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Spanish Pages [52]
Pelayín en las nubes ALFREDO ÁLVAREZ ÁLVAREZ
Ilustraciones: J.M. Ferrajón
Pelayín en las nubes ISBN: 978-84-935706-1-3 Depósito Legal: LE-778-2007
Alfredo Álvarez Álvarez Ilustraciones: J. M. Ferrajón
Pelayín en las nubes
Dirección editorial: Francisco Fuertes Textos: Alfredo Álvarez llustraciones: J. M. Ferrajón
Reservados todos los derechos. No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del titular del Copyright.
© Alfredo Álvarez Álvarez © J. M. Ferrajón - Portada e ilustraciones © De esta edición: NC Comunicación
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A Marko, por supuesto.
L
os niños están en la escuela, trabajando en sus tareas. Pronto llegarán las vacaciones y todos están muy entretenidos. Menos Pelayín, que se aburre
mucho. A lo mejor es porque toca mates y los números no le seducen nada. Sí, eso debe ser. Le divierte bastante más cuando Maribel, la maestra, les dice: “Hoy vamos a dibujar”. Entonces, pinta casas con ventanas muy grandes y chimeneas humeantes. Y arroyos con ranas. Y trenes que pasan por la llanura a toda velocidad. Sí, él no hace como Bea, la Chispa, que se pasa el día enfrascada con multiplicaciones y divisiones. Ella asegura que de mayor quiere
ser maestra y enseñar a los niños a sumar, a restar y todas esas cosas, pero Pelayín no entiende cómo quiere elegir esa profesión, con lo que hay que gritar. No, las mates no le gustan nada y por eso está mirando distraídamente por la ventana.
Algunas
nubecillas blancas se pasean por el cielo. Pelayín se queda mirando una en forma de águila que vuela planeando muy despacio. –¡Pelayo! ¿Se puede saber qué estás haciendo? –retumba de pronto la voz de la maestra. Pelayín casi se mete el lápiz por la nariz del susto que se da. Y le contesta que estaba mirando un pájaro.
–Será alguno de los que tienes en la cabeza –replica ella bastante alterada; tienes una sesera que parece una jaula llena de cacatúas. Anda, sigue con la división que estabas haciendo, que te pasas el día en las nubes. “Te pasas el día en las nuuuubes”, le repite la Chispa en voz baja, burlándose. A Pelayín no le hace mucha gracia en un primer momento, aunque termina riendo también porque le faltan algunos dientes y se la ve muy graciosa. Al salir de la escuela regresan juntos a casa y deciden que, por la tarde, como no tienen clase, irán a jugar al parque. Así que Pelayín come muy rápido para irse con ella,
porque se han hecho amigos y todas las tardes salen a jugar juntos. En los columpios del parque no hay nadie y Pelayín le pide a su compañera que le empuje ella primero y después se cambian. Él sabe columpiarse solo, pero prefiere que lo impulse su amiga y a ella no le importa. Pelayín le dice: ¡Dale, Chispa! Cuando sube, parece que el estómago se le llena de pájaros revoloteando enloquecidos. ¡Fuerte, Chispa!¡Más!¡Más!¡Dale otra vez! Bea lo lanza cada vez con energía renovada. Ya va
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tan rápido que los objetos y las personas se quedan borrosos y no los distingue demasiado bien, aunque no sabe si es por la velocidad o porque los ojos se le han llenado de lágrimas. Súbitamente, un empujón en la espalda lo propulsa hacia el cielo con una fuerza descomunal, como si lo hubiera golpeado la mano de un cíclope. Gira con mucho esfuerzo la cabeza en el aire para ver qué ha ocurrido y ve a la Chispa al lado, proyectada como un cohete supersónico, lo mismo que él. Ni siquiera le da tiempo a preguntarse qué demonios ocurre, cuando se ve rodando con su amiga por encima de una masa 11
algodonosa y blanca como la misma nieve. En ese momento, ambos oyen perfectamente una voz rotunda a sus espaldas. –¡Pero, qué bruto eres, Pelayín! Y, anda que tú, Chispa, tampoco te quedas atrás. Ninguno de los dos sale de su asombro. ¿Quién es ese personaje con barba y túnica blancas que les está hablando? –Soy Uberu, el Príncipe de las Nubes –dice levantando pomposamente la mano derecha, con el dedo índice apuntando hacia el cielo. 12
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Mientras habla, su larga cabellera blanca y su barba de vapor de nube se bambolean de un lado a otro. Bea y Pelayín se miran con expresión de no entender lo que ocurre. Al cabo de unos instantes, el niño pregunta. –¿De qué me conoces? ¿Qué haces aquí? –Vaya, vaya, veo que eres tan enteradillo como pareces. Te recuerdo que éste es mi Reino y tú has irrumpido en él sin permiso de nadie. Aunque me figuro lo que ha pasado – añade con aire misterioso–. ¡Ah!, por cierto, aquí os conocemos a todos, cómo no os vamos a conocer si os vemos desde arriba. 15
La conversación se interrumpe por el silbido penetrante de una bola rojiza que se acerca a toda velocidad. Al llegar junto a ellos, describe vertiginosamente tres círculos en torno a Uberu y, después, lentamente, va tomando la forma de una cabeza con una larga melena roja y unas manos enormes que flotan en el aire. –Salud, Príncipe –dice con voz de ultratumba, haciendo una reverencia–. Veo que se nos han colado otros dos. –Te lo dije –contesta el Príncipe de las Nubes–; siempre se te olvida cerrar algún bugro y, después, ya ves lo que ocurre. –Ahora mismo acabo de enviar a otro chaval de regreso a la tierra por el pasillo ýpsilon–, contesta el recién llegado. 16
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–Sabes que el ýpsilon no debe utilizarse en los años impares. –Sí, Príncipe, pero es que el pasillo cappa y el lambda hoy están invadidos de tornados paralelos, y es muy peligroso cruzar por cualquiera de ellos. –Tú verás lo que haces pero, ante todo, cuida de que no se pierda ningún rapaz en algún túnel de gas o se cuele por un agujero negro. Ya sabes que, si eso ocurre, no podremos hacer nada por él. Hablan entre ellos como si Pelayín y Bea no estuvieran presentes, aunque casi da lo mismo porque no se enteran de 19
nada. El recién llegado decide entonces que es un buen momento para presentarse. –Buenas tardes, chicos. Me llamo lovis, y soy hacedor de nubes. Pelayín y la Chispa se miran con gesto de interrogación. Él continúa. –Hoy es veintitrés de junio, un día especial y una noche mágica. La Chispa interviene rápidamente. –¡La noche de las hogueras!–. Se lo ha oído por la mañana a su padre, aunque no sabe muy bien lo que quiere decir. –Efectivamente, niña; veo que eres bastante avispada. El 20
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caso es que, hoy, todo el cielo está abarrotado de bugros, es decir, de agujeros por los que se cruza del mundo real al mundo mágico. –Entonces, lo que nos ha pasado es que hemos entrado por uno de ellos, –interrumpe Pelayín para que Iovis no lo vea como un ignorante que no sabe nada. –Muy listo, chaval. Seguramente andaríais jugando en algún columpio o algo así, demasiado cerca, y el brugro se os tragó –contesta éste. –Bueno, basta ya de cháchara –concluye Uberu–. Iovis, llévatelos a hacer unas nubes hasta que las coordenadas planetarias nos permitan devolverlos abajo. 23
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–¿A hacer nubes? –pregunta la Chispa con admiración. –Eso mismo, niña. Vamos, agarraos a mi cabellera, que no tenemos todo el día. Debéis regresar en poco tiempo y aún no sé qué procedimiento usaremos. A Pelayín, la idea de las nubes le parece estupenda y enseguida se agarra a la melena de Iovis. Le sigue Bea y, bien sujetos, ascienden a un nivel superior desde donde pueden observar, allá abajo, los edificios, los coches, la gente por las calles. Y todo, todo, muy pequeñito. –Tenéis que saber –asegura Iovis, después de que los tres se acomoden confortablemente sobre una, plana y mullida– que todas las nubes no son iguales. Vais a ver. 25
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Al decirlo, muy ceremoniosamente, compone una corneta con las dos manos, se las acerca a la boca y sopla muy suave. Pelayín y Bea ven salir un hilo de vapor blanco, transparente y largo, que llena el cielo de líneas blancas y paralelas, que se van curvando como si fueran enormes brochazos que un pintor diera por todo el cielo. Los dos se quedan boquiabiertos. –Son cirros –asegura Iovis muy satisfecho–. Sirven para mostrar que pronto cambiará el tiempo y siempre están muy altos, como nosotros ahora. Pero, ¿qué digo? A todos los niños les encantan las nubes que llueven. ¿A vosotros también, quizá? –interroga un poco provocador. 27
Pelayín lo estaba pensando en ese instante, así que asiente enérgicamente. –Pues, agarraos de nuevo, que ésas se hacen más abajo. Descienden tan aprisa, aferrados a la cabellera de Iovis, que a Pelayín se le alborota el pelo y hasta tiene miedo de estrellarse contra el suelo. Pero se detienen suavemente sobre una nube gris que se pasa todo el tiempo de un lado para otro y cambiando de forma como si tuviera el baile de san Vito. Iovis se prepara de nuevo con las manos por delante de la boca. Esta vez aspira muy, muy profundo. Y, al soplar, hace un ruido tremendo, hasta que la nube comienza a brotar. Ambos niños se sorprenden con un manto de vapor gris oscuro, que 28
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va ennegreciendo el cielo. Después, ven cómo la gente, en la tierra, corre por las aceras para resguardarse. Está claro que va a llover. –Ahí los tenéis. Nimbostratos, se llaman –asegura Iovis. –Nimbostratos –repite Bea para aprenderse el nombrecito. –¿Puedo hacerlo? –pregunta Pelayín. –Por supuesto, muchacho, sólo tienes que colocar las manos como yo, aspirar y soplar con fuerza. Apenas ha terminado de hablar el hacedor de nubes y ya Pelayín está soplando en dirección a la plaza del ayuntamiento y, en concreto, al grupo de niños entre los que se ve a Cundi, al Gafas y al Pecas. Éstos, que ven cómo de repente se pone 31
a llover sólo donde ellos se encuentran, empiezan a correr como locos de un lado para otro, intentando escapar. Pero Pelayín los persigue con su aguacero hasta que Iovis lo interrumpe. –Vale, vale, ya –le dice. –No; déjame un poco más –protesta el niño. –¡Ni hablar! –replica Iovis– las nubes no son un juguete, muchacho. Además, se nos está haciendo tarde. Ya tenemos que pensar en volver. –¡Vaya rollo! –exclama Bea un poco enfadada y muy desilusionada–. Nos enseñas las nubes y luego no nos dejas hacerlas. 32
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–Está bien; os presentaré otra y os dejaré que practiquéis, pero sólo un poco porque, si se entera Uberu, se enfadará conmigo. No olvidéis que él es quien manda –concluye Iovis mirando de reojo a todas partes, como si tuviera miedo de que apareciera el Príncipe de las Nubes dispuesto a regañarlo. –A ver –dice a continuación–; voy a enseñaros a hacer cúmulos. Son nubes verticales, por eso van de arriba abajo y de abajo arriba. Al explicárselo, sopla mirando al cielo haciendo la trompeta con una mano. Y sale una nube gris, que poco a poco adquiere la forma de una coliflor gigante. Después, se convierte en un elefante sin trompa y, muy rápidamente, en 35
una locomotora antigua, para terminar como el pendiente de un pirata con sombrero. –Ahora vosotros –dice Iovis. Pelayín y Bea se ponen a soplar con todas las ganas. El niño dibuja una nube en forma de león marino con alas, colgando de una gota de agua gigantesca. La Chispa, por su parte, moviendo la cabeza a la vez que sopla, compone una pamela enorme con un ramo de flores a un lado y, dentro, una bicicleta con tres ruedas. En pocos segundos, la nube de Pelayín y la de Bea se entremezclan y parece que el león marino sube en bicicleta, hasta que las dos se convierten en un trasatlántico 36
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con los pasajeros saludando a unas cuantas sirenas que nadan a su alrededor. Los dos niños están tan concentrados que ni siquiera se percatan de la presencia de Uberu. –Vamos, muchachos, que ya es tiempo de regresar. –¡Pero, si acabamos de llegar! –se queja Pelayín. –Sí –interrumpe Iovis–, pero en el espacio, los minutos, las horas, los segundos, no transcurren como ahí abajo, sino mucho más aprisa. –¡Jo!, No quiero! –se queja la Chispa. –Yo tampoco –remacha Pelayín. –No podemos evitarlo –insiste Uberu–. Si no regresáis ahora 39
no podréis hacerlo en un año por lo menos, cuando vuelva a repetirse la misma conjunción planetaria. Pelayín y Bea no tienen otro remedio que aceptar. Iovis y el Príncipe de las Nubes se miran con expresión grave. –¿Qué te parece la solución del anillo de vapor? –pregunta el último, muy serio. –Peligrosa –contesta Iovis. –Bueno, ya son mayores –argumenta el Príncipe de las Nubes rascándose la cabeza–. Creo que sabrán hacerlo. Podrán resistir el centrifugado. –Después, se dirige a los niños–. Escuchad, 40
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muchachos, esto implica algunos riesgos, así que tendréis que hacer exactamente lo que se os diga. ¿Entendido? Los niños se miran un instante y asienten. –¿Tenéis miedo? –No –contesta Pelayín, aunque no está muy seguro de ello. –Entonces –sigue Uberu– preparaos. Ahora, Iovis va a dibujar un aro de nube. Cuando yo lo ordene, saltaréis. Tendrá que ser exactamente al centro y, sobre todo, nada de tocar el aro. Primero Bea y después Pelayo. ¿Queda entendido? –Sí –contestan ambos a un tiempo. –Vamos allá –interviene Iovis–. Debéis lanzaros con precisión porque, si no lo hacéis así, podéis tropezar con cualquier túnel 42
de gas y caer al espacio infinito. Y no quiero ni pensar lo que eso significaría. ¿Alguna pregunta? –No –contestan los dos de nuevo al unísono. –Entonces, ¡Adelante! –ruge Uberu– ¡Bea!¡Pelayín! Los dos se lanzan sin pensarlo. Tras unos segundos de descenso fulminante en forma de espiral atropellada y en medio de un gran estruendo, toman tierra aparatosamente al lado del columpio en el que el bugro los tragó. Al levantarse del suelo, se dan cuenta de que casi se ha hecho de noche. ¡Cuánto tiempo han estado en las nubes!¡Cualquiera lo diría, con lo rápido que ha pasado! Los dos miran al cielo, en el que aparece una mano gigante oscilando de un lado a otro. 43
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–Mira, es Iovis. Nos dice adiós –exclama Bea. Los dos niños levantan las suyas, saludando, hasta que la manaza del hacedor de nubes se convierte en el limpiaparabrisas de un coche y desaparece detrás de un brécoli. Ambos se van a casa, prometiéndose que no le contarán a nadie lo que han vivido, admirados del mundo que han visto allá arriba. Y, esa noche en la cama, Pelayín, con la persiana subida, mira al cielo y sueña que, algún día, quizá él también llegue a ser hacedor de nubes.
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Pelayín en las nubes
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