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Spanish Pages 192 [114]
IVÁN LÓPEZ CASANOVA
PENSADORAS PARA el SIGLO XXI Amar, comprender y transformar el tiempo presente Cicely Saunders Dorothy Day Etty Hillesum Teresa de Calcuta Ana Blandiana
EDICIONES RIALP, S.A. MADRID
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© 2017 by IVÁN LÓPEZ CASANOVA © 2017 by EDICIONES RIALP, S.A. Colombia, 63, 28016 Madrid (www.rialp.com)
Realización ePub: produccioneditorial.com ISBN: 978-84-321-4910-8 No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Fotografías de cubierta (de izquierda a derecha): Teresa de Calcuta; Cicely Saunders; Dorothy Day; Ana Blandiana; y Etty Hillesum.
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A mi madre, porque existe quien con su ejemplo, sin proponérselo ni darle importancia, contagia una luz tan intensa a los demás que estos la siguen reflejando durante toda su vida. A mis hermanos Rafa, Carlos e Iris, en quienes sigue brillando, desde la infancia, alegría en sus ojos y bondad en sus palabras.
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INVOCACIÓN
Que no crezca jamás en mis entrañas esa calma aparente llamada escepticismo. Huya yo del resabio, del cinismo, de la imparcialidad de hombros encogidos. Crea yo siempre en la vida crea yo siempre en las mil infinitas posibilidades. Engáñenme los cantos de sirenas, tenga mi alma siempre un pellizco de ingenua. Que nunca se parezca mi epidermis a la piel de un paquidermo inconmovible, helado. Llore yo todavía por sueños imposibles por amores prohibidos por fantasías de niña hechas añicos. Huya yo del realismo encorsetado. Consérvense en mis labios las canciones, muchas y muy ruidosas y con muchos acordes. Por si vinieran tiempos de silencio. Raquel Lanseros. Diario de un destello.
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ÍNDICE
PORTADA PORTADA INTERIOR CRÉDITOS DEDICATORIA INVOCACIÓN PRESENTACIÓN 1. CICELY SAUNDERS: EL AMOR Y SUS ALEDAÑOS 1. Un elefante en un hospital 2. Breve reseña biográfica 3. El lenguaje de las realidades mensajeras 4. Pensar con Cicely Saunders 5. Cuando llegó el otoño, nacimos al amor 2. DOROTHY DAY: LA LARGA SOLEDAD 1. Aquellos hombres grises, del color del suelo 2. Breve reseña biográfica 3. Pensar con Dorothy Day: las manos de otros solitarios 4. Un abrazo entre las sombras 3. ETTY HILLESUM: LA LIBERTAD OCULTA 1. El bostezo del caos 2. Breve reseña biográfica 3. El diario de Etty Hillesum 4. Pensar con Etty Hillesum 5. Un asomo de eternidad 4. TERESA DE CALCUTA: REENCANTAR EL MUNDO 1. La princesa de los tres rostros 2. Breve reseña biográfica 3. Los maestros de la sospecha 4. La filosofía del asombro agradecido de G. K. Chesterton 5. Pensar con Teresa de Calcuta: encontrar la puerta de ese mundo alucinante 6. Amar hasta que duela, dar hasta que duela 5. BALANCE DEL SIGLO XX: SOMBRAS Y LUCES 1. Las dos metáforas 6
2. Un mapa de carreteras, para una mayor libertad moral 3. El problema de la verdad 4. El camino de la no verdad 5. El camino de la búsqueda de la verdad 6. UNA FILOSOFÍA DE ESPERANZA PARA EL SIGLO XXI 1. El último avatar de la modernidad: el relativismo 2. Las cinco revoluciones de la modernidad 3. La revolución sexual 4. El fin de la historia: el encuentro de la revolución sexual con la filosofía postmetafísica 5. Balance global: la imposiblidad de donación 6. Hacia una postmodernidad no escéptica 7. ANA BLANDIANA: UNA PALABRA ESPIRITUAL PARA EL SIGLO XXI 1. La semilla viva capaz de germinar libertad 2. Breve apunte biográfico 3. Los poemas no son mi vestimenta, sino mis huesos 4. La soledad que daña: el individualismo 5. Un relato fantástico: aves voladoras para el consumo humano 6. ¿Quién ha vivido en una casa tan grande? IVÁN LÓPEZ CASANOVA
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PRESENTACIÓN
En un aeropuerto, preguntaron al renombrado escritor Claudio Magris hacia dónde se dirigía. Cuando indicó su punto de destino, escuchó: “Pero… eso está muy lejos”. Y él respondió: “Lejos, ¿de dónde?”[1]. Me sirve esta anécdota para subrayar la importancia de la comprensión de las coordenadas intelectuales de la cultura actual, pues sin ellas, quien no opine como nosotros aparecerá como un ser lejano, perdido y ajeno. Y eso conduce a vivir entre extraños, probablemente a la defensiva, en un ambiente de desconcierto y desencanto. Por el contrario, cuando se ama y se entiende el ambiente social e intelectual se desea participar en su mejora, y se habita con paz sobre el heterogéneo mundo que nos ha tocado en suerte. Una convicción personal nutre cada una de las páginas de este trabajo: convivir, comprender y educar en el siglo XXI son tareas complejas, difíciles y urgentes en las que todos debemos colaborar día a día. Me refiero a lograr una convivencia preciosa, cuajada, también con los que no piensan como nosotros; a trabajar intelectualmente para lograr una comprensión más honda de las antropologías que nutren el siglo presente, lo cual supone aprender con esfuerzo unas gotas de filosofía; y a conocer qué nuevos problemas debemos abordar en la educación familiar para que esta no fracase en la adolescencia, cuando el joven tiene que integrarse en un grupo y tiende a imitar las pautas morales mayoritarias para no quedar solo. De estas urgencias nace este libro. También de la carencia de un modelo cultural vigente compartido, en el que podamos apoyarnos para vivir juntos o educar con un proyecto uniforme. Porque el panorama cultural de comienzo del siglo, con sus luces y sombras, acontece entre antropologías en lucha. De este modo, colisionan las propuestas educativas y morales con sus contenidos distantes y contrapuestos. Y nos llega la información de los medios de comunicación envuelta en un clima enrarecido. Se requiere, entonces, desperezar la inteligencia y, con pasión de náufragos, atesorar una mayor formación, como una tabla a la que agarrarse para nadar por las diferencias culturales que se entrecruzan en el océano intelectual actual. Pero estoy convencido de que para culminar esa tarea se necesita, además, un amor profundo por ese mundo cultural tan chocante: a esto es a lo que van a contribuir las existencias ejemplares que se presentan en esta obra. Solo así, uniendo amor y conocimiento, se construye la paz y se ofrece la ternura[2] de nuestras relaciones interpersonales para contrarrestar la huella violenta a la que, con frecuencia, se acude como metáfora de las sociedades actuales[3]. En consecuencia, se desplegarán las vidas y las obras de unas mujeres del siglo XX cuyo mensaje valioso, balsámico, resultará estimulante para superar el desencanto social, 8
el clima mayoritario de indolencia que respiramos. Posteriormente, se ofrecerán unos conocimientos filosóficos, con lenguaje sencillo, que permitirán entender por qué hemos llegado a recalar en un contexto cultural teñido de escepticismo y de falta de referencias éticas compartidas. La sabiduría que atraviesa el tiempo y cristaliza en refranes postula que un ejemplo vale más que mil palabras. Por eso, en la primera parte de esta obra se relatará la vida de cuatro mujeres —Cicely Saunders, Dorothy Day, Etty Hillesum y Teresa de Calcuta— que consiguieron mejorar la convivencia durante el siglo XX. Ante los moribundos desahuciados por la ciencia médica, frente a los problemas de graves injusticias sociales, ante las circunstancias difíciles de odio racial y de pobreza infrahumana, ellas supieron cómo actuar; y nos dejaron su ejemplaridad como faro luminoso para nuestro complejo siglo XXI. Tal vez la compañía de su lectura nos contagie mucho de su resolución para enfrentarse a las cuestiones difíciles de la existencia: la cercanía de la muerte, porque ya no queda ninguna solución médica a la que aferrarse; la explotación laboral, también con sus múltiples disfraces; la soledad, por el abandono de la persona amada; la injusticia, por motivos sociales, raciales, religiosos o políticos; por último, la pobreza, con sus diversos rostros y grados. Sin dramatismos ni moralismos, cuánta fecundidad aporta la reflexión sobre todas estas circunstancias, sin duda las más duras de arrostrar en la propia vida o en la de las personas que queremos. Finaliza el trabajo con Ana Blandiana, una escritora y poeta rumana contemporánea, en cuya vida se entretejen la lucha por la libertad y la búsqueda de la verdad. Con las únicas armas de su pluma y su vida ejemplar plantó cara a la dictadura comunista de Chauchescu, hasta que llegó la democracia a Rumanía; y luego peleó contra el materialismo insustancial y la corrupción política de las nuevas sociedades contemporáneas. Su vida nos interpela para colaborar sin desaliento en la transformación de la sociedad. ¿Por qué se eligen únicamente mujeres? Julián Marías, filósofo español fallecido en 2005, sostenía en su Antropología metafísica que con la incorporación generalizada de la mujer a la cultura habría «una iluminación decisiva de muchos problemas que hasta ahora se han resistido tenazmente, y que acaso cedieran a esta otra manera de razón (…). Para ello tendrían que abandonarse creadoramente a su propia inspiración, dejar manar su peculiar forma de racionalidad»[4]. Así pues, en esta sociedad en la que colisionan las diferentes maneras de comprender lo humano —como cosmovisiones opuestas— la mujer está más capacitada para pensar sobre el respeto, el cuidado del otro y la escucha empática. En definitiva, la mujer atesora una gran riqueza interior para la tarea de unir razón y corazón, para entrelazar firmeza, respeto y reconciliación. Y por esto, pensar con el corazón resulta un trampolín que favorece la tarea propuesta de amar, comprender y transformar el tiempo actual. Afirma Javier Gomá que «contra lo que imaginó Kant, no somos entidades autónomas sino que, de hecho, vivimos de lleno en una red de influencias mutuas, todos somos ejemplo para todos, todos recíprocamente maestros y discípulos unos para otros»[5]. En consecuencia, para esta concepción de la persona como ser dependiente, para captar al otro en su cuidado, mi elección ha recaído sobre estas Pensadoras[6]. 9
En la segunda parte de este libro, se pretende facilitar la tarea de comprender el complejo mundo intelectual contemporáneo, las corrientes de pensamiento que, a la vez, lo fecundan y lo tensionan. Y para aclarar los planteamientos bajo los cuales aparecen las diversas manifestaciones culturales, artísticas, políticas, sociales, etc., hay que acudir sin miedo a la antropología filosófica. Me dirijo, sobre todo, al lector que no sabe filosofía, a quien estas páginas pretenden dar la mano para adentrarle en la comprensión del confuso universo intelectual con el que ha amanecido el siglo XXI. Así, podrá evaluar con su propio criterio ético, ahora más formado y maduro, las múltiples cuestiones sobre las que tendrá que enfrentarse en su vida familiar, profesional y social, y sobre las que le llegará una información contradictoria, generándole no pocas dudas y desconciertos. Sin un bagaje filosófico mínimo, son muchos los que funcionan, de hecho, desorientados, como peleles que se adaptan a los puntos de vista morales mayoritarios, como marionetas manipuladas por la publicidad, por las modas, por las campañas de divulgación, etc. Quien ama el mundo y lo entiende es capaz de transformarlo. Porque el desconcierto paraliza; por el contrario, la comprensión y la cultura nos hace más abiertos, y más serenos en nuestros juicios sobre la complejidad humana, y esto nos une mucho a los demás. «Quien tiene amigos de otros partidos políticos, otras profesiones, religiones y nacionalidades, es un hombre dichoso. Se le abre un mar sin orillas. Tratando y queriendo a la gente más variada, se ensancha su corazón, y se hace más profundo su conocimiento de la condición humana y menos radicales sus juicios sobre situaciones complejas»[7], advierte Jutta Burggraf. Pues bien, hacia este horizonte, amplio y claro, conduce la lectura de estas páginas. Escribía Ortega y Gasset en 1908: «Decía Goethe que los hombres no son productivos sino mientras son religiosos: cuando les falta la incitación religiosa se ven reducidos a imitar, a repetir en ciencia, en arte, en poesía. Tal y como Goethe debió pensar esto me parece gran verdad; la emoción de lo divino ha sido el hogar de la cultura y probablemente lo será siempre»[8]. Pues bien, el lector observará cómo esa emoción de lo divino se entremezclará con la vida de las diversas protagonistas que recorren las páginas del libro. Como es sabido, tanto el filósofo español como el poeta y dramaturgo alemán fueron personas alejadas del mundo clerical, aunque sin prejuicios. De hecho, Ortega también sentenciaba: «Yo no concibo que ningún hombre, el cual aspire a henchir su espíritu indefinidamente, pueda renunciar sin dolor al mundo de lo religioso»[9]. Esta cercanía con el rumor inmortal[10], por usar la sugerente expresión de Robert Spaemann, aletea por las vidas de las mujeres que pasearán por estas páginas; y tal vez, la frecuente presencia de lo sobrenatural también nos traslade la pregunta por «Quién es aquel que ha vivido / alguna vez en / una casa tan grande»[11], en el decir de Ana Blandiana al contemplar una catedral europea del siglo XI. Termino con un resumen de lo que intenta facilitar este trabajo: Precisamente cuando en la vida social, política y profesional abunda la corrupción; justo cuando al oír las noticias el mundo parece un estercolero lleno de atentados y guerras, un sitio indecente habitado por millones de personas que pasan hambre mientras 10
otras tiran alimentos; en estos momentos de falta de solidaridad, de levantar muros, de tanta insensibilidad ante el sufrimiento terrible de los refugiados, es la hora perfecta para tomar la decisión personal de intentar vivir una integridad personal absoluta, sin grietas. Integridad personal: si fallamos será por debilidad. Y ocurrirá, una o cien veces. Pero no será por un planteamiento mediocre, tramposo o indigno en nuestros objetivos morales. Y habrá que recomenzar la pelea ética personal e intentar no volver a fracasar. Y así una y otra vez, un día y otro. Con un amor profundo hacia la verdad, la virtud, los valores y los dones que recibimos de los demás. Contra el desaliento del corazón, contra el desconcierto en la inteligencia: amar, comprender y transformar el siglo XXI como lo han hecho algunas mujeres del siglo XX. Y solo conocer sus vidas ayuda en esa tarea, porque el mundo no es algo acabado y cerrado, sino que depende de nuestro estado interior, de cómo andamos de ilusión, de cómo somos y de cómo nos comportarnos: y de cómo vemos que se comportan los demás. Cuánto ayuda, entonces, la cercanía literaria de ejemplos vivos que se hacen nuestros.
[1] De hecho, Claudio Magris utilizó esa expresión para titular un libro posterior, Joseph Roth y la tradición hebraico-oriental, Eunsa, Navarra 2004. [2] Se emplea aquí el significado de violencia y ternura tomado del sentido con el que lo emplea Rof Carballo, como binomio que nos une a los demás o nos incomunica. Cfr Juan Rof Carballo, Violencia y Ternura, Espasa Calpe-Austral, Madrid 1988. [3] Como ejemplo, en La sociedad del cansancio (2010), Byung-Chul Han, pensador coreano afincado en Alemania, utiliza con fuerza el término de “violencia neuronal” —que infarta el alma—, y expone cómo las sociedades actuales generan cada vez más trastornos de personalidad, depresiones, personas con síndrome de desgaste ocupacional o con trastornos por déficit de Atención e Hiperactividad (TIDH). [4] Julián Marías, Antropología metafísica, Ed de la Revista de Occidente, Madrid 1970, 209. [5] Javier Gomá Lanzón, Razón: portería, Galaxia Gutemberg. Círculo de lectores. Madrid 2013, 138. [6] En 2013 escribí Pensadoras del siglo XX. Una filosofía de esperanza para el siglo xxi, en esta misma editorial Rialp. Incluía la vida y obra de las principales filósofas del siglo XX —Simone Weil, María Zambrano, Edith Stein y Hanna Arendt— y la de la psiquiatra Elisabeth Kübler-Ross. [7] Jutta Burggraf, Libertad vivida, Rialp, Madrid 2006, 86. [8] José Ortega y Gasset, Obras completas, tomo II, Taurus, Madrid 2004, 20. [9] Ibid., 23. [10] Cfr., Robert Spaemann, El rumor inmortal, Rialp, Madrid 2010. [11] Ana Blandiana, “Iglesias cerradas”, Mi patria A4, Pretextos, Valencia 2010, 57.
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1. CICELY SAUNDERS: EL AMOR Y SUS ALEDAÑOS
1. Un elefante en un hospital El camarada Rubachow, atribulado protagonista de El cero y el infinito de Arthur Koestler, solo en una helada celda, aguarda el cumplimiento inminente de su condena a muerte; y medita en silencio «pensando en ciertas preguntas cuyas respuestas hubiera querido encontrar antes de que fuera demasiado tarde»[1]. Ahora entiende que la dedicación al Partido Comunista, al que ha dedicado su vida, envuelve muchos falsos supuestos, que «las premisas habían terminado en un resultado absurdo»[2]. También vislumbra que las cuestiones decisivas no dependen tanto de un discurso con alguna lógica interna como de comprender las propiedades esenciales de la persona. El éxtasis, la contemplación o el sentimiento oceánico —según se emplee lenguaje simbólico, religioso o psicológico— resulta entonces fundamental. Porque en los momentos últimos, el ser humano se aproxima a esas verdades primeras sin miedos ni prejuicios: «En otras ocasiones se habría privado púdicamente de esta especie de fantasía pueril. Ahora no se avergonzaba. Cuando estamos en la muerte, la metafísica se hace real»[3]. Y tal vez del roce cotidiano con la muerte, de la atención sanitaria de muchos moribundos, nazca la insondable sabiduría de Cicely Saunders, pues entendió la condición humana mejor que muchos sesudos pensadores desde sus torres de marfil — incluidos los que, yendo más allá, niegan la existencia de nada que pueda asemejarse a condición humana alguna—. Porque, efectivamente, en los momentos en que la vida se escapa, nadie duda en acercarse al enfermo e intentar calmar su dolor o proporcionarle el apoyo psicológico que necesite; y de igual modo, se le procura la compañía de su familia, de las personas queridas; y también, se atienden las cuestiones espirituales de las que pende el sentido último de la vida. Ahora bien, si en estos momentos finales trasparecen las dimensiones fundamentales de la persona como ser psico-biológico, con su faceta social y espiritual, ¿por qué se ignoran estos asuntos cruciales en tantos ensayos sobre la existencia humana? En 1967 abre sus puertas un hospital distinto, pues uno de los objetivos terapéuticos principales consiste en que los pacientes se sientan en casa y que disfruten de la misma libertad que tenían en sus hogares. Se les puede visitar a cualquier hora e, incluso, las mascotas son bien recibidas: «En cierta ocasión, el propietario de un circo visitó a su padre acompañado por una cría de elefante. Aunque nadie puso objeciones, no consiguieron meter al animal en el ascensor, por lo que el paciente acabó bajando al 12
vestíbulo para verlo»[4]. Además, el St. Christopher Hospice, situado en las afueras de Londres, reúne a enfermos muy especiales: todos los pacientes han sido desahuciados. Para calar en el trasfondo revolucionario de la anécdota anterior, conviene recordar que en esa época los enfermos en fase terminal se consideraban el resultado final del fracaso de la medicina. Por tanto, la práctica habitual, cuando se les consideraba incurables, consistía en no hacer prácticamente nada. Por el contrario, la doctora Saunders planteará controlar a fondo los síntomas específicos de los desahuciados, así como sus frecuentes afecciones psíquicas; también, atender las cuestiones espirituales tan propias de esos momentos finales. Además, como consecuencia de intuir que los últimos días de la vida son de gran valor para los enfermos y sus familias, ampliará el objetivo terapéutico, incluyendo en él a los familiares para ayudarles a sobrellevar el duelo. La dignidad propia del trance final de la vida ha sido objeto de atención de algunos autores desde tiempos pretéritos. Por ejemplo, Tácito subraya la relevancia de esos momentos últimos en la vida de Séneca, relatando que le prohibieron escribir unas letras de despedida a sus amigos: «Que, “puesto que se le prohibía agradecer sus servicios les deja al menos el único bien que le restaba, pero el más hermoso de todos: la imagen de su vida”»[5]. Karl Jaspers, ahora en el siglo XX, también captó el valor vital de la cercanía de la muerte. Como se sabe, este psiquiatra y filósofo intuyó la importancia de las «situaciones límite», significando con ese término las diversas circunstancias de gran densidad ontológica que acontecen en la existencia. Y entre ellas, incluyó la muerte, es decir, la proximidad del fallecimiento, todo el proceso de conocer que ya nos quedan pocas jornadas para gastar. También, Sándor Márai, escritor húngaro fallecido en 1989, afirmaba que «la proximidad de la muerte confiere a la conciencia más fuerzas que desánimo»[6]. Aunque su sentencia, recogida del Diario en el que apunta trazos de sus últimos años, se da de bruces con el suicidio con el que puso fin a su existencia, poco tiempo después del fallecimiento de su mujer. (Tal vez, sea un ejemplo paradigmático de la necesidad de compañía en los momentos finales, que tan bien comprendió la doctora Saunders). Por último, el testimonio del poeta español Ángel González, contenido en el poema que se transcribe —aunque acaso convendría sustituir “últimos años” por últimos días—, también supone una valiosa exposición de la grandeza existencial de la vejez o de la proximidad del deceso. ¿Qué sabes tú de lo que fue mi vida? Ahora sólo ves estos últimos años que son como la empuñadura de un cuchillo clavado hasta el final en mi costado. Arráncalo de golpe y un borbotón de sueños salpicará tu rostro. Podría dejarte ciega. Ten cuidado.[7]
Pero estas reflexiones, filosóficas o literarias, no se habían traducido en atención médica cotidiana de los moribundos. Y su abordaje resume la gran aportación de la protagonista 13
de nuestro relato, cuya revolución, además, se ha extendido a todo el mundo. Sus ideas germinales y la práctica asistencial iniciada en el Hospice St. Christopher esculpirán un estilo propio en las Unidades de Cuidados Paliativos, y luego se implantará por toda la geografía mundial.
2. Breve reseña biográfica A Gordon Saunders y Chrissie les nació su primera hija el 22 de julio de 1918. Fue bautizada con el nombre de Cicely Mary Strode Saunders. También, a esta familia de prósperos recursos económicos, le llegarán dos hijos varones: John, dos años más tarde, y Christopher, ocho años después. Los primeros recuerdos de Cicely no esconden consideraciones negativas, pues guardaba mala memoria de su paso por la escuela y de sus amigas del colegio. Quizás por su gran estatura física o por su fina inteligencia, no lograba conectar bien con las otras alumnas. Además, al cumplir diez años, la enviarán a un primer internado. Y posteriormente, su padre decidió inscribirla en otra institución educativa, de nuevo como interna: «Ni siquiera lo habló conmigo. Yo tenía catorce años y pensaba que mi padre debería haber confiado en mí»[8]. Y, aunque vivió este último periodo colegial con mucha insatisfacción, también se sabe que terminó por ser nombrada delegada de la escuela: “No es una líder nata, aunque sí una buena delegada”, afirmaría la directora del colegio. Pero los problemas escolares no suponían la única fuente de sufrimientos, porque desde su propio ámbito familiar le llegaban mayores motivos para la pena. El matrimonio Saunders no funcionaba, y continuas desavenencias coloreaban de tristeza el ambiente hogareño. Cicely se llevaba bien con su padre, a quien admiraba. Pero no puede decirse lo mismo respecto de su madre, la cual era fría, distante e incapaz de superar los sentimientos de lejanía afectiva respecto de los demás. En realidad, la señora Saunders no poseía grandes dotes para el manejo de la casa ni para la educación de sus hijos, mostrándose muy inaccesible. De hecho, su papel lo sustituyó en estos primeros años Lilian Gardner, la niñera contratada para atender al pequeño Christopher. Para Cicely, a la que Lilian solo sacaba siete años, fue como una amiga mayor con la que reía a gusto. Más tarde, el papel materno fue suplido, de nuevo, por una hermanastra de su padre, Tía Daisy, quien poseía un carácter adorable y quería de modo especial a Cicely. Ahora bien, no todo caía del lado gris en la vida de nuestra protagonista, pues como era frecuente en una familia acomodada, se jugaba al tenis, se montaba a caballo o se hacía surf, deporte este en el que Cicely destacaba con brillo propio. Y, aunque no se podía afirmar que el ambiente familiar favoreciera la dulce confianza propia de la infancia, el trato con sus hermanos resultaba natural y lleno de afecto. Al finalizar los estudios escolares, Cicely comenzó los estudios de Ciencias Políticas, Económicas y Filosofía en la Universidad de Oxford. Pero, al poco tiempo, estalló la Segunda Guerra Mundial. Entonces se presentó en la Cruz Roja británica para ofrecer sus servicios. Y trabajando en estas tareas de enfermería comprendió que por ese camino podría canalizar sus capacidades y anhelos, por lo que decidió abandonar los estudios iniciados para formarse después en esa disciplina sanitaria. 14
Pero una nueva contradicción se atravesaría en su vida, ya que desde estos primeros años de trabajo como enfermera, esta actividad le provocaba fuertes dolores de espalda como consecuencia de ser larguirucha y de una desviación de la columna vertebral a la que se añadió la aparición de una hernia discal. Por eso, después de intentar todos los remedios posibles, el médico le prohibió el ejercicio de la enfermería, y ya nunca volvería a trabajar en aquello que tantas satisfacciones le hubiera proporcionado. Fue un golpe duro. Ante esta situación, decidió diplomarse como trabajadora social para seguir en contacto con los enfermos. Además, durante este tiempo se sometió a una operación de espalda, interrumpiendo sus estudios durante seis meses. Al fin, con veintinueve años Cicely encontrará trabajo en el Hospital St. Thomas como trabajadora social sanitaria, y se ocupará del cuidado de los enfermos con cáncer. En este tiempo, tendrá lugar la separación definitiva de sus padres, y Cicely se encargará de buscar un piso para su deprimida madre, de quien, por cierto, escuchará con frecuencia la amenaza de suicidio. Los padres de Cicely no volverían a verse nunca más, como consecuencia de esta separación precedida de tan fuertes tensiones. Años después de la muerte de Gordon, Chrissie fallecería en el hospital que dirige su hija quien, felizmente, la podrá cuidar durante esos momentos difíciles. Junto a estos sufrimientos familiares, en el alma de Cicely acontecerá una importante transformación espiritual. La familia Saunders no era muy religiosa; no asistían al templo en familia ni le enseñaron prácticas piadosas. Y si bien durante sus años infantiles Cicely acudía a la capilla del colegio, «en sexto curso la lectura de Bernard Shaw la llevó a declararse atea con su característica determinación. A partir de entonces solo entraba a la capilla para cantar en el coro»[9]. Pero durante su estancia en Oxford leyó a C. S. Lewis e incluso participó en el club socrático que este presidía; también le influyó la lectura de Dorothy Sayers y de otros autores espirituales. En consecuencia, comenzó a asistir a servicios religiosos. Aunque, «hasta el momento todo aquello ocupaba su cabeza, no su corazón»[10]. La ocasión para su conversión radical, en la que surgió un encuentro personal con Jesucristo que persistirá durante toda su vida, fue la asistencia con unos amigos, todos cristianos evangélicos, a una casa en el campo: «Al acabar uno de los servicios, Cicely subió a su habitación y se puso a rezar: “Señor, quizá hasta ahora me hayan dominado los sentimientos y no he sido sincera cuando te he dicho que quiero intentarlo, que quiero creer en ti y ponerme a tu servicio. Pero, por favor, ¿no podrías hacerlo ya?” Y fue como si Dios me dijera: “No eres tú quien obra, sino Yo”. En ese momento sentí cómo el Señor me transformaba, cómo encajaba todo en su sitio»[11]. Además, otro acontecimiento zarandeará la vida de esta mujer de veintinueve años: Cicely conocerá el amor, pero en circunstancias muy peculiares. David Tasma era un paciente judío agnóstico procedente del gueto de Varsovia, y ahora se encontraba desahuciado en el hospital donde Cicely trabajaba. Pronto pasó a ser un buen amigo, y las visitas fueron aumentando en su duración. Hasta que un sábado después de “una tarde deliciosa” se dio cuenta de que se había enamorado: «Antes de la muerte de David tan solo pudieron estar juntos en veinticinco ocasiones»[12], nos relata su biógrafa.
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Con delicadeza y respeto por sus diferentes convicciones religiosas, hablaron mucho de la muerte, de cómo ayudar a quien se encuentra en situación terminal. Gracias a esto, la persona que cambiará el futuro de la medicina en la atención a los pacientes desahuciados comprenderá de un modo revolucionario lo relativo a las necesidades de los moribundos, precisamente por haber estado profundamente enamorada de uno de ellos. En la biografía de Du Boulay, se lee: «Le reveló la importancia del cuidado integral de los enfermos en fase terminal (…). Por supuesto, que existía una necesidad apremiante de aliviar el dolor de un modo más eficaz y continuo, pero eso no era todo: también había necesidades espirituales, emocionales y sociales que atender»[13]. También de esta relación amorosa germinará la decisión de Cicely de dedicar su vida a la atención a las personas terminales, pues ella siempre lo interpretó como una respuesta de Dios a su oración: «Ahora sabía que, de una u otra forma tenía algo que hacer por ellas; ahora conocía la respuesta a su pregunta: “¿Qué he de hacer para darte gracias y ponerme a tu servicio?”»[14]. Pero todavía desconoce cómo llevar a buen puerto todos esos sueños e ideales. Por eso, sigue trabajando con enfermos de cáncer, ahora en turno de noche. Se preocupaba por el tema del dolor y quería modificar muchas circunstancias, pero no era fácil. Hasta que un día hablando con un doctor y amigo sobre estas cuestiones, este le sugirió que estudiara medicina. Así fue como, a sus treinta y tres años, decidió iniciar esta licenciatura, superando muchas dificultades, entre otras la carencia de estudios de ciencias en su formación juvenil. Y tras largos años y no pocos sacrificios, en ocasiones preparando exámenes en la cama por sus dolores de espalda, se licenció en Medicina y comenzó a trabajar en un equipo de investigadores sobre el estudio del dolor. Sin olvidar la sabiduría no escrita, la que solo perciben unos ojos enamorados, y con la capacitación obtenida en estos estudios, en el Hospital St. Joseph logró implantar una práctica novedosa: dar medicación para el dolor de modo pautado, y no solo cuando el enfermo la solicitaba. También empezó a involucrar a las familias en las atenciones de los pacientes. Abordaba no solo el síntoma del dolor, sino la soledad o el miedo a morir: el dolor global de una persona, de alguien individual y único. Durante diez años permaneció con ese trabajo antes de poner en práctica su sueño profesional: construir un hospital de nueva planta donde todo contribuyera a tratar a los enfermos incurables incorporando cuanto fuera necesario y con un planteamiento jamás visto hasta ese momento —ni siquiera imaginado— en el mundo sanitario: «El paciente puede obtener de esta etapa de la vida más fruto que de ninguna otra, convirtiéndola en algo que lo reconcilie y complete. Eso es lo que más consuelo traerá para los familiares y les ayudará a reanudar la vida normal. ¿Quién es capaz de medir hasta dónde pueden llegar las consecuencias?»[15]. A la edad de cuarenta y un años, la doctora Saunders decide participar en un retiro espiritual con unas monjas. Al terminar ya conoce la misión que debe realizar con su vida y se siente segura: juntar la atención médica con la ayuda espiritual. Para ello se hace necesario fundar una institución nueva donde trabajar con esas credenciales. Y después de laboriosos esfuerzos para explicar el proyecto y para conseguir su
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financiación, se inaugurará el Hospice St. Cristopher ocho años después, en 1967, en un edificio de nueva planta. Pero no adelantemos acontecimientos, porque, en mitad de todo este ajetreo, Cicely se enamora de otro paciente con cáncer terminal: Antoni será «la experiencia más dura, más serena, más contenida y liberadora que he vivido nunca»[16], en palabras de la propia Cicely Saunders. Resulta estremecedora la lectura del diario de nuestra protagonista en el que, consciente de protagonizar un amor de corta duración, va anotando sus sentimientos y vivencias. Antoni Michniewick padecía una enfermedad terminal, por lo que estaba ingresado en el hospital. Era un polaco católico que abandonó el país como prisionero de guerra. Estaba viudo, y su hija Anna constituía toda su familia. «Ese día, mientras Anna charlaba con su padre, Cicely se presentó en la sala para felicitarla. Los ojos de Antoni se llenaron de lágrimas y Cicely le tomó la mano. “Él la besó y entonces Anna dijo: ‘Mi padre se ha enamorado de usted, doctora’. ‘No sabía cómo decírselo’, continuó Antoni; ‘por favor, no se ofenda’. Y yo le contesté: ‘Claro que no me ofendo. Se lo agradezco’. Y le dejé. Pero, en un instante y sin previo aviso, mi mundo se había desbaratado”»[17]. A partir de aquí comienza una relación de amor apasionado que quedará recogida en el diario de la doctora Saunders. Expresiones como «acariciarse con los ojos», «embargados de felicidad», «el mejor momento de todos, fuera del tiempo» o «me ha dirigido una sonrisa de otro mundo», aparecen en esas anotaciones, como podrían escribirse en cualquier diario de un noviazgo juvenil. Por segunda vez, había vuelto a enamorarse de una persona desahuciada: «Ahora lo único que puedo hacer por él es rezar. ¡Cuántas cosas me gustaría decirle y oírle decir! Pero es una tontería, porque si mañana, cuando yo llegue él ya se ha marchado, conocerá todo lo que quiera o haya deseado conocer, “brillando después de la lluvia”. Ojalá le hubiera dado más, ojalá le hubiera conocido antes, ojalá pueda ayudarle en el poco tiempo que le queda. Pero eso Señor está solo en tus manos y yo lo acepto —intento hacerlo—»[18]. Y como una enamorada cualquiera, anota: «Me ha cogido de la mano, apretándola, y la ha besado una y otra vez. Yo he tomado la suya diciéndole: “Amor mío, mi amor, mi único amor”. He dejado mi mano en la suya y, solos y en silencio, hemos disfrutado de esa paz durante un rato (…). Y nos hemos quedado en silencio, embargados de felicidad, amándonos el uno al otro, hasta que las enfermeras han apagado las luces y demás…»[19]. Mientras se va acercando el momento final en la relación entre Antoni y Cicely, los sentimientos se intensifican. Así, en su diario, la doctora registrará este apunte: «Cuando le he preguntado: “¿Quieres que me quede?”, me ha dicho: “Claro que quiero… Eres mi amor, mi ángel” (…). Luego me ha mirado lleno de amor y confianza. Y cuando le he dicho: “Créeme, no he sido yo la que he dado, eres tú quien me ha dado a mí, y te doy la gracias”, él ha respondido: “Te creo”. Sus ojos iban de mi rostro al crucifijo y del crucifijo otra vez a mí. Creo que ha sido el mejor momento de todos, fuera del tiempo»[20]. También resulta conmovedora la narración de la primera vez que la doctora puede abrazarle —atiéndase a que estamos asistiendo a una relación intensa de una enamorada, pero en una sala con otros seis pacientes moribundos—: «Hasta ahora no me había dado cuenta de lo consumido que está. (…). Le he incorporado varias veces para 17
que pudiera mirar el crucifijo (ha sido la única vez que lo he tenido entre mis brazos)… por un momento hasta he podido reclinar mi cabeza sobre él… Le he dado varias veces de beber y le he ajustado la mascarilla»[21]. Lógicamente, en esas conversaciones hablarán del futuro proyecto para los enfermos terminales que Cicely tiene en la cabeza y en el corazón. Y, en consecuencia, las necesidades de los moribundos se presentarán con contornos bien definidos, los que capta la mirada del amor real y apasionado. Esto será lo que cristalice en el futuro Hospice y en su trabajo durante los años siguientes. Ahora bien, esa fuente preciosa de cimientos para los cuidados paliativos futuros, no impedirá que, tras la muerte de Antoni, ella sufra un intenso desgarro. Y, nuevamente, la experiencia de su propio dolor será fecunda, pues servirá para plantear la necesidad de afrontar el duelo de los familiares de los fallecidos como un importante objetivo terapéutico. Por fin, en el año 1967, tras no pocas dificultades y gestiones para recaudar fondos económicos, se inauguró el hospital St. Crhistopher, construido de nueva planta. A partir de aquí la vida de Cicely se centrará en llevar a la práctica todas sus ideas respecto a los pacientes desahuciados. El Hospice irá siendo conocido —e imitado— en su modo de atender a los pacientes terminales, y nacerán muchas instituciones de este tipo, con su mismo estilo, por todo el mundo. En consecuencia, en 1986 la Organización Mundial de la Salud, apoyada en los conceptos de dolor global de Cicely Saunders, publicará la definición de una nueva especialidad, la que hoy conocemos como Cuidados Paliativos. En muchos países, incluido el nuestro, existe una red de instituciones para dar cuidados paliativos, en las que se trata al enfermo como un bios —se atienden los síntomas físicos limitantes: dolor, disnea, vómitos, etc.—, se cuida la psique del enfermo, su espiritualidad —pues en el equipo terapéutico se integran a sacerdotes, pastores y rabinos—, y se procura cuidar con el mismo rigor médico y técnico el duelo de la familia. En definitiva, se atiende a los pacientes con el aroma original con el que lo inició la doctora Saunders en el Hospice de St. Christopher. Al pasar los años le llegarán numerosos reconocimientos por su labor, y diversas distinciones honoríficas. En el año 1979 fue nombrada Dama de honor del Imperio Británico; más adelante se le concede el premio Templeton, el mayor reconocimiento mundial en relación a la promoción de valores espirituales. En 1989, la Reina de Inglaterra le otorga la Orden del Mérito, el mayor honor para los ciudadanos de ese país, pues sólo la pueden ostentar veinticuatro miembros en el mismo tiempo. Por último, además de varios doctorados honoris causa en diversas instituciones, se le concedió a St. Christopher el premio humanitario más importante del mundo, equivalente al Premio Nobel, que concede la fundación Conrad N. Hilton, dotado con un millón de dólares en aquel año de 2001. Pero antes de terminar este relato biográfico breve, hay que anotar que en 1963, cuando nuestra protagonista cuenta con 45 años, conocerá a Marian Boshusz-Szyszko, un pintor —también de origen polaco— algo mayor que ella. Después de varios años, establecerán una relación sentimental que culminará, tras una década de noviazgo, en una boda privada cuando ella alcanza los sesenta y un años y él los setenta y nueve. El matrimonio dará una gran felicidad a Cicely Saunders durante bastante tiempo, pues Marian morirá a los noventa y cinco años de edad. 18
Por último, después de seguir ayudando en los trabajos de su propia fundación médica, la iniciadora de los cuidados paliativos fallecerá en 2005 en su Hospice St. Christopher, rodeada del afecto del personal de su comunidad de trabajo y recibiendo los cuidados de los que ella fue pionera.
3. El lenguaje de las realidades mensajeras La tarea de la doctora Saunders ofrece un suelo perfecto para la reflexión sobre aquellas realidades en cuyo abordaje no resulta adecuado el método científico, es decir, para las realidades mensajeras, en la preciosa expresión de Rof Carballo, aquellas en las que se juntan conocimiento y amor: las realidades creativas, los valores éticos, las relaciones interpersonales, la experiencia religiosa… Porque sobre el método científico todos hemos recibido una formación precisa: observación empírica y toma de datos; hipótesis inicial y confirmación de la proposición mediante experimentos; control y predicción de los fenómenos una vez conocida su causa; y aplicación mediante la técnica de esa ley científica, universal e impersonal que no admite excepción. Pero sobre otro tipo de realidades como, por ejemplo, el sentido de mi vida, la tarea moral de cada ser humano o el valor de la vida, poseemos escasa información respecto a cómo deben ser abordadas intelectualmente. Un análisis interesante de las características de este tipo de racionalidad no científica lo ofrece Alfonso López Quintás. De un modo resumido, este pensador español expone que el acceso a la razón creativa a las realidades mensajeras o ambitales resulta arduo: solo quien se educa con esfuerzo podrá disfrutar del arte contemporáneo o de una poesía, por ejemplo. Pero, al principio, se necesita de un cierto sacrificio para ser capaces de percibir su contenido. Y esto mismo sucede con las cuestiones éticas y religiosas. De esta forma, la adecuada formación para tener criterio moral —o para avanzar en el camino de la vida espiritual— requerirá de una cierta ascesis, pues no se adquiere sin ella ni, por supuesto, dejándose llevar por lo que uno siente. Además, estas realidades creativas sólo se comprenden cuando se viven, y, de nuevo, esto mismo se podría predicar de los asuntos éticos o religiosos. En consecuencia, si se espera pasivamente para entender, posiblemente no se acceda nunca a su conocimiento. Efectivamente, resulta fácil caer en la cuenta de que solo quien se involucre en una realidad artística y empiece, por ejemplo, a oír música clásica —tal vez sin captar del todo su profundidad—, será, por último, capaz de percibir su honda riqueza. Pero quien espere pasivamente a que primero le guste este tipo de música, para entonces decidirse a escucharla, quizás nunca llegue a ser capaz de absorber su belleza: son realidades comprometidas; o sea, necesitan de un compromiso inicial de la persona para que luego esta reciba su contenido maravilloso. López Quintás explica, además, que no existe un criterio externo de verdad para las realidades mensajeras, o sea, que no se pueden demostrar con argumentos irrebatibles. Por el contrario, el juicio de verdad de este tipo de experiencias lo da el enriquecimiento interior, y resulta, por tanto, interno. En consecuencia, nunca se podrá convencer de la belleza de un poema, o de la grandeza de un determinado cuadro, a alguien que no posea una mínima formación o interés. Y, nuevamente, lo mismo ocurre con las cuestiones 19
éticas y espirituales. Quien no posea experiencia de lo ético, o no mantenga una cierta disposición de apertura para aprender, quizás no sea capaz de comprender la moralidad o inmoralidad de una conducta concreta. Y tampoco se le podrá explicar de un modo irrefutable, aunque sí se le podrán ofrecer diversos argumentos razonados.
4. Pensar con Cicely Saunders La vida de Cicely Saunders ayuda a profundizar sobre el amor que conoce. Sobre aquello a lo que ya Max Scheler refería como que siempre el amante precede al conocedor. O lo que, en el mismo sentido, reza la célebre sentencia de Antoine de SaintExupéry, en referencia a la insuficiencia de la razón para abordar las cuestiones nucleares de la existencia humana: «Solo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos»[22]. En este sentido, afirmaba Romano Guardini que toda persona posee diversas notas en las que se manifiesta su modo de ser, pero también una última cualidad inexpresable que solo atisba a comprender quien le ama. Y, de nuevo, en esta aguda observación el amor se prioriza sobre el conocimiento lógico-deductivo para el ámbito de las relaciones interpersonales. Y esto mismo se podría afirmar para el arte, la ética, lo religioso, etc.; para aquellas realidades de tipo inmaterial. En sentido contrario, pero con la misma lógica de fondo, merece la pena considerar que el resentimiento ciega para los valores, como también analizó detenidamente Max Scheler. Una aplicación fecunda del entrelazamiento entre conocimiento y amor resulta de su aplicación a las relaciones de pareja. En ese sentido, Gustave Thibon afirmaba: «Así, no amamos a un ser porque sea único, sino que, al contrario, llega a ser único porque lo amamos. Es el amor el que nos eleva a la existencia irreemplazable e inmortal»[23]. Efectivamente, el amor comporta la tarea de hacer única a la persona amada. Porque si no se entiende así, llegará un día en que esa persona no parezca tan única y, entonces, en el suelo de la relación aparecerá la grieta de la duda. Además, como el que duda no puede amar, la propia duda irá agrandando la separación afectiva y, más pronto que tarde, se traslucirá un cierto desencanto que seguirá agigantando el daño de la relación amorosa. De forma contraria, si se comprende que a una persona se la hace única con la decisión de quererla más, las dificultades, en lugar de suscitar dudas, conducirán a reforzar más la relación para superarlas. Además, el amor que conoce facilita entender la importancia de lo formal a la hora de tratar a los demás. Porque toda comunicación contiene dos elementos, uno visible o material (el contenido de la comunicación) y otro invisible o formal (la relación que acompaña a lo que comunicamos). Pues bien, cuando hay un desencuentro no proviene de la diferencia de contenidos, sino del daño en la relación interpersonal. Con otras palabras: nadie se enfada porque otra persona tenga una opinión distinta; y lo contrario: cuando la relación no es la ideal, por cualquier nimiedad se llega a una discusión acalorada. En consecuencia, la aparición de malestar en una relación interpersonal nos debe llevar a reforzar el afecto, a intensificar la relación y aumentar el cariño, y no a tratar de convencer a la otra persona con argumentos y más argumentos. El poema “Rupturas”, de Carlos Javier Morales, recoge bien esta cuestión: 20
Toda amistad que muere es un fracaso. Y uno se va seguro, con su razón al hombro, su terquedad perfecta y su honor limpio. Cuando llega a casa, al fin se siente libre, pero ¿por qué parece más estrecha? (…) Toda amistad que muere tiene siempre un motivo, una razón de peso, una verdad sublime que no puede dudarse, que oscurece los lazos que nos unen, lo que somos. Toda amistad que muere es un fracaso de la verdad entera[24].
En estos versos se distinguen bien los dos elementos de la comunicación: contenidos y relación. Cuando se deshace una amistad, efectivamente existe un motivo, un contenido de comunicación que podría justificar la ruptura. Pero el poeta afirmará que esa no es la causa, que eso resulta una explicación superficial, y por ello se achica nuestra casa existencial. Porque aunque se posea una razón, lo que realmente falla es la relación invisible, lo formal, el corazón, la relación interpersonal agrietada que es elemento necesario para la verdad entera. Javier Gomá explica que «las relaciones interpersonales «requieren un sentido especial, un sensus, que emparenta con la confianza, la credulidad, la mutualidad con el otro personal. Solo disfruta de una obra teatral quien, en términos de Coleridge, suspendiendo su incredulidad “se cree” lo que está viendo: ¿quién soportaría a su lado a un aguafiestas que le recordase que todas las pasiones desatadas en escena son solo ficción, los personajes actores, y la acción pura fantasía? (…). Y mirando las relaciones interpersonales, una disposición de apertura no solo permite el conocimiento de otro yo sino que condiciona la existencia misma de esa relación, de manera que aquí la fe crea su propia verificación: así la amistad o el amor, fundados en la confianza mutua que existe solo cuando recíprocamente se alimenta»[25]. Y esta fue la llave maestra que facilitó la entrada de Cicely Saunders a la realidad de los enfermos en fase terminal, y que había resultado invisible para el método científico.
5. Cuando llegó el otoño, nacimos al amor La vida y la obra de Cicely Saunders sirve bien para comprender la necesidad de ampliar la razón, al sumar a la lógica argumental el plus que aporta el corazón y del que nace el sensus, al entender que el método científico no posee el monopolio del conocimiento racional. También que para muchos aspectos nucleares de la vida resulta necesario partir de un corazón enamorado, de disposiciones adecuadas para abordar el trabajo profesional o la propia vida con sus contradicciones, así como para afrontar la vida política de una sociedad concreta, en las que se mezclan múltiples elementos de difícil equilibrio; asimismo, solo bajo este abordaje relacional se accede al núcleo de la experiencia religiosa e incorporar los valores trascendentes que dan sentido a la vida humana. Esta cuestión resulta fundamental para la convivencia en el siglo XXI, en las sociedades actuales en las que se mezclan diversas antropologías y distintos enfoques —a veces contrarios— sobre cuestiones esenciales. Precisamente cuanto más alejados se 21
encuentren los discursos intelectuales de otras personas en relación a los nuestros, se hace más necesario la cercanía del corazón: encontraremos elementos de unión, y nos acercaremos con el afecto a los que tan separados se hallan en el plano de las ideas de fondo. Así, incluso, podríamos hacerles cambiar, pues podrían conocer si nuestra vida real es fecunda, bajo una amistad por encima de esas rivalidades absurdas que impiden la búsqueda en común del verdadero bien al que todos aspiramos. También, aprenderemos de los demás en otros aspectos insospechados. Esto es, en verdad, querer transformar la sociedad y amar el mundo en el que se habita. Y es el resumen de la vida de Cicely Saunders, en la que se mezclaron armoniosamente conocimiento y amor, verdad y bien. Como en el poema “Nacimiento del amor” de Antonio Colinas, del que se transcriben los últimos versos. También porque aparece algo que no siempre se muestra: que siempre estamos a tiempo para recomenzar la existencia y emprender una acción ejemplar. Cuando la luna roja decreció, cuando el aire se impregnó del aroma pesado de los frutos, cuando fueron más tristes las noches y los hombres, cuando llegó el otoño, nacimos al amor[26].
[1] Arthur Koestler, El cero y el infinito (1941), Ediciones Destino, Barcelona 1974(2ª), 281. [2] Ibid., 285. [3] Ibid., 283. [4] Shirley du Boulay, Cicely Saunders, Palabra, Madrid 2011, 172. [5] C. C. Tácito. Obras completas. Anales, M. Aguilar, Madrid 1946, 588-589. [6] Sándor Márai, Diarios 1984-1989, Narrativa Salamandra, Barcelona 2008, 33. [7] Ángel González, Palabra sobre palabra, Seix Barral, Barcelona 2002, 447. [8] Shirley du Boulay, op., cit., 27. [9] Ibid., 57. [10] Ibid., 58. [11] Ibid., 59. [12] Ibid., 66. [13] Ibid., 69. [14] Ibid., 71. [15] Ibid., 103. [16] Ibid., 127. [17] Ibid., 128. [18] Ibid., 129. [19] Ibid., 129. [20] Ibid., 137. [21] Ibid., 137. [22] Antoine de Saint-Exupéry, El Principito (1943), Círculo de Lectores, Barcelona 1989, 74.
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[23] Gustave Thibon, Nuestra mirada ciega ante la luz, Patmos-Rialp, Madrid 1973, 150. [24] Carlos Javier Morales, “Rupturas”, Nueva estación, Biblioteca Nueva, Madrid 2007, 112. [25] Entrevista a Javier Gomá, realizada por Juan Claudio de Ramón, publicada por la revista Jot Down. http://www.jotdown.es/2014/03/javier-goma-en-la-cultura-moderna-no-tenemos-un-lugar-para-pensar-y-sentir-losublime/ (consultada el 31 de marzo de 2017). [26] Antonio Colinas, “Nacimiento del amor”, Preludios a una noche total, Adonáis, Rialp, Madrid 1969, 11.
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2. DOROTHY DAY: LA LARGA SOLEDAD
1. Aquellos hombres grises, del color del suelo El fondo de toda vida humana se asienta en una cierta insuficiencia, porque requiere la posesión de algunas necesidades imposibles de alcanzar. Y estos deseos insatisfechos nos acompañan durante todo el transcurso del camino. A la vez, de estas carencias cuelgan la belleza y el sentido del mismo existir, pues evidencian nuestra indigencia intrínseca, nos impulsan a la donación y facilitan la entrega amorosa que acerca a la plenitud. Ahora bien, con ello no desaparece la contradicción, pues insuficiencia íntima y deseos de infinitud resultan términos contrarios. A esas paradojas esenciales hizo referencia el poeta español Miguel Hernández y, desde la ternura herida de su escritura, describió la vida como algo que duele, cantó a la existencia llena de deseos cuya satisfacción no resulta posible. En sus versos abordó la insuficiencia del amor que aspira a infinitud, especialmente en el libro de título expresivo El rayo que no cesa. También, en la conocida “Elegía a Ramón Sijé”, el gran poema del dolor por el fallecimiento del amigo, poetizó a la muerte, otro vacío con el que entrechoca nuestro deseo de pervivencia. «Su última poesía nace como chorro de la fuente del dolor y del amor. Era un creyente. Y creyó siempre en lo mismo, “en el rayo que no cesa” y en el amor que no acaba»[1], afirmó María Zambrano, amiga y conocedora de su lírica. De su peripecia existencial nacieron versos íntimos escritos poco antes de su fallecimiento, cuando en su poesía despuntaba lo esencial: Llegó con tres heridas: la del amor, la de la muerte, la de la vida. Con tres heridas viene: la de la vida, la del amor, la de la muerte. Con tres heridas yo: la de la vida, la de la muerte, la del amor[2].
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Pero hay personas que con su existencia van dando forma a la llave que abre, al menos en parte, las grandes preguntas sobre la condición humana y, con ello, consiguen restañar buena parte de las heridas que nos afligen. Y algo de ese efecto liberador se contagia cuando se comprenden los motivos que guiaron sus pasos. Esto es lo que puede aportar el conocimiento de la vida de Dorothy Day y cuál fue su secreto, lo que ella descubrió y puso en práctica, lo que le permitió realizar una obra ingente en pro de las clases sociales más desfavorecidas. ¿Por qué Dorothy Day eligió el título de La larga soledad para la su autobiografía? ¿No condensará ese título buena parte de la clave de su vida?: Estaba sola, mortalmente sola. Y no tardaría en comprobar una y otra vez, como ya había hecho en tantas ocasiones, que las mujeres especialmente son seres sociales que no se contentan únicamente con tener un marido y una familia, sino que han de tener también una comunidad, un grupo, un intercambio con otros. Un hijo o una hija no es suficiente. Un marido y unos hijos, por muy ocupada que la tengan, tampoco lo son. Nosotras, las mujeres, lo mismo las jóvenes que las viejas, somos especialmente víctimas de la larga soledad, incluso en los años más activos de nuestras vidas[3].
Efectivamente, esta declaración contiene la respuesta a los interrogantes planteados: la belleza de la existencia consiste, precisamente, en el cuidado de esas heridas en el alma de los demás. Así se cura la propia herida de la vida a la que el poeta español hacía referencia. Dorothy Day comprendió que el sentido de una existencia plena consiste en abandonar la larga soledad que conlleva el existir para poner todas nuestras capacidades al servicio de los que menos poseen, porque su soledad es aún mayor. Así llegó a fundar el movimiento Catholic Worker en 1933, a luchar en favor de las clases trabajadoras desprotegidas —sin apostar por la lucha de clases, sin resentimientos— y a mantener una postura radical por el pacifismo. Con estos ideales conquistó una gran fecundidad, y su ejemplo resulta iluminador para nuestro siglo XXI tan necesitado de aprender a construir un nosotros comunitario que acoja a todos. En esos mismos años en España se luchaba por las clases trabajadoras, para mejorar sus condiciones de trabajo y de cultura, pero con un fondo de odio entre las clases sociales que cristalizaba en luchas violentas. María Zambrano afirmó, en referencia a esos momentos, que «el comunismo se apareció así para muchos, casi todos los poetas de aquellos tiempos, como el recinto más atrayente por prometedor de inmediato. Y apenas se hablaba de otra cosa. La cuestión, según incesantemente también se me presentaba por otros amigos, poetas casi todos, era esta: ¿Cómo hacerse entender por el hombre anónimo que sufre y trabaja en términos de religión? Nada les dice ya. En lugar de la salve, cantan la internacional»[4]. De forma distinta, lo más genuino de la acción desplegada por Dorothy Day radica en que supo unir la piedad del canto religioso con la cercanía a la lucha de los desposeídos. Y, aún más, intuir que precisamente eso era lo más nuclear del mensaje evangélico: la preferencia por los pobres. Pero sin odios ni violencias, con caridad, con oración, apoyando la acción social en los contenidos de la Doctrina Social de la Iglesia Católica. Tras finalizar de la Guerra Civil Española, Miguel Hernández —que participó como soldado y como poeta, adscribiéndose al Partido Comunista, y que llegó a alabar la
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violencia y la sangre— escribió unos versos de madurez, que cargan de razón al pacifismo de Dorothy Day, y a su sabio entrelazamiento de amor y lucha sin rencor: Tristes guerras si no es de amor la empresa. Tristes, tristes. Tristes armas si no son las palabras. Tristes, tristes. Tristes hombres si no mueren de amores. Tristes, tristes[5].
Crear una comunidad para ofrecer amor y voz a los que menos poseen, «aquellos hombres grises, del color del suelo»[6], y fomentar el pacifismo como punto de partida innegociable son las claves por las que la vida de Dorothy Day fue muy fructífera, ejemplo extraordinario para las mujeres y hombres de nuestro siglo XXI.
2. Breve reseña biográfica A. Infancia Dorothy Day nace en Brooklyn —Nueva York— en 1897, y será la tercera hija de la familia. Dos años más tarde llegará otra hermana, Della, con la que siempre compartirá una cercanía especial. Por último, nacerá John, catorce años después, a quien cuidará con gran afecto, y con el que también mantendrá una relación muy estrecha durante toda la vida. Con sus dos hermanos mayores, en cambio, no tendrá mucha proximidad, y apenas aparecerán mencionados en sus escritos. El ambiente familiar era el propio de los trabajadores modestos. Su padre ejerció la profesión de periodista en diversas publicaciones de poco relieve. Su madre, se dedicó a las tareas domésticas, aunque desde los doce años tuvo que emplearse en diversas ocupaciones para obtener recursos económicos. Ambos eran de origen protestante y se casaron por la Iglesia Episcopal, pero nunca fueron practicantes; no bautizaron a la pequeña Dorothy ni le enseñaron prácticas de piedad. Por motivos profesionales, cuando ella cuenta con seis años, se trasladan a vivir a California y San Francisco. Dos años después les sorprende el gran seísmo que, a las 5,13 de la madrugada, destrozó la ciudad y causó un incendio memorable. Aunque en Oakland, su población de residencia, los efectos no fueron tan letales, Dorothy lo recordará toda su vida: «Duró dos minutos y veinte segundos (…). Los cuadros se cayeron de las paredes y la cama se trasladó de un extremo a otro del suelo encerado. Mi padre sacó a mis hermanos de la casa y mi madre consiguió —solo Dios sabe cómo— salir con mi hermana. Creo que el primer temblor acabó antes de que volvieran en mi rescate»[7]. Este suceso marcó su vida a la edad de ocho años. Pero, asombrosamente, en la memoria de nuestra protagonista también dejó una nota positiva: «Mi recuerdo más nítido del terremoto es el calor humano y la bondad generalizada que lo siguieron. 26
Durante días, los refugiados estuvieron huyendo en masa de las llamas de San Francisco, acampando en Idora Park y continuando hasta Oakland. Vestían su ropa de dormir y había niños recién nacidos (…). Después del terremoto la caridad cristiana ensanchó los corazones. La gente se desprendió de su costra de reserva y prudencia mundanas. La amabilidad y el cariño llevaban a ver en cualquier persona a un niño»[8]. Acaso estas circunstancias le enseñaran algo que no olvidará nunca, pues ese mismo espíritu, que entrevera amor y carencias, lo transmitirá a los desheredados de las casas de acogida del futuro Catholic Worker. A raíz de estos sucesos, la familia Day se traslada otra vez de costa para residir en Chicago, en medio de fuertes carencias materiales. Allí recibirá, a la edad de doce años, el bautismo y la confirmación, pues un pastor episcopaliano consiguió que acudiera a las catequesis que organizaba. «Los padrinos que eligieron para mí fueron dos feligreses, madre e hijo, a los que no conocía y de cuyos nombres no me acuerdo. En el momento de recibir el bautismo, pasé mucha vergüenza, pues era una muchacha alta y desgarbada»[9], anotará en sus recuerdos autobiográficos. Pocos años después, con la edad de los dieciséis años, perderá el fervor religioso. En este tiempo, Dorothy se graduará de sus estudios escolares y, además de dedicar muchas horas a cuidar a su hermano recién nacido, las cuestiones sociales comenzarán a atraer todo su interés. «Me sentía inclinada a ser “libre” y mis lecturas de aquella época me hicieron escéptica. Continuaba creyendo en Dios y leía con regularidad el Nuevo Testamento, pero no me parecía necesario frecuentar la iglesia»[10], declara de sí misma. B. Juventud y estudios universitarios Dorothy comienza sus estudios superiores en la Universidad de Illinois, matriculándose en algunas asignaturas útiles para leer y escribir en el futuro. Esto la separa de la familia y de los cuidados de su hermano pequeño, por lo que muy pronto anotará que tras unas primeras semanas en las que se encuentra como liberada, en seguida sentirá una gran nostalgia: «Como era infeliz, me endurecí. Como me dolía haberte perdido a ti, mi hijo y mi hermano, tenía que desgajarme de casa y de la religión, y de todas las cosas amables de la vida, y buscar las exigentes (…). Me horrorizaba la fealdad de la vida en un mundo que se proclamaba cristiano»[11]. Por su universo intelectual empezarán a asomarse con fuerza los ideales proletarios. En sus recuerdos, apuntará: «El eslogan marxista “trabajadores del mundo, uníos; no tenéis nada que perder excepto vuestras cadenas” me parecía un emocionante grito de guerra»[12]. En esta época lee mucho y, aunque afirma que las lecturas de autores como Dostoievski o Tolstoi evitaron que perdiera la fe, también declara que oyó explicarse a un profesor en términos de que la religión solo era un consuelo para las gentes. Entonces, «con la arrogancia de la juventud, creyendo que yo formaba parte de los fuertes, pensé por primera vez que la fe era algo que debía arrancar de mi vida sin contemplaciones»[13]. Al poco tiempo, comienza a quedarse sin recursos económicos, por lo que empieza a vivir en habitaciones alquiladas, a trabajar en lo que le aparezca y a dejar de asistir a 27
muchas clases. También, comienza ahora a sentir fascinación con la lectura de autores de corte anarquista como Kropotkin. Resumiendo lo que llenaba su interior, escribirá en sus memorias: «Yo estaba enamorada de las masas. No recuerdo que fuese un amor enunciado o razonado, pero encendía mi corazón y lo colmaba. Eran los pobres y los oprimidos quienes se sublevarían: ellos eran colectivamente el nuevo Mesías que redimiría a los cautivos perseguidos, azotados, encarcelados y crucificados, no solo en todo el mundo, sino muy cerca de mí, en los Estados Unidos»[14]. En consecuencia, se unirá a un grupo socialista, aunque solo asistirá a unas cuantas reuniones. En este tiempo, trabó amistad con una judía no practicante, Rayna, y será una amiga de la que guardará siempre el recuerdo de su alegría y franqueza. C. Periodista y activista en Nueva York Con apenas dieciocho años abandonará la universidad y retornará a Nueva York, viviendo de nuevo con su familia. Pero su estado interior no mejora, pues al abandonar su ambiente y a sus amigos una dolorosa soledad renace en su interior: «Por encima de todo me sentía insoportablemente sola (…). Recorría sola las calles y la fealdad de lo que contemplaban mis ojos fundía mi corazón en lágrimas (…). La gente vivía en la calle y el olor nauseabundo de la basura en descomposición, el fétido olor de los oscuros portales de los edificios me ponía enferma. “Donde la juventud, flaca y pálida, muere”, pensaba, recordando un poema que Rayna y yo leíamos juntas, “donde solo al pensar, nos llenan la tristeza y esas desesperanzas con párpados de plomo”»[15]. Con esta marea interior comienza a trabajar en el periódico The Call, y alquila una habitación. En los otros dos cuartos del mismo piso viven un sastre, su mujer y sus cuatro hijos «y, por supuesto, había chinches. Yo me quejé unas cuantas veces antes de comprender que se trataba de una batalla perdida. Como The Call era un periódico matutino, no volvía a casa hasta las dos o tres de la madrugada»[16]. Curiosamente, en relación a este momento de tanto trabajo en un periódico en el que los redactores eran mayoritariamente socialistas, y también anarquistas o revolucionarios sindicalistas, apuntará en sus recuerdos: «Durante aquel invierno fui feliz, y desde entonces no he vuelto a vivir en otro sitio. Puestos a vivir en una ciudad prefiero los barrios pobres a los ricos»[17]. Durante este tiempo lleva una vida apresurada, sin momentos para reflexionar: «Mi mente no retenía nada. Trabajábamos desde las doce del mediodía hasta las doce de la noche, cubriendo mítines y huelgas. Marchábamos con los piquetes e indagábamos sobre el hambre y la muerte en los barrios más pobres (…). El 21 de marzo de 1917, en Madison Square Garden, viví aquellos primeros días de la revolución rusa, compartiendo el sentimiento de victoria exultante y jubiloso de las masas»[18]. También cubrió, por ejemplo, el arresto de Margaret Sanger y su hermana Ethel como consecuencia de intentar abrir una clínica de control de la natalidad. Durante dos meses atendió esta noticia presentándola como relato de unas mártires sufriendo por una causa justa y casi sagrada. Aunque en esto no era sincera, pues afirmará en sus memorias que «era consciente de estar desvirtuando la realidad»[19]. Además, participará en la Liga
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Anti-reclutamiento, involucrándose de lleno en el movimiento pacifista que trataba de evitar la intervención de su país en la Primera Guerra Mundial. A los veinte años le ofrecen trabajar como directora adjunta de la revista mensual Masses. El cambio de ambiente profesional le proporcionará una vida más bohemia, ya que varios de los escritores de la revista pertenecían más al mundo artístico que al de la propaganda política y la refriega social. Durante ese verano vivirá con varios miembros de la dirección en unos apartamentos como auténticos burgueses. Poco tiempo después, participó en una marcha de apoyo a la lucha de las mujeres sufragistas en su tarea de reclamar el derecho al voto femenino. Por esta actividad será arrestada y condenada a treinta días de cárcel con un grupo numeroso de mujeres. En la institución penal las vistieron con uniformes de presidiarias, las trataron con violencia e, incluso, «cuatro guardias se abalanzaron sobre mí como si estuvieran jugando un partido de fútbol y yo fuera el balón»[20]. A partir de esa noche iniciaron una huelga de hambre y, en consecuencia, las aislaron e incomunicaron. En esta circunstancia, y con un poco de vergüenza, acude a Dios pidiendo ayuda en su desesperación: «Al cabo de unos días, le pedí una Biblia a uno de los guardias porque sabía que era lo único que nos permitían tener, y me pasaba las horas tumbada leyendo los salmos»[21]. La huelga de alimentos duró diez días, ya que tuvo mucha resonancia mediática y las autoridades carcelarias cedieron a la petición de ser tratadas como presas políticas. Entonces, las trasladaron a otra prisión más cómoda y, unos días después, recibieron un indulto firmado por el propio presidente Wilson. Al concluir esta peripecia trabajará en The Liberator, una publicación que prestaba voz a la revolución rusa en América. Curiosamente, uno de los compañeros de la redacción, recitaba de memoria el poema “El sabueso del cielo”, de Francis Thompson, en el que el hombre huye de Dios y, como el perro que busca a su amo, el Todopoderoso lo persigue en su huida, olvidando su condición de pecador. «Aunque ponía todo el empeño en ocultarlo, otra vez “me atormentaba Dios”»[22], recordará en sus apuntes. También anota que, en ocasiones, después de pasar la noche en una taberna o bailando se colaba en una iglesia cercana a su casa y se arrodillaba en el último banco. D. Una vida disciplinada De nuevo su mundo interior se estaba derrumbando, hasta llegar a ser casi insoportable. Incluso, llegará a perder interés por la causa obrera. Ante este panorama, decide matricularse en una escuela de enfermería junto con su hermana Della. Quería llevar una vida disciplinada, y con ese rótulo encabeza en sus memorias el relato de esta fase de su vida. Aunque en el fondo latía la Dorothy Day de siempre, pues en una carta a una amiga escribirá: «Los pobres son los que sufren. He decidido hacer algo»[23]. Durante su formación en enfermería conoce a una compañera, la señorita Adams, de la cual manifestará: «Pertenecía a esa clase de católicos cuya fe forma parte de su vida de un modo tan sólido que no necesitan hablar de ella»[24]. Y empezó a acompañarla a misa los domingos a las cinco y media de la mañana. En el hospital trabajaba Lionel Moise, un chico judío culto del que Dorothy se enamoró. Aunque él no quería nada serio, ni casarse ni tener hijos, comenzaron a vivir 29
juntos. Pero la relación no era muy estable y se sucedían los momentos de separación con los de retorno a la convivencia. Un día Dorothy descubre con gran agobio que está embarazada, pues en una ocasión Lionel le había asegurado que la dejaría si tuviera un hijo. En el apunte biográfico de Ana Colomer, se narra así: «Sin embargo no se atrevía a enfrentar el problema. Así pasaron más de tres meses, hasta que un día él le dijo que se iba, que la dejaba para siempre. En ese momento Dorothy se decidió a decirle que estaba embarazada. Él insistió sin dudarlo en que abortara. Ese mismo día ella fue a la clínica y lo hizo. Se sentía terriblemente deprimida, más que por el aborto, porque sabía que todo había terminado con Lionel. Cuando volvió a casa, él ya no estaba, sino solo una nota de despedida y un sobre con dinero»[25]. Algún tiempo después de esta fuerte decepción sentimental conocerá a Barkeley Tobey, veinte años mayor que ella. Y solo unos meses más tarde contraerá matrimonio, a la edad de 22 años. No resulta difícil intuir que sobre esa decisión influyó la herida profunda provocada por su relación anterior. Como recién casada, viaja por Europa — Londres, París…— y termina con una estancia de seis meses en Capri (Italia). Pero al regresar a Nueva York se separa de su marido, tras poco más de un año de convivencia. Al referirse a los sucesos de orden sentimental, Dorothy escribirá en su autobiografía: «No puedo escribir con demasiada intimidad sobre los años siguientes, porque no quiero escribir sobre otras personas con las que estuve íntimamente relacionada»[26]. Otra vez comienza a enlazar trabajos esporádicos, y al poco tiempo Dorothy vuelve a Chicago —probablemente porque allí vive Lionel—, y encuentra un empleo en el sindicato IWW (Industrial Worker of the World). Allí trata a una chica llamada Mae de la que escribe que «la unión entre nosotras se debía a que las dos estábamos enamoradas del mismo hombre»[27]. Al poco, Mae tuvo una tentativa de suicidio, y sin estar recuperada del todo, dejó el hospital. Por esta razón, la dejaban dormir en el hotel de la IWW, en el que solo pernoctaban hombres. Un día que Dorothy acompañaba a esta chica, la policía registró el edificio, y las detuvieron con el cargo de «ocupantes de un prostíbulo»[28]. En La larga soledad refiere Dorothy que su experiencia en esta cárcel —en la que estuvo dos días— fue muy amarga: «No creo que pueda volver a sufrir más vergüenza, pesar y desprecio de mí misma que entonces»[29]. Después de esto, se traslada a Nueva Orleans con su hermana y trata de encontrar un nuevo trabajo. Pronto ejerce de periodista en la revista The Item, escribiendo ahora sobre temas de interés humano. Acude a la Iglesia y por primera vez asiste a una Bendición, que la deja impactada: «¿Percibía tal vez una Presencia? No lo sé»[30], apuntará. También consigue publicar una novela, The Eleventh Virgin. Y aunque no tuvo buena crítica, una productora de cine adquirirá sus derechos por una fuerte suma. Con ese dinero, Dorothy retorna a Nueva York. En su ciudad natal trata a antiguos amigos y, poco tiempo después, comienza a vivir con Foster Batterham. Así, con veintiséis años, emprende una nueva relación: «El hombre al que amé y al que me uní en matrimonio civil era un anarquista de ascendencia inglesa y biólogo de profesión»[31]. Según el testimonio de Foster, formaban una relación de compañerismo, y no un matrimonio. Además, con el capital obtenido por su
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novela, Dorothy adquiere una casa cerca del mar, en Staten Island, en la que ambos residirán durante cuatro años. E. Conversión Para relatar los años vividos en la casa de la playa, Dorothy utiliza en su autobiografía el rótulo de “Felicidad natural” y, lectora infatigable, anota que «me pasé aquellos primeros inviernos en la playa acompañada de Tolstoi, Dostoievski y Dickens»[32]. A estas lecturas y a su contacto con la naturaleza, les atribuye un papel esencial en el proceso de su conversión. A los pocos meses queda embarazada. Y esta circunstancia, sumada a la felicidad natural por la cercanía de la naturaleza y el mar, le lleva, para su propio asombro, a la oración: «Me sorprende el hecho de haber empezado a rezar a diario»[33]. Pero no todo es gozo, pues su nueva actitud vital apareja el distanciamiento del hombre que ama: «Pero es imposible hablar con él de religión o de la fe. Enseguida se levanta un muro entre los dos. El mismo amor a la naturaleza y al estudio de sus secretos que a mí me está acercando a la fe a él le separa de la religión»[34]. Pasa el tiempo y en marzo de 1926, contando su madre con veintiocho años, nace una preciosa niña. Y en ese momento, Dorothy toma una rotunda decisión de importantes consecuencias: «Sabía que iba bautizar a mi hija en la Iglesia católica, por alto que fuera el precio. Sabía que no la iba a dejar dando tumbos durante años, como me había ocurrido a mí, entre dudas y vacilaciones, sin disciplina y sin moral»[35]. Pero su determinación incluía un precio conocido desde el primer momento: «Si yo abrazaba la fe católica, Foster no tendría nada que ver ni con ella ni conmigo»[36]. Por este motivo, retrasará ambos bautismos. Hasta que en julio de 1927 la niña fue bautizada con el nombre de Tamar Teresa. El padre le ayudó a preparar el banquete de celebración, pero no estuvo presente en esa comida: «Se fue y no volvió en varios días (…). En realidad, Foster me dejó bastantes veces durante aquel invierno y el verano siguiente, al percibir que yo era absorbida cada vez en mayor medida por la religión. La tensión entre nosotros era terrible»[37]. Dorothy sueña con hacerse católica, pero tiene plena conciencia de que esto significará que, desde ese preciso momento, ella y la joven Tamar se quedarán solas. Por eso, asombra el tono comprensivo y afectuoso empleado para redactar la dura decisión de su marido: «Él era anarquista y ateo, y no quería ser un embustero o un hipócrita. Era una criatura absolutamente sincera, y, a pesar de su mal carácter y sus incongruencias en todo ello, yo le quería»[38]. Y este modo de relatar algo tan difícil dice mucho de su grandeza de miras. En una de las sucesivas ausencias de Foster, Dorothy decidió no abrirle la puerta y terminar con aquella conflictiva situación. Al día siguiente fue recibida en la Iglesia católica, recibiendo una especie de bautismo condicional, pues ella ya había sido bautizada en la Iglesia Episcopal. También se confesó y comulgó por primera vez. Asombrosamente, los sentimientos no le acompañaron en esos momentos: «No experimenté un gozo especial al recibir estos tres sacramentos: bautismo, confesión y santa eucaristía»[39]. Sobre ella pesaba la fuerza de abandonar no solo a su marido, sino, 31
a la vez, su compromiso con los trabajadores humildes, pues en este momento pensaba que la Iglesia representaba una alianza con los poderosos y con las fuerzas reaccionarias. A partir de entonces, vuelve a vivir en Nueva York y profundiza en su vida religiosa. Sorprendentemente, recibe una oferta profesional en California, para trabajar en el guión teatral que había enviado a la Metro Goldwyn. Así, durante varios meses recibirá un sueldo modesto por su labor. Al terminar, decidió vivir en México, e incluso llegó a comprar una casa, pero al comprobar lo deficiente de la atención médica durante una enfermedad de Tamar, retornará a Nueva York, donde en seguida encontrará trabajo, ahora enviando crónicas para la revista Commonweal. En uno de sus reportajes para esta publicación viajó a Washington para cubrir una protesta por la situación de los obreros en paro, la Marcha del Hambre. Al terminar, resumía su estado interior de este modo: «Cuando concluyó la manifestación, y yo terminé de escribir mi crónica, fui al templo nacional de la Universidad Católica. Era la fiesta de la Inmaculada Concepción, y recé una plegaria, una plegaria que nació con lágrimas y angustia y en la que pedí de manera especial que se me abriera algún camino para poner los talentos que pudiera tener al servicio de mis hermanos, los trabajadores y los pobres»[40]. F. El movimiento Catholic Worker Tras regresar a Nueva York, se encuentra en su piso con una persona «como de unos cincuenta y cinco años, tan harapiento y tosco como los participantes en la manifestación que acababa de dejar (…). —Me llamo Peter Maurin (…). George Shuster, director de The Commonweal, me dijo que viniera a verte. Un comunista irlandés pelirrojo también me recomendó en Union Square que hablara contigo. Dice que pensamos igual»[41]. Maurin posee el fondo intelectual católico necesario para realizar una obra colosal en pro de las clases sociales desfavorecidas apoyándose en el evangelio y el la doctrina social de la Iglesia. Dorothy, en cambio, tiene una gran experiencia en el manejo de los mass media. La propuesta consiste en llevar a cabo un programa de largo alcance, original y revolucionario, con la publicación de «un periódico para el hombre de la calle»[42]. Así nació The Catholic Worker, que se venderá al precio un centavo desde el 1 de mayo de 1933, fecha en la que Dorothy cuenta con treinta y cinco años. También, ya desde el primer momento, se pensaba en fundar casas de acogida y en montar comunas agrarias. Peter Maurin será entonces quien aportará el bagaje teórico para que Dorothy lo ponga en funcionamiento apoyada en su experiencia como periodista y activista: un binomio perfecto. La fuerza del periódico radicará en tratar de todos los temas que afecten a las clases obreras, pero desde un punto de vista cristiano. También, a los pocos meses, se inaugurará una escuela para obreros, en la que pensadores tan ilustres como Hilarie Belloc o Jacques Maritain impartirán alguna sesión. La publicación experimentará un crecimiento exponencial en poco tiempo: de los 2500 ejemplares de su primera tirada en mayo de 1933, pasará a 60 000 a finales de 1934, y llegará a editar 150 000 en 1936. Asimismo, en pocos años las casas de acogidas 32
promovidas por el Movimiento Catholic Worker se habrán hecho realidad: «Al cabo de algunos años, ya había treinta y tres casas de acogidas y granjas en todo el país»[43]. También comenzaron a organizar muchos retiros espirituales en el seno del Movimiento. Toda esta actividad conllevará no pocas dificultades, entre ellas recelos en muchos ambientes católicos, bien por considerar utópicos los ideales defendidos o bien por sospechar algún tipo de comunismo oculto. Uno de los momentos más duros surgió a raíz de la Segunda Guerra Mundial, pues desde las páginas de The Catholic Worker se insistía en el pacifismo a ultranza, incluso cuando los Estados Unidos fueron atacados en Pearl Harbor, en diciembre de 1941, lo que llevó al país a participar en la guerra. En consecuencia, cayeron hasta dos tercios las tiradas del periódico y se produjo una disminución de toda la actividad social por falta de brazos, porque fueron reclutadas muchas de las personas que ayudaban. Se podría pensar que el carácter pacifista de Dorothy nacía de una cándida mirada irenista. Por eso, me parece interesante incluir un texto rescatado de una editorial en The Catholic Worker para conocer de primera mano la fuerza de su pluma, reflejo de su carácter de luchadora por la justicia. La circunstancia concreta fue responder a la crítica de una revista católica en la que se calificaba su trabajo como nacido de un sentimentalismo dulce e ingenuo. El artículo data de febrero de 1942: [Sentimentalismo] es un cargo que siempre se dirige contra los pacifistas. Se supone que tenemos que tener miedo del sufrimiento, de las penas de la guerra. Que esos que hablan de sentimentalismo vengan a vivir con nosotros en casas frías y sin calefacción. Que vengan a vivir con los criminales, los desequilibrados, los degradados, los pervertidos. (No eran los pobres decentes, los pecadores decentes, los que eran destinatarios del amor de Dios). Que vivan con ratas, con bichos, chinches, cucarachas, piojos (…). Que su carne sea mortificada por el frío, la suciedad, los parásitos; que sus ojos sean mortificados por la visión de excreciones corporales, extremidades, ojos, narices y bocas enfermas. Que su olfato sea mortificado con los olores de aguas residuales, decadencia y carne en descomposición. Sí, y el olor a sangre, sudor y lágrimas de los que Churchill hablaba tan alegremente, y que la gente cómoda cita tan alegremente. Que su gusto sea mortificado por comer constantemente insuficiente comida cocinada en grandes cantidades para cientos de personas, la comida de peor calidad, la más barata, para que haya suficiente para todos; y el olor de esa comida es a menudo desagradable. Entonces, cuando hayan vivido con estos compañeros, con estas visiones y sonidos, que hablen de sentimentalismo[44].
El texto rezuma coraje, sinceridad y contundencia. Y es la escritura valiente de la persona que trabajó por los pobres y construyó una impresionante obra, guía para construir nuestro siglo XXI. G. Una vida fecunda A partir de ahora en la vida de Dorothy se irán entretejiendo su trabajo en favor de los trabajadores y los acontecimientos familiares. En 1944 asistirá a la boda de su hija Tamar, que con el paso del tiempo llegará a ser madre de ocho hijos. Un año después fallecerá su madre, a la que podrá acompañar en las últimas semanas de vida. Unos años más tarde, en 1949, fallecerá Peter Maurin, después de cinco años sin poder ejercer sus funciones intelectuales debido a una enfermedad cerebral. En sus notas 33
biográficas, Dorothy afirma: «Fue un San Francisco de los tiempos modernos (…). Peter fue un apóstol de este mundo. Amaba a la gente; veía en las personas lo que Dios quería que fueran, del mismo modo que veía el mundo como Dios quería que fuera, y lo amaba»[45]. Durante los años posteriores, Dorothy siguió participando en protestas en contra de los ejercicios de defensa civil. Fue varias veces a la cárcel por estas actividades. Viajes, asistencia a manifestaciones y escritos para The Catholic Worker llenaban su vida de trabajo. En la década de los sesenta, vuelve Foster a la vida de Dorothy, aunque nunca habían perdió el contacto del todo, pues se veían a causa de Tamar. Desde el año siguiente a su separación, Foster se unió a Nanette, con la que convivió treinta años. Durante el cáncer terminal de Nanette fue atendida por Dorothy con gran solicitud. Falleció en 1960, un día después de ser bautizada. De estos años, quizás se podría destacar su viaje a Roma para participar en el Congreso Internacional sobre el laicado o su viaje por Oriente, que la llevó a Calcuta, donde conoció a la Madre Teresa, pasando varios días en su comunidad. En su ochenta cumpleaños recibió una cariñosa felicitación del Papa Pablo VI. También, un año antes de su muerte, recibió en su casa la visita de la propia Madre Teresa de Calcuta. Tras su fallecimiento, fue acompañada en su funeral por sus nietos, y también por Foster y por su hermano John. A este fue al que escribió para hacerle comprender su conversión como fruto de su afecto fraterno; ese escrito se editó posteriormente con el título de Mi conversión. De Union Square a Roma. En el año 2000, el Papa Juan Pablo II la declaró “Sierva de Dios”, como paso para abrir su futura beatificación. También el Papa Francisco en el primer discurso de un Pontífice ante el Congreso de los Estados Unidos, el 24 de septiembre de 2015, citó el ejemplo de nuestra Pensadora: «En estos tiempos en que las cuestiones sociales son tan importantes, no puedo dejar de nombrar a la Sierva de Dios Dorothy Day, fundadora del Movimiento del trabajador católico. Su activismo social, su pasión por la justicia y la causa de los oprimidos estaban inspirados en el Evangelio, en su fe y en el ejemplo de los santos»[46]. El movimiento Catholic Worker sigue vivo en los días presentes: actualmente cuenta con 227 comunidades y desde el 1 de mayo de 1933 hasta el día de hoy el Catholic Worker se sigue publicando al mismo precio de un centavo.
3. Pensar con Dorothy Day: las manos de otros solitarios El legado antropológico de Dorothy Day, lo que constituyó la médula de su vida, se resume en construir una vida de donación a los demás, construyendo una comunidad verdadera. De nuevo, transcribo otra referencia a La larga soledad: Tamar es en parte responsable del título de este libro, pues, cuando lo estaba empezando, me escribió y me habló de lo sola que está siempre una madre de niños pequeños. Yo acababa de enterarme también del caso de una mujer de cierta edad que había tenido una vida larga y plena, y también hablaba de su soledad. Y pensé de nuevo: “La única respuesta en esta vida a la soledad que todos estamos condenados a sentir es la comunidad. Vivir juntos, trabajar juntos, poseer juntos, amar a Dios y amar a nuestros hermanos, y vivir cerca de ellos en comunidad; así podremos demostrar nuestro amor por él”[47].
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Octavio Paz, premio Nobel de Literatura en 1990, poeta y ensayista mejicano, escribió El laberinto de la soledad. En esta obra recorre la historia del pueblo mejicano, pero también ofrece, como en contrapunto, un ensayo sobre la soledad profunda que enclaustra cada ser humano: «La soledad es el fondo último de la condición humana. El hombre es el único ser que se siente solo y el único que es búsqueda de otro (…). El hombre es nostalgia y búsqueda de comunión. Por eso cada vez que se siente a sí mismo se siente como carencia de otro, como soledad»[48]. Además, afirma que en este tiempo en que no está vigente la confianza en la razón y tampoco en las utopías políticas o — para muchos— en las tradiciones religiosas, el ser humano está más solo que nunca. Se plantea, entonces, cómo puede el solitario salir de su laberinto, cómo puede vencer a su esencial soledad. Y su intuición es certera: «Allí, en la soledad abierta, nos espera la trascendencia: las manos de otros solitarios»[49]. Es decir, que la solución no consiste tanto en ejercitar la razón —o en su negación, por desencanto— como en el aprender a salir de sí y lograr la comunión con los demás. Concretamente, Paz toma un texto de Antonio Machado como pórtico de su libro, en el que el poeta de Castilla habla de “la incurable otredad que padece lo uno”. Este precioso concepto, que Machado bautizó como otredad, el buen manejo de esta dimensión transitiva del ser humano, será la gran tarea que propone para la salida de la maraña de la soledad. Y aún concreta más: la solución va de la mano de recuperar lo trascendente de nuestra vida: trascendencia horizontal hacia los demás —a ella se refiere como la Fiesta: la alegría que hace de bálsamo a la soledad la dan los otros— y trascendencia vertical hacia lo religioso —ahora, utilizando el término Mito—. Así abandonamos los sueños de la razón, su aspiración quimérica a entender todo y, con ello, la borrachera orgullosa de la autonomía y la emancipación individualista: «Al salir, acaso, descubriremos que habíamos soñado con los ojos abiertos y que los sueños de la razón son atroces. Quizás entonces empecemos a soñar otra vez con los ojos cerrados»[50]. Con esta imagen paradójica explica que el nuevo sueño tiene que cerrar los ojos a la comprensión científica y dominadora del mundo con la que deliró el racionalismo —ojos abiertos— y dormir en paz creando comunidad con los otros, que eso es soñar con los ojos cerrados, que eso es dormir plácida y felizmente en el cuidado. Quizás, el mejor resumen de la intuición del poeta mexicano se encuentre en unos versos de su poemario Piedra de sol, que tan bien cuadran con la afirmación de Dorothy Day sobre la necesidad de construir una comunidad, un nosotros: Para que pueda ser he de ser de otro, salir de mí, buscarme entre los otros, los otros que no son si yo no existo, los otros que me dan plena existencia, no soy, no hay yo, siempre somos nosotros[51].
Otra veta filosófica fecunda, que conecta bien con el núcleo de la vida de Dorothy Day, lo encontramos en lo que se ha dado en llamar la dimensión narrativa de la vida humana. En este mismo sentido, ya en el periodo de entreguerras, Ortega y Gasset advertía que la vida humana no es biológica sino biográfica. También su discípulo Julián Marías lo exponía de modo didáctico: para hablar de una cosa se la define; para hacerlo 35
sobre un animal, se lo describe; y, para explicar algo sobre un ser humano, se narra una historia. Comprender la vida de modo narrativo nos vacuna contra un modo simplón de entendernos, que se complace en lo fragmentario, en el desarraigo y en lo absurdo, como se acostumbra a describir al ser humano en la literatura postmoderna, tan abundante hoy. Por el contrario, subrayar la dimensión narrativa de la existencia supone advertir que la vida tiene rumbo, unidad de sentido. Y que toda vida se configura con lo que Jorge Peña Vial denomina con acierto «actos radicales de libertad»[52]. En consecuencia, el análisis narrativo de la vida humana nos facilita la comprensión de que la existencia no tiene paréntesis; o dicho más claramente, lo que hacemos nos deja una impronta que influirá en nuestro futuro. Esto choca de frente con algunas filosofías que postulan un yo autónomo y todopoderoso que siempre hace lo que desea desde su Olimpo, sin quedar afectado por nada. En palabras de Peña Vial: «Lo hecho y realizado han ido dejando su huella y han ido forjando una determinada identidad. Con todo ello no se puede hacer magia, constituir arbitrariamente nuevos actos de libertad radical que simplemente supriman los anteriores, y articularse una trama narrativa a la medida de mis deseos y proyectos actuales»[53]. En efecto, todo esto ilumina la falsedad de la cultura del reset, del reinicializar la máquina. Porque lo que resulta posible en la informática y en la mecánica, es sencillamente absurdo en nuestra propia vida: quedamos enlazados, a veces con vínculos de eslabones muy robustos, a las decisiones radicales de la libertad ejercidas con anterioridad. Y por eso, no tiene sentido experimentar con todo, porque eso nos impedirá probar otras muchas cosas en el futuro, debido a ese efecto de encadenamiento al que queda enganchada —y, a veces, esclava— la libertad humana. La filósofa contemporánea Martha Nussbaum, Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales en 2012, sostiene que la imaginación narrativa resulta una característica muy necesaria, junto con la capacidad de crítica y la comprensión, para la vida en la sociedad heterogénea actual. En consecuencia, parece importante desterrar del mundo de las relaciones interpersonales el binomio objetivo-subjetivo, pues solo aporta confusión y conduce a la soledad: cuando no comprendemos a alguien, lo calificamos de “raro” o de “subjetivo” (frente a nosotros que somos “normales” y “objetivos”) y nos colocamos en el plano superior del que juzga. Pero, de alguna manera, el otro lo percibe, pues al menos provoca una cierta frialdad. Y cuando alguien se nota juzgado, se distancia. Lógicamente, todo esto dificulta la construcción de la comunidad, objetivo al que pretenden ayudar estas líneas. De un modo particular, esto adquiere especial importancia en las relaciones entre hombres y mujeres, donde asienta la tentación de calificar con facilidad, con simpleza injusta, al otro —a la otra— de extraño: “Se está volviendo cada vez más raro (o rara)”, resulta una expresión relativamente frecuente. Por el contrario, realzar la intuición narrativa, puede abrirnos a una comunicación interpersonal fecunda, favoreciendo la construcción de verdaderas comunidades que sean como bálsamo para nuestra individual soledad radical.
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Cada persona atesora en su interior un mundo complejo, íntimo, no visible, de esperanzas y de desilusiones, de éxitos y de heridas. Y solo tratando de intuir su narración y de incrustarnos en ella, podremos alcanzar una comunicación que engendre comunidad.
4. Un abrazo entre las sombras Dorothy Day guarda un legado muy necesario para nuestros días. Su afán de entender al ser humano necesitado de formar comunidad —de buscar lazos de amistad con muchas personas— resulta un tesoro auténtico para el siglo comenzado. Y en la medida en que vivimos en un mundo individualista en el que crece la desconfianza y disminuye la solidaridad, y en el que los rasgos de la verdadera comunidad se van deshilachando, su herencia va creciendo en valor: cuánta importancia poseen las comunidades intermedias para construir el bien común y la propia identidad. Además, en el mundo globalizado existe el peligro de la igualación para el dominio. Y gracias a los grupos intermedios entre el Estado y el individuo, como escribe Scruton, este «logra un vínculo asociativo que da sentido a sus acciones (…) y sirve para implantar disciplina y orden sin necesidad de estar respaldadas por las sanciones por las que [el Estado] ejerce su soberanía. En eso consiste la civilización»[54]. De hecho, los estados totalitarios siempre tratan de suprimir todas las asociaciones civiles, universidades privadas, colegios, clubs, iglesias, etc., todo lo que no esté controlado por el poder del Estado o del partido. Y esto, además de un atentado contra la libertad, supone violencia contra la riqueza antropológica del ser humano que necesita de esas comunidades amistosas para su desarrollo personal, como nos ha hecho comprender bien nuestra sindicalista americana. Dorothy Day supo abrazar a los seres humanos que luchaban por mejorar sus condiciones de trabajo, llegando a intuir y a hacer propios sus sufrimientos, su pobreza, su hambre y sus cárceles. Pero también consiguió apartar de su corazón el odio y la violencia. Unos días antes de que comenzara en España nuestra cruel guerra civil, en un artículo de junio de 1936 reivindicaba la dignidad de los obreros en estos términos: «Los hombres no deberían ser tratados como una propiedad, sino como seres humanos, como “templos del Espíritu Santo”»[55]. Al unir justicia social y valores religiosos —sin clericalismo alguno—, amor por los desprotegidos y amor a Dios, consiguió algo que en España no supimos juntar, y que nos llevó a una conflagración entre hermanos con muchos miles de víctimas mortales. Durante toda su vida, Dorothy Day comprendió y empeñó su existencia para conseguir la paz, y para que el trabajo fuera digno de la persona que lo realiza. Por esto, nos resulta un ejemplo fundamental para afrontar el siglo XXI. De nuevo, el título de otro libro suyo, Panes y peces, nos revela una intuición fundamental: cada trabajador, por pobre que sea o por humilde que resulte su tarea, vuelve a reproducir la multiplicación de los panes y los peces. Esta fue su misión: luchar para que ese milagro se hiciera posible en la vida de todas las personas. «Cuando muera, espero que la gente diga que procuré vivir de acuerdo con lo que Jesús nos dijo —sus maravillosos Evangelios—, que hice cuanto pude para vivir de 37
acuerdo con su ejemplo y que procuré tomarme en serio a esos artistas y escritores y vivir de acuerdo con su sabiduría (gran parte de ella procedía de Jesús, como vosotros [estudiantes] probablemente sabéis, pues Dickens, Dostoievski y Tolstoi pensaron en Jesús durante toda su vida»[56], reseña Robert Coles en el prólogo a La larga soledad. Así deseaba ser recordada: «Como una humilde creyente que hacía cuanto podía para vivir de acuerdo con las enseñanzas bíblicas, que seguía estudiando; por ejemplo, el sermón de la montaña»[57].
[1] María Zambrano, Andalucía, sueño y realidad, Biblioteca de la cultura andaluza, Granada 1984, 170. [2] Miguel Hernández, Cancionero y romancero de ausencias, 25. [3] Dorothy Day, La larga soledad, Sal terrae, Santander 2000, 169. (La cursiva es mía). [4] María Zambrano, Andalucía, sueño y realidad, op., cit., 169. [5] Miguel Hernández, Cancionero y romancero de ausencias, 57. [6] Dorothy Day, La larga soledad, op., cit., 208. [7] Dorothy Day, Mi conversión. De Union Square a Roma, Rialp, Madrid 2014, 35. [8] Ibid., 35-36. [9] Ibid., 44. [10] Ibid., 47. [11] Ibid., 49. [12] Ibid., 50. [13] Ibid., 51 [14] Ibid., 58 [15] Ibid., 69-70. El poema al que se refiere pertenece a John Keats (“Oda a un ruiseñor”). [16] Ibid., 70-71. [17] Ibid., 74. [18] Ibid., 80. [19] Ibid., 81. [20] Ibid., 89. [21] Ibid., 90. [22] Ibid., 93. [23] Dorothy day, La larga soledad, op., cit., 98. [24] Dorothy day, Mi conversión. De Union Square a Roma, op., cit., 98. [25] Ana Colomer Segura, Dorothy Day, Sinergia, Salamanca 2011, 35. [26] Dorothy Day, La larga soledad, op., cit., 105. [27] Ibid., 109. [28] Ibid., 110. [29] Ibid., 111. [30] Dorothy Day, Mi conversión. De Union Square a Roma, op., cit., 111. [31] Dorothy Day, La larga soledad, op., cit., 123. [32] Ibid., 124. [33] Dorothy Day, Mi conversión. De Union Square a Roma, op., cit., 122. [34] Ibid., 127.
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[35] Ibid., 128. [36] Dorothy Day, La larga soledad, op., cit., 147. [37] Ibid., 155. [38] Ibid., 159. [39] Ibid., 160. [40] Ibid., 178. [41] Ibid., 181. [42] Ibid., 185. [43] Ibid., 199. [44] Recogido en Ana Colomer Segura, op., cit., 82. (Dorothy Day. “Why Do the members of Christ Tear One Another?”, en the Catholic Worker, febrero de 1942). [45] Dorothy Day, La larga soledad, op., cit., 290-291. [46] Discurso del Papa Francisco al Congreso de los Estados Unidos el 24 de septiembre de 2015: http://w2.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2015/september/documents/papa-francesco_20150924_usa-uscongress.html (consultada el 10 de agosto de 2017). [47] Ibid., 258. [48] Octavio Paz, El laberinto de la soledad (9ª), Fondo de Cultura Económica, Colección popular, México 1959, 175. [49] Ibid., 174. [50] Ibid., 191. [51] Octavio Paz, Piedra de sol (fragmento). [52] Cfr. Jorge Peña Vial, Anuario Filosófico 47/3 (2014) 576-587 ISSN: 0065-5215. [53] Ibid., 585. [54] Roger Scruton, Pensadores de la nueva Izquierda (2015), Rialp, Madrid 2017, 421. [55] Dorothy Day, “Our Stand on Strikes”, en The Catholic Workers, julio de 1936. Tomado de Ana Colomer Segura, op., cit., 65. [56] Robert Coles, Prólogo a La larga soledad, op., cit., 13. [57] Ibid., 13.
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3. ETTY HILLESUM: LA LIBERTAD OCULTA
1. El bostezo del caos En un relato de Antonio Tabucchi se expone una idea sugerente: nos gustaría que las equivocaciones debidas al uso de nuestra libertad fueran «pequeños equívocos sin importancia». Incluso podemos denominarlas así, para tratar de convencernos de que la vida es caótica e incomprensible y de que es imposible intentar orientar nuestra acción moral. Y así lo hacen los protagonistas de esa ficción literaria. En ese mundo indescifrable, en el uso de la libertad se podría llegar a la equivocación, pero siempre sería en cuestiones de poca monta, pequeñas y sin graves consecuencias. En este cuento literario se describe la vida anárquica y desmadejada de una serie de amigos. Cada vez que alguien toma una decisión y se comprueba que no fue adecuada, se la califica de algo sin importancia, minúsculo: ¿para qué darle más vueltas si ya no podemos volver atrás para solucionarlo? Pero lo genial de la narración es que, a medida que va avanzando la trama, los diferentes protagonistas comprenden que lo que les gustaría que fueran pequeños equívocos han sido decisiones erróneas irreparables. Entonces se los define como enormes pequeños equívocos irremediables: «Porque nadie escapa a nada y tenemos la culpa de todo, cada cual a su manera»[1]. Ahora bien, el escritor italiano no pasa de ahí, no encuentra ninguna posibilidad de entender ese universo desencantado, aleatorio y absurdo. Para él, solo en la infancia nos hacemos la ilusión de descifrar alguna orientación verdadera en el devenir de este mundo fragmentario y disperso. En consecuencia, intentar comprenderlo o llenarlo de sentido le resulta tarea imposible. Y con talento literario expone que esa vana tarea sería como «intentar no pisar las ranuras de las losas, como cuando era niño y con un ingenuo ritual intentaba regular sobre la simetría de las piedras mi infantil desciframiento de un mundo todavía sin ritmo y sin medida»[2]. Por el contrario, a Etty Hillesum el relato del ser humano que no puede orientarse en el caótico devenir de un mundo absurdo se le revela como falso. Y dependiendo de cómo afrontemos el uso de nuestra libertad, la existencia resultará plena o seremos arrastrados a la tristeza, la soledad y a una vida sin fijeza en la que fácilmente se llegará a obrar de modo inmoral. Así, en relación con la pobre educación moral que recibió de su padre, anotará en sus memorias: «Bajo el manto de una postura que disculpa todo, que solo mira lo anecdótico sin profundizar en las cosas, a pesar de que sabe que hay 40
profundidades, tal vez porque sabe lo inmensamente profundas que son las cosas, él se rinde de antemano y renuncia a la claridad. Bajo la superficie de esa resignada filosofía de vida, que dice “en fin, quién puede saberlo”, bosteza el caos. Y es el mismo caos que me amenaza, del que tengo que salir. Salir de él debe ser para mí la tarea de mi vida»[3]. Y esta aseveración resume bien su existencia, en la que llegará a poseer una gran felicidad interior, a pesar de estar recluida como judía en un gueto lleno de privaciones y humillaciones, y en la que, a la edad de veintinueve años, fallecerá en las cámaras de gas de Auschwitz, en el año de 1943, en plena Segunda Guerra Mundial. De modo contrario al escritor de los piccoli equivoci senza importanza, escribirá con realismo, atisbando un sentido profundo y liberador de la vida entretejido con el dolor: «Esta es otra certeza: quieren nuestra completa destrucción. Lo acepto. Ahora sí que lo sé. No atosigaré a los demás con mis temores (…). Trabajo y sigo viviendo con la misma convicción y la vida me parece que está llena de sentido, a pesar de todo, está llena de sentido»[4]. Comprender la vida sin dejarse vencer por el absurdo resume su proceso interior; por eso, Etty Hillesum podrá escribir: «Y ahí, en los barracones, llenos de gente aterrorizada y perseguida, he encontrado la confirmación de mi amor por la vida»[5]. Y con esa luz amorosa, en su diario aparecerán intuiciones que el siglo XX y lo que llevamos de siglo XXI no hacen sino confirmar: «Después de esta guerra fluirá, además de un flujo de humanismo, también un flujo de odio sobre este mundo. Y fue entonces cuando me di cuenta de nuevo: emprenderé una campaña contra ese odio»[6]. Efectivamente, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial vivimos en un ambiente cultural en el que se mezclan dos antropologías confrontadas: una humanista y personalista, que trata de buscar la verdad sobre el ser humano, desconfiando de la subjetividad humana; y otra, que duda de la capacidad de la razón humana para alcanzar conocimientos éticos ciertos: es más, a quien afirme poseer alguna verdad ética se lo mira con recelo, se lo observa como alguien que amenaza al resto, pues se sospecha de su intención de imponer esa verdad, incluso con violencia. Por eso, frente a los que consideran al ser humano incapaz de descifrar el misterio de lo humano, una chica joven que moriría en una cámara de gas anota su preocupación esencial y sincera, la que ha entrevisto tras una gran lucha interior: «¿Y cómo conseguir que otros puedan leer lo que hay dentro de la gente, lo que hay que descifrar como jeroglíficos, pincelada tras pincelada, hasta que finalmente vea ante sí una unidad legible y comprensible, enmarcada entre el prado y el cielo?»[7]. A primera vista podría parecer que no existe sentido alguno en todo lo que ocurre porque objetivamente es difícil encontrarlo. Nos refugiaremos, entonces, en un caminar resignado por la incapacidad de descifrar significado alguno en lo que ocurre. Pero la cuestión no reside en una objetividad neutra, sino en dar sentido a la narración de nuestra vida: así se aprende a ejercer la libertad que se oculta en el interior, porque la felicidad, el dar sentido a una vida, dependerá de ser capaces de conseguir una gran libertad interior que nada pueda amenazar. En el mismo ámbito de los judíos excluidos en el ghetto, pueden coexistir la felicidad y la tristeza, y en esas mismas circunstancias, Etty Hillesum dejó de ser una chica inmadura e inestable y conquistó una libertad interior que la dotó de felicidad y de gran
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capacidad de donación a los demás. Esta es la sabiduría que desprende su vida y que describe en su conmovedor escrito autobiográfico. Un poema de Amalia Bautista, “Prodigios”, expresa bien la idea de que mucha gente piensa que la belleza se halla lejos, tal vez en lugares distantes y con encantos especiales que fascinan al viajero. Pero, acaso el brillo mágico de las cosas dependa más del sentido interior que del suceso exterior: Me he pasado la vida escuchando prodigios, todo el mundo me cuenta, por ejemplo, cómo es la luz o el aire en las ciudades que quizá nunca vea, los paisajes que atrapan, el color que seduce, la magia que suspende cualquier alma. Y resulta que aquí, al lado de mi casa, puedo ver que los ángeles se miran en el espejo de los charcos[8].
Este es el verdadero paisaje, el interior; por eso, estos versos resumen la vida de Etty Hillesum: «Nunca son las circunstancias exteriores, siempre es un sentimiento interno de depresión, inseguridad o lo que sea, lo que da a las circunstancias exteriores una apariencia triste o amenazante»[9]. Si alumbra esta luz oculta, tal vez encendida con ascesis personal y con la ayuda de los demás, se descubre el brillo de lo cotidiano. Y aunque externamente la vida resulte dura, como fue el caso de los judíos encerrados entre vallas de espinos, confinada su libertad de acción y con el horizonte teñido por el humo de los hornos crematorios, se puede ser feliz: «Aun así la vida me parece hermosa y llena de sentido. Cada minuto de la vida»[10]. Ahora bien, para quien piensa que todo es absurdo, siempre habrá agua sucia en los charcos.
2. Breve reseña biográfica Ester (Etty) Hillesum nació en la localidad holandesa de Middelburg en el año de 1914, en una familia burguesa y judía, aunque muy tibia en las prácticas religiosas hebreas. Su padre, Louis, enseñaba lenguas clásicas. Su madre, Riva, había nacido en Rusia — aunque abandonó su tierra natal por la persecución judía de la época zarista— y, durante algún tiempo, también trabajó como profesora de ruso. Etty tuvo dos hermanos: Jaap, que nació dos años después y estudiará medicina; y Mischa, seis años menor que ella, quien llegará a ser un pianista de altísimo nivel, un músico genial. Ambos sufrieron enfermedades psiquiátricas, con ingresos hospitalarios, y Mischa llegó a ser tratado por esquizofrenia. A los diez años, la familia se traslada a la población holandesa de Deventer, y allí cursará los estudios previos a la Universidad. Durante este tiempo, mantendrá una difícil relación con sus padres. Posteriormente, Etty estudiará Derecho en Amsterdam, licenciándose en 1935 y obteniendo un máster en Derecho Público en 1939, a la edad de veinticinco años. También comenzará los estudios de Lengua y Literatura eslava, pero no los podrá terminar —incluso llegó a inscribirse en Psicología— debido al comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Durante estos años mantendrá diferentes relaciones 42
sentimentales que le dejarán un sabor de insatisfacción, como luego reconocerá en su diario. Con veintitrés años, Etty trabaja como ama de llaves de Han Wegerif, un hombre viudo, mucho mayor que ella, con el que mantiene relaciones íntimas, quedando varios años después embarazada, en plena Guerra Mundial. En estas duras circunstancias y, sobre todo, al saber que en su familia existe una tara genética no está dispuesta a tener un hijo: «Cuando Mischa, completamente trastornado, fue llevado hace poco a un psiquiátrico y yo fui testigo ocular del tumulto, me prometí a mí misma no permitir jamás que una persona tan infeliz saliera de mi seno»[11]. En consecuencia, se decidirá a abortar. Y lo razonará en su escrito íntimo en un tierno diálogo con su hijo no nacido, pues en ese momento entiende esta acción como una manera de protegerlo: «Me gustaría ahorrarte la entrada en este valle de lágrimas. Te dejaré en la seguridad del nonato, tú que estás convirtiéndote en un ser, así que agradécemelo (…). Al fin y al cabo no te puedo dar fuerza suficiente, y en mi atormentada familia vagan peligrosos gérmenes patógenos»[12]. Pocos meses antes, en 1941, ha conocido a Julius Spier —también judío—, al que acude para ser tratada de su inestabilidad emocional. Este psicoterapeuta de cincuenta y siete años —veinte años mayor que ella— será la persona que ayudará a Etty en su impresionante evolución interior, la cual narró durante diecisiete meses en su diario. Spier fallecerá de cáncer de pulmón en septiembre de 1942. Durante este tiempo de odio y guerra, Etty sufrirá todas las limitaciones impuestas a los judíos. Al final, por la influencia de unos amigos, trabajará en el Consejo Judío como mecanógrafa, y esta circunstancia le servirá para no ir en ese momento a un campo de concentración. En este sentido, anota: «Nunca será posible subsanar el hecho de que una pequeña parte de los judíos ayude a la deportación de la mayoría. La historia se pronunciará más adelante sobre ello»[13]. Efectivamente, sobre este asunto se pronunciará con valentía, años después, Hannah Arendt, suscitando una gran polémica[14]. Tal vez por eso, al poco tiempo y de modo voluntario, pedirá ser trasladada como enfermera al campo de Westerbork, donde se vive en grandes barracas, «como ratas en las alcantarillas»[15], según refiere en una carta. Finalmente, se entrega a las SS —sus amigos querían esconderla, aprovechando que estaba en Ámsterdam enferma— porque entiende que debe unirse a su pueblo. Decide, entonces, regresar a Westerbork y será trasladada junto con sus padres y su hermano Mischa a Auschwitz, en septiembre de 1943, a la edad de veintinueve años. Su muerte está registrada en un informe de la Cruz Roja del 30 de noviembre de ese año. Sus padres también serán víctimas de las cámaras de gas unos meses antes, y su hermano en marzo de 1944. El pequeño Jaap, que había sobrevivido a la Guerra Mundial, también fallecerá en 1945 mientras retornaba a Holanda.
3. El diario de Etty Hillesum Todo lo relatado en este escrito abarca algo más de año y medio: comienza el domingo 9 de marzo de 1941 y termina el martes 13 de octubre de 1942, cuando Etty cuenta con
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veintiocho años. Ella fallecerá un año después. Para abordarlo de un modo pedagógico, se dividirá en tres parcelas: psicología interior, relación con Spier y vida espiritual. A. Si vives en tu interior En la narración de sus notas autobiográficas, Etty se define a sí misma como una persona frágil de carácter: «No soy nada más que una miedosa desgraciada, a pesar de mi mente lúcida»[16]. También, desde el primer momento se refleja su relación con Spier, pues nada más conocerlo sentirá una fuerte atracción. Seguramente, fue él quien la animó a redactar estas notas como herramienta terapéutica. Así fue escrito, con la franqueza de los veintisiete años y con una sencillez tal que nos permitirá conocer la interioridad de su autora a plena luz y sin maquillaje alguno. En este sentido, a los pocos días nos sorprende leer una conmovedora afirmación que confirma lo dicho arriba: «Toda mi vida he tenido el siguiente sentimiento: ojalá viniera alguien que me cogiera de la mano y se ocupara de mí. Parezco valiente y hago todo sola, pero me gustaría muchísimo entregarme»[17]. Este testimonio muestra bien los rasgos centrales del diario, su hondura, llaneza y sinceridad. También, en estas primeras páginas reflejan su deseo profundo de ayudar a los demás: «Finalmente quizá me convierta algún día en una persona adulta, capaz de ayudar a otros mortales de esta tierra en sus dificultades y de crear, gracias a mi trabajo, algo de claridad para los demás»[18]. Otro rasgo sorprendente, que pronto aparece en sus notas, es su rechazo del resentimiento hacia los alemanes: «Ese odio indiscriminado es lo peor que existe. Es una enfermedad de la propia alma»[19]. Pero son los sentimientos hacia su terapeuta los que ocupan mucho espacio en los primeros días, porque su relación con Spier roza el enamoramiento y, por ello, le obsesiona la posesión del amado. Aunque pronto descubrirá la necesidad de que su amor encierre también un desprendimiento. Concretamente, en referencia a Spier, anotará que ha aprendido a liberarse de las ataduras egoístas, esas que intentan acaparar a las personas queridas. También, con valentía, reflexionando sobre su vida pasada, reseñará: «Lo que quiero es un solo hombre para toda la vida y construir algo juntos. Todas esas aventuras y amoríos me han hecho en el fondo infeliz y me han desgarrado por dentro»[20]. Otra referencia para comprender su maduración interior se refleja bien en estas primeras notas: «Después de haberme lavado por completo con agua helada, me tumbé en el suelo del cuarto de baño hasta tranquilizarme por completo»[21]. Es decir, que practicará una dura ascesis corporal. También se esforzará por dominar sus inquietudes interiores y, para manifestarlo, empleará la expresión de lucha minuto a minuto. Tras estas pinceladas iniciales, apunta ya a la cuestión fundamental de la necesidad de encontrar sentido a la vida, manifestando su sensación de impotencia ante la situación de partida en la que todo parece caótico. Expone el problema con radicalidad: «Todo es casualidad o nada es casualidad. Si creyera en lo primero no podría vivir; pero de lo último aún no estoy convencida»[22]. Así pues, se muestra confusa hasta que, con esfuerzo y un poco más adelante, advierte que la solución se halla dentro de sí, y no fuera: «Uno tiene que comportarse de forma pasiva y escuchar. Encontrar nuevamente el 44
contacto con un pequeño trozo de eternidad»[23]. También manifiesta una pelea interior para ser auténtica, sincera consigo misma; y escribe: «No quiero ser nada especial, solo quiero ser aquella que, interiormente, todavía está buscando su propio desarrollo»[24]. Pero tras nueve meses de lucha, en la anotación del viernes 5 de diciembre de 1941, se atisba un avance importante, un gran paso para mirar la vida con sentido y belleza. Lo denomina «estar reconciliada con la vida», la cual «es grande y buena, fascinante y eterna»[25]. Ha adquirido claridad y lo expone de modo sereno: «Y no veo otra solución que adentrarse dentro de sí mismo (…). No creo que podamos mejorar en algo el mundo exterior mientras no hayamos mejorado primero nuestro interior. Y esta me parece la única lección de esta guerra»[26]. O sea, ha descubierto que los problemas se solucionan en el interior del ser humano: que con la misma situación externa, por difícil que esta sea, una persona puede mejorar y ser muy feliz o empeorar y llegar al territorio del desaliento, o ir más allá aún y llegar al del odio. De esa misma fuente le nace esta anotación: «La gente forja su propio destino en su interior». Y aunque nada más escribir esto manifieste alguna duda, en seguida afirmará que «de pronto me pareció todo tan claro como el agua. Por supuesto que todo el mundo crea desde su interior su propio destino»[27]. Por eso, a medida que va profundizando sobre esta intuición fundamental, relatará algo asombroso: «El miércoles por la mañana muy temprano estuvimos con un grupo grande en una estancia de la Gestapo y las circunstancias eran en ese momento para todos iguales: todos estábamos en el mismo espacio, tanto los hombres del estrado, como los interrogados. Pero la vida de cada uno se determinaba por la manera de enfrentarse a ella interiormente»[28]. Y, para remachar esa cuestión importante, referirá también que «todo lo horroroso y terrible que ocurre no es algo misterioso y amenazador que se encuentra fuera de nosotros, sino que está muy cerca de nosotros, dentro de nosotros, que sale de nosotros»[29]. Así pues, tras un año de anotaciones, ha llegado a altas cotas de autodominio y de libertad interior, y el 12 de marzo de 1942 incluye en su diario una declaración que manifiesta una espiritualidad profunda, solo al alcance de pocos: «Si vives en tu interior, la diferencia entre dentro y fuera de los muros de un campo de trabajo tal vez no sea tan grande»[30]. Y tanto ha avanzado en su madurez que puede afirmar: «Yo no acabaré mal nunca, en ninguna parte»[31]. En esta declaración se aprecia la misma sinceridad con la que al comienzo del diario se reconocía miedosa e insegura. Con esa libertad interior conquistada, también anotará, unos meses después, algo asombroso respecto de los nazis: «No nos pueden hacer nada, realmente no nos pueden hacer nada (…). El robo más grande contra nosotros lo cometemos nosotros mismos. La vida me parece bonita y me siento libre. El cielo se extiende ampliamente tanto dentro de mí como sobre mí. Creo en Dios y creo en la gente y me atrevo a decirlo sin ninguna vergüenza»[32]. Pero, ¿qué es lo que modifica todo desde el interior de la persona? Etty lo expondrá así: «aceptar la vida»[33]. Como otra nueva intuición esencial, la aceptación aparecerá como la clave para el crecimiento en la libertad interior. Al avanzar en su diario, primero irá aplicando la idea de aceptación al sufrimiento y a la muerte: «Hay que aceptar la muerte como una parte de la vida»[34]. O también, en estos términos: «Suena casi paradójico: cuando uno deja fuera de su vida la muerte, la vida nunca es plena, y cuando se incluye la muerte en la vida, uno la amplía y enriquece»[35]. Además, en la 45
aceptación habrá que incluir las propias limitaciones: «Cuando se llegan a conocer las propias fuerzas y las propias limitaciones y se aceptan como hechos dados, aumenta la fuerza. Todo es tan simple, para mí está cada vez más claro y me gustaría vivir mucho tiempo para aclarárselo también a otros»[36]. Resulta tan nuclear la cuestión de la aceptación en la vida de Etty Hillesum que me parece necesario añadir otras referencias. Por ejemplo, un texto donde manifiesta la necesidad de que sea total. Para explicarlo, aclara que debe incluir a todas las circunstancias de la vida: «En cuanto se quieran excluir o no aceptar partes de ella, en cuanto se asuma arbitrariamente algo de la vida, pero no todo, entonces pierde su sentido, pues ya no sería un conjunto único y todo sería arbitrario»[37]. Y entre esas circunstancias, también incluirá Etty «ese temor infantil a perder el amor del otro si no me adapto completamente a él (…). Hay que saber reconocer las limitaciones, también en el campo físico. Hay que aceptar que uno no puede ser para el otro todo aquello que le gustaría ser»[38]. En otro momento, reflexiona de este modo: «Y ahora me pregunto: ¿No deberíamos despedirnos también de nuestros deseos? Cuando uno empieza a aceptar algo, ¿no debería aceptarlo todo?»[39]. Aunque ya sospechamos que la respuesta será positiva, Etty va más allá, y expone que cuando se adopta ese grado de aceptación, como decisión de nuestra radical libertad, y no como simple estoicismo, «hemos entrado en una nueva realidad en la que todo tiene otros colores y otros acentos»[40]. Esa es la realidad en la que ella vive a partir de ahora, la que le permite actuar con una profunda paz interior en el ambiente de un campo de concentración y con el horizonte de las cámaras de gas amenazando el futuro inmediato. Resulta sugerente resaltar también los frutos que ella misma reconoce en las páginas de su diario. El primero, una honda felicidad. Así, en julio de 1942, relata, a modo de conversación, lo siguiente: «Te va a parecer increíble, pero la vida me parece bonita y soy feliz. ¿No es milagroso?»[41]. También, la paz interior: «Y finalmente quisiera decir algo más: pienso que he llegado poco a poco a esa sencillez que siempre anhelaba»[42]. Por último, un sentido de fraternidad espiritual que hace del mundo un hogar propio: «Escucharme a mí misma: me gustaría poder encontrar una buena expresión holandesa para ello. Mi vida es en realidad un escucharme a mí misma continuo, un escuchar a los demás y a Dios»[43]. Pero aún le queda tiempo para regalarnos otras delicias espirituales en sus notas autobiográficas. Cuando le resta solo un año de vida, anotará que «primero hay que perdonarse a sí mismo las malas cualidades si se quiere perdonar a los otros. Esto tal vez sea lo más difícil que tiene que aprender una persona»[44]. Y, efectivamente, tal vez sea la tarea más ardua, pues de un modo muy similar lo explica Jacques Philippe, tras muchos años de experiencia: «La tarea de aceptarse a uno mismo es bastante más difícil de lo que parece. El orgullo, el temor a no ser amado y la convicción de nuestra poca valía están firmemente enraizados en nosotros»[45]. Pero, ¿no resulta impresionante leerlo también en el diario sincero de una chica de veintiocho años? Además, sorprende la claridad con que nos expone en relación con el sufrimiento que «cuando más sufre el ser humano es con el sufrimiento que teme»[46]. Explica que el dolor es más llevadero de lo que parece y que puede ser incluso fecundo. En cambio, «la 46
idea de sufrimiento, esa hay que abandonarla. Si se abandonan esas ideas, en las que la vida está presa como entre rejas, entonces se libera la verdadera vida y las fuerzas interiores, y entonces se tienen fuerzas para soportar el verdadero sufrimiento de la propia vida y el de la humanidad»[47]. Por tanto, otra faceta luminosa de la aceptación consistirá en aceptar los futuros sufrimientos, porque así dejarán, en gran medida, de hacernos padecer. Téngase en cuenta, además, que muchas de las situaciones futuras que nos agobian no llegan, luego, a ocurrir. Y una última consecuencia del logro de la aceptación será la capacidad para descubrir y atender las preocupaciones de los demás. Del mismo modo que cuando no aceptamos la realidad se crea en el interior una insatisfacción que nos tensiona —y que conduce a volcar nuestras frustraciones hacia los otros—, si aceptamos las circunstancias exteriores, sabremos también acercarnos a los demás y comprenderlos. En este sentido, transcribo unas declaraciones de Etty Hillesum en las que se resume su decisión de servir a los demás: «Llevar frutos y flores a cada trozo de tierra adonde uno va. ¿No sería esa una hermosa meta? ¿Y no tenemos que contribuir a realizarla?»[48]. Y en una carta escrita unos meses antes de morir nos aclara de dónde nacen las fuerzas para esa donación a los demás, incluso en la dureza de un campo de concentración: «Tenemos que construir un nuevo mundo después de la guerra. Y a cada infamia, a cada crueldad, hay que oponerle una buena dosis de amor y buena fe, que primero habremos de hallar dentro de nosotros mismos»[49]. B. Mediador entre Dios y yo Julius Spier (1887-1942) fue un prestigioso psicoanalista y quirólogo alemán. Contaba con cincuenta y cuatro años cuando Etty lo conoció en Amsterdam en 1941. Profesionalmente se formó con Jung, un famoso psiquiatra discípulo de Freud, y abrió una consulta en Berlín a la que acudía una nutrida concurrencia. Tenía prestigio profesional, y había dictado conferencias por diversos países europeos, pero por las difíciles circunstancias para los judíos residentes en Alemania, se trasladó a Amsterdam dos años antes de su encuentro con Hillesum. A esta altura de la vida, se encontraba divorciado de su primera mujer y prometido con una discípula, también judía, que había emigrado a Londres poco tiempo antes, a la espera de que finalizara la Guerra Mundial. Spier siempre se mantendrá fiel a este compromiso, sin saber que jamás podrá reencontrarse con ella, pues él fallecerá de cáncer de pulmón en el año de 1942. La habilidad de Spier para penetrar el interior de la persona través del estudio de sus manos, y mediante su conversación confiada, abierta y profunda, le resultaron fascinantes a nuestra joven holandesa. Por ello, su influencia subyace en todo el desarrollo interior de Etty Hillesum, que pronto comenzará, también, a ejercer como su secretaria o asistente. En el diario de nuestra protagonista se lee que, tras acudir a una conferencia, «luego quedé impresionada por una especie de libertad interior que emanaba de él»[50]. Y en las primeras anotaciones de sus escritos intercalará frecuentes referencias a su terapeuta, al que designa como S. La atracción sobre Etty fue tan fuerte que en bastantes momentos, duda de si está enamorada o si solo lo quiere como amigo que la ayuda, la 47
comprende y la escucha. En el relato de agosto de 1941, anota: «¿Quiero a S.? Sí, muchísimo. ¿Cómo hombre? No, no como hombre, sino como persona. O tal vez me atrae más el calor, el amor y ese afán de bondad que surge de él (….). Acaricia al ser humano, no a la mujer. Y a la mujer le gusta que la acaricien como mujer no como ser humano»[51]. Nueve meses después de comenzar ese trato cercano con Spier, escribirá, de manera más sosegada, que «él se ha convertido en una parte de mí. Y con esta nueva parte dentro de mí sigo adelante, pero sola. Claro que por fuera no cambia nada, sigo siendo su secretaria y sigo interesada en su trabajo, pero es verdad que interiormente soy más libre»[52]. De este modo, se construirá una profunda amistad y, con el paso del tiempo, irá definiendo bien esa relación en sus notas: «Él, que fue el mejor y más inolvidable amigo»[53]. Durante el verano de 1942, Etty se encuentra en el campo de concentración de Westerbork. Aprovecha una enfermedad para obtener un permiso y vuelve a Ámsterdam. Y allí estará para acompañar a Spier durante sus últimos momentos de vida, pues fallecerá tras unos cuantos días de agonía. En sus notas biográficas lo relata con matices de solemnidad, de agradecimiento y de gran espiritualidad: «Tú fuiste el mediador entre Dios y yo, y ahora, mi mediador te has ido y mi camino sigue directamente a Dios (…). Buscador de Dios, que encontraste a Dios. Has buscado a Dios por todas partes, en cada corazón humano que se abría a ti —y cuántos han sido— , y en todas partes encontraste un pequeño fragmento de Dios»[54]. Efectivamente, Spier fue quien le hizo conocer la Biblia, Las Confesiones de San Agustín, y a otros escritores cristianos. Aunque era judío, según refiere Hillesum, antes de morir le hizo esta confidencia: «Tengo sueños tan extraños. He soñado que Cristo me bautizaba»[55]. C. La muchacha que no podía arrodillarse La sexta página del diario de Etty Hillesum registra la primera referencia a Dios: «“El mundo sale de las manos de Dios melodiosamente”, estas palabras de Verwey no se me fueron de la cabeza en todo el día. Yo misma quisiera salir de las manos de Dios»[56]. Ella no había sido educada en la práctica de la religión judía y, por eso, en el comienzo de sus anotaciones Dios aparece más como una cita literaria o cultural que como alguien con el que se pueda entablar una relación de trato o, menos aún, de afecto. Pero su situación con respecto a Dios se irá modificando hasta llegar a ser muy íntima. Así lo manifiesta en un relato precioso de sus notas íntimas: Dentro de mí hay un pozo muy profundo. Y ahí dentro está Dios. A veces me es accesible. Pero a menudo hay piedras y escombros taponando ese pozo y entonces Dios está enterrado. Hay que desenterrarlo de nuevo. Me imagino que hay gente que reza con los ojos dirigidos hacia arriba. Ellos buscan a Dios fuera de sí mismos. También hay otras personas que agachan la cabeza profundamente y que la esconden entre sus manos; creo que esa gente busca a Dios dentro de sí misma[57].
De este modo, paulatinamente, irá apareciendo Dios en sus páginas. A los ocho meses de empezar a narrar su vida, manifestará que le gustaría escribir una novela: «Es interesante que últimamente tenga un afán creador tan grande, que tenga ganas de escribir una novela: la muchacha que no podía arrodillarse o algo similar»[58]. Y pocos párrafos 48
adelante, continuará: «Y Dios. La chica que no sabía arrodillarse y que aun así lo aprendió sobre una áspera alfombra de coco en un baño desordenado. Estos asuntos son casi más íntimos que el tema del sexo. Quiero describir este proceso en todas sus fases: cómo la muchacha que soy aprendió a arrodillarse»[59]. Por eso, dos meses después, se entretendrá con los relatos de sus progresos religiosos: «Hay que tener el valor de expresarlo. De pronunciar la palabra Dios. S. me dijo alguna vez que había tardado mucho hasta atreverse a pronunciar la palabra Dios. Como si desde siempre le hubiera parecido algo ridículo. A pesar de que creía en él»[60]. Y unos días adelante, el 31 de diciembre de 1941, también apuntará: «Antes yo también pertenecía a ese grupo de personas que a veces sentían ese “sí, en realidad sí soy religioso”. O algo así. Y ahora a veces tengo que arrodillarme ante mi cama sin más, incluso en una fría noche de invierno y escuchar mi voz interior»[61]. En la vida de Etty lo sobrenatural va conquistando su alma como la atracción del amor que va atravesando su corazón hasta imantar a su rincón más íntimo. De esta manera, en mayo de 1942 realiza una anotación en la que advertimos un cambio profundo: «Retirarme dentro de la celda cerrada de la oración se convierte para mí cada vez más en una realidad y en una necesidad»[62]. Y un mes después, ya escribe sin remilgos: «Creo en Dios y creo en la gente y me atrevo a decirlo sin ninguna vergüenza»[63]. Y también: «Yo colecciono riquezas espirituales en una época en la que otros hacen largas colas ante las fruterías, aunque vivo con el convencimiento de que no lo hago solo por mí misma»[64]. A menos de un año de comenzar su escrito interior ya puede afirmar que es «lo único que tiene importancia en estos tiempos, Dios: salvar un fragmento de ti en nosotros. Tal vez así podamos hacer algo por resucitarte en los corazones desolados de la gente»[65]. Y para poder ver cómo ha ido creciendo su espiritualidad, transcribo otra sorprendente afirmación recogida en sus notas: «El único gesto decente que nos resta hoy en día: arrodillarnos ante Dios»[66]. De este modo, la muchacha que no podía arrodillarse ha cambiado hasta llegar a poseer la presencia amorosa de un Dios cercano con el que dialoga y en el que confía, porque lo percibe cercano en todo lo real. Y con esa luz interior, nos expone la nueva visión de ese mundo místico al que ama con pasión: «Sé con toda seguridad que habrá una continuidad entre esta vida y la vida que vendrá a partir de ahora. Esta vida transcurre en el interior, el decorado exterior cada vez importa menos»[67]. En suma, al dar prioridad a lo interior vislumbra con una claridad asombrosa el entrelazamiento de la vida humana con la vida sobrenatural. Además, su evolución espiritual apareja un crecimiento en su deseo, siempre presente, de ayudar a los demás: «Estoy con los hambrientos, con los maltratados y moribundos, cada día estoy allí, pero también estoy aquí con el jazmín y el trozo de cielo ante mi ventana. En una sola vida hay espacio para todo, para creer en Dios y para una ruina miserable»[68]. Y más adelante, redactará una especie de consigna: «Estoy dispuesta a todo, me iré a cualquier lugar del mundo, adonde Dios me envíe, y estoy dispuesta a testificar, en cada situación y hasta la muerte, que la vida es hermosa, que tiene sentido y que no es culpa de Dios, sino nuestra que todo haya llegado hasta este punto»[69]. Acaso su deseo —¿su oración?— fue atendido, y en los campos de concentración dio testimonio, con su vida y con su muerte, de la sinceridad de esa decisión interior. 49
Pero dejará claro de qué fuente mana todo ese caudal de audacia y heroísmo para gastarse por los demás: «Ahora tengo solo la necesidad de hablar contigo. Amo tanto al prójimo porque amo en cada persona un poco de ti, Dios. Te busco por todas partes en los seres humanos, y a menudo encuentro un trozo de ti»[70]. En la parte final de su diario íntimo se pueden leer párrafos como los que compondría cualquier escritor místico: «A veces, en un momento inesperado, alguien se arrodilla en un rincón secreto de mí. Puede ser cuando camino por la calle o en mitad de una conversación. Y la persona que se arrodilla soy yo misma»[71]. En mitad del mundo en que le toca vivir encuentra el diálogo interior con Dios: ¿no es esto lo propio de los santos? Pero si la intimidad con Dios se distinguiera por su rebosamiento de caridad dirigida hacia los demás, también se podría aportar esta declaración sincerísima que, desde las últimas páginas de su diario, nos remarca su gran altura espiritual: «Me gustaría estar en todos los campos de concentración de toda Europa, me gustaría estar en todos los frentes, no quiero estar lo que se llama “segura”. Quiero estar presente, quiero crear en todos los sitios donde esté un poco de fraternidad entre los llamados enemigos, quiero comprender lo que está ocurriendo»[72]. Para terminar, transcribo una declaración en la que se manifiesta su unión con el Crucificado en esos nuevos calvarios que han sido los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial: «Me atrevo a mirar cualquier sufrimiento honestamente a los ojos, no tengo miedo. Y siempre, al final de cada día, el sentimiento de amar tanto a la gente»[73].
4. Pensar con Etty Hillesum Desde perspectivas filosóficas diferentes, Jacques Philippe, Daniel Innerarity y Robert Spaemann han abordado el tema central de la aceptación tan fructífero en la vida de Etty Hillesum. A. Rebeldía, resignación y aceptación Jacques Philippe afirma que «el acto más elevado y fecundo de la libertad humana reside antes en la aceptación que en el dominio»[74]. Y para explicar esa aseveración, aclara: «El hombre manifiesta la grandeza de su libertad cuando transforma la realidad, pero más aún cuando acoge definitivamente la realidad que le viene dada día tras día»[75]. Esta explicación reafirma la hondura filosófica de la existencia de Etty Hillesum, pues ella llegó a aceptar la realidad sin restricciones. Además, Philippe plantea que caben tres posturas para enfrentarse a lo que nos sucede: rebelión, resignación y aceptación. La actitud rebelde suele ser la primera reacción ante el sufrimiento; pero solo conduce a la amargura y a agigantar más el problema que la genera, a pesar de que en la abundante literatura de base romántica haya sido aplaudida como una actitud positiva. En relación con ella, la resignación supone un paso adelante, pero todavía insuficiente, pues también se acompaña de una gran dosis de tristeza. Por último, solo la aceptación posibilita el manejo correcto de la realidad, que ahora se 50
intentará transformar en la medida de nuestras posibilidades, como consecuencia de que tras asumirla aumenta nuestra libertad interior. En resumen, la propuesta de Philippe consiste en subrayar la necesidad de aceptar lo que no hemos elegido, pues bastante de lo que no dominamos es, precisamente, lo que nos hace crecer por dentro; esto ocurre, lógicamente, solo si sabemos acoger esa circunstancia y elegimos con libertad —aceptamos— lo que no hemos elegido. Julián Marías utilizaba la bella expresión elegimos el azar para referir esta circunstancia. Porque, como se ha visto en la vida de Etty Hillesum, la vida humana consta de acontecimientos sobre los que podemos intervenir y de otros que debemos aceptar y, entonces, conducir nuestra vida sin decepción ni resentimiento. B. Disfrutar de la fragilidad Desde una perspectiva distinta, pero próxima, Daniel Innerarity analiza la importancia de la dimensión pasiva en el curso de toda vida humana. Así, nos advierte: «Que el hombre sea, en tanto que viviente, un ser activo que realiza operaciones, decide y elige, no debería hacernos olvidar que también es un animal patético, alguien al que le pasan cosas, con más frecuencia incluso que cuando tiene en sus manos la iniciativa de los acontecimientos»[76]. Además, nos aclara esta cuestión sugerente: «Controlamos mejor el hacer que el padecer, y nada nos resulta tan desconcertante como los acontecimientos que irrumpen en nuestra vida al modo de huéspedes que no habían sido invitados»[77]. El marco antropológico resultante del análisis de Innerarity resulta muy adecuado para profundizar en las intuiciones apuntadas al narrar la vida de Etty Hillesum. Al realzar «aquella pasividad que era la cara oculta del proyecto moderno»[78], facilita, de nuevo, la comprensión de la aceptación respecto de la elección. O sea, que la libertad no solo consiste en elegir, sino también, y tal vez en mayor grado, en aceptar. Además, Innerarity sostiene que es esa fragilidad, precisamente, lo que embellece la vida, ya que sin esta vulnerabilidad la existencia estaría programada en exceso y nos instalaríamos en la rutina, antesala del aburrimiento. Por el contrario, la incertidumbre intrínseca en la que estamos inmersos facilita la sorpresa, y la tensión nacida de lo imprevisible posibilita, a su vez, el interés. Asimismo, nos vacuna contra una vida excesivamente previsible, diseñada, que nos resultaría inhumana. La propuesta del filósofo español consiste en «disfrutar de la fragilidad de nuestra existencia en la capacidad para corregirla»[79]. Frente a una ética de la autonomía y de la individualidad, Innerarity ofrece ahora una ética de la hospitalidad, como la vida propia de Etty Hillesum. La racionalidad ética será en buena parte el correcto manejo de lo pasivo, de lo que acontece, nos parezca razonable o absurdo. Con nuestra aceptación sabremos asumir las circunstancias e integrarlas en la propia narración para darles sentido, y trataremos de mejorar lo que esté en nuestra mano, en la medida de nuestras capacidades. Pero siempre con una gran libertad interior, la que nace de la aceptación. C. Serenidad o actitud ante lo que no podemos cambiar
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En un ensayo de Robert Spaemann, de su libro Ética. Cuestiones fundamentales, el filósofo alemán también propone una ética de la pasividad, tras reconocer que no suele ser este el enfoque ordinario a la hora de abordar las cuestiones morales. Pero él insiste en poner el acento fundamental de lo ético en lo que pensadores de todos los tiempos han tenido por cosa muy importante, «que el hombre mantenga una correcta relación con aquello que, sin su intervención, es como es»[80]. Y cita a Hegel: «El comienzo, el principio de la ciencia moral es el respeto que debemos tener al destino»[81]. En resumen, nos propone una ética de lo que no podemos cambiar. Esta postura le lleva a reconocer, en primer lugar, que todo lo que hacemos o dejamos de hacer «nos modela de modo irrevocable. (…). La propia actividad a lo largo del tiempo adopta la forma de destino»[82]. Esto supone apreciar que se puede colaborar con el destino. Además, expone Spaemann que «no existe una frontera clara entre actuar y sufrir»[83], entre elegir y aceptar, entre hacer y padecer. La cuestión sería, por tanto, la de cómo afrontar moralmente esa realidad que acontece sin nuestra voluntad: «¿En qué relación podemos situarnos con lo que sucede? En mi opinión, caben tres posibilidades. Las denomino fanatismo, cinismo, y serenidad»[84]. Fanático será quien sostenga que solo existe el sentido en la realidad en relación a su modo de entender el mundo; esto le lleva a no poner límites a su actuación moral, porque quien aporta el sentido a lo que ocurre es él. Lo contrario será el cínico, pues para él la realidad no ofrece ningún sentido: todo es absurdo; en consecuencia, ante cualquier situación adoptará un escepticismo fuerte, que se manifestará en una actitud entre irónica y desencantada de la que no puede salir. Lo curioso, señala Spaemann, es que con mucha frecuencia el fanático termina en cínico al no poder embutir la realidad en su discurso, porque lo desborda. De modo gráfico, describe que el fanático echa espuma por la boca, y el cínico emite comentarios sarcásticos. Frente a ambas posiciones, Spaemann subraya que «la serena aceptación de la realidad es la condición para que el hombre pueda vivir amistosamente con sus semejantes y consigo mismo»[85]. Y avanzando un paso más, explica que «no existe sustitutivo alguno para la serenidad, nunca y bajo ninguna circunstancia, sobre todo bajo las malas; pero existen muchas circunstancias que dificultan vivirla. Y pertenece a las fundamentales obligaciones del hombre para con sus iguales, el facilitarles la serena aceptación del destino»[86]. Con estas palabras finales de su ensayo, el filósofo alemán nos proporciona la base de una educación para la aceptación. Y nos conecta, en directo, con la vida de nuestra joven holandesa, pues en Etty Hillesum encontramos una maestra existencial de la serenidad, de eso tan valioso que reclama el sesudo filósofo alemán.
5. Un asomo de eternidad Si se intenta resumir la preciosa vida de Etty Hillesum en unas cuantas notas, tal vez se pudieran escoger estas: la convicción de que la vida está llena de sentido, aunque se mezclen las luces y las sombras; balancear bien la aceptación y el realismo; también, el sentido de misión, de vocación, de un para qué respecto de la propia vida, y la inseguridad de no poder llevarlo a cabo, la fragilidad del vivir: 52
Quieren nuestra completa destrucción. Eso también lo acepto (…). Trabajo y sigo viviendo con la misma convicción y la vida me parece que está llena de sentido. A pesar de todo está llena de sentido, aunque apenas me atrevo a comentar esto a los demás. La vida y la muerte, el sufrimiento y la alegría, las ampollas en mis destrozados pies y el jazmín detrás de mi casa, la persecución, las innumerables crueldades sin sentido, todo eso está dentro de mí como una fuerte unidad, y lo acepto como un todo, y empiezo a comprenderlo cada vez mejor, solo para mí misma, sin ser capaz hasta ahora de explicarle a nadie cómo está todo interrelacionado. Me gustaría vivir mucho tiempo para poder explicarlo alguna vez más adelante. Y si no puedo elegir eso, bueno, entonces otro lo hará[87].
Su existencia nos aporta un argumento fuerte contra el talante vital tan extendido que se complace en el vagabundeo existencial, porque la vida humana resulta una sucesión de experiencias sin conexión que se van sucediendo de modo lineal hasta que un día se cierra el telón con el deceso de la vida: la muerte es un absurdo más del acontecer caótico en que consiste la existencia. Pero no hay que engañarse, porque esta es la cosmovisión, más o menos aguada, que campea hegemónica en muchas series de televisión, películas, canciones, relatos y novelas actuales. También como utopía social, acaso hija del resentimiento. También, nos ayuda a superar el aura de romanticismo libertario que acompaña a ese modo de vivir —ya un poco trasnochado— y decir a las claras que cuando el ser humano no sabe casi nada sobre su vida, tal desconocimiento acarrea una herida profunda en su conciencia de la que gotea una fuerte dosis de inseguridad, una profunda angustia y un triste sentimiento de vacío. Porque, también, ese nihilismo hace a las personas frías ante el sufrimiento ajeno, e inhibidas en todo lo que no les afecte directamente. En suma, nos ayuda a superar el ambiente de desencanto que paraliza a mucha gente buena para participar en la vida social y política de su tiempo, que las lleva a no soñar con transformar el clima intelectual y moral del mundo en el que viven. Por el contrario, la vida de nuestra joven judía se refleja bien en este poema de Rilke, que expresa bien cómo el amor acepta todas las dificultades y las supera siempre: Apágame los ojos y te seguiré viendo, Cierra mis oídos, y te seguiré oyendo, Sin pies te seguiré, Sin boca continuaré invocándote. Arráncame los brazos, te estrechará Mi corazón, como una mano. Párame el corazón, y latirá mi mente. Lanza mi mente al fuego Y seguiré llevándote en la sangre[88].
Pero quizás sea mejor asomarse a la vida de esta luchadora con sus propias palabras: «Las circunstancias no son decisivas nunca, ya que siempre hay circunstancias, buenas o malas, y hay que aceptar el hecho de que haya buenas y malas circunstancias. Ello no impide que uno dedique su vida a mejorar las circunstancias. Pero hay que saber por qué motivos lucha uno. Y hay que empezar por uno mismo, cada día otra vez consigo mismo».[89] La clave de toda esta potencia interior se encuentra condensada en un apunte de sus notas interiores: «Últimamente me pasa cada vez más a menudo que encuentro un asomo de eternidad hasta en las percepciones y tareas cotidianas más pequeñas»[90]. Y, sobre todo, entretejiendo esa presencia sobrenatural con la constante preocupación por los 53
demás. Con esa determinación termina su Diario: «Una quisiera ser un bálsamo derramado sobre tantas heridas»[91]. Gracias, Etty.
[1] Antonio Tabucchi, Pequeños equívocos sin importancia, Anagrama, Barcelona 1987 (2ª), 17. [2] Ibid., 19. [3] Etty Hillesum, Diario de Etty Hillesum. Una vida conmocionada, Antrophos, Barcelona 2007, 66. [4] Ibid., 117. [5] Ibid., 175. [6] Ibid., 174. [7] Ibid., 175. [8] Amalia Bautista, “Prodigios”, Falsa pimienta, Renacimiento, Sevilla 2013, 12. [9] Etty HIllesum, op., cit., 102. [10] Ibid., 113. [11] Ibid., 69. [12] Ibid., 69. [13] Ibid., 161. [14] Cfr Iván López Casanova, Pensadoras del siglo XX. Una filosofía de esperanza para el siglo XXI. Rialp, Madrid 2013. [15] Etty HIllesum, op., cit., 201. [16] Ibid., 1. [17] Ibid., 4. [18] Ibid., 8. [19] Ibid., 9. [20] Ibid., 14. [21] Ibid., 15. [22] Ibid., 26. [23] Ibid., 43-44. [24] Ibid., 60. [25] Ibid., 70. [26] Ibid., 82-83 [27] Ibid., 84. [28] Ibid., 84. [29] Ibid., 85. [30] Ibid., 87. [31] Ibid., 87. [32] Ibid., 106-107. [33] Ibid., 115. [34] Ibid., 114. [35] Ibid., 118. [36] Ibid., 120. [37] Ibid., 121. [38] Ibid., 122. [39] Ibid., 127.
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[40] Ibid., 127. [41] Ibid., 151. [42] Ibid., 152. [43] Ibid., 169. [44] Ibid., 174. [45] Jacques Philippe, La libertad interior, Rialp, Madrid 2003 (14ª), 37. [46] Etty HIllesum, op., cit., 187. [47] Ibid., 187-188. [48] Ibid., 189. [49] Etty Hillesum, Cartas desde Westerbork, recogidas en Diario de Etty Hillesum, op., cit., 203. [50] Etty Hillesum, op., cit., 3. [51] Ibid., 31. [52] Ibid., 62. [53] Ibid., 91. [54] Ibid., 165-166. [55] Ibid., 166. [56] Ibid., 6. [57] Ibid., 41. [58] Ibid., 55. [59] Ibid., 58. [60] Ibid., 71-72. [61] Ibid., 77. [62] Ibid., 93. [63] Ibid., 107. [64] Ibid., 111 [65] Ibid., 142-143. [66] Ibid., 153. [67] Ibid., 161. [68] Ibid., 115. [69] Ibid., 135. [70] Ibid., 163. [71] Ibid., 168. [72] Ibid., 191. [73] Ibid., 195. [74] Jacques Philippe, op., cit., 30. [75] Ibid., 30. [76] Daniel Innerarity, Ética de la hospitalidad, Península, Barcelona 2001, 23. [77] Ibid., 30. [78] Ibid., 32. [79] Ibid., 40. [80] Robert Spaemann, Ética: Cuestiones fundamentales, Eunsa, Pamplona 1987 (2ª), 113. [81] Ibid., 113. [82] Ibid., 114-115. [83] Ibid., 116. [84] Ibid., 117. [85] Ibid., 123. [86] Ibid., 124. [87] Etty HIllesum, op., cit., 117. [88] RM Rilke, El libro de las horas, traducción de Antonio Pau, Cuarenta y nueve poemas, Mínima Trotta, Madrid 2010 (2ª), 59. [89] Etty Hillesum, op., cit., 117. [90] Ibid., 120. [91] Ibid., 200.
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4. TERESA DE CALCUTA: REENCANTAR EL MUNDO
1. La princesa de los tres rostros Un cuento de belleza fría, azul metálico, narrado con voz suave sobre una música tenue… En algunos ensayos se describe el ambiente cultural actual de este modo: muerte de Dios, muerte del hombre y muerte del arte[1]. En consecuencia, la cuestión de la verdad que los resucite constituye el problema fundamental para el pensamiento del siglo XXI. O sea, la superación del escepticismo. En consecuencia, resulta necesario pensar la verdad. Y para ello, caminar junto a quien la llevó de la mano: Teresa de Calcuta. … Érase una vez una princesa muy feliz que poseía una bola de cristal con la que jugaba y se divertía, haciendo dichosas a las personas que vivían dentro. La maravillosa princesa, de un universo desconocido, poseía una belleza tal que no la podía contener un único rostro. Con solo mirarla, los habitantes de la esfera de cristal se hartaban de felicidad, y nunca se cansaban de jugar con ella. ¿Cómo describirla? A veces su cara parecía divina y con su mirada llenaba el mundo de verdades para que los habitantes del planeta conocieran el bien. Pero su aspecto también recordaba al de una persona humana, aunque tan atractiva que contagiaba el deseo de amar a cada ser vivo; cuando soplaba, colmaba la tierra de valores éticos, y el mundo se poblaba de obras buenas. Su tercer rostro se asemejaba a una obra de arte perfecta, y al contemplarla se escuchaba una sinfonía maravillosa por todos los rincones del globo, y los pobladores plasmaban esa perfecta armonía en sus trabajos y en sus obras de arte. Así, los hombres vivían felices porque tenían referencias para conocer la verdad, hacer el bien y estampar la belleza en sus tareas artísticas y en sus labores. Pero pasó un largo tiempo, y al llegar el siglo XIX los habitantes de la bola de cristal dejaron de mirar el rostro divino de su princesa, porque querían ser soberanos legisladores de sí mismos, y cada uno quería ser un superhombre, un dios en miniatura: llegó el tiempo de “la muerte de Dios” (Nietzsche). También se dijo a los hombrecillos que aunque parecía que eran libres, su conducta era la consecuencia de unas leyes económicas que realmente dominaban todos los sucesos de la vida. Por eso, no debían respirar el aire de su princesa, porque producía una hipnosis para dominarlos, como el opio del pueblo con el que se adormece a los pobres para que obedezcan a los ricos (Marx). Poco tiempo después, las criaturas de la esfera de cristal se negaron también a escuchar melodías. Eran los comienzos del siglo XX cuando tronó una voz más fuerte 56
que la música de la princesa, afirmando que la sinfonía de fondo escondía el ruido verdadero, el producido por los instintos sexuales y tanáticos (Freud). Por obra de estos tres maestros de la sospecha[2] —Nietzsche, Marx y Freud— cambió el ambiente de la Tierra y comenzó el tiempo de desencantamiento del mundo. De este modo, los humanos ignoraron la presencia de su princesa feliz, y solo alcanzaron a mirar a sus propios rostros entristecidos. Pero la cosa fue a peor, ya que durante el siglo XX los pobladores se enfrentaron en dos guerras mundiales. Y tras esas luchas crueles, de todos contra todos, se avergonzaron de la brutal violencia empleada en las batallas y se despreciaron a sí mismos. Llegó “la muerte del hombre”: ¿qué sentido tenía mirar un rostro humano, después de la degradación a la que habían llegado en sus luchas, con decenas de millones de muertos y heridos? Así que durante los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial irrumpió con fuerza el escepticismo y aumentó el desencanto. Incluso, una misteriosa frase aseguraba que «escribir poesía después de después de Auschwitz es un acto de barbarie»[3]. Llegó entonces la postmodernidad cultural y, con ella, “la muerte del arte”: no podían percibir belleza alguna. En consecuencia, había que transgredir los antiguos valores estéticos. Quedó el mundo sin referencias religiosas, éticas o artísticas y la bola cristalina se convirtió en un lugar donde los hombres habitaban solos ante el frío universo y sin capacidad para ilusionarse. Pensar la verdad. Entonces apareció una mujer de pequeña estatura que reconoció la belleza de todos los seres humanos, incluidos los apestados, los repugnantes, los más pobres entre los pobres. Miró de frente al rostro divino de la princesa y se trasladó a una zona de la tierra en la que había castas cerradas, en la que los seres humanos eran clasificados según su distinta dignidad. Algunos eran parias, deshechos sociales que vivían en las calles sin tener con qué alimentarse. Pero esta mujer, de figura bajita, respiraba el aire de la princesa, y decidió cuidar a estos humanos aunque estuvieran excluidos: los trató como si fueran hermanos suyos, como hijos de aquella princesa a la que tanto se parecían. Y en seguida, se encontró rodeada de muchos otros que la llamaban madre y que realizaban su misma labor. En ese momento Teresa —ese era su nombre— ofrecía un rostro que recordaba al de la princesa: ¡cuánta belleza reflejaba! A pesar de sus muchas arrugas, mostraba la hermosura primigenia de la princesa. Los habitantes del siglo XXI comenzaron a imitar a la Madre Teresa, pues así se la empezó a llamar. Y con nuevo afán unieron sus manos formando una cadena que recorrió todo el diámetro de la esfera de cristal, desde el Polo Norte hasta el Polo Sur, desafiando el frío y el calor, las tormentas y los días de bochorno. Se corrió la voz y contemplaron de nuevo la belleza artística, volvieron a practicar las buenas obras y se decidieron a buscar de nuevo la verdad. Y la felicidad retornó a todos los rincones de la bola de cristal… Reencantar el mundo. Con estas palabras se hace referencia a la famosa frase de Max Weber que, para explicar la situación cultural de las primeras décadas del siglo XX, empleó el rótulo del desencantamiento del mundo. Expresaba la desaparición de todo lo que no fueran hechos positivos. Para este sociólogo, con una actitud propia del pensamiento heredado de la modernidad filosófica, la Ciencia nos acostumbra a no ver 57
en la realidad exterior más que un conjunto de fuerzas ciegas que podemos poner a nuestra disposición; no quedaría entonces sitio para los mitos y dioses que poblaban el universo en fechas precientíficas. Ahora bien, una vez finiquitada la utopía moderna es hora de impregnarse de esperanza y volver a dotar a la cultura de nuestro tiempo de propuestas que lo llenen de encanto y de encantamientos; o sea, es tiempo de proponerse seriamente la aventura de buscar la verdad aprendiendo de errores pasados. Para esta tarea, la vida de Teresa de Calcuta resulta muy apropiada. Nos acercaremos a su existencia y a su legado desde una perspectiva antropológica —y no tanto teológica, aunque ambas facetas se encuentran entrelazadas, si no fundidas—.
2. Breve reseña biográfica Leo Maasburg, sacerdote que acompañó a Teresa en muchos momentos de su vida, narra este sucedido: Un distinguido líder hindú llegó desde Delhi para reclutar jóvenes que echaran a la Madre Teresa y sus hermanas del templo de Kali. Armados de piedras y palos, los alborotadores se acercaron a la casa con el líder hindú a la cabeza. Cuando la Madre Teresa oyó el griterío, salió a la puerta y se dirigió hacia el grupo. Saludó al líder sin muestra alguna de miedo y le invitó a entrar y ver lo que hacían. Entró él solo con ella. Al cabo del rato salió. Los jóvenes se apiñaron a su alrededor y le preguntaron si podían empezar ya a echar a las hermanas. Él les contestó: —Sí, podéis, pero únicamente cuando vuestras hermanas y vuestras madres hagan lo que estas monjas hacen ahí dentro[4].
Para un esbozo de la vida de Teresa de Calcuta resulta sugerente comenzar con este suceso, porque refleja bien el núcleo de su vida: «Lo que nos legó no fue tanto una doctrina como los frutos de la misma: amor en acción, un corazón lleno de amor y unas manos que pongan por obra ese amor»[5]. Esto fue lo que vio el dirigente hindú y lo que tanto le impresionó, hasta el punto de pasar del enfurecimiento a una profunda admiración. En el año de 1910, en el pequeño país de Albania nacerá Gonxha (Inés) Bojaxhiu en el pequeño pueblo de Üsküb, que entonces formaba parte del imperio otomano. En la actualidad esta población se llama Skopie y pertenece a la República de Macedonia. Era el tercer hijo de una familia católica originaria de Albania. Así relataba sus orígenes la propia protagonista: «Por nacimiento soy albanesa; de nacionalidad, india; pero soy religiosa católica. Por mi misión pertenezco a todo el mundo, pero mi corazón solo pertenece a Jesús»[6]. Cuando la pequeña Gonxha tiene dos años, su población dominada por Turquía sufre un asalto de las tropas de los países cercanos (Bulgaria, Serbia, Grecia, Montenegro y Rumanía). Terminaban cinco siglos de dominación musulmana, y en su familia se celebrará con gozo ese suceso. Pero al poco tiempo estalla la segunda guerra balcánica, que enfrentará ahora a Bulgaria contra sus antiguos aliados. Tras ser derrotado el ejército búlgaro, los países victoriosos se reparten el territorio y el pueblo de la futura Madre Teresa cae bajo el dominio de Serbia. La entrada de las tropas serbias vencedoras se
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acompañará de grandes matanzas sobre los habitantes de esa zona, mayoritariamente albanos. Los padres de Gonxha acogerán a muchos de los perseguidos en su propia casa. Pero aquí no terminan los sucesos bélicos, pues en 1914 comienza la Primera Guerra Mundial. Al inicio, la ciudad de la pequeña Gonxha pasará de nuevo a la dominación de Bulgaria; aunque al término de la conflagración la ciudad volverá a pertenecer a Serbia. En 1919, un año después del fin de la guerra, el padre de nuestra protagonista capitanea la defensa política de las minorías albanas. Por esta actividad, parece que sus enemigos políticos lo envenenaron. La futura Teresa cuenta con nueve años cuando su madre enviuda y queda a cargo de sus tres hijos: Lázaro, Aga y Gonxha. Ahora la vida familiar gira en torno a su madre, Drana, persona católica ferviente. Gonxha empieza a ir al colegio donde se mezclan los chicos de origen albanés con serbios y búlgaros; además, se juntan judíos, ortodoxos y católicos, y también una minoría musulmana. También, los hijos de la familia Bojaxhiu asisten a la parroquia católica en la que un jesuita, el padre Jambrekovic, les da una formación en la que, con frecuencia, alaba las actividades misioneras. Todo esto penetrará a fondo en el corazón de Gonxha y le llevará a tomar la decisión de hacerse religiosa en una congregación misionera, en la orden de Nuestra Señora de Loreto. Su madre aceptará esta decisión con gozo. En cambio, su hermano mayor tratará, sin fruto alguno, de que rectifique el rumbo de su nueva vida. Con dieciocho años parte para la casa madre de esas monjas misioneras que se encuentra en Dublín. Le acompaña una amiga albanesa que también ha decidido ser religiosa. Poco tiempo después, ambas partirán hacia la India en una travesía marítima de más de cuatro semanas. Llegarán en el comienzo del año 1929. En este país realizará sus primeros votos contando con veinte años, y en esa ceremonia cambiará el nombre de Inés (Gonxha) por Teresa, debido a su devoción por santa Teresa de Lisieux. Casualmente, en el convento ya existía una monja con ese nombre —Thérèse— y por eso, se decide por el nombre castellano de Teresa. Al principio trabajará en un centro de atención sanitaria, pero pocos meses después ejercerá como profesora en un colegio de Calcuta en el que se amontonan chicos y chicas de las clases más pobres de la sociedad. Unos años después realizara sus votos definitivos y se trasladará al Colegio de Loreto, también en Calcuta, al que acuden chicas de alta condición social, y en el que ejercerá casi veinte años como profesora de Historia y Geografía. En 1944, además, será nombrada directora del colegio. Durante estos años, la India sufrió grandes conmociones. Sobre todo la hambruna de 1943 que produjo entre dos y tres millones de muertos en el territorio de Bengala y en su capital, Calcuta. También en 1946 comenzaron los enfrentamientos entre la población musulmana y los hindúes en Calcuta, con cifras de entre 5000 y 15000 muertos. Por ello, contemplará con sus propios ojos cómo arden muchas casas y chabolas. En estas circunstancias Teresa viaja a Daarjeling para hacer un retiro espiritual de ocho días. Y en el tren, el día 10 de septiembre de 1946 recibirá lo que referirá como la llamada dentro de la llamada: una revelación sobrenatural para abandonar su congregación y dedicar toda su vida a cuidar de los más pobres entre los pobres, iniciando la institución que hoy conocemos, las Misioneras de la Caridad. Lógicamente, hasta que reciba autorización de sus superioras y de las autoridades eclesiásticas sufrirá 59
un tiempo de dolorosa espera. Hasta que en febrero de 1949, a la edad de treinta y nueve años, inicie en solitario la atención de los más humildes de la tierra. A ella dedicará toda su vida. Su labor se irá extendiendo por todo el mundo hasta alcanzar una magnitud asombrosa. Esta es la Teresa de Calcuta cuya vida, al menos en sus trazos gruesos, todos conocemos. Como se sabe, será nominada como Premio Nobel de la Paz en el año 1979. Dos rasgos de su personalidad pueden ser destacados para profundizar en el legado de su existencia: su valentía heroica y su profunda humildad, aunque ambos nacen de su gran capacidad de querer a los demás en los que ve al mismo Dios. En la empobrecida Unión Soviética de 1988 tuvo lugar un trágico terremoto en Armenia. La madre Teresa aceptó acudir con cuatro hermanas de la Caridad para ayudar a toda esa afligida población, respondiendo a la invitación de las propias autoridades locales. Rápidamente, el mismo día de Navidad, se decidió a volar desde el aeropuerto de Moscú a Ereván. Así lo relata Leo Maasburg, testigo presencial del suceso: «Saris indios y ventisca moscovita, viento helador con temperaturas bajo cero y la Madre Teresa con sus sandalias de cuero, sin calcetines, los dedos de los pies al aire… ¿Qué mejor símbolo del contraste entre el poder comunista y la pobreza evangélica?»[7]. Las adversas condiciones climatológicas en Ereván, provocaron largas esperas en el aeropuerto de Moscú: «La Madre Teresa se sentó en una butaca seudobarroca situada debajo de un enorme cuadro (…). Al poco se quedó dormida. El periódico la cubría casi por completo. Nunca olvidaré la imagen de la Madre Teresa el día de Navidad de 1988, en Moscú, en el corazón del imperio soviético, sentada en un trono barroco debajo de un retrato gigante de Lenin, con el periódico del partido comunista, el Pravda, extendido sobre ella. Estaba plácidamente dormida»[8]. A mitad de la noche despegó el avión sin saber si podría aterrizar en el aeropuerto armenio, también afectado por el seísmo. En medio de una tormenta de nieve, y tras grandes dificultades que hacían subir y bajar el avión como si se desplazara por una montaña rusa, con el aparato emitiendo un ruido fortísimo, consiguieron tomar tierra. Y anota Maasburg: «Hubo un momento en que pensé que seguramente era muy consolador morir junto a la Madre Teresa. Pero entonces me invadió otro sentimiento, más fuerte todavía, que también han experimentado otras personas que han compartido momentos críticos con la Madre Teresa. En su presencia, rara vez sentía miedo o pánico. Era como si la Mano que, de manera tan evidente, guiaba, llevaba y abrazaba a la Madre Teresa nos fuera a sujetar y proteger a nosotros, mientras estuviéramos cerca de ella»[9]. En resumen, poseía una valentía tan potente que contagiaba a los demás. Para explicar la gran humildad que embellecía a la Madre Teresa he elegido otro suceso, también narrado por Maasburg. En 1985 fue invitada a pronunciar un discurso ante la asamblea General de la ONU, y fue recibida por su Secretario General, Javier Pérez de Cuellar, con estas palabras: «Hace unos días tuvimos en este estrado a los hombres más poderosos del mundo. Ahora tenemos el privilegio de tener a la mujer más poderosa del mundo (…). Ella es las Naciones Unidas. Ella es paz en este mundo»[10]. Por eso, resulta asombroso conocer que esa mañana, después de asistir a la misa y la hora de adoración de la mañana, en el convento donde se hospedó «dio ejemplo trabajando codo con codo con las demás hermanas. Solía centrarse en la limpieza de
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baños: “Soy una experta; probablemente, la mayor especialista mundial de limpieza de baños”»[11]. La madre Teresa falleció el 5 de septiembre de 1997, a los ochenta y siete años de edad. Seis años después fue beatificada por Juan Pablo II, el 19 de octubre de 2003, ante más de 300 000 asistentes. El 18 de diciembre de 2015, el papa Francisco aprobó la canonización de Teresa de Calcuta, y el acto oficial de canonización tuvo lugar en la plaza de san Pedro en la del Vaticano en la mañana del 4 de septiembre de 2016, dentro de la celebración de un año de la misericordia en la Iglesia Católica. Las Misioneras de la Caridad cuentan con más de 4500 monjas y trabajan en 133 países.
3. Los maestros de la sospecha Si la vida de la Madre Teresa nos habla de reencantar el mundo, a la vez, no se puede comprender el siglo XX sin conocer las tesis críticas sobre la libertad, la comprensión del ser humano y el rechazo de la tradición cultural y la religión ofrecidas por los maestros de la sospecha: Marx, Nietzsche y Freud. Tampoco se puede ofrecer una antropología válida para el siglo XXI sin responder a las cuestiones que plantearon estos autores, atendiendo a la parte de razón que contienen, pero también respondiendo a las deficiencias de fondo de esos planteamientos intelectuales. Para ello seguiré el desarrollo de Francesc Torralba en su obra Los maestros de la sospecha[12]. La influencia de estos pensadores sigue viva en la sociedad actual. De manera escueta, se puede afirmar que detrás la acusación de quienes piensan que en la religión subyace una explicación irracional y anticuada, por lo que será sustituida por la ciencia en un futuro no lejano, se encuentra el influjo de la doctrina de Marx. Asimismo, en el subsuelo intelectual de quien sostiene que la religión coarta la libertad e impide al ser humano disfrutar de la vida, se aprecia la huella de desconfianza introducida por Nietzsche. Y, por último, la impronta de Freud trasparece cuando se asocia lo religioso con ilusiones infantiles que se abandonarán en la madurez. Pero estas calificaciones —irracional, aburrida o infantil— han servido para un desarrollo espectacular en la manera de exponer el fenómeno religioso. Tras el embate de la sospecha, el pensamiento sobre lo religioso ha ganado en hondura y «el pensamiento contemporáneo ha dado un paso de gigante en el estudio de la vida espiritual porque ha sabido descubrir su complejidad y riqueza, y, consiguientemente, la dificultad que entraña el conocimiento riguroso de la misma»[13], como resume López Quintás. A. Karl Marx (1818-1883): el materialismo filosófico El pensador alemán parte de un postulado fundamental, que no demuestra: el hombre es materia en movimiento. Es decir, los seres humanos responden a unas leyes materiales inscritas en la historia, que los mueven, y que hasta ahora no han sabido ni detectar ni comprender. Además, el soporte filosófico con el que explica cómo los hombres son movidos lo obtiene de la dialéctica de Hegel, interpretada de un modo curioso: de la dialéctica entre tesis (punto de partida; por ejemplo, una situación de injusticia social) y 61
antítesis (actuación para acabar con la injusta situación), se llegará a una síntesis nueva en la que la situación inicial habrá cambiado. Lógicamente, este nuevo estado de las cosas será una nueva tesis sobre la que vuelve actuar otra antítesis, para llegar a otra novedosa síntesis, formando una dialéctica circular inexorable que terminará cuando se instaure una sociedad justa, la que propone Marx. La consecuencia fundamental de esta dialéctica se resume en que la Historia se reduce a una lucha de clases en la que los poderosos se benefician de los que no tienen bienes (tesis), y los desfavorecidos sociales y económicos pugnan por su liberación (antítesis), siguiendo ese determinismo que Marx nos ha clarificado. Afirma Francesc Torralba que «Marx estaba convencido de que el materialismo dialéctico e histórico tenía un estatuto científico»[14]. La síntesis llegará sin dudar, y será el paraíso sin clases que postula el socialismo marxista. Además, la filosofía para el autor de El capital no es tanto pensamiento cuanto praxis transformadora de las condiciones económicas, o sea, lucha de clases, acción. «Marx no demuestra, en ningún momento, que el hombre sea pura materia en movimiento. Tampoco da argumentos definitivos para aducir que el hombre es autosuficiente y que la vida es tan solo actividad»[15], apunta Torralba. La ética consistirá en realizar todo lo que contribuya a instaurar una sociedad sin clases, y este fin futuro justificará todas las acciones —serán éticamente positivas si favorecen su advenimiento y negativas si lo obstaculizan—. Se presenta la moralidad al servicio de la consolidación del paraíso marxista que abolirá las clases sociales. La ética ya no es personal, sino colectiva; y la persona estará detrás y al servicio de las necesidades del Estado. El pensamiento religioso de Marx se apoya acríticamente en las tesis de Feuerbach, en su obra La esencia del cristianismo (1841), para quien la religión es una construcción humana que nace de proyectar sus frustraciones, las imperfecciones del mundo en el que vive: para paliar estos sufrimientos el ser humano se construye una religión donde solo reina el bien. En el fondo, la religión sería un mecanismo defensivo para soportar el sufrimiento humano, la invención mental de un sistema en el que solo existe la perfección; de este modo, el ser humano, a través de esa proyección, encontraría su consuelo. Y ese producto no material, irracional, es el opio del pueblo con el que trata de evadir el dolor. En consecuencia, se promueve una lucha contra lo religioso para liberar al hombre de este engaño irracional, para que construya su vida con argumentos objetivos y científicos. Más adelante, sobre este punto de partida se construirá un discurso más duro, en el que la religión pasará a constituir un recurso de los capitalistas para tener esclavizadas a las clases obreras a base de hacerles creer en el consuelo religioso (Lenin). Entonces la religión pasará a ser enemiga del pueblo. De ahí la destrucción de toda huella religiosa llevada a cabo por tantos sistemas marxistas. ¿Qué lecciones positivas se obtienen de toda la crítica religiosa y ética realizada por este pensador alemán? Tal vez, la mejor aportación del marxismo sea el acentuar las necesidades de las clases sociales más desfavorecidas. Lógicamente, la vida de Teresa de Calcuta resulta ejemplar, al poner a la vista que la principal necesidad humana es el amor
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y que este puede faltar también en las sociedades más desarrolladas económicamente; también, que esa pobreza de afecto puede ser más lastimosa que la pobreza económica. B. Friedrich Nietzsche (1844-1900): el nihilismo ético El pensamiento de Nietzsche ha influido mucho sobre la cultura del siglo XX y aún llega hasta nuestros días, aunque tal vez comienza a perder actualidad[16]. Su famoso aserto sobre “la muerte de Dios” ha hecho correr verdaderos ríos de tinta. Esta frase ha sido interpretada de muchas formas, pero manifiesta que la apuesta absoluta en pro de la autonomía moral —sobre la que se construye la modernidad— ha terminado con la vigencia de la fuente religiosa como sustentadora de la ética. Y aún más: Niestzsche atisbó que la razón tampoco serviría para sustentar los valores morales como creían los ilustrados. Como consecuencia de este múltiple fracaso —de la religión, de las tradiciones culturales y de la razón—, el pensador alemán previó la llegada del nihilismo moral (nihil en latín significa nada), y vislumbró que solo la voluntad de poder regiría las acciones éticas de los seres humanos en los tiempos venideros. Y, efectivamente, el curso histórico intelectual del siglo XX no ha hecho sino confirmar sus pronósticos. Ahora bien, si como visionario Nietzsche acertó en sus predicciones, acaso también haya contribuido a la llegada del nihilismo con su acento sobre el superhombre, el ser humano que construye su propia moral con la única referencia de su voluntad. En efecto, la idea de la “muerte de Dios” supone la imposibilidad de fundamentar racionalmente la ética. Y esto conlleva a introducir la sospecha especulativa sobre toda la moral anterior, y también respecto de la capacidad intelectual para asentar algún pensamiento metafísico. Nietzsche parte de una concepción de la moralidad como causante de limitaciones de la libertad, pero este fundamento se da por sentado sin demostración. La postura del pensador alemán se podría resumir en el intento de liberar de la moral establecida para así facilitar al ser humano la vida feliz, al no existir imposiciones normativas. Entonces nacerá el superhombre con su moral propia, nacida de su voluntad de poder. El propio Benedicto XVI resumió esta idea nuclear del pensamiento de Nietzsche en la encíclica Deus caritas est: «El cristianismo, según Friedrich Nietzsche, habría dado de beber al eros un veneno, el cual, aunque no le llevó a la muerte, le hizo degenerar en vicio. El filósofo alemán expresó de esta manera una apreciación muy difundida: la Iglesia con sus preceptos y prohibiciones, ¿no convierte acaso en amargo lo más hermoso de la vida? ¿No pone, quizá, carteles de prohibición precisamente allí donde la alegría, predispuesta en nosotros por el Creador, nos ofrece una felicidad que nos hace pregustar algo de lo divino?»[17]. En resumen, Nietzsche asigna a la religión el papel de represora de la felicidad del ser humano. Pero resulta positivo atender a su denuncia, porque como afirma Francesc Torralba exige «un autoanálisis crítico de los procesos de confección y transmisión de la idea de Dios en el marco de la institución [de la Iglesia]. Ya solo por este motivo, las sospechas de Nietzsche son estimulantes y fecundas»[18]. En efecto, durante los últimos años se ha subrayado que la religión nace del encuentro precioso entre el hombre y un
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Dios que desea nuestra felicidad. En definitiva, ha servido para profundizar en que la ética cristiana expresa y clarifica el amor incondicional de Dios por el ser humano. Y, de nuevo, la vida de la Madre Teresa ofrece la mejor respuesta a aquellos que piensan lo religioso como limitación de la libertad o de la felicidad, pues su alegría era una nota imposible de ocultar. En definitiva, la existencia de esta monja ofrece un argumento vivo para comprender la religión como algo que libera, que alegra la vida propia y la de los demás. C. Sigmund Freud (1856-1939): el hombre de los instintos Tampoco se comprende el siglo XX sin señalar la influencia de Freud y su teoría del psicoanálisis. Las tesis de este psiquiatra judío han traspasado las fronteras de la medicina y han servido de influencia importante para buena parte de la literatura, el cine y para cualquier parcela de la cultura. Como en los autores anteriores, conviene destacar que el psiquiatra vienés parte de unos planteamientos que él mismo no se cuestiona. Francesc Torralba los resume así: «Freud comparte la misma fe en la ciencia que Marx y está convencido, como él, de que su teoría merece el calificativo de científica. Posteriormente, algunos filósofos de la ciencia, como el propio Karl Popper, cuestionarán este supuesto estatuto científico y pondrán de manifiesto los apriorismos no científicos que están en la base de su propuesta de interpretación de los sueños»[19]. La antropología de Freud, sobre la que apoya el psicoanálisis, concibe al ser humano como un ser fracturado entre las tensiones de un elemento instintivo, el “ello”, y las determinaciones culturales que tratan de reprimir los instintos, el “superyó”. Ambos elementos operan de modo inconsciente. El impulso del “ello” se manifiesta en el principio de placer: fundamentalmente el impulso sexual (el placer, la libido) y el impulso tanático (la muerte y la agresividad). Pero el “yo” es consciente y tiende hacia el principio de realidad. Por esto, el “yo” es el resultado de la tensión del “superyó” y el “ello”. Y, de este modo, nuestra personalidad está anclada en lo instintivo, y Freud nos invita a conocer sin miedo ese fondo pulsional —el infierno de la personalidad— y a aceptarlo como fuente primordial de la actuación moral. En resumen, queda patente que «esta comprensión tan negativa del ser humano tiene cierta verosimilitud, pero en ningún caso puede presentarse como dogma de fe ni, menos aún, como una teoría científica del hombre»[20], en palabras, de nuevo, de Torralba. Para el psiquiatra austriaco, la ética consiste en unas normas para dominar los instintos elementales, de tal manera que quedan atenuados. Respecto de la religión, para Freud resulta todo muy sencillo, pues su punto de partida es claro: no hay Dios. Lógicamente, Freud tiene que ofrecer una explicación de por qué tanta gente tiene sentimientos religiosos. Entonces plantea la religión como una fuerza represora del “yo”, que tratará de reprimir los impulsos pulsionales libidinosos y tanáticos. En el fondo, la religión funciona como un mecanismo de defensa al ofrecer el consuelo que necesita el superyó para la represión de los instintos. Como esa represión termina por fallar, Freud concluye que la religión es una fuente de neurosis universal. Y como elemento negativo 64
para la salud psíquica, como productor de neurosis, hay que combatirla denunciando su falsedad. Así pues, el fundador del psicoanálisis introduce en la vida religiosa la sospecha de que sea un quitapesares proyectado como prolongación de la infancia. Y esta visión de lo religioso ha llegado a nuestros días: existen personas que ven lo religioso como algo que forma parte de la niñez, como un consuelo necesario en esa etapa que se abandona luego, cuando se llega a la madurez. Pero, como todo pensamiento, puede servir para comprender mejor ese rasgo precioso del ser humano, su necesidad de consuelo. Y que nuestra fragilidad intrínseca y nuestra necesidad de compañía y consuelo no solo acontece en la infancia, sino que nos acompaña durante toda la existencia. Y, otra vez, aparece la magna figura de Teresa de Calcuta como ejemplo para comprender la importancia de acompañar y compadecerse que porta todo ser humano en su intimidad profunda.
4. La filosofía del asombro agradecido de G. K. Chesterton Un discurso intelectual que conecta de lleno con la obra de Teresa de Calcuta, con su reencantar el mundo, es el de G. K. Chesterton, especialmente en su libro Ortodoxia, escrito en 1908, donde trasparece su «filosofía del asombro agradecido» como la designa Mariano Fazio[21], con una expresión que resume bien el núcleo del pensamiento del escritor inglés. Este pensador, fallecido en 1936, fue un apoyo fundamental para varias generaciones de intelectuales que, con tesón, se plantearon la labor de afrontar la crisis de valores acaecida tras el fin de la Primera Guerra Mundial. En el análisis propuesto se seguirá el mismo orden de los capítulos de Ortodoxia[22]. A. Introducción a modo de excusa general El autor británico explica que dirige su pensamiento a aquellas personas que no sean escépticas, es decir, que al menos acepten la siguiente base inamovible, a partir de la cual ofrecerá los razonamientos: «Si hay quien mantenga que la extinción es preferible a la existencia, o la vida opaca preferible a la variedad y a la aventura, a ese no le cuento entre los míos, con ese no hablo»[23]. También, el escritor inglés conversará solo con quien asuma como base de partida la de necesitar «ser plenamente felices en esta tierra de las maravillas, sin conformarnos con pasarlo medianamente»[24]. En resumen, su mensaje irá destinado a las personas que reconozcan que el mundo que habitan resulta en parte maravilloso y, a la vez, dificultoso, y que eso les conduzca a la pregunta de por qué cuesta tanto encontrar el camino para una vida feliz. Solo quien acepte estos postulados, estará dispuesto para recorrer la aventura intelectual que propone Chesterton. B. El maniático En este apartado, Chesterton se detiene a exponer en qué consiste la locura de la razón —la manía— de muchos intelectuales, y escribe: «Es una combinación entre la plenitud lógica y la contracción espiritual»[25]. Es decir, advierte del peligro de no encontrarse 65
con la verdad para quien quiera entender todo con una seguridad absoluta —como un despliegue de proposiciones lógicas— si, además, no procura llevar una vida virtuosa, buscando el bien moral propio. En resumen, señala que este tipo de personas no se rozará con la verdad. La apertura al misterio, en la mirada del intelectual británico, se contrapone a la absoluta lógica, a querer comprender todo y solo lo que admita razonamientos encadenados. Lo expresa con elegancia en este fragmento: «El misticismo es el secreto de la cordura. Mientras haya misterio, habrá salud; destruir el misterio y ver nacer las tendencias morbosas, todo es uno. El hombre común siempre es cuerdo porque siempre ha sido un tanto místico; ha admitido las vaguedades crepusculares, y siempre ha tenido un pie en la tierra y el otro en el paraíso de las hadas. Siempre se ha consentido la libertad suficiente para dudar de sus dioses; pero (a diferencia de nuestros modernos agnósticos) siempre se ha dejado libertad para volver a creer en ellos. Siempre se ha preocupado más por la verdad que por la congruencia»[26]. Por ello, concluye declarando que «todo el secreto del misticismo consiste en esto: todo puede entenderlo el hombre, pero solo mediante aquello que no puede entender. El lógico desequilibrado se afana por aclararlo todo, y todo lo vuelve confuso, misterioso. El místico, en cambio, consiente en que algo sea misterioso, para que todo lo demás resulte explicable»[27]. C. El suicidio del pensamiento Aún necesita dilucidar otra idea para luego ofrecer el núcleo de su pensamiento. Por tanto, dedicará algunas páginas a aludir a otras disposiciones necesarias para que el conocimiento pueda seguir avanzando. Para ello, afirmará que la reflexión intelectual se suicida cuando le falta humildad, y desechará la arrogancia de quien piensa que algo es falso si no puede ser probado con seguridad absoluta. Por el contrario, Chesterton explicará que «de nada se puede disfrutar sin un sentimiento de humildad (…). El hombre está hecho para dudar de sí mismo, no para dudar de la verdad, y hoy se han invertido los términos. Hoy lo que los hombres afirman es aquella parte de sí mismos que nunca debieran afirmar: su propio yo»[28]. D. La ética en tierra de duendes Ahora ya puede exponer su filosofía, la del asombro agradecido, porque asegura que solo desde esta actitud de partida, se accede a las realidades esenciales del mundo: «Mi primera y última filosofía, aquella en que creo con fe inquebrantable, la aprendí en la edad de la crianza. Puedo decir que la recibí de la nodriza; es decir, de la sacerdotisa solemne y orientadora, que representa la tradición y la democracia a un tiempo mismo. Aquello en que más creía yo entonces, y en que sigo creyendo más, son los cuentos de hadas. A mí me parecen lo más razonable que hay en el mundo. Y en verdad, no son tan fantásticos como se dice. ¡Cuántas cosas, comparadas a ellos, resultan más fantásticas todavía! A su lado, el racionalismo y la religión parecen igualmente anormales; aunque anormalmente justa la religión, y el racionalismo, anormalmente falso. El reino de las hadas no es más que el luminoso reino del sentido común. No toca a la tierra juzgar al cielo; pero sí al cielo juzgar la tierra»[29]. 66
En este punto se da cuenta de que en el transcurso de su propia vida intelectual ha ido conquistando algo que ya estaba descubierto, y que, además, coincide con la cosmovisión cristiana. Lo explica con los trazos propios de su escritura: «Siempre había yo sentido de un modo vago que los fenómenos eran milagros, o si se quiere, que siempre son maravillosos; pero desde entonces empecé a juzgarlos milagrosos por otra razón más esencial: por ser voluntarios. Quiero decir que los fenómenos eran, o son, actos reiterados de una voluntad que los produce. En resumen, que siempre había yo creído que el mundo ocultaba algún poder mágico; pero, desde entonces, creí también que ocultaba algún mago. De aquí mi profunda emoción; una emoción siempre presente y subconsciente: la que brota de reconocer que nuestro mundo tiene algún objeto verdadero; y si hay algún objeto es porque hay alguna persona. Siempre me ha parecido que la vida era, ante todo, un cuento. Y esto supone la existencia de un narrador»[30] (catorce años después de escribir esto, Chesterton fue recibido en la Iglesia Católica). Vale la pena transcribir los términos del propio autor británico: Sentía yo —puedo decir que lo sentía en mis huesos—, ante todo, que este mundo no se explica por sí mismo; en cambio, muy bien puede ser un milagro con una explicación sobrenatural, o un sortilegio con una explicación natural. Pero para que la explicación o el sortilegio me satisfagan, es necesario que valgan más que las explicaciones naturales de que tengo noticia. Se trata de una cosa mágica, ya sea verdadera o falsa. En segundo lugar, empecé a sentir que tal operación mágica tenía algún sentido, y el sentido implicaba una voluntad personal. Había, pues, algo personal en el mundo, como lo hay en las obras de arte; cualquiera que fuese su significado, era intenso y vivo. En tercer lugar, me pareció que el propósito del mundo era bello dentro de sus contornos anticuados, como lo es, por ejemplo, la forma de los dragones. En cuarto lugar, que nuestro mejor modo de agradecer ese propósito era una manera de humildad y modestia: que hemos de agradecer a Dios la buena cerveza y el borgoña, no abusando de su bebida. Además, alguna obediencia debíamos al poder que nos hizo. Y, finalmente —y aquí va lo mejor—, fue poco a poco apareciendo en mi alma cierta vaga y avasalladora impresión de que todos los bienes eran despojos que había que guardar y esconder, como reliquias de alguna gran ruina original. El hombre ha salvado el bien, como Crusoe ha salvado sus bienes; los ha salvado de un gran naufragio. Así meditaba yo, sin que pueda decirse que la filosofía de mi tiempo favoreciera mis meditaciones. Y entretanto, jamás se me ocurrió acordarme de la teología cristiana[31].
E. La bandera del mundo Como afirmó al principio, en este mundo se percibe intuitivamente algo maravilloso junto con algo que no funciona, es decir, que se entrevera el gozo con la existencia de algo que no nos permite alcanzar la felicidad plena que anhelamos. Además, en esta vida suceden muchas cosas negativas: catástrofes naturales, guerras, injusticias... Todo esto conduce a Chesterton a concluir que para la comprensión de su tierra de los duendes se necesitan condiciones, como ocurre en los cuentos. Entonces se resuelve a concluir que el concepto teológico de pecado original le parece la mejor explicación para que, a la vez que se muestra la belleza del mundo, se puedan expresar sus aspectos negativos, su fealdad: «Y mi creencia que la felicidad pendía del hilo sutilísimo de una condición, no dejaba, en resumidas cuentas, de tener un significado profundo: significaba nada menos que la doctrina de la Caída (…). Y no somos completamente adaptables al mundo, entre otras razones, porque el mundo está afeado por los efectos de la caída original, consecuencia de esa condición que puso Dios a nuestros primeros padres y que no quisieron cumplir»[32].
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F. Las paradojas del cristianismo Por último, dedica un capítulo —quizás el más sorprendente— a analizar las cuestiones que, a primera vista, se presentan como paradojas, terreno en el que el escritor inglés es un maestro, pues lo maneja con especial encanto. En concreto, expone cómo la cosmovisión cristiana resulta única porque puede explicar muchas aparentes contradicciones y problemas a los que otras filosofías no dan respuesta, y menos aún con esa facilidad: «Y esto es lo que quiero hacer ver en este capítulo, demostrar cómo siempre que en la teología cristiana sentimos alguna irregularidad, es porque también la verdad por descubrir presenta una irregularidad semejante»[33]. Para el maestro inglés, la verdad tiene algo de paradójico y solo una mirada abierta al misterio puede llegar a comprender las aparentes contradicciones. En este sentido, escribe: «La doctrina cristiana se anticipó a las rarezas de la vida. Además de descubrir la ley, previó sus excepciones. Equivocan la naturaleza del Cristianismo los que afirman que él ha descubierto el perdón: cualquiera es capaz de semejante descubrimiento, y, en rigor, no hay quien no lo haya hecho. Pero el descubrir un plan de perdón y de severidad a la vez, esto sí que era adelantarse a una extraña necesidad de la naturaleza humana (…). El descubrimiento de este nuevo equilibrio es el hecho más importante de la ética cristiana»[34]. El resumen de su modo de afrontar la verdad lo pueden ofrecer las palabras con que comienza el capítulo: «La verdadera confusión de este mundo en que hemos nacido no le viene de que sea un mundo irracional, ni aun de que sea un mundo racional. La más abundante fuente de errores está en que las cosas son casi razonables, sin llegar a serlo completamente. La vida no es ilógica en sí, pero resulta una verdadera trampa para los lógicos porque aparenta algo más de regularidad matemática de la que realmente posee, y mientras su exactitud es manifiesta, su inexactitud es recóndita y sus absurdos yacen como en acecho»[35]. O, con otras palabras: «El verdadero problema es este: ¿puede el león dormir junto al cordero sin abdicar de su ferocidad? La Iglesia resuelve este problema: la Iglesia consumó este milagro»[36].
5. Pensar con Teresa de Calcuta: encontrar la puerta de ese mundo alucinante Uno de los peligros —o quizás el mayor y el más frecuente— para entender la importancia de intentar transformar la sociedad en la que vivimos con nuestra convivencia es, sin duda, el desaliento; otro, cercano, la falta de fuerzas ante el tamaño de la empresa. Para ello, la necesidad de llenar de encanto la realidad diaria y la vida entera, como mostraron Teresa de Calcuta y Chesterton con sus vidas y escritos. A. Evitar el celo amargo Una actitud negativa de fondo que puede anidar —insidiosamente— en las personas que desean hacer el bien es el celo amargo. Este incluye el deseo de bien (celo), pero con una 68
buena dosis de desesperanza (amargura). Y conduce a la inacción. A veces se manifiesta como una posición desencantada al ver que en esta sociedad todo el mundo va a lo suyo y que ya a casi nadie le importan los valores. Otras, a corregir a alguien, pero con dureza o frialdad. Desde esta disposición, teñida de pesimismo, se cae en lo mismo que se critica, dejando de contemplar el mundo como una tarea propia en la que trabajar con ilusión, perdiendo la dosis de entusiasmo necesaria para contagiar deseos de hacer el bien. En Ortodoxia Chesterton propone lo que denomina «patriotismo» respecto al mundo. Con este término se refiere a la mezcla de optimismo y sacrificio necesaria para afrontar la vida sin desalientos, para evitar el celo amargo: «Cuando amamos una cosa, su alegría es una razón para amarla y su tristeza es una razón para amarla más»[37]. También, sentencia que «el pecado del pesimista no consiste en que enmiende la plana a los dioses y a los hombres, sino en que no ama lo que pretende corregir; en que carece de aquella primaria y sobrenatural lealtad para las cosas»[38]. Por último, transcribo otra afirmación valiosa, en la misma línea que las anteriores: «El hombre de quien puede esperarse que arruinará las cosas que ama, es precisamente el que las ama por alguna razón. Aquel de quien puede esperarse que las mejore, es el que las ama sin razón»[39]. B. La vida como aventura espiritual Afirma Leo Maasburg que «el milagro de la alegría de cumplir con el propio deber, a pesar de toda la miseria y el sufrimiento que haya alrededor, nace de ver el mundo desde un punto de vista espiritual»[40]. Con esas palabras nos quiere explicar la fuente de dónde manaba la alegría de Teresa de Calcuta cuando afirmaba que no era un milagro lo que hacían, sino que «el milagro es que estemos felices de hacerlo»[41]. En consecuencia, superar el dominante ambiente desencantado resulta de afrontar la existencia como aventura espiritual. Cada día tiene algo de prodigio si no perdemos una mirada de asombro ante el misterio. Y cada persona con la que convivimos se nos presenta como un milagro. Además, lo material, siempre termina por provocar cansancio. Por el contrario, la mirada espiritual recupera aspectos de lo humano descuidados en el ambiente actual. Por ejemplo, la intimidad. ¿Qué le queda al ser humano como propio si desmantela su intimidad por ganar cuatro duros, para no ser tachado de moralista o por no haber educado su corazón, por no haber refinado sus instintos para civilizarlos y aprender a convivir? La intimidad debe crecer, primero, en uno mismo a través de la reflexión sobre la propia vida para ser protagonistas de nuestra vida y para no ser marionetas de las modas culturales. Habitamos, entonces, nuestro mundo interior, lo frecuentamos con una presencia activa en ratos de soledad acompañada de silencio. Junto a esto, «el amigo, con su presencia, con su atención, nos ha ayudado a terminar de pensar nuestras propias ideas»[42], afirma Miguel Ángel García Martí. Y me sirve para destacar la importancia de la conversación en confidencia con el amigo, algo que es muy enriquecedor: porque mejora el autoconocimiento, porque consuela con su sola
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presencia, porque refuerza la amistad, porque recibimos consejo... ¿Sin esto, qué es la amistad? Después, la cultura: «El arma para poder interpretar en clave de verdad nuestra realidad exterior, el mundo que nos rodea (…). Y nos permite también despejar parte de ese misterio que somos cada hombre»[43]. Palabras certeras de García Martí que exponen bien cómo la adquisición paulatina de cultura alimenta la sabiduría y agiganta el tesoro de la intimidad. Por último, aprender a ofrecer la intimidad a quien se ama: a mayor cercanía afectiva, más apertura de la intimidad. Y lo contrario: resguardar lo íntimo a los extraños, curiosos, manoseadores y ladrones, a todo aquel que, sin el respeto que merece la persona, ofrece su intimidad a cualquiera —músculos, sensualidad descarada—, tal vez porque en su pobreza o en su carencia de amor, quiere saltarse el trabajo precioso del mundo interior y llegar a la intimidad de modo urgente, pero superficial —amores de barro—. Y tu infancia, dime, ¿dónde está tu infancia? que yo la quiero. Las aguas que bebiste, las flores que pisaste, las trenzas que anudaste, las risas que perdiste. ¿Cómo es posible que no fueran mías? No me escondas tu infancia. Dímelo, que estoy triste, Quince años, solo tuyos, nunca míos. Pídele a Dios que nos desande el tiempo. Volverá tu niñez y jugaremos[44].
Así escribe Gerardo Diego: compartir la intimidad y los recuerdos niños. El gran tesoro.
6. Amar hasta que duela, dar hasta que duela Leo Maasburg fue uno de los sacerdotes que más trató a Teresa de Calcuta. En un momento concreto, en que se detiene a considerar cuál fue la clave de los logros de la vida de Teresa, anota: «Este era quizá el secreto de su éxito: el poder de la ternura»[45]. Ahora bien, nacida de una vida profundamente contemplativa. El núcleo de su mensaje se resume en las palabras tengo sed. Estas palabras fueron las que Jesucristo pronunció en la cruz cuando le quedaban escasos momentos de vida, y se encuentran en todas las capillas de las misioneras de la Caridad. Para la Madre Teresa, tengo sed suponía la mejor metáfora del amor, pues la sed necesita alguien que la sacie; y sin esa ayuda moriríamos. Tengo sed, como imagen del amor supone negar la autonomía individualista; por el contrario, pone de manifiesto que vivir es convivir, que necesitamos de los demás para nuestra existencia. En este sentido, escribía: «Ese chico y esa chica que se enamoran, ese amor es “tengo sed”. Su amor es sed»[46]. La Madre Teresa supo descubrir que si bien el primer paso del amor es hacer el bien al amado, existe un nivel superior, el sufrir por la persona querida. Y no le bastó con llegar al primer nivel. Erraríamos en la comprensión de la vida de esta monja admirable si solo 70
advirtiéramos la labor de beneficencia realizada en pro de las personas más pobres del mundo. Porque, aun siendo verdad, ella no se conformó con esa meta, sino que llegó al amor que da hasta que duele. Lógicamente, no es difícil advertir que ella refleja la sombra de su modelo, quien declaró que no hay amor más grande que el que da la vida por los demás. La existencia de la Madre Teresa, su secreto, puede resumirse bien con el poema de Chesterton “Nocturno”, que habla de la vida como llamada, de la alegría de corresponder a una vocación espiritual de amor: Las estrellas, ¡millones de ellas!, brillan y nadie más que Dios sabe su número. Pero una sola, ¡ella!, fue escogida aun antes de nacer para mí solo. ¿Cómo puede encontrar alguien su amor y no volverse loco?[47]
[1] Cfr., Juan Rof Carballo, Violencia y Ternura, Austral-Espasa Calpe, Madrid 1988, 40. [2] La expresión “maestros de la sospecha” fue usada por el pensador francés Paul Ricoeur para referirse a Karl Marx, Friedrich Nietzsche y Sigmund Freud. [3] Este famoso aserto lo realizó Theodor Adorno, uno de los intelectuales de la llamada Escuela de Fránkfurt, que fue muy influyente en la segunda mitad del siglo XX. [4] Leo Maasburg, La Madre Teresa de Calcuta, Palabra, Madrid 2010 (4ª), 182. [5] Ibid., 182. [6] Jean-Michel Di Falco, Madre Teresa. Los milagros de la fe, Ediciones Mensajero, Bilbao 1998, 15. [7] Leo Maasburg, op., cit., 150. [8] Ibid., 152. [9] Ibid., 153. [10] Tomado del libro de Leo Maasburg, op., cit., 202. [11] Leo Maasburg, op, cit., 201. [12] Francesc Torralba, Los maestros de la sospecha, Fragmenta Editorial, Barcelona 2013. [13] Alfonso López Quintás, Cuatro filósofos en busca de Dios, Rialp, Madrid 1989, 15. [14] Francesc Torralba, op., cit., 78. [15] Ibid., 54. [16] En una entrevista para el periódico ABC, de fecha 5 de agosto de 2015, Javier Gomá afirma: “Mi experiencia es que la gente tiene sed de interpretaciones que les sirvan para entender sus experiencias, pero se encuentran con autores como Nietzsche que queda muy lejano”. http://www.abc.es/cultura/20150805/abcientrevista-filosofo-javier-goma-201508042050.html (consultada el 28 de agosto de 2017). [17] Benedicto XVI, Deus caritas est, punto 3. [18] Francesc Torralba, op., cit., 95. [19] Ibid., 116. [20] Ibid., 124. [21] Mariano Fazio, Cristianos en la encrucijada, Rialp, Madrid 2008.
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[22] Gilbert Keith Chesterton, Ortodoxia (1908), Alta Fulla, Barcelona 1988. [23] Ibid., 12. [24] Ibid., 13. [25] Ibid., 33. [26] Ibid., 49-50. [27] Ibid., 50. [28] Ibid., 56-57. [29] Ibid., 92. [30] Ibid., 117-118. [31] Ibid., 125-127. [32] Ibid., 156-158. [33] Ibid., 162. [34] Ibid., 194. [35] Ibid., 159. [36] Ibid., 193. [37] Ibid., 131. [38] Ibid., 135-136. [39] Ibid., 137 [40] Leo Maasburg , op., cit, 214 [41] Ibid., 214. [42] Miguel-Ángel Martí García, La intimidad, Ediciones Internacionales Universitarias, Yumelia, Madrid 1992 (6ª), 33. [43] Ibid., 40. [44] Gerardo Diego, Antología de sus versos. Hasta siempre. Espasa-Calpe, Austral, Madrid 1996. núm 388, 188. [45] Leo Maasburg, op., cit., 191. [46] Madre Teresa. Recogido en Joseph Langford, El fuego secreto de la Madre Teresa, Planeta Testimonio, Barcelona 2008, 102. [47] Gilbert Keith Chesterton, “Antes de nacer”, Lepanto y otros poemas, Renacimiento, Sevilla 2003, 45-47.
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5. BALANCE DEL SIGLO XX: SOMBRAS Y LUCES
1. Las dos metáforas Después de conocer la vida de estas cuatro mujeres, se necesita, además, comprender la cultura en la que habitamos para así poder transformarla con la luz de una existencia cotidiana de quien ama y entiende su tiempo: por eso quiere mejorarlo y sabe cómo hacerlo. Para el logro de este objetivo hay que perder el miedo a la filosofía, que conforma la columna vertebral de todo el resto de la cultura. Ortega y Gasset recapitulaba la historia del pensamiento hasta el comienzo del siglo XX por medio de dos imágenes. Como se sabe, la filosofía comienza en Grecia varios siglos antes de JC. Y a este pensamiento clásico le asignaba Ortega la metáfora de la huella en la cera caliente que deja una réplica exacta, porque para los griegos el conocimiento de lo real era objetivo, y dejaba su marca en el ser humano. La verdad era algo que estaba fuera del hombre, y este accedía a ella por el conocimiento de la realidad exterior. Al conocimiento primero y radical de los seres —entes— se lo denominó metafísica. A partir de estas premisas, proponía una ética objetiva y universal. Fue esta filosofía la que sirvió al cristianismo como base para exponer sus puntos de vista morales, aunque los pensadores cristianos también proporcionaron intuiciones importantes como el concepto de persona que no existía en el mundo griego. En la época del Renacimiento comienza el rechazo de la filosofía clásica, en parte porque estaba empezando la ciencia experimental que demostraba la falsedad de muchas teorías antiguas. Así, en la primera mitad del siglo XVII nacerá una nueva filosofía: el Racionalismo. Para referirse a ella, Ortega empleaba la otra metáfora, la del líquido informe que se adapta al vaso y toma su forma. En efecto, para el racionalismo la realidad es un líquido amorfo que la conciencia ordena y clasifica. Lo fundamental no reside ahora en la realidad, sino en la conciencia subjetiva. Y desde este punto de partida, se avanzará con el paso del tiempo hacia el Idealismo, con su optimismo respecto de una razón todopoderosa. En consecuencia, la confianza en la Razón, la Ciencia, y el Progreso, constituyen las claves para la llegada de un nuevo tiempo, y de una nueva moral autónoma. Las tradiciones morales o religiosas son rechazadas como referencias éticas, pues ahora es el sujeto autónomo quien se da a sí mismo su propia ley moral, siguiendo unos imperativos interiores.
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Pero el comienzo del siglo XX supondrá el resquebrajamiento de esta cosmovisión, ya que recién inaugurado el siglo, en las sociedades de la Razón comenzará la Gran Guerra con el resultado de dieciséis millones de muertos. Todos los pensadores, entonces, iniciarán la búsqueda intelectual de qué había fallado en el pensamiento racionalista, para proponer una filosofía de recambio. Y la necesidad de comprender al ser humano desde una nueva perspectiva explica gran parte de las distintas propuestas filosóficas del siglo XX.
2. Un mapa de carreteras, para una mayor libertad moral Nadie piensa desde ningún sitio. Esta expresión coloquial encierra una importante idea de fondo: todas nuestras decisiones morales las tomamos a partir de una mirada sobre el mundo que, en gran medida, recibimos a través de la cultura en la que estamos. A partir de esta cosmovisión, que nos sirve para evaluar una acción concreta en la conciencia, podemos actuar bien o mal, y ahí interviene nuestra libertad. Estas creencias —se emplea el término clásico de Ortega y Gasset[1]— forman un subsuelo moral que nos permite jerarquizar el conjunto de valores éticos. En otras palabras, no existe un discurso humano de fondo libre de presupuestos. Por esto, resulta decisivo conocer las diferentes cosmovisiones existentes para examinar, entonces, bajo cuál nos comprendemos a nosotros mismos, pues no todas son igual de fecundas. Sin este conocimiento, nuestro estilo de vida general podría ser arbitrario, al menos en una proporción excesiva. Se intentará, entonces, proporcionar una explicación sencilla, que sirva como un mapa de carreteras para conocer qué antropologías han llegado a nuestros días. Aunque no basta con su descripción, pues resulta imprescindible atender a cómo han surgido, para entender así su lógica interna. Entonces podremos evaluar sus contenidos, rechazarlas, modificarlas o reafirmarnos en nuestro modo de comprender el mundo ético, pero, ahora sí, con un criterio hondo. Y para esto, se necesita penetrar entre la historia de las ideas, al menos en las corrientes más influyentes.
3. El problema de la verdad De un modo general, se puede afirmar que las diferentes formas de entender lo humano dependerán de cómo se entienda la relación entre ética y verdad. En consecuencia, este será el punto de partida para nuestro análisis. A. Sombras La cuestión de la culpa resulta algo así como la mirada existencial sobre la verdad: si existe algo que sea verdad, se darán actuaciones que sean buenas —y otras malas— en el plano ético. Y sobre las acciones negativas, pesa una responsabilidad moral que nos hace culpables, y por eso resonará en la conciencia un reproche, un cierto dolor, un pesar. Por esto, la culpa es un buen suelo para una aproximación al tema de la verdad, ya que todo el mundo puede acudir a su mundo interior de experiencia. 74
Ya conocemos el pensamiento nihilista de Nietzsche, con su negación de la existencia de cualquier valor racional; lógicamente, esto deriva hacia el oscurecimiento de la antropología de la culpa, pues lo que se impugna es la existencia misma de referencias morales. Asimismo, que en el planteamiento de Sigmund Freud, en el que las convicciones éticas se consideraban una superestructura psicológica condicionada por la cultura —y, por tanto, sujetas a cambio—, también se rechaza el papel de la culpa. Por último, que el marxista revolucionario debe acallar la voz de la conciencia cuando esta le reproche alguna acción contrarrevolucionaria, pues solo supone un recuerdo negativo de tantos siglos de dominación burguesa. Así pues, por estas influencias, los valores éticos sufrieron un poderoso embate, las ideologías que planteaban el escepticismo ético quedaron reforzadas y la noción de verdad quedaba difuminada. En este punto, también habría que destacar a un filósofo cuya influencia ha sido muy determinante: Martin Heidegger. Su crítica a toda la metafísica anterior resultó decisiva para gran parte del pensamiento posterior y para el advenimiento de la postmodernidad con su rechazo a la noción de sujeto moral y, finalmente, a la de razón que pueda conocer postulados éticos. Pero no ampliaremos sus desarrollos debido a su complejidad, y porque poseen un carácter más bien teórico y no propiamente ético. Se ha de exponer, en cambio, otro frente de batalla directamente relacionado con el asunto de la verdad al término de la Segunda Guerra Mundial. Lo resume bien George Steiner en su libro Nostalgia del absoluto: la “Escuela de Frankfurt”. El ataque más sutil a la noción de verdad ha llegado realmente en los tiempos modernos. Ha sido expuesto por un grupo de filósofos que son llamados habitualmente la Escuela de Frankfurt. Vivieron y trabajaron en esa ciudad alemana y en torno al Instituto de Investigación Social de la Universidad de Frankfurt en los años inmediatamente anteriores y posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Algunos de los nombres que asociamos a este movimiento son los de Marcuse, Adorno y Horkheimer. Dicen algo profundamente inquietante. Su argumento es más o menos este: la objetividad, la leyes científicas, las funciones fijas, la lógica misma, no son ni neutrales ni eternas, sino que expresan la visión del mundo, la estructura económica de poder, los ideales políticos de la clase dominante, y, en particular, de la burguesía occidental. El concepto de una verdad abstracta, de un hecho objetivo ineluctable, es en sí mismo un arma en la lucha de clases. La verdad, en su explicación, es en realidad una variable compleja dependiente de los objetivos políticos y sociales. Clases diferentes tienen verdades diferentes. No hay una historia objetiva, afirman, sino solo la historia del opresor. No existe ninguna historia de los oprimidos[2].
De alguna manera, este enfoque esconde algo que es real: aunque la verdad sea objetiva, su conocimiento lo realiza una persona que está influida por la cultura en la que vive, por lo que su percepción puede ser distorsionada por el poder cultural dominante. Pero el pensamiento frankfurtiano toma la parte por el todo y, de lo que es una influencia real, construye una teoría de ausencia total de la verdad. Otra arremetida contra la pretensión de verdad proviene de la filosofía existencialista de Jean Paul Sartre, pensador que ejerció gran influencia en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. La apuesta personal de este filósofo por el marxismo —ahora que conocemos las ominosas consecuencias de esta ideología—, su injusta querella con Albert Camus o su actitud de fuerte orgullo intelectual —por citar solo algunas cuestiones— han hecho que su aura se haya ido desvaneciendo; pero durante algún tiempo ha ejercido un magisterio cultural muy poderoso[3]. 75
Para Sartre, la libertad humana no solo está desconectada de la verdad, sino que se ambas se enfrentan. El pensador francés valorará como fuentes de inautenticidad las tradiciones de pensamiento que señalen alguna verdad moral; en consecuencia, quien abrace un modo de vivir con referencias morales dictadas por tradiciones arrastrará la existencia propia de los débiles, al refugiarse en las normas éticas para acallar la angustia que les produciría la vida si la construyera a golpe de libertad, de modo “auténtico”. De hecho, Sartre denominaba obrar con “mala fe” a todo aquel que aceptara valores existentes previos, como sería el caso de los cristianos, por ejemplo. Para él, solo se actuaría con autenticidad si se hiciera sin normas previas, de modo existencial y comprometido. Por esta razón, concluye, la existencia humana precede a la esencia, y ejercitar la libertad sin reglas morales previas —de forma existencial— es la manera de plasmar la esencia con autenticidad. De nuevo se ofrece un pensamiento que encierra un fondo incuestionable, pero también un profundo error. Efectivamente, cada uno tiene que realizar su vida, pues no se nos da hecha. La vida es proyecto y con nuestra libertad la tenemos que ir desplegando. Por eso toda vida es dramática, como bien han expuesto otros muchos filósofos —entre nosotros, Ortega y Gasset y Julián Marías, por ejemplo—. Pero eso no significa que no tengamos rasgos esenciales que nos configuran como individuos de la especie humana. Ni tampoco que por ello no podamos encontrar trazos de verdad que nos ayuden a orientar nuestra conducta. He citado al filósofo Marías porque en una conferencia pronunciada en 1970, que tituló “La filosofía actual y el ateísmo”, ofrece una crítica sencilla y rotunda respecto del pensamiento sartriano. Transcribo el comentario del filósofo madrileño a propósito de un poema de Antonio Machado en el que el poeta reflexiona sobre Leonor, su amada fallecida al poco tiempo de contraer matrimonio: «Antonio Machado dice: “Nadie elige su amor”[4]. La vocación es una voz que me voca, que me llama. Entonces, ¿dónde está la elección? (…). La elección humana es constitutiva, el hombre es un ente que elige mientras viva; pero no lo elige todo»[5]. B. Luces Es el momento de acometer el asunto de si la ética puede ofrecer un discurso con alguna pretensión de verdad y, en caso de que la respuesta sea positiva, exponer su estatuto, las características de las verdades de orden práctico —ético—, distintas de las verdades especulativas o teóricas. Para ello, resulta necesario comprender que la ética es un saber teórico-práctico. Esto incluye dos cuestiones fundamentales: 1/ La ética depende de la experiencia moral personal, y esto le da un sesgo subjetivo-práctico. 2/ La ética necesita apoyarse en una base teórica, o sea, en una antropología: cuanto más correcta sea la base antropológica, mayor será la fuerza de esa verdad ética. Para aclarar ambos asuntos, transcribo un texto de José María Barrio tomado de su lección titulada “La posibilidad de argumentar en ética”, en la que, en referencia a la reflexión moral, afirma que «hace pie en un saber precientífico. El saber moral en primer lugar es la experiencia de lo moral. Es imposible decir algo sensato o cuerdo en ética sin 76
tener en cuenta la vivencia —y la experiencia que ella proporciona— de haber intentado traer a la realidad situaciones cargadas de valor moral. Este es el a priori necesario de cualquier discurso ético, y tiene que ver mucho con la idea aristotélica de que la ética es práctica. La ética no se puede hacer nunca con independencia de una teoría antropológica bien hecha —verdadera— pero tampoco de espaldas a la experiencia de las vivencias morales»[6]. En estas líneas queda expuesta la cuestión fundamental, a mi modo de ver, bajo la que subyacen muchos malentendidos. Si no se comprende que la ética depende de las experiencias morales individuales, y que por ello no es del todo objetivable, se puede fácilmente caer en el error opuesto, y pensar que o bien es completamente subjetiva o bien es del todo relativa. Pero el que no sea totalmente objetiva no quiere decir que no tenga ninguna objetividad. En otras palabras, el fondo del problema consiste en integrar su dimensión subjetiva, pues la percepción de las cuestiones morales la realiza un individuo concreto —con unas experiencias éticas singulares—, con su dimensión objetiva, la que permite razonar y buscar con pretensión de verdad en torno a las cuestiones prácticas éticas, la que hace comprender que no todos los argumentos son válidos, bien por su incoherencia lógica o por su lejanía con las experiencias humanas comunes, por ejemplo. Una cuestión final en torno a la objetividad de la verdad la plantea Robert Spaemann en estos términos: «Que los sistemas normativos son en gran medida dependientes de la cultura, es una eterna objeción frente a la posible exigencia de una Ética filosófica, es decir, una objeción a la discusión racional sobre el significado absoluto, no relativo, de la palabra “bueno”. Pero esta objeción desconoce que la Ética filosófica no descansa en la ignorancia de esos hechos. Todo lo contrario. La reflexión racional sobre la cuestión de lo bueno con validez general comenzó, precisamente, con el descubrimiento de esos hechos»[7]. Más adelante, remata el tema con una aseveración que nos aporta otra sugerente idea: «Las coincidencias en las ideas morales de las distintas épocas son mayores de lo que comúnmente se cree. Sencillamente, estamos sometidos de modo habitual a un error de óptica. Las diferencias nos llaman más la atención porque las coincidencias son evidentes. En todas las culturas existen deberes de los padres para los hijos, y de los hijos para los padres. Por doquier se ve la gratitud como un valor, se aprecia la magnanimidad y se desprecia al avaro; casi universalmente rige la imparcialidad como una virtud del juez, y el valor como virtud del guerrero»[8].
4. El camino de la no verdad Lo que interesa conocer es qué antropologías de esta clase están vigentes en la actualidad. En este apartado se estudiarán las que hunden sus raíces en la imposibilidad de fundamentación ética en la verdad, aunque se comenzará por exponer un breve resumen de las filosofías que las facilitan y preceden. Los diferentes desarrollos filosóficos que se podrían englobar con el término de la no verdad parten de la llamada filosofía del lenguaje, nacida de la interpretación del pensamiento del filósofo Ludwig Wittgenstein. Paradójicamente, este pensador fue un buscador de la verdad, pues, como ha recogido Alejandro Llano en su libro de memorias 77
Olor a yerba seca, una de las últimas palabras que el filósofo pronunció en vida, dirigidas a su discípula predilecta, Elisabeth Ascombe —y que ésta le narró a Llano—, fueron: «Beth, he buscado la verdad»[9]. Pero algunas interpretaciones posteriores en relación a su conocida teoría sobre los «juegos de lenguaje» han servido para asentar un relativismo fuerte en torno a la posibilidad de alcanzar verdades éticas. El estudio del lenguaje ha sido muy importante en el siglo XX, especialmente a partir de la crisis del positivismo. Y han sido muchos los autores que, con la expresión de “giro lingüístico”, han destacado la profunda huella que deja en todo el pensamiento del siglo XX. También resultó decisiva en la configuración del camino de la no verdad la influencia ejercida por la escuela sociológica de pensamiento marxista crítico conocida como Escuela de Frankfurt, en la que se teorizó sobre la influencia del poder político que manipula la ética para ponerla a su servicio, a la que ya se ha hecho referencia. Por último, es necesario subrayar el influjo del existencialismo de Jean Paul Sartre, que también ha sido comentado. Estas corrientes, cuya influencia resultaba hegemónica en las décadas posteriores al término de la Segunda Guerra Mundial, fueron creando un tejido cultural en el que la verdad ética no tenía asiento. Además, todo esto ocurría en una sociedad que había visto cómo se llegaba a niveles extremos de degradación moral, lo que favorecía también un fuerte pesimismo respecto de la confianza en la razón humana. Pero, una vez que se parte de la imposibilidad de cognocitivismo ético para orientar la conducta moral, ¿qué soluciones se ofrecen para no convertir la sociedad en una jungla moral? Fundamentalmente, dos soluciones: la ética del consenso y del consenso superpuesto, y la ética postmetafísica. (Aunque también se expondrá una tercera, sorprendente, a la que se hará referencia como un camino lateral). A. Jurgen Habermas: el consenso racionalmente fundado. John Rawls: el consenso superpuesto Habermas parte de que la ética tiene que ser profundamente racional porque precisamente la racionalidad es lo específico del hombre (aquí trasparece su herencia kantiana). Ahora bien, la racionalidad nacida de la modernidad —y de Kant—, su máximo exponente en las cuestiones morales, ha fracasado y necesita una modificación. Para ello, ofrece su intuición fundamental: una solución apoyada en el giro lingüístico que le permita avanzar desde los planteamientos de Kant. Habermas resume sus planteamientos con la frase «la modernidad, un proyecto inacabado», y se propone superar los vaticinios pesimistas que daban por finiquitado el proyecto moderno. ¿En qué consiste esta rectificación de la modernidad? Kant afirmaba que la ética no pertenecía al orden de la «razón pura», y por ello no podía hacerse metafísica científica. Entonces apoyaba la ética —la fundamentaba sobre— en la «razón práctica», o sea en la ley moral que habitaba en el interior de todos los hombres, y que imponía al ser humano unos imperativos. Esta imposición de formas desde la conciencia moral para nuestro obrar ético las denominó Kant «imperativos categóricos», y ofreció varias formulaciones; una de ellas,
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por ejemplo, fue la de «obra de tal modo que tu acción particular pudiera ser propuesta como norma universal para toda la humanidad». Para Kant, cualquier norma “heterónoma”, es decir, cualquier norma venida desde fuera —por ejemplo, desde un código de moral con materias buenas o malas, propuestas por la tradición o por las autoridades religiosas—, sería algo negativo, pues iría en contra del hombre ilustrado que se daba a sí mismo su propia legislación ética. Con el descubrimiento de unas fórmulas que explicitaban la ley moral, el filósofo prusiano pretendió solucionar la compleja cuestión de que el obrar moral fuera “autónomo” —que todo hombre se diera a sí mismo su propia legislación moral— y, a la vez, que siendo cada uno su propio legislador, aquello no significara hacer lo que a uno le diera la gana, convirtiendo la sociedad en una jungla moral. Habermas afirma que el fondo del planteamiento de Kant es correcto, pero fracasó porque su concepción del hombre era monológica y no dialógica. En lugar de acceder monológicamente (individual y subjetivamente) a la ley moral con sus «imperativos categóricos», él propone una corrección derivada del giro lingüístico, que solo puede entender al hombre de modo dialógico. El lugar que ocupaba la ley moral subjetiva lo ocupa ahora la «comunidad racional del diálogo». Esto supone que si hay algún problema moral, el hombre debe acudir a un proceso dialógico («comunicativo», «discursivo») en el que estén todas las personas implicadas en el problema concreto, y en el que puedan exponer sus argumentaciones en comunidades libres de todo dominio. Esta comunidad ideal de diálogo sustituye a la ley moral subjetiva y monológica. En ella se buscan «consensos racionalmente fundados», y estos son los verdaderos deberes morales. Se podría entonces hablar de que la «racionalidad comunicativa» fundamenta una «ética del discurso». Y el nuevo imperativo categórico discursivo se podría enunciar como sigue: obra de tal modo que tu acción individual la expongas discursivamente ante la comunidad del diálogo, dotándola así de la universalidad que se obtiene al alcanzar un consenso racionalmente fundado. Con este nuevo modo de «racionalidad comunicativa», Habermas cree conseguir que el hombre autónomo se dote a sí mismo de su propia ley moral (ideal de emancipación ilustrado). También, piensa que se podría resolver el conflicto de que cada uno tuviera leyes morales distintas o contrapuestas, que conducirían a la sociedad a un caos moral. Para evitar ese peligro, todos deben acudir a un proceso discursivo y seguir las determinaciones morales nacidas de los consensos adquiridos. Esto impedirá, entonces, que cada uno haga lo que le dé la gana. En resumen, la ética formal kantiana ha sido transformada a una ética procedimental. En lugar de imperar categóricamente unas leyes morales subjetivas, imperan categóricamente unos procedimientos externos, a través de los cuales se obtienen soluciones morales configuradas por la comunidad ideal de diálogo, elaboradas discursivamente por la obtención de unos consensos racionales fundados. El otro gran peso pesado de la filosofía del consenso es el estadounidense John Rawls, catedrático emérito de Harvard, cuya filosofía, según Habermas, se mueve dentro de los restringidos límites de una disputa de familia —también Rawls ha declarado que lo que le une a Habermas es mayor que aquello que le separa—. 79
Su primera obra, Teoría de la justicia, de 1971, fue un libro revolucionario, porque superaba el injusto paradigma dominante en la filosofía política liberal, el utilitarismo, proponiendo la justicia distributiva como equidad. Para ello se servía de un esquema teórico en el que cada uno se halla cubierto por el famoso velo de la ignorancia; la repartición será más equitativa, pues al descubrir el velo cualquiera podría quedar en el puesto del más desfavorecido. Por supuesto, nadie querrá condiciones muy duras o injustas para los colectivos sociales más débiles, puesto que, al final, cualquiera podría pertenecer a ese grupo, tras retirar el velo de la ignorancia. Pero su concepto clave, el de overlapping consensus, el «consenso superpuesto» aparecerá, sobre todo, en su libro Liberalismo político. En él encara el hecho fáctico e incontestable de la existencia de una pluralidad de teorías comprehensivas en las sociedades democráticas. Rawls se pregunta cómo lograr una convivencia entre individuos libres e iguales en el sentido liberal, en una sociedad postmetafísica, en la que no cabe invocar el bien o la verdad. El filósofo de Harvard se plantea cómo dar estabilidad a una sociedad como la actual en la que conviven diversas cosmovisiones políticas y religiosas, en la que se dan modos de entender las cuestiones decisivas no solo distintos, sino contrapuestos e, incluso, incompatibles. Y como parte de la imposibilidad de la búsqueda de la verdad, también da por sentado que la solución no puede alcanzarse por alzaprimar alguna de las cosmovisiones respecto de las demás restantes, sino únicamente en buscar un consenso equitativo entre todas, a modo de superposición de aspectos básicos que sean asumidos como única solución justa y posible. Así, la búsqueda de consenso acabará en una teoría moral de mínimos: esta es una de las críticas que salta a primera vista. Además, esa sociedad en la que lo que une a los individuos es solo el procedimiento, ¿no terminará causando una inhibición de los individuos a la hora de construir proyectos solidarios por vía de desmotivación? ¿No es esto lo que realmente está sucediendo? La búsqueda de procedimientos para las sociedades democráticas con sus múltiples agentes morales y su pluralidad de diversas cosmovisiones resulta no solo importante, sino necesaria. Pero no suficiente. Porque, como afirma Javier Gomá, «una sociedad sin ideal está condenada fatalmente a no progresar, a repetirse, y a la postre tiende a involucionar»[10]. Y para la vida personal —como filosofía moral—, sirva también la reflexión de don Miguel de Unamuno, quien con su estilo punzante lamentaba el cansancio de tantos que comenzaron su existencia con brío, pero a los que pronto se les desvanecen los ideales «y se dedican a escardar las berzas de su jardinillo interior, el de su alma congestionada de ramplonería. (…) ¡Y qué pronto se ramplonizan aquí los exjóvenes, Dios mío!»[11]. Este es otro grave problema del camino de la no verdad: si nada es verdadero ni bueno, ¿cómo proponer ideales que construyan persona y civilización? B. La filosofía posmoderna: la muerte del hombre La otra gran corriente que se asienta en lo que hemos denominado el camino de la no verdad se puede denominar como filosofía del pensamiento débil —expresión del 80
filósofo italiano Vattimo— o, de un modo más global, filosofía postmoderna. El punto de partida es el mismo de antes: la imposibilidad de conocer la verdad en las cuestiones éticas (aunque esta filosofía ha sido duramente criticada por Habermas, que la califica de burguesa, porque no aporta soluciones). Trataré de exponer las líneas fundamentales de esta corriente amplia de pensamiento, tomando las ideas de la exposición de Margueritte A. Peeters en su libro Marion-ética[12]. Tras esta explicación, se comprenderá mejor por qué este pensamiento deviene en la muerte del hombre. El rechazo de la modernidad es lo que caracteriza a la postmodernidad, que es un movimiento muy amplio. La censura filosófica de la modernidad de mayor contundencia e influencia la ejercen diversos profesores del ámbito de la Universidad de la Sorbona, en la que llegan a hablar de cambio de época: la postmodernidad sustituiría a la modernidad. Entre los rasgos esenciales de esta postmodernidad, se señalan los siguientes: I. El hombre no puede conocer la realidad. La modernidad soñó con que, a través de la razón, el ser humano llegaría a conocer y dominar la realidad, al menos el reflejo de la cosa en sí en su conciencia. A este engaño le ha llegado su hora final, exponen los teóricos postmodernos. Para ellos, la realidad es incognoscible y, por tanto, no existe ninguna posibilidad de verdad. Todo conocimiento es relativo. El engaño se ha llevado a cabo asignando unas oposiciones binarias a lo real y privilegiando uno de sus términos (por ejemplo, verdad-mentira, bien-mal, hombre-mujer, etc.). Hay que terminar con este embuste, y aceptar que no podemos conocer ninguna verdad. Es el fin de los grandes relatos, afirmará Jean François Lyotard, acuñando una frase muy expresiva. También estos planteamientos reflejan las tesis de Jacques Derrida, uno de los autores más influyentes de esta corriente. II. Celebrar la diversidad. Ya que no podemos conocer la realidad, hemos de aplaudir lo diverso. Cuanto más diversidad exista y se exprese, tanto mejor, pues se ha descubierto que no hay nada dado (por naturaleza), y cada uno debe construir todo, sexualidad incluida —en este caso con independencia de la dotación biológica, masculina o femenina—. En consecuencia, se insiste en que no existe en el ser humano lo dado. En este modo de entender lo humano, el filósofo más influyente, Michel Foucault, llega a afirmar la muerte del hombre: puesto que no hay nada común a ningún ser humano, concluye que hablar del hombre resulta absurdo. En Foucault siempre late una mirada de sospecha sobre la decencia del ser humano pues de fondo nunca hace algo «que no sea en beneficio del poder existente»[13]. III. Todas las elecciones tienen igual valor, pues todo es texto que debe interpretarse. Lo que hay que favorecer es el acceso a todas las alternativas posibles. En efecto, si no existe criterio moral sobre cuestión alguna, lo mejor será que convivan la mayor cantidad posible de opciones. En este planteamiento se apoya el respeto y aliento de la postmodernidad hacia cualquier religión, considerando toda manifestación pseudorreligiosa en pie de igualdad con cualquier otra, religiones tradicionales incluidas. De este mismo fomento de la diversidad surge el multiculturalismo, en el que todas las culturas dialogan de igual a igual, con independencia de sus contenidos o desarrollos históricos. 81
IV. La pieza maestra es ahora el derecho a elegir. Lo único que se puede hacer, si no existe ninguna referencia moral, cultural, etc., es absolutizar el derecho a escoger, y que exista el mayor número de opciones para la elección. Aquí se puede apreciar fácilmente la conexión con la ideología de género, por cuanto esta propone que es necesario fomentar una sexualidad en la que cualquier opción resulte igualmente aceptable. Para esta ideología, si alguien piensa que es mejor alguna elección debería ser reeducado. V. Por último, la postmodernidad trata toda cuestión cultural de modo holístico y ambiguo. No le sirven las definiciones demasiado cerradas, pues serían una consecuencia de poder conocer lo real y, por tanto, definirlo. Por tanto, en vez de ir contra los paradigmas morales previos —por ejemplo, la familia heterosexual como modelo—, los amplifica, amplía sus derechos. Un ejemplo: en vez de ir en contra de los esposos, el concepto se amplía y se habla de parejas; o también, en lugar de ir en contra de la familia, el concepto se amplía y se iguala con diversas formas de convivencia. Como recoge la Historia de la Filosofía de Mariano Fazio y Francisco Fernández Labastida, «la pérdida de la consistencia real del sujeto es la conclusión paradójica de la pretendida autonomía absoluta a la criatura humana»[14]. En otro momento de esta misma obra también se afirma: «Para Vattimo, por ejemplo, la multiplicidad de la idea misma de las interpretaciones llega a la “disolución de la idea misma de la realidad”»[15]. Al final, se llega a dudar de la realidad y de la misma idea de hombre, cuyo fin está por llegar. En este mismo libro se recoge la conocida frase de Foucault, en Las palabras y las cosas, que esclarece el profundo pesimismo en el que termina la duda sobre la verdad: «A todos los que quieran todavía hablar del hombre, de su reino, y de su liberación, a todos los que se preguntan todavía sobre qué es el hombre en su esencia, a todos los que quieren apoyarse en él para acceder a la verdad…, a todas estas formas de reflexión deformes y alteradas, no podemos más que contraponer una risa filosófica, es decir, en parte silenciosa»[16]. En definitiva, nos encontramos muy cerca de la muerte del hombre. C. Un camino lateral: la vuelta del materialismo cientificista En el ámbito filosófico, la palabra cientificismo designa la teoría de que solo resultan válidas las explicaciones apoyadas en las ciencias empíricas, con resultados comprobables. El problema surge porque esta afirmación encierra una contradicción intrínseca, ya que no es por sí misma comprobable por la propia ciencia empírica. Es decir, la afirmación central de que no es válido lo que carezca de apoyo científico, pertenece al orden metafísico y, por tanto, no es objetivable por experimentación. Y esto, lógicamente, resulta contradictorio. El cientificismo fue dominante en la última mitad del siglo XIX, en la sociedad del positivismo filosófico. Pero la Primera Guerra Mundial mostró que la Ciencia por sí sola no aporta criterios morales. En otras palabras, la Ciencia se utilizó para el mal, para la destrucción y para la muerte de millones de personas. Con ello parecía claro que el cientificismo quedaba clausurado como cosmovisión filosófica. 82
Y esta es la situación general en los cultos ambientes filosóficos actuales. Pero, como afirma Francisco José Contreras, «el gran público (…) sigue anclado en un cientificismo papanatas similar al del siglo XIX. La verdadera ciencia queda, por su complejidad, lejos de su alcance; el hombre de la calle se nutre, más bien, de cierta literatura de divulgación científica que vende una visión del mundo groseramente cientificista (y, con frecuencia, también belicosamente anti-teísta). Con alguna excepción (Stephen Hawking), dicha literatura no es producida por prime donne de la ciencia, sino por científicos de segunda fila reciclados en mediocres filósofos materialistas: Dawkins, Dennett, Harris, etc.»[17]. Es decir, la visión cientificista del mundo ha vuelto a impregnar, si no el mundo filosófico de primer nivel, amplios espacios de la cultura actual influenciada por toda esta literatura pseudocientífica. Además, a todo esto ha venido a sumarse un curioso intento que puede ser incluido perfectamente como cientificismo: la tentativa de encontrar las bases cerebrales de la actuación ética, la Neuroética. Para conocer cómo se ha desarrollado, reseño lo que en la revista Isegoría escribió Adela Cortina, en un artículo de 2010 que tituló “Neuroética: ¿Las bases cerebrales de una ética universal con relevancia política?”[18], donde narra el nacimiento de esta disciplina: En el siglo XXI nace la neurociencia de la ética con la pretensión de ser un nuevo saber (la neuroética), capaz de descubrir las bases cerebrales de la conducta moral. Desde ellas algunos neurocientíficos se proponen fundamentar una ética universal (…). En mayo de 2002 se celebra en San Francisco un congreso bajo el rótulo “Neuroethics: Mapping The Field” auspiciado por la Dana Foundation, preocupada por la investigación en neurociencia. Asisten a él más de ciento cincuenta neurocientíficos, bioeticistas, psiquiatras, psicólogos, filósofos, juristas, diseñadores de políticas públicas y periodistas[19].
La ambiciosa Neuroética pretende abarcar problemas fundamentales de la vida humana en los que está implicado el cerebro, como la libertad, la conciencia, la relación mentecuerpo y, sobre todo, las bases cerebrales de la moral, para proponer un fundamento ético científico y cerebral. Quedarían entonces arrumbadas, por obsoletas, las viejas éticas filosóficas y religiosas y podrían sustituirse por una ética basada en la neurociencia, que sería, por eso mismo, universal. La profesora Cortina describe que, tras un primer momento de esperanza —cuando escribe el artículo han pasado ya ocho años desde la reunión de San Francisco—, se mezclan, en confusa amalgama, los presupuestos elegidos como puntos de partida —y, por tanto, no demostrados experimentalmente— con diversos ensayos diseñados, para luego ser analizados con diversas pruebas de neuroimagen. Al final, se obtienen unas conclusiones que se ofrecen como supuestamente científicas. En las conclusiones con las que finaliza el artículo, la filósofa de la Universidad de Valencia se expresa con rotundidad que ha resultado una promesa incumplida y que no hay ética universal basada en el cerebro. Y expone sus argumentos de modo contundente: En primer lugar, porque el neurocientífico recurre necesariamente a otras ciencias, como la sociobiología, la psicología cognitiva, la psicología evolutiva o la antropología biológica, con lo cual nos encontramos hablando, casi sin percatarnos, del bagaje psicológico que necesita un sujeto para reciprocar, bagaje que es bien complejo y cuyo diseño trasciende con mucho las posibilidades de las neurociencias.
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Por otra parte, el neurocientífico no suele molestarse en estudiar la dimensión filosófica de los problemas a los que hace frente, con lo cual acaba diciendo atrocidades sin cuento porque ni sabe de qué habla. Pero aun si olvidáramos estos aspectos, quedarían una gran cantidad de interrogantes para los que no hay respuesta, ni actual ni previsible[20].
En resumen, la prosperidad de una literatura pseudocientífica, el creciente papel de algunas corrientes antiteístas, y el avance de la búsqueda de la comprensión del ser humano en relación a la evolución de la especie humana, han servido de base para la aparición de una nueva cosmovisión materialista. Y cuando ya se lo había descartado, como un planteamiento anacrónico, el cientificismo ha hecho una súbita y rutilante reaparición, más en el ámbito popular que en los grandes foros filosóficos. Pero, una vez analizada la debilidad de la pretensión cientificista como interpretación totalizante y única de lo real—como cosmovisión—, me parece necesario subrayar algunos aspectos positivos que se posibilitan con el desarrollo de esta disciplina. Como concluyen José Manuel Giménez Amaya y Sergio Sánchez-Migallón en el libro De la Neurociencia a la Neuroética, «en definitiva, la Neuroética, ofrece una excelente coyuntura para que científicos y filósofos dialoguen, y constituye a la vez una exigente llamada a la responsabilidad —dirigida especialmente a la comunidad académicocientífica— a la vista de las repercusiones crecientes que la Ciencia experimental (y en particular la Neurociencia) está teniendo en los individuos y en la entera sociedad, atomizando y disgregando nuestro saber y nuestro actuar»[21]. Así, la Neuroética abre una extraordinaria oportunidad de establecer un diálogo interdisciplinar verdadero y profundo. Esto supone, en el fondo, ampliar la razón. Sirvan de nuevo las palabras de Giménez Amaya y Sánchez-Migallón para atisbar algo del magnífico horizonte que se atisba cuando se orienta esta disciplina desde posiciones no totalizantes: entonces nos encontramos ante «una excelente oportunidad para ampliar la noción de la Ciencia experimental, de modo que se abra al diálogo con la Ética y la Filosofía, e incluso con la Teología»[22].
5. El camino de la búsqueda de la verdad Junto a los desarrollos filosóficos anteriores, que tienen en común la incapacidad de fabricar un discurso con pretensión de verdad, el siglo XX es también un tiempo muy fecundo para los planteamientos que renuevan la filosofía y atisban una salida bajo la que trasparece la verdad de lo humano. De modo que, sobre todo desde el periodo entreguerras, surgen muchas corrientes de pensamiento que se replantearán qué es la razón y cómo se puede acceder a la verdad ética, para contribuir a la solución de la profunda conmoción que sacudía a la cultura. Todos estos movimientos se podrían denominar, de un modo genérico, como cosmovisiones humanistas o personalistas. Se señalan los más importantes, de modo muy resumido: A. La fenomenología (Husserl, Max Scheler, Von Hildebrand y Edith Stein). Este pensamiento subraya que la modernidad no supo atisbar la existencia de los valores, de realidades tan objetivas como las materiales, pero que poseen un modo de ser diferente al de las cosas. Por ejemplo, cuando alguien regala algo por pura generosidad, 84
hay una apelación a la persona por el valor del agradecimiento. Sin embargo, para la modernidad, lo que no se podía pesar, medir o contabilizar, no existía, o simplemente no pertenecía a lo racional. Así, se había cegado la mirada sobre lo que resultaba importante de cara a la felicidad humana y su desarrollo pleno, descuidando las realidades éticas y olvidando los valores que interpelan a las personas. Con el tiempo, la fenomenología ha quedado más como un método fecundo para el abordaje de la experiencia interior humana que como un sistema filosófico. B. La filosofía existencial (Jaspers, Gabriel Marcel) Aunque este movimiento es muy amplio, y en él se dan pensamientos muy diversos, se puede afirmar que los autores citados advierten que el gran error de la modernidad nace de no distinguir el mundo de lo objetivo —al que se le puede aplicar la razón científicomatemática— del de lo inobjetivo, es decir, el mundo de la experiencia humana. El gran error de la modernidad ha sido no separar estas dos realidades, tratándolas como si todo fuera ciencia a la que dominar. De este modo, muchos pensadores exploran ahora un camino novedoso, buscando categorías existenciales para entender al ser humano, y ofrecen desarrollos fecundos. C. La filosofía del diálogo (Ebner, Martin Buber. Lévinas, Guardini y López Quintás). Para estos pensadores, la funesta equivocación de la modernidad habría sido la de concebir el hombre como un yo, como una conciencia subjetiva, y no como un ser en relación. Estos filósofos no pueden entender el yo sin el tú y, para ellos, existen muchas realidades que no se pueden dominar como se hace con la ciencia, sino propiciar su acercamiento hasta llegar a un encuentro de un yo con un tú. Esta categoría, el encuentro, les capacita para comprender las realidades profundas, para desde esa aproximación y ese respeto poder enriquecerse con una mutua interrelación comprensiva. Si tratamos las cosas como realidades con las que podemos establecer encuentros creativos, veremos el mundo de otro modo. Las cosas pueden ser ámbitos para la creación artística o para el trabajo creativo, superando el nivel de simples objetos. Además, con las personas nos movemos en un ámbito de relaciones éticas. Por último, al salir del yo y entrar en la relación con el tú, pisamos el umbral de lo religioso, porque detrás de esa relación siempre existe una reminiscencia de la gran relación con el Tú: accedemos al mundo de lo trascendente. En definitiva, la razón sale del marco rígido del subjetivismo y se abre a un mundo amplio de relaciones sin dejar de ser, por ello, menos real y racional. D. El personalismo (Emmanuel Mounier, Jacques Maritain, Nedoncelle y Gabriel Marcel). Engloba una corriente de pensamiento que, desde el periodo de entreguerras, trata de encontrar una nueva salida a la crisis del pensamiento racionalista-idealista y la encuentra al hacer central la categoría de persona, con su objetividad y su subjetividad: 85
alguien con objetividad realista, y con intimidad y libertad interiores. Solo se entenderá el ser humano si se le considera como ser espiritual —y por ello único; no un individuo de una especie, sino alguien irrepetible— en un mundo también espiritual; y como un ser en relación con otros seres espirituales. En el lenguaje de Marcel, al que también se puede considerar como autor personalista, se insiste en que se ha mezclado el mundo del tener —con sus categorías similares a las de los objetos, a las de las cosas— con el del ser —con sus esencias espirituales—, y esto ha incapacitado al hombre para comprender su misterio, pues se lo ha considerado un problema que se puede dominar y resolver. El mundo del ser es el universo del misterio, en el que, por el contrario, nos vamos introduciendo, sin que se pueda encontrar algo así como una solución definitiva. De alguna manera, supone un intento de recuperar el realismo clásico sin, por ello, despreciar los desarrollos valiosos de la modernidad en su exploración filosófica de la dimensión interior y subjetiva de los seres humanos. E. El raciovitalismo de Ortega y Gasset y la Escuela de Madrid (Julián Marías, Xavier Zubiri, María Zambrano y García Morente) El proyecto filosófico de Ortega y Gasset también nace con la decisión de resolver el error profundo que subyacía en la base del pensamiento de corte idealista. En su búsqueda de esta nueva tierra prometida en la que asentar una nueva filosofía, alcanza una intuición fundamental: la realidad radical sobre la que empezar a construir un nuevo pensamiento es mi vida, la única realidad sólida a la que verdaderamente tengo acceso. Lo que para Ortega será una clave fundamental, lo recoge en el libro Meditaciones del Quijote, del año 1914: «Yo soy yo y mi circunstancia»[23]. En estas pocas palabras, se condensa la realidad de que el ser humano es un yo (modernidad) y una circunstancia real (realismo clásico). Ortega pretende encontrar una posición filosófica que sume los hallazgos de filosofías realistas e idealistas, aplicándolos a la vida concreta y singular. Por tanto, iniciará la búsqueda de unas nuevas categorías, como vocación, el hombre como ser futurizo, la vida como algo que conlleva un dramatismo intrínseco, vivir que es convivir, etc. Julián Marías, que fue el discípulo más cercano a los desarrollos del maestro, terminará realizando una filosofía que con toda propiedad se puede denominar personalista.
[1] Cfr J. Ortega y Gasset, Ideas y creencias (1940), Revista de Occidente en Alianza editorial, Madrid 1986. [2] George Steiner, Nostalgia del Absoluto, Siruela, Madrid 2008 (10ª), 118-120.
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[3] Un ejemplo reciente de la pérdida de influencia intelectual sufrida por Sartre lo ofrece un artículo de Vargas Llosa en El País, que titula “Sartre y sus ex amigos”, de 30 de diciembre de 2012, en el que afirma primero: «Sus libros y sus ideas marcaron mi adolescencia y mis años universitarios»; para continuar sentenciando: «Después de veinte años de leerlo y estudiarlo con verdadera devoción, quedé decepcionado de sus vaivenes ideológicos, sus exabruptos políticos, su logomaquia y convencido de que buena parte del esfuerzo intelectual que dediqué a sus obras de ficción, sus mamotretos filosóficos, sus polémicas y sus úcases, hubiera sido tal vez más provechoso consagrarlo a otros autores…». Entre las razones de esta decepción, el premio Nobel señala en este mismo artículo «la famosa afirmación sartreana (“Todo anticomunista es un perro”) que llevó a Raymond Aron a preguntar a Sartre si había que considerar a la humanidad una perrera», o también que «no cabe la menor duda de que su respuesta a Camus era equivocada e injusta». [4] Antonio Machado, “Los sueños dialogados”, soneto II. [5] Julián Marías, “La filosofía actual y el ateísmo” (apuntes de una conferencia pronunciada en Salamanca). http://arvo.net/ateismo-y-agnosticismo/la-filosofia-actual-y-el-ateismo/gmx-niv586-con12219.htm (consultada el 13 de junio de 2015). [6] José María Barrio, “La posibilidad de argumentar en ética”. Apuntes del Máster de Bioética de Canarias, Mod 1, Año 1, clase 10, 5. [7] Robert Spaemann, Ética: cuestiones fundamentales, Eunsa, Pamplona 1998 (2ª), 22. [8] Ibid, 24. [9] Alejandro Llano, Olor a yerba seca, Encuentro, Madrid 2008, 419. [10] Javier Gomá. Ponencia oral “El centro en la persona” en el IV Congreso Nacional de Directivos de la Asociación para el Progreso de la Dirección (APD) celebrada en Madrid el 16 de Noviembre de 2016. https://www.youtube.com/watch?v=XlZMtH9F8_A (consultada el 26 de agosto de 2017). [11] Miguel de Unamuno, “La bohemia espiritual” (1912) Inquietudes y meditaciones, Espasa Calpe-Austral, Madrid 1975, 20. [12] Cfr Margueritte A. Peeters, Marion-ética, Rialp, Madrid 2011. [13] Roger Scruton, op., cit., 167. [14] Mariano Fazio y Francisco Fernández Labastida, Historia de la filosofía. IV. Filosofía contemporánea, Palabra, Madrid 2004, 409. [15] Ibid, 408. [16] Ibid., 408-409. [17] Francisco José Contreras y Diego Poole, Nueva Izquierda y cristianismo, Encuentro, Madrid 2011, 189. [18] Adela Cortina, Isegoría. Revista de Filosofía Moral y Política, N.º 42, enero-junio, 2010. [19] Ibid., 129-130. [20] Ibid., 144. [21] José Manuel Giménez Amaya y Sergio Sánchez-Migallón, De la Neurociencia a la Neuroética, Eunsa Astrolabio, Pamplona 2010, 172. [22] Ibid., 166. [23] José Ortega y Gasset, Meditaciones del Quijote (1914), Cátedra, Madrid 1990, 77.
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6. UNA FILOSOFÍA DE ESPERANZA PARA EL SIGLO XXI
1. El último avatar de la modernidad: el relativismo Para comprender la cultura que impregna el comienzo del siglo XXI —para transformarla —, me parece importante entender que la cosmovisión relativista del tiempo presente se nutre de las mismas bases racionalistas, ahora en su fase última de desencanto de la razón, pero enraizadas en la misma idea de emancipación. Porque si el relativismo supone el último avatar del racionalismo, entonces, resulta primordial: 1/ Una cultura de la donación con la que sanar la falsa idea de que la emancipación se consigue siendo independientes y solitarios. 2/ Una postmodernidad no escéptica para un rearme de lo moral frente al escepticismo dominante; o sea, abandonar la razón todopoderosa sin caer en el relativismo: la razón humilde (un ensayo sobre estas dos cuestiones esenciales se ofrece al final de este capítulo). «El sueño de la razón produce monstruos», reza el dictum del famoso grabado de Francisco de Goya, en el que un personaje ilustrado dormita con la cabeza apoyada en una mesa, mientras unos monstruos alados revolotean por encima de su figura. Aunque son varias las posibilidades interpretativas, una de ellas podría ser que el sueño ilustrado de confianza total en una razón soberbia termina en una pesadilla. Este final correspondería a la posmodernidad, en su camino de la no verdad. Pero así como el dolor de cabeza es el final de la borrachera, y no algo totalmente distinto, sino su consecuencia directa, de este mismo modo, aunque la postmodernidad se defina contra la modernidad, se une con ella en el sueño de emancipación absoluta del ser humano. Y ese sueño de liberación, “el mito del hombre nuevo”, conlleva el rechazo de la aceptación de lo que entiende como valores impuestos al individuo desde fuera, por vía de naturaleza, tradición, o religión. Aunque son muchos los autores que sostienen esta interpretación, baste con reproducir lo que afirma Manuel Bustos en La paradoja posmoderna, confirmando el diagnóstico propuesto como tesis en los párrafos anteriores: «Pensamos que la entrada de nuestra cultura occidental en la fase posmoderna ha sido posible merced a las ideas de la Ilustración (…). De esta forma, siendo verdad que la cultura posmoderna supone una ruptura con respecto a los fundamentos de la modernidad e, incluso, dentro de ella, de la propia Ilustración, no por eso es menos cierto que su implantación no es sino el resultado del ahondamiento sin contención de los presupuestos de los que la propia cultura moderna había partido, llevándolos a sus últimas consecuencias. Y todo ello, 88
acompañado de una transformación social hasta el presente nunca conocida, hecha posible gracias a la “democratización” del consumo de las ideas, que han proporcionado los poderosos medios de comunicación de masas, y a la “aldea global”»[1]. Resulta sugerente, entonces, una reflexión para superar los viejos esquemas revolucionarios emanados de una modernidad anacrónica, y para conocer sus consecuencias en los tiempos postmodernos actuales. Si se entienden así las cosas, se valorará con mayor rigor la fecundidad de un pensamiento sustitutivo, el que nos puede ofrecer una filosofía postmoderna no escéptica. Y para comprender con más detenimiento todas estas cuestiones, la génesis y los contenidos de las transformaciones sufridas, partiremos del comienzo de la época ilustrada.
2. Las cinco revoluciones de la modernidad Resulta clásico el estudio de cuatro revoluciones nacidas de la modernidad. Para exponerlo, me sirve la explicación que ofrece Juan Luis Lorda en el libro Antropología Teológica: «Primero, se da una revolución de las mentalidades, inspirada por el espíritu ilustrado que promueve la emancipación humana por el conocimiento (finales del XVII y XVIII). Después, se originan las revoluciones políticas que dan lugar a los regímenes democráticos (finales del XVIII y XIX). Más tarde, se produce la revolución industrial, impulsada por la economía liberal y el crecimiento del comercio y de la técnica (XIX); esta es la tercera revolución. Pero la revolución industrial crea también graves problemas sociales, que es el campo de cultivo para las utopías y las revoluciones socialistas (finales del XIX y XX), que es la cuarta revolución de la modernidad»[2]. Hasta aquí, el análisis sigue un guión estándar, pero unas páginas más adelante Lorda completa el número de las revoluciones y nos aclara que «los países occidentales y opulentos —empezando por Estados Unidos y Francia— experimentan lo que puede considerarse la quinta revolución de la modernidad. Es la revolución sexual, que tiene como fecha emblemática el año 1968, y da lugar a un gran cambio de costumbres, a una crisis del sentido de la familia y a una gran erosión de los criterios éticos»[3]. Además, Lorda realiza un balance crítico de las revoluciones, asumiendo su indudable lado positivo, pero sopesando también los elementos negativos que las acompañan. Así, junto a la revolución del conocimiento que hizo progresar a la ciencia y a la técnica, comenta el peligro de que el hombre se contemple a sí mismo como algo absoluto: jamás reconocerá ningún error, con las consecuencias funestas que esta actitud apareja, y que demostrará el transcurso histórico. También, a la institución de la democracia, unirá las grandes arbitrariedades de los regímenes nacidos de las nuevas instituciones, empezando por el conocido como régimen del Terror, con que comienza la Revolución Francesa (se calcula que causó unas 40 000 víctimas). De igual modo, junto al aumento de riqueza, conviene no ignorar las grandes desigualdades económicas producidas por el capitalismo. Por último, junto al impulso de una conciencia de mayor justicia social, tampoco habría que olvidar que fue acompañada por importantes represiones colectivas, llegando a veces a constituirse auténticos Estados policiales.
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Quizás, esto mismo sucede con la revolución sexual, en la que se entrecruzan elementos positivos —como, por ejemplo, la consecución de una mayor igualdad en la participación de la mujer en la vida pública, política, cultural o profesional— con elementos de consecuencias muy negativas que convendrá poner en evidencia.
3. La revolución sexual (Referencia marco: la revolución estudiantil de París, en mayo de 1968) La historia de la cultura en las últimas décadas del siglo XX y del amanecer del siglo XXI no se puede comprender a fondo sin la reflexión sobre el feminismo y la evolución de este pensamiento hacia la llamada ideología de género. Como referencia histórica, se puede tomar la de mayo de 1968, fecha en que los estudiantes de la Universidad de París, y muchos otros colectivos, protagonizan una gran revuelta en la cual, mediante transgresiones simbólicas y eslóganes divertidos, rechazan todo tipo de autoridad, incluidas la familiar, la tradicional y la académica. Cualquier intento de requerimiento moral es recibido entonces como una represión intolerable. La sombra del “mito del hombre nuevo” y las conexiones con el racionalismo decimonónico resultan claras. Anteriormente, en los primeros años cincuenta del pasado siglo XX emergió con mucha fuerza la revolución feminista, pues poseía la fuerza moral que le proporcionaba lo justo de su reivindicación en favor de la igualdad de oportunidades para las mujeres. La lucha por conseguir el acceso de la mujer a todos los trabajos, estudios y a cualquier posibilidad que hasta ahora le estuviera vedada fue tomando cada vez más fuerza (feminismo de primera ola o de equidad). Este sería el marco en el que se encuadran los movimientos sufragistas que lucharon por conseguir el voto de la mujer, en los que, por ejemplo, participó la joven Edith Stein[4]. Pero a partir de la década de los años cincuenta, los sectores más radicales de la revolución feminista derivan hacia el rechazo del papel de la mujer como esposa y madre, dando pie a la llamada revolución sexual: para equipararse al varón era necesario liberar la sexualidad de las “cargas reproductivas”; había que conseguir implantar una revolución sexual, un uso de la sexualidad sin conexión con norma afectiva, moral, familiar o religiosa alguna (feminismo de segunda ola o de igualdad). Por último, de nuevo los elementos más extremos de la revolución erótica tomarán la dirección del feminismo y lo transformarán en el llamado feminismo de liberación. No solo se trata de evadirse individualmente de las tareas reproductivas, sino que la verdadera liberación se llevará a cabo luchando socialmente contra la secular opresión del varón sobre la mujer. Para llevar a cabo esta labor se necesitará una transformación de la sociedad, y para ello será necesario realizar una revolución cultural. Ahora bien, bajo esta determinación subyace una base marxista, que toma el liberarse de la opresión del varón como una nueva lucha de clases para construir una nueva sociedad libre de opresiones heteropatriarcales, en la que la humanidad pueda emanciparse, al fin, y llegar a su plenitud. Habría que abolir las diferencias sexuales, destruir los sexos, transformándolos en géneros, en opciones culturales que cada uno construye sin que influya el sexo biológico pues todo es construcción cultural del individuo (ideología de género o feminismo de tercera ola o de liberación). 90
Para fundamentar teóricamente esta revolución cultural, la obra filosófica más significativa tal vez sea la del filósofo Herbert Marcuse, que en 1955 escribió Eros y Civilización, en la que se exponen las claves para transformar la revolución sexual en cultura social. De acuerdo con Freud, se explica que en el hombre hay un nivel psíquico instintivo y natural, el ello; sus pulsiones, fundamentalmente sexuales, son reprimidas por el nivel del superyo, que es fruto de la cultura familiar y social e impone sus normas. De la lucha entre ambos dinamismos surge el yo que somos cada uno. Como se sabe, Freud atribuía a la represión del superyo la producción de neurosis. Lo que hace Marcuse es llevar este análisis al plano social. Entonces, para conseguir una sociedad libre de la opresión de las estructuras, propone la expresión del eros sin represión. Es más: sólo quienes liberen el eros podrán escapar de la presión de las estructuras sociales, las cuales asfixian la vida plena. Con este planteamiento la revolución sexual no sólo es tarea personal, sino también misión colectiva para construir una sociedad más libre. Marcuse proviene de la llamada Escuela de Frankfurt, de fondo marxista, aunque con un filum crítico peculiar. Por esta conexión con el marxismo plantea que, además de la reflexión teórica, se necesita una praxis social que lleve a la consecución de estos objetivos. De este modo, lo que comenzó siendo una conducta individual desinhibida de toda referencia que no sea la propia decisión sexual, se pasará a una lucha cultural y social —política— para implantar una práctica sexual liberada, y llegar, entonces, a construir una nueva sociedad sin represiones. En resumen, la revolución sexual se ha transformado en revolución cultural, en proyecto de deconstrucción de una cultura y sus tradiciones, para cimentar otro tipo de sociedad en el que todos sus miembros vivan la liberación propuesta. A esta ideología, que desde una realidad básica —realizar la sexualidad sin valores— quiere explicar todo —la vida plena, la sociedad futura, e incluso la historia, buscando las estructuras de “patriarcado” que han asfixiado el deseo sexual—, es lo que se conoce como Ideología de Género.
4. El fin de la historia: el encuentro de la revolución sexual con la filosofía postmetafísica (Referencia marco: la caída del muro de Berlín, 1989) Tomo el hilo conductor en este punto de la obra de Marguerite A. Peeters ya antes citada[5]. El término «fin de la historia» proviene de Francis Fukuyama de 1994, autor de origen japonés, residente en los Estados Unidos, quien escribió El fin de la Historia y el último hombre. En resumen, explica Fukuyama que una vez desaparecida la última utopía —el marxismo soviético—, y tras la caída del muro de Berlín, se ha llegado al fin de la historia: ya no hay que dar más vueltas a cómo será el mundo hasta el último hombre, pues consistirá definitivamente en una democracia liberal con una economía de mercado. Y en este marco, lo único que quedará por resolver serán los problemas concretos que irán surgiendo, como, por ejemplo, la protección medio ambiental, el crecimiento poblacional, etc. Estas ideas tuvieron una resonancia importante en esos años, y sirven para comprender por qué la ONU se sintió portadora de un mandato ético mundial: en este marco global 91
se necesitaba una moral colectiva de nuevo cuño. En consecuencia, también para controlar la posible amenaza del imperio cultural de las multinacionales en el proceso económico de globalización al que conducía la economía de mercado, los expertos de la ONU decidieron actuar. Puesto que los problemas eran globales, se propusieron ofrecer una ética universal. Así, esta institución agarró con fuerza la antorcha de la ética con ambiciones mundiales, y gracias a su intervención fue como la ideología de género y la deconstrucción de la antropología judeo-cristiana se convirtieron en propuestas morales globales, ahora recogidas en normativas concretas, en documentos escritos. Dos conferencias intergubernamentales de la ONU resultaron especialmente decisivas, porque en ellas cristalizó un giro antropológico copernicano. La Conferencia Internacional sobre la Población y el Desarrollo en El Cairo (1994) y la IV Conferencia Mundial de las Naciones Unidas sobre la Mujer en Pekín (1995) fueron los escenarios clave para concretar, en documentos normativos, el fondo de las teorías filosóficas nacidas de la revolución erótica. Y a través de los conceptos fundamentales de «salud sexual y salud reproductiva» de El Cairo, y de «perspectiva de género-ideología de género» de la conferencia de Pekín, el cambio de criterios éticos y antropológicos se consumó. Nació así una nueva ética mundial, con una legalidad específica. Los contenidos de la revolución sexual-cultural occidental y el pensamiento teñido de fuerte relativismo, enraizado en la postmodernidad-posthumanista, se transformaron ahora en concretos planteamientos éticos de ámbito mundial, para legislar sobre la moral de todos los individuos del planeta, y con la pretensión de educar a los que no hubieran asumido todavía estos postulados.
5. Balance global: la imposiblidad de donación Dos fuerzas vienen a encontrarse como en un abrazo, el relativismo postmoderno y la ideología de género, para deconstruir la antropología clásica. Ambas corrientes coinciden en su intento de dar fin a las estructuras de pensamiento y de cultura en las que se asentaba la sociedad. Todo ocurría en el marco de las conferencias de la ONU, y sobre la base de establecer consensos, es decir, aprovechando el dominio de las éticas del discurso en la que todos los interlocutores de un problema moral eran igualmente válidos. De este modo, las nuevas ideas se transformaron en referencias escritas, en normas morales que debían presidir desde las legislaciones de los países hasta la educación en los colegios. Del plano de la especulación teórica se había pasado, en transición rápida, al marco normativo de lo que, con todo rigor, constituía una Nueva Ética Mundial. El resultado final es realmente asombroso, pues en sólo treinta o cuarenta años, la antropología vigente en la cultura occidental durante más de veinticuatro siglos sufre un cambio radical, de modo que otra muy distinta campea hegemónicamente y la difunden los medios de comunicación de masas. Además, a la transformación resultante se le podría colgar el calificativo de silenciosa, porque sin que nadie se sintiera preguntado, hemos asistido a un cambio revolucionario en el modo de mirar lo humano en todos los
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sectores de la cultura. Manuel Bustos lo describe con términos solemnes: «Una ruptura antropológica sin precedentes en la historia de la Humanidad»[6]. Marguerite A. Peeters realiza un balance de los elementos que comporta la transformación sufrida, y comienza por los aspectos negativos: «La revolución ha terminado, pero la civilización occidental está catando hoy sus frutos amargos y debe examinar sus devastadoras consecuencias existenciales y socioeconómicas»[7]. Llama la atención que, cuando escribe estas frases, en 2007, la crisis económica todavía no había enseñado su verdadero rostro. También se pregunta: «¿No es cierto que con 18 años la mayoría de los jóvenes occidentales lo han probado ya todo y que han perdido la esperanza y el deseo de formar una familia? Como además proceden con cierta frecuencia de familias quebrantadas, muchos no se atreven ya a comprometerse»[8]. Y al detallar las consecuencias negativas, señala las siguientes: «fragmentación familiar, social e intergeneracional, soledad y abandono de los mayores, carencias y heridas afectivas de niños que viven en familias monoparentales o reconstituidas, aumento de las depresiones, desestructuración antropológica, fracasos escolares, desorientación profesional, aumento de los suicidios, de la desesperación y de la sensación de inseguridad de muchos jóvenes, que se refugian en la droga, la violencia, las sectas y el satanismo, pérdida de las tradiciones culturales y de la fe»[9]. En cuanto a los elementos positivos, señala Peeters: «Las revoluciones (…) han producido también cambios culturales positivos, que merecen ser contemplados seriamente. Algunos de sus efectos han sido, por ejemplo, el de despejar la cultura occidental, y en particular la europea, de ideas preconcebidas, de estereotipos y otras construcciones estériles y abstractas. El machismo, el moralismo, el dogmatismo, el paternalismo, el feminismo, el elitismo, el intelectualismo, el formalismo, el fariseísmo, el absolutismo, el occidentalismo, el racionalismo, con toda la abstracción y la falta de compromiso personal y de amor que conllevaban, están moribundos»[10]. Y para concluir, añade esta sugerente reflexión: «Pero mientras que la civilización mundial que emerge está llamada a ser la civilización del amor, los paradigmas como el consenso, la apropiación, la democracia participativa, el holismo, la libertad de elegir, la igualdad entre géneros o la civilización no represiva, que sustituyen a los paradigmas de la modernidad, están viciados por el radicalismo, y han tomado como rehén los deseos reales de los hombres y mujeres de este principio del tercer milenio»[11]. Esta es la gran cuestión: en la cosmovisión de la postmodernidad posthumanista se incluye el deseo individualista de ser como una pequeña divinidad, a la que nadie limite en el uso de su libertad, y esto impide el deseo real de donación —de entrega al otro— que es lo que realmente hace feliz al ser humano, por cuanto le permite comprenderse como ser en relación, como persona. Esta es la mirada fundamental con la que construir la civilización futura, con la que se puede aprender la cultura de la solidaridad, de la hospitalidad, de la donación. Quizás uno de los poetas que mejor haya sabido expresar que el otro nos constituye, haya sido Octavio Paz. De su poema “Carta de creencia” extraigo estos versos: Tal vez amar es aprender a caminar por este mundo. Aprender a quedarnos quietos
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como el tilo y la encina de la fábula. Aprender a mirar. Tu mirada es sembradora. Plantó un árbol. Yo hablo porque tú meces los follajes[12].
Porque cuando se acentúa en exceso la individualidad, y cuando la autonomía se convierte en una actitud hegemónica, se olvida la comprensión de que el ser humano necesita ser sembrado por la donación al y del otro. Pero sin esa siembra, se cosecha una civilización triste, la que se encuentra enterrada en el barro de una antropología equivocada. Por el contrario, una filosofía que posibilita el deseo profundo de donación, ese que subyace en el fondo de la interioridad humana, es la que podríamos llamar postmodernidad no escéptica. De su triunfo depende el suelo fértil de la nueva civilización, abonado por una antropología rica en humanidad: la civilización de la felicidad.
6. Hacia una postmodernidad no escéptica Para construir una postmodernidad no escéptica, se necesita apoyar la ética en una antropología que asuma dos elementos fundamentales: la donación a los demás y la pretensión de verdad. Esto supone desplazar el punto de mira de la reflexión filosófica desde la cuestión de la libertad a la de la verdad: no se trata de que quitar importancia a la cuestión de ser libres, sino de entender que la libertad ya ha sido conquistada como ética política y se trata de ir más allá y avanzar en la ética personal. Además, resulta necesario transitar hacia una reflexión antropológica que profundice en la donación, abandonando la borrachera individualista de la autonomía, por un lado, y la desaparición del sujeto moral por otro incapaz de alcanzar conocimiento moral alguno. Lo resume muy bien la sentencia de Javier Gomá: «El tema ya no es ser libres, el tema importante de hoy es ser-libres-juntos, que significa la aceptación gozosa y positiva de determinadas limitaciones a tu libertad»[13]. A. La donación: libertad no conozco sino la de estar preso en alguien La pensadora española María Zambrano expone que una vez conseguida la libertad política, la filosofía nacida del idealismo —y, por mi parte, incluyo también a su último epígono, la postmodernidad— aplica la misma idea lucha libertaria a la ética personal, de modo que el ser humano se quiere liberar de todo. Pero aquí se da una grave confusión, y por eso afirma Zambrano que, aunque parece que los derechos del hombre independizado emergen con más fuerza, eso no es sino un espejismo. En efecto, cuando no existe el amor que cohesiona, lo que surge es una «pseudolibertad, que bien pronto se agota»[14]. Y acierta en el centro de la diana la filósofa malagueña, al concluir que si se desintegra lo moral, aunque al principio parece la liberación de un yugo —la emancipación de unas normas— todo eso no es más que un espejismo, un engaño. Porque María Zambrano ha 94
comprendido que el ser humano necesita del otro; que la vida humana comporta acción, pero también necesita recibir de los demás —«lo divino»: así lo denomina siempre la filósofa malagueña—, porque no lo podemos construir nosotros, sino que nos es dado como una gracia. El error de la modernidad y de la postmodernidad, pues ambas parten del mismo presupuesto de liberación, ha consistido en que al querer emanciparse de cualquier atadura se han quedado sin «lo divino». Y sin eso que nos es donado, el individuo sueña con algo que parece libertad —y no lo es—, y se encadena a su subjetividad, se encarcela en sí mismo. En otras palabras, se hace menos humano, más esclavo en un encierro laberíntico en su soledad y en su aislamiento: ¿para qué sirve la libertad del vagabundo? Rogelio Blanco en un libro sobre la filósofa madrileña, La dama peregrina, anota en relación a su propuesta ética: «Una tarea que supone descubrir y aceptar al otro como prójimo compañero; y a las cosas, “lo otro”, como entorno con el que debo entender y no enredarme en sus sombras; es decir: “Sin pensar ni pisar a nadie”, dirá Zambrano, ni a uno mismo. Y el hábitat donde esto se alcanza sólo es en la democracia: “El único camino para que prosiga la llamada Cultura de Occidente”, “la sociedad en la cual no sólo es permitido, sino exigido, el ser persona”»[15]. Esta reflexión de María Zambrano sirve como resumen de la conexión preciosa entre libertad y donación: la razón que trata de alcanzar lo real y descubrir al otro como compañero y próximo; o sea, la persona como ser en relación. Armonía entre libertad y amor, utilizar toda la fuerza de la antropología para construir una ética para el amor. «Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien»[16], dirá el poeta Cernuda con intuición genial: el retorno a una antropología que facilite los deseos verdaderos de donación que toda persona alberga en su interior. Dejar atrás el infierno de la historia de los últimos siglos, en su intento de construir un ser humano sin limitaciones, y caminar hacia la búsqueda de la verdad, con la que poder ahora construir la postmodernidad no escéptica. Quizás, al fin nos acercamos al deseo expresado por Luis Cernuda: «Si el hombre pudiera decir lo que ama…»[17]. B. La pretensión de verdad: los acordes fuertes de la vida Muchas veces me he preguntado por qué ese empeño de eliminar la Filosofía de los planes de estudio, por qué se habla de suprimir la Literatura Universal en el bachillerato o por qué estorban las Humanidades, la Religión, el Latín o el Griego. Y gran parte de la respuesta —así como la actitud para resistir a este tipo de barbarie cultural— la encuentro en el poema “Invocación” de Raquel Lanseros[18]: «Que no crezca jamás en mis entrañas / esa calma aparente llamada escepticismo». Porque la mente de quien no cree posible el conocimiento moral tiende a cegar cualquier fuente vertical de entusiasmo que eleve el alma, y a arrasar con cualquier tipo de saber que rompa la quietud horizontal del hombre pegado a tierra. «Huya yo del resabio, / del cinismo, de la imparcialidad de hombros encogidos», continúa el poema, ya que cuando toda opción moral es relativa, se enfría el corazón y se paraliza la generosidad: se llega a la indiferencia moral, por la propia confusión e
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inseguridad, alimentada, además, por la tendencia a camuflar las propias miserias que siempre ha acompañado al mundo interior humano. Afirma Robert Spaemann que en el comienzo del cinismo, en muchas ocasiones hubo un fanático desengañado; alguien que trató de forzar la realidad interpretándola siempre bajo una ideología cerrada y que, después, quedó defraudado al comprobar que aquello no ajustaba de ninguna manera. Entonces llegó al desencanto y a estar de vuelta de todo. Y esta persona defraudada será la que prohibirá cualquier asignatura humanista, pensando que todo saber no utilitario encierra un engaño similar al suyo. Frente a la indolencia, Lanseros invoca: «Crea yo siempre en la vida / crea yo siempre / en las mil infinitas posibilidades», porque nadie puede ser reemplazado en su función, ni su vida puede repetirse, y su tarea es única. «Engáñenme los cantos de sirenas / tenga mi alma siempre un pellizco de ingenua». Ya que la esencia de la vida es no perder la ilusión de enamorados e imaginar su bien. Lo vio como nadie Julián Marías: «El que siente decepción debería preguntarse primero si no tendrá la culpa. Acaso por falta de imaginación. ¿Se ocupa cada uno de imaginar a los otros? ¿No basta con la presencia? No, no basta, entre otras razones porque la persona nunca está presente; lo está su cuerpo, y en él se denuncia, se revela la persona, pero esta no tiene verdadera presencia más que en la imaginación. ¿Nos ocupamos de imaginar a las personas y, sobre todo, de seguir imaginándolas?»[19]. Para Lanseros, es cuestión de delicadeza interior: «Que nunca se parezca mi epidermis / a la piel de un paquidermo inconmovible, helado». Hay muchos decepcionados con el mundo que les ha tocado vivir. No son malas personas, pero su visión negativa de la existencia, de la juventud, de la situación generalizada de corrupción, les conduce a la inacción, a recluirse en un círculo pequeño de amigos y a abandonar los ideales de mejorar la sociedad: se han vuelto más realistas. Ahora bien, ¿la sobreabundancia de conductas inmorales no debería resonar, como llamada enérgica, para intentar vivir una integridad personal absoluta y sin concesiones? «Llore yo todavía / por sueños imposibles / por amores prohibidos / por fantasías de niña hechas añicos», canta Raquel Lanseros. Y también: «Huya yo del realismo encorsetado», del no hacer nada y de eso que Claudio Magris denunciaba: «Lo que encuentro insoportable es el pesimismo complacido de algunos intelectuales que se regocijan con el mal. No acepto la coquetería con el pesimismo existencial»[20]. En mi opinión, es esta la hora de llenar el alma de Filosofía, de Ética, de Literatura y de Religión, y de educar el corazón de los hijos con estas herramientas: «consérvense en mis labios las canciones, / muchas y muy ruidosas y con muchos acordes. / Por si vinieran tiempos de silencio». No llegarán. Cantaremos canciones con los acordes fuertes de la vida: el amor a la cultura y el amor a la verdad.
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[1] Manuel Bustos, La paradoja posmoderna, Encuentro, Madrid 2009, 23-24. [2] Juan Luis Lorda, Antropología teológica, Eunsa, Pamplona 2009, 84-85. [3] Ibid, 100. [4] Analizo esta cuestión en mi libro Pensadoras del siglo XX. Rialp 2013. [5] Margueritte A. Peeters, op. cit. [6] Manuel Bustos, op., cit., 24. [7] Margueritte A. Peeters, op., cit., 15. [8] Ibid., 16. [9] Ibid., 18. [10] Ibid., 273-274. [11] Ibid., 274. [12] Octavio Paz; Carta de creencia (Coda). [13] Entrevista a Javier Gomá, http://www.jotdown.es/2014/03/javier-goma-en-la-cultura-moderna-no-tenemosun-lugar-para-pensar-y-sentir-lo-sublime/ (consultada el 21 de mayo de 2017). [14] María Zambrano, El hombre y lo divino (1955), Siruela, Madrid 1991, 241. [15] Rogelio Blanco, La dama peregrina, Ensayo Berenice, España 2009, 75. [16] Luis Cernuda. “Si el hombre pudiera decir”. Los placeres prohibidos. 1931. [17] Ibid. [18] Raquel Lanseros. “Invocación”. Diario de un destello. Rialp, Madrid 2006, 27. [19] Julián Marías, La felicidad humana, Alianza Editorial, Madrid 1987 (7ª), 291. [20] Entrevista a Claudio Magris: http://www.abc.es/cultura/libros/abci-claudio-magris-encuentro-insoportablepesimismo-complacido-algunos-intelectuales-201604241111_noticia.html (consultada el 14 de julio de 2017).
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7. ANA BLANDIANA: UNA PALABRA ESPIRITUAL PARA EL SIGLO XXI
1. La semilla viva capaz de germinar libertad Ana Blandiana es una pensadora actual cuya vida resulta un símbolo para transformar la sociedad de nuestro tiempo, porque toda su existencia se ha deslizado por el hilo conductor de la lucha por la libertad con su palabra escrita y con su vida comprometida con la verdad. Durante muchos años, en su Rumanía natal batalló contra la dictadura comunista; allí donde existía una férrea censura, ella entendía la poesía como «la última semilla viva, capaz de germinar libertad»[1], y fue su espada para conquistar los valores espirituales, el primero de todos, la libertad; pero después, hubo de seguir combatiendo contra otra amenaza fuerte, la que Ernesto Sabato definió como «un monstruo de tres cabezas: el racionalismo, el materialismo y el individualismo»[2]; o sea, contra el materialismo consumista de las sociedades occidentales. De nuevo lo hizo con la siembra de la palabra y la verdad, convencida de que así se consigue que brote la libertad interior y la libertad de expresión: eso ha constituido —y constituye a día de hoy— el empeño de la vida y la obra de esta mujer, lo que ha hecho que la consideremos una auténtica leyenda viva, una genuina pensadora para el siglo XXI. Tal vez estas sean las cuestiones cruciales: unir verdad y libertad; resistir a la corrección política y amar a la vida social y cultural del tiempo en que nos toca vivir; poseer un fuerte sentido crítico, pero no caer en el escepticismo que cercena los ideales; luchar contra las opresiones y respetar a quien no opina como nosotros; amar la libertad sin ceder ante la vulgaridad ni ante las propuestas banales o sucias; ser demócrata y postmoderno, pero no desechar las valiosas tradiciones culturales que han permitido llegar a construir la democracia y la igualdad política; asumir el progreso cultural sin aceptar una pérdida del sentido de lo trascendente… Y esta lista se podría alargar; pero la clave que permite equilibrar todos estos elementos podría ser esta: afrontar con espiritualidad la asfixia materialista, venga de donde venga. Para Blandiana, el siglo XX y los diversos cataclismos que lo han acompañado ha concluido; pero el siglo XXI no ha traído la liberación soñada. Porque la libertad política no se acompaña necesariamente de la libertad interior que hace feliz a las personas: esa la debe conquistar cada persona por sí misma, la tiene que ganar cada generación por sí sola —con mayores o menores facilidades según el tiempo concreto que le toque vivir—.
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Y eso se logra con ética, con valores, con vida espiritual que oriente una acción al bien y que evite la elección del mal. La sabiduría de nuestra escritora rumana comprende que todo lo conseguido en el ámbito de las libertades políticas se puede resquebrajar si no se junta a la libertad con una adecuada vida virtuosa, si la libertad interior y la verdad no se entremezclan. Sin esto, todo lo conquistado puede desaparecer en un poco tiempo. Lo refleja bien en el poema escrito en 2004 que titulará “Nuestro siglo”: Nuestro siglo es el siglo pasado, Nosotros somos nuestra propia historia, ¡Qué extraña sensación de destino concluido Mientras seguimos existiendo! (…) Estamos ante hechos consumados Como la semilla en la tierra De la que todo se sabe: qué planta brotará, Y qué frutos dará, Pero no cuándo decidirá Morir.[3]
2. Breve apunte biográfico Otilia Valeria Coman adoptó el pseudónimo artístico de Ana Blandiana a los diecisiete años, cuando publicó sus primeros poemas para esconder su verdadero nombre, pues su padre, sacerdote ortodoxo, era considerado un conspirador. Pero no le sirvió de nada y, en efecto, durante cuatro años se le prohibió cursar estudios universitarios. Tampoco pudo publicar, pues todas las revistas y editoriales del país recibieron una circular oportuna certificando que esa joven poeta era «hija de un enemigo del pueblo». Nacida en 1942 en Timisoara, era hija de un profesor y sacerdote ortodoxo rumano encarcelado por el régimen comunista de su país, el cual moriría al poco de salir de ese internamiento, en un accidente casual cuando ella tenía veintidós años. Antes, con dieciocho años, se había casado con el pensador y escritor Romulus Rusan, con el que tiempo después, ya con la carrera de Filología terminada, se irá a vivir a Bucarest y con quien vivirá toda la vida hasta su fallecimiento en diciembre de 2016. La madre de Ana fallecerá en septiembre de 2005, y a ella le compondrá el poema “Requiem”, en el que un ángel vigila mientras madre e hija conversan con ternura para intentar paliar el dolor de su cáncer: Y por un momento olvidabas tu dolor, Triste, Me sonreías Como si de un chiste se tratara, Mientras yo continuaba haciéndote reír: “Si no te sientes bien allí, Recuerda a Novalis, Y, sobre todo, no te olvides —¡Hazte un nudo en el pañuelo!— Para avisarme Cuando vuelvas[4].
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Y una voz de la infancia —recoge Viorica Patea, su principal traductora al castellano, en el prólogo a Mi Patria A4— «le contesta “Allí es aquí” y la frontera entre los dos mundos, entre la vida y la muerte, el tiempo y la eternidad desparece»[5]. Las oraciones de la sufriente madre logran el milagro y «el cuerpo y el espíritu se reconcilian en una unidad superior»[6]: Eres tan bella, Casi translúcida Aún corpórea, pero una materia De la que solo ha quedado la luz Dibujada sobre la almohada. Una sombra de plata, Incluso desde ahora sombra, Empezabas a pertenecer A otro mundo, a otro estado, Incluso desde ahora, Incluso desde antes[7].
Su segundo debut literario tendrá lugar en 1964 en la revista Contemporanul, a la edad de veintidós años. Publicará sus primeros libros de poemas, y comenzará a ser conocida en círculos literarios. Pertenece al grupo poético llamado “la generación de los sesenta” que cultiva un lenguaje intimista y metafísico y que convierte la estética en categoría subversiva en contra del lenguaje oficial del realismo socialista. Por su producción poética, en 1982 resultará galardonada con el premio Gottfried von Herder de la Universidad de Viena. Es un premio de prestigio internacional que se concede a autores de los países de Europa Central y Sureste de Europa, y cuyo jurado lo componen profesores de universidades alemanas y austriacas. Será la poeta más joven en obtener este reconocimiento. Gracias al prestigio adquirido le permiten publicar su segundo libro de relatos fantásticos, Proyectos de pasado, que hasta ahora había sido prohibido. En estas narraciones visionarias se esconde una crítica fuerte a la dictadura comunista sufrida por el pueblo rumano. Como recoge Viorica Patea, «al igual que Anna Ajmatova o Vaclav Havel, Ana Blandiana se transformó en la conciencia de su época, símbolo de valentía e integridad moral ante un poder totalitario»[8]. Pero en diciembre de 1985 su obra sufrirá otra prohibición a causa de una serie de poemas publicados en la revista Amfiteatru en la que se denuncia la pobreza y el terror del régimen político de Ceaucescu. En concreto, por su poema “Todo”, en el que se evoca la grisácea realidad diaria, el cual se analizó verso a verso en el diario británico The Independent. Por ello, la redacción de Amfiteatru fue castigada y Blandiana no podrá publicar por mucho tiempo —aunque sus poemas circularán en copias escritas a mano—. En ese poema se sirve de una descripción sin verbos, como en el rezo de una letanía, de aquellos elementos que formaban la apagada vida cotidiana del pueblo rumano, pero con diversos guiños irónicos y con un nuevo lenguaje poético casi hiperrealista que caracterizó a la generación de “poetas de los ochenta”: no les importa usar un vocabulario directo, con giros o frases coloquiales y referencias a la experiencia
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cotidiana. (Este no es el estilo propio del resto de la obra de Blandiana, pero fue el empleado en estos años para mostrar la rabia y la humillación de un pueblo oprimido). Se desea, entonces, reflejar el ambiente social: «Los poemas presentaban una radiografía de la dictadura de Ceaucescu, un acto de denuncia colectiva e indicador de la fealdad de una época»[9]. Y ya desde el título, “Todo” o “El todo”, se usa adrede la palabra que Ceaucescu utilizaba de forma reiterativa en sus discursos. También, se establece una complicidad con el lector, con recursos lingüísticos como el uso de plurales, la ambigüedad —a veces los tranvías— y la introducción de extraños matices negativos —manzanas rechazadas después de la exportación —; asimismo, con detalles que solo podían comprender los rumanos, y que para ellos revelaban, junto a una invisible acusación, referencias a la pobreza reinante —gitanas con cigarrillos Kent, pues se utilizaba el tabaco como divisa, en una especie de trueque ya que era de calidad superior y se hacía en Rumanía para exportar —. Hojas, palabras, lágrimas, Cajas de cerillas, gatos, A veces los tranvías, las colas para comprar harina, Gorgojos, botellas vacías, discursos, Imágenes deformadas en la tele, Cucarachas de Colorado, gasolina, Banderas, retratos conocidos, La Liga de Campeones, Camiones con bombonas de gas, Manzanas rechazadas después de la exportación, Periódicos, pan blanco, aceite mezclado, claveles, Recibimientos en el aeropuerto, Cinco, panecillos Salami Bucuresti, yogurt dietético, Gitanas con cigarrillos Kent, huevos de Crevedia, Rumores, el serial del sábado por la noche, Sucedáneos de café, La lucha de los pueblos por la paz, coros, La producción en hectáreas, Gerovital, aniversarios Compota búlgara, la asamblea de los trabajadores, El vino de calidad de la región, Adidas, Chistes, los agentes en la Avenida de la Victoria, Pescado congelado, Oda a Rumanía, Todo.
Pero todavía no terminarán las persecuciones políticas de nuestra pensadora. Porque en 1988, un año antes de la caída de la dictadura, será objeto de una nueva prohibición. Y en esta ocasión, se retirarán de las bibliotecas todos sus libros y se prohibirán incluso la simple mención de su nombre también en los artículos estrictamente literarios. Asimismo, Blandiana será vigilada por la policía hasta la caída del régimen en el año de 1989. El motivo de esta nueva exclusión lo origina la publicación, en ese año, de un libro de versos para niños, Acontecimientos en mi calle, en el que se relatan las aventuras del gato Arpagic —que viene a significar “cebollino”—, pero que todo el mundo interpreta como una parodia sobre el dictador Ceaucescu. La situación cambiará tras caer la dictadura. Entonces, sin ser consultada, será nombrada miembro del Consejo del Frente Nacional de Salvación Nacional, junto con 101
otros disidentes, aunque ella dimitirá al poco tiempo porque comprenderá que ha sido designada para aprovechar su prestigio como cubierta de un régimen continuista. Al poco tiempo, fundará y presidirá la Alianza Cívica, un movimiento que desde 1990 a 2001 abogará para que la sociedad civil renueve la vida política rumana y luchará por la defensa de las libertades democráticas. La Alianza Cívica fue una asociación clave para romper con el pasado comunista y para conseguir el ingreso de Rumanía en la Unión Europea. Además, fundará en 1993 el Memorial de las Víctimas del Comunismo y de la Resistencia en la ciudad de Sighet, cuya actividad llega hasta la fecha actual, y está considerado como el tercer museo de la memoria europea después de Auschwitz y Normandía[10]. Me parece necesario referir, también, su decepción al comprobar que la llegada de las libertades democráticas no se acompañó de un rearme moral de las personas ni de los partidos políticos. En este sentido, impresiona un apunte de Ana Blandiana en el que compara los tiempos de represión comunista con los posteriores de libertad. En una entrevista periodística, afirma: La indiferencia, que es la aliada más poderosa de la muerte, ni siquiera se planteaba. Todo estaba vivo, el mal al igual que el bien. En la poesía lo que estaba en juego era la vida, esto lo sabía no sólo el escritor sino también el lector. Y eso se traducía en un reconocimiento mutuo. Y este reconocimiento daba miedo a las autoridades y le confería al poeta una importancia más allá del ámbito literario. Adquiría una importancia directamente proporcional al riesgo que asumía cuando escribía lo que escribía. En las condiciones de libertad posteriores a 1989 lo más difícil de aceptar y entender fue el hecho de que la libertad de la palabra disminuyó precisamente la importancia de la propia palabra[11].
En otra entrevista, nuevamente destaca cómo el mal puede liberar de la apatía moral: o nos hace malas personas o, mediante su resistencia, nos fortalece y humaniza. Pero en un ambiente materialista, la vulgaridad o la banalidad puede diluir y ocultar qué es el bien y qué es el mal y, en consecuencia, generar personalidades blandas si no frívolas e indiferentes ante el bien moral. El sufrimiento generado por la represión comunista en condiciones no solamente atroces, sino también sórdidas, programado para destruir los cuerpos y las almas de los individuos, no ha creado solamente monstruos sino también santos. El mal nos transforma en animales, pero también nos puede humanizar e incluso elevarnos. La prueba es que la fe en Dios ha resistido mejor en la miseria y el dolor de la dictadura que en el bienestar de la sociedad de consumo[12].
Pero Blandiana atisba que sobre el cansancio del materialismo también resurge la espiritualidad en muchas personas. Concretamente, en otra entrevista de 2017, declara: «En Occidente, donde hay una sociedad de consumo, que vive en la abundancia desde hace 50 años, la gente está experimentando un cansancio de tanto materialismo y siente la necesidad de buscar algo más espiritual. En este viaje he estado en una librería de Pamplona y me llamó la atención que se llenase, que casi no quedase sitio para más gente. El público estaba entregado, escuchando recitar poesía durante hora y media en un silencio casi religioso. Hechos así demuestran que hay un cansancio de tanto consumismo y de tanto materialismo, una toma de conciencia de que los seres humanos para alcanzar la plenitud necesitan algo más que el simple bienestar»[13].
3. Los poemas no son mi vestimenta, sino mis huesos 102
Recuperar la visión espiritual frente a la indolencia, a la pérdida de valores o al desprecio de las tradiciones y de las raíces culturales, serán temas recurrentes en la obra literaria y en la vida personal y política de esta comprometida mujer. Para estas tareas intelectuales comparecerá con las armas de su poesía, sus ensayos y sus relatos. En la actualidad, ha publicado catorce libros de poesía, dos volúmenes de relatos fantásticos —ambos traducidos al castellano: Las cuatro estaciones y Proyectos de pasado—, nueve de ensayos y una novela. De hecho, es la poeta rumana más internacional, y ha sido traducida a veinticuatro lenguas. Para un resumen rápido de su estilo, ella misma nos orienta con esta declaración: «Lo fantástico no se opone a lo real, es solo su representación más llena de significados. Al fin y al cabo, imaginar significa recordar»[14]. Y es que el misterio —lo espiritual, la sabiduría inmaterial— forma parte de lo real, del mismo modo que lo hace lo material. Ernesto Sabato lo exponía de una manera preciosa: «El hombre hace con los objetos lo mismo que el alma realiza con el cuerpo, impregnándolo de sus anhelos y sentimientos»[15]. Y también: «La presencia del hombre se expresa en el arreglo de una mesa, en unos discos apilados, en un libro, en un juguete»[16]. Así describía el entrelazamiento entre lo visible y lo simbólico sin el cual la existencia queda mutilada o sin relieve. También lo plasmaba Claudio Rodríguez en unos versos inmortales que tan bien le cuadran a nuestra intelectual rumana: «Ciegos para el misterio / y, por lo tanto, tuertos / para lo real»[17]. La condición fundamental para esta pretensión de espiritualidad a la que estamos haciendo referencia es la necesidad de que la palabra refleje de modo el verdadero fondo interior del escritor, sin concesiones a las modas intelectuales o a lo políticamente correcto. O sea, esa limpieza interior y rectitud moral que el poema “Sin saber” manifiesta bien, y que expresa una declaración de intenciones que no necesita comentario: Por supuesto que no me parezco A ninguno de esos tejedores de palabras Que tejen trajes y carreras, Vanidades y orgullos, Aunque me mueva entre ellos Y ellos miren mis palabras como si fueran jerséis “¡Qué bien vistes!”, me dicen, “¡Qué bien te va el poema!”, Sin saber Que los poemas no son mi vestimenta Sino mis huesos Extraídos dolorosamente Y colocados sobre mi carne como un caparazón A imitación de las tortugas Que sobreviven así Durante largos e infelices Siglos[18].
4. La soledad que daña: el individualismo
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Cuando en la vida se logra la autenticidad, el siguiente paso, como cae el fruto cuajado del árbol, siempre es la generosidad y la donación; y estas se potencian cuando se comprende bien —como se ha visto en la vida de las pensadoras que han recorrido las páginas de este libro— que somos seres en relación. En este sentido, el poema “Isla” de Blandiana, con su estilo propio —metafórico, fantástico—, resulta esclarecedor: Me gustaría ser una isla Con la que sueñan los que desean quedarse solos, Y que los náufragos ven en sus alucinaciones, Una isla que las olas abrazan rítmicamente, Abandonándola y regresando hacia ella sin cesar. Unas cuantas playas, unos árboles, un promontorio, Escueta definición de la soledad Para todos aquellos Que no se imaginan que Una isla es siempre la cima de una montaña, En cuyas laderas viven miríadas de seres En las profundidades del océano[19].
Primeramente, el poema manifiesta la herida narcisista que todos alojamos en nuestro interior, el deseo de no necesitar de los demás, la ilusión de ser autosuficientes y no necesitar de nadie. Más: los demás nos sirven para satisfacer nuestras necesidades de amor como olas que nos abrazan rítmicamente; pero están a nuestra disposición y, por eso, también regresan a la costa pacíficamente y sin cesar cuando no nos apetece su presencia porque nos basta con lo nuestro —nuestro promontorio, nuestras playas, nuestros árboles que nos proporcionan frutos y sombra—. Ahora bien, ya en los primeros versos se ha deslizado que todo esto no pasa de ser algo que nos gustaría, algo como una alucinación al modo como las que se cuentan de los náufragos. En consecuencia, y con el mismo lenguaje imaginario, la escritora pasa ahora a describir el misterio de la existencia humana con su necesidad de donación para completarse y lograr la felicidad. Porque si se mira con profundidad, por debajo de lo trivial, de la superficie del mar, tras la apariencia de la orgullosa cima de una montaña y el sueño de la autonomía total, cada vida se entrelaza con miríadas de existencias, las de otros seres humanos adheridas en las profundidades del océano que rozan nuestro vivir; y nosotros, a nuestra vez, raspamos o acariciamos la existencia con otros, a los que podemos amar y de los que necesitamos recibir cariño[20].
5. Un relato fantástico: aves voladoras para el consumo humano En la Rumanía comunista, donde no existía libertad de expresión, con la munición de su escritura, Ana Blandiana peleó contra el materialismo marxista. En su libro Proyectos de pasado, que fue inicialmente censurado, pero que pudo publicar aprovechando el reconocimiento internacional del premio Herder en 1982, se encuentra el relato fantástico “Aves voladoras para el consumo”. La acción se sitúa en la ciudad de Bucarest, en el tiempo político de dominio comunista. Comienza presentando a la señora L., una vieja profesora de filosofía que vive sola, y que decide mejorar su propio abastecimiento alquilando una gallina que 104
alojará en su balcón. A continuación, trata de comprar unos cuantos huevos fecundados para endosárselos y así conseguir su propósito. No resulta fácil, pero tras muchos esfuerzos infructuosos aparece un personaje extraño que llama a su puerta y le ofrece doce huevos, algo más grandes de los habituales, de «aves voladoras para el consumo»[21]. Y estos son los que incubará la gallina alquilada, habitante ahora del balcón de la profesora: ya ha creado un ambiente de fantasía y misterio. Durante las páginas siguientes, pasa el tiempo hasta llegar a los veintiún días en que la gallina debe finalizar su periodo de incubación. Pero no ocurre nada. La señora L. recurre a la razón y al estudio, y comprueba que hay gallinas que necesitan más tiempo de incubación, lo que le permite una nueva prórroga de espera. Pero llega un momento en que se siente derrotada, «debilitada espiritualmente y sin defensas»[22] ante la realidad. Y decide acabar con el asunto de aquellos extraños huevos: «Los rompería con una curiosidad científica no exenta de malicia»[23]. Pero entonces, al abrir el balcón, ocurre algo extraordinariamente insólito. La señora L. «lo vio». Y aun así, «permaneció tranquila, sacando las más lógicas conclusiones. Siempre estuvo convencida de que lo absurdo tenía también su propia lógica»[24]. Como se aprecia, Blandiana ha sabido introducirnos en la meditación sobre el entrecruzamiento entre lo aprendido y lo irreal, entre lo fantástico y lo científico: a meditar sobre lo que nos cuentan, lo lógico, lo absurdo, lo inaudito, etc. Y unas líneas adelante añadirá, sin que todavía conozcamos de qué va todo esto: «La realidad no suele reparar en si la aceptamos o la rechazamos»[25]. Pero sigamos con la escena del balcón: ¿qué es lo que vio la señora L.? Doce bolas recubiertas a parches de pelusa dorada y resplandeciente de las que emergían pies y manos pequeñitas que intentaban, torpemente, revolotear por el balcón. Lógicamente, se sintió confundida por su «alegría irresponsable»[26], y las miraba «un tanto asombrada por su propia capacidad de entender»[27]. Y lo más pasmoso era que en aquellos seres desconocidos, «que evidentemente acababan de abandonar el estado de embrión, se mezclaban dos cualidades generalmente no conjugables: lo resplandeciente y lo indecente»[28]. A partir de ahora, compartimos la zozobra de la vieja profesora de filosofía, pues leemos que en seguida reconoce a sus nuevos inquilinos del balcón, ya que le son muy familiares gracias a los álbumes de arte: «Toda la pintura italiana de los siglos XVI y XVII estaba llena de sus rechonchos traseros y sus piececitos llenos de hoyuelos. Los conocía tan bien que siempre olvidaba que su conocimiento no procedía de la realidad»[29]. Afirmación que viene a sugerir que lo real no es solo lo material, sino que envuelve muchos elementos inmateriales entrelazados: el amor, los valores, la ética... Y cuántas preguntas sugieren al lector las tribulaciones de la señora L. Blandiana continúa su indagación para llegar ahora al ámbito de lo espiritual: «Puesto que no era nada religiosa —su formación materialista y su preparación filosófica no se lo permitían—, la señora L. no estaba realmente aterrada por este hecho, cuya naturaleza era claramente extraordinaria, sino más bien intrigada y curiosa. El aburrimiento y el espanto no se debían tanto al descubrimiento de la naturaleza de este fenómeno como a la fase siguiente: a la posibilidad de revelarlo públicamente, a la confrontación con los prejuicios generales y con sus consecuencias políticas»[30]. Con gran fuerza irónica, se 105
afirma en el relato fantástico que es mayor el espanto, la conmoción, por la posibilidad de tener que contar el hecho sobrenatural que por el propio hecho en sí: la aparición de doce angelitos en el balcón de su propia casa. Y hay que imaginar, además, la carga de profundidad crítica encerrada en esta reflexión, lo que suponía este texto en un país comunista con una rígida censura cerrada a toda manifestación de ámbito religioso: pura dinamita intelectual. También plantea la influencia de las modas intelectuales, lo difícil que resulta manifestar unas creencias cuando estas son impopulares o, incluso, si se ridiculizan en la opinión pública mayoritaria. Sobre todo si, como era el caso, se perseguía y encarcelaba a quien mantenía determinadas convicciones, como fue el caso real del propio padre de Ana Blandiana. Por eso, escribir este relato en un ambiente político como en que se respiraba entonces, suponía una gran valentía rebelde.
6. ¿Quién ha vivido en una casa tan grande? Suspendo aquí la trama literaria, aunque en esto sigo a la propia autora, a la que gusta dejar el relato abierto para que el lector siga reflexionando por cuenta propia. Porque con la caída de la dictadura comunista, llegará el turno de la lucha de Ana Blandiana contra el consumismo de las sociedades democráticas con su fuerte materialismo, ahora de mano de la banalidad y la prisa, a esas sociedades a las que se ha bautizado como la sociedad líquida[31]. En la vida de nuestra pensadora, la situación ha cambiado totalmente. La dictadura comunista cayó en 1989 y Ana Blandiana escribe veintiún años después su libro de 2010, Mi patria A4. Me serviré de un comentario a dos poemas de esa obra. Transcribo primero el titulado “Iglesias cerradas”. Como casas cuyos propietarios se han marchado Sin decir por cuanto tiempo, Y sin dejar dirección. Alrededor de la ciudad, Dan vueltas tranvías y bicicletas, Bocinas, reclamos, Los habitantes apresurados Venden y compran, venden y compran, Comen de pie, Y, de vez en cuando, cansados, Se sientan a tomar café En una terraza Próxima a una catedral del siglo XI, A la que miran sin ver, Puesto que hablan por teléfono Y no preguntan Quién es aquel que ha vivido Alguna vez en Una casa tan grande[32].
La poeta comenta la triste impresión de una casa marchita en la que los dueños se han ausentado y ha quedado desierta: esa es la situación de la cultura nacida de unos veneros que se van secando. Sus frutos han sido copiosos, pero la fuente de la que dependían ha 106
sido descuidada, olvidada, y ya casi nadie se acerca a recoger el agua que fertilizaba los campos, la que fecundaba su vida intelectual y espiritual. Y queda la civilización sin el alma que la impulsó, con un mañana incierto, pues dependerá de la voluntad libre de los hombres de hoy, personas con la voluntad debilitada por la vulgaridad y la corrupción. Blandiana describe unas ciudades que por fuera parecen vivas, con tranvías y bicicletas, con sonidos de bocinas y actividades febriles, en la que los caminantes van apresurados y las personas parecen atareadas. Pero en las que la prisa y el trajín los genera un consumismo egoísta. Por ello, a la poeta no le importa repetir dos veces, como una letanía profana, la expresión compran y venden —con la que describe la centralidad del consumismo—, así como la pérdida de la calma, de la capacidad de silencio y de la intimidad y el sosiego necesario para contemplar. Por eso comen de pie. Si, de cuando en cuando, se sientan para tomar café en una terraza ya no podrán asombrarse ante una catedral del siglo XI, símbolo de sus raíces culturales y espirituales, porque tendrán cerrada el alma y, por eso, mirarán sin ver. Tampoco se plantearán por qué su cultura ha nacido de otras personas que, sin medios materiales, construían una casa tan esplendorosa que debería suscitar muchas preguntas. (En el fondo, las preguntas más originarias de todas: ¿qué sentido tiene la vida si todo esto se termina algún día o quién nos ha dado la existencia?). En una entrevista de 2017, declaró: «Yo creo que la revolución verdadera es la revolución de Dostoievski, un gran espíritu que se dio cuenta de que del sufrimiento nace la belleza y la luz»[33]. Por eso, Ana Blandiana no se conforma con inquietar la conciencia de los habitantes de una civilización aturdida y en la que las huellas espirituales están borrosas, sino que en otro poema maravilloso, nos contagia una enérgica confianza, también respecto de la juventud. Y no porque sea ingenua, sino porque conoce bien de dónde nace la palabra espiritual y Quién es la fuente de la esperanza. Ellos pasan patinando Con los auriculares retumbando en sus oídos, Y los ojos clavados en las pantallas, Sin advertir que las hojas caen, Que los pájaros se van, Ellos pasan patinando, Mientras que, por encima de ellos giran las estaciones Las vidas, Los años y los siglos, Sin entender qué es lo que pasa. Ellos pasan sobre patines, Por entre las sombras de la realidad Que creen que existen Y entre personajes que piensan que son hombres, Mecanismos creados por otros mecanismos A su imagen y semejanza, Mientras, Dios desciende entre ellos Y aprende a patinar Para poder salvarlos[34].
La verdad humilde: compromiso social frente a la apatía o al egoísmo; corazón limpio que no pacta jamás con lo vulgar; apertura al misterio, porque no todo se puede medir y 107
pesar; formación intelectual para poseer un corazón culto. Y esperanza, porque «el bien no puede ser vencido a causa del masoquismo de los buenos»[35]. Quisiera levantar un rechazo total a la asquerosa mentira. Y un apasionado amor por la verdad pequeña y diaria, la que permite amar, la que posibilita la ilusión y vacuna contra el desánimo, la que se comparte y amplía la capacidad de amar, la que llena de belleza la vida y se contagia a través de la educación, la que transforma la sociedad y alegra al mundo.
[1] Entrevista a Ana Blandiana por Ronaldo Menéndez. “El mal nos transforma en animales, pero también nos puede humanizar e incluso elevarnos”. En http://billardeletras.com/recursos-lectores/entrevista-ana-blandiana (consultada el 14 de abril de 2017). [2] Ernesto Sabato, Antes del fin (1998), Seix Barral, Barcelona 1999 (8ª), 105. [3] Ana Blandiana, “Nuestro siglo”, El sol del más allá y El reflujo de los sentidos. Pretextos. Valencia 2016, 241. [4] Ana Blandiana, “Requiem”, Mi patria A4, Pretextos, Valencia 2010, 151. [5] Viorica Patea, prólogo a Mi patria A4, op., cit., 32. [6] Ibid., 32. [7] Ana Blandiana, “Requiem”, Mi patria A4, op., cit., 153. [8] Viorica Patea. Prólogo a Proyectos de pasado (1982) de Ana Blandiana. Periférica. Cáceres 2008, 11. [9] Tanto esta cita como la traducción del poema “Todo” pertenecen a Viórica Patea, a quien agradezco la cortesía de facilitármela. [10] Tomo estos datos del prólogo de Viorica Patea a El sol del más allá y El reflujo de los sentidos, op. cit. [11] Entrevista a Ana Blandiana por Viorica Patea y Fernando Sánchez Miret. Ana Blandiana: “La poesía nace de la pausa existente entre las palabras”. https://pendientedemigracion.ucm.es/info/especulo/numero40/anablen.html (consultada el 14 de abril de 2017). [12] Entrevista a Ana Blandiana por Ronaldo Menéndez, ya citada. [13] Entrevista a Ana Blandiana por Enma Rodríguez. “Ana Blandiana: El bien y lo bello pueden resistir gracias a la poesía”. En la revista digital “Lecturas sumergidas”: https://lecturassumergidas.com/2017/06/27/entrevista_ana_blandiana/ (consultada el 2 de julio de 2017). [14] Ana Blandiana, Mi patria A4, op., cit., 17. [15] Ernesto Sabato, La resistencia, (2111) Austral, Seix Barral, Barcelona 2012 (2ª), 18. [16] Ibid., 19. [17] Claudio Rodríguez, “Eugenio de Luelmo”, Alianza y condena. [18] Ana. Blandiana, “Sin saber”, El reflujo de los sentidos, op., cit., 199. [19] Ana Blandiana, “Isla”, Mi patria A4, op., cit., 165. [20] He comentado este poema en el ensayo “La soledad que daña: el individualismo”, de mi libro El sillón de pensar, Rialp 2016. [21] Ana Blandiana, Proyectos de pasado (1982), Periférica, Cáceres 2008, 44. [22] Ibid., 49. [23] Ibid., 51. [24] Ibid., 52. [25] Ibid., 53.
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[26] Ibid., 54. [27] Ibid., 55. [28] Ibid., 55. [29] Ibid., 61. [30] Ibid., 69-70. [31] Utilizo el término de la conocida obra de Zygmunt Bauman. [32] Ana Blandiana. “Iglesias cerradas”, Mi patria A4, Op., cit., 57. [33] Ana Blandiana: tomado de la entrevista de Enma Rodríguez ya citada. [34] Ana Blandiana, “Sobre patines”, Mi patria A 4, Op., cit., 67. [35] Ana Blandiana: Tomado de la entrevista de Enma Rodríguez ya citada.
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IVÁN LÓPEZ CASANOVA (Tenerife, 1959) es Licenciado en Medicina y especialista en Cirugía General y del Aparato Digestivo, y Máster en Bioética por la Universidad de La Laguna. Ha impartido numerosas conferencias, especialmente sobre temas relacionados con la adolescencia, y cursos de Antropología fi losófi ca para universitarios. En Rialp ha publicado El sillón de pensar y Pensadoras del siglo XX.
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El ocio y la vida intelectual Pieper, Josef 9788432149061 274 Páginas
Cómpralo y empieza a leer El trabajo por el trabajo. Todo tiene que ser rentable, eficaz, productivo, útil. La visión utilitarista ha conquistado y dominado casi todo el ámbito de la existencia del hombre occidental. Frente a estas tendencias, Pieper defiende el ocio como uno de los fundamentos de nuestra cultura. El ocio tiene su origen en la fiesta. Y es su carácter festivo lo que hace que el ocio no sea solo carencia de esfuerzo, sino lo contrario al esfuerzo. Cómpralo y empieza a leer
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Índice PORTADA INTERIOR CRÉDITOS DEDICATORIA INVOCACIÓN ÍNDICE PRESENTACIÓN 1. Cicely Saunders: el amor y sus aledaños 1. Un elefante en un hospital 2. Breve reseña biográfica 3. El lenguaje de las realidades mensajeras 4. Pensar con Cicely Saunders 5. Cuando llegó el otoño, nacimos al amor
2. Dorothy Day: la larga soledad
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1. Aquellos hombres grises, del color del suelo 2. Breve reseña biográfica 3. Pensar con Dorothy Day: las manos de otros solitarios 4. Un abrazo entre las sombras
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3. ETTY HILLESUM: LA LIBERTAD OCULTA
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1. El bostezo del caos 2. Breve reseña biográfica 3. El diario de Etty Hillesum 4. Pensar con Etty Hillesum 5. Un asomo de eternidad
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4. TERESA DE CALCUTA: REENCANTAR EL MUNDO 1. La princesa de los tres rostros 2. Breve reseña biográfica 3. Los maestros de la sospecha 4. La filosofía del asombro agradecido de G. K. Chesterton 5. Pensar con Teresa de Calcuta: encontrar la puerta de ese mundo alucinante 6. Amar hasta que duela, dar hasta que duela
5. BALANCE DEL SIGLO XX: SOMBRAS Y LUCES 113
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1. Las dos metáforas 2. Un mapa de carreteras, para una mayor libertad moral 3. El problema de la verdad 4. El camino de la no verdad 5. El camino de la búsqueda de la verdad
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6. UNA FILOSOFÍA DE ESPERANZA PARA EL SIGLO XXI
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1. El último avatar de la modernidad: el relativismo 2. Las cinco revoluciones de la modernidad 3. La revolución sexual 4. El fin de la historia: el encuentro de la revolución sexual con la filosofía postmetafísica 5. Balance global: la imposiblidad de donación 6. Hacia una postmodernidad no escéptica
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7. ANA BLANDIANA: UNA PALABRA ESPIRITUAL PARA EL SIGLO XXI 1. La semilla viva capaz de germinar libertad 2. Breve apunte biográfico 3. Los poemas no son mi vestimenta, sino mis huesos 4. La soledad que daña: el individualismo 5. Un relato fantástico: aves voladoras para el consumo humano 6. ¿Quién ha vivido en una casa tan grande?
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