Platón y la irracionalidad 9586958302, 9789586958301

Platón y la irracionalidad reconoce el papel que Platón otorga a aquellos rasgos no racionales de la mente y la conducta

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Spanish; Castilian Pages 26 [264] Year 2012

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Platón y la irracionalidad

Andrea Lozano-Vásquez

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Platón y la irracionalidad Andrea Lozano-Vásquez (compiladora) Sergio Ariza § Alfonso Correa § Jairo Iván Escobar § María Angélica Fierro § Catalina González § Fabián Mié § André Lacks

Facultad de Artes y Humanidades Departamento de Humanidades y Literatura

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Platón y la irracionalidad / Andrea Lozano, compiladora. -- Bogotá : Universidad de Los Andes, Facultad de Artes y Humanidades, Departamento de Humanidades y Literatura ; Ediciones Uniandes, 2012. p. ; 14X21cm. ISBN 978-958-695-830-1 1. Platón, 428-347 a. C. 2. Irracionalismo (Filosofía) 3. Racionalismo I. Lozano Vásquez, Andrea II. Universidad de los Andes (Colombia). Facultad de Artes y Humanidades. Departamento de Humanidades y Literatura CDD 184.

SBUA

Primera edición, septiembre de 2012 © Andrea Lozano-Vásquez, autora compiladora ©Universidad de los Andes. Facultad de Artes y Humanidades. Departamento de Humanidades y Literatura Ediciones Uniandes Carrera 1a No 19 - 27, Ed. Aulas 6, piso 2 Tel.: (571)339 4949 Ext. 2133 - 2181. Fax: 2158 Bogotá, D.C. (Colombia) http://ediciones.uniandes.edu.co/ E-mail: [email protected] ISBN impreso: 978-958-695-830-1 ISBN E-Book: 978-958-695-831-8 Corrección de estilo: Manuel Romero Diseño: Neftali Vanegas Impresión: Nomos Impresores Diagonal 18 Bis núm. 41-17 Teléfono: 2086500 Bogotá, D.C., Colombia Impreso en Colombia – Printed in Colombia Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en su todo ni en sus partes, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electro-óptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

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Contenido Agradecimientos...............................................................................................1 Autores................................................................................................................3 Introducción......................................................................................................5 Lista de abreviaturas.........................................................................................11 Nota sobre la transliteración...........................................................................13 Hacer del caso más débil el más fuerte: el Gorgias y la retórica socrática Catalina González............................................................................................15 Inspiración divina en el Menón de Platón Sergio Ariza........................................................................................................33 El residuo de lo irracional: reflexiones a propósito de algunos diálogos platónicos María Angélica Fierro.......................................................................................51 El adiestramiento del thymoeidés: el surgimiento de la conexión entre música y emoción en Platón Andrea Lozano-Vásquez...................................................................................81

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Éros y racionalidad: algunas consideraciones sobre el Banquete Jairo Iván Escobar..............................................................................................105 Conocer y elegir el bien: Filebo 20b-22e Alfonso Correa....................................................................................................125 Sobre las condiciones de la vida racional y afectiva humanas en el Filebo Fabián Mié..........................................................................................................145 Una insistencia de Platón: a propósito de la “verdadera tragedia” (Leyes, 817a-d) André Laks..........................................................................................................205 Índice de conceptos..........................................................................................223 Índice de nombres.............................................................................................227 Índice de pasajes citados..................................................................................231 Bibliografía.........................................................................................................243





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Agradecimientos

El simposio que motivó la realización de estos trabajos en el marco del III Congreso Colombiano de Filosofía, en Cali en el mes de octubre de 2010, fue posible gracias al apoyo económico de la Facultad de Artes y Humanidades de la Universidad de los Andes, de la Universidad del Valle y de la Sociedad Colombiana de Filosofía. Todos los trabajos sufrieron cambios sustanciales y se convirtieron en los artículos que aquí presento gracias, en buena medida, a los comentarios de los participantes y asistentes a esas reuniones. Agradezco el entusiasmo con el que el público allí presente nos escuchó y comentó. De la misma manera debo hacer un reconocimiento al dictaminador anónimo que comentó detalladamente el texto, obligándonos a pulir conceptual y estilísticamente la totalidad de éste. Este libro tomó su forma definitiva gracias al trabajo detallado y muy cuidadoso con el que todos los autores reelaboraron sus ponencias tanto en el aspecto conceptual como en el estilo. Agradezco a cada uno de ellos toda esta labor y la paciencia con la que han esperado que este libro vea la luz. Quiero dar las gracias explícitamente al profesor André Laks, quien se sumó a este proyecto un poco después, pero con el mismo entusiasmo que tuvimos los simposiantes iniciales. La versión definitiva de este manuscrito contó con el empeño y la revisión de William Rodríguez, quien elaboró conmigo todo el aparato

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crítico —bibliografía, índices, etc.— que lo acompaña. Pablo González realizó la traducción final al español del artículo de André Laks. El apoyo económico para estos procesos editoriales también provino de la Facultad de Artes y Humanidades de la Universidad de los Andes.

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Autores

Sergio Ariza es profesor del Departamento de Filosofía de la Universidad de los Andes (Bogotá, Colombia) y pertenece al grupo de investigación Retórica y Filosofía. Alfonso Correa es profesor del Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional de Colombia (Bogotá) y es líder del grupo de investigación Peiras, grupo de estudios en filosofía antigua y medieval. Jairo Iván Escobar es profesor titular del Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia (Medellín, Colombia). María Angélica Fierro es investigadora adjunta del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet), en Buenos Aires, Argentina. Catalina González es profesora del Departamento de Filosofía de la Universidad de los Andes (Bogotá, Colombia) y pertenece al grupo de investigación Retórica y Filosofía. André Laks es profesor de filosofía en la Université Paris, Sorbonne, y es director del Centro Léon Robin (París, Francia). Andrea Lozano-Vásquez es profesora del Departamento de Humanidades y Literatura de la Universidad de los Andes (Bogotá,

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Colombia) y miembro del grupo de investigación Peiras, grupo de estudios en filosofía antigua y medieval. Fabián Mié es profesor del Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional del Litoral (Santafé, Argentina) y profesor adjunto del Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina).

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Introducción

Es un lugar común considerar a Platón, en cuanto buen socrático, como un intelectualista. Su modelo de hombre y de ciudad privilegia la razón como conductora hacia la vida buena. Es cierto también que Platón cree que la razón, y no los sentidos, nos provee del conocimiento de lo que verdaderamente es. En el mismo talante sostiene firmemente que todo lo que existe en el universo es gobernado por la razón. En pocas palabras, Platón es, sin lugar a dudas, un racionalista. No obstante, a diferencia de su maestro, el ateniense otorga un papel a otros factores que inciden en nuestra conducta y se encuentran allende la razón. Gran parte de la exploración filosófica de sus obras intenta conciliar la razón y la pasión como fuentes divergentes de motivación, como componentes definitorios de la naturaleza humana. En este sentido, pueden interpretarse algunas de sus más famosas imágenes: las corrientes anímicas de República, el carruaje de Fedro, la marioneta de las Leyes, entre otras. Es necesario aclarar que la inclinación racionalista no es un invento de Platón; en la escena filosófica es ya un cuento de niños el relato del surgimiento de la filosofía como una búsqueda de explicaciones que resistan el escrutinio de la razón y un rechazo de los relatos míticos y las explicaciones sobrenaturales. Al preguntarse por qué esto ocurre

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en el seno de la cultura griega, la mayoría de los investigadores acude a un cierto temperamento, propiamente griego, a una personalidad “racional”. Ésta es muy toscamente la postura de Burnet (1892),1 la hipótesis del milagro griego, que deja sin antecedentes a la filosofía y niega al espíritu filosófico griego cualquier aspecto no racional. Incluso aquellos que contextualizan la tesis y tratan de trazar continuidades entre los cimientos mitológicos y poéticos de la cultura griega y sus manifestaciones más racionalistas, como los conocimientos matemáticos y filosóficos del período clásico, insisten en que el racionalismo los distingue de otros pueblos (Cornford, 1987; Vernant, 1993: 334-335). Platón, siendo el más griego de los griegos, no niega lo irracional. Y aunque las más de las veces acepta este aspecto de la humanidad con cierta reticencia, también es cierto que lo estudia con detalle y dedica muchos de sus esfuerzos filosóficos y pedagógicos a lidiar con él. En este volumen, Catalina González y Sergio Ariza abordan algunas de las paradojas que la mezcla entre la razón y su contrapartida entrañan. En “Hacer del caso más débil el más fuerte”, por ejemplo, González elige uno de los retos retóricos más exigentes para probar que Sócrates es un excelente orador, que se vale de todas las estrategias retóricas, incluso de aquellas que se alejan de la verdad. Ello cierra, además, la distancia que habitualmente se traza entre los procedimientos sofísticos, engañosos, y por ello irracionales, y los socráticos, interesados ante todo en la verdad. Por su parte, en “Inspiración divina en el Menón”, se elige uno de los pasajes más controversiales del corpus para señalar una tensión que se cierne sobre el intelectualismo socrático. ¿Cómo podemos entender que en el Menón se plantee que, en últimas —pues así culmina el argumento—, la virtud se adquiera por inspiración divina? Las respuestas van desde un fuerte escepticismo acerca de la posibilidad de una ética meramente intelectual —como la buscada— hasta la descalificación del pasaje, recurriendo a la consabida ironía socrática. La hipótesis de Ariza, de corte más bien compatibilista, defiende tanto el intelectualismo como la posibilidad de que existan hombres virtuosos, por 1

Una de las más recientes discusiones de esta hipótesis es la de Wilson Nightingale (2007).

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decirlo coloquialmente, “gracias a Dios”. Éste es uno de los aspectos más interesantes de esta lectura. Ariza otorga a la irracionalidad, en uno de los diálogos epistemológicos del corpus platónico, un lugar más que el de mero reducto ineludible de lo animal, lugar que además no discrepa con la tesis de la adquisición por enseñanza, propia del intelectualismo más duro. María Angélica Fierro en “El residuo de lo irracional”, en cambio, mantiene un sesgo más conservador e insiste en que, a pesar de que se reconozcan ciertos aspectos irracionales connaturales a nuestra humanidad y de que se intente mediante la educación “racionalizarlos”, el resto irracional sigue siendo un obstáculo para nuestra razón. Su contribución tiene la virtud de tratar el asunto de la irracionalidad en directa conexión con la composición y estructura del alma a en el corpus platónico; en esa medida, brinda la posibilidad de constatar las diversas posiciones que pueden atribuirse a Platón a lo largo de su obra filosófica. Pero su aporte no es sólo descriptivo; con base en ese panorama, Fierro toma partido en el difícil asunto de la evolución del pensamiento platónico. Por otro lado, a pesar de que concibe ese resto irracional como una carga para el alma, no está de acuerdo con la lectura cartesiana de la dualidad platónica alma-cuerpo y explica que esa faceta no racional se distingue sólo idealmente de la racional y que la separación es un ideal reservado para el filósofo casi con exclusividad. Ello ocurre gracias a la educación, tema que es común a ésta y a la siguiente contribución. En “El adiestramiento del thymoeidés”, pretendo mostrar que hay en República una fuerte conciencia de la imposibilidad de que los juicios y los procesos racionales permeen las motivaciones anímicas más básicas, por lo cual se recurre a la música para modelarlas. Intento investigar cuál es el objetivo de dicha modelación. Pues, o bien se intenta allanar el camino de la razón e impedir que las partes irracionales obstruyan su trabajo, o bien se entrenan para que contribuyan a la felicidad de los individuos con base en su propia particularidad. Además de reconstruir el curso de este razonamiento en el texto platónico, se bosqueja una tendencia que de allí surge y se consolida en otras fuentes helenísticas. “Éros y racionalidad” se concentra casi con exclusividad en el Banquete y defiende que si se atiende a los discursos de Aristófanes y Alcibiades, parece que es necesaria cierta dosis de irracionalidad para alcanzar el conocimiento anhelado por el filósofo. La interpretación

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de Jairo Iván Escobar se apoya en un rastreo detallado de la función que cumple el éros en cada uno de los discursos del diálogo, funciones recogidas en los últimos discursos sobre los que recae el peso de la interpretación. Alfonso Correa y Fabián Mié se plantean el asunto de la irracionalidad en uno de los diálogos más inquietantes y problemáticos del corpus tardío de Platón. De hecho en el Filebo se intenta incluir el placer dentro de la propuesta intelectualista. En “Conocer y elegir el bien”, por ejemplo, se considera que la haíresis desempeña un papel mediador entre una tendencia cognitivista y una emotivista de plantear la vida buena. De acuerdo con Correa, no es posible elegir stricto sensu sin conocimiento de que se elige, aunque se distinga entre conocer y desear, pues las condiciones de una actividad no son necesariamente las de la otra. La nota característica de su reconstrucción es, al parecer, una cierta atribución de conciencia, de autoconocimiento del sujeto que es agente de las actitudes de desear, elegir y conocer. Correa hace además un boceto de una disputa real en el seno de la Academia platónica entre Platón mismo y su discípulo Eudoxo, que da una justificación de la incorporación del asunto del placer en el interior del intelectualismo propio del ateniense. Sin embargo, cuando caracteriza las dos posibles lecturas del pasaje crucial en el que se invita a Protarco a incluir el placer dentro de la vida buena, no se compromete exclusivamente con la lectura aquí resumida, la misma que Correa llama fuerte, y da pie a una interpretación más “débil” en la que el lugar del placer se restringe a la dimensión ética del individuo. Mié también se ocupa de la propuesta de una vida mixta en el Filebo. Su texto proporciona un análisis detalladísimo de gran parte del argumento del diálogo. Allí se contextualiza la disputa entre hedonismo y racionalismo en el interior de los diálogos platónicos y en el marco filosófico platónico y contemporáneo. Su interés está en las implicaciones y compromisos que supone a Platón reincorporar el placer a la vida buena dentro de la perspectiva de que ésta es una vida mezclada entre el placer y la razón. En la exploración de las condiciones anímicas de esa vida buena, el análisis de “Sobre las condiciones de la vida racional y afectiva humanas en el Filebo” coincide con el de Correa en varios

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aspectos, aunque, como se dijo, para éste parecen primar las notas cognitivistas. En el núcleo de su trabajo, Mié afronta la dicotomía racional e irracional en términos de lo que cada estado afectivo comporta en la vida de los individuos humanos, no sólo fenoménica sino metafísicamente (algunas de sus marginalia hacen un recorrido prolijo por el hedonismo antiguo tanto en sus fuentes como en lo que respecta a su interpretación). Por ello, de manera muy diciente, califica al Filebo platónico como su De Anima. La reconstrucción de Mié nos esclarece toda la psicología, metafísica y ética involucradas en el diálogo, explicación que él pretende finalmente vincular con la cuestión del cuidado de sí, dando cuenta entonces de por qué la perspectiva platónica del diálogo es la totalidad de la vida humana. Culmina el volumen, con “Una insistencia de Platón: a propósito de la ‘verdadera tragedia’”, artículo en el que se resalta uno de esos momentos en los que Platón revisa alguna de sus posiciones intelectualistas extremas y se reapropia de su herencia griega —en este caso de la tragedia y sus tópicos— dándole un nuevo sentido. La argumentación esbozada demuestra que el ateniense incorpora en su pensamiento muchos elementos considerados generalmente como irracionales, para dotarlos de sentido en el marco de la última propuesta política de Platón. André Laks se dedica a discutir y reinterpretar las lecturas que se han esgrimido, intentando conciliar las divergencias entre la posición platónica sobre la tragedia en República y en las Leyes. En el artículo tácitamente se retoma la idea de que ciertas manifestaciones están intrínsecamente conectadas con ciertas partes del alma y que, dada tal especificidad, la tragedia desempeña un papel en la vida política. Todo lo cual se sustenta, como muchos de los textos aquí recogidos, en el reconocimiento de una dualidad connatural al humano, en la cual la irracionalidad cumple un papel central. De una o de otra manera, todas las contribuciones reconocen el papel que Platón otorga a aquellos rasgos no racionales de la mente y la conducta humanas, y ofrecen nuevas luces en una lectura interesante no sólo para la historia de la filosofía, sino para la filosofía misma. Más que demostrar que la historia de la filosofía puede leerse como notas al margen de Platón, este libro quiere insistir en que los problemas platónicos siguen vivos y que Platón es un dialogante al que le queda mucho por decir.

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Lista de abreviaturas

Platón Apología Apol. Banquete Ban. Cármides Carm. Cratilo Cra. Eutidemo Eutd. Eutifrón Eut. Fedón Fed. Fedro Fdr. Filebo Flb. Gorgias Gor. Laques Laq. Leyes Ley. Lisis Lis. Menón Men. Parménides Parm. Político Polit. Protágoras Pro. República Rep. Sofista Sof.

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Teeteto Tee. Timeo Ti. Otras obras Aristóteles De Anima De An. Ética eudemia E. Eud. Ética nicomáquea E. N. Poética Poe. Política Pol. Galeno

Sobre las opiniones de Hipócrates y Platón PHP. Gorgias



Encomio de Helena

Hel. Enc.

Homero Iliada Il. Odisea Od.

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Nota sobre la transliteración

α a β b γ g δ d ε e ζ z η ē θ th ι i κ k λ l μ m ν n ξ x ο o π p ρ r σ s τ t

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υ y ϕ ph χ ch ψ ps ω ō ‘ h αυ au ευ eu ου ou γχ nch γκ nk

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Hacer del caso más débil el más fuerte: el Gorgias y la retórica socrática Catalina González

Universidad de los Andes

Introducción En varios pasajes de De Oratore, Cicerón ofrece una interpretación del diálogo platónico Gorgias. A grandes rasgos, esta interpretación parece insinuar la idea de que en el diálogo, Sócrates logra vencer a Gorgias por ser mejor orador que el sofista. Dice Cicerón: “El mismo Gorgias de Leontino […], o bien en realidad no fue nunca vencido por Sócrates y entonces no es verdadero el famoso diálogo de Platón, o bien, si fue vencido, obviamente Sócrates fue más elocuente y fluido, o como lo llamas tú, un orador mejor y más completo” (De Oratore, III-129:1-6).1 Y también: Pero yo no estuve de acuerdo, ni con estos hombres (que repudian la retórica), ni con el creador de tales discusiones, Traducción de Amparo Gaos.

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quien habló con mucho más peso y elocuencia que todos ellos, i. e., Platón, cuyo Gorgias leí muy atentamente bajo la dirección de Cármadas en esos días en Atenas, y lo que más me impresionó sobre Platón en ese libro fue que era precisamente cuando se burlaba de los oradores que me parecía a mí ser él mismo el más consumado orador (De Oratore, I-47:1).

Si creemos la interpretación de Cicerón en estos apartes —y me parece que tenemos buenas razones para pensar que el mejor orador de todos los tiempos tenga un juicio acertado sobre las habilidades retóricas de sus antecesores—, nos veremos obligados a revisar el presupuesto básico de algunas lecturas centrales de la tradición interpretativa de este diálogo: que Sócrates vence a Gorgias y a sus acompañantes, Polo y Calicles, precisamente porque no es un orador, sino un filósofo, y el método que utiliza, la dialéctica, es totalmente opuesto y naturalmente superior a la retórica gorgiana. En efecto, intérpretes como Gregory Vlastos, Charles Kahn, Terence Irwin y Eric R. Doods, entre otros, aceptan esta premisa. Sus planteamientos sólo difieren en la evaluación que realizan sobre la validez lógica y el sentido dramático de los argumentos socráticos. Para algunos de ellos (Irwin, 1979, 1995; Dodds, 1959), Sócrates hace trampa o usa argumentos sofísticos para, como decimos popularmente, “confundir al enemigo”, y por eso logra vencer a sus interlocutores; mientras que para otros (Kahn, 1996; Vlastos, 1967, 1991), los argumentos socráticos no son engañosos y, aunque tal vez no sean los mejores, cumplen la función de mostrar que los prejuicios morales de sus interlocutores son aún más infundados.2 Estas interpretaciones, evidentemente, son opuestas a las afirmaciones de Cicerón al respecto. Una cosa es decir que la dialéctica socrática Al respecto afirma Vlastos: “¿Acaso Platón, cuando escribió el Gorgias, se dio cuenta de cuán vacía fue la victoria ganada por Sócrates en este debate? No lo creo. El tono del diálogo es solemne, incluso trágico. Su héroe es realmente honesto. Sócrates habría desdeñado un triunfo ad hóminem […]. Platón mismo enjuició mal los hechos que describió. Pensó que la dialéctica de Sócrates había refutado la doctrina de Polo cuando en realidad sólo había refutado al hombre Polo” (Vlastos, 1967: 459). Todas las traducciones de fragmentos de bibliografía secundaria son mías.

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a veces hace uso de trampas lógicas o sofismas y, otra muy distinta, afirmar que Sócrates vence a sus interlocutores por ser un mejor orador. En realidad, conozco pocas lecturas que describan a Sócrates como orador y no como dialéctico. Entre ellas se encuentran las de James L. Kastely (1991, 1997) y Brian Vickers (1988). Las dos tienen en común considerar que Sócrates despliega en este diálogo sus habilidades retóricas y explicar, a partir de ellas, la creciente hostilidad que se expresa en su desarrollo. Para Vickers es claro que tal hostilidad se presenta porque Sócrates fracasa como orador, es decir, no logra convencer a sus interlocutores de la utilidad de sus afirmaciones; mientras que para Kastely, por el contrario, tal hostilidad demuestra que el objetivo de la retórica socrática es la refutación más que la persuasión y, por lo tanto, el hecho de que el diálogo termine un poco de “mala gana,” simplemente indica el triunfo de su retórica refutativa.3 Todas estas diversas líneas de interpretación tienen evidentes ventajas. Las primeras, por ejemplo, coinciden con la valoración expresa de Sócrates sobre la inferioridad de la retórica y la superioridad de la filosofía o dialéctica. Así, forma y fondo del diálogo coinciden de manera feliz. Pues, para estos comentaristas, incluso si dicha superioridad está fundada en engaños o trucos dialécticos, en última instancia se justifica, dado el tipo de vida que los rétores exhiben y que Sócrates desea mostrar como moralmente inadecuado. En cuanto a las interpretaciones de Vickers y Kastely, su mayor ventaja, en mi opinión, es dar cuenta de la animadversión entre los interlocutores del diálogo. Sin embargo, difiero de sus evaluaciones sobre la retórica socrática. En mi opinión, la de Sócrates ni es mala retórica ni es sólo retórica refutativa. Creo, por el contrario, que vale la pena explorar la plausibilidad de la interpretación ciceroniana, según la cual Sócrates —y Platón por su boca— es el mejor orador de todos. Y esto por varias razones. En primer lugar,

Dice Kastely: “Si tomamos la retórica del diálogo en serio, no sólo vemos emerger a Platón como el más sofisticado y profundo teórico de la retórica, sino que el diálogo sugiere una forma alternativa de escribir la historia de la retórica, en la cual ésta es valorada por su papel en la refutación y no por su utilidad en el discurso pragmático” (Kastely, 1991: 97).

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para entender con mayor precisión qué tanto se separa en realidad la dialéctica socrática de la oratoria sofística y qué tanto sus principios se superponen o implican. En segundo lugar, como afirma Kahn, para dar cuenta no sólo de los argumentos del diálogo, sino también de la particularidad del tipo de interacción humana que se retrata en él. Y, finalmente, para tener una perspectiva más clara del tipo de orador que Sócrates (o al menos el Sócrates platónico) pudo haber sido. Acostumbrada como está la tradición retórica a considerarlo como un mal orador en virtud de su evidente fracaso en la Apología, vale la pena reconsiderar la opinión de Cicerón y contemplar la posibilidad de que se trate de un buen orador, incluso de uno excelente. Para esto propongo hacer un examen de un pasaje en concreto del Gorgias. Arguyo que el intercambio entre Sócrates y Polo, que tiene lugar entre 469a y 481b, puede ser visto como un ejercicio de retórica sofística, que busca seguir el muy conocido precepto de “hacer del caso más débil el más fuerte”. En efecto, en este pasaje Sócrates argumenta a favor de la tesis según la cual “es mejor sufrir una injusticia que cometerla y sufrir castigo por una injusticia cometida que no sufrirlo”. Es evidente que esta tesis es contraria al sentido común y al ethos ateniense: por ello puede calificarse con exactitud de caso débil. Pero en el curso de su argumentación, Sócrates la convierte en “el caso más fuerte” y convence a Polo de su veracidad o, al menos, de su utilidad moral. En mi opinión, si en realidad el caso que Sócrates usa aquí se constituye en esta estrategia, es plausible pensar que Platón esté haciendo, al menos en este pasaje del diálogo, una especie de homenaje irónico al espíritu erístico, combativo y juguetón de la retórica sofística, especialmente de la gorgiana. En efecto, al describir a Sócrates como superior a Gorgias en la estrategia de “hacer del caso más débil el más fuerte”, Platón estaría burlándose sutilmente de Gorgias, pero al tiempo reivindicando el valor de un precepto retórico muy allegado al sofista. Esto podría dar nuevas luces sobre por qué, a pesar de la brevedad del intercambio de Sócrates con Gorgias, el diálogo lleva el nombre de este último. Y también explicaría que un lector como Cicerón, que conoce bien los modos y preceptos de la retórica sofística, pueda calificar al Sócrates platónico de “el más consumado orador” de su época.

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Polo: el caso más fuerte y la adherencia a las opiniones comunes Veamos primero cómo procede la argumentación en el mencionado pasaje. Al comenzar 469b, Sócrates y Polo se encuentran disputando si la retórica confiere poder a los oradores en las ciudades. Sócrates arguye que los oradores no tienen verdadero poder, pues aunque gracias a la oratoria pueden hacer “lo que les parece mejor”, en realidad no hacen “lo que quieren”. Ésta es la conocida tesis intelectualista de Sócrates, según la cual el objeto de la voluntad es el bien, lo beneficioso o útil; pero el orador lo desconoce pues su arte está dirigido al placer y no al bien, y así sólo puede hacer lo que erradamente le “parece bien”, es decir, lo que le causa placer y no verdadero beneficio (esto es, la justicia). La discusión que nos interesa comienza con la afirmación de Polo según la cual “el que muere injustamente es digno de compasión y desgraciado” (469b3). A esto responde Sócrates diciendo que, en efecto, lo es, pero “menos que el que le mata, y menos que el que muere habiéndolo merecido”. La tesis general es explicitada inmediatamente después, así: “es mayor mal cometer una injusticia que recibirla” (469b8). A lo largo de la argumentación de Sócrates al respecto, las reacciones sucesivas de Polo son de notar. Por un lado, Polo acepta las premisas que Sócrates va exponiendo (por ejemplo, si al hacer lo que a uno le parece le sigue la utilidad, esto es bueno y se tiene poder; si no, es malo y no se tiene poder), pero, por otro, suele detenerse siempre que Sócrates ofrece la tesis general e, indignado, replica cosas como: “¿No te probaría incluso un niño que no dices la verdad?” (470c4) o “te has propuesto decir absurdos, Sócrates” (473a1) o, finalmente y de manera más explícita, “¿No crees que quedas refutado, Sócrates, cuando dices cosas tales que ningún hombre se atrevería a decir? En efecto, pregunta a alguno de éstos” (473e4). Lo que Polo quiere decir con estas afirmaciones es que la tesis de Sócrates es, en efecto, contraria a lo que la mayoría de los atenienses, y tal vez también de los seres humanos, tomarían por verdad. Es evidente que sufrir una injusticia es temido por todos, mientras que realizar una, sin sufrir castigo alguno, no lo es. Polo invita a Sócrates, con estas intervenciones, a volver a sus cabales, esto es, a reconocer que lo que dice no goza de ningún tipo de aprobación general. Pero Sócrates sabe bien esto y responde a Polo: “Creo firmemente que yo, tú y los demás

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hombres, consideramos que cometer injusticia es peor que recibirla, y que escapar al castigo es peor que sufrirlo” (474b2). Así pues, Sócrates es consciente de que el “caso” que defiende es el más débil y, sin embargo, continúa su argumentación, pues sabe que, con un poco de paciencia de parte de su interlocutor, puede convertirlo en el más fuerte. Pero además, Sócrates hace en este fragmento del pasaje (469b-474b) una crítica al tipo de argumento usado por Polo, esto es, al recurso al sentido común de los atenienses y de la audiencia presente, para mostrar la implausibilidad de la tesis de su contendor. Dice Sócrates sobre este procedimiento: Oh, feliz Polo, intentas convencerme con procedimientos retóricos como los que creen que refutan ante los tribunales. En efecto, allí estiman que los unos refutan a los otros cuando presentan, en apoyo de sus afirmaciones, numerosos testigos dignos de crédito, mientras el que mantiene lo contrario no presenta más que uno solo o ninguno. Pero esta clase de comprobación no tiene valor alguno para averiguar la verdad, pues, en ocasiones, puede alguien ser condenado por los testimonios falsos de muchos, y al parecer, prestigiosos testigos. Sobre lo que dices vendrán ahora a apoyar tus palabras casi todos los atenienses y extranjeros, si deseas presentar contra mí testigos de que no digo la verdad… Así pues, existe esta clase de prueba en la que creéis tú y otros muchos, pero hay también otra que es la mía (472a1-c4).4

Sócrates, en efecto, se refiere al procedimiento estándar de refutación de la retórica forense. El caso más fuerte, aquel que cuenta con mayor cantidad de testigos reputados, es en general el vencedor en los tribunales. Pero aunque acudir al sentido común de la audiencia y procurar persuadir sosteniendo el caso más fuerte sea el procedimiento estándar, la retórica en realidad no se reduce, como lo insinúa Sócrates, a este único modo de persuadir. En efecto, no es éste el procedimiento



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que hace de él un orador sobresaliente. Por el contrario, el mejor orador es el que hace del caso más débil, el que menos goza de la aprobación general, el más fuerte. De ahí que todo profesor de retórica o sofista se entrena a sí mismo y a sus pupilos en defender los casos más débiles, aquellos para los que no hay testigos o aquellos que cuentan con la oposición de los testigos más reputados. Es esto, precisamente, lo que hacen Gorgias y otros sofistas en el popular ejercicio retórico de escribir encomios o defensas a Helena de Troya.5 De manera explícitamente pedagógica, los sofistas emprenden con este ejercicio una defensa del caso menos defendible de la Atenas clásica, el comportamiento y carácter de Helena, de modo que sus pupilos puedan tener ejemplos de una retórica no sólo exitosa sino también excelente. Dice así Gorgias en su Encomio de Helena: Pues igual error e ignorancia hay en censurar lo que es digno de alabanza que en alabar lo que es digno de censura. Tarea de la misma persona es decir persuasivamente lo que debe, y refutar a quienes censuran a Helena, mujer sobre la cual han venido a coincidir, unánimes y acordes, la sabiduría tradicional de los poetas y el presagio de su nombre que se ha convertido en recuerdo de desgracias. Yo, en cambio, quiero, poniendo algo de razón en la tradición, librarla de la mala fama de que se le acusa, tras haber demostrado que mienten quienes la censuran, y mostrando la verdad, poner fin a la ignorancia (Hel. Enc. 1: 5- 2 : 12).6

Gorgias trae a colación, para refutarla, la opinión general de la tradición intelectual ateniense sobre Helena. Afirma que defenderá a Helena de quienes la censuran, que son en realidad todos los atenienses de su tiempo (¡el pleno y unánime sentido común de la polis!), de modo que “muestre la verdad y ponga fin a la ignorancia”. A primera

Algunas de estas defensas se encuentran en Isócrates, Eurípides, Safo y Estesícoro. Un buen estudio panorámico sobre las variaciones entre estas versiones es el de Ramona Naddaff (2009: 73-97).

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Traducción de E. Luján y A. Melero.

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vista, este pasaje no parece de espíritu muy gorgiano, pues, en efecto, la adherencia explícita de Gorgias a la verdad no guarda mucha concordancia con el retrato de nihilista o relativista que la tradición filosófica ha hecho de él a partir de su Sobre la naturaleza. Y en realidad, tampoco podemos, fundándonos en el Encomio, decir que Gorgias sea una suerte de filósofo dogmático o fundacionalista, comprometido con la búsqueda de la verdad, pues al final de éste, confiesa haber realizado el discurso sólo en virtud del entrenamiento retórico y la diversión: “Quise escribir este discurso como un encomio a Helena y un juego de mi arte” (Hel. Enc. 21: 131). Pero sí podemos decir que el Encomio es una muestra del principio sofístico de hacer del caso más débil el más fuerte y podemos caracterizar dicho caso como aquel que va en contra de las opiniones reputadas de la tradición, los testigos, la audiencia, la polis y tal vez también la humanidad entera, en virtud de las experiencias que les son comunes a todos los hombres (por ejemplo, dolor, placer, miedo a la muerte, etc.). Así las cosas, Sócrates utiliza con Polo la misma estrategia que Gorgias en el Encomio, aunque hábilmente dice que esta estrategia no pertenece a la retórica forense, sino que es la suya propia. Por supuesto que no hay sofista alguno que pueda tomar en serio este comentario. Gorgias mismo, como testigo de este intercambio, tendría que haberse reído de la presunción de Sócrates. Pero, más allá de ello, lo importante es que si en realidad Sócrates sigue en el diálogo el precepto sofista de hacer del caso más débil el más fuerte, con ello le está dando a Polo una lección de retórica que éste (aún) no ha recibido de sus maestros. No en vano es Sócrates tan sarcástico en su intercambio con Polo: está usurpando el papel de su maestro sin que Polo se dé cuenta de ello. Pero la confirmación de esta tesis requiere que avancemos más en el argumento. Sócrates: el caso más débil y el uso de prejuicios contradictorios Una vez se ha discutido sobre la inadecuación al sentido común de la tesis socrática, Sócrates comienza una vez más, desde el principio, la discusión (474c-479e). Esta vez procede de la manera tradicional, haciendo preguntas a Polo y obteniendo de su parte acuerdos en cada paso. En virtud de esta característica de la conversación, se suele argüir

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que este aparte contiene el núcleo dialéctico del argumento. Sócrates pregunta si es “peor” (kákion) cometer injusticia o recibirla. Polo responde que es peor recibirla. Seguidamente, Sócrates pregunta qué es más “vergonzoso” (aíschion), si cometerla o recibirla. Polo responde que cometerla. En virtud de esta disparidad en las respuestas, esto es, que cometer injusticia es lo más vergonzoso, pero recibirla es lo peor, Sócrates se dispone a aclarar que el criterio para considerar algo como “lo peor” es el mismo que para considerarlo como “lo más vergonzoso”. El argumento de Sócrates es que se llama noble (kalón) a aquello que produce “algún deleite, alguna utilidad o las dos cosas” (474e1-3) y vergonzoso (aischrón) a lo contrario: lo que produce o bien dolor, o perjuicio, o las dos cosas. Habiendo aceptado Polo estas definiciones, Sócrates continúa examinando el acto de cometer injusticia. Cometer injusticia es, como había dicho Polo, más vergonzoso que recibirla. Si nos atenemos a la definición de lo vergonzoso, entonces cometer injusticia será, o bien más doloroso, o bien más perjudicial, o ambas cosas. Una vez excluido que sea más doloroso, lo que queda es que sea “más perjudicial” (blaberón). Con este último acuerdo, Sócrates da el paso siguiente y concluye que, puesto que cometer injusticia es “más vergonzoso” en virtud de ser “más perjudicial”, entonces es también “peor” (kákion) que recibir injusticia. El paso de lo “más vergonzoso” a lo “peor” ha sido resuelto vía lo “más malo o perjudicial”: Sócrates.— Examinemos en primer lugar esto. ¿Acaso cometer injusticia produce mayor dolor que recibirla, y los que cometen injusticia experimentan mayor sufrimiento que los que la reciben? Polo.— Esto de ningún modo, Sócrates. Sócrates.— Luego, no lo supera en dolor. Polo.— Ciertamente, no. Sócrates.— Y bien, si no lo supera en dolor, tampoco en ambas cosas juntas. Polo.— Parece que no. Sócrates.— Queda, pues, que lo supere en la otra. Polo.— Sí. Sócrates.— En el daño. Polo.— Es probable.

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Sócrates.— Entonces, si lo supera en perjuicio, cometer injusticia es peor que recibirla. Polo.— Es evidente (475b8-c9).

Ahora bien, Sócrates le pregunta a Polo si “preferiría” lo más perjudicial y vergonzoso a lo menos. Polo vacila en responder, pero finalmente acepta que ni él, ni nadie, podría preferir esto (475d-e). Así, Sócrates considera haber refutado ampliamente la tesis de Polo de que es contrario al sentido común afirmar que es mejor o preferible cometer injusticia (cosa vergonzosa y perjudicial, si bien no dolorosa) a sufrirla o a sufrir el castigo derivado de realizarla (cosa ni vergonzosa, ni perjudicial, aunque sí dolorosa). Para Kahn, Vlastos e Irwin, el núcleo de este argumento se encuentra en la ambigüedad existente entre los sujetos gramaticales de lo perjudicial y lo preferible. Es claro que cometer injusticia sin recibir castigo por ella es perjudicial para la comunidad y es vergonzoso para el agente; pero no es perjudicial para el agente y, por lo tanto, puede ser preferible para él. Mientras que sufrir una injusticia o sufrir el castigo por cometer una es perjudicial para el agente y por tanto no preferible para él, pero no lo es necesariamente para la comunidad. De hecho, que el agente sufra castigo por cometer una injusticia es útil y preferible para la comunidad.7 Los comentaristas mencionados difieren sólo en determinar si el argumento es falaz en virtud de su forma elíptica (esto es, no dice para quién es vergonzoso o noble, perjudicial o beneficioso, y preferible o no preferible actuar justa o injustamente). Aquellos que consideran que el argumento es falaz, atribuyen a Sócrates una tendencia a engañar con trucos dialécticos a sus contrincantes; aquellos que no, sólo le atribuyen falta de explicitación de las premisas.8 En cualquiera de Así, concluye Irwin: “A Polo no se le ocurre que al aceptar […] la creencia del sentido común de que actuar justamente es preferible porque es noble, se compromete con la idea socrática de que todo aquello que es beneficioso es bueno [y por tanto preferible] para el agente; pero Sócrates señala que Polo está de hecho comprometido con esta conclusión, aunque la encuentre sorprendente” (Irwin, 1995: 101).

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El caso más patente entre quienes consideran que Sócrates no “engaña” dialécticamente a sus contrincantes es el de Vlastos. En Socrates, Ironist and Moral

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los dos casos, se considera que Sócrates ha triunfado en virtud de su habilidad dialéctica.9 Sólo Kahn, en mi opinión, considera que hay algo más en la estrategia de Sócrates que le permite vencer en este aparte. Este “algo más” tiene que ver, para Kahn, con el aspecto “dramático” de la disputa y que, según considero, es precisamente su “aspecto retórico”.10 Una vez más, se trata del vínculo existente entre las premisas aceptadas por Polo y el sentido común.11 Como lo afirma Kahn, Calicles tiene razón al decir que Polo ha sido refutado sólo porque, tal como lo hiciera antes Gorgias, se sintió avergonzado de decir lo que en realidad piensa (482e).12 En otras palabras, Polo acepta que realizar una injusticia es Philosopher afirma: “Cuando Sócrates está en busca de la forma correcta de vivir, en circunstancias en las cuales es razonable para él pensar esta búsqueda como obediencia a una orden divina, su argumento no puede involucrar falsedad deliberada” (Vlastos, 1991: 134). Es importante señalar aquí que quienes le atribuyen a Sócrates la intención de engañar a sus interlocutores, se refieren al uso que hace de la dialéctica como “sofística”. Para Doods, por ejemplo, Sócrates “les paga a los sofistas con su misma moneda” (Doods, 1959: 249). Sin embargo, sofística aquí quiere decir “dialéctica que hace uso de argumentos falaces”, no retórica sofística.

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Kastely explicita el vínculo entre estos dos aspectos, así: “[...] los argumentos (del diálogo) deben ser vistos en la particularidad de la situación que tratan de describir. Esto es, para entender su significación filosófica, el diálogo debe ser leído retóricamente” (Kastely, 1991: 98).

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Si bien no de manera explícita, Marina McCoy (2008: 94) se acerca a este planteamiento también cuando afirma que lo que está en juego en la disputa entre Polo y Sócrates sobre la validez del recurso a la opinión común es un cierto concepto de racionalidad. Para ella, Polo entiende por racional lo que está de acuerdo con las opiniones comunes, mientras que Sócrates considera que sólo las deducciones lógicamente derivadas del método dialéctico son válidas racionalmente. El defecto de su argumentación, en mi opinión, es no advertir que Sócrates también hace uso del recurso a las opiniones comunes.

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Dice Calicles: “El propio Polo ha experimentado lo mismo que Gorgias, y por esta misma razón no apruebo lo que Polo te concediera, que cometer injusticia es más vergonzoso que sufrirla. En efecto, a consecuencia de esta concesión, también a él le has embarullado en la discusión y le has cerrado la boca por no atreverse a decir lo que pensaba. Pues en realidad tú, Sócrates, diciendo que buscas la verdad, llevas a extremos enojosos y propios de un orador demagógico la conversación […]” (482d6-e4).

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lo más vergonzoso, sólo porque ésta es una opinión que la mayoría aceptaría. Según Kahn: El juicio de que hacer lo injusto es más vergonzoso es aceptado no sólo por Polo, sino por “la mayoría” (475d2). La desaprobación moral de la injusticia expresa el estándar de la opinión pública, del cual Polo, como aprendiz de sofista, es un espejo fiel. Él no tiene la independencia mental que le permite a Calicles rechazar tales juicios morales “convencionales” a favor de un conjunto de estándares “naturales” (Kahn, 1996: 73).

En efecto, Kahn afirma que Polo termina por aprobar el caso más débil según el sentido común (esto es, que es mejor sufrir injusticia que realizarla), precisamente porque ha aceptado como una de sus premisas básicas una afirmación que es muy fuerte para el mismo sentido común (es decir, que realizar una injusticia es vergonzoso). Esto es, para llevar a Polo a aceptar el caso más débil, Sócrates se ha apoyado en una premisa de común aceptación. En efecto, como lo indica sagazmente Calicles, con esto Sócrates demuestra que es un verdadero “orador popular o demagógico” (482c4). Sócrates, a pesar de afirmar que no procederá haciendo uso de la estrategia retórica de acudir a las tesis aceptadas por el sentido común, acude a esta misma estrategia para convencer a su adversario de una afirmación que es, paradójicamente, contraria al mismo sentido común. En otras palabras, Sócrates usa la estrategia que él mismo acusa: pues, como un excelente orador, sabe que el sentido común es a veces contradictorio y que hay afirmaciones impopulares que se pueden defender a partir de otras afirmaciones que gozan de mayor popularidad. Con esto quiero afirmar que lejos de tratarse de una refutación estrictamente dialéctica, lo que presenciamos en este pasaje es una lección de retórica sofística, impartida por Sócrates a Polo de manera juguetona, erística e irónica, es decir, en el mejor estilo de los sofistas. Es Sócrates quien enseña a Polo, pupilo de Gorgias, a ser un buen sofista. Uno que usa argumentos del sentido común, para convencer de tesis aparentemente contrarias al sentido común. Pero además, Sócrates

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logra disimular el procedimiento, tal como lo haría el mejor de los sofistas: le dice a Polo que no debe convencer usando las tesis más aceptadas, pero él mismo las usa para convencerlo de la tesis que él defiende, a saber, que es preferible recibir una injusticia o recibir castigo por una, que realizarla. Utilidad de la retórica: acusarse a sí mismo y defender a los enemigos El último paso del intercambio entre Sócrates y Polo tiene el fin de confirmar la idea de la utilidad moral, y consecuente preferencia, de ser castigado cuando se ha cometido una injusticia. El que es castigado recibe una acción que es justa y, por lo tanto, noble y buena o útil. Recibir lo noble y bueno es mejor que no recibirlo. Pues, de hecho, recibir un castigo justo es como recibir una medicina para el alma: “En efecto, en cierto modo el castigo modera a los hombres, los hace más justos y viene a ser como la medicina de la maldad” (478d6). Por lo tanto, es preferible recibir un castigo por una injusticia cometida que no recibirlo. Con esto, Sócrates logra finalmente convencer del todo a Polo, quien ya no alberga dudas sobre la congruencia entre lo afirmado por aquél y lo sostenido por el común de los mortales. Finalmente, Sócrates pregunta a Polo: “¿No se ha demostrado que decía verdad?”, y Polo responde: “Así parece”. Una vez Polo ha aceptado el argumento en su totalidad, Sócrates extrae las conclusiones que se derivan para el ejercicio de la retórica. Lo que sigue (480a-481b) es, sin embargo, sorprendente incluso para quien haya podido aceptar con todo candor intelectual los argumentos anteriores. Sócrates afirma: Por tanto, para defender nuestra propia injusticia o la de nuestros padres, amigos e hijos, o la de la patria, cuando la cometa, no nos es de ninguna utilidad la retórica, Polo, a no ser que se tome para lo contrario, a saber, que es necesario acusarse en primer lugar a sí mismo, después a los parientes y amigos, cada vez que alguno de ellos cometa una falta, y no ocultar nada, sino hacer patente la falta para que sufra el castigo y recobre la salud (b9-c5).

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Polo aún no ha perdido el sentido común lo suficiente como para no afirmar abiertamente que esta conclusión le resulta absurda, si bien reconoce que procede lógicamente de las premisas anteriormente aceptadas. Ante la respuesta de Polo, Sócrates parece complacido y continúa, lo que aumenta aun más la carga de su extrañamiento: “En el caso de que nuestro enemigo cometa injusticia con otro, hay que conseguir por todos los medios, con obras y palabras, que no pague su culpa ni vaya ante el juez; y si va, procurar que sea absuelto y no reciba castigo nuestro enemigo [...]. Para esto, Polo, me parece que es útil la retórica (480e7-b2). Al final de esta exhortación a la defensa de nuestros enemigos, Calicles reacciona, afirmando que lo que Sócrates dice no puede ser tomado seriamente, y pregunta a Querofonte: “¿Acaso Sócrates dice esto en serio o bromea?” (481b6). Vale la pena, en mi opinión, detenernos un momento en la pregunta de Calicles. La respuesta es, creo, que Sócrates lo dice tanto en serio como en broma. Lo dice en serio, pues en verdad cree que a quien comete injusticia le va mejor siendo castigado y que el agente mismo en un momento de lucidez o arrepentimiento, o sus familiares cercanos, en uso de fortaleza moral, deben ocuparse de que esto ocurra.13 Pero evidentemente Sócrates también bromea. Con estas afirmaciones, Sócrates se burla de Polo, quien ha aceptado el caso más débil ignorando las consecuencias que éste traería consigo para la retórica. Estas consecuencias son afirmaciones inaceptables desde el punto de vista del sentido común y de la práctica de la retórica forense. Sócrates es consciente de ello y de esta manera da a Polo una especie de estocada irónica final. Pues evidentemente lo ha convencido de cosas que él mismo, si fuese consistente con su arte y sus convicciones previas sobre la retórica, no podría aceptar nunca. Esto es, Sócrates ha llevado la empresa persuasiva a su más acabada expresión: ha sido capaz de persuadir a Polo

Éste es, efectivamente, el caso del personaje Eutifrón en el diálogo de su mismo nombre. Afirma Eutifrón: “Digo que lo pío es lo que ahora yo hago, acusar al que comete delito y peca, sea por homicidio, sea por robo de templos, o por otra cosa de este tipo, aunque se trate precisamente del padre, de la madre o de otro cualquiera” (5d8-e1).

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de que la retórica forense no es la más excelente de las artes ni confiere poder al orador, cosa de la que Polo exhibía, al comienzo del diálogo, la más absoluta convicción personal. Pero además, el segundo grupo de consecuencias no sólo es inaceptable para el sentido común (de Polo o de los atenienses), sino también para la concepción de moral que Sócrates mismo ha venido defendiendo hasta el momento. La tesis de que hay que usar la retórica para defender a los enemigos y evitar que sean castigados se refuta fácilmente si volvemos a pensar qué es lo mejor, lo más beneficioso, y por lo tanto preferible, para el agente mismo y para la comunidad. Evidentemente que para ella lo mejor es castigar a los injustos, y la retórica debe entonces ser útil para acusarlos. Pero esto sería también beneficioso para el agente mismo, incluso el inmoral, puesto que éste forma parte de la comunidad (esto es, al ladrón le conviene que se castigue a los demás ladrones). Así que de las tesis socráticas no se desprende necesariamente la inutilidad de la retórica. Sócrates, pues, bromea y en este sentido, la sospecha de Calicles es acertada. Un guiño gorgiánico de Platón a Las nubes de Aristófanes Haciendo un paralelo con el Gorgias del Encomio a Helena podría decirse que Platón ha terminado este pasaje haciéndole el mismo tipo de guiño a su lector. Pareciera afirmar burlonamente: “Quise escribir este aparte con Polo como un ejemplo de cómo se hace del caso débil el más fuerte y como un juego de mi arte”. Alguien podría objetar, sin embargo, que esta lectura es errada por una razón fundamental: Sócrates está defendiendo la afirmación según la cual es mejor sufrir una injusticia que cometerla porque ésta es la afirmación más veraz y no porque quiera disputar, bromear o hacer juegos argumentativos, a la manera de los sofistas. En otras palabras, se podría objetar que la finalidad de la argumentación socrática en este pasaje no es erística sino genuinamente filosófica. A esta crítica creo que se puede responder diciendo que el juego retórico o erístico no es incompatible con la verdad y que este Sócrates retórico y ciceroniano, por el que quiero apostar en esta interpretación, se sitúa precisamente en la intersección de estas dos tendencias.

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Para hacer más claro este punto quiero referirme brevemente a otro de los textos clásicos que explora el precepto retórico de hacer del caso más débil el más fuerte. Se trata de Las nubes de Aristófanes. Es indiscutible que Platón conocía a Aristófanes y que estaba en desacuerdo con el retrato de Sócrates que éste hizo en sus comedias. En virtud de ello, me parece que no es del todo descabellado pensar que el pasaje del Gorgias al que me refiero pueda ser una especie de respuesta de Platón al comediante. Por supuesto que no tengo soporte histórico alguno para mantener esta hipótesis, pero me parece que, desde el punto de vista interpretativo, puede ser fructífero contemplarla. Después de todo, si se ha dicho incluso que el hipo que Platón atribuye a Aristófanes en el Banquete es una venganza velada del filósofo (Rosen, 1967; Brochard, 1940; Plochmann, 1963), ¿por qué no considerar que en otros diálogos de Platón existen críticas igualmente veladas y tal vez más fructíferas que la mera imputación de una borrachera indecente? En primer lugar, es importante recordar los aspectos principales de la narración de Aristófanes. Estrepsíades es un comerciante agobiado por las deudas en las que ha incurrido su hijo Fidípides. Para intentar deshacerse de sus obligaciones financieras concibe un plan: llevar a su hijo a donde el sofista Sócrates, de modo que este último le enseñe cómo defenderlo ante sus acreedores. Estrepsíades piensa, en efecto, que los sofistas enseñan dos tipos de discursos: el justo y el injusto. Si su hijo aprende el discurso injusto, es decir, el que argumenta a favor de no pagar las deudas, se verá absuelto en los tribunales: Cuentan que entre ello [lo que se aprende con los sofistas] se encuentran los dos razonamientos, el bueno, en cualquier situación, y el malo. Y cuentan que uno de estos dos, el malo, es capaz de triunfar mediante argumentos en las causas injustas. Por lo tanto, si me hicieras el favor de aprenderte este razonamiento injusto, del dinero que debo por culpa tuya, no tendría que devolver ni un óbolo a nadie (Las nubes: 112-118).

Así las cosas, Aristófanes interpreta el precepto sofístico de “hacer del caso más débil el más fuerte” como un “hacer del caso o argumento injusto el más fuerte”. Sócrates es el profesor indicado para ello,

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el sofista por excelencia, que proclama la utilidad de la retórica para obtener ganancias individuales en detrimento de la justicia. El objetivo de Aristófanes es criticar este arte, pues atenta contra valores tradicionales como la justicia, el honor y la obediencia a los padres. El final del drama ya lo conocemos: Fidípides aprende con Sócrates el argumento injusto y termina apaleando a su propio padre. Quiero resaltar en este drama la identificación que hace Aristófanes entre el caso débil y el argumento injusto. Este último sale a escena como un personaje y se presenta con las siguientes palabras: “Por esto mismo me llamaron el discurso malo los pensadores: porque fui el primerito que pensó en rebatir con razones opuestas las leyes y la justicia. Y eso de abrazar las causas más débiles y salir victorioso, vale no menos de diez mil estáteras (Las nubes: 1038-1042). Dada esta identificación y la caracterización de Sócrates como preceptor de este tipo de uso de la retórica, no es demasiado sorprendente pensar que Platón, preocupado por restablecer la reputación de Sócrates, lo muestre en el Gorgias como defensor de una causa que, aunque débil, es precisamente la de la justicia. En otras palabras, es posible pensar que la discusión platónica entre Sócrates y Polo sea la cara inversa de la narrada por Aristófanes entre Sócrates y Fidípides: mientras en ésta Sócrates enseña a su pupilo a hacer de la causa injusta la más fuerte, en aquella Sócrates enseña al pupilo del sofista Gorgias a hacer de la justa, la más fuerte. Con esta especie de guiño, Platón mostraría la utilidad de una retórica que, si bien se alimenta de los métodos sofísticos, no se opone a la búsqueda de la verdad y, por el contrario, permite convencer de la conveniencia de llevar una vida moralmente buena. En cualquier sociedad en la que el interés privado tiende a superponerse al público, el argumento débil es precisamente el de la justicia, y el fuerte, el de la injusticia. En estos contextos, la retórica es útil para convencer a jóvenes como Polo, con un carácter aún no del todo vicioso, de reorientar su vida y habilidad política hacia un objetivo moral. Esto requiere, sin duda, de una retórica que sea no sólo efectiva, sino además excelente. En últimas, de un orador que no sólo gane pleitos fáciles, sino que gane el pleito más difícil de todos: aquel en el cual la audiencia se encuentra unánimemente en contra de sus afirmaciones. Éste es el

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tipo de audiencia que Cicerón sabía convencer. Es probable, entonces, que Cicerón no se equivoque con el Sócrates platónico y éste sea, en contra de los que defienden al unísono las tradiciones de la retórica y la filosofía, el “mejor y más consumado orador”.

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Inspiración divina en el Menón de Platón Sergio Ariza

Universidad de los Andes

En la sección final del Menón (98b-100c), Sócrates retorna a la pregunta inicial del diálogo: ¿se adquiere la virtud por enseñanza o por algún otro medio? La respuesta es conocida: la virtud no se adquiere por enseñanza, sino que es un tipo de creencia que se da en aquellos en que está presente por una theía moíra, por una adjudicación o disposición divina, y, por lo tanto, es justo llamar a aquellos que la poseen seres inspirados. Éste es el inesperado final de un diálogo que parecía encaminarse a la reafirmación de la tesis socrática de que la virtud es un tipo de conocimiento adquirido en un proceso de enseñanza y aprendizaje. Sócrates mismo ha abogado en una sección anterior del diálogo (87c-89a) por tal posición, pero ha bastado la inspección de ejemplos de políticos tradicionales como Temístocles y Pericles, quienes a pesar de poseer la virtud en alto grado, no han sido capaces de enseñarla, para apartarse de esta conclusión y acoger la tesis de la adquisición por inspiración divina. De este modo, una tesis socrática como la de la enseñabilidad de la virtud es abandonada a instancias de un argumento que les otorga el estatus de ejemplos paradigmáticos de virtud a políticos tradicionales atenienses. Pero la tesis no sólo es cuestionable debido

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a los modelos seleccionados de hombres virtuosos; la idea misma de remontar el origen de la virtud a la inspiración divina parece acercar a Sócrates a la tesis de que la virtud se da por naturaleza pues, como dice Weiss (2001, 167): “Ambas [virtud por inspiración divina y virtud por naturaleza] son adventicias; ni requieren esfuerzo ni significan mérito; y ambas pueden perderse, la segunda por corrupción, la primera por capricho divino”.1 De este modo, la virtud del hombre depende de una fuerza externa y ajena a la voluntad y al mérito del ser humano. La ética platónica parece así derivar en una teología ética (Allen, 1984: 149). Por ello, no ha de extrañar el escepticismo que ha despertado este final en la mayoría de los comentaristas de esta sección, y que les lleva a negar, o bien la tesis de la inspiración divina en su totalidad, o bien alguna parte de ella. Así, unos ven en esta conclusión un ejemplo de escepticismo irónico y consideran que Sócrates procede dialécticamente para ilustrar las consecuencias que se derivan de intentar responder la pregunta por la enseñabilidad de la virtud antes de la pregunta por su esencia (Bluck, 1961: 42-43; Allen, 1984: 149-150). Otros consideran que de este argumento sólo podemos tomar en serio una parte de la conclusión, a saber, que la virtud es una creencia correcta, pero no la segunda parte, que se adquiere por inspiración divina; en lugar de ello, debemos buscar otras fuentes para la adquisición de creencias correctas (Weiss, 2001: 161-170). En contraste con estas posiciones, una minoría considera que Sócrates es completamente serio en su conclusión y que debemos aceptar la tesis de la inspiración divina en su totalidad (Kraut, 1984: nota 82, 302-302; Tarrant, 2005: 72-75). Dominic Scott (2006: 185-193) introduce una lectura que se aparta de las interpretaciones tradicionales, tanto de la irónica como de la seria. Este autor considera que Sócrates es serio y no irónico respecto a la tesis de la inspiración divina, pero sostiene que el tipo de virtud que se obtiene por este medio no es la virtud auténtica, sino algo que le es inferior: una imagen de virtud. De este modo, según Scott, hay dos tipos de virtud que se adquieren por medios distintos: la virtud auténtica es un conocimiento Todas las citas de este capítulo cuyo original está en inglés fueron traducidas por la compiladora.

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que se obtiene por enseñanza; las imágenes de virtud son creencias que se obtienen por inspiración divina. ¿Es, entonces, Sócrates irónico o serio con respecto a su tesis de la inspiración divina? La respuesta a la que aquí se apunta es que la tesis de la inspiración divina es tanto irónica como seria. La tesis es irónica si se la entiende como una definición de lo que es la virtud. La virtud no es una creencia que se obtenga por inspiración divina, es más bien, como sostiene tradicionalmente Sócrates, conocimiento que se obtiene por enseñanza. Pero la tesis de que opiniones correctas sobre la virtud, adquiridas por inspiración divina son guías que llevan a actuar virtuosamente es una tesis seria que nos permite explicar la existencia de hombres grandiosos que han beneficiado a sus sociedades sin que posean auténticos conocimientos de virtud. Mi procedimiento será el siguiente: en primer lugar analizo el pasaje en cuestión e intento mostrar que allí es posible encontrar una noción de virtud que no es compatible con lo que se ha dicho anteriormente sobre este concepto en el diálogo. Se intentará mostrar que toda esta sección del diálogo se asienta sobre la creencia de que la virtud se deja reducir a un catálogo de acciones. En consecuencia el hombre virtuoso en grado excelso sería aquel que ha realizado grandes acciones (como Pericles y Temístocles) y, por lo tanto, son las acciones las que determinan si un hombre tiene virtud o no. Se mostrará que, en oposición a esta concepción de virtud, Sócrates ha abogado en la primera parte del diálogo (70a-80d), donde examina las definiciones de virtud ofrecidas por Menón y en el argumento a favor de la concepción de virtud como conocimiento (87c-89c), por la tesis de que la virtud es un bien del alma. Ello significa que su naturaleza es ante todo psíquica y por tanto no es reducible a un conjunto de acciones. De acuerdo con esta interpretación, se puede concebir la primera sección del Menón como un precedente de la tesis de República, según la cual las virtudes son disposiciones del alma, mientras que la última sección se la puede ver como una retractación de esta tesis a favor de una concepción de virtud que se centra en la acción. Pero no únicamente la concepción de virtud que fundamenta la tesis de inspiración divina es incompatible con la desarrollada en otras secciones del diálogo; igualmente los conceptos de opinión y de inspiración en los que se sustenta tal tesis son altamente incompatibles con lo que se ha expresado anteriormente en el diálogo.

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Estas incompatibilidades llevan a concluir que la tesis de que la virtud es una opinión correcta obtenida por inspiración divina es irónica. Luego se intentará mostrar que, a pesar de que este pasaje es irónico respecto a la definición de la virtud auténtica, Platón reconoce que existe otro tipo de virtud que no es la virtud auténtica pero que se debe reconocer como existente para explicar la presencia de seres extraordinarios que han sido guías de sus ciudades sin que tengan conocimiento auténtico. Este tipo de virtud se puede catalogar como inspirada por la divinidad. Finalmente introduzco una interpretación de la función de la inspiración divina en este pasaje que no resulta incompatible con la posibilidad de que tales creencias se obtengan por otros medios como la práctica y la reminiscencia. La interpretación irónica A continuación ofrezco razones para considerar que la definición de la virtud como una creencia verdadera obtenida por conocimiento no puede ser tomada en serio. Mi estrategia consiste en mostrar que los tres conceptos claves en esta definición, virtud, opinión e inspiración, son elaborados de tal modo que contradicen el análisis de conceptos presentes en este mismo diálogo y que pueden considerarse auténticamente socráticos. Por lo tanto, la definición debe ser rechazada, porque la interpretación de estos tres conceptos es incompatible con otra presentación de ellos mismos que puede ser considerada como la auténtica posición de Platón en el Menón. Virtud En su última intervención en el diálogo (100b), Sócrates reitera su tesis de la prioridad de la definición y advierte que sólo se conocerá cómo se obtiene la virtud una vez se conozca su naturaleza. Sin duda, uno de los objetivos fundamentales del diálogo es advertirnos que la concepción que tengamos de virtud determinará nuestra respuesta respecto a la adquisición de ésta. Debido a esta conexión, es central preguntarse qué concepción de virtud subyace a la tesis de la inspiración divina en la última sección del diálogo. Algunos comentaristas han notado que la concepción de virtud que personifican los políticos tradicionales como Pericles y Temístocles no puede ser la que puede defender Sócrates, pues él mismo ha criticado a estos políticos tradicionales en el

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diálogo Gorgias (519a) y resulta, por lo tanto, inverosímil que Sócrates comparta tal concepción (Weiss, 2001: 168). Pero rechazar la concepción de virtud que subyace a este pasaje porque quienes la encarnan no pueden tener auténtica virtud, no es esclarecedor porque no nos dice nada sobre lo que resulta reprensible en tal concepción. ¿Exactamente qué hay de malo con la supuesta virtud de estos personajes para que debamos rechazarlos como ejemplos de hombres virtuosos? Ésta es la pregunta que, en primer lugar, se debe responder. Sócrates es parco en señalar cuál es el mérito de estos personajes para verlos como ejemplos paradigmáticos de hombres virtuosos. Todos ellos son politikoí y su excelencia política consiste en manejar con acierto las ciudades ([…] hoi politikoì ándres…tàs póleis orthoûsin) (99c1). ¿Qué posibilita que estos politikoí puedan manejar con acierto las ciudades? Dos breves intervenciones de Sócrates al final del diálogo ofrecen la respuesta: en 99c8 afirma Sócrates que los políticos divinos son aquellos que “realizan exitosamente muchas y grandes cosas en lo que hacen y dicen” (pollà kaì megála katorthoûsin hōn práttousi kaì légousi). En 99d4 caracteriza a los políticos poseídos por la divinidad como aquellos que “al hablar realizan exitosamente muchas y grandes acciones” (katorthôsi légontes pollà kaì megála prágmata).2 Aquí claramente la virtud de los politikoí está dada por su capacidad de realizar grandes acciones mediante el discurso público. El criterio para determinar si alguien es un político virtuoso es, entonces, su capacidad de realizar mediante su verbo “pollà kaì megála prágmata”. Se puede observar que Sócrates subraya que las grandes acciones que realiza el político las implementa por medio de su excelencia retórica. Esta alusión a los recursos retóricos de los políticos no puede hacernos perder de vista que el núcleo de la excelencia del politikós radica en lo que realiza, mientras que aquello que dice es el medio para realizar sus acciones. Son la calidad y cantidad de las acciones las que determinan su éxito en dirigir la ciudad y éste determina su grado de virtud política. Por lo tanto, dejando de lado la alusión a la excelencia retórica de los políticos, lo que nos informan estos pasajes es que el criterio último de valoración de la virtud política en esta sección del Menón es la cantidad y la grandeza de las acciones Todas las traducciones del griego son mías. Utilizo la edición de Bluck (1961).

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que los políticos realizan. Lo que esta caracterización saca a luz es la equiparación típicamente griega del hombre virtuoso con el politikós, y éste, a su vez, con aquel que es benefactor de su ciudad mediante un importante conjunto de acciones grandiosas. Son sus acciones las que en última instancia determinan el valor de los politikoí. ¿Hay algo de malo en esta concepción de la virtud? Uno puede pensar, como lo hace Weiss (2001: 168), que lo malo con esta propuesta es que las actuaciones de estos hombres no benefician realmente las ciudades. De este modo el énfasis en la crítica de Platón estaría en el tipo de acciones que ellos realizan. Pero esta interpretación pasa por alto la discusión de la primera parte del diálogo (70a-80d). Allí Menón ha propuesto varias definiciones de virtud, pero se ha enfrentado al rechazo de Sócrates. Una breve reseña de las definiciones de Menón y la crítica a ellas por parte de Sócrates nos puede dar luces sobre la debilidad de la concepción de virtud en esta última sección y aclarar que el problema que Sócrates desea abordar va más allá de la censura de un catálogo de acciones. Así pues, la virtud de un varón consiste, según Menón, en: —“ser capaz de llevar adelante los asuntos de la ciudad y, al actuar así, hacerle el bien a los amigos y el mal a los enemigos, precaviéndose uno mismo de no sufrir tal cosa” (71e3-4); —“ser capaz de gobernar a los hombres” (73c9); —“desear las cosas bellas y tener el poder de procurárselas” (77b4); —“ser capaz de procurarse bienes” (78c1); —“procurarse oro y plata” (78d1).

Es difícil reunir en un solo concepto esta variopinta lista de definiciones. Sin embargo, no resulta implausible pensar que todas ellas subrayan el carácter activo de la virtud, lo que sugiere que el hombre virtuoso es aquel que es capaz de realizar un conjunto de acciones que traen un beneficio para sí. Esto es claro en la tercera definición (77b4), donde la virtud no consiste únicamente en un desear cosas bellas, sino en la capacidad de procurárselas. Si esta idea es correcta, entonces, en la última sección la concepción socrática de la virtud como el realizar grandes acciones no es otra cosa que un eco de las definiciones de

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Menón en la primera sección. En ambos casos el énfasis yace en creer que un catálogo de acciones elogiosas capta la esencia de la virtud. Una crítica que se le puede hacer a esta unificación de las definiciones de Menón bajo el concepto de acción es que parece pasar por alto que lo que impresiona más a un lector desprevenido en estas definiciones no es tanto el énfasis en la acción sino cierta inmoralidad. Menón no parece ser el defensor de la idea de que la virtud es reducible a la acción sin más, sino el propulsor de que la virtud es un tipo de acción: la acción que lleva al beneficio propio independiente de su calidad moral. La última definición de Menón (“la virtud es procurarse oro y plata”, 78d1) parece encarnar ese espíritu amoral de este personaje, al considerar que la virtud no es otra cosa que intentar poseer riquezas. Pero es aquí donde las críticas de Sócrates a las definiciones de Menón nos pueden ayudar a aclarar el tipo de debilidad que Platón desea diagnosticar en las definiciones de Menón. Después de que éste ha definido la virtud como ‘la capacidad de mandar’, Sócrates insiste en que a la definición “ser capaz de mandar” hay que agregarle “justamente y no injustamente” (73d8). Encontramos la misma objeción en 78d4 cuando Menón define la virtud como ‘procurarse bienes’. ¿No debe agregársele a esta definición las palabras “justa y piadosamente”?, pregunta Sócrates. La culminación de tal crítica se encuentra en 78e2 cuando le hace aceptar que no sólo el procurarse bienes es virtuoso, sino también el no procurárselos, siempre y cuando tal cosa se lleve a cabo acompañada de alguna de las virtudes tradicionales. La lección que debe obtener el lector de esta última observación de Sócrates es, en mi concepto, que la virtud no radica en el acto mismo sino en la forma de realizarlo. No realizar una acción puede ser algo más virtuoso que realizarla, pues la virtud es un modo, no una acción x o y. Un punto que se debe tener en cuenta contra la interpretación de que el centro de la crítica de Sócrates es una cierta inmoralidad de Menón es que la actitud de Menón frente a las críticas de Sócrates no la denota. A cada objeción de Sócrates él está dispuesto a conceder que toda acción debe realizarse de modo moralmente correcto. Así tenemos que Menón “olvida” agregar el carácter moral que debe tener toda acción, pero al mismo tiempo parece plenamente consciente de que debe tener tal carácter moral. Incluso, al no pedir una explicación adicional o exigir una justificación, parece que considera tal carácter moral de la acción virtuosa

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como un hecho obvio y evidente por sí mismo. Ello lleva a pensar que el problema de Menón no radica en una debilidad moral, sino más bien en una dificultad intelectual. Mi interpretación frente a esta ambivalencia de Menón es que él no duda en creer que el carácter moral de una acción es una condición necesaria para realizar virtud, pero no considera que sea un rasgo definitorio de ella. El carácter moral, aunque necesario, no es aquello que hace que una acción sea virtuosa. Es más bien la grandeza de ciertas acciones la que determina si el hombre que la realiza es virtuoso o no. Porque resulta destacable procurarse oro y plata o gobernar a otros hombres, Menón incluye tales cosas en sus definiciones de la virtud. Aunque tales acciones deben realizarse de modo moralmente correcto, lo que las hace acciones propias de un hombre que podemos llamar virtuoso y excelente es que se trata de acciones grandiosas que no todo el mundo realiza. Así se hace aún más clara la conexión con la definición de la última sección del Menón (99d) al hablar del hombre virtuoso como aquel que realiza grandes acciones. En ambos casos el énfasis se hace sobre la acción más que sobre el modo como se lleva a cabo. Sin duda, el Menón de la primera sección estaría de acuerdo con la caracterización del hombre virtuoso en 99d como aquel que realiza con éxito megála prágmata. Pero la crítica socrática a la caracterización de la virtud como algo que yace fundamentalmente en la acción no se reduce a señalar que la virtud reposa en el modo de realizar la acción y no en la acción misma. El objetivo al que apunta Sócrates es más sutil y es esencial a su filosofía: la virtud está dada por algo que no se encuentra en la acción sino en el individuo. Se trata de realizar las acciones de modo moralmente correcto, pero este modo moralmente correcto es algo que depende del individuo y que está en el individuo; es algún tipo de habilidad (sea como conocimiento o como opinión) y, por lo tanto, algo que no se puede determinar con un catálogo de acciones. Esta transición de una concepción de virtud que subraya la acción como núcleo esencial de ésta a una concepción que subraya su carácter interno, asentado en la psiquis humana, se puede divisar con mayor claridad en el argumento del Menón (88e-89a), en el que Sócrates aboga por su tesis de que la virtud es conocimiento y, por lo tanto, algo enseñable. La estrategia de Sócrates consiste en mostrar que todo lo que consideramos beneficioso para el hombre depende de la prudencia. Sócrates construye un

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esquema piramidal en el cual los bienes dependen de la guía del alma y el alma a su vez es guiada por la prudencia, con la consecuencia de que es esta última la que constituye la virtud de las acciones buenas de los hombres. La prudencia es aquello que en última instancia es la virtud, porque es aquello que agregado a las acciones las vuelve beneficiosas. Pero la prudencia misma no es una acción sino causa de ésta. Si la prudencia y la virtud son equiparables, como es el objetivo del argumento de Sócrates, entonces la virtud no es reducible a ningún catálogo de acciones. Acciones y virtud son categorialmente distintas. La virtud es una característica del alma y una causante de la acción, pero no la acción misma. En mi concepto ésta es la lección que Sócrates le quiere transmitir a Menón en sus críticas a las definiciones propuestas por este último en la primera sección. De este modo, la concepción de virtud en la última sección como realizar grandes acciones es precisamente la negación de la concepción socrática de virtud y un regreso a lo que Menón piensa de ésta en la primera sección. Quiero insistir en este punto: cuando determinamos que la virtud se halla en un catálogo de acciones, por elogiables y grandiosas que sean esas acciones, estamos modificando por completo el concepto socrático de virtud. El problema aquí no es simplemente usar políticos cuestionables como ejemplos de virtud, pues esta debilidad es fácilmente subsanable cambiando los nombres; el problema tampoco yace en reducir virtud humana a una especie de ésta, virtud política. Aquí el problema sería simplemente que lo que se afirma tiene una validez reducida a un subconjunto de virtuosos: los políticos. El problema es que pasamos de una concepción de virtud a otra completamente distinta. En este caso la definición misma se altera. Opinión ¿Y la epistemología? ¿Es la epistemología la que subyace a la inspiración divina coherente con la epistemología que se ha ido elaborando en las secciones anteriores? ¿Es compatible, en particular, con la teoría de la reminiscencia? Al hablar de epistemología hay que evitar un falso punto de partida. La teoría de la inspiración divina surge como una explicación del hecho de que los guías políticos tienen tantas y tan importantes creencias correctas sin tener auténtico conocimiento. Inspiración divina implica, por lo tanto, una teoría sobre cómo se

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originan creencias correctas. Ello puede llevar a pensar que la inspiración divina riñe con la teoría de la reminiscencia, pues en esta última no es necesario que las creencias sean inculcadas por divinidades, sino que se puedan obtener en un proceso de reminiscencia. Pero esta inconsistencia es sólo aparente. La reminiscencia no explica cómo adquirimos en general creencias, no es una teoría epistemológica sobre la adquisición de creencias correctas, sino que explica cómo adquirimos creencias correctas en una investigación. La teoría de la reminiscencia es una teoría de la investigación, no una teoría general del conocimiento. Las creencias que son recordadas atañen por tanto a creencias que forman parte de un proceso investigativo. Esto, entonces, no excluye que aquel que no investiga obtenga creencias de otra manera, por ejemplo por inspiración divina. De una persona que obtenga así creencias correctas no se podrá decir que está investigando, pero sí que tiene creencias. De hecho, nosotros podemos adquirir creencias de muchas maneras: ellas pueden surgir en una etapa temprana de investigación, o pueden ser adquiridas por nuestra experiencia con los hechos relevantes, o pueden ser deducidas de otras creencias que poseemos, así que Sócrates y Menón están en lo correcto al aceptar varias respuestas a la pregunta de cómo adquirimos creencias. Pero incluso si reminiscencia e inspiración divina son dos fuentes legítimas para obtener creencias verdaderas, ¿por qué asumir que quien precisamente es un guía de la virtud deba obtener las creencias correctas por inspiración y no por reminiscencia? Aunque inspiración y reminiscencia no son excluyentes, el hecho es que en esta última sección la primera vuelve superflua la segunda. ¿Por qué apelar a inspiración si ya se desarrolló una teoría de la reminiscencia? A continuación quiero mostrar que la concepción de virtud como una creencia se sostiene sobre un modelo epistemológico muy distinto del que se ha desarrollado en la sección sobre la teoría de la reminiscencia y que tal concepción explica por qué se debe asumir la inspiración divina como fuente de tal creencia. Sócrates llega a la noción de que los virtuosos lo son por tener creencias correctas por inspiración divina, sosteniéndose sobre una imagen muy famosa sobre la diferencia entre conocimiento y creencia (97a-b). Hay dos formas de guiar exitosamente, nos dice Sócrates, a quienes hacen el camino de Atenas a Larisa, o bien porque se ha recorrido

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el camino y entonces se tiene conocimiento, o bien porque se tiene una creencia al respecto sin haberlo recorrido (posiblemente hemos adquirido la creencia correcta por haber recibido indicaciones de alguien sobre dicho camino). Conocimiento se asemeja aquí al recorrer el camino, creencia al no recorrer, sino al haber obtenido la información por otro medio. Lo que deseo resaltar de este símil es el supuesto de que creencia y conocimiento se obtienen por medios o caminos distintos. Una persona que tiene una opinión correcta sobre el camino a Larisa por haber recibido indicaciones de alguien no la puede convertir en conocimiento escuchando más indicaciones de esa persona. Para obtener conocimiento debe abandonar este medio (escuchar indicaciones) y pasar a otro medio (el recorrer el camino por sí mismo). Creencia y conocimiento no conforman un continuo. Hay un hiato entre una y otro. Existe algo que podríamos llamar discontinuidad epistemológica. En el caso de la teoría de la reminiscencia se traza la diferencia entre conocimiento y creencia sin implicar discontinuidad epistemológica. Lo que podemos aprender de la lección de geometría del esclavo es que existe una unidad entre los diferentes estados cognitivos que constituyen una investigación: creencias falsas —conciencia de creencias falsas—, adquisición de creencias correctas —conocimiento—, todos ellos son etapas del proceso de recordar. Sócrates es muy claro en señalar que la obtención de creencias verdaderas como la adquisición de conocimiento es parte de un mismo proceso, el de reminiscencia (85e). El paso de un estado cognitivo al otro no implica, por lo tanto, tomar otro camino o medio, se trata más bien de profundizar en el mismo camino. Existe algo que podríamos llamar unidad epistemológica. La diferencia entre estas dos maneras de trazar la diferencia resulta ahora clara: si partimos de la teoría de la reminiscencia, vemos que opinión correcta y conocimiento conforman una unidad, mientras que si partimos del símil del camino de Larisa se yergue un abismo, un hiato entre opinión correcta y conocimiento. ¿Qué consecuencias tiene esta diferencia? Quiero resaltar la siguiente: si partimos del símil del camino a Larisa y olvidamos el modelo de la reminiscencia, entonces la enseñanza —como la ha entendido Sócrates en la reminiscencia, esto es, como un proceso que exige partir de mis propias creencias, tomar conciencia de aquellas que son falsas, anhelar purificarme de

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estas creencias falsas, convertirlas en creencias correctas y finalmente convertir aquellas creencias correctas en conocimiento— queda eliminada. La epistemología que resulta del símil del camino a Larisa nos hace olvidar de Sócrates y nos regresa a Menón, pues la famosa paradoja de Menón según la cual no puedo investigar lo que no conozco porque no lo conozco, tiene su fundamento en una discontinuidad entre mis creencias y conocimientos, pues olvida precisamente que aunque no conozca algo lo puedo investigar si tengo creencias correctas, y que la investigación me ayuda a convertir estas creencias correctas en conocimientos. De este modo la tesis de que la virtud es una creencia correcta que se obtiene por inspiración divina es, en el plano epistemológico, incompatible con lo afirmado anteriormente, no sólo porque deja de ver la virtud como un tipo de conocimiento para considerarla un tipo de opinión, sino que la noción misma de opinión surge en el marco de un modelo epistemológico que se diferencia substancialmente del modelo socrático de la reminiscencia. Inspiración Pero detengámonos en el concepto de inspiración. Sócrates dice en esta última sección del diálogo que lo característico del inspirado es que habla sin tener conocimiento de lo que habla. Inconsciencia de su propio discurso es la nota característica del inspirado. Este tipo de inspiración es propia de políticos, poetas y adivinos, y es claro que llamar a alguien inspirado de este modo es más un insulto que un gesto de reconocimiento de la presencia de la divinidad. El diálogo mismo (92c-d) nos ofrece un ejemplo de este tipo de inspiración cuando Anito insiste en que él sabe qué tipo de personas son los sofistas a pesar de no tener ninguna experiencia que lo relacione con éstos: “Quizás eres un adivino (mántis)”, es el comentario de Sócrates. Es claro que Sócrates no cree que Anito, incluso si su apreciación de los sofistas como corruptores es correcta —como al parecer lo es—, tiene auténtico conocimiento divino al respecto. Más bien, no es difícil conjeturar que Sócrates se da cuenta de que la opinión de Anito es, ante todo, un prejuicio sin fundamento y nada más. En realidad, esta breve escena es el precedente,

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y quizás la indicación más clara, de cómo valorar su tesis de que los políticos tradicionales han recibido sus opiniones correctas por disposición divina: los políticos tradicionales están tan inspirados por la divinidad en su quehacer político como lo está Anito en su valoración de los sofistas como corruptores. Pero ahora preguntémonos: ¿es ésta la única forma de entender la inspiración en el Menón? Debemos volver a mirar el pasaje sobre la teoría de la reminiscencia. Allí Sócrates ha dicho que escuchó tal teoría de sacerdotes divinos que se preocupan por “dar razón (lógon didónai)” de su ministerio o de los asuntos de los que se ocupan (81a11). Detengámonos en esta expresión: lógon didónai, dar razón, justificación, explicación o cuenta de lo que se dice. Estos sacerdotes no se limitan a expresar el conocimiento divino que tienen, ellos intentan justificarlo y explicarlo. ¿Cómo? Por ejemplo con la teoría de la reencarnación para explicar el sistema de recompensas y castigos divinos. Inspiración en este caso no implica conocimiento, pero tampoco implica mera inconsciencia, como sugiere la última sección del diálogo. Aquí de nuevo encontramos una incongruencia entre esta última sección y una teoría que ha desarrollado Sócrates en las secciones anteriores. Obsérvese que resulta muy sospechoso que teniendo un modelo de inspiración más positiva utilice, para hablar de los hombres virtuosos, aquel que resulta más desfavorable. Entonces no sólo en cuanto a la concepción de virtud y epistemología, sino también en cuanto al entendimiento de inspiración, vemos cierta incongruencia entre este pasaje y otras presentaciones de los mismos temas por parte de Sócrates. En vista de estas dificultades, es plausible concluir que la tesis de que la virtud es una creencia que se obtiene por inspiración divina es irónica y no expresa la posición de Platón mismo ni, como he intentado mostrar en el apartado anterior, del Sócrates del diálogo. Lo que he intentado resaltar es que la debilidad de esta tesis radica en que está construida con material que no es el mejor disponible en el diálogo. Las concepciones de virtud, opinión e inspiración en las que se basa resultan conflictivas con sendas posiciones que se desarrollan y discuten en el diálogo en torno a estos tres aspectos.

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Interpretación seria Pero reconocer que la tesis de la inspiración divina como una definición de virtud es irónica no debe implicar pasar por alto el hecho de que Platón mismo reconoció que la virtud se puede obtener por un proceso diferente al conocimiento aunque no se trata de la virtud stricto sensu. Esto es, Platón parece reconocer que junto a la virtud auténtica poseída por conocimiento existe otro tipo de virtud que no es de la misma calidad de ésta y que tiene el carácter de ser una imagen de ella. De hecho, Platón reconoce que existe un tipo de virtud que poseen personas corrientes que no se ha obtenido por conocimiento sino por un proceso de práctica; se trata no de virtud auténtica sino de una virtud popular (demótica) que ha de ser contrastada con la virtud auténtica o filosófica. Fedón (82a11) es la mejor caracterización de tal virtud en la que Sócrates habla de “los que han practicado la virtud popular y cívica (tēn dēmotikèn kaì politikèn aretèn), a las que se les llama moderación y justicia, y que se desarrollan a partir del hábito (éthous) y la práctica (melétēs) sin filosofía y sin intelecto”. Sin duda, esta virtud adquirida por hábito y práctica no es conocimiento sino opinión. Una pregunta que se debe responder es si la última sección del Menón —una vez que se ha aclarado que aquí no se caracteriza la virtud auténtica— hace referencia a virtud demótica y por tanto está afirmando que ésta es una opinión que se obtiene por inspiración divina. ¿Es éste el mensaje final de la última sección del Menón? Es tentador considerar que en esta última sección Platón caracteriza la virtud demótica; en particular aquí hace claro el contraste entre virtud auténtica y virtud demótica basado, a su vez, en el contraste entre conocimiento y creencia. Esta lectura no es novedosa y cuenta ya con una respetable tradición.3 Sin embargo, hay dos diferencias fundamentales entre la virtud demótica y la virtud del Menón, la primera es que la virtud demótica se obtiene por práctica, una opción que Menón contempla en su pregunta inicial sobre la enseñabilidad de la virtud (70a), pero que a lo largo del diálogo es ignorada y nunca recibe tratamiento. 3

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Ver Thompson (1901: 228-230), quien se siente entusiasta por esta lectura y hace un recuento de autores a quienes se les puede relacionar con esta posición.

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Se prefiere entonces la opción de la inspiración divina. La segunda diferencia se halla en el papel que desempeña el hombre virtuoso en la ciudad. La virtud demótica torna a un hombre en un ciudadano tal que es capaz de obedecer a los dirigentes y las leyes de la ciudad. El ejemplo paradigmático son los guardianes de República cuya misión es vigilar que los lineamientos de los gobernantes filósofos se respeten en todos los estamentos de la sociedad sin que ellos mismos gobiernen. La virtud del Menón torna a un hombre en un guía (hēgemōn) de los otros hombres, lo convierte en un auténtico politikós. Es de este hombre virtuoso excelso, que es capaz de servir de guía en una ciudad, que trata la última sección del Menón. La virtud demótica crea gobernados virtuosos; la virtud del Menón crea gobernantes virtuosos.4 Esta diferencia no se puede perder de vista para entender la última parte del diálogo: lo que se está investigando es qué tipo de virtud tienen hombres extraordinarios que merecen ser guías de los otros y no se está simplemente indagando por la virtud del hombre corriente. Una vez aclarado de qué tipo de virtud trata el Menón, surge la pregunta de si este diálogo contempla la idea de que esta virtud excelsa se puede obtener por inspiración divina. La respuesta es claramente que no, porque el guía de la última sección del Menón no es un guía de la auténtica virtud. Precisamente, lo que han puesto de manifiesto algunas de las mismas reflexiones hechas en este ensayo sobre la esencia de la virtud muestra que tal guía no es virtuoso en un sentido socrático, porque su excelencia consiste básicamente en realizar grandes acciones y no en su excelencia psicológica. Si este hombre tuviera excelencia psicológica, tendría conocimientos de virtud y no meras creencias, y si tuviera conocimientos de virtud, su forma de guiar a los otros consistiría en enseñarles la virtud, esto es, en volverlos virtuosos, o, como el propio Sócrates lo expresa, en convertir a otros en políticos: el político auténtico es el que hace a otros políticos (100a1). Correctamente Scott (2006: 198) rechaza que la virtud del Menón es demótica, pues considera que en el primer caso se trata de una “extra-ordinary quality” y que esto no vale para la virtud demótica. Sin embargo, Scott fracasa en especificar en qué consiste esta cualidad extraordinaria.

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Pero ello no significa que Platón no contemple la posibilidad de que existan guías que son como sombras en comparación con los guías auténticos (para utilizar de nuevo una imagen de 100a). Estos guías se parecerían más a los políticos tradicionales en quienes su excelencia consiste en la capacidad de guiar una ciudad en asuntos políticos vulgares de acuerdo con cánones de justicia corrientes de manera correcta. Ellos no tienen la auténtica virtud política porque no son capaces de transformar a sus conciudadanos en hombres virtuosos, puesto que no tienen conocimientos de virtud, pero ellos pueden aun tener una virtud que no es auténtica pero sí valiosa porque conducen de manera justa y exitosa una ciudad. ¿Esta última sección del Menón habla de este tipo de guías y nos sugiere que si existen ellos, obtienen su virtud por inspiración divina? Creo que Platón está obligado a aceptar que existe otro tipo de guías que no poseen la virtud auténtica desde que acepta que la opinión verdadera, y que no sólo el conocimiento, es guía para el ser humano (97b-c). Resulta difícil de explicar que acepte la opinión verdadera como guía y, sin embargo, no acepte hombres como guías a partir de opiniones verdaderas. Pero, insisto, ellos no poseerán auténtica virtud ni serán auténticos políticos, entendiendo por ello la capacidad de volver a los otros virtuosos. Si admitimos que esta sección del Menón acepta la existencia de guías virtuosos que poseen una virtud que es no auténtica, pero, en todo caso, valiosa, surge la pregunta por el origen de su virtud: ¿por qué suponer que tal origen es la inspiración divina? ¿Por qué no asumir que obtienen estas creencias por hábito y práctica de la misma manera como se obtiene la virtud demótica? La inspiración divina surge como explicación del hecho de que estos hombres posean tales opiniones que son muy importantes y que no son opiniones corrientes sin conocimiento. La razón fundamental parece ser que la excelencia de las opiniones de estos hombres sólo puede ser explicada por inspiración divina. De este modo, los hombres virtuosos deben el contenido de sus creencias a la divinidad. Pero es posible abrir otra línea de interpretación: la deficiencia fundamental entre opiniones correctas y conocimiento es, según Sócrates, la inestabilidad de las primeras (97e-98a). Opiniones correctas no quieren permanecer y esto las vuelve menos valiosas que el conocimiento. Una forma de volverlas

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permanentes es por medio de un aitías logismōi, por una cadena causal que las ate y les otorgue permanencia. Pero ello implica convertirlas en conocimiento y el hombre que posea éstas sería un auténtico politikós y no meramente un reflejo de éste. ¿Existe otra forma de otorgarles estabilidad a las creencias correctas? Sugiero que sí, que precisamente la divinidad nos ayuda a que las creencias correctas perduren y así poder guiar correctamente. Es claro que un buen guía para conducir con buen éxito una ciudad debe poseer no sólo opiniones correctas sino estabilidad en ellas. Ello se desprende del símil del camino a Larisa. El buen guía es sólo aquel que guía a los otros hasta el final del camino. Es la persona que no pierde su objetivo y no se confunde con las posibles trampas que se encuentre en el camino. La pregunta es: si sólo posee creencias (que por naturaleza son inestables), ¿cómo puede ser un buen guía (si ser guía exige estabilidad de creencia)? La respuesta que sugiere el Menón es: por inspiración divina. Si se acepta esta explicación, la inspiración divina no nos ofrece tanto el contenido de las creencias, sino la estabilidad de éstas. De este modo, la inspiración divina no resulta incompatible con otros modos de obtener creencias correctas como lo es el hábito o la reminiscencia. ¿Cuál es el mensaje final de esta sección del Menón? El ideal de hombre virtuoso socrático es aquel que posee conocimientos de virtud y cuya actividad benefactora consiste en volver a los otros hombres virtuosos en un proceso de enseñanza. Este hombre es el auténtico guía y el auténtico politikós. Se trata del politikós que hace a otro politikós, apelando una vez más a las palabras expresadas por Sócrates en 100a. La misma idea se encuentra en Gorgias 521d cuando Sócrates se autocaracteriza como un auténtico practicante del arte de la política porque se dedica a volver a los otros virtuosos. Todo otro guía no puede ser considerado ni auténticamente virtuoso, ni un auténtico guía, ni un auténtico político. Pero el Menón, si el razonamiento anterior es cierto, reconoce que, al margen de estos hombres ideales, existen otros hombres a los que se les puede considerar semejantes a los guías y políticos ideales aunque no posean conocimiento sino opinión. Estos hombres extraordinarios han obtenido sus creencias quizás por medios normales, pero la estabilidad de que hacen gala, al no perder tales creencias en su proceso de guiar, sólo puede ser explicada por ayuda de la intervención divina.

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El residuo de lo irracional: reflexiones a propósito de algunos diálogos platónicos* María Angélica Fierro Conicet

El propósito del presente trabajo es señalar, tomando como referencia algunos textos de Platón, que su exaltación en ellos de las potencialidades de la racionalidad humana va acompañada por el reconocimiento de aspectos irracionales de nuestra condición como seres humanos que dificultan o deterioran la operatividad de la razón. Asimismo que, si bien estos factores son susceptibles de ser encauzados apropiadamente y en este sentido “racionalizados”, como ocurre en la estructura psicofísica del filósofo, incluso en este caso hay siempre un resto que se resiste a una regulación de este tipo. Procuraremos así mostrar que, por una parte, en la filosofía platónica se expresa confianza en que el hombre, gracias a su capacidad racional, puede acceder a un “conocimiento experto” o epistémē de la * En mis traducciones y referencias al texto griego de las obras de Platón y Aristóteles sigo las ediciones de Burnet y Bekker.

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realidad en general, que organice su existencia individual y, finalmente, incluso comunitaria. En diálogos tempranos esto se expresa por medio de la tesis del intelectualismo socrático, según la cual obramos indefectiblemente de acuerdo con nuestra comprensión de lo bueno; en diálogos de madurez, como Fedón y República, o de transición a la vejez, como Fedro, en la afirmación de que efectivamente podemos acceder por medio de nuestra razón al conocimiento de las ideas y modelar de acuerdo con éste nuestra vida, tanto en el ámbito personal como político. Pero, por otra parte, señalaremos que, en estos mismos textos, se admite de diversos modos que el desarrollo de la razón enfrenta límites u obstáculos para lograr un funcionamiento pleno que le permita alcanzar un conocimiento experto de este tipo. En los diálogos socráticos la indicación de algún tipo de restricción en la operatividad de la racionalidad se evidencia en el hecho de que la epistémē acerca de cómo debemos vivir —incluya o no aspectos disposicionales de orden desiderativo y emocional— no sería en principio asequible ni a Sócrates ni a sus interlocutores, dado que el élenchos socrático no parecería generar resultados positivos en cuestiones morales que sean susceptibles de constituir un sistema de creencias morales que conformen un “conocimiento experto” infalible. En cuanto a las otras tres obras que se van a considerar, se daría en ellas cuenta explícitamente de que hay factores irracionales, tales como el sôma mortal en el caso de Fedón y las partes apetitiva e irascible del alma en República y Fedro. Asimismo, se daría cuenta de que éstos interfieren con la actividad racional, se resisten a ser controlados por la razón y, si bien su influencia puede ser disminuida o incluso reconducida a los objetivos de la racionalidad, nunca pueden ser completamente eliminados. Debido a la subsistencia de este resto irracional, el desarrollo pleno de la racionalidad sería para el hombre un ideal que puede alcanzarse en mayor o menor medida, pero nunca en forma absoluta, incluso en el caso de los que llevan una vida filosófica. Nuestra interpretación, si bien admite los quiebres que la lectura evolucionista tradicional suele trazar en la obra platónica, se suma a su vez a los que destacan líneas de continuidad entre los diálogos.1 Un ejemplo típico de la lectura evolucionista es Guthrie (1975), quien distingue, de acuerdo con criterios doctrinales, literarios y estilométricos, tres grupos

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Respecto al tema que nos ocupa, el punto de inflexión que suele plantearse es el siguiente: a) el Platón “socrático” de los primeros diálogos habría sostenido, en probable consonancia con el Sócrates histórico, la tesis del intelectualismo moral de que el conocimiento del bien implica la realización práctica del bien; b) el Platón propiamente “platónico” de los diálogos de madurez habría admitido la intervención de factores irracionales en las fuentes de motivación de nuestras acciones con la teoría tripartita del alma que aparece en República, las cuales podrían desviar nuestras acciones del deseo de la razón por lo auténticamente bueno.2 La concepción de República, por otra parte, supuestamente se opondría a la concepción del ser

fundamentales en los diálogos: “aporéticos, tempranos y socráticos”, como Apología, Gorgias, Laques y Eutifrón; “dogmáticos y de madurez”, como Fedón, Banquete y República; “críticos o de vejez”, como Timeo, Parménides y Sofista. Similarmente Vlastos (1983: 54-58) diferencia entre los diálogos socráticos y los propiamente platónicos, entre otras cosas, a partir del empleo que se hace del élenchos en los primeros. Irwin (1995: 13-37) destaca también cómo los diálogos socráticos reproducirían tesis características del Sócrates histórico, tales como su interés exclusivo en cuestiones éticas y la ausencia de la teoría de las ideas en los diálogos de juventud. Concordamos con ellos en que los diálogos que se suelen agrupar en estas tres clases presentan relaciones de parentesco que están ausentes en los otros. Sin embargo, adherimos a su vez a los que reconocen una continuidad profunda entre los diálogos. El representante máximo de esta interpretación unitaria de la obra platónica ha sido Shorey (1965) pero, de otro modo, también autores como Kahn (1996), que con su lectura proléptica de los diálogos representa hasta cierto punto una lectura antievolucionista. Rowe (2007: 6-8, 28-36) también destaca la continuidad profunda entre el Sócrates de los primeros diálogos y la producción platónica posterior, en su caso destacando los elementos socráticos que perdurarían en la obra de Platón hasta el fin de su producción. Aquí tomamos de modo global la categoría de diálogos tempranos sin atender a las diferencias y matices que se pueden establecer entre unos y otros. En cuanto a Fedón y República son unánimemente clasificados como de madurez. En lo que se refiere a Fedro es considerado en general medio-tardío o tardío (ver Rowe, 1986: 13-14). Las distintas aproximaciones en cada diálogo respecto de temáticas similares se relaciona también con la conexión entre forma y contenido que debe tenerse en cuenta cuando nos aproximamos a cualquier obra platónica, como ya señalara Stenzel (1940). Ver, por ejemplo, Irwin (1995: 369). Este tipo de interpretación aparece también en el clásico trabajo de Dodds (1983: 200-201).

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humano como psyché-sôma de Fedón en la que el cuerpo se constituye como polo de la irracionalidad, mientras que el alma, identificada con la razón, es una entidad esencialmente simple, a diferencia de la estructura psíquica constituida en tres partes que aparece en República.3 En cuanto a Fedro, como diálogo de transición, aunque en puntos como la noción de dialéctica presentaría nociones platónicas más propias de la vejez, se mantendrían, no obstante, en el mito del carro arrastrado por los corceles alados del segundo discurso de Sócrates, las concepciones antropológicas propias del período de madurez, como la oposición psyché-sôma del Fedón y la teoría tripartita del alma de República.4 Tal como intentaremos sugerir aquí, los puntos aparentemente antinómicos que presentan estas posiciones en los textos por considerar podrían reconciliarse si pensamos que el intelectualismo moral de los diálogos socráticos y la simplicidad del alma de Fedón serían para Platón un ideal para alcanzar. Esto implica que la vida filosófica consistiría en una racionalización y simplificación en el mayor grado posible de los aspectos irracionales que surgen en el alma por su unión con el sôma, tal como se plantea en República y Fedro. El intelectualismo socrático de los diálogos tempranos y los límites de la racionalidad humana No es nuestro propósito aquí realizar una discusión exhaustiva del debatido tema del intelectualismo socrático en los llamados diálogos tempranos, así como de otras cuestiones controversiales a él vinculadas.5 Querríamos tan sólo señalar en qué sentido podría establecerse una continuidad entre esta tesis y los planteamientos acerca de elementos irracionales en nuestra constitución psicofísica que encontramos en diálogos posteriores como Fedón, República y Fedro. A este Ver, por ejemplo, Lorenz (2006: 36-37), Robinson (1995: 43) y también Dodds (1983: 200).

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La combinación de la concepción antropológica de Fedón con la de República especialmente en lo referente al cuerpo se ha tratado en Fierro (en prensa).

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Nos referimos fundamentalmente al problema de la unidad de la virtud, del élenchos socrático y de la falacia socrática en la búsqueda de las definiciones que brevemente mencionaremos más adelante.

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respecto, procuremos mostrar que, sea como sea que se entienda la comprensión del bien que determina nuestro obrar de acuerdo con la tesis intelectualista de Sócrates, no parece factible que un “conocimiento experto” o epistémē en el ámbito moral pueda ser alcanzado de modo acabado. Con ello habría en estas obras una admisión implícita de que no es posible para la razón humana ejercer una determinación completa sobre nuestra existencia. La afirmación característica del intelectualismo socrático, “nadie obra mal voluntariamente”, es posible entenderla también como “nadie obra mal a sabiendas”, dado que implicaría que, al tiempo que siempre todos queremos lo bueno, obraríamos a la vez indefectiblemente de acuerdo con nuestra comprensión de lo bueno. Así leemos, por ejemplo, en Men. 78a4-8:6 Sócrates.— Ahora bien, ¿hay alguien que quiera (boúletai) ser infeliz y desventurado? Menón.— Me parece que no, Sócrates. Sócrates.— Por lo tanto, nadie quiere (boúletai) los males, Menón, si es que no quiere (boúletai) ser así. Pues, ¿qué otra cosa es ser infeliz que desear (epithymeîn) los males y conseguirlos?

Dado entonces que la ignorancia de qué es lo bueno sería la única causa de nuestro mal obrar, la instrucción respecto a qué es realmente bueno sería el modo de revertir esta situación. Esto conllevaría, por otra parte, según la interpretación tradicional, la omisión de la influencia de las motivaciones y emociones en la conducta humana, la reducción de la responsabilidad de nuestras acciones al grado de eficiencia de nuestra capacidad intelectual, y la imposibilidad de dar cuenta de fenómenos morales como la akrasía o “debilidad de la voluntad” en la que el placer predomina sobre el conocer qué es lo bueno en la ejecución de nuestras acciones. El ejemplo clásico al respecto es el conocido pasaje de Pro. 352b5-c2:7 Consideramos que diálogos como Menón, Protágoras, Gorgias, Eutidemo y Cármides, a los que nos referiremos en las próximas páginas, reflejan en este punto, en cuanto son en general considerados diálogos tempranos o tempranomedios, tesis “socráticas”.

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Ver Pro. 352a-358d y también 345c-e.

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[para la mayoría (toîs polloîs)], existiendo muchas veces en el hombre el conocimiento (epistémēs), no es él quien lo rige, sino algo distinto (en ciertas oportunidades la impulsividad, otras el placer, otras la pena, alguna vez la pasión erótica y muchas veces el miedo). [Pues la mayoría] concibe el conocimiento (epistémēs) como un rehén de guerra arrastrado para todos lados por cualquier otra cosa”.

Sócrates, en cambio, parecería dejar de lado la influencia de factores irracionales en nuestro obrar que reconocen la mayoría de los hombres, al condicionar nuestro actuar indefectiblemente al conocimiento de lo bueno8 y, en este sentido, suponer que la razón puede realizar un control absoluto sobre nuestras acciones. La propuesta socrática planteada en estos términos resulta chocante a la luz del sentido común que nos enfrenta continuamente con la evidencia de que muchas veces obramos en contra de lo que creemos que es bueno, tal como ya había ilustrado tan bien para ese entonces la tragedia griega.9 Estas contradicciones y paradojas del intelectualismo socrático están relacionadas con cómo se entiende el conocimiento al que allí se hace referencia y con quiénes serían los legítimos poseedores de este conocimiento. En efecto, en los llamados primeros diálogos el personaje de Sócrates se refiere reiteradamente a un conocimiento experto de lo bueno o epistémē —también denominado a veces téchnē, a veces sophía—10 Sobre el intelectualismo socrático, ver notas 12-16 infra.

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Ver Vernant y Vidal-Naquet (1982), Nussbaum (1986), Bieda (2008). Un ejemplo clásico son los versos 1078-1080 de la Medea de Eurípides que sintetizan el conflicto ético de la obra: “Comprendo (manthánō), sin duda, de qué tipo son los males que voy a realizar (tolmêsō kaká). Pero mi impulsividad (thymós) —responsable de los mayores males (megístōn aitíos kakôn) para los mortales— es más fuerte que mis deliberaciones (boulemátōn)”.

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Rist (1964: part. 2, cap. 1) señala que el término epistémē implica tanto ‘conocer que’ como ‘conocer cómo’ y esto explica por qué muchas veces las reflexiones de Platón sobre la epistémē están usualmente ligadas a análisis sobre la téchnē. Asimismo, sophía ya desde Homero designa un saber hacer en el ámbito de la política y las artes, y en el siglo vi empieza a usarse también para referirse a la incipiente cultura científica, ver Hadot (1998: cap. 4).

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que, como el de las téchnai particulares, tales como la medicina, la escultura, la arquitectura, la geometría, nos proporcionaría un fundamento seguro, pero no ya sobre un campo restringido como el de estas ciencias y artes, sino sobre un ámbito absolutamente general, tal como: cómo debemos obrar, cómo ser felices, cómo tener una vida buena.11 Si este conocimiento al que hace referencia Sócrates, y que se relaciona con la identificación de la areté con la sabiduría,12 consiste en algo más ambicioso que las meras creencias de cada uno respecto de qué es bueno, esto proporcionaría la razón de que no derive en tales casos en un buen obrar, a saber, porque no se ha llegado a un conocimiento en sentido estricto de lo bueno —el cual tendría como características relevantes el ser necesariamente verdadero e infalible—. Y así, al obrar de acuerdo con creencias a veces verdaderas a La téchnē es caracterizada como un conocimiento de lo que es mejor para su objeto en Gor. 464a-465a; en el terreno moral, ello sería lo bueno para la vida en general. En Carm. 174d4 se habla de una epistémē agathoû te kaì kakoû. En Eutd. 277e-282e el conocimiento —sophía; epistémē— es componente necesario de la felicidad o incluso idéntico a ella; sería además un “arte regio” (he basilikè téchnē), probablemente en referencia a la ciencia política, que se ocuparía de “dirigir y gobernar todo” con el fin de “proporcionar bienestar a la sociedad” (he aitía toû orthôs práttein en tēî pólei) y de ofrecernos algo beneficioso (ophélimon) y bueno (agathón). Sin embargo, no se puede llegar a una respuesta sobre en qué consistiría exactamente este saber. Ver Eutd. 288d-290d. El Menón refiere también a la necesidad de conocer qué es la virtud para actuar virtuosamente al tiempo que se la identifica con el conocimiento, pero sin poder definir en qué consistiría este conocimiento. Woodruff (1996) denomina conocimiento experto a esta téchnē, pero destaca en éste su componente teórico, que serían las definiciones respecto de la virtud que plantea Sócrates a sus interlocutores y no el aspecto práctico.

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Sobre la unidad de la virtud, ver Vlastos (1996) para quien las virtudes no son idénticas, sino similares y coextensivas. Por su parte, Woodruff (1996) sostiene que las virtudes son una en su esencia. Según Penner (1996), la unidad de la virtud indica una identidad que hace referencia a un idéntico estado del alma. Irwin (1995: 148-149, 394) sostiene que en los diálogos socráticos hallamos predominantemente la tesis de la unidad de la virtud, cuyo argumento básico es que el resto de las virtudes son reducibles a la sabiduría en cuanto arte de medición métrica hedónica, mientras que en República Platón se inclinaría más por la tesis de la reciprocidad de las virtudes, según la cual el que posee una virtud debe poseer todas las otras.

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veces falsas, obramos a veces bien y a veces mal.13 Se explicaría también otra afirmación paradójica de Sócrates —la de que no hagamos muchas veces lo que queremos— puesto que lo que queremos es lo verdaderamente bueno y para discernirlo siempre adecuadamente es necesario un conocimiento propiamente dicho o epistémē y no meras opiniones respecto de éste. Una formulación de este tipo del intelectualismo socrático supondría que la razón en caso de adquirir un conocimiento experto podría de modo apodíctico determinar nuestro obrar. Ésta no deja, no obstante, abierta la objeción de que se trataría de una explicación excesivamente intelectualizada de nuestro obrar, puesto que los aspectos irracionales como voliciones y emociones que intervienen quedarían aquí reducidos a creencias verdaderas y falsas en la mayoría de los casos, por lo que obraríamos a veces bien, a veces mal; todas necesariamente verdaderas si alcanzáramos un conocimiento experto, en cuyo caso obraríamos siempre bien. Esta interpretación estándar del conocimiento moral al que hace referencia Sócrates está relacionada con una manera de entenderlo que podemos remontar a Aristóteles, quien describe la ética socrática como una suerte de epistémē o ciencia deductiva y apodíctica que el estagirita Así resume la posición del intelectualismo socrático Boeri (1999). Algunos han criticado, no obstante, que recurrir aquí a la diferencia que Platón establece entre dóxa y epistémē implica importar la epistemología de los diálogos medios a los diálogos tempranos (Berverslius, 1996). Autores como Vlastos (1996) optan por distinguir entre creencias no justificadas, creencias justificadas a través del élenchos, que es el tipo de conocimiento que el Sócrates de los primeros diálogos podría alcanzar, y el conocimiento infalible o epistémē. Woodruff (1996), por su parte, diferencia entre un conocimiento experto o téchnē y un conocimiento común no experto. El problema del intelectualismo socrático está enlazado además a los debates respecto del élenchos ­­­—cf. n. 17 infra— y a la cuestión de la “falacia socrática” que refiere al problema de que la búsqueda de Sócrates de definiciones en el plano moral supondría que hay que conocer previamente la definición de lo justo, lo santo, lo valiente para poder reconocer casos individuales de justicia, santidad y valentía, al tiempo que estos casos serían los puntos de partida para alcanzar la definición (Geach, 1966). Una manera de disolver la falacia es tomar la posición de Woodruff (1996) de que en el élenchos se hace uso del conocimiento común cuyas creencias pasan a ser examinadas en el interrogatorio socrático, mientras que la definición que se busca apuntaría al “conocimiento experto” o téchnē que en estas obras nunca se alcanza.

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cuestiona (E. N. 6, 1144b17-21) a la luz de su propia propuesta ética. En efecto, en su ética Aristóteles subraya, opuestamente a su propio modelo de ciencia deductiva, la importancia de una base disposicional de las motivaciones en la adquisición de la phrónēsis o sabiduría práctica, la intervención de aspectos contingentes que no existen en una epistémē apodíctica, así como la posibilidad de la akrasía, esto es, de conocer qué es lo bueno y, no obstante, obrar contrariamente a este conocimiento (E. N. 7, especialmente, 1145b21-28).14 Intérpretes como Segvic (2006), en cambio, y, de distinto modo, Strycker y Penner15 aproximan el saber de lo bueno al que refiere Sócrates en los diálogos tempranos a la phrónēsis aristotélica y lo conciben como un conocimiento que incluye siempre un ingrediente volitivo además de cognitivo y que supondría el haber logrado una configuración racional de toda nuestra estructura motivacional. Ahora bien, aunque en ambos casos se podría hablar de un racionalismo moral —esto es, ya interpretemos que en los diálogos tempranos el conocimiento experto de lo bueno incorporaría los factores irracionales bajo la forma de creencias verdaderas, ya porque la epistémē moral incluiría además de la estructura cognitiva apropiada una configuración motivacional que responda a las pautas de la razón—, lo cierto es que esta conducción infalible de nuestras acciones por un conocimiento experto sólo podría plantearse como una suerte de idea regulativa en la medida en que en el escenario de los diálogos no aparecen, al menos de modo evidente, sujetos poseedores de una sabiduría moral de estas Sobre la akrasía en Sócrates y Aristóteles, ver Boeri (1999). Ver también Ackrill (1980) y Furley (1977). Gómez Lobo (1989, 1995) lleva hasta sus últimas consecuencias la interpretación aristotélica de la ética socrática al procurar demostrar que en diálogos como Apología, Critón y Gorgias Sócrates estaría planteando un sistema coherente de principios éticos deducibles de un grupo reducido de premisas. Es de un sistema de tales características del que se seguiría more geometrico nada menos que su aceptación de la sentencia a muerte dictada por la corte de Atenas.

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Strycker (1994), para quien la sabiduría moral de Sócrates no es algo meramente abstracto, sino que incluye el deseo por lo bueno de parte del agente. Ver también Penner (1996), quien sostiene que la sabiduría como conocimiento del bien y del mal es la fuerza motivacional que es idéntica en todas las virtudes.

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características. En efecto Sócrates, al mismo tiempo que proclama la necesidad de una sabiduría tal, se reconoce, por un lado, a sí mismo como carente de un conocimiento de este tipo y, por el otro, demuestra a los distintos candidatos que examina mediante el élenchos que ellos también están faltos de un saber de esas características.16 En principio el élenchos parece ser “destructivo” y arrojar sólo resultados negativos en la medida en que únicamente conduce al interlocutor a contradecir su tesis inicial. Pero, incluso en el caso de que acordemos con algunos intérpretes en que el élenchos tiene una función también positiva o “constructiva”, en cuanto se establecerían como verdaderas proposiciones tales como que “es mejor cometer injusticia que padecerla” en Gorg. 508b-509c, no es posible caracterizar de por sí la colección de creencias de este tipo como un conocimiento en el sentido estricto en que se lo caracterizaría desde el intelectualismo socrático.17 Por lo tanto, a lo sumo se puede hablar de un progreso al mismo tiempo moral y cognoscitivo en el sentido de que Sócrates a lo largo del élenchos obliga al interlocutor a revisar algunos presupuestos centrales que conducen su vida y a considerar la validez de otros diametralmente opuestos, aunque en muchos casos nos quedan en realidad dudas respecto del entusiasmo de los interrogados en relación con la nueva propuesta existencial que emerge de su diálogo con Sócrates. Así pues, este conocimiento aunque deseable no parece que sea fácil de ser alcanzado ni que todos estén dispuestos a alcanzarlo. Esta circunstancia problematiza la posibilidad de una efectiva realización, al menos de modo absoluto, del racionalismo moral y en consecuencia, podemos conjeturar, de una erradicación total de factores irracionales que pueden interferir en el logro de una condición racional en forma absoluta. Esto es tematizado de distinto modo en diálogos como Fedón, República y Fedro. Sócrates poseería algún tipo de conocimiento, pero no un “conocimiento experto”.

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La función del élenchos como eminentemente destructiva fue señalada por Robinson (1953). En su famoso artículo “The Socratic elenchus”, Vlastos (1996) destacó la aspiración constructiva del élenchos a pesar de que por medio de él no se podría probar otra cosa que la inconsistencia de las proposiciones asentidas por el interlocutor. Los argumentos de Vlastos fueron a su vez cuestionados de distinto modo por autores como Benson (1987) y Brickhouse-Smith (1984).

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El sōma mortal como fuente de irracionalidad en Fedón En Fedón, si bien se afirma sin ambages, a diferencia de los diálogos tempranos, que el alma puede conocer en vida las ideas y en este sentido adquirir conocimiento en sentido estricto, éste se ve restringido en mayor o menor medida en cuanto toda alma humana —incluida la del filósofo­— se encuentra involucrada con el cuerpo; el mismo que, en cuanto fuente de irracionalidad, le impide que manifieste con absoluta pureza su naturaleza esencialmente racional y, con ello, su simplicidad. En Fedón encontramos una de las tesis platónicas más memorables en la historia de la filosofía: la de la dupla polarizada psyché-sōma como concepción antropológica. En este texto el alma es presentada como principio vivificante,18 pero también como una naturaleza racional, amante de la verdad y la sabiduría y —fundamentalmente por medio del argumento de la afinidad con las ideas (Fed. 78b-84c)—, como ellas, esencialmente simple e invisible. Dada su simplicidad, entendida como imposibilidad de dividirse en partes, es entonces también inmortal puesto que la corrupción supone la capacidad de descomposición. Pero el alma, además de estas características, alberga dos posibilidades, al menos en nuestra forma de existencia actual: o bien volverse sobre sí misma, considerar las cosas en sí y alcanzar entonces lo que realmente existe, o bien la de examinar las cosas a través del cuerpo y alejarse de la verdad, tal como leemos en Fed. 65d11-65e4:19 ¿O lo has captado con algún otro de los sentidos que se dan a través del cuerpo? Me refiero a todas las cosas: por ejemplo, a la Grandeza, la Salud, la Fuerza; en una palabra a la esencia (ousía) de todas las cosas, lo que viene a ser cada una. ¿Es por medio del cuerpo que es contemplado lo más verdadero de ellas, o más bien es así: que aquel de nosotros que se prepara más esmeradamente para concebir en sí misma cada una de las cosas que investiga, ése es el que se acerca más a la comprensión de cada cosa? Éste es el punto central del último argumento en Fed. 102a-107b.

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Ver también Fed. 82e y ss.

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El alma es entonces el principio activo fundamental que puede dirigirse en una u otra dirección. A este respecto el cuerpo mortal o sôma, principal obstáculo (empódion)20 al conocimiento eidético, no es simplemente el soporte biológico de la psyché, sino que abarca diversos fenómenos que describiríamos en términos actuales como estados mentales. En efecto, el sōma constituye más bien una dimensión existencial vinculada a los aspectos de nuestra contingencia que son fuente de irracionalidad puesto que, al acaparar gran parte de nuestra energía psíquica, nos impiden dedicarnos de modo absoluto a la actividad noética de captar las ideas o cosas en sí, la cual es, por su índole, la más propia del alma.21 En otras palabras, no sólo el testimonio engañoso de los sentidos, sino estados tales como las necesidades nutricionales más básicas, las enfermedades, los temores, representaciones ilusorias que provienen del sōma, nos distraen de nuestra búsqueda de la verdad, tal como leemos en Fed. 66b5-d3: […] en la medida en que tengamos un cuerpo y nuestra alma esté mezclada de forma desordenada con un mal de este tipo, nunca obtendremos suficientemente lo que deseamos. Y esto decimos que es lo verdadero. El cuerpo nos ocasiona miles de preocupaciones debido a que necesita ser alimentado. Y, más aún, en caso de acaecer ciertas enfermedades, ellas nos impiden capturar lo que es. Nos atesta de amores, deseos, miedos y toda clase de representaciones ilusorias y muchas futilidades, de modo que, como se dice, de verdad y en realidad, a causa de él no es posible en absoluto para nosotros pensar algo alguna vez. Pues ninguna otra cosa que el cuerpo y sus deseos nos proporcionan guerras, discordias y peleas en razón de que, debido a la adquisición de riquezas tienen lugar todas las guerras y somos obligados a poseer riquezas a causa del cuerpo, Ver Fed. 65a.

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Sobre el concepto de sōma en Platón, ver Ostenfeld (1987), Eggers Lan (1995), Carone (2005) y Fierro (en prensa).

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por esclavizarnos el cuidado de éste. Y a partir de esto no tenemos tiempo libre para dedicarnos a la filosofía por todas estas cuestiones.

Ahora bien, nótese que sería erróneo interpretar la propuesta de Platón en la oposición que establece entre el alma pura, simple y racional y el sōma mortal como causa de origen de la irracionalidad a la guisa del modelo cartesiano del cual usualmente se lo considera un antecedente.22 Para Platón, cuerpo y alma no son dos substancias esencialmente desvinculadas cuya posible conexión es preciso resolver. Por el contrario, el alma se encuentra de hecho implicada con el cuerpo, confundida con él y con la distracción de la aspiración del alma de conocer las ideas que provocan las diversas manifestaciones del cuerpo. La separación de cuerpo y alma es, por lo tanto, no un estado dado, sino una condición que se debe alcanzar y algo a lo que, en nuestra forma de existencia actual, sólo el filósofo se logra aproximar en cuanto busca purificarse lo más posible de las influencias del sōma, al apartarse del testimonio de los sentidos y apuntar al conocimiento de las ideas. Sin embargo, únicamente con la muerte como separación absoluta del cuerpo y el alma —que es justamente la perspectiva que permite el contexto dramático de Fedón centrado en la inminente muerte de Sócrates—23 se lograría —y sólo en el caso del filósofo— la eliminación Tal como ocurre en Descartes cuando recurre para ello a la glándula pineal. Ver Descartes, Las pasiones del alma, I, 34-35. Sobre las diferencias entre el dualismo platónico “cuerpo-alma” y el cartesiano, ver Ostenfeld (1982, 1987) y Broadie (2002). Para ambos el principal rasgo distintivo es que Platón incluye en el alma, a diferencia del concepto cartesiano de mente, la función de principio vivificante.

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El desprecio del cuerpo en Fedón está íntimamente conectado con el hecho de que la muerte —una muerte inminente en el caso de Sócrates en Fedón— implica su corrupción absoluta; por ello en este contexto se subraya que es en realidad algo bueno morir y desembarazarnos de él. Sin embargo, en nuestra existencia encarnada no se trata de eliminar el sōma, lo cual es además imposible, sino de servirnos de él apropiadamente y es en este sentido, creemos, que se habla de un proceso de purificación de lo somático (cf. n. 24 infra). Nótese, por ejemplo, que incluso en Fedón se reconoce que el conocimiento comienza a partir de la estimulación sensorial que ocurre por medio del cuerpo, aunque sea necesario luego apartarse posteriormente de ésta para llegar al fundamento eidético.

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de la irracionalidad24 —el sôma mortal— y el acceso a una racionalidad pura. Mientras tanto en nuestra forma encarnada de vida actual, incluso el filósofo puede lograr esta separación sólo de modo parcial. La representación usual que se tiene de la propuesta platónica a este respecto en Fedón es la de la posibilidad de eliminar estados psíquicos que el sôma mortal ocasiona; sin embargo, esto, así como la racionalidad pura del alma y su simplicidad, sólo puede concebirse como realizable de modo absoluto desde el punto de vista de la muerte. En nuestro aquí y ahora, cuerpo y alma —irracionalidad y racionalidad— se encuentran entrelazados y es en todo caso un ideal por alcanzar la desvinculación entre ambos, ideal que el filósofo realiza sólo en parte en la medida en que procura alcanzar el conocimiento de las ideas. Podemos concluir entonces que si bien en Fedón se admite la posibilidad de alcanzar el conocimiento eidético y junto con ello una máxima depuración de los disturbios somáticos y una “simplificación” del alma, al mismo tiempo se reconoce que la supresión de los factores irracionales no puede lograrse de modo pleno en nuestra existencia presente, encarnada. Los aspectos irracionales del alma en República: la filosofía como proceso de racionalización y simplificación de la psyché La concepción antropológica de República es muy distinta en principio a la de Fedón, puesto que en lugar de la dupla psyché (racional y simple)/sōma, se presenta el alma como una entidad compuesta de partes: lo racional o tò logistikón y dos partes irracionales: lo apetitivo o epithymētikón y lo irascible o thymoeidés.25 En realidad, ocurre que el tema eje de República —la justicia a nivel individual y político—26 La eliminación de los disturbios de lo somático es representada en Fedón, especialmente en la sección introductoria donde se reflexiona sobre la actitud del filósofo ante la muerte (Fed. 61b-69e), como un proceso de “purificación”.

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25

Ver a este respecto Robinson (1995: 43), quien considera que la psicología de República constituye un avance respecto de la presentada en Fedón.

El aspecto político, a pesar de su importancia, lo dejaremos de lado, excepto cuando nos refiramos a la educación de los guardianes, dados los límites del presente trabajo. Sobre mi interpretación de la teoría del alma de la República, ver Fierro (2008).

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determina que el análisis esté aquí primariamente centrado en cómo es posible reconducir o reducir los aspectos irracionales de nuestra existencia, tanto en nuestra alma como en la sociedad, con el fin de que la justicia pueda realizarse en ambos ámbitos; esto lleva a que en varios libros, como el segundo, el tercero, el cuarto y en gran parte en el octavo y el noveno, el acento esté puesto en el conflicto interno del alma y la sociedad, su complejidad y el tipo de procesos internos y externos que contribuyen a exacerbar el conflicto o a paliarlo. Precisamente considerar a aquellos que ya han logrado una estructura psicológica justa y filosófica conlleva una “simplificación” de los conflictos del alma y un desarrollo de la racionalidad —como ocurre en los libros quinto, sexto y séptimo, y, en especial, al conjeturar sobre una posible existencia post mórtem sin el sōma, como ocurre en el libro décimo— que reencontramos planteamientos similares a los de Fedón. En el libro sexto de República se afirma, como en los diálogos socráticos, que todos deseamos lo verdaderamente bueno: “pero, en relación con las cosas buenas, para nadie poseer cosas aparentes es ya satisfactorio, sino que buscan las cosas reales, y todos desprecian aquí al punto la apariencia” (agathà dè oudenì éti arkeî tà dokoûnta ktâsthai, allà tà ónta zētoûsin, tèn dè dóxan entaûtha édē pâs atimázei) (Rep. 6, 505d7-9).

Asimismo, en consonancia con las obras de juventud, aunque todos deseamos el auténtico bien, la razón por la que no podemos siempre obtenerlo es que no siempre tenemos una clara y correcta comprensión de qué es lo bueno.27 La novedad de República consiste en explicitar que el que nuestra existencia no esté dirigida a lo bueno y no se logre un adecuado discernimiento del auténtico bien no se debe únicamente a un error epistemológico. La teoría del alma de República muestra que En Rep. 505d11-506a2 se refiere a lo bueno del siguiente modo: “[…] lo que persigue toda alma y por cuya causa hace todas las cosas, adivinando intuitivamente que es algo, pero estando en dificultades y no siendo capaz de aprehender suficientemente qué es ni de hacer uso de una creencia estable, tal como sí ocurre respecto de otras cosas. Debido a esto si hay algo beneficioso en relación con otras cosas tampoco acierta […]”.

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para lograr el correcto entendimiento de la verdadera naturaleza de lo bueno y el estado cognoscitivo que le corresponde —inicialmente la orthé dóxa u opinión correcta con la educación temprana; posteriormente, si fuera posible el acceso a la educación superior, la ciencia matemático-dialéctica que culmina en la captación de lo bueno—, es necesaria una organización determinada de las tres partes del alma —lo racional, lo irascible y lo apetitivo— que representan las fuentes de motivación básicas del ser humano. Lo racional se caracteriza por ser aquello con lo cual aprendemos (Rep. 572a), razonamos (Rep. 439d) y juzgamos (Rep. 582d7), y por estar constituido por el deseo por la verdad (Rep. 435e, 436e), para la satisfacción del cual las actividades que le son propias deberían realizarse. Asimismo, tò logistikón es el aspecto del alma al cual corresponde en principio gobernar el alma en función del conocimiento de lo que es bueno para cada parte y el todo, tanto en el ámbito individual como político. Es, por otra parte, la parte a través de la cual, mediante el desarrollo de los estudios dialécticos, se puede llegar al conocimiento de la idea del bien, esto es, de lo que es bueno desde el punto de vista de la realidad en general.28 En cambio las otras dos partes —lo apetitivo y lo irascible— son irracionales o a-logistón, en cuanto son incapaces de logízesthai, es decir de calcular, reflexionar y razonar así como de gobernar apropiadamente el alma y funcionar con la propulsión del deseo por la verdad. Difieren, sin embargo, en el grado de irracionalidad. La parte apetitiva o epithymētikón está primariamente relacionada con los objetos de nuestras necesidades fisiológicas, tal como la sed, el hambre y el sexo. Estos apetitos por los “placeres de la nutrición y la generación” (Rep. 436a-b), que son los más evidentes (enargestátas, Rep. 437d3) de tò epithymētikón, están obviamente vinculados al sôma mortal. De modo derivado, se incluye también el deseo por la riqueza como medio para procurarse la satisfacción de estas necesidades,29 El conocimiento es siempre para Platón conocimiento del bien y el grado de su perfección reside en la amplitud del contexto que alcanza, siendo el contexto último el del universo como un todo interrelacionado, ver Gosling (1993: cap. 4).

28

Esto no significa, sin embargo, que lo epithymētikón posea una cierta razón instrumental; ver Lorenz (2004: 110-111).

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siendo por esto llamada la parte apetitiva amante de la riqueza y amante de la ganancia (Rep. 581a3-7). Su carácter alogistón o “irracional”30 puede entenderse en dos sentidos: en primer lugar, porque se dirige a sus objetos en forma “bestial”,31 siendo en general incapaz de cálculo y reflexión, pero, crucialmente, respecto a lo bueno y lo malo;32 en segundo lugar, porque es además en su esencia insaciable (Rep. 442a7) y sin límites, siendo incapaz de establecer el coto apropiado, es decir, de establecer lo que es bueno para sí mismo (Rep. 442a4-b3).33 En el caso de tò epithymētikón puede disminuirse su irracionalidad mediante un apropiado proceso de habituación que evite que los apetitos se multipliquen ilimitadamente e interfieran entonces al mínimo con la actuación de tò logistikón; sin embargo, este aspecto psíquico nunca podrá sumarse activamente a perseguir el objeto de deseo de lo racional: el verdadero bien. Es imposible además la supresión total de este aspecto nuestro por dos razones: por un lado, porque los apetitos contenidos dentro de apropiados límites, como el hambre, la sed, el deseo sexual, son necesarios para la supervivencia; por el otro, porque incluso en estos casos, el aspecto más bestial de lo apetitivo, que son los deseos criminales y desmesurados, no puede ser extirpado, sino que permanece, aunque sea en estado latente, en el interior de todo ser humano. Leemos así en Rep. 572b3-7: “Lo que deseamos saber es esto: que, en realidad, hay dentro de cada uno de nosotros un aspecto de nuestros

Alogistón, Rep. 439d7. Nótese que alogistón implica que es irracional principalmente en cuanto incapaz de realizar cálculos, de ser “logistón”. Nussbaum (1986: 205) hace una interpretación parecida: “Los apetitos son meramente fuerzas brutas que alcanzan, insaciablemente y sin ninguna selectividad, sus objetos característicos” (traducción de la compiladora) aunque según lo que dice en la página 139, nota 5, parece inclinarse por posiciones como las de Irwin (1995: 218-222).

30

Leemos en Rep. 439b4 que lo apetitivo persigue su objeto de deseo “como una bestia” (hósper thēríon).

31

Por un lado, según Rep. 439a, los apetitos —tales como la sed, el hambre, los apetitos sexuales, etc.— tienen objetos no cualificados de deseo (por ejemplo, la sed no es sed necesariamente de una buena bebida, sino de una bebida en cuanto tal). En consecuencia, los objetos de deseo de los apetitos pueden ser buenos o malos. Ver al respecto, Fierro (2008).

32

El carácter ilimitado e insaciable de los apetitos es también desarrollado por medio de la distinción en Rep. 558d entre apetitos necesarios e innecesarios.

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apetitos terrible (deinón), salvaje (ágrion) y sin ley (ánomon), incluso en aquellos de nosotros que parecen más moderados. Y esto se hace de hecho evidente en los sueños”. En cuanto a la parte irascible o thymoeidés, es el aspecto del alma con el que se siente enojo y puede ser descrita como la agresividad (Rep. 439e3)34 en el sentido de la fuerza para confrontar lo real (Rep. 375a-b), ya entendamos esto como algo externo o interno. Tiene como objeto propio de deseo el predominio y la victoria (Rep. 581b), y, de modo derivado, el honor y la fama. Puesto que la cantidad de tò thymoeidés se incrementa mediante el ejercicio físico (Rep. 410b), es lógico pensar que esta parte del alma está también, como tò epithymētikón, vinculada al sōma mortal. Pero, a diferencia de lo apetitivo, si bien puede a veces oponerse a los dictámenes de la razón y ser dominado finalmente por los apetitos (Rep. 441c), es un aliado de ella por naturaleza, ya que, habiendo sido apropiadamente entrenado y desarrollado,35 dirige su agresividad contra los apetitos cada vez que la razón indica que lo correcto es oponerse a la pulsión de éstos36 y en general es capaz de colaborar como fuerza de lucha en la persecución de los objetivos establecidos por la razón. En este sentido podría decirse que puede transformarse en un aspecto menos irracional que lo apetitivo. Sin embargo, cabe destacar que, si se dejara que este aspecto psíquico de la impulsividad se desarrollara libremente, al ser corrompido por los apetitos, tomaría formas de expresión pusilánimes, es decir, como expresa Platón en el libro noveno, “el león se convertiría en mono” (Rep. 590b). La posible reducción en distinta medida de la irracionalidad propia de estas partes del alma podría ser redescrita diciendo que ambas Ver también Rep. 580d.

34

Siendo guardián de lo racional por naturaleza, si no ha sido corrompido por una mala educación (epíkouron òn tōî logistikōî phýsei, eàn mè hypò kakês trophês diaphtharēî) (Rep. 441a2-3).

35

Ver Rep. 440a-b. La virtud de la valentía o andreía es por eso para Platón en principio “coraje moral” consistente en esta lucha de lo irascible contra los apetitos de acuerdo con los dictados de la razón (Rep. 442b11-c3): la valentía en el sentido de enfrentar a los enemigos externos del modo apropiado —es decir cuando son enemigos de la ciudad (Rep. 375a-b; 6, 503a)— es un aspecto derivado de esta valentía moral.

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admiten un cierto grado de racionalización. Esto permite pensar que la manifestación del alma como dividida en partes y en conflicto, tal como se plantea en el libro cuarto, estaría vinculada a que este grado de racionalización —esto es de acoplamiento a los fines de lo racional en el caso de lo irascible o, en el caso de los apetitos, de mínima interferencia con los fines propios de lo racional— es bajo o nulo. Lo mismo ocurriría en los casos de akrasía —como el famoso caso de Leoncio en República que es vencido por su deseo morboso de ver los cadáveres (Rep. 439e440a)— que tendrían lugar porque no se ha alcanzado un suficiente grado de racionalización en el alma. Pero en la medida en que se logra la virtud de la justicia en toda el alma y, con ella, la virtud de cada una de las partes, el conflicto mental es prácticamente inexistente, puesto que lo que se conseguiría es precisamente que el todo y las partes operen de acuerdo con los criterios de lo racional. Para lograr esta “simplificación” del alma en la medida de lo posible —esto es, reducir al mínimo su conflicto interno y complejidad— por medio de su unificación en el liderazgo de la parte racional, es necesario un proceso adecuado de educación que tiene dos etapas de acuerdo con República. Durante el aprendizaje de los primeros años de la vida, descrito en los libros segundo y tercero de República, mientras que la parte “que ama aprender” —esto es, la parte racional o tò logistikón— es incentivada mediante la educación musical a adquirir creencias y ritmos correctos y, en general, una intuitiva apreciación de la belleza (Rep. 411c-3, 397b-c; 399e-400a), las partes irracionales son también, por su parte, adiestradas adecuadamente. Así la agresividad de lo irascible es desarrollada cuantitativamente mediante el ejercicio físico o actividades como la caza (Rep. 410b, 549a) y cualitativamente por su capacidad de acostumbrarse a centrarse en “adversarios” internos —los apetitos que pujan en dirección opuesta a la razón (Rep. 440a)— o externos —los enemigos de la ciudad (Rep. 375b-c)— apropiados.37 De este modo se transforma en lo que le corresponde por naturaleza: ser auxiliar de la razón en cuanto proporciona su energía a objetivos avalados por ésta (Rep. 440b y ss., 375b-c, 442b-c, 429b-c). En cuanto La educación musical también tiene un efecto sobre la parte irascible del alma tal como señala en este mismo volumen Lozano-Vásquez.

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a los apetitos, se los habitúa a mantenerse dentro de los límites convenientes con el fin de que no se multipliquen innecesariamente y, por su tendencia a la insaciabilidad, terminen acaparando una gran parte de la energía psíquica y profundizando así la fractura que naturalmente introducen en el alma (Rep. 403e y ss., 559a1 y ss., 415e y ss.), puesto que pujan por sus objetos de deseo independientemente de su bondad o maldad. Hay, asimismo, una educación más directamente dirigida al cuerpo que apunta a lograr un funcionamiento armonioso de éste (Rep. 403d y ss.) con el fin de que impacte de modo más positivo en las partes irracionales del aparato psíquico.38 Esta primera etapa de formación puede bien ser descrita como un proceso de creciente racionalización y unificación, en la medida en que, por medio de un proceso “de afuera hacia adentro” —esto es, de educadores adultos que, por ser poseedores de apropiadas pautas, pueden a su vez impartirlas a la joven generación—,39 por una parte, se estimula el desarrollo de lo racional mismo y, por la otra, se habitúa a las partes irracionales de acuerdo con principios también racionales. Algo similar puede decirse si examinamos este proceso desde el punto de vista del desarrollo de la virtud. En efecto, si la educación inicial fuera la correcta, cada parte lograría su perfección o areté del siguiente modo. La andreía o valentía supone que lo irascible puede mantener los mandatos de la razón; la sōphrosýnē o moderación, según la cual las distintas partes aceptan ser gobernadas por la razón, implica particularmente el sometimiento de los apetitos a los límites establecidos por la parte racional; la dikaiosýnē o justicia remite a la armonía del alma resultante del desempeño de cada aspecto psíquico de su función propia; finalmente, la perfección de cada parte del alma puede entenderse como unificada en una sola: la sabiduría —areté de la parte racional— que es por la que se determina qué es lo bueno para cada aspecto psíquico —las virtudes individuales de cada una— y para el todo como leemos en Rep. 442c5:40 “Pero [llamaremos a cada cual] sabio por esa pequeña parte [esto es, la parte racional] que En Ti. 87c-90d se plantea una terapia somática y psíquica para lograr la justicia en el alma.

38

Esto lo desarrolla Lear (1992) y también Gill (1996).

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Ver Rep. 441c-442d.

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gobierna en él y prescribe estas cosas, teniendo aquella a su vez también conocimiento (epistémē) de lo que es conveniente para cada una [de las partes] y para el todo común de las partes, las cuales son tres”. Una vez asentada esta adecuada organización de las motivaciones en la primera formación,41 a aquellos que además puedan acceder a la educación matemático-dialéctica les sería ahora posible dedicarse casi exclusivamente al desarrollo del deseo por la verdad de tò logistikón y, en caso de lograr alcanzar el conocimiento de la idea del bien, se consolidaría así la unificación de todos los aspectos psíquicos bajo la racionalidad. Se llegaría así a una epistémē que incluye de modo relevante un conocimiento moral del tipo al que se apuntaba en el intelectualismo moral de los diálogos socráticos en el sentido que lo describía Segvic,42 puesto que no se trataría de un desarrollo puramente intelectual, sino que incluiría una apropiada estructura motivacional que permite conocer y obrar lo realmente bueno en el ámbito personal, comunitario e incluso en relación con el orden cósmico. Dado que gracias a este tipo de educación la interferencia de los apetitos y su irracionalidad queda reducida al mínimo y lo irascible opera sólo como colaborador de la razón, el conflicto psíquico es en el caso del filósofo prácticamente inexistente. Por ello, una vez alcanzado este nivel de análisis, en el libro quinto se abandona el esquema tripartito y se recurre a la oposición psyché-sōma de Fedón, puesto que ésta resulta suficiente para distinguir entre los filósofos enamorados de las ideas y los cautivados por los falsos brillos de las apariencias sensibles —en lo que consiste el final del libro quinto— para luego extenderse en el sexto y el séptimo acerca de la educación filosófica. Esto ocurre mediante la apelación a la imagen “hidráulica” del alma en Rep. 485d-e, según la cual existen en el alma dos corrientes principales de deseo, las cuales son divergentes de modo tal que la mayor afluencia de una supone una merma de la otra y que, en el caso del verdadero filósofo, queda claro que estos dos cauces son, por un lado, la corriente Gill (1996) hace un planteamiento similar, sólo que para él, a diferencia de lo que aquí propongo, no hay desarrollos en la República respecto a la educación de lo epithymētikón. Ver Gill (1985, 1996: 269, especialmente nota 96).

41

Cf. pp. 59 y n. 15 supra.

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de la razón que fluye hacia la sabiduría, y, por el otro, la corriente de los apetitos que se desliza hacia los placeres corporales. Leemos en Rep. 485d6-e1: Pero, por cierto, para el que en verdad los deseos43 se inclinan fuertemente hacia una cierta dirección, sabemos, de algún modo, que son para ese más débiles hacia otras cosas, como una corriente desviada de su curso hacia allá […]. Entonces para quien [los deseos] han fluido hacia los saberes y todo lo de ese tipo, se darían, creo, [deseos] respecto al alma y al placer de alma en sí misma, pero [estos deseos] omitirían los placeres que se dan a través del cuerpo, si fuera alguien filósofo en verdad, y no mera apariencia.

Reeditando aquí el planteamiento de Fedón, el alma es presentada como dirigiéndose fundamentalmente, o bien a los placeres del sôma, o bien, en el caso del filósofo, a los placeres intelectuales, lo cual implica un repliegue del alma sobre sí misma. Sin embargo, en forma similar a Fedón, la irracionalidad de los apetitos emergentes del sôma no puede ser eliminada de modo absoluto. En efecto, podemos suponer que la divergencia entre las dos corrientes consiste fundamentalmente en la indiferencia de los apetitos respecto a la bondad o maldad de sus objetos de deseo (que los hace a menudo dirigirse a lo opuesto de lo verdaderamente bueno),44 y la tendencia de lo racional hacia el auténtico bien45, por lo que la fractura que los apetitos provocan en el alma no puede ser subsanada completamente. Como apuntaba anteriormente, esta diferenciación entre los filósofos con su deseo focalizado en la búsqueda de la sabiduría y los no filósofos dedicados a los placeres somáticos es consecuente con la descripción de las naturalezas filosóficas que se realiza al final del libro quinto. A su vez, esto prepara lo que se tratará centralmente en los libros siguientes: en qué consistiría Aquí epithymíai refiere a deseos en general y no sólo a los apetitos como queda claro en el pasaje subsiguiente donde una de las corrientes es identificada con el curso correspondiente a la razón.

43

Cf. n. 32 supra.

44

En Rep. 505d como apuntábamos en n. 27 supra.

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el bien en sí y el conocimiento de éste que puede alcanzar el filósofodialéctico —mediante la alegoría del sol y el paradigma de la línea del libro sexto— y qué tipo de cambio existencial acarrea esto en los ámbitos ético y político —mediante la alegoría de la caverna en el libro séptimo— así como los pormenores del programa de estudios que el filósofo debería desarrollar. En cambio en los libros octavo y noveno se vuelve a recurrir a la teoría tripartita para analizar los tipos humanos no filosóficos46 mientras que al final del libro noveno se retoma nuevamente la oposición psyché-sōma para diferenciar entre placeres auténticos —los del alma— que sólo son experimentados por el filósofo y los falsos placeres del cuerpo.47 El análisis que aquí hemos propuesto —que el alma es, de hecho, compleja y con aspectos irracionales en cuanto asociada a un sôma mortal pero susceptible de unificarse y simplificarse mediante una educación integral de sus partes según pautas racionales— permite también una reconsideración de la cuestión de las funciones cognitivas de las partes irracionales. En cuanto analizada en su unión con el cuerpo y dividida en partes, las funciones cognitivas también aparecen asimismo repartidas entre sus partes. Como numerosos intérpretes han mostrado, las partes irracionales parecerían tener también funciones cognitivas, aunque más limitadas en comparación con las de la razón.48 Esto es el timócrata, el oligarca, el democrático y el tirano, así como los regímenes políticos correspondientes (Rep. 544c-580d).

46

El análisis inicial de los placeres en Rep. 581a hace referencia a la teoría tripartita en cuanto se diferencia entre los placeres del timócrata dominado por su agresividad y que busca la victoria y el honor, los del avaro dominado por sus apetitos, el propio del filósofo que consiste en acceder a la verdad. Pero sobre todo a partir de Rep. 9.583b y ss. esto queda reducido a la distinción entre los placeres falsos —relativos al cuerpo— y los auténticos —relativos al alma y al conocimiento de la verdadera realidad—.

47

Autores como Annas (1981: 129-130), Price (1989: 60-1); Bobonich (2002: 244) llegan incluso a atribuir un pensamiento instrumental —medio/fin— a la parte apetitiva. Esto es apropiadamente refutado por Lorenz (2004: 110-111). Por otra parte, siguiendo a Lorenz (2006: 55-58), la capacidad cognitiva de las partes irracionales en la República residiría en un acceso de éstas a las representaciones sensoriales, pero de modo acrítico; a partir de dichas representaciones, las partes irracionales formarían creencias que podrían ser falsas o verdaderas: sólo

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Esto, sin embargo, podría entenderse en los siguientes términos: en la medida en que la racionalidad se aplique a objetos no propios, como los perseguidos por los apetitos o por la irascibilidad, se acota y manifiesta como otro aspecto psíquico. En cambio, cuando la razón gobierna el alma sin obstáculos ni conflicto, esta diferenciación se desdibujaría y no sería necesaria tal complejización. En este sentido podemos remitirnos también a Rep. 602c-603a, pasaje sobre el que se ha discutido si se refiere a dos partes con facultades cognitivas distintas: lo racional, que se guía por la medición, la reflexión y el cálculo, y establece así que el leño es recto, aun cuando se lo vea doblado dentro del agua; y lo apetitivo que se guía por las apariencias sensibles. De acuerdo con la lectura que aquí propongo, podría interpretarse que tò logistikón, cuando actúa a priori y considera cómo son “las cosas en sí”, incluso para emitir juicios respecto de la realidad sensible, es claramente identificable con la racionalidad. Mientras que cuando es influenciado por “alguna de las cosas viles del alma” —donde podemos incluir los apetitos, la ira, las apariencias sensibles engañadoras—, es corrompido y no puede establecer lo verdadero.49 La simplicidad del alma en el libro décimo de República He intentado mostrar en la sección anterior que en República la teoría tripartita del alma está vinculada al reconocimiento de facto de aspectos irracionales en la psyché que, además de lo racional, motivan nuestro accionar y ocasionan así un conflicto mental; que también se lo racional podría decretar —juzgar— si las representaciones de los sentidos son o no apropiadas y constituir creencias verdaderas. Mi interpretación supone que, si una persona pudiera ser apropiadamente formada de modo tal que incorpore creencias respecto de sus partes irracionales verdaderas, no se diferenciarían en este caso de lo sancionado por la razón y quedarían así “unificadas” respecto de tò logistikón. Esta interpretación coincide con el tipo de lectura de este pasaje propuesta por Murphy (1951: 239-243), Nehamas (1982: 65-66) y más recientemente Sedley (2004: 113). Otros como Lorenz (2006: 59-73), en cambio, consideran más coherente atribuir las creencias acríticas fundadas en la percepción sensorial, como que el leño en el agua está curvo, a la parte apetitiva del alma y las creencias fundadas en la reflexión, como que el leño en el agua sigue siendo recto, a la parte racional.

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plantea una educación que permita una progresiva racionalización de las partes irracionales, esto es, una adecuación de estos aspectos a los objetivos de la razón, para crear una base disposicional que permita el gobierno y desarrollo de lo racional que llevaría a una simplificación del conflicto psíquico y que podríamos relacionar con la epistémē moral a la que se aludía en los diálogos socráticos; que en el caso del filósofo, al haber alcanzado una organización psíquica de este tipo en la medida de lo posible, se recurre a la oposición psyché-sōma a la manera de Fedón como concepción antropológica. Estas conclusiones nos permiten asimismo repensar la supuesta tensión o incluso inconsistencia que según algunos intérpretes se plantearía en República en cuanto que, mientras que uno de los desarrollos centrales de la obra es el del alma como una entidad compleja en la que interaccionan tres partes fundamentales —lo racional, lo apetitivo y lo irascible—, no obstante, en el libro décimo parece sugerirse la concepción de un alma simple y fundamentalmente racional.50 Vemos a este respecto que en el libro décimo de República se retoma, en efecto, la oposición psyché-sōma en términos muy similares a los de Fedón. Leemos allí que la verdadera naturaleza del alma se revela como esencialmente constituida por su amor a la sabiduría y por ser afín a lo divino, inmortal y que existe siempre —las ideas— cuando podemos considerarla en forma separada de su asociación con el sôma o cuerpo mortal, que es lo que ocasiona los diversos males en los que está implicada en su existencia actual. Por otra parte, en forma similar a Fedón, es en el contexto de considerar la inmortalidad del alma y su existencia no sólo post mórtem,51 sino a la luz de la eternidad o totalidad del tiempo Un ejemplo típico de esta posición es Annas (1981: 346). Robinson (1995: 124) interpreta que en el libro décimo de República Platón vacila entre adoptar la visión del alma simple y racional de Fedón o la tripartición que habría estado presente en todo el resto de República, aunque la tripartición se resuelve para él en último término en una bipartición.

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La prueba de la inmortalidad del alma se desarrolla en Rep. 608c-611a y el mito de Er en Rep. 614b-621d. Con esta historia Platón ofrece una imaginativa pintura de la vida después de la muerte y de la inscripción de la vida humana en el orden cósmico del universo.

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donde se plantea una consideración del alma como esencialmente racional. Leemos así en Rep. 611b9-612a6: Pues bien que el alma es inmortal; el argumento anterior y los otros obligarían a admitirlo, mas para saber cómo es en verdad, se debe contemplarla no deteriorada por su asociación con el cuerpo y sus demás males, como ahora la contemplamos, sino que hay que considerar adecuadamente cómo es cuando se ha vuelto pura mediante el razonamiento. Se descubrirá que es muchísimo más bella, y se verán más claramente los rasgos de justicia e injusticia y todo lo que antes referíamos. Acabamos de decir la verdad de ella tal como se muestra actualmente […] afectada por incontables males. Pero es preciso, Glaucón, mirar allí. […] hacia su amor a la sabiduría, y reflexionar sobre las cosas que aprehende y las asociaciones que desea, al tener parentesco con lo divino, inmortal y eterno, y entonces pensar qué podría llegar a ser si siguiera esto por completo […]. Así uno podría ver su verdadera naturaleza, si es compuesta o simple, o qué y cómo es. Pero por el momento hemos descrito suficientemente, creo, las afecciones y las formas que adopta en nuestra existencia humana.

Se agrega algo aquí en el examen del alma a lo expresado en Fedón respecto de su constitución esencial cuando se halla desprendida del sōma mortal: que de su unión con éste resultan los aspectos viles de ella y que al considerarla separadamente queda a la vista su estado de justicia o injusticia. Éstos son elementos claves para pensar retrospectivamente los desarrollos previos de República en relación con el alma. Las partes irracionales del alma surgirían de la unión de ésta con el cuerpo; por otra parte, separada de éste queda a la vista su justicia puesto que ésta es concebida en el individuo como la organización armoniosa de las partes del alma —lo racional y dos aspectos irracionales (lo apetitivo y lo irascible)—.52 La organización justa es, a su vez, condición de Ver Guthrie (1971) y Szlezák (1976).

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posibilidad para que la racionalidad pueda conducir la vida de cada hombre y, en algunos casos, alcance además su máximo desarrollo como deseo de la verdad mediante los estudios matemático-dialécticos que culminarían en la idea del bien. El grado de racionalidad depende entonces del grado de justicia alcanzado y por ello ambas son incluidas en una consideración de la psyché en su naturaleza esencial. A modo de conclusión: el resto de lo irracional en una hipotética existencia post mórtem La consideración de la justicia e injusticia del alma en el examen de su naturaleza esencial y separada del sōma mortal en el libro décimo se vincula con otro punto que aparece tematizado mediante el mito escatológico con que se cierra República y donde Platón conjetura echando mano a recursos literarios acerca de la vida después de la muerte. Aunque las almas en tal circunstancia son, por supuesto, presentadas como no asociadas a un cuerpo, no obstante, la influencia del grado de justicia alcanzado por el alma —y, por lo tanto, de todas las partes de la estructura psíquica incluidas las irracionales y no únicamente de lo racional— se hace sentir no sólo en relación con qué destino corresponde al alma en el período en el que pierde su condición encarnada, sino también cuando las almas humanas deben elegir una nueva existencia somática mortal (Rep. 619b-620d; especialmente, 620a).53 La necesidad de asumir distintos tipos de vida encarnada implica justamente que los efectos de las partes irracionales —particularmente de la apetitiva— no han podido borrarse incluso en los mil años en que no ha estado vinculada a un cuerpo mortal y es por ello que se retorna a una morada de este tipo, esto es, a un sōma mortal. Ello significa entonces que hay un residuo irracional en la condición humana que no puede suprimirse del alma, ni siquiera en una hipotética existencia post mórtem. Consideraciones tales son retomadas en el famoso mito de Fedro en el que el alma en su existencia desencarnada es representada como Otro modo de describir esto es que la tripartición es la descripción del alma en su estado fenoménico, aunque su verdadera naturaleza sea en realidad simple y racional (ver Rowe 2007: 164-175).

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un carro54 arrastrado por corceles alados —símbolos de las partes irracionales del alma— y guiado por un auriga —la razón—. En el caso de las almas de los dioses, todas las partes están unificadas por la dirección de lo racional puesto que sus vehículos, empujados únicamente por nobles caballos blancos,55 son guiados fácilmente por el érōs alado a la llanura de la verdad o lugar “fuera del cielo” (Fdr. 247b). En cambio, en el caso de las almas humanas los caballos impiden, especialmente el caballo negro que representa la concupiscencia, que lleguen a contemplar las ideas o, si lo hacen, que puedan verlas plenamente y sin dificultad. Leemos así en Fdr. 248a1-b5: Pero el otro tipo de alma [esto es, las no divinas] a veces se eleva, a veces se hunde, y, al ejercer su fuerza los caballos, ve algunas cosas, pero otras no. Y las restantes almas las siguen, anhelando ir hacia arriba, pero siendo incapaces de hacerlo, y son llevadas por la revolución sumergidas, pateándose y arrojándose las unas sobre las otras, cada una intentando sobrepasar a la otra. Y hay confusión, lucha y sudor extremo; y una multitud de ellas quedan rengas debido a la maldad de los cocheros, mientras que muchas otras se quiebran una gran cantidad de alas. Y todas ellas, con mucho esfuerzo, parten sin haberse iniciado en la visión de lo que realmente es, y, al regresar, se sirven de un alimento aparente. El carro —hárma— representaría un cuerpo que, a diferencia del sôma mortal, es puro vehículo —óchēma—, ya que permite no sólo la transportación del alma, sino que además no interfiere con la actividad noética. Ver Fierro (en prensa).

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El caballo blanco —“bueno y de buena estirpe” (Fdr. 246b)— representaría los movimientos anímicos de origen corpóreo que, aunque son irracionales porque proceden del cuerpo, pueden ser dirigidos por la razón sin dificultad. En el caso de los dioses de Fedro, si aceptamos identificarlos con los cuerpos celestes (ver Hackforth 1952: 71-77; Fierro, en prensa), el caballo blanco sería similar a la “causa errante” del Timeo que está sujeta a los fines correctos bajo la administración noética del Alma del Mundo. Coherentemente, en los seres humanos el caballo blanco sería la parte irascible puesto que es el aspecto psíquico irracional vinculado al cuerpo, pero que, por naturaleza, es capaz de obedecer a la razón (Rep. 441a; Ti. 70a).

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El fracaso en acceder al mundo eidético no pareciera, no obstante, ser el caso del filósofo, quien logró domar la concupiscencia del caballo negro (Fdr. 254e) y cuya razón, con ayuda de la impetuosidad del caballo blanco, es capaz de alcanzar, tanto en vida (Fdr. 249c-e) como después de la muerte, aunque sea parcialmente (Fdr. 248d), el conocimiento de las ideas. Por ello, al momento de reencarnar lo hace por tres veces consecutivas en una vida filosófica, después de lo cual, se desprendería por fin completamente del sōma mortal.56 Empero no es claro que el filósofo no deba de todos modos retornar finalmente a un cuerpo perecedero cuando, tras la culminación del gran ciclo de diez mil años, las almas deban intentar nuevamente ascender a la llanura de la verdad e iniciar así, de acuerdo con cuán exitosas han sido en su designio, sus existencias encarnadas (Fdr. 249a).57 Así las cosas, esto significaría que ni siquiera en la rara y feliz circunstancia, por otra parte absolutamente hipotética, en que pudiéramos escapar alguna vez de la rueda de reencarnaciones, existiría la garantía de una eliminación completa de los restos de irracionalidad propios de nuestra condición humana y mortal.58 El recorrido por los textos aquí vistos nos muestra entonces que, pese a que Platón reconoce la posibilidad de que la razón humana logre su máximo desarrollo y junto con esto la conducción de nuestra existencia, esto podemos conseguirlo únicamente en forma parcial, puesto Leemos al respecto en Fdr. 248c3-5: “Cualquier alma que, por haberse vuelto acompañante del dios, avista algo de las cosas verdaderas, que permanezca indemne hasta la siguiente revolución y, si siempre es capaz de hacer esto, que esté siempre ilesa”.

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Si las almas humanas pudieran realmente transformar su caballo negro en un caballo blanco y así mutar en dioses, permanecerían para siempre en esta condición psicosomática. Sin embargo, el caballo negro, que anhela lo terrenal y carnal, si bien puede ser apropiadamente entrenado, no es susceptible de ser convertido en algo de naturaleza diferente. Al respecto, ver Rowe (2007: 140, nota 55).

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El énfasis que se pone en el mito del carro con corceles alados de Fedro sobre las limitaciones del alma humana, a diferencia de los dioses, para conducir la vida de acuerdo con la racionalidad explicaría que Platón conserve aquí la estructura tripartita incluso en una existencia post mórtem y no por algún tipo de vacilación entre un tipo u otro de explicación, como sugiere Robinson (1995: 119-131).

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que la eliminación completa de las perturbaciones procedentes de aquello que se resiste al control de lo racional no es posible en términos absolutos, no sólo en nuestra forma de vida presente, sino también incluso si, después de la muerte, nos fuera dado existir despojados del sôma mortal y sus manifestaciones psíquicas.

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El adiestramiento del thymoeidés: el surgimiento de la conexión entre música y emoción en Platón Andrea Lozano-Vásquez Universidad de los Andes

A propósito de la propuesta platónica que ocupa los libros segundo y tercero de República, conocida como la educación de los guardianes, se intentará delinear aquí un aspecto del modelo educativo de Platón que ha sido desatendido. Ante todo quisiera contextualizar la insistencia platónica en la educación musical, dejando claros algunos presupuestos pues, entre otras cosas, esto hará clara su importancia, la contribución peculiar que tal educación ofrece y sobre todo su necesidad. Para decirlo sin rodeos, Platón cree que ese reducto de irracionalidad que está en nosotros y no podemos desconocer sólo puede acometerse gracias a la especificidad de ciertas actividades como la música. Para entender por qué ello es así, es determinante comenzar preguntando si el objetivo principal de la educación primaria es, o bien modelar la acción de los individuos ofreciendo ejemplos adecuados de conducta, esto es dirigir las acciones de manera conductista sin intermediación de la razón, o bien adiestrar los movimientos de la parte irascible del alma para mantener un estado anímico tal que posibilite el ejercicio de

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la razón o uno que constituya una cierta felicidad o uno que, logrando cierta “racionalización”, permita también la felicidad. Cabe notar que en cualquiera de los dos escenarios no se está proponiendo una enseñanza estrictamente cognitiva o conceptual. Incluso en el primer caso, lo que se enseña es un comportamiento, un modo de hacer, más que un criterio para elegir las acciones. Esto puede deberse al estadio en la vida del individuo al que este tipo de pedagogía apunta o, más probablemente conforme con esta interpretación, al aspecto del alma que es sensible a esas particularidades. Precisamente por ello, cada escenario pone el acento en un aspecto distinto; en el primer caso, aunque el modelado se da mediante la imitación, se insiste en el reconocimiento de la bondad de la acción, en el aprendizaje de la característica “ética” del actuar aunque sea indirectamente; por lo mismo puede decirse que mediante el entrenamiento del thymoeidés (la parte irascible del alma) se prepara el ejercicio del logistikón (la parte racional). En el segundo caso, más bien se insiste en que el thymoeidés opera de modo particular, más física que cognitivamente, y que lo que se ha de educar son sus movimientos, se los tempera o restringe. Luego, aunque sin duda pueda afirmarse que la educación poética, para Platón, contribuye a los dos propósitos, es crucial insistir en que este tipo de educación tiene como objetivo primordial aquella parte que ese tipo de manifestación estimula: el aspecto emotivo del alma, y que en el reconocimiento tanto de la conexión como de la contribución de la poesía y la música con la emoción está el mayor acercamiento de Platón a la especificidad de lo irracional. Estado de la cuestión Parece entonces que las cuestiones claves son en qué consiste la educación musical y por medio de qué mecanismos realiza la mousiké esa labor. Antes de abordarlas, hay que preguntar cómo debe comprenderse aquella lectura de República que sostiene que cada parte del alma tiene deseos propios, operaciones cognitivas propias, etc.; mejor dicho, aquello de que cada una puede operar con cierta autonomía en la medida en que cada una es capaz de las operaciones anímicas básicas. Esto porque si esa es la manera correcta de interpretar la tripartición, la “colaboración” o “perturbación” de una parte sobre otra no parece posible.

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Si bien la idea de que cada parte del alma desea objetos distintos se encuentra explícitamente en República,1 creo que su correcta interpretación ha de ser de otro tenor. En casi todas las aproximaciones psicológicas de la filosofía y la literatura griega, se cree que el alma tiene dos funciones básicas: apetecer y mover (dar vida), impulsar a la acción.2 Adicionalmente, que el alma humana es además capaz de razonar, comprender, aprender. Esa misma es la opinión de Platón. En ese orden de ideas: el epithymētikón apetece, el thymoeidés es la parte motora, impulsora del alma y el logistikón es la parte o el aspecto que razona, reflexiona y calcula. Además, dado que ésta es racional —esto es, mesurada, apropiada, Rep. 437b1-438d10. La discusión suscitada por el pasaje es en extremo difícil e interesante. Quizás sea de utilidad recordar el contexto de éste: el Sócrates platónico parte del hecho de que los hombres, esto es, sus almas padecen y realizan acciones opuestas, lo cual atenta contra el principio según el cual los entes capaces de actuar y padecer no son susceptibles de aceptar los opuestos. Por lo tanto, es preciso reconocer que cada acción o pasión corresponde a una parte diversa del alma. Con esos presupuestos, parece que fuera necesario atribuir a cada parte todas las pasiones y capacidades, de modo que pueden enfrentarse cada vez. Es decir, para que un individuo como un todo pueda desear un alimento sano y simultáneamente uno perjudicial para su salud, debería desearlos con dos partes distintas del alma. Parece que éste es el razonamiento que está detrás de la atribución de funciones cognitivas, evaluativas y desiderativas a cada parte, que realizan algunos intérpretes (Annas, 1981: 129-130; Cooper,1999: 128; Price, 1995: 60-61; Kamtekar, 1998: 324). No obstante, esto no es necesario; de hecho, resulta más bien equívoco. El conflicto ha de describirse más bien como una situación en la que, mientras la parte desiderativa se inclina por el alimento apetitoso pero perjudicial, la parte racional prescribe el rechazo de ese alimento y la búsqueda de uno más adecuado a la situación médica y anímica del individuo en su conjunto. Es decir, el conflicto se da cuando las razones, los impulsos y los apetitos dirigen al individuo en direcciones contrarias, cada una de éstas acorde con la naturaleza de la parte en la que se origina; por ello los ejemplos del sujeto que mueve su cabeza, brazos y piernas en direcciones opuestas; cada parte se mueve con su movimiento propio, la oposición surge precisamente por ello.

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Vida ciertamente, parece significar psyché ­—en Il. 21, 569: én dè ía psyché, thnētón dé hé phas’ánthrōpoi: hay una única vida en él, y los hombres dicen que es mortal (cuando no se indique lo contrario, las traducciones fueron hechas específicamente para este trabajo)—. Y ésta, a su vez, sensación, impulso para moverse irreflexivamente, thymós (Il. 2, 409; 4, 303) en oposición a nóos. Frecuentemente, se la localiza en el phrén, siendo vinculada con la capacidad de pensar (Il. 18, 111; Od. 14, 462). En el mundo filosófico, véanse por ejemplo las opiniones de Heráclito. Ver DK 22 A16; 22B 101a.

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capaz de reconocer lo conveniente para cada cual—, puede dirigir las otras buscando aquello que favorece el equilibrio del conjunto. En el caso de las almas desequilibradas, ciertamente una parte predomina, de modo que la operación de las dos restantes se ve obstruida o doblegada a las directrices de la que logra prevalecer. Pero ello no quiere decir que los dos aspectos dominados dejen de operar, sino que sólo lo hacen con las miras que establece la parte hegemónica. Si bien, como sostiene Angela Hobbs (2000: 1-3), puede comprenderse la psicología platónica como un intento por hacer que la razón domine los deseos, esa descripción parece más conveniente para los diálogos en los que el alma se concibe unificada y los deseos se vinculan más bien con el cuerpo. En la perspectiva psicológica de República, al reconocer la diversidad en el funcionamiento del alma misma, se reconoce también una diversidad entre los individuos —dependiendo del aspecto anímico que predomine en ellos—. No se trata siempre, al parecer, de hacer prevalecer la razón. Se trata más bien, al menos para el caso de los guardianes —el de los hombres movidos por el apetito es un caso mucho más complejo— de permitir que cada clase de hombre opere conforme con su naturaleza, pero con corrección. Ése es el papel de la educación: no la unificación, sino el mantenimiento de una diversidad apropiada que haga viable un funcionamiento orgánico. Ello además adquiere cabal sentido si, como se intenta establecer muy pronto en el diálogo, el funcionamiento interno del alma es análogo al externo de la ciudad. Esto es, cada parte tiene una función irreemplazable, constitutiva del todo y, por lo mismo, esencial para el buen funcionamiento de la ciudad. Educación musical Quizás es pertinente precisar el campo semántico de mousiké y cómo se está comprendiendo aquí. Para el pueblo griego contemporáneo de Platón, la mousiké3 es cabalmente hablando el arte de las musas, todo aquello relativo a las disciplinas que ellas cultivan y amparan. Quizás lo primero sea aclarar el uso lingüístico del término mousiké. Hay un uso sustantivo, justamente el que se discute en el cuerpo de este trabajo: ‘arte presidido por las Musas, la poesía cantada […]’, etc. Pero, como poiētiké podría decirse que éstos son bien más términos adjetivos que califican un nombre al que acompañan

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Ahora más restrictivamente, en nuestro sentido, también es mousiké el simple mélos, el acompañamiento y la melodía que se conjugan siempre con la poesía. En el primer sentido, recuérdese que Platón no sólo incluye la poesía —mezcla de léxis y mélos— en su programa educativo; la astronomía y en general las matemáticas desempeñan un papel constructivo fundamental en el carácter del filósofo. Por supuesto que también tiene su lugar la misma filosofía, como la música más alta. No obstante, todas estas mousikaí no son trabajadas aquí porque ellas apuntan a la racionalidad del alma, a sus creencias y juicios. Por el contrario, la mousiké entendida como la poesía vista en su conjunto y, particularmente, la melodía se ocupan de las partes o aspectos irracionales. Si bien, la mousiké es un componente constitutivo de la poesía, de modo que no es posible establecer una distinción tajante, aquellos que consideran la parte irracional del alma como irreductible con frecuencia se concentran exclusivamente en el papel del mélos, y se oponen y compiten con aquellos que ponen el acento en la letra de la poesía. Para decirlo esquemáticamente, mientras los segundos consideran que el texto de los poemas es el factor determinante en la educación de la audiencia, los que resaltan el papel de la música creen que el ritmo, la melodía y la armonía son los que reestructuran las emociones del público. La postura platónica sobre la poesía que se vislumbra en República determina en buena medida estas dos corrientes principales: una cognitivista y otra emotivista. Es decir, o bien un poema y su escucha/ lector se conectan apelando a la parte intelectual del alma, o bien a la parte irracional, a sus creencias y conocimientos o a sus emociones y apetitos. Aquí interesa la segunda perspectiva; sin embargo, resulta necesario hacer explícitas ciertas cosas. completando cabalmente su referencia. Así, una cosa significa mousiké cuando acompaña a téchnē —la técnica de quien compone la melodía que acompaña los versos poéticos, los cantos corales, la armonía y los ritmos que se ejecutan en un instrumento, etc.—; otra, cuando acompaña a poíēsis —la obra en su conjunto, la simbiosis de mélos y léxis, que se desglosará en este trabajo—, y, finalmente, otra, si se atribuye a una cierta dýnamis —esto es, la capacidad, probablemente de la parte irascible del alma de movilizarse al ser impactada por los movimientos rítmicos y armónicos de una melodía—. En efecto, como es ya evidente para el lector habitual de Platón, a cada plano técnico o artesanal corresponde una obra y una cierta capacidad anímica.

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El efecto de la mousiké como poesía En el seno de la primera perspectiva, concentrado en lo dicho por los poetas, Platón construye una noción, más pragmática y, según los críticos,4 más “moderna” de la poesía, en la cual se comprende la labor del poeta como la de un artesano. La artesanía del poeta está hecha de palabras, conformada por razonamientos que encadenan proposiciones, las cuales, a su vez, exponen creencias. Éstas habitualmente son atribuidas al poeta mismo. En ese sentido, se considera que los poemas son la expresión de las convicciones del poeta5 y, por lo mismo, éstos son una buena muestra de su carácter. Así las cosas, el poeta presenta sus propias creencias y costumbres y mediante ellas educa a los escuchas en lo que se debe o no hacer. En este sentido, la poesía es catequesis, preceptiva y ejemplarizante.6 Por ello se debe ejercer censura sobre ella (Rep. 377c1-378a10; 391d5-10), componer bajo los parámetros dictados por el estado (Rep. 379a5-9; 380c5-9; Lledó Iñigo, por ejemplo (1961). Von der Walde (2010: 8-11) explica muy bien cómo se produce este tránsito de la concepción homérica del cantor al compositor de poemas.

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La misma idea está en Plutarco, en su Cómo debe el joven escuchar poesía 16F4: “En efecto, tales son las cosas que los poetas inventan intencionadamente, pero muchas más son las cosas que no inventan, pero, al pensarlas y creerlas ellos mismos, nos afectan a nosotros con la ficción” (Trad. de Morales Otal y García López). La referencia a este tratado es significativa, por un lado porque es bien sabido el linaje platónico de Plutarco; por otro, porque refleja la creencia generalizada entre los que disfrutan de la literatura y los que enseñan cómo hacerlo, según la cual lo que se expresa en la obra refleja, en buena medida, la cosmovisión del poeta. Explícitamente sostiene Halliwell (2000: 104): “El lógos de la poesía, en esta perspectiva, es un discurso en el que la voz de autor del poeta, voz a la que se concede autoridad cultural para ‘hablar’ de lo más importante de la vida, debe considerarse responsable y sujeta a la interrogación ética del examen filosófico” (traducción propia).

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Atendiendo a la lectura que hace Ferrari (1989, 108 y ss.) de la caracterización de la imitación poética que hace Platón en la República, se puede inferir que el poeta no muestra cómo luce la gente, sino cómo se comporta; es decir, el poeta involucra en su recreación los sentimientos, las emociones, las razones para actuar de los personajes provocando que el público se identifique con ellos. En consecuencia, las emociones y las actitudes éticas son puestas en el centro de la imitación poética convirtiéndola en una cuestión ética por definición.

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381c7-10) o incluso incluir en ella una clase especial de mentiras (Rep. 389b 2-5; Ley. 916e). En todos estos casos, no se apela al aspecto emocional de la poesía; más bien se supone que la parte irracional del alma donde éstas se albergan debe estar anulada, desconocida. La poesía “educa” lo irracional en la medida en que evita representar comportamientos originados en la emoción y debilita la parte que excita con ellas. Comprendida la música como poesía —letra y melodía—, se concibe su efecto educativo como la implantación de un grupo de creencias que son relevantes para la virtud política. De esta manera, al menos, es descrito el objetivo de la educación de los guardianes en República II y III. La educación musical implanta esas creencias en las almas de los guardianes presentándolas con imágenes en las que sólo las figuras virtuosas pueden ser admiradas: los dioses y los héroes a los que se les canta sólo pueden ser modelos de acción. Recuérdese que los guardianes son aquellos cuyo thymoeidés es más vigoroso (Rep. 375b), los individuos en los que el deseo por la fama, la admiración y las virtudes relativas al reconocimiento social es predominante. Estos casos paradigmáticos de los hombres dignos de admiración se convierten en estándar para los guardianes. El que esa imagen se convierta en estándar implica que los guardianes la han internalizado siendo capaces de, por ejemplo, reconocer sus propias carencias al verse comparados con ese modelo y procurar eliminarlas en aras de alcanzar el ideal. Esa internalización, si bien no implica el conocimiento del bien ni en sentido estricto de los motivos correctos para la acción, sí resulta en un compromiso genuino de búsqueda de la virtud. La educación inicial de los guardianes apunta en principio al thymoeidés. Se dice en principio porque no es claro que sólo se los entrene en este aspecto del alma (en algunos pasajes Platón habla como si también la parte racional fuese entrenada paulatinamente mediante la poesía: Rep. 410a-412; 441e-442c). Como sea, esta primera enseñanza tiene lugar antes de que la parte racional ejecute sus funciones cabalmente. De hecho, aquel guardián que ha incorporado el modelo virtuoso, aunque responde correctamente a la belleza, la alaba, la disfruta y trata de incorporarla a su propia vida, no es capaz de dar razón de ella. De ahí, creo, las imágenes de esta clase de educación como impresión y moldeamiento (Rep. 377b 1-2) o como la labor del tintorero de la

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lana (Rep. 429d4). El guardián es “moldeado” con esas imágenes, es decir, tiene un entrenamiento que le permite elegir las acciones que son imitables y rechazar aquellas que se apartan del modelo. Por supuesto que el reconocimiento y adaptación de la conducta requiere de algunas capacidades cognitivas dependientes del logistikón: el reconocimiento de comportamientos, un cálculo básico costo-beneficio o causa-efecto, alguna suerte de poder de anticipación. Pero la insistencia platónica en que la irascibilidad propia de los guardianes, en el tipo de cualidades que esa educación implanta —valentía, fortaleza moral, autodisciplina— y sobre todo las comparaciones de su educación con la de los caballos y perros (Rep. 375a2-12) dejan en claro que no se trata de un ejercicio en estricto sentido racional.7 La razón de los guardianes se pone, en un sentido importante, al servicio de su fogosidad y realiza todas estas acciones en aras de satisfacer los deseos de ésta. Aunque prerracional, esta educación da a los guardianes capacidades morales y estéticas sofisticadas.8 De las historias que les son narradas, ellos extraen creencias verdaderas y actitudes apropiadas, por ejemplo sobre el coraje (Rep. 386a-388e; 429c-430c) y la moderación (Rep. 389a-391e). Además pueden despreciar aquellas conductas que deben dejarse de lado e incluso sentir disgusto por ellas. En pocas palabras, adquieren gusto y poder de discriminación. El guardián así entrenado elige correctamente de qué historias y melodías nutre su alma, se inclina correctamente hacia lo mejor (Rep. 401e4-402a2). Por ello me parece más acertada, por ejemplo, la lectura de Gosling (1973: 41-51), que insiste en el lado irracional de la ira de los guardianes y de sus reacciones un poco animalizadas, que las de Annas (1981), Price (1995) y Kamtekar (1998), ya mencionadas. Kamtekar parece creer que es preciso que las partes inferiores tengan capacidades cognitivas para que puedan obedecer los mandatos de la razón o darle órdenes a ésta (1998: 328-329). Desde mi punto de vista el modelo es más bien de yugo que de obediencia. Las partes restantes del alma se subyugan a la razón en la medida en que, como se ha tratado de demostrar recién en este texto, se dirigen por sus propios deseos en la misma dirección de aquélla. La razón las educa condicionándolas para operar con los mismos fines, sin que ello implique algún tipo de acuerdo entre las partes.

7

Se sigue a Kamtekar (1998) en la descripción de lo que ocurre en el alma del guardián, aunque no se comparten algunos de los presupuestos y consecuencias de su aproximación, como ya es y seguirá siendo evidente en la discusión a pie de página.

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Cabe preguntarse qué tipo de estabilidad pueden tener estas elecciones si no están racionalmente justificadas9 o, mejor, tratar de dilucidar qué y cómo educa este tipo de contacto con la poesía. Ha quedado claro que la enseñanza planteada no es sobre qué o por qué elegir desde un punto de vista conceptual. Se apela más bien a aquello que está más desarrollado en el alma de los guardianes: su amor por la victoria y la honra y, a partir de esa inclinación natural, se construye una hacia la virtud. En este sentido, la labor del censor consiste en garantizar que el poeta alabe sólo aquellos comportamientos que son en efecto dignos de admiración; por eso la urgencia socrática en que las primeras historias que los guardianes escuchan sean las mejores con respecto a la virtud (kállista pròs aretén): al tiempo que ven esas historias como modelos de vida, los guardianes educan su gusto y su inclinación por aquello que vale la pena alabar. Entonces, la educación de estos guardianes los hace valerosos, por ejemplo, haciéndolos valorar la muerte y a los hombres que mueren antes de permitir que los esclavicen (Rep.386a-387b). Así como se mencionaba ya, se les impide ser desvergonzados mostrando los comportamientos equívocos de los héroes y los dioses —los lamentos de Aquiles o las infidelidades de Zeus— como indignos y no admirables. La fuerza del carácter natural de los guardianes se encamina así al Vlastos (1978) ha considerado esta cuestión determinante para todas aquellas perspectivas que basan el bienestar anímico o el comportamiento ético en estados inestables como la armonía, el adiestramiento o habituación sin conocimiento cabal de las razones para actuar. Ello porque, para él, la justicia anímica (1978:7374) debe ser una disposición estable a actuar bien hacia otros. Ciertamente la conexión de este estado, por un lado, con el conocimiento, por otro con la felicidad parecería implicar esa estabilidad. En consecuencia, si el entrenamiento de las partes irracionales no puede fundarse en el conocimiento, no tienen tampoco esa perdurabilidad. Por ello, Kamtekar cae en la tentación de intelectualizar el entrenamiento de los guardianes. Esta estrategia no sólo permitiría explicar el conflicto y en consecuencia la acracia, como ella desea (1998: 329), sino que le exigiría a esa forma de educación la estabilidad propia de la razón. Pero si se atiende a otros pasajes del corpus —por ejemplo Ley. 653d—, se puede inferir que el mismo Platón considera que esto es así; de ahí la necesidad de los festivales, de las danzas corales y todas aquellas actividades que de tanto en tanto retornan las partes no racionales del alma a su estabilidad, a su estado originario (653d4), se afirma en el pasaje.

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rechazo de lo indigno y no virtuoso, como su fogosidad se dirige a la búsqueda de la admiración. Ser bien educado consistirá, entonces, en fortalecer las características naturales del alma dependiendo de su tipo, de modo que se unifiquen sus tendencias y no haya disensión. En este modelo, las otras partes pondrían sus capacidades, al menos aquellas básicas, las que puede ejercer sin mayor entrenamiento, al servicio de las motivaciones que elige la parte hegemónica en cada tipo de hombre. Por lo mismo, como ya se dijo, se alcanzaría un estado “interno” armónico que posibilita la vida feliz. Esta perspectiva demuestra que, pese a ciertas interpretaciones, Platón no está comprometido con que sólo el alma de tipo filosófico alcance la felicidad. Cada hombre, dependiendo de su naturaleza y en virtud de una correcta educación, es capaz tanto de desempeñar su papel social y construir así la ciudad justa como de construir su propia felicidad.10 Entrenamiento melódico: las propuestas platónicas de conexión entre música y emoción Por otra parte, puede verse el entrenamiento musical como aquel que se constituye exclusivamente a través del mélos del poema y cuyo objetivo central es la modificación de la fuerza o persistencia de algunos estados anímicos. Ciertamente, hay en el corpus platónico una somera muestra de esa comprensión de la música según la cual ésta se vincula directamente sin intermediación de la letra con los estados del alma. En República, por ejemplo, se contrasta el aulós (un doble oboe) —relacionado, mediante la leyenda de Marcias, a la pereza y la molicie y a ciertos

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A diferencia de la parte irascible, la apetitiva no tiene un programa explícito en la propuesta de República; esto es, no se tematiza el asunto de su educación. Sí hay, con todo, la intención de acostumbrar a los apetitos a mantenerse dentro de los límites de lo necesario mediante mecanismos como la dieta conveniente (Rep. 403e9 y ss.; 559a11 y ss.), la restricción de posesiones manteniéndose sólo en lo mínimo para cubrir necesidades materiales —la casa y el vestido— y la eliminación de la propiedad privada (Rep. 415e4). Podría entonces pensarse que los hombres de este tipo deben entrenarse en, por ejemplo, poner toda su fuerza anímica en la consecución de los bienes necesarios para la vida de la polis, cuidándose de no permitirse a sí mismos acaparar.

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efectos orgiásticos y excitantes— con la cítara o la lira —instrumentos característicos de Apolo (Rep. 399d4-5; Ban. 215c1-6)—. En las Leyes, diálogo en el que se desarrolla la conexión entre la música y el alma un poco más prolijamente, se califica a los ritmos como si fuesen actitudes, modos de ser más que contenidos; se dice que existen unos femeninos y masculinos, y que algunos incitan a la valentía o a la cobardía (Ley. 655b). En la misma tónica de las líneas dedicadas a los ritmos y a la forma como éstos se vinculan con la vida ordenada y valerosa, en República (399e8-403c8) se sostiene que las bellas palabras, la gracia, la armonía y la eurritmia son más bien consecuencias de un modo de ser simple, del carácter lleno de moralidad. Es decir, el mélos que la acompaña también cumple una función y comporta un efecto en la audiencia. ¿Qué tipo de función? Podría pensarse que la melodía o ayuda a la comprensión del contenido o por el contrario distrae de ésta. O mejor aún, incita de una manera completamente distinta aquella parte del alma que el contenido de la poesía dejaba de lado. En efecto, el mélos poético parece funcionar más con las estrategias emotivas del poeta entusiasmado, dentro del modelo del poeta inspirado. En estos pasajes de su obra (Ion, Fedro y, de nuevo, en las Leyes), adoptando una perspectiva más tradicional, Platón concibe la poesía como el resultado de la posesión divina del poeta por parte de la musa. El poeta, en ese sentido, no es responsable de lo que dice; su labor es simplemente la transmisión. No se distingue, en efecto, entre el compositor y el aeda o rapsoda que está cantando ante el público la composición. En cualquier caso, el talento o genio consiste en ser un intérprete neutral de la creación de la musa. Aunque, ha de aclararse, estrictamente tampoco ella crea; su virtud radica en ser testigo presencial de los acontecimientos que narra, por ejemplo, en el caso de los momentos teogónicos o de los sucesos legendarios. La léxis de su historia es probablemente excelente por su naturaleza divina, pero tampoco está en ella su poder. Murray (1992: 29-33), siguiendo a su vez a Tigerstedt, señala que es en la literatura del siglo v ­—si no en el mismo Platón— que esta conexión entre la inspiración y los estados irracionales tiene lugar. Por ello, puede considerárselo también precursor del emotivismo. El mecanismo de la inspiración, el enthousiasmós o posesión, es la forma en que la musa —por el hecho mismo narrado, o por la forma de

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la narración o mediante el ritmo y la armonía, ello no es nada claro— toca a la audiencia. La diciente metáfora del imán —del magnetismo que ejerce el poema en el alma— da cuenta del movimiento que la audición imprime en los espectadores, pero no ofrece ninguna explicación. Ese movimiento no es racional, no involucra la voluntad y no está por ello mediado por el aspecto intelectual. En esa medida, no es propio; tal como ocurre con los objetos imantados, el alma es arrastrada por la poesía (Ion 535a-e). Comprendida como una conexión anímica un tanto irracional, la poesía se relaciona con su audiencia de manera imprevista, no planeada, quizás incluso no universal. Luego, parecería carecer de todo propósito didáctico e incluso de propósito de cualquier índole. El imán atrae los objetos hacia él, pero no tienen intencionalidad. Nada en la transmisión de ese movimiento conduce por sí mismo en alguna dirección. La poesía excitaría la pasión, pero no para encaminarla o encausarla. La propuesta platónica pasará, entonces, necesariamente por dilucidar cuál es el mecanismo por el cual el poema mueve al alma, cómo puede controlarse y recomponerse ese mecanismo, a su vez, cómo se modela a través de éste el alma del escucha y sobre qué aspecto o parte de ésta recae esa modelación. Entonces, la música provoca reacciones en el alma que son distintas de las intelectuales y que están relacionadas más bien con sus movimientos y con el equilibrio entre las tendencias motoras de ella. Además, se insinúa varias veces, de esta arista de la poesía depende el placer. Cuando un alma buena reconoce en lo que escucha un movimiento valiente y correcto, se regocija en la audición; pero también, si aquella no es lo suficientemente buena y se inclina más a la pereza y la maldad, al oír el ritmo y la armonía correctas se acercará progresivamente a ellas, recomponiendo su propio ordenamiento y educando su gusto hacia lo mejor (Ley. 667b-c). Aquí más que argumentos o justificaciones se apela a los hechos. De facto, las madres, las nodrizas y los pedagogos emplean la música para, por lo menos, atenuar las emociones que impiden a los niños la tranquilidad.11 El ejemplo es, además de curioso, diciente: de acuerdo con Es interesante y a la vez inquietante que la consideración sobre el papel de las musas en la educación de la ciudad del libro segundo de las Leyes se inicie con la

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el ateniense dialogante de las Leyes, cuando las madres quieren tranquilizar a los niños para que concilien el sueño, lejos de mantenerlos inmóviles, los agitan en sus brazos cantándoles una melodía que los encanta como ocurre con la música de flauta (Ley. 790e1-4). Antes de ello, nos ha explicado un poco más por qué y cómo ocurre esto. En el mismo libro vii, ha dicho que “todos los cuerpos tienen un beneficio en su salud, cuando son sometidos a todo tipo de vibraciones y movimientos, tanto los que efectúan ellos mismos como también cuando van en literas o incluso por mar […]” (Ley. 789d1-3), y ello es así, pues el movimiento de los cuerpos es una expresión pero a la vez es un mecanismo para modificar su ritmo y armonía (Ley. 653e). El ritmo aquí es concebido como el orden del movimiento y la armonía como la consonancia de todas aquellas cosas que están inmiscuidas en él (Ley. 664e8-665a3). El pasaje de República que refería la relación entre el carácter y la hermosa disposición rítmica y léxica del poema sugiere que, al estar en contacto con la obra hermosa y bien dispuesta, el alma, sin darse cuenta, se inclina a amar e imitar aquellas mismas cosas con las que se emparenta. Esto porque la música es la más apta (Rep.401e6-7) para introducirse en el alma y anidar allí. En general, entonces, parece que la música condiciona las emociones creando un ambiente propicio para el conocimiento de la belleza, en cuanto aquél es del mismo tipo aunque seguramente de un nivel inferior a éste. En apoyo a esta lectura primordialmente “emocional” de la educación primaria platónica, quisiera traer a colación a Aristóteles, quien a propósito de estos libros de República dice en su Política: siguiente acotación (Ley. 653e3-5): tà mèn oûn álla zōia ouk échein aísthesin tôn én taîs kinésesin táxeōs oudè ataxiôn, hoîs dè rythmòs ónoma kaì harmonía, es decir, “los animales restantes no tienen percepción del orden ni del desorden en los movimientos, lo que se denomina ritmo y armonía”. Interesante, porque distingue entre las almas de los animados por diferencias en sus facultades y no por la ausencia o presencia de éstas. Aun así, podría considerarse que la diferencia depende precisamente de la presencia de la razón en los hombres. En el marco de la interpretación aquí esbozada, valdría mejor decir que depende del entrenamiento y del tipo de estímulos a los que están habituados los hombres. Éstos reconocen el ritmo y la armonía en la medida en que la música forma parte tanto de su entorno como de su entrenamiento habitual.

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En las melodías, hay directamente imitaciones de los caracteres (y esto es evidente: pues las melodías empiezan por no ser todas de la misma naturaleza, de suerte que los oyentes son afectados de modo distinto y tienen diferente reacción con respecto a cada una de ellas. Unas hay que los ponen en disposición más triste y recogida, como el modo llamado mixolidio; otras relajan la mente, como las melodías lánguidas; otras producen un estado de moderación y compostura, como parece hacerlo únicamente el modo dórico, en tanto que el modo frigio inspira el entusiasmo. Éstas son las acertadas conclusiones de quienes han filosofado sobre esta parte de la educación y que han aducido la experiencia en testimonio de sus argumentos). Del mismo modo en lo tocante a los ritmos. Unos tienen un carácter más reposado; otros más movido, y de éstos unos aducen emociones más vulgares y otros otras más propicias de un hombre libre. De todo lo anterior resulta con evidencia que la música es capaz de producir cierto efecto en el carácter del alma; y puesto que tiene este poder, es claro que habrá que dirigir a los jóvenes hacia la educación musical. La enseñanza de la música conviene además a la naturaleza juvenil, ya que en razón de su edad, los jóvenes no toleran de buen grado nada que no esté endulzado por el placer, y la música es por naturaleza dulce. Parece además que en nosotros hay algo emparentado con la armonía y el ritmo, y por esto dicen muchos sabios que el alma es una armonía y otros que tiene armonía (Pol. 1340a38-1340b19).

Y de nuevo en Político 8, 7: Aceptamos la división de melodías establecida por algunos filósofos, que las clasifican en expresivas del carácter, de la acción y de la emoción y a cada una de éstas atribuyen las armonías que les son afines según su naturaleza. De nuestra parte afirmamos que la música no debe practicarse por un provecho único sino por muchos. (Uno es la educación, el otro la purificación —por ahora nos servimos simplemente

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de este término purificación, a reserva de explicarlo más claramente cuando se trate la poética—; y el tercero es el divertimento, como relajamiento y cesación del esfuerzo). Es claro que debemos emplear todas las armonías, aunque no todas de la misma manera, sino que para la educación hay que recurrir a las que son más expresivas del carácter; y para la audición, ejecutadas por otros, también a las que son expresivas de la acción y de la emoción […]. Para la educación, según hemos dicho, deben emplearse las melodías expresivas del carácter y las armonías de la misma clase. De esta especie es el modo dórico […]. Además, y como nosotros alabamos el término medio entre los extremos y afirmamos que a él hay que atenerse, y como el modo dórico tiene naturaleza con relación a las otras armonías, es evidente que son las melodías dorias las que convienen a la educación de los jóvenes (Pol. 1341b32-1342a4; 1342a28-1342b13).12

En el primer pasaje se defienden y además se atribuyen a Platón —si es que como parece evidente éste es aquel que ha filosofado sobre esta parte de la educación— varias opiniones. En primer lugar, la idea de que la mousiké apunta al componente emotivo del alma, logrando entristecerla, relajarla o moderarla. Ello es posible puesto que la música como el alma tiene un cierto ritmo y armonía que puede transmitirse de aquella a ésta. Nótese que todos los fenómenos mentales descritos por el Filósofo son estados de ánimo, humores más que emociones, que no pueden distinguirse en virtud de sus contenidos. En consecuencia, finalmente, la mousiké es un instrumento para la modificación del carácter general del individuo, de sus propensiones hacia ciertos estados. También es fundamental que señale que a favor de la efectividad de esos sucesos sólo puede apelarse a la experiencia. En el pasaje siguiente, se agrega que la mousiké tiene varios propósitos, entre los cuales de nuevo se reconoce el pedagógico. Éste, como se señaló mediante el análisis de la dicción, se concentra en el carácter Las traducciones son de Antonio Gómez Robledo, levemente modificadas.

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imitativo de los caracteres. Los restantes propósitos, valga resaltar, también se apoyan en el componente emocional, por ejemplo la purificación que se logra incentivando el temor. También en estos pasajes aristotélicos se defiende la idea de que ciertos ritmos son propios, no sólo de ciertos caracteres, sino de ciertos temas y acciones representadas. En esa dirección va sin duda el resto del capítulo; el ejemplo de Filoxeno (Pol. 1342b9), quien intenta componer ditirambos en el modo dorio pero le salen en el modo frigio por la naturaleza del tema narrado. Aunque no es completamente platónica la posición de Aristóteles, su crítica expresa al Sócrates de República (1342b23-29) por no aceptar otros ritmos o por rechazar unos que tienen influjos semejantes a los producidos por los instrumentos que él rechaza, ratifica que esta lectura emocional es probablemente más cercana a la opinión de Platón. En conclusión, puede decirse que la educación musical condiciona el quantum de movimiento anímico, la impulsividad de la irascibilidad y equilibra sus factores motrices. Pero también mediante su componente dramático, ofrece al thymoeidés objetos apropiados a esa impulsividad. No puede decirse, entonces, que la mousiké prepare el alma guardiana exclusivamente para la operación de la razón; más bien prepara al thymoeidés para operar adecuada, racionalmente —esto es, moderadamente—, aunque siga movido por sus deseos connaturales de alabanza y fama. Posidonio: un desarrollo posterior Aun cuando se reconoce este aspecto no racional tanto de la música como del alma, la propuesta platónica sigue inclinada hacia lo intelectual. Sus desarrollos son escuetos y seguimos con la sensación de que lo importante es la dicción. Y no puede ser de otra manera. Platón y casi toda la tradición filosófica privilegia la parte racional del alma y considera —o al menos lo quiere hacer— que ésta puede ser y, de hecho, es dominante frente a la irracional. Una vez la razón ha prevalecido, la pasión tiende a desaparecer. Pero ello no siempre había sido así y no lo fue tampoco después de Platón. Muchos filósofos, poetas, músicos, médicos antiguos se

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ocuparon del vínculo entre la música y la emoción por sí mismo.13 Se dedicaron a él porque para ellos la pasión puede y frecuentemente es más fuerte que la razón. O por lo menos es distinta esencialmente hablando y por lo mismo requiere de un tratamiento particular. Uno de esos teóricos fue Posidonio (135 a 150 a. C.),14 quién, a diferencia de Platón, no es tan conocido. Por ello será necesario presentar algunas de sus tesis. Siendo un estoico, su posición dentro de la escuela se debe precisamente a una respuesta heterodoxa frente al intelectualismo crisipiano de la pasión. Posidonio regresa a una comprensión dual del alma que reconoce dos distintas fuentes de motivación: una racional y otra allende ésta, cuyo funcionamiento es autónomo. Como Platón de quien se nutre y Crisipo a quien crítica, Posidonio reconoce que todos los dogmas éticos dependen de la comprensión que se tenga del alma y de los estados de ésta (PHP. 5, 6, 2). Por ello, negando el monismo característico de la primera estoa griega, adopta un modelo platónico que le permite mantener la unidad del alma reconociendo su diversidad. El platonismo de Posidonio en cuestiones de psicología es ampliamente reconocido. Se cree que estudió ampliamente a Platón y que comentó muchos pasajes del Timeo. Como sus antecesores estoicos, Posidonio cree que el alma es un pneûma caliente, pero a diferencia de ellos, piensa que aquélla posee facultades o al menos fuerzas esencialmente diversas que se ocupan de aspectos independientes de la vida anímica (PHP. 5, 5, 8; 5, 5, 37). Hay un aspecto racional, responsable de todos los procesos lingüísticos y cognitivos, y uno irracional, encargado Hay testimonios u obras completas en las que se reflexiona explícitamente sobre la cuestión, atribuidas, entre otros, a Pitágoras, Diógenes de Babilonia, Sexto Empírico, Pseudo-Plutarco, Arístides Quintiliano.

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Nativo de Apamea, Siria. No hay datos sobre su nacimiento, pero sí se sabe que fue alumno en Atenas de Antípatro y Panecio, quien falleció en el 110 a. C., debió nacer por lo menos unos veinte años antes. En Rodas fundó su propia escuela y llegó a ser uno de los intelectuales más representativos de su tiempo. Representó a Rodas en una embajada a Roma 87-86; Cicerón estuvo en sus conferencias en el 77 a. C. en Rodas mismo. En el 51 a. C. regresó en una segunda embajada a Roma, murió poco después. No sobreviven ninguno de sus escritos, pero conocemos sus posiciones sobre la naturaleza de la emoción gracias al Sobre las opiniones de Hipócrates y Platón de Galeno.

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de la irascibilidad y de los apetitos. Si bien no habla abiertamente de partes, su posición sí niega explícitamente la completa racionalidad que Crisipo atribuye al alma. Posidonio supone que es necesario que ciertos aspectos de la vida mental humana no dependan completamente de la razón pues, de otra manera, es imposible, por un lado, explicar por qué los animales y los niños también experimentan emociones y, por otro, cómo es posible perseguir el mal intencionalmente y aun cuando se haya recibido una educación adecuada. Aunque Posidonio cree que las emociones son movimientos del alma, se distancia de la ortodoxia estoica desligándose de la identificación entre ellas y los juicios, y apoyándose más en sus manifestaciones fisiológicas. Posidonio retoma el vocabulario platónico y nombra esas capacidades del alma: logistikón, thymoeídes, epithymetikón y cree que las dos últimas, las irracionales, conforman la capacidad emocional pathētikón. La principal consecuencia de su postura se evidencia en el terreno ético: dado que el alma también realiza acciones impulsada por cierta corriente irracional, el mal deja de ser un error, un mero no ser. De esta manera Posidonio recupera la idea de que existe otra fuente de motivación además de la razón y se pone más del lado del sentido común expresado por los poetas. También los mecanismos estoicos de control de las pasiones y consolación se reinterpretan; la educación del sabio consistirá entonces en un refinamiento —no una eliminación— de las pasiones por medio de la formación de hábitos hacia buenas conductas (PHP. 5, 5, 29) y de la armonización de las fuerzas anímicas mediante la música (PHP. 5, 20). La música se plantea como terapia puesto que se reconoce que lo irracional sólo atiende a lo irracional (PHP. 5, 6, 21-22). Es importante notar que Posidonio reconoce explícitamente que la enseñanza para estas partes del alma no es racional: La educación y la virtud de éste mismo [el logistikón] es el conocimiento de la naturaleza de los seres, así como [la educación] del auriga es [el “conocimiento”] de las instrucciones de la conducción. En efecto en las facultades irracionales del alma no han surgido (engígnesthai) conocimientos —como tampoco en los caballos—, pero en éstos [los caballos], la virtud apropiada se presenta (paragígnesthai)

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por una cierta habituación irracional mientras en los aurigas a partir de una enseñanza racional (PHP. 5, 5, 35).

En el pasaje, Posidonio se vale de la imagen del auriga y los caballos del Fedro, una de sus preferidas para dar cuenta de la constitución anímica. Si bien las partes irracionales —como los caballos—, no albergan (en-gígnomai) conocimientos en virtud de su misma naturaleza, sí pueden mostrarlos (para-gígnomai) gracias al entrenamiento constante en un cierto modo de acción. Además distingue entre dos tipos de virtud, una que es sin duda el conocimiento y otra que tiene que ver más con el desempeño excelente de una función. Pero cabe preguntarse si, como es bien conocido, los antiguos consideran la música pariente cercana de las matemáticas, ¿en qué sentido se la llama irracional o por qué considerarla así? Seguramente en la medida en que no es lingüística, en que afecta también a los niños y los animales, y por supuesto en virtud de esa naturaleza dinámica, caracterizada en las Leyes, que la emparenta directamente con los movimientos del alma que conducen, sin intermediarios, a la acción. Pero Posidonio ofrece un argumento adicional. Su rechazo a las posiciones estoicas sobre la emoción se funda principalmente en que éstas desconocen un buen número de fenómenos innegables, entre ellos la experiencia patente de que la música, la mera melodía, produce reacciones anímicas que no pasan por la razón. Si bien, como sugieren muchos (Nussbaum, 1993: 105), el modelo que adopta Posidonio es platónico (Rep. 441e, Ley. 672c-e y 792a y ss.), es claro que éste insiste más en que el mélos no es sólo acompañamiento y, por lo mismo, que su papel no es mero auxilio en el mejoramiento de la faceta anímica racional. Por ello se considera la música sin letra (como la tocada por el joven que incita a la doncella en PHP. 5, 6, 21-22) y cómo ella atiende un aspecto del alma que los razonamientos y cualquier otra terapia cognitiva dejan de lado. Al no ser susceptible de persuasión o enseñanza mediante las palabras, la parte irracional del alma es más bien entrenada mediante un hábito irracional. Luego, parece claro que el proceso de acostumbramiento está dirigido al reconocimiento de la autoridad del logistikón —de ahí la ventaja del símil del auriga y los caballos— y de la prevalencia de la parte hegemónica. Los pasajes sugieren que

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dicho entrenamiento comienza desde el vientre materno y, tal como en las Leyes, consiste en exponer al bebé al movimiento de su madre y al movimiento musical mismo para tensar su alma en cierta “clave” o tonalidad. Es importante señalar que tal entrenamiento no pretende eliminar la emoción. Antes bien, reconociendo que la música produce fundamentalmente emociones, se pretende elegir aquellas que son más benéficas para el alma. Seguramente tal beneficio será juzgado en función de las acciones morales que el alma emprenda y por supuesto del lugar que su propio estado mental tenga en su felicidad. Pues según el reporte de Filodemo, por ejemplo, Diógenes de Babilonia (otro alumno de Crisipo que escribió mucho sobre el influjo de la música en el carácter) considera que ésta consuela el dolor, disipa los tormentos del amor, modera las sensaciones y contribuye a la amistad, provocando sensaciones amigables (Sobre la música, 4: 8-10). Todo este repertorio de posibilidades terapéuticas no es meramente paliativo. Expuestas sistemática y frecuentemente a ciertos tipos de melodía, ritmo y armonía, las almas desarrollan un cierto carácter, un lado no racional de la virtud. Ser un hombre virtuoso entonces no se reduce al tipo de creencias que se albergan, ni a los juicios que se hacen sobre la información exterior; el virtuoso además es aquel que, dada la disposición de los elementos motores de su alma —los apetitos y la irascibilidad—, encuentra gusto y estados anímicos propicios para su felicidad en la audición de la música. Si bien hay en el alma fuerzas de distinta índole, ella sigue siendo una unidad en la que éstas operan simultáneamente. Su funcionamiento apropiado depende más de la temperancia de esas fuerzas y de la subordinación entre ellas que del desarrollo o entrenamiento de unas sobre otras. La misma idea de entrenamiento se compadece mejor, también es cierto, con la corporalidad del alma en el seno del estoicismo. Lo que causa entonces el mélos en ella es una suerte de endurecimiento, una afinación de la tensión que produce las pasiones y motiva a los hombres a emprender la acción. Si bien sigue siendo el hēgemōnikón estoico —en principio identificable con el platónico logistikón— el aspecto del alma encargado de elegir todos y cada uno de los cursos de acción, un buen entrenamiento de la irascibilidad es condición de posibilidad del éxito de la elección. Podrá, por ejemplo, resistirse a valorar

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apresuradamente las impresiones que le informan del exterior: en lugar de atemorizarse ante la posibilidad de la muerte o sufrir por la muerte de un ser querido, el alma fortificada por la música, endurecida por los ritmos adecuados, podrá esperar el examen crítico del hēgemōnikón y tras éste, según sea el caso, precaverse. Recuérdese que la salud anímica del sabio estoico consiste no sólo en la posesión de la verdad sino también en un conjunto de buenas pasiones —eupátheiai— que acompañan esos estados cognitivos. Luego, la educación melódica que propone Posidonio no sólo posibilita el operar racional, sino que acondiciona al alma para el disfrute de los estados emocionales constitutivos de su felicidad. Pese a que esta postura incluye de nuevo en el panorama estoico la repudiada irracionalidad, debe reconocerse que sigue siendo, en esencia, intelectualista. No se pretende que el thymoeidés tome el rumbo de la vida del individuo; más bien que su presencia no entorpezca el ejercicio de la razón. Aquí entonces se aboga por un tipo de bienestar anímico que es el mismo para todos los hombres, por uno que depende de su naturaleza estrictamente racional. Recuérdese que era otra la lectura que se esbozó de la felicidad del guerrero. Si bien éste se encamina hacia el bien, considerado por todos como tal, en su manera de hacerlo se vale de su propia particularidad. En ese modelo no se intenta hacer de todos los hombres filósofos esencialmente racionales. Conclusión: sobre la conexión entre música y emoción Mucho de lo dicho hasta ahora, en especial en las dos últimas secciones, resultará esquemático, insuficiente y más cercano a una conversación cotidiana que a un argumento filosófico acabado. No es de extrañar que éste sea el caso. Como ya se señaló, el mismo Platón tiene problemas para referirse a este aspecto emocional de su tratamiento de la educación. De hecho, la conexión entre la música, en nuestro sentido —el mélos antiguo—, y las emociones ha sido muy escasamente tematizada tanto en la filosofía como en la propia teoría musical.15 15

Recientemente Budd (1985), Levinson (1990), Ridley (1995), Scruton (1997) y Nussbaum (2008: 285-332) han hecho esfuerzos por caracterizar con alguna precisión esta relación. Todos señalan la ausencia de arsenal conceptual para emprender la tarea.

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Hay, al parecer, dos razones fundamentales para esto. Por un lado, la escasez refleja una clara inclinación hacia lo intelectual; los seres humanos, al menos los occidentales herederos de Platón, se sienten más cómodos con las palabras, con las representaciones que tienen estructuras lingüísticas que permiten concretar y comunicar sus contenidos.16 Por otro, esto mismo puede ser un signo de la segunda razón: el tipo de vínculo que la música establece con los seres humanos no es representacional. No es lingüístico ni cognitivo, no es racional. Por lo mismo, parece que Platón considera que es éste el mecanismo de acceso a la irracionalidad. Es decir, existe un sentido en el que la conexión que ésta establece con el alma humana es irreemplazable. No importa si se comprende al alma como una naturaleza unitaria o múltiple, si se aboga por el dominio exclusivo de la razón o se reconocen otros estilos de vida igualmente virtuosos. La poesía y su componente melódico entrenan al hombre bueno hacia la virtud, pues en todos existe un resorte irracional al que no puede accederse por medios cognitivos. Concebida en su totalidad, la música —texto y melodía— es la instrucción idónea del alma primordialmente movida por la honra y la fama, pues ella presenta los modelos de individuos que merecen alabanza. Puesto que la música influye al thymoeidés apelando a su característica esencial, su instrucción no puede ser más efectiva. Se incentiva el amor por la fama del hombre irascible, pero tal impulso erótico bien entrenado es garante de su virtud. En cambio, si se comprende como melodía, la educación musical tiene como objetivo principal temperar. Con la elección de los ritmos apropiados, el alma logra, por un lado, templarse de modo que sea capaz de controlar las pasiones y movimientos irracionales; por otro, equilibrarse para allanar el camino racional. De cualquier modo, se fortalece, asegurando que el individuo que no es completamente racional alcance también la felicidad. En los términos en los que se planteó inicialmente, existe una veta en la que por medio de la comprensión de ciertos modelos de vida, de Es síntoma de lo anterior justamente, la escasa atención que ha recibido este asunto en Platón. Más aun como en los casos en que se plantea el asunto del efecto de la música sobre las almas se concentra todo en el poder de la léxis. Ver por ejemplo Partee (1981: 91-103).

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situaciones y personas valoradas o reprobadas moralmente, pueden entrenarse los impulsos y dirigirse hacia lo moral, sin que medie una comprensión cabal del bien. Pero, existe también, una veta que reconoce que lo irracional sólo atiende a lo irracional y se inclina por tratar, mediante mecanismos homeopáticos, de condicionar sus reacciones. En dicha formulación se plantea una conexión con la felicidad. Por ello se insistió en algunos apartes de este trabajo en la estabilidad que se puede esperar de la habituación o en si ésta tiene como objetivo principal poner la parte irracional al servicio de la razón. A pesar de los esfuerzos exegéticos y de la interpretación laxa de algunos pasajes, no es claro si los hombres con fuertes tendencias a lo irracional puedan, dentro de su especificidad, alcanzar la felicidad. Aunque se dé un espacio a lo irracional, Platón sigue pensando que nuestro bienestar y el de la polis dependen del correcto (¿exclusivo?) ejercicio de la razón.

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Éros y racionalidad: algunas consideraciones sobre el Banquete Jairo Iván Escobar

Universidad de Antioquia

Ciertamente el Banquete es uno de los textos más logrados de Platón, logrado tanto en sentido estilístico como en sentido filosófico; en él la construcción estética está atravesada por el deseo de destacar la relación entre éros y conocimiento, pero de una manera tal que el conocimiento es inseparable de éros en su génesis y está determinado por él en cada etapa, desde la percepción hasta el posible conocimiento verdadero realizado en el lógos mediante el diálogo. El proceso descrito en el Teeteto desde la percepción sensible hasta la opinión verdadera acompañada de razones, que encarnaría la epistémē, es, si se piensa, el mismo proceso en el Banquete, llenado en éste con la carne del deseo, pues no se puede pasar de la percepción sensible al conocimiento verdadero si no se padece el amor en cada una de sus etapas. Tentativamente podría decirse que lo que le falta al caballo de madera del Teeteto es la pasión por lo bello y la locura divina del Banquete y del Fedro. Éros es apertura al saber; una de sus funciones es abrir el amor por el conocimiento. Visto desde estos diálogos, el Teeteto no permite ver cuál es la motivación o causa que nos mueve desde la percepción

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al posible conocimiento verdadero, y digo posible, pues creo que en Platón este conocimiento oscila siempre y en todo momento entre la consabida ignorancia y el utópico ideal de un conocimiento verdadero y definitivo. Ningún extremo puede ser tomado como algo absoluto: no hay ni la plena ignorancia —no saber nada, de algún modo siempre sabemos algo— ni la plena sabiduría —ésta es propia de los dioses—, sino etapas o escalones en los cuales siempre podemos revisar y criticar lo que creemos saber en un determinado momento, y esto vale desde el saber perceptivo hasta el conocimiento verdadero. Un saber o conocimiento libre de éros, de sus aguijones y motivaciones, es inconcebible para Platón. En el Banquete, desde el comienzo de la narración se entrelazan ambos momentos, que tienen su expresión en el lugar común de la “pasión por el conocimiento”, por la filosofía. Esta pasión caracteriza a Apolodoro quien desprecia los discursos de los hombres de negocios y de los ricos, puesto que su “delirio” son los discursos filosóficos, pues no sólo cree estar recibiendo un beneficio, sino también “un goce extremo” (Ban. 173c).1 No estoy sugiriendo un paralelismo uno a uno entre el Teeteto y el Banquete, pero el Banquete resalta un momento motivacional sin el cual la actividad filosófica sería una árida y extenuante tarea silogística, pero tampoco es un llamamiento a renunciar a la lógica, a la necesidad de ordenar y cuestionar nuestros razonamientos y de coordinarlos con nuestra vida de la mejor manera posible. Por su estructura, el Banquete tiene poco de diálogo socrático, salvo en contados lugares: en la refutación de una afirmación de Agatón por parte de Sócrates (Ban. 199c y ss.), que repite la vivida por él en manos de su maestra Diotima, y el diálogo entre ambos, que inició a Sócrates en los misterios eróticos y lo volvió maestro en ellos. Aquí no tiene lugar un largo debate dialéctico o eléntico que someta a prueba las opiniones de alguien sobre algo, sino que “nos encontramos con una competencia entre sucesivos discursos” de encomio a Éros (Vento, 2010: 1). Como forma, estos discursos eran una práctica establecida en Atenas, los llamados erotikoì lógoi, o discursos con los que un varón adulto Las citas se han hecho siguiendo la traducción de Victoria Juliá (2004).

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cortejaba a un adolescente. Pero aquí nadie es cortejado, sino que se trata de destacar las potencialidades y obras de Éros, sus beneficios para todo el cosmos, para dioses y hombres. Éros es el dios olvidado por la tradición griega, al que no se le ha dado el lugar y el reconocimiento que merece, y lo que merece es ser colocado como el mejor y más benéfico de todos. Pero este supuesto olvido es parodiado por Platón, pues la mayoría de los discursos parecen realizados por personas poco poseídas por Éros. Éros parece elogiado desde fuera, como si el personaje hubiera tenido poca o ninguna experiencia del deseo, de su potencial y exigencia. Como bien se ha dicho, hay una parodia del tipo de discurso sofista apodíctico o laudatorio que se queda en la superficie del tema tratado sin preguntar por lo esencial. A éste se refiere Sócrates cuando dice que los encomios se limitaron a aplicar atributos grandiosos y bellos a Éros, sean verdaderos o no, adecuados o no al asunto tratado. Cada uno elogió a Éros “como le pareciera bien, no como realmente debe ser encomiado” (Ban. 198c5). De esto son buen ejemplo los discursos de Fedro, Pausanias, Erixímaco y Agatón, pero la parodia no quiere decir que lo parodiado sea completamente falso, sino que la posible verdad que contiene no se puede ver por la hinchazón verbal del discurso. No obstante, considero que cada discurso contiene, como mínimo, un grano de verdad sobre el objeto encomiado que será destacado en su debido momento. No sólo el discurso de Diotima dice algo más adecuado y verdadero sobre Éros. Aunque el Banquete no es estrictamente un diálogo, cada orador se considera en la obligación de corregir o precisar lo dicho por el anterior orador. Entre los discursos de los comensales hay relaciones dialécticas de crítica y corrección. Mi intención en este ensayo es modesta: ver cómo el motivo de Éros le permite a Platón reconciliar algunos momentos irracionales en su teoría del conocimiento. Esto ya ha sido destacado por otros autores como Roochnik, Detel, Foucault, Bloom. Simplemente me limitaré a poner un acento ligeramente diferente en algunos pasajes. Para mi lectura es central el discurso de Aristófanes que, a diferencia de los otros, destaca uno de los momentos más irracionales del movimiento erótico: el deseo de no querer preservar la propia existencia, y el de Alcibíades, en el que el amor individual y sus peripecias son ilustradas vívidamente. El Banquete consta de siete discursos, de los cuales seis tienen como objeto al venerable Éros, y el último lo elogia indirectamente,

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pues expresa la admiración y amor de Alcibíades por Sócrates, admiración atravesada de dolor, queja, celos y despecho. El primer discurso, el de Fedro, destaca el poder de Éros en las relaciones humanas y su importancia para llevar una buena vida (kalôs biósesthai) (Ban. 178c6). Es un dios antiquísimo y por ello causante de grandes bienes para los seres humanos. Por ejemplo, para un joven el bien mayor es tener un amante noble o para un amante, un bello amado. Destaca los positivos efectos morales y políticos de Éros. Los enamorados, por amor al otro, evitan por vergüenza hacer cosas feas (aiskhrós) (Ban. 178e) y son empujados a realizar cosas bellas en el Estado, por ejemplo, un ejército de enamorados sería imbatible (Ban. 178e4). En una ciudad de enamorados el bien común tendería a prevalecer. Por otro lado, “los amantes son los únicos capaces de morir en el lugar del otro”, no sólo los varones, sino también las mujeres, como Alcestis que dio su vida por Admeto. La renuncia al egoísmo, a poner lo propio por encima de lo del otro, dar la vida por el otro, es característica de los buenos amantes. Esto último sería una cumbre de la excelencia. Para Fedro, por último, el amante inspirado por el dios es más valioso que el amado, y por esto es más caro a los dioses cuando el amado concede sus favores al amante (Ban. 180b). Esta asimetría será corregida posteriormente, pero de modo tragicómico en la relación entre Sócrates y Alcibíades. Sería erróneo afirmar que Fedro sólo dice lugares comunes, aunque su discurso está plagado de ellos. Si bien resalta el valor moral y político del éros, su valor epistémico no es de ningún modo destacado. Su discurso es el de un joven bello, noble y feliz de ser amado y quien de manera idealista sólo quiere o puede ver los efectos positivos, morales, que surgen de la relación amorosa tanto para el dúo amante-amado como para la polis. Aquí, a pesar de Detel, no veo ninguna referencia cosmológica en su discurso (Detel, 1998: 215; 2006: 140). Pausanias, el segundo orador, criticando a Fedro, introduce una diferencia en Éros; así como hay dos Afroditas, habría dos Éros: un Éros celestial (ouránios) y uno vulgar (pándemos) (Ban. 180e1-3). No todo amor es bello, pues hay diferentes formas de amar, cosa olvidada por el entusiasmado Fedro. “No todo amar ni todo Éros es bello ni digno de ser encomiado, sino sólo el que induce a amar bellamente” (Ban. 181a5). El Éros celestial se dirige a la sabiduría y a la virtud, y el vulgar

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exclusivamente a los placeres corporales. El Éros celestial es propio de los varones, los muchachos, pero del vulgar pueden participar tanto varones como mujeres. El Éros celestial no tiene ninguna mezcla en su génesis, en cambio el vulgar es nacido tanto de hembra como de macho. Los inspirados por el Éros celestial se dirigen, así Pausanias, a lo mejor y más dotado de la inteligencia, a lo masculino (Ban. 181c), y sólo desean a los efebos cuando ya ha despuntado su inteligencia. La pederastia, las relaciones homoeróticas que recorren el Banquete como un hilo conductor, encuentran aquí una clara expresión y justificación. Aunque censurada y reprimida socialmente (Detel, 1998: 151), Pausanias se esfuerza por darle voz a la primacía política y social de las relaciones pederásticas. Para ello recurre a una enrevesada discusión sobre las leyes y convenciones sexuales en distintos lugares, y considera que lo noble debe ser permitido por la ley, por ejemplo, amar mancebos tan pronto como les despunte la barba, siempre y cuando se trate de intercambiar sabiduría por placer corporal, más precisamente, siempre y cuando el amante más viejo otorgue sabiduría a cambio del disfrute corporal del amado. En ciudades incultas como Élide y Beocia, tales relaciones son favorecidas porque los ciudadanos son poco hábiles en discursos que faciliten la seducción del amado; y en regiones controladas por bárbaros son prohibidas porque los tiranos quieren impedir que surjan en los dominados nobles pensamientos y sentimientos que fortalezcan la comunidad y el bien común. Todo el discurso, por supuesto, cojea, e incluso le faltan patas, y su única justificación parece ser su deseo de poseer bellos cuerpos jóvenes a cambio de su espuria e inflada sabiduría, sin que sea impedido o condenado por la ley o la costumbre. Para Sócrates sería demasiado fácil mostrarle su carencia de saber, la endeblez de su discurso. Su elogio del nómos, de la ley y la convención, no parece ser más que defensa de su apetito privado, no del bien del otro. Para Pausanias el éros no es sólo una intencionalidad apetitiva del alma, sino también una praxis, más exactamente, una forma de actuar y relacionarse con los otros y el mundo, pero creo que la defiende mal. Cada acción considerada en sí misma no es ni fea ni bella, sino que su valoración depende de cómo se la haga. No es ni feo ni bello esto que se hace ahora en el banquete: “beber, cantar o conversar” (Ban. 181a). Pero es fácil pensar acciones que echarían por el piso su tesis

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ética central, por ejemplo, la tortura o la violación, que serían feas, viles o simplemente censurables, independientemente de cómo se hagan. En su defensa del intercambio de sabiduría por placer corporal, el joven amado simplemente se prostituye. Pausanias tiene poca sabiduría que ofrecer para el mejoramiento del otro. Agudamente dice Bloom: “Ahora comprendemos plenamente la afirmación de Pausanias de que nada es bueno o malo en sí mismo, sino que depende de cómo se hace. La prostitución no es buena ni mala en sí misma, pero el prostituto es una gran persona si acepta la sabiduría como paga” (Bloom, 1996: 513). Más que un encomio de Éros, su discurso parece una racionalización de sus deseos: el nómos, como ley y convención, debería permitir los intercambios pederásticos. Pero a pesar de que el encomio cojea, vale la pena destacar que aquí no se pide renunciar a los placeres del Éros pandemo, sino de asumirlos como parte integrante del Éros celestial. Censurable no es que el amado ceda al cortejo sino cómo cede, bien sea motivado por dinero o poder. Pero censurable igualmente lo es el amante que busca exclusivamente la satisfacción carnal y que la busca por medios espurios. Un buen amor no significa renunciar al Éros vulgar, sino que consiste en saber incorporar sus motivos en el Éros celestial, esto es, sin olvidarse del cultivo de la virtud del amado y de la propia. Hacerlo de otra manera es querer ser esclavo (Ban. 183a). Pero Pausanias no sabe cómo reconciliar ambos Éros y esa dificultad va a ser sostenida hasta el final del diálogo. Por otro lado, la distinción entre los dos Éros, como destaca Detel, retoma la dualidad entre los dos mundos ontológicos platónicos, entre el mundo de las ideas y el mundo de los cuerpos (Detel, 2006: 142), distinción que leída a la luz del discurso de Pausanias no se debería entender como dos mundos ontológicos separados abismalmente sino que deberían ser reconciliados, así como trata de reconciliar el Éros pandemo con el Éros uranio. Una separación absoluta impediría al Éros gnoseológico o epistémico el ascenso al conocimiento de la idea, que se dirige finalmente a lo inteligible en medio de lo sensible, a lo espiritual de lo corporal. Entregarse a lo sensible, gozar de lo corporal, es noble si no se pierde el horizonte de la excelencia, de la virtud. Amar tiene muchos motivos, pero el buen y bello amor exige que tanto el amante mismo como el amado se entreguen mutuamente por mor de la excelencia (areté) mutua (Ban. 185b).

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Por causa de un hipo, Aristófanes se ve obligado a cederle su turno al médico Erixímaco. ¿Es este ruido un comentario al discurso anterior? El hipo muestra la vulnerabilidad del ser humano, lo pone en ridículo ante sus contertulios. Aristófanes, cuyo “oficio es la vulnerabilidad cómica del hombre” (Bloom, 1996: 517), no se inmuta, le pide ayuda al médico, quien le sugiere como cura, entre otras cosas, un estornudo. El intercambio no sugiere que los discursos, en cierto sentido, sean intercambiables, como sugiere Zuckert (2009: 289), sino que el de Erixímaco es más cercano conceptualmente al de Pausanias, pues retoma su disfunción entre dos Éros, pero cree que le falta precisión médica y cosmológica. Erixímaco ve en ellos unos principios que actúan tanto en el cuerpo propio de cada ser vivo como en el cuerpo del cosmos. Los dos Éros, según su experiencia médica, están presentes en todo lo viviente. El buen médico es quien es “capaz de hacer amistosas a las cosas más hostiles que hay en el cuerpo y lograr que se deseen unas a otras” (Ban. 186d4). Ser médico consiste en saber reconciliar lo frío y lo caliente, lo dulce y lo amargo, lo seco y lo húmedo. “A decir verdad, tanto en la música como en la medicina como también en todos los campos humanos como divinos, hay que cuidar, en la medida de lo posible, a ambos Éros, pues los dos están presentes en ellos” (Ban. 187e6-8), e incluso en las estaciones del año y la agricultura. Erixímaco corrige a Pausanias en un pequeño, pero importante detalle: cada Éros no tiene un ámbito de acción separado, uno dirigido a lo corporal y el otro a lo espiritual, “antes bien el Éros, en sus dos figuras se dirige tanto al cuerpo como al alma y, además, a todos los ámbitos que tienen un aspecto corporal y estructural” (Detel, 2006: 142). Cada objeto del universo está determinado por los elementos y sus cualidades opuestas y su estructura está determinada por la tensión entre ellas. Y en cuanto al cuidado y la formación (paideía) (Ban. 187d3) del alma, las melodías y los metros, el uso del ritmo y la armonía deben ser utilizados adecuadamente para generar armonía y amistad entre los múltiples deseos del alma y entre éstos y el cuerpo. Incluso la cocina tiene que preocuparse por nuestros deseos, pues el desconocimiento de la presencia y características de cada Éros, el desconocimiento del entrelazamiento mutuo en cada momento puede generar enfermedades (Ban. 187e). Por último, todo lo relacionado con los

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sacrificios y la mántica, como artífices (dēmiourgós) de amistad entre hombres y dioses, debe ser tratado acertadamente y exige el correcto uso de los componentes eróticos humanos (tà katà anthrópous erōtiká) (Ban. 188d2), que tienen que ver con el derecho divino (thémis) y la piedad. ¿Cuáles son tales componentes? No lo dice. El saber técnico de Erixímaco, influenciado por Empédocles, permite sacar a la luz la dimensión epistémica de los asuntos eróticos, al menos mejor que el anterior, y reunir los dos Éros separados tajantemente por Pausanias. Se conserva la dualidad, pero su posible reconciliación generadora de bienestar corporal y espiritual, su posible unidad en la dualidad, se convierte en objeto del saber, de la epistémē. La dualidad abismal entre los dos mundos es aquí puesta en cuestión y el buen saber es el que sabe de esta dualidad y de su interacción mutua en cada dimensión de nuestras vidas y del cosmos. Así como el médico cuida a la vez de lo corporal y anímico, así el filósofo debe saber de las relaciones y diferencias entre lo sensible y lo inteligible. Pero su saber técnico le impone límites al discurso de Erixímaco: es un discurso demasiado técnico. No hay ninguna mención de los deseos que despierta en nosotros la belleza de un cuerpo bello. Habla como un dietista. Su error consiste en creer que lo que vale para su profesión vale para todo el cosmos y para todos los asuntos humanos. ¿Qué pueden tener en común los asuntos eróticos humanos y la agricultura? ¿Es posible extender su definición de la medicina como “ciencia de los movimientos eróticos del cuerpo en relación con repleción y evacuación” (Ban. 186c6) a las relaciones eróticas entre amante y amado? Su epistémē médica, en definitiva, es poco erótica. Poco o nada dice sobre lo que nos interesa cuando hablamos del amor y la pasión, de los momentos trágicos y cómicos propios del amor y el deseo, de nuestra búsqueda de la plenitud a través del amor, de sus tristezas y alegrías. Aristófanes recibe el final del discurso de Erixímaco con un chiste sobre los efectos curativos del estornudo (Ban. 189a). “Los ruidos corporales surten el efecto de contradecir las pretensiones del lenguaje serio” (Bloom, 1996: 524). Los ruidos del cuerpo ponen en su sitio los lógoi cósmicos de Erixímaco. El discurso de Aristófanes, a mi entender, señala una cesura en el diálogo: por fin se va a hablar del amor eróticamente. Éste no es meramente un asunto cósmico o médico, asunto de repleciones o evacuaciones, sino una fuerza determinante de la existencia

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humana. Su discurso saca a la luz la dimensión trágica y cómicamente escindida de la existencia. La superación de la escisión, de ser posible, depende en últimas de la piedad divina (Ban. 193d). La piedad humana sólo puede suplicar y pedir, pero no hay garantía de que la divinidad responda. Lo cómico y lo trágico se mezclan en el discurso y se señala en la última frase que escuchó Aristodemo de Sócrates en este banquete, la idea de que “es propio de una misma persona saber componer arte y tragedia, y que quien con arte es autor de tragedia, es también comediógrafo” (Ban. 223d4). Una pregunta inevitable es, ¿qué escribe Platón, una tragedia o una comedia? ¿Por qué un comediante le da expresión con un mito sobre los orígenes al aspecto más doloroso de nuestra existencia, la escisión, la ruptura originaria no sólo entre hombres y dioses, sino en el interior del ser humano mismo? La condición humana es, desde el comienzo, escisión, conciencia de nuestra diferencia con los dioses, pero igualmente es la conciencia de que la escisión es la marca de la humanidad, de su dolor, pero también de que en ella nace la posibilidad de superarla, no anhelando la reconstitución de la unidad primigenia, sino quizás mediante la risa y la filosofía, guiadas por la justicia. La comedia y el filósofo están más cerca de lo que Aristófanes y Sócrates piensan. Éros es tanto el padre de la comedia como de la tragedia, de la filosofía como de la teología. Para Aristófanes, nadie, ni ningún orador precedente, ha sido consciente (aisthanómenoi) (Ban. 189c5) del poder (dýnamis) de Éros, pues de lo contrario ya se le hubiesen erigido santuarios, altares y se le hubiesen dado los grandes sacrificios que se merece. Como si nada, afirma que es el más filantrópico de los dioses. ¿Por qué? Para comprender su simpatía por los hombres es necesario comprender primero la naturaleza humana y sus padecimientos o afecciones (anthrōpínēn phŷsin kaì tà pathémata) (Ban.189d5). Para comenzar, cabe llamar la atención sobre el hecho de que en ningún momento los seres humanos son creaciones de los dioses o están vinculados con éstos de algún modo especial. Desde siempre son especies separadas, cada uno con su dominio y poder, y los humanos sienten su inferioridad de poder cuando son escindidos por causa de su hýbris, su apetito desmesurado de querer apoderarse del dominio de los dioses. Es la partición divina la que los vuelve piadosos y siembra

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el anhelo de que alguna vez puedan volver a tener la unidad inicial. Su piedad se funda en el temor de ser nuevamente divididos. En el comienzo eran tres las razas de los hombres y no dos como ahora: masculino, descendiente del sol; femenino, descendiente de la tierra, y una especie ya desaparecida, descendiente de la luna, de la cual sólo queda el nombre: el andrógino, con características tanto del varón como de la hembra (Ban. 189e). Cada especie “era un todo redondo, con espalda y costados circulares”, con ocho extremidades (cuatro brazos y cuatro piernas), con dos caras, semejantes en todo, sobre un cuello circular. Caminaba erecto como ahora, pero gracias a su forma circular podía avanzar rápidamente. Aunque no se dice, eran seres que tenían algo de autarquía, la autosuficiencia propia de los dioses olímpicos, y esto los envalentonó para apoderarse del mundo divino y dominarlo. Ante esto, los dioses no los destruyeron, pues egoístamente necesitaban de los ritos y honores provenientes de los humanos (Ban. 190c). Esto, por supuesto, es un golpe a la omnipotencia de los dioses. ¿Para qué necesitan honores y ritos de una especie inferior?, ¿en esto consiste su filantropía, su éros, en buscar y desear honores de los seres humanos? No se dice si antes recibían honores y sacrificios, pero éstos les son otorgados con seguridad únicamente después de la escisión. “Ahora mismo —dijo Zeus— cortaré a cada uno por la mitad y a la vez que más débiles, serán para nosotros más útiles, por haber aumentado en número, y caminarán erectos sobre dos pies” (Ban. 190d1-4). Pero si continúan envalentonados serán de nuevo cortados en dos y andarán sobre un pie como los cojos (Ban. 190d5). Originariamente, repito, no existía éros o, a lo sumo, como deseo violento de apoderarse del dominio de los dioses. Éros nace con la escisión y se expresa en el deseo intenso y ardiente de volver a unirse con su media naranja, con la mitad que los retornaría a la unidad originaria. Si tenían la suerte de encontrarla, se fundían los unos con los otros de modo “que morían de hambre y otras formas de inanición por no querer hacer nada el uno sin el otro” (Ban. 191b1). Éros disuelve la posible comunidad humana, la hace imposible. El primer deseo erótico no es de preservación o procreación, sino de autodestrucción por fusión con otro. Más adelante Diotima retomará esta idea, pero no fusionados ya con otro ser humano, sino con la idea (Ban. 211d).

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Éros es expresión de una escisión y carencia originaria, expresa pérdida de autarquía, poder y unidad; la aspiración erótica es testimonio de insuficiencia, debilidad, impotencia, separación y fragilidad. Éstas son las condiciones del impulso erótico, los rasgos de la finitud humana; en él se revela la inquietud propia de la existencia humana: el deseo utópico de llevar una vida humana lo más plena de sentido, redonda, sin escisiones ni inquietudes. Es el deseo más profundo e íntimo de la razón humana: vivir en un mundo sin contradicciones. La razón que renuncia a esto ha mutilado en sí misma el impulso de Éros, pero la razón que no sabe de sus límites puede recaer en contradicciones y escisiones humanamente peores. Éros, que surge de la rebelión contra los dioses, es a la vez deseo de trascender la escindida condición humana. “Éros no es un dios, sino una suerte de consuelo que Zeus ofrece a los hombres. Es un gran bien, pero es sólo la curación de una herida” (Bloom, 1996: 526). El éros de los anteriores comensales parece un éros inocuo, de color rosa, sin ningún poder digno de mención, en cambio el de Aristófanes es rebelión, deseo insustituible e intranquilizable de una unión que nos vuelva autosuficientes, perfectos, orgullosos. El éros, parece decir Aristófanes, no es una fuerza cósmica, sino ante todo expresión dolorosa de la insuficiencia humana, de una carencia esencial. Toda irracionalidad posible tiene aquí su lugar de incubación. Claro que cuando éramos redondos y circulares, geométricamente perfectos, tampoco éramos muy racionales. Prueba de ello, la pretensión de destronar a los dioses olímpicos. Antes y después de la escisión, la raza humana, vista desde los dioses olímpicos, ya era cómica —siempre ha sido cómica—. Y lo cómico es querer ser lo que no se es, aparentar lo que no somos y no podemos. De esto fluye la tragedia: de la imposibilidad de ver lo risible de las pretensiones humanas de recuperar una unidad, perfección o redondez, que, en definitiva, nunca poseímos. Aristófanes no elogia a un dios, sino que muestra su génesis a partir de una herida. Éros es “quien intenta hacer uno a partir de dos” y sanar la condición humana (iásasthai tèn phýsin tèn anthrōpínēn) (Ban. 191d3). Cada ser humano, dice el bello texto griego, es un fragmento, un símbolo (sýmbolon) (191d4), de una unidad e integridad perdidas. Sýmbolon es usado como el pedazo de una tablilla partida en dos, que cada persona conservaba como posible reconocimiento en un encuentro futuro.

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La hospitalidad recibida por el otro me constituye como sýmbolon de lo que debo: devolver la hospitalidad recibida, como dice Victoria Juliá, es una contraseña de un posible reconocimiento mutuo (2004: 73, nota 55). Pero esto tiene su lugar en el ámbito humano. Los dioses no son sýmbola de los humanos. La división entre dioses y humanos no es símbolo alguno, pues desde siempre hemos pertenecido a ámbitos distintos. La cirugía divisoria no es símbolo de amistad, como tampoco el deseo de apoderarse del dominio divino. Entre dioses y hombres no es posible el reconocimiento recíproco, esto es posible únicamente entre humanos nacidos de una escisión. El tradicionalista Aristófanes es tan impío como Sócrates, su impiedad nace del miedo. El dios Éros alabado por Aristófanes desaparece tan pronto como la fusión con mi media mitad tiene lugar. Éros se suprime a sí mismo en el momento en el que se realiza la fusión; con la otra mitad borra en mí el deseo de seguirla buscando. Pero nunca, así dice Aristófanes, hay garantía para ello. Sólo algunos pocos han logrado esto (Ban. 193b) y quizás la piedad pueda solucionarlo. La piedad es la única esperanza. Y es bien poca por cierto. El discurso de Aristófanes, espero haberlo mostrado, marca un giro en el diálogo, ya que resalta el poder transgresor de Éros, su inconformismo y poder de rebelión contra lo dado (Strauss, 2001: 145), su télos supresor de sí mismo, pues su anhelo íntimo es dejar de ser anhelo, separación, que es la causa del anhelo y la piedad. Deseo para dejar de desear o, con palabras más precisas de Leo Strauss, el Éros, en lenguaje moderno, busca la extinción de sí mismo (Strauss, 2001: 140). No hay discurso sobre el amor que no lleve las huellas de este discurso de Aristófanes: amor es carencia, separación, expresión del dolor de no sentir realizada la intencionalidad erótica del alma; sentirse un todo completo por haberse fusionado con el otro, pero no con cualquier otro, sino con aquel que es verdaderamente mi otra mitad. Sobre esto va a volver críticamente Diotima (Ban. 205e), pero un mérito de Aristófanes reside en su acento sobre la individualidad inherente a todo amor, pero este mérito se torna dudoso, pues una vez realizado el télos amoroso, “devenir un ser único a partir de dos” (Ban. 192e8), la individualidad de cada ser desaparece. El deseo (epithymía) de retornar al todo (hólon) que éramos es lo que se llama amor (Ban. 193a). Queda, pues, en el aire la pregunta ¿qué beneficios produce, entonces, su poder?

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En Aristófanes el amor no lleva al conocimiento, sino a la búsqueda de un amado en el cual desaparecer. Este deseo de abrazarse y desaparecer en el otro es reformulado por Diotima en el amor ascendente hacia la idea. El discurso de Agatón es bello; en él todo está retóricamente ordenado y termina en un florilegio verbal dedicado al dios. Sus antecesores son criticados porque no han elogiado al dios, sino que se han limitado a resaltar los beneficios que concede a los hombres. Su encomio es guiado por dos preguntas, que considera las únicas guías posibles para un elogio correcto: 1) ¿qué cualidad suya es la causa de los bienes que otorga? y 2) ¿cuáles son esos bienes o dones? La primera pregunta es la pregunta por la naturaleza, por la cualidad o cualidades que lo diferencian de los otros dioses. La segunda, por sus obras. La pregunta por la naturaleza va a ser respondida sólo por Sócrates con la ayuda de Diotima. Para Agatón el dios es simplemente el más bello y excelente, y el más feliz. Y es bello por su juventud y su cuerpo simétrico, flexible, agraciado. Su elogio de Éros consiste en rebajar a los otros dioses. Antes de la llegada de Éros, (los dioses) vivían gobernados por anánkē, por la dura y férrea necesidad, pero su llegada los amistó, cesaron las castraciones, encadenamientos y otras formas de violencia (Ban. 195c). En pocas palabras, los dioses carecían de virtudes y gracias a Éros dejaron de comportarse criminalmente unos con otros, y en última instancia no es Zeus quien manda, sino él. Es además suave, tierno, delicado, camina entre flores y encarna excelsamente todas las virtudes: la prudencia, la sabiduría, la justicia y la valentía. Del discurso de Agatón quiero resaltar algo: su mención de la anánkē, que luego en el Timeo (47e y ss.) se vuelve uno de los principios esenciales en la constitución del cosmos. Su potencialidad (dýnamis) es la de ofrecer resistencia a la tarea ordenadora del demiurgo divino, es causa del desorden, de lo irracional, de lo contingente y azaroso, de la fragilidad y finitud humana. Si su poder no pudo ser dominado y reconfigurado plenamente por el dios artesanal causante de que haya cosmos, mucho menos podrá ser dominado por los humanos. Ya vimos las consecuencias de su dominio entre los dioses. La anánkē es el principio de lo material, de las necesidades y apetitos del cuerpo. Como principio cósmico, es a la vez condición de posibilidad de la existencia del cosmos, pero también de su desorden, de la falta de armonía de la

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existencia humana, esto es, de la irracionalidad como aquella que no cede plenamente a la razón, al lógos, que se rehúsa a la persuasión y sus posibles buenas razones, pero de alguna manera cede a ellas, aunque no completamente. La mención de la anánkē permite resaltar la obra de Éros: concede el paso de la barbarie a la civilización, del desorden al orden, de un estado de cosas injusto a uno justo (Ban. 196b). Sin Éros no hay díkē, justicia, ni en la polis ni en el alma. Por último, Agatón, como Erixímaco, elogia su propio arte. Éros no es únicamente inspirador de la medicina, sino también de la poesía, tanto de la poíēsis física (la reproducción de los animales) como de lo relacionado con las artes y las actividades espirituales. Para Sócrates, el siguiente orador, es bello el discurso elogioso de Éros, pero siente que la pregunta por la naturaleza de Éros no ha sido respondida. Como sus antecesores, Agatón se limitó a aplicar atributos grandiosos y bellos al dios, sean verdaderos o no. Las palabras de Agatón son bellas, pero han fallado su objetivo: ni la naturaleza ni las obras de Éros han sido adecuadamente expuestas. Los discursos anteriores no son ni falsos ni verdaderos, sino que se han limitado a subrayar, de modo unilateral, uno que otro aspecto de Éros. Pero nadie ha preguntado qué desea Éros. Esta pregunta quiebra la omnipotencia de Éros y, sea dicho de paso, de cualquier otro dios: desear es símbolo de necesidad, de menesterosidad. Si Éros desea algo es porque carece de ello, y en ese sentido no es bueno ni bello, pero esto no quiere decir que necesariamente sea feo y malo, sino que es algo intermedio entre los dos, así como hay algo intermedio entre la ignorancia y la sabiduría, a saber, la recta opinión (Ban. 199c-202b). Ésta fue la primera lección sobre los misterios que recibió Sócrates de la sacerdotisa de Mantinea, Diotima, y que Sócrates le transmite al perplejo Agatón. Esquemáticamente dicho, Éros es un daímon, y no un dios y, como tal, es algo intermedio entre lo mortal y lo inmortal, es expresión de una cierta incompletud. Aquí el único interlocutor posible de Sócrates es Aristófanes, el único que vio nacer a Éros en la escisión, en la herida producida por la cirugía de los dioses. Al mito inventado de los seres redondos escindidos responde Sócrates con una genealogía no menos mítica: Éros nació en la fiesta de Afrodita, como hijo de Poros (recurso, salida) y Penia (pobreza, indigencia). La escisión existe, pero es contada de otro modo: por necesidad nacemos indigentes, nacemos

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en un cuerpo marcado por la carencia, que nos quita autarquía, en un mundo marcado por la necesidad, la contingencia y el azar (ésta es la lección del Timeo), como lo mostró además el hipo de Aristófanes. No les debemos la escisión a los dioses, si es que existen, sino que desde siempre la raza humana es ya carencia, indigencia, como el daímon al cual le debemos todos los bienes. Los dioses no son sólo producto del temor, sino también de Éros, como tutor de la poesía mítica y la filosofía. En estas creaciones poéticas podemos leer nuestra condición, consolarnos de sus limitaciones y crueldades, tomar el impulso para superarla. El Éros de Diotima es esto: invitación a ver la condición humana como una forma de existencia que oscila permanentemente entre la indigencia y la inteligencia recursiva para superarla. No debe olvidarse que Poros es hijo de Metis y está ya atado semánticamente a la inteligencia, búsqueda de salidas de estado de aporía que caracteriza a la existencia humana. El deseo del ser humano no es de autodestrucción, sino de perpetuación, de preservación ad aeternum de la propia especie. Lo mortal padece de afán de inmortalidad, éste es su deseo más profundo, como lo encarnan los dioses creados por la poesía con el material de la condición mortal: no están sometidos al perecimiento, son autárquicos; la necesidad no los domina, son sabios, perfectos, completos. Éros es insatisfacción permanente con su condición. Ya Penia no está conforme con su estado: por ello busca acercarse a Poros para tener un hijo suyo. Visto gnoseológicamente, Éros oscila entre la ignorancia y la sabiduría, pero su rasgo más propio es el amor por la sabiduría, es filósofo en sentido estricto, siempre buscando mejorar los conocimientos alcanzados. El dios no filosofa, pero tampoco el completo ignorante, pues no sabe de su ignorancia. Filosofa el que vive en el estado intermedio: el que sabe de su ignorancia. Quien está poseído por el daímon erótico desea constantemente cosas bellas. El amor es deseo de cosas bellas y buenas, y de su posesión. El amor es posesivo porque desea retener, para siempre, lo bello y bueno que ama. Amando lo bello y lo bueno, descubre su afán de posesión, pero este afán es también muestra de indigencia y pobreza. Querer poseer algo para siempre, eternamente, es quizás el mayor signo de irracionalidad, pues se quiere evitar lo que nos es más propio: la mortalidad. Pero Éros, pobre y recursivo, es impulso de inmortalidad, y éste es quizás el deseo más humano de todos: es el deseo del amante,

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del padre, del legislador, del filósofo, del obseso sexual, del amante del dinero, del posesivo maniático, del tirano. Una prueba de que todo ser humano busca la inmortalidad se muestra en la ambición desmesurada e irracional de alcanzar la fama a toda costa, y por esto se está dispuesto a correr toda clase de peligros (Ban. 208c). En el ámbito natural, la única forma de inmortalidad posible para los humanos es procrear un ser nuevo, pues en él sigue viviendo cada ser vivo. La obra del éros, el deseo de engendrar y parir en lo bello (Ban. 206c3), tiene sus trampas, empezando por la invención de dioses como Éros. Cuando lo elogiamos no sabemos qué estamos elogiando, como lo muestra la ironía de Sócrates al comenzar su discurso: no sabemos si es el más joven o más antiguo de los dioses, no sabemos si duplicado como Pandemo y Uranio controla el cosmos, las estaciones, las enfermedades del cuerpo, la música y la agricultura. Quizás con Aristófanes podríamos afirmar que Éros surge de una herida, que es “deseo de abrazos y orgasmos” (Bloom, 1996: 526), de desaparición en el otro y con el otro, pero también deseo de inmortalidad, de querer preservar lo bello y lo bueno de nuestra mortalidad oscilando entre la indigencia y el recurso inteligente. Éros no puede ser objeto de encomio, sino que debe ser sospechosamente analizado, pues sus bienes, como la caja de Pandora, esconden males. No es un dios, sino daímon, indigente y recursivo, y por su estructura anfibólica, causa de bienes y males. Por virtud de la naturaleza escindida que se expresa en Éros y a través de él, nada está preservado eternamente, ni siquiera la idea del bien. El ascenso al conocimiento de la idea de lo bello, que produce la verdadera virtud, felicidad y eternidad, no es una ascensión meramente intelectual, sino que tiene su punto de partida en la belleza del mundo sensible, más exactamente en el amor y deseo específico por el cuerpo de alguien particular, que despierta en el amante bellos y nobles discursos (lógous kaloús) (Ban. 210a8). Ciertamente la ascensión tiene lugar gracias a una continua abstracción, pero ésta sólo puede realizarse por medio de los lógoi, los discursos motivados por la percepción de las cosas y seres bellos que, por ejemplo, llevan a considerar la belleza de un cuerpo como semejante a la de otros y estas bellezas como ejemplares de una única belleza. Luego considera la belleza de lo que le permite pensar la forma común a todas las bellezas, el alma, y a valorar más la belleza

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de ésta que la de los cuerpos, y luego la de las leyes, las buenas costumbres y los conocimientos. Y de “este múltiple mar de lo bello” (Ban. 210d4) que genera bellos discursos y pensamientos pasa el iniciado, si es bien guiado, de repente (exaíphnēs) (Ban. 210e4), a la consideración y contemplación de la idea de lo bello en sí por medio de la inteligencia discursiva (diánoia), y engendra una verdadera virtud, no una simple imagen de ella, que le permitirá hacerse amigo de los dioses y, por si acaso, inmortal (Ban. 212a). En el ascenso, cada vez se prescinde de lo individual, el amor se vuelve cada vez más abstracto, si se quiere, inhumano. En el diálogo, Sócrates representa esta forma de ser y vivir de manera completa. Su cuerpo le es indiferente, ya no padece ni el frío ni el calor, la fragilidad corporal que acosa a otros parece no ser propia de él y la belleza sensual del otro le parece indiferente. Alcibíades es testigo de esto. El discurso de Diotima parece establecer una separación tajante entre alma y cuerpo, entre lo sensible y lo inteligible, entre el comienzo y el final de la escalera. Pero “desde la perspectiva de Éros, la posibilidad de separar el cuerpo del alma es bastante cuestionable […]. Las primeras manifestaciones de Éros surgen en el cuerpo, y eso jamás se olvida” (Bloom, 1996: 562). Y parece que a Platón tampoco le convence tal separación. El hecho de que el primer peldaño sea el amor por lo bello corporal apunta a esto. Los seres finitos y mortales están siempre en un estado intermedio, son siempre alma y cuerpo o, si se quiere, un cuerpo animado o un alma encarnada, y, como Éros, están oscilando siempre entre la indigencia y la posible plenitud entre lo sensible y lo inteligible. El engaño es creer que se puede tener lo uno sin lo otro. El problema es cómo reconciliar lo inteligible con lo sensible, la razón con la necesidad. Si alguien alguna vez subió al último escalón de la escalera gnoseológica, este escalón debe ser cada vez alcanzado y reconocido de nuevo. La escalera nunca puede ser arrojada definitivamente por causa de nuestra condición finita. Por causa del dominio de la anánkē es imposible permanecer en el último escalón del ascenso; el regreso a las vicisitudes de los mortales, bien sean corporales, políticas o sociales, es necesario. Esto lo sabe el liberado de la caverna. Un hipo, como le sucedió a Aristófanes, puede interrumpir la dedicación a los bellos discursos, a la contemplación filosófica, y ésta, es preciso decirlo, es un hacer, una forma de

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comportamiento que ciertamente realizamos por ella misma, sin un fin práctico, y en el que tratamos de entender un concepto, sus relaciones y entrelazamientos con otros, o las estructuras fundamentales de la existencia humana como el lenguaje, la política o la naturaleza. La contemplación es dialéctica, como debió aprender Sócrates de Parménides en el diálogo Parménides y, con Diotima, aprendió de asuntos eróticos. Otra pregunta es si pudo armonizar ambos, el erotismo y la dialéctica, pues de ambos parece depender la posible vida buena y feliz para los mortales. La burda oposición entre los dos mundos ontológicos no tiene cabida en el Banquete y nunca ha tenido lugar en Platón, si se lo considera detenidamente. Sin el aguijón de la belleza sensible es imposible pensar en ascender a la belleza de un teorema, de una idea, de una discusión filosófica, de una refutación. ¿Están la belleza y el bien inteligibles mediados por la belleza y bienes sensibles? Esto es lo que parece decir Platón: el estado erótico-demónico es uno de inquietud y oscilación constante entre la conciencia de la propia insuficiencia y deficiencia, y el anhelo de la perfección y plenitud cognoscitiva y existencial. Dicho de otra manera, el bien posible sólo es vislumbrado negativamente como deseo de superar el dolor y el sufrimiento de la experiencia que tiene su expresión en los términos pathónta gnônai, aprender por la experiencia o por el sufrimiento. Esto es lo propio de la condición humana. El estado de perfección y de plenitud descrito por Diotima al final del discurso es interrumpido de repente (exaíphnēs) por el impetuoso Alcibíades y sus borrachos amigos. Alcibíades llega coronado por hiedra, el símbolo de Dioniso, el dios que impulsa a transgredir los límites. Es el dios de la tragedia y la comedia. Su irrupción señala, dramáticamente, los límites de la condición humana y las barreras con las cuales siempre tropezará el ascenso cognoscitivo. Contra Sócrates, Alcibíades recuerda que el amor humano es de un sujeto individual e insustituible. Precisa lo ya sugerido por Aristófanes: el deseo de fusión definitiva nunca se alcanza, siempre se retorna a la separación. La condición humana es la separación. Él es el único que no elogia al dios, sino que corteja directamente, con rabia y amargura, pero con esperanza, de nuevo a Sócrates, o si se quiere, su elogio de Sócrates es un ejemplo del dominio que ejerce el amor y el deseo en la vida humana. Pero el éros de Alcibíades no busca unión, sino posesión; no quiere simetría erótica,

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sino ejercer dominio, demostrar que él puede y debe poseer todo lo que desea. Con Sócrates descubre los límites de su poder. Sócrates y Alcibíades son las figuras extremas de la obra, dos personas contrarias en sus formas de ser, de ver la vida, de querer realizarla. Con Nussbaum, “vemos dos clases de valor y dos clases de conocimiento; y comprendemos que debemos elegir. Un tipo de saber excluye al otro” (Nussbaum, 1995: 266). Pero la alternativa no es elegir una forma de saber a costa de la otra, como cree Nussbaum. Más bien lo que quiere sugerir Platón es que ambos extremos son formas destinadas a fallar en la realización de la buena vida posible. La existencia humana es, hasta la muerte, oscilación entre las insuficiencias y los dolores de la experiencia y el veleidoso y noble anhelo humano de querer reducirlas al mínimo. Pero esto es inseparable del anhelo de una sociedad más justa. La concordia y paz que llevó Éros a los dioses está pendiente de realización en la sociedad humana.

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Conocer y elegir el bien: Filebo 20b-22e Alfonso Correa

Universidad Nacional de Colombia

El hilo conductor del Filebo está constituido por una serie de disputas en torno al papel que desempeñan el conocimiento y el placer en una vida feliz. Sería inexacto suponer que se puede asimilar de entrada esos dos términos en conflicto a la oposición racional/irracional, sobre todo si se asume que dicha oposición tiene un carácter excluyente. En efecto, por un lado, detrás del primero se esconde una variedad de actividades cognitivas, como la memoria y la opinión, que Platón difícilmente calificaría sin más de racionales. Además, por el otro, algunas variedades del segundo término, el placer, parecen estar íntimamente vinculadas con ciertas actividades cognitivas propias del primero. Tal vez sería más apropiado, si de traducirla se trata, asimilar la oposición inicial a aquélla entre lo cognitivo y lo emocional. Pero en tal caso, primero habría que buscar la manera de obviar los problemas que plantearía la definición general del placer, dado que en ella éste parece ser más un proceso fisiológico que un proceso emocional. En tal caso, además, no se podría suponer tampoco que la línea argumentativa del Filebo buscaría fortalecer y alejar los dos términos de dicha oposición. El diálogo, por el contrario, buscaría establecer puentes, mezclas, síntesis.

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El presente artículo busca tematizar y contextualizar una de esas mediaciones: la elección. Su introducción en el diálogo ocurre en uno de sus momentos centrales: cuando se formula y estructura la vida mixta. Intentaré, pues, mediante un comentario de ese pasaje, mostrar la importancia de la noción de haíresis en la argumentación en cuestión, pero también, más en general, situarla convenientemente dentro de la propuesta ética del Platón del Filebo. El fragmento del que voy a ocuparme corresponde a una ruptura importante en el diálogo. Es el momento, en efecto, en el que se lleva a cabo un cambio de perspectiva con respecto al tema inicialmente propuesto. El tema en cuestión es la clásica pregunta por la felicidad, por el bien del hombre. De lo que se trata, pues, es decir en qué consiste la mejor vida humana posible. La perspectiva inicial, por su parte, opone de manera irreconciliable dos posibles respuestas a ese interrogante ético (11d). Sócrates, por un lado, considera que la vida feliz es una vida entera y exclusivamente consagrada al pensamiento, en un sentido amplio. Actividades y capacidades cognitivas tales como pensar, dar razón, producir juicios o conservar en la memoria son, según él, capaces por sí solas de asegurar la felicidad. Protarco, por otro lado, el reemplazo del fatigado Filebo, defiende una posición según la cual ese lugar privilegiado de único bien capaz de producir el bien del hombre lo ocupa el placer. La perspectiva con la que se inicia la discusión no admite, pues, mediaciones entre las dos respuestas en juego. Se trata de una perspectiva monolítica, maniquea, totalmente carente de matices. Según ella, la felicidad sólo admite descripciones homogéneas. Nuestro argumento y sus resultados obligarán a los interlocutores a cambiarla y harán de la felicidad un objeto complejo. Desde un punto de vista dramático, nuestro pasaje se introduce con un recurso que no deja de llamar la atención. Repentinamente, Sócrates recuerda algo que escuchó, despierto o dormido, hace tiempo (20b). Estoy de acuerdo con Diès (1941: ad loc.), quien afirma que ese dispositivo dramático tiene por objeto introducir resultados que deben ser probados a continuación. En efecto, el contenido de ese recuerdo parece restringirse a un par de resultados. Esos resultados van a ser sometidos inmediatamente a una revisión dialéctica, revisión que

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sólo tendrá importancia en la medida en que se realice a partir de los acuerdos a los que Sócrates y Protarco, los dos interlocutores, lleguen. Los resultados transmitidos por el sueño son uno negativo y otro positivo. El negativo consiste en afirmar que los dos candidatos a bien del hombre que se han esgrimido hasta ahora, el intelectualismo y el hedonismo extremos, deben ser descartados. El resultado positivo, por su parte, formula la existencia de una tercera vida que sí parece prima facie un mejor candidato a felicidad. Lo brumoso del recuerdo, sin embargo, no deja ni siquiera intuir, en este punto de la discusión, de qué vida puede tratarse. La revisión dialéctica supondrá dos bloques de acuerdos. El primero es el establecimiento de una serie de criterios, de propiedades, de notas formales, que una vida que merezca ser calificada de feliz debe cumplir. Una vida tal debe ser completa, suficiente y elegida (20d-21a). El segundo bloque consistirá en probar, a partir de los acuerdos anteriores, el contenido del sueño (21a-22a). Se refutarán, pues, las vidas puras de placer y conocimiento (21a-e), por una parte, y se someterá un tercer candidato a bien (22a). Examinemos cada uno de esos dos bloques de acuerdos. El primer bloque de acuerdos: las notas del bien De acuerdo con Sócrates y Protarco, la clase de lo bueno (hē toû agathoû moîra) y, consecuentemente, nuestro bien deben, en primer lugar, ser completos (teleía) y suficientes (hikaná). Sócrates no añade nada más en este punto para caracterizar tales notas. En vano, además, buscaríamos en el Filebo algún pasaje que pudiera hacerlo plenamente. Podemos, no obstante, decir algo más al respecto. Primero, me inclino a pensar (junto con intérpretes como Frede y Dorion)1 que más que dos notas sustancialmente diferentes, se trata de dos aspectos o matices de un mismo estado de cosas. Es más: en un pasaje posterior (67a7-8), en el que Sócrates hace un resumen de Véase Frede (1985: 14; 1997: 173) y Dorion (2009). El artículo de Dorion está enteramente consagrado a establecer esa identidad. En cambio, Delcomminette (2008: 165-168), Cooper (2003: 127-129) y Davidson (1990: 148-149), entre otros, no parecen aceptarla.

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las líneas que nos ocupan, parece darle un nombre común a ese estado de cosas doblemente representado: la autarkeía, la autosuficiencia, el hecho de no requerir de ningún complemento (mēdèn mēdenòs éti prosdeîsthai, 20e6) —no lo requiere porque lo tiene todo (y entonces es completo o perfecto); no lo requiere porque no carece de nada (y entonces es suficiente)—. Segundo, se trata de notas que tienen una evidente pretensión de objetividad; que buscan, pues, calificar internamente el bien, con propiedades que le pertenecen en cuanto tal. Pero recordemos que estamos hablando no de cualquier objeto sino de vidas. ¿Qué quiere decir que el bien sea objetivamente autosuficiente en tal caso?, ¿cómo se manifiesta esa autosuficiencia del bien en los sujetos que viven en él? Simplemente, en tercer lugar, en el hecho de que ellos mismos sean autosuficientes. Otro resumen del final del diálogo (60c) presenta este criterio bajo esta nueva luz (más pertinente, creo yo, para el problema que se está tratando de resolver acá). De acuerdo con ese pasaje, lo que caracteriza al bien es el hecho de que “todo ser viviente que disfrutara de él sin cesar, en todos los sentidos y de todas las maneras, no necesitaría de nada más y estaría perfectamente satisfecho”. Creo que esta versión “subjetiva” equivale a la “objetiva” de nuestro pasaje. No pienso, en efecto, que Platón haya abandonado la perspectiva omnisciente de tercera persona con la que planteaba, en el texto que nos ocupa, la autosuficiencia del bien. Dicho de otra manera: los bienaventurados (los que viven “sin cesar, en todos los sentidos y de todas las maneras” en el bien) podrían tener representaciones erradas sobre su estado (puede tratarse, como en la fábula de Pombo, de “pobres viejecitas sin nadita que comer”).2 Esto no le quitaría, ni le añadiría nada al hecho objetivo de que esos bienaventurados no necesitan de nada. Además de la autosuficiencia, Sócrates y Protarco se ponen de acuerdo sobre otra nota del bien: el hecho de ser hairetón —elegible o, lo que no es lo mismo, elegido—. El texto en el que es explicado El autor se refiere a un poema conocidísimo dentro del folclor infantil colombiano de Rafael Pombo (1833-1912), cuyas primeras líneas son: “Érase una pobre viejecita sin nadita que comer, sino carnes, frutas, dulces, tortas, huevos, pan y pez” (nota de la compiladora).

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este criterio (25d5-10) deja absolutamente en claro que es esta segunda opción, la opción factual y no la potencial, la que hay que suponer en este caso. En efecto, de acuerdo con Sócrates, “todo lo que conozca” el bien (pân tò gignôskon autò) no hará otra cosa que perseguirlo, tender hacia él queriendo aprehenderlo y poseerlo, y no se preocupará de nada más. Que el bien sea hairetón quiere decir, según esto, que es de hecho y en últimas el único objeto de deseo de un grupo de sujetos determinado. Todo lo que esos sujetos hagan lo harán, en último análisis, para satisfacer el deseo de poseerlo. No se trata, entonces, de un objeto elegible, pasible, dadas sus características, de convertirse o no en un principio rector. Se trata, más bien, de un objeto elegido, que es ya un principio rector. Aquellos que de hecho lo eligen, ese conjunto de sujetos deseantes, son definidos aquí en función de un criterio epistemológico: el conocimiento. Es claro que ese criterio no corresponde, aquí tampoco, a una capacidad abstracta, a una entelequia primera, como diría el Aristóteles del De Anima. No se trata, pues, de sujetos meramente capaces de conocerlo; se trata de aquellos que, de hecho, lo conocen; que ejercen correctamente esa capacidad. No es necesario especular para entender cuál es el contenido de ese acto cognitivo (o, al menos, para describirlo esquemáticamente). Los sujetos deseantes deben saber (esto es, entender que es verdad) que su objeto de deseo es completo y suficiente; que ellos mismos, poseyéndolo, no necesitarán de nada más. Me alineo en este punto con intérpretes como Davidson (1990: 149) que hacen de la autosuficiencia del bien la justificación del hecho de que sea elegido. Subrayo, no obstante, algo que ellos no subrayan, a saber, que para entender este último criterio no importa sólo la realidad de esa propiedad objetiva, sino también y sobre todo el acto cognitivo por el que es aprehendida. Sin esa aprehensión, en efecto, el bien no sería objeto de deseo. No pretendo con ello, sin embargo, defender un cierto subjetivismo o relativismo. Esa aprehensión corresponde, por definición, a la realidad. Creo que podemos ir más lejos. Pienso que la tesis platónica es mucho más fuerte y que el conocimiento de la autosuficiencia del bien no es solamente una justificación de la voluntad de aprehenderlo, sino un rasgo definitorio de ella, una condición necesaria de ese tipo de deseo que es la elección. Esto es lo que el texto plantea, si entiendo bien

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el resumen con el que termina nuestro pasaje (22b6). De acuerdo con esas líneas, “si alguno de nosotros eligiera algo distinto [al bien] (ei dé tis álla hēireîth’ hēmôn), escogería (àn […] elámbanen) en contra de la naturaleza de lo verdaderamente elegible (toû alethôs hairetoû), involuntariamente (ákōn), por ignorancia o por alguna necesidad desafortunada”. El problema aquí no es, simplemente, el de un posible error en la elección —como tal vez podría entenderse la mención de la “naturaleza de lo verdaderamente elegible”—.3 Esa primera consecuencia de la supuesta elección que nos describen aquí no está sola, sino que se acompaña de una segunda que le da un carácter completamente irreal (ratificado gramaticalmente) a esta proposición condicional: quien elige algo distinto a lo verdaderamente elegible lo hace de manera forzada o por ignorancia, es decir, involuntariamente. Elegir involuntariamente no es un mero contrafáctico sino un total absurdo, un oxímoron con algún valor retórico, pero sin ningún valor real. Es tanto, en efecto, como hablar de un deseo no deseado. Si estoy en lo cierto, de acuerdo con ese pasaje, quien “elige” algo distinto a lo verdaderamente elegible, o de una manera distinta, no elige sin más. Una elección involucra necesariamente el conocimiento, en sentido fuerte, del bien; es un deseo acorde con ese conocimiento. No voy, sin embargo, hasta decir que el conocimiento del bien es una condición necesaria y suficiente de la elección. No podría, porque no todo sujeto cognoscente es también necesariamente un sujeto deseante. En efecto, de acuerdo con una bien establecida y perfectamente sensata tesis platónica, el deseo sólo ocurre en contextos de carencia. El Filebo mismo, mucho más adelante del trozo que nos ocupa en este momento (35a-b), va a caracterizar al deseo como un producto exclusivamente mental que, apelando a la memoria, tiene por objeto el estado contrario al del cuerpo carente. Dada tal doctrina, es obvio que sólo podrá elegir Le doy un sentido potencial al hairetón de la línea 22b7, tal como lo hacen Diès (éligible), Frede (choiceworthy, Erstrebenswerte) y Davidson (desirable). Este sentido potencial parece más “natural” en este contexto, dado que su correlato factual (“escogido”) haría de la frase prácticamente un oxímoron (“[…] escogería en contra de lo que se elige verdaderamente”). Ahora bien, dado que, según entiendo, el pasaje apunta a mostrar que quien elige algo distinto al bien no elige, el oxímoron en cuestión funcionaría también.

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el bien, sólo podrá volverlo su objeto de deseo, alguien que no esté en él. El bienaventurado que vive en él ya no tendrá que elegirlo. Es más, se trata, por definición, de un bienaventurado que de lo único que carecerá es de deseos, porque será cabalmente autosuficiente. Nada impide, no obstante, que ese bienaventurado conozca su estado. Diría incluso que más que una posibilidad, este conocimiento es una necesidad, dada la perspectiva intelectualista que defiende Platón. La figura de la pobre viejecita, que evocaba hace un rato, es, hasta donde entiendo, inadmisible dentro de esa perspectiva. Pero si el conocimiento del bien es, según lo anterior, sólo una condición necesaria de la voluntad de poseerlo, ¿por qué utilizar, en el momento de caracterizar al conjunto de sujetos deseantes, la fórmula pân tò gignôskon autò, ‘todo lo que lo conozca’? Esta fórmula parece implicar, en efecto, que el conocimiento es necesario y suficiente para la elección del bien. Se me ocurren dos justificaciones, no excluyentes. Una de ellas es histórica; la otra, conceptual. La explicación histórica (para cuyo planteamiento me inspiro, bastante libremente, en el reciente comentario a nuestro diálogo de Sylvain Delcomminette [2008: 170]) consiste en decir que ese cuantificador responde a una necesidad polémica de Platón. Como veremos en un momento, uno de los resultados (sólo uno) de esta argumentación es el rechazo del hedonismo extremo, del hedonismo que hace del placer el único bien. Uno de los argumentos para sustentar esta posición (que es la defendida hasta ahora por Protarco y que, históricamente, tiene a Eudoxo como su principal paladín en la Antigüedad) consiste en afirmar que el placer es el bien supremo porque es posible observar que, de hecho, todos los seres vivos, racionales e irracionales, lo persiguen. La anterior es una glosa de la presentación aristotélica de esta tesis (E. N. 10, 1072b9-15), pero es posible rastrear una clara e irónica referencia a ella en el Filebo mismo (67b1-7). Así pues, al sostener que “todo lo que conoce” el bien lo persigue, Platón estaría presentando una versión alternativa de esta tesis factual. Esta versión alternativa supondría dos restricciones críticas importantes con respecto al planteamiento de Eudoxo: primero, la condición epistemológica de los sujetos que persiguen el bien y, segundo y consecuentemente, la naturaleza del acto que está detrás de esa persecución. Así, por una parte, los

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sujetos conocen el bien y este conocimiento, tal como lo entiendo, sólo puede ser racional. Por otra parte, dado ese conocimiento, el deseo que justifica la persecución del bien puede ser propiamente una elección. Este espíritu polémico justificaría, además, una curiosidad en la presentación de nuestro argumento. En el resumen del que ya nos ocupamos hace un momento, el de 22b, los sujetos deseantes no son, como uno lo esperaría, los seres humanos, sino “todas las plantas y animales”. Creo, contrariamente a lo que sugiere Diès (1941: nota ad loc.), que aquí, como en las líneas que siguen (las que nos hablan de elección involuntaria), hay que ir más allá de la letra del texto. Esta letra sería una especie de repetición crítica, y con un toque caricaturesco, de la tesis de Eudoxo. En efecto, si el bien es sujeto de elección de plantas y animales, habría que suponer que todos ellos son sujetos racionales, capaces de conocerlo en cuanto tal. Esto, imagino, es tan imposible para Platón como las elecciones involuntarias. La justificación que he llamado conceptual, por su parte, consiste en afirmar que, para Platón, aunque no sea una verdad de derecho que el conocimiento del bien es una condición necesaria y suficiente de la voluntad de poseerlo, sí es una verdad de hecho. El bienaventurado conoce el bien, pero no lo elige porque ya está en él. Por eso, dijimos, el conocimiento del bien no puede ser, además de una condición necesaria, una condición suficiente de su elección. Pero el bienaventurado es una figura esencialmente normativa. No creo que Platón esté pensando que existen individuos que, de hecho, disfruten del bien “sin cesar, en todos los sentidos y de todas las maneras”. Encontramos en el Filebo múltiples pistas que apuntan en ese sentido. He aquí algunas: Se suscribe la tesis “heraclítea” de acuerdo con la cual “todo fluye y refluye siempre” (43a). No habría en principio entonces, al menos en el ámbito físico, ninguna estabilidad total y completa, como la que parece requerir la figura del bienaventurado. Este préstamo “heraclíteo” es tanto más importante cuanto involucra una reformulación del estado neutro, el estado en el que no hay placeres ni dolores —y, por tanto, no hay carencias ni recuperaciones—. Esta reformulación supone afirmar que, aunque esas carencias y sus consecuentes recuperaciones no sean percibidas, sí existen de hecho. Un ser humano podría, pues, ser insensible

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a sus cambios, sin que ello quisiera decir que esos cambios no existen. Un ser humano feliz podría ser entonces, a lo sumo, inconscientemente autosuficiente. La figura del bienaventurado parece requerir en cambio de una autosuficiencia totalmente consciente. La descripción final de los componentes de la vida mixta incluye ciertos placeres llamados necesarios (62d-e). Estos placeres tienen que ver con actividades como el sexo, el comer y el beber. Suponen, entonces, carencias relativas a la sexualidad, la comida y la bebida —carencias obviamente conscientes—. Un ser humano feliz no podría ser entonces tampoco, de hecho, conscientemente autosuficiente: necesitaría comer, beber y reproducirse. La figura del bienaventurado supone en cambio, obviamente, además de la conciencia, la realidad de esa autosuficiencia. Tal vez estos tres elementos sean suficientes para mostrar mi punto. El bienaventurado se inserta dentro de la teoría ética que Platón está construyendo aquí en calidad de figura normativa, de modelo inalcanzable e insuperable. Otro tanto podría decirse de la vida que vive ese bienaventurado, del bien objetivamente autosuficiente. Pero la teoría platónica no se contenta con una descripción de las bellezas de otros mundos. Ninguna vida humana podrá corresponder cabalmente a ese “ideal”. Pero todo humano feliz debe reconocerlo como tal, por un lado, y hacer suya la aspiración de alcanzarlo, por el otro; todo humano feliz debe, pues, conocer el bien y, consecuentemente, elegirlo —renovando esa elección tantas veces como su finitud e imperfección lo requieran—. De hecho, entonces, todos los que conocen el bien, lo eligen (si no lo conocen, no eligen propiamente), aun si de derecho quepa pensar que hay quien lo conoce sin necesidad de elegirlo. Podemos entonces decir que no es un descuido platónico el haber dicho que “todo el que conoce” el bien lo elige —en lugar de haberse contentado con el ya complejo “todo el que lo elige lo conoce”—. No es un descuido porque así el filósofo estaría enfrentado un típico argumento hedonista (tal vez conocido a través de su discípulo Eudoxo); no lo es tampoco, finalmente, porque existen buenas razones para pensar que para el Platón del Filebo es una verdad de hecho que el conocimiento del bien sea necesario y suficiente para su elección.

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El segundo bloque de acuerdos: consideraciones preliminares El segundo gran bloque de acuerdos obtenidos entre Sócrates y Protarco está constituido por las refutaciones de las dos propuestas de bien que hasta ahora se habían manejado (la vida de placer puro y la vida de conocimiento puro). Esquemáticamente, de lo que se trata es de mostrar que ninguna de las dos cumple con las notas anteriormente aceptadas. Estos resultados esencialmente negativos se acompañan, no obstante, de uno positivo y fundamental para todo el desarrollo del diálogo: la postulación de la vida mixta como mejor candidato a bien. Hay tres aspectos generales de este segundo momento, todos procedimentales o metodológicos, sobre los que vale la pena detenerse. En primer lugar, el examen de las vidas de placer y conocimiento va a llevarse a cabo aislando cada una de ellas completamente. Se refutarán, pues, la vida pura de placer —o la vida de placer puro— y la vida pura de conocimiento —o la vida de conocimiento puro—. Es claro que este aislamiento tiene mucho de artificioso, de experimento mental, y que los resultados mismos del ejercicio terminarán mostrándolo como imposible. No se trata, no obstante, de una novedad en el Filebo, puesto que simplemente recoge la perspectiva que tanto Sócrates como Protarco habían adoptado hasta ahora, siendo el uno el paladín del intelectualismo más radical posible y el otro el del hedonismo más extremo que se pueda concebir. Como lo he defendido desde el comienzo: toda esta argumentación, junto con los resultados teóricos obtenidos, producirá un cambio de perspectiva en la investigación ética que se lleva a cabo en el diálogo. En segundo lugar, Sócrates y Protarco conservarán, a lo largo de estas argumentaciones, el mismo papel dialéctico: el primero hará siempre las veces de interrogador; el segundo será siempre el interrogado. Este hecho, aparentemente inocente, tiene importantes consecuencias. Normalmente, en efecto, el interrogador examina y refuta el punto de vista del interrogado. Esto supone que ambos defienden posiciones contrarias. En el caso de la revisión del hedonismo, esa oposición básica se ratifica sin ningún problema, dado que se trata de la posición defendida de hecho por Protarco y atacada por Sócrates. En el caso de la revisión del intelectualismo, en cambio, no, porque

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Protarco nunca ha tenido, ni tiene ahora, la intención de hacer suya la posición de Sócrates. Dicho de otra manera: mientras que la revisión del hedonismo lleva a una refutación de Protarco, la revisión del intelectualismo no produce una refutación del interlocutor de Sócrates, aun si se la lleva a cabo a través de él. Este desequilibrio explica, entre otras cosas, la diferencia de tamaño y de profundidad que tienen ambas pruebas. Mientras que la referente al hedonismo ocupa treinta líneas de texto e involucra, entre otras cosas, un efecto pragmático claramente expuesto para Protarco (es reducido a la afasia), la referente al intelectualismo comprende seis líneas, sólo una de las cuales recoge una opinión del joven. Pero he dicho desde el comienzo que lo que se va a refutar no es sólo a Protarco, sino tanto el hedonismo como el intelectualismo extremos. ¿Cómo es posible esta “objetivación” de la argumentación? ¿Por qué el hecho de “poner a prueba” (basanízō) a Protarco es pertinente para aceptar o refutar el hedonismo? ¿Cómo puede ser suficiente ahora que Protarco no acepte el intelectualismo socrático para echarlo abajo? ¿O se trata aquí más bien tan sólo de examinar la coherencia interna de las opiniones del interrogado, de poner a prueba su existencia individual, y no de sacar conclusiones teóricas, como hace el Sócrates “elénquico” de los primeros diálogos de Platón? Quisiera, en tercer lugar, ratificar mi posición inicial y adelantar la razón en la que se funda esa ratificación. No pienso, en efecto, que las líneas que siguen vayan a presentar un típico elenchus socrático, porque la “puesta a prueba” de Protarco se hará de tal manera que supere el examen vital del interrogado.4 Las opiniones y deseos de Protarco serán opiniones y deseos que nos digan también algo sobre el bien y no sólo sobre él mismo. Esto es posible porque lo que interesará de Protarco aquí son sus elecciones, esto es, como ya vimos, sus preferencias fundadas Delcomminette (2008: 171) está de acuerdo, pero por razones distintas a las que he argüido, en que no se trata de un elenchus socrático típico. Rescata también, sin embargo, pero nuevamente por razones distintas, la dimensión existencial de la prueba. Davidson (1985: 9-11) y Frede (1997: 177) no dudan, en cambio, en acercarla al elenchus de los diálogos socráticos.

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en razones con valor objetivo. Así, Sócrates buscará llevar a su interlocutor a que elija una opción de vida distinta al hedonismo extremo que defendía con anterioridad. Producirá una conversión, sí, pero, contrariamente a las conversiones propias del elenchus, ésta no estará fundada en contradicciones internas de su interlocutor, sino en la aceptación, el conocimiento, por parte de éste de que la vida de puro placer es humanamente imposible. En el mismo sentido, por razones no aparentes, sin embargo, Sócrates dará crédito a la elección de Protarco de no hacer suyo el intelectualismo extremo. Dado, entonces, que Protarco es asumido como un sujeto racional, que ejerce sus capacidades correctamente, que es capaz de ver y consecuentemente de elegir el bien, su “puesta a prueba” tendrá no sólo el valor de un examen de su propia existencia individual, sino también producirá un conjunto de resultados con validez objetiva. Su refutación supondrá, pues, la refutación del hedonismo; su no elección del intelectualismo implicará descartar la vida pura de pensamiento como candidato a bien. La refutación del hedonismo Examinemos ahora la refutación de Protarco y su hedonismo. Formalmente, el argumento es un simple modus tollens que bien podríamos resumir así: P1. Si Protarco elige la vida pura de placer, entonces Protarco sabe que ella es autosuficiente [= si la vida pura de placer es elegida, entonces ella es autosuficiente] (21a8-b5); P2. Protarco sabe que la vida pura de placer no es autosuficiente [= la vida pura de placer no es autosuficiente] (21b6-d2); C. Protarco no elige la vida pura de placer [= la vida pura de placer no es elegida] (21d3-5).

El corolario de esta conclusión es obvio: la vida pura de placer, no siendo elegida, no puede ser un buen candidato a nuestro bien. Puesto que ya he dado todos los elementos explicativos que justificarían el paso problemático de las concepciones de Protarco a la realidad, lo

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único que falta por explicar es la segunda premisa. ¿Por qué, entonces, Protarco sabe que la vida pura de placer no es autosuficiente? El fascinante pasaje de 21b6 a 21d2, en el que se sustenta la no autosuficiencia de la vida de placer mostrando que éste requiere del conocimiento, tiene dos lecturas posibles. De acuerdo con la primera, que llamaré débil, esta vida no es autosuficiente porque el placer, sin una “dosis cognitiva” (manifestada ya en la conciencia, ya en la memoria, ya en la opinión, ya en la ciencia) no tendría ninguna pertinencia ética. Sería un proceso similar al crecimiento de nuestros cabellos, un proceso que de ninguna manera podría volverse el principio rector de una vida que pueda ser calificada de humana. De acuerdo con la segunda lectura, que por oposición llamaré fuerte, la vida de placer no sería autosuficiente porque el placer requiere de algún elemento cognitivo para existir.5 La pregunta por su pertinencia ética ya no se plantearía, simplemente porque ella no cabe a propósito de un objeto inexistente. El proceso subyacente, sin un elemento cognitivo que lo haga consciente, no sólo no tendría ninguna importancia en la vida humana, sino que no podría ser calificado de placer. Me cuesta decidirme por alguna de estas dos lecturas —y por tanto no lo haré—. Ambas representan puntos de vista filosóficamente interesantes, que encuentran soporte tanto en el pasaje en cuestión como en el Filebo en general. La versión débil, por un lado, obliga a distinguir entre el placer como fenómeno psicológico y el placer como mero proceso. Ésta es una distinción que toda la teoría del placer en el Filebo parece requerir, dado que Platón propone primero una definición genérica de éste que no supone ningún elemento intencional (la definición de acuerdo con la cual el placer es un “camino hacia la substancia”, 32b), pero luego elabora una clasificación de placeres que no podría comprenderse sin apelar de entrada a tales elementos (36c-43e). La versión fuerte, por su parte, al negar la distinción entre placer/proceso y placer/conciencia, sitúa a este objeto de entrada en un plano ético, plano que es el que se esperaría debería tener en un diálogo como el Filebo. Lefebvre (1999: 72-79), Cooper (2003: 121-122), Frede (1985: xxxii; 1997: 178) son, hasta donde entiendo, representantes de la lectura “débil”. Delcomminette (2008: 172-182) defiende explícitamente, en cambio, la lectura “fuerte”.

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También me cuesta decidirme por alguna de estas dos lecturas, porque ambas llevan al mismo resultado: dar razones de peso para sustentar la no elección de la vida pura de placer por parte de Protarco. La lectura débil le pondría en evidencia que, de elegirla, llevaría una vida que poco o nada tendría de humana. Gozaría sin parar, pero tendría el nivel de conciencia del discutido pulmón marino o de cualquier molusco —es decir, ninguno—. Gozaría, pues, sin saber que goza. La lectura fuerte, en cambio, le mostraría la vida pura de placer como una vida absolutamente irrealizable. Protarco ni siquiera podría aspirar a gozar. Ambas lecturas, pues, explicarían el estado de perplejidad en el que queda Protarco luego de aprobar todas las razones argüidas por Sócrates, estado que se manifiesta en su incapacidad para ripostar —es reducido a la afasia total—. Desde un punto vista dialéctico, sin embargo, es claro que esa incapacidad vale por la aceptación de que tal vida no es escogida por él —y, como generalizará un poco más adelante, por nadie—. La refutación del intelectualismo La revisión de la vida pura de conocimiento es, como ya dije, absolutamente breve y carente de profundidad. Esa brevedad y ligereza, sin embargo, se explican perfectamente puesto que es aún la no elección de esa vida por parte de Protarco la que está en juego aquí. Dado que el interlocutor de Sócrates no la elige de entrada, es totalmente innecesario producir argumentos suplementarios para mostrarle que está en lo cierto —porque es obvio que para Sócrates lo está—. De hecho, la manera como el filósofo formula la única pregunta del pasaje parece ir directamente al grano, salvo por un detalle que examinaremos en un momento: ¿una vida llena de conocimiento, pero sin nada de placer, sería aceptable para Protarco? La respuesta no se deja esperar y es formulada en el vocabulario de la haíresis: ni esta vida, ni la anterior, pueden ser elegidas por él o por alguien más. Ahora bien, el hecho de que se produzca en este caso un consenso sin esfuerzos, de que las preferencias de Protarco coincidan ahora perfectamente con las de Sócrates, no puede hacernos obviar la pregunta que se impone: ¿cuáles son las razones que hacen que la vida pura

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de conocimiento no sea elegida? Sylvain Delcomminette esboza una respuesta, apoyándose en el comentario de Damascio: tal vida no es elegida simplemente porque es imposible, dado que hay ciertos placeres que acompañan necesariamente al ejercicio del conocimiento. Creo que es una respuesta atinada, siempre y cuando se la lea correctamente (y pienso que, paradójicamente, Delcomminette falló en eso).6 La clave de lectura, creo, está dada por todo el contexto. Si la vida pura de conocimiento no es elegida es porque no es autosuficiente; es porque, el conocimiento necesita del placer, tanto como éste requiere de aquél. Esto es, después de todo, lo que el conjunto de acuerdos previos nos exige determinar. Ahora bien, si la respuesta que acabo de esbozar se lee haciendo del placer una especie de excrecencia inevitable del conocimiento, pero en absoluto esencial a él (y ése es el enfoque de Delcomminette) es claro que no se dará cuenta de esta exigencia. Aunque las moscas persigan necesariamente la miel, permítanme la imagen, la miel seguirá siendo miel, y más pura y limpia, sin moscas. Pero ¿en qué sentido y cómo puede sustentarse un vínculo per se entre el conocimiento y el placer? Creo que el texto da una pista que se acomoda perfectamente a lo que he tratado de mostrar aquí. En la pregunta de Sócrates que parafraseé hace un momento hay un detalle que voluntariamente dejé de lado. El filósofo no sólo quiere saber si una vida de puro conocimiento, sin nada de placer, sería aceptable para su interlocutor; inquiere más exactamente (a pesar de que desde un punto de vista retórico parece poco conveniente) si una vida de puro conocimiento, sin placer ni dolor, es deseable a sus ojos. Ésta es la primera vez en todo el Filebo que se yuxtaponen de esa manera placer y dolor. Los desarrollos que siguen van a mostrarnos la necesidad de 6

El texto de Damascio está en su comentario al Filebo, en el parágrafo 87 (Van Riel, 2008: 27) y afirma: “El aislamiento del intelecto es aún más forzado e imposible [que el del placer], pues el amor de la verdad es mucho, así como la alegría de alcanzarla”. Si considero que Delcomminette (2008: 185) no le hace justicia a esta idea es porque considera que la imposibilidad de este aislamiento resulta del hecho de que hay placeres que son consecuencias necesarias del conocimiento. Trataré de mostrar en lo que sigue que hay al menos un conocimiento que no podría ser considerado como tal sin el placer que lo acompaña.

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esa yuxtaposición. El placer, en efecto, es un proceso que se asumirá siempre como una compensación del proceso contrario, el dolor. Éste, pues, será una condición necesaria de aquél. No existirán placeres fortuitos, espontáneos (ni siquiera los puros). Todos surgirán en el momento en que una carencia de cualquier índole se empiece a colmar. Ahora bien, el deseo, como ya vimos, surge también en esos contextos de carencia. Es más, no creo estar llevando muy lejos el hermoso pasaje de 34b-35d, donde se lo analiza, si afirmo que el deseo es simplemente el dolor del alma, producto de la conciencia de una carencia. Quisiera, pues, asimilar el deseo a una carencia de segundo orden, producida por un ejercicio cognitivo que pone en evidencia otra carencia de primer orden. Si tengo sed (carencia consciente de primer orden), deseo saciarla (carencia de segundo orden). Es claro que el pasaje al que aludo sólo se ocupa de deseos producidos por carencias corporales (la sed, el hambre, etc.). Pero el trozo que hemos trabajado aquí nos permite ampliar el alcance de estas consideraciones. El conocimiento del bien es, según traté de sustentar ampliamente, una condición necesaria y suficiente del deseo de poseerlo, de su elección, al menos para nosotros humanos imperfectos. El conocimiento del bien, pues, pone en evidencia la carencia de primer orden que consiste en darse cuenta de lo lejos que estamos de ser autosuficientes, y esa conciencia hace nacer en nosotros la carencia de segundo orden que es la aspiración a volvernos completos. Hay, pues, al menos un conocimiento (y no cualquiera) que involucra necesariamente, esencialmente, un dolor, dolor que nos mueve a perseguir el objeto de ese conocimiento. Si una vida humana feliz supone, como dijimos antes, la constante renovación, en la medida de sus limitaciones e imperfecciones, de la elección del bien, la vida humana feliz supondrá también renovar intermitentemente ese dolor. Pero esta descripción masoquista de la vida feliz no puede dejar contento a nadie —ni siquiera a Platón—. El deseo no sólo es una carencia o revela una carencia. El deseo también tiene que mover a quien lo padece, y ese movimiento, si corresponde con el objeto del deseo, tiene que ser placentero porque implica empezar a colmar la carencia. Si, pues, lo placentero tiene lugar desde el momento mismo en que la carencia que define al dolor empieza a colmarse, es claro que

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bastaría con empezar a actuar de conformidad con ese deseo informado que es la elección del bien para obtener placer. El ser humano feliz, entonces, no sólo sufrirá. Estará en su poder también gozar, actuando de conformidad con lo que su conocimiento del bien le dicta. La correlación entre placer y dolor, tal y como es presentada en el Filebo, permite sólo afirmar, como ya dije, que el segundo es condición necesaria del primero. Cabe entonces pensar que hay dolores que no van a cesar. Cabe entonces pensar, para volver al caso anterior, que el humano deseante del bien no actúe de conformidad con ese deseo; que sabiendo que debe actuar buscando la autosuficiencia, desarrolle vínculos de dependencias con los otros, por ejemplo. Tal vez quepa aquí, pues, la figura del incontinente. Pero aun si cabe, me parece imposible que esa figura pueda describir al ser humano feliz. Al menos en ese caso, pese a todas las imperfecciones que nos puedan caracterizar, el deseo del bien, el dolor de no tenerlo, nos llevaría a actuar de conformidad, a gozar haciendo todo para poseerlo. Si estoy en lo cierto, hay al menos un conocimiento (y no cualquiera) que involucra necesariamente, esencialmente, un placer. En el humano feliz, el dolor generado por el conocimiento del bien tiene que compensarse con el placer que produce actuar de conformidad con ese conocimiento. De no ser así, ese conocimiento perdería, al menos en el ámbito humano, toda importancia, toda función. La miel dejaría de ser miel, simple y llanamente porque no sería dulce. En el caso de la vida pura de placer, traté de mostrar que su falta de perfección resultaba del hecho de que el placer no tendría ningún valor ético sin conocimiento (lectura débil) o, simplemente, que no sería nada en absoluto (lectura fuerte). Mis esfuerzos, en el caso de la vida pura de conocimiento, sólo pueden apuntar en la dirección de la primera de estas dos opciones. Sin las dulzuras que proporciona el actuar de conformidad con el conocimiento del bien, ese conocimiento, aunque real, no tendría ninguna importancia ética. La vida pura de conocimiento, pues, es tan incompleta como la vida pura de placer, porque el placer requiere del conocimiento para ser relevante en nuestra vida, como un cierto conocimiento requiere de un cierto placer para tener alguna importancia.

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La vida mixta Hasta aquí iría propiamente el examen y refutación del hedonismo y el intelectualismo extremos, puros. Los resultados de este ejercicio serían en principio sólo negativos, si Sócrates, en un gesto notorio de una economía argumentativa, no los hubiera utilizado también para ratificar el contenido positivo de su sueño. De acuerdo con éste, no sólo las dos vidas revisadas hasta ahora no podían aspirar a ser nuestro bien. Ese lugar lo ocupaba una tercera vida, que lo brumoso del recuerdo no dejaba siquiera vislumbrar. Ahora las cosas se aclaran un poco más, no del todo, pero sí un poco más: Sócrates.— ¿Y qué dices del complejo de ambas vidas (ho synamphóteros), Protarco, de la vida común que resulta de la mezcla de las dos? Protarco.— ¿Hablas de la vida de placer y de la de intelecto y sabiduría? Sócrates.— De una vida así es de la que hablo. Protarco.— Sin duda, todo hombre la escogería más que cualquiera de las otras dos; es más, lo harían todos sin excepción.

Este breve pasaje (22a1-6), donde se postula la que inmediatamente va a ser llamada vida mixta (meiktòs bíos, 22d6), exige varias observaciones que no podré desarrollar aquí. Pienso, en primer lugar, que la economía argumentativa de la que da muestras Sócrates en este texto tiene sus límites —que no ha visto ninguno de los comentaristas que he podido consultar—. El hecho de mostrar que el placer requiere del conocimiento y de que ciertos conocimientos requieren de ciertos placeres no basta para probar, hasta donde entiendo, que la vida feliz sólo estará compuesta por conocimientos y placeres; no basta, pues, para probar que la mezcla de conocimientos y placeres sea autosuficiente. Para hacer más palpable esta limitación, podemos apelar a una propuesta relativamente cercana: la de Aristóteles. Un inválido, postrado en una cama, puede elegir el bien. ¿Pero podemos calificarlo de feliz? Pienso que no, porque no podría actuar de conformidad con ese conocimiento. Además de placer y conocimiento,

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la vida feliz parecería requerir de ciertos bienes externos —al menos de la salud—. En mi caso particular, lo que me hace menos probable que la vida mixta, así definida, pueda ser considerada como nuestro bien, es la ausencia, total en este texto y casi total en el Filebo, de una tematización explícita de la virtud. Es claro que la virtud tiene que ver con conocimientos y con placeres. Me sorprendería, sin embargo, que se la pueda asimilar a alguno de ellos. Tengo la impresión de que mis reservas con respecto a este resultado se hacen manifiestas en el texto mismo. En efecto, es la primera vez en todo el pasaje que el vocabulario de la haíresis es utilizado de manera relativa y no absoluta. Ya no se trata, en efecto, de lo que Protarco o cualquier persona escogería a secas, sino de lo que se escoge en comparación con otra cosa. Cuando hablábamos antes de elección, la fundábamos en el conocimiento de la autosuficiencia del objeto elegido. Ese uso lingüístico absoluto correspondía, pues, a la aprehensión de una propiedad absoluta en el objeto de elección. Nada impide, sin embargo, que uno elija entre dos cosas no autosuficientes la más autosuficiente. La vida mixta, así definida, sería entonces más autosuficiente que las vidas de placer y conocimiento puros; de ahí a afirmar que la vida mixta, así definida, es autosuficiente hay un trecho largo que Platón no se toma el trabajo de recorrer. Si se me aceptan estas restricciones, ¿cuál es entonces la importancia de la postulación de la vida mixta? Primero, como ya lo he dicho varias veces, esta postulación rompe con una manera de formular preguntas éticas. La perspectiva monista y maniquea del comienzo es reemplazada por una perspectiva pluralista y matizada. Segundo, creo que se trata de un resultado ético fundamental. Estructuralmente, pone en evidencia la necesaria complejidad de la vida feliz. En cuanto a su contenido, creo que todo el Filebo apoya la idea de que una vida sin algunos placeres o sin conocimiento no puede ser calificada de feliz. La vida mixta, finalmente, así definida, admite todavía dos interpretaciones, una hedonista y otra intelectualista, en función de la importancia relativa que placer y conocimiento tengan en su constitución (de qué peso van a tener cada uno de esos ingredientes en la constitución de la mezcla). El resto del diálogo se encargará de establecer esa proporción —dando como triunfador, como era de esperarse, al intelecto—.

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Conclusión Cuando Sócrates introduce la voluntad de apropiarse del bien como una de las notas que lo caracterizan, lo hace subrayando su importancia. Que el bien sea hairetón es, según el filósofo, la “más necesaria” de sus características. Yo he intentado aquí dar razón de ese énfasis. Mis desarrollos han supuesto, en primera instancia, inferir una definición muy estricta del acto de voluntad que está detrás de esa nota. La haíresis, la elección, es un deseo informado, un deseo conforme con un conocimiento con valor objetivo. Que el bien sea elegido supone, entonces, que hay quien esté en condiciones de conocerlo, por un lado, y que, en función de ese conocimiento, quiera hacerlo suyo. Si, pues, este criterio es “el más necesario”, es simplemente porque sin él el bien, por más grandioso que sea, no tendría ninguna importancia en nuestra vida; el criterio sintetiza los elementos cognitivos y motivacionales que hacen de él un objeto ético (que lo distingue de un triángulo, que sólo se conoce, o de la mítica Helena, a la que sólo se desea, pero nunca se conocerá). Mi interpretación del pasaje, además, supuso que Sócrates no se limita a constatar teóricamente la importancia de ese criterio, sino que se sirve de él para producir resultados éticos importantes. Las refutaciones del hedonismo y del intelectualismo extremos, en efecto, son posibles porque examinan las elecciones de Protarco. En el caso del hedonismo, el diálogo pone en evidencia las razones que hacen que el interlocutor de Sócrates no lo escoja. En el caso del intelectualismo, argüí algunas razones que sustentaban el consenso entre ambos interlocutores. De ese par de resultados negativos, Sócrates desprende un único resultado positivo, la vida mixta, que traté de mostrar con todas sus limitaciones y toda su importancia. El pasaje, pues, tomado en su conjunto, es una muestra práctica y teórica de lo que quiere decir conocer y elegir el bien. En eso, creo, es una muestra representativa de lo que entiendo es el Filebo.

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Sobre las condiciones de la vida racional y afectiva humanas en el Filebo Fabián Mié

Conicet, Universidad Nacional de Córdoba, Universidad Nacional del Litoral

Sócrates.— Eso se debe, Protarco, a que no conoces a los verdaderos enemigos de Filebo aquí presentes. Protarco.— ¿Quiénes dices que son ellos? Sócrates.—Personas extremadamente hábiles en argumentar sobre los asuntos relativos a la naturaleza, quienes sostienen que no hay placeres en absoluto. Protarco.— ¡¿Qué?! Sócrates.— [44c] Todos esos que los del círculo de Filebo ahora denominan “placeres” son “escapes de los dolores”. Protarco.— Bien Sócrates, ¿pero es que nos aconsejas obedecerlos o qué? Sócrates.— Obedecerlos no, sino servirnos [de ellos] como de ciertos adivinos que adivinan no por un arte, sino por una cierta dificultad de su naturaleza que no carece de nobleza; pero ellos han llegado a odiar demasiado el poder del placer y a juzgar que no se trata de nada sano, a punto

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tal que [consideran que] el atractivo mismo del placer es un encantamiento, no placer. Podrías, entonces, valerte de ellos así y examinar además sus otras quejas; después de esto te enterarás de qué placeres me parece que son verdaderos para que, después de examinarlos desde ambas explicaciones, presentemos el poder del placer para nuestra decisión. Platón, Filebo 44b6-44d5 (traducción de M. Boeri) Sócrates.— Así es; y, claro está, respecto de la sabiduría y el placer [59e] en relación con su mezcla recíproca, si alguien afirmara que está delante de nosotros como delante de artífices que, a partir de sus materiales y en ellos, tienen que fabricar algo, haría una comparación apropiada. Platón, Filebo 59d10-59e3 (traducción de M. Boeri, levemente modificada) Sócrates.— ¿Hay, por cierto, más esperanza de que aquello que se está buscando haya de ser más evidente en lo que está bellamente mezclado que en lo que no? Protarco.— Sí, mucha. Sócrates.— Hagamos la mezcla entonces, Protarco, mientras suplicamos a los dioses [61c] ya sea a Dioniso, a Hefesto o a cualquiera de los dioses que le toque en suerte el honor de la combinación. Platón, Filebo 61b8-c2 (traducción de M. Boeri, levemente modificada)*

Me propongo examinar la aprehensión platónica de la vida racional y afectiva humana en el Filebo.1 La situación interpretativa que se nos plantea con respecto al Filebo platónico no se ve aquejada de dificultades como las provenientes de la reconstrucción de textos fragmentarios * Utilizo la traducción de Marcelo Boeri (en prensa). Le agradezco al traductor la gentileza de haberme permitido consultar su texto. Sigo la edición del texto de Diès (1941). Sobre tema y estructura, cronología, personajes y el carácter del Filebo, ver Friedländer (1975: 285 y ss.), Migliori (1998: 27 y ss.), Frede (1997: 93 y ss., apéndice 1), Delcominnette (2006: 23 y ss.), Boeri (en prensa, introducción).

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ni primeramente de la integración de su posible posición doctrinaria con respecto a la que pueda hallarse en otros diálogos. Si bien esta última preocupación es legítima y fructífera para una reconstrucción sistemática o para una discusión integral de la ética y la ontología platónicas,2 creo que el Filebo entraña para la ética actual un desafío que plantea captar el encuadre en el cual Platón formuló la discusión sobre la vida buena;3 un encuadre que abarca la relación entre los dos comportamientos fundamentales de la existencia humana, la racionalidad y la afectividad, en su vinculación con la ejecución de una vida propiamente humana, organizada como una vida buena. En un punto, el resultado del Filebo es característico, a la vez que fundador, del conocido enfoque de la ética antigua, que equipara la cuestión ética a la del modo de vivir. Platón ubica aquí en el centro de la cuestión ética la relación de los comportamientos humanos con el bien, al que entiende con un contenido definido de acuerdo con la medida, y explica la existencia humana como el proceso de un mixto dirigido activamente por la razón a la composición de una naturaleza orientada a la realización de los rasgos universales de lo bueno.4 Para la teoría del placer son especialmente relevantes Gorgias, Protágoras y República IV y IX. Algo similar se plantearía con la discusión mucho más vasta acerca del dualismo y las partes del alma, que involucra obras como el Fedón, el Fedro y República. Una de las valoraciones más vastas del Filebo se encuentra en el comentario de Migliori (1998). La intención de ofrecer una interpretación integral de la ética platónica es lo que indujo a Irwin (1995) a incluir en su nuevo libro un capítulo sobre nuestro diálogo. Por los aspectos metodológicos y ontológicos del Filebo y su relación con la dialéctica tardía, ver Mié (2004).

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Se trata de un desafío que ya presentara la réplica aristotélica (ver E. N. I 4) al dudoso planteamiento de una idea universal y abstracta de bien para la ética. El comentario de Gadamer (1983) es, a mi juicio, el que mejor consigue reconstruir el enfoque ético del Filebo.

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Si Platón aclara el bien como medida, ¿cómo hay que entender la conducción de una vida buena? Frede (1997: 373 y ss.) se pregunta por la relevancia y la concreción ética que podría concederse a la noción, de impronta matemática, de la medida correcta que perfila el Filebo. ¿Hay que tomar esta noción como una mera metáfora o como expresión de una creencia en la fuerza, casi mágica, de la proporción en la estabilización de ciertas entidades? ¿Debe abandonársela si comprobamos que Platón no dispone de un procedimiento para hallar la medida en el dominio de la práctica moral? Son algunas dudas inquietantes —como las que

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El planteamiento inicial de la controversia entre hedonismo y racionalismo, y el giro socrático Uno de los primeros giros que súbitamente Sócrates introduce en lo que tiene el halo de constituir una especie de controversia de larga data y quizás ya algo anquilosada entre hedonismo y racionalismo —llamemos así a la controversia entre hēdoné y phrónēsis, los dos principales vocablos que se usan para designar a los contendientes que toman parte en esta disputa (amphisbeteîn, Flb. 11b1)—,5 consiste en sugerir manifestó ya Aristóteles (E. Eud. I, 8, 1218a15-24)— que nos plantea la interpretación de este diálogo, más allá de su inserción en el programa de otro diálogo tardío en el que abundan los elementos matemáticos, incluso para la conformación de la vida humana, el Timeo. Junto a estas cuestiones que plantea la concepción del bien, se alistan otras no menos importantes e innovadoras, como las que surgen del sutil análisis de las pasiones humanas. ¿Consiste acaso el arte del buen vivir en una generación de compensaciones —las cuales, a su turno, producen placer— de las necesidades connaturales a lo humano? Y además, ¿por qué se halla en apariencia totalmente ausente la virtud en un tratamiento ético cuando era habitual asociar el segundo con la primera en todos los diálogos platónicos anteriores? La cuestión nuclear que permite poner en su lugar estos interrogantes y justificar el vasto programa del diálogo es la del concepto de vida humana como un mixto. Para una evaluación de la ética del Filebo, ver Migliori 1998 (526 y ss.). Para referirse a ambos candidatos se usan, a lo largo del diálogo, también otras expresiones casi de manera intercambiable. Ver, por ejemplo, Flb. 11b4-5, para el placer: chaírein (disfrutar), hēdoné (placer), térpsis (gozo); y 11b7-c1, para la razón: phroneîn (que traduciré razonar, manteniendo la correspondencia con phrónēsis, vocablo que vertiré por razón, ya que creo que designa no un ejercicio práctico de la racionalidad, como en Aristóteles, sino una capacidad racional general), noeîn (pensar, comprender), memnêsthai (recordar), dóxa orthé (creencia u opinión verdadera), alētheîs logismoí (razonamientos o cálculos racionales verdaderos); en Flb.13e4 y ss. aparece epistéme; ver también Flb. 21a14 (phroneîn, noeîn, logízesthai), en Flb. 21c1 incluye a la mnémē entre las actividades mentales del mismo tipo. En el curso del diálogo se usan de modo más o menos promiscuo estos vocablos, pero no por confusión del autor, puesto que uno de los propósitos explícitos principales es el de clasificar y aclarar el concepto de cada una de las especies que pertenecen a los dos géneros, el del placer y el de la razón —la primera alusión, algo vaga, a que con ellos se trata de géneros se halla en 11b5—. Platón está tomando como referencia, evidentemente, un uso histórico del lenguaje del que él se sirve, pero que intenta aclarar alegando razones necesarias para emprenderlo, las cuales, precisamente, tienen que ver de manera directa con la discusión de este diálogo acerca de si cualquier clase de placer y de razón puede tomarse como una instancia buena de esas capacidades y realizaciones humanas.

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que para saldar esa discusión es preciso valorar ambas tesis en relación con el estado y la disposición del alma que acarrea cada una de ellas para la realización de la vida humana. Con esto Platón pone en primer plano el concepto de vida humana, y la estrategia consecuente perseguida por Sócrates a lo largo de esta primera parte del diálogo será la de poner en esa perspectiva la discusión.6 De tal manera, el planteamiento de 11d4-6 debe entenderse en los términos de este giro, pues se dilucidará si el placer o la razón son el bien para el hombre, tomando como criterio de prueba cuál de los dos provee una vida feliz para el tipo de vida que es la vida humana.7 A partir de allí serán los conceptos vinculados a la actividad anímica propiamente humana los que deberán consecuentemente analizarse para poner de manifiesto qué carácter y constitución provee cada uno a la vida humana.8 Como ocurre regularmente con los diálogos platónicos, la importancia de la estrategia perseguida en la discusión entre los interlocutores y el encuadre contextual de cada afirmación son elementos determinantes para la correcta interpretación del contenido, de las tesis que se sostengan (y de cómo se llegue a ellas, así como también de si ellas realmente se mantienen o caen). Por ello, es forzoso prestar alguna atención al decurso argumentativo que se pone en obra mediante la escena dramática en sus múltiples despliegues. Sin embargo, no es mi interés aquí formular una interpretación de los aspectos dramáticos del Filebo, sino tan sólo evitar que en mi examen y discusión de las tesis filosóficas que aparecen en este diálogo, la desatención a tales aspectos me induzca a errores interpretativos y a infravaloraciones de algunas tesis.

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Flb.11d4-6: “Sócrates.— En que ahora cada uno de nosotros intentará manifestar un estado y una disposición del alma que sean capaces de proporcionar una vida feliz a todos los seres humanos. ¿No es así?”.

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En esto reside, en mi concepto, el aporte del Filebo en relación con otras discusiones previas platónicas acerca de asuntos relacionados a los que se abordan en este diálogo. Se trata de un claro avance por sobre los axiomas abstractos del “intelectualismo” socrático de que “nadie hace nada si cree que hay algo mejor”, y de que “el error moral se explica exclusivamente por la ignorancia de que lo agradable es el bien” —como puede leerse en Pro. 358b7-c3, 357c-d—. Se trata de un avance en la medida en que en el Filebo se aclara el deseo de lo placentero a partir de distintos tipos de correlatos del placer e igualmente se esclarece el papel conductor de la inteligencia a partir de sus objetos propios y de su integración como una parte de la vida humana mixta. Para una discusión de las variantes y exigencias del intelectualismo socrático, ver Irwin (1995, pássim).

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Uno de los principales resultados de la discusión platónica en este diálogo consiste en sostener que ninguna de las dos actividades, ni las puramente racionales ni las meramente placenteras, por separado, son autosuficientes ni, por ende, favorables para el desarrollo pleno de la vida humana ni, consecuentemente, elegibles para nadie que posea una claridad elemental acerca del tipo de desarrollo que entraña el vivir humano y acerca de las actividades necesarias para llevarlo a cabo. Así, ya en Flb. 11e-12a se anticipa que puede existir un tercer estado superior a los dos defendidos en la controversia inicial. Igualmente, se alude allí a que alguno de los dos componentes puede estar más próximo a las características que ostente ese tercer estado. Ésta será la tesis final que arrojará el extenso argumento (ver 61a, 66e7-10, 67a2-3, 67a5-8), la que mantiene que la vida buena es una mezcla que posee ciertas características, para lo cual debe componerse de ciertos ingredientes y excluir otros que, sin embargo, también forman parte de los distintos comportamientos que asumimos como humanos. Evidentemente, en una selección de los ingredientes, de placeres y conocimientos (61a-63e), que se emprende para componer una vida mezclada que ostente los rasgos formales de lo bueno,9 Platón se propone obtener ciertos factores normativos referidos a cómo es necesario componer y conducir una vida humana para que sea buena. Esta tesis subterránea —es tal en la medida en que nunca se destaca en primer plano como tema de discusión— delinea, empero, la estrategia general que el personaje principal de este diálogo, Sócrates, despliega a lo largo de este mismo. Una de las primeras consecuencias de este planteamiento normativo acerca del bien en la vida humana redunda en identificar cuáles comportamientos y actividades conducen a una vida buena y, correspondientemente, excluir los que no conducen a ella. El análisis de los componentes de la vida humana: la multiplicidad del placer y su relación con el bien La primera controversia particular del diálogo atañe a lo que ocultan los nombres. El nombre de la diosa que venera Filebo, Placer En Flb. 65b y ss. se plantea la estrategia de evaluar el placer y la razón desde el punto de vista de cómo se comportan en relación con —cuál es más connatural a (65b5-7)— las que allí se descubren como tres características formales de todo lo que es bueno o del bien: la verdad, la medida y la belleza (65c-66a).

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(Hēdoné), bajo la apariencia de unidad nominal oculta una variedad de tipos reales de placer que experimentan los seres vivos (Flb. 12c-e). Algo similar resultará posteriormente para la phrónēsis, aunque con diferentes implicaciones en relación con la manera en que ella se integre en la vida mezclada de placer y razón. Pero, en primer lugar, el punto de Sócrates es que las maneras en que una persona moderada y otra disoluta experimentan estados placenteros, concierne a lo que es el placer mismo. Protarco, en cambio, quien asume la defensa de la tesis hedonista de Filebo, subraya que son las circunstancias dispares las únicas que motivan alguna diversidad, siempre extrínseca, en relación con ese estado afectivo uniforme (12d7-8). Es decir, para él, el placer en sí mismo sería siempre algo idéntico, que no se vería modificado por las situaciones ni la cualidad de las personas que lo experimentan (12d7e2). Si bien Sócrates replica a esto introduciendo una distinción que tiene que aclararle laboriosamente a Protarco, la distinción entre un género único del placer y múltiples y hasta opuestas especies de éste (12e3-13a4), hay otro elemento importante en esta réplica inicial al hedonista. En efecto, la posición de Protarco acerca de la indiferencia del placer se revela como susceptible de ser defendida sólo a costa de tomar el placer como si fuese algo abstracto, separado de cualquier otra propiedad y estado mental o anímico humano, por ejemplo, disociado de adoptar un buen o un mal comportamiento. La réplica momentánea de Sócrates no está ahora tan decididamente dirigida a la facticidad de la existencia humana, como sí estará en instancias posteriores de la discusión de la tesis hedonista; pero ya desde el comienzo, Sócrates sugiere que es parte del contenido del placer cómo lo experimentamos. Más adelante, confirmando esta idea, se dirá que todo lo que tiene estructuralmente una organización tal que admite el más y el menos —y el placer se revelará como perteneciente a ese género— necesariamente se experimenta en grados; así, en los que serán placeres impuros, es decir, intrínsecamente indeterminados, la única manera de experimentarlos será hacerlo sin medida, hallándose expuesto el sujeto del placer, por ende, a una experiencia de la desmesura (ver 52c1-4).10 La réplica de Flb. 52c1-4: “Sócrates.— Entonces, cuando ya hayamos distinguido con mesura no sólo los placeres puros, sino también los que prácticamente y con corrección podrían denominarse impuros, añadamos a nuestro argumento la desmesura para

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Sócrates está dirigida, por consiguiente, a desanudar la identificación masiva e irrestricta entre placer y bien (13a-b).11 La segunda disputa, que arraiga en posiciones litigantes de la época, atañe a la erística y a la dialéctica. Si bien la dialéctica se individualiza como una práctica racional específica mucho después en el diálogo, más precisamente en la instancia ulterior donde se aborda finalmente la selección de ingredientes que compondrán la mezcla que constituye la vida buena humana (57e6-7), y, por lo tanto, sólo después de que se ha logrado aclarar cuál es la importancia de lo estable y por sí, lo delimitado y lo exacto para las prácticas racionales humanas —un tratamiento que arranca en 55d y concierne a los conocimientos puros que se han de incluir en la vida común que tenemos que elegir como la clase de vida humana que realiza el bien—, la dialéctica se presenta en el Filebo antes bien que como una ciencia específicamente delimitada, con objetos propios y distintivos, mucho más como una capacidad de analizar adecuadamente la realidad, como la realización sin más de lo que es un análisis racional, y, en ese sentido, como una metodología y una práctica cuyos instrumentos son los lógoi. Es el resultado de un autoesclarecimiento que conducirá a consignar a la dialéctica correlatos objetivos de un cierto tipo, los géneros y las especies.12 los placeres intensos y, por el contrario, a los que no son [intensos] la mesura”. La idea que allí emerge es que sólo se pueden vivir con mesura aquellos estados placenteros, incluso los sensibles, que se integran a algo diferente de ellos mismos, es decir, como ya antes en el pasaje del diálogo que estoy comentando ahora, placeres que no se hallan disociados de toda referencia al contexto y al agente que los siente. En este sentido, los placeres impuros son abstractos, una aprehensión artificiosamente abstracta del correspondiente estado afectivo. Un ejemplo de la buena disposición de Protarco al examen de su propia posición se halla en que él admite y destaca que el desigualar placer y bien, promovido por Sócrates, se justifica siempre que se enfoque a la variedad de placeres desde el punto de vista de su relación con el bien (ver Flb. 13b6-c2). Sin embargo, en 13c5 reincide en su posición inicial: los placeres, en cuanto placeres, no son desiguales entre sí. Esta reincidencia fuerza a Sócrates a someter a análisis la aparente unidad del género del placer.

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La clásica oposición entre erística y dialéctica en el tratamiento de lo uno y lo múltiple (para lo cual puede verse, por ejemplo, Parm. 128e2) se pone de manifiesto en Flb.13c-d en el intento de escapar del truco de considerar que lo más desemejante entre sí es, no obstante y por ello mismo, semejante. La aplicación

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Que las circunstancias y los sujetos que experimentan placer no son meramente un factor externo al placer mismo, sino algo que atañe a ese género, eso es una de las cosas que pretende mostrar Sócrates al abocarse a la abstracta consideración del problema de lo uno y lo múltiple (13e y ss., especialmente, 15b1-c3, 16c5-18d3). En referencia a la refutación de aquella tesis de Protarco es preciso entender la utilidad de esta parte del excurso —utilidad por la cual Filebo inquirirá, inquieto y algo irritado, a continuación (18a)—. Examinemos brevemente, y sin entrar en los detalles que exigiría una discusión de este excurso metodológico por sí mismo,13 qué resultado arroja esta sección. El problema de lo uno y lo múltiple que no es de fácil solución atañe al carácter formal o estructural de tal estratagema redundaría, en el caso del Filebo, en una nueva equiparación de todos los diferentes placeres sobre la base de su mutua desemejanza. En Flb.16e417a5, especialmente 17a4, se contrapone abiertamente un tratamiento dialéctico, adecuado, y otro inadecuado, erístico, de lo uno y lo múltiple, y en 16a-b se hace alusión a un método apropiado y a otro inapropiado para su estudio. En Flb. 57e6-7, se hace referencia a la dialéctica como una capacidad racional, he toû dialégesthai dýnamis, algo así como una capacidad de ejercitar la razón, que se vincula a la capacidad de estar en condiciones de tomar una decisión (krínaimen). Creo que se trata allí de la clase de decisión a la que se alude a lo largo del diálogo, la cual concierne a la tarea de componer responsablemente una vida buena. Incluso en uno de los contextos más plenos de contenido —precisamente los representados por la estructura formal de unidad y multiplicidad, y los demás géneros superiores, cuya división y combinación se trata de investigar por medio de ella—, la dialéctica se califica como una dýnamis (ver Sof. 253b-e, 253d2-3). Como trataré de mostrar a continuación, esta aprehensión de la dialéctica en términos de una práctica específicamente racional que se desenvuelve mediante la combinación y la división, además de que uno puede ya suponer que se escenifica en el Filebo, en cuanto que allí se trata de combinar adecuadamente los ingredientes para obtener la unidad del curso vital que entraña una vida buena, se encuadra en lo que en este mismo diálogo se explica como una téchnē, una factura propiamente racional que conlleva generar un producto. Los especialistas sostienen muy dispares opiniones acerca de la metodología y la ontología del Filebo, las cuales dependen fundamentalmente de la interpretación de la teoría platónica de las ideas que cada uno propugne. No está dentro del programa de este trabajo discutir el tema, aunque sí supongo, y trataré de defender mínimamente, que para la discusión ética es relevante que sean las ideas el correlato de las ciencias exactas, entre las que se cuenta la dialéctica. Para otra opinión sobre el tema, ver Mié (2004: 232-249, 293-324).

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de todo aquello que constituye una unidad.14 Se trata de mostrar que las formas unitarias no son en sí mismas simples ni pueden conocerse pasando por alto su peculiar composición (Flb. 14d-e). En 15b1c3,15 Sócrates apunta a individualizar la controversia que concierne al intento de dividir ciertas unidades, y señala un procedimiento que se sigue constantemente en la adquisición de cualquier saber.16 El pasaje da, al pasar, una indicación de cuál es la posición correcta acerca de las unidades; en efecto, se anticipa que el punto (3) distinguido en mi análisis del texto parecería imposible, pero a continuación se Sócrates descarta como irrelevante para el presente contexto el planteamiento que, en cambio, en Parm. 129a-e, podía ser importante, en la medida en que en ese otro contexto se trataba de mostrar que la admisión de la multiplicidad no entraña contradicción en cuanto existan múltiples aspectos unitarios instanciados en cada particular sensible.

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Flb.15b1-8: “Sócrates.— Primero, si hay que suponer que algunas de tales [unidades] son mónadas verdaderamente existentes. Luego, cómo [hay que suponer] que estas [mónadas], siendo cada una sola siempre la misma y no admitiendo generación ni destrucción, son, sin embargo, esa unidad de la manera más firme. Después de esto, hay que establecer ya sea si en las cosas que se generan y que son ilimitadas [la mencionada unidad] está dispersa y ha llegado a ser múltiple, o si ella misma entera, separada de sí misma, llega a ser lo mismo y uno a la vez, no sólo en lo uno sino también en lo múltiple, cosa que, sin duda, parecería lo más imposible de todo” (traducción de M. Boeri; con sus notas al pasaje). Para distintas opiniones sobre el número de miembros y la interpretación del pasaje, ver Gadamer (1983: 93 y ss.), Migliori (1998: 70 y ss.), Frede (1997: 119 y ss.).

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Las tareas distinguidas en el pasaje son las siguientes: 1) Establecer si son realmente tales unidades, es decir, si realmente es una unidad lo que se somete a consideración; por ejemplo, si la voz es una unidad, si el placer y la razón, igualmente, ostentan una unidad genérica (Flb. 15b1-2). 2) Establecer si las unidades incambiables son unidades firmes; es decir, si el tipo de unidades individualizadas en el paso anterior mantienen constantemente una propiedad que las identifica, siendo éste un rasgo formal de esta clase de entidades por el cual ellas se contraponen a cualquier otra clase de unidades sometidas a la generación y la corrupción (15b2-4). 3) Distinguir una alternativa que puede presentarse si las unidades guardan alguna relación con la multiplicidad; alternativa que consiste en que, o bien a) la unidad se dispersa y convierte en múltiple en las cosas que se generan y son ilimitadas, o bien b) la unidad se mantiene como un todo idéntico, separada de sí misma, y llega a ser, a la vez, una y la misma tanto en lo uno como en las múltiples cosas (15b5-8).

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pondrá de manifiesto que ése es el supuesto sobre la unidad y la multiplicidad del modus operandi con que se ejecuta cualquier operación racional, operación que se registra regularmente cada vez que aplicamos un tratamiento técnico a un dominio de objetos, ya sea la voz, estudiada por la gramática, los números, abordados por la aritmética, o el placer y la razón que serán discutidos en el diálogo aplicando esta metodología. Creo que el peso de este pasaje del Filebo cae en la formulación de una propuesta metodológica17 diseñada para abordar adecuadamente la constitución de las unidades. Dicha constitución es un dato obtenido reflexivamente a partir de la consideración del lógos; es algo producido por los razonamientos (hypò lógōn gignómena, 15d4-5), en cuanto los razonamientos, en la misma medida en que mediante ellos se aborda de manera apropiada los correlatos del lógos, ponen de manifiesto la intrínseca composición de unidad y multiplicidad que corresponde a cada forma. En virtud de que los razonamientos se hallan propiamente dirigidos a tales unidades, la constitución de éstas se convierte en una propiedad distintiva revelada por los mismos argumentos (15d8). La importancia de este método se recalca al destacar que de él depende nada menos que todo lo que se ha elaborado en el conocimiento técnico (téchnē), es decir, la forma del conocimiento humano sin más (16c1-3). La expectativa es que Sócrates exponga ahora qué método resulta adecuado para abordar el problema relevante acerca de lo uno y lo múltiple. Método dialéctico y racionalidad El método tiene un alcance tal que abarca las condiciones para investigar, adquirir conocimiento y comunicarlo entre los hombres (Flb. 16e3-4). Todo el peso de la siguiente indicación metodológica radica en una objeción a otros procedimientos afectados por la falencia de no determinar las estructuras intermediarias que articulan la unidad y la multiplicidad. El resultado de esa carencia de método no da lugar a un procedimiento meramente deficiente, sino que este mismo se Flb. 16a-c pone de manifiesto que se trata de una discusión acerca del método (hodós, trópos, mechané, etc.) adecuado para abordar la cuestión de unidad y multiplicidad de las unidades.

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censura como un tratamiento técnicamente inadecuado del objeto. De allí que la contraposición entre dialéctica y erística concierna a la falencia de esta última práctica pseudorracional, falencia que se sintetiza en la falta de utilización del número como instrumento para establecer la mediación entre unidad y multiplicidad (16e3-17a5). Sócrates ofrece una prescripción metodológica (16c10-d1) que se apoya en la tesis anterior sobre lo uno y lo múltiple, y apunta al papel del número como factor de articulación entre ambos. La articulación entre lo uno y lo múltiple evita que ambos extremos se opongan y se mantenga cada uno indeterminado. En efecto, en la medida en que, por un lado, la unidad genérica no se divide articuladamente en las partes que contiene y, por el otro lado, la multiplicidad de partes subordinadas a esa unidad tampoco se organiza en la interrelación entre sus miembros, ambos extremos quedan indeterminados. La solución técnica a ello consiste en descubrir la organización del conjunto de formas, de las cuales está constituido el todo conformado por la multiplicidad subordinada a una unidad.18 Esquemáticamente, el pasaje que formula esta prescripción metodológica indica lo siguiente: 1) Hay que buscar en cada caso una única forma que abarque la totalidad de partes subordinadas (Flb.16d1). 2) Una vez que se ha hallado que tal forma está presente en las cosas por ella abarcadas es preciso examinar, a continuación, si hay más de una única forma, y establecer el número de las formas intervinientes, aplicando este procedimiento a cada una de las formas en la medida en que cada una abarca una multiplicidad (16d2-8). 3) El objetivo es llegar a distinguir que la unidad de la forma inicialmente establecida no es solamente tanto una como múltiple e ilimitada —en cuanto que es una única forma, pero, a la vez, múltiple como resultado de su división en otras formas—, sino también, y ante todo, cuántas formas hay abarcadas bajo la unidad inicial, o sea, si su número es el de dos, tres o cuántas exactamente (16d3-7). 4) Mediante este procedimiento se arriba a no aplicar a la multiplicidad la estructura de lo ilimitado antes de que se haya visto distintamente el número, es decir, la cantidad intermedia entre lo ilimitado y la unidad (16d7-e1). 5) Como consecuencia del rendimiento epistémico anterior, sólo una vez que se ha llegado a ver distintamente la organicidad total de cada forma será posible aplicar la unidad de cada uno de los todos (las formas-todo) a lo ilimitado (16e1-2).

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El rendimiento epistémico de este procedimiento se pone de manifiesto suficientemente al hacer depender de su factura el manejo cognoscitivo de aquello a que se aboca la gramática, la música y cualquier otro conocimiento técnico (ver los ejemplos en 17a8 y ss.). En efecto, sólo somos expertos en gramática si conocemos la cantidad y la cualidad de los fonemas, es decir, cuántos y cuáles fonemas hay entre la unidad de la voz y la variedad de sonidos vocálicos articulados (17b6-9, 18c-d). Creo que esto pone de manifiesto también que Platón está asumiendo aquí la cuestión suscitada anteriormente acerca del resultado de la división de la unidad, y la tesis que se extrae es coincidente con el anterior (3b), en cuanto que cada una de las formas entraña un todo integral que se articula organizadamente hasta incluir una multiplicidad de partes.19 Además, el carácter universal de este método se refuerza en 17d7 cuando Sócrates subraya que éste es el procedimiento que hay que aplicar a la investigación de toda unidad y de toda multiplicidad para alcanzar una explicación acabada (katanoeîn, 18b2, b6, b9; katideîn, 16d8) de toda entidad que posea esa estructura. La utilidad del análisis dialéctico del placer y la razón El análisis del placer y la razón conforme al método anterior, que puede sintetizarse en el establecimiento del número para articular la unidad y la multiplicidad, da cuenta de la utilidad del excurso metodológico (Flb. 18d4-19b4). Visto en su resultado final, podría decirse que para la discusión sobre la vida buena la consecuencia principal de este

En la gramática, la denominación de cada fonema y la que corresponde a los elementos en conjunto se justifica sólo cuando se ha dividido la multiplicidad de sonidos vocálicos significativos, lo que configura —lo que constituye un rendimiento de la síntesis— una totalidad vinculada sistemáticamente mediante los miembros intermedios que ligan los extremos de la unidad y la multiplicidad. La intelección del dios egipcio que nos proveyó la técnica gramática (Flb. 18d2) reside en que el aprendizaje comprensivo sólo se alcanza bajo la condición de poder establecer una vinculación (desmós) entre los fonemas, es decir, aquello que propiamente nos habilita a razonar (logisaménos, 18c8-d1) aprehendiendo una multiplicidad como unidad a partir del vínculo que articula las múltiples partes (cfr. 18c5-d2). Nótese que en esta instancia racional, y sólo como resultado de ella, estamos manejando nombres que corresponden a la articulación de la realidad y no meros nombres.

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análisis reside en que ambos candidatos iniciales resultan desplazados y reubicados mediante una desigualación de uno y otro con respecto al bien. Ni razón ni placer son idénticos al bien, sino ingredientes de la vida buena humana, que será conceptualizada como una mezcla superior a ellos (20b8-9).20 Pero tampoco ambos son equiparables, puesto que su aporte a la composición de la vida humana es muy dispar. En tal reubicación se concentra el resultado e interés principal que el Filebo ostenta para el enfoque de mi trabajo. Por lo tanto, mi tarea hasta el final consistirá en intentar ponderar de qué manera se realiza y qué entraña tal reubicación de placer y razón en la vida mezclada para que ésta se convierte en una vida feliz. La primera desigualación de placer y razón con respecto al bien se lleva a cabo apelando a tres caracteres formales del bien, que rápidamente enuncia Sócrates como si formaran parte de una idea aceptada.21 La perfección o completud (téleon, 20d1; ver infra 54c10, 60b3), la autosuficiencia (20d4; ver infra 52d7) y la elegibilidad absoluta (20d9-11), que son los caracteres del bien y de todo aquello que lo posee, no les pertenecen ni a la razón ni al placer por separado (20e4-6, 21a-c). Si bien ésta es una desigualación y una consecuente sugerencia de la superioridad del tercero, aunque demasiado vaga todavía puesto que aún no se han analizado las especies de la razón y el placer ni sus posibles mayores o menores afinidades con tales caracteres formales del bien, el contexto tiene otra importancia. A partir de la primera refutación de la tesis hedonista (21b y ss.) surge el aspecto distintivo del enfoque platónico que se mantiene posteriormente tras el refinamiento paulatino de Ya en Flb. 14b5, e incluso antes, en 11d11, Sócrates advierte que un tercero podría ser el mejor candidato. Tal será la tesis final del diálogo (ver 64c-65a, 67a10-12).

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Gadamer (1983: 101) sugiere que se trata de características contenidas en nuestra precomprensión de la vida buena y de la constitución del alma humana. Sin embargo, más adelante (ver 112), critica la posición platónica, expresando que la cuestión ética no se formula en el Filebo a partir de una comprensión positiva de la existencia (Dasein) humana, sino mediante una estrategia de delimitación ante las determinaciones del ser en general. Pienso que esta crítica subestima la equiparación estructural que traza el Filebo entre el compuesto humano y cualquier clase de entidad que sea un compuesto y que, como tal, porta los caracteres del ser: la determinación y el desempeño de una función específica, esto es, un érgon propio, que entraña su propio bien.

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la discusión de ambos candidatos. Se trata del enfoque según el cual el placer, por separado, no puede equivaler al bien humano porque nadie podría saber lo que es la experiencia humana placentera de nada si no supiera (agnoeîn, 21b9) qué está sintiendo y también si no fuera consciente del hecho de que está sintiendo. Sin memoria, y posiblemente sin otras capacidades mentales o racionales, no podríamos experimentar humanamente placer (el énfasis en anthrópou bíon, 21c7). Para sentir humanamente placer se requiere tener memoria, que nos permita recordar que se tuvo esa sensación en el pasado; pero también una creencia verdadera para valorar que lo que se está sintiendo en el presente es genuino placer; y, además, un cálculo que permita estimar si se gozará en el futuro con semejantes cosas. El placer aparece aquí inserto en un contexto de vida concreta, articulado en los momentos temporales en que ella se despliega y en las instancias de conocimiento y autoconocimiento que desarrollamos en relación con tales momentos. La incidencia del saber como una pieza necesaria para que el placer experimentado sea humano ha sido objeto de dispares interpretaciones. No se trata de un mero requerimiento de capacidades cognitivas elementales, como la memoria, que resultan insuficientes para que experimentemos humanamente una vida placentera. Con ese requerimiento platónico tampoco se llega a una intelectualización de los placeres ni arribamos a una operación mental que permita retenerlos una vez que la sensación placentera ha pasado. Antes bien, se trata del requerimiento de un saber de sí como condición para integrar el placer como una experiencia de la vida humana, un saber que atañe a la complejidad de la vida humana y a su intrínseca referencia a la realización del propio bien. El agotamiento del placer en el goce del instante en el cual se halla presente el objeto placentero, así como la experiencia del placer en términos de una entrega inconsciente del sujeto al goce, se utilizan en el argumento del Filebo para contraponer esa experiencia restringida y meramente corporal a la genuinamente humana. Pero por sí solo el requisito de la memoria y el cálculo racional que regula la expectativa (21c) no son suficientes para dar cuenta del tipo de comprensión con que experimentamos el placer como una instancia de realización de la vida humana (Gadamer, 1983: 101 y ss.). La tesis contraria a la idea de una vida del placer aislado indica que tal tipo de vida no es una vida humana y que del conjunto de experiencias

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placenteras, aquellas que se seleccionen lo harán en vista de la manera como se integran en la realización de la vida humana concreta. Ese mismo contexto permitirá, más adelante, seleccionar placeres para realizar una vida buena. El enfoque que aquí surge es el que convierte al Filebo en una discusión sobre la vida buena humana, y lo conduce a desplegar una estrategia por medio de la cual se especifican cuáles son las condiciones de combinación entre los aspectos racionales y afectivos de la vida que satisfacen criterios cuyas fuentes son las propiedades formales de todo lo que es bueno. Esto llevará a excluir como nocivas y hasta infrahumanas ciertas sensaciones placenteras, lo que contraría frontalmente la intuición sobre el placer que guiaba la posición hedonista (ver 21d4-5 y 22b3-8).22 Razones similares son las que conducirán a rechazar la razón como vencedora, en la medida en que tampoco una vida racional privada de todo tipo de placer sería humanamente elegible (22c5-e5). El tercer modo de vida y la disputa por la causa del bien La noción de un tercer modo de vida, combinado a partir de conocimientos y goces, en la medida en que se formula desde la perspectiva del concepto de vida humana, contribuye a replantear la controversia entre el placer y la razón. Pues si ninguna de estas dos prácticas humanas es compatible con el bien, pero ambas forman parte de la vida buena, cabe preguntarse cuál es la incidencia de cada una en dicha vida. Esto marca el segundo tema de discusión del Filebo, el referido al segundo premio (Flb. 22d1-5), que se delimita en términos causales: ¿cuál es la causa de que la vida mixta sea una vida buena? El disenso inicial entre el hedonista y el racionalista no hace más que replantearse en este ámbito de la causa (22d4-5). Sin embargo, este reinicio de la discusión —claramente Sin embargo, no puede hablarse aún de una refutación del hedonismo. En efecto, el análisis posterior del placer pone de manifiesto que no ha sido probado “suficientemente” (Flb. 22c2) que no sea idéntico al bien; esto es así en la medida en que al menos algunos placeres se revelarán como buenos. Lo prematuro de este juicio se remeda a partir del mencionado análisis —un largo y difícil argumento que Sócrates anuncia en 23b5 y ss. y que se extiende desde 31b hasta 55c— y del cambio en la concepción general de los estados afectivos humanos, como destacaré a continuación.

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indicado así por Sócrates en 22d5 y ss.— conlleva la reubicación de la humanidad de la vida a evaluar y elegir. El racionalismo de Sócrates se reubica, consecuentemente, haciendo de la razón el factor por el cual la vida mixta resulta elegible (ver el tercer carácter del bien, supra 20d) y buena (22d7-8); en esto consiste su tesis de la mayor connaturalidad y semejanza de la razón con respecto al bien (22d8-9); y en ello mismo se encuentra la razón que justifica la degradación del placer más allá del tercer puesto (22e1-4), confirmado en el resumen final que ubica al placer en el quinto lugar (67a14-15). La pregunta es: ¿qué hace a la razón más connatural y semejante al bien? Y la respuesta está en el nuevo papel causal que la convierte no en un mero ingrediente para incluir en la mezcla, como son los placeres, sino en el agente que planifica y ordena la vida con el fin de realizar en ella los caracteres de lo bueno. Esto es lo que me propongo destacar a continuación. El solo concepto de la vida humana como un tercer modo de vida (22a9), compuesto de estados afectivos y comportamientos racionales, promueve el concepto de mezcla (krâsis, meîxis) como una noción rectora en la explicación de la vida humana. En dicho concepto se hallan envueltos otros, el de ingrediente y el de causa o agente que genera y efectúa la mezcla de los ingredientes para componer el tercer género. Otra noción que se halla contenida en el modelo de la mezcla tiene que ver con que en ese marco se aprehende lo que es una verdadera mezcla como un concepto positivo; de acuerdo con ello, sólo una mezcla lograda, correcta o buena es realmente una mezcla, o sea, una composición lograda mediante la efectiva combinación de componentes que alcanzan una cierta existencia estable y comandada hacia la consecución de determinadas realizaciones propias; un concepto que se opone, por ende, al de un mero revoltijo,23 es decir, aquella clase de composición desordenada que no realiza los rasgos del bien en el tercero generado. El modelo platónico para esto, con ayuda del cual se conceptualiza la vida

Más adelante se habla de “un revoltijo no mezclado” (tis ákratos sympephyrménē, Flb. 64e1), en el cual no existe medida y proporción (64d9) —dos propiedades formales del bien que, en cierto sentido, explican las anteriores de 20d, pues son causa de que algo sea completo, autosuficiente y deseable—; tal amasijo no se mantiene y además destruye sus propios componentes (64d9-11).

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humana, es el de un producto técnico cuyo diseño organiza los componentes para un fin intrínseco. La doctrina de los cuatro géneros de todo lo que es (23c y ss.) surge de una reflexión y una aclaración de los supuestos ontológicos del método de análisis o división hacia la multiplicidad y de la correlativa síntesis o reunión hacia la unidad (ver 23e3-7, 25a2-5). Pero en lo inmediato esta doctrina permite conceptualizar la composición de la vida como un tercero generado. 1) Lo ilimitado (24a-25a) es el género de todo aquello que tiene la estructura del más y el menos, y que no admite por sí mismo un término, siendo por naturaleza indeterminado. En cuanto que en las cosas ilimitadas no hay plazas definidas, no existe la cantidad, sino la mera multiplicidad indeterminada. 2) Lo limitado (25a7-d7) es el género correspondiente al factor de la unidad y la medida, y su esencia es la determinación —así como lo ilimitado correspondía al género de la multiplicidad absoluta—; su naturaleza está representada por la función que desempeña el número en relación con una cantidad medida, función por la cual se ponen límites y plazas a la oposición entre las cosas que admiten un más y un menos (25e1-2).24 3) Lo mixto (25b-e) designa el género de todo lo compuesto, que se genera como una unidad a partir de los dos componentes: determinación e indeterminación, los cuales son contrarios entre sí, pero en cuya unificación, mediante la composición armónica entre ambos, ellos alcanzan un nuevo estado, que Platón designa como una mezcla correcta o proporcionada. Lo mixto porta en sí el rasgo de la determinación, pero no es idéntico a éste, ya que es una entidad que se genera en orden al ser determinado.25 La combinación a partir de la Las dificultades textuales en Flb. 25d8 y e3 no cuentan para mi interpretación.

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En la medida en que el factor de determinación predomina en todo lo mixto, en cuanto esto surge como una mezcla correcta, la esencia de lo mixto es lo que la determina, y ello es la determinación que lo mixto realiza cursando su propio proceso de generación. El devenir hacia el ser expresa, entonces, el mismo proceso en el cual se halla todo lo que se genera —incluido el mundo sensible—, cuyo momento teleológico está marcado por el predominio de la determinación, dándose lugar, por ende, a un ser en el devenir. Sobre el devenir hacia el ser, ver Gadamer (1983: 110).

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cual surge todo lo que pertenece a lo mixto se genera en estados y cosas donde dominaba la ilimitación (por ejemplo, enfermedades) un estado positivo, una orthè koinonía (por ejemplo, la salud, 25e7-8, e3-4), que hace desaparecer la ilimitación previa, efectuando un nuevo ser estable. Tanto la salud y las temperaturas como la gramática, la música y cualquier producto genuinamente técnico (26a) es un compuesto hecho de estos géneros de todo lo que es. Lo común a naturaleza y artificio es el carácter técnico de su factura que reside en componer algo ordenado y diseñado en orden a un fin, siendo ese mismo orden una explicación de la belleza fenoménica del producto (64e5-7).26 Todo lo mezclado posee un carácter positivo que se explica por el papel determinante que ejerce el límite;27 un carácter que Platón demarca en este diálogo mediante la noción general de orden (nómos, kósmos y táxis son poco menos que equiparables en este contexto, ver 26b9-10).28 Platón presenta hasta aquí una ontología en la cual el factor limitante produce (apergázein) y engendra (eggnígnesthai) la eliminación de la indeterminación y su exceso o defecto intrínseco, lo que da lugar a estados conmensurados y proporcionados (émmetron kaì sýmmetron, 26a8-9) en las cosas compuestas de factores que pertenece al límite y

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Todas las cosas que son bellas lo son por realizar, como compuestos, el orden propio en sus ingredientes combinados. Ver Flb. 32d5-6 y 26b5-7, donde se afirma la universalidad de ese carácter técnico de las cosas bellas. Flb. 64e5-7: “Sócrates.— Claro está que en este momento el poder del bien se nos refugió en la naturaleza de lo bello, pues sin duda sucede que la medida y la proporción se vuelven belleza y excelencia por doquier”.

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La expresión péras échonta de Flb. 26b10 presenta un problema interpretativo, que encuentra sustento en la variante textual propuesta por Hermann, Badham y Striker. Ver Diès ad loc. Creo que se trata de las cosas compuestas que poseen el límite, como también en 24a2.

Flb. 26b5-c1: “Sócrates.— Omito, por cierto, mencionar otras miles de cosas, tales como belleza y fuerza acompañada de salud y, a su vez, en las almas otras que son numerosísimas y completamente bellas. En efecto, bello Filebo, cuando esta diosa se dio cuenta de la desmesura y completa maldad de todas las cosas, al no haber en ellas ningún límite de placeres ni de saciedades, estableció la ley y el orden para que tengan un límite. Y en tanto tú sostienes que las arruina, yo, por el contrario, digo que las conserva” (traducción de M. Boeri, con una leve modificación).

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a lo ilimitado (26a7-9).29 Pero lo mixto como resultado de la proporción y como producto unificado remite a un principio activo que puede producir tal combinación de los dos elementos: 4) El cuarto género es el de la causa. El axioma que domina su postulación indica que “todo lo generado se genera a través de una causa” (26e3-4); teoremas complementarios son los que indican la anterioridad y la independencia de la causa respecto de lo causado, producido o generado (27a5-6), y la distinción entre ambos tipos de entidades (la causa y aquello que obedece a la causa en orden a su propia generación) (27a8-9). El resultado principal que se obtiene de esta sección ontológica para la discusión acerca de la definición de la vida buena humana se concentra en la definición de la vida mixta como un ser generado (ousía gegenēménē). Creo que aquí se encuentra el aporte más relevante del Filebo en cuanto a una clarificación conceptual de las condiciones para desarrollar una vida buena humana. La vida mixta es el concepto mediante el cual la vida humana se entiende como una composición de dos factores fundamentales, afectos y razón, pero donde a esta última se le asigna una responsabilidad causal que le da prioridad y la ubica en un orden de contribuciones a la composición de la vida que no coincide con el aporte que el momento de la determinación hace a esta misma. La razón es, más bien, aquel factor causal por el cual se produce la proporción en la vida mixta, que instaura la determinación en lo indeterminado. El aspecto más destacado, en lo inmediato, reside en que, como una mezcla genuina, la vida mixta es algo que se halla en proceso, siendo una generación hacia el ser. Sócrates.— De ninguna manera; di que yo llamo “tercer [género]”, estableciéndolo como una unidad, a todo lo que [es como] un vástago de ellos, un proceso de génesis

En Flb. 27a11-12, 27b1-2, 27b7-c1 y en 26c-d se hace énfasis en que todo lo que es se reduce a los cuatro géneros formales, con lo cual estamos ante la pretensión de una clasificación universal, desde el punto de vista formal o estructural, de todo lo que es.

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hacia el ser producido a partir de las medidas con el límite (Flb. 26d8-10).30

Este concepto de vida mezclada como vida ordenada da lugar al desarrollo programático de una selección de placeres y conocimientos, que tiene lugar en la parte analítica del diálogo y está destinado al otorgamiento posterior del primer y el segundo premio, para el cual Sócrates declara (27c8-10, 27d1 y ss.) contar ahora con las herramientas necesarias que brindó el excurso ontológico. Apelando, entonces, a este recurso doctrinario, Sócrates descarta rápidamente (28a1-3) que el placer, en cuanto ilimitado, como pretende la tesis hedonista, sea bueno (27e7-9), ya que la ilimitación no es el factor que hace un placer por sí Esta traducción toma como base la de Boeri, pero con modificaciones. La variante textual apeirgasménēn, coordinado con ousían, toma el texto impreso por Diès en Flb. 26d10; esto supone una posición sintáctica irregular para el participio. Los codd. BTW2 tienen apeirgasménōn, en genitivo plural, coordinado con métrōn, que está a su lado. El sentido del texto, leído con el genitivo plural, sería que la medida es lo producido con el límite. Esta lectura parece preferible si atendemos a la teoría y al vocabulario que se expresó líneas arriba, por ejemplo, 26a8-9: en las cosas ilimitadas el límite produce lo medido y conmensurado. Así, si bien el apoyo textual anterior no puede ser definitivo, puesto que el vocabulario platónico es aquí relativamente laxo, creo que la doctrina que expresa el pasaje es la siguiente: el tercer género es el que reúne todas aquellas cosas que son producto o engendro (del producto de la combinación se ha hablado, efectivamente, en 26b1-3; tà apeirgásmena = tà poioúmena, [27a1] y ambos equivalen a tà gignómena [26e3, 27a1]) y el tercer género es precisamente eso: un producto de la combinación de los dos géneros precedentes. Lo generado es un producto (ousían apeirgasménēn) de la medida que se produce (un apeirgásmenon métron) por la acción causal del límite sobre los contrarios ilimitados, donde el límite impone un término y hace que aquello en que se daba lo ilimitado se convierta en algo que porta un límite (péras échon). En resumen, aunque se lea textualmente el participio con métron, no hay que perder de vista que la ousía es un resultado de la génesis, lo que está expresado en la misma fórmula génesin eis ousían, de 26d9. En este caso, la ousía generada es, ella misma, algo del status de la armonía musical o de las estaciones o de todo aquello que porta orden y ley, o sea, la ousía de que se habla en el pasaje es un nombre general para todas aquellas cosas que se subordinan al tercer género. Para aclarar la expresión generación (hacia el ser producido, esto es lo mixto desde el punto de vista de su misma naturaleza de ser algo producido), véase el uso de genéseis en 25e4, donde se trata de las generaciones que se producen como resultado de la acción causal de mezclar límite e ilimitado.

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mismo bueno. Para emplazar la razón (28a3 y ss.), Sócrates apela a una doctrina tradicional, según la cual el universo está gobernado o bien por el azar, o bien por el intelecto (28d6-10). Dentro de este excurso cosmológico (29a y ss.) aparece la idea de que nuestro cuerpo tiene un alma que ha sido tomada del cuerpo cósmico animado (30a-b; ver infra 64b). Se valore como se valore esta doctrina cosmológica y su fuerza argumentativa en el contexto del diálogo, lo más seguro y relevante para mis propósitos reside en que la opción de un universo irracional no haría lugar alguno al hecho comprobado de la incidencia de la razón como causa ordenadora de un número de seres. Lo relevante ahora es que la razón humana no constituye un ingrediente de la vida humana puesto meramente a la par de los estados afectivos sino el factor responsable de producir orden en la vida humana.31 Tal es el papel por el cual se justifica su parentesco con la razón cósmica (30d6-8, 30e-31a). Pero la complejidad de la vida afectiva humana apenas ha sido vislumbrada hasta aquí en el diálogo. Esta falencia proviene de la indeterminación con que la posición hedonista habla de placeres como de lo bueno para el hombre. Sócrates ha sido, en cambio, quien ha intentado hasta aquí desigualar placer y bien, a la vez que ha propuesto un método para distinguir los diversos tipos de placeres que existen. Tal fue su manera de enfrentarse a la idea de Protarco, conforme a la cual todo placer, en cuanto placer, es agradable, mientras que serían las circunstancias extrínsecas las que explicarían que cierto placer pueda ser nocivo para una determinada persona. Platón persigue en el Filebo un programa analítico, por el cual trata de explicar el placer como un estado afectivo del alma; para ello debe aclarar en qué consiste el placer como estado afectivo. La reubicación del placer en el género de las cosas ilimitadas permitirá, posteriormente, evaluar cuáles placeres son preferibles para componer un compuesto

El concepto natural de vida que introduce aquí el Filebo es un concepto netamente orgánico, que reconoce como componente esencial de todo lo vivo el que esto se mueva como un todo unificado (Gadamer, 1983: 119). De allí que tanto el hedonismo como el racionalismo, en la medida en que promueven modos de vida en los cuales no se genera una unificación de las capacidades del ser humano, son propuestas que están por debajo del umbral establecido por dicho esclarecimiento de la naturaleza de todo lo vivo.

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humano bueno. Con la razón acontecerá otro tanto; haberla reubicado como causa es un paso fundamental para dar cuenta de un rasgo propio de los comportamientos racionales humanos. La razón no es meramente allí un ingrediente que aporte contenidos epistémicos que se añadan a los afectivos, sino aquella parte del compuesto humano que está en condiciones y tiene la responsabilidad específica de ordenar el proceso en que consiste la vida humana. El placer como un estado afectivo del alma La primera clarificación básica sobre el placer que alcanza Platón en el Filebo apunta a una consideración básica: el placer es un estado afectivo del alma, un comportamiento afectivo específico de la vida humana. Por medio de esta caracterización se busca desligarlo de un mero impulso físico o de una mera reacción psicológica ante cierto estímulo. Este enfoque le permite a Platón explicar el placer como un tipo de comportamiento inserto en la complejidad de la vida anímica o mental humana. Así, el placer, además de ser un comportamiento afectivo cuya estructura es la del más y menos, lo que explica su variación en cuanto a intensidad, se identifica como un estado afectivo generado en el alma a partir de la satisfacción o repleción de una necesidad. A su vez, esto dará cauce a la interrogación referida a placeres puramente corporales y otros en los que incide la complejidad de la vida mental humana, mediante la memoria (mnémē) y la expectativa (prosdokía), que, por su parte, permitirán explicar lo específico del deseo humano —del cual el placer es un resultado positivo— y planteará la existencia de placeres verdaderos y falsos. El objetivo del extenso análisis del placer que emprende el Filebo reside en distinguir una clase de estados afectivos que no dependen de una cesación del estado contrario, el dolor, ni surgen de ella;32 tales estados se llamarán placeres puros y Esta distinción de placeres puros entraña un concepto de placer que modifica sustancialmente la noción con que se lo aborda inicialmente, es decir, como uno de los dos contrarios cuya contraparte siempre presente es el dolor. Esta estructura de contrarios mediante la cual se entiende inicialmente el tipo de placeres mezclados conduce a que en el diálogo se sugiera que hay que investigar conjuntamente placer y dolor (Flb. 31b5-6; ver supra, 25e1, donde se afirma su contrariedad mutua), en la medida en que placer y dolor se generan simultáneamente (31c2-3).

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resultarán seleccionados para incorporarse a la mezcla que compone la vida buena (59d-e). Desde el punto de vista de que el placer se da en el alma simultáneamente con su contrario, el dolor (31b-c), el primero es un estado afectivo mezclado, cuyo lado positivo consiste en restaurar el equilibro y la armonía que constituye la propia naturaleza del compuesto humano (31d8-10). El dolor, consiguientemente, es el resultado afectivo de la disolución de dicha armonía, la cual se toma como una característica de todo lo mezclado (31d4-6). Así, si bien placer y dolor tienen internamente la estructura de lo indeterminado (ver supra 24a y ss.), por otro lado, en cuanto que se dan en el alma (31b9), ya que son estados afectivos, ellos mismos constituyen algo compuesto y representan un producto, respectivamente, de la restauración y de la disolución de la naturaleza del ser humano (31e-32b), que es, ella misma, un compuesto de lo limitado y lo ilimitado. Sócrates acentúa que hay una producción de placeres, y también de dolores, que no depende de una inmediata repleción o vaciamiento de un deseo físico; se trata del estado placentero que experimentamos actualmente al anticipar la creencia (prosdókēma, Flb. 32c1) de que habremos de tener una afección placentera. Similarmente, se puede experimentar dolor por la previsión de un pesar. Con esto Platón enfoca una clase de estados afectivos que no dependen de impulsos físicos en su propia generación y que son producidos por el alma aparte del cuerpo (chōrìs toû sómatos, 32c5). Estos placeres incontaminados (eilikrinésin, 32c8) emergen como placeres puramente anímicos, pero lo que los hace ser puros no es que no son experimentados por el compuesto humano, sino, en cambio, que no están mezclados con dolor, en el sentido de que, a diferencia del hambre o la sed, no presuponen estados dolorosos, a los cuales se provea una calma generándose, en esa conexión, placer. Asimismo, los placeres puros permiten entender que al menos una clase de placeres no proviene de una incidencia física de impulsos externos sobre el propio cuerpo, sino que se generan por una autoafección del alma, con lo cual ostentan una cierta independencia que los placeres corporales no tenían. Los placeres incorpóreos provocados por el alma no son placeres que carecen de toda sensación sino placeres experimentados por el ser vivo sin dolor simultáneo, pero, sobre todo, sin que constituyan meramente sensaciones resultantes de la cesación del

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dolor. Es ese aspecto de independencia del dolor, junto a la autonomía respecto del cuerpo lo que los hace interesantes dentro del proyecto de selección de ingredientes afectivos que generen una vida buena; y bajo ese aspecto se los toma en consideración en el diálogo (32d-33b). Es preciso acentuar que este tipo de placeres puramente anímicos representan estados afectivos cuya conceptuación parece requerir un esquema diferente del que hasta aquí se ha utilizado para abordar los estados afectivos. De allí que se vislumbra ahora la existencia de un tercer tipo de estado afectivo, distinto del de placer y dolor, tal y como éstos habían sido concebidos hasta aquí (32e5-33a1). El interrogante es si acaso este tipo de estado afectivo constituye una especie de negación de la afectividad, un estado anímico afectivamente neutro, insensible o apático, que sería admitido por un racionalista extremo, para quien no resultaría admisible un concepto positivo de afectividad (33a8-9); o si, en cambio, se trata de un estado afectivo en el cual el compuesto humano desarrolla una vida afectiva positiva y conforme a sus posibilidades humanas de llevar a cabo una experiencia afectiva superior. El apático es, junto al hedonista, el otro enemigo de la posición combinada que defiende Sócrates en el Filebo. A la disociación de los placeres puros respecto de una vida afectiva neutra se aboca Platón, por ende, en esta sección del diálogo. Para ello, Platón escribe aquí su propio De Anima, pero para la correcta ponderación de estas páginas es preciso mantener firme el propósito que a ellas las guía, tal es el de la determinación de una vida afectiva positiva y buena del compuesto humano. El objetivo ético de este estudio sobre el alma es destacado, así, por el mismo Sócrates en 34c6-8.33 El apático y el hedonista comparten, paradójicamente, una noción física de los afectos; la diferencia entre ambos reside en la valoración que cada uno hace de aquéllos; positiva, por parte del segundo, respecto de todos aquellos que entrañan satisfacción, mientras que el primero rehúye indiscriminadamente las afecciones, arguyendo que todo placer

Flb. 34c6-8: “Sócrates.— Para que captemos de la manera más evidente posible el placer del alma independientemente del cuerpo y, a la vez, el deseo, pues parece que a través de estas cosas en cierto modo se aclararán el placer y el deseo” (traducción de M. Boeri, levemente modificada).

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nos expone y somete a su contraparte indeseable, el dolor. En contra de este concepto del placer, Sócrates se propone aclarar que el alma es el auténtico sujeto del deseo. Esto da inicio a una larga consideración, que se extiende entre 34c y 43a, y que desemboca en el examen de la tesis de los apáticos, es decir, la tesis que surge de la sola admisión de estados mentales afectivamente neutrales (42d9 y ss.) en los que el cuerpo no resulta empujado ni hacia la destrucción ni hacia la reconstitución de su propia naturaleza; estados que son aprehendidos por los apáticos como dando lugar a una cierta inmovilidad del sujeto (42e9). Puesto que lo que me interesa focalizar es la identificación de un modo de vida afectivo humano que conduce a llevar una vida buena —que Platón perfila en oposición al hedonista y al apático mediante una modificación del concepto de placer a partir de 43c-d—, un tipo de vida que se define, a su vez, superando una versión del dualismo entre cuerpo físico y alma racional, me abocaré ahora a la extensa sección en la cual Platón analiza el placer como un estado anímico experimentado por el agente afectivo humano. En vista de que los estados afectivos se conciben comúnmente —y he sugerido que esta noción es compartida por hedonistas y apáticos— como afecciones más o menos fuertes que padecemos por la acción de diversos estímulos externos sobre nuestro cuerpo sensible, resulta imperioso aclarar este proceso si, como pretende Platón, se quiere mantener un cierto nivel de autonomía para la vida afectiva humana; una autonomía que el apático buscaba rehuyendo indiscriminadamente todas las afecciones, prefiriendo una vida privada de placer que Sócrates rechazará abiertamente (43d8 y ss.). Platón se sirve, como es frecuente, de la posición encarnada por un heraclitismo extremo (43a1 y ss.) para hacer visibles las consecuencias que acarrearía este concepto vulgar de placer, que no es lo mismo que una noción de placer vulgar o meramente sensual, ya que se trata de una noción muy general de placer y de vida corpóreo-afectiva que abarcaría también ciertos placeres más refinados. La consideración es la siguiente: si todo se moviera constantemente, no sería posible que nosotros mismos no estemos sometidos a movimientos ni, a fortiori, a dolores y placeres como resultado del movimiento que nos conduce a perder y recobrar nuestro estado natural (43a). Creo que Platón pretende aislar una clase de estados afectivos que no depende de un movimiento físico-corporal, y para ello su

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estrategia es la de identificar bajo qué condiciones se genera una afección, entendida como estado anímico; esto le permitirá individualizar estados donde un estímulo o movimiento corporal no es procesado anímicamente ni genera, por ende, lo que es una afección humana, en el nivel más básico, una sensación. Posteriormente, esto le servirá a Platón para obtener un concepto positivo de vida afectiva aunada a un concepto de placer real y a disociar esa vida realmente placentera de aquella afectivamente neutral en la cual no hay dolor ni placer (ver 43c-d, 44b y ss.). El desarrollo de este argumento, que incluye centralmente la clarificación de un concepto positivo de afectividad humana asociado a la tesis de la existencia de placeres verdaderos, contiene muchos aspectos interesantes y nociones teóricamente fructíferas para la comprensión de la vida afectiva humana; sobre ello quisiera detenerme un poco a continuación. Retornemos a la sección en la cual se distingue el estado afectivo humano como un estado consciente. Lo que es una afección depende de que se procesen, mediante mecanismos en los que intervienen facultades propiamente anímicas o de la vida mental humana, ciertos estímulos a los que se llama, genéricamente y de manera consabidamente imprecisa allí, movimientos. Éstos se registran al nivel del cuerpo sensorial en su intercambio causal con el entorno físico y por la ejecución de procesos propiamente físicos u orgánicos, como la digestión y otros movimientos imperceptibles. Algunas afecciones que se registran en el cuerpo no son procesadas mentalmente, lo que deja al alma sin afección correspondiente (apathê, Flb. 33d4). Otras afecciones corporales, en cambio, provocan en el alma una conmoción (seismón, 33d5) y generan una sensación (33d-e). En el primer caso, el estado de insensibilidad del alma (33a8-9, 33e10-11) se explica por la ausencia de un procesamiento mental específico de los estímulos sensoriales; un estado que no debe confundirse con perder la memoria de un estado afectivo, puesto que en el caso que estamos considerando no se ha generado lo que es propiamente un estado sensorial. Se trata de una distinción entre estímulos sensibles y sensación, donde esta última es sólo una sensación consciente, en la cual intervienen mecanismos mentales como el recuerdo, la expectativa, etc. En este marco, donde se entienden generalmente todos los estados afectivos como estados del alma, Platón focaliza los deseos (epithymía, 34d2), en cuanto los deseos constituyen la satisfacción de una

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necesidad.34 Ya en 31e se introdujeron deseos básicos, como hambre y sed, y ahora en 34e se los vuelve a tener en cuenta relacionándolos con la generación de placer y dolor, que fueron conceptualizados hasta aquí en términos de satisfacción e insatisfacción, respectivamente. Un deseo tiene una estructura intencional, por la que se desea algo de que se carece y que es contrario a la necesidad; esta última condición garantiza la posibilidad de obtener satisfacción (34d-35b). Pero, además, como estado afectivo, un deseo no es meramente un estado orgánico sensible en el que sufrimos un desequilibro físico; así, la sed no es lo mismo que la deshidratación corporal. Platón utiliza estos casos para sugerir que un deseo es una producción específicamente anímica que se genera no sólo por la insatisfacción corporal, sino que en el deseo interviene fundamentalmente un cierto contacto (35b7, b11) con lo que provee satisfacción (35b6-7). Esto pone de manifiesto que el deseo es una producción de la vida afectiva del alma en el compuesto humano (35b11-c1) y que un deseo no se genera sin un cierto nivel de complejidad mental. En 35c6-7, se concluye que el deseo no reside en el cuerpo sino en el alma, en cuanto aquél es un conato (epicheírēsis) por el cual todo ser vivo tiende a lo contrario de lo que está padeciendo, a lo que cree que puede satisfacer la carencia que está experimentando.35 Así, lo contrario es, primeramente, el objeto del deseo; pero también, secundariamente, contrario es una calificación del mismo deseo en la medida en que, siendo el deseo algo que es lo que es en cuanto que se relaciona con algo contrario que lo satisface,36 el deseo mismo, en cuanto Incide aquí un enfoque fisiológico del deseo y del placer. Ver Bravo (2003: 56 y ss.).

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Flb. 35a3-4: “Ya que [el razonamiento anterior] muestra que [el deseo es] siempre en los seres vivos un conato contrario de aquello con respecto a las afecciones [esto es, carencias, que actualmente se experimentan]”. Compárese con las traducciones de M. Boeri: “Porque revela que el propósito de todo animal es siempre contrario a sus estados afectivos”; y Schleiermacher: “Weil sie [die Lust] immer ein den Zuständen jenes entgegengesetztes Streben [eines jeden Lebewesens] andeutet”. Lo que es contrario, estrictamente, es aquello de lo cual el deseo es deseo, en la medida en que éste es una afección (pathémasin, 35c9) explicada como una carencia de algo que es contrario y que está, en virtud de dicha contrariedad, en condiciones de satisfacerla o repletarla.

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Cf. epì tounantíon ágousa è tà pathémata, Flb. 35c12-13.

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carencia, es algo contrario con respecto a lo que produce satisfacción. En resumen, la tesis del pasaje es que el deseo tiene el carácter de lo que es contrario en la medida en que no es algo en sí mismo aparte de su relación con algo contrario determinado; el deseo adopta en sí la característica formal de aquello con lo cual se relaciona; pero la adopta paradójicamente al modo de ser carente de ello, y, por lo tanto, se relaciona con algo contrario en la medida en que, precisamente, no lo posee. El deseo designa un comportamiento por el cual el alma tiende hacia algo que la completa. Ahora bien, en toda producción de un deseo es preciso suponer una actividad específicamente mental, como la memoria y la fantasía,37 que permite que, no hallándose presente actualmente aquello de lo cual el deseo es deseo, se provoque el acto de desear como una afección en el alma causada por algo contrario que provee satisfacción (35c, d1-3). La retención en la memoria de lo que ha sucedido y que se actualiza como aquello que, no existiendo aún, podría proveer satisfacción al deseo, pone de manifiesto el carácter concreto de la vida anímica humana que se cursa en el deseo, en el recuerdo y en la expectativa. Me refiero al hecho de que lo deseado y lo recordado, así como también lo inicialmente percibido, representan objetos, eventos y situaciones con las cuales la vida humana guarda una relación definida por sus intereses, precisamente aquellos intereses que mueven al alma a desear cierta cosa y a producir deseo como la manera en que el alma misma despliega su propia existencia tendida hacia algo. De esta manera, lo que se recuerda no es un contenido mental abstracto ni seleccionado al azar, sino algo que la memoria trae al presente dentro de y en orden a los intereses determinados por un contexto vital marcado por la tensión de la vida hacia la realización de sí misma. La realización de sí entraña, además, la tensión hacia un futuro actualizado mediante una expectativa igualmente concreta. Ese futuro previsto en la expectativa no es el de los múltiples mundos posibles en los que una persona podría existir, sino el definido a partir del curso de acción que la vida de una persona adopta en la medida en que cursa su existencia para efectuar ciertas realizaciones (Gadamer, 1983: 125 y ss.).

Sobre la phantasía, ver Marcos (2009) y Díaz (2010: 131-145).

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Como resultado de las anteriores consideraciones, Sócrates pasa a especular acerca de la incidencia que tienen operaciones estrictamente mentales sobre la vida afectiva. ¿Qué sucede cuando alguien siente dolor o, en general, insatisfacción, pero recuerda lo agradable que le resultaba tener alguna repleción? (35e-36a). No se provoca, en casos como ése, un dolor doble, puesto que hay un placer anticipatorio, es decir, el que se genera en una persona cuando ésta, sometida actualmente a un estado de insatisfacción, por medio del recuerdo de una satisfacción experimentada en el pasado, proyecta en el futuro, mediante la expectativa, la repleción de su deseo derivado de su insatisfacción actual. Pero se trata de una proyección que se revierte al estado presente de insatisfacción, de tal manera que en éste se experimenta un placer en anticipación de una satisfacción futura. Como consecuencia de ello, la persona se siente en el presente satisfecha (36a7-b6), lo que la lleva a experimentar una satisfacción consciente por la posible repleción de lo que le falta y necesita. Sin embargo, los seres vivos que son capaces de desarrollar una vida mental con esta complejidad se encuentran simultáneamente en un estado doble, constituido de dolor y placer simultáneos (36b8-9); es decir, se trata de estados mezclados que no pueden proveer una posible vida superior para el agente de tales estados afectivos. Los estados anímicos, su naturaleza y cualificación como una clarificación necesaria para distinguir placeres verdaderos y falsos La anterior consideración ha suscitado el interrogante acerca del alcance e incidencia de la vida mental sobre la vida afectiva, y así se plantea la cuestión de los condicionamientos epistémicos negativos, como estados de locura o de ensoñación, que pueden condicionar que se generen en nosotros estados afectivos falsos o engañosos, es decir, estados en los cuales sentimos placer o dolor falsamente, ya sea ilusoriamente o siendo presas de algún engaño. Existe una detallada discusión de este asunto en la crítica reciente del diálogo;38 pero aquí me contentaré con contextualizar la cuestión de los estados afectivos provistos de

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Ver especialmente Gosling (1959), Frede (1985) y la sistematización de Bravo (2003: 151-174).

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un valor de verdad en vista del objetivo general que persigue Platón aquí, el cual es siempre el de individualizar estados afectivos positivos para incluir en la vida buena. En este marco encuentran un lugar para su análisis los placeres verdaderos o reales, ya que parece rechazable que alguien pueda conducir su vida afectiva engañándose a sí mismo o a otros acerca de sus propios afectos. En la discusión del diálogo es Sócrates quien defiende la tesis del valor de verdad que corresponde a los afectos (36d, 37c), mientras que Protarco encarna la opinión común, según la cual sólo hay creencias verdaderas o falsas, pero no, en cambio, estados afectivos con esa cualificación (37b11-c2). Su argumento parece ser el siguiente: quien siente placer lo siente siempre, exista o no y tenga o no las características agradables el objeto que le produce esa sensación agradable (36e-37a). El complacerse es entendido por Protarco como tener una sensación agradable, para la cual resulta indiferente si lo que la motiva es de una u otra manera, e incluso si es algo que existe en el mundo externo o, en cambio, se revela como una mera ilusión mental, fruto de algún engaño.39 Este argumento puede ser sometido a réplica para el caso de un acto de conciencia meramente dóxico, en la medida en que tal clase de actos se entienda —como sugiero lo entiende aquí Sócrates— en términos de un intercambio exitoso con el mundo; puesto que bajo tal concepción es parte efectiva de la cualidad del acto (ser exitoso o defectuoso en su 39

En Flb. 37a12-13 se sostiene que quien cree, ya crea correcta o incorrectamente, no ve nunca eliminado su creer real (óntōs) (37a12-13). Esta posición se apoya en la siguiente intuición: el acto de conciencia, del tipo que sea (opinión, deseo, expectativa, etc.), es real, aun cuando su contenido intencional sea irreal (ficticio o falso). Paralelamente, se formula allí un análisis del sentir en los mismos términos: si una persona desea, ejecuta un acto de conciencia que no resulta eliminado ante la eventualidad de que desee algo falso (es decir, desee bajo algún condicionamiento que lo obliga a tomar desiderativamente una cosa por otra), y, por ello, tenga como contenido intencional de su acto afectivo algo que de alguna manera no es lo que él deseaba o no le provee la satisfacción que presentía. Sin embargo, Platón prueba a continuación que esta interpretación de los actos de conciencia como “indiferentemente” verdaderos o reales no es más que limitadamente correcta; para ello muestra que la manera en que se ejecuta un acto de conciencia forma parte de la cualificación del mismo acto. Ver la discusión de Frede (1997: 245 y ss.).

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carácter representativo) la manera en que en él mismo se representa un contenido objetivo que constituye el aparecer de un objeto del mundo. Trato de distinguir un acto de creencia, aquello que es el resultado del proceso de formación de creencias, respecto de una comprensión de las vivencias subjetivas que reduce artificiosamente lo que constituye una creencia humana concreta. A la aprehensión reduccionista del complacerse que propone Protarco, Platón opondría un análisis elemental de los actos de conciencia o de los estados mentales, que no traza una separación entre los de creencia y los de deseo. Ambos realizan una acción en el mundo, por la cual no es indiferente para el mismo acto o estado de creencia o deseo creer o desear algo que es tal como es, en el caso de que el correlato provea una referencia objetiva o una satisfacción. Por consiguiente, no resulta indiferente para la ejecución del acto, que involucra que éste nos conduzca al objeto del mundo intencionado en él, engañarse respecto del objeto, tomando, por ejemplo, una cosa por otra o deseando obtener satisfacción por medio de algo que no puede proveerla realmente o en la medida pretendida.40 Gadamer (1983: 131 y ss., 143) interpreta el concepto de verdad en términos de ‘descubrimiento del mundo’ y el placer verdadero como aquella ‘autocomprensión del hombre a partir del descubrimiento de lo placentero’ (objetivo). Esta noción permite captar que Platón califique de manera uniforme los actos de creencia y de placer como provistos de un valor de verdad, es decir, de una capacidad de interactuar con el mundo en su propia cualificación, en los modos fundamentales del descubrir y del encubrir el mundo, y a sí mismo como sujeto de una experiencia del mundo. Igualmente, esta interpretación permite entender que reside en el núcleo de la aprehensión platónica del placer la cuestión de su valor de verdad, o sea, investigar el placer en relación con la autocomprensión que desarrolla el ser humano a partir del trato con el mundo en su aspecto agradable y bello. Consecuentemente, en la medida en que la satisfacción del deseo del bien —que es la matriz de todo deseo— conlleve placer, el Filebo se deberá abocar a una selección de los placeres puros y verdaderos en la vida buena, placeres que no constituyen otra cosa que la realización de la autocomprensión del ser humano mediante su experiencia afectiva en la que él realiza su propia vida en intercambio con cosas bellas, las cuales, en cuanto ostentan los rasgos del bien, generan en nosotros una experiencia afectiva del bien. A mi juicio, Gadamer no está en lo cierto, en cambio, al afirmar (Gadamer, 1983: 154 y ss.) que la noción de verdad que sostiene la tesis según la cual los placeres puros (sobre los cuales, ver aquí mismo infra 9) son verdaderos corresponde a la visión de lo que se hace constantemente presente. Esta noción entraña una “pasividad” que no casa con el aspecto activo del sujeto

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Platón se orienta a una noción de creencia que incluye elementos pragmáticos, es decir, entiende la creencia como un proceso de formación de un juicio por parte de un agente que se halla dentro de un contexto práctico y se dirige a ejecutar una acción determinada. En su concepto, la creencia misma es una clase de acción. Resulta evidente que bajo este enfoque es el agente de la acción que se ejecuta en los respectivos estados mentales quien está involucrado, y precisamente desde su punto de vista pragmático adquiere plena determinación una creencia o un deseo, lo que incluye la cualificación de tales estados mentales. Bajo este análisis, la acción defectuosa en el mundo marca una falsedad del mismo acto, incluso de un acto de deseo, que no se reduce, por ello, sin embargo, a la eliminación de la sensación, como piensa Protarco.41 Más bien, tal falsedad consiste en una orientación errónea del agente en relación con las cosas agradables. Quien sostiene una posición como la de Protarco admite que una persona puede engañarse sintiendo placer por algo que es meramente un producto de su imaginación, incluso bajo alguna manipulación psíquica, pero el defensor de esa tesis mantiene que la sensación de placer que siente esa persona posee el mismo grado de realidad que tendría si dicha sensación no hubiera sido motivada por un engaño afectivo. Para Protarco, un estado afectivo posee una cualificación sólo indirectamente y gracias a que depende de una mera representación. Según esto, una experiencia de placer/dolor sería correcta/incorrecta como consecuencia de, y sólo en la medida en que, la creencia, a la que aquella experiencia afectiva está ligada, sea correcta/incorrecta (Flb. 37e9-10, 38a1-3). Pero esa creencia básica no aprehende objetos

afectivo. Más adelante en el diálogo, la verdad constituirá uno de los aspectos del bien (65a); allí se encuentra un desarrollo del concepto de verdad en relación con la medida y la belleza —los dos restantes aspectos del bien—, en cuyo análisis no puedo entrar en este trabajo. La tesis de Protarco al respecto es explicitada por Sócrates de la siguiente manera: “Sócrates.— Entonces también en cuanto a lo que recibe placer, ya sea que [uno] experimente placer correcta o incorrectamente, es manifiesto que el hecho de estar realmente experimentando placer no se suprimirá nunca” (Flb. 37b2-4).

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afectivos (placenteros, odiosos, etc.), sino meros objetos;42 por ello, esta tesis mantiene que una sensación no es en sí misma ni verdadera ni falsa, y sólo puede decirse de ella que se da o no se da, la experimentamos o no la experimentamos. La estrategia platónica para desarmar este reduccionismo compacto es compleja y las inferencias que formula el diálogo son bastante sinuosas, sus conceptos, además, no siempre claros, y sus argumentos, tampoco suficientemente completos.43 Se comienza destacando que Una suposición correspondiente a la aprehensión de los estados afectivos como meras sensaciones es que en tales estados no entramos en una relación con objetos afectivamente cualificados, por ejemplo, agradables en sí mismos, ni provistos de ningún valor, por caso, buenos. Sócrates, en cambio, sugiere en Flb. 37a10 —“Sócrates.— ¿Y también [es algo] aquello con lo que experimenta placer lo que recibe placer?”— que el estado placentero es causado por algo agradable. Se trata de una tesis que se apoya en la estructura del deseo, que posee un correlato específico de ese tipo de acto afectivo (35b1). Frede (1997: 251 y ss.), relaciona una posición como la de Protarco con una tesis próxima al hedonismo, según la cual el objeto del placer no es más que una mera causa de la sensación subjetiva correspondiente, sin que conforme el contenido propio de un acto ya vaciado de todo contenido propiamente afectivo.

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Por ejemplo, la defensa de que no hay meros estados afectivos, como tampoco hay meras creencias, sino que toda creencia y estado afectivo es verdadero o falso, se halla debilitada por la imprecisión acerca de lo que es la verdad y la falsedad, en particular, en el caso de los afectos. En Flb. 37d7-8 se afirma que tal cualificación depende de que al acto de conciencia “sobrevenga la corrección o incorrección”; una expresión cuya sola vaguedad exime de mayores comentarios. Se sostiene que si 1) lo creído es errado (hamartanómenon, 37e1), entonces 2) la creencia es errónea y 3) quien cree lo hace incorrectamente (37e1-3). El placer sería, con base en dicho esquema, correcto o provechoso como consecuencia de que aquello en relación con lo cual alguien se complace sea acertado (37e5-7). Una falta de claridad persistente aquí atañe a qué es hamartánein en el caso de los estados mentales concernidos. Un segundo punto importante que en el diálogo no se analiza está constituido por la relación de eventual dependencia —véase el impreciso vocabulario de le sigue (hépetai), en 38b9-10, para hablar de estados afectivos que siguen a creencias verdaderas y falsas; y metá, para referirse a que hay un estado de placer con opinión recta o conocimiento, o con sus contrarios, en 38a7— entre actos mentales de deseo y de mera creencia o representación axiológicamente neutral de objetos. Por lo tanto, a los intérpretes se impone la faena de complementar y precisar lo que dice el Filebo sobre verdad y falsedad, apelando a lo que sostienen otros diálogos; una tarea que excede los límites del presente trabajo. Ver Migliori (1998: 208 y ss.) y Frede (1985; 1997: 242 y ss.). Para un completo estudio sobre la verdad en Platón, ver Szaif (1998) y Mié (2004, 146 y ss.).

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verdad y falsedad deben ser aceptadas como una más entre otras cualificaciones previamente admitidas para los estados afectivos, como una más entre otras cualificaciones relativas a la intensidad y a la magnitud (37d, remite a 12c). Asimismo, Sócrates insinúa que no puede ser indistinto para un estado afectivo si éste se halla ligado a una creencia correcta o al conocimiento, o si, en cambio, lo está a una creencia incorrecta o a la ignorancia (38a7-9). Aquí se admite cierta dependencia del acto afectivo respecto del acto dóxico y se sostiene que la cualificación del acto de base condiciona, positiva o negativamente, el acto segundo o dependiente. En relación con el valor de verdad de las creencias, la tesis es que, en una situación estándar, en la medida en que somos sujetos de creencias, nos formamos creencias hallándonos en un contexto epistémico más o menos favorable o desfavorable para identificar un objeto como cierta cosa, recurriendo, para hacerlo, a parámetros identificadores previamente conocidos —en el ejemplo, sabemos previamente qué aspecto tiene una roca y también reconocemos distintas posturas que adopta una persona ubicada debajo de un árbol (38b6-8)—. Allí se acepta la incidencia de la memoria, y creer se entiende como un resultado positivo querido por el sujeto (boúlesthai krínein, 38c7) que ejecuta un proceso epistémico reflexivo —una reflexión examinadora y crítica sobre los contenidos de la propia percepción y otras informaciones disponibles por medio de la memoria—44 por el cual distinguimos y juzgamos un Ése es el contexto en el cual se caracteriza la formación de creencias como un “hablar consigo mismo” (Flb. 38d1-2), interrogándose y respondiéndose (38d5-6) qué es eso que aparece (phantazómenon, 38d1) allí, con el objetivo de formarse una creencia, que se entiende como un acto exitoso de contacto con el mundo. El resultado positivo de la formación de creencias es una respuesta reflexiva, dirigida a sí mismo, por la cual nos manifestamos —si lo hacemos en silencio o, en cambio, en voz alta no se ha alterado el proceso mismo de formación de creencias ni su resultado, (38e1-4)— “eso es un hombre” (38d6, ver la nota siguiente). Obviamente, este tipo de procesos y resultados epistémicos están caracterizados por su falibilidad, en cuanto se puede acertar o errar, tomando, en este último caso, una cosa por otra (por ejemplo, una estatua o un espantapájaros por un hombre de carne y hueso) (38d-e). No encuentro razones para suponer que en la “vida silenciosa del alma” no hay lenguaje; más bien, lo único que no hay es comunicación a un tercero de los contenidos mentales lingüísticamente articulados por quien forma una creencia. La aparición del lenguaje coincide aquí

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objeto percibido, es decir, juzgamos que tal objeto es tal o cual cosa, y lo expresamos en juicios con contenido proposicional, del tipo “ese x es y” (ver el ejemplo de 38c13-d3: “veo que allí hay un x que es y”).45 Otro rasgo de la creencia, especialmente relevante para el contexto relacionado con el valor de verdad, es que la formación de creencias posee un neto carácter epistémico. Es decir, se trata de un proceso que alcanza un resultado específico —la emisión de un juicio— y posee un subsuelo perceptivo, pero consta, además, de una mayor o menor justificación para alcanzar aquel resultado, lo que le otorga al juicio “Veo un hombre allí debajo de un árbol que está junto a la roca” una justificación o, en cambio, lo priva de ella. Este proceso envuelve como una de sus partes integrales el control racional sobre la corrección de las creencias formadas y de los juicios emitidos. Platón está justificado en catalogar el acto de creer y complacerse —lo que llamamos actitudes y comportamientos— como verdadero o falso a partir del sentido proposicional primario de verdad o falsedad que corresponde al contenido de tales actos.46 con la articulación proposicional del correlato de la creencia que se expresa en un juicio, ya sea éste silencioso o emitido en voz alta. En efecto, en 38e1-2 (cf. tá te pròs hautòn rēthénta) la persona que se forma una creencia estando sola, y no tiene, por ello, necesidad de comunicarla, habla consigo misma, lo que coincide con pensar para sí mismo (pròs hautòn dianooúmenos, 38e6-7). Tanto la creencia como la proferencia tienen contenidos públicos, en el sentido de que se trata de cosas tales como una persona ubicada debajo de un árbol y junto a una roca, o sea, objetos que son accesibles a la percepción de una tercera persona que se encuentra en el mismo entorno (ver 38e2); no se trata, por ende, de contenidos accesibles sólo o privilegiadamente a una reflexión de la conciencia efectuada por el yo sobre sus propias vivencias o estados mentales. Para la noción de doxázein que se halla en este pasaje, ver Tee. 189e6-ss.; Sof. 263e3, 264a9; pero la discusión no gira aquí en torno al no ser y la posibilidad de la falsedad, sino que se trata de explicar el surgimiento de una creencia falsa. Se trata de un juicio sobre un objeto concreto ubicado en un entorno espacial, aunque todavía no suficientemente identificado: algo que se halla junto a una roca y debajo de un árbol. Como correlato del sujeto, ello conforma el phántasma, que, evidentemente, no se halla desprovisto de determinaciones categoriales como junto a y debajo de.

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Así, por ejemplo, el juicio antes mencionado trae aparejado un proceso de aceptación de ciertas sensaciones como fidedignas, lo que involucra, además, la implementación de procedimientos de control sobre (el valor representacional o verídico de) las propias sensaciones. Más abajo, en Flb. 40c-d, las creencias y los

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Para clarificar el proceso de formación de creencias veritativamente cualificadas, Platón recurre a la comparación del alma con un libro en el cual escriben y dibujan dos artesanos (38e13 y ss.). Sintéticamente, el intrincado proceso que aquí se trata de aclarar sería el siguiente: se trata de explicar que el alma humana realiza sus operaciones cognitivas generando un doble registro: significados o conceptos, e imágenes. Las afecciones (pathémata) son el registro anímico, activamente elaborado por el sujeto afectivo, de los influjos causales que el mundo ejerce sobre nosotros a través de nuestros órganos sensoriales; pero el registro anímico específicamente humano de tales pathémata no consiste meramente en dejar una huella grabada directamente en una superficie, sino que tales pathémata incluyen los elementos comprensivos que produce la vida mental de organismos dotados con nuestras peculiares capacidades cognitivas. Específicamente, se trata de los lógoi (39a3) que las afecciones dejan “escritos” en nuestra alma. Esas mismas afecciones pueden imprimir en nuestra alma conceptos verdaderos o falsos acerca del mundo (39a1-7). Correlativamente, hay otro procesamiento anímico humano de nuestro intercambio causal con el mundo, aquel por el cual quedan grabadas en nuestra alma imágenes una vez que, habiéndolo comprendido, hemos apartado de la vista o de alguna otra sensación lo que era captado sensorialmente; es decir, habiéndonos formado una opinión acerca de ello (39b9-c2), se forma en nosotros una representación, siendo esta formación de una “imagen” parte del mismo proceso comprensivo humano. Las imágenes no son, como tampoco lo eran los conceptos, meras impresiones estampadas en el alma, sino expresiones comprensivas “imaginativas”, producto de nuestra facultad de forjar imágenes (phantasía) del mundo en nuestra alma, de tal manera que se tienen “imágenes de lo que se cree y profiere” (tàs tôn doxasthéntōn kaì lechthéntōn eikónas, 39b10-c1). Imágenes verdaderas corresponden a creencias y enunciaciones verdaderas; y falsas, a las falsas (39c4-5). Pero tanto los conceptos como las imágenes correspondientes son producciones del doxázein, es decir, de aquel procesamiento epistémico placeres falsos se reconducen al hecho de que su correlato (meros objetos y objetos agradables) no es tal como se lo cree o desea (40c8-10, ver supra 37a12-13). Véase la defensa de la posición de Platón por parte de Frede (1997: 250).

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por el cual discriminamos e identificamos —incluyendo la facultad de recordar (lo que ha sucedido) y prever (lo que sucederá)— objetos concretos ubicados en el mundo.47 Esto explica que nuestros conceptos e imágenes posean rasgos comprensivos dependientes de la acción básica que consiste en formarse creencias. Tal vez Platón tiene a la vista aquí un doble desarrollo de nuestra capacidad comprensiva, que aquí se llama formación de creencias, y que es la capacidad lingüística para procesar nuestro intercambio con el mundo de manera significativa, formando significados que se inscriben en el alma, y la capacidad imaginativa para elaborar imágenes con contenido semántico que cooperan con el lenguaje para orientar nuestra acción en el mundo.48 La aprehensión de los estados afectivos como actos mentales que no pueden reducirse a la mera sensación, sumada a la aclaración del doxázein como una acción específicamente comprensiva mediante la cual se lleva adelante la vida humana en su concreción, operan como premisas para que Platón sostenga la siguiente tesis: un agente humano formula expectativas (elpídas, Flb. 40a6) por medio de las cuales canaliza proyectos de acción que organizan su propia vida abierta a distintos cursos posibles tendientes a satisfacer sus deseos en relación con distintas situaciones que involucran los intereses propiamente humanos. El agente humano que experimenta estos estados afectivos anticipatorios (esperanza o expectativa) —el tipo de estados afectivos que a Platón le interesan primordialmente son, precisamente, aquellos que se vinculan a una creencia acerca de una situación que involucra los intereses prácticos del sujeto en referencia a lo que vendrá, intereses que se resumen en la matriz de todo interés práctico humano

47

Frede (1997: 248) destaca la incidencia que tiene la “elaboración interpretativa” —opuesta a un mero acopio de hechos fácticos— del alma en esta explicación para la discusión del valor de verdad de los afectos.

48

La tesis de este pasaje se completa mediante la articulación temporal del proceso de conocimiento que envuelve conceptos e imágenes (Flb. 39c10-11), y acaba afirmando que, como lo pone de manifiesto el hecho de que el alma por sí misma es capaz de vivir también estados afectivos anticipatorios, es preciso contar con conceptos e imágenes referidos tanto al presente como al pasado y al futuro (39d7-e2), que deben entenderse como la articulación temporal de la existencia humana.

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por su propia felicidad—49 lo hace a partir de sus propios intereses, y éstos dependen de la cualidad del agente, así como de las creencias e imágenes que dicho agente ha elaborado y proyectado en sus expectativas. Estas últimas contienen el factor agradable proyectado hacia el futuro, así como los temores por lo que vendrá envuelven un factor desagradable, en ambos casos fundados sobre la creencia respectiva. El contenido peculiar de tales afectos reside en que su objeto es algo evaluado por el agente práctico en un contexto concreto de acción humana. Así, todo placer, no sólo el anticipatorio, sino también el que surge de las estimaciones o comparaciones, y tanto el que involucra al cuerpo solamente como al cuerpo y al alma en su conjunto, o al alma actuando por sí misma, constituyen actitudes proposicionales en virtud de que el acto y el resultado del placer se configura como una creencia —no “sobre la base” de ella—. “Espero (que pueda) aprobar el examen” es una oración que articula un afecto humano, y ostenta un contenido proposicional50 no sólo por el hecho de que su contenido se expresa en la forma de un juicio, sino además en virtud de que se trata allí de contenidos evaluativos, caracterizados éstos por el valor que ciertas situaciones tienen para los intereses prácticos del sujeto humano. Ese valor es posible como resultado de la configuración dóxica del acto afectivo, entendiendo por configuración dóxica no la mera representación de un objeto, sino el discernimiento de una situación en la que el sujeto actúa. He tratado de acentuar aquí que el carácter activo del sujeto práctico es la raíz común que justifica la analogía trazada por Platón entre la creencia y el placer, en la medida en que ambos son resultados de sendos procesos de acción.

Las esperanzas se dirigen al futuro (Flb. 39e4-5) y es natural que un agente sometido a los avatares del destino desarrolle el cuidado de sí particularmente en relación con el incierto porvenir. Sócrates llama la atención allí sobre que a lo largo de nuestra vida estamos llenos de esperanzas, es decir, de preocupaciones por nuestra propia vida. De allí que las esperanzas portan el carácter autointerpretativo de los significados (“son significados [lógoi] aquello que llamamos esperanzas”, 40a6-7) de que el escriba y pintor humano dota a su propia existencia.

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Esto fue subrayado por Davidson en su comentario, ver también Boeri (en prensa: introducción, 5).

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El enfoque ético-práctico hacia el que Platón vuelca esta consideración psicológica incide en que, un poco más adelante, revierta a la cualificación del agente moral la motivación de la diferente cualidad de las expectativas.51 Así, los agentes con una cualificación moral positiva tienen expectativas provistas de un significado (lógos, 40a6) positivo o bueno. La búsqueda de la satisfacción de los deseos de este tipo de agentes delinea su inclinación hacia cosas que producen placeres verdaderos; mientras que un agente cualificado negativamente (ponēroí) traza lineamientos de conducta para satisfacerse por medio de cosas que corresponden a su carácter, experimentando placeres que son falsos (40b8, ver 40c1-2), los cuales se constituyen en falsos objetos de satisfacción para agentes humanos moralmente degradados. El agente que se halla moralmente condicionado de manera negativa persigue placeres que son falsos, pero ciertamente no en el sentido de que no le puedan proveer una sensación agradable, sino, más bien, en el sentido de que aquello con lo cual ese tipo de agente se complace no es algo bueno ni promueve la ejecución de buenas acciones para obtener satisfacción y, con ello, para generar en sí mismo estados afectivos positivos. De esta manera, los placeres verdaderos pueden cualificar la vida del agente y resultar útiles para él, en la medida en que promueven la vida buena del agente (ver 40e9-41a1). Protarco puede intentar todavía desvincular la cualidad negativa o positiva del placer y del dolor respecto de la verdad o falsedad en virtud de que él no está de acuerdo con la tesis central de Sócrates, aquella que explica el placer falso como un curso de acción mediante el cual se obtiene satisfacción de un deseo que entraña un engaño para la vida afectiva del agente, pero un engaño que arraiga en una confusión acerca de qué es llevar una vida buena, justamente

El sentido y alcance de este pasaje ha sido subvalorado por los intérpretes (por ejemplo, Hackforth, Gosling, Frede) que saludan el enfoque lógico y epistemológico sobre el placer falso que, según ellos, dominaría el análisis platónico hasta aquí. Brandt (1977) realiza un intento de reconstruir la conexión entre la cualidad moral del agente y sus afectos a partir de la relevancia ético-teológica del sujeto que es amado por los dioses (Flb. 39e-40b) y del carácter autárquico del sabio moral (el virtuoso) que goza en la medida en que desea en conformidad con su comportamiento apropiado.

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aquello sobre lo cual vive en el error un agente moral negativamente cualificado.52 La intención de lograr un discernimiento de diversos estados afectivos (ver 41d11, y el vocabulario de la krísis en 41e2, 41e8 y 41b2) forma parte de la aprehensión de la vida afectiva humana que Sócrates defiende en el Filebo. El sentido que este discernimiento —para el cual el sujeto apela a cálculos comparativos sobre la intensidad y la proximidad de dolores y placeres—53 tiene para la organización de una vida buena es el de querer identificar discerniendo (diagnônai boúletai, 41e3) los placeres elegibles. La condición moral del agente se entiende aquí como lo que corresponde, en el caso paralelo de la formación de una creencia, a la ubicación epistémica de quien emite el juicio. Así, tomando algo como placentero cuando en realidad no lo es, experimentaremos un placer falso; y similarmente con el dolor (41e9-e3, 42a-b), o planteándonos una expectativa de placer exagerada sufrimos una decepción al tomar contacto con el objeto placentero que no provee la satisfacción con la intensidad que se esperaba (42b8-c3). El error dóxico y afectivo se explican apelando al mismo expediente (42b2-6), en virtud de que Platón ha entendido que los estados de creencia y los afectos son igualmente estados del alma provistos no sólo de contenido proposicional —como surge de la equiparación estructural que hemos visto en el análisis platónico de los actos de creer y complacerse, así como de la vinculación del valor veritativo de los afectos al carácter Este tipo de placeres se definen en su valor veritativo, entonces, tanto a partir de la cualidad moral del agente como de sus correspondientes objetos de deseo y satisfacción. No es correcta la caracterización del placer anticipatorio experimentado por este tipo de agente moral en términos de un placer falso que sería tal en virtud de que no acontece nunca, como lo propone Gadamer (1983: 138). Eso representaría una mera variante de la situación en que vive quien renueva sus deseos de manera desenfrenada y nunca se satisface con lo que obtiene.

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Esta situación da lugar a la falsedad de los afectos entendida como error en el cálculo. En el Pro. 351b-357e se presenta una especulación acerca de un arte de medir (356d4) placeres y dolores, conocido como cálculo hedonista, cuya implementación, de la cual depende allí nuestra felicidad, se debe al conocimiento (357a-b). En Pol. 283b-285c hay una distinción entre dos artes de medir en general. Para éste y otros aspectos del placer en los diálogos platónicos, ver Bravo (2003: 185) y Boeri (en prensa: introducción, 1).

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judicativo de las creencias, y es reconocido por los intérpretes (Bravo, 2003: 144 y ss.; Frede, 1997: 251 y ss.)—, sino también del carácter práctico que he destacado más arriba y que vincula los afectos humanos a un curso de acción que puede ser exitoso o fallido en cuanto a la realización de distintos propósitos, y que cobran sentido, en definitiva, en el contexto del aporte de los afectos dentro del proyecto peculiar del ser humano consistente en gozar de una existencia feliz. Esto le permite a Sócrates mantener que los estados afectivos tienen por sí mismos una cualificación veritativa,54 y no mediatamente, gracias a la creencia que opera como su base, ya que los juicios afectivos tienen correlatos afectivos específicos.55 En síntesis, el juicio afectivo —es decir, el juicio en el que valoramos afectivamente algo— erróneo es aquel en que algo que puede proveernos satisfacción nos parece de una manera que en realidad no es (tò phainómenon all’ ouk ón) (42b8-c3; ver también 51a5-6).56 Flb. 44b2-6: “Sócrates.— Ahora, sin embargo, al cambiar en cada ocasión por ser vistos de lejos o de cerca y, a la vez, por ser puestos lado a lado unos con otros, los placeres parecen más grandes y más intensos [comparados con] lo doloroso, y los dolores, a su vez, [comparados] con los placeres parecen lo contrario de aquéllos”.

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Algo (un suceso, una persona) en relación con lo cual mantenemos un vínculo afectivo, por ejemplo, en la expectativa de que obtengamos alguna clase de satisfacción (reconocimiento social, progreso profesional, aprobación, etc.) al alcanzarlo, no es algo axiológica y pragmáticamente neutral que meramente nos representamos (doxázein) como susceptible de hacerse presente, sino que, en la medida en que mantenemos con ello un vínculo a partir de nuestra situación práctico-afectiva —en la cual, precisamente, esperamos que eso nos acontezca motivados por ciertos intereses prácticos—, es un objeto provisto él mismo con el valor de lo favorable y esperado. Platón ve la cualificación intrínseca de los correlatos de los actos afectivos como una razón suficiente para que estemos expuestos a incurrir en el engaño y la falsedad o en la decepción —una modalidad de la insatisfacción—; esto mismo hace que regularmente ponderemos a la persona que tiene la capacidad de justipreciar los sucesos con los que mantenemos un vínculo afectivo o de interés práctico. Dicha capacidad involucra cierta clarificación acerca de nuestros reales deseos y expectativas vitales, cubierta por la instancia de autocomprensión considerada en el Filebo.

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Bravo (2003: 173) considera que esto último expresa un concepto “ontológico” de verdad, por el cual los placeres falsos son aquellos que entrañan una negación de lo que es el placer, en la medida en que ellos están mezclados con su contrario, el

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La afirmación de la dinámica afectiva de la vida humana a través del rechazo de la apatía La definición de una vida humana buena en términos no afectivos se promueve a partir de una noción de placer en la cual no hay más que placeres impuros, que envuelven movimientos más o menos intensos; en ese marco, lo que se llama habitualmente placer se intenta revelar como no más que una mera calma del dolor. Tal es la tesis que Platón discute a partir de Flb. 43a con el objetivo de desigualar el estado de no sentir dolor y otro estado afectivo positivo (43d5-6, d8-10, 44a1011,57 43a-c) en el cual obtenemos placer por medio de la realización de acciones buenas. Estamos ante un pasaje central en la estrategia platónica (ver 44c5-d5), que, apelando al rechazo de la falsa noción de placer58 que tienen los apáticos, persigue el objetivo de delimitar finalmente una noción positiva de vida afectiva, lo que coincide con la selección de placeres puros. La estrategia declarada consiste en utilizar la posición de los apáticos, nobles pero temibles en cuanto a su concepción de lo natural (44a9),59 para quienes los placeres no son reales.60

dolor. El carácter esencialmente impuro de los objetos del placer correspondiente genera en el sujeto creencias consecuentemente erróneas y estados afectivos falsos. Flb. 44a10-11: “Sócrates.— Por cierto que lo que opinan sobre sentir placer es falso, si es que, en realidad, la naturaleza de ‘no sentir dolor’ y la de ‘sentir placer’ están separadas la una de la otra”. Hay un antecedente de esta diferenciación entre sentir placer y no sentir dolor en Rep. 583c-584a (ver Boeri, 2011: nota 261).

57

Se trata del último tipo de falsedad que considera Platón. Ver Frede (1997: 265 y ss.), Migliori (1998: 23 y ss.).

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Por eso, ellos llegaron a despreciar demasiado el placer como algo insano y como un encantamiento (Flb. 44c8-d1).

59

Los apáticos sostienen, en efecto, que no hay placer en absoluto (Flb. 45c8-d1, 44b10). Frede (1997: 272 y ss.) discute la aparente inconsistencia que habría entre aseverar la inexistencia del placer (reducido a mera ausencia del dolor) y la aversión que experimentan los apáticos ante la fuerza atrayente que le adjudican al placer. Ya en 21e se había rechazado como “no elegible” una vida privada de placeres, completamente apática (tò parápan apathès pántōn tôn toioûtōn [a saber, hēdonôn]) (21e2). Ni la vida del placer ni la de la razón puras portan los caracteres distintivos de lo que es bueno (completud y autosuficiencia) (22b); Platón remite su adopción a una decisión que va en contra de la naturaleza de lo que es digno de ser elegido, decisión que es fruto de la ignorancia de la naturaleza humana o

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En efecto, para ellos, lo que llamamos placer no sería más que una ‘escapatoria a los dolores’, un término impuesto a la situación de inestabilidad entrañada por el intercambio entre insatisfacción y satisfacción, término que redunda en un estado de impasibilidad. Enmendar este falso concepto de vida afectiva permitirá averiguar cuál es la verdadera naturaleza del placer (44d1-5, en general ver 44b6-d5).61 La estrategia de discusión de la posición de los apáticos consiste básicamente en lo siguiente: Platón se propone considerar lo que sostienen los apáticos sobre el placer para averiguar cuáles son los placeres verdaderos; pero esto se logra sólo cuando se considera tanto la posición de los apáticos como la de Sócrates, que es una posición técnica sobre el placer —ex amphoîn toîn lógoin, en 44d4, remite a los dos argumentostesis sobre el placer y no puede incluir ya la posición de Filebo, puesto que ésta ha sido desechada por su indiferenciación, un defecto que también aqueja, sin embargo, a la posición de los apáticos, aunque, en su caso, en un sentido inverso, pues para ellos todo placer es malo, es decir, un mero engaño en cuanto a lo que parece ser; a partir de lo cual ellos infieren que todo placer es falso y entraña un estado afectivo de bienestar engañoso—. Sócrates insta a combatir junto con (symmáchous) los apáticos, persiguiéndolos por la huella de su dificultad que enraíza en su falta de una aprehensión técnica del placer —de allí que se los utiliza como adivinos (mántesi, 44c5), no como técnicos o especialistas en el placer; por ello, “perseguirlos” conlleva solucionar su error, que arraiga en la falta de un planteamiento adecuadamente técnico (ver 44d7-8)­­—. En 51a1-9 se sintetiza qué se acepta y qué se rechaza de la tesis sobre el placer mantenida por los apáticos: se rechaza su concepto del placer como mera ausencia de dolor (51a3, a6-9) —lo que, a su vez, demuestra que pueden tenerse erróneamente como placeres estados que no son más que ausencia de dolor—; y se acepta que hay algunos placeres que

de cierta infeliz coacción que fuerza al sujeto a llevar una vida indeseable en referencia a las contribuciones del placer y la razón. Investigar la incidencia del placer en la composición de una buena vida y en relación con la decisión que hay que tomar, tal como se urge en ese pasaje, remite al contexto de Flb. 32c-d, donde se planteaba la necesidad de distinguir los placeres buenos, que son, en cuanto tales, elegibles, y, por el otro lado y correspondientemente, desechar los dañosos.

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son, en realidad, aparentes e impuros (51a5-6) —lo que conduce a Sócrates a buscar las condiciones de los placeres puros (Frede, 1997: 271 y ss., 295)—. Ambas tesis constituyen una motivación para indagar si hay placeres no mezclados y verdaderos (51b1, b3-7), y, en tal caso, bajo qué condiciones (no estar acompañados de dolor, tener objetos intencionales bellos y limitados, ver 51a-e) se darían. El concepto erróneo de placer que tienen los apáticos enraíza en su aprehensión no técnica de éste (44c6), que aquí no se opone, sino que coincide con su ya mencionada aversión por lo natural. En efecto, ellos aprehenden el placer como un todo indiferenciado, y así huyen de él indiscriminadamente, tomándolo como un movimiento que nos desequilibra al exponernos a un constante intercambio con el estado contrario, el dolor. De allí que todo placer sería un estado de bienestar engañoso. En su afán purista, los apáticos fuerzan a buscar un estado que no nos exponga a la disolución que entraña el intercambio constante bajo el que observan la vida afectiva. Evidentemente, la carencia de una noción técnicamente elaborada de placer se aúna, en este caso, desde la perspectiva de lo investigado anteriormente acerca del desarrollo humano que permite la vida afectiva, con una errónea noción de los afectos, en general, y de su papel en la vida humana, que se apoya en el desconocimiento de lo agradable como un rasgo que ciertos objetos ostentan en sí y por sí mismos.62 El examen de los apáticos arroja como resultado paradójico que los mayores deseos deben encontrarse en los estados menos vitales, aquellos en los cuales una persona enferma, hallándose en un poderoso estado de necesidad, una vez que obtiene satisfacción capitaliza

El rasgo agradable de los objetos del mundo no entraña, para la tesis platónica del Filebo, una revalorización de la tesis hedonista, en la medida en que lo agradable se experimenta en los objetos del placer puro y éstos no son fuente de un olvido de sí en el sentir placer, sino que, por el contrario, como representantes de lo bueno, ellos motivan la autocomprensión del ser humano en relación con sus más propias posibilidades de acción y realización, que arraigan en el direccionamiento de la vida humana hacia todo lo que ostenta los caracteres del bien. Gadamer (1983: 145) parte, en cambio, de un primado del dolor en el proceso de la autocomprensión. Son los placeres que surgen en los estados mezclados más intensos los que se experimentan de manera intemperante por un sujeto que busca maquinalmente obtener placer en un estado que lo “saca de sí” (ver Flb. 47b4-8).

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tal estado negativo con el placer más intenso. De allí que los mayores deseos sean los corporales y se experimenten bajo condiciones de enfermedad (44d-45c). De acuerdo con esto, el placer más intenso se siente en un estado de vileza (ponēría) del cuerpo y del alma, no en uno de excelencia o perfección (areté) (45e5-7). El rechazo platónico de esta posición involucra reajustar el concepto de placer, y reubicar cierta clase de estados placenteros fuera del género de lo indeterminado, cuya estructura de más y menos organizaba la inestabilidad característica de los estados afectivos intensos y de gran magnitud (ver su investigación en 45d y ss.), rehuidos por los apáticos. Estos placeres surgen en estados afectivos mezclados, impuros, donde los placeres más intensos se dan en la vida vil (45e-46a, 46d), como los que resultan en estados de enfermedades indecentes, detestadas por estos puristas (45a5-6).63 En tales estados afectivos se experimentan, a la vez, afecciones contrarias; La posición de los “difíciles” (dyschereîs, 44c-ss.) es la misma, en este aspecto, que la de los “apáticos”. Sobre los difíciles, ver infra 53c. Los comentadores proponen distintas identidades históricas para estos personajes; entre ellas, la de Aristipo, pero también la de Espeusipo —quien disputó contra la identificación entre placer y bien propugnada por Eudoxo (ver Aristóteles, E. N., 7. 13, 1153b4 y ss.; 10. 2, 1172b9-25)—, y más recientemente la de Heráclides Póntico entrarían entre los posibles candidatos; Antístenes es conocido por su aversión al placer —Giannantoni 1983-1985 remite a los fragmentos V A 117-128, ver Giannantoni (1985, vol. iii: 358)—, pero queda descartado porque no se le atribuyen conocimientos en ciencia natural. Ver Friedländer (1975: 284), Frede (1997: 268 y ss., 307 y ss. y apéndice 2), Delcomminette (2006: 425 y ss.). Para la discusión interna del diálogo lo relevante es la incidencia que puede tener en su discusión una posición como la que defienden estos personajes. En tal sentido, la tesis que aquí emerge no es novedosa, sino que es la aprehensión del placer que da lugar a la posición de los apáticos, quienes piensan que el placer es un movimiento desordenado, asimilable al tono heraclíteo que tiene la formulación en 53c (el placer no es nada constante ni determinado, sino mero devenir y cambio), y que conduce a los apáticos a suponer que el placer no es algo real, sino meramente un estado en el cual ya no estamos sometidos a las conmociones, las que poseerían un rasgo negativo y serían dolorosas. La tesis ontológica común a ambos personajes, apáticos y difíciles, descansa en una separación tajante entre ser y devenir, que Platón reconciliará a través de la distinción entre medio y fin, en la tesis metafísica final del diálogo. La interpretación de este punto condujo a una disputa entre unitarios y revisionistas, iniciada por sendos artículos de G. E. L. Owen y Harold Cherniss.

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así, en el restablecimiento (satisfacción o repleción) y en la destrucción (necesidad o vaciamiento) se produce un intercambio y un pasaje entre un estado negativo y otro positivo (de sentir frío a calentarse), pero de manera tal que placeres y dolores se entremezclan, en cuanto que se suceden uno a otro sin término o se dan simultáneamente (como en la picazón, 47a1, a10), predominando uno sobre otro alternativamente. A lo máximo que puede aspirarse ante tal estado de la existencia no es más que a impedir el surgimiento de la insatisfacción, lo que conduce al ideal impasible de la vida apática, por el que se busca proteger la existencia humana de esa clase de vida casi salvaje (boàs metà aphrosýnēs, 47a10) intrínsecamente ligada a la experiencia afectiva. La redefinición platónica del placer entraña, por consiguiente, no concebir el placer como una satisfacción de necesidades corporales ni, en general, como una mera repleción de una insatisfacción psicosomática, sino como un estado afectivo puramente anímico no dependiente de necesidades ni de desequilibrios previos, sino, en cambio, como un estado por sí mismo positivo mediante el cual se desea obtener aquellas cosas que tienen la cualidad objetiva de lo agradable y bello, las que posibilitan al agente que las elige llevar una vida buena. En la crítica a la concepción del placer mezclado se han tratado tanto los estados de placer y dolor mezclados que atañen al cuerpo como también los que conciernen a cuerpo y alma, tomados en conjunto (47b2-8). Un tercer tipo de estados afectivos mezclados se dan exclusivamente en el alma (47d6 y ss.); se trata de las emociones, que mezclan anhelos y lamentos (48a1-2), pero también ira, miedo, deseo erótico, celos, envidia o malicia (47e1-3).64 Éstos generan —no sólo mientras presenciamos espectáculos trágicos y cómicos sino también en los avatares de la existencia humana real (50b1-4)— una disposición afectiva del alma (diáthēsin hēmôn tês psychês, 48a8) como efecto de Frede (1997: 281 y ss.) encuentra en el tratamiento de las emociones como estados afectivos mezclados la más asombrosa de las innovaciones del Filebo, en la medida en que supondría una recalificación de las emociones respecto del juicio negativo sobre los impulsos —equiparados antes a impedimentos para la vida racional—, dominante en los diálogos anteriores. La crítica del Filebo se concentraría, en cambio, en el contenido intencional de las emociones, que determina el carácter moral del agente (y no estorban meramente su razón).

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la cual reaccionamos expresando gozo y llanto (48a5-6). Esto pone de manifiesto que también en el caso de estados afectivos puramente anímicos existe una acentuada inestabilidad emocional (48b1-2),65 y permite descubrir que la pureza de alguna clase de placeres no se alcanza aislándose en una existencia mental sin contacto con el cuerpo.66 En este aspecto, resulta significativo para lo que Platón considera placeres verdaderos, lo que se expone allí acerca de la ignorancia de sí en tres distintas referencias de la existencia del agente (48d-e). El agente humano puede ser presa de creencias falsas respecto de la propia valía en relación con tres distintos aspectos: dinero, belleza física y excelencia o virtud. La posesión de bienes materiales se valora en un contexto sociopolítico; la belleza física y el valor de una persona virtuosa son características que forman parte del reconocimiento social. Sin embargo, a Platón le interesa ahora considerar estos tres aspectos de la existencia humana como motivos para el autoengaño (48e), lo que da lugar a un estado afectivo negativo (49a5-6), señalado como ignorancia de sí, es decir, de la propia valía en esos tres aspectos, y que torna a la persona meramente ridícula o socialmente temible, según la posición social y el poder que detente. El resumen de esta última consideración, que se centra en la envidia, destaca que en tales estados afectivos dominados por la ignorancia de sí se mezclan también placeres y dolores, es decir, se lleva una existencia expuesta a ese intercambio indeseable (50b-c). El placer puro Para elegir el modo de vida correcto es menester individualizar una clase de placeres que sean puros, no ligados a la mera satisfacción de una necesidad, sino aquellos que constituyen correlatos positivos de la potencia del deseo del bien. El anterior pasaje ha servido para focalizar que Además, se trata de estados afectivos ambivalentes. Así, la envidia es un dolor, pero la acompaña el placer cuando el envidioso comprueba que a sus enemigos les aqueja un mal (Flb. 48a11-12). Algo similar vale para la ira, que mezcla el dolor motivado por la ofensa sufrida, y el placer de la venganza prevista (47e-48a).

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Los placeres impuros se dan en el cuerpo y en el alma (Flb. 52c7). Bravo (2003: 173) subraya que de la vida buena se excluyen los placeres impuros tanto somáticos (46b-47b) y psicosomáticos (47c-d) como también los puramente psíquicos con esa característica (47d-50d).

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el autoengaño, provocado por la ignorancia de sí en los tres aspectos señalados, representa un obstáculo para el despliegue de una vida afectiva dirigida al bien. Hay una clase de placeres (Flb. 51b) que se sustrae a la intrínseca relatividad de los placeres hasta aquí considerados, los cuales son relativos en cuanto a su intensidad y también en virtud de que guardan una relación con su contrario. En esos dos sentidos, los placeres que se distinguieron hasta este punto del diálogo se hallan estructurados como estados afectivos indeterminados. Los placeres puros pertenecen, en cambio, al género de lo limitado (52c-d).67 Tales son, en primer lugar, los placeres que experimentamos al percibir colores y figuras bellas, aromas y sonidos, y otras cosas que no se aprehenden sensorialmente (51b5). El rasgo común que convierte a todos ellos en placeres puros reside en que no son experimentados por el agente afectivo asociados con dolores (katharàs lypôn, 51b6-7) ni entrañan repleciones (plēróseis, 51b6), al menos no en el mismo sentido en que lo hacen los impuros, cuya satisfacción consistía en llenar algo vacío que, por esa misma condición, provocaba dolor. La “necesidad” que motiva el deseo cuya “repleción” es provista en los estados de placer puro es de otra naturaleza,68 se trata de una necesidad (cf. éndeia, 51b5) que no se experimenta sensiblemente69 ni mezclada con dolor, y, por ende, cuya “satisfacción” (plēróseis, 51b6) está libre de dolor, o sea, no se produce como cesación de dolor alguno, aunque no por ello deja de constituir

De ellos se dice que son emmétrōn, poseen medida (Flb. 52d1). En 26a8, lo conmensurado es un rasgo de lo que pertenece al género de lo limitado; cf. también emmetrían en 52c4 con 25b1.

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Frede (1997: 296 y ss.), señala que la condición de ausencia de dolor no entraña una modificación en el concepto general de placer, entendido como recomposición del equilibro armónico.

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La cualificación de esta necesidad sui generis como anaisthétous, en Flb. 51b5, no puede entenderse otorgando a este vocablo el significado que tiene en 34b1, cuando se trata de estímulos imperceptibles, que no dejan rastro en la conciencia del sujeto. Aquí se trata de una cualidad positiva de esta clase de necesidad de lo puro, cualidad por la cual dicha necesidad no pertenece a la sensibilidad, así como tampoco, al ser experimentada, se siente dolor.

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una afección agradable del alma (51b6-7).70 Esta necesidad de lo puro mueve al agente humano a desear el bien como satisfacción del estado natural de imperfección que es peculiar de ese agente. Una condición para desear objetos puros reside en el conocimiento de sí, es decir, en el reconocimiento de la naturaleza humana en sus dos comportamientos básicos, los afectos y la razón, y en la distinción de objetos de ambos que proveen una perfección al agente. Platón parece indicar en este diálogo que, en primer lugar, tal autoconocimiento entraña el esclarecimiento de la vida humana como una vida mezclada, que es precisamente el objetivo principal del Filebo. Las cosas que motivan afecciones placenteras no provenientes de la calma de un dolor no son cosas relativas a una vaciedad que provocaba dolor, ni son relativas en cuanto que más o menos agradables y bellas (Flb. 51c6), ni buenas meramente en relación con un vacío que colmarían.71 Ellas son, en cambio, cosas en sí mismas bellas (51c7: figuras geométricas trazadas por reglas y compases, pero posteriormente se incluyen timbres vocálicos y canciones que son bellas y placenteras no meramente en relación con otra cosa, 51d6-9) y productoras de placeres propios (51d1), correspondientes a tal clase de objetos en sí (51d2) que se generan en el agente afectivo. La experiencia de los objetos bellos y placenteros puros es, correspondientemente, mesurada, conforme a la naturaleza de esos objetos.72 Los placeres intelectuales No es contradictorio con la tesis según la cual la necesidad de lo puro no es una necesidad corporal, el hecho de que la satisfacción de la primera necesidad por medio de la experiencia de lo puro sea una experiencia que nos afecta. Este último es el sentido de aisthetàs en Flb. 51b6, que remite, entonces, a una afección puramente anímica.

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La tesis según la cual hay dos especies de placeres, mezclados y puros, se establece en Flb. 51e10, ver también 52c1 y ss. El concepto genérico de ambas especies es el de la recomposición de un estado de equilibrio armónico que entraña la satisfacción de la necesidad del alma humana de vivir en tales estados. En el caso de la especie de los puros, se trata de placeres que resultan de una satisfacción a la que no precede ningún vacío doloroso.

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El hecho de que estos placeres no estén expuestos a variar en mayor y menor intensidad ni a cambios drásticos, como los que se experimentan en estados afectivos dominados por sacudidas emociones, determina la manera como se viven o experimentan los objetos placenteros que son los correlatos de estos placeres:

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comparten los rasgos generales destacados para todos los placeres puros (52a1-4), pero son específicamente aquellos que provocan los conocimientos (tàs perì tà mathémata hēdonás, 52a1-2). Platón intenta desvincular su experiencia de cualquier estado de dolor; y, así, explica la insatisfacción que sentimos al olvidar ciertos conocimientos como un estado desagradable que surge, empero, de un cálculo racional (52a9) que efectuamos al reflexionar sobre esa situación de olvido (52b2-4). La insatisfacción que surge en tales casos no depende de la misma condición de los objetos intelectuales que producen placer ni de su pérdida, causada por el olvido; o sea, no son condiciones que dependan de los mismos objetos placenteros, ya que éstos no repletan un vacío, como era el caso de los placeres mezclados. La selección de los componentes de la vida buena y el bien como fin La selección de los componentes puros, tanto placeres como conocimientos, para incluir en la vida feliz constituye, por lo que hemos visto, una posición afirmativa de la afectividad y de la racionalidad humana, en conjunto. Esta tesis se diferencia de los rasgos dualistas contenidos en las propuestas respectivas del hedonista, del racionalista y del apático (Flb. 60a-b). Para la vida humana feliz Platón prevé como condición necesaria una mezcla (krâsis, 52e3)73 que integra elementos combinados de estados afectivos placenteros y conocimientos y comportamientos racionales, todos puros y verdaderos (52d-53b). Esto entraña que la configuración de una vida buena se efectúe otorgando predominio a los factores de determinación y estabilidad, y excluyendo, a la de una manera mesurada. —Téngase en cuenta los estados “heraclíteos”, más arriba abordados, que se experimentan de manera forzosamente desmesurada—. Flb. 52c1-4: “Sócrates.— Entonces, cuando ya hayamos distinguido con mesura no sólo los placeres puros, sino también los que prácticamente y con corrección podrían denominarse impuros, añadamos a nuestro argumento la desmesura para los placeres intensos y, por el contrario, a los que no son [intensos], la mesura”. Es la variante textual propuesta por Badham, que adopto; los manuscritos ofrecen unánimemente krísis, que reaparece en Flb. 52e4. La misma corrección se repite, innecesariamente, en 55c9 (corregido por Schleiermacher, aceptado por Diès y Migliori, rechazado por Gadamer y Frede). Doctrinariamente, la tercera vida (ver supra 11e-12a) es el resultado de una decisión que hay que tomar para hacer la mezcla a partir de ingredientes puros (59d10 y ss., 59e5).

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vez, todo lo que ostenta cualidades contrarias. Sin embargo, esto no implica eliminar el deseo, los afectos y el placer, en la medida en que estos factores de la vida humana son motores que mueven la existencia hacia algo diferente de ella misma, hacia lo que es por sí (53d), pero hacia algo que, empero, la completa. Platón se sirve, en este contexto, de una división (53e4-7) de carácter metafísico y con alcance universal, tendiente a ofrecer una aclaración final sobre la estructura teleológica y la motivación real de los placeres puros.74 Se trata de una aclaración que apunta a explicar el factor que motiva el deseo humano, generando en nosotros un comportamiento de anhelo puro que nos impulsa hacia algo que, siendo diferente de nuestro propio deseo, constituye, sin embargo, nuestra propia realización. Tal es el papel causal del bien en la vida afectiva humana. A todas luces, Platón introduce aquí una distinción asimilable a la que se registra en otros diálogos;75 aquí ésta adopta la siguiente formulación: 1) Hay algo en virtud de lo cual todo lo generado (tò gignómenon) es siempre algo que se genera en relación con un fin (tò d’ hoû chárin hekástote tò tinòs héneka gignómenon aeì gígnetai, 53e6-7); y 2) hay lo que es siempre en relación con un fin (tò mèn héneká tou, 53e5), y que es lo que es por algo que es diferente de ello mismo —lo que involucra un sentido causal en el héneka que da cuenta de que x es algo en virtud de su relación con y—. El aspecto más relevante de esta distinción para el contexto que aquí me interesa creo que reside en que con ella Platón apunta a aclarar la relación de prioridad causal y ontológica, y el direccionamiento dinámico, como rasgos que corresponden respectivamente a las dos clases de entidades aquí diferenciadas. Pero en ningún caso deberíamos perder Gadamer (1983: 158 y ss.) se equivoca al creer que se trata de un suplemento polémico contra la igualación cirenaica entre placer y bien, que no encaja bien en el contexto previo. Por el contrario, aquí Platón ordena el devenir al ser, y ésta es la tesis final que le permite justificar la prioridad del bien ante los componentes (placeres y conocimientos seleccionados) que constituyen la vida humana como algo subordinado al tercer género que ahora se aclara como ordenado hacia la realización del propio bien.

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Aspectos de esta distinción se encuentran diversamente formulados en Eut. 10a-11a; Lis. 21e, 25e; Ban. 185b; Fed. 99a-c; y (pace Boeri) Gorg. 467c, 468b7c6, 499e8-9.

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de vista que esta distinción se introduce en el Filebo como un recurso para aclarar el dinamismo del deseo humano del bien. En 54a5-6 y 54a8-10, la distinción entre los artículos (1) y (2) se aclara en términos del movimiento o dinamismo que vincula a las dos clases de entidades. Así hay en (2) algo que tiende hacia otra cosa que es su fin, y en (1), un fin hacia el cual tiende lo que se genera. Los dos artículos que, a continuación, se extraen de un nuevo análisis (dýo [...] hétera, 54a3) no introducen dos nuevas entidades sino una explicitación de los términos involucrados en la relación entre (1) y (2). En efecto, en (1) tenemos (1*) lo que es por sí mismo algo o lo que eso es: la ousía, y en (2) hallamos (2*) lo que se genera hacia algo que es diferente de ello mismo o diferente de lo que se genera: la génesis.76 Esta distinción no tiene el porte de sugerir una innovación con respecto a nuestras creencias y prácticas (53e4), sino que se contenta con aclarar una estructura universal característica de toda técnica, tal como el diálogo ha calificado hasta aquí ese tipo de operaciones. Encontramos, en efecto, tal estructura en cualquier producción técnica enderezada a introducir una organización determinada en ciertos materiales que se componen o generan para cierto fin específico.77 En este sentido, Platón trata aquí de aplicar un tratamiento técnico a la vida humana, en cuanto que, en su faz práctica, ella es susceptible de ser configurada; por ende, Platón está considerando la vida humana como un producto técnico en el sentido anterior.78 Éste es el contexto —retomado a partir El ser no es sólo causa final, como aquello en vista de lo cual algo se genera, sino también aquello en orden a lo cual lo que se genera se genera o está en movimiento; una causa que, en primer lugar, explica qué llega a ser lo que se genera —en terminología aristotélica, causa formal (hóper estí, Flb.54a12)—. Así, x, qua un artículo de la génesis, es lo que es en cuanto se dirige hacia la realización de una estructura y, a la cual el mismo x no es idéntico. Esto marca una distinción imborrable entre 1) objetos que tienen o alcanzan a poseer una estructura y 2) la estructura misma. Sin embargo, en cuanto fin del movimiento de x, cuando x realiza la estructura y, x se convierte en un ítem que posee la estructura y (aunque, por lo dicho, no llega a ser idéntico a y).

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El ejemplo socrático es el de la náutica, ver Flb. 54b1-4.

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Flb. 59d10-59e3: “Sócrates.— Así es; y, claro está, respecto de la sabiduría y el placer en relación con su mezcla recíproca, si alguien afirmara que está delante de nosotros como delante de artífices que, a partir de sus materiales y en ellos, tienen

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de 52e— para la entrega del segundo premio a la razón como actor responsable de la formación de una vida correctamente mezclada con los dos ingredientes puros, afectos y conocimientos; una responsabilidad cuya justificación Platón se propone explicar hacia el final del diálogo. El papel de la razón en la composición de la vida buena entendida como generación hacia el ser La modificación del placer, que fue necesaria para integrar el placer puro en la vida buena, forma parte de un nuevo concepto de la vida humana como un tercero que se genera en orden al ser. Éste es el núcleo del concepto técnico de vida humana, como vida mezclada, en que reside una de las innovaciones principales del Filebo y su engranaje entre ética y ontología. Como producto técnico, en la formación de la vida humana los instrumentos materiales (órgana kaì pâsan hýlēn, 54c2) se subordinan al proceso específico y se disponen en función del fin que se persigue a través de este mismo. En el caso del compuesto humano, se trata del proceso de generación o de formación de afectos y razón en orden al ser específico y propio de la vida humana. Aquí Platón ve la vida humana como una más entre otras clases de organismos que ejecutan procesos mediante los cuales se alcanzan resultados específicos, los cuales se determinan como su propia ousía (54c2-3). En la medida en que la realización de la propia ousía es lo bueno para el tipo de entidad que lo ejecuta, el bien para la vida humana (54c10), entendida como una realización técnica específica (54c6-7, c9-11), se identifica con el érgon propio del ser humano. Este concepto dinámico de la vida humana como una generación hacia el ser explica el deseo del bien como el motor afectivo que impulsa a buscar satisfacción mediante objetos cuya pureza provee a la vida de contenidos estables y determinados. A su vez, esta aclaración rompe definitivamente la identidad entre placer y bien (55a9-11). Tal es el rédito que se obtiene de la consideración de la tesis extrema de los “refinados” (kompsoí, 53c6), quienes separan tajantemente el devenir —bajo el cual subordinan el placer— del ser (54d4-7). que fabricar algo, haría una comparación apropiada” (traducción de M. Boeri, levemente modificada).

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Una ganancia ulterior consiste en reconocer que no se obtiene placer en los procesos de devenir (54e3-6) —consiguientemente, no pueden elegirse placeres impuros ya que esto equivaldría a elegir la destrucción y la generación que ellos conllevan para el compuesto humano (55a56)— sino en la satisfacción que constituye su término y fin.79 En contra de ellos, sin embargo, Platón religa ser y devenir a través del proceso teleológico que organiza a las entidades tipo (1) y (2) en términos de medio y fin. Por el otro lado, este mismo enfoque teleológico justifica el deseo y el placer puros, quitándoles la apariencia negativa con que los teñía el enfoque racionalista del apático, quien tomaba el placer como un evento exclusivamente corporal y carente de toda determinación, en cuanto entrañaría un movimiento sin término, es decir, en cuanto sería algo rotundamente separado del ser. Platón opone a esto la tesis según la cual los placeres puros constituyen el tipo de ingredientes incluidos en la generación hacia el bien y abandona la tesis dualista-hedonista según la cual los placeres son sólo sensaciones corporales. La clase de conocimientos seleccionados para la vida feliz obedece al mismo criterio de independencia y pureza que se implementó para la selección de los afectos (Flb. 57a5-b2). Entre los conocimientos, algunos se ordenan a la producción y otros a la formación educativa (55d1-3); entre los primeros hay técnicas manuales afines al conocimiento, en la medida en que son puras, mientras que otras son impuras (55d5-7). Las primeras están organizadas a partir del número y la medida; las segundas, en cambio, son conjeturales y ordinarias, meramente ligadas a la experimentación y al ejercicio rutinario, que descansa en la contingencia del acierto y carece de claridad, firmeza y exactitud en cuanto a sus procedimientos y resultados. Esos mismos rasgos, en cambio, se encuentran en los conocimientos más puros, exactos y, en tal sentido, verdaderos (55e-56c). Esto conduce, finalmente, a discernir conocimientos que atañen a las unidades y medidas puras respecto de otros, que lo hacen en su aplicación a la construcción, el comercio, etc. Esto no quiere decir que en la misma ejecución de un proceso de satisfacción no sintamos placer. Los procesos de satisfacción que no entrañan un dolor previo constituyen estados gozosos que se experimentan, tanto mientras nos satisfacemos como cuando alcanzamos el resultado de la satisfacción: la descripción “me siento satisfecho” envuelve al proceso y al resultado.

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(56e-57a); resulta, así, una distinción entre la aritmética, la ciencia del cálculo (logistiké) y la medida (metrētiké) puras y aplicadas. Ya se ha expuesto que el rasgo de determinación, que hace posible la exactitud epistémica, demarca la naturaleza de lo que es idéntico, ello justifica que la dialéctica se aliste allí como la ciencia de lo que es siempre idéntico (58a2-3).80 La noción de deseo del bien permite entender la búsqueda que consiste en proveerse ciertos conocimientos como una inclinación erótica del alma hacia lo verdadero, lo determinado y lo que es siempre idéntico, o sea, rasgos formales de los objetos del conocimiento de las ciencias superiores, como se explica un poco más adelante. Lo relevante para la noción de deseo intelectual (dýnamis erân toû alethoûs, 58d4-5) es que, por medio de la inclinación a objetos cognoscibles provistos de tales características, el alma ejecuta el movimiento peculiar de todo deseo y ordena sus acciones teniendo tales objetos de satisfacción intelectual como el propio fin del deseo intelectual (58d4-5). La existencia esclarecida del alma en relación con su propio deseo, algo que involucra el conocimiento de la propia constitución y del propio carácter afectivo de la vida anímica, que la inclina hacia su propia realización, es decir, hacia la elección y ejecución de acciones buenas, explica, a su vez, que la satisfacción intelectual y los objetos inteligibles que producen tal satisfacción se persiguen sin ninguna utilidad ulterior. La misma condición de una existencia esclarecida evita que el ser humano incurra en las tres situaciones de autoengaño antes identificadas, más concretamente, en la persecución del prestigio social (58d3-4) mediante la ostentación de una personalidad sabia y virtuosa. La conducción activa de una vida esclarecida en orden a los conocimientos puros es la realización propia de la vida racional que el ser humano puede perseguir haciendo lugar al factor que rige cuáles otros ingredientes integrarán la mezcla —o sea, cuáles placeres admite la razón en la medida en que no la obstaculizan—. Ello justifica que Platón asigne a la razón (phrónesis y noûs, Ver Flb. 59a7-8, b4-5: la cualificación de un conocimiento humano en términos de claridad (saphés) y firmeza (bébaion), a lo que habría que añadir precisión (akríbeia), verdad (alétheia) y pureza (ámeikton, eilikrinés) (59c), depende de las características del objeto conocido.

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59d1) no sólo el segundo premio en la decisión a su favor (59c7), sino que sobre todo justifique su papel conductor, en la medida en que sólo por medio de ella la vida humana puede acceder a un estado de autoesclarecimiento, como resultado del cual está en condiciones de individualizar cuáles son los objetos realmente deseables y dirigir la dinámica de la existencia humana afectiva hacia lo que realmente es (tò óntōs ón, 59d4). El segundo premio se otorga a la razón en virtud de que ella participa en el bien en una porción mayor que la que lo hace el placer, siendo connatural a aquél y a sus rasgos formales (verdad, medida y belleza, 65c-66a, 60b3-4, ver también 64c7-9, 65b1). Pero por su propia característica, la razón es el componente de la vida humana que está en condiciones de conducir las acciones del ser humano de una manera tal que les confiere los rasgos del bien, entre ellos, determinación, estabilidad, medida, proporción y orden. Si bien esto ya indica que la razón es un componente más, junto a los afectos, de la vida humana, su papel es diferenciado y específico, y el más importante para el tipo de agente práctico que es el hombre, que por su propia naturaleza activa sólo puede poseer el bien llevando a cabo ciertas acciones. Esto quiere decir que la razón ha sido imbricada por Platón, al final del diálogo, en la dinámica del agente humano, cuya estructura vital es la de una generación en orden al ser. Esta tesis fundamental81 constituye, como vimos, una justificación del carácter positivo del deseo humano del bien al demarcar la existencia humana como algo que tiende y se define por esa referencia a la realización del bien, sin que sea idéntico a ello, que es lo único completo, autosuficiente y elegible por sí mismo (ver 60c2-4; hikanón, 20d4; téleon, 61a2 con 20d1, hairetón, 61a5 con 20d8-10 y 11a5).82 La justificación para combinar los dos componentes de la vida Se trata de la tesis ontológica que surge como una aclaración a partir de la refutación del dualismo intrínseco al hedonismo y al racionalismo, que ponían por separado (chōrís, Flb. 60c6) y sin mezclar (ámeikton, 60c7), placer y razón. 82 Los ingredientes incluidos en la mezcla muestran los rasgos formales del bien (tína idéan autèn, Flb. 64a2); los que operan como criterio y tamiz en la selección de los componentes. Esos caracteres formales del bien pueden reconocerse allí donde aparecen: en la vida mezclada, que se convierte al final del diálogo (64c y ss.) en el objeto de investigación. Allí (64d-e) se enfoca la fenomenalidad del bien, su aparecer en las cosas bellas y excelentes (64e5-7), y se identifican los rasgos (medida, simetría, verdad, esto es, estabilidad y pureza) de dicha fenomenalidad, los mismos que organizan toda mezcla genuina (diferente de un mero revoltijo, 64e1). 81

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humana reside en la insuficiencia de ambos, tomados separadamente (60d1-2, 67a2-3, 60d4-e5, 67a5-8).83 Por el lado positivo, dicha justificación se encuentra en el hecho de que todo lo bellamente mezclado alcanza tal condición sólo mediante la compatibilidad entre los ingredientes. De allí que la razón actúa como juez y conductor de la vida, siendo responsable de la admisión de aquellos placeres que favorecen el despliegue de la vida, y excluyendo, consecuentemente, los goces violentos y sensuales que, en cambio, impiden que la mezcla realice una buena forma mediante la adopción de la medida y la proporción (64d9-e3). Ahora bien, la combinación de placeres y conocimientos puros y verdaderos, que explica la naturaleza de la vida humana, presupone la nueva noción ontológica de génesis; una noción que se define teleológicamente, es decir, que conceptualiza todo proceso de producción de algo para la realización de un producto propio provisto de los caracteres de la determinación y del ser. El nuevo concepto de Sócrates sostiene que nadie aceptaría para sí, razonablemente, sentir placeres intensos sin la capacidad para experimentarlos humanamente, es decir, percatarse de las propias sensaciones agradables (Flb. 60d9-e6); y, por el otro lado, tampoco alguien querría para sí la razón sin placer (60e2-6). Esto da lugar a la tesis conforme a la cual el bien para el hombre reside en conducir una vida mezclada de ambos componentes puros (61b5-6, d1-2, d7-8; la vida mezclada se lleva, en efecto, el primer premio, ver 67a10-12). El parámetro rector para hacer la mezcla es siempre el de lograr una vida lo más autosuficiente posible (61e6 y ss.); lo que llevará a admitir ciertos conocimientos aplicados necesarios para desempeñarse en el mundo humano (anthrōpínēn sphaîran, 62a8-9), es decir, aquellos que tienen por objeto cosas menos verdaderas, en cuanto están sujetas al cambio (61d9-e4, 62a5-7, 59ab), y también a incluir algunas prácticas meramente conjeturales e imitativas (62c1-3). Sin embargo, esto no invierte la prioridad que le corresponde a los conocimientos más verdaderos (62d1-3). De los placeres, se admitirán todos aquellos que se subordinen a la guía racional (62e-63e; los placeres puros terminarán ocupando el quinto puesto en la selección final, ver 67a14-15 y 66c4-6), lo que garantiza que su experiencia sea provechosa para el fin de la vida humana, rechazando los inmoderados y viciosos (63e7), en virtud de que estos últimos impiden el desarrollo de la actividad racional humana (63d3-e2). La prioridad de la razón ante el placer se comprueba también en el hecho de que es ella la única responsable de efectuar esta selección. La premiación, en 66a5 y ss., y la recapitulación final, desde 66d4 y ss., presenta algunas cuestiones particulares que no entran dentro de mi discusión aquí; sobre esto, ver Frede (1997: 357 y ss.); Gadamer (1983: 165 y ss.); Migliori (1998: 291 y ss.).

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razón que emerge de aquí indica que la prioridad de ésta, merced a su pertenencia y subordinación a una estructura anímica que la convierte en un componente específico de la vida humana, se actualiza y pone en obra sólo en la medida en que ella, como perteneciente al género de la causa, dirige la realización de la vida humana.84 Así, el papel de la razón humana es el del artífice de la vida buena (59e1-2).

En Flb. 64d4, la aitía, que explica que toda mezcla pueda ser buena y valiosa, es el elemento del límite; más abajo, en 65a3, se dice que es por la belleza, la simetría y la verdad, como aspectos del bien —o sea, de algo unitario que es la forma misma de todo lo que tiene valor, y que no puede equipararse, en tal sentido, a lo que depende de tal forma— (65a1-2), dotados ellos de una función causal (aitiasaímetha, 65a3), que la mezcla resulta ser un producto ordenado al bien (65a4-5). La belleza y la simetría muestran en cada ente la naturaleza del bien-medida (Gadamer, 1983: 169). El papel causal del bien no invalida, sino que es complementario con el papel causal que le cabe desempeñar a la razón, papel este último que se funda en que la razón es aquel componente de la vida humana que puede ordenar un compuesto a la realización del bien, como agente necesario del bien en la vida humana y productor de la combinación entre los ingredientes que da lugar a la nueva entidad unitaria y ordenada que conforma la mezcla.

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Una insistencia de Platón: a propósito de la “verdadera tragedia” (Leyes, 817a-d) André Laks

Centro Léon Robin, Université Paris-Sorbonne

Las Leyes: un viejo ateniense —el Extranjero de Atenas— elabora en Creta, acompañado de dos legisladores locales, los fundamentos de la constitución para una nueva colonia. Tratan en este momento la educación de los niños después de su décimo año de vida, la cual se centrará en distintas formas de danza y otros ejercicios guerreros, báquicos y agonísticos. Precisamente a través de la discusión acerca del coro para dichas danzas la tragedia y la comedia vienen a ser discutidas en este contexto (Ley. 813a7-817e4).1 El desarrollo relativo a la tragedia, único que nos interesará aquí, da lugar a un corto diálogo entre los dramaturgos y el legislador. Venidos de Atenas, ciudad preponderante en dicha materia, los poetas trágicos llegan en persona a las puertas de la nueva colonia para “volver a hacer la pregunta”: clara alusión, difuminada cuando se omite la traducción del primer prefijo del verbo epanerōtân, a su Sobre la organización del tema ver Schöpsdau (2003: 583 y ss.).

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expulsión, en otros tiempos, de la República, o como la llaman en las Leyes, la primera ciudad (Ley. 739b3-8): En cuanto a los poetas que llamamos serios, los autores de la tragedia, si algún día algunos de entre ellos tuvieran que acercarse a nosotros y hacernos una vez más la siguiente pregunta: “Extranjeros, ¿podemos frecuentar el territorio de vuestro Estado o no, y, además, podemos traer y representar nuestra poesía, o qué habéis decidido hacer en tales asuntos?”, ¿qué sería correcto contestar a esos grandes varones, pues? (Ley. 817a 2-6).2

Para quien ha leído la República (lo que parecen presuponer las Leyes), la respuesta del ateniense en representación de la ciudad cretense no puede sino sorprender: A mí me parece que lo siguiente: “Excelsos extranjeros, diremos, también nosotros somos poetas de la tragedia, dentro de lo posible, de la más bella y mejor (hemēîs esmèn tragōidías autoì poiētaì katà dýnamin hóti kallístēs háma kaì arístēs): todo nuestro sistema político consiste en una imitación de la vida más bella y mejor, lo que, por cierto, sostenemos en cuanto es para nosotros la tragedia más verdadera (pâsa oûn hēmîn he politeía synéstēke mímēsis toû kallístou kaì arístou bíou, ho dé phamen hēmeîs ge óntōs eînai tragōidían tèn alēthestátēn). Así que, si son ustedes poetas, nosotros también somos poetas en los mismos asuntos, vuestros competidores y rivales en la elaboración del drama más bello, del que por naturaleza sólo la ley verdadera puede ofrecer una representación, tal como tenemos la esperanza (poiētaì mèn oûn humeîs, poiētaì dè kaì hēmeîs esmèn tôn autôn, hymîn antítechnoí te kaì antagonistaì toû kallístou drámatos, ho dè nómos alēthès mónos

Para la situación ver. Rep. 398a1-8. Se sigue la traducción de Francisco Lisi en Gredos, Madrid, 1999.

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apoteleîn péphyken, hōs he par’ hēmôn estin elpís). No creáis, por tanto, que los dejaremos levantar con facilidad escenarios en la plaza pública y presentar las actuaciones de actores de bella voz, que hablen más fuerte que nosotros, ni los autorizaremos a sermonear a los niños, las mujeres y todo el populacho, diciendo de las mismas costumbres e instituciones cosas que no son las mismas que las que sostenemos, e incluso, con frecuencia, que les son contrarias. Pero, no es cierto que estaríamos completamente locos, no sólo nosotros, sino también cualquier ciudad que les permitiera hacer lo que estamos diciendo ahora, antes de que sus jueces valoren si lo que compusieron se puede decir y es apto para ser dicho en público (eis tò méson). Ahora bien, hijos descendientes de las débiles musas, mostraremos a los jueces vuestras canciones para que las comparen con las nuestras y, en caso de que sea evidente que dicen lo mismo o mejor lo que nosotros decimos, les permitiremos hacer una representación; pero si no, amigos, nunca podríamos dejarlos” (Ley. 817a7-d8.).3

El pasaje es célebre, la declaración impactante: el Extranjero de Atenas reclama para su constitución el hecho de ser una tragedia —la mejor de todas— y para sí el título de autor trágico, aun cuando la constitución de la República había condenado de manera tan resuelta la tragedia y los trágicos. Tal movimiento de reapropiación no carece de paralelo en Platón. Así, el rechazo de la retórica que ocupa la mayor parte del Gorgias va acompañado al final del diálogo de un programa de legitimación que será continuado en el Fedro: que existe, más allá de la mala retórica de los oradores, una buena retórica filosóficamente fundamentada.4 Pero si bien vemos sin dificultad lo que una buena y Traducción de Francisco Lisi.

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Gor. 504d5-e4; Fdr. 261a3-5. En la misma República, la posibilidad de una apropiación positiva de la tragedia, rechazada bajo cierta descripción, no está excluida de manera absoluta, cosa en la que no se ha hecho suficiente énfasis. En Rep. 604e1-6, Platón afirma que reproducir un carácter “sabio y tranquilo” “no es fácil” —lo que, tomado al pie de la letra, implica que es posible (ver también Rep.398a8-b4)—.

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una mala retórica pueden tener en común (son tanto la una como la otra un arte de la persuasión), es menos fácil llegar a un acuerdo acerca de lo que aproxima la tragedia de los trágicos a la tragedia platónica. Diversas estrategias hermenéuticas han sido empleadas, tácita (más a menudo) o explícitamente (muy rara vez), con el objetivo de mitigar de entrada, o incluso de eliminar, el efecto de sorpresa que el pasaje causa y ciertamente pretende causar.5 Distingo tres que pueden en algún caso estar yuxtapuestas o combinadas en un mismo autor. La primera consiste en ignorar, de manera más o menos burda, un contexto en favor de otro: la “verdadera tragedia” sería, para Platón, la condena de Sócrates (en el Fedón) o, de manera más general, la vida filosófica, o incluso los tormentos del alma (en el mito de Er que concluye República);6 la segunda se basa en despojar a la tragedia antigua de una concepción de lo trágico considerada “moderna”, con el fin de facilitar su aproximación a una filosofía platónica considerada antitrágica.7 Finalmente, la tercera admite que Platón usa de manera metafórica (entiéndase laxa) el término tragedia,8 lo que permite abstraerse de la cuestión de “lo trágico” para centrarse sobre tal o tal otra similitud, en particular sobre el hecho, ciertamente pertinente, de que los cantos

Para otro ejemplo explícitamente tematizado de la manera en que el paso de la “primera” a la “segunda” ciudad de las Leyes no puede sino sorprender, confrontar Ley. 739a1-3. Se trata de conferir una cierta forma de propiedad privada al conjunto de los ciudadanos, lo que supone un retorno al principio de la propiedad común de los bienes entre los guardianes, prohibido en la República.

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Para las dos primeras opciones ver Cameron (1978) y, de manera más refinada, Halliwell (1984: 58), quien dice: “El Fedón da una forma vivaz a la idea, que encontramos más tarde en las Leyes, de que ‘la vida más noble y mejor es la mejor de las tragedias’ (817b), en un pasaje que presenta la vida filosófica [¡sic!], en virtud de la más audaz y provocadora de las metáforas dramáticas de Platón, como modelo opuesto al del héroe trágico”; al respecto de la lectura trágica del mito de Er, ver Kuhn (1941/1942).

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Es la principal línea de interpretación de Kuhn (1941/1942). Ésta sustenta parcialmente el análisis de Sauve-Meyer (2011: 392, 400).

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La idea de la metáfora, que figura de paso en Halliwell (1984), es ahora argumentada por Sauve-Meyer (2011: 389); ella apela en este contexto también a la “ironía” que, por indiscutible que sea, es siempre una buena opción.

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corales tienen un papel esencial tanto en las tragedias griegas como en la constitución de las Leyes.9 La primera y la tercera aproximaciones se valen, en distintos grados, de una distracción: por un lado, el término tragedia es, arbitrariamente o sin mediación, aplicado a un tema extraconstitucional; por el otro, la relación entre la tragedia de los trágicos y aquella del legislador platónico no pasa de ser esencialmente formal. La segunda posibilidad, sin importar lo que se piense del concepto de trágico aplicado a la tragedia griega,10 tendría como extraña consecuencia el volver paradójico no tanto el llamado de las Leyes a la tragedia como su repudio en República. Insistir significará, entonces, separar tanto las aproximaciones “deflacionarias”, que apelan a la metáfora, como las simplistas que, complementariamente, desembocan algunas veces en una relocalización de la tragedia platónica, y otras en la negación de lo trágico en la tragedia griega, a favor de una interpretación propiamente trágica de la constitución de la “segunda ciudad” platónica —propiamente trágica debe naturalmente ser entendido desde el punto de vista de las Leyes, que puede no coincidir con nuestra idea, o más bien nuestras ideas, de la tragedia, y debe ciertamente divergir de aquella empleada por el mismo Platón en República—. Conviene en primera instancia notar que, para Platón, la tragedia no está exclusivamente ligada a la forma teatral. En la República misma, el maestro y parangón de todos los poetas trágicos es Homero (Rep. 595b10-c2, 598d7-8, 602b9-10, 605c11, 607a2-3). Esta generalización no es sino la primera etapa de una “desteatralización” de la tragedia que se observa particularmente en un pasaje del Filebo, cuando, citando la tragedia y la comedia en calidad de fuentes de placeres “mixtos” —es decir de placeres que se mezclan con el dolor—, Platón precisa: “no solamente en el teatro, sino en toda la tragedia y la comedia de la vida” (Flb. 50b1-3). Tal desteatralización, Sauve-Meyer (2011: 390-392). Los ciudadanos de la colonia cretense pasan buena parte de su tiempo, a partir de la infancia, cantando y bailando. Al respecto del papel de los coros en las Leyes, ver ahora Prauscello (en prensa). Agradezco al autor por haberme permitido leer su contribución antes de la publicación.

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La cuestión fue completamente renovada por Judet de La Combe (2010).

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que es sin duda responsable de nuestro concepto común de trágico,11 hace también comprensible la inclusión de un régimen constitucional dentro de aquello que es trágico, en la medida en que una “constitución”, conforme a la semántica del término griego politeía, implica también una “forma de vida”. Aclarado este antecedente, debemos insistir sobre el hecho de que, desde el punto de vista de sus conclusiones respectivas en cuanto al destino reservado a los poetas trágicos, República y las Leyes, aunque convergen ampliamente, no se superponen por completo. Es verdad que en el pasaje de las Leyes que aquí nos ocupa Platón sugiere, incluso si no lo dice de manera explícita, que la mayoría de las tragedias sometidas al juicio de los magistrados no saldrán victoriosas de la prueba que se les impone. Sin embargo, a diferencia de República, las Leyes no excluyen oficialmente que una tragedia pueda corresponder a los criterios de los magistrados y se le permita entonces cruzar las puertas de la ciudad. Esta inflexión, que redunda en otorgar a la tragedia el estatus que los libros segundo y tercero de República daban a ciertos géneros poéticos es importante; es confirmada por el hecho de que, como veremos luego,12 las Leyes habla ocasionalmente de temas de manera positiva. Por otro lado, que ciertas tragedias puedan, en principio, tener el derecho de entrar a la ciudad no podría sorprender si es verdad que la tragedia no solamente está desde un principio “dentro” de la ciudad, sino que se confunde con su ser más íntimo, a saber su constitución. ¿Cuál es entonces la relación entre el análisis de la tragedia en República y las declaraciones (por demás elípticas) de las Leyes? Un doble punto de vista preside el análisis del libro décimo de República. La tragedia, que es presentada como una especie particular de “reproducción” (Rep. 595b4),13 es atacada en dos planos, uno general y el otro específico. En el plano general, la tragedia es condenada en su calidad de reproductora, de la misma manera que la pintura, cuyo análisis sirve de apoyo a la demostración. El autor trágico, en cuanto reproductor, se encuentra a tres grados de distancia de la “verdad” al igual Ver Halliwell (1996: 336-340). Él cita también Cra. 408b1-d2 y Fed. 115a5-6.

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Ver infra p.211.

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Para esta traducción de mímesis, ver infra. nota 16.

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que el pintor, el cual reproduce en una imagen la cama producida por el artesano a partir de la forma de la cama que sirve de modelo al artesano (Rep. 597e6). Pero la tragedia también es condenada por una razón particular (Rep. 605c10-608b8) en un segundo desarrollo que retoma una línea de argumentación explicada anteriormente en el libro tercero (Rep. 387d1-2). Dado que la tragedia invita al oyente (o al lector) a deplorar las desgracias (entendiendo que las desgracias, en el sentido estricto en el que se toma el término, no son tales a menos que sean inmerecidas), ésta se dirige a la parte irracional del alma, que refuerza y nutre, estimulando, en primer lugar, el placer ligado al sufrimiento y al llanto del otro (Rep. 605b3-5) y luego, más generalmente, el conjunto de las emociones y las pasiones (Rep. 606d1-2). De esta manera, se establece un fuerte vínculo entre la condena de la poesía trágica y la teoría de las partes del alma (Rep. 595a7-b1), hasta el punto de que dicha condena aparece como un complemento añadido a la psicología del libro cuarto (Rep. 603d2-e1).14 El pasaje de las Leyes que hace de la constitución la tragedia más verdadera supone, en ambos planos, una aproximación distinta. Sigue siendo claro y evidente que la tragedia proviene de una cierta mímesis. Pero nada implica, y no existe ningún motivo para pensar, que se trate de una “reproducción” en el sentido técnico que es el de República: primero, porque no se ve lo que sería la forma de la “mejor vida”; luego, porque la teoría de las formas está notoriamente ausente en las Leyes.15 Pero mímēsis no es tomado tampoco en el sentido específico del libro tercero de República, que, oponiendo mímēsis y diégēsis (“relato”), reserva el término a la actuación dramática (en inglés enactement): un régimen político como el de las Leyes, por más “dramático” que pudiera ser en cierto sentido (en cuanto implica una sucesión de acciones), no constituye una actuación en ese sentido. De cierto modo es todo lo contrario, puesto que constituye de hecho un relato de cierta índole. La constitución de las Leyes es, simplemente, la representación de cierto tipo de 14

Para un análisis más detallado, ver Halliwell (1996 y 1997).

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La única alusión posible (mas no necesaria) está en la fórmula “considerar la unidad” (eis ou pròs hèn blépein) en Ley. 962d4 y 963a2-3.

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vida (que puede contener actuaciones como la participación en coros, pero no se reduce a éstas).16 La segunda diferencia, visible de manera más inmediata, se sostiene en la ausencia de toda referencia, dentro de la concepción que las Leyes establecen de la mejor tragedia, a las emociones, que son el corazón de la crítica de la República. Pero a decir verdad, las cosas aquí son más complicadas de lo que parecen, siendo la cuestión saber si este pasaje no implica, mediante el papel central que concede a la “ley”, una referencia latente a las emociones, cuya relación con el tratamiento de las emociones en República habría entonces que precisar. A la explicación de este punto dedicaré el resto de mi contribución. Un desvío que pase por la definición aristotélica de la tragedia, al comienzo del capítulo 6 de la Poética, será aquí útil. Una tragedia, según Aristóteles, es “la representación de una acción esforzada y completa, de cierta amplitud, en lenguaje sazonado, separada cada una de las especies [de aderezos] en las distintas partes, actuando los personajes y no mediante relato, y que mediante compasión y temor lleva a cabo la purga de tales emociones”.17 De hecho, es seguro que una determinación esencial de la tragedia según Aristóteles —así como según el libro décimo de República— es que despierta en el espectador ciertas emociones. El capítulo 13 de la Poética, también consagrado al análisis de “la más bella tragedia” (aquí evidentemente aquella de los trágicos), subraya, después del capítulo 6, el carácter discriminante de este elemento definitorio: “puesto que entonces la estructura de la tragedia más bella debe ser compleja y no simple,18 y que esta tragedia debe representar hechos que despierten compasión y temor (es lo propio de este género de representación […]” (Poe. 1452b31-34).19 Para fijar el vocabulario podemos distinguir mímesis, ‘actuación’, explícitamente tematizada en el libro tercero de República; la mímesis, ‘reproducción’, del libro décimo de República, y la mímesis, ‘representación’ del libro xvii de las Leyes.

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Poe. 1449b24-28 (se sigue la traducción de Valentín García Yebra, Poética de Aristóteles, ligeramente modificada). Las cursivas señalan los elementos pertinentes para el presente análisis.

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Es decir que debe contener peripecia o reconocimiento y, si es posible, los dos.

Ver también Poe. 1453b12, a propósito del placer que, gracias a la representación, deriva para el espectador de la compasión y temor que siente, así como Poe. 1452a1-3.

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Se ha reparado a menudo en la dimensión antiplatónica de esta definición, notablemente a causa de la función asignada a las emociones de compasión y temor, sin importar de hecho cuál sea la interpretación del sentido de la kátharsis. Esta dimensión antiplatónica es manifiesta cuando se trata del libro décimo de República.20 Es más difícil situar sus modalidades cuando se trata de las Leyes. Lo que impacta es, al contrario, la proximidad de los dos pasajes, evidente en dos puntos:21 1) La caracterización aristotélica de la tragedia como representación de una acción noble (mímēsis práxeōs spoudaías) corresponde a la definición que se da en las Leyes del mejor régimen político como “representación de la mejor y más bella vida” (politeía synéstēke mímēsis toû kallístou kaì arístou bíou). Es verdad que hay una diferencia entre las nociones de acción (práxis) y vida (bíos), pero éstas están estrechamente ligadas por una relación asignable, si es que es verdad que la vida consiste en la suma de nuestras acciones.22 2) El siguiente paralelismo concierne a la importancia dada al término de la acción, es decir, a su compleción o perfección. La acción que es

Ver Halliwell (1987: 90): “podemos decir pues con cierta confianza que esta definición responde a la concepción platónica según la cual la tragedia excita emociones que, para asegurar el bienestar psicológico y moral en general, deberían ser contenidas (Rep. 603-605)” (traducción del inglés de la editora).

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Evidente, pero extrañamente relevada (lo es por Goldschmidt [1948: 19-63, 41]; también Halliwell [1987: apéndice 2, 333]). La fecha de la Poética es discutida (ver Halliwell, 1987: apéndice 1, 325 y ss.). Se admite normalmente que Aristóteles conoce las Leyes, pero no que Platón conozca la Poética. Pero si consideramos con Halliwell que la Poética en la forma en que la conocemos “contiene ciertos materiales esbozados antes del 347” (1987: 330), no está excluido que el pasaje de las Leyes sea, en cierto sentido, posterior al texto aristotélico.

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El uso, en el pasaje de las Leyes, del artículo definido y del superlativo del cual depende (“la mejor vida […]”) contrasta con la expresión indefinida, apelando al positivo simple (“una acción noble”), en Aristóteles. La diferencia depende de la idea de que una “acción” es parte constitutiva de la totalidad que representa la “vida”. Volviendo durante el capítulo sobre este elemento definitorio, Aristóteles explicita el primer término con la ayuda del segundo; la tragedia, nos recuerda en 1450a16, es “la representación no de hombres, sino de una acción y de una vida” (he gàr tragōidía mímēsís estin ouk anthrópōn allà práxeōs kaì bíou). Resulta interesante que un manuscrito (B) sustituya en este lugar el plural práxeōn por el singular práxeōs.

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representada, según Aristóteles, llega a su fin (teleía). La enunciación platónica implica también la idea de que no hay drama alguno que no llegue a su fin (apoteleîn).23 Si algo los distingue es que Platón, a diferencia de Aristóteles, nombra la instancia que hace posible la compleción del drama constitucional. Se trata de la ley ([...] toû kallístou drámatos, hò dè nómos [...] apoteleîn péphyken) o más exactamente de la verdadera ley (alēthès nómos), la única que funda la verdadera constitución. Pero ¿qué es una ley? La cuestión de la inclusión del régimen político bajo el género de la tragedia se desplaza (precisándola por sí misma) a la pregunta por la significación del término nómos —de manera general, sin duda, pero también y sobre todo en las Leyes, que despliegan una amplia reflexión sobre el sentido mismo de su título—. La ley, en las Leyes como en otros lados, es una instancia de castigo por los delitos cometidos. Esta concepción sirve de base implícitamente para la razón por la cual las producciones trágicas serán (como regla general) expulsadas de la ciudad. Los autores trágicos, dice Platón, al tratar las mismas cuestiones que el legislador (tôn autôn […] epitēdeumatôn perì [...]), no dicen las mismas cosas que él, y lo más a menudo y en la mayor parte de los casos, van hasta afirmar lo contrario ([...] mè tà autà háper hēmeîs, all’ hōs tò polý kaì enantía tà pleîsta, Ley. 817c6-7). El ateniense no precisa aquí que los discursos de los trágicos serán seguramente opuestos a los suyos, pero la manera como se refiere pocas líneas más abajo a sus autores (“descendientes de Musas laxas”, paîdes malakôn Mousôn ékgonoi, Ley. 817d4) lo indica lo suficiente. La laxitud es también lo que denuncia la República cuando reprocha a la tragedia que ponga en escena a hombres de bien que, golpeados por el destino, se abandonan a la desesperación. Dando al evento una importancia que no tiene (Rep. 604b12-c1), éstos suscitan la piedad de los espectadores, mientras que es el disgusto lo que deberían provocar (Rep. 605c10-606b8; ver también Rep. 387d1-388e3). La importancia del “término” fue subrayada por Mouze (2006: 87; 2005: 345-351). Sauve-Meyer (2011: 394, 396) se apoya en la aparición de verbo en Ley. 668b6-7 (y del simple teleîtai en Polit. 288c3) para defender un sentido mucho más débil. Sería, simplemente, “producir una imitación”. Pero ya que el objeto de apoteleîn, en el libro séptimo, 817b8, no es mímēsis, como lo supone el argumento, sino dráma, me parece que el paralelo con Aristóteles es en este caso determinante.

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¿Qué sería desde esta perspectiva una tragedia rigurosa (desprovista de laxitud)? Podemos hacernos al menos una idea general ex negativo. Si la mala tragedia reposa sobre lo inadecuado de la reacción que suscita un revés de fortuna tanto en el héroe trágico como en el espectador, la buena tragedia supondría otra concepción, sea de la naturaleza del héroe, sea de su reacción frente al evento, sea de la naturaleza misma de dicho evento. Podría ser que el héroe trágico no deba ser un hombre de bien, o que sea necesario distinguir grados de virtud,24 o que su reacción frente a la desgracia sea distinta de la que debiera ser típicamente la de los héroes clásicos, ya sea por impasibilidad o por control de sus emociones;25 o incluso, que el pretendido “revés de fortuna” sea del orden de la ilusión. Esta última hipótesis es evidentemente la que conservaremos si el evento subjetivamente experimentado como una desgracia no es de hecho sino el justo castigo por una falta cometida. Discreta y enigmática en la Poética de Aristóteles (cuando el revés de fortuna es imputado a “cierta falta”, hamartía tis),26 esta idea figura por el contrario en primer plano en las Leyes. Se entiende entonces que la tragedia pueda intervenir, en el libro octavo (838c1-7), a propósito de la reglamentación de los comportamientos sexuales ilícitos, notablemente de los incestuosos.27 La idea central es que, en lo que respecta al incesto, la ley encuentra un apoyo

Aristóteles exigirá del héroe clásico que, aun siendo “mejor que nosotros”, no sea absolutamente virtuoso, para evitar que la desgracia inmerecida no sea sino repugnante (miarón) (Poe. 1452b36).

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República prevé dos situaciones distintas, puesto que lo opuesto a la lamentación trágica es, por un lado, la impasibilidad pura y simple, que supone una indiferencia completa frente al revés de fortuna y, por otro, una suerte de reacción mesurada o metriopatheían, la emoción inevitable queda entonces contenida entre los límites de lo razonable (Rep. 603e4-8).

25

26

Poe.1453a10. Acerca del carácter “indeterminado” del concepto aristotélico de hamartía, ver Halliwell (1987: 216 y ss.).

Podemos preguntarnos si la restricción implicada por la fórmula legoménē tragiké (“lo que llamamos tragedia”) en Ley. 838c4, no se refiere por otro lado a la aproximación entre las tragedias invocadas y la “verdadera tragedia”. ¿Pero no sería esto exactamente lo contrario? Platón se refiere a lo que llamamos comúnmente trágico (el falso trágico) para subrayar que, en este caso, las tragedias mencionadas no corresponden de manera exacta a esto.

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tanto en las prohibiciones religiosas como, más generalmente, en la opinión común y en las certidumbres que se repiten y a las que los niños están expuestos desde su más temprana edad. ¿No son acaso Tiestes, Edipo y Macario castigados a causa de sus faltas (hamartíai)?28 Las tragedias de incesto, según tal interpretación, no son “laxas” sino rigurosas en la medida en que ilustran una secuencia virtuosa, la de un crimen y su castigo. Vemos bien cómo una vida regida por la constitución de las Leyes puede reclamar esto, ya que las Leyes, aunque sea mucho más que un vasto código penal, son también tal código donde las transgresiones invocan sus castigos, aun si fuese después de la muerte, en virtud de una ley llamada destino (heimarménē).29 Es ciertamente verdad que en este sentido escatológico “sólo la ley auténtica lleva a su término una vida regida por la constitución de las Leyes”, esto es, el “más bello drama”. Precisamente desde el punto de vista de la relación entre el delito y su castigo, en el amplio estudio que consagra a la “verdadera tragedia” de Platón —que a pesar de sus deficiencias, sigue siendo uno de los más importantes sobre el tema—, H. Kuhn (1941-1942) defendió la idea de una afinidad profunda entre la tragedia y la filosofía platónica. No sólo comparten las dos un mismo problema, el de la desproporción entre la falta y el castigo o, de manera más general, el del desequilibrio entre la virtud y la felicidad; la respuesta de Platón es también más próxima que lo que pensaríamos a primera vista de aquella de los trágicos30 —así como, inversamente, ya hay filosofía platónica en estos últimos—. El punto de contacto obedece al esquema de la “teodicea moral”. Es verdad que en apariencia la “tragedia” y Platón aportan respuestas

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Ley. 838c5-7. Tiestes fue amante de Aerope, esposa de su hermano Atreo (Sófocles y Eurípides habían hablado al respecto); Edipo se casó con su madre Yocasta (ésta es la pieza de Sófocles); Macario, hijo de Eolo, con su hermana Canacea (Eurípides escribió un Eolo).

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katà tèn tês heimarménēs táxin kaì nómon, Ley. 904c8-9. Para otra asociación entre destino y “tragedia”, ver Fed. 115a5-6. Un análisis del mito de retribución en las Leyes es provisto por Saunders (1991: 202-207).

Los trágicos significa para Kuhn “ciertos trágicos” (en este caso Esquilo y Sófocles; Eurípides es dejado de lado deliberadamente, ver Kuhn, 1941/1942: 4 y ss.) y, de manera aún más restrictiva, “algunas tragedias” (ver más abajo). Ésta es evidentemente una de las mayores debilidades del análisis de Kuhn.

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divergentes al escándalo de la desproporción; la primera lo expone una y otra vez de manera incesante (bajo la consigna del último verso de Prometeo encadenado, “mira el sufrimiento que injustamente sufro”)31 mientras que el segundo hace de su negación la piedra angular de su filosofía moral. Pero si reflexionamos al respecto, esta oposición da lugar a un curioso tire y afloje.32 Sin duda la posición fundamental del pensamiento platónico, ya sea en República o en las Leyes consiste en rechazar la idea de una divergencia objetiva entre excelencia moral y felicidad. La República desarrolla dos tipos de argumentación, que se distinguen por su diferente grado de radicalidad. Según la tesis contraintuitiva que da al diálogo su hilo conductor e induce el principio de su composición, la verdadera miseria reside en la injusticia misma, así como la verdadera felicidad, inversamente, en la práctica de la justicia. Según una segunda tesis, más próxima a las expectativas comunes, el ejercicio de las virtudes es necesariamente recompensado por “bienes externos”, aunque sea a fin de cuentas (más allá de esta vida). Las Leyes, en la misma tónica, insisten sobre la necesidad de que los ciudadanos estén persuadidos, por difícil que esto sea, de que la mejor de las vidas es también la más placentera, y esto “incluso si esto no debiera ser del todo de esta manera”.33 La dificultad de la empresa es evidentemente el punto central que aproxima la perspectiva objetiva y aquella de la teodicea filosófica, que dice cómo son las cosas desde la perspectiva subjetiva de la acción trágica, que dice antes que todo cómo los hombres las reciben, a partir de la experiencia común de la desproporción entre la falta (esto es, la ausencia de esta misma) y el castigo (o el infortunio). La divergencia entre virtud y felicidad puede bien ser, platónicamente hablando, una ilusión; sigue siendo sin embargo una ilusión necesaria, de la que no podríamos salir por un simple mandato (Kuhn, 1941-1942: 22, 25, 30). En cuanto a la teodicea, ésta está lejos de poder inducir cualquier tipo de optimismo, ya que la decisión de Kuhn (1941/1942: 21).

31

En lo que sigue, reformulo en mis propios términos el análisis de Kuhn.

32

Ver Ley. 663d2-e2 y 664b7-c2. Otro caso menos conocido que el de República de mentira legítima.

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abrazar una vida justa es en sí misma el objeto de una lucha difícil y de dudoso resultado. Es por esto que la verdadera tragedia de Platón figura, según Kuhn, en el libro décimo de la República (el mismo libro que condena la tragedia de los trágicos), en ocurrencia en el mito final (el mito de Er) donde “el juego de la verdadera felicidad y de la verdadera miseria no está desprovisto de espanto, ni ignora el proverbio ‘el sufrimiento enseña’” (Kuhn, 1941-1942: 51). Se trata aquí en efecto de una nueva forma de tragedia, donde lo trágico “no se manifiesta en las contingencias de la vida, sino en la ignorancia u olvido del alma” (Kuhn, 1941-1942: 51). Así que lo que hace Platón, según Kuhn, es “elevar un esquema de pensamiento encarnado en la tragedia a un nivel de perfección superior” (Kuhn, 1941-1942: 16). Dicho de otro modo, cuando las Leyes hacen de la vida conducida a su término por la ley la verdadera tragedia, lejos de volver a la República, revelarían su lógica o verdad profunda. En sentido inverso, la idea de una teodicea moral está a su vez presente en el seno del corpus trágico, particularmente en Esquilo, lo mismo si se trata de “la reconciliación entre Zeus y Prometeo” (Kuhn, 1941-1942: 29, 35 y ss.) en Prometeo liberado; de los Persas, donde la catástrofe representa el castigo justo por la desmesura de Jerjes; o finalmente de la trilogía Agamemnon-Coéforas-Euménides,34 que también desemboca en una abrumadora reconciliación entre las fuerzas del pasado y las del presente. Todos estos son ejemplos que motivan a Kuhn para hablar de una “autotrascendencia de la creación trágica que se dirige hacia la filosofía” (Kuhn, 1941-1942: 63),35 es decir, de una concepción no trágica de la filosofía platónica: “el nuevo orden que instauran Kuhn (1941/1942: 36 y ss.). Kuhn se sustenta en Cornford (1952: 361-64) para la idea de un paralelo entre las trilogías de Esquilo y la sucesión Timeo-CritiasHermocrates (finalmente reemplazada por las Leyes).

34

Defendimos recientemente la idea de que nuestra concepción “trágica” de los trágicos griegos estaba profundamente basada en la fragmentación de las tetralogías originales en dramas autónomos. Consideradas en su conjunto las tetralogías, lejos de ser “trágicas”, serían por el contrario promesas de felicidad y prosperidad; ver Wise (2008), ver también Prauscello (en prensa). Con esta perspectiva —que debe aún ser puesta a prueba—, lo que Kuhn llama “autotrascendencia de la creación trágica que se dirige hacia la filosofía” sería de hecho una simple inmanencia.

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las Euménides no deja más espacio para un antagonismo trágico que el cosmos platónico” (Kuhn, 1941: 39; 1960, 269 y ss.). 36 Dejo aquí de lado el carácter discutible de la concepción que tiene Kuhn de la tragedia griega37 para limitarme al aspecto platónico de la cuestión. La interpretación de Kuhn está expuesta, desde este punto de vista, a distintas objeciones. La primera, real pero en principio superable, es de orden contextual. Se puede en efecto reprochar a Kuhn que se aleja de manera indebida del texto de las Leyes, donde la tragedia releva una dimensión no escatológica, sino más estrechamente “política” (Mouze, 2006: 91-96). Pero tal objeción no es decisiva, en la medida en que la distinción entre lo político y lo escatológico, en la perspectiva de las Leyes, no tiene sino una pertinencia limitada. La constitución platónica no es en efecto únicamente un sistema político (una cierta organización de las magistraturas) o un simple sistema legal. La función de la ley, en cuanto relativa al orden político, es más persuadir que castigar.38 En función de esto, puede perfectamente verse llevada (o forzada) a emplear un discurso de naturaleza escatológica (es el caso entre otros, en el libro décimo de las Leyes). Si la ley última, aquella que engloba todas las demás, es una ley retributiva, podemos, con fundamentos, sostener que el argumento del juicio final es plenamente pertinente en cuanto al régimen político. No se vuelve por esto imposible efectuar una lectura más inmediatamente política del pasaje confiando en el análisis diferenciado que las Leyes hacen ellas mismas del término ley. Ya que la ley, según las Leyes no es solamente inevitable en el sentido en que el castigo de los delitos llegará necesariamente algún día (en el ámbito cósmico si no es en un ámbito político), pero también, y antes que todo, porque es necesario para el legislador recurrir a esto dentro del contexto mismo de la ciudad. Conviene aquí distinguir dos aspectos de la ley que resultan ser axiológicamente divergentes.39 El contenido de la ley, en la medida Para la idea de que el cosmos platónico no da lugar a la tragedia, ver Goldschmidt (1948: 58 y ss.).

36

Discutible en razón de su naturaleza selectiva (ver supra, n.34), y luego porque la interpretación propuesta de esta selección es fuertemente caduca.

37

El tema atraviesa las Leyes (ver en particular 722b4-723b2). Desarrollé un análisis de esto en Laks (2005).

38

Ver en particular Laks (2005: 71-77).

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en que sus formulaciones no son sino la expresión de la razón, dice lo que es y debe racionalmente ser (la solidaridad entre la ley y la razón se refleja, según Platón, por la homofonía entre los términos nómos y nóos, Ley. 714a1-2). La forma de la ley, por otra parte, es irracional, en la medida misma en que se reduce a no ser más que una simple orden y, en cuanto tal, siempre violenta; por esto el legislador no dejará de reducir, a distintos niveles y por diferentes medios, el imperativo de la ley a favor de una “persuasión racional”. Se trata entonces de saber si el legislador, en cuanto legislador, puede alguna vez alcanzar tal ideal, e incluso si el concepto de persuasión racional no es, platónicamente hablando, una contradicción en los términos.40 Lo que sí es seguro es que la ley, en cuanto formalmente violenta, entra en contradicción con el objetivo mismo del legislador, si es verdad (y esto es verdad para el legislador de las Leyes) que la violencia, sin importar su naturaleza o grado, es incompatible con el concepto mismo de constitución (politeía) (Ley. 832c2-7). ¿Puede el legislador entonces prescindir de ésta? La respuesta es manifiestamente negativa, y esto porque, a fin de cuentas (esto es, a pesar de todos los esfuerzos del legislador por persuadir, ya sea de manera retórica o racional), la razón es siempre amenazada por la tentación del placer, parte constitutiva de la naturaleza humana.41 Cierta idea de la tragedia, de ver lo trágico, halla en este esquema una posible justificación. Se manifiesta concretamente por la necesidad a la que se enfrenta el legislador, a pesar de sí, de “asustar” recurriendo a la amenaza y a la disuasión.42 Y es así como las pasiones, formalmente ausentes de la definición platónica de la mejor tragedia, constituyen por lo menos el horizonte de ésta por miedo de que se lea el término nómos —fuertemente puesto en relieve por la fórmula ho dè nómos alēthès apoteleîn péphyken— a la luz de la interpretación formal que Platón da Es la posición de Brisson (2000: 237-241). En contra, ver Laks (2005; 125 y nota 28; 153, nota 43).

40

Ver, aparte de la famosa imagen de la marioneta (Ley. 644c1-645c8; 713b5-8, 714a2-8; 875b1-c2, así como Ley. 906a5), “el eterno combate” entre los bienes y los males.

41

Ley. 853b7-c3; 870e4. Ver Laks (2005: 147-150).

42

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del término. Las “emociones”, que son el fundamento del rechazo de la tragedia en República, yacen en el corazón de la “verdadera tragedia”, tal y como la conciben las Leyes, lo que evidentemente no significa que las modalidades de su presencia y su función sean idénticas: no lo son. Szondi, en su estudio sobre lo trágico, había identificado en el seno del romanticismo alemán dos concepciones de lo trágico y de la tragedia griega, una dialéctica y optimista, la otra no dialéctica y pesimista (Szondi, 1978: 176). Según la interpretación dialéctica de la tragedia, representada por Schelling y luego por Hegel, la libertad humana se afirma cuando el héroe asume la culpabilidad por una transgresión que le ha sido impuesta por el destino (Schelling, 1999; Hegel, 1993: 421-434). Goethe, por otro lado, estimaba que “toda tragedia reposa sobre un conflicto inconciliable; si una conciliación interviene o se vuelve posible, lo trágico desaparece”.43 No se puede estar sino impactado por el hecho de que, al seguir el análisis aquí propuesto, estas dos grandes líneas interpretativas son visibles (mutatis mutandis, por supuesto) en la reapropiación platónica de la tragedia en el libro séptimo de las Leyes. La interpretación de la “mejor tragedia” en función de la secuencia crimen-castigo permite en efecto atribuir a Platón una concepción optimista de la tragedia; aquella que reposa sobre el análisis de la ley como imperativo remite a la idea de un conflicto inconciliable. He sugerido que tratándose del pasaje del libro séptimo de las Leyes, la segunda interpretación era contextualmente más plausible que la primera. Sin embargo, esto no significa que la primera línea interpretativa deba ser descartada. No es que haya ambigüedad: simplemente, las Leyes son una obra marcada por una dualidad fundamental, aquella irreductible dualidad de la naturaleza humana.44 En esta medida, el Platón de las Leyes podría también, como pudo sostenerse tratándose del Platón de República,45 haber originado no solamente “nuestra” Carta al canciller Müller del 6 de junio de 1824, que Szondi cita, no sin subrayar el desinterés general de Goethe por la cuestión de lo trágico (Szondi, 1978: 176-179). 44 Ver Laks (2005: 167), así como Laks (2007: 255-260). 45 S. Halliwell, art. citado (1996:336-340) (cf. supra, nota 14). 43

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concepción de lo trágico, sino también aquella de sus formas filosóficas más articuladas. Éste sería el beneficio, en este caso, de una lectura insistente, respondiendo a una insistencia del mismo Platón.

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Índice de conceptos

afectividad: 147, 169, 171, 195. aíschion: 23. aischrón: 23. aitía: 49, 57, 203. akrasía: 55, 59, 69. alma – anímico (estado de): 87, 90, 171, 174. areté: 46, 57, 70, 89, 110, 190. autarkeía: 134. blaberón: 23. cognitivismo, cognitivas (actividades): 73-74, 82-83, 131, 181. comedia: 113, 122, 209. conocimiento: 33-36, 40-66, 71, 93, 98, 99, 105-107, 110, 119-121, 123, 125, 127, 129-134, 139-144, 155, 178, 179, 182, 185, 195.

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creencia(s): 24, 33-36, 41-49, 65, 86, 148, 159, 168, 176, 177-187. definición: 23, 35-36, 38-40, 54, 57, 58, 86, 112, 125, 129, 131, 137, 144, 164, 187, 191, 212, 213, 220. deseo: 62, 67, 84, 107, 112, 116, 119, 122, 130, 140-141, 144, 169, 171-178, 182, 193, 196. dialéctica: 17-18, 54, 107, 122, 126, 127, 147, 152-153, 156, 200, 221. dikaiosýnē: 70. díkē: 118. discontinuidad epistemológica: 43. dóxa: 58, 66, 103, 148. dýnamis: 85, 113, 117, 153, 200. educación: 64-75, 81-101, 205.

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élenchos: 52-54, 58, 60.

kalón: 23.

emoción, emocional, emotividad, emotivismo: 52, 55, 58, 81-82, 85-86, 93, 94-101, 125, 191-192, 194, 211-215, 221.

katharsis: 213.

epithymētikón: 64, 66, 67, 68, 71, 83, 98, 104.

logistikón: 64, 66, 67, 69, 74, 82, 83, 98, 100.

epistémē: 51, 58, 71, 75, 105, 112, 148. éros: 7, 8, 78, 105-123. erotikoì lógoi: 106. eupatheíai: 101.

legislador: 120, 205, 209, 214, 219, 220. léxis: 85, 91, 102.

melétēs: 46. mélos: 85, 90-91, 99-101. moíra: 33, 127. mousiké: 84, 95.

éthos: 18.

nómos: 109-110, 163, 206, 214, 220.

falacia socrática: 54, 58.

nóos: 83, 220.

felicidad: 7, 57, 82, 89, 90, 100-103, 120, 126-127, 183, 185, 216-218. haíresis; háireton: 128, 129, 130, 138, 143, 144, 201. hedonismo: 8, 9, 127, 131, 134-136, 142, 144, 148, 160, 166, 178, 201. hēgemōn, hēgemōnikón: 47, 84, 90, 99-101.

norma, normatividad: 132-133, 150. ousía: 61, 164-165, 197-198. ophélimon: 57. pathētikón: 98. perjudicial (lo): 23-24, 83. persuasión: 17, 99, 118, 208, 220. phrónēsis: 59, 148, 151, 200.

ideas: 52, 53, 61-64, 71, 75, 78-79, 110, 153, 209.

placer: 19, 22, 55, 56, 66, 72, 73, 92, 94, 109, 110, 125-127, 131-132, 211-212, 220.

inspiración: 35-37, 39, 41-42, 44-49, 91.

politikós: 37-38, 47, 49. preferible (lo): 24, 27, 29, 165, 172.

intelectualismo: 6-8, 52-56, 58, 60, 71, 97, 127, 134, 135, 136, 138, 142, 144, 149.

psyché-sôma: 54, 61, 71, 79, 81. psiquis: 40.

investigación (teoría de la): 42.

racionalismo: 6, 8, 59-60, 148, 161, 166, 201.

kákion: 23.

retórica refutativa: 17.

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índice de conceptos

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sōma: 54, 61-68, 72, 73, 75-79, 80. sophía: 56-57. sofisma: 17. téchnē: 56-58, 85, 153, 155. télos: 116. teología: 34, 113. thymoeidés: 64, 68, 81, 82, 83, 96, 98, 101, 102. tragedia: 56, 113, 115, 122, 205-221. unidad epistemológica: 43. virtud: 33-48, 54, 57, 59, 68-70, 89, 98, 100, 102, 108, 110, 121, 143, 148, 192, 196, 215. virtud demótica: 46, 47, 48. voluntad (objeto de la): 19.

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Índice de nombres

Ackrill: 59.

Bluck: 34, 37.

Allen: 34.

Bobonich: 73.

Annas: 73, 75, 83, 88. Antístenes: 190.

Boeri: 58, 59, 146, 154, 163, 165, 169, 172, 183, 185, 187, 196, 198.

Arístides Quintiliano: 97.

Brandt : 184.

Aristipo: 190.

Bravo: 172, 174, 185, 186, 192.

Aristófanes: 7, 30, 31, 111-122.

Brickhouse: 60.

Aristóteles: 51, 58, 59, 93, 96, 129, 142, 148, 190, 212, 213, 214, 215.

Brisson: 220.

Antípatro: 97.

Badham: 163, 195. Bekker: 51. Benson: 60. Berverslius: 58.

Broadie: 63. Brochard: 30. Budd: 101. Burnet: 6. Cameron: 208.

Bieda: 56.

Carone: 62.

Bloom: 107, 110-112, 115, 120-121.

Cicerón: 15, 18, 97.

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Cherniss: 190.

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Cooper: 83, 127, 137.

Geach: 58.

Cornford: 6, 218.

Giannantoni: 190.

Crisipo: 97, 98.

Gill: 70, 71.

Damascio: 139.

Goethe: 221.

Davidson: 127, 129, 130, 135, 183.

Goldschmidt: 213, 219.

Detel: 107-111.

Gómez Lobo: 59.

Delcomminette: 127, 131, 135, 146, 190.

Gorgias de Leontini: 21.

Díaz: 173.

Guthrie: 52, 76.

Diès: 126, 130, 132, 146, 163, 165, 195.

Hackforth: 78, 184.

Diógenes de Babilonia: 97, 100.

Gosling: 66, 88, 174, 184.

Hadot: 56.

Doods: 16, 25, 53-54.

Halliwell: 86, 208, 210, 211, 213, 215, 221.

Dorion: 127.

Hegel: 221.

Eggerslan: 62.

Hermann: 163.

Empédocles: 112.

Hobbs: 84.

Espeusipo: 190.

Irwin: 16, 24, 53, 57, 67, 147, 149.

Ferrari: 86.

Juliá: 106, 116.

Fierro: 62, 64, 67, 78.

Judet de la Combe: 209.

Filodemo: 100.

Kahn: 16, 18, 24, 25, 26, 53.

Foucault: 107.

Kamtekar: 83, 88, 89.

Frede: 127, 130, 135, 137, 146-147, 154, 174, 175, 178, 181, 182, 184, 186, 187, 189, 190, 191, 193, 195, 202.

Kastely: 17, 25.

Friedländer: 146, 190. Furley: 59. Gadamer: 147, 154, 158, 159, 162, 166, 173, 176, 185, 189, 195, 196, 202, 203. Galeno: 97.

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Kraut: 34. Kuhn: 208, 216-219. Lear: 70. Lledó Íñigo: 86. Lefebvre: 137. Levinson: 101. Lorenz: 54, 66, 73, 74. Marcos: 173.

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índice de nombres

Migliori: 146-148, 154, 178, 187, 195, 202.

Schelling: 221.

McCoy: 25.

Schleiermacher: 172, 195.

Mouze: 214, 219.

Schöpsdau: 205.

Murray: 91.

Scruton: 101.

Murphy: 74.

Sedley: 74.

Naddaff: 21.

Segvic: 59, 71.

Nehamas: 74.

Sexto Empírico: 97.

Nightingale: 6.

Shorey: 53.

Nussbaum: 56, 67, 101, 123.

Stenzel: 53.

Ostenfeld: 62, 63.

Strauss: 116.

Owen: 190.

Strycker: 59.

Panecio: 97.

Striker: 163.

Partee: 102.

Szaif: 178.

Penner: 57, 59.

Szlezák: 76.

Pitágoras: 97.

Szondi: 221.

Plochmann: 30. Plutarco: 86. Posidonio: 96-99, 101. Prauscello: 209, 218. Price: 73, 83, 88. Pseudo-Plutarco: 97. Rist: 56. Ridley: 101. Robinson: 54, 60, 64, 75, 79. Roochnik: 107. Rosen: 30. Rowe: 53, 77, 79. Saunders: 216.

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Scott: 34, 47.

Tarrant: 34. Thompson: 46. Tigerstedt: 91. Van Riel: 139. Vernant y Vidal-Naquet: 6, 56. Vickers: 17. Vlastos: 16, 24, 25, 53, 57, 58, 60, 89. Von der Walde: 86. Weiss: 34, 37, 38. Wise: 218. Woodruff: 57, 58. Zuckert: 111.

Sauve-Meyer: 208, 209, 214.

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Índice de pasajes citados

Aristófanes

1452b 31-34

212

Las nubes

1453a 10

215

1453b 12

212

112-118

30

1038-1042 31 Aristóteles Ética Eudemia 8. 1218a 15-24

148

Ética Nicomaquea 6. 1144b 17-21

59

7. 1145b 2-28

59

7. 1153b 4

190

10.1072b 9-15

131

10. 1172b 9-25

190

Poética

Política 1340a 38- 1340b 19

94

1341b 32- 1342a 4

95

1342a 28- 1342b 13

95

1342b 9

96

1342b 23-29

96

Cicerón De oratore I, 47: 1-7

16

III, 129: 1-6

16

1449b 24-28

212

Diógenes de Babilonia

1450a 16

213

Sobre la música

1452a 1-3

212

4: 8-10

PLATON C9.indd 231

100

31/08/12 16:58

232

platón y la irracionalidad

Descartes

178c 6

108

Las pasiones del alma 1, 34-35

178e 4

108

63

Eurípides Medea 1078-1080 56

180b 108 180e 1-3

108

181a 5

108, 109

181c 109 183a 110

Galeno

185b

110, 196

PHP. 5, 5, 8 5, 5, 29 5, 5, 35 5, 5, 37 5, 6, 2 5, 20 5, 6, 21

186c 6

112

186d 4

111

187d 3

111

187e 6-8

111

188d 2

112

97 98 99 97 97 98 98

189c 5

113

189d 5

113

189e 114

Gorgias Encomio a Helena 1, 5 -2,12 21, 131

189a 112

190c 114 21 22

190d 1-4

114

191b1 114 191d 3-4

114

Homero

192e 8

116

Ilíada 2, 409 4, 303 18, 111 21, 569

193a 116

Odisea 14, 462

83 83 83 83

193d 113 195c 117 196b 118 198c 5

83

Platón Banquete 173c 106

PLATON C9.indd 232

193b 116

107

199c 106 199c- 202b

118

205e 116 206c 3

120

208c 120

31/08/12 16:58

233

índice de pasajes citados

210a 8

120

248a 1-b 5

78

210d 4

120

248c 3-5

79

210e 4

121

248 d

79

211d 114

249 a

79

212 a

114

249 c-e

79

215c 1-6

91

254 e

79

223d 4

113

261a 3-5

207

Filebo

Carmides 174d 4

57

Cratilo 408b 1-d 2

210

Eutifrón 5d, 8-e1

28

10a- 11a

196

Eutidemo

11a 5

201

11b 4-5

148

11b 7-c 1

148

11d 126 11d 4-6

149

11d 11

158

11e- 12a

150, 195

12c 179

277e- 282e

57

12c- e

151

288d- 290d

57

12d 7-8

151

12d 7- e2

151

12e 3- 13a4

151

Fedón 61b-69e 64 65a 61

13a-b 152 13b 6- c2

152

13c- d

152

13e

148, 153

14b 5

158

14d- e

154

100b 36

15b 1-8

154

102a-107b 61

15b 1-c3

153, 154

115a 5-6

15d 4-5

155

Fedro

15d 8

155

246b 78

16a- b

153

247b 78

16c 1-3

155

65d 11- 65e4

61

66b 5-d 3

62

78b- 84c

61

82e 41 99a- c

PLATON C9.indd 233

196

210, 216

31/08/12 16:58

234

platón y la irracionalidad

Cont. Filebo

21b 9

159

16c 3-4

155

21b 6-d 2

136, 137

16c 5- 18d3

153

21c 1

148

16c 10-d 1

156

21c 7

159

16d 1

156

21d 1-5

160

16d 2-8

156

21d 3-5

136

16d 7-e1

156

21e 2

187

16d 8

157

22a 1-6

142

16e 4- 17a 5

153, 156

22a 9

161

17a 8

157

22b

132, 187

17b 6-9

157

22b 3-8

160

17d 7

157

22b 6

130

18a 153

22b 7

130

18b 2

157

22c 2

160

18b 6

157

22c 5- e5

160

18b 9

157

22d 5

161

18c- d

157

22d 6

142

18 c8- d1

157

22d 7-8

161

18d 2

157

22d 8-9

161

18d 4- 19b 4

157

22e 1-4

161

20b 126

23b 5

160

20b 8-9

158

23c 162

20d 1

158, 161, 201 23e 3-7

162

20d 4

158, 201

24a 2

163

20d 9-11

158, 201

24a- 25a

162

20d- 21a

126

25a 2-5

162

20e 4-6

158

25a7-d7 162

20e 6

128

25b1 193

21a- 22a

126

25b- e

162

21a 8-b5

136

25d 5-10

129

21a14 148

25d 8

162

21a-c 158

25e 1-2

162, 165

21b 158

25e 3

162

PLATON C9.indd 234

31/08/12 16:58

235

índice de pasajes citados

Cont. Filebo

31e 172

25e 3-4

163, 165

31e- 32b

168

25e 7-8

163

32b 137

26a 8-9

163, 164, 165 32c 1

168

26b 1-3

165

32c 5

168

26b 5-7

163

32c 8

168

26b 9-10

163

32d 5-6

163

26c-d 164

32d- 33b

169

26d 8-10

165

32e 5- 33a 1

169

26e 3-4

164

33a 8-9

169, 171

27a 1

165

33d 4-5

171

27a 5-6

164

33 d-e

171

27a 8-9

164

33e10-11 171

27a 11-12

164

34b 1

193

27b1-2 164

34b- 35d

140

27b 7-c1

164

34c 170

27c 8-10

165

34c 6-8

169

27d1 165

34d 2

171

27e 7-9

165

34d- 35b

172

28a 1-3

166

34e 172

28d6- 10

166

35a 3-4

172

29a 166

35a-b 130

30a-b 166

35b 1

178

30d 6-8

166

35b 6-7

172

30e -31a

166

35b 7

172

31b 160

35b 11- c1

172

31b 5-6

167

35c 6-7

172

31b 9

168

35c 12-13

172

31b- c

168

35d 1-3

173

31d 6-8

166

35e- 36a

174

31c 2-3

167

36a 7-b 6

174

31d 4-6

168

36b 8-9

174

31d 8-10

168

36c- 43e

137

PLATON C9.indd 235

31/08/12 16:58

236

platón y la irracionalidad

Cont. Filebo

40a 6-7

36d 175

40b8 184

36e- 37a

40c 1-2

184

37a10 178

40c- d

180

37a 12-13

175

40e9- 41a 1

184

37b 2-4

177

41d11 185

37b 11-c 2

175

41e 3

185

37c 175

41b 2

185

37d 7-8

178, 179

41e 2

185

37e 1

178

41e 8

185

37e 5-7

178

41e 9- e3

185

37e 9-10

177

42a- b

185

38a 1-3

177

42b 2-6

186

38a 7

178

42b 8- c3

185, 186

38a 7-9

179

42d9 170

38b 6-8

179

42e9 170

38b 9-10

178

43a

132, 170, 187

38c 7

179

43c-d

170, 171

38c 13-d 3

180

43d 5-6

187

38d 1-2

179

43d 8

170

38d 6

179

43d 8-10

187

38d- e

179

44a10-11 187

38e 1-4

179, 180

44b 171

38e 6-7

180

44b 2-6

186

38e 13

180

44b 6-d5

188

39a 3

181

44c 5- d5

187, 189, 190

39a 1-7

181

44d 1-5

188

39b 9- c2

181

44d 7-8

188

39c 4-5

181

44d- 45c

190

39c 10-11

182

45a5-6 190

39d 7- e2

182

45c 8-d1

39e 4-5

183

45d 190

39e- 40b

184

45e 5-7

PLATON C9.indd 236

175

183, 184

187 190

31/08/12 16:58

237

índice de pasajes citados

Cont. Filebo

51d 1

194

45e- 46a

190

51d 2

194

46b- 47b

192

51d 6-9

194

46d 190

51e10 194

47a1 191

52a 1-2

195

47a10 191

52a 9

195

47b 2-8

191

52b 2-4

195

47b 4-8

189

52c- d

193

47c- d

192

52c 1

194

47d 6

191

52c 1-4

193, 195

47e 1-3

191

52c 7

192

47e- 48a

192

52d 7

158

48a 1-2

191

52d -53b

195

48a 5-6

191

52e 3-4

195, 198

48a 8

191

53c

190, 194

48a 11-12

192

53c 6

198

48b 1-2

192

53d 196

48d- e

192

53e 4-7

196, 197

48e 192

54a 3

197

49a 5-6

192

54a 5-6

197

50b 1-4

191, 209

54a 8-10

197

50b- c

192

54a 12

197

51a 1-9

188

54c 2-3

198

51a 3

188

54b1-4 197

51a 5-6

186, 189

54c 6-7

198

51a 6-9

188

54c 10

158, 198

51a-e 189

54d 4-7

198

51b 193

54e 3-4

198

51b 1

189

55a 5-6

199

51b 5-7

189, 193,

55a 9-11

198

194

55c 160

51c 6

194

55c9 195

51c 7

194

55d 152

PLATON C9.indd 237

31/08/12 16:58

238

platón y la irracionalidad

Cont. Filebo 55d 1-3 55d 5-7 55e- 56c

199 199 199

56e 6-7 153 56e- 57a 200 57a 5-b 2 199 57e6-7 152 58a 2-3 200 58d 3-5 200 59a 7-8 200 59a- b 202 59b 4-5 200 59c 200 59c 7 201 59d 1 201 59d 4 201 59d- e 168, 195 59d 10- 59c 3 197 59e 1-2 203 60a- b 195 60b 3 158 60b 3-4 201 60c 128 60c 2-4 201 60c 6-7 201 60d 1-2 202 60d 4- e5 202 60e 2-6 61a 150 61a 2 201 61a 5 201 61a- 63e 150

PLATON C9.indd 238

61b 5-6 202 61d 9-e 4 202 61e6 202 62a 5-7 202 62a 8-9 202 62c 1-3 202 62d 1-3 202 62d 7-8 202 62d- 62e 133 62e- 63e 202 63a3 203 63d 3-e2 202 63e 7 202 64a 2 201 64b 166 64c 7-9 201 64c- 65a 158, 201 64d 4 203 64d 9 161 64d- e 201, 202 64e 1 161, 201 64e 5-7 163, 201 65a 1-2 203 65a 4-5 203 65b 150 65b 1 201 65b 5-7 150 65c- 66a 150, 201 66c 4- 6 202 66d 4 202 66e 7-10 150 67a 2-3 150, 202 67a 5-8 202

31/08/12 16:58

239

índice de pasajes citados

Cont. Filebo

521d 49

67a 7-8

126

67a 10-12

158, 202

67a 14-15

161, 202

67b 1-7

131

Gorgias 464a-465a 57 467c 196 468b 7-c 6

196

469a 18 469b,3 19 469b,8 19 470c,4 19 472a, 1-c4

20

473a, 1

19

473e 4-5

19

474b 2-5

20

474c 22 474e 1-3

23

475b, 8

24

475d- e

24

478d 6

27

480b 9-c5

27

480a- 481b

Ión 535 a-e

92

Leyes 644c 1-645 c8: 220 653d 4

89

655 b

91

663d 2-e 2

217

664b 7-c 2

217

664e 8- 665a 3

93

667 b-c

92

668b 6-7

214

672c-e 99 713b 5-8

220

714a 2-8

220

722b 4- 723b 2

219

739a 1-3

208

739b 3-8

206

789d 1-3

93

790e 1-4

93

792a 99 813a7- 817e 4

205

27

817a 2-6

206

480e 7-481b2

28

817a 7-d8

207

481b

18, 28

817b 208

482c 4-5

26

817b 8

214

482d 6-e4

25

817c 6-7

214

482e 25

817d 4

214

499e 8-9

196

832c 2-7

220

504d 5- e 4

207

838c 1-7

215, 216

508b-509c

60

853b 7-c 3

220

870e 4

220

519a 37

PLATON C9.indd 239

31/08/12 16:58

240

platón y la irracionalidad

Parménides

Cont. Filebo 875b 1-c 2

220

128e 2

904c 8-9

216

129a-e 154

906a 5

220

Político

916 e

87

288c 3

214

962d 4

211

283b- 285c

185

963a 2-3

211

Protágoras

152

Menón

345c-e 55

70a 46

351b- 357e

71e3-4 38

352a-358d 55

73c9 38

352b5-c2 55

73d8 39

356d 4

185

77b4 38

357a- b

185

78a4-8 55

357c-d 149

78c1 38

358b 7- c3

78d1

República

38, 39

78d4 39 78e2 39 81a11 45 82a11 46 85e 43 87c- 89a

33

2.375 a 2-12

185

149 88

2.375a-b 68 2.375b-c

67, 69

3.375 b

87

3.377b 1-2

87

3.377 c1-378 a10

86

88e-89a 40

3.379 a 5-9

86

92c-d 44

3.380 c 5-9

86

97a-b 42

3.381c7-10 87

97e-98a 48

3.386a-387b 89

98b- 100c

34

3.386 a-388 e

88

99c 1

37

3.387 d1-2

211

99c 8

37

3.387 d1- 388e 3

214

99d4 37

3.389 a- 391e

88

100a1

3.389 b 2-5

87

3.391d 5-10

86

47, 49

100b 36

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índice de pasajes citados

Cont. República

4.441a 78

3.397 b-c

69

4.441a 2-3

3.398a 1-8

206

4.441c 68

3.398a 8-b 4

207

4.441c-442 d

70

3.399 d 4-5

91

4.441e-442c

87, 99

3.399 e-400 a

69

4.442a 4-b 3

66

3.399 e8- 403c8

91

4.442a 7

67

3.401e4-402a2 88

4.442b 11-c 3

68

3.403d 70

4.442 c5

70

3.403e

70, 90

6.485 d 6-e 1

72

3.410 a- 412a

87

6.485 d-e

71

3.410b 69

6.503 a

68

3.40e 6-7

93

6.505 d7-9

65

68

6.505 d11-506a2

65

3.411c3 69

8.544 c

73

3.415e4

70, 90

8.549 a

69

4.429 b-c

69

8.558 d 67

4.429 b-c

69

8.559 a 1

70

4.429 c-430 c

88

8.559 a 11

90

4.429 d 4

88

9.572 a

66

4.435 e

66

9.572 b3-7

66

4.436 a-b

66

9.580d 68

3.410 b

4.436e 66

9.581a 3-7

4.437 b1- 438 d10

68

67, 73

83

9.581b 68

4.437d3 66

9.582d7 66

4.439a

67

9.583b 73

4.439 b 4

67

9.583c- 584a

4.439 d

66

4.439 d 7

66, 67

9.590b 68

4.439e- 440a

69

4.439 e 3

68

187

9.595 a7- b1

211

9.595b 10-c 2

209

4.440a 69

9.595b 4

210

4.440b 69

9.597e6- 598d7

209, 211

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platón y la irracionalidad

Cont. República 10.602b 9-10

209

10.602c- 603a

74

10.603 d2- e1

211

10.603e 4-8

215

10.604b 12- c 1 214 10.604e 1-6 207 10.605b 3-5 211 10.605c 10-608b 8 211, 214 10.605c 11 209 10.606d 1-2 211 10.607a2-3 209 10.608 c- 611 a 75 10.611b9-612a6 76 10.614 b- 621 d 75 10.619 b- 620 d 77 10.620a 77 Sofista 253b- e

153

253d 2-3 153 263e3 180 264a9 180 Teeteto 189e6 180 Timeo 47e 117 70a 78 87c-90d 70 Plutarco Cómo debe el joven escuchar poesía 16F4 86

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Este libro se compuso en la fuente Adobe Garamond Premier. Septiembre de 2012. Bogotá, D. C., Colombia.

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