326 107 1MB
Spanish Pages [13]
PARA UNA TEOLOGÍA DEL CONCILIO
El Papa Ha anunciado para este año un Concilio de la Iglesia, un Concilio ecuménico de toda la Iglesia santa, católica, apostólica y romana. Conviene que nosotros, cristianos católicos, nos dispongamos para este Concilio con espíritu despierto y corazón presto, porque es nuestro Concilio, y sus conclusiones prenderán hondamente, en determinadas circunstancias, en nuestra propia vida, y en cualquier caso, en la de la Iglesia. Se podría considerar este Concilio desde los más diversos puntos de vista. Se podría (y a primera vista parece ser éste el punto de partida más cercano) preguntar, por lo pronto, de qué problemas va a ocuparse este Concilio, y dedicarse a ellos. Pero prácticamente, para nosotros, que no estamos iniciados en los preparativos del Concilio, no es transitable tal camino. No se exagera, yo creo, si se dice que no ha habido nunca un Concilio en el que, por lo menos para los que están fuera, la temática estuviese tan encubierta y desconocida como en éste. Puesto que hasta ahora había sido siempre un motivo externo bien determinado la causa de la convocatoria: una disputa dogmática, un objeto de política eclesiástica. Hoy se sabe sólo que el Concilio será convocado y que quiere emplearse en la renovación de la Iglesia, una labor que es tan amplia e indeterminada que vale para cada Concilio, y por eso al que está fuera le dice tanto como nada. La propuesta del fin ecuménico, que estuvo en primer plano en las primeras notificaciones sobre el Concilio, ha sido precisada más tarde, en cuanto que esta intención ha de ser servida por medio de una renovación de la Iglesia católica misma, y no propiamente por medio de gestiones inmediatas con cristianos de otras confesiones. Esta determinación ecuménica del Concilio no puede tampoco, por tanto, traicionar demasiado sobre la temática objetiva. Se puede decir solamente: tema del Concilio pueden serlo todos los deseos que, de una parte, se sientan en la Iglesia como tales con generalidad suficiente y que, de otra parte, tengan que ser acometidos, según intención de los convocadores y participantes del Concilio, n o
275
de cualquier manera, sino conciliarmente. Un circunloquio de la temática del Concilio, que no es muy aclaratoria. Con tal constatación no se apunta a otra cosa que a una constatación. Dada la esencia de un Concilio, no tenemos nosotros derecho a exigirle que deba tener siempre un motivo muy concreto y constringente. Tampoco se puede exigir ni derivar del carácter «extraordinario» de un Concilio. Porque, como veremos, un Concilio no es, según la esencia de la Iglesia, cosa tan extraordinaria como pudiera parecer al principio, de manera que hubiese que concebirle casi como una asamblea constituyente a diferencia de un parlamento usual. Resulta, pues, del simple hecho, y esto al comienzo de nuestras reflexiones, de que la materia de este Concilio nos es desconocida, que si queremos pensar un poco sobre él, hemos de marchar por otro camino. Y por eso el tema de nuestras reflexiones dice: para una teología del Concilio. Nos preguntamos qué es propiamente un Concilio, visto desde la doctrina católica de fe. Esto y nada más. Pero veremos, que de ello resultan ciertas calas, que son precisamente para este Concilio y para nuestra disposición a su respecto, de la más grande importancia, mayor que si quisiéramos intentar ser en nuestras reflexiones lo más «actuales» que fuese posible.
La estructura de la Iglesia Si queremos de veras entender la esencia y la labor de un Concilio, hemos de penetrar más exactamente la esencia de la Iglesia, lo que ésta es según el entendimiento católico de la fe. Sobre ello y desde la intención que nos impulsa aquí, podemos por de pronto formular la siguiente proposición: la Iglesia está constituida y dirigida por el Colegio episcopal con el Papa en cuanto su cúspide personal; sin embargo, en esa constitutividad institucional y jerárquica de la Iglesia en el ministerio no se agota su esencia, puesto que a éste pertenece también lo propiamente carismático, lo no-institucional, lo que jurídicamente no es regulable con claridad.
276
La Iglesia del
Ministerio
Esta doble proposición hay que aclararla un poco. La Iglesia católica no hay que entenderla simplemente como una coalición desde abajo, democrática o carismática, de hombres en los que la fe en el mensaje de Jesucristo se ha hecho acontecimiento, y que ulteriormente se han coaligado en orden a ese individual acontecimiento de fe, pudiendo, por tanto, determinar estructuras y formas de esa coalición a propio gusto y con absoluta libertad, según las mutaciones históricas. Más bien es una sociedad fundada desde arriba, autoritativamente, por Cristo mismo, al constituir el Colegio apostólico bajo Pedro como su cabeza; una sociedad que llega a los hombres con exigencia, que proviene de Dios, de obediencia, de fe y de disponibilidad, y cuya constitución, derecho \ distribución de poderes están, en sus rasgos fundamentales, fijados en cada cambio por la voluntad fundadora de Cristo. Los portadores, autorizados por Cristo, de la predicación del Evangelio, que reclama obediencia, y de la recta y eficaz administración de los sacramentos, y de la unidad, constituida visiblemente, de la vida cristiana, portadores, por tanto, do la potestad docente, de orden y de jurisdicción, son, según doctrina católica, los obispos en cuanto sucesores de los apóstoles bajo el Papa en cuanto sucesor de Pedro, puesto que—y en tanto que—pueden derivar sus poderes del Colegio apostólico y de su cabeza Pedro, de manera legítima y jurídica, en sucesión propiamente apostólica material y formal, en serie ininterrumpida.
La figura colegial del
Ministerio
En todo lo cual hay que observar lo siguiente: el Colegio episcopal no puede ser considerado como la adición posterior y unión secundaria de cada uno de los obispos como de cada sucesor de cada apóstol. El Colegio episcopal y su potestad frente a la Iglesia entera, precede en cuanto unidad, colegial, pero verdadera, a cada obispo y sus derechos. Este tal es obispo, en tanto que es un miembro de esa unidad colegial, y tiene parte en su funciones en y frente a toda la Iglesia. Es cierto
277
que este hecho, que un hombre determinado sea miembro de este Colegio, se da a conocer en otro hecho, en que como obispo de un lugar ha recibido una diócesis de la Iglesia firmemente delimitada y adjudicada conforme a derecho para su administración y su dirección; y esa adjudicación será el camino normal concreto (si prescindimos de cuestiones aisladas y vicarias de ésta) para que alguien sea acogido en ese Colegio. Pero esto no cambia nada en el hecho más fundamental, de que la unidad colegial del Episcopado universal bajo el sucesor único de Pedro, el Papa, sea frente a los derechos territorialmenle limitados de cada obispo y sus funciones territoriales, una magnitud con precedencia de orden objetivo y jurídico. Esencia, sentido y derecho del Episcopado universal no son, según esto, la adición posterior de la esencia, de los derechos y del sentido del episcopado de cada obispo. Así es explicable por qué según doctrina católica le puede corresponder al Episcopado universal, por ejemplo, bajo determinados supuestos, la infalibilidad de doctrina, que nunca podría explicarse como adición de la autoridad doctrinal de cada obispo en cuanto tal y en cuanto falible. Y por eso también, le corresponden a cada obispo derechos y obligaciones frente a la Iglesia entera, no sólo posteriormente a su autoridad individual, territorialmente limitada, y como su consecuencia, sino anteriormente, aunque i-iempre solamente en cuanto miembro de la magnitud colegial del Episcopado universal. La convicción de este estado de cosas, que en la teología de la constitución de la Iglesia no ha sido pensado todavía hasta el final, se expresa palpablemente en la doctrina de la potestad docente ordinaria del Episcopado universal bajo y con el Papa. No sólo hay, según doctrina católica, una potestad y autoridad docentes del Episcopado universal, cuando aparece éste reunido en un Concilio, y formando así una corporación, y no sólo hay una autoridad ordinaria docente del Papa en tiempos en que ningún Concilio celebra sesión, sino que hay un ministerio docente ordinario del Episcopado universal siempre y en cada tiempo, también fuera del Concilio, con y bajo el Papa. Y este hecho atestigua (especialmente en atención de la infalibilidad de esa autoridad docente, que tiene la misma cualidad que la del Papa romano) que el Episcopado universal posee desde 278
siempre una unidad real, que es desde siempre un sujeto unitario de deberes y derechos, y no que lo llegue a ser por medio de su aparición conjunta en un Concilio. El Episcopado universal es un verdadero sujeto jurídico, de derecho divino, y de institución divina, con y bajo el Papa, antes de su aparición conjunta en un Concilio. Fuera del Concilio tiene también un deber, derecho y posibilidad de operar en cuanto unidad colegial, y precisamente porque—y cuando—desempeña esas sus posibilidades la mayoría de las veces, desde su esencia y su unidad en el Papa, por medio de la cúspide y representación personales de esa unidad duradera, esto es, por medio del Romano Pontífice. Este hecho, visto rectamente, no suprime esa unidad capaz de obrar que el Episcopado universal posee siempre, sino que la subraya y la permite permanecer actual continuamente. Con lo cual no se quiere decir, naturalmente, que esa capacidad de obrar del Episcopado universal aparezca y se efectúe sólo en la operatividad del Obispo de Roma. Las mil maneras en que en la historia de la Iglesia h a operado el Episcopado universal, tanto en cuanto que operaba en la docencia, dirección y gobierno, de hecho uniformes, de cada obispo en el orbe de toda la tierra, como también en cuanto que un constante y recíproco dar y tomar entre cada obispo y el Primado romano efectuaba esa unidad, esas mil maneras, no pueden ser examinadas aquí más exactamente. Pero son ellas las que muestran que el Episcopado universal, por muy superficialmente que su magnitud jurídica y su unidad y las estructuras jurídicas de su operatividad hayan sido pensadas en la teología, ha existido y operado siempre en la Iglesia como una verdadera y real unidad colegial.
Primado
y
Episcopado
Por la brevedad de este trabajo no es posible exponer la relación más exacta del Episcopado universal para con el Papa. En este aspecto es por de pronto doctrina católica de fe que el Episcopado universal es sólo portador de las más altas potestades en la Iglesia, en cuanto que forma una unidad bajo y con el Papa y es, por tanto, el gremio colegial directivo en la Iglesia no independientemente o contra el Papa, sino solamente en 279
tanto recibe su unidad por medio del Papa como su cúspide personal. Así, si bien no como instancia en diferencia del Papado y contra él, es propia del Episcopado universal, como lo muestra la doctrina de su suprema autoridad docente, la más alta potestad en la Iglesia, potestad que no es responsable ante nadie, sino sólo ante Dios. Pero, todavía otra vez, no tiene junto o sobre sí una instancia, que por el camino de una comprobación conforme a derecho pudiese juzgar sobre la legitimidad material o formal de esa potestad, estando ella misma protegida contra su mal uso sólo por la prometida asistencia del Espíritu y no por medio de salvedades palpables en el Derecho canónico o por medio de instancias apelativas. Según doctrina católica, hay que decir además que el Romano Pontífice en cuanto persona (claro está en tanto que es Papa) puede ejercer esos derechos que corresponden al Episcopado universal, con el Papa en la cúspide, esto es, la suprema potestad de doctrina y de jurisdicción en la Iglesia, y que, por tanto, posee también esos derechos frente a cada miembro del Episcopado universal. El es la cúspide suprema, que puede obrar por sí misma, de ese portador colegial de las más altas facultades en la Iglesia, y no necesita para ello de una delegación especial, jurídicamente controlable, por parte del Colegio episcopal, ya que éste es sujeto jurídico capaz de obrar en la Iglesia y frente a la Iglesia, únicamente en tanto está constituido en unidad con el Papa. Pero por mucho que el Obispo de Roma posea realmente en persona la suprema potestad en la Iglesia, no significa esto, ni mucho menos, que pueda el Episcopado universal en cuanto tal ser derogado por el Papa, que sea entonces sólo el órgano ejecutivo de la potestad papal, participación de ésta solamente. Incluso por encima de esta proposición, que expresa convicción católica de fe, sobre el Episcopado de derecho divino en la Iglesia, podrá decirse que allí donde el Papa opera en cuanto persona, y desde la plenitud de poderes que en cuanto persona le es propia, allí opera también en tanto cabeza del Episcopado universal. Con esta proposición no se dice precisamente que el Papa necesite de una delegación controlable jurídicamente a posteriori del Episcopado universal como de un portador de derecho, discernible de él mismo y de su potestad. Se podrá 280
decir por tanto: hay en la Iglesia un portador supremo de la plenitud de potestades que le ha sido comunicada por Cristo, el Episcopado universal (bajo y con el Papa), el cual es una magnitud colegial y no puede de antemano ser disuelto en dos portadores diferentes de potestades, de los que una parte pudiese ser contrapuesta a la otra como potestad que limita, controla y delega. Ese sujeto único de unidad colegial tiene en el Papa su cúspide capaz de obrar por sí misma, sin que sea una magnitud contrapuesta al Papa. Tampoco cesa de ser el Papa, cuando obra ex sese, cúspide del Colegio en el mismo obrar, aunque tiene jurisdicción episcopal frente a cada obispo (en cuanto miembro particular del Colegio), y aunque pueda él mismo determinar las formas exactas de ese obrar, por medio de las cuales llega a ser obrar de la cúspide del Episcopado universal, y aunque, en tanto cabeza de la Iglesia y su Episcopado, no está ligado a ninguna forma determinada de ese obrar, jurídicamente controlable a posteriori. La potestad única de dirección en la Iglesia Si concebimos así la relación entre el Episcopado entero y el Papa, no procederá entonces la cuestión de si hay en la Iglesia uno o dos portadores inadecuadamente discernibles de la potestad suprema, entendiendo esta cuestión, tanto la de la relación del Primado para con el Episcopado universal como la de la relación del Papa para con el Concilio (y ésta es la más frecuente) como una sola cuestión. No necesitamos decir que sólo hay un portador único, en cuanto que el Papa comunica su potestad u otra cualquiera al Episcopado universal, y tampoco necesitamos decir que hay dos portadores inadecuadamente discernibles de la potestad suprema en la Iglesia, el Papa por sí mismo y el Episcopado universal junto con y bajo el Papa. Puesto que es una representación, lógicamente no realizable, el que en una y la misma sociedad pueda haber dos potestades supremas, que estuviesen ambas equiparadas, cada una para sí, con todos los derechos y facultades, que existen en esa sociedad. Esta imposibilidad no queda marginada si se piensa esas dos potestades sólo como inadecuadamente distintas una de otra. En cuanto que según tal orientación serían desde 281
luego diferentes, permanecería en pie el problema. Por eso teólogos como, por ejemplo, Salaverri, dicen con razón que la doctrina de que hay sólo una potestad suprema en la Iglesia, a saber, la del Papa, y que el Concilio recibe de éste su potestad (igual, como quiera pensarse esa procedencia), es lógicamente más clara y más sencilla. Pero si se hace así al Papa portador propiainente único de la potestad suprema (sin verle ya como cabeza del Colegio episcopal), entonces no se convendrá realmente y sin tapujos (como también concede Salaverri) con la doctrina generalmente tradicional y expresada en el Derecho canónico, de que el Concilio posee como propia la suprema potestad en la Iglesia. Ya que una potestad comunicada en una sociedad por otro portador del ministerio no puede ser per definitionem la suprema en esa sociedad, sino una derivada, no suprema por tanto. Podemos dar un rodeo a todas estas dificultades si decimos: hay un portador supremo y el más alto de la potestad suprema y más alta en la Iglesia, la unidad del Colegio episcopal constituido en unidad en y bajo el Papa, y este portador único supremo tiene, correspondientemente a la esencia de un Colegio, la posibilidad de aparecer operando en maneras diversas, sin disolverse por ello la unidad del sujeto operante: o bien en el Papa que obra en cuanto cabeza del Colegio, o en una manera, en la que la colegialidad del Colegio único aparece más inmediata y palpable, es decir, en un obrar, que se compone sin mediaciones del obrar de cada uno de los obispos» Pero también en este último caso es efectiva la función del Papa, que siempre instituye unidad a priori (en cuanto que esos obispos tienen en sí y en su obrar «paz y unidad con la Sede Apostólica»), sin qu.e tampoco en este caso se establezca solamente una adición ulterior del obrar de cada uno de los obispos. Lo carismático en la Iglesia Antes de que apliquemos al Concilio estas reflexiones jurídicas constitucionales, hay que meditar todavía la segunda parte de la proposición de la que procedimos. Sólo cuando haya sido dignamente apreciada se podrá entender desde lo dicho,
282
sin peligro alguno, la esencia de un Concilio, y podrá ser evaluada con corrección, positiva y negativamente. Heñios dicho: la constitutividad institucional jerárquica en el Episcopado universal constituido en unidad en Pedro, no agota la esencia de la Iglesia en cuanto directiva, dirigida por Dios, de los creyentes, sino que a la esencia de esa Iglesia pertenece también, «n diferencia con lo institucional, lo carismático. La gran plenitud y la permanente definitividad de las potestades instituidas por Cristo para el ministerio en la Iglesia, transmisibles en forma jurídica por medio de sucesión apostólica, podrían llevar al observador de la esencia y de la constitución de la Iglesia al error de pensar que la vida entera de la Iglesia se agota por una parte en el ejercicio de las potestades de enseñar, de administrar los signos eficaces de la gracia, de dirigir jurisdiccionalmente, y por otra, en el ejercicio de creer, de recibir los sacramentos y su gracia y de obedecer frente a esas potestades. O por lo menos, que todo lo demás, que tal vez hay si no en la Iglesia, no concierne propiamente a esa Iglesia en cuanto tal, sino que permanece en un sector privado, que es historia individual de la salvación de cada uno. Podría recibirse la impresión de que toda dirección, todo impulso de Dios y su obrar sobre la Iglesia, esté siempre mediatizado por esas potestades jerárquicas, por sus portadores y su gestión, de que todo influjo de Dios esté mediatizado por la jerarquía eclesiástica, y que solamente el influjo que Dios tiene sobre esa jerarquía es inmediato y lo es siempre y esencialmente. Esta es, sin embargo, una comprensión totalitaria, estatal de la Iglesia, que oscilará en muchas cabezas de superiores y subordinados de la misma, pero que no corresponde a la verdad católica. En la Iglesia existe lo libremente carismático, lo cual pertenece a la Iglesia misma. No solamente, según doctrina católica inequívoca, no es lo mismo influjo de gracia de Dios, comunicación de gracia de Dios a cada hombre, y mediación sacramental de gracia. No solamente en la Iglesia, y fuera de ella, se extiende un obrar de gracia de Dios en cada hombre importantísimo y definitivo para la salvación, muy por encima del ámbito de la mediación sacramental de gracia por medio de la Iglesia en su paíestas ordinis. Sino que, además, sería simplemente herejía y nada más si se qui-
283
síera respetar la opinión de que Dios opera en Cristo sobre su Iglesia sólo por medio de la sola jerarquía, de tal modo que la jerarquía sola tenga una (universal) inmediateidad respecto a Dios. Dios no ha abdicado en su Iglesia a favor de la jerarquía. El Espíritu de Dios sopla en la Iglesia no únicamente porque empiece a operar en sus más altos funcionarios. Hay una efectividad carismática del Espíritu en nuevos conocimientos, en formas nuevas de la vida cristiana para nuevas decisiones de las que depende el destino del reino de Dios; efectividad del Espíritu, que comienza en la Iglesia allí donde quiere el Espíritu mismo. Este puede dar también a los pobres y pequeños, a las mujeres y niños, a los no empleados, en una palabra, a cada miembro en la Iglesia, y no sólo a los jerarcas, un encargo grande o pequeño en el reino de Dios y para la Iglesia. Los carismáticos libres, a cuya existencia tan necesaria como garantizada por el Espíritu prometido a la Iglesia, están ligadas la esencia de ésta y su existencia, han de vivir en paz con los portadores del ministerio; éstos han de examinar con el carisma del discernimiento de espíritus, han de regular, de disponer, para provecho de la Iglesia entera, el imperio del Espíritu en los carismáticos libres. Pero el ministerio en la Iglesia no puede pensar nunca que todo depende de él, que está en posesión exclusiva, autónoma, del Espíritu en la Iglesia, que los miembros de la Iglesia no empleados son solamente ejecutores de las órdenes e impulsos que vengan del ministerio y de él únicamente. La Iglesia no es ningún Estado totalitario en terreno religioso, la Iglesia no puede pensar que todo funcionaría a las mil maravillas si todo se institucionalizase lo más posible y fuese guiado desde la cúspide suprema, si la obediencia fuese la virtud que sustituyese por completo todo lo demás; por tanto, también la propia iniciativa, el propio hacerse cuestión de las urgencias del Espíritu, la propia responsabilidad, en una palabra, el carisma independiente, que viene inmediatamente de Dios. No, n o ; en la Iglesia hay lo que no es planificable, lo no institucional, lo sorprendente, y por eso auténtica historia de la Iglesia, que no sólo es la ejecución de un plan de construcción, sabido siempre de antemano, de la casa de Dios. Existe lo carismático en la Iglesia en cuanto momento de esa Iglesia, y sólo con él es ésta lo que según la volun-
284
tad de Cristo debe ser y también lo que siempre llegará a ser por medio de su Espíritu. Ministerio
y carisma
Claro está que no solamente no es del todo fácil la distinción entre el ministerio con su carisma (que puede ser llamado así con toda verdad) y el carisma libre, sino que también un portador del ministerio puede, además de ser portador de la plenitud del carisma, acogido con toda la intensidad existencial de su ministerio, ser también un carismático libre importante para la salvación de la Iglesia y para el cumplimiento de su tarea. El portador del ministerio y el carismático libre pueden estar unificados en cierto modo en unión personal. Así ha sido frecuentemente, y es cosa sumamente deseable, si bien a veces no carece de peligros. Pero a pesar de la frecuencia con que se ha dado, tal unión personal no es asequible por la fuerza, no puede establecerse por medida administrativa (en mayor amplitud y de una manera jurídico-canónica especialmente sobresaliente). La aspiración de establecer una unión personal absoluta de ambos carismas en un portador, para siempre y por doquier, sería un intento temerario y condenado al fracaso. Dios no quiere, ni mucho menos, que el portador del ministerio en su Iglesia sea siempre y por doquier el portador supremo del Espíritu, o que al carismático de altura se le confíen siempre, y sólo por serlo, los supremos ministerios en la Iglesia. Unidad y diastasis de estas dos magnitudes no están ni en el ministerio en cuanto tal, ni en el carisma libre en cuanto tal, eino únicamente en Dios y en su conducción de la Iglesia, que a fin de cuentas no comparte con los portadores de esa conducción misma. Puesto que también ellos son conducidos por Dios, sin que se les pregunte e inapelablemente, y sin que puedan determinar a priori y en todos sus aspectos el camino de la conducción que ejercen. Siendo esto así, el cristiano no puede ni esperar ni exigir que lo carismático, que ha de existir en la Iglesia, esté representado en ella adecuadamente por el ministerio. Sería injusto contra el ministerio y traicionaría un malentendido fundamental de la esencia de la Iglesia, si en el propio obrar, si en los enjui-
285
ciamientos propios se supusiese tácitamente que el ministerio, en la Iglesia ha cumplido sólo su deber, cuando haya absorbid 0 en sí en cierto modo todo lo carismático y lo irradie desde sus propias decisiones y lo realice. La Iglesia está vista rectamente cuando se la ve como la unidad de ministerio y carism a administrada adecuadamente y sólo por Dios; de n i n g u n a de las dos magnitudes se puede exigir íntegramente lo que l e corresponde a la otra, lo que le es dado como tarea. Todo esto ha de decirse, si queremos de veras entender qué es un Concilio, lo que podemos y lo que no podemos esperar de éL E L CONCILIO COMO EXPRESIÓN DE LA. ESTRUCTURA DE LA IGLESIA
El Episcopado
universal
P o r lo pronto, desde lo dicho es inteligible la esencia del Concilio. El Concilio posee, según aclaración del Código de Derecho Canónico, la suprema potestad en la Iglesia. Esta aclaración constata un hecho de derecho divino en la Iglesia; no es un párrafo constitucional de derecho humano eclesiástico, sobre el que la Iglesia o el Papa pudiesen disponer. Según lo dicho hasta aquí, tal determinación es evidente. En el Concilio (supuestas su convocación y composición legítimas) no aparecen conjuntamente obispos aislados formando una corporación nueva, que no existía hasta ahora, cuyo derecho y cuya potestadtendrían que ser creados de nuevo cuño, ya fuese por medio de una nueva conformación jurídica, o de una atribución por medio del Papa, o de una agrupación de los derechos de cada obispo como tal; sino que se reúne el sujeto colegial supremo de la plena potestad que siempre existe en la Iglesia; se constituye una junta del sujeto colegial de la potestad suprema eclesiástica, el cual existía ya desde siempre y ejercía dicha potestad también desde siempre. No surge, por tanto, un nuevo sujeto de poder, sino que un sujeto antiguo ejerce su poder también antiguo y permanente, sólo que de una manera nueva. Por todo lo cual es comprensible, tanto el que la reunión de un Concilio sea una cuestión de apreciación, el por qué un Concilio no tenga que ser mantenido con regularidad, el por qué 286
ha habido y habrá largos espacios de tiempo en la Iglesia, cu los cuales ni se ha mantenido ni se mantendrá Concilio alguno, como también resulta comprensible que un Concilio, cuando se reúne, posee la suprema plenitud de poderes en la Iglesia: lo que aparece y opera en un Concilio existe y opera también en otros casos: el Episcopado universal y uno como el gremio directivo colegial y uno de la Iglesia, en unidad con y bajo la directiva del Papa. Ese Episcopado universal puede obrar, con su permanente plenitud de poderes, conciliarmente, pero no está obligado a ello, puesto que puede ser y obrar de otra manera. Si obra conciliarmente, entonces tiene, en cuanto que obra así, iguales plenos poderes y derechos que en su caso distinto: la infalibilidad de la potestad docente (bajo supuestos y condiciones que no hay por qué exponer aquí más detalladamente), la suprema potestad legislativa, la potestad suprema de jurisdicción. El ministerio docente ordinario opera, pues, de manera extraordinaria y puede ser llamado en este sentido ministerio docente extraordinario; en ambos casos el sujeto es el mismo. Y cuando se reúne conciliarmente, puede invocar solamente los poderes que tiene desde siempre. Esta manera nueva de obrar no le da ninguna plenitud de poderes nueva. Representación
de todos los creyentes
Claro está que el ministerio instituido por Cristo en la Iglesia por medio de tal aparición conjunta conciliar, es decir, por medio de la convención en un lugar de la mayoría del Episcopado universal, para obrar en común de la manera que condiciona y posibilita el estar inmediatamente reunidos en un lugar, claro está que ese ministerio es también en el Concilio representante de esa Iglesia en general, por tanto de todos los creyentes, del mismo modo que lo es en otros casos. No como representantes de la multitud del pueblo de la Iglesia, delegados democráticos por la totalidad de los creyentes, sino como sus pastores provistos de la delegación de Cristo y su plenitud de poderes. Por medio de lo cual esos pastores, que forman el Episcopado universal, no son menos, sino más y más verdaderos y auténticos representantes de ese pueblo de
287
la Iglesia. Prescindimos aquí de adentrarnos más exactamente en la cuestión de si—y en qué sentido, y de qué manera—'los pastores de la Iglesia que se reúnen en un Concilio tienen el deber (en cierta manera materialmente democrático) de obrar representando los asuntos de todos los miembros de esa Iglesia una, obrando así en sentido verdadero en nombre del pueblo de la Iglesia; de si tienen el deber de atender al bien general de la Iglesia y con ello a los legítimos deseos y tendencias de su pueblo. No obstante, existe una unidad tan íntima, creada por Dios mismo, objetiva, garantizada en sus efectos por el Espíritu, entre pastores y pueblo de la Iglesia, que esos pastores son en un Concilio en cualquier caso, y en un sentido verdadero, los representantes de toda la Iglesia y de todos sus miembros. Pero no como si la Iglesia, en cuanto pueblo de los redimidos y creyentes en Cristo, comenzase a existir por fuerza del ministerio, tal los partidarios reclutados por los delegados oficiales de una ideología o de una asociación que se agrupa por medio de la libre resolución de propaganda de sus miembros fundadores. Al ministerio, y de igual modo a cada creyente, les precede la resolución absoluta, predefinitoria de Dios, de crear la Iglesia como comunidad de los que creen, les precede la redención y con ella la salvación objetiva de la humanidad en Jesucristo y en su acto redentor, les precede la humanidad en cuanto pueblo de Dios consagrado. Este acto salvador de Dios, que es el fundamento propio de la Iglesia, y que precede a la voluntad socializadora del hombre y a la existencia de un ministerio, crea con igual originalidad una fe (por lo menos en los portadores del ministerio) y un ministerio, y ordena ambas magnitudes recíprocamente en una unidad a fin de cuentas inseparable. Esto se muestra tanto en que la fe está ordenada a su confesión comunitaria regulada, y en que procede del escuchar el mensaje legitimado en boca del que propaga el Evangelio autorizadamente, como también en que el ministerio eclesiástico puede existir solamente en alguien (sea éste el mismo Papa), que sea un confesor de la verdadera fe, por lo menos en la dimensión jurídica pública. De este modo, fe y ministerio no pueden nunca estar completamente la una de un lado y el otro de otro (si bien por motivos comprensibles de estabilidad jurídica, la plenitud de poderes
de cada portador del ministerio en la Iglesia no puede depender de la calidad de su fe interior). Con lo cual los portadores del ministerio son ellos mismos necesariamente creyentes, en la dimensión social al menos de la confesión externa; pertenecen, para poder ser portadores del ministerio, a aquellos que han de ser creyentes, que oyen y obedecen; n o están simplemente frente al pueblo de la Iglesia, como superioridad frente al subdito, como quien da órdenes frente a quien las recibe. Ambos están ante Dios como los creyentes y obedientes, como los que están sobre el fundamento único, Jesucristo y su acto redentor; son ya uno con otro hermanos y hermanas en su gracia, antes de que esa unidad de la redención y de la fe haya sido dispuesta según la voluntad de Cristo en las diversas funciones de los miembros de un solo cuerpo. Por eso hay carismas de ministerio docente y de la dirección, que n o le están adjudicados a cada uno en igual medida. Los dirigentes de la Iglesia, precisamente porque reciben su ministerio de Cristo a través de la Iglesia una que ya existe y a la cual pertenecen todos los cristianos como miembros de un solo cuerpo y no como meros subditos, son siempre, y sobre todo en un Concilio, representantes, sin concesión democrática de poderes desde abajo, de toda la Iglesia y de todos sus miembros. Y si esa representación conforme a esencia del pueblo entero de la Iglesia, está afirmada por la jerarquía, no está dicho con esto naturalmente que no pueda esa representación fundamental aparecer muy diversamente y ser llevada a cabo de múltiples maneras, mejores y peores también. Y ni mucho menos se niega tampoco que se pueda hoy pensar y con derecho sobre cómo y de qué manera completamente conciliable con la constitución divina de la Iglesia y la potestad dirigente reservada sólo al Episcopado, pueda y deba hacerse vigente en un Concilio la influencia también del pueblo de la Iglesia. En este aspecto, cada práctica de hecho de la Iglesia y su jerarquía no necesita ser igualmente ideal e igualmente acomodada a las circunstancias del tiempo. El Concilla y lo carismático en la Iglesia Es definitivo para, lo que nos proponemos con nuestras reflexiones ver que el Concilio es, por propia esencia, la manera 289
288 19
concreta en que el ministerio universal de la Iglesia, que siempre existe, el Episcopado, puede ejercer su función. ¡El Episcopado universal! Puesto que el Concilio no es otra cosa que su aparición local conjunta con la voluntad de obrar, en cuanto tal Episcopado universal, en ejercicio de los plenos poderes que le corresponden. De lo cual resulta: el Concilio es la representación del Episcopado universal junto con el Papa como su cúspide, y representación de la Iglesia entera, en cuanto que ésta está representada desde siempre y permanentemente en el Episcopado universal y unida en él como en un sujeto social y operante. Pero no solamente así. Lo cual quiere decir: del Concilio no hay que esperar ni exigir que sea en cierto modo el sujeto operativo y la representación de todo lo carismático en la Iglesia. Quien esperase esto o lo exigiese obraría disparatadamente, y respecto del Concilio, con injusticia. Y aunque esto parezca ser un principio muy abstracto y traído de lejos, es, sin embargo, una máxima muy práctica y concreta. Mil y más de mil exigencias y esperanzas le serán sugeridas al Concilio. Si se sacase una muestra de gran parte de estas exigencias y esperanzas, se vería entonces no sólo que al Concilio le va a ser sugerida una suma tan enorme de deseos y temas a tratar, que tendría que ser un Concilio monstruo de duración imprevisible, si quisiera asesorarlo y resolverlo todo a fondo. Se vería además que esos deseos y exigencias se contradicen frecuentemente y son también con frecuencia deseos nacidos de circunstancias y mentalidades centroeuropeas, que no se acomodan en absoluto a las otras partes de la Iglesia universal, sino que en el mejor de los casos serían accesibles a una legislación particular (para lo cual por cierto debería haber en la Iglesia más cabida que la que de hecho está a mano). Se vería también al fin y con claridad—-y esto es decisivo para nuestras reflexiones—, que mucho, al menos en el actual momento de la historia de la Iglesia y de su desarrollo, es objeto de esfuerzo carismático, del movimiento desde abajo sustentado por el Espíritu de Dios, del ensayo todavía inoficial, de la experiencia que está por hacer, de lo que ha de ser unificado y atestiguado por el Espíritu de Dios que llega. Pero, naturalmente, todo esto no es algo sobre lo que la Iglesia del ministerio y 290
del derecho, el Episcopado universal por tanto, pueda ju/.^.tr con sentido en un Concilio o ahora mismo. Con esta constatación no se ha decidido en modo alguno, ni positiva ni negativamente, sobre la cuestión de si por medio de un fracaso parcial de lo carismático en sí o de una parcial «extinción» del Espíritu por el ministerio a causa de desconfianza o de medrosidad demasiado grandes, o de un estar preso en vida y en doctrina en una tradición mediocre, o de «falsas evoluciones» culpables, que puede haberlas; de si por medio de todo esto no se crea una situación en la Iglesia, a la que no puede desde luego serle dada sin más la bienvenida, una situación que en sí no debería existir (quien, sin embargo, negase su posibilidad, impugnaría sentido y fundamento de un Concilio), pero que no podría ser barrida de este mundo nada más que por un Concilio y sus decretos, una situación que en tanto siga en pie no tolera por el momento ciertas posibilidades, en sí posibles, de reflexiones y decisiones conciliares. Otra cuestión a la que no podemos responder aquí es la de si movimientos y desarrollos carismáticos anteriores, si es que los ha habido suficientemente, hubiesen podido crear para las decisiones jurídicas del ministerio en un Concilio supuestos bastantes que do hecho no existan en el momento dado. Desde luego que n o so debo procurar componer toda la historia de la Iglesia como hoy hacen muchos, a base de falsos desarrollos y decisiones falsas, errores, ocasiones desaprovechadas, despuntes carismáticos asfixiados, compromisos perezosos con el mundo o cerrazones testarudas frente a tiempos nuevos. Ya que enjuiciamientos semejantes desconocen y sobrevaloran las posibilidades del conocimiento histórico, son con frecuencia injustas e insensatas, y confunden la tragedia inevitable de cada desarrollo histórico con una culpa, que la Iglesia hubiese podido y debido evitar. Pero eso s í : puede haber desarrollos en falso, que hayan conducido a circunstancias relativamente fijas en la respectiva situación de la Iglesia, en su nivel espiritual laico y del clero, en su viveza o atrofia carismática, y que son desde luego supuestos que un Concilio no puede cambiar por el momento, porque constituyen precisamente las fronteras a priori de sus posibilidades. Pero prescindiendo de todo esto: en cualquier caso, un Concilio es la representación del ministerio en la Iglesia y sólo 291
por eso la de la Iglesia; y tiene como posibilidad y como tarea las del ministerio en la Iglesia y no las del libre carisma en la misma. Esto, naturalmente, no quiere decir que el ministerio no deba o no pueda mirar hacia lo carismático, que no haya de tomarlo en consideración, y que un Concilio no tenga nada que ver con el carisma libre en la Iglesia. Así como siempre existe una ordenación interior conjunta y una relación recíproca de dependencia entre la estructura institucional y la carismática en la Iglesia, del mismo modo tiene el Concilio que tomar en consideración lo carismático, garantizarlo, suponerlo, favorecerlo, recoger sus incentivos cuando están maduros, etcétera. Pero lo que no puede hacer es sustituir a lo carismático en la Iglesia. Y tampoco podemos exigírselo. El ministerio puede también en un Concilio intentar elevar y aclarar con todos los esfuerzos jurídicos por medio de decretos, de ordenaciones, de fallos de doctrina, etc., el estado espiritual, disciplinar y doctrinal de la Iglesia, pero no puede sustituir en ningún terreno de la vida y del pensamiento de la Iglesia al imperio vivo del Espíritu en la misma. Y este imperio no sucede necesariamente de tal manera que la ignición inicial propia para nuevos impulsos carismáticos deba o pueda sólo proceder del ministerio. Lo que sigue hay que entenderlo desde estas reflexiones fundamentales.
Lo que esperamos
del
Concilio
No se podrá esperar del Concilio que proclame verdades fundamentalmente nuevas en la doctrina de fe. Esta frase no tiene, naturalmente, el sentido de que con ella se piense o se desee que un Concilio pueda proclamar otra cosa que la verdad de la revelación de Jesucristo, tal y como desde siempre ha sido proclamada por la Iglesia. Pero en vista de la situación actual del mundo y de la historia, de los problemas surgidos y de los nuevos por surgir todavía, en vista de una mentalidad que cambia con velocidad prodigiosa y capta el mundo entero, la del hombre positivista, científico de la naturaleza e industrial, se podría en sí pensar y desear que el Evangelio sea predicado nuevamente- la verdad dicha de una manera en la que la antigua 292
verdad de la revelación cristiana eternamente vigente sea de nuevo repensada, formulada, desde la mentalidad de ese hombre de hoy, cuyos comienzos y dificultades de comprensión sean considerados de antemano y como indudables, para presentar así al hombre la eterna verdad de Cristo con no más dificultades e impedimentos de lo que es inevitable cuando la alta verdad de Dios busca entrada en el hombre estrecho, preso en prejuicios y pecador. Con sobriedad se verá que en la situación presente no se puede exigir mucho en este aspecto. El ministerio, aunque sea ministerio docente, ha de atenerse según su esencia a lo enseñado generalmente, a lo probado y a lo que tiene ya entrada por doquier. El ministerio docente, en cuanto tal, puede formular solamente del modo acostumbrado y acreditado como legítimo por la tradición probada de los últimos siglos o decenios. Si se tuviesen deseos respecto de una proclamación más cercana a nuestro tiempo del Evangelio y de la fe de la Iglesia, habría que dirigirlos a la teología de los últimos siglos o decenios. En ella hay esfuerzos y, naturalmente en una medida que no deja de ser considerable, por decir la palabra de la revelación a medida del tiempo y de manera existencialmente «conveniente». Pero sería darse a un optimismo injustificado y a una incensación recíproca (no infrecuente también entre teólogos, aunque inintencionada), si se quisiera afirmar seriamente que la teología de hoy tiene ese arranque rigurosamente científico a la vez que también carismático, que haría sus declaraciones, realmente tan convincentes y tan a medida del tiempo, como debiera y pudiera ser, si es que la palabra de Dios y la verdad de Cristo son la salvación de todos los tiempos anhelosamente buscada. Seguramente que muchos no lo oirán a gusto, y si se dice, no es por eso de la opinión de que si se critica, es que uno mismo lo ha hecho mejor. Pero desde luego es así: el que el cristianismo esté hoy en el mundo en su mayor parte a la defensiva, ha de venir, por lo menos parcialmente, de que sus predicadores no le proclaman como debiera y pudiera ser proclamado. Esto no tiene que ver necesariamente con una culpa por parte de los predicadores del Evangelio, aunque no haya por qué excluirla (¿por qué han de poder figurarse los porta293
dores del ministerio en la Iglesia que no son pobres pecadores y negligentes siervos de Dios?). Pero si el Evangelio de Dios, según la doctrina de la Iglesia, está en sí, incluidas sus fundamentaciones teológicas, clara y radiantemente acomodado a la inteligencia de cada hombre de todos los tiempos, y si nosotros no leñemos derecho a creer a la mayoría de los hombres exageradamente tontos o de voluntad torcida, no nos queda otra cosa que hacer a los predicadores y teólogos de la Iglesia, que confesar que manifiestamente no hemos aprendido todavía a proclamar el Evangelio de Dios de manera tal que no quede oscurecido ni un poco en su claridad radiante. El que nosotros nos apercibamos de ello o no nada cambia en la cosa misma. Tiene que ser así, y precisamente cuando no lo sentimos y cuando somos de la opinión de que no se puede ofrecer el mensaje de Dios de manera mejor que como nosotros lo hacemos. Pero si la teología y la proclamación de tipo medio en los pulpitos y en las cátedras es tal y como hoy es (sobre todo si un Concilio ha de durar poco y si el trabajo capital es ejecutado por los mismos teólogos que representan esa teología de escuela, de la que no puede decirse que no pudiera ser esencialmente más ajustada a su tiempo), no se puede entonces esperar seriamente y sin ser injusto para con el Concilio y sus posibilidades, que sea éste en sus decretos teológicos esencialmente distinto de la teología actual en la escuela, en el pulpito y en los libros. Podemos esperar decretos doctrinales meditados cuidadosamente, discutidos a fondo y muchas veces. Pero será bueno también decir ahora ya sobriamente y sin falso optimismo: no podemos esperar decretos de doctrina que se hagan escuchar por otros no cristianos con especial atención, y que llenen el espíritu y el corazón de los cristianos con una luz desacostumbradamente nueva. Exigir algo así sería desproporcionado respecto a la esencia de un Concilio en las actuales circunstancias. El ministerio docente no puede sustituir el carisma de la teología. Ni es esa su tarea. Si ese carisma es hoy débil, su debilidad se dejará ver en los decretos de doctrina de un Concilio de hoy. Tal vez incluso puede esperarse, correspondientemente a una intención referida del Santo Padre, que no se definirá demasiado. Si un Concilio no se reúne con una cuestión de índole doctrinal determinada y actualmente discutida (y éste es manifiestamente 294
nuestro caso, ya que el Concilio no ha sido convocado para depurar cuestiones atizadas y discutidas últimamente, que pudieran hacer surgir el peligro de una nueva herejía no condenada todavía), entonces está próximo (humanamente hablando, ¿quién puede decirlo?) otro peligro, el de que en cierta manera se busque, en donde pueda encontrarse, un objeto de índole doctrinal digno de tal sínodo, que se propongan para su redacción concluyente definiciones de doctrinas que acrediten al Concilio en este campo como más importante. Tal tendencia está, humanamente hablando, demasiado cerca para que pudiese ser tenida de antemano por imposible. Sospecho que no solamente Lutero, sino también cristianos católicos, pensaron que el quinto Concilio Laterano hubiese tenido problemas propiamente más importantes, y que dejó sin solucionar, que la definición de la inmortalidad natural del alma humana, por muy verdadera que esta proposición sea. Los pocos neoaristotélicos reprobados entonces no eran el peligro que amenazaba a la Iglesia sobre todo. Los prelados de aquel Concilio hubiesen tenido que buscar más cerca de sí mismos. Las herejías que hoy amenazan la sustancia propia del cristianismo no son esos errores en el fondo inofensivos—aunque tal vez también de veras equivocados y, vistos lógicamente, muy «sustanciales», que pueden encontrarse aquí y allá en teólogos católicos. El verdadero positivismo, el materialismo latente y criptógamo, la incapacidad de realizar en serio lo que no es empírico, el sentimiento de que el misterio llamado Dios es demasiado grande y está presente sólo por medio de ((ausencia», de modo que no se le puede reverenciar más que con un silencio afligido, el sentimiento firmemente asentado en el fondo del espíritu de que de lo puramente lógico nada es asequible, de la relatividad de todo lo humano y de lo religioso también en vista del insuperable pluralismo de la cultura actual y de la multiplicidad territorial e históricamente inabarcable de las manifestaciones religiosas, el carácter imprescindible de futuras evoluciones junto con la convicción de que tenemos aún ante nosotros nuevas y más prodigiosas fases de desarrollo; todas estas herejías reales rio han llegado a ser todavía tan temáticas en la teología, no están aún tan «elaboradas» (teórica y existencialmente), para que el ministerio docente pudiera for295
mular la verdad en su contra y la irradiase en el espíritu y en el corazón del hombre de otra manera que como ha sucedido por medio de la doctrina hasta ahora acostumbrada. Y precisamente porque no se puede ni se debe exigir esto del Concilio, desearíamos que n c intente el Concilio mismo suscitar la impresión por medio de muchas (se sobreentiende y verdaderas) definiciones, de querer cumplir, sin embargo, esta tarea. ¿Puede decirse con espíritu libre que sería sumamente inoportuno—siempre hablando humanamente, como correspon^ de a ponderaciones humanas permitidas y presentadas antes de la última palabra del Concilio mismo—'decidir conciliarmente esta o aquella controversia teológica, de las que se habló tanto bajo Pío XII, como el monogenismo, la suerte de los niños quo mueren sin bautismo, el enjuiciamiento del sicoanálisis, o cualquiera de las cuestiones sentenciadas por Pío XII en su encíclica Humani generis de manera por completo suficiente? Es un aspecto más bien de disciplina eclesiástica; podrá el Concilio sin duda tomar decisiones importantes, y las tomará seguramente. Desde muchas partes, y hace ya tiempo, han sido anunciadas cuestiones, que pertenecen inmediatamente a la competencia del ministerio en su forma de obrar conciliar y que podrán, por tanto, ser resueltas (puesto que conciernen inmediatamente al derecho de la Iglesia) e incluso ahora mismo: cuestiones de la relación entre comunidades religiosas y los obispos, de una cierta descentralización de la Iglesia en complejos territoriales rnás amplios (no simplemente en las pequeñas diócesis particulares en cuanto tales, que hoy ya son hechuras incapaces de obrar en no pocas cuestiones eclesiásticas), de una descentralización que no contradiga el que la Iglesia en la época de la unidad mundial necesite imperiosamente de una responsabilidad y de una unidad acrecentadas de cada parte, de cada diócesis, etcétera, frente a toda la Iglesia, de la posibilidad de que hechuras eclesiásticas que quieren unirse con la Iglesia católica puedan conservar en una especie de «rito» la auténtica tradición cristiana de su pasado, de una mayor apertura frente a la Iglesia oriental no unida y frente a los cristianos protestantes, de la simplificación animosa del derecho penal eclesiástico y de otras figuras del Derecho canónico, del reco296
nocimiento de muchas cosas que se han abierto ya camino en y por medio del movimiento litúrgico, pero que no han sido impuestas por completo por las reformas litúrgicas de los dos últimos Pontífices, de la renovación conforme a nuestro tiempo del diaconado, de la acomodación a la vida actual de las leyes del ayuno, del eucarístico también, y de la abstinencia (si es que se tiene a este respecto por posible una legislación para toda la Iglesia); estas y otras cuestiones semejantes puede el Concilio llegar probablemente a resolverlas, en parte porque son más sencillas, en parte también porque no exigen especiales supuestos «carismáticos», y finalmente porque se puede dar como existente la comprensión en toda la Iglesia para determinadas soluciones. Se puede sospechar también que entre las soluciones que de antemano incumben al ministerio y que son posibles en el momento dado, se adoptarán precisamente, o podrán ser adoptadas, ésas que a primera vista aparecen como muy anodinas, sobreentendidas y de corto alcance, pero que en realidad pueden ser de una eficacia sobre el futuro, sobre la mentalidad de los hombres en la Iglesia, que ni es todavía calculable, ni tal vez siquiera la han previsto los autores mismos de esas determinaciones pastorales o de disciplina de estudios o litúrgicas o de diciplina eclesiástica general. Las consecuencias que por ejemplo pudieran tener a la larga determinaciones sobre las Iglesias orientales, que se ajustasen a los deseos de los orientales unidos, si llegasen más tarde a valer como caso ejemplar para otras grandes iglesias católicas parciales de impronta cultural projña en África, Asia, etc., todas las cuales no podrán seguir siendo largo tiempo subsumibles bajo la Iglesia oriental-occidental y latina. Pero también a este respecto habrá que guardarse de esperanzas, que hagan injusticia al Concilio. Los decretos, tampoco los mejores y más sabios, no pueden sustituir al Espíritu. Un decreto bien intencionado sobre la lectura de la Escritura y su empleo en la liturgia, en la teología y en la vida cristiana, no engendra ya de por sí amor a la Escritura, ni tampoco un «movimiento bíblico», como hemos de desearle en la Iglesia, puesto que no le tenemos todavía. En vista de una acomodación de las comunidades religiosas al tiempo actual (que puede tam297
bien consistir en una contradicción con el «espíritu del mundo», más palpable que de costumbre), un Concilio no puede hacer mucho más que expresar al¿}unos deseos y recomendaciones, y algunas determinaciones formales de encuadre, pero de ningún modo proporcionar inmediatamente el Espíritu o el ideal productivo concreto. ¿Quién no ha vivido ya la experiencia de que una legislación de estudios permanezca letra muerta que se cumple por fuera, para poder así dispensarse del espíritu? Por tanto, tampoco respecto de la disciplina eclesiástica, en su más amplio sentido, pueden esperarse milagros de un Concilio. El hombre de hoy, que ha aprendido a distinguir una ley ideal y la realidad, puede, precisamente por eso, ser, frente a una asamblea legislativa, injusto y amargo. Espera de ella la realidad ideal que no puede dar, y condena o desvalora la ley, porque, por lo pronto, no cree siempre y sin más que los legisladores tomen las palabras ideales de la ley tan en serio como suenan. Quizás hemos caído desde una teología del Concilio en general en una praxis del Concilio próximo, y hemos osado quizás prognosis demasiado sobrias o pesimistas, que si se pueden probar de alguna manera, entonces de una aproximativa solamente. Con lo que hemos insinuado no decimos, ni mucho menos, o insinuamos, que el futuro Concilio no tenga ninguna tarea grande y realizable. Todo lo contrario. Tiene grandes tareas, y tales, que las puede cumplir, y de las que podemos esperar por entero que sean cumplidas. Todas nuestras reflexiones han tenido únicamente el propósito de decir sobriamente desde una meditación dogmática de la esencia del Concilio en general, lo que de él se puede esperar y lo que sería antidogmático esperar, además de injusto. Quien estime esta tarea como pequeña para un Concilio, no puede invocar estas reflexiones, sino que minusvalora, sin tener aquí ningún punto de apoyo, lo que es su labor real y resoluble,
establecieron una unión verdadera. Ni Constanza (ni Basilea) ni el Concilio quinto Laterano consiguieron las reformas de la Iglesia necesarias en miembros y cabeza que hubiesen podido ayudar a evitar de antemano la Reforma. Ningún cristiano tiene por qué atenerse a esperar para la Iglesia de un Concilio el cielo en la tierra. La Iglesia será también, después del Concilio, la Iglesia de los pecadores, de los peregrinos, de los que buscan penosamente, la que oscurece la luz; de Dios una y otra vez con las sombras de sus hijos. Y todo esto no es razón alguna para omitir un Concilio, o para esperar de él poco o nada. También aquí se hará poderosa en nuestra flaqueza la fuerza de Dios, Y sin duda que se concluirán muchas cosas que luego Dios irá cambiando a su manera, en gracia y bendición para la humanidad y para la Iglesia. El hombre y la Iglesia deben hacer lo suyo. Sembrar y plantar con paciencia. Porque es maravilloso que también en la Iglesia y para la Iglesia sea de Dios toda prosperidad, y que la podamos esperar sin nuestro merecimiento.
¡Cuántos Concilios no ha habido que, aparentemente, no se hicieron dueños de su tarea! Los enredos del arrianismo comenzaron de veras después del primer Concilio general, en el que debían precisamente haber sido superados. El monofisitismo proliferó exactamente después del Concilio de Calcedonia. Ni el Concilio unificador de Lyon ni el de Florencia 299 298