Por Una Politica De Los Seres Hablantes

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JEA N -CLA U D E M ILN ER

POR UNA POLÍTICA DE LOS SERES HABLANTES BREVE TRATADO POLÍTICO 2

TRADUCCIÓN: JESÚS AMBEL

© Grama ediciones, 2013. Av. Maipú 3511, I o A (1636) Olivos, Pcia. de Buenos Aires Tel.: 4743-8766 • [email protected] http: //www.gramaediciones.com.ar © Éditions Verdier, 2011

Milner, Jean-Claude Por una política de los seres hablantes : breve tratado político II. - la ed. - Olivos : Gram a Ediciones, 2013. 90 p . ; 20x14 cm. ISBN 978-987-1982-03-5 1. Psicoanálisis. CDD 150.195

Dirección de Afueras de la ciudad: Jorge Alemán Diseño de tapa: Kilak I Diseño y Web www.kilak.com

Impreso en Argentina

I. H ablar p olítica............................................................................ II. Lo m oderno y lo fuera-de-la-política...............................

31

III. Anatom ía de la discusión política....................................

47

IV. Salir de la discusión p o lítica ..............................................

61

A claraciones....................................................................................

79

I. H

a b l a r d e p o l ít ic a

§1 La política es asunto de seres hablantes1. Este debería ser el punto de partida. Pero tam bién debería ser el punto de llegada. Y sin em bargo, m uchos espíritus relucientes desconocen una u otra de estas evidencias. Ya sea porque se equivocaron de punto de partida, ya sea porque erraron el punto de llegada, ya sea porque, en el transcurso de un periplo, se encam inaron hacia lu­ gares de perdición, el caso es que naufragaron y con frecuencia todavía lo siguen haciendo. Pero al m enos lo intentaron, procla­ m an los lisonjeros. Adujeron al respecto excelsas y bellas ideas. Ciertam ente, y ahí está su m ás grave falta. M ultiplicando las ideas, eligiéndolas cada vez m ás m asivas y ornam entadas, ali­ neándolas por creciente orden de talla y de m agnificencia, han construido en torno al vocablo política un ram illete de represen­ taciones m axim alistas; de noble idea en idea noble, de sublim e hipótesis en hipótesis aún m ás sublim e, el vocablo lo abraza todo, es decir, nada. Es m ás justo seguir la pendiente inversa; si hay que hablar política, hay que atenerse al m inim alism o. Hay que alcanzar la desnudez extrema, sin la cual nada sabríam os deducir, sin que se desvaneciera el vocablo m ism o de política. Podrem os proceder, a continuación, a los aditam entos necesa­ rios. Podrem os decidir si cuando decim os que la política es un

1No he querido usar notas numeradas. Cuando me han parecido oportunos los esclarecimientos o los comentarios, los he ubicado al final del texto, con indicación expresa del parágrafo al que se remiten.

asunto de seres hablantes, se entiende que es el principal, por no decir el único. No descartarem os de entrada la posibilidad de que el ser hablante pueda desinteresarse de ella, aunque sea asunto suyo o precisam ente porque lo es. Podrem os tener en cuenta las circunstancias para graduar lo posible y lo anhelado. Incluso entonces, el m ovim iento se som eterá a la obligación de lo m ínim o, so pena de caer en el regodeo. A florará entonces que el m inim alism o en política term ina siendo un m aterialism o. Para la ocasión, la m ateria desnuda es el cuerpo. El cuerpo hablante del ser hablante. Toda política se desorienta desde que se aleja de este septentrión.

§2 Podem os interesarnos en la política tal y com o se practica. Su exam en, desde A ristóteles hasta Foucault, desde Sócrates hasta Lacan, se ha llevado a cabo con perseverancia. Resulta que la política, tal y como se la practica, es sim ple y fácil. Para conocerla, basta con observar sus efectos; son cotidianos. Para com prenderla, basta con aplicar las leyes del choque, como en el billar, aderezadas con algunas m áxim as pesim istas sobre la naturaleza hum ana; La Rochefoucauld o Freud están a mano. Pero la política, tal y como se habla, va de otra cosa. Es oscura y confusa. De hecho, ni sabem os cómo nom brarla. ¿Haría falta partir de un adjetivo para llegar a un sustantivo, o bien partir de un sustantivo para llegar a un adjetivo? Si consideram os el adjetivo, ¿tenem os derecho a em plearlo como un predicado or­ dinario que perm itiría delim itar claram ente lo que es político de lo que no lo es? ¿O bien lo que tenem os es algo casi-transcendental, que no perm itiría ningún reparto entre lo político y lo no-político, porque todo sería político? En lo que se refiere al sustantivo, ¿es m asculino de entrada -lo p o lítico - o bien es fem enino - la política? Si es fem enino, ¿se em plea de m anera absoluta, sin com plem ento del nom bre, o debem os siempre su­ ponerle un com plem ento de, incluso cuando este últim o no sea

explícito? Si hay un com plem ento, ¿es un genitivo objetivo -la política de em p leo - o bien un genitivo subjetivo, la política del avestruz? Sería bienvenida una pizca de claridad. A m enos que, por el contrario, la dem anda de claridad es­ conda lo esencial: que puede que hoy en día la política, como en otros tiem pos la religión, se haya convertido en el lugar de lo oscuro y de lo confuso. Se dice que las sociedades tienen ne­ cesidad de unos lugares así, en los que m ediante la querella, los seres hablantes aligeran sus pensam ientos de un peso que se les ha vuelto dem asiado gravoso: el cuidado de su propio destino y del destino de aquellos que son sus allegados. La re­ ligión aseguraba con frecuencia esta función y todavía la sigue asegurando en nuestros días. Pero parece que en las sociedades industriales la política ha tom ado el relevo efectivo. Cuando esto sucede, el sabio se acuerda de H erm ann M elville y repite, tras Bartleby, I would prefer not to. Bien sopesado todo esto, es m ejor que por el m om ento nos atengam os a la desnudez del vocablo política, conservándo­ le sus equívocos y sin definirlo de antem ano. La circularidad debe ser asumida: hay política cuando es m aterialm ente posi­ ble y está legalm ente perm itido hablar de política. Dejaremos a la observación y a la experiencia el cuidado de determinar las condiciones de posibilidad y de legalidad. Para fluidificar el discurso, nos quedarem os con el sustantivo, pero nos separare­ mos lo m enos posible de su uso corriente. Puesto que, para la ocasión, el género fem enino puede sobre el m asculino, diremos: la política es un arte de hablar política. En lo que se refiere a determ inar de qué hablam os cuando hablam os política, nos atendrem os a la sabiduría de las nacio­ nes: hablam os política desde que nos preguntam os si la razón del m ás fuerte es siempre la mejor. No hablarem os en serio si no tenem os en cuenta, directa o indirectam ente, la cuestión de la fuerza. Situar este punto en el que la cuestión se vuelve explí­ cita es, o debería ser, la regla de la política tal y com o se habla. Ocultarlo, disim ularlo, desviarse, desviar a otros, es una con­ ducta corriente de la política tal y como se parlotea.

El sentido com ún se pregunta no obstante; hablar política ¿qué tendría de más común y natural? La experiencia así lo atestigua en apariencia; desde las conversaciones en los bares hasta las m ás elevadas de las disputas, la política se encarga de cubrir los silencios de nuestra sociedad. Nuestros pensam ien­ tos se ocupan y nuestras conversaciones se alim entan de las relaciones entre gobernantes y gobernados, de la crítica de la decisiones tom adas o dejadas de tom ar o bien de las protestas contra los abusos de poder. H em os llegado incluso al extrem o de que la discusión política funcione, de hecho, com o paradig­ m a de cualquier posible discusión. Desde que la cosa se anima, hablar de cine, de fútbol, de cocina, de literatura supone, inva­ riablem ente, la retórica de la división, lo sistem ático de la mala fe y la indiferencia hacia los hechos que la discusión política nos ha enseñado. En verdad, habría que darle la vuelta a las proposiciones: allí donde se puede establecer, la relación entre palabra y política im pone su form ato a las otras form as de rela­ ción social; hasta el punto de haber encontrado, para nosotros los Europeos continentales, su form a prim ordial en la discusión política. Por supuesto que existen otras form as; la elocuencia po­ lítica, el análisis político y la filosofía política han tenido su m o­ m ento de esplendor; subsisten, pero se percibe con presteza su vigente astenia. Conservan alguna vitalidad solo en la m edida en que alim entan la discusión; con ese criterio se m ide su éxito o su fracaso, tanto en la opinión como en la teoría. En el curso corriente de la vida cotidiana, la política, en tanto consiste en el hablar política, se ha refugiado por el m om ento en la discusión, que recoge com o colector últim o la suma de las aguas residua­ les. A hora bien, la discusión se reduce, bien ponderado todo, a un arte de la conversación. A rte refinado de los cenáculos o arte bruto de los bares, la diferencia im porta poco a la vista de la robustez elástica del dispositivo. Cuando se habla política, se discute; cuando se discute, se habla política. Sea. Basta sin em bargo un poco de historia y de

geografía para apreciar que eso no pasa en todos lados y que no pasa desde siempre. Hubo un tiem po en el que no se hablaba política; hubo un tiem po y hubo lugares en los que hablar po­ lítica no tenía la form a de una discusión. Puede que el m iedo sirviera de obstáculo. En determ inadas circunstancias, hablar política, suponía arriesgar la vida. Esto se ha constatado y se constata aún en nuestros días. Cuando, por el contrario, no hay peligro, cuando se es libre para hablar política, puede que no interese. Allí donde la discusión política m anda sobre las otras variedades del hablar-política, está perm itido aburrirse hasta el punto de abstenerse. Entre aquellos que pasan por indiferentes en política, m uchos de ellos son únicam ente indiferentes a la discusión política. Cuando esta no deja indiferente, divide. Algunos hacen bur­ la de lo que, a su m odo de ver, no es m ás que una ocasión de hablar de m anera verosím il de todas las cosas; otros, por el con­ trario, exaltan una práctica lingüística en la que se ejerce, para ellos, una libertad fundam ental, la de censurar o alabar a los poderosos. En general, m ás allá de la indiferencia, de la burla o de la exaltación, sería preferible preguntarse acerca de lo que autoriza la conexión entre política y palabra; se podrán exam i­ nar, a continuación, las particularidades de esta conexión tal y como la practicam os nosotros, Europeos continentales del siglo veintiuno, niños de los siglos diecinueve y veinte, herederos de las revoluciones, de las guerras y de las traiciones. Podrem os preguntarnos, en fin, cómo que hem os privilegiado, de entre las conductas políticas, la pura y sim ple discusión, sin conclu­ siones lógicas ni consecuencias de hecho. ¿De dónde nos vie­ ne la discusión política, de dónde extrae su privilegio, qué nos perm ite conseguir, de qué perm ite escapar? Veremos que estas preguntas nos reenvían a nuestra posición de seres hablantes, pero tam bién a un encadenam iento de episodios que, tom ados en su conjunto, circunscriben el tiem po presente.

Volvamos al punto de partida: allí donde existe, la política es asunto de seres hablantes. Es lo m ism o que decir que es asunto de cuerpos hablantes, porque no hablarían si no tuvieran cuer­ po. Pero, a su vez, si tuvieran solo cuerpos y no hablasen, no tendrían necesidad de política. ¿Por qué? Por el plural. Porque dado que sus cuerpos pueblan el m undo, se despliegan en m ul­ titud. Y ahí com ienzan las dificultades. Si un ser hablante pudie­ ra satisfacerse de ser único, como un eterno célibe, los afables filósofos triunfarían sin esforzarse. A la vez sabio y príncipe, a la vez amo y esclavo, a la vez padre e hijo, a la vez hom bre y mujer, el Solitario inauguraría en cada ocasión su reino propio. Pero los filósofos saben bien por ellos m ism os que las cosas no van así en lo real. Los más perspicaces de entre ellos no duda­ rían en confesar, al m enos en privado, que profetizan para con­ solar; que cada uno se jacta de hablar y de escribir en soledad, con tal de hacer que la pluralidad sea soportable para los otros. Y que ponen m ucho ingenio en ello. Es cierto que responden así a una demanda. El ser hablante se im agina con gusto como un prodigio singular. N arcisism o pri­ mario, dice la doctrina freudiana. En cuanto se descubre como hablante, le parece que su singularidad debe fundarse sobre su cualidad de ser hablante. El ser hablante cree entonces que es el único en serlo y cuando se las ve con interlocutores, no son con­ siderados sino como sus ecos pasivos. M ientras habla, concluye que no encontrará sino sem ejantes, es decir, cuerpos de los que hará sem blante de admitir, por civismo, que hablan como él, aunque con la reserva de que lo hacen porque son su eco. Ser el único en hablar no significa el silencio generalizado, sino un entrecruzam iento de resonancias. Cuando, un poco m ás tarde, la presión de lo real se hace notar en demasía, el sujeto se ve im pelido a adm itir que no está tan solo como había im aginado. Desde ese instante, nace el m iedo; el ser hablante descubre, a posteriori, que ha em pleado su tiem po en im poner el silencio a los dem ás; cuando se obliga a concluir que los otros no son me-

nos hablantes que él, entonces puede, a su vez, sentir el tem or de poder ser reducido al silencio por cualquiera de ellos. Por m ucho tiem po que el sujeto sea el primero en hablar, nada sin em bargo se pierde definitivam ente de la singularidad. El uno ordinal reem plaza al uno cardinal. La prim acía equivale a la unicidad. N arciso y Eco, anverso y reverso de la m ism a ilusión. Hasta que un día el sujeto experim enta, más pronto o más tarde, la vanidad del subterfugio. Los seres hablantes son irrem ediablem ente varios, desde siem pre y para siempre. Im ­ porta poco que se le parezcan o no, que le sean cercanos o no, que los pueda llam ar o no; en todas las circunstancias, todos los seres hablantes lo son tanto com o él. De ahí se sigue la con­ secuencia infranqueable: no hay ninguno que no pueda hablar antes que él; no hay ninguno que, hablando antes que él, no pueda obligarlo a una casi desaparición vibratoria. Cada sujeto constata así que, por ser hablante, no goza de ningún privilegio. Cada sujeto experim enta que nada le otorga garantía contra la suspensión de lo que le hace ser hablante; nada pues, y m ucho menos la pluralidad de los seres hablantes. Por ellos, por cada uno de ellos en la m edida en que habla, puede pues ser reduci­ do al silencio. N o solamente hay siem pre m ás de un ser habían­ le-, no solam ente su m ultitud tiene la estructura de lo ilim itado, sino que esta m ultitud conlleva en sí la precariedad. N o se trata solam ente de que ningún ser hablante encuentre en ello una garantía, sino de que su estatus de ser hablante es recusable por cada uno de los m iem bros de la m ultitud hablante. A esta com binación de la m ultitud, de lo ilim itado, de la palabra y del silencio, a eso se le llam a la masa.

§5 La m asa no es pues una form ación contingente y derivada. Aunque las m egalópolis la hayan hecho m ás visible y casi om ­ nipresente, no es el producto de la civilización urbana. Aunque se realice m aterialm ente en los tiem pos m odernos, su posibili­

dad es un dato primitivo. Se encontraba ya de entrada en lo más álgido del soliloquio. Incum be al ser hablante del ser hablan­ te. Se incorpora a las m urm urantes refracciones de la lengua. Porque el ser hablante habla a través de la lengua, habla por ello como masa. De entrada, es más de uno. Saussure tuvo la intuición, sin poderla desarrollar de otra form a que no fuera en jerga sociológica. El aforism o de W ittgenstein: "n o hay lenguaje privado" no apunta a otra cosa. "Soy una m ultitud", escribe Sartre en A puerta cerrada; que es lo m ism o que escribir: "Yo hablo". Lo que Sartre atribuye a la m irada incesante, a los ojos infernales que no parpadean, al tercero que vigila a cada uno de los otros dos, conviene atribuirlo a la lengua, que nunca se calla. Puesto que la tradición filosófica ha puesto el nom bre de conciencia al principio de unicidad, se entiende que al tachar ese térm ino con el nom bre de inconsciente se afina la insistencia, en lo más secreto del ser hablante, de su ser varios. De otro modo, no se tardaría tanto en com prenderlo. D urante el tiem po que pase hasta com prenderlo, el sujeto podrá escucharse a sí m ism o proferir palabras y frases, pero no será todavía un ser hablante. En sentido estricto será un infan s, el que no habla. El asunto le retornará solo cuando baje la guardia al respecto. El día en el que el descubrim iento se im ­ pone, com ienza el final de la infancia. A cada uno su infancia; a cada infancia, su final. Para cada uno, ese instante en el que com prende que, para siempre, tendrá que arreglárselas con la pluralidad hablante. De hecho, lo estaba haciendo desde siem ­ pre, pero no lo sabía. El descubrim iento duele. Es cierto que el narcisism o está hecho para las heridas. Freud gustaba de hacer de ellas una lista; una lista que no vale gran cosa. Lo que im ­ porta es que podem os localizar, en los intersticios de sus textos, la más profunda marca: el ser hablante, por el hecho m ism o de serlo, es ya para siempre varios. Es siempre m ás de uno en ser y en hablar. U no entre otros, dice la lengua, donde el oído oye sílabas en demasía. Los otros están siempre de m ás para el tierno Narciso, hasta que concluya que él m ism o está de más, desde el m om ento en el que es m ás de uno. Entonces, el revelador a

veces azar de las hom ofonías, lo em puja hacia la antropología, encargada de hacer el censo de los tratam ientos de lo de-más y del más-de-uno. D e ahí parten las form as con las que las ciencias hum anas han elaborado su objeto: sistem as de parentesco, las buenas m aneras en la m esa, literaturas, pasiones del alma, etc. Los Antiguos llam aban a ese conjunto paideia cuando se trataba de los Griegos y coutumes cuando se trataba de los Bárbaros. Los modernos dudan entre vocablos de tono conocido: cultura, ci­ vilización. Se inclinan tam bién por distinguir entre lo que les es próxim o y lo que les es lejano; se vanaglorian de haber fun­ dado una ciencia antropológica, pero cuando caen los falsossemblantes se discierne bien, en la m ayoría de ellos, la tranquila convicción de que no hay más antropología que la de los otros. M enos simple, Freud situaba la colisión entre el ser varios y el ser hablante en el cruce de los tres im posibles: educar, gobernar, psicoanalizar. U na lista m ás que apenas nos vale. Uno, dos, tres imposibles, ¿por qué no cuatro, o m ás, o m enos? Aunque no im porte la lista, los elem entos que enum era pueden servir para orientarse. Lo que Freud ciñe com o im posible por el juego de tres coordenadas, son los tratam ientos de la intrínseca presen­ cia de la pluralidad en el ser hablante. Puesto que esta presencia está m aterialm ente soportada por los cuerpos, son tam bién, en últim a instancia, tratam ientos del cuerpo; puesto que la plura­ lidad en el ser hablante se determ ina com o masa, son intentos de im ponerle algún tipo de lím ite. A la m ultitud exterior y a la m ultitud interior que persiste en lo m ás íntim o de cada uno y cuyo portavoz es la lengua. El inconsciente freudiano, ¿qué es, después de todo, sino el descubrim iento de que el ser hablante no es nunca uno, ni siquiera cuando duerme?

§6 La pluralidad es real; los tratam ientos que se le proponen oscilan entre lo sim bólico y lo im aginario. En el punto de equi­

librio de la oscilación reaparecen con asiduidad lo artificial y lo m ecánico. El térm ino form as apunta de lleno a esta configura­ ción. Sin las form as, cada ser hablante se vería desarm ado ante el tosco hecho de la pluralidad pero tam bién ante los furores que esta despierta en el corazón del narcisism o herido -e l de los sem ejantes y congéneres o en el suyo propio-, sin duda in­ curable. Tendría que reinventar, cada vez, procedim ientos de supervivencia, entre la evitación y el afrontam iento. El obstá­ culo siem pre puede ser contorneado m ediante una m aquinaria de reglas antropológicas o m ecanism os institucionales. En estos artificios delega el ser hablante el cuidado de hacer sim plem en­ te soportable el más-de-uno. Porque se trata, en el sentido más banal, de supervivencia. El nom bre de Rousseau sale enseguida a colación. El autor del Contrato social sabía, m ejor que nadie, que la política tiene un lazo esencial con las m ultitudes y con la supervivencia. M edian­ te la fuerza del razonam iento fijó reglas para las m ultitudes; m e­ diante la fuerza de la experiencia, se cercioró de que esas reglas no eran seguidas en ningún lado y m enos aún en los países en los que moraba. Pensaba que en la gran ciudad, en la recóndita aldea y en toda la tierra tal y como la conocía, debía tem er por su vida. Solo el paseo solitario y la ensoñación -variaciones refi­ nadas de la m asturbación- podían calmar su inquietud. Ú nica­ m ente el diálogo consigo m ism o podía evitar el dilema: o bien la soledad y el silencio, o bien el ser varios y arriesgarse a la herida incurable de no ser el único en hablar. Confesiones, Ensoñaciones, Diálogos. Se decía que deliraba; coherencia más bien entre una manera de pensar la política y una manera de pensarse a sí m is­ mo. Entre el Contrato social y las Ensoñaciones, más político es el segundo de los textos que el primero. U na razón entre cien respalda que Rousseau sea considera­ do como el m ás político de los escritores: Rousseau aborda la cuestión del cuerpo y de su supervivencia. De entrada respon­ de a las objeciones de Benjam ín Constant: en efecto, la libertad de los m odernos difiere esencialm ente de la libertad de los A n­ tiguos; difiere hasta tal punto que se cum ple en soledad, m ien­

tras que los A ntiguos la encontraban en la ciudad; pero adem ás es que la m ism a soledad ha cam biado de m étodo, puesto que no es suficiente con alejarse para encontrarla en los m árgenes del Ilisos; sin alejarse, hay que conquistarla en el corazón de la gran ciudad, allí donde la m uchedum bre no cesa de inscribir su obsesiva presencia. A posteriori, Rousseau integra la objeción de D iógenes a Platón; puesto que hay leyes en La República, ¿por qué escribir las Leyes? Tras haber escrito el Contrato social, res­ ponde Rousseau, hay que escribir las Ensoñaciones porque van a la contra de las Leyes. A decir verdad, el Contrato social no toca lo real de la política m ás que por efectos retroactivos desde las Ensoñaciones. ¿Por qué hay política en vez de nada?, se pregun­ taba Rousseau; la respuesta turbaba su reposo hasta despertar en él un tem or perm anente. No sin razón, porque se topaba con la incesante posibilidad de los torturadores y de la am enaza de m uerte. Tal y como algunos m ísticos m ostraban con estigm as la seriedad que suponía para ellos la presencia divina, él tam bién m ostraba con síntom as lo serio de una política de los seres ha­ blantes. Nadie está obligado a som eter su cuerpo a sem ejantes prue­ bas, pero por poco que se plantee seriam ente la cuestión polí­ tica, por poco que uno se la plantee como ser hablante, debe saber que este asunto tiene una cara tenebrosa. Porque desde que se pasa del uno al dos y del dos al varios, el ser hablante encuentra el único real que m erece provocar m iedo; no las ca­ tástrofes naturales, como suponía Lucrecio, sino el hecho bruto de la multitud hablante.

§7 Desde hace tiem po, al m enos en Europa, la política se ha insertado en la cadena de las form as. Y consiste en ese gesto cuyo nacim iento se atribuye a la polis griega: puesto que cada uno quiere hablar prim ero para aparecer, por un instante y a sus propios ojos, como el único; puesto que para ello le hace

I.ill.i, por un instante, reducir a los otros al silencio, el único proivd i miento adecuado para tratar la m ultiplicidad intrínseca a los seres hablantes consiste en regular los turnos de palabra y de silencio. La técnica m ás eficaz pasa por una enum eración apoyada en cualidades m ínim as (activo /pasivo, fuerte /débil). A continuación se definen órdenes y detalles: ¿Quién habla el primero, quién habla el segundo, etc.? ¿Qué debe prevalecer, la m ayoría o la minoría? ¿Q uién será el activo (gobernante)? ¿Uno, varios, todos? ¿Hay rotación entre los activos (gobernan­ tes) y los pasivos (gobernados), o bien el reparto tiene vocación de ser perm anente? ¿Los gobernados tienen derechos? ¿Tienen poderes? ¿Los gobernantes tienen deberes? ¿Qué significa débil y fuerte en política? Al igual que en las form as antropológicas, se puede dem os­ trar que la política se reduce a técnicas del cuerpo. Escuchar, discurrir, agruparse, dispersarse, civilizar a las m uchedum bres transform ándolas en m asas, en clases o en com unidades, deje­ m os por un m om ento estos detalles a un lado; en últim a ins­ tancia, el cuerpo está concernido. Las libertades políticas em ­ piezan y term inan por los cuerpos. Las dictaduras siem pre la tom an con los cuerpos. Aclarem os: con su anatomía y con su fisiología. So pena de beata ceguera y ante cualquier sistem a político, debe el investigador plantearse cuestiones reales: ¿en qué m om ento aparecen, en el m arco de las instituciones y de los aparatos, esas prácticas que llam am os brutalidades, torturas y ejecuciones? ¿Dónde se sitúan esos especialistas denom inados verdugos? ¿Bajo qué m áscaras se los disimula? Al tener conoci­ m iento de cualquiera de los discursos políticos, el investigador leal debe reparar, m ás allá de las retóricas, en la traza, fugitiva o patente, de un desprecio del cuerpo: desde ahí, podrá predecir que llegará la tiranía. N o nos dejem os extraviar por el estilo sublime. Los qualia de la política reenvían a las oposiciones corporales m ás elem enta­ les: activo y pasivo, fuerte y débil. Este substrato corporal re­ pugna a la m ayoría; algunos m iran para otro lado, otros se ca­ llan en nom bre de valores m ás elevados - la justicia, la virtud, el

bien, ¡qué sé yo, en fin !- Porque el cuerpo no se deja ignorar sin daño. La experiencia está ahí para dar fe de ello. Se com ienza por despreciar lo que hay de corporal en las libertades; desde ahí se pasa con prem ura a la siguiente etapa: la indiferencia con respecto a lo que les suceda a los cuerpos hablantes, pensantes, m óviles y m ortales. El idealism o en política es el peor de los deslices; y el m ás frecuente entre los doctos. Haría falta sin em ­ bargo extraer lecciones de la experiencia. El que cede un instan­ te al idealism o político, por adornados que sean sus propósitos, por adm irada que sea su postura, se vuelve vulnerable ante el siguiente tirano que llegue. A fin de cuentas y en esta misma senda, uno se ve conducido a avalar el sufrim iento físico, prelu­ dio del matar. Se lo avala para los otros y, cam ino de lo abyecto, uno lo avala para sí mismo.

§8 La política, com o técnica del cuerpo, pretende aventajar en prestigio y eficacia a los otros tratam ientos. A llí donde se ha m antenido, la política pasa por el eslabón decisivo de la cadena. Eso puede significar que es el eslabón m ás fuerte o el m ás débil; sea cual sea la hipótesis, los dem ás eslabones de la cadena se sostienen por la política. Para ser exactos, idolatrar la política es creer justam ente eso. No creerlo no supone necesariam ente perm anecer indiferente o ser hostil a la política; es derribar un ídolo. Cuando se derriba un ídolo hay que preguntarse por lo que lo ha sostenido com o plausible. Vale que la política no goce de ninguna preem inencia legítim a, pero ¿de dónde le viene ese cariz de preem inencia? El discurso de la política lo deja entrever desde que nació, con el trasfondo de la antigua esclavitud. La política tiene como privativo que se enfrenta sin m ediación a la dim ensión de m a­ tar. Cuidem os las palabras. La política no solo se enfrenta a la m uerte -d e eso se ocupan otras form as antropológicas, por no decir que to d a s- sino a matar. Solo ella la afronta directamente,

para ponerla a distancia. El ser hablante quiere hablar, es decir, por un m om ento, im poner el silencio; pero descubre que no hay que m atar a un ser hablante para hacerle callar. Entonces nace la política. H egel propone, a este respecto, un escenario, en el apó­ logo, al tiem po célebre e incom prendido, del am o y del esclavo; dom inar basta, m atar es superfluo, esa es la m oral de la fábula. H acer callar y no m atar son las dos caras del m ism o axioma: el axiom a inicial de la política. De Hegel a Guizot, de Guizot a H anna Arendt, ha sido form ulado con más o m enos esmero. A cantonar la condena a m uerte individual en el registro judicial, contenerla en la pena de m uerte para depurar así la política, para eso es para lo que sirve la división de poderes. A cantonar la m uerte m asiva en el registro de la guerra y ha­ cer de ella un daño colateral que la política no tiene que bu s­ car directamente, es para lo que sirve la cantinela tom ada de Clausew itz por aquellos que no lo han leído; en la definición: "la guerra, continuación de la política por otros m edios", el vo­ cablo decisivo es otros. Tal y como en otros tiem pos la Iglesia se rem itía a su brazo secular para ejecutar a los condenados, la política se rem ite a otros apéndices distintos al suyo para hacer correr la sangre. Al excluir la m atanza m asiva salvo en caso de guerra, la po­ lítica excluye tam bién la condena a m uerte individual cuando no es el resultado de un proceso judicial. El asesinato político es, propiam ente hablando, una contradicción en sus términos. La política lo ubica fuera de sus lím ites; lo que equivale a decir que es su lím ite exterior. Piensen lo que piensen el o los que de­ ciden, el asesinato debe considerarse como una suspensión de la política. A veces sucede que esta suspensión es consecuencia de decisiones políticas; no es m enos cierto que tam bién, y por razones políticas, se ha abandonado la política para, a continua­ ción, volver a ella. La historia está llena de ejem plos de asesinatos y de m asa­ cres que atañen a la política. Ocurre igual con esas variantes de m atar que son los distintos cautiverios, suplicios, prisiones y campos. Tan frecuentem ente como se lo franquee, el lím ite sin

em bargo persiste; aunque m atar sea un medio de la política, no es ni debe ser su principal medio.

§9 En el m ejor de los casos, puede ella autorizarse a partir del estatuto de excepción. Las consideraciones de Cari Schm itt so­ bre la situación excepcional han vuelto a encontrar cierta noto­ riedad en estos tiem pos. Terminan siendo, una vez filtradas sus excelencias, una doctrina sobre el matar. "Es soberano, escribe Cari Schm itt en 1922, el que decide sobre el estado de excep­ ción", Souveran ist, wer über den Ausnahmezustand entscheidet. Es una definición general con dos series: la soberanía divina, por un lado y la soberanía política, por otro. Cuando se trata de Dios, la excepción se realiza en forma de milagro, que contra­ dice las leyes de la naturaleza. Cuando se trata de la soberanía política, y puesto que la regla fundamental de la política dice que la m uerte es inútil, la excepción fundamental a la regla fun­ dam ental debe decir exactam ente lo contrario; es decir, que la m uerte puede, ocasionalm ente, ser considerada como política­ m ente útil. Por eso la política, según Cari Schmitt, reposa sobre la relación am igo/enem igo y el crimen del que se trata es el del asesinato del enem igo político. Se comienza por el asesinato político que, por excepción, deja de ser una contradicción en sus térm inos, para convertirse en una expresión perfectam ente consistente: desde el punto de vista del soberano hay asesinatos que ejecutan la política y hay políticas que requieren asesina­ tos. M ás tarde llegan las variantes del asesinato: individuales o colectivas, directas o indirectas, inmediatas o dem oradas en el tiempo. En política, es soberano el que decide matar a sus enemigos. Es soberano, en lo que se refiere a los medios, el que se sirve de matar para conseguir sus fines; es soberano en cuanto a los fines el que hace de m atar u n fin últim o; es supremamente soberano el que se plantea el m atar como exento de cualquier lím ite, que

es lo que se llam a un exterminio. Considerada en lo esencial, una doctrina de la soberanía política como esta, no persigue más que un único fin: reincorporar el m atar a la lista de m edios y fines políticos. Para conseguirlo, hay que basarse en la lógica de la excep­ ción. La tradición gram atical ya puso en juego una lógica pare­ cida desde hace al m enos dos m ilenios; los juristas m edievales pusieron en juego otra versión que se resume en los térm inos de Cicerón: Exceptio probat regulam in casibus non exceptis, "la ex­ cepción confirm a la regla para los casos no m encionados en la excepción"; Kant analiza el recurso a la excepción en la segun­ da Sección de los Fundam entos de la metafísica de las costumbres: "en todos los casos en los que violam os un deber..., es que no querem os realm ente que nuestra m áxim a sea universal"; "es la m áxim a opuesta la que debe quedar como ley universal; solo que nos tom am os la libertad de hacer de eso una excepción". Resum am os; las lógicas de la excepción pueden variar pero tie­ nen un rasgo en com ún que les es esencial: la regla es afirmada, siempre, por la m ism a doctrina que les resta validez. M atar nie­ ga la política, Schm itt lo sabía m ejor que nadie. Pero es nece­ sario que, al m ism o tiem po, proclam e la política. La excepción sirve para eso. Hipocresía tal vez, hipocresía seguram ente, pero que confirm a la m áxim a de La Rochefoucauld de que la excep­ ción viciosa rinde hom enaje a la regla virtuosa. Se dirá que no tiene nada de extraño que el m enos m orali­ zante de los doctrinarios políticos legitim e el m atar; pero ¿por qué se siente Schm itt obligado a sobreentender que, como regla general, es inútil m atar? La razón es evidente si tom am os nota del título de su escrito de 1922: Teología política. La regla general im porta en grado sumo, aunque la reduzcamos a una ilusión, porque tiene que ver con la palabra política. Sin esa palabra, el discurso de Schm itt se diluiría como pura y sim ple teología. A hora bien, Schm itt se propone reinar aquí abajo, en la tierra y no en el cielo. En la m ism a m edida en la que recusa el matar, la política se remite indisolublem ente al mundo de los m ortales; la soberanía política debe ser definida, por tanto, con respecto

al m undo de los m ortales; sobre todo si consiste en reintroducir allí el matar. Desde la primera frase, es pues necesario recordar la exis­ tencia de la regla. Sin ese recuerdo indirecto, el conjunto de la operación táctica se vendría abajo antes de haber comenzado. Gracias a una palabra bien ubicada, fue evitado el escollo du­ rante un tiempo, pero es sabido que la operación fracasó antes de haber comenzado. Los hom bres que se hicieron con el poder en 1933 pudieron hacer uso de Schmitt, pero no tenían nada que hacer con sus estratagemas. Se dieron cuenta de que el hom ici­ dio, individual o de masas, era una de las soluciones definitivas a los problem as que tenían; rechazaron de entrada el axiom a po­ lítico, sin em barrarse con la distinción entre regla y excepción. O erigieron, m ás bien, la excepción en regla. Al hacerlo, propusie­ ron un vuelco sistem ático de la política. La política nazi puede considerarse una política, con la sola condición de que al voca­ blo política se le haya dado la vuelta como a un guante.

§10

Cuando decim os que m atar es inútil, el axiom a recae sobre los m edios; pero em plaza a otro axiom a, que se apoya sobre los fines. Sea cual sea el orden de las razones, no deja de ser decisivo: m atar a otros o m atarse uno m ism o no puede ser el fin suprem o de la política. La política quiere perpetuarse allí donde reina; su perpetuación exige que se pueda seguir hablando de política. El ser hablante político se enfrenta con la m ultitud dán­ dose los m edios para ser el único que habla; podem os, sin equi­ vocarnos mucho, acordarle el propósito de im poner el silencio. Pero, precisam ente, el silencio de los seres hablantes no debería confundirse con la m udez de las cosas; y solo es apreciado si está, en todo m om ento, a punto de rom perse, para deber, en cualquier m om ento, ser restablecido. U n ser hablante político no puede querer que el silencio de los seres hablantes sea ni definitivo ni universal. So pena de que la política se apague en

él y por fuera de él. Ni la m uerte heroica ni la cobarde masacre, ni el suicidio ni el atentado deben reglar la colisión entre el ser varios y el ser hablante de los seres hablantes. M atar no es ni un m edio m ayor ni un fin suprem o de la política; lo que puede resum irse en estos térm inos: en política, la dem anda de super­ vivencia no solo es legítim a sino que ella es, en últim a instancia, la única legítima. A hí se sitúa la fractura que en la A ntigüedad griega separa de m anera irrem ediable el m undo de la Ilíada -fu n d ad o sobre la dualidad de la m uerte bella y la m uerte v ergonzosa- y el m un­ do de la ciudad -b asad o en la vida honorable o deshonrosa. Esta es la razón de que haya política en Atenas, al m argen de las suspensiones debidas a la guerra civil, esa stasis en la que cada uno puede m atar al otro y tem er ser asesinado por el otro. Esta es la razón de que no haya política, salvo la clandestina y oculta, en Esparta. En eso consiste, m ás cerca de nosotros, el carácter intrínsecam ente político de las libertades form ales, en la exacta m edida en la que estas se distinguen de las libertades reales. A poco que las despojem os de los abrigos m etafísicos con los que se las ha envuelto, las libertades form ales tienen como principio la pura y sim ple supervivencia. De la supervivencia de hecho extraen su legitim idad de derecho. Las libertades form ales se plasm an en derechos del cuerpo hablante que vive entre la gente. G arantizan la posibilidad para cada ser hablante de seguir viviendo y, al seguir viviendo, seguir hablando y al seguir hablando, seguir hablando de política. Y todo esto ocurre una vez que la m ultitud de seres hablantes ha tom ado la form a de la masa. La dem anda de supervivencia es ciertam ente inm em orial, pero se enuncia en térm inos variables dependiendo de las épocas. De esta m anera, la ciudad apare­ ció durante m ucho tiem po com o un espacio seguro, en tanto que el cam po prom etía la m uerte a cada curva del camino. Más tarde, las certidum bres se invirtieron; la ciudad se convirtió en un espacio de peligro y el cam po en un lugar apacible. Estamos tentados de encontrarle un fundam ento m aterial a esa m uta­ ción en las representaciones. La dem anda de supervivencia ha

necesitado ser articulada de otra form a, desde el m om ento en el que la m uchedum bre com enzó a im ponerse en la escena histó­ rica como actor habitual. No solo en periodos de crisis sino so­ bre todo en periodos de calma. Este acontecim iento tuvo como teatro las calles antes que los cam pos y los bosques. Se entiende así que los derechos del hom bre y del ciudadano fuesen form u­ lados, explícitam ente, en el m om ento y en las regiones en las que la gran ciudad estaba a punto de convertirse en el hábitat natural de los seres hablantes. Las libertades que enuncian son pues libertades del cuerpo en m edio de la m asa; son pues liber­ tades urbanas y no rurales. A las libertades m odernas, hom ónim as pero no sinónim as de la libertad antigua y de la libertad de los filósofos, a las li­ bertades ancladas en los cuerpos y no en las almas, las am enaza una disolución que proviene de esas técnicas m atem atizadas de la m asa llam adas estadísticas. U na disolución que viene de ahí porque la m asa, una vez atrapada por esas técnicas, pierde toda ligazón con el ser hablante para devenir una cosa, que es tan m uda como parlanchina. Pero la am enaza es múltiple. Cuando no viene de la m uchedum bre y de sus técnicas, puede venir de los pensadores partidarios del retorno a la dispersión; las liber­ tades serán inútiles, nos susurran, cuando las ciudades vuelvan a ser aldeas y las m asas clanes. ¿Y qué decir de los espíritus señoriales? Para ellos, ¿no es el cuerpo un andrajo y la supervi­ vencia una frivolidad? Lo serio reside justam ente en lo contra­ rio. La dem anda de supervivencia está en los fundam entos de los derechos y de las libertades porque está en los fundam entos de la política. Está en los fundam entos de la política porque la política es asunto de los seres hablantes que están siem pre en demasía. Ya provenga del coraje o de la cobardía, de la generosidad o del egoísm o, de la debilidad del cuerpo o de la fuerza del en­ tendim iento, ¿quién, adem ás de los pudorosos, se ocupa de la dem anda de supervivencia? La política no consiste en pregun­ tarse por quién o por qué se debe morir, sino por quién o por qué se debe vivir.

' hiIhv iv.l.i iiicstión, así com o sobre tantas otras, se ha pro|mh”.Ii >,i l.i revolución cultural china como prueba experim en­ tal. I Vm m ció la filosofía de la supervivencia. Alcanzó de esa niiiiuTa su m áxim a coherencia. No se limitó, com o tantos otros discursos, a exaltar la m uerte gloriosa -h eroísm o, sacrificio de sí o m artirio-. No se limitó, como lo había hecho M ao Tse-tung en el transcurso de la guerra chino-japonesa, a distinguir entre las m uertes que pesan el peso de una plum a y las que pesan más que una montaña. No se limitó, en fin, a m atar en silencio, salvo para justificar las necesidades del m om ento, cuando el silencio ya no era posible. Su proyecto lo resum ió con el nom bre que se había dado a sí misma: la Gran Revolución Cultural Proletaria. U na revolución, según esta doctrina, no es grande si no tiene una cultura dada como lím ite capaz de detenerla. Toda cultura tiene que ver con lo antiguo; una revolución tiene que ver con lo nuevo. U na re­ volución no es grande si no aborda lo cultural. Por eso no sabría lim itarse a destruir; la revolución no es negativa, es afirmativa. Si bien es cierto que lo nuevo anula sin deslindes lo que viene de antes, tam bién debe, so pena de nihilism o, construirse una figura positiva; trabándose con el últim o hilo que les remitía al m arxism o, los teóricos de la revolución cultural echaron mano entonces de la palabra clave: proletariado. Una revolución cul­ tural no es verdaderam ente revolución más que si es cultural. Una revolución cultural se define por rechazar que una cultura dada le establezca límites. La G ran Revolución rechaza de golpe todos los lím ites que una cultura, sea cual sea, tenga establecidos. De entre estos lím i­ tes, el m ás fundam ental y el m ás desconocido se llam a supervi­ vencia. Toda cultura hace de ella su precursora y su consecuen­ cia. Para responder a la pretensión de supervivencia m ultiplica sus sistem as y sus reglas. N o se trata pues y únicam ente de la supervivencia como dem anda espontánea de un ser vivo, sino de la supervivencia como filosofía reflexiva de u n ser hablan-

te. Rechazar la filosofía de la supervivencia es una tirada de dados; abóle todas las form aciones culturales y entre ellas, en primer plano, la política. Si es cierto que todas las form aciones culturales rem iten a la supervivencia, la política lo hace de m a­ nera em inente; es el discurso que la tem atiza directam ente y hace de ella su piedra angular. Para ser grande y proletaria, la revolución debía ser cultural; para introducir la revolución en la cultura, debía destruir las superestructuras una detrás de la otra. Terminó por destruir lo que el m arxism o concebía com o la superestructura de las superestructuras: la política m isma. Y entonces la política reveló su parte m ás profunda y su principio; es una técnica del cuerpo, a la vez vivo y mortal. Por­ que la supervivencia no es nada si no es supervivencia del cuer­ po, y la supervivencia del cuerpo no es nada si ese cuerpo no es, en cualquier m om ento, susceptible de ser inm olado. La su­ pervivencia, en el sentido más banal del térm ino -au n q u e este sentido sea precisam ente el único v álid o -, la política lo eleva a la categoría de principio; es su m anera de hacer soportable la m ultiplicidad a los seres hablantes. Reduciendo el cuerpo a su sola dim ensión de supervivencia, la política lo eleva, en distin­ ción y esplendor, sobre esos otros tratam ientos del cuerpo que son las form as antropológicas. Por eso puede pretender una po­ sición dom inante en las civilizaciones y culturas en las que se despliega. N o solo le concierne la supervivencia del grupo, sino tam bién la de cada uno de los que com ponen el grupo, so pena de adm itir la m uerte de algunos como m edio de supervivencia de los otros. N o solo la vida, sino m ás bien la supervivencia, que im plica la m ortalidad. A sí se evita que la pluralidad de los seres hablantes se convierta en una perm anente amenaza. D esde el m om ento en el que el ser hablante se ve obligado a adm itir que no es el único en ser hablante, la política lo atrapa. Esta em erge en el punto exacto en el que el sujeto se ve obligado a pasar de lo singular a lo plural, que es el plural de los cuerpos. D e ahí surge una reversibilidad; lo que la política toca de indi­ vidual, lo convierte inm ediatam ente en colectivo y, a la inversa, lo que toca de colectivo, lo restaura en individual. La causa de la

herida narcisista se convierte en un remedio, hasta el m om ento, siempre posible, en el que el rem edio reabra la herida.

§12 Nada está definitivam ente conseguido para el ser hablante. ¿Quién puede negar el lugar que tienen, en la vida política efec­ tiva, lo que podríam os llamar, en sentido estricto, las palabras m ortificantes: la calum nia, el rumor, la burla? Son sucedáneos del matar. Com o sucedáneos, las palabras m ortificantes presen­ tan una doble faz. Atestiguan, por una parte, que ya no se trata de m atar pero, por otra parte, si pueden sustituir el m atar es porque son parientes. Las costum bres políticas son crueles en la exacta m edida en que no son sangrientas; serán crueles tan largo tiem po como la política siga siendo asunto de los seres hablantes en cuanto son hablantes, en la m edida en que son m uchos y hasta tanto acepten dejarse vivir los unos con los otros. Pero, ¿cóm o garantizar que la crueldad de las palabras no rem onte, un día, hasta su fuente? Las palabras m ortificantes pueden, a veces, preparar el m atar en vez de sustituirlo. La po­ lítica es, pues, frágil; siem pre está a punto de convertirse en su contrario, so pena de negarse a sí m isma, al reubicar el matar en el puesto de m ando. Del m edio excepcional al m edio regula­ rizado, del m edio regularizado al fin últim o, no se interrum pe tan fácilm ente el encadenam iento, una vez com enzado. D e ahí nace la seducción que ejerce la política de las cosas. Prom ete la tranquilidad. Pero esta llega a un precio elevado, dem asiado elevado, y lo que es más, se haga lo que se haga, no hay garantía, porque el m atar insiste. M ejor entonces sostener firm em ente la política hablante, aunque su ejercicio sea problem ático y contradictorio. Ser hablante no sabría fundar ningún privilegio; este punto es infranqueable. Partiendo de este real se propone un cam ino es­ carpado; sobre la base de lo que los seres hablantes, en plural, com parten, m antener la legitim idad de lo singular, no en opo­

sición al plural, sino como condición de posibilidad del plural. Esta debería ser la apuesta de una política de los seres hablan­ tes. Resum irem os así la paradoja: ¿es posible una política de los seres hablantes cuando se sabe que en su fundam ento está la más profunda de las heridas que pueda sufrir un ser hablante? ¿Cómo m antenem os la apuesta nosotros los m odernos? De hecho nos podem os preguntar si la sostenem os. Daríam os un gran paso si aclarásem os estas cuestiones.

§13

Y m ucho m ás cuando la política com o form a ha sufrido, de golpe, una m utación de la que todavía no está claro que se haya recuperado. N acida en el cerrado m undo de los Griegos, sigue marcada por la figura de lo limitado. En todo caso, tam bién los que nada deben a los Griegos hablan con ese horizonte cuando quieren sin em bargo hablar de política. En form a invertida y aunque no sea el único caso, el m aoísm o da testim onio de esto que decimos. Porque justam ente, en nom bre de una revolución sin límites, tuvo que disolver la política. El m aterial político, sea cual sea el térm ino con el que se lo designe: ciudad, Estado, pueblo, ley, constitución, se piensa como un todo lim itado. En la posibilidad de definir un lím ite reside la herencia y el tesoro de la política. La cuestión de su obsolescencia se plantea desde el m om ento en el que el univer­ so deviene infinito o m ás bien ilim itado. Vayamos paso a paso. H ipotéticam ente, la política intenta articular, uno con otro, el ser varios y lo hablante del ser hablante; pero si el ser hablante se inscribe en el universo m oderno, entonces se producen dos desplazam ientos: el ser varios, por sí m ism o y por fuera de sí, se trasm uta en diversidad ilim itada; lo hablante, por sí m ism o y por fuera de sí, se abre a un "eso h abla", a lo que nada hace excepción. Y sin em bargo, la política lo ignora o finge que lo hace; ella habla y se habla en la m ás com pleta indiferencia con respecto a lo que determ ina el universo m oderno como m oder­ no. Su práctica puede que intente responder a las dem andas de

lo ilim itado, pero su lengua depende de las representaciones antiguas. La tierra no da vueltas, está en el centro del mundo, G alile° no ha existido. Es cierto que los dogm áticos han hecho todo lo posible para d isim ilar la ruptura. Durante m ucho tiem po se intentó que la emergencia de lo ilim itado no afectase a la política, al situarlo bajo la exclusiva rúbrica del universo físico. M ediante la trans­ posición de lo ilim itado en infinito cuantitativo, a la ciencia le tocó construir su discurso, sobre todo a la física m atem atizada; la filosofía se encargó de repartir los dom inios y de proteger la política. Gracias a ese m aravilloso reparto, pudo la política seguir pensándose despegada del universo; el griego y el latín, las lenguas del m undo cerrado, le parecieron a la vez necesarias y suficientes para tratar lo que hubiera de hablante y de poten­ cialmente mortal en las m ultitudes.

§14 Revolución es la única palabra m oderna en política. Los afi­ cionados al latín hicieron la experiencia; se dieron cuenta, cuan­ do tenían que traducirlo, de que no había un equivalente exacto y de que era necesario recurrir a una perífrasis: res novae, "cosas nuevas". En las lenguas vivas, el térm ino ha sido largam ente equívoco, entre el retorno inm utable de los cuerpos celestes y la agitación sin retorno de las sociedades hum anas. No obstante, se edificó un tipo ideal a partir de la Revolución francesa; la Re­ volución Soviética de Octubre de 1917 y la revolución china así lo confirmaron y así lo refinaron. Recientem ente aún, revolucio­ narios y contrarrevolucionarios se ponían de acuerdo acerca de sus rasgos distintivos, unos para el elogio y otros para el insul­ to. Puede que abunde el térm ino revolución pero la Revolución, en singular y con m ayúscula, reenviaba a un tipo ideal único y bien definido. El surgim iento de este vocablo fue suficiente para inaugurar la lengua política en el universo m oderno, ya fuese para designar la cim a de la política -en tu siasm o revolu­

cionario- o el abism o insondable de lo que la política no debiera ser -la pasión contrarrevolucionaria-. Sostener, en efecto, que el térm ino revolución sea m oderno, no es solo un asunto propio del latín; se trata de la relación con lo ilimitado. La revolución, según su tipo ideal, es la única form a política que tropieza con lo ilim itado en el corazón de su acción política. A hora bien, asistimos con ello a u n desplazam iento. En época reciente, el térm ino revolución perdió la lim pieza que le acreditaba hasta hace poco. Se ha usado al respecto de aconte­ cimientos m uy poco conform es al tipo ideal. M ás exactam ente, se ha em pleado a propósito de acontecim ientos que se oponen diam etralm ente al tipo ideal. D esde 1989, la revolución en Eu­ ropa continental se presenta com o una restauración de lo que, en nom bre de Octubre de 1917, se había perdido. De acuerdo. Pero lo que se había perdido es lo que se hablaba en el horizonte del m undo cerrado. Revolución de terciopelo, revolución rum a­ na, revolución naranja; sea cual sea el juicio que se em ita sobre lo que efectivam ente ocurrió en 1917 y después de 1989, resulta innegable que el vocablo revolución flota al albur de los hum o­ res. Lo que es tanto como decir que la lengua política ha perdi­ do su único vocablo m oderno. En el lado opuesto, dem ocracia, república, m onarquía, oligarquía, justicia, son sustantivos to­ davía em pleados; aunque huelan a antiguo. La lengua política se ha desviado de nuevo del universo; la irrem ediable división entre lengua política y práctica política se ha restablecido; no es sorprendente que, con la invocación del m undo cerrado, retor­ nen a la política los cuentos y las leyendas. Están de vuelta los héroes fundadores que nos libraban de los m onstruos; a H ércu­ les y a Teseo se les resucita y se les reencarna de m aneras diver­ sas; pronuncian discursos largos, tristes, bellos y sus avatares consiguen a m enudo el prem io N obel de la Paz. Está de vuelta el hecho religioso nacido, como en los tiem pos de Lucrecio, de los desórdenes de la naturaleza y de la sociedad. Bajo el alto patronazgo de dioses y sem idioses, la lengua política se vende al m ejor postor.

D esde hace tiem po que a los partidarios de lo vetusto no les disgusta que lo ilim itado haya dejado su m arca entre los seres hablantes. Lo ilim itado conoce bien otras variantes distintas al infinito m atem atizable del universo que no es, en verdad, más que una de sus racionalizaciones secundarias. Ilim itación de las cosas en el universo, ciertam ente, pero ilim itación tam bién de los bienes en el m ercado; ilim itación de los habitantes del m undo, tom ado esta vez com o un dom icilio extensible a m e­ dida de las necesidades y no como un cosm os; ilim itación de los apetitos. Las lindes que hace tiem po se m arcaron para hacer creer que lo ilim itado estaba para siempre bajo control, cedieron ante lo ilim itado de los poderes técnicos. La política no puede sustraerse eternam ente a estas m utaciones. Y no lo puede hacer en la m edida en que atañe a los cuerpos. Hay un cuerpo m oder­ no; está atravesado, de parte a parte, por las ilim itaciones que se entrecruzan: ilim itado cuando observa el universo; ilimitado cuando se observa a sí m ism o; ilim itado en sus necesidades, en sus apetitos, en los bienes a los que tiene derecho; ilimitado en su pluralidad m aterial, el cuerpo m oderno espera de la política lo que ella siem pre le ha prom etido: la supervivencia entre las m asas. Desde la bóveda estrellada hasta el fuero interno, nada existe hoy en día que no se exprese en térm inos de m asas, y eso es nuevo. La política, som etida a necesidades inéditas, no quiere sin em bargo despojarse de golpe de su propia herencia. Se volvería afásica; por eso no puede ni debe parar de hablar. Le va en ello su supervivencia, es decir la supervivencia de los seres hablan­ tes. Surge de ahí una contradicción, que no sabría ser descuida­ da. En los lugares en los que, a la vez, es posible y legítima, la política m oderna se habla en régim en de colisión entre lo limi­ tado y lo ilim itado. Lo lim itado en el que se ordena su lengua y lo ilim itado que estructura su objeto. Le es necesario resolver pues no una, sino dos dificultades:

a. toda política del ser hablante trata, sin duda, de una he­ rida im posible de tratar, producida por la colisión entre el ser hablante y el ser varios de los seres hablantes. b. una política moderna del ser hablante se confronta con el hecho brutal de que el ser varios haya tom ado la form a de lo ilim itado; ahora bien, la lengua de la que dispone depende de lo lim itado; por eso, tanto tiem po com o perm anezca fiel a su lengua, la política deja de estar en sincronía con el universo y la sociedad m odernas. Pérdida hay de todas las m aneras, ya sea al renunciar a su lengua natal, ya sea al renunciar a lo que es. Por fortuna y para su confort, el ser hablante está dispuesto a transigir. M ediante transacciones, ha hecho de la política una cuestión de hablar, de hablar-política, cuyo léxico, sintaxis y es­ tilística com binan m ateriales heredados y recientes. El que hoy día sabe hablar política, sabe tratar, disim ulándolas, atenuán­ dolas o negándolas, las dos colisiones: la colisión entre el varios y el hablante; la colisión entre lo lim itado y lo ilimitado.

§16 En ese hablar, podem os describir varios idiom as. D epen­ diendo de los lugares, en efecto, la transacción ha seguido m étodos diferentes. Está fuera de dudas que por sus infinitas variaciones, expresadas en ilim itadas sectas, el protestantism o ofreció posibilidades m ás num erosas y m ás inm ediatam ente eficaces que la Contrarreform a. Por eso el hablar-política m o­ derna com enzó en países protestantes y, a la par, abiertos a la form a-m ercancía. De los Países Bajos a Inglaterra, de Inglaterra a A m érica del Norte, el hablar-política ha cam inado detrás de las sectas y de los negociantes. La colisión entre el ser varios y el ser hablante adoptó la form a de la dem ocracia; la colisión de lo lim itado con lo ilim itado adoptó la form a del m ercado y de la conquista de nuevas tierras; el cuidado de los cuerpos adop­ tó la form a del confort y de la prosperidad; el cuidado de la

supervivencia adoptó la form a de la tranquilidad social y de la higiene. N o obstante, la insistencia del dar m uerte no cesó, pero se la m antuvo alejada de la política m ediante guerras y castigos judiciales. Pensem os en las guerras indias que durante un siglo form aron parte de la construcción de ese tem plo político del idiom a com ercial que son los Estados Unidos; pensem os tam ­ bién en cóm o el m atar se presenta allí a la som bra del aparato judicial y policial en sus dos vertientes: el asesinato y la pena de m uerte, anverso y reverso de la novela negra. Los dos procedi­ m ientos se han consolidado, hasta el punto de que su ligazón les parece a m uchos tan necesaria como natural. Tan natural, en todo caso, como para que discutir sobre ello sea considerado superfluo. Cuando el idiom a m ercantil se im pone, la discusión política se apaga. Se m uestra vana y desplazada. Lo que no su­ pone concluir que la política tenga que necesariam ente enm u­ decer. Se tercia que hable y a veces en voz alta. Es sabido que la elocuencia conserva aún su rango en la política am ericana; lo hem os podido constatar recientem ente. La política se habla pues, pero de otra m anera que m ediante la discusión. En Francia y en gran parte del continente europeo, la tran­ sacción se anudó m ás tarde y más dram áticam ente. De nada sirve ya rem ontarse a las m onarquías absolutas y a los despotis­ mos esclarecidos, hay que detenerse en la Revolución francesa, porque ella lo recubre todo. Situem os, de una vez por todas, la dim ensión: allí donde el m undo anglosajón reconoció lo ilim itado en la form a-m er­ cancía, la Revolución francesa intentó inscribir lo ilim itado del lado de la política. Que de hecho fracasara o tuviera éxito en la em presa es una cuestión que no es sim ple de abordar. Entre otras cosas porque nadie ha definido verdaderam ente lo que era fracasar o tener éxito en ese dominio. U na cosa es segura sin em bargo; la Revolución francesa fracasó en la tarea de pen­ sarse a sí misma. Las fulguraciones geniales de Sant-Just no le bastaron; la fuerza de las m ism as consiste m uy precisam ente en señalar la hiancia en la que el pensam iento se detiene, turbado por la ausencia de palabras. Si, en efecto, la Revolución francesa

fracasó en pensarse, lo fue porque fracasó en hablarse. Fraca­ só en crear su lengua; nunca supo bien decir las rupturas que I levaba a cabo; la obsesiva referencia a lo antiguo no es solo el efecto de una retórica de escuela: es m ás bien un ruido blanco que satura el am asijo de silencios y tartam udeos. No hay que temer la atribución de esta carencia a causas graves y m ateria­ les. Si la Revolución francesa fracasó en pensarse ella m ism a, lo fue porque estuvo atravesada, en su corazón, por una con­ tradicción que oponía sus anhelos y sus m edios. Tenía pensado inscribir lo ilim itado del lado de la política, pero se em peñó en inscribir la política del lado de lo lim itado. Puesto que no hay elección cuyas consecuencias no lleguen hasta su térm ino lógi­ co, la contradicción que la atravesaba apareció sin velos y lo que tuvimos, a tenor de lo ocurrido, fue una verdadera introducción a la política experimental. A tolondrada por el prestigio de la frugalidad espartana y de la sobriedad rom ana, la Revolución francesa decidió que la po­ lítica com enzaba por el desprecio de los cuerpos. Ignoraba que se preparaba así para la m iseria y las m aquinaciones. Lo com ­ probó bien pronto. Porque el desprecio del cuerpo llevado a su extrem o no puede evitar darse de bruces con la banalización del hecho de matar. El Terror, si lo llam am os por su nombre, les pareció, a los que lo decidieron, u n m edio inevitable; para la m ayoría de sus contem poráneos fue tam bién la transform a­ ción de un m edio en un fin, una m anera de considerar el hecho de m atar que se retroalim entaba a sí m ism a. Pero esto, esto es justam ente lo que la política tiene por m isión impedir. A ún así, las razones del Terror se atenían a la política. La política sin el Terror se pensó como im potente; y así, al pasar por el Terror, la política perdió la palabra. Y sin la palabra, la política se apagó.

§17 A las paradojas de fondo de una política de los seres hablan­ tes, la Revolución francesa añadió tam bién las suyas propias.

Para ser m ás exactos, las paradojas que la atravesaron nos rem i­ ten a las paradojas fundam entales de una política moderna. La Revolución francesa fue la prim era experiencia de la doble coli­ sión: la colisión entre el ser hablante y el ser varios de los seres hablantes; la colisión entre el ser lim itado de la lengua política y el ser ilim itado del varios. A pesar de que el térm ino -revolu ­ ción - sea el único propiam ente m oderno que haya producido la lengua política, buscó su nom bre del lado de los Antiguos; a pesar de que quiso transform ar la política para responder al universo de Newton, produjo el acontecim iento más heterogé­ neo que pueda haber con respecto a la política. El Terror es, por excelencia, lo fuera-de-la-política, en la m edida precisa en que si está presente, no hay nada que hablar. Aunque nazca de la voluntad de que en el universo nada se escape a la lengua polí­ tica. C on este horizonte, las paradojas no solo se redoblan sino que se ven elevadas a su m áxim a potencia. Y no solo las para­ dojas propias de la Revolución, sino tam bién las paradojas de la política en sí. Correspondió a los M ontañeses demostrar, si es que eso po­ día hacerse, que se podía salir del dilema. Raram ente lo consi­ guieron; entre ellos, uno de los prim eros en dudar fue el m uy profundo y m elancólico Robespierre. Después de la ley del Pradial y de lo que se llam ó el Gran Terror, tras las exacciones de Fouché en Lyon, después de los ahogam ientos de Nantes que horrorizaron a la Convención, ¿aún era m atar el ocasional m edio de un fin político, o se había convertido en un fin en sí m ism o y, precisam ente por eso, en la negación de cualquier política? Por no poder decidir sobre el hecho de matar, Robes­ pierre no podía decidir sobre la política; con el paso de los m e­ ses, sus discursos se agrietaron; en las últim as sem anas, fue de fracaso en fracaso tratando de juntar la política y el Terror en una sintaxis coherente. Se retiró. Balbuceaba. Guardó silencio. Com probó que la pluralidad de los seres hablantes le era ene­ miga. Los seres hablantes, en cuanto que son varios, no podían, a su entender, sino planear reducirlo al silencio. Cosa que efec­ tivam ente sucedió.

Tropezó efectivam ente con la sintaxis. D isponía de un sus­ tantivo: la virtud, pero había que proyectarlo en frases. Arm ado con la historia rom ana, las Vidas de Plutarco y con la filosofía de Rousseau, pensó que podía hacer de ese único sustantivo el ele­ mento sem inal de una lengua política m oderna. Cuando des­ cubrió que no term inaba de conseguir articular en frases entre­ lazadas el texto de sus propias convicciones, tuvo que concluir que su fracaso era radical. Recordó cóm o Brutus, antes de sui­ cidarse, había gritado: "Virtud, no eres m ás que una palabra"; com prendió entonces el alcance del aforismo: si la virtud no era sino una palabra, entonces no se puede pasar de la palabra a la frase, y sin frases, no hay lengua. A bandonado por todos y tam bién en su propio abandono, Robespierre se expuso a lo que podemos llam ar una m uerte consentida. Por un azar que excede al azar, sus últim as horas tom aron un cariz propio de la dramaturgia. Parecen escenificar la ausencia de la lengua en el corazón de la política revolucionaria. Con la voz quebrantada, resultó que el más grande orador de la Con­ vención no podía articular ni una sílaba. H ablaba solo la m asa indistinta, pero para burlarse e injuriarlo. Sobre el cadalso, se juzgó oportuno retirarle el apósito que rodeaba su garganta. Se dijo que para no dañar la hoja de la guillotina. Su últim a pala­ bra fue un grito de animal. Resulta banal el episodio de la transform ación en bestia de un ser hablante; los nacidos en el siglo veinte sabem os que eso ya se ha producido a gran escala. Pero es m ás raro que ocurra en público y a propósito de un sujeto renom brado y conocido por todos. De loas hom icidios de la Revolución, ninguno de ellos ha sido útil; ninguno ha sido insignificante. N inguno pesa más o m enos que otro. Y sim plem ente porque el hecho de m atar es ingrávido. Por eso, ninguna m uerte es igual a otra. Com o cualquiera de ellas, la m uerte de Robespierre tuvo algo de singular que no se encuentra tan fácilm ente. O rgani­ zada, tal vez a propósito, como una pasión cristiana, con sus estaciones y sus insultos (léase su relato), planteó sin em bargo una pregunta que no es para nada cristiana. El 10 Termidor, año

II (28 de julio de 1794), despojado de su estatuto de ser hablante por el ser varios de la masa, un sujeto encarnó el cam bio total que él m ism o había puesto en m archa y rechazado, el vuelco de la política en lo fuera-de-la-política. §18 ¿Por qué, en la puesta en m archa de un proyecto político, la revolución produce lo fuera-de-la-política? Por una sim ple razón: la irrupción de lo ilim itado, del que da testim onio, como nom bre m oderno, el térm ino m ism o de revolución, a espaldas de la m ayoría de sus contem poráneos. En el fondo, los histo­ riadores no han cesado de declinar la proposición: al final del Antiguo Régim en, una sociedad de lo ilim itado está en vías de constituirse; la dem anda de libertad verbaliza esa naciente ilim itación; por accidente o por estructura (los especialistas dis­ putan al respecto hasta el infinito), la m onarquía absoluta no respondió a las necesidades del momento. Los oradores de la Revolución francesa se ocuparon del asun­ to. Enardecidos por un coraje del que no m idieron la temeridad, eligieron dar una respuesta en térm inos integralm ente políticos. Porque tenían todo por descubrir e inventar sin dejar sombra de duda. No serían ellos los que se atrevieran a dejar sin tocar la cuestión de la esclavitud; estamos lejos del provincialism o de la revolución americana. N o aceptaron la form a-m ercancía sin proceder previam ente a su crítica. La cuestión de la moneda les pareció que exigía soluciones innovadoras. Desde el calendario hasta la religión, ningún sector de la vida social escapó a su inte­ rés. No había nada de lo que la política no pudiera ni debiera ha­ blar. Aunque la fórmula "tod o es política" todavía no estuviese disponible, se constató que nada ni nadie escapaba a la política desde el m om ento en el que esta se inscribía en la forma de la revolución. La política es pues convocada por lo ilimitado. Entre los m il signos posibles de ello, está la proliferación del nombre libertad. Por contraste, la política es pensada y hablada en tér­ m inos de límite; testigo de ello la insistencia del term ino nación.

Form ados por el clasicism o francés, por Plutarco y por Rous­ seau, los oradores se vieron condenados a toparse con un obstá­ culo infranqueable en el hecho de que todo lo político se hubiera transform ado en ilim itado, precisam ente por la Revolución. Lo ilimitado les fue, a la vez, consustancial y radicalm ente extran­ jero. De golpe, la política deviene palabrerío y ya no se habla. Al no hablarse, se volvió im potente para cum plir con su m isión de garantizar la supervivencia; convirtiéndose en su contrario, abrió el cam ino al hecho de matar, que es ilimitado. Lo ilim itado que no puede asum ir la política se confina en lo que la vacía de sentido. N adie puede evitar ser sospechoso; a cualquier sos­ pechoso se le puede matar. Entre el hablante y el varios, entre lo ilim itado y lo ilim itado, dos colisiones se repercuten la una sobre la otra. A sí se construyó el dilem a del que nunca logró escapar el siglo veinte. O bien lo ilim itado encuentra su soporte en la for­ m a-m ercancía y entonces, de golpe, la política se convierte en un puro y sim ple portavoz del m ercado hasta llegar a construir una lengua superabundante pero que nada dice de los procesos efectivos. O bien se rechaza que la política se som eta al m ercado y se pretende que ella m ism a haga de soporte de lo ilim itado. Pero entonces las palabras le faltan porque la lengua política es limitada. De repente, la política se convierte en lo fuera-de-lapolítica. Lo fuera-de-la-política adopta la figura del m atar y eso, con bastante m ás necesidad que el rechazo del m ercado, nace de un desprecio de los cuerpos. Las revoluciones del tipo ideal eligieron la segunda vía; al no disponer, como lengua política, sino de una lengua m arcada por el sello de lo lim itado, cuando apuntaban a realizar una política acorde a lo ilim itado, fracasa­ ron una y otra vez en explicitar su política. A rrastrados por el m ovim iento que desde el principio cebaba ese fracaso, al final term inaron por hacer exactam ente lo contrario de lo que habían anunciado; en concreto, term inaron por tom arla directam ente con los cuerpos, justo en esa dim ensión que se opone radical­ m ente a la política: la masacre.

§ lL) Stalin estableció como teorem a que las revoluciones no cam­

biaban la lengua. De ahí se derivó un lema oculto: la revolución, por estructura, no tiene lengua propia. Si damos un paso más, se podía concluir: la revolución, por estructura, está fuera-de-lalengua. Ahora bien, lo fuera-de-la-lengua tam bién es fuera-dela-política y lo fuera-de-la-política se realiza como la acción de matar. En una primera lectura, Stalin se limitó a acreditar la lin­ güística como ciencia galileana y políticam ente neutra; en una segunda lectura, se discierne que más allá del m uy académico debate al respecto, el asunto tenía mucho que ver con la revolu­ ción y con sus consecuencias. Haya sido o no conciente de ello, Stalin abrió, a partir de su teorema, el espacio del terror mudo. La revolución cultural china, tam bién llam ada Gran Revolu­ ción Cultural Proletaria (GRCP), nació de una parecida constata­ ción sobre esta carencia; la revolución carecía de lengua. Pero el m étodo elegido para rem ediarlo se opuso directamente a Stalin. Si la revolución carecía de lengua, entonces había que cambiar la lengua. H abía que em pezar por destruir las lenguas existentes, todas, sin excepción, hasta que no quedase de ellas ni una traza. Libros y documentos debían pues desaparecer. Resultó un de­ sastre. En un laberinto, los cam inos pueden bifurcarse, pero lle­ van al m ism o punto; la GRCP adoptó un punto de vista opuesto al de Stalin con respecto a la lengua pero, tal y como hizo Stalin, abandonó tam bién la política y la cambió por m atar; como con­ secuencia de este abandono, desdeñó abiertam ente la supervi­ vencia y form uló así, abiertamente, la consigna. Algunos espíritus sensibles se preguntaron por qué la Revo­ lución francesa había gozado de un prestigio suficiente como para generar un tipo ideal. Los paladines del idiom a m ercantil se ofuscaron con este prestigio; en vez de rechazar el térm ino revolución, quisieron desligarlo de la Revolución francesa. Concientes de que el idiom a m ercantil había cristalizado de m anera privilegiada en la lengua inglesa, hicieron valer que en esa len­ gua, justam ente, las revoluciones se hablaban sin suscitar por

ello lo fuera-de-la-política. Por supuesto, y la razón es evidente: esas revoluciones supuestam ente exitosas alojaron sencillam en­ te lo ilim itado en la form a-m ercancía; podían en consecuencia hacer fácil uso de las lenguas políticas antiguas. Nadie puede negar los encantos de la Constitución de los Estados Unidos; nos llegan directam ente de una reflexión sobre Polibio y de su elogio sobre la constitución m ixta de los Romanos. Contraria­ mente a lo que había im aginado Jefferson, esta inspiración an­ tigua no recusa de entrada la m odernidad del capitalism o; más bien al contrario, lo autoriza, con la condición de que la política no sepa nada de ello porque decide no saber nada de lo ilim i­ tado. U na constitución resueltam ente pre-galileana para una sociedad post-new toniana. Com o de costum bre, H annah A rendt nos proporciona un elem ento revelador. Al igual que m uchos otros de los Judíos de saber, decidió alejarse de Europa continental y aceptar la victoria de la m er­ cancía, tras concluir, después de reconciliarse con Heidegger, que no podía seguir esperando m ás nada de la lengua alem ana y tras concluir que le resultaban irrem ediables las sum isiones en las que había caído, a su parecer, la lengua francesa en 1939. Esto im plicaba aceptar la suprem acía de la lengua inglesa y de las universidades am ericanas. Con su perspicacia acostum bra­ da, H annah A rendt com prendió que para entrar en aquellos santuarios había que hacer un sacrificio. No se le pedía renegar de todo; más bien al contrario, se le hizo ver que su valor m er­ cantil dependía de su exotism o; pero resultó que ese exotism o se sostenía en las creencias europeas de las que ella era portado­ ra. Se le pidió por tanto un sacrificio parcial. Cada Judío de saber fue convocado al m ism o altar pero, para cada uno, el sacrificio fue diferente. Les correspondió, a cada uno, encontrar el punto determ inante sobre el cual debían ce­ der. H annah Arendt, por su parte, acertó. D eterm inó de m anera exacta la naturaleza de su renuncia; cuando uno se form a en la escuela del idealism o alem án y quiere no obstante hablar de política en lengua inglesa, se ve obligado, necesariam ente, a to­

car el tem a de la Revolución francesa. Y entonces hay que hacer algo m ás que condenarla, hay que som eterla a hum illación. Con la boca pequeña y sin pestañear, Hannah A rendt hizo alarde de reducir la influencia de un acontecim iento que había sido im ­ portante para Kant, para Fitche y para Hegel. En 1963 pronun­ ció su sentencia: la Revolución francesa fracasó en com paración con la revolución am ericana; esta últim a tuvo éxito porque supo instaurar, gracias a la Constitución de 1787, un régim en político equilibrado y estable; el prestigio del que gozaba la Revolución francesa era debido a una ilusión ideológica. A labar 1776 para rebajar 1789 fue la prenda entregada a los oficiales de la inm i­ gración intelectual. Es verdad que fue algo que ocurrió al precio de algunos des­ cuidos y de algunos olvidos. En el elogio de la Constitución de 1787, se silencia la cuestión de la esclavitud, cuando hizo fal­ ta, con un siglo de retraso, una guerra civil para tratarla. Ni una palabra tam poco de las guerras contra los indios, cuando se alargaron durante m ás de un siglo y no tenían otro propósi­ to que la total dom esticación o el exterm inio de una población autóctona. U n historiador digno de ese nom bre podría argu­ m entar que el proceso com enzado en 1776 no se acaba antes de la batalla de W ounded Knee, en 1890, una m asacre m etralle­ ta m ediante; podría plantearse si esta larga secuencia no se ha visto acom pañada de violencias a la luz de las cuales las muy afam adas violencias de la Revolución francesa verían palidecer lo que tuvieran de siniestro. Se podría igualm ente anotar que, en el siglo veinte, el asesinato político ha form ado parte del fun­ cionam iento efectivo de las instituciones en los Estados Unidos. ¿Qué queda pues de aquel éxito ponderado por parte de la más lúcida entre las lúcidas? Descuidos e historicismos aparte, la cuestión recalcada por Hannah Arendt merece considerarse: ¿de dónde viene el presti­ gio de la revolución francesa? Acepto que la cuestión sea cándida pero, justamente, toda cuestión cándida es, por principio, legíti­ ma. Acepto que provenga de una duda pero, justamente, siempre hay una razón para dudar, aunque sea por malas razones.

Adm itido lo anterior, no hay que recular ante el m om ento de concluir. La respuesta la tenem os ya. Tenemos todo a m ano como para com prender las razones que le han dado su presti­ gio a la Revolución francesa; son las m ism as razones por las que ha sido, y todavía lo sigue siendo, un horror para algunos. De m anera m ás resuelta y con m ás lealtad que ninguna de las revoluciones que la han tom ado como m odelo, fue ella la que puso de m anifiesto el rasgo por el que se reconoce el tipo ideal de revolución: suscitar, a propósito de la política, las paradojas del lím ite y de lo sin-límite. M ás resuelta y más lealm ente que ninguna otra, fue ella la que situó esas paradojas en la lengua; la política debe hablar, aunque su lengua se rem ita a lo lim itado y el proyecto revolucionario se remita a lo ilim itado. M ás resuelta y m ás lealm ente que ninguna otra, hizo surgir lo fuera-de-lapolítica y no en las afueras de la política, sino en el corazón más íntimo de la política; a falta de hablarse, hizo surgir la form a de lo que, justam ente, no tiene nom bre en ninguna lengua.

§20 La Revolución francesa -c o n el artículo determ inado y la ini­ cial en m ayú scula-, estampó el sello del fuera-de-la-política en la revolución. Pero hizo algo más. H izo posible el advenim ien­ to de un hablar política nuevo. Entre las revoluciones de tipo ideal, ninguna de ellas consiguió u n efecto com parable. Los picos de oro que se reclaman de estas últim as se inscriben to­ davía en el hablar surgido de la Revolución francesa. La form a de la discusión política nos llega, por sinuosos derroteros, de la Revolución francesa. Hay quienes piensan que la discusión política es aburrida y frívola pero, si son honestos, reconocen que le siguen rindiendo tributo. D ependen así de lo que recha­ zan, como Flaubert de la tontería. U na nueva pregunta se plan­ tea entonces: ¿cóm o después de haber fracasado en hablar de ella m isma, cóm o tras haber producido lo fuera-de-la política, la Revolución francesa logró un hablar política? Puesto que todo

lo m oderno en hablar política se asienta sobre una transacción entre lo lim itado y lo ilim itado, ¿cómo consiguió la Revolución francesa una transacción largam ente buscada, tras haber re­ chazado sucesivam ente todas las posibilidades de transacción? Para pasar del fuera-de-la-política a la discusión política, es ne­ cesario que haya dado con una solución. Hace falta, además, que esta solución haya estado a la altura de una discordancia que se m ostraba abismal. No entenderem os nada de los propó­ sitos que circulan a diario si no desenredam os esta madeja.

III. A

n a t o m ía d e l a d is c u s i ó n p o l ít ic a

§ 21 Sería legítim o retom ar en detalle los acontecim ientos. Pero hay otros recursos. La palabra, en el sentido del Witz freudiano, lleva con frecuencia más lejos que el relato. Preguntado, en 1793, acerca de lo que había hecho, Sieyés respondió: "h e vivido", y resum ía así, en una frase, los testim onios de los m em orialis­ tas, pero hacía algo más tam bién; situaba de m anera precisa lo que quedaba de una política llevada hasta su escoria, cuando el Terror instaló lo fuera-de-la-política en el puesto de mando. Iguales en profundidad, pero más enigm áticas y sorprendentes por sus circunstancias, unas palabras de N apoleón coniguieron celebridad durante largo tiempo. Todavía se las cita, sin com ­ prenderlas del todo o bien deform ándolas. Pueden servirnos de punto de apoyo. N apoleón recibe a Goethe, en Erfurt, el 2 de octubre de 1808, al m ediodía. Goethe narra la entrevista en sus notas persona­ les, resum iendo o bien citando literalm ente los propósitos de su interlocutor. Se abordan varios tem as y entre ellos, el de la tragedia. N apoleón com enta, de m anera severa, obras que tra­ taban sobre el destino; pertenecían, en su opinión, a tiem pos de tinieblas. De este sentir, que parece apuntar a la tragedia griega, solo tenem os un resum en. La conclusión nos llega, sin embargo, verbatim: "¿Q ué nos im porta hoy en día el destino? El destino, es la política". Was will man jetzt m it dem Schicksal? Die Politik ist das Schicksal, escribe Goethe; retom ará la segunda frase, en esos m ism os térm inos, en m arzo de 1832, en una de las últim as

entrevistas con Eckerm ann, atribuyéndola de nuevo a N apo­ león. Inscribe así en la lengua alem ana una fórm ula m atriz de la que, m ás tarde, hará uso Freud: Die Anatom ie ist das Schicksal, una frase am pliam ente conocida; bastante m enos conocido es que Freud se oponga a N apoleón al sostener el paso de la era de la política a la era de la ciencia. La lengua alem ana se vio así m arcada, aunque tengam os que recordar que la conversación de 1808 se desarrolló en francés. Entram os así en el régim en de las traducciones y las retraducciones. También en el régim en de sus variantes, porque N apoleón se explayó al respecto en varias ocasiones y en distintas circunstancias. A sí por ejem plo, en el transcurso del atardecer precedente a la batalla de Austerlitz cuando se entrevista con Junot y su Estado M ayor en pleno: "¡La política debe convertirse en el gran resorte de la tragedia moderna! Es la que debe sustituir, en nuestro teatro, a la antigua fatalidad". Es posible que en Erfurt hubiese hablado d e fatalidad en vez de destino. Se nos escapan los térm inos originales, pero la palabra perm anece. Fue un térm ino que llamó la atención desde que se puso a circular. D esde Hegel a Hans Blum enberg, abundan los com en­ tarios. A unque diferentes, la m ayoría coinciden sobre un pun­ to. Salvo excepciones, atribuyen a N apoleón un diagnóstico de m utación de la tragedia. No está prohibido enfocarlo de m anera diferente. Por supuesto que N apoleón pensaba en el teatro pero si nos quedam os ahí, nos quedam os solo con la significación. Para tocar el sentido hay que darle la vuelta al punto de vista. Si el teatro es puesto en cuestión, lo es en segundo plano. El diag­ nóstico prim ero es sobre la política, sobre aquello en lo que se ha convertido tras la Revolución francesa. U na Revolución que está presente aunque no esté nom brada. El día a día de N apo­ león está determ inado por esa referencia; Goethe así lo entien­ de, como testim onia el propósito que él afirma haber sostenido, tras la batalla de Valmy: "E n este día y en este lugar com ienza una nueva era de la historia del m undo". Para cada uno de los interlocutores, el adverbio jetzt reenvía a una m utación que la Revolución francesa operó en la política. A hora bien, el m ism o

que invoca la cesura del tiem po, había proclam ado el 24 frim ario del año VIII (15 diciem bre 1799), en calidad de Prim er cón­ sul de la República: "L a Revolución se ha term inado". La política de la que N apoleón habla en relación con el des­ tino está determ inada por la Revolución, pero de variadas y controvertidas m aneras cada vez: en tanto que la Revolución ha tenido lugar y en la m edida en que ha term inado; en cuanto apuntaba a lo ilim itado y concluye con un retorno de lo finito. La política se sustituye por el destino debido a la Revolución, pero para que así sea es necesario que la secuencia se cierre. En su devenir, la Revolución encontró la m uerte como figura de lo ilimitado; al clausurar un periodo, la proclam ación de 1799 res­ tableció el reino de lo finito, que autoriza la política. D ecir que la política sustituye al destino y decir que la Revolución está terminada, son dos afirm aciones en una: es justo pues que un mismo hom bre las profiera. A igual que Goethe o De las Casas, N apoleón no sabe hablar m ás que de sí m ism o. D om ina lo co­ tidiano en la m ism a m edida en la que cierra las puertas al ayer; la sustitución del destino por la política es, para él, una causa eficiente. Al igual que Cronos hizo nacer a Afrodita castrando a Urano, N apoleón se im aginó hacer nacer la política m oderna guillotinando el curso de la Revolución

§2 2 A pesar de ello, la frase de Erfurt no se reduce al fantasm a de un sujeto que com ienza a tom arse por N apoleón. Y eso por no hablar de otro fantasm a al que no deberíam os silenciar: el del interlocutor que reescribe el diálogo con el cuidado de tratar de verse confirm ado por la gloria. M ás allá de la dialéctica de los fantasmas en espejo, no debem os tener m iedo de exagerar: en una frase N apoleón establece, a la vez, que la política m oderna consiste, para salir de la Revolución, en hablar de política y que hablar de política después de la Revolución requiere u n espacio discursivo particular que no deba nada a la Antigüedad. De he­

cho dibuja este espacio; de un solo golpe y con adelanto, carac­ teriza el idiom a del hablar-política m oderno que se denom ina la discusión política. Igual que habla, sin nom brarla, de la Revolución francesa, solo al poner en juego un adverbio de tiem po -h o y -, tam bién habla, sin nombrarla, de la tragedia antigua m ediante la referen­ cia al destino. Según deja adivinar, la tragedia tenía en la ciudad ateniense una función m ayor; bajo la form a del destino presen­ taba públicam ente la instancia que, para cada uno, domina los destinos de cada uno. En la sociedad m oderna surgida de las Luces y de la Revolución francesa, esta m ism a instancia no sa­ bría aparecer sino revestida como una figura laica y seculariza­ da: la política. Entre la palabra y esta figura nueva, de una vez se transform a el vínculo; la tragedia ya no es suficiente pero sí lo es la política en tanto que habla de la política. Im posible no evo­ car a Aristóteles. Este escribió sobre la tragedia -e n la P oética- y sobre la política -e n la Política-. Hasta la Revolución francesa, la Poética había sido considerada como inevitable para toda re­ flexión sobre la tragedia; la Política era considerada como inevi­ table en toda filosofía política. Inevitable no quiere decir que se siga en todo a Aristóteles, sino que uno se refiere siempre a él, aunque sea para refutarlo. Napoleón invierte, sin darse cuenta, la relación entre las dos obras de Aristóteles. Y, además, en dos tiempos. En el tiempo negativo, plantea la tesis de que no hay m ucho más que esperar de la Poética para el teatro y tampoco m ucho más de la Política para la política. En el tiem po afirma­ tivo, plantea la tesis de que la Poética perm ite com prender algo que ya no es del teatro sino de la política; se anuncian de esta forma y al mismo tiempo a Bertolt Brecht y a Walter Benjamín. Puesto que la Poética, y no solo el teatro, explica la política, el teatro tiene que evitar a Aristóteles; el teatro de la sociedad m o­ derna será necesariam ente anti-aristotélico (Brecht). Puesto que la política reclama la función que antes aseguraba la tragedia y puesto que esta función, que no era estética en sus comienzos, no ha cesado de caminar hacia la estética, entonces resulta que el riesgo mayor de la política es que se torne estética (Benjamín).

El hilo de las im plicaciones tiene una continuidad. Puesto que la política se esclarece con la Poética, la Política de A ristóte­ les no conviene a los tiem pos m odernos; dado que Aristóteles hace reposar el análisis de la política en la triple repartición to­ dos/algunos/uno y sobre las relaciones entre el todo y la parte, se ven rechazados de golpe todos los análisis fundados sobre esta tripartición y sobre estas relaciones; y por lo tanto tam bién, y m uy en particular, el Contrato social. A partir de A ristóteles y de Rousseau, N apoleón establece un diagnóstico. A m enos que su propósito no constituya por sí m ism o el síntom a de un cambio total ya cum plido. Que la política, hablando de la po­ lítica y en analogía con la tragedia antigua, se haya convertido en un discurso sobre el destino, no lo han pensado todos los m odernos de m anera explícita aunque su im aginario se haya visto determ inado por ello. La política, tal y como ocurría con la tragedia antigua, congrega a los seres hablantes en un público tam bién llam ado pueblo; como en la tragedia, la política es la representación que ese pueblo se da a sí m ism o al respecto de sí mismo. Al igual que en una tragedia, una política es una obra, con un principio, un tiem po m edio y uno final; y se escande en peripecias y desenlaces. Sucede a veces que su final dependa de un error inicial, que se le llam a precisam ente el error político; como en la ham artia de la tragedia, al error político se le hace responsable de la caída del culpable. Es conocida la cantinela: "E s peor que un crimen, es un error". Se trata de una frase pro­ nunciada en 1804 en la ejecución del duque de Enghien; ¿era de Talleyrand o de otro m enos célebre? Fue una frase que sacudió los espíritus y que después perdió, por uso abusivo, su agude­ za. Exam inada en su singularidad, anuncia Erfurt. D el crim en como resorte de la desgracia trágica y de la m arca del destino, se pasa al error político, ahora ya secularizado como una pura y sim ple equivocación.

Los térm inos de Erfurt dependen de la Revolución. El asun­ to no adm ite dudas, pero hay que ir un poco m ás lejos. No so­ lam ente depende de ella sino que la tiene com o diana; la trata para reinscribirla en la política, tanto como trata la política para que tenga en cuenta el corte revolucionario. Pronunciada por los m ism os labios que habían proclamado: "la Revolución se ha term inado", concluye así su proceso de clausura. Al dar de baja el destino, se prende a lo fuera-de-la-política. Porque, a fin de cuentas, si la política reem plaza al destino, entonces el Terror no es un crimen; todo lo m ás que se trata es de un error -pod em os suponer que N apoleón y G oethe estaban de acuerdo a este res­ p ecto-, El Terror se convierte, después de todo, en un error de cálculo; ni hecho sublim e, ni abom inación. Entra en el lenguaje bajo la form a de un episodio no ya fatal sino político. Un error, uno más, según N apoleón, aunque se trate de un error laico que no tiene por qué ser expiado. A quí encontram os un desplazam iento mayor. M ientras que el m atar se retroalim entase a sí m ismo, la política no podía ha­ cer nada. Era necesario que el m atar fuera dom esticado de algu­ na m anera. Es lo que hizo Napoleón: la condena a m uerte que legó la Revolución francesa a la política posterior, la delimitó de dos m aneras que nos llevan al más puro de los clasicismos. Por una parte, recurrió a lo judicial para dejar de tener que hacer pa­ rodias de procesos; por otra parte, recurrió a la guerra, para evi­ tar el m enoscabo de los cadáveres que esta dejaba tras de sí. "A todo condenado a m uerte se le cortará la cabeza"; establecía un artículo del código penal de 1791; se votó su anulación en 1795 aunque su aplicación se aplazara hasta la paz. Si este artículo fue retom ado en el Código im perial de 1810 fue a consecuencia de una elección pensada. El artículo es anterior al Terror pero adopta otro sentido tras su fin. En el discurso del siglo diecinue­ ve se convirtió en su diáfana huella, pero expresaba tam bién la convicción de que si se tom aban las debidas precauciones, el Terror no volvería a reventar la política. Paralelam ente, las cam-

pañas m ilitares de N apoleón habían producido m ás m uertos que el Terror; pero únicam ente el Terror trastoca la política tal y como la trastocan los diversos terrores que se han producido después. Tan costosas como puedan resultar en vidas hum anas y en destrucciones, las guerras pueden horrorizar, pero no ha­ cen dudar de la política. M ás bien al contrario, la confortan en su relación intrínseca con la supervivencia. Legislador y conquistador para unos, carcelero y devorador de hom bres para otros, el elogio y el insulto designan la m ism a realidad. N apoleón autoriza un retorno de la política en el uni­ verso post-revolucionario. Lo fuera-de-la-política no le m inará más desde el interior, hasta el punto de corrom per la lengua. La política puede, de nuevo, hablar de política, gracias a algunas sustituciones sistem áticas llevadas a cabo sobre la lengua de la Antigüedad. Se podrá aducir que, por parte de N apoleón, se trataba de propósitos de salón inm ediatam ente desmentidos por sus acciones. N adie puede creer de m anera seria que, en efecto, él hubiese pensado en devolver la palabra a la políti­ ca. Nadie puede creer que haya hecho otra cosa que ahogar la palabra cuando ejercía el poder. N adie puede creer que haya tenido, tal y como conviene a un verdadero político, inquietud por la supervivencia. De acuerdo, sea; pero el propósito perm a­ neció y el devenir de los acontecim ientos dem ostró que era así de cierto, m ás allá de los designios personales de su autor. Ante Goethe, N apoleón hizo de espíritu penetrante y llegó a serlo aunque no fuese m ás que por un instante y por disim ulo. Se ha hablado de política en Europa continental según las reglas definidas en Erfurt. Se ha hablado en ella de esta m anera en los siglos diecinueve y veinte; se hablará así por tanto tiem po como la Revolución francesa, cual espectro del padre de Hamlet, apa­ rezca en escena. Pero entonces, ¿cóm o habla pues la política? Flaubert da testim onio de ello. M ientras la Revolución per­ m anezca en el horizonte, ya sea com o nostalgia o como proyec­ to, ya sea como tem or o como esperanza, la política com ienza por creerse que se habla desde la tribuna. Aunque siem pre llega el m om ento en que es necesario constatar que por m om entos

la tribuna ha enm udecido. El discurso de los oradores se resu­ me en el círculo de labradores. El verdadero sitio en el que se habla de política es la discusión, venero de las ideas recibidas. Flaubert es un testigo digno de fe, porque en verdad, lo que tiene de grande el conjunto de la novela francesa, desde Balzac a Proust o a Bernanos, es que ha acom pañado el declinar de los oradores y el ascenso poderoso de la discusión política. De esta últim a, Flaubert redactó una cartografía. Recopiló, en una labor de retazos, otros mapas, un plano de las sensibilidades, un m a­ pam undi, un plano del alm a m entirosa, pero las coordenadas decisivas siguieron siendo parecidas a ellas m ism as; provenían de la discusión política, que fija las leyes del intercam bio verbal. Nos queda desem polvar los m anuscritos de este m ar M uerto.

§25 La política habla; al hablar, organiza lo que quiere que se vea; de hecho, lo organiza com o un mundo. Lo que perm ite que se vea en este m undo no son los hom bres sino las acciones de los hom bres. A partir de esas acciones, se perfilan no los hom bres sino los personajes, es decir, sem blantes de hom bres. Se habla de la política de Bism arck o de Churchill, com o se habla de una tragedia de Sófocles. O incluso una posibilidad más: se habla de la tragedia de Edipo. Personajes políticos, escena política, obra política, acto político, destino político, error político, cada una de estas expresiones usa un sustantivo teatral; la proxim idad léxi­ ca no es un artificio de estilo, es de una estricta analogía. El placer que había en la tragedia se plasm aba en los aplau­ sos de los espectadores; el interés que hay en la política se veri­ fica, para aquellos que discuten, en la tom a de posición. Elegir el campo, tom ar partido, incluso decidir, todo ello reposa, en últim a instancia, en las pasiones; terror y piedad, decía A ristó­ teles. Se hablaría hoy día m ás bien de indignación, de cólera, de entusiasm o, pero esto carece de im portancia. Al igual que el antiguo espectador se identificaba con los personajes trágicos,

sabiendo com o sabía que se encontraba radicalm ente separa­ do de ellos, lo m ism o le sucede al individuo político m oderno, gobernante o gobernado, cuando se considera un actor político a partir de que se pone a discutir. Cuando com ienza la intriga que se desarrolla ante sus ojos, y que a veces va a m odificar su propia suerte, reordena sus pasiones. Las rem ite a un objeto que está tan alejado de él como estaba para el espectador ateniense el cam ino de Orestes o de Edipo. Este objeto alejado que en la tragedia llam aba destino la tradición crítica, tiene varios nom ­ bres en política: poder, estado, libertad, justicia o sim plem ente, gobierno.

§26 Tal y como nace de la Revolución, pero de una Revolución considerada com o term inada y ya sobrepasada, el idiom a polí­ tico reposa sobre tres supuestos: a. El objeto político está alejado; lo está para aquellos que no pertenecen al personal político. Y para aquellos que sí que pertenecen, este se les aleja cuanto m ás se le acercan. En todos Los casos, genera una totalidad hom ogénea a él m ism o que se Llama la política (con artículo determ inado); se trata de una obra o, si se quiere, de un conjunto de obras, de las que cada una tiene su autor (individual o colectivo); cada obra form a un todo que tiene por vocación la de recubrir ese otro todo que se llam a el m undo. En breve, todo es político porque la política es una figura del Todo. b. Ese punto alejado, como el punto de fuga de un cuadro, permite ver el m undo. Si tuviera lím ites, los lím ites del todo po­ lítico funcionarían com o el marco de u n cuadro, esto es, como Los m arcos de una ventana, es decir, como los m arcos de una escena. Pero puesto que el todo político es objetivam ente ili­ mitado, sus lím ites son de una circunstancial convención. Las

elecciones venideras, la anécdota reciente de este o aquel po­ tentado, en suma, tam bién las noticias del día, tal y como los periódicos nos las ofrecen. Los antiguos estoicos se ejercitaban en describir los cuadros de los pintores. Los m odernos se ejercitan en describir el m un­ do. C on este propósito han desarrollado, por usar una expre­ sión a m edio cam ino entre M erleau-Ponty y Foucault, lo que podem os llam ar una prosa del mundo. Desde la Revolución francesa, la política proporciona a esta prosa su sintaxis, su léxi­ co e, incluso, su retórica. La visión política del m undo se enun­ cia instantáneam ente como prosa política del m undo; la prosa política del m undo se habla en térm inos de la discusión política de cada día; en este marco, es ella la que suscita instantánea­ m ente lo im aginario de la visión política del m undo. Lo que se ve se propone como un m undo; lo que se propone como un m undo se da a ver; lo que se da a ver se deja tam bién decir. A sí de grande es la potencia de la política y sobre todo la del objeto alejado del que la política es su plana proyección. c. Por m uy alejado que esté su objeto, la política puede acer­ carse a cada uno gracias a la mimética, la versión m oderna de la mimesis. Según A ristóteles, el espectador llora y tiem bla ante la suerte de Edipo porque com parte esa suerte sabiendo que no es la suya. Siente sim ultáneam ente un extrañam iento abso­ luto (por eso el terror) y una fam iliaridad absoluta (por eso la piedad). El autor trágico y el actor im itan las acciones de los hom bres; el espectador se reconoce en esa im itación; lo que es equivale a decir que se im ita a sí m ism o m ediante el teatro. De la m ism a m anera, el individuo m oderno sabe que no interviene directam ente en la política si no es en la dim ensión del sem ­ blante. Cuando no está en disposición de gobernar, le es necesa­ rio hablar como si decidiera acerca de todo y de cada detalle. En caso contrario, se instalaría el silencio que indicaría que la po­ lítica y el hablar son disjuntos entre sí. Que la política no es ya un asunto de los seres hablantes. Para prevenir el riesgo del si­ lencio, com ienza la discusión política. U n discurso presidencial,

una reunión de m ilitantes, un charla alrededor de una copa, son conductas diferentes pero tienen que ver con el m ism o dispo­ sitivo. Si la política ha consistido siem pre en hablar de política, ese hablar reposa, para nosotros europeos continentales y m o­ dernos, sobre la m im ética, en la m edida exacta en que se lleve a cabo bajo la form a de la discusión.

§27 Alejam iento, visibilidad, m im ética, son tres caracteres interrelacionados. El alejam iento de lo político perm ite concebir la política como un todo; este alejam iento es colm ado im aginaria­ m ente por la m im ética; la m im ética puede tener lugar por la h o ­ m ogeneidad del todo con respecto a sí m ismo: intercam biando sus lugares, no hay fractura que rom pa el vaivén entre el que decide y el que no decide. Por eso el papel decisivo lo juega la mimética. Tocamos con ella el fundam ento de la relación que se estableció entre palabra y política cuando nació la discusión po­ lítica. Los térm inos de N apoleón llegan aquí a su consumación. Si la política sustituye al destino, entonces la discusión política sustituye a la tragedia. La discusión conserva, con respecto a la tragedia, algunos caracteres exteriores: la m ultiplicidad de las palabras y sus oposiciones frontales. Pero no está en eso lo esencial. Se trata de un dato en bruto y antaño fundam ental: en la discusión, como en la tragedia, el m otor del conjunto tiene que ver con la m im ética. No contenta con llevar a cabo una verdadera catarsis en los que a ella se consagran, no contenta con despertar en ellos las más vivas pasiones -cólera, envidia, conm iseración, etc.-, no contenta con causarlos para m ejor diluirlos y depurarlos, la dis­ cusión revela la verdad del idiom a: ser u n individuo político es hablar de política; no contenta con suscitarles para fluidificarlos al tiem po que los depura, la discusión proviene de la verdad del idioma: ser un individuo político es hablar de política: hablar de política es discutir de política; ahora bien, no se puede hablar

y discutir m ás que poniéndose en el lugar del actor político, sa­ biendo que uno no lo es. El proceso es evidente para los gober­ nados, pero el secreto de los gobernantes es que no tienen más asidero efectivo sobre los acontecim ientos que el que tenían los actores de la escena trágica, ya fuesen héroes, dioses o reyes. Ellos saben que tam bién m im an. O deberían saberlo.

§ 28 La mimesis de A ristóteles es una relación arrem olinada; la tragedia im ita las acciones de los hom bres, pero los espectado­ res im itan en su fuero interno las acciones de los personajes; sienten las pasiones que inducen esa im itación. La m oderna mim ética política tam bién es una relación vertiginosa. El denom i­ nado personal político dice representar a los ciudadanos (por la vía electiva, por vía carism ática o bien de cualquier otra m ane­ ra); al representarlos, se arroga el derecho de pensar y de hablar por ellos. Los ciudadanos, por su parte, em iten opiniones sobre sus dirigentes pero sus pronunciam ientos se agotan a m enudo en la pura y sim ple m ascarada conversacional: hablar como si uno estuviera en el lugar del dirigente. A esta m im ética recipro­ cidad se la llam a frecuentem ente dem ocracia; más exactam en­ te, el térm ino democracia se circunscribe, según m uchas plumas autorizadas, a resum ir la creencia m im ética y el susurro de las palabras que de ellas tom an su autoridad. M im ética de la repre­ sentación parlam entaria; m im ética de los gestos m ilitantes; m i­ m ética en espejo de gobernantes y gobernados. Cualquiera pue­ de gobernar: tal sería para algunos la esencia de la dem ocracia; ese sería, de paso, el escándalo que no soportarían los enem igos de la dem ocracia. No hay necesidad de ser un gran experto en la m ateria para com prender de qué se trata; bajo el "cualquiera puede gobernar", el m ás ligero raspado haría aparecer la des­ encantada sosería del "cualquiera puede hacer sem blante de gobernar". Por supuesto; en eso consiste la discusión política una vez que se ha coloreado con la resignación. M ientras nos

quedem os ahí, el escándalo anunciado abiertam ente no podría conmover m ás que a sillones vacíos. En m uchos regím enes políticos m odernos, la m im ética hace soportable la tensión que supone la división entre gobernantes y gobernados. Com o en la tragedia antigua, la mimesis hace so­ portable la fractura entre los héroes trágicos y el público que se sabe excluido de esos lugares. El idiom a político se lleva a cabo m ediante un intercam bio im aginario de lugares; este intercam ­ bio se lleva a cabo en form a de discusión. La prensa juega en ello un papel mayor, pero no tiene por eso el m onopolio. Todo lo que se refiere a la com unicación contribuye a hacer posible el intercam bio. Este intercam bio debería llam arse el sin-lugar, lo que en griego se dice, a la letra, utopia. En una configuración en la que los lugares estuviesen fijados para siempre, no sabría entablarse la discusión política; en una configuración en la que la relación m ayor con la política es justam ente la discusión, los lugares deben poder intercam biarse -au n q u e sea im aginaria­ m en te- y por un tiem po breve -e l tiem po de la discusión-. En sentido propio, la utopía es la discusión m isma. Los realistas o los supuestam ente realistas no se escapan de ello, por supuesto. Porque ser realista es saber hablar com o alguien que decide m e­ jor que lo hacen otros, cuando justam ente uno no decide nada; ser realista es saber adivinar, m ejor que otros, lo que siente al­ guien que no decide, m ientras que él se piensa del lado de los que deciden. Lo que viene a continuación es sencillo: del más realista al más utópico, ida y vuelta. Entre los serviciales laca­ yos de la realidad política, a la vuelta de una frase, siem pre se desconfía de la ilusión cóm ica del m im o que se pavonea ante su espejo y que se reviste allí, como un niño, con los hábitos anti­ guos del profeta; entre los m ás fieles e inm aculados caballeros del ideal siempre se revela la pretensión inversa, pero tan infan­ til y lúdica como la anterior: ¿y si por casualidad se convirtie­ ran en poderosos y pudieran gobernar el curso de las cosas en lugar de lam entarse? Que el porvenir les proteja de conseguirlo. Perderían entonces su rutilante arm adura y su m ontura de alta escuela.

IV . S a l ir

d e l a d is c u s i ó n p o l ít ic a

§29 La m im ética organiza nuestro idiom a político. El que no de­ cide habla como si la política le im pusiera sus palabras; recom ­ pone así el todo de la obra política, incluso cuando el curso del mundo condujera a la desesperación. El que m enos cuenta se comporta, cuando habla de política, com o si fuera el am o de algo. U n paso más, y en una discusión, el sujeto se persuade de que podría, solo o en com pañía, conducirse como si fuera dueño de un m undo. Basta para ello con ceñirse un poco m ás al teatro. Organizaciones y partidos, program as e intrigas ase­ guran el estrecham iento necesario. Poder com portarse como dueño de un m undo, aleccionar, establecer consignas, son pro­ mesas de seductor. Lo que confiere su poder de seducción al com promiso político es precisam ente la prom esa seductora. Por m uy decepcionante que se m uestre en la experiencia, es ella la que confiere su poder de seducción al com prom iso político. Su discurso es propiam ente diabólico y corrom pe el pensam iento justo en lo que este tiene de m ás preciado. A menudo, la revolu­ ción ha logrado ocultar el rostro del seductor pero no es la única que lo ha logrado. Sostengo, en lo que a m í se refiere, que la universalización de la fórm ula hace que se oiga, en el extraño y bello jardín kantiano, el silbido de la serpiente. Guy Debord de­ nunció la sociedad del espectáculo; creía ver en ella un reciente desarrollo de las nuevas form as del capitalism o. No captó que la dim ensión del espectáculo nace desde el m om ento en el que la política se sostiene en la im itación. La im itación del que de­ cide por parte del que no decide - y eso para gran divertim ento

del que decide-. A lo cual se añade, cada vez más, la im itación del que no decide por parte del que decide y al que se le escucha proclamar: "obedezco a las m ás altas obligaciones", para gran perjuicio, eso sí, de aquel que realm ente nada decide.

§30 La discusión política reina. Con el paso del tiem po se siente sin em bargo su fatiga. Supondría de buen grado que han con­ tribuido a ello las efervescencias del siglo veinte. No faltan los estigm as de su decadencia. La m im ética debiera haber cubierto la distancia entre los que deciden y los que no deciden; se la ve cada vez más atrapada por la com unicación, que la em papa con la form a de la m ercan­ cía: el vendedor se pone en el lugar del com prador para adivi­ nar sus pasiones; el com prador se pone en el lugar del vende­ dor para interiorizar los m ecanism os que com andan tanto en el eslogan com o en el spot publicitario. Por analogía con la tragedia antigua, la política era una obra. Pero la tragedia se presentaba como una de las figuras de lo serio; "m ajestuosa tristeza" escribía Racine, transponiendo con genio las dos pasiones aristotélicas: la piedad en tristeza y el terror en m ajestuosidad. H ubiera querido recordar a A ristóte­ les pero, sin darse cuenta, describió la política tal y como se la percibía en Europa después de 1815. Tal y com o com enzaron a escribirla de hecho Chateaubriand y Balzac. En la actualidad, prosigue la analogía de la política con la obra, pero está m arca­ da por lo que le llega del lado de las obras: por el triunfo de la estética y de lo lúdico. Ya sea en boca de aquellos que la practican o en los escritos de los plum illas, la política se vuelve estética. W alter Benjam ín creyó ver en ello un rasgo distintivo de los fascism os. Se equivo­ caba; todas las form as de la política como obra se ven ya captu­ radas por este dispositivo. A fición por las posturas deslucidas y sum isas entre los m edio capacitados, afición por las posturas

sublimes e indignadas entre los m ás capacitados, o a la inversa, poco im porta; se trata siem pre de posturas. La diferencia solo es estética. La infracción es parecida en todos aquellos que se im aginan que, sim plem ente por hablar, hacen como que im itan que deciden.

§31 Aunque solo sea para hacernos a la idea, estaría bien que pudiésemos zafarnos de todo esto. Hay que cam biar de sistem a de coordenadas. Lo que es lo m ism o que decir que hay que salir del sistem a generado por el desdoblam iento de la Revolución francesa, entre el acontecim iento que tuvo lugar y el aconteci­ miento que cesó de tener lugar. Porque no sirve de nada re­ m ontarse a un m undo clausurado; eso sería evitar la dificultad principal. Si la política se habla, debe hablar en el horizonte de lo ilim itado. Cobran im portancia entonces, si es que hablaron de política, los que se preguntaron por lo ilim itado por fuera de toda posible referencia a la Revolución francesa. Evocam os así a los filósofos-m atem áticos de la época clásica. Por supuesto que hablaron de política. U n texto m ayor de Descartes perm ite com prender hasta qué punto nada es evidente. Se trata de una carta a la princesa Isa­ bel de Bohem ia, fechada en septiem bre de 1646. En ella D es­ cartes da cuenta de su lectura del Príncipe de M aquiavelo. Esta carta fue com entada, hace m ás de cuarenta años, por Frangois Regnault, en los Cahiers pour l 'Analyse (n° 6, "L a pensée du Prince", enero-febrero 1967). La fecha y el contenido de este com en­ tario im portan porque iba a producirse, en los años siguientes, un retorno m asivo de la política, es decir, de la discusión po­ lítica, a la som bra del retorno —real o im aginario, no lo voy a discutir aquí porque lo he hecho en otro la d o - de la revolución. Precisam ente porque yo m ism o form aba parte de ese retorno, descubrí en Descartes y en ese com entario, objeciones tem ibles. Cuando, a continuación, com encé a som eter la noción m ism a

de política a un exam en crítico, no m e alié sin em bargo con D es­ cartes. De hecho, no he dejado nunca de vacilar acerca de aque­ lla carta de 1646 y de su com entario de 1967. Esclarecido por la experiencia y por la reflexión, estoy en la actualidad en mejores condiciones de detener mis vacilaciones.

§32 ¿Qué decía Descartes? U n único párrafo bastará: "P o r lo demás, no com parto la opinión de este Autor [M aquiavelo] en lo que dice en su Prefacio: Que al igual que hay que estar en el llano para mejor ver la figu ra de las montañas cuando hay que dibujarlas, lo mismo debe ser uno de condición privada para conocer bien el oficio de un Príncipe. Porque el dibujo no representa m ás que las cosas que se ven desde lo lejos; pero los principales m otivos de las acciones de los Príncipes son con frecuencia circunstancias tan particulares que, si no se es Príncipe o bien no se ha participado largo tiem po de sus secretos, uno no los podría ni im aginar". D escartes dice algo que es m uy simple: el príncipe actúa por lo que ve; ahora bien, ocupa una posición que nadie m ás ocupa; ve pues cosas que no ven los dem ás; en este sentido, es vano querer ponerse en su lugar y aquellos que no están en la po­ sición del príncipe deben lim itar sus propósitos a lo que ellos pueden ver. Puesto que lo que ellos ven no es lo que ve el prín­ cipe, sus propósitos se debilitan de inm ediato. Descartes habla de príncipes porque se dirige a una princesa, porque acaba de leer a M aquiavelo y porque vive en un m undo en el que la m o­ narquía dom ina; dicho lo cual, sabía que las form as de gobierno son m últiples. Lo sabía bien porque vivía en una de las escasas repúblicas que había entonces en Europa. A dm itam os pues que cuando habla del príncipe, se refiera al lugar de los que deci­ den, ya se trate de uno o de varios. La política no puede entonces ser más que una cosa: decidir, o bien, cuando no se decide, estar del lado del que o de la que o de los que deciden. Para decirlo rápidam ente, el objeto de la

política tiene un único y verdadero nom bre: la decisión. Para los que están en posición de decidir, este objeto está trem enda­ mente próxim o -e n sentido estricto, está al alcance de su m ano y ante sus o jo s-; para los que no están en posición de decidir, este objeto está trem endam ente alejado, pero entonces ese ale­ jam iento los deja fuera de la política. Descartes plantea como doctrina que es irreductible la distancia que separa a los que deciden de los que no deciden; y que esta no sabría ser cubier­ ta sino por el sueño, la locura o la ficción. De donde se sigue que no se pueden intercam biar las posiciones; el que decide no puede ubicarse en el lugar de aquel o de aquellos que no deci­ den, porque eso sería hacer sem blante de no ver lo que el ve; el que no decide no sabría ponerse en el lugar del que decide; eso sería hacer sem blante de ver lo que no ve. De donde se sigue que es vano hablar de política; lo único im portante es decidir o tomar parte en la decisión, porque el objeto de la política es la decisión. Lo dem ás es silencio. Escuchem os no obstante la ad­ m onición implícita: "los principales m otivos de las acciones de los Príncipes son con frecuencia circunstancias tan particulares que, si no se es Príncipe o bien no se ha participado largo tiem ­ po de sus secretos, uno no los podría ni im aginar".

§33

U n discípulo de Cari Schm itt podría triunfar con esto. ¿Acaso la extrem a particularidad a la que apela Descartes no anuncia la excepción de Schm itt? A un así, la noción de excepción no le es suficiente a Descartes. La tom aría por una racionalización de la casualidad. De su doctrina se deduce una única interpretación: cuando el príncipe decide, se instala en el dom inio de la im agi­ nación y no en el dom inio del razonam iento, y lo que es más, se instala en el dom inio de la im aginación im posible de compartir. Vayamos aún m ás lejos; este se instala en el dom inio de lo oscu­ ro y de lo confuso en el que es im posible pasar de lo particular a lo general. En un dom inio en el que tam bién es im posible dis­

tinguir en térm inos de razón entre lo m enos probable y lo más probable -D escartes recusa de entrada la pertinencia de todo cálculo de probabilidades en m ateria de decisión-. Se autoriza a edificar un sistem a del m undo encadenando conjeturas, con­ jeturas racionales que cualquier entendim iento puede seguir; por el contrario, se desautoriza a conjeturar sobre el príncipe porque esas conjeturas escaparían al entendim iento. Anotem os como de pasada que diez años después de El Cid y dos años después de La M uerte de Pompeya y de Rodogune, Descartes per­ fila el lugar de Corneille: el de alguien que im agina lo im posible de imaginar, que no es otra cosa que la decisión del príncipe. Tiene derecho a ello, porque desde un principio se inscribe en el cam po de la ficción. De ahí surge una consecuencia im plí­ cita: por representar a príncipes, Corneille se desvía, desde el com ienzo, de la imitación. N ingún particular sabría im itar a un príncipe; el genio poé­ tico puede ciertam ente rom per la barrera im posible que pone lím ite a la im aginación; Descartes sería el últim o en negarlo, precisam ente él, que en sus sueños consultaba un Corpus poetarwn. Pero para superar lo im posible de imaginar, el poeta no toma justam ente el cam ino de la im itación. Estam os pues en el teatro pero sin la mimesis. Inútil e incierta en política, la m imética no lo es m enos en m ateria de tragedia. En conclusión: Cor­ neille es radicalm ente un anti-aristotélico; en ello consiste su enigma, que em belesaba a Racine antes de exasperar a Voltaire. Com o de pasada, se deduce que tras m editar sobre Aristóteles y elegir perm anecerle fiel, Racine prefiriera im itar lo im itable; nos m ostrará a los príncipes tal y como son a los ojos de un sujeto: por m otivos inconfesables, no son ellos los que deciden o bien deciden ciegamente.

§34 Para D escartes y para aquellos que todavía hoy le siguen, la política consiste, en el m undo de los seres hablantes, en decidir

sobre lo oscuro y lo confuso. En lo tocante al político que deci­ de, en cuanto al príncipe, se trata de alguien que ve claram ente y con distinción que tiene que decidir; si él ve por qué decide en un sentido o en otro, nadie m ás que él m ism o lo sabe y nadie más, por sabio e instruido que sea, puede im aginarlo. D escar­ tes tam poco excluye que el que decide ignore absolutam ente por qué decide esto o lo otro; esas circunstancias "tan particula­ res" pueden serlo hasta el punto en el que den cuenta de lo que uno no sabría decirse ni siquiera a sí m ism o. La excepción de Schmitt prosigue en el campo de la regla gram atical; supone regularidades y norm as; y tanto las supone de m anera expresa que de hecho pretende despegarse de ellas. En breve, supone un lenguaje; en la decisión cartesiana, por el contrario, el len­ guaje se suspende y, con él, toda especie de norma. M aquiavelo adoptó la posición exactam ente contraria. Al hacerlo, se anticipó; instituyó sobre la m archa el intercam bio de lugares que funda la miméticci recíproca de la política m oderna: el príncipe ve m ejor que la persona privada los asuntos de las personas privadas; la persona privada ve m ejor que el prínci­ pe los asuntos de los príncipes. Porque, conviene señalarlo ya, Descartes se guarda de citar com pletam ente a su autor; no re­ tiene m ás que una única proposición, allí donde M aquiavelo enunciaba dos proposiciones, form uladas adem ás en exacta si­ metría: "L o m ism o que aquellos que quieren dibujar un paisaje bajan a la llanura para obtener la estructura y el aspecto de las m ontañas y lugares elevados y suben, al contrario, a las alturas cuando tienen que pintar las llanuras; por lo m ismo, hay que ser príncipe para conocer bien la naturaleza de los pueblos; y para co­ nocer bien a los príncipes, hay que ser pueblo, (trad. francesa de Périés; en cursiva los pasajes om itidos por Descartes). ¿Des­ cartes desenvuelto? Para nada. Descartes suprim e la sim etría porque rechaza el m odelo que la hace posible; lo rechaza antes incluso de que se haya constituido explícitam ente, porque es capaz de ver su seriedad. En 1641 evocaba, en la prim era de sus M editaciones, a los insensatos que "aseguran tenazm ente que son reyes cuando son m uy p obres"; así, uno cualquiera que

hable de política no deja de ser un insensato porque se im agina conocer a los príncipes; M aquiavelo, el sabio, es un loco. Tan loco sería, en verdad, el príncipe que, partidario de la escuela de M aquiavelo, creyera que puede conocer a su pueblo. Y que los conocerá m ejor cuanto más alto se eleve. "H ay que ser príncipe para conocer bien la naturaleza de los pueblos", "p ara conocer bien a los príncipes hay que ser pueblo", he ahí, para Descartes, dos fórm ulas de despropósito. M ás tarde, Pascal com entará a Platón y a Aristóteles: "Si ellos escriben de política, lo hicieron como para organizar un hospital de locos. Y si ellos han hecho sem blante de hablar de ello como de algo im portante, es porque sabían que los locos a quienes hablaban creían ser reyes y em peradores. A ceptan a sus príncipes para m oderar su locura con el m enor daño posible", (fr. 457, Séller = fr. 1306, Kaplan). M ás allá de las apariencias, Descartes plantea una duda radical. Prescinde de la excusa de hacer semblante. M aquiavelo im portaba, justam ente, porque no hacía semblante. Si había locura, la había en él. Se adm itirá que El Principe de M aquiavelo inaugura el espacio m oderno en el que la política consiste en hablar política. Por anticipado, la discusión política recibe en herencia lo que más tarde se reve­ lará como su suelo natal. De hecho, la dedicatoria a Lorenzo el M agnífico (lo que Descartes llam a Prefacio) pone en m archa el engranaje de la m im ética. En revancha, al rehusar lo que para él constituye el paso decisivo del m étodo de M aquiavelo, D es­ cartes anula una de las m ayores variedades del hablar política. Para él, el hecho m ism o de hablar de política rem ite al delirio. Y eso, por m uy sabios y ponderados que sean los propósitos. Todo lo más que puede adm itir es que aquel que está llamado por la fortuna a gobernar tenga, ocasionalm ente, la necesidad de esa m anera de hablar; como es m ejor que haya gobierno que no lo haya, no com enta directam ente la m áxim a: "p ara conocer la naturaleza de los pueblos es necesario ser príncipe". Prefiere suprim irla, dejando al lector atento el cuidado de concluir. D es­ troza la sabia sim etría de M aquiavelo. El que recuerde las M edi­ taciones com prenderá la razón: cada una de las dos alas del bello

palacio florentino abriga una sem ejante locura, form a lím ite de la m im ética todavía por advenir.

§35 Los m odernos no pueden sino poner objeciones a Descartes. Puedo dar testim onio de ello. Descartes pertenece a un m undo ya pasado, le dije a Frangois Regnault; en el universo m oderno, salido de la Revolución francesa y del capitalism o, han cam bia­ do las reparticiones. El idiom a político europeo supone: - que aquel que no decide puede ver m ás y m ejor que el que decide: "el ojo de las m asas ve ju sto", decía M ao Tse-Tung, aun­ que no hiciera sino retom ar una tradición de la que 1789 ya dio el más fam oso de los ejem plos; - que de todas form as los lugares son intercam biables de he­ cho (gracias por ejem plo a las revoluciones), pero es que ade­ más todo reposa, en derecho, sobre la intercam biabilidad: la dem ocracia m oderna es la posibilidad, para cada uno y aunque de hecho no decida, de ubicarse en la posición de alguien que decide. No solo porque se lo im agine sino por razonam iento y convicción; - que desde Descartes, una nueva idea apareció en la h is­ toria: la Revolución. La Revolución no es solo ponerse im agi­ nariam ente en el lugar del que decide, es tom ar por la fuerza el lugar del que decide. Descartes no ignoraba esta posibilidad -te n ía la revolución inglesa justo a su lad o -, pero no la exam i­ na. ¿Por qué? Porque ve ahí un principio de caos y el caos, para él, es como una nada. Pero nosotros los m odernos vem os en la revolución el principio de un orden posible. U n nuevo orden, sin duda, un orden siem pre por conseguir, tal vez un orden ca­ lam itoso si uno es contrarrevolucionario, pero un orden a fin de cuentas.

Estas eran mis objeciones. Descansan, en últim a instancia, en la cuestión del intercam bio de lugares. Y eso es así porque el idioma político admite, sin discusión posible, un axioma: no se puede juzgar acerca de una decisión sino ubicándose, aunque no fuese m as que por un instante, en un lugar en el que uno no está. Aquel que no decide debe hablar como alguien que decide. La m im ética es eso. La referencia a la revolución se ha convertido en simple soporte de una m anera de hablar; no reenvía a ningún proceso real. Tal y como lo vislum bró Lévi-Strauss, al argum en­ tar contra Sartre en El Pensamiento salvaje, la Revolución francesa despliega un mito, el mito fundador de la m imética. M ediante las oportunas adaptaciones, podríam os decir lo m ismo de todas las revoluciones de tipo ideal. En la política tal y como se habla, los cuentos de hadas y los m itos superabundan; no es nada sor­ prendente porque estos nos relatan, en lo esencial, historias de los cambios de posición. La pastora se vuelve princesa, el prínci­ pe se vuelve sapo, la hilandera que se vuelve araña, el opresor se vuelve oprimido, el oprim ido que se vuelve opresor. De Ovidio a Perrault, el idioma político europeo se reencuentra así con sus clásicos despreciados. Nadie duda de que Piel de Asno cause un extremo placer, pero tarde o tem prano hay que salir de la infan­ cia y em pezar a hablar por uno mismo. Con la m im ética pasa igual: tarde o tem prano de ella hay que salir.

§36 El desvío por Descartes no significa que haya que ser carte­ siano en política. Está por ver que se lo pueda ser: en política, callarse es un derecho. Y no es una obligación. Está perm itido hablar de política sin tener que ir por eso hasta la locura o la m entira. C on una única condición: que se sepa desde dónde se habla. El desvío por Descartes tiene de eficaz que resta toda evi­ dencia al m odelo m im ético. U na vez sustraída la evidencia al m odelo m im ético, cesa uno de encandilarse; caen las vendas de los ojos y algo se constata: el m odelo m im ético de la política no

ha parado de fracturase desde el instante en el que se instituyó. Si querem os salir del impasse hay que volver a lo fundam en­ tal. ¿Es posible, cuando uno no es el que decide, hablar de po­ lítica sin m im ar el cam bio de lugar? ¿No se puede elegir más que entre Descartes o la im postura? Descartes: el que no decide, se calla; im postura: el que habla de política y no decide, debe hacer sem blante de que está en posición de decidir; el que habla de política y decide, debe hacer sem blante de obedecer a una más alta autoridad: voluntad del pueblo, interés general, honor nacional, principio de prevención, etc. Que los que deciden hablen como quieran; no m e concier­ nen, porque no soy uno de ellos y porque, precisam ente, me prohíbo hacer como si fuese o pudiera ser un día uno de ellos. A no ser que sea por jugar o por divertirm e; este juego y este divertim ento no perjudican a nadie, en tanto sé lo que hago. El placer que m e procuran es totalm ente intelectual; en sentido estricto, es un placer inocente. Pero para que lo inocuo perdure, tam bién hay que saber abandonar lo lúdico. Tengo que resolver una cuestión que no es lúdica: la cuestión de los que no deciden. Estos, de los que yo m ism o form o parte, ¿qué hay de ellos? Bien necesario sería hablar de política como alguien que no decide y sin hacer sem ­ blante de decidir. ¿Por qué? Porque incum be al ser hablante que no está en posición de decidir y porque incum be a su fuerza. Porque el que sabe que no está en posición de decidir cuando efectivam ente no lo está, es el único que está en condiciones de construir tácticas y estrategias eficaces, precisam ente cuando no consiente a lo que está ya decidido. U nicam ente él lo puede, porque solo él tiene el conocim iento de su posición y no hace el sem blante de intercam biarla por otra. Entre enfrentam iento directo y guerra de desgaste, entre astucia y denuncia abierta, entre determ inaciones estratégicas y determ inaciones tácticas, será él el que elija con conocim iento de causa. Por supuesto que puede que se equivoque pero el error no será, en fin, inevitable. Sí que lo es, en cam bio, desde que se hace como si se confundie­ ran las posiciones.

Para no confundir las posiciones hay que com enzar por no hacer de la política un todo. Porque si ella es un todo entonces, en ese todo, los cam inos conducen a callejones sin salida donde los lugares se intercam bian. Q ueda por tanto así una posibili­ dad para el que no decide y com prende que le hace falta hacerse entender en cuanto no decide: fragmentar. Inundar la política con lo elem ental del fragm ento. Fragm ento a fragm ento y sin m im ética, el que no decide puede eventualm ente im poner su fuerza al que decide. Habrá im puesto su fuerza en un punto dado, sin por eso im aginarse que decide. Golpe a golpe; circunstancia a circunstancia se determ ina el enem igo principal. A este enem igo concreto, será un detalle el que lo determ ine com o enem igo y no lo será en cualquier otra circunstancia. Pero para que esto tenga un sentido, es necesario que el que no decide quiera algo preciso. Lo que querem os es todo, decían algunos en M ayo del 68. Hoy día lo diré a la inver­ sa: lo que querem os no es justam ente todo sino algo, algo que podem os designar y que ni es todo ni es nada. Querem os eso y lo querem os aquí y ahora. El eso del que se trate, será esbozado circunstancialm ente por los sujetos, teniendo cuidado en no ilu­ sionarse con la obra. Si hiciera falta, no se privarán de inspirarse en el prestidigitador, que atrae la m irada sobre el sitio en el que nada im portante se juega a fin de lograr éxito con el truco que ha concebido. De esta form a, el que no decide habrá volcado la m esa en la que se jugaba la partida m im ética. Le corresponde, a su vez, instrum entalizar a aquel o a aquellos que deciden. Eso se puede conseguir de m anera ocasional, con la condición ex­ presa de estar siempre dispuesto a cam biar de juego. La experiencia puede ser instructiva a condición de que se la interprete bien. A fuerza de hablar como si uno se ubicase, aunque sea el tiem po de una réplica, en la postura de alguien que decide, puede entonces acabar por no querer nada más que ese m om ento de carnaval. Lo que sigue a la política como un todo y como un ficticio cam bio de lugares es la extinción del

querer. La m im ética acaba en anorexia; devorado por hacer tan­ to el sem blante, el sujeto quiere cada vez m enos, m ás tarde ya no quiere nada; y después lo que quiere es la nada. La política del fragm ento es querer algo cada vez m ás preciso y, por los m edios que en cada caso se han de precisar, arrancar ese algo a los que deciden. El que no decide, en tanto que no decide, debe im poner su querer; en la m edida en que no decide, debe querer y poder. No ya el m icropoder sino el fragm ento y el querer.

§38 Se rom pe, al renunciar a la m im ética, lo que podem os llam ar el encantam iento de Erfurt, que resultaba poderoso porque no había sido reconocido com o tal. Podem os entonces volver a la Revolución francesa, liberándola del m ito que denuncia­ ba Lévi-Strauss y que alim entó esa doble tradición que va del elogio al insulto. Porque Taine o Furet no son m ás objetivos que M ichelet; Joseph de M aistre no fantasea m enos que Víctor H ugo; H anna A rendt no acierta m ás que Sartre. A qué viene pues seguir engañándonos; unos y otros, sin saberlo, depen­ den de N apoleón, el prim er rapsoda y el prim er hechicero del mito. La visión política del m undo y su desnuda sombra, que es la discusión política, han conseguido nublar los espíritus. Desde el m om ento en el que los sujetos se im aginan hablar de política con el m ayor de los com prom isos, se alejan de lo que la política tiene de real: el cuidado de los cuerpos hablantes y el cuidado de la supervivencia de los cuerpos en tanto que los cuerpos ha­ blan. Una vez ubicada la política como saber-vivir, podem os ir hasta 1793, hasta las purgas estalinistas, hasta la revolución cul­ tural china para em itir juicios diferenciados e intrépidos. N in­ gún episodio se parece a otro, ninguno de ellos esclarece a otro, ninguno justifica o condena al otro y, no obstante, se inscriben en la m ism a colisión entre el ser varios y el ser hablante, entre lo lim itado y lo ilim itado. Ello no nos autoriza a confundirlos,

ya sea para elogiarlos, ya sea para censurarlos; m ás bien al con­ trario, podem os entonces em pezar a com prender qué es lo que los distingue. No hay entonces necesidad de tener en cuenta las pusilánim es sim etrías de los revolucionarios y de los contrarre­ volucionarios. Podem os incluso perm itirnos una pizca de auda­ cia: podem os leer y citar a Saint-Just sin som eterlo a la clave de lectura napoleónica. En el últim o año de su vida, escribió Saint-Just Las Institu­ ciones republicanas, fragm entos de un texto interrum pido por su condena a muerte. Puesto que la ha probado hasta la desespe­ ración, se enfrenta con el impasse de la m im ética política y de su tem ible m aquinaria. La Revolución lo ha colocado en posición de amo. No cesan de pedirle que decida y, sin em bargo, él se preocupa por los que no deciden. No cesa de repetir que él de­ cide en nom bre de ellos. Pero com ienza a dudar del lenguaje de la representación (el que decide representa al que no decide); com ienza a dudar de la reversibilidad y de la rotación (el que no decide debe llegar a ser, a intervalos regulares, el que decide); la am bivalencia se insinúa en su relación con la Antigüedad. Encuentra el m atar en el Terror pero tam bién lo encuentra en la guerra, él que precisam ente fue enviado a m isiones bélicas. Ahora bien, el cam po de batalla contradice a la guillotina. Para salir del aprieto, para regular la relación de la política y del dar m uerte a alguien, intenta responder en la lengua de las institu­ ciones. Y escribe: "N osotros les proponem os instituciones civi­ les en las que un niño pueda resistir a la opresión de un hom bre poderoso".

§39 Estem os atentos. La opresión no es aquí esa relación multiusos en la que el siglo veinte acopiará todo lo que se opone a la dem anda de igualdad. Hay que entenderla en térm inos m ateriales, com o un cuerpo a cuerpo; es el brazo en alto que golpea, las palabras que abrum an, el fuerte que se im pone al

débil y el horizonte de m atar siempre como posible. Estem os aun más atentos: el niño no se convierte en hom bre; el hom bre no se convierte en niño; el niño no se hace fuerte; el poderoso no deviene débil; el niño, débil como un niño, puede sostener­ se, ante el hom bre que no se ha convertido, como por arte de magia, en débil como un niño. Y m ucho m enos se trata de hacer semblante. Ya no un cambio de lugares, ya no la im itación de un lugar desde otro lugar, ya no la representación de un lugar por otro: ahora ya, m anteniendo los lugares y sin m im ética, un fragm ento de política: hacer que el más débil, perm aneciendo como débil, sea fuerte ante el m ás fuerte. M ejor que nadie sabe Saint-Just que, de hecho, a veces suce­ de que los fuertes se vuelven débiles y que los débiles se vuel­ van fuertes; en su lengua, esto se llam a la Revolución; él ha sido uno de sus actores m ás rutilantes. Por eso precisam ente calibra la posibilidad de que una inversión del débil por el fuerte no cambie nada de la dificultad real. El sustrato de los cuerpos ha­ blantes todavía perm anece cuando las representaciones sociales han cambiado. En su lengua y porque no sabe cómo pensarla, esta persistencia de los cuerpos se llam a glaciación. La encuen­ tra como extranjera a la Revolución, como lo contrario del fue­ go revolucionario. "L a Revolución está congelada", su célebre constatación, no tiene otro sentido. Al m enos él se esfuerza por salir de ahí. Lo que llam a una institución es justam ente esto: una regla que prohíbe tener en cuenta, fragm ento a fragm ento y punto por punto, algo que no sea la relación del débil con el fuerte, en tanto que justam ente esta relación, aunque pueda ser trastocada por los hechos, debe ser considerada en el tiempo, por breve que sea, en el que todavía no lo ha sido.

§40 ¿Tuvo éxito Saint-Just? Evidentem ente no, si nos referim os a las definiciones corrientes de lo institucional, porque justam en­ te se zam bullen en la continuidad tem poral. De la parábola del

hom bre y del niño nos quedarem os con lo decisivo: una relación de fuerza se calcula aquí y ahora, en lo integralm ente actual. Fijado ese principio m etodológico, podem os volver sobre el pasado; podem os sobre todo volver sobre el presente y las si­ tuaciones que lo articulan. La política es hablar de política. En la política no hay otra cosa que relaciones de fuerza. H ablar de política es hablar, directa o indirectam ente, del débil y del fuer­ te. La ilusión com ienza desde el m om ento en el que se incluye en el cálculo la posibilidad eventual de un cam bio de lugares, porque justam ente el cálculo es inm ediato y no sabría ser más que inm ediato. A hora bien, en lo inm ediato, los lugares son lo que son. La vanidad se pasea entre los débiles cuando se ponen a discutir entre ellos, haciendo m im o de la fuerza que justam en­ te no tienen. Si quieren hablar de política que lo hagan desde el lugar que efectivam ente ocupan. La libertad no es considerar reversible la subordinación injusta; es, más bien al contrario, considerar la subordinación tal y como es, en el tiem po y en el lugar en el que está, como en un eterno presente, que dura exactam ente tanto tiem po com o dura el instante en el que se la siente como insoportable. El criterio de lo insoportable en polí­ tica se busca del lado del cuerpo. Nos ocupam os de nuevo y con razón del sufrim iento. La pa­ labra sufrim iento no se em plea sin em bargo sin riesgos; se presta con facilidad a lo espiritual. Se puede y se debe hacer uso de ella pero hay que prevenir sus derivas. Para ello, hay que acercarla perm anentem ente a su nudo real, que es el dolor físico. El sufri­ miento m oral existe; y tam bién la tristeza y todas las pasiones del alma afligida. Pero en un m om ento u otro, el ser hablante los proyecta en ese algo que se im prim e en su cuerpo. Ese m o­ m ento es el m om ento de lo real. Fugaz o perm anente, podría­ mos parafrasearlo si le dam os la vuelta a la frase de Freud; zvo Es war, solí Ich werden; "D onde estuvo ello, tengo que advenir y o", traduce Lacan. A h í donde yo estaba, eso viene, tal sería el m o­ m ento físico del dolor. Es obsceno y feroz. En cada uno de los que lo sienten, tanto tiem po como lo sienten, nada se le excep­ túa, nada le da sentido y nada se le articula.

H ablem os pues sin ambages. Cuando se trata de injusticia, el m ejor paradigm a y tal vez el único, es el dolor físico. Escla­ recidos por ese paradigm a, sabremos tratar la subordinación injusta tal y como ella se merece, sin hacer hipótesis sobre el porvenir, porque el porvenir no sirve para nada. En lo que se refiere a instituciones e insurrecciones, en cuanto a todas esas variantes de la política m axim alista, dejo para otra ocasión el trabajo de establecer si tienen que ver con placebos, con anti­ piréticos o con som níferos. La política m inim alista parte de los cuerpos hablantes y a ellos vuelve. Su tiem po no es ni el pasa­ do tem eroso ni el porvenir pleno de esperanza; su tiem po es el presente, furtivo portador de lo que sabem os y de lo que quere­ mos, aquí y ahora.

§ 9. Cari Schmitt, Teología política, Madrid, Trotta, 2009. Esta edi­ ción incluye dos ensayos, uno de 1922 y el otro es de 1969. Nos im­ porta el primero de ellos. El texto de Kant es de fácil acceso; se consultará por ejemplo en la edición de Espasa Calpe, Madrid, 1990. Hay dos concepciones de la excepción. El razonamiento gramati­ cal comienza por plantear la regla y después, una vez que ha sido for­ mulada, enumera las excepciones. Muy diferente es el razonamiento jurídico: permite inferir la regla a partir de la excepción, incluso an­ tes de que la regla haya sido formulada. El primer ejemplo conocido se encuentra en Cicerón, Pro Balbo XII, 32. El caso tiene resonancias que pueden resultar modernas: Balbo, nacido de padres no roma­ nos, fue acusado de usar indebidamente la cualidad de ciudadano romano. El acusador hizo valer contra él que el derecho romano ne­ gaba explícitamente la ciudadanía romana a los oriundos de ciertos pueblos extranjeros. El acusador proponía pasar de lo particular a lo general y reglamentar que el derecho de ciudadanía debía ser ne­ gado a todos los extranjeros. Cicerón le da la vuelta al argumento: al estar explícitamente limitado a ciertos pueblos, la negativa tenía el estatuto de excepción. Cicerón argumenta entonces que la regla, incluso sin formular, sería acordar la ciudadanía a los provenientes de pueblos extranjeros. Esta forma de razonamiento todavía existe. En la Constitución francesa de 1958, el artículo 17 dice así: "el presidente de la Repúbli­ ca tiene el derecho de gracia". La mayor parte de los juristas admiten que este artículo define una excepción; de ahí se extrae la regla (no formulada, pero esencial al estado de derecho): "nadie tiene el dere­ cho de gracia". La excepción es primera, la regla viene después. Toda teoría de la excepción debe ser situada según uno de estos dos polos. En Kant, la conciencia equivocada parte del deber, que ella conoce perfectamente y que ella respeta, para construir a conti­ nuación una excepción. La regla es primera, la excepción es segunda. Para la ocasión, Kant es más gramático que jurista. Schmitt, como de costumbre, es más retorcido. Aparentemente, adopta la concepción jurídica de la excepción; deja al lector atento

el cuidado de reconstruir la regla a partir de la excepción. Pero, en realidad, Schmitt parte de la regla: la política excluye matar. Se apo­ ya pues sobre el modelo gramatical. No formula la regla, por cierto, pero lo suyo es pura retórica. De lo que se trata es de disimular el verdadero contenido de la excepción: matar —asesinar o masacrar-. § 10. Para Grecia, remito a los trabajos de la escuela en lengua francesa, Jean-Pierre Vernant, Pierre Vidal-Naquet, Marcel Detienne y sus alumnos. Le doy especial importancia a los dos libros de Nicole Loraux, La invención de Atenas. Historia de la oración fúnebre en la "ciudad clásica", ed. Katz, Madrid, 2012 y La guerra civil en Atenas. La política entre la sombra y la utopía, Akal, Madrid, 2008 (una recopi­ lación de artículos reeditados). En el primero, Nicole Loraux trata sobre la oración fúnebre y, en particular, acerca de la que pronunció Pericles al comienzo de la guerra del Peloponeso. Siendo minucio­ sos, podemos decir que el héroe muere para su propia gloria y que la supervivencia de sus próximos llega por añadidura; en cambio, el ciudadano muere por la supervivencia de sus conciudadanos y de su familia y la gloria le viene por añadidura. El discurso de Percicles se sitúa en la frontera entre ambas concepciones. Nicole Loraux mantiene que la oración fúnebre, así concebida, es una singularidad ateniense. Pero el detalle es más complejo que todo eso. En la Ilíada, Héctor, esposo y amante padre, combate tanto por su familia y su ciudad como por su propia gloria. Lo que pasa es que resulta vencido. En lo que respecta a la Odisea, de la que se ha dicho que se oponía sistemá­ ticamente a la Ilíada, está centrada sobre la supervivencia. Es verdad que Ulises deberá matar, de la más atroz manera, a sus enemigos: los que quieren serlo y los que les han servido. Pero esa masacre, aún no siendo heroica, prepara el reencuentro con Penélope. El último de los cantos adopta un estilo que podríamos llamar casi político, porque se trata de poner término a la sucesión de homicidios. Es justo lo que hace Atena, ante el pueblo de Itaca. Los filólogos alejandrinos consideraban completamente inauténtico ese canto. Tal vez eran sensibles al carácter propiamente anacró­ nico de una visión del mundo ya acordada a la polis. Si nos fijamos en Atenas, no podemos escapar a una paradoja: la ciudad política por excelencia comienza por un crimen. En el 514, Harmodio y Aristogiton matan al tirano Hiparco, lo que supone la caída del hermano

de este último, Hipias. Al poner término a la tiranía, fundan la políti­ ca que en Atenas es concebida exclusivamente como democracia. Su gloria es inmensa pero no se entiende sino con una ambivalencia, de la que testimonia Tucidades. Ver Burkhrad Fehr, Los tiranicidas, o ¿es posible eregir un monumento a la democracia?, Siglo XXI, Madrid, 1997. De manera más general, la historia de la Atenas política es corta, tal vez alcanza menos de dos siglos. Se termina en efecto con el sui­ cidio de Demóstenes en 322. Las fracturas antipolíticas son recurren­ tes; recordemos situar en el primer plano de las mismas el periodo de los Treinta tiranos (404). Estos episodios tienen que ver con la stasis (= sedición, guerra civil, disturbios). En los distintos artículos reunidos bajo el título: La guerra civil en Atenas. Nicole Loraux se ocupa con detalle de la noción de stasis, en la que había desempeñado buena parte de su trabajo de helenista. Tenemos la tentación de oponer dos tiempos en Atenas: el tiempo de la política, en el que se privaban de matar al adversario político; el tiempo de la stasis, en el que lo que se busca es matar al adversa­ rio político. Que la stasis suspenda la política, que el indicador de esa suspensión sea precisamente la banalización del hecho de matar, creo poder deducirlo de los datos reunidos por Nicole Loraux y de los análisis que propone. No sabría asegurar que ella esté de acuer­ do, sin embargo, con mi concepción. § 11. Durante la revolución cultural, cada número de El periódico del pueblo se encargaba de denunciar la filosofía de la supervivencia. Elegido al azar, veamos un ejemplo característico; lleva fecha de 20 de octubre de 1967: "Los revisionistas escritores soviéticos, cuando hablan de la última guerra antifascista, desprecian la justa guerra revolucionaria como si fuera algo espantoso (...) De hecho, hicieron elogio de los cobardes y traidores para propagar su filosofía de la supervivencia a cualquier precio." A este respecto, el más diáfano de los textos de Mao Tsé-toung se encuentra en el artículo "Servir al pueblo", fechado en septiembre de 1944: "Todo hombre debe morir un día, pero no todas las muertes tienen la misma sgnificación. Un escritor de la antigua China, Sema Tsien, decía: Por supuesto que los hombres son mortales; pero la muerte de algunos tiene más peso que el monte Taichan, mientras que la de otros no tiene sino el de una pluma. Morir por los intereses del pueblo tiene más peso que el monte Taichan, pero... morir por los explotadores y los

opresores tiene menos peso que una pluma". Véase El pequeño libro rojo, capítulo XVII (accesible en la web). Conservo, para las palabras chinas, la ortografía que se usaba en la época de la revolución cultural. § 14. Antiguamente, la editorial Klincksieck proponía un manual de Phraséologie latine, escrito por el filólogo alemán C. Meissner (Ia edic., 1878) y adaptado al francés por C. Pascal (Ia edic., 1884). El principio era el siguiente: para las expresiones modernas, hacer que se corresponda con una expresión latina tomada de los mejores au­ tores (Cicerón, Salustio, etc.). Ahí tenemos, en la página 275, una sec­ ción "Demagogia-revolución-motín-anarquía". La ecuación res novae = revolución destaca entre otras. No podemos dejar de recordar la encíclica de León XIII, Rerum novarum (1891). ¿Utilizaban a Meissner los latinistas del Papa? No es imposible. En todo caso, en la web ofi­ cial del Vaticano, la versión inglesa habla de "revolutionary change" y la versión española habla de "prurito revolucionario". La versión francesa habla, por el contrario, de "innovaciones"; las versiones ita­ liana y portuguesa hacen análogas elecciones. La variación no es, sin duda, inocente; se deja adivinar que el Vaticano quería denunciar la revolución, pero no quería que los lectores lo supiesen. A algunos, a los franceses entre ellos, todavía les quemaba el término. § 17. Los pormenores de la ejecución de Robespierre se narran con pasión. Ningún testigo pudo ser neutro, en ese momento. La fuerza de la secuencia se impone, si nos atenemos a lo que está sólidamente establecido. A estos efectos, puede que baste el relato de Michelet {Historia de la Revolución francesa, Ikusager ediciones, 2008). § 19. Nadie ignora la influencia de Montesquieu en la redacción de la constitución de los Estados Unidos. Pero la influencia de Polibio no es de menor importancia. La investigación histórica es cada vez más conciente de esta segunda influencia. Admitido que existen tres grandes tipos de constituciones, mo­ narquía, oligarquía y democracia, una constitución mixta se puede proponer para combinarla en armonía. En la historia del pensamien­ to político, ese modelo ha sido a menudo presentado como el mejor posible; más tarde, por influencia tal vez de Hobbes, fue presenta­ do como el peor de los posibles. Los filósofos griegos pertenecen a

la primera de las corrientes. Polibio los sigue en este punto preciso; hace elogio de la República romana por haber conseguido estabilizar la "mezcolanza". Con esta "mezcolanza", enlaza claramente unos te­ mas con otros, el de la división de poderes o el de los contrapoderes. CF. Polibio, Historias, Akal, 1986. Los padres fundadores americanos tomaron buena nota. En la constitución de 1787, el poder legislativo es de tipo democrático; el poder judicial, en lo que concierne a la Corte suprema federal, es de tipo oligárquico; el poder ejecutivo, en lo que concierne al Presidente, es de tipo monárquico. Por los he­ chos, se puede dudar de que la "mezcolanza" haya sido preservada. Tocqueville conocía a Polibio; en La Democracia en América, trata de demostrar que el carácter mixto de la Constitución es objetivamente abandonado en provecho de un régimen integralmente democrático. Deja entender que ese régimen, conforme a la teoría cíclica de Poli­ bio, está avocado a degenerar en un gobierno de las masas (ochlocracia; cf. infra, aclaraciones del §21) Más recientemente se ha llegado a sostener, en contrario, que la "mezcolanza" habría sido reemplazada por un régimen monárquico, avocado a degenerar en tiranía. Este fue precisamente uno de los embrollos ideológicos del Watergate. Muchas series televisivas y algunas novelas de ficción han puesto de moda la denuncia del establecimiento de una oligarquía secreta de tipo militar o policial. Al respecto de la historia de los Estados Unidos, me he apoyado en los datos y análisis propuestos por Élise Marienstras. Entre sus numerosas publicaciones, mencionaré especialmente Wounded Knee ou VAmerique fin de siécle, Complexe, 1966. Añadiré los trabajos, poco conocidos en Francia, del historiador americano Michael Rogin. Ver en particular, Fathers and Children: Andrew Jackson and the Subjugation of the American Indian, Randon House, 1988, y Les Demons de VAmerique. Essais d historie politique des États-Unis, Seuil, 1998. Para simplificar la discusión, admito que es legítimo hablar de re­ volución a propósito de los acontecimientos de 1776-1783. Recuerdo sin embargo que esta posición no se sostiene tan fácilmente. Muchos historiadores la rechazan de hecho, en particular en Estados Unidos; para ellos, no ha habido revolución, sino una guerra de independen­ cia. Le agradezco a Daniel Heller-Roazen haberme ilustrado sobre este tema. El juicio de Hannah Arendt sobre la Revolución Francesa se en­ cuentra en On Revolution, Viking Press, 1963. (versión en castellano

en Sobre la revolución, Alianza editorial, 2006). Un análisis preciso crí­ tico sobre el método de ese libro y, de manera más general sobre los historiadores del hecho revolucionario, ha sido llevado a cabo por Domenico Losurdo, Le Révisionnisme en historie, Albin Michel, 2006. §21 1. A propósito del encuentro de Erfurt, cf., Goethe, "Entretien avec Napoléon", Écrits autobiographiques 1789-1815, trad. y edición de Jacques Le Rider, Bartillat, 2001. En lo que concierne a los datos historiográficos, estoy en deuda con el prefacio de Jacques Le Rider; indicaré con el acrónimo LR las informaciones que he tomado de él. Si quisiéramos atenernos a los datos en bruto, Napoleón nunca dijo : die Politik ist das Schicksal, puesto que hablaba en francés. Nunca dijo pues: "el destino, es la política", porque prefirió hablar d e fata­ lidad. También es posible que, en vez de una frase única en forma de sentencia, se librara a desplegar una profusa disertación. Lo que es cierto es que su reflexión no nació del encuentro con Goethe, porque ya la había expresado en muchos foros, antes de esa ocasión. Mas que a las notas personales de Goethe (publicadas en 1836, LR), los términos de Napoleón deben su notoriedad a las Entrevistas con Eckermann (también publicadas en 1836, LR. Edición en caste­ llano en El acantilado, Barcelona, 2007 y en la editorial de la Uni­ versidad Nacional Autónoma de México, 2008). Al discutir sobre la tragedia, Goethe sostiene opiniones extremadamente próximas a las de Erfurt y concluye: Wir Neueren sagen jetzt besser mit Napoleón: die Politik ist das Schicksal. Resulta interesante recordar la primera tra­ ducción que nos llegó a mediados del siglo XIX: "Nosotros, los mo­ dernos, decimos con Napoleón: La política, he ahí la fatalidad". Confir­ mamos así que fatalidad era entonces un término que se usaba y no así el de destino. Ahora bien, los dos términos no son intercambiables; sobre todo porque se puede decir: "es mi destino", pero no se puede decir "es mi fatalidad". Si lo acercamos a lo que verdaderamente su vocabulario de origen, los términos de Napoleón serían inaudibles hoy día. 2. La conversación entre Napoleón y su estado mayor en Austerlitz, nos llegó con detalle gracias a Philippe de Ségur, que estuvo allí. Cf. Philippe de Ségur, Un aide de camp de Napoléon, París, 1894, tomo I,p . 250-251.

3. Die Anatomie ist das Schicksal. Freud empleó esta fórmula en dos ocasiones. En 1912, en la segunda de las Contribuciones a la psi­ cología del amor, titulada: "Sobre la más generalizada degradación de la vida amorosa" (Obras completas, Amorrortu, t. XI, 1986, p. 183) y después, en 1924, en su importante artículo "El sepultamiento del complejo de Edipo", (Ibid, tomo XIX, p. 185). En los dos casos men­ ciona a Napoleón, pero le parece superfluo citar expresamente die Politik ist das Schicksal, porque esa frase era muy conocida por su lec­ tores alemanes. Un poco de gramática no debe resultar inútil. Para comprender bien la frase de Goethe parece que haya que analizarla así: die Politik es el atributo; das Schicksal es el sujeto, mediante una inversión del orden sujeto-verbo, perfectamente regular en una construcción de este tipo. Para encontrar un efecto comparable, lo mejor es recurrir a: "el destino, es la política", adoptada por la mayor parte de los traductores en francés. La puesta en valor del atributo es obtenida en alemán por el orden de las palabras y un acento fónico fuerte sobre Politik; en francés, ese mismo efecto se obtiene por el operador de señalamiento c 'est. Me autorizo a continuación a una pequeña digresión. La modu­ lación de Freud tiene, en efecto, algunas dificultades en las que la gramática tiene su importancia. ¿Cómo se analiza la frase? ¿Cuál es el sujeto y cuál el predicado? Podemos pensar que Freud quiere ate­ nerse a la frase original. Si así es, la mejor traducción sería: "el des­ tino, es la anatomía"; así dicho, no hay destino. Lo ha reemplazado la anatomía. Muchos traductores de Freud adoptan, sin embargo, una lectura inversa: "la anatomía, es el destino"; es esta la elección de los traduc­ tores franceses en La Vie sexuelle, Denise Berger y Jean Laplanche. Esta versión supone que haya un destino; en vez de que la anatomía reemplace al destino, la anatomía se transforma en destino; el desti­ no tiene la última palabra. Estamos en las antípodas de Napoleón y de Goethe. Es evidentemente posible que Freud haya dado la vuelta a la construcción sintáctica de su modelo. Tendríamos así un retruécano sintáctico, una práctica más rara y sutil que los calambures ordina­ rios, pero que no carece de ejemplos en Freud (cf. Infra, esclareci­ mientos del § 40). En todo caso, habría que examinar con cuidado esta cuestión; en el artículo de 1924, compromete de manera decisiva

la doctrina de la diferencia de los sexos y la cuestión del Edipo feme­ nino. ¿Se transforma la anatomía en un destino o es la anatomía la que elimina el destino? Son dos doctrinas que no son equivalentes. Son más bien opuestas. 4. Hegel comenta las palabras de Napoleón en su curso de filoso­ fía de la historia, impartido en 1822-1823. Véase la sección "El mundo romano" en G.W.F. Hegel, La Filosofía de la historia, I y II, Losada, Ma­ drid, 2011. Se trata, efectivamente de las palabras de Napoleón ante Goethe y que Hegel resumen; no se trata de los términos exactos, que no son citados. Y no lo son por una buena razón: esas palabras, en la forma resumida que las ha hecho célebres, no serán conocidas por el público hasta 1836 (LR). Queda por aclarar un asunto: ¿cómo cono­ cía Hegel el contenido de la entrevista de Erfurt? ¿Se apoya en una información ya conocida por el gran público (pero entonces, por qué vía?), o bien hace pública una anécdota hasta entonces confidencial (¿pero quién se la ha contado, tal vez el mismo Goethe, con quien estaba en comunicación?) Por Hans Blumenberg, léase Arbeit am Mytos, Suhrkamp Verlag, 1979,1984. 5. La frase de Goethe sobre Valmy se encuentra en La Campagne de France, con fecha 19 de septiembre de 1792 (cf. Écrits autobiográphiques 1789-1815). 6. La frase "La Revolución está terminada" está entresacada de la Proclamación de los Cónsules de la República. Esta Proclamación acom­ pañaba el texto de la constitución que fundaba el Consulado. He aquí su conclusión: "La Constitución está fundada sobre los ver­ daderos principios de Gobierno representativo, sobre los sagrados derechos de la propiedad, la igualdad y la libertad. Los poderes que ella instituye serán fuertes y estables, tal y como deben serlo para garantizar los derechos de los ciudadanos y los intereses del Estado. Ciudadanos, la Revolución está asentada en los principios que le die­ ron comienzo: ella está terminada". Esta última frase es relevante en más de un sentido. En primer término, la frase une los dos opuestos sentidos de la palabra revolución, porque la transformación política se lleva a cabo por un retorno al comienzo.

En segundo término, la referencia a Polibio es manifiesta. Polibio completa su elogio de la "mezcolanza" mediante una teoría cíclica: los regímenes no mixtos no terminan de asentarse y van necesaria­ mente de lo mejor a lo peor. Cuando lo peor acecha se cambia de régi­ men, generalmente por métodos violentos. La monarquía degenera en tiranía, después viene la aristocracia que degenera en oligarquía, después llega la democracia que degenera en ochlocracia (dictadura de las masas), después viene de nuevo la monarquía y así el ciclo recomienza. Por el contrario, una constitución mixta puede esperar, asentándolo, que se detenga el ciclo. La expresión "La Revolución está asentada" está plena de sentido. El término de Consulado hace evidentemente referencia a la República romana y a su "mezcolan­ za". Se supone que, desde ese momento, Napoleón ya no se creía ni una palabra. Algunos años más tarde, en 1812, se expresará con des­ precio a propósito de la antigua República romana (A. F. Villemain, Souvenirs contemporains, París, 1858, 1, p. 150 y p. 156). En tercer término, al presentar el Consulado de 1799 como un re­ torno a 1789, la Proclamación borra lo que haya podido suceder entre tanto, es decir y muy en particular, el encadenamiento de aconteci­ mientos que llevaron hasta el Terror. El retorno a 1789 es así concebi­ do como un retorno a la política puesto que el Terror pertenece a lo fuera-de-la-política. § 23. El duque de Enghien fue acusado de haber tomado par­ te en un complot monárquico contra Napoleón, entonces Primer Cónsul. Las pruebas eran escasamente sólidas y el duque vivía a la sazón fuera de Francia, en territorio de Badén. El 15 de marzo de 1804 Napoleón lo hizo secuestrar, menospreciando el derecho inter­ nacional. Tras un simulacro de proceso, el duque fue condenado por alta traición y fusilado el 24 de marzo de 1804. El episodio produjo indignación en Francia y fuera de Francia. Menos de dos meses des­ pués, Napoleón recibía el título de Emperador. Según Sainte-Beuve, alguien generalmente bien informado, los términos sobre la muerte del duque de Enghien se debieron a Antoine Boulay de la Meurthe, que entonces era miembro del Consejo de Estado y uno de los prin­ cipales redactores del Código civil. Talleyrand no hizo sino repetir los términos de Boulay. Cf. Guerlac, Les citations frangaises, Armand Colin, 1954, p. 273.

§ 34 Sellier reenvía a la edición de Philippe Sellier, Pensées. Mercure de Francia, 1976. Kaplan reenvía la edición de Francis Kaplan, Les Pensées, Cerf, 2005. § 38. Cito a Saint-Just en la edición establecida y presentada por Anne Kupiec y Miguel Abensour: Oeuvres completes, Folio/Gallimard, 2004. La frase de las Institutions Républicaines pertenece al ca­ pítulo I, ibid., p. 1090. Saint-Just fue enviado al ejército del Rhin durante los últimos me­ ses de 1793; poco después lo trasladaron, en tres ocasiones, al ejército del Norte, en el transcurso de los seis primeros meses de 1794. § 39. La frase de Saint-Just aparece en el "Tercer fragmento" de las Institutions Républicaines (ibid., p. 1141). § 40. Acerca del sufrimiento, les remito a § 13 de La politique des choses. Court traité de politique I, Verdier, 2011. La frase de Freud está en la conferencia 31 de las "Nuevas con­ ferencias de introducción al psicoanálisis", 1932, (Obras completas, Amorrortu, t. XXII, 1997, p. 74). Desde el punto de vista de la lengua, la frase reposa sobre lo que más arriba he denominado como un "ca­ lambur sintáctico" (cf. supra, esclarecimientos del § 21). Lacan la ha comentado y traducido en muchas ocasiones. La traducción que cito es de 1957. Se encuentra en "La instancia de la letra en el inconsciente freudiano o la razón desde Freud", Escritos I, Siglo XXI, 2007, p. 504.

Este libro se term inó de im prim ir en M odelo para A rm ar en el mes deAgosto de 2013 Buenos Aires - A rgentina