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Spanish Pages [959] Year 2010
PROBLEMAS CONTEMPORÁNEOS DE LA FILOSOFÍA DEL DERECHO
INSTITUTO DE INVESTIGACIONES JURÍDICAS Serie DOCTRINA JURÍDICA, Núm. 244 Coordinador editorial: Raúl Márquez Romero Cuidado de la edición: Claudia Araceli González Formación en computadora: Sara Castillo Salinas
PROBLEMAS CONTEMPORÁNEOS DE LA FILOSOFÍA DEL DERECHO Enrique CÁCERES, Imer B. FLORES Javier SALDAÑA, Enrique VILLANUEVA Coordinadores
UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO MÉXICO, 2005
Primera edición: 2005 DR © 2005, Universidad Nacional Autónoma de México INSTITUTO DE INVESTIGACIONES JURÍDICAS Circuito Maestro Mario de la Cueva s/n Ciudad de la Investigación en Humanidades Ciudad Universitaria, 04510 México, D. F. Impreso y hecho en México ISBN 970-32-2695-7
CONTENIDO Presentación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Imer B. FLORES
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La objetividad de las proposiciones jurídicas . . . . . . . . . . . Jorge ADAME GODDARD
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La ponderación como procedimiento para interpretar los derechos fundamentales. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Carlos BERNAL PULIDO
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La ética del discurso jurídico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Arturo BERUMEN CAMPOS
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Hermenéutica analógica, derechos humanos y culturas . . . . . . Mauricio BEUCHOT
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Some Reflections on Methodology in Jurisprudence . . . . . . . Brian BIX
67
La interpretación en el derecho y en el arte. Primeras aproximaciones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Leticia BONIFAZ A.
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Constructivismo jurídico, verdad y prueba . . . . . . . . . . . . . Enrique CÁCERES
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Titularidad de los derechos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Juan Antonio CRUZ PARCERO
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Qué es y para qué sirve el derecho . . . . . . . . . . . . . . . . . Magdalena ESPINOSA GÓMEZ
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CONTENIDO
¿Ensueño, pesadilla y/o realidad? Objetividad e (in)determinación en la interpretación del derecho . . . . . . . . . . . . . . . . 173 Imer B. FLORES Entre el discurso práctico general y la argumentación jurídica: las formas de la argumentación política . . . . . . . . . . . . . . . . Joaquín GARCÍA-HUIDOBRO How Facts Make Law . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Mark GREENBERG
195 211
COMENTARIOS On the Normative Significance of Brute Facts . . . . . . . Ram NETA
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Superveniencia, valor y contenidos legales . . . . . . . . . Enrique VILLANUEVA
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La filosofía perenne. Una propuesta vigente para la filosofía contemporánea del derecho . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 289 Martín HERNÁNDEZ Fuentes, validez y aplicabilidad de las normas . . . . . . . . . . Carla HUERTA La evolución del debate multicultural y su estado actual en la teoría liberal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Francisco IBARRA PALAFOX Legalidad, legitimidad y legitimación. Implicaciones éticas . . . Jacqueline JONGITUD ZAMORA
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A Left Phenomenological Critique of the Hart/Kelsen Theory of Legal Interpretation . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 371 Duncan KENNEDY Seis problemas relacionados con el concepto de sanción . . . . . Roberto LARA CHAGOYÁN
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CONTENIDO
Privilege in Mexican and American Criminal Law . . . . . . . . Larry LAUDAN
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Kelsen, Hart y Dworkin en Hispanoamérica: condiciones de posibilidad de una filosofía local del derecho . . . . . . . . . . . . 415 Diego Eduardo LÓPEZ MEDINA El simulacro de la readaptación . . . . . . . . . . . . . . . . . . Dante LÓPEZ MEDRANO
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La teoría referencial-realista de la interpretación jurídica . . . . . Carlos I. MASSINI-CORREAS
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La estrategia de la vio lencia política y la contravio lencia terro rista. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 503 Klaus MÜLLER UHLENBROCK Acerca de las normas derivadas . . . . . . . . . . . . . . . . . . Pablo E. NAVARRO
511
The Power of Image and the Image of Power: The Case of Law . Ana Laura NETTEL D.
527
La semántica de la derrotabilidad . . . . . . . . . . . . . . . . . María Inés PAZOS
541
Razones y normas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . María Cristina REDONDO
563
Caos y derecho . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . María Elodia ROBLES SOTOMAYOR
597
Kelsen y el problema de la objetividad . . . . . . . . . . . . . . Carlos RODRÍGUEZ MANZANERA
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Reglas y principios. A propósito del origen y contenido de los principios jurídicos a partir de las regulae iuris . . . . . . . . 629 Javier SALDAÑA La interpretación del derecho . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Augusto SÁNCHEZ SANDOVAL
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VIII
CONTENIDO
El positivismo incluyente en la encrucijada . . . . . . . . . . . . Pedro SERNA
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Interpretación y argumentación jurídica: los límites del positivismo jurídico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 703 María Emma SILVA ROMANO Metasemantics and Objectivity. . . . . . . . . . . . . . . . . . . Ori SIMCHEN
719
COMENTARIO Can Objetivity Be Grounded in Semantics? . . . . . . . . Michel S. MOORE
739
A Hybrid Theory of Claim-Rights . . . . . . . . . . . . . . . . . Gopal SREENIVASAN
765
COMENTARIO Comment on pro fessor Go pal Sreeni va san’s A Hybrid Theory of Claim-Rights” . . . . . . . . . . . . . . . . . . Horacio SPECTOR Theory, Practice and Ubiquitous Interpretation: The Basics . . . Martin STONE
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COMENTARIO Law as a Reflective Practice: A Comment on Stone’s “Theory, Practice and Ubiquitous Interpretation” . . . . . 833 Scott HERSHOVITZ Interpretación jurídica (dos lecturas del derecho) . . . . . . . . . Rolando TAMAYO Y SALMORÁN
843
El derecho y la filosofía de la ciencia . . . . . . . . . . . . . . . Ana Lilia ULLOA CUÉLLAR
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CONTENIDO
IX
En torno al debate Raz/Coleman: ¿excluyente o incluyente? . . . Juan VEGA GÓMEZ
893
Justicia y multiculturalismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Ambrosio VELASCO GÓMEZ
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Interpretación e indeterminación de la regla jurídica . . . . . . . Francesco VIOLA
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PRESENTACIÓN El Congreso Internacional de Problemas Contemporáneos de la Filosofía del Derecho, en su primera versión, se llevó a cabo en la ciudad de México, del 7 al 11 de julio de 2003, auspiciado por siete dependencias de la Universidad Nacional Autónoma de México, a saber: la Coordinación de Humanidades, la Facultad de Estudios Superiores Acatlán, la Facultad de Estudios Superiores Aragón, la Facultad de Derecho, la Facultad de Filosofía y Letras, el Instituto de Investigaciones Filosóficas y el Instituto de Investigaciones Jurídicas. Su realización fue posible gracias a la generosidad y determinación de quienes son —o eran en aquel entonces— los titulares de cada una de estas dependencias universitarias: doctora Olga Elizabeth Hansberg Torres, maestra Hermelinda Osorio Carranza, arquitecta Lilia Turcott González, doctor Fernando Serrano Migallón, doctor Ambrosio Velasco Gómez, doctora Paulette Dieterlen Struck, y doctor Diego Valadés, respectivamente; así como al entusiasmo y dedicación de profesores e investigadores del área de filosofía y teoría del derecho de esta Universidad, al no escatimar esfuerzos para organizar y difundir este magno evento. Con toda solemnidad el Congreso fue inaugurado por el propio rector de nuestra Alma Mater, doctor Juan Ramón de la Fuente, el 7 de julio, en el Auditorio Héctor Fix-Zamudio del Instituto de Investigaciones Jurídicas; la conferencia inaugural estuvo a cargo del doctor Pedro de Vega, ilustre catedrático de la Universidad Complutense de Madrid. Fue clausurado por la doctora Dieterlen, en su calidad de integrante del Comité Organizador, en el mismo auditorio que lucía un lleno comparable con el de la inauguración y que mantuvo una asistencia constante durante todo el Congreso, gracias al gran interés que despertó. En las sesiones matutinas y vespertinas contamos con la participación de exponentes de la amplia gama de corrientes de la filosofía y teoría jurídica, así como representantes de una gran variedad de perspectivas. Se contó con 50 expositores: 26 nacionales y 24 extranjeros procedentes XI
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PRESENTACIÓN
de Alemania, Argentina, Canadá, Colombia, Chile, España, Estados Unidos de América, Inglaterra e Italia. Todos ellos se integraron en las 10 mesas y en los 4 seminarios, para disertar y discutir con gran elocuencia sobre los problemas contemporáneos de la filosofía del derecho: la argumentación, hermenéutica e interpretación jurídica; la concepción del derecho y los conceptos jurídicos fundamentales; la derrotabilidad normativa; la epistemología jurídica y la metodología del derecho; la metafísica y metasemántica del derecho; el multiculturalismo y el pluralismo jurídico; la objetividad e indeterminación en el derecho; el positivismo excluyente e incluyente; asi como la relación entre derecho, ética y política. Como producto de dicho encuentro se publica esta obra que reúne casi todas las versiones revisadas de las ponencias originales, así como las observaciones de los comentaristas en los seminarios, salvo algunas que por diferentes razones no pudieron ser incluidas en este volumen, como fue el caso de la conferencia inaugural. La publicación recopila las ponencias agrupadas en orden alfabético por autores, en lugar de por temas; y en su caso, los comentarios aparecen inmediatamente después de la ponencia a la que hacen referencia. Los largos procesos editoriales —comprendidos entre la recopilación, el procesamiento, la entrega, el dictamen, la revisión y, en su caso, la corrección de textos, la edición y la publicación— hicieron posible que pudiéramos incluir en este volumen un par de trabajos que estaban comprometidos para ser publicados originalmente en algún otro lugar, además de uno de sus comentarios. Tal es el caso de “How Facts Make Law” de Mark Greenberg que apareció en Legal Theory, (vol. 10, pp. 157-198, 2004); el comentario “On the Normative Significance of Brute Facts” de Ram Neta que también fue publicado en el mismo volumen (pp. 199-214) y “A Hybrid Theory of Claim-Rights” de Gopal Sreenivasan (vol. 25, pp. 257-274) en el Oxford Journal of Legal Studies. Por ello, agradecemos profundamente a las editoriales Cambridge University Press y a Oxford University Press los permisos para reeditar dichos textos. Para concluir, sólo resta reiterar nuestro más profundo agradecimiento a los becarios del Instituto de Investigaciones Jurídicas: Edgar Aguilera García, Pedro Contreras Orduño, María José Franco Rodríguez, Fernanda García Vega, Adrián Mancera Cota, Rodrigo Ortiz Totoricaguena, Cynthia Rebeca Sánchez Pérez y Ariadna Valdés, por hacer todo lo po-
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sible en escena —y hasta lo imposible tras bambalinas— para la realización del Congreso. Mención especial merece la última, porque además asistió con diligencia en la recopilación y procesamiento de los materiales para esta publicación. Para finalizar, reiteramos nuestra gratitud no sólo a las autoridades que aportaron lo necesario para poder sembrar una semilla sino también a quienes en diferentes momentos contribuyeron a regar, podar y cultivar esta planta que ya dió sus primeros frutos. Confiamos que muy pronto volverá a florecer. Imer B. FLORES
LA OBJETIVIDAD DE LAS PROPOSICIONES JURÍDICAS Jorge ADAME GODDARD* SUMARIO: I. Introducción. II. El derecho como ciencia del orden social. III. El derecho como ciencia de lo justo practicable. IV. El objeto de la ciencia jurídica. V. La objetividad de las proposiciones jurídicas. VI. Conclusiones.
I. INTRODUCCIÓN Presento aquí una mera hipótesis acerca de la cuestión de la objetividad de las proposiciones jurídicas, que tendrá que justificarse y argumentarse de manera más acabada. En todo caso, me parece una hipótesis plausible y mucho agradecería sus comentarios al respecto. Ciertamente esta cuestión presupone una serie de convicciones filosóficas previas. En primer lugar, la sola posibilidad de hablar de la “objetividad” de las afirmaciones que hace la ciencia del derecho implica la aceptación de que el conocimiento común, lo mismo que el conocimiento científico, tiene como objeto y medida la realidad de las cosas. Los conocimientos se pueden llamar entonces “objetivos” o incluso “verdaderos” en tanto reflejen fielmente la realidad de las cosas de las que son abstracciones o conceptos, y son subjetivos o falsos en caso contrario. Sé que hay posturas filosóficas que no comparten este punto de vista, pero no se trata de hacer de esta cuestión una polémica. Lo único que pretendo es hacer explícitos mis postulados con el fin de hacer más comprensible la hipótesis que les propongo; y a quienes tienen una postura diferente, simplemente les pido que hagan lo que solía hacerse en las disputas escolásticas: que “acepten sin conceder”. * Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM, México. 1
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Hay algo más implícito en la cuestión que quiero tratar ante ustedes, y es un poco más complicado que la presunción de objetividad del conocimiento. Se trata de una concepción acerca de la ciencia del derecho, a partir de la cual puedo señalar cuáles son las proposiciones específicamente jurídicas, distinguiéndolas de las de otras ciencias conexas, como la ética, la política o las ciencias de la organización social. Una vez aclarado este punto, se puede proceder a discurrir acerca de la objetividad de esas proposiciones jurídicas. Quizá la concepción del derecho que les propongo aquí resulte menos aceptable que mi convencimiento de que el ser es la medida del conocimiento, pero me atrevo a presentarla ante ustedes confiando, otra vez, en su comprensión. Se ve, por lo antes dicho, que la ponencia se estructura en dos partes. En la primera, me refiero a la concepción dominante en México del derecho como ciencia del orden normativo (epígrafe uno), y luego (epígrafe dos) presento mi posición acerca del derecho como ciencia de lo justo practicable. En la segunda (epígrafe tres y conclusiones) me refiero ya directamente a la cuestión objeto de este trabajo, la de la objetividad de las proposiciones jurídicas. II. EL DERECHO COMO CIENCIA DEL ORDEN SOCIAL Me parece que en México prevalece la concepción del derecho que lo concibe como un “orden normativo” o conjunto de normas que rigen la vida social. Un indicador significativo de esta preferencia es el concepto de derecho que da Eduardo García Máynez en su Introducción al estudio del derecho,1 que es una obra que suele seguirse con más o menos fidelidad en muchas facultades de derecho y es tomada en cuenta seriamente por otros autores de introducciones semejantes. La primera parte de la obra se encamina, como indica su título, a explicar “la noción del derecho”, para lo cual el autor explica los conceptos de ley, norma, derecho objetivo y subjetivo; distingue el derecho de la moral y de los convencionalismos sociales; propone una clasificación de las fuentes del derecho y de las normas jurídicas y concluye haciendo una reflexión sobre el Estado. El lugar importante que en esta reflexión toma el concepto de “norma” y su clasificación hace ver ya la preferencia por esa concepción 1 García Máynez, E., Introducción al estudio del derecho, México, 1940 (en 1995 se publicaba la 47a. reimpresión).
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del derecho, que el autor hace expresa cuando define el derecho en sentido objetivo (capítulo IV) como un conjunto de normas. El mismo autor, en un trabajo monográfico titulado La definición del derecho (México 1948, 2a. ed., Xalapa, 1960) se plantea directamente la cuestión y responde que en todos los autores hay coincidencia en que el derecho es algo normativo, aunque difieren en la naturaleza y contenido de las normas que lo integran. La concepción normativista es común a positivistas y iusnaturalistas o racionalistas: ambos sostienen que el derecho es un conjunto de normas, un orden social u ordenación de la vida social, aunque se separan en cuanto al origen de las normas, que para los primeros es sólo el poder del Estado, mientras que los iusnaturalistas invocan, además de las positivas, unas normas naturales o racionales. Así, un connotado representante mexicano de esta última corriente, Rafael Preciado Hernández, proponía como conclusión de sus Lecciones de filosofía del derecho2 esta definición del derecho: es la ordenación positiva y justa de la acción al bien común. La concepción normativista del derecho en todo caso lleva a una negación de su carácter científico, lo mismo si se considera que el orden normativo es solamente positivo, como si se considera que es a la vez natural (o racional) y positivo. Si se mira el orden normativo como exclusivamente positivo, en el sentido de que se compone principalmente de las leyes emitidas por la potestad legislativa, así como otras disposiciones gubernamentales, las sentencias judiciales e inclusive usos y costumbres sociales reconocidos socialmente como vinculantes, la ciencia jurídica sería el conocimiento sistemático y organizado de esas normas, y en consecuencia su primer cometido es la descripción de sus características, por las que se distinguen las normas propiamente jurídicas de otras normas que regulan la vida social como las reglas éticas o las costumbres sociales, y luego la clasificación y jerarquía de esas normas como elementos integrantes de un orden jurídico. A la ciencia del derecho también le correspondería al análisis y organización del contenido de las leyes y demás mandatos potestativos, lo cual cada vez se hace más complejo dada la profusión de este tipo de normas y la variedad de sus contenidos, por lo que de hecho la ciencia jurídica se reduce a analizar el contenido de las leyes principales, la 2
Preciado Hernández, Rafael, Lecciones de filosofía del derecho, México, 1947, p. 268.
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Constitución, los códigos y algunas leyes administrativas, pero lo hace sabiendo que en cualquier momento el legislador o las instancias administrativas pueden modificar los contenidos. Ante la perspectiva de una ciencia cuyos contenidos son de muy diversa naturaleza (económicos, fiscales, administrativos, sanitarios, forestales, urbanísticas, etcétera), tan diversa como las leyes mismas, y que varían por decisiones emanadas de una voluntad política y no por los resultados de la investigación científica, se ha dudado con razón de que tal conocimiento de los contenidos legales sea verdaderamente científico. Para superar esta objeción se han intentado dos caminos, uno lógico-formal, y otro de casualidad social. Desde la perspectiva lógica formal, la ciencia jurídica se concentra en el estudio de los aspectos formales de las normas y se vuelva una ciencia cuyo objeto no son los contenidos de las normas sino sus aspectos formales, que son permanentes y universales: la jerarquía de las normas dentro del sistema, su lógica, su lenguaje y sus fuentes. Desde esta perspectiva, las proposiciones jurídicas serán evidentemente de carácter lógico formal, como la que dice que la ley posterior deroga a la anterior, o la que dice que la norma se estructura sobre la relación “si es a... debe ser b”. Esto puede resultar atractivo para los filósofos, especialmente los de la actual corriente denominada analítica, pero no es suficiente para los juristas que además de consideraciones formales requieren criterios materiales —es decir con contenido— de juicio para solucionar los casos que se les presentan. La otra postura posible para afirmar que el derecho, entendido como un sistema normativo positivo, es una ciencia y no mera arbitrariedad legislativa, es la de considerar cuáles son las causas sociales del orden normativo. Desde el punto de vista formal, se reconoce que las normas jurídicas requieren de la aprobación y publicación de la potestad legislativa o gubernativa, pero es también evidente que el contenido de esas normas está en buena parte condicionado por las circunstancias sociales, económicas, geográficas, culturales de cada pueblo, por lo que el contenido de las normas jurídicas puede ser explicado con la ayuda de las ciencias sociales, especialmente la sociología, la economía y la ciencia política. Desde este punto de vista, las proposiciones de la ciencia jurídica serían las propias de las ciencias sociales que afirman la probabilidad, más o menos alta, de que ante un determinado fenómeno social o colectivo se dé un determinado orden social, como las que afirman que el régimen de
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las sociedades anónimas de capitales, con preferencia al de sociedades de personas, se da en una economía capitalista en la que priva el lucro como motor principal de la affectio societatis; o la que indica que el régimen de la sucesión testamentaria, como alternativa de la sucesión legítima, presupone un desarrollo social en el que la familia pierde el carácter protagónico que tiene en las sociedades primitivas. Resulta así que si se afirma que el derecho es fundamentalmente el orden normativo que rige la vida social, y específicamente el impuesto por la potestad política por medio de las leyes y otras decisiones potestativas, su contenido es esencialmente variable, dependiente de las circunstancias sociales, sobre todo de la voluntad política, y no puede considerarse como el resultado o conclusión de un estudio científico. Para poder afirmar el carácter científico del derecho se tiene entonces que acudir a analizar el orden normativo, no en su contenido, sino desde el punto de vista lógico formal o desde el punto de vista de la causalidad social. La ciencia del derecho es entonces o lógica jurídica o sociología jurídica, lo cual equivale a decir que no tiene una especificidad propia sino que es simplemente un capítulo de la lógica o de la sociología. Hay sin embargo otra posibilidad, que ya se apuntó arriba, de considerar al derecho como una ciencia del orden social. Consiste en reconocer que el orden social se funda en ciertos principios universales e inmutables, cuyo análisis, explicación, sistematización y desarrollo serían el objeto propio de la ciencia jurídica. Ésta es la posición peculiar de la filosofía del derecho natural: su objeto de estudio son los primeros principios del orden social, que son permanentes y universales en cuanto están fundados en la naturaleza racional del ser humano, como el principio de que el poder político está al servicio del pueblo y no de los gobernantes, o el de que todos los integrantes de una comunidad deben participar en las cargas y beneficios del bien común. De conformidad con este planteamiento, las proposiciones de la ciencia jurídica serían de carácter filosófico: el conocimiento de los primeros principios del orden social. De hecho, así se ha entendido tradicionalmente la ciencia del derecho natural. Pero sigue entonces el problema de encontrar un contenido propio para la ciencia jurídica, pues si bien los primeros principios del orden normativo pueden ser objeto de análisis científico-filosófico, ellos no constituyen el orden social sino son sólo su guía y límite. El orden social es ante todo positivo, de múltiples contenidos, mudable y, como se ha explicado, no parece posible que sea como tal el objeto propio de una
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ciencia, aunque puede analizarse desde el punto de vista lógico, de su causalidad social, o hacerse filosofía de sus primeros principios. III. EL DERECHO COMO CIENCIA DE LO JUSTO PRACTICABLE La posición que aquí presento es diferente porque no parto de la consideración del derecho como un orden normativo. No pretendo descalificar las posiciones analizadas, que me parece que aportan conclusiones válidas respecto del objeto que se proponen: la comprensión lógico formal del orden social normativo, la comprensión de su causas sociales o la de sus primeros principios. Simplemente propongo, o mejor diría, repropongo, una comprensión del derecho que lo concibe como algo diferente de un orden normativo: como la ciencia de la solución justa, o adecuada, de los conflictos patrimoniales entre las personas o entre los ciudadanos y la comunidad política. No es una concepción nueva, sino tradicional. Por eso Michel Villey la ha denominado la “concepción clásica” del derecho. Era la idea que tenían los juristas romanos,3 manifiesta en la célebre definición de Ulpiano (D 1,1,10,2), de la jurisprudencia como la ciencia de lo justo y lo injusto (Jurisprudentia est iusti atque iniusti scientia); ius era lo justo en el caso concreto; el jurista era quien sabía discernir cuál era la acción justa en casos concretos. Ésa fue también la concepción que tuvieron los juristas cultos de la Edad Media, como el famoso Bártolo de Saxosferrato, pues concebían su oficio principal el dar dictámenes o concilia para resolver problemas concretos. esa fue también la noción de derecho que tuvieron Aristóteles (particularmente en el Libro V de la Ética Nocomaquea) y Santo Tomás de Aquino (especialmente en la Summa Theologiae IIa IIae qq. 57-60), y que últimamente, ante la crisis de las concepciones normativistas modernas, se ha ido rescatando por juristas y filósofos como Álvaro d’Ors,4 Michel Villey,5 Juan Vallet de Goytizolo,6 Carlos Ignacio Mazzini,7 entre otros. 3 Véase Adame Goddard, J., “El derecho romano como jurisprudencia”, Revista de Investigaciones Jurídicas, México, núm. 15, 1991, pp. 9 y ss. 4 Véase especialmente su Nueva introducción al estudio del derecho, Madrid, 1999. 5 Villey, M., Compendio de filosofía del derecho, trad. de Diorki del original francés (París, Dallos, 1975), Pamplona, 1979. 6 Vallet de Goytisolo, J., Metodología jurídica, Madrid, Civitas, 1988. 7 Massini, C. I., La prudencia jurídica, Buenos Aires, 1983.
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De acuerdo con esta concepción clásica, el derecho es una ciencia que permite atribuir lo suyo a cada persona en relaciones y situaciones concretas. Como toda ciencia, el derecho parte de la observación de la realidad, específicamente de la realidad de los actos humanos y de las relaciones sociales motivadas por el intercambio de bienes y servicios. Observa esta realidad desde un punto de vista específico y propio (su objeto formal), que es el de discernir qué es lo que cada parte puede reclamar para sí como algo propio en esas relaciones, o en otras palabras, el de determinar qué es lo suyo de cada quien. La ciencia jurídica es, en un primer momento, meramente declarativa; declara o indica lo que a cada quien corresponde: declara, por ejemplo, que al vendedor le corresponde entregar la mercancía y cobrar el precio, que al propietario le corresponde usar, disfrutar y disponer de sus bienes sin interferencias de otras personas, o que al no propietario le corresponde respetar los derecho de propiedad, o que al delincuente le corresponde una determinada pena.8 A partir de esa declaración de lo que es de cada quien, se hace necesario un segundo juicio por el que el jurista elige la acción que ha de practicarse (o medio) para que efectivamente se consiga que cada quien tenga lo suyo. Después de averiguar, por ejemplo, que una persona es propietaria de una cosa que otra posee, hace falta juzgar acerca del medio idóneo para que recupere la posesión, como podría ser un interdicto posesorio o una acción reivindicatoria; o después de averiguar que la parte de un contrato tiene derecho a una indemnización por el incumplimiento de las obligaciones contractuales a cargo de la otra, hace falta elegir por medio de qué acción judicial o recurso extrajudicial podrá hacerse efectiva. Este segundo juicio es también una operación intelectual propia del oficio del jurista. El valor social de este juicio, esto es, la posibilidad de que sea seguido por los interesados, cuando no lo emite un juez o magistrado investido de potestad pública, depende exclusivamente de la autoridad 8 M. Villey llega a afirmar (Método, fuentes y lenguaje jurídico, Buenos Aires, 1978, capítulo V, “Sobre el indicativo en derecho”) que la ciencia jurídica es eminentemente declarativa y su lenguaje se expresa en modo indicativo y no imperativo. Esto es claro si uno se refiere sólo al discernimiento de lo justo, pero no lo es cuando se refiere a la determinación del medio adecuado o conducta a seguir, que puede proponerse en un lenguaje imperativo, como en la sentencia de un juez, o en un lenguaje persuasivo del tipo “es conveniente”, “se recomienda”, etcétera. No es posible excluir este segundo juicio (la determinación de la conducta a seguir) del lenguaje de la ciencia jurídica.
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científica (sabiduría socialmente reconocida) del jurista que lo haya emitido y por eso vale simplemente como consejo o recomendación. Cuando este segundo juicio lo hacen personas investidas con potestad pública, como lo son ahora los jueces ordinarios, tiene valor imperativo y constituye una orden que ha de ser obedecida. En esta situación, la incidencia de la potestad pública no cambia la naturaleza intelectual del juicio que emiten los jueces oficiales. Ellos disciernen lo que es de cada quien en el litigio planteado, lo mismo que un jurista a quien se le hace una consulta, y cuando dictan la sentencia hacen esencialmente lo mismo que un jurista privado cuando aconseja a su cliente: determinan cuál es la conducta que ha de practicarse para resolver el caso. El acto del juez no deja de ser un acto propio del oficio jurídico, la solución de un conflicto específico, ni se convierte en el acto de un gobernante que emite una orden general imperativa (ley o decreto) que supone fundada en la voluntad política. Lo único que sucede es que la sentencia del juez se “reviste”, se pone el traje, de orden imperativa porque actúa en nombre del poder público, pero la sustancia del acto no es más que el juicio por el que se discierne lo justo del caso concreto y se determina el modo de practicarlo. El fin propio de la ciencia jurídica consiste entonces, además del discernimiento de lo justo en relaciones y situaciones concretas, en definir los actos (medios) a realizar para hacerlo efectivo. Tiene así el derecho una finalidad teórica, la declaración de lo justo en concreto, y otra práctica, la determinación de la conducta a practicar. Pudieran reunirse ambas diciendo que el derecho es la ciencia de lo justo posible o practicable. Para hacer su cometido, la ciencia jurídica, a través de una experiencia secular, ha ido formando una amplia variedad de herramientas intelectuales e integrándolas en un cuerpo de doctrina que se ha venido transmitiendo, con más o menos fidelidad y profundidad, a través de las generaciones de juristas hasta nuestros días. Este cuerpo de doctrina o saber jurídico comprende, como lo ha hecho ver Juan Vallet de Goytisolo,9 siguiendo a Francisco Elías de Tejada, cuatro niveles de conocimientos: a) el saber jurídico común o sindéresis, que corresponde al conocimiento de los primeros principios de la razón práctica; b) el saber filosófico, que corresponde a la filosofía del derecho; c) el saber científico, que es el conocimiento de la doctortrina jurídica (nociones, instituciones, reglas, distinciones, soluciones), y d) un saber técnico o instrumental que comprende 9
Vallet de Goytisolo, J., Metodología jurídica, Madrid, Civitas, 1988, pp. 62 y ss.
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los conocimientos y habilidades necesarias para hacer efectiva la aplicación del derecho, como la redacción de escritos, la localización de las fuentes jurídicas, las habilidades de negociación, etcétera. Es una concepción que, en comparación con la que considera el orden social normativo como objeto del derecho, ciertamente restringe el ámbito de lo jurídico, pero esta restricción no es en demérito de la ciencia jurídica, sino a favor de su mejor conocimiento y claridad. Se distingue así el derecho, de la ciencia de la legislación, de la política, entendida como ciencia del ejercicio del poder o arte de gobernar, y de las ciencias sociales, especialmente de la sociología, de la ciencia política y de las ciencias de la administración de grupos sociales. ¿Acaso no es un contrasentido que en una época de alta especialización científica se llame derecho, lo mismo a la ciencia de la organización del poder político y de su ejercicio (derecho constitucional), o a la de la organización y administración de las empresas mercantiles (derecho societario o “corporativo”) o a la regulación para preservar los recursos naturales de la contaminación (derecho ecológico) o a la organización y administración de las aduanas (derecho aduanero) o a la determinación de los impuestos y su recaudación (derecho fiscal), o a la organización del sistema financiero (derecho financiero), etcétera, etcétera?. Lo único que tienen en común todas estas supuestas “ramas” del derecho es que su contenido está determinado en una ley, pero materialmente son muy diferentes. La concepción del derecho como ciencia de lo justo concreto, si bien se fue olvidando entre los filósofos del derecho, en la realidad no desapareció, pues es así como entienden su oficio los jueces, abogados, notarios, consultores: su oficio es resolver casos concretos de manera justa. Es diferente el oficio de otros egresados de las Facultades de derecho, muy numerosos en México, que son funcionarios gubernamentales, legisladores, dirigentes sociales, que puede ser que consideren su oficio como una profesión jurídica, por esa ambigüedad en la que ha devenido el concepto de lo jurídico, pero a ellos la solución de casos concretos no les interesa, a no ser que sean colectivos y con repercusiones políticas. IV. EL OBJETO DE LA CIENCIA JURÍDICA Siguiendo la concepción del derecho como la ciencia de lo justo practicable, procuraré ahora precisar su objeto, acudiendo a la distinción tradicional entre objeto material y objeto formal de la ciencia.
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1. El objeto material El objeto material o sector de la realidad que la ciencia jurídica procura conocer son las relaciones humanas; en primer lugar, las relaciones entre personas que se establecen respecto del aprovechamiento de las cosas, es decir, lo que suele conocerse como materia del derecho privado. Incluye también las relaciones entre las personas con la comunidad política, que se dan en dos sentidos diferentes: unas son las relaciones patrimoniales de los particulares con la administración pública que son relaciones iguales o muy semejantes a las del derecho privado, con la sola diferencia que una de las partes de la relación, la entidad administrativa, actúa sujeta a un condicionamiento y regulación especiales; las otras son las relaciones que se dan en un plano de subordinación entre ciudadanos y gobernantes; éstas son las que constituyen la materia del derecho público. Las relaciones que son materia del derecho privado se contraen libremente y se dan en una plano de igualdad formal; las relaciones a que se refiere el derecho público no se contraen libremente sino que están determinadas por el ordenamiento legal y político, por lo que tienen una naturaleza diferente que las primeras y conviene llamarlas con una palabra diferente: “situaciones”.10 Tanto las relaciones libremente contraídas como las impuestas por el ordenamiento legal o situaciones, no son más que actos humanos realizados en referencia a otra persona o a la comunidad. Por eso cabe decir que el objeto material del derecho son los actos humanos referidos a otras personas o a la comunidad, sean relaciones libremente contraídas, sean situaciones determinadas por el ordenamiento legal. Si se acepta que éste es el objeto material de la ciencia jurídica, se echa de ver la necesidad de que la filosofía del derecho cuente con una explicación de lo que son las relaciones, como actos humanos recíprocamente referidos, y del acto humano mismo. 2. El objeto formal El objeto formal o punto de vista específico de la ciencia jurídica es precisamente la determinación de lo que es propio (lo “suyo”) de cada 10 Véase D’Ors, Nueva introducción al estudio del derecho, Madrid, 1999, quien ha propuesto esta distinción entre relaciones y situaciones.
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una de las partes en esas relaciones o situaciones, es decir, lo que es justo en ellas. Esta perspectiva supone necesariamente que en dichas relaciones y situaciones cada una de las partes se ha de comportar de una determinada manera que la otra puede exigir, es decir, se entiende que hay acciones que una parte tiene como debidas y la otra como suyas. La determinación de la justicia consiste entonces en precisar las causas o títulos que hacen que una conducta sea debida para una parte o suya para la otra. Básicamente hay, a mi entender y siguiendo a Santo Tomás de Aquino, tres causas posibles que hacen que una conducta sea debida: la propia naturaleza de la relación, la convención privada y la convención pública (principalmente la ley o la costumbre) o, en otras palabras, la naturaleza, el convenio y la ley. La declaración de lo que es justo en cada relación o situación jurídica no agota el objeto formal de la ciencia jurídica, pues ésta pretende ser además una ciencia práctica, que determina los medios adecuados para hacer que se practique lo determinado como justo. El jurista termina concluyendo la práctica de una determinada acción con la que se quiere obtener el resultado justo. Hay así dos operaciones en el juicio propiamente jurídico. Una es un juicio de carácter teórico-práctico en el que se determina en forma general lo que es debido o justo en una relación o situación, y la otra es un juicio meramente práctico en el que se define cuál es la conducta en concreto a seguir. Considerando ambas facetas puede proponerse que el objeto formal del derecho es lo justo practicable. V. LA OBJETIVIDAD DE LAS PROPOSICIONES JURÍDICAS Una vez precisados los objetos material y formal de la ciencia jurídica, se pueden precisar los tipos de proposiciones de la ciencia jurídica y juzgarlas desde el punto de vista de su objetividad. Me parece que se pueden considerar tres tipos diferentes de proposiciones, afirmaciones o conclusiones de la ciencia jurídica: a) los conceptos o categorías de análisis propias de la ciencia jurídica; b) la declaración o juicio de lo justo en relaciones o situaciones concretas, y c) la declaración o juicio de la conducta a seguir de conformidad con el juicio acerco de la justo concreto.
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1. Los conceptos de la ciencia jurídica Me refiero al conjunto de conceptos, reglas, definiciones, distinciones que ha ido formando la ciencia jurídica a través del tiempo, tales como derecho real, obligación, propiedad, posesión, sucesión legítima, testamento, compraventa, etcétera. Todos estos conceptos son abstracciones formuladas por la inteligencia a partir de la realidad concreta de las relaciones entre las personas y con la comunidad. Su objetividad o veracidad depende de que reflejen fielmente la realidad de las relaciones a que se refieren, o sea que su criterio de objetividad es el mismo que el de las ciencias de la naturaleza o de las ciencias sociales. Por ejemplo, el concepto de compraventa será objetivo en cuanto refleje fielmente la relación que se da entre personas para el intercambio de una cosa por un precio; el de propiedad, en tanto refleje el poder atribuido a una persona sobre una cosa con exclusión de todas los demás, etcétera. 2. La declaración de lo justo en relaciones o situaciones concretas A diferencia de los conceptos jurídicos, que pretenden tener una validez universal, se trata aquí de juicios en casos particulares que no pretenden una validez tal. Sin embargo, se trata todavía de un juicio teórico que simplemente afirma cuál es la conducta debida o suya en una relación o situación determinada. Es un juicio teórico que pretende ser objetivo por lo mismo que los juicios teóricos individuales de cualquier otra ciencia, por su conformidad con la realidad. Para hacer este juicio, el jurista analiza el caso en lo individual, con todas sus circunstancias relevantes, así como los títulos o causas posiblemente aplicables al caso y que señalarían cuál es la conducta debida. Por ejemplo, la declaración de que una de las partes en un conflicto de tierras es el propietario, es o no objetiva según que exista o no un título de propiedad válido que adjudica la cosa a esa parte; o el juicio de que una cantidad de dinero es debida por una parte a otra, será objetivo en tanto que exista una causa que atribuya esa suma de dinero a tal parte. La objetividad de estos juicios, no obstante que quien los formule la pretenda decididamente, puede resultar difícil de alcanzar, por la incidencia de una multitud de circunstancias y por la posibilidad de considerar dos o más causas posibles
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de atribución en una misma relación; por ejemplo, puede una relación en la que una persona paga un precio a otra para que fabrique cierta cosa verse desde el punto de vista de un contrato de arrendamiento de servicios o de la venta de una cosa futura, y los resultados en cuanto a los derechos y obligaciones de las partes son diferentes según cada postura. Por eso, estos juicios no pueden considerarse como una conclusión científicamente demostrable, y tienen sólo el valor de una opinión, pero de una opinión que pretende ser objetiva y fundada y no el mero resultado de una emoción o libre intuición.11 3. El juicio práctico sobre la conducta a seguir Al juicio teórico que declara lo “debido” o lo “suyo” en la relación o situación concreta, sigue un segundo juicio, un juicio práctico, por el que se determina una acción concreta que ha de practicarse. El juez, por ejemplo, que declara que el actor en un juicio reivindicatorio es el propietario, no ha terminado su labor; tiene ahora que prescribir la conducta que ha de seguir el demandado: restituir la cosas en tales y cuales condiciones y circunstancias. De este juicio práctico no se puede predicar la objetividad porque se refiere a una conducta que todavía no es, de modo que no puede ser medido por la realidad. Pero hay otra medida para valorarlo. La conducta que determina el juicio práctico se concibe como un medio para alcanzar la finalidad de resolver o prevenir un conflicto en una determinado relación o situación, haciendo que cada quien dé lo debido y reciba lo suyo. Es, en otras palabras, la acción adecuada para restablecer o mantener la justicia del caso concreto. En consecuencia, la validez de este juicio práctico depende de la idoneidad de la conducta prescrita para realizar la 11 Debe tenerse en cuanta que las mismas relaciones y situaciones que son objeto de la ciencia jurídica, pueden serlo también de otras ciencias y dar lugar a su discernimiento con puntos de vista diferentes. Especialmente las relaciones de la comunidad política con los ciudadanos. De las relaciones de la comunidad política, que actúa por medio de los gobernantes investidos de potestad pública, con los ciudadanos, algunas dan lugar a conflictos que se resuelven con criterios de justicia, y por eso pueden considerarse jurídicas; otras dan lugar a conflictos que se resuelven por medio de un poder disciplinar interno (la auto corrección de la administración pública) o por medio de decisiones o actos políticos determinados por criterios de preservación del orden, equilibrio de poderes o factores geopolíticos, y que me parece deben excluirse del ámbito jurídico.
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justicia posible, de que sea efectivamente el medio adecuado. Por eso, de estos juicios se predica, en vez de la objetividad, su rectitud, es decir, que realmente enderecen la conducta hacia el fin perseguido. Hay una vinculación lógica necesaria entre el juicio teórico y el práctico. El primero determina qué es lo justo objetivo y, con base en ello, el juicio práctico, señala cómo ha de restablecerse o mantenerse la justicia en esa relación o situación concreta. El juicio práctico depende así del juicio teórico acerca de lo justo y no es, por consiguiente, un juicio arbitrario. Cabe notar que este juicio práctico puede tener un diferente valor social según sea la persona que lo pronuncie. Los juicios que hacen los juristas en función de abogados, consultores o notarios, sólo tiene el valor de una recomendación o consejo: el jurista aconseja realizar determinada conducta, de manera semejante a como un médico recomienda un tratamiento; su consejo será más o menos seguido en la medida de la confianza y autoridad científica que se le reconozcan. Si el juicio lo pronuncia un juez investido de potestad pública tiene entonces el valor de una orden imperativa que debe ser obedecida; pero debe advertirse que este carácter no le viene por su elaboración intelectual, sino que es algo añadido, externo, que no modifica ni el contenido del juicio ni el modo de realizarlo. Una cuestión conexa con la objetividad y rectitud de los juicios jurídicos es la de cómo se forma la experiencia personal del deber, es decir, de qué manera lo resuelto en un juicio práctico se percibe por la persona que ha de ejecutar la acción como un “deber”, o sea como una necesidad que la compele a practicarla. Evidentemente puede una persona sentirse forzada a cumplir un juicio práctico cuando proviene de un juez investido con potestad; pero sentirse forzada, constreñida o amenazada no es lo mismo que tener la experiencia de que una conducta es debida, pues el deber no excluye la libertad sino que la presupone. El sentido del deber depende de la inclinación a apetencia de un fin. Alguien experimenta una conducta como debida cuando la concibe como un medio adecuado para alcanzar un fin, y entonces el mismo deber resulta amable, tan amable como el fin que se busca. Por tanto, para que los juicios jurídicos se experimenten personalmente como un deber, se requiere que la conducta que propongan realizar se vea como un medio adecuado para realizar la justicia del caso concreto; y esto depende de que el juicio práctico sea recto y de que el juicio teórico sea objetivo.
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Como quienes juzgan son hombres concretos, la validez social de sus juicios depende finalmente de la sabiduría y rectitud que se les reconozca y no del cargo que ostenten, es decir, depende de su autoridad y no de su potestad. VI. CONCLUSIONES Para resumir lo expuesto y en cuanto al punto tratado en esta ponencia, propongo las siguientes conclusiones por vía de hipótesis, partiendo de la concepción del derecho como ciencia de lo justo practicable, cuyo objeto material son las relaciones humanas (actos humanos recíprocamente referidos) y cuyo objeto formal es la determinación de lo justo practicable: 1. Se puede hablar de la objetividad de los conceptos jurídicos en la medida que reflejen la realidad de las relaciones o situaciones que significan, de manera semejante a la objetividad de los conceptos de otras ciencias teóricas. 2. Respecto del juicio que, atendiendo a las diversas causas de atribución, declara lo qué es lo debido o lo suyo en una relación o situación concreta, se puede también hablar de objetividad, aunque ésta no puede demostrarse científicamente, por lo que estos juicios tienen el valor de opinión que pretende ser objetiva. 3. Respecto del juicio práctico que determina la conducta a seguir para mantener o restablecer la justicia en una relación o situación concreta, no se puede hablar de objetividad pero sí de rectitud, en el sentido de si la conducta que determina es adecuada para alcanzar la justicia posible del caso.
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LA PONDERACIÓN COMO PROCEDIMIENTO PARA INTERPRETAR LOS DERECHOS FUNDAMENTALES Carlos BERNAL PULIDO* SUMARIO: I. Introducción. II. El concepto de ponderación. III. La estructura de la ponderación. IV. Los límites de la ponderación. V. Conclusión.VI. Bibliografía.
I. INTRODUCCIÓN Una de las ideas más importantes de la teoría del derecho contemporánea, tanto en el mundo anglosajón como en el del derecho continental es que los ordenamientos jurídicos no están compuestos exclusivamente por reglas, es decir, por el tipo tradicional de normas jurídicas, sino también por principios. La convicción tradicional, que en la jurisprudence inglesa aparece en la obra de Austin1 y que se perpetúan con el concepto de derecho de Herbert Hart,2 que en el derecho continental aparece sobre todo en los trabajos de Kelsen, sostenía que el derecho estaba constituido exclusivamente por reglas, es decir, por normas bien determinadas, provistas de una estructura condicional hipotética. Junto a esta tesis, se difundió la idea de que la única manera de aplicar el derecho era la subsunción. Estas ideas básicas eran correlativas, por cuanto la forma de aplicación de las reglas es precisamente la subsunción. Expliquémoslo mejor. De un lado, se consideraba que todo el derecho estaba conformado únicamente por reglas, es decir, por normas, cuyo ejemplo más claro son las del Código Penal, integradas por un supuesto de hecho y una sanción * Universidad Externado de Colombia. 1 Cfr. Austin, J., El objeto de la jurisprudencia, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 2003. 2 Cfr. Hart, H. L., El concepto de derecho, Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 1963. 17
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claramente diferenciadas. Como Kelsen aclaró en su Teoría pura del derecho,3 la estructura de estas normas es condicional hipotética: Si A entonces debe ser B En esta estructura, A es el supuesto de hecho de la norma, y B la consecuencia jurídica. Y lo que la norma prevé es que, en caso de que en la realidad ocurriese el supuesto de hecho A de la norma, entonces el juez debería imputar la sanción B al agente que hubiese cometido la acción prevista en el supuesto de hecho. Ahora bien, debe decirse que la manera de aplicar estas normas es la subsunción. La subsunción es una especie del silogismo que, como tal, está integrado por dos premisas y una conclusión. La premisa mayor es la norma con su estructura condicional hipotética: Si A entonces B Al paso que la premisa menor es un enunciado subsuntivo de la forma: x es A Este enunciado afirma que x es un caso de A Por último, la conclusión se deriva de las premisas mayor y menor y establece que debe aplicarse la sanción y al caso x, por ser un caso de A. Pues bien, a las reglas y a la subsunción, en la moderna teoría del derecho, y sobre todo a partir de las investigaciones de Dworkin en el mundo anglosajón y de Alexy en el germánico, se suman los principios y la ponderación. De esta manera, se ha impuesto la convicción de que junto a las reglas de estructura condicional hipotética, existen los principios. Además, el reconocimiento de la existencia de los principios implica a su vez el reconocimiento de una nueva forma de aplicación del derecho: la ponderación. Los principios son normas, pero no normas dotadas de una estructura condicional hipotética con un supuesto de hecho y una sanción bien determinados. Más bien, los principios son mandatos de optimización que ordenan que algo sea realizado en la mayor medida posible, de acuerdo con las posibilidades jurídicas y fácticas que juegan en sentido contrario.4 3 Kelsen, H., Teoría pura del derecho, Buenos Aires, Editorial Universitaria de Buenos Aires, 1994, pp. 60 y ss. 4 Alexy, R., Tres escritos sobre los derechos fundamentales y la teoría de los principios, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 2002, p. 95.
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Los derechos fundamentales son el ejemplo más claro de principios que tenemos en el ordenamiento jurídico. A pesar de que desde sus primeras sentencias la Corte Constitucional haya reconocido que los derechos fundamentales son normas, nadie puede decir que estas normas tienen la estructura condicional hipotética de las reglas. Por su redacción abstracta, estas normas tienen más bien la estructura de los principios que, en cuanto mandatos de optimización, ordenan que su objeto sea realizado en la mayor medida posible, de acuerdo con las posibilidades jurídicas y fácticas que juegan en sentido contrario. Ahora bien, la ponderación es la manera de aplicar los principios y de resolver las colisiones que puedan presentarse entre ellos y los principios o razones que jueguen en sentido contrario. La palabra ponderación deriva de la locución latina pondus que significa peso. Esta referencia etimológica es significativa, porque cuando el juez o el fiscal pondera, su función consiste en pesar o sopesar los principios que concurren al caso concreto. Y es que, como dejó claro Ronald Dworkin,5 los principios están dotados de una propiedad que las reglas no conocen: el peso. Los principios tienen un peso en cada caso concreto y ponderar consiste en determinar cuál es el peso específico de los principios que entran en colisión. Por ejemplo, cuando la Corte Constitucional aplica los principios constitucionales de protección de la intimidad y del derecho a la información, los pondera para establecer cuál pesa más en el caso concreto. El principio que tenga un peso mayor será aquel que triunfe en la ponderación y aquel que determine la solución para el caso concreto. En un caso en el que se trate de la divulgación de una información de interés público, muy probablemente se concluirá que el derecho a la información pesa más que el derecho a la intimidad, y, como consecuencia, deberá considerarse legítima la divulgación de la información. La ponderación es entonces la actividad consistente en sopesar dos principios que entran en colisión en un caso concreto para determinar cuál de ellos tiene un peso mayor en las circunstancias específicas, y, por tanto, cuál de ellos determina la solución para el caso. En razón de esta función, la ponderación se ha convertido en un criterio metodológico indispensable para el ejercicio de la función jurisdiccional, especialmente la que se desarrolla en las Cortes Constitucionales, 5 Dworkin, R., “¿Es el derecho un sistema de normas?”, La filosofía del derecho, México, FCE, 1980, pp. 84 y ss.
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que se encargan de la aplicación de normas que, como los derechos fundamentales, tienen la estructura de principios. A pesar de ello, la ponderación se sitúa en el centro de muchas discusiones teóricas, que revelan que algunos aspectos tales como su estructura y sus límites, aun distan de estar del todo claros. El objetivo de este artículo es analizar estos problemas. Con todo, de antemano es preciso aclarar con mayor detalle el concepto de ponderación.6 II. EL CONCEPTO DE PONDERACIÓN Como ya se mencionó, la ponderación es la forma en que se aplican los principios jurídicos, es decir, las normas que tienen la estructura de mandatos de optimización. Estas normas no determinan exactamente lo que debe hacerse, sino que ordenan “que algo sea realizado en la mayor medida posible, dentro de las posibilidades jurídicas y reales existentes”.7 Las posibilidades jurídicas están determinadas por los principios y reglas opuestas, y las posibilidades reales se derivan de enunciados fácticos. Para establecer esa mayor medida posible en que debe realizarse un principio, es necesario confrontarlo con los principios opuestos o con los principios que respaldan a las reglas opuestas. Esto se lleva a cabo en una colisión entre principios. Existe una colisión entre principios, cuando en un caso concreto son relevantes dos o más disposiciones jurídicas que fundamentan prima facie dos normas incompatibles entre sí, y que pueden ser propuestas como soluciones para el caso. Se presenta una colisión entre principios, por ejemplo, cuando los padres de una niña que profesan el culto evangélico, y en razón del respeto a los mandamientos de esta doctrina religiosa, se niegan a llevarla al hospital, a pesar de que corre peligro de muerte.8 Si referimos este caso al derecho constitucional colombiano, observaremos que las disposiciones de los artículos 19 y 16 de la Constitución, que establecen, respectivamente, la libertad de
6 Para un análisis detenido del concepto de ponderación: Cfr. Bernal Pulido, C., El principio de proporcionalidad y los derechos fundamentales, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2003, pp. 757 y ss. 7 Cfr. Alexy, Robert, Teoría de los derechos fundamentales, trad. de Ernesto Garzón Valdés, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1997, pp. 86 y 87. 8 El ejemplo es de la sentencia T-411 de 1994 de la Corte Constitucional Colombiana.
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cultos y el derecho al libre desarrollo de la personalidad,9 fundamentan un principio que en la mayor medida posible permite decidir a los padres si de acuerdo con sus creencias deben llevar o no a sus hijos al hospital. Este principio entra en colisión con los principios del derecho a la vida y a la salud de la niña, establecidos por los artículos 11, 44 y 49 de la Constitución, que ordenan proteger la vida y la salud de los niños en la mayor medida posible.10 La incompatibilidad normativa se presenta en este caso, porque de los artículos 19 y 16 se deriva que está permitido prima facie a los padres de la niña decidir si la llevan o no al hospital mientras que de los artículos 11, 44 y 49 se sigue que llevar a la niña al hospital es una conducta ordenada prima facie por los derechos fundamentales. La ponderación es la forma de resolver esta incompatibilidad entre normas prima facie. Para tal fin, la ponderación no garantiza una articulación sistemática material de todos los principios jurídicos que, habida cuenta de su jerarquía, resuelva de antemano todas las posibles colisiones entre ellos. Por el contrario, al igual que el silogismo, la ponderación es sólo una estructura que está compuesta por tres elementos mediante los cuales se puede fundamentar una relación de precedencia condicionada entre los principios en colisión,11 para así establecer cuál de ellos debe determinar la solución del caso concreto. III. LA ESTRUCTURA DE LA PONDERACIÓN Quizá ha sido Robert Alexy quien con mayor claridad y precisión haya expuesto la estructura de la ponderación. De acuerdo con Alexy, para establecer la relación de precedencia condicionada entre los principios en colisión, es necesario tener en cuenta tres elementos que forman la estructura de la ponderación: la ley de ponderación, la fórmula del peso y las cargas de argumentación. 9 Artículo 19 de la Constitución colombiana: “Se garantiza la libertad de cultos. Toda persona tiene derecho a profesar libremente su religión y a difundirla en forma individual o colectiva. Todas las confesiones religiosas e iglesias son igualmente libres ante la ley”. 10 Artículo 11 de la Constitución colombiana: “El derecho a la vida es inviolable. No habrá pena de muerte”. Artículo 44 de la Constitución colombiana: “Son derechos fundamentales de los niños: la vida, la integridad física, la salud, la seguridad social, la alimentación equilibrada… Los derechos de los niños prevalecen sobre los derechos de los demás”. 11 Esto es lo que Alexy llama la ley de la colisión. Cfr. Teoría de los derechos fundamentales, cit., nota 7, pp. 90 y ss.
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1. La ley de la ponderación Según la ley de la ponderación, “Cuanto mayor es el grado de la no satisfacción o de afectación de uno de los principios, tanto mayor debe ser la importancia de la satisfacción del otro”.12 Si se sigue esta ley, la ponderación se puede dividir en tres pasos que el propio Alexy identifica claramente: “En el primer paso es preciso definir el grado de la no satisfacción o de afectación de uno de los principios. Luego, en un segundo paso, se define la importancia de la satisfacción del principio que juega en sentido contrario. Finalmente, en un tercer paso, debe definirse si la importancia de la satisfacción del principio contrario justifica la afectación o la no satisfacción del otro”.13 Es pertinente observar que el primero y el segundo paso de la ponderación son análogos. En ambos casos, la operación consiste en establecer un grado de afectación o no satisfacción —del primer principio— y de importancia en la satisfacción —del segundo principio—. En adelante nos referiremos a ambos fenómenos como la determinación del grado de afectación de los principios en el caso concreto.14 Alexy sostiene que el grado de afectación de los principios puede determinarse mediante el uso de una escala triádica o de tres intensidades. En esta escala, el grado de afectación de un principio en un caso concreto puede ser “leve”, “medio” o “intenso”. Así, por ejemplo, la afectación de la vida y la salud de la niña, que se originaría al permitir a los padres evangélicos no llevarla al hospital, podría catalogarse como intensa, dado el peligro de muerte. De forma correlativa, la satisfacción de la libertad de cultos de los padres, que se derivaría de dicha permisión, podría graduarse sólo como media o leve. Conviene reconocer que el grado de afectación de los principios en el caso concreto no es la única variable relevante para determinar, en el tercer paso, si la satisfacción del segundo principio justifica la afectación 12 13
Ibidem, pp. 161 y ss. Cfr. Alexy, Robert, “Epílogo a la teoría de los derechos fundamentales”, trad. de Carlos Bernal Pulido, REDC, núm. 66, 2002, p. 32. 14 En esta terminología puede decirse que mientras el primer principio se afecta de manera negativa, el segundo se afecta de forma positiva. Siguiendo la notación de Alexy, simbolizaremos el grado de afectación o no satisfacción del primer principio en el caso concreto como IPiC y la importancia en la satisfacción del segundo principio, también en el caso concreto, como WPjC. Cfr. ibidem, pp. 40 y ss.
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del primero. La segunda variable es el llamado “peso abstracto” de los principios relevantes.15 La variable del peso abstracto se funda en el reconocimiento de que, a pesar de que a veces los principios que entran en colisión tengan la misma jerarquía en razón de la fuen te del derecho en que aparecen —por ejemplo, dos derechos fundamentales que están en la Constitución tienen la misma jerarquía normativa—, en ocasiones uno de ellos puede tener una mayor importancia en abstracto, de acuerdo con la concepción de los valores predominante en la sociedad. Así, por ejemplo, eventualmente puede reconocerse que el principio de protección a la vida tiene un peso abstracto mayor que la libertad, por cuanto para poder ejercer la libertad es necesario tener vida, o como sostiene Joseph Raz, porque la vida es un presupuesto para que podamos acceder a todas las cosas que tienen valor y ejercer todos nuestros derechos.16 De la misma manera, la jurisprudencia constitucional de diversos países en ocasiones ha reconocido un peso abstracto mayor a la libertad de información frente al derecho al honor o a la intimidad, por su conexión con el principio democrático, o a la intimidad y a la integridad física y psicológica sobre otros principios, por su conexión con la dignidad humana.17 A lo anterior se agrega una tercera variable, que denotaremos como la variable S. Ella se refiere a la seguridad de las apreciaciones empíricas, que versan sobre la afectación que la medida examinada en el caso concreto —por ejemplo, permitir que los padres evangélicos decidan si llevan o no a la hija al hospital— proyecta sobre los principios relevantes.18 La existencia de esta variable surge del reconocimiento de que las apreciaciones empíricas relativas a la afectación de los principios en colisión pueden tener un distinto grado de certeza, y, dependiendo de ello, mayor o menor deberá ser el peso que se reconozca al respectivo principio. Así, 15 Siguiendo la notación de Alexy, simbolizaremos el peso abstracto del primer principio como GPiA y del segundo principio como GPjA. 16 Cfr. Raz, Joseph, Value, Respect and Attachtment, Cambridge University Press, 2001, capítulo IV. Tiene traducción al castellano de Marta Bergas Ferriol, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, en prensa. 17 Cfr. Con un análisis de la jurisprudencia constitucional española en estos aspectos: Bernal Pulido, Carlos, El principio de proporcionalidad y los derechos fundamentales, cit., nota 6, pp. 770 y 772. 18 Cfr. Alexy, Robert, “Epílogo”, op. cit., nota 7, pp. 56, especialmente la nota de pie 101. Siguiendo la notación de Alexy, denotaremos aquí la seguridad de las apreciaciones empíricas relativas a la afectación del primer principio como SPiC y del segundo como SPjC.
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por ejemplo, la afectación del derecho a la salud y a la vida de la hija de los evangélicos deberá considerarse como intensa, si existe certeza de que morirá de no ser ingresada en el hospital. Esta afectación, en cambio, será de menor intensidad, si los médicos no pueden identificar el problema que la aqueja, o no pueden establecer cuáles serían las consecuencias en caso de que no recibiera un tratamiento médico. A partir de lo anterior, la pregunta es: ¿cómo se relacionan los pesos concretos y abstractos de los principios que concurren a la ponderación, más la seguridad de las premisas empíricas, para determinar, en el tercer paso, si la importancia de la satisfacción del principio contrario justifica la afectación o la no satisfacción del otro? De acuerdo con Alexy, esto es posible mediante la llamada “fórmula del peso”. 2. La fórmula del peso Esta fórmula tiene la siguiente estructura:19 IPiC · GPiA · SPiC GPi,jC= ————————————WPjC · GPjA · SPjC Esta fórmula expresa que el peso del principio Pi en relación con el principio Pj, en las circunstancias del caso concreto, resulta del cociente entre el producto de la afectación del principio Pi en concreto, su peso abstracto y la seguridad de las premisas empíricas relativas a su afectación, por una parte, y el producto de la afectación del principio Pj en concreto, su peso abstracto y la seguridad de las premisas empíricas relativas a su afectación, por otra. Alexy mantiene que a las variables referidas a la afectación de los principios y al peso abstracto se les puede atribuir un valor numérico, de acuerdo con los tres grados de la escala triádica, de la siguiente manera: leve 2º, o sea 1; medio 2¹, o sea 2; e intenso 2², es decir 4.20 En cambio, a las variables relativas a la seguridad de las premisas fácticas se les puede atribuir un valor de seguro 2º, o sea, 1; plausible 2¹, o sea ½; y no evidentemente falso 2², es decir, ¼. De este 19 Cfr. En castellano: Idem. Con mayor profundidad: Alexy, Robert, “Die Gewichtsformel”, en Jickeli, Joachim; Kreutz, Meter y Reuter, Dieter (eds.), Gedächtnisschrift für Jürgen Sonnenschein, Berlín, De Gruyter, 2003, pp. 771 y ss. 20 Cfr. Alexy, Robert, “Epílogo”, op. cit., nota 7, pp. 42 y ss.
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modo, por ejemplo, el peso del derecho a la vida y la salud de la hija de los evangélicos podría establecerse de la siguiente manera, bajo el presupuesto de que la afectación de estos derechos se catalogue como intensa (IPiC = 4), al igual que su peso abstracto (¡se trata de la vida!) (GPiA = 4) y la certeza de las premisas (existe un riesgo inminente de muerte) (SPiC = 1). Paralelamente, la satisfacción de la libertad de cultos y del derecho al libre desarrollo de la personalidad de los padres puede catalogarse como media (WPjC = 2), su peso abstracto como medio (la religión no es de vida o muerte, podría argumentarse) (GPjA = 2) y la seguridad de las premisas sobre su afectación como intensa (pues es seguro que ordenarles llevar a la hija al hospital supone una restricción de la libertad de cultos) (SPjC =1).21 En el ejemplo, entonces, la aplicación de la fórmula del peso al derecho a la vida y a la salud de la niña arrojaría los siguientes resultados: 4 ·4· 1 16 GPi,jC= —————— = ———— = 4 2·2· 1 4 De forma correlativa, el peso de la libertad de cultos y del derecho al libre desarrollo de la personalidad de los padres sería el siguiente: 2 ·2·1 4 GPj,iC= —————— = ———— = 0.25 4·4·1 16 Así llegaría entonces a establecerse que la satisfacción de la libertad de cultos y del derecho al libre desarrollo de la personalidad de los padres —satisfechos sólo en 0.25— no justifica la intervención en los derechos a la vida y la salud de la niña —afectados en 4—. Estos últimos derechos tendrían que preceder en la ponderación y, como resultado del caso, debería establecerse que está ordenado por los derechos fundamentales que los padres ingresen a la niña al hospital.
21 Cfr. ibidem, pp. 56. Asimismo, Alexy, Robert, “Die Gewichtsformel”, op. cit., nota 19, pp. 789 y ss.
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3. Las cargas de argumentación El tercer elemento de la estructura de la ponderación son las cargas de la argumentación.22 Las cargas de la argumentación operan cuando existe un empate entre los valores que resultan de la aplicación de la fórmula del peso, es decir, cuando los pesos de los principios son idénticos (GPi,jC = GPj,iC). En este aspecto, sin embargo, Robert Alexy parece defender dos posiciones, una en el capítulo final de la Teoría de los derechos fundamentales, y otra en el Epílogo a dicha teoría, escrito quince años después, que podrían resultar incompatibles entre sí en algunos casos. En la Teoría de los derechos fundamentales, Alexy defiende la existencia de una carga argumentativa a favor de la libertad jurídica y la igualdad jurídica, que coincidiría con la máxima in dubio pro libertate.23 De acuerdo con esta carga de argumentación, ningún principio opuesto a la libertad jurídica o a la igualdad jurídica podría prevalecer sobre ellas, a menos que se adujesen a su favor razones más fuertes.24 Esto podría interpretarse en el sentido de que en caso de empate, es decir, cuando los principios opuestos a la libertad jurídica o a la igualdad jurídica no tuviesen un peso mayor sino igual, la precedencia debería concederse a estas últimas. Dicho de otra manera, el empate jugaría a favor de la libertad y de la igualdad jurídica. Como consecuencia, si una medida afectara a la libertad o a la igualdad jurídica y los principios que la respaldan no tuviesen un mayor peso que éstas, entonces la medida resultaría ser desproporcionada y, si se tratase de una ley, ésta debería ser declarada inconstitucional. No obstante, en el Epílogo a la Teoría de los derechos fundamentales, Alexy se inclina a favor de una carga de argumentación diferente. En los casos de empate, sostiene, la decisión que se enjuicia aparece como no desproporcionada y, por tanto, debe ser declarada constitucional. Esto quiere decir que los empates jugarían a favor del acto que se enjuicia, acto que en el control de constitucionalidad de las leyes es precisamente la ley. En otros términos, de acuerdo con el Alexy del Epílogo, los empates no jugarían a favor de la libertad y la igualdad jurídica, sino a favor del legislador y del principio democrático en que se funda la competen22
Cfr. Con mayor profundidad sobre este elemento: Bernal Pulido, Carlos, El principio de proporcionalidad…, cit., nota 6, pp. 789 y ss. 23 Alexy, Robert, Teoría de los derechos fundamentales, cit., nota 7, pp. 549 y ss. 24 Ibidem, p. 550.
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cia del Parlamento. De este modo, cuando existiera un empate, la ley debería declararse constitucional, por haberse producido dentro del margen de acción que la Constitución depara al legislador.25 Desde luego, la contradicción entre estas dos posturas acerca de la carga de argumentación, únicamente se presentaría cuando existiera una colisión entre la libertad jurídica o la igualdad jurídica, de un lado, y otro principio diferente a ellas, del otro. En este caso, podrían aventurarse dos interpretaciones sobre la posición de Alexy, dado que este autor no se pronuncia explícitamente acerca de esta posible contradicción. Por una parte, que Alexy cambió de postura y que, quince años después, ha revaluado su inclinación liberal y ahora privilegia al principio democrático. O, por el contrario, que Alexy persiste en conceder la carga de argumentación a favor de la libertad jurídica y la igualdad jurídica, y entonces, que en principio los empates juegan a favor de lo determinado por el legislador, a menos que se trate de intervenciones en la libertad jurídica o la igualdad jurídica. En este caso excepcional, los empates favorecerían a estos principios. IV. LOS LÍMITES DE LA PONDERACIÓN Debe señalarse que esta contradicción entre cargas de la argumentación no es el único límite de racionalidad que tiene la ponderación, por lo menos cuando se entiende con la estructura que la presenta Robert Alexy. Aquí nos referiremos a los límites que se encuentran en la ley de ponderación y en las cargas de la argumentación. 1. Los límites racionales de la ley de ponderación Sobre este primer aspecto conviene señalar que no existe un criterio objetivo para determinar los factores determinantes del peso que tienen los principios en la ley de ponderación, y que conforman la fórmula del peso, es decir: el grado de afectación de los principios en el caso concreto, su peso abstracto y la seguridad de las premisas empíricas relativas a la afectación.26 25 26
Cfr. Alexy, Robert, “Epílogo”, op. cit., nota 7, pp. 44 y ss. Cfr. Sobre algunas reglas argumentativas para determinar la magnitud de estos factores: Bernal Pulido, Carlos, El principio de proporcionalidad…, cit., nota 6, pp. 760 y ss.
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En cuanto a lo primero, es bien cierto que, como argumenta Alexy en el Epílogo a la Teoría de los derechos fundamentales, en ocasiones “es posible hacer juicios racionales”27 sobre el grado en que están afectados los principios que colisionan en el caso concreto. En este sentido, existen casos fáciles en lo concerniente a la graduación de las afectaciones de los principios. Así, por ejemplo, que una revista satírica llame “tullido” a un parapléjico, constituye claramente una ofensa grave contra su derecho al honor que, a la vez, contribuye sólo de manera leve —si es que lo hace de algún modo— a la satisfacción de la libertad de información. Sin embargo, junto a estos casos fáciles existen siempre casos difíciles, en los que las premisas que fundamentan la graduación, y no sólo las fácticas sino también las analíticas y las normativas, son extremadamente inciertas. Así tiende a ocurrir, por ejemplo, en todos los casos en los que está en juego la libertad religiosa. De ordinario, la gravedad de una intervención en la libertad religiosa no es susceptible de determinarse en abstracto con base en criterios objetivos o, si se quiere, intersubjetivos, sino que, por el contrario, es algo que en principio sólo podría establecer el creyente involucrado y que dependería de su subjetividad. La gravedad de obligar a un evangélico a llevar a su hija al hospital o a un testigo de Jehová a autorizar la práctica de una transfusión de sangre para su hijo o para sí mismo es algo que sólo el titular de la libertad religiosa puede precisar. Para un creyente puede ser más importante la muerte bajo el cumplimiento de sus reglas religiosas que la continuación de una vida impura, en pecado, a la que sobrevenga una condena eterna. En general, esta modalidad de casos difíciles se presenta cuando lo que está en juego en la ponderación es un margen de libertad o de autonomía que la Constitución ha deparado a un individuo o a un colectivo. En este sentido, se presenta el mismo fenómeno cuando los objetos que concurren a la ponderación son un derecho fundamental —la integridad física, verbigracia— y la autonomía de una comunidad. De este fenómeno es ejemplo el caso en que de acuerdo con sus leyes tradicionales, cuya aplicación está avalada por la Constitución, las autoridades de una comunidad indígena colombiana imponen a un infractor un pena consistente en 60 latigazos.28 Es probable que desde la perspectiva de la sociedad mayoritaria los latigazos se consideren casi unánimemente como una afectación gra27 28
Cfr. Alexy, Robert, “Epílogo”, op. cit., nota 7, pp. 33 y ss. El caso es de la Sentencia T-523 de 1997.
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ve del derecho a la integridad física. No obstante, desde esta perspectiva será muy difícil catalogar atinadamente el grado de afectación de la autonomía de la comunidad indígena, que llevaría consigo la inaplicación de la ley tradicional que ordena los latigazos. Así como cuando está en juego la libertad religiosa no está claro cuál es el punto de vista a partir del cual debe hacerse la graduación. Y esta duda sólo puede ser resuelta por el operador jurídico —el juez sobre todo—, después de adoptar una postura material e ideológica. Un juez más respetuoso de la libertad religiosa o de la autonomía de las comunidades indígenas hará valer el punto de vista interno del afectado. Por el contrario, un juez más partidario de la universalidad de los derechos humanos y de la imposición de los valores de la sociedad mayoritaria hará prevalecer la visión de esta última. Así las cosas, este aspecto de la ponderación depararía al juez un margen de acción, en el que éste puede hacer valer su ideología política29 para encaminarse, en términos de Duncan Kennedy, a “la-sentencia-a-la-que-quiere-llegar”.30 Además de lo anterior, también la ponderación depara un margen de acción al intérprete, cuando existen dudas sobre si un caso es fácil o difícil en cuanto a la graduación de la afectación de los principios. Puede suceder que incluso un caso que parece fácil resulte ser en realidad un caso difícil. Esto puede mostrarse con un ejemplo al que alude el propio Robert Alexy y que se refiere a la sentencia sobre el tabaco del Tribunal Constitucional Alemán.31 Alexy considera que esta sentencia es representativa del conjunto de los “ejemplos fáciles en los que resulta plausible formular juicios racionales sobre las intensidades de las intervenciones en los derechos fundamentales y sobre los grados de realización de los principios, de tal modo que mediante la ponderación pueda establecerse un resultado de forma racional”. La sentencia versa sobre el deber de los productores de tabaco de colocar etiquetas que adviertan del peligro para la salud que implica fumar. Alexy sostiene que ésta es una intervención “relativamente leve en la libertad de profesión y oficio”,32 sobre todo si se le compara con otras medidas alternativas: la prohibición 29 Cfr. Kennedy, Duncan, A Critique of Adjudication (fin de siècle), Cambridge-Londres, Harvard University Press, 1997, p. 1. 30 Cfr. Kennedy, Duncan, Libertad y restricción en la decisión judicial, trad. de Diego López Medina y Juan Manuel Pombo, Bogotá, Ediciones Uniandes, 1999, pp. 91 y ss. 31 Cfr. BVerfGE, 95, 173, p. 184. 32 Cfr. Alexy, Robert, “Epílogo”, op. cit., nota 7, p. 33.
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de expender tabaco o la restricción en su venta. Correlativamente, Alexy piensa que esta medida satisface el principio contrapuesto, la protección de la salud, de manera intensa o alta. Como argumento señala: “El Tribunal Constitucional no debía de exagerar, cuando, en su Sentencia sobre las advertencias acerca del tabaco, considera cierto, «de acuerdo con el estado de los conocimientos de la medicina actual», que fumar origina cáncer, así como enfermedades cardiovasculares”.33 De este modo, la afectación leve de la libertad de profesión y oficio se enfrentaría a una satisfacción intensa del derecho a la salud. Ahora bien, cabe reconocer que esta argumentación de Alexy frente al caso no es la única viable. Por el contrario, existen graduaciones alternativas que podrían llevar a soluciones diferentes. Aquí sobre todo podría tenerse en cuenta que desde el punto de vista fáctico es bien discutible que la obligación de etiquetar las cajetillas de cigarrillos con advertencias sobre los riesgos que fumar ocasiona para la salud pueda implicar una satisfacción intensa del derecho a la salud. Bien puede pensarse que la eficacia disuasoria de estas etiquetas es mínima o inclusive nula, porque la información que divulga es altamente conocida; porque la adicción al tabaco no es el resultado de la carencia de información sobre su carácter nocivo, sino más bien un caso claro de debilidad de la voluntad; e incluso —un argumento irónico— porque en ocasiones para la mente humana lo prohibido y lo nocivo es lo más apetecido. Si se observan las cosas desde esta perspectiva, entonces, en lo concerniente al grado en que se satisface el derecho a la salud, puede concluirse que la graduación que Alexy —y el Tribunal Constitucional Alemán— llevan a cabo, está errada, o que, en este punto, se trata de un caso difícil. Ahora bien, esta dificultad para determinar el punto de vista correcto para la graduación de la afectación de los principios y los argumentos correctos en los casos difíciles también se presenta en lo referente a la fijación del peso abstracto y de la seguridad de las premisas relevantes en la ponderación. El peso abstracto es una variable muy singular, que remite siempre a consideraciones ideológicas y hace necesaria una toma de postura por parte del intérprete sobre aspectos materiales, relativos a la idea de Constitución, de Estado y de justicia. Naturalmente, la variable del peso abstracto pierde toda su importancia cuando los principios enfrentados en la 33
Idem.
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ponderación son de la misma índole. Los pesos abstractos se anulan, cuando, por ejemplo, se establece una colisión entre un mismo derecho fundamental ejercido por dos titulares diversos —dos grupos políticos contrarios que quieren manifestarse en la misma calle de una ciudad a la misma hora y en el mismo día y es posible que la manifestación simultánea derive en peleas entre los grupos—. Sin embargo, muy por el contrario, los pesos abstractos adquieren gran relieve cuando en la colisión confluyen derechos o principios distintos, y presentan características que lleven a atribuirles un peso abstracto mayor o menor. De este modo, es posible otorgar un peso abstracto mayor al derecho a la vida o a los derechos fundamentales que tienen una conexión con el principio democrático —la libertad de información, verbigracia— o con la dignidad humana34 —el derecho a la intimidad o a la integridad física—, o simplemente, cuando la propia Constitución lo establece de alguna manera, como cuando el artículo 44 del texto colombiano prescribe que “Los derechos de los niños prevalecen sobre los derechos de los demás”. Correlativamente, también puede otorgarse un peso abstracto menor a los principios que colisionan con los derechos fundamentales y que no aparecen en la Constitución, sino que han sido establecidos por el legislador dentro de su margen para la determinación de fines y están respaldados en última instancia por el principio democrático. A pesar de todo lo anterior, es necesario reconocer que la fijación del peso abstracto también tiene ciertos límites de racionalidad que asimismo deparan un espacio a la subjetividad del intérprete. Bien difícil resulta establecer una completa graduación preestablecida de pesos abstractos que se formule en términos de la escala triádica. Es posible que la idea de que el derecho a la vida tenga el valor más elevado (4) no concite ningún desacuerdo. Pero, a partir de allí, ¿cuál es el valor que debe otorgarse a los derechos que están vinculados con el principio democrático o con la dignidad humana? Y, además, ¿ese valor debe ser igual para todos los derechos, o puede cambiar de acuerdo con lo estrecho o laxo del nexo que esos derechos tengan con dichos principios? ¿Tendría entonces la libertad de información el mismo peso abstracto que la vida (4), o debe estimarse que tiene sólo un peso abstracto medio (2)? Estas dificultades surgen porque la graduación del peso abstracto en el marco de la escala 34 Cfr. Sobre el principio democrático y la dignidad humana como elementos relevantes para la fijación de peso abstracto de los principios, las sentencias colombianas: Sentencias T-556 de 1998 y T-796 de 1998.
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triádica pasa por el mismo problema que presenta la construcción del llamado por Böckenförde “orden fundamental”, en el que la Constitución aparece como una detallada escala jerárquica de todos los derechos y principios existentes. Aunque la graduación del peso abstracto es menos compleja, porque no exige la construcción de una detallada jerarquía ordinal sino sólo la clasificación de los principios en tres rangos de peso, en esta operación no deja de ser fundamental la influencia de la ideología del intérprete. De este modo, un juez más individualista otorgará a la libertad general de acción y a las libertades específicas el peso abstracto más alto y a los principios que tengan que ver con la colectividad un peso menor. Lo contrario hará un juez que actúe bajo el prurito de lograr la construcción, la integración y la defensa de la comunidad. Por último, los límites de racionalidad también aparecen al intentar establecer la certeza de las premisas empíricas relativas a la afectación de los principios. Como hemos expuesto en otro lugar,35 desde el punto de vista empírico, la afectación de un principio depende de la mayor o menor eficacia, rapidez, probabilidad, alcance y duración de la intervención que en él implique la medida enjuiciada en la ponderación. De esta manera, la afectación negativa y la satisfacción de los principios será mayor cuanta mayor eficacia, rapidez, probabilidad, alcance y duración ostente la medida examinada. En este punto las posibilidades de racionalidad están limitadas, en primer lugar, en razón de la dificultad para establecer la certeza de las premisas empíricas desde todas esas perspectivas, esto a su vez, porque los conocimientos empíricos del intérprete también son limitados. Al mismo tiempo, y en segundo lugar, las limitaciones surgen de la complejidad que resulta al combinar las variables. ¿Cómo debe catalogarse, por ejemplo, la certeza de una premisa empírica cuya eficacia puede establecerse de forma plausible (½), su rapidez de manera no evidentemente falsa (¼), su probabilidad segura (1), su alcance plausible (½) y su duración segura (1)?.Y, correlativamente, ¿será mayor esa certeza si a las mismas variables se les atribuyen los mismos valores de seguridad pero en un orden distinto: eficacia (¼), rapidez (1), probabilidad (½), alcance (1) y duración (½)? En fin ¿cuál de estas variables es más determinante de la certeza, en definitiva?
35 Bernal Pulido, Carlos, El principio de proporcionalidad y los derechos fundamentales, cit., nota 6, pp. 763 y ss.
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A partir de ello sólo puede concluirse que sobre este aspecto el intérprete también dispone de un margen irreducible de subjetividad, en el que puede hacer valer sus apreciaciones empíricas sobre las circunstancias en que se desarrolla la ponderación. 2. Los límites de racionalidad en las cargas de la argumentación Como antes observamos, la contradicción entre las cargas de argumentación in dubio pro libertate e in dubio pro legislatore también constituye un límite a la racionalidad de la ponderación que depara al intérprete un margen de subjetividad. La aplicación de una u otra carga depende de la postura ideológica del juez. Un juez que quiera dar prevalencia al principio democrático operará siempre con el in dubio pro legislatore y, de este modo, concederá al Parlamento la posibilidad de equilibrar los principios en conflicto mediante un empate entre sus pesos específicos. Por el contrario, un juez liberal se servirá en todo caso del in dubio pro libertate y declarará desproporcionadas a aquellas medidas que no consigan favorecer al principio que constituye su finalidad, en un grado mayor a aquel en que se afecta la igualdad jurídica o la libertad jurídica. Esta igualdad y esta libertad, aducirá, son los pilares del Estado de derecho y su sacrificio sólo se justifica cuando se obtienen beneficios mayores. Finalmente, es posible que el juez defienda soluciones matizadas que combinen la aplicación de una u otra carga argumentativa o que sea el resultado de una ponderación entre ellas. Así entonces, podría aplicarse el in dubio pro legislatore para las medidas ordinarias de afectación de los derechos fundamentales y reservar el in dubio pro libertate para las medidas que en el caso concreto afecten intensamente a la igualdad jurídica o a la libertad jurídica. O también, se podría considerar la aplicación del in dubio pro libertate como la regla general y destinar el in dubio pro legislatore a áreas que las que el Parlamento tiene un margen de acción más amplio en razón de la materia, co mo la política económica o la política criminal. No parece desatinado sostener que una Constitución abierta permitiría cualquiera de estas posibilidades, porque contiene, al mismo tiempo, los principios, a veces contrarios entre sí, de la democracia y la libertad, de la igualdad jurídica y la igualdad fáctica, de la construcción de la comunidad y el respeto a la órbita individual.
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V. CONCLUSIÓN Todo lo anterior muestra que la ponderación no es un procedimiento algorítmico que por sí mismo garantice la obtención de una única respuesta correcta en todos los casos. Por el contrario, tiene diversos límites de racionalidad que deparan al intérprete un irreducible margen de acción, en el que puede hacer valer su ideología y sus propias valoraciones. Sin embargo, el hecho de que la racionalidad que ofrece la ponderación tenga límites, no le enajena su valor metodológico, así como la circunstancia de que el silogismo no garantice la verdad de las premisas mayor y menor, tampoco le resta por completo su utilidad. La ponderación representa un procedimiento claro, incluso respecto de sus propios límites. Si bien no puede reducir la subjetividad del intérprete, en ella sí puede fijarse cuál es el espacio en donde yace esta subjetividad, cuál es el margen para las valoraciones del juez y cómo dichas valoraciones constituyen también un elemento para fundamentar las decisiones. La ponderación se rige por ciertas reglas que admiten una aplicación racional, pero que de ninguna manera pueden reducir la influencia de la subjetividad del juez en la decisión y su fundamentación. La graduación de la afectación de los principios, la determinación de su peso abstracto y de la certeza de las premisas empíricas y la elección de la carga de la argumentación apropiada para el caso, conforman el campo en el que se mueve dicha subjetividad. VI. BIBLIOGRAFÍA Referencias doctrinales ALEXY, R., Teoría de los derechos fundamentales, trad. de Ernesto Garzón Valdés, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1997. ———, “Epílogo a la teoría de los derechos fundamentales”, trad. de C. Bernal Pulido, REDC, núm. 66, 2002. ———, Tres escritos sobre los derechos fundamentales y la teoría de los principios, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 2002. ———, “Die Gewichtsformel”, en JICKELI, Joachim; KREUTZ, Meter y REUTER, Dieter (eds.), Gedächtnisschrift für Jürgen Sonnenschein, Berlín, De Gruyter, 2003.
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LA ÉTICA DEL DISCURSO JURÍDICO Arturo BERUMEN CAMPOS* El lenguaje del espíritu ético es la ley**
SUMARIO: I. Introducción. II. Coordinación comunicativa de la acción social. III. Ética del discurso. IV. La ética del discurso legislativo.
I. INTRODUCCIÓN Si Apel puede hablar de la “ética del discurso”, queriendo decir que la ética se encuentra en el lenguaje, no vemos porque no se pueda hablar de la “ética del discurso jurídico”, para querer decir que la ética jurídica se encuentra en el lenguaje del derecho. Antes de que ideólogos y críticos tomen esta frase como si fuera todo el discurso, añadiremos que no todo el lenguaje del derecho es ético, sino que intentaremos determinar en qué condiciones el discurso jurídico puede considerarse como un discurso ético. Para ello, nos valdremos de las teorías de Habermas y Apel para aplicarlas al discurso del derecho, lo cual no significa que sean éstas sus opiniones al respecto. Nos referiremos, en primer lugar, a la ética del discurso en general y después a la ética del discurso ju rídico, del cual só lo to caremos la ética del discurso legislativo sin poder ocuparnos de la ética del discurso judicial.
* Facultad de Estudios Superiores Acatlán, UNAM, México. ** Hegel, Fenomenología. 37
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II. COORDINACIÓN COMUNICATIVA DE LA ACCIÓN SOCIAL El siguiente esquema está tomado de Habermas.1 Nos parece que es válido para cualquier proceso de comunicación social, pero nos resulta particularmente útil en el análisis de los procedimientos jurídicos, es decir, en la ética del discurso jurídico. El esquema obtenido de la teoría de Habermas, es el siguiente: COORDINACIÓN COMUNICATIVA DE LA ACCIÓN SOCIAL PLAN DE ACCIÓN SOCIAL Tipo de acción social
Interpretación común de la situación
Alternativas de acción
Ejecución del plan
Orientada al éxito: - Instrumental - Estratégica - Dramatúrgica
No se tematizan todos los ingredientes relevantes de la situación comunicativa que se requiere resolver con el plan
Se restringen las La eficacia del plan alternativas de ac- es baja ción, porque los ingredientes no tematizados aparecen como obstáculos inamovibles para la acción
Orientada al entendimiento mutuo: - Acción comunicativa
Se intenta tematizar todos los ingredientes relevantes de la situación, por medio de la participación, libre de coacción, de todos los afectados por la situación
Se amplían las El nivel de efialternativas de ac- cacia del plan es ción, porque los alto obstáculos se trans forman en recursos adicionales de acción
El esquema anterior parte de la idea de que el uso más pragmático del lenguaje es la coordinacion de la acción social. Por acción social, Habermas entiende no sólo cualquier interacción entre dos o más sujetos capaces de lenguaje y de acción, sino la secuencia de interacciones recíprocas. El lenguaje tiene que garantizar la secuencia de interacciones. Para ello se precisa, normalmente, de un plan de acción social. Incluso, en la más mínima interacción, como por ejemplo, las actividades que una fa1 Habermas, “Sobre el concepto de acción comunicativa”, Teoría de la acción comunicativa. Complementos y estudios previos, pp. 479-507.
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milia realiza un fin de semana, se requiere de un plan, aunque sea mínimo también. Con mayor razón se necesita de una plan de acción social, cuando se trata de interacciones entre grandes conglomerados humanos. Para Habermas, el plan de acción social se compone, cuando menos, de las siguientes fases: la interpretación común de la situación, las alternativas de acción y la ejecución del plan. Sólo tomando en cuenta estas tres fases del plan de acción, es posible garantizar la secuencia de interacciones recíprocas. La interpretación de la situación problemática debe ser común entre los participantes en la interacción. Sin el acuerdo en la interpretación de las necesidades de los participantes, no es posible la coordinación de la acción social, no es posible la misma acción social. Si cada quién interpreta de diferente manera los elementos de la situación, si no se ponen de acuerdo en la interpretación de la situación que afecta a ambos, la acción social, la coordinación de sus acciones no sería posible. La interpretación común de la situación es, quizá, la fase más importante de la planeación de la acción social, pues de ella se derivan las alternativas de acción. Según como sea dicha interpretación, las alternativas serán unas o serán otras. Así mismo, la eficacia del plan de acción social se encuentra vinculada a las alternativas elegidas para resolver la situación social, las cuales dependen de la interpretación común de la situación. Si la interpretación no es la adecuada, la eficacia del plan dejará mucho que desear, porque las alternativas serán poco pertinentes a la situación. Las fases del plan de acción social pueden cruzarse matricialmente con los tipos de acción social que, para Habermas, pueden ser dos: la acción social orientada al éxito y la acción social orientada al entendimiento mutuo. La acción social orientada al éxito es aquella en la cual los participantes buscan su éxito, a cualquier costo o a cualquier precio, mediante un lenguaje patológico. Por su lado, la acción social orientada al entendimiento mutuo también busca el éxito, pero no a cualquier precio, sino mediante un lenguaje racional. La acción social orientada al éxito se puede subdividir en tres subtipos de acción social: la acción instrumental, la acción estratégica y la acción dramatúrgica. Por su parte, la acción social orientada al entendimiento es la acción comunicativa, de donde deriva el nombre de la teoría de Habermas: la teoría de la acción comunicativa. Definamos cada una de ellas. En la acción instrumental, los participantes se instrumentalizan unos a otros, es decir, se utilizan como instrumentos para conseguir sus fines o se consideran como obstáculos para conseguirlos. Los actos de habla me-
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diante los que se coordina este tipo de acción carecen de la pretensión de la rectitud, es decir, el lenguaje mediante el cual se realiza esta acción padece de la patología de la violencia, abierta o subrepticia. Aunque se usa en todos los ámbitos de la realidad social, es particularmente usada en las relaciones económicas de mercado. Por ejemplo, en la contratación de la fuerza de trabajo o en la incondicionalidad de los contratos de adhesión. En la acción estratégica, los participantes simulan llegar a un acuerdo sin el propósito de cumplirlo, con la finalidad de que el otro sí lo cumpla. Dicha acción está coordinada por actos de habla que carecen de veracidad, por lo tanto en una acción que carece de moralidad y de racionalidad. Se le puede encontrar también en cualquier interacción social, pero es la acción que predomina en la política y en la política jurídica, por tanto, el engaño estratégico, como hemos visto, puede ser total o parcial. Por ejemplo, la demagogia electoral es un engaño completo y la publicidad comercial y las ideologías políticas y religiosas pueden entenderse como engaños parciales, lo cual las hace mucho más eficaces que la primera, para lograr el éxito, a cualquier precio. La acción dramatúrgica es aquella en la cual los participantes hacen uso de los sentimientos del otro y le ocultan sus propios pensamientos para lograr salirse con la suya. Es decir, se hace un drama para lograr que el otro acepte nuestro punto de vista o que actúe como nosotros queremos. Se usa sobre todo en la vida privada, aunque no está ausente de otros ámbitos de la vida social. Los actos de habla mediante los cuales se realiza padecen también de la patología de la falta de veracidad e incluso de rectitud. Por ejemplo, cuando, en las relaciones de pareja, los hombres hacen los ofendidos y las mujeres lloran para lograr el éxito. 2 Por su parte, la acción comunicativa es la acción orientada al entendimiento mutuo, en la cual los participantes están dispuestos a convencer y a dejarse convencer mediante los mejores argumentos. Es decir, es la acción social coordinada mediante actos de habla cuyo elemento ilocucionario es una actitud hipotética. Es la acción social paradigmática, es decir, la que sirve de modelo para criticar las acciones sociales y determinar la medida en que se acercan o se alejan de este modelo. No es que Habermas crea, como muchos malinterpretan, que sea esta acción la 2 La acción dramatúrgica puede ser tanto una acción orientada al éxito, como una acción orientada al entendimiento. Véase Habermas, “Observaciones sobre el concepto de acción comunicativa”, Teoría de la acción comunicativa. Complementos y estudios previos, pp. 487, 491 y 492.
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que describe las acciones sociales reales, sino que es el concepto, en sentido hegeliano, al que deben aspirar las acciones sociales reales. Podemos decir que la acción comunicativa es la medida ética de las acciones sociales, entre ellas, las acciones jurídicas. Por esta razón, podemos aplicar este modelo al análisis de los procesos jurídicos de creación y de aplicación de las normas jurídicas, para verificar en qué medida se acercan o se alejan de la acción comunicativa. Comparemos ahora la acción social orientada al éxito y la acción social orientada al entendimiento, con respecto de las tres fases del plan de acción social. Comencemos con la interpretación común de la situación. Si la acción instrumental, o la acción estratégica o la acción dramatúrgica buscan el éxito a cualquier precio, lo que va a suceder, al momento de interpretar la situación que se quiere resolver, es que no se van a tematizar, de una manera adecuada, ni de una manera completa ni de una manera suficiente, los ingredientes o elementos o factores relevantes de la misma situación problemática. Tematizar significa convertir en tema explícito del discurso los elementos o ingredientes relevantes de la situación, sin dejarlos sobreentendidos o implícitos, de modo que se reduzcan los equívocos o los malos entendidos, a lo mínimo. La manera como puede impedirse la adecuada tematización de un ingrediente relevante depende de la acción utilizada para ello: si se actúa instrumentalmente, la adecuada tematización se impide mediante la violencia abierta o subrepticia. Si se actúa estratégicamente, una amplia tematización se impide mediante el engaño parcial o total. Y si se actúa dramatúrgicamente, la manera de impedir una suficiente tematización, puede ser la violencia subrepticia o el engaño parcial. Por su parte, tratándose de la acción orientada al entendimiento, es decir, de la acción comunicativa, se intentan tematizar todos los ingredientes relevantes de la situación, mediante la participación libre de coacción, de engaño, de error y de oscuridad (libre de patologías de la comunicación) de todos los afectados por la situación o por sus representantes. Si no participan todos los afectados por la situación, es probable que los puntos de vista de los no participantes no sean tomados en cuenta en la interpretación de la misma situación. Claro que la falta de tematización también puede llevarse a cabo mediante cualquiera de las patologías de la comunicación, como hemos visto.
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Si en la acción orientada al éxito no se consideran todos los aspectos de un problema, por causa de cualquiera de las patologías de las acciones instrumentales, estratégicas o dramatúrgicas, la consecuencia de ello es que se restringen o se limitan las alternativas de solución al mismo problema, porque los ingredientes no tematizados aparecen, en el discurso, como obstáculos intocables e inamovibles de la situación. Esta falta de tematización o de discusión y su subsecuente “intocabilidad”, nos parece, que es el origen de las ideologías. Es decir, es la abstracción, en el sentido de Hegel, y la falacia abstractiva, en el sentido de Apel lo que ocasiona la falsa conciencia de la realidad o la inversión de la realidad en la conciencia, en el sentido de Marx y de Correas.3 Por ello, en la acción comunicativa, la tematización completa de los ingredientes más relevantes de la situación permite encontrar alternativas adicionales de solución al problema social que se pretende resolver. En ella los obstáculos ideológicos se pueden transformar en recursos comunicativos que contribuyan a la solución de la situación social. Los ingredientes no tematizados que, por ello, eran obstáculos ideológicos inamovibles, pueden ser retematizados y, por ello, redeterminados en los aspectos morales de la solución.4 En la tercera fase del plan de acción social, la acción social orientada al éxito, paradójicamente, la eficacia del mismo es muy baja, pues las alternativas de solución han quedado restringidas y limitadas por los ingredientes no tematizados, convertidos en ideologías, que impiden remover los obstáculos reales de la situación. Eso no impide que algunos de los participantes en la interacción tengan éxito en la consecución de sus intereses personales o sistémicos, pero si no existe eficacia del plan, la situación problemática volverá a resurgir, constantemente, hasta que los intereses de todos los participantes hayan sido considerados y tomados en cuenta adecuadamente. Esto es lo que sucede en la acción social orientada al entendimiento, en la acción comunicativa, pues si los ingredientes no tematizados, inicialmente, se retematizan y se transforman en recursos adicionales de solución, la eficacia del plan aumenta en esa misma medida. En este caso la eficacia del plan es alta, pues los intereses de todos los afectados han sido tomados en cuenta, de modo que la situación se ha resuelto, en la 3 4
Correas, Crítica de la ideología jurídica, México, UNAM, 1993, p. 115. Véase Berumen, Arturo, La ética jurídica como redeterminación dialéctica del derecho natural, México, Cárdenas, 2000, p. 50.
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medida en que han quedado satisfechos los intereses de todos los afectados por la misma. Del análisis del esquema comunicativo podemos extraer algunas conclusiones: la primera de ellas es que la eficacia de la acción social se encuentra estrechamente vinculada con la ética del discurso. De acuerdo con Habermas, el plan de acción social eficaz es el que la coordina con la ética del discurso y el plan de la acción social, ineficaz, es el que la coordina con la patología del discurso. La segunda conclusión es que las ideologías sociales son obstáculos para la eficacia del plan de acción social y son producto de la falta de tematización de alguno o algunos de los ingredientes de la situación social que el plan de la acción social quiere resolver. Y la tercera es que la acción comunicativa es el resultado del plan de la acción social eficaz porque se encuentra coordinada por actos de habla cuyo elemento ilocucionario es una asunción hipotética, o emitidos en actitud de tercera persona, lo cual permite una adecuada tematización o retematización de los ingredientes de la situación social, incrementando las alternativas de acción; mientras que la acción orientada al éxito está coordinada por actos de habla cuyo elemento ilocucionario es una asunción asertórica, o emitidos en actitud de primera o de segunda persona, lo cual obstaculiza la adecuada tematización, restringiendo las alternativas de acción y, por tanto, reduce la eficacia del plan de la acción social. III. ÉTICA DEL DISCURSO El esquema de la coordinación comunicativa de la acción social propuesto por Habermas es un excelente método de crítica y de análisis comunicativo de las acciones sociales reales e incluso de redeterminación comunicativa de la acción social. Sin embargo, puede resultar difícil que sirva como guía en la práctica de acciones sociales reales por su elevada exigencia de racionalidad comunicativa, como seguido se le ha reprochado a Habermas. En el mundo social real la realización de la acción comunicativa es sumamente rara, el mismo Habermas lo reconoce.5 Lo importante es que la acción social real se acerque, paulatinamente, a su modelo ético y racional. Mientras tanto, las exigencias comunicativas de la acción pueden flexibilizarse un tanto, en determinadas condiciones y con determinados requisitos. Tales condiciones y requisitos son lo que se 5
Habermas, “Entrevista con la New Left Review”, Ensayos políticos, p. 196.
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llama la ética del discurso que Habermas ha retomado de varios autores, sobre todo de Apel.6 Podemos resumir la teoría de la ética del discurso de este último autor en cinco puntos: los niveles de desarrollo de la conciencia ética; la distinción entre la ética de los principios y la ética de la responsabilidad; la búsqueda del consenso posible; las contradicciones performativas y, por último, las falacias abstractivas. Analizaremos cada uno de ellos. La ética del discurso parte de la validez de la acción comunicativa como exigencia de eticidad y de racionalidad. Ésta supone, en abstracto, que todos los sujetos capaces de lenguaje y acción están obligados igualmente a cumplirla. Sólo que los sujetos se encuentran en distintos niveles de desarrollo de su conciencia ética. Siguiendo a autores como Piaget y Kohlberg, Apel y Habermas distinguen hasta seis niveles de desarrollo de la conciencia ética, pero que podemos reducir a sólo tres: el nivel pre-convencional, el nivel convencional y el nivel post-convencional. En el primero, es decir, en el nivel pre-convencional, se encuentran aquellos sujetos que sienten la obligación moral de reconocer como sujetos sólo a las personas de su familia, es decir, están guiados por intereses. Es el nivel alcanzado por los niños y algunos adultos delincuentes. En el segundo, es decir, en el nivel convencional, se encuentran aquellos que sienten la obligación moral de reconocer como sujetos, a miembros de grupos más amplios, como los miembros de su país, de su raza, de su religión, de su partido, de su sexo, de su clase, entre otros, pero no a los extranjeros, a los “negros”, a los “católicos”, a los “liberales”, a las “mujeres”, a los “pobres”, etcétera. Están guiados por normas. Es el nivel de la moral convencional de un grupo social más o menos amplio. Por último, en el tercer nivel, es decir, en el nivel post-convencional, se encuentran aquellas personas que sienten la obligación moral de reconocer como sujetos a todos los seres humanos, independientemente de su país, de su raza, de su religión, de su ideología política, de su sexo, de su clase social, etcétera. Están guiados por principios y por la actitud en tercera persona. Son aquellos que creen en los derechos humanos, son los que tienen una conciencia ética universal. Es la conciencia de los grandes hombres de la historia de la humanidad. 6 Apel, Karl-Otto, “La ética del discurso como ética de la responsabilidad: una transformación postmetafísica de la ética de Kant”, Fundamentación de la ética y filosofía de la liberación de Apel, Dussel y Fornet, pp. 11-44.
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Ahora bien, vamos a suponer que, por alguna razón, sujetos que tienen un diferente nivel de desarrollo de su conciencia ética tienen que coordinar su acción social. Supongamos, que tienen que coordinarse, por un lado, Eichman y, por otro lado, Gandhi. El primero, con un nivel de desarrollo pre-convencional o convencional de su conciencia ética, está dispuesto a utilizar todas las acciones sociales, tanto instrumentales como estratégicas y dramatúrgicas, con tal de salirse con la suya. El segundo, con un nivel de desarrollo post-convencional de su conciencia ética, ¿sólo va actuar comunicativamente? ¿No le es lícito actuar estratégicamente o instrumentalmente cuando el primero sí lo va a hacer e incluso ya lo esta haciendo? ¿Hasta qué punto está obligado a tolerar las acciones patológicas de Eichman? ¿Indefinidamente? O ¿puede pasar a una acción orien tada al éxito inmediatamente? Estas preguntas son más comunes de lo que parece. Se las puede plantear un abogado ante un contrincante que no juega limpio. Un maestro ante sus alumnos desordenados. Un gobernante ante sus gobernados rebeldes. Un fiscal o un defensor ante el acusado o su defendido, respectivamente. Para empezar a responder a ellas, Apel y Habermas, con base en Weber, han distinguido entre la ética de principios y la ética de la responsabilidad. La primera es la ética que resulta de la acción comunicativa, es decir, de la ética que busca el entendimiento mutuo sin ninguna patología comunicativa. La segunda es la ética que resulta de la situación de un sujeto que tiene bajo su responsabilidad a otra persona o a un grupo social, como lo puede ser el abogado, el maestro, el gobernante, el fiscal, el mismo Gandhi. Alguien en una situación de responsabilidad no puede estar sujeto, incondicionalmente, a una ética de principios. Es decir, puede dejar de cumplir la ética de principios para salvaguardar a las personas que están bajo su responsabilidad. El caso de la legítima defensa lo ilustra bastante bien. Pero, dejar de cumplir la ética de principios para salvaguardar a los que están bajo la responsabilidad de alguien no quiere decir que pueda pasar a la acción estratégica o a la acción instrumental o a la acción dramatúrgica en cualquier momento. Es necesario, dice Apel, agotar las posibilidades del consenso, buscar el consenso posible. Es decir, antes de pasar a la ética de la responsabilidad, es imperativo tratar de intentar llegar a un acuerdo con el otro, o sea, tratar de lograr una interpretación común de la situación, tematizando todos los elementos relevantes de la misma, hasta el momento mismo en que el peligro de los que están bajo la
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responsabilidad se vuelva actual e inminente. Este mismo criterio, el del peligro eminente de quienes están bajo responsabilidad, será el límite de las acciones instrumentales o estratégicas que se tomen para ello, pero no más allá, pues se estaría incumpliendo la misma ética de la responsabilidad. Hay que tomar en cuenta que es posible y es común que la búsqueda del consenso posible sea sólo una simulación, con el objeto querer justificar un incumplimiento de la acción comunicativa con el pretexto del peligro de quienes se encuentran bajo la responsabilidad de alguien, en especial, los gobiernos y las autoridades judiciales y administrativas. Para tratar de detectar la búsqueda simulada del consenso posible hay que detectar lo que Apel llama las contradicciones performativas, es decir, la contradicción entre el elemento ilocucionario y el elemento proposicional de los actos de habla que coordinan la acción social, entre la intención ilocucionaria y la expresión proposicional, entre lo que se dice y la intención con la que se dice. Dicha contradicción puede evidenciarse, confrontando ambos elementos de los actos de habla, cuando están expresos ambos, pero cuando el elemento ilocucionario se encuentra implícito, se puede comparar la coherencia de los enunciados proposicionales entre sí y con algunos indicios de la intención ilocucionaria no explícita. Pero para ello es necesario contar con la mayor información posible, evitando caer o identificando las falacias abstractivas en términos de Apel, es decir, en la creencia de que una parte de la información es toda la información. Es en la búsqueda de las contradicciones performativas donde se hace más necesario señalar la necesidad de la completa tematización de todos los elementos relevantes de la situación. Si la otra parte se niega, obstinadamente, a tematizar, es posible que esté incurriendo en falacias abstractivas para ocultar sus contradicciones perfomativas. Sólo entonces es válido no tematizar adecuadamente, pero sólo en la medida y en el tiempo necesario para evidenciar las contradicciones performativas del interlocutor, todo ello para retematizar adecuadamente los ingredientes relevantes de la situación comunicativa. La ética del discurso no clarifica, con precisión, cuándo nos encontramos en la ética de la responsabilidad o en la simulación de la ética del discurso, pues tanto las falacias abstractivas como su combate “responsable” pueden llevarnos a no tematizar adecuadamente y, por tanto a limitar las alternativas de acción, las que convienen a sólo una de las partes, con lo cual la acción social sólo reproducirá o agravará la situación pro-
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blemática indefinidamente. A pesar de ello, sí nos proporciona algunos principios generales que pudieran orientar nuestra acción e ilustrar nuestro análisis y nuestra crítica. Podemos señalar tres criterios o principios, cuando menos. El principio más general es que hay que actuar comunicativamente. El segundo es que, cuando no se pueda actuar comunicativamente, por una situación de responsabilidad, hay que asumir, hipotéticamente, la voluntad de consenso en el interlocutor, cuando investiguemos las contradicciones performativas y sus falacias abstractivas de sus actos de habla. Y el tercer principio podría ser la asunción hipotética de que no buscamos el consenso cuando intentamos demostrar que no incurrimos en contradicciones performativas o en falacias abstractivas en nuestros actos de habla. Es claro que esta dialéctica de la ética del discurso no resuelve todos los problemas, ni mucho menos, pero puede servirnos de guía cuando actuemos socialmente, en actitud participante, en primera o segunda persona, o cuando analicemos comunicativamente las acciones sociales, en actitud objetivamente, en tercera persona, como dice Habermas.7 Si mitigamos la acción comunicativa de Habermas con la ética del discurso de Apel, podemos redeterminarlas en el siguiente esquema: Como se verá, en el esquema siguiente se ha incluido en la acción orientada al éxito, en la fase de interpretación común de la situación, a la simulación del consenso; del mismo modo, se ha incluido, en la acción comunicativa, la actitud hipotética del consenso del “tú” y del “yo”, para que la búsqueda y la refutación, respectivamente, de las contradicciones performativas y las falacias abstractivas, sean más objetivas. Éste será el esquema que utilizaremos como base del análisis del discurso jurídico.
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Habermas, Conciencia moral y acción comunicativa, pp. 172 y 186.
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LA ÉTICA DEL DISCURSO EN LA COORDINACIÓN DE LA ACCIÓN SOCIAL PLAN DE ACCIÓN SOCIAL Alternativas de acción
Ejecución del plan
Tipo de acción
Interpretación común de la situación
Orientada al éxito: - Instrumental - Estratégica - Dramatúrgica
No se tematizan todos los ingredientes por falacias abstractivas o por simulación de consenso para o- cultar constradicciones performativas
Se restringen las La eficacia del plan alternativas de ac- es baja ción, porque los ingredientes no tematizados aparecen como obstáculos inamovibles para la acción
Orientada al entendimiento mutuo: - Acción comunicativa
Se intenta tematizar todos los ingredientes relevantes de la situación, por medio de la asunción hipotética de la búsqueda del consenso del tú y el yo
Se amplían las al- El nivel de eficaternativas de ac- cia es alto ción, porque los obstáculos se transforman en recursos adicionales de acción
IV. LA ÉTICA DEL DISCURSO LEGISLATIVO En este inciso, intentaremos aplicar la ética del discurso a los procedimientos de creación legislativa de normas jurídicas generales. Nuestro punto de partida, nuestro “tópico”, será el hecho general de que los procedimientos jurídicos son procedimientos sociales de comunicación sujetos a reglas. Tanto los procedimientos jurídicos legislativos, judiciales, administrativos y contractuales pueden ser interpretados, ya en lo particular, como actos de habla argumentativos, sujetos a actos de habla regulativos. Es decir, los actos de habla regulativos que “regulan” los procedimientos jurídicos son las normas que, según Kelsen, establecen los procedimientos de creación normativa de un sistema jurídico. Y los actos de habla argumentativos son los procedimientos concretos de creación de normas, es decir, de creación de nuevos actos de habla regulativos. Desde el punto de vista de la teoría de los actos de habla, puede in-
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terpretarse el modelo de sistema jurídico de Kelsen como una estructura de actos de habla regulativos y argumentativos. Si esta interpretación fuera posible, la cuestión de la “eticidad” del derecho se podría plantear con toda legitimidad filosófica, por la razón de que el elemento ilocucionario de los actos de habla, es decir, su intención ilocucionaria, puede ser moral o inmoral. Tanto los actos de habla regulativos como los argumentativos puede padecer diversas patologías de la comunicación, en el sentido de Habermas.8 Nos parece que la moralidad o la inmoralidad de los actos de habla regulativos provienen de la moralidad o de la inmoralidad de los actos de habla argumentativos mediante los cuales se discutió la aprobación de aquéllos. Por otro lado, si recordamos que, según el propio Habermas, el uso más pragmático del lenguaje es la “coordinación de la acción social”,9 entonces la cuestión de la eticidad del derecho, entendido como actos de habla, no se encuentra desvinculada de su eficacia, es decir, de la finalidad del derecho que, al decir de Del Vecchio, consiste en coordinar, de manera objetiva, las acciones de varios sujetos, sin ningún impedimento ético.10 Si entendemos esto a la manera comunicativa, podemos decir que la eficacia de la coordinación social depende de la ética del discurso jurídico. Claro que ésta es sólo una hipótesis que habrá que demostrar en un estudio sociológico jurídico al respecto. Aquí sólo nos compete formularla con mayor amplitud. Ahora bien, si redeterminamos la teoría de Kelsen y la de Del Vecchio por medio de la teoría de Habermas, podemos decir que la coordinación de la acción social es eficaz cuando la estructura de actos de habla regulativos y argumentativos se articula mediante la ética del discurso jurídico. Si, por el momento, nos concentramos en los actos de habla argumentativos y regulatorios “legislativos”, podemos aplicarles el esquema de la ética del discurso, sintetizado más arriba, del siguiente modo: 8 Habermas, Teoría de la acción comunicativa, trad. de Manuel Jiménez Redondo, Madrid, Taurus, 1999, tomo I, caps. I y III y tomo II, cap. V. 9 Habermas, Teoría de la acción comunicativa, I, p. 124: “el concepto de acción comunicativa se refiere a la interacción de a lo menos dos sujetos capaces de lenguaje y de acción que... entablan una relación interpersonal. Los actores buscan entenderse sobre una situación de acción para poder así coordinar de común acuerdo sus planes de acción y con ello sus acciones... En este modelo de acción el lenguaje ocupa, como veremos, un puesto prominente”. 10 Vecchio, Giorgio del, Filosofía del derecho, p. 327: “el derecho consiste en la coordinación objetiva de las acciones posibles entre varios sujetos, según un principio ético que las determina excluyendo todo impedimento”.
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LA ÉTICA DEL DISCURSO JURÍDICO LEGISLATIVO EN LA COORDINACIÓN DE LA ACCIÓN SOCIAL
LA LEY COMO PLAN DE ACCIÓN SOCIAL Tipo de acción social
El discurso legislativo como interpretación de la situación
El articulado de la ley como el conjunto de las alternativas de acción
La aplicación de la ley como ejecución del plan
Orientada al éxito: - Instrumental - Estratégica - Dramatúrgica
No se tematizan todos los ingredientes por falacias abstractivas o por simulación de consenso para o- cultar constradicciones performativas
Se restringen las alternativas de acción, porque los ingredientes no tematizados aparecen como obstáculos inamovibles para la acción
La eficacia de la ley es baja aunque no lo sea su efectividad
Orientada al en- Se intenta tematitendimiento mu- zar todos los intuo: gredientes relevantes de la situa- Acción ción, por medio comunicativa de la asunción hipotética de la búsqueda del consenso del tú y el yo
Se amplían las al- El nivel de eficaternativas de ac- cia y efectividad ción, porque los de la ley es alto obstáculos se trans forman en recursos adicionales de acción
Partimos de tópico “Del Vecchio-Habermas-Kelsen”, de que el discurso jurídico tiene como finalidad la coordinación de la acción social de grandes conglomerados humanos, como los habitantes de un país, de un estado o de una región. Por ello, podemos entender a la ley como un plan de acción social, en el que el discurso legislativo está constituido por los actos de habla argumentativos que buscan una interpretación común de la situación por parte de los afectados por la misma; los artículos de la ley serán entendidos como los actos de habla regulativos que constituyen las alternativas de acción y la aplicación de la ley son los actos de habla argumentativos y regulativos que sirven para la ejecución del plan de acción. Del mismo modo, podemos distinguir dos modalidades jurídicas de acción, que pueden ser orientadas al éxito y orientadas al entendimiento.
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Las primeras se encuentran constituidas por actos de habla realizados en actitud asertórica y las segundas, por actos de habla realizados en actitud hipotética. Sólo las primeras pueden ser consideradas éticas y racionales y no las segundas, distinción que no toman en cuenta ni Del Vecchio ni Kelsen.11 La falta de ética en el discurso legislativo va llevar que en los debates legislativos no se tematicen todos los elementos relevantes de la situación problemática que el plan legal pretende resolver, debido a las actitudes instrumentales, estratégicas o dramatúrgicas de los legisladores. Por ejemplo, en la discusión de la iniciativa de reformas de la Constitución en materia penal sobre el cuerpo del delito y los elementos del tipo, no se tematizaron adecuadamente los aspectos a favor o en contra de cada una de las alternativas, sino que se incurrió en falacias abstractivas, mediante la realización de acciones estratégicas por parte de la entonces bancada oficialista (como desviar la atención a temas incidentales) o acciones dramatúrgicas (como la exagerada alarma social por la inseguridad pública). Así mismo, se simuló un consenso entre los especialistas para ocultar las contradicciones performativas entre ellos mismos. Ello llevó, por supuesto, a reducir las alternativas de acción legal, pues todo se orientó a reducir las garantías penales de los procesados, como única alternativa para reducir la impunidad y la inseguridad. Todo ello, por asumir una actitud asertórica en sus actos de habla, por parte de quienes elaboraron y quienes estuvieron a favor de la iniciativa. En un trabajo dedicado especialmente, predecimos una muy baja efectividad de dichas reformas en el combate a 11 Aunque podría pensarse en redeterminar, en términos de la ética del discurso, lo que Kelsen llamó primero la norma hipotética fundamental y luego la ficción que fundamenta el orden jurídico. De acuerdo a Habermas, la norma hipotética fundamental como fundamento del sistema jurídico, no sería otra cosa que asumir a los actos de habla constitucionales en actitud hipotética, es decir, susceptibles de ser problematizados y, por tanto desempeñables, argumentativamente. En cambio, la ficción que fundamenta a la Constitución, no sería otra cosa sino la asunción de los actos de habla constitucionales, en actitud asertórica, es decir, no problematizables y no desempeñables, argumentativamente. En consecuencia, desde el punto de vista de la ética del discurso habermasiana, la construcción kelseniana de una norma que fundamente a la constitución es innecesaria, pues no sería otra cosa sino el elemento ilocucionario (en el caso de la norma hipotética fundamental) o el elemento perlocucionario (en el caso de la ficción fundamental) de los actos de habla constitucionales, cuyos elementos proposicionales serían los contenidos de la misma Constitución. Las consecuencias y el desarrollo de esta redeterminación será objeto de un trabajo mucho más amplio.
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la impunidad y a la inseguridad pública, aunque se haya aumentado la eficacia en el número de los detenidos preventivamente, pues no todos los factores del aumento de la delincuencia se tematizaron adecuadamente, en el procedimiento legislativo correspondiente.12 Si, en el mismo ejemplo, los legisladores, tanto los que estaban a favor o en contra de la iniciativa, hubieran asumido una actitud hipotética en sus respectivos actos de habla, es posible que se hubiera tematizado un poco más ampliamente la situación del aumento de la delincuencia. La razón de ello hubiera sido que la asunción de la actitud hipotética en sus actos de habla, en el sentido de que todos los legisladores buscaban el consenso legítimo, hubiera posibilitado sopesar, tanto las razones a favor como las razones en contra de cada alternativa. Entonces, es posible que las alternativas hubieran comprendido medidas preventivas además de las represivas y, en consecuencia, la disminución de la impunidad y de la inseguridad hubiera sido más eficaz, lo cual no ha sido posible, porque los legisladores sólo buscaban el éxito político, a cualquier precio, el cual, sin embargo, no se identifica con el éxito en la coordinación de la acción social para disminuir la delincuencia, mediante el discurso jurídico, legislativo y judicial. Por otro lado, no basta analizar la ética del discurso legislativo para determinar los motivos de la ineficacia del discurso jurídico para coordinar la acción social, pues bien puede suceder que la ley haya sido elaborada mediante un discurso legislativo ético, pero que el discurso judicial padezca de diversas patologías de la comunicación. Lo cual puede hacer que el discurso legislativo sea efectivo, pero no eficaz, es decir, que se cumpla el plan legislativo pero no se alcancen los objetivos consensados de la ley, sino sólo los objetivos de algunos de los participantes.13 En otros términos, la eficacia del discurso jurídico requiere de la ética tanto del discurso legislativo como del discurso judicial. Si las patologías comunicativas sólo afectan al discurso legislativo, es posible, aunque no probable, que la ética del discurso judicial pueda hacer que la ley sea eficaz además de efectiva. Y, a la inversa, la ética del discurso legislativo puede corregir la patologías de las reglas del 12 13
Berumen, Arturo, Análisis comunicativo del proceso penal en México, p. 86. Tomamos, un tanto redeterminada, esta distinción entre efectividad de la ley y su eficacia de Correas, Introducción a la sociología jurídica, México, Coyoacán, 1994, pp. 207-253.
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discurso judicial que pudieran estar impidiendo una mayor eficacia de la ley, en tanto que plan de coordinación racional de la acción social. Si ambos discursos jurídicos, el legislativo y el judicial, constituyen patologías comunicativas, la coordinación jurídica de la acción social se torna completamente inefectiva e ineficaz.
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HERMENÉUTICA ANALÓGICA, DERECHOS HUMANOS Y CULTURAS Mauricio BEUCHOT* SUMARIO: I. Planteamiento del problema. II. Hermenéutica analógica. III. La analogicidad, la particularidad y la universalidad. IV. Derechos humanos y multicultura. V. Balance.
I. PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA Nos planteamos aquí el problema de buscar algo que haga compatible, en el caso de los derechos humanos, el que sean diversamente entendidos en diversas culturas y, sin embargo, comprendidos y valorados lo más unitariamente que sea posible, dada su vocación de universalidad. Enfrentamos aquí el problema de la universalidad y la particularidad. Pues bien, como ya algunos se han esforzado por mostrar, no es necesario renunciar a toda universalidad para salvaguardar las particularidades ni es necesario sacrificar lo particular para asegurar algo de universalidad. ¿Qué nos puede brindar esto? Será algo que nos haga ver que son compatibles una cierta universalidad y una cierta particularidad, esto es, no la universalidad sin más ni la particularidad sin más, sino matizadas, como una racionalidad transcultural o una interculturalidad suficientemente racional, frente a los relativismos extremos de hoy en día. Pues bien, creo que para esto nos servirá de instrumento una hermenéutica analógica; esto es, la hermenéutica nos ayudará a ser sensibles con los contextos, con las particularidades; pero lo analógico nos ayudará a no perder la advertencia de una cierta unidad en medio de las parti-
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cularidades, de los fragmentos, ya que desde siempre la analogía ha sido el instrumento conceptual que ha servido para concordar y hacer coherente lo plural y lo igual, a través de la semejanza.1 Esto puede ser aplicado al problema de los derechos humanos en un mundo contextuado, de culturas múltiples y diferentes. Por ello, en este trabajo comenzaré tratando de explicar cuál es la estructura y la función de una hermenéutica analógica, que nos sirva como instrumento para comprender a otras culturas (lo cual requiere capacidad de comunicación o de cierta universalización) y al mismo tiempo, actuar respetando sus diferencias (particulares). Luego pasaré a explicar cómo la hermenéutica analógica permite oscilar entre el universalismo y el particularismo sin ser completamente lo uno o lo otro; y, finalmente, lo aplicaré al problema de los derechos humanos en un contexto pluricultural. II. HERMENÉUTICA ANALÓGICA He dicho que se trata de una hermenéutica analógica, y comienzo exponiéndola brevemente. La mencionada hermenéutica analógica es una construcción teórica que consiste en la interpretación vertebrada según el modelo de la analogía, intermedio entre la univocidad y la equivocidad. Desde la univocidad, se pretendería una interpretación clara y distinta, dejando margen sólo para una interpretación como la única válida de un texto, siendo todas las demás falsas o inválidas. En cambio, desde la equivocidad, se llegaría a una interpretación confusa y relativista, que da cabida a tantas interpretaciones cuantos intérpretes haya, incluso todas ellas, sin dejar lugar para seleccionar con criterios suficientes cuáles son válidas y cuáles no. En cambio, desde la analogicidad, se llega a una interpretación consciente de su poca claridad, pero luchando porque sea la suficiente como para poder captar el sentido del texto en cuestión con objetividad. No hay una sola interpretación válida, sino más de una; pero tampoco todas son válidas, sino un grupo de ellas, en el cual se pueden señalar grados de aproximación a la verdad textual o verdad del texto, es decir, con una jerarquía de interpretaciones que nos permita establecer cuáles se acercan a la verdad del texto y cuáles se alejan francamente de ella. 1 Para una exposición detallada, cfr. Beuchot, Mauricio, Tratado de hermenéutica analógica. Hacia un nuevo modelo de interpretación, 3a. ed., México, UNAM-Ítaca, 2004.
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Una hermenéutica analógica es pertinente para la hermenéutica, porque la hermenéutica está distendida hoy entre las corrientes univocistas y las equivocistas, y se echan de menos las analógicas, intermedias entre esos extremos. Las corrientes univocistas pertenecen a un cientificismo reduccionista, y las equivocistas a un relativismo irreductible. Los universalismos y los relativismos están desangrando la hermenéutica en la actualidad, sin encontrar punto de integración en algo distinto y más viable, aunque se está buscando.2 Uno de esos caminos sería la analogicidad. La analogía es semejanza, esto es, algo intermedio entre la identidad y la diferencia, pero tiene más de diferencia que de identidad, en la semejanza predomina la diferencia. Por eso la analogía puede ayudar a integrar lo particular en lo universal sin que eso particular quede destruido, devorado por lo universal. Como en la analogía predomina la diferencia, en una hermenéutica analógica habrá más cabida para lo particular y diferencial que para lo universal, idéntico y homogeneizador. De esta manera, una hermenéutica analógica nos permitirá interpretar la filosofía latinoamericana como un fenómeno cultural que tiene una parte de particularidad y una parte de universalidad, pero la parte de particularidad será más grande y fuerte que la de universalidad. Con ello se supera tanto el universalismo como el particularismo. El universalismo pretendería que estamos inmersos en algo universal e indiferenciado, es el reino de la univocidad. El relativismo pretendería que estamos inmersos en lo singular y completamente diferente, es el reino de la equivocidad. En cambio, el analogismo dará cabida a nuestra inmersión en la filosofía universal pero sin negar la carga de particularidad o de especificidad latinoamericana, que es la que, por cierto, va a predominar, como es condición de la analogía, en la que la diferencia predomina sobre la identidad, se privilegia lo distinto, la distinción y, por ende, la particularidad (sin perder, de vista, como dijimos, la universalidad a la que el objeto pertenece). Esto es una especie de universal concreto, el universal análogo, que no tiene la indiferenciación del universal unívoco, pero tampoco la diferencialidad tan extrema que se atribuye al universal equívoco. O también puede hablarse de particular análogo (o individuo vago, como se lo llamaba en los antiguos manuales de lógica), el cual no tiene la precisión 2 Quintana Paz, Miguel Ángel, “Cómo no ser relativistas ni universalistas”, en Murillo, I. (ed.), Filosofía práctica y persona humana, Salamanca, Universidad Pontificia de Salamanca, 2004, pp. 149-167.
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del individuo unívoco, pero tampoco la fragmentación del individuo equívoco. Es, como analógico, un individuo que alcanza lo suficiente para individualizarse, para identificarse en su concreción, pero también alcanza lo suficiente para integrarse en lo universal, que le da la especificidad o generalidad, que lo identifica en su concepto. Y de esta manera queda una hermenéutica que se afana por buscar la particularidad, pero sin renunciar a su universalidad o generalidad, que es de donde le viene el carácter genérico, al cual se añadirá aquello que la especifica o le da la diferencia específica. Una hermenéutica analógica reconoce las diferencias de las culturas particulares, pero también reconoce la inmersión de éstas en el seno de algo más amplio, como es la cultura universal o mundial. En esos dos contextos, particular y universal, tratará de ubicar los derechos humanos. III. LA ANALOGICIDAD, LA PARTICULARIDAD Y LA UNIVERSALIDAD Recordemos que la semántica, en la filosofía del lenguaje, nos habla de tres modos de significar o de atribuir un predicado a un sujeto: el unívoco, el equívoco y el análogo.3 La univocidad es la significación idéntica para todos los significados, es una significación clara y distinta, y que se aplica de manera completamente idéntica a los individuos que significa, como “hombre” o “mortal”. En cambio, la equivocidad es la significación diferente para todos los significados, es una significación obscura y confusa, y que se aplica de manera completamente diferente a los individuos que significa, como “gato”, aplicado al animal y a la herramienta, por ejemplo. Y la analogía es el modo de significación o de predicación a un sujeto que está entre lo unívoco y lo equívoco. No alcanza la unidad de significación de lo unívoco, pero tampoco cae en la fragmentación de la significación de lo equívoco; se predica de sus sujetos de manera en parte idéntica y en parte diferente, es decir, sólo semejante; por ejemplo, “ser” se predica de la substancia y del accidente, pero de modos muy distintos; “sano” se aplica al organismo, al alimento, a la medicina y al clima, pero de maneras muy distintas. La univocidad, está, pues, en la línea de la identidad, y la equivocidad en la línea de la diferencia, mientras que la analogía ni es mera identidad 3 Ferrater Mora, José, “Pinturas y modelos”, Las palabras y los hombres, Barcelona, Península, 1972, pp. 145 y 146.
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ni pura diferencia, está entre una y otra; sin embargo, en ella predomina la diferencia sobre la identidad, como es la condición de la semejanza misma. Por eso nos conviene tanto la analogía, para preservar lo más que se pueda de la diferencia, incluso privilegiándola por encima de la identidad. Y es que nuestra experiencia humana nos hace ver que siempre las cosas se nos quedan más en la diferencia que en la perfecta unificación, la univocidad es raramente alcanzable. Los que introdujeron la analogía fueron los pitagóricos, esos filósofos presocráticos que fueron grandes matemáticos y grandes místicos a la vez, que buscaron siempre la mediación, la coincidencia proporcional de los opuestos, sólo proporcional. Y es sabido que introdujeron la analogía cuando toparon con lo irracional (los números irracionales) y la inconmensurabilidad (de la diagonal), para poder conmensurar sólo de manera proporcional. Y es lo que ahora necesitamos: conmensurar las culturas, tradiciones o paradigmas, lo cual sólo se podrá hacer de manera proporcional, pero es una medida suficiente. De los pitagóricos la analogía pasó a Platón, que tuvo varios maestros de esa escuela o secta.4 Él la usó principalmente en las comparaciones, mitos, alegorías, etcétera, que usa en sus diálogos, recursos que hacen de éstos una lección viva y altamente significativa. Así llega a Aristóteles, quien la aplica de manera muy fuerte en la mayoría de sus doctrinas, principalmente en el ámbito de la metafísica, de la ética y la política.5 La mayoría de los términos filosóficos, por lo menos los más importantes, son analógicos (es decir, se dicen de muchas maneras), como el ser, el uno, el bien, la justicia, etcétera. También tiene la analogía cierta presencia en los neoplatónicos, sobre todo recalcando la idea de jerarquía que introduce la analogía entre los elementos analogados. El concepto de analogía atraviesa la Edad Media; se encuentra en San Alberto, en San Buenaventura, en Santo Tomás, en el maestro Eckhart. Es puesto en reservas, pero no negado sino más bien limitado, en Duns Escoto, quien privilegia la univocidad. Y decae mucho en los nominalistas, que a veces adoptan posturas sumamente univocistas o sumamente equivocistas. Esta idea de la analogicidad llega casi a perderse en la modernidad. Se mantiene en los barrocos, que la ven como el juego entre la metáfora y la 4 5
Secretan, Philibert, L’analogie, París, PUF, 1984, pp. 19-23. Ibidem, pp. 23-28.
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metonimia, y en los románticos, que la ven como el contrapeso de la ironía, así como aquello que hermana con la naturaleza, pues eran muy dados a proclamar una vuelta a lo natural. Pero en la actualidad es tiempo ya de su plena recuperación, hay que recobrar esta idea de analogía porque estamos dolorosamente distendidos entre el univocismo del cientificismo y el equivocismo de muchos posmodernos. Por eso viene tan a cuento una hermenéutica analógica, ya que la hermenéutica ha llegado a ser el instrumento cognoscitivo de nuestros tiempos, pero se halla dolorosamente distendido entre los hermeneutas univocistas y los equivocistas; los primeros pretenden una interpretación clara y distinta, y dicen que sólo puede haber una sola interpretación válida de un texto; los segundos sostienen casi que toda interpretación es válida, porque no hay parámetros ni criterios para decidir cuándo una interpretación es objetiva, todo se hunde en la subjetividad y en el relativismo; en cambio, una hermenéutica analógica sostiene que no hay una única interpretación válida de un texto, sino que puede haber más de una; pero también sostiene que no todas son válidas, sino un conjunto de interpretaciones, que se pueden jerarquizar o colocar en diferentes grados de aproximación a la verdad del texto, de modo que se pueda decir cuándo se alejan demasiado de ella y empiezan a hundirse en la falsedad. De esta manera, una hermenéutica analógica nos permitirá tener grados de aproximación a la verdad textual en nuestras interpretaciones, y nos hará oscilar entre lo particular y lo universal, dando predominio a lo particular sobre lo universal, como vimos que daba predominio a la diferencia por encima de la identidad. Tal es la condición de la semejanza o analogía, y esto se manifiesta como ventajas de una hermenéutica basada en la analogía, de una hermenéutica analógica. En este sentido, la analogía es el juego y rejuego, o un equilibrio no estático, sino dinámico o proporcional, entre la identidad y la diferencia, entre la universalidad y la particularidad. Como en la analogía predomina la diferencia sobre la identidad, y la particularidad sobre la universalidad, tiene la ventaja de poderse aplicar a la interacción cultural privilegiando las diferencias y particularidades culturales evitando la homogeneización y el universalismo. En efecto, el universalismo corresponde a la univocidad, de ahí que una hermenéutica unívoca o univocista tenga el defecto de exigir una universalización u homogeneización que lastimará las diferencias cultu-
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rales y llegará a acabar con ellas. En cambio, el particularismo a ultranza corresponde a una hermenéutica equívoca o equivocista, la cual tiene el defecto de propiciar un relativismo tal que no habrá punto de contacto entre las culturas, disueltas en la inconmensurabilidad; eso llega a diluir toda conexión en algo común, universal o continuo, hunde en un relativismo extremo. A diferencia de esas dos hermenéuticas anteriores, la hermenéutica analógica privilegia la diferencia cultural y el particularismo de las identidades, pero sin acabar con la posibilidad de conexión intercultural o transcultural, logrando universales analógicos que salvaguardan la solución de continuidad y de comunicación entre las diversas culturas que conviven, impidiendo que unas se aprovechen de las otras o lleguen a ejercer algún tipo de imposición o de opresión. IV. DERECHOS HUMANOS Y MULTICULTURA Apliquemos ya la hermenéutica analógica al problema de la relación de los derechos humanos con muchas culturas, tan distintas. ¿Cómo se plantea pasablemente bien el problema? Taylor y Walzer parecen hacerlo bien.6 En el fondo, nos dicen: ¿Cómo atender a las justas demandas de las diversas culturas (incluso minoritarias), dando lugar a sus derechos propios, sin lesionar los derechos humanos, que son universales pero individuales? Como se ve, hay una oscilación entre lo universal y lo individual; ambas cosas deben salvaguardarse. Tenemos una exigencia de atender a la universalidad de los derechos humanos; pero, también, una exigencia de atender a las particularidades con las que se dan en los seres (o grupos) humanos a los que se aplican. Esto es, por una parte, la universalidad de los derechos humanos, y por otra, la particularidad de las culturas en las que se realizan. ¿Cómo podemos hacerlo? Necesitamos una epistemología o teoría del conocimiento que nos permita dar cuenta de los dos extremos y nos haga mediarlos. Esto suena a ese principio que rige la frónesis. Gadamer, MacIntyre, Ferrara, han privilegiado la frónesis, de la Ética Nicomaquea;7 pero creo 6 Cfr. Taylor, Charles, El multiculturalismo y la “política del reconocimiento”, México, FCE, 1993; Walzer, Michael, Las esferas de la justicia. Una defensa del pluralismo y la igualdad, México, FCE, 1997. 7 Cfr. Ferrara, Alessandro, Reflective Authenticity. Rethinking the Project of Modernity, Londres-Nueva York, Routledge, 1998; Justice and Judgement. The Rise and Prospect of the Judgment Model in Contemporary Political Philosophy, Londres, Sage, 1999.
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que aquí, en los casos conflictivos, hay que potenciar también la Epiqueya o Epiquía, de la Magna moralia.8 Esto tiene que ver con la manera de aplicar un derecho, que es universal, al caso particular y concreto. Inclusive, hay derechos humanos que, de alguna manera, permiten y favorecen la diversidad cultural.9 Pero, por supuesto, dicha diversidad tiene límites. Es bueno proteger la diversidad cultural, mas dentro de ciertos límites. Tan necesario es poner límites a la universalidad como a la particularidad. En ese límite entre lo universal y lo particular se da lo que puede ayudarnos a mediarlos. De manera parecida a los derechos individuales, se nos manifiestan los derechos culturales. Con una cierta analogía. Así, toda cultura tiene derecho a defenderse, a preservar su desarrollo y a hacerlo prosperar. No sólo a resistir, sino a subsistir. Pero sólo pueden hacerlo las que no se opongan a los derechos humanos, o quitando de ellas aquellos aspectos que se opongan a ellos. Hay casos en los que los derechos de una comunidad entrarán en conflicto con los derechos humanos. Pero hay que pensar el conflicto, analizar la contradicción. Para sacar la manera —limitada— en que pueden hacerse compatibles los extremos que no se podían unir. Aquí se aplica algo en lo que ha insistido Raúl Alcalá, en el sentido de que, de una cultura, ni se puede aceptar todo ni se puede rechazar todo, sino unas partes y otras partes.10 Hay que propiciar, de las culturas, lo constructivo, y rechazar lo destructivo. Ya un límite que se impone son los derechos humanos. Los derechos humanos son, pues, un límite; tal vez el límite frente a los derechos comunitarios o étnicos o culturales. Tienen que encontrar la convergencia, para no lesionar ni a los individuos ni a los grupos. En todo caso —me parece—, hay que tratar de privilegiar a la persona frente a la sociedad.
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Cfr. Aristóteles, Gran Ética, libro II, capítulo 2. Cfr. los que expone Fernández-Largo, Antonio Osuna, Los derechos humanos. Ámbitos y desarrollo, Salamanca, España, San Esteban-Ebesa, 2002, pp. 265-268. Véase también, Puy Muñoz, Francisco, Derechos humanos. Derechos económicos, sociales y culturales, Santiago de Compostela, Imp. Paredes, 1983; Castro Cid, Benito de, Los derechos económicos, sociales y culturales, León, España, Universidad de León, 1993; Lucas Martín, José de (dir.), Derechos de las minorías en una sociedad multicultural, Madrid, Consejo General del Poder Judicial, 1999. 10 Cfr. Alcalá Campos, Raúl, Hermenéutica. Teoría e interpretación, México, UNAM-Plaza y Valdés, 2002, pp. 65-74.
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El dilema ya es conocido. ¿Se ha de proteger a la persona o a la sociedad? Si se privilegia demasiado a la persona, se lesiona a la sociedad. Y, a la inversa, si se privilegia demasiado a la sociedad, se lesiona a la persona. En cuanto a lo primero (privilegiar a la persona por encima de la sociedad), está el célebre caso de la guerra. Una guerra defensiva implica que el individuo se sacrifique por la sociedad, pues en ella puede perder la vida. Aquí parece que la sociedad va contra el individuo, pero, si bien se mira, al defender a la sociedad, el individuo se está defendiendo a sí mismo; esto es, aquí coinciden la defensa del individuo y la de la sociedad. Algo parecido se presenta en la dialéctica de los derechos individuales y los derechos comunitarios (o culturales). Si se privilegia demasiado a los derechos culturales, pueden ir contra los individuos, como en prácticas ancestrales de ciertos grupos que lesionan la dignidad de las mujeres. Y ahí de ninguna manera se está protegiendo a la mujer al proteger al grupo. Tiene que buscarse la confluencia de los derechos del individuo y los derechos del grupo al defender cualesquiera derechos. Se ha dicho que hay culturas que no conocen o no reconocen los derechos humanos. Y tendemos de inmediato a decir que están mal. Lo cual no creemos que sea producto de nuestra misma cultura, de nuestro solo contexto cultural. Hay un consenso intercultural y, en ese sentido, transcultural que lo atestigua. ¿Qué haremos con esas culturas? Nuestra reacción es tender a sujetarlas, o por lo menos a persuadirlas. Aquí es donde se ve la vocación universalista de los derechos humanos. No se reducen a ser producto de un relativismo cultural. ¿Se resuelve esto mirando los derechos humanos, liberales, con una óptica comunitarista? ¿O hace falta crear nuevos derechos que expliciten esos contenidos comunitaristas? Se ha visto que no estaría mal imprimirles a los derechos humanos, a veces demasiado individualistas, un matiz más comunitario o de mayor compromiso con la comunidad.11 Por ejemplo, en el ámbito de la globalización y las culturas, se trata de que todas las culturas gocen de las ventajas de la globalización y no de sus desventajas, esto es, de la exclusión o de la esclavización a ella. Más que de multiculturalidad, ahora se habla de interculturalidad.12 11 Cfr. Ballesteros, Jesús, Posmodernidad: decadencia o resistencia, 2a. ed., Madrid, Tecnos, 2000, pp. 54-65. 12 Cfr. González Arnaiz, Graciano, “La interculturalidad como categoría moral”, El discurso intercultural. Prolegómenos a una filosofía intercultural, Madrid, Biblioteca Nueva, 2002, pp. 77-106.
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En la realidad, aplicamos los derechos humanos de manera diferenciada o matizada. Incluso los derechos humanos culturales. Por ello se necesita que nos demos cuenta de que la aplicación de los derechos humanos se realiza con ciertas particularidades, dentro de un margen de diferencia. Para eso es necesaria una antropología filosófica o filosofía del hombre que nos hable de la convivencia pacífica multicultural. Lo que suele llamarse interculturalidad. Que lleguemos a un ser humano abierto, pero que reconozca límites y sea atento a ellos. Que, frente al otro, se cuestione sobre sí mismo y no sólo sobre el otro; pero que también cuestione al otro, en vista de lo que ha aprendido que es correcto de lo propio, y así ir construyendo lo universal; es decir, que sea capaz de aprender del otro y a la vez de criticarlo; que sea capaz de criticarse a sí mismo y de aprender de su propio proceso. De esta manera, a partir de lo propio, se irá construyendo lo común; desde lo particular, lo universal. De entre los derechos humanos culturales o de una cultura, está el de la propia supervivencia, el de preservarse como cultura. Por ejemplo, el derecho a preservar su lengua, pues en ella se encuentra, acumulada a presiones de tiempos, la experiencia colectiva. Derecho, además, a narrar y a interpretar su historia, pues ella constituye la memoria colectiva que guarda esa experiencia común. Derecho a practicar su religión, o a vivir sus símbolos; en definitiva, a tener sus creencias o ideas, sus usos y costumbres. Pero el problema surge cuando esos usos y costumbres se oponen a lo que consideramos como derechos humanos. Por ejemplo, cuando la religión que una cultura tiene la mueve a agredir, desde el fundamentalismo, a otra. Hay religiones que entablan cruzadas, hacen atrocidades, etcétera. Esto es afectar la convivencia con otras culturas, en el pluralismo. Hay problemas, como es bien sabido, cuando alguna cultura tiene prácticas ancestrales que van contra la dignidad de la mujer, prácticas machistas. Hay casos muy extremos de conflicto, por ejemplo frente a una cultura que hace sacrificios humanos o practica la antropofagia. Allí sí debe persuadírseles de no hacerlo, y, si no es posible, obligarlos a no hacerlo. Otros casos no son tan extremos, pero son difíciles para la convivencia, como el del vestido. Puede suceder que, en esa convivencia, haya problemas menores, por ejemplo, en cuanto al vestido, cuando se dé lo que algunos vean como desnudez o casi desnudez. ¿Qué hacer cuando conviven culturas que entienden de manera distinta el estar vestido? Piénsese en los españoles e indígenas en la conquista. Y aun los indígenas acabaron adoptando el vestido no tan a la fuerza. También es notable el caso
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de Mahatma Gandhi, cuando se entrevistó con los reyes de Inglaterra, y no se le quería dar paso, por pensarse que iba casi desnudo. Vemos, así, que hay un derecho a la diferencia, pero no absoluto, irrestricto. Se da dentro de cierta búsqueda de identidad o igualdad, que permite la justicia. Es lo que Adela Cortina pone como el juego entre mínimos de justicia y máximos de bienes o ideales de vida, que suelen depender de las comunidades.13 Los primeros se atraen fácilmente el consenso; los segundos, difícilmente. Por eso los primeros son “obligatorios”; en cambio, los segundos dependen, para su aceptación, de la tolerancia, el respeto, la solidaridad y la apertura (y, por ende, de la educación en estas virtudes). Pero estos máximos son importantes, pues dan sentido a los mínimos, los hacen vivibles, atractivos. La justicia sin ideales de vida buena está incompleta, no basta, no llena. V. BALANCE Con lo anterior, tenemos que la continua lucha entre individualismo y universalismo, o entre relativismo y absolutismo, es una lucha entre el equivocismo y el univocismo. Descansa en un falso supuesto, el de la dicotomía o separación insalvable entre los dos polos. Pero ha hecho falta una postura intermedia y mediadora (analógica), que nos permita beneficiarnos de lo que ambos polos tienen de verdadero y evitar lo que tienen de falso. Lo verdadero les viene de lo que tengan de moderado o prudencial (fronético) y lo falso les viene de lo que tengan de extremo o exagerado. Y, como entre la univocidad y la equivocidad está la analogía, y ésta se ha excluido de la discusión, hace falta rescatar una hermenéutica analógica para el multiculturalismo. Una hermenéutica así, tal como la hemos expuesto, nos ayudará a salvar las diferencias lo más que sea posible, sin perder las semejanzas, que son las que permiten universalizar, y encontrar lo común entre las culturas. La analogía nos hará comprender y valorar las culturas en lo que tengan de diferencial y también de universal, de modo que puedan integrarse sin violencia a la universalidad mundial, sin perder completamente sus diferencias propias. Habrá elementos de la cultura propia o de la(s) 13 Cfr. Cortina, Adela, Alianza y contrato. Política, ética y religión, Madrid, Trotta, 2001, pp. 140 y ss.
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otra(s) culturas que se deban rechazar, pero también otros que inclusive habrá que tratar de fomentar o de incorporar a la nuestra. La analogía nos permitirá, en el diálogo, enjuiciar las culturas para aprender y para criticar. Esto, que parece tan trivial, ha sido entendido pocas veces y ha causado demasiados debates poco fructíferos.
SOME REFLECTIONS ON METHODOLOGY IN JURISPRUDENCE Brian BIX* SUMMARY: I. Introducction. II. Objetives. III. General Jurisprudence, Conceptual Analysis, and “Necessity”. IV. The Challenge of Naturalism. V. Description and Selection. VI. The Internal Point of View, and the Challenge of Ideology. VII. Legal Positivism vs. Natural Law. VIII. Kelsen and Normative Logic. IX. Truth and Nature of Law. X. Conclusion. XI. Bibliography.
I. INTRODUCTION For much of the twentieth century, from the time of the American legal realists through the work of H. L. A. Hart, most of the important works in legal theory1 were written by lawyers, though lawyers who had some interest in, and perhaps some basic training in, philosophy. More recently, many, perhaps most, of those working in English-language legal theory * Frederick W. Thomas Professor of Law and Philosophy, University of Minnesota. I am grateful for the comments and suggestions of Pablo Navarro and other participants at the UNAM Conference. Some of the material in this piece derives from or parallels works of mine that are forthcoming or have been recently published: “Legal Positivism”, for Blackwell Guide to the Philosophy of Law (forthcoming, Edmundson, William A., & Golding, Martin (eds.), Oxford, Blackwell, 2004); “Raz on Necessity”, Law and Philosophy (forthcoming, 2003); “Can Theories of Meaning and Reference Solve the Problem of Legal Determinacy?,” Ratio Juris, num. 16, 2003, pp. 281; Book Review (reviewing Dickson, Julie, Evaluation and Legal Theory), Australian Journal of Legal Philosophy, num. 28, 2003, p. 231; and “Will versus Reason: Truth in Natural Law, Positive Law, and Legal Theory”, Truth (forthcoming, Pritzl, Kurt (ed.), Washington, D. C., The Catholic University of America Press, 2004). 1 “Legal theory” in this paper is to be understood narrowly, as referring to the abstract theorizing about the nature of law, the nature of particular legal concepts, legal reasoning, etcetera. It does not refer to the mid-range theories used to defend and rationally reconstruct areas of doctrine within particular legal systems. 67
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have doctorates in philosophy or other significant philosophical training. It may thus be unsurprising that more and more sophisticated theoretical machinery is being brought to bear on jurisprudential topics, and more attention is being given to questions of philosophical methodology. Legal philosophy is a broad category, and the portion of it with which I will be concerned is one with a long tradition, but an area which nonetheless still seems unusual to most readers of American law journals, and is poorly understood by many legal scholars. I will be focusing on analytical jurisprudence, and within analytical jurisprudence, theories about the nature of law. Analytical jurisprudence offers to analyze the basic nature of law and legal concepts (e. g., ‘rights’, ‘duty’), in contrast to the motivation in discussing legal questions that predominated both in classical times and in more recent work: that of viewing law as one more forum for considering the moral question of how individuals should act (e. g., the proper response to immoral laws, or the question of how legislators could improve the law). This paper offers an overview of methodological issues connected with theories about the nature of law, and it is important to note early on how the methodological questions for this sort of inquiry diverge from the methodological concerns for critical theories (about how to improve law), or sociological or historical theories (relating to the causes and effects of legal rules). With questions regarding, say, judicial behavior, the methodological ones are the familiar ones within the social sciences: e. g., the extent to which the participants’ perspectives must be incorporated into accounts of social actions, whether explanation is best offered at the level of individuals or structures, the extent to which participant perceptions can or must be incorporated into claims of causation, etcetera.2 To state the obvious: theories that purport to describe or explain the nature of law seem to be doing something quite different from standard social science theories (and distinctly different from theories of the physical sciences). The discussion that follows will focus primarily on the basic methodological assumptions assertions within analytical theories about the nature of law, and possible criticisms of those positions, particularly relating to the role of general jurisprudence and conceptual analysis. 2 Lucy, W., Understanding and Explaining Adjudication, Oxford, Oxford University Press, 1999, pp. 17-32.
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Additionally, at the end, there will be brief discussions of related issues regarding the debate between legal positivism and natural law theory, Kelsen’s distinctive theory of law, and the problem of truth in law. II. OBJECTIVES What do we expect theories about the nature of law to do? How can we distinguish good theories of this type from bad ones? We cannot test theories about the nature of law the way we test sci en tific the o ries: by setting up controlled experiments to see if the events predicted by the theory come about or not. Nor can we even apply the test of historical theories: judging theories by the extent to which they match with the facts in the past. Neither conventional approach to verification or falsification works with theories about the nature of law, because such theories do not purport to be (merely) empirical theories, but rather conceptual claims, claims about what is “essential” to the concept (or “our concept” of) “law”. A good theory about the nature of law (or the nature of any other concept or practice) explains. A good theory would be one that tells us something significant – that says something interesting about the category of phenomenon we call “law”. Even if it is not a claim that can be verified or falsified, one can still feel that a theory either does or does not give us an insight onto the practice or phenomenon that we did not have before. A theory that offers to tell us something about the “nature of law” needs, of course, to reflect, to a substantial extent, the way citizens and lawyers perceive and practice law – it must “fit” our legal practice, though the fit need not be perfect, though significant deviations from the participants’ understanding of a practice must be justified by some insight offered. This relates to the second point: a theory should offer more than general descriptive fit – it should also tell us something about the practice that even regular participants in the practice might not have been able to articulate, but which they would recognize when confronted with the theory. These are perhaps vague standards, but it is not clear that “explanation” or the role of theory generally, could be reduced to more precise terms, one it is understood that we are (or at least might be) separated from the more concrete tethering of prediction or simple falsifiability.
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III. GENERAL JURISPRUDENCE, CONCEPTUAL ANALYSIS, AND “NECESSITY” References to theories about the nature of law implicitly assume that it makes sense to have a general theory of law (as contrasted to a theory of a particular legal system or group of legal systems, or sociological or historical investigations tied to a particular legal system or group of systems). This assumption is neither obvious or uncontested. This question is often equated with or transformed into a second – whether it makes sense to speak of “the concept of law” or “the («essential») nature of law”. (There are aspects of the debate about the possibility of general jurisprudence that are not entirely covered by discussions about “necessity” and “conceptual analysis”; these will be discussed later in this paper). References to “necessary” or to “essential” properties were traditional within classical philosophy. However, to modern sensibilities, such references seem out of place, at least when discussing a social practice or a social institution. Talk of necessity sounds of abstract and eternal Platonic Ideas; but if legal practices and institutions are human products, can we not define them as we like? And if “law” just is whatever we say it is, there seems little room for the kind of conceptual analysis Joseph Raz and H. L. A. Hart, and most other prominent analytical legal theorists, purport to do. Is there a place for “necessity” within discussions of law? Some philosophers have argued for ‘necessity’ in the definition of certain terms, when those terms denote some category whose boundaries are arguably set out by “the way the world is”. These are ‘natural kind’ terms, like “water” and “gold”, and the debate within the literature, at least initially, was addressed to the question of whether terms of this kind have their reference determined by people’s beliefs about the item’s nature or by the way the world is.3 Whatever the merit of a ‘natural kinds’ analysis for terms that refer to natural or physical entities, its applicability to human institutions and social practices would 3 See generally Putnam, “The Meaning of Meaning”, Mind, Language and Reality: Philosoplical Papers, Cambridge, Cambridge University Press, 1975, vol. 2. For a critical analysis of attempts to apply ‘natural kinds’ theories to law, see Bix, Brian, Law, Language and Legal Determinacy, Oxford, Oxford University Press, 1993, pp. 157-173.
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seem to be much more problematic. “Gold” may be a category whose boundaries are set by the world, and its essence estimated by the best scientific theory we currently have; there is, however, little reason to think that a similar approach would work for ‘baseball’ or for “law”. In what way could ‘the world’ be said to delimit what does and does not count as “law”?, and what would it mean to have a “scientific theory” of the nature of law?4 Another analogy within the philosophical literature might be Saul Kripke’s idea5 of rigid designators: that in counterfactuals, singular terms are intended to have the same reference in all possible worlds. Again, while the analysis is arguably persuasive as regards proper names, it would be awkward, at best, if applied to a social practice or social institution like law.6 In the context of theories about the nature of law, and the use of ‘necessity’ within such discussions, the Kripke-Putnam theories about reference and semantics do not seem helpful, except perhaps by broad analogy.7 1. Conceptual Analysis and Jurisprudence One likely response to the discussion up to this point would be: “Of course, a jurisprudential discussion about the nature of law is not an analysis of logical necessity, or even of a natural kind. It is a conceptual analysis, and whatever “necessary” or “essential” claims involved are those of the inquiry into concepts”.8 Philosophical analysis of concepts 4 Moore, Michael (“Hart’s Concluding Scientific Postscript”, Legal Theory, num. 4, 1998, p. 312) suggests that H. L. A. Hart’s legal theory could be seen as implying something analogous —“just as there are ‘natural kinds’ in the natural world, so there are ‘social kinds’ in the social world, and law is one of them”— but this still leaves us with the question of what it would mean for there to be ‘social kinds’. 5 Kripke, S. A., Naming and Necessity, Cambridge, Harvard University Press, 1972. 6 One can accept Kripke and Putnam’s positions on a more general level, that meaning has a social dimension, and is not individualistic (‘in the mind’), even if one does not accept that ‘the world’ determines the meaning of our concepts. Raz, “Two Views of the Nature of the Theory of Law: A Partial Comparison”, Legal Theory, num. 4, 1998, pp. 262-264 & num. 26. The significance of this ‘compromise position’ for the present analysis will become clearer later in the paper. 7 See num. 4 above. 8 Of course, when the classical philosophers wrote of essential and accidental properties, they were usually referring to the essential and accidental properties of things, not of concepts. See, e. g., Aristotle, “Metaphysics,” Book VII, chapter 4, in Barnes, J. (ed.),
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is, of course, nothing new. For example, there was a long-standing debate about whether knowledge should be defined as “justified true belief”.9 Philosophers frequently do believe that we can sensibly analyze our concepts, and, at least sometimes, determine what their essential (and accidental) attributes are.10 Also, conceptual analysis is certainly nothing new for jurisprudence either: arguably the most important jurisprudential text published in English in the last century was described by its title as being about a concept, H. L. A. Hart’s The Concept of Law.11 However, one might ask, why should we study the concept if we can study the thing itself (the practice, the type of institution) instead? This may seem like an empiricist’s (or an anti-intellectual’s) response to impractical, overly abstract philosophers. At that level, the proper response is that conceptual analysis is a prior inquiry – we cannot study law until we know what we mean by “law.”12 Some might persist that the proper study of law —a social institution— is through social theory. Law is a set of social practices, the argument would go, so its nature is best discovered, not by armchair reflections, but by an investigation of the actual practices (a view that will be considered at greater length below). However, should someone suggest that the investigation of the nature of law be purely empirical/sociological, that claim would be vulnerable to the argument just offered: how can one have a “sociological theory of law” if one does not have at least a rough prior notion of what is or is not ‘law’?13 Aristotle, The Complete Works of Aristotle, Princeton, Princeton University Press, 1984, pp. 1625-1627. 9 Gettier, E. L., “Is Justified True Belief Knowledge?, Analysis, num. 23, 1963. 10 Cfr. Raz, “Two Views of the Nature of the Theory of Law: A Partial Comparison”, Legal Theory, num. 4, p. 273, num. 38, where Raz distinguishes “those features of law which are general, i.e., shared by all legal systems” and the “essential features of law, features without which it would not be law.” 11 Hart, The Concept of Law, 2nd. ed., Oxford, Clarendon Press, 1994; see also Raz, The Concept of a Legal System, 2nd. ed., Oxford, Clarendon Press, 1980. 12 See, e. g., Jackson, F., From Metaphysics to Ethics: A deference of Conceptual Analysis, Oxford, Clarendon Press, 2000, pp. 30 & 31; cfr. Coleman, J. L., “Methodology”, in Coleman J. L. & Shapiro, Scott (eds.), Handbook of Jurisprudence and Legal Philosophy, 2002, pp. 3473-3551) (offering a similar response to a naturalist critique of conceptual analysis). 13 One possible response is that while a prior notion of ‘law’ is needed before beginning other (empirical) work, simple intuitions and linguistic usage patterns would be sufficient for that purpose. No thicker conceptual analysis is needed (or, some commenta-
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There is thus a sense in which conceptual work must be prior to empirical work.14 For the focus is inevitably on the boundaries of the category – here, what makes something ‘law’ or “not law”? We are not asking empirical questions about particular institutions: e. g., about the historical origins of common law reasoning in the English legal system, or the interpretive practices of American judges when construing statutes. Questions about specific institutional practices would be social theory inquiries which would call for some combination of model building, observation, and statistical analysis. However, as mentioned earlier, the more general discussion of the nature of law, if such discussion has any place at all, is not a comparably empirical inquiry.15 One might point out that if it would be mistaken to try to ground a theory of the nature of law solely on empirical or sociological grounds, without reference to conceptual analysis, it would be equally mistaken to ground such a theory solely on conceptual analysis, without reference to empirical and sociological truths.16 Indeed, what sense or value could there be to a purported “«concept of “law»” if that concept had no relation whatsoever to the practices we associate with legal systems? Raz’s own view17 is that the concept of law is grounded on the perceptions and self-understandings of people – self-understandings which, in turn, one presumes, reflect the social practices that help to constitute the social
tors might add, possible). Leiter, B., “Naturalism in Legal Philosophy”, in Zalta, E. N. (ed.), Stanford Encyclopedia of Philosophy, 2003. 14 However, there is also a sense in which the theorist doing conceptual analysis must defer to the way the world is, at least in those cases where the theorist is investigating the nature of an already-existing concept. The matter would be different if we were positing some new concept or category, and then considering what empirical claims could be made about that concept. Raz, J., Ethics in the Public Domain, Oxford, Clarendon Press, 1994, p. 221. 15 None of this is to claim that sociological inquiry must be subordinate to conceptual analysis. The fact that we have a rough sense of (e. g.) what is and what is not ‘law’ does not mean that social theories must be built on categories that track those concepts. 16 Tamanaha, B. Z., Realistic Socio-Legal Theory: Pragmatism and Social Theory of Law, Oxford, Clarendon Press, 1997; id., “Conceptual Analysis, Continental Social Theory, and CLS: A response to Bix, Rubin and Livingston”, Rutgers Law Journal, num. 32, 2000; and “Socio-Legal Positivism and a General Jurisprudence”, Oxford Journal of Legal Studies, num. 21, 2001, pp. 1-32. 17 Raz, “On The Nature of Law” (Kobe Lectures of 1994), Archiv für Rechts- und Sozial-Philosophie, num. 82, 1996, pp. 5 & 6.
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institution. The connection between conceptual analysis and empirical truths will be discussed further, below. 2. Family Resemblance Ludwig Wittgenstein18 famously introduced the notion of “family resemblance” as a shorthand for the way that some concepts and categories (Wittgenstein used the examples “language”, “game” and ‘number’) cannot be understood in terms of necessary and sufficient conditions, but rather have a variety of different and overlapping criteria.19 Wittgenstein was not claiming that all concepts were family resemblance concepts, only that some were, and therefore it would be a mistake to assume that there would always be necessary and sufficient conditions for every concept20 A number of writers have suggested that “law” might be such a family resemblance concept, with instantiations having no feature in common – and thus no “necessary” features.21 Hart himself suggested22 that the notion of “family resemblance” might be particularly relevant to legal terms, and he broadly hinted early in The Concept of Law23 that “law” might well best be understood in this way, though later in the same book he offered what appeared to be a set of necessary and sufficient conditions for that term.24 That noted, because no one claims that all concepts are family-resemblance concepts, even if one accepts that some are, analysis and debate must be developed concept by concept. One way to “disprove” that “law” is a family resemblance concept is to provide an analysis in terms of necessary and sufficient conditions, as Raz and others have attempted
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Philosophical Investigation, 3rd. ed., Oxford, Basil Blackwell, 1958, §§ 65-68. Glock, H. J., A Wittgenstein Dictionary, Oxford, Blackwell, 1996, pp. 120-124. Glock, op. cit., footnote 19, pp. 123 & 124. Burton, S. J., “Law, Ob1igation and a Good Faith Claim of Justice”, California Law Review, num 73, 1985, pp. 1979 & 1980; Lyons, D., “Book Review”, Cornell Law Review, num. 68, 1983, p. 259. 22 Hart, The Concept of Law, 2nd. ed., Oxford, Clarendon Press, 1994, pp. 279 & 280. 23 Ibidem, pp. 15 & 16. 24 Ibidem, p. 81.
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to do. If the analysis succeeds, that suffices to show that ‘law’ is not a family resemblance concept.25 3. The Connection with Practice and the Number of Concepts To say that conceptual analysis is connected with lived experience in some ways leads reasonably to the question —a surprisingly difficult one— of what that connection is.26 Raz27 suggests the following: “The concept of law is a historical product, changing over the years, and the concept as we have it is more recent than the institution it is used to single out”. But the concept of law is not a product of the theory of law. It is a concept that evolved historically, under the influences of legal practice, and other cultural influences, including the influence of the legal theory of the day. In other words, today’s concept of law is different from the concept of law of some generations or centuries in the past. This in turn raises the question of the quantity of concepts of law (more than one over time?, more than one at any given time?), and their parochial or universal nature. When we are analyzing the concept ‘law,’ the modifier we place in the description can be crucial. Are we describing, as in the title to H. L. A. Hart’s book, The Concept of Law, implying that there is (and has always been) only one? Or are we merely offering “a concept of law”, implying that this is merely one possible concept among many.28 Also, even if it is only one possible concept among many (and thus, in a sense, “contingent”, not “necessary”), is the focus on this concept non-arbitrary —that is, is there some good reason why we should look to this concept rather than another? For example, might one argue that we are focusing on a particular concept among different possible concepts because it is 25 Although, of course, the opposite is not the case: the failure of a particular necessary-and-sufficient-conditions analysis does not prove that ‘law’ is a family resemblance concept, though it may help to fuel doubt in that direction. 26 I discuss the issue in Bix, “Conceptual Jurisprudence and Socio-Legal Studies”, Rutgers Law Journal, num. 32, 2000. 27 Op. cit., note 10, pp. 280 & 281. 28 Someone once suggested that the two books, Hart, The Concept of Law, op. cit., note 11; and Rawls, J., A Theory of Justice, Cambridge, Harvard University Press, 1999, might have usefully exchanged articles.
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“our concept of law”— though contingent, in the sense that there are other concepts of law, this is the one that matches our community’s linguistic practices or general self-understanding? Jules Coleman, in a recent article,29 has advocated thinking in terms of “our concept of law”, tying that position to a somewhat deflationary notion of necessity: The descriptive project of jurisprudence is to identify the essential or necessary features of our concept of law. No serious analytical philosopher... believes that the prevailing concept of law is in any sense necessary: that no other concept is logically or otherwise possible. Nor do we believe that our concept of law can never be subject to revision. Quite the contrary. Technology may someday require us to revise our concept in any number of ways. Still, there is a difference between the claim that a particular concept is necessary and the claim that there are necessary features of an admittedly contingent concept.30
Raz similarly writes of a concept of law that seems to be both contingent and necessary (or, in his somewhat different terminology, both “partial” and “universal”).31 According to Raz: (1) we have a concept of law; (2) based on our society’s self-understanding; and (3) our concept of law has changed over time, in response to changes in institutions, practices, attitudes, and even philosophical theories.32 Let us look more closely at these notions within Raz’s analysis. Raz is not a Platonist, and therefore does not believe that the concept of law is some eternal Platonist Idea, which would be the same for all people or for all times.33 Therefore, it is natural to suspect that the concept we in29 “Incorporationism, Conventionality, and the Practical Difference Thesis”, Legal Theory, num. 59, 1998, p. 393. 30 While I am not entirely sure what Coleman means by technology requiring the revision of a/our concept, the notion of a contingent concept, on its own, seems understandable. 31 Raz, op. cit., note 17, pp. 1-7. 32 Raz, “On the Nature of Law”, Archiv für Rechts und Sozial-Philosophie, 1996; “Two Views of the Nature of the Theory of Law: A Partial Comparison”, Legal Theory, num. 4, 1998; and, “Legal Theory”, in Golding, M. P. & Edmundson, W. A. (eds.), Blackwell Guide to ThePhilosophy of Law and Legal Theory (forthcoming, Oxford, Blackwell, 2004). 33 Contrast Cicero’s comments on “natural law”: True law is right reason in agreement with nature; it is of universal application, unchanging and everlasting... And there will not be different laws at Rome and at Athens, or different laws now and in the future, but one eternal and unchangeable law will be valid for all nations and all times...
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vestigate is “our concept”, “the product of a specific culture” – our own.34 And since what counts as “law” (under our concept) is independent of a society’s possessing that concept, there were likely earlier cultures or alien cultures that did not or do not “share” or “have” our concept, yet still had law.35 While the concept of law has changed over time—not some unchanging Idea we are “discovering”—Raz treats the/our concept of law as something unique, a matter about which we can be right or wrong in our descriptions, and which we cannot simply re-invent for our own purposes (though he does note that since concepts of law are in flux, our theories of law, even mistaken theories, could influence the concept of law future generations have).36 Similarly, Raz rejects the notion that we (as theorists) can choose a concept of law based, say, on its fruitfulness in further research,37 or even according to its simplicity or elegance;38 rather, it is a concept already present, already part of our self-underMarcus Tullius Cicero, “The Republic,” Book III, xxii, in Cicero, De Re Publica, De legibus, Keyes, W., trans., Cambridge, Harvard University Press 1928, p. 211. I do not mean to imply that Cicero’s view of an ideal law, or an eternal standard for morally judging all positive laws, is the same as modern conceptual analyses of ‘law.’ I use Cicero’s language only to exemplify a view of something unchanging over time and independent of experience. 34 Raz, “On The Nature of Law”, Archiv für Rechts un Sozialphilosophie, num. 82, 1996, p. 5. 35 Ibidem, pp. 4, 5 and 6. 36 Ibidem, p. 7. 37 See, e. g., Raz, Ethics in the Public Domain, Oxford, Clarendon Press, p. 221. “[I]t would be wrong to conclude... that one judges the success of an analysis of the concept of law by its theoretical sociological fruitfulness. To do so is to miss the point that, unlike concepts like ‘mass’ or ‘electron’, ‘the law’ is a concept used by people to understand themselves. We are not free to pick on any fruitful concepts. It is a major task of legal theory to advance our understanding of society by helping us understand how people understand themselves”. Among those who appear to take a contrary view regarding choosing concepts according to usefulness, see, e. g., Leiter, “Realism, Hard Positivism, and Conceptual Analysis”, Legal Theory, num. 4, 1998; Lyons, D., The Ethics and the Rule of Law, Cambridge, Cambridge University Press, 1983, pp. 57-59; Tamanaha, B. Z., “Conceptual Analysis, Continental Social Theory, and CLS: A response to Bix, Rubin and Livingston”, Rutgers Law Journal, num 32, 2000, pp. 283-288. In another work (Bix, Jurisprudence: Theory and Context, 3rd. ed., London, Sweet & Maxwell, 2003, pp. 9-29), I also seem to endorse a contrary view, but I was, and am, more agnostic on this subject than that text might imply. 38 Raz, “Legal Theory”, in Golding, M. P. & Edmundson, W. A. (eds.), Blackwell Guide to The Philosopy of Law and Legal Theory, Oxford, Blackwell, 2004.
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standing. Raz refers repeatedly to “the concept of law” which “exists independently” of the legal philosophy which attempts to explain it,39 and “the nature of law” which general theories of law must strive to elucidate.40 When these aspects of Raz’s view of the concept of law are combined, they result in a position which might seem problematic in two different ways. First, under Raz’s analysis, the concept may apply to societies who do not or did not have the concept.41 Raz emphasizes that nothing radical is implied or assumed by this position: only that some ways of articulating our understanding of ourselves develop slowly, as do concepts for understanding alien cultures (such understanding requiring the development of concepts which allow us to relate those cultures’ understanding of their practices to our understanding of our own practices).42 As Raz points out, we seem untroubled by this sort of analysis elsewhere: for example, we can talk about the “standard of living” of a society which existed long before that concept had been articulated.43 The second problem is one that some might find harder to shake off: the way Raz combines references to “necessity” with talk of historical contingency. This can be confusing, given the connections, mentioned earlier, within normal philosophical discourse between “necessity” and “the way things must be” or “the way things must be in all possible world”. The “necessity” in conceptual analysis – at least in Raz’s conceptual analysis – is of a “softer” kind, as it were. It means only that these are connections internal to the concept in question (e. g., to be a legal system is to claim authoritative status), a concept which is itself contingent and may be tied to a particular community and time-period. It is perhaps a more Wittgensteinian (or Hegelian) notion, a necessity relative to a society and a time or a “way of life”.
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Raz, op. cit., note 10, pp. 280 and 281 (emphasis added). Raz, “Postema on Law’s Autonomy and Public Practical Reasons: A Critical Comment,” Legal Theory, num. 4, 1998, p. 2 [emphasis added]; see also Raz, “Legal Theory”, op. cit., note 38. 41 See, e. g., Raz, “On The Nature of Law”, Archiv für Rechts un Sozialphilosophie, num. 82, p. 4. “The concept of law is itself a product of a specific culture, a concept which was not available to members of earlier cultures which in fact lived under a legal system”. 42 Raz, “Postema on Law”, op. cit., note 40, pp. 4 and 5. 43 Raz, “Legal Theory”, op. cit., note 38.
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4. Nominalism and Pluralism As discussed above, there is a strong connection between the view that one can and should offer conceptual analysis of law and the view that general jurisprudence is both possible and valuable. However, as will be seen in the coming sections, one can deny the first and still affirm the second. Some theorists argue that there is no single concept of law, or at least none that should be given priority over all the others. This view is well-presented by Brian Tamanaha’s comment: The project to devise a scientific concept of law was based upon the misguided belief that law comprises a fundamental category. To the contrary, law is thoroughly a cultural construct, lacking any universal nature. Law is whatever we attach the label law to.44 This can be seen to be a nominalist attack on conceptual theory: there is no category (natural or otherwise) “law” “law” is whatever we want it to be, so it is a strange exercise at best to wonder about the ‘nature’ or ‘essential nature’ of something we have constructed (and could construct a different way if we so choose). Perhaps jurisprudence can only be, in a phrase used by one commentator, “a conjunction of lexicography with local history, or... a juxtaposition of all lexicographies conjoined with all local histories”.45 One response to this sort of nominalism (though one more modest or minimalist than Raz would likely offer) is that one need not posit any sort of metaphysical grouping to justify theorizing about concepts. However arbitrary the inclusion or exclusion of items in our category ‘law’, if there is something interesting that can be said about all (and perhaps only) the items in that category, the process of theorizing will have value.46 (One could also come at the question from the other direction, as
44 Tamanaha, Realistic Socio-Legal Theory: Pragmatism and a Social Theory of Law Oxford, Clarendon Press, 1997, p. 128. 45 Finnis, J., Natural Law and Natural Rights, Oxford, Clarendon Press, 1980, p. 4. Finnis’s position, of course, is that Jurisprudence is more than just such a conjunction. See id. at pp. 3-18. 46 Bix, “Conceptual Jurisprudence and Socio-Legal Studies,” Rutgers Law Journal, num. 32, 2000, p. 231.
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Frederick Schauer47 did, and offer the suggestion that maybe there is a single concept, ‘law’, but nothing interesting can be said about it).48 One can invert the prior point: not that there should be more-or-less arbitrary categories, about which there may or may not be something interesting to say, but rather that we should “build” or “select” the categories which will have the best practical consequences.49 Frederick Schauer, controversially, associates that position with both H. L. A. Hart and Lon Fuller: “Both Fuller and Hart appear equally committed to the belief that giving an account of the nature of law is not so much a matter of discovery as one of normatively-guided construction, with the best account of the nature of law being the one most likely to serve deeper normative goals”.50 5. Doubts About General Jurisprudence A different criticism is offered, albeit more implicitly than expressly, in Ronald Dworkin’s work. Dworkin offers an interpretive approach to law and legal theory, within which he asserts that the interesting work will be at the level of interpretations of particular legal systems, rather than at the level of general theories of law. Dworkin’s position is not so much that theories generally about law are impossible or incoherent, but rather that they are not productive: that there is nothing terribly interesting that one can say about all legal systems, but that there are many things of value one can say about particular legal systems.51 47 48
Schauer, “Fuller’s Internal Point of View”, Law and Philosophy, num. 13, 1994. Schauer, F., “Critical Notice of Roger Shiner, Norm and Nature: The Movements of Legal Thought”, Canadian Journal of Philosophy, num. 24, 1994, p. 508, writes: [N]ot every class that exists in the world is philosophically interesting as a class. The classes “residents of London”, “foods that begin with the letter «Q»”, and “professional basketball players” are all “real” even though they are not natural classes, not ontologically primary, and not of great philosophical interest. Similarly, law may exist as an analogously non-ontologically primary aggregation of individuals, institutions, and practices, undeniably part of the world but simply not having the philosophically interesting core that philosophers of law have often supposed. 49 This is not to be confused with categories that have the best theoretical consequences (consequences for research), a view associated below with Brian Leiter. 50 Schauer, op. cit., note 48, p. 290 [footnote omitted]. 51 It may also be significant that Dworkin sees more general statements about law being tied to quite specific claims made within daily legal practice. He famously states
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One might respond to Dworkin the same way he has responded to challenges to his right-answer theory based on global indeterminacy or global incommensurability (incomparability). His response has been that arguments cannot, or cannot easily, be made on a global level, but must be made piecemeal. Dworkin’s argument is that for a particular case, one puts up an argument for there being a (certain) right answer, and it is up to the critic to show that for this question there is no right answer, or that the values factored into a possible answer are incommensurable.52 The same sort of response could be offered to Dworkin’s view on the proper scope of legal theory: once a theory purporting to say something interesting about (the concept of) law generally, it will then be proper for critics to show that this theory is faulty in some way. Dworkin’s own work is, at best, doubtful support for this critique. While it is true that he writes of the interpretation of particular legal systems, and doctrinal areas within particular legal systems, he simultaneously makes claims that apply to all legal systems:53 most importantly, that all legal systems – indeed, all social institutions – are (should be) understood through constructive interpretation.54 Also, while he offers one theory in discussions of the legal system of the United States,55 he never indicates that a distinctly different theory would be appropriate for some other, distinctly different legal system (e. g., that of England, France, Iran, or Tibet). (Dworkin, “Legal Theory and the Problem of Sense,” in Gavison, R. (ed.), Issues in Contemporary Legal Philosophy, Oxford, Clarendon Press, 1987, p. 14) that “no firm line divides jurisprudence from adjudication or any other aspect of legal practice”. See Dworkin, Law’s Empire, Cambridge, Harvard University Press, 1986, pp. 102 & 103. 52 Dworkin, Laws Empire, cit., note 51, 1986, pp. 266-275; Id., “On Gaps in the Law,” in Amselek, P. & MacCormick, N. (eds.), Controversies About Law’s Ontology, Edinburgh, Edinburgh University Press, 1991, pp. 89 & 90. 53 Cfr. Raz, “Two Views of the Nature of the Theory of Law: A Partial Comparison”, Legal Theory, num. 4, 1998, p. 282: “the book [Law’s Empire] belies the modesty of passages like the above [Law’s Empire, at pp. 102 and 103]. Time and again, from its beginning to its very last section, it declares itself to be offering an account of law, unqualified, in all its imperial domains”. 54 See Dworkin, R., Law’s Empire, Cambridge, Harvard University Press, 1986, pp. 49-53). Dworkin defines “constructive interpretation” as “a matter of imposing purpose on an object or practice in order to make of it the best possible example of the form or genre to which it is taken to belong.” Id. at p. 52. 55 On some occasions, he makes passing references to the law of England (and Wales), but he has not offered a distinct theory of english law.
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IV. THE CHALLENGE OF NATURALISM Brian Leiter56 has argued that conceptual analysis is inappropriate for analytical jurisprudence, and should be abandoned for a more naturalistic (that is, more empirical and scientific) methodology, as has occurred in other areas of philosophy. Here, he summarizes (though only partly endorses) a general critique of conceptual analysis:“What is a «concept»? A cynic might say that a «concept» is just what philosophers used to call ‘meaning’ back when their job was the analysis of meaning. But ever since Quine embarrassed philosophers into admitting that they didn’t know what «meanings» were, they started analyzing «concepts» instead”.57 In a way, this challenge to conceptual analysis is related to a nominalist critique. In addition to the responses to the nominalist critique, one might add (as Leiter himself does), “the concept of law” has an advantage over ‘the concept of the good’, in that there is an identifiable set of practices and institutions to ground our discussions.58 The concept of law cannot easily be accused of being an entirely mysterious entity, made up by metaphysicians in their spare time.59 Further, as Jules Coleman has argued,60 the search for analytic truths that W. V. O. Quine criticized is quite different from what modern legal theorists were (and are) doing in their conceptual theories. Neither H. L. A. Hart nor Joseph Raz or Jules Coleman, nor any other prominent legal 56 “Rethinking Legal Realism: Toward a Naturalized Jurisprudence,” Texas Law Review, num. 76, 1997; “Realism, Hard Positivism, and Conceptual Analysis”, Legal Theory, num. 4, 1998; and “Naturalism in Legal Philosophy,” in Zalta, E. N. (ed.), Stanford Encyclopedia of Philosophy [http://plato.satanford.edu], 2003. 57 Leiter, B., “Naturalism in Legal Philosophy”, in Zalta, E. N. (ed.), Stanford Encyclopedia of Philosophy, 1998, p. 535). Leiter continues: “The cynical view has, I believe, a modicum of truth, but it is hardly the whole story.” Id., cfr. Jackson, From Metaphysics to Ethics: A Defence of Conceptual Analysis, Oxford, Clarendon Press, 2000, p. vii) (“Properly understood, conceptual analysis is not a mysterious activity discredited by Quine that seeks after the a priori in some hard-to-understand sense. It is, rather, something familiar to everyone, philosophers and non-philosophers alike”); see also id., pp. 44-46, 52-55 (responding to Quine). 58 Leiter, “Realism, Hard Positivism, and Conceptual Analysis,” Legal Theory, num. 4, 1998, p. 536. 59 Compare Mackie’s (Ethics: Inventing Right and Wrong, 1977) famous accusation that moral objectivism depends on the belief in “queer entities”. 60 Coleman, “Methodology”, in Coleman, Jules L. & Shapiro, Scott (eds.), Handbook of Jurisprudence and Legal Philosophy, Oxford, Oxford University Press, 2002, pp. 343-351.
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theorist, could reasonably be understood as trying to determine the analytical “essence” of some trans-historical trans-empirical (platonic) idea.61 V. DESCRIPTION AND SELECTION While analytical legal theorists frequently refer to their theories about the nature of law as ‘descriptive’, the sense in which such theories can be, or should be, descriptive requires further elaboration. While H. L. A. Hart famously referred to his book, The Concept of Law, as an exercise in “descriptive sociology”62 he knew that his theory was hardly “mere description” (and it warranted the term “sociology” only in the broadest sense of that term, but that is another issue). He did not want to discuss what was common to all rule-guidance and dispute-resolution systems that we might call “law”. He emphasized that his focus was on the more sophisticated or more mature legal systems, and on systems ‘accepted’ by at least some of their members as giving reasons for action (that is, as giving reasons for action beyond the fear of sanctions).63 This basic methodological point was elaborated and clarified by later theorists:64 the construction of a theory of law is inevitably a matter of selection and evaluation. Some basis is required for selection, under Hart’s approach: that law should be analyzed in its fullest and richest sense (not what is universal to all instances we might be inclined to call “law”), and that the analysis of a legal system should take into account the perspective of someone who accepts the legal system.65 Finnis re-characterizes the process (using ideas from Aristotle and Max Weber) as one of seeking the “ideal type” or “central case” of law.66 Other theorists, emphasize other aspects of the process of selection within theory-production: e. g., that one should prefer theories that are simple, comprehensive, and coherent,67 and that a 61 Coleman, The Practice of Principle, Oxford, Oxford University Press, 2001., pp. 210-217; id., Handbook…, cit., note 60, pp. 350 and 351. 62 Hart, op. cit., footnote 11, p. v. 63 Hart, op. cit., footnote 11, pp. 14-17, 116 and 117. 64 Finnis, op. cit., footnote 45, pp. 3-18; Raz, Ethics in the Public Domain, Oxford, Clarendon Press, 1994, pp. 219-221. 65 Hart, op. cit., footnote 22, 1994, p. 98; Finnis, op. cit., footnote 45, pp. 6 & 7. 66 Finnis, op. cit., footnote 45, pp. 9-11. 67 Waluchow, Inclusive Legal Positivism, Oxford, Clarendon Press, 1994, pp. 19-29.
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legal theory should strive to identify the “central, prominent, important” features of law68 Legal positivists emphasize that such evaluation should not be confused with moral evaluation.69 However, if the construction of a theory comes down to judgments of “importance” and “significance”, this hardly seems the most stable or objective basis for a discussion. “Importance” and “significance” seem like relative terms —“important” for whom? “significant” relative to which purpose? These evaluations seem likely to be matters over which reasonable observers could disagree— and disagree sharply. One response would be that the possibility of reasonable disagreement need not rebut the view that a theory about the nature of law need not turn on moral evaluation of the law. However, it is just the argument of theorists like Stephen Perry70 that choices among different tenable theories about the nature of law can only be made on the basis of moral evaluation. Raz’s references to “the concept of law”, and even to the way “concepts emerge within a culture at a particular juncture”,71 seem to assume that there is only one concept of law (or, perhaps more precisely, only one concept of law for us in the present era), but the view is, of course, not self-evident. When Raz and Coleman and others try to defend a conceptual jurisprudence unconnected with classical Platonism, this approach has the advantage of not being burdened with a metaphysics many people find unlikely (at least where applied to social practices and institutions). On the other hand, Platonism has the relative advantage of explaining why it is that there is a single (correct) answer to conceptual inquiries about law. When we move from ‘the concept of law’ to ‘our concept of law,’ there is more work to be done in justifying the assumption or conclusion that there is only one such concept. In fact, important work by Stephen Perry has argued forcefully for the claim that there is more than one tenable theory about the nature of law (grounded on different tenable theories about the purpose of law), and the choice among 68 Raz, “The Morality of Obedience,” Michigan Law Review, num. 83, 1985, p. 735; cfr. Raz, op. cit., footnote 64, pp. 219-221; Dickson, Evaluation and Legal Theory, Oxford, Hart Publishing, 2001. 69 See Coleman, op. cit., footnote 61, pp. 175-197; Dickson, op. cit., footnote 68, 2001. 70 “Interpretation and Methodology,” in A. Marmor (ed.), Law and Interpretation, Oxford, Clarendon Press, 1995; id., “The Varieties of Legal Positivism”, Canadian Journal of Law and Jurisprudence, num. 9, 1996. 71 Raz, op. cit., footnote 64, p. 4.
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them must be made on moral or political grounds.72 In the jurisprudential literature on methodology, there remains substantial controversy regarding whether there are in fact choices that need to be made among tenable theories of law (or among the tenable purposes of law that ground these alternative theories), and about whether such choices are necessarily normative, or can be justified on conceptual or morally neutral meta-theoretical grounds.73 Perhaps we should at least be open to the possibility that our society contains multiple and conflicting concepts of law; perhaps, as Gallie, W. B.74 suggested for the concepts of “art” and “democracy”, our concept of “law” is essentially contested (grounded in different tenable interpretations of a complex paradigm or set of paradigms). VI. THE INTERNAL POINT OF VIEW, AND THE CHALLENGE OF IDEOLOGY H. L. A. Hart, under the influence of Max Weber, Peter Winch, and others, led English-language analytical jurisprudence to a “hermeneutic turn”.75 The basic idea is that since social practices and social institutions are purposive activities, a purely external theory or description will be inadequate. Theorists must take into account the purposes and perceptions of participants in the practice. Austin’s work can be seen as having tried to find a ‘scientific’ approach to the study of law, and this scientific approach included trying to explain law in empirical terms: an empirically observable tendency of some to obey the commands of others, and the ability of those others to impose sanctions for dis obedi ence. 76 Hart criti cized Austin’s ef forts 72 Perry, “Interpretation and Methodology”, in Marmor, A. (ed.), Law and Interpretation, Oxford, Clarendon Press, 1995; Id., “The Varieties of Legal Positivism”, Canadian Journal of Law and Jurisprudence, num. 9, 1996. See also Leiter, “Realism, Hard Positivism, and Conceptual Analysis”, Legal Theory, num. 4, 1998. 73 For a response to Perry, arguing that there are sufficient resources in conceptual analysis to choose, see Coleman, J. L., The Practice of Principle, Oxford, Oxford University Press, 2001, pp. 197-210. 74 “Essentially Contested Concepts”, Proceedings of the Aristotelian Society, num. 56, 1955 and 1956. 75 Hart, op. cit., footnote 22; see also Morawetz, “Law as Experience: Theory and the Internal Aspect of Law”, SMU Law Review, num. 52 1999; Bix, “H. L. A. Hart and the “Hermeneutic Turn in Legal Theory”, SMU Law Review, num. 52, 1999. 76 Austin, The Province of Jurisprudence Determined, Cambridge, Cambridge University Press, 1995, pp. 21-26.
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to reduce law to empirical terms of tendencies and predictions,77 for to show only that part of law that is externally observable is to miss a basic part of legal practice: the acceptance of those legal norms, by officials and citizens, as giving reasons for action.78 The attitude of those who accept the law cannot be captured easily by a more empirical or scientific approach, and the advantage of including that aspect of legal practice is what pushed Hart towards a more “hermeneutic” approach. Hart’s hermeneutic turn involved the grounding of his theory of law on the perceived differences (1) between acting out of habit and acting according to a rule; and (2) between being obliged and having an obligation.79 According to Hart, a person takes an “internal point of view” towards some norm when that person uses the norm as a justification for action, and the basis for criticism (and self-criticism) on observing deviation from the norm. Hart added that for a legal system to exist, the officials of the system must have an internal point of view to the system’s criteria of validity (‘the rule of recognition’) and the citizens must be in general compliance with the system’s rules.80 One can, of course, reject or modify Hart’s particular use of the internal point of view81 without rejecting his basic point that taking into account the participant’s perspective is crucial for a successful theory of law – or any other social practice or social institution. (For example, one might argue that Hart’s theory fails by emphasizing the internal perspective of the system’s officials rather than the internal perspective of citizens.) A more basic challenge to a hermeneutic approach is likely to come from two arguments (which sometimes seem to overlap). First, some would argue that a more empirical, scientific approach is better (more objective, less likely to be tainted by bias, and/or more likely to lead to useful insights and successful predictions). Second, some are concerned about the biases inherent in the participants’ perspective, biases sometimes characterized in terms of self-deception and sometimes 77 A similar effort, to reduce law to empirical terms, was offered by the Scandinavian legal realists (e. g., Olivecrona, K., Law as Fact, 2nd. ed., London, Stevens & Sons, 1971); and Hart (Essays in Jurisprudence and Philosophy,1983, pp. 161-169) criticized those theorists for those attempts. 78 Hart, op. cit., footnote 22, pp. 13, 55-58, 82-84, 88-91, 99. 79 Ibidem, pp. 9 and 10, 55-58. 80 Ibidem, p. 116. 81 For example, Finnis offers a modification of Hart’s internal point of view in his work. Finnis, J., op. cit., note 45, pp. 6-18.
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in terms of ideology.82 The first challenge just re-states the basic methodological debate from the social sciences, which cannot be resolved here, though one should note that most writers in the area seem to believe that a hermeneutic approach – or a hermeneutic approach supplemented at the margins with a more behaviorist approach – is superior83 and one can see how the first challenge (social sciences behaviorism versus hermeneutic approaches) merges into the second (ideology): focusing on the internal perspective of participants in a practice is open to the criticism that the participants are in fact deluded about the significance of the practice or their participation in it, or the argument that the participants’ perspective is distorted in some important way. If that is the case, then this distortion is an important part of the story that theory should tell.84 One response might be that though the claim of general error, bias, or ideology is a potentially crushing argument against conventional social theories, it would have significantly less critical power against a theory about the nature of law. One could of course argument that a particular theory of the nature of law reflected the political biases of its author, or was merely a reflection of the cultural moment, or worked obliquely to legitimate injustice, but these claims, even if true, would not be conclusive of the validity of the theory (though they might, of course, make us less confident regarding the theory’s validity).The theory would rise and fall on other grounds; there are criteria for selecting better theories from worse theories.85 82
Here I am using “ideology” in its sense of unconscious coloring or distortion of perception (both variants traceable to Marx) (Williams, R., Keywords: A Vocabulary of Culture and Society, New York, Oxford University Press, 1976, pp. 126-130), rather than in the sense of a more conscious or articulated political program (e. g., Kennedy, D., A Critique of Adjudication (fin de siècle), Cambridge, Harvard University Press, 1997, pp. 41-44). 83 Tamanaha, Realistic Socio-Legal Theory: Pragmatism and a Social Theory of Law, Oxford, Clarendon Press, 1997, pp. 58-90. 84 Lucy, Understanding and Explaining Adjudication, Oxford, Oxford University Press 1999, p. 69 and 70. 85 Of course, one can argue that most of these criteria, or their applications in the past, have themselves been tainted by ideological distortion. However, if the notion of ideology itself assumes that one can distinguish truth from distortion, and thereby assumes that in some way it must be possible to distinguish true theories from false ones, or at least less distorted theories from more distorted ones.
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VII. LEGAL POSITIVISM VS. NATURAL LAW One reason why natural law theorists and legal positivists frequently seem to be talking past one another is that they have quite different starting points about what law is, and what legal theory should be trying to do. Legal positivists (with the possible, though important exception of Hans Kelsen, discussed briefly in the next section) tend to focus on law as a kind of social system. This is well-phrased by H. L. A. Hart:86 “[T]here is a standing need for a form of legal theory or jurisprudence that is descriptive and general in scope, the perspective of which is… that of an external observer of a form of social institution with a normative aspect, which in its recurrence in different societies and periods exhibits many common features of form, structure, and content”. By contrast, natural law theorists focus on law as a kind of reason-giving practice.87 Law gives reasons for action, at least (many would say) when it is consistent with higher moral standards. (Natural law theorists are here focusing on the moral reasons for action that law may (sometimes) offer, not on the prudential reasons that legal sanctions (like all threats of force or public shame) may entail.) This aspect of law points the attention of theorists to the congruence of particular laws, and particular legal systems, with moral criteria, to determine when law adds to the list of our moral reasons for action. For this broader category of theorizing about reason-giving practices, there would be obvious tensions in any effort to create a ‘descriptive’ or ‘neutral’ theory of an intrinsically evaluative practice. At the least, there are evident arguments for preferring a perspective on reason-giving practices that would reflect on their merits according to their ultimate purposes.88 It seems inevitable that a focus on law as a reason-giving activity, a focus on when or how legal systems create new moral reasons for action, will take us in a different direction from a study of law as a particular kind of social institution, and vice versa. 86 “Comment” in Gavison, Ruth (ed.), Issues in Contemporary Legal Philosophy, Oxford, Clarendon Press, 1987, p. 36. 87 Finnis, “On the Incoherence of Legal Positivism”, Notre Dame Law Review, num. 75, 2000, pp. 1602-1604. 88 Cfr. Finnis, “Natural Law: The Classical Tradition,” in Coleman, Jules L. & Shapiro, Scott (eds.), Handbook of Jurisprudence and Legal Philosophy, Oxford, Oxford University Press, 2002; Id., op. cit., footnote 87.
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It may well be that law’s double nature – as a social institution and as a reason-giving practice – makes it impossible to capture the nature of law fully through any one approach, with a more ‘neutral’ approach (like legal positivism) required to understand its institutional side, and a more evaluative approach (like natural law theory) required to understand its reason-giving side. VIII. KELSEN AND NORMATIVE LOGIC In English-speaking countries, the best-known legal positivist theory (and, along with Ronald Dworkin’s interpretive approach, one of the two best-known legal theories of any kind) is that of H. L. A. Hart, already discussed at length. However, in other countries, the legal positivism of Hans Kelsen89 is far better known than that of Hart, and Kelsen’s “pure theory of law” is highly influential. Kelsen’s work does not fit comfortably within the structure of the analysis given so far, but its methodological assumptions are of obvious importance. Kelsen’s work has certain external similarities to Hart’s theory, but it is built from a distinctly different theoretical foundation: a neo-Kantian derivation, rather than (in Hart’s case) the combination of social facts, hermeneutic analysis, and ordinary language philosophy.90 Kelsen applied something like Kant’s Transcendental Argument to law: his work can be best understood as trying to determine what follows from the fact that people sometimes treat the actions and words of other people (legal officials) as valid norms91 Kelsen’s work can be seen as drawing on the logic of normative thought. Every normative conclusion (e. g., “one 89 Pure Theory of Law, Berkeley, University of California Press, 1967; id., Introduction to the Problems of Legal Theory, Oxford, Clarendon Press, 1992. 90 Kelsen’s ideas developed and changed over the course of six decades of writing; the claims made about his work here apply to most of what he wrote, but will generally not apply to his last works (Kelsen, General Teory of Norms, Oxford, Clarendon Press, 1991), when he mysteriously rejected much of the theory he had constructed during the prior decades (Hartney, “Introduction”, in Kelsen, op. cit., supra, pp. xxxvii - liii; Paulson & Paulson (eds.), Normativity and Norms: Critical Perspectives on Kelsenian Themes, Oxford, Clarendon Press, 1998, p. vii; and Paulson, “Kelsen’s Legal Theory; The Final Round” Oxford Journal of Legal Studies, num. 12, 1992). This section discusses the main body of Kelsen’s writings, but does not purport to cover all its permutations, especially excluding the views in his last works. 91 Paulson, “The Neo-Kantian Dimension of Kelsen’s Pure Theory of Law”, Oxford Journal of Legal Studies, num. 12, 1992.
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should not drive more than 55 miles per hour” or “one should not commit adultery”) derives from a more general or more basic normative premise. This more basic premise may be in terms of a general proposition (e. g., “do not harm other human beings needlessly” or “do not use other human beings merely as means to an end”) or it may be in terms of authority (“do whatever God commands” or “act according to the rules set down by a majority in Parliament”). Thus, the mere fact that someone asserts or assumes the validity of an individual legal norm (“one cannot drive faster than 65 miles per hour”) is implicitly to affirm the validity of the foundational link of this particular normative chain (“one ought to do whatever is authorized by the historically first constitution of this society”). Like John Austin, but unlike Hart, Kelsen is a “reductionist”: trying to understand all legal norms as variations of one kind of statement. In Austin’s case, all legal norms were to be understood in terms of commands (of the sovereign); in Kelsen’s case, all legal norms are to be understood in terms of an authorization to an official to impose sanctions (if the prescribed standard is not met). Kelsen’s work diverges from the usual approach of Anglo-American (in particular, Hartian) legal positivism, in that it is not grounded on the view of law as a social institution, while also diverging from the natural law view of law as a factor in practical reasoning. Kelsen’s analysis is of law as a particular kind of normative thought (differing from Hartian legal positivism in not emphasizing, while also not denying, the social-fact basis of law; and differing from natural law in separating legal normativity from moral normativity, rather than analyzing how the first affects the second). IX. TRUTH AND THE NATURE OF LAW While this is a paper about methodology and not about legal truth, it may be worth noting briefly how some of the same matters that raise particular methodological issues for analytical jurisprudence also raise questions for discussions of truth in legal and jurisprudential propositions. This is particularly true for law’s double-nature,92 discussed earlier: that 92 See Finnis, “Natural Law: The Classical Tradition,” in Coleman, Jules L. & Shapiro, Scott (eds.), Handbook of Jurisprudence and Legal Philosophy, Oxford, Oxford University Press, 2002, pp. 11 & 12.
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it is both a set of past and present actions by officials, and a mode of thinking meant to affect our practical reasoning. In different terms, it is both “will” and “reason”.93 In fact, one thing that makes law distinctive from morality is that it is, as a practical matter if not by conceptual necessity, a mixture of both “will” and “reason” And it is this intertwining of reason and will, of normative system and practical reasoning, which makes assertions about the nature of legal truth, and theories about the nature of law, so difficult. There are a number of other aspects of legal practice that will also raise problems regarding truth in law. Any theory about the nature of ‘truth’ within law (or about the nature of law generally) must be able to deal with two aspects of legal practice true of most modern legal systems: (1) that the decisions of certain legal officials have authority, at least until expressly reversed, even when those officials have acted in a mistaken interpretation of the relevant legal texts or even when they have acted beyond the scope of their authority; and (2) officials applying legal texts are often ordered or authorized to make the all-things-considered morally best decision, taking into account the legal sources, but not necessarily confined to those sources. X. CONCLUSION Most of the prominent contemporary theories about the nature of law tend to assume that it is possible and valuable to do general jurisprudence, and that conceptual analysis is the appropriate approach. However, these basic methodological positions have been subject to challenge, and they require justification. Conceptual analysis in jurisprudence needs to be defended against the naturalist critique; and those who would justify general jurisprudence on grounds other than (an unlikely) Platonism about law need to clarify whether the choice among competing theories can be made on purely conceptual and meta-theoretical grounds, or whether moral evaluation is inevitably part of the process.
93 Bix, “Will versus Reason: Truth in Natural Law, Positive Law, and Legal Theory”, Truth, Washington, D. C., The Catholic University of America Press, 2004.
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LA INTERPRETACIÓN EN EL DERECHO Y EN EL ARTE. PRIMERAS APROXIMACIONES Leticia BONIFAZ A.* SUMARIO: I. Introducción. II. La relación entre el autor y su obra. III. La autoridad del intérprete. IV. Los límites de la interpretación.
I. INTRODUCCIÓN Con el presente trabajo buscamos hacer un primer acercamiento para mostrar las semejanzas y diferencias que existen entre la interpretación en el derecho y en el arte; los problemas que comparten y las reflexiones que sobre los mismos se han formulado. La premisa de la que se parte es ésta: tanto el derecho como las obras de arte son creaciones humanas y existen para ser interpretadas. Aunque las obras de arte atienden más a los sentimientos que a la razón, en la historia del pensamiento se ha dado todo un proceso de racionalización respecto del arte. En la Edad Media se elaboraron un buen número de teorías sobre lo bello. Para San Agustín, por ejemplo, lo bello requiere tres condiciones: cierto orden y un modo y aspecto conveniente. Para Descartes, una percepción es placentera cuando existe una cierta proporción entre el objeto percibido y el sentido percipiente.1 David Sobrevilla señala que en la antigüedad se pensaba que la poesía y la música respondían a la inspiración y las artes plásticas y la arquitectura obedecían a reglas.2 En lo personal, considero que esta distinción no es del todo válida ya que todas las artes están ligadas con la inspiración y también todas obedecen a ciertos parámetros, moldes, pautas o re* Facultad de Derecho, UNAM, México. 1 Citados por David Sobrevilla, “El surgimiento de la estética. Del Renacimiento a la Ilustración”, Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía, Trotta, núm. 6, pp. 163 y ss. 2 Ibidem, p. 163. 97
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glas que, por cierto, pueden irse modificando al nacer nuevas corrientes de expresión y propuestas dentro del propio arte. Vale la pena resaltar esto porque, independientemente de la inspiración, sentimiento, intención y razones del artista, en el momento de la interpretación que formula alguien distinto al artista, siempre se echa mano de los parámetros establecidos como pauta para armar las conclusiones.3 Con la poesía, por ejemplo, el poeta quiere comunicar, pero, sobre todo, trasmitir emociones. Como en toda lírica, se busca que haya sonoridad, música en las palabras. Se pueden usar, como en el caso del Altazor de Huidobro, palabras que en estricto sentido gramatical no significan nada, pero que en el poema tienen gran fuerza, como es el caso de la conversión de la golondrina, en golontrina: golonclima, goloniña o golonrisa...4 En este trabajo vamos a reflexionar acerca de lo que es la interpretación, de quiénes están facultados para interpretar y si existen límites para la misma, así como los parámetros que se han construido, manteniendo en todo momento el esquema comparativo entre el derecho y el arte. La razón de la comparación estriba en que creemos que la relación entre el legislador, la ley y el juez puede ser muy semejante a aquella que se da entre el artista, su obra y el intérprete. Por ello, se buscará hacer evidentes algunas similitudes entre la interpretación jurídica y la interpretación en las artes: música, literatura, pintura, teatro, escultura, poesía y arquitectura, entre otras. Algunos teóricos del derecho contemporáneos como Ronald Dworkin o Joseph Raz han hecho algunas alusiones a la literatura y, en general, a las artes, que rescataremos en este trabajo. 3 Leonardo Da Vinci (1452-1519) es de los pocos artistas que también teorizó sobre el arte. A su muerte, dejó una gran cantidad de manuscritos sobre arte. “Pintar [decía] consiste en recrear el mundo visible. La pintura muestra la esencia de un objeto en la facultad visual constituyendo al mismo tiempo esa armónica proporción de las partes que constituyen el todo para contento del ojo”. Por su parte, Miguel Ángel, en el Alto Renacimiento, reacciona contra el arte clásico. “La belleza no es tanto una cuestión de reglas sino que está basada sobre las imágenes del intelecto y el juicio de los ojos del artista, No es que las formas no existan: en su actualidad las capta éste con su mente y potencialmente ellas se dan de manera escondida”. Para Miguel Ángel, la belleza se manifiesta sobre todo al corazón. Para Alberto Durero (1471-1528) el arte consiste en la habilidad productiva que debe ir acompañada de talento y entrenamiento. No hay una sola proporción humana ideal. Durero representa el pluralismo estético con enfoque empírico. 4 Cfr. Huidobro, Vicente, Altazor, 7a. ed., México, Coyoacán, 2002.
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Ronald Dworkin en un ensayo denominado Law as Interpretation dice que “Las teorías del arte no existen aisladas de la filosofía, de la psicología, de la sociología y de la cosmología. Alguien que acepte un punto de vista religioso probablemente tendrá una teoría del arte distinta de alguien que no lo tenga”.5 Las diferentes teorías del arte, dice Dworkin, se generan desde diferentes teorías de la interpretación. En How Law is Like Literature,6 Dworkin dice que “hay importantes diferencias entre la idea de consistencia usada en las referencias legales y la idea de narrativa consistente en la literatura”. Los estudiantes de literatura hacen muchas cosas bajo el título “interpretación” y “hermenéutica” y muchas veces le llaman “descubrir el sentido del texto”. Cuando una regla no es clara en algún punto porque uno de los términos cruciales es vago o ambiguo, los juristas dicen que esa regla debe ser interpretada aplicando techniques of statutory construction. En gran parte de la literatura jurídica se asume que la interpretación de un documento particular es un descubrimiento de lo que el autor (los legisladores o los constituyentes) quisieron decir usando esas palabras. Pero muchos juristas reconocen que, en muchos casos, el autor no tuvo una intención particular y, en otros, la intención no puede ser descubierta. Algunos juristas asumen una posición escéptica al respecto. Dicen que cuando algunos jueces pretenden descubrir la intención que hay detrás de un trozo de legislación se trata de una cortina de humo que el juez usa para imponer su propio punto de vista de lo que la norma debe decir.7 Para Dworkin, “decidir casos en derecho es como los ejercicios interpretativos en la literatura. La similitud es más evidente cuando los jueces consideran y deciden casos en el common law, esto es, cuando la ley no es la figura central sino los argumentos se toman a partir de principios de derecho presentes en las decisiones de otros jueces en el pasado”. 8 “El derecho, a diferencia de la literatura —dice el filósofo del derecho norteamericano— no es una empresa artística. El derecho es una empresa política que en términos generales busca la coordinación social y los esfuerzos individuales, resolver disputas individuales y colectivas, o se-
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Dworkin, Ronald, A Matter of Principle, Harvard University Press, 1985, p. 151. Ibidem, pp. 146-166. Cfr. Dworkin, op. cit., nota 5, p. 148. Idem.
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guridad jurídica entre ciudadanos y entre ellos y el gobierno o alguna combinación de éstas.”9 “El deber del juez es —dice Dworkin— encontrar la historia legal, no inventar la mejor historia. En la literatura, en cambio, se pueden encontrar biografías noveladas o la historia hecha novela”.10 En el derecho, aunque se pueden tomar casos como materia prima para un cuento o novela, la pretensión de quien narra los hechos es convencer de que las cosas sucedieron del modo como se señala en el texto, e importa, sobre todo, la manera ordenada como se dé la narración, aunque no lleve elegantes giros lingüísticos ni cuidadosas construcciones literarias. En la literatura y en el cine es válido jugar con los tiempos, comenzar incluso por el final, mantener en vilo al lector o al espectador por la forma como se le van presentando los hechos. Ningún litigante se atrevería, intencionalmente, a presentar hechos desarticulados al juez, sabiendo que la consecuencia puede ser perder el caso. El juez revela un particular acercamiento a la interpretación legal que debe atender a metas sociales y a principios de justicia. Ése es, para Dworkin, el propósito del sistema legal: la función del derecho. Aunque compartimos lo dicho por Dworkin, la comparación puede ser incluso más amplia. Nuestro punto de partida es que derecho y arte comparten muchos más elementos que los planteados hasta ahora, aunque es claro que el derecho siempre tendrá reglas más específicas e institucionalizadas para formular interpretaciones válidas por la razón fundamental de búsqueda de certeza. En términos generales, nadie niega el papel creador del artista o del legislador. Sin duda crean algo que antes era inexistente. La pregunta es si también puede haber creación en la interpretación. A mi juicio sí. En la interpretación hay descubrimiento, revelación, creación, recreación y construcción de algo distinto a la obra de arte o a la ley, aunque la nueva creación invariablemente se da a partir de aquéllas.
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Ibidem, p. 160. Aunque pueden haber muchos ejemplos, podemos citar Las noticias del Imperio de Fernando del Paso en donde se narran con detalle sucesos de la época del imperio de Maximiliano y Carlota, o los cuentos de Ibargüengoitia a partir de pasajes de la Independencia, etcétera.
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Donde hay lenguaje escrito o no escrito,11 donde hay comunicación, hay interpretación. Además de las palabras, se pueden interpretar los gestos, las señales, las actitudes y aun los silencios. ¿Qué sería de la música sin los silencios?, ¿o de la arquitectura y la escultura sin los espacios vacíos? Aunque en el derecho ha habido escuelas de pensamiento que han señalado que sólo se interpreta cuando la norma no es clara, nosotros pensamos que se interpreta siempre. Afirmar que una norma es clara, implica haber hecho ya una interpretación y haber llegado a la conclusión de que el enunciado normativo no admite otras interpretaciones, lo cual constituye un riesgo, sobre todo, si se confronta con las lecturas y apreciaciones de otros sujetos que interpretan. Decir “para mí es claro” o “así lo veo yo”, significa que el peso de la interpretación se está volcando en lo subjetivo, en elementos que posee el sujeto, en su bagaje cultural e ideológico, en vivencias, en conocimientos previos. No significa que otro no lo pueda ver de otro modo, hacer otra lectura y tampoco significa que la discusión se debe dar por terminada porque las subjetividades no van a permitir llegar a un resultado objetivo. En la interpretación, como en todo proceso de apreciación y conocimiento, se da la interacción del objeto y del sujeto. El sujeto no puede abandonar su subjetividad pero tampoco puede dejar de considerar lo que el objeto le da. El sujeto imprime necesariamente subjetividad en la acción de interpretar, pero hay elementos objetivos y metodológicos que son determinantes en el resultado. II. LA RELACIÓN ENTRE EL AUTOR Y SU OBRA El juez, al aplicar las normas, interpreta los enunciados normativos. Se ha discutido mucho si la ley queda vinculada permanentemente a la voluntad del legislador o si una vez expedida ésta, se independiza de su creador y queda sujeta a las interpretaciones que en cada momento vayan dando los operadores del derecho, particularmente los jueces. Un artista puede decir que trabaja para sí, pero la mayoría de las veces, tratándose de los grandes maestros, su obra los trasciende.12 Se vuel11 En la danza, es el lenguaje corporal el que transmite las emociones y las significaciones. 12 La obra puede trascender al autor. Alguien dijo que se puede dudar de la existencia de Cervantes, pero no así de la del Quijote, que por supuesto, logró trascenderlo.
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ve algo ajeno a ellos y queda sujeta a interpretaciones y juicios muy variados. El legislador y el juez, en cambio, no pueden decir que trabajan para sí, puesto que es evidente que con las leyes y resoluciones que emiten, siempre su trabajo va dirigido a otros. El autor de una pieza musical, de una obra de teatro o de un guion cinematográfico, puede mostrar su descontento con alguna interpretación que se hace de su obra o, por el contrario, expresar su satisfacción por la forma como los intérpretes le están dando vida a su creación. Pero puede suceder también —y sucede con frecuencia— que hay autores que ya no han estado vivos para calificar las interpretaciones de sus obras y éstas se siguen interpretando una y otra vez, de muy distintas maneras, sin que podamos saber cuál hubiera sido la reacción del autor. En el fondo, todo autor sabe que su obra está ahí para ser interpretada y que en la interpretación hay posibilidades de guardarle fidelidad o que se dé una distorsión o mejora. Aun los clásicos pueden ser recreados con nuevas interpretaciones. Una partitura de Beethoven puede ser interpretada de mil maneras; sigue siendo Beethoven, pero con el sello particular del intérprete. Esto que parece evidente al aplicarlo al arte, también sucede en el derecho. La ley trasciende al legislador. El producto legislativo se desliga de su creador. Cuando se quiere interpretar un texto constitucional no se busca a los constituyentes para preguntarles qué quisieron decir, sino que se parte de lo que dejaron plasmado como enunciados normativos. ¿Alguien puede afirmar que la música existe en la partitura? Obviamente, la partitura cobra vida en la interpretación cuando el músico con el instrumento que corresponda sigue la partitura. Dice Brassaï: “la música mientras no se ejecuta ¿qué es sino un montón de notas?13 Lo mismo pasa con el derecho que no existe sólo en los códigos, sino fundamentalmente en la interpretación que a partir de los enunciados normativos hacen los operadores del derecho. En la música interviene el instrumentista mientras que en las artes plásticas estamos en contacto inmediato con el símbolo. Con las artes plásticas pareciera que el intérprete no da una nueva recreación de la obra cada vez que lo observa, del mismo modo como cuando se interpreta una sinfonía o se pone en escena una obra de teatro. Tanto la pintura como el derecho están plasmadas en el lienzo y en las codificaciones, pero eso no 13
Brassai, Gilberto, Conversaciones con Picasso, México, FCE, 1964, 1997, p. 81.
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implica que no sean permanentemente susceptibles de ser reinterpretadas por el sujeto que observa el cuadro o bien, por parte de quién dé vida al enunciado normativo cuando lo aplica a un caso concreto. El pintor Henri Michaux señaló en una entrevista que para él “la poesía era la pariente pobre de las artes... la palabra es tan sólo una alusión. Los artistas que trabajan con sus manos son mucho más felices. Lo que crean tiene un cuerpo visible, palpable, es un eco, algo concreto que separado de nosotros nos responde” y agrega: “Sólo las artes plásticas tienen un eco inmediato. No dependen del recitador o de la imprenta o de los ejecutantes; no dependen de nada. Lo que se crea con las manos está vivo, existe realmente. Por eso pinto ahora”.14 Ésta es la opinión de un pintor; los músicos y poetas seguramente no estarían de acuerdo con su observación. Tal es el caso de Hölderlin quien considera que “la poesía es el medio de llevar la esencia de las cosas a la conciencia humana: la palabra del poeta establece por vez primera la realidad.”15 Por su parte, el escultor Henry Moore decía: “la belleza no es el objetivo de mi escultura… para mí una obra debe tener en primer lugar una vitalidad propia… una obra puede tener energía reprimida, una intensa vida propia independientemente del objeto que represente”.16 Frente a Las Meninas17 nosotros podemos identificar a los personajes ya sea porque nos auxiliamos de la historia o por el pequeño cartel de ayuda que colocan los museógrafos. Eso no significa que lo único que podamos hacer frente a la pintura sea identificar a los personajes o evaluar qué tan fiel fue el trabajo del pintor al confrontarlo con la realidad. Podemos hacer interpretaciones que van más allá de la identificación de los personajes. ¿Por qué Velásquez se incluyó en el cuadro? ¿Por qué decidió poner en su rostro esa expresión y no otra? Los expertos nos darán una y mil explicaciones atendiendo a toda la obra de Velásquez, al contexto histórico, a la técnica pictórica, etcétera. Todo servirá de marco de
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Entrevista incluida en Conversaciones con Picasso, cit., supra, p. 81. Citado por Read, Herbert, Imagen e idea, México, FCE, 2003, p. 191. Ibidem, p. 40. Diego Velásquez terminó de pintar en 1656 un monumental retrato de grupo titulado La Familia de Felipe IV. La escena se sitúa en un taller que tenía Velásquez en el Alcázar de Madrid. En el centro se encuentra la infanta Margarita hija de Felipe IV y de Mariana de Austria, a la edad de 5 años.
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referencia para entender la obra. Aunque eso no quiere decir que nosotros mismos no podamos encontrar nuevos significados. Es más, respecto de Las Meninas existe la reinterpretación de Picasso a través de un cuadro que denominó Las Meninas según Velásquez y que fue pintado en 1957. El pintor malagueño recreó y reinterpretó el cuadro clásico y dejó a los intérpretes nuevos elementos de reinterpretación. En esta segunda pintura no se juzga la fidelidad del retrato sino sus características plásticas y un nuevo sentido de la belleza. En la literatura tenemos un ejemplo reciente de la relación entre autor y obra. Millones de personas en este planeta fuimos transportados hace algunas décadas al mundo mágico de Cien años de soledad. Los personajes —no necesariamente García Márquez— nos situaron en un Macondo inexistente desde el punto de vista geográfico, pero existente en la imaginación del autor colombiano y de todos sus lectores. Cuando García Márquez en su libro autobiográfico Vivir para contarla, narra muchos de los detalles que fueron llevados a Cien Años de Soledad y muchas de las razones de la inclusión de algunos pasajes de la obra, nos ayuda a aclarar situaciones, pero es evidente que no es necesario leer la autobiografía para entender e interpretar la novela. Es más, mucha gente puede preferir no saber qué partes correspondieron a una realidad distinta a la de la novela. La significación de la obra será distinta para un colombiano, contemporáneo suyo, que para alguien que nació en la Colombia de otra época, y más aún para un nórdico o un oriental alejado de la realidad latinoamericana. El artista no necesita, como el legislador, hacer su exposición de motivos. No es necesario que un pintor, un músico, un poeta, o un escultor explique lo que tenía en mente cuando creó el cuadro, la sinfonía, el poema o la pieza escultórica. Éstas van a generar sensaciones e interpretaciones diversas sin necesidad de una explicación adicional que, claro, podría dar mayores elementos pero no aquellos indispensables porque, como dijimos líneas arriba, la obra trasciende al autor. En el arte, puede cualquier persona interpretar y sentir algo distinto a lo que tuvo en mente el autor. El efecto deseado —o no deseado— se produce aunque haya una interpretación equivocada a juicio del propio autor y de los expertos. La obra puede provocar algo distinto a lo que el autor quiso. Más de una persona puede haber sentido ganas de llorar o ha llorado al contemplar la noche estrellada de Van Gogh. ¿El cuadro provoca el
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llanto? Uno puede decir que sí, pero ¿habría que determinar si el efecto se produce por la fuerza de las pinceladas, por los colores, por la técnica empleada o por la vida que llevó el pintor holandés? A un espectador que ha leído la biografía de Van Gogh pueden venirle a la mente los avatares de su vida y el sufrimiento por el que atravesaba en el momento preciso de pintar el cuadro. ¿el cuadro provocaría el mismo efecto en alguien que desconoce la vida del pintor y que se dejó llevar por la fuerza del cuadro y su contexto? Insistimos en que quien escribe un poema o una novela, pinta un lienzo o da forma al mármol o al bronce, no necesariamente debe hacer explícitas sus intenciones o motivos. Es más, al hacerlos explícitos puede empobrecer y reducir las posibilidades de interpretación. El artista no necesita explicitar sus razones, en cambio, el intérprete del arte sí. En el caso del derecho, para el autor de una iniciativa de ley es obligatorio exponer sus razones, algunas otras quedan plasmadas en el diario de debates, pero estas razones van a ser distintas a aquellas que deberá incluir el juez en la motivación de una resolución. Para el juez motivar es una acción obligatoria. Al interpretar se busca descubrir el sentido del mensaje. Si se usó una palabra específica, una línea, una nota, una frase, hay que referirlos al sistema, al contexto y a elementos esenciales de la obra que se interpreta. Hay que recordar que aunque la intención del emisor de un mensaje haya sido la de ser claro, esto no siempre se logra. Por otro lado, el artista también puede tener la intención de dejar un sentido oculto. Eso, en principio, no estaría permitido para el legislador y mucho menos para el juez. Aunque el autor de una iniciativa de ley exprese los motivos y las razones que lo llevaron a proponer una iniciativa de ley, eso no significa que con ello se limiten las posibilidades de interpretación del juez, sobre todo si se considera que el momento de creación y el de aplicación no coinciden en el tiempo y que el juez, al conocer del caso concreto, debe atender a las circunstancias del momento de aplicación. Hay que separar, por tanto, lo que el artista crea y lo que los receptores de la obra y los críticos interpretan después.18 De la misma manera como hay que separar lo que el legislador crea y lo que los jueces inter18 El crítico de arte desarrolla la habilidad para aplicar los elementos y reglas de interpretación, a diferencia del hombre de buen gusto que sería quien sabe, de manera natural, apreciar las obras de arte sin entrar a un complejo proceso de racionalización.
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pretan al conocer del caso concreto, aplicando las pautas que el propio legislador consagró. El artista no crea algo privado de interpretación. El artista produce arte. Los críticos y estudiosos crean y aplican reglas de interpretación. Construyen de manera formal y académica la teoría del arte. El legislador, del mismo modo, establece enunciados normativos y, la mayoría de las veces, es él mismo quien define las reglas de interpretación, pero son los destinatarios de la norma, los jueces y los teóricos de la interpretación, quienes interpretan con pretensión distinta de validez. La interpretación hecha por el destinatario de la norma, por su abogado, por el teórico o por el juez, tiene una validez diferente. Cada una de las partes en un juicio busca convencer al juez de que la interpretación que da a la norma en el caso concreto es la correcta, pero la interpretación obligatoria sólo dependerá de lo que el juez resuelva. Esto nos lleva a revisar la fuerza de la autoridad proveniente de quienes están facultados para interpretar, o mejor, para hacer interpretaciones válidas. La validez va a depender de los cánones y las pautas usadas. Los estudiosos del arte buscan factores estéticos constantes. Como dijimos antes, dependiendo del tipo de obra, se atenderá a la simetría, a la métrica, a la armonía, a la proporción, al equilibrio, al ritmo, etcétera. Los hermeneutas en el derecho también atienden a las pautas de interpretación que el legislador plasmó. Cabe además aclarar que los cánones para la interpretación en el arte y en el derecho no están fijados de una vez para siempre. Todo cambio en el arte y en el derecho lleva a la construcción de nuevas pautas de interpretación. La belleza estuvo por mucho tiempo aprisionada en su gran templo clásico, como una virgen, separada de las fuentes vitales de la vida. Muchos artistas se sentían usando la metáfora de Lethaby: “como una golondrina en un granero.” El artista se puede hallar inquieto e insatisfecho con sus medios de expresión sintiéndose encerrado en los muros de dichas limitaciones. 19 Muchas recomendaciones de Da Vinci —nos dice Read— pasaron a las academias de pintura que empezaron a surgir en Europa en el siglo XVII y no fue sino hasta Delacroix, Manet y Degas que se rebelaron contra esta artificialidad cuando la conciencia artística se purificó nuevamente. Le Corbusier o Mies Van der Rohe rompieron cánones en la arquitectura. 19
Cfr. Read, Herbert, op. cit., nota 15, p. 23.
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En la interpretación del derecho también se están rompiendo cánones, sobre todo si se considera que la vida social se ha ido haciendo más compleja. III. LA AUTORIDAD DEL INTÉRPRETE Como ha quedado asentado, cualquier persona puede hacer interpretaciones de las obras de arte y de los enunciados normativos, pero hay expertos que calificamos como “autoridades en la materia” que hacen interpretaciones válidas e incluso obligatorias y que necesariamente conocen los cánones de la interpretación. Michel Ragon en su libro El arte ¿para qué? señala que “todo el mundo sin excepción se cree capaz de juzgar al primer golpe de vista cualquier cuadro, pero en cambio hay mucha gente cerrada a la comprensión musical y, por consiguiente, no se pronuncia tanto al respecto”. Este autor agrega: “Todo el mundo nace crítico de las artes plásticas, mientras que es raro que alguien pretenda ser crítico musical; la crítica de la música parece una especie de ciencia. ¿No es preciso saber los jeroglíficos de las notas? Y la expresión popular «saber música» ¿no quiere decir saber hasta las reglas más sutiles?”20 Asimismo, establece: “parece como si juzgar una pintura o una escultura no requiriera conocimiento especial, que bastara con mirar… No se le ocurre a casi nadie la idea de que el arte (pictórico o musical) es un lenguaje en sí, lenguaje constituido —como todos— por signos que poseen una carga cultural, signos alegóricos que son fatalmente incomprensibles para quién no ha aprendido a leerlos.”21 Lo mismo pasa con el derecho. Hay que aprender a leer los enunciados normativos. Aunque cualquier persona puede hacer sus propias lecturas, hay una lectura válida y cánones de interpretación. En el arte existen los llamados críticos de arte que realizan interpretaciones que se consideran válidas y también califican otras interpretaciones como válidas en una comunidad y en un contexto determinado. Un crítico de arte puede, después de haber asistido a un concierto o a la puesta en escena de una obra de teatro, emitir juicios que estarán dotados de autoridad en la medida en que presenten elementos que muestren que no sólo conoce la obra que se interpreta, sino la forma como fue interpre20 21
Ragon, Michel, El arte ¿Pára qué?, México, Extemporáneos, 1974, p. 8. Ibidem, p. 9.
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tada. Normalmente usan parámetros que le sirven para ir subsumiendo el juicio particular. Estos parámetros varían dependiendo de la rama del arte de que se trate, de la corriente en la que queda inscrita la obra y de los propios autores. Así, si se trata de pintura, atenderán a la proporción, a la perspectiva, a la luminosidad, a la técnica empleada, etcétera, o si se trata de poesía, a la medida, al tiempo, a la armonía, al ritmo, etcétera.22 Aunque las posibilidades de interpretación están siempre abiertas, eso no significa que no existan personas que, convencionalmente, se reconozcan como autoridades para interpretar en el arte o estén legitimados, —como en el caso de los jueces— para hacer interpretaciones válidas e incluso obligatorias. Las interpretaciones de los críticos, a juicio del observador, no tienen que ser las mejores, pero los críticos de arte y los estetas poseen pautas y parámetros que les permiten motivar sus razones, aunque las pautas de interpretación pueden modificarse con el nacimiento de nuevas corrientes en el arte. Si una obra se juzga con parámetros no idóneos, se puede llegar a descripciones aberrantes.23 Por ejemplo, no ha faltado quien encuentre semejanzas entre la pintura moderna y la pintura prehistórica. Obviamente esto es impreciso. Herbert Read dice que “el arte prehistórico es un arte de líneas, un arte de croquis y en esa medida no es arte impresionista…”.24 Van a existir pautas descubiertas por los estudiosos del arte para entender el arte prehistórico y descubrir sus cánones. En el derecho es evidente que es el juez el que está legitimado para interpretar y es una autoridad en el sentido antes descrito, pero también porque el propio derecho dice que él es la autoridad, al otorgarle la competencia para interpretar y al señalar las reglas de las interpretaciones válidas. A diferencia de lo que pasa en las artes, en el derecho está señalado —para dar certeza— quién puede interpretar, cuándo se puede interpretar, cuáles son las interpretaciones permitidas y cuáles son los 22 En el Tratado del arte de la pintura, de Giovanni Paolo Lomazzo, encontramos que la pintura es un arte que, en líneas proporcionadas y colores similares a la naturaleza de las cosas y siguiendo la luz perspectiva, imita la naturaleza de las cosas corpóreas de modo de no representar sobre un plano sólo la masa y el relieve de los cuerpos, sino también el movimiento, y que visiblemente demuestra ante nuestros ojos muchos afectos y pasiones del alma. Sobrevilla, David, op. cit., nota 1, p. 168. 23 Andrea Palladio (1508-1580) recomienda seguir las reglas establecidas por los clásicos pero con un considerable margen de libertad para apartarse de ellas si la razón demuestra ser de utilidad y necesidad. Su obra está referida particularmente a la arquitectura. 24 Cfr. La imagen vital, México, FCE, 2003, p. 23.
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límites de la interpretación. En las artes, aunque puede considerarse que hay reglas no escritas es evidente que los márgenes de interpretación son mucho más amplios. Casi siempre, la norma señala que la interpretación de un juez puede ser revisada por un órgano superior normalmente colegiado. El órgano colegiado tiene la última palabra. El propio derecho no admite que se siga interpretando ad infinitum, como sí podría suceder en el arte, porque es evidente que en ese campo las reglas de interpretación no tienen cierre. Sabido es que el legislador da normas generales y abstractas y que éstas sirven de pauta para que el juez dicte la norma particular (individualizada) cuando conoce el caso concreto. La reiteración de la interpretación lleva a constituir la jurisprudencia y la obligatoriedad de la resolución se amplía. Es común que los órganos que crean jurisprudencia sean órganos colegiados. Y que, a veces, se requiera de una votación calificada para terminar con los efectos de una interpretación o para que a partir de ahí la interpretación sea obligatoria. Es necesario que varias personas interpreten del mismo modo. Eso no significa que la posición de la minoría implique una interpretación equivocada o incorrecta. Se trata, más bien, de una interpretación que tuvo menor peso que la interpretación que hizo la mayoría. IV. LOS LÍMITES DE LA INTERPRETACIÓN En el caso del derecho, hay normas que permiten mayor diversidad de interpretaciones y normas que sólo llevan a una. Aunque hay que considerar que la claridad u oscuridad, la mayor claridad o la menor oscuridad, no sólo van a depender del enunciado normativo sino del caso concreto y del contexto en el momento de la aplicación. La distinción entre casos fáciles y difíciles depende de si hay una interpretación única o hay varias, obviamente con distintas consecuencias. Si hay dos lecturas o más, se tiene necesariamente que argumentar y mostrar la coherencia de los argumentos. Con los mismos esquemas que en el derecho, en la pintura podemos diferenciar aquellas obras renacentistas, por ejemplo, que dejan aparentemente poco a la interpretación de aquellas contemporáneas que dejan la interpretación más abierta. Alguien puede afirmar que no entiende la pintura moderna, pero habría que ver si lo que quiere decir esa persona es
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que le faltan los códigos para entender la pintura moderna, o que la pintura moderna no le dice nada, y que de ella no puede extraer ningún significado. ¿Hay más libertad del intérprete frente a la pintura moderna que frente a la pintura renacentista? Parecería que la respuesta obvia es que sí, que en una pintura moderna uno puede ver “cualquier cosa”,25 que la subjetividad del observador (intérprete) es mayor. Sin embargo, como decíamos antes, frente a la pintura moderna, el que conoce lo clásico, normalmente se desconcierta, se siente perdido por el desconocimiento de los códigos. Tal vez un niño interprete con más facilidad algo por la ausencia de preconcepciones. Michel Ragon asegura que: “el desciframiento de los signos plásticos no se aprende en las escuelas… el aficionado al arte aprende muy lenta y largamente a descifrar esos signos que constituyen a la vez lenguaje e historia. El cuadro le hablará o no le hablará si no está cargado de signos que sean inteligibles para el aficionado en cuestión”.26 Herbert Read, por el contrario, pone énfasis en el hecho de que “se crean escuelas y academias que enseñan a los hombres no a usar sus sentidos, no a cultivar su conciencia del mundo visible, sino a aceptar ciertos cánones de expresión y a partir de éstos a construir artificios retóricos cuya sutileza va dirigida más a la razón que a la sensibilidad. El arte se convierte en un juego que se juega según reglas convencionales.”27 Borges se preguntaba si era más fácil escribir poesía libre o la poesía que lleva métrica. La conclusión a la que él llega es que es más difícil la poesía libre porque sus posibilidades son infinitas. En la música, hay un género como el jazz donde la regla consiste en permitir la improvisación al interpretar la melodía. Eso no lleva al extremo que cada vez que se haga una interpretación se toque otra pieza de música. Dependiendo del saxofonista o percusionista en turno, habrá distintos sonidos que no sólo muestran su virtuosismo, sino la forma de sentir el jazz, esto es, una particular forma de interpretar que, en el fondo, es una manera de recrear la melodía. 25 A veces, el nombre que el autor dio al cuadro puede darnos pautas de interpretación, pero en ocasiones, aun con esa pauta, la posibilidad de ver lo que el autor quiso, sigue siendo difícil. 26 Ragon, Michel, op. cit., nota 21, p. 10. 27 Read, Herbert, La imagen vital, México, FCE, 2003, p. 129.
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En el teatro, aunque haya un guion, hay ciertas obras que dejan más libertad al intérprete y que tienen como propósito hacer interactuar a la gente y recrear la obra en atención a las particularidades del público que presencie cada puesta en escena. En el teatro hay un antes y después a partir de Pirandello que fue un innovador de la técnica escénica al ignorar los cánones del realismo. A decir de sus biógrafos, “liberó al teatro contemporáneo de las desgastadas convenciones que lo regían”. 28 En el derecho, habrá ramas cuyos márgenes de interpretación son más estrictos. Tal es el caso del derecho penal o del derecho fiscal, pero por el contrario, habrán ramas donde la libertad del intérprete es más amplia: como es el caso de la interpretación funcional en el derecho electoral.29 No perder de vista la finalidad de los enunciados normativos es algo fundamental en esta rama del derecho.30 Lo importante es, tratándose del derecho o del arte, que al interpretar se conozcan las reglas permitidas; la flexibilidad o rigidez de las mismas; el contexto general y las particularidades del caso. Un trabajo artístico puede quedar sujeto a opiniones acerca de la coherencia y la integridad en el arte. Una interpretación en el derecho necesariamente debe atender al sistema normativo en su conjunto (interpretación sistemática) y puede también, válidamente, aislar las intenciones interpretativas que el autor tuvo en un particular momento. En el ámbito jurídico es, sin duda, el juez el que conoce las reglas de operación del sistema y tiene la labor creativa en la interpretación, debiendo buscar siempre que la letra de la ley, al mismo tiempo que encierra significados, abra posibilidades de solución de los casos concretos.
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[www.epdip.com/pirandello.html] y [www.pirandelloweb.com]. El derecho ambiental debería tener formas de interpretación más flexibles por los derechos de tercera generación que protege y por la dificultad para la armonización de los derechos individuales con los colectivos. Sin embargo, hasta que no se consolide el derecho procesal ambiental y se sigan reglas generales del derecho administrativo, la interpretación se seguirá quedando corta y no responderá adecuadamente a los retos ambientales actuales. 30 En la arquitectura puede verse cómo, además de la estética, se cuida la funcionalidad y la utilidad de la construcción. Jacopo Barozzi, en 1562, escribió los cinco órdenes de la arquitectura clasificada según la utilidad y función de los edificios.
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CONSTRUCTIVISMO JURÍDICO, VERDAD Y PRUEBA Enrique CÁCERES* SUMARIO: I. Introducción. II. Las reflexiones de Lobsang después de este día. III. Taxonomía proposicional IV. Breve referencia al coherentismo y la sistematización cognoscitiva V. Proposiciones prescriptivas y construcción social de la realidad (construcción de los hechos p’). VI. Al final del día.
I. INTRODUCCIÓN En esta ocasión esbozaré algunas ideas relativas a la relación entre una concepción constructivista del derecho, la verdad y la prueba; lo haré de una manera metafórica, con fines mnemotécnicos, a efecto de que le dé coherencia a la ponencia, considerando el tiempo del que dispongo. Para tales efectos, seguiremos un día en la vida de Lobsang. Lobsang es un muchacho budista que estudia derecho y lógica. En la agenda de un día determinado tiene tres actividades principales. Las dos primeras corresponden al ejercicio de la meditación zen, y la tercera a sus tareas como estudiante de derecho.
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Para las dos primeras, por una parte, tiene que desarrollar la atención consciente mediante un ejercicio de percatación; y, por otra, efectuar otro ejercicio que tiene que ver con la disociación consciente de distintos niveles de realidad. El primero, cuyo objetivo es concentrarse en algo para percibir lo que originalmente le había pasado desapercibido, Lobsang lo realiza en el jardín de su casa donde, al fijarse en una porción del césped, se da cuenta que no había reparado en que estaba naciendo una nueva flor.
Como Lobsang está interesado en el constructivismo, no le resulta difícil establecer deliberadamente la siguiente analogía: dentro de las distintas concepciones del derecho, parece estar surgiendo una nueva que se encuentra en estado germinal y que bien podría quedar denotada por la expresión “constructivismo jurídico”. Para explicar esta lámina, me voy a permitir citar al profesor Brian Bix, quien dice: “en muchas de las discusiones que tienen lugar en el nombre de la jurisprudencia, aquello que está siendo considerado no es otra cosa sino la aplicación al derecho de alguna teoría más general proveniente de otra área, por ejemplo, una teoría moral, teoría política, teoría social, etcétera”.1 En el cuadro siguiente tenemos, en la columna de la izquierda, a las teorías generales y, en la columna de la derecha, a las teorías jurídicas. 1 Véase Bix, Brian, Jurisprudence. Theory and Context, 2a ed., Canadá y Estados Unidos, Sweet and Maxwell, 1999, p. 23.
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Alguien podría suponer que hablar de constructivismo jurídico presupone únicamente la aplicación de una teoría constructivista ya acabada, sin embargo, no es el caso.
En realidad no podemos hablar de constructivismo sino de constructivismos. Por ejemplo, de cons truc tivis mo ra di cal, so cial, episte mo lógico, pedagógico (y dentro de éste el genético, ausbeliano, etcétera). Una clasificación más próxima al derecho es proporcionada por el doctor Vittorio Villa,2 quien refiere los constructivismos ético-político, social, sistémico, empirista, sociológico y post-positivista.
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Véase Villa, Vittorio, Constructivismo e teoría del diritto, Giappichelli Editore, 1999.
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CONSTRUCTIVISMOS
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Constructivismo radical Constructivismo social Constructivismo epistemológico Constructivismo pedagógico Constructivismo génetico Constructivismo ausbeliano Constructivismo sociocultural
Constructivismo ético-político Constructivismo social Constructivismo intucionista Constructivismo sistématico Constructivismo empirista Constructivismo sociológico Constructivismo post-positivista
Coll
Villa
Esto significa que no tenemos aún un concepto unívoco de constructivismo, y que las aportaciones que puedan realizarse respecto a la elaboración del concepto de constructivismo jurídico, pueden también contribuir a la construcción del concepto general.
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Al respecto, debo indicar que después de una extensa búsqueda en Internet (en la que no incluyo al alemán), he localizado muy pocos autores que expresamente se aboquen a lo que podría llamarse “constructivismo jurídico”. Sólo he encontrado el libro de Bruce Ackerman, Del realismo al constructivismo jurídico3 (que en realidad utiliza la expresión en un sentido muy diferente al que interesa destacar aquí); el trabajo de Vittorio Villa “Constructtivismo e teoría del diritto”;4 un excelente articulo de Paolo Comanducci, donde presenta un análisis comparativo entre Kelsen y Searle como constructivistas,5 junto con los cuales ubicaría algunos de mis trabajos: “Psicología y constructivismo jurídico”,6 “Institucionalismo jurídico y constructivismo social”7 y “Las teorías jurídicas como realidades hermenéuticas”8; “Constructivismo jurídico sociorepresentacional”9 y “Estudio para un nuevo manual para la comisión de hechos violatorios de los derechos humanos”.10 (Cuadro anterior). A mi juicio: ¿cuáles deberían de ser los dominios de estudio de una concepción constructivista del derecho? El primero tendría que ver con una reflexión metajurisprudencial (por ejemplo, el trabajo de Vittorio Villa11) que ocuparía dos niveles de reflexión; el de la teoría general del derecho y el de las teorías particulares del derecho, esto es, las teorías de las diferentes disciplinas dogmáticas (penal, civil, mercantil, etcétera). Otro tipo de problemas susceptibles de ser abordados por el constructivismo jurídico tendría que ver con la manera en que los operadores ju3 Véase Ackerman, Bruce A., Del realismo al constructivismo jurídico, Barcelona, Ariel, 1988, p. 150. 4 Véase Villa, Vittorio, op. cit., nota 2. 5 Véase Comanducci, Paolo, Kelsen vs. Searle: A Tale of Two Constructivists, disponible en línea en: http://www.giuri.unige.it/intro/dipist/digita/filo/testi/analisi1999/comanducci.pdf. 6 Véase Cáceres Nieto, Enrique, Psicología y constructivismo jurídico: apuntes para una transición paradigmática interdisciplinaria, en Muñoz de Alba Medrano, Marcia, (coord.), Violencia social, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2002. 7 Véase Cáceres Nieto, Enrique, “Institucionalismo jurídico y constructivismo social”, Boletín Mexicano de Derecho Comparado, México, nueva serie, año XXXIV, núm. 100, enero-abril de 2001. 8 Véase Cáceres Nieto, Enrique, Las teorías jurídicas como realidades herûenéuticas, disponible en línea en: http://www.jurídicas.unammx/publica/revboletin/cont/103/art/avtz.htm. 9 Véase Cáceres Nieto, Enrique, Constructivismo jurídico sociorepresentacional, en prensa. 10 Véase Cáceres Nieto, Enrique, Estudio para un nuevo manual para la comisión de hechos violatorios de los derechos humanos, en prensa. 11 Véase Villa, Vittorio, op. cit., nota 2.
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rídicos actúan dentro de las instituciones públicas y, consecuentemente, la forma en que el derecho y dichas instituciones inciden en los procesos de la construcción social de la realidad. Asumiendo que hay una corriente muy importante de constructivismo pedagógico, evidentemente también tendríamos que considerar la posibilidad de tener impacto en el área de la enseñanza del derecho. ALGUNOS TEMAS DEL CONSTRUCTIVISMO JURÍDICO
• Teoría del derecho Teoría general del derecho (Villa) Teorías partículares del derecho
• Institucionalismo y operaciones jurídicos • Derecho y construcción social de la realidad • Enseñanza del derecho Como he comentado, el término “constructivismo” no tiene una significación unívoca. Encontrar una definición omnicomprensiva es complicado. Me permitiré dar una de carácter provisional: Para la posición constructivista, el conocimiento no es una copia fiel de la realidad, sino una construcción del ser humano. ¿Con qué elementos realiza la persona dicha construcción? Generalmente con los esquemas que ya posee, es decir, con lo que ya construyó en su relación con el medio que lo rodea. Esto significa que para el constructivismo, el cerebro del sujeto cognoscente funciona como un generador y procesador simbólico, cuyos productos se manifiestan en fenómenos como las imágenes mentales o los significados proposicionales. Algunos de esos productos, a diferencia de lo que ocurre con los que reconocemos como actos de ficción, corresponden a los que tomamos como realidad en alguna de las acepciones de la expresión. Es en el nivel de una explicación constructivista sobre la manera en que actúan los operadores jurídicos donde se ubicará la plática que tenemos hoy. Lobsang —para continuar con el modelo— terminó su trabajo de atención consciente con respecto de la planta y se fijó ahora en un objeto de su despacho.
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Lo primero que vio, fue que dentro del mismo había algo que podría ser identificado como una entidad ontológicamente objetiva (en términos de Searle):12 una piedra; es decir, algo cuya existencia no depende de ser pensada por un sujeto cognoscente y que en este caso ocupa una dimensión espacial y es perceptible sensorialmente. Esta constituye un ejemplo de lo que sería el primer nivel de realidad disociado por Lobsang.
Acto seguido, identifica un segundo nivel de realidad. Como Lobsang está familiarizado con los trabajos de psicología cognitiva contemporánea, sabe que nuestras percepciones del mundo no corresponden a como el mundo sea, sino que son el resultado del equipamiento psicofísico con el que contamos, de nuestro personal estilo de procesar información, así como de los entornos físico y social con que interactuamos. En ese sentido, incluso la percepción que hacemos de objetos o eventos exteriores es una construcción perceptiva sobre la que puede producirse un segundo tipo de construcción perceptiva de índole atencional, semejante a la que ocurrió cuando contemplaba el crecimiento de una flor. Así, después de haber hecho la construcción perceptiva de la piedra y observarla detenidamente se dio cuenta de que sobre ella estaban caminando hormigas.
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Véase Searle, John, The Construction of Social Reality, Penguin, 1995, pp. 1-30.
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En un tercer sentido del término realidad, Lobsang se percata de que hay cierta construcción de significados generados por nuestro cerebro que presuponen a la construcción de primer nivel, es decir, que sobre la construcción perceptiva se puede realizar una construcción de segundo nivel, también constitutiva de realidad. Esto es lo que sucede cuando la misma piedra labrada es un pisapapeles. Desde luego, pensar la piedra en términos de pisapapeles implica una entidad ontológicamente subjetiva que no podría existir sin un sujeto cognoscente que la pensara.
Evidentemente entre significado y expresiones hay una relación. Lobsang puede calificar a “esto” con el término “pisapapeles” porque satisface las condiciones de designación de la definición de “pisapapeles” (por razones de simplicidad asumimos que Lobsang suscribe una teoría clásica del significado). Además de las anteriores, para algunos, hay otra acepción de realidad que supuestamente se refiere a la realidad tal cual es. Ésta sería defendida por algunos teóricos o filósofos de la ciencia que asumen que lo que hacen las teorías científicas es generar aproximaciones sucesivas que cada vez nos aproximan a conocer a “la realidad” tal como ella es. Dicha acepción no tiene cabida en nuestras consideraciones. Una representación gráfica y sintética de los distintos niveles de realidad referidos sería la siguiente:
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Después de haber concluido con sus dos tareas vinculadas con la meditación zen, Lobsang procede a efectuar las de carácter jurídico:
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Asiste a un tribunal y observa lo siguiente: en un juicio penal escucha y ve que una persona está emitiendo un enunciado mediante el cual afirma que x ha cometido el delito de parricidio a través de envenenamiento. Dado que su práctica no sólo se circunscribe al ámbito del derecho penal, posteriormente asiste a un juzgado civil, en donde una persona está presentando una demanda de divorcio por abandono de hogar.
II. LAS REFLEXIONES DE LOBSANG DESPUÉS DE ESTE DÍA El primer objeto de reflexión de Lobsang es sobre la definición de verdad proporcionada por Tarsky. Para toda proposición (‘p’), ‘p’ pertenece al conjunto V, si y sólo si es el caso que p. Con respecto a dicha formulación, Lobsang cae en la cuenta de que, traducida al derecho, el problema principal al que se enfrentan los juzgadores es el de determinar si las proposiciones particulares contenidas en el discurso jurídico práctico pertenecen a V o no. (‘p’): ‘p’ e V 34 p’
"
‘p’ e V 34 p’ ¿‘p’ e V34 p’ ¿p’?
En el terreno de los hechos, una teoría del significado de carácter tradicionalmente empirista, identificaría que es el caso que p’, cuando “p” corresponde a eventos que ocurren en el mundo externo y pueden ser ob-
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servados de la misma manera por todos. Sin embargo, para un constructivista, que sea el caso que p’ implica un proceso de construcción del propio p’ en términos perceptivos, atencionales y/o significativos. Con relación a sus prácticas, Lobsang cae en la cuenta que en el caso del proceso penal, el enunciado sobre el parricidio correspondería a una proposición semejante a las observacionales en cuanto a su estructura sintáctica, respecto de la cual cabe preguntarse si pertenece al conjunto V, y cuándo es el caso que p’.13 Decir que p’ es un constructo, implica ciertas consecuencias con respecto a la postura empirista, pues la nítida separación entre la proposición y lo que acontece en el mundo se relativiza. En este sentido, Lobsang recuerda la siguiente afirmación de Hugo Zemelman: “los datos empíricos no tienen significado intrínseco y ni siquiera significado unívoco”.14 Lo hemos visto en el caso de la piedra y el pisapapeles. Otro ejemplo podría ser el siguiente: los mismos trazos dejados en la nieve podrían constituir el observable de un esquema que permite considerarlos como marcas del paso de alguien con zapatos para la nieve, pero también podrían serlo respecto al concepto de obra de arte abstracto. Desde luego, la posibilidad de que una realidad de primer orden pueda corresponder al observable de una realidad de segundo orden implica cierto rango de plausibilidad en la relación, es decir, no toda realidad de primer orden (perceptual) cuenta como un observable para cualquier esquema cognitivo. Así, por ejemplo, los trazos de la nieve de nuestro ejemplo no podrían constituir observables respecto de un esquema apto para identificar teléfonos. Por lo que respecta al derecho, Lobsang se plantea la siguiente cuestión ¿Qué sucede con los esquemas cognitivos o constructos jurídicos y su relación con la determinación de que sea el caso que p’?. En el derecho, estos esquemas conceptuales suelen tener como presupuesto una regla constitutiva a la manera de Searle que responde a la fórmula canónica: “x vale como y en el contexto c”, y que, de la misma manera que sucede en los juegos, es determinante de consecuencias tanto conceptuales, como perceptivas y prácticas. 13 Las notaciones simbólicas son presentadas como esquemas gráficos y no como formalizaciones lógicas estrictas. En su notación original, Tarsky representa los hechos con la letra p y yo utilizo p’. 14 Véase Zemelman, Hugo, Problemas antropológicos y utópicos del conocimiento, Jornadas, 126, Colegio de México, p. 123.
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Por ejemplo, en el caso del ajedrez, la pensabilidad de la acción ajedrecista, la identificación de ciertos movimientos como movimientos de ajedrez, el hecho de comprender cuál es la estrategia que se está siguiendo con determinado movimiento e incluso la percepción de algo como movimiento del juego, implica una regla constitutiva del tipo: “x vale como y en el contexto c”. Esta función constitutiva también está presente en el discurso jurídico y juega un papel sumamente importante en la manera en que el derecho contribuye a la construcción social de la realidad. Con respecto a esto, Comanducci hace notar que ya en la Teoría pura del derecho, Kelsen presenta un planteamiento constructivista cuando define a las normas como sustratos de sentido, y cita el caso de la asamblea, donde una serie de sujetos han levantado la mano, lo cual vale como haber votado una ley, en el contexto del derecho.15 PROPOSICIONES OBSERVACIONALES (‘po’)
— — — — — —
(‘po’ e V) 34 p’ ¿‘po’ e V ¿p’? p’ como constructo p’ desde la perspectiva empirista tradicional p’ como constructo en el ambito jurídico p’ y la regla constitutiva: ‘X vala cono Y en en contexto C’ p’ las normas jurídicas como substratos de sentido (kelsen) p’ la práctica jurídica (el ejemplo de la flagrancia)
Como recordamos, en algún momento Lobsang asistió a tribunales y se percató de que había cierto tipo de proposiciones que no eran observacionales (al menos no en el sentido de las observacionales directas del tipo la nieve es blanca), las llama proposiciones expostfácticas. ¿Qué es lo que las caracteriza? Son proposiciones que se emiten en pasado; hacen referencia a hechos que se supone deben haber acontecido, y para los efectos de Lobsang, además, están deónticamente calificadas. La diferencia fundamental entre las proposiciones expostfácticas y las observacionales directas estriba en que, en el caso de las primeras, el suje15
Véase Comanducci, Paolo, op. cit., nota 5.
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to cognoscente no se encuentra frente a un evento o un objeto del mundo; por tanto, no puede hacer una construcción perceptiva sobre la cual hacer una construcción de realidad de segundo nivel, acerca de la cual emitir el enunciado. Tomando en cuenta estas consideraciones, la pregunta que se plantea Lobsang es: ¿Tiene sentido preguntarse si la proposición expostfáctica pertenece al conjunto de proposiciones verdaderas en el caso del derecho?, y la respuesta que da es la siguiente: En el caso específico de las proposiciones expostfácticas en el derecho, procede cuestionar su pertenencia al conjunto de las proposiciones probadas (P), pero no al conjunto de las proposiciones verdaderas, lo cual permite explicar aquellos casos en los cuales sabemos que ciertas proposi cio nes fue ron pro ba das aun que se pamos que no son verdaderas. La nueva pregunta que surge es ¿en qué condiciones una proposición expostfáctica pertenece a P? La respuesta a esta pregunta implica una taxonomía proposicional. PROPOSICIONES ESPOSTFÁCTICAS ( ‘pe’) ‘pe’ e V 34 pe’ ¿¿‘pe’ e V?? ¿¿ ‘pe’ e P? III. TAXONOMÍA PROPOSICIONAL 1. Proposiciones representacionales (“pr”) Además de las expostfácticas (“pe”), Lobsang piensa que es posible hablar de proposiciones representacionales (“pr”). Todos sabemos que una conducta regulada normativamente puede satisfacerse de múltiples formas. Por ejemplo, podemos privar de la vida a otro a través de envenenamiento, de un arma de fuego o de un arma blanca, de inducción al suicidio etcétera. A cada una de las diversas maneras en que la conducta normativa puede llevarse a cabo, Lobsang la denota con la expresión “modalidad de instanciación normativa”.
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Es posible decir que a cada modalidad de instanciación normativa le corresponde al menos una representación mental, un esquema cognitivo en el razonamiento de los jueces que no es establecido normativamente, pero cuyas condiciones deben satisfacerse para considerar que los hechos regulados normativamente acontecieron. Por ejemplo, en el caso del parricidio por envenenamiento, es necesario que el sujeto que murió haya ingerido una sustancia tóxica; segundo, que esa sustancia tóxica sea la causante de su muerte; tercero, que haya sido suministrada por un sujeto distinto a la víctima. Debe subrayarse que estas propiedades no se encuentran explicitadas en el derecho donde no se tipifica un delito de “envenenamiento”. Esta representación mental se puede traducir en términos proposicionales, es decir, en una proposición que represente cada una de las partes del esquema mental correspondiente a la modalidad de instanciación normativa, a la que Lobsang llama proposición “r” y cuya estructura generalmente es molecular. 2. Proposiciones de hechos (“ph”) Una segunda clase de proposiciones estaría constituida por las “proposiciones de hechos” que corresponden a las que se exponen en las demandas y en las contestaciones de demanda. Algunas proposiciones de hechos son, por ejemplo: 1) “A las diez de la noche Juan entró a mi casa” y 2) “Tomó una piedra y me golpeó en la cabeza”; 3) “El día de los hechos, a las diez de la noche, yo estaba en el gimnasio”. Una de las características de las proposiciones de hechos es que suelen ser contradichas por otras proposiciones de hechos dentro de un proceso jurisdiccional. Dicho en otros términos, normalmente en las demandas se afirma ph, y en la contestación, no ph, en cuyo caso, el juez debe resolver atendiendo al principio de no contradicción lógica y considerar, con base en las evidencias, cuál de las proposiciones de hechos en conflicto derrota a la otra (u otras). 3. Proposiciones probatorias (“pp”) Por último, es posible hablar de proposiciones probatorias que son las que se expresan en los instrumentos de prueba. Las aseveraciones hechas
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por los testigos, las aseveraciones de quienes presentan una confesión, las conclusiones en los dictámenes periciales, etcétera. Debe resaltarse la importancia que se da a estas proposiciones dentro de los procesos jurisdiccionales, sobre la base de que quienes las emiten, las expresan como resultado de una constatación “objetiva” de lo que ha acontecido en el mundo. Sin embargo, tal como se ha indicado previamente, la creencia en dicha constatación, ignora la función constructivista del sujeto cognoscente quien, en todo caso, realiza una construcción de realidad de segundo nivel sobre una construcción perceptiva y, por tanto, puede dar lugar a diferentes construcciones sobre los mismos hechos y la consecuente emisión de diferentes proposiciones de hechos, como han puesto de manifiesto empíricamente trabajos de psicología de testigos.16 Con estos elementos procede preguntarse ¿cuál es el criterio conforme al cual Lobsang considera que una proposición “pe” pertenece al conjunto P? Diría lo siguiente, pe pertenece al conjunto P si y sólo si la proposición representacional pr pertenece al conjunto P, (ya sabemos que el conjunto P es el de las proposiciones probadas). Ahora, ¿cuándo una proposición “pr” pertenece al conjunto P? Si y sólo si ph, la proposición de hechos (normalmente molecular) construida a partir de las proposiciones de hechos derrotantes, pertenece al conjunto P y además al conjunto L, donde el conjunto L es el de las ph que corresponden a pr. (‘pe’ e P) 1 [ (‘pr’ e P) 1 (‘ph’ e P1L) ] Un ejemplo de correspondencia entre proposiciones de hechos y proposiciones representacionales sería el siguiente: supongamos un caso en el que el juez cuenta con una proposición representacional molecular constituida por cinco proposiciones atómicas y únicamente 3 proposiciones de hechos han sido probadas; en esta situación, el juez concluiría que no es el caso que este probado que pr, debido a que no se han probado todas las ph necesarias i. e., por que no se satisface la correspondencia entre la proposición representacional y las proposiciones de hechos. Consecuentemente, tampoco pe se tiene por probada. La siguiente cuestión a dilucidar es: ¿En qué caso un enunciado “ph” pertenece a P? La respuesta sería, ph pertenece a P si y sólo si ph pertene16
Véase Cáceres Nieto, Enrique, op. cit., nota 6, pp. 17 y 18.
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ce al conjunto C, donde el conjunto C es el de las proposiciones de hechos coherentes con las proposiciones probatorias (“pp”) pertenecientes a P. (‘pp’ e P) 1 (‘ph’ e C) Por último, tendríamos que responder cuándo una proposición probatoria (“pp”) pertenece a P: cuando pertenece a K, es decir, al conjunto de las proposiciones probatorias coherentes entre sí (precisamente a lo que en la práctica jurídica se conoce con el nombre de “adminiculación probatoria”). (‘pp’ e P) 1 (‘ph’ e K) Una representación sintética de las reglas referidas sería: PROPOSICIONES EXPOSTFÁCTICAS (‘pe’) (‘pe’ e V) 1 (‘pe’) ¿¿‘pe’ e V ?? ¿¿‘pe’ e P ? Tipos proposicionales ‘pe’: proposición expostfáctica ‘pr’: proposición representacional ‘ph’: proposición de hechos ‘pp’: proposición probatoria (‘pe’ e P) 1 [ (‘pr’ e P) 1 (‘ph’ e P1L)] P: El conjunto de las proposiciones probadas L: El conjunto de las ‘ph’ que corresponde a ‘pr’ (‘ph’ e P) 1 (‘ph’ e C) C: El conjunto de las ‘ph’ coherentes con ‘pp’e P (‘pp’ e P) 1 (‘pp’ e K) K: El conjunto de las ‘pp’ coherente entre sí 4. Proposiciones metailocusionarias Para explicar estas proposiciones es pertinente recordar que Lobsang no únicamente asistió a un caso penal (donde se esgrimían sólo enuncia-
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dos expostfácticos) sino también a uno civil, en el que una persona presentaba demanda de divorcio por abandono. Determinar si la proposición en la que se afirma el abandono (proposición expostfáctica) pertenece al conjunto de los enunciados probados, presupone que un acto ilocusionario ha tenido lugar, pues para que alguien pueda afirmar que se tiene por probada la proposición “Roberto me abandonó sin causa justificada” presupone que primero tuvo lugar el acto ilocusionario emitido por el oficial del Registro Civil en el que formaliza la ceremonia expresando: “los declaro marido y mujer”. En este caso, a diferencia de lo que ocurría en materia penal, e incluso el acto de abandonar en el mismo juicio civil, el acto ilocusionario no se concreta en ningún dato empírico sobre el cual hacer la construcción perceptiva, pues aunque escuchemos decir: “los declaro marido y mujer”, dicha percepción no es suficiente para determinar si el acto ilocusionario tuvo lugar o no. A las proposiciones que afirman que un acto ilocusionario ocurrió (o niegan que ocurrió), Lobsang las denota con el término “proposición metailocusionaria” (“pm”), cuyo criterio de pertenencia a P será: que pm pertenece a P si y sólo si pertenece a A, donde A es el conjunto de proposiciones performativas afortunadas. PROPOSICIONES METAILOCUSIONARIAS (‘pm’) (‘pm’ e P) 1 (‘pm’ e A) A: Conjunto de las proposiciones performativas afortunadas Existe una relación entre las proposiciones metailocusionarias y las proposiciones representacionales, debido a que una pm puede formar parte de una proposición representacional pr, tal como sucede con el ejemplo referido. IV. BREVE REFERENCIA AL COHERENTISMO Y LA SISTEMATIZACIÓN COGNOSCITIVA
Como ha sido expuesto, la idea de coherencia juega un papel sumamente importante para la determinación de la pertenencia de una propo-
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sición a P, que comprende tanto a las expostfácticas como a las metailocusionarias.
Debido a las limitaciones de tiempo no me puedo detener a hacer un análisis del sentido con que entiendo el término “coherencia” y creo que la manera más rápida de aludirlo es parafraseando a Umberto Eco. En el crucigrama se cruzan palabras, y las palabras deben cruzarse en una letra común a ambas, en nuestro juego (la decisión judicial)17, no cruzamos palabras sino conceptos y hechos, diríamos construidos, de modo que las reglas son diferentes. Son fundamentalmente tres, primera, los conceptos se vinculan por analogía, no hay regla para decidir en el comienzo, si una analogía vale o no vale, porque cualquier cosa guarda similitud con cualquier otra desde algún punto de vista. Segunda, en efecto, si al final “todo se tiene”, el juego es válido y por tanto, es correcto. Y tercera regla, las conexiones no deben ser inéditas, en el sentido que ya deben de haber aparecido por lo menos una vez, mejor si han aparecido muchas veces en otros contextos, sólo así los criterios parecen verdaderos, porque resultan obvios.18
Algo semejante ocurre cuando los jueces deciden y consideran las diferentes clases de proposiciones referidas, las conectan con sus representaciones de los hechos, a efecto de generar una estructura coherente que parte de esquemas cognitivos generados a lo largo de su experiencia profesional y emplean para analogar los nuevos casos que, a su vez, producirán nuevos esquemas. V. PROPOSICIONES PRESCRIPTIVAS Y CONSTRUCCIÓN SOCIAL DE LA REALIDAD (CONSTRUCCIÓN DE LOS HECHOS P’)
Después del análisis anterior, Lobsang reflexiona lo siguiente: “He generado explicaciones constructivistas que me han resultado satisfacto17 18
Lo que se encuentra entre paréntesis es nuestro. Véase Eco, Umberto, El péndulo de Foucault, Yesod, p. 118.
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rias acerca del funcionamiento del derecho y su relación con los procesos de construcción de la realidad por parte de los jueces, sin embargo, la nota más sobresaliente del derecho es su aspecto normativo, es decir la forma en que incide en la construcción de conductas sociales. ¿Qué lugar ocupa esto dentro de mi explicación constructivista?”. La respuesta que encuentra es la siguiente: Las proporciones normativas y las constitutivas del tipo x vale como y en el contexto c, son un presupuesto para la generación de representaciones sociales y las representaciones sociales son una condición para que las normas actúen como razones para la acción. Las acciones realizadas conforme a dichas razones constituyen los eventos susceptibles de contar como observables a partir de los esquemas cognitivos generados por el discurso jurídico, eventos que constituirán la materia prima sobre la que se realizará una construcción perceptiva, atencional y significativa jurídicas, a partir de las cuales los operadores toman sus decisiones.
V. AL FINAL DEL DÍA Al final del día, Lobsang está tranquilo, satisfecho por el ejercicio intelectual realizado. Cuando se prepara para descansar, esboza una sonrisa al recordar el carácter novedoso del constructivismo, y tener su último pensamiento del día: Somos lo que pensamos, todo lo que pensamos surge de nuestros pensamientos, con nuestros pensamientos construimos el mundo Siddartha Gautama (siglo VI a. C.)
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TITULARIDAD DE LOS DERECHOS Juan Antonio CRUZ PARCERO* SUMARIO: I. Introducción. II. El concepto de persona y los derechos. III. El lenguaje de los derechos. IV. Representación.
I. INTRODUCCIÓN Este trabajo se inserta dentro de una investigación más amplia en torno al tema de la titularidad de los derechos.1 En esta investigación, por una parte, analizo los conceptos de “persona jurídica” y “persona moral”. El propósito es poder determinar si todos los seres humanos son “personas” o si sólo lo son ciertos seres humanos con determinadas capacidades de raciocinio, elección, o alguna otra característica. Si esto último es así, surgen entonces problemas con los seres humanos que quedan fuera del concepto de “persona” como los bebés, los niños, algunos enfermos mentales, los fetos, seres humanos en estado vegetativo o coma. Por otra parte, analizo la relación de estos conceptos con los derechos, mismo que se presenta en varias dimensiones. Para algunos autores el concepto de persona está conceptualmente relacionado con el de derechos, de modo que tener derechos y ser persona es lo mismo; para otros sólo las personas pueden tener derechos, lo que implica que hay que considerar persona a cualquier cosa de la que se predique un derecho. Si otros seres o entidades distintas a los seres humanos (como los animales y las plantas, o como las generaciones futuras, la naturaleza, las especies y las obras de arte) pueden ser titulares de derechos, ello implicaría tener que considerarlos como personas. Otra alternativa que yo defiendo es que, si bien *
Instituto de Investigaciones Filosóficas, UNAM, México. Cruz Parcero, Juan Antonio, “Personas y derechos”, en Platts, Mark (comp.), Conceptos morales fundamentales, en prensa. 1
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podemos aceptar que las personas y los seres humanos son de quienes predicamos normalmente que tienen derechos, la idea de tener derechos no tiene por qué asociarse exclusivamente con ellos; para ser titular de un derecho es necesario que lo que se diga sea inteligible y funcional, de modo que otras entidades podrían tener derechos. Esto no significa aceptar que cualquier cosa pueda tener derechos, pero sí implica aceptar que algunos animales, por ejemplo, podrían tener derechos sin que ello suponga de ningún modo que tengamos que considerarlos personas, ni moral ni jurídicamente. II. EL CONCEPTO DE PERSONA Y LOS DERECHOS En algunas definiciones del concepto de persona se alude a los derechos como elemento definitorio, por ejemplo, cuando se sostiene que son personas aquellas entidades a las que se les adscriben derechos y obligaciones, que persona, como sostiene Kelsen, “es esas obligaciones y derechos subjetivos”.2 La persona para Kelsen es “no un hombre, sino la unidad personificada de las normas jurídicas que obligan y facultan a uno y el mismo hombre. No se trata de una realidad natural, sino de una construcción jurídica creada por la ciencia del derecho; de un concepto auxiliar para la exposición de hechos jurídicamente relevantes”.3 En este caso lo que sea una persona está en función de la mera adscripción de derechos y deberes. Desde esta posición, si la pregunta sobre quiénes tienen (o deben tener) derechos, la respondemos diciendo que las personas, la respuesta resultará tautológica; igualmente tautológica resultaría la afirmación de que las personas tienen derechos y obligaciones. No me interesa tratar este tipo de identificación conceptual que, me parece, se separa de la forma en que solemos usar los conceptos. Me interesan otro tipo de afirmaciones de cómo se entiende la relación entre el concepto de persona y el de derechos, por ejemplo, cuando se afirma que a) sólo las personas (algunas o todas) son capaces de tener derechos o son merecedoras de derechos o son únicamente de quienes se puede pre2 Kelsen, Hans, Teoría pura del derecho, México, UNAM, 1986, p. 183. También en algunas definiciones de filósofos se alude a este requisito, véase por ejemplo Rescher, Nicholas, “What is a Person?”, Human Interests. Reflections on Philosophical Antropology, California, Stanford University Press, 1990, pp. 6-21, en especial p. 12. 3 Ibidem, p. 184.
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dicar inteligiblemente que tienen derechos, y b) cuando se dice que las personas (algunas o todas) son capaces de tener derechos, pero no se descarta a otras entidades que no son personas. En estos casos, para que no resulte una tautología lo que se dice, lo que se entienda por persona no debe estar definido en términos de tener derechos.4 Es importante que nuestra definición de persona no coincida con la de ser portador de derechos para que podamos determinar si los portadores de derechos deben ser o no personas. Aquí me parece que es necesaria una precisión. En las discusiones sobre la relación del concepto de persona con el tema de los derechos hay que determinar no sólo el tipo de concepto de persona al que nos referimos, sino el tipo de derechos del que estamos hablando, si de derechos morales o de derechos jurídicos (o, en sentido más amplio, derechos institucionales).5 Esta aclaración es pertinente porque las relaciones entre estos conceptos es compleja. Se puede afirmar, por ejemplo, que sólo las personas (en sentido moral) tienen derechos (morales), pero que otros seres como los bebés, los fetos, los animales, pueden ser personas jurídicas (no morales) y tener derechos (jurídicos) (Tooley). Cuando en ocasiones se discute el tema de los derechos de los animales o de las futuras generaciones, etcétera, algunos autores afirman que tienen (o deben tener) derechos, pero esta afirmación es imprecisa porque no especifican si se re4 Hay una definición del concepto de persona que usa la idea de derechos y que no resulta tautológica como la de Kelsen, me refiero a la definición de Michael Tooley, quien sostiene que decir “X es una persona” es sinónimo de “X tiene un derecho moral (serio) a la vida”, este uso difiere de aquellos donde se dice “X es persona” es equivalente a “X tiene derechos”. Según Tooley, si todo lo que tiene derechos tiene derecho a la vida, esta interpretación sería extensionalmente equivalente, pero él no acepta que esto sea así, sino que sostiene que ciertos animales pueden tener derechos, aunque no tendrían un derecho serio a la vida porque no son personas. Cfr., “Abortion and Infanticide”, Philosophy &Public Affairs, vol. 2, núm. 1, 1972, pp. 37-65, en especial p. 40. 5 Sobre la existencia de los derechos morales y sobre la distinción con los derechos jurídicos existe una amplia literatura, entre otros, puede verse: Hart, H. L. A., “Are There Any Natural Rights?”, Philosophical Review, 64/2, 1955, pp. 175-191; Dworkin, Ronald, Los derechos en serio, Barcelona, Ariel, 1984; Feinberg, Joel, “The Social Importance of Moral Rights”, en Tomberlin, James E. (ed.), Philosophical Perspectives. Ethics, núm. 6, 1992, pp. 175-198; Páramo, Juan Ramón de, “Derecho subjetivo”, en Garzón Valdés, Ernesto y Laporta, Francisco (coords.), Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía, Madrid, Trotta, 1996, t. II, El Derecho y la Justicia, pp. 367-394; Laporta, Francisco, “Sobre el concepto de derechos humanos”, Doxa, Alicante, núm. 4, 1985, pp. 23-46; Nino, Carlos, Ética y derechos humanos, Buenos Aires, Ariel, 1989; Cruz Parcero, Juan Antonio, “Derechos morales: concepto y relevancia”, Isonomía, núm. 15, 2001, pp. 55-79.
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fieren a derechos morales o jurídicos. Feinberg, por ejemplo, acepta la distinción entre derechos morales y derechos jurídicos, y su tesis de que los animales, las futuras generaciones, los fetos, y algunos enfermos mentales tienen derechos (ciertos derechos) me parece que hace referencia a ciertos derechos morales, como el derecho a vivir, el derecho a curarse, el derecho a nacer, etcétera, por estar apoyados en un criterio que para él resulta moralmente relevante, que es el de tener intereses y poder beneficiarse. Pero también afirma que estos seres, aunque carezcan de otras capacidades importantes, pueden tener otros derechos jurídicos (contratar, heredar, propiedad, etcétera), que al igual que sus derechos morales, podrían ejercer a través de representantes.6 La conocida tesis de Tooley7 de que “persona” es aquel ser que tiene un “derecho serio a la vida”, sin duda se refiere a un derecho moral a la vida y no al reconocimiento jurídico de tal derecho. La legislación ambiental de un país podría proteger la vida de ciertos animales cuya especie se encuentra en peligro de extinción, pero ello no significaría que tuvieran un derecho moral a vivir y que fueran personas (aunque no descarta que algunos animales tengan un derecho serio a la vida y por tanto sean personas). Su polémica tesis consiste en sostener que aunque la vida de los fetos y los bebés estuviera protegida legalmente no significa que tengan un derecho serio (moral) a la vida, porque no tienen capacidad (actual, y no potencial) de tener deseos ni intereses, es decir, desde el punto de vista de su concepción moral no son personas. La idea de un “derecho serio” parece referirse a la idea de derechos morales.8 Si ahora usamos estos conceptos y los combinamos, obtenemos cuatro casos en que pueden relacionarse: a) Cuando se afirma que una persona moral o metafísica tiene derechos morales. 6 Véase Feinberg, Joel, “The Rights of Animals and Unborn Generations”, op. cit., nota 5. 7 Tooley, Michael, “Abortion and Infanticide”, Philosophy and Public Affairs, 1972, vol. 2, núm. 1, pp. 37-65. 8 Esto nos lleva a otro problema relacionado con otro concepto: el de derechos humanos. Si los derechos humanos son derechos morales (véase supra nota 4), y si llegamos a aceptar que, por ejemplo, algunos animales son personas, tendríamos que aceptar que les aplican al menos algunos derechos humanos. Y a la inversa, si llegamos a aceptar que algunos seres humanos no son personas morales entonces no les podemos atribuir derechos humanos.
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b) Cuando se afirma que una persona moral o metafísica tiene (o debe tener) derechos jurídicos. c) Cuando se afirma que una persona jurídica tiene derechos morales.9 d) Cuando se afirma que una persona jurídica tiene (o debe tener) derechos jurídicos. Si los conceptos de persona en sentido moral y en sentido jurídico difieren porque no toda persona moral es persona jurídica (aunque deba serlo) y no toda persona jurídica es persona moral, entonces es importante distinguir el tipo de enunciado que utilizamos. Se puede llegar incluso a decir con sentido que una persona moral o metafísica tiene derecho (moral) a ser persona en sentido jurídico, es decir, a que se le reconozca legalmente ese estatus. Podemos agregar otras dos posibilidades: e) Cuando se afirma que una no-persona tiene derechos morales (por ejemplo, cuando se afirma que ciertos animales tienen el derecho a no ser torturados). f) Cuando se afirma que una no-persona tiene derechos jurídicos (cuando se dice, según ciertas leyes, que un animal tiene derecho a una herencia). III. EL LENGUAJE DE LOS DERECHOS Como se dijo en el apartado anterior, tener derechos no puede ser el elemento definitorio de lo que es una persona. Alan R. White distingue primero entre preguntarse por las condiciones necesarias y suficientes para ser capaz de tener un derecho y el preguntarse por las condiciones necesarias y suficientes para tener un derecho.10 Dentro de 9
En este caso, el enunciado lo que querría significar es que un sujeto a quien se le reconoce personalidad jurídica es también persona moral y, por tanto, se afirmaría que posee derechos morales. 10 Sobre esta segunda cuestión no me voy a detener, pero no debe confundirse con la anterior. Si algo es necesario y suficiente para tener la capacidad de tener derechos eso no significa que sea también suficiente para tener un determinado derecho. Para White los derechos necesitan un fundamento, se tiene un derecho en virtud de algo, de una característica que poseemos o por que alguien que lo tenía nos lo otorga. De aquí que puedan hacerse dos tipos de preguntas: “¿qué te da derecho a hacer V?” y “¿quién te da de-
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la primera cuestión distingue a su vez entre el problema de las condiciones necesarias y suficientes para la capacidad para tener derechos en general y la capacidad para tener algunos derechos en particular. La relación entre el primer y el segundo tipo de condiciones es que cualquier cosa que se requiera en general para tener un derecho será una condición necesaria pero no suficiente para tener un derecho en particular, pero no a la inversa.11 Tentativamente, sostiene White, se puede decir, en primer lugar, que una característica puramente lógica que es necesaria, pero no suficiente, es que ser capaz de tener un derecho a V, implica ser capaz de hacer V. Aquello de lo que no tiene sentido decir que puede hablar, sonreír, casarse, ser alimentado, informarse, sentirse decepcionado, no puede tener derecho a ninguna de esas cosas. Aunque ésta no es una condición suficiente, ya que, en primer lugar, podemos decir que el viento sopla, la inflación crece, el tiempo pasa y ello no significa que tenga sentido decir que el viento, la inflación o el tiempo tengan derecho a hacer tales cosas. En segundo lugar, el hecho de que alguien pueda hacer ciertas cosas no implica que tenga derecho a hacerlas, si no son el tipo de cosas sobre las que se puede predicar inteligiblemente que se tiene un derecho. En tercer lugar, aun si V es el tipo de cosa sobre la cual se puede predicar que se tiene un derecho, el hecho de que A pueda V no es condición suficiente para considerar capaz a A de tener derecho a V.12 White se opone a la teoría del interés y para ello parte de distinguir entre decir que algo tiene o es capaz de tener un interés en algo y decir que algo puede ser en su interés. Que algo pueda ser en interés de alguien o algo no muestra que pueda tener derecho a ello o que sea el tipo de ser que puede tener derechos. Que alguien pueda tener un interés en algo tampoco es condición ni necesaria ni suficiente para decir que sea el tipo de ser que puede tener derechos. Podemos tener derechos a cosas sobre las cuales no tenemos ningún interés y podemos aceptar, por ejemplo, recho a hacer V?”. Véase White, Alan R., Rights, Oxford, Clarendon Press, 1984, pp. 93 y 94. Por ejemplo, una persona puede ser capaz en lo general de tener derechos y además reunir ciertos requisitos generales para ser capaz de heredar (ser hijo, pariente, cónyuge, no haber incurrido en alguna causa de desheredación, etcétera), pero eso no significa que en realidad sea un heredero, i. e. que tenga el derecho a una herencia, para ello se requiere, entre algunas cosas, que alguien lo nombre heredero y que tal persona muera. 11 Ibidem, pp. 76 y 77. 12 Ibidem, p. 78.
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que un animal tiene interés en su alimento, pero no necesariamente que tiene derecho a él; nosotros mismos podemos tener muchos intereses en cosas a las que no tenemos derecho. Con estos argumentos refuta a los defensores de la teoría del interés y llega a la conclusión de que muchas teorías jurídicas fracasan porque no existe ninguna característica sustantiva que por sí misma sea una condición necesaria y suficiente para considerar a alguien capaz de tener derechos. La sugerencia de White es que las características que pueden resultar relevantes son a lo mucho una marca de ciertos sujetos respecto de los que tiene sentido usar lo que denomina “el leguaje completo de los derechos” (the full language of rights).13 Un posible poseedor de derechos es cualquiera de quien pueda hablarse correctamente en ese lenguaje, es decir, cualquiera de quien pueda decirse inteligiblemente que ejerce, gana, disfruta, demanda, afirma, cede, etcétera, un derecho; de quien pueda lógicamente decirse que tiene un derecho a tal variedad de cosas, a tener deberes, privilegios, poderes, responsabilidades, etcétera. En el lenguaje completo de los derechos, afirma White, sólo una persona puede lógicamente ser sujeto de tales predicados; los derechos no son el tipo de cosas que puedan predicarse de las no-personas.14 Para White, en la medida en que consideremos personas a los fetos, los bebés, los incapacitados, los pacientes en estado vegetativo, los animales, etcétera, podemos atribuirles derechos. Aun quienes son prácticamente incapaces de hacer cosas como reclamar, disfrutar, ejercer, etcétera, un derecho pueden ser considerados poseedores de derechos. Un animal, un feto, un árbol, no pueden demandar, ejercer u otorgar derechos, pero el que eventualmente sean considerados personas permite atribuirles derechos. El derecho siempre ha ligado el concepto de persona con el de titular de derechos, deberes, responsabilidades, etcétera.15 13 14 15
Ibidem, p. 89. Ibidem, p. 90. En el lenguaje jurídico hay dos tipos de personas jurídicas, las “personas físicas” y las “personas colectivas” (que extrañamente a veces no son colectivas y que extrañamente son llamadas también “personas morales”). Estas últimas son aquellas corporaciones, sociedades, grupos, que conforman una unidad jurídica y a la que se le atribuyen derechos y obligaciones. Se usa el término “persona” seguramente no por alguna analogía con características o capacidades de los seres humanos, sino porque a estas corporaciones y grupos se les trata como a un “individuo”, como a una entidad unificada sin importar el número de miembros que la componen y sin importar el tipo de relaciones que existen entre ellos. Convendría reflexionar sobre qué tanta distorsión se ha generado en
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Sin embargo, White no nos dice por qué razón los derechos no pueden afirmarse de no personas, es un tanto paradójico que a fin de cuentas podamos atribuir derechos a cualquier tipo de entidad si la consideramos persona; es más, parecería que por definición cualquier entidad de la que se predique que tiene derechos tendría que ser considerada una persona y eso nos pone en una situación semejante a la de Kelsen donde persona es cualquier entidad a la que se le imputan derechos y deberes. El problema para la teoría jurídica consiste en pensar el concepto jurídico de persona como un concepto exclusivamente pragmático y no normativo, desvinculado por completo de los conceptos morales. La idea de White del uso completo del lenguaje de los derechos puede salvarse si nos sirve para determinar para qué usamos la noción de tener un derecho, esto es, qué significa decir que se es titular de un derecho. Las condiciones que establece White para predicar con sentido que alguien o algo tiene un derecho es un buen comienzo, pero él en vez de profundizar en esta línea de análisis, la interrumpe y acude a la noción de persona creyendo que finuestra comprensión de este tipo de fenómenos jurídicos debido a la utilización del concepto de persona. Si bien es innegable que a través de este concepto se han logrado simplificar muchos problemas como la realización de ciertas transacciones y relaciones civiles y mercantiles de todo tipo, sin embargo, el ver a tales entidades como a una persona, oscurece el hecho de que los derechos, obligaciones y responsabilidades —lo cual implica beneficios y cargas—, sean distribuidos en muchos casos de manera no equitativa, ya que estas corporaciones tienen una organización y estructura interna que reparte esas cargas y beneficios. Lo que se oscurece es que la “unidad”, la “persona colectiva”, por sí misma ni gana ni pierde nada, ni ejerce nada, ni es responsable de nada, ni tiene ningún derecho, sino que son ciertos individuos, que actúan como representantes, socios, etcétera, los que ejercen funciones, los que ganan y pierden, los que son o no responsables, etcétera. Como ha sostenido Hart, lo importante de conceptos como el de “persona colectiva” es determinar qué funciones cumplen cuando los empleamos en distintos enunciados; si se procede así, se encontrará que tales frases son equivalentes a enunciados sobre la conducta de ciertos individuos en determinadas condiciones, otras son traducibles a enunciados que se refieren a sistemas normativos, etcétera. Cfr., Hart, H. L. A., “Definición y teoría en la ciencia jurídica”, Derecho y moral. Contribuciones a su análisis, trad. de Genaro Carrió, Buenos Aires, Depalma, 1962, pp. 93-138, en especial pp. 130 y ss. Cuando en otra parte de este trabajo he sostenido que conviene no confundir la discusión sobre quienes son personas con la de quienes son titulares de derechos, además de pensar en casos como el de los animales, pienso en este caso en las personas colectivas, ya que aquí el concepto de persona no significa que estemos ante una persona moral o metafísica, es decir, asignamos derechos a ciertos grupos u organizaciones que no son personas en sentido moral, aunque usemos la palabra “persona” para referirnos a dichos grupos. Sin embargo, quiero dejar abierto el tema de por qué usamos el concepto de persona en estos casos, si resulta o no, y hasta qué punto, justificado este uso.
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nalmente aquí se resuelve todo problema en torno a la titularidad. Para White casi cualquier cosa puede ser considerada persona y por consiguiente tener derechos. Esta conclusión es muy parecida a la de Kelsen. La idea que considero conviene rescatar de White es la de preguntarnos qué sentido tiene hablar de derechos y cuándo tiene sentido decir que algo o alguien tiene un derecho. “Tener un derecho”, aunque haya muchos problemas para dar una definición, implica, como muchos autores lo han enfatizado de diversas maneras, tener una demanda, una pretensión justificada (Feinberg, Martín), un poder (Wellman), una libertad (Hart), o una expectativa (Dworkin) para hacer o abstenerme de hacer algo, para que alguien más haga o se abstenga de algo o nos proporcione algo. Ésta es la idea central de tener un derecho, desde luego que habrá que complementarla diciendo entre otras cosas que tales demandas, poderes, expectativas, etcétera, deben estar apoyadas en algún tipo de normas (reglas o principios morales o jurídicos o de otro tipo). Esta idea nos lleva a sostener que un poseedor de derechos es un demandante, alguien que pretende algo o tiene una expectativa. El análisis de estas ideas no resulta sencillo y de cómo entendamos estas nociones tendremos una noción de titular de derechos, pero si no queremos llevar al absurdo la idea de tener un derecho, habrá que aceptar que sólo quienes pueden hacer una demanda, plantear una pretensión, tener una expectativa, etcétera, serán titulares de derechos. Este pueden plantea algunos problemas precisamente porque podemos aceptar que no es necesario que los sujetos tengan ciertas capacidades para que por sí mismos realicen ciertas acciones para demandar, exigir, un derecho. Esto nos lleva entonces a tener que plantearnos el problema de la representación y sus límites. IV. REPRESENTACIÓN Feinberg reconoce que los animales y los bebés, por ejemplo, no pueden acudir a una corte para reclamar sus derechos, no pueden iniciar por sí mismos un procedimiento legal, no son capaces de entender sus derechos, ni de darse cuenta de cuándo son violados, o de distinguir cuándo se comete un ilícito, o de responder con indignación o con algún sentido de justicia, más que el mero enojo o furia. Los argumentos de Feinberg para defender que los animales, los bebés, las futuras generaciones y los fetos tienen derechos (y no así las plantas, las especies y los seres huma-
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nos en estado vegetativo) consisten en sostener que debido a que poseen intereses y pueden beneficiarse, pueden entonces ser representados. Feinberg acertadamente no enfoca el problema de la titularidad de los derechos como si se tratara de determinar simultáneamente el concepto de persona, no dice en ningún momento que los animales o las futuras generaciones sean personas. Lo que hace Feinberg es introducir un criterio que puede servir para determinar cuándo, al menos, no es irracional adscribir derechos a ciertas entidades, este criterio es el de la representación. Empero, habrá que admitir que la condición para que algo pueda ser representado, esto es, tener intereses, no parece suficiente, ya que si tener un interés implica que es posible pensar en su bienestar y protegerlo, tal cosa puede conseguirse sin necesidad de nombrarle representantes. Obrar en interés de alguien o algo, como vimos antes, no implica que tengamos que tener una actitud personal ni considerarlo persona. Moral y jurídicamente hablando, cuando asumimos una actitud objetiva en ciertos casos es porque, como sostiene Strawson, consideramos que están fuera de nuestras “relaciones personales ordinarias”, a los animales los solemos ver en varios aspectos, como inhabilitados permanentemente —a diferencia de los bebés— para entablar relaciones ordinarias con nosotros. No negamos que puedan sufrir, sentir, y que en algunos aspectos se parezcan a nosotros. Pero es un argumento fuerte el decir que no pueden entablar relaciones morales y jurídicas por sí mismos, y ese no pueden16 es definitivo. En el caso de los bebés, los fetos, pacientes con ciertas deficiencias mentales no severas y las futuras generaciones, el que no puedan entablar relaciones ordinarias con nosotros no es una cuestión definitiva. No es, como piensa Feinberg, porque tienen intereses 16 El no pueden se refiere a que son incapaces de realizar ciertas conductas o acciones, este no pueden se reduce a las posibilidades fácticas para hacer o no hacer algo. La afirmación de que los animales o los bebés no pueden por sí mismos entablar relaciones se refiere a que son incapaces de realizar ciertas acciones; en el caso de los animales esa incapacidad “física” se mantiene invariable, es decir, es definitiva; en el caso de los bebés, en condiciones normales, se supera con el crecimiento y el aprendizaje. Este “poder” hay que distinguirlo de otros dos tipos: los “poderes deónticos” y los “poderes anankásticos”. El primer tipo de poder se refiere a lo que está permitido, alguien puede hacer o no hacer algo cuando esa conducta le está o no permitida, independientemente de que fácticamente pueda o no llevarla a cabo. Los poderes anankásticos se refieren a lo que se puede hacer o no dentro de un marco de reglas técnicas o institucionales, sin las cuales no se podría decir que tales conductas se pueden realizar, por ejemplo, contraer matrimonio, divorciarse, hacer un testamento válido, testificar, etcétera.
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o pueden llegar a tenerlos, sino porque además pueden llegar a tener relaciones ordinarias o, en el caso de algunos enfermos mentales no graves, de hecho pueden tener ya algunas relaciones ordinarias con nosotros. Si las cosas trascurren con normalidad, los bebés y los fetos crecerán y podrán asumir por sí mismos sus derechos, obligaciones y responsabilidades. En el caso de algunos enfermos mentales y de las generaciones futuras, se necesita no el transcurso “normal” de los hechos para que puedan llegar a existir o a superar su deficiencia mental, sino que hagamos algo para asegurar que ello pueda ocurrir. Pero suponemos que tenemos esperanzas fundadas en que lo que hagamos resulte eficiente. Eso hace distintos los casos anteriores de los casos de los enfermos mentales graves, pacientes en coma o en estado vegetativo, los animales (al menos la gran mayoría de ellos) y plantas. En estos últimos no tenemos esperanzas fundadas de que aun haciendo algo por ellos, ellos puedan entablar con nosotros relaciones ordinarias. Por ello, se justifica que adoptemos una actitud objetiva17 y nos neguemos a atribuirles la calidad de personas, y los veamos también como incapacitados para asumir responsabilidades y deberes. El adscribirles algún derecho puede tener sentido en los casos de los bebés, los fetos y quizá algunos animales, y habrá que decir entonces qué razones podría haber para ello, aunque desde luego, no será porque son personas en el sentido de agentes morales, sino en todo caso porque son seres humanos, o animales con ciertas capacidades semejantes hasta cierto punto a las nuestras. Pero en los otros casos de plantas, la mayor parte de los animales, seres humanos en estado vegetativo, etcétera, el adscribirles derechos no tiene mucho sentido. Aceptar esto no significa que tengamos que aceptar el maltrato de los animales o de otros seres humanos. Nuestros deberes morales pueden incluir la exigencia de no hacerlos sufrir y de darles un trato adecuado. Podemos tratarlos de manera semejante a las personas pero hasta cierto punto. La idea de la dignidad humana, a pesar de ser una idea bastante confusa, normalmente suele relacionarse con la idea de que nuestras voliciones y nuestro consentimiento sean tomados en cuenta y suele incluir también la idea del respeto a la integridad. A los animales, enfermos mentales graves, o pacientes en estado de coma debemos y podemos tratarlos bien, pero lo que no podemos es tomar en cuenta sus voliciones y su consentimiento (salvo que en el caso de los pacientes en coma 17
Véase nota 19.
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o los enfermos mentales, se trate de un consentimiento o voluntad manifestados con anterioridad al estado en cuestión). La mayoría de los partidarios de los derechos de los niños, de los animales, etcétera, ponen énfasis en la teoría del interés o del beneficiario, es decir, resaltan el lado pasivo y consideran ciertas características como relevantes para dicho estatus, tales como la capacidad de sentir placer y dolor, la capacidad de tener intereses.18 Dado que ciertos seres humanos, los animales u otras entidades como las generaciones futuras o las especies, no pueden por sí mismos realizar ciertas acciones que den sentido al lenguaje de los derechos, estas teorías tienen que recurrir a la idea de la representación. Tales sujetos y entidades pueden ser adecuadamente representados por otras personas capaces de realizar por ellos ciertas acciones para demandar, proteger y garantizar sus derechos. De este modo las cuestiones de la personalidad, la acción y la asignación de derechos quedan conectadas a través de una técnica específica que es la representación. La representación podemos dividirla en dos tipos básicos, por una parte, la representación de personas que pueden ejercer por sí mismas sus derechos pero que por distintas circunstancias no pueden o no desean ejercerlas por sí mismas y nombran para ello un representante. Estos son casos de representación voluntaria que deriva de un contrato como el mandato, la representación de una sociedad, o casos donde la ley ordena la asistencia de un representante, como en la curatela y la asesoría legal. Por otro lado, la representación legal incluye casos especiales como la tutela, la patria potestad, la administración de bienes que difieren de los anteriores porque en estos últimos casos se trata de sujetos incapaces de ejercer por sí mismas sus derechos (enfermos mentales, bebés, niños pequeños, fetos, personas en estado de coma, ausentes, animales, etcétera). Se trata, pues, de una representación necesaria. Es a través de la técnica de la representación que ciertas reglas establecen que ciertos actos de otros se los atribuyamos a un sujeto distinto a quien muchas veces el derecho lo termina reconociendo como persona, precisamente por esa idea tan arraigada entre los juristas de identificar persona con titular de derechos. Pero la diferencia entre la representación voluntaria y la necesaria es que en esta última la representación se vuelve un requisito necesario para el ejercicio de la personalidad. Sólo 18 Esta capacidad es pasiva porque para algunos autores como Feinberg sólo requiere que algo sea en interés de alguien y no que ese sujeto tenga o tome interés en algo.
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en la medida en que alguien que por sí mismo es incapaz de ejercer o reclamar cualquier tipo de derechos tenga un representante, podemos decir con algo de sentido que es poseedor de derechos. Por ejemplo, podríamos considerar a los animales titulares de derechos, pero si no tuviesen un representante que hablara por ellos, no serviría de nada, en nada cambiaría su situación, sería tan sólo una manera retórica de hablar. Conviene distinguir dos casos de representación necesaria; la permanente y la transitoria. La representación necesaria-permanente es aquella que se refiere a casos en donde la persona depende en todo momento del representante, por tanto, el representado en ningún momento podrá llegar a ejercer por sí mismo sus derechos, ya sea porque se trate de un ser que no tiene tal capacidad, o porque la perdió (total o parcialmente, en este último caso en un grado considerable) y no es factible que la recupere. La representación necesaria-transitoria es aquella en la que el representando es un ser que por el momento (debido a circunstancias normales o accidentales) no tiene la capacidad o no la suficiente para ejercer por sí mismo sus derechos, pero que si todo transcurre normalmente o se realizan ciertas acciones, llegará a tenerla o a recuperarla. Esta distinción nos tiene que hacer pensar en la relevancia y las funciones de la representación. En los casos de frontera, es decir, los casos sujetos a debate sobre el estatus de persona, más allá de la discusión filosófica, conviene preguntarse qué sentido, qué función, qué ventajas y desventajas puede tener tanto la representación necesaria y permanente (animales, plantas, objetos inanimados, especies, seres humanos con enfermedades metales graves e irreversibles), como la representación necesaria pero transitoria (niños, bebés, fetos, algunos enfermos mentales, sujetos en estado de coma que eventualmente pueda revertirse). Los casos son distintos porque aunque en los últimos casos citados podríamos dejar abierta la cuestión de si se trata de personas desde el punto de vista moral, hay otras razones19 que pueden justificar tanto que los tratemos como personas desde el punto de vista jurídico, como que les atribuyamos derechos. En estos casos la representación legal es una técnica jurídica adecuada y útil. En los otros casos no hay buenas razones para considerarlos personas jurídicas, además, la técnica de la representación tampoco cum19 Son seres humanos, potencialmente serán personas, es decir, podrán desarrollar por sí mismos ciertas capacidades que actualmente no tienen o no en el grado suficiente, etcétera.
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pliría con fines racionales. Podemos aceptar que en ciertos casos donde una persona pierde sus capacidades de forma permanente, por cuestiones de seguridad jurídica que tienen que ver con sus bienes, sus deberes y responsabilidades, se justifique al menos temporalmente que un representante actúe “en su nombre”, pero eso sólo puede ser útil durante un periodo de tiempo y no a largo plazo. ¿Para qué querríamos que un animal o un ser humano en estado vegetativo o uno con un trastorno mental muy severo (sin esperanza de que saliera de su estado), pudieran realizar actos jurídicos a través de representantes?, ¿cómo esto podría ayudarles a ellos mismos?, ¿qué beneficios sociales podrían justificar la ficción de considerarlos titulares de derechos? Además, el hecho de que el derecho los pueda llegar a tratar como personas jurídicas no implica que necesariamente los demás los veamos y tratemos como personas. No encuentro, pues, ninguna razón importante para que se insista en estos casos en reconocerles personalidad y en quererles adscribir derechos. Su bienestar puede ser asegurado por otros medios más efectivos y racionales. Aunque la representación es una técnica jurídica que puede permitir muchas ficciones, no tenemos que caer en el absurdo de pensar que eso nos permite atribuir personalidad jurídica y derechos a cualquier cosa.
QUÉ ES Y PARA QUÉ SIRVE EL DERECHO Magdalena ESPINOSA GÓMEZ* SUMARIO: I. Nota introductoria. II. Génesis y características del derecho. III. Para qué sirve. IV. Conclusiones. V. Bibliografía.
I. NOTA INTRODUCTORIA De antemano se expresa la imposibilidad de resolver en unas cuantas líneas el contenido de la filosofía del derecho; sin embargo, este trabajo refleja la inquietud observada durante más de 25 años de docencia, respecto a lo que se considera conveniente diferenciar y delimitar sobre la materia. Para contestar ¿Qué es el derecho? se tienen que determinar sus cuatro causas: eficiente, material, formal y final. Esto es, poder identificar de dónde surge, qué es, cómo es y para qué sirve. En un inicio se parte del hecho de que el derecho no es un ser que se encuentra como dado en la naturaleza, sino que implica el ser creado. Su causa eficiente es el hombre, con lo cual queda asentado que es un producto humano. Para conocer qué es, es necesario identificar cómo y de qué está hecho; cabe entonces distinguir todos los elementos que le sirven de materia prima, integrados por los datos previos u ontológicos; así como por los datos axiológicos o ideales que también le anteceden, éstos son los valores que el grupo tiene y a los que aspira, como el orden, la seguridad y la justicia. Ambos datos, hechos y valores constituyen su causa material, ésta necesita ser delimitada por una forma que le brinde la estructura que la contenga. Habida ésta, quedará depositada como contenido dentro de ella. La causa formal será entonces la norma jurídica; misma que demanda ser * Facultad de Estudios Superiores Acatlán, UNAM, México. 147
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construida mediante conceptos, proposiciones y argumentos expresados por la palabra escrita con la cual se le dará forma tangible al contenido intangible. En lo formulado mediante la norma jurídica queda inmersa, como una válvula de seguridad, la coercibilidad, entendida como la posibilidad, en el supuesto caso de ser violada, del uso legítimo de la fuerza. La norma, una vez plasmada, tiene que ser interpretada por el juez para poder aplicarla, él tendrá que desentrañar su sentido y con el mismo resolver el caso concreto de vida. Así, este derecho positivo se convierte en la herramienta idónea para ello. Pero es adecuado remarcar que es tan sólo eso, un instrumento, quien lo hace y el que lo utiliza es el hombre. Se considera importante delinear el campo lógico-lingüístico que corresponde al texto de las normas jurídicas, lo que corresponde al ordenamiento jurídico; y por otro lado a identificar al derecho en el valor a ser realizado, como contenido de ellas y de la conducta humana impregnada de intenciones, pensamiento y emociones, situaciones que corresponden a distintas categorías de ser. II. GÉNESIS Y CARACTERÍSTICAS DEL DERECHO 1. Ubicación del derecho Para identificar a ese ser que llamamos derecho se requiere conocer en qué contexto puede ser ubicado. Nicolai Hartmann1 se aboca a explicar la realidad, refiriéndose a la estructura estratificada del ser, misma que puede ser agrupada en distintos mundos o estratos. Comenta que estos diversos campos del ser se brindan apoyo y soporte recíprocamente, del primero a los subsiguientes. Dichos mundos pueden identificarse en su conformación como cuatro estratos: 1) el inorgánico, 2) él orgánico, 3) el psíquico y 4) el espiritual. Cada uno tiene sus leyes propias: la física y química inorgánica para el primero; la química orgánica y la biológica para el segundo, las psíquicas para el tercero y las espirituales para el cuarto, siendo éstas la lógica y la ética. Todas ellas conforman el principio de legalidad, por ello los estratos están estrechamente vinculados, no se dan aislados y se interrelacionan entre sí.
1
Hartmann, Nicolai, Ontología, 2a. ed., México, FCE, 1986, t. III y t. IV.
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El primero es la base, el apoyo y cimiento de los demás, sin él los otros no serían, éste es en relación de ellos independiente, puesto que no necesita de los demás para ser. Ellos a su vez son verticalmente dependientes: el segundo del primero y así sucesivamente, el tercero del segundo y el cuarto del tercero. De este modo, el más dependiente resulta ser el espiritual, pues para ser requiere de todos los demás. Más aún, a efecto de poder ser, siempre el estrato superior ha de respetar la ley o leyes del inferior (es) , bajo la pena y riesgo de su misma destrucción, así al mundo espiritual corresponde respetar tanto sus propias leyes: la lógica y la ética, como también la ley psíquica, la biológica, la química y la física. Se habla entonces de la dependencia que existe entre cada campo, paradójicamente, se consideraba al hombre como el ser libre. Sin embargo, visto así, resulta ser el ser más dependiente dado que al decir de Gibran: “El verdadero hombre libre es aquel que acepta, pacientemente, el peso de sus cadenas”;2 ¿puede el hombre violar las leyes en las que está inmerso? Si es parte del Universo, está sujeto a ellas. Recaséns dice que el hombre es “libre albedrío”, con esta frase se expresa rigurosamente la situación o inserción del hombre en su circunstancia, es decir, su situación en el Universo”,3 con lo cual se explica la violación del orden dado y sobre todo, el desorden creado. Por último, Hartmann comenta que la posibilidad que tiene cada estrato dentro de sí mismo de comportarse bajo sus propios principios se identifica horizontalmente como autonomía. Analógicamente, esto puede observarse con la evolución misma del planeta Tierra, pues de los 4 600 millones de años que los geólogos le dan de existencia, éstos se distribuyen así: 3 000 millones corresponden a la era Azoica o sin vida; hace 1 000 millones de años inicia la etapa Proterozoica con las primeras algas como organismos vivos; hace 600 millones surgen los primeros invertebrados; hace 500 se forman los arrecifes de coral, abundaron las esponjas y moluscos; hace 400 millones de años se dan las primeras plantas terrestres y los primeros peces; los anfibios emergen alrededor de los 350 millones de años; hace 270 millones de años surgen las primeras coníferas y los primeros reptiles; hacia los 220 millones aparecen los primeros mamíferos y dinosaurios, se forma la pangea y ésta se empieza a desgajar alrededor de los 180 millones de 2 3
Jalil, Gibran, Arena y espuma, Buenos Aires, La Salamandra, 1976, p. 39. Recaséns Siches, Luis, Introducción al derecho, México, Porrúa, 1970, p. 21.
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años; hace 135 millones surgen las primeras plantas con flores y las primeras aves; los dinosaurios se extinguen hace 70 millones, se extienden los mamíferos modernos e inician los primeros primates; en los 60 millones se separa Sudamérica del sur de África; por los 40 millones surgen los primeros monos; aproximadamente a los 25 millones se forma el sistema montañoso himalayo-alpino y aparecen mamíferos herbívoros; hace 10 millones se encuentran los primeros homínidos; en el Pleistoceno se dan las glaciaciones alternadas con periodos cálidos, inicia la era Cuaternaria, cerca de los 3 millones de años aparece el homo hábilis, así como los australopithecus ; hace un millón 500 mil años el homo erectus y apenas hace 100 mil años el homo sapiens neanderthalensis.4 Esta relación tiene como propósito el poder identificar con claridad la ubicación temporal respecto del hombre, así como el poder brindarnos la compresión de lo que Hartmann explica en relación a esos cuatro mundos o estratos de la realidad: el inorgánico o sin vida; el orgánico o de los seres vivos; el psicológico o del conocimiento, y el espiritual correspondiente al ser humano. Como se vio en las líneas precedentes, en la naturaleza tuvo que pasar mucho tiempo para que pudiera darse la manifestación del estrato espiritual. Pues en relación de los 4 600 millones 5 de años de existencia de la Tierra ¿qué son los 100 mil años que corresponden a la presencia del homo sapiens? Para que el lenguaje apareciera, el esqueleto encorvado que se apoyaba sobre los puños, tuvo que transformarse hasta la posición erguida, indispensable para la maduración tanto del cerebro, como del órgano de la laringe, conformado hasta la cavidad del paladar para que como bóveda pudiera permitir la acústica del verbo. Por la mano humana el cultivo fue transformando el medio, y por aquella relación constante, gracias a la oposición del pulgar como ahora lo confirma la neurología, el córtex se desarrolló y, paralelamente, es en este momento cuando la facultad de abstracción está presente, es el mundo de la esencia captando esencias: el pensamiento.6 A partir de entonces, mediante la correlación sujeto-ob4 Leakey, Richard y Lewin, Roger, Los orígenes del hombre, Madrid, 1980, pp. 12-15 y 84-85. 5 Hay fuentes recientes que aceptan 4 700 millones de años. 6 Popper, Karl y Eccles, John, El Yo y su cerebro, Barcelona, Labor Universitaria, 1985, capítulo 1, pp. 257- 264.
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jeto y la retroalimentación objeto-sujeto, surgió la capacidad de conocer y de nombrar. Así, lentamente florecieron el arte, la técnica, la filosofía y la ciencia; en una palabra, la cultura con la que emerge el mundo civilizado. Pero para que esto se diera, fue necesario que el lenguaje se conformara, que las formas-pensamiento brotadas, no de un individuo sino de muchos, se estructuraran e integraran mediante el sonido o los signos impregnados de significado para la comunidad. Éste es el momento en el que se manifiesta el florecimiento del estrato espiritual, propio del hombre cuya esencia integrada por razón, voluntad y libertad; ella está regida por las leyes correspondientes: la lógica, cuyo fin es la verdad, y la ética, cuyo propósito es el bien. Sin embargo, en cuanto a la libertad Ovidio decía: “Veo lo que es mejor, lo apruebo como tal, pero hago lo peor”.7 Efectivamente: “Razón, voluntad y libertad, constituyen para el hombre un poder inmenso; son un honor y un riesgo”.8 Este es el gran reto de la humanidad, manifestar la esencia de su verdadero ser. El espíritu como tal es inmaterial, se expresa en el hombre a través de su cuerpo. El yo pensante usará de la voz en la palabra, o de sus manos o cara en gestos para comunicarse. La relevancia del lenguaje implica el que se haga énfasis en lo siguiente: en la comunicación es importante tener siempre presente el peso de sus componentes: así, a las palabras corresponde el 7%, al tono de voz el 38%, y al lenguaje corporal o analógico, es decir: la postura, los gestos y el contacto visual, el 55 % (Mehrabien y Ferris, 1967). Las manifestaciones del espíritu tienen que objetivarse, plasmarse en la dimensión física para que cobren sentido a los demás. Como producto de su creador, de igual manera el derecho posee un ser espiritual. Sólo el espíritu y por lo mismo sus productos logran trascender, ir más allá del tiempo y del espacio; así mismo pueden ser desentrañados y comprendidos en sus significados por otras personas en otro tiempo-espacio. Los productos espirituales pueden ser de dos clases: individuales y colectivos. Piénsese en los primeros, por ejemplo, en La piedad o la Quinta sinfonía de Beethoven, o en el Quijote, sus creadores han desapa7 Preciado Hernández, R., Lecciones de filosofía del derecho, 6a. ed., México, Jus, 1970, p. 114. 8 Ibidem, p. 89.
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recido hace tiempo y sus obras permanecen más allá de la vida de aquéllos. En relación a los colectivos, son aquellos generados por un grupo. De esta manera, particular importancia cobra el lenguaje, dado que es el primer producto conjunto gracias al cual los integrantes de una colectividad se expresan y comunican con un código de conceptos-símbolos-palabras para identificar su realidad y manifestar también su interioridad. Así, el lenguaje constituye en el género humano el primer producto común objetivado. Puede afirmarse que antes de que exista un lenguaje estructurado no hay derecho, por lo que hacer referencia al origen del derecho lo implica, siendo el lenguaje el vehículo para lograr su construcción, expresión y aplicación. A su vez, es necesario recalcar que nuestra disciplina es también un producto del espíritu común, puesto que reúne los ideales y metas, las aspiraciones conjuntas que vinculan al grupo que pretende darse una forma organizada. Es entonces de este modo que su ser se conforma, gracias a ese otro fruto colectivo el lenguaje, quedando incorporado en sus enunciados el modo de ser, de pensar y de sentir de la comunidad comprometida en su realización. De manera que el derecho no es algo que se encuentra dado espontáneamente en la naturaleza, sino que gracias al hombre tiene que surgir, concretarse, formarse, elaborarse, hacerse. Se hace uso a todo propósito de la reiteración de sinónimos con el efecto de dejar bien sentado que: el ser del derecho tiene que ser “puesto” en la existencia, tiene que hacerse manifiesto, es decir, objetivarse, positivarse. El derecho es una creación humana y al usar los vocablos “derecho natural”, un término se contradice con el otro, puesto que lo natural es algo espontáneamente dado y el derecho siempre es creado. Todavía ahora es común que el alumno y no pocos profesores, acepten sin cuestionar la idea del “derecho natural” como algo que estuvo ahí desde siempre. Es importante señalar el orden natural, como Hartmann lo refiere, expresando las leyes propias de cada mundo, y ahí no aparece el derecho. Por otro lado, si ha de vérsele sistemáticamente integrado como ciencia, eso es algo sumamente reciente, pues es Hans Kelsen quien le da esta calidad apenas en 1911, hace menos de cien años.
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2. ¿Qué es el derecho? En la posmodernidad, su génesis ha de entenderse como la expresión conjunta de la impronta espiritual9 de un determinado grupo social cuyo propósito es conformarse adecuadamente, dándose una organización política y jurídica, a través de la norma construida ex profeso; en donde el poder constituyente, como representación nacional, logre plasmar esas aspiraciones colectivas sobre su determinación de ser como: poder constituido, institucionalizado, formalizado, establecido. Ello entonces, tiene que cobrar expresión. A ese conjunto de ideas, pensamientos de organización y de conformación, se les engloba bajo el término Constitución, siendo ésta el punto de partida y el fundamento del ulterior ordenamiento jurídico, al que se puede entender como: “El sistema de preceptos sustentados y determinados en su contenido por una (espacial y temporalmente delimitada) comunidad social (o por la clase dirigente de la misma), para la conducta externa de los miembros de dicha comunidad, cuya inobservancia es contrarrestada mediante apremios o penas”.10 Estando cohesionado al interior por la “impronta espiritual” y el exterior por el espacio y el tiempo. Los juristas escuchamos esto con naturalidad. Pero, ¿acaso nos hemos detenido a ver realmente qué es y cómo se gesta ese ser al que llamamos derecho?. En su origen hay un conjunto de anhelos, de ideas y propósitos que pueden incluirse en el concepto ideología. Ese modo de “sentir” —campo emocional— y de “pensar” —campo racional— corresponde dentro de los órdenes del ser a los entes inmateriales dado que su ser es incorpóreo. La conducta humana es su materia prima, pero a los abogados, poco o nada se nos enseña de ella, siendo que las relaciones humanas están impregnadas de emociones y pasiones. El hombre manifiesta en sus actos lo que piensa y lo que siente. A raíz de la fotografía lograda por Semyon Kirlian en Rusia en 1949,11 se pudo constatar que los pensamientos y las emociones, son expresiones que se manifiestan como campos electromagnéticos. La electricidad cerebral se midió por vez primera en 1917 en Alemania por el 9 10 11
Hans, Nawiasky, Teoría general del derecho, México, Editora Nacional, 1980, p. 49. Ibidem, p. 51. Davis, Mikol y Lane, Earle, Rainbows of Life, The Promise of Kirlian Photography, Nueva York, Harper Colophon Books, 1978, pp. 13 y 37.
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doctor Hans Berger, en la Universidad de Jena,12 surgiendo así el electroencefalograma (EEG). En relación a las emociones, han sido estudiadas por la doctora Thelma Moss en el Instituto de Neuropsiquiatría en la Universidad de los Angeles, California, quien en los años setenta logró captar los diferentes estados de ánimo, de salud, la empatía en las relaciones y el consumo de substancias, como campos magnéticos en placas de fotografía kirliana.13 Así, el amor, el odio, la tristeza, la alegría o el enojo, el consumo de alcohol o de drogas se reconocen por el espectro que conforman y el color que emanan en la corona de luz que emana de la yema del dedo índice. Desde el magnetismo de Messmer, que entonces parecía una mera ilusión, hasta nuestros días, el avance de la tecnología y la ciencia permite ampliar el campo de conocimiento hacia esas realidades no materiales. En nuestra disciplina es importante identificar en relación a la conducta la intención, la buena o mala fe, la alevosía, etcétera. Así como lo que implica para la persona la justicia, la paz o la seguridad. Cuestiones todas ellas, que no pertenecen a las manifestaciones materiales. Al respecto Villoro Toranzo afirma: Cuanto más nos demos cuenta de las influencias que nos afectan, mejor podremos controlarlas y así hacer más válido y seguro nuestro avance. Los prejuicios contra lo metafísico deberán ser refrenados. En realidad, el hombre continuamente hace metafísica, es decir, pasa del mundo observado con los sentidos a conclusiones no observables; es lo que nos distingue de otras especies animales.
Como dice Kuhn: En el uso metafórico tanto como en el literal de “ver”, la interpretación empieza donde la percepción termina... No vemos los electrones, sino antes bien su recorrido, o bien burbujas de vapor en una cámara anublada. No vemos por nada las corrientes eléctricas, sino antes bien, la aguja de un amperímetro o de un galvanómetro.14
12 Eccles, John, “Bases neurofisiológicas del espíritu”, La Vida Enciclopedia, España, Salvat, 1961, t. V, p. 71. 13 Jeffrey, Mishlove, The Roots of Consciousness, Nueva York, Random House, 1975, t. V. 14 Kuhn, Thomas, La estructura de las revoluciones científicas, México, FCE, 1986, pp. 300-303.
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Análogamente podemos decir que no vemos al derecho ni a la justicia, pero sí situaciones que exigen su presencia u otras situaciones donde comprobamos sus efectos. Por eso podemos estudiar al derecho y a la justicia, y contra todos los prejuicios positivistas debemos defender la existencia de una ciencia del derecho y de la justicia. 15
Por su parte, el doctor Fix-Zamudio dice: La problemática en la investigación jurídica resulta muy complicada en la actualidad, ya que no sólo requiere del empleo de la técnica científica, sino de la metodología filosófica, pues el problema de la investigación no puede detenerse exclusivamente en la escala científica, sino que para llegar a ser sistemática, y por lo tanto fructífera, tiene que ascender hasta las esencias, hasta la metafísica.16
Paralelamente, esto “metafísico” que no puede tocarse por ser espiritual, constituye la fuerza de cohesión del grupo social, es lo que se siente, en lo que se cree y se valora colectivamente, transmitiéndose de generación en generación. Su importancia es tal que requiere ser plasmada para lograr ser conocida y captada en su significado por todos aquellos que no intervinieron directamente en su elaboración, la mayoría que delegó su confianza en sus representantes, con el deseo de poder ser organizada y ordenada, así como por los que aún no habían nacido y por los que nacerán en las futuras generaciones. Por ello corresponde a quienes lo crean dar a conocer los acuerdos constituidos y, a través de la promulgación adecuada, poder dejar en claro que los consensos tomados serán cumplidos al haber cobrado expresión y fuerza en la ley fundamental. Esto es la base del Estado de derecho. Dado que: “Nada humano es posible en la anarquía”;17 y habiendo señalado parte del contexto que brinda algunos de los aspectos para poder establecer lo jurídico, cabe preguntar: 3. ¿Cómo se conforma el ser del derecho? El de una casa, con varilla, cemento, tabiques; el de una flor, con pétalos de suave textura, aroma delicado, tallo y hojas; el de un animal, por 15 16
Villoro Toranzo, Miguel, Teoría general del derecho, México, Porrúa, 1989, p. 137. Fix-Zamudio, Héctor, Metodología, docencia e investigación jurídicas, 3a. ed., México, Porrúa, 1988, p. 69. 17 Maldonado, Adolfo, “Génesis espontánea del derecho y la unidad social”, Revista Facultad de Derecho, México, núm. 23, julio-septiembre de 1956, p. 11.
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el conjunto armónico de millones de células organizadas, como un delfín, un águila, un caballo o nuestro fiel amigo, un perro. El hombre mismo se configura en estructura ósea, tejido muscular, sistema respiratorio, digestivo, nervioso, endocrino, como partes que integran su cuerpo físico. Mas su verdadero ser, el que piensa, quiere y siente, tiene una sustancia distinta, es incorpórea y espiritual, perteneciendo como tal al cuarto estrato que Hartmann refiere como espiritual, en donde se generan los productos culturales. Lo que denominamos derecho queda incorporado en la Constitución que tuvo que ser redactada, construida por conceptos, enunciados y argumentos con un sentido, con un propósito, con un fin cierto y determinado. Al manifestarse en un texto integrado y congruente, al usar papel y tinta, cobra manifestación externa en el mundo de la forma, por ello puede decirse que el derecho es un producto del espíritu común objetivado. Como objeto, su ser materializado, al ser inanimado pertenecerá al mundo inorgánico; pero si se quemaran todas las Constituciones y los códigos, el derecho como tal permanecería, pues por su carácter espiritual trasciende la materia en que quedó plasmado, al decir del maestro Recaséns es un “pensamiento convertido en cosa.18 Desaparece pues “la cosa”, el libreto, el código; pero permanece la impronta espiritual en la conciencia colectiva y en otro elemento muy importante —la conducta humana— que se conserva y guarda por los hábitos, en la memoria, tanto del grupo, como del individuo. El derecho como entidad espiritual y abstracta se hace concreto a través de la palabra, en sus inicios oral, hoy, generalmente, escrita. Para “su establecimiento sólo dispone del concepto. Pero para Engish, éste, al reasumir las características de fenómenos de la vida en una estructura de pensamiento o de sentido, es necesariamente abstracto, prescinde de las individualidades de los objetos aprehendidos o concebidos y “mata” con ello, forzosamente, la vida peculiar de lo que sólo una vez se hace realidad”.19 Ahora bien, el derecho, dice Recaséns, es “vida humana objetivada ” y como tal emerge de situaciones, de hechos reales, del vivir cotidiano.20 Se ha dicho que el derecho es hecho, valor y norma. El hecho es el fenómeno dado como tal en situaciones específicas, concretas en un sitio y en 18 19
Recaséns Siches, Luis, op. cit., nota 3, p. 25. Henkel, Heinrich, Introducción a la filosofía del derecho, Madrid, Taurus, 1980, p. 578. 20 Recaséns Siches, Luis, op. cit., nota 3, p. 26.
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un tiempo determinado. El valor es tanto lo que le da origen, como el cauce hacia donde pretenden dirigirse los hechos futuros como la meta ideal porque el grupo lo considera así conveniente; para cumplir con éste y prever aquél se crea la norma jurídica. Ella será la concretización en la que se integran tanto los hechos, es decir, los problemas surgidos de la realidad histórica, como la solución considerada adecuada de ellos. De tal modo, la norma adquiere su carácter de jurídica, al dársele la forma según el ordenamiento jurídico específico lo establezca. Vemos entonces que en la conformación del derecho se tienen que combinar y concordar varias especies y cosas de distintas categorías, tanto corpóreas como incorpóreas, como serían los hechos, los problemas y sus posibles soluciones, así como las conductas, intenciones, los ideales y las metas o propósitos valiosos para el grupo. Para explicar esto, Heinrich Henkel se refiere a cuatro momentos o etapas del derecho. Al primero lo denomina datos previos o reales: ontológicos, que constituirán el primer momento de aprehensión de la realidad para la conformación del derecho. Al segundo, el dato a cumplir, formado por lo que llama la idea de derecho, en donde se comprenden los aspectos axiológicos, integrada por los ideales de justicia, seguridad y orden. Al tercero, el momento de cotejo de las condiciones a ser consideradas para su creación, en donde se tienen que contrastar los hechos del primero y los valores del segundo. Es la etapa del proyecto para la formación o construcción de la ley, lo cual toca al legislador. Y un cuarto será la aplicación de ella, actividad que corresponde al juez tanto en su interpretación, como en su aplicación21 (véase la gráfica). Los datos previos, son los factores reales existentes antes de la creación del derecho. Son muy complejos, pues incluyen a la realidad misma. Él los relaciona de la siguiente forma: 1. La determinación antropológica del hombre, como la autodeterminación del comportamiento y su responsabilidad. La persona como titular de derechos y obligaciones con la pretensión de una esfera propia de libertad que le permita su integración vital. 2. Las cosas, objetos del mundo real con sus leyes naturales propias y sus distintas estructuras ontológicas, en el sentido de Hartmann. 3. El mundo social humano, las estructuras sociales; comunidad, sociedad, organización, relación de fuerza y relación de lucha y sus reglas de juego. 21
Henkel, Heinrich, op. cit., nota 19, partes 1a. a 3a.
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4. La típica teleología de coactuación humana en el tráfico económico de intercambio se presenta en estructuras de fin e interés, condicionado mediante la ponderación y el control valorativos. 5. Usos y prácticas como modelos del comportamiento socialmente correcto, la moral social. 6. El orden social de valores, acervo de valores e ideologías de la sociedad como directrices del comportamiento social. 7. Las instituciones, productos pre-jurídicos con arraigo consuetudinario, más las exigencias de las ideas rectoras políticas. 8. Las estructuras lógico-reales que para la solución jurídica representan correspondencias permanentes y ontológicas: El orden social frente a un plan jurídico que le orienta y 9. Las realidades diversas y cambiantes de la vida social, como la economía, las condiciones técnicas, etcétera. Como puede verse, son muchos los aspectos de la realidad que brindan un punto de apoyo y que han de ser tomados en cuenta en la elaboración del derecho.22 En el segundo momento, el dato a cumplir por el derecho es llamado el dato ideal. En él se agrupan las ideas valorativas directrices del derecho, es lo que se ha de lograr y está integrado por: a) El principio de justicia; b) de equidad; c) La oportunidad; como la adecuada realización de fines para la práctica del derecho y d) La seguridad jurídica, que indicará el contenido jurídico a encontrar. Entre ellas suelen darse tensiones en relación a los problemas a resolver, a las que identifica como la polaridad. A veces ha de prevalecer y se ha de dar preferencia a una u otra de ellas, según lo requiera la ocasión.23 Todos estos puntos del dato real o previo, o del ideal o a cumplir del derecho, Henkel los agrupa bajo la palabra topoi. Este vocablo integra todo lo que se ha de tomar en cuenta por el legislador para obtener lo que él llama el derecho correcto y los pasos a lograrlo son: 1. El legislador ha de ver el problema material contemplado en la realidad de los hechos y la posibilidad de futura solución: sujetos, objetos, comportamientos, con el fin de orientar su plan jurídico. 2. Es raro que se use un sólo topoi, generalmente es necesaria una pluralidad para solucionar un problema. 22 23
Ibidem, pp. 267-470. Ibidem, pp. 489-553.
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3. Los posibles a resolverlo deberán ser puestos en mutua relación, seleccionando una preferencia jerárquica acorde con el problema material. Se procurará armonizar las tendencias en un adecuado reparto de influencias. Esta actividad de sopesar y ponderar se caracteriza como el arte del descubrimiento en el camino para obtener el derecho correcto. Por lo mismo y como se ve, su método de obtención es muy complejo. 4. La relación de los diversos topoi deja un espacio libre para elegir y decidir; la opción ha de sujetarse a la idea de bien común. Para Henkel el bien común es un fin directriz trascendente, es la idea promovedora y predominante; como ideal social, esta idea existe antes de toda conformación y es supratemporal por la constante exigencia de mejoramiento social. Actúa como una fuerza inmanente, es la meta que custodia la impronta espiritual y se convierte en un elemento constitutivo de toda positivación de derecho, tanto en la norma abstracta, como en la casuística. El bien común es la última interpretación de las normas jurídicas, no es ni principio jurídico, ni norma jurídica y la que lo niegue o contradiga no deberá aplicarse.24 La solución encontrada, que toma en cuenta tanto a topoi como al bien común puede calificarse de derecho correcto, que no debe equipararse a perfecto pues, como afirma Schiller, las ideas conviven apaciblemente, pero las cosas chocan duramente en el espacio.25 El derecho correcto incorpora la esencia del derecho verdadero, y el derecho positivo la vigencia existencial del derecho. De tal manera que el derecho correcto sin vigor es imperfecto, por lo cual tiene como meta el llegar a ser positivo, ésa es su tarea permanente. La positivación del derecho es necesaria a fin de lograr este derecho correcto.26 A este fenómeno de la positivación se le puede entender también, como la concretización del derecho. De igual manera, Villoro enfatiza el arte del derecho como la actividad que implica a la esencia humana del jurista al valorar y elegir los aspectos tanto ontológicos como axiológicos, logrando, al seleccionarlos e integrarlos en la construcción normativa, el propósito a ser realizado, tarea que incumbe al legislador.27
24 25 26 27
Ibidem, pp. 594 y ss. Ibidem, p. 690. Ibidem, p. 676. Villoro Toranzo, Miguel, Introducción al derecho, México, Porrúa, 1966, p. 142.
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4. Formación de la norma jurídica. El ordenamiento jurídico La causa formal del derecho se plasma en la norma jurídica, llegando a este punto se ha de tener el cuidado de observar que materia y forma se confunden; una vez que los datos ontológicos y axiológicos que son su causa material se implantan —como contenido— mediante la palabra; si bien éste queda inmerso en el significado, al exterior lo que se muestra es la forma en un texto. Entonces será necesario que aquel que tenga la capacidad de hacerlo, descubriendo su sentido, vuelva a encontrarlo para poder apreciarlo más allá de las letras. Así, una vez que la Constitución ha determinando el modo en que han de surgir las normas de derecho obligatorias para los particulares, los actos en los que ellas adquieren existencia se denominan leyes. En ellas se indica cómo deben comportarse los ciudadanos, así como las consecuencias de su posible incumplimiento. La ley necesita una forma externa para que pueda ser reconocida como norma obligatoria, por ello se habla de ley formal; y sólo por medio de la leyes nacen las normas jurídicas vinculantes. De ese modo también se va integrando poco a poco el sistema jerárquico de esas normas jurídicas: el ordenamiento jurídico.28 Ahora bien, ello se necesita construir a través de los denominados esquemas jurídicos. En general se entiende por esquema, “la representación gráfica o simbólica de cosas materiales o inmateriales”.29 Villoro Toranzo dice que “Los esquemas jurídicos vienen a ser como unos hilos que religan la situación real concreta con la solución justa, esos hilos forman un verdadero tejido que es el sistema de derecho”.30 Para el autor hay siete clases de esquemas que abarcan como pequeñas piezas desde lo más sencillo hasta lo más complejo de la maquinaria jurídica y serían como las letras, las palabras, las frases, las oraciones y los argumentos en una obra literaria. Ellos son: 1) Los conceptos jurídicos que constituyen la estructura esencial de toda norma, de toda figura y de toda situación jurídica, son conceptos puros, ajenos a la experiencia, indispensables en toda realidad jurídica histórica o posible. Atienden la “esencia” y son condicionantes de todo pensamiento jurídico.31 28 29 30 31
Nawiasky, Hans, op. cit., nota 9, p. 73. Diccionario de la lengua española, 22 ed., 2001, t. 5, p. 667. Villoro, Toranzo, Miguel, op. cit., nota 27, p. 241. Ibidem, p. 242.
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2) Los cuerpos jurídicos atienden a la “naturaleza”, Von Ihering, a quien se debe su explicación, dice que éstos se definen atendiendo a su fin, función, a su utilidad. Son conceptos jurídicos proyectados en la vida jurídica, sirviendo de instrumentos para la consecución de determinados fines y exigiendo deberes jurídicos propios.32 3) Principios o aforismos jurídicos. También se les conoce como axiomas o “brocárdicos”; muchos se han tomado del derecho romano y se enuncian en latín: pacta sunt servanda, posesor pro domino habetur, etcétera. 4) Presunciones de derecho. Este esquema recibe el nombre de standard jurídico, como sería la conducta del “buen padre de familia”. 5) Ficciones de derecho. Como las presunciones, a veces se formulan en aforismos jurídicos como: “la carga de la prueba incumbe al actor”, “los hechos no negados no necesitan prueba”. También permiten, para uso práctico, fingir situaciones inexistentes en la realidad, pero necesarias en la ley. 33 6) Instituciones jurídicas. Son los esquemas más complejos y pueden comprender varios conceptos y varios principios valorativos, en ellos los esquemas menores están estructurados en una visión de conjunto que versa sobre un mismo tema, como la propiedad, el matrimonio, el divorcio, el delito o el Poder Ejecutivo, que les da unidad y sentido por tener como fin la realización de determinados valores en un campo determinado. 7) Los sistemas de derecho. La concentración final de los esquemas jurídicos se hace en un agregado muy complejo llamado sistema de derecho. Por tal hay que entender el conjunto de conceptos, principios e instituciones que animan y dan sentido a una legislación determinada. Un sistema de derecho implica además una filosofía jurídica que ligue entre sí a los sujetos de la comunidad a los cuales se aplicará. 34 Para poder hablar de un sistema de derecho expresado en la legislación positiva, ha sido necesario cierto grado de maduración jurídica, es decir, que el ordenamiento jurídico haya sido desarrollado, integrado y prácticamente terminado en todas las áreas del derecho, a fin de que puedan resolverse las situaciones de vida cotidiana de la mejor manera posible. Por otro lado, también pueden darse principios y explicaciones latentes en el sistema que todos dan por supuestos sin que estos prin32 33 34
Idem. Ibidem, p. 243. Ibidem, p. 244.
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cipios y explicaciones lleguen a formularse en leyes escritas, como es el caso del sistema consuetudinario anglosajón. En México, ahora se puede hablar de un sistema de derecho, pero ha de tomarse en cuenta que éste se fue desarrollando paulatinamente a partir de la Constitución de 1917, cuando se elaboraron las normas secundarias en cada uno de los códigos necesarios para las distintas materias que lo integran y, evidentemente, las exigencias sociales exigen su constante revisión y adecuación. Sin embargo, aún puede decirse que la impronta espiritual permanece en lo que vincula a los mexicanos como propósito de ideal a realizar. Es urgente revivir el sentido que anima a nuestra nación, y no perderse en aspectos políticos de siglas partidistas. Para eso se cuenta con la herramienta de la norma jurídica que debe adaptarse sin dudar, con voluntad firme, a las exigencias que exige el momento actual. El ordenamiento jurídico merece ser revisado, sin perder el sentido del derecho que lo anima. El derecho se da en la vida, es la relación, el vínculo de lo que las personas esperan una de otra, así como el sentido, fin y propósito de su propia organización. Corresponde a los hombres conservarlo. Se ha visto cuan compleja es la tarea para aquel que va a elaborarlo, extrayendo de la realidad la problemática, y a su vez teniendo que salvaguardar los valores de justicia, oportunidad y seguridad jurídica que la colectividad demanda y espera. El legislador tiene que buscar las características coincidentes del hecho que en la vida se muestra polifacético para poder plasmar con palabras en la norma lo adecuado conforme a su fin y plan de regulación. Así, “La acuñación en el concepto lleva a conferir en la norma jurídica un perfil más acabado respecto a los límites indeterminados y fluctuantes de los fenómenos fácticos típicos”.35 Tiene que partir de los casos que se dan regularmente, examinar el material empírico pues ha de ordenar futuros aspectos de la vida que tendrán lugar cierta, probable o posiblemente. El orden jurídico será generalmente un orden abstracto, es decir, un orden que no se refiere a una situación determinada, única en tiempo y en el espacio, sino que regula en forma general casos típicos que se dan siempre, aunque irregularmente en la vida social. La norma se refiere a hechos abstractos, no a hechos concretos. Es éste un rasgo extraordinariamente esen35
Henkel, Heinrich, op. cit., nota 19, p. 578.
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cial. El orden jurídico no se interesa por individualidades, sino por lo típico. Lo que la ley contempla son relaciones típicas que se repiten.36
De esta manera: “La ley tiene la misión de clasificar, de modo muy claro, una cantidad enorme de fenómenos vitales, muy distintos entre sí y sumamente complejos, caracterizarlos por medio de notas distintivas fácilmente cognoscibles y ordenarlas de modo que siempre sean iguales para que puedan serles enlazadas iguales consecuencias jurídicas”.37 Así, se vale de conceptos abstractos que puedan subsumir los fenómenos vitales que muestren las notas distintivas del término; también se sirve de ellos para plantear las consecuencias jurídicas enlazadas al hecho y las hipótesis normativas. Quien codifica ha de integrar los conceptos formulándolos con un propósito; pero de entrada surge una limitante: no puede preverse en la ley lo que aún no ha sucedido. Es por ello que los principios jurídicos y una pauta de valoración subyacente en la ley son indispensables como guía a seguir. De tal manera que la separación de hecho y cuestión de derecho no puede ser tajante. Del primero, el hecho, se obtienen las constantes que constituyen un denominador común y que incluye a un amplio número de fenómenos, lo que brinda claridad y facilita la tarea de su conceptualización. Esto si bien garantiza plenitud al sistema, por otra parte limita la obligación de resolución que corresponde al juez. Sin embargo, la misma norma puede dejar la posibilidad prevista para que en el momento de su aplicación, sea manejada y adecuada al caso concreto conforme la intuición y perspicacia del juzgador. “Cuando el concepto abstracto-general y el sistema lógico de estos conceptos no son suficientes por sí solos para aprehender un fenómeno vital, o una conexión de sentido, en la plenitud del ser o del sentido, entonces se ofrece el tipo como forma de pensamiento”.38 Henkel nos dice que el derecho, para ordenar las relaciones de los hombres, las aprehende no en su “inconmensurable singularidad”, sino en su tipicidad vital; en las características que coinciden con las especies o grupos y que por ello se repiten. Así, “El instrumento predominante de 36 37
Coing, Helmut, Fundamentos de filosofía del derecho, Ariel, 1976, p. 33. Lorenz Karl, Metodología de la ciencia en derecho, 2a. ed., Barcelona, Ariel, 1980, p. 441. 38 Ibidem, p. 443.
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que se sirve el legislador es la formación jurídica de tipos apoyada en la tipicidad previamente dada en la vida”.39 La tarea del constructor del ordenamiento jurídico es “hacer visibles las ideas jurídicas y las pautas de valoración generales que están por encima de los complejos de regulación particulares”.40 Así mismo: “la misión del sistema científico es hacer visible y mostrar la conexión de sentido inherente al orden jurídico como un todo con sentido”.41 “La ley no es un criterio en sí mismo absoluto; sino tan sólo el precipitado y la expresión de ideas sobre derecho, con las que nos hemos de familiarizar, si se quiere entender rectamente, y en su caso, limitar, completar o justificar la ley”, afirma Engish.42 El propio dador del derecho sabe la limitación de su tarea y delega al juez la posibilidad de adecuar lo genérico y abstracto de la norma al caso vivo y concreto. La rígida y fría regulación de lógica formal ha de transformarse ahora en una teleología, cálida, humana y vital. Más allá de lo conceptual emerge el pensamiento orientado hacia los valores. “La aplicación del derecho es una parte de la vida del mismo. No es posible racionalizar completamente lo viviente”. “El aparato de la autoridad sigue siendo un organismo que funciona de manera viva”.43 Cuando varios jueces en circunstancias similares llegan a resultados diferentes de lo funcional y de lo justo, consuela la idea de que el más severo ha sido quizá el más exacto y concienzudo en el examen de los fundamentos fácticos de decisión y que el más débil e inflexible ha sido más condescendiente en la consideración de todas las circunstancias secundarias.44
Hay líneas directrices que permiten al juez orientar sus sentencias hacia las ideas jurídicas directrices, pero ellas no le liberan del acto personal, intuitivo de valoración que cierra el proceso decisorio, así: Todo derecho y toda administración de justicia están determinados en aspectos formales por un conflicto dialéctico de dos tendencias opuestas: La 39 40 41 42
Henkel, Heinrich, op. cit., nota 19, p. 576. Lorenz Karl, op. cit., nota 37, p. 465. Ibidem, p. 479. Recaséns Siches, Luis, Experiencia jurídica, naturaleza de la cosa y lógica razonable. La Jurisprudencia según Engish, México, UNAM-FCE, 1971, p. 458. 43 Engish, Karl, Introducción al pensamiento jurídico, Madrid, Guadarrama, 1967, p. 168. 44 Idem.
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tendencia a la generalización y a la decisión de conformidad, con criterios objetivos, y por el otro, la tendencia a la individualización y a la decisión, a la luz de las valoraciones y apreciaciones subjetivas de la conciencia jurídica. Esto es la tendencia hacia la justicia formal y del otro polo hacia la equidad concreta.45
Quien aplica el derecho está llamado por el derecho de equidad que se encierra en los conceptos indeterminados y normativos, en las cláusulas de criterio libre y en las cláusulas generales, a encontrar el derecho en el caso singular no sólo mediante interpretación y subsunción, sino también mediante valoraciones de voluntad.46 El derecho ha de velar por un orden que sea sencillo, claro y determinado para quienes han de obedecerlo. La seguridad jurídica es indispensable como regla general; pero la justicia sólo se alcanza en la individuación. III. PARA QUÉ SIRVE Se ha dicho que el derecho es una herramienta construida por el hombre, de éste dependerá la calidad de lo elaborado, así como, al interpretar y encontrar su sentido, la solución dada. Es indispensable abrir el campo de esta disciplina, cada vez será más necesaria la interdisciplina en el auxilio y colaboración de todo lo que permita su mejor funcionamiento. El tener presente que la norma expresada en las palabras del texto ¡corresponde únicamente al 7% de la comunicación!, Tal vez podría explicar la ineficacia de su cumplimiento. Quedando restante el 93% de la comunicación analógica en donde podrían obtenerse otros resultados de comportamiento dado que aquí se implican: ideas, valores, propósitos, conducta, hechos, relaciones, objetos y sobre todo personas, esto es campo del derecho, que ahora requiere una visión holística, sistémica, como un orden pleno de vida. Quizá por ello algunos juristas, desde tiempo atrás, han hecho énfasis sobre la orientación teleológica del derecho; tanto en su creación en cuanto a la seguridad y oportunidad jurídica, como en su resolución respecto a la justicia. Engish, Larenz, Henkel, Hart, Alf Ross, Cossio, Reale, Coing, coinciden en el punto de vista que el maestro Recaséns Siches 45 46
Ross, Alf, Sobre el derecho y la justicia, 4a. ed., Buenos Aires, Eudeba, 1977, p. 274. Engish, Karl, op., cit., nota 43, p. 167.
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denominó, lógica razonable” o “logos de lo humano”. Pues la lógica formal de la inferencia, calificada como “racional” es meramente explicativa, “el logos de lo razonable atiende a problemas humanos y, por tanto a los políticos y jurídicos, intenta “comprender” sentidos y nexos entre significaciones, así como realiza operaciones de valoración, y establece finalidades o propósitos”.47 La lógica formal es neutra en lo que atañe a los valores humanos, éticos, políticos, jurídicos, etcétera. En cambio, las normas jurídicas tienen una dimensión de intención, imperativa, estimativa la cual es totalmente desconocida por las leyes de la inferencia. Construir al derecho como un sistema lógico puro es imposible. Las leyes, aún en el grado máximo de claridad y previsión, nunca expresan la auténtica totalidad del derecho en relación a las, conductas. Las leyes implican el único lenguaje que pueden usar: un lenguaje genérico y abstracto.48 Pero sólo se puede saber que es derecho en la medida de como opera y por sus efectos producidos en la realidad humana: “Una norma jurídica es lo que ella hace.”49 Si no se aplica, se reduce a un mero pedazo de papel. La existencia humana como producto espiritual ha de ser comprendida en la plenitud de las leyes que la rigen. No puede ser sólo la lógica. La ética es indispensable, es quien da sentido al hombre y a su existencia, necesaria hoy más que nunca. Recaséns comenta que la vida es un hacerse a sí misma en sus sucesivos instantes, es tener que ir resolviendo su propio problema y afirma: La vida es tarea.50 Por otro lado, Engish dice que el derecho es en todas sus partes el resultado del espíritu viviente que aparece en forma orgánica vinculado a las personas. La personalidad de quien utiliza al derecho es un todo orgánico, lo mismo sucede con quien realiza su aplicación, con el derecho y con la vida jurídica. En la interpretación teleológica, se valoran los efectos que la decisión vaya a producir según el propósito de la ley. La consideración científica de la norma no es como dogma rígido sino como fuerza viva. No importa lo que significa una norma, sino como ésta vive, “como actúa, como se articula, en distintas relaciones y como éstas se separan de ella y como la siguen”. El derecho no puede reflejar enteramente la individualidad singular de ca47 48 49 50
Recaséns Siches, Luis, op. cit., nota 42, p. 519. Idem. Ibidem, p. 221. Ibidem, p. 225. Las cursivas son propias.
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da ser humano, a esto se le llama la dimensión de despersonalización del derecho. Ésta parece ser la tragedia del derecho, no poder alcanzar, ni de un modo ni de otro, el núcleo de la personalidad individual. El derecho puede estimar la personalidad, apoyarla e incluso en un cierto grado, fomentar su desarrollo, pero no articularla de modo inmediato. Y sin embargo, se ha manifestado siempre la tendencia de poner la individualidad al alcance del derecho, de lograr mediante el derecho una justicia y una equidad individualizadoras.51
Para finalizar, es necesario inquirir: ¿hasta dónde es la justicia una tarea exclusiva del derecho? Respecto a este punto es necesario tener cuidado, pues pareciera ser que se exige, exclusivamente al derecho, su cumplimiento. Hoy por hoy, en México por ejemplo, el clamor popular reclama la “injusticia sentida”, al exigir un Estado de derecho. Sin embargo, ya Platón sostenía: “No habrá sociedad justa, sin hombres justos”. En el diálogo de Las leyes, ellas dicen a Sócrates: “…si hoy te vas de aquí, te vas por injusticia de los hombres y no de nosotras las leyes”. El problema sigue siendo en la actualidad el mismo. Hans Kelsen comentaba la incapacidad de lograr una norma justa sin la existencia de otra injusta, puesto que la razón humana puede concebir sólo valores relativos, así, el juicio con que juzgamos algo justo no puede osar jamás excluir la posibilidad de un juicio de valor opuesto. Para él, el principio ético fundamental es la tolerancia, entendida como libertad de pensamiento.52 La ciencia sólo puede desarrollarse cuando es libre. Ser libre quiere decir no sólo no estar sometida a influencias externas, esto es, políticas, sino ser libre interiormente, que impere una total libertad en su juego de argumentos y objeciones. No existe doctrina que pueda ser eliminada en nombre de la ciencia pues el alma de la ciencia es la tolerancia, con ella todo puede florecer. Es en el hombre donde ha de darse el cambio, tener decisión para modificar lo que sea necesario, sin perder de vista que la letra congelada impide fluir al río de la realidad viva que siempre irá por delante. Necesita clarificar el sentido y delinear el rumbo para lograr la meta, sin olvidar que son los valores del espíritu los que cohesionan y vinculan. Es en 51 52
Engish Karl cfr. Recaséns, Siches, op. cit., nota 42, p. 465. Kelsen, Hans, ¿Que es la justicia?, Buenos Aires, Leviatán, 1981, pp. 109-120.
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este punto en donde la tarea formativa para los futuros abogados puede ser definitiva mediante la filosofía del derecho, es necesario volver y retomar a la persona y a los valores como eje del derecho. Sin olvidar que: “El desorden no surge de la tolerancia, sino de la intransigencia”. IV. CONCLUSIONES 1. El derecho es un ser creado por el hombre para regular el orden del grupo social, dado que nada puede ser en el desorden. 2. Su causa eficiente es el hombre a través de los legisladores. 3. Su causa final busca la convivencia pacífica en el orden social. 4. La material comprende tanto los datos ontológicos, como los axiológicos; se encuentra en la “impronta espiritual” y en la conducta humana, los cuales preceden a su formación. 5. La formal corresponde al texto con el que cobra forma al volverse positivo. Se manifiesta por la norma jurídica, en cuyo enunciado se guarda el contenido de índole espiritual. 6. La norma, a su vez, tendrá que ser interpretada para su aplicación, entonces la intuición del juez desentrañará del texto el contenido valorativo para hacerlo. 7. Es importante dejar señalado que: uno es el ordenamiento jurídico, construido para ser aplicado en un tiempo y en un espacio determinado mediante la ley y 8. Otro es el derecho, éste es la “relación”, el vínculo dado entre las personas que esperan entre sí, es decir, la respuesta de la conducta adecuada; sea en el ámbito público o privado. El derecho expresa el sentir espiritual del grupo, podría entenderse, al decir de Villoro Toranzo: “como el mínimo de conducta ética que se requiere para vivir en sociedad”.53 9. Dentro de los órdenes del ser, el ser humano es una parte, por lo tanto está regido en ese sentido por leyes: físicas, químicas, psicológicas, lógicas y éticas. Las leyes son; las normas indican un deber ser, en cuanto expresan situaciones que no están siendo, es decir, que no son. 10. Respecto de las normas jurídicas, es necesario reconocer que su aplicación implica a dos categorías diferentes: una la palabra, otra la ac53 Villoro Toranzo, Miguel, Lecciones de filosofía del derecho, México, Porrúa, 1973, p. 481.
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ción. En este punto, Bateson hace referencia a lo que se denominó principio dormitivo lo cual acontece cuando se toma como causa de una acción simple una palabra abstracta derivada del nombre de dicha acción; como cuando se explica la agresión diciendo que es causada por un “instinto agresivo”, o la sintomatología psicótica atribuyéndola a la “locura”, el autor comenta: Es imposible poner fin al delito mediante el castigo. Con ello todo lo que se consigue son delincuentes más eficaces, puesto que el delito no es una acción. El delito no es el nombre de una acción, sino una categoría o contexto de la acción. Y las cosas que son categorías de acción no obedecen a las reglas del refuerzo, como lo hacen las acciones .54
11. Existe la necesidad de ampliar el campo de aprendizaje, dado que se encuentran implicados seres de distintas cualidades, pertenecientes a mundos diferentes y, sin embargo, plenamente interpenetrados como en la mecánica cuántica lo están la partícula y la onda. Así, la norma jurídica sería la partícula observable, el derecho, la onda no manifiesta, pero que está ahí. Ambas se presuponen y están en correlación constante.
54 Bateson, Gregory, Pasos hacia una ecología de la mente, Planeta-Carlos Lohlé 1999, p. 19. Las cursivas son propias.
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¿ENSUEÑO, PESADILLA Y/O REALIDAD? OBJETIVIDAD E (IN)DETERMINACIÓN EN LA INTERPRETACIÓN DEL DERECHO Imer B. FLORES* SUMARIO: I. Hacia una jurisprudencia integrada o integral. II. Formalismo versus anti-formalismo III. Hart, Dworkin y Kennedy IV.Objetividad e (in)determinación. V. Conclusión: objetividad —por la vía de la intersubjetividad— e (in)determinación.
I. HACIA UNA JURISPRUDENCIA INTEGRADA O INTEGRAL Analizar los problemas contemporáneos de la filosofía del derecho resultaría inútil si además no procediéramos a examinar cuestiones metodológicas relativas a las posibilidades tanto de una teoría general del derecho —descriptiva y normativa— como de las diferentes teorías particulares del derecho, así como de los méritos de cada una de ellas. Así, consideramos que es imperativo trascender las limitaciones de las concepciones jurídicas particularistas —no sólo constreñidas por los límites teoréticos del iusnaturalismo, del iusformalismo y del iusrealismo sino también por los linderos del descriptivismo y del normativismo/prescriptivismo— y construir una filosofía jurídica general: una “jurisprudencia integrada” o “integral” (integrative or integral jurisprudence). El hecho de que al interior del positivismo jurídico podamos hablar de diferentes versiones del mismo y de distintas polémicas 4 —tales como entre positivistas duros y suaves, excluyentes e incluyentes, negativos y positivos— ilustra no solamente acerca de la imposibilidad de reducir al positivismo a una sola versión sino además sobre las diversas construcciones teóricas alternativas que se presentan y pueden llegar a presen* Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM, México. 173
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tarse. Al grado tal que el debate puede darse entre formalistas/positivistas, pero también entre éstos y sus archi enemigos los anti-formalistas/anti-positivistas. En este sentido, consideramos que toda propuesta que pretende ir más allá del positivismo, es decir, de la explicación del derecho a partir de los “hechos sociales” (social facts) al incluir referencias no secundarias sino primarias y relevantes a “hechos valorativos” (value facts) —como derechos, fines, funciones, intereses, principios o valores— tal y como lo hacen entre otros, Robert Alexy con la “pretensión de corrección”, Luigi Ferrajoli con el “garantismo”, Ronald Dworkin con el “modelo de los principios”, y Mark Greenberg con su “tesis emergentista” (emergentist), expuesta en este mismo Congreso, se inscriben de alguna forma en una tradición anti-formalista/anti-positivista, a la cual junto con autores como Jerome Hall podemos denominar “jurisprudencia integrada” o “integral”. Sobre la conveniencia, necesidad y posibilidad de una jurisprudencia integrada, hay infinidad de citas, de entre las cuales solamente reproducimos un par. Así, Joseph L. Kunz —el famoso internacionalista, perteneciente a la escuela jurídica vienesa y uno de los juristas más allegados a Hans Kelsen—, a mediados del siglo pasado, aclara:1 El positivismo jurídico podía solucionar el problema del derecho en un periodo de codificaciones, de seguridad y paz relativas, de optimismo filosófico y de fe en la ciencia, tal como el siglo decimonónico era. Sin embargo el positivismo jurídico no puede solucionar los problemas del derecho como éste debería ser; y estos problemas dominan el siglo veinte y lo que llevamos del veintiuno. Por ello el retorno del derecho natural, por ende las filosofías modernas en general, enfatizan el elemento ético y no el lógico. 1 Joseph L. Kunz, Latin American Philosophy of Law in the Twentieth Century, Nueva York, Law Institute, 1950, passim: “Legal positivism could solve the problem of the law in a period of codifications, of relative security and peace, of philosophical optimism and faith in science, as the nineteenth century was. But legal positivism cannot solve the problems of the law as it should be; and these problems dominate the twentieth century. Hence the revival of natural law, hence the modern philosophies in general, stressing the ethical not the logical element”. “In this spirit, they re-examine fundamental problems in order to arrive at satisfactory solutions which embrace the law in its totality”. “We are on the way toward a conception which will allow us to bring all the three aspects —logical, sociological and axiological— into one fundamental unity” (la traducción es nuestra) (hay versión en español: La filosofía del derecho latinoamericana en el siglo XX, trad. de Recaséns Siches, Luis, Buenos Aires, Losada, 1951).
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En este sentido, ellas re-examinan los problemas fundamentales para poder llegar a soluciones satisfactorias que abarquen al derecho en su totalidad. Estamos en el camino hacia una concepción que nos permita integrar estos tres aspectos —lógico, sociológico y axiológico— en una unidad fundamental.
Por su parte, Harold J. Berman, en el “Prefacio” de su celebérrimo Law and Revolution. The Formation of the Western Legal Tradition, hace veinte años, advierte:2 Necesitamos superar la reducción del derecho a una serie de instrumentos técnicos para hacer las cosas; la separación del derecho de la historia; la identificación del derecho con el derecho nacional y de toda la historia jurídica con la historia jurídica nacional; las falacias de una jurispru dencia exclusivamente política y analítica (“po sitivismo”), o una jurisprudencia exclusivamente filosófica y moral (“teoría del derecho natural”), o una jurisprudencia exclusivamente histórica y socio-económica (“la escuela histórica”, “la teoría social del derecho”). Necesitamos una jurisprudencia que integre a las tres escuelas tradicionales y vaya más allá de ellas. Tal jurisprudencia integrada enfatizaría que debemos creer en el derecho o éste no va a funcionar; que implica no solamente razón y voluntad sino también emoción, intuición y fe. Implica un compromiso social total.
En este orden de ideas, una vez esbozada la conveniencia y las posibilidades de una jurisprudencia integrada o integral, a continuación consideraremos la coexistencia y convivencia de dos paradigmas: uno dominante y el otro crítico; al analizar la dicotomía formalismo/positivismo y anti-formalismo/anti-positivismo en general, y la polémica Langdell-Holmes en 2 Berman, Harold J., Law and Revolution. The Formation of the Western Legal Tradition, Cambridge, Harvard University Press, 1983, pp. vi-vii: “We need to overcome the reduction of law to a set of technical devices for getting things done; the separation of law from history; the identification of all law with national law and of all our legal history with national legal history; the fallacies of an exclusively political and analytical jurispruden ce (“po si ti vism”), or an ex clu si vely phi lo sop hi cal and mo ral ju ris pru den ce (“na tu ral law theory”), or an ex clu si vely his to ri cal and so cio-eco no mic ju ris pru den ce (“the historical school”, “the social theory of law”). We need a jurisprudence that integrates the three traditional schools and goes beyond them. Such an integrative jurisprudence would emphasize that law has to be believed in or it will not work; it involves not only reason and will but also emotion, intuition, and faith. It involves a total social commitment” (la traducción es nuestra).
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particular. Acto seguido estudiaremos la construcción teórica de Hart, quien se posiciona entre la jurispru dencia analítica de Austin y la jurisprudencia sociológica de Pound, de un lado, y el movimiento del realismo estadounidense de Frank y Llewellyn, del otro; y después examinaremos cómo ésta —la construcción teórica de Hart— en lugar de constituir el término medio virtuoso entre los dos extremos viciosos del continuum —el noble sueño de Pound/Dworkin y la pesadilla de Frank-Llewellyn/Kennedy— es uno de los tres vértices de la teoría contemporánea del derecho. Así, exploraremos la viabilidad de conciliar estas posturas y para ello confrontaremos la teoría de la interpretación de Dworkin con los contra argumentos de uno de sus más fieros detractores: Fish. Finalmente, presentaremos algunas conclusiones sobre la objetividad y subjetividad, de un lado, y la determinación e indeterminación, del otro. II. FORMALISMO VERSUS ANTI-FORMALISMO De vez en cuando el formalismo/positivismo, el cual abarca desde las escuelas exegética e histórica hasta las jurisprudencias analítica y conceptual, es atacado por una especie de anti-formalismo/anti-positivismo, el que abraza desde las jurisprudencias finalista, de intereses y sociológica hasta los movimientos de la libre investigación científica en Francia, del derecho libre en Alemania y del realismo en los Estados Unidos de América. La objeción se centra en la excesiva confianza depositada en el pensamiento deductivo, formal, y abstracto, así como en el silogismo, i. e. premisa mayor, premisa menor y conclusión, o lo que es lo mismo, en la mecánica subsunción de normas en hechos a partir de los cuales derivan necesariamente ciertas consecuencias jurídicas. De esta forma, denuncian la reducción del papel de los jueces a la de aplicar de manera pasiva un derecho preexistente para todo caso por igual y en cambio sugieren que la función es la de crear —descubrir e inventar— de modo activo el derecho aplicable a cada caso concreto. Langdell vs. Holmes En los Estados Unidos de América, John Dewey y Thorsten Veblen encabezaron en la filosofía y en la economía, respectivamente, la “rebelión contra el formalismo”, en tanto que en el derecho sería Oliver Wen-
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dell Holmes Jr. el primero en abrir fuego, y su principal objetivo sería el creador del método de casos, Christopher Columbus Langdell, quien había introducido este modelo en la enseñanza del derecho porque estaba convencido de que se debía acudir a las fuentes originales. En un país perteneciente al common law, éstas son las decisiones o resoluciones judiciales, pero con este mismo razonamiento si Langdell hubiera sido natural de un país perteneciente al sistema romano-canónico-germánico, sus fuentes originales habrían sido el código o la ley. De tal suerte que el método de enseñanza por casos es independiente del sistema o tradición jurídica y de la concepción del derecho que le dé cabida.3 Antes de proseguir, es imperativo recordar un par de referencias que hace el mismísimo H. L. A. Hart acerca del pensamiento de Holmes y de la relación de éste con la “pesadilla” (nightmare):4 Holmes ciertamente nunca cayó en estos extremos —representados por Llewellyn y Frank—. A pesar de que proclamaba que los jueces legislan y deben legislar en ciertos puntos, él admitía que una vasta área del derecho legislado y muchas de las doctrinas del common law firmemente establecidas... estaban suficientemente determinadas como para hacer absurda la visión del juez como, esencialmente, legislador. Así para Holmes, la función creadora de derecho de los jueces era “intersticial”. La teoría de Holmes no era una filosofía de “a toda máquina y olvidemos los silogismos”.
Y un poco más adelante:5 Tal vez la cita más erróneamente utilizada por cualquier jurista norteamericano sea la observación de Holmes de 1884 (sic) de que “La historia del derecho no ha sido lógica: ha sido experiencia”. Esto, en su contexto, era una protesta contra la superstición racionalista (como Holmes la concebía) 3 Flores, Imer B., “La concepción del derecho en las corrientes de la filosofía jurídica”, Boletín Mexicano de Derecho Comparado, nueva serie, año XXX, núm. 90, septiembre-diciembre de 1997, pp. 1001-1036. 4 Hart, H. L. A., “Una mirada inglesa a la teoría del derecho norteamericana: la pesadilla y el noble sueño”, trad. de José Juan Moreso y Pablo Eugenio Navarro, en Casanovas, Pompeu y Moreso, José Juan (eds.), El ámbito de lo jurídico. Lecturas de pensamiento jurídico contemporáneo, Barcelona, Crítica, 1994, p. 332. (Publicado originalmente en 1977 con el título de “American Jurisprudence through English Eyes: The Nightmare and the Noble Dream” y reproducido en Essays in Jurisprudence and Philosophy, Oxford, Oxford University Press, 1983, pp. 123-144. 5 Ibidem, p. 333.
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de que el desarrollo histórico del derecho por los tribunales podía ser explicado como la extracción de las consecuencias lógicamente contenidas en el derecho en sus fases primarias...
Si bien Hart trata de minimizar el ataque frontal en contra de la “lógica”, o al menos del “uso excesivo de la lógica”, lo cierto es que todo el mundo conoce que el anti-formalismo/anti-positivismo y el movimiento del realismo estadounidense tienen como antecedente esta celebérrima frase: “La vida del derecho no ha sido la lógica: sino la experiencia.”6 Sin embargo, no todos saben que el origen de la misma es anterior a la publicación de The Common Law en 1881, ya que aparece por vez primera publicada en enero de 1880, en una reseña bibliográfica a la segunda edición de A Selection of Cases of the Law of Contracts with a Summary of the Topics covered by the Cases de C.C. Langdell:7 El ideal de Langdell en el derecho, el objetivo de toda su determinación, es la elegantia juris, o la integridad lógica del sistema como un sistema. Él es posiblemente el más grande teólogo viviente. Pero como un teólogo él está menos preocupado por sus postulados que por demostrar que las conclusiones se siguen necesariamente... tan enteramente está interesado en las conexiones formales de las cosas, o lógica, como algo diferente de los sentimientos que dan contenido a la lógica, los cuales en realidad dan forma a la sustancia del derecho. La vida del derecho no ha sido la lógica: sino la experiencia... La forma de continuidad ha sido mantenida por razonamientos que pretenden reducir cada cosa a una secuencia lógica; pero 6 Holmes Jr., Oliver Wendell, The Common Law, Nueva York, Dover, 1991, p. 1: “The life of the law has not been logic: it has been experience” (publicado originalmente en 1881) (la traducción es nuestra). 7 Holmes Jr., Oliver Wendell, “Book Notices”, American Law Review, núm. 14, enero de 1880, p. 234: “Mr. Langdell’s ideal in the law, the end of all his striving, is the elegantia juris, or logical integrity of the system as a system. He is perhaps the greatest living theologian. But as a theologian he is less concerned with his postulates than to show that the conclusions from them hang together... so entirely is he interested in the formal connection of things, or logic, as distinguished from the feelings which make the content of logic, and which actually shaped the substance of the law. The life of the law has not been logic: it has been experience… The form of continuity has been kept up by reasonings purporting to reduce every thing to a logical sequence; but that form is nothing but the evening dress which the new-comer puts on to make itself presentable according to conventional requirements. The important phenomenon is the man underneath it, not the coat; the justice and reasonableness of a decision, not is consistency with previously held views” (la traducción es nuestra).
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esta forma no es nada excepto el traje de noche el cual el nuevo-rico se pone para hacerse presentable de acuerdo con los requisitos convencionales. El fenómeno importante es el ser humano debajo, no el abrigo; la justicia y lo razonable de la decisión, no su consistencia con medidas tomadas previamente.
Ciertamente la crítica de Holmes se enfoca en el excesivo logicismo de Langdell pero abarca también al método de casos. De hecho, unos cuantos años antes, en la segunda parte de la reseña bibliográfica a la primera edición, aunque confirmaba los elogios al libro como texto de clase, el cual había recomendado a los alumnos para su compra y su estudio en la primera parte, no dejaba de manifestar: “Sin embargo, no estamos de acuerdo con él, en su creencia aparentemente exclusiva en el estudio de casos.”8 Es conveniente matizar los alcances de la multicitada frase, que si bien constituye un ataque frontal a la lógica, de ninguna manera pretende abolir su uso. Baste recordar que, por un lado, en las líneas que la preceden Holmes explica: “El objetivo de este libro es el presentar una visión general del common law. Para alcanzar este propósito, otras herramientas son necesarias además de la lógica. Una cosa es demostrar que la consistencia del sistema requiere de un resultado particular, pero eso no es todo”.9 Así mismo, en las que le siguen:10 Las necesidades de una época, las teorías morales y políticas prevalecientes, las intuiciones de política pública, declaradas no inconscientes, 8 Holmes Jr., Oliver Wendell, “Book Notices”, American Law Review, núm. 6, enero de 1872, p. 354: “We do not agree with him, however, in his seemingly exclusive belief in the study of cases” (la traducción es nuestra). Cfr. Holmes Jr., Oliver Wendell, “Book Notices”, American Law Review, núm. 5, abril de 1871, p. 540: “At all events we advise every student of the law to buy and study the book”. 9 Holmes Jr., Oliver Wendell, The Common Law, cit. en la nota 6, p. 3: “The object of this book is to present a general view of the Common Law. To accomplish the task, other tools are needed besides logic. It is something to show that the consistency of a system requires a particular result, but it is not all” (la traducción es nuestra). 10 Idem.“The felt necessities of the time, the prevalent moral and political theories, intuitions of public policy, avowed or unconscious, even the prejudices which judges share with their fellow-men have had a good deal more to do than the syllogism in determining the rules by which men should be governed. The law embodies the story of a nation’s development through many centuries, and it cannot be dealt with as if it contained only the axioms and corollaries of a book of mathematics. In order to know what it is, we must know what it has been, and what it tends to become” (la traducción es nuestra).
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incluso los prejuicios que los jueces comparten con sus compatriotas tienen mucho más que ver que el silogismo a la hora de determinar las reglas bajo las cuales los hombres deben ser gobernados. El derecho personifica la historia del desarrollo de una nación a través de varios siglos, y no puede ser vista como si tuviera solamente los axiomas y los corolarios de un libro de matemáticas. Para saber qué es, debemos saber qué ha sido y a qué tiende a convertirse.
Aunado a lo anterior, en su también clásico artículo “The Path of Law” de 1897, Holmes denuncia “La falacia... de que la única fuerza que trabaja en el desarrollo del derecho es la lógica”.11 Así, aun cuando reconoce que la lógica tiene un papel central, cínicamente nos dice que no lo es todo:12 Esta forma de pensar es natural enteramente. La formación de los abogados es una formación en lógica. Los procesos de analogía, discriminación y deducción son aquellos con los que se siente como en su casa. El lenguaje de la decisión judicial es principalmente el lenguaje de la lógica. Y el método y la forma lógica aumentan el deseo de certeza y reposo que está en toda mente humana. Sin embargo la certeza es generalmente una ilusión, y el reposo no es el destino del hombre. Detrás de la forma lógica descansa un juicio acerca de la relativa valía e importancia de diferentes fundamentos legislativos, con frecuencia un juicio inarticulado e inconsciente, es en verdad, y así la mera raíz y espíritu de todo el procedimiento. Uno puede dar a cualquier conclusión una forma lógica.
En este sentido, podemos caracterizar prima facie al formalismo/positivismo con una fe ciega en la lógica y al anti-formalismo/anti-positivis11 Holmes Jr., Oliver Wendell, “The Path of Law”, Harvard Law Review, vol. 110, núm. 5, 1997, p. 997: “The fallacy... that the only force at work in the development of the law is logic” (publicado originalmente en 1897) (la traducción es nuestra). 12 Ibidem, p. 998: “This mode of thinking is entirely natural. The training of lawyers is a training in logic. The processes of analogy, discrimination, and deduction are those in which they are most at home. The language of judicial decision is mainly the language of logic. And the logical method and form flatter that longing for certainty and for repose which is in every human mind. But certainty generally is illusion, and repose is not the destiny of man. Behind the logical form lies a judgment as to the relative worth and importance of competing legislative grounds, often an inarticulate and unconscious judgment, it is true, and yet the very root and nerve of the whole proceeding. You can give any conclusion a logical form” (la traducción es nuestra).
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mo con la duda o escepticismo ante ella. Así, el primero está caracterizado por una confianza excesiva en la lógica y en las reglas, en tanto que el segundo por la desconfianza extrema. Al grado tal que ambos extremos pueden ser caricaturizados como la “jurisprudencia mecánica” que contiene una respuesta predeterminada para cada caso y la “jurisprudencia no-mecánica” —o “gastronómica”— donde no hay una respuesta para cada caso ni mucho menos ésta está predeterminada, sino donde hay una infinidad de posibles respuestas: tantas como jueces o estados de ánimo hay. III. HART, DWORKIN Y KENNEDY Antes de proceder a recaracterizar el spectrum que según Hart lo tiene a él en el centro y que va de un extremo vicioso a uno demasiado virtuoso para ser realidad, i. e. de la “pesadilla” —personificada por Frank/Llewellyn, en la década de los treinta, y por Kennedy, en la de los ochenta— al “noble sueño” —protagonizado por Pound, primero, y Dworkin, después— cabría recordar algunas generalidades y genialidades de la postura del propio Hart, así como de las de Dworkin y Kennedy. Aun cuando Hart pertenece a la jurisprudencia analítica, comienza por criticar el modelo de los mandatos de Austin y ante los embates tanto de la jurisprudencia sociológica como del movimiento del realismo estadounidense, se posiciona con gran habilidad en el centro. De hecho su estrategia es auto evidente como se desprende del título que lleva el capítulo VII. “Formalismo y escepticismo ante las reglas” de su El concepto del derecho.13 Así, a partir de la introducción de la noción de la “textura abierta del derecho ” (open texture of law), así como de la distinción entre el centro, corazón o núcleo de significado (core) y la zona de penumbra (penumbra), podemos afirmar que para Hart aquellos casos que caen dentro del núcleo de significado la respuesta es determinada para cada uno; en tanto que cuando entran en la zona de penumbra la respuesta será indeterminada y por ello el juez deberá ejercer su discreción para optar de entre las 13 Hart, H. L. A., The Concept of Law, Oxford, Oxford University Press, 1961 (hay versión en español: El concepto del derecho, trad. de Genaro R. Carrió, Abeledo Perrot, 1963; hay una edición con un “Postscript”: 1994; hay versión en español: Post scriptum a El concepto de derecho, trad. de Rolando Tamayo y Salmorán, México, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2000.
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posibles respuestas por una, pero de ninguna manera es posible que haya tantas respuestas como jueces ni tampoco que la indeterminación alcance a todos los casos. Dworkin en su “¿Es el derecho un sistema de reglas?” cuestiona el modelo de las reglas de Hart y propone uno alternativo, a la sazón: el modelo de los principios.14 Al insistir que el derecho no se reduce a las reglas sino que abarca además a los derechos/principios, en su “Casos difíciles” critica las tesis tanto de la indeterminación como de la discrecionalidad judicial, al grado tal que para él es posible encontrar respuestas correctas e inclusive una respuesta correcta aún para los casos más difíciles.15 Por su parte, para Kennedy la indeterminación no es solamente para unos cuantos casos difíciles sino que en cualquier caso, sea fácil o difícil, está ésta o puede estar presente.16 Este tipo de indeterminación es descrita como “radical” en contraposición a la de tipo hartiano —o kelseniano— que es detallada como “moderada”. Ahora bien, en su ponencia (recogida en este mismo volumen) aclara que la indeterminación que él tiene en mente no es ni puede ser tan radical: si bien es cierto que el juez tiene libertad para escoger entre una infinidad de posibilidades la sentencia a la que él quiere llegar, al punto de “dar —como dice Holmes— a cualquier conclusión una forma lógica”, también está claro que ante la existencia de toda una gama de restricciones no es absolutamente libre. De hecho, en la medida en que se limita la libertad del juez es más o menos posible hablar de cierta determinación e incluso de respuestas correctas únicas.
14 Dworkin, Ronald, “The Model of Rules”, University of Chicago Law Review, vol. 35, núm. 14, 1967 (hay versión en español: “¿Es el derecho un sistema de reglas?”, trad. de Javier Esquivel y Juan Rebolledo G., Cuadernos de Crítica, núm. 5, 1977, pp. 5-54). 15 Dworkin, Ronald, “Hard Cases”, Taking Rights Seriously, Cambridge, Harvard University Press, 1977, pp. 81-130 (hay versión en español: Los derechos en serio, trad. de Marta Guastavino, Barcelona, Planeta-Agostini, 1993. Publicado originalmente en: Harvard Law Review: 1975. Hay versión en español: “Casos difíciles”, trad. de Javier Esquivel, Cuadernos de Crítica, núm. 5, 1981, pp. 5-82). 16 Kennedy, Duncan, “Freedom and Constraint in Adjudication: A Critical Phenomenology”, Journal of Legal Education, núm. 36, 1986 (hay versión en español: Libertad y restricción en la decisión judicial, trad. de Diego Eduardo López Medina y Juan Manuel Pombo, Santafé de Bogotá, Siglo del Hombre editores et al., 1999. A Critique of Adjudication (fin de siècle), Cambridge-Londres-England, Harvard University Press, 1996.
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1. Tres jueces: Herbert, Hércules y ¿Heráclito? En resumidas cuentas, el espectro tiene en un extremo a Dworkin con la tesis de la determinación y en el otro a Kennedy con la tesis de la indeterminación, entre tanto Hart ocupa el centro con la tesis mixta: determinación en unos casos e indeterminación en otros. Cabe señalar que a cada una de estas posturas le corresponde un tipo de juez:
A) El de Hart se denomina —como él— “Herbert”, cuyo significado es “brillante, excelente guerrero o gobernante” (ruler), i. e. gobierna conforme a las reglas, e implica que el juez de forma no-arbitraria u objetiva aplica la regla a los casos fáciles y es capaz de ejercer su discreción para elegir una de las posibles respuestas para los casos difíciles sin dejarse llevar necesariamente por sus propios prejuicios; B) El de Dworkin se llama “Hércules”, en alusión al “semidiós romano, hombre fuerte y robusto que tuvo que completar doce tareas para convertirse en un Dios” e indica que el juez tiene capacidades sobrehumanas que le permiten encontrar de manera no-arbitraria u objetiva, a partir de la correlación entre derecho y moral, una respuesta correcta en casos fáciles y difíciles por igual; y C) El de Kennedy, aun cuando no tiene nombre, bien podría ser bautizado: a) “Heracles”, como el equivalente griego del Hércules romano; b) “Heráclito”, como el filósofo presocrático antidogmático y materialista que aboga por la doctrina del cambio y la unidad de los opuestos; c) “Herder”, como el filósofo crítico e idealista alemán que patrocina la preeminencia de la intuición sobre la razón y que considera que el lenguaje determina el pensamiento; d) “Hermes”, como el dios griego asociado con la velocidad y la buena suerte, quien servía de mensajero de los dioses y es patrón entre otros de viajeros, escritores, atletas, comer-
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ciantes, ladrones y oradores; e) “Hermokrates”, cuyo significado es literalmente “el poder de Hermes”; y f) en general como algún filósofo crítico, retórico o sofista.17 En todo caso, involucra la noción de un juez que de modo arbitrario o subjetivo puede escoger entre una infinidad de posibles respuestas la que a él más le gusta incluso en los casos más fáciles. 2. Del continuum al triángulo Como ya lo hemos adelantado, la construcción teórica de Hart en lugar de constituir el término medio virtuoso entre los dos extremos viciosos del continuum, a saber el noble sueño de Dworkin y la pesadilla de Kennedy, es uno de los tres vértices de un triangulo equilátero.
17 Como Kennedy ha sido renuente a ponerle un nombre a su juez, Diego E. López Medina ha sugerido que éste bien podría llamarse simplemente “Duncan”. Nosotros, en cambio, preferimos alguno que comience con el prefijo “Her” para mantener cierto paralelismo con “Herbert” y “Hércules”. Toda vez que Kennedy pertenece al movimiento de Critical Legal Studies cuyo slogan es “todo es política” (“it’s all politics”), así como a una tradición filosófica materialista que enfatiza el discurso y el arte de la persuasión, consideramos que “Heráclito” es una excelente alternativa y que tanto “Hermes” como “Hermokrates” son muy buenas opciones. Ahora bien, aunque en principio “Herder” era una buena idea tiene el problema de que su significado literal en inglés es el de ‘pastor’, i. e. la persona que cuida o guía a un rebaño, y por ello podría dar lugar al sentido negativo de que las ovejas lo siguen meramente por ser borregos; y, finalmente, ‘Heracles’, tendría la ventaja de evidenciar que se necesita de otro Hércules para poder hacerle frente, pero tiene la desventaja de que no sería posible diferenciar uno del otro más allá de que uno sea griego y el otro romano. En conclusión, optamos por “Heráclito” toda vez que representa mejor, como veremos en el próximo apartado, las tres tesis que caracterizan a Kennedy: indeterminación, conexión derecho y moralidad política, y subjetividad.
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Una vez que el espectro se convierte en un triángulo, es posible identificar tres controversias en lugar de nada más una: A) El debate Dworkin versus Hart-Kennedy, acerca de la determinación o indeterminación del derecho: es plausible o no encontrar una respuesta correcta para todo caso, inclusive los más difíciles; B) La discusión Hart versus Dworkin-Kennedy, relativa a la separación o conexión entre derecho y moralidad política: es posible establecer que hay o no una relación necesaria entre ambos; y C) La disputa Kennedy versus Hart-Dworkin, sobre la subjetividad u objetividad en el derecho: es viable o no erradicar los elementos arbitrarios del juez en cualquier decisión judicial. En este orden de ideas, claro está que para Hart no hay una relación necesaria entre derecho y moral,18 mientras que tanto para Dworkin como para Kennedy sí la hay. Sin embargo, la diferencia entre ambos es que para el primero a partir de la conexión con la moralidad política el derecho es determinado y objetivo, en tanto que para el segundo por esa misma vinculación el derecho es indeterminado y subjetivo. El análisis de este nuevo dilema —determinación-objetividad e indeterminación-subjetividad— será objeto del próximo apartado. Cabe adelantar que es posible hablar de objetividad en el derecho y en su interpretación, porque independientemente de cierta indeterminación —en el mundo de lo posible puede haber una infinidad de respuestas— el derecho requiere de determinación —en el mundo de lo deseable debe haber solamente una respuesta correcta— para poder funcionar como tal. Así, aunque el derecho es en principio indeterminado, también es determinado —o mejor dicho determinable— dadas todas las limitaciones y restricciones a la libertad del juez. IV. OBJETIVIDAD E (IN)DETERMINACIÓN Antes de proseguir cabe recordar que Dworkin critica no sólo a las dos partes de la teoría jurídica dominante, la teoría del positivismo jurídico —descriptiva de qué el derecho es (is)— y la teoría del utilitarismo —prescriptiva de qué el derecho debe ser (ought to be)—, sino también a 18 Hart, H. L. A., “Positivism and the Separation of Law and Morals”, Harvard Law Review, núm. 71, 1958, pp. 593-629, y Law, Liberty, and Morality, Stanford, Stanford University Press, 1963.
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la pretensión de que ambas son independientes entre sí. De tal guisa, su juicio se centra en tres aspectos: 1) la reducción del derecho a las reglas; 2) la identificación de éstas no por su contenido sino por la forma en que son creadas o aplicadas; y 3) la caracterización de que cuando hay un caso que no está cubierto claramente por una regla, no resta sino permitir que el juez ejerza su discreción. Para los efectos de este artículo, es menester destacar las razones principales por las que Dworkin está en contra de esta última tesis, i. e. la discrecionalidad judicial. En primerísimo lugar, él alega que la discreción judicial violenta principios fundamentales del Estado de derecho (rule of law) y presenta el siguiente argumento:19 Decir que alguien tiene una ‘obligación jurídica (legal obligation) equivale a afirmar que su caso se incluye dentro de una “regla jurídica válida” (valid legal rule) que le exige hacer o dejar de hacer algo. (Decir que alguien tiene un “derecho jurídico” (legal right) implica que otro u otros tienen actual o hipotéticamente una obligación jurídica para actuar o no.) En ausencia de una regla jurídica válida no hay una obligación jurídica —y tampoco un derecho jurídico—. Por consiguiente cuando un juez decide un caso al ejercer su discreción no aplica un derecho jurídico —ni una obligación jurídica— a ese conflicto.
Lo anterior implica que el juez, al ejercer su discreción, no aplica el derecho existente sino que como si fuera un legislador crea derecho y peor aún lo hace ex post facto, lo cual es contrario tanto al principio de división y/o separación de poderes como al principio de la irretroactividad de la ley. Al respecto, Dworkin simplemente tendría que alegar —y además convencernos o persuadirnos— que el juez no actúa como legislador ni crea derecho y que mucho menos lo hace ex post facto sino que aplica un derecho —o una obligación— preexistente o al menos ya existente. Por ende, al enfilar su propuesta teórico-práctica contrapone a la teoría jurídica dominante su teoría liberal del derecho fundada en los derechos y/o principios. De este modo, presenta: 1) la tesis de los derechos y/o principios; 2) la tesis de la conexión y/o vinculación del derecho y la moral; y 3) la tesis de la determinación del derecho. Por supuesto que las tres tesis son muy controvertidas y han sido duramente criticadas por 19
Dworkin, Ronald, Taking Rights Seriously, cit. en la nota 15, p. 66.
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los representantes del positivismo jurídico porque abiertamente ponen en duda y rechazan algunos de sus aspectos centrales, tales como: la primacía y prioridad de las reglas, la separación del derecho y la moral, y la indeterminación del derecho y la discrecionalidad judicial. De las réplicas de Dworkin a sus críticos se desprenden tesis reforzadas: 1) la preexistencia y preeminencia de los derechos y/o principios; 2) la objetividad tanto del derecho como de la moral; y 3) la existencia de una respuesta correcta e incluso de una única respuesta correcta para cada caso. Con relación a la primera, cabe recordar que los derechos y/o principios no sólo existen con anterioridad —preexistencia— tal como queda de manifiesto tanto en el caso Riggs vs. Palmer como en el juego del ajedrez sino también cuentan con una primacía sobre las reglas —preeminencia— que permite considerarlos como ‘trumps’, i. e. la carta o juego que “mata todo”. En lo referente a la segunda y a la tercera solamente nos resta por el momento sentar dos precedentes. Por un lado, la creación de Hércules en el centro de su hard cases, el capítulo central de su Taking rights seriously:20 [H]e inventado un abogado con habilidades, aprendizaje, paciencia y agudeza intelectual sobrehumanos, al cual llamaré Hércules... un juez en alguna jurisdicción estadounidense representativa... que acepta las principales reglas constitutivas y regulativas en su jurisdicción... esto es, que las leyes tienen el poder general de crear y extinguir derechos jurídicos, y que los jueces tienen el deber general de acatar las decisiones anteriores de su tribunal, o de tribunales superiores, cuando sus justificaciones racionales (rationale)... se extienden al caso en cuestión.
Por otro lado, la defensa de la tesis de la respuesta correcta en el corazón del capítulo último “Can rights be controversial?” del citado libro:21
20 Ibidem, pp. 105 y 106: “[A] lawyer of superhuman skill, learning, patience and acumen, whom I shall call Hercules… a judge in some representative American jurisdiction… [who] accepts the main uncontroversial constitutive and regulative rules of the law in his jurisdiction… that is, that statutes have the general power to create and extinguish legal rights, and that judges have the general duty to follow earlier decisions of their court or higher courts whose rationale… extends to the case at bar”. 21 Ibidem, p. 279: “My arguments suppose that there is often a single right answer to complex questions of law and political morality. The objection replies that there is sometimes no single right answer, but only answers”.
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[H]e de defender los argumentos de este libro contra una objeción de amplio alcance y que, si no se refuta, puede ser destructiva. Mis argumentos suponen que frecuentemente hay una sola respuesta correcta a complejas cuestiones de derecho y moralidad política. La objeción responde que en ocasiones no hay una sola respuesta, sino solamente respuestas.
En el proceso de defender sus tesis originales y reforzadas, Dworkin ha tenido que reconstruir su teoría liberal del derecho fundada en los derechos y/o principios a la cual le ha dado un giro interpretativo al acercar el análisis del derecho a la literatura y confrontar la interpretación jurídica con la literaria. Antes de proceder con nuestra exposición, cabe aclarar que no se trata de nuevas tesis sino de desarrollos mejores y más profundos de las mismas al poner mayor énfasis en su teoría de la interpretación, la cual esboza en su A Matter of Principle: “el derecho como interpretación”22 y detalla en su Law’s Empire “el derecho como integridad”.23 A continuación procedemos a abrir un paréntesis, para señalar que hay un acuerdo bastante general de que la interpretación comprende dos elementos principales: 1) un texto —elemento objetivo—; y 2) un intérprete —elemento subjetivo—. Sin embargo, la correlación entre ambos se caracteriza por una serie de preguntas abiertas: ¿Cuánto peso tiene el texto y cuánto el intérprete en el proceso interpretativo? ¿Cuánta restricción (constraint) impone el texto al intérprete y cuánta libertad (freedom) tiene el intérprete para alejarse del texto? Ciertamente, hay un desacuerdo significativo entre las diferentes teorías jurídicas formalistas/positivistas y las anti-formalistas/anti-positivistas, acerca del papel más o menos activo-pasivo y deferente-descortés del intérprete jurídico por excelencia: el juzgador, hacia el texto jurídico y a su creador; el legislador. Una vez cerrada nuestra digresión, debemos aludir a dos textos de Dworkin: 1) “Is There Really No Right Answer in Hard Cases?”24 y 2) “Law as Interpretation”.25 El primero constituye una versión revisada 22 23
Dworkin, Ronald, A Matter of Principle, Cambridge, Harvard University Press, 1985. Dworkin, Ronald, Law’s Empire, Cambridge, Harvard University Press, 1986 (hay versión en español: El imperio de la justicia, Barcelona, Gedisa, 1988). 24 Dworkin, Ronald, “Is There Really No Right Answer in Hard Cases?” A Matter of Principle, cit. en la nota 22, pp. 119-145 (hay versión en español: “¿Realmente no hay respuesta correcta en los casos difíciles?”, trad. Maribel Narváez Mora, en Casanovas, Pompeu y Moreso, Jose Juan (eds.), El ámbito de lo jurídico..., cit. en la nota 4, pp. 475-512. 25 Dworkin, Ronald, “Law as Interpretation”, Texas Law Review, vol. 60, 1982, pp. 527-550 (también publicado en Critical Inquiry vol. 9, núm. 1, septiembre de 1982; re-
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del texto que apareció originalmente en el libro en homenaje a H. L. A. Hart, bajo el título de “No Right Answer?”.26 El segundo constituye la ponencia presentada en un evento sobre Politics of Interpretation y una versión previa del texto incluido en A Matter of Principle como capítulo 6 “How Law Is Like Literature”. De esta forma, ambas tesis —la respuesta correcta y la relación derecho-literatura— han dado lugar a un cálido debate entre el propio Dworkin y el crítico literario Stanley Fish, quien en aquel evento fuera su comentarista. Cabe aclarar que aquél tiene presente el celebérrimo libro de éste —Is There a Text in This Class? The Authority of Interpretative Communities—27 y le reconocía el mérito de “habernos familiarizado con la idea de una política de la interpretación” al “promover una teoría de la interpretación que supone que las contiendas entre escuelas rivales de interpretación literaria son más políticas que argumentativas: profesorados rivales en búsqueda de dominio”.28 Desde aquel entonces el debate ha sido caracterizado no sólo por ires y venires sino también por ser cada vez más irrespetuosos. En resumidas cuentas, Fish comentó la ponencia original y su comentario fue publicado como “Working on the Chain Gang: Interpretation in Law and Literature”.29 Dworkin respondió a las críticas en “My Reply to Stanley Fish (and Walter Benn Michaels): Please Don’t Talk about Objectivity Any More”.30 Fish, a su vez, profundizó su criticismo en “Wrong Again”;31 y, Dworkin, por su parte, su defensa en el capítulo 7 “On Interpretation and producido en Mitchell, W. J. T. (ed.), The Politics of Interpretation, Chicago-Londres, Chicago University Press, 1983, pp. 249-270; y revisado como “How Law Is Like Literature”, A Matter of Principle, cit. en la nota 22, pp. 146-166. 26 Dworkin, Ronald, “No Right Answer?” en Hacker, P. M. S., y Raz, J. (eds.), Law, Morality and Society: Essays in Honour of H. L. A. Hart, Londres, Oxford University Press, 1977, pp. 58-84. 27 Fish, Stanley, Is There a Text in this Class? The Authority of Interpretative Communities, Cambridge, Harvard University Press, 1980. 28 Dworkin, Ronald, “Law as Interpretation”, cit. en la nota 25, p. 549. 29 Fish, Stanley, “Working on the Chain Gang: Interpretation in Law and Literature”, Texas Law Review, vol. 60, 1982, pp. 551-567 (publicado también en Critical Inquiry, vol. 9, núm. 1, septiembre de 1982 y reproducido en Mitchell, W. J. T. (ed.), The Politics of Interpretation, cit. en la nota 25, pp. 271-286. 30 Dworkin, Ronald, “My Reply to Stanley Fish (and Walter Benn Michaels): Please Don’t Talk about Objectivity Any More”, en Mitchell, W. J. T. (ed.), The Politics of Interpretation, cit. en la nota 25, pp. 283-313. 31 Fish, Stanley, “Wrong Again”, Texas Law Review, vol. 62, 1983, pp. 299-316.
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Objectivity” de A Matter of Principle, el cual contiene material alterado y abreviado de su réplica previa.32 Claramente, Fish representa —como Kennedy— las tesis de la subjetividad e indeterminación: “no hay una sola respuesta, sino respuestas”, mientras que Dworkin simboliza las tesis de la objetividad y determinación: “no solamente hay una respuesta correcta sino que además es posible hablar de la única respuesta correcta”, al grado que en su artículo “No Right Answer?” concluye: “Para todos los efectos prácticos, siempre habrá una respuesta correcta en la trama entretejida de nuestro derecho”.33 A pesar de que esta conclusión no aparece en la versión revisada, no hay ninguna razón para pensar que Dworkin ha cambiado de opinión. De hecho, cuando reinició la contraofensiva con su “Objectivity and Truth: You’d Better Believe It”, insistió: “Esta tesis de la «no respuesta correcta» no puede ser verdadera por default en derecho más que en ética, estética o moral...”.34 Por su parte, Fish toma parte con aquellos que están en contra de la adherencia a los principios: “El problema con los principios es, primero, que no existen, y, segundo, que hoy día muchas cosas malas son hechas en su nombre.” Así mismo, “no hay principios neutrales, solamente principios así llamados, los cuales ya están informados por el contenido sustantivo al que están retóricamente opuestos”.35 Ciertamente, el desacuerdo entre Dworkin y Fish es un reflejo hasta cierto punto de la idea de “profesorados rivales en búsqueda de dominio”. Sin embargo, no por ello diría que es “más político que argumenta32 Dworkin, Ronald, “On Interpretation and Objectivity”, A Matter of Principle, cit. en la nota 22, pp. 167-177. 33 Dworkin, Ronald, “No Right Answer?”, cit. en la nota 26, p. 84: “For all practical purposes, there will always be a right answer in the seamless web of our law” (la traducción es nuestra). 34 Dworkin, Ronald, “Objectivity and Truth: You’d Better Believe It”, Philosophy and Public Affairs, vol. 25, núm. 2, primavera de 1996, p. 38: “This «no right answer» thesis cannot be true by default in law any more than in ethics or aesthetics or morals…” (La traducción es nuestra). 35 Fish, Stanley, The Trouble with Principle, Cambridge, Harvard University Press, 1999, p. 2: “The trouble with principle is, first, that it does not exist, and, second, that nowadays many bad things are done in its name”. (La traducción es nuestra.) Ibidem, p. 4: “there are no neutral principles, only so-called principles that are already informed by the substantive content to which they are rhetorically opposed…” (La traducción es nuestra).
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tivo”. Ni mucho menos que no existe la posibilidad de conciliar, hasta cierto punto, las dos posturas. Cabe recordar que Fish cuestiona: “¿Es el lector —intérprete— o el texto la fuente de su significado?” En su respuesta afirma de manera explícita “el texto no es el único o suficiente repositorio del significado” y de modo implícito el lector —intérprete— tampoco es el único o suficiente depositario del significado. De igual forma, “las actividades del lector —intérprete— no son meramente instrumentales o mecánicas, sino esenciales” pero también el texto es esencial. Así, “el lector —intérprete— es corresponsable por la producción de un significado... que es redefinido como un evento más que como una entidad” pero en ese caso el texto también sería corresponsable. De tal guisa, “el significado no es propiedad del texto”, pero tampoco lo es del lector —intérprete—. Por el contrario, “uno puede observar o seguir su emergencia gradual en la interacción entre el texto y el lector —intérprete—”. Por lo pronto parece claro que la fuente del significado no es el lector —intérprete— ni el texto sino la interacción entre ambos. De hecho, coinciden en que es posible contraponer dos modelos de interpretación de textos: el persuasivo al demostrativo (Fish) y el constructivo-interpretativo al descriptivo-evaluativo (Dworkin). Nuestra corazonada es que hasta este punto los dos están de acuerdo. Sin embargo, al final del día, el primero acentúa que la interpretación es intersubjetiva y perspectiva al grado de que no hay respuestas correctas, solamente respuestas; entre tanto el segundo enfatiza que la interpretación es objetiva y neutral al punto que hay respuestas correctas e incluso una respuesta correcta. Para Fish —y al aparecer también para Dworkin— las “estrategias interpretativas” no son puestas en efecto después de leer —interpretar— el texto, sino que le dan forma a la lectura —interpretación— y como le dan a los textos su forma, los hacen más que derivar de ellos. Así, parece como si el texto fuera desplazado del centro de autoridad a favor del lector —intérprete— cuyas estrategias interpretativas le dan un significado, pero tales estrategias no son suyas, sino que proceden de la “comunidad interpretativa” de la cual él es un miembro. Por consiguiente, son las “comunidades interpretativas” las que producen los significados, al imponer ciertas restricciones a la libertad del lector —intérprete— para interpretar el texto, tales como la necesidad de que la interpretación como sugiere Dworkin no sólo encuadre o enmar-
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que sino también de cohesión e integre. Tal y como lo ilustra con la metáfora de “la novela en cadena o en serie” (chain novel) a la cual Fish se refiere como “la pandilla en cadena o en serie” (chain gang). Cabe señalar que las “comunidades interpretativas” están conformadas por todos aquellos que comparten las mismas “estrategias interpretativas”. Por supuesto que al interior de una “comunidad interpretativa” puede haber “subcomunidades interpretativas”. Ahora bien, para Fish:36 Una comunidad interpretativa no es objetiva porque como un ramillete de intereses, de objetivos y propósitos particulares, su perspectiva es interesada en lugar de neutral; pero con el mismo razonamiento, los significados y los textos producidos por una comunidad interpretativa no son subjetivos porque no proceden de un individuo sino de un punto de vista público y convencional.
Aun cuando tiene razón cuando dice que toda interpretación es intersubjetiva y perspectiva en lugar de objetiva y neutral, no por ello creemos que a partir de la noción de “comunidad interpretativa” y de sus “estrategias interpretativas” sea imposible alcanzar un cierto grado de objetividad, claro está que a partir de la intersubjetividad de dicha comunidad interpretativa y con las limitantes de sus propias estrategias interpretativas. Es preciso aclarar que la objetividad no implica ni tiene porqué implicar neutralidad. Ciertamente el juez tiene que ser imparcial además de objetivo, pero no neutral ya que tiene que darle la razón a alguna de las partes ó lo que es lo mismo, optar por una interpretación sobre las demás. En pocas palabras: no puede permanecer indefinido e indiferente. V. CONCLUSIÓN: OBJETIVIDAD —POR LA VÍA DE LA INTERSUBJETIVIDAD— E (IN)DETERMINACIÓN Una vez que el continuum —que según Hart lo tiene a él en el centro como el término medio virtuoso entre los dos extremos viciosos de un espectro, a saber el noble sueño de Pound/Dworkin y la pesadilla de Frank-Llewellyn/Kennedy— se convierte en un triángulo equilátero, es posible identificar tres controversias en lugar de nada más una: 1) deter36
Fish, Stanley, Is There a Text in this Class?, cit. en la nota 27, p. 5.
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minación e indeterminación del derecho; 2) conexión y separación entre derecho-moral; y 3) objetividad y subjetividad en el derecho. Toda vez que el artículo implica una crítica abierta al formalismo-positivismo jurídico y a una de sus tesis principales, a saber: la separación entre derecho y moral, procedimos a analizar desde la perspectiva de la conexión entre derecho y moralidad política un doble dilema: determinación-indeterminación, de un lado, objetividad-subjetividad, del otro. De esta forma, de las posibles conclusiones que podrían derivar de este artículo es imperativo subrayar dos: 1) La primera parte del dilema es falsa, porque independientemente de cierta indeterminación —en el mundo de lo posible puede haber una infinidad de respuestas— el derecho requiere de determinación —en el mundo de lo deseable debe haber solamente una respuesta correcta— para poder funcionar como tal, si no fuera así privaría la incertidumbre e inseguridad y con ellas la anarquía; y, 2) La segunda parte del dilema también es falsa, puesto que en el derecho y su interpretación hay al menos dos elementos: uno objetivo —el texto— y otro subjetivo —el intérprete—, pero además de estos encontramos a la “comunidad interpretativa” a la que pertenece el intérprete, así como las “estrategias interpretativas” que emplea, mismas que lo limitan pero que le permiten alcanzar cierta objetividad por la vía de la intersubjetividad. A este tipo de objetividad, en contraposición a la tradicional que podemos denominar “objetividad”, la podríamos llamar “objetividad” o bien tendríamos que acuñar un nuevo término: “sobjetividad”.37 Así, aunque es cierto que el derecho es en principio indeterminado, también está claro que es determinado o mejor dicho determinable; asimismo es objetivo, pero no en la forma típica —independiente de las valoraciones subjetivas— sino precisamente por la vía de la intersubjetividad, i. e., de confrontar las diferentes interpretaciones, al tener presentes y tomar en consideración todas las limitaciones y restricciones a la libertad del intérprete impuestas no solamente por el texto mismo sino —y 37 En una plática informal con Robert Alexy, al concluir una de las sesiones sobre Law and Objectivity en el Congreso del IVR en Lund, Suecia, el 15 de agosto de 2003, comentábamos sobre la necesidad y conveniencia de estipular dicho vocablo, el cual de pasada ofrece la ventaja de diferenciar dos sentidos de ‘intersubjetividad’: un sentido fuerte, ‘intersubjetividad’1 como un mero acuerdo o consenso intersubjetivo; y, un sentido débil, ‘intersubjetividad’2 como la búsqueda de la objetividad por la vía de una deliberación o discusión intersubjetiva.
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sobre todo— por la “comunidad interpretativa” a la que pertenece y las estrategias interpretativas propias de ésta. En resumidas cuentas, es posible la indeterminación al haber una infinidad de respuestas correctas tantas como “comunidades interpretativas” y “estrategias interpretativas”, pero al mismo tiempo es deseable la determinación para poder llegar a una respuesta correcta, al incorporar cierta objetividad en el derecho por la vía de la intersubjetividad —entendida ésta no como un mero acuerdo o consenso sino como la deliberación o discusión— o “sobjetividad”.
ENTRE EL DISCURSO PRÁCTICO GENERAL Y LA ARGUMENTACIÓN JURÍDICA: LAS FORMAS DE LA ARGUMENTACIÓN POLÍTICA* Joaquín GARCÍA-HUIDOBRO** SUMARIO: I. Introducción. II. ¿Qué racionalidad se utiliza en política? III. Algunos argumentos frecuentes en la discusión política. IV. La racionalidad en la argumentación política.
I. INTRODUCCIÓN Robert Alexy ha puesto de relieve una idea que es bien conocida, a saber, que “el discurso jurídico es un caso especial del discurso práctico general.”1 Este discurso práctico general admite formas muy diversas. Como el resto de las presentaciones ya se referirán al discurso jurídico, aquí se pretende reflexionar sobre otra forma del discurso práctico: la argumentación política. Ella está, en cierta medida, antes y después del derecho. Antes, en cuanto muchas veces se dirige a conseguir que se establezcan ciertas normas jurídicas o incluso que se pronuncien determinadas decisiones judiciales para producir un estado de cosas que se estima deseable. Pero también viene después del derecho, y busca mantener aquellas regulaciones sociales que se consideran justas. He dividido esta exposición en tres partes. En la primera planteo algunas dificultades que presenta el modo en que hoy se argumenta en política. En la segunda analizaré algunos tipos de argumentos que hoy son uti* Este trabajo ha sido realizado con el apoyo de Fondecyt (Chile, proyecto 1010182). ** Universidad de los Andes, Chile. 1 Alexy, R., Teoría de la argumentación jurídica. La teoría del discurso racional como teoría de la fundamentación jurídica, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1997, 35, cfr. 208 y ss. También, del mismo autor, Derecho y razón práctica, México, Fontamara, 1993, pp. 23-35, y “La institucionalización de la razón”, Persona y Derecho, núm. 43, 2000, pp. 217-249. 195
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lizados en la discusión pública. En la tercera volveré sobre las dificultades enunciadas al principio y trataré de darles una respuesta. II. ¿QUÉ RACIONALIDAD SE UTILIZA EN POLÍTICA? Lo propio del político, a diferencia del dictador, es que requiere no sólo decidir sino también convencer. En un régimen totalitario, en cambio, aunque siempre se procure respaldar las decisiones con una batería de argumentos, lo cierto es que el convencimiento de los ciudadanos, aunque deseable, no es imprescindible. Más bien lo que lo define es que en él los ciudadanos obedecen aunque no están convencidos. O sea, que de ciudadanos tienen poco, si le creemos a Rousseau, que dice que somos legisladores y súbditos al mismo tiempo, esto es, que al obedecer a las leyes nos estamos obedeciendo a nosotros mismos. En una democracia, para acceder al poder es necesario participar en las elecciones y ganarlas. El voto, por otra parte, es libre, de modo que se hace necesario convencer a los votantes. Hasta ahí no hay problemas. Con todo, cuando examinamos las formas del discurso que permite ganar las elecciones, nos encontraremos con una sorpresa. La publicidad política no se diferencia de la publicidad propia de las bebidas gaseosas o las zapatillas deportivas. A primera vista, esto no debería llamar la atención: si la publicidad que permite vender una bebida cola es eficaz, no se ve por qué no pueda seguirla para conseguir que los ciudadanos voten por mí. Sin embargo, todos reconocemos que la decisión de consumir una u otra bebida no es precisamente el modelo de decisión racional. Fue famosa, años atrás, la guerra de las colas, en donde la estrategia publicitaria de una de las compañías fue mostrar que, en una elección a ojos cerrados, la gente prefería su bebida, que era la minoritaria en ventas en el mundo. Si la otra era la mayoritaria y al mismo tiempo la más mala, eso significa que el público consumidor de bebidas no es racional, salvo que esta no sea una de aquellas materias que se deciden ejerciendo la razón. ¿Por qué elegimos una bebida sobre otra? Porque la publicidad nos ha convencido para que procedamos así. ¿Y cómo nos ha convencido? Primero, repitiendo una y otra vez que debemos tomar tal cosa, y, segundo, asociando a ese producto una serie de atributos, como la felicidad y el sentido de la vida, que manifiestamente nada tienen que ver con una mezcla de agua, azúcar, gas y colorantes.
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Si examinamos la propaganda política de cualquier candidato de cualquier partido político de cualquier país, veremos que se cumple el primero de esos factores. Ella se basa en la repetición, un mecanismo no precisamente racional. Cuando veo en las calles de mi ciudad 45 veces la misma cara, una al lado de otra, en una pared de apenas 15 metros, me dan ganas de decirle: “ya conozco su cara, me bastaría con una foto y que dedicara ese dinero a cosas más productivas o bellas”. Queda la segunda característica de la publicidad, a saber, la de asociar a un producto determinados atributos. Aquí debemos reconocer que la propaganda política es más modesta. Ningún candidato se presenta como “la chispa de la vida”. Sin embargo, los atributos que se vinculan a cada candidato son tan vagos que perfectamente se podrían aplicar al oponente. Además, en ningún caso se explica por qué ese hombre es alguien que hace cosas, que da confianza, que está con la gente y un buen número de cosas semejantes. Dicho brevemente: parece que no hay coherencia entre la afirmación de que la política es una actividad racional y una propaganda que se muestra como si la decisión más importante, la de elegir, no fuese racional. III. ALGUNOS ARGUMENTOS FRECUENTES EN LA DISCUSIÓN POLÍTICA
Si lo que se ha dicho es efectivo, entonces la decisión de elegir a un candidato no es una decisión racional, sino meramente emotiva. Con todo, y antes de responder a esta objeción, conviene recordar que la política no se agota en el acto electoral. Después de él, tanto los electores como los elegidos tienen mucho que hacer. Aquí, entonces, podría haber un espacio para la racionalidad, al menos en teoría. De partida, en los parlamentos o en los foros televisivos es necesario emplear argumentos, y no basta con poner una foto varios miles de veces con la apelación a que se vote por el fotografiado. Los argumentos que se emplean en política son tan variados como la vida misma. Sin embargo, resulta posible hacer un cierto catálogo de ellos. Veamos algunos, tratando de explicitar, al mismo tiempo, sus supuestos y sus eventuales debilidades. Hago presente que estos argumentos son muy habituales en la política actual y quizá de todo tiempo, de modo que lo que se diga no debe entenderse como referido a una sola corriente política. Se utilizará la expresión “argumento”
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en un sentido muy amplio, que comprende todo lo que sea apto para convencer a los demás. 1. Argumentos sobre la base de la dialéctica amigo-enemigo Una primera serie de argumentos son los que se basan en la concepción de que la política es un juego de suma cero, es decir, que uno gana precisamente en la medida en que otro pierde. Naturalmente hay ocasiones en que esto sucede así, como en el caso de las elecciones, pero está por demostrarse que tal sea necesariamente la índole del juego político. Veamos algunos ejemplos. En la década de los sesenta y comienzos de los setenta era frecuente oír en Chile la afirmación “cuando se gana con la derecha es la derecha la que gana”. Con ella se pretendía desalentar cualquier alianza del centro político con las fuerzas conservadoras, y conseguir, en cambio, su apoyo para la causa de la izquierda. Por supuesto que si gana una coalición de la que forman parte fuerzas de derecha ellas serán ganadoras. Esto sucede por definición. También vale para cuando se gana con la izquierda o con el centro. Sin embargo de ahí no se deriva que sólo ella sea la que gane. Incluso en el caso de que una fuerza obtenga más que sus asociados en una coalición, eso no significa que los que obtienen menos hayan necesariamente perdido. Como en los negocios, en política lo relevante es ir mejorando posiciones. Si se gana menos que otro pero se ha mejorado sustancialmente la propia posición, la alianza habrá valido la pena. Los ganadores aquí no siempre son los socios mayoritarios. Conocido es el caso del Partido Liberal alemán, que por años desempeñó el papel de una pequeña fuerza que tenía el número de votos suficientes como para decidir si gobernaban los socialdemócratas o los demócratacristianos. Como se hacían pagar caro por su colaboración, suscitaban las iras de los socialcristianos bávaros, los otros aliados de la democracia cristiana, que con más votos recibían menos. La diferencia estaba en que los socialcristianos eran aliados cautivos, mientras que los liberales era una fuerza que había que conquistar. Triunfar con el apoyo de un pequeño partido que se hace pagar caro no es una derrota, sino una victoria. Si no se consigue en ella todo lo que se quería, habrá que recordar que el término de comparación no es lo que se quiere, sino lo que se puede, y tener presente que —de no haber mediado ese apoyo—, los que ahora están en el gobierno deberían sentarse en las bancas de la oposición.
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Después del atentado a las Torres Gemelas se difundió en parte del mundo árabe la teoría de que el organizador de ese acto terrorista era el servicio secreto de Israel. El argumento era tan simple como preguntar ¿a quién le conviene este acto? La respuesta aparentemente clara para ellos es que le convenía a Israel, pues así tenía una excusa para negar permanentemente a los palestinos el derecho a fundar un Estado. No le convenía este acto, en cambio, a los países árabes o al mundo islámico, que se vería perjudicado en su imagen internacional e incluso se exponía a sufrir represalias. Este argumento reposa sobre innumerables supuestos que es difícil que se den. Por ejemplo, supone unos criterios de racionalidad que deberían ser aplicados de hecho por todos los hombres, de modo que ni siquiera un terrorista haría algo que a nosotros nos parezca disparatado, como poner en peligro los avances realizados por la propia causa. Lamentablemente hay demasiados ejemplos disponibles que hacen pensar que la lógica que mueve a los terroristas no es la misma que aquella que impulsa a los sectores pacíficos que hay en los distintos bandos. Además, el determinar en qué consiste la conveniencia es algo muy difícil. Pocos días después del atentado se pudo observar que, en su necesidad de contar con el apoyo del mayor número posible de países árabes, Estados Unidos hizo concesiones y afirmaciones muy contrarias a los intereses de Israel. Un caso parecido sucedió hace muchos años, cuando en la ciudad de Washington fue asesinado el socialista chileno Orlando Letelier. Los partidarios del régimen militar y muchos observadores imparciales señalaron que al único que no le convenía este acto era al gobierno del presidente Pinochet. Por tanto, pensaban que era imposible que hubiese sido ejecutado por sus servicios de inteligencia. Efectivamente, hay buenas razones para considerar que ese gobierno fue el principal perjudicado por el desprestigio derivado de ese asesinato, sin embargo, el argumento en cuestión supone que hay una perfecta coherencia entre lo que desea un gobierno y lo que realizan los servicios de seguridad que de él dependen, cosa poco probable. Hasta el día de hoy no existe absoluta claridad sobre este episodio, pero el hecho de que el director de esos servicios de seguridad haya terminado en la cárcel hace pensar, al menos, que éste es un caso más en donde esa lógica y coherencia perfectas no se dan, y los cuidados del sacristán terminan matando al señor cura. En la misma línea, a veces una corriente política se felicita por el daño que ha provocado en las filas de otra, sin cuestionarse si, al hacerlo, no
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ha producido un deterioro en ciertos activos, como la confianza y la respetabilidad, que son fundamentales ante el electorado. Porque así como no todo lo que beneficia a los demás me perjudica a mí, tampoco todo lo que los perjudica me beneficia. Esto es especialmente importante a la hora de evaluar las pugnas que se dan entre partidos políticos rivales que, por circunstancias electorales, se ven obligados a entrar en una coalición si quieren acceder al gobierno. Las pugnas entre esos partidos y las victorias que temporalmente uno pueda obtener sobre otro terminan afectando su confiabilidad ante electorado, que los ve como incapaces de constituir una alternativa viable de gobierno. Dentro de esta familia de argumentos están los de índole conspirativa. Siempre es útil explicar los ataques de que se es objeto como si fueran fruto de un plan en contra de quien los sufre. En muchos casos se busca construir a posteriori una interpretación de los hechos de modo tal que aparezcan como formando parte de un plan perfectamente diseñado. Lo dicho no significa que no existan conspiraciones, pero su prueba es difícil y siempre será preferible una explicación que dé cuenta de un hecho sin necesidad de recurrir a estas teorías. Un personaje público argentino reconocía una vez en privado: “yo, que he participado en muchas conspiraciones, sé lo difícil que resulta que tengan éxito”. En muchos casos, se llega a atribuir al adversario un poder y un conocimiento tan amplios que nada de lo que ocurre es ajeno a su querer o permisión. Es la idea de la responsabilidad total, que ha causado no pocas tragedias en la historia. Frente a esta tendencia, hay que reconocer que los gobiernos y las oposiciones son imperfectos, que no disponen de información suficiente y que gran parte de las cosas que ocurren son fruto de numerosos hechos fortuitos, imposibles de predecir o de políticas en las que la improvisación y la intuición juegan un papel mucho más importantes que los estudios de los expertos. Una variante del argumento conspirativo consiste en atribuir a la resistencia de ciertos grupos sociales el fracaso de las propias políticas. Es típico de las economías más populistas el culpar a los empresarios o a los capitalistas del fracaso econó mico. El país está mal, se dice, porque los empresarios no invierten. No se advierte que los empresarios, como cualquier persona razonable, sólo están dispuestos a invertir cuando hay seguridades suficientes de que no perderán el fruto de sus esfuerzos. Los empresarios, más que grandes conspiradores, son personas que quieren maximizar sus beneficios y disminuir sus costos. Si el gobierno no es de
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su agrado no tendrán problemas en seguir invirtiendo mientras se respeten ciertas reglas de juego fundamentales. Ningún empresario demócrata dejará de invertir porque haya un republicano en el gobierno. Jamás pensará que al invertir generará empleo y, con esto, prestará una ayuda al presidente cuyas ideas no comparte. Simplemente invertirá porque quiere conseguir una ganancia. En los países en que esto no sucede, las razones tienen que ver mucho más con las políticas económicas erradas o erráticas que con supuestas conspiraciones empresariales.2 Los argumentos que se han reseñado son típicos de situaciones de conflicto. Ellos surten gran efecto cuando hay pocos puntos en común con el adversario y particularmente cuando se ha logrado hacer una caricatura del mismo. Son argumentos que presuponen normalmente que no hay un contacto personal entre los bandos en pugna y que en buena medida se desarman cuando ese contacto y conocimiento se produce. Aquí se aplica el dicho de Tertuliano acerca de la actitud agresiva de los romanos en contra del entonces naciente cristianismo, al que se atribuían las prácticas más inverosímiles: dejan de odiar cuando dejan de ignorar. 2. Argumentos basados en los principios del régimen democrático Junto a los anteriores hay otros modos de razonar que no presentan o presuponen un carácter conflictivo, sino que se dirigen a poner la propia postura en un lugar privilegiado frente a los demás. Esto se logra a través de su identificación con los principios del régimen o con ciertos valores especialmente apreciados por el auditorio. El recurso más habitual consiste en mostrar cómo la propia posición se halla en el medio, frente a dos extremos. Este procedimiento es particularmente útil en una democracia, en donde resulta necesario obtener votos que son patrimonio de aquellas posturas que están más cercanas a la propia en el espectro político. El centro parece tener un valor particularmente privilegiado en el debate político. ¿Cuánto valen realmente es2 Naturalmente, la historia muestra casos en donde los empresarios se han propuesto desestabilizar ciertos gobiernos. Así, por ejemplo, en el paro de octubre de 1972 contra Salvador Allende o en las protestas que derivaron en la caída del régimen de Marcos, en Filipinas. Sin embargo, no constituyen la regla de toda la actividad empresarial, ni se trata de operaciones en que los empresarios hayan actuado encubiertos ni de movilizaciones en las que ellos hayan actuado solos o tenido la iniciativa.
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tos argumentos? Ya desde Aristóteles sabemos que la virtud ocupa una posición intermedia entre dos extremos viciosos, pero que este principio sea automáticamente aplicable a la praxis política es más que discutible. De partida, el propio Aristóteles enseña que, desde otro punto de vista, el del bien, la virtud no es un medio sino un extremo. La teoría del justo medio está lejos de ser un pretexto para la mediocridad. No podríamos decir, por ejemplo, que lo más deseable es un estado intermedio entre la guerra o la paz, o que es preferible un respeto medio, y no muy exagerado, de los derechos humanos o de las normas contrarias a la corrupción. Por tanto, hay que tener cuidado con el recurso a este procedimiento, no sea que se termine por caer en lo que un autor ha denominado el “extremismo de centro”, que consiste en definir la propia postura política no en términos de lo que es mejor sino siempre de modo espacial, es decir, tratando de ponerse en una postura equidistante de las otras en pugna. Además, la receta de colocarse en el medio no es infalible: de ser así, ni Reagan ni Tatcher habrían llegado nunca al gobierno. A veces, más que una opinión intermedia, de lo que se trata es de mostrar posturas claras, de hacer ver cuáles son las necesidades del país. Gran parte de las argumentaciones que hoy se escuchan están destinadas a mostrar como la propia postura es la más pluralista, tolerante, liberal, etcétera. Es la identificación con los principios que todos compartimos. Ya Marx y Burke denunciaban cómo detrás de la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano no estaba el hombre puro y simple, sino el burgués, que revestía de universalidad lo que en el fondo no era más que su propio interés. Los lectores de Animal Farm, de Orwell encontrarán multitud de ejemplos acerca de cómo las invocaciones a la universalidad no siempre son tan universales como parecen. Efectivamente es muy importante que una postura política sea tolerante o tenga cualquiera de las otras características. Sin embargo hay que tener siempre presente qué se está entendiendo por tolerancia, quiénes la entienden y qué alcance le dan. Una variante del argumento anterior consiste en presentarse ante uno de los supuestos extremos como la alternativa para que no gane la posición que está más alejada del mismo. “Si no vota por el centro, se le dice a los partidarios de la derecha, terminará ganando la izquierda”, o al revés.
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3. Invocación al progreso Otro modo frecuente de argumentar consiste en presentar la propia postura como progresista y la contraria como retrógrada. Este tipo de argumento probablemente no habrían hecho mella en las sociedades premodernas, pero tiene gran eficacia allí donde se ha aceptado la idea del progreso indefinido y se considera que la tecnociencia es el medio para lograrlo. Se basa en la idea de que todo progreso particular es al mismo tiempo un progreso para el hombre entero, lo que es más que discutible. Por otra parte, estos argumentos distan de ser neutrales, pues suponen un determinado concepto del progreso y una idea del bien humano particular. Es progreso lo que lleve a realizar el propio ideal y es retrógrado lo que lo obstaculice. Este tipo de argumentos tiene un gran valor retórico pero poca consistencia, ya que bien podrían ser utilizados en el sentido exactamente contrario, pues muchos pensarán que lo que nosotros llamamos progreso no es precisamente un avance. Debemos ser conscientes que en una sociedad plural las ideas de hombre y progreso son muy diversas, y no es lícito argumentar como si este problema estuviese ya solucionado y un grupo social tuviese el monopolio de la determinación de qué constituye un progreso y qué cosas no lo son. Cuando se invoca el avance o progreso de una sociedad es necesario pedir más explicaciones. La idea de progreso depende, a su vez, de la idea de hombre y de bien que se tiene. Según sea ésta, se llamará progreso a una u otra cosa. Aquí no hay neutralidad posible. En la misma línea discurren las argumentaciones que apoyan una determinada política sobre la base de que ella ha sido aplicada o está siéndolo en los países más desarrollados. Una cosa es que los países más desarrollados suelan aplicar políticas más sensatas que los de menor desarrollo, y otra muy distinta es atribuirles la infalibilidad o argumentar como si esa imitación llevara por sí sola al desarrollo. El ejemplo de otros países, supuesto que sea trasladable (en muchos casos no lo será), constituye únicamente una presunción digna de tener en cuenta, pero no es un argumento definitivo cuando se trata de determinar qué es lo mejor para una nación. También está el argumento inverso, es decir, el nacionalista, que mira con malos ojos todo lo que venga de afuera. Vale para él lo que se señaló antes: el hecho de que algo venga de afuera no es de por sí ni bueno ni
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malo. Habrá que ver qué es lo que viene, de dónde viene y en qué medida es aplicable al caso propio. El argumento nacionalista ha sido empleado con frecuencia en el campo económico. No me gusta que las grandes empresas despidan a sus empleados, pero no me parece correcto que, cuando se trate de una empresa extranjera, se destaque, por ejemplo, que la transnacional Telefónica ha despedido a 2.600 chilenos. Con esto se da a entender que la razón del despido tiene más que ver con un choque de nacionalidades que con la racionalidad económica (en este caso, una racionalidad muy discutible). Otro tanto sucede con las discusiones que provoca la compra de grandes territorios ocupados por bosques nativos, por parte de conservacionistas que son extranjeros. La discusión en estos casos se centra en la lesión a la soberanía que supone la posesión de esas grandes extensiones de terrenos por parte de un extranjero. En un régimen de igualdad ante la ley, en cambio, la nacionalidad del adquirente debería ser considerada irrelevante.3 4. Argumentos conservadores Si en algunos casos, la invocación al progreso y a la apertura es un argumento particularmente eficaz, en otros tiene éxito precisamente lo contrario. La invocación a la tradición o al estado de cosas vigente puede tener gran eficacia. “Keine Experimente”, decía Adenauer a sus electores. Y ellos lo mantuvieron en el poder por largos años. Se trata, en definitiva, de mostrar que las cosas andan bien, que en otros países hay caos y desorden, y que no vale la pena experimentar cuando se trata de cosas tan importantes como la paz, el respeto a la propiedad o la seguridad ciudadana. Con todo, este argumento tiene una duración limitada, y llega un momento en que la gente quiere simplemente cambiar. En ese momento no basta con señalar que la economía funciona y que no hay guerras, sino que hay que encontrar maneras más persuasivas de defender el estado de cosas vigente. Por ejemplo, hacer ver que la mantención de un cierto orden es precisamente lo que permite innovar, pero que el cambio debe provenir de las iniciativas individuales y no de la acción de los gobiernos. 3 Salvo en contadas excepciones, como la adquisición de tierras en zonas fronterizas por parte de connacionales de un Estado vecino cuando éste prohibe ese acto a los connacionales nuestros. Pero en este caso se trata de una aplicación del principio de la reciprocidad.
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5. Argumentos estratégicos Hay toda una serie de argumentos que tienen interés no en sí mismos sino por el contexto en que son utilizados. El más típico de esos contextos es el que consiste en desviar la atención del público hacia un problema que no es el fundamental. Hace un tiempo, en Chile, se incautaron los aviones de una compañía aérea acusada de lavado de dinero. La compañía reaccionó haciendo ver a la opinión pública que esa acción constituía un atentado a la libre competencia (pues favorecía a las compañías rivales) y una lesión del derecho al trabajo de los empleados de la compañía, pues producía desempleo. A eso se agregó el hecho de que la compañía era extranjera, lo que motivó una fuerte ola de protestas en ese país y diversos intentos por afectar los intereses chilenos en él. Se trata de un caso típico de desviación de atención. Si una compañía participa en operaciones de lavado de dinero y está vinculada al narcotráfico, es irrelevante que la suspensión de sus servicios beneficie o perjudique a otra empresa o a un grupo de personas. Lo fundamental de la discusión es si ese cargo es verdadero o falso. La compañía, como cualquier persona natural y jurídica, goza de una presunción de inocencia y en este caso la justicia determinó que no había fundamento plausible para los cargos que se le habían formulado. La compañía, entonces, tendrá derecho a reclamar del Estado chileno las indemnizaciones que correspondan y todo seguirá su curso ordinario. Pero eso no significa que no haya empleado una típica estrategia de distracción de la opinión pública. A veces, no son procedimientos voluntarios los que desvían la atención pública, sino ciertos acontecimientos salvadores, como triunfos deportivos o grandes tragedias, los que permiten a los gobiernos escapar de situaciones apuradas. Otras veces, las conmociones públicas son el momento propicio para introducir ciertas medidas o dar determinadas noticias que interesa que pasen inadvertidas. O al revés, la falta de noticias y el sopor veraniego puede ser el momento oportuno para realizar determinadas acciones sin que haya la protesta u oposición que se produciría en circunstancias normales. Un caso muy interesante, aunque difícil de utilizar con éxito, es la forma de argumentar que consiste simplemente en no responder. En un determinado país un candidato presidencial fue acusado de ciertas irregularidades en la época en que había sido ministro, un tiempo antes. Aquí la estrategia consistió en actuar como si la acusación no existiera. Lo hizo
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con tal seguridad y aplomo que la acusación se desvaneció. Los intentos periódicos por recordar esos hechos se han estrellado con la barrera de la indiferencia, que se ha mostrado notablemente eficaz. Los ejemplos de argumentos podrían multiplicarse. Lo reseñado hasta aquí nos muestra que los argumentos no son, en sí mismos, buenos o malos, pues su justicia depende en buena medida de la situación. Este hecho, su contingencia, no los priva de racionalidad: podrán tenerla si se ajustan a las circunstancias. La tarea de calibrar y sopesar las circunstancias no es algo caprichoso o arbitrario, sino estrictamente racional, aunque con una racionalidad no especulativa, sino práctica, es decir, cuya exactitud no es absoluta.4 IV. LA RACIONALIDAD EN LA ARGUMENTACIÓN POLÍTICA Es el momento de volver al problema del que partimos, a saber, si el modo en que se utilizan las actuales técnicas publicitarias constituye una demostración de que la racionalidad no tiene lugar en la vida política. Comencemos por una opinión muy respetable, la de Popper, que piensa que sería relativamente fácil superar las dificultades tecnológicas que obstruyen el camino hacia metas tales como la conducción de las campañas electorales mediante la apelación, no a las pasiones, sino a la razón. No veo ninguna razón, por ejemplo, para que no se imponga un tamaño, aspecto, etcetera. uniforme a los panfletos electorales, eliminándose todo cartel (esto no tiene por qué hacer peligrar la libertad, así como no la perjudican, sino más bien la benefician, las limitaciones razonables impuestas a los litigantes ante un tribunal de justicia). Los actuales métodos de propaganda constituyen un insulto al público y también a los candidatos. Jamás debiera utilizarse una propaganda apta quizá para vender jabón, pero no para cuestiones de tal magnitud.5
4 Los argumentos reseñados son empleados por los actores políticos más relevantes. Habría que desarrollar también aquéllos que son fruto de la iniciativa de los propios ciudadanos. El más notable es el voto de protesta, que ha adquirido un protagonismo especial en las elecciones legislativas de Argentina en 2001. 5 Popper, K. R., La sociedad abierta y sus enemigos, Barcelona, 1982, p. 625, nota 27 (traducción de la segunda edición revisada, Londres, 1945).
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La idea es interesante, pero presenta múltiples debilidades. De partida, no sé si estaremos de acuerdo en entregarle un nuevo poder al Estado, en este caso, el de controlar la propaganda política. Además, supuesto que se consiguiera lo que Popper pretende, habría mil formas de burlar esas reglamentaciones. En la época en que Popper escribió La sociedad abierta y sus enemigos la actividad de un candidato consistía fundamentalmente en aparecer en ciertos afiches en las calles y reunirse con sus potenciales votantes en teatros o, si las cosas iban mejor, en grandes manifestaciones. Hoy el panorama es mucho más complicado y me temo que no es posible intentar regulaciones semejantes. Quizá la objeción en contra de la presunta irracionalidad que la propaganda pone en la política, se diluya un poco si atendemos más de cerca a su papel. Si consideramos que los afiches que inundan nuestras ciudades son una forma de argumentación política, el resultado será desalentador. Sin embargo, es posible que esos carteles no sean ni deban ser considerados argumentos. Su papel es mucho más modesto: tan sólo pretenden recordar que un candidato existe, atraer sobre él la atención. Sin ese cautivar la mirada nunca se producirá el proceso de análisis de los contenidos de los distintos proyectos en disputa. Pensemos seriamente en la gente que nos rodea: ¿conocemos a una persona que haya votado en las últimas elecciones sólo porque le gustaba la sonrisa del candidato en los carteles? Detrás de cada voto hay un análisis que es, o puede ser, racional, aunque lógicamente admite muchos grados. La mayoría de los que votaron por un candidato sabían perfectamente lo que estaban haciendo y por qué lo hacían. Es posible que después hayan descubierto que estaban equivocados, pero eso no transforma a la decisión en irracional, sino, en el peor de los casos, en errónea. Si la gente decidiera sobre la base exclusiva o principal de la publicidad, probablemente votaría en blanco, porque esas imágenes muchas veces nos dejan perplejos. Nos dan ideas muy parecidas en una estética también muy similar. Si esto es así, si la racionalidad opera después de que se ha visto la propaganda, y si ésta en gran medida permite no convencer al elector sino tan sólo ser considerado por él al momento de elegir, no ser excluido de las opciones que sopesa, ¿no podríamos ahorrarnos ese gasto?, ¿no hay forma de destinar esos cuantiosos recursos a cosas más productivas?
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La respuesta no es sencilla. En algún caso se ha intentado, y con éxito, prescindir de la propaganda electoral. Pero se trata de personas que ya ocupaban un lugar en el parlamento y eran ampliamente conocidas por la opinión pública. Su campaña consistió en hacer como si no hiciera campaña. Eso le dio un enorme atractivo y le permitió canalizar la indignación de los electores cada vez que veían las murallas de su ciudad ensuciadas por la propaganda electoral. Otras veces ha sucedido que la enorme desventaja en el caudal publicitario de uno y otro candidato ha terminado por favorecer al más débil. El caso más típico es el de la derrota del bien acaudalado Vargas Llosa en manos del entonces casi desconocido y completamente desprovisto de recursos Fujimori. Era tal la diferencia, que se produjo la natural compasión que todos sentimos por David cuando enfrenta al gigante Goliath. Otro tanto sucedió con una candidata independiente, que en la franja electoral no tenía más de dos segundos y sólo alcanzaba a decir el nombre de su ciudad. Era tan injusta la marginación frente al sistema establecido, que consiguió una cantidad de votos y una fama que no habría obtenido quizá si hubiese tenido más medios. El drama que estamos viviendo es la necesaria consecuencia de estar intentando algo que en otros tiempos parecía imposible. Aristóteles dice que no resulta posible gobernar una polis con 100 mil habitantes, dado que es imposible mantener el mínimo de contacto personal que hacen que sea físicamente posible. Hoy día, a través de los mecanismos de representación y gracias a los medios de comunicación podemos darnos el lujo de tener democracias en donde son gobernados 200 veces más seres humanos que la cifra que Aristóteles, en un ejercicio de imaginación, consideraba como un límite ridículo e imposible. Eso es algo notable, que habría llenado de admiración al Estagirita, pero que indudablemente implica muchos costos y distorsiones. La distorsión más grave, con todo, no es la que deriva del espectáculo al que deben someterse los políticos en su necesidad de ser mínimamente conocidos, sino los recursos económicos que, por lo general, hay que movilizar para obtener un lugar en un Parlamento contemporáneo. Porque los casos que he señalado son una contada minoría, y los traigo a colación precisamente porque constituyen una excepción. En buena medida, nuestras democracias mantienen una inevitable tendencia plutocrática, no en el sentido en que sean los ricos los que gobiernan o le-
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gislan, pero sí en cuanto, si no las personas, al menos los partidos requieren contar con enormes recursos. Las soluciones que se han dado para resolver esta distorsión resultan en muchos casos peores que la enfermedad. Al menos después del Affaire Kohl y los pagos indebidos a la Democracia Cristiana alemana, resulta difícil creer que el financiamiento estatal de la propaganda política pueda ser una solución de fondo.6 La tentación de desequilibrar la balanza poniendo en ella fondos distintos de los estatales es demasiado grande como para que pueda resistirse mucho tiempo por muchas personas. Sucede que no podemos comunicarnos a menos que recurramos a los medios de comunicación, pero éstos tienen un formato tal que terminan condicionando el mensaje mismo que se quiere transmitir. Al menos podemos conformarnos que con las nuevas tecnologías de comunicación siempre queda el consuelo de que una modesta página en Internet puede ser tan visitada como la de la compañía más poderosa: al menos en teoría. Sirva también de consuelo el hecho de que hoy no estamos condenados a asistir a esas grandes concentraciones de masas en donde la demagogia y una retórica ampulosa estaban como en su casa. No se puede decir que cualquiera tiempo pasado haya sido mejor. Es posible que las decisiones de los electores no sean las mejores, pero hay que reconocer que en muchos países la demagogia tradicional es el mejor modo de perder una elección. Este hecho habla muy bien de nuestros conciudadanos. Así, por ejemplo, un tiempo antes de la elección presidencial en un determinado país, el Frankfurter Allgemeine Zeitung anticipó que un cierto candidato iba a ser el ganador porque era aburrido y no hacía grandes promesas, cosa que a los ojos de sus conciudadanos tenía un valor especial. Por otra parte, la mediación de los medios de comunicación ha ido acompañada por una considerable disminución de la violencia, no sólo física sino incluso verbal. Si es una consecuencia de la lógica que imponen los medios o un fenómeno paralelo, que no conoce relación causal, es una cuestión que no estoy en condiciones de resolver, aunque me inclino más bien por la primera posibilidad. Una persona enojada se ve particularmente mal en la televisión. Una salida de tono puede significar que un candidato sea puesto en ridículo tantas veces como las que se re6 Además, en la medida en que se basa en las votaciones históricas desalienta a los candidatos independientes y tiende a consolidar el estado de cosas vigentes, lo que no siempre es una ventaja.
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pite un gol o una falta en una transmisión deportiva. Los actos de violencia pueden ser juzgados sin pasión por el televidente que está cómodamente sentado en su casa, y que conserva la cabeza fría, a diferencia de los que están involucrados en una manifestación callejera, que pueden sentirse justificados por el fervor de los que los rodean. Todo eso, naturalmente, no es suficiente para producir actitudes pacíficas, pero sí permite que se den con mayor facilidad. Muchos se quejan en los países más desarrollados en que las imágenes de los diversos contendores apenas se diferencian. Pelo corto, ropa cuidada, aspecto ligeramente informal y una sonrisa, son los componentes necesarios de toda campaña política. Sin embargo, también puede verse esa homogeneidad de otra manera, y decirse que las diferencias se expresan hoy con lenguajes más sutiles. Además, aunque no fuera así, ¿no está reflejando ese parecido estético el hecho de que los contenidos de los diferentes programas son mucho más semejantes que antaño?, ¿y no es ése un hecho positivo? Los Tupamaros y Bordaberry, Aldo Moro y las Brigadas Rojas, los Montoneros y Videla, parecían extraordinariamente diferentes simplemente porque lo eran. En cambio, cuando los contenidos se asemejan, no debe extrañarnos que los envases también. Esto va inevitablemente acompañado por una cierta apatía política, que es una enfermedad que sólo se da en cuerpos saludables. Sólo los que tienen todo perdido y los que no se juegan la vida en una elección pueden darse el lujo de la apatía. El hecho de que, salvo excepciones, en los países llamados democráticos se haya producido una renuncia generalizada a la violencia es un avance que no deberíamos dejar de aquilatar. Es la condición necesaria para que puedan oírse los argumentos. Si no se oyen es porque no los damos. No culpemos a la política actual ni a sus formas estéticas, sino a nuestra falta de imaginación. La tarea que tenemos por delante es, en buena medida, encontrar lenguajes y modos de expresión que sean adecuados a las nuevas vías de comunicación y a las sensibilidades actuales. No todos las encontrarán, y habrá sectores políticos o grupos dentro de ellos que están condenados a desaparecer. Pero eso es la regla general de la historia. La diferencia es que hoy desaparece el que quiere, es decir, aquel que no quiere desarrollar un lenguaje que sea comprensible en la nueva situación, y en otras épocas de la humanidad desaparecía el que no contaba con la aptitud física para seguir adelante. La diferencia no es pequeña.
HOW FACTS MAKE LAW* Mark GREENBERG** SUMMARY: I. Introduction. II. The Premises. III. Is there a Distinctively Legal Problem of Content? IV. Can Law Practices Themselves Determine how they Contribute to the Content of the Law? V. Objections. VI. The Need for Substantive Factors, Independent of Law Practices. VII. Conclusion.
I. INTRODUCTION Nearly all philosophers of law agree that non-normative, non-evaluative, contingent facts — descriptive facts, for short— are among the determinants of the content of the law. In particular, ordinary empirical facts about the behavior and mental states of people such as legislators, judges, other government officials, and voters play a part in determining that content. It is highly controversial, however, whether the relevant descriptive facts, which we can call law-determining practices, or law practices (or simply practices) for short,1 are the only determinants of * For helpful comments on ancient and recent predecessors of this paper, I am very grateful to Larry Alexander, Andrea Ashwoth, Ruth Chang, Jules Coleman, Martin Davies, Ronald Dworkin, Gil Harman, Scott Hershovitz, Kinch Hoekstra, Harry Litman, Tim Match, Tom Ángel, Ram Neta, Jim Prior, Stephen Perry, Joseph Raz, Gideon Rosen, Scout Shapiro, Seana Shiffrin, Ori Simchen, Martin Stone, Enrique Villanueva, and two anonymous referees for Legal Theory. Special thanks to Susan Hurley and Nicos Stavropoulos for many valuable discussions. I would also like to thank audiences at the University of Pennsylvania, Ney York University, University of California, Los Angeles, Yale University, the 2002 Annual Analitic Legal Philosophy Conference, and the 2003 International Congress in Mexico City, where versions of this material were presented. Finally, I owe a great debt to the work of Ronald Dworkin. ** University of California, USA. 1 For the moment, I will be vague about the nature of law practices. For more precision, see section II,.2 below. 211
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legal content, or whether legal content also depends on normative or evaluative facts – value facts,2 for short. In fact, a central —perhaps the central— debate in the philosophy of law is a debate over whether value facts are among the determinants of the content of the law (though the debate is not usually characterized in this way). A central claim of legal positivism is that the content of the law depends only on social facts, understood as a proper subset of descriptive facts. As Joseph Raz says, “H. L. A. Hart is heir and torch-bearer of a great tradition in the philosophy of law which regards the existence and content of the law as a matter of social fact whose connection with moral or any other values is contingent and precarious.”3 In contemporary philosophy of law, there are two distinct ways of developing this tradition, hard and soft positivism. Hard positivism denies that value facts may play any role in determining legal content.4 Soft positivism allows that the relevant social facts may make value facts relevant in a secondary way. For example, the fact that a legislature uses a moral term – “equality”, say – in a statute may have the effect of incorporating moral facts – about equality, in this case – into the law.5 On this soft positivist view, however, it is still the social facts that make the value facts relevant, and the social facts need not incorporate value facts into the law. Hence, according to both hard and soft positivism, it is possible for social facts alone to determine what the law is, and, even when they make value facts relevant, social facts do the fundamental work in making the law what it is – work that is explanatorily prior to the role of value facts. To put things metaphorically, hard and soft positivism hold that there could still be law if God destroyed all value facts. Ronald Dworkin is the foremost contemporary advocate of an anti-positivist position. According to Dworkin, a legal proposition is true in a given legal system if it is entailed by the set of principles that best 2 3
For some explanation of what I mean by “value facts”, see note 23 below. Raz, Joseph, Ethics in the Public Domain, Oxford, Oxford University Press, 1994, p. 210. Raz also puts the point epistemically: the content of the law “can be identified by reference to social facts alone, without resort to any evaluative argument”. Ibidem, p. 211. 4 See, for example, Raz, Joseph, Ethics in the Public Domain, ch. 10; Raz, Joseph, The Authority of Law, Oxford, Clarendon Press, 1979, ch. 3. 5 See, for example, Coleman, Jules, “Negative and Positive Positivism”, The Journal of Legal Studies, 11, 1982, pp. 139-164; Hart, H. L. A., The Concept of Law, 2nd. ed., New York, Oxford University Press, 1997, postscript.
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justify the practices of the legal system.6 Since the notion of justification on which Dworkin relies is a normative notion, a consequence of Dworkin’s view is that the content of the law depends on value facts. Understanding and resolving the debate between positivists and anti-positivists requires understanding the nature of the relevant determination relation – the relation between determinants of legal content and legal content. The debate, as noted, concerns whether law practices are the sole determinants of legal content. It is difficult to see how one can systematically address the question whether A facts are the sole determinants of B facts without understanding what kind of determination is at stake. But the positivist/anti-positivist debate has so far been conducted with almost no attention to this crucial issue. A preliminary point is that the determination relation with which we are concerned is primarily a metaphysical, or constitutive, one, and only secondarily an epistemic one: the law-determining practices make the content of the law what it is. To put it another way, facts about the content of the law (“legal-content facts”) obtain in virtue of the law-determining practices. It is only because of this underlying metaphysical relation that we ascertain what the law is by consulting those practices. A second preliminary point, which should be uncontroversial, is that no legal-content facts are plausibly metaphysically basic or ultimate facts about the universe, facts for which there is nothing to say about what makes them the case. Legal-content facts, like facts about the meaning of words or facts about international exchange rates (e. g., that, at a particular time, a UK pound is worth 1.45 U. S. dollars), hold in virtue of more basic facts. The important implication for present purposes is that the full story of how the determinants of legal content make the law what it is cannot take any legal content as given. It will not be adequate, for example, to hold that law practices plus some very basic legal-content facts (for example, legal propositions concerning the relevance of law practices to the content of the law) together make the law what it is, for such an account fails to explain what it is in virtue of which the very basic legal-content facts obtain. Descriptive facts about what people said and did (and thought) in the past are among the more basic facts that determine the content of the law. I claim that the content of the law depends not just on descriptive facts, 6
See Dworkin, Ronald, Law’s Empire, Cambridge, Belknap Press, 1986.
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but on value facts as well. Given the plausible assumption that fundamental7 value facts are necessary rather than contingent, there is, however, a difficulty about expressing my claim in terms of counterfactual theses or theses about metaphysical determination. Even if the value facts are relevant to the content of the law, it is still true that the content of the law could not be different from what it is without the descriptive facts being different (since it is impossible for the normative facts, being necessary, to be different from what they are). Necessary truths cannot be a non-redundant element of a supervenience base. Hence, both positivists and anti-positivists can agree that descriptive facts alone metaphysically determine the content of the law.8 In order to express the sense in which the content of the law is claimed to depend on value facts, we therefore need to employ to a notion different from, and richer than, metaphysical determination. We can say that the full metaphysical explanation of the content of the law (of why certain legal propositions are true) must appeal to value facts. I earlier put the point metaphorically by saying that if God destroyed the value facts, the law would have no content. The epistemic corollary is that working out what the law is will require reasoning about value. As we will see, a full account of what it is in virtue of which legal-content facts obtain has to do more than describe the more basic facts 7 The point of the qualification “fundamental” is to distinguish basic or pure value facts–that, say, harm is a relevant moral consideration – from applied or mixed value facts–that returning the gun to John tomorrow would be wrong. The fundamental value facts are plausibly metaphysically necessary, while the applied value facts obviously depend on contingent de scriptive facts as well as on funda mental value facts. This qual i fi ca tion does not affect the point in the text since the contingent facts are encompassed in the supervenience base of descriptive facts. That is, if the fundamental value facts supervene on the descriptive facts, the applied value facts will do so as well. 8 The term “metaphysical determination” is typically used in a way that implies nothing about the order of explanation or about relative ontological basicness. In this sense, that the A facts metaphysically determine the B facts does not imply that the B facts obtain in virtue of the obtaining of the A facts. Positivists and anti-positivists can agree not only that descriptive facts alone metaphysically determine the content of the law, but also that the obtaining of the relevant descriptive facts is part of the explanation of the obtaining of legal—content facts. In this paper, we will be concerned only with cases in which the putative determinants are more basic than and part of the explanation of the determined facts. For convenience, I will therefore say that the A facts metaphysically determine the B facts only when the B facts obtain at least in part in virtue of the obtaining of the A facts.
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that are the metaphysical determinants of legal content. The relevant determination relation is not bare metaphysical determination. (As we have just seen, if that were the relevant relation, there would be no debate between the positivists and the anti-positivists. Positivists would win the debate trivially, since the descriptive facts alone fix the content of the law.) I argue for a particular understanding of the metaphysical relation (between the determinants and the legal content that they determine), which I call rational determination. Rational determination, in contrast with bare metaphysical determination, is necessarily reason-based (in a sense that I elaborate in section II.2). A quick way to grasp the basic idea is to consider the case of aesthetic facts. Descriptive facts metaphysically determine aesthetic facts. A painting is elegant in virtue of facts about the distribution of color over the surface (and the like). But arguably there need not be reasons that explain why the relevant descriptive facts make the painting elegant. We may be able to discover which descriptive facts make paintings elegant (and even the underlying psychological mechanisms), but even if we do, those facts need not provide substantive aesthetic reasons why the painting is elegant (as opposed to causal explanations of our reactions). On this view, it may just be a brute fact that a certain configuration of paint on a surface constitutes or realizes a painting with certain aesthetic properties (as noted below, facts about humor provide an even clearer example). In contrast, if it is not in principle intelligible why the determinants of legal content —the relevant descriptive facts— make the law have certain content, then it does not have that content. Rational determination is an interesting and unusual metaphysical relation because it involves the notion of a reason, which may well be best understood as an epistemic notion. If so, we have an epistemic notion playing a role in a metaphysical relation. (Donald Davidson’s view of the relation between the determinants of mental content and mental content is plausibly another example of this general phenomenon).9 For this reason, I believe that the rational-determination relation is of independent philosophical interest. My main goal in this paper, however, is to show that given the nature of the relevant kind of determination, law practices-understood as descriptive facts about what people have said and done-cannot themselves 9
See notes 18 and 19 below.
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determine the content of the law. Value facts are needed to determine the legal relevance of different aspects of law practices. I therefore defend an anti-positivist position, one that is roughly in the neighborhood of Dworkin’s, on the basis of very general philosophical considerations unlike those on which Dworkin himself relies.10 We have two domains of facts, a higher-level legal domain and a lower-level descriptive domain. It is, I claim, a general truth that a domain of descriptive facts can rationally determine facts in a dependent, higher-level domain only in combination with truths about which aspects of the descriptive, lower-level facts are relevant to the higher-level domain and what their relevance is. Without the standards provided by such truths, it is indeterminate which candidate facts in the higher-level domain are most supported by the lower-level facts. There is a further question about the source or nature of the needed truths (about the relevance of the descriptive facts to the higher-level domain). In the legal case, these truths are, I will suggest, truths about value. The basic argument is general enough to apply to any realm in which a body of descriptive facts is supposed to make it the case by rational determination that facts in a certain domain obtain. For example, if the relation between social practices, understood purely descriptively, and social rules is rational determination, the argument implies that social practices cannot themselves determine the content of social rules. (At that point, we reach the further question of the source of the truths needed in the case of social rules; the answer may differ from that in the legal case). Hence, the argument is of interest well beyond the philosophy of law. In this paper, I will largely confine the discussion to the legal case. In section II, clarify the premises of the argument and explain that they should not be controversial. In section III, examine why there is a problem of how legal content is determined. The content of the law is not simply the meanings of the words (and the contents of the mental 10 Dworkin’s theory of law depends on a view about the nature of “creative interpretation”. In particular, he argues that to interpret a work of art or a social practice is to try to display it as the best that it can be of its kind. See Dworkin, Law’s Empire, cit., footnote 6, pp. 49-65. Dworkin’s central argument for the position that legal interpretation is an instance of this general kind of interpretation is that this position is the best explanation of “theoretical disagreement” in law. Ibidem, pp. 45-96; see also Dworkin, “Law as Interpretation,” in The Politics of Interpretation, Mitchell, W. J. T. (ed.), Chicago, University of Chicago Press, 1983.
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states) that are uttered in the course of law practices. Something must determine which elements of law practices are relevant and how they combine to determine the content of the law. Next, in section IV, argue that law practices themselves cannot determine how they contribute to the content of the law. In section V, consider and respond to three related objections. Finally, in section VI, examine what the argument has established about the relation between law and value.11 II. THE PREMISES In this section, I set out the two premises of the argument and make a number of clarifications. The second premise will require a great deal more discussion than the first. I take both premises to be relatively uncontroversial in many contemporary legal systems, including those of, for example, the United States and the United Kingdom. 1. Premise 1: Determinate Legal Content The first premise of the argument is the following: (D) In the legal system under consideration, there is a substantial body of determinate legal content. My use of the term ‘determinate’ (like my use of ‘determine’) is metaphysical, not epistemic. That is, for the law to be determinate on a given issue is not for us to be able to ascertain what the law requires on that issue (or still less for there to be a consensus), but for there to be a fact of the matter as to what the law requires with respect to the issue. Thus, when I say that there is a substantial body of determinate legal content, I mean roughly that there are many true legal propositions (in the particular legal system). What do I mean by “legal propositions”? 12 A legal proposition is a legal standard or requirement. An example might be the proposition that any person who, by means of deceit, intentionally deprives another person of property worth more than a thousand dollars shall be imprisoned for not more than six months. For a legal proposition 11 There are interesting connections between this paper and G. A. Cohen’s recent “Facts and Principles,” Philosophy and Public Affairs, 31, 2003, pp. 211-245. Cohen’s paper came to my attention too late for me to explore the connections here, however. 12 The term is Dworkin’s. See Dworkin, Law’s Empire, cit., footnote 6, p. 4.
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to be true in a particular legal system is for it to be a true statement of the law of that legal system.13 D is consistent with the law’s being indeterminate to some extent, and it is deliberately vague about how much determinacy there is. I think it is obvious that D is true in the legal systems of many contemporary nations. 2. Premise 2: The Role of Law-Determining Practices The second premise is: (L) The law-determining practices in part determine the content of the law. The basic idea behind L is that the law depends on the law practices. L thus rules out, for example, the extreme natural law position that the law is simply whatever morality requires. I take it, however, that very few contemporary legal theorists would defend this position or any other position that makes law practices irrelevant to the content of the law. By the term “aw practices”(or, more fully, “Law—determining practices” I mean to include at least constitutions, statutes, executive orders, judicial and administrative decisions, and regulations. Although it is unidiomatic, I will refer to a particular constitution, statute, judicial decision (etcetera) as a law practice. Hence, a practice, in my usage, need not be a habitual or ongoing pattern of action. I need to clarify what I mean by saying that a practice can be, for example, a statute. Lawyers often talk as if a statute (or other law practice) is simply a text. It is of course permissible to use the word “statute” (or “Constitution”, “judicial decision”, etcetera) to refer to the corresponding text, and I will occasionally write in this way. But if law practices are to be determinants of the content of the law, the relevant practice must be, for example, the fact that a majority of the members of the legislature voted in a certain way with respect to a text (or, alternatively, the event of their having done so), not merely the text itself. So as I will generally use the term, “statute” (“Constitution”, etcetera) is shorthand for a collection of facts (or events),14 not a text. In general, then, law practices consist of ordinary empirical facts about what people thought, said and did in various circumstances.15 For 13 14
I will usually omit the qualification about a particular legal system. I will hereafter ignore the possibility of taking law practices to be composed of events rather than facts. 15 Hypothetical decisions arguably play a significant role in determining the content of the law, but for purposes of this paper they will largely be ignored. Susan Hurley charac-
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example, law practices potentially include the facts that, in a particular historical context, a legislative committee issued a certain report, various speeches were made in a legislative debate, a bill that would have repealed a statute failed to pass, a concurring judge issued a certain opinion, and an executive official announced a particular view of a statute.16 Once I have clarified the claim that law practices partially determine the content of the law, I will be able to say something more precise about what counts as a law practice. When L says that law practices determine (in part) the content of the law, what sense of “determine” is involved? As noted above, a preliminary point is that L’s claim is constitutive or metaphysical, not epistemic. That is, it is not a claim that we use law practices to ascertain what the content of the law is, but that such practices make it the case that the content of the law is what it is. I maintain that the relevant kind of determination is not bare metaphysical determination, but what we can call rational determination. The A facts rationally determine the B facts just in case the A facts metaphysically determine the B facts and the obtaining of the A facts makes intelligible or rationally explains the B facts’ obtaining. Thus, L is the conjunction of two doctrines, a metaphysical-determination doctrine and a rational-relation doctrine. Let me elaborate. I will make the (uncontroversial, I hope) assumption that there are facts that 1) are ontologically more basic than facts about legal content and 2) metaphysically determine that the content of the law is what it is. The metaphysical-determination doctrine is that these more basic facts that determine the content of the law non-redundantly include law practices. Metaphysical determination can be brute. If the A facts are more basic facts that metaphysically determine the B facts, there is a sense in which terizes hypothetical decisions as hypothetical cases that have a settled resolution. See Hurley, S. L., “Coherence, Hypothetical Cases, and Precedent,” Oxford Journal of Legal Studies, 10, 1990, pp. 221-251. Another possibility is to include any hypothetical case that has a determinate right answer, even if there is disagreement on its resolution. There would be disagreement about which hypothetical cases had determinate right answers and therefore about which were determinants of legal content. 16 Nothing turns on how we individuate practices, at least in the first instance. For example, a legislative committee’s issuance of a report could be considered part of the circumstances in which a majority of the legislature voted for a statute or could be considered a separate practice. Once the roles of different elements of law practices are determined, there may be a basis for individuation.
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the A facts explain the B facts. For the A facts are more basic facts, the obtaining of which entails that the B facts obtain. But there need be no explanation of why the obtaining of particular A facts has the consequence that it does for the B facts. To dramatize the point, even a perfectly rational being may not be able to see why it is that particular A facts make particular B facts obtain. The metaphysical-determination doctrine is not enough to capture our ordinary understanding (which L attempts to articulate) of the nature of the determination relation between the law practices and the content of the law. We also need the rational-relation doctrine, which holds that the relation between the determi nants of legal con tent and legal con tent is reason-based. In the relevant sense, a reason is a consideration that makes the relevant explanandum intelligible.17 Here is one way to put the point. There are indefinitely many possible mappings, from complete sets of law practices to legal content (to complete sets of legal propositions). As far as the metaphysical-determination doctrine goes, it could simply be arbitrary which mapping is the legally correct one. In other words, the connection between a difference in the practices and a consequent difference in the content of the law could be brute. For example, it is consistent with the truth of the metaphysical-determination doctrine that, say, the deletion of one seemingly unimportant word in one sub-clause of one minor administrative regulation would result in the elimination of all legal content in the United States – in there being no true legal propositions in the U. S. legal system (though there is no explanation of why it would do so). By contrast, according to the rational-relation doctrine, the correct mapping must be such that there are reasons why law practices have the consequences they do for the content of the law. To put it metaphorically, the relation between the law practices and the content of the law must be transparent.18 (For the relation to be 17 I will not attempt to spell out the relevant notion of a reason more fully here. One possibility is that the best way to do so is in terms of idealized human reasoning ability. For example, the idea might be that practices yield a legal proposition if and only if an ideal reasoner would see that they do. The notion of a reason would thus be an epistemic notion. In that case, L would imply that the metaphysics of law involves an epistemic notion. That is, what the law is would depend in part on what an ideal human reasoner would find intelligible. 18 A useful comparison can be made to certain well—known positions in the philosophy of mind. Donald Davidson’s radical interpretation approach to mental and linguistic content presupposes that behavior determines the contents of mental states and the mean-
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opaque would be for it to be the case that any change in law practices could have, so far as we could tell, any effect on the content of the law. The effects on the content of the law could be unfathomable and unpredictable, even if fully determinate). It bears emphasis that what must be rationally intelligible is not the content of the law but the relation between determinants of legal content and legal content. Thus, L holds not that the content of the law must be rational or reasonable, but that it must be intelligible that the determinants of legal content make the content of the law what it is. For example, there must be a reason that deleting a particular word from a statutory text would have the impact on the law that it would in fact have. In some cases in which more basic facts metaphysically determine higher-level facts, the more basic facts a priori entail the higher-level facts. Such cases provide a clear example of rational determination, for if the relation between the more basic facts and the higher-level facts is a priori, then a fortiori it is rationally intelligible (the converse may not be true. It may be that the way in which the A facts determine the B facts can be intelligible without its being the case that the B facts are an a priori consequence of the A facts). Before Saul Kripke showed that there are necessary a posteriori truths,19 philosophers assumed that all necessary truths were a priori. If that assumption were correct, the metaphysical-determination doctrine would imply the rational-relation doctrine. Once we grant, however, that there are necessary truths that are not a priori, the rational-relation doctrine is a further premise. (I think it is plausible that law practices a priori entail the content of the law. But for the purposes of my argument, I need only the arguably weaker claim that law practices rationally determine the content of the law). The rational-relation doctrine does not build in any assumption that there must be normative (or evaluative) reasons for the law’s content —that it must be good for the law to have particular content—. This is important because otherwise L would build in the conclusion of my aring of linguistic expressions in a way that must be intelligible or transparent. Davidson, “Radical Interpretation” and “Belief and the Basis of Meaning,” in his Inquiries into Truth and Interpretation, Oxford, Clarendon Press, 1984. Similarly, Saul Kripke’s “Kripkenstein” discussion presupposes that we must be able to “read off” the contents of mental states from the determinants of content. Kripke, Wittgenstein on Rules and Private Language, Oxford, Blackwell, 1982, pp. 24, 29. See note 26 below. 19 Kripke, Saul, Naming and Necessity, Oxford, Blackwell, 1972.
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gument. I have used the term “reason” in explaining L, but the reasons in question are considerations that make it intelligible why the law practices have certain consequences for legal content; the rational-relation doctrine leaves it open what kinds of considerations can make a conclusion intelligible. That a priori entailment is an example of the necessary kind of rational relation makes clear that the rational—relation doctrine does not assume that the reasons in question must be normative. Premises can a priori entail a conclusion without providing normative reasons. For example, conceptual truth is capable of providing reasons in the relevant sense. (That John is walking entails that John is moving. This entailment is rationally intelligible in virtue of the conceptual truth that one who is walking is moving). Hence, L is consistent with the possibility that conceptual truths that are not value facts determine which mappings or kinds of mappings from law practices to legal content are acceptable. For example, it might be claimed that it follows from the concept of law that a validly enacted statute makes true those propositions that are the ordinary meanings of the sentences of the statute. On this view, that a statutory text says that any person who drives more than sixty-five miles an hour commits an offense makes it intelligible —in virtue of the concept of law— that the law requires that one not drive more than sixty-five miles an hour. The general point, again, is that it is a matter for argument, not something presupposed by L, what kinds of considerations make it intelligible that one legal proposition is more supported than another by the determinants of legal content. In particular, L does not presuppose that one mapping from law practices to legal content can be better than another only to the extent that it better captures our reasons for action or only to the extent that it is morally better or better in some other dimension of value.20 Why have I made the qualification that law practices partially determine the content of the law? Law practices must determine the content of the law. But, my argument continues, there are many possible ways in which practices could determine the content of the law. (Put another way, there are many functions that map complete sets of law practices to 20 At a later stage of analysis, we might find that there are restrictions on what kind of reasons law practices must provide. For example, it might turn out that legal systems have functions and that in order for a legal system to perform its functions properly, the reasons provided by law practices must provide reasons for action. See the last paragraph of section VI, 1 below. L does not presuppose any such restrictions, however.
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legal content.) Something other than law practices —X, for short— must help to determine how practices contribute to the content of the law (that is, to determine which mapping is the legally correct one). So a full account of the metaphysics of legal content involves X as well as law practices. This conclusion can be expressed in two equivalent ways. We could say that practices are the only determinants of legal content but that an account of legal content must do more than specify the determinants. This formulation is particularly natural if X consists of necessary truths.21 (A related advantage is that this way of talking highlights that practices are what typically vary, producing changes in the content of the law.) The second formulation would say that X and law practices are together the determinants of the content of the law. Because it is convenient to express the paper’s thesis by saying that X plays a role in determining legal content (and because I want to leave open the possibility that X may vary), this formulation seems preferable, and I will adopt it as my official formulation.Accordingly, I will say that law practices are only some of the determinants of the content of the law. (For brevity, however, I will sometimes omit the qualification ‘partially’ and write simply that law practices determine the content of the law.) 3. Law Practices as Descriptive Facts Let me now return to the question of what counts as a law practice. I have said that law practices consist of ordinary empirical facts about what people have thought, said, and done, including paradigmatically facts about what members of constitutional assemblies, legislatures, courts, and administrative agencies have said and done. I want to be clear about the exclusion of two kinds of facts. First, law practices do not include legal-content facts. Second, law practices do not include facts about value, for example, facts about what morality requires or permits.22 21 22
See text accompanying notes 8 and 9 above. By “facts”, I mean simply true propositions. Thus, facts about value, or value facts, are true normative or evaluative propositions, such as true propositions about what is right or wrong, good or bad, beautiful or ugly. The fact that people value something or believe something is valuable is not a value fact, but a descriptive fact about people’s attitudes. For example, the fact, if it is one, that accepting bribes is wrong, is a value fact;
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The law practices thus consist of non-legal-content, descriptive facts. (For convenience, I will generally write simply ‘descriptive facts’ rather than “non-legal-content, descriptive facts”. This shorthand does not reflect a presupposition that legal-content facts are value facts.) Let me explain the reasons for the two exclusions. As I said, I am assuming that the content of the law is not a metaphysically basic aspect of the world but is constituted by more basic facts. The reason for the first exclusion —of legal-content facts— is that law practices are supposed to be the determinants of legal content, not part of the legal content that is to be determined. Suppose an objector maintained that the law practices that determine legal content are themselves laden with legal content. It is certainly natural to use the term “law practices” in this way. After all, the fact that the legislature passed a bill is legal-content laden: it presupposes legal-content facts about what counts as a legislature and a bill. Since legal-content facts are not basic, however, there must be non-legal-content facts that constitute the legal-content-laden practices. At this point, we will have to appeal to descriptive facts about what people thought, said, and did – the facts that I am calling “law practices”. For example, the fact that a legislature did such and such must hold in virtue of complex descriptive facts about people’s behavior, and perhaps also value facts. (If, in order to account for legal-content-laden practices, we have to appeal not merely to descriptive facts, but also to value facts, so much the worse for the positivist thesis that the content of the law depends only on descriptive facts.) The convenience of talking as if law practices consisted in legal-content-laden facts about the behavior of legislatures, courts, and so on should not obscure the fact that there must be more basic facts in virtue of which the legal-content facts obtain. To build legal-content facts into law practices would beg the question at the heart of this paper – the question of the necessary con di tions for law practices to determine the content of the law. (For ease of exposition, I will continue to use legal-content-laden characterizations of the law practices, but the law the fact that people value honesty is a descriptive fact. The paper does not attempt to address a skeptic who maintains that there are no true propositions about value. One could use an argument of the same form as mine to argue that there must be value facts – for without them there would not be determinate legal requirements. But a skeptic about value facts would no doubt take such an argument to be a case of the legal tail wagging the value dog.
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practices should, strictly speaking, be understood to be the underlying descriptive facts in virtue of which the relevant legal-content facts obtain). It is uncontroversial that certain kinds of facts are among the supervenience base for legal content: roughly speaking, facts about what constitutional assemblies, legislatures, courts, and administrative agencies did in the past. Of course, as just noted, such characterizations are legal-content-laden and are thus shorthand for non-legal-content characterizations of the law practices. (I do not mean, of course, that it is uncontroversial exactly which facts of these kinds are relevant; I’ll return to this point shortly). There are at least two kinds of controversy, however, about the determinants of legal content. First, it is controversial whether value facts are among the determinants of content. The reason for the second exclusion —the exclusion of value facts— is that the paper tries to argue from the uncontroversial claim that law practices are determinants of the content of the law to the conclusion that value facts must play a role in determining the content of the law. If law practices were taken to be value-laden, it would no longer be uncontroversial that they are determinants of legal content. (On the other hand, even those theorists who think that value facts are needed to determine the content of the law can accept that descriptive facts also play a role). Moreover, unless we separate the descriptive facts from the value facts, we cannot evaluate whether the descriptive facts can themselves determine the content of the law. In sum, by understanding law practices to exclude value facts, I ensure that L is uncontroversial, and I prepare the way for my argument that descriptive facts alone cannot determine the content of the law. The second kind of controversy about the determinants of legal content is controversy over precisely which descriptive facts are determinants. I have mentioned some paradigmatic determinants of legal content. But there are other kinds of descriptive facts, for example, facts about customs, about people’s moral beliefs, about political history, and about law practices in other countries that are arguably among the determinants of legal content. Also, somewhat differently, it is controversial which facts about judicial, legislative, or executive behavior are relevant. There can be debate, for example, about the relevance of legislative history, intentions of legislators and of drafters of statutes, legislative findings, judicial obiter dicta, and executive interpretations of statutes. I propose to
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deal with this second kind of controversy by leaving our understanding of law practices open and non-restrictive. There are several reasons for this approach. First, my argument is that practices, understood as composed of descriptive facts, cannot themselves determine the content of the law. If I begin with a restrictive understanding of practices, my argument will be open to the reply that I failed to include some of the relevant facts. For this reason, I want to be liberal about which descriptive facts are part of law practices. Second, my argument will not depend on exactly which descriptive facts make up law practices. Rather, I will make a general argument that descriptive facts —in particular, facts about what people have done and said and thought— cannot by themselves determine the content of the law. Therefore, it will not matter precisely which such facts are included in law practices. Third, my view is ultimately that the question of which facts are part of law practices is-like the question of how different aspects of law practices contribute to the content of the law-dependent on value facts. (Indeed, I will often treat the two questions together as different aspects of the general question of the way in which law practices determine the content of the law.) As we will see, that we cannot in an uncontroversial way specify which are law practices and which are not is one consideration in support of my argument for the necessary role of value. All we need to begin with is some rough idea of law practices, which can be over-inclusive. In sum, let law practices include, in addition to constitutions, statutes, and judicial and administrative decisions, any other non-legal-content descriptive facts that turn out to play a role in determining the content of the law.23 Which facts these are and what role they play is controversial, so we can begin with a rough and inclusive understanding of law practices. One aspect of figuring out how law practices contribute to the content of the law will be figuring out which facts make a contribution and which do not. But there is no reason to expect a clean line between law practices and other facts.24 23 This proviso does not make L the tautological claim that the determinants of legal content determine legal content. L says that constitutions, statutes, judicial decisions, and so on are (non—redundantly) among the determinants of content. 24 One natural understanding of “law practices” is more restrictive than the way I use the term. According to this understanding, law practices are limited to (facts about) what legal institutions and officials do in their official capacities. If we used the term “law
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The exclusion of value facts should not be taken to suggest that law practices are to be understood in solely physical or behavioral terms. To the contrary, as I explain in the next section, I take for granted the mental and linguistic contents involved in law practices. In other words, law practices include the facts about what the actors believe, intend, and so on, and about what their words mean. 4. Why L Should be Uncontroversial The metaphysical-determination doctrine should be relatively uncontroversial, certainly for those who accept that there are determinate legal requirements. Positivists, Dworkinians, and contemporary natural law theorists, as well as practicing lawyers and judges, accept that constitutions, statutes, and judicial and administrative decisions are (non-redundant) determinants of the content of the law. That law practices also may include other descriptive facts to the extent that those facts are determinants of the content of the law obviously cannot make the metaphysical-determination doctrine controversial. More generally, we began with the premise that there are determinate legal requirements. What makes them legal requirements is that they are determined, at least in part, by law practices. Contrast the requirements of morality (or, to take a different kind of example, of a particular club). If law practices did not determine legal content, there could still be moral requirements and officials’ whims, but there would be no legal requirements. In order to think differently, one would have to hold a strange view of the metaphysics of law according to which the content of the law is what it is independently of all the facts of what people said and did that make up law practices, and law practices are at best evidence of that content. So I think it should be uncontroversial that law practices are among the determinants of the content of the law. As to the rational-relation doctrine, it is fundamental to our ordinary understanding of the law and taken for granted by most legal theory, though seldom articulated. The basic idea is that the content of the law is in principle accessible to a rational creature who is aware of the relevant practices” in this natural way, we would need, in addition to the category of law practices, a category of other descriptive facts that play a role in determining the content of the law.
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law practices. It is not possible that the truth of a legal proposition could simply be opaque, in the sense that there would be no possibility of seeing its truth to be an intelligible consequence of the law practices. In other words, that the law practices support these legal propositions over all others is always a matter of reasons – where reasons are considerations in principle intelligible to rational creatures. (A corollary is that, to the extent that the law practices do not provide reasons supporting certain legal propositions over others, the law is indeterminate.) I will not attempt to defend the rational-relation doctrine fully here, but will mention a few considerations. Suppose the A facts metaphysically determine the B facts, but the relation between the A facts and the B facts is opaque. In that case, how could we know about the B facts? One possibility is that we have access to the B facts that is independent of our knowledge of the A facts. An example might be the relation between the microphysical facts about someone’s brain and the facts about that person’s conscious experience. Suppose that the microphysical facts metaphysically determine the facts about the person’s conscious experience, but that the relation is opaque. The opaqueness of the relation does not affect the person’s ability to know the facts about his conscious experience because we do not, in general, learn about our conscious experience by working it out from the microphysical facts. (Moreover, since we have independent knowledge of conscious experience, we might be able to discover correlations between microphysical facts and conscious experience, even if those correlations were not intelligible even in principle.) To take a different kind of example, the microphysical facts may metaphysically determine the facts about the weather, and the relation may be opaque, but, again, we do not learn about the weather by working it out from the microphysical facts. A second possibility is that we do work out the B facts from the A facts, but that we have a non-rational, perhaps hard-wired, capacity to do so. For example, it is plausible that the facts about what was said and done (on a particular occasion, say) determine whether what was said and done was funny (and to what degree and in what way). And we do work out whether an incident was funny from the facts about what was done and said. It is plausible, however, that the relation between what was said and done and its funniness is not necessarily transparent to all rational creatures; our ability to know what is funny may depend on species-specific tendencies. That is, there may not be reasons that make the
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humor facts intelligible; it may just be a brute fact that humans find certain things funny.25 Law seems different from both of these kinds of cases. First, our only access to the content of the law is through law practices. It is not as if we can find out what the law is directly or through some other route. And the whole enterprise of law-making is premised on the assumption that the behavior of legislators, judges, and other law-makers will have understandable and predictable consequences for the content of the law. Second, we are able to work out what the law is and to predict the effect on the law of changes in law practices through reasons, not through some non-rational human tendency to have correct law reactions to law practices. When lawyers, judges, and law professors work out what the law is, they give reasons for their conclusions. Indeed, if we find that we cannot articulate reasons that justify a provisional judgment about what the law is in light of law practices, we reject the judgment. By contrast, it is notoriously difficult to explain why something is or is not funny, and we do not generally hold our judgments about humor responsible to our ability to articulate reasons for them. A related point is that we believe that we could teach any intelligent creature that is sensitive to reasons how to work out what the law is. It might be objected that although the epistemology of law is reason-based, the metaphysics might not be. It is difficult to see how such an objection could be developed. For present purposes, I will simply point out that when legal practitioners give reasons for their conclusions about what the law is they believe that they are not merely citing evidence that is contingently connected to the content of the law; rather, they believe that they are giving the reasons that make the law what it is. The point is not that lawyers believe themselves to be infallible. Rather, they believe that, when they get things right, the reasons that they discover are not merely reasons for believing that the content of the law is a 25 Compare the issue of how facts about our use of words determine their meaning. Natural languages are a biological creation. Although many philosophers have thought differently (see note 19 above), we cannot take for granted that the correct mapping from the use of words to their meaning will be based on reasons. How, it may be objected, would we then be able to work out, from their use of words, what others mean? The answer may simply be that we have a species—specific, hard—wired mechanism that rules out many incorrect mappings that are not ruled out by reasons. In that case, an intelligent creature without that mechanism would not be able to work out what words mean.
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particular way, but the reasons that make the content of the law what it is. Although they would never put it this way, lawyers take for granted that the epistemology of law tracks its metaphysics. And the epistemology of law is plainly reason-based. Legal theorists generally take for granted some version of the claim that the relation between law practices and the content of the law is reason-based. An example is H. L. A. Hart’s argument that the vagueness and open texture of legal language have the consequence that the law is indeterminate.26 If bare metaphysical determination were all that was at issue —if it were not the case that the relation between practice and content were necessarily intelligible— the vagueness of language would in no way support the claim that law was indeterminate. Similarly, when legal realists or Critical Legal Studies theorists argue that the existence of conflicting pronouncements or doctrines in law practices results in underdetermination of the law, their arguments would be beside the point if what was at stake were not rational determination.27 In general, the large body of legal theory that has explored the question of whether law practices are capable of rendering the law determinate (and, if so, how determinate) presupposes that law practices determine the content of the law in a reason-based way. If the relation between law practices and the content of the law could be opaque, any set of law practices would be capable, as far as we would be able to judge, of determining any set of legal propositions. (As long as there are as many possible sets of law practices as there are possible sets of legal propositions, there is no barrier to the content of the law’s being fixed by the practices, and we would have no warrant to rely on our assessment of other putative prerequisites for practices to determine the content of the law.) In sum, the doctrine that law practices rationally determine the content of the law captures a basic conviction about the law that is shared by law-makers, lawyers, and legal theorists and supported by the epistemology of law. Why does it matter to my argument that the relation between law practices and the content of the law is reason-based? The paper explores 26 27
Hart, The Concept of Law, cit., footnote 5, ch. 7. See, e. g., Andrew Altman, “Legal Realism, Critical Legal Studies, and Dworkin,” Philosophy and Public Affairs, 15, 1986, pp. 205-235; Mark Kelman, “Interpretive Construction in the Substantive Criminal Law,” Stanford Law Review, 33, 1981, pp. 591-673.
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the necessary conditions for law practices’ making the content of the law what it is. The central argument is that descriptive facts cannot determine their own rational significance – what reasons they provide. The argument therefore bdepends on the claim that the descriptive facts determine the content of the law in a reason—based way. It turns out that value facts are needed to make it intelligible that law practices support certain legal propositions over others.28 5. The Scope of the Argument Premises D and L tell us something about the scope of my argument. The argument is sound only for legal systems in which D and L are true. So my conclusions are limited to legal systems in which there are legal requirements that are determined in part by law practices. If there is a legal system in which there are no determinate legal requirements, my argument would not apply to it. Similarly, if there is a legal system in which law practices, understood as (facts about) various people’s sayings and doings, do not play a role in determining the content of the law, my argument would not apply to it. For example, perhaps there could be a legal system in which the content of the law is determined exclusively by the content of morality or exclusively by divine will. In this paper, I do not address questions of the necessary conditions for something’s counting as a legal system. It might be argued that a substantial body of legal requirements that are determined by practices of various officials or institutions is a necessary condition for the existence of a legal system, but I do not intend to pursue such an argument. III. IS THERE A DISTINCTIVELY LEGAL PROBLEM OF CONTENT? We begin with our two premises: that the law has determinate content and that law practices in part determine that content. Our question is: What conditions must be satisfied in order for law practices to determine legal propositions? 28 Suppose that the relation between law practices and the content of the law were necessarily intelligible only in a way that depends on some human—specific tendency. As long as practices must provide considerations that are intelligible (even if only to humans), a version of my argument should still go through.
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As I said above, since we are interested in problems of the determination of content only to the extent that they are peculiarly legal, we can take for granted the content of sentences and propositional attitudes.29 So the question is: How a collection of facts about what various people did and said (including the facts about what they intended, believed, preferred, and hoped, and about what their words meant) determine which legal propositions are true? At this point, however, it must be asked whether there is a peculiarly legal problem of content. Once we take for granted the relevant mental and linguistic content, it may seem that no problem of legal content remains. Legal content is simply the content of the appropriate mental states and texts. In this section, I consider this possibility and argue that it is not at all plausible. The ordinary mental and linguistic content of utterances and mental states of participants in law practices —non-legal content, for short— does not automatically endow the law with legal content. Something must determine which aspects of law practices are relevant and how they together contribute to the content of the law. In the next section, I consider the possibility that, given the content of the relevant utterances and attitudes, law practices themselves determine how they contribute to the content of the law and thus can unilaterally determine the content of the law. But before we turn to whether law practices can solve the problem of legal content, we need to see what the problem is – why the non-legal content of law practices does not provide the content of the law. That is the topic of this section. In legal discourse, both ordinary and academic, constitutional or statutory provisions and judicial decisions are often conflated with rules or legal propositions. For example, lawyers will sometimes talk interchangeably of a statutory provision and a statutory rule, or of a judicial decision and the rule of that case. In non-philosophical contexts, there is generally no harm in this kind of talk. Since our question, however, is how law practices determine the content of the law, it is crucial not to confuse law practices with legal propositions. For example, if one assumed that a statute was the rule or proposition expressed by the words 29 There is no practical problem with taking these matters for granted and proceeding without a solution to basic problems concerning how linguistic and mental content are possible. These problems do not concern difficulties we encounter in practice in attributing linguistic and mental content; the difficulty is in saying what it is in virtue of which a linguistic expression or mental state has its content.
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of the statute, one might think that there was no problem of how law practices could determine legal content, or one might think that the only problem was how to combine or amalgamate a large number of rules or propositions. Although it would beg the question to take legal propositions for granted, we do have the propositions that are the content of the utterances and mental states of participants in law practices. What is wrong with the idea that those propositions constitute legal content, so that law practices, once they are understood to include facts about mental and linguistic content, automatically have legal content? I will begin with the least serious problems -those concerning the attribution of non-legal content. Although we are normally able to attribute attitudes to people based on what they say and do and to attribute standard meanings to a large number of sentences of a language we speak, there are difficulties in attributing non-legal content to aspects of a putative law practice. Here are a few examples. First, when I say that we can take for granted mental and linguistic content, I mean that we need not ignore the mental and linguistic content that is available. We should not, however, assume that all of the contents of the mental states of all of the people involved in law practices are available. That would obviously be false. In general, what is available in the standard reports of law practices is not sufficient to attribute much in the way of attitudes to the people who actually performed the actions and made the utterances; the fact that a particular legislator voted for a bill or a certain judge signed an opinion is not in general sufficient to attribute beliefs, intentions, hopes, and so on to her. Moreover, the law restricts what evidence of the intentions and beliefs of legislators and judges is acceptable to determine the content of the law. Even when the intentions of a legislator or judge are relevant to the content of the law, it is not the case that, say, her private letters or diary may be a source of that intention. Something must determine which evidence of legally relevant attitudes is legally acceptable. Second, though many sentences of natural languages have standard meanings, it is notorious that this is not true of some of the sentences uttered by those engaged in making law practices. The point here is not that, in legal contexts, linguistic expressions often have specialized meanings that are not straightforwardly connected to their ordinary meanings.
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Rather, some of the contorted sentences in the law books have no standard meaning in a natural language. Third, even when sentences taken alone have standard meanings, collections of those sentences may fail to do so. In other words, the property of having a standard meaning (on a notion of standard meaning appropriate for present purposes) is not closed under conjunction (for example, because context may introduce ambiguity into an otherwise unambiguous sentence). Setting aside these problems with ascertaining non-legal content, we can turn to the more important question of the bearing of non-legal content on legal content. One problem is that the non—legal content of some elements of law practices has, or arguably has, little or nothing to do with the legal content determined by those practices. Consider sentences in statutory preambles, sentences in presidential speeches at bill-signing ceremonies, and sentences in judicial opinions that are not necessary to the resolution of the issue before the court. Another example is the actual, but unexpressed, hopes of the members of the legislature as to how the courts would interpret a statute. Countless sentences are written and spoken at different stages of law practice-making by people with myriad attitudes.30 Something must determine which sentences’ and attitudes’ contents are relevant. Another problem is that the contribution of a particular law practice to the content of the law may not be the meaning of any text or the content of any person’s mental state. The actual attitudes of appellate judges may be irrelevant; instead the relevant question may be what a hypothetical reasonable person would have intended by the words uttered by the judges or what would be the best, or the narrowest, explanation of the result reached. Another possibility is that aspects of law practices that contribute to non-legal content in one way contribute to legal content in an entirely different way; facts about what was said and done may have peculiarly legal significance. An obvious example is that common words such as “malice” and “fault”are often used in legal dis30 In the case of a judicial decision, for example, the possibly relevant sentences include sentences uttered by the parties to the controversy, by lawyers, and by judges to lawyers and other judges. They include sentences written by judges in orders and judicial opinions. Judicial opinions alone include a large number and variety of sentences: they state facts, give reasons, summarize, make general claims about the content of the law, state holdings; moreover, there are concurring and dissenting as well as majority opinions.
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course in a technical sense. To take a more subtle instance, when a panel of several judges is badly split, it can be a complex and tricky matter to ascertain the relevance to legal content of the meanings of the words of the different judicial opinions. Similarly, facts about the circumstances in which sayings and doings occurred that have little to do with the non-legal content of the people’s attitudes and words may significantly affect the content of the law. For example, in a judicial decision, the fact that an issue is not in controversy arguably prevents the court’s statements on that issue from making any contribution to the content of the law. Even when the content of sentences and mental states is relevant to the content of the law, there can be no mechanical derivation of the content of the law. For example, how are conflicting contents to be combined? In general, there remains the problem of how the non-legal contents associated with different law practices interact with each other (and with other relevant aspects of law practices) to determine the content of the law. We have surveyed a number of reasons why non-legal content —e meanings of sentences and contents of mental states— does not simply constitute legal content. But this way of thinking about the problem will have an artificial quality for those familiar with legal reasoning. The idea that the non-legal content of law practices constitutes their legal content presupposes roughly the following picture. Associated with each law practice is a text (and perhaps some mental states). Once we have the meanings of the texts and the contents of the mental states, each law practice will be associated with a proposition or set of propositions. Ascertaining the law on a particular issue is just a matter of looking up the propositions that are applicable to the issue. Even if this picture were accurate, we have discussed a number of reasons why non-legal content would not automatically yield legal content. But the problem is worse than these reasons would suggest. As I will now suggest, the whole picture is wrong-headed. Law practices do not determine the content of the law by contributing propositions, which then get amalgamated. Here is the real problem of legal content. There are many different law practices with many different aspects or elements. There is an initial question of which facts are parts of law practices and which are not. Are preambles of bills, legislative findings, legislative committee reports, dissenting opinions, unpublished judicial decisions, customs, the Federalist Papers, and so on to be included in law practices?
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In my view, this question is really just part of a second question: which aspects of, for example, judicial or legislative practices are relevant to the content of the law? Just to suggest the dimensions of the problem, here are some candidates for the relevant elements or aspects of practices. With respect to a judicial decision: the facts of the case, the judgment rendered, the words used by the court in the majority opinion, the reasons given for the outcome, the judges’ beliefs, the judges’ identities, the level and jurisdiction of the court; with respect to a legislative action: the words of the statute, the legislature’s actual intention (if there is such a thing), the purposes that the words of the statute could reasonably be intended to implement, statements by the person who drafted the statute, speeches made during the legislative debate preceding passage, the circumstances in which the legislature acted, subsequent decisions not to repeal the statute. Third, once we know which elements of practices are relevant, the problem of determining the content of the law is not simply a problem of adding or amalgamating the various relevant aspects of practices. One obvious point is that some elements of practices are far more important than others, and elements of practices matter in different ways. But, more fundamentally, as anyone familiar with legal reasoning knows, the content of the law is not determined by any kind of summing procedure, however complicated. For example, judicial decisions, constitutional provisions, and legislative history can affect what contribution a statute makes. It is not that those practices contribute propositions that are conjoined to a proposition contributed by the statute. The statute’s correct interpretation may be determined by a potential conflict with a constitutional provision or by the outcome of cases in which courts have interpreted the same or related statutes. To take a different kind of example, constitutional provisions, statutes, and judicial decisions can have an impact on the contribution of judicial and administrative decisions to the content of the law by affecting our understanding of the proper role of courts and administrative agencies. Or, differently, statutes can have an impact on what judicial decisions mean by making clear what the legislature cares about, thus affecting which differences between cases matter and consequently whether past precedents control the present issue. A final example is that the principle that a series of cases stands for is not the conjunction of the propositions announced in each case.
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It is safe to conclude that the law does not automatically acquire content when actions, utterances, and sentences involved in law practices are attributed content. It is a mistake even to think that the issue is how to convert non-legal content into legal content. We need to reject the simplistic picture on which each law practice contributes to the content of the law a discrete proposition (or set of propositions), which is the result of converting the non-legal content of sentences and mental states into legal content. The bearing of non—legal content on the content of the law is not mechanical. Once we root out any idea of a mechanical conversion of non—legal content to legal content, it is clear that something must determine which aspects of law practices are relevant to the content of the law and what role those relevant aspects play in contributing to the content of the law. IV. CAN LAW PRACTICES THEMSELVES DETERMINE HOW THEY CONTRIBUTE TO THE CONTENT OF THE LAW? In this section, I consider the possibility that law practices can themselves determine how they contribute to the content of the law. I will argue that, without standards independent of practices, practices cannot themselves adjudicate between ways in which practices could contribute to the content of the law. For convenience, let me introduce a term for a candidate way in which practices could contribute to the content of the law. I will call such a way a model (short for a model of the role of law—determining practices in contributing to the content of the law).31 The rational—relation doctrine tells us that there are systematic, intelligible connections between practices and the content of the law. It thus guarantees that there are rules that, given any pattern of law practices, yield a total set of legal propositions. A model is such a rule or set of rules. A model is the counterpart at the metaphysical level of a method of interpretation at the epistemic level. (A model’s being correct in a given legal system is what makes the corresponding theory of interpretation true). Although the term is not ideal, I use “model” rather than ‘method of interpretation’ to signal that my concern is constitutive or metaphysical, not epistemic; that is, the issue is how practices make it the case that the 31
My thanks to Nicos Stavropoulos for suggesting this term.
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law’s content is what it is, not how we can ascertain the law’s content from law practices. Because it is more idiomatic, however, I will sometimes write in epistemic terms when discussing models. (By way of analogy, it may be helpful to compare, on the one hand, the relation between practices and the content of the law with, on the other, the relation between words and the meaning of a sentence (or group of sentences). The meaning of a sentence depends in a systematic, intelligible way on the arrangement of constituent words; analogously, the content of the law —in a given legal system at a given time— depends on the pattern of law practices. A specification of the meanings of individual words and of the compositional rules of the language is a specification of the rules by which the words determine the meaning of the sentence. Analogously, a specification of a model is a specification of the rules by which law practices determine the content of the law. In this sense, a model is the analogue of the meanings of individual words and the compositional rules for the language). I will use the term ‘model’ sometimes for a partial model – a rule for the relevance of some aspect of law practices, e. g., of legislative findings or of dissenting judicial opinions, to the content of the law —and sometimes for a complete model— all of the rules by which law practices determine the content of the law. The context should make clear whether partial or complete models are in question. The legally correct (or, for short, correct) model in a particular legal system at a particular time is the way in which practices in that legal system at that time actually contribute to the content of the law (not merely the way in which they are thought to do so). Which model is correct varies from legal system to legal system and from time to time within a legal system since, as we will see, which model is correct depends in part on law practices. Models come at different levels of generality. More specific ones include the metaphysical counterparts of theories of constitutional, statutory, and common-law interpretation. Models also can be understood to include very general putative ways in which law practices determine what the law requires. Thus, Hart’s rule-of-recognition-based theory of law and Dworkin’s “law as integrity” theory are accounts of very general models. Very general models give rise to more localized models of the contributions made by specific elements of practices.
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Candidate models are candidate ways in which practices contribute to the content of the law. Since the issue of how practices contribute to the content of the law has several components, models have several, closely related roles: they determine what counts as a law practice; which aspects of law practices are relevant to the content of the law; and how different relevant aspects combine to determine the content of the law, including how conflicts between relevant aspects are resolved. The question of what determines how practices contribute to the content of the law can thus be reformulated as the question of what determines which models are correct. What settles, for example, the question whether the original—intent theory of constitutional interpretation is true? We can now turn to the main topic of this section: whether law practices can themselves determine which model is correct. Certainly, the content of the law, as determined by law practices, concerns, in addition to more familiar subjects of legal regulation, what models are correct. That is, the content of the law includes rules for the bearing of law practices on the content of the law. For example, it is part of the law of the United States that the Constitution is the supreme law, that bills that have a bare majority of both houses of Congress do not contribute to the content of the law unless the President signs them, and that precedents of higher courts are binding on lower courts in the same jurisdiction. The content of the law cannot itself determine which model is correct, however, for the content of the law depends on which model is correct. If, for example, statutes contributed to the law only the plain meaning of their words, the content of the law would be different from what it would be if the legislators’ intentions made a difference. Obviously, which legal propositions are true depends on which model is correct. But, as we have just seen, which model is correct depends in part on the legal propositions. The content of the law and the correct model are thus interdependent. This interdependence threatens to bring indeterminacy. Consider the law practices of a particular legal system at a particular time and ask what the content of the law is. Suppose that if candidate model A were legally correct, a certain set of legal propositions would be true, according to which model A would be correct. And if candidate model B were correct, a different set of legal propositions would be true, according to which model B would be correct. And so on. Without some other stan-
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dard, each mutually supporting pair of model and set of legal propositions is no more favored than any other pair.32 Can law practices determine which model is correct? The prima facie problem is that we cannot appeal to practices to determine which model is correct because which model a set of practices supports itself depends on which model is correct. But let us consider the matter in more depth. If practices are to determine which model is correct, there are two possibilities. First, a privileged foundational practice (or set of foundational practices) could determine the role of other practices. This possibility encounters the problem of how practices themselves can determine which practices are foundational. For example, the fact that a judicial opinion states that only the rationale necessary to the decision of a case is contributed to the content of the law cannot determine that that is a correct account of the contribution of judicial decisions to the content of the law. Something must determine that the judicial opinion in question is relevant and trumps other conflicting practices. A putatively foundational practice cannot non-question-beggingly provide the reason that it is foundational. Moreover, it is unwarranted to assume that the significance of a putatively foundational practice is simply its non-legal content. Its significance depends on which model is correct – the very issue the practice is supposed to resolve. In sum, a foundationalist solution is hopeless because it requires some independent factor that determines which practices are foundational (and what their contribution is). 32 This footnote registers a rather technical qualification, and can be skipped without losing the main thread of the argument. A candidate model, given the law practices, may yield a set of legal propositions that lends support to a different, inconsistent model. To the extent that this is the case, we can say that the model is not in equilibrium (relative to the law practices). Models that are in equilibrium (or are closer to it) are plausibly favored, others things being equal, over those that are not (or are further from it). There is no reason to expect, however, that there will be typically be only one model that is closer to equilibrium than any other model. In fact, indefinitely many models are guaranteed to be in perfect equilibrium (yet yield different sets of legal propositions). For example, any model that includes a rule that practices (and thus the true legal propositions) have no bearing on which model is correct is necessarily in perfect equilibrium. Without some independent standard for what models are eligible, there is no way to rule out such models. Thus, the varying degree to which different candidate models are in equilibrium does not ensure a unique correct model and determinate legal content. See also the discussion of a coherentist solution in the text below.
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Second, if no practices can be assumed to have a privileged status, the remaining possibility is that all law practices together can somehow determine their own role. Such a coherentist solution might at first seem to have more going for it than the foundationalist one. The idea would be, roughly speaking, that the (total) law practices support the model that, when applied to the practices, yields the result that the practices support that very model. If no model is perfectly supported in this way, the one that comes closest is the correct one. The problem with this suggestion, crudely put, is that without substantive standards that determine the relevance of different aspects of law practices, the (total) law practices will support too many models. For any legal proposition, there will always be a model supported by the practices that yields that proposition. Or to put it another way, the formal requirement that a model be supported by or cohere with, law practices is empty without substantive standards that determine what counts as a relevant difference. Suppose a body of judicial decisions seems to support the proposition that a court is to give deference to an administrative agency’s interpretation of a statute. It is consistent with those decisions for an agency’s interpretation of a statute not to deserve deference when there is a reason for the different treatment. Such a reason could be, for example, that the agency in the earlier cases, but not in the present case, had special responsibility for administration of the relevant statutory scheme. But, since the facts of every case are different, if a model can count any difference as relevant, there will always be a model that is consistent with all past practices yet denies deference to agency interpretations of statutes. As I have argued more fully elsewhere, such considerations show that practices cannot determine legal content without standards, independent of the practices, that determine which differences are relevant and irrelevant.33Hence law practices alone cannot yield determinate legal requirements. The point is a specific application of a familiar, more general point that Susan Hurley has developed.34 Formal requirements 33 See Greenberg, Mark and Litman, Harry, “The Meaning of Original Meaning”, Georgetown Law Journal, 86, 1988, pp. 614-617. 34 See Hurley, S. L., Natural Reasons, New York, Oxford University Press, 1989, pp. 26, 84-88. Hurley credits Ramsey’s and Davidson’s uses of arguments with similar import. See, e. g., Davidson, Donald, “The Structure and Content of Truth”, Journal of Philosophy, 87, 1990, pp. 317-320.
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such as consistency are meaningful only in the light of substantive standards that limit which factors can provide reasons. It would miss the point to suggest that law practices themselves can determine the appropriate standards. Without such standards, a requirement of adherence to practices is empty. In epistemic terms, we cannot derive the standards from the practices because the standards are a prerequisite for interpreting the practices. It may be helpful to notice that the problem has a structure similar to that of two famous philosophical puzzles, Nelson Goodman’s problem about green and grue and Saul Kripke’s problem about plus and quus.35 In order for there to be legal requirements, it must be possible for someone to make a mistake in attributing a legal requirement (if just any attribution of a legal requirement is correct, the law requires that P and that not P and so does not require anything). One makes a mistake when one attributes a legal requirement that is not the one the law practices yield when interpreted in accordance with the correct model. For any candidate legal requirement, however, there is always a non-standard or “bent” model that yields that requirement. It is therefore open to an interpreter charged with a mistake to claim that, in attributing the legal requirement in question, she has not made a mistake in applying one model but is applying a different model. The proponent of the coherence solution will respond that law practices themselves sup port cer tain mod els. For ex ample, in ap pealing to practices to decide cases, courts have developed well-established ways of understanding the relevance of those practices to legal content. The problem is that there will always be bent models according to which the judicial decisions (and other practices) support the bent models rather than the purportedly well-established ones. This kind of point shows that there must be factors, not themselves derived from the practices, that favor some models over others.
35 See Goodman, Nelson, Fact, Fiction, and Forecast, 3d. ed., Indianapolis, Bobbs-Merrill, 1973, pp. 72-81; Kripke, Saul, Wittgenstein on Rules and Private Language, Oxford, Blackwell, 1982, pp. 7-32. These puzzles involve concepts that seem bizarre and gerrymandered. One challenge is to determine what it is that rules such concepts out (at least in particular contexts), for, if they are not ruled out, unacceptable results follow.
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Here is an example.36 Suppose that on february 1, 2005, a judge in a state court in the United States must decide whether a woman has a federal constitutional right not to be prevented from obtaining an abortion. Imagine that the judge holds that the woman does not have such a right. It seems that the judge has misread Roe vs. Wade,37 the seminal decision of the United States Supreme Court. The judge claims, however, that according to the correct model of how judicial decisions contribute to legal content, when constitutional rights of individuals are at stake and strong considerations of justice support the claims of both sides, such decisions should be understood as establishing a form of “checkerboard” solution. According to such a solution, whether a person has the right in question depends on whether the person is born on an odd or even-numbered day.38 Since Jane Roe was born on an odd-numbered day (let us assume), Roe vs. Wade’s contribution to content is that only women born on odd days have a constitutional right to an abortion. Before discussing the example, it must be emphasized that the point is not that the judge’s position should be taken seriously; on the contrary, the example depends on the fact that the judge’s position is plainly a nonstarter. Since it is evident that the position cannot be taken seriously, there must be factors that rule out models like the one in the example. The example makes the point that these factors must be independent of practices. Since the unacceptable positions that we want to exclude purport to determine what practices mean, the factors that exclude these positions cannot be based on practices. Moreover, there is no way to rule out such positions on a purely logical level, since, as will become evident, it is easy to construct self-supporting, logically consistent systems of such positions. The claim is, then, that our unwillingness to take the judge’s position seriously suggests that we must be depending on tacit assumptions independent of law practices in determining which models are acceptable. Let us look at the example to see why practices themselves cannot exclude the judge’s model. The first objection to the judge’s position may be that the Supreme Court in Roe vs. Wade said nothing about the abortion right’s depending 36 The example borrows from Dworkin’s discussion of a “checkerboard” solution to the abortion controversy. See Dworkin, Law’s Empire, pp. 178-186. Dworkin cannot be held responsible, however, for my example. 37 Roe vs. Wade, 410 U.S. 113, 1973. 38 See Dworkin, Law’s Empire, cit., footnote 6, pp. 178 and 179.
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on birthdates. The judge replies that on the correct model, the reasons that judges give in their opinions make no or little contribution to the content of the law. A second objection may move to a different level: the practices of the legal system do not support the judge’s model. Judicial decisions, for example, do not interpret the contributions made by other decisions in such a checkerboard fashion, nor do they ignore the reasons judges give. The judge, however, claims that according to his model, judicial decisions have all along been using a bent model, according to which the reasons judges give are significant until February 1, 2005, but not afterwards. Similarly, the model specifies no checkerboard contributions to content until that date, then requires them afterwards. All of the judicial decisions so far are logically consistent with the hypothesis that they are using the bent model. Obviously, a third-level objection —that the practices do not support models that give dates this sort of significance— can be met with the same sort of response. In another version of the example, the judge might claim that, according to the correct model, in all cases involving the right to abortion, a Supreme Court decision’s relevance to content ends, without further action by the Court, as soon as a majority of the current Supreme Court believes that the decision was wrongly decided. Since the judge believes that that is now the situation with regard to Roe v. Wade, he claims that Roe vs. Wade no longer has any bearing on the content of the law. If it is objected that the judge’s position is not an accurate account of how judicial decisions interpret past judicial decisions, the judge will claim that judicial decisions have been following his model all along. Since (let us suppose) it has never been the case before that a majority of the Supreme Court has disagreed with a past Supreme Court decision on the right to abortion, the evidence of past decisions supports the judge’s model, which treats only abortion rights cases idiosyncratically, as strongly as a more conventional one. The point should be obvious by now: these sorts of unacceptable models are unacceptable because there are standards independent of practices that determine that some sorts of factors are irrelevant to the contributions made by practices to legal content. The practices themselves cannot be the source of the standards for which models are permissible. In this section, I have argued that practices themselves cannot determine how practices contribute to the content of the law. Although I will
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not discuss the point here, it is worth noting that my argument is not limited to the law. For example, the argument shows that, without standards independent of the practices, no set of practices can rationally determine rules. What rules a set of practices rationally determines will depend on what aspects of the practices are relevant and how those aspects are relevant. And the practices cannot themselves resolve those issues. Similarly, my argument does not depend on the complexities of contemporary legal systems. My point holds even for extremely simple cases. Even if there were only one law-maker who uttered only simple sentences, and even if it were taken for granted that the law-maker’s practices were legally relevant, the precise relevance of those practices would still depend on factors independent of the practices. For example, there would still be an issue of whether the relevant aspect of the practices was the meaning of the words uttered, as opposed to, say, the law-maker’s intentions or the narrowest rationale necessary to justify the outcome of the law-maker’s decisions. V. OBJECTIONS I want now to consider three closely related objections. First, it may be objected that in practice there is often no difficulty in knowing which aspects of a practice are relevant or which facts provide reasons. Bent models are not serious candidates. Second, it may be objected that practitioners’ beliefs (or other attitudes) about value questions, not value facts, solve the problem of determining how practices contribute to the content of the law. Third, it may be said that, in limiting law practices to descriptive facts, I have relied on too thin a conception of law practices. Properly understood, law practices can themselves determine the content of the law. I replied to a version of the first objection in discussing the example of the abortion-rights decision, but I will make the point in more general terms here. As I have emphasized, the question of the necessary conditions for law practices to determine the content of the law is a metaphysical, not an epistemic, question. The problems that I have raised concerning how law practices determine the content of the law are not practical problems that legal interpreters encounter in trying to discover what the law requires.Hence it is no objection to my argument that legal interpreters do not encounter such problems.
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I have argued that there is a gap between law practices and the content of the law that can be bridged only by substantive factors independent of practices. If legal practitioners have no difficulty in crossing this gap —for example, in eliminating bent models from consideration— that must be because they take the necessary factors for granted. With respect to the example of the abortion-rights decision, I argued that practices themselves cannot rule out the judge’s bent models. Therefore, our unwillingness to take the judge’s position seriously is evidence that we are relying on tacit assumptions about what models are acceptable. The lack of difficulty in practice suggests not that substantive constraints are not needed, but that they are assumed. This point leads naturally to the second objection, which holds that it is the assumptions or beliefs of participants in the practice that solve the problem of how practices determine the content of the law. For example, it might be that a consensus or shared understanding among judges or legal officials determines the relevance of practices to the content of the law. Beliefs about value, not value facts, do the necessary work. As an epistemic matter, of course, we rely on our beliefs about value to ascertain what the law is. But that is exactly what we would expect if the content of the law depended on value facts. After all, in working out the truth in any domain, we must depend on our beliefs. That we do so in a given domain in no way suggests that the truth in that domain depends on our beliefs. Notice, moreover, that if the content of the law depended on beliefs about value, then, in order to work out what the law was, we would have to rely on our beliefs about our beliefs about value. For example, we might ask not whether democratic values favor intentionalist theories of statutory interpretation, but whether there is a consensus among judges that democratic values do so. The most important point is that facts about what participants believe (understand, intend, and so on) could not do the necessary work because such facts are just more descriptive facts in the same position as the rest of the law practices. As with the facts about the behavior of law-makers, we can ask whether facts about participants’ beliefs are relevant to the content of the law, and, if so, in what way. Since the content of the law is rationally determined, the answers to these questions must be provided by reasons. As I have argued, the law practices, including facts about participants’ beliefs, cannot determine their own relevance.
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More generally, the same kind of argument explains why the questions of value on which the content of the law depends must be resolved by substantive standards rather than by value-neutral procedures. In general, there are procedural ways to resolve value questions – flipping a coin and voting are examples. Such procedures are in the same position as other law practices, however. There have to be reasons that determine that a given procedure is the relevant one and what the significance of the procedure is to the content of the law. The third objection claims that the additional substantive factors are part of law practices themselves. I have already addressed the suggestion that the law practices, conceived as facts about behavior and mental states, determine their own relevance. The present objection is that my conception is too narrow. It somehow fails to do justice to law practices to take them to consist of ordinary empirical facts about what people have done, said, and thought. If the objection is to be more than hand-waving, the objector needs to say what practices consist of beyond such facts, and how the enriching factor solves the problem. For example, it would of course be no objection to my argument to claim that the descriptive facts need to be enriched with value facts. Another unpromising possibility, addressed in section II, 3 above, is for the objector to maintain that law practices are legal-content laden. According to this version of the objection, facts about what counts as a legislature, who has authority to make law, what counts as validly enacted, what impact a statute has on the content of the law – in general, legal-content facts concerning the relevance of law practices to legal content are somehow part of the law practices. As argued, however, unless legal content is to be metaphysically basic, there must be an account of what determines legal content that does not presuppose it. It simply begs the question to take law practices to include legal-content facts. The objector challenges my conception of the law practices on the ground that it is too restrictive. Here is one line of thought in support of my conception. We normally assume that law practices can be looked up in the law books. But all that can be found in the law books, other than legal-content facts, are facts about what various people —legislators, judges, administrative officials, and so on— did and said and thought. If there is something else to law practices, how do we know about it? To put the point another way, if I tell you all the facts about what the relevant people said and did, believed and intended, you can work out what
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the law is without knowing any more about the law practices. Thus, if there is an aspect of law practices other than these facts, it does not seem to play a role in determining the content of the law. (It is true that you may have to be skilled at legal reasoning to work out the content of the law, and that skill may in clude an understand ing of the signifi cance of the practices to legal content. But I have already addressed the suggestion that it is participants’ understandings, rather than the substantive factors that are the subject of those understandings, that do the necessary work). VI. THE NEED FOR SUBSTANTIVE FACTORS, INDEPENDENT OF LAW PRACTICES I have argued that law practices cannot themselves determine the content of the law because they cannot unilaterally determine their own contribution to the content of the law. There must be factors, independent of practices, that favor some models over others. In this section, I sketch where this argument leaves us. In particular, I explain the sense in which the argument requires facts about value, and the nature of the claimed connection between law and value. 1. Value Facts? In order for practices to yield determinate legal requirements, it has to be the case that there are truths about which models are better than others independently of how much the models are supported by law practices. Since practices must rationally determine the content of the law, truths about which models are better than others cannot simply be brute; there have to be reasons that favor some models over others. We have seen that law practices cannot determine their own contribution to the content of the law. By contrast, value facts are well suited to determine the relevance of law practices, for value facts include facts about the relevance of descriptive facts. For example, that democracy supports an intentionalist model of statutes is, if true, a value fact. What about the relevance of the value facts themselves? At least in the case of the all-things-considered truth about the relevant values, its relevance is intelligible without further reasons. If the all-things-considered truth
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about the relevant considerations supports a certain model of the law practices, there can be no serious question of whether that truth is itself relevant, or in what way. The significance for the law of the fact that a certain model is all-things-considered better than others is simply the fact that that model is better than others. It might be suggested that an appeal to conceptual truth offers a way to avoid the conclusion that the content of the law depends on value facts. The idea would be that the concept of law (or some other legal concept), rather than substantive value facts, determines that some models are better than others. As noted above, conceptual truth is the kind of consideration that could provide reasons of the necessary sort. The question is whether conceptual truth does so in the case of law. My response begins with two points about what notion of conceptual truth this kind of suggestion can rely on. According to what we can call a superficialist notion, conceptual truths are truths about the use of concept-words, truths that are tacitly known by all competent users of those words or are settled by community consensus about the use of the words. Given such a notion of conceptual truth, we should reject the idea that there are conceptual truths that can do the necessary work. Ronald Dworkin famously argued that disputes about the grounds of law are substantive debates, not trivial quarrels over the use of words.39 Positivists have generally responded by denying that they hold the kind of view Dworkin was attacking. Thus, both sides agree that questions about which models are better than others are not merely verbal questions that can be settled by appeal to consensus criteria for the use of words. And both sides are correct on this point. When, for example, Justices of the Supreme Court debate whether legislative history is relevant to the content of the law, the dispute cannot be settled by appeal to agreed-on criteria for the use of words. A lawyer or judge who challenges well-established models is not ipso facto mistaken. For example, a lawyer could advance a novel theory according to which New Jersey statutes make no contribution to the content of the law (on the ground, say, that there is a constitutional flaw in New Jersey’s legislative process). The claim would not be straightforwardly wrong merely because it goes against the consensus model, though it is likely mistaken on substantive grounds. 39
Ibidem, pp. 31-46.
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Second, we have seen that the practices of participants in the legal system cannot be the source of the standards that support some models over others. It follows that if conceptual truth is to be the source of the standards, conceptual truth must not be determined by the practices of participants in the legal system; it must depend on factors independent of our law practices. The consequence of these two points is that, if conceptual truth is to provide the needed standards, it would have to be conceptual truth of a kind that is not determined by consensus about the use of words and is not determined by our law practices. I am sympathetic to such a notion of conceptual truth. Given such a notion, however, it is not clear that an appeal to conceptual truth is a way of avoiding the need for substantive value facts. Instead, the conceptual truths in question may include or depend on value facts, for example, facts about fairness or democracy. At this point, the burden surely rests on a proponent of the conceptual—truth suggestion to offer a position that avoids the two problems that I have just described without collapsing into a dependence on substantive value facts. A different kind of appeal to conceptual truth is possible. It could be argued not that there are conceptual truths about which models are better than others, but that conceptual truth determines that such issues are determined by a specific internal legal value. This appeal to conceptual truth does not attempt to avoid the need for value facts; it attempts to explain those value facts as internal to the law. I will turn now to the nature of legal value facts. It is worth noting, however, that an appeal to conceptual truth as the source of internal value facts will encounter the same challenge as the appeal to conceptual truth to avoid the need for value facts. Such an appeal requires an account of conceptual truth according to which truths about the concept of law are independent of our law practices, yet also independent of genuine value facts. I have argued that the content of the law depends on substantive value facts. What is the nature of those value facts? The most straightforward possibility is that, other things being equal,40 models are better to the extent that they are favored by the all-things-considered truth about the applicable considerations – the Truth, for short. In other words, the legally 40 “Other things being equal” because practices also play a role in determining which models are better than others. See section VI, 2 below.
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correct standard or value is simply the truth about value. On this view, there is no special legal standard or value. For example, the bearing of legislative history on the content of the law depends on considerations of democracy, fairness, welfare, stability – on every consideration that is, in fact, relevant to the issue. A second possibility is that, in the special context of the law, the all-things-considered truth about the relevant considerations is that the standard for models is not the general, all-things-considered truth about the relevant considerations, but some different standard. For example, it might be that, taking into account all relevant considerations, the Truth is that the legally correct resolution of value questions is the one that maximizes community wealth. According to this second possibility, special legal value facts are genuine value facts; they are the consequence of the application of genuine value facts —Truth— to the specific context of law.41 On this view, the fact that, say, wealth maximization is the virtue of models is a genuine value fact. A version of this possibility would allow the special legal value facts to vary from legal system to legal system. On the first and second possibilities, the content of the law depends on genuine value facts in a way that is inconsistent with both hard and soft positivism. A positivist might try to argue that even if my argument so far is sound, there is a third possibility. According to this possibility, there are substantive standards that, within the law do the work of value facts in resolving value questions, but are not genuine value facts. We might describe this possibility by saying that legal value facts are internal to the law. The hypothetical positivist’s suggestion that legal value facts are internal to the law would have to mean more than that they have no application outside of law. There could be legal value facts that were genuine value facts applicable only in the legal context. In that case, the second possibility would be actual, and the content of the law would at base depend on genuine value facts. The third possibility is supposed to avoid the conclusion that the content of the law depends on genuine value facts. Perhaps the idea would be that legal value facts matter only 41 The position Dworkin calls “conventionalism” could be advanced as a version of possibility two, though that is not exactly the way in which he presents it. See Dworkin, Law’s Empire, cit., footnote 6, pp. 114-150.
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to those who are trying to participate in the legal system (and only to that extent). (As with the second possibility, a version of the third possibility would allow that the internal legal value can vary from legal system to legal system). I do not mean to suggest that the idea of internal legal values is unproblematic or even fully coherent. I therefore do not need to explain exactly what it would mean for there to be internal values. Nor do I need to explain what, other than the Truth, could make it the case that there is a special legal value. I mention the idea only because it seems to have some currency in philosophy of law circles. My point is simply that I do not claim in this paper to have ruled out the view that the content of the law depends on internal value facts, rather than genuine ones. I will briefly comment on the problems facing this view. We have already ruled out the possibility that law practices determine their own relevance to legal content. Therefore, something other than law practices would have to determine the internal value standard – to make it the case that this standard was the relevant one for the law (or for the particular legal system). It is difficult to see what that could be other than the relevant considerations – the Truth. If we appeal to the Truth, however, we have returned to the first or second possibility. Any account of internal value facts thus faces a challenge of steering between the law practices on the one hand and the Truth on the other. I have already described the way in which an attempt to ground internal legal facts in conceptual truth faces this challenge. But the challenge confronts any account of internal value facts. For example, suppose a theorist appeals to the function of law or legal systems to ground internal value facts. On the one hand, as we saw with conceptual truth, if the law’s function is going to provide the value facts necessary for practices to determine the content of the law, that function must be determined by something independent of the law practices. On the other hand, if the law’s function is determined by the all-things-considered truth about the relevant factors, an appeal to function is not a way of avoiding an appeal to genuine value facts. Until we have an account of internal value facts that meets the challenge, it is difficult to evaluate the potential of an appeal to internal value facts. An internal-value view faces a more substantive challenge as well. Internal value facts would have to have appropriate consequences for the nature of law. In a normal or properly functioning legal system, the content
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of the law provides reasons for action of certain kinds for certain agents. Whether the content of the law can provide such reasons may depend on the nature and source of the legal value facts. For example, it is plausible that for a legal system to be functioning properly, the content of the law must provide genuine reasons for action for judges. An internal-value theorist must explain how legal content determined exclusively by law practices and internal value facts can provide genuine, as opposed to merely internal, reasons for action. More generally, we can investigate the nature of legal value facts by asking what role such facts must play in a theory of law. 2. The Role of Value Facts Let us now turn to the role of value facts in determining the content of the law. Since I do not want to beg the question against the possibility of a special legal value (whether internal or not), I use “X” for that property in virtue of which models are better than others. X might be, for example, (the promotion of) wealth maximization, the maintenance of the status quo, security, fairness, or morality. (If there is no special legal value, X is the Truth, in the technical sense explained above.) Note that the fact that a particular model is favored by X may be a descriptive fact (e. g., if X is wealth maximization). In that case, the relevant value fact is that X is what the goodness of models consists in. I will make two clarifications about the role of X and then consider the implications for the relation between law and value. The first point is that X only helps to determine which models are correct. X’s favoring model A over model B is neither necessary nor sufficient for A to win out over B. As we saw in section 4, practices play a role in determining which model is better. Thus, the model that is best all things considered may not be the same as the model that is ranked highest by X alone. (For simplicity, I sometimes omit this qualification). In section 4, we discussed the interdependence between models and legal content. We saw that if we hold law practices constant, different candidate models yield different sets of legal propositions. Without X, each mutually supporting pair of model and set of legal propositions is as favored as any other such pair, and indeterminacy threatens. X’s independence makes it possible for the interdependence of model and legal content not to lead to global indeterminacy.
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In particular, what bearing practices have on the legally correct model depends on which model is most X-justified in advance of any particular practices. For X constrains the candidate models of practices and thus makes it possible for practices to determine anything. Practices themselves have something to say about the second—order question of how practices contribute to the content of the law. But X helps to determine what practices have to say on that question. Roughly speaking, the legally correct model is the one that is most X-justified after taking into account practices in the way that it is most X-justified to take them into account.42 In other words, the legally correct model is the one that is most X-justified all things considered. The second point can be brought out with an objection. Suppose it is objected that X need determine only what considerations are relevant to the content of the law, but need not go further and determine how conflicts between relevant considerations are to be resolved. According to this suggestion, X would eliminate some candidate models as unacceptable, but would have nothing to say between models that give weight only to relevant aspects of law practices. The objector grants my argument that, without an independent standard of relevance, practices could not determine which models were correct. The objector points out, however, that once we have an independent standard of relevance, practices themselves might be able to determine which models are correct. Here is a brief sketch of a reply to the objector. In order for there to be determinate legal requirements, X must do more than determine what considerations are relevant; X must favor some resolutions of conflicts between relevant considerations over others. Otherwise, given the diversity of relevant considerations and the complexity of factual variation, law practices will not yield much in the way of determinate legal re42 In many legal systems, the practices, when taken into account in the way that is most X-justified in advance of the practices, will support a model that is not the most X-justified in advance of the practices. And when taken into account in accordance with that model, the practices may support yet a different model. Thus, the question arises how important it is for a model to be supported by the practices (taken into account in accordance with that model). (In the terminology of note 33 above, the more that a model is supported by the practices, the more the model is in equilibrium.) Since X is the virtue of models, X is what determines how important it is for a model to be supported by the practices. This is why it is fair to say, as I do in the text, that the legally correct model is the one that is most X-justified after taking into account the practices in the way that it is most X-justified to take them into account.
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quirements. Inconsistent propositions of law (and inconsistent models) will typically have some support from relevant aspects of law practices. Therefore, in or der for there to be de ter minate le gal re quire ments, X must not only help to de ter mine what con sid er ations are rel e vant but must also help to determine the relative importance of elements of law practices and how such elements interact. In fact there is a deeper problem with the objection. It assumes that there are discrete issues of what considerations are relevant to the content of the law and how the relevant considerations combine to determine the content of the law. It may be convenient to separate the two kinds of issues for expository purposes, but we should not be misled into thinking that they are resolved separately. It is not the case that there is an initial, all-or-nothing determination of whether a type of consideration is relevant and then an independent, further determination of the relative importance of the relevant considerations. Rather, the reason that a consideration is relevant determines how and under what circumstances it is relevant, and how much force it has relative to other considerations. For example, legislative history’s relevance to the content of the law derives, let us suppose, from its connection to the intentions of the democratically elected representatives of the people. Thus, in order to determine how important legislative history is, relative to other factors, we need to ask exactly how it is related to the relevant intentions and what the importance of those intentions is. The point is that the contribution to content of some aspect of a law practice and how it interacts with other relevant aspects depends on why the aspect is relevant. If this suggestion —that relevance and relative importance are not independent questions— is right, then in helping to determine the relevance of various considerations, X will necessarily be (helping to) resolve conflicts between relevant considerations. I have argued that there is a certain kind of connection between law and value. I would like to conclude by saying something about the implications of this connection. Just for the purpose of exploring these implications, I will assume that X is morality. The point of this assumption is to make clear that even if morality were the relevant value, the consequences for the relation between law and morality would not be straightforward. As I will show, it would not follow that the content of
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the law would necessarily be morally good or even that the moral goodness of a candidate legal proposition would count in favor of the proposition’s being true. First, although (by assumption) morality provides legally relevant reasons, independent of the content of the law, the legally correct model is not simply whatever model is morally best (or most justified). “Morally best” here means most supported or justified by moral considerations in advance of consideration of the practices of the legal system. The legally correct model need not be the morally best one in this sense because, as we have seen, practices also have an impact on which model is legally correct. Second, morally good models do not guarantee morally good legal propositions. Even if the legally correct model was a highly morally justified one, the content of the law might be very morally bad. A democratically elected and unquestionably legitimate legislature could publicly and clearly promulgate extremely unjust statutes, such as a statute ostensibly excluding a racial minority from social welfare benefits. The judicial decisions may rely on highly morally justified models, ones that, among other things, give great weight to such morally relevant features of legislative actions as the clearly expressed intentions of the elected legislators. The most justified model, all things considered, will be a morally good one, yet will yield morally bad legal content. In fact, in such a legal system less justified models could yield morally better legal content than more justified models. (In such cases, a judge might sometimes be morally obligated to circumvent the law by relying on the less justified model).43 Although morally justified models do not guarantee morally good legal propositions, it might be suggested that part of what makes a model morally justified is that it tends to yield morally good legal requirements.44 For example, assume that, other things being equal, a legal 43 The relation between a judge’s moral obligations and morally justified models raises interesting issues, but space does not permit discussion. 44 At the extreme, for example, a model could hold that in some circumstances the goodness of a candidate legal proposition tips the balance in favor of that legal proposition and against competing candidates. (A different way to describe such a position would be to say that value not only can help to determine which model is best, thus indirectly favoring some candidate legal propositions over others, but also can favor candidate legal propositions directly. I will not use this terminology.) As I say in the text, such
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re quire ment is mor ally better the more it treats peo ple fairly. Some models will in general have a greater ten dency to yield le gal re quire ments that treat peo ple fairly. Ac cord ing to the sug ges tion un der con sid er ation, that a model has such a ten dency would be one fac tor sup port ing that model. Suppose that the suggestion were correct. According to one line of thought, it fol lows that the con tent of the law would sim ply be what ever it would be morally good for it to be (or more generally, whatever it would be most X-jus ti fied for it to be). In that case the prac tices would be ir rel e vant. This line of thought might there fore be taken to pro vide a reductio of my ar gu ment for the role of value in de ter min ing the way in which prac tices con trib ute to the con tent of the law. The line of thought is not sound, however. First, even if the tendency of a model to yield morally good legal propositions counts in favor of that model, a variety of other moral considerations favor models that make the con tent of the law sen si tive to rel e vant as pects of law prac tices. A model may be mor ally better, for ex am ple, to the ex tent that it re spects the will of the democratically elected representatives of the people, protects ex pec ta tions, en ables plan ning, pro vides no tice of the law, treats relevantly similar practices similarly, minimizes the opportunity for officials to base their de ci sions on con tro ver sial be liefs, and so on. Roughly, we have a distinction between content-oriented con sid erations and prac tice-ori ented con sid er ations. The rel a tive weight ac corded by morality to these two kinds of con sid er ations is a ques tion for moral theory that I will not take up here. On any plausible account, however, mo ral ity will give sub stan tial weight to prac tice-ori ented con sid er ations. So the mor ally best model (con sid ered in ad vance of law prac tices) will make the law sen si tive to rel e vant as pects of law prac tices. Second, as we have seen, the legally correct model also depends on the law practices. Apart from the weight that morality gives to prac tice-oriented considerations, the practices themselves may support models that make the law sensitive to practices. (Contemporary positivists, my pri mary tar get in this pa per, are likely to be sym pa thetic to the view that practices support models that make the law sensitive to practices). a model may be less sup ported both by mo ral ity and by prac tices than mod els that give less weight to content-oriented considerations. I suggest below (see the last four para graphs of this sec tion), that the role that such a model as signs to value facts is out side the role that this pa per’s ar gu ments sup port.
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For example, al though I will not de fend the claim here, in the U. S. and U. K. legal systems, practices themselves strongly support models that make the law sensitive to law practices. Practices are thus a second reason that the role of value need not have the consequence that the all-things-considered best model will be one that tends to yield morally good legal propositions. (Also, even a model that has a tendency to produce morally good legal propositions may not do so, given the law prac tices of a par tic u lar le gal sys tem). Third, and fi nally, if we re flect on the ar gu ment for value’s role in determining the content of the law, we see that it supports only a limited role for value, one that does not involve supplanting law practices or making them irrelevant. Our starting point was that law practices must determine the content of the law and that they must do so by providing reasons that favor some legal propositions over others. The crucial step in the ar gu ment was that law prac tices can not pro vide such rea sons without value facts that determine the relevance of different aspects of law practices to the content of the law. The argument thus supports the involvement of value facts in determining the con tent of the law only for a lim ited role: de ter min ing the rel e vance of law prac tices to the con tent of the law. We can ap ply this point to the spe cific ques tion of to what ex tent a legal proposition’s goodness can help to make it true: the goodness (in terms of mo ral ity or of value X) of a can di date le gal prop o si tion is rel evant to the proposition’s truth only to the extent that its goodness con trib utes to mak ing it in tel li gi ble that an as pect of a par tic u lar law prac tice has one bear ing rather than an other on the con tent of the law. I will call this the rel e vance lim i ta tion. I want to emphasize that the point is only that the argument of this pa per sup ports no more than such a lim ited role for value facts; the ar gument does not show that the role of value facts must be so limited. Whether there is some other or more expansive role for value in de termin ing the con tent of the law is left open. This pa per’s ar gu ment for the con clu sion that value facts play a role in de ter min ing le gal con tent is that value facts are needed in order to determine the relevance of law prac tices to the le gal con tent. The ar gu ment there fore sup ports only that role for value facts. There might, of course, be a different argument that shows, say, that mo ral ity or some other value sup plants the law prac tices
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(though of course al most no con tem po rary le gal the o rist, least of all one of my posi tiv ist tar gets, thinks that there is such an ar gu ment). Let us con sider more spe cif i cally the im pli ca tions of the rel e vance lim i tation. The lim i ta tion does not im ply that the good ness of a le gal prop o si tion can never be rel e vant to its truth.45 The good ness of a le gal prop o si tion will be relevant to the extent that it has a bearing on the intelligibility of law prac tices’ sup port ing that le gal prop o si tion over oth ers. A Dworkinian the ory of law pro vides a help ful ex am ple.46 Con sider a model ac cord ing to which law prac tices con trib ute to the con tent of the law precisely that set of legal propositions that best justifies those law practices. Whether this model re spects the rel e vance lim i ta tion will de pend on the notion of justification involved in the Dworkinian model. Con sider a simplistic understanding of justification that has the following implication: the set of propositions that best justify the law practices is that set that results from taking the mor ally best set of prop o si tions and carving out specific exceptions for the law practices of the legal sys tem-exceptions tailored in such a way as to have no forward-looking consequences. On this understanding of justification, the model would not re spect the rel e vance lim i ta tion be cause value facts would not de termine the significance of the practices; instead, the practices would simply be de nied any sig nif i cance by a kind of ger ry man der ing. On a more sophisticated notion of justification, to the extent that a le gal prop o si tion is bent or ger ry man dered, it will be less good at jus tifying law prac tices. (In the ex treme case just con sid ered, where a particular law practice is simply treated as an exception without further application, that practice is not justified at all by the propositions to which it is an exception.) I think it is plausible, though I will not argue the point here, that given a proper understanding of justification, the Dworkinian model I have de scribed re spects the rel e vance lim i ta tion. (In 45 It is easy to see that the good ness of a le gal prop o si tion could have ev i den tiary rel evance to the con tent of the law. Sup pose that the in ten tion of leg is la tors mat ters to the content of the law. If there is rea son to be lieve that the leg is la tors would have in tended what is mor ally better (at least other things being equal), the moral goodness of can di date le gal prop o si tions will have a bear ing on their truth be cause it will have a bear ing on what the leg is la tors in tended. The dis cus sion in the text con cerns the ques tion whether the good ness of can di date prop o si tions can have con sti tu tive, rather than ev i den tiary, rel e vance. 46 I say “a Dworkinian the ory” rather than “Dworkin’s the ory” to avoid ques tions of Dworkin ex e ge sis. I be lieve that the po si tion I de scribe is the best un der stand ing of Dworkin’s po si tion. See also note 48 be low.
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a mo ment, I will consider a different model, often at trib uted to Dworkin, that ar gu ably does not re spect that lim i ta tion). The rel e vance lim i ta tion im plies that the good ness of a le gal prop o sition is never suf fi cient to make it true. That value facts are needed to determine the contribution of law practices to the content of the law does not pro vide a ba sis for mak ing law prac tices ir rel e vant. To put it an other way, that a candidate prop o si tion is a good one does not make it in tel ligible that the law practices, regardless of what they happen to be, sup port that proposition. It might be tempting to regard a model on which the goodness of a legal proposition can, at least in some circumstances, be suf fi cient to make it true as the de gen er ate or lim it ing case of a model that determines the relevance of law practices to the content of the law. The model determines that in the relevant cir cum stances, prac tices have no relevance. But though this description may be formally tidy, the argument that value facts are needed to enable law practices to de termine the content of the law provides no support for a model on which value facts can make prac tices ir rel e vant. In other words, though we can describe a putative “model” according to which practices provide a reason favoring any particular set of legal propositions (the mor ally best ones, for ex am ple) it does not follow that practices could provide such a reason. What rea sons prac tices pro vide is a sub stan tive not a for mal ques tion. We can ap ply this point to an in ter me di ate case. Con sider a model that includes rules for the contribution of law prac tices to the con tent of the law, but also in cludes a rule of the fol low ing sort: (R) If mo re than one le gal pro po si tion is sup por ted by the (to tal) law practi ces (gi ven the ot her ru les of the mo del) to so me thres hold le vel, the le gal pro po si tion that is mo rally best (of tho se that reach the thres hold) is true .47 47 Dworkin some times seems to sug gest such a rule, e. g., Law’s Em pire, pp. 284 and 285, 387 and 388; Tak ing Rights Se ri ously, Cam bridge, Har vard Uni ver sity Press, 1977, pp. 340, 342. And his com men ta tors typ i cally in ter pret him in this way. See, e. g., Al exander and Sherwin, The Rule of Rules, Durham and London, Duke University Press 2001, ch. 8; Finnis, “On Rea son and Au thor ity in Law’s Em pire”, Law and Phi los o phy, 6, 1987, pp. 372-374; Raz, Ethics in the Public Domain, Oxford, Oxford University Press, 1994, pp. 222 and 223. I think that this is not the best un der stand ing of Dworkin’s view (and Dworkin has con firmed as much in con ver sa tion). On the best un der stand ing, fit is merely one as pect of jus ti fi ca tion, there is no thresh old level of fit, and how much fit matters relative to other as pects of jus ti fi ca tion is a sub stan tive ques tion of po lit i cal morality. (The idea of a thresh old of fit that in ter pre ta tions must meet to be el i gi ble, and
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I sug gest that R is not sup ported by this pa per’s ar gu ment for the role of value. In general, that legal prop o si tion A has mor ally better con tent than legal proposition B does not ipso facto make it intelligible that law practices support A over B. Adding the hypothesis that law practices pro vide strong sup port for both A and B – sup port above some thresh old level – does not change this conclusion. A moral reason for favoring proposition A over proposition B is not itself a reason provided by law practices, since it is independent of law prac tices. If this argument is right, my ar gu ment for the role of value facts does not sup port a role like that captured by R – one in which there is room for value facts to favor one legal proposition over another, independently of law practices. (Again, however, the point is only that this paper’s argument does not support such a role for value facts, not that such a role is necessarily illegitimate). In sum, even if value X were morality, it would not follow that the most mor ally jus ti fied model would be le gally cor rect, and even a morally justified model would not guarantee morally good legal re quirements. It is no part of the role of value ar gued for in this pa per that the good ness of a prop o si tion ipso facto counts in fa vor of the prop o si tion’s truth. The role of value is in determining the relevance of law practices to the con tent of the law. VII. CONCLUSION I have argued that law practices, understood in a way that excludes value facts, cannot themselves determine the content of the law. Dif ferent models of the contribution of practices to the content of the law would make it the case that different legal prop o si tions were true, and a beyond which substantive moral considerations become relevant, should be taken as merely a heuristic or expository device.) See Dworkin, A Mat ter of Prin ci ple, pp. 150 and 151; “«Nat u ral Law» Re vis ited”, University of Florida Law Review, 34, 1982, pp. 170-173; Law’s Empire, p. 231, 246-247. A different point is that Dworkin sometimes seems to sug gest that there is an as pect of the ques tion of the ex tent to whichin ter pre tations fit law prac tices that is purely for mal or at least not nor ma tive. See, e. g., Taking Rights Se ri ously, cit., foot note 47, p. 107 (sug gest ing that how much an in ter pre ta tion fits is not an is sue of po lit i cal phi los o phy); see also ibidem, pp. 67 and 68 (per haps sug gesting that there are as pects of in sti tu tional sup port that do not de pend on is sues of nor mative po lit i cal phi los o phy).
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body of law prac tices can not uni lat er ally de ter mine which model is correct. In or der for there to be determinate legal requirements, the content of the law must de pend also on facts about value. What is the role of such value facts? I have suggested that they support some models over others – that is, they help to determine which features of law prac tices mat ter and how they mat ter. It is not that the good ness of a can di date le gal prop o si tion counts in fa vor of its truth. Rather, the role of value is in help ing to de ter mine how prac tices con trib ute to the content of the law. This paper does not attempt conclusively to rule out the view that the needed legal value facts are internal to law. I have ar gued, how ever, that the pro po nent of such a view must over come significant obstacles to explain how internal legal value facts could be independent of both law practices and genuine value facts. The paper also sug gests a way for ward: We can ask what the na ture and source of le gal value facts must be in or der for law to have its cen tral fea tures, for ex am ple, for a le gal sys tem to be able to pro vide cer tain kinds of rea sons for ac tion.
ON THE NORMATIVE SIGNIFICANCE OF BRUTE FACTS Ram NETA* SUMMARY: I. Introduction. II. Greenberg’s Argument for Legal Emergentism. III. The Generalization of Greenberg’s Argument. IV. What’s Wrong with this General Argument for Normative Emergentism? V. The Consequences for Greenberg’s Local Argument for Legal Emergentim. VI. Works Cited.
I. INTRODUCTION Sometimes, we think or act in certain ways because we have reason to do so. We pay our taxes, we show up on time for our classes, we refuse to assent to claims that we recognize to be inconsistent, and we refrain from wanton violence, and we do each of these things because we have reason to do so. More generally, we have reasons for thinking or acting in certain ways. I’ll express this point by saying that there are norms that apply to us, and more specifically to our thought and action. For a norm to apply to a person is for that person to have a reason for thinking or acting in a particular way, the way indicated by the norm. The fact that a norm applies to someone in this way is what I’ll call a “normative fact”. All other facts I will call “non-normative”. This distinction between normative and non-normative facts has often been thought to have great metaphysical importance. In order to explain why it has been thought to have this importance, I should first draw a different distinction between two mutually exclusive and jointly exhaustive kinds of facts. There are the “evaluative” facts, which are facts about what is good, what is bad, what is better than what, what is worse that * University of North Carolina, USA.
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what, and so on. All other facts are “non-evaluative”. So there are normative facts and non-normative facts, and there are evaluative facts and non-evaluative facts. For present purposes, we need not take a stand on how the first pair of categories is related to the second pair of categories. Now, philosophers have often been inclined to think of the world as consisting fundamentally of nothing more than the non-normative, non-evaluative facts.1 I’ll use Anscombe’s phrase “brute facts” to denote all and only those facts that are both non-normative and non-evaluative.2 Using this terminology, I will say that philosophers have often struggled to understand how the brute facts can somehow add up to normative facts of various kinds. How —they have wondered— can the brute facts make it the case that we have reason to think or act in a particular way? Typically, philosophical attempts to address this question lead to one of three results: reductionism, eliminativism, or emergentism. Reductionists attempt to show how a conglomeration of brute facts can somehow add up to a fact of the normative kind in question. Thus, we might try to reduce moral facts to facts about what behavior would maximize utility or fitness, epistemic facts to facts about the reliability of our belief-forming processes, semantic facts to facts about the covariation of neural events and external events, and so on. Eliminativists claim that such reduction is impossible, and so conclude that there really are no facts of the normative kind in question (i. e., no moral facts, no epistemic facts, no semantic facts). And finally, emergentists claim that reduction is impossible, and so conclude that the world contains facts over and above the brute facts. In his paper “The Strange and Intelligible Metaphysics of Law”,3 Mark Greenberg offers an elegant and simple argument for emergentism about legal normative facts, or what I will call “legal emergentism”. In 1 I will not attempt to document this historical claim, nor will I attempt to explain it. I refer the interested reader to the classic work on this topic, Burtt, The Metaphysical Foundations of Modern Physical Science, New York, Doubleday, 1924. 2 Anscombe, G. E. M., “On Brute Facts”, Analysis, 18, 1958. As Anscombe uses the term, a fact A is “brute” only relative to another fact B. She leaves it open whether there are facts that are brute relative to any other facts. She also leaves it open whether the relative bruteness of a fact has to do with its being normative or non-normative, evaluative or non-evaluative. So I’m not sure that my use of the term “brute fact” bears any significant resemblance to her use. Nonetheless, the term strikes me as both convenient and appropriately evocative. 3 Greenberg, Mark, “The Strange and Intelligible Metaphysics of Law” (forthcoming).
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other words, he argues that facts about what we have legal reason to do or not to do cannot be reduced entirely to brute facts. This is not to suggest that Greenberg thinks that the legal normative facts are metaphysically basic or primitive: he explicitly denies this. Rather, what Greenberg claims is that, while the legal normative facts might be reduced to some other facts, they cannot be reduced entirely to brute facts. For Greenberg, unless there were some evaluative facts, there could be no legal normative facts. In this sense, then, Greenberg’s metaphysics includes more than simply the brute facts. It also in cludes the evaluative facts, and it must, for Greenberg, include the evaluative facts if it is to include the legal normative facts. This is what I am calling his “legal emergentism”. Greenberg’s argument for legal emergentism seems to have very radical implications, for it suggests a more general argument for emergentism concerning all normative facts, or what I will call “normative emergentism”. If there is a sound, general argument for normative emergentism, that would be news of the very greatest importance to philosophy, for we would then know that the sparse metaphysical picture that in cludes nothing more than the brute facts would leave out something. If Greenberg’s argument really does give us a way to show something of this sort, then we should find out. In this paper, I intend to find out. Specifically, I will do two things. First, I will argue that the generalization of Greenberg’s argument is not sound, and so does not establish normative emergentism. But the flaw in the generalized version of Greenberg’s argument reveals something important about his local argument for legal emergentism. And this brings me to the second goal of this paper, which is to show that the compellingness of Greenberg’s local argument for legal emergentism depends upon contingent and possibly unknown facts of legal history. If Greenberg’s argument is compelling, then this cannot be known a priori. II. GREENBERG’S ARGUMENT FOR LEGAL EMERGENTISM In this section, I’ll state Greenberg’s argument for legal emergentism. First, I’ll briefly summarize Greenberg’s explanations of the terminology that he uses in his argument: “Legal decisions” are decisions that legislators, judges, and other people make, as well as other legally relevant his-
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torical events that can be fully characterized in brute terms. (I leave aside the difficult but irrelevant issue of what’s involved in being able to understand a historical event “fully”: let that issue be settled by whatever account, Greenberg can then define “legal decisions” in terms of that account.) “Legal content” is the normative content of the law, i. e. what is legally forbidden or required, or more generally, what legal norms there are. “Legal propositions” are propositions articulating legal content. Finally, to say that one thing A “provides reason for” another thing B is to say that A makes it the case that B, and makes it the case in a way that makes it at least somewhat reasonable for it to be the case that B. Equivalently, we can say that A “rationally determines” B. To illustrate: there is nothing reasonable or unreasonable about the fact that water boils at 212 degrees Fahrenheit, and so whatever makes it the case that water boils at 212 degrees Fahrenheit does not rationally determine that fact. Nothing rationally determines the fact that water boils at 212 degrees Fahrenheit. In contrast, it is at least somewhat reasonable for the law to require that people who are not convicted of crimes not receive punishment. It’s not just a fact that the law requires this, but it is a reasonable fact. Thus, whatever makes it the case that the law requires this, provides a reason for the law to require it, and so rationally determines that the law requires it. These examples should provide one with a general sense of how Greenberg is using the terms “provide a reason” and “rationally determine”. Admittedly, I have not given a rigorous account of these notions, but then Greenberg doesn’t offer a rigorous account either, and I’m following his practice for now in order to state his argument. It will turn out that his argument is subject to criticism no matter how precisely these notions are explicated. Using the terminology above then, here is Greenberg’s argument: 1) Premise D: In the legal system under consideration, there is a large body of determinate legal propositions. 2) Premise L: The legal decisions in part determine the content of the law. 3) The legal decisions can determine the content of the law only by providing reason for the content of the law being what it is (in other words, the legal decisions can determine the content of the law only by rationally determining it). 4) The legal decisions provide reason for the content of the law being what it is. (From 2, 3)
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5) In a legal system with a large body of determinate legal propositions, the legal decisions by themselves cannot fully determine what reason they provide for the content of the law being what it is (that is, the legal decisions cannot fully determine exactly how they rationally determine the content of the law.) 6) Something else besides the legal decisions must help to determine what reason the legal decisions provide for the content of the law being what it is. (From 1, 4, 5). 7) Evaluative facts are the only things that can play the role of helping to determining what reason the legal decisions provide for the content of the law being what it is. 8) Evaluative facts enter into determining the content of the law in the legal system under consideration (from 6, 7) If this argument is sound, then all attempts to reduce legal content to the history of legal decisions, or to the semantic contents of written and spoken texts, or to what judges had for breakfast, must fail. For instance, all versions of legal positivism and legal realism fail. None of the brute facts can, by themselves, fully rationally determine the content of the law. That’s because they can enter into determining the content of the law only by providing reason for the law being what it is. But these facts cannot fully rationally determine their own rational significance. That is, they cannot fully rationally determine what reason they have the power to provide. And that would be true no matter how broadly we extend this range of facts, so long as they exclude the evaluative facts and the facts about legal content. That totality of facts still could not fully determine its own rational significance for the content of the law. And so we would, according to Greenberg, need to add something to it in order fully to determine the content of the law. Here’s one intuitive way to think about Greenberg’s thesis: The law requires us to act in all sorts of determinate ways, and it forbids us to act in all sorts of determinate ways. But there must be some reason for the law to require some things and forbid other things – the law’s requirements, unlike the boiling point of water, are either reasonable or unreasonable, and something makes them either reasonable or unreasonable. The brute facts by themselves cannot provide reason for the law to issue these determinate requirements. The brute facts cannot, on their own, makes the legal requirements either reasonable or unreasonable. So there must be something over and above the brute facts that provides reason
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for the law to issue these determinate requirements. And this extra factor is the value facts. Greenberg thus argues that no version of legal reductionism can be right. If we grant prem ise 2, and so re ject le gal eliminativism, Greenberg makes it look as if we must accept legal emergentism. III. THE GENERALIZATION OF GREENBERG’S ARGUMENT Part of what makes Greenberg’s argument so important is that it suggests a more general argument concerning all normative systems of any interest whatsoever – moral, epistemic, semantic, and so on. To see this, let’s consider whether the premises of Greenberg’s argument for legal emergentism apply more generally. Premise 1 says that in the legal system under consideration, there is a large body of determinate legal propositions. But something analogous will be true of any interesting normative system. For instance, any interesting moral code will include a large body of determinate moral requirements. Any interesting methodology will include a large body of rules for theory-choice. Any interesting linguistic system will include a large body of semantic rules. And so on. So it seems that we can generalize premise 1 as follows: Premise 1’: In the normative system under consideration, there is a large body of determinate normative propositions (hereafter, “norms”). Premise 2 of Greenberg’s argument says that the legal decisions in part determine the content of the law. But again, it seems that something analogous will be true of any interesting normative system. For instance, the normative content of a moral code depends to some extent upon various brute facts about the creatures to which the code applies (e. g. that they are mortal, that they are capable of suffering pain, that they can communicate, they are susceptible to certain kinds of temptation, and so on). The normative content of a particular scientific methodology depends to some extent upon various brute facts about the theoretical practice and practitioners to which that methodology applies (e. g. that they have certain sense organs and not others, that they are capable of making certain sorts of calculations easily but others only with great difficulty, that their sense organs can be trained to respond reliably to certain ranges of energies and not others, and so on). And the normative content
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of a particular linguistic system depends to some extent upon various brute facts about the creatures that employ that linguistic system (e. g. that they have a certain universal grammar hard wired, that they have learned to speak a SVO language instead of a SOV language, that they have learned to pronounce certain phonemic combination and not others, and so on). So it seems that we can generalize premise 2 as follows: Premise 2’: The brute facts in part determine the norms. Now it may be objected against premise 2’ that there are some normative facts that are metaphysically basic: they do not depend on any contingent features of the creatures to whom they apply. For instance, one might think that the categorical imperative, or modus ponens, is such a rule. I will not contest such claims here (even though I do think that they are false).4 But even if they are true, we can still accept that premise 2 holds for all normative systems of which premise 1’ is true, i. e., all normative systems that generate many determinate norms. The categorical imperative, all by itself, doesn’t generate many determinate norms. It can only generate many determinate norms when it’s conjoined with lots of contingent facts about the features of the actual agents to whom it applies. The same holds of any other allegedly necessary and basic normative fact. So, even if there are necessary and basic normative facts, this does not threaten premise 2’. Premise 3 of Greenberg’s argument says that the legal decisions can determine the content of the law only by providing reason for the content of the law being what it is. Recall that the phrase “providing reason” is here being used to signify a metaphysical relation: X provides reason for Y just in case X makes Y obtain and also makes it reasonable for Y to obtain. In this sense, nothing provides reason for water to boil at 212 degrees Fahrenheit: it just does. But something does provide reason for the law to require that people not convicted of a crime not receive punishment. Instead of using the phrase “providing reason” to designate this metaphysical relation, we might equally well use the phrase “make it reasonable”.
4 Briefly, the categorical imperative is not a reason for anyone to do anything: rather it is a constraint upon something’s being a good practical reason. Again, modus ponens is not a reason for anyone to think anything, but, in tandem with the laws of logic, places a constraint upon what it is for something to be a good theoretical reason.
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Now, we might worry that these examples do not give us a firm grasp on the metaphysical notion of “providing reason” or “making it reasonable”. Greenberg tells us a bit more about this notion, at least in its application to the law. Here’s what he says: “The basic idea is that the content of the law is in principle accessible to a rational creature who is aware of the relevant legal practices. It is not possible that the truth of a legal proposition could simply be opaque, in the sense that there would be no possibility of seeing its truth to be an intelligible consequence of the legal practices. In other words, that the legal practices support these legal propositions over all others is always a matter of reasons – where reasons are considerations in principle intelligible to rational creatures”. I’m eventually going to raise a question about how to interpret this passage. But for now, I’ll allow the passage to stand without comment, and I’ll ask whether something analogous to this passage could be said about the determination of norms in other kinds of normative system. For instance, do the brute facts that enter into determining the norms of a moral code make it reasonable for the norms to be what they are? Do the brute facts that enter into determining the norms of a particular methodology make it reasonable for the norms to be what they are? Do the brute facts that enter into determining the semantic norms of a particular linguistic system make it reasonable for the norms to be what they are? I think it’s not entirely clear how to answer these questions. But I shall now argue that there is at least some plausibility in answering each of them affirmatively. Here’s my argument: If the brute facts do not make it reasonable for the norms to be what they are, then either nothing makes it reasonable for the norms to be what they are, or else the reason for the norms to be what they are is independent of the brute facts. Let’s consider what follows from each of these two hypotheses. If the first hypothesis is right, then nothing makes it reasonable for the norms to be what they are. In that case, it’s arbitrary that the norms are what they are, i. e., there is noth ing reason able about the norms being what they are rather than some other way; they just are that way. But if there is nothing reasonable about the norms being what they are, then those norms are like the rules of a game that there is no reason to play, or the rules of a practice that there is no reason to participate in. That is to
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say, there is no reason to follow those norms, and so they are not really norms at all. But this contradicts our hypothesis that they are norms. Therefore, the first hypothesis cannot be right, and so something must make it reasonable for the norms to be what they are. This line of reasoning will give rise to two objections: first, it may be objected that it generates an infinite regress of norms. But this isn’t so. We can avoid the infinite regress either by appeal to a big circle of norms, or by appeal to some foundation that makes it reasonable for the norms to be as they are, but is not itself a norm. We needn’t choose between these strategies here. Second, it might be objected that, many of our actual norms are arbitrary, but are, for all that, still norms. For instance, it may be said, we have reason to follow the particular linguistic norms of our language community, even though those norms are arbitrary. Again, we have reason to stay within the speed limit, even though that is arbitrary as well. The problem with this objection is that these are not cases of our having reason to follow arbitrary norms. Rather, they are cases in which the specific norms that we have reason to follow are determined by more general norms, together with various non-normative contingencies. For instance, there is a general norm to the effect that we should speak in such a way as to make ourselves understood. But this general norm makes it reasonable for us to comply with the more specific norms of our linguistic community, whatever those happen to be. Again, there is a general norm to the effect that one should do what one can to avoid punishment and promote social coordination. This general norm makes it reasonable for us to comply with the laws of our land, whatever those happen to be (at least within limits). In each of these cases, one has a reason to do some specific thing because it is dictated by one’s reason to do some more general thing, along with the contingencies of one’s particular situation. These are not cases of having a reason to do something for no reason at all. And so these cases do not invalidate the principle used in the preceding argument: if nothing makes it reasonable for a norm to be as it is, then there is no reason to follow the norm, and so it is not really a norm at all. I conclude that the first hypothesis cannot be right. If the second hypothesis is right, then the reason for the norms to be what they are is independent of the brute facts that determine those norms. In that case, it’s
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arbitrary that the norms are binding on all and only those creatures of which the determining brute facts obtain. For instance, it’s arbitrary that the norms are binding on mortal creatures who are capable of feeling pain, rather than on angels. And in that case, again there’s nothing that makes the norms in question binding on creatures like us. And that is just to say that, while the norms might really be norms for some creatures, they are not really norms for us. They are like rules of a game that creatures like us have no reason to play. We can conclude that neither the first nor the second hypothesis can be right. It seems then, that for any normative system of which premises 1’ and 2’ are true (i. e., any normative system that has determinate norms that are binding on us), the brute facts that determine the norms of that system must provide reason for us to comply with those norms, and so provide reason for those norms to be what they are. If the preceding line of thought is correct (and I will return to re-examine it below), then we can generalize premise 3 as follows: Premise 3’: The brute facts can determine the norms only by providing reason (i. e., making it reasonable) for the norms being what they are. Premise 5 of Greenberg’s argument says that, in a legal system with a large body of determinate legal propositions, the legal decisions by themselves cannot fully determine what reason they provide for the content of the law being what it is. There are many possible mappings from legal decisions to legal content, and the legal decisions, according to Greenberg, cannot themselves determine which possible mapping is the correct one. That’s why other facts, besides the legal decisions, are needed to determine the correct mapping. Now, so far as I can see, whether or not premise 5 is true depends upon nothing that is peculiar to legal normativity. Whatever it is that makes it the case that legal decisions cannot determine the correct mapping from themselves onto the facts of legal content, that same thing makes it the case that brute facts cannot determine the correct mapping from themselves onto the normative facts. If there is supposed to be something special about the determination of legal norms in this regard, it’s not at all clear what it could be. This suggests that, if premise 5 is true, then so is. Premise 5’: In a normative system with a large body of determinate norms, the brute facts by themselves cannot fully determine what reason they provide for the norms being what they are.
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Finally, premise 7 says that evaluative facts are the only things that can play the role of helping to determine what reason the legal decisions provide for the content of the law being what it is. Greenberg explains this point in the following passage: In order for the decisions to yield determinate legal requirements, it has to be the case that there are truths about which models are better than others, independently of how much the models are supported by the legal decisions. Since the decisions must rationally determine the content of the law, truths about which models are better than others cannot simply be brute; there have to be reasons that favor some models over others.
The reason that favors some models over others includes facts about which models are better. And these are evaluative facts. But for the same reason that evaluative facts are needed fully to determine the correct mapping from legal decisions onto legal norms, so too, it seems, evaluative facts will be needed fully to determine the correct mapping from brute facts onto other norms generally. If premise 7 is true, then so is Premise 7: Evaluative facts are the only things that can plausibly play the role of helping to determine what reason the brute facts provide for the norms being what they are. With all this in mind, we can now consider the following generalization of Greenberg’s argument: 1’) Premise D: In the normative system under consideration, there is a large body of determinate norms. 2’) Premise L: The brute facts in part determine the norms. 3’) The brute facts can determine the norms only by providing reason for the norms being what they are. 4’) The brute facts provide reason for the norms being what they are. (From 2’, 3’). 5’) In a normative system with a large body of determinate norms, the brute facts by themselves cannot fully determine what reason they provide for the norms being what they are. 6’) Something else besides the brute facts must help to determine what reason the brute facts provide for the norms being what they are. (From 1’, 4’, 5’)
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7’) Evaluative facts are the only things that can play the role of helping to determine what reason the brute facts provide for the norms being what they are. 8) Evaluative facts enter into determining the norms in the normative system under consideration. (From 6, 7). By generalizing Greenberg’s argument, we’ve constructed an argument for normative emergentism. The argument assumes (premise 2) that normative eliminativism is false, but from this assumption it argues against normative reductionism. IV. WHAT’S WRONG WITH THIS GENERAL ARGUMENT FOR NORMATIVE EMERGENTISM? I will now argue that this general argument for normative emergentism is not compelling, for either premise 5 is false or else we have no reason to accept premise 3’. I’ll begin by leveling an objection against premise 5, and then I’ll argue that the only way to save premise 5’ from this objection is to interpret the notion of “providing reason” in such a way that we have no reason to accept premise 3’. Premise 5’ says that in a normative system with a large body of determinate norms, the brute facts by themselves cannot fully determine what reason they provide for the norms being what they are. But let’s consider whether or not this general claim is borne out by cases. For instance, suppose that Alice mowed the lawn because John promised to pay her 400 dollars if she mowed the lawn. Now, what makes it wrong for John to break his promise? What makes it wrong for John to break his promise is that it would be a case of breaking a promise, and it’s generally wrong to break promises. That’s an essential feature of the practice of promising: making a promise places one under an obligation to keep it (except in very special circumstances). The practice of promising essentially involves norms that are binding on all those who participate in that practice, and these norms include the norm that it’s wrong to break a promise. When I say that the practice of promising “essentially” involves these norms, I mean that it’s not just true by convention that the practice of promising involves the norm that it’s wrong to break one’s promise. It’s not just that we happen to use the word “promising” to designate practices that have this feature. Rather, the practice of promis-
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ing essentially involves the norm in question because there’s no way for the practice of promising to exist over time without that norm. If people were generally permitted to break their promises, then people would know this, and so would not expect other people to keep their promises, and so would tend not to act on any such expectation. Everyone would quickly be able to notice this fact, and so no one would continue to expect her own promises to have any impact. Each person would thereby lose incentive to make promises. In short, the institution of promising would quickly cease to exist if people were generally permitted to break their promises. For there to be an institution of promising, it must be wrong for people to break their promises. Thus, it’s an essential feature of the practice of promising that it involves the norm that it’s wrong to break your promises. But this just pushes our original question back a step. Now, instead of asking why John must keep his promise, we can ask why John has reason to participate in this essentially norm-governed practice of promising. And there could be any number of answers to this question. For instance, John might have an interest in having his lawn mowed, and he recognizes that the only way that he can get his lawn mowed is by promising some able-bodied person that he’ll pay them if they mow it. Or John might, like some children, simply enjoy participating in a social practice that affords him opportunities for market interactions with others. But whatever the story, so long as John has some reason to participate in the practice of promising, he has reason to comply with the norms of that practice, and so they are norms for him. Now let’s consider whether I have indeed provided “the reason”, in Greenberg’s sense, for why it’s wrong for John to break his promise. We can assess this issue by considering what it is for a normative fact to obtain “for a reason”, on Greenberg’s use of that phrase. Paraphrasing the passage from Greenberg quoted above, we can say this: for norms to obtain for some reason is for the contents of those norms to be in principle accessible to a rational creature who is aware of the relevant brute determinants of the norms. It is not possible that the obtaining of those normative facts could simply be opaque, in the sense that there would be no possibility of seeing them to be intelligible consequences of the relevant brute determinants. In other words, that the relevant brute determinants support these normative propositions over all others is always a matter of considerations in principle intelligible to rational creatures.
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Now, it seems that, in the story that I’ve told about promising, I’ve shown how the wrongness of John’s breaking his promise follows from the general prohibition against breaking promises. But that general prohibition is an intelligible consequence of various brute facts about the practice of promising. And John’s reasons for engaging in that practice are themselves intelligible consequences of various brute facts about John (e. g., what he likes and doesn’t like). Thus, it seems, I’ve articulated the reason why it’s wrong for John to break his promise. I’ve provided an explanation of what makes it wrong for John to break his promise, and my explanation adverts solely to brute facts about the social function of the institution of promising, and about John. If my explanation is correct, then premise 5’ is false. Of course this is not because of something special about promising. Many other norms are equally susceptible of ex planation in terms of brute facts. In order to rescue premise 5’ from these apparent counterexamples, the defender of normative emergentism seems to have only one way out, and that is to claim that these explanations are not explanations of the right kind at all – they do not explain what reason there is for the norms being what they are. Now, I’m not sure how strong a case can be made for or against this way of avoiding the objection that I’ve just leveled, and that’s because I’m not sure exactly what’s involved in the metaphysical constitutive relation that Greenberg uses the term “providing a reason” to designate. What exactly is involved in the relation between normative facts and their brute determinants being “a matter of reasons” or “in principle intelligible to a rational creature”? Since I’m not sure how to answer these questions, I will not attempt to argue against this proposed way of avoiding my objection to premise 5’. Instead, I’ll point out that it does the normative emergentist no good. For if my aforestated explanation of why it’s wrong to break a promise doesn’t “provide a reason” (in the relevant sense) for why it’s wrong to break a promise, then I don’t see why we should think that anything else “provides a reason” (in the relevant sense). In other words, if I haven’t provided a reason for why it’s wrong to break a promise, then why should we think that there is any reason (in the relevant sense) for why it’s wrong to break a promise? Why shouldn’t we just think that the wrongness of breaking a promise is a metaphysically basic fact of the world? Or it obtains not by virtue of something else providing a reason
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for it, but rather by virtue of something making it obtain, in some non-rational way? Now recall that we have already considered a plausible argument against these apparent possibilities: if there is no reason for the norms to be as they are, then we have no reason to comply with those norms, and so they are not really norms. Now, I do find something plausible about this argument, when the notion of “reason” that it employs is broad enough to include the kind of reason that I gave above for why it’s wrong to break a promise. But if the notion of “reason” is interpreted more narrowly than that, then the argument seems to me to lose its plausibility. Why should there be a “reason”, in this special, narrow sense, for why it’s wrong to break a promise? If there is no “reason”, in this special narrow sense, for why it’s wrong to break a promise, then how does it follow that we have no “reason”, in a broad, ordinary sense, for not breaking our promises? Pending an answer to this question, there seems to be nothing to favor premise 3’. In sum, if we grant that premise 5’ is false, then we have no reason to believe premise 3’. Either way, the argument for normative emergentism is not compelling. Now what, if anything, does this show about Greenberg’s local argument for legal emergentism? V. THE CONSEQUENCES FOR GREENBERG’S LOCAL ARGUMENT FOR LEGAL EMERGENTISM In the preceding section, I argued that the generalization of Greenberg’s argument is not compelling: either premise 5’ is false (for the brute facts do fully determine that John must pay Alice 400 dollars), or else we have no reason to believe premise 3’ (for we don’t know enough about the rational determination relation). I will now argue that an analogous, but somewhat weaker, conclusion is true of Greenberg’s local argument for legal emergentism: either premise 5 is subject to historical falsification (for all we know a priori, the legal decisions may be such as to fully determine their own rational significance), or else we have no reason to believe premise 3 (for we don’t know enough about the rational determination relation). Recall that premise 5 says that in a legal system with a large body of determinate legal propositions, the legal decisions by themselves cannot
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fully determine what reason they provide for the content of the law being what it is. Now, in defending this premise, Greenberg considers a foundationalist challenge to it and a coherentist challenge to it. I would like to focus on the foundationalist challenge, and Greenberg’s response to it. Here is the relevant text: Can the legal decisions determine which model is correct, thus determining how the decisions contribute to the content of the law? If the decisions are to determine which model is correct, there are two possibilities. First, a privileged foundational decision (or set of foundational decisions) can determine the role of other decisions. There is then the problem of how the decisions themselves can determine which decisions are foundational. …A putatively foundational decision cannot non-question-beggingly provide the reason that it is foundational. In sum, a foundationalist solution is hopeless because it requires some independent consideration that determines which decisions are foundational.
Now, I’d like to ask why a putatively foundational decision cannot provide the reason that it is foundational. Suppose that, when the framers drafted the American Constitution, they had included a clause that stated explicitly and precisely how the content of the law was to depend upon the legal decisions. Couldn’t their decision to include this clause be a foundational decision, and provide the reason why it is foundational? Perhaps Greenberg would object that their decision to include this clause could not have non-question-beggingly provided the reason why it is foundational: if their decision is foundational, that’s just because the decision says that it is foundational, and so its foundational character is founded in a question-begging way. But then I ask: why must the reason why a decision is foundational be non-question-begging, in this sense? I can imagine, on Greenberg’s behalf, the following response to this question: suppose that there are two putatively foundational but inconsistent decisions. In that case, neither decision can provide a reason why it, rather than the other, is really the foundational decision. And so neither decision can be foundational, except by dint of the help of some additional factor. In that case, each decision has its rational significance for the content of the law only by dint of the help of this additional factor. I’ll grant that this is true in the case in which we have two putatively foundational but inconsistent decisions. But I don’t see why it should
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also be true for the case in which we have only one putatively foundational decision, the dictates of which are consistent with all of the legal decisions. In short, I don’t see why there cannot be a genuinely foundational decision that provides the reason why it is itself foundational. Now, it is open to Greenberg to object that, in the case that I’ve described, what we have is a legal decision that metaphysically determines the correct model, but not a legal decision that provides a reason why one model is correct. Since I don’t have a fully firm grip on the notion of “providing a reason”, I will not object to this response. But then, if that is the response, I wonder what reason we have to think that decisions determine the content of the law by “providing reason” (in the relevant sense) for that content being what it is. So my challenge to Greenberg stands as follows: If, as a matter of contingent historical fact, the framers had included a clause explicitly stating precisely how legal decisions were to determine legal content, and this clause was consistent with all other legal decisions, then either premise 5 of Greenberg’s argument is false, or else we don’t have any reason to accept premise 3. Either way, the compellingness of Greenberg’s argument depends on a matter of contingent, and possibly unknown, facts of legal history. VI. WORKS CITED ANSCOMBE, G. E. M., “On Brute Facts”, Analysis, 18, 1958. BURTT, E. A., The Metaphysical Foundations of Modern Physical Science, Doubleday, New York, 1924. GREENBERG, Mark, “The Strange and Intelligible Metaphysics of Law”, in Villanueva (forthcoming).
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SUPERVENIENCIA, VALOR Y CONTENIDO LEGALES
Enrique VILLANUEVA* SUMARIO: I. Introducción. II. De la superveniencia del derecho. III. Las razones, el valor y la determinación del contenido legal.
I. INTRODUCCIÓN Los problemas de la metafísica del derecho son los más fecundos y excitantes de la filosofía del derecho y resulta un placer especial repensar algunos de esos problemas centrales a propósito del trabajo del profesor Mark Greenberg.1 El profesor Greenberg se ocupa del tema fundamental del lugar que ocupan los hechos valiosos o valores en el contenido legal y aporta una nueva tesis que difiere de las dos tesis dominantes, a saber, del postivismo legal y del moralismo legal fuerte; su tesis ilumina el problema al tiempo que constituye un avance importante. Hay un buen número de cuestiones importantes que suscita este rico trabajo pero me limitaré a dos cuestiones metafísicas principales, a saber, una que toca la superveniencia del derecho y la otra que concierne la manera en que se constituye el contenido de las normas a partir de las razones y los valores. El profesor Greenberg elabora su propia tesis deslizándose entre las dos tesis dominantes del positivismo y el moralismo jurídicos. El positivismo jurídico sostiene que el contenido de las normas es de naturaleza proposicional, que es un hecho social y que se relaciona con * Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM, México. 1 “The Strange and Intelligible Metaphysics of Law”. Este trabajo aparecerá próximamente en el volumen Law: Metaphisics, Content and Objectivity, compilado por Enrique Villanueva, editado por RODOPI.
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los valores solo contingentemente. Puede haber derecho aún cuando el contenido de las normas no contenga valores o contenga valores negativos o anti-valores. Sostiene, además que si hay algún valor que juegue un papel en la ley ese valor debe ser interno a la ley, debe estar expresamente enunciado o implicado en el contenido de la ley. El moralismo legal, por el contrario, sostiene que el contenido de la ley incluye hechos de valor, que éstos constituyen una condición necesaria de dicho contenido o están implicados por él o mantienen una conexión conceptual, no-contingente, con los valores. Los valores que se incluyen en el contenido legal pueden ser de dos tipos, a saber, genuinos o externos a la ley o internos al contenido legal, según se apuntó más arriba. La tesis del moralismo legal fuerte sostiene además que los valores morales son condiciones suficientes del contenido legal: que basta para que haya contenido legal que haya un valor (intrínsecamente valioso). II. DE LA SUPERVENIENCIA DEL DERECHO La noción de superveniencia2 ha llegado a ser una noción central en la metafísica contemporánea. El derecho es un hecho social del mundo y como tal no puede escapar a la consideración de su status frente a otros hechos básicos del mundo, hechos tales como los hechos físicos y otros hechos sociales, como lo que Mark Greenberg denomina las decisiones legales. La cuestión que debe suscitarse es la de si el derecho superviene y de qué hechos superviene, y la forma que adopta dicha superveniencia. Aquello de lo que algo superviene se denominará la base subveniente. Mark Greenberg acepta que el hecho social del derecho superviene de la base subveniente física. Pero afirma además que el contenido legal superviene de las decisiones o prácticas legales3 y de los valores. Sostiene también que el contenido legal se genera mediante una importante relación de la determinación racional (RDR) y argumenta que dicha importante relación no queda capturada por la relación de la superveniencia y, por tanto, debe considerársela con independencia ontológica de esa relación de la superveniencia. Veamos cómo establece su tesis. 2 Sobre la noción de superveniencia consúltese el capítulo 1 de mi libro ¿Qué son las propiedades psicológicas?, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2003. 3 Sobre esta noción de decisiones o prácticas legales consúltese el artículo de Mark Greenberg citado en la nota 1.
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Mark Greenberg introduce dos tipos de superveniencia, a saber, una que va de los hechos físicos a los hechos legales (s1) y otra que va de los hechos legales (las decisiones o prácticas legales) al contenido legal (s2). Por transitividad inferimos que el contenido legal superviene de los hechos físicos subvenientes. De acuerdo con esta tesis, si hay una diferencia en los hechos descriptivos, habrá una diferencia en los hechos legales. De una manera más local, si hay una diferencia en las decisiones legales, habrá una diferencia en el contenido legal y, correlativamente, si hay una diferencia en el contenido legal ello implica que hubo una diferencia en las decisiones legales subvenientes. Pero Mark Greenberg no acepta esta última superveniencia pues piensa que el contenido legal tiene un elemento valorativo además del elemento de las decisiones legales y que ese elemento de valor impone una constricción epistemológica, pues a menos que intervengan razones (y con las razones se introduce el valor, como aparecerá más adelante) no habrá contenido legal determinado (ese contenido será vago o no será contenido). Mark Greenberg trata de capturar el papel teórico de las razones mediante la relación RDR, pero sostiene que la idea de superveniencia no captura la RDR e infiere que por lo tanto la RDR no superviene 2. Puede ser también que además de supervenir 2 la relación RDR alcance un status extra y que sea este status extra el que no alcanza a capturar RDR. La cuestión puede ponerse de la siguiente manera disyuntiva: lo que Mark Greenberg desea afirmar es que RDR constituye otra relación ontológicamente diferente e independiente de la relación de superveniencia 2 o bien que RDR es la forma que asume la superveniencia 2. Sin embargo, no veo por qué RDR no puede supervenir de los hechos físicos y de las decisiones legales, pues aun si se concede que la RDR es una relación epistémica, como afirma Mark Greenberg, no hay incoherencia en sostener que los hechos epistemológicos también supervienen de los hechos físicos. Hay que subrayar que la superveniencia es una relación metafísica que no prohibe que haya diferencias entre la base subveniente y aquello que superviene; lo que la superveniencia prohibe es que pueda haber una diferencia ontológica entre la base subveniente y aquello que superviene. Como la RDR no afirma ni implica una diferencia ontológica sino solamente una diferencia epistemológica, podemos concluir que RDR también superviene de la base física y de los hechos legales conceptuados como las decisiones legales. No hay absurdo al sostener que las decisiones legales, el razonamiento y los hechos
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legales contribuyen todos a fijar el contenido legal y que por lo tanto este contenido legal superviene de toda esa base subveniente. Si no se quiere abortar la idea materialista de entrada, hay que aceptar que es posible que el razonamiento sobre el valor legal recogido bajo la RDR supervenga. Razonar y ofrecer razones no pueden mantenerse ajenos a aquello que constituye al mundo. III. LAS RAZONES, EL VALOR Y LA DETERMINACIÓN DEL CONTENIDO LEGAL
La segunda tesis que deseo considerar afirma que el contenido legal permanece indeterminado a menos que se apele a hechos de valor que lo hagan determinado. Afirma igualmente que el razonamiento legal tiene que incorporar valores para poder proveer razones y para poder arribar a algún contenido legal. Puesto de otra manera, afirma que a menos que se recurra a algún valor no habrá contenido legal y por lo tanto, no habrá proposición legal o norma individual. En contra del positivismo jurídico, Mark Greenberg sostiene que las prácticas sociales o los significados de las palabras no pueden determinar el contenido de la ley. Más generalmente, sostiene que las decisiones legales no pueden por sí mismas determinar el contenido de la ley y que si un oficial se restringe a las prácticas legales o las decisiones legales no logrará arribar a un contenido legal determinado. Mark Greenberg propone, en lugar de esa tesis positivista, que las decisiones legales junto con los valores determinen cuáles elementos de las decisiones legales son relevantes y cómo se conjuntan para lograr un contenido legal determinado. Ni las decisiones legales ni los valores, por sí mismos, independientemente uno del otro, pueden determinar el contenido legal. Es necesario que se unan las decisiones legales con los valores en el razonamiento legal para alcanzar un contenido legal determinado. De esta manera, Mark Greenberg difiere de ambos, del positivismo jurídico y del moralismo jurídico fuerte. Su tesis integra elementos de cada una de ésas dos tesis. Contra el moralismo jurídico, Mark Greenberg sostiene que los valores son incapaces de determinar el contenido legal. Los valores juegan un doble papel, por una parte, tienen un papel interpretativo, epistemológico, y por el otro alcanzan a ser constituyentes del contenido legal mis-
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mo. El paso decisivo consiste en afirmar que en la integración del razonamiento jurídico los valores juegan un papel crucial decidiendo cuál es el contenido de la ley y en ese contenido así determinado queda inmerso el valor al que se apeló en ese razonamiento. De esta suerte los valores son a la vez hechos epistemológicos y ontológicos. En la medida en que la ley está hecha de contenidos legales y de que los valores vuelven determinados esos contenidos, los valores devienen constituyentes de la ley. Dicho de otra manera, en el proceso epistemológico de volver determinada la ley, los valores se vuelven parte de ese contenido, se vuelven constituyentes del derecho. Los valores resultan así constituyentes (metafísicos) del derecho al tiempo que alcanzan relevancia heurística pues se introducen mediante las razones en el contenido de las proposiciones legales. Pero, ¿cómo alcanzan a introducirse en el contenido legal junto con las decisiones legales? He aquí una respuesta: los valores tienen una limitación de su relevancia, a saber, que ellos determinan la relevancia de los diferentes aspectos de las decisiones legales en lo que toca al contenido de la ley. Al razonar, el juez, por ejemplo, tiene que determinar cuáles elementos de las decisiones legales son los que importan para resolver el caso legal y de qué manera importan. Para resolver esto en el proceso del razonamiento legal el juez tiene que recurrir a algunos valores, es decir, a lo que es valioso de tales o cuales decisiones legales y por lo tanto a aquello que ofrece razones suficientes que permiten zanjar y decidir el caso legal en un sentido o en otro. Ésta es la tesis que Mark Greenberg defiende y deja como una cuestión pendiente el tipo de valores (internos o externos) que se requieren. Es decir, deja esta cuestión como pendiente y por ello mismo necesitando de un argumento adicional. Pero miremos el problema más detalladamente: por una parte los valores funcionan como criterios y en este sentido tienen que ser hechos independientes que no están incluidos en las decisiones legales mismas; por la otra, son hechos valiosos, tienen un contenido valioso. Independencia y valiosidad son notas, independientes una de la otra, que tienen los valores. Me parece que es un punto puramente lógico afirmar que fijar un criterio o estándar que permita escoger entre las notas o elementos de las decisiones legales el estándar tiene que gozar una cierta independencia respecto de las decisiones legales. El metro estándar (que está en París) mide un metro y juega el papel de ser el estándar que determina si
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una extensión dada es de un metro o no lo es, es decir, además de tener un metro de extensión, funciona como un criterio que determina la medida de alguna longitud. Este punto puramente lógico nada tiene que ver con los valores. Y si decimos que el estándar fija el valor de un metro de longitud, este sentido de valor no tiene que ver con ser intrínsecamente valioso o con ser moralmente valioso, por ejemplo. Hay un hiato entre la idea de criterio que reclama una independencia y la idea de ser valioso y tenemos que ver la manera en que esas ideas operan conjuntamente en la tesis de Mark Greenberg. De acuerdo con la tesis de Mark Greenberg los valores son necesarios para volver determinado al contenido legal. La cuestión que surge entonces es ¿son necesarios los valores debido a su independencia de las decisiones legales o debido a su valiosidad? Un juez puede considerar que tales y cuales notas de las decisiones legales son las relevantes, salientes, para lograr la sentencia, pero el juez no juzga que esas notas sean valiosas sino que, por ejemplo, se ajustan a las convenciones legales (que pueden no ser valiosas), o porque esas notas producirán algún efecto social deseado (que tampoco es valioso). El juez escogió esas notas de las decisiones legales aún si representan valores negativos o anti-valores o valores moralmente aborrecidos. Y la sentencia expedida por el juez, emitida sobre la base de razones técnicas legales, puede o no ser valiosa. ¿Se dirá acaso que el hecho de que el juez escoja alguna nota de las decisiones legales separándola de las demás notas introduce automáticamente un valor en la decisión del juez? Pareciera entonces que al juzgar el oficial escoge entre las varias notas de las decisiones legales y este acto de elegir ya involucra algo independiente; Mark Greenberg sostiene que eso que es independiente tiene que ser valioso también; el argumento de Mark Greenberg establecería que si no es algo valioso entonces no habría razón, por que ofrecer una razón implica ofrecer algo valioso y solamente si se aferra en algo (intrínsecamente) valioso habrá un contenido legal (determinado). De acuerdo con esta línea de razonamiento, el juez no estará apoyándose en razones a menos que su razonamiento incluya o implique algo valioso; esas razones van cargadas de valor. Empero, parece que se puede conceder que en el razonamiento legal se apela a algo independiente de las decisiones legales pero que utilizar criterios no implica apelar a algo que es él mismo valioso. El contenido legal puede llegar a ser algo determinado sin ninguna apelación a hechos valiosos. Creo
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que esta disputa puede alcanzar claridad apelando a casos legales, como el del antes citado juez. Consideremos una tesis según la cual el razonamiento no involucra valores pero que proveer razones a favor de una alternativa X o Y notas de las decisiones legales sí involucra valores, un mínimo de valor. Ofrecer razones implica, para el caso de la ley, tomar en cuenta algún valor, algo que sea valioso. Pero este mínimo de valor que el juez, por ejemplo, tiene que tomar en cuenta no implica que él piense que es valioso sino únicamente que es algo que como una cuestión de hecho es valioso. Esta tesis afirma que no habrá razonamiento legal ni evaluación ni selección de posibilidades sin recurrir a valores independientes de las decisiones legales y valiosos. ¿Quiere esto decir que un acto de elección cuya razón no contiene algún hecho valioso sería ininteligible? ¿Qué aportar razones legales implica recurrir a hechos valiosas? ¿Que sin hechos valiosos no hay razones legales y no puede haber un contenido (proposicional) legal? ¿Que elegir sin recurrir a hechos valiosos sería una elección irracional o no sería elección? ¿Que ofrecer razones o elegir entre notas alternativas de las decisiones legales ya tiene incluido algún hecho valioso por lo menos? Pero esto es precisamente lo que el caso del juez legalista —harto común— pone de manifiesto. El juez legalista logra elegir mediante razonamiento una sentencia entre varias posibles y afirma que su elección es la mejor entre las alternativas posibles (entre ellas deja de lado una alternativa que recurre a valores que no están en el texto de la norma ni de las decisiones legales y que tal vez se opone a dicho texto) pues se apega al texto de la norma general y de las decisiones legales. Este juez logra una elección legalmente fundada sin tomar en cuenta ningún valor particular. El juez puede tener una concepción general de acuerdo con la cual la observancia del texto de la ley preserva la estabilidad social, o alguna otra, pero ningún valor particular se sigue de esa concepción general; más importante aún, no se sigue que tenga que incluir un valor moral determinado. Es verdad que este juez legalista asume un valor en su elección, a saber, que él considera necesario mantenerse tan cerca del texto legal tanto como sea posible. Pero este valor es como un precepto general, una regla de procedimiento —común entre los oficiales del Poder Judicial— que no tiene valor intrínseco como pretenden tenerlo los valores morales. Es
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un valor mínimo, no-moral, que puede dar resultados moralmente malignos como fue el caso en la Alemania Nazi. Resumiendo este segundo punto pienso, que hay dos situaciones en las casos legales, a saber, una de acuerdo con la cual no hay ningún valor intrínseco en la determinación del contenido legal, solamente el texto invocado y otra, de acuerdo con la cual hay algunos valores involucrados. Esta segunda posibilidad se ramifica en otras dos posibilidades, a saber, que los valores invocados se encuentran ya contenidos en las decisiones legales o en las normas generales y otra más, según la cual los valores se importan desde afuera del texto de la ley. Pienso que Mark Greenberg solamente acepta esta última posibilidad. Someto a consideración las siguientes tesis: que en los casos legales hay un hiato entre el razonamiento, ofrecer razones y apelar a hechos de valor; que no hay una conexión necesaria o conceptual obvia entre ambos y que por lo tanto es menester ofrecer un argumento adicional que establezca una relación necesaria entre razones, valores y contenido legal. Que se puede razonar válidamente un caso legal y alcanzar un contenido legal determinado sin recurrir necesariamente a algún hecho (intrínsecamente) valioso.
LA FILOSOFÍA PERENNE. UNA PROPUESTA VIGENTE PARA LA FILOSOFÍA CONTEMPORÁNEA DEL DERECHO Martín HERNÁNDEZ* ...hubiera sido vano de mi parte pretender que yo iba a triunfar allí donde los más ilustres pensadores han fracasado, verdaderamente, no sé ni puedo afirmar qué es la justicia, la justicia absoluta que la humanidad ansía alcanzar, sólo puedo estar de acuerdo en que existe una justicia relativa y puedo afirmar qué es la justicia para mí...** La posesión y la práctica de lo que a cada uno es propio será reconocida como justicia. ***
SUMARIO: I. Una reflexión inicial. II. Lo perenne. III. La Antigüedad y la Edad Media deben ser escuchadas. IV. ¿Qué puede aportar la filosofía perenne a la filosofía del derecho contemporánea?
No puedo pasar por alto mi gratitud al Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, por permitirme compartir algunas reflexiones sobre la filosofía del derecho; alabo al Instituto por organizar este tipo de encuentros de ideas acerca de lo jurídico, pues soy un convencido que el hombre está llamado a buscar la verdad y en este caso particular la verdad de lo jurídico.
* Universidad Anáhuac del Sur, México. ** Hans Kelsen, ¿Qué es la justicia? *** Platón, La República. 289
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I. UNA REFLEXIÓN INICIAL Surge en mí la necesidad de realizar una aclaración inicial. Este trabajo no tiene otro objetivo que el de rescatar la riqueza del pensamiento clásico con relación a la filosofía del derecho, a la esencia de éste y a su manera de expresarse. Tengo claro que no solucionaré con ello toda la complejidad que hoy se despliega alrededor de diversos tópicos jurídicos, pero sí podemos encontrar en ese pensamiento una luz que poco a poco nos guíe hacia la esencias de la ciencia del derecho. No trato de convencer, sino de exponer cómo el hombre contemporáneo puede dar respuesta desde esta perspectiva a algunos problemas que se le presentan. En concreto, se trata de explicar cuál sería la aportación que podemos esperar de la filosofía perenne. Partiendo del dato de la experiencia podemos observar que, como nunca, el hombre se desarrolla de múltiples formas, que asume muy diversos y variadas funciones y está al pendiente de un sin fin de cuestiones y preocupaciones; que la complejidad representa un reto que está dispuesto a enfrentar, que si bien la tecnología se le presenta como una solución para hacer frente a dicho laberinto, paradójicamente, el hombre al parecer más dominador y más controlador de situaciones, se ve perdido e impotente ante cuestiones como su persona, su familia, su salud, etcétera. En efecto, el hombre que controla las grandes empresas, maquinarias poderosas, autos que alcanzan altas velocidades, que se comunica al otro lado del mundo de manera inmediata, no puede hacer frente a sus angustias, depresiones y neurosis. ¡Que paradoja más grande! Pero no queda allí la situación, cómo es posible comprender que el hombre estructure grandes consorcios, economías, e incluso Estados; que busque consensos, estrategias financieras y en un momento dado no vea que la comunidad más simple, más minúscula, como la familia, esté más afectada y deteriorada. La lluvia de ideas se ha convertido en un instrumento de poder, en donde el hombre se ha dado cuenta que entre más confusión más posibilidades de sobresalir y de triunfar se tienen. Antes se decía “divide y vencerás”, ahora debemos decir confunde y vencerás. Sí, es tanta la información que se maneja y circula, que el hombre se ha convertido en un repetidor, más que en un ser reflexivo y valorativo, siendo que esto es lo propio de él. Actualmente la rapidez de los acontecimientos y esa complejidad de la que he hablado hacen que la persona
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no cuente con el tiempo y espacio para cuestionar y descubrir la realidad de las cosas, las cuales —nuevamente la paradoja— son más simples de lo que se piensan. Pero, ¿y el derecho?, ¿qué tiene que ver con lo anterior?, desafortunadamente corre la misma suerte, vivimos en la paradoja de lo jurídico, pues como nunca se escribe sobre derechos humanos, derecho de familia, la vida, la libertad, etcétera, cuántos de estos temas, por dar un ejemplo, se encuentran en el debate diario, en el diálogo, en la política, y no obstante, parece que nos alejamos de vivirlos plenamente. Una cruda ironía que enfrentamos día con día. Se habla y estudia la libertad y cada vez se es más preso del egoísmo y sed de poder; sobran discusiones y textos sobre el respeto a la vida y cada vez más se atenta contra ella; hoy el consenso es la medida y no logramos ponernos de acuerdo; la tolerancia es un valor supremo en la actualidad y no somos capaces de respetar el derecho de los otros. Todo esto no me hace más que lanzar la pregunta ¿qué le está pasando al derecho?, ¿dónde está la justicia? ¿No será acaso, me llego a preguntar, que estamos perdidos dentro de lo vertiginoso de la vida?, acaso la velocidad de lo novedoso se le está presentando al hombre como un vicio, pero dando la apariencia de apetecible lo confunde y ofusca. No podemos negar que esta novedad ha sido desde el siglo pasado una adicción, actualmente no importa tanto lo verdadero como lo novedoso, entre más novedosa sea una doctrina, filosofía o una idea, más valor se le concede y si se le agrega un toque de confusión y complejidad es totalmente plausible. Esta novedad toma como premisa, y al parecer es un requisito para su éxito, el descartar todo lo que sea anterior a ella. De este modo lo antiguo o lo pasado queda descartado por el sólo hecho de serlo. Así, novedad y complejidad son sinónimos de éxito, poder y sabiduría. Sí, de sabiduría, pues hoy esta última no se mide por la profundidad con que se aborda o se enfrenta una problemática, sino más bien por la extensión con que se presenta. Actualmente el hombre prestigiado y reconocido no es el que enfrenta la realidad y trata de llegar a la esencia de las cosas, sino más bien aquel que maneja más datos o información, sea cual fuere el fin que se le dé. Se presentan como nuevos los viejos grandes problemas del hombre, basándose en tesis evolucionistas, cambios sustanciales, nuevas estructuras mentales, como si el hombre en esta vertiginosa evolución un día dejara de ser hombre para transformarse en otra cosa, donde evolución es
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sinónimo de trasformación, así que según esta concepción tenemos que esperar el momento de transformarnos. No estamos en contra de lo novedoso, sino más bien contra lo novedoso no sujeto a una crítica y reflexión que permita hacer frente a la realidad y a descubrir la verdad. Como dije, no es un reproche, sino una invitación a la reflexión profunda, a la reflexión filosófica. II. LO PERENNE Considero que el hombre no es un ser que va brotando momento a momento, sino un ser que trasciende, su constitución ontológica da prueba de ello. En esta esencia humana existe algo que permanece y que lo hace ser lo que es y no otra cosa. Ante esto, muchos argumentarán en contra el aspecto evolutivo y de cambio que aparentemente hoy más que nunca se observa, a ello debemos afirmar que el hombre dentro de esa esencia es un ser histórico y que como tal está sujeto a una historicidad, entendiendo por ésta “la mudanza permaneciendo en el mismo ser y, por tanto, permaneciendo un sustrato o núcleo inmutado”1 de lo que se sigue que hay una esencia inmutable que al operar nos permite hablar de naturaleza, en este caso, de naturaleza del hombre, pues como señala Santo Tomás de Aquino “a toda naturaleza corresponde, en efecto, algo fijo y determinado, pero proporcionado a ella”,2 sólo a partir de aceptar la existencia de un naturaleza es que podemos discernir una serie de normas y reglas propias y objetivas. El conocimiento de la naturaleza de las cosas es lo que permite hablar de una filosofía y de una filosofía perenne concretamente. De una filosofía, porque como ciencia del ser por sus primeros principios obtenidos por la razón natural, permite no sólo explicar las cosas sino desentrañar sus causas últimas y sus fines propios. De allí que sea necesario conocer los principios o aquello por lo cual es, o se conoce, o se hace,3 pues sólo así existirá verdad en los juicios emitidos. Lo anterior nos posibilita para referirnos a una filosofía perenne, entendiendo por perenne un adjetivo que expresa algo continuo, incesante,
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Hervada, Javier, Introducción crítica al derecho natural, España, Eunsa, 1999, p. 99. Aquino, Tomás de, Suma teológica, I-II, q.10, a. 1, ad 3. Véase Caturelli, Alberto, La filosofía, España, Gredos, 1977, p. 30.
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que no tiene intermisión o interrupción;4 de allí que hablemos de permanencia. En efecto, cuando me refiero a la filosofía perenne hago referencia a esa filosofía que ha descubierto los principios de las cosas, la esencia de las mismas y a partir de ellos ha tratado de dar una respuesta a los problemas que el hombre como hombre enfrenta, es una filosofía básicamente generada en la Antigüedad y en la Edad Media pero que es actual, pues nunca se aleja de la realidad concreta. Muchas veces se piensa que esa filosofía es inoperante y por lo tanto ajena a las “nuevas” problemáticas, todo ello bajo la visión de lo novedoso a la que me he referido, pero no es así, la filosofía es vida y ambas no pueden ir separadas, pues en términos del maestro Caturelli: el acto de filosofar es inseparable de la situación concreta, en la cual existe el filósofo, y por eso asume desde dentro todos los problemas de semejante situación. Sería sencillamente absurdo e imposible pretender filosofar, pensar, haciendo abstracciones de nuestra actual situación concreta; como si pretendiéramos pensar repitiendo intemporalmente las fórmulas de una escuela o asumir los problemas de otra época. Esto es imposible y semejante actitud suele proporcionar una falsa “seguridad” y un dogmatismo que nada tienen de filosóficos y que están tan separados de la realidad como la nada del ser. Cierto es, naturalmente, que la verdad es supra-histórica, y por eso mismo legítima la filosofía; pero también es simultáneamente verdadero que jamás se piensa fuera de la situación concreta.5
De este modo la filosofía perenne es la búsqueda de la verdad, que como tal es trascendente, y que al ir descubriendo principios sólidos permite explicar y solucionar problemas actuales, pues el desentrañar las causas últimas de lo creado da certeza y razón de lo existente, dando soluciones a los problemas de hoy y de siempre, pues mientras exista un hombre en esta tierra los problemas que aquejen a su esencia y si ésta es lo que lo hace ser, una solución adecuada será siempre válida y universal.
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Diccionario de la Lengua Española. Caturelli, op. cit., nota 3, pp. 31 y 32.
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III. LA ANTIGÜEDAD Y LA EDAD MEDIA DEBEN SER ESCUCHADAS Espero estar siendo claro en la exposición, no se trata de desechar lo nuevo por nuevo, ni lo antiguo por antiguo, se trata sólo de descubrir la verdad de las cosas, la realidad de las mismas, sometiendo cada solución, cada opinión, a un juicio crítico, para ello es necesario sujetarse al juicio de los Primeros Principios, pues sólo éstos nos permitirán saber que la opinión o solución planteada es la mejor y más adecuada para hacer frente a las situaciones conflictivas que vivimos. Es tiempo de alejarnos del relativismo e inmanentismo, que han probado ser ineficaces para solucionar los conflictos humanos, hemos confiado ciegamente en la razón cayendo en un racionalismo que nos llevó a perder de vista la realidad, hemos intentado por el voluntarismo y ello a costado muchas vidas humanas, ahora vemos en el consensualismo y en liberalismo la salida a nuestros problemas y hoy son más complejos. Es necesaria volver a la realidad, dejarnos de perjuicios absurdos y atender a la experiencia y sabiduría, que como sabiduría es válida para cualquier tiempo, redescubramos esa sabiduría, fiel a la esencia y naturaleza de las cosas, no importando quién o cuando fue descubierta, sino atender a que es capaz de solucionar los problemas por sus causas últimas. Volvamos al ser de las cosas. No puedo dejar de sorprenderme al leer en los diálogos de Platón que muchos de los problemas discutidos son actuales, al leer en ese autor sobre la justicia, la voluntad, las leyes, el gobierno, entre otros. Parece ser que el enfrentamiento de Sócrates con los sofistas es una discusión contemporánea, los mismos argumentos, las mismas objeciones, la lucha entre el relativismo sofista y la objetividad platónica es diálogo actual. Cuando uno profundiza en la ética aristotélica, en su Tratado de la justicia o en su Política, descubre principios arrancados de la realidad, no se diga al hablar de las leyes, en donde queda demostrado que con la luz natural de la recta razón el hombre de la antigüedad logró descubrir cosas de suyo valiosas y por ende verdaderas. No se diga cuando uno lee en la Suma teológica respondiendo el Aquinate a las objeciones sobre la justicia, la ley natural, el valor de lo justo y otras cuestiones, que si bien son dichas por un no jurista, toman valor por sí solas pues son apegadas a la verdad de las cosas y no al subjetivismo de su autor.
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Es cierto que la antigüedad no tenía nuestra tecnología y su ciencia era mucho más especulativa y menos “justificada empíricamente” que la actual, pero en la antigüedad sabían estudiar al hombre bajo ciertos aspectos, con más profundidad que hoy, porque trataban de moverse precisamente no sólo en la superficie de las apariencias, sino también observando los fundamentos metafísicos de la condición humana.6
Debe quedar claro, siguiendo al maestro Giovanni Reale: “absolutamente no es un regreso acrítico a ciertas ideas del pasado, sino la asimilación y fruición de algunos mensajes de la sabiduría antigua que, si son bien asimilados y meditados pueden, aunque no logren curar completamente, al menos alcanzar atenuar los males del hombre de hoy, erosionando las raíces de las cuales derivan”.7 Pero permítanme dar unos breves ejemplos: Muchos de los alumnos de mi cátedra de filosofía del derecho, al tocar el tema del derecho natural y del derecho positivo, se sienten inmersos en una problemática actual, candente y novedosa, al menos de inicios del siglo XX a la fecha, qué sucede cuando leemos estos pasajes:
El primero de Aristóteles, que señala: “En el derecho político, una parte es natural, y la otra es legal. Es natural lo que, en todas partes, tiene la misma fuerza y no depende de las diversas opiniones de los hombres; es legal todo lo que, en principio, puede ser indiferente de tal modo o del modo contrario, pero que cesa de ser indiferente desde que la ley lo ha resuelto”. El Aquinate dice: El derecho o lo justo es cierta obra adecuada a otra según algún modo de igualdad. Pero de dos maneras puede algo ser adecuado a algún hombre: primera, por la misma naturaleza de las cosas; por ejemplo, cuando alguien da tanto para recibir otro tanto igual y esto se llama derecho natural: segunda, por convenio o de común acuerdo; por ejemplo, cuando alguien se da por contento si recibe tanto. Esto último puede hacerse de dos modos: primero, en virtud de algún convenio privado, como cuando se firma 6 7
Reale, Giovanni, La sabiduría antigua, España, Herder, 1996, p. 17. Ibidem, p. 16.
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un contrato entre personas privadas; segundo, en virtud de un convenio público; por ejemplo, cuando todo el pueblo conviene en que algo se dé por adecuado y conmensurado a otra cosa, o cuando esto lo ordena el príncipe, que tiene a su cargo el cuidado del pueblo y lo representa; y esto se llama derecho positivo.8
Considero que tanto en la antigüedad como en el medioevo sabían algo de derecho positivo y de derecho natural. Pero hay más ejemplos: hoy existe un tema muy tratado y debatido: el de los derechos humanos, el cual, mirando atrás, se hace referencia a la escuela de derecho natural, al siglo XVI, con el iusnaturalismo moderno, la Revolución norteamericana y la francesa, creyeron que no sólo la antigüedad y la Edad Media no los conoció, sino que siempre fue contra ellos, pues se piensa inmediatamente en la esclavitud, el supuesto oscurantismo del medioevo, etcétera, a ello debemos responder con el siguiente pasaje de Santo Tomás: Según el orden de las inclinaciones naturales, así es el orden de los preceptos de la ley natural. Pues bien, en primer lugar, radica en el hombre la inclinación al bien según su naturaleza en el cual conviene con todas las sustancias, y así cualquier sustancia apetece la conservación de su ser según su naturaleza, y por esta razón pertenece a la ley natural todo aquello que contribuye a la conservación de la vida del hombre e impide su destrucción. En segundo lugar, radica en el hombre la inclinación a cosas más concretas según su naturaleza en la que conviene con los restantes animales, como la unión del macho y la hembra, la crianza de los hijuelos y cosas semejantes. Por último, radica en el hombre al bien según su naturaleza racional, que le es propia y exclusiva, y así el hombre tiene inclinación natural a conocer la verdad acerca de Dios y a vivir en sociedad, y por esta razón pertenece a la ley natural que el hombre evite la ignorancia, que no ofenda a los demás hombres con los que tiene que convivir y cosas semejantes.9
En el pasaje citado encontramos un fundamento sólido, basado en la naturaleza humana del derecho a la vida, a la unión marital, a la participación política, y la educación. No se basa el Aquinate en deducciones lógicas como algunos naturalistas muestran los derechos humanos, sino 8 9
Aquino, II-II q. 57, a. 2. Aquino, I-II q. 94, a. 2.
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en la realidad del ser personal del hombre, con fundamento metafísico y por ende real. Pero para no caer en lo que se pueda pensar una abstracción, que hoy espanta a muchos, pues se piensa en ella como sinónimo de utópico, de irreal, inalcanzable— lo cual no sé si se dice por desprecio o por ignorancia, pues lo abstracto es el pensamiento propio del hombre y, como ejemplo, el propio concepto de derecho que es absatracto—me dirigiré por último, al ámbito práctico, como es el caso de la seguridad jurídica, que se muestra como una obra del positivismo jurídico, quien aparece como creador de esa garantía a través del constitucionalismo o la estructura estatal y de un Estado de derecho. Pues bien, veamos lo siguiente: “El juzgar pertenece al juez en cuanto que goza de pública potestad y por tanto debe informarse en el juicio, no como persona privada, sino como persona pública. Esta información atiende a dos extremos: primero, a las leyes públicas, contra las cuales no puede proceder, y segundo, al caso particular, mediante los testigos y otros documentos legítimos”.10 Nuestro autor sigue diciendo: “El juez es intérprete de la justicia. Pero la justicia entraña alteridad. Por consiguiente es necesario que el juez juzgue entre dos, de los cuales uno es el acusador y el otro el reo. No se puede acusar a nadie en juicio si no tiene acusador.11 Pero nuestro citado autor también conoce la distinción entre denuncia y querella y lo expresa así: “Cuando el delito es tal que redunda en detrimento de la sociedad, está uno obligado a acusar, siempre que pueda probar suficientemente su acusación... Pero si el delito no redundara en perjuicio de la comunidad o no pudiera probarlo suficientemente, no estaría obligado a acusar, pues nadie está obligado a lo que no puede hacer de modo debido”.12 Este autor aparece como todo un defensor de las garantías del acusado o reo, es más, parece que está de acuerdo en las campañas actuales sobre la denuncia de delitos. Pues bien, este autor es Santo Tomás de Aquino, del cual he citado varios fragmentos de su obra, la Suma Teológica. Lo he hecho sin otra intención que invitar a los juristas contemporáneos a escuchar a esa filosofía perenne a estudiarla y, si es necesario, volverla
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Aquino, II-II q. 67, a. 2. Aquino, II-II q. 67, a. 3. Aquino, II-II q. 68 a. 1.
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a estudiar, tal vez encontremos algunas respuestas vigentes a la problemática actual. IV. ¿QUÉ PUEDE APORTAR LA FILOSOFÍA PERENNE A LA FILOSOFÍA DEL DERECHO CONTEMPORÁNEA? Llego el momento de señalar lo que desde mi punto de vista puede aportar concretamente la filosofía perenne a la filosofía del derecho contemporánea, lo cual he resumido en cinco puntos que considero básicos, reitero que no niego la importancia de la filosofía contemporánea sólo propongo que ésta sea perfeccionada por la filosofía perenne y que así de cada una se tome lo que de verdadero tienen, pues ello redundará en el bienestar del hombre: Primero es necesario volver a la realidad y por ende a la verdad, pues el hombre está dotado de una inteligencia y voluntad, las cuales le permiten descubrir esa realidad que lo rodea y actuar en consecuencia, debe esforzarse por ser penetrativo en sus reflexiones permitiendo dotar a las ciencias, en este caso a la ciencia jurídica, de principios sólidos a partir de los cuales se piensen los problemas. Principios que deben por un lado coadyuvar a la labor legislativa y por otro dar la solución más justa a los conflictos de intereses que se presentan. No se trata de ocupar esas facultades en crear falacias, que tarde o temprano se vuelven contra el hombre, ni tampoco hacer uso de ellas para intereses personales, sino que, fieles a esos principios deben hacer realidad la objetividad de la justicia. Que sea la realidad la que mida al hombre y no que sea el hombre el que pretenda generar la realidad, ya que esto último podría acarrear, como de hecho ha ocurrido, que tarde o temprano el hombre se encuentra desconcertado, preguntándose ¿dónde estuvo la falla?, ¿qué estuvo mal?; es necesario alcanzar un conocimiento reflejo de la realidad, que sea como “la imagen reflejada en el espejo; la imagen no es el objeto reflejado, pero existe el objeto reflejado y por eso la imagen es verdadera”.13 Es así como el filósofo contemporáneo debe partir de la realidad, y no del querer y del pensar, pues puede ello generar juicios que pudieran ser erróneos. El derecho es uno, que si bien se predica de muchas cosas,
13 Hervada, Javier, Lecciones propedéuticas de filosofía del derecho, España, Eunsa, 2000, p. 61.
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existe en él una esencia real, misma que es deber del estudioso de la filosofía del derecho descubrir. En segundo lugar, es indispensable recuperar la metafísica, pues sólo ella es verdadero fundamento para una adecuada filosofía del derecho. Comparto la opinión del doctor Hervada de que el abandono de la metafísica es una de las causas del inmanentismo contemporáneo que en sus distintas formas se presenta en diversas filosofías del derecho, pues a decir del profesor de Navarra: “La raíz de estos movimientos hay que encontrarla en el abandono de la metafísica. Rechazada la metafísica, resulta una consecuencia directa e inmediata el total repudio de cualquier concepción trascendente del hombre, de la sociedad y del derecho, pues sólo la metafísica accede a las causas últimas y a la íntima esencia de la realidad.”14 Tan es así que el sólo hecho de preguntarnos por el fundamento último del derecho nos ubica en una actitud metafísica, pues sólo esta ciencia es la que nos puede responder esa pregunta, y a partir de su respuesta se podrán explicar los conceptos de la ciencia jurídica o de la teoría general del derecho. Debo aclarar que hablo del fundamento último del derecho, no de definiciones o meros conceptos, sino de la pregunta última de lo jurídico, por tanto de su ser y en consecuencia del orden de las cosas. La Antigüedad y la Edad Media pueden aportarnos mucha luz en esta cuestión. En tercer lugar, y no por ser menos importante, me referiré a la necesidad de volver a la persona. Hoy el hablar de persona en la jerga jurídica es aceptar sin más miramientos que estamos ante un ente imputable de derechos y obligaciones. Considero que la filosofía del derecho debe ir más allá, pues es su objeto propio preguntarse por qué ese ente puede ser sujeto de derechos y obligaciones, qué facultades y apetencias lo ubican en esa posición, por qué sólo el ser personal es capaz de ello. Pues si a una persona se le puede imputar un derecho o una obligación es porque está en aptitud de recibirlo, es decir, la persona en su constitución ontológica es de suyo jurídica, esa juridicidad no es algo puesto a añadido, sino que forma parte de su ser, de allí que resulta importantísimo que la filosofía del derecho no pierda de vista el ser personal del hombre en su esencia y naturaleza, en este sentido nuevamente el doctor Hervada señala: “Nada jurídico podría el legislador dar, si ese acto de dar no se asen14
Ibidem, p. 582.
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tase en un núcleo de juridicidad dado por la naturaleza: faltaría el supuesto ontológico. El legislador da leyes, porque el hombre está naturalmente hecho para recibirlas; da derechos, por que el hombre es naturalmente capaz de ser titular de ellos”.15 Considero que no podemos encontrar mejores estudios acerca de la persona, que aquellos que ofrece la filosofía perenne, radicando allí la importancia de su estudio y vuelta a ella, pues estoy convencido que del concepto que de persona se tenga, será la idea que de derecho se maneje. Un cuarto punto es el rescatar la concepción del derecho como objeto de la justicia, percibido por Sócrates, desarrollado por Aristóteles, aplicado por el mundo romano y sistematizado en Tomás de Aquino. Es indispensable comprender cómo la justicia exige la existencia de un derecho sobre el cual actúe, siendo éste su objeto propio; no se trata de entrar en discusiones, sólo decir que el orden natural que se ha venido descubriendo a lo largo del devenir histórico acredita que para que se pueda hablar de justo o injusto es necesario que alguien tenga algo que sea suyo, pues sobre lo suyo el hombre podrá discernir y actuar en justicia, esto suyo es el derecho, esa cosa que le es debida a una persona ya por naturaleza, ya por voluntad, pues de lo contrario la justicia deja de ser objetiva y real para convertirse en un concepto vacío y lleno de subjetivismo que está a la disposición del más hábil o con mayor poder. La realidad de la justicia debe imponerse, como plantearon los autores citados, como valor en sí mismo trascendente y no como algo relativo y cambiante; a partir de ello se podrá descubrir una adecuada concepción del derecho, que si bien se predica de muchas cosas, tiene en sí mismo una esencia propia y real. Para finalizar y como quinto punto sería apropiado que se tome en cuenta el estudio de la filosofía perenne respecto a la unidad de lo jurídico, en los pasajes antes citados de Aristóteles y Santo Tomás ya se hace referencia a que el derecho es natural y positivo, pero se presentan ambos sin enfrentamientos, sino más bien como un orden de derivación, no desperdiciemos nuestros esfuerzos en luchas inútiles, sería mejor fortalecer ese único sistema jurídico, el cual es en parte natural y en parte positivo. Como señalé al principio de esta exposición, no se trata de convencer o imponer una doctrina, lo que he pretendido es que la filosofía contem15
Hervada, Javier, Introducción... op. cit., nota 1, p. 86.
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poránea del derecho tome su compromiso con la verdad, esté donde esté pues la verdad no se impone, sino que se propone. Ésta es mi propuesta concreta, la cual queda resumida en los puntos citados. Recibamos la filosofía perenne sin perjuicios, sin predisposiciones, que sea ella misma la que nos conquiste o nos aleje, recibámosla como en su momento la escuela de derecho natural apostó por el derecho romano que permitió el inicio de su tercera vida, a beneficio de inventario, sí, a beneficio de inventario, tal vez nos enriquezca, escuchemos la sabiduría que nos antecede, en esa pluralidad actualmente tan de moda debe haber cabida para ella, a lo mejor resulta ser novedosa a pesar de todo.
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FUENTES, VALIDEZ Y APLICABILIDAD DE LAS NORMAS Carla HUERTA* SUMARIO: I. Introducción. II. El sistema de fuentes. III. La estructura del sistema de fuentes. IV. El sistema jurídico y las fuentes del derecho.
I. INTRODUCCIÓN La relevancia del análisis del sistema de fuentes del derecho radica principalmente en su vinculación con la validez y aplicabilidad de las normas, esto se debe a que la pertenencia de éstas al sistema jurídico se define a partir de su origen o modo de producción, no obstante, su obligatoriedad depende en cambio, de otros factores, como por ejemplo, de su vigencia. Esto lleva a reflexionar sobre la posibilidad de distinguir entre la pertenencia de las normas a un sistema jurídico y su validez, y por ende, a cuestionar la posibilidad de distinguir entre las reglas de reconocimiento y las reglas de cambio como hace Hart.1 Por otra parte, en relación con la estructura constitucional, el sistema de fuentes no solamente constituye un elemento fundamental para el análisis de la dinámica del derecho, sino que debe ser considerado como correlativo al sistema de control de la constitucionalidad,2 independientemente de que las fuentes han formado parte, tanto del derecho como de su estudio, desde tiempo antes de que se concibiera la necesidad de establecer un control de la constitucionalidad. * Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM, México. 1 Hart, H. L. A., El concepto de derecho, trad. de Genaro Carrió, Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 1968, pp. 116-123. 2 Véase Huerta, Carla, “Constitución y diseño constitucional”, Estado de derecho y transiciones, Caballero y de la Garza (eds.), México, UNAM, 2002, pp. 28-31. 303
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En el presente ensayo se pretende conocer la fuerza de las normas jurídicas y sus relaciones en un sistema jurídico estructurado conforme a los lineamientos de la teoría contemporánea del derecho constitucional. Esto se hará mediante el estudio del sistema de fuentes, ya que en virtud de la forma de producción o por los efectos que pueden producir las normas, es posible atribuirles un peso diferenciado. De manera complementaria se revisará la cuestión relativa a la fuerza de las normas en términos de su validez, lo cual conlleva admitir diversos presupuestos de funcionamiento del sistema jurídico3 y de los modos en que las normas se ordenan y relacionan. Es por ello que se partirá de la concepción del sistema jurídico como una pirámide compleja, en la que las normas que pertenecen a éste, se encuentran jerárquicamente subordinadas a la norma que establece su proceso de creación, y así sucesivamente hasta llegar a la primera norma, la Constitución, a la cual se deben conformar todas las normas del sistema. De tal forma, que la Constitución constituye el parámetro de referencia de las normas del sistema, ya que al establecer los procedimientos de creación, genera un sistema de fuentes, atribuyendo a cada fuente una posición y función distinta. Cada sistema jurídico puede contener uno o varios criterios de ordenación de sus normas, pero se puede afirmar que los criterios fundamentales son los de jerarquía y competencia. En término generales, el sistema de fuentes puede ser visto desde dos perspectivas en principio, como facultades y procedimientos de creación normativa (órganos con capacidad de modificar el sistema jurídico), o como tipos de normas (relaciones entre las normas). Además, existe otra posibilidad que ha sido desarrollada por la teoría de la argumentación, que es considerarlas como razones en la aplicación e interpretación de las normas. A pesar de que es posible hacer esta distinción, vale la pena 3 El sistema jurídico debe cumplir con ciertos requisitos de funcionamiento como son el de coherencia e integridad que se encuentran aparejados a la noción de dinámica del propio ordenamiento jurídico. La coherencia del sistema jurídico implica además de una pretensión de ausencia de contradicción entre las normas de un mismo ordenamiento, es decir, consistencia, la congruencia de sus contenidos. La integridad se refiere también a la forma en que el sistema jurídico ha de ser interpretado, esto es, como una unidad sistemática, en la cual existen diversas relaciones entre las normas que lo componen, las cuales siempre deberán ser interpretadas como un todo. Sobre las denominadas propiedades formales del sistema jurídico véase Huerta, Carla, Conflictos normativos, México, UNAM, 2003, pp. 130-135.
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mencionar desde ahora, que las tres perspectivas se encuentran estrechamente relacionadas. II. EL SISTEMA DE FUENTES 1. El significado del concepto de fuentes La primera interrogante que debe ser resuelta para poder hablar de las fuentes del derecho es la determinación del significado del concepto de fuente, aunque cabe aclarar que no es mi intención dar una definición del concepto de fuente, ya que el hacerlo no resolvería la cuestión, puesto que el problema de las fuentes se centra más bien, en la identificación y organización de los criterios ordenadores de las mismas, lo cual permite conocer las relaciones que se generan entre éstas. La doctrina ha sostenido que el término fuente4 se refiere al lugar de donde el derecho procede, es decir, al origen de la norma, o más bien, a aquellos actos a los cuales el derecho concede eficacia de creación normativa. En otras palabras, el término “fuente” se refiere a los distintos tipos de procedimientos de creación normativa de normas “generales”, o mejor dicho, a las normas que regulan dicho procedimiento. En cuanto a la generalidad de la norma, se puede decir que ésta bien se refiere al supuesto en relación con el sujeto o la ocasión. En el caso de que se refiera al sujeto, es decir, a quien se dirige la prescripción, la generalidad implica que el destinatario de la norma no se encuentra definido de manera específica. Para Von Wright, existen distintos tipos de prescripciones, así la norma puede ser particular si se refiere a un individuo en específico, o general, cuando se dirija a una clase de personas que responden a una determinada descripción. La ocasión determina la temporalidad y localización del contenido de la norma. Ésta puede tener 4 Si bien el origen del término “fuente”, parece ser más bien metafórico, los teóricos del derecho han admitido su uso desde hace mucho tiempo. En la mayoría de los libros sobre teoría del derecho se encuentra referido a los tres tipos clásicos de fuentes: las formales, las reales y las históricas. De estas dos últimas no me ocuparé, puesto que sólo me interesa revisar las fuentes como procesos de creación de normas jurídicas. El estudio de las fuentes reales, es decir, de los agentes y factores que determinan el contenido de las mismas, corresponde a otras disciplinas. El aspecto que me interesa revisar de las fuentes formales, es la validez y aplicabilidad de las normas, más que los elementos que integran los procesos específicos de creación de normas.
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distintos grados de generalidad según Von Wright, así, considera que una norma es particular cuando la prescripción es para una ocasión específica. Es general en cambio, si es para un número ilimitado de ocasiones, éstas pueden ser a su vez, conjuntiva o disyuntivamente generales. Estas consideraciones llevan a Von Wright a concluir que una norma es particular cuando es particular con relación al sujeto y la ocasión. Son generales en cambio, si las prescripciones son generales con relación al sujeto o la ocasión, y en caso de serlo ambas, entonces considera que la prescripción es eminentemente general. 5 El principio de ordenación jerárquica de las normas en el orden jurídico utilizado por Kelsen obedece al criterio de generalidad, en virtud de lo cual la Constitución adquiere el rango supremo. La inclusión de las normas individualizadas en la base de la famosa pirámide se debe a la colaboración de Merkl, y debido a su carácter ocupan el nivel jerárquico más bajo.6 Esta estructura piramidal, sin embargo, solamente indica el orden jerárquico de las normas en un sistema jurídico, pero no implica una asimilación de todas las normas que lo integran a la categoría de fuentes del derecho. De hecho, para Ignacio de Otto no es correcto definir las fuentes como actos que producen normas generales, ni tampoco haciendo referencia al criterio de permanencia solamente, es más, De Otto señala que incluso el criterio de la aplicación judicial es insuficiente para identificar las fuentes, sobre todo en el ámbito del derecho administrativo.7 Sin embargo no propone un criterio de identificación, ni explica por qué razones cierto tipo de actos normativos son incluidos en la lista de fuentes que indica, pero otros son excluidos. A pesar de la observación de De Otto, considero que para la identificación de las fuentes es importante partir de la generalidad de las normas para comenzar a determinar el universo de las fuentes. De otra manera, todos los actos de carácter normativo quedarían incluidos en la clase de 5 Von Wright, Norma y acción. una investigación lógica, trad. de Pedro García Ferrero, Madrid, Tecnos, 1979, pp. 93-99. 6 Esta es la idea fundamental de la propuesta de Merkl, Adolf , cfr., “Prolegomena einer Theorie des rechtlichen Stufenbaues”, Die Wiener Rechtstheoretische Schule, Schriften von H. Kelsen, A. Merkl, A. Verdross, Viena, Verlag, 1968, pp. 1340 y ss. Como se mencionó también para Kelsen el criterio rector es el de jerarquía, así por ejemplo, véase Introducción a la teoría pura del derecho, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, México, 2002, p. 73. 7 De Otto, Derecho constitucional. Sistema de fuentes, Barcelona, Ariel, 1989, pp. 71 y 72.
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las fuentes, salvo los actos de ejecución. De lo anteriormente señalado surgen algunas dudas sobre el uso del término “fuente” en el sentido de fuente formal, como por ejemplo, saber si es aplicable a los órganos creadores, a las normas de competencia que facultan para el ejercicio de la potestad normativa, al procedimiento de creación mismo, a todo en su conjunto, o simplemente, a la norma creada. El término “fuente” no puede referirse a los órganos competentes que toman parte en el procedimiento que la norma superior describe, puesto que éstos realizan normalmente también otro tipo de actos, aunque Von Wright considera que puede ser utilizado en ese sentido.8 Tampoco puede referirse al proceso de producción es su totalidad como conjunto de actos y acciones, sino solamente al acto normativo como tal, a la norma que genera derechos y obligaciones, y por ende, a las normas que regulan el proceso de creación. En consecuencia, se puede afirmar, que desde el punto de vista formal, hay dos acepciones básicas del término “fuente”: el proceso de creación y la norma. En el primer sentido, el término “fuente”, ha sido entendido tradicionalmente como las reglas que prevén actos normativos que producen “normas generales” con vocación de permanencia, de esta manera es posible distinguirlo de la norma que emana de un acto de aplicación o del acto de ejecución, por ejemplo. En el segundo sentido, el término fuente se refiere más bien al resultado de dicho proceso. Como consecuencia el término fuente presenta una ambigüedad que se refiere tanto al proceso como al producto. Desde la perspectiva de la teoría de la acción, Von Wright9 al hablar de la acción normativa, disuelve esta ambigüedad al señalar que la acción es el acto de dictar una norma y el resultado de la acción es la existencia (subsiguiente) de una norma. De modo que si se ha de suponer que el concepto de fuentes solamente se refiere a las normas generales, entonces, y siguiendo a Kelsen10 es necesario distinguir entre actos de creación normativa y actos de aplica-
8 Según este autor, “fuente puede ser también una autoridad que dicta (promulga) normas para un grupo de gente”. Von Wright, Un ensayo de lógica deóntica y la teoría general de la acción, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Filosóficas, 1988, Cuadernos 33, p. 86. 9 Von Wright, ibidem, p. 95. 10 Kelsen, Hans, Reine Rechtslehre, Viena, Verlag Franz Deuticke, 1960, pp. 239-242.
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ción, en primera instancia, y posteriormente definir el significado del término general en relación con las normas. Para Kelsen el término fuente además de metafórico, es ambiguo, pero considera que las fuentes del derecho se refieren al fundamento de validez de una norma, aunque este término también puede utilizarse para referirse al último fundamento de validez de un sistema jurídico. La característica definitoria de una fuente entendida en sentido jurídico es su fuerza obligatoria que deriva de otra norma.11 Los actos de creación significan que mediante el cumplimiento del procedimiento establecido, una norma es introducida al sistema jurídico, y como regla de conducta, su observancia es obligatoria. Esta regla es aplicable a un número indeterminado de casos, en principio, el acto de aplicación implica la individualización de la norma tomando en consideración las circunstancias de un caso específico, es decir, el sujeto, la ocasión, etcétera. Sin embargo, como Kelsen12 señalaba, la aplicación es la creación de una norma inferior con fundamento en una norma superior, o la ejecución de un acto coactivo estatuido. De tal forma que todo acto de creación se vuelve un acto de aplicación, y éste a su vez, un acto de creación de otra norma, pudiendo ser esta última una norma individualizada. En consecuencia, la aplicación no se puede distinguir de la ejecución, salvo cuando se trata de un acto de ejecución, es decir, de un acto coactivo sin consecuencias normativas. Sin la intención de dar una definición, ya que más bien reflexionaba sobre la clausura del sistema jurídico, Georg H. von Wright señalaba que: “en términos generales, un sistema normativo es una clase de normas que provienen de la misma “fuente”. Esta fuente puede consistir de algunos objetivos o valoraciones y lo que proviene de ella consiste en la derivación de un conjunto de normas o reglas de acción a partir de ellos.”13 Aquí Von Wright utiliza el término fuente en un tercer sentido, al que también Kelsen hizo referencia, es decir, al fundamento último de validez de un sistema jurídico, o por decirlo en términos de Hart, a la regla de reconocimiento. En cuanto a las fuentes del derecho, Bobbio14 sostiene que son aquellos hechos o actos de los cuales el ordenamiento jurídico hace depender la producción de las normas jurídicas, por lo que se puede considerar que 11 12 13 14
Kelsen, ibidem, pp. 238 y 239. Kelsen, ibidem, p. 240. Von Wright, op. cit., nota 8, p. 86. Bobbio, Norberto, Teoría general del derecho, Madrid, Debate, 1998, pp. 170 y 171.
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se refiere al procedimiento de creación. Por otra parte, Bobbio reconoce también que el ordenamiento jurídico, más allá de regular el comportamiento de las personas, regula también el modo como se debe producir la regla. De esta manera reconoce no sólo la existencia y relevancia de las denominadas normas secundarias por Hart,15 que este autor considera como características del derecho, sino que admite como fuentes, uno de los tipos de reglas secundarias a lo que Hart se refiere, que son las reglas de cambio. Es desde esta perspectiva que Bobbio concibe a las fuentes como “normas de estructura”, ya que se pueden considerar como las normas para la producción jurídica, o sea, las normas que regulan los procedimientos de regulación jurídica, es decir, normas que según él, no regulan un comportamiento, sino el modo de regular un comportamiento, o más exactamente, el comportamiento que regulan tiene que ver con la producción de las reglas.16 Otra de la opciones de significado del término fuente, es la de considerarla como la norma misma. Si se acepta este significado, entonces la fuente puede ser identificada por los elementos constitutivos que definen una norma jurídica,17 lo que haría posible proponer una definición material. Así que una fuente de derecho puede ser considerada como todo aquella regla de carácter general, emitida por las autoridades competentes conforme a los procedimientos previstos, que establezca que algo, ya sea un acto o una acción, está prohibido, es permitido o bien, es obligatorio, y que tenga como contenido la creación de otras normas, ya sean generales o individualizadas. Este tipo de definición incluye las normas de competencia, aun cuando su carácter es más complejo, que el referido por las modalidades deónticas mencionadas. Una definición material permite establecer criterios que distinguen entre las normas que constituyen fuentes y las que no, de tal forma que pueden ser consideradas como fuentes del derecho todas aquellas normas productoras de normas, salvo las que determinen actos de simple ejecución. La importancia de un criterio semejante, radica en la posibilidad de 15 16 17
Hart, op. cit., nota 1, pp. 119 y 120. Bobbio, Norberto, op. cit., nota 14, p. 171. Para Von Wright las normas se componen de dos tipos de elementos, los que constituyen el núcleo normativo, que son el carácter, el contenido y la condición de aplicación, y otros tres componentes que no forman parte de esta estructura lógica que las prescripciones jurídicas tienen en común con otros tipos de normas que son la autoridad, el sujeto y la ocasión; Von Wright, op. cit., nota 8, pp. 87 y ss.
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identificar y sistematizar las fuentes en un sistema jurídico específico para determinar su prevalencia en la aplicación, y así poder simplificar la resolución de conflictos entre normas. Una ventaja que esto representa es que al seguir criterios establecidos por la norma, se reduce en gran medida la discrecionalidad del juez, logrando asimismo un mayor grado de objetividad en la toma de decisiones. Finalmente cabe señalar que en principio el concepto de fuente tiene una función puramente académica cuando el ordenamiento jurídico no prevé consecuencias jurídicas específicas a los actos denominados fuentes, ni establece que tales actos tengan un valor o fuerza específicos. Por el contrario, cuando el propio ordenamiento jurídico identifica las fuentes y las jerarquiza, produce una relación entre estos actos que sirve para resolver los conflictos entre normas, ya que de dicho orden derivarían reglas de prelación y de aplicación. 2. Ampliación del sistema de fuentes Para Aarnio18 los conceptos básicos que se encuentran vinculados al concepto de fuentes son los relacionados con los actos considerados como derecho, es decir, aquellos que producen normas. Una de las grandes aportaciones de Aarnio es que, según él, las fuentes de ley pueden también ser concebidas como razones para la argumentación, así se podrían clasificar en dos tipos: autoritativas (razones de derecho) y sustantivas (razones prácticas). Las primeras reciben esta denominación en virtud de la existencia de una autoridad normativa que las expide, una norma que faculta para ello otorgando la competencia y estableciendo el procedimiento de creación y sobre todo de su obligatoriedad, por ello se pueden denominar razones de autoridad. Entre ellas es posible mencionar, sin que por ello se establezca ningún orden de prelación o jerarquía: la ley, la costumbre y los tratados internacionales que por su modo de creación se pueden considerar “fuertemente obligatorias”. Existen otras fuentes dentro de las denominadas fuentes de autoridad que son consideradas débilmente obligatorias en virtud de su modificabilidad, como podría ser la voluntad del legislador (en su carácter de propósito) o la práctica jurisprudencial, entendida como los precedentes y la jurisprudencia. 18 Aarnio, Aulis, Lo racional como razonable, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1991, pp. 134 y ss.
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Las fuentes sustantivas tienen un peso diferenciado en la argumentación y carecen en cambio, de autoridad en el sentido antes mencionado, por lo tanto, su uso no es obligatorio, sino permitido, siempre y cuando no esté prohibido por alguna disposición jurídica; son razones de apoyo. A este grupo pertenecen, por ejemplo, los argumentos prácticos que forman parte del razonamiento práctico, los datos sociológicos, los argumentos históricos o comparativos que sirven como factores que contribuyen a la interpretación, la doctrina, entendida como opinión de juristas, autores, etcétera, y los valores, incluso aquellos que en principio son propios de la moral. La elección que hace el juez sobre el uso de las fuentes determina su prioridad, en virtud de que la elección es valorativa en sí misma. Por lo que se puede concluir que los catálogos de fuentes están abiertos. De manera que para Aarnio, las fuentes del derecho son las razones (los argumentos) usados en la argumentación jurídica. Se pueden distinguir también otros tipos de fuentes, por lo que resulta posible hablar de fuentes de información material, que son aquellas que proporcionan información sobre las normas como, por ejemplo, la exposición de motivos, los trabajos preparatorios o los precedentes, y de las fuentes de ley que son las normas mismas. Admitir esta concepción de las fuentes como argumentos tal como hace Aarnio, lleva a aceptar un concepto de fuentes mucho más amplio que el convencional, en él se incluyen innumerables argumentos que pueden convertirse en normas en sentido estricto en la medida en que se vuelven razones públicas y que forman parte de una norma con carácter obligatorio, por ejemplo, al integrarse a la jurisprudencia. En opinión de Aarnio, todo dato relevante para el contenido de la ley puede considerarse fuente, ya sean los trabajos preparatorios, el preámbulo y hasta la denominada “voluntad del legislador”. Esto se debe a que en un sistema de derecho escrito, la ley (s.s.) como fuente, representa un límite tanto al razonamiento legal, como a la actuación de las autoridades y a otras fuentes. En consecuencia, Aarnio sugiere utilizar la mayor cantidad de fuentes posibles, para él, el órgano decisor es responsable de la forma en que las fuentes son utilizadas; son los instrumentos mediante los cuales las decisiones son razonadas. En el fondo, según Aarnio, el término fuentes se refiere a todas las normas jurídicas válidas, las fuentes obligatorias son las que se deben (ought to) utilizar en la argumentación en primer lugar, no aplicarlas aca-
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rrearía una sanción; las débilmente obligatorias, son las fuentes supletorias (deberían aplicarse, should), pero implican que la decisión puede cambiar en un tribunal de apelación. Por último, las razones sustanciales al ser permitidas, pueden (may) utilizarse y cumplen una función de apoyo. Esta perspectiva de concebir a las fuentes como razones o argumentos no es exclusiva del autor mencionado, de manera similar, Hart19 considera que las fuentes del derecho deben ser concebidas como argumentos para la justificación de toma de decisiones, en virtud de su carácter de rules as open textures, es decir, pautas indeterminadas de conducta. Esta indeterminación resulta del hecho de que las normas se expresan mediante un lenguaje natural. La textura abierta del derecho significa para Hart que hay áreas de conducta que debe dejarse para que sea desarrollado por los tribunales, de tal manera que los juicios sobre lo que es “razonable” pueden ser utilizados en el derecho.20 La orientación de los órganos decisores sobre el uso de las fuentes, debe hacerse a través de reglas determinadas por el propio sistema jurídico, y utilizando todas las fuentes válidas. Del mismo modo señala Hart,21 que los textos reconocidos como “buenas razones” para la interpretación y solución de los casos, pueden ser denominadas fuentes jurídicas “permisivas” para distinguirlas de las “obligatorias” o formales. La propuesta de Dworkin22 en relación con el modelo de ordenamiento jurídico en el que, junto a las reglas, o normas en sentido estricto, se incluyen los principios con una peculiar fuerza normativa, es de tipo funcional, ya que una misma norma puede funcionar a veces como regla y a veces como principio. La diferencia reside en que una regla se aplica en forma de todo o nada, y funciona como una razón excluyente, mientras que los principios se ubican en la dimensión del peso o importancia, de la cual deriva su capacidad de ponderación; según Alexy23 son mandatos de optimización.
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Hart, op. cit., nota 1, pp. 159-169. El razonamiento jurídico está basado en un presupuesto de decisión racional, es decir, se presupone que el juez es un ser capaz de elaborar razonamientos razonables. 21 Hart, op. cit., nota 1, p. 312. 22 Dworkin, Taking Rights Seriously, Cambridge, Harvard University Press, 1978, pp. 22 y ss. 23 Teoría de los derechos fundamentales, trad. de Manuel Atienza e Isabel Espejo, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1993, pp. 88 y ss.
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Vale la pena señalar que a pesar de la utilidad práctica de esta distinción, sobre todo en materia de resolución de conflictos, ésta no aporta nada en relación con la determinación del sistema de fuentes, ni modifica las reglas sobre la validez de la normas, aunque si puede modificar las de aplicabilidad de una norma en un conflicto determinado. III. LA ESTRUCTURA DEL SISTEMA DE FUENTES 1. En cuanto a los modos en que las normas se relacionan Las formas en que las normas se relacionan en un sistema jurídico dependen de los criterios de organización del mismo, sin embargo, actualmente la identificación y ordenación de las fuentes se ha visto dificultada por diversas razones, pero principalmente por la forma en que los sistemas de fuentes se han visto expandidos en las últimas décadas. La superabundan te actividad legislativa, aunada a la necesidad de satisfacer demandas normativas que no existían cuando las primeras Constituciones fueron otorgadas, ha llevado a incluir en la categoría de fuentes, normas de carácter especial como podrían ser las leyes marco, las leyes medida, etcétera, y disposiciones de carácter técnico, como las normas oficiales mexicanas por ejemplo, lo cual ha tenido como consecuencia, por una parte, una subclasificación de la ley por competencia, y por la otra, la inclusión dentro del sistema de fuentes de muchas disposiciones sin un verdadero contenido normativo e incluso de dudosa legalidad, sobre todo en el ámbito de la administración pública. Otro de los factores que contribuyen a la dificultad de organizar las fuentes del sistema jurídico radica en diferentes aspectos que tienen que ver con la forma de organización del Estado y el gobierno, lo que se traduce en dos formas distintas de distribución de competencias, una que se podría considerar como horizontal, como en el caso de los Estados federales, y una vertical, entre los órganos del gobierno, de cada una de sus entidades en las que se subdivide el ejercicio de la competencia. Por otra parte, el Poder Judicial ha contribuido a la ampliación del sistema de fuentes, no solamente a través de la interpretación, sino también mediante la expansión de la fuerza normativa de los principios.24 24 Esto es consecuencia principalmente de la propuesta de Dworkin, ya que según él, cuando existe un texto directo que resuelve el caso, éste puede ser superpuesto por un
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Es desde la perspectiva dinámica que las fuentes adquieren su verdadera dimensión, ya que el ordenamiento jurídico regula su propia producción normativa. Actualmente es indiscutible que establecer reglas para su creación y modificación es una nota característica del derecho.25 Por lo que pensar en un sistema de fuentes organizado significa que existen normas con diferente fuerza derogatoria, y es por ello que tienen una relevancia distinta para la operatividad del sistema jurídico. El problema de la determinación del rango y eficacia derogatoria26 de las normas de un ordenamiento jurídico no puede tener una respuesta simple, pues constituye una pregunta mucho más compleja de lo que a primera vista parece. La doctrina jurídica tradicionalmente ha hablado de fuentes del derecho como aquellos actos que responden a un determinado criterio que sirve para identificar los actos de producción normativa como tales. De tal forma que si se buscan normas y procedimientos, el problema se traslada a la identificación de los criterios definitorios de las fuentes. Una forma de resolver esto, sería recurriendo a la Constitución para que la norma suprema del derecho positivo indicara el orden de las fuentes, pero en la realidad las Constituciones en general no se ocupan de proponer un esquema organizativo. Ésta ha sido considerada normalmente como una tarea de la ciencia jurídica o del órgano facultado para interpretarla. En consecuencia, la identificación de los procesos de creación normativa que pueden ser catalogados como fuentes del derecho no es fácil, por eso, dado que no es posible distinguir los actos creadores por sus efectos jurídicos, parece adecuado tratar de organizar las normas según su eficacia derogatoria, es decir, la forma en que se relacionan en caso de conflicto. principio general que impide la aplicación de la norma por ser contrarios. Vale la pena aclarar, que en este caso el término principio no se refiere a una norma, sino a los principios generales del derecho que se encuentran implícitos en las normas, op. cit., nota 22, pp. 22-27. 25 Esto es conocido también, como autopoiesis. Según la teoría de la autopoiesis, los sistemas sociales son sistemas cerrados que se reproducen a través de dinámicas internas; el derecho es considerado como sistema autopoiético, en virtud de que regula su propia creación y modificación. véase G. Teubner, Recht als autopoietisches System, Frankfurt am Main, Suhrkamp, 1989. 26 El término eficacia goza en el derecho de una especial ambigüedad, ya que en términos generales se refiere a la capacidad para producir un efecto, en este caso se refiere más bien, a la fuerza específica de las normas en caso de conflicto. Sobre la diferencia entre eficacia y vigencia véase Huerta, Carla, op. cit., nota 3, pp. 37-39.
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Como se señalaba, algunos autores suponen que la pertenencia de un acto normativo a la categoría de fuente no implica sino una diferenciación de tipo doctrinal o científica, en cuanto que no acarrea efectos jurídicos diversos, si se le denomina o no de esa manera. Sin embargo, esta clasificación presenta un significado práctico relevante, dado que en sentido amplio, sirve para determinar la forma en que se relacionan entre sí las normas de efectos generales. Es por ello que dentro de un sistema jurídico dinámico, con una estructura constitucional determinada que cumpla con los requisitos básicos para ser calificada como una Constitución conforme a la teoría del derecho contemporánea,27 existen uno o varios criterios que permiten identificar y ordenar de manera clara las fuentes, principalmente por su fuerza normativa. A continuación se revisarán algunos criterios que sirven para la identificación de las fuentes, lo cual resulta de gran utilidad no solamente para los estudiosos del derecho, sino también y principalmente para aquellos que deben aplicar el derecho. Esto se debe a que la posibilidad de determinar su validez y su fuerza derogatoria28 mediante el conocimiento de su rango y posición en el ordenamiento, es decir, la determinación de la jerarquía de una norma, puede asimismo determinar su obligatoriedad y fuerza vinculante. Es un aspecto relevante también en un momento determinado, incluso para determinar su aplicabilidad en caso de un conflicto entre normas, y sobre todo, de incompetencia por función o por materia. 2. Algunos criterios de ordenación del sistema Normalmente se habla de un sistema de fuentes, porque en un sistema jurídico se prevé más de un procedimiento de creación normativa y éstos están organizados de una forma determinada. Por lo que la clasificación hecha por Bobbio,29 que permite distinguir los ordenamientos jurídicos en simples y complejos, según las normas que los componen, ya sea que deriven de una sola fuente o de varias fuentes, resulta poco práctica, ya que es posible afirmar que los sistemas jurídicos modernos son todos complejos. Hablar de la complejidad del sistema jurídico, sin embargo, 27 Así se puede hablar de unos contenidos estructurales mínimos como son derechos fundamentales, división de poderes, y control de la constitucionalidad, sobre ello se abunda en “Constitución y diseño institucional”, op. cit., nota 2, pp. 27-31. 28 De Otto, op. cit., nota 7, pp. 88-91. 29 Bobbio, op. cit., nota 14, p. 165.
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no excluye su unidad, ya que utilizar el término sistema implica además de una pluralidad de fuentes, que éstas se encuentran ordenadas conforme a ciertos criterios, los cuales determinan la forma en que relacionan y “derivan”30 unas de otras. La relación que existe entre las normas de un sistema jurídico es normativa, no lógica, pues se determina conforme a las reglas del propio sistema. Según Ignacio de Otto,31 las fuentes pueden ser ordenadas conforme a dos principios: el de jerarquía, que produce una ordenación vertical de las fuentes en función de su rango en el ordenamiento, y el de distribución de materias, que sirve como criterio de ordenación horizontal, que permite identificar las normas que ocupan un mismo rango, pero se distinguen creando ámbitos de competencia exclusiva para determinados órganos productores de normas de conformidad con las materias que les sean atribuidas por la norma facultativa, ya sea de manera exclusiva o concurrente. La jerarquía de las normas la establece en primera instancia la propia Constitución, pero también puede ser definida por la jurisprudencia o normas de un rango inferior, cuando la autoridad que las emite ha sido facultada para ello. Se puede decir que los criterios de valoración de las normas que sirven para organizar el sistema de fuentes, son la validez y eficacia derogatoria de cada una de ellas. El problema del sistema de fuentes, radica en que la Constitución normalmente no hace una ordenación exhaustiva de las fuentes, limitándose a establecer los procesos de creación. Por lo tanto, dicha labor se remite a la jurisprudencia, lo cual conduce a otra dificultad que es la de la determinación del rango de la propia jurisprudencia, cuya posición dependerá de las facultades que al órgano que la emita le atribuya la Constitución. En el caso del derecho administrativo, esto ha llevado a que disposiciones subordinadas a la Constitución determinen el rango de las normas o traten de organizar legal o incluso reglamentariamente el sistema de fuentes. Desde la perspectiva doctrinal, la tarea de organización de las fuentes ha sido realizada de manera independiente por cada una de las áreas del de-
30 Si bien, no se trata de una derivación lógica, se puede utilizar el término de manera analógica, en virtud de que las normas se suceden de conformidad con una lógica normativa y en un caso determinado mediante la subsunción siguiendo los principios reguladores del sistema jurídico, o en virtud de la jurisprudencia de conformidad con las reglas establecidas. 31 Otto, Ignacio de, op. cit., nota 7, pp. 87 y ss.
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recho, en otras palabras, no existe una estructura genérica de las fuentes elaborada por la teoría del derecho. En cuanto a la validez es conveniente adoptar el criterio de Kelsen,32 para quien la validez de las normas depende de su adecuación formal al proceso de creación determinado por la norma inmediatamente superior, es decir, del procedimiento y la competencia. Pero la validez también depende de la conformidad con los contenidos de la norma inmediata que sea jerárquicamente superior, y en última instancia de la adecuación material a los contenidos constitucionales. La ordenación jerárquica de las normas implica fundamentalmente dos tipos de relaciones entre las mismas que se pueden considerar dependientes: la validez, que deriva de la adecuación al proceso de creación normativo determinado en la norma superior (inmediata) tanto formal como materialmente, y la derogación que se sigue como consecuencia jurídica del incumplimiento, ya sea del proceso formal de creación o de su inadecuación material a la norma jerárquicamente superior.33 Finalmente se puede decir que el rango de una norma es determinado por su capacidad para definir la validez de otras normas. En la medida en que sirve como parámetro de referencia de una o varias normas se supraordena a ellas. Es posible hablar de jerarquía, porque las fuentes se relacionan entre sí, constituyendo una compleja red de interconexiones, su posición refleja su fuerza y eficacia derogatorias, o prelación de aplicabilidad, por decirlo de alguna manera. Esta organización se traduce en límites a los órganos creadores, demarcando el ámbito de validez de la creación del derecho. Por lo tanto, lo que no se encuentre comprendido dentro de la competencia atribuida por o conforme a la Constitución, no sería válido. La ordenación jerárquica implica el análisis de las formas que las normas pueden adoptar, se habla entonces de una jerarquía formal donde hay subordinación de unos poderes normativos respecto de otros. Otro criterio ordenador del sistema jurídico es el de competencia, una de sus expresiones es lo que De Otto denominaba la distribución de materias que se traduce en la subordinación de unas fuentes a otras me32 33
Kelsen, Hans, op. cit., nota 10, pp. 202 y ss. En caso de la derogación, se debe tomar en cuenta el principio de autoridad formal de la ley, que establece que sólo un acto del mismo rango y fuente puede derogar otro. Aquí se utiliza el término derogación en sentido amplio, como consecuencia del enfrentamiento de una norma con otra superior, es decir, en relación con su eficacia derogatoria en caso de conflicto.
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diante la asignación de un campo propio, esto es, de materias reservadas, lo cual conlleva a que los órganos creadores de normas son limitados en su objeto. Es un sistema de articulación de fuentes complementario y corrector, que se refiere a las materias susceptibles de ser reguladas. Esto significa que solamente determinados tipos de normas pueden regular algunas materias, un ejemplo de ello, es la distribución territorial de la competencia.34 El sistema de ordenación por competencia confiere a las normas otro rango y prelación que puede llegar a superar al jerárquico en caso de colisión. En relación con la organización de las fuentes conforme al criterio de competencia, se puede decir que existen dos técnicas básicas: 1) la distribución competencial entre órganos de un mismo rango, por ejemplo entre dos órganos constituidos, el Poder Legislativo crea la ley y el Poder Ejecutivo el reglamento correspondiente, así, de conformidad con el principio de legalidad, se produce la subordinación del reglamento a la ley por la naturaleza de norma que desarrolla, y 2) la reserva de ley, que se refiere a las materias que sólo determinado tipo de norma puede regular de manera exclusiva, sin embargo, esto no impide que dichas normas puedan regular otras materias. En este caso la relación entre las normas depende del contenido de las mismas. Esto haría pensar en una estructura del sistema jurídico mucho más compleja de lo que se había pensado en un principio, organizado más bien como una red de varios niveles o dimensiones que como una pirámide. Esta idea, aunque desarrollada en otros términos, ya es mencionada por Raz,35 cuando sugiere que los sistemas jurídicos deben ser considerados como “intrincadas urdimbres de disposiciones jurídicas interconectadas”. A su vez Ost36 y Van de Kerchove se avocan a la revisión del paradigma de la estructura piramidal del sistema jurídico, llegando a la conclusión de que debe ser substituido por el de un derecho en red, vinculado a las ideas de regulación y “gobernación” (gouvernance). 34 De tal forma que en principio las fuentes pueden ser ordenadas jerárquica y de manera territorialmente diferenciada, por lo que en el caso de un sistema federal por ejemplo, se crean, por decirlo de alguna manera, dos pirámides o sistemas de fuentes en razón de sus competencias, subordinadas ambas a una Constitución federal. 35 Raz, Joseph, El concepto de sistema jurídico. Una introducción a la teoría del sistema jurídico, traducción de Rolando Tamayo y Salmorán, México, UNAM, 1986, p. 220. 36 Ost, François y van de Kerchove, Michel, De la piramide au réseau. Pour une Theorie dialectique du droit, Bruselas, Publications des Facultés universitaires Saint-Louis, p. 608.
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Finalmente, se puede decir que para poder ordenar las fuentes es preciso encontrar y analizar los criterios de diferenciación entre las normas, para posteriormente poder elegir aquellos que sean acordes a las cualidades propias del orden jurídico en cuestión. Si se define a las fuentes en términos de su capacidad para crear normas jurídicas, deben organizarse de conformidad con la prelación y la aplicabilidad de las normas en caso de conflicto, por lo que el criterio de referencia es su eficacia derogatoria. De modo que las fuentes pueden ser organizadas en principio de conformidad con los criterios de jerarquía y competencia, complementados por las reglas de aplicación y primacía relativas que resuelvan los conflictos entre estos criterios. Por lo tanto, parece lógico concluir que el sistema de fuentes se articula como reglas de validez, lo cual tendría como consecuencia poder establecer reglas de resolución de conflictos y la posibilidad de declarar la invalidez de la norma invasora en el caso de la invasión de materia, y la nulidad, en el caso de la incompetencia. 3. Clasificación La forma en que las fuentes pueden ser organizadas es desde una perspectiva de derecho positivo, considerando si éstas están o no previstas en el orden jurídico vigente. Desde la perspectiva puramente teórica en cambio, para ordenar las fuentes es preciso delimitar el concepto e identificar los criterios de clasificación. Así, es posible partir de un concepto de fuentes del derecho que abarque todos los procedimientos de creación normativa que estén contemplados en el sistema jurídico, aun cuando no sean específicamente designados con este nombre. Esto significa que las fuentes pueden estar reguladas en la Constitución, o que pueden ser encontradas en otras disposiciones de rango inferior, como por ejemplo en leyes o reglamentos. Por ello es que se debe cuestionar hasta qué grado, puede llegar el reconocimiento de fuentes cuyo origen se encuentre en normas de rango inferior al constitucional. De lo anterior, se puede derivar una distinción que permite clasificar a las fuentes en: 1) fuentes primarias, como aquellas que son reguladas por la norma fundamental, y
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2) fuentes secundarias, como aquellas reguladas por otras disposiciones secundarias, tales como la ley, los tratados internacionales o la jurisprudencia, por ejemplo. Si bien es cuestionable la legitimidad de la atribución de competencias legislativas por normas de un rango inferior al de la ley, entendido este concepto como norma directamente subordinada a la Constitución, se podría considerar un tercer tipo de fuentes legitimado en el sistema jurídico en virtud del órgano que la emite. De tal forma que cabría hablar de: 3) fuentes terciarias: entendidas como normas generales que emanan de facultades delegadas por autoridad competente, y previstos en normas de rango inferior a la ley. Se trata de una situación que debe analizarse directamente en las disposiciones de un determinado orden jurídico, ya que en estos casos, incluso la legalidad de la norma es cuestionable. Por otra parte, las fuentes del derecho pueden ser clasificadas de acuerdo a criterios formales o bien materiales, los primeros se refieren a los órganos productores de las normas, a los procedimientos o al tipo o rango de la norma que las prevé. Los criterios materiales, en cambio, se refieren a las características propias de la norma, generalidad, abstracción, etcétera. En términos generales, las fuentes que la doctrina ha reconocido son: la ley, la jurisprudencia, la doctrina, los principios generales del derecho,37 así como los tratados internacionales y los reglamentos. La lista mencionada no implica en sí misma ningún tipo de prelación o relación de orden jerárquico. El orden y posición en el ordenamiento jurídico depende del reconocimiento y estipulación expresa que la propia norma fundamental haga de la eficacia derogatoria de las fuentes. En la teoría del derecho, el concepto de fuentes del derecho se ha utilizado para identificar las diversas formas de creación de normas de jurídicas, reconociendo de manera genérica, dos procedimientos de creación: la creación deliberada y la espontánea. Con dichas formas se ha 37 Originalmente los principios generales del derecho sirvieron como instrumentos para el método procedimental de interpretación e integración del derecho hasta 1945. Posteriormente vienen a cumplir una nueva función no solamente interpretativa, sino también directiva como guías de interpretación utilizables aun en los casos en que no exista una laguna. Debido a su estructura se pueden asimilar a normas, ya que se formulan mediante operadores deónticos y al hecho de ser vinculantes, pero su fuerza vinculante no es igual a la de otras fuentes, como su estructura tampoco es igual a la de las demás normas.
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identificado normalmente los dos grandes sistemas jurídicos de la actualidad, el sistema de derecho escrito y el de derecho consuetudinario. En consecuencia, en su Teoría general del derecho, Bobbio, al tratar el tema de las fuentes, señala que existen dos medios para regular la conducta. 1) La recepción de normas ya formuladas, producto de ordenamientos diversos y precedentes; y 2) La delegación del poder de producir normas jurídicas en poderes u órganos inferiores. Por estas razones, es que según Bobbio, en todos los ordenamientos al lado de las fuentes directas se encuentran las fuentes indirectas, que se pueden distinguir en dos clases: fuentes reconocidas y fuentes delegadas. Es sobre todo en relación con este segundo tipo de fuentes delegadas que se presentan los problemas de irregularidad ya sea legal o constitucional, que afecta la validez de las normas. Para Bobbio, la complejidad de un ordenamiento jurídico proviene, por tanto, de la multiplicidad de las fuentes de las cuales afluyen las reglas de conducta, en última instancia del hecho de que estas reglas tienen diverso origen, y llegan a existir (esto es, adquieren validez) partiendo de puntos muy lejanos.38 Esta última cuestión, según Bobbio, demuestra que el problema de la distinción entre fuentes reconocidas y fuentes delegadas es un problema cuya solución depende también de la concepción general que se asuma respecto de la estructura de un ordenamiento jurídico. La relevancia de distinguir entre estos dos tipos de fuentes radica en la legitimidad de la autoridad normativa y la validez de la norma que expide, pudiendo llegar a ser el caso que se cuestione la legalidad o incluso la constitucionalidad de la fuente. IV. EL SISTEMA JURÍDICO Y LAS FUENTES DEL DERECHO 1. Las fuentes del derecho como reglas de validez Como es sabido, la denominación de fuente en sí no cumple función alguna en el sistema jurídico, para la doctrina, en cambio, sirve para 38
Bobbio, op. cit., nota 14, pp. 166-168.
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identificar y organizar cierto tipo de actos normativos. El objetivo de organizar las fuentes es conocer los efectos de las fuentes como normas y la forma en que éstas se relacionan. Por lo que se puede decir que las fuentes sirven para determinar las obligaciones, prohibiciones y potestades de las personas y autoridades, para establecer su prelación en caso de conflictos normativos, o como argumentos en la decisión judicial. Una de las principales funciones que han sido atribuidas por la doctrina a las fuentes es la de constituir reglas de validez, así por ejemplo, para Kelsen39 la forma en que las normas se relacionan en un sistema jurídico genera cadenas de validez normativa, en virtud de la relación de supra-subordinación que existe entre ellas. Según la tesis de Hart,40 las reglas primarias de obligación se complementan con las secundarias, que además de ser de un tipo diferente por que se refieren a las primarias, o mejor dicho, al sistema jurídico, corresponden además a otro nivel, el de creación normativa. Estos dos niveles no se encuentran jerarquizados y sus normas no se relacionan entre sí, puesto que cumplen funciones distintas. Las secundarias, la regla de reconocimiento, las de cambio y las de adjudicación, sirven básicamente como reglas de identificación de las reglas primarias, así, la regla de reconocimiento constituye en primera instancia un criterio de pertenencia, pero es también un parámetro de validez. Para él, las reglas que confieren jurisdicción, que corresponderían a la clase de reglas de adjudicación, son también reglas de reconocimiento que identifican a las reglas primarias a través de las decisiones de los tribunales, y estas decisiones se convierten en “fuente” de derecho.41 Los sistemas jurídicos desarrollados, prevén según Hart,42 reglas de reconocimiento complejas, que permiten la identificación de sus fuentes por referencia a alguna característica general que corresponde a las reglas primarias, más que por referencia a una lista o texto. De esta manera según Hart, se introduce un signo de autoridad, que contribuye ya de cierta forma, a la idea de sistema jurídico y al mismo tiempo constituye “el germen de la idea de validez jurídica”. Para Hart las ideas de validez del derecho y de fuentes del derecho pueden ser clarificadas en términos de la regla de reconocimiento. Esto 39 40 41 42
Kelsen, Kelsen, op. cit., nota 10, pp. 197-228. Hart, op. cit., nota 1, pp. 116 y 117. Ibidem, p. 121. Ibidem, p. 118.
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se debe a que Hart, como Kelsen, considera a las fuentes como criterios de validez. Para Hart, sin embargo, “[d]ecir que una determinada regla es válida es reconocer que ella satisface todos los requisitos establecidos en la regla de reconocimiento y, por lo tanto, es una regla del sistema”,43 mientras que para Kelsen44 el criterio supremo de validez de las normas es la Constitución y, en última instancia, la norma fundamental. Hart, en cambio, considera que la regla de reconocimiento que suministra los criterios para determinar la validez de otras reglas del sistema es una regla última, pero se trata de una cuestión empírica, no de un presupuesto, de una hipótesis o de una ficción como para Kelsen.45 Hart equipara las fuentes del derecho con criterios de validez, y señala, que “un criterio de validez jurídica (o fuente de derecho) es supremo, si las reglas identificadas por referencia a él son reconocidas como reglas del sistema, aun cuando contradigan reglas identificadas por referencia a los otros criterios, mientras que las reglas identificadas por referencia a los últimos, no son reconocidas si contradicen las reglas identificadas por referencia al criterio supremo”.46 De esta manera Hart reconoce una jerarquía a los criterios de validez y determina reglas de prevalencia en la aplicación de las normas en caso de conflicto. Estas reglas de validez proveen además a la organización de las fuentes del derecho que se clasifican en un orden de subordinación y primacía relativas conforme a su fuerza normativa. De las reglas secundarias de Hart que se refieren al propio sistema jurídico, las reglas de adjudicación y de cambio pueden ser consideradas como normas de competencia, ya que establecen los órganos y procedimientos que pueden crear o modificar la regulación. La relevancia de estas normas radica en que constituyen los elementos fundamentales de la dinámica jurídica, aunque como mecanismos de cambio podrían ser con43 44 45
Ibidem, p. 129. Kelsen, Teoría pura del derecho, cit., nota 6, pp. 73-79. Esto es así, porque en la primera edición de la Teoría pura del derecho Kelsen consideraba que la norma fundamental era un presupuesto metodológico necesario, para fundamentar la validez del sistema jurídico. Posteriormente la consideró una hipótesis y finalmente una ficción, no obstante, siempre careció de un acto de autoridad que la fundamentara. Reine Rechtslehre, Darmstadt, Scientia Verlag Aalen, 1934 (1985), p. 66, Reine Rechtslehre, 2a. ed., pp. 197 y ss. y Allgemeine Theorie der Normen, Viena, Manz Verlag, 1979, p. 206. 46 Hart, op. cit., nota 1, pp. 123, 132.
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siderados de nivel secundario. El primario lo constituye la regla de cambio constitucional, dado que modifica la base del sistema jurídico. Así, se puede observar que en la teoría de Hart, que distingue dos tipos básicos de reglas, las primarias y las secundarias, se pueden diferenciar varias clases de reglas secundarias. La pregunta que surge a partir de ello es si las reglas de reconocimiento y de cambio pertenecen a una misma categoría por ser reglas de modificación del sistema jurídico que sirven para crear normas, y que solamente se distinguen por su rango y función. De ser así, la regla de reconocimiento podría también ser considerada como una norma de competencia y le correspondería el rango supremo entre las fuentes, pues permite la creación y modificación del “sistema primario de fuentes”, es decir, aquél previsto en la Constitución. Las denominadas reglas de cambio, en el caso de estar previstas en la Constitución, corresponderían a un rango subordinado al anterior en el que se encuentran las “fuentes primarias”, y en un segundo nivel corresponderían las “fuentes secundarias” y también las “terciarias” dependiendo de si se encuentran previstas en la ley o en una norma de rango subordinado a ésta. En realidad la regla de reconocimiento solamente puede ser distinguida de la regla de cambio en relación con su función, más que por su naturaleza, ya que la misma norma puede servir de reconocimiento para determinar la pertenencia de una norma al sistema o como regla de cambio para modificar el sistema jurídico. Ambas son normas jurídicas, cuyo contenido son procedimientos de creación normativa que se distinguen funcionalmente y de acuerdo a la ocasión en que son aplicadas, por lo que se pueden ubicar ambas en la clase de fuentes del derecho. De tal forma que la regla de reconocimiento no sirve exclusivamente para determinar la pertenencia de las normas del sistema, aun cuando sea considerada por Hart como una “regla última que establece criterios dotados de autoridad para la identificación de las normas válidas del sistema“47, sino que constituye en primera instancia una regla de validez, de gran relevancia por cierto, pues determina la validez del sistema jurídico mismo, pero también determina la validez de las normas que lo integran. La regla de reconocimiento es una fuente en sentido estricto, puesto que de ella procede un sistema jurídico, reconoce una autoridad y su compe-
47
Hart, op. cit., nota 1, p. 310.
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tencia, y en ocasiones también el procedimiento de creación de la norma suprema o las normas fundamentales de un sistema jurídico. La regla de reconocimiento normalmente se puede considerar como compleja, es decir, integrada por diversas autoridades y procedimientos, o bien, se admite que existen diversas reglas de reconocimiento. Así Hart señala que, “[e]n un sistema jurídico moderno donde hay una variedad de “fuentes” de derecho, la regla de reconocimiento es paralelamente más compleja: los criterios para identificar el derecho son múltiples y por lo común incluyen una Constitución escrita, la sanción por una legislatura, y los precedentes judiciales”.48 Parece que Hart estaría así identificando a la Constitución con la regla de reconocimiento o parte de ella, dependiendo del sistema jurídico en cuestión, y por ende, con el criterio último de validez de las normas de un sistema jurídico. Respecto de estas afirmaciones, surge un problema en relación con la determinación del carácter de la norma que permite el cambio de la norma fundamental, pues al tratarse de una regla de cambio, constituye de manera indudable una fuente del derecho, pero dado su carácter de prescripción que permite la modificación de los contenidos de la norma suprema del orden jurídico, o de ella en su totalidad, debe reconocérsele también el carácter de regla de reconocimiento. Esto llevaría a la conclusión de que no es fácil o posible separar estas dos categorías de manera tajante, tal como hace Hart en su clasificación. Las reglas de adjudicación no son analizadas, dado que a pesar de constituir normas de competencia, solamente facultan para la elaboración de normas individualizadas, por lo que no son consideradas como parte del sistema de fuentes. 2. La Constitución como regla suprema de validez La dinámica del derecho es la línea rectora de la investigación del proceso de determinación de la validez de las normas jurídicas en virtud de su carácter de principio determinante del funcionamiento del sistema jurídico. Esto justifica el análisis de las normas constitucionales, en su calidad de norma fundante del sistema, y norma suprema que estructura las relaciones de todas las normas del sistema. Por lo tanto, para com48
Ibidem, p. 126.
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prender la función y operatividad de las fuentes es necesario entender el significado de la supremacía de la primera norma positiva o Constitución, para la determinación de las cadenas de validez normativa. Como ya ha sido mencionado, para poder hablar de la concepción de la Constitución como norma suprema es relevante tomar como punto de partida el concepto de Constitución en Kelsen,49 para contar con un esquema de sistema jurídico escalonado en el que la norma superior determine los contenidos y procedimientos de creación de las normas inferiores para crear reglas de validez. Con ello se determinaría un primer criterio de organización de las normas, el de jerarquía. Este esquema de validez supone que la Constitución es la primera norma positiva del sistema, ya que establece los procesos y órganos de creación de las normas inferiores, así como los contenidos obligatorios, prohibidos o permitidos de las normas inferiores, de tal forma que la Constitución se convierte en el parámetro de validez formal y material del sistema jurídico. Esta posición le confiere una supremacía en sentido material, en virtud de que el sistema jurídico se construye en función de ella, y a que hace la distribución de las competencias, por lo que necesariamente es superior a los órganos creados y a las autoridades investidas por ella. La Constitución es el fundamento y límite de validez del ejercicio de la potestad normativa. En el sentido jurídico del término, la Constitución se identifica en el sistema jurídico principalmente por su relación con la normatividad, producto del ejercicio de las facultades normativas conferidas a los órganos constituidos, como potestad de creación normativa. De tal forma que al establecer la atribución de competencias normativas concreta el sistema de fuentes en un primer nivel, el de las “potestades normativas primarias”, por denominarlas de alguna manera. La supremacía formal, en cambio, se refiere a su forma de elaboración, no solamente en virtud de su especial proceso de otorgamiento, sino principalmente en virtud de la regulación de los procesos de revisión de la norma constitucional. Esto daría lugar a poder distinguir entre dos tipos de normas de cambio en el sentido de Hart, que tendrían rangos diferentes: la constitucional y la ordinaria. La regla de cambio constitucional, permite modificar la base del sistema jurídico y el sistema de fuentes 49 Kelsen, Teoría general del derecho y del Estado, 2a. ed., México, UNAM, 1988, pp. 146 y ss.
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primario que determina la validez de las fuentes derivadas o por delegación de competencia. Por lo que se puede decir que existe una diferencia importante entre la norma fundamental y las demás normas del sistema, ya que la forma de la norma, es decir, su proceso de creación o modificación, determina su rango además de su validez. La supremacía formal es complemento de la material, que la refuerza al impedir su modificación por fuentes de un nivel inferior.50 La cuestión relativa a la supremacía formal se encuentra vinculada a la de la validez de la primera norma positiva y norma suprema de un sistema jurídico. En relación con este problema surgen las dudas respecto de la naturaleza y validez de la regla de reconocimiento primaria del sistema. No obstante su relevancia, es un tema que no será abordado en el presente ensayo, en virtud de que para la determinación del sistema de fuentes, la validez de la Constitución es aceptada como presupuesto de funcionamiento del sistema jurídico. En relación con la validez interna de las normas constitucionales, en el caso de una Constitución escrita, se considera que todos los contenidos previstos en ella son supremos, por lo que en principio, todas las normas constitucionales tienen el mismo rango, a menos que la propia Constitución haga una diferenciación expresa respecto de sus contenidos, estableciendo una cierta prelación y consecuencias jurídicas diferenciadas para algunos de ellos. La supremacía de una norma indica su posición en el sistema jurídico, es decir, su eficacia51 y su fuerza derogatorias, pero además se refiere a su capacidad de constituirse como parámetro de validez respecto de otras normas del sistema jurídico. Es por ello que la validez de las demás normas del sistema jurídico dependen de ella y que la contravención de sus disposiciones puede acarrear distintos grados y formas de invalidez, desde la determinación de no aplicabilidad de la norma, hasta su nulidad. 50 Sobre los conceptos de supremacía formal y material, véase Aragón Reyes, Manuel, “Sobre las nociones de supremacía y supralegalidad constitucional”, Revista de Estudios Políticos, Madrid, núm. 50, marzo-abril de 1986. 51 El término eficacia tiene en el derecho distintos significados, para efectos del presente análisis su significado práctico o sociológico, como la efectiva obediencia y aplicación de una norma, no es primordial. Su aspecto jurídico en cambio, en el sentido de que una norma es válida, es decir, que se ha cumplido con su procedimiento de creación, refleja su significado deóntico y permite realizar una evaluación sobre la juridicidad de la norma. Se refiere principalmente a su capacidad de resistencia en caso de enfrentamiento con otra norma en caso de su aplicación.
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Desde la perspectiva de la validez y aplicabilidad de las normas, el término eficacia se refiere más bien al resultado de la colisión de dos normas de rango diverso, es decir, a la fuerza derogatoria o de resistencia que las normas tienen, ésta se conoce como fuerza activa y pasiva, respectivamente. Siguiendo las definiciones de Ignacio de Otto, la “fuerza activa” son los efectos derogatorios de la norma superior, la “fuerza pasiva” es, en cambio, la capacidad de resistencia de la norma superior frente a la inferior.52 Por lo que es posible concluir que la Constitución es por su origen y su posición jerárquica la fuente primaria del sistema jurídico, de tal forma que también puede ser descrita como fuente de fuentes. En virtud de su rango, las normas constitucionales tienen eficacia directa por lo que a su operatividad se refiere, esto implica que no requieren de desarrollo legislativo para producir efectos jurídicos. Como fuente esto le confiere un alto grado de independencia en la aplicación. Esto significa, no solamente que los órganos que hacen el derecho y lo aplican deben tomar la Constitución como premisa de su decisión, tanto al aplicar como al interpretar las normas constitucionales, sino que en caso de conflicto, la aplicación de la norma suprema debe ser considerada preferentemente frente a otras fuentes, salvo en los casos en los que la norma suprema establezca excepciones.
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De Otto, op. cit., nota 7, pp. 88-91.
LA EVOLUCIÓN DEL DEBATE MULTICULTURAL Y SU ESTADO ACTUAL EN LA TEORÍA LIBERAL
Francisco IBARRA PALAFOX* SUMARIO: I. Introducción. II. La primera etapa: derechos de las minorías como comunitarismo. III. La segunda etapa: los derechos de las minorías dentro de un marco liberal. IV. La tercera etapa: los derechos de las minorías como una respuesta a la construcción de los Estados nacionales.
I. INTRODUCCIÓN Entre los principales temas de interés, como estudiosos de la teoría política, se encuentra la discusión sobre los derechos de las minorías1 y la diversidad cultural. ¿Cuáles son los argumentos morales o filosóficos en contra o a favor de tales derechos? Y en particular, ¿cómo se relacionan con los principios básicos de las democracias liberales, tales como son los de la libertad individual, la igualdad y la democracia?
* Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM, México. 1 Al referirme a los derechos de las minorías etnoculturales, o derecho de las minorías para abreviar, uso este término en el sentido amplio que lo emplea Kymlicka, es decir, para referirme a una gran variedad de políticas, desde derechos y excepciones legales, provisiones constitucionales de políticas multiculturales de los Estados, hasta derechos lingüísticos o derechos de los pueblos indígenas. Ésta es una categoría heterogénea, pero tales medidas tienen dos características en particular: 1) van más allá del conocido conjunto de derechos civiles y políticos que son protegidos por todas las democracias liberales y 2) son adoptados con la intención de acomodar las distintas identidades y necesidades de los grupos etnoculturales. Véase Kymlicka, Will, Politics in the Vernacular: Nationalism, Multiculturalism and Citizenship, Gran Bretaña, Oxford University Press, 2001, p. 17. 329
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Al respecto, es importante señalar que el debate filosófico sobre estas cuestiones ha variado sensiblemente tanto en su extensión como en su terminología. A mediados de los años ochenta eran escasos los estudiosos de estos tópicos en la teoría política. En efecto, durante buena parte del siglo XX, aspectos como diversidad cultural, etnicidad o nacionalidad fueron marginales en los escritos filosóficos de los liberales.2 Actualmente, después de décadas de verdadera negligencia por parte de los estudiosos de la filosofía política, podemos sostener que el tema de los derechos de las minorías y el debate multicultural se ha posicionado en el frente de la discusión teórica contemporánea. Este reacomodo teórico tuvo lugar principalmente a finales de la década de los ochenta y principios de la década de los noventa. Desde luego, existen diferentes razones para que esto hubiese sucedido. Entre ellas podemos señalar, obviamente, que el colapso de los países comunistas desató una tremenda oleada de nacionalismo-étnico en Europa del Este, mismo que afectó dramáticamente los procesos de democratización de estos países. En el caso particular de México y de algunos países latinoamericanos, la apertura democrática que experimentaron después de décadas de autoritarismo no sólo estuvo acompañada, sino que fue motivada frecuentemente por la aparición de importantes movimientos de reivindicación indígena, destacando desde luego en el caso mexicano el movimiento armado en el estado de Chiapas.3 La caída del bloque socialista y la apertura democrática de los países latinoamericanos trajo aparejadas las más optimistas 2 3
Kymlicka, Politics in the Vernacular…, cit., nota 1, pp. 17 y 18. En la presente tesis no serán objeto de estudio en lo particular las causas que dieron origen a la aparición del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en el estado de Chiapas el 1o. de enero de 1994, ni tampoco haré un estudio del desarrollo de tal movimiento, sin embargo, considero que para abordar los temas relativos al multiculturalismo en México y los derechos de las minorías en este país, es necesaria una comprensión suficiente de este fenómeno, por consiguiente recomiendo consultar las siguientes obras que brindarán una acercamiento inicial al problema bastante completo: Tello Diaz, Carlos, La Rebelión de la Cañadas, México, Cal y Arena, 1997; Stavenhagen, Rodolfo, Indigenous Movements and Politics in México and Latin América, en Curtis Cook y Lindau Juan, Aboriginal Rights and Self-Government, McGill-Queen’s University Press, 2000, pp.72-97; Harvey, Neil, The Peace Process in Chiapas: Between Hope and Frustration, artículo facilitado por el profesor Will Kymlicka, en agosto de 2002; Stavenhagen, Rodolfo, Prospects for Peace in Chiapas, ensayo que me facilitó el profesor Will Kymlicka, agosto de 2002; Hernández Navarro, Luis, Between Memory and Forgetting: Guerrillas, the Indigenous Movement, and Legal Reform in the Time of the EZLN, artículo que me facilitó el professor Will Kynlicka, agosto de 2002.
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afirmaciones, en particular aquella consistente en sostener que una pacifica transición a la democracia tendría lugar en estos países. No obstante lo anterior, hay varios aspectos que nos obligan a examinar el avance del estudio sobre los derechos de las minorías con cautela: el resurgimiento de sentimientos xenófobos contra las comunidades de inmigrantes y refugiados en varios países; la aparición de importantes movimientos indígenas que, entre otros hechos, tuvo significativa importancia para que la ONU expidiera una declaración de los derechos indígenas, así como para la reforma constitucional en México; de igual manera, es importante señalar la amenaza de secesión que tuvo lugar en varias democracias occidentales, desde el intento separatista de Quebéc en Canadá, pasando por los escoceses y los norirlandeses en el Reino Unido, hasta llegar a los catalanes y vascos en España.4 Toda esta serie de acontecimientos políticos que tuvieron lugar desde principios de la década de los noventa establecieron que ni las democracias occidentales, ni las emergentes democracias de Europa del Este habían resuelto los problemas que emanaban de las diferencias etno-culturales. En consecuencia, no debe sorprendernos que los estudiosos de la teoría política hubiesen decidido ocuparse de manera creciente de los problemas de la diversidad cultural. De esta manera, ha sido frecuente en la literatura política ver libros sobre democratización, secesión, nacionalismo, diversidad cultural, etnicidad, multiculturalismo y derechos indígenas. Pero no sólo ha habido un incremento considerable en la literatura sobre los temas anteriormente señalados, sino que la naturaleza misma del debate ha cambiado significativamente y es precisamente en esto en lo que deseo concentrarme. En efecto, trataré de explicar brevemente 4 Para un breve examen de los conflictos étnicos y los movimientos nacional-separatistas en algunos países de Europa Occidental, así como sobre algunos casos prácticos acaecidos en la Europa Oriental después del colapso socialista, consúltese: Walzer, M., On toleration, New Haven, Yale University Press, 1997, pp. 51-64, quien examina sucíntamente los casos particulares de Francia, Israel y Canadá; asimismo de la obra de McGarry, John y O’Leary, Brenda, The Eolitics of Ethnic Conflict Regulation. Case Studies of Protracted Ethnic Conflicts, Gran Bretaña, Routledge, 1993; consúltense los siguientes ensayos: McGarry, John y O’Leary, Brenda, The Macro-Political Regulation Of Ethnic Conflict, pp. 1-39; Noel, S. J. R., Canadian Responses To Ethnic Conflic. Consociationalism, Federalism And Control, cit., pp. 41-61; Lieven, Dominic y McGarry, John, Ethnic Conflict in the Soviet Union and its Successors States, pp. 62-83; Schöpflin, George, The Rise and Fall of Yugoslavia, pp. 172-203; Keating, Michael, Spain Peripherial Nationalism And State Response, pp. 204-225.
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cómo ha evolucionado el debate multicultural y de los derechos de las minorías. Para empezar y siguiendo a Will Kymlicka, podemos decir que se pueden distinguir con claridad tres etapas del debate multicultural.5 II. LA PRIMERA ETAPA: DERECHOS DE LAS MINORÍAS COMO COMUNITARISMO
Kymlicka señala correctamente, que la primera etapa del debate tuvo lugar principalmente antes de 1989 y la podríamos llamar el predebate.6 En las décadas de los setenta y ochenta, los teóricos que discutían los problemas multiculturales y de las minorías asumían que el debate sobre los derechos de las minorías era, en esencia, equivalente al debate entre liberales y comunitaristas (o dicho de otra manera, entre individualistas y colectivistas). Ahora bien, confrontados como estaban en ese momento con un problema y con una materia poco explorada, no debe extrañarnos que aquéllos dedicados a la teoría política buscaran analogías con debates que les fueran conocidos, entre los cuales, el debate entre liberales y comunitaristas les parecía el más apropiado.7 El debate entre liberales y comunitaristas es ya para nosotros un viejo debate de la filosofía política, de la cual inclusive podemos encontrar claros antecedentes varios siglos atrás y que no trataré de reproducir en el presente artículo. Sin embargo, por considerar que la descripción de tal debate es de la mayor importancia para la cabal comprensión del presente trabajo, trataré de esbozar una idea general del mismo. De manera muy general, puedo señalar que el debate entre liberales y comunitaristas gira esencialmente entorno a la prioridad de la libertad individual. Efectivamente, los liberales insisten en que los individuos deben ser libres para decidir sobre su propia concepción de la vida, asimismo celebran la liberación de los individuos de cualquier tipo de adscripción y status que poseyeran con anterioridad, pues creen en la autonomía individual como factor esencial para la definición de las formas de vida particulares de las personas. Es así como los individualistas 5 6 7
Kymlicka, Will, Politics in the Vernacular..., cit., nota 1, pp. 18 y ss. Ibidem, pp. 18 y 19. Sobre el debate entre comunitaristas y liberales, véase Kymlicka, Will, Contemporary Political Philosophy. An Introducción, Oxford, Oxford University Press, 1990, pp. 199-237.
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y liberales señalan que indiscutiblemente el individuo es moralmente anterior a la comunidad y que la comunidad sólo es importante en la medida en que contribuye al bienestar de los individuos que la integran.8 De esta manera, cuando la comunidad se enfrente a la autonomía de los individuos habrá que manifestarse decididamente por esta última. Los comunitaristas, por su parte, disputan esta concepción de la autonomía individual pues ven a los individuos como entes estrechamente vinculados y determinados por los particulares roles y relaciones sociales que desempeñan en sus particulares contextos comunitarios. Es así como señalan que tales relaciones y determinaciones no les permiten revisar sus propias concepciones de lo que podría ser una buena vida, sino que por el contrario, les heredan una forma de vida que define lo que es bueno para ellos. En este sentido, los comunitaristas más que considerar a las prácticas grupales como el producto de las opciones individuales, ven a los individuos como producto de sus particulares prácticas sociales. Más aún, frecuentemente niegan que los intereses de las comunidades puedan ser reducidos a los intereses de los individuos en lo particular. Privilegiar la autonomía individual es, en consecuencia para los comunitaristas, considerado no sólo como algo nocivo, sino además destructivo para las comunidades.9 Asimismo, en esta primera etapa del debate la posición que uno asumiera en torno a los derechos de las minorías dependía, o más bien derivaba, de la posición que uno asumiera sobre el debate entre liberales y comunitaristas. De esta manera, si uno era un liberal, tendería a promover la autonomía individual y a oponerse a los derechos de las minorías como un innecesario y peligroso alejamiento de las perspectivas que enfatizan los aspectos individuales. Los comunitaristas contrariamente a lo anterior, consideraban a los derechos de las minorías como una manera apropiada de proteger a las comunidades de los efectos corrosivos de la autonomía individual, afirmando el valor intrínseco de la comunidad y oponiéndose a todo tipo de autodefinición del individuo mediante su libertad. De esta manera, los comunitaristas consideraban a las minorías etno-culturales como acreedoras de cualquier tipo de protección que se les pudiese otorgar frente a los riesgos provenientes de la autonomía y la libertad individuales que atentaran contra la existencia de los grupos 8 9
Kymlicka, Will, Politics in the Vernacular…, cit., pp. 18 y 19. Ibidem, p. 19.
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minoritarios, pues en buena medida consideraban que las solidaridades comunitarias se encontraban en peligro frente a los sociedades liberales, además de que la vida comunal era por sí misma valiosa y en consecuencia digna de proteger. Este debate sobre la relativa prioridad y reductibilidad de los derechos de las minorías a los individuos o a los grupos, a la autonomía o a los vínculos comunitarios, dominó la primera generación de la literatura sobre estos derechos,10 pues como hemos visto, los defensores del liberalismo estuvieron de acuerdo en que los derechos de las minorías eran inconsistentes con los postulados esenciales del liberalismo y de la autonomía individual, mientras que para los comunitaristas la defensa de los derechos de las minorías significaba, en su momento, asumir la crítica comunitaria del liberalismo y considerar a estos derechos como necesarios para una defensa coherente de los vínculos y solidaridades de los grupos minoritarios, que se consideraban per se, adheridos a los valores comunales, contra lo que consideraban era una amenaza por parte del liberalismo individualista. III. LA SEGUNDA ETAPA: LOS DERECHOS DE LAS MINORÍAS DENTRO DE UN MARCO LIBERAL
Estoy de acuerdo con Kymlicka cuando señala que en esta segunda etapa del debate, la pregunta que debemos formularnos es la siguiente: ¿cuál debe ser la amplitud de los derechos de las minorías dentro de la teoría liberal?11 Como podemos apreciar, han cambiado los términos del debate. El problema ya no es cómo proteger a las minorías del mismo liberalismo, como se planteaba en la primera etapa, sino más bien por qué las minorías etnoculturales (que comparten principios liberales básicos) necesitan de los derechos de las minorías. Dicho de otra manera, el problema puede ser planteado como sigue: si los grupos minoritarios son liberales, entonces por qué sus miembros necesitarían derechos especiales como lo son los derechos de las minorías,12 no siendo suficientes los derechos propios de la ciudadanía.
10 11 12
Idem. Ibidem, p. 21. Idem.
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Este es el tipo de preguntas que Raz trata de contestar en algunos de sus trabajos en los que aborda problemas relacionados con la diversidad cultural.13 Raz insiste que la autonomía de los individuos —su habilidad para tener elegir una buena vida— esta íntimamente ligada con el acceso a su cultura, con la prosperidad y florecimiento de ésta y con el respeto que los le otros le deben. De esta manera los derechos de las minorías nos permiten asegurar el florecimiento y el respeto mutuo entre las diferentes culturas. Otros escritores liberales importantes como David Miller, Yael Tamir y particularmente Will Kimlycka,14 han formulado similares argumentos acerca de la importancia de la pertenencia cultural o la identidad nacional para los ciudadanos modernos de las democracias liberales. Los detalles del argumento varían un poco, sin embargo, cada uno de ellos señala, en sus propios términos, que existen importantes intereses sociales que son consistentes con los principios liberales de libertad e igualdad y que están intrínsecamente relacionados a la cultura y a la identidad cultural. Tales intereses justificadamente otorgan derechos especiales a las minorías y que nosotros hemos llamado derecho de las minorías. Por lo anterior, podríamos llamar a esta posición como cultural-liberalista. Diversos argumentos se han levantado en contra de la posición liberal que favorece la teoría de los derechos de las minorías,15 sin embargo, para Kymlicka inclusive aquellos que simpatizan con el liberalismo cultural enfrentan un problema obvio pues, en su opinión, es muy claro que hay ciertos derechos de las minorías que podrían erosionar más que favorecer a la autonomía individual. En efecto, para Kymlicka un aspecto crucial que enfrentan aquellos que defienden los derechos de las minorías consiste en distinguir entre lo que podríamos llamar “malos” derechos de las minorías que implican una restricción a los derechos individuales, de aquellos “buenos” derechos de las minorías que soportan y 13 Raz, Joseph, “Multiculturalism: A Liberal Perspective”, Dissent, invierno de 1994, pp. 67-79. 14 Yael Tamir, Liberal Nationalism, Princeton, Princeton University Press, 1993; Miller, David, On Nationality, Oxford, Oxford University Press, 1995; Kymlicka, Will, Ciudadanía multicultural. Una teoría liberal de los derechos de las minorías, Barcelona, Paidós, 1996. 15 Sobre la crítica que hacen algunos a la pretensión de los liberales de integrar los derechos de las minorías a la teoría liberal, es interesante el artículo de Kukhatas, quien fue pionero en este tipo de críticas, veáse Kukhatas, Chandran, “Are There any Cultural Rights?”, Political Theory, vol. 20, núm. 1, febrero de 1992, pp. 105-139.
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favorecen a los derechos individuales. En este sentido Kymlicka se ha propuesto distinguir entre dos tipos de derechos que pueden ser exigidos por un grupo culturalmente diferenciado. El primero implica un tipo de derechos del grupo contra sus propios miembros, designados para proteger al propio grupo de los impactos desestabilizadores provocados por las disensiones o las diferencias internas de sus integrantes (como podría ser la decisión de miembros individuales de no seguir tradicionales prácticas o costumbres). El segundo implica el derecho del grupo a protegerse contra la sociedad dominante (como podrían ser los integrantes del Estado nacional) y estaría designado a proteger al grupo del impacto que pudiesen causar las presiones externas, como podrían ser las decisiones económicas o políticas que asumiera en su nombre un Estado.16 Kymlicka llama a las primeras restricciones internas y a las segundas protecciones externas. Ahora bien, en virtud de que el fundamento teórico de los liberales es la autonomía interna, Kymlicka señala que los liberales deben ser escépticos acerca de las restricciones internas. Esto en virtud de que Kymlicka, como la mayoría de los liberales culturalistas, rechaza la idea de que cualquier grupo pudiera legítimamente restringir los derechos civiles básicos o los derechos políticos básicos de sus propios miembros con el pretexto de preservar la pureza o autenticidad de la cultura o las tradiciones del grupo. Sin embargo, en opinión de Kymlicka, una concepción cultural del multiculturalismo puede estar de acuerdo en el otorgamiento de diversos derechos que puedan ser oponibles a la sociedad dominante, de tal manera que se pueda reducir la vulnerabilidad de los grupos minoritarios o en desventaja, frente a las decisiones económicas y políticas que asuman la sociedad dominante. Tales protecciones externas son consistentes con los principios liberales, aunque se pueden convertir en ilegítimas si ellas también, en lugar de reducir la vulnerabilidad del grupo frente a los integrantes de la sociedad dominante, permiten que una minoría dentro del grupo ejerza algún tipo de dominio político o económico sobre otro grupo o sobre integrantes del mismo grupo. Dicho de una manera muy general, podemos decir que para Kymlicka, los derechos de las minorías son consistentes con el liberalismo si: a) ellos protegen la libertad de los individuos dentro del grupo y b) si promueven las relaciones de equidad entre los grupos o sus inte-
16
Kymlicka, Will, Politics in the Vernacular…, cit., nota 1, p. 22.
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grantes.17 Otros liberales culturalistas argumentan que algunas formas de restricciones internas deberían ser permitidas, siempre y cuando sus miembros tengan la posibilidad de abandonar el grupo en el cual se encuentran, o la comunidad a la que pertenecen.18 En síntesis, podemos señalar que en esta segunda etapa del debate multicultural, la cuestión de los derechos de las minorías es reformulada como una pregunta o como un problema dentro de la propia teoría liberal y su propósito es demostrar que, algunos (pero no todos) de los derechos de las minorías promueven los valores liberales. Ciertamente, esta segunda etapa refleja un verdadero progreso en relación con la primera, pues ya poseemos una mayor comprensión de las implicaciones normativas que ha propuesto el debate, además de que hemos ido más allá de la estéril y confusa polémica en torno al individualismo o al colectivismo, como era propio de la primera etapa. Asimismo, considero importante señalar que esta segunda fase de la discusión sobre la congruencia liberal de los derechos de las minorías es muy amplia y comprende a muy diversos autores y a algunos de los teóricos más importantes de la filosofía política angloamericana como John Rawls, Joseph Raz, Charles Taylor y Iris Marion Young y Ami Gutman, por citar a algunos de los más importantes.19 Ahora bien, como hemos podido apreciar, esta segunda etapa del debate multicultural se refiere, en buena medida a la necesidad que en la década pasada tuvieron los teóricos liberales de asumir que los derechos de las minorías formaban parte de la teoría liberal, necesidad que, sin embargo, no es nueva en la historia del liberalismo, cuando menos antes de la Primera Guerra Mundial era un tema no poco frecuente en la tradición liberal. 17 18
Ibidem, p. 23; del mismo autor, Ciudadanía multicultural, cit., nota 14, pp. 57-71. Esta tesis es sostenida por Kukhatas, véase Kukhatas, Chandran, “Are There Any Cultural Rights?”, op. cit., nota 15. 19 Añadiría a las obras que he citado en esta sección y que ubico en lo que hemos llamado la segunda etapa del debate multicultural, los siguientes títulos: Rawls, John, Liberalismo político, México, FCE, 1995, pp. 9-170; Taylor, Charles, Multiculturalism and The Politics of Recognition, New Jersey, Princeton University Press, 1992, pp. 25-73; Young, Iris Marion, Justice and the Politics of Difference, New Jersey, Princeton University Press, 1990, pp. 3-38 y 156-191. También véanse los siguientes artículos: Gutman, Amy, “The Challenge of Multiculturalism to Political Ethics”, Philosophy and Public Affairs, vol. 22, núm. 3, 1993; Galston, “Two Concepts of Liberalism, Symposium on Citizenship, Democracy and Education”, Ethics, vol. 105, núm. 3, 1995, pp. 518-533.
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En efecto, durante la mayor parte del siglo XIX y la primera mitad del XX, los principales pensadores liberales de ese tiempo discutieron los temas derivados de la diferencia étnico-cultural, pues los mismos fueron una parte importante de la teoría y la práctica liberal que derivaban de las posiciones coloniales de muchas potencias occidentales que, de alguna u otra manera, se habían planteado la necesidad de superar las diferencias culturales en las naciones sometidas a sus dominios. De esta manera, era común por parte de los liberales decimonónicos y de las primeras décadas del siglo XX que sostuvieran que los imperios multinacionales europeos, como el de los Habsburgo o el imperio británico, trataban injustamente a sus minorías etno-culturales. Este trato injusto, decían los liberales, radicaba en que no sólo se les negaban sus libertades civiles y políticas (pues esto mismo sucedía con la mayoría de las poblaciones de los imperios coloniales), sino que además se les negaban sus derechos nacionales de autogobierno, los cuales eran considerados consustanciales a las libertades individuales básicas.20 Por ejemplo, una manifestación del compromiso liberal con las minorías a principios del siglo XX fue el programa de protección de las minorías instaurado por la Sociedad de las Naciones, misma que otorgó derechos individuales, así como algunos derechos específicos en función del grupo referentes a la enseñanza, la autonomía local y la lengua.21 Por otra parte, si bien muchos liberales del siglo XIX y de principios del siglo XX coincidieron en la defensa de los derechos de las minorías, otros se opusieron a tales reivindicaciones. Tal rechazo se debía a la idea que pensadores tan importantes como John Stuart Mill, tenían de que en un Estado multinacional no era posible la existencia de instituciones libres ya que, según Mill, entre gentes “que no tienen afinidad alguna, especialmente si leen y hablan lenguas distintas, la unanimidad necesaria para el funcionamiento de las instituciones representativas no puede existir”. Para Mill era condición necesaria para la existencia de las instituciones libres que las fronteras de los gobiernos coincidieran esencialmente con las de las nacionalidades.22 En efecto, para pensadores liberales como Mill cualquier tipo de autogobierno sólo es posible si “el 20 21 22
Kymlicka, Will, Ciudadanía multicultural, cit., nota 14, pp. 77-79. Idem. Mill, John Stuart, “Considerations on Representative Government”, Utilitarianism, Liberty, Representative Government, Geraint Williams, Everyman (ed.), Londres, J. M. Dent, 1993, pp. 391-428.
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pueblo” es una nación en sí misma. Dicho de otra manera, los miembros de una democracia deben compartir un sentimiento de lealtad política, por lo que una nacionalidad común es requisito previo para la existencia de esa lealtad. Para la corriente de pensamiento representada por Mill, un Estado libre debe ser un Estado-nación por lo que la cuestión de la diversidad etno-cultural debe ser resuelta mediante la asimilación coercitiva o, mediante un rediseño de las fronteras, pero nunca mediante la concesión o el otorgamiento de lo que ahora llamamos derechos a las minorías.23 Es importante agregar que Mill y otros liberales no eran los únicos en sostener semejante punto de vista, también los socialistas compartían de alguna manera semejantes postulados en contra de las minorías etno-culturales. Así por ejemplo, justificaban la asimilación forzosa de muy diversos pueblos al movimiento socialista con postulados de universalidad, como lo hacía el liberalismo, pero ahora en su lugar con llamados a la unidad internacional del proletariado, o en aras de la construcción de un estadio final de desarrollo como podía ser el comunismo, donde todos los seres humanos serían iguales y dejando de lado cualquier distinción de tipo cultural.24 Ahora bien, ¿qué explica este notable interés sobre las diferencias etno-culturales durante el siglo XIX y principios del XX, así como la práctica desaparición del mismo en el pensamiento de la posguerra? En parte, la explicación la podemos encontrar en el apogeo y la caída de los grandes imperios coloniales. En efecto, por una parte la política colonial fue conformada, en un principio, por personas que tendían a universalizar la doctrina liberal de una manera abstracta y que poseían una irresistible propensión a generalizar lo que podríamos llamar los principios liberales, haciendo a un lado la historia, la cultura y en general, todas las particularidades de las culturas sujetas al imperio.25 Pero al mismo tiempo, 23 24
Kymlicka, Will, Ciudadanía multicultural, cit., nota 14, pp. 80 y 81. Sobre la ausencia de distinciones etnico-culturales en el pensamiento socialista, sólo basta realizar una sucinta revisión, por ejemplo, del Manifiesto del Partido Comunista en el cual Carlos Marx, desarrolla con toda puntualidad el origen de las causas que dividen a los hombres en clases sociales, en este caso, a los proletarios y a los burgueses. Con toda claridad, Marx puntualizará que la raíz de tal separación y en última instancia de la desigualdad, es de naturaleza económica. Para él, las diferencias culturales o cualquier otra que pudiese distinguir a los hombres, debía buscarse en los motores económicos de la sociedad. Sobre el particular véase, Marx, Carlos, El manifiesto del partido comunista, Moscú, Progreso, p. 64. 25 Kymlicka, Will, Ciudadanía multicultural, cit., nota 14, pp. 83 y 84.
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las dimensiones del imperio hacían inevitable la discusión entre otros liberales, de la necesidad de acomodar la diversidad cultural a la que se enfrentaban cada día en los diversos territorios bajo su dominio. Asimismo, los temas relativos a los derechos de la diversidad cultural no sólo se discutieron ampliamente en los imperios coloniales (británico, zarista, hamburgo), sino que también se llegaron a plantear en los países de Europa continental. En efecto, antes de la Primera y Segunda guerras mundiales, los conflictos que tuvieron su origen en las diferentes identidades minoritarias nacionales que estaban latentes en Europa y que fueron fuente de constantes desequilibrios para la paz internacional, motivaron a diferentes escritores a discutir y desarrollar estos temas (habrá que recordar que Alemania invade Polonia y Checoslovaquia en los treinta con el pretexto de proteger a las minorías germanas ubicadas en esos territorios). Sin embargo, esta inquietud desapareció después de la Segunda Guerra Mundial, en el momento en que los grandes imperios coloniales desaparecían del orbe y las discusiones bipolares de la Guerra Fría sustituían a los conflictos nacionalistas. Es muy probable que como resultado de tal cambio en la discusión teórica, muchos liberales regresaran a los temas propios de lo que podríamos llamar un “universalismo liberal abstracto”, incapaces de distinguir entre los principios esenciales del liberalismo y sus manifestaciones culturales y concretas en muchas de las naciones emanadas del derrumbe de los grandes imperios coloniales del siglo XIX.26 Si agregamos que después de la Segunda Guerra Mundial los Estados Unidos jugaron un papel muy importante en el desarrollo de la filosofía política, podemos entender un poco mejor porque hubo tal descuido de los temas relativos a las minorías. Como bien se podrá apreciar en este momento, durante el siglo XIX y principios del XX los liberales estadounidenses estuvieron menos implicados en este debate que los liberales de los imperios coloniales europeos, ya que no tenían que preocuparse por la existencia de colonias como las que mantenían algunas naciones europeas. En términos generales, podemos decir que en los Estados Unidos se dedicaron a discutir el estatus de los inmigrantes blancos y no consideraron seriamente las reivindicaciones de las minorías nacionales históricamente concentradas en su territorio, como podían ser los grupos indí26
Ibidem, p. 85 y 86.
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genas, las identidades de lengua española en el sudoeste estadounidense y en la Florida, los portorriqueños, los hawaianos y los esquimales. Fue así como la teoría liberal estadounidense de la posguerra exhibe un gran desinterés por las minorías, lo que no es de poca importancia si consideramos que es ese país uno de los que con mayor energía ha venido desarrollando varios de los temas de la teoría liberal política contemporánea. Por lo que respecta al espacio latinoamericano, habrá que recordar que estas naciones se encontraron inmersas, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, en un proceso de franco nacionalismo en lo político y en lo económico se sujetaron a un proceso de sustitución de importaciones y desarrollo de la economía interna. Todo ello obligó a los países latinoamericanos a la consolidación de Estados nacionales sujetos, en la mayor parte de los casos, a un fuerte poder central, a través de un partido dominante como en el caso de México, de un partido único como en el caso cubano o través de dictaduras militares como en Argentina, Chile y Brasil. Estas particularidades políticas de los países latinoamericanos inevitablemente orillaron a los estudiosos de la política a pensar en un modelo de Estado unitario y poco cuidadoso de las minorías. Fue así como los estudios políticos latinoamericanos estuvieron férreamente dirigidos a la consolidación de los procesos de unidad nacional y política, haciendo caso omiso de las diferencias culturales que podían encontrarse en su interior. Esto aplica inclusive para los estudios indigenistas que aparecieron en México y que tanta influencia tuvieron en algunos países latinoamericanos. Estos estudios en lugar de reconocer la diferencia cultural de los grupos indígenas americanos, más bien se encaminaron a asimilarlos a la cultura mexicana dominante, mediante un discurso nacionalista abstracto y generalizador, poco respetuoso de las identidades particulares indígenas.27 27 En efecto, como ejemplo podría ser importante señalar el uso que hicieron del indigenismo algunas de las figuras más sobresalientes de la antropología social mexicana (entre las que destaca Antonio Caso y Manuel Gamio), para la construcción de un Estado nacional mexicano, fuertemente unitario y excluyente de las particularidades indígenas, a las que trataron de asimilar al Estado nacional. Este esfuerzo intelectual fue ampliamente promovido por el Estado mexicano y generó lo que se ha dado en denominar, dentro del pensamiento antropológico y social latinoamericano, el indigenismo, mismo que fue ampliamente promovido por el gobierno mexicano y que ha tenido una amplia influencia en otros países de la región con importante población indígena. Sobre el particular sugiero que se consulte Villoro, Luis, Los grandes momentos del indigenismo mexicano, México,
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Ahora bien, no sólo se prestaba poca atención a los derechos de las minorías por las particulares condiciones políticas de la posguerra y de la Guerra Fría, también fue frecuente querer asimilar estos derechos diferenciados a los derechos humanos. En efecto, después de la Segunda Guerra Mundial, la mayoría de los liberales tanto de derecha como de izquierda rechazaron la idea de una diferenciación permanente en los derechos o en el estatus de determinados grupos, así como también se oponían a la idea de que debería concederse a los grupos étnicos o nacionales específicos una identidad política particular o un estatuto constitucional diferenciado y, en este sentido, intentaron integrar los derechos de las minorías a una teoría general de los derechos humanos. Sin embargo, cada vez era más claro que los derechos de las minorías no podían subsumirse bajo la categoría de los derechos humanos, ya que las pautas y procedimientos tradicionales de éstos eran simplemente incapaces de resolver importantes y controvertidas cuestiones relativas a las minorías culturales como las siguientes que acertadamente señala Kymlicka: ¿qué lenguas deberían aceptarse en los parlamentos, burocracias y tribunales? ¿Se deberían dedicar fondos públicos para escolarizar en su lengua materna a todos los grupos étnico-nacionales? ¿Es factible trazar fronteras internas (distritos legislativos, provincias, Estados) que tengan como propósito permitir que las minorías culturales formen una mayoría dentro de una región local? ¿Deberían otorgarse poderes políticos a nivel local o regional a las minorías, en particular en temas relacionados con la educación o la migración? ¿Se deberían conservar y proteger los espacios geográficos tradicionales de los grupos indígenas para su exclusivo beneficio, protegiéndolos de la usurpación de los colonos y de los explotadores de recursos naturales?28
SEP-Lecturas Mexicanas, 1987, pp. 248. Véase también García Canclini, Nestor, Culturas hibrídas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad, México, Grijalbo-Conaculta, 1990, p. 179. Asimismo, parece interesante señalar que el término indigenismo no se entiende en el mundo de habla inglesa, pues los anglófonos cuando se encuentran con el término, inmediatamente consideran que se refiere a una doctrina de pensamiento creado por los propios indígenas; es difícil, por consiguiente, explicar que en español por lo menos como se entiende en Latinoamérica, tal pensamiento se refiere más bien a una doctrina que han creado los propios intelectuales para referirse a los indígenas. 28 Véase Kymlicka, Ciudadanía multicultural, cit., nota 14, p. 18.
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El problema no era que las doctrinas tradicionales sobre los derechos humanos dieran una respuesta errónea a tales cuestiones, sino más bien, que a menudo no dan ninguna. Así por ejemplo, el derecho a la libertad de expresión, no nos dice cuál podría ser una política lingüística adecuada; tampoco el derecho a votar nos dice cómo se deben trazar las fronteras políticas o cómo podrían distribuirse los poderes entre los distintos niveles de gobierno, ni tampoco nos dice nada sobre los regímenes autonómicos; el derecho a la movilidad y libre circulación, nada nos dice sobre cómo debe ser una política adecuada de inmigración y naturalización,29 etcétera. Como podrá observarse, era evidente que los principios tradicionales de los derechos humanos debían ser complementados con una teoría de los derechos de las minorías. Por lo anterior, no resulta sorprendente que hacia finales de los ochenta y principios de los noventa, los derechos de las minorías hayan recuperado una posición preponderante en las relaciones internacionales. Así por ejemplo, la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa (CSCE) adoptó en 1991 una Declaración sobre los Derechos de las Minorías Nacionales y, posteriormente, estableció un Alto Comisionado para las Minorías Nacionales en 1993. Asimismo, también a principios de los noventa las Naciones Unidas debatieron textos importantes: una Declaración sobre los derechos de las personas pertenecientes a las minorías nacionales o étnicas, religiosas y lingüísticas, y una Declaración Universal sobre los Derechos Indígenas. De igual manera, el Consejo de Europa adoptó una declaración sobre los derechos de las lenguas minoritarias en 1992 (la Carta de Europa para las Lenguas Regionales o Minoritarías).30 En vista de lo anterior, resultaba indispensable complementar los derechos humanos tradicionales con los derechos de las minorías ya que, en cualquier Estado multicultural una teoría de la justicia deberá incluir tanto derechos universales —asignados a individuos independientemente de su pertenencia a un grupo— como aquellos derechos diferenciados de función de grupo. De ahí que los liberales trataran de crear, en esta segunda etapa del debate liberal, una teoría liberal de los derechos de las minorías que explicara como coexisten los derechos de las minorías con los derechos humanos, y también como los derechos de las mino29 30
Idem. Ibidem, pp. 18 y 19.
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rías están limitados por los principios de libertad individual, democracia y justicia.31 Ahora bien, no obstante el significativo avance que implica haber llegado a esta segunda etapa, Will Kymlicka considera y estoy de acuerdo con él, que ha comenzado a surgir una especie de consenso entre los liberales para iniciar una tercera y nueva etapa del debate, pues ya no deseamos discutir como se pueden justificar los derechos de las minorías en la teoría liberal, o más concretamente, no deseamos seguir argumentando si tales derechos pueden ser liberales o no. Consideramos que este punto ha sido suficientemente discutido y que tales derechos cuentan con plena carta de aceptación en la teoría liberal.32
31 32
Ibidem, p. 19. No obstante que podemos observar que varios de los pensadores liberales más importantes (como Rawls, Dworkin, Raz, Taylor, Kymlicka, etcétera) han sostenido recientemente una posición en favor de los derechos de las minorías y los temas de la diversidad cultural, es importante señalar que aún hay lo que podríamos llamar un núcleo de teóricos liberales radicales por lo que respecta a su individualismo y universalismo, que han rechazado tales derechos, pues en su opinión no hay posibilidad de congruencia entre ellos y la teoría liberal. Entre tales teóricos se encuentra Brian Barry quien llama la atención no sólo por ser uno de los teóricos más representativos de esta posición, sino además por la virulencia con la que ha dirigido sus ataques en contra de los cultural-liberalistas. Considero que opiniones como las Barry constituyen en este momento posiciones marginales dentro de la teoría liberal, sin embargo, por estar entre los críticos más acérrimos del multiculturalismo, juzgo importante señalar su presencia. A manera de ejemplo, Barry comenta en su más reciente libro: “Will Kymlicka ha sugerido recientemente que hay una convergencia en la literatura reciente acerca de las ideas del ‘multiculturalismo liberal’. Este punto de vista que él llama ‘liberalismo cultural’, dice Kymlicka, ‘se ha convertido en la posición dominante en la literatura de hoy y la mayoría de los debates versan sobre cómo desarrollar y refinar las posiciones del liberalismo cultural, más que en como aceptarlo en primera instancia’. Lo que Kymlicka dice es cierto, pero en algún sentido también es engañoso. Así cuando él dice el ‘liberalismo cultural ha ganado por default’ ya que no hay una clara alternativa a tal corriente teórica, lo que quiere decir es que casi todos los filósofos políticos anglófonos lo han aceptado. Mi propia y privada encuesta, admitidamente acientífica, me lleva a concluir que tal afirmación esta lejos de ser cierta... he creído que el multiculturalismo está condenado tarde que temprano a hundirse bajo el peso de sus debilidades intelectuales y que debería mejor emplear mejor mi tiempo en escribir sobre otros tópicos...” (la traducción es mia) Barry, Brian, Culture and Equality. An Egalitarian Critique of Multiculturalism, Gran Bretaña, Polity Press, 2001, pp. 5 y 6.
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IV. LA TERCERA ETAPA: LOS DERECHOS DE LAS MINORÍAS COMO UNA RESPUESTA A LA CONSTRUCCIÓN DE LOS ESTADOS NACIONALES
Esta tercera etapa del debate multicultural que está surgiendo —y en la cual nos hallamos actualmente— se encuentra encaminada a desarrollar y perfeccionar las posiciones de lo que hemos llamado el liberalismo culturalista y en ella se plantea, entre otras cosas, que se interpreta incorrectamente la naturaleza del Estado y de sus instituciones, así como las demandas que éste puede formular a las minorías. En esta tercera etapa de la discusión se examinará cómo el Estado y sus instituciones básicas se deben relacionar en términos de justicia con las minorías nacionales y étnicas. En consecuencia, se discutirá si el Estado liberal ha promovido una cultura dominante en perjuicio de las minorías o si, por el contrario, ha sido neutral al no favorecer ninguna cultura en perjuicio de otras. En tal sentido, habrá que partir de la asunción normalmente compartida tanto por defensores como por críticos de los derechos de las minorías, de que el Estado liberal, en su operación normal, se sujeta a un principio de neutralidad etno-cultural. Lo anterior quiere decir que se supone que el Estado es “neutral” con respecto a las identidades etno-culturales de sus ciudadanos, así como indiferente hacia las habilidades que desarrollen las minorías para reproducir su cultura y sus prácticas. Bajo este presupuesto común, algunos teóricos liberales señalan que los Estados liberales tratan a las diferencias culturales como han venido tratando con la religión, es decir, como un asunto de la competencia privada de los ciudadanos, a quienes se les debe permitir absoluta libertad para tomar las decisiones que más les convengan y en las cuales el Estado, siempre y cuando se respeten los derechos de los otros, no deberá asumir ninguna responsabilidad. En este sentido, señalan que así como el liberalismo ha evitado el establecimiento de una religión oficial, de la misma manera ha evitado el establecimiento de culturas oficiales que puedan ser preferidas sobre otras formas culturales dentro del propio Estado. Este tipo de argumentos los podemos encontrar, por ejemplo, en Michael Waltzer, quien ha sostenido, desde mi punto de vista equivocadamente, que el liberalismo implica un drástico divorcio entre el Estado y
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etnicidad.33 En el centro de esa argumentación subyace la concepción de que el Estado permanece por encima de todos los diversos grupos nacionales y étnicos, negándose a adoptar o apoyar la reproducción de alguna de esas culturas o prácticas de vida grupal. De esta forma, Waltzer señala que Estado es neutral con referencia al lenguaje, la historia, la literatura o los calendarios propios de cada uno de esos grupos, más aún, señala que el más claro ejemplo de semejante neutralidad estatal son los Estados Unidos de América, cuya neutralidad etno-cultural se refleja, según su opinión, en el hecho de que no existe en ese país una lengua oficial, pues para que los inmigrantes se conviertan en nacionales de los Estados Unidos, basta según Waltzer, con que ellos manifiesten su adhesión a los principios de democracia y libertad individual reconocidos en la Constitución de los Estados Unidos.34 En consecuencia y para pensadores como Waltzer, que las minorías busquen derechos especiales, constituye un alejamiento radical de las tradicionales formas de neutralidad de los Estados liberales. No obstante lo anterior, coincido con Kymlicka cuando afirma que esta idea de que los Estados liberal-democráticos o las naciones civiles son etno-culturalmente neutros, es manifiestamente falsa.35 Inclusive, tampoco creo en la presunción de que el Estado es completamente neutral en materia religiosa, pues también en esta materia me parece difícil sostener que el Estado liberal hubiese sido siempre neutral. A manera de ejemplo puedo señalar el caso del Reino Unido pues, como acertadamente ha señalado Tariq Modood, el establecimiento de la Iglesia de Inglaterra, en un Estado liberal y democrático como lo es el Reino Unido de la Gran Bretaña, hacen de éste un Estado más bien cristiano y específicamente protestante, en detrimento de otras minorías religiosas que coexisten en ese país, como son los católicos, los judíos, los hindús, los sikhs o los musulmanes.36 En efecto, sólo hay que recordar la especial relación que posee el Estado británico con la Iglesia de Inglaterra, a la que otorga algunas limitaciones y privilegios muy importantes. Entre los privilegios 33 34 35
En Kymlicka, Will, Politics in the Vernacular…, cit., nota 1, pp. 23 y 24. Ibidem, p. 24. Idem; véase también Kymlicka, Will, Can Liberal Pluralism be Exported? Western Political Theory and Ethnic Relations in Eastern Europe, Reino Unido, Oxford University Press, 2001. 36 Véase Tariq, Modood, “Establishment, Multiculturalism and British Citizenship”, Political Quarterly, vol. 65, 1994, pp. 53-73.
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podemos mencionar, a manera de ejemplo, sólo los siguientes: el monarca es el supremo gobernador de la Iglesia anglicana; el monarca no podrá ser ni se podrá casar con un católico; la iglesia anglicana estará a cargo de la coronación, así como de todas aquellas funciones estatales en las cuales se requieran de servicios religiosos; veintiséis obispos de la misma Iglesia poseen de ex officio asientos en la Cámara de los Lores; las cortes eclesiásticas son parte del sistema legal y las doctrinas y sensibilidades de los anglicanos están protegidas de blasfemia por disposición del derecho. Entre las restricciones a las cuales se encuentra sometida la Iglesia de Inglaterra podemos decir que el monarca, aconsejado por el primer ministro, tiene la última palabra en el nombramiento de la más altas designaciones de esa jerarquía eclesiástica; de igual manera, el parlamento tiene la última palabra en materias de doctrina y liturgia.37 Es claro entonces que los privilegios y limitaciones que en materia religiosa existen en el Reino Unido, privilegian a la Iglesia anglicana sobre el resto de los cultos religiosos que existen en esa isla y a los cuales coloca en una posición de franca desventaja. Por lo anterior, no es exagerado afirmar que una democracia liberal como la británica no asume en realidad ninguna neutralidad en materia religiosa, como han querido argumentar algunos teóricos liberales. También tenemos el caso de algunos Estados latinoamericanos que se han asumido formalmente como liberales, pero que en la realidad no parecen estar completamente separados de la religión. Así por ejemplo, tenemos el caso del reciente y poderoso crecimiento de las minorías protestantes latinoamericanas que no ha estado exento de una fuerte participación estatal como es el caso de Centro América y en particular de Guatemala, dónde el gobierno ha favorecido abiertamente el crecimiento de los protestantes principalmente de grupos pentecostales, con el propósito de debilitar a diversos grupos guerrilleros que estuvieron vinculados, durante la década de los ochenta y principios de los noventa, a la Iglesia católica y en particular a católicos afines a la teología de la liberación. Hoy en día el protestantismo ha dejado de ser una minoría religiosa en Guatemala y se ha transformado en un poderoso movimiento religioso,
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Tariq, Modood, op. cit., nota 36.
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además de que es casi un requisito para las élites gobernantes guatemaltecas ser protestante.38 En fin, los ejemplos podrían ser múltiples, sin embargo, sólo me interesa resaltar que la supuesta neutralidad del Estado no sólo no aplica en el caso de las relaciones entre el Estado y los grupos etnico-culturales, sino más aun, ni en los propios asuntos religiosos los mismos Estados han sido completamente neutrales, pues muchas veces han favorecido a algún grupo religioso, frecuentemente al mayoritario, en detrimento de las minorías religiosas que pudiesen existir en su seno. Por otro lado, considérense las actuales políticas de los Estados Unidos, mismas que han sido calificadas por Waltzer como prototipo de un Estado neutral. En efecto, históricamente las decisiones acerca de las fronteras entre los estados integrantes de la federación estadounidense y los tiempos de admisión dentro de la misma, fueron deliberadamente elaborados para asegurar que los anglófonos fueran una mayoría dentro de cada uno de los cincuenta estados de la federación americana. Esto, desde luego, ayudó a consolidar el dominio del idioma inglés a todo lo largo y ancho del territorio de los Estados Unidos. Asimismo, la permanencia del inglés ha sido asegurada de muy diferentes formas que se aplican hasta la fecha. Por ejemplo, es un requerimiento legal para los niños aprender inglés en las escuelas; para los inmigrantes de menos de cincuenta años es indispensable para adquirir la ciudadanía norteamericana: asimismo es un requerimiento de facto para poder trabajar en el gobierno, así como para todos los trámites oficiales.
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Sin lugar a dudas, el estudio del protestantismo en Latinoamérica durante las últimas tres décadas constituye el análisis del desenvolvimiento de la minoría religiosa más pujante en esta región del mundo, mismo que no ha estado exento de una fuerte participación estatal e incluso trasnacional, pues en ocasiones las minorías protestantes en diversos países latinoamericanos han estado financiadas con recursos provenientes de los Estados Unidos. Sobre el particular véase Stoll, David y Garrard-Burnett (eds.), Rethinking Protestantism in Latin America, Philadelphia, Temple University Press, 1993, pp. 227; Martín, David, Tongues of Fire. The Explosion of Protestantism in Latin America, Gran Bretaña, Basil Blackwell, pp. 9-111, 163-185, 271-294; Basrian, Jean-Pierre, Protestantismos y modernidad latinoamericana, México, FCE, 1994, p. 351; Spinner-Halev, Jeff, Surviving Diversity. Religion and Democratic Citizenship, Baltimore, The Johns Hopkins University Press, 2000, pp. 241; Motley Hallum, Anne, Beyond Missionaries. Toward an Understanding of the Protestant Movement in Central America, Estados Unidos, Rowman & Littlefield Publishers, 1996.
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Desde luego, algo semejante podría decirse del caso mexicano, en el que muy diversas leyes reglamentarias hacen indispensable el uso del idioma español, sin que exista un mecanismo que proteja la desventaja lingüística de los pueblos indígenas o de algunos grupos migrantes que no hablan español. Así por ejemplo, la Ley de Nacionalidad establece entre los requisitos que deben cubrir los extranjeros para adquirir la nacionalidad mexicana, el probar que hablan español (Artículo 19 de la Ley de Nacionalidad); también podemos señalar que muy diversas leyes reglamentarias de los tribunales federales y locales establecen como requisito indispensable para la presentación de los diversos documentos legales, desde demandas hasta pruebas, que éstas sean realizadas y presentadas en idioma español sin que incluyan tampoco ningún tipo de protección lingüística a las minorías lingüísticas. Estas políticas han sido llevadas a cabo con la intención de promover la integración de lo que se ha llegado a llamar una “cultura societal”. Por una cultura societal, Kymlicka se refiere a una cultura territorialmente concentrada, cuyo centro es un lenguaje compartido, mismo que es empleado en el amplio espectro de instituciones que existen en esa sociedad, tanto publicas como privadas (escuelas, medios de comunicación, derecho, economía, gobierno, etcétera). Kymlicka la denomina cultura societal para enfatizar que ésta implica un lenguaje común y diversas instituciones sociales, más que creencias religiosas comunes, costumbres familiares y formas personales de vida. Así, el Estado crea deliberadamente una cultura societal y promueve la integración de los ciudadanos dentro de ella. En efecto, los gobiernos han alentado a los ciudadanos para que examinen sus opciones de vida como algo estrechamente vinculado con la participación en las instituciones societales comunes que operan dentro del idioma reconocido como oficial y ha alimentado una identidad nacional que es definida, en parte, por su pertenencia común en una cultura societal. Esto se debe al hecho de que promover la integración dentro de la cultura societal es parte del proyecto de construcción de los Estados nacionales, proyecto que todas las democracias liberales han adoptado.39 En síntesis, en esta tercera etapa de la discusión multicultural se ha planteado la necesidad de sustituir la idea de un Estado etno-culturalmente neutral que se supone está implícita en la existencia de los Estados 39
Kymlicka, Politics in the Vernacular…, cit., nota 1, p. 25.
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liberal-democráticos. Will Kymlicka en particular ha insistido en dirigir las investigaciones recientes en este sentido, pues, en su opinión, el modelo de construcción del Estado nacional no ha sido el de un modelo neutral y por el contrario, ha obedecido a la necesidad de fomentar, en la mayor parte de los casos, una cultura nacional en detrimentos de las culturas minoritarias.40 Ahora bien, decir que los estados se ajustan a un proceso de construcción de un estado nacional, no quiere decir que los gobiernos sólo promuevan una sola cultura societal. Es posible que los gobiernos alienten inclusive la existencia de dos o más culturas societales dentro de un solo país —como es el caso de Estados como Canadá, Suiza, Bélgica o España—. Sin embargo, históricamente y de alguna manera u otra, casi todas las democracias liberales han intentado difundir una única cultura societal en su territorio. Este tipo de proceso de construcción del Estado nacional sirve a un buen número de objetivos previamente definidos por el Estado. Así por ejemplo, la estandarización de la educación pública, al utilizar un mismo lenguaje ha sido esencial para que todos los ciudadanos tengan iguales oportunidades de trabajo una vez que terminan sus estudios, ya que la igualdad de oportunidades es definida precisamente en términos de un igual acceso a las principales instituciones que operan en la lengua dominante, tanto para trabajar como para obtener los servicios estatales. De igual manera, la participación en la sociedad societal común, ha sido considerada como esencial para generar el tipo de solidaridad que es indispensable para el Estado, ya que éste promueve un sentido común de identidad y pertenencia. Más aún, podríamos decir que el lenguaje común es indispensable para el crecimiento de la democracia: ¿cómo se puede gobernar la población si no pueden entenderse entre ellos? En síntesis, la promoción de una cultura societal común ha sido una parte esencial de la igualdad social y la cohesión política en los Estados modernos.41 Sin embargo, esto ha sido frecuentemente en detrimento de las minorías etno-culturales, cuyas culturas societales han sido desdeñadas en aras de fortalecer a la cultura del Estado nacional. En este momento, como bien ha señalado Kymlicka, la pregunta que hay que hacernos es la siguiente: ¿de qué manera afecta el proceso de construcción de los Estados nacionales a las minorías en las democracias 40 41
Ibidem, p. 26 y 27. Ibidem, p. 26.
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liberales? Tal pregunta nos proporciona una perspectiva diferente del debate, pues la cuestión ya no es cómo explicar un distanciamiento del valor normativo de la neutralidad, sino más bien explicar cómo los procesos de construcción nacional de los Estados crean injusticias para las minorías y cuál es la reacción de las minorías para protegerse ante tales injusticias. Ahora bien, la explicación de cómo semejante construcción estatal se ha expresado frecuentemente en contra de las minorías etno-culturales no sería posible si no explicáramos de qué manera se han relacionado con esas minorías algunos de los principios e instituciones esenciales del Estado liberal-democrático, tales como la nación y los nacionalismos, la ciudadanía, el federalismo y la democracia. En efecto, explicar la manera a través de la cual el Estado ha excluido a las minorías etno-culturales no sería posible si antes no examinamos cómo esos principios e instituciones particulares se han comportado en relación con las minorías. Así las cosas, será por ejemplo importante precisar qué relación han tenido los nacionalismos y, en particular, la construcción de un Estado nacional en relación con las minorías, para, de esta manera, estar en posición de proponer los términos de una relación más justa entre las minorías y los Estados nación, al respecto, el análisis de las formas de autogobierno será de la mayor importancia para semejante propósito, pues sin ellas las minorías no podrían reproducir su cultura e instituciones básicas. Asimismo, en este mismo rubro será muy importante examinar cuáles formas federadas permiten una más justa convivencia de las culturas minoritarias con la dominante, por lo que se hará indispensable una revisión de las formas del federalismo asimétrico. Más aún, en la construcción de cualquier Estado nacional ha sido de la mayor relevancia la noción que se tenga de ciudadanía, pues ésta ha definido los términos de la inclusión o exclusión de grupos importantes de la población. Tradicionalmente, la noción que hemos heredado de ciudadanía está estrechamente relacionada con el Estado nacional dominante, con una cultura específica y además con un espacio territorial determinado. Ciertamente, semejantes concepciones de la ciudadanía han dejado fuera a quienes por alguna u otra forma no comparten ya sea esa cultura dominante o ese espacio territorial determinado. Para no ir muy lejos, en la mayor parte de los Estado nacionales viven millones de inmigrantes indocumentados que no gozan de los mínimos derechos ciudadanos, no obstante que se encuentran sujetos a los mandatos de los gobiernos de
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los Estados donde residen. Por lo anterior, será de vital importancia repensar los términos de una ciudadanía que nos permita integrar, bajo condiciones de justicia, a esas minorías etno-culturales dentro de la sociedad política del Estado en el cual residen. No podría ser de otra manera, la construcción de un Estado nacional pasa inevitablemente por la definición de una ciudadanía, luego entonces, será esencial en esta tercera etapa del debate, pensar los términos justos de una ciudadanía que nos permita una justa convivencia con las minorías. Finalmente, considero que dentro de esta última etapa del debate, será también de la mayor importancia examinar que instituciones de la democracia liberal son propias para una mejor convivencia con las minorías, pues ha sido un viejo vicio de los estudiosos de la política, el prestar particular importancia a las formas de la democracia mayoritaria que tradicionalmente han descuidado el desarrollo y protección de las minorías. Será entonces importante preguntarnos de qué manera podemos acomodar las formas del gobierno democrático, en términos de justicia, en relación con las minorías presentes dentro de los Estados nacionales. Aquí parece pertinente comenzar a pensar en la conveniencia de integrar formas de la democracia consensual para semejante propósito. En síntesis, en esta tercera etapa del debate y para entender de qué manera podemos plantear una justa relación entre el Estado liberal-democrático y las minorías, habrá que entrar al examen teórico de algunos de los principios e instituciones básicas de esa forma estatal, por lo que deberemos pensar en términos de justicia, cómo deben tener lugar las relaciones entre las minorías y la nación dominante, la ciudadanía, el federalismo, la democracia. Éstos son algunos de los términos del debate actual y más reciente.
LEGALIDAD, LEGITIMIDAD Y LEGITIMACIÓN. IMPLICACIONES ÉTICAS Jacqueline JONGITUD ZAMORA* SUMARIO: I. Algunas cuestiones previas. II. Legalidad, legitimidad y legitimación. III. La ética como filosofía moral. IV. Algunas consideraciones sobre el contenido ético de legalidad, legitimidad y legitimación.
La presente aportación intenta delimitar conceptualmente, a través de la tridimensionalidad del derecho, los términos: legalidad, legitimidad y legitimación. Ubica a la legalidad en el ámbito del derecho formalmente válido y como objeto de estudio de la ciencia jurídica; a la legitimidad, por su parte, la sitúa en el espacio del derecho intrínsecamente válido, en el entendido de que es un término con contenido axiológico o valorativo, y como tal, lo confía al espacio de reflexión de la filosofía jurídica; finalmente, a la legitimación, como espacio fáctico de reconocimiento y como relacionada con lo auténticamente vivido socialmente, por contar con la aceptación, reconocimiento y adhesión de los destinatarios de las normas, la coloca en la esfera de la sociología jurídica. Una vez realizada la delimitación de los anteriores conceptos, se procede a la definición de la ética como filosofía moral y a su consecuente diferenciación de las morales concretas. Finalmente, y con base en los marcos establecidos, se indica cuáles son las cuestiones éticas entreveradas con los tres términos objeto de reflexión, en donde los derechos humanos universalmente reconocidos son la piedra de toque.
* Instituto de Investigaciones Jurídicas, Universidad Veracruzana, México.
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I. ALGUNAS CUESTIONES PREVIAS La exposición del tema que nos ocupa exige realizar algunas precisiones, a fin de evitar la confusión en relación con el enfoque que sobre el mismo se pretende sostener en este lugar. En primer lugar, debe hacerse notar que la utilización de los términos: legalidad, legitimidad y legitimación, en los ámbitos de las ciencias jurídica y política, suele realizarse de manera sumamente diversa e incluso contradictoria. Un simple acercamiento a la literatura existente al respecto, permite verificar la existencia de un gran número y diversidad de concepciones sobre estos términos. Aunado a lo anterior, es posible localizar corrientes de pensamiento y, por supuesto, autores en lo individual, que sostienen la sinonimia entre legalidad y legitimidad,1 o entre legitimidad y legitimación.2 Finalmente, también es lugar común encontrar distinciones de niveles, o clasificaciones en los términos de legitimidad y legitimación, mismas que a la luz de otros marcos teóricos pueden resultar ser precisamente el criterio distintivo de los tres términos objeto de esta reflexión. En el anterior sentido, es bien conocida la clasificación de la legitimidad de Max Weber en carismática, tradicional y racional.3 A ésta, y sólo a manera de ejemplo, pueden agregarse la distinción realizada por Bidart Campos, desde la doctrina constitucional y la sociología política, entre la legitimidad filosófica, la empírica o sociológica, y la legalizada;4 y la rea1 Véase Schmitt, Carl, Legalidad y legitimidad, trad. de José Díez García, Madrid, Aguilar, 1971. 2 Véase Hernández Vega, Raúl, Problemas de legalidad y legitimación en el poder, Xalapa, Universidad Veracruzana, 1986; Tuori, Kaarlo, “Validez, legitimidad y revolución” La normatividad del derecho, Aarnio, Aulios et al. (comps.), Barcelona, Gedisa, 1997; Stein, Torsten, “Estado de derecho, poder público y legitimación desde la perspectiva alemana”, Working Paper, Barcelona, núm. 88, 1994; López Chavarría, José Luis, “Breves notas sobre la importancia de la legitimidad constitucional y cambio político en México”, Boletín Mexicano de Derecho Comparado, México, nueva serie, núm. 86, año XXIX, mayo-agosto de 1996. 3 La legitimidad carismática se constituye a partir de la fascinación que ejerce un jefe y en la creencia de que éste tiene una misión que cumplir; la legitimidad tradicional se sustenta en la convicción, que tiene sus bases en la costumbre y tradición, de la legalidad como orden de dominación, y la legitimidad racional es con la que cuenta la dominación estatal cuando es aceptada porque se considera que es inevitable por motivos racionales. 4 La legitimidad filosófica es valorativa, crítica, ligada a una concepción de derecho natural o a valores sostenidos por la filosofía jurídica y política; es una legitimidad ligada a lo justo. La legitimidad empírica o sociológica, por su parte es entendida como la acep-
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lizada por Zippelius, desde la teoría del Estado, respecto al término legitimación, misma que desde su concepción puede ser ética o sociológica.5 Por el estado de la cuestión descrito, es necesario determinar desde qué concepción se parte en este estudio, adelantando únicamente que entendemos que estos tres términos pueden ser delimitados conceptualmente desde la propia tridimensionalidad del derecho. Esto es, desde el entendimiento de que el derecho puede ser visto desde tres espacios epistemológicos distintos: como derecho formalmente válido, según el cual derecho es el conjunto de normas que han cumplido con un procedimiento formal de creación; como derecho intrínsecamente válido, de acuerdo al cual sólo se considera derecho a aquellos contenidos normativos que se ajustan a ciertos criterios axiológicos o valorativos, y como derecho positivo, es decir, como aquél auténticamente vivido en un tiempo y espacio determinado.6 Ahora bien, también debe aclararse que para este escrito se ha debido acudir a autores que no se inscriben, estrictamente hablando, en el ámbito de lo jurídico, pero sí en disciplinas que por su propia estructura y funcionamiento pueden aportar argumentos a la cuestión.7 Por ello es viable disculparse anticipadamente sobre la diversidad y aparente desorden de las fuentes que aquí se citan. En segundo lugar, debemos decir que compartimos la tesis de Enrique Cáceres de las teorías jurídicas como realidades hermenéuticas.8 Ello implica que se parte de la idea de que las teorías jurídicas graban en la mente de los juristas programas comunes que es indispensable conocer para participar en contextos comunicacionales jurídicos. Y que en el anterior tación social, misma que se da en función de cómo es observado o representado el problema del Estado, del poder y de la convivencia en cada Estado. Finalmente, la legitimidad legalizada es la recogida por el derecho positivo (formalmente válido) de un determinado Estado. Véase Bidart Campos, Germán, El poder, Buenos Aires, Ediar, 1985, p. 40. 5 Zippelius, Reinhold, Teoría general del Estado. Ciencia de la política, trad. de Héctor Fix-Fierro, 2a. ed., México, Porrúa-UNAM, 1989. 6 García Máynez, Eduardo, Introducción al estudio del derecho, 42a. ed., México, Porrúa, 1991, pp. 36-50. 7 Aristóteles, Ética nicomaquea, 17a. ed., trad. de Antonio Gómez Robledo, México, Porrúa, 1998, libro VI-I; Kant, Immanuel, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, trad. de Manuel García Morente, Madrid, Real Sociedad Económica Matritense de Amigos del País, 1992, pp. 13 y 14. 8 Cáceres Nieto, Enrique, Las “teorías jurídicas” como realidades hermenéuticas, México, UNAM, 2001, pp. 3-23.
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sentido cada teoría constituye una realidad hermenéutica (una realidad interpretativa) distinta a través de la cual se obtiene cierta manifestación del conocimiento racional de aquello que es la “realidad jurídica”. Entendemos en este mismo contexto que la existencia de una pluralidad de respuestas a las mismas cuestiones posibilita un diálogo en busca de soluciones teóricas lo más acordes posible a los problemas y necesidades a los que ha de hacer frente lo jurídico. Finalmente, y en tercer lugar, se debe señalar que aquí se parte de una concepción de la ética como filosofía moral, misma que será detallada más adelante. II. LEGALIDAD, LEGITIMIDAD Y LEGITIMACIÓN En el uso correcto del castellano, los términos legalidad, legitimidad y legitimación pueden ser distinguidos muy forzadamente.9 En él la legalidad se asocia inmediatamente a un ordenamiento jurídico vigente. La legitimidad, por su parte, se relaciona tanto al ajustamiento a las leyes, como a un sentido de justicia, situación que puede ser entendida claramente si también se toma en consideración el origen etimológico de ambos términos,10 de acuerdo al cual, y tal como lo ha puesto de relieve Rolando Tamayo, la legalidad y la legitimidad pueden ser considerados en principio como equivalentes o sinónimos.11 Finalmente, la legitimación consiste en una acción (la de legitimar) y un efecto (el de legitimar). Esto significa que la legitimación se sitúa en un plano de ejercicio, consistente en la posibilidad de hacer o de generar un resultado a partir de ese hacer; o incluso puede interpretarse el legitimar como la posibilidad de que un agente, o agentes, generen un efecto legitimador sobre algo o, finalmente, y en términos de causalidad, puede entenderse a la legitimación como el resultado o producto de una causa, la de legitimar.
9 Real Academia de la Lengua Española, Diccionario de la lengua española, 22a. ed., Madrid, Espasa, 2001, t. II, pp. 1360 y 1361. 10 Etimológicamente, legitimidad significa “conforme a las leyes, justo, perfecto, concedido, permitido, verdadero, genuino”. Véase “Legitimidad”, Enciclopedia jurídica Omeba, Buenos Aires, Driskill, 1964, t. XVIII, p. 207. 11 Tamayo y Salmorán, Rolando, “Legitimidad”, Nuevo diccionario jurídico mexicano, Instituto de Investigaciones Jurídicas, México, Porrúa-UNAM, 2001, t. I-O, pp. 2304-2310.
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Decíamos que a partir de un uso correcto del castellano, estos tres términos pueden ser distinguidos muy forzadamente, ello es así porque aunque la legalidad nos remita a ley, ello no excluye el problema de su justificación; y aunque la legitimidad nos lleve inmediatamente a la cuestión de la justicia, también nos enfrenta de manera inmediata a su significación ligada a lo legal; y finalmente el tratamiento que se hace de la legitimación, aunque nos sitúa principalmente en el plano de la acción y el efecto, para su entendimiento nos remite nuevamente a la idea de la legitimidad que, como ya hemos señalado, nos ata también a la cuestión de la legalidad. Pues bien, las anotaciones anteriores nos colocan nuevamente ante la complejidad de la determinación del contenido apropiado de estos tres términos. No obstante, tal como lo señala Rolando Tamayo12 y tal y como lo atestigua el texto ya clásico de Legalidad y legitimidad,13 en la doctrina jurídica, desde hace ya algún tiempo, se observan algunos matices diferenciadores entre ambos términos. En este sentido, nada más sugerente que el título proporcionado por Habermas a su primera lección de Derecho y moral, esto es, ¿cómo es posible la legitimidad a través de la legalidad?14 Sobre el concepto de legalidad, Immanuel Kant sostuvo en 1788, para diferenciar a ésta de la moralidad, que: Lo esencial de todo valor moral de las acciones está en que la ley moral determine inmediatamente la voluntad. Si la determinación de la voluntad ocurre en conformidad con la ley moral, pero sólo mediante un sentimiento de cualquier clase que sea, que hay que presuponer para que ese sentimiento venga a ser un fundamento de determinación suficiente de la voluntad, y por tanto no por la ley misma, entonces encerrará la acción ciertamente legalidad, pero no moralidad.15
Con el anterior párrafo kantiano queda destacada la diferenciación entre la legalidad y la moralidad, indicándose que de la legalidad de una 12 13 14
Ibidem, pp. 2304-2306. Schmitt, Carl, op. cit., nota 1, pp. XXIV-XXX. Véase Habermas, Jürgen, “Derecho y moral: dos lecciones”, Facticidad y validez. Sobre el derecho y el Estado democrático de derecho en términos de teoría del discurso, trad. de Manuel Jiménez Redondo, Madrid, Trotta, 1998. 15 Kant, Immanuel, Crítica de la razón práctica, 4a. ed., trad. de E. Miñana y Villagrasa y Manuel García Morente, Salamanca, Sígueme, 1998, p. 95.
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acción no puede deducirse su moralidad, pues una acción legal puede no derivar de motivos morales, quedando pues delimitada como característica principal de la legalidad el ajustamiento a la ley, por la motivación que fuese. Efectivamente, en la actualidad el término legalidad suele encontrarse reservado a aquello que se ajusta, mediante las conductas externas reguladas, a las disposiciones jurídicas establecidas en un lugar y tiempo determinado. En el anterior sentido se dice que la legalidad hace referencia a la exigencia de una ley o de un conjunto de leyes y al sometimiento a las mismas,16 concepción que, por su parte, también dará luz al consabido principio de legalidad. Así pues, la legalidad entendida como el ajustamiento a las leyes, que por supuesto se encuentran condicionadas al cumplimiento de un procedimiento formal de creación, bien puede ubicarse en el ámbito del derecho formalmente válido (una de las tres dimensiones del derecho ampliamente reconocidas por diversas corrientes jurídicas de pensamiento). Aun con lo anteriormente dicho, debe destacarse que diversos autores sostienen que la legalidad no excluye la idea de que el contenido de las normas impuestas mediante el derecho formalmente válido deba contar con una justificación o fundamento,17 o bien que la legalidad ha de atemperarse a las exigencias de justicia y a las de seguridad jurídica,18 o que el derecho debe adoptar un concepto de racionalidad, que incluya las dimensiones morales y axiológicas en pro de su legitimidad.19 Es precisamente bajo estas consideraciones que se establece la necesidad de que la legalidad deba ser legitimada, entrando con ello en juego el término y concepto de legitimidad. Así, se dice que quien piensa en la legitimidad está en realidad aludiendo a la idea de justificación. En este mismo sentido, puede citarse a Martínez-Sicluna,20 quien sostiene que el concepto de legitimidad implica un contenido de tipo valorativo que puede o no comprender la norma jurídica. Incluso, y desde el derecho constitucional, se afirma que el Estado 16 Véase Brufau Prats, Jaime, Teoría fundamental del derecho, 4a. ed., Madrid, Tecnos, 1990, p. 253. 17 Tamayo Salmorán, Rolando, op. cit., nota 11, p. 2304. 18 Brufau Prats, Jaime, op.cit., nota 16, pp. 253. 19 Tuori, Kaarlo, op. cit., nota 2, p. 183. 20 Martínez-Sicluna y Sepúlveda, Consuelo, Legalidad y legitimidad: la teoría del poder, Madrid, Actas, 1991, p. 10.
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constitucional no sólo implica una formulación jurídica, esto es, legalidad, sino todo un sistema de valores, como los consagrados en el conjunto de los derechos humanos, que debe estar comprendido en el sistema normativo de los Estados y protegido por el mismo, lo que implicaría la legitimidad de la legalidad impuesta.21 En el anterior sentido, también se sostiene en la teoría del derecho, de forma genérica, que la legitimidad hace referencia a la fundamentación o justificación última del orden jurídico, así como a las condiciones y procesos de trasmisión del poder legítimo.22 Lo anterior, en su primer momento, significa que la existencia de legitimidad de un orden jurídico, de un lugar y tiempo determinado, devendrá de la justificación con la que cuente. El segundo momento se constituye, por su parte, como la obligación de que las normas, para ser válidas en un sentido jurídico, deban ser creadas de acuerdo a un procedimiento formal previamente establecido, y sólo por aquellos sujetos que detenten un poder legítimo, es decir, sólo por aquellos individuos que se hayan sujetado a las condiciones y procesos previamente establecidos para la obtención de aquella posición que les acredite en el desempeño de tal función. Con relación a las anteriores afirmaciones, también podemos traer a colación la afirmación que Habermas presenta en Facticidad y validez: “un orden jurídico sólo puede ser legítimo (de legitimidad)23 si no contradice a principios morales”.24 La legitimidad implica entonces una serie de consideraciones de corte axiológico o valorativo, que algunos verán concretados, sin pretender el agotamiento de la cuestión, en el valor globalizador de la justicia, otros en la protección y promoción de los derechos humanos o de los derechos fundamentales, y otros tantos en el reconocimiento de ciertas normas y principios del derecho natural o en la instauración de un auténtico Estado democrático de derecho.25 21
Jiménez-Meza, Manrique: “Legalidad y legitimidad del Estado constitucional”, La Sala Constitucional. Homenaje en su X aniversario, Universidad Autónoma de Centro América, 2000, pp. 153-180. 22 Tamayo y Salmorán, Rolando, op. cit., nota 11, p. 2307. 23 El contenido entre paréntesis es nuestro. Se coloca en atención a que muchas de las veces el término legítimo suele asociarse a la idea de legalidad, mientras que en contexto habermasiano es utilizado en su sentido de justificación, y por tal, ligado a la idea de legitimidad. 24 Habermas, Jürgen, Facticidad y validez, op. cit., nota 14, p. 171. 25 Véase Cortina, Adela, Ética aplicada y democracia radical, 2a. ed., Madrid, Tecnos, 1997; id., Hasta un pueblo de demonios. Ética pública y sociedad, Madrid, Taurus, 1998.
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De acuerdo a lo anterior es posible afirmar que la legitimidad puede inscribirse, dentro de una concepción tridimensional del derecho, en el ámbito de lo intrínsecamente válido, entendido en el sentido de ser aquel contenido jurídico que de por sí viene justificado o que es críticamente valorado. Nos queda aún pendiente la cuestión de la legitimación, ella misma, de por sí complicada, pues suele equiparársele constantemente con la legitimidad, situación que es aún más común que en el caso de las sinonimias que en algunas ocasiones se establecen entre legalidad y legitimidad. Por ello, y en atención a la necesidad de agotar la temática planteada, nos remitiremos exclusivamente a algunas de aquellas posturas que parecen abrir camino a su diferenciación respecto a la legitimidad. Juan Carlos Monedero26 sostiene que el obrar del poder conforme a la legitimidad otorga legitimación, aunque sólo potencialmente, pues no existe clara relación de causalidad entre ellas. Es decir, la legitimidad puede no conducir directamente a la legitimación, de igual forma la ilegitimidad del poder puede no conducir irremediablemente a la falta de ésta.27 Las aclaraciones que realiza Juan Carlos Monedero (mismas que se amplían en el aparato crítico de este documento) son pertinentes, pero debe aclararse en este lugar que generalmente lo que priva en las diferentes concepciones jurídico-políticas es la de que si existe legitimidad, la legitimación puede darse como su correlato. Es decir, que la legitimación puede darse como resultado de la legitimidad, tal y como lo afirma el autor citado. Una cuestión también interesante, relacionada con las afirmaciones de Monedero, es que su idea de la legitimidad como otorgadora de legitimación nos proporciona el dato de la legitimación como proceso, es decir, a partir de sus reflexiones y de las salvedades que realiza, es posible pen26 [http://www.ucm.es/info/eurotheo/diccionarioF.htm], Monedero, Juan Carlos, “Legitimidad”, Universidad Complutense de Madrid. 27 Idem. Esto sólo potencialmente, ya que: “no hay que olvidar que el conocimiento humano sólo puede ser representativo, es decir, se construye socialmente sobre la base de representaciones colectivas que se validan en el discurso. Todo lo que quiebre la construcción libre de ese discurso afectará a lo que se entienda como legítimo... Ahora bien, merced al principio antropológico que obliga al ser humano a la supervivencia, siempre hay que contar con la receptividad al discurso de la legitimidad, de manera que un poder que sepa de su potencial ilegitimidad y quiera permanecer en el mando debe contrarrestar con todas sus armas disponibles la extensión de ideas contrarias a su ejercicio de gobierno. Conviene señalar que del mismo modo que una actuación legítima no es garantía absoluta del mantenimiento de un poder, la inexistencia de legitimidad no se traduce en una quiebra automática de un sistema político...”.
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sar que el término al que venimos aludiendo puede presentarse concretado en los hechos, pero no necesariamente de manera inmediata, sino que puede irse construyendo poco a poco en el transcurso del tiempo, o en la sucesión de ciertas fases o hechos que van precisamente en la dirección de la actualización de la legalidad, que cuenta con legitimidad. Por otra parte, Bidart Campos28 afirma que la legitimidad contribuye a provocar el consenso, a estimular la obediencia, a cooperar con la energía del poder y a que se cuente con dispositivos favorables para su funcionamiento. De lo anterior es posible deducir que la legitimidad puede provocar una serie de efectos positivos para el poder, o en el campo jurídico para los ordenamientos correspondientes. Dichos efectos vistos desde el marco de Juan Carlos Monedero constituirían la legitimación del poder político o del orden jurídico de un Estado. Finalmente, Zippelius, en su Teoría general del Estado,29 nos acerca al concepto de legitimación, dentro del cual distingue dos niveles: uno ético y otro sociológico. Por cuanto al primero señala que éste ha de responder a la pregunta de cómo y en qué puede hallar un orden estatal una justificación suficientemente fundada; cuestión que en su concepción vendría dada a partir del cumplimiento de la función ordenadora y pacificadora de la comunidad jurídica estatal y el establecimiento de un orden jurídico justo, en el que los individuos logren su desenvolvimiento personal. Obsérvese aquí la cercanía de su concepto de legitimación ética, con lo que hasta aquí se ha venido planteando como requerimiento formal de la legitimidad. En referencia al concepto sociológico de legitimación, que es aquí el que más nos interesa, dirá Zippelius que es aquél de acuerdo al cual ésta adquiere un sentido de indagación de los motivos por los cuales una comunidad jurídica acepta y aprueba de hecho un orden estatal. La legitimación supone pues, en este marco teórico, la aceptación real en la que se funda la dominación de un orden jurídico y estatal. En otras palabras, la legitimación de un orden jurídico vendría dada por la adhesión y respaldo de los destinatarios de las normas a los contenidos y procedimientos en ellas inmersos. Cuestión por la cual en algún lugar se ha podido plantear la similitud, guardando las debidas propor-
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Bidart Campos, Germán, El poder, cit., nota 4, p. 42. Zippelius, Reinhold, op .cit., nota 5, pp. 108 y 109.
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ciones, entre el procedimiento ético discursivo planteado por Habermas y el punto de vista interno expuesto por Hart.30 Ahora bien, si adelantamos un poco más en la lectura del autor citado encontraremos que considera que las convicciones individuales sobre lo justo son el punto donde la legitimación sociológica y la legitimación ética se tocan. Así las cosas, desde su punto de vista, la legitimación ética radica en la aprobación crítica del poder del Estado, y la legitimación sociológica descansa, por su parte, en un consenso real. Si se ha seguido el hilo conductor de estas líneas, se recordará que ha quedado anotado que la legitimación ética de la que habla Zippelius se encuentra íntimamente ligada con la idea de legitimidad —que aunque sin contenido específico— aquí se ha aceptado, de hecho parece ser que esta misma es sostenida por él en la siguiente afirmación: Entre los aspectos clásicos de la legitimación normativa (ética) existen igualmente nexos entre legalidad y legitimidad: desde el punto de vista del Estado formal de derecho, se vio en el carácter general de las normas una garantía de rectitud (esto es legitimidad) de un orden de la conducta, sobre todo si estas normas han sido aprobadas en un procedimiento legislativo democrático.31
En Zippelius puede entonces reconocerse a la legitimación ética como ligada a la legitimidad, por lo que la afirmación sociológica del término permite distinguirlo tanto de la legalidad, como de la legitimidad. La legitimación vendría pues marcada por la característica de constituirse en un espacio fáctico de reconocimiento; siendo, por tanto, objeto de conocimiento de la sociología. La legitimación así entendida bien puede ubicarse en el espacio del derecho positivo (dentro de un esquema tridimensional), esto es, del derecho auténticamente vivido en un tiempo y espacio determinado. En
30 [http://www.filofiaay derecho.com/rtfd/numero6/habermas.htm], Botero Bernal, Andrés, “Aproximación al pensar iusfilosófico de Habermas”, Revista Telemática de Filosofía del Derecho, España, núm. 6, 2002-2003.Véase Habermas, Jürgen, Facticidad y validez: sobre el derecho y el Estado de derecho en términos de teoría del discurso, trad. Manuel Jiménez Redondo, Madrid, Trotta, 1998, p. 171; Hart, H. L. A., Sobre el concepto de derecho, 2a. ed., Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 1992. 31 Ibidem, p. 111.
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este mismo sentido puede hablarse, por ejemplo, de la legitimación de la dominación como justificación pública.32 El entendimiento de la legalidad como el ajustamiento, mediante las conductas externas reguladas, al ordenamiento jurídico correspondiente; la legitimidad como la adecuación de este mismo ordenamiento a una serie de valores o principios; y la legitimación como la aceptación, adhesión, reconocimiento y respaldo a éstos, supone una delimitación conceptual que permite un manejo más afortunado de estos términos en el campo del derecho. Permite considerar las tres grandes vertientes a través de las cuales se ha intentado la conceptualización del derecho y atiende a los tres grandes momentos o esferas que se han reconocido como parte de la realidad jurídica. El derecho formalmente válido que ha cumplido con el procedimiento formal de creación y objeto de la ciencia jurídica ha de vérselas con el concepto de legalidad. La filosofía del derecho como encargada de la perspectiva valorativa del orden jurídico ha de atender a las cuestiones de legitimidad, y finalmente, la sociología jurídica que se ocupa de la perspectiva social del derecho y que tiene como tema fundamental, entre otros, a la eficacia del orden jurídico, ha de responder a las cuestiones de legitimación del derecho en un lugar y espacio determinado.33 De hecho este tipo de escisión conceptual, basada en la mencionada tridimensionalidad y que funciona para conceptuar un mismo objeto desde ángulos epistémicos distintos, y que por tal proporciona un espacio disciplinario especializado dependiendo del ángulo adoptado, ha sido utilizada para términos como validez, en el que se han distinguido un sentido sociológico, uno jurídico, y otro ético.34 Incluso puede recordarse la mencionada clasificación que ofrece Bidart Campos, respecto a la legitimidad, misma que, desde su punto de vista, puede ser filosófica, empírica o sociológica, y legalizada,35 que aunque resulta clarificadora en ese espacio, dificulta las cosas cuando enfrentamos a la legitimidad con la legalidad y la legitimación. 32 Vossenkuhl, Wilhelm, “Dominación”, Diccionario de ética, Camps, Victoria (dir.), Höffe, Otfried (ed.), trad. de Jorge Vigil, Barcelona, Crítica, 1997, p. 84. 33 Para las tres concepciones y para sus mediaciones críticas Véase García Máynez, Eduardo, op. cit., Díaz, Elías, Sociología y filosofía del derecho, Madrid, Taurus, 1980; Atienza, Manuel, Introducción al estudio del derecho, España, Barcanova, 1993. 34 Dreier, Ralf, “El derecho y la moral”, en Garzón Valdés (coord.), Derecho y filosofía, 2a. ed., trad. de Carlos de Santiago, México, Fontamara, 1985, pp. 88-92. 35 Véase Bidart Campos, Germán, op. cit., nota 4, p. 40.
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El colocar a cada uno de estos términos en diferentes campos o esferas no implica, evidentemente, negar las relaciones o mediaciones críticas que entre ellos pueden operar, porque como bien se sabe, bajo el esquema de la tridimensionalidad podemos encontrar al menos siete posibilidades o combinaciones conceptuales diferentes: 1) Legalidad, sin legitimidad y sin legitimación; 2) Legitimidad, con legalidad, pero sin legitimación; 3) Legitimidad, sin legalidad y sin legitimación; 4) Legalidad, sin legitimidad, pero con legitimación; 5) Legalidad, con legitimidad y con legitimación; 6) Legitimidad, con legitimación, pero sin legalidad, y 7) Legitimación, sin legalidad y sin legitimidad. Como puede deducirse, la ubicación o acomodo de los tres términos en las tres clásicas esferas del derecho no diluye la complejidad; más bien lo único que con ello se logra es proporcionar un marco más comprensible y manejable para emprender la tarea de reflexión sobre sus implicaciones éticas. III. LA ÉTICA COMO FILOSOFÍA MORAL Es lugar común que a la ética se le confunda con la moral. Dicha situación bien puede surgir de la comparación de los orígenes etimológicos de ambos términos, pues mientras el término ética deriva del griego ethos,36 que puede ser entendido en el castellano como moral, costumbre o carácter; el término moral, por su parte, deriva del latín mores, que significa costumbre o carácter.37 Es decir, su origen etimológico deja a ambos términos lo suficientemente cerca como para plantear su igual significado. Precisamente por lo anterior se hace necesario traer a colación la diferencia entre ética y moral toda vez que generalmente en la vida cotidiana y en algunos círculos de discusión ambos términos son intercambiados sin mediación reflexiva, cuestión que genera discusiones que en caso de partir de la previa distinción no tendrían ninguna justificación. 36 Höffe, Otfried, “Ética”, Diccionario de ética, trad. de Jorge Vigil, Barcelona, Crítica, 1994, p. 98. 37 Höffe, Otfried, “Moral”, op. cit. supra, p. 190.
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La moral, junto con la costumbre, “representa un marco normativo básico, constitutivo de la existencia humana... referido al comportamiento con el prójimo, pero también con la naturaleza y la sociedad”.38 En el anterior sentido, la moral puede ser entendida como un complejo conjunto de normas de acción, de tipo valorativo, que ofrecen a los individuos representaciones de sentido. Ella no sólo está presente en las convicciones y conductas personales, sino también en la conformación de las instituciones públicas y los diferentes ordenamientos sociales. La moral “determina una forma de vida histórica, orgánicamente constituida, no nacida de actos formales del poder estatal”,39 por lo que constituye también un patrón o modelo de vida significativa, con sentido; y que es específica del grupo y cultura, que sirve para la auto expresión y realización del ser humano. Por ello, la moral, que a final de cuentas es la expresión de las diferentes cosmovisiones posibles, suele ser considerada como fuerte elemento de la identidad. De este modo, no cabe pues hablar de ella en singular, sino en plural. Resumiendo un poco, podemos decir que la moral es el conjunto de códigos o juicios que pretenden regular las acciones concretas de los hombres referidas ya sea al comportamiento individual, social o respecto a la naturaleza, ofreciendo para esto normas con contenido.40 La pregunta central de la moral será la de ¿qué debo hacer?41 Cuestión que a final de cuentas ha de ser resuelta de acuerdo a contextos históricos y cosmovisiones determinadas, por lo que su respuesta será tal y como se desprende de lo anterior, contextualizada. La ética por su parte, constituye un segundo nivel de reflexión acerca de los códigos, juicios o acciones reputados como morales. Ella ha de tener como tarea la realización de una evaluación crítica de la moral dominante. En este sentido es interesante la afirmación de Fernando Savater que ubica a la ética en su sentido fuerte, como una reflexión personal sobre la propia libertad.42 La ética ha de ignorar la pregunta con respuesta inmediata: ¿qué debo hacer? Para internarse críticamente en la búsqueda de la respuesta a la 38 39 40
Idem. Idem. Cortina, Adela, Ética mínima. Introducción a la filosofía práctica, Madrid, Tecnos, 1996, pp. 28-32. 41 Ibidem, p. 89. 42 Savater, Fernando, Los caminos para la libertad. Ética y educación, México, Ariel-Cátedra Alfonso Reyes del Tecnológico de Monterrey, 2000, p. 21.
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cuestión: ¿por qué debo? Ello es así porque la ética tiene que dar razón mediante la reflexión filosófica (conceptual y con pretensiones de universalidad) de la moral, es decir, tiene que acoger el mundo moral en su especificidad y dar reflexivamente razón de él.43 La ética como filosofía moral, tal y como lo ha dicho Adela Cortina ha de dar razón filosófica, está obligada a justificar teóricamente porqué hay moral y debe haberla, o bien a confesar que no hay razón alguna para que la haya.44 La ética comofilosofía moral debe, en otras palabras, justificar las formas y principios de la acción justa. En razón de lo anteriormente anotado, podemos decir que la ética como filosofía moral constituye un segundo nivel reflexivo en el que la pregunta principal a plantearse es por qué deben aceptarse o no, los códigos, juicios o acciones reputadas como morales, cuestión que encuentra diversas respuestas en las diferentes teorías éticas existentes.45 Finalmente, y trayendo ahora a este espacio la necesaria comparación directa entre moral y ética, debemos decir con José Luis Aranguren que la primera es moral vivida; mientras la segunda es moral pensada,46 y con Höffe que la ética como reflexión filosófico-moral es la ciencia de la moral, y esta última constituye el objeto de aquella. Ahora bien, la cuestión ética central, esto es, la de dar razón de la moralidad, evidentemente no ha tenido una sola respuesta. A lo largo de la historia, el pensamiento ético ha mostrado el suficiente dinamismo, esfuerzo y enfrentamiento de modelos, como para que en el siglo XIX John Stuart Mill señalara que desde los inicios de la filosofía la cuestión relativa a los fundamentos de la moral ha sido considerada como el problema prioritario del pensamiento especulativo, dividiendo a las mentes en sectas y escuelas.47 Efectivamente, el camino de la justificación de la moralidad ha sido largo y azaroso, pero ello no lo convierte en inútil. 43 Cortina, Adela, op. cit., nota 40, p. 31; id., Ética sin moral, 4a. ed., Madrid, Tecnos, 2000, p. 29 y 221; Höffe, Otfried, “Ética”, op.cit., nota 36, p. 99. 44 Cortina, Adela, Ética mínima, cit., nota 40, p. 31. 45 Para las di fe ren tes co rrien tes éti cas Véa se Camps, Victoria, Historia de la Ética, Barcelo na, Crí ti ca, 1988; Camps, Vic to ria, “Pre sen ta ción”, Con cep cio nes de la Éti ca, Ma drid, Trot ta, 1992, pp. 11-27; [http://www.fi lo so fiay de re cho.com/rtfd/nu me ro5/teo rias.htm], Jon gi tud Za mo ra, Ja que li ne, “Teo rías éti cas con tem po rá neas”, Revista Telemática de Filosofía del Derecho, España núm. 5, 2001. 46 Aranguren, José Luis, Ética, España, Biblioteca Nueva, 1997, pp. 3, y 58-60. 47 Mill, John Stuart, El utilitarismo, trad. de Esperanza Guisán, Madrid, Alianza, 1994, p. 37.
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De hecho, en la actualidad son principalmente dos corrientes de pensamiento, sustancialismo y procedimentalismo, las que se encuentran en disputa teórica para desempeñar la cuestión. En un trazado bastante general puede decirse que el sustancialismo sostiene que la ética debe abocarse a la búsqueda de la racionalidad inmanente en la praxis concreta. En esta corriente se inscriben autores como Alasdair MacIntyre, Richard Rorty y Charles Taylor.48 Por otra parte, el procedimentalismo, en el que se inscriben autores como Karl Otto Apel, Jürgen Habermas, Adela Cortina, Enrique Dussel y John Rawls:49 sostiene, también en términos generales, que la tarea ética estriba en descubrir los procedimientos legitimadores de las normas. Ahora bien, independientemente de las diferencias entre corrientes de pensamiento y autores en lo individual, lo relevante de la situación actual es que ninguna teoría ética —al menos las que postulan los autores aquí citados— niega la historicidad del fenómeno moral, ni la existencia de un ethos concreto o de la pluralidad de formas de vida, y todas afirman la importancia de lo moral como parte de un vivir auténticamente humano y de una vida con sentido, e incluso aunque no coincidan en la definición, todas admiten la existencia de criterios de preferibilidad. 48 Respecto a sus propuestas teóricas pueden consultarse los siguientes materiales: MacIntyre, Alasdair, Tras la virtud, trad. de Amelia Varcárcel, Barcelona, Crítica, 2001; Rorty, Richard, Contingencia, ironía y solidaridad, trad. de Alfredo Eduardo Sinnot, España, Paidós, 1996; Rorty, Richard, El pragmatismo, una versión. Antiautoritarismo en epistemología y ética, trad. Joan Vergés, España, Ariel, 2000, y Taylor, Charles, Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna, trad. de Ana Lizón, Barcelona, Paidós, 1996. 49 Respecto a sus propuestas teóricas pueden consultarse los siguientes materiales: Apel, Karl Otto, Estudios éticos, trad. de Carlos de Santiago, Barcelona, Alfa, 1986; Apel, Karl Otto, La transformación de la filosofía, trad. Adela Cortina y otros, Madrid, Taurus, 1985, t. II; Apel, Karl Otto, Teoría de la verdad y ética del discurso, trad. de Norberto Smilg, España, Paidós, 1998; Dussel, Enrique, Ética de la liberación en la edad de la globalización y la exclusión, Madrid, Trotta-UNAM-UAM, 1998; Habermas, Jürgen, Conciencia moral y acción comunicativa, trad. de Ramón García C., Barcelona, Península, 1983; Habermas, Jürgen, Teoría y praxis, trad. de Salvador Más Torres y Carlos Moya, México, Rei, 1993; Habermas, Jürgen, Escritos sobre moralidad y eticidad, trad. de Manuel Jiménez R., España, Paidós, 1998; Habermas, Jürgen, La inclusión del otro, trad. de Juan C. Velasco y Gerard Vilar Roca, España, Paidós, 1999; Rawls, John, Liberalismo político, Barcelona, Crítica, 1996 y Rawls, John, Teoría de la justicia, 2a. ed., trad. de María González, España, FCE, 1997. Para la obra de Cortina véase supra, notas 40 y 43.
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Es precisamente a partir de las coincidencias anotadas, que se intentará a continuación delinear aquellas que consideramos las implicaciones éticas de las ideas de legalidad, legitimidad y legitimación. IV. ALGUNAS CONSIDERACIONES SOBRE EL CONTENIDO ÉTICO DE LEGALIDAD, LEGITIMIDAD Y LEGITIMACIÓN
Las ideas asociadas con los términos de legalidad, legitimidad y legitimación que han sido aceptados en el desarrollo de este documento parecen conformar una tríada. Ello se afirma en el sentido de que entre ellas existe una especial vinculación. Desde el uso correcto del castellano del que hicimos uso al inicio de este trabajo, hasta las aportaciones teóricas referidas a los mismos parecen marcar de forma más o menos clara el siguiente encadenamiento: la legalidad como ajustamiento a la ley, exige una justificación o fundamentación; ello nos lleva hacia la legitimidad y ésta a su vez puede generar un efecto, producto o resultado conocido como legitimación. De este encadenamiento, y por supuesto no pretendiendo una visión unilateral, pues ya se ha aceptado la existencia de siete posibilidades de combinación, puede deducirse que la cuestión de la legitimidad, dentro de un esquema ideal de representación, juega un papel central en el siguiente sentido: ella es la que puede otorgar una justificación a la legalidad, y al mismo tiempo es la que, aunque con algunas matizaciones y no de manera inmediata, puede proporcionar legitimación a un orden jurídico. En este sentido es la legitimidad la que debe ocupar un lugar central a la hora de analizar las implicaciones éticas de los términos objeto de reflexión, pues ella justifica o fundamenta a la legalidad, y provoca o trae como resultado demás de que también puede justificar, a la legitimación. Evidentemente en los tiempos que nos toca vivir la conciencia de moralidad existente no es única. A través de la moralidad contemporánea suelen expresarse valoraciones sumamente diversas, que, muchas de las veces parecen colocarnos ante la disparidad y situar a lo ético en las puertas del relativismo.50 La edad, formación académica, pertenencia a grupos estructurados diferentes, el ser parte de un determinado país, la ocupación de un preciso lugar en la escala social, las agrupaciones profesionales y la confesión religiosa a la que nos encontremos inscritos, entre 50
Cortina, Adela, Ética mínima, cit., nota 40, p. 35.
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otros elementos, determinan en mucho no sólo las necesidades y preferencias personales, sino también perfilan nuestros diferentes ideales de vida. Es por ello que hace ya algún tiempo se ha podido caracterizar a nuestros tiempos como los que han permitido una vida valoral light y permisiva.51 Es precisamente en este espacio en donde entra en juego la ética como filosofía moral, pues ella nos ha de permitir superar este embrollo al buscar la respuesta a la cuestión de ¿por qué debo?, y sobre todo al tratar que sus respuestas aporten una pretensión de universalidad. A pesar de todas las heterogeneidades existentes, a pesar del derecho a la diferencia y al entendimiento de la riqueza que ofrece la diversidad, existe —como dice Adela Cortina— “una base moral común a la que nuestro momento histórico no está dispuesto a renunciar en modo alguno y que, a su vez justifica el deber de respetar las diferencias”.52 Una base que poco a poco se ha ido extendiendo a lo largo y ancho del planeta, hasta el punto de poder considerarse en la actualidad como sustento ético universal para legitimar y deslegitimar instituciones nacionales e internacionales, dicha base moral la constituye el reconocimiento de la dignidad del hombre, de cuño kantiano. En el reino de los fines —dijo Kant— todo tiene un precio o una dignidad. Aquello que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente; en cambio, lo que se haya por encima de todo precio y, por tanto, no admite nada equivalente, eso tiene una dignidad”.53 En este mismo sentido, en la Crítica de la razón práctica Kant afirmó que “... únicamente el hombre, y con él toda criatura racional, es fin en sí mismo”.54 Bajo dicho principio toda persona tiene derecho a ser tratada como un fin en si mismo y no como un medio para cualesquiera fines, porque en ella se reconoce un valor, que todas las demás personas deben reconocer y aceptar sí es que quieren comportarse como agentes morales. El principio de la dignidad humana, como bien se sabe, ha sido considerado como fundamento de los derechos humanos.55 Éstos, por su parte, 51 Lipovetski, Guilles, El crepúsculo del deber (la ética indolora de los nuevos tiempos democráticos), 3a. ed., trad. de Juana Bignozzi, Barcelona, Anagrama, 1996. 52 Cortina Adela, Ética mínima, cit., nota 40, pp. 35 y 36. 53 Kant, Immanuel, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, cit., nota 7, p. 71. 54 Kant, Immanuel, Crítica de la razón práctica, cit., nota 15, p. 111. 55 Fernández, Eusebio, Teoría de la justicia y derechos humanos, España, Debate, 1991, pp. 85 y ss.
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pueden ser considerados en la actualidad como el criterio de justificación ética, de legitimidad, de los sistemas jurídicos modernos. En nuestra opinión los derechos humanos basados en la dignidad humana, y consiguientemente pertrechados con el principio de la autonomía y de la universalidad, e incluso con su ampliación discursiva, además de con sus características de universalidad, incondicionalidad, inalienabilidad, indivisibilidad, complementariedad e interdependencia, constituyen el tope ético consensuado de nuestros tiempos, al cual han de sujetarse todos aquellos sistemas jurídicos que pretendan legitimidad. En el anterior sentido, los derechos humanos tienen que ser contemplados en los sistemas jurídicos contemporáneos, en la legalidad, como exigencias normativas, en pro de su legitimidad. Pero su justificación, no puede encontrarse —como lo ha dicho Luis Villoro56— en el derecho mismo, sino en el orden de la justicia, en concreto y parafraseándolo, en la dignidad de la persona. Concretando, la legalidad puede obtener su justificación o fundamento, es decir, su legitimidad, a través del reconocimiento del contenido ético de los derechos humanos. La legitimación, por su parte, vendría condicionada por el propio reconocimiento, adhesión o respaldo de los ciudadanos a estos contenidos y por la puesta en marcha de un auténtico reconocimiento, protección, promoción y defensa de los mismos. La legitimación exige pues no sólo la fundamentación o justificación del contenido legal, sino que para su concreción respecto a las normas jurídicas de un determinado Estado necesita que éstas se hagan efectivas cotidianamente en todos sus niveles. Exige, en una frase, el aterrizaje de la legalidad-legitimada en la vida real de los ciudadanos.
56 Villoro, Luis, El poder y el valor. Fundamentos de una ética política, México, FCE, 1997, pp. 302 y 303.
A LEFT PHENOMENOLOGICAL CRITIQUE OF THE HART/KELSEN THEORY OF LEGAL INTERPRETATION Duncan KENNEDY* This paper has two parts. The first presents a summary of the left phenomenological critique of legal positivism, as developed by one tendency within critical legal studies. The second attempts to clarify the position through a response to one of the many misreadings of the Cls position that are current in the positivist and post-positivist mainstream of Unitedstatesean academic legal philosophy. I This part concerns the following set of ideas common to Hart’s and Kelsen’s canonical brief writings on legal interpretation. Within a “core”, or at the boundary of the “frame” established by a norm, interpretation is “determinate” In the “periphery” or “within the frame” set up by the norm, interpretation is another word for “discretion” or “legislation”, and the meaning that the interpreter will give the norm is not determinate. For Kelsen and Hart, determinacy of a given norm, seen as a unit, is a matter of degree. For Kelsen, constitutional norms defining the proper exercise of legislative power are relatively indeterminate as to what statutes the legislature should adopt, while statutes are relatively more determinate of the content of judicial decisions purporting to apply them. Likewise, for Hart norms can have larger or smaller penumbras. Both authors seem to me use the word determinate in a confusing way. Sometimes determinate means that we can predict with great certainty what the interpreter will do with the problem at hand. But at the * Harvard Law School, USA.
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same time, it seems to mean that the operation is “cognitive” in the sense that we understand it to be a judgment about a meaning, understood to be something that is independent of the observer, and with respect to which we believe there is a “truth of the matter,” even if interpreters are likely to disagree about what that truth is. I don’t think either of them thought this made a lot of difference, but in what follows I will argue that they were wrong. For both authors, the determinate operation is not problematized. They characterize it as though the cognition of a correct meaning for the core or frame, or the highly predictable choice of interpretation, were automatic and effortless, supposing good faith. For Hart it is the application of a norm to a case whose (legally established facts) bring it within the core of the norm’s meaning. For Kelsen, it is the refusal of an interpretation of the norm that would lie outside the frame delimiting the possible meanings of the norm. In other words, when the judge applies the rule about vehicles in the park to an automobile being driven through the park, the rule as applied is determinate. When the Kelsenian interpreter claims that there is a gap, it is, says Kelsen, usually the case that “in fact” there is merely a tension between a validly established norm of no liability for the defendant, as it applies to the case in hand, and the politics of the interpreter. Here a determinate norm is being given a wrong interpretation, one outside of the frame defining the possible meanings of the norm. One of the most striking and peculiar aspects of the Hart/Kelsen theory of interpretation is that it seems to be a version of “exegese”, or “literalism”. In other words, H/K are explaining how interpretation works when there is a single norm that either does or does not make the defendant liable to the plaintiff given the facts of the case. Surprisingly enough, neither addresses one way or another the interpretive practice that seem most characteristic of their own period of European legal history, namely interpretation using the method of “constructions” or “coherence” or “conceptual jurisprudence”. We can distinguish this method from literalism as follows. Conceptual jurisprudence accepts that there will be situations in which there is more than one valid norm (section of the code or binding precedent) that is arguably applicable to the facts, and that different norms will give different outcomes for the case. Conceptual jurists (and their
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critics, e. g., Geny in Methode) have also have tended to believe that there are situations that are “new” in the specific sense that no valid legal norm was specifically intended to determine them one way or another. The method requires the judge to deal both with conflicts and with gaps as follows: he is to presuppose the coherence of “the system” as a whole, and then to ask which of the conflicting norms, or what new norm, made applicable to the case, “fits” best with closely related norms, and if this is not clear, with the more abstract norms, explicit or implicit in “the system”, from which the particular norms are understood to derive (Savigny). From the point of view of H/K, the operation of “construction” through which a conceptual jurist deals with the conflict or gap is discretionary and “legislative”. But what counts for us is that before the construction begins, there has already been a judgment, not theorized, that the gap or conflict “exists”. This, in practice, is treated as a cognition of the interpreter, but unlike the conceptual jurist’s highly self-conscious operation of construction, in which induction and deduction supposedly guarantee the objective validity of the choice of norm, the initial framing of the situation as conflict or gap is not theorized. Along with literalism and conceptual jurisprudence, the third method of interpretation of legal norms that is current in the Western legal domain is policy analysis, or the method of balancing or proportionality. Here, the interpreter understands himself to have a choice between norms or between formulations of the norm, a choice that is resolved by appeal to the conflicting considerations that he understands to underlie the norm system as a whole. There are many variants of the method of policy analysis. What is balanced might be conflicting rights, principles, or instrumental goals supposedly of common interest, along with interests in administrability (vs. equitable flexibility), and system maintenance interests, such as that in the preservation of the separation of powers. Or all of the above. For H/K, it is important that policy analysis uses considerations that are discretionary or legislative. But for our purposes, what counts is not how policy analysis is done, but how the situation is framed as one in which it is possible, or required. In other words, before the policy analysis begins, whatever its content, the interpreter explicitly or implicitly frames the situation as one in which there is a conflict or a gap that ex-
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empts him from the elementary duty to apply a clear norm when the facts clearly fit within its definitions. This initial framing is not theorized by the authors who developed policy analysis. This paper asks how we can understand the framing of a problem of interpretation, that is the process by which the interpreter constitutes the situation in either of two ways: either as one in which all that is required is application of a norm, or as one in which, because we are in the penumbra or within the Kelsenian frame, or there is a conflict or a gap, something more than mere application of a norm is required (the “something more” being choice among eligible interpretations based on legislative discretion, coherence analysis, or policy analysis). The italicized words are meant to indicate the points of departure from positivist and post-positivist theories of interpretation. There are two aspects to our inquiry. The first is as to the process by which the interpreter decides what norm or norms to interpret in a given case. The second is as to the process by which the interpreter decides that the facts of the case locate it in the core or the penumbra, outside or within the Kelsenian frame, or that there is a conflict of arguably applicable rules or a gap. In the Hart/Kelsen framework, shared by conceptual jurisprudence and policy analysis, there is no room for the activity that I would place at the center of a phenomenology of cores, frames, gaps and conflicts, a phenomenology that can account for determinacy and indeterminacy. This is the activity of legal “work” understood as the transformation of an initial apprehension (Husserl) of what the legal materials making up the system require, by an actor who is pursuing a goal or a vision of what they should require. (The conception of work here is inspired by Marx’s Economic and Philosophical Manuscripts of 1844-1845.) Legal work, as I am using the term, whether aimed at cores or frames or at penumbras or conflicts or gaps, is undertaken “strategically”. The worker aims to transform an initial apprehension of what the system of norms requires, given the facts, so that a new apprehension of the system, as it applies to the case, will correspond to the extra-juristic preferences of the interpretive worker. Legal work occurs after the initial apprehension of facts and norm, and after “unself-conscious rule application”. The interpreter “grasps” (a gestalt process, as in Kohler’s Gestalt Psychology) the situation as a whole as one in which a norm governs and the question is whether particular facts within the situation trigger its application so as to produce a
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sanction. Someone has died, and the court is asking, first, whether the defendant killed a person, and, second, whether the killing was a legal murder, and that “depends on the facts”. Often, once the facts are found, no one will even advert to the possibility of legal work directed at the interpretation of the norm that defines and punishes murder. The facts will be understood to establish guilt or innocence “of their own accord”, as the “norm applies itself” seemingly without any agency of the interpreter. It is familiar that the facts come into legal being through the work of investigators, so that the facts presented depend on the work strategies and levels of effort of prosecutors and parties. It is also familiar that the advocates and the judge, and, at a more abstract level, the jurist, sometimes work to transform the initial apprehension of which norm governs and what it requires. This is “strategic behavior in interpretation”. These are three types of strategic behavior in interpretation: First, trying to find legal arguments that will produce the effect of legal determinacy for a rule different from the one that initially appeared self evidently to govern the case, as for example by making it appear that there is necessarily an exception to the rule that covers the case, or that the case is covered by a different rule altogether. Second, trying to make what looked like a self evidently discretionary judicial decision (one in the periphery or within the frame) appear to be one in which there is, after all and counter-intuitively, a particular rule whose application is required by the materials (i. e. the case falls within the core or all alternatives are outside the frame). Third, trying to displace an initially self-evidently “valid” or legally required rule with a perception of the situation as one in which the judge is obliged to choose according to vague criteria between legally permissible alternative (i. e. moving an interpretation from the core to the periphery or into a frame permitting judicial discretion). In all these cases, the interpreter works to create or to undo determinacy, rather than simply registering or experiencing it as a given of the situation. Work presupposes a medium, something that the worker “fashions”. In this case, the medium is that body of legal materials which are considered relevant in establishing the meaning of the norm. This will certainly include the dictionary, with its definitions, and the legal dictionary with its quite different ones, and doctrinal commentary, and the full body of valid legal norms, perhaps legislative debates, perhaps case law.
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From our point of view, the question is not what count, officially, as “sources”, but what elements are sought out and deployed in fact in the work of advocacy or justification. The worker works uses the legal materials to convince an audience of some kind (and himself as well) that an initial apprehension (his or that of another) of determinacy or indeterminacy was wrong. But there is nothing that guarantees that this enterprise will succeed. Work is neither cognition of binding law nor discretion in devising law according to “legislative preference”. It is between these two. The legal materials constrain legal work but the way a medium constrains any other worker. It constrains only against an effort to make the materials mean one thing or another. To say that the interpretation of the rule was determinate is only to say that at the end of the work process the interpreter was unable to accomplish the strategically desired re-interpretation of the initially self-evident meaning of the norm. In other words, critical legal studies, as I understand it, accepts fully the positivist idea that law is sometimes determinate and sometimes indeterminate. Cls rejects both the idea of global indeterminacy and the idea that there is always a correct interpretation, however obscure or difficult to arrive at. But it also rejects the idea that determinacy and indeterminacy are “qualities” or “attributes” inherent in the norm, independently of the work of the interpreter. Strategic success against initially self-evident determinacy (or self-evident indeterminacy) is a function of time, strategy, skill, and of the “intrinsic” or essential or “objective” or “real” attributes of the rule that one is trying to change. The “ontological” question is whether it is appropriate to regard the determinacy of the rule, meaning it’s insuperably binding or “valid” quality at the end of the period allowed for working on it, as its own attribute, something inherent to it. The alternative is that the determinate or indeterminate quality of the rule cannot be understood otherwise than as an “effect”—the “effect of necessity”— produced contingently by the interaction of the interpreter’s time, strategy and skill with an unknowable “being in itself” or “essential” nature of the rule. The legal worker performs the classic phenomenological reduction or “bracketing” [epoche] (Husserl) of the question of whether the resistance of the rule to reinterpretation is a result of what it “really” is or merely an effect of time, strategy and skill. The worker proceeds by trying to change things, without a pre-commitment one way or another to an on-
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tology of the norm. For the strategic interpreter nothing turns on deciding on the essence. The left phenomenological position within Cls adopts this attitude as well. Stakes determine how much work to do. Max Weber’s distinction between material and ideal stakes is useful here. The litigants may be materially motivated, and the judge too, but judges (and jurists) are obviously often conscious of only ideal stakes. They choose a work strategy because they understand their enterprise as having to do with “justice”, understood as non-identical with law application. They also understand the duty to achieve justice as “subordinate” to law. But this duty can be operative only after law is established. The conventional definition of the judicial (or juristic) role doesn’t say anything about legal work, because the standard (positivist) model recognizes only cognition and discretion, and makes no place for work. Those who understand interpretation as either cognitive or discretionary are likely to regard work designed to achieve a particular change in the self evident meaning of a norm, in a direction that is determined strategically, that is, extra-juristically, as illegitimate. I think the illegitimacy argument is incorrect. First, most people agree that judges are supposed to work at interpretation, and have to decide how to orient their work. Indeed, most jurists would regard it as a violation of the duties of the judicial role for the judge simply to act on whatever meaning of the norm was initially self-evident, once it has been pointed out that there is another possibility. The reason for this is that the judge knows that work may change the initial appearance. He cannot take it as “true” merely because it is initially legally self-evident. Faced with the obligation to work in one direction or another, judges (and jurists) often choose to orient their work to the goal of making their extra-juristic or legislative intuition of justice-in-rule-choice into the reality of judicial decision these are the “activists”, in Unitedstatesean parlance. What Hart and Kelsen refer to as “legislative” motives we all understand to fall within the domain of “ideology”. An ideology is a “universalization project” asserting a conception of justice that is controversial, alleged by some to be mere rationalization of non-universal interests and by others to be universal– as well as leading to vindication of the interests alleged by its opponents to be merely partial (Mannheim, Habermas). Judges (and jurists) sometimes work not ran-
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domly in trying to make law correspond to justice but according to their commitment to well known universalization projects or ideologies. This posture is problematic because even if we readily acknowledge that judges are obliged by their role to work to make positive law correspond to justice, it is a premise of the liberal democratic theory of the separation powers that ideology is not just “legislative” but that it is not for the judiciary (or for the jurist). Judges often respond to the dilemma by claiming to work and attempting to work non-ideologically – bracketing their legislative preferences in deciding in which direction they will try to move frames or cores. But when they do this, they have to contend with the fact that their audience, and they themselves, understand different outcomes to respond, in many cases with high stakes, to different ideologies. Two very common judicial (and juristic) postures, in the presence of this dilemma, are “bipolarity” and “difference splitting”. In the first, the judges establishes, for himself and others, that he is an ideological “neutral” because he unpredictably alternates between the alternatives defined by conflicting ideologies. In the second, the judge establishes his neutrality by being a “centrist”, devising a solution that gives something to each side, but gives neither side all that it demands. These are bad faith solutions, in Sartre’s sense in Being and Nothingness, because they avoid role conflict through denial (in Freud and Anna Freud’s sense). The position of the “activist” judge, who consciously or unconsciously pursues his own ideological commitments (rather than claiming neutrality because he is a wild card or a centrist) seems to me more ethically plausible. The judge knows that work may make the rule approach his legislative preference, but may not. Suppose he is committed to applying the rule if he cannot destabilize it using accepted, conventional judicial techniques – that is by research into the legal materials that will lead to their reinterpretation according to accepted canons of legal reasoning. Then why shouldn’t he direct his work, time strategy and skill, to finding the argument that will make law correspond to his conception of justice? It seems plain, to me, that he would be acting illegitimately precisely if he failed to attempt this, in other words if he failed to make the attempt to rework positive law to make it correspond to his idea of justice. The judicial (and the juristic) role requires fidelity to “law” in the complex sense that combines a positive and an ideal element. This position, which legitimates juristic work intended to inflect the law in the
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judge’s (or jurist’s) preferred ideological direction, is, of course, “anarchist” (or at least “pluralist”) from the “Jacobin” point of view that locates legal legitimacy solely in the will of the people. If we recognize that judges can and do work to change cores or frames (whether or not we regard this work as legitimate), then a basic Hart/Kelsen notion is undermined. This is what Kelsen calls the “dynamic conception”, in which the movement of norm creation is from the abstract to the particular or concrete. In Hart, it is the notion that adjudication “fills in” the periphery, as well expressed by MacCormick in the following quotation. The thesis that even the best drawn laws or lines leave some penumbra of doubt, and this calls for an exercise of a partly political discretion to settle the doubt, is not particularly new, it is but the common currency of modern legal positivism... A crucial point, though, is that one ought not to miss or under-estimate the significance of line-drawing or determinatio as already discussed. The law really does and really can settle issues of priority between principles by fixing rules, and even when problems of interpreting rules arise, these focus on more narrowly defined points of interpreting rules than if the matter were still at large as one of pure principle. Fixing rules can be done either by legislation or by precedent; most commonly, in a modern system, by the two in combination. It is one of the gifts of law to civilization that it can subject practical questions to more narrowly focussed forms of argument than those which are available to unrestricted practical reason.
If strategically directed work in interpretation can initial apprehensions of cores or frames, then this statement is much too optimistic about the “gifts of law to civilization”. In my extended treatment of this topic, I suggest that “small” questions can have very large ideological stakes. Second, I suggest that contrary to MacCormick’s suggestion, the same arguments of principle recur at each level of abstraction, so that settling issues “further down” in the pyramid will involve arguments no less controversial than those that apply at the top. But for my purposes here, there is a quite different point: even after an interpretation is settled, work can destabilize it. This means that work can “inflect” or “shift” cores and frames. There is now a “from the bottom up” dynamic that counteracts to one extent or another Hart and Kelsen’s top down, abstract to concrete, dynamic. Rather than MacCormick’s progressively narrower focus for issues of controversy, the worker can hope to split open cores or dissolve them.
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So work does more than fill the frame or the periphery dynamically with strategically determined norm choices. Ideology inflects work which inflects frames and cores, which in turn provide, in the coherence view, means to further destabilizations of other cores and frames. In this view, the body of valid law, that is law that is regarded by legal workers in their initial encounter with the materials as core or frames, is best understood, first, as an historical work product of lawyers, jurists and judges pursuing conflicting ideological projects (which may be centrist, in the above sense), and, second, as always but unpredictably subject to destabilization by future ideologically oriented work strategies. II In order to understand how the above position, representing one, possibly the dominant position within critical legal studies since about 1985, and, today, the only remaining explicitly argued Cls position, it may be useful to contrast it with a typical misreading of Cls from within the mainstream of Anglo-American legal philosophy, in this case by my friend Brian Bix: [I]n particular, Cls theorists argued for the radical indeterminacy of law: the argument that legal materials do not determine the outcome of particular cases. Cls theorists generally accepted that the outcomes of most cases were predictable; but this was, they claimed, not because of the determinacy of the law, but rather because judges had known or predictable biases. The legal materials, on their own, were said to be indeterminate, because language was indeterminate, or because legal rules tended to include contradictory principles which allowed judges to justify whatever result they chose (Kelman 1987). The Cls critiques have generally been held to be overstated (Solum 1987); though there may well be cases for which the legal materials do not give a clear result, or at least not a result on which everyone could immediately agree, this negates neither the easiness of the vast majority of possible disputes nor the possibility of right answers even for the harder cases. The Oxford Handbook of Legal Studies, Peter Cane and Mark Tushnet, eds., p. 983.
1. The left-phenomenological Cls tendency (arguably the dominant tendency) argued that the legal materials do or do not determine the outcomes of cases only in interaction with the argumentative strategies of
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jurists pursing objectives with limited time and resources. The materials are one part of the determination, but only in combination with interpretive activity which is not cognitive but rather consciously or unconsciously strategic. It is not and never was the position of this tendency within Cls that the legal materials “do not determine the outcome of particular cases” but rather that their influence is mediated and that their “intrinsic” or “essential” determinacy or indeterminacy is unknowable. The legal materials are “indeterminate” only in the sense that sometimes it is possible to destabilize initial apprehensions through legal work–“intrinsically” or “essentially” they are neither determinate nor indeterminate. True, we often initially apprehend them as determining the outcome of a particular case or, on the contrary, as not determining the outcome (because the case falls in the periphery or within the frame, for a H/K person, or within the areas of indeterminacy of conceptual analysis or policy analysis for advocates of those methods). On this basis, we can predict results when we anticipate that no work will be done to destabilize the initial apprehension. And it will often be possible to predict that no such work will be done because the extant ideological projects empowered through the judiciary are in agreement with the initial apprehension – in other words because actors with radical or outlying ideological projects do not work as judges or as influential jurists. In a second moment, the legal materials are determinate in those cases where after legal work to the point of exhausting the time and resources available, the interpreter finds himself or herself unable to destabilize the intial apprehension that there is an applicable norm and that that norm decides the case for one party or another. On this basis, we can predict results when we anticipate that the work done to destabilize outcomes will fail. In this case, we are making a prediction about the outcome of the interaction between interpretive work and the unknowable “essence” of the materials. Again, the centrist ideologies shared by judges and jurists in capitalist countries are an important factor in this kind of prediction. CLS writers have worked from the beginning and continually, to figure out how rules that seemed likely to resist even the most sustained effort at transformation through interpretation, given the moderate left or moderate right ideological preferences shared by virtually all judges in all capitalist countries, have massive and unjust impacts on oppressed groups. This is the Cls contribution to the sociology of law and left wing law and economics.
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2. The notion that the indeterminacy of language explained the way in which law is indeterminate has had some influence in Cls, particularly on the early work of Unger, and on writers like Boyle, who purported to speak for Cls as a whole. From the beginning, a more influential current argued that rules vary in “formal realizability,” or “administrability”, so that the simple linguistic critique is often trivial, as are all other arguments for “global” indeterminacy. Bix’s attribution to Cls of a notion that “legal rules [tend] to contain conflicting principles” is puzzling. The Cls claim was, a la Dworkin, that principles, policies and rights, and indeed world views, are all part of the commonly deployed sources of law, but, contra Dworkin, that they are in ineradicable conflict, within each of us as well as between us. Their conflictual presence is reflected in the more concrete “valid legal norms of the system,” which Cls, following legal realism, understands to be, always, complex compromises of those conflicts. Because the rules are compromises, rather than a coherent working out of one or another over-arching principle, they are much more open to destabilizations of various kinds than coherentist writers acknowledge. 3. The “biases” of judges are relevant because they orient legal work by judges (and other jurists) to transform initial apprehensions of what the materials require in the particular direction suggested by the judges material or ideal interests (loosely, the judge’s or jurist’s ideology). Whether the jurist will succeed in the work of making the materials conform to his ideological or material extra-juristic strategic motive is never knowable in advance (though as with any uncertain future event, we can make odds). Jurists constantly accept interpretations according to which the positive law is contrary to their view as to what it ought to be. Moreover, “biases” or ideology do not determine jurist’s work strategies in any way more determinate than the system of legal norms determine outcomes. Ideologies are indeterminate in just the way that the legal order is. There is an hermeneutic circle at work here, in which the indeterminacies of each level get resolved by appeal to a deeper level with its own indeterminacies, and so on, back to the starting point, in which legal ideas influence ideology as well as vice versa. 4. The Cls critiques have been held to be overstated (or to indicate mental incompetence or insanity) within a mainstream that has misunderstood them more or less in the manner of Brian Bix in the above pas-
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sage, although they are quite often misinterpreted, not as above, but as claiming “determination in the final instance” by the base, or as a vulgar Marxist claim that the judges are the “executive committee of the ruling class,” and proceed case by case to further “the interests of capital”. The misreadings derive in part from the more or less complete ignorance both of phenomenology and of critical social theory among mainstream Unitedstatesean legal theorists, in part from the limited resources that mainstream legal philosophers devote to marginal currents (Bix is exceptional in his familiarity with Cls writing), and in part to the normal investment of mainstreams in reproducing the marginality of the margins. 5. Everyone knows that “there are cases for which the legal materials do not give a clear result”. And that there are cases in which the legal materials do not give a result “on which everyone could immediately agree”. The Cls claim is that the question of what proportion of actual or imaginable cases have determinate outcomes, given the legal materials, has to be asked taking into account the possibility that legal work will destabilize the initial apprehension of what the materials require. Once we take into account that determinacy is a function not just of the words of valid norms and the content of other sources, but of an interaction-between the resources and strategies of whoever has the power to do legal interpretation, and the “thingness” of the materials-statements about the “vast majority of disputes” are simply meaningless. 6. That results are not determinate in some cases, according to Bix, does not “negate the... possibility of right answers even for the harder cases.” The only intelligible meaning of a “right answer” in a case, hard or easy, given the phenomenology above, is that having worked with the time and resources available and according to a chosen strategy, the interpreter can’t find an alternative to some particular apprehension of what rule applies and what it requires when applied. In other words, after performing the phenomenological reduction, the “right answer” is the one that is produced by an argument having the “effect of necessity”. As to whether there is a right answer in the sense of one available to cognition, Cls. takes the position of Kant as to the “thing in itself”.
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SEIS PROBLEMAS RELACIONADOS CON EL CONCEPTO DE SANCIÓN Roberto LARA CHAGOYÁN* SUMARIO: I. Introducción. II. El concepto de sanción en la teoría contemporánea del derecho. III. La sanción como elemento interno o externo de la norma jurídica. IV. El regreso al infinito. V. La sanción como criterio de individualización de las normas jurídicas. VI. La relación deber-sanción. VII. La nulidad vista como sanción. VIII. La motivación de la conducta a través de las sanciones positivas. IX. Conclusión. X. Bibliografía.
I. INTRODUCCIÓN En las siguientes páginas, expondré algunos problemas que, en mi opinión, tienen una considerable importancia de cara a elaborar una teoría de la sanción. Por un lado, indicaré en qué consiste el problema y, por otro, cuál podría ser su solución o la manera de hacerle frente. Los problemas son: 1) la sanción como elemento interno o externo de la norma jurídica; 2) el regreso al infinito; 3) la sanción como criterio de individualización de las normas jurídicas; 4) la relación deber-sanción; 5) la nulidad vista como sanción; y 6) la motivación de la conducta a través de las sanciones positivas. Para acercarme a tales problemas, traté de basarme en una doble perspectiva de análisis: el enfoque estructural, que busca entender qué es la sanción y cómo se integra en las normas, y el enfoque funcional que trata de determinar para qué sirve la sanción, es decir, justificar la existencia de castigos o premios por servir de motivaciones efectivas de la * Suprema Corte de Justicia de la Nación, México.
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conducta. Mi análisis se centra en las obras de cuatro autores, cuya concepción del derecho está íntimamente relacionada con el análisis del concepto de sanción, al cual dedicaron buena parte de su obra: se trata de Jeremy Bentham, John Austin, Hans Kelsen y Norberto Bobbio. Conviene advertir que no profundizaré sobre la obra de estos autores, pues el énfasis del trabajo está en los problemas y no en el análisis de la obra de estos pensadores.** II. EL CONCEPTO DE SANCIÓN EN LA TEORÍA CONTEMPORÁNEA DEL DERECHO
Jeremy Bentham define a la sanción como la probabilidad objetiva de que se producirá, como consecuencia del incumplimiento de un deber, un mal o dolor. Para este autor, la relación entre el deber y la sanción es el fundamento de las normas jurídicas: alguien tiene el deber de hacer algo cuando la omisión de esa acción significa incurrir en una sanción. El deber jurídico es visto por Bentham a partir de dos “arquetipos” (formas de definición creadas por él) diferentes: por un lado, se dice que alguien “está bajo una obligación” cuando sobre una persona pende una carga apremiante que hace necesario un modo determinado de actuar o de no actuar; y, por otro lado, la idea de “actuar como es debido” se refiere a estar ligado a una fuerza obligatoria que limita el curso de la conducta. La imagen que representa al primer arquetipo es la de un peso que pende sobre la cabeza del obligado, mientras que para el segundo arquetipo, se recurre a la imagen de una cuerda que ata al obligado a un curso de acción determinado. De acuerdo con Bentham, las cláusulas sancionadoras sólo se encuentran en las normas obligatorias (en donde se incluyen tanto las normas que obligan como las que prohíben realizar una determinada acción). En ese tipo de normas puede distinguirse una parte directiva (provision) que es la expresión completa de la voluntad del legislador, y una parte iniciativa o sancionadora que expresa una predicción de lo que ocurrirá al destinatario que no cumple con lo ordenado (sanción conminativa) o de lo que ocurrirá si cumple con lo ordenado (sanción invitativa o premio). ** Para profundizar sobre la obra de los autores referidos, véase Lara Chagoyán, Roberto, El concepto de sanción en la teoría contemporánea del derecho, México, Fontamara, 2004.
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Desde el punto de vista funcional, las sanciones se traducen en motivos para la acción; es decir, en motivos que necesita el destinatario de las normas para cumplirlas. Esos motivos pueden representar un mal o un bien. En el primer caso se llaman coerciones y se traducen en castigos. En el segundo se trata de motivos seductores, que se traducen en recompensas o premios. La razón de fondo que Bentham señala como fundamento de las sanciones jurídicas es la eficacia, es decir, la efectiva observancia de las normas. El dolor y el placer son, pues, para Bentham, los únicos motivos por los cuales el hombre actúa. Además, atendiendo la fuente donde se originan, Bentham clasifica las sanciones en físicas (la naturaleza), políticas (el Estado, el derecho), morales (la comunidad, la moral social) y religiosas (Dios, o una similar voluntad sobrenatural). Bentham es uno de los primeros autores que destacaron la importancia de las sanciones positivas en la teoría del derecho. Aunque para él el elemento fundamental de un sistema jurídico se encuentra en la idea de coerción que se manifiesta mediante las sanciones negativas, los premios tienen, desde el punto de vista funcional, la misma razón de ser que los castigos: en ambos casos se trata de mecanismos de motivación de la conducta. De manera que la importancia que atribuyó al castigo no le llevó a descartar la idea de que la conducta también se puede normar mediante motivaciones “seductoras”. El análisis del concepto de sanción en John Austin se puede abordar desde dos perspectivas: una estructural, en la que se lo ubica en el nivel de las normas de mandato y se lo define como uno de los elementos necesarios de toda norma; y otra funcional, en la que se considera el aspecto externo, material o motivacional de la sanción: la compulsión a la obediencia y la formación de un hábito de comportamiento conforme a los mandatos del soberano. En cuanto al aspecto estructural, las sanciones, junto con el deseo del soberano de que los destinatarios de la norma realicen una determinada conducta, forman parte de una norma de mandato. El concepto de mandato, es decir, de una norma jurídica completa, es correlativo al de deber: sólo se tiene un deber si existe un mandato, y viceversa. Las sanciones jurídicas son definidas por Austin como el daño anexado al deseo del soberano de que el destinatario realice una determinada conducta (contenido del deber), daño que será probablemente aplicado en caso de que dicha conducta (el deber) sea incumplida. Puede decirse que los términos mandato y deber son correlativos antes de que se ejecute la conducta con
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la que se quebrante el deber, pero cuando se ha infringido el deber, entonces los términos correlativos pasan a ser mandato y sujeto sancionable. Para Austin, es importante distinguir entre la sanción y la mera compulsión física. La sanción, como se ha dicho, es un daño probable que viene anexado al deseo del soberano; ello implica que el destinatario de las normas tiene la opción, cumpliendo o incumpliendo el deber, de dar lugar o no al daño de la sanción. La compulsión física, en cambio, supone la realización de un daño o la existencia de un estado de imposición que no permite la elección al que la sufre. Los mandatos (en el sentido de normas) son correlativos de los deberes jurídicos; y los mandatos se componen del deseo del soberano y de la sanción. Si lo que hubiera fuera una simple compulsión física, no hablaríamos de mandatos, porque faltaría el deseo del soberano y, por tanto, tampoco podría haber deberes correlativos a ese mandato. En su aspecto funcional, las sanciones tienen un objeto directo y otro indirecto. El objeto directo o próximo se refiere a la compulsión a la obediencia puesta en práctica en aquellos casos en los que una persona no muestra el sentimiento provechoso o utilitario propio de la obediencia. Dado que, a decir de Austin, este sentimiento puede estar ausente o ser anormal en algunos sujetos, la sanción sirve como un factor de corrección. Las sanciones operan provocando un proceso gradual de asociación entre deseos y consecuencias en el destinatario de la norma; un proceso que regularmente da como resultado el cumplimiento de las normas porque coincide con el deseo más fuerte que los individuos tienen: escapar del mal o de las consecuencias negativas de las sanciones. El objeto indirecto o pedagógico de la sanción es el de la formación del hábito de obediencia en los destinatarios de las normas. Gracias a las sanciones los sujetos van eliminando gradualmente los llamados “deseos siniestros”, es decir, deseos contrarios al derecho, para sustituirlos por otros deseos conformes con la utilidad general. Mediante este proceso educativo de las sanciones, los sujetos llegan a cumplir las normas de forma espontánea, llegan a tener una predisposición hacia la justicia. Este objeto indirecto de las sanciones es empleado por Austin para demostrar que los destinatarios de las normas no cumplen con lo ordenado por éstas simple y exclusivamente por el temor a las consecuencias negativas de la sanción correspondiente, ya que eso significaría que los destinatarios no están adheridos a la idea de justicia; la sanciones, además de operar —mediante su objeto directo— como refuerzos para el cumpli-
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miento de los deberes, digamos a corto plazo, también operan indirectamente sirviendo como auxiliares a largo plazo en la guía de la conducta. En una interpretación amplia de las tesis austinianas, Roger Cotterrell señala que el estudio de las sanciones no se agota cuando se las considera como un elemento analíticamente esencial de las normas; la sanción también puede ser vista como un elemento necesario desde una perspectiva sociológica. A partir de esa premisa, Cotterrell considera que lo que, según Austin, guía la conducta no son sólo las normas de mandato, sino también otro tipo de normas desprovistas de sanción a las que Austin llama “normas imperfectas” (equivalentes a las reglas que confieren poderes; véase norma jurídica), las cuales emplean como refuerzo análogo a las sanciones la consecuencia jurídica de la nulidad. De esta forma la guía de la conducta parece más completa: los mandatos y sus posibles sanciones compelen al destinatario al cumplimiento de las obligaciones mediante la amenaza del castigo; mientras que las reglas que confieren poderes y sus posibles nulidades motivan a los destinatarios mediante las desventajas que acarrean. Cotterrell propone una interpretación amplia del concepto de sanción a partir de la idea austiniana de considerar como sanciones aquellas medidas que reporten al sujeto “la más mínima posibilidad del más mínimo daño”. Austin admite básicamente dos tipos de sanciones: las privadas y las públicas. Las privadas corresponden a la violación de ciertos deberes relativos, es decir, deberes que han de cumplirse ante derechos subjetivos de personas determinadas; aquí las sancio nes se demandan a instan cia de parte. Las sanciones públicas, en cambio, corresponden a la violación de deberes absolutos, es decir, deberes que no se corresponden con derechos subjetivos de personas determinadas, sino que son deberes erga omnes; son impuestos a discreción del soberano o de los representantes del Estado. Hay, además, un tipo especial de sanciones: las sanciones vicarias. Se trata de sanciones que se aplican a un individuo pero que tienen efectos sobre los allegados de éste que nada tienen que ver con el ilícito que dio lugar a la sanción; los males recibidos por estos allegados inocentes son sanciones vicarias. La existencia de este último tipo de sanción y su justificación están relacionadas con una moral utilitarista que se basa en el logro del bienestar general, aunque ello suponga atentar contra derechos de los individuos. Siguiendo a Kelsen, las propiedades necesarias y suficientes del concepto de sanción jurídica son las siguientes: a) se trata de un acto coerci-
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tivo, esto es, de un acto de fuerza efectiva o latente; b) tiene por objeto la privación de un bien; c) quien la ejerce debe estar autorizado por una norma válida; y d) debe ser la consecuencia de la conducta de algún individuo. Hay, sin embargo, dos sentidos más del término sanción: un sentido amplio referido a aquellos actos coactivos que son reacciones contra hechos socialmente indeseables que, al no configurar una conducta humana, no pueden ser considerados como prohibidos; estos actos tampoco están conectados con el concepto de ilicitud. Se trata de figuras afines a la sanción como la reclusión de enfermos contagiosos o peligrosos; la expropiación coactiva de bienes por utilidad pública; y la destrucción coactiva de bienes o animales ante el peligro que representan o el riesgo que generan. Por otro lado, el sentido amplísimo de sanción abarca tanto a las sanciones propiamente jurídicas como a las figuras afines a la sanción, esto es, se refiere a la totalidad de actos coactivos estatales. Para Kelsen, la sanción es el concepto primario del derecho, lo cual implica que todos los demás conceptos jurídicos se definen a partir del concepto de sanción: el acto ilícito no constituye la violación de una norma, sino la realización de una de sus condiciones de aplicación. La obligación jurídica es la conducta opuesta al ilícito. El derecho subjetivo puede verse en términos de derecho objetivo y, en consecuencia, también se define, aunque indirectamente, a partir del concepto de sanción. Para definir de esta última forma el concepto de derecho subjetivo es menester determinar el significado del ambiguo término que lo expresa, pues éste puede tener las siguientes acepciones: reflejo de una obligación; derecho en sentido técnico; permisión positiva; derecho político; y libertad fundamental; en todos estos casos, el concepto originario es —o se supone que es— el de sanción. El concepto de responsabilidad es definido por Kelsen como la situación normativa en la que se encuentra un individuo que es susceptible de ser sancionado por la comisión —propia o ajena— de un acto ilícito determinado. Por otro lado, para Kelsen, la sanción es el criterio de individualización de las disposiciones jurídicas, ya que para él una norma es jurídica si estatuye ella misma un acto coactivo (una sanción), o bien está en una relación esencial con una norma que lo estatuya. Una crítica que suele dirigírsele a Kelsen y que tiene mucho que ver con su concepción de la sanción es la reducción del derecho a la fuerza. Sin embargo, el autor de la Teoría pura sostiene que esa reducción no tiene lugar en su obra porque la amenaza de daño y el orden jurídico son
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cosas distintas. Señala esencialmente tres diferencias: 1) el sentido de la amenaza es la predicción de un daño o un mal que será infligido, en tanto que el sentido del orden jurídico es que, bajo ciertas condiciones, deberán ser infligidos ciertos daños; 2) los actos mediante los cuales se instaura el derecho tienen al mismo tiempo un sentido objetivo y un sentido subjetivo, es decir, son reconocidos como actos válidos productores o aplicadores de normas y al mismo tiempo tienen el sentido de obligar al destinatario, mientras que los actos de mera expresión de fuerza (como los de un salteador de caminos) pueden tener un sentido subjetivo, pero no un sentido objetivo; 3) los actos instauradores o aplicadores del derecho tienen como presupuesto la norma fundamental, mientras que los actos de mera amenaza no tienen ese presupuesto. Con todo, las razones que da Kelsen no parecen convincentes. El cierre del sistema mediante la norma fundamental sólo puede funcionar si se acepta que la propia norma fundamental está determinada en última instancia por la efectividad del poder coercitivo. Lo que esa norma hace es autorizar el empleo del poder físico, que de esa forma resulta válido jurídicamente. Pero eso significa que la norma fundamental es el criterio de legitimación de la amenaza del ejercicio de la fuerza y que el poder coactivo eficaz está jurídicamente autorizado precisamente porque de hecho es capaz de imponerse. En suma, en lugar de que el derecho determine al poder —como pretendía Kelsen— todo parece indicar que, en su teoría, es el poder el que determina al derecho. En la obra de Norberto Bobbio el concepto de sanción —como también el concepto de derecho— ha recorrido, no sin tener que sortear algunos obstáculos, el camino que va desde la estructura a la función. En una primera etapa teórica, Bobbio sostiene una concepción cercana a la de Kelsen, en la cual la sanción servía como criterio de identificación de las normas jurídicas. Habiendo descartado los criterios formales de identificación porque llevarían a no poder distinguir el derecho de otros sistemas normativos, Bobbio trata de buscar un criterio más adecuado y lo encuentra (después de excluir el criterio del contenido, del fin, del sujeto que las dicta, de los valores, o de la naturaleza de las obligaciones) en el concepto de sanción jurídica. Aquí la sanción viene a ser la respuesta a la violación de una norma: un concepto que se distingue tanto de las sanciones morales (de carácter interno y en las que el sujeto activo y pasivo es el mismo) como de las sanciones sociales (externas, pero no institucionalizadas); las sanciones jurídicas tienen un carácter externo y están
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institucionalizadas. Al tratar de responder a los argumentos que consideran que la sanción no es un concepto necesario y que, por tanto, no es útil para identificar a las normas jurídicas, Bobbio señala que se trata sólo de un criterio más adecuado que otros y que su utilidad depende de que la sanción no se vea sólo desde una perspectiva formal. Aquí es donde comienza el tránsito de la estructura a la función. Una vez en el terreno del análisis funcional, Bobbio centra su atención en la pregunta ¿para qué sirve el derecho? en lugar de ¿qué es el derecho? Ese cambio en la concepción del derecho tendría que ver con factores tales como el desarrollo de la sociología del derecho a partir de la segunda guerra mundial, la pérdida de la función (tradicional) del derecho en la sociedad industrial, la existencia de funciones negativas del derecho, o la aparición de nuevas funciones del derecho como la función distributiva o la función promocional. La idea fundamental de Bobbio es que, en el paso del Estado liberal al Estado social, el ejercicio de la función primaria de regular el comportamiento ha asumido formas distintas a las tradicionales que reposaban en la intimidación mediante sanciones negativas. Esas nuevas formas son medidas de alentamiento como los premios (sanciones positivas), los incentivos y las facilitaciones. Las sanciones positivas son la promesas de premios consistentes en otorgar una satisfacción a quienes han cumplido con una determinada actividad. Los incentivos, por su parte, son medidas que sirven para alentar el ejercicio de una actividad económica determinada que redunda en beneficios colectivos. Las facilitaciones son, finalmente, medidas de organización que consisten en proveer de medios necesarios para el desarrollo de cierta actividad orientada a un fin. Los mecanismos promocionales tienen la ventaja de que influyen positivamente en la psique del destinatario ofreciéndole ventajas, haciéndole más fáciles las cosas y estimulándole a actuar conforme a las normas. La diferencia entre la técnica promocional y la tradicional de la sanción negativa está en el hecho de que el comportamiento que tiene consecuencias jurídicas no es ahora la inobservancia, sino la observancia. Ese análisis funcional de la sanción no resulta, sin embargo, incompatible con la concepción kelseniana. Bobbio piensa que la definición de sanción que da Kelsen es una definición funcional porque su finalidad (en palabras de Kelsen) es “la obtención de un comportamiento deseable por el legislador”. Además, las sanciones positivas entran perfectamente en la estructura de la norma primaria de Kelsen: si es A, debe ser B, si se
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interpreta que A no es un ilícito sino una conducta conforme, y que B no es un castigo sino un premio. Y, finalmente, tanto las sanciones positivas como los incentivos no son más que técnicas específicas de organización social. III. LA SANCIÓN COMO ELEMENTO INTERNO O EXTERNO DE LA NORMA JURÍDICA
Varios autores se han preocupado por determinar si las sanciones son una condición sine qua non de las normas jurídicas. Los que creen que sí, señalan, como Kelsen, que la nota esencial de las normas jurídicas —y del derecho— son las sanciones, pues es lo que las distingue de otro tipo de normas que no son jurídicas. Por el contrario, los que consideran que las sanciones no son necesarias, sino contingentes, en la idea misma de norma jurídica, conciben a las sanciones como refuerzos externos a las normas que cumplen la función de garantía de cumplimiento, pero que estrictamente no forman parte de la norma. Este segundo punto de vista admite la existencia de varios tipos de normas, algunas de las cuales carecen de sanción y no por eso dejan de ser normas jurídicas, por ejemplo, las normas que confieren poderes. Como he dicho, Kelsen afirma categóricamente que la sanción es un elemento interno de la norma y excluye cualquier consideración en relación con elementos extrajurídicos. El autor de la Teoría pura señala que todas las normas del sistema estatuyen una sanción: la mayoría lo hacen directamente y en otras ocasiones, las normas que no cuentan con una sanción se conectan con otra norma jurídica que sí la establece, por lo que, a final de cuentas, todas las normas jurídicas establecen como consecuencia, una sanción. Jeremy Bentham, John Austin y Norberto Bobbio dieron una definición funcional de la sanción: la sanción como motivo para la obediencia. No es que Kelsen no considerase importante esa cuestión, sino que para él no debía ser materia de un análisis jurídico sino de uno de tipo sociológico o psicológico. Sin embargo, Bobbio, al analizar las tesis kelsenianas, observa —y con razón— que también la definición de Kelsen es una definición funcional, pues admite que “las sanciones están dispuestas en el ordenamiento jurídico para obtener un determinado comportamiento humano que el legislador considera deseable”.
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En las obras de Bentham y Austin puede observarse el empleo de los análisis estructural y el funcional, en cuanto al estudio del concepto de sanción: a veces hablan de las sanciones como elementos interno a las normas, y otras veces como elementos externos. Para Bentham, por ejemplo, las sanciones son partes de las normas; y Austin las consideraba como partes de los mandatos. Bentham entendió que las sanciones eran los únicos motivos útiles para la eficacia del derecho (motivos dolorosos y motivos seductores); mientras que para Austin las sanciones tienen como objeto directo la compulsión al cumplimiento de las normas, y como objeto indirecto la formación del hábito de obediencia. Bobbio empleó también los dos análisis, pero se decantó más bien por el funcional: las sanciones para él son elementos necesarios para la guía de la conducta: unas veces reprimiéndola y otras veces alentándola. En mi opinión, habría que decir que, en general, los dos enfoques son necesarios para dar cuenta adecuadamente de las sanciones y que, por tanto, no deben considerarse como excluyentes, aunque en ocasiones uno de ellos sea el determinante. Por ejemplo, si lo que se busca es distinguir la sanción de lo que no es sanción —lo cual constituye un problema de interés—, el punto de vista funcional o externo resulta insuficiente. El concepto de sanción no sólo es un concepto empírico, sino también un concepto normativo. Y en relación con el carácter complementario de ambos análisis, lo que puede decirse es lo siguiente: la sanción jurídica es una reacción frente a ciertas conductas establecidas por el derecho; ello significa que la sanción necesita estar integrada en la estructura de algunas normas y que esas normas necesitan que la sanción forme parte de ellas; sin embargo, el contenido de la sanción (positivo o negativo) supone que ésta ha de consistir en una motivación de la conducta que sólo puede ser analizada en términos funcionales. IV. EL REGRESO AL INFINITO La idea de derivar el deber de la sanción o la sanción del deber genera el conocido problema del regreso al infinito. Ese problema se plantea también en relación con el concepto de soberano, de validez, etcétera. Se trata, en general, de una consecuencia natural de estudiar al derecho como un sistema escalonado. Un deber es jurídico si, y sólo si, existe una norma (N1) que disponga la aplicación de una sanción en caso de su in-
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cumplimiento. Ahora bien, el deber del órgano competente para aplicar dicha sanción será jurídico si existe otra norma (N2) que disponga el deber de aplicar una sanción en caso del incumplimiento del deber contenido en la norma (N1). La norma (N2), a su vez, contiene un deber que, para que sea jurídico, necesita una norma (N3) que disponga otro deber de aplicar otra sanción para el caso del incumplimiento, y así sucesivamente hacia el infinito. En opinión de Kelsen, para sostener que una conducta es debida jurídicamente no hace falta que exista a su vez el deber jurídico en el sentido estricto de imponer una sanción en caso de un comportamiento opuesto, sino que basta con que, para dicho caso, una norma (la fundamental) “estipule”, “establezca” o “determine” la imposición de la sanción. Pero está claro que Kelsen no resuelve del todo el problema porque sólo elude la conclusión de que en un sistema normativo finito ha de haber un deber no sancionado, al precio de admitir que ha de haber en él alguna sanción no debida (en sentido estricto), sino meramente “estipulada” o “establecida”. Pero con esa respuesta se oscurece demasiado la calificación deóntica de la conducta consistente en imponer esa sanción última. Si se replica que se trata de una conducta meramente autorizada al órgano para imponerla, el resultado es demasiado contraintuitivo como para poder aceptarlo. La tesis del regreso al infinito aparece también en las primeras obras de Bobbio, al considerar a la sanción como criterio individualizador del derecho. En su opinión, el regreso al infinito se detiene, por un lado, por la adhesión espontánea a las normas de máxima jerarquía que de hecho se produce y, por otro, porque la caracterización del sistema a través de la sanción debe hacerse tomando en cuenta no normas específicas, sino el sistema normativo en su conjunto. La tesis de Hart consiste en afirmar que es posible mantener que una regla es jurídica sin caer en el regreso al infinito. La solución consiste en el establecimiento de una norma parcialmente autorreferente: una norma que dijera “los jueces, so pena de la sanción X, tienen el deber de sancionar la transgresión de los deberes que los jueces tienen de sancionar, incluido el deber de sancionar el incumplimiento de la presente norma”. Ahora bien, con ello se evita el problema de tipo lógico, pero sigue existiendo el problema práctico: si para romper el regreso al infinito esa norma parcialmente autorreferente se ha de dirigir al conjunto de los jueces (en una especie de tejido reticular, en lugar de la antigua cadena vertical
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al infinito), todos los jueces se encontrarían con el deber de sancionar a cualquier otro (incluidos sus superiores en la jerarquía judicial) por cualquier incumplimiento de deberes sancionadores; lo cual no parece que resulte ser muy operativo en la práctica. Raz, por su parte, señala que cuando el soberano ordena a sus subordinados aplicar dichas sanciones, existe un respaldo de dicha orden que no necesita, a su vez, el respaldo de otra norma, porque se trata de una política de sanciones dispuesta por tal soberano; dado que esta política de sanciones no es una disposición jurídica independiente, no impone deberes y, por tanto, no necesita ser respaldada por ninguna otra disposición jurídica punitiva. V. LA SANCIÓN COMO CRITERIO DE INDIVIDUALIZACIÓN DE LAS NORMAS JURÍDICAS
Bentham ha sido probablemente el primer autor preocupado por individualizar las normas jurídicas y también el primero en tomar como criterio individualizador al concepto de sanción. Austin también señaló que la sanción era uno de los elementos necesarios para que pueda hablarse de una norma jurídica (de un mandato). Kelsen sostuvo que cada una de las normas que componen el orden jurídico ha de prescribir una sanción. Y el primer Bobbio consideró que la identificación del derecho debía hacerse usando el criterio de la sanción, aunque al mismo tiempo entendiera (a diferencia de Kelsen) que la sanción caracteriza al conjunto, al orden jurídico, pero no necesariamente a cada uno de los elementos que lo componen. En mi opinión, el concepto de sanción como criterio de identificación de las normas jurídicas puede ser un criterio preferible a otros, pero no deja de presentar inconvenientes: no permite dar cuenta de ciertas obligaciones jurídicas que no se hallan en una conexión esencial con una norma que estatuya una sanción; tampoco explica la obediencia al derecho por razones distintas de las suministradas por la presencia de la sanción; y, finalmente, no aclara de qué manera las normas que confieren poderes dirigen la conducta de los destinatarios. Por otro lado, las teorías del derecho basadas en el concepto de sanción (de sanción negativa) acaban por reducir el fenómeno jurídico a la idea de fuerza, con lo que dejan de lado elementos importantes de los
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sistemas jurídicos. En particular, quedan fuera funciones del derecho que, como la función promocional o la función distributiva, no se basan en la idea de que la guía de la conducta haya de obtenerse exclusiva o esencialmente mediante el uso de la fuerza. VI. LA RELACIÓN DEBER-SANCIÓN Los anteriores problemas convergen en el de determinar si la sanción es un factor determinante para la existencia de los deberes jurídicos. Las preguntas a hacer aquí son: ¿tienen los destinatarios de las normas un deber porque existe una sanción, o bien son las sanciones las que existen porque resultan ser un refuerzo útil de ciertas normas?; ¿hay deberes sin sanciones?, ¿hay sanciones sin deberes? Los análisis de Bentham y Austin tienen (cualquiera que sea la interpretación que se haga de ellos) un carácter predictivo: las sanciones se ven como consecuencias probables de lo que sucederá si los deberes no son cumplidos. Claramente, este concepto de deber tiene una conexión analítica con el concepto de sanción, pues el deber es deber en función de las consecuencias, de modo tal que si no existieran sanciones no podría haber deberes. El análisis de Kelsen es particularmente rígido: los deberes existen sólo porque la conducta opuesta al deber constituye la condición de la sanción, pues, como se sabe, el concepto primario del derecho para este autor es el de sanción. Ahora bien, si se considera que la sanción es el concepto primario del derecho (y el que hay que utilizar para identificar los deberes), podemos llegar a resultados indeseables. Se puede aceptar sin más que las sanciones son males o privaciones de bienes, pero no es fácil saber cuáles de los males, de las consecuencias de las acciones, constituyen sanciones. Por ejemplo, si comprar un boleto para la ópera supone para alguien cierta desventaja económica, podría interpretarse que ese pago es una sanción (una especie de multa) y que, en consecuencia, quien así lo percibe tiene el deber de no ir a la ópera. Ahora bien, si el pago del boleto de la ópera no es visto como una sanción sino como una tasa, entonces no puede hablarse de “un deber de no ir a la ópera”. Desde mi punto de vista, para identificar los deberes jurídicos no siempre es necesario acudir a las sanciones, pues en ocasiones basta con descubrir cuál es la voluntad del soberano en el mandato, esto es, basta
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con identificar cuál es la conducta querida o deseada por él. Así, puede decirse que ciertamente no hay sanciones sin deberes, pero sí deberes sin sanciones. Pero más allá del problema lógico de determinar si el concepto de deber implica al de sanción o si el de sanción implica al de deber, las convenciones lingüísticas indican que, por lo regular, no se califican ciertas conductas como debidas porque la conducta opuesta lleve aparejada la imposición de una carga negativa, sino que se califican esas cargas negativas como sanciones precisamente en la medida en que son vistas como respuestas o reacciones a la transgresión de un deber. VII. LA NULIDAD VISTA COMO SANCIÓN La consideración o no de la nulidad como una sanción es una cuestión sumamente controvertida. Roger Cotterrell, al analizar las tesis de Austin, señala que la equivalencia entre sanción y nulidad puede darse si se toma en cuenta que las nulidades generan desventajas tanto a los ciudadanos comunes como a los funcionarios. En esas desventajas puede verse una mínima idea de reproche. Por ejemplo, en las reglas que confieren poderes públicos puede entenderse que hay un reproche al ejercicio de la capacidad profesional de un funcionario cuando éste ve anulada o invalidada su actividad; las consecuencias negativas que sufre se manifiestan en el desprestigio o la afectación a su reputación. Cotterrell aclara que, para que haya una sanción de nulidad en estos casos, es necesario que exista un deber de ejercicio por parte del titular del poder. Por otro lado, en el ámbito privado, en los negocios jurídicos, la nulidad implica muchas veces el no nacimiento de ciertos derechos subjetivos, lo cual puede verse perfectamente como una sanción. Hart, por su parte, no admite que la nulidad pueda ser considerada como una sanción: la sanción implica necesariamente un daño, pero no así la nulidad. El contratante que ve anulado el contrato por algún vicio del consentimiento no tiene por qué ver necesariamente como un daño esa anulación. Para Hart, la relación entre las normas que establecen obligaciones y la sanción no es una relación intrínseca porque puede haber normas de este tipo sin sanciones; en cambio, la relación entre las reglas que confieren poderes y la nulidad sí es una relación intrínseca toda vez que no puede haber normas de este tipo sin una referencia a la validez o a la nulidad de los actos jurídicos realizados. Hart distingue, pues, la
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función de los diferentes tipos de reglas y con ello muestra que nulidad y sanción juegan papeles distintos: mientras que las sanciones tienen como función desalentar o evitar ciertas conductas futuras dado su carácter amenazador, la nulidad cumple simplemente la función de imposibilitar que un acto tenga fuerza o efectos jurídicos. Carlos Nino ofrece una posible solución para el problema de la sanción como nulidad: verla no como motivo para la acción, sino como la privación de un bien. Si tratamos de buscar cuál sería el bien afectado por la nulidad tendríamos que considerar que se trata, como dice Nino, de “la negativa a «prestar» la coacción estatal” que sufre el interesado por la falta de validez del acto en cuestión. Es decir, que la persona a quien se le anula un acto jurídico se le deja sin la tutela del derecho, lo cual supone una molestia objetiva. En el ámbito privado, una persona a quien se le anula alguna actuación pierde la posibilidad de que sus derechos subjetivos nazcan, porque la invalidez del contrato no genera ningún deber para el otro contratante. Si no existiera la nulidad no habría respaldo de la coacción estatal, lo cual, como dice Nino, haría muy difícil la existencia de los contratos. Alchourrón y Bulygin señalan que así como las sanciones negativas constituyen la forma típica de reaccionar frente al incumplimiento de obligaciones, la nulidad constituye una reacción típica frente a otro tipo de situaciones que no reúnen los requisitos exigidos por una definición de obligación. En mi opinión, las cosas se pueden aclarar bastante si se distingue entre el enfoque estructural y el funcional a propósito de las sanciones. Desde el punto de vista estructural está claro que sanción y nulidad son conceptos distintos: por ejemplo, las sanciones están vinculadas con los deberes, pero no así las nulidades. Sin embargo, no cabe duda de que, desde el punto de vista funcional, existen analogías, pues las nulidades, cumplen una función motivadora semejante a la de las sanciones toda vez que, como dice Nino, amenazan con un tipo especial de “mal” a aquellos que no toman en cuenta lo establecido por el derecho; dicho mal puede traducirse en la falta de respaldo coactivo del Estado que sufre la persona interesada en la validez del acto que ha devenido en nulo.
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VIII. LA MOTIVACIÓN DE LA CONDUCTA A TRAVÉS DE LAS SANCIONES POSITIVAS
Asociar los males con el término sanción parece ser lo más intuitivo: la mayoría de las personas que oyen hablar de sanciones tienen representaciones mentales de prisiones, multas, reos, dolor, etcétera. En la teoría contemporánea del derecho esta imagen es algo distinta. Por ejemplo, Jeremy Bentham y Norberto Bobbio se preocuparon por el concepto de sanción jurídica positiva; en particular, a Bobbio se debe el desarrollo de una teoría promocional del derecho que ve a éste como una guía eficaz de la conducta a través del reconocimiento e incentivación de ciertas conductas. Tanto Kelsen como Austin consideraron más bien que las sanciones positivas desvirtúan el concepto jurídico de sanción y acaso el del derecho. Bentham fue uno de los primeros autores en darse cuenta de la importancia que tienen las sanciones positivas en la teoría del derecho. De hecho dedica una parte de su obra a lo que él llamó “derecho premial”. Aunque para él el elemento fundamental de un sistema jurídico se encuentra en la idea de coerción que se manifiesta mediante las sanciones negativas, los premios tienen, desde el punto de vista funcional, la misma razón de ser que los castigos, en el sentido de que en ambos casos se trata de mecanismos de motivación de la conducta. De manera que la importancia que atribuyó al castigo no le llevó a descartar la idea de que la conducta también se puede normar mediante motivaciones seductoras. Por otra parte, una vez que Bobbio dio su conocido giro de la estructura a la función en cuanto a la concepción del derecho, centró su atención en la pregunta ¿para qué sirve el derecho? en lugar de ¿qué es el derecho? Así, se ocupó del análisis de nuevas funciones del derecho —o por lo menos no tomadas en cuenta tradicionalmente—: la función distributiva y la función promocional. La idea fundamental de Bobbio es que, en el paso del Estado liberal al Estado social, el ejercicio de la función primaria de regular el comportamiento ha asumido formas distintas a las tradicionales que reposaban en la intimidación mediante sanciones negativas. Esas nuevas formas son medidas de alentamiento como los premios (sanciones positivas), los incentivos y las facilitaciones. Las sanciones positivas son las promesas de premios consistentes en otorgar una satisfacción a quienes han cumplido con una determinada actividad. Los incentivos, por su parte, son medidas
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que sirven para alentar el ejercicio de una actividad económica determinada que redunda en beneficios colectivos. Las facilitaciones son, finalmente, medidas de organización que consisten en proveer de medios necesarios para el desarrollo de cierta actividad orientada a un fin. Los mecanismos promocionales tienen la ventaja de que influyen positivamente en la psique del destinatario ofreciéndole ventajas, haciéndole más fáciles las cosas y estimulándole a actuar conforme a las normas. La diferencia entre la técnica promocional y la tradicional de la sanción negativa está en el hecho de que el comportamiento que tiene consecuencias jurídicas no es ahora la inobservancia, sino la observancia. Ese análisis funcional de la sanción no resulta, sin embargo, incompatible con la concepción kelseniana: las sanciones positivas entran perfectamente en la estructura de la norma primaria de Kelsen: si es A, debe ser B, si se interpreta que A no es un ilícito sino una conducta conforme, y que B no es un castigo sino un premio. Y, finalmente, tanto las sanciones positivas como los incentivos no son más que técnicas específicas de organización social. Desde luego, Bobbio no quedó exento de críticas; sin embargo, no entraré a ellas por cuestiones de tiempo. Desde mi punto de vista no es que la idea de sanción positiva cambie el concepto de derecho, sino viceversa: un concepto más amplio de derecho en el que se tomen en cuenta sus distintas funciones hace posible que se admita como jurídico el concepto de premio. No se puede olvidar que el respaldo eficaz de las medidas promocionales del derecho sigue basándose en último término en la existencia de actos coactivos. De manera que las sanciones positivas no tienen la misma importancia que las negativas, pero su utilidad no puede ponerse en tela de juicio. IX. CONCLUSIÓN Una teoría general de la sanción demanda, desde mi perspectiva, una articulación de los diferentes problemas que aquí he señalado de manera aislada. Creo que el planteamiento de los mismos no puede quedar al margen de ninguna teoría de la sanción —ni del derecho— que se precie de seria. Así pues, me queda como incentivo construir esa articulación. Espero que ello no traiga como consecuencia, algún tipo de sanción negativa.
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X. BIBLIOGRAFÍA AUSTIN, John, Lectures on Jurisprudence or the Philosophy of Positive Law, en CAMPBELL, Robert (comp.), edición original de John Murray, Londres, 1913, Michigan, Scholarly Press, Inc., 1977. ———, The Province of Jurisprudence Determined, Rumble, Wilfrid E. (ed.), Cambridge, University Press, 1995. BAYÓN MOHINO, Juan Carlos, “Deber jurídico”, Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía. El derecho y la justicia, GARZÓN VALDÉS, Ernesto y LAPORTA, Francisco, Madrid, Trotta, 1996. BENTHAM, Jeremy, An Introduction to the Principles of Morals and Legislation, Oxford, Clarendon Press, 1996. ———, Of Laws in General, HART, H. L. A. (ed.), University of London, The Anthole Press, 1970. BOBBIO, Norberto, “Hacia una teoría funcional del derecho”, Derecho, filosofía y lenguaje. Homenaje a Ambrosio L. Gioja; trad. de Genaro R. Carrió, Buenos Aires, Astrea, 1976. ———, Contribución a la teoría del derecho, en RUIZ MIGUEL, Alfonso (ed.), Madrid, Debate, 1990. COTTERRELL, Roger, The Politics of Jurisprudence. A Critical Introduction to Legal Philosophy, Londres-Edimburgo, Butterworths, 1989. HACKER, P. M. S., “Sanction Theories of Duty”, en SIMPSON, A. W. B. (ed.), Oxford Essays in Jurisprudence. Second Series, Oxford, Clarendon Press, 1973. HART, H. L. A., “Self-refering Laws”, Essays in Jurisprudence and Philosophy, Oxford Clarendon Press, 1983. ———, El concepto de derecho, 2a. ed., Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 1963. KELSEN, Teoría pura del derecho, 7a. ed., México, Porrúa, 1993. LARA CHAGOYÁN, Roberto, El concepto de sanción en la teoría contemporánea del derecho, México, Fontamara, 2004. TAPPER, Colin, “Austin on Sanctions”, The Cambridge Law Journal, 1965.
PRIVILEGE IN MEXICAN AND AMERICAN CRIMINAL LAW Larry LAUDAN* Like many others around the world, the systems of criminal justice in Mexico and in the United States recognize a certain category of potential testimony, that of privileged witnesses. These are persons with a knowledge of the crime who, despite that knowledge, are not obliged to tell what they know. On its face, this category of witnesses is an affront to the truth-seeking aims of criminal inquiry. Both Mexico and the US espouse the general principal that those who know something about a crime have a legal duty to tell what they know. As the Mexican Code of Criminal Procedures says in article 242: “Every person who is a witness is required to speak with respect to the facts under investigation. As for anglo-saxon views on this subject we have the verdict of the great evidence scholar Wigmore to the effect that: AFor more than three centuries it has now been recognized (in common law countries) as a fundamental maxim that the public Y has a right to every man’s evidence.1 This seemingly robust commitment to the truth, however unpleasant that truth may be, sits side-by-side in both countries with rules that explicitly permit certain persons with a knowledge of a crime to say nothing. The most obvious exception to the rule obligating testimony is the defendant himself. Another prominent exception in the United States, is the right against self-incrimination by a witness, although that rule can be circumvented by the grant of prosecutorial immunity. These exceptions will not by the focus of my talk today. Instead, I want to look briefly at how these two legal systems handle and justify what is called privileged testimony. * Instituto de Investigaciones Filosóficas, UNAM, México. 1 Wigmore, Treatise on the Anglo-American System of Evidence in Trials at Common Law, 3d. ed., 1940, 2192 at 2264. 403
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In both countries, it is a general rule that a witness with knowledge of a crime who refuses to testify is committing a criminal act and may be sent to jail. The idea that a witness could refuse to testify simply because he finds it inconvenient or embarrassing or dangerous would undermine the commitment to the truth that both legal systems share. The impressive power of subpoena was invented in order to underscore the idea that relevant evidence of a crime belongs to the state and that it not within the discretionary power of the individual to share it or withhold it. The category of privileged witness seems to undermine these basic doctrines and to raise doubts about the sincerity of the commitment of these systems to the belief that everyman’s evidence belongs to the state. It is that set of tensions I want to explore in my remarks today. I will have more to say about anglo-saxon privileging practices than about mexican ones because I know more about the one system than about the other. I nonetheless thought it might be useful to try to say something about both since they represent starkly different philosophical approaches to the question of privileged testimony. The first difference between the two systems, and the one that is the easiest to describe, shows up when we compare those persons whose testimony is privileged in each system. I will begin there, even though those differences striking as they are, are by no means the most important differences between the two systems with respect to privileging. Having described those, I will move on to look at two more interesting differences in terms of the theoretical suppositions made by the two systems of criminal justice. One of those two theoretical differences will show up if we ask the question: To whom does the privilege belong? The second theoretical difference will reveal itself when we begin to probe the question: What is the rationale for allowing this class of witnesses to be exempted from the overarching rule that those who know something about a crime must give evidence? The mexican list of privileged witnesses is impressively long. (Overhead) It includes, among others, the spouse of the accused, all his blood relatives, his in-laws to the fourth degree, and any person who is linked to the accused by love, respect, affection or close friendship. Mexican case law suggests that lawyers and priests likewise are privileged, although the relevant federal codes do not explicitly confer the privilege on them. In the United States, there are wide differences among various jurisdictions about which witnesses are privileged and which are not. For
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brevity, I will limit my remarks to the privileges as understood in the Federal courts. Federal common law recognizes five groups of privileged witnesses: the spouse of the accused, his attorney, his priest, his psychiatrist, and his psychiatric social worker. These are the most common categories. I should mention in passing that, in addition to these privileged witnesses, there is also a privilege extended to certain information. Specifically, state secrets are privileged as are the voting preferences of whatever witness. Since these last two privileges are obvious and noncontroversial, I will say nothing more about them, focusing instead on the so called relationship privileges. What specifically is the privilege conferred on these witnesses in the two systems? They are by no means the same. In the mexican courts, the privileged witnesses may simply refuse to testify unconditionally about any matter having to do with the case. This is a obviously very blanket exclusion. In American courts, the privilege, except the spousal one which is total, extends only to certain forms of communication between the accused and the person enjoying the privilege. Thus, what the accused said to his attorney, or his psychiatrist or his priest is privileged. But if something falls outside the area of communication, it is not. So, if the accused’s psychoanalyst sees him committing a crime, he must testify as to what he knows. Likewise his priest, his lawyer, and his social worker. But if what they know was learned by confidential communication from the accused in the course of a professional relationship with him, then their information is privileged. Only the spouse in American courts enjoys the sort of omnibus exclusion that we see extended quite broadly in Mexican law to the family and friends of the accused. I said earlier that it would be important to ask who owned the privilege? In the US, the privilege unequivocally belongs to the accused. He and he alone can waive it, thereby triggering the obligatory testimony of the otherwise privileged witness. Popular folklore to the contrary notwithstanding, American courts do not recognize that lawyers or doctors or journalists or priests have a right to maintain their silence about the accused. That right, in anglo-saxon law, belongs to the person in the dock. If he waives the privilege, such witnesses have to testify, even if such testimony would violate the ethical codes of the witnesses. The only exception to this principle about the privilege belonging to the defendant rather than the witness occurs with the spousal privilege. This,
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uniquely among the privileges, belongs to the spouse and not to the defendant.2 By contrast, in mexican law, the privilege belongs entirely to the witness. Mexican law is quite explicit that if some witnesses in a privileged category desire to offer testimony, they may do so, whether the defendant likes it or not. The choice between exercising and waiving the privilege belongs to them not to him. We will return to this point a little further along, but I want to flag it now as being of considerable importance to understanding the different philosophies of privileging in the two countries. We must note one further difference before moving on to a more theoretical analysis. In the case of mexican law, the trier of fact, the judge, comes to learn if there were privileged witnesses. That is to say, the judge becomes aware that the state or the defense attempted to obtain testimony from certain persons with a knowledge of the crime and that they refused to tell what they knew. This information about the refusal of relevant witnesses to testify can become a factor in the judges determination of guilt and innocence. By contrast, an american jury does not usually learn that there were privileged witnesses since they will typically assert the privilege during a preliminary hearing that excludes the jury (although the federal rules of evidence are silent in this regard, more than 30 states have codes that forbid juries from drawing adverse inferences from a client´s unwillingness to waive the attorney-client privilege). Moreover, the appellate court rulings are quite explicit that the prosecution cannot mention to the jury that there were witnesses with relevant information about the crime whom the defendant would not allow to testify.3 This piece of information is surely relevant to a jurys verdict but, like much other relevant information in American criminal trials, it never informs a jurys deliberations. This feature feeds back to our earlier point about who owns the privilege. If, as in Mexico, the privilege belongs entirely to the witness, then it would probably be inappropriate for the judge to make a strong adverse inference from the fact that some friend or family member of the accused exercised his privilege not to testify. Such an act could have all sorts of possible causes and cannot be legitimately blamed on the accused. But when, as in the American system, the privilege belongs not to the witness but to the accused, then it seems more plausible 2 3
See Trammel vs. US, 445 US 40, 1980. The most relevant case was Griffin vs. California, 380 US 609, 1965.
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that an objective trier-of-fact might be inclined, if he knew about it, to draw an adverse inference from the failure of the accused to allow a witness to testify. Unfortunately, because the American system conceals such information from the jury, they are not in a position to make the inference that an objective, fully-informed third party might well make about such matters. It is time now to take a few steps back from a description of the privileging practices of these two countries to look at their theoretical foundations, in so far as they have any worthy of the name. I intend to be critical of both systems, and I hope that my mexican friends will excuse the harshness of my judgements about their system, since I will offer equally harsh ones of my own. Let us begin with the mexican rule about exclusion. Clearly, its principal thrust is to enable family and friends of the defendant to avoid giving testimony, if they do not wish to do so. To understand this rule, we must go back to its historical origins in roman law. Medieval courts determined that family and friends of the defendant could not give sworn testimony at all. The justification was that their testimony was probably suspect and unreliable in effect, they had clear motives for lying about the facts of the case so as to protect the accused. Since roman law treated testimony and witnesses as absolutely essential in a criminal inquiry giving no weight at all to physical or circumstantial evidence it was extremely important to screen prospective witnesses to make sure that their testimony would be unbiased and reliable. The blanket exclusion of all the friends and family of the accused was seen as a way of excising biased testimony that might be of dubious value. During the 19th century, mexican criminal law broke sharply with its roman origins. It replaced trial by inquisition with an adversarial system. It admitted the probative value of circumstantial evidence and, most relevantly for our concerns, it came to regard the testimony of eyewitnesses not as a proof of guilt but merely as an indicator, what is known technically as an indicio. Since eyewitness testimony was no longer regarded as essential for conviction, since it was no longer thought to be as probative as it once was, it became plausible to admit the testimony of those whose testimony had once been excluded that is, the testimony of friends and family members of the accused.
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This was a very positive development; like any other change that makes more relevant evidence available to the trier of fact, it promoted the truth-seeking aims of the justice system. But this particular Mexican reform was half-hearted. Instead of moving to a system which demanded the testimony of friends and family members who had knowledge of the crime, mexican authorities left that decision to the witnesses themselves. As we have seen, the current policy is that they may give testimony but they don’t have to. This is a policy without an evident epistemic rationale. Under the old Roman regime, there was at least a reason for excluding the testimony of such persons: it might be suspect. Having decided, however, they such testimony was relevant even if sometimes biased, mexican law should have moved to eliminating the privileges altogether, insisting that anyone with a knowledge of the crime must testify. Instead, its retention of the privilege, at the discretion of the witness himself, creates a situation in which those with knowledge hostile to the defendant are likely to refuse to testify while those with knowledge helpful to the defendant will give testimony. This is hardly how one would design a system if one’s aim were principally to find out the truth about the crime. The dilemma here is particularly sharp: either family members and friends are unreliable witnesses, in which case they should not be allowed to testify; or their testimony is potentially reliable in which they should be obliged to testify. Leaving the choice in their hands can have no epistemic rationale, unless we have reason to believe that those who voluntarily testify are more likely to speak the truth than those who do not. But that hypothesis has no plausibility. The American case is a bit more complex. Like Roman law in the middle ages, anglo-american law in the 19th century prohibited the sworn testimony of family and friends of the defendant, ostensibly on the grounds of its unreliability. The massive, Benthamite reforms in evidence law in the mid 19th century changed all that. Being a friend of the defendant, being his son or daughter, his mother or father, no longer exempted one from telling what one knew. Only the spousal exclusion survived in american law as a vestige of this practice. All the other privileges in american law, as we have seen, derive from professional relationships between the defendant and his priest, his doctor, his lawyer and his social worker. There is broad agreement that -if we leave aside the lawyer-client relation none of these privileges has anything to do with promoting the truth. On the contrary, each sets up an obstacle to discovering the truth in the
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name of some non-epistemic social good. Thus, the rationale for the psychiatrist-client privilege is that the treatment of mental disease requires full candor between the patient and his doctor. In the religious case, salvation itself may depend on the truthfulness of a confession that a person offers to his priest. Here, the argument for the privilege seems to be that the interests of finding out the truth in a criminal trial are less important than curing neurotic patients or securing a comfortable afterlife. As an epistemologist, I find myself at odds with the decisions about value implicit in giving a priority to mental health or religion over meting out justice. I am also troubled that it is judges, via the common law, who are left to define such privileges rather than legislators, who are better placed than appointive judges to weight the social and legal values at stake in such decisions (the area of privileged witnesses is one of the few where the Federal Rules of Evidence refuse to take a stand and simply defer to common law practices, practices wholly defined by judges and not legislators). But this is not the place to pursue those concerns. Another concern worthy of mention but not to be further pursued here has to do with the spousal privilege. Although a wife cannot be forced to testify against her husband, the defendant’s children, siblings, and parents both can be made to take the stand and to tell what they know. If, as would appear to be the case, the rationale for the spousal privilege is that it is designed to protect the sanctity of marriage as an institution, it is quite unclear why Bin this age of ubiquitous divorce, the relation between husband and wife is singled out by the law for protection when relations with parents and off-spring are not. If we are to extend testimonial privileges to any relatives of the defendant, and I am not saying that we should, it seems the mexican model is more consistent than the north american one. For our purposes, the obvious feature of all the privileges, whether mexican or north american, with the possible exception of how you voted, is that they pose obstacles to truth seeking. Although often criticized for making it more difficult to convict the guilty (which they frequently do), the privileges likewise work sometimes to convict the innocent. For instance, if Jones is on trial for raping Smith and a priest or analyst learns in a confession or therapy session that Wilson is the rapist, the inability to elicit the privileged information from Wilson’s confidant may lead to an incorrect conviction of Jones.
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In essence, the relationship privileges seem to say to those guilty of a crime: You can reveal what you did, however horrible it was, to certain persons in the full knowledge that they cannot be made to pass along those revelations in ways that will be harmful to you. The courts say that they privilege such communications because it is Ain the broader public interest to do so. Is this a viable claim? Does it seem plausible that, if I reveal to my social worker that I just robbed the local liquor store, she will be better able to help solve my problems with (say) domestic violence or a slum landlord? Indeed, if I have just robbed the local liquor store, do I even have a legitimate claim on the unstinting confidentiality of my social worker? That seems doubtful. Perhaps the argument in favor of these privileges has less to do with protecting the guilty and is directed instead at protecting the relationship that innocent people have with their social workers. But an innocent person should probably have nothing to fear from telling the truth to his social worker, even if the privilege didn’t exist, since nothing he revealed to her would be the sort of thing that would land him in trouble if repeated in a criminal trial. I flatly deny that a social worker can do her work in a way that promotes the public in terest only if she can tell her clients that everything they say to her, however revelatory of crimi nal activ ity, will be her met i cally sealed from le gal scru tiny (in deed, social work flourished for more than a century before, in 1996, the Supreme Court invented this privileged category). What we should focus on is the one privilege in American criminal law which is supposed to have an epistemic rationale. I refer, of course, to the attorney-client privilege. This is an old privilege in Anglo-Saxon law, dating back to the 18th. century. Its rationale, as you all know, is this: in an adversarial system, it is the obligation of defense counsel to provide the best defense for his client that is possible. In constructing that defense, it is important for counsel to know as much about the details of the crime as his client does. Hence, candor between attorney and client is important. But, so the argument goes, that candor would be impossible if the defendant believed that whatever he said to his attorney might show up as evidence in the trial against him. Hence, the attorney-client privilege ultimately promotes the end of a truthful verdict by giving the attorney the information he needs to mount the strongest case that the facts will permit.
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Is this a telling argument? When confronted by puzzles like this one, it is always helpful to begin by asking the question: who stands to gain most from the rule, the guilty defendant or the innocent one? Or do both gain equally? Although one can readily imagine exceptions, it seems fair to say that a guilty party who spoke candidly to his lawyer (whose testimony could be subsequently subpoenaed) would be put at much greater risk of conviction than an innocent party would. Indeed, under such circumstances, guilty defendants would say very little to their lawyers while innocent parties would say more. It is true that guilty defendants would probably be less robustly defended than they now are if this privilege were to vanish. But a legal system must be judged by how far it goes to protect the innocent from conviction not by whether it makes the guilty especially difficult to convict. In sum, abandoning the rule of lawyer-client confidentiality would have the predictable result of more convictions of the truly guilty without significantly increasing the number of convictions of the truly innocent. Accordingly, eliminating this rule would increase the number or proportion of true verdicts. That, in turn, implies that there is no compelling intellectual rationale for preserving attorney-client privilege. In the long run, it is an obstacle to discovering the truth just as the notorious exclusionary rules are. The unavailability to the jury of relevant, privileged information is bad enough. That problem is exacerbated by the fact that, in many jurisdictions, jurors are not allowed to be informed when a potential witness has invoked the privilege. In other jurisdictions, which permit the invocation of the privilege in front of the jury, jurors are instructed that they can draw no adverse inferences from the invocation of the privilege. Even if there were a justification for recognizing certain classes of privileged relationships (and I am not persuaded of that), no compelling evidential rationale exists for failing to inform jurors when a witness has invoked a privilege or for obliging them to repress any memory of its occurrence. The only hint of an argument relating such privileges to truth finding involves the claim that no legitimate adverse inference could ever be drawn from a witness choosing to invoke one of these privileges. If, for instance, an analyst steadfastly refuses to answer all questions about the content of his conversations with his patient, or if a priest refuses to say anything about what happened in the confessional, what inference could the jury legitimately make concerning the guilt or
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innocence of the patient or the penitent? We cannot blame the defendant, after all, for the testimonial recalcitrance of some third party. The antidote to this form of self-deception is to remind ourselves who owns the privilege in question. The right to the privilege belongs not to the analyst but to his patient, the defendant. It belongs not to the priest but to the penitent. If it belonged to the analyst or the priest, then its exercise could sustain no adverse inferences against the defendant. But, belonging as it does to the defendant, the privilege can be waived by him, allowing the analyst or priest to respond freely to the prosecution’s questions. If the defendant chooses not to remove that muzzle, and the jury is informed of that fact, the jury may well conclude that this is because he wants to hide something that he fears his analyst or priest will reveal. This is why a jury, in certain circumstances, may be inclined to draw adverse inferences from the assertion of a testimonial privilege. Because that inference will often be a rational one to make, that is likewise why juries should be both informed if witnesses have asserted the privilege and allowed to make of that what they will. It is hard to fault Jeremy Bentham’s (only mildly overstated) observation that the belief that relevant evidence can be legitimately excluded if it might create unpleasant consequences for various human relationships is one of the most pernicious and most irrational notions that ever found its way into the human mind.4 In the balancing act between society’s joint interests in justice being done and certain interpersonal relationships fostered, courts have fairly consistently sacrificed the interest in justice to the larger social good, even though (as in the case of the social worker-client relation) they have only the most tenuous empirical evidence that the relationship in question would be undermined if the privilege were to vanish. Perhaps the last word on this subject belongs to McCormick, who remarks, in his classic text on evidence, apropos the marital privilege: We must conclude that, while the danger of injustice from suppression of relevant proof is clear and certain, the probable benefits of the rule of privilege in encouraging marital confidences and wedded harmony is at best doubtful and marginal.5 4
Bentham, J., Rationale of Judicial Evidence, pp. 193 and 194, London, J. S. Mill,
1827. 5
McCormick on Evidence, 5th. ed., para. 86, 1999.
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That is to say that privileging certain forms of testimony exacts an undeniable epistemic cost in the name of possibly conferring certain social benefits. That is a tradeoff that is dubious at best. There may be situations in which silence is golden. A criminal proceeding is not among them.
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KELSEN, HART Y DWORKIN EN HISPANOAMÉRICA: CONDICIONES DE POSIBILIDAD DE UNA FILOSOFÍA LOCAL DEL DERECHO Diego Eduardo LÓPEZ MEDINA* Desde París, desde Londres, desde Amsterdam se proferían las palabras‘¡Partenón!, ¡Hermandad!’ y en alguna parte de África y Asia, se abrían los labios ‘¡...tenón! ¡...mandad!’ Era la edad de oro.**
SUMARIO: I. Hacia una iusfilosofía personal y contextualizada. II. “Sitios de producción” y “sitios de recepción” en la teoría transnacional del derecho (TTD). III. Originalidad, influencia, copia y transmutación en la teoría del derecho.
I. HACIA UNA IUSFILOSOFÍA PERSONAL Y CONTEXTUALIZADA Como estudiante, primero, y luego como profesor interesado en los campos de la filosofía y teoría del derecho, resulté, como muchos otros miembros de mi generación con intereses similares, leyendo libros y artículos escritos por o acerca de teóricos jurídicos tales como Hans Kelsen, Herbert Hart, John Rawls, Ronald Dworkin, Robert Alexy o Jürgen Habermas. La literatura dedicada a reflexionar sobre la filosofía o la teoría del derecho es ya enorme (aunque su crecimiento no da señas de parar) y uno podría, con toda facilidad, pasarse la vida entera tratando apenas de permanecer actualizado en ella. Dentro de esta vasta literatura, sin em* Universidad de los Andes, Colombia. El presente escrito es parte de un libro publicado en el año 2003. ** Jean-Paul Sartre, Introducción a la obra de Frantz Fanon, Los desdichados de la tierra, 1963. 415
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bargo, había cosas que llamaban mi atención con especial fuerza, mientras que otras parecían ya resueltas. Originario, como soy, de un país latinoamericano y educado entre 1987 y 1991 en una facultad de derecho de cuño más bien tradicionalista, el nuevo ambiente intelectual que parecía estar imponiéndose entonces (y que aún hoy, al comenzar el siglo XXI, el lector reconocerá parcialmente como la teoría jurídica todavía “en boga”) alentaba una atención renovada hacia algunos aspectos específicos de la teoría legal contemporánea, a saber, aquellos que parecían concentrarse en cómo debía “interpretarse” el derecho.1 En términos generales puede decirse que la nueva concepción de la interpretación jurídica reconocía, primero, que los textos de las leyes o de los códigos no eran tan claros y rotundos como parecía creer la teoría tradicional de la interpretación; como consecuencia de esta redescubierta “textura abierta” de los textos, se insistía en el papel activo del operador jurídico en la interpretación de la ley y en la producción de cambio social. Dentro de esta reconsideración, la “interpretación jurídica”, como un sub-campo dentro del universo de la teoría del derecho, parecía ofrecer una visión alternativa, quizá más abierta y flexible, que remediaba, al menos en parte, una sensación difusa, pero creciente, de malestar e inconformidad (en verdad, una reacción) contra las formas dominantes de enseñar y analizar el derecho en que estábamos siendo socializados. La enseñanza dominante, contra la que nos revelábamos, subrayaba, a un nivel básico, el papel de la memorización de reglas contenidas en leyes y códigos como paso indispensable para recordarlas y mostrarles fidelidad. La “legalidad”, como técnica de control social, partía de allí, de la memoria, para continuar un trayecto en el que prevalecían, una a una, las técnicas formalistas del derecho. El resultado final era una mezcla de memorización de reglas, ejecución de pretendidas demostraciones lógicas de conclusiones jurídicas, creencia acrítica en respuestas únicas y correctas, todo ello en un ambiente de rigidez y jerarquización pedagógica, social y personal que tendía a reforzar la apariencia de rigor, cientificidad y neutralidad. El nuevo énfasis en teoría de la interpretación y argumentación jurídica, en contravía, parecían servir como mecanismo general de inoculación contra los excesos de ese formalismo dominante. Desde este nuevo punto de vista la memorización cedía espacio a la argumentación, se empezaba a 1 Como ejemplo de esta forma de argumentación que ahora revalúo, Véase mi propio trabajo: López Medina, Diego, El significado de la ley: Elementos para una crítica pragmática del lenguaje y la hermenéutica jurídica, Pontificia Universidad Javeriana, 2001.
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desconfiar en la infalibilidad de la deducción lógica y se afirmaba, en su lugar, la naturaleza dialéctica, problemática, no apodíctica del derecho y, por último, se derrumbaba la idea de respuestas únicas y correctas. Mi visión del papel renovador de la teoría del derecho y los usos que en mi conciencia (y en la de algunos de mis colegas y compañeros) tenían los autores ya mencionados se explicaba por razones situacionales y contextuales específicas que yo no veía al comienzo, pero que ahora me parece fundamental describir con mayor detenimiento. A eso paso a continuación. En primer lugar, parece ahora claro que durante mis años de formación en una facultad de derecho tradicional el vanguardismo teórico estaba constituído por autores y comentaristas que tomaban, para decirlo de manera amplia, un enfoque lingüístico o hermenéutico de la teoría jurídica.2 En todo ese material, la palabra “interpretación” aparecía como la llave con la que se podían abrir las puertas cerradas por el formalismo. Más aún, el enfoque hermenéutico estaba ligado con una fuerte atención en lo institucional a la determinación judicial de reglas o hechos (una “teoría judicialista del derecho” si se quiere) que resultó ser muy interesante para gente que, como yo, queríamos emprender un asalto a las bases teóricas de una conciencia legal formalista y legocéntrica que bautizaré “tradicionalismo-positivismo” (TP) y que desvalorizaba el papel del intérprete en la creación del derecho mediante el mito de la sabiduría del legislador y una férrea confianza en la soberanía parlamentaria. Vine a caer en cuenta, entonces, que mis años formativos fueron nutridos en un lugar y época en donde un modelo “interpretativo” y “judicialista” del 2 Varios autores han señalado la preponderancia que ha adquirido, en el último cuarto de siglo, el “giro interpretativo” en teoría jurídica: “sin duda alguna la nuestra es la época de la interpretación... En derecho, la importancia del giro interpretativo no puede ser ignorada fácilmente. Adicional a una plétora de simposios, libros y artículos por parte de académicos en todos los campos del derechos sustantivo, el crecimiento del interés en el derecho por parte de académicos de las humanidades confirma que cuestiones relacionadas con el significado de los textos son la preocupación central, si no la organizadora, de muchos teóricos legales sofisticados”. Patterson, Dennis, “The Poverty of Interpretive Universalism: Toward the Reconstruction of Legal Theory”, 72, Texas Law Review, 1-3, 1993. La responsabilidad de dicho giro se le atribuye especialmente a Ronald Dworkin. Al respecto Véase Stick, John, “Literary Imperialism: Assessing the Results of Dworkin’s Interpretive Turn in Law’s Empire”, 34, UCLA Law Review, 371, 1986. Sobre el giro interpretativo en general Véase, Feldman, Stephen M., “The New Metaphysics: The Interpretive Turn in Jurisprudence”, 76, Iowa Law Review, 661, 1991; y West, Robin, “Are There Nothing But Texts in This Class? Interpreting the Interpretive Turns in Legal Thought”, 76, Chi.-Kent. Law Review, 1125, 2000.
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derecho estaba empezando a ser importado y que el nuevo transplante teórico implicaba reordenamientos muy importantes en el mapa geojurídico del mundo. El transplante de teoría, sin embargo, no se estaba dando en el vacío: la nueva teoría del derecho servía de manera fundamental como “manual de uso” para el transplante de una nueva generación de Constituciones liberales que afirmaban su poder normativo directo por encima del principio clásico francés de soberanía legislativa (por oposición a soberanía constitucional) y su corolario de respeto estricto a la ley (las más de las veces en la forma de un código). Las nuevas cláusulas constitucionales, ahora con efecto normativo directo y con mecanismos específicos de justiciabilidad, se constituyeron en excelentes ejemplos de normas de “textura abierta” donde la interpretación judicial debía completar, por necesidad, el sentido de sus disposiciones generalísimas. En las normas constitucionales se consagraron así “conceptos jurídicos indeterminados”: el positivismo dominante (usualmente en su forma kelseniana) aconsejaban tratar a estas normas como carentes de sentido ya que no cumplían con los requisitos exigidos, bajo una teoría positivista, para hablar de norma jurídica en sentido primario.3 En el nuevo ambiente teórico, sin embargo, los conceptos jurídicos, a pesar de su indeterminación, fueron entusiastamente saludados como maneras de dar fuerza normativa directa a los fines civilizatorios más preciados de la teoría política y moral, en el sentido de apuntar hacia una alineación de todo el derecho legal y codificado existente a principios jurídicos anhelados y a una interpretación finalista de la ley de conformidad con tales principios. En el nuevo lenguaje constitucional, los conceptos jurídicos indeterminados (las metas civilizatorias del derecho) pasaron pronto a ser considerados como “principios jurídicos”, para terminar, finalmente, siendo positivizados bajo la nueva forma de “derechos fundamentales”. Este giro hermenéutico y político implicaba, quizá por primera vez, la recepción entusiasta de materiales ius-teóricos y constitucionales anglosajones, rompiéndose así el santuario inmunológico que, uniendo a Europa y América Latina, había evitado la contaminación jurisprudencial y dogmática por fuera de la familia jurídica del derecho civil.4 3 4
Véase al respecto Kelsen, Hans, Teoría pura del derecho, 1934, capítulo 3. Con la excepción de Argentina en donde el constitucionalismo nacional había tenido un intercambio singularmente dinámico con los Estados Unidos desde el siglo XIX. Al respecto véase Miller, Jonathan, “The Authority of a Foreign Talisman: A Study of U.
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En segundo lugar, es fundamental señalar que los nuevos transplantes de teoría del derecho posibilitaban la importación de una nueva y específica forma de crítica anti-formalista que se oponía al clima reinante, en el que predominaba, desde la época de la codificación en el siglo XIX, una visión positivista y formalista del derecho en América Latina. La importación de la nueva crítica anti-formalista proveyó de un cuerpo teórico sólido a las dubitativas preocupaciones y ansiedades de las nuevas generaciones locales que tanteaban el camino para romper el formalismo hegemónico. Dentro de este contexto cultural e intelectual, la “interpretación” fue quizá el tema bandera que permitió la recepción de nuevos enfoques de teoría jurídica relativamente recientes que parecían confrontar la larga hegemonía disfrutada por el formalismo en la práctica y la imaginación de los abogados en toda la región. Lo novedoso y lo reciente de esta teoría y la relativamente tardía recepción en Latinoamérica de este material, tal como vine a apreciarlo más tarde, eran hechos completamente relativos a las necesidades políticas y a las influencias académicas disponibles. Sin embargo, la justificación más frecuente de este transplante teórico tendía a desenfatizar los aspectos materiales (políticos y contextuales) de la recepción para afirmar, en vez, que la nueva hermenéutica (en autores como Hart y Dworkin) era una teoría analíticamente correcta, y que, por tanto, servía, sin límites espaciales, para criticar el formalismo legal dominante en América Latina, así como, se presumía, había servido para golpear con fuerza el formalismo propio de la tradición anglosajona. La “transplantabilidad” de Hart y Dworkin se basaba en la creencia de que se trataba de teorías anti-formalistas de validez universal porque sus conclusiones se extraían a partir de la naturaleza ubiS. Constitutional Practice as Authority in Nineteenth Century Argentina and the Argentine Elite’s Leap of Faith”, 46, Am. U. Law Review, 1483, 1997. De la misma manera, fueron iusteóricos argentinos los que en mayor parte aclimataron la recepción, a partir de mediados de la década de los sesenta, de la nueva filosofía del derecho anglo-sajona, reconectándola una vez más con las dinámicas constitucionales. En mi lectura personal fueron fundamentales en ese sentido (y siguiendo el orden