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Spanish Pages [445] Year 1958
COLECCIÓN
ierra Firme 43
Primera edición, 1948 (Publicada en Méiico) Segunda edición, 1958 Corregida
Derechos reserv a d o s conforme a la ley Copyright by Fondo d e Cultura Económ ica Impreso y hecho en Argentina Printed and made in Argentina
EZEQUIEL MARTINEZ ESTRADA
Muerte y Transfiguración de Martín Fierro Ensayo de interpretación de la vida argentina S E G U N D A E D IC IO N CO RREG IDA
T omo I
FONDO DE CULTURA ECONOMICA
MÉXICO - BUENOS AIRES
P a r t e P r im e r a EL POEMA
LAS a] L a
PERSONAS
p r im e r a p e r s o n a :
El
C a n to r
DATOS BIOGRAFICOS DE HERNANDEZ A l o s cincuenta años de la muerte del poeta, se ignoraba de su vida casi todo lo que no pudo hasta entonces encontrarse en archivos y documentos de su época. Diez años después la situación es la misma, sin que hayan podido agregarse nuevas noticias. Ha de admitirse que no se poseerán ya, y que, aparte algunas cartas que pudieran conservarse aún en posesión de amigos del poeta o descendientes, no se hallarán otros testimo nios. De la vida privada, sólo se tienen los datos sucintos de la biografía (tipo semblanza) que publicó su hermano Rafael en 1896, en el folleto Pehuajó, nomenclatura de las calles de esa ciudad. Fuera de algunos datos sobre la corpulencia del poeta y sus extraordinarias facultades de memorista, el opúsculo no contiene tampoco datos de valor, y ni en publicación ni en confidencia los ha suministrado nadie. Existe un incomprensible secreto en torno a la vida de este autor, de quien ignoramos muchísimo más que de cualquier personaje anodino de su tiempo. Sólo mediante un cuidadoso empeño de no dejar tras cender noticias de la vida privada, de lo que constituyó el móvil y la acción de hombre de existencia tan agitada y abierta, pudo desaparecer de los archivos familiares y amistosos cuanto se refiriera a su persona: hombre o autor. Las anécdotas que se han entregado a la publicidad pueden considerarse inexpre sivas en grado pueril, si por eso no ha de interpretarse que sean maliciosas. Lugones publica su obra El payador , que le está consagrada, sin biografía. Tampoco consigna datos biográficos fuera de los corrientes la Historia de la literatura argentina, de Ricardo Ro jas. Carlos Alberto Leumann y Eleuterio F. Tiscornia, que acudieron a los descendientes del poeta, no han obtenido nin guna referencia de mediano interés; en realidad, nada les debe la pobre biografía ya existente de Hernández. José Roberto del
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Río escribió una breve Vida de José Hernández, cuyo único aporte es el hallazgo del acta bautismal, que difiere de la noticia publicada por Leumann. Inútilmente ha buscado en archivos nacionales y provinciales, que sólo conservan datos ya publicados y de escaso interés. Manuel Gálvez que sigue a esos autores, en particular a Del Río, publicó una biografía con el título José Hernández. Lo demás no tiene ningún valor, y no pasa de ser artículos que reproducen eso poco que se conoce. No existe ningún ensayo de interpretación psicológica, excepto el libro de Rodolfo Senet, que se refiere casi totalmente al Poema. A gentileza del Dr. Luis De Paola debo la copia certificada de algunas cartas de Hernández, extraídas del Ar chivo General de la Nación. No contienen ningún dato personal que merezca reproducirse. Son del año 1864 y dirigidas al coro nel J. M. de Pueyrredón, tío del poeta, desde Paraná a Rosario. En su Discurso, Tiscornia da los siguientes datos: Las mejores páginas que poseemos todavía sobre la vida de José Hernández las escribió ocasionalmente su hermano R afael... Es realmente sensible, por la importancia de las consecuencias, que don Rafael no nos haya dejado otras noticias de la vida estudiosa de su hermano. A llenar este vacío contribuyen, por fortuna, los pocos documentos directos que, hasta hoy, poseemos. Son cartas y advertencias de carácter programático a amigos y lectores... La investigación y la crítica, apenas orientadas entonces, habrían tomado derroteros más seguros con los datos documentales y las observa ciones históricas que, sin duda, pudo revelarles quien conocía toda la vida y la labor del poeta. Pero el hermano no quiso hacerlo y sólo se contentó, aunque no contentara a todos, con señalar el contenido de realidad del poema y las relaciones del poeta con e lla ... [En 1926 visita a la hija, Isabel Hernández de González del Solar.] Yo buscaba y requería, sobre todo, los materiales, las apuntaciones, los bosquejos del poeta en la prepa ración de su obra. Instrumentos de este interés ya no existían: la genero sidad de la familia había ido entregando, poco a poco, a los admiradores del padre los objetos alusivos a su labor gauchesca, y sólo se conservaban la pluma cansada del escritor, alguna carta sin trascendencia y un manus crito de la II Parte del poema, que no es el definitivo, hoy extraviado, pero sí de gran interés para la crítica... [Un cuaderno con apuntes del viejo Vizcacha.] “—¿Y dónde está ese cuaderno?”, pregunté como si recla mara algo mío. ‘‘—No sé qué se hizo”, respondió doña Isabel sonriéndose; “Macuca, mi hermano, lo tenía... pero ¡usted sabe lo que son los pape le s ...!” [En nota:] “Manuel Hernández, desgraciadamente para mí, había muerto en 1921. El me había hablado, en 1914, de un viejo paisano Ayala, taimado y decidor, muy allegado a su padre, pero nada me dijo, ni entonces ni después, de este valioso cuaderno, que ahora traía a la memoria doña
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Isabel. Acaso paró, también, en manos del señor Suárez Orozco que, según el yerno del poeta, detentaba los papeles originales.
El hermano Rafael, que contaba numerosas anécdotas refe rentes al ingenio que, en reunión de amigos, prodigaba Her nández, no dejó constancia de ninguna. Las únicas que poseemos tienen su origen en recuerdos familiares. Son sumamente inte resantes, en su pobreza y trivialidad, precisamente por eso. En La Nación del 10 de noviembre de 1934, aparecieron las si guientes: La segunda parte [del Poema] fué escrita en el hogar, según informan des cendientes, contrariando la versión que dice que lo fué en una capilla de la quinta vecina a la suya, en Belgrano... Acogía humanitariamente a los desheredados: Hernández les permitía alzar sus casitas y les facilitaba víveres y ropas. Paseaban invariablemente todos los días dos poetas: él y Guido y Spano. Este llegaba y se internaba en el parque a esperarlo... Hernández escribía al regresar de la ciudad, después de una jomada siem pre agitada. Al entrar en casa se pasaba la mano por la frente y decía: "Se acabó”. .. En las habitaciones, Isabel, la hija mayor, era su secretaria, que le leía los libros. Decíale: “Una mujer para ser feliz no debe tener fama ni de bonita”. . . Liaba cigarrillos, bebía mate. Contaba lo ocurrido. Ellas cosían o leían. Comenzaba el trabajo. Tamborileaba con los dedos en la mesa: la-la-ra-la. Alzábase y se acariciaba la barba con la lapicera (lapicera que se conserva, manchada de tinta y como mordida en la punta, por nerviosidad).
Refiere Rafael que Hernández era uno de los hombres más inaccesibles a la música. No gustaba de ella, pero era admirador de las artes plásticas.
A continuación relata esta anécdota: Guido es también eximio flautista. Cierta noche quiso hacer partícipe de sus goces filarmónicos a su amigo, el autor del M artín Fierro , que había ido a visitarlo. Tocó maestramente las mejores piezas de su repertorio, y, en uno de los pasajes más sentimentales, observa que su auditor roncaba como un bendito. Escandalizado el artista lo empuja con la flauta, diciéndole: “—Duermes, ¡noble elefante!” “—No, replica el otro, medito.” “—¿En qué, vamos a ver, en qué?” “—En la extravagancia de un hombre de talento, que pasa tantas horas soplando en un canuto.”
Otra anécdota es la de su doble fotografía. No se conocen más.
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En algún concepto absolutamente valido, tanto la falta de materiales biográficos como la existencia de una anecdótica fal seada, o por lo menos inexpresiva hasta el punto de imposibili tar la reconstrucción de una psicología, son indicios de una intencionalidad. Este es un hecho concreto, aunque negativo, para la investigación, pero además significa otra cosa impor tante: que la desconexión del Poema con el Autor, y la reduc ción del Autor a personaje casi incógnito, nos previenen de que en tomo del Poema, en sus nexos íntimos con él, sobre viven hechos generadores de tal curiosa situación. Así como la Obra lia sido desvinculada violentamente de su Autor, sea por la intención de descargarlo de una “culpa de linaje”, sea por datos de clave que no conocemos, a su vez el Autor ha sido desvinculado de un contexto biográfico con que se lo pudo explicar. Pero aislados así, Autor y Obra, por ese mismo hecho estamos autorizados a juntarlos y a considerar al Autor como un ente sometido, por razones ignoradas, a su propia soledad; y al Poema como un ente sometido, también por razones misteriosas, a su propia soledad. Quiere decir que esos dos destinos, el de Martín Fierro y el de Hernández, están ya unidos por algún signo que ha de serles común, hasta el extre mo de poder pensarse que precisamente las causales que de terminaron la soledad y el silencio en torno al Autor, pueden ser las mismas que originaron la creación de su Obra. Recor demos por añadidura, esta sutil reflexión de Benedetto Croce (en Racine ): “Las personas y las acciones de la poesía valen siempre, en cierto sentido, como símbolos y nunca como imá genes perceptivas e históricas”. Por lo tanto, el Martín Fierro contiene ya, de Hernández, esos elementos fatídicos personales que motivaron: 1? la creación de una obra criptográfica, y 2° el misterio biográfico del propio Autor. Prescindiendo, por ahora, de cualquier otra vía de inqui sición, tenemos en primer término el nombre del Protagonista, compuesto por el del lugar de nacimiento del Poeta y por un sinónimo del cuchillo, o arma de pelea, que le es adjudi cado al Autor y que él acepta complacido, usándolo para fir mar sus cartas, entre ellas la que envía al pintor Blanes y que forma parte de la rima en la última estrofa. Estas relaciones exigirían, naturalmente, el estudio del Poema con un designio
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absolutamente distinto al de mi trabajo. Pero creo indispen sable algunas referencias o sugestiones en ese sentido y sólo hasta donde inexcusables escrúpulos me lo permiten. EL RETRA TO DE FRENTE Hernández nació el 10 de noviembre de 1834, en el caserío de Perdriel, San Isidro, en la porción que, al dividirse, corres pondió al partido de San Martín, de la provincia de Buenos Aires. En ese lugar, veinticinco años antes, don Juan Martín de Pueyrredón, más tarde brigadier general en las guerras de Independencia y Director Supremo de las Provincias Unidas del Sur, disciplinó a los gauchos con los que había de contri buir a la resistencia de la capital del Virreinato contra las invasiones inglesas. La madre de Hernández, Isabel Pueyrredón, era prima her mana del héroe-patricio. Un hermano de ella, Manuel Ale jandro Pueyrredón, fue oficial de Granaderos a Caballo y coronel de la Independencia. Otro hermano, el coronel Juan Manuel Pueyrredón, vivió en Rosario de Santa Fe. Isabel te nía diecinueve años al casarse con Rafael Hernández, hijo de un acaudalado comerciante español domiciliado en Buenos Aires, José Hernández Plata. Era Rafael un año menor que su esposa, y el matrimonio se celebra con venia legal de la Justicia, porque los padres de los menores se oponían a esa boda. “El padre de Rafael no consiente; se casan con venia legal. No se visitan más”. “El hijo prefiere renunciar al padre, que lo deshereda” (Carlos A. Leumann, en El Diario, 10 de noviembre de 1934). Se supone que Rafael Hernández traba jaba en la chacra de Pueyrredón. Tanto él como sus dos her manos, Eugenio y Juan José, eran federales. Este último fue uno de los héroes de la batalla de Ituzaingó; formó parte del Estado Mayor de Rosas en la Campaña del Desierto contra los indios (1833-34) y murió como jefe de tropa, con el grado de coronel, en el ejército del tirano, en la batalla de Caseros (3 de febrero de 1852). La familia Pueyrredón fue siempre uni taria, y varios de sus miembros fueron desterrados por Rosas, entre ellos el brigadier general, que regresó en 1849, poco
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tiempo antes de morir. Isabel simpatizaba con la causa de los federales, circunstancia que ahondó la divergencia con sus parientes. Los padres de Hernández vivieron los primeros años de casados en el caserío de Perdriel, que pertenecía a Victoria (hermana de Isabel), casada con un primo, Mariano Pueyrredón. Se desconocen las fechas del matrimonio y del nacimiento de la hija primogénita, Magdalena, la esposa de Gregorio Castro. En 1872, Magdalena poseía la estancia “Cañada Honda”, en Baradero. Es posible que por desavenencias entre las familias de sus progenitores, se demorara el bautizo del niño hasta el 27 de julio de 1835. El padre de Rafael había jurado no volver a ver a su hijo, como pena por haberse casado contra su voluntad. Ese día, Rafael subió con la criatura a una volanta y se dirigió hasta la quinta donde el padre habitaba, en Barracas, requiriéndole que fuera padrino del nieto. El acta del bautismo declara que “En veintisiete de julio de mil ochocientos treinta y cinco, el Presbítero don Francisco Cortaberría bautizó so lemnemente, puso óleo y crisma a un párvulo nacido el diez de noviembre del año anterior, que se llamó José Rafael, hijo legítimo de D. Rafael Hernández y Dña. Isabel Pueyrredón, ambos naturales de esta capital [Buenos Aires]. Fué su padrino su abuelo materno don José Hernández” (Partida asentada en el Libro Veintiocho de Bautismos de la Parroquia de la Cate dral al Norte —Hoy Basílica de la Merced—, citada en Vida de Hernández, de José del Río). Leumann (en un artículo en La Prensa, del 1? de enero de 1938) dice que “lo bautiza el P. Antonio Argerich”. Como sólo el padre y el abuelo asisten a la ceremonia, se nombra a la Virgen de la Merced madrina del niño. En la casa lo llaman hasta entonces por su segundo nombre, Rafael, y el de José acaso le haya sido impuesto en el bautismo para condescender a la intransigencia del abuelo y padrino. El otro hijo varón llevará los mismos nombres en orden inverso: Rafael José. Magdalena y José quedan al cuidado de su tía Victoria, a quien llaman “mamá Totó”, pues los padres parten al sur de la provincia de Buenos Aires siendo ellos todavía muy peque
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ños. En el año 1838 la saña de los federales contra los unita rios llega al extremo. Una tarde se presenta en el caserío de Perdriel un negro que finge estar borracho, y anuncia que irá la Mazorca y que nadie se salvará del degüello. “Ni ésta”, dice por Magdalena. El negro había sido enviado por el tío Juan José. Esa misma noche huyen en una carreta Mariano y Vic toria, llevándose a la niña. Pasan por Baradero y Rosario, in ternándose en el Brasil. Se radican en Río de Janeiro. “Mamá Totó” vuelve en 1849, viuda, se supone que al amparo de la amnistía que se concede al general Pueyrredón. José queda con el abuelo, en Barracas. A los cuatro años sabía leer y a los seis asiste al colegio de Pedro Sánchez. Enfermo del pecho, es llevado a los nueve años de edad, por sus padres, al campo. Su hermano Rafael nace a principios de 1841 y la madre falle ce el 11 de julio de 1843. Es muy posible que José haya sido llevado después de la muerte de la madre. De manera que si poeta, que quedó separado de la madre en su primera infan cia, no volvió a verla ni pudo recordarla. Tampoco volvió a ver a su tía “mamá Totó”. El clima político en que transcurre la infancia de Hernán dez es de los más violentos de nuestra historia. Los anteceden tes de esta época de sangrientas luchas están en el alzamiento de los caudillos de las provincias contra el poder que centra liza Buenos Aires. Capitaneados por Ramírez, en 1820 pene tran las tropas de gauchos en la ciudad y llegan a la Casa de Gobierno para imponer su voluntad, finiquitando una fase vergonzosa de nuestra política que procuraba negociar una monarquía de factura diplomática para el país. Diez años des pués de derrocado el poder de la Corona, el status colonial no había cambiado en ias clases más poderosas de nuestra socie dad, ni había penetrado en la conciencia de la masa popular. Precisamente los caudillos defendían la Independencia, aun que tras sus banderas republicanas se embozaban los intereses más reaccionarios de la Colonia. Rosas había surgido, como los demás caudillos, del caos de esos sentimientos informes del pueblo rural, hacendado omnipotente y héroe en su propia tierra de la más encarnizada lucha por la independencia, la que él inició y que se concluiría cuarenta y cinco años des pués, contra el indio. En la reorganización de las estancias,
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bajo el gobierno de Rosas, el padre de Hernández trabaja como mayordomo de establecimientos que íormaban parte del vasto trust ganadero, y en esas tareas lo secunda el poeta, hasta que se independiza en 1853 para seguir la carrera de las armas. El padre muere en 1857, fulminado por un rayo, en el campo. “Allá, en Camarones y en Laguna de los Padres —informa Rafael, en Pehuajó—, se hizo gaucho, aprendió a jinetear, to mó parte en varios entreveros y presenció aquellos grandes trabajos que su padre ejecutaba y de que hoy [1896] no se tiene idea. Esta es la base de los profundos conocimientos de la vida gaucha y amor al paisano que des¡:>legó en todos sus actos. . . l ’omó al gaucho en la frontera, se internó con él en el desierto, ludió en el pajonal con el pampa. . .” Otros datos se los debemos a D. Patricio Lynch Pueyrredón, “pariente y morador de la chacra Pueyrredón” (en el número 4 de la publicación Martín Fierro, 1934, de José Gabriel): “Donde vivió temporadas José, o Pepe, como era llamado, fué en “La Primavera”, casa de su hermana Magdalena, casada con D. Gregorio Castro, una de cuyas hijas, Rosa, casó hacia los veinticinco años con Manuel —Macuca—, hijo de Martin Fierro. De allí, establecimiento que dista pocas cuadras de la chacra, visitaba a ésta con frecuencia, pues aparte de tener especial placer en ver a sus moradores, éstos eran los únicos que se hallaban en posesión de datos valiosos para él, que se dedicó siempre al periodismo y a la política. Son muchos sus parientes que afirman que él nada sabía de campo, y no se explican perfectamente que haya podido llegar a escribir una obra en que evidencia un profundo conocimiento de las cosas y costumbres rurales. Pero ello es explicable si se tiene en cuenta que tuvo un contacto estrecho con gentes de la campaña, y sobre todo con personas como su cuñado Gregorio Castro, quien le administró “La Isabel”, “La Merced”, y “Martín Fierro” —esta última en Capilla del Señor—, estancias adquiridas, las primeras por el padre, con quien también había pasado una larga temporada en el campo, en su juventud, y la última con el producto de sus trabajos literarios y periodísticos”.
Tiscornia (en su Discurso) admite que el padre desempe ñaba faenas ganaderiles, tales como las de los gauchos. Dice (literalmente): “De abolengo español e hijo de gaucho. . . Allí, junto al padre, fiero domeñador de ganados cimarrones, halló el secreto de la virilidad gauchesca”. La noticia de Rafael es: “ ...e n alta escala trabajaba su señor padre, gozando de re nombre en el paisanaje surero, por sus grandes empresas en
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volteadas de haciendas en los campos de D. Felipe Piñeyro, Calixto Mouján, Pedro Vela, Escribano, Casares, Alzaga, Llavallol, etc., de donde enviaba decenas de miles para los sala deros de Cambaceres, de Panthou y otros”. Ocurre entonces la caída de Rosas, vencido por uno de sus antiguos lugarte nientes. Desde la batalla de Caseros, en que el Ejército Grande, mandado por Urquiza, derrotó al tirano, se planteó la rivali dad irremediable entre la provincia de Buenos Aires y el resto del país. Primeramente fue Entre Ríos, de donde Urquiza era oriundo, y más tarde Corrientes, Santa Fe y el resto del interior, que intentaron restar su hegemonía a Buenos Aires, llave cen tral de la riqueza pecuaria y comercial desde la Colonia, por tener el único puerto habilitado al tráfico ultramarino, y los campos más feraces. La caída de Rosas no fue obra de los uni tarios, entre quienes se hallaban, desterrados, los hombres más eminentes del país. Desde Chile y el Uruguay llevaban una incansable guerra de ideas contra el tirano, impotentes para otra acción más decisiva. Montevideo y Santiago eran lugares desde donde se disparaban panfletos, libros, periódicos y poe mas incendiarios. Echeverría compuso en su Dogma socialista el alegato más consistente contra la desviación por Rosas de la orientación de la Revolución emancipadora, liberal y de mocrática en sus orígenes. Sarmiento compuso, en Santiago de Chile, a pliego por día, su Facundo o Civilización y barbarie, el otro libro capital de nuestra sociología. Rosas había sido derrocado, pero no por los teóricos del progreso y del orden —polemistas y poetas--, sino por fuerzas coaligadas y auxilia das desde fuera, de su mismo origen. Urquiza, saladerista y terrateniente, jefe de los gauchos entrerrianos, a Jos que se agregaron, como relatores y consejeros o técnicos militares, los exilados en las repúblicas limítrofes, era un caudillo tan fuerte en su provincia como Bustos, López, Aldao, Ibarra y Peñaloza en las suyas. Provenía de la línea de Ramírez y Hereñú, que ya habían batido a los unitarios en los tiempos de Pueyrredón y Rivadavia. Días después de la victoria la divisa celeste se cambió por la punzó, de los federales. Muy pronto, pues, de bieron encontrarse y herirse entre sí los unitarios que forma ban parte del cortejo de los triunfadores y los vencedores de
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verdad: regimientos y batallones reclutados en los campos, al mando de los mismos caudillos que se había querido elimi nar. Sarmiento fue el primero en percibir la continuidad del nuevo con el antiguo régimen, y lo denunció en su Carta de Yungay (Chile) dirigida a Urquiza. Ello dió lugar a su polé mica epistolar con Alberdi, quien también pasó a Chile (en Quillota). Las ciento y una, de Sarmiento, y las Cartas quillotanas, de Alberdi, son la primera contienda entre dos rivales que hasta Caseros vivieron en la misma doctrina y en la misma espera de libertad. Hernández utilizará las ideas de Alberdi en su oposición intransigente contra Sarmiento. Constituido bajo preceptos legales el gobierno provincial de Buenos Aires, Valentín Alsina fue designado gobernador por mayoría de un voto. Este triunfo inseguro anunciaba in mediatas perturbaciones. Sus ministros, entre ellos Mitre y Flores, esperaban realizar el plan que sostuvieron en el des tierro. La única fuerza con que podían contar, ya en desacuer do con las demás provincias, era la riqueza y el adelanto de la provincia de Buenos Aires, mucho más importante que el resto de la República junto. Desaparecido Rosas seguían com batiendo su régimen, y el régimen era, precisamente, lo que les había permitido volver libres al país. Urquiza mantuvo a los antiguos gobernadores de provin cia, y el Acuerdo de San Nicolás fue en verdad, como lo defi nió Sarmiento, “un consejo de caciques”. No se podía hacer otra cosa en realidad, como hubieron de entenderlo al fin los mismos adversarios. Representantes genuinos del régimen abo lido, eran ellos los gobernadores-propietarios de sus provincias: caciques-generales-gobernadores. Ese mismo año, a los siete me ses, tiene lugar la primera revolución entre las dos facciones porteñas: la unitaria pura y la federal transigente. Es sofocada, pero sus gérmenes perduran diez años y contaminan a todos los habitantes, inclusive a los indios, que desde ahí comienzan a intervenir en política, ya como aliados, ya como enemigos. Ese es el caos que se ha llamado la organización y que no re solvió ningún problema fundamental, fuera del de sancionar la Constitución nacional (en 1853). Sólo resolvió los problemas de las jefaturas y de los cargos públicos, como si no fuera eso lo que caracterizaba a los caudillos execrados en el Facundo.
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Consecuencia de ese levantamiento, que se consuma con exqui sitas perfidias, es la asonada del coronel Lagos contra el go bernador Alsina, de quien recibió el mando de comandante en jefe del ejército. Lagos buscó la ayuda de Urquiza, como que en realidad quería extirpar a los intrusos que denegaban los fines de la revolución de Caseros. Pero no la obtuvo. Para reforzar las tropas leales, mandadas por Mitre, quien ocupa desde entonces un lugar prominente en todas las actividades públicas, avanza desde los campos del sur de Buenos Aires, en donde se suponía que Hernández estuviera a la sazón tra bajando, el coronel Pedro Rosas y Belgrano. Hernández in gresó en las filas como oficial del ejército, bajo las órdenes de este militar, hijo adoptivo del tirano, en 1853. Toma partido en favor del gobierno, contra las tropas rebeldes de Lagos, en las fuerzas que acaudillaba el general Pinto, formadas en su mayoría por gauchos. El 22 de enero de ese año, al norte del Río Salado y a unos cincuenta kilómetros de Chascomús (don de a la sazón vivía Guillermo Enrique Hudson), en el Rincón de San Gregorio, son derrotados por el general Gregorio Paz. En Allá lejos y hace mucho tiempo , contó Hudson la persecu ción de los fugitivos. ¿No iría entre ellos Hernández, en la escena feroz que narra, cuando el padre se niega a suministrar ios caballos que le piden? El coronel Velazco es degollado al dársele alcance, y otro militar, Acosta, intenta vadear el río y perece ahogado. En esa oportunidad es hecho prisionero Rosas y Belgrano. Queda Hernández en los campos bonaerenses hasta el 8 de noviembre de 1854, en que toma parte en la batalla de El Tala, otra vez contra el coronel Lagos, cuyas tropas son derrotadas ahora. La provincia también había sido invadida por el general Jerónimo Costa, por órdenes o con el consenti miento de Urquiza. Hernández combate como soldado, al man do del coronel Hornos. En 1857 abandona las filas del ejército por haberse batido en duelo con otro oficial: Hernández había alcanzado el grado de capitán ayudante (teniente). Contrario a Mitre, es seguro que aquel incidente se originó en cuestiones políticas. La oposición se había organizado poco antes en un partido dirigido por D. Nicolás Calvo. Mariano A. Pelliza (en La organización nacional , XI) escribe:
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Desde principios de 1856 se vió aparecer en Buenos Aires, con propósitos definidos, un partido de oposición al gobierno y otro de sostenedores de la misma autoridad. Denominábase el primero “chupandino”, nombre puesto por sus adversarios, y equivocadamente alusivo a la supuesta intem perancia de la mayoría de sus miembros; y este último obtuvo el de “pandillero”, porque siempre andaban en fuertes grupos, metiendo escán dalo y asaltando a sus contrarios, quienes, como gente más reposada y que no contaba con el apoyo de la autoridad, se sometía a tales atrevi mientos, si bien algunas veces, perdida la paciencia y enconados los ánimos, devolvían golpe por golpe. [En un párrafo se dice: “no se trataba de nombres de partidos sino de motes de bandería; el nombre-mote, al fin aceptado por cada contendor, era injurioso en sí”.] De esta rencilla entre la gente menuda de los partidos, se llegó a los lances serios entre los periodistas de una y otra fracción. Don Nicolás Calvo [a quien seguía Hernández], que se había puesto al frente del partido reformista [chupan dino], aludiendo a su prédica encaminada a la incorporación de Buenos Aires, previa la reforma de la Constitución federal, desde las columnas de La R eform a Pacifica [ahí colaboraba Hernández] atacaba rudamente a los hombres de gobierno y sus sostenedores del partido liberal [pandillero], al frente de los cuales se destacaba como periodista el doctor Juan Carlos Gómez, que escribía brillantemente en L a T rib u n a , papel de combate, fundado por los hijos del doctor Florencio Varela. Las ardientes polémicas de aquellos dos atletas del periodismo en que terciaban escritores de igual pujanza, como Mitre, Sarmiento y el poeta Mármol, los arrastró a los extremos de un lance en el terreno del honor. Don Nicolás Calvo, tenido por un duelista de fuerza, obtuvo la pistola sin bala y con ella hizo fuego sobre su contrario. El doctor Gómez, teniendo la vida de Calvo en la boca de su arma, con la hidalguía de un paladín antiguo, disparó al aire, diciendo: “He venido a morir y no a matar”. Pero eran tales los tiempos, que aquel rasgo caballeresco sólo sirvió para enardecer al campeón de la reforma, que no le perdonó nunca a Gómez su auténtica caballerosidad, diciéndole que era más fácil morir que matar; que para lo primero sólo se necesitaba un momento de abnegación, mien tras que para lo segundo se requería el valor que no dan las circunstancias sino la sangre. Poco después, el redactor de E l Nacional, don Domingo Faustino Sarmiento, se encontraba en la calle con don Juan José Soto, editor de La R eform a Pacífica, y se trenzaban a bastonazos y mojicones por aquellas etiquetas políticas [sic], y ambos, maltrechos y enardecidos por el brioso pugilato, eran llevados a la policía por los agentes de seguridad, donde uno y otro combatiente exhibía como argumento los moretones y carde nales cosechados en la lucha.
Afiliado al partido reformista, Hernández participará en adelante en todas las revoluciones del litoral. Los que pelea ban con las armas eran los mismos que formaban las milicias civiles que, en las treguas, combatían en periódicos y tribunas; la actividad era la misma. Toda su vida, prácticamente, Her
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nández actúa en unas y otras campañas. De su residencia en Buenos Aires durante los cinco años de su carrera militar ape nas se tienen noticias, y su hermano Rafael no alude siquiera a este aspecto de su vida. Sin fortuna, resistiendo al gobierno que se negaba a concertar con las demás provincias el Estado federal consagrado por la Constitución, en 1858 pasa Hernán dez a Paraná. Allí publica, ese año, su folleto Las dos políticas, que se inspira en las ideas de Alberdi, adoptadas en parte por Urquiza, presidente de la Confederación. En esa ciudad estaba instalado el Congreso Nacional, donde más tarde desempeñará el poeta el puesto de taquígrafo. Inmediatamente después de su llegada,’ se emplea como tenedor de libros en casa del co merciante Ramón Puig, más tarde yerno del general López Jordán. En Paraná, y por insinuación de Benjamín Victorica —yerno del presidente Urquiza—, se dedica al periodismo y colabora en el periódico El Nacional Argentino, gubernista. A fines de 1858 llega Rafael a esa ciudad. “Recuerdan —escri be Del Río— haberlo visto [a Hernández] con frecuencia en el mercado, donde se pasaba escuchando los dichos y chistes gauchescos de los carniceros que entonces son todos criollos de pura cepa y de indumentaria campera”. Por su potente voz y por su modo desembarazado de hablar, le ponen el sobrenom bre de “Matraca”, con que sus amigos lo conocen hasta que en 1873 se le cambia por el de “Martín Fierro”. En 1859 toma las armas como ayudante de Urquiza, en el regimiento 19 de línea, batallón Palma. El 23 de octubre se libra la batalla de Cepeda. Urquiza tenía su campamento en Rosario y Mitre en San Nicolás. El ejército federal contaba con unos catorce mil soldados, la mayoría magníficos jinetes y bien equipados; los porteños llevaban nueve mil combatien-, tes, cuatro mil setecientos de infantería y cuatro mil de caba llería de línea y milicia. El comandante de vanguardia, gene ral Hornos, se excusó de intervenir por encontrarse enfermo, y lo sustituyó el general uruguayo Venancio Flores, que se puso a las órdenes de Mitre inmediatamente de ser dado de baja en el ejército de su país. Su incorporación a las filas, con su grado, motivó enérgicas protestas. La caballería disciplinada de Urquiza bate a la de Mitre, quien abandona su artillería y regresa a San Nicolás. Derrotadas las fuerzas de Buenos Aires,
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el gobierno de la provincia declara el estado de sitio el 24 de octubre, quedando Mitre como jefe de la defensa. El goberna dor Alsina renuncia, y el 8 de noviembre ocupa ese cargo el presidente del Senado, Felipe Llavallol. Hernández abandona las filas del ejército con el grado de sargento mayor e ingresa como oficial 2° en la Contaduría de la Confederación, y poco más tarde como taquígrafo del Se nado, por recomendación de su íntimo amigo —después su concuñado—, el doctor Manuel Martínez Fonte. Actúa también como taquígrafo en las sesiones especiales de la Cámara de Diputados y en la Convención de Nogoyá. Vive entonces en la calle Industria (hoy España), en la casa que ocupa ahora el Archivo Histórico Provincial. A una cuadra reside la fami lia Del Solar, que transitoriamente se había trasladado de Bue nos Aires a Paraná. Carolina y Teresa González del Solar se casan con Hernández y con Martínez Fonte, respectivamente. El matrimonio de aquél se realiza en la Catedral, el 8 de junio de 1863. En el Libro VIII de Matrimonios (folio 86) figura Catalina como hija legítima de Andrés González del Solar, español de Santander, y de Margarita Puente, uruguaya. Su primera hija, Isabel, nace el 19 de marzo de 1864. En 1860 se reintegra en el ejército de Urquiza, para opo nerse a la invasión que nuevamente encabeza Mitre. El 17 de septiembre combate en la batalla de Pavón en que Urquiza es derrotado; semanas después sufre otro descalabro en Cañada de Gómez. El presidente Derqui renuncia y pasa al Uruguay; el vicepresidente, general Juan Esteban Pedernera, asume el poder y designa a Hernández su secretario privado. Disuelto el poder ejecutivo por el presidente Pedernera, en diciembre de 1861, Hernández se consagra al periodismo. Dirige El Argen tino, periódico de oposición al gobierno de Mitre, quien asu me la presidencia de la República en 1862, y de Sarmiento, gobernador de San Juan. El 12 de noviembre de 1863 es asesinado “El Chacho”. El 5 de noviembre de 1864 escribe a su tío, el coronel Juan Manuel Pueyrredón, en Rosario: “Sabe que tengo ganas de irme a Rosario —dígame cómo está aquello y si podré hacer algo—. Tengo ganas de cambiar de domicilio —escríbame algo sobre el particular”. A fines de diciembre está en Concepción del Uruguay. Las tropas del dictador López,
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del Paraguay, invaden el norte de la provincia de Corrientes. Hernández parte para Paysandú y allí se pone a las órdenes del general Gómez. Su hermano Rafael, que tiene el grado de capitán, está ya en Paysandú. Con el poeta Carlos Guido y Spano, que habría de ser su íntimo amigo, parten juntos de Concepción del Uruguay para combatir contra las fuerzas de los jefes paraguayos Flores y Tamandaré. En los primeros días, de 1865 cae Paysandú, y los invasores ordenan el fusilamiento del general Gómez y de los defensores de la plaza. Estos actos dan origen a la guerra de coalición de Argentina, Uruguay y Brasil contra el Paraguay, que se inicia en marzo. Hernández y Guido y Spano se hallan en la isla Caridad, frente a la po blación devastada, y socorren a las familias y a los heridos fu gitivos, Rafael logra escapar “disfrazado de gaucho, con las ropas del cuñado Gregorio Castro” (en Urquiza y Mitre, de Benjamín Victorica). Comenta Del Río: “Se cree que [Hernán dez] vive un tiempo en Paysandú y que allí compone algunos cantos de Martín Fierro”. No se sabe que haya combatido en esta guerra, en la cual el jefe del Estado Mayor era Mitre. Fue contrario a ella, como Alberdi y muchísimos hombres ilus tres de ese tiempo. El general paraguayo Robles ocupa la ciu dad de Corrientes. El gobernador de la provincia era su ami go Evaristo López, electo conforme a nuestros ritos, por impo sición del caudillo regional, el general Nicanor Cáceres, que estaba al frente de las tropas de guerra encargadas de apresar a los desertores, por nombramiento del gobierno nacional. Era, además, jefe de policía de Corrientes. Su poder seguía siendo muy grande en la campaña y podía levantar fuerzas mayores que las del ejército, si éstas hubieran intentado reprimir sus desmanes. Luis M. Sommariva ha descrito el aspecto político de esa provincia, en su Historia de las intervenciones federales. Es un cuadro de época: Cáceres valía más como jefe de las mi licias gauchas que como general de la Nación; de modo que imponía su voluntad sin apelación, como militar y como cau dillo montonero. López era un gobernador a sus órdenes, que él podía quitar como lo había puesto, manejándolo desde su feudo, en Curuzú-Cuatiá. El gobierno porteño y el partido liberal se opusieron a esa elección. López, además, era adicto al general Urquiza, y por
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lo mismo se oponía a la candidatura de Sarmiento a la pre sidencia, sostenida por los liberales y lanzada, un poco en bro ma, por el coronel Mansilla. Esa es la misma posición de su amigo Hernández, funcionario y secretario de López. Llegó a ser Ministro de Gobierno. Contra Sarmiento había publicado ya su panfleto sobre Peñaloza (“El Chacho”). La política de Hernández coincide con la de López y Cáceres desde años an tes, y es la misma de los provincianos contra los porteños, de Urquiza, a quien se opuso Mitre. A su vez Sarmiento escribió otra Vida de El Chacho, muestrario de tropelías y ejemplo del caudillismo ignaro y fanático. Hernández es nombrado el 7 de marzo de 1867 Fiscal Ge neral de Estado, interino. De julio a septiembre de ese mismo año desempeña el cargo de secretario de la Cámara Legislativa; en octubre de 1867 y en marzo de 1868 forma parte del T ri bunal Superior de Justicia, según constancias en resoluciones que suscribe como miembro integrante del mismo. A pesar de estos datos, pregunta Manuel Gálvez (en José Hernández): ¿Qué hace Hernández desde fines de enero de 1865 hasta principios de 1867, en que aparece en Corrientes? Nadie, hasta ahora, ha podido ave riguar el lugar en que transcurrieron esos dos años de la vida andariega del escritor y guerrero. Lo seguro es que ha ido Hernández a reunirse con su mujer. Lo prueba este hecho elocuente: el 6 de noviembre del 65 nace su hijo Manuel, de modo que nueve meses atrás, por lo menos, ha debido estar en Paraná con su mujer. Tal vez ha pasado un largo tiempo en esa ciudad. Y todo hace creer que a fines del 66 ya está en Corrientes.
Se conoce una carta de Hernández a su esposa (del 26 de oc tubre de 1866, escrita desde Montevideo), donde le dice: Hemos inventado un sistema que denominamos "timbres eléctricos de seguridad”. Sencillo, porque todas las complicaciones han sido vencidas felizmente y el sistema está reducido a su última expresión. Fácil, porque con él reclama el auxilio de la autoridad policial cualquier persona, de cualquier clase, sexo, edad o condición. Cómodo, porque no emplea per sona alguna, ni tiempo, ni espacio, y puede usar de él cualquier hombre, niño, sirvienta y cualquier señor sin salir de su dormitorio o habitaciones interiores. Seguro, porque con él puede reclamarse el auxilio de la comi saría de la sección, del sereno de la manzana, de los vecinos y transeúntes sin que el empleado que por negligencia dejara de acudir al llamado tenga medio alguno de disculpar su falta de cumplimiento. Es barato... Al interior del hogar va la seguridad de que ha carecido hasta hoy, y la
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madre de familia, débil por naturaleza e indefensa en el interior de su casa, se hallará siempre amparada por la autoridad pública, cuyo auxilio puede reclamar desde sus habitaciones interiores en cualquier momento. Señala el nombre de la calle y número de la casa en que se reclama el auxilio. La persona que reclama el auxilio tiene en el acto mismo la comprobación de que ha sido oída.
Hernández escribe al doctor Manuel Martínez Fonte, en Paraná, quien atendía casa y familia de Hernández, que el go bierno nacional prepara una revolución contra López. Efecti vamente, el gobernador es detenido por orden del gobierno nacional, en vísperas de reunirse el Colegio que habría de ele girlo, y con intervención de oficiales del ejército lo encarcelan, el 27 de mayo de 1868. En lugar de López, los agentes del go bierno central ponen a Francisco M. Escobar, presidente de la legislatura correntina, quien declara su adhesión al gobierno de Mitre y, como pretexto del derrocamiento de López, invoca la necesidad de secundar con todas las fuerzas de la provincia la guerra contra el Paraguay. Se había obligado a López a renunciar, y, teniéndosele todavía preso, se le conmina a que ratifique la renuncia que se le había arrancado de viva fuerza. Con este procedimiento, tantas veces consagrado por los hechos en nuestra historia, se llenaban requisitos seudolegales y se sentaban precedentes que habrían de servir, si no en la juris prudencia, sí en el orden de las costumbres cívicas, para todas las asonadas que destituyen a gobernadores y presidentes de la Nación. Es entonces cuando Cáceres se levanta contra el gobierno de jacto de la provincia y contra la legislatura renovada por Escobar, luego de destituir a la anterior del gobierno de López. Numerosas fuerzas de Entre Ríos pasan a Corrientes para com batir con Cáceres, y en ellas va Hernández. Esa adhesión, en cabezada por López Jordán, era un levantamiento contra la voluntad de Urquiza, gobernador de Entre Ríos, cuya situa ción con el gobierno nacional había mejorado en los últimos tiempos. Hernández se levanta contra el caudillo después de haber combatido por su causa en Cepeda y en Pavón. El go bierno nacional consideró que la provincia de Corrientes se encontraba intervenida desde 1865 por la invasión de tropas paraguayas, y cohonestó su política allí con ese falaz argumen
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to. El levantamiento de Cáceres en Corrientes y el de López Jordán en Entre Ríos abarcaban un objetivo todavía más complejo, pues resucitaba la vieja discordia entre el litoral y los porteños. Consideróse a Urquiza entregado a las maniobras del gobierno de Buenos Aires y, por lo tanto, también contra él se levantaron los revolucionarios. Esta es la razón de que Hernández, urquicista en 1858, cuando la publicación de su folleto sobre la vida de “El Chacho” y en sus ulteriores cam pañas militares y periodísticas, aparezca defendiendo la po sición de Evaristo López, de ninguna manera legítima, y la de Cáceres y López Jordán; ésta es también la razón de su amis tad estrecha (en Santa Ana do Livramento) con Juan Pirán, uno de los ejecutores materiales del asesinato de Urquiza. El levantamiento era también contra Urquiza; por eso, especial mente por eso, Mitre declaró que la renuncia de López, obte nida con violencia, justificaba la revolución de Cáceres, con lo que venía a apoyarse, bajo la faz de nuevas circunstancias, a los caudillos combatidos con anterioridad. Sin embargo, Mi tre repudiaba este acto por las derivaciones que tuvo en la provincia vecina. Numerosos jefes y oficiales del ejército, que habían intervenido antes en el encarcelamiento del goberna dor López, simpatizaban con la causa de Cáceres. Corrientes y Entre Ríos amenazaban, en el rigor de la guerra contra Para guay, con la guerra civil. Cáceres renunció al grado de general que tenía en el ejército. El presidente de jacto de la legislatura, Victorio Torrent, es designado gobernador, y López es puesto en libertad. Este, de inmediato, declara ilegales su renuncia y todos los actos por los que las autoridades fueron relevadas. Mitre lo consideraba gobernador legítimo y a Torrent goberna dor de jacto, en una duplicidad de poderes que es común den tro de la nebulosa conciencia política de nuestra historia. Siem pre hay un gobernante de jacto en el poder y otro gobernante de jure en el otro poder. Urquiza observaba una actitud am bigua, a tono con lo que venía ocurriendo, pero se ofreció a sofocar la revolución en Corrientes, lo cual permitiría utilizar las divisiones de ejército detenidas allí y enviarlas al Paraguay. Inclusive se comprometía a restablecer las autoridades legales. En septiembre de 1868, el comisionado federal, general Emi lio Mitre, inicia su campaña contra Cáceres, que había sido
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batido en julio junto con tropas de Entre Ríos, llevadas por López Jordán. Tanto López romo Torrent disponían de po derosas fuerzas armadas. Falto de apoyo por las autoridades nacionales, López pidió a la Cámara de Diputados de la Nación, por notas del 25 de octubre y del 16 de noviembre de 1868, que se interviniese la provincia. Mitre y su ministro Sarmiento, que mantenían tro pas regulares allí, restadas a la guerra con el Paraguay, alega ron que la participación de Cáceres impedía toda acción en su favor. El 5 de diciembre, López dirigió una nota al gobernador Castro, expresando que los derechos provinciales habían sido violados en Corrientes, precisamente por el gobierno encar gado de defenderlos, lo cual suponía la destrucción del régimen federal. Hernández refrendó esa nota, en calidad de Ministro. Toda esa campaña de López Jordán fue seguida por Her nández. ; Sarmiento es ahora presidente de la República. Hernández se apresta a recios combates. Reside en Buenos Aires y funda el diario El Rio de la Plata, cuyo primer número aparece el 6 de agosto de 1869. Se ha supuesto que Urquiza sostuvo de su peculio particular esa publicación. Hernández tiene tres hijos: Isabel, Manuel y la tercera, Mercedes, que nació el 24 de noviembre de 1867, en Corrientes. El 17 de marzo de 1870, Hernández publica una noticia, la única con su nombre, que dice: Por aviso judicial, es llamado este señor [José Hernández] para que en el término de quince días, a contar del 8 del presente, comparezca a responder en la demanda que le ha promovido el síndico procurador prin cipal, por cobro de alquileres y desalojos de la casa ocupada por la imprenta de su propiedad, bajo apercibimiento de lo que hubiera lugar__ Hace dos años que ocupábamos en Corrientes un puesto oficial, y éramos dueños de una imprenta por la cual publicábamos un periódico [El Eco de Corrientes, fundado el 24 de agosto de 1864 y que Hernández dirigió desde comienzos del 1867]... Un escandaloso motín militar tuvo lugar el 27 de mayo de 1868, encabezado por el jefe de la plaza, por soldados nacionales, por jefes y oficiales del ejército argentino que operaba contra el Paraguay. Como de paso, hacemos notar que en estos días ha publicado el señor Elizalde algunas cartas para sincerar al gobierno nacional de los cargos que se le hacían de haber premiado y ayudado aquella revolución, y en las cuales se manifiesta que el ministro Elizalde entró en correspondencia confi-
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dendal con los revolucionarios desde el día siguiente del motín. En el momento de la revolución, soldados de la armada rodearon nuestra casa, intimándonos orden de prisión. Abandonamos la ciudad y en el carácter de gobierno continuamos cinco meses la lucha armada de que fué teatro aquella provincia. El gobierno embargó nuestra imprenta. Mi esposa reclamó de este violento despojo, pero fué desoída, y la injusticia se consumó como se consumaron todas las injusticias.
El programa político de El Río de la Plata fue redactado por Guido y Spano, y se concreta en estos puntos: a) autono mía de las localidades; b) municipalidades electivas; c) aboli ción del contingente de fronteras; d) elegibilidad popular de jueces de paz, comandantes militares y consejeros escolares. Hernández intenta fundar un partido político, fiel a sus ideas de reformista dentro del sistema federal que está consolidado por la incorporación de Buenos Aires a la Confederación en 1863, y en él ingresan Carlos Pellegrini, Carlos Paz, Enrique B. Moreno, Vicente Quesada. En enero de 1870 deja de aparecer El Río de la Plata y el 11 de abril es asesinado Urquiza en su residencia de San José. Hernández se había trasladado ya a Entre Ríos, para tomar parte activa junto a su amigo López Jordán, a quien todos sindican como instigador del asesinato del caudillo, en la nue va revolución. Su familia queda en San Martín, donde el 28 de mayo nace su hija Margarita. El presidente Sarmiento destaca al general Emilio Mitre con órdenes severas y dispone el desembarco de tropas federales en Gualeguaychú. Simón Luengo, caudillo de Córdoba; Cáceres, de Corrientes, y López Jordán, gobernador de jacto de Entre Ríos, resisten la intervención nacional. Sarmiento declara no recono cer el gobierno de López Jordán. Las fuerzas nacionales impiden que el movimiento se propague a Córdoba y Santa Fe; evitan la sublevación de Corrientes, y así queda circunscrito en la provincia de Entre Ríos un movimiento que estaba ramifica do en todo el interior. El gobierno moviliza fuerzas de Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes: todo el litoral. Her nández milita en Jos batallones revolucionarios, que libran gue rras de guerrillas. Tras la derrota de Sauce, infligida por el general Conesa, las fuerzas de López Jordán se encaminan a sitiar a Paraná,
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defendida por el coronel Juan Ayala. No obstante, consiguen ocupar Concordia y Gualeguaychú. Sarmiento sustituye al gene ral Emilio Mitre con el ministro de guerra, Manuel de Gaínza (aludido en el Martin Fierro como “don Ganza”), quien de signa en su lugar al general Juan A. Gelly y Obes. El general Ignacio Rivas, con fuerzas la mitad menores que las de López Jordán, derrota a éste en Santa Rosa, lo cual no le impide recapturar la ciudad de Gualeguaychú. Gelly y Obes es reem plazado por el general Arredondo. López Jordán pasa a Co rrientes, y en Ñaenibé, el 26 de enero de 1871, pierde quinientos hombres en la batalla. En esa acción Julio A. Roca, el futuro Héroe del Desierto, es ascendido a coronel y comienza su carrera triunfal de militar y político. Tras ese desastre, López Jordán y Hernández huyen al Brasil, en un itinerario que se supone de Federación al Salto Oriental, y de aquí a Rivera-Santa Ana do Livramento. Durante la ausencia de Hernández, su familia se traslada a Baradero, a la estancia “Cañada Honda”, de su hermana Mag dalena. En 1872 el poeta está de nuevo en Buenos Aires y se hospeda en el “Hotel Argentino”, donde compone por lo menos el final del Martín Fierro. A fines de este año, pasa a Monte video. El 7 de enero de 1872, el coronel Valerio Insaurralde se subleva en Curuzú-Cuatiá contra el gobernador de Corrien tes, Dr. Agustín P. Justo, impuesto por el gobernador Baibiene. El 12, Justo abandona la provincia recurriendo a Sarmiento para que el gobierno federal intervenga. Baibiene sofoca la revolución un mes después de su estallido. Para secundar ese movimiento, López Jordán, en el destierro, prepara nuevas fuer zas con los emigrados y adictos. La revolución hubo de estallar el 19 de mayo de 1873. López Jordán ocupa numerosas ciudades y pueblos de Entre Ríos, menos sus antiguos baluartes, que es tán custodiados por fuerzas nacionales: Concordia, Concepción del Uruguay y Gualeguaychú. El movimiento es sofocado por el ministro de guerra, Manuel de Gaínza, el 9 de diciembre, en el combate de Don Gonzalo. Se ignora si Hernández par ticipó en la revuelta. Reside en Montevideo, dedicado al pe riodismo. Colabora en el diario La Patria, fundado por su propietario y director, Héctor S. Soto (hijo de Nicanor, que dirigía La Reforma Pacífica), el 19 de noviembre de 1873.
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Era un diario político, comercial, literario y noticioso que, según palabras editoriales, ‘‘venía a proclamar la soberanía del pueblo y la igualdad ante la ley, tomando la verdad por prin cipio y el bien público por objeto” (en el artículo “José Her nández, periodista en Montevideo”, de J. Mí Sánchez Saldaña, en La Prensa del 19 de octubre de 1941). El nombre de Hernán dez aparece mencionado en la edición del 5 de agosto de 1874 como co-director con Soto, y desaparece desde el número del 26 de septiembre. Se supone que Hernández regresó a Buenos Aires. El 23 de octubre dirige ese diario hasta el 8 de noviem bre; entre el 18 y el 24 se interrumpe la publicación, y el 1? de enero de 1875 deja de aparecer definitivamente. Tiempo después dirá Soto de su colaborador: “Supo abordar con altivez, ilustración e independencia las más difíciles cuestiones susci tadas en la prensa desde la aparición del diario, deudor a él en gran parte de la popularidad, la simpatía y el respeto que merecía entre la opinión pública”. Algunos artículos los firmaba Hernández con el seudónimo “Un Patagón”. Se le atribuyen dos décimas, en respuesta a una objeción que se le había hecho desde otro periódico. (Una de esas décimas lleva rimas com binadas en forma irregular.) Dicen: A fuer de puro inocente quiso “El Grillo” en su jarana coi regirme a mí la plana y se ha pelado la frente. El purista impertinente, con frases poco galanas y con términos chocantes, n.ostrado ha con ligereza no conocer la riqueza del idioma de Cervantes.
Llamé vejigas a un mal a que él viruelas lo nombra. Y a la verdad no me asombra que no sepa que es igual. Mas lo que del nombre es trivial, lio hay quien por esto peligre, pues si le dan, aunque emigre, lo han de dejar las vejigas como comido de hormigas, con la cara como un tigre.
Durante la campaña de la candidatura de Avellaneda a la presidencia intervino como orador del Partido Nacional, unido al Partido Autonomista, de Alsina, que se denominó en ade lante Partido Autonomista Nacional. Leemos en Ante la pos teridad, del general Francisco M. Vélez: Quedó el partido Liberal dueño absoluto del campo para determinar la renovación constitucional del P.E. de la Nación en 1868; pero entonces este se dividió en nacionalistas y autonomistas, encabezados los primeros
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por el general Mitre y guiados los segundos por el doctor Adolfo Alsina y los Varela. Los primeros proclamaron candidato a D. Rufino de Elizalde, los segundos a Sarm iento... Al terminar Sarmiento su período en 1874, la elección favoreció nuevamente al candidato autonomista, doctor Avella neda; el partido nacionalista desconoció la legalidad de los comicios y se lanzó a la revolución. Estos antecedentes explican cómo y por qué Mitre y Sarmiento, tan estrechamente unidos en la lucha contra Urquiza, militaban ahora en bandos contrarios... El general Mitre, jefe del partido nacionalista y candidato vencido en las elecciones presidenciales, lanzó desde Montevideo un manifiesto exponiendo al país las causas de la revo lu ción ... Desembarcó en Tuyú, recibió varios contingentes que le apor taban sus partidarios y se incorporó a las tropas que encabezaba el general Rivas, quien, además de las fuerzas de la Frontera Sud, había incorporado varios aportes de los correligionarios políticos y ochocientos lanceros indí genas mandados por el cacique Catriel en persona.
En 1877 nace su hija María Josefa (Josefina) y en 1879, Carolina. A comienzos de 1879, Hernández adquiere la imprenta y librería del Plata, en la calle Tacuarí N? 17, en cuyos altos, años más tarde, escribió Rafael Obligado gran parte de su poema Santos Vega. En mayo de ese año es elegido diputado provincial, por la sección electoral II, y publica La vuelta de Martin Fierro. Al fenecer su mandato, el 29 de abril de 1881, es elegido senador provincial por un año. Lo reeligen en 1882 y, de nuevo, en 1885. Ocupa ese cargo hasta su muerte, el 21 de octubre de 1886. El 17 de mayo deja de asistir a la Cámara, impedido por su afección cardíaca. Desde 1882 (octubre) hasta el 7 de diciembre de 1885, fue convencional por la sección I; desde el 9 de enero de 1882 hasta el 31 de julio de 1884, vocal del Consejo General de Educación (Sarmiento fue separado del cargo de director en octubre de 1883); y de 1881 a 1884, vocal del Monte de Piedad y del Banco Hipotecario Nacional. Intervino en la creación de la Escuela agrícola experimental “Haras Santa Catalina”. Presidió la comisión popular de festejos para la colocación de la piedra fundamental de la ciudad de La Plata, cuyo nombre sugirió al gobernador doctor Dardo Rocha. Presidió la sección de las provincias en la Exposición Continental, y la Cruz Roja en la revolución de Carlos Tejedor, en 1880. Dardo Rocha lo comisionó para estudiar en Australia los sistemas de explotación agropecuaria; pero, para no ocasionar gastos inútiles, compuso
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a base de su experiencia el folleto Instrucción del estanciero, en 1881. Los últimos años residió en su finca de Belgrano, donde vivía con su familia. Sus últimas palabras, al hermano Rafael, que lo asistió, fueron: “Hermano: esto está concluido”. Y, fi nalmente: “Buenos Aires, Buenos Aires”. Dejó como bienes de su propiedad además, de su imprenta-librería, tres estancias, mil novillos, dos casas, dos conventillos en Buenos Aires, la finca en Belgrano (calles Luis M? Campos —antes Cañitas—, Cabildo, Olleros y José Hernández —antes Esteco—). La adqui rió . a Borges y la denominó, como la residencia de Urquiza, “San José”. Allí murió. %
EL RETRATO DE ESPALDAS
Tenemos otra imagen de Hernández, en una fotografía tomada de espaldas. Responde a una ocurrencia altamente significativa: quiere entregar a su novia su figura completa, en anverso y reverso. La anécdota es curiosa: Estando en amores con una señorita de Echenagucía, Hernández se hizo fotografiar de frente y de espaldas. Colocó ambas fotografías en un portaretratos de los que se usaba llevar pendientes del pecho, y se lo obsequió a la novia. La señorita de Echenagucía arrojó indignada el retrato contra el suelo, y así concluyeron esas extrañas relaciones amorosas.
Un atrevimiento, más bien una travesura, sin ánimo de ofender a su prometida; pero con cierta falta de respeto, al menos en lo convencional, hacia el género femenino. Su ocurrencia re sultaba lesiva, en cuanto que no tomó en cuenta que su novia era ante todo mujer, y hacia las mujeres Hernández no sintió jamás verdadera simpatía. Lo prueba su Poema, sus escritos en prosa, sus artículos periodísticos, la Instrucción del estan ciero, donde la mujer y lo femenino están ausentes o reducidos a elementos incidentales; y sus versos de cortesía, amanerados y humorísticos. Su actitud estaba muy cerca de la misoginia. Hasta los treinta años no sabemos que haya tenido otro amo río, y su vida se ha caracterizado por la acción violenta lejos
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del hogar, en frecuentes cambios de residencia, cuando no expatriado. Su retrato de espaldas nos da, psicológicamente, una imagen insospechada de la otra parte de sí mismo que no conocemos. No es el negativo de su verdadera efigie, sino el otro yo, el Doppelganger, con que los alemanes designan el “lado nocturno del alma”. Y de ese lado, a los treinta y ocho años de edad, surge el poeta que ha de cantar a los gauchos desvalidos; de ahí surge asimismo, gran parte de su biografía de combatiente y el misterioso silencio que rodea su existencia familiar. Muchas hipótesis razonables se presentan, irresistiblemente, a la pregunta de por qué este hombre, nacido en cuna patricia y emparentado con familias de abolengo, desciende a cantar la vida y desdichas de los gauchos. No basta decir que su simpatía, o su conmiseración por las clases desheredadas lo impulsara a ello. No se trata de la actitud de Kropotkin, Engels o Russell, o de cualesquiera otros hombres de esclarecido linaje o fortuna, para quienes la justicia es el deber elemental hu mano y que toman partido consciente y pugnaz por la defensa social de los oprimidos. Es algo muy distinto. Hernández, que desde niño acompañó al padre en las rudas tareas del campo, fuera de su ambiente nativo, comprendía al gaucho porque lo conocía bien. Lo vio trabajando en las estancias y peleando en las batallas por la organización nacio nal; mas su actitud es siempre la de un señor compasivo hacia los súbditos infelices. Al escribir el Martín Fierro libra uno de sus combates políticos, hasta que el personaje creado por él lo agarra por la espalda, como Jung dijo del Dios que Nietzsche negaba, y lo obliga a dar algunos pasos más en la empresa de su reivindicación. Algunos pasos más, a la fuerza. Ha creado un ente rebelde, le ha dado un alma libertaria, y en la gestación hay mucho de doloroso porque es un hijo engendrado con violencia para consigo. Con violencia exterior para sus adversarios y con violencia interior para sus recón ditas convicciones. Ese desafío a los opositores de sus ideas políticas lo es también a la propia casta, y a esto se llama resentimiento en el lenguaje de la psicología del hypnos. La familia de Hernández había descendido de su posición económica, y la familia de Pueyrredón de su posición política.
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En el casamiento de los padres, de dos ramas patricias en conflicto, hemos de ver el origen de estos enigmas que final mente se subliman en una obra genial. ¿Por qué no quiso usar, junto a su apellido casi impersonal de Hernández, ese otro insigne de Pueyrredón, como era habitual en tales casos? Un apellido de valor evita siempre que se pregunte cuánto vale quien lo lleva. Sabemos que contestaba a los que le preguntaban a ese respecto: “Porque Hernández basta”. Sin embargo, sabía él muy bien qué significaba un apellido como el que no usaba. Le escribe al coronel Juan M. Pueyrredón, su tío, el 23 de mayo de 1864: “Los Hernández jóvenes pueden enseñarle a ese cangalla cómo debe respetarse a un Pueyrredón viejo”; el 24 de abril le da ánimos más explícitamente: “Atacar a Pueyrredón cuando en la lista se hallan los nombres de Benegas, que fué votado en la Gefatura con ignominia; de Rueda qe. es un pobre diablo sin títulos a la consideración de nadie; de Navarro qe. no necesito decirle lo qe. es; de Carbonell cuya conducta de Pavón acá, no ha sido un modelo, y de los otros qe. nada han hecho pa. merecer ser los Repre sentantes de ese Departamento, es un vilipendio y una burla al Pueblo. No hay en esa lista uno solo que pueda decir qe. tiene más títulos, mejores antecedentes ni un nombre más digno qe. el Coronel Pueyrredón.” En su vida pública y de escritor pone al frente su nombre paterno y el nombre materno queda a la espalda. Lo tiene, pero no lo usa; de él recibe bríos y altivez. Además, soluciona así, en su persona, los conflictos que presenció, siendo niño, en su hogar. Dice Leumann (en El Diario, 10 de noviembre de 1934): “Terribles conflictos de familia, porque tenía tíos unitarios y federales. Asistió a discusiones acaloradas”; y, re firiéndose a “rencillas de parientes”: “Su otra madre (así denomina Leumann a la verdadera) murió a consecuencia de un susto trágico, cuando él tenía nueve años de edad.” Her nández soluciona el conflicto abrazando el partido de los federales que capitaneaba Urquiza y, cuando la unión de los federales y unitarios, la fracción antiurquicista que capitanea ba López Jordán. Pero más que su posición política debió desagradar pro fundamente a todos su posición de payador, con que tomaba
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partido por la plebe en el plano de lo intelectual. Ninguna gloria digna de su estirpe podría obtener de la fama de poeta gauchesco entre el populacho. Hernández cierra las puertas de su hogar tras sí, a sus espaldas. No solamente se desliga de su segundo apellido, sino de lo que más ama. El conflicto rea parece, pues, transferido, y se mantiene en pie hasta hoy. Hernández es un hombre extraño en su hogar y en su familia, un expatriado. Defenderá a los caudillos como forma de atacarse a si mismo en lo que ya no quiere, en lo que ha dejado detrás de sí. Su folleto sobre la vida de “El Chacho”, con que se da a conocer, es un documento importante en aspectos de su psicología de hombre disconforme y de su ataque a los “gobiernos de orden” de Mitre y Sarmiento. Contrario a los “pandilleros” o gubernistas, en particular a la política separatista de Alsina y Mitre, Hernández tomó el camino de las( pérdidas, y su campaña militante en los ejércitos se caracteriza por sucesivas derrotas. Su posición y la de su familia es una apuesta a perder. Vive, retirándose y huyendo, muchos años en Brasil y en Uruguay, radicándose, solo, en Montevideo. Allí prosigue su campaña periodística y hace con los “blancos” causa común. Voluntariamente se coloca “fuera”, “en la otra banda”. Lo cierto es que había renunciado valientemente a obtener ventajas. Actúa en la oposición al gobierno (hasta la presidencia de Avellaneda) y vindica a los desheredados, es decir, a los que ni los unitarios ni los federales protegían. Finalmente, apoya la federalización de Buenos Aires, definitivo golpe mortal para la organización republicana, federal y representativa, con lo que se le quita a la Provincia la mayor fuente de recursos. Actitud (buena en este solo aspecto del complejo problema) que obedece en él a su vieja actitud de porteño contra los porteños. Cuando se busca nombre para la nueva capital de la Provincia, le sugiere al gobernador Dardo Rocha el de La Plata, que toma directamente del Río homónimo, pero que también es el segundo apellido del padre, Hernández Plata, que tampoco usó nunca. Las relaciones que puedan existir entre la vida pública y la privada de Hernández son tan sólo objeto de conjeturas, por la falta absoluta de noticias del más mínimo interés. Baste
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señalar otro detalle referente a episodios familiares: cuando muere el brigadier general don Juan Martín de Pueyrredón, que fue guerrero de la Independencia y Director Supremo de la República, el gobierno de Rosas le niega toda clase de honores en el sepelio, y tiene que ser conducido a la tumba en el carromato pintado de rojo que se empleaba para llevar los cadáveres de los pobres. Hernández tenía a la sazón dieciséis años; tres más tarde deja al padre para comenzar su vida de soldado. Nunca dirá nada de su vida, y cuando el personaje que crea para encarnar sus ideas sociales y políticas se propone contarnos sus desdichas, vuelve el secreto a cerrarse en torno de él para referirnos lo que todos sabían porque formaba parte de su fama. El Martín Fierro es una sublevación. Lo feo que pinta encubre lo más feo que calla. No era lo más malo aquello que describía, sino “lo más malo de lo que la censura patriótico-gentilicia le permitía decir”. Es, en consecuencia, también una obra censurada, porque omite sin intención consciente todo cuanto atañe a la vida privada del protagonista. Unicamente Cruz, el cínico, entreabre algunas intimidades de vida de hogar, que no existe en el Poema, y ya vemos qué nos descu bre. Las travesuras de Picardía son flores en comparación de las violencias, mancebías, ultrajes, robos, abigeatos, pendencias y mil villanías más, propias del gaucho matrero que suminis tra el paradigma. En otro aspecto, el Martín Fierro es un levantamiento contra la cultura y las letras, contra el hombre urbano, contra la literatura de cenáculo; contra el Salón Li terario, sus corifeos y sus obras. Es una denuncia contra lo que en 1872 se entendía corrientemente por buena literatura, por buena política, por ciencia, arte y filosofía; es una nega ción ab ovo. Es dar vuelta la espalda a la civilización que se había consolidado en falso; proclamar que, aunque valiera poco, la literatura gauchesca era lo único que estaba ligado a la tierra y al hombre que padecía sobre ella. La Primera Parte es concebida, inclusive, contra la ideología de los pros criptos y de los reorganizadores. Estos elementos constituyentes pasan a la Segunda Parte como resabios; solamente se los encuentra en el Preámbulo, en el relato de Picardía (más antiguo que la Ida) y en la despedida del Narrador. Martín
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Fierro ha recuperado “sólo a una parte de sus hijos”, y la mujer “ha m uerto”. La liberación total de este cautivo no puede realizarse, porque está apresado por sí mismo, con ligámenes que no puede romper. Así se desvanece cuando intenta pasar de la noche al día, sujeto a su destino incom pleto de Doppelganger. Tránsito para el cual necesita antes cambiar de nombre. CUATRO PAUTAS CARACTEROLOGICAS DE LA PERSONALIDAD DEL AUTOR
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Hernández es cuatro cosas, por la naturaleza de su ser, de su carácter: militar, periodista, político y poeta. Las cuatro manifestaciones activas de su psique corresponden a un mismo tipo extravertido, y tres —militar, periodista y político— por igual al combatiente. Es una misma necesidad de su tempe ramento, una liberación en el mismo sentido, combatir con las armas, escribir y actuar como político. Muy afín a esas actividades es la de poeta, en cuanto autor del Martín Fierro. Tanto por sí mismo como por la interpretación que el autor le da, este Poema es una obra de lucha, de acusación política, de defensa, de expresión de su disconformidad. Se lo podría definir, como Sátira en el viejo concepto horaciano. Martín Fierro está escrito, sin violentar su índole, sin apelar a la otra mano, como decía Milton, por un militante de ideas, por un combatiente de ideas (los ideales son otra cosa). Las cuatro actividades son una misma, y la fundamental es la política. Por convicciones políticas Hernández empuñó las armas siem pre; por convicciones políticas fundó periódicos, escribió ar tículos y panfletos, pronunció discursos. Debemos ver en la formación del Poema, que éste nace del mismo propósito, aunque al desarrollarse independientemente, al exigirle su obra que se someta en su plan (que es el de Picardía, en los cantos xxvn y xxvm de la Vuelta), se complique con otras imprevistas derivaciones de su genio poético, que se revelan ahí, fuera de lo político precisamente. Lo político despierta en Hernández su verdadera grandeza como escritor, sofocada por su actuación y por su prédica periodística. ¡Porque él
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era en esencia un grande escritor, más que un grande poeta! Y aquellas manifestaciones violentas de su espíritu combatiente e inquieto eran simplemente derivaciones frustráneas, máscaras de su verdadera mentalidad prosaica. Lo cierto es que no nace el poeta del político ni del guerrero: es un poeta latente, al que una pobrísima educación, la falta de propicias coyunturas para revelarse, la carencia de maestros y de modelos, mantuvo clausurado. Como válvulas de escape a esa enorme personalidad secuestrada, la milicia y el periodismo dan salida a parte de esa energía; pero esa energía necesita otra vía de liberación. El Poema se la ofrece, pero no del todo. Cuando Hernández puede encauzar su genio por esa vía, la vía es estrecha. Si por una parte le permite realizar una gran obra —porque él supera al tema—, por otra parte lo somete a una empresa de menor cuantía. Es Hércules a la rueca de Onfala. Hernández era mucho más de lo que alcanzó a ser. Y no fue más porque mucho tiempo erró por la selva oscura en que tantos se extravían, y porque nada a su alrededor lo alentaba a proponerse una obra de mayor aliento. La comparación con Dante está dentro de lo lícito en el plano de las esencias: Dante, el Poeta, fue también así. TRANSFERENCIA DE JOSE HERNANDEZ * ' A M ARTIN FIERRO Con la aparición de la primera parte del Poema, impreso en 1872 y puesto a la venta en enero de 1873, los amigos de Hernández lo llaman, cariñosamente, Martín Fierro. De inme diato adopta él ese nombre como propio. A su muerte, un diario de La Plata da la noticia con el encabezamiento titular de “Ha muerto el senador Martín Fierro”. Son, si no una misma persona, un mismo ser. Dirá él: “Soy un padre al cual ha dado su nombre su hijo”. El personaje de su obra contiene vivencias propias del autor; no su biografía, ni su carácter, pero sí como símbolo. Hernández ha puesto en él desahogos de su vida agitada y solitaria. Trazar un paralelo entre lo biográfico de Hernández y lo alegórico de Martín Fierro sería errar en la apreciación justa de lo que éste es con respecto a aquél.
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No hay una transferencia de material biográfico; hay lo que el psicoanálisis entiende como una transferencia. Es algo dis tinto: una elaboración sin correlatos simétricos, pero de con tenido, de destino; de realidad a sueño. Podemos apenas formarnos una idea más o menos apro ximada de cómo fue la existencia de Hernández, y sabemos, con alguna mayor seguridad, cómo fue la de Martín Fierro. Superpuestas las dos imágenes acaso den una imagen coordi nada, una tercera biografía en que una y otra vida confluyan y precisen un rostro ideal. No será la vida del uno ni del otro, sino algo hecho con la vida de los dos, en una alternativa de padre e hijo, como resulta de la obra. Al considerarse él como padre que recibe el nombre de su hijo, recupera esa parte de su personalidad no biográfica, eso por lo cual ya Martín Fierro era un padre. Acaso el dato de mayor evidencia sea que en el Poema no existe la paternidad como vínculo espiritual; que los hijos son huérfanos siempre, abandonados en la primera infancia, y que se crían al cuidado de las tías; que uno de ellos, Picardía, perdió a la madre antes de saber llorarla; que el hogar de esas criaturas se deshace por la violencia, pasando de una tutela a otra los hijos. Pero aunque en estos datos haya una posible transferencia vivencial, en las quejas contra su destino es donde podrá encontrarse mayor correspondencia entre una y otra vida, siempre reducida al pathos de un destino. Lo demás sería un camino de identificación equivocado. Como ver en la robustez de Martín Fierro, que levanta y sostiene en el aire a sus víctimas, para arrojarlas lejos con un golpe del brazo, algo relacionado con la potencia física del Autor, com parado por el hermano Rafael con Rafetto, héroe de circo, célebre por su fuerza. Todo esto sería muy superficial. Mejor será desenmarañar ese “botón de pluma, que no hay quien lo desenrede”, recordando que M artín Fierro, después de su combate con el Indio, se encomienda a su santo, San Martín, que es el nombre del partido donde él nació. O el lapsus de “jago” en lugar de “gajo”, palabra metafórica que expresa “hijo”. La estrofa entera está hecha con elementos estrechamen te relacionados con la descendencia física y espiritual, en un recuerdo d?l saber maternal, cpie aconseja acentuando I3
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autoridad del padre. El “error”, pues, no es un simple lapsus, está bien estudiado ya por Freud. Pero existe otra circunstancia sumamente interesante. Esa estrofa (II, 1707-12), que se rela ciona con lo rememorativo subconsciente, que está sentida en (su tono de seis versos como un equivalente sintético de una situación familiar, que es un recuerdo sublimado, en fin, da lugar a otra falla, en la primera palabra de la estrofa siguiente. Escribe primeramente: “Recordarán que quedam os...,” y corri ge: “No inorarán que quedam os.. . ” Pero en el texto vuelve a aparecer la primera forma, instintivamente tachada, y el Poema se publica, después de una segunda corrección (en el manuscri to ulterior, que se ha perdido), como: Recordarán que queda mos Sin tener donde abrigarnos (II, 1713-14). No debe omitirse, sin embargo, la circunstancia de que Her nández vivió hasta los cuatro años en casa de la tía Victoria (Mamá Totó), y que al abandonar ésta el país con su esposo y la hermana del poeta, Magdalena, pasa él a vivir en la quinta del abuelo, aquel severo varón que había renegado de su padre y que fue obligado a ser su padrino. Cinco años vive allí, en Barracas, y a la muerte de la madre, en 1843, el padre lo lleva consigo. Pero es visible que de esa estada no queda en la memoria subliminal de Hernández nada, o casi nada, y en cambio sí de su segunda madre, la tía-Mamá Totó, la única y verdadera madre para él. Entre Hernández y el personaje Martín Fierro, entre H er nández y el Poema, debemos colocar “lo gauchesco”. Lo gau chesco debe ser estudiado aquí como un material plástico, como una sustancia que también debemos situar en un plano de proyección coincidente del Autor y del Poema. Está en lo gauchesco, no en el gaucho ni en la obra, lo que contiene a Hernández como una transferencia. No es Martín Fierro su derivado, sino lo gauchesco. Lo gauchesco es en Hernández lo subliminal, lo que ahora puedo designar como un complejo de inferioridad. La vida en casa de mamá Totó y en casa del abuelo Rafael no era la vida del campo, que desde los nueve años conoció. Vida que conoció en circunstancias penosas: la muer te de la madre, los trabajos fuertes, exentos de ocios y ternuras, del padre, la vida del campo, acompañándolo más que ayu dándolo. Ese mundo rudo y cruel con que se encuentra de
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pronto, al que cae como a un infierno, eso es lo que perdura en el Martín Fierro. El campo y sus gentes —el padre inclusason para él una dolorosa experiencia. Escapa de ellos —campo, gentes y padre— tan pronto como puede, alistándose en las tropas de un ejército que es contrario a las convicciones políticas del padre —eran las de Mamá Totó—. Combate contra el coro nel Lagos, que reencarna la idea rosista del federalismo, de las costumbres de los gauchos, de una vida que se intentaba cambiar violentamente después de 1852. Sin ninguna duda, el padre era rosista, pues trabajaba, hacía dieciocho años, en estancias y para saladeros asociados al tirano —Cambaceres y Panthou, sin nin guna duda—. Hernández toma partido por el gobierno de Bue nos Aires, con Pedro Rosas y Belgrano, hijo adoptivo de Rosas, que combate contra el defensor de las ideas de él, el coronel Lagos. Desde entonces queda fijada su posición, pero esa posición es y será siempre equívoca. Es lo gauchesco más que el gaucho. No era un federal rosista, sino un federal urquicista, y la reforma pacífica de Soto es una casación, dentro del federalismo, entre ambos extremos: el casi unitario de Urquiza y el unitario de Mitre. Todas sus campañas militares las hace por esa idea: primero en favor de Urquiza contra el gobierno porteño de Mitre, y luego en favor de López Jordán —ya asesinado Urquiza—, con tra el gobierno de Sarmiento; pero la carrera militar es para él un medio de liberar sus energías de combatiente, su epos orgánico. No persiste en ella, y cuando después de Pavón la abandona, no reclama siquiera sus sueldos ni su grado de sar gento mayor. Las dos acciones en pro de López Jordán, como su actuación en Paysandú, al invadir Corrientes las tropas pa raguayas, son arranques de su temperamento más que de sus ideas. Militó junto a los gauchos, pero no era un gaucho. La suposición de su hermano Rafael se adapta a la fama de autor del Martín Fierro, como que es un opúsculo donde explica su personalidad como poeta, en la nomenclatura de las calles de Pehuajó. La versión, que conserva su familia, de que nunca intervino en tareas del campo y de que lo que sabía lo supo por averiguaciones y trato con gentes entendidas, es verosímil. Pero aparte la intención de depurar al antecesor de las máculas
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de plebeyez con que se afeó para todos los descendientes, en esa declaración tiene que haber algo de cierto. Lo que hay de cierto es que Hernández abrazó el partido de los gauchos por disgusto, por reacción contra ellos. Es un amor que nace por ambivalencia del odio. Lo gauchesco se interpone entre el gaucho y él; y en lo gauchesco es donde él pone su intención, donde se pone él. Hernández está contenido simbólicamente en lo gauchesco y no en el gaucho M artín Fierro, como no lo está en Picardía, que en su primera concepción sale a explicar con su vida las ideas del político, en verso. Documento de inapreciable importancia es su folleto sobre “El Chacho”, un caudillo de la cepa más oriunda. Sarmiento, que era gobernador de San Juan cuando es asesinado, escribirá una Vida de “El Chacho” que, en cierto modo, puede servir de apéndice, como la Vida de Aldao, a su Facundo. Es un opúsculo contra lo gauchesco. No debemos olvidar que el folleto de Hernández es una acusación personal contra Sarmiento, y que el Martín Fierro es el reverso del Facundo. RETRATO FISICO Y PSICOLOGICO Refiere J. M. Fernández Saldaña (“J osé Hernández, emi grado en Brasil”, La Prensa, 6 de octubre de 1940) que dos octogenarios, Belmira García de Labarthe y D. Pedro, su hermano, conocieron a Hernández en Santa A n a... Juan Pirán, que había entrado en amores con una de las hijas de García, a la que luego hizo su esposa, presentó a su' amigo a la familia de su prometida. La sencillez y modo afable del recién venido ganaron presto y cordialmente a los García, a cuya casa fué concurrente y comensal habitual. Queda a los dos únicos hijos sobrevi vientes de la pareja García un vivo recuerdo del em igrado... Era morocho, con barba larga, redonda y negra, igual que el cabello y muy poblada. Le parece estarlo viendo D?' Belmira. Tenía estatura más de regular y era extremadamente grueso: "el hombre más grueso que tenga conocido”, y añade en portugués: “Era poeta e recitava versos de sua lavra.”
El hermano Rafael lo evoca:
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De formas atléticas, poseía una fuerza colosal, comparable a Rafetto, el Hércules de nuestros circos, y una bondad de alma comparable a su fuerza.
En Una excursión a los indios ranqueles (cap. xxv), de Mansilla, su adversario político, que habría de pronunciar la oración fúnebre en su sepelio, dice: Imaginaos a O rión... subido sobre un tablado, luchando a brazo partido, en medio de las más risueñas algazaras de una turbamulta, por cargar y levantar a nuestro cofrade Hernández, exRedactor del “Río de la Plata” cué, cuya obesidad globulosa toma diariamente proporciones alarmantes para los que, como yo, le quieren, amenazando remontarse a las regiones etéreas o reventar como un torpedo paraguayo, sin hacer daño a nadie...
Carlos Olivera, que conoció al Poeta en la Convención Reformadora de la Constitución de Buenos Aires, dice de él (en M e d a l l a s 1909): Conocí - a Hernández, con el que pronto hicimos gran relación. Era un hombre afable, bueno, modesto. Lo miraban como a un discípulo retar dado en el arte social de ocultar la verdad. Y, en efecto, no tenía cortesía ni urbanidades en el espíritu, para la mentira. Veía las cosas con claridad y decía su pensamiento sin imaginar que se llevaba por delante exquisitos ceremoniales. Su elocuencia era como un ariete. Tenía, más o menos, el cuerpo de dos hombres; su voz era pura y potente; parecía un órgano de catedral... Su hermano Rafael, con quien hemos tenido relación de muchos años y de mucha intimidad, me ha contado que Martín Fierro tenía tanta fuerza física, que más de una vez había hecho la prueba de hacer gritar de dolor y derribar al suelo los caballos que domaba, sola mente apretándoles el cuerpo con sus piernas, como dos palancas me cánicas.
Las fotografías de Hernández que se han publicado, parti cularmente una, de pie, apoyado en una mesa sobre la cual está boca arriba su galera de felpa, dan la impresión de un hombre de gran corpulencia, acaso ligeramente obeso y con un semblante de inmensa bondad. Pero el gesto, o el aire va ronil que trasunta su imagen, nos comunica una inquietud física más que espiritual, pues está en la actitud de arengar, no enteramente reposado en sí, sobre sus piernas; se diría que está molesto de posar. En caricaturas de la época (El Mosquito) se le presentaba en un grupo de políticos como desplegando su fuerza, disfrazado
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con una piel de tigre. Esto a raíz de haberse disfrazado así en una fiesta de Carnaval, en 1880. La noticia la da José Victorica. Los datos que tenemos de él son, al mismo tiempo, de un hombre de carácter jovial, sumamente ingenioso en la conver sación, que matizaba con ocurrencias y dichos muy en la manera del paisano. El hermano Rafael alude, en Pehuajó , a sus facultades intelectuales en verdad excepcionales. Dice: Era su retentiva tan firme y poderosa, que repetía fácilmente páginas enteras de memoria, y admiraba la precisión de fechas y de números en la historia antigua, de que era gran conocedor. Se le dictaban hasta cien palabras, arbitrarias, que se escribían fuera de su vista, e inmediatamente las repetía al revés, al derecho, salteadas y hasta improvisaba versos y discursos, sobre temas propuestos, haciéndolas entrar en el orden que habían sido dictadas. Este era uno de sus entretenimientos favoritos en sociedad... Merced a su poderosa organización intelectual, guiaba su mente por distintos rumbos, sin distracción ni confusiones. . . Decidor chispeante, oportuno, rápido y original, se conservan entre sus amigos interesantes anécdotas; pero jamás hiriente en sus chistes epigramáticos. La nota bulli ciosa vibraba siempre a su alrededor, no por cuentos que refiriese, sino por sus ocurrencias felices y siempre criollas.
EL SINO DE LA PAMPA Creo ver cumplirse, también en Hernández, esa ley terrible de nuestra historia que exige el sacrificio humano en pago de la gloria. Cualquier excelencia despierta la hostilidad, que des de el centro de los seres más queridos se propaga hacia la periferia. Todo grande hombre está solo, y el movimiento de sístole que protege al incapaz expulsa en vigorosa diástole al bien dotado por Dios o por la naturaleza, particularmente al benefactor. Nuestros más grandes hombres han muerto en el destierro, dentro o fuera del país. Si podemos hablar de un destino, éste existe en Hernández para borrar sus huellas, para esfumar su imagen de persona vi viente. La fama de su obra se vuelve contra él en su condición de hombre. Deja en su lugar una personalidad literaria, una efigie que concluye tomando los rasgos de su engendro más que los suyos propios. Sólo a costa de la pérdida de sus rasgos
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firmes y de la nebulosidad de su existencia biográfica se afianza y robustece esa personalidad del cantor del gaucho. El mismo reconoció que Martín Fierro se había nutrido a expensas de su vida; que lo había absorbido, dando vida a un ser irreal que lo devoraba. Así adquirió él a su vez una personalidad de reflejo; perdió la suya para tomar la de Martín Fierro, llamán dosele en el hogar y hasta en el Parlamento con el nombre de su criatura. “Desde 1873 —escribe Leumann, en El Diario, 10 de noviembre de 1934—, todos sus parientes y amigos em pezaron a llamarlo Martín Fierro”. Cuando muere, los discursos necrológicos despiden en realidad a su doble. Esa popularidad mata su memoria, y tras él se cierra toda noticia y todo recuerdo, en una muerte definitiva, total. Nada se dice, nada se sabe de él. Cuando de los campos se lo trae a la ciudad para una apoteosis, las murallas de silencio se petrifican. Todo se borra y desaparece: documentos, objetos y testimonios biográficos generosamente entregados antes de que Hernández se levantara a la gloria, cuando todavía era, para los suyos y para los extraños, un payador de pulpería. Cuando la Sociedad Argentina de Escritores realizó en 1943 un homenaje al Poeta en su casa natal, la peregrinación de los admiradores rondó la casa, cuyas puertas, ventanas y celosías quedaron herméticamente cerradas. Nadie asistió a la ceremonia de la colocación de una placa de bronce en esa tumba solariega. Su fama le había dado la muerte, y en el caserío de Perdriel, donde don Juan Martín de Pueyrredón congregó a los gauchos para la defensa de Buenos Aires contra la primera invasión de los ingleses, yo sentí aquella tarde de noviembre, presidiendo la comitiva de los fieles, que éramos intrusos en un panteón de otras glorias. También nosotros éramos el populacho qué llevábamos la fama que le había dado muerte en esa tumba donde nació. Su recuerdo ha sido “repartido generosamente”; el payador no vivía allí sino en los campos, conforme a su profecía: Pues son mis dichas desdichas Las de todos mis her
manos— Ellos guardarán ufanos En su corazón mi historia— Me tendrán en su memoria Para siempre mis paisanos (II,
4877-82). Ocupó millares de ranchos en el campo, hizo que no se lloviera el rancho donde estaba su libro, pero se quedó sin su
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hogar. Es fácil colegir qué tributo de lágrimas pagó por su popularidad, y cómo a medida que ella iba creciendo se dis minuía su persona. Su cuerpo de gigante bondadoso proyectaba una sombra maléfica, pero se iba a buscar aventuras, lejos de su mujer y de sus hijos, como Martín Fierro. Eso le ocurrió en la vida, no en la literatura, por deleitarse en cantar en las pulperías, cuando había más gente. Comprendemos hoy cuán a fondo se jugaba al dedicarse a una misión fuera de la némesis familiar, en la némesis de nuestra historia. La apostasía de la Ida lo compele a la misión de la Vuelta. Se trata, entonces de una obra realizada con el más cruel de los sacrificios, de una obra que habría de valorizarse en razón de la inmensidad del tributo. Empresa que a cambio de la fama y la simpatía universales le enajena el afecto y el respeto; lo mismo que le aconteció al rico traficante Giovanni Bernardone cuando se arranca sus vestidos y su nombre y echa a andar, desnudo, el “francesco”, jaculatoris Dei. Hay que ele gir y hay que pagar. Su soledad llega hasta nosotros, con el rencor y el desdén. Rencor y desdén que nacen de una fama de juglar-, nacidos y alimentados con pasión, “con amor”. Con figuran también un culto, aunque negativo; y un “amor”, que no es el nuestro. ¿Hizo algo él para que se le amara? Su vida de combatiente, de periodista y de poeta revelan un secreto propósito de descender, de dar la espalda a sus deberes de clan, enmascarándose con la defensa de algo superior. ¿Qué? Nosotros no vemos sino una parte de la verdad. Hernández nos pertenece como juglar de Dios, no como persona. ¿Por qué se despoja de sus vestidos y de su nombre y sale a recorrer los campos? ¿Hubo alguna afrenta en su niñez, algunas palabras de ésas que en la infancia y en la adolescencia cruzan el rostro y dejan una cicatriz para toda la vida? ¿Supo alguien sus se cretos? Al abandonar la casa paterna, después de un castigo, el hombre que se marchó a Jos campos a formarse de nuevo entre los gauchos, dejó un papel que decía: “Dejo todo lo que es mío”, y la firma: Juan Manuel de Rosas. Dejó también la zeta de su apellido que desde entonces reemplazó con una ese. Suprimió también parte del patronímico, que era Ortiz de Rozas. Hernández dejó también todo lo que le pertenecía, al apartarse de su padre y alistarse en las tropas de las guerras
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civiles y al tomar partido por la causa federal, que era la de los gauchos (aunque no para los gauchos). ¿Estaba entre ios suyos junto a ellos? ¿No estaba “expatriado”? CunninghameGraham nos cuenta que aquellos gauchos, veinte años después de haberse ido el tirano, gritaban, cuando estaban ebrios: “¡Viva Rosas!”. Habían callado su soledad. El problema del solitario Martín Fierro es un complejo del mismo tipo. ¿Es que su obra ocasiona el desapego de los suyos; es que por adquirir popularidad de payador arriesga la paz doméstica, errante y solo entre gauchos errantes? ¿O acaso porque se siente desapegado, extraño, forastero, es por lo que emprende incesantes giras y canta al gaucho harapiento en un lenguaje de plebe? Cuando uno se va es porque ya se ha ido. Hernández repartió sus papeles y ocultó durante cua renta años sus manuscritos y borró sus huellas. Los demás han cumplido su mandato, con fidelidad y con amor. Sin saberlo, cumplieron el plan de un destino que él sintió en todo su conminatorio rigor. Cuando penetra en la Legislatura, ya ha dicho qué es la ley. La ley que él conoce no está escrita, la ley que a él lo rige es la de su destino. No pudo rehabilitar la imagen de un caballero vestido siempre de etiqueta, actuando en las altas esferas de la política, buen patriota y misericordioso para los desheredados de la fortuna. Eso quedó en las únicas fotografías que se han salvado de las vicisitudes de su autodestrucción. Esa es su imagen atesorada y para que perdurase tuvo que perder la otra, la de todos los días y la de sus andanzas. Esta imagen se ha confundido con la del pueblo. Sin biografía cierta, sin relieves en su persona y sin reliquias de las cosas que había poseído, adquirió la imprecisa realidad del hijo de su alma, y nos empuja a que busquemos su historia y su persona viviente en los versos del Poema. La falta casi total de mate rial biográfico ha impedido que se reconstruyera una imagen falsa de él. Esa circunstancia ha preservado a Hernández de la profanación, que pudo resultar tanto de la falta de sentido para comprender su Obra como de una admiración insensata. Ahora quienes lo admiran por sus restos mortuorios dejan ileso lo que vivió y lo que escribió. Cuantas obras se han escrito para restaurar de él una imagen semejante a la de su retrato han elogiado su doble. Su vida y su obra no están en lo que
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encierra su féretro, sino en lo que vive y canta en sus versos. Su obra tampoco está en el texto escrito que amortaja el libro, sino en la imagen del país que nos dejó y que no se ha desva necido, aunque haya cambiado por completo. LA MAYOR REBELDIA DE HERNANDEZ De la falta de toda cultura, y aun de la preocupación por adquirirla; del vivir consagrado a la acción, del escribir en los periódicos, proviene la grandeza de Hernández. Ninguna razón hay para admitir que fuese un hombre afecto a las lecturas, ni que tuviese inquietudes de ninguna clase sobre lo que entendemos por el saber técnico, obtenido en los libros o en el estudio metódico. Hombre del siglo xix, el de nuestra Ilustración, con las grandes figuras que fundan nuestra cultura, permaneció indiferente a ese afán de conocer y de perfeccio narse que caracteriza a todos los hombres de su generación y de su clase. Existía, pues, dentro de un medio social inferior, y en el del campo, una voluntad de elevarse sobre ese nivel, particu larmente en las ciudades. Baste recordar nombres como los de Echeverría, Gutiérrez, Alberdi, Sarmiento, Mitre, Tejedor, Varela, Alsina, Avellaneda, para sentir de inmediato que Hernán dez en ningún sentido pertenece a esa estirpe. La preocupación de aquellos hombres, que era la misma que la de Hernández —los problemas dei país—, los empujaba a la adquisición de conocimientos que para el Poeta no formaban parte de sus necesidades. La postura de Martín Fierro, cuyo desprecio por el cantor culto y por el saber representativo de las ciudades es notorio, es la misma del Autor. Por lo tanto, era un hombre, si no conforme con las cosas del país, fuera de la orientación de quienes querían mejorarlo mediante la educación cívica creando una alta cultura en las letras, las ciencias y las artes. Sus ataques a la civilización fundada sobre el saber egoísta no deben ser vistos como una actitud expresada en el Poema según los fines que se propone al escribirlo, sino algo que responde en él a su propia naturaleza de hombre práctico e insensible a las formas superiores de la cultura. Sus discursos parlamentarios
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delatan al hombre formado en la lucha, con limitadas ideas de lector de diarios, sin ningún conocimiento de textos que invocar. Su defensa de la capitalización de Buenos Aires recoge aquellas ideas tantas veces debatidas, no sobrepasando sus miras expues tas muchos años antes en el folleto Las dos políticas. El elogio que Mansilla hizo en su sepelio se relaciona con este aspecto de su personalidad. Dijo entonces: Un último adiós a la memoria del que deja en las filas del pueblo un vacío inmenso que no se colmará con facilidad; que era uno de los suyos; que aprendió la vida en la lucha por la existencia; que no tuvo más escuela ni universidad que su talento y su perseverancia.
Él mismo, en la Carta a los Editores, reconocía que sus ideas las había formado “en la meditación, y después de una obser vación constante y detenida”. Cuanto se ha escrito, pues, acerca de sus lecturas debe ser rechazado como un intento de atribuirle un saber que no tuvo ni necesitaba para nada. Hernández no solamente es un hombre formado por sí mismo, sino un hombre que no tuvo ningún interés por los problemas de la cultura. Se desconoce que poseyera en su biblioteca un importante libro siquiera; y de haber existido realmente tal biblioteca (sólo Avellaneda alude a que existió) es de suponer que estuviera constituida por obras populares, de poetas españoles en boga, y esa clasede publicaciones ofi ciales de que se nutren nuestros políticos. Muy distinto es el caso de otro grande escritor nuestro, criado en el campo, lejos de todo centro de cultura, cuya vida de pastor y de vagabundo está orientada hacia el saber preciso, científico, conforme a las mayores exigencias del observador y del escritor. William Henry Hudson recibió del cielo la misma gracia de conservar su alma inmune a las contaminaciones del pensar y del sentir librescos. Él nos cuenta qué maestros tuvo, ejemplares curiosos de excentricidad, pero también qué libros encontró en la casa paterna: Gibbon, Rollin, Whiston, San Agustín, Dickens, Carlyle, Darwin. Casi el doble del tiempo que Hernández, vivió Hudson en nuestras llanuras (treinta y tres años) y los vivió observando, estudiando, meditando. El acopio que hizo enton ces de seres y cosas del campo habría de conservarse intacto a lo largo de medio siglo. Su trabajo es el mismo que realiza
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Hernández, pero él es muy distinto. Sabe que existe el mundo de las letras, el de la ciencia, el de la filosofía, aunque defienda su tesoro virginal y mantenga en su alma el candor y la emo ción del cachorro salvaje. Hernández conservó su naturaleza agreste y sus vivencias agrestes, mientras que Hudson conservó su pureza fresca y natural a través de inmensas lecturas y de profundos estudios, no por cierto del tipo pedagógico. Hernández recoge del campo otros materiales, mucho más pobres y reducidos. En Hudson están las praderas y los ganados, los árboles, las flores, los animales, las nubes, las lagunas, los hombres, los hogares, los niños, las costumbres. Durante cua renta años el canto de los pájaros, el matiz de los pétalos de una flor, plumajes y tacto y olor de las hierbas se conservan presentes, frescos, vivos. Su mundo es inmensamente más am plio, rico, expresivo. Cuando paite para Inglaterra, se lleva el país entero en su memoria, en sus ojos, en sus oídos, en sus libretas de apuntes. Conoce un poco de la literatura argentina, que no menciona, pero ha leído sin duda a los viajeros ingleses y toda la literatura universal. Se percibe en sus obras que es un hombre de vasta, intensa y refinada cultura. El caso de Hernández es tan distinto, que es casi todo lo contrario. Aun que los dos estén exentos de todo contagio literario, el uno lo está por la fuerza de su personalidad y el esfuerzo por mante nerse siendo lo que es; el otro, porque ha defendido su fuerte personalidad de todo riesgo de ser contaminado. La ha defen dido instintivamente, por repulsión a la sabiduría que se adquiere y acaso por percibir que las formas de la poesía culta y el saber técnico le estaban vedados. Lo que trasuntan sus otras obras (los versos ocasionales, los folletos) es una lectura inferior y un gusto literario detestable. Mencionar junto al suyo los nombres de Confucio, Sócrates, Platón, Aristóteles y Séneca, aunque él los invoque, es ridiculizarlo. Lo que su her mano Rafael, Tiscornia y Leumann han pretendido, para agre garle un plus de sabiduría erudita, hace del verdadero genio de Hernández una caricatura. Le bastaba con la “fecundidad del insuficiente”, que decía Goethe. Y él mismo deliberada mente, adoptó una actitud fiel a su formación espiritual, pro poniéndose la inferiorización sistemática de su Obra, no para disminuirla sino para que tomara contacto con la tierra y
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consigo, donde encontraba su fuerza. La palabra “ignorante” (que nos pertenece, según el anagrama de “argentino” que Sarmiento descubrió) es la que corresponde aplicar a este hom bre de genio. Ignorancia inclusive del idioma, que no siempre se declara por aquel proceso de inferiorización, sino al contrario, por su secreta intención de encaramarse a las formas del decir culto. No sólo confunde en el Poema el tú y el vos, en versos como: No te vayas a turbar, No te agrandes ni te achiques— Es preciso que me expliques (II, 4122-5); A estorbarlo no te metas (II, 2382); Es necesario que vos No la vuelvas a buscar (II, 2875-6); Y por los años que tienes no podés manejar bienes (II, 2130-1)..., sino en otras composiciones. Por ejemplo: Yo un permiso te pedi Alas que un permiso un favor; Y por ven garos de mí (en el álbum de Carolina González del Solar, un año antes de casarse con ella); Yo sé que si en su guitarra Hiriendo la cuerda ufano Os hubiera dicho adiós, No habrías dejado llevarlo (A una amiga remitiéndole un libro); Vos me conocés bastante... Creedle cuanto ella te diga... (carta al yerno, 15 de junio de 1885). En ninguna de sus obras emplea un lenguaje que responda a una formación ilustrada, sino el corriente en las conversaciones de las personas de mediana instrucción. El párrafo de Hernández, que se encuentra en el Prólogo a la Vuelta (“Cuatro palabras”) y que ha dado pie a su supuesta erudición, es éste: ... máximas y pensamientos morales que las naciones más antiguas, la India y la Persia, conservaban como el tesoro inestimable de su sabiduría proverbial; que los griegos escuchaban con veneración de boca de sus sabios más profundos, de Sócrates, fundador de la moral, de Platón y de Aristóteles, que entre los latinos difundió gloriosamente el afamado Séneca, que los hombres del Norte les dieron lugar preferente en su robusta y enérgica literatura...
Si no prueba lo que los críticos creen, sí prueba lo que nosotros creemos de los críticos. POSIBILIDAD DEL M ITO El Poema viene explicado por la índole personal de Her nández, hombre extravertido, que constantemente se proyecta
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al mundo de la acción. Martín Fierro es un instrumento de acción con que libera fuerzas proyectoras de su psique; es el complemento de sus armas y de sus combates corporales, de manera que el personaje mítico debe contener, en alguna pro porción, sustancia de su propia vida. El hecho mismo de crear en el arte, particularmente en la 'literatura, entes simbólicos, que además de su propia existencia estén representando un doble contenido ideal, proviene de que esa necesidad común en el artista, tuvo en Hernández un significado criptográfico. Su Martín Fierro es una proyección de sí, sin necesidad de que contenga elementos biográficos auténticos, biografía e his toria reales. Ya es un ente acabado, un hijo, como le llamará con un significado que trasciende la metáfora corriente de la paternidad de todo creador. Martín Fierro es “su hijo”, efectivamente; es decir: él mismo que se desprende, se independiza de sí llevándose todo lo que ha necesitado en su gestación para formarse. El ¡íroceso de gestación del Poema tiene entonces que ser, necesariamente, un índice revelador de esa conversión del hombre en mito, de la biografía en leyenda, de los ideales de combate (frustrados) en un héroe frustrado, sin ningún ideal. Esa característica de la acción, esa necesidad orgánica que lleva al autor a decidir por sí mismo, en resoluciones a veces incomprensibles —su adhesión a López Jordán y Pirán—, su suerte, luchando en pro de causas que también son transferencias de su verdadera convicción, tomando partido por una de las facciones, la que más se adecúa a sus convicciones, aparece suprimida, censurada en su héroe. Martín Fierro es agente pasivo del destino y siente en sí que actúan en su existencia fuerzas superiores e irracionalizables; lo repite muchas veces. Sólo toma la iniciativa en actos violentos e injustos (muerte del negro, abandono de la familia, partida al desierto) o actos de una justicia que trasciende la razón y arranca de profundidades psíquicas, de una capa más profunda que la de su misma voluntad y reflexión, de ese fondo orgánico por el cual comprendemos que Martín Fierro es, efectivamente, un hombre resuelto y justiciero (el combate con el Indio por la Cautiva). Creo que, en la falta absoluta de otros documentos perso nales de Hernández (sobre su carácter, hechos domésticos, anéc-
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dotas familiares), no será posible ir más allá. Buscar otras con comitancias (carácter andariego del personaje, inestabilidad en sus sentimientos, contradicciones, desapego al hogar y añoranza de bienes que cuando posee no estima) es detenerse en lo muy evidente, pero no en lo más significativo. A mi parecer, lo sig nificativo está en el complejo, en el totum de la concepción, tomada como obra realizada; pero también en su génesis, si efectivamente hubo un proceso de formación del personaje a través de sucesivas encarnaciones de sus ideas, de sus pasiones, de su persona psíquica. Tendríamos primeramente a Picardía, de éste a Cruz, de éste a M artín Fierro. La primera figura, en la vida del fortín, expresa las ideas políticas de Hernández expuestas antes en su campaña periodística. No tiene Martín Fierro una personalidad humana, sino alegórica: es el gaucho a merced de las autoridades, privado de personalidad, el “caso concreto” de las denuncias de atropellos y del “programa” ideo lógico del diario. , Cruz contiene ya elementos familiares, personales, que se enriquecen por intususcepción de sustancias verídicas, vivenciales, del autor. La amplificación psicológica del personaje se produce por una verdadera gestación, dentro del alma del Autor, pero ya no es un ente alegórico, un caso concreto, sino un ente simbólico, un caso de transferencia. El nombre mismo de Cruz puede significar un destino infortunado, la marca do liente de un sacrificio, la carga de una existencia de solitario. El adulterio de su mujer y el abandono de su hijo son conte nidos vivenciales de infinita mayor densidad y sustancia que todos los hechos puramente objetivos de la azarosa vida de Picardía. , Pero en M artín Fierro esos elementos concretos, vivenciales, que se representan en situaciones biográficas, se esfuman y de ellos queda una reminiscencia. El personaje ya es un símbolo desprendido de toda representación literal, fidedigna: es el destino mismo, la configuración de una existencia desdichada, en la versión anagógica con que Dante construye su mundo completo para representar el camino de su perfección. En Mar tín Fierro es inútil buscar en los hechos el correlato de la bio grafía del autor: está en su todo, en su residuo irracional que
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se recuerda concluida la lectura del Poema, en la síntesis que el lector realiza en un juicio inexplicable acerca del héroe. El proceso puede señalarse así: Picardía es el fantoche que representa, más que un drama, un programa; Cruz es el hom bre que carga en sí una imagen alegórica de un hombre ver dadero —el Autor—; M artín Fierro es una imago, un ser pro ducido por una transferencia y por una censura. Es menos y más que Cruz. Es lo que se sueña más que lo que se es, es el sentido que de la propia existencia tiene todo ser que observa su itinerario absurdo por la vida; es la conciencia de lo que se es bajo la presión de la circunstancia, como existencia propia pero no vivida por propia voluntad, no formada libremente sino desfigurada, moldeada en una materia extraña, con la colabo ración de otros seres, de otras fuerzas exteriores resistentes y contrarias al cumplimiento del personal designio. Es un ser frustráneo: lo que se ha sido, pero no lo que se quiso ser. Mucho —si no todo— está expresado en los versos iniciales del Poema: Aquí me pongo a cantar Al compás de la vigüela, Que el hombre que lo desvela Una 'pena estrordiñaría, Como la ave solitaria Con el cantar se consuela.
“ESTE ES UN BOTON DE PLUMA” A lgo. que de súbito se presenta como una novedad en el Poema, es que su Autor es el primero de los poetas gauchescos que se resuelve a ceder al protagonista el papel de narrador. En el Martín Fierro, que se propone cantar un argumento, sale todo de sí. El Autor hubo de identificarse con el protagonista y no con el tema. Los demás poetas gauchescos escribían con templando la escena y los personajes desde fuera. Los observa ban y los hacían hablar por el sistema de la dramaturgia. Her nández emplea otro sistema, muy parecido al de la ventriloquia. No era preciso que el Autor pusiera cosas de su vida en el Poema, porque bastaba haber dado vida al hombre que habría de crear el Poema cantando. La transmisión es directa del Autor al cantor, que indefectiblemente, porque no tiene sino la vida que se le dio, tiene que verter, mediante los artilugios del arte, vivencias ciertas y no imaginadas. Ahí mismo, en el primer
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verso: Aquí me pongo a cantar, comienzan los enigmas y la Obra toma la superestructura de una alegoría. Cualquier ex plicación vale más que la ignorancia de esos enigmas, y aun el más palmario, aquel por el cual Martín Fierro asume un carisma redentor (Estos son treinta y tres cantos, que es la mesma edá de Cristo, II, 4863-4), correlaciona el canto con una empresa, al cantor con el Autor. Si en su Obra ha puesto Hernández sonidos para unos e intención para otros, esta faceta es la que se debe escrutar hasta determinar, al menos, qué complejos abarca, intentando formar con ellos una constelación. La lectura de esa especie de horós copo puede dar materia para un ensayo independiente del aná lisis de la obra; y tal no es mi propósito. Baste señalar la inten ción de una criptografía, en dos pasajes del Poema: donde dice que tiene mucho que rumiar el que lo quiera entender, y que ése es un botón de pluma que no hay quien lo desenrede. De no existir esas advertencias, la lectura del Poema habría sido sencilla, tal como satisfizo a los lectores cuasi analfabetos y a los exegetas, que por lo regular se quedaron a mitad del cami no de aquéllos. Ninguna dificultad se ofrece a la comprensión del texto literal; mas es cosa bien diferente rastrear las inten ciones. Nos encontramos ante una escritura críptica y, más taxa tivamente, ante una obra de las que Dante dijo (en el Con vivio) que podían encerrar cuatro sentidos: el literal, el moral, el alegórico y el anagógico. Estos cuatro sentidos coexisten, efectivamente, en el Martín Fierro; y el último, que antaño contenía una clave metafísica o teológica, encierra lo que hoy llamamos un complejo de censura. El Poema entero responde a una “censura” de lo patricio, de lo heroico, de lo noble, ae lo que tiene estirpe y blasón. Pero es preciso descender al mon taje de la Obra, a los elementos tectónicos, como pudieran ser la falta de hogar, la vida de huérfano o la protección por las tías, la soledad, la ausencia de hermanas y de hijas, la disolu ción de la familia, la separación reiterada del padre de sus hijos, la triste —o más bien desdichada— suerte de la esposa, todo lo cual responde directamente a características biográficas o caracterológicas del Autor. Ha de haber todavía mucho más, y en primer término estas dos cualidades típicas del protago
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nista: cantor y peleador, que van más a lo hondo del destino de Hernández. Sería menester, antes de proseguir en este análisis, diferen ciar lo alegórico de lo anagógico. En la primera clase tenemos cuanto hace de Martín Fierro una víctima de la injusticia social, del desorden gubernamental, de la carencia de sentido humano en la empresa civilizadora de los hombres cultos que goberna ban y no conocían al país. Todo esto es llano y forma parte de lo real convertido en asunto poético. En la segunda clase Leñemos, más que aquello que Martín Fierro y Cruz —a este respecto, Cruz es complementario de Martín Fierro— cuentan en sus confesiones, lo que callan. La vida privada de Martín Fierro nos es desconocida: el Cantor la elude rigurosamente; la vida privada de Cruz está desfigurada, y la recomendación de amparo a su hijo, hecha antes de morir, plantea uno de los problemas de la clave. Por dentro de lo social y lo político, lo narrativo y anecdótico, está lo filosófico que permite al Autor confesar, mediante reflexiones y alusiones de una sabiduría de experiencia, la existencia de lazos íntimos con un mundo de paz, amor y trabajo al cual Martín Fierro ha vuelto la espalda. El tono despectivo de Martín Fierro para los gringos y de Cruz para las mujeres responde a sentimientos vivos en el Poeta: en la carta del 23 de mayo de 1864, al tío, el coronel Pueyrredón, le dice: “Vd. postrado, sufriendo de las heridas qe. recibió peleando por la patria y un gringo mugriento y despreciable ensañándose por la prensa contra Ud.”; y en los versos a una dama: De lo que hizo a la mxijer [Dios] Fué de la cola de un gato. Creo que ambas pruebas confirman la rela ción entre Autor y Protagonista y Deuteragonista, y por ella también se entra al plano de lo anagógico. Por otra parte, en un estrato superior, la Obra puede constituir una alegoría sin habérselo propuesto el Poeta, así como un “complejo anagógico” muy a su pesar. Es lo que caracteriza el trabajo del subconscien te en la obra literaria. Allí todo obedece a la intención, some tido a una clave y un plan razonados, y el doble sentido es manifiesto deliberadamente; aquí el Autor tiene su enemigo en sí mismo, en su Doppelganger que le presenta sus propios, inescrutables símbolos a la razón, elaborados ya conforme a sus planes. En este punto ha de comenzar la tarea del psicoanalista.
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Es innegable que la clave resultaría más sencilla si se pose yeran datos concretos y ciertos de la existencia familiar de Hernández. Acaso la claridad de esa lectura haya determinado —probablemente sin ánimo expreso— la desaparición de los da tos biográficos fidedignos y la absoluta imposibilidad de obtener documentos iluminativos de ninguna clase, relacionados con su vida privada. Porque el complejo mismo, configurado, no existe en el Poema, fuera de la amistad de Martín Fierro y Cruz, que hallamos suspensa en el aire, sin apoyo en ninguna noticia bio gráfica o anecdótica. Psicoanalíticamente, el Poema ofrece un cuadro tan vago como un sueño. Ni siquiera sería posible tra bajar sobre los símbolos, y cuando se ha sentido que en las alusiones y en las omisiones están las cicatrices sensibles del trauma, se ha expuesto ya en todas sus dimensiones la dificul tad. Pero no debe pasarse por alto, en fin, una circunstancia significativa: la partida al Desierto, “a otro país”, el cautiverio de hordas —fuerzas— inferiores y el regreso. Es un destierro del que M artín Fierro vuelve a otro destierro. La vida en los toldos está llena de remembranzas. El regreso de Martín Fierro no tiene ningún propósito determinado: ver si puede vivir y lo dejan trabajar. No piensa recuperar a su mujer ni a sus hijos. El encuentro de dos de éstos es puramente casual, y la muerte de la esposa cancela un difícil problema de índole conyugal. El mismo día de encontrar a los hijos decide separarse de ellos y, además, cambiar de nombre. Este síntoma del nombre tiene sumo interés. Actúa en Martín Fierro una fuerza de disociación —inclinación subconsciente al suicidio—, la misma que, en una u otra forma, colaboró dócilmente en la pérdida de todo lo que tenía y amaba. Tres años sobrellevó un cautiverio en el Fortín, pacientemente, sin haber hecho tentativa alguna para fugarse. Las oportunidades que tuvo fueron muchas, pero sus sentimientos del hogar y de la familia se habían desvanecido allí por completo. Habla del mal trato y de la miseria; la añoranza es en el Desierto, junto a Cruz. La vida en el Fortín es la de soltero, de un hombre sin compromisos, y a este res pecto no difiere de la de Picardía. Un hombre con el poderoso instinto de la libertad que confesó en el Preludio y que repetirá al escapar del cantón, subconscientemente se encontraba a gusto, aunque alejado de su familia y privado de sus bienes. En una
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carta al coronel Pueyrredón, del 14 de abril de 1864, le decía: . .yo deseaba saber lo que había de positivo en la protección oficial; y que me asegurara la libertad para el periódico de poder tratar las cuestiones nacionales; pero no crea por esto, como le decía allí también, que soy un opositor sistemado y rencoroso del Gob. Nal., nada de eso; po. quiero la libertad. . . ” La libertad del Fortín y del Desierto no eran mayores para Martín Fierro que la libertad del hogar y de la familia. Por último, otro síntoma: a su regreso, halla en la pulpería al Mo reno que, como un cargo de conciencia, viene a exigirle el pago de la deuda de sangre por la muerte de su hermano. Hernández abandonó las filas del ejército a raíz de un duelo que tuvo con un oficial. Es muy posible que diera muerte a su adversario, pues una simple infracción de esa clase no daba motivos a la baja, que significaba el abandono de la carrera (hay una en mienda en el manuscrito, al verso II, 105, en que Martín Fierro se refería a “mi carrera”). El Moreno es un “revenant”. En aquella pelea célebre, Martín Fierro había dado muerte a un negro. El negro es siempre un síntoma en los complejos de in ferioridad, y en los de culpa el atenuante por el poco valer de la víctima. Muy significativo es también que, al referirse el Hijo Mayor a lo que la madre le predicaba sobre la autoridad del padre, Hernández haya escrito “jago” en vez de “gajo”: Aunque el jago se parece Al árbol de donde sale (II, 1707-8). Comparación que define al hijo en un concepto de estirpe, de genealogía.
b ] L o s P e r so n a je s
M ARTIN FIERRO del carácter de Martín Fierro resulta de que poseemos de él dos imágenes a veces contradictorias y otras coincidentes: aquella que formamos mentalmente por lo que nos confiesa de sí, de sus sentimientos, y aquella otra que pre senciamos en los actos que él mismo narra como si volviera a realizarlos. Tal es la circunstancia que ha hecho que sobre este personaje se emitan juicios dispares, siempre con alguna razón satisfactoria. Pero inmediatamente que separamos la imagen sen timental que nos da el cantor cuando alude a su vida y padeci mientos de la que nos exhibe en la ilustración dramática de su historia, distinguimos lo que pertenece al destino y la índole del hombre de lo que le acontece por las vicisitudes de su exis tencia en un mundo hostil e inclemente. La imagen moral de Martín Fierro nos pone en su favor, y en seguida sentimos que, efectivamente, es un hombre de bien, con nobles prendas humanas que ha deteriorado el clima en que vive. Lo fundamental —lo cierto— es lo que en sus ende chas nos confiesa de sí; lo ilustrativo y accesorio, aquello que nos refiere y que forma el texto narrativo, histórico, impersonal en cierto modo. Pues la biografía que le ha tocado vivir justi ficadamente la pone él bajo el signo de un destino que le es extraño y adverso. Si lo fundamental fuese el azar que lo empuja a una vida arisca y montaraz, podríamos suponer que miente cuando se sincera; pero eso no es lo verídico. El Poema todo está detrás del texto literal, y lo lírico, que es lo psicológico, prevalece con tal empuje de veracidad y nobleza que lo vemos actuar como fuera de su carácter, arrancado de sí y puesto en un papel obli gatorio, tal como la vida verdadera juega con nosotros obligán donos a vivir una biografía que hasta cierto punto no nos per tenece. Es también el caso simbólico de Fausto, para terminar de pronto y convincentemente con toda disquisición a este respecto. Martín Fierro no puede ser condenado sino mediante L a c o m p le jid a d
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la absolución del mundo infernal en que vive; pero si ese m un do merece recibir el castigo de su efectiva responsabilidad, la figura de Martín Fierro atraviesa indemne su dura prueba. Esta es la imagen que el autor tuvo de su héroe, y no podremos comprender nunca su pasión y el énfasis redentor que puso en él, sino entendiendo que la historia de hechos no penetra en el alma del actor para malearla y sí más bien para ennoblecerla con ese signo fatídico del sacrificio como víctima expiatoria de una injusticia de dimensión social. Sería inconducente presentar la imagen confusa y contra dictoria que resulta de la lectura sin discrimen, cuando se su perponen su persona moral y su biografía. Además, esa imagen tendría que obedecer al juicio que en nuestra conciencia formu láramos, y siempre se hallaría que el texto nos contradice, pues no se trata de un tipo que como símbolo acumule determinados defectos o virtudes, sino de un ser real, complejo, integrado por notas discordantes y cuya unidad no resulta de ninguna unilateralidad, como en el santo o en el héroe clásico, sino precisa mente de un conjunto de atributos inconciliables para la psico logía de manual, pero cierta en una psicología profunda y positiva. La imagen auténtica se nos transmite vivencialmente por los Preludios y las digresiones sentimentales; y una vez que da mos fe a sus palabras, escuchándolas como una confesión, tur bada a veces por rubores y escrúpulos que le llevan a buscar en el comentario risueño un desahogo a la opresión de la ver dad, podemos escucharle el relato de los episodios que cree esenciales sin que ellos nos desvíen de un fallo inapelablemente absolutorio. Por eso extraña tanto, y disgusta de modo tan vivo, que a su regreso se engañe y nos engañe excogitando penosa y dolosamente atenuantes a sus actos, que le habíamos perdo nado de una vez y para siempre tal como los cometió, porque le eran extraños. Esta actitud, que en el Autor obedece, según mi juicio, a las influencias nocivas de la critica y del comen tario del ambiente social más que a su personal convicción, me rece examinarse por separado; pues la psicología de M artín Fierro se quiebra ahí, y por primera vez tenemos la sospecha de que no es hombre veraz, y se nos empaña su imagen doliente con un alegato de leguleyo que nos dirige como si fuéramos
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miembros del tribunal que pudo a él encarcelarlo, por falta de sentido de la justicia, como le ocurrió al Hijo Mayor. I m a g e n m o r a l d e M a r t í n F i e r r o s e g ú n s u c o n f e s i ó n . Mar tín Fierro invoca su calidad de cantor con diversa intención. Significa a veces una vocación que orienta su vida; otras, un don que exhibe con altivez, y entonces forma parte de su ca rácter altanero, ya que el concepto de su propio valer no se basa en otra cualidad sobresaliente que ésa; en fin, define tanto su persona viviente como su personalidad literaria, y por mo mentos se confunde con el Poema mismo. Siempre sirve, sin embargo, la exhibición de esas dotes para enaltecerse también como hombre, pues sus palabras tienen un énfasis de arrogan cia, en cuanto proclaman, más que un don nativo, una supe rioridad sobre el común de los mortales privados de él. Para fraseando versos que se atribuyeron a Santos Vega (“cantando me he de morir, cantando me he de ir al cielo”), anuncia:
Cantando me he >de morir, Cantando me han de enterrar; Y cantando he de llegar A l pié del Eterno Padre— Dende el vientre de mi madre Vine a este mundo a cantar (31-6),... Y poniéndome a cantar Cantando me han de \enúontrar Aunque la tierra se abra (41-3); Yo no soy cantor letrao, Mas si me pongo a cantar N o tengo cuándo acabar Y me envejezco can tando; Las coplas me van brotando Como agua de manantial. Con la guitarra en la mano N i las moscas se me arriman, Naides me pone el pié encima (49-57).. .
Su orgullo, pues, no se funda en las excelencias del canto, sino en que su canto es una manifestación lírica de su coraje, de su altivez y de su firmeza. Son cualidades personales más que artísticas. En ningún momento separa una de otra cuali dad, antes bien, declara no ser un cantor culto sin que esa circunstancia negativa amengüe sus méritos. Pues sus méritos están en él, y el canto es una habilidad semejante a la que pudiera ser, por ejemplo, el manejo del cuchillo o del lazo. Con la diferencia de que no es una habilidad adquirida, sino innata, más poderosa y duradera que él, pues además de for mar parte de su alma forma parte de sus necesidades físicas, y ni le cansa ni está sujeta a la contingencia de morir. La misma calidad sirve a Cruz para exponer esa virtud
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como un accesorio de su persona, en instancia ornamental. Con ella agrega a su persona un plus que es también innato y do minante, pero en grado de sumando de su persona, como era común al tipo tradicional del gaucho. En Martín Fierro no le agrega nada sino que lo determina, lo configura. Y la fusión de ese don, que es equivalente al de su fuerza física o al de su capacidad de hallar consuelo en sí mismo contra las adversi dades, tiene su magnífica realización al final de la Ida en un gesto que expone el Narrador. Es una vida que concluye, un impulso que comunica al lector la magnitud de la renuncia a todos los bienes, ya que la guitarra es un emblema de su ínti ma vida, y decidirse a no cantar más es algo más grave que la angustia de la muerte. Es este hecho, más que el de partir al Desierto dando su último adiós a cuanto ha querido, lo que hiere a quien ha comprendido a fondo qué significaba el canto para él: . . . Y de un golpe al instrumento Lo hizo astillas con tra el suelo— «Ruempo, dijo, la guitarra, Pa no volverla a
templar; Ninguno la ha de tocar, Por seguro ténganlo; Pues naides ha de cantar Cuando este gaucho cantó » (2273-80). In
dependientemente de la significación literaria con que Martín Fierro transfiere al Narrador su conciencia de la obra cum plida, del Poema realizado, en todo sentido ese gesto de autodestrucción es un final al que no agrega nada la partida ulterior al Desierto. El Poema acaba ahí. Tan cierto es esto que la continuación, la marcha con todo su patetismo de acción, que la palabra sostiene pero no subraya, es mejor un fragmento que tiende hacia la Vuelta, un comienzo de otra historia más que un fin. El fin lógico, tajante, está antes; y si el Poema hubiese sido cercenado en el verso 2280 nadie hubiera pensado en una segunda parte, aun entendiendo que Martín Fierro y Cruz se internaran en la tierra del Indio. Por no haber respetado Hernández el Final verdadero de su obra, por haber cedido a la tentación de agregarle otro epílogo patético, que en nada aumentaba realmente la emoción ya comunicada, y por alguna explicación también sobreañadida, el Poema tuvo que ser continuado, aunque como castigo, el Martín Fierro que regresa es la sombra del que se va. La nueva presentación del protagonista vuelve a presentár noslo como cantor. Esto, más que la historia que ha de referir,
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es lo que enlaza íntimamente ambas partes. Pero algo ha cambiado también de esa virtud nativa, y la fama que ha logrado como autor de su vida más que como expositor lo hace que amplíe su personalidad asumiendo la responsabilidad de su renombre como antes la de sus hechos. Conserva, sí, la altivez antigua, pero no le nace ya de las entrañas, de lo que es por un destino tan poderoso como el de su existencia, sino por los méritos probados ante el juicio del público. De todos modos, es muy interesante cómo logra Hernández man tener subsistente aquella personalidad altanera que no tenía más que su persona para mantenerse erguida, con ésta que se respalda ya en su reputación, ya en la conciencia de que ha realizado una obra poética de primera calidad. No examino aquí sino este aspecto esencial de la calidad humana, de carác ter, del Cantor, pues su derivación a la crítica literaria co rresponde a otros análisis. Relacionada con él es, sin embargo, la advertencia preliminar de que ...em pezaré por pedir No
duden de cuanto digo, Pues debe crerse al testigo Sinó pagan por mentir (II, 33-6), que simultáneamente se relacio
na con uno de los repetidos objetivos del Autor en los Prólogos. Pero sí la inmediata entrada en el tono lírico de la Primera Parte con la invocación, esta vez al alma de un sabio y no a los santos, y a la Virgen y al Señor en una tesitura de piedad verdadera que difiere del dejo paródico de la Ida. Dice: Gra
cias le doy a la Virgen, Gracias le doy al señor, Porque entre tanto rigor, Y habiendo perdido tanto, No perdí mi amor al canto N i mi voz como cantor 37-42). Apenas un hilo del
gado une lo sentimental en esta parte con lo sentimental de la Ida, que era predominante: Brotan quejas de mi pecho,
Brota un lamento sentido; Y es tanto lo que he sufrido Y males de tal tamaño, Que reto a todos los años A que traigan el olvido (II, 103-8). Lo demás del Preludio de la Vuelta tiene
atinencia con Martín Fierro en condición de Personaje del Poema: Pero yo canto opinando, Que es mi modo de cantar (II, 65-6); Yo sé el corazón que tiene El que con gusto me escucha (71-2); He conocido, aunque tarde, Sin haberme arre pentido, Que es pecado cometido El decir ciertas verdades (81-4); Pero voy por mi camino Y nada me ladiará; He de decir la verdad (85-7); Yo no he de aflojar manija Mientras
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que la voz no pierda (117-8); Yo digo cuanto conviene, Y el que en tal güeya se pla?ita Debe cantar cuando canta Con toda la voz que tiene (129-32), y Tengo que decirles tanto Que les mando que me escuchen (155-6).
El Cantor de la Vuelta atemperó sus bríos y una mayor responsabilidad pesa sobre él, pues ya no es el cantor que hacía gala de sus dotes naturales en las pulperías y que gozaba en su propio canto o se consolaba en él, sino que su palabra tiene la autoridad de la franqueza y la veracidad. Al final del Poema, cuando ha de responder al desafío del Moreno, expli cará como un matiz desvanecido de su antigua vocación sus canciones de antaño. Pero, ¿qué es lo que ha de recordar ahora que necesita actualizarlo todo, ponerse en guardia para pre guntar y responder, en el albur de las cuestiones que hay que debatir? Acaso sea su habilidad no ejercitada en tanto tiempo, pues de súbito se coloca en el tema y en la situación que el Moreno le crea. Se trata de doce versos hábilmente combina dos en un resumen de su pasado, su nombradla y su don no amenguado a p e s a r de los años y las penas: Cuando mozo
jui cantor— Es una cosa muy dicha— Mas la suerte se enca pricha Y me persigue constante— De ese tiempo en adelante Canté mis propias desdichas. Y aquellos años dichosos Trataré de recordar— Veré si puedo olvidar tan desgraciada mudan za— Y quien se tenga confianza Tiemple y vamos a cantar
(II, 3941-52). La última prueba de sus dones de cantor es ésta, en la Payada con el Moreno, que no puede dejar ninguna duda, al entendido en ese arte complicado, de que en efecto eran de la más alta calidad. Y así una virtud nativa en él pasa a la acción; es demostrada en los hechos, cobra el relieve de un episodio de su vida igual, absolutamente igual a lo que las peleas fueron como episodios de su biografía. Hasta ese mo mento el cantor y el hombre eran dos entidades separadas, aunque una animase y estimulase a la otra; ahora cantor y hombre, pensamiento y acción, habilidad de poetizar y de luchar son una misma cosa. La Payada debe ser vista, por lo tanto, corno la realización culminante del Poema en la ple nitud de la personalidad del Protagonista, en el único mo-
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mentó de su vida en que lo somete a una prueba decisiva y lo saca victorioso de ella. Además, es fácilmente visible cuál sea la función estimu lante que el canto tiene para Martín Fierro y cómo su perso nalidad está constituida sobre ese patrón. Pudo serlo sobre el coraje esencialmente, y tendríamos entonces a un gaucho malo —Juan Moreira—, o sobre su pericia de peón de estancia, y su historia habría sido una masa informe y anodina de hechos sin fisonomía propia. Por mucho que alardea Martín Fierro de que conoce los trabajos del campo, la idea que de sí nos da es muy pobre, y hasta es discutible que sea efectivamente un hombre trabajador, según se deduce de las palabras con que persuade a Cruz de abandonar la Frontera. Aquel otro aspec to de su persona, la de hombre bravo que provoca la pelea y nunca la rehuye tampoco, está dentro de su sino: son cir cunstancias eventuales las que le exigen la prueba. Y esas pruebas que cumple holgadamente hasta en las situaciones más increíbles tienen un justificativo en su carácter indómito y altanero, y ambas cualidades de su carácter dimanan de su conciencia del propio valer que le da su excelencia en el canto. Este aspecto de la psicología de Martín Fierro contrasta fuertemente con el que resulta de sus sentimientos afectuosos, que comprenden en un amplio círculo el amor a la mujer y los hijos, el encariñamiento con su pago, la melancolía de los bienes perdidos y remotos, la tristeza profunda y verdadera que sabe animar en sí y soportar sus impulsos humanitarios y su sentido de la amistad. Hay en la Primera Parte numerosos pasajes en que M artín Fierro aparece, por propia confesión, superando lo que corrobora con los hechos que relata, como hombre desligado de aquellos sentimientos, con un instinto y una necesidad de estar libre y solo que muy difícilmente pue den conciliarse ni avenirse siquiera con el hombre de hogar y de paz. Sólo en una interpretación más amplia y comprensi va del corazón humano, quedan inscritas esas declaraciones dentro de aquel círculo, y se las puede considerar —en deter minados casos— como reacciones de un hombre herido y mal tratado que extrae de sí fuerzas para sobreponerse y aun para anular los efectos deprimentes que pudieran postrar su espíritu. De cualquier manera, sin que sea éste el momento de analizar
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las probables incongruencias de la composición, de los labios de M artín Fierro recibimos su imagen de gaucho para quien la sociedad es una capitulación de su índole. El cuadro de tal psicología contiene los siguientes elementos: Mas ande otro
criollo pasa Martin Fierro ha de pasar, Nada lo hace recular N i las fantasmas lo espantan, Y dende que todos cantan Yo también quiero cantar (25-80); Yo soy toro en mi rodeo Y torazo en rodeo ageno; Siempre me tuve por güeno, Y si me quieren probar Salgan otros a cantar Y veremos quién es me nos (61-6); No me hago al lao de la güeya Aunque vengan degollando; Con los blandos yo soy blando Y soy duro con los duros, Y ninguno, en un apuro, Me ha visto andar tutubiando. En el peligro ¡qué Cristos! El corazón se me enancha, Pues to da la tierra es cancha, Y de esto naides se asombre; El que se tiene por hombre Donde quiera hace pata ancha. Soy gaucho, y entiéndanlo Como mi lengua lo explica: Para mí la tierra es chica Y pudiera ser mayor; N i la víbora me pica N i quema mi frente el sol (67-84); Para mí el campo son flores Dende que libre me veo— Donde me lleva el deseo Allí mis pasos dirijo— Y hasta en las sombras, de fijo, Que adonde quiera rumbeo. Entro y salgo del peligro Sin que me espante el estrago; No aflojo al primer amago N i jamás fí gaucho lerdo;— Soy pa rumbiar como el cerdo Y pronto caí a mi pago (991-1002); N un ca jui gaucho dormido, Siempre pronto, siempre listo— Yo soy un hombre, ¡qué Cristo! Que nada me ha acobardao, Y siem pre salí parao En los trances que me he visto (967-72); A naides le debo nada, N i pido cuartel ni doy;— Y ninguno dende hoy Ha de llevarme en la armada. Yo he sido manso primero y seré gaucho matrero— En mi triste circunstancia, Aunque es mi mal tan profundo, Nací y me ¡te criao en estancia, Pero ya conozco el mundo (1095-104); Desaceré la madeja Aimqne me cueste la vida (1109-10); Pero yo ando como el tigre Que le roban los cachorros (1115-6); Vamos, suerte, vamos juntos, Dende que juntos nacimos— Y ya que juntos vivimos Sin po dernos d iv id ir..., Yo abriré con mi cuchillo El camino pa seguir (1385-90); Yo quise hacerles saber Que allí se hallaba un varón (1517-8); «No me vengan, contesté, con relación de dijuntos; Esos son otros asuntos; Vean si me pueden llevar, Que yo no me he de entregar, Aunque vengan todos juntos »
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(1531-6); «Yo me voy, le dije, amigo, Donde la suerte me lleve,
Y si es que alguno se atreve A ponerse en mi camino, Yo seguiré mi destino, Que el hombre hace lo que debe. Soyun gaucho desgraciado, No tengo dónde ampararme. . . Pero ni aun esto me aflige, Porque yo sé manejarme » (1669-80). No
disminuye su coraje el hecho de que, acosado por numerosos agentes de policía, sienta lo recio del peligro y acuda a un socorro sobrenatural, cuyo sentido religioso aquí no tiene ló gico ajuste: Por suerte en aquel momento Venía coloriando el alba, Y yo dige: «Si me salva La Virgen en este apuro, En adelante le juro Ser más güeno que una malba .» Pegué un brinco y entre todos Sin miedo me entreveré (1585-92).
Muy dentro de la idiosincrasia del paisano, esos rasgos son genéricos más que personales, y Martín Fierro los enuncia en npmbre de todos en una actitud que extraña porque son for mas de ser que nadie declara con tal desenfado sino en trances categóricos, y entonces con pocas palabras. El conjunto de ese cuadro responde a una modalidad psicológica común, y es natural que el Autor necesitara en alguna forma, y en la más económica y natural, presentar al hombre en la fase genuina, de donde se desprenden sus acciones que sólo corroboran ese modo de ser. Si sus acciones pueden juzgarse comunes dentro de un orbe de acontecimientos característicos, su personalidad es un común denominador del gaucho de aquella época y aquellos lugares. La congruencia es cabal, y las referencias a su propia vida que da el Protagonista confirman su tipo psico lógico. Este retrato de sí es lo que más contrasta con el resto de sus facies y de su comportamiento, pero no es el momento de averiguar cómo se compagina, según se dijo ya, ese instinto de la libertad a toda costa con su domesticidad hogareña, que le lleva a esta añoranza: Sosegao vivía en mi rancho Como el
pájaro en su nido— Allí mis hijos queridos Iban creciendo a mi lao . .. (295-8), pues la imagen que teníamos desde el co mienzo de su canto era otra. En el comienzo nos dijo: Nací como nace el peje En el fondo de la mar; Naides me puede quitar Aquello que Dios me dió— Lo que al mundo truge yo Del mundo lo he de llevar. M i gloria es vivir tan libre Como el pájaro del Cielo; No hago nido en este suelo Ande hay tanto que sufrir; Y naides me ha de seguir Cuando yo remuento
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el vuelo. Yo no tengo en el amor Qiiien me venga con quere llas; Como esas aves tan bellas Que saltan de rama en rama— Yo hago en el trébol mi cama Y me cubren las estrellas (85-102); Dende chiquito gané La vida con mi trabajo, Y aunque siem pre estuve abajo Y no sé lo que es subir (973-6)..— Esta
última confidencia sirve en el Poema como vínculo que suelda varias facies antitéticas del hombre, y es verdad el punto de intersección de una psicología áspera y hostil y de otra mansa y servicial. Con estas suturas, que al lector distraído pueden pasar inadvertidas, como relajamientos momentáneos en la tensión del Poema, el Autor teje el tránsito de un aspecto a otro, de una a otra escena que, tomadas por separado o sin esa sutil ligazón, podrían aparecer contradictorias. Tampoco hay contradicción, una vez entendida a fondo la compleja y sen cilla alma del héroe, en sus actitudes y estados de ánimo de aparente flojedad. Lo que entendemos nosotros por “guapeza” en el paisano sería muy arduo de explicar. El hombre bravo de nuestros campos, como yo he alcanzado a conocerlo, en muy poco se diferenciaba en su aspecto y en su conducta del más vulgar de los campesinos. Lo rodeaba una fama bien obtenida y solamente el ojo sagaz —casi siempre del congénere— advertía que había que medir las palabras y ser prudente. En Don Segundo Sombra, Güiraldes ha puesto un hombre de ese temple, y Hudson tiene en Allá lejos y hace mucho tiempo la figu ra del payador Basilio Barboza, que para el lector ingenuo no se define entre el cobarde que no tiene otras armas que su reputación de corajudo y el hombre realmente peligroso que suele huir de reyertas inútiles. A este mismo tipo pertenece Martín Fierro, y el episodio en que se nos muestra en su ley y en su fibra es el del canto VIII, donde es provocado por el Compadre. Pero en toda la obra se encuentran esos rasgos equívocos distinguibles sólo para el buen catador de hombría. Al ser arreados a la frontera, dice: Yo no quise disparar Soy
manso y no había porqué Muy tranquilo me quedé Y ansí me dejé agarrar (315-8). Es la misma actitud que observa en el boliche, a la llegada impetuosa del Compadre: Y yo sin decirle riada Me quedé en el mostrador (1271-2). El Compadre era
un atropellador, pero no un hombre bravo; lo demuestra en seguida con su temeridad de insultar con palabras abundantes
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a Martín Fierro, que le contesta a la invitación: “Beba, cuñao”, con una réplica que es la respuesta consagrada para esa clase de intencionada ofensa. Eso es contestar con tanta economía que sólo emplea la respuesta consiguiente; con pocas frases el Autor nos da la sensación inequívoca de que era poco rival para Martín Fierro. Asimismo, al sentir que lo acomete la par tida, comenta: Mas no quise disparar, Que eso es de gaucho morao (1491-2), y Quietito los aguardé (1510). Es un modo de ser más que de reaccionar. Lo encontramos antes, el día de pago en el Fortín, cuando el Mayor ha concluido su incompleta tarea: Yo me le empecé a atracar, Y como con poca gana Le dije: «tal vez mañana Acabarán de pagar» (741-4). La arrogancia que resalta por las palabras de Martín Fie rro son explicaciones indispensables del Autor, que no se en contrarán en los hechos siempre recortados en lo sucinto, y donde Martín Fierro procede con arreglo a su incuestionable valor. No es un desmentido a él aquella invocación a la Virgen en el peligro, ni el miedo que siente al encontrarse en la Fron tera con el Hijo del Cacique: Siempre he sido medio guapo,
Pero en aquella ocasión Me hacía buya el corazón Como la garganta al sapo (591-4), o en la escena análoga con el Indio
que maltrataba a la Cautiva. El miedo no es la negación del coraje —un buen ejemplo hay en Aquiles—, sino la medida humana del peligro por la cual el héroe comienza vencién dose a sí mismo en su ordinaria condición de mortal. Ese coraje suelto, con abundancia de recursos y de seguridad en las propias fuerzas, está rápidamente pintado en la pelea con el Negro: Me hirbió la sangre en las venas Y me le afirmé al moreno, Dándole de punta y hacha Pa dejar un diablo me nos (1227-30).
Otro pasaje sin subrayar por el Autor que contribuye a robustecer la imagen del hombre independiente y, por los compromisos que tal actitud aparejaba, de audacia, es la for ma lacónica como Martín Fierro nos dice que no le interesaba la política ni se avenía a someterse a las imposiciones del cau dillo oficialista, que Picardía dirá con mayor rotundidad, pero que en su laconismo basta para dar impresión de que era hom bre firme: A mi el Juez me tomó entre ojos En la última vo tación (343-4), y: Que sean malas o sean güeñas Las listas,
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siempre me escondo— Yo soy un gaucho redondo Y esas cosas no me enllenan (351-4). Pero no es cosa de ostentar su oposi
ción, como tampoco de hacer alarde de guapeza. No está en la índole de Martín Fierro, como no lo está en la del verda dero hombre bravo: En medio de mi inorancia Conozco que
nada valgo— Soy la liebre o soy el galgo Asigún los tiempos andan (979-82); avenimiento a lo inevitable que Cruz ha de
repetir en un tono de insolente cinismo. Martín Fierro se avie ne a las dificultades que no puede vencer, y nunca el paisano ha entendido que hubiera cobardía en la cordura. Así en el Fortín, en situación que habría sido absurdo más que teme rario enfrentar: Pero qué iba a hacerles yo, Charavón en el desierto; Más bien me daba por muerto Pa no verme más fun dido— y me les hacia el dormido, Aunque soy medio dispierto (793-8).
Pero tampoco hemos de olvidar que se revela entero quién es en su vida de matrero, que es la que pone a prueba su tem ple de bravo, todo ya determinado por la ruina de su hogar y la pérdida de su familia que lo coloca en la situación del tigre a quien roban los cachorros, pues es entonces cuando dice: ¡Yo juré en esa ocasión Ser más malo que una fiera! (1013-4). No se trata, pues, de un coraje que se proyecta por una necesidad agresiva del hombre de temperamento comba tiente, sino de un despertar en él de una fuerza dormida a la que ha de darle desahogo. La valentía de Martín Fierro estaba en él latente y ahora que desborda de sí, que asume la magni tud de una venganza informe, comprendemos que no estaba en su juego ni en su ley, sino que entera se descarga liberán dose de él mismo. No es una condición negativa que sea grande porque ha devorado todo otro sentimiento de ternura y de piedad. Es en su interior un demonio extraño, el golpe en res puesta al golpe, ciego e injusto, como fue ciego e injusto el que recibió. Su venganza o su acometividad se hospeda en él y lo arrastra en lo externo, de él para afuera; pues en su interior, en lo más recóndito, la personalidad positiva de Martín Fierro permanece incontaminada. Puede decir al comienzo: Ninguno me hable de penas, Porque yo potando vivo (115-6), y pasar por ese puente a la serie de los sentimientos generosos que también le pertenecen, y que ha de brillar con luz más pura
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en su vida de matrero, en su insondable soledad. Reserva de sí que él mismo explica, en algún momento, no de modo por completo convincente, pero sí ajustada a su psicología: Y sepan
cuantos escuchan De mis penas el relato Que nunca peleo ni mato Sino por necesidá; Y que a tanta alversidá Sólo me arrojó el mal trato. Y atiendan la relación Que hace un gaucho per seguido>, Que padre y marido ha sido Empeñoso y diligente, Y sin embargo la gente lo tiene por un bandido (103-14). Idea
central que, ocurridos todos los hechos que ensangrientan sus manos, ha de repetir con suma cautela, a Cruz: «Antes de cair
al servicio, Tenía familia y hacienda; Cuando volví, ni la prenda Me la habían dejado ya— Dios sabe en lo que vendrá A parar esta contienda » (1681-6), palabras en las que no en
contramos sino el esquema, despojado el relato de todo lo que no le pertenecía sino que formaba parte de lo que él denominó con sumo acierto “su destino”. Esta forma sucinta de presen tación a Cruz no contiene sino esas líneas esquemáticas de su biografía antes minuciosamente silabeada en los episodios más dramáticos; pero nada le falta, nada se ha falseado; lo demás forma parte de la historia de los otros y del país. La referencia al juego con un caballo de carrera Con él gané en Ayacucho Más plata que agua bendita (363-4), y su afición a la bebida en las reuniones donde cantaba, o al en contrarse con amigos, no bastan para que le atribuyamos uno ni otro vicio; como tampoco bastan sus referencias al trabajo para que creamos que sea un hombre trabajador. No estaba en la modalidad del gaucho. Se queja de que en el Fortín lo obligaran a trabajar sin que le pagaran por ello; la enumera ción de las faenas que sabe cumplir corresponden al trabajo ocasional de la hierra o a la caza. Pero ha sido criado en es tancia y es muy posible que su reticencia al enumerar aquellas habilidades se deba a que en general nadie consideraba hon roso el trabajo sedentario. En la Segunda Parte encontramos una declaración ingenua: Me he decidido a venir A ver si pue
do vivir Y me dejan trabajar. Sé dirigir la mansera Y también echar un pial— Sé correr en un rodeo— Trabajar en un corral— Me sé sentar en un pértigo Lo mesmo que en un bagual (II,
136-44)... Al decidirse a marchar al Desierto, uno de los ali cientes que invoca es que allá no hará nada y que la holganza
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es la ley del indio. Parecería que la vagancia fuera un hábito en él y que conoce todos los recursos de agenciarse el alimento con destreza de cazador errante: Quiero salir de este infierno— Ya no soy pichón muy tierno Y sé manejar la lanza (2186-8). .., Y ha de ser gaucho el ñandú Que se escape de mis bolas. Tam poco a la sé le temo, Yo la aguanto muy contento (2225-8).
No es este modo de vivir el que, ni en casos extremos, ha bría aceptado un hombre laborioso, porque el tono que em plea en su diálogo con Cruz está lejos de presentar como un mal aquellas privaciones. Más que una dura vida nueva que han de aceptar en una opción preferible a la vida de matreros, se la describe como provista de atractivos para el hombre que ama la libertad. No deja de mencionar la posible compañía de alguna mujer que los consuele, y esto en efecto atempera, por cualquier compensación, la pérdida de su propia mujer. Hay siempre, en estas declaraciones, un fondo de amargura y un sentido de lo inevitable, que ha justificado ya sus actos de vio lencia y que puede cubrir con un perdón sin límites cualquier desvío; pero más bien resulta de nuestra comprensión de las causas determinantes que de los motivos que él alega. Son fuer tes, sin embargo, sus sentimientos de hogar. Luchan en él esos sentimientos con su instinto de la personal independencia, y tal es la lucha que en su alma libran alternativamente triun fantes unos y otros. No se esfuerza por recuperar a su mujer y a sus hijos, sino que se lanza a la vida del albur, y es como una liberación que siente en lo más secreto de su ser; pero muchísimas veces ha de doblarse en su soledad ante el recuerdo de lo que ha perdido. Sus impresiones ante la tapera son lim pias y espontáneas: Puedo asigurar que el llanto Como una mujer largué (1017-8); ¡Tal vez no te vuelva a ver, Prenda de mi corazón! (1063-4), y perduran a lo largo de los dos años de vida montaraz que después lleva. Es esa desolación la que lo impulsa al crimen: Y medio desesperao A ver la milonga fui (1141-2); Que alegre de verme entre ellos [los amigos] Esa
noche me apedé. Como nunca, en la ocasión, Por peliar me dió la tranca (1145-8)... Esa vida de matrero no tiene el mis
mo sentido que la vida de prófugos que vislumbra al partir para el Desierto; está poblada de remembranzas, es una situa ción de tigre al que le han robado los cachorros. Con las tris
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tezas de su alma Al pajonal enderiese (1407-8); Ansí es que al venir la noche Iva a buscar mi guarida —Pues ande el tigre se anida También el hombre lo pasa— Y no quería que en las casas Me rodiara la partida, Pues aun cuando vengan ellos Cumpliendo con sus deberes, Yo tengo otros pareceres, Y en esa conduta vivo — Que no debe un gaucho altivo Peliar entre las mujeres (1415-26); Me encontraba, como digo, En aquella soledá, Entre tanta escuridá, Echando al viento mis quejas
1469-72)... La vida en el Desierto reproduce las vicisitudes de la cam paña. Comenta Martín Fierro a su regreso: Es triste dejar sus
pagos Y largarse a tierra agena Llevándose la alma llena De tormentos y dolores (II, 169-72); ¡Irse a cruzar el desierto Lo mesmo que un foragido, Dejando aquí en el olvido, Como de jamos nosotros, Su mujer en brazos de otro Y sus hijitos per didos! (175-80); ¡Al verse en tal desventura Y tan lejos de los suyos, Se tira uno entre los yuyos A llorar con amargura! En la orilla de un arroyo Solitario lo pasaba; En mil cosas cavilaba, Y a una güelta repentina Se me hacía ver a mi china O escu char que me llamaba (183-92); Mientras sin ningún halago Pasa uno hasta sin comer Por pensar en su mujer, En sus hijos y en su pago (195-8).
La muerte de Cruz acrecienta las tristezas de Martín Fierro, que pierde con él, más que un compañero, el último resto de sociedad para sumergirse en su total aislamiento del mundo. Su sensibilidad está fresca, porque ha vivido sin aclimatarse a la vida del salvaje, y Cruz había reunido en sí la suma de los bienes ausentes. Acaso parezcan excesivas sus demostraciones de pesar, y lo serían si Cruz no fuera más que el amigo y el compañero; pero era también el último sobreviviente de su pasado, el que lo mantenía vivo en el seno de la soledad:
Fuimos a esconder allí Nuestra pobre situación, Aliviando con la unión Aquel duro cautiverio— Tristes como un cemen terio Al toque de la oración (II, 415-20). Los dos años de sepa
ración que les imponen los “infieles” fortifican esa amistad al reencontrarse, y la muerte de Cruz alcanza un grado de resu men de su propia suerte, de modo que no podemos suponer que Martín Fierro exagera su dolor. Es más grande que cuando la pérdida de su hogar, mujer, hijos y hacienda, porque en
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ese momento aquellas desgracias recobran su sentido verdadero por la presencia de la muerte: El recuerdo me atormenta, Se renueva mi pesar (II, 895-6). . .; Todos pueden figurarse Cuán
to tuve que sufrir; Yo no hacía sinó gemir, Y aumentaba mi aflición No saber una oración Pa ayudarlo a bien morir (901-6); Lo apretaba contra el pecho Dominao por el dolor (919-20); De rodillas a su lado Yo lo encomendé a Jesús— Faltó a mis ojos la luz— Tube un terrible desmayo— Cai como herido del rayo Cuando lo vi muerto a Cruz (925-50); Y yo, con mis pro pias manos, Yo mesmo lo sepulté— A Dios por si¿ alma rogué, De dolor el pecho lleno— Y humedeció aquel terreno El llanto que redamé (937-42).
La soledad es total ahora; en esa tumba yacen todos los despojos de su pasado y de sí mismo: Andaba de toldo en toldo
Y todo me fastidiaba— El pesar me dominaba, Y entregao al sentimiento Se me hacia cada momento Oir a Cruz que me llamaba (949-54); En mi triste desventura No encontraba otro consuelo Que ir a tirarme en el suelo Al lao de su sepoltura. Allí pasaba las horas Sin haber naides conmigo— Teniendo a Dios por testigo— Y mis pensamiento fijos En mi mujer y mis hijos, En mi pago y en mi amigo (957-66).
A esa descripción de su estado de ánimo sigue el oír los gritos de la Cautiva, y es inevitable suponer que aquella voz angustiada llega a él de otras tierras. Es su propia resurrección. La escena posee suficiente grandeza para no admitir que el lamento de la infeliz mujer ejerza sobre él un ensalmo, como si oyera un lenguaje casi olvidado, la reaparición del mundo perdido. El Autor nos comunica esa compleja sensación con pocas palabras; porque es la Cautiva la que liberta a Martín Fierro de su infierno; le trae de lo lejos la voz de otra vida. Su decisión de afrontar el peligro para salvarla contiene una inmanente nobleza que no se disminuye por el hecho de supo ner que Martín Fierro se recupera por ella a sí mismo. La gran altura en que estos sentimientos nacen y luego, a través de la Vuelta, se tienden sobre el plano de su recuperación, no amen gua su heroísmo porque digamos que Martín Fierro se salva por ella. Por esta mujer, efectivamente, él se restituye a su ser más que a su tierra. Todo en ese episodio está elaborado con suma delicadeza para completar la impresión de que se
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funden en la voz doliente un conjunto de voces, y que renacen en Martín Fierro sentimientos aletargados, pues es la primera vez en que la piedad pura hará de ese “cuchillero individual”, como muy bien dice Borges, un paladín de la más alta clase:
Quise curiosiar los llantos Que llegaban hasta mí; Al punto me dirigí Al lugar de ande venían— ¡Me horrorisa todavía El cuadro que descubrí! (II, 997-1002); Conocí que era cristiana, Y esto me dió mayor pena (1007-8); Al mirarla de aquel modo N i un instante tutubié (1121-2); Yo no sé lo que pasó En mi pecho en ese istante (1135-6)... Y esta ingenua confesión de
que algo no razonalizable lo llevaba, por un instinto humani tario superior, que acaso le fuera hasta entonces desconocido, a afrontar el peligro de morir por ella: Aunque yo iba de cu rioso Y no por buscar contienda (1147-8). Ya de regreso, en la pulpería, al cantar el encuentro con los Hijos, ha de referirse a la muerte de su mujer, en un tono atemperado de sufrimiento que él cree que debe acentuar con alguna frase retórica, porque no brota en su alma con la pujan za de otras desdichas. Nos explica: Les juro que de esa pérdida
Jamás he de hallar consuelo; Muchas lágrimas me cuesta Dende que supe el suceso. Mas dejemos cosas tristes Aunque alegrías no tengo (II, 1687-92)...
Y es la última línea con que completa la imagen de sí mis mo que nos transmite confidencialmente. Así Martín Fierro existe como un ente moral, y los accidentes de su biografía no pueden desfigurar ese rostro en que, enmarañándose con las facciones agrestes, brilla la luz de la bondad ingénita. La otra imagen —complementaria, al fin— surge de su biografía; pero ése es el rostro que ha endurecido el sol, la intemperie y los ásperos vientos de la pampa. I m a g e n b i o g r á f i c a d e M a r t í n F i e r r o s e g ú n s u r e l a t o . Lo q u e c u e n t a d e sí M a r t ín F ie r r o e s u n a h is t o r ia c o m ú n , q u e p u e d e p e r t e n e c e r a c u a lq u ie r g a u c h o d e s u é p o c a . En a r c h iv o s p o l i c i a l e s , s e a e l p r o p i o o e l a j e n o , e s e r e t r a t o e s f ie l, p e r s o n a l , p l u r a l y s u y o . U n b r u s c o c a m b io d iv id e s u e x is t e n c ia e n d o s s e c c io n e s : e n u n a , s u v i d a d e h u é r f a n o t r a b a j a n d o e n la s e s t a n c ia s , s u f a m i lia , su h o g a r y su p e q u e ñ a h a c ie n d a ; e n o t r a , e l s e r v ic io e n la F r o n t e r a , la s p e n u r ia s a ll í s u f r id a s , la f u g a ,
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la sorpresa de haberlo perdido todo y la decidida vida de matrero. En fin, la variante de esa vida de prófugo, en el De sierto. El corte vertical en su biografía es el arreo por orden del Juez de paz, que responde a una inquina de cariz político. Padece, combate y recupera la libertad desertando, cuando ya es tarde. El mismo lo dice: Después que uno está perdido No lo salvan ni los santos (287-8). Y todo lo que sigue a esa cer teza de que su destino ha decidido ya por él es el cumpli miento de esa fuerza de perdición que será ilustrada con epi sodios dramáticos que se enhebran por su propia necesidad serial: la provocación al Negro, que es su crimen injustísimo; la pelea con el Compadre; su defensa al no consentir en que lo apresen; la pelea con el Indio por la Cautiva. Hechos san grientos, que nos prueban su habilidad de cuchillero. Y la vida del perseguido, semejante a la de las fieras, las vicisitudes de una segunda fase de esa misma vida en los toldos. Es el retrato del gaucho más que el propio. Este aspecto biográfico de la personalidad de Martín Fierro carece de relieves y rasgos que lo diferencien de los demás; sus relieves y rasgos contri buyen a desvanecer su imagen en una imagen genérica. Cruz es él mismo, con variantes episódicas; sus Hijos y Picardía mues tran otras facetas de ese ser multitudinal. Todas esas vidas juntas no son más que una vida: la multiplican en episodios y circunstancias sin enriquecerla. Hernández ha comprendido que la vida de los gauchos era una monótona repetición de sus desdichas: el telar es, en fin, un artefacto mecánico. No se ha interesado en buscar lo original, lo distintivo, lo individual, sino al contrario. En este aspecto es donde resulta evidente que ha observado una clase social entera para darnos su ima gen, y esa imagen es fiel a un tipo humano, a una sociedad, a una época. No puede resultar reconocible un Martín Fierro reconstruido según esos elementos biográficos: reconstruiremos la imagen del original, la de un tipo histórico más que bio gráfico, biográfico más que único. Aunque la técnica de pelear, su fuerza física, sean rasgos que sobresalen en el personaje, son también comunes. No nos ha dado el Autor ningún detalle de su fisonomía, estatura ni vestimenta. Nos despista con los an drajos, pues hemos de representarnos a Martín Fierro hasta despojado de prendas que pudieran darle individualidad. Ves
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tiría como todos, pero la miseria y el género de vida que lleva han hecho también de su atavío un desj>ojo semejante a la tapera, con más de la naturaleza que de la industria. Cual quier cara, cualquier traje que imaginemos para 'él serán arbitrarios y al mismo tiempo adecuados. Atribuirle propiedad a su biografía, suponerla perteneciente a un solo hombre, es desfigurar el intento del Autor y la verdad que surge del texto. Por fuera, corporalmente, Martín Fierro es un fantasma; sola mente tiene un alma suya y lo que sentimos que vive todavía no es la escena en que por un instante apareció para desva necerse en seguida, sino esa imagen de todos que resulta de las cosas y de los hechos. La personalidad material de Martín Fierro no surge de sí; le es impuesta desde fuera por las fuer zas innumerables e indiscernibles del mundo en que vive. Él es una imagen de ese mundo que se forma con los perfiles en que esas fuerzas innumerables e indiscernibles confinan con una realidad humana y personal. Martín Fierro tiene el ros tro, la talla, las características físicas, somáticas, de esa matriz que se llama la pampa, la soledad, la pobreza, la injusticia. Es un elemento para reconstituir un ambiente, porque ese am biente se ha hecho persona en él y puede cambiar constante mente de aspecto pero no de sustancia. Martín Fierro es lo invariante, lo permanente de un sino regional, estructural, so cial. No solamente vive todavía —ya irreconocible por los datos de su exterior—, sino que vivirá mientras esa matriz siga ges tando hijos con todas las sustancias de su ser. Y esa matriz no produce tipos vernáculos, que existan solamente en la llanura; en cualquier parte del mundo donde las condiciones de vida sean semejantes, ese mismo ser que llamamos Martín Fierro reaparecerá. De ahí que sea comprendido, familiarmente re conocido por cuantos llevan en su existencia la impronta de esa matriz. Porque es también una matriz humana, y entonces no de la pampa sino de lo pampeano, doquier existan sus elementos plásticos, estructurales, esenciales. La jjersona de Martín Fierro está en su símbolo; como necesitaba tener una biografía se le dio una cualquiera que correspondía mejor, a la historia que a un hombre. Una biografía de este tipo se llama destino, y Martín Fierro sabía distinguir netamente lo que le pertenecía —lo que cantando confesaba como pertene-
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cíente a su alma— de lo que pertenecía a los demás —los hechos, el trance, la situación— y que denominaba destino. Vamos,
suerte, vamos juntos, Dende que juntos nacimos, Y ya que juntos vivimos Sin podernos dividir (1385-8), que es lo más
cierto. Esa suerte erk su doble, su imagen falaz; la auténtica y verídica ha de sentir el lector que surge como de su crisálida; pero falaz en el sentido de lo biográfico, facial, somático. Pues en el sentido verdadero de la obra, lo fatídico, lo que está en Martín Fierro como en muchos otros, lo que en él encarna desgraciadamente como hubiera podido encarnar en los demás —para eso están los otros personajes de la obra—, eso es lo cierto. En su IV artículo sobre el Martín Fierro, P. Subieta emitió este juicio verdaderamente sagaz: Martín Fierro no es un hombre, es una clase, una raza, casi un pueblo; es una época de nuestra vida, es la encarnación de nuestras costumbres, instituciones, creencias, vicios y virtudes, es el gaucho luchando contra las capas superiores de la sociedad que lo oprimen; es la protesta contra la injusticia; es el reto satírico contra los que pretenden legislar y gobernar sin conocer las necesidades del pueblo; es el cuadro vivo, palpitante, natural, estereotípico, de la vida de la campaña, desde los suburbios de una gran capital hasta las tolderías del salvaje. Todos los hechos de la vida se encadenan, todas las esferas de acción son círculos que parten de un centro y se extienden hasta lo infinito.
Exacto. Esto de singular que encontramos en el Martín Fierro, y que lo diferencia de todos los demás poemas gau chescos, no es lo biográfico y singular, sino lo común, verda dero, natural. Los otros poemas tendían a diseñar al individuo, y a cada uno de ellos dentro de la obra, con rasgos inconfun dibles. Necesitaban por eso, además de un nombre y apellido, un rostro, un modo de reaccionar, una jDsicología cada cual para sí; y eso los. hizo efímeros, superficiales; mientras que Martín Fierro, siendo mucho menos él que ellos los otros, se eterniza y con el tiempo se agranda y se hace verdadero. Ro dolfo Senet, en La psicología gauchesca en el “Martín Fierro” retorna a la cabal apreciación del “héroe”, al preguntarse: Hernández ¿ha agrupado en sujetos imaginarios psicologías afines para crear sus personajes tipos?; es decir ¿ha fundido en individuos creados por su fantasía los caracteres de muchos, o ha partido de un personaje
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real para completarlo con los atributos de sus afines?; en otros términos: ¿parte de la pluralidad real para llegar a la singularidad imaginaria, o convierte a individuos reales en personajes imaginarios completándolos con los atributos de sus congéneres?
Tiscornia, en su Discurso, acepta esa personalidad simbólica de Martín Fierro cuando asevera: o
Extraído de la realidad, el poeta lo lia acendrado para la vida del arte, acudiendo al procedimiento que junta lo particular en lo universal y produce una hermosura ideal. Por eso Martín Fierro es el gaucho perfecto, en categoría de héroe...
Conclusión anfibológica, porque no puede confundirse al tipo con el héroe, ya que esta palabra y este concepto hacen del símbolo un emblema que se aplica a una intencionalidad enal tecedora, a un paradigma despojado de sus elementos negativos. Y Martín Fierro, como símbolo, es negativo de todo emblema paradigmático. Esta idea corresponde a su mistificación, de que se tratará en otro capítulo; y después de habérsele reco nocido que representa una verdad humana y social, se le quie re convertir en dechado de cualidades personales, en héroe, que en el lenguaje de ideas de Tiscornia significa “modelo” v/ no resumen étnico. En la carta de Juan M? Torres al Autor (Montevideo, 18 de febrero de 1874) se sustenta el mismo punto de vista de la impersonalidad del personaje, con un atisbo de lo que en este ensayo denominamos los “dobles”. “Cruz le cuenta su historia —dice Torres—, que es la misma de Fierro y de todos los gauchos. . . ” M ARTIN FIERRO EN LA IDA Y EN LA VUELTA Puede señalarse el momento en que Martín Fierro cambia de personalidad; el momento en que deja de ser lo que era y se modifica en otro hombre. Es el encuentro con Cruz. Se opera en él un cambio que no se podría definir como renovación, ni como salvación. Pero Martín Fierro deja de ser quien fue hasta ese momento: gaucho en empresa de lucha, de insurrec
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ción, de atropello. Su última aventura es la pelea con la poli cía, y aun este episodio se transforma en dos episodios. Cruz viene a quitarle la gloria de consumar por sí solo la hazaña de vencer a una partida. La aparición súbita, a su lado, de su aparcero, no solamente le roba esa gloria, sino que lo desarma para siempre. Ha sido derrotado por él. Ni el tono de su voz, ni las campañas, ni los proyectos serán de entonces en ade lante los mismos. Es como si M artín Fierro hubiera sido muer to por Cruz. Lo que se le ocurre proponerle, tampoco por propia iniciativa, sino parafraseando la invitación de un des conocido que es ya su amigo inevitable, es huir a los toldos, renunciar definitivamente a su vida, a su pasado, a su mundo. En toda la Ida, hasta ese encuentro, predomina en M artín Fierro la altivez, y las desgracias sólo han conseguido exaltar en él su orgullo y su coraje. No está abatido, sino que desafía, dispuesto al combate y cuidándose prudentemente de caer en ninguna celada. Pero la celada al fin se la tiende el destino, y son muchas cosas juntas, pero también una idea, lo que sus cita en M artín Fierro el cambio de su personalidad. Las quejas de su infortunio tienen en la Primera Parte un tono viril, desembocan en la acción, no en el renunciamiento. Pero en la Segunda Parte esas quejas son las de un hombre vencido. Su sensibilidad lo enternece, lo ablanda, y cuantas veces echa al pasado la vista es para caer postrado por el agobio de su situación actual. Los recuerdos se exacerban y la muerte de Cruz convierte a Martín Fierro en su propio espectro. No pien sa ya en rebelarse, sino en entregarse. Vuelve a sus pagos a ver si puede vivir y lo dejan trabajar. Su personalidad se ha disi pado desde el momento de oír a Cruz su relato. Ese relato es de su “doble”. Cruz le ha quitado lo más importante de su biografía, le ha quitado su vida. Para responderle (Canto XIII) no tiene otras ideas que las que le transmite Cruz. Desde entonces no actúa sino que ambula. Al regreso vuelve a tomar su antiguo tono altivo, pero es porque está orgulloso de su fama. Ya es un libro popular más que un hombre. Y se limita a narrar, como un cronista, lo que vio en el Desierto. Nada vemos que haga. Es un ser pasivo. Encuentra a sus hijos, los escucha; el Moreno lo desafía y elude la pelea; lleva a sus hijos y a Picardía al borde de un arroyo para separarse de ellos,
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cambiando su nombre todos. El nombre nuevo que puede adop tar él es Martín Fierro. Ninguna de las advertencias que hace en el Preludio, de que ha de decir cosas que conmoverán, se cumple. Todo lo olvida escuchando a los otros. Cuenta su pelea con el Indio y ese es el único momento, en cinco años de des tierro, en que recupera su brío, su empaque, su valor. La lle gada con la Cautiva es póstuma. Hasta incurre en una bajeza inconcebible en él, al intentar justificarse de sus crímenes an tiguos. Ahora siente que ha procedido mal y está arrepentido, pero la necesidad de cohonestar sus hechos lo llevan al filo del cinismo: Que ya naides se acordaba De la muerte del mo
reno— Aunque si yo lo maté, Mucha culpa tuvo el negro. Estube un poco imprudente, Puede ser, yo lo confieso, Pero él me precipitó Porque me cortó primero— Y amás me cortó en la cara. Que es un asunto muy serio. —Me asiguró el mesmo amigo Que ya no había ni el recuerdo De aquel que en la pul pería Lo dejé mostrando el sebo. El de engreído me buscó, Yo ninguna culpa tengo; El mesmo vino a peliarme, Y tal vez me hubiera muerto Si le tengo más confianza O soy un poco más lerdo— Fué suya toda la culpa Porque ocasionó el suceso. —Que ya no hablaban tampoco, Me lo dijo muy de cierto, De cuando con la partida Llegué a tener el encuentro. Esa vez me defendí Como estaba en mi derecho, Porque fueron a pren derme De noche y en campo abierto— Se me acercaron con armas, F sin darme voz de preso Me amenazaron a gritos De un modo que daba miedo— Que iban a arreglar mis cuentas, Tratándome de matrero, Y no era el gefe el que hablaba, Sinó un cualquiera de entre ellos. Y ese, me parece a mí, No es modo de hacer arreglos, N i con el inocente, N i con el culpa ble menos (II, 1597-638).
Todo este pasaje de leguleyo ignaro tiene en el Manuscrito numerosas enmiendas, correcciones, frustradas escapatorias que revelan que tampoco el Autor atinaba con la defensa judicial de su reo. Pero si es el mismo Martín Fierro el que ha de pre sentar su alegato de absolución, apela a infantiles y taimados subterfugios. No es ésta la instancia ni el fuero en que lo habíamos absuelto. Pero no es Martín Fierro quien habla ex cusándose, sino Hernández; y no se dirige al lector que conocía la Ida, sino a sus amigos los jueces y los políticos, que sin
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duda le habrían reprochado los excesos de su héroe. Ha escu chado esas voces demoníacas, él ha cobrado sentido jurídico del Poema y pretende purgar a su héroe de sus delitos, olvi dando que esos delitos ya habían recaído sobre los jueces. Martín Fierro es puesto ante los paisanos de la pulpería como ante un tribunal al que procura embaucar con sofismas. No era el lenguaje de los gauchos. De la esterilidad del esfuerzo del Autor para encontrar razones válidas debió colegir que la defensa era absurda; pero insistió impulsado por escrúpulos extraños a su misión de artista; y así el texto impreso nos da una imagen moral de Martín Fierro mucho más baja que como habría quedado de olvidar que tales crímenes existieron. Pues los agrava por la mentira, en una declaración sumaria tal como la habría expuesto Cruz de ser apresado en lugar de él. Lo que quiere el Autor es presentarnos “otro” M artín Fierro y no puede. El mismo personaje rechaza el cambio de su psicología y no se levanta más del peso de su falacia. Esta imagen de Martín Fierro no tiene semejanza sino con el que aconseja a sus hijos. Corresponde a una nueva concepción del personaje. En ningún momento del Poema el alma desciende tan por debajo de sí como en ese romance. En la Primera Parte Martín Fierro cuenta sus crímenes con natural franque za, porque están en el destino de todo gaucho y no son actos de su voluntad, sino que acontecen mediante él. Este Narrador que intenta expurgar a su Héroe no es el de la Ida. Quien ha cambiado es Hernández, y ha cambiado por influencias ex trañas, por esa presión imperceptible que todo lo deforma en el alma de nuestros grandes hombres. El paisano, el viejo lector de la Ida, no el político que ha de leer la Vuelta, consideró aquellos crímenes, aquellas “desgracias”, dentro del complejo de la desdicha bajo cuyo sino estaba la existencia del Prota gonista. Más que el Personaje, lo que cambia es la Obra entera. En la Vuelta hay otra visión de las cosas, otra posición del Autor frente al mundo y otro sentido para su obra. Algunos de los rasgos característicos pasan de Martín Fierro a otros persona jes: el Hijo Segundo y Picardía en lo biográfico, el Hijo Mayor en lo psíquico. Ellos recogen lo humorístico y lo trágico. Pero
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este examen corresponde al análisis de ambas Partes del Poema y a su comparación. Esa doble concepción de la obra trae como consecuencia esa doble personalidad de Martín Fierro, que no se cambia en otro sino que se deforma en sí mismo. Éste de la Vuelta no es un Cantor, sino un Narrador; y por Narrador entendemos siempre al Autor. En la Primera Parte Hernández era Martín Fierro, en la Segunda, Martín Fierro es Hernández. Todavía tenemos otra tercera imagen de Martín Fierro, fuera del Poema. Es una composición, un romance, dedicado a una dama en que Martín Fierro aparece como mandadero del Autor, llevándole un mensaje amatorio. Dícele Martín Fierro: Aquí estoy, señora mía, aquí vengo a su servicio, lio tengo ningún oficio, soy pobre como una rata, me suele faltar la plata pero no me faltan vicios.
yo les voy hacer saber, de lo que hizo a la mujer: fué de la cola de un gato. Y me encarga que le diga que me guarde por aquí; no me haga correr a mí la mesma suerte que el otro que estima a este pobre gaucho que dentró al Parnaso en potro.
Tengo encargue de decirle de parte de mi patrón que me tire en un rincón y me coman las ucuchas, pues mis desgracias son muchas Y estas mesmitas palabras me ha dicho que le repita: y es poca su compasión. yo soy un gaucho mulita No sorpriende la inconstancia más redondo que una jota ni el desdén en la mujer, y el pecho se me derrota pues en no saber querer viendo una niña bonita. cifran toda su virtú; Y en volunté de servirla son para una ingratitú r.c hay naides que me aventaje; como mandadas hacer. muchos recuerdos le traje, Cuentan que de una costilla y aquí estoy a su mandao, Dios las fabricó en un rato; y mi patrón se ha quedao mas si me dan el barato con envidia de mi viaje.
Misión impropia de M artín Fierro que hubiera podido cum plir Cruz. Ni como ocurrencia concebimos que Hernández haya podido parodiar así al Personaje. Pero existe aún otra compo sición en que emplea a su Héroe en el mismo papel de reca dero, si bien se refiere ahora al libro mismo, en una confusión de persona y de obra que otras veces cometió en el texto
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mismo del Poema. Son “Versos enviados a una amiga remi tiéndole un libro”: Allá va otro “Martín Fierro”, allá va otro pobre gaucho, presa siempre de infortunios, no extrañará viajar tanto. Mandé gustoso el primero, por supuesto, con encargo de darte, si lo dejaban mil recuerdos... y un abrazo. Pero sé que el infeliz, víctima siempre de su hado, ri pudo el abrazo darte ni paró mucho en sus manos. Yo sé que el pobre Martín tendrá pena de dejaros,
pues los afectos de su alma yo solo puedo explicarlos. Yo sé que si en su guitarra hiriendo la cuerda ufano os hubiera dicho “adiós” no habrías dejado llevarlo; que en sentidas vibraciones sentidas trovas lanzando el triste “adiós” de sus quejas sería para vos amargo. Mas su negra desventura lo persigue sin descanso, y obra fué de sus desdichas el regalar mi regalo.
Etcétera. Dejando a un lado la confusión de personas del sin gular y del plural, este otro romance contiene algunos concep tos despectivos para su héroe, o por lo menos no coincide con los que figuran en sus Prólogos. Podríamos sospechar que para el Autor el Martín Fierro oficial y público investía un papel distinto al que le asignaba en la intimidad; como si el primero respondiera a un plan y el segundo, despojado de toda inves tidura, se redujera a su diminuta estatura verdadera de pobre jornalero. Pero esta imagen tan extrañamente concebida por el Autor no forma parte de la personalidad de Martín Fierro, sino de los designios de aquél. Y es muy posible que, en familia, Martín Fierro fuera para Hernández lo que podía ser el gaucho para el patrón; en cambio, en su obra se proyecta a lo alto y a lo lejos libre de toda tutela y de toda sumisión. Esta es la imagen que nos interesa: la nuestra, y no la del Autor. CRUZ Este es el personaje enigmático del Poema. En múltiples sentidos es el “doble” de Martín Fierro. Se desglosa de él, por decirlo así, durante la pelea con la policía, y se pone inespera damente de su parte hacia el final, cuando ya está decidida. En vano Martín Fierro nos induce al error cuando reconoce
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en Cruz su semejante, como astilla del mismo palo. Es otro gaucho, pero de otra índole. En parte su biografía parece ser un fragmento de la biografía de otro, acaso del mismo Martín Fierro; en parte es tan suya, que la idea de que los personajes de la obra representan tipos comunes, en categoría de símbolos, tiende a desvanecerse. Cruz se perfila como quien es, y lo que cuenta de su vida son casi pasajes íntimos que el pudor hu biera vedado a Martín Fierro confesar en público. Su suerte, en definitiva, es la misma de los gauchos, con la variante de que ingresa al servicio de la policía por arreglos de un político amigo que le cancela su deuda de sangre. Es el “doble” de M artín Fierro, su reverso, su sombra. El nombre mismo es ya el primer enigma, porque es el símbolo anónimo del nombre. Con ese signo firman los analfabetos. Además es, dentro de la simbología religiosa, la afrenta y el cadalso. Es también el re vés de la Cara, en la moneda, y una de las suertes cuando se la tira al azar. La figura de Cruz no está presentada en el Poema de frente, sino de espaldas, como un traidor. La fun ción de este personaje dentro de la economía del Poema será estudiada en otro lugar; su persona equívoca no ha merecido de nadie, que yo sepa, reproche alguno. Se le ha considerado par de Martín Fierro porque también es un cantor, y porque algunos de los aspectos de su vida coinciden con la de aquél. Pero como cantor es una repetición casi literal de Martín Fierro y no agrega ningún rasgo individual al retrato que de sí hizo al comienzo el protagonista. Se diría que es un ardid para ganarse la buena voluntad de su compañero, para inspirarle confianza. Sus opiniones sobre la suerte del gaucho, más atre vidas que las de Fierro, habían sido enunciadas ya por éste, concretándolas más en lo político. Para Martín Fierro forma ban parte del destino, para Cruz de la codicia y de la perver sión de los que mandan. Empequeñece también este aspecto social, declamando contra los puebleros, sin que en sus quejas tenga un solo motivo de acritud. Ha vivido en pandilla, con otros gauchos alzados, por dos crímenes injustificables, y se le ha permitido ingresar al servicio del Estado. Sus palabras nun ca son sinceras. Se dirige a Martín Fierro como si estuviera ante un auditorio, y declama su biografía acentuando las notas cómicas sin otro objeto que suscitar la risa. Procedimiento
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peculiar del taimado. Por uno de esos recursos desvía la aten ción del lector en una de las escenas más dramáticas: cuando está a punto de castigar al comandante que lo traiciona. De modo grosero, sucio, liquida una cuestión de honor. Es el único personaje que ejerce venganza para lavarlo —¿con la lejía del noque?— y que habla de infidelidad. El primer problema es: ¿qué significa el auxilio de Cruz? Esto ocurre inesperadamente, de pronto: Tal vez en el corazón Lo tocó un Santo Bendito A un gaucho, que pegó el grito, Y dijo: «¡Cruz no consiente Que se cometa el delito De matar ansí un valiente /» Y ay no más se me apañó Dentrándole a la partida; Yo les hice otra envestida, Pues entre dos era robo / Y el Cruz era como lobo Que defiende su guarida (1621-32).
Luego le confiesa a Martín Fierro cómo ocurrió ese cambio repentino en su actitud: Ansí estuve en la partida, Pero ¡qué
había de mandar! Anoche al irlo a tomar Vide güeña coyontura— Y a m í no me gusta andar Con la lata a la cintura
(2059-64). Explicación humorística, que otra vez despista al interlocutor de una cuestión bien grave. ¿Cómo, si tenía deci dido dejar ese oficio que consideraba humillante —como todo buen gaucho decente—, espera a que la suerte de la batalla esté casi decidida, para ponerse de parte del gaucho matrero? ¿Y cómo abandona a sus subalternos pasándose al enemigo? Es innegable que Cruz ha procedido como un traidor, pues ese puesto debió abandonarlo antes de salir en comisión para la captura; o, de tener pensada la traición, debió ponerse al lado del rebelde inmediatamente de llegar y no después de haber probado qué clase de cuchillero era el que tenían que prender. Y qué clase de hombre, por la respuesta que da al que intenta reducirlo. Todo el preámbulo de la presentación consiste en reflexiones generales, para detenerse en la alaban za de la mujer. ¡Precisamente Cruz había de ser quien en el Poema tuviera a su cargo el panegírico! Todo él es falso. Su opinión sobre las mujeres es categórica, al final. Y, natural mente, ya era un concepto formado en él, desde que el relato comienza mucho tiempo después de consumada la que él llama perfidia. Su desgracia dimana de esa infidelidad —que no es tal—, y la primera parte de su siniestra historia concluye con esta sentencia: Las mugeres, dende entonces, Conocí a todas
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en una— Ya no he de probar fortuna Co j i carta tan conocida: M ujer y perra parida, No se me acerca ninguna (1879-84). Este
mismo escéptico había hecho la alabanza de las mujeres todas, concluyéndola con estos versos tomados de una copla popu lar, con lo que a la falsedad agrega el hurto: Era el águila que a un árbol Dende las nubes bajó, Era más linda que el alba Cuando va rayando el sol— Era la flor deliciosa Que entre el trevolar creció (1771-6).
La historia, que de ser cierta ningún paisano habría reve lado, merece transcribirse: Pero, amigo, el Comendante Que
mandaba la milicia, Como que no desperdicia Se fué refalando a casa— Yo le conocí en la traza Que el hombre traiba malicia. El me daba voz de amigo , Pero no le tenia fé— Era el Gefe, y ya se ve, No podía competir yo— En mi rancho se pegó Lo mesmo que saguaipé. A poco andar conocí Que ya me había desvancao, Y él siempre muy entonao, Aunque sin darme ni un cobre, Me tenía de lao a lao Como encomienda de pobre. A cada rato, de chasque M e hacía dir a gran distancia— Ya me mandaba a una estancia, Ya al pueblo, ya a la frontera— Pero él en la Comendaticia No ponía los piés siquiera (1777-800).
Hasta aquí es flagrante la indignidad de este hombre. Ante todo, ¿por qué no dice que era soldado? Pues, ¿cómo se explica que Era el Gefe, y ya se ve, No podía competir yo, sino por ser su subalterno? Pero es el colmo de lo inicuo e impúdico con fesar que después de advertir la mala intención del comandante y que lo había desbancado, aceptara esas diligencias de chasque con que el pillo lo alejaba de su propia casa. Y la queja vino, por cierto, no del engaño ni de su honor herido, sino de que no recibía ningún emolumento por esa tarea. Jamás, fuera de la novela picaresca, hemos leído semejante confesión con tal impavidez. ¿Y este hombre se venga, asesinando al guardaespal das del comandante, y dejando a éste con vida porque echa un hedor insoportable, dentro del barril de lejía? Una vez cometido el crimen, alza sus pilchas y abandona mujer y hogar para hacer vida de matrero, asociándose con otros gauchos en la misma condición. Tampoco se parece esta vida a la de Fierro, solitario y corriendo por sí su suerte. Al asociarse con otros, formaba Cruz parte de una cuadrilla de rateros y cuatreros; pues sólo para estos fines se agrupaban los gaucho?
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alzados. Además, ¿por qué se calla el hecho de que abandona también a un hijito y espera para hacer esa confidencia el mo mento de morir en el Desierto? Si el lector no ha sentido repug nancia por este personaje al leer su confesión, es porque no lo ha juzgado en su calidad moral, porque se ha confundido a dos tipos distintos de hombre en un tipo semejante de gaucho, y porque la lectura del Poema se ha hecho con ánimo de perdonar —al Autor y a los personajes—, o con tal desdén que no han im portado estos relieves groseros de las psicologías. A esa historia vitanda sigue la escena del baile en que Cruz comete su segundo crimen. Es popular su desgracia, es decir, que ha sido burlado. Posiblemente la verdadera que se lo despreciaba, pues las coplas del Guitarrista y la befa de las mujeres indican desprecio, que es lo que merecía. Pero otra vez hace cuestión de honor y mata. No falta ahí la nota humorística de las botas nuevas que lleva al baile, ni la ocurrencia de que deja al cantor con las tripas como para que hiciera cuerdas. Palabras impropias en otro cantor. Pero el cinismo es tan grande en este personaje tene broso, que consigue poner sus actos en el mismo plano del de los de Fierro. El lector los ha tolerado, y, en virtud de la amis tad que por él sintió su amigo, ha olvidado qué clase de hom bre era éste, de qué palo era astilla. Sólo sé de una tentativa de comentar la acción más repulsiva de Cruz, en su decisión súbita de defender a Fierro contra sus compañeros que están cumpliendo el deber según sus órdenes. Lo más indiscutible es que Martín Fierro y Cruz son la mis ma persona; que éste es un ejemplar príncipe del que se des glosa Martín Fierro. Pero esto es en la gestación del Poema, según he de tratar de explicarlo; pues en el texto, en la escri tura, Cruz es el “doble” de Fierro. Su doble simiesco, su antiél. Su caricatura. Lo cierto es que desde el instante de aparecer a su lado, Martín Fierro es destruido como psicología y como agonista del Poema; desalojado, echado a otro mundo, este rilizado. Remata la retahila de falsedades indignas al decirle a Fierro, para sellar la amistad: Ya conoce, pues, quién soy, Tenga con
fianza conmigo, Cruz le dió mano de amigo Y no lo ha de abandonar— Juntos podemos buscar Pa los dos un mesmo abri go (2065-70). Palabras propias del traidor, del taimado. Fierro
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comprende —o intuye— que está perdido; que está muerto; que en la pelea ha ocurrido algo mágico, algo de su destino, pero que fue el final. Nó puede librarse de él; el pacto de la amistad ha sido sellado con sangre. Está en manos de su destructor. Toma sus propias palabras, su invitación, y desde ese instante, poseído, habla y vive en función de su “doble”. Acepta compar tir con él la vida de matrero, el mismo abrigo; pero lejos, donde no pueda ser entregado, vendido: en el Desierto. En ese instante termina la vida espiritual de Fierro, y lo que ambula y vuelve es su sombra envejecida. Independientemente de su persona, la personalidad de Cruz tiene un sentido autónomo en el Poema. Cruz encarna la injus ticia, el enemigo fatídico de Fierro. Cruz es el hombre fatídi camente injusto, que carece de conciencia para discriminar el .bien del mal. En vez de castigar al comandante, que lo burla porque él lo consiente, castiga a su asistente y, por reflejo, a su mujer y a su hijo. Cuando está en boca de todos (no sólo de los “peones borrachos”) su infamia, mata al cantor que es un eco de la difamación. Sólo lo puede contener el asco: por eso no mata al comandante. Y su orgullo se confunde con el senti miento del honor: por eso mata al guitarrista. Su comporta miento en la policía es patente prueba de que carece de con ciencia moral. Y es la policía, en su persona, que la representa como jefe en la emergencia, la que a un tiempo asegura la sal vación de Fierro y lo condena. Pero Fierro no puede ahora resistir, porque su enemigo es quien le ofrece compañía para siempre. Cruz es el cadalso de Martín Fierro, el instrumento de su crucifixión. Es su misma vocación de cantor que ahora está frente a él, en carne y hueso, y por cuyo influjo fatídico lo arrastra a matar en él lo que era su vida y más que su vida: el canto. Tiene que optar, y para seguir a Cruz rompe la gui tarra contra el suelo. Cruz le trae —¡cuán sutil, cuán insidiosa mente!— la duda de que, en sus años de soldado en el Fortín, haya podido ser engañado por su mujer, porque solía ser ése el destino de los soldados que abandonaban el hogar. Su elogio de la mujer, para concluir renegando de todas como igualmente pérfidas, tiene que herir el alma de Martín Fierro, que sabe que la suya vive con otro hombre. Y hasta es muy posibleque, más tarde, en la soledad del Desierto, Cruz haya insistido en
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que hubo en su caso la misma traición, porque le oímos a Martín Fierro exclamar, identificado ya con su “doble”: Dejan
do aquí en el olvido, Como dejamos nosotros, Su mujer en bra zos de otro Y sus hijitos perdidos (II, 177-80). ¿Y no reencuen
tra, ya muerto Cruz, como un nuevo “doble” suyo a Picardía, qfre le repite su propia historia de la Frontera? Y aunque el Hijo Mayor conserva, como “su gajo”, el sello de su paternidad en su alma y en su suerte, el Hijo Segundo ¿no es más bien el hermano gemelo de Picardía? Si hay un personaje trágico en el Poema, es Cruz; no por lo que él significa en su persona, sino por lo que viene a signi ficar en el destino de Martín Fierro, que para siempre se pierde a sí mismo. Cruz viene a cumplir una sentencia, y esa sentencia es trascendental, pues comprende al Protagonista y al Autor por igual. Si en el primer plan de la Obra, Cruz, desglosado de Picardía, es el esbozo primario de M artín Fierro, lo que viene a reclamar, como el diablo, es nada más que lo que le perte nece. Él debió ser Martín Fierro, y si ha vuelto es porque el Autor no se ha resignado a destruirlo en su calidad de boceto. Su presencia es la de un juez infernal: quiere que Martín Fierro asuma la responsabilidad de su vida, en lo que le había dejado liberándose de ella como inicua, y quiere además que el Autor no pueda proseguir su obra sino mediante la solución de un conflicto que le impide recuperar definitivamente al hijo bastardo que ha desalojado al primogénito. Porque para que sea posible la Segunda Parte es necesario que muera Cruz,pero también que Martín Fierro se pierda para siempre en un des tierro de sombras. Esa es la sentencia: pues .Martín Fierro sólo existe porque le sustrajo antes lo mejor de su vida a Cruz, y sólo impera porque le ha usurpado su primogenitura. COMPARACION ENTRE LAS VIDAS DE M ARTIN FIERRO Y DE CRUZ Las vidas de Martín Fierro y de Cruz son complementarias; fundiéndolas se obtiene una sola biografía. Martín Fierro alude a su nacimiento, su orfandad y su niñez; Cruz nada dice a ese respecto. De su persona, Martín Fierro nos expone minuciosa
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mente sus sentimientos, penas, angustias, alegrías lejanas, y del conjunto de esos datos psicológicos obtenemos su imagen real. Cruz sólo explica, pero en tono falso, su amor más bien por la mujer que por la compañera. Ignoramos cómo reacciona espi ritual y sentimentalmente, qué vida interior tiene. En cambio su biografía es de intimidad, mientras que la de Martín Fierro se limita a exterioridades, a acciones mecánicas. Toda la histo ria de la seducción de su mujer por el comandante sería no sólo inconcebible en boca de Martín Fierro, sino que corresponde a un género de confidencias que no encontramos en éste. Lo privado es apenas aludido por Martín Fierro, y de su pasada vida de hogar nada nos dice. Nos muestra la tapera, cuando toda ha concluido; pero Cruz nos lleva al interior de las habi taciones y nos entera de secretos de alcoba con intrépida indig nidad. Los hechos en que participa Martín Fierro como prota gonista son extraños a su vida privada, pertenecen a los acci dentes de quien vive entre sus semejantes. Ninguno de ellos —vida en la Frontera, peleas, vida de prófugo— es originado por cuestiones personales íntimas; en cambio los de Cruz sí. Cruz cuenta su vida como una biografía que le pertenece sólo a él; en las palabras de Martín Fierro el relato toma una dimen sión histórica, en cuanto que las mismas circunstancias que ori ginaron sus crímenes hubieran provocado en otros individuos análogas reacciones. El hecho viene a Martín Fierro, mientras que surge de Cruz. La muerte del asistente del comandante y del guitarrista se originan en cuestiones domésticas o derivadas de ellas, y de la vida de matrero que lleva sólo nos informa que se asoció con otros, mientras que en su soledad Martín Fierro se explaya acerca de sus sentimientos de hombre que ha perdido todo sus seres queridos y todos sus bienes. Asimismo, nada sabe mos de la vida de Martín Fierro en las estancias, o como tra bajador, sino figurando él en el cuadro panorámico de los trabajos típicos del campo, en las hierras; de Cruz sabemos que tuvo un empleo fijo, pero nada nos dice de que supiera desem peñarse en las tareas rurales. Un capítulo hay que no puede superponerse: el de la vida conyugal de uno y otro; un episodio que puede decirse repetido: la pelea en el baile, aunque sea por completo distinto. De adjudicarse ambos hechos a una mis ma persona, la repetición por analogías circunstanciales se des
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tacaría más. En cambio engranan perfectamente bien el silencio absoluto de Cruz acerca de su vida de soldado y la amplia exposición de Martín Fierro. Como se advierte en seguida, no se trata de que Hernández haya tratado de evitar la duplicación del caso que relata, sino de que uno y otro personaje están puestos en distinta tonalidad para la confesión: M artín Fierro separa cuidadosamente lo que es de su alma y lo que es de su historia objetiva, mirándose a sí mismo desde fuera cuando actúa (un ejemplo curioso es, en la pelea con el Indio, percibir que formaban un trío, como en un cuadro); Cruz complica y mezcla las cuestiones espiri tuales con los actos criminales. El crimen es una consecuencia, un desenlace de un problema planteado antes en el fuero ínti mo. La acción en él es algo orgánico, y en M artín Fierro algo mecánico. El hecho se le presenta de golpe a M artín Fierro; no es un problema, sino un accidente; para Cruz se integra en una serie elaborada, gestada desde antes: la muerte del asistente, por el adulterio del comandante; la del guitarrista, por su mala fama de marido engañado. Esos hechos entran en la serie con tinua de la acción cotidiana de vivir, como aquellos en que interviene Martín Fierro se eslabonan en la serie del modo de ocurrir las cosas en el ambiente en que vive. Aun en las reflexiones de carácter general, M artín Fierro atribuye las desgracias de los paisanos a otros factores distintos que Cruz; aquél no se entretiene en averiguar cuáles sean las causas y los agentes: entiende que eso pertenece al destino del gaucho. Cruz incrimina al gobierno, y distribuye las responsa bilidades como un político. Y si aquél pone de manifiesto la influencia del inmigrante en el desamparo del nativo, éste se refiere a las especulaciones de los malos gobernantes. De modo que del conjunto de una y otra acusaciones se completa el cuadro del desorden, la venalidad y la perversión de todos. Sólo hay paralelismo en la vocación del canto y en el orgullo de ese saber que ambos poseen: pero lo que dice Cruz es un estarcido del bordado de Martín Fierro. Lo imita, y tal imitación es el único rasgo que inclina a éste a considerarlo su igual. Para el lector, el resultado es que Cruz no aporta ningún elemento de su carácter que pueda servir a la elaboración del mito de lo gauchesco, sino que sirve más bien de contraste para
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que percibamos en Martín Fierro qué cualidades convienen a ese ideal del hombre representativo de cualidades excelentes co munes a muchos. De Cruz nada se ha transferido al mito gau chesco que personaliza exclusivamente Martín Fierro. Ni ha servido para la elaboración del gaucho malo, que es una va riante del gaucho heroico, tal como lo encontraremos en el Juan Moreira de Gutiérrez. También Hernández pensaba en M artín Fierro cuando hablaba de un tipo representativo, un ente integrado por cualidades y defectos comunes, nacionales, y jamás menciona a Cruz. Él sabía bien que Cruz cumplía en cierto modo la función catártica de absorber para sí algunos de los rasgos, también comunes en el gaucho, pero que hacían de él un obstáculo para la simpatía del lector tanto como del so ciólogo. Pero si Cruz ha sido tomado asimismo de la realidad, ¿cómo ha sido omitido en la elaboración del mito gauchesco del gaucho? Su admisión habría hecho imposible el mito; como consecuencia, su repudio o su omisión denuncia que el mito se ha operado por el procedimiento de la resta o de la abstrac ción, y que como todos los mitos viene a representar lo contra rio de lo que representa: aquello que no se quiere que repre sente. Porque todo mito es un tabú transvaluado. LA AMISTAD DE M ARTIN FIERRO Y CRUZ El tema de la amistad está puesto con tal intensidad de emoción, que su estudio está erizado de dificultades. Antes de los trabajos de los psicólogos y psicoanalistas, el problema ha bría parecido simple, y ningún comentarista ha trascendido la línea en que la amistad cobra vehemencias de apasionamiento en sus legítimos límites de comunión espiritual y de adhesión humana. Hoy el problema se complica para el texto y para el Autor, y por mucha delicadeza que se ponga en su estudio nos encontramos ante un problema de difícil diagnóstico. En términos de simple buena fe, la amistad de Martín Fie rro y Cruz, que nace súbitamente por reconocimiento en el uno del valor masculino, y en el otro por agradecimiento a su espon tánea defensa, asume un carácter distinto en la convivencia so litaria en los toldos. Es allí donde la amistad se intensifica por
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la soledad y las dificultades de vivir, hasta hacer de ambos fu gitivos seres tan compenetrados, que la muerte de uno es sen tida por el sobreviviente como una ruptura de vínculos que lo sostenían en su desdicha. La congoja de Martín Fierro y el sentimiento de absoluta soledad, nunca experimentado con tal intensidad, la devoción a su recuerdo y la compañía que busca junto a la sepultura, raya en los extremos de la angustia y la aniquilación de toda esperanza. La compañía de Cruz no bo rraba en la mente de Martín Fierro la nostalgia de su mujer y sus hijos, de cuanto había perdido, porque expresa que cons tituía su permanente congoja; mas la muerte de su amigo con figura en él un sentimiento de ternura tan patético como acaso existen pocos ejemplos en las letras. Descontada la hipérbole con que el Autor magnifica ese estado de tristeza, no habitual en su modo de describir ninguna pasión, el problema de cómo circunstancias naturales y bien conocidas pudieron ligar a dos seres desdichados en tan fuerte lazo queda como una incógnita. Esa amistad es vivencial en el Autor, no es simple copia de la realidad en lo corriente de la vida campesina, y aquí lo intere sante es el acento con que la destaca hasta darle un relieve que sobrepasa el de la sensibilidad del gaucho tal como en el Poema se pone de manifiesto. Si se compara con la impresión que la noticia de la muerte de su mujer causa en M artín Fierro, cuyas palabras carecen de verdadero pathos y se ahuecan en una es pecie de condolencia ceremoniosa, el desgarramiento por la pérdida de su amigo adquiere aún mayor relieve. Lo cierto es que en el alma del paisano la amistad, no ya el amor, se aloja muy dentro de su corazón, aunque el tono viril de sus costumV bres rechaza, como argumento accesorio, otra interpretación que la ingenua que surge de la lectura sin malicia del texto literal. VIZCACHA En la Segunda Parte del Poema aparece un personaje com pleto, con cuerpo y con alma. Hernández describe minuciosa mente a Vizcacha, porque comprende el grande interés que ha de despertar en el lector. Ese interés no proviene de ningún aderezo ni significación especial, sino de que posee una biografía
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completa por dentro y por fuera. Es el único tipo integral, cuyo carácter se perfila y colorea mediante las anécdotas. Indepen dientemente de la técnica con que Hernández sabe presentarlo, distribuyendo los materiales de mayor importancia en partes que se articulan según el orden de los propios méritos. Vizcacha trae al Poema la representación de un vasto sector humano que no figuraba aún. Ningún anciano habíamos visto hasta enton ces; y un anciano del campo es una enciclopedia de casos y experiencias. Vizcacha da altura y fuerza a la Vuelta, que no se sostendría con las exangües fuerzas de Martín Fierro. Pero el nuevo personaje se convierte en eje resistente de toda la armazón. Queda fijado en la memoria del lector, con rasgos más verídicos y hondos que el mismo Martín Fierro. Es el segundo encuentro en que Fierro queda derrotado. La obra-que Hernández realiza con este personaje es admi rable en todo sentido. Por primera vez se arriesga a dar fisono mía, aspecto, ubicación a un personaje; por primera vez lo circunda de los enseres y efectos que vienen a resultar comple mentarios de su persona; los perros, los utensilios, el rancho forman un todo armónico con su carácter, su aspecto y su índole. Lo que dice armoniza perfectamente bien con lo que piensa, lo que piensa con lo que siente y lo que siente con lo que hace. Muchos detalles los desplaza al comentario una vez concluida su existencia. Así sigue viviendo después de muerto. En este cuadro todo es sombrío y subterráneo. Es una vida de cueva, como corresponde al mote: Vizcacha. Aquí de nuevo, como en Cruz y Picardía, el nombre es un factor integrante de la psicología. Lo cierto es que Hernández abandona su técnica de presen tar una figura y un carácter con pocas palabras, y se demora con personal satisfacción en la tarea, detallando, modelando, mati zando su figura. Tan poderosa resulta y tan firme sobre su pro pia tierra, que eclipsa al protagonista. Es una figura completa. Conocemos de él su aspecto, sus mañas, su carácter y las cosas que lo rodean formando su caparazón. M artín Fierro se desdi buja y se decolora frente a él. Tan representativo como el héroe central, forma un ambiente en torno de sí y hasta una posición filosófica frente a la vida. Muchísimo más limitado en su radio de acción, menos diverso en sus aventuras, supera a todos por
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la cantidad de vida y originalidad de sus actos. Todo lo que hace le pertenece porque tiene su propio estilo. Con su muerte espantosa cierra su propio ciclo, su propia vida. Hasta es inevi table asociar las ideas de sus rapiñas con el castigo que sus amigos, los perros, le infligen comiéndole la mano insepulta. Todo tiene unidad, está montado con precisión de mecanismo de relojería. Hernández ha sabido contar en dos partes su bio grafía pintoresca y macabra, dejando lo más expresivo al co mentario de los que tuvieron en vida que lidiar con él. T an potente es su personalidad, que no solamente se fija en la ima ginación con rasgos indelebles, en un recuerdo de persona cono cida, sino que cuantos ingresan en la órbita de su acción quedan grabados con el mismo vigor: el negro Barullo, que lo persigue por escupir el asado, la mujer, a quien mata porque le cebó un mate frío, el Hijo Segundo, que cuenta su historia, y que desaparece con sus propias aventuras para convertirse en el chicuelo que tenía que dormir a la intemperie en el invierno. Hasta las cosas, el tintero que robó en el Juzgado, las guascas, las botas desparejas, los cencerros, los anillos, todo vive y se incrusta en el cuadro donde él, como un déspota, dibuja mar cas de hacienda en la tierra y habla. Malvado, rapaz, blasfemo, astuto, sin ningún escrúpulo moral y cavilando siempre en un mundo de pensamientos que el hombre decente procura des echar como tentaciones, es perfecto en su personalidad atrave sada. Todo consiste en que está organizado de manera distinta a los seres comunes, en que se conduce según principios natu rales, los mismos que imperan en los animales inferiores, sobre llevando su condición humana con la menor mortificación que puede. Es un genio en bruto, más cerca de Diógenes y de Crates que del hombre correcto, mutilado y ordinario. Sus actos obe decen a una filosofía pragmática, tan congruente con el mundo en que vive como la de Descartes con el suyo. Razona como si en su cabe/a tuviera sesos de zorro, inspirado por los númenes de su mundo solitario y silvestre. Pero esas sentencias, que se repelen por obediencia a deberes sociales y éticos que perte necen a la humanidad, pero no al hombre individual, contienen la flor de su experiencia desdichada. Y al aconsejar la descon fianza, el egoísmo, la prudencia y la doblez, es muchísimo más honrado que Martín Fierro, cuyas palabras no condicen con su
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experiencia y suenan a sermón preparado de antemano. ¿Acaso nos sorprendería que sus consejos los hubiera emitido Martín Fierro, ese padre tan poco acostumbrado a serlo, que asume ese papel como un deber de magistrado? Nadie recuerda una sola estrofa de los consejos de Martín Fierro, pero casi todos los que han leído el Poema recuerdan íntegros los de Vizcacha. Corresponde su sabiduría de Sileno a un ente absolutamente pegado a la tierra, para quien la civilización y la cultura ente ras no existen sino como uno de los ornamentos de la vida de la ciudad, que él no conoce. Grandmontagne ha comparado a Vizcacha con Rousseau y con Schopenhauer, y comprendemos que en esa exageración sacrilega hay ese fondo de verdad que existe en las metáforas. Trazar un paralelo entre Vizcacha y cualquiera de los filósofos cuya sabiduría dependió menos del saber técnico, del pensar lícito, que del sentimiento de las vivencias o de la intuición, es absurdo. El mundo que refleja la mente de Vizcacha es un infierno elaborado por el hombre, pero no es un mundo simplificado como el de Leibniz o el de Comte. Es un infierno, una masa de reptiles y lagartos hu manos tendidos al sol y devorándose suavemente unos a otros. Esa filosofía, que se puede fundar lógicamente o no, es parte de la persona, del cuerpo, de la vida de Vizcacha, y robustece como ningún rasgo físico, como ninguna anécdota, su persona lidad sombría. Indiscutiblemente es la creación máxima de todo el Poema, dentro del rigor de la veracidad que el Autor se había impuesto como norma. Seres así han existido y existen aún. No han sido engendrados solamente por el padre y la madre, sino que han participado en la concepción la gea, la fauna y la flora del lugar donde nacieron. Vizcacha contiene las más altas virtudes del hombre social, del santo, del héroe y del sabio, pero todas echadas a perder, todas en signo negativo, en un vector que se dirige a la izquierda, en el menos cero. Tampoco es un monstruo, sino un ser sociable que entiende la sociedad de cierto modo muy original. La entiende como la sociedad le ha enseñado, sin que él haya puesto nada de su parte para enmendarle la plana. Ha cedido, maleable en todo sentido, a las presiones de fuera, y en vez de rebelarse ha dejado que la madre naturaleza lo orientara como hace con sus otros hijos. M artín Fierro refleja ese mundo por reacción, Vizcacha por
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adecuación; el mundo es el mismo y, ellos, dos seres que luchan y se defienden para subsistir. Vizcacha da un sentido de reali dad telúrica al drama de la pampa que Martín Fierro repre senta en sus gestos ya urbanizados aunque disconformes; el papel de Vizcacha en ese drama es el de las raíces por las que el árbol se nutre y florece. El radio de acción de Vizcacha es muy limitado; más aún: se dilata hacia lo hondo de la tierra, cava enterrándose, como el peludo o como el animal que le dio el único nombre que tuvo. Para él la cueva es el ombligo del planeta, y en ella come, duerme y piensa. Las salidas que hace son para incautarse de lo ajeno con ardides ya ingeniosos, ya ofensivos, ya taimados, pero siempre con cierta idea de que existe un mundo de sanciones, el mundo de la ley. Él tiene su ley, que no está escrita, pero que tiene vigencia sobre la letra, y como los filósofos cínicos ama a los perros y desprecia a los hombres. Ama a sus propios perros y desprecia al género hu mano, que al fin es mejor que lo contrario. La impresión que nos queda, después de estudiar como un libro su biografía, es la de un alma sin contacto con otras almas. Sus relaciones con los semejantes son simplemente corporales; su alma permanece siempre encerrada en sí misma, en una cueva. Es la soledad más que el hombre solitario; la soledad que lo recorta cuando está en compañía de amigos o descono cidos. Va consigo; él es la soledad. Para seres así la sociedad no existe sino como una fracción cualquiera del mundo de cosas. Por esta sustancia de soledad que posee, y que lo confina en un circuito cerrado como su sangre, no tiene parentesco con ninguno de los restantes personajes del Poema, excepto con el Hijo Mayor de Martín Fierro. El Hijo Mayor de M artín Fierro explica la soledad, porque ha tenido que vivirla como castigo. Pero su mensaje en la Obra es todavía más solitario que el de Vizcacha. Esa soledad de su prisión es todo lo que configura su vida. Nace y muere en la prisión. El mundo para él está amurallado, es un presidio. Vizcacha al menos merodeaba sus aledaños y el mundo seguía más allá de su mirada.
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EL HIJO MAYOR Para el Hijo Mayor el mundo termina al alcance de su ma no, y su alma está dentro de esa cárcel, encarcelada. Todos sus pensamientos se han petrificado en una idea fija; sus razona mientos dan vuelta sobre sí mismos, como si hubiera muerto y para toda la eternidad no tuviera sino el pensamiento angus tioso de que está preso. Solamente después de conocer la obra de Kafka, el Hijo Mayor adquiere su real estatura en las letras. No interesa la hazaña del Autor, de mantener la atención viva del lector durante trescientos setenta y ocho versos —de los cuales sólo veintiséis se destinan a informar sobre el hecho que ocasionó su injusta condena—, sino la concepción, atrevida aún hoy, de construir una biografía sin ningún elemento biográfico. Es un trozo lírico, un treno y, sin embargo, no corresponde cir cunscritamente a una efusión doliente de su alma, sino a una situación vital, a muchos años de vida. Es la existencia pura, la duración fuera del tiempo, el vivir como la flor se marchita. Sin que esa vida sea distinta del castigo; vida y castigo se fun den en una sola cosa. El Hijo Mayor no vive sino su castigo, el castigo le ha devorado el alma y se ha puesto en su lugar. Las historias de presos, desde la de Silvio Pellico hasta la de los mártires de la barbarie nazi, están llenas de acontecimien tos, muchas veces minúsculos, pero que en la soledad de la cárcel toman magnitudes gigantescas. Los presos viven espe rando o recordando. El recuerdo trae a su espíritu la vida en su imagen rediviva. El encierro del Hijo Mayor es total, porque no ocurre absolutamente nada entre esas cuatro paredes; ni el recuerdo. Lo que ocurre —muy poco— acontece en el presidio, en otras secciones, porque hay muchas. Él no tiene ni el con suelo de las visitas, ni siquiera el consuelo de recordar. No recuerda nada. Está absorto en su cautiverio injusto. Nada más parecido a su tormento que el éxtasis. Su única idea se le clava a semejanza de la víbora que se muerde la cola, en un círculo irrompible. Su persona viene a quedar apretada en ese círculo; el alma se le ha salido y lo asfixia oprimiéndolo. Solamente Dante imaginó círculos tan herméticamente cerrados, soldados tan para siempre, en sus condenados. Todos ellos son cíclicos:
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ideas y tormentos empiezan como la rueda, en el mismo sitio en que su giro termina. Y vuelven a empezar el mismo proceso mecánico. Así el Hijo Mayor gira en torno de su idea fija, o su idea fija gira en torno de él. ¿Tiene alma este muchacho que ha encanecido de vivir a expensas de su propia vida? Ya no es más que un musgo oscuro adherido a la pared. Pero sí tiene un alma, como tiene una vida. Son las de todos los que padecen el castigo sin el delito, las víctimas expiatorias de la injusticia que necesita en primer tér mino el castigo y en segundo término el delito. De la justicia que nunca se equivoca, aun cuando deje impune al criminal y condene al inocente, pues a un delito un castigo es la perfecta equidad. Kelsen llega a sostener que así se cumple teóricamente el principio de la justicia. El Hijo Mayor no solamente es una víctima de los errores judiciales: es una víctima expiatoria sa crificada a las divinidades plutónicas de la justicia infernal, la justicia de detrás de la conciencia, la justicia que necesita la satisfacción espiritual de que se cumplan los preceptos, de que el crimen no quede sin castigo (sin engranar con la ley). El Hijo Mayor es, en el Poema, un acusador: acusa a la Justicia, a los jueces, al sistema penitenciario, al rigor con que se confunde su eficiencia; y nos trae también un lejano lamento de los campos, donde esos mismos inocentes están condenados ya, mientras apacientan los rebaños o juegan con sus amigos. La Justicia es una divinidad, en efecto, que hace sus presas a veces escogiéndolas y a veces al azar, como el indio con la lanza. Acaso este personaje no corresponda al elenco de las personas que actúan en el Poema, sino a las potestades que por ellos toman cuerpo y voz. Es el Hijo Mayor un personaje numeroso (como muchos otros) y, sin nombre ni rostro ni aspecto con que fijarlo en nuestra memoria, se desvanece al concluir la lec tura y queda de él, como de casi todos, una imagen imprecisa: la imagen de uno de los factores que concurren a que nos con venzamos de que el asunto y los protagonistas del Poema están detrás de aquellos que nos presenta el texto literal. El Hijo Mayor es transparente, y a través de él distinguimos, más con fusos y remotos, los innumerables hijos de M artín Fierro, sin nombre, sin edad, sin fisonomía y sin historia, que no están
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encerrados en las cárceles, sino encerrados en su propia inexis tencia. , PICARDIA Y EL HIJO SEGUNDO Es lícito vincular a estos dos personajes, cuyas vidas son tan semejantes que parecen comunicarse recíprocamente sus inten ciones y aventuras, como los hermanos siameses. Los dos tienen una psicología de la picaresca española, y no llamaría la atención que encontráramos entre ellos las afinidades de toda clase que entre Rinconete y Cortadillo. Cada cual obra por sí, indepen dientemente, y ambos hacen más o menos lo mismo. Fatalidad que no es excepcional en sus casos y en los de otros, sino la regla general para quienes viven dentro de círculos análogamente estructurados. Los dos carecen de vida propia; accionan como les corresponde, inevitablemente, en razón del círculo que los contiene. Llámesele destino, si se prefiere, pues muchas vidas, todas aquellas que se desarrollan en función del ambiente, per tenecen a la historia y no a la biografía. Mucho más patente que en los casos de Martín Fierro y de Cruz, Picardía y el Hijo Segundo son seres inertes empujados por el destino. Las vicisi tudes de sus vidas carecen de autenticidad, son comunes, y ellos de por sí no les imprimen, como Martín Fierro y Cruz, por lo menos la técnica de su propio modo de ser. Picardía rueda como los huérfanos de la picaresca, sin que la variedad de sus oficios, los altibajos de sus días fastos y nefastos, las estratagemas de que tiene que valerse conforme a los trances y a las dificultades, influya en ella. No se puede hablar de moral, de dignidad, de corrección, cuando están en juego las defensas elementales de la propia persona. Así como no pre guntamos si Lazarillo, Pablos o Guzmán proceden rectamente, porque proceden dentro de una configuración de oportunidades con múltiples y difíciles lances, así tampoco podemos averiguar de qué calidad son las acciones de Picardía. Pertenecen a esa configuración, a esa manera de vivir determinada por las cir cunstancias. Picardía carece de voluntad para oponerse a la corriente que lo arrastra, y su técnica es sacar provecho de esas fuerzas en vez de oponérseles. Por otra parte, responde estricta, devotamente al canon de sus congéneres, y sus verdaderos padres
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110 fueron Cruz e Inocencia, sino el picaro y sus historias, que habían llegado a nuestras tierras siglos antes, como habían llegado muchos otros siglos antes a España, desde tierras y tiem pos ignotos. Enjuiciar a Picardía equivale a hacer una crítica a un género literario. Pero como personaje es oriundo también de estos lugares, y en sus estratagemas y truhanerías han dejado su huella el clima, la etnografía y la psique rural de su región. La otra figura simétrica, su “doble”, el Hijo Segundo, tiene con Picardía las diferencias que Martín Fierro con Cruz. Es también un picaro por las circunstancias accesorias que con dimentan y saborean su vida; pero, a diferencia de su congé nere, no entra al juego por propia voluntad, sino que es llevado a él por presión de los hechos. No puede negarse que los ele mentos genéricos de la picaresca están en su biografía atempe rados, y que esa dilución se debe a que, fundamentalmente, el Hijo Segundo es un muchacho honrado, a quien salva de caer en la pendiente de la villanía su naturaleza moral. Picardía supo zafarse de los trances duros y buscar mejores acomodos, excepto cuando cae sobre él la zarpa inclemente del Estado. En cambio el Hijo Segundo se resigna, sabe desde chico, lo mismo que su padre, que las cosas ocurren por razones inescrutables muchas veces, y soporta las alternativas de su miseria con mansa resig nación. Se queja, pero no protesta. Casi toda su vida, además, está ocupada por un personaje tan despótico que hasta el dolor ajeno se amortigua en su presencia. Vizcacha le preocupa mucho más que su propia suerte; y cuando ha de relatar los hechos principales de su vida, la vida de su tutor le devora la propia. Pero al menos le sirve esa experiencia para demostrar a su audi torio que posee el don innato de contar, y que lo que ve es para él tan importante como lo que vive. Tiene, por ejemplo, el tacto de enunciar apenas su servicio militar forzoso en la Fron tera, que Picardía ha de atreverse a detallar en presencia de Martín Fierro. Si hubiésemos de juzgar esta circunstancia como rasgo psicológico, en el Hijo Segundo hallaríamos la modestia y en Picardía el desenfado. Pero aunque obedezca el locuaz relato del uno y la circunspección del otro a razones distintas, es visible que, disponiendo Hernández del episodio inédito para injertar en el Poema, se lo adjudicó a Picardía y no al Hijo Segundo, lo que equivale a reconocer en aquél una aptitud de parodista,
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congenial con su carácter, en absoluto extraña a la sobria y franca rectitud del hijo de Martín Fierro. Si algo identifica a uno y otro personaje, más que la clase de aventuras que viven y que la similitud de sus desamparos, es el estilo vivaz, es la línea de los clásicos narradores de la pica resca. Tienen el Hijo Segundo y Picardía el don de amenizar sus cuentos, de darles brillo y renovado interés, intercalando observaciones o digresiones oportunas que aun en lo trágico hacen detonar su nota humorística o pintoresca. Es el gran estilo de Martín Fierro, que desconoce el Hijo Mayor, cuya monotonía en el relato contribuye a clausurar todo escorzo y toda perspectiva hacia lo ilimitado. La misma escuela del vivir les dio esa maestría, que no les pertenece a ellos, sino a la más alta expresión de la novela española. En fin, la fraternidad queda probada en el hecho de que Picardía ingresa a la prole de Martín Fierro, no sólo porque a todos los une la amistad de éste con Cruz, sino porque afinidades mucho más antiguas hacen que el Autor tenga que aceptar lo que no quiso: que Picardía fuera el tercero de los hijos de Mar tin Fierro. LA ULTIM A DE LAS GRANDES FIGURAS El Moreno observa una unidad de carácter tan acusada que, después de Picardía, puede pretender el segundo puesto en la jerarquía del temple moral. No nos interesa conocer su bio grafía: se planta de pronto frente al héroe, lo desafía en su mayor excelencia, y ahí permanece firme, sin ninguna contra dicción ni debilidad. Tal como comienza, concluye: en el mismo tono, a la misma altura, con la misma conciencia de su dignidad y del deber que debe cumplir. En efecto, ignoramos de su vida casi todo, menos dos circuns tancias destacadas por él exprofeso: que se ha criado en un hogar donde el amor de los padres para los hijos y de los her manos entre sí era el rasgo principal, y que es un hombre de trabajo, peón de estancia, y no andariego y pendenciero. Son las únicas noticias que nos da, pero harto suficientes para com
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prender cuál es su fibra y hasta dónde se considera superior a su rival. Para el Negro, en su cotejo con el célebre cantor, no era todo cuestión de bravura o, mejor dicho, de entregarse al gusto de pelear. Lo importante para el hombre es su crianza, que señala la dirección de su vida, y sus costumbres. Tan lacónicamente lapida con una losa de granito a su rival, que blasonó de haber nacido como el peje, de no tener sentimientos que lo obligaran a la vida sedentaria y de haber gastado muchos años en los pajales, las cuevas y el Desierto. Después viene la habilidad con que gradualmente va hincando su puñal en el contrario; pues 110 vino sencillamente a payar, sino a cobrar una deuda de san gre. Pero está tan seguro de sí, le sobra tanto coraje, que puede entretenerse antes en probar sus fuerzas como cantor, dándole a Martín Fierro tiempo y motivos para templarse en lo que luego vendrá. Es el Moreno un hombre prudente y respetuoso; reconoce el valor de su contrincante y quiere probarlo. En cambio, Martín Fierro se exalta, y una demostración de que procede con ligereza y sin medir con precisión el golpe, está en que lo tutea. El Mo reno sigue tratándolo de usted y no hay en sus palabras ninguna reacción brusca; todo va ordenado y conducente a un fin. Le da la ventaja de que empiece la Payada su rival, preguntándole. Cortesía que caracteriza toda la actuación del Moreno, quien no se engalana tampoco con atribuirse un don natural para la improvisación, sino que humildemente reconoce que lo poco que sabe se lo enseñó un fraile. Jamás ofende a su contrincante, sino que va diciéndole lo que tiene que decirle como en un dis curso en que las cláusulas se encadenan lógica, ordenadamente; y sabe responder, tomándose algún tiempo para que la respuesta no lesione de contragolpe; que no es cantor ladino, como inju riosamente lo lia llamado Martín Fierro, que también alude a su color. “Moreno” y “ladino” son formas de avanzar sobre él, de ponérsele cerca; para él Martín Fierro siempre es el cantor, aunque indirectamente lo acuse de una muerte injusta y de buscar pendencias. Lo cual es cierto. En verdad, es el único hombre de su estatura con que se encuentra el protagonista. Aquel riesgo en la pelea con el Indio queda por debajo de éste en que ahora se encuentra; porque
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la varonilidad del Negro no está en su furor ni en la entrañable ansia de muerte con que lo acometió el Indio, sino en la sereni dad, en el dominio de sí, no menos decisivos para el caso. Ahora, por primera vez Martín Fierro está en presencia de un hombre completo, tan sutil en el juego de la versificación como ha de serlo en el manejo del cuchillo. Nada pasa inadvertido para él, y Martín Fierro tiene que reconocerle, más que su habilidad como cantor, su perspicacia, pues lo cierto es que no ha dejado de responderle, no ya las preguntas, pero ni siquiera las más veladas alusiones. Esta perspicacia, realmente asombrosa en el juego tan delicado de la Payada, culmina en el brusco final; pues el Moreno deja sin contestar precisamente la pregunta que le es más fácil: cuáles son los trabajos que se hacen en los meses que llevan erre, porque ahí Martín Fierro deja a un lado al cantor que conoce muchas cosas del cielo y de la tierra, para probarlo en su oficio, como jornalero. Y eso es ya demasiado. Cualesquiera sea el fallo con que juzguemos a Martín Fierro rehuyendo la pelea, que salva con nobles y viriles excusas, lo cierto es que, sin que el Moreno vuelva a figurar en el Poema, nos queda su imagen enérgica, tan firme al terminar la prueba como cuando se nos aparece, de golpe, inesperadamente, saliendo del silencio y de la multitud de los oyentes, seguro de que, por mucho que sea su famoso rival, él no ha de ser menos. LOS PERSONAJES SECUNDARIOS Los personajes secundarios se distinguen de los principales por su colocación en segundo término. No los hay en primer plano, sino que su insignificancia de personas los coloca auto máticamente fuera del foco. Jueces, comandantes, comisarios, asistentes, vigilantes, pulperos, integran una multitud pululante y amorfa; confundidos todos en su íntima miseria, sin nombres, sin más gesto viviente que el extender la zarpa para agredir o robar. O para castigar al albur, o para afrentar. Otras figuras: el Ñato, la Bruja, Barullo, las Tías, la Mulata, las pobres mujeres y sus hijos que van a pedir la restitución de sus maridos o padres llevados a la Frontera, no tienen en la Obra papel personal: son seres que acompañan a otros, que for
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man el coro; pero sus voces se unen a las de los agonistas prin cipales para recortarlas mejor y darles más fuerza. Los indios se extienden en un fondo aún más lejano, y aunque algunas figuras entre ellos se destaquen, no avanzan un paso de esa línea: en cada uno vemos la tribu, el toldo, la crueldad y la miseria. Aun el Indio que pelea con Fierro no tiene individualidad sino como combatiente; humanamente se sumerge en la masa de sus gentes, porque en él están acumuladas las peculiaridades étnicas más que personales. Todos los movimientos y alternativas de la lucha se recortan hasta adquirir cierta fisonomía dinámica y trágica: es una técnica de pelear, y esa técnica tampoco pertenece a una persona, sino a una raza. Mayor relieve y fisonomía adquieren el Gringo de la mona, el Centinela y el Mercachifle, cada uno con su característica inconfundible. Aparecen y no importa el tiempo que permanez can ante nuestra vista; puede ser un instante, y no se desdibujan jamás. Entre otras gentes, en los pueblos o en los fortines, podríamos señalarlos con el dedo, sin equivocarnos: han dejado su efigie y, en un rasgo fugaz, su alma. Dice Chesterton, en Dickens: . . .Sherlock Holmes es el único personaje verdaderamente familiar de la novela moderna, y también el único en “vedette” en las historias a las que se m ezcla... ¿Introducía Dickens un hombre, aunque sólo fuera para llevar una carta? Tenía tiempo, con un toque de su mano, de hacerlo alguien. No sólo conquistó Dickens el mundo, sino que lo con quistó con personajes secundarios.
A esta clase de figuras que desaparecen rápidamente sin des vanecerse pertenece el Gringuito Cautivo. Pocas veces —si algu na— se nos ha dado en la literatura universal, en seis versos, una figura, un alma, un destino y un ambiente con tal nitidez e intensidad. Con esos pocos versos Hernández nos penetra y nos hiere misteriosamente en lo más hondo. Para lograr su intención no necesita de ninguno de los recursos clásicos y canó nicos; ni de las palabras necesita apenas. Si decimos, en estos casos, personajes secundarios, sólo es porque los medimos con el mismo patrón en que tantas veces lo mismo es tantas veces más. Pero ahí está el Gringuito Cautivo, con su añoranza en los ojos celestes para decirnos que no es así; que la intuición no
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necesita explicación ni comentario, y que cuando en el arte se ha conseguido penetrar a través de nuestras corazas, de los callos que en el alma nos superpone el ejercicio de la sensibilidad en nuestras tareas cotidianas de hombres cultos, entonces el milagro se ha producido, aunque instantáneamente, para siempre. A esa categoría de los personajes verticales pertenece tam bién la Negra, a cuyo marido o amante mata Martín Fierro en el baile: sólo vemos sus ojos encendidos, sólo oímos suaullido de loba cuando quiere abalanzarse contra el asesino y así se queda para siempre, acaso más indeleble que su compañero. Aunque sea discutible literalmente esta valoración, lo cierto es que se graba en la memoria por otro procedimiento que el de la emoción violenta. Es como nos impresionan las cariátides. Pero por su parte el Negro, en el breve diálogo que mantiene con su agresor y en su actitud resuelta, no es sólo la figura de una estampa nocturna, sino un ser que deja la huella de su pie al marcharse. Lo mismo que el Compadre, que habla lo estricta mente necesario para declarar su estirpe, y hace lo estrictamente necesario para que comprendamos que estaba aguardándolo la muerte, como acertadamente comenta Martín Fierro. Es una escena de pocos segundos y en un film cada fotograma habría dado una actitud distinta y aislada de esa serie de palabras y movimientos que se precipitan cortándose de golpe. El H ijo del Cacique, con quien pelea Martín Fierro en un malón, nos deja, en cambio, su último gesto al morir: todo el desarrollo de la lucha se condensa, se cristaliza en la rigidez mortal de su cara. A la misma galería de las víctimas pertenece el guitarrista; y si no podemos colocarlo en el mismo plano que los otros, de las escenas que cuenta Martín Fierro, sin duda es porque Cruz no posee el mismo don del que lo escucha. La escena es interesante y está bien armada, pero al Guitarrista le falta el retoque con que el maestro perfecciona con un golpe de pulgar, o una nota en el acorde, la tenta tiva frustrada. Para el buen conocedor de esos “finidos”, to dos los relatos de Cruz son de una factura primitiva en com paración con los de Martín Fierro, inclusive del Canto VII, que debe ser de lo más antiguo del Poema. Y éste es el momento de diferenciar el interés de las escenas —y aun de los personajes como puestos en una escena— del interés autó
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nomo, puro y vivido de los personajes que tienen un signo de eternidad aun en su efímera actuación. Después siguen los personajes evocados, como el sepulturero de Vizcacha, el amigo que cuenta a Martín Fierro la suerte de su mujer y sus hijos, el indio bueno y el indio cruel, que parecían puestos por una necesidad lógica, la de satisfacer una curiosi dad mental del lector, más que por la economía, y por el argumento de la Obra. En cambio, ¡cuánta vida y qué papel más importante jue gan en el plano de nuestra sensibilidad, si no en el de la lectura, figuras aludidas, apenas evocadas, así mencionadas por sus nombres! La mujer de M artín Fierro. Inocencia, la mujer de Cruz —si no es la misma—, los otros hijos de Mar tín Fierro, la viudita que enamoró al Hijo Segundo, existen en su ausencia para la curiosidad, cuando no para la emo ción. Ejercen un influjo constante, latente, y son poderosos porque faltan. Habría bastado que aparecieran, que dejaran de ser seres potenciales, ubicuos, para que nos aliviáramos, como con el ingreso a la conciencia de los pensamientos re primidos. Pero el Autor ha querido mantenerlos constante mente en la acción, alejándolos definitiva, absolutamente. No me interesa aquí la función que cumplen, en la concepción artística, como suspensos de indeclinante interés, sino cuál es su poder de no existentes en el ánimo del lector. En torno de ellos cristaliza nuestro subconsciente fisonomías, voces, ges tos, historias. Están fuera del Poema apretándolo, asfixián dolo; el lugar que debían ocupar está vacío: son huecos abis males. Al suprimirse esas figuras han arrancado trozos vivien tes de las que quedan, sus desgarrones en el alma no podrán ser cicatrizados jamás. Faltan y existen; su ausencia cobra un valor positivo, como acontece con muchas cosas de que están privados los personajes. Cuando éstos mueren, nada se ha perturbado en el Poema, que sigue su curso como la vida. Tero es casi imposible resignarse a considerar la lectura ter minada, la obra concluida, mientras esos seres de quienes lo ignoramos todo siguen viviendo su vida de ausentes; como si exigieran que todo el Poema se continuara sólo para bus carlos. Nuestra impresión de que el Martín Fierro es una obra inconclusa no proviene tanto de su Final, que es un
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suspenso, cuanto de que al cerrar el libro lo que realmente nos interesa es todo lo que el Autor no nos ha dicho. PERSONAJES INADVERTIDOS Existe en el Poema una clase de personajes muy singular, que no ha sido percibida como formando parte del argumento, de la obra misma. Son los oyentes. El Poema está cantado ante personas que se supone que escuchan con atención y en silencio. El Cantor —y todos los que ocupan ese sitial— se dirige a un público tal como el poeta lírico se dirigía a un lector. La obra está hecha en realidad para ese público que en momentos asume, aun para el mismo Autor, la per sonería de lectores. Pero Martín Fierro y sus oyentes —y de manera muy singular Cruz— forman el verdadero cuadro, el cuadro único en la Ida; Martín Fierro, los Hijos, Picardía, el Moreno y el Interruptor más los oyentes, el cuadro de la Vuelta. Los hechos y las personas mencionados en verdad no existen: son evocados. Y más existencia cierta tienen los oyentes que todos los otros, porque son indispensables para que el relato adquiera posibilidad de ser real. Los oyentes son muchos, por lo menos así lo enuncia el plural; y si en algunos pasajes el Cantor se dirige a una sola persona, o alude a otro como siendo dos (“efecto” Amaro Villanueva, que se estudia en otro sitio), la verdad es que en la Vuelta se refiere Martín Fierro al gauchaje inmenso que lo está escuchando. Este es caso único en toda la poesía gauchesca, en que la escena contiene solamente a los interlocutores; pero aquí hay un público. Y, sin embargo, ningún poema gauchesco es menos teatral que éste, en el sentido de que para reproducirlo fielmente sería preciso que en la escena estuvieran sólo aque llas personas que participan en los relatos como cantores. Lo que ocurre en el Poema no forma parte de esta escena: lo mismo que en el cinematógrafo, se proyecta en imágenes verbales, y una pantalla de sonidos, por decirlo así, recoge las imágenes de las historias. La metamorfosis de los oyentes en los lectores está en la intención del Autor, y muchas veces
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el mismo Martín Fierro se dirige a los unos confundiéndo los con los otros, por la originalísima circunstancia de que Autor o Narrador y Cantor a veces se identifican, como se identifican la historia contada con la fama del libro, cual si al mismo tiempo que se cantara se escribiera. Pero lo im portante es que, por elipsis, los oyentes forman parte del elenco, y que por ello el relato deja de ser un soliloquio para transformarse en una fase continuada y total —no un monó logo— de un diálogo sin respuestas. Tal existencia real tienen los oyentes, que uno de ellos interrumpe al Hijo Segundo para rectificarle, con superio ridad de “literato”, dos barbarismos que, entre los muchos que ya había oído, le parecieron imperdonables. De ahí que el Interruptor sea un personaje simbólico; representa a los críticos —cazadores de pulgas— con que el Autor tuvo que lidiar.
NOMBRES A nadie ha extrañado —que yo sepa— que el Martín Fierro sea la obra de los motes y los anonimatos. Excepto las no velas de Kafka, ninguna obra de la literatura universal se le parece a este respecto. Intencionalmente Hernández ha quitado a los hombres —y absolutamente a las m ujeresios nombres con que se los podría identificar. Estos seres están menos individualizados que el ganado que lleva en el anca o en las orejas la marca o la señal de un establecimiento. Pertenecen al ganado orejano, a los hijos de nadie que no son nada. El único que lleva el nombre y apellido es Martín Fierro, y no se puede asegurar que no obedezca a un simbo lismo (Martín, nombre del santo patrono del Partido donde nació Hernández; Fierro, el cuchillo: Y le hice sentir el fierro: 1552). Los demás son motes: Vizcacha, Picardía, Cruz, Moreno, Inocencia, Hijo Mayor, Hijo Segundo, Barullo, la Bruja, el Ñato, que tienen, como todo apodo, un valor se mántico concreto. Pero no hay nombres en el Poema, ni nombrar a los personajes les agregaría individualidad. Ese sistema corresponde a la sociedad o a la familia, que carac
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teriza a sus miembros de modo inconfundible; pero no a la raza de los parias. No tener nombre es colocar a la persona fuera de la vida ordinaria, homogeneizándola en un destino común, aunque los accidentes o variantes difieran en matices; después de muertos la fosa común los identifica definitivamente. Cuando Martín Fierro pone una cruz en la sepultura de su amigo, sentimos que la piadosa señal trasciende, sobre la tumba, a la persona que fue en vida. Jamás mencionan los personajes a sus familiares ni amigos (tías, hijos, mujer, compañeros) con nombres. Se les quita así hasta esa misteriosa y absurda asociación de fisonomía y aun de ser autónomo que estable cemos según los nombres, por ejemplo, en la novela y en la historia. Adquieren su verdadera personalidad, que con siste en formar parte de un lugar y un tiempo dentro de un país; una biografía, una vez más lo mismo, dentro de una historia. El Poema se transfigura, y todo adquiere, como en los sueños potestades trascendentales y misteriosas. Por este recurso el argumento total es el personaje; los seres y las cosas los elementos indispensables para que lo entendamos. Podemos hablar de la forma de un hecho, de la estructura de una acción, de la fisonomía deun acontecimiento, del carácter de un episodio, de la vitalidad de una escena. Como dice de sí Martín Fierro, cada uno de ellos se lleva del mundo lo que trajo; entra en la vida y sale de ella como un pretexto para que ocurra algo, ¡:>ero no tiene ninguna im portancia. Hay un proceso, una sentencia capital y es pre ciso que liaya un procesado, que necesariamente ha de ser muerto en razón de su condena. Basta que le llamemos K. Todo otro agregado: quién es, dónde vive, qué edad, qué rostro tiene, son cosas accesorias y sin ningún sentido para el proceso, el fallo y la ejecución. También en el Martín Fierro encontramos ese tipo de historia procesal de Kafka. Acaso darle a Martin Fierro nombre y apellido fue el recurso más sagaz para quitarle definitivamente toda personalidad verdadera. Por ejemplo: podrá llegar el día en que, en los archivos de alguna comisaría del Partido del Tuyú, aparezca un preso que fue llevado a la Frontera y que se llamaba como él. Porque dice Tiscornia (en el Discurso):
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En 1866 el juez de paz del Tuyú, don Enrique Sundbladt, remitió al comandante de la frontera un preso de nombre Martín Fierro. El coronel [Alvaro] Barros acusó recibo de la comunicación y destinó al preso al susodicho cuerpo de línea [el 11]. Tal es el documento policial que, hasta hace poco, se conservaba entre los papeles del juzgado de paz del Azul.
Y con ese hallazgo el verdadero Martín Fierro queda para siempre escamoteado.
M ORFOLOGIA DEL POEMA LA ESTROFA E l a r q u e t i p o es construir la sextilla en tres partes, una de las cuales, regularmente la última, puede estar constituida por un dicho o refrán. En esta forma pueden desarticularse la mayoría de las estrofas. Suele señalarse la separación de sen tido con punto, punto y coma o guión. Contra lo común, los primeros versos de la estrofa suelen ser afirmativos. Lo es, en grado ejemplar, el primer verso del poema: Aquí me pongo a cantar. Pero, entrado ya en el re lato, los versos iniciales tienen la misma consistencia de los restantes de la estrofa. La impresión inmediata es que se han suprimido (omitido) los cuatro que pudieron integrar la dé cima: tal es la seguridad del comienzo. Por lo común, el primer par de versos plantea el tema en forma concreta; el siguiente consiste en alguna divagación o referencia que sirve para subrayarlo; el último lo cierra con el hecho concluso, o, como es frecuente, con un dicho. Los dos primeros versos pueden ser abstractos o de enunciado general, a manera de preparación al tema de la estrofa. Casi sempre la estrofa cierra rio solamente un sentido gramatical (es norma abso luta), sino un tema; de manera que muchas de estas estrofas constituyen poemas minúsculos separados del contexto. Mu cho mayor cuidado pone Hernández en los versos iniciales que en los intermedios; están siempre trabajados con preci sión y ajuste de versos finales. De modo que la parte más endeble, el eslabón débil de la estrofa, son los dos versos centrales. Pero quedan engarzados, ceñidos, por los anterio res y los últimos. Los ripios que pueden encontrarse están en ese lugar. Excepto en aquellas estrofas de final evasivo, intencionalmente frustráneo, como se encuentran en mayor abundancia en el canto II de la Ida: ¡La pucha, que trae liciones El tiempo con sus mudanzas! (131-2); Era una delicia el ver Cómo pasaba sus días (137-8); A la cocina rumbiaba El gaucho. .. que era un encanto (143-4); Era cosa de largarse
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Cada cual a trabajar (155-6) ¡Ah tiempos!... pero si en él Se ha visto tanto primor (221-2), etc. Esa circunstancia cu
riosa, y que denota una forma imprecisa —tanto por no que rer concretar el tema, rehuyendo la narración, cuanto por menor experiencia—, da a esa parte de la Ida una vaguedad que la coloca en las evocaciones emocionales más que de recuerdos. En algunas estrofas de Cruz se repite el caso; que no es nunca regular. Si los dos versos iniciales de la estrofa plantean el tema (o tópico): Daban entonces las armas Pa defender los cantones (457-8); Y cuando se ivan los indios Con lo que habían manotiao (469-70); No salvan de su juror Ni los pobres anjelitos (481-2); Tiemblan las carnes al verlo Volando al viento la cerda (487-8), etc. (en ejemplos tomados consecutivamente, al azar), los dos siguientes lo desarrollan. Esos versos centra les ya continúan lo antedicho, ya preparan los versos finales. Cuando de por sí tienen sentido de oración subordinada, ad quieren el vigor de los restantes. En general, la estrofa de Hernández no se vulnera por puntos débiles; pero, de serlo, están ahí en el centro de la estrofa. Lo asombroso es que esas debilitaciones, forzosas por la tensión de la composición, sean tan escasas en obra de tal longitud. Para Hernández, el trabajo de la estrofa equivale al del soneto en otros poetas. Muchísimas veces esos seis versos de su estrofa tienen el valor preciso y sintético de los dos tercetos de un soneto. A tal punto, que el verso libre inicial más bien es una libertad para precisar un sentido, y no se le percibe como “una debilidad en el régimen de la rima”. Los dos versos finales son de tal densidad y estrictez, que no pocas veces se convierten en un refrán o un dicho. Cuando no, en una sentencia epigramática. Siempre cierran la frase y la idea herméticamente. De manera que se puede suspen der la lectura en una final de estrofa como en un final de canto. Nada queda indeciso o pendiente para desarrollarse en la estrofa siguiente. Y por eso cada estrofa puede comen zar con íntegro vigor, sin compromisos que cancelar. Se pue den señalar los versos finales de estrofa que no tienen esta cualidad dantesca (como los transcritos); pero siempre son excepciones. La regla es lo contrario: estos dos versos sopor
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tan, con firmeza de cimiento enclavado en la tierra, el peso de la fábrica poética de la estrofa, que suele ser muy recia. En una de las estrofas más admirables: Había un gringuito
cautivo Que siempre hablaba del barco— Y lo augaron en un charco Por causante de la peste— Tenía los ojos celestes como potrillito zarco (II, 853-8), cada uno de los tres miem
bros posee la misma intensidad de emoción. Acaso los más fuertes sean los primeros. Los dos finales contienen una ima gen de frescura y melancolía (el potrillo de ojos azules es una imagen absolutamente vivencial, inexplicable), y por su be lleza tiende a ocupar el primer término; pero lo cierto es que aun los dos versos centrales contienen más valor con su descarga de toda dramaticidad. La superior calidad poética y dramática de esa estrofa, que puede desarticularse en tres porciones, conservando cada una de ellas la misma vitali dad o poder de sugestión, es expresiva de la calidad de todo el Poema. No creo incurrir en exageración si digo que, desde el “Infierno” de Dante a los sonetos de Keats, en ningún idio ma y en ninguna obra poética el verso fue tan sustancioso. Es fácil equiparar las dieciséis sílabas de cada par al endeca sílabo de Dante y reconstruir así un terceto. Algunas estrofas (centinela en el Fortín, relato de la curandera con el intruso) deben exceptuarse de esta terminante valoración, donde es innegable la voluntad del Autor, su conciencia de realizar esos divertissements que no carecen de gracia, cualquiera sea su enjundia. Están, con su nota humorística y grotesca, en la economía del Poema, y han de juzgárselas, equitativamente, en los valores de composición y no de trabajo del artista en el modelado de la estrofa. El esfuerzo de Hernández en la factura de los versos fina les sueie ser sin excepción extraordinario. Y a veces apela al recurso de cerrar la estrofa con un refrán o un dicho, de buena ley. El mérito mayor del Poema está en esa síntesis de lo filosófico y lo ingenioso, lo poético y lo vernáculo. Hasta puede señalarse el canto III de la Vuelta como un alarde, y en general esa facultad es tan radicalmente castiza como el verdadero don natural del Autor. El final de las estrofas en que ese resultado se frustra (siempre intencionalmente) corresponde al estudio sobre la
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técnica de narrar, los suspensos y las evasivas. Tienen, por lo común, un significado en la economía estilística del Poe ma. Psicológicamente, el corte inesperado de los contados finales frustráneos es de gran efecto psicológico, y hasta en algunos casos de gran elocuencia. Bastará el ejemplo del elo gio de la mujer por Cruz: ¡Amigo, qué tiempo aquél! ¡La pucha— que la quería! (1769-70). Aun cuando el sentido o el proceso de la enumeración haya de pasar de una estrofa a otra, Hernández prefiere se pararlas netamente en dos. Es el caso ejemplar de los movi mientos de precaución de Martín Fierro al saber que llega a prenderlo la partida: Son seis movimientos, tres detallados en cada estrofa y, sin embargo, con una pausa y cambio de movimiento de la enumeración de una a otra: Me refalé las espuelas, Para no peliar con grillos, Me arremangué el cal zoncillo Y me ajusté bien la faja, Y en una mata de paja prové el filo del cuchillo. Para tenerlo a la mano El flete en el pasto até, La cincha le acomodé, Y en un trance como aquél, Haciendo espaldas en él Qiiietito los aguardé (1499
510). Son dechado, además, estas estrofas, de economía y bue na organización del material. Se puede tomar la estrofa como pieza autónoma. Su se paración del Poema ni afecta a la economía del texto ni nos deja una pieza desconectada, de valor impreciso, que sea me nester reintegrar a su sitio para que recobre su cabal sentido. La estrofa es un poema. Puede hacerse la prueba tomando al azar cualquiera de ellas. La primera del Canto IX de la Ida: Matreriando lo pasaba Y a las casas no venia— Solía arrimarme de día— Mas, lo mesmo que el carancho, Siempre estaba sobre el rancho Espiando a la polecía que contiene
todos los elementos de ambiente, psicología, situación de ansiedad y soledad. Hernández trabaja separadamente cada estrofa; en cada estrofa, cada verso. Cuando en el Manus crito encontremos que muchas de esas estrofas no guardan el orden que en el texto impreso, nos advierte esa circuns tancia que el montaje podía hacerse con relativa facilidad, precisamente por la autonomía de cada una de sus piezas. El examen de la pelea con el Indio, donde muchas estrofas, y en diferentes lugares, son digresiones y suspensos, vale para
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estudiar este aspecto. No solamente la estrofa es una pieza entera, viva, con personalidad, sino que es una concepción que no se subordina a lo anterior ni a lo que sigue. Ni la frase corre de una estrofa a otra (se cierra con un punto final siempre), ni el sentido queda trunco para ser aclarado o explicado luego. Podrá (necesariamente en un Poema na rrativo extenso) resultar de la lectura total una unidad que se organiza más bien en la memoria del lector; lo cierto es que siempre el Poema resulta más coherente, más flexible, en el recuerdo de la lectura que en la lectura misma. Como la película está hecha de fotogramas independientes que la visión funde en un todo orgánico y ondulante, melódico y plástico, así el Poema en otros órganos no menos finos que el ojo. Pero cada estrofa es un fotograma. Se le puede fijar y observar: está completo. Puede haber episodios de más, pero no estrofas de más. Y en cuanto al elemento constitu yente de ella, el verso, difícilmente se puede suprimir alguno (ni siquiera aquellos expletivos que el autor puso para sa borear el lenguaje oral) sin que se resienta la economía de la estrofa. Muchos, es verdad, pueden cambiarse, pero en la mayoría de los casos es tan difícil como introducir una estrofa sin que sea perceptible de inmediato que es un cuerpo extra ño en el Poema. De esta prueba (que debe intentarse) resulta que no solamente el Poema no puede ser imitado, sino que la capacidad del imitador no llega ni a la . posibilidad de in sertar una estrofa apócrifa sin que sea advertida. De ello tenía conciencia el Autor, y lo dijo en el mismo Poema:
Lo que pinta este pincel N i el tiempo lo ha de borrar, Nin guno se ha de animar A corregirme la plana; No pinta quien tiene gana Sino quien sabe pintar (II, 73-6), en lo cual se
refería al verso y a la unidad estética que con él se forma en la estrofa, no al Poema. El Poema acaso no pertenece a Her nández, sino a la tradición de lo gauchesco en la literatura ríoplatense. Pero esas piezas que acuñaba y cincelaba; esa joya inconfundible, sí le pertenecía; y le pertenecía la con ciencia —que ¿quién tuvo en su tiempo, fuera de Baudelaire y de Rimbaud?— con que realizaba su trabajo en cada es trofa, en cada verso y en cada palabra, hasta el punto de que su pulcritud a este respecto pone a la literatura castellana del
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siglo XIX en bloque en la clase de las obras hechas sin res ponsabilidad. Si la estrofa se aisla en calidad de vértebra, en unidad orgánica, es preciso considerar que la unidad del verso está compuesta no por el octosílabo, sino por el par, restituyendo así la unidad del verso del romance, que fue de dieciséis síla bas, como se la encuentra a menudo en el Cantar de Mió Cid , y en la unidad que aún conserva, escindido, en la rima. Por que el verso entero, que concluye en el asonante, es aquél, luego escindido en su hemistiquio por razones que diría tipo gráficas. En Hernández, no por un propósito, sino por esa necesidad profunda de lo que se fundamenta en la raíz y la naturaleza misma del idioma, renace espontáneo. El par de octosílabos es la unidad, y entonces es más comprensible por qué ni a su oído, ni al nuestro, que juzga con otro canon, el primer verso libre ofrecía ninguna dificultad de orden m u sical o artístico. Con su sexteta desaliñada aparentemente, restituye al verso viejo del habla de Castilla su estructura y su verdadera vertebración. En ningún poeta castellano, de los romances acá, dos versos de ocho sílabas componen como sistema una unidad indivisible. Esta inesperada rehabilita ción del terceto de Dante y del doble terceto que remata el soneto, fija además la rotundidad y la plenitud de la estrofa de seis versos, que para el oído acostumbrado a la lectura de las obras académicas ofrece una anomalía y desmesura con respecto a la redondez y plenitud aparente de la quinti lla. Si la quintilla se cierra mucho más que la redondilla, en una unidad cabal por la ratificación de la rima en su verso impar, la sextilla, pero la sextilla incorrecta, la sextilla de Hernández, cierra más arquitectónicamente esa unidad de la estrofa, porque en su triple par de versos de dieciséis síla bas conserva esa quíntuple meta sonora y, dentro de ella, la cuádruple de la redondilla, con la liberalidad hacia el aso nante —que no lo es— del consonante —que muchas veces tampoco lo es— y con el verso libre inicial que pone la estrofa en la dirección del romance. Esto es verdad a tal punto, que de los críticos que han estudiado bajo este aspecto de su es tructura el Poema, no sé de nadie que haya advertido las varias estrofas de seis versos que son romances, en realidad.
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Hernández ha podido ponerla en el texto sin que el más sagaz pesquisidor lo haya notado; como tampoco ha notado que, en razón de ser romanceadas las tres estrofas de la Payada con que contesta a Martín Fierro, estas partes de la compo sición han sido elaboradas -fuera e injertadas luego, en el desarrollo de un tema que adquirió la importancia de uno de los tres mejor construidos y más sólidos de toda la Obra. A tal punto la estrofa de seis versos de Hernández está cerca del romance y a no mayor distancia de la quintilla, que es el perfeccionamiento, por lujo de recursos y mayores exigencias del virtuosismo fonético, de la redondilla. De esa preocupación de condensación y precisión con que exige a la estrofa que contenga la mayor cantidad de sustan cia eu la menor cantidad de material, resulta para el verso mismo una necesidad de síntesis, que se opera por medio de la sinalefa y la sinéresis, como merece estudiarse por sepa rado. Aquí debo mencionar otras dos articulaciones caracte rísticas de la estrofa sobre el arquetipo de la sección en tres miembros, que predomina con carácter normativo. Son las estrofas en que sólo dos miembros la dividen (Ejemplo: Ansí le imponía tarea De juntar leña y sembrar Viendo a su hijito llorar, Y hasta que no terminaba La china no la dejaba Que le diera de mamar, II, 1045-50).
Menos común es la división en dos miembros de tres versos, que abunda cuando el primer término está compuesto de cua tro versos y el otro de dos, pero que es más rara en un primer miembro de dos y el restante de cuatro. (Ejemplo: Cuando no tenían trabajo La emprestaban a otra china— Naides, decía, se imagina Ni es capaz de presumir Cuánto tiene que sufrir La infeliz que está cautiva, II, 1051-6.) En el primer caso se construye así: Si les hacen una ofensa, Aunque la echen en olvido, Vivan siempre prevenidos; Pues ciertamente sucede Que hablará muy mal de ustedes Aquel que los ha ofendido (II, 4709-14). Ejemplo de dos porciones que se
equilibran en tres versos cada una, aunque contiene uno de los solecismos —pasado por alto con indulgencia de magnates por los críticos —y en razón de que encierra una de las más sutiles observaciones que la experiencia ha sugerido al Autor. Esta forma, en dos miembros equivalentes, de planteo y conclusión
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directa, forma un tipo, también característico, y que predomina en los pasajes sentenciosos. El segundo tipo, de cuatro y dos versos, está construido así: La cigüeña, cuando es vieja, Pierde
la vista— y procuran Cuidarla en su edá madura Todas sus hijas pequeñas— Apriendan de las cigüeñas Este ejemplo de ternura (II, 4703-8). (Más netamente dividida: Allí un gringo con un órgano Y una mona que bailaba Haciéndonos rair estaba Cuando le tocó el arreo. ¡Tan grande el gringo y tan feo Lo viera cómo lloraba!, (319-24.)
Finalmente, el último tipo, de dos y cuatro versos, responde a esta construcción: La sangre que se redama No se olvida hasta la muerte— La impresión es de tal suerte, Que a mi pesar, no lo niego, Cai como gotas de fuego En la alma del que la vierte
(II, 4739-44). Por lo general (existen pocas excepciones), el verso no es subdividido por complementos, sino que se extiende en su cabal longitud de dieciséis sílabas. El verso de ocho, cómo unidad ideológica y sintáctica, no se da en el Poema. La unidad, ya se dijo, son dos versos. Pero a veces podría reemplazar el punto y coma o el guión por un punto. Basta recorrer el Poema para advertir que los dos versos iniciales forman siempre una unidad: Otra vez en un boliche estaba haciendo la tarde (1265-6); Era un terne de aquel pago que naides lo reprendía (1273-4); ¡Ah pobre, si él mismo craiba que la vida le sobraba! (1281-2); sólo se oiban los aullidos de un gato que se salvó (1021-2), etc. Está, como dije, en la con cepción del Autor; más, está en su estilo personal. Está, ante todo, en el modelo que consciente o subconscientemente ha adoptado: el refrán, o el dicho, que es su equivalente en el discurso coloquial. Tal es, no un patrón que condiciona la inspiración de Hernández: ¡es la misma forma de pensar y decir, tal como él lo reconoció en grado natural del gaucho al hablar! Lo cierto es que de tal estilo de pensar, concentrando, sintetizando, no sólo resulta el verso, en el decir de Flaubert, sino el aforismo o el epigrama. T al el tono de la Obra, tal el carácter del talento de Hernández. En fin, con un matiz de curiosidad por su rareza, hay también la estrofa íntegra ocupada por un solo pensamiento y una sola oración. Ejemplo: Hasta un Inglés sangiador Que
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decía en la última guerra Que él era de Inca-la-perra Y que no quena servir, Tuvo también que juir a guarecerse en la sierra (325-30). Otro: Nos aviriguaban todo, Como aquel que se prer viene— Porque siempre les conviene Saber las juerzas que andan, Dónde están, quiénes las mandan, Qué caballos y armas tienen (II, 313-8), y Tampoco tenía más bienes N i propiedá conocida Que una carreta podrida Y las paredes sin techo De un rancho medio desecho Que le servía de guarida (II, 2265-70).
LAS ESTROFAS IRREGULARES La estrofa de seis versos es una innovación de Hernández. Su forma canónica es: a-b-b-c-c-b. Dentro de ella se observan anomalías, la más frecuente de las cuales es alternar las rimas de los dos últimos versos: b-c, cosa que en la lectura puede pasar inadvertida. La construcción de la estrofa hernandina, como la llama D’Ors, difiere de la sextilla por la circunstancia de llevar su verso inicial blanco, y por la libertad que el autor se permite de emplear consonantes imperfectos, que en algunos casos son meros asonantes. Sin ajustarse a la convención de ninguna de las especies métricas conocidas, la denominación de sexteta que le doy se justifica por su novedad y porque el vocablo responde a la forma desinencial con que la cuarteta se especifica de las formas de mayor rigor formal: de la quintilla, la redondilla y el serventesio. Debemos admitir que la forma canónica a-b-bc-c-b y su variante a-b-b-c-b-c son normales en cuanto a la mira, pero se presentan a este respecto anomalías que corresponden a otro criterio de valoración. En el Poema predomina esa estrofa, pero algunos Cantos, como el VII de la Ida, el XXVII y el XXVIII de la Vuelta, están escritos en cuartetas (en estos dos últimos cantos de la Vuelta alternan, sin ningún orden, la cuarteta y la redondilla). La forma romance, siempre asonando en palabra grave, sólo se emplea en la Vuelta, en los Cantos XI, XX, XXIX y XXXI, que son aquellos en que se prepara, en acotación explicativa, la acción de los siguientes. Existen también formas romancea das en algunas sextetas: en el relato de Cruz, una; cinco en las
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respuestas del Moreno. En la misma Payada, M artin Fierro emplea cinco cuartetas y una redondilla en sus respuestas. Tres cuartetas dobles hay en el comienzo del Canto VIII de la Ida. Las anomalías más extrañas, en los cantos regulares en que se emplea la sexteta, son las estrofas de ocho y de siete versos, en el Canto XIX y en el IX de la Vuelta, respectivamente. En el Canto XXVIII se intercalan dos versos (3817-8) pareados, que configuran un dicho con caracteres netos de una interpo lación o, en todo caso, de una digresión. También hay inter polada en el Canto VII una estrofa de diez versos que no res ponden a la forma de la décima, pues el verso inicial es blanco. En realidad, es la misma sexteta común a la que se ajustan cuatro versos, que no configuran una estrofa, conforme a las convenciones comunes para esa forma. Riman a-b-b-c y el último verso consuena con el quinto, que inicia la sexteta. También pueden considerarse formas anómalas de la estrofa de seis versos (no ya sobre el modelo de la sexteta) las dos coplas que Cruz recuerda en el Canto XI, registradas por Tis cornia como seguidillas a pesar de que les faltaría para ello el pentasílabo del quinto verso. De todo el Poema, el Canto VIII de la Ida es el más irregular y el que en cuanto a la métrica presenta el más interesante problema, pues cambia de la forma inicial en cuartetas dobles a la sexteta, además de acusar imper fecciones en la rima como en ningún otro pasaje de la Obra. Aquellas cuartetas dobles difieren de las comunes (a-b-b-c; d-e-e-c) en que las asonantes del cuarto y octavo verso son de palabras llanas y no agudas, como es lo común. La primera sexteta de ese canto contiene una de las anomalías más extrañas en cuanto a la rima, con el quinto verso libre. Sólo se da tres veces en la Vuelta esa anomalía (versos 143, 2455 y 2467), pero en el Canto VIII se repiten con evidente sentido de forma indecisa, tentada y no corregida, antes de aceptarse el canon de la sexteta. El Canto I de la Ida es de mayor regularidad en la obser vancia de la disposición canónica de las rimas; en el verso 54 aparece la primera asonante aguda. En los Cantos II y III de la Vuelta la estrofa canónica no tiene excepciones; también es de mucha regularidad (sólo cuatro excepciones) el Canto I de esa parte. En la Ida el Canto III da ocho anomalías de ese
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tipo; el VI, siete (más dos disposiciones caprichosas de la rima: 1099-104 y 1105-10). En este canto, como en el XIX de la Vuelta (versos 1523-4 y 2865-6, respectivamente), la sexteta tiene sobreañadidos dos versos iniciales, el segundo de los cuales consuena con el siguiente, primero real de cada sexteta. El Canto XVI de la Vuelta es el más irregular de esa Parte; los Cantos XXIII y XXIV observan en la estrofa la disposición de rima canónica, sin excepción. El Canto XXX (Payada) de la Vuelta es el más irregular, en cuanto a las estrofas y las rimas de la Segunda Parte. , LA ORGANIZACION DE LA SEXTETA \
Fue Unamuno quien, refiriéndose a la forma del Poema, aludió a las “monótonas décimas”; designación impropia de la forma de sus estrofas, que Menéndez y Pelayo —quien en su Historia de la poesía hispano-americana transcribe algunos pá rrafos de su juicio— deja sin rectificar. La única explicación de tal desliz es que Unamuno tomara la sexteta como los últimos seis versos de una décima. Este criterio es el de Henry A. Holmes en Martín Fierro, an epic of the Argentine (1923), quien se refiere a la habilidad de Hernández en el uso de la com binación de seis versos” y se pregunta: ^
¿De dónde vino esta forma inusitada?... El examen muestra que los últimos seis versos de una décima, tomados por sí mismos, dan la verdadera estructura que hemos encontrado que prevalece enHernández.
Y recordando la definición de décima dada por Unamuno, manifiesta que ella también se encuentra en Los tres gauchos orientales y en E l matrero de Lussich. No sabemos quién decapitó la décima inicial para darle la forma en discusión.
Luciano Santos,
Salvador Mario, en carta poética del 17 de diciembre de 1877, dirigida a Jorge Isaacs, dice:
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EL POEMA Martín Fierro, el poeta sin laureles, en el silencio de la noche canta... No advierte que en sus décimas m onótonas. . .
Ascasubi y Lussich cortan el diálogo, en ocasiones, de modo que uno de los personajes dice una cuarteta y el otro los seis versos restantes, que corresponden a la estrofa de Hernández. Alguna vez, en la primera edición de Los tres gauchos orien tales, queda separada una décima, por razones tipográficas en el cambio de página, con seis versos que constituyen arti ficialmente la sexteta. Pero no son sino casuales desmembra ciones que se pueden obtener por el procedimiento que indica Holmes. Es muy posible que Hernández haya advertido, sobre todo en la lectura de los poetas gauchescos, que regularmente los primeros cuatro versos, de preparación, podían suprimirse con gran ventaja para la concisión del sentido. Pero atreverse a ello es acaso la mayor de todas sus osadías. Otra interpretación, no menos audaz en el Autor, sería la de considerar que la sexteta se forma por adición supernume raria, a la quintilla, de un primer verso libre. Este verso per mite al Autor una libertad tan grande, que altera la ceñida forma permitiéndole iniciar la estrofa con un sentido que se completa en el segundo octosílabo. Además de la ruptura de un canon que daba cierta monotonía a la estrofa, cuando por absorción de la obra han desaparecido los prejuicios de rigor académico más que acústico, se percibe que la sexteta aventaja técnicamente a la décima y a la quintilla. En su innegable rustiquez y liberalidad, contiene elementos compensatorios (como la rima imperfecta) que acaban por ser entendidos y plenamente justificados. Circula por las estrofas un aire de libertad y de naturalidad, que adquiere por el solo hecho de liberarse de trabas innecesarias. Hernández elimina el ripio de treinta y dos sílabas que casi siempre existe en la décima, y da desahogo a la quintilla. Con la adopción de un consonante-asonante, logra un tipo de estrofa y de rima que le permite atender más fielmente al sentido y al valor estético de su verso. La fuerza que siempre posee el primer verso, y su unión íntima con el siguiente, no permiten nunca pensar que se
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trate de un verso sobreañadido; además, la organización de la estrofa, regularmente en tres miembros que Hernández ar ticula con sabia maestría, le dan una plenitud acaso mayor que la de la quintilla, por la simetría de sus seis versos, que se convierten de hecho en tres. La estrofa, con sus características de metro y rima, es una invención genial de Hernández, y no se concibe que su poesía pudiera haberse expresado en otra forma. Responde no a una innovación técnica, sino a una necesidad intrínseca en su estilo y en su plan. Es evidente que en las dos coplas del Canto XI de la Ida, falta el 59 verso de la seguidilla. Es un procedimiento de condensar y comprimir, en la estrofa, como la sinéresis y la sinalefa en el verso. Otra hipótesis, acaso la más verosímil y natural, es que la sexteta se haya producido, por sí misma, de la reducción de la doble cuarteta con que comienza el canto VIII. Entonces, hasta se podría localizar cuál ha sido la primera sexteta hecha por Hernández, al suprimir los dos primeros versos de la se gunda cuarteta. Así la encontramos en 1289-94, en su primera forma: Se tiró al suelo; al dentrar Le dió un empeyón a un
vasco— Y me alargó un medio frasco Diciendo: «.Beba, cuñao.n— «Por su hermana, contesté, Que por la mía no hay cuidao .»
Esta estrofa contiene la única excepción de un primer verso que puede dividirse, por su sentido, en dos cláusulas que el autor separa con punto y coma, y además contiene el quinto verso libre, primero de todos los contados casos que se en cuentran en el Poema. CONJETURAS SOBRE ANOMALIAS EN LAS ESTROFAS
Dos anomalías dentro de la construcción regular en sextetas del Poema, se ofrecen en los Cantos VII y VIII, a mi juicio las dos piezas más antiguas de la Ida. En uno, la seudodécima que circuye una observación de Martín Fierro sobre la actitud de la mujer del Negro, ante el asesinato de éste, y que puede suprimirse, dejando que las cuartetas anterior y posterior se unan, con lo que la economía de la escena que
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daría íntegra. Es decir, que se trata, evidentemente, de una adición ulterior; y la factura del verso, con observaciones de mucho valor de psicología y de elocución, denuncia una elaboración tardía. Hay allí, en los seis últimos versos, una sexteta. Más interesante es aún la primera sexteta del Canto VIII, que continúa, sin mayores alteraciones, la forma de la doble cuarteta con que se inicia. Esta sexteta —posiblemente el acci dente feliz del Poema— interrumpe no solamente una forma de estrofa, sino una forma de narrar. Desde ahí la composi ción se ciñe, y ya esa misma sexteta es la octava a la que se han suprimido posiblemente los dos versos más débiles: el primero y el segundo de la última cuarteta. Term ina la primera con un exabrupto del Compadre: Beba, cuñao, y en seguida sigue, sin acotación, que se pospone: Por su hermana, que da inmensa vivacidad al diálogo. Es posible que antes, los dos versos suprimidos aludieran a la actitud de Martín Fierro, invitado y ofendido de manera tan brusca. Pero si el Autor optó por suprimir toda observación para entrar de inmediato a la réplica, tan enérgica como el atropello del Compadre, habría acertado con su maestría habitual. Es lógico, pues, que tal como quedaba ensamblada la estrofa, reducida a seis versos, debió de darle la impresión segura de que ese arreglo era un verdadero hallazgo. La estrofa tiene el quinto verso libre, que está indicando la falta de los dos anteriores, uno de los cuales compaginaba la rima. La circunstancia de que el lector haya encontrado en seis cantos anteriores esa estrofa, no puede ser motivo para desechar la hipótesis de que ésta es la primera sexteta que escribe Hernández, pues evi dentemente este episodio del boliche, como el anterior del baile, son piezas absolutamente desconectadas del contexto biográfico y hasta psicológico anterior. Por otra parte, la lle gada del Compadre, descabalgando, y su muerte, están contadas en dieciocho versos, incluido en ellos el diálogo, que está re cortado en lo absolutamente indispensable, con la natural ofensa y desafío. Es un ejemplo admirable de concisión como no lo hay mejor en todo el Poema. Y si se tiene en cuenta que también la escena del baile (en el canto anterior) está trazada con suma rapidez y seguridad, es admisible que ambas
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piezas fueran trazadas en “un momento” de su concepción que no se repite. Quedará la forma de contar sintéticamente, pero no la síntesis misma abarcando la escena, los personajes y la acción. Además, es sensible que el comenzar el Canto VIII Her nández tiene en vista la cuarteta y no otra forma, aunque aquí varíe de la cuarteta propiamente dicha a la cuarteta doble, variedad que pudo sugerirle la necesidad de no insistir y de evitar la monotonía que inevitablemente habría resultado de ello. No puede caber duda, a nadie que conozca el manejo del verso, de que el Canto VII responde a la misma manera y técnica de los dos cantos de Picardía (XXXVII y XXXVIII) y que el Canto VIII “es posterior a ellos, pero anterior a todos los demás”. La aparición de algunas estrofas con el quinto verso libre, en ese canto, tiene distinto sentido que en los otros de la Ida, pues aquí la elocución es natural, mientras que en los demás (Canto I y Canto X, v. 1823) terminan con interjec ciones. Caso distinto es el de las dos estrofas del intruso en el relato del Hijo Segundo, que no puede explicarse ni por negligencia ni por indiferencia. Hernández ha trabajado ya demasiado primorosa, conscientemente, su sexteta para atri buirle un desliz tan palmario. La explicación debe de ser otra. Ha de señalarse que las dos estrofas que siguen inmediata mente a la “primera sexteta”, del Canto VIII, llevan en el quinto verso una asonante sin tendencia a consonante (como se nota en todos los casos en que el consonante es incorrecto). Demostraría, sobre la misma hipótesis, que, efectivamente, al aparecer la “primera sexteta” y adoptarla sin vacilar como modelo, Hernández aún no ha concebido su ajuste completo. Esto lo consigue en la estrofa que sigue a la muerte del Com padre: Y como con la justicia No andaba bien por allí, Cuanto
pataliar lo vi, Y el pulpero pegó el grito, Ya pa el palenque salí Como haciéndome chiquito (1307-12). Cinco estrofas más,
en ese canto, quedan con el quinto verso libre, y la última lleva un asonante del tipo de los que no tienden al consonante incorrecto. Los dos versos supernumerarios del Canto IX (1523-4) de la Ida y del XIX (2865-6) de la Vuelta son, evidentemente,
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adiciones que demuestran que para Hernández el canon de la sexteta no era un dogma, y hasta que se permitía infringirlo sin ninguna necesidad. Caso idéntico es el de las dos sextetas de la pelea con el Indio, donde hay en cada una un verso supernumerario, que Hernández prefirió dejar para no de bilitar la impresión que con su refuerzo obtenía. No es un recurso que necesite, ni está en él aprovechar de ese modo sus fuerzas siempre superabundantes, pero explicar la anoma lía como corresponde más al estilo del Poema que a su factura formal. En todos los casos la corrección de la irregularidad le hubiera demandado poco esfuerzo; pero tan dentro de su Obra está el Autor, que no podían afectar su conciencia esas licencias veniales cuando quedaba robustecida la estrofa por su misma incorrección (caso análogo al de las rimas incorrec tas). La otra explicación, que podría dimanar de que Her nández no corregía las pruebas de imprenta (trabajo a cargo de un corrector inteligente, que dio a la ortografía mayor regularidad que la del manuscrito), llevaría implícita la no revisión del manuscrito antes de llevarlo a componer. Y aunque esto está en el carácter negligente y libre de prejuicios de cultura libresca de Hernández, debe desecharse, porque la in terpretación del valor estético de su obra, sobre las imperfec ciones parciales, justifica mejor estos deslices, que sólo son problemas de morfología para un censor excesivamente retórico. La reiterada lectura del Poema da al lector puntos de vista distintos de los que necesariamente tiene que adoptar en las primeras, orientadas por una crítica que comprende también la forma. La valoración y aprehensión totales del Poema exi gen en el lector la superación de esos escrúpulos escolares, porque la Obra está más allá y no más acá de esas convenciones artísticas. Las incorrecciones —todas— forman parte de la per fección de la Obra, y ya Hernández las desechó en bloque al decidirse por su sexteta y por su rima, tan personales como no las hay en ninguna otra tentativa de innovación (excepto los versolibristas) de cualesquiera literaturas. En este concepto deben considerarse las estrofas con quinto verso libre y los versos de consonante incorrecta que con suma facilidad hu bieran podido enmendarse. Es de advertir que las dos estrofas que corresponden a la
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interrupción del intruso al Hijo Segundo, en la Vuelta, dejan el quinto verso libre (II, 2455 y 2467). INTERPOLACION DE ESTROFAS En el primer Canto de la Vuelta, nos advierte Leumann que en el Manuscrito no figuran las estrofas 8, 15, 18, 19, 20, 21, 22, 26. El texto publicado habría sido modificado, después, agregándole el autor dichas estrofas, ocho en total. De ellas, la primera (43-8), la segunda (85-90) y la última (151-6) son intercalaciones sueltas, en tanto que las demás estrofas (103-32) forman unidad, un cuerpo de treinta versos. La primera de esas estrofas interpoladas interrumpe el dis curso, con una digresión, aunque sobre el tema. En efecto, la estrofa anterior terminaba: No perdí mi amor al canto Ni mi voz como cantor (41-2), continuaba: Canta el pueblero... y es pueta; Canta el gaucho. . . y ¡ay Jesús! (49-50).. . La es trofa intercalada plantea una incongruencia que ha sido ad vertida por Tiscornia y por Santiago M. Lugones, y a la que Amaro Villanueva dedicó un artículo con el intento de expli carla. Dice: Que cante todo viviente Otorgó el Eterno Padre; Cante todo el que le cuadre C o m o l o h a c e m o s sólo no tiene voz El ser que no tiene sangre.
lo s d o s,
Pues
El problema de incongruencia está en que Martín Fierro es el único que canta ante un auditorio. La segunda estrofa intercalada (suelta), dice: Pero voy en
mi camino Y nada me ladiará; He de decir la verdá, De naides soy adulón; Aquí no hay imitación Esta es pura realidá. Esos versos se interpolan entre: Que es pecado cometido El decir ciertas verdades (83-4), y Y el que me quiera enmendar Mucho tiene que saber. . . (91-2). La última estrofa suelta agregada, dice: Hay trapitos que golpiar, Y de aquí no me levanto. Escúchenme cuando cantó Si quieren que desembuche: Tengo que decirles tanto Que les mando que me escuchen. Se interpolan los versos entre: Jamás se para a cantar [el pájaro cantor], En árbol que no da flor (149-50), y Déjenme tomar un trago, Estas son otras cuarenta... (157-8).
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Las cinco estrofas agrupadas que se intercalan, dicen: [Bro
tan quejas de mi pecho, Brota un lamento sentido; Y es tantó lo que he sufrido Y males de tal tamaño, Que reto a todos los años A que traigan el olvido .] Ya verán si me dispierto Cómo se compone el baile; Y no se sorprenda naides Si mayor fuego me anima; Porque quiero alzar la prima Como pa tocar al aire. Y con la cuerda tirante. Dende que ese tono elija. Yo no he de aflojar manija Mientras que la voz no pierda, Si no se corta la cuerda O no cede la clavija. Aunque rompí el estrumento Por no volverme a tentar, Tengo tanto que contar Y cosas de tal calibre, Que Dios quiera que se libre El que me enseñó a templar. De naides sigo el ejemplo, Naide a dirigirme viene, Yo digo cuanto conviene Y el que en tal gueya se planta Debe cantar, cuando canta, Con toda la voz que tiene.
Es evidentísimo que todos esos versos, de todas las estrofas, por su tono altanero y desafiador, como de quien ha de decir duras verdades, se aplica mejor a la actitud de Martín Fierro, en la Ida que en la Vuelta. Lo que cuenta aquí son episodios en los toldos, pero nada de carácter acusativo del desquicio y maldad de los hombres que gobiernan. Esas es trofas es muy posible que las hubiera compuesto para agregar en alguna reedición de la Ida (excepto donde se refiere a haber roto la guitarra), pues no tienen en verdad coherencia con la postura del gaucho envejecido que regresa, dispuesto a trabajar. Su única acusación en esta Parte es que las cosas estaban lo mismo que como las dejó. Por lo demás, el texto se lee bien como había sido compuesto en el manuscrito, sin los agregados. Estos, lejos de insistir en el tono del que retoma el canto, aunque su altivez aquí es la de un cantor célebre más que de un gaucho altivo, lo modifican, y retrotraen su apostura a la del comienzo del Poema. Esto se ve sobre todo en la estrofa primera, donde se refiere a dos cantores, y que evidentemente habría engarzado mejor en los últimos cantos de la Ida, que es donde Martín Fierro y Cruz dialogan. Allí, por otra parte, están los versos que recuerda Villanueva para afirmar la teoría de que han de entenderse “por el cual el cantor se hermana con el pueblo”: Ya veo que somos los dos Astillas del mesmo palo (2143-4); y No hemos de perder el rumbo; Los dos somos güeña yunta
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(2209-10). Todo el trabajo de Villanueva es una argucia in geniosa que agrava la inoportunidad de la expresión plural de Martín Fierro. Mucho más artificiosa es la interpretación de Tiscornia: Fierro abunda en la espontaneidad con que se revela a los hombres y a las aves la facultad de cantar, reconocida al principio del poem a, y finge aquí la presencia de un segundo cantor (no hay otro que el auditorio) para dar la ilusión de una payada.
Más sensata es la presunción de Lugones: “¿Qué dos? Aquí incurrió el autor en un lapsus mentís No es admisible, bajo ningún concepto, que Hernández incurriera mentalmente en el error de que Martín Fierro se hallaba en compañía de otro cantor, porque el discurso viene natural y sostenidamente en una persona que se dirige a muchas. La explicación más racional es, auxiliada por casos análogos (en la historia de Picardía), que el autor no quiso renunciar a esos versos elaborados antes con otro fin y para otro lugar. Y ese lugar no pudo ser sino en la Ida, ya puestos en boca de Cruz (acaso inconvenientemente, por la índole del personaje), ya en boca del mismo Martín Fierro (sin cautela, luego de conocer la índole de su compañero), o bien al princi pio, donde pudieron ir las otras. La verdad es que la incon gruencia del verso “como lo hacemos los dos” ayuda a com prender que también las otras estrofas no fueron compuestas como agregados internos del primer canto, sino independien temente, y que fueron después encastradas en el texto, por cierto con suma habilidad. LA RIMA La rima no fue para Hernández (ni en su concepción del verso) un valor artístico. Ni un valor esencial. Era preciso escribir el verso con rima, y de las dos formas posibles eligió la rima consonante. El asonante —que emplea en el romance y en algunas cuartetas— es un accidente más bien que una norma. El consonante a veces se desliza hacia su forma más indulgente y de menor compromiso; pero debemos hablar casi
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siempre de consonantes incorrectos o frustrados, más bien que de asonantes. Aun en las cuartetas del Canto VII de la Ida el asonante aparece como falla más que como canon. Los dos cantos de Picardía, estructural, estilística y conceptual mente lo más afín a ese canto, están en redondillas —algunas convertidas en serventesios—, y el consonante, en muchas oca siones difícil por la escasez de rimas, rige las composiciones. Los exponentes de corrección en la estructura de la sexteta se encuentran en las nueve primeras estrofas delcanto I de la Ida y, en todo sentido, excepto en el riguroso sentido sin táctico, en la primera estrofa. Es, pues, la rima en consonante, y dispuesta en sus cinco versos que consuenan, de modo que rimen el segundo, el tercero y el sexto, y el cuarto y el quinto entre sí. Las anomalías en esa estructura y en ese canon del consonante no deben inducir a valoraciones erróneas. Muchas de éstas son posibles. En primer término, el suponer que la incorrección del consonante responda a torpeza del Autor, o a despreocupación, o a falta de nociones de preceptiva en él. Acaso haya un poco de todo esto, pero la razón de por qué Hernández incurre conscientemente en tales incorrecciones es otra, de tal magnitud, que invalida a las demás. No era Hernández un artista escrupuloso acerca de los deberes técnicos del versificador; de serlo, no habría siquiera intentado la empresa. Lo demuestran además las dos más osa das libertades que se permite —no las hubo, ni parecidas, en toda la historia de la poética española ni americana—: dejar un verso libre al principio de la estrofa y usar un consonante como norma, que en sus eventuales incorrecciones puede llegar al asonante, sin serlo (se pueden enumerar los pocos versos, casi todos ellos en el Canto VIII, en que se trata de un asonante y débil, o del quinto verso libre). Así, pues, la norma es el consonante, sin medir las difi cultades, en razón de las pocas rimas que en castellano tienen algunas palabras, y algunas de las más expresivas. No rehuye Hernández acometer la hazaña, pues cuenta de antemano con un salvoconducto de indemnidad en su actitud de colocarse exprofeso fuera de la literatura culta: apelará al consonante aproximado. Una de las reglas de sus infracciones innumera bles es la desinencia del plural.
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La rima de Hernández es rica; por ejemplo, en la Vuelta se encuentran (361-6) las palabras “pobre” (libre), “safarrancho”, ‘'carancho”, “sacia”, “desgracia” y “rancho”, y en la Ida (1057-62) las palabras “falte” (libre), “sobre”, “cobre”, “enjambre”, “pobre” y “hambre”, que no dificultan la natu ralidad y firmeza de la elocución. Son casos que pueden multiplicarse. Para él la rima nunca es un estorbo, ni tampoco un aliciente para construir el verso en función de ella. La emplea como elemento indispensable en la economía artística de su obra. Dentro de su preceptiva revolucionaria, el conso nante incorrecto, el cuasi consonante, entra en la norma. Es la norma lo incorrecto, mas una vez admitida no puede ha cérsele juicio de infracciones. Las infracciones son la regla. Esta osadía no se comprende pronto. Hasta muy avanzado el proceso de identificación con la Obra (dura algún tiempo en las personas hechas al respeto de los dogmas, sobre todo, esté ticos) no se entiende que el primer verso blanco de la estrofa y el sistema canónico de usar indistintamente la rima perfecta o la incorrecta, forman una concepción del verso y de la versificación absolutamente justificables y de gran valor ar tístico. Es el idioma mismo el que plantea tales dificultades, como las advertimos con carácter grotesco muchas veces aun en grandes poetas; agrupa en algunas formas de consonante o de asonante la mayoría de las voces útiles y nobles. De manera que gran cantidad de éstas son prácticamente inutilizables o llevan inevitablemente a su palabra anexa, la única del vocabulario fonético. Independientemente de la riqueza discutible del idioma (se considera siempre la cantidad de voces y no su calidad, sin pensar además que aun los idiomas pre-alfabetos son riquísimos en cantidad), está la riqueza so nora, que facilita al escritor su tarea. El castellano (puede revisarse hojeándolo, cualquier diccionario de rimas) de ante mano cohíbe al poeta, si se somete al rigor del consonante estricto; o lo lanza sin freno en el asonante, que también forma grupos arbitrarios y desproporcionados. Al resolverse Hernández por la libertad de un verso en su favor, para armar la estrofa, y del consonante incorrecto, no adopta una postura “anticulta” simplemente (pues tam bién hay eso), sino una postura racional, lógica, que ojalá
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hubiera sido seguida antes por otros, para que ahora pudiera usársela sin escrúpulos. La fuga al verso libre de muchos poetas (de Juan Ramón Jiménez, por ejemplo) que dieron muestras de gran maestría en el manejo de las rimas, prueba esa libe ración por el extremo opuesto. El Martín Fierro dio a este respecto también un canon dentro de la índole del idioma; un tipo de verso que puede juzgarse correcto, en que las imperfecciones son compensaciones del artista en relación con las exigencias de un idioma que ofrece oportunidades para expresar todas las ideas y los matices del sentimiento en el verso rimado, pero que ocultamente le reserva los más penosos desengaños. Debe hacerse notar que muchas veces descuida Hernández el ajuste de las rimas. Parecería que prefiere el matiz que conserva mayor exactitud, al que obtendría mediante una leve modificación. Por ejemplo: el verso 70. Pero ¿cómo se han deslizado, sin ninguna necesidad ni justificativo, los versos libres colocados en el quinto renglón de la estrofa? ¿Quiso dejar una nueva prueba de su absoluta despreocupación por los prejuicios del lector culto? El los observó casi siempre, sin embargo. Lo cierto es que no podemos explicarnos tal negligencia, y que ése es uno de los muchísimos enigmas menores del Poema. Deben considerarse, en lo que podríamos designar “las osadías desafiadoras” de Hernández, la ordena ción irregular de las rimas en los versos quinto y sexto de las estrofas. Podemos aceptar que un ajuste con arreglo a la rima perfecta habría desmejorado la obra —acaso haciéndola no via ble sin reducirla a un espécimen retórico—, pero no compren demos estos abandonos tan impropios de un hombre que se controla sin piedad. Como nos cuesta comprender que en el manejo del romance se considerara libre de esas mismas exi gencias, y descendiera a un nivel tan por debajo de las otras partes del Poema, que sólo pueden autenticarse con el testi monio de sus demás composiciones y de toda la prosa que escribió. Rarísimos son los versos con rima interna, como: Qiie padre y marido ha sido (111); Otro mejor tejedor (II, 2480), y Pues son mis dichas desdichas (II, 4877). En Hidalgo (dentro de la liberalidad del romance aso-
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nantado), en Ascasubi, en Del Campo y en Lussich, el problema de la rima es esencial. No hay rimas incorrectas, en términos generales. Pero en Ascasubi, que es escrupuloso en la quintilla o la décima, pasa a elemento accesorio y trivial en el romance. Ascasubi no tiene el sentido musical del verso. Empieza un romance asonantado en ó, agudo (el asonante más pobre), y lo prosigue, sin comprender la monotonía fonética, durante tres cantos —702 versos, con un pequeña pausa—; o bien incurre en el exceso de mal gusto de hacer pareados octosílabos (que también hizo Lussich). El romance es siempre un recurso de pobreza en la versi ficación, y si de antiguo se adoptó para las descripciones y narraciones, es porque se aproxima a la prosa en su función y en su estructura. Hernández lo desecha, y los pocos casos en que lo emplea denotan su deseo de terminar rápidamente un episodio ( casi siempre una explicación, una acotación) que no reviste interés artístico, sino de relleno, en el relato. Empero, hay un caso inaudito en el Santos Vega, en que Ascasubi emplea una forma por demás descuidada, antiartís tica, con una despreocupación inconcebible en autor de tantos recursos verbales. Es el comienzo del Canto XXXIII: Ahora, me dirán ustedes: primero dónde fué a dar y el pampa y Luis ¿dónde están? el saltiador esa vez: ¿dónde diablos los llevaron y del cadque después después que los agarraron? ru fin también contaré. Bueno: les voy a contar, Tiempo al tiem po... escuchenmé.
Y sigue con octosílabos pareados. También aquí es sensible en Ascasubi su deseo urgente de liquidar esa explicación, y mucho más perceptible que se trata de un agregado, pues el canto debió de comenzar con el relato en pareados, al que faltaba una previa explicación que fue hecha más tarde, con un desaliño y mal gusto imperdonables. De estas torpezas jamás, hallaremos una ?n el Poema,
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El verso del Poema es siempre el octosílabo (excepcional mente, en las coplas de Cruz, el pentasílabo, o los dos casos de falsos eneasílabos). Este metro permite gran naturalidad en la elocución, y Hernández lo maneja con suma destreza. En cualquier lugar de la estrofa, tiene la misma densidad y efi cacia, y puede reconocerse la voluntad manifiesta del Autor cuando su vaguedad coincide con el propósito de indefinir la frase. No existe en ellos el hiato, ni se cuenta por sílabas gramaticales: se le mide auditivamente. El verso es pleno, apretado, con sinéresis y sinalefas que no sólo acumulan so nidos, sino contenido. La densidad y cohesión de las palabras y las sílabas rechazan toda flojedad, todo ripio. Si los hay, son de frases, no de palabras. La economía del lenguaje está en que basta una palabra cuando otra forma de construcción, más lujosa, pudiera permitir más. Hay, pues, una impresión de pobreza que resulta del empleo de un adjetivo para cada sustantivo, de la elipsis, de las contracciones y de la deliberada economía de vocablos, a la manera homérica. Lo que algunos autores han entendido bajo la denomina ción de adiptongos, son casos de sinéresis o de sinalefas. Las vocales se contraen hasta formar diptongos aun si dos, tres o más de ellas son fuertes. Así las sílabas í-a (día, había, etc) se leen en un sonido, sin que como cree Tiscornia haya de ser absorbido el acento por la letra siguiente (diá, habiá), pues la prosodia del habla campesina tiene tal particularidad: el oído cuenta naturalmente una sílaba en “vía” y en “cae”, y además es posible la amalgama de otras letras en un sonido único. Este procedimiento, lícito en la fonética, da al verso una energía que dimana de no dejar resquicio ni cesura. Como el endecasílabo de Dante o el de Keats, el verso de Hernández es macizo, compacto, sólido. Esta modalidad prosódica del verso de Hernández es típica del habla rústica, su rasgo fisonómico más fuerte. Es la ten dencia al apócope, universal. Tampoco las consonantes suenan nítidas, de modo que, hablando con precisión, también hay cierta suerte de diptongación de esas letras, con lo que el octo
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sílabo resulta, para el oído, de menor longitud fonética, más comprimido aún de como se lee. Al sentido musical de las consonantes sonoras (n, l final, mb) en el habla popular se antepone cierta lisura y aplanamiento del sonido que gana en fuerza cuanto pierde en brillo. La n final, lo mismo que la s, son casi apocopadas; si ésa es una pérdida para el valor artís tico de un idioma que se habla, es otro problema y cuestión de cultivo del oído. Lo que parece cierto es que nunca se pierden en los idiomas los valores artísticos sin compensarse en alguna forma con otros. El octosílabo de Hernández es opaco, sin muchas aliteraciones o resonancias internas, pobre de reflejos y de reverberaciones, con lo cual es el verso exacto que conviene a la naturaleza de los personajes, al sombrío tono del Poema y a la dramática inspiración del Autor. Otra característica de esta cualidad es que no se confiere es pecial valor a las voces esdrújulas ni agudas. Las primeras son raras, las últimas se emplean con suma' parsimonia. Nada hay en Hernández parecido al gusto de Ascasubi por el romance asonantado en ó; pues sus romances —como sus cuartetas y redondillas— son todos en palabras graves. El agudo en final de verso es, ya en la sexteta, ya en la cuarteta, un accidente inevitable. Jamás un recurso intencionalmente puesto para aumentar el valor acústico del verso. Hernández no manejó en ninguna de las otras composicio nes que de él se conocen otro metro que el octosílabo. Res petaba en la lengua su máxima virtud: la que a lo largo de los siglos cristalizó su saber en el romance y el proverbio de dieciséis sílabas. Y son precisamente el proverbio, el refrán —que él reduce a saber de experiencia cotidiana, familiar— y el dicho —que es su variedad amorfa, aplicada sin mayor validez universal a los casos particulares— los que inspiran dinámicamente el ver so de Hernández. Pues el Poema parece haber sido escrito, no para contar, describir y explicar hechos, sino más bien para dejar testimonio de la psicología de los personajes, cuya más expresiva imagen se da en sus observaciones, en' su manera de juzgar y de entender la vida.
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EL ROMANCE Hernández no adoptó el romance sino en cuatro cantos de la Segunda Parte, en los pasajes de menor importancia. Los poetas gauchescos, excepto Hidalgo, no sintieron simpatía por esa forma, y la manejan desmañadamente. Abundante en Asca subi, señala siempre los puntos de mayor lasitud de su Santos Vega; lo mismo en Lussich. El romance de Hernández, que elude el fácil asonante en palabra aguda, es de la misma fac tura desaliñada. No emplea en él su característica vigilancia en la expresión henchida y medular. Tampoco en la poesía popular se ha cultivado esa forma, casi exclusiva de la poesía culta entre nosotros. Como observa Juan Alfonso Carrizo: El romance no es para la tradición americana lo substancial, puesto que si se exceptúan los romances líricos, los demás romances fueron casi igno rados por la familia española de América; entre nosotros más importancia tienen la glosa y la copla, y ellas no han merecido la atención de los estudiosos españoles.
Para Ascasubi y Lussich, el romance es una forma inter media entre el verso y la prosa, y se dejaban llevar por la aparente facilidad que ofrece para la narración, como si las responsabilidades de la poesía concluyeran en el trabajo pri moroso de la rima. Para Hernández, el romance es una libera ción de colocar la parte de su relato de menor cuantía en el mismo plano de lo demás. En efecto, tienen dentro del Poema una misión inequívoca de acotación marginal, tal como hu biera podido hacerla en prosa. La forma romanceada que toman una sexteta de la Ida y las tres que se hallan en la Payada (respuesta del Moreno) pueden ser anomalías explicables de diversas maneras. Lo más verosímil es que tuviera preparada aparte la Payada, y que fueran apun tes para ajustar en la forma de la sexteta. Pues es inadmisible que intentara desarrollarla en la forma de romance, por la que evidentemente no tuvo simpatía. (Sólo lo usó, fuera del Poema, £n El viejo y la niña.)
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LA FONOLOGIA Y LA ORTOGRAFIA La escritura fonológica, de acuerdo con la p r o s o d ia del ha bla campesina, fue hecha con suma timidez por los poetas gauchescos, comenzando por Hidalgo y concluyendo por Ascasubi. Lejos de exagerar, como algunos han supuesto, cuidaron todos de no llevar la fidelidad hasta el uso de apóstrofos o letras convencionales (j por s: nojotroh). Javier de Viana, Fray Mocho, Benito Lynch (en Romance de un gaucho), Eduardo Hillman (en las traducciones de algunas obras de Hudson) han empleado una grafía más audaz, con lo que intentaban reproducir en la escritura con mayor fidelidad la forma de pronunciar de los paisanos del litoral. Azuela, Guzmán, Icaza, Orozco, han acudido al mismo recurso, y está perfectamente justificado, al menos cuando se trata de la conversación (que es el caso de los poemas gauchescos). Lynch ha llegado a escribir con grafías fonológicas también las partes narrativas o descrip tivas, entendiéndose siempre que corresponden a un personaje y no al autor (el caso del viejo Nicandro, en la traducción de Hillman de El Ombú). Como tentativa de dar carácter local a una literatura, es imposible anticipar el éxito ni la justificación que pueda tener. Sin embargo, pensando que Dante, Berceo, Chaucer y Lutero hicieron eso mismo al adoptar para sus obras literarias la lengua del pueblo (no la académica, por cierto, sino la oral), renunciando voluntariamente a la lengua culta (el latín), de bemos plantearnos este problema no solamente desde el punto de vista lingüístico, sino también político. Pues es evidente que si algo en nosotros repugna a la innovación, como atrevida y hasta como plebeya (es el mismo cargo que se hizo a los creadores de las grandes literaturas europeas), es porque tene mos en cuenta más que los valores estéticos, los principios co dificados por la Real Academia Española de la Lengua; prin cipios que observamos todos con supersticiosa devoción, pero que no tienen otro fundamento que el de todos los ritos. Sarmiento rompió osadamente con la ortografía, como los gau chescos con la fonética; y si pensamos que el habla campesina no contiene sustancia capaz de servir a las altas formas de estilo
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en las letras, es porque rara vez alguien capaz de una forma de alta cultura ha empleado ese lenguaje, y porque quienes gustan de ese lenguaje pertenecen a un estrato inferior de cul tura. Ni siquiera nos ha valido, como ejemplo digno de ser estudiado, una obra de la grandeza y poder del Martin Fierro. Más bien nos hemos inclinado a someter sus altísimos valores humanos, artísticos y filosóficos al canon de la lengua rústica empleada y no a sentir que la lengua rústica había sido ele vada por él a la categoría de un instrumento rico de voces, preciso de sentido y acaso más dúctil y de resonancias armó nicas mayores que el castellano que pensamos y escribimos. Confiesa Hernández su interés en reproducir con la mayor fidelidad posible el habla campesina, no solamente eri sus giros y peculiaridades semánticas, sino también en los modismos, barbarismos y otras formas genuinas. En su preocu pación por reflejar fonética y ortográficamente esas modalida des, incurre en el exceso opuesto, de alterar las grafías más que la fonética; pues si no emplea el apóstrofo para las sina lefas comunes en el hablar del paisano, usa de la hache y de la zeta, letras que innecesariamente hallamos en el Manuscrito. Entre la ortografía de los cuadernos y la del texto de la Vuelta impreso, hay diferencias en la ortografía. La edición significa una mejora notable sobre la escritura. Y como es in admisible que Hernández incurriera por torpeza en grafías tales como “cilencio”, “hayuda”, “verce” (por verse), “precidio”, “desasociego”, etc., tan contrarias al habla inculta y a las leyes de modificación de la prosodia del castellano en América, de bemos admitir una de estas dos suposiciones: o el texto fue corregido en la imprenta, dándosele una mayor regularidad en las grafías, o el mismo Autor lo hizo antes de enviar a com poner sus originales. Esto último es menos verosímil, pues en el manuscrito hay correcciones de tendencia contraria: a modi ficar las grafías que en los textos impresos se dan como reglas: “así”, en lugar de “ansí”; “desde”, en lugar de “dende”; “olio”, en lugar de “hoyo”, enmiendas hechas sobre la primera escri tura: “oyo”. Será preciso considerar aparte la corrección del Manuscrito y las posibles reparaciones en las pruebas o en lacomposición por el tipógrafo. L é x ic o .
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Se han señalado como equivocadas las palabras “cantrami11a” (por “contramilla”, más usual en el norte —y en Uruguay—, donde el uso de la carreta de bueyes fue más generalizado), “grullo”, en lugar de “grulla” (ave), “paco”, de acepción des conocida. Además de las palabras que en su escritura respon den a barbarismos o americanismos, se encuentran voces em pleadas en el texto con diversas grafías: “güelta”-“vuelta”, “furia-juria”, “siguro-seguro”, “disierto-desierto”, “derram锓redaman”, “oyo”-“hoyo”, “salvaje”-“salvage”, “brujería”-“brugería”, “yerra”-“erra”, “cree”-“cren”, “lijero”-“ligero”, “escuridá”-“oscuridá”, “para”-“pa”, “sigüeñas”-“cigüeñas”, “bueno”“güeno”, “fuerza”-“juerza”, “fuego”-“juego”, “donde”-“ande”, “mismo”-“mesmo”, “tuito”-“todito”, “odo”-“oo”, “oiba”-“oía”, “escondo”-“escuende”, “empezaba”-“empesaba”, “aura”-“aora”“ahora”, “corcovió”-“corcobo”, “fí”-“fuí”, “pleito”-“plaito”, “reir”-“rairse”, “jerga”-“gerga”, “cae”-“cai”, “bicho”-“vicho”, “estubo”-“estuvo”, “desnudés”-“desnudez”,“averiguo”-“avirigüé”, “sigún”-“según”, “sepoltura”-“sepultura”, “disolví”-“resuelto”, “ocación”-“ocasión”, y otras más. Entre los barbarismos, pueden señalarse: “exposición” (opo sición), “revelar” (relevar), “resertor” (desertor), “antesucesor” (predecesor), “desaceré” (desharé), “ardiles” (ardides), “alvertencia” (advertencia), “culandrera” (curandera), “tabernáculo” (tubérculo), “garabina” (carabina), “naides” (nadie), “dende” fdesde), “flaire” (fraile), “lial” (leal), “redota” (derrota), “re damar” (derramar), “comiqué” (comité), “haiga” (haya), “trevejos” (trebejos). Senet atribuye a errata de imprenta la palabra “retobao”, por “redotao” (derrotado). En las páginas del Manuscrito que se han publicado, se lee: “cilencio” (enmendado), “ha” (por “a”), “hayuda” (repetidas veces), “doi” (“doy”), “Ha ver si puedo vivir”, “Hayá no hay misericordia”, “Canta el gaucho. . . Y hai Jesús”, “E conocido aunque tarde”, “Porque el cardo a de pinchar”, “Se tira uno entre los llullos”, “En la orilla de un arrollo”, “Caliendo por fin del viaje”, “Y no piensen los olientes”, “Lo dejé mostran do el cebo”, “Y él quizo de camorrero”, “Que yo bebiera a la fuersa”, “Que ya me buscaba el oyo”, “Y talves me hubiera muerto”, “Y en su razón estoi fijo”, “Verce el hombre en un
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precidio”, ‘'Sino cuenta con recursos”, “No ha de faltarme una hayuda”, “Pero la lengua no hayuda”, “Que pronto mostró la ilacha”, “Que era medio simarrón”, “Mataba bacas agenas”, “Después de hechar un buen taco”, “Llebate de mis consejos”, “La gran lay— la del envudo”, “No ban a un saco basio”, “Mas si te querés cazar”, “Prendas que otros codisean”, “Se librarán del simbrón”, “Que le proibiesen carnear”, “El bacuno y los rebaños”, “Como vola sin m anija”, “Y a resar solían venir”, “Siempre lo é de recordar”, “Si vieran cuando hechan tropa”, “De biberes y de vicios”, “Sus trapos echos pedasos”, “Devalde quería moverme”, “Le diste en esa ocación”, “La fuersa que en un varón”, “Talvés no pudiera haber”, “Que tubiéramos parece”. Casi todos estos errores ortográficos del Manuscrito aparecen subsanados en el texto impreso. Es de advertir que algunos los comete Hernández reproduciendo pasajes de la Ida, donde los yerros no figuran. El estudio lexicológico del vocabulario del Martín Fierro, en sus voces oriundas del país, es el ejemplo más curioso de incomprensión. Parecería que palabras y frases hubieran de resultar comprensibles para el lingüista, y no es así. Ninguna dificultad ofreció el Poema al lector campesino; pero para el hombre de cultura urbana constituyen enigmas. El vocabulario de Tiscoinia, hecho con el manejo de textos lexicográficos de americanismos y por analogías con voces en desuso, da un mo saico de veras pintoresco. Vicente Rossi, con su desenfado habi tual, y más prudentemente otros autores, han señalado la incongruencia y hasta el desatino de las interpretaciones filo lógicas de Tiscornia. Lizondo Borda, Santiago Lugones, han puntualizado algunos de esos yerros. Lo interesante de ese problema, de los yerros de interpre tación, no está justamente en la capacidad de los autores, sino en que señala para el texto la falta de contextos y de obras afines a que poder acudir. Quiere decir que el habla de los poemas gauchescos no ha alcanzado siquiera el umbral de una literatura, pues falla en lo elemental. Como dijo Lizondo Borda (“Expresiones del Martín Fierro): El tiempo transcurrido desde la fecha de su composición, la carencia de estudios especiales —históricos y filológicos— sobre el mundo gauchesco pueden acarrear, hoy, dudas y errores de interpretación. Por otra parte;
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de esa época, y cierto desconocimiento de las cosas campesinas más criollas, Hernández intercaló en su obra muchas expresiones y formas de expresión que eran suyas, pero no de los gauchos, dando así lugar a confusiones.
Algunas palabras de por sí contienen un valor pintoresco, y en ese caso se encuentran casi todos los barbarismos. Obser vando bien el texto, casi todas las voces incorrectas sirven como notas que acentúan el sabor popular del habla. En otro orden de cosas, la palabra “irresolutos” aplicada a los indios, la ex presión de Cruz: la suerte “reculativa”, “sentí” y “visto” en la oración: Y una cosa tan jedionda Sentí yo, que ni en la fonda He visto tal jedentina, surten, por su empleo, un efecto humo rístico de buena ley. Siempre es la palabra, en Hernández, un elemento cuyo manejo contribuye a perfilar un rasgo psicológico, una inten ción: de manera que su análisis semántico supera infinitamente a la acepción gramatical. El habla del Martín Fierro es colo rida, medular, intencionada, y no solamente se valoriza en profundidad cuando sirve a pensamientos profundos, sino en perspectivas de emoción artística cuando en calidad de com paraciones o metáforas aparecen puestas con absoluta natura lidad en el texto y, particularmente, en los diálogos. En cuanto a este aspecto del léxico —la acepción ideológica o emotiva del vocablo— debe tenerse en cuenta siempre que se tra ta de un lenguaje hablado (o cantado), como en los demás poe mas gauchescos; que ese lenguaje no tiene una literatura fuera de la que esos mismos poemas han creado, de modo que además de la semántica ha de considerarse como uno de sus valores inmanentes la agógica, en el sentido que dio Riemann a esta palabra, refiriéndose al movimiento impulsivo, o vivaz, de la música (el “tempo”). Se trata, en efecto, de una literatura basada en el lenguaje que se habla, exclusivamente, como pu dieran serlo las obras de teatro, a cuyo género más que a la novela y al poema épico-lírico pertenecen en verdad. P a l a b r a s p i n t o r e s c a s y e x ó t i c a s . Hernández ha escrito en su grafía fiel a la fonética, palabras de extranjeros (italianos y un inglés): “pa-po-litano”, “hagarto”, “víbore”, “ma gañao”, “Inca-la-perra”, y frases de los indios: “Acabau, cristiano”, “Me-
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tau el lanza hasta el pluma”, “Cristiano echando gualicho”, “Confechando no querés”. Hay algunos juegos de palabras: “va-ca-yendo gente al bai le”, 'Tor-rudo que un hombre sea”, “Ña-to-rihia”, “Co-mo-quiando”, y palabras obscenas: “¡barajo!”, “pér. . .tigo”, “pedo” (borrachera; en el manuscrito “empedo” —forma castiza— y también “Es al pedo que lo fajen”, que en el texto se lee “Es al ñudo .. En la Vuelta leemos las si guientes: “irresolutos” (219), “ponzoña” (348), “hospitalario” (780), “aborrecía” (1076), “quehacer” (1275), “desasosiego” (1482), “melancolía” (1966), “infiero” (2020), “consigo” (2157), “ermitaño” (2796), “bobo” (3208), “Longinos” (3671). P alabras
n o u su ales o c u lta s.
E r r a t a s , e r r o r e s o r t o g r á f ic o s , e n m i e n d a s . Las ediciones príncipes de la Ida y la Vuelta contienen muy pocas erratas de imprenta. Dada la dificultad de componer obra tan extensa en un lenguaje tan inseguro, se ha de pensar en que las prueba^ fueron prolijamente corregidas. Aunque corregido el texto de la Ida por Hernández, es evidente que subsistieron en todas las ediciones, hasta las actuales, algunos errores, como por ejemplo: Al cimarrón le prendía (147), por “ s e prendía”, pues cimarrón es el mate amargo y prenderse es asirlo para beber; Y eso es servir al gobierno (431), que debe ser “si eso e s ...”, como lo exige el sentido de la oración; Y otro peligro se aguarda (II, 4666), que debe leerse “otro peligro q u e aguarda”, conforme a la concordancia con el sentido del verso anterior. A juzgar por las pocas páginas publicadas en fotograbado del Manuscrito de la Vuelta, la escritura de Hernández era sumamente incorrecta en cuanto a ortografía. Si se tratara de alteraciones intencionales, no siempre siguen la tendencia de reproducir la prosodia campesina, sino al contrario. Casi todas ellas aparecen corregidas en el texto. En repetidos casos, al re producir de memoria Hernández versos de la Ida incurre en errores de esa clase (cebo por sebo). Debe aceptarse que el tipógrafo o el corrector de pruebas han reparado muchas de esas faltas. Al menos es indiscutible en cuanto a la Ida, pues según nota de los editores al insertar al final un artículo sobre
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“El camino tras-andino”, el Autor no estaba en Buenos Aires al imprimirse el libro. No existe una norma para la ortografía, y el Manuscrito acusa, además de la incertidumbre, el capricho. Resulta extraño que Tiscornia suponga que sean erratas de imprenta, las dos veces que en el texto aparece la palabra “golpea” (bisílaba: golpea), como si debiera ser “gólpia”, pues esto estaría de acuer do con la tendencia de modificar la desinencia de los verbos análogos a golpear, pero no se deduce de una regla general, que Hernández nunca observa estrictamente. Además es otro problema muy delicado el de las correcciones que figuran en el Manuscrito. Hay inducciones serias para sen tar categóricamente que esas correcciones que tienden —no siempre— a ajustar las palabras a la ortografía académica, han sido hechas por manos extrañas. El trazo con que se testan algu nas letras se corrigen o se añaden, no es de la misma caligrafía, aunque pueda ser de un tipo de letra. La insistencia con que aparece testada la h de la palabra “hayuda”, que en fin queda sin corregir en otra estrofa; la corrección de la palabra “oyo” superponiendo a la y una 11 con rasgos muy gruesos, para tachar luego la palabra —casi con un borrón— y poner al margen otra vez “oyo”, demuestra que ni esa indecisión ni ese insistente y torpe cuidado fueron de Hernández. Además hay casos en que se corrige “dende” por “desde”, “ansí” por “así”, contra la forma que se conserva en la Ida y en la Vuelta, que debió de ser la del Manuscrito entregado a la imprenta; todo ello es prueba evidente de esa sospecha. Vicente Rossi, que señaló la intervención de correctores oficiosos del Manuscrito, descubrió que el encabezamiento del primer canto, titulado Martín Fierro (tal como en el texto impreso) es de otra caligrafía. Si en verdad letras como la m y la f mayúsculas no son del trazo cursivo de Hernández, no cabe duda de que la palabra “cilencio” (que otras veces escribió así el Autor) está corregida no para enmen dar la letra equivocada, sino para cubrirla por completo, disi mulándola. Leumann, que tuvo los cuadernos en su poder y que ha escrito El poeta creador basado en ese documento, jamás ha aludido siquiera a esas enmiendas, limitándose a las correc ciones, tachas y aprovechamiento ulterior de algunos versos, desde el punto de vista de la inspiración y del trabajo artístico
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del Autor. Si alguna vez el Manuscrito fuera publicado en impresión fotográfica, no hay duda de que se encontrarían otras pruebas más persuasivas; aunque bastara revisar íntegramente el Manuscrito, tanto en las partes que han sido corregidas como en aquellas otras que no lo han sido, si en éstas la supuesta preocupación de mejorar la ortografía no se aplicara con igual prolijidad. El Manuscrito en los seis cuadernos escolares no contiene ni todo el texto ni la forma en que el Poema aparece impreso. Debe admitirse que esos cuadernos fueron borradores —sin duda existieron otros anteriores, de apuntes preliminares o de una primera escritura— de que se sirvió Hernández para transcribir y elaborar el texto tal como fue a la imprenta. El trazo vertical que cruza las páginas indicaría que esas planas habían sido pasadas en limpio; pero de las indicaciones que da Leumann sobre los importantes pasajes del Poema que no figuran en el Manuscrito, la suposición de que existió otra copia -ulterior es indubitable. Es muy probable también que en ese último ma nuscrito —perdido— persistieran algunos de los errores orto gráficos que fueron cribados con plausible solicitud en la im prenta y, en tal caso, no en las pruebas por Hernández, pues esas correcciones de las impropiedades gramaticales las hubiera hecho antes. La interpretación psicológica de algunos de esos errores en el Manuscrito —“cilencio”, “verce”, “desasociego”, “precidio”, “hojos”, “hayuda”, vizarra”, “olio”, “llullo”, “arro llo” y algunos cambios de la s por la z (quizo)— no pueden atribuirse a ineptitud del Poeta, sino a su voluntad de “inferiorización”, que es también perceptible en otras fases de su Obra. Si tenía la intención de pasar en limpio ese manuscrito —como lo hizo—, ¿por qué corregir los errores, en una tarea que emprende después de concluido de escribir? Pues las correcciones no están hechas a medida que va escribiendo los versos, sino después; no tras la tarea del día, sino en un día consagrado especialmente a tan curioso arrepentimiento.
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LA SINTAXIS La construcción sintáctica en el Poema se ajusta a los pre ceptos gramaticales. El paisano hablaba y sigue hablando bien, considerada el habla rústica en su clase. Hernández construye en forma directa, como corresponde a las formas ingenuas del hablar y excepcionalmente influyen para el hipérbaton las exi gencias del metro ni la rima. El verso contiene la frase limpia, y las oraciones se subordinan con ejemplar naturalidad. Observa Tiscornia (en La lengua de Martín Fierro)'. En lo que menos se aparta de las normas comunes el habla popular es en la sintaxis; ...la sintaxis del poema tiende a construir la frase con economía de elementos, y [a] hacer la concordancia más por vía ideológica que por la formal. Las construcciones elípticas y ambiguas y los anaco lutos, que ocurren a menudo, dan a la expresión un aspecto de desaliño y desorden que condice con el carácter espontáneo del habla gauchesca.
A este respecto, todos los poemas del género se atienen a la misma norma, y aun el más alambicado de ellos, el Fausto , conserva la llaneza del hablar castizo. Cualquier licencia en la construcción, como la movilidad del verbo, considerada la más sencilla, representaría un esfuerzo sensible, porque el paisano arma su oración colocando en su orden las palabras, de modo que al nombre sucede el adjetivo y al verbo el adverbio casi con regularidad indefectible. Empero, es grande la diversidad de formas que adopta Hernández, de modo que en él hay menos monotonía que en ningún otro autor. Influye en esta riqueza de formas el hecho de que suele comenzar la frase con algún dicho. Cualquier canto es buen ejemplo, pero puede tomarse la escena del primer malón (Canto III): Una vez entre otras muchas.. . Habían estao escondidos... Al punto nos dispusimos
Aunque ellos eran bastante... Se vinieron en tropel Haciendo temblar la tierra. . . ¡Qué vocerío, qué barullo , Qué apurar esa carrera!... ¡Qué fletes traiban los bárbaros... Al que le dan un chuzaso Dificultoso es que sane. . . Es de admirar la destre z a. . . Y pa mejor de la fiesta En esta aflicción tan suma....
Algunos solecismos convienen a la forma oral del habla campesina más que a la redacción del Autor. Entre ellos los
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hay discutibles, por el giro elíptico que es característico del gaucho, de por sí cauteloso y reticente. Su interés está en ex presar su idea con claridad, y es sabido que es grande su habi lidad para manejar las palabras y las frases en forma ambigua, muchas veces con intención ofensiva. En el Santos Vega hay un contrapunto en que los interlocutores emplean ese juego, cuya intención jamás escapa al adversario. En el hablar generoso y sin ánimo ofensivo el paisano cuida escrupulosamente no dar pie a ningún equívoco. La preposición a, en dativo, suele eludirse, y también la conjunción y dentro de los preceptos más estrictos, cuando refuerza la elocución. Tiscornia señala. .. lo levantase
Lo mesmo que una sardina, Y dejábamos las vacas Que las lle vara el infiel (419-20). Se ha señalado también: Que el hombre que lo desvela... (3). Pero quizá los casos más palmarios, Y reculando pa trás (767), y la confusión del tú y el vos , en: Y por los años que tienes No podés manejar bienes (II, 2130-1), se han dejado sin comentario. Otros casos encontramos en: Les dio [Dios] toda perfección Y cuanto él era capaz (2157-8); En los campos se hallan bichos De lo que uno necesita (2217-8); Ansí me hallaba una noche Contemplando las estrellas, Que le parecen más bellas Cuanto uno es más desgraciao Y que Dios las haiga criao... (1445-9); Yo no sé qué tantos meses esta vida me duró (2023-4); Luego después lo escupía. . . (II, 2563).
NEOLOGISMOS Y BARBARISMOS Los neologismos obedecen, cuando no a la adaptación o adopción de voces autóctonas o creadas por espontánea razón de desconocer la voz cabal, a las formaciones corrientes en todos los idiomas. Tampoco los barbarismos acusan una arbitrariedad extraña a la índole del idioma, de modo que muchísimos son corrientes en la Península. Hasta en las herejías somos ortodoxos. En aquellos casos en que no se trata de voces desfiguradas intencionalmente, tal como las empleaba el “italiano”, el “in glés” o el “pampa”, las leyes fonológicas de validez universal se cumplen dentro de la índole del idioma. Sea por los me canismos más comunes, la metátesis o la desinencia, la infrac ción más grave se relaciona con la acentuación de algunos
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verbos cuyo infinitivo se convierte en grave: cáir, por “caer”. Asimismo en algunas flexiones, según la misma tendencia (iráiban, óiban), se viola ese precepto que es de los más inde fectibles en todos los idiomas. La terminación iar en vez de “ear”, en verbos como “pelear”, “volear”, “culebrear”, “titubear” (se usa tutubiar), etc., es regular. Formas anticuadas, como mesmo, trujo, ansí = Ansina, se prefieren a las actuales: “mismo”, “trajo”, “así”; pero dende por “desde” y ande por “donde” son barbarismos con carácter de regla, Hay otra palabra que se juzgó neologismo, y que Leopoldo Lugones descubrió que pertenecía a la más oriunda estirpe castellana: es la frase ponerse en pedo, igual a “ponerse ebrio”. En efecto, dice: se trata sencillamente de la voz anticuada em bebdo, bebdo: borracho, mera contracción de em bebido y bebido . que fué también b é b e d o ... La acentuación antigua de nuestra palabra beodo era béod o __No sólo con signa el diccionario académico la mayor parte de las antedichas voces, sino que las directamente originarias de nuestra grosera locución hállanse en los textos más corrientes de la antigua poesía castellana. Así en Berceo (Milagros, XX):__ "embebdóse el loco”__ Así en Arcipreste ("de don Furón”, etc.): “Era mintroso, bebdo, ladrón e mesturero”.
Lo interesante es que en el Manuscrito (que no conoció Lugones) el autor había escrito: Y cuando se ponía empedo . .. El uso del vos, en lugar del “tú”, tiene carácter regional en vastas zonas de América, como lo ha estudiado Pedro Henríquez Ureña. En la Payada, Martín Fierro lo emplea con intención agraviante. Por lo demás, como se sabe, es castellanísimo. De tratamiento respetuoso que era vino a hacerse menospreciativo, como consignó Covarrubias. Cuervo estudió la deformación morfológica del “vuestra merced” al “vos”. De ahí el empleo en segunda persona del singular, modificada de su forma plural (tenés por tenéis, decí por decid). Es propia de España, como observa Menéndez Pidal en su Gramática histórica de la lengua española:
También se pierde en la pronunciación, y esa pérdida estuvo de moda entre nuestros clásicos: andá, hazé, subí, como hoy, por ejemplo, es corriente en la Argentina: contá, poné, y en la lengua literaria ante el enclítico: andaos, salíps.
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. También es corriente el cambio de la / por la j, de la z y la c por la s, de la 11 por la y; y la tendencia general es al apócope más que a la epéntesis, a la contracción ( ler por “leer”, crer por “creer”) que caracteriza al verso en sus sinalefas y sinéresis, con absoluto rechazo del hiato (frecuente en España, según Menéndez Pidal). Estos rasgos, propios del habla campesina y de la poesía popular la caracterizan más que ninguna otra peculiaridad del habla y la poesía cultas. Indiscutiblemente, un poema rústico, intencionadamente rústico, ha de abundar en formas impropias; de manera que lo justo es considerar cuán correcta es la lengua que emplea Hernández y cuán en la índole del castellano verdadero las licencias e impropiedades, que siempre pueden señalarse como excepciones. Ante todo, es de preguntarse qué valor puede tener' un estudio que tome como canon el habla fallecida en las gramáticas y los diccionarios y no el habla viviente, cargada de intenciones, de aquí o de cualquier parte del territorio en que se habla castellano. Si Hernández ha conservado (con cautela) en la escritura los signos correspondientes a los sonidos de las palabras y si su ortografía tiende más bien a la escritura del cuasi analfabeto que a la prosodia del hombre rústico, es asunto de menor cuantía. En su Poema está el idioma castizo del siglo xvi que trajo el conquistador, como se le puede en contrar en textos literarios de la época (compárese con Santa Teresa). De donde aquel desatino de muchos de nuestros pu ristas, como Oyuela y Obligado (para no mencionar sólo al inefable 7 oro y Gisbert) o, con palabras de Lugones (en “La gloria de Martín Fierro”), del “doctor de Heidelberg” (Page) y del “traductor de Oxford” (Owen), que creen que el caste llano del Martín Fierro es, en gran parte, “dialecto gaucho”... Del conjunto de cualidades castizas que posee el Poema resulta una lectura fácil e inequívoca siempre. Acaso la única anfibología, que podemos muy acertadamente suponer que estuvo en la intención (si no en la subconciencia) del Autor, es esta referencia a los méritos de la mujer buena:. . . Lo alivia en s i l padecer: Si no sale calavera Es l a mejor compañera Qne[ el hombre puede tener (1755-8). Si el sentido ambiguo hubiera
escapado a la vigilancia de Hernández, bien merecería anali zarse el desliz en otro aspecto.
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En general, los pronombres enclíticos se usan correctamen te, como observó contra lo que le parecía más natural, Rodolfo J. Senet. Hallamos: oiganmé, escuchenmé (con el acento orto gráfico con que realmente se pronuncian en el hablar esos vocablos), y no oiganmén, escuchemén , que es lo usual en el habla rústica. Pero (en 2256 y en otros versos) vámosnos , que es barbarismo muy común.
LAS E STR U C T U R A S UNIDAD Y VARIEDAD DEL POEMA La p o s i t i v a unidad del Poema está en su estilo. Hernández ha conservado desde la primera hasta la última estrofa la misma altura en todos los componentes artísticos: lenguaje, giros, comparaciones, reflexiones, intensidad emotiva, ingenio, maneras de ver y de decir. La forma como el Autor construye su Obra se caracteriza por seguir el movimiento de la emoción más que el de la idea. El sentimiento guía inclusive el curso de los aconteci mientos, y la coherencia del pensamiento resulta más del sentido contextual que de la redacción. La sensibilidad tiene también su lógica. Esta primacía de lo sentimental no difiere de lo racional, pues en todo momento la composición se desarrolla ceñida al más estricto sentido de las proporciones y con una finalidad de carácter filosófico que termina por configurar al Poema entero como obra rigurosamente pensada. El cuidadoso esmero en expresar con claridad lo que el Autor se propone alcanza a veces la categoría del discurso deductivo, y el orden en que unos y otros elementos de la acción están colocados nos pre viene contra toda impremeditada suposición de que el elemento intuitivo prevalezca siempre sobre el lógico. Buen ejemplo de esta modalidad son las dos estrofas que preceden al encuentro de Martín Fierro con la partida, la composición de los tres episodios más notables de la Obra (la pelea con el Indio, la historia de Vizcacha y la Payada) y la explicación de sus estratagemas por Picardía, que constituye un tratado del arte de embaucar con el naipe. La misma técnica impecable, bajo el aparente descuido, distingue todas las esce nas de las tolderías (parlamento, malón, pestes, costumbres de los indígenas) y la obra maestra de hipocresía del relato de Cruz. Numerosas escenas de la Ida son todavía hoy ejemplos insuperados del arte de contar manteniendo al lector en la tensión máxima del interés y del gozo estético,
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Dentro de ese mismo nivel de altura en que las dos Partes se desarrollan, podrían señalarse diferencias de estilo y de téc nica, porque tanto lo patético como lo pintoresco tienen en la Vuelta un grado más firme y profundo, quedando elimi nados casi por completo los recursos convencionales de enter necer y deleitar. Puede ser ilustrativo comparar aquellas partes que entre sí tienen analogías formales e intencionales, como el gringo con el órgano y el mercachifle, o los chistes netamente plebeyos de la escena con el centinela y de la interrupción del oyente al Hijo Segundo. El juego de palabras, tanto en la jerga del italiano como del indio, reaparece en la Vuelta con más moderado empleo, y por primera vez los barbarismos son enrosttados por alguien que está fuera del lenguaje rústico que usan todos los personajes de la Obra. Desde el punto de vista del arte de contar, Hernández man tiene sin decaimientos sü absoluto dominio del tema y de todos los recursos accesorios con que ha de incrementar el interés, ya por la intensísima luz con que enfoca en primer plano detalles significativos, ya por el “suspenso” y la digresión con que, a la manera homérica, relaja la tensión de la sensibilidad del lector. La Pelea, a este respecto, puede figurar entre las más grandes realizaciones de cualquier literatura. Gracias a esta madurez perfecta del arte de contar salva Hernández holgada mente las dificultades que dimanan de la falta de un plan a que ajustar el desarrollo de la Obra. Su ilación es sostenida, más que por la naturaleza y disposición de las partes del Poema, por la destreza con que Hernández sabe armar diferentes piezas en un todo armónico. Indiscutiblemente la Pelea y la Payada corresponden a esta clase de piezas elaboradas ex-corpus y lle vadas al argumento por un procedimiento de montaje. Así lo dice Leumann, que ha revisado el Manuscrito, en el cual, según dice, no aparecen esas partes. Sin embargo, lo que él entiende que es un problema, el de encontrar la excusa para el regreso de Martín Fierro, por ejemplo, se reduce al de encontrar el lugar en que colocar esa pieza que, sin duda, fue elaborada por separado y muy posiblemente desde que aco metió la empresa de proseguir la Obra. Este secreto de coordinar a posteriori escenas sueltas, que Eisenstein explica en su libro El sentido del cinematógrafo, era solamente tal secreto para
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los no iniciados en el gran arte de contar. Hernández lo poseía; pero además poseía el genio que le permitía hacer de cada pieza suelta una obra maestra y encontrar la amalgama imperceptible para unirla en un todo sólidamente concatenado. Dentro del esquema de la Vuelta (vida en el Desierto, regreso, encuentro de los Hijos y despedida) tenía Hernández a su disposición la infinita posibilidad de incorporar temas y episodios cualesquie ra. Sólo necesitaba contar de antemano con la capacidad de realizarlos dentro de una categoría superior del arte, y de eso estaba él más seguro que de la unidad que pudiera conservar el argumento. Más todavía: su despreocupación de que el ar gumento mantenga de por sí una coherencia natural es, hasta más allá de lo que a primera vista parece, el resultado de suconciencia de las propias fuerzas. PLANOS DE LA ACCION La acción es tan vivida en el Poema, que los lugares y aun los ambientes resultan configurados por ella. Como en las descripciones y en el paisaje se distinguen diversos planos de proximidades y lejanías, en el Poema los planos están sugeridos por el hecho, sin otra indicación de qué los circunda. El espacio no nos sirve para estructurar la historia, como acontece en el' Santos Vega, sino que ésta existe por sí y con importancia se cundaria se la puede ubicar en lugares adecuados. Nunca hay nada ni nadie a lo lejos, ni a los lados ni a la espalda del actor. Toda escena está enfocada de frente y, apenas preparada, en el auge de su dinamismo. Las repetidas veces que Martín Fierro dice que se quedó quieto, aguardando, sentimos que la imagen móvil es perturbada, tal como ocurriría si una película se detuviera dos segundos en un fotograma. En el primer plano, pues, está la acción, regularmente en una “toma” que recorta a los personajes de su ámbito, pero que no acontece, sino que se recuerda. Borges (en su Discusión) ha sido el primero en señalar que en el Martín Fierro todo ha. ocurrido ya, que todo se cuenta en un recuerdo:
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¿Qué intención es la de Hernández? Esta limitadísima: la relación del destino de Martín Fierro en su propia boca. En esa relación, su carácter. Sirven de prueba todos los episodios del libro.
Naturalmente, se refiere Borges a la Ida, menos el final, y de la Vuelta hasta la presentación de los Hijos: momentos de ambas Partes en que lo que se cuenta como ocurrido deja lugar a lo que está ocurriendo. El tiempo pasado remoto, equi valente a un pluscuamperfecto de distancia más que de tiempo de conjugación, que en todos los casos de la evocación se emplea, tiene a su vez dos planos: ése muy lejano, de la reminiscencia, y otro próximo, del recuerdo. Aquello que ya no existe o que se ha perdido inexorablemente, que es traído por la memoria, pasa a primer término en cuanto la acción adquiere su movi miento natural y se desarrolla con cierta autonomía del perso naje. Surge por sí, y el motivo del canto es recordar. En el aná lisis del Poema encontramos estas situaciones de la acción, que se relacionan estrechamente con el tiempo: el Poema ha sido concebido inicialmente —con falta de previsión acerca de sus posibles perspectivas— como una evocación, y como evocación de un estado de cosas que se va a ilustrar mediante pruebas o ejemplos, que son los hechos del relato. Deben distinguirse dos grados en la evocación, como se verá en otro lugar: cuando mantiene el tono de la añoranza pura y el pasado reverdece melancólicamente, y cuando ese pasado se actualiza con su material anecdótico para reproducirse en el presente, silabeado en sus pormenores. La narración tiene ese poder de suprimir el tiempo y de traer a presencia del que escucha, por transparencia del narrador, los acontecimientos, y aun de hacernos olvidar que todo es evocado en una pública remembranza. Fue la magia de Homero. Toda la historia del Fortín, las dos peleas y las dos batallas campales —con indios y con policías, en la Ida— están en este último caso. No obstante, la pelea con la partida se actualiza de manera tan inaudita, que el mismo Autor cae fascinado por su arte ilusorio y pasa a un presente real, que desplaza como en un sueño todo lo anterior. La acción es presenciada y, desde ese instante, el plano de la evocación queda destruido. Después del combate de Martín Fierro con la policía, la pre-
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senda de Cruz da al Poema una actualidad distintas; más cla ramente dicho, una estructura distinta, por la introducción en él de un nuevo narrador, que se enfrenta y desaloja a Martín Fierro. Este es un conflicto sumamente interesante^ porque la estructura del Poema era para que Martín Fierro lo cantara todo, como narrador único y absoluto. También lo lírico se destruye por lo dramático. Con este desdichado episodio, la situación del narrador se desplaza de Martín Fierro a otra persona, que tampoco puede ser Cruz. El Autor es compelido a concluir la Obra, reasumiendo la tarea que delegó —ahora vemos cuán inadvertidamente— en Martín Fierro. Necesariamente, el relato termina en tercera persona. Esto nos plantea el problema del Narrador, que no deja de ser Martín Fierro, pero que ya es también Hernández. Problema que se puede reducir asimismo al de la identidad del actor y del autor. Situación que agrava Martín Fierro confundiendo su vida con la obra escrita, en el Preámbulo de la Vuelta. Una simple acotación —en un verso— habría bastado, al aparecer Cruz, para que Martín Fierro incorporara a sus re cuerdos el episodio de su amistad con Cruz. Pero Hernández ha caído víctima de la fascinación de las “pruebas”, y el epi sodio le ha interesado más que la añoranza. Al titular los últimos cantos con el nombre de cada interlocutor, su Obra cae en los cánones del diálogo, en que están compuestos todos los poemas gauchescos. La acción, no como evocación, sino como hecho his tórico, ha tomado tal importancia, que el lector difícilmente percibe que el relato de Cruz cobra natural actualidad de tiempo sincrónico consigo y no con Martín Fierro. Por eso la partida de ambos al Desierto es un recurso trágico, en la imposibilidad de reconstruir el plan primitivo. Desde ahora la “prueba” queda organizada como drama, y la añoranza pasará a último término. LAS INCONGRUENCIAS Los problemas, en algunos casos con caracteres irresolubles de dilema, que se originan a raíz de la elaboración del Poema sin un plan claramente fijado de antemano, pueden concretarse así:
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Del tiempo: Cuándo cuenta Martín Fierro su historia, pues
ambas Partes terminan a cargo del Narrador; ante quiénes, en cuántas sesiones —La Vuelta se inicia por un Preámbulo, como la Ida—; De los interlocutores: Si Martín Fierro cuenta todas las his torias o cada cual la suya; si la Payada ha de entenderse que es contada por el Narrador o debe leerse como un diálogo, actualizado, entre los dos cantores; del espectador que interrum pe al Hijo Segundo; De la identificación o confusión del Cantor y del Narrador:
En diversos pasajes, la Obra, que está impostada como un mo nólogo lírico, da lugar a que el relato se haga en tercera persona; el Narrador de los finales de ambas partes no puede ser con fundido con el de los romances de la Vuelta; De las figuras y los episodios duplicados: a) Martín Fierro Cruz y Picardía; b) vida en el Fortín, malones, peleas con in dios, descripción del caballo; c) protección de las tías; d) si la mujer de Cruz es la madre de Picardía; De los hijos de Martín Fierro: son muchos, según el texto del Poema; encuentra sólo a dos: el Mayor y “el Otro” (manus crito), que figura como el Hijo Segundo; Del singular y del plural: en los diversos pasajes en que Martín Fierro se dirige ya a un auditorio, ya a una sola persona; De los encuentros casuales: de los “tres” hijos y del Moreno; De detalles: forma como M artín Fierro y Cruz dan muerte a sus adversarios; episodios biográficos; repeticiones casi li terales de versos y hasta de estrofas, de imágenes, de situaciones y de actitudes, que pueden superponerse. LOS DETALLES Es evidente que, antes de comenzar su obra, Hernández tiene ya una conciencia muy clara de lo que debe hacer. En primer término, no repetir lo que otros han hecho; alejarse de las convenciones de la poesía gauchesca, crear un poema de fuerza y precisión. Prescindirá de cuanto es flojo, indeciso, redundan te. Escogerá en tal forma, dentro del tema y del episodio, sólo
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lo esencial. De ser posible, con lo accesorio se eliminará todo lo que rodea al personaje o a su acción. .Realmente, lo que recorta de la masa de hechos y del ambiente es la acción, que se realiza tan de por sí, que parece en muchas ocasiones que los individuos existen únicamente para que ella pueda cum plirse. Si Hernández no describe ni enumera, es sencillamente porque eso está fuera de su plan. Sabe hacerlo, siempre con mesura y eficacia; pero rara vez se entretiene en describir, máxime cuando entiende que el lector ha comprendido ya. Es la técnica de dialogar y de narrar que tiene el paisano: nunca sigue hablando después que el interlocutor ha captado su intención. Se maneja con intenciones, las enuncia y, una vez fijadas, deja que el oyente complete su pensamiento. En eso hay casi siempre un ardid: el de no comprometer su propio juicio; consiente que se deduzca y se infiera, sin arriesgar su palabra. Este es el procedimiento de Hernández, y acción y personaje quedan descarnados, reducidos a vivencias que son intuidas por los demás, muchas veces mejor que si él hubiera suministrado todos los datos. En el Poema hallamos tres momentos en que esa técnica se pospone -a otros intereses artísticos: el cuidado del caballo por el indio, las trapacerías de fullero de Picardía y la forma de orientarse el gaucho de noche. Mucho más, pero ya for mando parte de la narración, como estilo distinto a todo el resto de la Obra, la vida de Vizcacha, su choza y su inventario de enseres. De otra índole, aunque siempre en la técnica detallista, en contramos la cura del embrujo de la viudita en el Hijo Se gundo, el día de pago en el Fortín, donde el movimiento de las figuras —Martín Fierro recostándose en el horcón— com pleta al diálogo que se ajusta perfectamente a la situación des crita. Es sobremanera interesante, porque la acción es descrita en pormenores casi inoportunos, por el apremio en que Martín Fierro se encuentra de defenderse, la escena de los preparativos para resistir a la partida, desde que el chajá le anuncia que se aproxima gente y él escucha pegando la oreja al suelo, hasta que se quita las espuelas, ata su caballo, después de ajustarle la cincha por si debe huir de prisa, se arremanga el
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calzoncillo, se sostiene el chiripá apretando la faja y, en fin, prueba en los pastos el filo de su cuchillo. Esta escena, detallada en un silabeo tan nítido, está fuera del estilo de contar de Hernández. Pero, precisamente por eso, debemos anotar que hay aquí una tendencia a ceder al gusto del lector. Esta escena es un suspenso activo, una digresión con que, lo mismo que Homero, satisface una expectativa del oyente, accede a refe rirle no algo que interesa en el asunto, sino que le interesa a él. Este tipo de silabeo de la acción es un obsequio al lector. El Poema es, en términos generales, un resumen de episodios y anécdotas, en contraste con el desarrollo de los tópicos líricos, mas no siempre. Debe distinguirse entre el detallismo de la pelea con el Indio por la Cautiva, el del parlamento, la danza y la epidemia, con el detalle preciso, gráfico, por ejemplo, de la escena con el centinela y la del viejo Comandante sorpren dido por Cruz, cuando corteja a su mujer. Este personaje se entretiene más en los detalles, así la casa del baile, el ambiente, y sus botas nuevas, que corresponden a una manera de ser, del carácter, más que a la técnica literaria. En cambio, obsér vese el extenso relato del Hijo Mayor, todo construido con abstracciones y alusiones imprecisas, en que hay un lujo exce sivo de referencias, pero jamás nada concreto, nada nítido. Son masas de sombra que el narrador pone en movimiento, fantasmas, recuerdos y, sobre todo, esa angustiosa presencia de seres-emociones que caracteriza los sueños de la pesadilla. Otro aspecto del detallismo es la Payada; pero aquí se trata de las ideas y de las intenciones. Uno de los planos de esta contienda introduce en el diálogo acordes de otra melodía: la de la muerte del Negro y su necesidad de ser vengada. De modo que los payadores reconstruyen fragmentariamente una historia, entremezclada con el tema de las preguntas y respues tas. Aquí la habilidad de Hernández raya en lo más alto: va exponiendo una situación, con elementos reales que exhuma del pasado, sin mencionar ni precisar, por la más sutil y ex quisita evocación que pueda imaginarse. Es de advertir que cuando Hernández recurre al detalle, por lo regular de una imagen, de un gesto que subraya y da sentido a todo el cuadro, lo hace para destacar y potenciar; nunca para entretenerse en ello, como se advierte en Ascasubi
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y en Del Campo, y también en Echeverría. No se complace a sí mismo demostrando su capacidad de reproducir, de recordar bien, como los otros, o para configurar entera y completa la escena; lo hace tan sólo para fijar un rasgo que, regularmente, queda en la memoria del lector cuando todo lo demás ha sido olvidado. En los dichos suele encontrarse ese detalle preciso, esa comparación gráfica inolvidable. En una palabra, Hernández huye de lo novelesco, en que cayó intencionalmente Ascasubi, y de lo pintoresco, que se propuso casi con exclusivo propósito Del Campo, o de lo ver náculo que compone el interés mayor de Lussich; cuando se abandona a esa manera —la historia de Picardía— sabe con tenerse, medirse, administrarse, y el relato queda en las formas clásicas de los mejores ejemplares del género, por ejemplo, de la novela picaresca. El designio de Ascasubi y de Del Campo es contar enume rando. El Fausto es un inventario de voces típicas, de objetos, fórmulas de elocución escogidas dentro de la literatura gau chesca; el Santos Vega es el acopio de la totalidad de la pampa. Ascasubi realiza la novela en los materiales y en el desarrollo de su obra, pero reúne todo lo que existe en la llanura, enu merándolo, denominándolo, mostrándolo en sus formas y fun ciones. Es ejemplar la evasión de Luis Salvador, que prepara así (XLI) : El jueves, la más inquieta noche atariada pasó Luis, hasta que se limó del grillete la chaveta y después la asiguró, maniobra que es muy sencilla cuando hecha la limadura la chaveta se asigura
con ponerle una estaquilla abajo, en la ojaladura, pues toda barra en la punta por donde pasa el grillete, tiene un ojal, y ahí se mete la chaveta, y se le junta la estaquilla que la apriete,
Así desarrolla Ascasubi su obra y nada ni parecido hay en todo el Poema. Rara vez Ascasubi señala lo que pudiera ser una pauta para la composición, como la adopta Hernández. La manera sucinta y elíptica, no es habitual ni normal en Ascasubi. Puede señalarse, con carácter de excepción, una quintilla:
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EL POEMA ¡Ah, china! Si es un encanto para un decir: ¡Oiganlé! ¡Y tan humilde! Ya ve; por eso la quiero tanto —dijo Tolosa y se fué.
Es un fugaz atisbo, en Ascasubi; pero es un dato que puede tomarse como antecedente, para privarle a Hernández del título de creador absoluto de una manera de narrar. Además, en el Santos Vega se trata de lo que dice Tolosa de su mujer; y eso está en el estilo de hablar el paisano, aunque no en el de narrar el autor. Esta observación nos lleva a señalar que m u chísimas de las cualidades de síntesis y de precisión en el Poema se deben justamente a que es un poema hablado (can tado, por convención), y a que el estilo de Hernández es el estilo de contar del campesino. El Santos Vega es una novela descriptiva, con diálogos incidentales, aunque esté también contada casi toda ella por Santos Vega. El estilo de este paya dor difiere del de todos los poemas gauchescos de Hidalgo; al convertirse en monólogo, insensiblemente pasa a la forma narrativa del que escribe, no del que habla. En este error no cayó Hernández, y lo evitó suprimiendo de su obra todo lo accesorio, lo propio del que repite lo que observó, fielmente. DONDE EL POEMA SE BIFURCA £1 Canto II de la Ida contiene, como ningún otro, una forma de indecisión en el Autor, más que de imprecisión. Lo vago, indeterminado, resulta aquí de una inseguridad del Poeta. Porque es el momento en que Hernández debe elegir entre dos caminos: o que Martín Fierro cante para expresar en forma lírica sus padecimientos y las injusticias que sufre (pues éste es objetivo inicial del Poema) o que cuente. Aquí, en el Canto II, es donde la disyuntiva entre cantar y contar se le presenta a Hernández como un problema decisivo. La historia, la narración, comienza en el verso 133: Yo he
conocido esta tierra En que el paisano vivía Y su ranchito tenía Y sus hijos y m u jer. . . Los dos versos siguientes son una reac ción contra esa forma: Era una delicia el ver Cómo pasaba sus
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días, que es otra vez lo general, lo vago, lo evocativo. Pero
era preciso decidirse. Hay en Hernández cierta intuición de que su Obra no podía ser sino un poema reducido, en todo concepto —extensión y asunto—, si la limitaba a lo lírico, e inmediatamente abandona la tesitura anterior, todo lo que ha compuesto, para decidirse a contar: Entonces. .. cuando el lu
cero Brillaba en el cielo santo, Y los gallos con su canto Nos decían que el día llegaba, A la cocina rumbiaba... (139-143), y en el verso final de la estrofa: El gaucfio. . . que era un encanto, se advierte otra vez la renuencia del Poeta a entrar
en lo narrativo. Continúa con descripciones (son excepción en el Poema) en cuanto mantiene esa forma hasta las últimas estrofas del canto, en que la imagen gráfica se deshace en reflexiones de carácter general. Pero para entonces ya ha incurrido en la tentación de contar: precisamente las estrofas que siguen a las transcritas, aquellas en que describe el amanecer y los trabajos de la peonada en la estancia, son las que, en todo el Poema, señalan la más aproximada sujeción al tipo de poema de Ascasubi. La descripción de la madrugada y del movimiento de gente al comenzar las faenas del día se pueden superponer al texto del Santos Vega. Pero el paso está dado. Ya el Poema se ha librado de su forma estrecha. Ahora Martín Fierro tendrá que contar. Y aunque la historia comienza en el verso 133, la indecisión, la resistencia, se mantiene en todo ese canto, para ser abandonada decididamente en el Canto III. De ahí en adelante, el Poema es una historia; ahí comienza la biografía y el cantor irá explicando su vida, no mediante reflexiones y quejas, sino mediante la exposición concreta de los hechos: Tuve en mi pago en un tiempo Hijos, hacienda y mujer. . .
(289-90). Todo el Canto II debe ser examinado como un canto de transición, que acusa, más que el paso de una manera lírica a otra narrativa, la lucha en la concepción del Autor, el naci miento de Martín Fierro a la vida, desprendiéndose de la tutela del Poeta. Sería igualmente satisfactoria la suposición de que Hernán dez tenía ya el plan de extender en un cuadro de acción la vida de M artín Fierro, por haber decidido interpolar los dos
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episodios que están colocados después de la aventura del Fortín, en los Cantos VII (entero) y VIII (desde el comienzo, v. 1265, hasta el 1312). De ser así, de necesitar Hernández cambiar de tesitura y aprovechar al mismo tiempo materiales ya elabora dos, que eran de primera calidad (acaso también hubo de ir, según ese plan, la historia de Picardía), ha procedido con suma habilidad. El paso de lo lírico, evocativo, elegiaco, a lo narra tivo, explicativo, dramático, está bien realizado. Y entonces aquellos suspensos y deslizamientos de lo narrativo a lo lírico, de la nueva forma a la anterior, están bien hechas. Porque el Canto II no sería el de la crisis, el del problema que se plantea en el seno de la concepción misma, sino un canto interpolado a manera de puente para pasar de lo psicológico a lo biográfico, de lo abstracto a lo concreto. En fin, es digno de observarse el distinto procedimiento que Hernández sigue en ese Canto II y del X al X II (de Cruz). En el primero, lo narrativo se injerta en lo lírico; en los otros, lo lírico se injerta en una historia. Todo indicaría que la primera estructura de la historia de Cruz, era, efecti vamente, una historia sobre la que ulteriormente trabajó el Autor para colocarla en una tesitura que es, sin ninguna duda, un eslabón entre los Cantos VII y parte del VIII, además de la aventura entera del Fortín —todo ello en lo narrativo, objetivo, fundamentalmente—, y los cantos anterio res, del Preámbulo y las estrofas que siguen hasta la pelea con la partida, que corresponden al tono lírico. De ser así, el tra bajo de elaboración y ajuste que ha realizado Hernández en los tres cantos de la historia de Cruz, como en el Canto II, demostraría una conciencia clarísima del arte y de la com posición. Pues mediante esos ajustes la Ida adquiere unidad, coherencia, armonía ensamblando dos planes de modo tan hábil que el lector no advierte las suturas ni el tránsito de una a otra forma. PROBLEMA DEL TIEMPO Puesto que el Poema refleja la vida del paisano en deter minada época del país, hay en él un valor cronológico, de
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historia, que concuerda con los sucesos, su índole y su opor tunidad. En la Ida es esto más sensible, en cuanto que lo que acontece queda ligado por esa circunstancia del tiempo histórico a la vida en las fronteras. Los sucesos que allí se exponen están más concentrados —en el espacio, en el tiempo y en los personajes— que los de la Vuelta. Aquí, por la diver sidad de los personajes que asumen el papel de relatores, la mayor área de las escenas y hasta la pluralidad de ambientes, el tiempo es factor de muchísima menor cuantía. No se nos ocurre preguntar cuándo ocurrieron esos sucesos, pues se res tringen a sí mismos y no se vinculan unos con otros en relación temporal. En cambio en la Ida, como Martín Fierro es el eje de todas las aventuras, el transcurrir de su existencia va mi diendo el tiempo. El vive inmerso en su tiempo, que tiene unidad, mientras que en la Vuelta el cuándo y el dónde son meras cuestiones de curiosidad del lector. Unicamente la estada en el Desierto de Martín Fierro prolonga, temporalmente, la aventura del Personaje como drama. Y, sin embargo, desde el punto de vista de la época, la Vuelta tiene alusiones que fijan la acción del Poema mucho más concretamente que la Ida: el final de la ocupación de los campos allende las fronteras por el indio. Sería excesiva mente suspicaz fijar una fecha a la Ida por la mención del nombre del ministro Gaínza, pues el nombre pronunciado malintencionadamente por Martín Fierro está absolutamente cortado del contexto. Sin embargo, el cómputo del tiempo que hace Martín Fierro en la Ida, a partir de su llegada al Fortín, y que divide su existencia en dos partes (el pasado remoto y el pasado cercano), cuenta únicamente dos aspectos de sus tribulaciones: tres años en el Fortín y dos de prófugo. Cuando en el romance del Canto XI de la Vuelta rehace esa cronología de sus pade cimientos (con algún error en el Manuscrito), los diez años transcurridos desde el abandono de su familia cobran un sen tido biográfico puro: la medida equivalente es su envejeci miento, y a este respecto es una acción psicológica más que biológica del tiempo, que el Hijo Mayor especifica con mucha mayor intensidad. Podemos establecer la comparación entre
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el tiempo psicológico y el tiempo cronológico, mucho menor que aquél. Lo cierto es que hay en Hernández mayor preocupación por la determinación del tiempo que por la del espacio, en el Poema. No ha escapado a su perspicacia que la indetermi nación de los lugares reforzaba la impresión de soledad y de contingencia que habrían de dar una perspectiva trágica a per sonajes y situaciones; y que en cambio la indicación del tiempo, contado por años, acentuaba en lo biográfico el tono de dramaticidad. Pues la medida del tiempo, hecha por años, se asocia inmediatamente a la vida, al ser que vive padeciendo y no a las circunstancias exteriores que dan una cronología del ser, no una duración. Contribuye, además, a dar un tempo a la Obra, y en contraste con la rapidez de sus escenas, que por lo general se pueden denominar instantáneas, da la sensa ción de un adagio que dilata los pocos acontecimientos en una dimensión de profundidad. Tan pocas cosas en tantos años no solamente acrecientan el sentido de obsesión de las quejas que al final lo mismo que al principio exhala M artín Fierro, sino que pone entre esas pocas cosas intervalos de silencio im posibles de colmar. Cada suceso emerge, en largas intermiten cias, de un fondo oscuro, impenetrable, en que la vida (sabemos que en la misma impostación angustiosa) ha proseguido sin soluciones de continuidad. Dentro de este análisis del tiempo, queda un problema que se origina en los defectos de la composición, pero que es irresoluble, con carácter de dilema: ¿Cuántas veces canta Mar tín Fierro? ¿Es un canto el de la Ida y otro el de la Vuelta? De haber roto su guitarra y de reiniciar el canto, agradeciendo a la Virgen y al Señor que conservara su vocación de cantor, se deduce que de esa doble presentación del Protagonista es de donde resultan las dos partes del Poema, y no al revés. En cuanto a la Ida, el Narrador debe reemplazar al Cantor, aunque expresándose en nombre de éste, como lo habría hecho el mismo Martín Fierro; pero ¿cómo pudo cantar al final de la Ida si el Narrador lo hace partir al Desierto? Al romper la guitarra había cantado ya, pero lo cierto es que los últimos cantos del Poema forman un diálogo con Cruz y que la escena del Preludio se ha desvanecido como por un ensalmo. La
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manera como reinicia el canto en la Vuelta cancela la Ida como una parte autonoma, concluida; pero volvemos a encon trarnos con la misma situación al final, en que el Narrador debe reaparecer en una nueva reencarnación del Protagonista. Esta vez nos es imposible suponer tanto que Martín Fierro cante inmediatamente de su regreso, como que lo haga después de separarse de sus Hijos y de cambiar de nombre. Pues al final Martín Fierro ya no es él. La unidad del tiempo dada por la canción queda definitivamente rota con el romance del canto XI; y si habíamos visto la dislocación insalvable de la Obra, que deja de ser una confesión para convertirse en un drama con múltiples actores, ese hecho repercute en el plano del tiempo. Dilema que no existiría si con clara conciencia Hernández hubiese hecho abstracción del tiempo, como la hizo del espacio y de las personas. COMPOSICION El objeto personal del Poema, tal como se plantea en la Ida, no abarca la extensión que por desarrollos ulteriores llegó a tener. Se limita a las desdichas de Martín Fierro, conforme a la intención del Autor de denunciar los atropellos e injus ticias que . los agentes del gobierno cometían en los campos. En el Canto II de la Ida queda agotado ese objeto, y lo que sigue es una ilustración por medio de ejemplos. Iniciada la enumeración de las desdichas por el relato de los hechos, era fácil que Cantor y Autor fuesen arrastrados por la pendiente del interés de los ejemplos, convirtiéndose éstos en materia esencial de la acción dramática, en acción presente y no en recuerdo. En la evocación de su pasado, Martín Fierro halla muy pocos elementos para cumplir su programa lírico, de cantor que como el ave se ha de consolar con su canto, a la vez que mediante un argumento ha de explicar la persecución injusta de que ha sido víctima. Tales objetivos ya eran estre chos al componer Hernández el primer canto, pues es indis cutible que tenía hechos ya algunos de los episodios ilustrativos de las desdichas de su héroe —sin duda los Cantos VII, VIII y gran parte del relato de Picardía o de Cruz—, con los que
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le sería difícil empalmar lo específicamente lírico o elegiaco. Pues es patente que en la Ida existen dos planos sobre los que se proyectan aquellas desdichas del protagonista: el de lo evocativo en el tono lírico y el de lo narrativo en el tono dramá tico. La presencia de Cruz, finalmente, desvía todo el argu mento, que se arranca de su tono originario para continuar el desarrollo en las formas del drama, como se logra netamente en la Vuelta, donde la pluralidad de interlocutores crea in clusive el ambiente escénico. Esta transformación de un plan en otro acaece por falta de un designio claro en la mente del Autor, que compone su Obra dejándose llevar por el azar de las peripecias; lo que equivale a decir que es forzado por su Obra a realizarla con forme a su impremeditado desarrollo. De la exposición de un caso común de atropellos, que pudo ser el que más tarde re fiere Picardía, se origina la historia más amplia de las desdi chas del paisano. Los dos primeros cantos de la Ida son un introito que adquiere en parte la forma del Preludio y en parte se dilata hasta el intento de configurar al Poema como una evocación puramente lírica. La muerte del Negro en la milonga y del Compadre en el boliche son piezas sueltas que incorpora Hernández en un hábil montaje, pero que conservan un cariz psicológico del Protagonista que corresponde al gau cho matrero; de donde el Preludio tiene la función —aunque esté desplazado al principio— de justificar la interpolación de esas dos piezas. El episodio de la muerte del Negro era difícil de soldar con el argumento y con la psicología del Héroe; y acaso a esa circunstancia se deba la aparición del Moreno, en la Vuelta, donde tardíamente encuentra su verdadera razón de existir en el texto de la Ida. La observación de los Editores, en 1876: “Su autor, el señor Hernández, no ha querido hacer las me joras que en su concepto reclama el plan orgánico de su pro ducción”, responde, sin ninguna duda, a este episodio y al ajuste poco satisfactorio de las diversas partes, elaboradas ais ladamente, que integraron la Ida. El episodio de la Payada es, a su vez, una pieza autónoma inserta con suma habilidad en la Segunda Parte, pero que en la organización total del Poema tiene el mérito de un perno que no solamente ajusta
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al episodio de la muerte del Negro en el lugar en que esta, smo que tiende un puente entre la Vuelta y la Ida, entre las cuales existe más bien un paralelismo que un orden de su cesión. También el episodio del boliche estaba ya en lo ilustrativo, en el caso de los “ejemplos”; y aunque conviene a la persona lidad del Protagonista, lo mismo que cuanto le acontece en el Fortín y en su vida de prófugo, no condice con el plan de las injusticias que el gaucho padece. Más palmaria es la in terpolación de la historia de frontera de Picax~día, cuyo lugar cabal estaba en la Ida, pero que indirectamente también anuda la excesivamente autónoma concepción de la Vuelta con la Ida. Viene a cumplir en cierto modo la misión de transportar a la Segunda Parte un trozo vital de biografía y de ambiente como arrancado de la Ida. Las piezas introducidas en esta Parte por hábil —y difícil— montaje, como las muertes del Negro y del Compadre, y aquella parte de la histoxia de Cruz que se superpone a la historia de Martín Fierro, en la Segunda Parte tienen su equivalente en la Payada, en el relato del Hijo Mayor y en la historia de Vizcacha, que no forman parte orgánica de la Vuelta. El montaje ha sido realizado también aquí con exti'aordinaria habilidad. En la Primera Parte el encuentro con la policía liquida los conflictos de congruencia entre el plan elegiaco y el dramático, pero plantea el casi insuperable problema de la innecesaria y diabólica aparición de Cruz. La pelea con los gendarmes y la amistad de Cruz concluyen en unidad las dos series paralelas del gaucho bueno y del gaucho malo, si bien escinde en dos a los personajes que estuvieron separados en diversos momentos del proceso de concepción del protagonista: Picardía, Cruz y Fierro. La insólita traición de Cruz rompe la unidad de la Primera Parte, y es la culminación, dentro de la concepción de la Ida, del “ejemplo” que deriva netamente en drama. Ese episodio suelda la serie del gaucho perseguido en lo lírico y la serie del gaucho matx'ero en lo narrativo;, pero además estruc tura toda posible continuación del Poema, que xio podrá re tornar, de ninguxia manera, a la tesitura elegiaca de la evo cación. En verdad, la Segunda Parte comienza en el momento preciso en que Cruz abandona su puesto en la partida.
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Es importante, para comprender el proceso de gestación del Poema, que la Ida está constituida por la yuxtaposición de materiales diversos y que la idea inicial fue la de proseguir en verso la campaña política de El Río de la Plata. Para servir a ese plan primitivo, Hernández aprovechó composiciones au tónomas, debiendo prescindir de la historia de Picardía que, mejorada y amplificada, había sido utilizada por él en desa rrollos sucesivos de su Personaje. En fin, pese a los paralelis mos con las historias de fortín de Martín Fierro —y también hemos de tener en cuenta la historia omitida de Cruz como soldado—, Hernández no se resigna, siete años después, a dejarla inédita. El plan estaba frustrado, y en toda la Segunda Parte el Autor se debatirá por restituir al Poema la unidad que ha perdido irremisiblemente. Ya la aparición de Cruz —el revenant— había hecho imposible toda prosecución con arreglo al primer plan. Es preciso sacrificar a Martín Fierro, reduciéndolo a relator de lo que ha visto en el Desierto y, lo que es más triste, a un auditor de historias ajenas. Más todavía: es preciso que la Segunda Parte se reduzca a ser un intermezzo, el de la vuelta de Martín Fierro, y que la Obra termine en el mismo punto en que terminó la Primera Parte, con la marcha del protagonista hacia lo desconocido. ELABORACION DEL POEMA La elaboración del Poema, cuya dificultad se origina en la falta de un plan, se efectúa por un desarrollo accidental del argumento. El mérito de Hernández radica más en cómo pudo evitar las incongruencias que en cómo enriqueció un objeto, inicialmente reducido, con ricos materiales heterogé neos. Los temas incidentales no siempre surgen en un orden causal sino que, con la variedad caprichosa de las novelas de aventuras, se acumulan teniendo en cuenta el interés intrínseco de cada uno de esos temas, mejor que la marcha lógica del argumento. Las estrofas de sutura, y otras de carácter lírico o reflexivo, articulan unos con otros los episodios. Hernández compensa su falta de sentido arquitectónico con su imponde rable técnica de coordinar diferentes elementos en sólida uni^
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dad. Es indispensable omitir el Preludio de la Ida para que el Poema adquiera su positiva forma de relato objetivo, en que la circunstancia de estar hecho en primera persona no le resta objetividad. Según este criterio, la Ida comienza en el Canto III, y el Canto II es su introito, tanto porque lo bio gráfico se diluye en lo sentimental y en lo impreciso, cuanto porque está en la tesitura de lo eminentemente lírico. El yo tan íntimo del Preludio se exterioriza, y a medida que los “ejemplos” van cobrando mayor fuerza y relieve, desaparece. El monólogo del comienzo llega a ramificarse en un coloquio, desde su rotura por el diálogo con Cruz, de manera que dos terceras partes de la Vuelta corresponden más que al tú al ellos. Los nuevos personajes ya no sirven ni siquiera de ejem plos para M artín Fierro, y apenas para el Narrador, en su tesis política. Ellos crean nuevos focos de interés al centrar cada uno su yo con el mismo derecho y la misma fuerza de Martín Fierro en la Ida, hasta la aparición de Cruz. Pues éste es ya otro yo del Poema, el primer conflicto de unidad en el argu mento. La inevitable muerte de Cruz en el Desierto no basta para recuperar esa unidad: el plan ha sido destruido. La apa rición de nuevos personajes, que suplantan bajo todo concepto al Cantor, naturalmente han de despojarlo a la vez de su in vestidura de “ejemplo” de las injusticias, y el Poema sólo mantiene su ya diversificada unidad por la similitud de la suerte que padecen los nuevos “protagonistas”. Esa suerte se repite, inclusive, en Picardía; pero éste, lo mismo que los Hijos, quedan bajo la fatalidad de un destino similar porque el Poe ma debe mantener su coherencia a pesar de todo. La similitud dentro de un tipo de destino hace que el elemento tectónico primitivo subsista, pero ya no es Martín Fierro el eje, sino Hernández. Lo circunstancial que en la Ida valía como ejem plo pasa a vertebrar el argumento mismo que ha dejado de ser lírico para transformarse en dramático. Aquello de vago, de amorfo, de ambiental, de fatídico que cada uno de los nuevos protagonistas trae a la Segunda Parte, es lo que mantiene viva esa sustancia que ya Martín Fierro había proyectado de sí ha cia una región y hacia una época de su país. Al eliminarse, después de la lectura, lo individual de cada historia, subsiste en el ánimo del lector la impresión inequívoca de un denomi
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nador común semejante al elemento social y humano que el protagonista representaba. En la concepción de Hernández el paso de lo lírico a lo dramático, de lo biográfico a lo social, estaba siempre dentro de la unidad de sus designios. Técnica mente, el Poema se desbarata sin que la intromisión del Na rrador logre disipar las incongruencias. Gracias a la frustración del plan primitivo, por la aparición de Cruz que reduce a Martín Fierro al papel de oyente, deja Martín Fierro de ser un símbolo que amalgama lo común en la vida del paisano para pasar a ser, él también, “uno de los ejemplos”, y la unidad deja de tener su centro en él para tenerlo en el país, que era el efectivo propósito del Autor. Su designio se cum ple, pues, sólo cuando por la fuerza de su misma concepción el plan que se ha propuesto queda frustrado. La aparición de Cruz hace indispensable que el Narrador reemplace, al final de la Ida, al Cantor. Y si bien sólo la falta de un plan puede explicar ese primer conflicto grave en la estructura del Poema, de ella surgen otras muchas incongruencias no más fáciles de justificar. LA POSIBILIDAD DE UNA SEGUNDA PARTE Hablar de organización del Poema es hablar de su gesta ción, y el Martín Fierro es una obra sin organización arqui tectónica, sin estructuración. Se compuso con un plan impre meditado y resultó que iba ordenándose durante el proceso de formación, tal como los recuerdos se organizan un poco al azar, por sí mismos, en tanto el relato sigue el curso de su fluir natural. Pero cuando se inventa, el diablo puede entrar a colaborar sin permiso. Esa falta de plan previo genera mu chas dificultades técnicas y llega a conducir a un hombre de genio como Hernández a situaciones equívocas y a inesperados efectos grandiosos. La Vuelta, como continuación de la Ida, prolonga al primer poema hasta el regreso de Martín Fierro: justamente hasta el encuentro con los Hijos de que informa él mismo en el Can to XI. Esta es la Vuelta; el resto se podría titular otra vez la Ida. Contienen los diez cantos anteriores las peripecias en el
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Desierto, hasta la fuga. Toda esa Parte forma unidad con la primera, a la que se suelda por la acción continua, por el tono eminentemente subjetivo del relato, que se sobreentiende que vuelve a tomar Martín Fierro después de haber roto su guitarra y de haberse internado en el Desierto. Pero todo lo que prosi gue desde ahí, desde que presenta a sus Hijos en calidad de cantores, sigue un curso inesperado. Mejor dicho, detiene ines peradamente su curso para desviarse, o iniciar una historia nueva. Y es el segundo percance grave en la composición. Es evidente que el regreso no tiene importancia alguna, puesto que apenas llega decide alejarse de sus hijos y empren der nueva marcha sin destino. Sus aventuras en el Desierto pudieron ser contadas en pocas estrofas, ya que en realidad a él sólo le ocurre, personalmente, la pelea con el Indio por la Cautiva. La muerte de Cruz lo afecta en sus sentimientos; y no hay más. Si ha necesitado mil quinientos cincuenta y seis versos para contar lo que le ocurrió, es porque, aparte su nueva presenta ción, con Preludio y Exordios, se entretiene en lo pintoresco, en referir lo que hacían los indios más que lo que hacía él. No era ésa su manera de contar antes de irse. Esos cuadros, in teresantísimos, están fuera del programa de Hernández, que era el de contar la suerte de un gaucho perseguido; y aunque nos ilustre sobre sus andanzas y contribuya con ello a que sondemos otras honduras en sus tribulaciones, la verdad es que parece el informe de un veedor en misión análoga a la de Mansiila en su excursión a los ranqueles. Si se exceptúa, pues, su pelea con el Indio, ya al venirse, los cinco años de Martín Fierro en el Desierto están vacíos de acción, porque aun la llegada y el parlamento en que se deciden los Indios a admitirlos son escenas en que él figura como espectador. Cinco años de vagancia por el Desierto, cinco años de no hacer absolutamente nada, de ir de un lado a otro buscándose la vida. Ni él ni Cruz intervienen en la mancomunidad de los toldos, que no conoce. Sólo ha visto las escenas al aire libre: preparativos para el malón, reparto del robo, faena de las mu jeres, doma del caballo, trato que dan las indias a las cautivas, pestes, exorcismos, detalles psicológicos; todo lo que cabe en
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un capítulo de antropología o etnología, aunque extraordina riamente interesante, por supuesto. La primer pregunta que debemos hacer es ésta: ¿por qué un introito tan extenso, si toda la aventura del Desierto no contiene sino dos sucesos relacionados consigo, y hecho en un tono polémico en que defiende su existencia como Poema, “El Gaucho Martín Fierro” de la Ida, y no al Martín Fierro de carne y hueso? Y, en seguida, admitido que Martín Fierro no tuviera qué realizar a su regreso, ¿por qué tal continuación? Parecería advertir Martín Fierro que lo que interesa a los oyentes —o lectores— es lo que él ha visto, no lo que ha hecho, y esto está verdaderamente fuera del carácter y del proyecto fundamentales. El mismo lector adolece de la falla de haberse olvidado del motivo del canto, y parecería pedirle algunas noticias de lo que ha visto, como si su desesperada marcha al Desierto hu biera sido, más que un recurso extremo para salvar su vida y alejarse de una sociedad corrupta, un viaje de exploración. El Martín Fierro que vuelve es otro; no es ya el que se fue; Cruz lo destruyó, ahora se ve más claro, al asumir papel protagónico en su encuentro con él. Es semejante a lo que le ocurre al Moreno después de la Payada: nunca más volverá a cantar. Al tolerar Martín Fierro que Cruz lo convirtiera en auditor de sus desdichas, ha perdido su personalidad. Se diría que desde ese momento Martín Fierro descubre que lo interesante —para él y para los demás— es lo que les ocurre a los otros más que lo que a él le ocurre. Es decir, concede una impor tancia mayor a cuanto lo rodea, y él se resigna al consentido papel (enunciado en el Prólogo por Hernández), de prototipo que representa un estado de cosas que ahora pertenecen neta mente al mundo de la barbarie. Desde el comienzo de la Segunda Parte, Martín Fierro es un ambiente, un testigo que informará sobre otros aspectos del mismo mal de los campos: un cantor que aprendió a escuchar. La continuación del Poema debió de presentar para Her nández las mismas dificultades que se le hubieran presentado a cualquier otro que intentara la titánica empresa. En realidad esas dificultades tampoco las ha resuelto Hernández. La Vuelta no es, efectivamente, una continuación de la Ida, sino en lo
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que atañe al regreso del héroe (y tampoco esto es cierto, por que vuelve a partir, es decir, a la situación anterior); es una vasta y destrísima digresión para eludir el compromiso. La primera parte de la Vuelta queda inconclusa y al Autor pudo advertírsele: —Bien: ahora díganos algo de usted mismo, ya que nos ha hablado tan bien del país donde vivió. Pero aun admitiendo que la Segunda Parte sea una continuación, no del estilo poético y de la sucesión y afinidad de hechos, sino del argumento —cosa distinta—, ¿cómo debió comenzar el Poe ma? Cómo debió hacerse el montaje de las diversas piezas ya preparadas en la concepción del desarrollo por Hernández? Admitamos que el material informativo tuviera que ser el que Hernández escogió: ¿cómo colocarlo? Según noticias de quien tuvo el privilegio de examinar los cuadernos manuscritos, el canto XI, romance del encuentro, debía ir antes del canto VII, que se inicia con la muerte de Cruz y termina con el principio del episodio de la Cautiva. Quiere decir que una anterior preparación del montaje explicaría, tras el Introito, el am biente de los toldos, reservando para contar, después de los relatos absolutamente incidentales y desmesurados de los Hijos y de Picardía, la pérdida de su amigo, la pelea con el Indio y el rescate de la Cautiva; demora que habría sido inaceptable en la terminación de una historia que aparecería desarticulada sin razón. En efecto, la Segunda Parte pudo comenzar también por el encuentro, quedando para contar después, en presencia de los Hijos, no antes, como decide hacerlo, toda la aventura del Desierto. Pero esa arquitectura no habría superado ni ni velado la forma que Hernández adoptó finalmente, con buen discernimiento. Esta posible movilidad de las piezas indica ya que se trata de fragmentos independientes, y aunque sea fácil —no lo era— vertebrarlos en un plan, lo cierto es que ese plan orgánico no existe. Esa posibilidad de diverso montaje es prueba de que los materiales no tienen la misma textura que los de la Primera Parte. Recordemos que la historia de Martín Fierro termina al encontrarse con Cruz, y que éste lo destruye. Si se escribe lá Segunda Parte es porque Martín Fierro se ha ido al mundo de los salvajes y el lector tiene curiosidad de saber algo más de él. Aquel final, pues, fue insólito y se lo impuso Cruz, para
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salvar el conflicto que su presencia planteaba. Mas ese conflic to quedaba sin resolver, y la muerte de Cruz no bastó para solucionarlo. ¿Qué otra alternativa se le ofrecía lícitamente al Autor? Que Martín Fierro se identificara con los indios y sus costumbres, como hicieron muchos, hasta mujeres que re nunciaron al regreso— y esto estaba dicho en Mansilla—, y hasta bravos soldados de la Independencia. Pero Hernández sentía una repugnancia de todo género hacia el indio, y en esto coincidía con el sentimiento unánime del habitante del campo y de las ciudades. La condicional simpatía de la Primera Parte sigue de cerca su prédica política contra las levas, por el daño que ocasionaba en las poblaciones rurales, particularmen te si se pasaban los peones al campamento de los indios. La Segunda Parte prueba que allí la vida era imposible. En los siete años que transcurren entre una y otra Parte se ha acentuado mucho en el Autor la opinión corriente de que era preciso exterminar al indio, y hasta lo celebra en alguna estrofa: Besé esta tierra bendita Que ya no pisa el salvage (II, 1537-8). No tuvo más remedio, pues, que recobrar a su Protago nista; pero ¿para qué? La muerte de Cruz era inevitable, porque Martín Fierro necesitaba liberarse de su propio “doble”, lo que equivale a decir, corregir el error de haberle dejado que lo duplicase, siguiéndolo en camaradería incómoda, por tra tarse de otro él. Si irremisiblemente Cruz había de morir y Martín Fierro de regresar, ¿qué haría? Someterlo dócilmente a la civilización, como uno de los comentaristas del Poema supone, haciéndole aceptar un puesto de peón de estancia, era desvirtuar a su personaje, aniquilándolo miserablemente. Le-vantarlo otra vez en lucha contra la ley, la arbitrariedad, convirtiéndolo en un campeón de la justicia conculcada, habría sido reiterar algo ya dicho mediante una incongruencia. Ade más, habría sido un recurso anacrónico, si con la desaparición del indio creyó el Autor que los males habían desaparecido en alguna de sus causas principales. Era su opinión como político, pero no como poeta. Sabía que no era una solución, y lo dice: Me acerqué a algunas Estancias Por saber algo de cierto , Cre yendo que en tantos años Esto se hubiera compuesto; Pero cuanto saqué en limpio Fué, que estábamos lo mesmo (II,
1563-8). Con lo cual pone al Poema en sus goznes, fiel al vere-
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dicto de Cruz: Y se hacen los que no aciertan A dar con la
coyontura; Mientras al gaucho lo apura Con rigor la autoridá, Ellos a la enfermedá Le están errando la cura (2137-42). ■
Mas de ese dilema, de esa imposibilidad de continuar con gruentemente una obra que ha concluido total, definitivamen te, surgió la necesidad, acaso imprevista en los primeros tan teos para el desarrollo del Poema, de separar a Martín Fierro de sus hijos, otra vez, y de arrojarlo de nuevo fuera de la sociedad en su decisión de no pactar con sus enormidades. La no bien justificada Vuelta —que sólo explica Martín Fierro así: Pues infierno por infierno Prefiero el de la frontera (II, 1549-50)— da lugar a la inesperada separación de Martín Fie rro y los hijos, única solución, por cierto arbitraria, a un problema surgido de una falta de plan, que da un Final abierto al infinito, a lo incierto, en el regazo de la noche. EL PROBLEMA DE LA “VUELTA” También Hernández vino a encontrarse, como Cervantes, forzado por su Héroe a continuar la narración. Hernández se había limitado a decir, sin mayor compromiso: No sé si los habrán muerto En alguna correría, Pero espero que algún día Sabré de ellos algo cierto (2301-4). El compromiso quedaba
sellado, y la exigencia de una segunda parte vino, más que de los lectores, del mismo Martín Fierro. La situación del Autor, desde que concluye la Ida, es la de componer por lo menos un intermezzo, relatando la estada de Fierro en el Desierto, para retrotraerlo por lo menos a su ambiente natural. Que hubiera de desentenderse del intem pestivo acompañante, era cosa descontada; sería suficiente, pues, el regreso. El regreso es, efectivamente, el objeto de la Segunda Parte, como lo indica su título, “La vuelta de Martín Fierro”, pero no el asunto para la continuación de la obra. El regreso había de ser, simplemente, la enmienda al funesto error de haber arrancado al héroe a su destino bajo el influjo de la amistad diabólica de Cruz. De no haber mediado esa circunstancia de tener Hernández que reparar ese yerro, la continuación lógica del Poema habría sido lo que hoy cons
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tituiría la Tercera Parte, que no tenemos. El regreso no pasa de ser, todo, un paréntesis en la historia del Protagonista. He ahí el problema. Leumann nos dice, observando el Ma nuscrito, que hasta terminado el último cuaderno Hernández no había encontrado la forma de hacer que Fierro abando nase la toldería. Sin embargo, no era otro el objeto de em prender la prosecución de la Obra. Si se trataba de continuar la historia interrumpida desdichadamente por Cruz, debía re trotraérsela a un momento antes de saltar de la partida y del Poema este personaje. El problema de la salida está en la entrada. La dificultad radica, más bien que en el pretexto para el regreso, en lo absurdo de toda continuación posible dentro de las líneas orto doxas del pensamiento del Autor. Comprendemos que, desde que Fierro decide refugiarse entre los indios huyendo del go bierno, la Obra debió tener otro desenlace. Se comprende, también, que llevarlo al Desierto era una doble solución de emergencia: librar a Martín Fierro de la compañía de Cruz y concluir el Poema. La intención de no volver, que se expresa al romper Fierro su guitarra, era un final definitivo. La salida es, entonces, una consecuencia de la entrada, no la continua ción lógica de un plan. La entrada en el Desierto daba un remate fiel a la doctrina política de que entre los indios se estaba mejor que entre los funcionarios del gobierno, pero la salida era una transigencia con las convicciones personales de Hernández, de que los indios eran seres salvajes sin ninguna piedad. En la Ida era Martín Fierro quien decidía de su destino; en la Vuelta es Hernández; pero tal es la violencia que necesita ejercer sobre su personaje, que sólo consigue recupe rarlo a costa de la pérdida de su personalidad. No nay para él, entre los blancos, un programa de vida sin negar las tesis todas de la Primera Parte e inclusive la realidad. Repetidas veces se indica en la Vuelta (y hay versos inéditos, desechados por el Autor en que la afirmación se reitera) que las cosas no han cambiado. La verdad es que Hernández no encuentra cómo continuar el argumento, aunque encuentre cómo continuar el Poema. Lo más que consigue, mediante un genial escamoteo del problema, es componer el intermezzo del regreso. La salida al Desierto era el dictamen condenatorio contra toda una so
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ciedad, no únicamente contra la vida azarosa de la frontera, y a ninguna parte podía volver Martín Fierro que no estuviera dentro de ese país. De modo que la historia sólo podía prose guirse integrando al héroe a la vida regular (como le hubiera gustado a Tiscornia) o expulsándolo nuevamente, con lo cual la Vuelta, en calidad de intermezzo, tampoco cumplía esa fun ción. T al cosa es lo que ocurre realmente, pues Martín Fierro se separa de sus hijos y parte, con otro nombre, hacia lo desconocido. De iniciar M artín Fierro otra serie de aventuras habría tenido que repetirse o que invalidar su conducta an terior. La tercera alternativa es la que Eduardo Gutiérrez per cibió sagazmente: contar la vida de un gaucho matrero en el seno de una sociedad descompuesta. La continuación del Mar tín Fierro es Juan Moreira. ¿Por qué escribe Hernández una Segunda Parte, si en la Primera había agotado lo poco que se propuso contar, ago tando además los “ejemplos” utilizables? La continuación no responde a necesidades inherentes a la Obra, sino a estímulos extraños: de sus admiradores, del éxito, de la conciencia de su capacidad como poeta, de un imperativo de su deber como artista. Pero de ninguna manera podía “el regreso” ser una continuación lógica de la Ida. La continuación era que Martín Fierro se aclimatara o muriera en el Desierto; es decir, lo im posible. Todo lo que acontece, pues, en la Segunda Parte es admirable, porque es una evasiva grandiosa de temas y varia ciones sobre esa imposibilidad del regreso. De esta situación surgen todos los defectos de carácter orgánico en la composi ción de la Vuelta, y las siguientes observaciones, que resultan inevitables, contra el Autor: a) contradice la tesis de que se está mejor entre los indios —que viven en estado de barbarie— que entre los hombres civilizados; b) tropieza con dificultades para restituir a Martín Fierro a la civilización, de modo que el tema central se reduce a diversos acontecimientos en los toldos de que el Protagonista es espectador, y, ya de regreso, lo que interesa son las historias de otros; c) queda anulada por completo la intención social y política de que había de ser eje Martín Fierro, ilustrándola con el
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relato de “su” vida. Solamente el contenido contextual —las cosas están lo mismo, otros seres padecen las mismas injusticias, es preciso cambiar de nombre y partir— encierra una tesis pesimista de proyecciones sociales; d) tiene el Autor que resignarse a estructurar su obra con forme a los modelos clásicos de la poesía gauchesca —el diá logo— y consentir en recursos usuales: los encuentros, la Pa yada, relegando al Héroe al papel de oyente puesto en el auditorio; e) necesita recurrir a informaciones de lecturas y adaptar relatos ajenos (de Mansilla, de Barros); f) no atina a cerrar el Poema, concluyéndolo como un simple intermezzo, en la necesidad, esta vez imperativa y for malmente aceptada, de escribir la Tercera Parte, en la que forzosamente habría de reanudar, a destiempo para sus con vicciones, la crítica social y política; g) frente al dilema, Hernández halla el recurso de un final para la Vuelta que es positivamente grandioso, pero que sella la suprema imposibilidad de que la Obra pueda ser conti nuada. Es preciso señalar que no sólo hizo Hernández imposible la continuación de la Obra para sí y para los demás, sino que originó la muerte del género gauchesco y la inevitable deri vación hacia la novela y el teatro melodramáticos. Novela y teatro que no prosiguen la “historia del gaucho”, sino que se aplican a desarrollar detalles biográfico-históricos. Moreira y Cuello son sus contrafiguras. A causa de las dificultades que dimanan de la falta de una posibilidad lógica en la Vuelta, ésta tiene que componerse de diversas piezas autónomas que el Autor reduce a unidad por un montaje excelente, pero esos episodios quedan tan libre mente articulados, que podrían cambiarse por cualesquiera otros sin menoscabo de la artificial unidad. Esta Segunda Parte concluye en el canto X; el XI es un apéndice preparatorio al desarrollo por completo extraño de los cantos siguientes, en que Martín Fierro está desplazado aun en su carácter de Can tor, pues la acción es proseguida por el Narrador. La Payada, otro recurso magnífico de aglutinar el tema fundamental de la Ida a la Vuelta, restituye transitoriamente a Martín Fierro a
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su papel conforme a la primera idea del Autor. La escena de los consejos a los Hijos —el reverso de los de Vizcacha— ya es tarea del Narrador. Es una circunstancia digna de observarse que en el romance del Canto XI, el mismo M artín Fierro actualiza la narración privándola del carácter de evocación que hasta ese momento tuvo. Al retirarse el Protagonista para pasar a papel de oyente, coloca el plano del recuerdo en el plano de lo presente: Y
mientras que tomo un trago Pa refrescar el garguero, Y mien tras tiempla el muchacho Y prepara su estrumento. . . (II',1 1557-60). Ustedes no los conocen, Yo tengo confianza en ellos
(1697-8). Esta presentación reemplaza un primer esbozo del encuen tro, que había de ocurrir después del relato de la vida en el Desierto. El verso Casualmente el otro d ía ... (II, 1651) hace que la reunión en la pulpería no sea sólo para escuchar a Martín Fierro, sino también a sus hijos. La dislocación mayor, en la estructura del Poema, acontece después. Si bien es cierto que desde el Canto X II Martín Fierro escucha a sus hijos, es en el romance del Canto XX y hasta el fin donde el Narrador lo suplanta: Martín Fierro y
sus dos hijos Entre tanta concurrencia Siguieron con alegría celebrando aquella fiesta. Diez años, los más terribles, Había durado la ausencia Y al hallarse nuevamente Era su alegría completa (II, 2903-10). Tampoco reanuda su relato con motivo de la Payada. Todo sigue en tercera persona: Todo el mundo conoció La intención de aquel moreno— Era claro el desafíoj Dirigido a Martín Fierro (II, 3907-10). Y después de la Payada Martin Fierro y los muchachos, Evitando la contienda, M on taron, y paso a paso, Como el que miedo no lleva, A la costa de un arroyo Llegaron a echar pié a tierra (4529-34). Más adelante: Martín Fierro con prudencia A sus hijos y al de Cruz Les habló de esta m anera... (4592-4). El Narrador prosigue: Después a los cuatro vientos Los cuatro se dirijieron— una promesa se hicieron Que todos debían cumplir— Mas no la puedo decir Pues secreto prometieron (4781-6); e inesperada
mente Martín Fierro habla en primera persona, aunque más bien como Autor que como Cantor: Y ya dejo el estrumento Conque he divertido a ustedes. ■. (4799-800).
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Desde que Martín Fierro termina su relato de la vida en los toldos hasta el regreso (Cantos I-X), la Obra cae en la forma canónica del poema gauchesco: el diálogo. Hernández se había propuesto una forma nueva: el canto ante un audi torio, en que lo lírico había de ser lo sustancial y lo narrativo lo episódico. Tal era la forma primitiva de la Tragedia, con el hypocrités y el coro. Pero no puede liberarse por completo de la convención; no acepta por completo la forma del diálogo dramático —Diálogos patrióticos, de Hidalgo; Santos Vega, 'de Ascasubi; Fausto, de Del Campo; Los tres Gauchos orientales, de Lussich—, y el interlocutor, que debió haber aparecido al comienzo, aparece al final trastornándolo todo. La forma de convertir el monólogo en diálogo era ya en la Ida suma mente curiosa y anómala: significa un cambio mágico de la escena, una insólita metamorfosis en la concepción misma de la Obra. Porque su interlocutor, Cruz, desplaza a los oyentes, destruye el efecto de una evocación del pasado y pone la acción en tiempo presente, configurando una escena dramá tica con dos personajes. Esto mismo ocurre después del Canto X en la Vuelta. Esta inesperada forma no pudo estar en el plan de Her nández cuando hace que Martín Fierro diga: Aquí me pongo a cantar, porque mientras dure su relación el diálogo es imposible con un personaje que surja de la misma historia sin que la acción se bifurque y salte del plano de la remem branza al de lo real, del pasado al presente. No ha pensado Hernández en este conflicto, porque mediante la aparición de Cruz, la Obra se deslizaba hacia los cánones tradicionales del poema gauchesco, de los que se había apartado mediante un esfuerzo en busca de originalidad. Ni el lector ni el crítico percibieron esta curiosa anomalía que, iniciada en la Primera Parte, puede Hernández usar impunemente en la Segunda, aunque sea de tal naturaleza que hace irreconciliables, hasta en el orden más elemental de la composición, las partes que están contadas en primera persona y las que lo están en ter cera, pues corresponden a dos mundos distintos.
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COTEJO DE AMBAS PARTES Dentro de una brillante unidad de estilo, entre la Primera y la Segunda Parte existen notables diferencias en la compo sición, desarrollo de los temas, arte de contar, sensibilidad y pathos. El M artín Fierro de la Ida es más ocurrente, amante de lo pintoresco, inclinado a lo satírico y a la gracia desenfa dada. Más que herido o mortificado por sus interminables desdichas, pasa del tono melancólico y doliente a la broma en ocasiones perversa. La aventura del Fortín, cercenado de la familia y de sus amistades, puede compararse con la aventura en los toldos. Lo que allí era humorismo por reacción contra la ignominia y la inútil crueldad, aquí se extiende en un am plio panorama de costumbres, de privaciones, y no necesita el observador subrayar intencionalmente lo grotesco y lo ri dículo porque están en las cosas y los seres. Los tres años de milicia significaron muchísimo más en su vida que los cinco de absurdo vagabundeo por el Desierto, y, sin embargo, su espíritu se mantenía allí constantemente despierto a las notas mordaces y satíricas. Hasta su pelea con el Hijo del Cacique es narrada como episodio jocoso. En cambio la pelea con el Indio, sin abandonar su gracejo habitual, cobra un vigor de dramaticidad incomparable. Ha desaparecido del lenguaje de M artín Fierro la intención de provocar la risa. Los hechos de su vida, en la Primera Parte, a pesar de contener la casi totalidad del material biográfico, se contaban como en círculo de amigos, tan espontáneamente y tan en el fluir confidencial del habla del paisano, que la intensidad del infortunio refor zaba la humorada. Los episodios de la Vuelta se dirigen a otro auditorio, con menos alardes de estoicismo y a la vez con menos altanería y desenfado. La experiencia ha dado al protagonista mayor reflexión, un nuevo sentido de la vida, más seguro aplomo. Unicamente en la Payada renace el espí ritu agresivo y mordaz del M artín Fierro de la Ida. Su actitud ante el Moreno, cantando de contrapunto, es la misma de sus peleas con el Hijo del Cacique, el Negro y la partida. Se mueve con agilidad jovial, sosteniendo la escena como un juego en que exhibe fuerzas superabundantes.
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Desde la intervención de los otros locutores en la Vuelta, el Poema se desplaza en dos direcciones: una que vuelve a tomar el espíritu de la Ida, con los relatos del Hijo Segundo y de Picardía, y otra que en íntima tristeza une la historia del Hijo Mayor y todo el final del Poema con la amargura de Martín Fierro en su soledad. Aquellos desahogos de Martín Fierro en su vida de matrero, que habían de reflejar mucho de la psicología del Autor, consuenan con el patetismo del Hijo Mayor y con la tranquila y desolada marcha de los cuatro amigos hacia lo desconocido. El predominio de lo lírico y efusivo de la Primera Parte se ha esfumado delicadamente en la Vuelta; lo narrativo pre valece sobre lo confidencial y lo filosófico sobre lo narrativo. El Poema se ha profundizado insensiblemente sin que la multiplicidad y amplitud de sus horizontes le haya restado hondura.-Las reflexiones no son aquí digresiones de carácter crítico o reflexiones incidentales, sino un fondo en que se proyectan las figuras. Los hechos no están desprendidos de un contexto ambiental, que ha adquirido mayor consistencia y sustancia. Las reflexiones del Canto III y los Consejos robus tecen esa impresión de que la vida no rueda por un plano inclinado, sino que va abriendo un surco con la reja bien clavada. Si hubiera de establecerse aún una valoración del interés puro de lo humano y lo social, debería cotejarse en conjunto el material que contiene cada una de las Partes del Poema. El interés biográfico de la Ida es mayor y superior; en cambio, la vida en la relación de los seres entre sí y de los seres con las cosas, lo que podría designarse como el argumento indivi dual dentro del argumento histórico, es mayor en la Vuelta. Desde distintos ángulos, en tomas multilaterales, concurren testimonios concordantes, porque cada personaje trae nuevas pruebas personales de un estado de cosas “que es el mismo”. El final del Poema, con el reintegro de los testigos al seno de las energías misteriosas, con su dilución en la naturaleza y en la historia del país, de las que fueron simples autómatas eventuales, supera, en el mismo registro, la partida al Desierto. La palabra tiene en la Vuelta mayor responsabilidad. Sólo en algún pasaje de la vida del Hijo Segundo y en casi toda
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la historia de Picardía sirve a un juego equívoco y limpia mente humorístico. M artín Fierro ha perdido su locuacidad y el gusto de exagerar lo cómico, inclusive en su propia situación. La Vuelta es más rica de acontecimientos y más variada en la calidad de las personas. El coraje de Martín Fierro es más sereno y natural; han desaparecido los arrebatos y los desplantes de braveza. El elemento excitante que tras tornó toda la arquitectura de la Ida, el duelo a cuchillo —que era una novedad, en su prosaica desmejora desde la justa de Brián, en La cautiva, hasta la pelea de pulpería—, sólo se pre senta una vez, y ya en un plano heroico. M artín Fierro ha perdido su posición central y se crean múltiples focos de interés, uno de los cuales ocupa él. Por eso otra impresión de reminiscencia de la Ida la tenemos en la Payada, que vuelve a presentarnos al Protagonista en uno de los dúos a que se reducen siempre sus actos: con el Hijo del Cacique, con el Mayor, con el Negro, con el Compadre, con Cruz. En los últimos cantos torna a su soledad, pues los consejos están en el registro de sus reflexiones y soliloquios. Nadie dialoga con él, y así, al clausurarse el Poema, vuelve a ser el eje de la acción, en la suprema desintegración, retor nando a la situación que había enunciado al comienzo, cuando su canto lo consolaba como al ave solitaria. Asimismo, hay una esencial diferencia entre las palabras con que termina el Poema, pues en la Ida dice el Narrador: Y siguiendo el fiel del rumbo , Se entraron en el desierto; No sé si los habrán muerto En alguna correría, Pero espero que algún día Sabré de ellos algo cierto (2299-304); y en la Vuelta, el mismo cantor: Y guarden estas palabras Que les digo al terminar— En mi obra he de continuar Hasta dársela concluida— Si el ingenio o si la vida No me llegan a faltar (4865-70).
Aunque las dos veces el Poema concluye con un "suspenso”, en la Vuelta la promesa de continuar la historia se refiere exclusivamente a la labor del Poeta, considerada la Obra como creación poética. La similitud, pues, del final de la Ida y de la Vuelta implica la coexistencia del Autor. La separa ción del Protagonista es el único acto de movimiento centrífugo en la Segunda Parte, diametralmente contraria en esto a la Primera. Aquí los personajes se desgranan, rompiendo los
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vínculos que los unen a la familia y a la sociedad. Se apartan, y arrancan en sí mismos, en un movimiento de evasión que culmina con el destierro a la toldería. Van cayendo de Fierro y de Cruz todos los ligámenes, hasta que quedan despojados del mundo, con tal distancia entre ellos y los demás, con tales motivos de separación, que el regreso a la comunidad de donde se desprenden con violencia se ha hecho imposible. Destino, voluntariamente provocado, que se prueba con la muerte de Cruz y con el retorno de Fierro a la soledad: hasta ese extremo había sido profundo el corte. En cambio, la Segunda Parte es de agregaciones, de conexiones, de reintegro, aunque todo se disipe y se rompa de nuevo, por una ley más fuerte que la de la solidaridad. Con la muerte de Cruz ese movi miento desintegrante alcanza su punto crítico. Por el azar de los encuentros, Martín Fierro viene a situarse en el centro de un grupo, tan numeroso y amistoso como nunca lo habíamos visto; pero es para que se repita el proceso de desintegración, si bien no existe ahora otra violencia que la presión constante de las fuerzas imponderables que disocian, separan, aíslan. Con la Segunda Parte, Hernández abandona la biografía de Martín Fierro y emprende la del país, cosa que siempre había estado en su proyecto. Si Martín Fierro era una recapitulación, un epítome, ahora expondrá los ingredientes en que se des componen la familia y el alma del hombre del campo. Aunque nada proyecta de sí, sino que todo lo refleja de otros en esta Segunda Parte, aunque de protagonista se convierte en espec tador, y aunque tiene que soportar que Picardía le repita lo que él ya había dicho mucho mejor, lo ambiental, lo na cional típico se dan en esta Parte mejor que en la Primera, Porque ésta es social cuanto la otra personal. Es equivalente al fenómeno que observamos en el Facundo, donde las digre siones con que se describen regiones y personajes típicos, o con que se cuentan historias subsidiarias, componen el marco de los personajes centrales. También, como Facundo y Rosas, Martín Fierro tiene su paisaje, sus causas históricas, y ellas son las que se presentan, aunque sin nombres, con aspecto de personas. En este sentido la Segunda Parte es la duplicación ecológica de la Primera. Veremos qué otros productos de la tierra que dio a Martín Fierro da a los Hijos, a Vizcacha, a
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Picardía, a los jueces de paz, oficiales de justicia, tahúres, tutores, al Moreno, a las mujeres abandonadas, a los curan deros. Mundo sombrío, hostil, infernal, que se nos abre en un siniestro panorama sin esperanzas ni consuelos. Fuera de esto, la Segunda Parte es una amplificación si métrica de la Primera; y, sobre todo, su plan es paralelo, como se advertirá en seguida. Tampoco en este sentido es tanto una Segunda Parte cuanto una segunda versión de la misma rea lidad, generalizada, que puede superponerse a la primera, correspondiéndose puntualmente los órganos esenciales: En la Primera Parte: Introducción, que comprende el preludio, los exordios y digresiones de carácter lírico, literario, político, lo mismo que en la Segunda; La Ida comienza con el arreo de Martín Fierro por el Juez de Paz a la Frontera, donde queda retenido en verdadero cautiverio, tres años; en la Vuelta él _y Cruz están cautivos, retenidos por los indios, en calidad de rehenes posibles, cinco años. Del Fortín y de los toldos se escapa Martín Fierro. Los temas del indio se complementan entre sí: en la Ida se des cribe el malón; en la Vuelta los preparativos y, al regreso, el reparto del botín. En la Primera Parte Martín Fierro decide alzarse contra las autoridades injustas, haciéndose gaucho matrero; en la Segunda rompe con la comunidad indígena. Allí mata al Negro y ál compadre; aquí al Indio. Allá lo persigue la poli cía; acá se precave contra la persecución de los indios; y en una y en otra Parte sepulta los cadáveres. La muerte del Negro y del indio, levantados sobre el cuchillo, son análogas. Al principio de la batalla con la policía pelea contra Cruz, que es un cantor; en la pulpería, al regreso, encuentra al hermano del Negro, un cantor que lo desafía. Al encuentro en la Primera Parte con Cruz, que le narra su vida, corresponde el encuentro en la Segunda con los Hijos y Picardía, que hacen lo mismo. Al final de la Ida, M artín Fierro marcha al azar, al De sierto; en la Vuelta se aleja sin rumbo. Concluyen una y otra Parte con la ausencia de Martín Fierro, con un inquietante misterio sobre su suerte ulterior, y en ambos casos con la promesa de una posible continuación de la historia.
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GENESIS DEL POEMA
La composición impresa organiza un relato con relativa coherencia, y es sensible que muchas de sus partes se ajustan, en la Ida, sin seguir un plan orgánico que le dé unidad por el orden de los sucesos. Estos acaecen en la mayoría de los casos como algo extraño al Protagonista, que no los provoca, por la unidad de su carácter; más bien se superponen en su biografía y no siempre concuerdan con el tipo humano que debiera legitimarlos en su papel de actor. Se diría que de los hechos va perfilándose la personalidad del Protagonista, pues es perceptible que, en la concepción del Autor, la persona, tal como resulta configurada, es posterior a los hechos. Aparte cuestiones de estilo, que llevan necesariamente a reconocer dis tintas épocas en la concepción poética, las contradicciones en el carácter de Martín Fierro y la insólita presentación de Cruz plantean el problema de cómo pudo haber sido elaborada la Ida. En esta Parte es más visible que en la Vuelta la falta de un plan previo. El plan va surgiendo del propio desarrollo del Poema, a través de modificaciones profundas o de simple montaje, que en ocasiones llegan a trastornar orgánicamente el argumento, el engarce de los personajes y el orden de los episodios. Martín Fierro es el último avatar de los personajes céntricos que sucesivamente concibe Hernández, y se le impone por el vigor de su veraz existencia obligándolo a darle la magnitud que después tuvo. El primitivo proyecto debió de ser suma mente sencillo, concomitante con su prédica periodística de 1869 a 1870. Los originales de la Ida no se han conservado, ni hay noticia alguna del Autor acerca de la composición, ex cepto las indicaciones de la Carta-Prólogo en que parecería que emprendiera la Obra por mero pasatiempo, y que deben ser categóricamente desechadas como inverosímiles. ' Del examen atento del Poema resulta la aparición de di versos estratos en la Ida y en la Vuelta, que pueden ser fechados por los acontecimientos de que tratan, por el estilo poético y por la versificación. A mi juicio, el material más antiguo de la Obra está contenido en los Cantos XXVII y XXVIII (qué
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en el Manuscrito forman un solo canto, el 21 del primer plan), de la Vuelta; y si se omiten por baladíes sus anteriores ejercicios circunstanciales, ésa debió de ser la primera tentativa seria de Hernández en componer poesía. Esos cantos carecen, precisamente, de todas las cualidades que más tarde magnifican su estilo, y, en cambio, denotan cierta parvedad de ingenio, más en las imágenes que en el léxico, y cierta preocupación escolar por la rima justa. La dificultad en el manejo del relato de ambos cantos es palmaria comparada con la soltura y fuerza de los Cantos III a VI de la Ida, que les son correlativos. Esos cantos de Picardía están fuera de lugar donde se hallan publi cados, y son muy inferiores, no sólo a cualquier otro pasaje de la Vuelta, sino también de la Ida. Mejor que un personaje intempestivo, que ingresa inesperadamente a cierta altura culj minante del coloquio, constituye la pieza matriz del Poema,1 engastada tardíamente tras el relato concluido de las aventuras picarescas del Protagonista. Es muy fácil comprender que se trata de un alegato de carácter íntegramente político y belige-1 rante, en el tono y la redacción de los artículos periodísticos de El Río de la Plata. Es terminante la prueba que se obtiene de estos versos: Aora poco ha sucedido, Con un invierno tan crudo, Largarlos a pie y desnudos Pa volver a su partido' (II, 3677-80), cosa que en 1879 no tenía ninguna razón de invocarse, pero sí tras el Decreto del gobernador Castro, del 10 de agosto de 1869 (en pleno invierno), sobre servicio de fronteras, cons cripción obligatoria y sorteo de contribuyentes para la Guar dia Nacional, que Hernández comentó en el número del día 19 de su diario. Aquí publica —particularmente en los meses de agosto y septiembre— sus más agresivos artículos que con tienen los mismos tópicos y hasta con idéntica argumentación. Sin hacer cuestión del anacronismo, Leumann comenta: ...Propósito que incesantemente estimula la energía creadora de Her nández y que en 1868 y 1869 le había inspirado su campaña de censura apostólica, ardiente, en su diario E l R ío de la P la t a ... Las escenas que describe Picardía corroboran el cuadro inicuo que Martín Fierro evocó en la Primera Parte. Pero los corroboran con más acritud, más pormenores, más crudo realismo y alusiones más mordaces.
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Y, sin advertir que la situación ha cambiado por completo en la época de componerse la Vuelta, ese autor continúa: I
Y el motivo se comprende: la publicación de E l Gaucho M artin F ierro a fines de 1872, cuando su autor padecía en el destierro, lejos también de su mujer y de sus hijos, resultó tan inútil como aquella su campaña perio dística de E l Rio de la Plata. El primero tenía muchas cosas que clamar aún sobre los padecimientos del gaucho, la ley infame de fronteras y los crímenes que cometían los agentes de la ciudad en la campaña.
Ese alegato extemporáneo, que es lo esencial en la historia de Picardía, aunque ocupe el final de la intromisión del des mesurado Narrador, tiene como propósito demostrativo las tribulaciones de un paisano llevado por la fuerza a la Fron tera. Tal denuncia —la misma que ya había hecho Martín Fierro— era el blanco de los tenaces disparos de la campaña política de Hernández. En el lugar donde está, la precede un mero puente —el Canto XXVI—, en que se aclara el vínculo filial de Picardía con Cruz: trozo evidentemente hecho con la mano destrísima del poeta de 1879. En esos Cantos (XXVII y XXVIII) quiso mostrar Her nández, mediante la pintura de un caso particular concreto, la situación del gaucho en la campaña. Todo ese fragmento narrativo, dividido en dos en el texto publicado, se supedita, con fuerza de prueba ocular, en una demostración documental, al texto del alegato político. Pero no es ésa, en lo sucesivo, la dirección en que se mueve el Poema, aunque pudo haber sido el móvil casi exclusivo de la primera concepción. Nada más extraño en la Vuelta, en que este aspecto polémico de la Obra se restringe al Preludio y al Final, sin ningún testi monio acusativo en boca del Protagonista. Coincidentemente, aquellas partes en que reaparecen esas pretéritas defensas del pobre gaucho, en el lenguaje fiscal de los “reformistas” y en que se enumeran los atropellos que sufre, han de ser vistas como en el nivel de base de la concepción de la Ida, y no sólo como el más antiguo material poético. Esos cantos son viejos en su forma y en su contenido acusador; una y otro habían sido dejados atrás por Hernández al decidirse a pro seguir la Obra. , Es de advertir que los episodios, considerados por mí en
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otro sitio como “ejemplos”, nunca pierden en la Ida su doble carácter de “pruebas”, circunstancia que permite al Poema mantener en toda la Primera Parte su carácter de alegato político. La historia de Picardía, fuera de tiempo inserta con su ruda forma primaria, sigue siendo una pieza fundamental de aquella acusación, sin duda más violenta que la de M artín Fierro, que la había reemplazado. Sigue siendo un testimonio en el proceso oral que la Ida abrió contra el gobierno unitario de Sarmiento, presentado en las postrimerías del gobierno de Avellaneda, que el Autor defendió. El haber sostenido esa inicial posición periodística, por no resignarse a perder una composición que ya había sido glosada con fortuna, le creó a Hernández un inextricable quid pro quo con respecto a sus ideas políticas como diputado y senador, que nadie le reprochó. Los prólogos de las ediciones, hasta la última que pudo vigilar, cohonestan empeñosamente esa milicia apostólica del Autor y son, por ello mismo, jus tificación tardía de sus primeros pasos políticos y literarios más bien que declaraciones de íntima convicción. Obedecen a la necesidad de mantener vivo un argumento más que una convicción; así, los Prólogos vienen a ser lo mismo que esas estrofas que en otras partes del Poema sueldan dos porciones que era preciso conciliar. Baste señalar aquí que esas partes de tenor político corresponden al tiempo de las luchas políticas del Autor, aunque se presenten bajo el equivalente lírico de la queja que trasciende a un pesimismo filosófico. Comienzan con las recriminaciones de empuje bíblico de su panfleto Rasgos biográficos del general D. Angel Peñaloza, siguen con su prédica y su acción revolucionaria, como adversario de Mitre y Sarmiento, y remansan en la Legislatura. Allí donde Hernández insertó los Cantos XXVII y XXVIII, hacia el final de la Vuelta, el relato de Picardía resulta inex plicable por cuatro razones: a) cuenta lo que ya todos saben que le ocurrió a Martín Fierro, que está presente, y tiene des proporcionada longitud dentro de la obra, dilatando la digre sión, con un personaje accesorio, a 945 versos; b) la historia de Picardía concluye lógicamente con sus aventuras de tahúr. Toda esa narración es de la más linajuda estirpe picaresca, y lo que sigue rebaja el interés y está mal contado, en un
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estilo inferior; c) en 1879 no existía ya el régimen de las levas para sostener los fortines, desaparecida ya la amenaza del indio y la guerra del Paraguay, a la que alude Cruz, y, también fuera de tiempo, dice Picardía: El gaucho no es argentino Sinó pa hacerlo matar (II, 3869-70); d) al publicar este alegato, Hernández es partidario del gobierno nacional, y poco después defenderá la capitalización de Buenos Aires y apoyará los planes del gobernador Dardo Rocha. La Ida es el testamento de una era desaparecida para él, como lo expresa al celebrar que ya el salvaje no pisa la tierra del blanco. Picardía viene, pues, a contar sus desventuras sin leferirlas a un pasado que por su edad no puede ser remoto. Las coincidencias entre la prédica en prosa de El Río de la Plata y las que pone, rimadas, en boca de Picardía, son estrictamente de la misma fecha en los versos 3705 a 3724 con que termina el Canto XXVII. Es preciso cotejar sus palabras con los artículos de los días 19, 20, 21 y 22 de agosto de 1869, escritos como reacción contra el Decreto del día 10, que es la causa externa determinante del Poema. Para contrastarlo se acopian cargos concretos y se concibe a Picardía. La his toria de las raciones (Canto XXVIII) debe ser de esos mismos días. Por otra parte, aquella forma de queja, plañidera a veces y siempre simplista e iterativa de los atropellos que el paisano padece, es típica de las digresiones líricas de la Ida, tan abun dantes que llegan a dar a toda esa parte del Poema, en su índole de corte picaresco, un sabor elegiaco por impregnación. Las similitudes de los Cantos XXVII y XXVIII con otros de la Ida son de tal especie y concordancia de tono que, sin razones más valederas, tendrían su lugar lógico entre los Can tos III a VI. También resulta evidente que el Canto VII de la Ida iría más en su sitio puesto a continuación de la historia de Picardía. Las similitudes de intención, forma, ideas, recursos polémicos, y estilo poético son múltiples con los de la Ida, y sólo puedo aquí enunciarlos sucintamente: Temas: El cotejo de los Cantos XXVII y XXVIII de la Vuelta con los Cantos III (en que comienza el relato biográ fico de Martín Fierro) a VI de la Ida presenta el mismo orden sucesivo: encono por un voto contrario en las elecciones; tra
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bajar sin que le paguen; pobreza superlativa; castigos (estaqueaderos); ausencia de las autoridades en el fortín; pago irregular de la soldada; el gaucho sin derechos; regreso mi serable; despojo de la familia durante la ausencia; culpa del gobierno; connivencia del proveedor o del pulpero con el comandante; triste suerte del gaucho desamparado. Por ejemplo: IDA
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Formaron un contingente Con los que en el baile arriaron. . . (337-8) A mi el Juez me tomó entre ojos En la última votación. . . (343-4) El Juez nos jué a ploclamar, Y nos dijo muchas veces: “Muchachos, a los seis meses “Los van a ir a revelar”. (357-60) Y aprovechó la ocasión Como quiso el Juez de P az... Yo no quise disparar — So) m anso—y no había porqué — Muy tranquilo me quedé Y ansí me dejé agarrar. (309-10 y 315-18) En la lista de la tarde El Gefe nos cantó el punto, Diciendo: “Quinientos juntos “Llevará el que se resierte; “Lo haremos pitar del juerte, “Más bien dése por dijunto.” (391-6) Del sueldo nada les cuento Porque andaba disparando; Nosotros de cuando en cuando Solíamos ladrar de pobres — Nunca llegaban los cobres Que se estaban aguardando.
Hicieron citar la gente Pa riunir un contingente Y mandar a la frontera.
(3400-2) Me puso mal con el Juez; Hasta que al fin, una vez Me agarró en las eleciones. (3340-2) Cuando se riunió la gente Vino a ploclamarla el ñato, Diciendo con aparato "Que todo andaría muy mal “Si pretendía cada cual "Votar por un candilato.” (3349-54) Ay no más ya me cayó A sable la polecía; Aunque era una picardía Me decidí a soportar — Y no los quise peliar Por no perderme ese día. (3373-8) Cuando vino el Comendante, Dijieron: "¡Dios nos asista!” — Llegó, y les clavó la vista; \ o estaba haciéndome el sonzo — Le echó a cada uno un responso Y ya lo plantó en la lista. (3415-20) Siempre el mesmo trabajar, Siempre el mesmo sacrificio, Ls siempre el mesmo servicio Y el mesmo nunca pagar. Siempre cubiertos de harapos,
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Y andábamos de mugrientos Que el mirarnos daba horror; ¡Le juro que era un dolor Ver esos hombres, por Cristol En mi perra vida he visto Una miseria mayor. Yo no tenía ni camisa Ni cosa que se parezca; Mis trapos sólo pa yesca Me podían servir al fin ... No hay plaga como un fortín Para que el hombre padezca. Poncho, gergas, el apero, Las prenditas, los botones, Todo, amigo, en los cantones Jué quedando poco a poco: Ya nos tenían medio locos La pobreza y los ratones.
Siempre desnudos y pobres, Nunca le pagan un cobre Ni le dan jamás un trapo. Sin sueldo y sin uniforme Lo pasa uno aunque sucumba, Conformesé con la tumba Y si n o ... no se conforme. Andan como pordioseros Sin que un peso los alumbre — Porque han tomao la costumbre De deberle años enteros. ¡La gente vive marchital Si viera cuando echan tropa, Les vuela a todos la ropa Que parecen banderitas. De todos modos lo cargan, Y al cabo de tanto andar — Cuando lo largan, lo largan Como pa echarse a la mar.
Sólo una manta peluda Era cuanto me quedaba — La había agenciao a la taba Y ella me tapaba el bulto — Yaguané que allí ganaba No salía... ni con indulto.
Si alguna prenda le han dao Se la güelven a quitar, Poncho, caballo, recao, Todo tiene que dejar.
Afigúrese cualquiera I.a suerte de este su amigo, A pié y mostrando el umbligo, Estropiao, pobre y desnudo. Ni por castigo se pudo Hacerse más mal conmigo.
Y esos pobres infelices Al volver a su destino Salen como unos Longinos Sin tener con qué cubrirse.
Ni un pedazo de tabaco Le dan al pobre soldao, Y lo tienen de delgao Más lijero que un guanaco. (625-66 y 789-92)
A mí me daban congojas El mirarlos de ese modo — Pues el más aviao de todos Es un peregil sin hojas. (3605-7
LAS ESTRUCTURAS Porque todo era jugarle Por los lomos con la espada, Y aunque usté no hiciera nada, Lo mesmito que en Palermo, Le daban cada cepiada Que lo dejaban enfermo. (409-14) "No he recebido ni un rial.” (750) Y es lo pior de aquel enriedo Que si uno anda hinchando el lomo Ya se le apean como p lom o... (427-9) Pero sabe Dios qué zorro Se lo comió al Comisario. Pues nunca lo vi llegar, Y al cabo de muchos días En la mesma pulpería Dieron una buena cuenta — Que la gente muy contenta De tan pobre recebía. Diciéndome que quería Aviriguar bien las cosas — Que no era el tiempo de Rosas, Que aura a naides se debía.
(713-20 y 771-4) Volvía al cabo de tres años De tanto sufrir al ñudo, Resertor, pobre y desnudo. . . (1003-5) Y pa mejor hasta el moro Se me jué de entre las manos. (655-6) Yo no quise aguardar más, Y me hice humo en un sotreta. (989-90)
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Pues si usté se ensoberbece O no anda muy voluntario, Le aplican un novenario de estacas... que lo enloquecen. (3617-20) Pues yo no he visto ni un rial. (3627) Es servicio estraordinario Bajo el fusil y la vara... (3629-30) Sin que sepamos qué cara Le ha dao Dios al comisario. Pues si va a hacer la revista Se vuelve como una bala, Es lo mesmo que luz mala Para perderse de vista. Y de yapa cuando va Todo parece estudiao — Va con meses atrasaos De gente que ya no está. Pues ni adrede que lo hagan Podrán hacerlo mejor, Cuando cai, cai con la paga Del contingente anterior. (3641-44) Hasta que tanto aguantar El rigor con que lo tratan, O se resierta o lo matan, O lo largan sin pagar. (3649-52) Poncho, caballo, recao, Todo tiene que dejar. (3667-8) Y tan duro es lo que pasa, Que en aquella situación Les niegan un mancarrón Para volver a su casa. (3681-4)
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Al dirme dejé la hacienda Que era todito mi haber — Pronto habíamos de volver, Según el Juez prometía, Y hasta entonces cuidaría De los bienes la mujer. Después me contó un vecino Que el campo se lo pidieron — La hacienda se la vendieron Pa pagar arrendamientos, Y qué sé yo cuántos cuentos, Pero todo lo fundieron. (10-27-38)
Y tiene que regresar Más pobre de lo que jué — Por supuesto a la mercé Del que lo quiere agarrar. Y no averigüe después De los bienes que dejó — De hambre, su muger vendió Por dos —lo que vale diez.
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Forma: La cuarteta, con rima consonante, o tendencia mar cada a ella. Sólo en la Ida se halla esta estrofa: a-b-a-b y a-b-a-B,
y esta forma desaparece totalmente en la Vuelta. Corresponde, pues, a un periodo de sumisión a las formas clásicas del Autor, que abandona más tarde. Aun en las sextetas, primeramente hay el consonante —Canto I de la Ida, hasta el verso 54—; aquí por primera vez se rompe la norma del consonante perfecto. Hasta este momento Hernández se propone lograr una composición entera en consonantes, a veces de rima rara, como se vuelve a notar en el Canto III; esto a pesar del ensayo excesivamente atrevido del Canto VIII, que es anterior, sin duda. En conse cuencia, éste es un doble índice: para establecer la cronología de los distintos miembros y secciones de la Primera Parte del Poema, y para asegurar que el primer proyecto del Autor no superaba los trescientos versos. Estilo: Parquedad en el empleo de dichos y refranes, que son una misma cosa en dos fases de la elaboración. En los dos cantos de Picardía y en los más antiguos de la Ida, el VII y el VIII, la narración es simple y analítica, se encuentran redun dancias (especie de variantes ue estrofas no satisfactorias) y el predominio de lo político-ideológico sobre lo narrativo-pintoíesco en toda la composición. No se encuentran estos rasgos en la madurez de forma del Poeta. Según estas reflexiones, es evidente que, aunque figuren en la Vuelta, los Cantos XXVII y XXVIII son la parte más vieja de todo el Poema, y que les siguen los Cantos VII, VIII
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y I de la Ida, en este orden, hasta el afianzamiento definitivo de una nueva técnica, al promediar el Canto VIÍI; dicho con toda precisión, después de la sexta estrofa (versos 1285-8), en cuartetas dobles. En este canto abunda la anomalía del quinto verso libre o de asonante débil. Diría que esa estrofa resulta hallada, si no obedece a una audaz reducción de la décima. En el texto aparece como dilatación de una cuarteta malograda —afortunadamente— por el injerto del diálogo. Es un accidente feliz, de los muchos que se encuentran examinando cuidado samente la Obra; la mayoría de ellos de carácter verbal. Tras esos dos cantos de Picardía (XXVII y XXVIII) ha de situarse cronológica, formal y conceptualmente el Canto VII de la Ida, como ya insinué, colocado también de mano maes tra, aunque en la primera forma —la cuarteta— y en una fase ulterior —hacia el asonante—. El episodio, que resulta sumamen te extraño en Martín Fierro, se explicaría bien en Picardía o en Cruz. Entre aquellos tres cantos primitivos más el comienzo del VIII y el resto de la Ida, hay una diferencia tan marcada como la que puede advertirse dentro del mismo Canto VIII. Pertenecen a otra manera de ver y de decir, donde las reflexiones de los dichos y juicios de carácter filosófico, que engrandecen la Obra, no son elemento esencial del estilo personalísimo del Autor. Quienquiera que tenga experiencia del verso y pueda distinguir lo que es una forma incipiente de una forma adulta en el arte de manejarlo, siente y sabe con íntima certidumbre que aquellas tres partes son las más antiguas, sin necesidad de otros análisis, sólo necesarios para el profano. El análisis de mostrativo exigiría mucho espacio, y se trata de una evidencia estética que da a ese grupo de cantos una concepción afín, como los tienen los episodios de la danza, la pelea con el Indio, la historia de Vizcacha y la Payada. A esa altura de su trabajo, el problema ha de haber sido para Hernández desarrollar la tesis de los Cantos XXVII y XXVIII, conectando los Cantos VII y VIII en una biografía más rica de contenidos. Ya estaba dicho que Picardía había sido llevado a la Frontera y por qué. Si el crimen se coloca después de la leva, tiene que explicarse como desahogo por algún mal resultante de su ausencia o padecimientos. Como el comienzo del Canto VIH resulta ser una pieza de brevedad
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feliz (éste es otro rasgo del nuevo estilo), el relato del segundo crimen, en un boliche, tiene que ser utilizado también. Ese canto da a Hernández plena conciencia de sus fuerzas y lo impulsa a extender la Obra con más vastas perspectivas. La cuarteta malograda (versos 1289-94) es el momento más glorioso de la carrera poética de Hernández; en este libro de los en cuentros, es el de Hernández consigo mismo. Pero todavía la concepción no es más que esto: un gaucho, cantor acaso, es llevado por la fuerza a la Frontera; comete dos crímenes, por reacción contra la injusticia. Falta aún la des cripción del Personaje (del que no alcanzó el Autor a tener concepto cabal nunca, debido a las vicisitudes de la gestación), o sea la presentación previa. Inicia entonces el contradictorio Canto I, más congruente con el carácter de Picardía o de Cruz, y lo interrumpe en el verso 102. En este instante preciso, Pi cardía va a desaparecer para dejar su sitio al sustituto, que aún no es Martín Fierro. El gaucho perseguido va tomando carácter, sin estar todavía bien perfilado. La estrofa siguiente, que contiene estos versos: Qiie nunca peleo ni mato Sino por necesidá (105-6), señala el momento en que salta de una con cepción a otra, de una a otra perspectiva. Tiene en vista el Canto VII, ya compuesto, pero no sabe cómo lo podrá insertar en la Obra. Necesita justificar a su Personaje. Con lo que se plantea otro de los arduos problemas: la contradictoria psico logía de Martín Fierro. Picardía (ha cambiado de vida, no de nombre) es un cantor-peleador: altivo, solitario, sin familia ni hogar ni sentimientos domésticos; un huérfano errante, un gaucho que se hace malo. El óbice es reunir los materiales inconexos, darles cohesión sin que quiebren la unidad de ca rácter del Protagonista, y eso no puede hacerse sin el señorío del oficio; pero de todos modos es preciso ampliar el cuadro, y esto es lo que le da a Hernández aquel señorío. Este nuevo personaje, el que deriva de Picardía, sigue siendo el mismo que exclamaba como despedida: Parece que el gaucho tiene Algún pecao que pagar (II, 3885-6), reflexión que había sido utilizada por el Autor en el artículo del 19 de agosto de 1869: “Parece q u e ... nuestros gobiernos quisieran hacer purgar como un de lito oprobioso el hecho de nacer en el territorio argentino y de levantar en la campaña la humilde choza del gaucho.”
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Ya se puede esbozar con más confianza la génesis del Martín Fierro: intención de cantar los atropellos de la justicia rural;
levas, comandantes, comisarios, jueces de paz (exactamente los agentes culpables en la propaganda periodística). Todo el pro grama político de Hernández hasta la clausura de El Río de la Plata, el mismo año en que se escriben esos trozos primitivos (1870), coincide con el plan del Poema. Abandonado el periój dico —y la prosa—, sólo le queda insistir en verso, para renovar el ataque con otras armas. “Martín Fierro” pudo haber sido, a lo más, el seudónimo de Hernández que pensara poner en el Poema, cuya gestación prosigue conforme a sus propias leyes de crecimiento. El nombre supuesto, con el que se encariña, lo ampara de aparecer insistiendo, como voz de ultratumba, en lo dicho ineficazmente y durante tanto tiempo. Es segurí simo que los primitivos cantos debieron publicarse en el Uru guay, y la admiración de Lussich, que le dedica su obra Los tres gauchos orientales, no pudo tener otra causa. Por esta paternidad inversa, Picardía padre larval del fu turo Protagonista, que inmediatamente es Cruz), conserva una consanguinidad tan cercana con M artín Fierro, que es inevita ble, al presentarse el supérstite en la Vuelta, recordarlo como a un viejo conocido. Llega a traer el borrador de los Cantos III a VI de la Ida. Bastábale al “hijo de Cruz”, para afirmar su personalidad picaresca en diversas aventuras, con haber sido pastor, volatinero, protegido de unas tías, enrolado en la Guar dia Nacional (simplemente, como el Hijo Segundo) y fullero. La estrofa N o repetiré las quejas De lo que se sufre allá, Son cosas muy dichas ya, Y hasta olvidadas de viejas (II, 3601-4), no concuerda con el relato in extenso que le sigue, y además pertenece a una mano mucho más diestra. Esta es una estrofa de sutura (como las estrofas 18 y 19 del Canto I de la Ida), y, sin duda, son nuevos, asimismo, los versos preparatorios 3589 a 3600. Desde el verso 3581 (exclusive la indicada estrofa) hasta el final, como se conserva, constituye la parte “madre”, por llamarla así. Las dificultades se presentan al Poeta a medida que avanza en su Obra, y al vencerlas —o no— aparecen otras derivadas de ella; mas por tal experiencia va tomando posesión de sí mismo el Autor, y la Obra adquiere paulatinamente un interés artís
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tico-poético superior al político y por sobre las menudas preocu paciones de la métrica. En efecto, todas las sextetas del Canto II de la Ida tienen mayor soltura que las del I, del que pasa al III la preocupación por la rima difícil, y que concluye ex presando el Protagonista que fue padre y marido, aunque lo persiguieran y denigraran injustamente. ¿Cómo explicarlo me jor, sin sacrificar las estrofas 15, 16 y 17, hechas para Picardía? Lo mismo ocurre desde el verso 1313 (Canto VIII), que es de los pasajes mejor logrados de la Primera Parte ;por lo tanto, escritos después de los Cantos X, XI y XII (de Cruz), que dan la primera versión de versos y situaciones análogos que encon tramos en el singular Canto VIII en boca de Martín Fierro. Aunque parezca que Cruz y Picardía plagian a Martín Fierro, sucede al revés. La historia de Cruz concuerda mejor con la de Picardía, y en realidad pueden formar una sola biografía; el parentesco pudo ser un ardid para utilizar el Autor la com posición antes desechada. Cuando Hernández termina el Canto I, con las dos estrofas finales de enlace, tiene armado nuevamente todo el Poema, que ya difiere mucho del primer esbozo. Al utilizar en los Cantos III a VI, notablemente mejorados, los materiales de la versión madre , sólo tiene que incorporar los temas nuevos del malón y la pelea con el Hijo del Cacique. La biografía del Protago nista se presenta en este momento a Hernández así: un gaucho altanero (que antes se llamaba Picardía), ahora buen paisano trabajador y cantor, es llevado a la Frontera en un arreo orde nado por el Juez; es engañado por el Comandante, a quien mata —o a su asistente—; desertor y prófugo, comete dos críme nes (Cantos VII y VIII). Pero el regreso de la Frontera del Protagonista tampoco debió de ser el actual. Todo esto es la historia de Cruz. Mas como el Canto I era excesivamente largo y con estrofas repetidas, nació la idea de incorporar otro gau cho cantor, ahora Martín Fierro, que se llevaría esta parte exce dente del Preludio, sin la triste historia de la liviandad de la mujer (asunto primordial en la primera versión, que motivaba más punzantemente la nueva conducta del gaucho matrero). El regreso, con algunas estrofas del Preludio y los episodios cau sales de su alzamiento, pudieron haber constituido la historia autónoma, hasta cierto punto, de Cruz, Martín Fierro queda
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libre de aquella mancha conyugal y puede contar con pocas palabras la desolación de su hogar destruido y ensamblar así, por fin, la historia de Picardía, su presentación y el Canto VII y mitad del VIII. Es decir, que Cruz, en vez de parar en sar gento de policía (ocurrencia realmente rara), llevaría vida de matrero, paralela a la de Martín Fierro (lo cual se enuncia en los versos 2023-46), de análoga querella en pro del gaucho y contra las autoridades, en el estilo moral de Picardía más bien que en el de Martín Fierro, aunque ya en la estrofa magistral. No creo excesivamente osado decir que la historia de Cruz era primeramente la historia de Martín Fierro, porque la hipój tesis auxilia, indirectamente, para revelar y fijar la imagen de este personaje en su carácter de “doble”. Al trasladar esa his toria de Cruz a la de Martín Fierro, Hernández mejoró el tipo, purgándolo de todo lo vilhno. Esa conducta no podía despertar simpatía en los lectores. Por otra parte, la crítica que hace Cruz del estado de cosas del país, al final de su discurso, no está justificada. Puede encarnar una voz común, el juicio corriente de todos los hombres decentes del campo, pero él no tiene per sonería para eso, ni altura moral. Ninguno de los motivos de su desdicha tiene que ver con el gobierno. Pero, como hemos de ver, su crítica es también complementaria de las de Fierro y Picardía. Cruz es una copia de Martín Fierro, en la lectura ingenua del Poema: nace sin mejor razón que la de transportar a su propia suerte los buenos versos y las malas acciones de la vida ajena. Su carácter de “doble” se prueba, por abundancia, en el Desierto, donde no tiene programa de acción ni de existen cia. En otro capítulo señalo las dificultades de la reaparición de Cruz, pues originariamente fue Martín Fierro y antes Pi cardía, de quien conserva la apostura moral. Juzgo ilustrativo demostrar el paralelismo que existe entre actitudes de Cruz y de Martín Fierro. RELATO DE MARTIN FIERRO ¡El que hoy tan pobre me vea Tal vez no crerá todo estol (377-8)
RELATO DE CRUZ El andar tan despilchao Ningún mérito me quita.
(1693-4)
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(1182)
Y con algunos ardiles Voy viviendo, aunque rotoso. (1705-6)
(115-6)
A mí no me matan penas Mientras tenga el cuero sano. (1711-2)
Tuve en mi pago en un tiempo Hijos, hacienda y mujer. (289-90)
Yo también tuve una pilcha Que me llenó el corazón. (1741-2)
El negro me atropelló Ccmo a quererme comer — Me hizo dos tiros seguidos Y los dos le abarajé.
Un puntaso me largó Tero el cuerpo le saqué, Y en cuanto se lo quité, Para no matar un viejo, Con cuidao, medio de lejo, Un planaso le asenté.
“Gaucho rotoso”, me dijo. Ninguno me hable de penas. Porque yo penando vivo.
Y en el medio de las aspas Un planaso le asenté, Que le largué culebriando... . . . En el cuchillo lo alcé, Y como un saco de güesos Contra el cerco lo largué. (1207-34) Desaté mi redomón, Monté despacio, y salí Al tranco pa el cañadón.
Y yo, déle culebriar, Hasta que al fin le dentré Y ay no más lo despaché Sin dejarlo resollar. (1825-48) Alcé mi poncho y mis prendas Y me largué a padecer. (1873-4)
(1250-2)
Hasta la vista se aclara Por mucho que aiga chupao. (1205-6)
A su amigo cuando toma Se le despeja el sentido.
Era una delicia el ver Cómo pasaba sus d ías... Sosegao vivía en mi rancho Como el pájaro en su nido.
Grandemente lo pasaba Con aquella prenda mía — Viviendo con alegría Como la mosca en la miel — ¡Amigo, qué tiempo aquél! (1765-9)
(137-8 y 295-6) Las coplas me van brotando Como agua de manantial.
(53-4)
(1995-6)
A otros les brotan las coplas Como agua de manantial: Pues a mí me pasa igual Aunque las mías nada valen, De la boca se me salen Como ovejas del corral. (1885-90)
LAS ESTRUCTURAS Yo no soy cantor Ietrao... (49)
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Y aunque yo por mi inorancia Con gran trabajo me esplico... (1897-8)
Supe una vez por desgracia Que había un baile por allí — Y medio desesperao A ver la milonga fui.
Supe una vez pa mi mal De una milonga que había, Y ya pa la pulpería Enderecé mi bagual.
Riunidos al pericón Tantos amigos h a llé... (1139-44)
Era la casa del baile Un rancho de mala muerte, Y se enllenó de tal suerte... (1923-9)
Monté, y me encomendé a Dios, Rumbiando para otro pago — Que el gaucho que llaman vago No puede tener querencia, Y ansí de estrago en estrago Vive yorando la ausencia. (1313-8)
Monté y me largué a los campos Más libre que el pensamiento, Como las nubes al viento A vivir sin paradero, Que no tiene el que es matrero Nido, ni rancho, ni asiento. (2005-10)
El anda siempre juyendo, Siempre pobre y perseguido; No tiene cueva ni nido, Como si juera maldito. (1319-22)
Tiene el gaucho que aguantar Hasta que lo trague el oyo.
Ansina, pues, conociendo Que aquel mal no tiene cura... (829-30)
Ellos a la enfermedá Le están errando la cura.
Porque el ser gaucho... [barajol El ser gaucho es un delito.
Lo miran al pobre gaucho Como carne de cogote; Lo tratan al estricote — Y si ansí las cosas andan, Porque quieren los que mandan Aguantemos los azotes.
Es como el patrio de posta, Lo larga éste, aquél lo toma — ISunca se acaba la broma — Dende chico se parece Al arbolito que crece Desamparao en la loma. Le echan la agua del bautismo Aquel que nació en la selva, “Buscá madre que te envuelva”, Le dice el flaire y lo larga, Y dentra a crusar el mundo Como burro con la carga. Y se gría viviendo al viento
(2091-2) (2141-2)
¡Puchal — ¡Si usté los oyera, Como yo en una ocasión, Tuita la conversación Que con otro tuvo el juezl — Le asiguro que esa vez Se me achicó el corazón. Hablaban de hacerse ricos Con campos en la frontera —
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Como oveja sin trasquila — Mientras su padre en las filas Anda sirviendo al Gobierno — Aunque tirite en invierno Naides lo ampara ni asila.
De sacarla más ajuera Donde había campos baldidos — Y llevar de los partidos Gente que la defendiera.
Le llaman ‘‘gaucho mamao" Si lo pillan divertido, Y que es mal entretenido Si en un baile lo sorprienden — Hase mal si se defiende, Y si no, se v e ... fundido.
Todo se güelven proyectos De colonias y carriles — Y tirar la plata a miles Eu los gringos enganchaos, Mientras al pobre soldao Le pelan la chaucha — ¡ah, vilesl
Nr, tiene hijos, ni mujer, Ni amigos, ni protetores, Pues todos son sus señores Sin que ninguno lo ampare — Tiene la suerte del güey, ¿Y dónde irá el güey que no are?
Pero si siguen las cosas Como van hasta el presente Puede ser que redepente Veamos el campo disierto, Y blanquiando solamente Los güesos de los que han muerto.
Su casa es el pajonal, Su guarida es el desierto — Y si de hambre medio muerto Le echa el lazo a algún mamón, I.o persiguen como a plaito Porque es un “gaucho ladrón”.
Hace mucho que sufrimos La suerte reculativa — Trabaja el gaucho y no arriba, Pues a lo mejor del caso Lo levantan de un sogaso Sin dejarle ni saliva.
Y si de un golpe por ay Lo dan vuelta panza arriba,, No hay una alma compasiva que le rese una oración — Talvez como cimarrón En una cueva lo tiran.
De los males que sufrimos Hablan mucho los puebleros, Pero hacen como los teros Para esconder sus niditos: En un lao pegan los gritos Y en otro-tienen los güevos.
El nada gana en la paz, Y es el primero en la guerra — No le perdonan si yerra, Que no saben perdonar — Porque el gaucho en esta tierra Sólo sirve pa votar.
Y se hacen los que no aciertan A dar con la coyontura — Mientras al gaucho lo apura Con rigor la autoridá. . .
Para él son los calabozos, Para él las duras prisiones — En su boca no hay razones Aunque la razón le sobre, Que son campanas de palo Las razones de los pobres. Si uno aguanta, es gaucho bruto — Si no aguanta, es gaucho malo —
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LAS ESTRUCTURAS ¡Déle azote, déle palo, Porque es lo que él necesital — De todo el que nació gaucho Esta es la suerte maldita. (1323-84)
(2095-140)
Hay un indicio para juzgar que la composición del relato de Cruz sea anterior al de Fierro, y es el verso 2090: Que algún día se ha’e parar, corregido después así: Que algún día ha de parar; única vez que Hernández usó el apóstrofo. Puede establecerse, asimismo, un cotejo entre el relato de las mañas del pulpero y de las estratagemas de la Bruja y el proveedor (Cantos IV de la Ida y XXVIII de la Vuelta): RELATO DE MARTIN FIERRO Era un amigo del Gefe Que con un boliche estaba; Yerba y tabaco nos daba Por la pluma de avestruz, Y hasta le hacía ver la luz Al que un cuero le llevaba. Sólo tenía cuatro frascos Y unas barricas vacías, Y a la gente le vendía Todo cuanto precisaba... A veces creiba que estaba Allí la proveduría. ¡Ah, pulpero habilidoso! Nada le solía faltar — ¡Hay juna! — y para tragar Tenía un buche de ñandú; La gente le dió en llamar "El boliche de virtú”. Aunque es justo que quien vende Algún poquitito muerda, Tiraba tanto la cuerda Que con sus cuatro limetas El cargaba las carretas De plumas, cueros y cerda. Nos tenía apuntaos a todos Con más cuentas que un rosario,
RELATO DE PICARDIA Decían que estaba de acuerdo La Bruja y el provedor, Y que recebía lo pior—.. . Puede ser —pues no era lerdo. Que a más en la cantidá Pegaba otro dentellón, Y que por cada ración Le entregaban la mitá. Y que eso lo hacía del modo Como lo hace un hombre vivo: Firmando luego el recibo, Ya se sabe, por el todo. Pero esas murmuraciones No faltan en campamento: Déjenme seguir mi cuento, O historia de las raciones. La Bruja las recebía Como se ha dicho, a su modo — Las cargábamos, y todo Se entriega en la mayoría. Sacan allí en abundancia Lo que les toca sacar — Y es justo que han de dejar Otro tanto de ganancia.
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206 Cuando se anunció un salario Que iban a dar, o un socorro — Pero sabe Dios qué zorro Se lo comió al Comisario. Sacaron unos sus prendas Que las tenían empeñadas; Por sus diudas atrasadas Dieron otros el dinero; Al fin de fiesta el pulpero Se quedó con la mascada. Allí tuito va al revés: Los milicos se hacen piones, Y andan por las poblaciones Emprestaos pa trabajar — Los rejuntan pa peliar Cuando entran Indios ladrones. Ye he visto en esa milonga Muchos Gefes con estancia, Y piones en abundancia, \ majadas y rodeos; He visto negocios feos A pesar de mi ignorancia.
(685-726 y 811-22)
Van luego a la compañía, Las recibe el comendante, El que de un modo abundante Sacaba cuanto quería. Ansí la cosa liviana Va mermada por supuesto; Luego se le entrega el resto Al oficial de semana. — — Araña, ¿quién te arañó? Otra araña como yo. Este le pasa al sargento Aquello tan reducido — Y como hombre prevenido Saca siempre con aumento. Esta relación no acabo Si otra menudencia ensarto; El sargento llama al cabo Para encargarle el reparto. El también saca primero Y no se sabe turbar — Naides le va a aviriguar SI ha sacado más o menos. Y sufren tanto Y hacen tantas Que ya casi no Cuando llegan
bocao estaciones, hay raciones al soldado (3785-834)
De las dificultades que encontró Hernández para ensamblar los dos cantos de Picardía en la composición de la Vuelta nos informa Leumann, en El poeta creador: Todas [las estrofas] hacen parte de los Cantos 27 y 28, que son acusación tremenda contra los gobiernos del país por mala conducta con los pobres gauchos... Aquí continúa, con escritura serena, el relato que hace ahora Picardía de su situación nueva en el fortín, como asistente de La Bruja, y se describe al curioso personaje... El hijo de Cruz no aparece, en el manuscrito, mediante el breve romance que constituye el Canto XX de la Vuelta (romance compuesto sin duda cuando los originales definitivos de la obra iban ya para la imprenta)... Las primeras planas de Picardía se diferencian, liasta por su aspecto gráfico, de todas las otras que forman el manuscrito. Las hay con más enmiendas, pero que no traducen, como aquí, el enconado esfuerzo inútil: tachas, borrones, lugares ilegibles, versos
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que se interrumpen a mitad de una palabra, rasgos de letra vertiginosa y nerviosa, no corregidos gazapos, y sextinas con señales de una desalentada suspensión de la tarea... P ic a r d ía : M e crié sin padre y sin m adre E n continuo p ad ecer Sin naides a qu ien q u e r e r .. . (estos tres versos aparecen tachados). Aquí termina la primera batalla que libró Hernández en el intento de presentar a Picardía y hacerle referir sus aventuras.
En el romance (Canto XX) de presentación de Picardía, hallamos estos dos versos: Pero andaba despilchao, No traia una prenda buena (II, 2923-4) que recuerdan estos otros dos del Canto VII de la Ida: No tenía una prenda güeña N i un peso en el tirador (1133-4). De mucha mayor significación, para fechar los cantos de Picardía en que refiere sus penurias en la Frontera, son algunas publicaciones de El Río de la Plata, cuya transcripción hará más evidente su coetaneidad: dice en el número del 19 de agosto de 1869: “¿Qué se consigue con el sistema actual de los contingentes? Arrebatado a sus labores... para convertirlo en un vago, en un elemento de desquicio e inmoralidad” (versos 3685-8 y 3697-704: ¡Lo tratan como a un infiel! Completan su
sacrificio No dandolé ni un papel Que acredite su servicio. . . Y como están convenidos A jugarle manganeta, A reclamar no se meta Porque ¿se es tiempo perdido. Y luego si a alguna Es tancia A pedir carne se arrima, Al punto le cain encima Cor^ la ley de la vagancia)-, en el artículo del 6 de octubre de 1869:
“Los gobiernos necesitan soldados para atender el servicio de la frontera, pues que los busquen con sus recursos propios” (versos 3705-8: Y ya es tiempo, pienso yo, De no dar más con tingente; Si el Gobierno quiere gente, Que la pague y se acabó)j
el 21 de agosto de 1869: “Los hijos de la Provincia de Buenos Aires se han diseminado por todas partes, huyendo a buscar seguridades y refugio en las demás provincias o fuera del terri torio argentino (versos 3713-6: Y digo, aunque no me cuadre ; Decir lo que naides dijo: La Provincia es una madre Que no defiende a sus hijos); el mismo día: “Nuestros compatriotas de
la campaña son perseguidos como delincuentes. . . ” (versos 3709-12: Y saco así en conclusión En medio de mi inorancia, Que aquí el nacer en Estancia Es como una maldición ); el mis mo día: “El servicio de las fronteras sólo pesará sobre los pocos vecinos laboriosos y acomodados, que no pudiendo abandonar
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sus familias se someten a las tristes consecuencias de una suerte fatal. Así es que no sólo obligamos a una parte de la población de la campaña a andar errante y al acaso, huyendo al servicio personal que se le quiere imponer. . .” (versos 3717-24: Mueren
en alguna loma En defensa de la ley, O andan lo mesmo que el güey, Arando pa que otros coman. Y he de decir ansí mismo', Porque de adentro me brota, Que no tiene patriotismo Quiert no cuida al compatriota).
Sería absolutamente inconcebible que en 1879 Hernández glosara sus opiniones vertidas diez años antes, cuando tenían un sentido de realidad, con tal fidelidad como se comprueba por el cotejo, ni que concibiera, ya sin el calor de la lucha política, los versos con que termina Picardía su historia: Y es necesario
aguantar El rigor de su destino; El gaucho no es argentino Sinó pa hacerlo matar. Ansí ha de ser, no lo dudo, Y por eso decía un tonto: «Si los han de matar pronto, Mejor es que estéii des nudos ». Pues esa miseria vieja No se remedia jamás; Todo el que viene detrás Como la encuentra la deja. Y se hallan hom bres tan malos Que dicen de buena gana: “El gaucho es como la lana, Se limpia y compone a palos. . . (3867-82).
En cuanto a las estrofas del Preámbulo de la Vuelta que contienen el tono acusador y enérgico de la Ida (versos 103 a 132), Leumann, que ha revisado el Manuscrito, nos dice que no se encuentran en él. Es muy posible que mediante ese puente tratara Hernández de conectar la tesitura de la anacrónica acu sación de Picardía con la en su momento actualísima de la Primera Parte. ORDENACION DE LOS MATERIALES EN EL MANUSCRITO Carlos Alberto Leumann ha tenido, según hemos visto, el privilegio de examinar y estudiar el Manuscrito. Su libro El poeta creador contiene algunos datos relacionados con la elabo ración de la Vuelta. Parte de ella ha sido escrita en la creación poética, con tachas, correcciones, modificaciones, o asentando la primera idea en versos que pasan a ocupar otro sitio en estrofas siguientes o anteriores; parte de ella es copia de una
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escritura hecha en otros borradores, por no registrar el Manus crito ninguna corrección y ser su caligrafía más clara y segura. El Manuscrito está contenido en seis cuadernos escolares, cinco de tapas rojas y uno de tapas azules, numerados del 1 al 5, pues el penúltimo, que contiene la historia de Picardía, es supernumerario. La primera hoja de este cuaderno, numerado 4 1/ 2 , está arrancada. Los demás cuadernos están completos. Erí el número 4 quedan nueve hojas sin utilizar, y concluye con las aventuras del viejo Vizcacha. La salida de Martín Fierro del Desierto hubo de ser explicada, juzga Leumann, después de cantar el Hijo Segundo. En el Manuscrito hay cuatro versos inéditos, que correspondían al romance del Canto XI: He de contarles después, Si les interesa el cuento, El motivo y la ma nera Como salí del desierto. Informa Leumann:
El episodio del Indio y la Cautiva lo compuso Hernández mucho después del romance del encuentro (está en el último cuaderno). Entonces lo colocó antes de la Payada con el negro. Advirtió el error cuando termi nado (o casi) el Poema. La Cautiva no estaba en el p la n ... El manuscrito nos descubre aquí lo provisorio y desarmable del primer plan de la Vuelta. Hernández ignoraba aún cómo el protagonista abandonó los toldos. Por consiguiente, ignoraba también el importante combate con el indio en defensa de la cautiva. Conforme al primer plan, Martín Fierro se interrumpe en una última estrofa del primitivo Canto VI: R ecuerdo tan doloroso No m e deja continuar.
De mayor interés son los datos que Leumann suministra acerca de Picardía: Pensaba Hernández que Martín Fierro podría narrar su vuelta de los toldos cuando sus dos hijos hubiesen referido sus respectivas historias. El hijo del sargento Cruz no había asomado aún en su imaginación como personaje activo del poem a... Y como quiera que, según el primitivo plan, Martín Fierro ha de relatar antes el regreso a las poblaciones, deja allí nueve hojas en blanco, al cabo de las cuales ensaya infructuosamente la parte de Picardía... Las nueve hojas vírgenes eran muy pocas. Cuando Hernández llega a escribir, mucho después, el susodicho relato, necesitará un cuaderno íntegro... Pero el hijo de Cruz resulta ocasión incidental de una grave crisis en la construcción de la V uelta... Todas (las estrofas de la lámina XXXIII) hacen parte de los cantos 27 y 28, que son acusación tremenda contra los gobiernos del país por mala conducta con los pobres gauchos... Una estrofa (lámina XXXVIII, la primera del canto origi nal XXII, titulado “Martín Fierro”), cuyos dos últimos versos: Q ue tubiéramos parece A lgún pecau que pagar, pasan a terminar el relato de Picardía.
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El capítulo XXV del citado libro de Leumann se titula: “Hernández pierde su primera batalla de Picardía” (cf. supra, pp. 101 s.), y ahí, siempre fuera del verdadero problema, co menta: De los seis cuadernos manuscritos que permiten contemplar la construcción palpitante de L a Vuelta de M artin F ierro, el número 4 es el que más enseña... Recordemos que este cuaderno número 4 termina la relación del hijo segundo, con el cuadro espeluznante del viejo Vizcacha muriendo en su ley diabólica y con las desventuras finales del protagonista cantor; que hay en seguida nueve hojas en blanco, destinadas, según el plan primitivo de la Vuelta, a relatar cómo sale Martín Fierro de la toldería. Empieza luego la batalla de Picardía. Pelea dura, que dejó varias sextinas inéditas, llenas de reformas y con los rastros de un gran esfuerzo fallido.. . Alcanza Hernández a escribir cinco estrofas y la mitad de otra. Sucesión de ideas grises en versos desanimados. Sin una sola imagen, sin una expre sión feliz. También la sintaxis flaquea. Faltan fluidez, concepto rotundo y la arquitectura armoniosa que caracterizan la sextina del M artin F ierro.
En el capítulo XXVI de la citada obra de Leumann, leemos: Y en otro cuaderno, que lleva en la tapa el número 5, encara otro argu mento del poema. Muy claramente se deduce que no creía necesitar más espacio para cuando pudiese al fin construir los cantos de Picardía. Cuando esto ocurre, aquellas ocho hojas apenas bastan para las primeras andanzas del protagonista. Y tiene Hernández que seguir su historia en otro cuaderno, que así resulta intermedio entre el 4 y el 5 . . . Trabajo muy complejo y lleno de accidentes cuando huye del Picardía malogrado y ensaya otra cosa en el cuaderno número 5 . . . Conviene desatender por ahora lo que ensaya en este último cuaderno, y quedamos en el nú mero 4. Allí antes de su segunda, larga y victoriosa batalla por el hijo de Cruz, Hernández había hecho una tentativa, que alternó con su trabajo del cuaderno 5, de reabordar al nuevo personaje...
En el capítulo XXVIII comenta Leumann: Por lo armónico de la letra y limpieza de las planas, no hay duda que el manuscrito del canto 25 (leva de gauchos para la frontera), en el cuaderno número 4 de la Vuelta, no es la primera hechura del texto. . . De suerte qu e dicho canto 25 lo com puso, reform ó y corrigió m entalm ente, o de carillas sueltas lo trasladó al c u a d e r n o ...
[el subrayado es mío]. Lo mismo se puede asegurar del canto 26 (número 20 en el manuscrito). Casi todas sus planas son realmente caligráficas, al contrario de las que en seguida corresponden al cuadro infernal de lo que Picardía cuenta que vió en la frontera.
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En la imposibilidad absoluta de consultar el Manuscrito, y siendo Leumann el único a quien se le ha permitido estudiarlo, he tenido que utilizar ampliamente sus observaciones, pues corroboran mi hipótesis de que los cantos XXVII y XXVIII de la Vuelta son lo más antiguo de todo el Poema. Por las diferencias que existen entre el texto manuscrito y el publicado en 1879, debemos inferir que todo el material que contienen los seis cuadernos sufrió una ulterior reelaboración; y las líneas verticales con que las planas aparecen cruzadas indica el traspaso a otro manuscrito que se ha perdido. Las ob servaciones de Leumann sobre el texto conservado se pueden concretar así: a) correcciones de palabras, versos o estrofas sobre la misma escritura o al margen; b) estrofas enteras testadas por trazo de varias líneas ver ticales; c) en ocasiones se utilizan algunos versos tachados, y en otras se abandona íntegramente la estrofa; d) Hernández suele asentar versos que luego utilizará en diversos lugares de otras estrofas, por lo general al fin; e) deja páginas en blanco, para colocar más tarde episodios que tiene concebidos en el plan; f) algunos de los cantos, y muchas veces estrofas, cambian de lugar en la organización definitiva del Poema, como el re lato de la Cautiva; g) faltan en el Manuscrito que se conserva (posiblemente se hallan en otro cuaderno) los tres últimos cantos del Poema; h) la estadística que Hernández llevaba en hoja aparte del orden de los cantos y cantidad de versos en cada uno sólo llega hasta el canto XXV; i) sólo se utiliza el anverso de la hoja. Las correcciones más importantes del texto de la Vuelta con relación al Manuscrito son las siguientes: En lugar de la estrofa: Pero el indio es dorm ilón.. . (307-12), había escrito: Duerme el indio como un pájaro Si dispone vigi lar; alguien lo puede igualar En destreza y en coraje, Mas naide iguala al salvaje A ver lejos y a cuidar. Después de la estrofa que termina: Con dos cueros de bagual (414), hizo otra que no utilizó: Yo no puedo asigurar Si es pior el peligro cierto De
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ser perseguido o muerto En su tierra con apuro, O verse un hombre seguro Pero solo en el desierto. Suprimidos, en plana frontera, tres versos: Viviendo sin esperanza, Siempre bajo la amenaza De nuestro incierto destino. Otra estrofa inédita, en lugar de los puntos suspensivos, después del verso 744: Y si ellos hacen festejos Por cosa tan mal habida, Yo que regreso con vida Soñando en ir a mi pago Es justo que tome un trago Festejando mi venida. Después de la última estrofa del Canto V (verso 774) —Que pasaran sin comer Estrañábamos nosotros: Después por algunos otros Pudimos aviriguarles Que cada china entra al baile Con una ración de potro—, anota, para utilizar luego: Un inglés ojos celestes Como potrillito zarco.. . Las tres
estrofas sobre el caballo del indio, en el Canto VI (versos 493 510) tuvieron esta versión, que Hernández tacha: De ese modo
anda liviano, No fatiga al mancarrón. Es su espuela en el malón Después de bien afilao Un cuernito de venao que se amarra en el garrón. Aquel que tiene un güen pingo Que se llega a disJ tinguir Lo cuida hasta pa dormir, De ese cuidado es esclavo (tacha: Con un empeño que alabo), etc. Estrofa suprimida (des pués del verso 2168): Entonces yo lo inoraba, Pero después e sabido Que siempre igual había sido Y que fué desde más mozo El hombre más trabajoso Que pisaba en el partido. Antes del verso 2415, que dice: «Los que no saben guardar...», había anotado el final de la estrofa: Al que nace barrigón Es al ñudo que lo fagen. El primitivo decía: Los que nacen para pobres Lo han de ser aunque trabajen. En plana tachada por tres rayas
verticales, las estrofas (correspondientes a los versos 2373-8 y 2391-6) decían: Yo voy donde me conviene Y jamás me descarrío.
Llevate el consejo mío Y llenarás la barriga; Aprendé de las hormigas: No van a un saco vacío. Si quieres vivir tranquilo Dedícate a solteriar, Mas si te querés casar Has de buscar mujer fea; Porque es difícil guardar Prendas que otros codicean. Des pués del verso 2456, una estrofa inédita: Voy a ponerle un em plasto Echo de apio cimarrón. Puede ser que la inchas,ón Con j siga hacerse bajar Y que logre mejorar Si viene superación (su puración). Suprime la estrofa: Lo que han sufrido mis hijos Ya lo acaban de contar El mal en vez de amenguar Para el pobre siempre crece; Que tuviéramos parece Algún pecao que pagar (los dos versos finales pasan a cerrar el canto XXVIII).
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Estrofa suprimida (después de los versos 157-62): Y pues que
todos conocen Que es grande la tremolina; Que aquel que a decir se anima Las cosas con claridá Dice a veces la verdá Coma naides lo imagina.
En el Canto I de la Vuelta, el texto impreso contiene ocho estrofas (8, 15, 18, 19, 20, 21, 22 y 26) que no figuran en el Manuscrito. En el verso 3 cambia (sin estar en el Manuscrito), la palabra “reunión” por “ocasión”, que tiene especial interés como intento de no concretar el lugar en que Martín Fierro canta a su regreso. Los cinco Cantos, también de la Vuelta (del II al VI), que contienen la historia en la toldería, debieron de haber sido compuestos aparte, antes del canto de Introducción (Preludio de la Vuelta), aunque en el Manuscrito figuren después de él; en su orden. En el canto inicial, según observa Leumann,
hay una compleja tarea de alteración y de mudanzas. Nada semejante ofrecen al examen los cinco cantos que siguen, en los cuales subsiste el orden primitivo de los episodios... Se diría, pues, otra manera de tra bajar para estos cinco cantos de la toldería, y una más fácil afluencia de los temas.
La interpretación que Leumann da a las correcciones, mo dificaciones y alteraciones de lugar de versos y estrofas parte del supuesto de que los cuadernos contienen la primera escritura de la creación poética. En algunos casos esto es evidente; pero cuando la redacción es continua y el asunto configura un tema completo debe pensarse en una elaboración anterior. Conside rando el Manuscrito como una fase intermedia (en general) entre la escritura de creación y el texto impreso, se aclaran muchos problemas, entre ellos el de la dificultad o facilidad con que el Autor logra expresar sus ideas, y hay que desechar la suposición (que es el criterio que Leumann adopta) de mo mentos felices de inspiración. LIRISMO FUNDAMENTAL La extensión de los Preludios da a cada una de ambas Partes una tesitura fundamentalmente lírica. Lógicamente el Poema
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habría de desarrollarse en el tono de la elegía, aunque se inter calaran en ella referencias a hechos concretos que habrían de ilustrar, como simples apoyos en la realidad, el tenor de la con fesión. No ocurre así, porque insistentemente la importancia del hecho tiende a centrar la composición, hasta que, final mente, la precipita en una circunstanciada narración que alcan^ za inclusive la forma típica del drama. Por esta circunstancia el Preludio es, principalmente en la Ida, una introducción lírica que se articula con los relatos de manera precaria. Lo lírico forma, dentro del corpus del Poema, una postura bien diferenciada del cantor que se dirige a un auditorio numeroso. El paso del Preludio al desarrollo narra tivo se opera en la Ida por un pasaje de transición, que comj prende en un tono de evocación el Canto II, para entrar, en el III, a la historia circunstanciada del Protagonista. En la Vuelta, ese pasaje tiene un carácter crítico, refiriéndose el Can tor a la fase anterior de su biografía como a un texto literario cuyos valores afirma por contraposición a otro tipo de poesía: Indiscutiblemente, esos pasajes llenan la función de exordios que preparan la entrada al tema. El Exordio de la Ida es una pieza de montaje de una técnica muy meritoria, por cuanto suelda dos secciones antípodas y difícilmente reconciliables: la elegía de lirismo puro y la narración absolutamente objetiva. Estas partes líricas, los Preludios y los Exordios, están con cébidos para dirigirse el Cantor a un público que lo escucha; en tanto que los episodios (que también llamamos “ilustradones” o “ejemplos”) acentúan un tono confidencial, como si se tratara de un relato hecho a un grupo de amigos, cuando no a una sola persona, l ’anto Martín Fierro como Cruz usan in distintamente el tono enfático o el íntimo, y la historia de Cruz es narrada, casi íntegramente, como ante un numeroso auditorio, aunque en repetidos momentos del relato se dirige; en tono confidencial, a su único oyente: Martín Fierro. Tiene este relato la particularidad de que el verdadero preludio está puesto a mitad de su discurso, si bien lo precede un breve preámbulo de presentación. Estos preámbulos constituyen una fórmula, pues todos los cantores se presentan con frases con vencionales en las composiciones payadorescas. Ninguno de los demás personajes (los Hijos de Martín Fierro, Picardía, el Mo
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reno) emplea la extensa reseña de su persona que Fierro y Cruz; pero el Hijo Mayor apenas insinúa el hecho que motiva sus infortunios, manteniendo el tono lírico en toda su dilatada exposición. Las partes líricas, en que los personajes exhalan sus quejas o comentan sus sentimientos, comprenden en la Ida 952 versos sobre el total, de 2,316; y en la Vuelta, 1,544 sobre el total de 4,894. Aun tratándose de proporciones no mensurables, la Ida tiene un carácter lírico más prominente que la Vuelta, calidad que no sólo resulta del mayor porcentaje de los versos expre sivos de estados de ánimo sobre los del relato objetivo, sino de la más intensa fuerza que cobran en la Primera Parte del Poema. Son lo fundamental y, una vez fijada la personalidad del Protagonista (y en grado menor de Cruz) siguen influyendo en todo el transcurso de la composición sin que le permita de clinar al plano de lo biográfico, tal como se habría obtenido en un relato hecho en tercera persona. Pero no basta ni la extensión ni la intensidad de las partes líricas para caracterizar a la Obra como una endecha; sin que, empero, deje de ser otra cosa. Esta circunstancia equívoca no permite la clasificación del Poema dentro de las divisiones clá sicas de los géneros, y en su heterogeneidad, lejos de diluir su interés, lo reconcentra por la misma diversidad de situaciones que permite al lector tener distintas “tomas” de la personalidad de los personajes y del ambiente social en que actúan. Las par tes líricas reemplazan las observaciones del espectador, y aquello que hubiera resultado de una explicación en que el Autor nos dijese lo que los hechos escuetos no alcanzan a dilucidar, está expuesto por boca de los mismos agentes históricos. Aun dentro de un relato, o sirviendo de puente entre ellos, se encuentran estas efusiones líricas en que el Poema entero vuelve a apoyarse en lo psicológico, que es su base positiva, y por las cuales se profundiza y trasciende de la simple anécdota común. Tan pobres son los materiales externos que componen la narración, que si no los enriqueciera el comentario sagaz, la reflexión de práctica sabiduría, rodaría la Obra al nivel de las demás composiciones gauchescas. Pero precisamente es ese elej mentó lírico (subjetivo, mejor dicho) el que levanta constante mente al Poema sin que la inanidad de la fábula lo obligue
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jamás a descender un punto de su alto nivel. Los hechos, que se reflejan a través de una psicología compleja, siempre y sin ex cepción, quedan fijados en un plano moral que contrasta con toda clase de miserias inherentes a la situación histórica de los personajes. Por grande que sea el interés dramático de los hechos, éstos no se expresan por sí mismos, sino a través del alma de los actores; y es ahí donde adquieren una altura y una complejidad riquísima de perspectivas. El episodio vale siempre lo que el narrador. Los hechos surgen de la situación psicológica de los personajes y nunca olvidamos, porque el texto no lo perj mite, que son referidos por ellos mismos. Los hechos pertenecen a un pasado con respecto a la situación moral presente de los relatores, y esta tesitura de evocación mantiene a la Obra en su lirismo, que cada uno de los locutores actualiza en su propia estilo de contar. Aunque también en el Santos Vega las histo rias son contadas, tienen tal objetividad con respecto a los narradores que se impostan en un plano histórico, con indepen dencia del pathos del relator; lo cual jamás ocurre en el Martín
Fierro.
LA TECNICA NOVELISTICA El primer problema para determinar la estructura e índole del Poema está en que Martín Fierro cuenta cantando. Expresámente dice: Me siento en el plan de un bajo A cantar un ar gumento (45-4). Por añadidura, el Poema está insuflado de un espíritu polémico y de crítica social y política que, además de resultar visible en el texto, taxativamente se declara en los dos últimos versos de la Ida, pues lo que ha referido, “a su modo”, son Males que conocen todos Pero qtie naides contó. Es de todos puntos de vista inútil intentar clasificar una obra tan desordenada y compleja dentro de un género tradicio nal, elegía, relato, sátira, novela, epopeya bárbara, pues sus elementos humanos y anecdóticos han sido recogidos y acumu lados con arreglo a un plan impreciso de denunciar atropellos e injusticias, y de fijar al mismo tiempo la psicología del habi tante de las fronteras intranacionales. El mundo que se exhibe más que se describe, es el que habitan esos seres fronterizos, con
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sus costumbres y psicología peculiares, en un ámbito social de tipo rústico. La definición de “frontera” del sociólogo belga De Greef, y el sentido de sociología rural, distinta de la urbana, introducido por 'I ónnies, son factores tectónicos de la Obra; de donde una clasificación tal como la de crónica de frontera parecería la más adecuada, sin ser ello ni aproximadamente exacto. Hay en el Poema muchas cosas más que desbordan el marco estrecho de una zona y clase de habitante determinadas, genuinas, en cuanto representan un vasto sector regional de idio sincrasia y costumbres morales, y un territorio que se desplaza a los dos extremos de la vida salvaje y de la vida organizada por el Estado. El objeto del Poema es cantar contando. A pesar de sus peripecias, el tono fundamental del relato del Protagonista, hasta el Canto X de la Ida y hasta el XI de la Vuelta, es lírico; pero a esa altura de cada Parte toma decididamente una es tructura dramática con la incorporación de nuevos interlocu tores que traen al argumento sus propias experiencias y modos de conducta. Nunca tenemos la impresión de que se trate ex clusivamente de desahogos personales y confidenciales del gau cho; porque está contando sucesos históricos que trascienden de su propia individualidad, precisamente en cuanto que no son característicos de una persona, sino de un lugar y un tiem po. Esto ha dado origen a una suposición gratuita de que el Poema pudiera incluirse en las obras épicas y que el Pro tagonista pudiera asumir en ciertos aspectos la personalidad del héroe. Nada más contrario a la verdad. Alberto Gerchunoff (en el artículo “Martín Fierro como tipo hum ano”, publicado en La Nación) dice: Estamos acostumbrados a definir a M artín Fierro como poema épico. No obstante ser un relato de sucesos en que se resumen aspectos de la subhistoria del pueblo, no son esas condiciones las que señalan la importancia primordial de la obra. Su naturaleza épica nace de su fondo de novela, en que el poeta ha logrado crear un tipo. Si se “prosificara” el poema como antiguamente solían prosificar los cronistas castellanos las narraciones heroicas, para incorporarlas a las letras históricas, subsistiría, seguramente, el vigor y la vivacidad que encontramos en la extensa relación en verso. Es porque los episodios, las situaciones, los acontecimientos, los contrastes trágicos que constituyen su trama, no perderían su unidad, que no viene de la pericia artística, sino de la estructura humana del protagonista.
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e l
p o e m a
La índole del asunto y la porción del terreno que el Autor se propuso explorar, definían ya de antemano la naturaleza novelística de su Obra. Es, en muchos sentidos, la misma po sición que adopta Ascasubi en su Santos Vega, y que declara así en el prólogo a la edición de 1872: Mis versos nacen de mi espíritu, cuyo consorcio ha sido siempre con la naturaleza de esas pampas sin fin, la índole de sus habitantes, sus paisajes especiales que se han fotografiado en mi mente por la observación que me domina. Mi ideal y mi tipo favorito es el gaucho, más o menos como antes de perder mucho de su faz primitiva por el contacto con las ciudades y tal cual hoy se encuentra en algunos rincones de nuestro país argentino. Este tipo es más desconocido actualmente de lo que en general puede creerse, pues no considero que sean muchos los hombres que han podido establecer comparación sobre cuánto ha cambiado el carácter del habitante de nuestra campaña, por su incesante participación en las guerras civiles, y por la constante invasión en sus moradas de los hábitos y tendencias de la vida peculiar de las ciudades... Al referir sus hechos [de “un ma levo”] y su vida criminal por medio del payador Santos Vega, especie de mito de los paisanos que también he querido consagrar, se une feliz mente la oportunidad de bosquejar la vida íntima de la Estancia y de sus habitantes, y describir también las costumbres más peculiares a la campaña, con alguno que otro rasgo de la vida de la ciudad. En^ esta mi historia, poema o cuento, como se le quiera llamar, los indios tienen más de una vez una parte prominente, porque, a mi juicio, no retrataría al habitante legítimo de las campañas y praderas argentinas el que olvidara al primer enemigo y constante zozobra del gaucho.
Muchas de las intenciones declaradas por Ascasubivuelven a encontrarse en Hernández, tácitas o manifiestas en sus Pró logos, y de la Obra resulta aún más convincente la analogía de los propósitos. Pero en el Martin Fierro los arranques líri cos del Protagonista jamás permiten que se confiera importan cia primordial a los hechos que narra, sino que prevalece en el primer plano su figura de Cantor. De ahí que la historia no nos impresione sino a través de esa atmósfera espiritual, y que, llevados por el sentimiento, las quejas, las digresiones íntimas y los comentarios que matizan la lectura, dejemos correr el relato, con sus hechos y personas, como sostén de la situa ción psicológica del Cantor. Los materiales novelísticos se han acumulado en torno a un hombre que se sincera, pero son de tal magnitud y se hallan distribuidos con un interés obje tivo tan grande, que el Poema asume definitivamente la es
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tructura de una novela de curiosísimas particularidades. El relato del Hijo mayor nos daría los rasgos típicos de la Obra, en cuanto que es una queja que se exhala extrayendo de sí toda la sustancia dramática, pero en que su situación de pre sidiario, injustamente condenado, provee de un elemento anec dótico que le impide ser exclusivamente una elegía. El rigor del régimen penitenciario, la indiferencia total que circunda al infeliz, la humanidad de los carceleros, embotada por su cotidiana función, el ambiente escindido en forma tajante del mundo con el que se comunica porque el presidiario es un ser humano desgajado de él, suministran elementos que la nove lística actual utiliza corrientemente. Cuando la endecha se opone al relato neto, las figuras se destacan en un fondo sombrío como fantasmas iluminados por una remota luz; pero basta que se desvanezca el ensalmo de la palabra y tengamos ante nosotros un fragmento vivo de la realidad. Para Hernández el Poema no era ni un relato obje tivo ni un canto lírico. Independientemente de las tesis de sus prólogos, que pretenden dar a su Obra un contenido crítico y humanitario, su concepción era la de un sentimiento profun do de un tipo de existencia que superaba su comprensión ra cional, pero que le permitía trabajar en su desarrollo, en la presentación de los casos y las personas en servicio de esa in tuición de un acontecer tfágico e ineluctable. Esta concepción es la de un “mundo” infernal, en cuya reminiscencia con el de Dante parece inspirarse al finalizar su obra en el Canto XXXIII, que es el de la edad de Cristo, pero también el del “Infierno” en su itinerario, descontando el Prólogo. Si no un “infierno”, un conjunto de hechos, situa ciones y acontecimientos que el Protagonista compara con él por su crueldad absurda. Cruz usa la misma comparación. Historia, poema o cuento, según el sentir de Ascasubi, son alternativas aplicables exactamente al Martín Fierro. Descar tada la forma y parcialmente el lenguaje de tropos y el énfasis, el material vivo y el espíritu lúcidamente analítico del Autor, que sabe describir con alucinante verismo, son de naturaleza novelística. No es excesivo, pues, suponer un yerro inicial al intentar condicionar el Poema en la tesitura de una elegía, y de ese antagonismo, latente cuando no palmario, resulta un
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tipo de relato que puede ser colocado en compañía de las con cepciones igualmente híbridas de Kafka, Proust y Joyce. Defi nitivamente la analogía con la novela picaresca —saturada de formas populares de las de caballerías y pastoriles— pone al Martin Fierro junto al Santos Vega, ambos a gran distancia de La cautiva, que trasciende al tipo de poema narrativo de Byron, y de los Diálogos de Hidalgo, del Fausto de Del Campo y de Los tres gauchos orientales de Lussich, que se estructuran sobre la base de la obra teatral, representable. No puede decidir en contrario la abundancia de sentimientos y de ideas que fluye de la boca de los personajes, porque la habilidad más consu mada de Hernández reside en su técnica de contar rememorando, aunque parezca en muchísimas ocasiones que ve y hasta con harta evidencia. Narra con claridad precisa, con palabras que no pierden su justeza definidora en su rico ropaje perifrástico. Al contrario: imágenes y circunloquios tienden a fijar más nítidamente la impresión real del hecho. La poesía surge, por decirlo así, de una exuberancia de su facultad de contar. Y esta facultad exuberante es tan dúctil y plástica que le permite emplear diversas técnicas dentro de la misma forma narrativa. La manera sintética y vaga de describir la Epoca Feliz con trasta con la minuciosidad deleitosa con que detalla las peleas, silabeando sus más mínimos relieves. Aun en la conducción del relato, sabe el Autor precipitar vertiginosamente el episodio o demorarlo en un tempo lentísimo, cuando no con digresiones que dejan en suspenso el interés. Asimismo, los dichos y las metáforas contribuyen a destacar la acción y el aspecto plástico —cuasi psicológico— del relato. Estas dotes innatas del Narrador dan a la Obra un carácter eminentemente objetivo y visual que concurre a fijar, más que la forma de novela, la técnica novelística, que no es otra que la de la novela picaresca, aunque el lenguaje de una poética sin compromisos con la poesía la sitúe más acá de su floración naturalista de fines del sielo xix. Es la pobreza del argumento lo que permite la inserción de un elemento lírico que lo enriquece interiormente, y es la equívoca naturaleza de su lirismo poético lo que permite que el sentido práctico y realista enriquezca a su vez el parvo material anec dótico. También la desconexión de unos episodios con otros, que nos colocan en la expectativa de lo imprevisto, y que se O
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sueldan con reflexiones y digresiones de tipo sentimental, hacen que solamente en nuestra conciencia obtengan la unidad indis pensable para no ser otra cosa que una yuxtaposición de hechos caprichosos. Lo lírico sirve de argamasa para unir esos bloques independientes, que por formar parte de la experiencia y el recuerdo del Cantor también en el lector adquieren un eje firme; y la cohesión y la solidaridad, que no tiene el argumento, las asume el espíritu. AMBIENTES Y AMBITOS NOCTURNOS La acción se concentra generalmente en torno al Personaje. Lo que Hernández describe es la acción misma, de manera que con notas sucintas de ambiente el cuadro queda completo. No necesita el cuadro más tamaño que el que exigen los movi mientos libres del cuerpo. La aventura en la toldería, de dilatado horizonte, no se expande por la pampa; más bien la pampa se ajusta a las fi guras. Nunca se tiene la sensación de una vasta llanura, si no es porque suponemos que existe. Hasta aquellos versos, los únicos amplios y de mirada a lo lejos: ¡Todo es cielo y horizon te En inmenso campo verde! (II, 1491-2), se truncan instantá neamente con los que siguen, que vuelven a concentrar el panorama en el personaje: ¡Pobre de aquel que se pierde O que su rumbo estravea! Lo mismo ocurrió en el amanecer, que 110 puede decirse que describa: Entonces.. . cuando el lucero Brillaba en el cielo sa n to ... (139-40), que se prosigue, diná micamente, con: Y los gallos con su canto Nos decían que el día llegaba, con que se vuelve a la acción de levantarse los peones, y el amanecer queda pospuesto al canto del gallo y al movimiento de personas que se aprestan al trabajo. Las mayores dilataciones del Poema se operan en el sentido de la profundidad. Hasta las digresiones se internan en obser vaciones o recuerdos, en vez de fijarse en objetos del mundo exterior. Todo el relato del Hijo Mayor está en este caso, pues su desmesurada extensión no ocupa espacio sino tiempo: se desarrolla en una introspección. Todos los personajes viven una vida íntima, de introvertidos, y eso hace innecesaria la pintura
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de los lugares. En este concepto, el Santos Vega es el poema de la pampa, como el Martín Fierro es el poema del gaucho, cada uno con elementos fundamentales del mundo exterior y del mundo interior. Allí todo se proyecta y se refleja, como aquí se concentra y reabsorbe. Santos Vega flota en un pano rama de leguas, muchedumbres y años, en historias que se concatenan en series interminables y abiertas, sin que ninguno de los personajes tenga sino fugaces oportunidades de replegarse en sí mismo, de reflexionar. Lo que tiene que hacer ocupa todo su tiempo. En el Martín Fierro los diez años que abarcan sus aventuras es un tiempo sobrante, pues los hechos ocupan unos cuantos días, a veces minutos. El resto es silencio y trabajos del espíritu. Martín Fierro trata de replegarse en seguida que puede en su interior, donde vive. El panorama, lo circundante, se sobreentienden con muy sutiles datos auxiliares para la ima ginación. Lo que creemos haber leído es incomparablemente mayor y más complicado texto que el de la lectura. Sin embargo, no podemos decir que no abarque la llanura y hasta el desierto. Las escenas de interiores son muy pocas. Si se exceptúa la circunstancia, que apenas se insinúa, de que la Vuelta es cantada en una pulpería, la obra entera puede decirse que transcurre a la intemperie, a campo abierto y sin confines. Esto no ocurre, ni mucho menos, en el Santos Vega. Sólo oca sionalmente se habla de lugares cerrados: el Fortín, el rancho de Cruz, el baile, las casas de las tías. En la historia de Vizcacha todo ocurre fuera, pues el Hijo Segundo dice que no pudo ni ver lo que había dentro de su tapera. Tampoco hay escenas interiores de los toldos. En contraste absoluto, de nuevo, el relato del Hijo Mayor se devana en una celda del presidio. Concluye la obra con una impresión de mundo inexplorado, infinito en su lobreguez, soledad y albur. Contribuye a soste ner la impresión de vasta llanura en torno un detalle que se puede interpretar como una digresión, y no lo es: las indica ciones que Martín Fierro da sobre cómo debe proceder el gaucho qne duerme en el campo, que retrotrae la acción a la escena nocturna del Canto IX de la Ida. Más que para enseñar a no perder el rumbo, la indicación refuerza la exclamación del peligro mortal que hay en extraviarse. Lo hace precisamente al salir de la pulpería, eludido el reto del Moreno, cuando han
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de separarse los cuatro compañeros para siempre. No digre sión, sino una especie de pórtico a los cantos finales, poco antes de que todo se disuelva en las sombras. Cobra así el Poema su clima, su hora, su pathos. La llanura tampoco existe, y la acción queda reducida al acto de marchar, apearse y hablar. Es el padre que da consejos y no se sabe que ninguna otra voz se oiga. La noche lo ha reabsorbido todo, pampa y hombres. La mayor parte de las escenas han sido nocturnas, pocas al amanecer y a la caída de la tarde. Se supone que Martín Fierro canta su historia de noche las dos veces. De noche es sorprendido y llevado a la Frontera y de noche se escapa. En una escena nocturna por excelencia, la de la pelea con el Negro, tenemos la nota fundamental del Poema, y la clave en que está construido, revelada al final. El sentimiento de soledad del pro tagonista se aborda al atardecer, y es la noche la hora en armonía con las tristezas de su alma: Ansí es que al venir la noche Iva
a buscar mi guarida— Pues ande el tigre se anida También el hombre lo pasa (1415-8); Y al campo me iba solito. Más ma trero que el venao— Como perro abandonao A buscar una tapera. O en alguna biscachera Pasar la noche tirao. Sin puntó ni rumbo fijo En aquella inmensidá, Entre tanta escuridá Anda el gaucho como duende; Allí jamás lo sorpriende Dormido la autoridá (1427-38); Ansí me hallaba una noche Contemplando las estrellas, Que le parecen más bellas Cuanto uno es más desgraciao, Y que Dios las haiga criao Para consolarse en ellas: Les tiene el hombre cariño, Y siempre con alegría Ve salir las tres marías Que si llueve, cuanto escampa, Las estrellas son la guía Que el gaucho tiene en la pampa (1445-56); Es triste! en medio del campo Pasarse noches enteras Contemplando eri sus carreras Las estrellas que Dios cría, Sin tener más compañíd Que su soledá y las fieras (1463-8).
De noche lo ataca el centinela e inmediatamente lo casti gan. Y el diálogo de Martín Fierro y Cruz ha de haber sido antes del alba, pues el Narrador informa que Cruz y .Fierro
de una estancia Una tropilla se arriaron— Por delante se la echaron Como criollos entendidos, Y pronto, sin ser sentidos', por la frontera cruzaron. Y cuando la habían pasao, Una ma drugada clara, Le dijo Cruz que mirara Las últimas poblado j jies; Y a Fierro dos lagrimones Le rodaron por la cara (2287-98).
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Muchas escenas de la vida en el Desierto ocurren de noche. El regreso del Protagonista con la Cautiva se hace andando de noche y escondiéndose de día: Me vine como les digo Trayendo esa compañera — Marchamos la noche entera Haciendo nuestro
camino Sin más rumbo que el destino Que nos llevara ande quiera (II, 1461-6); Para ocultarnos de día A la vista del salvage, Ganábamos un parage En que algún abrigo hubiera — A esperar que anocheciera Para seguir nuestro viage (II,' 1515-20).
Dos relatos se extienden casi por entero en la sombra, ya de la cárcel, ya de la vida a campo abierto de Vizcacha, con tados por los Hijos. Una de las respuestas del Moreno ha de explicar cuál es el canto de la noche. Ninguno de los perso najes menciona la luna sino en alusiones de lenguaje figurado. La luna es ya el paisaje, y en el Poema las estrellas emiten la única claridad, que es para el cielo más que para la tierra. La vida en el campo se divide en dos partes, como en el anverso y el reverso de la existencia entera del hombre: son dos mundos y dos almas. Hernández ha preferido la fase noc turna. La noche y la soledad le han provisto de sus más pode rosas sugestiones. El predominio de la noche sobre el día responde, en la concepción de la Obra, al sentido de privación, de ausencias. Como la naturaleza forma el marco de la acción y sólo se la siente y se la toma en cuenta en función de los estados de ánimo o de la clase de hechos que se narran, la noche es el complemento circunstancial necesario en el Poema. No es en verdad la noche como espectáculo, pues aunque se la consi dere en sí misma por los efectos que produce en el alma su contemplación —las estrellas, nunca la luna—, ello está ligado a la situación espiritual, de soledad y de inquietud, del Per sonaje. Es la noche una preparación de ambiente para el suceso, que engarza en ella mucho más ajustada y natural mente que en el día. De las seis peleas del Poema, tres sort nocturnas, y la Payada, que es una pelea simbólica y frustránea, es inconcebible en otras horas. Pero sobre todo Vizcacha trae al Poema una puesta en su gozne, una acomodación total. Se diría que era indispensable el personaje que resumiera en sí lo nocturno de muchos. Viz cacha es la soledad representada en un ser tenebroso, cuyo
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sobrenombre evoca al animal de las llanuras que por excelencia representa y sugiere la noche. La vizcacha es, efectivamente; el animal nocturno por excelencia; mucho más que el peludo, cuya afinidad de hábitos solitarios y nocturnos acude con toda naturalidad a la imaginación de Fierro, al regreso, que debió ser antes del alba: Y lo mesmo que el peludo enderesé pa mi cueva (1007-8). Vizcacha se le llamaba a ese viejo insociable, y compren demos que dentro del ánimo despectivo había en ese mote algo de compasivo, pues era un vizcachón. La vizcacha es sociable, amiga de conversar de noche con sus vecinas, como lo ha observado finamente Hudson en su “Biografía de la vizcacha” (en Un naturalista en el Plata). Pero el vizcachón, que vive apartado, en un estado de viudez y de mudez, sólo monologa, cuando aparece sobre su cueva rumiando su hurañía de ere mita subterráneo. Nada hay tan justo y cabal en el Poema como este personaje, pues sin él los otros serían parciales represen tantes de la noche; mientras que este viejo astuto y egoísta es la corporización misma de la noche, y ya la llanura tiene parte personal en el elenco, humanizada. Para quien conoce la pampa, la aparición del viejo Vizcacha en el Poema es algo más que la puesta en escena de un personaje pintoresco y sombrío: es la noche misma como una clave que da su tono a todo el Poema. Sin él sería un poema sin colores; después de él es un poema en negro, una historia cuyos protagonistas son la noche y la soledad. EL FINAL La obra finaliza sin ninguna solución de los problemas vitales planteados por los personajes. Martín Fierro, sus Hijos y Picardía resuelven cambiar de nombre y emprender cada cual su camino según distintos rumbos. Como son cuatro, a los cuatro puntos cardinales. Si inician nueva vida o si ahí con cluye también para ellos la historia, no se dice ni se da ningún indicio para poder conjeturarlo. Tiscornia admite que ingre san en la existencia organizada del país, en su nueva era de orden y justicia; Senet entiende que
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Después de la acción tan movida desarrollada en el curso del poema, de tanta exuberancia de energía, este epílogo resulta, más que pálido, inco loro. Como poema, sin duda termina; pero sus personajes se esfuman, inclusive el protagonista; aquélla no concluye y queda a la imaginación de cada uno fijar su término futuro.
Este Final es lo más grande e imponente de la Obra. Otra vez se pone de manifiesto cuán fecundo es el insuficiente, pues la verdad es que, concebida defectuosamente, prorrogada arti ficialmente en toda su Segunda Parte, no tenía posibilidad de conclusión lógica que no dejara insatisfecha alguna exigen cia de orden orgánico y artístico. Pero he aquí que la noche y la soledad eran personas dramáticas del Poema. En su seno se desenvolvían las figuras y los hechos como en un sueño, y retorna todo a la noche y a la soledad; en su seno se disuel ven. Cambiar de nombre para tres de ellos puede ser readquirir los propios, que no conocimos. La atención del lector necesita proyectarse retrospectivamente hacia los episodios co nocidos. Hacia adelante todo está cerrado herméticamente. Pero el verdadero final del Poema, de la vida de Martín Fierro, está en la Ida. Lo que el Autor denominó la Vuelta satisfizo una necesidad psicológica del lector, no una exigencia del destino de Martín Fierro. Él mismo confesó que la soledad era su destino, y se ve que nada tuvo que hacer ni con sus propios hijos. Este Final, abierto como la pampa, desemboca en lo im preciso, que es el elemento de que todo el Poema se nutrió. Nada concreto había en él: ni rostros, ni edades, ni sitios, ni hombres. Lo informe, lo enigmático, roía los perfiles, devoraba cuerpos y almas, y ahora termina ingurgitándolo todo. Es sim plemente el predominio de lo inmenso y latente sobre lo con creto y efímero; la inmersión del evento en el reino de lo perdurable, sin formas, pero susceptible de adoptar unas u otras formas. El Final configura el “mundo” en que las histo rias se proyectaron por un azar cuya razón de ser no pertenecía! a los personajes. Ese “mundo” no estaba condicionado por las personas y sus hechos, sino por lo que los rodeaba. Eran som bras, eran sueños, y al desvanecerse ellos algo recobra su papel de verdadero Protagonista. Algo que vagamente alcanzaban a intuir y que, por darle un nombre, a veces nombraban “destino”.
EL H A B LA DEL PAISANO DEL HABLA SENTIDA COMO AJENA Se establece una tensión permanente, una presión defor madora, en quien usa de una lengua para expresar sentimientos e ideas que responden a una información o a una cultura, cuyo órgano de expresión es otra lengua. A esto lo podría mos llamar la "extranjería de lo psíquico” dentro del habla ordinaria que sirve al común de las gentes, y en el uso coti diano, para otras series, ordenaciones, combinaciones y pathos de las ideas. La palabra sufre así una violencia interior, no en su morfología sino en su sentido, y es el fenómeno universal y extrañísimo de la metamorfosis semántica, en el caso lin güístico denominado catacresis. Dauzat y Darmesteter dedi caron especialísima atención a este fenómeno. Acaso es más notorio y de una filosofía más importante en las lenguas colo niales o de invasión que se imponen tanto por la fuerza que acompaña a los hechos como por la acción mecánica del vivir social sometido a esas nuevas pautas, donde hay un elemento materialmente activo (el invasor) y otro pasivo (el súbdito), pero donde a la vez se da el caso inverso simétrico: un ele mento materialmente pasivo (el conquistador que descansa sobre la conquista asegurada) y otro activo (el súbdito que no se somete del todo, que está alerta, que no descansa en su servidumbre). Cassirer advirtió el cambio de semántica en el idioma alemán, por presión psicológica del nacionalsocialismo. A. Darmesteter (en La vie des mots ) dijo: Bajo la cobertura de un mismo hecho fisiológico —la palabra— el espíritu pasa así de una idea a otra. Bien: este pasaje inconsciente, que trans porta al hecho dominante del detalle principal al detalle accesorio, es la ley misma de las transformaciones en el mundo moral... Por esto, a pesar de los lazos de parentesco que el desarrollo de la lengua puede establecer entre las palabras, es lo más frecuente que vivan cada cual su vida propia, y sigan aisladamente su destino, porque los hombres al hablar no hacen etimología.
Y también (lo cita Dauzat en Philosophie du langage):
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La condición del cambio [de sentido] de las palabras es el olvido que el espíritu hace del primer término, no considerando sino el segundo... No es un abuso de lenguaje, es la ley misma que dirige todos los cambios de sentido... La catacresis es el acto emancipador de la palabra: es una de las fuerzas vivas del lenguaje.
De modo que un idioma aparentemente inmune de gro seras deformaciones puede ser más gravemente afectado desde dentro cuando el acto de hablar no corresponde puntualmente al acto de pensar, y cuando el espíritu de quien lo usa se re siste a enriquecer su vocabulario porque no quiere dar vida a palabras que en su subconsciente ha declarado muertas. Mejor se diría que el valor fundamental del Poema no está en el habla primaria —de objetos—, sino que está dado por el habla misma. El habla no configura los valores, pero sí los materiales psicológicos, ambientales, que de por sí contie nen ya su propia sustancia axiológica. Posiblemente, traducidos los poemas gauchescos —sobre todo el Martin Fierro— pierdan cierto sabor agreste y regional, sin duda muy intenso; pero si el lugar, la época, las circunstancias sociales y humanas, los personajes, conservan en la versión su valor simbólico tal como en cualquier biografía, el lector bien puede captar lo tectónico de ese mundo. Evidentemente, el habla es un valor esencial en el Poema, joero no en la connotación de la realidad contenida en él como su organización corporal. El Poema habría desaparecido, al traducírselo, pero los componentes sociopsicológicos, humanos, permanecerían puros. Eso significa lo mismo que afirmar que ese mundo del cual el Martín Fierro recoge algunos elementos —muy pocos en cantidad— tiene de por sí un valor para cual quier clase de obras, y la literaria en primer término, capaz de servir de base a una literatura de gran calidad. Es lo que nos demuestran, dentro del mismo orden de razonamientos, los relatos de los Viajeros Ingleses, las novelas y cuentos de Hudson y de Cunninghame-Graham, escritos en inglés. Ahí el idioma es otro; el lenguaje propio de los habitantes de la región ha desaparecido. Más aún: ha sido suplantado, pero nada de lo que ese mundo contenía se ha perdido. Qui zás, j}or el arte del escritor, haya adquirido valores particulares. Ni ese mundo se ha deformado al vertérselo a otro idioma, ni
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ha perdido su esencia, sus notas típicas y vernáculas. Las conserva puras, y de ahí se puede deducir que el idioma y aun el habla no agregaban valores estéticos ni de verismo: ser vía para conservar más en el plano de la realidad esos mate riales, sin que el factor realista agregara mucho al mérito intrínseco de esos materiales. Al contrario: en el uso del habla campesina iba implícito cierto rebajamiento general de los recursos expresivos que contiene todo idioma culto. El nuevo idioma —en este caso el inglés— contribuía, con el aporte de su propia aptitud de ex presar, al relieve y coloración de esa realidad en su factura de obra literaria. Es lícito afirmar, entonces, que también en la lengua culta castellana se habría podido realizar esa misma empresa; pero lo cierto es que la lengua culta castellana tiene ya una tesitura, una tectónica que en teoría no obsta, pero en la práctica sí, al reflejo fiel de ese mundo. Lo advertimos en el hecho de que la obra traducida del inglés al castellano conserva mucho más pura esa sustancia nacional, netamente argentina, que la escrita por autores nuestros. Y es porque los autores nuestros, que pueden despojarse del influjo omni potente del idioma, cuando traducen, no pueden hacerlo cuan do toman directamente de la realidad. Quiero decir que en la “toma” hecha sobre los mismos materiales vivos se interpone el contenido inherente al idioma culto castellano, y esa reali dad, sentida a través del idioma con que ha de expresarse, sufre su más trascendental y grave deformación. Esto no les ocurría a los poetas gauchescos, que estaban libres de las fuerzas estructurales de pensamiento que acciona mecánicamente todo idioma. Con cualquier idioma se puede pensar y expresar cual quier cosa, pero sólo en cuanto ese idioma cambia su función nativa, sólo en cuanto quien lo emplea puede desprenderse del fatum psíquico de su propio idioma. En consecuencia, se ría posible una gran literatura argentina con asuntos argen tinos, pero para ello sería preciso que nuestro castellano se sometiese a servir humildemente de instrumento fiel de ex presión —como el habla gauchesca o el inglés—, sin prevalecer en la mente ni en el sensorium del autor en calidad de forma hecha de antemano para pensar, sentir y decir. En pocas pala bras: que el idioma culto del escritor argentino cambiara su
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función íntima, despojándose de sus adherencias fatídicas, para realizar lo mismo que el habla gauchesca en otra tesitura. Es lo que se propusieron los escritores del Salón de Marcos Sastre. En el habla del gaucho hay una sensible tendencia a dife renciar, a crear y difundir lo anticulto como un emblema de soberanía en el idioma. Casi todas nuestras modificaciones morfológicas del castellano en el campo tienen por origen una protesta de emancipación, de rebeldía. Pero nunca acudió el gaucho al auxilio de las lenguas aborígenes. El trabajo con siguiente de la alteración morfológica —desinencias, metáte sis, variaciones fonéticas de las consonantes fuertes, etc.— son la consecuencia, y por lo mismo su síntoma material. Pero ¿cómo explicarlo, si mediante esa resistencia al hablar del “godo”, el gaucho estuviera liberándose precisamente de lo no español, de lo americano, de lo emancipado, para recaer en el habla pura de su antepasado, el conquistador? Entonces habría que plantearse este otro problema: si era posible una emancipación esencial, a fondo, o sólo en las formas externas, de la política; si la Revolución, con sus ideas y programas nuevos no provocó una reacción en el hijo de la Colonia, y si esa reacción no se manifestó, paradójicamente, por una su perficial abominación de lo hispánico exterior y una adhesión de sangre, de espíritu verdadero —de idioma— al pasado. Por lo pronto, hay en favor de esta complicada hipótesis el hecho de que se afirmase lo gauchesco durante la tiranía de Rosas, que fue una rehabilitación casi en bloque de lo colonial so metido por la Revolución: el gobierno republicano, liberal y las guerras de emancipación. Todo aquello que no puede encontrarse en el castellano de Hispanoamérica como relacionado con su voluntad de des ligarse de la tutela del idioma mismo ha de buscarse en la sintaxis y la estilística. Los americanismos no se manifiestan tanto en la creación o alteración de las voces —en su morfo logía— como en el tonus que la lengua adquiere según se la emplea pensando, hablando y escribiendo: la semántica. Si hubiéramos de decir por qué autores como Sarmiento, Lugones, Gutiérrez, Almafuerte, López o Mitre, tan medularmente cas tizos, son, al mismo tiempo, inconfundibles de nuestro país, nos encontraríamos frente a un problema bien planteado en
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la estilística como alma del idioma. Lo que nosotros liemos modificado en lo sustancial, y hasta los límites de lo posible dentro de la rigidez de toda lengua, es la semántica y la inten cionalidad del lenguaje. No lo hemos deformado por fuera, sino por dentro. Todo estudio filológico que sólo se oriente en las direcciones de la etimología, la fonología, la ortografía, no tiene más que un relativo y falaz valor gramatical. Es equiparar su estudio al de una lengua muerta, en una autop sia que jamás dará el sentido verdadero de la lengua hablada, vivida. La comunidad y el uso común del lenguaje es tanto o más importante que el conocimiento mismo de los para digmas del lenguaje. En la necesidad de emplear uno solo los diversos idiomas, la idiosincrasia espiritual de cada cual imprime al habla una modalidad psíquica mucho más valiosa en su diferencia tonal, caracterológica, que la semejanza que se conserva mecánicamente en la gramática. El idioma que hablamos es sentimental más que lógico. En este concepto la grafología da, por homología, para la es critura, el sentido en que debe entenderse el análisis del estilo de una lengua oral. Tal como el rasgo caligráfico deja im preso en la letra el alma, la intención y hasta el sino de quien lo traza, así el habla contiene en su dibujo acústico —inflexio nes, acentos, pausas, subrayados, mímica concomitante— deja el rasgo espiritual, el carácter, el sino de quien habla. Esto se percibe en la conversación, pero el filólogo no lo percibe ya en la escritura, y en vano una semiología siempre frus tránea intentará fijar esos rasgos del habla. El lenguaje his panoamericano es, aunque se escriba, esencialmente oral; y aunque esta característica sea común a todos —pues ninguna lengua se ha escrito jamás ni aproximadamente a como se la ha pronunciado, y en este sentido toda escritura es siempre una traición—, ha de diferenciarse el territorio donde la len gua constituye el volumen casi total de la vida, de los otros en que el uso de la escritura, por estar más difundido, trabaja de contragolpe sobre el habla. La idea se aclara pensando en los pueblos prealfabetos y otros, como el norteamericano, de abundante prensa. Si es común a todas las lenguas el diferenciar orgánica y fisonómicamente la lengua que se escribe de la que se habla, de la
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nuestra podemos decir que sólo tiene valor para un análisis de lo que es genuino, en la lengua hablada. Pues la misma lengua que escribimos parecería tomar como pautas, más bien que ese mismo lenguaje hablado en América, el que se escribe en España y en todas las provincias peninsulares de su dominio lingüístico. Es decir, que el escritor hispanoamericano tiene in mente una pauta literaria —que puede ser no hispánica— más que el habla misma. De ahí la característica de los autores argentinos que he mencionado, a los que hay que agregar los gauchescos. Ellos obedecían a su íntimo sentido del idioma hablado más que a los cánones —que existen sin pensar en ellos— del mismo idioma para escribir. Los cánones, en todo caso, provenían de otras lenguas, de la francesa ante todo. La gramática corresponde a la lógica y la estética; la semán tica a la sensibilidad y a la belleza natural. De ahí que en su mayor parte los estudios filológicos de nuestra lengua literaria sobre la poesía o la prosa vernácula tiendan a juzgarla por los cánones ortodoxos (académicos) de la gramática castellana, de Nebrija a hoy. Particularmente si se toman como base los poe mas gauchescos, y en especial el Martín Fierro , esos estudios carecen de sentido y han de limitarse a fijar las alteraciones morfológicas y mecánicas, sin penetrar en la intencionalidad ni en la arquitectura de la frase. Es algo así como trazar el per fil de alguien dibujando su contorno de sombra en el muro. Un lenguaje no es lo que se oye —y lo que se escribe no puede ser más que lo que se oye—, sino lo que se entiende y se siente. Así como en la lectura no se capta más que lo que uno tiene en sí mismo, lo que en uno mismo despierta la lectura, en la lengua hablada se dan perspectivas y profundidades que el in terlocutor no capta. Capta, en cambio, la tonalidad, la inten cionalidad, pues el habla es un instrumento intuitivo de enten derse más que un léxico. Lo que llamamos léxico es su sistema arbitrario de fijación instrumental. Hoy se admite que el len guaje es una acción. El Martín Fierro refleja a la vez el habla castiza en su forma prosódica y sintáctica, pero no en lo principal: en su contenido psíquico. De ahí que sean posibles varias lecturas del texto, todas lícitas. Nadie puede dudar del país de origen de ese narrador montaraz; y cuando decimos que está encuadrado en
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el buen castellano del siglo xvi, a nadie se le ocurre emparentarlo con ningún autor ni composición conocidos de entonces, sino con la sustancia, el alma y la forma, el cuerpo, de esa lengua que tampoco está contenida en aquellos autores ni obras. Obras y autores son, con respecto a esa Obra sabrosa, lo que el dic cionario con respecto al habla misma. Las principales deformaciones de nuestro castellano se ori ginan en su sentido, en su acento intencional, alusivo, elíptico. Leyendo el Poema leemos también lo que no se dice, y con justa razón afirma Borges que no necesitaba Hernández des cribir nada de la pampa porque todo eso el lector ya lo conocía bien. La lengua, como la música, es ininteligible sin los silencios. No hablamos castizamente bien porque nos hemos resistido a ello, no porque lo hayamos ignorado. López explica la repug nancia del gaucho a usar el mismo indumento, el mismo len guaje que el “godo”. Su acento era diferentísimo; su idioma completamente recortado en otra forma aunque con los mismos elementos; sus acepciones exóticas y bas tante numerosas para hacerse incomprensible de un hombre de España que no estuviese acostumbrado a interpretarlas.
Martiniano Leguizamón (en De cepa criolla) confirma; Por lo contrario se hacía gala —para diferenciarse— de no hablar como los "godos”, y eso es lo que hacía Hidalgo al adoptar la jerga campe sina para interpretar los ideales nuevos y bien definidos del sentimiento argentino.
En ese gesto de desprenderse, en esa voluntad o inconsciente manumisión, en el acto mismo y las consecuencias lingüísticas que apareja, está lo hispanoamericano, lo que es ya español; lo que no puede ser identificado a pesar de todos los rasgos comunes para un filólogo que no es nada más que eso. Hemos sorteado definitivamente muchos escollos con repugnancia men tal. Lo que en poesía hizo el Martín Fierro, “inferiorizar”, lo hizo el gaucho con el idioma que hablaba. Lo inferiorizó; pero hay aquí un propósito y un resultado que deben ser analizados aparte. El vocabulario es netamente castellano en la casi tota lidad de las voces —dentro de ellas los neologismos están engar zados perfectamente, como en su cuerpo natural—, pero el uso
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es muy distinto. De lo contrario el Martín Fierro sería leído en España como aquí, lo cual no es cierto. Dice bien Unamuno, en el aspecto morfológico: Es hecho verdaderamente curioso... el de que cuando un escritor ame ricano quiere escribir como habla el pueblo de su tierra, se acerca al castizo hablar castellano.
Pero no es eso sino una similitud externa; ¿o es que, acaso, la índole misma, lo argentino inconfundible que yo llamo, es también lo español auténtico, aquello que la literatura española del siglo xix habrá borrado y que se vuelve a encontrar, como alma, en el Poema? ¿Es acaso que el Martín Fierro es tan español por su contenido como por su forma? Debemos seguir aceptando la hipótesis de que no es así. Porque se trata del mismo fenómeno que hace que el hombre de la ciudad “no se entienda”, sino en el plano de lo utilitario, con el campesino. La diferencia entre el castellano culto de la literatura corriente y el gauchesco de los poemas y obras ver náculas es precisamente aquello sobre lo que no se pueden en tender entre sí. En una gran porción puede ser estudiado por la lingüística; en otra sólo por la estética y la psicología social. El parentesco más íntimo está en lo que sienten los pueblos que hablan el mismo idioma, y en este sentido estamos muchos más lejos de España que de sus costas, y sólo en un sentido condicional es cierto que existe una vinculación más secreta e interna entre ambos pueblos y ambas psicologías que lo que delatan las obras. Para recordar otra vez a Unamuno: Tenemos que acabar de perder los españoles todo lo que se encierra en eso de madre patria, y comprender que para salvar la cultura hispánica nos es preciso entrar a trabajarla de par con los pueblos americanos, y recibiendo de ellos, no sólo dándoles. Y lo que digo de la lengua digo de la literatura.
En nuestra literatura, como en la de todos aquellos países que cultivan a la vez la lengua culta o nacional y las dialectales, según diferentes zonas, se da también este mismo fenómeno. Así, pues, podemos establecer como regla que paralelamente al des arrollo de una literatura culta, que tiene sus cánones formales y gramaticales, se conserva en el gauchesco otra en que el giro
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del pensamiento y, por lo tanto, la sintaxis y el vocabulario dan más larga vida a la historia de la cultura, porque reflejan el alma del pueblo y no el saber de los hombres doctos. Y tam bién puede inferirse que el mismo proceso de diferenciación dialectal puede operarse, sin alteración morfológica ni fono lógica, dentro de un mismo idioma. Es decir, que un mismo idioma puede no ser comprensible, sino en su corteza grosera, para individuos del mismo territorio idiomático. Se produciría así, por una catacresis insensible y progresiva, la confusión de la lengua dentro de la lengua misma. Acaso fue esto lo que se produjo entre los constructores de la torre de Babel, pues ¿no era posible que llegaran a no entenderse hablando el mismo idioma? ¿Y hasta dónde no es un fenómeno natural y percep tible, palpable, por decirlo así? Entre personas de un mismo lugar y hasta de una misma familia se dan casos de incompati bilidad de caracteres que en el fondo responden únicamente a una semántica distinta empleada por cada uno de sus miembros. Diferencias no acusadas en el uso de la lengua ni en su resul tado práctico, pero que crean un resquemor, una aversión que concluye por hacer incomprensibles a las personas mantenién dose comprensible la lengua. Idéntico fenómeno ha sido ya estudiado en cuanto al tempo personal que hace a veces impo sible la convivencia de dos seres organizados en distintos tempos; y en esta incompatibilidad participa el lenguaje, por cuanto distintos tempos en el pensar y el hablar pueden abrir un abis mo entre dos personas que deban tratarse diariamente, íntima mente. Lo mismo debiera estudiarse en cuanto al “habla per sonal”, que es una parte del ser más profunda y que trabaja con la psiquis más profunda y esencial que el tempo. LO SOCIAL EN EL HABLA GAUCHESCA Por lo tanto, el Martín Fierro no configura una lengua nacio nal, argentina, sino una lengua de región (la llanura), de clase (el peón de estancia) y de sociedad (los campos ganaderos). Es instrumento de expresión de una clase campesina, de un orbe rural sin cultura, de reducidas ideas, de pasiones simples y vehementes y sin ninguna necesidad estética ni retórica.
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Es también el habla del estanciero —Hernández lo era—, en cuanto éste forma parte con la masa de los individuos hablantes de esa región. Pero si juzgamos su contenido, su sensorium, el habla del Martín Fierro no es la del estanciero, sino la de sus subordinados. ¿Quiénes quisieron encontrar en el Martín Fierro una lengua nacional? Aquellos mismos que ansian lo nacional, lo propio. Los mismos que la rechazaron luego, advirtieron que no tanto es la lengua de una zona, sino la lengua de una clase; que lo que expresa el Poema no es lo que corresponde al concepto político-religioso de lo argentino. Verdad que no lo es por su idioma, por su lengua literal, pero sí lo es en otros sentidos. Las aspiraciones sociales que expresa son vagas: sentir la injus ticia y el agravio sin saber concretamente en qué consisten. Su descarga contra el indio es una transferencia, porque carece del sentido social, económico y político de su condición de jor nalero, de víctima de un status éconómico que se derrumbaba. Le falta a ese lenguaje lo mismo que le falta a esa persona, y a esa persona le falta lo mismo que a ese estado social. Esto lo diferenciaría de los alegatos políticos ( y el Poema lo es en cierto grado), de clase organizada, con conciencia; pero le da un carácter muy argentino en cuanto el ciudadano tampoco sabe —en la ciudad ni en el campo— qué es lo que quiere, ni cómo ni por qué. La lengua denota un estado difuso, de malestar, más bien que un fin preciso. Esa es, en resumen, la doctrina social argentina, la filosofía y la política: el descontento, la mor tificación, el encono sin poder concretar qué es lo que se quiere (aunque mejor se concreta lo que no se quiere). En tal sentido, el lenguaje del Martín Fierro es en su mentalidad más argentino y nacional que en su analogía, prosodia y sintaxis. Hoy mismo, es el estado de ánimo de los trabajadores, los diplomáticos, los estadistas, los legisladores, los políticos, los periodistas y los escritores. Nadie sabe qué es lo que ocurre ni cómo remediarlo, y en ese estado pasional, amorfo, la lengua no puede tener una nitidez y concreción de que carece el alma. El lenguaje de Cruz y de Martín Fierro es, cambiada la tónica rural, el mismo de todos, y el que se emplea en la Cámara, el diario, la cátedra y la tribuna. Es un lenguaje más que una lengua, para lo social, sin los contenidos definidos de lo social.
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LENGUAJE Y VERDAD En La cautiva hay esta discordancia de fondo: los temas, enteramente pampeanos, están expuestos en el lenguaje literario que Echeverría usó en las demás composiciones. El mismo año de dar sus disertaciones en el Salón Literario de Sastre, sobre la necesidad de independizarnos de la retórica española, publica como contribución a esa nueva literatura ese poema que se atiene a la forma del romanticismo español más gárrulo: el que lleva el sello de Espronceda, Valdés, Cienfuegos. Por lo tanto, la aparición de los poemas gauchescos significa una negación y una rebeldía, que rechaza la forma poética de La cautiva. Quiere decir que para la formación de una literatura nacional era preciso mucho más que los asuntos y el ambiente; era preciso el lenguaje real, la traslación fiel de las costum bres, de la forma de pensar, del sensorium del paisano con todos los ingredientes de la realidad infusos en su psicología. Este es un ejemplo de cómo lo que rechaza ante todo el espíritu del gaucho es el idioma, tanto en su fonética y su sintaxis como en su enjundia: el vocabulario semántico, los giros y los modismos de la ciudad quedan censurados. En este concepto, lo gauchesco (sobre todo de Hernández por su aversión a lo urbano) es de sabor rosista, porque ha resuelto considerar a lo ciudadano como extranjero. El lenguaje de Ascasubi, amplio, rico de voces, expresivo dentro de la índole hispánica, sabe designar y matizar. Pero lo pintoresco en él rara vez acude a lo vernáculo, sino que surge del léxico usual en toda el área litoral y de llanura. Su lenguaje cubre el territorio entero del país, es realmente un idioma. En cambio Lussich exageró los modismos regionales y la construcción sintáctica local. Lo mismo hizo Del Campo. Por muy lato que en general sea su idioma, el argentino siente que tiene exageradamente acusados esos modismos y que subyace la intención de dar relieve al habla campestre uruguaya. Dentro del idioma de Ascasubi, la lengua de Lussich es un dialecto, la de Del Campo una lengua rústica cultivada y la de Hernández un habla apenas sofisti cada. Entre aquellos precursores está situado Hernández; su
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lenguaje no ofrece ninguna dificultad al oído del campesino actual. Para ese campesino, el lenguaje de Ascasubi trasciende a la manera de hablar del “godo”. Menos impresionista que Lussich y mucho más restringido que Ascasubi, Hernández sólo utiliza las voces expresivas, netas, fuertes. Construye en la sintaxis ceñida propia del que está acostumbrado a callar y conversar. Si en los idiomas existen palabras que conservan intacta su carga de sentido y otras desgastadas, imprecisas y blandas, las que forman el vocabulario de Hernández perte necen siempre y sin excepción al primer grupo. La robustez de su lenguaje (ideas y palabras) no admite la convivencia parasitaria de voces ambiguas, débiles, fofas, entecas. Tanto ese vocabulario, esencialmente masculino además, como la cons trucción elíptica, ceñida a la intención y a lo que se quiere decir, corresponde a lo que en algunos pueblos diferencia el habla de los hombres del habla de las mujeres. Dentro de este orden de consideraciones, La cautiva, en que hay tantí sima observación fresca del natural, es un poema exótico. El pueblo no gustó de él. Y tampoco fueron muy populares, más allá del círculo de los amantes de la lectura, el Santos Vega y el Fausto. Este detalle, de haber quedado esas obras limitadas en un círculo de cultura urbana, es significativo. Como am biente, escenas, vivencias, La cautiva es poema tan campesino como cualquier otro, pero por su lenguaje (desde lo estético a lo lexicológico) abre un abismo de extranjería para el lector. Este fenómeno nos enseña que un idioma no es lo que está atesorado en el diccionario y en la gramática, sino lo que se habla; o mejor: una forma de vivir más que de hablar. En cuanto a materia nacional, rural, de época, La cautiva no es inferior a ningún poema gauchesco, ni siquiera al Martin Fie rro. Lo que demuestra que al adoptar el lenguaje de las llanuras bonaerenses los poetas gauchescos, no sólo obedecieron a una exigencia de verismo (nótese que todos estos poemas son con servados o cantados, nunca escritos en forma narrativa), sino que tenían sentido del lenguaje como expresión de vivencias inseparables de los hechos, del paisaje, de las personas, de los caracteres y de la clase de aventuras propias de la región, de lo que servía para “despertar” más que para nombrar y des cribir. Si la literatura argentinísima de los Viajeros Ingleses, de
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Hudson y de Cunninghame-Graham no llega al alma popular, el problema queda planteado en sus términos justos. Aunque para este raro fenómeno existen otras causas mucho más hon das: nuestra aversión por la realidad pura. Una contradicción paradójica y, naturalmente, otro problema. LA LENGUA ORAL La lengua del Martin Fierro corresponde a los campos de la provincia de Buenos Aires: a la que se habla, y tiene no sola mente el vocabulario, sino las inflexiones, el énfasis, la medula. Nietzsche prefería la forma de escribir en que la palabra con serva su pathos oral. El habla del Martin Fierro es habla local, frente al habla territorial de Ascasubi; pero en cambio tiene una vigencia más extensa que la de éste. La latitud del hablar del Santos Vega hace impersonal, gauchesca, al habla; la personalidad, con cisión, robustez, laconismo de la del Martín Fierro la hace paradigmática, esquemática, del gaucho, no gauchesca. El habla del Santos Vega —y de todos los demás poemas gauchescos: Diá logos, Fausto y Los tres gauchos orientales, en cuyo sentido co loquial también está La cautiva— se esfuerza por usar muchos ▼ocablos, por exhibir un diccionario completo del habla cam pesina; el Martín Fierro sólo usa los indispensables y los justos en cada ocasión. Ascasubi, Del Campo, Lussich, tienden a la elocuencia, a la oración amplia, a la riqueza y al derroche. Es un habla sin control —mecanizada—, donde la palabra se escapa de la boca y lo dice todo, como si el oyente no entendiera las reticencias y las alusiones: analítica, que coloca al oyente en calidad de eipectador y hasta de forastero, a quien hay que explicárselo todo, por fuera y por dentro. Martín Fierro habla bajo vigilancia, mesura, reserva; sabe que el que lo escucha está en el juego y que nada se le escapa, sin necesidad de que lo diga. Los otros poetas gauchescos expresan muy poco, porque todo lo que quieren decir está en las mismas palabras. En el Martin Fierro leemos además lo que no se dice; la palabra es la punta del pie que se apoya en el suelo para la danza. La observación de algunos críticos, de que Martín Fierro
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es un charlatán, evidentemente es apresurada, superficial, medida la extensión por la cantidad de los versos. El paisano habla muy poco, pero no porque le guste permanecer en silencio. Puede hablar durante una noche para contar un arreo, sim plemente. Todo son digresiones, perífrasis, circunloquios, re: flexiones: todo lo realmente sabroso, sin cansar, sin usar más que palabras indispensables. Es una magia más que un arte. Después de un relato de una noche, el oyente queda con la impresión de que se le han ocultado muchas cosas (en realidad es que está muy mal informado), pero no puede pensar que haya estado escuchando a un charlatán. El charlatanismo no es una cantidad, es una mecanicidad, una superficialidad. Con cuatro palabras el charlatán es un charlatán. Pero, Lord Jim ¿es un charlatán porque habla una novela de quinientas pá ginas? ¿Y no cuenta lo que ya se había dicho al principio, en una página? Pero nadie puede decir que Lord Jim sea otra cosa que un hombre concentrado, económico, parco. En el mismo Poema hay ejemplo de qué es hablar de más —el Moreno— y qué hablar lo justo —Martín Fierro—. Pero tampoco el Moreno es un charlatán, porque es sustancioso; únicamente que se escucha a sí mismo. En cambio Juana Petrona —Santos Vega— o Laguna —Fausto— son inconteni blemente parlanchines. Difícilmente se encontrarán en el Poema entero palabras que suprimir, excepto los expletivos intencionales: Me da terror ese asunto, De recordarlo me aterro, etc., cuyo valor como digresión o “actuación” en el habla oral es indiscutible. En definitiva, aun sin juzgar de la economía de palabras —prueba en que ningún poema, y apenas relatos en prosa, puede competir con el Martín Fierro—, ¿por qué el Poema nos deja la impresión de que en él ocurren muchas cosas, cuando eso no es lo cierto? ¿Por qué tras la lectura del Santos Vega sen timos la impresión de que las muchas historias —completas, del nacimiento a la muerte— contienen pocos hechos, poca acción? Cada personaje de este poema vive diez veces más que el mismo Martín Fierro y el relato del Hijo Mayor sería incon cebible, fuera de foco, para Ascasubi; es posible, además que casi todos los episodios de esas vidas tengan mayor interés —inclusive policial— que las del Martín Fierro. La extensión
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del Santos Vega es tres veces mayor que el Poema de Hernández, en superficie. ¿No nos queda la impresión, después de la lectura de ambos poemas, que el Martín Fierro contiene más? Es que en este Poema muchas cosas se dicen de manera indirecta, otras tácitamente, otras las ponemos nosotros y no están en el texto. Por ejemplo, la suerte de la mujer y de los hijos de Martín Fierro, que no aparecen, dejan en el lector la sensación de biografías ricas de contenido, y eso es lo que pesa como materia viva en la lectura. Pero de muchos personajes del Santos Vega, que actúan y que actúan dramáticamente, no encontramos ni las huellas. Son fantasmas. Bastaría recordar la historia del gringuito cautivo para entender sin más explicaciones qué es densidad en el lenguaje. Digresiones como doma del caballo, exorcismos, costumbres de las indias para criar los hijos, el dormir al raso, los consejos, forman piezas perfectamente ensambladas. Porque no son digresiones: están en el tono del Poema, y de verdad las digresiones, las láminas ilustrativas, son los hechos. Ascasubi, como nuestros malos lectores de historia y de novela, creía que todo era interesante; Hernández sabe, por su ejemplo, que sólo es interesante aquello que la palabra plasma como una mano la arcilla. Si algunos críticos, particularmente extranjeros: Page, Owen, y entre nosotros Groussac y Mitre, han supuesto que esa habla —“jerga”, la llamaban— ha sido confeccionada artificialmente como “lengua gauchesca”, hasta constituir un lenguaje conven cional análogo al empleado por Juan del Enzina en sus églogas, Lope de Rueda en sus pasos y Gil Vicente y Torres Naharro en sus comedias, es porque hay ahí un problema que merece ser estudiado. Estos autores formaron, efectivamente, para el teatro, una jerga rústica o pintoresca por lo exótica. Cribaban el habla rústica y hacían de la criba una caricatura. La lengua vernácula de ellos y de los sainetistas se caracteriza por ser una caricatura. Lo que criba la poesía gauchesca no es el vocabulario, sino lo social. Pero en el Martín Fierro la criba es, además, lo que se da por supuesto y lo que, precisamente al extranjero, puede despertarle interés. En aquellas églogas, pasos y comedias la lengua es el espectáculo y la acción lo accesorio. En el Martin Fierro la lengua es el drama y la anécdota el espectáculo. Toda reducción intencional del léxico es un artificio; pero en el
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Martín Fierro, poema de parquedad extrema, la limitación resulta de lo innecesario de un mayor caudal de voces. Mejor dicho, la limitación del lenguaje es un resultado de la limitación del eníoque, de la supresión intencional de innumerables notas de ambiente, de paisaje, de cosas. En otro aspecto, tampoco la lengua gauchesca sería más arti ficial, por selección, que la lengua culta, pues le lleva la ventaja de lo natural. Esta observación da lugar al criterio de Juan M t Gutiérrez —tácito en cuanto a los poemas gauchescos, explícito en cuanto a la poesía culta en general—, de Mitre, de Obligado, de Groussac y de muchísimos más, que pretenden que la poesía debe hacer una previa criba de lenguaje. Al reprochar el verismo de los gauchescos se tiende a otra finalidad, es decir, se parte de otros motivos. Pero el lenguaje culto es un instrumento de la cultura que no crea categoría cultural en lo inferior. Los que preconizan una dignidad del idioma siempre sobreentienden que hay una dignidad correlativa en las cosas de la naturaleza, del hombre; jerarquías siempre respetables desde sus orígenes. Tan impropia es el habla culta para la lectura por el casi analfabeto, como al revés. En el poeta culto hay también una intención enfática en la elección del vocablo —por ejemplo: Darío—, que muchas veces y no siempre lo exige el asunto. Eso mismo hacen Ascasubi, Del Campo y Lussich, que no necesitan de la tipografía para subrayar las voces oriundas y gráficas. Pero no Hernández, que usa palabras no curiosas, sino llanas y co munes. Porque lo gauchesco tiene en los otros autores también su orgullo de casticismo, de novedad y de brillantez. No se encontrarán en el Martín Fierro voces del castellano desusadas, si designan cosas que no se usan, o si estas cosas han pasado a designarse de otro modo. Sus arcaísmos no son pintorescos, sino propios. También ha eliminado Hernández las exquisiteces en lo burdo y ordinario. Su habla campesina no es de ninguna manera torpe, ni siquiera en la intención. La lengua de la Segunda Parte es aún más limpia, desbrozada ya de toda inter jección equívoca. Los personajes de Hernández no tienen elo cuencia —del Campo, Lussich— ni locuacidad —Hidalgo, Ascasu bi—; sus personajes se deleitan con la narración misma, con el giro de sus pensamientos, con la impresión, pero no están atentos a la frase ni confían más en la palabra que en el cuchillo.
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LA PURA LENGUA GAUCHESCA La lengua del Martín Fierro es la castellana. Por eso dice Lugones: Buen castellano, pues, y el más genuino aún, como que fué el del siglo décimosexto. Lo único extraño ahora en él son algunos arcaísmos y unas cuantas expresiones dialectales de origen peninsular, que refundió al contacto de los distintos elementos regionales congregados por la conquista. Y de ahí que en épica vitalidad sea M artin F ierro un monumento del idioma. Como el M ío Cid, según se esclarece más y mejor cada día.
Léxico y construcción responden a la genuina índole del idioma. Tal es la conclusión de los filólogos que lo han estudiado sin ánimo preconcebido de hallar máculas. El material lingüís tico es de cepa castellana y castiza; las variaciones fonéticas, muy pocas en cuantía, siguen las reglas naturales que la lengua sufrió en la misma Península. No podría darse, a trescientos años de la Conquista y a diez mil millas del lugar de origen, un documento tan puro del habla. El estudio lingüístico del Poema se puede realizar sobre su texto, o sobre el de cuales quiera obras populares del siglo xvi en España. Significa una pérdida de tiempo el análisis de Tiscornia sobre el Poema para fijar su estructura, morfología y pureza; pues lo mismo resultara de tomar las Guerras de Granada o el Libro de las misericordias de Dios. Ese estudio ha servido para documentar el casticismo del Poema, que resultaba ya de la simple lectura, como lo habían afirmado treinta años antes Unamuno, Menéndez y Pelayo y cuantos después admiraron ese aspecto castizo y castellano en la Obra. Para Américo Castro, Martín Fierro resume en su personalidad el prototipo del castellano, que puede dar a Don Quijote además que al Cid. Pero en el siglo xix ninguno de los escritores costumbristas recordaba los orígenes con tanta claridad como Hernández; porque el pueblo español tampoco recordaba el castellano como el pueblo de las llanuras americanas, y lo usaba con menor fidelidad. Lo que durante mucho tiempo al gunos hablistas —Toro y Gisbert o Calixto Oyuela, por ejem plo — encontraron como formas barbarizadas, como barbarismos,, como jerga, ¡era precisamente lo español puro que se conservaba
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en el Poema cuando ya en los escritores se había desvanecido! Así, observó Unamuno: A lo cual hay que añadir que el lenguaje hablado en los distintos pueblos americanos, se diferencia del lenguaje hablado en España mucho menos de lo que creen los que allí lo oyen hablar sin oírlo hablar a q u í... No; de cada cien veces que un americano añade a una frase la coletilla de “como decimos por acá”, puede decirse que las noventa y nueve la aplica a frases que se usan tanto aquí como allí. La culpa de este error hay que imputarla a que nuestros escritores rara vez remozan el lenguaje literario en el popular, y así resulta que, de la otra banda del Océano, apenas se conoce el castellano hablado en los campos y lugares.
Debió Unamuno insistir en esas ideas, tan certeras. Lo que entendían los escritores del siglo xix por idioma español, por lengua literaria, ya no era ni lengua popular, ni lengua literaria. Era un complejo inodoro e insípido de mala prosa y peor verso, que ni Larra ni Becquer pudieron destronar. ¡Y en razón de ese dechado, de ese argot de mala ralea y peor gusto, se reprochó al Martin Fierro y a los poetas gauchescos todo género de in fracciones y descuidos! La otra necesaria aclaración es que, reu nidos los lenguajes de la América hispánica, no tendríamos nunca un mapa de barbarismos, regionalismos y hasta de sole cismos semejantes al de la Península, con todo que cabe en una centésima parte del territorio parlante americano. En el territorio peninsular se habla un castellano más barbarizado y hasta des naturalizado de su índole que en los quebrados territorios de América. Los escritores veristas han puesto en sus obras, desde Pereda a Octavio Picón, y desde Mesonero Romanos a Valle Inclán, elementos de un mosaico más heterogéneo en cuanto a las alteraciones prosódicas que el nuestro. Las poesías del murciano Vicente Medina distan más, incomparablemente más, del castellano que los poemas gauchescos. Mucho más interesante habría sido comparar las deforma ciones de la lengua del siglo xix en la Península con los poemas gauchescos, tal como Menéndez Pidal estudió las variantes de los romances en el sefardí de Marruecos y en la Península. Lo que ha inducido en error, lo que ha repelido al lingüista, no ha sido la lengua de esos poemas sino el ambiente, los persona jes, el argumento, los episodios, el contexto social. Pero por ahí también habríamos llegado a entroncar con Castilla; en esos
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poemas gauchescos lo español —colonial— está más fiel y más vivo que en la historia escrita. LENGUAJE GAUCHESCO Y “TABU” En términos generales, nuestro hombre del campo no es obsceno. Emplea en la conversación masculina términos soeces en calidad de interjecciones o como frases expletivas, para dar al habla un tono de virilidad exento de debilidades. Por dos formas se caracteriza el habla masculina campestre: por una altivez varonil en los temas y en la apostura del locutor, y por el empleo de un vocabulario de trabajo, de cosas sustan tivas propias de las actividades del hombre de campo, en que va un léxico que para quien no está al tanto de esa idiosincrasia cobra aspectos de desafío o de provocación. Es común, además, en el saludo, el insulto, y en el diálogo, sostenerlo en una tesi tura de payada, de esgrima, que es un juego y un primor. Considera el hombre de campo una debilidad hablar de mujeres, de historias familiares, o de escenas en el interior de las casas. Tampoco alude a cuestiones sexuales y con muy gran de reserva, si se trata de animales, hace alguna insinuación picaresca relacionada con el sexo. El acoplamiento, la preñez, la parición, la cría, son mencionadas limpiamente, como hechos naturales, como acontecimientos propios de la clase de tareas en que interviene habitualmente; pero nunca pasa de un orden de hechos a otro, no utiliza en absoluto ninguna de esas expe riencias y quehaceres para rozar los de su vida privada o la de sus semejantes. Asimismo, lo sensual, cuya raíz sexual le da siempre un lejano interés de pecado e interdicción, no forma parte ni del repertorio de sus ideas ni de su vocabulario. Pasajes como los encontramos en el Fausto y en Los tres gauchos orientales son rojarían aun al paisano curtido en lides de amor y en años. No está en el juego. Confesarse enamorado, hacer la alabanza de la mujer querida, todo eso está fuera de la psicología y del pundonor del paisano. En el mejor de los casos, ha de ser asunto humorístico, entre amigos, declararse enamorado, y casi es indis pensable salvar el honor —porque enamorarse es una debili
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dad—, achacando el caso a un hechizo o “daño”. Por eso la historia de la Viuda, que recuerda el Hijo Segundo, está per fectamente dentro de lo lícito y consuetudinario de esa clase de relaciones del hombre con la mujer. Por contraposición, las alabanzas de Cruz y de Martín Fierro son dos postizos retóricos cuya falsedad no es preciso confrontar con el posible efecto que causaría en un campesino, sino dentro del mismo texto. Esos dos pasajes se vinculan con las reflexiones de carácter literario más que filosófico del Canto X III de la Ida, con sus reminis cencias calderonianas, no solamente fuera del habla gauchesca, verdadera, sino fuera de la psicología y sensibilidad del gaucho. El Martín Fierro, como ningún otro poema gauchesco, está despojado de toda terneza y de toda malicia. Es una obra limpia, sin repliegues ni similicadencias sexuales, en el habla ruda y masculina del paisano. Hasta las palabras madre, hermana, mu jer e hijo se evitan en lo posible. Pertenecen a un orden de ideas desterrado de la conversación. Esposa es una voz de otro idioma, exótico, del gringo y del pueblero. China (del quechua, equivalente a concubina) tiene uso todavía hoy, como sinónimo de amante y de mujer. El gaucho prefería esa palabra en que hubo un dejo acusado de sentido peyorativo. El lenguaje interdicto —no es un lenguaje secreto, sino cen surado— de lo sexual tiene su propio vocabulario dentro de la lengua campesina, como en las ciudades y en todas partes del mundo, con características propias, genuinas, como que esos len guajes responden siempre a formaciones por lo regular infantiles que se conservan a través de los años. Sería de sumo interés el registro de esas voces en cuanto pudieran dar un común deno minador universal, o acusar los rasgos típicos de regiones dentro de un país. Lo sería asimismo averiguar cómo sustantivos y verbos sin ninguna analogía formal ni funcional han caído en el tabú más severo. El Martín Fierro no suministraría, absoluta y terminantemente, ningún elemento para esa clase de investi gaciones. Considerado así el Poema, como pieza exenta de voces y hasta de ideas relacionadas directa o indirectamente con el tema sexual, nos encontramos ante un espécimen de rara pulcritud, difícilmente igualada en las otras literaturas y muchísimo menos en la novela picaresca, con la que debe entroncárselo. Si este
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género de literatura sirviera para comparar un país y otro, la Argentina estaría a un nivel muy superior al de España en cuanto al pudor por lo sexual y al rechazo del cinismo que se infiltra con el ingenio. Pero es preciso advertir que esa limpieza del habla, esa censura de todo lo sexual, tiene como un factor esencial el desprecio por la mujer, el prejuicio católico de que la mujer es un animal inferior e inmundo. LA LENGUA MASCULINA El predominio del hombre sobre la mujer en la acción pú blica y en la orientación de la vida familiar y aldeana ha establecido un cariz diferencial entre el habla masculina y la femenina. No es fenómeno curioso, sino sobrevivencia de for mas paralelas que existieron en sociedades primitivas y que subsisten aún en algunas islas del Pacífico. Es muy posible que ese carácter se haya perpetuado, inadvertidamente, hasta en las lenguas muy evolucionadas por la civilización. Sin duda ninguna, los hombres entre sí y las mujeres entre sí usan voca bularios y giros distintos. Sin llegar a ese extremo de los pueblos de acusado tipo patriarcal o matriarcal, en que el tabú sexual gravita poderosamente en todos los órdenes de las relaciones sociales, inclusive el idioma, hay sobre todo entre nuestros cam pesinos dos hablas sensiblemente diferenciadas; fenómeno acaso común en muchas, si no en todas, las naciones del continente. La lengua rústica popular es orgánica, psicológica y complexivamente masculina. Esta es la lengua gaucha, la del Martín Fierro en primer término. Entre los comentaristas del Poema únicamente una mujer, Herminia Brumana, ha visto este cariz en su libro: Martín Fierro, nuestro hombre. La masculinidad que se percibe en la lectura no se suscita en el lector —y más en la lectora— únicamente por las circunstancias de que sus personajes principales sean hombres o de que la acción y los episodios ocurran, casi siempre, entre hombres y lugares donde habitual mente sólo concurren hombres (pulperías, fortines, campo abierto, cárcel, juzgados), sino de algo mucho más hondo y cualificador: del habla misma. Aun la descripción de las indias y el episodio entero de la Cautiva tienen ese mismo inconfun
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dible sabor de relato hecho por un hombre a otros hombres. Las referencias de la Cautiva, la única palabra —ioká — que pronuncian las indias, sus quehaceres viriles —degollar vacas, preparar los malones, saquear—, la actitud de las mujeres en el baile de Cruz, la Negra que se enfrenta a Martín Fierro, el duro destino solitario de la mujer de Fierro, la turba en el juzgado, carecen de lo esencial femenino. No sólo esos episodios están contados como los ve el hombre, sino que carecen en sí abso lutamente de todas las condiciones que la mujer crea con su presencia. La maternidad de la Cautiva es algo de rudeza ani mal, al borde de los límites humanos, y lo que hay en ella es un varón, bien probado en inclementes pruebas, en cuerpo de mujer. Esta es la mayor semejanza del Martín Fierro con el Cantar de Mío Cid, aunque es patente al extremo la mayor masculinidad del nuestro. DE LO TECTONICO DEL HABLA Ingente labor sería rastrear en el Martín Fierro el influjo de la poesía popular española que pudo haber sido diseminada en América por el colono español. Es la de ese Poema una poesía sin padre ni madre, nacida “como el peje”, en la que se acusan más bien los rasgos étnicos y gentilicios que los familiares. La revelación de esos rasgos familiares en el conjunto de los poemas gauchescos es otra cuestión. En el Santos Vega es aún muy fuerte el ancestral influjo de la estructura de la composición. Tal como considero este pro blema, fuera de las comunes reglas establecidas y utilizadas con una finalidad pedagógica, que por cierto se satisface con muy poco, abarca una red de fenómenos lingüísticos, estéticos, psico lógicos, históricos, y en tal cantidad, que prácticamente su análi sis exigiría un ensayo exclusivo e interminable. Lo tradicional, lo folklórico, lo popular, se convierte en tierra americana en asunto anejo a la formación total de la psique del individuo más que a su saber o a su recuerdo de temas y formas literarias. El folklore nos llega condicionado no tanto por composiciones que se traen en la memoria cuanto por un modo de ser, de pensar y de sentir en el colono. Lo que en España forma una
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flora silvestre (las selvas y las flores de romances) aquí distingue la composición sativa, elaborada según lecturas y fórmulas mé tricas que primero se aprenden y luego se aplican con un sentido de lo anónimo, de lo impersonal. Para nosotros el romance es lo erudito, y a este respecto la cuarteta, la copla y el dístico octosílabo del refrán (que es la semilla de que se genera la estrofa de Hernández) tienen más puro sabor popular. Los poetas gauchescos, excepto Hidalgo, desecharon el romance o lo usaron muy torpemente, como se advierte en Ascasubi y en Her nández. Por lo regular, es afectado o se emplea en los pasajes explicativos, con valor de acotaciones, cuando el autor se des interesa de transmitir con fuerza y fidelidad una escena efectiva mente genuina de las costumbres y los personajes de su obra. Los cuatro romances del Martín Fierro y las estrofas roman ceadas que ocasionalmente se disimulan en la sexteta (excep tuadas algunas respuestas del Moreno en la Payada) son piezas de sutura, de insignificante valor. Tampoco es posible descono cer que en Hidalgo el romance es simplemente una forma métri ca, pues su contenido no conserva ya ninguna reminiscencia del romance anónimo y el modelo ha de buscarse en el teatro más que en las composiciones en boga. En el caso de Ascasubi, su receptividad era muy grande para los motivos y los tópicos, y ponía de sí la anécdota; tenía el sentido de la estructura, de lo que ya estaba hecho. En cambio Hernández se incorporaba, más que las formas arquitectónicas, giros, modismos y peculia ridades del habla, modificándolos, refacturándolos o ensam blándolos con los versos propios. Tal es su destreza a este res pecto, que, como él mismo lo previene, será para siempre un enigma casi indescifrable discernir la importancia de los aportes absorbidos. Por compensación, los temas tradicionales los usa Hernández apenas retocados. En este sentido la Obra es casi totalmente una reescritura de crónicas de frontera y de noticias periodísticas. La anécdota sólo le importa como sostén de lo que tiene que decir. Esto no ocurre en Ascasubi, que imagina su asunto, a pesar de que, más que Hernández, hemos de verlo como receptáculo fiel de aquellos influjos estructurales. Hay personas mejor capacitadas para asimilar un estilo que un texto. Los epígonos de grandes poetas dueños de un estilo personal tes timonian que hay una clase de absorción mnémica, de las estruc
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turas de la poesía, del cuento o de la música, y que en esa memoria dé lo mecánico viven ciertas dotes de creación que logran expresarse porque de antemano, por decirlo así, ya están "en forma”. Ascasubi pertenece a esa clase de glosadores en quienes la anécdota se conserva como el texto en la memoria del coplero, que de una vez aprende forma y estilo para siempre. Podemos denominarla memoria de tono y de morfología. Las lecensiones de los investigadores de la poesía oral en cancio ñeros y romanceros de otros países pueden prestar contribu ción preciosa a este nuevo aspecto de los yacimientos de la poesía popular, ya que parece propio de cada pueblo (igual a idioma, para nosotros) la conservación de los modos y las técnicas de contar y cantar, tantos o mas que el material literal en las piezas que se conservan intactas. Son los residuos aló gicos de Pareto, las formas tectónicas de una raza, que se perpetúan con increíble tenacidad en todos los idiomas, a tra vés de innumerables trastornos formales. Hay también en los pueblos una memoria de lo que se olvida. Esa es la geología del lenguaje. La memoria de recordar los versos es distinta de la memoria del canon para hacerlos. Cada raza tiene los moldes huecos en que se vacía el fluente material poético; y esos troqueles los conserva con mayor pertinacia que los vacia dos mismos, que pueden desaparecer y volver a reproducirse de manera inexplicable, como si formaran parte de su psique. Lo cual es exacto. En este sentido, pese a la creencia de que estaba realizando labor personal, Ascasubi era un vocero de la literatura popular española, con tanto de Berceo y de Lope como de los cantores iletrados. Pero Hernández es un creador, aunque está mucho más que Ascasubi inmerso en la materia psíquica de la raza. Toma del alma misma de la lengua, cons truye personalmente con ella. Ha aprendido a usar del len guaje afectivo de donde nace la poesía más que de las formas y las arquitecturas; tiene el sentido vivo de ese lenguaje, su patitos. Cualquier cosa que haga, por personal y nueva que sea, tendrá esa fisonomía de lo eterno, de lo que siempre vive a través de sus metamorfosis. De Ascasubi se puede recons truir una literatura, de Hernández un idioma como fuerza ver bal del alma de un pueblo.
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INNOVACION EN EL HABLA DE PENSAR El problema de las innovaciones conscientes, artificiales, que equivale a un movimiento de rejuvecimiento, a una crisis de pubertad, es otro. Para la prosa, en el orden del pensar filosófico, lo ha establecido como ningún autor —para el castellano— Ortega y Gasset. Un estudio de la lengua de este pensador, bajo las líneas teóricas de la filosofía, nunca nos dará un cabal sentido de la profundidad y amplitud de su reforma. Equivale, en el ámbito del idioma de pensar, a los movimientos del Renacimiento y la Reforma misma. Después de Ortega, el español no dice ni expresa lo que se propone, como antes; sino que se propone algo nuevo. El mismo fenómeno, mucho más paladino y de relieve, la encontramos en la obra de Rubén Darío —más en su verso que en su prosa—. Darío adapta no tanto las voces de Francia, sus reprochados galicismos, cuanto el mecanismo artístico de pensar, sentir y decir. Sus galicismos y sus neologismos son mentales, de Un status de cultura nuevo en el territorio de la lengua española. Porque la lengua poética de Darío ya es, sin salirse de lo castizo, un movimiento de emancipación semejante al gauchesco en el orden de lo culto y lo superior. Al correrse Darío y los gauchescos a las fronteras de lo nacional, crean una comunidad más amplia de raza, de credo, de cultura, y tras ellos lo español genuino, aquello que daba sustancia al idioma y permitía, por un índice de comparación con él, ser considerado como exótico, integra ahora lo nacional, lo sustancial. Y como ya no es posible hablar de extranjería, pues un idioma nunca puede ser extranjero, lo nacional del idioma castizo del siglo xix español pasa a la condición de lo rancio, insípido, ama nerado, flojo, trivial, que si no es la extranjería, es la muerte de un idioma. Así Rubén Darío, con la cooperación de Lugones, Sarmiento con la de muchos otros prosistas americanos de cepa, y Ortega y Gasset con filósofos y pensadores peninsulares, con suman la muerte del idioma español literario, en cuyo nombre se anatematizaba a los herejes. Ahora es todo el corpus literario del siglo xix (hay que salvar otra vez a Larra, Costa y Ganivet en ese siglo) el que queda en la antigua condición plebeya
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del gauchesco y exótico del modernismo. Otro nombre que agregar: Unamuno. Esta liberación del lenguaje de semantemas y morfemas (no de la acepción ni de la sintaxis) en los estilistas del verso y la prosa castellanos del siglo XX equivale, por el extremo opuesto, al de los poetas gauchescos. Estos se salían de lo canónico por su pobreza y desaliño; aquéllos, por la seguridad en el manejo de un idioma como un instrumento para expresar ideas y senti mientos claros, afinados, de impostación perfecta . Mediante la amplificación del léxico igual que mediante su contracción a lo más característico y meduloso, la lengua hispanoamericana se desprende de la peninsular. A esa liberación concurren inclusive, como se ha visto, escritores peninsulares, pues ya no tiene sentido usar términos de acepción geográfica cuando se trata de fenómenos más profundos. En este sentido se dice en estas páginas que los escritores españoles aprendieron de los americanos, y Unamuno borra definitivamente esa demarcación de frontera geográfica al unificar los territorios de la lengua: Decir que las literaturas hispanoamericanas no se distinguen sustancial mente ni forman, en el fondo, nada diferente y aparte de la literatura española, es decir que la literatura española no se distingue sustancial mente ni forma, en el fondo, nada aparte de las literaturas hispano americanas.
Pero debe dejarse explícito: esa unificación del territorio lingüístico, que ya existía gramaticalmente, lexicográficamente, se ha operado en el plano del espíritu y no de la geografía: en ese plano lo que era genuinamente español (por lo cual se nos consideraba espurios y barbarizantes) queda como un poso o sedimento muerto, yacente; y lo vivo de la lengua de la Península se conjuga con lo vivo de Hispanoamérica. Y todo ello ya no tiene el aire cerrado y húmedo del habla castellana, de curia, cuartel y bufete, sino el aire mundial de la cultura y del estilo de la cultura. Quienes emplean una u otra de aquellas formas —la culta de gran estilo mundial y la rústica de sabor terrestre a terruño y a familia— ya están fuera de los cauces inflexibles e inexora bles del idioma, en cuanto éste cristaliza una psique social. La libertad espiritual de España tiene que obedecer, en España
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misma, a este mismo fenómeno de una catacresis que comprende el léxico, la construcción y el horizonte y cénit de las ideas más que de la acejDción de diccionario. Esa libertad le ha lle gado a España por las vías de su literatura en las nuevas formas creadas por Darío, Valle Inclán, Lugones, Ortega y Gasset, Azorín, Antonio Machado; es decir, que nunca hubiera podido pasar, en el orden político, de la monarquía y el cleri cato a la república y la decencia sino mediante la liberación del idioma. Y para liberar ese idioma junto con Larra habían trabajado aquí Sarmiento y Gutiérrez, y por allá Martí y Hostos. Cosa que, como pueblo y con sus hondas y cayados, ya habían iniciado por su cuenta los poetas gauchescos. DEL HABLA FOLKLORICA Cuando nuestros recolectores de materiales folklóricos —Lynch, Lehmann-Nitsche, Fürt, Castex, Selva, Carrizo, M oyasalieron en busca de poesía popular, no encontraron sino alguno que otro romance, alguna que otra canción de menor cuantía. No se las puede considerar restos boyantes de un gran naufragio sino raros especímenes de aclimatación. El romance ha desapa recido en su forma, aunque pueda haber quedado como cuento. Una de esas metamorfosis ha sido estudiada por María Rosa Lida. Testimonio de la pobreza de lo heroico. Juan Alfonso Carrizo (en Cancionero popular de Tucumán, p. 281) comenta la pobreza del romance español en la Argentina. Menéndez Pidal no ha dedicado ninguna atención a la sobrevivencia de la poesía anónima en tierras del Plata. Así, dice en El romancero, V: Cuantos hablan de poesía popular americana nos desahucian expresa o tácitamente de hallar nada tradicional que provenga de los primeros colonizadores de aquellas tierras. Y, sin embargo, esos primeros coloni zadores salieron de España a fines del siglo xv y principios del xvi, en la época precisa en que el romance estaba más en boga entre todas las ciases sociales de la Península. Todos los recordaban y tenían muy pre sentes en la memoria.
Es del caso, entonces, admitir: o que quienes salieron a la Conquista no los trajeron, o que no fueron asimilados. Pero es1
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tas supuestas causas deben ser estudiadas aparte, cuando se tra te del específico agente transmisor de la poesía oral, que es la mujer. Era, el de los gauchos, un pueblo sin amor a la leyenda im portada, y como son las madres quienes enseñan y modulan cuentos y poesías, la mujer indígena dejó sin esa herencia anti quísima a su prole. Con lo cual se cortó el vínculo viviente, de tradición, de raza, de idioma. El hijo no tuvo ningún interés en ellos, más tarde. Prefería inventar, así como inventaba su exis tencia de huérfano, y modularlo todo según las contingencias del día. Ninguna simpatía sintió por la tradición que trajeron — ad mitiendo que la hayan traído — los abuelos españoles, emplea da más como empaque personal que como cultura. Los españo les que vinieron a América no eran padres que desearan perpe tuarse, con todo su haber de historia, sino padrillos que renega ban de la cría. De guacho, gaucho, sin duda. Seres desarraigados, sin antepasados ni casta: descastados. Pueblo, sin embargo, afec to al canto y a la poesía sencilla aunque afectada — es la del pa yador, más tarde —, recordó y transmitió algunas coplas y aque llas glosas que se encontraron acá y allá. Coplas que son lo per sonal, lo propio de cada uno en cuanto se las aprende de memo ria. El hombre las puede cantar — recordar — cuando está ebrio; no el romance, que habla desde más lejos y con una enjundia mayor. La historia heroica española de las leyendas, de las conquis tas y glorias peninsulares, militares y religiosas, todo iba o se quedaba junto. El habla pasa, lisa y llana, el habla de mercar y mandar, como simple instrumento verbal, subsidiario del ar ma y la herramienta, sin sustancia étnica; puede ser como un idioma artificial, creado exprofeso para la conquista. Palabras sin reverberaciones ni resonancias, sentimientos del día, de la propia experiencia personal. Se enseña a los niños a hablar nom brando las cosas — como ahora — formando frases; en fin, con versando. No se le dicen versos ni se le cuentan cuentos. Se les enseña un idioma que carece de belleza, de misterio, de fervor. Tampoco ahora ha pasado la enseñanza y la crianza de un asun to de pedagogía y de biología. Es el lenguaje que se habla es trictamente, sin lujos, sin juego, seriamente, para preguntar, con testar e informar. No el depósito de la vida histórica. Pues un
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idioma que sólo se habla, sin que se lo sienta como órgano de la existencia espiritual, puede llegar a cobrar un valor de lengua muerta, hablada o escrita, porque no almacena vivos el mito, la poética ni la dramaturgia esenciales en todos los idiomas, su ade mán mímico libre hacia los ideales, las esperanzas, el ensueño. . La poesía rioplatense es totalmente oral, con un sentido com pleto de actualidad. En los poemas gauchescos se la escribe, pe ro mantiene el énfasis, la tesitura, la modulación oral en el diá logo o el monólogo. La canción espontánea del payador es su especie genuina, y en la payada (el diálogo como esgrima) cobra su cabal simbolismo de pieza personal, de juego y de combate. Esto pudo ser lo que desvinculó al gaucho del “godo” (más que otras razones muy serias); lo que como consecuencia, natural en gendró su desvinculación espiritual y la pérdida casi completa del acervo de la poética de los sentimientos de patria, familia, es decir, de tradición. Pues la poesía gauchesca no es sentimental ni afectiva: es apasionada y al mismo tiempo cuidadosa de no extralimitarse en lo confidencial. De ahí el caso extraño de Mar tín Fierro, que cuenta su vida, nada menos. Ya la leyenda de Santos Vega nos revela un improvisador que toma los temas del momento, un payador que ignora completamente el pasado de su raza, sin estirpe, sin residencia fija. Cuando a nuestros can tores se los ha comparado — por ese uso impremeditado de las palabras y las ideas — con los trovadores, se ha señalado, por ne gación, su rasgo distintivo: la negación de lo nacional, de lo épi co, que encarnaban los juglares. INMIGRACION DEL HABLA, ORAL Y ESCRITA Si el acervo de la poesía popular tradicional española fue es caso en la Conquista, a comienzos del siglo xix, con la Emanci pación y sus consecuencias, se corta todo intercambio. Se inte rrumpe durante cuarenta años, al fermentar interiormente lo co lonial durante la tiranía de Rosas, y se rehabilita después de 1852 con la inmigración. Pero aquí el aporte de España se mezcla con el de otras naciones. A este último período, de inmigración cos mopolita, ha de dársele muy poca importancia en el arrastre de la poesía oral, aunque quizá haya de datarse entonces la apari
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ción de las coplas que se recogen en el interior del país, prefe rentemente en el Norte. El período de la tiranía dio auge al la tente espíritu rebelde de lo colonial, particularmente en la len gua del paisano, que en su rencor contra las ciudades revalidaba un movimiento hacia atrás en la historia y en las costumbres. En cambio, la inmigración crea otro problema nuevo de bastardía. No de mestizaje, porque muy pocas palabras de otros idiomas — el italiano — se insertan en el vocabulario español. Siempre viven esas voces una existencia parasitaria y marginal, en las afueras de las grandes ciudades. Constituye la jerga en que in fluyen: un arrabal del idioma. Hay uno de los primeros ejem plos de esa jerga — un esbozo que dio progenie numerosa — en el Martin Fierro, donde ya el Centinela y el Mercachifle tienen los rasgos grotescos que conservarán en el teatro de costumbres, encarnado en el Cocoliche. Pero como fenómeno lingüístico, de bastardía, el aporte inmigratorio exótico, es prácticamente nulo y su valor es, como el de frases y términos técnicos, una curiosi dad en lo pintoresco. De modo que hemos de considerar como prácticamente con cluido el trasiego de canciones y de romances populares y tradi cionales hacia 1810. Afluye en cambio la obra literaria impresa y no es ajena a esa intromisión — celebrada en las ciudades y hasta por los proscritos, que teóricamente la negaron — la reac ción de los poemas gauchescos y su auge. Desde este punto de vista habrían de ser considerados más que como un renacer es pontáneo de lo popular, como una oposición y un repudio de lo inmigratorio culto. Pero esa literatura en su mayor parte estaba maleada a su vez, con el romanticismo que bebe en lo francés e inglés sin asimilarlo, y que era de la misma cepa del que trajo Echeverría. Esa literatura ya no era española, para el argentino, sino gringa; estaba fuera de lo verdaderamente nacional: de lo verdaderamente español. DE LA BASTARDIA ORAL Es un caso singular la pureza castiza de nuestro castellano en el interior del país, tanto en los confines como en el litoral, qui zá explicable por el desdén del conquistador hacia el salvaje.
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Muy pocas alteraciones sufrió el idioma por la resistencia de los pueblos autóctonos que poseían su lengua, e incorporó muy po cas de sus voces; más bien hubo de deformarse por sí mismo en la latitud del territorio y en las innumerables vicisitudes de la colonización. El idioma actuó como sobre una región lingüísti camente despoblada. Las lenguas indígenas desaparecieron sin dejar otros vesti gios que algunas pocas palabras que designan cosas que pasaron al uso de los sobrevivientes extranjeros. La lengua misma, sus inflexiones (pero no así sus características psicológicas), su cuer po lexicológico, se perdieron. Las lenguas autóctonas se extin guieron bajo el mismo sino de las tribus que las hablaban. No hubo simbiosis ni derivaciones dialectales siquiera. Quedó el cas tellano entero, mucho más que como quedó el europeo entero, íntegro en su vocabulario y en su gramática, como lengua nació-’ nal semejante a la de España. Pero no podía lógicamente seguir siendo la misma sin sufrir los trastornos de un clima, de un pai saje, de un mestizaje y de un mundo de costumbres distintas. Las deformaciones que en sí mismo sufre el castellano, bastardeado por influjos psíquicos más que por aportes lexicológicos, por presión más que por ingestión, por deformaciones sociales más que por adopciones, están en la índole misma del idioma. Obe decieron a sus leyes estructurales y orgánicas, como en la Penín sula. Todas las voces bastardas han sufrido las leyes generales de la evolución de los idiomas, y ésta es una clave psicológica tanto o más que lingüística. Acusa la profundidad de nuestra adhe sión a lo hispánico colonial, a un cariz viviente de la historia inseparable del idioma. El agente de hibridación o bastardía no fue de vocabulario y gramática, sino psicológico; y su síntoma más acusado, la censura y la escasez. Institucionalmente el idio ma castellano nunca perdió de su vigencia liberal como no la perdieron las demás instituciones hispánicas. De ahí la elipsis en la sintaxis y la pobreza en el léxico, características del habla gau chesca y de la culta por igual, en el campo y en la ciudad, en la conversación y en la literatura. Cada uno de nuestros escritores pulcros tiene su propio idioma, no en lo suyo como es lógico, sino en lo nacional.
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DEL HABLA DE CADA CUAL No es un exceso de sutileza buscar cuáles puedan ser los ma tices diferenciales en el énfasis, más que en el vocabulario, de los diversos personajes. Estamos, dentro del Poema, en el área restricta de la lengua popular limitada, constreñida a lo sustan cial, de Hernández. Todos ellos, excepto el Moreno, emplean la misma lengua, la misma tesitura, la misma posicion de no usar sino las palabras necesarias. Pero hay dos personajes: el Mayor en el Fortín y el Compadre en el boliche, cuyo modo de expre sarse es enérgico, insultante, autoritario. El militar emplea la injuria, pero más que eso el acento despótico, para disminuir a Martín Fierro. Lo mismo hace el Compadre, cuya comparación entre el toro (él) y el ternero (Martín Fierro), que el Protago nista recordará como atenuante del crimen, no sale de la tesi tura del diálogo que lleva su carga de altanería. Los dos hablan, en fin, lacónica, certeramente, para decir lo que quieren en segui da. Lo mismo puede decirse del Negro, que se limita a replicar. Aquí es Martín Fierro quien dirige el diálogo y el Negro se li mita a contestarle, defendiéndose de las injurias. Pero, de todos modos, hace juego, su modo de expresarse, con el de los otros dos. Cruz emplea la misma retórica, la misma tesitura que Martín Fierro. Cuando éste le dice: Ya veo que somos los dos Astilla del mesmo palo (2143-4), parece referirse, más que a la identidad de destinos — que sólo se asemejan por la desdicha, por el infor tunio —, a la identidad de sus psicologías. Pero si bien se advier te, psicológicamente Martín Fierro y Cruz son dos seres muy dis tintos. La similitud equívoca resulta de que los dos hablan la misma habla individual. Aquí se borran los límites que separan el canto anterior de Martín Fierro y el relato de Cruz: se iden tifican en el giro del pensamiento, en la dicción, en las imáge nes, lo que asegura, más que las palabras de Cruz, que ambos son cantores natos, que pertenecen a una sola postura en el pen sar, el sentir y el decir. Las pocas frases que pronuncian el Centinela, en el fortín, el Mercanchifle, el inglés “sanjiador” (¿cavador de zanjas?) y los indios: “acabau cristiano”, “metau el lanza hasta el pluma” y
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“confechando no querés”, tienen su antecedente en Santos Vega, que imita la lengua torpe del aborigen. El canto intencionado del Guitarrista no puede entrar en es te análisis: se limita a cantar una copla, arreglo de otra popular. El Juez que recibe a las peticiones habla el lenguaje autoritario del Mayor, y las pocas palabras del Ñato no alcanzan a configu rar una psicología. Responden a un modo de hablar general de la gente del campo que tiene algún cargo público: comisarios, escribientes, oficiales, comandantes, etc. El habla del Hijo Mayor es elegiaca. Ninguno de los perso najes emplea ese tono patético, de pordiosero. Verdad es que se trata de un personaje bien descrito espiritualmente mediante su relato, pero no es posible olvidar que el Narrador está procedien do en vista de un auditorio. Busca atraer hacia sí la simpatía y la conmiseración, convirtiéndose a su vez en dechado de vícti ma de las injusticias y del rigor. Habla un lenguaje llano, pero ese lenguaje llano está afectado por la intención, y puede ser de finido como literario sin literatura. Lo literario es la posición del cantor, el ámbito de sus ideas, reflexiones, la ternura que prodiga reflejándose sobre los demás infelices, y que en primer término se tiene a sí mismo por actor. El Hijo Segundo habla casi con la misma desenvoltura, raya na en lo cínico, de Picardía. Pero es un muchacho decente y el otro no. La manera de contar, lo que podríamos llamar el esti lo, eso es lo que los asemeja. Pintoresco, sin consideraciones pa ra el auditorio, detalla y cuenta deleitándose en lo que sabe que ha de causar impresión regocijada. Alterna lo trágico y lo cómi co; es un artista que sabe cómo se ha de mezclar la anécdota con la acción. Anticipa y hace inútil la presentación de Picardía. Es seguro que si Martín Fierro no quiso poner en su historia la pro pia de Picardía (como éste puso la de Martín Fierro en la su ya) es porque una razón profunda de orden moral se lo impe día. Picardía se enorgullece de sus actos de picaro; el Hijo Se gundo procura dejar en los oyentes la impresión de su mala suer te y echa sobre el viejo Vizcacha todo el peso de lo malo. A Pi cardía no le importa echarlo sobre sí mismo. Si ha de tomarse el monólogo del viejo Vizcacha como una forma de hablar — y lo es, puesto que el Hijo Segundo reprodu ce literalmente los consejos —, este personaje difiere en verdad
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de todos. Tiene el lenguaje de sentimientos, ideas, metáforas, palabras, que le conviene por su estado mental, moral, de edad, de experiencia. En razón del contenido, más que de la forma, no es posible confundir al último Martín Fierro, el que aconseja a sus hijos, con Vizcacha. La tesitura, la ocasión, todo es igual pero no el contenido moral, el léxico y la intención que en ello ponen uno y otro. Vizcacha condensa una forma predicativa de que a ratos gustan Martín Fierro, Cruz y el Hijo Mayor. El único de los personajes que, sin extralimitarse del terreno de la lengua gauchesca, da un tono, un colorido, una personali dad oral distinta a los otros, es el Moreno. Psicológicamente, el Moreno tiene, con mucho, más personalidad que M artín Fierro. Habla su habla personal. Es presuntuoso, atildado, perifrástico, retórico. Soporta con impavidez que M artín Fierro lo tutee, em pleando él el tratamiento de usted. Reacciona verbalmente, sin olvidar su altanería, su situación de hombre de color que ade más tiene un objetivo encubierto que satisfacer. En este diálo go de la Payada Martín Fierro y el Moreno son absolutamente dos entes distintos, dos seres inconfundibles, dos psicologías. Así como la vida de Vizcacha difiere de las otras — es un gaucho de otro modo —, así el lenguaje del Moreno difiere del de los de más: resulta comprendido interiormente por sus palabras, y lo interesante es que lo que dice sólo indirectamente se relaciona con su persona. Mucho más que el Hijo Mayor, cuida su expre sión' por el vocabulario: no es un habla artificial, aunque arti ficiosa, no engalanada por el Autor sino por el personaje mis mo. Sentimos que surge de él, que le es propia, que pertenece a un hombre que forma un tipo característico de payador, del hombre ignorante que adquirió la técnica de hacer versos y de poner lugares comunes de la poesía rural en ellos. Y M artín Fie rro juega con él, provocándolo a emplear ese lenguaje que ha notado que al Moreno le gusta. DEL HABLA DE LA SENSIBILIDAD Faltan las voces íntimas, del lenguaje interior, tiernas, per suasivas. El lenguaje es asertivo, neto, en un mundo de cosas con
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cretas o vagas, sin matices coloreados, pero con distintas capas de profundidad. Hay también la simultaneidad de planos: lo que se dice y lo que se entiende, especie de lenguaje figurado que no lo es. Cuando encontramos la comparación, la imagen, el tropo, no es por un lujo o gusto estético, sino por falta de ideas direc tas, de conceptos claros. Es lo que origina, en el pueblo, el uso de los refranes y de las comparaciones, las imágenes, la perífra sis. Son limitaciones que colindan con la belleza. Pero no puede hablarse de palabras que falten, pues lo que falta son las ideas, los pensamientos, las emociones superiores, todo el mecanismo que supera lo que satisface el “lenguaje de objetos” (Russell) y que se expresa, literariamente, por lo “pri mario” en el sentido que a esta palabra da Thibaudet. La lite ratura popular suele ser más expresiva y rica en esta gama de los sentimientos y los pensamientos. Aunque enriquecieran el voca bulario — que es lo que hacen los demás poetas gauchescos —, la miseria de las ideas sería la misma. En Martín Fierro ese mundo mental es hondo, aunque no abarque en sus combinaciones me cánicas el área que en los otros. Lo mental es lo incompleto siem pre en las literaturas populares, como lo es en el pueblo. Y tam bién lo emotivo. Pero el pueblo une ambas cosas y les da una intensidad muy grande, una perspectiva complicada, que tam bién pueden designarse como lejanía y profundidad. Pero cierto calor humano de la sensibilidad, lo conservan las obras popula res, cosa difícil de encontrar en las cultas. Es verdad que no pue den medirse con el mismo patrón las reflexiones filosóficas de M artín Fierro, Vizcacha o el Moreno, con las de otros tipos del pensar empírico, pues la tónica mental es inferior, menos en las vivencias y las intuiciones, pero en este sentido la palabra siem pre es más corta que la idea en el Poema. Esa filosofía está re cortada en la antiquísima sabiduría del pueblo y no es una fi losofía, sino una forma del saber animal luminoso. Lo que de biera haberse intentado, por alguno de los analistas ociosos que 110 encuentran temas nuevos que investigar en los poemas gau chescos, es qué tonus da ese saber experimental de nuestro pue blo, comparado con el de otros pueblos más viejos, más aclima tados en su tierra y en su clima. Cuando se ha dicho que el habla del Martín Fierro es pobre, se siente que no es ésa toda la verdad, lo importante de la ver
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dad. No hay acaso poema de mayor riqueza en intencionalidad, en que con tan pocas palabras se sugieran tantas ideas, si no tan tas cosas. Es el poema que sugiere, no el que dice cosas. El hom bre del campo no siente que falten en él muchas palabras indis pensables en su experiencia, porque siente que casi íntegra está representada la realidad espiritual, lo que hay en el campo, lo que del campo queda cuando uno ha envejecido en la pobreza. Esta lectura intencional del Martín Fierro coloca al Poema casi por entero fuera del foco de comprensión del extranjero (ya alude Hernández a que el pueblero no entiende al gaucho, que tiene otra ciencia). Frases como: Y hacer marcas con el dedo; Apoyao en el horcón; Y ansí me dejé agarrar; Y yo sin decirle nada Me quedé en el mostrador, no pueden ser comprendidas
por su sentido literal. Cada una de ellas responde a un contexto omitido, a un modo de ser, de reaccionar, de hacer una cosa pen sando en otra; y precisamente no lo que se hace sino lo que se piensa es lo que nosotros leemos en el Poema. El lenguaje del gaucho es concreto. Cuando sus sentimientos son indeterminados, tiende a fijarlos en acciones y en cosas, pe ro más en acciones tomadas de la vida corriente. No hace abs tracciones, sino al revés. Las comparaciones tienen siempre por objeto probar, demostrar, aclarar; no las hace por juego de la imaginación. Capta por lo general lo significativo, lo vital, más que las formas y apariencias. Los animales le sirven de ejemplo por lo común. No tiene prejuicio alguno de jerarquías, de cali dad de las cosas; dice lo que ellas mismas significan, lo que son. Comparar personas con animales no es despectivo sino cuando ello lleva alguna intencionalidad. El comparar a alguien con el perro, el avestruz, el peludo, la cigüeña, el macá, no tiene sino el sentido de lo que se quiere expresar. La comparación es equivalente al proverbio, al refrán. Evita explicar, detallar. El lector entiende de inmediato. Tiscornia establece tres grupos de los seres que se nombran; 19 mamíferos; 2? reptiles, gusanos; 3? peces. ¿Para qué? Lo que se nombra son otras cosas. De la naturaleza no extrae observaciones: como no hay pai saje, tampoco hay correspondencia entre los estados de ánimo y el ambiente. Excepto la noche que condice con la tristeza; y cuando el Moreno establece relaciones entre los fenómenos de la Naturaleza, habla sobre todo de los ruido? de Ift npche. La
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Naturaleza no figura en el vocabulario ni en la sensibilidad. Pastos, flores, desierto, son palabras vagas y amplias, no repre sentativas de elementos de paisaje. Lo mismo que los mamífe ros, los reptiles y los peces. Lo visual predomina. Los demás sentidos son insignifican tes en su juego sensorial. El olfato únicamente para los malos olores: “jedentina”, en los toldos, etc. El oído es un órgano vi tal, de advertencia, no estético. Se alude al canto de las aves, pero no se sobrepasa la imagen de lugar común, literaria. Mar tín Fierro escucha, pegando la oreja al suelo, la llegada de la partida; el canto del chajá (común en la poesía gauchesca co mo centinela que previene de peligros al gaucho; o el del te ro), el balido de ovejas o vacas, el sonido de la guitarra, la voz del canto, no configuran un órgano acústico que se alce sobre el umbral de su utilidad. Del sabor y del tacto, casi nada. Las ma nos son herramientas, objetos de uso vital: no sirven para pal par ni para funciones sensoriales. Apenas son órganos táctiles. La falta de esas funciones por igual domina en la sensibilidad de los personajes y en la totalidad del Poema; faltan en las per sonas y en los objetos. A este respecto existe una cabal concor dancia, y no se da, como es lo común en la poesía artificiosa, una riqueza de palabras a las que no corresponde el mundo de los objetos, faltándole la sensibilidad correspondiente; más que la sensación, la sensibilidad. EL LENGUAJE COMO REALIDAD Ascasubi y Del Campo eran ciudadanos que habitaban cen tros de vida cultural bien desarrollada: Buenos Aires y, en el ca so de Ascasubi, París de preferencia. Del Campo era un metro politano típico para quien el gaucho era un individuo a quien se podía mirar como ente curioso, pintoresco, retrasado. Y su poema es una burla manifiesta, sin otra simpatía que la del es tanciero por su peón. Dice Martín Fierro que se solía m irar al gaucho con la sorpresa con que se miran los avestruces. Del Cam po tomó el habla gauchesca por convención canónica del gáne lo. De no haber aparecido Hernández, no habríamos tenido idea de lo que esa tentativa de la poesía gauchesca significaba para
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una posible literatura argentina. Acaso tampoco hubiéramos entendido en su verdadero valor a los Viajeros Ingleses, sino que los habríamos dejado dentro de la zona de lo pintoresco de nuestra literatura. Pues el Martín Fierro crea la conciencia de la realidad completa en el arte: no sólo la realidad que se ve, sino la que se siente que existe dentro de la que se ve. En As casubi tampoco ocurre esto. Hay en él, como lo expresa en el Prólogo del Santos Vega, verdadera simpatía por el pobre hom bre del campo. Lo cual es mucho, pues en Del Campo y en Obli gado hay desprecio, como en Hidalgo y en Lussich apasiona miento por las cuestiones políticas más que personales. Si la obra de Ascasubi resulta una parodia, en que hasta el mismo Santos Vega es rebajado de su altura legendaria, es problema distinto: es el problema de la decadencia de todo mito que no nace de una necesidad vital del pueblo. No obstante, el tema queda a salvo de su dignidad históri ca, precisamente por el proceso — impensado — de poner en su talla natural al héroe. Esta observación es válida para los poe mas gauchescos, en primer término el Martin Fierro , con res pecto a la realidad del mundo en que vivió. Acaso hubiera po dido Ascasubi escribir su obra sin necesidad de copiar fielmen te, los modismos idiomáticos del gaucho, pues la sustancia que recoge en ella está colectada del natural y mediante una obser vación muy sagaz. La postura intencional de Hernández, que hace del lenguaje uno de los elementos sustanciales de la Obra, está explicada por él en el Prólogo a la Vuelta: En cuanto a su parte literaria, sólo diré: que no se debe perder de vista, al juzgar los defectos del libro, que es copia fiel de un original que los tiene, y repetiré que muchos defectos están allí con el objeto de hacer más evidente y clara la imitación de los que lo son en realidad. Un libro destinado a despertar la inteligencia y el amor a la lectura en una pobla ción casi primitiva, a servir de provechoso recreo, después de fatigosas tareas, a millares de personas que jamás han leído, debe ajustarse estriclamcnte a los usos y costumbres de esos mismos lectores, rendir sus ideas e inierpretar sus sentimientos en su mismo lenguaje, en sus frases más usuales, en su forma más general aunque sea incorrecta; con sus imágenes de mayor relieve y con sus giros más característicos, a fin de que el libro se identifique con ellos y de una manera tan estrecha e íntima que su lectura no sea sino una continuación natural de su existencia... Un libro que todo esto, más que esto, o parte de esto enseñara sin decirlo, sin revelar su pretcnsión, sin dejarla conocer siquiera, sería, indudablemente,
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un buen libro; y por cierto que levantaría el nivel moral e intelectual de sus lectores aunque dijera naides por nadie, resertor por desertor, mesmo por mismo, u otros barbarismos semejantes; cuya enmienda le está reservada a la escuela, llamada a llenar un vacío que el poema debe respetar y a corregir vicios y defectos de fraseología, que son también elementos de que se debe apoderar el arte para combatir y extirpar males morales más fundamentales y trascendentes, examinándolos bajo el punto de vista de una filosofía más elevada y pura. El progreso de la elocución no es la base del progreso social, y un libro que se propusiera tan elevados fines, debería prescindir por completo de las delicadas formas de la cul tura de la frase, subordinándola a las imperiosas exigencias de sus pro pósitos moralizadores, que serían en tal caso el éxito buscado. Los per sonajes colocados en la escena deberían hablar en su lenguaje peculiar y propio, con su originalidad, su gracia y sus defectos naturales, porque despojados de ese ropaje, lo serían igualmente de su carácter típico, que es lo único que los hace simpáticos, conservando la imitación y la vero similitud en el fondo y en la form a... El gaucho no conoce ni siquiera los elementos de su propio idioma, y sería una impropiedad cuando menos, y una falta de verdad muy censurable, que quien no ha abierto jamás un libro, siga las reglas de arte de Blair, Hermosilla o la Academia.
Despojado el alegato de su finalidad docente, queda en esen cia lo que Hernández, sin someterse a ninguna tesis, sintió que era su deber en cuanto al alma de sus personajes y de su Obra expresado por el idioma. Estas reflexiones habrían sido absolu tamente ociosas para Ascasubi y Del Campo. Pero existe aún otro matiz que poner de relieve. Para Del Campo habría resul tado absurdo escribir su Fausto en otra forma, porque lo que se propuso fue pintar el habla más que el gaucho. Su obra está concebida desde lo pintoresco hacia lo real, desde lo verbal ha cia lo psicológico. La habilidad del uso es sencillamente cues tión de técnica, como la que se puede alcanzar en las habilida des manuales, por aprendizaje. Este resultado del aprendizaje cuidadoso es sensible en Del Campo, quien acumula palabras, imágenes y giros de expresión con un propósito deliberado de dar mayor consistencia de veracidad a la obra. Eso mismo hace Lussich, pero no Ascasubi. La verdad es lo verbal en Del Cam po. Debió advertir — lo mismo que Hidalgo, a quien agradó el hallazgo — que cualquier cosa contada en el lenguaje del gau cho adquiría automáticamente valor, y que ese valor era inde pendiente de los hechos, de lo que contase, y de los persona jes; que estaba en la forma verbal de contarlo. Esto mismo ca racteriza posteriormente a los epígonos y parodistas del géne
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ro, y es lo que determina la muerte de la literatura realista que denominamos gauchesca. Porque, en efecto, la anécdota del Faus to es trivial y casi no existe como tema campesino; está en la tesitura de los Diálogos patrióticos de Hidalgo, que se reducen siempre a lo que un gaucho que va a la ciudad le cuenta que ha visto a otro que no la conoce. Nada ni parecido en Hernán dez, como él mismo lo advierte al lector en la Carta-Prólogo de la Ida. El lenguaje gauchesco es una adopción en Del Campo; si lo emplea es porque, subconscientemente, había notado que en los Trovos, como en Paulino Lucero y en Santos Vega (y en su Biblia: Aniceto el Gallo), existía un mérito ajeno a la lite ratura, casi ajeno al mismo autor y visiblemente extraño al mé rito del asunto. Ese valor era, lisa y llanamente, el lenguaje, y 110 se obtenía sino mediante el empleo de ese lenguaje. Bien va loraron los poetas gauchescos sus propias composiciones en es tilo culto, insanablemente afectadas en comparación con las otras, que les disimulaban toda deficiencia poética. Por eso en el uso del lenguaje gauchesco hay implícito siempre, aun en Hernández, una ineptitud técnica y de preparación convenida, un desentendimiento de la responsabilidad del arte de escribir que, al fin y al cabo, no afectaba sino a la calidad formal de la obra. Los poetas gauchescos, todos, son escritores fallidos, que ha llan en el género un salvoconducto a su ineptitud congenial. En ninguno como en Hernández “la fecundidad del insuficien te”, en la frase de Goethe que se aplicó a sí mismo Keyserling, le facilita el acceso a una expresión de real grandeza. En cuan to al manejo del argumento, al tratamiento de los temas por la composición, el caso es otra vez distinto. En Hernández hay una elección deliberada, no un dejarse llevar por los predecesores, puesto que es indudable que desde el primer instante tuvo po sición tomada, la de no repetir, la de rehacer con los mismos elementos una obra de arte de mayor categoría y dificultad. Lo dice y lo repite en su Poema: la de “cortar por lo duro”. Hay, pues, dos cosas: por una parte, la exigencia del genero, que tampoco se puede desechar; por la otra, la seguridad de que el habla misma, pintoresca, equívoca, maleable para el des atino tanto como para la observación mordaz o profunda, pa ra el contraste de lo trágico y lo cómico, etc,, era de por si un
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valor suficiente — y probado al extremo — con que levantar a buena altura cualquier tema. Hernández estaba seguro de que su tema no necesitaba sino un instrumento de expresión que no lo desmereciese. Lo prue ba hasta la circunstancia de que se abandona a su Obra sin un plan trazado de antemano. El hecho simple de que hubiera te nido que expresarse en el lenguaje culto — en que rindió prue bas muy pobres — le habría impedido acometer la empresa. Pe ro el camino estaba ya abierto y facilitado por otros, con su aceptación por el pueblo en primer lugar y, en segundo, por los hombres cultos que se solazaban con tal clase de composi ciones. Magnífico incentivo, además, para cualquier campaña política. En Ascasubi y en Lussich el aprovechamiento de tal coyuntura es en exceso evidente. Hernández aprovecharía de esos antecedentes favorables para tentar otra empresa de mu chísimo mayor compromiso. Idioma, personajes y episodios for maban unidad inseparable en su concepción, y ese todo era ya el poema, aunque no supiera cuál sería su contenido. La pregunta que puede formularse ahora es: ¿hasta qué pun to, desde Hidalgo, a través de Ascasubi, Del Campo y Lussich — a quien se olvida maliciosamente — no hay una necesidad de recurrir a la pobre habla campesina para no dejar en descubier to la escasa preparación artística del autor, que se disimulaba en la pobreza de los asuntos? Vertidos a prosa aquellos poemas serían ilegibles. Poco habrían valido sin la prueba lustral de descender a humildes cantores de pulpería; y se les hubiera po dido aplicar el dictamen universal de Sarmiento a esos canto res puebleros, de que sin el verso sus historias no habrían inte resado a nadie. De haber podido, Hidalgo hubiera preferido ser uno de los poetas patrióticos (Juan Cruz Varela, Echeve rría, Mármol, Andrade) mejor que el creador del género gau chesco. La aparición de lo que Gutiérrez saludó como el adve nimiento de la “égloga americana” dependió de la pobreza de recursos del creador. También por eso la poesía gauchesca es la de los pobres, y todo es pobre en ella, consagrándose como una cualidad de excelencia, a la manera cristiana, lo que fue ra en sus orígenes un síntoma de ineficiencia y escasez. Eso mis mo ocurrió con Ascasubi, lector de poesía en francés y en in glés, idólatra d? Alfredo de Musset y residente bien aclimata
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do en grandes ciudades de cultura. Hasta Del Campo, se trata de obras escritas sin pretensiones literarias; mejor dicho, de obras intencionalmente aliterarias. Lo cual es otro problema, por ser otra pretensión. ¿Hasta qué punto, sin acudir a los auxilios del psicoanáli sis, es explicable en Ascasubi, como en Del Campo y en Hernán dez que se resignaran a la ínfima gloria del payador? ¿No eran “cantores ladinos”? Creo que debemos optar, en la explicación de este enigma, por una de estas tres alternativas: o el conven cimiento de que esa poesía popular valía lo que la culta en sus tancia y en el contexto de la cultura rioplatense; o el conven cimiento de que la poesía culta corriente no tenía ningún va lor efectivo, real; o la experiencia de que les estaba vedado otro camino. Causas concomitantes pudieran ser los complejos de in ferioridad y el instinto de predominio. Ha de hacerse el distingo, además, de que Hernández es el único de ellos que no escribe por pasatiempo, para ocupar sus ocios, ni por el gusto del humorismo simplemente. Pero ni es tas observaciones ni la explicación de Hernández sobre la ne cesidad de emplear el lenguaje campesino quieren decir que no fuera posible el poema de la pampa sino mediante esa forma de expresión. Pues se trata, por otra parte, de un lengua]e con mucho de convencional, tal como lo elaboraron para el teatro Enzina, Lope de Rueda, Gil Vicente y Torres Naharro. Arti ficiosamente literario por el extremo opuesto. En los precurso res de Hernández el lenguaje es un espectáculo, en éste una realidad. DE LOS INNOVADORES Los gauchescos, al mismo tiempo que prescindían de las vo ces cultas — y en este concepto debe incluirse las exquisitas, las de uso en las clases superiores, las de cosas y acciones propias de los centros urbanos y las no traídas de la Península más que en el diccionario —, acudían al acervo del habla popular. Cambia ban sensibilidad y lengua, pero aquel primer aspecto de la re belión contra lo “godo” ha perdurado mucho más en las cos tumbres y en la índole reacia a lo excelente de nuestra poblaí
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ción rural. Es indiscutible que a estos factores íntimos se unió solidariamente el inmigrante de otros países y lenguas. El habla era irrenunciable, estaba dentro del individuo que se rebelaba. ¿Habría aceptado ninguno de aquellos innovado res: Sastre, Gutiérrez, Echeverría, Vicente López y Planes, Alberdi, Sarmiento — todos ellos puristas escrupulosos — barbarismos, neologismos, giros familiares y sobre todo el ánimo de inferiorización, de concordar lenguaje y género de vida? Eviden temente era contra eso, precisamente, contra lo que luchaban; para ellos todas esas incorrecciones eran lo colonial dejado co mo residuo por la dominación española. Quizás el paisano quería lo mismo que ellos, pero lo quería de otra manera, pues aquello a que los innovadores querían re nunciar era lo que formaba su verdadera naturaleza. El gaucho no tenía para oponerse a lo “godo” sino el habla misma en que estaban contenidos todos los elementos de una historia, de una existencia social. Quedaba apresado en la ineludible cintura de hierro del propio idioma, como quedaba apresado en sí mismo. Pero resultó un fenómeno dimorfo: por una parte, era lo anti culto, lo antiurbano, lo que se oponía a su rutinaria existencia; por otra parte, lo que se adoptaba como un instrumento de libe ración era lo español puro. En esa forma realizó, con muchísi mos menores alcances, lo que los innovadores no se atrevieron a preferir, porque su empresa era diametralmente lo contrario: una lengua libre de vocablos espurios, libre de tradicionalismo retórico, pero al mismo tiempo genuinamente española. Es indispensable reconocer, pues, que en dos direcciones di vergentes, los innovadores y el pueblo procuraban la misma fi nalidad. Ambos en empresas igualmente meritorias: unos, en las obras de gran estilo de pensamiento y elocución nuevos; otros, en los poemas gauchescos. Y así ambas direcciones, fieles a la ín dole de todas las obras que arrancan de un sentimiento genuino del saber o del ser, toman las formas de la prosa y del verso. POBREZA DEL HABLA Pero el lenguaje no es, como se ha creído, el elemento funda mental de lo popular en el Poema: el alma es lo realmente pie-
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beyo, y si Hernández tuvo tanto cuidado de no adulterar la rus tiquez del lenguaje, fue porque entendía que ese era el vehículo más adecuado para la conservación intacta de su espíritu. El lenguaje no es, en resumidas cuentas, lo plebeyo, ni lo más gro sero: es su elemento de revelación. El lenguaje del Martín Fierro es pobre; lo es por una inten ción manifiesta del Autor, que rebaja asunto y personaje; lo es por el léxico, por las ideas en juego, por los personajes en su aventura de vivir. Bajo este concepto, el Martín Fierro está in deciblemente por debajo de toda la poesía gauchesca. T al como Hernández lo ha concebido y realizado tiene su máxima fuerza, su máxima grandeza. Hay ciertas correlaciones entre lo que el Martín Fierro sig nifica dentro de la poesía gauchesca, y lo que significa la len gua gauchesca dentro del idioma español. El Martín Fierro es un dechado de ese fenómeno de empobrecimiento que el espa ñol sufre en las colonias. El que se trajo a América, reducido por falta de necesidad de aplicación en toda su amplitud, y porque no vino la masa total parlante, sino individuos desgajados de ella, fatídicamente tenía implícito en su sino el empobrecimien to. Faltábale la fuente de conservación, frescura y renovación, la circulación total del caudal idiomático, que se conserva entero en el pueblo entero. Faltaron todas las voces denominadoras de cosas existentes en la Península y no acá; las voces de los usos acá olvidados; los giros genuinos que viven mientras se les prac tica no sólo en el dar — decir —, sino en el tomar — oír —. La integridad del idioma se mantiene porque se le oye hablar más que porque se le habla. Las cosas nuevas, las acciones nuevas no equivalían en cantidad — ni en calidad — a las que se aban donaban. El empobrecimiento fue de dos clases: por reducción mecánica y cuantitativa, y por reducción psicológica, en el re greso a un mundo inferior. El barbarismo pudo tener un co origen humorístico: burlarse de las cosas desfigurando las pa labras. En América el español no era la lengua de España, ni si quiera la colonial como prolongación de la peninsular: era me nos. Habla rústica pura, es decir, podada del habla general den tro de lo campesino — cuya área total abarca el Santos Vega —, era la del gaucho fuera de toda población y hogar. Faltan en
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esa habla los sustantivos de herramientas, muebles, utensilios, partes del vestido, de viandas, frutos, animales y plantas. La lengua del Martin Fierro se ciñe a las circunstancias; no desborda de la miseria ambiente por los recuerdos, como hace Santos Vega, que enteramente evoca lugares, personas, sucesos que sobrepasan el ambiente en que está el narrador, con Tolo sa y su mujer. Los recuerdos de Santos Vega recorren, ven, abar can, enumeran; los de M artín Fierro van pegados a su persona, no tienen ambiente, lejanía, objetos ni seres. Si se compara, por ejemplo, la descripción de la estancia en ambos poemas, se ten drá una idea clara de la diferencia: en el Santos Vega es la ubi cación, hasta el plano, diría, de las habitaciones, quienes las ocu pan, los galpones, etc. El Martin Fierro menciona la cocina y el corral, nada más. Pero de ese hecho no sólo resulta empobreci da la historia, sino el lenguaje. El vocabulario del Martín Fierro sería absolutamente inefi caz para tener siquiera una idea de las cosas del campo. Dijérase que todo ha sido eliminado cuidadosamente, con el mismo cuidado que los otros poetas ponían en enumerar. Empleada para narrar, la lengua del Martín Fierro tiene la específica li mitación de la poesía lírica. Cuando Martín Fierro pregunta al Moreno sobre los trabajos de la estancia que se hacen en los me ses que traen erre, éste no sabe contestar. Se lo ha vencido al lle varlo al terreno de las cosas concretas; eso mismo le ocurriría al Poema si quisiera usárselo para saber algo de nuestros campos. No solamente es un Poema en tesitura lírica; es una lengua lí rica, de sentimientos, de reflexiones; no sustantiva, no de cosas. Nada de la lengua urbana se registra ahí: ni casas (rancho, choza, guarida, cueva, tapera), ni comercio (la pulpería y el true que), ni fiestas (bailes), ni ceremonias religiosas (se mencionan bautismo, iglesia en sentido abstracto), ni trato social (supone mos que lo haya en la pulpería). En este orden de análisis se llega a la conclusión de que el Poema es enteramente una abstracción (un sueño): y esa es la verdad. Las palabras no sirven para designar, para nombrar co sas, sino recuerdos. Es un habla con la que se puede rememorar, pero con la que no se podría vivir.
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LA ESGRIMA DEL HABLA El Martin Fierro tiene de común con los demás poemas gau chescos la tendencia a la inferiorización, por realismo, de la pa labra y del lenguaje total. Hay un diapasón para el lenguaje y dentro de él un lugar y función precisos para la palabra; lo cierto es que ninguna palabra puede disonar con la partitura en total sin ser eliminada, estigmatizada, rebajada a un sentido in ferior. El habla gauchesca es reducidísima aun en comparación de otras hablas rústicas peninsulares, porque ha eliminado más que innovado; porque el genio de nuestro pueblo es eminente mente conservador y tiende a rechazar lo novedoso (como en España), lo cual es una característica de todo pueblo como uni dad política e idiomática; porque las lenguas indígenas tuvie ron para el campesino el mismo carácter de extranjería que el habla culta. Pero mucho más que por el vocabulario, el sabor oriundo de lo americano en la Argentina se expresa por la construcción, por cierto valor supragramatical que la oración adquiere, en la com binación de voces anodinas o significativas, durante su elabo ración y articulación. La frase es siempre breve y tiende a lo sentencioso; de modo que todo lujo imaginativo, toda locuaci dad, pleonasmo, placer de hablar, están excluidos. Cuando el narrador o el autor están a punto de incurrir en una elocución culta, bien ordenada, explícita; cuando el discurso por su mis mo movimiento de expansión se afirma para una cláusula ora toria, vira rápida, inopidamente hacia un corte en seco de la idea, si no a una exclamación o un rápido final evasivo. La claridad en la elocución, entregarse inerme, es tan extraña a nuestra habla como la idea categórica, apodíctica. La forma to ma así un sesgo dubitativo, de impresión, aun cuando el locu tor esté bien seguro de lo que sabe y de lo que quiere decir. El circunloquio, la vaguedad son formas psicológicas más que gra maticales, un modo de ser nosotros. En este sentido el Martín Fierro es un dechado, sobre todo si se coteja con cualquiera de los poemas gauchescos y en general con la literatura popular. El habla gauchesca toma en el Poema su sabor puro, su cabal pu reza, cuando lo que se significa es muy claro sin que se deduz
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ca esa claridad de las palabras y su ordenación: en fin, de lo lingüístico, y no de lo gramatical. Eso constituye un estilo, tam bién. Y si todo idioma es un fenómeno estético más que lógico, vital más que gramatical, de acentos más que de sílabas, el ha bla gauchesca está en una tesitura psicológica, racial, más que lingüística. Cualquier estudio debe comenzar — y acabar — por lo estilístico. Aquellas estrofas del Martin Fierro que los lingüistas han so lido considerar defectuosas: Porque el ser gaucho... ¡barajo! El ser gaucho es un delito (1323-4); Era una delicia el ver Có mo pasaba sus días (137-8); A la cocina rumbiaba El gaucho. . . que era un encanto (143-4); Al recordarlo me aterro, Me da pa vor este asunto (II, 2723-4), etc., están en los paradigmas del ha bla. Es que el narrador explora, toma precauciones, consulta en los rostros el efecto que van causando sus palabras, y se in terrumpe como si percibiera antes que el oyente el riesgo de caer en lo elocuente o en lo gárrulo. No es la frase lo que se in terrumpe, o lo que se desvía, sino el pensamiento, la intención, la dirección que llevaba. Prefiere que se le juzgue torpe y no ingenuo. Ningún narrador, en ninguna literatura, sacrifica así una co yuntura propicia de lucimiento. Para el paisano la belleza en la elocución o en el léxico, es gusto de gringo; a él le gusta el ha bla sustanciosa y la belleza la encuentra siempre en lo que sig nifica bien lo que quiere expresar; no por virtud de las pala bras, sino a pesar de ellas. Una ocurrencia, el resalto de un ca riz preciso en la comparación o la alusión, cumple la finalidad de la metáfora y de todas las galas del lenguaje. A este respec to, frases como Con las patas como loro De estribar entre los dedos (II, 2173-4); Tenía el viejito una cara De ternero mal la mido (1813-14); Y una cosa tan jedionda Sentí yo, que ni en la fonda He visto tal jedentina (1858-60) tienen un mérito singu lar, que no consiste sólo en lo pintoresco y acertado de la ocu rrencia, sino en el juego de conceptuar y valorar del paisano. Todo está referido a cosas inferiores; los ejemplos no se subli man, sino que se rebajan: esto está en el alma del paisano — está en su alma y no como humildad ni como placer de empe queñecerse —, alarde notorio en los preámbulos y en las refe rencias a la propia situación: compararse con el peludo, o com
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parar a los hijos con los perros; está en una forma de agachar se, de abrir la guardia, de probar cuál es la intención del que oye. Aquellas partes del Santos. Vega, del Fausto y de los Tres gauchos orientales en que se florea la frase y. el locutor se entre tiene en descripciones y figuras de tipo literario o amatorio, son convencionales: para el lector de la ciudad. Nada más ri dículo para el gaucho que el orador. Y, en la disyuntiva, pre fiere — Disculpenmé tanta charla; Aunque pa chorizo es largo — pasar por charlatán antes que por elocuente. Por lo menos no elocuente en su acepción cabal; porque gusta también de una clase de elocuencia que, ya se ha indicado, consiste en la rela ción que hay entre lo que dice y lo que quiere significar, entre el objeto o el hecho y su representación metafórica o el simu lacro que deja en su lugar al sustraer la idea y la frase ver daderas . En la concisión debe observarse, entonces, cierta elipsis de pensamiento. Así como el lenguaje se reduce a lo indispensable, liberándose del episodio y aun de la historia, también se puri fica lo que se quiere entregar al desconocido o al que escucha. No solamente el paisano hace una criba general de lo que debe y de lo que no debe decir; hace una clasificación entre lo que le honra y lo que no le da ningún lustre; entre lo que él sien te y lo que sabe que ha de sentir el que lo oye; entre la verdad exacta y lo que él comprende que puede agregar o modificar — dentro de lo estrictamente veraz — para que resalte su histo ria y su persona. Con esa manipulación mental previa de los materiales, puede permitirse la prodigalidad de poner alguna broma en que él mismo sirva — aparentemente — de personaje ridículo. Está seguro, segurísimo de que eso no puede menos cabarle. Por ejemplo: varios pasajes de la vida de M artín Fie rro en el Fortín, inclusive el arreo, su retiro de las pilchas, el diálogo con el Mayor, la paliza en el estaqueadero, la vigilan* cia en el techo del rancho cuando anduvo prófugo, su miseria, su falta de ilustración, etc. Todas estas son formas de esquivar el cuerpo al ataque del oyente, maneras de hacer que su tiro, si intenta reprocharle orgullo o dar demasiada importancia a las cosas propias de la vida del pobre, se pierda en el aire. El hecho de que el relato nunca levante vuelo le da seguri
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dad en su andar sobre la tierra; de no disparar por la loma de pende su seguridad. Lo que en el Poema parece rastrero, pedes tre, sin grandeza, es lo que lo mantiene adherido a la realidad, 1 a lo cierto, a lo serio. El propósito evidente de inferiorización — forma humorística de presentar los hechos, manera de rela tarlos, palabras usadas — evita la debilidad que Hernández de bió de haber advertido, sin duda, en los otros autores: el hue co que quedaba cuando el tema era levantado por ellos sin que por sí mismo pudiera elevarse del ras de la tierra.
LO GAUCHESCO CONCEPTO DE LO GAUCHESCO Si se interpretara lo gauchesco en el sentido que se interpre ta lo clásico y lo romántico — como orientaciones estructurales del pensamiento y la sensibilidad —, o más taxativamente como lo gótico, lo barroco, lo impresionista, no se habría dicho toda la verdad. Hay algo de ese sentido, en cuanto lo gauchesco tie ne sus temas, su- estilo, sus convenciones, en la “toma” de una realidad y su versión por el lenguaje. Pero así como lo clásico y lo romántico expresan no propiamente escuelas, sino más bien temperamentos y directivas de la psique en la vivencia del fenó meno literario, artístico y aun científico; y así como lo gótico representa no sólo un estilo artístico, sino también una época, un modo de sentir y de comprender la figuración espiritual o plástica del mundo de las formas, así lo gauchesco es una po sición total de la psique: un estilo, un contenido, un uso del lenguaje, una cualidad étnica, un cariz geográfico y temporal, un mundo. En tal concepto lo gauchesco es más sustancioso, más perma nente, más invariante que los elementos humanos, de paisaje o de figuras de ambiente: es la vida entera en las llanuras sud americanas, en el litoral, pero también en sus estribaciones de planos hasta los confines de montaña y océano. Es una cualidad histórica tanto como psicológica, es decir, una cualidad huma na general tanto como particular. En los trastornos del proce so de formación de la vida entera del país — en lo ético, eco nómico, religioso, conductista, pragmático — es una “toma” vivencial, un modo de ser las gentes; y eso queda firme a través de las vicisitudes de los cambios políticos, de las técnicas indus triales, del aprovechamiento de los productos naturales y de cul tivo, de la enseñanza y de la obra de gobierno. Es lo que queda cuando todo cambia. Lo gauchesco es tan cierto hoy como hace cien años, pero reviste distintas apariencias, se ha introducido en las fisuras y masas permeables de la vida altamente civiliza da, de la cultura adquirida por voluntad y no por acción me
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cánica, inconsciente, del vivir. Groussac halló lo gauchesco per severando en su tipo aun en la tonalidad global de la vida lite raria; lo gauchesco es lo que Ortega y Gasset vio en la postura defensiva del argentino; lo que Keyserling intuyó como un se dimento geológico de un modo de vivir y de ser del hombre de épocas muy antiguas. Aquellas definiciones que los viajeros cos mopolitas del siglo xx y los ingleses del xix notaron como ex presivo nuestro — precisamente lo que no vemos porque es lo que somos y además lo que no queremos ser —, eso, más que lo argentino, es lo gauchesco. INSURRECCION DE LO GAUCHESCO La poesía gauchesca es un fenómeno nuevo, original en nues tras'letras. El programa del “Salón Literario” de 1837 queda re ducido a un intento tímido y en la misma línea de lo hispáni co, comparado con esta inesperada y desagradable empresa de crear una literatura totalmente argentina. Ante todo, no era éso lo que se quería, lo que se esperaba, ni lo que podía satisfa cer el afán de emancipación de los hombres cultos. La poesía gauchesca era una emancipación a fondo hasta contra los mis mos emancipadores. Es lo que el pueblo puede hacer mediante una revolución, cuando ignora las teorías y los programas cul turales de gobierno. Lo que hacen estos poetas del pueblo — por llamarles así — es declarar como extranjera inclusive la volun tad de crear una literatura nacional con elementos foráneos. Sin embargo, no realizan una revolución; sino que lo español de cepa popular reverdece en ellos, y por ellos la literatura vuelve a entroncar con lo castizo. Es la misma tarea que reali zan, salvadas las distancias, los creadores de las literaturas na cionales europeas, cuando abandonan el latín — la lengua ex traña —, y mediante el uso de las lenguas romances se aplican a tratar de lo propio en una forma nueva, que era la realmen te vieja. Ningún antecedente podían invocar los innovadores, que se apartaban deliberadamente de lo rutinario, sino la existencia misma de un pueblo, la realidad de cosas, de hechos, de situa ciones que no habían sido recogidas sino accidentalmente en las
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obras que procuraban crear, en el plano de la cultura, la obra literaria argentina. A ninguno de los miembros del “Salón Li terario” se le había ocurrido calar o retroceder hasta el pueblo; se conformaban con fijar conceptos y dar normas. Echeverría es quien, con La cautiva, crea. Pero por la innovación (que está en los temas, en el ambiente, en los personajes y en el argumen to), por su sensibilidad, por su versificación canónica y por la calidad misma de su poesía, es un representante de la poesía en boga. Se trataba de ir más allá, de satisfacer una necesidad orgánica más que estética del nuevo status generado la Revolu ción; se trataba, en fin, de las cosas, las personas, las situacio nes y los asuntos pero mucho más del habla misma, del idioma que se siente, que se piensa y que se habla. Hidalgo, Ascasubi, Lussich y Hernández, al expresarse en las formas crudas del habla vernácula no pudieron invocar una poesía ni una literatura oral o escrita que contuviese ya los te mas, ya el lenguaje, y tuvieron que acudir a la realidad viva, dentro de una corriente de desafecto que había declarado su guerra sin cuartel a lo forastero (inclusive a las ciudades). Adop tar un lenguaje es necesariamente adoptar una actitud total de sentir, pensar y vivir. En La cautiva estaba, con lo nuevo de los materiales, todo lo viejo del idioma; y con lo viejo de un idio ma literario, lo añejo de su sensibilidad. La poesía gauchesca era otra cosa. Nada literario servía de modelo, a ese respecto, a nuestros autores. Lo gauchesco cerraba un circuito, y ese cir cuito configuraba una literatura fuera de la literatura. Tenían sólo dos antecedentes que invocar — y los ignoraban o no los necesitaban —: en prosa, la novela picaresca; en verso, los ro mances viejos. Ellos escribían en verso y pensaban en prosa; así fundían, como los materiales mismos, los dos afluentes que desaguan en la poesía gauchesca. Mejor dicho, hibridaban lo canallesco y lo heroico, la prosa y el verso, en una forma pro saica de la poesía, o métrica de la prosa. Tal bastardía es noto ria en todos los poemas, que no pueden, empero, ser prosificados sin que desaparezca de ellos una esencia que no puede de nominarse sino poética. La novela picaresca daba el material, y el romancero, además de la forma, el pathos. Desde ese instante, los poetas gauchescos podían rebelarse contra todo lo español, inclusive su literatura, sin salirse de ello.
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Iban a lo anónimo, a lo del pueblo, al que pertenecían también las coplas; iban a lo español puro, fuera de sus dogmas litera rios (al fin una liturgia como la católica, de muy mal gusto, en comparación con los viejos romances). De ahí que si esa poesía tiene algún antecedente literario, haya que buscarlo indirecta mente en la tradición coloquial más que oral, tal como los con quistadores y colonos la trajeron fragmentada y empobrecida a tierras del Plata. Eso da la razón a Unamuno, a quien le recor daba el Martin Fierro la poesía popular española de los siglos xv y xvi, y establece la paradoja de que el género literario más argentino sea, al mismo tiempo, el más castizo de todos. Pero 110 tienen los poetas gauchescos fuentes escritas — ni folklóri cas —, como los poetas cultos; recurren, sin guías ni mentores, a los yacimientos ricos en verdad, que los precursores de una li teratura netamente argentina — Echeverría, Gutiérrez, Sastre, Sarmiento —, habían omitido, intentando crear una “literatu ra” argentina artificial, como producto de laboratorio. Aunque pensaran en el pueblo para el que escribían, lo tomaban como tema y materia informativa, no como colaborador. Los poetas no sólo revalidan la picaresca, sino que encum bran lo más español de España: la copla y el romance, con su metro y características, y las demás formas métricas de la poesía popular, bebiéndolo de la tradición, en sus fuentes antaño lim pias y aquí enturbiadas por la caída brusca de niveles eco lógicos. La posición del poeta gauchesco es, por eso mismo, la de quien se coloca voluntariamente “fuera de la literatura”; la de adversario más que la del reaccionario, o la del creador que intenta poner en vigencia un folklore aún viviente, jamás tomado en cuenta aquí por nadie. Cuando Castillejo o Fray Luis o Quevedo deciden con toda claridad en el problema de las fuentes y de las imitaciones, con un sentido igualmente claro de qué es la índole de un pueblo y de un idioma; cuando toman partido por las formas típicas españolas contra las italianizantes, acuden no exclusi vamente al pueblo (como los gauchescos), sino a una litera tura que tuvo, por cierto, su esplendor en la obra anónima, pero a la que pertenecían también el Arcipreste, Manrique, Fernando de Rojas, los dos Lopes, y místicos e historiadores
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y hasta lingüistas como Valdés y Nebrija. El pueblo era para ellos la fuente originaria, pero no necesitaban remontarse hasta ella, pues encontraban en los ramales cultos la misma agua pura y potable. Aquello popular estaba ya acopiado y heñido por grandes artistas de la palabra. Ni ellos ni nuestros gau chescos se rebelaban, sino que se sometían al espíritu del idio ma. Considerar, pues, a nuestros poetas gauchescos como en rebeldía contra la poesía culta no es del todo cierto; se rebe laban, es claro, pero sólo en cuanto lo culto era también lo forastero. Y así como ellos acudieron al hombre del campo, omitido hasta entonces sino como ser de compadecer y burlar, así acudieron a su lenguaje, a su sensibilidad y a sus proble mas vitales. Reaccionan contra el nuevo estado resultante de la Revolución —ya en Hidalgo— como hombres de la Co lonia, como si la Revolución se hubiera hecho contra los hom bres del pueblo y no contra la institución monárquica. En el Martin Fierro ha desaparecido en absoluto el sentimiento pa triótico, y esa ausencia de la sustancia máter de toda nuestra literatura acentúa su propio sabor arcaico, de obra que pudo haber sido escrita antes de la Revolución. Es una simple consecuencia de estas observaciones afirmar que el problema de la forma métrica en los poemas gauchescos responde también al mismo espíritu del idioma y de lo español puro. También por su forma difieren estos poemas de los poemas cultos. Romance, redondilla, cuarteta, décima, quin tilla, conservan el octosílabo típico de la poesía popular es pañola. El octosílabo es el metro natural del castellano habla do. Este problema, como el de la rima, en Hernández es inte resantísimo y creo que caso único en toda la historia de la versificación en nuestro idioma. La métrica, en los poemas gauchescos, es otro aspecto de la rebeldía contra lo culto. Hernández debe ser visto como el más rebelde entre todos, al adoptar conscientemente una forma incorrecta de la sextilla, sin antecedentes en la versificación española. Mucho más grave es esa rebeldía, sin embargo, en cuanto a la rima, por la adop ción sistemática de un tipo de rima imperfecta, que excepto en pocas estrofas en que el consonante es cabal, se mantiene sistemáticamente en todas las estrofas del Poema. Se trata de un consonante incorrecto, no de un asonante, y que dentro
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del canon del asonante es incorrecto también. Dos imperfec ciones -d e estrofa y de rim a- que deben sumarse a las que voluntariamente introdujo Hernández en la factura e índole totales del Poema. En cambio, el Autor se halla estilística mente mucho más cerca de la poesía culta que de la realmente popular, cuyo representante genuino y supremo es Ascasubi, mucho más que Hidalgo en sus romances y que Lussich en Los tres gauchos orientales.
La observación minuciosa del Martín Fierro nos convence de que es una obra compuesta dentro de la índole del idioma castellano, castiza siempre, de un decir firme y conciso, como el mismo Unamuno reconoció y Menéndez y Pelayo, que lo sigue, admitió. Como composición, como factura, el Martín Fierro es de la calidad de los romances españoles antiguos, y su lengua es la del siglo xvi, no de la más baja, si se toman en su sentido justo los solecismos y barbarismos intencionales. Más hay en Lope de Rueda y en Torres Naharro. Tan en lo español, que Unamuno pudo referirse a las “décimas” del poema7~cuando se trata de “sextetas” —no es la sextilla y me nos la sextina—, sin que podamos ni pensar en un desliz; pues es cierto que la sexteta de Hernández —la estrofa hemandina, de D’Ors— resulta, como se dijo antes, el resto de una décima mutilada. Y otra razón es la que podría justificar, el estudio gramatical de Tiscornia con el título La lengua de “Martín Fierro”, como si el Poema fuese un documento del habla, lo cual es cierto. Por la abundancia de refranes, por la inten ción normalista que campea en numerosísimas estrofas, si no en todo el Poema, por su descontento patético y por su alta nero personaje central, podemos relacionar el Poema con m u chos romances de caballerías y fronterizos, y con todo el teatro peninsular desde sus orígenes hasta Lope inclusive. Sin insis tir en que se incorpora la levadura de la picaresca. España no tiene, después del primer tercio del siglo xvn, nada tan español. Esta observación vale para plantear el problema de las fuentes, ya que el idioma suministra la prueba de que el Martín Fierro (y los demás poemas, menos rebeldes) se abrevan en el habla que trajeron el conquistador y el colono. Sus temas, su tesitura, su pathos, 110 tienen antecedentes en la tradición
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oral de que el conquistador y el colono proveyeron al español hablado en América. El idioma es aquí un material primario del que faltan las cristalizaciones: faltan los materiales ya orga nizados que constituyen un folklore. El yacimiento folklórico del Martin Fierro es otra vez el habla en los refranes, giros, dichos e intencionalidad. No recoge nada del folklore orga nizado, ni de la tradición literaria, pero sí mucho del folklore no organizado, del residuo del folklore mismo en la memoria del inmigrante. El Martín Fierro es, con respecto a esa habla sin literatura, un folklore: él organiza y cristaliza ese saber difuso, ese decir, esa intencionalidad. También así este Poema, y todos los demás en menor grado, representa por una parte una vuelta de espaldas a todo lo culto y, por otra, el anacro nismo de florecer, como una literatura, con posterioridad al período de la obra escrita y de la literatura culta. Un regresó, en fin, que los constructores de la nacionalidad jamás pudie ron perdonar a los poetas gauchescos y menos a Hernández, llevado a la Academia para retirarlo de las malas compañías. LOS POEMAS GAUCHESCOS, SOBRE TODO EL M A R T I N FIERRO, COMO FOLKLORE El Martin Fierro ocupa el territorio entero del folklore rioplatense. Ni historia, ni leyenda, ni tradición, ni forma alguna de la literatura popular subsisten una vez que se ha difun dido el poema. Todo se olvida, recordándoselo. Este poema cancela, al menos en el área de su difusión, todo el pasado —bien pobre, por cierto— de la literatura popular introducida por la Colonia. Todavía más: hasta los autores posteriores pierden su contacto con la realidad directa del idioma, del sensorium, y hasta de las cosas rurales. La realidad misma de nuestras llanuras parece convertirse en un plagio del Poe ma, y sus hombres oriundos adquieren sus dichos y hasta sus costumbres —el malevaje cuyo prototipo es Moreira—, y ¿por qué no decirlo? ciertas inflexiones y modalidades del habla. Ya es indiscernible lo que tomó Hernández y lo que se ha tomado de él. Prolifera el lenguaje gauchesco que estereotipa el Poema,
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aun en gentes sin ninguna simpatía para lo gauchesco, y hasta se generan a su influjo una psicología y un clima gauchescos, perceptibles en muchas obras de nuestro teatro, en los perió dicos del campo, en las fiestas patrióticas y carnavalescas. To das esas manifestaciones sin control del alma popular tienen por base de inspiración y hasta de forma el contenido del Poema y no el contenido de la realidad. El Martín Fierro es una realidad superpuesta. La realidad es obliterada por esa visión literaria, las cosas se evocan a través de sus versos; con tra toda deducción lógica, un renacer del sentimiento patrió tico que el Poema había abolido, una resonancia de La lira argentina medra a la sombra del gaucho bravio. Rosas res taura la Colonia en los mecanismos de la vida pública y en las costumbres, Hernández en el idioma y sus adherencias. Y con esto el poeta recoge y legaliza lo español vivo en lo ar gentino vivo, pues a continuación de la política colonial de Rosas, sus gauchos llevan al tribunal del idioma y de la autén tica sensibilidad de las cosas del campo a la producción lite raria de los europeístas, y al tribunal de la historia lo realizado por los gobiernos de orden y de progreso en los veinte años siguientes a la caída del tirano. Con el Martín Fierro la literatura gauchesca termina. Era un principio y sin embargo fue un fin. La imitación que susci ta tendrá por modelo a este Poema mucho más que al folklore que se ha ingurgitado casi por entero. Aquel gaucho de quien decía López que “su acento era diferentísimo, su idioma com pletamente recortado en otra forma aunque con los mismos ele mentos; sus acepciones exóticas y bastante numerosas para ha cerse incomprensible de un hombre de España que no estuviese acostumbrado a interpretarlas”, se hace un enemigo del indio, como el conquistador, un vagabundo, como el picaro, un ha blador castizo y pendenciero. Aquel gaucho que odiaba lo “go do” y al “godo” en persona, era la personificación de lo espa ñol puro que sobrevivía a la Independencia y que, no habien do tenido educación sentimental en los cuentos y cantos con que las madres acunan a sus hijos, encontró ese pasado de su sangre en el Martin Fierro mucho más que en los anteriores poemas gauchescos. Mayor valor que el del lenguaje, en que se entretienen los
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lingüistas gauchescos, es el que debe reconocerse al Martin Fie rro por haber superfetado una realidad de carácter literario, en virtud de la fascinación inmensa que ejerció, a la realidad ver dadera, a la de las cosas, a la de los sentimientos, a la belleza pura, que resultaron irreconocibles para los imitadores. Esos imi tadores se agostaron pronto, porque una literatura no puede surgir de una obra literaria, por grande que sea. Las decaden cias y decrepitudes se producen precisamente por la acción des tructora de toda producción genial, que incita a los epígonos a la copia, apartándolos de la observación de la realidad. En vez de ir a beber en las fuentes de nuestra campaña, el escritor de nues tros pueblos y de nuestras ciudades creyó que le bastaba el mun do reflejado por los poemas gauchescos, por el Martín Fierro, o con la visión que se obtiene bajo su influjo. Y ello debido a la excelencia, que al dejar en el plagiario la sensación de su propia pequeñez, iba confundiendo la grandeza poética con la inmen sidad de la pampa. El Martín Fierro reemplazó, entonces, el pa norama de nuestra vida rural y creó para las letras — en lo ne tamente argentino — la misma artificial seudonaturaleza que los poemas clásicos crearon para la percepción del mundo y que fe nece en los poetas de florilegio. Hernández ha estampado la fra se hecha, el lugar común, la sensibilidad del hombre del campo, con la misma fatalidad auxiliar con que el refrán evita al zafio cavilar para expresar sus propias ideas. Pero lo que hicieron los imitadores hasta esterilizar el género por incapacidad de prose cución digna del modelo, lo había hecho ya Hernández con to dos los temas del orbe gauchesco; pues tal como lo había conce bido Ascasubi, con mayor amplitud y variedad, quedaba en ver dad abierto a cualquier nueva exploración, en tanto que Her nández los vedó, los tornó inaccesibles por la calidad y hondura de su poesía, que el imitador juzgó cosa de oficio. Calidad y hondura que son las del mismo idioma castellano, del contenido psicológico e histórico del hombre actual a lo largo de toda su genealogía, de la organización de un sentir y hablar raciales, na da menos. Además, Hernández resume la poesía gauchesca an terior a él — porque toma de todos, desde Hidalgo y Echeverría hasta Lussich — y la injerta en las ramas más genuinas e impor tantes de la literatura popular española: el romancero, el can cionero, la novela picaresca y el teatro de uno a otro Lope (su
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primido el escenario). Todo lo cual vino a estas tierras no con su forma, que mantenía en la Península, sino con su pathos, su reminiscencia, su olvido, su fuerza diluida en el cuerpo. Todo aquello que en el folklore rioplatense se recordaba mal, inco rrectamente y con desvaído sabor y color, en los gauchescos y sobre todo en Hernández recobra su antigua lozanía, vuelve a tomar forma, se articula, se hace cosa cierta; porque esos poemas y éste en primer término pasan a ser un folklore más que pie zas sueltas de él, vástagos suyos. Por ese mismo procedimiento, o fatalidad, Lope concluyó primero con el folklore y con toda otra tradición nacional española para metamorfosearla en tea tro, y finalmente con el teatro mismo. Sus sucesores todo lo vie ron a través de él. Pues en gran escala, también Lope, como nuestro Hernández, absorbe y transfigura en sí el folklore y la esencia étnica del pueblo español, agotando los yacimientos al menos para sus herederos directos. La empresa de Hernández fue menor, aunque su resultado el mismo. Mas, puesto que nues tro poeta sólo crea un tipo — el viejo Vizcacha —, se podría ad mitir que ha trabajado más sobre los materiales literarios que sobre los étnicos e históricos, y ésta es la verdad. Hernández to ma de los otros autores los temas principales y hasta algo así como versos mal recordados de otros (de Hidalgo, de Lussich). encuentros; vida en la frontera; pérdida del hogar y la familia (en otros casos es por algún malón); vida de matrero; el sar gento de policía; batallas con los indios y malones; vida y cos tumbre de los indios; enfermedades y exorcismos; las cautivas; historias de huérfanos, etc. Todo eso existía ya en la literatura popular rioplatense y en conexión con la española, por añadi dura (guerras, raptos y cautiverios entre cristianos y moros; pi caros). De esos temas peninsulares no se introdujo por la colo nización obra compuesta, sino los mismos temas puros y la in tencionalidad, que deben enumerarse entre los elementos de to do folklore. Así, pues, Hernández bebió, como nadie, en las fuentes mis mas del lenguaje; no sólo del idioma que se habla (del léxico, la semántica, la prosodia y la sintaxis), sino del que se siente, del que expresa el sentido vital más que la acepción gramati cal. Además, nuestro folklore ya era literario, en el sentido de que fue importado de otra tierra y de otro status étnico y social,
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superpuesto a un estado de cosas distinto. Pues hay dos absorcio nes en los poemas gauchescos y en el Martín Fierro : lo espiri tual en el habla del gaucho, que llamamos lenguaje, y que con tiene todo su carácter y haber como herencia de raza; y lo fol klórico y convencional de los temas en sus predecesores. No el habla de los poemas gauchescos y los temas de las crónicas de frontera, sino al revés. La crónica de frontera está en Ascasubi (naturalmente ya en Echeverría), pero con la abundancia de lo pintoresco del habla se desvanecía lo psicológico propio del ha bla, del habla misma tanto o más que de quienes la usan. Es Hernández quien nos demuestra que, independientemente del lenguaje (aun en el idioma exótico de Echeverría, que era, den tro del que hablaban los “godos”, el más exquisito), hay el ha bla personal que constituye un lenguaje viviente; y, como si ig norara la existencia de las demás obras gauchescas, esa realidad fue recuperada por él; él recobró esa indeciblemente variada ri queza de motivos, asuntos, giros, intenciones, doble sentido, es quivez, atropello, que puso en su Martín Fierro y que concluyó sellando uno de los caracteres típicos del Poema. Lo cual basta ría para advertirnos que la oclusión de un ciclo limitado — Diá logos, La cautiva, Santos Vega y Martín Fierro — no significa mucho en una literatura nacional, y que lo más importante es el contacto con una realidad de cosas y de sentimientos. Si los grandes temas e inclusive los divertissements anecdóticos están creados antes de Hernández, tras su Martín Fierro se pierde pre cisamente ese contacto con la realidad, el cual se hace en lo su cesivo a través de su texto. Si los admiradores de Hernández hu bieran tenido talento; si los críticos y apologistas hubieran com-1 prendido que su Obra y la de los predecesores no podían conce birse como fuera de nuestra literatura narrativa, sino en ella, con las obras de los Viajeros Ingleses (incluidos entre ellos Hudson y Cunninghame-Graham); si se hubiese leído y entendido el Poe ma; si hombres originales y no parodistas de lo nuestro y de lo ajeno hubiesen emprendido la tarea de trabajar como él, sobre esos materiales del folklore vivo y de la existencia del hombre del campo, hoy tendríamos una literatura argentina, quiero de cir una literatura simétrica con nuestra realidad y nuestra rea lidad habría tomado formas más concretas. ¿No es verdad que lo gauchesco, que declina en su auge a fi
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nes del siglo pasado, por sobresaturación del poema Martín Fie rro, hoy ha pasado a ser motivo de comentarios eruditos y a pe trificarse en una imprecisa figura de monumento? ¿No es la muerte de lo gauchesco algo más que el cansancio de lo conven cional, la distancia entre aquel pasado y este presente, la supe ración técnica en el arte de contar y de escribir? ¿Algo más, por ejemplo: la pérdida del sentido de lo popular, de lo sobrevivien te en lo cambiante, de lo argentino señalado desde su nacimien to como lo an ti argén ti no? Tampoco tienen sentido en la Argen tina Allá lejos y hace mucho tiempo, ni La tierra purpúrea en el Uruguay. De haber tenido nosotros una gran literatura argentina, el Martín Fierro y los demás poemas gauchescos habrían quedado inclusos en ella, como en aquel Poema quedaron inclusos el folklore y las obras populares. En cambio, el conjunto de esas obras se nos aparece tan extranjero y tan extraño como las cró nicas de los Viajeros Ingleses. Forman un cuerpo enquistado en nuestra literatura. LO GAUCHESCO COMO RESIDUO “LITERA RIO ” DE UN TABU No puede haber dudas acerca de si el Martín Fierro es un poema primitivo, y mucho menos acerca de si ese poema refleja, más que contiene, la imagen de un mundo primitivo. Lo histó rico y lo anecdótico, que para muchos reviste especial importan cia, poco puede interesarnos; pues lo que de verdad interesa es que cosas como las que ahí se narran hayan ocurrido efectiva mente en la provincia de Buenos Aires. Es posible que no haya existido ninguno de los personajes; y el Poema tiene la misma autoridad documental si existieron las líneas o canalizaciones de la conducta social y personal que dieron fisonomía a los he chos, los episodios, puramente circunstanciales, de esa vida indi vidual o colectiva. La biografía, digamos, y la historia, en cuan to dan una fisonomía, un tonus o un síndrome con independen cia de la configuración de los hechos aislados y de los rostros y de los nombres. Adviértase, de paso, que ni rostros ni nombres se nos diseñan ni definen en el Poema; así, la configuración de los
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hechos tiene más fisonomía que la faz de las personas que in tervienen en ellos. Sustancialmente, el Martin Fierro es una crónica rimada que corresponde como capítulo a la historia rural e indígena más bien que a la civilización en la provincia de Buenos Aires. Al discutirse el grado de verosimilitud del Poema, se discute un con cepto estético y moral. Si se admite que así era la vida en las zo nas fronterizas, lo que objetaron los críticos contrarios al realis mo literal es el derecho del autor, como poeta, a la fidelidad, su actitud contraria a una convención tácitamente admitida de contar y de callar. Si se supone que ese mundo, no primitivo sino en regresión, no existió como tónica social sino como anomalías esporádicas y factores circunstanciales dentro de una vida me jor organizada, entonces el Martín Fierro es una obra maliciosa, que ha tamizado en sentido negativo la realidad. Las repetidas advertencias del Autor de que en el Poema “todo es realidá”, sería una reincidencia en su mala fe. Creo que Hernández no mintió ni tampoco exageró; que hizo, como lo expresa en los Prólogos, el retrato de un lugar y de una época más que de uno o varios personajes. Lo veraz, pues, en el Poema es el trazado de las canalizaciones de la organización social y política y de la conducta personal del habitante de las llanuras bonaerenses. Tenemos en el Martín Fierro un cuadro más cercano a La Arauca?ta que a la actualidad. Adviértase, además, que los temas, ios temas como condensación de un status no registrado, corres ponden a la etnología, la antropología y la prehistoria más bien que a la cultura. Si se tomaran como base de estimación las ar mas, las técnicas de luchar y convivir, la indumentaria, el mo biliario, la arquitectura, la organización política, religiosa y ar tística, las relaciones de familia y amistad, la paternidad, el con cubinato, las herramientas, la clase de trabajos, las autoridades, etc., tendríamos un cuadro no solamente primitivo, sino de los más atrasados que se conocen en materia etnológica. Que el ha bitante supere ese medio, es otra cuestión. He de consignar que inclusive falta la familia, de la que se exhiben trashumantes des pojos, y éste es el núcleo elemental en toda sociedad, incluso de los pueblos bárbaros. No hay conflictos de pasiones ni de idea les — en esto Los tres gauchos orientales dan otra era —, ni de creencias, ni de intereses, ni se construye nada para el mañana
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ni para el hoy, ni hay un trasfondo que resplandezca en esa tiniebla. Los hechos tienen también una técnica equivalente a la herramienta rudimentaria; sólo las reflexiones levantan al ser humano sobre el ínfimo nivel de las cosas. Cosas y hechos per tenecen a un mundo de cultura barbarizado, y los personajes se debaten como náufragos para no ser arrastrados por la corrien te que todo lo destruye. Acompaña la lectura del Poema el sentimiento de que se na rra la segunda parte de la historia de la Conquista — algo que no se escribió en su momento —: anacrónica, sin grandeza, de cadente, donde todo se ha empequeñecido. Marca un descenso con respecto a la misma Colonia. Aun en comparación con La Araucana , el Martin Fierro es primitivo, mísero y en general más achaparrado y sin cumbres de ninguna clase. Los araucanos de Ercilla son grandes señores comparados con estos indios indigen tes de las pampas; los gauchos que pelean contra ellos son los descendientes venidos a menos de aquellos soldados de la Con quista, a trescientos años de distancia. ¿Hay alguien comparable a Caupolicán, Lautaro, Colocolo, Tucapel, o a Valdivia, Villagrán o a cualquiera de los jefezuelos, entre los comandantes de fortín, jueces de paz o comisarios de policía? El mundo que Her nández tuvo ante sí era indeciblemente inferior al que contem pló Ercilla, y el inventario que en ambas obras se hace de lo hu mano, de lo heroico, de las armas, los parlamentos, los amores y las rencillas da dos ambientes separados por muchos centenares de años: 1872 está por debajo de 1572. Esa fue la barrera que impidió al Martín Fierro trepar el te rraplén que separa las clases del campesinado de las clases cul tas y adineradas. Y sólo se le permitió el acceso como al pordio sero, que inspira piedad y no vergüenza. LO GAUCHESCO COMO “INFERIOR”, PERO TAMBIEN COMO “CENSURADO” El Santos Vega de Obligado es una réplica al de Ascasubi, co mo el de Ascasubi había sido una réplica al de Mitre. Es, en su sentido más superficial y evidente, una reparación a la injuria de Ascasubi, en cuanto obras literarias las tres. Pero la posición
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y la intención de Ascasubi fueron las ¡aositivas determinantes de tal empresa de Obligado. En efecto, la réplica de personaje con tra personaje se dirige a Ascasubi; pero la réplica de una con cepción de lo gauchesco, de lo cierto, de la misión del escritor, del sentido de la realidad distante — de los campos —, se dirige contra Hernández. El Santos Vega de Obligado está de parte del payador Santos Vega de Mitre contra el conversador Santos Vega de Ascasubi. El Santos Vega de Obligado significa mucho más. No es tan to la obra de un poeta disconforme con el léxico y la concep ción estética de qué y cómo se debe contar y cantar, cuanto la de un hombre que ama una tradición nacional y que la defien de, contra un hombre que no amaba la tradición pero amaba y defendía al país y a sus cosas. Aparece el poema en el interior mismo del autor como una reacción; como un sentimiento profundo de disgusto. Lo litera rio pasa a segundo término y la fuerza íntima que impele a Obli gado a replicar a Ascasubi es un sentimiento patriótico. En este sentido, Obligado está junto a De Luca, Varela y Andrade con tra toda la poesía gauchesca, contra todo lo gauchesco, que era la negación de ese sentimiento fundamental en toda nuestra li teratura culta, por la afirmación de un sentimiento de amor al país, de amor a la verdad. Lo que intenta Obligado es reivindi car la poética y el pathos consagrados en las composiciones pa trióticas de las épocas de la Independencia y de la Proscripción, reacomodándolos a los cánones de la espinela y del sentir de la gente culta y pudiente, la gente que conserva aún como patri monio gentilicio la tradición de lo nacional en instancia de cul to religioso, político, educacional e histórico. Es una ceremonia de desagravio a las vestales del culto de la patria, para usar el lenguaje de los feligreses de esa concepción de nuestra historia y de nuestra vida. En su sentido verdadero, dentro de la historia de la literatu ra argentina, lo que equivale a decir de la recatada y domésti ca tradición de lo argentino, ese poema es una reacción contra la postura desafiadora de aquellos poetas rústicos al reflejar la vida del campo, la vida que se vive en el interior del país. Aque lla actitud “descastada” del poeta gauchesco, ignorante de la tra dición épica, reacio a sentir una nueva grandeza de la misma
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cruel situación del paria; esa actitud que se zafaba de todo com promiso de tribu para llevar al poema la impresión viva, la ima gen fiel del pueblo campesino, provocaba una repulsa en el lec tor culto. Era el resultado, el conflicto de dos lectores y de dos lecturas: la del peón de chacra que escuchaba el Martín Fierro en el campo, y la del que lo leía en la ciudad. Se repelía esa for ma veraz de contar — todavía se la repele con todo el calor de las entrañas — y se repelía la materia misma de los poemas gau chescos. No era cuestión de gusto literario, era cuestión de sen tir o de no sentir, en términos generales. El tercer Santos Vega — el de Obligado — respondía también a una necesidad de los lectores, una necesidad de lector urbano, de mal lector de las co sas del país. Exhumaba el personaje simbólico de Mitre, presen tado por éste en pocas estrofas como una evocación del último vástago de una juglería inexistente, y le daba cuerpo, voz, bio grafía. Si Ascasubi rebajó simultáneamente al payador hasta un nivel de narrador de pulpería y al gaucho hasta un nivel de cam pesino, Obligado reivindicaría a uno y otro: al payador para la literatura y al gaucho para la, historia. Lo que no podía era re sucitarlos, aunque los exhumara; porque en los poemas gauches cos estaban muertos. Es decir, vivían con su existencia real, que es lo que a muchos les resulta intolerable. Lo que se quería — lo que todos querían y Obligado tam bién — era reforzar la literatura y la historia, llevarle tropas fres cas de relevo (la literatura y la historia de curso legalizado), to nificar el sentimiento herido de un patriotismo siempre alerta, lesionado por la crónica de una incultura campesina administra da desde lejos, y además revalidar un tipo de versificación retó rica — de La cautiva — en que iba implícita la madrépora colo nial de idioma, feudo, credo y res publica. Residuos de la sensi bilidad del hombre colonial, del español nativo de la Argenti na, que necesitaba, más que como oportunidad de entrar en con tacto con lo de su país, como articulación para no perder contac to con lo hispánico. Esa clase de poesía o de versificación, ese sensorium mal aclimatado es lo que todavía conserva vigente la leyenda de la Madre Patria en el sentido de Metrópoli: de raza, de cruz, de espada y de honor. Es la forma verbal que adopta un sentimiento intrauterino de filialidad a esos símbolos, que
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expresan nuestros poetas y escritores nacionalistas, pero que no expresaron en absoluto los poetas gauchescos. El Santos Vega de Obligado es una pieza documental de pri mer orden, para comprender la distancia, la divergencia que existe entre la postura del poeta gauchesco — Ascasubi, Lussich, Hernández —, hombre con sentido de las cosas y de su realismo veraz, y la postura del poeta culto que necesita desfigurar por el símbolo, juntamente, las cosas y su realismo veraz. Son, además, dos posturas igualmente válidas del hombre argentino frente al problema de lo nacional; por ejemplo: la de Sarmiento, que co pia en su Facundo lo que ve y lo comenta según lo ve, y la de Mitre, que introduce el epos en la historia, a la manera de Plu tarco, al personificar la intrincada empresa de la Emancipación en Belgrano y San Martín. No es extraño, pues, que Mitre de dique sus Rimas a Sarmiento con una carta-prólogo en que de fine y exalta la poesía; ni es extraño que ambos grandes hom bres no se entendieran, y mucho menos que sea precisamente Mitre quien reproche a Hernández el exceso de verismo de su Martin Fierro. ¿Qué pudo haberle dicho Sarmiento a su adver sario, al poeta que había aprendido de él a escoger los materia les significativos de lo histórico en lo pintoresco? Esa misma necesidad de una poesía de consuelo, que falsea por embellecer, que repudia por omitir, que falsifica por selec cionar, en un hombre como Mitre, historiador ante todo, nos da la tónica del criterio con que se juzga, por lo común, no sola mente de la poesía sino de la historia, no solamente de la ima ginación sino de la realidad, no solamente de la literatura sino de la vida. Es la necesidad de embellecer — lo que quiere es otra cosa —, la necesidad ancestral de alegorizar, de recubrir y sobrevalorar la realidad con un velo pintado. No es tanto un afán de belleza sino un instinto miedoso de ocultación. Como en casi to do deseo de vencer lo feo con lo hermoso — es el símbolo de San Jorge —, se propugna el afianzamiento de lo mistificado sobre lo verdadero, de lo artificial sobre lo natural, de lo defectuoso sobre lo bello. Responde, por añadidura, a una modalidad nuestra que no es nuestra sino en cuanto es española, que otras veces he atri buido al conquistador a quien repugnaba lo americano, pero que Ortega y Gasset ha encontrado, por otros caminos, como propio de su raza, y que examinó en el ensayo Para una topografía del
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la soberbia española. Unamuno, en fin, ya había encontrado la manera de correlacionar la soberbia argentina y la soberbia es-
La defensa tardía del tercer Santos Vega obedece a esa actitud de desafío caballeresco a la plebeyez del tema y la forma gau chescos. No es una actitud personal, por otra parte, sino, como dije, de todo el sector de los lectores de la historia y de la reali dad argentinas. Nuestra soberbia hace que nos repugne nuestra verdad — viejos conquistadores —, pero no hace que nos repugne remitirnos a los sentimientos negativos y pesimistas del colono que necesitaba sobre-estimar la empresa para no despreciarse a sí mismo. Postura negativa y pesimista — debo decirlo devol viéndole al César lo del César — de quienes elogian y defienden como sagrado casi todo lo malo que tenemos, por una necesidad encubierta de perdonarse a sí mismos. El Martín Fierro estaba verdaderamente en otra línea, fuera de aquella convención de lo mistificado, y resultó que la verdad que contaba con inusitada franqueza encontró inesperadamen te un número de lectores muchísimo mayor a la suma de los lec tores de todas las otras obras literarias juntas. No fue la plebe yez del tema y de la forma: fue la miseria de los personajes y del status de la vida del campo lo que levantó una protesta en la clase culta, es decir, en la clase conforme con la incultura cam pesina administrada desde lejos, con la dirección educacional de la ignorancia y con la planificación de la pobreza y el miedo. Esa protesta, mucho más sustanciosa y mucho más compleja que la necesidad de restituir al payador y al gaucho sus falsas digni dades, es lo que provoca la réplica contra Ascasubi. Pero la ré plica no va en realidad contra Ascasubi sino contra Hernández; no contra el mísero y senil “payador puntano”, sino contra el andrajoso cantor de verdades, Martín Fierro. El Santos Vega de Obligado está en el mismo nivel, en la mis ma tesitura sentimental del Fausto. Del Campo ridiculiza al gau cho haciéndolo dialogar e interpretar lo que ha visto en la ciu dad — es el juego de Hidalgo —; Obligado lo desprecia al super ponerle un dechado alegórico, un fantasma ataviado con un dis fraz de trovador. Lo más grave es que suprime el medio gauches co. Por idéntica razón, Hernández está en el mismo nivel, en la misma tesitura sentimental de Ascasubi. Ninguno de los dos des
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precia al gaucho verdadero, ni afea sus defectos, ni escarnece su ignorancia. Pues si esto es sensible, y directo en el Fausto , en el tercer Santos Vega se ha reemplazado el gaucho, el medio rural, el lenguaje, la sensibilidad inclusive por “dobles” que responden, más que a técnica y cultura distintas, a un propósito de deste rrar y suplantar. En pocas palabras, lo gauchesco — sujeto y atri buto — ha desaparecido; ese poema es la apologética antigau chesca por excelencia. En lugar del gaucho cantor encontramos un cantor de las glorias nacionales; y a esta entelequia que nace espontáneamente del patriciado colonial que no quiso la Revo lución la podemos considerar como paladín de la literatura ar gentina oficial. El trovador de la pampa que quiso desalojar al “cantor harapiento” es un negador; y por esto sentimos que el Santos Vega de Obligado trae una misión a las letras que impor ta lo que un desagravio. No del agravio por la ridiculez, que es la labor de Del Campo, sino por la franqueza; el agravio de pre sentar al campesino de la llanura bonaerense como un andrajo, expoliado, perseguido, sin encontrar paz, justicia, decencia ni compasión en ninguna parte. Del Campo había insistido en la factura de los Diálogos de Hidalgo, acentuando lo pintoresco de la ignorancia del gaucho pero sin el propósito político del pre cursor; Obligado irrumpe desde fuera, liquida el esfuerzo de crear una literatura realista — no era otro el objeto de Hidalgo, Ascasubi, Lussich y Hernández —, y coloca en su lugar la ficción como una realidad poética. No es la suya una empresa personal, repito. Responde al sentimiento de la grandeza nacional que se preludia en la presidencia de Avellaneda y se exalta en la pre sidencia de Roca. LO GAUCHESCO EN EL IN TEN TO NO VIABLE DE UNA GRAN LITERATURA El ramal de la poética gauchesca muere, absorbido por las arenas del desierto, a través de su última metamorfosis natural, en las novelas de Eduardo Gutiérrez y en el teatro de Podestá, Fontanella, Coronado. ¿Por qué ese tipo de gran literatura su cumbe tan miserablemente en una caricatura grotesca? La mitificación de Martín Fierro en héroe de cuchillo condujo a ese fin.
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No podía ser destruido en su ley, pero sí se le podía cargar de una investidura heroica, hacer de él un dechado de coraje, altivez, hidalguía. No podía permitírsele su existencia real, sino que era preciso hipostasiar fama y gloria, es decir, transferirlo al plano de la admiración patriótica en calidad de variante correlativa del héroe. El mismo admirador del pobre Martín Fierro en el Poema se dejó llevar a los altares de esa consagración, porque carecía a su vez del sentido heroico y trágico de la vida cotidia na. El análisis de este proceso de mitificación sería extemporá neo aquí, pero debo proclamar que es el tema de mayor impor tancia para un estudio a fondo de nuestra literatura y de nuestra vida nacional. Sucintamente, pueden señalarse algunas causas del hecho de que los poemas gauchescos no hayan tenido otro valor mejor que el de ejemplares pintorescos y curiosos. Esos poemas, los relatos de los Viajeros Ingleses y las obras de Hudson constituyen una gran literatura; una gran literatura marginal, fuera del texto de lo que gustamos leer. En primer término, era imposible dignifi car al gaucho, pues precisamente los poemas lo habían envile cido y menoscabado al eliminar de su horizonte toda posibili dad de elevarse sobre el nivel de vida del individuo de las so ciedades primitivas. Querer hacer un héroe de Martín Fierro a costa de su destreza de peleador era dar directamente en su do ble: Juan Moreira. Así empequeñecido y envilecido el gaucho, no resultaba un ente paradigmático, sino un pobre ser desvali do, víctima de un estado social abominable. Lo que no tolerába mos era el estado social abominable, que deformaba al gaucho, y por eso concluimos no tolerándolo a él. Para crucificarlo, an tes lo coronamos como a un rey. Era preciso optar entre ese es tado social y político abominable o su víctima. Mitificar a Mar tín Fierro, abstraerlo de ese mundo, era olvidar ese mundo, ce rrar los ojos ante su triste espectáculo. Pero individuo y medio son inseparables en los poemas gauchescos: no era posible des glosar al personaje, salvando a la sociedad pervertida que lo “indignificó”, sin negar la veracidad de los materiales etnológicos recogidos. El rechazo del gaucho y de la literatura gauchesca, su conversión en lectura amena, significa lo mismo que la reva lidación de un estado social imperfecto. A no ser que se supon ga que, desaparecido el gaucho, ha desaparecido lo gauchesco.
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Era preferible considerar al desdichado como un ente alzado contra las leyes civiles y morales, y olvidar el contexto ambien tal, que es lo que hace Eduardo Gutiérrez sirviendo, sin querer lo conscientemente, a la causa de los que preferían al héroe sin su ambiente, al forajido sin la injusticia social, que podía su plantarse con la injusticia del funcionario, como solemos hacer en nuestro juicio de la vida política nacional. Eso es el Juan Moreira : una obra que reemplazó la injusticia social, el desor den gubernamental, con la injusticia personal del funcionario, la mala política con el mal político, la causa verdadera con uno de sus agentes ejecutivos. La conversión que realizan la novela y el drama ya la realizaba el lector por sí en la lectura, si estaba conforme con el status que en el Martín Fierro es el verdadero deus ex machina de la tragedia de todos los personajes que allí intervienen — presentes y ausentes —; y la novela policíaca y el melodrama de circo consuman esa venganza de una buena so ciedad, bien vestida y bien mantenida, que se encontraba mor tificada al escuchar que un peón de estancia echaba sobre sus hombros el peso de la culpa de sus crímenes. En segundo término, faltaba el contexto de una literatura popular, de un pueblo en la literatura; faltaba la costumbre de la lectura sensata bien hecha, de filólogos, de libros y hechos, dentro de cuyo contexto cupieran como piezas del montaje general esos poemas gauchescos. Ese status de cultura literaria efectiva existía sólo, fuera de esos poemas, en las crónicas de los Viajeros Ingleses, en algunas Memorias escritas con patrió tica franqueza, y en las pocas grandes obras que dejaron los proscriptos. Mas no formaban un estado firme y continuo, sino piezas sueltas que se articulaban con la realidad real del país pero no con la realidad irreal que vivimos —muy cómodos, por cierto—. Cuando algunos escritores extranjeros señalan que entre nuestra literatura y la vida nacional no hay congruencia —Azorin—, es decir, relación viva, se nos señala al mismo tiempo que hay congruencia y relación viva entre esa literatura de curso legal y la vida nacional que hemos decidido ver y pensar. Si la literatura gauchesca y la de los proscriptos reflejaban esa realidad omitida en los libros de la cultura urbana, entonces: o esa realidad ha cambiado y los poemas están fuera de época y de foco, o esa realidad en sus invariantes históricos, psicoló
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gicos, económicos y políticos subsiste —naturalmente, sublima da— y los poemas gauchescos siguen conteniendo, como el Facundo, el diagrama de las líneas de fuerza. De modo que al reducir esos poemas a piezas curiosas y pintorescas de lectura deleitosa, reducimos los invariantes históricos a un todo fuera de la conciencia de la realidad. A falta de una historia y una literatura correlativas, esos poemas debieron haber creado esa conciencia, y esa conciencia los valores efectivos de los poemas. Establecer, en fin, un nexo vivo entre el sentir y el pensar lo nuestro y las cosas de nuestro mundo. Sin una literatura de fondo; sin por lo menos centenares de obras escritas y profusamente leídas, con el mismo propó sito de explorar nuestra realidad, el Santos Vega de Ascasubi, el Facundo, el Martín Fierro, El matadero, Amalia, muchas obras de Hudson y los informes de los Viajeros Ingleses, su mados a lo que escribimos no pasan de ser cuerpos extraños en el organismo de nuestra literatura. Pero esas obras están “desterradas”, fuera del juego, y el sentido vivo de nuestra realidad es una visión propia del desterrado, del hombre fuera del malicioso juego admitido por convención general como lícito. El olvido de la obra equivale a la extranjería del autor. La extraterritorialidad de aquellos poemas y de las obras “que respondieron a una realidad que ya no existe” equivale al repudio del autor que, observando el juego, denuncia las trampas que unos a otros se hacen con recíproca indulgencia. Creo que estas dos reflexiones bastan para explicar por qué el populacho adoptó los poemas gauchescos, y sobre todos al más triste y acusador, mientras que los centros de la cultura oficializada, el cenáculo de los servidores del gobierno más que del país, los rechazaron o los desfiguraron al considerarlos como meras piezas arqueológicas de lingüística, de literatura inge niosa, de muestrario de lo malo que fue el pasado y de lo bueno que es el presente. Aun en nuestros días, esos poemas no han penetrado en las esferas superiores sino por el empuje, no siempre exento de intención patriótica, de hombres de suficiente solvencia literaria; pero adviértase que su admisión ha sido condicional, pues esos hombres de solvencia literaria han tenido buen cuidado de desbrozar la maleza ecológica que recubría al héroe para ponerlo, limpio y fulgente, al flanco
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de los paladines de las gestas. Así se los petrificó para decorar las salas de la Academia; y así, otra vez, la “toma” directa se convierte en un “negativo”, y por exaltación del personaje se le desencaja de la realidad social en que tenía toda su grandeza, acomodándolo en un sarcófago. De donde podemos decir que para matar a Martín Fierro, que era un testigo impertinente, hubo de destruírselo por su conversión en mito heroico y patriótico. Para que vuelva a vivir no basta resucitarlo: hay que transfigurarlo.
LAS ESENCIAS PESIMISMO ESENCIAL DE LA OBRA Toda la intencionalidad filosófica del Poema se reduce a la observación de Martín Fierro: que su modo de cantar es “opinando”. En primer lugar, pues, el mismo Personaje co menta y extrae consecuencias de los hechos según su expe riencia, lo que da un tono general reflexivo a su narración. Sin ninguna excepción, los personajes poseen un criterio para juzgar de las cosas que condice con su género de vida y no van más allá del comentario de los hechos, expresándose en sentencias y dichos de acusado sabor pesimista. Hernández ad virtió en la Carta-Prólogo la índole sombría de las reflexiones originales que distingue al paisano, sobreentendiéndose que eran el trasunto de sus penurias, con lo que el pesimismo dejaría de ser cuestión de temperamento para pasar a ser conciencia clara de la abundancia y clase de sus desdichas. Más que los personajes, el argumento acusa un irremediable pesi mismo. El medio en que viven las personas ha cegado toda posibilidad de mejorar de suerte, hostil a toda tentativa de sustraerse a sus leyes despiadadas. La misma justicia, los órganos institucionales destinados a promover el bienestar de los ciu dadanos están viciados y poseen como facultad intrínseca la de ocasionar el mal, en un daño mecánico e inconsciente, que resulta del imperfecto funcionamiento de las instituciones. La injusticia es un estado natural y el Hijo Mayor explaya este concepto exhaustivamente. Está en las cosas y en las personas el mal, y aun las víctimas están inficionadas de tal manera que cooperan con la acción destructora de los entes abstractos. La naturaleza, que no es sentida como tal sino como recipiente y escenario en que se libra la lucha despiadada del egoísmo y la violencia, carece de todo encanto para el hombre. Forma parte del medio ambiente y con su clima, sus distancias, sus seres irracionales, apenas tolera la existencia del hombre. Como fuerzas humanizadas de esa naturaleza indómita, el indio se disemina en un trasfondo de angustias y atrocidades. Nada
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tiene allí atractivos, ni el hombre se los agrega; al contrario, la residencia de él hace que deba sometérsele y seguir sus dictámenes inhumanos. La filosofía empírica de los habitantes de ese mundo no puede ser otra que la desesperada que el Autor les hace exhalar. Existe una armonía trascendental entre la naturaleza y el hombre, la vida y la filosofía, tal como la concreta en su moral cínica el viejo Vizcacha. Pero ninguno de los personajes aventura una concepción trágica de la vida que sobrepase las consecuencias naturales de su existir. Pues aunque ellos no formulen un juicio de carácter ecuménico, es el lector quien extrae las últimas consecuencias con los solos indicios de sus relatos y de la queja desolada con que reaccionan en una impotencia a todas luces ajena a su abulia. No procuran ya escapar de sus desdichas —la fuga al Desierto es una prueba de que ese mundo está herméticamente cerrado— ni se esfuerzan por remediar su situación; se siente, aunque no lo digan ellos, que detrás de esos insignificantes acontecimientos que destrozan su vida se mueve un mecanismo inmensamente más poderoso, que haría inútil cualquier tentativa. Caer en el abandono de toda esperanza, limitar las fuerzas a la defensa de la vida, renunciar al rescate de los bienes perdidos, a reclamar justicia, a buscar en otros parajes o entre otras gentes un estado menos cruel, es justamente lo que da sensatez a la actitud de total renunciamiento de esos seres desamparados. El bien a que han renunciado, desde la niñez, para siempre, es la esperanza. El día presente es el fin de una serie del tiempo que no ofrece ninguna alternativa. Nadie habla, por lo tanto, del mañana, y el tiempo concluye en la más estricta actualidad con la única perspectiva hacia el pasado. Todo en el Poema mira hacia atrás, todo es evocado y concluye en el momento de la evoca ción. El futuro sólo contiene en potencia la continuación de la serie depresiva y decadente que arranca desde los recuerdos remotos. Tampoco de la infancia, que surte recuerdos de mi seria y soledad. Ninguno de los personajes espera nada para sí ni para los seres que ama. Hay un sentimiento implícito en toda pena presente de que las cosas no pueden mejorar y difícilmente cambiar. El Hijo Mayor repite, como una obser vación propia, las ¡jalabras del dintel del Infierno: El hombre
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que dentre allí Deja afuera la esperanza (II, 1825-6). Ése es el tono que predomina en el decurso del Poema, y no es capri choso ver en su ilimitado escenario una cárcel o, si se prefiere, un infierno, como también lo juzgan los que ahí padecen con denados sin saber por qué. Es una historia de presidiarios en libertad que únicamente alcanzan la posesión de sí cuando se evaden. Martín Fierro es llevado por la fuerza al Fortín, que es un lugar de padecimientos, y esta arbitrariedad, perfecta mente establecida en las disposiciones legales que autorizan la leva, ocasiona su ruina. Vuelve a su pago, pero no a ser quien era, sino como desertor, despojado de todos sus bienes, hogar y familia, ganados y paz. La vida que emprende como reacción y represalia es la del gaucho matrero, criminal y pró fugo. Cinco años reside entre los indios, en calidad de cautivo, y cuando regresa, con otra prisionera que ha perdido también cuanto poseyó, entra otra vez en esa inmensa cárcel sin muros, para huir desesperado ignoramos adonde. Sería ingenuo pre guntarse por qué esos seres que padecen cautivos en un pedacito del mundo que es tan inmenso, sufren como si hubieran perdido toda facultad de determinación y hasta la movilidad. Plantear así el problema es desconocer una verdad universal. No pueden. Y porque no pueden, no quieren. No es lícito echar sobre los hombros de los infelices el peso abrumador de las leyes infalibles de la existencia, perdonar a la sociedad en busca de un inocente. No hay más que dos salidas: com prender y resignarse, como el viejo Vizcacha, que hace su juego adaptado hasta la insensibilidad a su mundo, o confesar la informe fuerza del destino, cuyo rostro de lóbrega divinidad percibimos en el Poema con mayor nitidez que el de los mis mos personajes. j La filosofía que se infiere de reflexiones sueltas no deja de constituir un sistema, aunque no se lo exponga discursiva mente. Resulta sistematizada y el alma del lector ha de leer ese texto y extraer esa doctrina sin otros auxilios que las his torias, aparentemente imaginarias, pero que se funden en un haz para quien comprende de la vida algo más que los histo riadores y los filósofos. Si esa filosofía es trágica, si no conviene a nuestros hábitos mentales y a nuestra vieja costumbre de la resignación, es otra cosa. Esos personajes exponen taxativa
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mente una filosofía social, y el Poema, porque recoge elementos vivos y con sabia intuición los agrupa según sus propias afi nidades, también configura una Weltanschauung filosófica. Lo cierto es que cada lector está solo en la empresa de racionalizar esa filosofía, y que no dispone sino del lenguaje multisecularmente falseado de hablar a los demás —no el inefable de los instantes lúcidos de comprensión y de los sueños—, con el que inútilmente pretendería entenderse, ni aun con quien haya sentido la misma sensación de vértigo que él. Tampoco Hernández pudo explicar su Obra y la traicionó, porque había sido concebida con su yo profundo, y su yo de razón resultaba absolutamente incapaz de comprenderla. Acer ca de esa concepción trascendental son exactas las palabras de Salaverría: Hernández murió sin saber lo que había hecho. Se satisfizo con lo externo, con esos súbitos contactos con la realidad no desfigurada que los pueblos experimentan y que expresan bajo la alegoría de los refranes. En los refranes hay un saber que, como él mismo advirtió, pertenece a la huma nidad a lo largo de los siglos; pero la misma sabiduría aplicada a un todo, que es el de la vida que vivimos, no lo expresó racionalmente Hernández, aunque lo expresó de manera ine quívoca en la concepción y en la elaboración de su Obra. En tonces no nos interesa lo que el gaucho piensa, desglosándose de su realidad, sino lo que hace, lo que siente y lo que algunas veces logra expresar como uno de los personajes de esa rea lidad que existe y es irrevocable precisamente porque él forma parte de ella en grado muchísimo más fundamental de lo que imagina. Sería innecesario que los personajes tuviesen clara concien cia de esa fatalidad de la que son instrumentos ciegos, que aludieran a su destino como a una ley inexorable que cumplir. Resulta de la acción. La voluntad, lo que se denomina libre albedrío, no influye en los acontecimientos que vienen tra bados entre sí a pesar de los actores. Faltan en los actores los contactos con la realidad profunda, que sus estados de ánimo delatan vagamente, como cuando Martín Fierro y Cruz dicen por qué atracción concurren a los bailes donde cometen sendos crímenes. Cada uno va por un cauce dentro del cauce que los lleva. Como el Poema es elemental y toma un estado elemental
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de agrupación social, las líneas cartográficas de la realidad, que constituyen los canales del destino, están a la vista. Lo que ellos llaman destino es la clase de acontecimientos posibles en ese lugar y en ese tiempo, con esas personas y esos factores naturales y étnicos indiscernibles. Sabemos que ese conjunto de fuerzas, de líneas de tensión, no se puede denominar más acer tadamente en otra forma. Las condiciones en que esos seres han nacido y vivido, el encuentro casual con otros, su adhesión o aversión, la clase a que por su pobreza pertenecen, la forma cómo están ordenados los poderes desde lejos, la falta de afec tos desinteresados, la crueldad como una fuerza incontrastable, la disimulación de los ímpetus antisociales e inhumanos bajo apariencias de compasión y equidad, los innumerables riesgos que brotan de la convivencia y de las asechanzas de enemigos —los que viven otra vida más allá de la Frontera—, la ineficacia de los recursos de defensa ante el poder de la agresión, lo imprevisto ante cuya presencia se reacciona absurdamente, e infinitos datos más, aún no clasificados, son los que integran una realidad apenas y mal estructurada. La biografía que cada cual confiesa es como un sueño, y sin embargo tiene la sustancia y la forma de todas las biografías, de lo biográfico absoluto. La angustia que cada cual viene a exponer ante un auditorio que no existe trasciende lo personal y accidental, y nos transmite en el silencio de la lectura, de ser a ser, de vida a vida, la sensación de un mundo de donde el procesado no puede evadirse. Son los “círculos” de un in fierno que ha dejado de ser infernal para ser humano, y las aventuras son algo así como encuentros en el meandro de ese laberinto sin salida, sin esperanza y sin comunicación con otros mundos ni otros seres. Ninguno de esos personajes tiene idea de que exista en otras partes un anverso de tantos males, aquello de que están privados y que no sienten sino como una abstracta privación. De qué modo podrían ellos alcanzar el disfrute de aquellos bienes, lo ignoran porque en realidad ello es inasequible. No era menester que cada uno de los acto res señalara la desproporción entre sus fuerzas y las potencias que lo rodean para que sintiéramos no solamente que cada uno tiene su destino, sino que todos los destinos pertenecen a una clase de destinos, y que es la “clase” lo absolutamente
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cierto. Los descubrimientos de esos extraños exploradores de la realidad real han facilitado a la angustiosa impropiedad de nuestros pensamientos rutinarios, auxilios extralógicos para intuir un orden de acontecimientos tal como el que perciben los personajes del Poema. Como dice Santayana, en Personas y lugares:
Estos hechos, tomados separadamente, fueron accidentes de viaje, mejor dicho, de la expatriación y de la vida colonial. Pero los accidentes no son accidentes sino para la ignorancia; en realidad, los acontecimientos críticos fluyen uno de otro en una continua y entrelazada derivación...
¿Cómo se pueden comprender esas vidas sin abarcar un sector vastísimo de territorio y de población, y aun de países y de pueblos? Lo efectivamente filosófico del Poema es que está puesto en el plano de la verdadera realidad; y cuando Hernández insiste en que ha recolectado ejemplares vivos de un mundo que habitó, por encima de toda protesta de veracidad, nos confiesa que había llegado a una región en que las personas y las cosas hablaban el puro lenguaje de la vida. Para entender el Poema no nos basta razonarlo. Los juicios más próximos a lo que sentimos que es su mérito se basan casi siempre en comparaciones aparentemente absurdas. Pero nadie ha tenido sino una vaga intuición de que el realismo de la Obra muy poco tiene que ver con una reproducción fotográfica. Una de esas ocasionales intuiciones tuvo Azorín (en el artículo “La cátedra de Hernández”, enviado a La Prensa desde París, en 1937), intuición expresada, como es ineludible, en forma de paradoja; ¡Y cómo los consejos de Martín nos llevan a los primeros libros de la La la ha escrito un hombre amargado del mundo. Y el lo ha escrito también un hombre desengañado, con amargura, de la vida. Imitación\ Imitación M artín Fierro
Naturalmente la parte de verdad de esas impresiones es mayor que la de error. Mucha mayor analogía que con la Imitación de Cristo tiene el Poema con las novelas de Kafka, comparación que en pocas palabras fija cuál puede ser la índole de la filosofía atesorada en sus versos.
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SIMBOLISMO No es necesario inquirir en qué consiste el simbolismo oculto en el Poema. Algunos versos nos previenen de que en la concepción de la Obra se ligan los acontecimientos biográ ficos a los de un orden potencial, que ellos no alcanzan a perfilar y delimitar concretamente. Finalizar la Vuelta en el canto trigésimo tercero, que es la misma edad de Cristo, o insinuar que es preciso rumiar mucho para entender el Poema, son simples advertencias de que en la conciencia de la obra que Hernández estaba realizando algo trascendía al hecho es cueto y a la anécdota. Buscar, sin embargo, el enigma oculto en el relato sería desorientarse asimilándolo a una alegoría. Parece mucho más sensato aceptar que el Poema trasciende su sentido literal dentro de su misma realidad, en cuanto los personajes y los episodios son significativos, además, de un status de dimensión social y nacional en el mismo sentido en que el Facundo de Sarmiento trasciende lo efímero y ocasio nal hacia un tipo de historia que, con distintos actores, cir cunstancias y lugares es susceptible de repetirse indefinidamen te. Habría percibido el Autor lo intemporal y lo impersonal de sus creaciones, porque arrancando de la fuente misma de los hechos que dan fisonomía a un país, como se la da en otro sentido su geografía, este o aquel suceso con uno u otro actor esquematizaba una acción imperecedera. Esa conciencia de que su Poema trascendía del individuo, del sitio y del instante, es posible que la adquiriera en el logro de su empresa, pero ya en su realización debió guiarlo el presentimiento de que la anécdota era a la vez un evento biográfico y un docu mento histórico. Nada de lo que acontece en su Poema tiene más importancia que cualquiera de los actos ordinarios del vivir en condiciones desfavorables y violentas; lo consuetudi nario y lo común caracterizan la aventura, que con fatalidad mecánica ha de haberse producido innumerables veces. Ha rechazado, pues, lo excepcional e insólito, lo que se da con carácter de anomalía y exclusividad, y que es lo que suele revelar un temperamento o un azar feliz en el héroe y el con quistador, para aceptar un orden de sucesos en que cualquiera
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puede ser víctima o victimario. Precisamente por esa univer salidad e impersonalidad pasa a primer término lo informe y lo indeterminado en función de Protagonista del drama. Lo estrictamente biográfico no existe sino en algún pasaje del relato de Cruz, en la historia de Vizcacha y en la de Picardía; lo demás son escenas que compaginan una crónica del vivir rural. Por muy destacadas que estén las peleas de M artín Fierro y de Cruz, o las aventuras en el Fortín, no son sino episodios de esa crónica a cuyo trasluz se ve un panorama y una época, que son lo que realmente tiene personalidad y ca rácter. Por eso Hernández suprimió todos los elementos de iden tificación, comenzando por los nombres, y disolvió en la pe numbra sus figuras. No sabemos cuándo ni dónde ocurren los hechos que narra el Poema, ni nos interesa mayormente, pues el conjunto de todas las cosas que en él figuran pasa a ser la persona dramática, el receptáculo que da forma a su contenido. De inmediato se intuye que de ese conjunto de datos que configuran una realidad se han sustraído muchos otros, a me nudo de los más corrientes en toda narración; pero precisa mente las narraciones, que destacan en primer plano los factores personales y ordinales, con más frecuencia hacen abstracción de aquellos otros factores amorfos y casuales. Hernández no sólo hizo abstracción de los nombres, los lugares, las fechas, los rostros, las formas, los colores, los decorados y vestuarios, por decirlo así, sino de cuanto pudo ser intransferible de un ser a otro, genuino y propio de un individuo. El acontecer se mecaniza, se lo puede prever en conceptos estadísticos y adquiere una sinrazón absoluta y terrible, inlocalizable y fatal. Justamente lo más característico de las actitudes de Martín Fierro, la pelea, tiene ese signo de repetición, cuyo automatismo extraño a su voluntad nos lo revela él mismo en la Payada. Pero mucho más visible es la falta de iniciativa personal y el imperio de las fuerzas ambientales en las escenas de la toldería. Sean los movimientos de masas o de individuos, los parlamen tos, danza, preparativos del malón o faenas y costumbres, lo colectivo predomina sobre lo personal. Comprendemos que cualquier intento de caracterización, para que alguien se par
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ticularizara de los demás, habría sido una concesión a la rutina de juzgar más importante la parte que el todo. La vida de las tribus, tan semejante a una colonia de insectos, a una manada, sin más cohesión que el instinto gregario, es una reiteración, en plano inferior, de la vida en la Frontera. Allí se ven más al natural las líneas de fuerza de una agrupación humana sin pautas sociales actuando sobre los individuos, im primiéndoles su estilo bárbaro con mecánica regularidad. Tam bién ese mundo del indio está esquematizado; se conservan en él sus notas orgánicas, estructurales, que mediante una inmensa variedad de individuos reproducirán infaliblemente los mismos hechos. Del mundo de la Frontera también se han abstraído muchos elementos, casi siempre los que se cotizan como fundamentales y que no pasan de ser accesorios y precarios. Los invariantes históricos, las fuerzas humanas elementales que hacen del in dividuo un autómata y de un grupo social un individuo de inalterable conducta y de existencia inextinguible, prevalecen sobre el ansia de libertad y de afirmación de la propia perso nalidad. El argumento del Poema es la lucha del individuo contra las fuerzas ambientales, y la apelación desesperada al aislamiento como última instancia para salvar su persona. Las fuerzas en juego son hostiles y destructoras, los enemigos del individuo tan innumerables como los factores integrantes de esa realidad. El único personaje que colabora con el status , en una acomodación, ventajosa, es Vizcacha. Determinar qué clase de sociedad es ésa, cuáles son sus reservas y sus agentes naturales, equivaldría a definir los móviles ocultos que deter minan todo el proceso histórico de una raza o de un país. En el Poema se adopta el procedimiento mejor, que es el de destacar, por los individuos y por la clase de acontecimientos a que están expuestos, es decir, de los acontecimientos comu nes e inevitables que unas veces se padecen y otras se causan, qué clase de detritus histórico se engendra. Toda historia es la estructuración de esos detritus del vivir social con elimina ción de cuantos datos no convengan a la congruencia del sistema. En el Martín Fierro se elige para esa estructuración los agentes vivos y permanentes de ese proceso, de modo que, como en las parábolas y las fábulas, el sentido cabal del asun
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to se obtiene por una conversión de los signos de una con cepción global. Cada lector puede extraer distintas consecuen cias, según el orden de conexiones que se establezcan entre los datos escogidos de una inabarcable red de hechos y significados y su propia concepción del todo histórico. Lo que parece cierto en el logro del Poema es que el Autor intuyó como primordial precisamente aquello que los historiadores y los cronistas diluían en un trasfondo tecnológico, para dar relieve a los agentes individuales, a sus empresas y a la demostración que de ante mano debían ellos de proporcionar. En la concepción de H er nández se ha trastrocado ese orden: el individuo, su conducta y su servicio a una manera de condicionar la realidad se desplazan al trasfondo del argumento, y los entes abstractos —la soledad, la injusticia, el destino, la crueldad, la pérdida de los bienes, la autoridad arbitraria— avanzan al primer pla no del enfoque. Cuál sea la fisonomía de ese protagonista informe, potencial, omnipotente, sólo puede intuirse en el grado en que el Poema y el mundo que refleja puedan ser comprendidos íntimamente. No sería posible explicar de otro modo la sistemática eliminación en el Poema de todo dato personal, psicológico y objetivo, la suplantación de los nom bres por motes, y la indeterminación de lo auténticamente j^ropio de cada personaje. Adviértase que la vida de éstos entra en la categoría de las acciones mecánicas y extensas de las aventuras; que Martín Fierro desvanece en una penumbra de vaguedades cuanto se refiere a lo íntimo de su existencia, y que con las quejas por su suerte encubre lo que pudo haber nos puesto en contacto directo con su alma y con su real biografía; que Cruz emboza en la disertación ingeniosa detalles esenciales de su vida de soldado, y de marido, como ocultó hasta el fin la existencia de su hijo, y que cada personaje es un enigma en su psicología y en su verdadera historia. Si los hechos que Martín Fierro refiere se extienden en un lapso de diez años, se percibe que ha aprovechado muy pocos materiales biográficos, y los de mayor espectacularidad, para dejar en un silencio por siempre impenetrable el resto de su vida. Esos pocos hechos son episodios que se cumplen cada uno en con tados minutos, y si para el lector ocupan el largo trecho de una década es porque toda la concepción del Poema nos acos
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tumbra a palpar en la sombra y a completar con nuestro sentido de la vida amplios perfiles de figuras de las que sólo percibimos una parte minúscula. El Poema se totaliza por nuestra facultad de entender no los datos concretos de las cosas, sino sus con figuraciones generales y sus conexiones con otras cosas que entran en otras configuraciones generales. Es preciso, pues, incorporar los hechos y los elementos po sitivos ausentes al texto de la acción. Lo que Hernández ha eliminado son presupuestos lógicos en todo conocedor de la vida del campo y de la modalidad psicológica del paisano. Si ese trastrueque de la perspectiva, en que lo general y abstracto se condensa en un corpus de realidad no definida, es una imperfección inherente a la falta de recursos literarios del Autor, a las peripecias de la concepción del Poema, o a un propósito deliberado, es cuestión ociosa, pues, tal como la Obra ha sido lograda, su verdadera expresión —su configura ción total— resulta de lo que intermedia entre situaciones y personas concretas y nítidamente dibujadas, tal como en los rompecabezas y en las figuras que utiliza como ejemplos la psicología de las estructuras. Es claro, por lo demás, que de las imperfecciones suelen resultar en arte grandes efectos, puesto que el material sobre el cual actúan las facultades estéticas es más rico e infinita mente más insometible a las clasificaciones lógicas que la realidad que percibe el raciocinio. En la imperfección de la obra de arte, que no obedece a torpeza o ineptitud del artista, se infiltran a menudo elementos de la intuición pura por sus grietas y dan al sentido total de la obra una grandeza que la razón no logra discriminar. Mucho del arte pictórico moderno ha utilizado la imperfección como instrumento de penetrar más hondamente en el sentido intuitivo de la realidad que oculta el trazado geométrico con que se ha agrimensurado su orden natural asimétrico. Si se considera el Poema como una subforma de la novela, se advierte de inmediato que precisamente sus imperfecciones le agregan fuerza e interés. El lector sabe siempre muchísimo más de lo que le cuenta el novelista, aun de la misma novela que lee, y parece haber pasado ya la época de ingenuidad en que el novelista creía reproducir fielmente la realidad cuando la copiaba literalmente.
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Kafka ha descubierto que precisamente era la realidad lo que se les escapaba a esos novelistas, inducidos por el absurdo sistema de los historiadores y de los que describen la naturaleza inorgánica. Whitehead (en Modos de pensamiento, III) ha dicho que “No hay razón alguna para sostener que la confusión es menos fundamental que el orden”. El mundo del Martín Fierro está desordenado según el patrón de una sociedad bien organizada, pero en esa confusión, en que todo es igualmente posible e imposible, priva una regla de desorden que alcanza el rigor de una ley natural. No se esforzó Hernández por reducir a una explicación satisfactoria según la “ciencia del pueblero” lo que ocurre en su mundo; acaso su observancia más fiel de la realidad consista en que lo absurdo es un ingre diente positivo de su argumento, eliminando en primer término “la lógica del historiador”. Lo que falta en el Poema tiene la misma función efectiva que lo incluido en él. Nunca hubiera podido contenerlo todo. Los elementos no expresos forman un borde dentado que engrana lo que ha sido puesto en la Obra con lo que ha sido omitido. Lo que no se cuenta ni especifica hace presión desde fuera sobre las figuras diseñadas. En algunas circunstancias les imprime una deformación de caricatura, que puede ser trágica o grotesca. Aun a los personajes les faltan rasgos, cualidades, porciones vitales de la persona real, para que ad mitamos que nada de ellos ha sido transferido al plano com plementario de lo que no se dice. Con las vagas alusiones del lenguaje impreciso hacen contraste las minuciosas “tomas” de la acción, bien detalladas siempre, destacándose de un fondo en que no hay nada. Así cada pelea, los bailes, las reuniones, las aventuras, los perso najes secundarios, se acusan como súbitas iluminaciones en las sombras, y lo que no recuperamos de esas escenas y seres se funde con la masa amorfa de lo que suponemos existente pero con una presencia fantasmal. Las mujeres de M artín Fierro y de Cruz están vivencialmente puestas en el Poema, del que están ausentes de modo total. De esas figuras y de muchas otras sólo queda el hueco de la lámina de que han sido re cortadas. Pero ese hueco, esa abertura que comunica con lo inexistente, cumple una función en la economía del Poema,
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y también las muchas cosas que no se mencionan siquiera, pero que sentimos que están en él, como el paisaje, los oyentes del relato, los otros hijos que no encuentra Martín Fierrro, y las muchas cosas de todos los días de sus diez años de sufrimientos. Todo lo que es aludido y luego olvidado, presentado fugaz mente y suprimido de un corte, pasa a integrar el plano de lo potencial y diabólico de donde pueden surgir otra vez de pron to, o quedar disueltos y sumados a las potestades hostiles que allí se llaman destino. Los hechos en que participa Martín Fierro son “pruebas” de desdichas, y él a su vez una “prueba” de la desdicha instaurada como una télesis del proceso social, que se reproduce a escala reducida en cada uno de los agonistas. Por eso es que cada uno de ellos sólo trae al Poema una palabra del texto de la realidad y del sentido lógico de la lectura de la oración entera. La intuición de Hernández, de que por medio de lo anó nimo y de lo amorfo se configura en la nuca del lector una imagen veraz de la realidad, susceptible de adoptar facticia mente todos los nombres, los rostros y las formas, hasta poblar un territorio y dar a cada ser un papel directivo, se ha antici pado en medio siglo a la “toma” que han logrado, del mundo en que vivimos y no del mundo astronómico, la filosofía existencialista y el arte y la literatura de un realismo trascenden tal. Hernández limó las aristas, soldó la parte a un todo, introdujo lo general en lo íntimo, articuló las cosas ciertas con las matrices abstractas de donde nacen, borró lo que de cada individuo hace un acontecimiento único en la historia del cosmos, creó un tipo móvil de biografía intercambiable entre innumerables agentes de un tipo de historia, puso el interés del relato por partes iguales entre lo exhibido furtivamente y el bloque de lo informe de donde vemos que surge y en donde desaparece, y dio a lo anecdótico el simple valor de una prueba —igualmente válida entre otras muchas— permutable y conver tible según el sistema de conexiones que se adopte. Al hacerse permeable y flúido ese mundo, entra en comunicación con lo eterno y universal, y quizá su coyuntura sea el ínfimo nivel de civilización en que se apoya. Es, en efecto, si no un mundo primitivo, un mundo ele
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mental del que se han eliminado los puntales y el andamiaje de la civilización. La clase de relaciones entre los seres huma nos, el modus vivendi en vigencia, pertenecen a la barbarie, pero los personajes son productos de un estado superior, en quienes disposiciones naturales suplen los efectos de los prin cipios normativos y el discernimiento del bien y del mal la per niciosa enseñanza por los ejemplos. En lo que entienden por destino los personajes está la desproporción del combate entre sus voluntades y las fuerzas degradantes del medio, el desnivel que separa al hombre y su conciencia de la sociedad y su per versión mecanizada. Continuamente son instados, por coaccion o . por persuasión, a un avenimiento con el regimen de vida normal, a una capitulación incondicional. El drama se plantea por la resistencia. El único que ha resuelto este conflicto de ajustes es Vizcacha. Pero la superioridad del hombre sobre su medio proviene de ciertas reservas incorruptibles de la condi ción humana, no de que respondan a normas de conducta vigentes en un estado social distinto y mejor. Los personajes son primarios, y por eso mismo mantienen sus inclinaciones específicamente buenas, sin que podamos juzgarlos con arreglo a exigencias de otro orden. Las consideraciones de Lucien LevyBruhl (en La mentalidad primitiva , XIV, iii) sobre el modo de pensar, sentir y comportarse de los pueblos precivilizados, tienen aplicación en el caso de los personajes del Poema: Cuando los vemos de este modo, como nosotros y a veces mejores que nosotros: fisonomistas, moralistas, psicólogos (en el sentido práctico de estas palabras), tenemos dificultad en creer que puedan ser, desde otros puntos de vista, enigmas casi indescifrables, y que profundas diferencias separen nuestra mentalidad de la de ellos. Fijémonos, sin embargo, en que los puntos de semejanza nos llevan siempre a aquellos modos de actividad mental en que los primitivos, como nosotros mismos, proceden por intuición directa, aprehensión inmediata, interpretación rápida y casi instantánea de lo que es percibido; si se trata, por ejemplo, de leer sobre el rostro de un hombre sentimientos que quizá no se confiese a sí mismo, buscar palabras que hagan vibrar la cuerda secreta que se quiere tocar, buscar el ridículo de un acto o una situación, etc. Están guiados aquí por una espccie de perspicacia o de tacto. La experiencia lo desarrolla y lo afina, y puede llegar a ser infalible, sin tener nada de común con las operaciones intelectuales propiamente dichas.
Estas facultades naturales, que también constituyen la “cien cia del gaucho”, entran en juego en un medio albergado en
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sus componentes éticos y legales por la intrusión de agentes corruptores, movilizados por otros rodajes invisibles en el Poema. No aportan al medio natural y primitivo en que la mentalidad del paisano se ha formado instancias de mejora y de equidad, sino al contrario; con lo cual se interpone entre su mundo y él una capa desfigurada y fraudulenta de un orden superior que quiebra el orden de su adecuación, de su acli matación. Esta discordancia no existe en el mundo del primi tivo. Se ve a sí mismo el paisano, el hombre, como exilado, perseguido; enemigo, es decir, dislocada su persona de su ha bitat. Las cosas subsisten intactas, lo único que se ha introdu cido en ellas es el fraude, la mala fe, con lo que se han per vertido por dentro, conservando todas sus apariencias y hasta sus articulaciones. Así contempla Martín Fierro con estupor que todo se rompe y se disipa como un sueno, y que la ley que gobernaba antes su relación con el mundo, es la misma que hace de su existencia un conflicto incomprensible. Es el mundo en que vive el que se ha transfigurado, desplazándolo a él como a un ente absurdo. Y lo mismo les acontece a todos, en mayor o menor grado, menos al hombre que comprende y se adapta: el viejo Vizcacha. Al plantearse así, en lo elemental, la incompatibilidad entre la conciencia y un orden falso, legalizado meramente por su poderosa organización, racionalizado por la precisión de su funcionamiento mecánico, el problema humano del Martín Fierro trasciende al plano universal, y el pedazo de tierra que ahí abarca la mirada se extiende al territorio total que habita el hombre. Para que esa tierra y ese hombre no desaparecieran con “el tiempo y. sus mudanzas”, Hernández suprimió de an temano todo lo que podía perecer, a riesgo de que el crítico, setenta años más tarde, dijera que el Poema es la imagen de una época y de un tipo humano que ya han caducado. No ne cesitaba haber masticado mucho Martín Fierro antes de echar la bravata sobre el tiempo que durarían sus cantos, de ser así. Mas la verdad es otra. Acaso en los sobrevivientes de los pue blos europeos que han sufrido directamente los desastres ab surdos de la última guerra, la lectura del Poema cobrara hoy un sentido más profundo y nacional que entre nosotros. El mundo en que ocurrían “esas cosas que ni los diablos las
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pensaron” no era una franja de tierra entre la civización y la barbarie, entre la conciencia sana del hombre primario y las cosas descompuestas por dentro de una sociedad sostenida en pie por intereses inconfesables. Orfandad y viudez, destierro y soledad, miseria y crímenes, despojo y crueldad, se llaman los verdaderos personajes de este Poema. Las historias adventicias que en él se narran calan a un fondo en que ni las personas, ni los trajes, ni los enseres, ni la edad, ni el saber ni el tener inte resan mayormente; calan al fondo de la aventura que vive el hombre que no varía con las modas ni con los espectaculares juegos con que se distrae. Es la historia auténtica de los seres humanos, lo que de veras tiene sentido y es profundo —trágico, jubiloso y bello— aquello que se vive, y el drama resulta de que cada cual es un ejemplar único para toda la eternidad, pero no una vida. Pues nunca se vive la propia biografía, sino que todo resulta compleja y absurdamente ordenado, por tener la vida y el pensamiento que acomodarse al hueco que les dejan las cosas, al pedacito de espacio y de tiempo que ha de ocupar, entre hechos y entre vidas de otros. Hernández no pudo ir más lejos —llegó hasta los límites de lo que la razón puede com prender— en la descripción del mundo en que vivimos, al pres cindir de toda referencia cierta y categórica, al concebir las vidas de sus personajes como frágiles plantas que crecen en las grietas de un muro de piedra. Es un poema en “negativo”, cuyo proceso natural es de desintegración, y cuya clave del sentido profundo encontramos en la historia del Hijo Mayor. El transcurrir del Poema es como si se tirara de un hilo que deshace un tejido que ya contiene un cuadro. Los personajes y las cosas que están en él sienten que se desarman, que se desvanecen, que son absorbidos como por una inmensa y lenta serpiente, sin comprender cuál sea la causa ni que todo ocurre así porque están en un tejido que se deshace. Sienten que desde fuera alguien tira del hilo que los constituye y llaman a esa mano destino. Al fin existen porque se les evoca, y nunca adquirieron sino una fragmentaria y misericordiosa existencia. Más aún: si alguien les dijera que sólo han sido imágenes de un sueño, y todo una angustiosa pesadilla, podrían convenir en que sí, aunque sin conceder que las imágenes de la vigilia sean más ciertas en la urdimbre de la realidad impenetrable.
P a r te Segunda LOS VALORES
EL ORDEN DE LOS VALORES En o b r a tan heterogénea, que recoge y aglutina materiales de fuentes tan diversas de inspiración y de motivos, la unidad ver dadera está fundada, más que por la presencia constante del Protagonista, por el estilo en que está realizada. Es este ele mento, el estilo, el que da un nivel de altura para todas las partes de la Obra, hasta en sus episodios más fugaces, levan tándolas al par de lo fundamental y argumental. El mosaico que componen los múltiples temas y derivados se unifica en un sentido estético, y los pasajes líricos engranan con el asunto histórico, la endecha con la crónica, la biografía con lo abstracto. El estilo del autor es la fuerza arquitectónica que ordena y equilibra esos materiales diversos, generando un orden de valo res que tienen por base y cúspide la jerarquía del artista más que el mérito intrínseco de los materiales utilizados. Porque todo es pobre y hasta miserable en el Poema, excepto la gloria del Artista que lo concibe. Lo real se integra, ante todo, con lo social, pues personajes y cosas son casi abstracciones. Lo ima ginario no existe: es simplemente el punto hacia el que con vergen, conforme a las leyes de la perspectiva, los elementos del Poema. En éste no hay algo que sea menos cierto que lo demás, pues la categoría de lo verídico resultó, como el Autor se lo propuso, lo principal. Que hayan existido esas personas, que hayan existido esos hechos es cuestión que muy poco tiene que ver con su realidad .No es lo real lo que le da realidad; de su realismo dimana lo real. Sin embargo, hay una instancia superior. A pesar del interés que despiertan el argumento, los temas centrales y los derivados, los episodios y las personas dramáticas, por base de todo ello y por sostén está lo poético. Ninguna relación tiene con lo poético la fantasía. Este es el valor primordial, esencial, cualquiera sea el valor absoluto que esa clase de poesía gauchesca pueda merecer, si se toma exclu sivamente una tabla de valores del Poema como tal. Ni lo bio gráfico, ni lo anecdótico, ni lo político, en fin, alcanzan la misma categoría. La expresión, es decir, todo aquello que el idioma puede facilitar a la necesidad de transmitir la vivencia
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poética, tiene en el Poema la misma jerarquía que en las más grandes obras de la literatura universal. Esto es discutible, pero es cierto. En el propósito de Hernández está, en primer término, construir una obra artística, lo que está ya declarado por el hecho de emplear el verso, apartándose de las pautas conven cionales de la poética culta; en pocas palabras: hacer poesía sin poesía. Todos esos materiales sufren, pues, una conversión al verso y una transvaluación formal a lo inferior y plebeyo, que en Hernández es una sublimación inversa, un primer acon dicionamiento estético conforme a esa clase de composiciones, aunque sea otra cuestión fijar los valores puros. Lo poético, cuyos elementos se analizan en otra parte, constituye la tesitura, la clave, lo que ordena y dispone del resto del material. Lo poético no emana de la poesía en su forma perfecta, sino de los materiales mismos a cuya naturaleza se ajusta la aparente im perfección de la forma. La capa superpuesta a ese estrato fundamental es la obser vación fiel de la realidad, que se descompone en dos partes: a) la realidad histórica de los hechos narrados y sus caracterís ticas (la realidad de ambiente que estructura el todo), y b) la realidad fijada en los poemas gauchescos y en las crónicas. La realidad de sucesos es casi estrictamente documental, ya en la observación, ya en las fuentes escritas. Unicamente las exigen cias de la poesía, en particular la necesidad de destacar lo pintoresco, gráfico y expresivo, pudo dar al acontecimiento extraído de la crónica o a la noticia verbal, un cariz de ficción. Tal ficción no existe. Lo real penetra hondamente en la urdimbre de lo histórico, en el carácter de los personajes, en la clase de aventuras y de hechos que son lógicamente posibles en el medio y en las condiciones humanas de ese “mundo”. La observación de lo real y el respeto a ese valor son primor diales: es la norma, el deber que Hernández se impuso. Su trabajo más meritorio consistió en escoger los materiales y en dejar fuera, en la selección, aquellos que sus predecesores y los cronistas incluían. Pero por las restas de datos, por la elimi nación de lo accesorio o de temas también centrales (como las guerras civiles y la orientación social y política del país) no queda desfigurada la realidad. La realidad sigue poseyendo su ficiente material recogido con fidelidad para representársenos
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ante todo como un fragmento de la vida de un pueblo en una época de su historia: aquella interesantísima en que sobre las causas visibles, materializadas, se superponen otras causas de la misma índole, pero aparentemente encauzadas hacia el reme dio de los males. Está el mundo en que existen cosas y personas, compuesto por cuanto en el Poema figura o se menciona, pero también por cuanto ha sido eliminado y omitido. Nosotros co nocemos o sentimos bien lo que está implícito. El lector que entiende ese “mundo” no sólo por sus lecturas sobre cosas del país, sino también por sus vivencias, lo completa y no necesita de ningún aporte exterior. De verdad no existe total en el texto, y no hubiera podido completárselo por acumulación de materiales; se completa en el alma del lector que lo comprende y lo siente. Lo real es, pues, lo que está en el Poema más lo que vive en nosotros: un país, una época, un sino histórico, un status social, un clima, un tipo humano, un lenguaje de uso. Para configurar este estrato, Hernández no ha recurrido a la literatura gauchesca, sino a la observación del natural. Pero todavía más que a la observación, a sus propias vivencias obte nidas de ese “mundo”. E inmediatamente después viene el plano de lo real registrado en los poemas y crónicas escritos sobre el mismo asunto. Los temas están edificados aquí sobre la base de una realidad terrestre. Juntamente con esta realidad terrestre, el lenguaje. El lenguaje es un elemento vivo también, como vivencia de lo real, pero al mismo tiempo es un elemento li terario, de arte. A este plano, que participa de lo real (de la realidad observada y de la realidad leída), compete lo poético verbal, pues está fundido con el lenguaje. Comprende la inspi ración, la intuición de la belleza, la conciencia del valor de la palabra, el arte de expresar de modo eficaz y justo lo que se quiere, y la técnica de la versificación, con sus innumerables matices. Comprende, sobre todo, los giros y ocurrencias, las inflexiones de un habla saturada de sentido y de malicia. Coloco lo filosófico sobre el plano de lo gauchesco tradicional, dándole prelación sobre lo dramático (los hechos), en razón de que el saber de experiencia, la sabiduría de vivir y com prender la vida en su juego es efectivamente muy grande. Con suma habilidad se disimulan preceptos y apotegmas bajo rús ticas y hasta groseras apariencias, sin que pierdan su valor
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en la subconsciente y multimilenaria sabiduría del vivir. So bre el plano de lo filosófico, en un estrato, lo dramático, que en primer término comprende los hechos y sus proyecciones en la conciencia del actor (el recuerdo). Pues en lo dramático están comprendidas también la añoranza y el dolor por la privación de bienes de cualquier naturaleza. En cuanto a la “realidad” que transmiten espiritualmente los personajes por sus evocaciones y por su modo de expresarse más que por su presencia, por el proceso psicológico que acompaña o sigue a cada acontecimiento de sus vidas, por la atmósfera que los circunda y la clase de sucesos que les toca vivir como partícipes de una vida colectiva de mayor enver gadura, participa también de lo verosímil y lo veraz, pero ya en otra tesitura. En ese mundo de lo real que es evocado o sugerido, dos aspectos tienen particular interés: a) lo político. Aunque haya sido ése el móvil originario (generado en lo periodístico), el motivo determinante del Poe ma resultó desplazado en la Obra elaborada y lograda. Lo político está más bien en las reflexiones de los personajes, en sus quejas y disgustos por el modo como se manejan las cosas y por el abandono en que viven. Muy débil es la parte del argumento que retiene esa intención. Cuando Martín Fierro, muy someramente, y Picardía, con mayor minuciosidad, expli can el encono del Juez y del oficial de partida, por no haber votado ellos las listas impuestas por el gobierno, quedan esos hechos en sí como episodios de menor cuantía tras sus efectos. Si de ese encono resulta que luego se los apresa para que presten servicios obligatorios y gratuitos en la Frontera, el hecho histórico vira hacia lo social. Entonces lo político empalma con un estado de cosas que forma parte de la estructura de go bierno, de la composición moral del Estado, de la organización de un todo. Y las quejas de un malestar que no se especifica no alcanzan a configurar una crítica al estado político dentro del estado social. b) lo social. Por implicación, y por el sistema de deducciones y conjeturas que es preciso aplicar a la interpretación de los acontecimientos que narra el Poema, lo social ocuparía un lugar básico, el de estrato en que se asientan los demás. Pero precisamente no es ése el objetivo directo del Autor; no está
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la crítica social expresada taxativamente, y debe descubrírsela en una especie de examen y de crítica histórica del Poema. Así como de los poemas homéricos se dedujo luego el cono cimiento del estado social, político, militar y ecológico de los helenos en épocas de las guerras de Troya, así del Martín Fierro surge un cosmos social, un ámbito de civilización. Pero no está puesto en el Poema con intención de material positivo, demostrativo. Está como una región, una época, a la manera como el vocabulario y la sintaxis, la semántica y lo moral del Poema están en el idioma y en sus peculiaridades, que el Autor emplea con esa intención. Lo social sí es una sustancia vital, aunque no más que el aire que necesariamente tienen que respirar los personajes para vivir. En cierto sentido, es muy posible que en la concepción e intención de Hernández este plano tuviera más importancia que el puramente político; al menos eso se infiere de sus enigmáticas alusiones en el texto, si no de la doctrina concreta que exponen los persona jes, que casi se limitan a pedir el aire, el agua y el pan. Pero debe señalarse que lo social surge con mayor fuerza precisa mente de esa falta de formulación taxativa, con lo que hubiera podido parecer intencional o perder actualidad. Es justo, pues, que para lo social no se establezca un estrato de valor y de interés fundamental, sino, como para lo nacio nal, lo humano, lo histórico, una categoría amplia que abarque toda la latitud y hondura del Poema. Más que un estrato, una gea, un tipo de formación geográfica e histórica. Lo que en cualquier obra de arte, de filosofía o de historia queda locali zado por el hecho simple de estar situada y fechada, y de contener los elementos propios del lugar y del tiempo. En último término debe colocarse el estrato de la ficción, o, mejor dicho, el aporte de la fantasía y la imaginación. Esto está a flor del Poema, es lo de menor consistencia. Casi puede concretarse en lo ingenioso, que consiste en la manera aguda y ocurrente de ver y de contar. Todo lo pintoresco del len guaje, las cosas y la acción, se pueden concentrar en este con cepto de lo ingenioso y su prolongación hacia el plano de lo arbitralio, con sus hipérboles y comparaciones, en que la ima ginación del lector ha de colaborar activamente. Cuanto en las obras narrativas pertenece inevitablemente
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al estilo artístico del autor (su modo de pensar, de colocar los, materiales en perspectiva, de comentar o subrayar), en el Poema tiene escaso valor. Hernández acepta el canon de lo narrativo gauchesco. Unicamente las imágenes y los giros orales tienen,que ver con este aspecto. Y también por aquí pertenecen a la realidad. La sumisión a la norma de veracidad es tan potente, en el Poema, que hasta el Autor parece un observador anónimo, un ojo fotográfico que se limita a recoger con cui dado lo que ve y a transmitirlo impersonalmente al lector. En este sentido, el Poema pertenece a un país como autor y no sólo como argumento. El, Martín Fierro es como un poema anónimo poique su autor es como un pueblo. Una literatura, como una cultura, necesita siglos para for marse. La obra del autor de genio aparecerá como una pieza de esa inmensa materia organizada, o bien —si no existe tal estado— como un islote que por sí no creará lo inexistente. Sólo del conjunto de las obras realizadas durante siglos surge una fisonomía nacional, un alma, tal como la entende mos de la literatura inglesa, francesa o italiana, por ejemplo, en que los autores mismos y sus producciones parecen no tener ninguna importancia y ser accidentales y • precarios, aun tra tándose de Dante, Shakespeare o Ronsard. Ese trabajo que requiere siglos ha de responder, además, a una necesidad de la propia alma colectiva, de la nación entera, para que no corra el riesgo de convertir en un caos la producción global, como ocurriría, verbigracia, si juntásemos, para constituir una gran literatura, las obras maestras de los más grandes hombres: Homero, Esquilo, Lucrecio, Dante, Corneille, Cervantes. De ese modo tendríamos una biblioteca, pero jamás una literatura, y menos una literatura nacional, orgánica, con un alma. Así, entre nosotros no se suplirá con la cantidad de obras la falla de esa unidad que sólo puede dar la identidad de la vida, pero no la calidad, por excelente que sea, de las obras. Pero el caso es que ni hemos tenido muchas obras, ni éstas son grandes. Hemos producido relativamente poco y, en lo poco, de lo malo. Casi ninguna de esas obras, si sobreviviera sobre la catástrofe que significaría la pérdida- de todas las demás, bastaría para dar, a través de los siglos, idea de lo que
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hemos sido, de lo que hemos pensado y querido. Con los poemas homéricos se ha salvado un momento de la civilización helénica, y con Shakespeare —los dramas históricos y algunas comedias— la Inglaterra isabelina; pero si hubiésemos de elegir alguna de nuestras obras para que transmitiera a la posteridad lo que hemos sido, sin otros documentos de nuestra existencia, sólo una obra elegiríamos: el Martín Fierro. No puede decirse lo mismo de ninguna otra obra. Precisamente ante tal problema de escoger algo significativo, caemos en la cuenta de que eso es lo único que representa un momento del país, como nada en su lugar. Este es el valor más decisivo del Poema. De haber sido una obra sin concatenación con otras, ten dríamos un poema de extraordinario valor estético e histórico. Pero emparentada con otras, entra a formar parte de un género. Aparte eso, no pierde ninguno de sus valores intrínse cos; agrega, sí, los de una comunidad que representa en la literatura argentina —e iberoamericana— la tentativa más seria para constituir una literatura nacional de gran estilo. Aunque como la mejor de todas —no se trata ahora de comparar el verso con la prosa, ni el habla campesina nuestra con el inglés—, forma parte del conjunto y le da a éste una categoría superior, enalteciéndolo por el hecho de pertenecer a él. En resumen, éste es el problema de la literatura argentina como relacionada con el pueblo, fuera de la influencia de lo culto. Algo que otros países han ido en estos últimos años a buscar para la novela y el cuento: el material vivo, folklórico, de costumbres, modalidades psicológicas y sentimentales, creen cias, supersticiones, ideales. La Argentina no ha llegado a ese período, y en la prosa narrativa está muy por debajo y detrás de otros países: Brasil, Ecuador, Perú, México, Cuba, y, por alguna obra —Cosmapa, de Orozco, de Nicaragua. El Poema ha evitado ese contacto con la realidad. Desapareciendo las demás obras de ambiente nacional, los poemas gauchescos no darían, andando los siglos, un cuadro de lo que fue la vida en las llanuras rioplatenses. Tampoco lo daría la historia. Pero lo más curioso es que no habría medio de coordinárselos con la historia, sino mediante un trabajo de hermenéutica muy laborioso. Hoy ¿quién lo hará entre nosotros?
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Los poemas dan un mundo inferiorizado; la historia, un mundo sublimado. De aquellos se ha suprimido lo que está en una línea de civilización; de ésta, lo contrario. La realidad no podría ser reconstruida si simplemente se sumaran para for mar un cuadro en dos fases. Sería menester mezclar uno y otro, graduar lo predominante, colegir lo que en los poemas hubiera de residuos de vida organizada y culta, y, en la historia, de desorganización, abandono, criminalidad, traición. ¿Qué sería, en un resumen, lo significativo? ¿Estaríamos representados por lo que resultara predominar en lo histórico sobre lo poético o al revés? ¿Y de qué historia verdadera no resultaría lo mismo? Se puede decir del Martín Fierro lo que de muchas obras que dejan la impresión de esbozos: se puede con ella recons truir una obra de mayor volumen, utilizando las omisiones. Pero el Martín Fierro es, mucho más que cualquiera otra de las grandes obras de valor literario efectivo, una obra de omisiones, incompleta, trazada a rasgos que no concluyen nin guna figura de acción o de psicología; es preciso que el lector haga el trabajo de colocar lo faltante. Más que una obra completa, ceñida, continua, tenemos elementos aislados, hechos esparcidos y valiosísimas observaciones de lugar, ambiente, psicología, actitudes, cuando Hernández detalla y explica. Pero no se ajustan al texto, sino que salvan por lo regular la omisión. Lo demás se da por sabido. Pero eso que se da por sabido es precisamente lo importante. Sigue siendo lo importante, pero no porque se expone y analiza, sino porque se ha omitido. Gravita sobre lo escrito, como una ausencia. Pesa en el juicio que formamos como lectores pero sólo por una labor personal. Por eso el poema tiene tantos planos y perspectivas de valor como capacidad en el lector de descubrirlos. Los hechos con cretos, lo que Hernández realiza como escritor y hasta como poeta, son los puntos de apoyo en una comprensión, los sos tenes de la obra, pero deja amplios lienzos sin pintar, mu chísimas escenas sin desarrollar. Por ejemplo: i De toda la vida del Protagonista es infinitamente más lo que ignoramos que lo que sabemos, pues él alude muy fugaz mente no sólo a su nacimiento, niñez, suerte como huérfano, sino también al matrimonio y a los hijos que tuvo; no sabemos
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cuántos fueron éstos ni cuáles eran sus nombres. Ignoramos cuál fue su época feliz y en qué consistía esa felicidad; cuáles eran sus bienes y por qué recuerda el tiempo que trabajaba de peón —peón no estable sino eventual, en las hierras— y no la tranquilidad de poseer hacienda y vivir en paz. Con la vida del Fortín tenemos un capítulo continuo y enumerativo, hasta la partida al Desierto. Eso corresponde, sí, a una biografía, al relato de una vida. Lo anterior es lírico, impreciso, evocativo. Tenemos, además, las figuras que apenas se esbozan para que ocupen un lugar y llenen una función de ausencia: las mujeres, por lo regular. De la historia de la mujer de Martín Fierro y de la de Cruz se puede —se debiera— hacer partes integrantes de la obra, valiosas. La suerte de los hijos que no encuentra Martín Fierro dejan un vacío, y ese vacío es fas cinante. Los hechos omitidos corresponden a lo que Pareto llama residuos no-lógicos en la historia: lo más importante. Kafka ha intentado explicar esos residuos, y nos ha puesto frente a un mundo nuevo. Es preciso explicar como absurdos esos residuos; al fin configuran una imagen tan lógica como las que se reconstruyen por selección de hechos. Los hechos no tomados en cuenta viven, se combinan, realizan una historia que nadie escribe. Ahí está el secreto de lo paradójico e irra cional, inexplicable. Si la vida de Martín Fierro tiene mucho más de evento, de fatalidad, de cosa absurda y suelta, es porque es un personaje de ese tipo: un ente histórico de la historia residual. Hernández alcanza a revelarnos esa situación y la ex pone por medio de sus reflexiones como tal, pero escoge hechos que no corresponden a lo lógico, a lo elegido por el historiador para explicar satisfactoria, racionalmente, un acontecer en serie, y sólo da los materiales biográficos que satisfacen al lector trivial, pero no al lectorde sentidos, de símbolos, de alegorías. A quien lee la historia y la vida como un sistema designos que es preciso descifrar —un jeroglífico de cosas—no le sa tisface, porque entiende que lo interesante es lo que no se ha dicho. Esos elementos residuales desechados por Hernández (pero no menos preciados ni dejados a un lado como sucesos sin
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valor) son los que dan valor a su Obra. Porque, como dice en el Poema el Moreno: las sombras sirven para destacar la luz. Para sentir íntegramente el Poema, para captarlo en sus múltiples dimensiones, es preciso penetrar en la tiniebla, re construir las cosas, los seres y las relaciones entre ellos que quedaron en la sombra. En ninguna obra escrita conforme a la técnica de la historia, de novelistas o poetas, ha quedado sustraída tanta sustancia histórica, viva; en ninguna esa sus tancia histórica, viva, sustraída, influye desde su nada tan poderosamente sobre lo que toma existencia y realidad por obra del artista. Algo muy semejante a esta obra —en la rea lidad, acaso— ha de haber sugerido a Kafka la necesidad de explorar en las sombras los residuos dejados por la labor de escoger y de abstraer, que es específica de la razón, del razo namiento, del modo de ser el hombre (animal que analiza, es decir, abstrae; y combina con arreglo a un sistema, a un método, es decir: valoriza sólo lo que le interesa en la dirección de su curiosidad). VALORACION DEL POEMA POR LA LECTURA La valoración cabal del Martín Fierro es una necesidad que responde al hecho de que la lectura del Poema deja en todo lector la impresión de que el texto contiene implícitos ma teriales psicológicos, sociales, filosóficos y estéticos inadvertidos aún. Ningún lector consciente puede satisfacerse con el aná lisis ni la crítica de los panegiristas o de los detractores. El Poema sigue siendo un enigma favorable a cualquier disqui sición erudita o pasional, y esa necesidad que el lector siente, sin que por sí mismo logre dilucidar su origen, dimana de la riqueza asombrosa de valores artísticos y humanos que yacen disimulados bajo la apariencia de una obra vulgar. Es un poema de intenciones, efectivamente, según expresión justa del Autor; un poema cuya lectura fácil, que le permite ser ínte gramente captado por quienquiera, incluso en traducciones de fectuosas, debe ser completada en sus elipsis, sobreentendidos, omisiones, referencias alusivas o tácitas que activan esa zona de la subconsciencia en que se depositan las experiencias des
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agradables. El Poema da por supuesto que el lector conoce el ambiente, las costumbres, los rasgos psicológicos típicos del hombre de campo, el paisaje, el clima moral, la forma peri frástica como cuenta sus cuentos el Narrador intuitivo, el mundo de represiones y disgustos en que vivimos. Esa necesidad de comprender el Poema en toda su profundidad y ‘latitud se relaciona con lo poco que sabemos de nosotros mismos, y con la falta de una literatura integral y fiel trasunto de nuestra vida, como con la carencia de una historia sinceramente in formativa. Es la necesidad del país tanto como del lector. Necesidad de comprender más que lo que puede leerse literal mente, lo que puede intuirse con el aliciente de la lectura. Comentar el texto, explicarlo gramaticalmente, interpretarlo con arreglo a un supuesto previo ■ ' de que contenga, como las epopeyas, la glorificación de héroes, hazañas o virtudes de raza, es encender aún más esa necesidad trascendente de comprender de verdad, a fondo. Sin embargo, todos esos comentarios y explicaciones res ponden legítimamente al texto y a cierta clase de lectores que se satisfacen con- ellos porque están satisfechos consigo mismos. Y aquí se plantea el verdadero problema: el texto queda ago tado en cada una de las distintas maneras de leérselo, pues abastece la más ínfima capacidad de comprensión; pero es inagotable al análisis exigente, y con cada nueva exploración se abren otros sucesivos horizontes, hasta que el Poema pierde su realidad material, lo que expresa taxativamente con las palabras, y se reduce a la esencia pura de la historia de un pueblo, a la clave de su status mental, moral, emocional, polí tico, económico, religioso, tribal; en clave que sirve, más que para interpretar, para penetrar en lo íntimo de las estructuras de un Estado, una sociedad y acaso de un sino de raza y de idioma. Mi experiencia es que el Poema se enriquece y magnifica con sucesivas lecturas y que aun sus innegables imperfecciones contribuyen a realzarlo y a darle esa vibración angustiosa que experimentamos ante un objeto arqueológico por el trozo faltante o mutilado. Se llega, en efecto, a un punto de saturación en que se ve que son perfectas hasta las incorrecciones, pues, lo mismo que el objeto o la estatua mutilados, todo es restaurado y totalizado por el alma del observador.
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Una advertencia preliminar es que hay varios textos, puesto que hay varias formas de leerlo. Y hay varios textos y la posibilidad igualmente lícita de leerlos, porque el verdadero contenido del Poema es increíblemente mayor y más significa tivo que el que está impreso. Acaso haya mas, pero yo he encontrado siete, que corresponden a otras tantas actitudes de lector. Debo circunscribirme a enumerar esas lecturas-actitudes y a enunciar sus sentidos: 1. La lectura más superficial, la ingenua, aprehende lo anecdótico, lo episódico, lo que dice la letra. Es la lectura de los escolares, de los ciudadanos de las grandes urbes, de los extranjeros en las traducciones, de los escritores y críticos cutáneos (Grandmontagne, Salaverría, Azorín, etc., pero no Unamuno ni Onís). Ese Martín Fierro es el que se resume en pocas o muchas palabras, pero el mismo del texto literal. Pasa su imagen al lector como a un espejo. 2. Otra lectura más prolija y atenta, aunque también la lectura simple del hombre del campo, percibe que el Autor se propuso contar la vida del gaucho, pero no la de un gaucho determinado, pues refiere con carácter general las penurias a que se ve sometido por imperfecciones y anomalías de la orga nización política, judicial, moral, económica. El Protagonista es el país, en un diagrama rústico y fidedigno del aspecto más vital de su historia: historia de un lugar y de un tiempo latos, ilimitados. Se destacan las formas individuales de ese acontecer, el sino que identifica a una clase despojada de bienes y de oportunidades, la más numerosa, y que es el sentido auténtico de la Obra según su Autor. Esto lo comprenden también los lectores sudamericanos y los sociólogos y etnólogos de otros países. 3. La tercera lectura es la que coloca en primer término las fuerzas innominables de la geografía, la raza, el clima, los acontecimientos del vivir no registrados en la historia ni en la novela, el destino de un pueblo como unidad. Aquí lo adje tivo es lo real y lo sustantivo lo eventual, lo que desaparece con cada individuo, con cada evento. Lo adjetivo permanece y sigue indefinidamente configurando el destino, dando fiso nomía a lo biográfico de cada ser. La lectura revela en el Poema un significado de símbolo o de clave para una región
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continental y hasta de la Península Ibérica. Hernández lo explica, esta vez no en la Carta-Prólogo de la primera edición, sino en la Carta a los Editores, de la octava: Quizá tenga razón el señor Pelliza al suponer que mi trabajo responde a una tendencia dominante en mi espíritu, preocupado por la mala suerte del gaucho. Mas las ideas que tengo al respecto las he formado en la meditación y después de una observación constante y detenida. Para mí, la cuestión de mejorar la situación social de nuestros gauchos no es sólo una cuestión de detalles de buena administración, sino que penetra algo más profundamente en la organización definitiva y en los destinos futuros de la sociedad, y con ella se enlazan íntimamente, estableciéndose entre sí una dependencia mutua, cuestiones de política, de moralidad adminis trativa, de régimen gubernamental, de economía, de progreso y de ci vilización. E x a c t o . Esta lectura hace que el Poema se coloque en el mismo nivel del Facundo y que su texto pueda ser incorporado a un grupo de obras informativas de que formarían parte las de los Viajeros Ingleses. Pero es el anti-Facundo, la réplica del hombre del campo (la barbarie) al hombre de la ciudad (la civilización). 4. La cuarta lectura es la mejor, la completa y total. Es preciso complementarla con experiencias propias, llenar las lagunas del texto, restituirle su significado intencional, captarlo en sus vivencias humanas y universales, en su sentido anagó gico, que es también el cuarto sentido de la lectura que Dante señaló en El Convivio. A esta altura el Martín Fierro más que el Facundo, se pone en el nivel de las obras que trascienden inclusive la capacidad máxima de la razón y que necesitan el auxilio de la intuición, como la Divina Comedia, el Quijote, el Hamlet o el Fausto. Es así, porque en toda grande obra el autor ha puesto un elemento mágico que se proyecta allende los bordes del intelecto, más allá de todas las representaciones posibles por la imagen mental y sentimental de la lectura. Fue Karl Vossler quien advirtió esta dimensión insospechada en el Martin Fierro, al decir que hay que leerlo entre líneas, y también al sugerir que solamente el hombre de nuestro país, el que conoce el texto implícito de nuestras costumbres, puede entenderlo a fondo. Es natural que no se refiera al simple conocimiento circunstancial, que es indispensable para la s?-
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gunda lectura que dije, mas no para la cuaita. Por conocimiento de las costumbres y modalidades características de nuestro ser como pueblo, debe .entenderse el sentido de un destino, de una configuración biológica y ecológica, pero rígida como de acero. Todas las estructuras sociales tienen esa increíble consistencia. Solamente quien conoce el paisaje con su flora y su fauna puede conocer de veras los ejemplares que allí viven. Para esta lectura del Martín Fierro es preciso esa sabiduría de los lugares, los caminos, las hierbas, los cielos, los azares, los vientos y mil connotaciones más, dentro de cuyo mundo la pieza suelta, hombre o jaguar, árbol o pájaro, significa mucho más que lo que por sí misma representa; pasa a ser un dato en la ecología general y no un ente determinado; pasa a ser imagen de una modalidad del existir más que dato de una biografía. Y enton ces no es menester que el Autor los describa; ya están en las vivencias del lector, y con ellas ha de integrar el sentido cabal de la lectura. Hasta obstarían a una más honda y medular com prensión, puesto que las notas del ambiente, del clima, del paraje, del hablar y del callar están ya fijadas en el lector por anticipado, como elementos de sus reflejos condicionados de experiencia, por decirlo así. Ascasubi lo ignoraba y por eso lo que minuciosamente describe es incomparablemente inferior y más pobre que lo que Hernández omite o apenas insinúa. Tal es el elemento vivo que se asocia al texto, y que tanto forma parte de nosotros mismos cuanto del Poema. . En esta lectura se comprende por qué no hay nombres patronímicos ni toponímicos, fuera de Martín Fierro y del lugar donde solía ganar mucha plata a las carreras —Ayacucho—, por qué desaparecen los rostros y los cuerpos para ser reemplazados por apodos simbólicos como los de Cruz, Vizcacha, Barullo, La Bruja. 5. Desde un punto de vista distinto, más en lo correcto para una obra estética, está la lectura del hombre de cultura literaria, que busca ante todo los valores poéticos, de forma, de dicción, de imágenes, de emociones. Para él hay en el Poema tesoros inacabables. Pero con algunas sorpresas. Al principio le repelerá, le extrañará el lenguaje plebeyo, la incorrección idiomática, la sintaxis caprichosa, la dura corteza del habla que
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recubre una sabrosa y nutritiva pulpa de poesía verdadera. Que lea d e nuevo, diez y muchas más veces. Descubrirá, como en las frutas preservadas celosamente por la naturaleza de los riesgos más graves, una sustancia no inferior para el paladar estético a las mejores que haya degustado. Puede someter el texto a esa prueba, que puedo asegurarle que la soportará sin deformarse ni desvanacerse. Hernández ha agravado intencio nalmente la aspereza de esa cáscara, con incorrecciones prosódi cas y hasta ortográficas que muchas veces son innecesarias, como e n el uso indebido de las h a c h e s o de las c e s en lugar de las e s e s , anomalía inaudita. Debajo de ese lenguaje rústico, gráfico, pintoresco por sus mismas imperfecciones y hasta desatinos, está el otro lenguaje de la sensibilidad y de la reflexión. Los refranes y dichos pueden prevenirlo de que tiene en sus manos un tesoro del alma popular; la exactitud de las imágenes, su frescura y sucesivas resonancias de analogías y similitudes veladas lo in clinarán con respeto ante esa obra de arte tan exquisito. En contrará que las palabras expresan con admirable precisión y concisión la poesía misma en su estado de naturaleza, silvestre, salvaje, sin que por ello dejen de poseer la misma esencia vital ■ que los poetas cultos a veces tienen la suerte de descubrir también. Un ejemplo que bastará ahora a mi propósito es el relato aparentemente monótono y desprovisto de valores lite rarios del Hijo Mayor. Su verdadero valor se revela cuando el Poema entero ha pasado a formar parte de uno mismo, y se ha descubierto el secreto de restituir al texto su sentido y va lor estético, prescindiendo por completo del significado filosó fico y social, histórico y humano. Queda una poesía que no hubiera podido recogerse del mundo sino tomándola sin des trozar, con esa cáscara grosera en que está fresca y perfumada como el agua del coco. 6 y 7. Y hay todavía otras dos actitudes de lector, otras dos lecturas: una es defectuosa, otra es incompleta. La defec tuosa es la que realizan, impertérritos, los jueces de paz, los comandantes, los comisarios, los centinelas, los políticos, los estadistas, a quienes se trata despectiva y acusativamente en el Poema. Ellos y sus descendientes lo leen como si se tratara de una obra de ingenio, porque leen lo que tienen en el
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alma y no lo que está escrito. Extraen consecuencias que nos dejan perplejos: el Martin Fierro es un dechado de heroísmo, de caballerosidad, de valor señoril, de ignorancia, de ingenio. El país está ahí dibujado en caricatura; sus males han pasado ya y no fueron tales como se los pinta. Que Hernández haya dicho que en su Obra todo era verdad, es una ocurrencia; o lo habrá sido. Así leen ellos también la historia, y obras como El matadero, A?nalia, Facundo, las Memorias de Paz y de Iriarte, las crónicas de los Viajeros Ingleses. Hacen del Poema una epopeya nacional, un motivo de fe patriótica, y lo citan, cuando lo citan, con cualquier pretexto impropio. Precisamente esos lectores apasionados de sí mismos componen la caterva des preciada en el Poema. Antes rechazaron con desprecio el libro; ahora hacen algo peor: lo leen. Se divierten con la farsa car navalesca del gaucho de circo, consolidan un sistema entero de valoraciones falsas, de mistificaciones, de supercherías que recubren con banderas y arengas de estrepitosa vacuidad. Para ellos Martín Fierro no es siquiera un hombre: es un muñeco de trapo, una ficción, un fantasma, como lo son ellos mismos. Martín Fierro es todo lo que ellos son capaces de sentir y comprender, amar y admirar: un andrajo. Finalmente, la lectura incompleta que hacen las mujeres. Martin Fierro es un poema íntegramente masculino, desde las historias de hombres solitarios —viudos o solteros—, hasta el lenguaje típico de las reuniones de varones. No hay para ellas nada que satisfaga su formación espiritual, moral, familiar. Todo es negativo a este respecto. Lo que no quiere significar, ni muchísimo menos, que les esté vedado el goce y sentido de la lectura. No; al contrario. Pero la lectura que ellas hacen es desde fuera, colocándose en la lejanía, en la penumbra en que están las mujeres de Martín Fierro y de Cruz, men cionadas tan sólo fugazmente; o en la posición trágica de la Cautiva, o de la Negra, únicas mujeres que aparecen en la acción. El Poema está escrito también para la mujer, que ha de sentir al leerlo, en forma necesariamente distinta que el hombre, que las mujeres no aparecen pero existen, son bienes perdidos, ideales del varón que les fueron arrebatados por la inclemencia de la vida. Lo que ellas quieren para sí y para el hombre allí se columbra como una ruina al atardecer; es
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precisamente lo que se ha destruido en la existencia y en el corazón del hombre de los campos, como del hombre de las ciudades; de aquí y de todas partes del mundo. Pero ellas leen, de todos modos y en definitiva, como leen en el texto de la realidad que vivimos, una versión espejada, remota, aje na, patética, pero muy distinta de la que lee el hombre. La lectura de un libro donde sólo se las alaba en dos estrofas de intencionada retórica de álbum, en tanto que las palabras de Cruz y de Vizcacha son irreparables, ha de darles impresión de un mundo tremendo y desolado. El destino de la mujer en el Poema es muchísimo más triste que el del hombre, y este aspecto no ha sido hasta ahora destacado por los comentaristas. En este libro ellas están de más (ausentes). Los personajes se ufanan de su orfandad y celibato; pretenden haber nacido como el pez (“aborto de ovas y lamas”) y buscan la vida solitaria, sin deberes ni obligaciones. Si esa Obra refleja en algún aspecto verídico nuestra realidad, la mujer paga con su desamparo su tributo en desdén y olvido a una sociedad que la expulsa cruelmente de su seno. ¿Tiene esa situación del hombre díscolo para el amor un interés, a pesar de todo, para la mujer que lee el Poema? Ese interés no surge del texto. LAS LECTURAS que primero se lee es la historia de M artín Fierro tal como Hernández la contó. Todas las peri pecias giran en torno de su figura y sólo sirven como elementos ilustrativos, accesorios. L a impresión personal que causa Martín Fierro es vivísima, desde la primera estrofa: P r im e r a L e c t u r a . L o
Aqui me pongo a cantar Al compás de la vihuela. . .
Tan fuerte que obra con poder fascinante. Es difícil, des pués del primer Canto, suspender la lectura. Interés y simpatía se juntan: lo poético y lo artístico han sido desplazados. Desde ese momento el lector atiende, en la lectura, a un texto de profundas sugestiones. Efectivamente, pocas obras en la lite ratura universal tienen un comienzo tan rotundo, tan expresivo, tan serio, tan de intimidad para toda alma sensible. Es lo que
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Pushkin descubrió: que la primera frase, el primer verso es ya el poema. Si el lector es hombre de campo, instigado desde el prin cipio a asociar sus propias desventuras con las del personaje, no puede en adelante librarse de esa prodigiosa fascinación, de esa superposición del texto con su biografía, pues va le yendo un destino y no un anecdotario. La historia es verdadera aunque jamás haya ocurrido. Lee una biografía, y los detalles del relato, las quejas que se entremezclan o alternan, crean un estado de ánimo, como cuando se escucha lo que un forastero cuenta que le ocurrió. No interesa tanto el relato cuanto la emoción humana, lo vivo, “lo del que escucha”. Hay, en vez de un poema y un lector, un hombre que cuenta su vida y otro que lo escucha. Lo demas es secundario. Entonces está en condiciones, al terminar, de repetir lo que ha leído: “Es un gaucho a quien arrean a la Frontera, donde lo retienen, para trabajar, sin pagarle, durante tres años. Al fugarse, vuelve a su rancho y sólo encuentra la tapera; la mujer y los hijos se han ido y la.hacienda se la han liqui dado. Se hace gaucho malo y mata a un negro y a un malevo. Después lo persigue la policía y un sargento lo defiende, porque también ha sido gaucho y ha sufrido. Los dos se van a vivir entre los indios, para huir de la justicia.” La primera lectura de la Vuelta, ya no es ingenua, ni casi primera. Se entra a una continuación al mismo tiempo que de una amplificación. El resumen puede hacerse también en pocas palabras. S e g u n d a l e c t u r a . Sólo en lecturas sucesivas M artín Fierro pierde ese carácter individual, absolutamente concreto, y se amplía en calidad de símbolo, de personaje genérico, colectivo, que encarna un destino de raza o de clase. Se percibe entonces que su nombre es Martín y su apellido Fierro, sinónimo de cuchillo. Lo que se lee entonces es una historia cuyo prota gonista abstracto no tiene rostro ni cuerpo. M artín Fierro es un nombre y un hombre supuesto, cualesquiera, la persona dramática de un asunto de muchísimo mayor interés y emoción. Pudo tener otro nombre, sufrir otras vicisitudes sin que perdiera realidad, existencia, personería; sin que dejara de ser Martín Fierro. El verdadero protagonista es U n país, un ambiente, y
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podemos fijarlo en la pampa —en ningún otro lugar—; son las condiciones de vida en que el hombre de campo se encuentra, lo que efectivamente interesa. Y ahora sí el lector puede com prender que el Autor no se propuso contar la vida de un gau cho, sino la vida del gaucho, explicando las penurias a que se ve sometido por los defectos de la organización política, judicial, moral, económica. Es claro que el Poema tiene otro sentido —ése—, y que el aspecto biográfico es un cebo, además de la única forma literaria posible con que puede llegar a despertar la simpatía, la comprensión del lector. Precisamente a esta altura el lector ignaro, el de prejuicios, el fetichista, se queda con un M artín Fierro, inexpresivo, con su ropaje, y es lo que celebran los adoradores de la tradición: un trapo. El protagonista es el país, un momento de la historia argentina; es la pampa: una historia en un lugar y un tiempo. Lo demás es literatura (de la buena). Desde este instante se advierte la diferencia sustan cial del Poema con todos los otros del género gauchesco a que con clara conciencia de ello se refiere Hernández. Más, todavía: que es el único intento serio hecho hasta hoy para condensar, en un tema que gira en torno de un personaje, un conjunto de acontecimientos tan significativos como no los contiene ninguna literatura ni, mucho menos, de nuestra historia. Lo único que se le parece es el Facundo de Sarmiento; todos sentimos que está fundido con esta obra. Hernández no advirtió, ni al morir, la amplitud de su obra; pero supo desde el primer momento que nada tenía que ver con la poesía. Todo lo que Hernández sintió, sin expresarlo sino vaga mente, está en la Carta a los Editores, arriba citada (p. 130), y en la Carta-Prólogo a Miguens, en la que dice: Me he esforzado, sin presumir haberlo conseguido, en presentar un tipo que personificara el carácter de nuestros gauchos, concentrando el modo de ser, de sentir, de pensar y de expresarse que les es peculiar; dotándolo con todos los juegos de su imaginación llena de imágenes y de colorido, con todos los arranques de su altivez, inmoderados hasta el crimen, y con todos los impulsos y arrebatos, hijos de una naturaleza que la educación no ha pulido y suavizado... Mi objeto ha sido dibujar a grandes rasgos, aunque fielmente, sus costumbres, sus trabajos, sus hábitos de vida, su índole, sus vicios y sus virtudes: ese conjunto que constituye el cuadro de su fisonomía moral y los accidentes de su existencia llena de peligros, de inquietudes, de inseguridad, de aventuras y de agitaciones constantes.
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El propósito de Hernández no superaba, en 1872, lo que el lector advierte en una segunda lectura del Poema, pero sí lo que resulta de la primera lectura. M artín Fierro ahora tiene un papel pasivo, responde, actúa en calidad de vicario de una realidad omnímoda. ¿Qué novela o qué poema se habían com puesto en 1872 con esa conciencia de que la grandeza de un personaje histórico está en la historia y no en él? L e c t u r a c r ít ic a . Sólo con una lectura más atenta y m inu ciosa se descubre en el Poema su trascendencia y su verdadera significación. Esta lectura crítica exige las dos anteriores bien hechas; pues quien desde el comienzo adopta una orientación falsa hace una lectura falsa, y extraerá de su crítica una filosofía absurda y tan mistificada como puede hacerla de la lectura de cualquiera de nuestros libros de historia. Es tan inferior precisamente, todo lo que se ha hecho en este sentido, que siento repugnancia a mencionar nombres y obras. Hernández lo per cibirá más tarde, aunque potencialmente estuviera en sus pro yectos. Estaba en sus proyectos de poeta que está creando, mas no en su juicio de crítico. Esto ocurre más tarde y no bien del todo, al fin. Es evidente que el Martin Fierro nace en la creación de Hernández como una protesta contra las injusticias materiali zadas, personificadas; contra los males y desmanes de los gober nantes, contra. un estado social heredado de la Colonia, que siempre hemos conservado latente y resignadamente como una enfermedad hereditaria. Lo agravan en diversas tácticas la Tiranía y la Reorganización, como hoy mismo la del Regreso. Hernández no llegó hasta los límites de su concepción; no lo podía, por impedimentos también hereditarios; pero su impulso, su intuición en lo que subconscientemente pulsaba en él, si. Es ahora cuando el Poema cobra su personalidad autónoma, cuando exige al Autor, cuando se le pone enfrente, mucho más temerario, decisivo y categórico que el pensamiento del Autor. Asunto y personajes son, como en la tragedia griega, y en cualquier obra grandiosamente concebida, un contacto doloroso, vivo, con la realidad que se oculta bajo las apariencias, aspectos circunstanciales de una fatalidad. También Sófocles manejó, consciente a medias, el mito tremendo de Edipo, sin alcanzar racionalmente sus verdaderas profundidades lóbregas. Se percibe
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en el Poema que actúan las fuerzas activas, plásticas, de la geo grafía y de la historia, que lo adjetivo es lo real y lo sustantivo lo eventual. Lo que ha producido la aventura de M artín Fierro es la misma mano que ha modelado nuestras instituciones, nuestra cultura, nuestra idiosincrasia. Hernández es, como Martín Fierro, un evento. Es lo que ha elevado grandes ciuda des y destruido grandes almas. El Poema es un mito auténtico (no el mito mistificado que hoy se venera). Cobra, más que un significado de símbolo de un destino humano, general, el sen tido de una clave histórica sudamericana. Esto es también lo que Hernández advierte una vez que el Poema echa a vivir y cobra su independencia. Entonces resultan pequeñas y paupérri mas sus reflexiones, sus explicaciones, toda su filosofía. Porque eso es personal y el Poema es nacional. El mismo autor puede ser su enemigo, su crítico falso, como lo fue. Es cierto que, ter minado, ve más claro que cuando iba componiéndolo, aunque su objeto fuera un motivo circunstancial; subconscientemente había puesto en él su experiencia, extraído de ella conclusiones cuyo análisis y desarrollo podría constituir un ensayo o una sociología. No hay más en el Facundo ni en Las bases, ni en el Dogma socialista, ni en La Ciudad indiana; hay menos. Es un territorio y una historia. A esta conciencia clara llega Hernán dez a través de la lectura y la crítica de sus lectores, y es cuando siente miedo. Su miedo personal, sus limitaciones están en el mismo Poema y se evidencian en su filosofía política como legislador. La lectura anagógica, jeroglífica, estaba más allá de la com prensión de Hernández en su madurez, aunque estaba en los comienzos, cuando el Martín Fierro era concebido pensando en otra cosa. Hernández fue un lector corriente de su Poema. Nosotros tenemos que leerlo en todos sus textos o sentidos super puestos —como criptografía—, porque precisamente así fue con cebido y hecho: para contar otras cosas. Entonces el Martin Fierro deja de pertenecer a Hernández, pasa a ser un producto genuino de la pampa, y el Autor es relegado al papel de un intérprete o, mejor dicho, de un profeta a medias consciente de su misión, a medias consciente del mensaje que reproducía, y también de la calidad poética y artística de su Obra, pues es posible que tampoco alcanzara a valorarla con justicia.
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El argumento se enriquece con resonancias innumerables; el personaje cobra estatura colosal, sin que nos fijemos en su índole ni en los rasgos de su carácter, pues pasa a ser un seg mento de la naturaleza y de la condición humana. Y el interés y el mérito que antes surgía desde dentro de M artín Fierro y se derramaba por la llanura, ahora vemos que se proyecta sobre él desde lo alto y desde lejos, más cierto, más digno de con miseración, más humano que si hubiera efectivamente existido con un nombre, una fisonomía, una voz, un cuerpo y un nombre verdaderos. LA POESIA NO POETICA La obra poética de Hernández se reduce al Martín Fierro (puede agregarse la carta en verso “gauchesco” a Blanes); sus demás composiciones quedan como entretenimientos circunstan ciales. La elaboración del Poema, cualesquiera que hayan sido sus peripecias, significa el descubrimiento de su propia poesía en sus personales vivencias poéticas. No necesitaba de otros conocimientos que los elementales del arte de versificar, ni de una preparación previa de su espíritu por las disciplinas com plejas que hacen del poeta un artista culto, sino de la clave para despertar en su mundo interior vivencias de observaciones que se enriquecieron por el proceso de maduración de los fru tos. Define Dilthey (en su Poética): La base de toda poesía verdadera es, por consiguiente, la vivencia, la ex periencia vivida, los elementos anímicos de toda especie que entran en relación con ella. En tal relación pueden ser material directo para la creación del poeta todas las imágenes del mundo exterior. Toda operación de la razón que generaliza las experiencias, que ordena y acentúa su utilidad, sirve de igual modo a la labor del poeta. Este círculo de ex periencia en que actúa el poeta no se diferencia del que utilizan el filósofo y el político... Por lo tanto, en todas partes las imágenes de la vida son el suelo de donde la poesía extrae los elementos esenciales para su subsistencia. Los elementos de la poesía: motivo, argumento, caracteres y acción son transformaciones de representaciones de la vida. Los héroes fabricados con material escénico: cartón, papel y oropel, por mucho que brillan sus armaduras, se distinguen inmediatamente de los héroes que son parte de la realidad.
Todas estas condiciones no solamente se dan en el Poema,
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sino que constituyen sus valores fundamentales y, por añadi dura, la naturaleza del genio poético de Hernández. Era éste un poeta en ese grado nativo y primario, aedo o juglar, cuyas prendas son otras que las del artista y que Lugones exaltó en la figura del bardo éuskaro Pedro de Enbeita. Tuvo Hernán dez la prudencia de no intentar, después de su autodescubrimiento, otras formas extrañas a su índole, en la poesía culta. De ese modo redujo su horizonte poético a sus propias capa cidades y a las condiciones del mundo que había de explorar, calando hacia la profundidad de sí y del tema simultánea mente. Es lo que expresa al decir cuál es su modo de cantar en las estrofas con que Martín Fierro define su posición poética dentro del área payadoresca. Sentía Hernández en sí las limitaciones de una educación deficiente y la falta de un instrumento de concepción y de expresión indispensable para tentar otras empresas; pero pre cisamente por esa conciencia, en el fondo disconforme, desarro lló una facultad nativa e indiscutiblemente poética, pero tan adecuada a la índole de su país como el instinto topográfico del rastreador y del baquiano. Ese instinto del rumbo también lo expresa Martín Fierro como una de sus facultades innatas, que no son otras, si se examinan bien, que las de su vocación para el canto. Fenómeno curioso de formación de una perso nalidad que de inmediato nos coloca ante un problema inte resantísimo y sumamente difícil, el de las relaciones del medio y del alma, y que para desentendemos de él por sus compli cadas proyecciones podría definirse como el desiderátum de eficacia de interpretación de las cosas por el hombre. La poesía la pone el poeta en el mundo, que no la tiene de por sí, pero parecería que sólo acaece como acontecimiento milagroso cuan do la realidad se interna profundamente en la sensibilidad del hombre hasta grabar en su alma, como vivencias, como elemen tos propios de su existir, las experiencias que en los demás no alcanzan a tomar forma y sentido vitales. La poesía de Hernández no pertenece al territorio de la poética como patrimonio de la cultura, sino a un orden de sentir y comprender la vida que se vive y que se ve vivir. En el Poema esa poesía no surge tampoco del material de observa ción, sino del alma del observador, de su visión personal, de
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las ocurrencias que suscitan en él, de la penetración viviente de su sentido y de otra cualidad añeja, que es la del dominio de un lenguaje que coincide puntualmente en su pathos y en su semántica con el orden de las cosas observadas. No necesitó embellecer las cosas ni el lenguaje; en pocas palabras: no nece sitó deformar la relación natural del material de observación ni del instrumento de expresión para que el milagro de la poesía se produjera generado por sí mismo. Los reproches de Mitre y de Obligado, que resultan de sus personales tentativas de interpretación del mismo mundo sentido superficialmente, sin la fecunda conjugación de vivencias, vienen a declarar la grandeza de la tentativa de Hernández. El camino de éste fue diametralmente opuesto: despojó al mundo de sus apariencias falaces, lo redujo a lo esencial, podó el color, el sonido, el dibujo, las perspectivas, los lugares comunes de la sensibilidad y de la Weltanschauung del hombre urbano, que contemplaba la campaña como un paisaje, y aún de la del paisano que sobrevaloraba las notas pintorescas por dañino influjo de la poe sía culta, de la cual tenía alguna vaga idea. Dejó a su mundo en lo medular y se abandonó al instinto de su propia concien cia de lo que quería hacer. Algunas reminiscencias y resabios de aquella poesía mistificada y de aquella sensibilidad adicio nal del paisano también se encuentran en el Poema (las em plea Cruz en su elogio de la mujer, y el mismo M artín Fierro en la descripción de la hierra y en la alabanza de las madres), pero sirven como índice de comparación para que percibamos la inmensa distancia que separa al Poema entero de esas seña les de un nivel superado. Además, la descripción de la hierra es un tema trasladado casi literalmente del Santos Vega, y los elogios a la mujer pertenecen a un tipo tradicional de poesía popular influida por la poesía culta. Casi todo lo demás está exento de atavismos, o éstos han ingresado, sabiamente reelaborados, a la índole autóctona del Poema, como las reflexiones de Martín Fierro al fin de la Ida, parafraseando las del célebre monólogo de Segismundo. Esta forma de absorción, de con vertir en vivencia un material de cultura, es típica de Hernán dez, que así absorbe y metaboliza refranes y dichos comunes, elementos folklóricos que pasan a pertenecerle con legítimo de recho de paternidad.
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El lenguaje poseía ya un contenido metafrástico y de imá genes cristalizadas en su proceso de adecuación al medio, sin necesidad de que el Autor lo subrayara intencionalmente; le bastaba esa pobreza sustanciosa, como en el mundo de los acon tecimientos que había de explorar le bastaba con la pobreza de los personajes, sus tribulaciones y sus enseres aparentemente sin valor poético. Ningún autor nuestro da la impresión de Hernández, de que con su obra realiza un deber imperativo de su vida; y acaso su ulterior exégesis filantrópica surja, más que de su verdadera intención de evangelizar, del sentimiento profundo de que en la Obra está su vida puesta con tanta veracidad como la vida de los paisanos. Pero para esto era preciso una colosal capacidad de sentir la belleza y la verdad, la belleza de la fea verdad. Era preciso también que el Autor poseyera, con todas las incapacidades propias del hombre sin cultura, la sensibilidad que sólo se ad quiere por lo regular mediante los ejercicios y refinamientos de una laboriosa culturación de sí mismo. Por ejemplo, este caso no se da en el otro grande escritor formado primeramente por su sentido de la belleza y de la verdad, como se las pre sentaba la naturaleza de nuestra pampa: Hudson. Siempre es sensible en él, aun en sus habituales y grandiosos abandonos a la vivencia pura, que es un alma refinada en la observación y en la meditación la que expone aquellas escenas tan silvestres de la vida campesina. No hay deformación en él de la vivencia limpia, pero hay un gusto estético de lo silvestre que no puede compararse con la espontánea irrupción del sentimiento de las cosas en Hernández. Aunque halláramos algunas analogías en la manera de contar y en los materiales recogidos cuidadosa, respetuosamente por ambos, una calidad personal, del espíritu, separa a los autores, y un mismo mundo tiene dos conductos distintos para penetrar en la sensibilidad del lector. Esta falta de afinación en la sensibilidad de Hernández es un encanto más en su Obra. Ningún demérito resulta de comprender que el Autor no supera en ningún aspecto al Personaje, que Martín Fierro es tanto como Hernández. Su incultura es una ventaja que lo levanta sobre sus congéneres. Salaverría (en Vida de Martin Fierro ) ha rozado este problema, qué ningún crítico ha
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considerado en sus términos positivos de una cualidad generada por una deficiencia. Dice: Hernández no supo lo que hacía. Su personaje se le escapó de la pluma, se le agrandó desmesuradamente, y él, el propio autor, acabó por morirse sin terminar de comprender lo que había escrito... Un poco más erudito y mejor poeta, y Hernández nos hubiera dejado una composición llena de pretensiones que hoy nadie desearía leer. Por fortuna, el autor se encontraba en esa zona indecisa que sopara la ingenuidad analfabeta del pueblo de la maestría del hombre letrado.
Intuición plenamente justa, pero que confunde la concien cia que el Autor pudo tener de la obra que realizaba —en Hernández muy clara— con lo que Goethe denominaba la “fecundidad del insuficiente”. Comprender que no podía le vantar su composición sino apelando a recursos retóricos, cuyo fracaso comprobaba en las pocas veces en que se deja arrastrar a ellos, fue el motivo de que se resignara a mantener un nivel entre él y su personaje y entre su personaje y su mundo. Tan ajustados están todos los valores en el Poema, que llegamos inclusive a tener la impresión de una rutina —de un trabajo mecánico— en su composición, tal como se percibe en cualquier otra clase de composiciones puestas en la tesitura de lo literario de vigencia académica y universal. Pero esa rutina es la unidad de su estilo, y ese estilo se coordina por las diferentes cualidades del mismo género, de la misma cualificación de tema, persona y lenguaje. Pocas obras de la literatura universal pueden leerse tantas veces sin cansancio y sin impresión de hartazgo, en el vi brante interés de la primera lectura. Es porque su melodía nace de sí misma y porque el aderezo, que es lo que en definitiva nos empalaga en todo, no existe; como tampoco existe lo ruti nario de cualquier estilo en que el Autor es su común deno minador, sino la uniformidad de un tonus y de un nivel. Su originalidad no se acusa intermitentemente, por hallaz gos fortuitos, sino por la concepción en bloque y por la ma nera como va desarrollando su Obra dentro de una ley que, como la de cualquier ser viviente, responde a sus necesidades orgánicas y específicas. Aquello que constituye el estilo litera rio de Hernández no es literario, sino su equivalente: está en un inagotable ingenio que no tiene una fórmula, sino una ñor-
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ma. Es, si se quiere, el don de contar del campesino ignaro, que mantenía horas enteras a Tolstoi escuchando el relato de una anciana analfabeta. Estilo eternamente variante, móvil, que ex trae de sí y no de fórmulas su razón y su encanto, su novedad y su rutina. Pues todavía es posible formular otra afirmación temeraria, y es que la poesía de Hernández —cualquiera que sea el grado en que es tributaria de la poesía gauchesca— está fuera del canon de lo poético tal como se lo entiende en la obra que deleita a quien tiene el hábito de gustarla, y que si puede de nominársela poesía es a condición de que se admita una satis facción, tan legítima como en la otra, que es nueva y que no corresponde al pacto consuetudinario que existe entre el poeta y el lector de poesía. Hernández no era un poeta ni un artista, pero tenía lo poético y lo artístico en su estado nativo. Poseía, en fin, ese don singular que Chesterton advirtió en un com patriota que en cierto modo fue para su pueblo lo que para nosotros Hernández: “Dickens —dice— es un ejemplo admirable de lo que acontece cuando un autor de genio tiene el mismo gusto literario que el público.” Solamente que, por ser ésa una definición de corte mítico, debemos agregar: el estilo sustancial que pierden los escritores en cuanto escritores profesionales que hacen de la técnica del oficio una finalidad. Comprende mos bien que una cultura literaria se elabora conscientemente, dentro de las formas de una existencia del espíritu que tiene sus necesidades propias, pero la aparición de artistas hetero doxos, que vuelven a las fuentes originales de la emoción, en contacto ingenuo con los problemas de la vida, trae un aura fresca de remotos campos de que también el espíritu tiene necesidad. Como expresa acertadamente Wladimir Weidlé (en Ensayo sobre el destino actual de las letras y las artes): ‘‘Siente uno la tentación de dar la razón a John Millington Synge, que aconsejaba reducir el verso a una forma elemental, brutal, a fin de volverlo a humanizar”. En parte ese cansancio de las fórmulas exquisitas condujo a Baudelaire a un tipo de verso, que Thibaudet llama prosaico, en que han desaparecido las fórmulas cristalizadas por una sensibilidad profesionalizada en la literatura, reviviendo las emociones puras en el lenguaje de vivir más que de poetizar, W hitman y Thoreau, antes que
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Tolstoi y Hamsun revelaran el imperio universal de la belleza, buscaron la transmisión de esas emociones primarias de los aspectos ordinarios y congénitos de las cosas. Hernández llega por otros atajos a la misma posición rebel de, en un desafío mucho más valiente, porque extrema su des dén mediante el lenguaje, que no solo adopta en sus formas rústicas, sino despojado de sus formas figuradas. No se contenta con tomar el habla corriente en el campo, sino que toma la poética rústica, que es esa que los pueblos crean mediante sus imágenes y su semántica propias. En esto va mucho más lejos que todos los poetas gauchescos, quienes desde Hidalgo man tuvieron en su habla rústica una forma de sentir y de decir correspondiente al pathos literario. Porque si ellos adoptaron el lenguaje del campesino, procuraron engalanarlo con una intencionalidad poética que se asemejaba mucho a la del poeta culto, aunque en su propia tesitura. Para Hernández también esto sobra y ha de dejar que las imágenes y los juicios sean los mismos, espontáneos, que nacen junto con el lenguaje. Y una prueba de que no teme a ningún exceso de prosaísmo es la forma irregular de rima que emplea absolutamente conforme con la exigencia auditiva del hombre vulgar, que gusta del consonante más que del asonante, pero que también prefiere la licencia que conserva la precisión del pensamiento. Más adelante he de expresar la diferencia que existe entre el lenguaje campesino de los precursores de éste, que es un lenguaje pero no un instrumento total de expresión, y el de Hernández, que contiene inclusive los elementos psicológicos y de cultura agreste. Hernández completa la labor realizada por los otros, en cuanto se avinieron a las formas gramaticales, las propias del idioma campesino, para expresar sentimientos y observaciones que correspondían a otra tesitura intelectual. Para todos, la pobreza del lenguaje del gaucho y sus deslices eran facilitaciones a la empresa de poetizar elementos antipoéticos, un recurso auxiliar de la propia capacidad limitada. Sus pro pias, personales limitaciones se confundían con las del locutor, y hasta cierto punto eran éstos los que compurgaban las fallas del autor. Les bastaba la técnica elemental de componer versos medidos y rimados, a la manera de los payadores; pero también, como los payadores, emprendían su tarea con una intención
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de hacer obra literaria. Hernández es más sincero y más rústico que el payador, y la demostración se realiza prácticamente en el cotejo del estilo de cantar de M artín Fierro y del Moreno. La sensibilidad del Moreno está maleada, y el fraile que le enseñó a cantar le enseñó a buscar recursos retóricos y a com poner su alocución. De M artín Fierro salta espontánea y va, de su alma que crea la poesía, al oyente, sin ataviarse de ca mino con el lenguaje acicalado. A Martín Fierro sólo le ense ñaron a templar la guitarra, no a cantar; y ésta es su diferen cia y su superioridad sobre los demás poetas gauchescos, que al aprender de los clérigos (que ya sabían escribir), tomaron las viejas mañas de los cantores letrados. La liberalidad de Hernández en la creación de la sexteta, con un verso libre y demasiada libertad en el consonante, es el índice más claro para juzgar de su estilo poético, pues es su equivalente. Desde este momento, desde que se acepta su convención total de una forma de componer arbitraria, no podemos aplicarle ninguna de las reglas comunes a la poesía, inclusive la gauchesca. Hidalgo, Ascasubi, Del Campo y Lus sich son ortodoxos en la observancia de las formas métricas y de las rimas asonantes o consonantes; como son ortodoxos en los recursos literarios cultos aplicados según la receta de la rústica naturalidad. Hernández usa del mismo lenguaje, pero no del mismo sensorium. Incurre en lugares comunes y en ripios de verso entero —nunca el ripio exquisito—, en comparaciones y en metáforas que pertenecen a sus personajes más que al habla, y en cuanto al asunto y a la forma de contarlo se aviene al prosaísmo más elemental. Su originalidad y su poesía están dentro de las cosas, y, así como el tema viejo es nuevo en él, también los antiquísimos refranes y los dichos, que son su forma más pura y espontánea, readquieren inmarcesible frescura. No sería desacertado afirmar que aquello pintoresco que los precursores pusieron en las cosas, en lo exterior, Hernández lo ha situado en lo psicológico y en lo verbal, confiriendo a la imaginación un poderío absoluto. Es su imaginación la que, por medio del lenguaje, adjudica a las escenas y a los perso najes un colorido y una vivacidad extraordinarios, y ésta es facultad poética por excelencia. Pocos autores de nuestro idio ma han poseído en grado tan relevante ese don de caricaturizar
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y hacer resaltar los perfiles característicos de las cosas, dentro del más genuino ingenio de la picaresca. Es tal su destreza de malabarista verbal que no necesita que el asunto sea intere sante para insuflarle un interés de alta tensión; casi se mueve con más soltura y brillantez cuando el asunto es trivial; pues nunca, ni en los trances en que parece inevitable la caída a lo fallido, relaja la tensión de lo que va contando. Le basta disponer de los últimos dos versos de la estrofa para que todo se estire y vibre en una plenitud de fuerza, como si las difi cultades generaran en él esos recursos de reserva que siempre son admirables. De ahí el error de quienes aceptan que el Poema haya sido escrito por pasatiempo, o, como él dice en la Carta-Prólogo, porque le haya “ayudado algunos momentos a alejar el fastidio de la vida de hotel”. La atención con que vigila su trabajo no decae un instante, y difícilmente se extrae rán de la Obra unos cuantos versos que adolezcan de flojedad. A este respecto, aquellos versos aparentemente de relleno (como en la estrofa en que Martín Fierro cuenta la muerte de Cruz) cumplen una función de contraste, sea con el vigor de los versos mismos que les siguen, sea con la intensidad de la emoción que así se disimula. Todo en el Poema está elaborado con suma conciencia artística, con el propósito de extraer mucho pro vecho de poco. En situaciones de difícil salida, sabe cortar con una frase el hilo del relato para reanudarlo con mayor vigor. Un ejemplo puede ser la justificación de Cruz, que preludia un justificativo de su traición a los compañeros, pero que liqui da la situación diciendo: A mí no me gusta andar Con la lata a la cintura (2063-4). Para ello todos los trucos le están per mitidos, pues ha establecido una norma del juego que corres ponde a su destreza. Así, por la imaginación y por la palabra, salta instantáneamente de lo cómico a lo trágico, de lo patético a lo grotesco. Para desplegar esas facultades portentosas, que tienen su propia disciplina, su propia cultura, le basta el ins trumento natural de la palabra que él maneja con el poder del fiat en la creación poética. El hallazgo de la estrofa libre de toda convención, declaradamente incorrecta, es el vehículo más adecuado para la expresión, por su flexibilidad y porque concuerda con las necesidades prosódicas y fonéticas de un idio ma que es monótono en el asonante, limitado en el consonante,
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con innumerables rimas obligadas en palabras de suma signi ficación. Todo lo que en otros autores es síntoma de pobreza, todo lo que efectivamente es pobreza en el concepto del arte y de la lengua, le sirvió para que su fuerza se aplicara sin desperdicios a su Obra. Su estilo no es un punto más alto que el tema, sus condiciones de narrador y de poeta no sobrepasan las de su cantor; pero tiene, además, el genio, y un genio de la misma clase de su tema y de su héroe. NATURALIDAD Y ARTIFICIO Todo en el Poema parece natural, existente en el mundo o salido espontáneamente de la inspiración del Autor. Sin em bargo, muchas situaciones están incrustadas violentamente, con propósito de ahondar el interés del relato. En este caso se encuentran las escenas del encuentro del gato en la cueva, cuan do vuelve Martín Fierro, del centinela que le intercepta la entrada al cantón, casi totalmente la pelea con la partida, el escondrijo que busca el viejo comandante, y muchas más. Hay una manifiesta intención, en esas escenas, de acceder al gusto del lector inculto, capricho de la más oriunda cepa popular,
scherzi.
En otro aspecto, los temas y su factura, tomados de las cró nicas o de las obras gauchescas, competen a una elaboración artificiosa, de readaptación. Su equivalente se halla en las es parcidas composturas de refranes y proverbios bajo la humilde apariencia del dicho ingenioso o de la reflexión casual. Todos estos recursos están usados por Hernández con maestría con sumada, y si en el caso de las escenas citadas primeramente engranan en el espíritu más que en la sobria economía del Poema, siempre aportan un elemento de regocijo, compensa torio de la constante tensión del drama. Todos los personajes emplean la forma sentenciosa de contar como estilo personal en la pauta que para todos implanta Martín Fierro. Anticipadamente Hernández defendió inculpaciones de esta índole recordando el hablar sentencioso del gaucho, su natu ral capacidad de formular sentencias en dos octosílabos, según la forma típica del refrán. Pero lo cierto es que no sólo la
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abundancia, sino la buena categoría de esas sentencias, lo que puede ser denunciado como artificio. Mas entonces es preciso tomar en cuenta el lenguaje de los actores y establecer si, fiel mente reproducido en su prosodia y giros vernáculos, no ado lece del defecto de exageradamente especioso y homiliario. Este aspecto resalta, sobre todo, en el relato del Hijo Mayor, y es uno de los rasgos psicológicos que mejor testimonian su legítima filiación. Sería, en fin, la única concesión indispen sable para establecer una separación neta de la prosa, a la cual —cosa no menos cierta— se hacen también demasiadas concesiones. Acaso sea esa forma sentenciosa de hablar lo que no solamente establece esa necesaria diferencia con la prosa, sino lo que imposibilita la prosificación del Poema. Y, también, lo que no permite al drama, a la acción, ocupar el primer plano, destruyendo de raíz la tesitura de la Obra, que es una evoca ción cantada. Pero este problema del lenguaje, no como idioma, sino co mo instrumento de expresión connatural del alma, es, mucho más que su calidad filosófica, uno de los que surgen de inme diato en el análisis axiológico, si se considera la Obra desde el punto de vista de la realidad y no del arte. Claro que esta posición es impropia del crítico, pues con ella la obra poética como género literario habría de ser declarada artificiosa; pero el artificio del Poema está declarado como convención apriorística, y lo que entendemos por artificio en la poesía es de otro carácter y hasta de otra naturaleza de lo que entendemos como tal en las obras en prosa. El lenguaje que emplean los personajes, particularmente el Protagonista, no posee ninguno de los artificios comunes de la poesía épica o narrativa, pues el Autor ha eliminado los recursos usuales de los tropos y asimismo del hipérbaton y el vocabulario exquisito. Precisa mente el acento de mayor prosaísmo está puesto en el len guaje; precisamente en lo que toca a la psicología del paisano, a su peculiaridad eminente, es donde el Poema puede obje tarse de no estar ajustado al verismo estricto. Los personajes del Poema se deleitan en hablar, y son locuaces, mucho más que elocuentes. La objeción, que es atinada también desde el punto de vista del estricto verismo, fue hecha por Vicente Rossi. La única excusa que puede formularse a tan exigente
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criterio es que en el Martín Fierro, como en todos los poemas gauchescos, las historias son contadas, lo cual implica que el narrador se aparta de sus hábitos consuetudinarios de hablar para dirigirse a un auditorio. Sabemos que ningún paisano es desmesurado en el placer de hablar. Es mesurado, pero no lacónico. Regularmente habla poco y con suma cautela, más receloso en el hablar que en el obrar. Maneja las ideas y las frases con suma habilidad, y es siempre digno de ser oído cuan do se decide a referir algún suceso. Entonces procede como los personajes del Poema, complaciéndose en que todos lo escuchen. Hace entonces de la narración un arte y es generoso en su deseo de complacer, intercalando digresiones y aposti llas ingeniosas que aun de la tragedia, y sobre todo si ha ju gado un papel de héroe, elimina lo que pudiera parecer jac tancia. Sería equivocado suponer que sólo posee un estilo de hablar: posee tantos cuantas situaciones diversas se le presen tan. Posee inclusive la increíble habilidad de hacer de la pa labra un complicado ajedrez infalible para vencer al adversa rio, cualquiera sea su preparación. Un ejemplo insuperado es el cuento “Manuel, el Zorro”, de La tierra purpúrea. La Pa yada sólo puede permitirnos entrever los alcances de ese don tan extraordinario y tan común. Si secretamente obedeciera a un instinto de defensa, se trataría, como creo, de un hábito vital, que en el manejo del cuchillo y de la palabra consti tuyen una técnica fuera del control de la razón. Los barba rismos y las incorrecciones específicamente gramaticales no afean la elocuencia flúida que abarca con plenitud la idea que se propone expresar, bien matizada por los complementos cir cunstanciales. T al como se habla en el Poema, tal se hablaba en el campo. A este respecto consigna Vicente F. López (en Historia de la República Argentina , III, 3) que el gaucho hablaba tranquilo y con una voz cubierta que podría parecer dulce, si no fuese que sus palabras eran siempre escasas, ambiguas o taimadas. Cuando encontraba algo de qué burlarse, su ironía era punzante, pero siempre disimulada con la doblez del sentido, con monosílabos indescifrables o con el acento particular que daba a sus expresiones.
Cualidades esenciales que no se infringen en el discurso extenso, sino que van limitando, orientando, aderezando su
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pensamiento sin caer jamás en ningún exceso ni desliz que se le pueda reprochar. Jamás se olvida, mientras va discurrien do como con descuido, de excusarse antes del empleo de algún vocablo o giro que pudiera ser irrespetuoso o ligeramente alu sivo para alguien. Su conversación es de una limpieza admi rable, sin la más remota referencia a lo erótico. Usa de perí frasis y de elipsis dignas de un maestro del tacto diplomático para significar cuanto puede relacionarse a la distancia con asuntos sexuales. El mismo absoluto pudor, que es una pulcri tud sin afectación, se observa cuando se refiere a los anima les. Condiciones todas que se cumplen en el Poema, cuya lim pieza moral es asombrosa. De manera que en este aspecto de la locuacidad y de la abundancia de reflexiones, también lo que pueda haber de artificioso no pasa de ser un recurso de buena ley, porque au menta cualidades típicas del paisano conforme a su idiosincra sia moral y verbal, puesto en trance de exponer sucesos de su vida. Lo que no debe significar una indulgencia plenaria para aquellas contadas estrofas de afectado primor en el elogio de la mujer, que son las únicas notas falsas de un canto modulado con admirable naturalidad. El cuidado que ha tenido Rodolfo Senet en estudiar si los dichos y expresiones camperas del Martín Fierro corresponden o no a la realidad es desacertado. No se trata de saber si las cigüeñas pichones cuidan de los padres viejos, sino que si dice eso es porque tal es la creencia popular. Muchos refranes y dichos son en este sentido científico inexactos, pero corren como moneda legal en el beneplácito de las generaciones. Puede resultar que no sea sólo la hembra de la urraca la que habla, o que el macá no críe a los hijos bajo el ala, o que el décimo huevo de la gallina no sea el mas grande; todo eso ¿qué importa? Son formas tradicionales de decir, creencias que no necesitan prueba. De ellas está plagada la ingenua creduli dad del paisano: desde la luz mala a la putrefacción de la carne por los relámpagos, desde mil supersticiones y leyendas hasta lo que en lenguaje cotidiano va arrastrándose del oído a la boca. También han resultado falsos muchos axiomas de las ciencias exactas. En cambio, hay dos clases de exactitudes dignas de nota
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en el Poema. Lo que se refiere al ambiente del campo argen tino, casi siempre a sus cosas, y el acierto en la expresión: en decir, cabalmente, lo que el Autor quiere reflejar sin dudas ni anfibologías. . RECUERDO Y REMEMBRANZA Si distinguiésemos, para fijar los conceptos, entre recordar, como evocación, y rememorar, como reconstrucción mnémica, podríamos decir que Martín Fierro recuerda con intensa emo ción y rememora con fiel nitidez. Hechos y circunstancias vuelven a su mente cargados de vivencias, enriquecidos por el tiempo, y la memoria reproduce los detalles con exactitud de alucinación. No obstante, en su evocación se pierde lo realmente personal, facial, corporal, individual: el personaje surge como un despojo en la revivificación para dar sostén al hecho con todos sus detalles. Así ocurre en el sueño. El re cuerdo surge de una masa imprecisa pero vigorosa, que con tiene los materiales emotivos, y de ellos la memoria escoge como un foco luminoso o como una lupa que se aplicara a destacar los relieves y contornos más interesantes. Lo demás se funda en la tiniebla. Todas las características del sueño se hallan en la concepción de la Obra de Hernández, y esto es, en lo literario, uno de sus más extraordinarios valores. Hechos y circunstancias reviven sin formas concretas: ni lugares, ni nombres, ni fechas, ni aspectos, ni rostros; pero sí el estado de ánimo en cada situación y los detalles de lo dinámico tan lúcidos que proyectan su luz al resto del cuadro. Adviértase el poder fascinante de la palabra, cuando esos personajes, como el Negro y el Compadre, acusan su presencia por lo que dicen. Es una técnica que podría significar una limitación si no se observara siempre y si no alcanzara vigor tan enorme. Ascasubi recuerda como quien está viendo de nuevo: enu mera, especifica, denomina, describe, coloca el acontecer en serie y lo desarrolla en lo temporal y en lo espacial. Sus re cuerdos vienen a él ordenadamente y se sitúan, como una vi sión, en el primer plano. En Hernández nunca traspasan el umbral que separa el antes del ahora; nunca se dan'enteros
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y totales en la memoria, sino que permanecen en su sombra y en su caos, adonde va a encontrarlos un foco de luz que ex plora y se detiene, o pasa sobre el cúmulo de ese depósito nocturno. Además, para esa evocación Hernández ha tenido cuidado de despojar a sus remembranzas de todo elemento intelectual, polarizándolo en lo reflexivo. La inteligencia no tiene parte en la comprensión del texto. Esta se opera en regiones más lejanas y hondas en que la mantienen la tosquedad y senci llez del lenguaje. Algo similar a lo que con penosa lucidez ha expresado Péguy en Nuestra juventud: No se trata tan sólo de una ilusión intelectual general, por así decirlo, que consiste en sustituir en los sucesos históricos la formación intelectual por la formación orgánica, sino, muy particularmente, de aquella ilusión de óptica histórica intelectual que consiste en referir el presente al pasa do, lo ulterior a lo anterior; ilusión, por así decirlo, a la vez técnica y orgánica, quiero decir: ilusión orgánica de lo intelectual. Se trata de una ilusión en perspectiva, o más bien de una sustitución total de la pers pectiva al espesor, a la profundidad; de un intento de sustitución total de la mirada de perspectiva, de dos dimensiones, al conocimiento de la verdadera realidad hecha en tres dimensiones. . .
También por esa forma de recordar, que siempre deja en la tiniebla el corpus de su evocación, su obra toma un carác ter nocturno, con la inquietante implenitud de los sueños. No se esfuerza por recordar —como tampoco lo hace el que sueña—, sino que el recuerdo brota con su fuerza, salta de lo que ya no es a lo que quiere ser de nuevo. Salta con fragmentos suel tos, con los que es posible reconstruir, no una visión repetida, sino una situación íntima revivida. Todo lo que no surge, sino que permanece en el olvido, es artificialmente recompuesto por la imaginación del lector, por esa virtud de reestructuración de las totalidades que se da en la biología. Pues lo que se evoca como acaecido en los relatos queda siempre en un se gundo plano, en razón de que el primero lo ocupa el cantor; y aquello que permanece en el olvido ocuparía el fondo de aquel segundo plano, tras lo recordado, pero no como fal lante, inexistente. Presiona desde fuera para dar mayor re lieve a lo evocado. Y todavía hay más: todas las reflexiones han de ubicarse en ese fondo, pues ninguna alude a una per
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sona o hecho concreto y, sin embargo, quejas y opiniones son la tela de donde se recorta el argumento. Porque, efectiva mente, entre las quejas y las reflexiones y los hechos biográ ficos no hay congruencia, puesto que aquéllas no son un co rolario de éstos, sino que los hechos son ilustraciones gráficas y accesorias de aquel fondo impreciso en que está lo sustancial. Así el lector colabora, se convierte en un reestructurador biológico y concluye por identificar ese proceso imaginativo con una personal evocación de su propia vida. Todo paisano que escuchaba leer el Martín Fierro comprendía que, con el complicado y absurdo simbolismo del sueño, recapitulaba su propia existencia. Y así la obra "perduraba en el corazón de sus paisanos”, desgastándose en sus propios perfiles para ser absorbida como una obra de nadie, anónima, que a todos per tenecía como un bien carismático. Los elementos concretos en la evocación de Martín Fierro están siempre adheridos a su persona, a su vida; pero de ellos selecciona para entregar al oyente sólo algunos datos concretos. Los elementos abstractos están latentes siempre y el paso de unos a otros se opera sin brusquedad. Esto es perceptible en el cambio frecuente de tesitura, con que el cantor salta de lo general y filosófico o doliente a lo biográfico. Si el Autor se hubiese propuesto contar lo que está ocurriendo, no se le podría perdonar la omisión de detalles y circunstancias im portantes. El carácter fragmentario de la Obra sería un de fecto capital. Pues lo que omite (datos concretos de la vida del campo, detalles de los personajes que conviven con él, de su misma existencia familiar) es precisamente lo que configu raría una historia. En cambio, en seguida se percibe —aunque no se realice— que Martín Fierro, más que a extraer datos per sonales de un recuerdo informe, tiende a desvanecer en lo genérico, en la abstracto, lo que se acusa en su memoria con perfiles muy nítidos. Transfiere así al lector lo que le es propio. Y si de un preludio o una elegía arranca neto un episodio con detalles precisos, el episodio se oscurece de pronto, o gradualmente, hasta fundirse con sus consideraciones sobre las cosas del mundo, o en sus sentimientos no menos impre cisos. De esos recuerdos que extrae son abstractos también cuan
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tos se relacionan con su pasada felicidad: alude a ellos sim plemente. La felicidad es no solo un bien perdido, sino de ningún valor a su juicio y a juicio de los circunstantes. Esto da una nota pesimista, pero al fin y al cabo es la tónica de toda historia que se recuerda, pues la literatura es la historia de las desdichas humanas más que de su felicidad. Sea, pues, realismo; mas también es pesimismo, cuando la intención, como en el Martín Fierro, es destacar los sufrimientos y re cortar de sí una figura sufriente, objeto de la crueldad de un destino. LO PROPIO Y LO COMUN Es notable que entre los detalles de la pasada vida ■feliz, Martín Fierro evoque únicamente pormenorizada la vida del trabajador en la estancia, donde él aparece como uno de tan tos otros, disfrutando en un ejercicio que se entiende que es taba en la índole del paisano, quien satisfacía, más que la ne cesidad de ganarse el sustento, una necesidad de acción y de juego. Es curioso este aspecto elusivo en los recuerdos del pro tagonista. Cuando esperábamos que dijera algo de su hogar, su mujer y sus hijos, se pone a contar lo que ocurría en las es tancias donde él también había trabajado como peón. La mu jer que de ahí habla, “dormida bajo el poncho”, no era la su: ya. Nos habla de lo que a otros pudo acontecerles, ayuntados y sin hijos. De modo que si se refiere a sí mismo, en particu lar, escogió del pasado la época anterior a su matrimonio, la época en que no tenía bienes propios, sino sólo su jornal. No coincide lo. que nos cuenta con lo que había enunciado antes, ni con lo que le dice a Cruz en pocas palabras, y que coloca otra vez la figura de Martín Fierro en el marco en que nos lo representamos: Antes de cáir al servicio Tenía familia y ha cienda. .. (1681-2). Lo que sentimos que le falta a su relato, ¿no es lo que cuen ta Cruz? ¿No ha facilitado Martín Fierro a Cruz de su propia vida lo que debía él contarnos? Lo cierto es que si Hernández desglosó ese pasaje, para librar a M artín Fierro de una con ducta reprochable, no pensó que su héroe quedaba hueco, sin esa historia familiar, y que era indispensable elaborar para él
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otros acontecimientos sustitutivos. Prefirió, acaso por incuria, dejar ese vacío en el Poema, y hoy recobra (como cuanto olvi dó) inesperado interés. Si se examina bien el texto, los hechos de su vida deben ser puestos entre paréntesis: arreo, vida en el fortín, pérdida del hogar, vida de matrero, crímenes, encuen tro con Cruz, pues son objetivos y no agregan nada a esa bio grafía sucinta que le confiesa a Cruz en doce versos. De su niñez abandonada, de huérfano, basta consignar esa circunstancia, pues el lector comprende que se trata de una si tuación común, bien conocida, acaso por propia similitud, de los oyentes del cantor. La falta de detalles justamente condi ciona un modo de existir, una personalidad numerosa. Sabe mos, además, por el carácter y la manera de comprender las co sas, que su niñez ha dejado una huella profunda en él. Pero lo curioso es que Martín Fierro no extrae de su propia vidá elementos personales, como para que podamos decir al final del Poema que nos ha hecho una confesión: se ha limitado a narrar algunos episodios interesantes como hechos, de ningu na manera significativos de una personalidad que se moldeá conforme a las adversidades. Toda su aventura en la frontera la diluye en la masa de los soldados, pues a todos rige el mis mo destino. Su biografía es allí una biografía colectiva, aun que le hayan ocurrido percances que lo destacan de los de más. El sino que preside su suerte es el mismo que el de to dos. Esa es la vida del soldado en la frontera, es el relato de lo que acontece en un fortín, tal como lo da cualquier crónica, con la única diferencia de que está presentado por uno de los actores. Pero su biografía personal, su ser propio, comienza en el Canto VI, después de comprobar la pérdida de su familia, hogar y bienes, y al decidir entregarse a la vida de matrero. Con el episodio del baile no solamente toma la iniciativa en su bio grafía, asume el papel de actor que provoca los acontecimien tos, sino que empieza a vivir su vida. Hasta entonces lo perso nal se disolvía en lo común, en lo general, en la existencia del paisano, de uno cualquiera en el campo. Era un exponente de las fuerzas ambientes. Ahora, al provocar al Negro, procede co mo un ser responsable de sus actos. Y el recuerdo es una ac ción presente. Pero esos actos de los cuales es responsable — ese crimen,
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como su decisión de no buscar y recuperar a su mujer y a sus hijos, la partida al Desierto, que compromete el destino de su camarada — no tienen el mismo tono moral de los otros. Cuan do Martín Fierro se ve arrastrado por su destino, tiene mayor estatura, firmeza, grandeza; cuando es él quien decide, cae en la injusticia, en la renuncia, en una conducta verdaderamente culpable a los ojos de la gente de pro. Martín Fierro es gran de cuando actúa bajo la influencia de lo que él mismo deno mina su destino, y que, en último análisis, es su situación des valida en el seno de una sociedad desorganizada, cuyo proceso de desorganización lo arrastra como a una hoja seca el río. En la Segunda Parte es la pelea con el Indio, en defensa de la Cautiva, único episodio en que, dependiendo el acontecimien to de su actitud, de su voluntad, de sí mismo, alcanza la talla humana que le daban los hechos inevitables. Si se compara lo que Martín Fierro cuenta de lo privado de su vida con lo que cuenta Cruz, éste nos da elementos autobio gráficos muy superiores a los de él. Martín Fierro no dice ja más nada que le pertenezca, como Cruz. La vida que expone de sí es la que podría encontrarse en cualquier prontuario de policía. No es absurdo, pues, que Tiscornia y Senet hayan que rido ver en ambos personajes personas reales, y que un prontua rio policial equivaliese, hecho por tercera persona, a lo que ha contado Martín Fierro. Es por lo menos significativo que am bos críticos — y Leumann — hayan creído que la biografía de Martín Fierro podría estar documentada, es decir, carecer de interés vivo, propio, íntimo. Sería posible que se hallara su prontuario o el de alguien que coincidiese con el Poema, pero sería mucho más difícil que se hallara un prontuario en que estuviera la historia de Cruz. Esta es más privada, más suya, más llena de esos elementos que el escribiente de policía no debe tomar en cuenta. ¿Qué otra cosa, si no la pelea con el Indio, en cuanto responde a un ímpetu generoso, humanitario, hay en la vida de Fierro que no pueda haber servido de elemento infor mativo del comisario al superior? De lo suyo, de lo personal, sólo ha dejado quejas y reflexiones, pero nada concreto. En es te sentido de la impersonalidad de la vida contada, el Hijo Se gundo está en la misma postura del padre: no entrega ningún dato biográfico, sino psicológico.
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En el momento de encontrar a sus hijos, Martín Fierro vuel ve a perder su personalidad, pero ahora porque su contenido biográfico y humano está agotado. El episodio de la Payada debe considerarse una exhibición de sus cualidades de cantor, que no había demostrado, quedando hasta ese momento reco nocidas bajo la fe de su palabra y por el ejemplo de su relato. Agrega un dato más a su carácter, a su persona, otra vez a su psicología, pero nada a su biografía. ' Otro factor que contribuye a que completemos una vida pro pia en los relatos de Martín Fierro es la forma detallada en que muchos de ellos se exponen. La importancia que los hechos ad quieren está en el estilo de contar, en las inflexiones del habla, no en los hechos mismos. Como material biográfico, los de Cruz siguen siendo de mayor enjundia. Aunque Cruz es detallista también (adviértase que su confesión llega a lo cínico), y ex pone detalladamente no sólo el hecho, sino su significado mo ral. En los relatos de Cruz hay la historia y la parte íntima; en cambio, en los de Fierro sólo su estado de ánimo. No lo com prometen para un juicio ético, porque no narra hechos signi ficativos de su actitud ante la vida, de su conducta básica, sino acontecimientos exteriores aun a su propia alma, cosas que ocu rren en el plano del acontecer humano y no en el plano de las actitudes vitales. Lo que Cruz cuenta es una confidencia, lo que cuenta M artín Fierro es un hecho; Cruz evoca con los he chos su vida, su naturaleza humana, su condición, y por eso sentimos hacia él una inevitable repulsión. En cambio, Martín Fierro no evoca, sino que recuerda, detalla y enumera objeti vamente, otra vez en el arte del narrador, pero nunca en la en trega sin reservas de Cruz. Todo esto es más claro si se recuerda que Martín Fierro dice a Cruz su vida en dos estrofas, con suma reserva, mientras que Cruz se lanza impúdicamente a la confesión, en el tono de quien cuenta su vida ante muchas personas, pero sin el pathos cordial de una confidencia entre amigos alejados de otras gentes.
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SENSIBILIDAD Uno de los rasgos psicológicos mejor observados y manteni dos a lo largo de todo el Poema es la complicada sensibilidad del gaucho, o su complicada insensibilidad. Los personajes ale gan sentimientos piadosos, compasivos, tiernos, de solidaridad; pero sus actos, y la apreciación que de ellos hacen una vez con sumados, nos dan un cuadro emotivo de notas sumamente' pri marias. Inclusive la palabra pasión, de acepción tan elástica cuando se aplica a sentimientos vehementes y poderosos, pare ce inadecuada para caracterizar un modo de ser reflexivo y frío, una conducta mesurada y egoísta, aunque en raptos de cólera o de exaltación pueda conducir al crimen. No hay, entre la ex tremada reserva y el ímpetu agresivo, gradaciones ni matices; en un movimiento pendular, los personajes van de un límite a otro y jamás pierden el dominio de sí ni la conciencia clarivi dente de la situación. Martín Fierro razona y analiza objetiva mente, como si contemplara con curiosidad un espectáculo del que no quiere perder detalle, sus peleas. Es en estos abundan tes lances donde emplea una jactancia insolente y un humoris mo sarcástico. Toda la escena de su combate con la partida es relatada con el énfasis del compadre que hace gala de su supe rioridad, y hasta el epílogo, al juntar los cadáveres y arrodillar^ se para rezar, tiene ese mismo sabor amargo del escarnio. Si se enumeran los sentimientos más naturales en el hom bre civilizado, comenzando por el sentido irracional de la soli daridad social y concluyendo por cualquier gesto de altruismo o de compasión, tendríamos que convenir en que no se los en cuentra en ningún personaje. Más bien se destacan los senti mientos negativos, especialmente la crueldad, que en el Indio asume magnitudes bestiales, y que ocasiona el plañir de todos por los malos tratos que reciben, sin que sepamos que jamás se les deba una acción generosa y magnánima. Se ha de exceptuar, como siempre que se trate de afirmaciones categóricas que nie gan cualidades filantrópicas y de simpatía, la pelea con el In dio. Pero aún ahí volvemos a encontrar la insensibilidad de Martín Fierro, como de todos los demás, para la m uerte. La congoja desesperante que nos refiere el Protagonista al perder
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a su compañero Cruz, es acaso la única nota de emoción verda dera en toda la Obra; aunque la insistencia en lo patético roce, con su hipérbole, lo declamatorio. En el examen de la psicolo gía de M artín Fierro se señala el episodio de la muerte de Cruz, desde el contagio hasta la sepultura, como de un pathos nuevo en la economía del Poema, y es enorme la diferencia de este pa saje con el informe, igualmente aderezado de frases protocola res, de la muerte de su mujer en el hospital. Sin entrar al estudio de esta fase enigmática de la psicología del paisano de nuestras llanuras, que sorprendió como maraña impenetrable a los Viajeros Ingleses, que en sus novelas y cuen tos procuró Hudson insinuar, y que Sarmiento, López, Juan Agustín García, Ramos Mejía y Bunge creyeron poder esbozar, ha de señalarse que la insensibilidad del antiguo gaucho y del actual campesino es una coraza de defensa que ha terminado adhiriéndosele al cuerpo. Mas no deja de ser lo que podríamos llamar una segunda naturaleza de adaptación al medio, pues le permite conservar, muy recónditamente, una receptividad emo cional muy viva. No ha muerto en él esa discutida pero inne gable condición humana de abnegación y hasta de sacrificio en pro del bien ajeno; está blindada, separada del contacto vivo y cálido con los otros seres por un complicado aparejo de hábi tos y de experiencias que lo mantienen vigilante y prevenido. Con respecto a la insensibilidad para la muerte, que todos ellos proclaman en la descripción de los crímenes y las muertes vio lentas, entre las que se han de comprender las de Vizcacha y de los variolosos, Sarmiento, García y Ramos Mejía han perci bido que se relaciona estrechamente con las tareas habituales de los peones de las estancias y de los saladeros. La práctica co tidiana de desjarretar y degollar centenares de reses por día dio al gaucho que se incorporó a la mazorca de Rosas y a las mon toneras una indiferencia idéntica a la profesional en la degolla ción y castración de los enemigos. Lo observó también el gene ral Paz en sus Memorias, y El Matadero, de Echeverría, y la Amalia, de Mármol, recogen esa'tétrica sugestión. El paisano era más sensible ante cualquier desdicha que ante la muerte, que para él era un final lógico y definitivo de toda existencia, creyera vagamente o no en la sobrevivencia del alma. Esta su perstición, que según Kroeber estaba difundida en todas las ra
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zas autóctonas de América, funcionaba independientemente de las pautas de conducta, como lo refleja Hernández con estricta veracidad. Y un detalle, no solo efectista, sino que revela cierta voluptuosidad en sentir la agonía y la muerte a lo largo del bra zo que empuña el cuchillo, se repite en la proeza de levantar el cuerpo de la víctima y mantenerlo en alto hasta que ha que dado exánime. Todos los crímenes que comete M artín Fierra se epilogan con un alarde de fuerza y una mueca de desprecio; orgullo de matarife que encuentra su tarea demasiado fácil y, sobre todo, divertida, como observaron con asombro los ingle ses que asistían a los mataderos. La concomitancia que se esta blezca secreta e inevitablemente entre el oficio de sacrificar reses y un pliegue profundo de la psicología colectiva es tema que hemos desdeñado tratar como habitantes de un país pecuario; ¿y a quién, si no es un ironista paradójico, se le pueden ocurrir esas relaciones? Por ejemplo, a Bernard Shaw, quien dijo que “mientras los hombres torturen y maten a los animales para comerse la carne, tendremos guerras”. Y comenta esa paradoja, que ningún carnívoro de cepa puede entender, Isidora Duncan, con estas palabras: Creo que todas las personas sanas y razonantes serán de su opinión. . . Algunas veces, durante la guerra, cuando oía los gritos de los heridos,pensaba en los gritos de los animales en el matadero, y pensaba que así como nosotros torturábamos a aquellas pobres criaturas indefensas, asi los dioses nos torturaban a nosotros. ¿Quién ama esa cosa terrible que es la guerra? Probablemente los que se alimentan con carne, los cuales, habiendo matado, sienten la necesidad de matar, de matar pájaros y animales, de matar a los tiernos venados heridos y de cazar zorras. El carnicero, con su mandil ensangrentado, incita a la efusión de sangre, al asesinato. ¿Por qué no? De la estrangulación de un cordero a la de nuestros hermanos y hermanas no hay más que un paso. Mientras sirvamos noso tros mismos de sepulcros vivientes de animales asesinados, ¿cómo podremos esperar condiciones ideales en la tierra? (en M i vida, cap. xxvm).
De esta digresión sobre la indiferencia del paisano matador de reses ante la muerte del ser humano, podríamos deslizamos al tema de la educación de la sensibilidad por los ejemplos y por el tipo de actividades consuetudinarias, si lo que ejecuta la mano influye sobre lo que se piensa y a su vez el pensamiento general sobre lo que se hace. Un agravante acaso pueda ser que esas formas se organicen al servicio de la riqueza y de los ade.^
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laníos materiales de un país. Para nosotros ya ha pasado la épo ca de la matanza bárbara a pleno campo, o dentro de corrales en que se desjarretaba y degollaba como en la llanura sin alam brados. Lo dice Hernández, en la Introducción a la Instrucción del, estanciero : “Hoy la industria pastoril representa también civilización, empleo de medios científicos, inteligencia esmera da, y en nuestra época el estado de cultura industrial de una so ciedad se prueba lo mismo por una obra de arte, por una má quina, por un tejido o por un vellón”. Chicago.. . . SENTIM IENTO RELIGIOSO Y PATRIOTISM O El Poema circunscribe un trozo del mundo con sus persona jes y sus cosas. Barruntamos la ilimitación del campo y la mu chedumbre en las poblaciones distantes, sin que ese trozo del mundo esté en contacto con ella ni se dilate más allá de los es trechos límites de la acción. Y como las acciones son individua les, ceñidamente individuales, se experimenta una opresión de encierro y la necesidad de que algo acontezca en un área ex tensa. Pero no ocurre nunca que necesitemos mirar a lo lejos; y las contadas veces que M artín Fierro abarca con su mirada un abierto horizonte o el cielo, es en un instante para volver a su limitado mundo. Quizá la expansión mayor se produzca en la dimensión del tiempo, hacia los recuerdos. Todo está adherido a la tierra y los pensamientos no sobrepasan el perímetro de la acción, de los seres y las cosas inmediatas. Cerrada está la pers pectiva de tiempo y de espacio hacia adelante, y como no existe la descripción de paisaje, cualquier desplazamiento de las figu ras — como la partida de M artín Fierro y Cruz al Desierto, o la despedida final — nos sobrecoge como una aventura hacia lo inexplorado y lo desconocido. Sería infructuosa la búsqueda de ideas o sentimientos de lar go alcance o de larga duración. Lo indeterminado hace las ve ces de lo abstracto, y con frecuencia los infinitivos están sus tantivados. Hasta el vocabulario de los narradores se compone de voces que designan objetos comunes y acciones manuales. El único momento en que uno de los personajes levanta la mi
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rada para abarcar conceptos superiores al pensar corriente, es cuando Martín Fierro, al final de la Ida, parafrasea el solilo quio de Segismundo. Se comparan los bienes que Dios distri buyó equitativamente entre los hombres y los demás seres de la naturaleza. Aparte de que ese magnífico discurso es palmaria glosa, no concierta con el tono espiritual de otras situaciones, ni con la ausencia de toda creencia religiosa en él y en los demás. Acaso sea el Hijo Mayor el único que, por la intensidad de sus infortunios, acuse alguna inquietud a este respecto. Las frases que emplea Martín Fierro están dentro del habla popular, que alude a la Providencia, la Virgen y los santos sin que ello pase de ser un lugar común de la conversación. Es verdad que en trances difíciles, como en la pelea con la partida, o en el Pre ámbulo de cada Parte, Martín Fierro acude al auxilio de per sonas sobrenaturales; pero, lo mismo que su intención de en terrar al Negro en tierra sagrada para que no pene su alma, no trasciende de un vago y universal sentimiento supersticioso que se estimula en la desgracia. Además, faltaría establecer hasta dónde en la casi totalidad de los casos esa apelación al auxilio divino juega un cometido circunstancial y convencional. En la Carta-Prólogo de la Ida, Hernández se refiere a la superstición del gaucho y a sus preocupaciones de ese tipo como “nacidas y fomentadas por su misma ignorancia”. ¿Cómo interpretar el arranque de atrición de Martín Fierro, cuando después de ha ber dado muerte a numerosos agentes de policía, se hinca para pedir a Dios perdón “por el delito” y para rezar por ellos? El final de esa escena le da un sabor de humorismo, como si de biera entenderse más bien en tono de burla: Yo junté las osa mentas, Me hinqué y les reté un bendito , Hice una cruz de un palito Y pedí a mi Dios clemente Me perdonara el delito Dé haber muerto tanta gente. Dejamos amontonaos A los pobres que murieron, No sé si los recojieron Porque nos fimos a un rancho, O si tal vez los caranchos Ay nomás se los comieron
(1645-56). No obstante, es sensible que en la Vuelta los sentimientos piadosos de Martín Fierro tienen mayor sinceridad, y que no profiere ya frases como aquella de la Ida, de que “cuando uno está perdido no lo salvan ni los santos”. En la Vuelta solamen
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te Vizcacha es un impío y blasfemo que es abominado por el Hijo Segundo como un endemoniado. El sentim iento.correlativo a la superstición en la psicología del hombre inculto es el patriotismo, que forma un sentimien to indisoluble con él. Pero en el Poema ese sentimiento no exis te en absoluto. Este es otro rasgo distintivo del Poema, con to dos los demás de su género. Ninguno de los personajes tiene conciencia del país en que ha nacido como unidad espiritual, Nación, Estado o raza. Unicamente, encontramos en Martín Fierro que, al regresar del Desierto, dice que pisó “la tierra bendita”, pero la considera así sólo porque ya no la devasta el salvaje. Sobre el pasado, las glorias militares o el heroísmo, que son los sustentáculos del patriotismo criollo, no se dice una pa labra, ni se expresan, ideas que a ellos se refieran. Al contrario, Picardía expresa que el gaucho sólo es argentino para que lo hagan matar. Esta injuriosa declaración es inusitada, y sin du da quedó subsistente al utilizar el relato, escrito en tiempo de la guerra con el Paraguay (antes de 1870). Esta falta de senti mientos patrióticos en el paisano responde a una modalidad efectiva en él. Acerca del sentimiento religioso en su íntima relación con otros y su hibridación y bastardía recíproca, escribió Vicente F. López (en Historia de la República Argentina, III, 3): El gaucho era en el fondo un ser completamente descreído. Su religión era un deísmo sui géneris que se reducía a figurar una cruz con los dedos, o a besar el escapulario que llevaba al pecho en los momentos difíciles de la vid a ... Por lo demás, el fraile más relajado, el apóstata más notorio, eran los bienvenidos al campamento del caudillo si traían bastantes pa siones y algún talento con que servir las miras de su política. Siendo así, no les estaba prohibido tampoco hacer un ludibrio indigno de las formas religiosas, ni venderlas servilmente a los intereses mundanos del momento, sin sistema ni cohesión con los principios o con los dogmas. Tal era el catolicismo que había civilizado nuestros campos, como dicen.
Joaquín V. González expresa (en La tradición nacional, II)La religión era en las sociedades americanas una idea inseparable de la monarquía, bajo cuyo poder se difundió, y sus reyes, emanados de la Voluntad divina, llevaban la aureola sagrada de su celeste investidura... No obstante, dentro de la corteza bruta de esas gentes, existían dos senti mientos hermanados de una manera singular y que tenían su origen en
LOS VALORES 366 la tradición y en la tierra misma: el sentimiento de la religión y de la patria; pero uno y otro, arraigados profundamente en sus espíritus in formes, revestían las formas más originales y dignas del estudio filosófico. La religión de ese gaucho degenerado consistía en una idea vaga de los principios que animan la creencia, pero si arraigaban en su alma con fuerza las supersticiones estúpidas desgarradas por el alejamiento de los centros cultos. Dominando en ellos el instinto más que la inteligencia, la pasión más que el raciocinio, su religión era en verdad su rencor o su ambición, y las creencias sólo ocupaban su cerebro como una reminis cencia de las pasadas prácticas, que aun en el ejército de Belgrano se usaban con una estrictez bien rigurosa, que era de desear hubiera em pleado más en conservar la disciplina militar, para evitar la desmoralización que comenzó a minar su ejército, y de que son una prueba los desastres de Vilcapugio, Ayouma y Sipe-Sipe__ Pero no sucedió lo mismo con la noción de la patria que cada uno de nuestros gauchos llevaba encarnada en su ser. Aunque reducida a la fórmula primitiva, y animada con el fuego de su naturaleza semisalvaje, ella comprendía todos los recuerdos, los sentimientos, las glorias, los ideales que aún no se habían borrado de la m em oria... Todos sus alzamientos y rebeliones, sus bárbaras exac ciones y sus invasiones feroces, iban dirigidos contra lo que ellos lla maron los enemigos de la patria, y aunque algunos de suscaudillos tuvieron intenciones perversas e intenciones criminales, la masa que obe decía sus sugestiones malditas no veía sino la razón aparente que ellos ponían ante sus ojos con todo el calor de la verdad...
En el Poema ninguno de los personajes alude a hechos de guerra ni de proselitismo político, y la historia del país se des conoce. Pertenece a una época y a una región a las que no han llegado esas agitaciones, sino los desperdicios de aquellos sen timientos, pervertidos por lo general, pero que creaban en los individuos la conciencia de pertenecer a una comunidad social y a un territorio nacional. Tanto Martín Fierro como Cruz y Picardía sólo sienten que son ciudadanos por los daños que les resultan de esa condición. Picardía vitupera a los malos patrio tas, que son los mismos malos políticos, y en ninguno de ellos hay ni siquiera la forma más elemental y sana del patriotismo, que es el amor a las cosas y a la tierra en que se ha nacido. SENTIMIENTOS ABSTRACTOS Lo a n t i c u l t o . En lo que entendemos por poesía culta está implícito lo ambiental poético. Los poemas gauchescos van no sólo contra las formas cultas, sino contra el contenido culto. Ese
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contenido culto — desde La cautiva a toda la poesía corriente en cenáculos — era lo romántico. Es una oposición contra lo román tico, en su fraseología, en su léxico, en su postura para expresar y sentir. Lo romántico era ya un pathos forastero. Los innova dores no pensaron que era preciso adoptar un mundo nuevo, completo, un orbe concluso, y que de él había de ser excluido no solamente lo culto en sus formas, sino en su sensibilidad. En una palabra, el realismo de cosas: las cosas informando, condi cionando ideas, sentires y palabras. Dudar de la posibilidad de obtener grandes efectos poéticos por ese camino era dudar de la fuerza vivencial de toda reali dad y afirmar tácitamente que la poesía — como lo expresó Mi tre — no existe sino en la elaboración artística del poeta. Que daba desechada precisamente esa otra fuerza poética que radica en las cosas mismas, y que da lugar, si no a la poesía lírica, sí al drama, a la novela y aun al cuento que se dice, si el asunto es trasplantado con esmero, sin desmembrarlo. Así lo ha de mostrado, para nuestras cosas, Hudson. La grandeza de Hudson está, naturalmente, en su arte exquisito de contar; pero ésa se ría una habilidad trivial si no recibiera su fuerza de la integri dad y cualidad viva que ha conservado en el trasplante del he cho real al hecho literario. En general, existe este equívoco: que una forma elevada, un gran estilo literario sólo puede nacer de un tema, de un mate rial vivo de alta categoría. Es decir, que el estilo es el tratamien to adecuado de un asunto. De ahí que temas baladíes se enga lanen, como si de ellos mismos surgiera su dignidad, por el es tilo. Al tema ordinario, de la realidad cotidiana, parecería que ha de corresponderle un estilo ordinario — no solamente de de cir, sino de elaborar —. Pero cuando un gran artista, un poeta verdadero, se pone a trabajar sobre esos humildes temas, puede elevarlo hasta que no haya diferencias de sangre entre el hecho de altura y el hecho de bajeza. Ya no nos es comprensible la aversión que despertó Hugo al componer un poema titulado “El sapo”, como tampoco comprendemos el disgusto y hasta la repugnancia que suscitaron algunos poemas de Baudelaire y de Rimbaud. Pero aunque por nuestra mayor cultura en esta ma teria no comprendamos tal repugnancia, en nosotros subsiste, como vestigio de una mala educación literaria y artística — aca
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so religiosa —, el desdén por lo inferior. Todo artista es, hasta que se purga de impurezas, un aristócrata que cree que la Na turaleza está ordenada conforme a estamentos y jerarquías in manentes en las cosas. Lo gauchesco era la defensa del mundo de la realidad como un orbe poético, capaz de suscitar poesía. Entre los elementos de la voluntaria inferiorización del te ma y la técnica por Hernández (sexteta con un verso libre y oca sionalmente dos; declinación hacia la asonante) está la inten ción anticulta del poeta. No era él, en persona, así. Gustaba de las amistades de gentes capaces e instruidas; vivía entre perio distas, y aunque la vida del cuartel le hubiese instilado gustos groseros e ideas superficiales, sentimientos torpes y palabras im propias, cuando escribía versos pecaba de exceso de purismo. Hemos visto que usaba indistintamente la segunda persona del singular o la segunda del plural, en tratamiento de respeto. La tendencia en Hernández era, más bien, a levantar la mira, a su perarse, esmerándose. Lo anticulto está, en principio, en la elec ción del asunto y en el género; lo gauchesco tenía sobre sí el es tigma de lo tosco y zafio. Ese fue un acierto, evidente después de La cautiva. Pero hay más, en la Obra: hay lo anticulto voluntario, el desdén por toda forma académica, canónica: hace la estrofa con soltura inaudita, y no vacila en colocar un verso — dos veces — con nueve sílabas, desliz que es el más incalificable de todos, por afectar no sólo la mecánica del verso sino una norma, aca so la única, que respetó a lo largo de todo el Poema. La voluntad de distanciar su Poema de los otros es más no toria que la diferencia entre su poesía y la de sus predecesores. Ascasubi y Del Campo se limitan a usar una ortografía confor me a la prosodia del paisano; Hernández la modifica contra el diccionario, con obstinación incomprensible. Lussich y los otros eran más cuidadosos, y si empleaban una grafía caprichosa, la mantenían luego, con lo que pasaba a categoría de autoridad. Es visible también esta actitud en su desdén por lo urbano, y hasta en la profética seguridad de su gloria, cuando dice que no se lia de llover el rancho donde ese libro esté, o, más toda vía, cuando asegura que sus cantos han de durar más que las cosas de que tratan, más que el Autor y que cuantos lo oigan. Advierte al lector ingenuo que sus folletos en papel ordinario
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habrían de vencer a toda esa literatura a la que hubiera aspi rado en vano, a todas las bibliotecas, en la lucha por la excelen cia. Tiene también asegurada la inmortalidad en el corazón de los paisanos, lo que le interesa muchísimo más que la leyenda al pie del busto de bronce. Su desdén por lo culto va, no con tra la cultura, sino precisamente contra nuestra legendaria in cultura disfrazada, contra nuestra aparente calidad de gentes instruidas. Más que a los poetas gauchescos, sus rivales, más que al verdadero saber, ataca esa falsedad que en las letras signifi caba lo mismo que el abuso de poder en los comandantes, jue ces, comisarios y demás ralea de corregidores, alcaldes y sargen tos. Lo anticulto, entonces, se convierte en él en culto, lo incul to en cultura, el ataque contra los individuos de facultad, bi blioteca y club, en crítica que demuestra con los hechos, con la prueba del éxito y de la fama, la verdad de sus apotegmas. No analizaba y demolía, sino que en bloque acusaba de perecedera a esa literatura y esa cultura de las ciudades sin alma y de las almas sin arquitectura. En todo esto, que sigue una línea de conducta y doctrina con su incredulidad en el progreso que traían por importación los gobernantes que cerraban los ojos al país, tiene razón. Como la tiene cuando defiende el caudillaje — no el caudillismo —; te ma equívoco. El caudillaje sólo es defendible en la relatividad de los ideales, en lá comparación con la barbarie de uniforme y de frac, de tonsura y de toga. Contra estas mistificaciones no queda otro recurso que preferir lo menos malo, lo menos per nicioso y, en fin, lo más fácil de reformar. Esa incultura prote gida por sus garantías y sus diplomas, la incultura como progra ma oficial de educación y progreso espiritual, eso no tiene re medio ni hay Dios que lo muestre en lo que realmente signifi ca. Podremos estar predicando y escribiendo mil años; pertene ce a los males de los ojos que el enfermo no ve, a la imbecilidad que afecta precisamente al órgano destinado a percibirla. Hernández había sentido y observado la diferencia en los valores humanos que existía entre el gaucho y el canalla de las urbes; entre el paisano y el ciudadano; entre el hombre sin cul tivar y el hombre sin corromper. Al decidirse por los caudillos, por los gauchos matreros contra los gobernantes constituciona les — con sus ingénitos fraudes — y los funcionarios de la jus
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ticia y el gobierno, elegía como hombre sano, aunque no tuvie ra suficientes luces para plantear a fondo la disyuntiva. Y por eso dejó, al fin de su vida, que prevaleciese la ilusión de la cul tura contra su antiguo convencimiento de que habíamos cons truido sobre una vizcachera. £11 lo literario, apenas es posible tomar en cuenta lo que Oyuela y Toro y Gisbert han dicho del Martín Fierro. Ambos — y hay otros — pusieron sus ojos en lo que nadie puede de fender, como tampoco el Autor lo pretendía. En sus cargos, gra mática y diccionario en mano, preceptiva y poética enarboladas, sus reproches son irrefutables. Pero la posición en que es tán, la estética que preconizan, los modelos y autoridades que invocan, no tienen ningún valor. Pues ni siquiera tenían con ciencia de qué era poesía, qué idioma, qué valores literarios: estaban en el siglo xvm y con la cabeza vuelta hacia atrás. Hoy nos inspiran compasión, particularmente sus desprecios, porque comprendemos que se referían a sí mismos y que murieron sin entender “la jota por redonda” ni en el Poema, ni en cuanto habían devorado en sus largas vidas de lectores impenitentes e impermeables. Lo c ó m i c o . Los poemas gauchescos se pueden clasificar en la clase de composiciones denominadas “sátiras contra los villa nos” . De la comedia y la novela pastoriles, que es una idealiza ción de la vida campestre más que del campesino, poco ha re cogido. Pastoras y pastores resultaban afectados por una con cepción ecológica piusvalorativa, en el modelo de Virgilio, que Boccaccio y Sannazaro revalidan para cenáculos cerrados. Los poemas gauchescos, con su realismo plebeyo, mantienen en la sátira el humorismo que se abastece tanto del carácter cuanto del habla rústica de los personajes. La novela de ambiente ru ral que desde comienzos del siglo — excluido el romanticismo de un Saint-Pierre o de un Chateaubriand — se desarrolla en Inglaterra, en Rusia, en Francia, no procura deleitar al lector con rasgos caricaturescos sino, al contrario, descubre el drama donde antes sólo había visto lo pintoresco y lo jovial. Los poemas gauchescos saltan hasta el siglo xv, cuando en España surge el teatro popular de Lope de Rueda y de Torres Naharro. Si la denominación de “égloga americana” que da Juan Gutiérrez a los Diálogos de Hidalgo es acertada, mucho más lo
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habría sido si se los vinculase al teatro. Algunos de esos diálo gos se íepresentaron, y todos los poemas gauchescos han conser vado esa forma por la cual podrían ser llevados a la escena. In dependientemente de ello, la estructura de las composiciones y su desarrollo entre. dos o más interlocutores reafirman el estilo , » . de contar y describir, netamente oral. El Martín Fierro, que intenta innovar a ese respecto, cae inevitablemente en la con vención teatral del género. En el Fausto y en Los tres gauchos orientales subsiste el diálogo escénico tal como lo plantea Hi dalgo, y únicamente la extensión y diversidad del relato del pro tagonista nos hacen olvidar en el Santos Vega que todo es di cho, llevándonos a presenciar la acción como si estuviera na rrada en tercera persona. Martín Fierro está siempre ante nos otros, pero también lo olvidamos y hasta el mismo Autor cede al podei'oso influjo de las anécdotas. En su argumento hay tam bién escenas dialogadas, muy breves siempre, pero de una fuer za y concisión admirables. Una frase basta a veces para fijar un carácter, y jamás pone Hernández elocuencia alguna en bo ca de los actores. Dicen estrictamente lo que necesita la esce na para cobrar sobreñadido interés. Así, por ejemplo, en el diá logo de Fierro con el Mayor, por los sueldos, la provocación al Negro o la del Compadre, y la intencionadamente grotesca es cena del Centinela. El Hijo Segundo y Picardía traen, en- la Vuelta, una reminiscencia del diálogo. El amplio ritmo del co loquio de esta Segunda Parte, en que actores que ocupan suce sivamente el primer término relatan episodios notables de sus vida da al Poema la estructura de una obra de tipo teatral. Pe ro nada de esto tiene que ver con aquellos diálogos incisivos y rápidos de Fierro con la Negra o con uno de los policías, en que ha sabido concentrar el Autor el espíritu del habla campe sina en su máxima eficacia. Los dichos diseminados en el de curso de los relatos traen a la Obra el mismo hálito de vida y de veracidad que se manifiesta en los diálogos. Se trata de un ingenio fundamentalmente verbal, que es el que origina el ma yor mérito del Poema, la cualidad más eminente del Autor y el proceso del argumento y los episodios. Todo nace del verbo. Buscado tan artificiosamente como solían hacerlo Lope de Rueda o Gil Vicente, el diálogo con el Centinela raya en lo gro tesco . Es un esbozo del Cocoliche, difundido después por el tea
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tro, en que el habla del gringo y el del gaucho forman un con traste de ordinaria comicidad. Pocas veces acude Hernández a esta suerte de retruécanos y juegos verbales de farsa y sainete, aunque el relato jamás se aparta de un tono de broma y chan za, aun en sus momentos más dramáticos. Por ejemplo, la muer te está contada en el mismo tono humorístico y chancero, tan to por Fierro como por Cruz. También la novela picaresca era de tesitura cómica, como lo fue toda obra de enjundia popular; pero el picaro sabe modu lar lo solemne, lo dramático y lo jocoso, mientras que en el Martin Fierro, desde que el Protagonista empieza a tratar de su propia vida (Canto III), la impostación en lo cómico se man tiene a lo largo de la composición. Es, además, una forma genuina de contar que tiene el ignorante, aunque en el Poema la picardía priva a la palabra de toda ingenuidad. Jamás lo cómico es sugerido por una deficiencia, sino más bien por la superación del trance por el actor. El elemento cómico tradicional sufre, en consecuencia, una conversión: en los pasos, las comedias y los cuentos de villanos, el lenguaje rústico, que da lugar a equívocos y dislates, está en el nivel de los personajes; en los poemas gauchescos la intención mantiene al actor como dueño consciente de las situaciones. Sólo accidentalmente, y no en los pasajes mejor logrados, la rusticidad del lenguaje aporta un elemento cómico esencial. Si efectivamente existiera cierta mecanicidad en el orden del acontecer social, trascendente al individuo, y en éste una conciencia clara de su impotencia para contrarrestar el poderío de esas fuerzas diabólicas, hallaríamos que el Poema se ajusta a una de las condiciones de lo cómico establecidas por Bergson. La recordó Croce en su análisis de la tragedia corneilleana. Los personajes del Poema tienen lúcida conciencia de la situación en que se encuentran; pero no pue den evitarla ni remediarla. Contada la historia en tono dramá tico, siempre un lector inteligente hallaría motivos para son reír. Y los personajes, que tienen la experiencia de cómo reac ciona el espectador ante la desgracia ajena, optan por darle ya condicionada a su condición humana la propia historia. Quienes así cuentan su vida no le quitan dramaticidad, le quitan ingenuidad. Hidalgo había puesto ya, bajo la corteza del habla rústica,
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intenciones sanas y una crítica política sagaz; hubiera bastado que sus interlocutores hablasen el lenguaje de las gentes ur banas para que estuviésemos ya en la sátira clásica. Prefirió conservar aquel resabio del tablado, de modo que la comicidad, como antaño, se apoyó en los barbarismos y dislates del rústico, con giros pintorescos y comparaciones, tal como las conservarán Ascasubi, Del Campo y Lussich. Hernández perfecciona pero no modifica. Conserva incluso el tono caricaturesco para el personaje y, observando escrupulosamente una modalidad del alma gauchesca, la conciencia de la inferioridad lo recubre todo de un humour sombrío. Por ese procedimiento el Prota gonista emplea para consigo mismo igual lenguaje que para contar aquello que ha presenciado. En este sentido, todos los personajes del Poema observan la misma modalidad humorística en sus relatos, excepto el Hijo Mayor. Pero aun en su manera de contar hay cierta exa geración no exenta de humorismo. Ejemplo del poderoso influjo de esa manera de contar, es la macabra historia del sepelio del viejo Vizcacha y del pavor del Hijo Segundo. Pero todos esos personajes, que jamás abandonan el tono humorístico, cuando se refieren a sus padecimientos morales, a sus hondas desdichas (no por cierto las que estoicamente sobrellevan por su cruel destino), emplean un lenguaje sincero y sobrio. Los sentimientos son tratados seriamente; sólo los hechos, las per sonas y las cosas pertenecen a una realidad grotesca, por lo mismo que es absurda e inferior a los merecimientos de cada uno. También el picaro, reducido a la miseria, empleaba idén tica defensa de su persona moral ante el infortunio de su persona social. En esa clase de obras realistas, entre las que se deben incluir los cuentos populares rusos, del tipo de los de Chejov, Kuprin, Korolenko y muchos otros, ha de verse un estilo literario, pero sobre todo el estilo del pueblo, cuya vieja costumbre de sufrir ante la indiferencia de los espectadores le ha creado ese doloroso sascasmo. También los gauchos eran burlescos porque estaban humillados. El estudio del humorismo popular sería uno de los capítulos más interesantes de la psicología social. El pobre sabe cuán poco vale su cuerpo, su alma y sus lágrimas.
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Ha creado una forma que es de rebeldía, de vergüenza y de triste resignación, para protegerse aun de las heridas de la piedad. La “payasada” no es tanto propia del indigno cuanto del infeliz. La quiebra por el dolor se produce regularmente de modo ridículo; y la conciencia de que no hay salida en los callejones de la desgracia, y de que las fuerzas adversas son infinitamente superiores a la capacidad de defensa, abren esas muecas infernales en los seres que han sufrido demasiado. El tono en que el Martín Fierro está realizado no se aparta, pues, de la tradición gauchesca, fiel a sus orígenes picarescos; conserva los rasgos humanos vivos que no se le pueden sustraer sin privar a la verdad de uno de sus caracteres mas hirientes, más mordaces. Si el picaro se despreciaba a sí mismo y a su vida era porque el azar o el hado lo habían hecho descender a un mundo vitu perable. Las ocurrencias, pues, como forma de juzgar, contienen generalmente uno de los ingredientes más colmados de hamour. Esas ocurrencias que califican a la acción y al personaje, de ingenio sarcástico y zahiriente por lo común, también radican en lo verbal, en lo ingenioso del habla; pero calan a las si tuaciones cargadas de una experiencia rica y de un sentido filosófico de un nivel mucho más alto que el de los aconteci mientos anecdóticos. Los actores viven mecanizados por un medio que los obliga a actuar de modo irracional, cruel, estú pido; pero el personaje que los observa tiene siempre una posición más elevada desde donde los contempla, los compren de y los desprecia. Porque la Segunda Parte es más objetiva y el Protagonista se convierte en observador, esas ocurrencias en ocasiones están implícitas en las mismas escenas, proyectadas a las cosas. En la Ida, de una subjetividad mucho más grande, las ocurrencias y el humorismo afectan al mismo Martín Fierro. Lo cómico es en la Vuelta más severo y la palabra no juega por sí un papel humorístico. Lo cómico se ha proyectado al mundo. Martín Fierro ha olvidado su estilo sarcástico y cínico en de masía. Unicamente el Hijo Segundo y Picardía mantienen en la Vuelta esa nota primaria, que no está ya en el ánimo de Fierro, ni en la tesitura del Poema. Es cierto que Hernández no incurrió en la postura tradicio
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nal de los poetas gauchescos, que escribían sus historias a ex pensas del gaucho, de cuya torpeza e ignorancia se burlaban, pero no se libró de tratar humorísticamente la suerte de los gauchos. Cierto es que las desgracias del gaucho se exponen, principalmente en los pasajes líricos, en tal forma que merecen profunda simpatía. Pero es que los otros poetas que lo prece dieron no planteaban el drama de la existencia del gaucho, sino escenas aisladas, episodios que no trascendían de lo su perficial. Hernández plantea el destino de una “clase deshere dada” y, sin embargo, su Obra queda comprendida en las ca racterísticas de las obras tragicómicas. La lectura del Poema suscita dos sentimientos contrarios: a lo largo de la lectura, las vidas de los personajes nos impresionan por sus desdichas, pero el recorrido, en casi todos los versos, es de tono jocoso. Concurren a esa impresión no solamente el lenguaje vivaz y colorido, sino las imágenes y las mismas situaciones que son presentadas en su faceta burlesca. La historia entera del Fortín queda en esa tesitura y no faltan notas ingeniosas y sarcásticas en el regreso a su casa, de la que sólo encuentra las ruinas y al gato en una cueva. El experimento de la lectura en voz alta produce un efecto de continua hilaridad, y hasta las estrofas elegiacas conservan esta vibración, si bien es cierto que también de las quejumbres trasciende a lo puramente humorístico un dejo de amargura. La similitud con el estilo de Dickens es sorprendente, sin que intente establecer un paralelo. En sus novelas, como en las picarescas, se trata de mantener un estado de ánimo en nume rosos auditores más que en un lector. Trascienden la lectura. Y el Poema también. Se diría que aquello que se cuenta para muchos debe tener este tono festivo que, en definitiva, no afecta a la seriedad y gravedad del asunto. La simpatía del autor se transfiere al oyente, ya que en estos casos más justo es hablar de un auditorio que de un lector. Lo cierto es que de todas las acusaciones de ánimo injurioso se exime Hernández, y no sus predecesores, como en el caso de Del Campo observó Pedro Goyena (estudio de las “Poesías de Estanislao del Campo”):
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El Fausto reposa sobre una situación inverosímil: tiene todo el chiste de la parodia, y como el asunto es a veces sagrado, el chiste toma en oca siones cierto carácter im p ío... Del Campo ha demostrado en el Fausto que puede hacer, por centenares, versos que sean la expresión fiel de las ideas y giros de lenguaje del gaucho más chistoso... Además, el señor Del Campo, como sus maestros Hidalgo y Ascasubi, aborda generalmente al paisano por su faz ridicula, marcando el contraste entre su espíritu y su lenguaje incultos.
Lo h u m o r í s t i c o . Dos sentimientos se proyectan juntos a lo largo del Poema: el del drama que viven los personajes, ine luctable, y el de lo ridículo con que las situaciones son pre sentadas. Lo trágico y lo cómico forman la misma materia del Poema, indiscernible, una. Por sobre escenas y personajes, im pregnados de angustia y sarcasmo, el Personaje contempla cuanto lo apresa en sus redes y se contempla así mismo. Es él quien da el cariz caricaturesco, que las cosas parecen asumir por sí. Unamuno percibió en el Facundo los rasgos de caricatura que resultaban de la exageración que a su juicio el autor imprimió a los acontecimientos y a los actores. Muchos actos históricos y literalmente verídicos de la vida hispanoamericana presentan ese cariz. Se debe a la naturaleza de los sucesos, de los prohombres y de la adaptación, no siempre bien ordenada, de adelantos que se importan y no se ajustan debidamente. Lo caricaturesco del Facundo y del Martín Fierro está dado poi las cosas y las personas, susceptible de interpretarse en forma solemne o ridicula. Fueron Valle Inclán, con Tirano Banderas, y Conrad, con Nostromo, quienes dieron a los asuntos, que la historia trata con la dignidad de Tucídides y de Plutarco, su tono y su factura verdaderos. El Martín Fierro comporta una ironía de ese tipo, en la concepción global de los acontecimien tos, que en nuestra historia y en nuestras crónicas se atavían de distinta indumentaria. Los personajes están simpre por encima de su propia si tuación, que consideran encadenada por azares trágicos a un juego sin nobleza ni decencia. El desprecio de sí mismos se ha de graduar por lo despreciable de la vida social, y sus reflexio nes y comentarios corresponden a un espectador sumamente comprensivo, que mediante toques sutiles convierte en grotesco lo que pudo parecer impresionante, y en ridículo lo que pudo parecer emotivo. Hay un procedimiento que podría denomi
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narse mecánico en las frustraciones de lo épico y lo trágico, y esa frustración no está en la actitud escéptica del observador, sino más bien en la realidad de las cosas. El humorismo se aplica por igual al aspecto y al fondo de las situaciones. Cuanto acontece es indiscutiblemente trágico; pero acontece sin razón, brutalmente, en un maremágnum de intereses, ambiciones, miserias, crueldades gratuitas, que podrían remediarse fácilmente. El actor lo ve y lo entiende, mas se en cuentra impotente e inerme ante el falso orden que reina en todo. Tampoco es la postura escéptica del contemplador-actor un dictamen circunstancial en cada caso: responde a una posi ción tomada a lo largo de su triste experiencia, y tal escepticismo constituye un pliegue psicológico definitivo. Hasta en la invo cación de Martín Fierro al comenzar su canto es palmaria la ironía del que usa un recurso retórico animado de la intención de chancear: Vengan Santos milagrosos. Vengan todos en mi ayuda, Que la lengua se me añuda Y se me turba la vista; Pido a mi Dios que me asista En una ocasión tan ruda (13-8).
Independientemente, pues, de lo humorístico, existe lo iró nico, ya en un plano enteramente espiritual, de raciocinio. Estos elementos, como que constituyen una tónica natural en los poemas gauchescos, competen al estudio de la psicología social más que al examen literario. Competen también a la actitud del Autor, en cuanto opta por un estilo que ampara toda deficiencia e ineptitud personales bajo la indulgente connivencia de la risa. Como se advierte, las raíces penetran en el fecundo limo del alma nacional o, mejor dicho, racial. Comprendemos que en la postura de ser ingeniosos que adoptan todos los personajes (especialmente Cruz) hay, más que una exageración, un hecho cierto y universal, en que el cinismo es una sobresaturación, la burla de sí un exceso de masoquismo del que ha sido despiada damente castigado y hasta una forma del resentimiento y de la conciencia de la injusta inferioridad. Hay, sin embargo, momentos en que la ironía aflora hasta convertirse en un juego de ingenio, en una voluntad festiva de disminuir, con falsa modestia, la importancia de un hecho. Por ejemplo, al herir dos veces Martín Fierro al Indio, comenta: Al sentirse lastimao Se puso medio afligido (II, 1315-6). O el comentario humorístico, de mucho mayor alcance y hondura, de
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la miseria del gaucho prófugo que ha de vivir de lo que atrapa en el campo: El que vive de la caza A cualquier vicho se atreve-
Que pluma o cáscara lleve. Pues cuando la hambre se siente El hombre le clava al diente A todo lo que se mueve En las sagradas alturas Está el maestro principal, Que enseña a cada animal A procurarse el sustento Y le brinda el alimento A todo ser racional. Y aves y vichos y pejes Se mantienen de mil modos; Pero el hombre en su acomodo Es curioso de oservar. Es el que sabe llorar T es el que los come a todos (II, 457-74).
En ocasiones la ironía resulta encubierta, de una situación que ha de tenerse presente y que no se enuncia. Por ejemplo, los dos amigos prófugos se acogen a la toldería en busca de libertad, y se encuentran con que los indios los adoptan como rehenes: «. ■-Por si cain algunos vivos En poder de los cristia nos, Rescatar a sus hermanos Con estos dos fugitivos » (II, 255-8). El Poema entero está constelado de observaciones y reflexio nes irónicas humorísticas que van de la nota suave que apenas se insinúa al sarcasmo hiriente. Lo G r o t e s c o . Dentro del tono humorístico en que se desa rrolla la obra, hay una instancia en que lo humorístico se aguza, y es lo grotesco. Por lo regular las situaciones dramáticas, en su culminación, abortan en una descarga de buen humor. La máxima tensión es relajada por lo cómico. La vida en el Fortín, el castigo en el estaqueadero, los dos crímenes, la pelea con la policía, la vida de Vizcacha (y hasta su muerte macabra, cuando le come una mano alguno de sus perros), las vicisitudes de la vida sin paradero, durmiendo en las cuevas, todo está enfocado en la tesitura de lo grotesco. Ese es uno de los secretos más poderosos del estilo de Hernández. También Valle Inclán, en su última forma, revistió lo trágico de un ropaje grotesco. Es la fase de los “esperpentos”, en que la sombría humorada, que Goya después de Brueghel llevó a la pintura, da al hecho ho rrible una contracción de mueca angustiosa. Hasta la muerte queda comprendida entre los episodios ridículos. La escena gro tesca en que Cruz mata al asistente del viejo seductor es típica. No solamente la vida de Fierro en el Fortín, sino la historia del Fortín con sus habitantes y sus mañas, la zona de fronteras que alcanzamos a entrever, la suerte del gaucho, hasta la ham bruna de los huérfanos, todo está colocado en lo trágico y lo
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cómico de que, por contraste, resulta lo grotesco. No falta tam poco el elemento de miseria moral y material, representada la una por las autoridades y padecida la otra por todos los perso najes sin excepción, y que son exhibidas como caricaturas y deformidades monstruosas y risibles. Aquellos críticos que han visto, si no una epopeya en el Poema, por lo menos arranques épicos en los personajes, han pasado por alto la impostación en lo grotesco de la obra en su concepción y en su elaboración'. A ningún poema épico se lo puede comparar, ni siquiera al Gargantúa, al Morgante o a los Orlandos, porque es otra cosa absolutamente distinta. No es una parodia sino una obra grotesca en que la urdimbre es de la más pura calidad dramática, en lo humano, y el bordado de la más hilarante apostura humorística. Hernández no ha eliminado lo cómico de la poesía gauchesca: lo ha llevado al paroxismo, superando los límites de lo épico y lo dramático. Lo h u m a n o . El sentido de lo humano es una reminiscencia más bien que una ¡presencia en el Poema. Se lo pone por con traste con la ferocidad de los indios y con la crueldad del trato de las personas para con los huérfanos y los infelices. Con fuerza avasalladora, de compasión, de hombría, pero mucho más como un instinto que se despierta, el Protagonista juega su vida en defensa de la Cautiva. Sabíamos que de eso era capaz Martín Fierro; pero nunca en el Poema, antes ni después, tuvo oportu nidad Hernández de demostrarlo. Sin ese episodio, la figura del Personaje quedaría reducida a la talla de las demás, sórdidas, crepusculares. Pues la defensa de Fierro por Cruz está maculada con sospechas muy graves, para que reluzca como un impulso de la misma índole y origen. Es otra cosa, en que puede haber bravura, pero no sentimiento humano, de solidaridad con el infeliz. M artín Fierro ya tenía ganada la batalla cuando Cruz se le apareja. En Martín Fierro hay, en efecto, sentimientos humanos cuando se refiere a sus hijos, a su mujer, y en general a la suerte del gaucho, es decir, de los desamparados. En cambio, en Cruz la defensa del gaucho es puramente un alegato político. En la amistad con Cruz y en el encuentro de sus hijos, vuelve M artín Fierro a expresar esa condición humana que existía en él, aunque no llegara a ser una cualidad activa en su vida.
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Era un fondo, algo que podía ser despertado en circunstancias propicias, no algo presente siempre en él, que rigiera su ¿onducta. El relato del Hijo Mayor es una exposición detallada, cir cunstanciada, de la taita de sentido humano en la justicia. En cambio hay en él, como en ningún otro personaje, ese instinto vivo de lo humano que es lo que informa toda su acusación, todas sus quejas. Aunque esa ternura que de sí irradia a los semejantes nazca de un hecho que la suscita, eso estaba en él; y eso es lo que más indica su filiación legítima con el padre. En un grado tan evidente como la conducta y sensibili dad de Picardía lo vincula por sangre con Cruz. La compasión de las tías del Hijo Segundo y de Picardía es humana, pero de una clase semejante al afecto que las mu jeres solteras tienen por los animalitos domésticos. Bien clara mente se expresa en el caso de Picardía. La muerte de la tía del Hijo Segundo deja de ella una imagen compasiva, piadosa más bien, que al adoptar a su sobrino realiza un acto casi religioso de purificación. En contraste con todos, el viejo Viz cacha es un ser desprovisto de todo sentido humano. El Poema no es propenso a esos sentimientos humanitarios. Lo humano existe en estado nativo, latente, pero nada hay que lo robustezca y afine por el trato social, por la relación entre personas. Al contrario, la experiencia enseña que hay que matar esos sentimientos como debilidades, y la filosofía de Vizcacha es un tratado de las cualidades que el hombre debe tener para defenderse en la lucha por la vida. La educación (que es la experiencia) es maestra dura, inclemente. Lo humano es aquello indestructible que se salva de parecer y de malearse en la vida de relación. La vida de relación es lo inhumano. Lo que queda es el alma, sufriendo y viviendo, como una con dición imprescriptible, irrenunciable. La piedad de Martín Fierro hacia Cruz y sus sentimientos de amistad, expresados sobriamente pero en forma que no deja lugar a dudas, es muy superior a la que siente luego por la muerte de la mujer. Aquí descubrimos en Martín Fierro un estado de ánimo en que se finge un exceso de pena, por el llanto. Queda en él la impresión de que muchos años han vivido separados, cada cual según su personal destino. Es una
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extraña a la que lo liga el sentimiento del pasado, tal como ha de ocurrir entre los cónyuges que se divorcian. Pero lo que expresa Martín Fierro en esa oportunidad no es sincero, ni está dicho en la forma en que él solía hacerlo. Tampoco siente Martín Fierro compasión humana por las personas a quienes da muerte. Hay un sentimiento supersti cioso, que algunos confundieron con la piedad o el arrepen timiento. Y al tratar de llevar al camposanto los restos del Negro, o pedir perdón a Dios por haber matado tanta gente, se zafa siempre de lo que entendemos por aquellos sentimien tos, cuando la conciencia lleva al criminal a comprender que la víctima era un ser humano, o también —en otros casos— que era un ser con su pobre vida sola y única. Esta clase de sentimientos humanos aparece representada en el Moreno, siempre en un tono menor. Este sí es un perso naje cuya sensibilidad está adecuada a sentir en la madre, en los hermanos, una solidaridad muy fuerte —acaso acrecentada por ser de raza distinta—. Su venganza de sangre, que le im pide atacar al asesino de su hermano sin dirigirle antes un reto y permitirle ponerse en la condición del que va a pelear, indica algo de generosidad o de repugnancia a que la venganza sea simplemente una reparación mediante la justicia por propia mano: el crimen. Se comprende que hay en él una necesidad moral, espiritual, de venganza; pero que ella puede ser satis fecha, aplacada por el mismo camino. Así, ante las altivas ex plicaciones de Martín Fierro, no sabemos que insista; sino que nos explicamos que haya quedado cumplido ante su conciencia “el deber que tenía que cumplir”. Los sentimientos maternales de la Cautiva ante su hijito degollado superan la medida de lo humano e invaden la uni versal zona de la maternidad biológica. La madre ahí es un animal doliente. Sentimos algo más grande que lo estrictamente humano, algo que evoca los relatos de animales en quienes, en términos generales, el sentimiento de la maternidad unlver saliza cuanto la mujer puede expresar. Eso mismo puro, inefa ble, eterno. En el Indio no hay sentimientos humanos; se le representa como semejante a las fieras. Pero el Autor deja traslucir en el
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Indio un sentimiento de afecto por el caballo, que no supera el simple interés de su utilidad. El Poema, exento de hechos humanitarios, corona su infe rioridad por ese reflejo que vierten ocasionalmente algunos personajes, en particular Martín Fierro, único personaje que sabe compadecer a los demás. Lo p a t é t i c o . Lo patético suele estar en los detalles, en las observaciones, en los efectos morales de los sucesos, en sus vícti mas. En el argumento hay un drama, pero nada patético. La historia de Martín Fierro es triste, sangrienta, atormentada; no patética. Lo dramático se confunde con lo que cualquier vida contiene, de ese elemento indispensable —parece- a la vida misma. Hay situaciones agravadas, peripecias excesivamen te dolorosas, pero no sobrepasan el nivel de lo que el hombre común soporta sin mayores quejidos. Solo ha de mencionarse, como algo de verdad grandioso y acaso único en la literatura, por la intensidad, la precisión, la fidelidad en la narración, la habilidad de injertar digresiones, la pintura psicológica en pocas palabras: la pelea con el Indio en defensa de la Cautiva. Allí está, por supuesto, la Cautiva, el personaje más grande desde el punto de vista dramático; esa figura de ébano, maciza, que se alza, lenta y muda, con paso de leona, a recoger los despojos de su hijo. Si se considerara el Martín Fierro como un drama, sería obra frustrada. No mantiene el clímax ni va de lo menos dra mático a lo más; lo dramático, lo sentimental, lo patético, apa recen inesperadamente, como en 'verdad sucede en la vida. Por regla general, lo patético va unido a lo grotesco. Rara vez se ve culminar alguna emoción sin que finalice con algún rasgo humorístico. Hay situaciones que tocan lo más íntimo de la emoción, con las más puras y nobles artes, exentas de todo aderezo literario. Regularmente Hernández llega al corazón de su lector por las vías ordinarias del relato, en el lenguaje tosco; y las situaciones crean por sí mismas el clima de simpatía en que la descarga de la emoción es más intensa y certera. La vuelta a la tapera, las reflexiones de Martín Fierro sobre la suerte de la mujer y de los hijos, su soledad, refugiado en los pajonales y las vizcacheras, son agudísimas impresiones sólo comprensibles para el que conoce en vivo ese sentimiento de
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soledad, de cansancio, de desaliento. En general, la emoción, la nota patética, está lograda con absoluta limpieza y natura lidad. En cambio, hay sentimentalismo, sin profunda emoción, en la muerte de Cruz, en su juicio sobre las cautivas, en la filosofía de M artín Fierro, tomada de La vida es sueño, en el elogio de Cruz a las mujeres; muy poco más. Hay una clase de emoción patética que surge espontánea del relato o de las palabras, como si el Autor no lo hubiese advertido. Esto es de maestros. Por instantes medita uno si Hernández tuvo conciencia de la profundidad o de la deli cadeza de su emoción; y se cae así en la misma estúpida pre sunción de cuando encontramos en Chaucer, Rabelais, Ronsard, Balzac o Tolstoi algo tan inesperadamente grande en lo pequeño, que caemos en la pueril ocurrencia de poner una nota marginal comentándolo como descubrimiento. Espontáneamente surge lo patético, porque no tiene pre paración; salta a veces en dos versos, en ocho sílabas tam bién. Pero Hernández sabe provocar la emoción y con arte no menos cumplido. Y hasta superpone en una estrofa, dos o tres planos de emoción, como por ejemplo en aquélla: Había un gringuito cautivo Que siempre hablaba del barco— Y lo augaron en un charco Por causante de la peste — Tenía los ojos celestes Como potrillito zarco.
Los últimos versos, por lo pintorescos y tiernos, se toman en las primeras lecturas por lo más bello. Después se advierte que el destino de ese gringuito, cautivo e inocente, al ser sacrificado en un charco por atribuírsele una peste, es en verdad muchísimo más intenso como historia (en dos versos) bien dicha. Al fin, se queda uno con los dos versos primeros, melancólicos, y que encierran ya ese destino del extranjero con ojos de ángel que viene a perecer entre indios: Había un
gringuito cautivo Que siempre hablaba del barco.
Lo s e n t i m e n t a l . Se podrá decir de Hernández que no siempre está a la misma altura de su destreza, y que cae en lo grosero y lo trivial más allá de lo que se propuso. Lo que no se le puede atribuir es el sentimentalismo fácil de nuestros escritores “galanos”, sobre todo de esos novelistas para semj narios y talleres de costura. Esa estulta y brutal delicadeza del cursi, o del pillo, no la conoce Hernández. Está a mil leguas
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de eso. Su sentimiento es noble, sincero, fresco, humano; está en la sangre y en el aliento, en el calor del cuerpo y en las lágrimas sin llanto. Sólo un par o dos pares de veces cae en lo sentimental, de bruces, sin precauciones: elogio de la mujer dos de ellas. En las demás, como en el caso del Moreno de la Payada, o en otras situaciones en que Martín Fierro u otro personaje (el Hijo Mayor, por ejemplo, en su dificilísimo relato sin asunto) parecen resbalar a lo sentimental, se ve que Hernández está sobresaliendo de su tema, por encima de él, y que ha puesto sus notas de ingenio como para salvar su decoro. (Otro tanto hace con los ripios, que jamás aparecen en su verso como tales, sino como torpezas de compositor igno rante, muy dentro de la manera del payador, cuyas compo siciones enteras solían ser un ripio numeroso.) Pero lo más grave en los poetas gauchescos es lo cursi. Eso en que incurrió hasta saciarse Del Campo, en sus descripciones y relato del jardín y de Margarita: eso es lo cursi intolerable, porque en el álbum lo cursi es una obligación de etiqueta social. Llevarlo al poema gauchesco, como también hizo en ocasiones Ascasubi, es una estolidez que delata falta de conciencia artís tica. Hernández era poeta cursi cuando escribía a las amigas o cuando se proponía competir con su amigo Guido y Spano en la poesía de álbum. Pero todo eso lo tira al diablo cuando entra al Martín Fierro. Lo m e l o d r a m á t i c o . Las truculencias que se hallan, aquí y allá, en el Poema, son puestas ex profeso: el Protagonista levan ta en el facón al Negro (después, también al Compadre y al Indio: es su proeza de forzudo); Cruz deja mostrando las tripas al Guitarrista; Martín Fierro mata sin piedad al Hijo del Ca cique; el Indio ata las manos de la Cautiva con los intestinos del hijo; los perros comen la mano insepulta de Vizcacha. De estas escenas, sólo la de la Cautiva parece no buscada con espí ritu de suscitar el humorismo por la exageración, procedimien to habitual. ¿Eran precisos esos detalles? Pudo ser. La escena, de por sí rica de emoción, de sublime emoción, no la necesitaba y, sin embargo, no está de más. Un personaje que es grotesco y a la vez profundamente me lodramático es Vizcacha. Por fuera, grotesco; por dentro, trá gico. Mas no es lo melodramático (que la novela policial de
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Gutiérrez y el teatro de Fontanella, Scotti, Coronado y Podestá explotarían) lo interesante en el Poema. Está allí más bien como un elemento artístico manejado hábilmente por Her nández. La pelea con la policía merece tratamiento aparte. Esta es una escena que habría de pasar (¿iniciada ya en Ascasubi?) al teatro y la novela derivados de lo gauchesco. La valentía del gaucho se ha demostrado en su pelea contra numerosos adver sarios, mejor armados que él. Para el oyente del campo esta clase de peleas tan descomunales como las de los caballeros de la fábula (en esto Martín Fierro es como Amadis), debían sus citar su asombro. En el fondo, es cosa homérica, que se encuen tra después en todas las canciones de gesta, en cuanto la fuerza del héroe se emplea contra otras mayoresuncomparablemente en cantidad: dragones, multitudes, ejércitos. Así la fantasía ances tral, algo que subyace en el recuerdo étnico de todos, halla pábulo a la necesidad de admiración. Hernández lo encontró en la tradición española, pero lo puso en su ambiente cabal: el gaucho y la policía, todo reducido a la escala de la miseria. La historia de la lucha contra el indio y del indio contra el blanco fue melodramática, no dramática. Hernández no utilizó ese material. Tomó algo más pintoresco, al alcance de la ima ginación de su público. Lo p o l i c i a l . Este es un género de gran prestigio. Pero lo policial en el Martín Fierro es grosero. Carece del interés de la intriga y se reduce a una parodia de la guerra. Es lo heroico interiorizado; es lo grotesco de lo sublime, la contraparte de la novela de caballerías. Nada tiene que ver, pues, con aquello que desde Poe hasta Van Dynne y Chesterton constituye un género literario. Pero aquí, en el Poema, sobresale un sentido de la justicia, encarnado por el gaucho perseguido. La policía es la injusticia social; encarna la sociedad entera. El gaucho encarna ese ser de conciencia clara, insobornable, que no sopor ta el atropello, que tiene inscrito en su conciencia el senti miento de la ley. Es, entonces, por su categoría y características de acción, el bandido, ese personaje simpático de la tragedia y la poesía románticas: Conrado, Carlos Moor. En el Martín Fierro ese elemento está dosificado en cabal proporción. El
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yerro fue de sus imitadores, y ése es siempre el castigo de los que creen que la grandeza es una cuestión de tamaño. Lo p i n t o r e s c o . En el Poema, despojado de todo atavío des criptivo, reducido por abstracciones geniales (o casuales, de ineptitud) a lo esquelético y esquemático, nada hay de pinto resco propiamente dicho. El Poema carece de fisonomías (ex cepto Vizcacha, que basta para demostrar qué partido hubiera podido sacar Hernández de Martín Fierro y de sus demás per sonajes), de trajes, casas, cosas, colores, figuras. Se aluden. Bastan unas palabras para que reconstruyamos mentalmente la perso na, el lugar. Lo pintoresco es de índole verbal. El paisaje no existe prácticamente: la pampa es una llanura como un telón liso, sin relieves. El cielo es el de las estrellas, lugar común de las literaturas; no el cielo de la pampa, divi namente rico de colores, de formas y de movimiento. El cielo que camina cuando uno está quieto. No hay, pues, más cielo que el que se necesita para la emoción; como no hay más cam po que el indispensable para que los personajes asienten el pie y no floten como fantasmas. De las alusiones a los andrajos, a las pilchas, poco puede sacar el que no conoce la vida cam pesina. La miseria tiene un solo estilo en todas partes. Pero, en cambio, lo pintoresco verbal es inmensamente rico. Todo lo que se dice, cada frase, es pintoresco. No sólo porque recoge elementos de ambiente y reproduce un modo de con versar, sino porque en los relatos, dentro de su sencillez y me sura, hay puestos muchos elementos sustanciosos de la vida campestre. En primer término, otra vez Vizcacha. No es sólo él (único personaje pintoresco), sino lo que le rodea. Ahí hay un rancho destartalado, perros, objetos que nadie imaginó que pudieran estar juntos. Aun esos objetos están inventariados con sumo conocimiento de lo pintoresco y significativo: las latas de sardinas, las riendas, el tintero del Juzgado, todo ello, en su amontonamiento incongruente, habla de las chacras y de los ranchos, como de la afición del paisano, particularmente del chacarero de origen extranjero, a juntar y acumular desperdi cios, de los que saca o cree sacar provecho. Por ellos paga en los remates lo que no valen nuevos, y así van cambiando de mano por otro sistema más legal que el de Vizcacha, pero al
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fin y al cabo en el mismo movimiento giratorio, en el mismo proceso de pase. Hay también lo pintoresco en el aspecto indirecto: eso mis mo que encontramos en Vizcacha, clave del Poema, se ve en Cruz, diabólico y ruin, con alardes o vestigios de grandeza mo ral, en el Ñato de quien habla Picardía, en las tías rezadoras que se encontró, en los Jueces que pululan, en los Coman dantes. Estas almas, de las que Vizcacha es el semidiós, están exhibidas con pocos rasgos verbales, con palabras más que con acciones. Hacen una cosa (cuentan que la han hecho) y de la manera de contarla se deduce quién es el protagonista, de qué catadura. En cuanto a la manera de relatar, todos, desde Cruz a Pi cardía, son pintorescos, sin solemnidad ni énfasis. Usan imáge nes, comparaciones, elipsis, equívocos, confusiones y todos los recursos de la literatura picaresca. Lo s u b l i m e . No hay nada sublime en el Poema, porque está puesto sobre la tierra, en lugares bajos, inundados de detritus y desperdicios. Sin embargo, la impresión de la lectura, una vez concluida, es que se trata de algo prodigioso, como con tadas veces se experimenta en las obras maestras. Inútil recorrer luego el Poema buscando las cúspides de esa llanura, los pun tos luminosos, porque no los hay, o los hay muy contados. No es lo sublime que supera el orden común de las cosas, sino lo sublime de lo que no alcanza su nivel común y queda, no por deficiencias de su naturaleza, sino del azar, por debajo de lo bello, lo heroico, lo trágico. Es la Obra entera, como una unidad indiscernible en esce nas y versos, como un mosaico en que las piezas no tienen valor aislado ni la composición tampoco, pero que da impresión de lo sagrado, mágico, luminoso y justo dentro de la tela en que está. Este Poema es sublime; pero para sentirlo así es preciso no revisarlo minuciosamente, no emplear la lupa ni demorarse; hay que oirlo una o cien veces, tratando de no fijar un tnomento, una estrofa. Más bien es como esos seres raros —pájaros, insectos— que tienen algo de grotescos, anómalos, mostruosos y divinos. Ellos son sublimes, no su anatomía, color, voz ni mo vimientos. Sin embargo, se podría señalar un motivo de lo sublime, y
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son las ausencias, los silencios. Lo que falta en el Poema acaso es lo que da relieve a lo que hay. Diría que el fondo del Poema, lo que lo envuelve, el cielo, el campo, el silencio, la soledad, la muerte, la tristeza, lo que no está contado como tal cosa, aludido, evitado, es lo sublime. Inútil pensar en la pelea con el Indio, o, mejor dicho, el fin y el episodio de la vuelta con la Cautiva; en la separación de Martín Fierro y sus Hijos; en ese cuadro tétrico, iluminado por una lámpara de petróleo en el fondo de una caverna, que es la Payada; en la partida de Martín Fierro y Cruz, en momentos felices de los fragmentos líricos: nada de eso alcanza lo sublime por sí; pero son ele mentos muy ricos, preciosísimos, para la impresión de lo su blime, que no superan, sin duda, El paraíso perdido y La le yenda de los siglos. Es lo sublime con nada, precisamente lo sublime con lo que el poeta no ha dicho, con lo que ha dejado en la masa de donde extrajo la pasta para sus figuras, en el género de donde recortó las historias, en el mundo que no se sabe si existe, pero que está sosteniendo con su inmensa tierra a estos miserables y pobrecitos personajes, que en ocasiones pa recen reproducir en lo humano simples vidas de animales de los campos: la vizcacha, el zorrino, el peludo, el chajá. Pero ¿es que tiene algo de la fábula el Martín Fierro ? ¿Es que la impresión de lo sublime nace de que ocurren cosas de anima les a seres humanos, que hay confusión de biografías, de lo grande y lo ruin, de lo insignificante y lo histórico? Es posible también. • El hueco que queda del vaciado del Poema, el resto del mundo, del cielo, del campo, de la sociedad, de la justicia, de la riqueza, de los otros países, de la historia, de la moral, de eso que envasa y contiene a la vida del hombre, eso es lo que da un relieve, una luz, una profundidad, una excelsitud únicas a este Poema. Es la fealdad, no la belleza, lo que se propuso el Autor; ni la belieza del paisaje —que es lo común— ni la de los caracte res morales, ni la del argumento. En los aciertos de expresión puede haber muchos otros valores artísticos, mas no belleza. Ni un solo verso se puede citar como bien hecho para expresar algo bello o que se relacione con la sensibilidad propia de la belleza. No obstante, lo sublime vuela sobre lo bello. Al fin,
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resta una impresión de fuerza, de verdad, de proeza realizada por el Autor contra todas las dificultades. Como en una par tida de ajedrez, como en una hazaña de un campeón que sale airoso cuando en mil oportunidades se esperaba verlo sucumbir. Ningún Poema produce este efecto mágico: a base de feal dades, groseras deformaciones, realidad crudamente transcrita, sin imaginación ni fantasía, sin belleza de palabra, queda como una mole en pie. El paraíso perdido es buen ejemplo de lo con trario: en la lectura, mil veces nos sorprenden los hallazgos de expresión, la altura de los pensamientos, la belleza de las me táforas y las imágenes, y, al terminar la lectura, nos deja la impresión de lo hueco y ampuloso, de lo falso y lo ridículo. Inclusive de lo ridículo. No así la Divina Comedia, que es grande en la lectura microscópica, en los fragmentos y en el conjunto, de cada parte o del total de la obra. Al fin, el Martín Fierro es también un infierno; en vez del de Florencia, el de los campos argentinos. Lo d e l ic a d o y l o g r o s e r o . Este es el Poema de las cosas groseras escritas con delicadeza, o de las cosas y sentimientos delicados expuestos con grosería. ¿Qué de los dos? ¿O los dos? Grosera es el habla, las cosas que ocurren, los sentimientos que producen, la filosofía que se aplica, los juicios críticos y los sarcasmos, los indumentos, los ambientes, todo. Mas todo se salva por la manera ingeniosa, a veces de finos hallazgos, con que se exponen al lector. Sin embargo, también hay notas de delicadeza dentro de esas groseras cortezas. Se diría flores na cidas en las ciénagas. Fundamentalmente lo histórico, lo biográfico, lo narrativo, es grosero. No sólo pobre, humilde, campesino; es grosero, in tencionadamente grosero. Ningún autor vernáculo ha preten dido contar las cosas de su región tomando lo ínfimo, lo de menor cuantía, en una selección negativa, en una recolección esmerada en que se dejan las flores y se cortan las hojas mar chitas. i Pero también, como dijimos de lo sublime, de la tarea de colectar hojas marchitas resulta algo benéfico para la flor en el jardín. El ramo no se lleva en la mano, lo que es brutal en fin, sino que queda en la naturaleza. El buen conocedor de esos sentimientos que impiden al colector cortar las flores, o al
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botánico, saben qué es lo que ha ocurrido y qué inmenso bien es para Dios haber procedido así. Eso pasa con el Poema. Hay palabras obscenas, suciedad, pestilencia, harapos, desperdicios, seres sin importancia que no soportaríamos tratar sino en ratos de escéptico furor contra la civilización, cuando acariciamos a los perros y compadecemos a los sapos. Todo es grosero; y la impresión es muy contraria. Hay, necesariamente, un fondo, algo inexpresado, de delicadeza, co mo en esas historias de prostitutas, que dejan en el alma una universal conmiseración para toda miseria. Lo delicado está a veces en las observaciones; pero aquí no me refiero a esos dichos, sentencias y cuasi proverbios que ma tizan la Obra como perlas en el estercolero. Quiero referirme a lo que encontramos en la sensibilidad de los poetas, pintores y músicos, cuando nos hallamos en presencia de las grandes obras. De eso no hay abundancia en el Poema, ni estaba en el plan ni en la posibilidad del Autor. Otra vez debemos confe sar que Hernández tendía a lo grosero y no a lo delicado; que era, por azares de su vida, de su educación e instrucción, un hombre de campo, sin barniz ni pulimento. Pero debajo de ese ser aparente, en la tierra donde estaban las raíces de su talento, había un artista delicado, que sabía distinguir lo bello de lo ordinario, un filósofo pragmático que no se equivocaba en cuanto al valor de las acciones y los gestos, las palabras y las cosas. He aquí una nueva categoría de belleza y de interés: lo grosero. Ya lo había ensayado la novela picaresca; la novela naturalista lo llevó al extremo. En la poesía no tiene otro abo lengo que la poesía obscena o los cantos de la soldadesca. Robert Burns hizo un ensayo glorioso. Nadie se atrevió como los gauchescos a esa osadía. En este terreno Bartolomé Hidalgo es un creador. ¿No es lo grosero, la liberación de las tradicionales pautas de corrección y alambicamiento de la poesía, lo que nos satisface tan íntimamente en el Martín Fierro ? ¿No será un poema del odio contra lo correcto, lo amanerado, lo artificioso, un contrapoema? ¿No hay un encanto pecaminoso en encon trar excelsitudes en la villanía? ¿No es ése el espíritu de los iconoclastas? ¿Somos iconoclastas los admiradores del Martín Fierro ? ¿Simpatizamos con su prédica antigubernamental, anti
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policial, anticulta, por descontento con la sociedad en que vi vimos? ¿Es el Poema, como el nacionalsocialismo, una inven ción adecuada a las necesidades de envilecimiento y brutalidad del hombre, a su instinto de destrucción y apostasía? ¿Estamos en presencia de un activador de los instintos bajos, los que la literatura culta, precisamente, se ocupa de amortiguar? ¿Cómo puede el psicoanálisis tratar este caso de un poema sin ningún valor tradicional de belleza, y que hasta carece del aliciente de lo sexual? ¿Lo social negativo, el ansia de destrucción colec tiva equivale a la libido? ¿Es el gusto de meterse en el fango para encontrar la libertad, como el John Carrickfergus, de Hudson? Hay un encanto en lo silvestre, en lo que se ha hecho sin sumisión a los cánones de la botánica y la zoología oficiales. Gran parte de la literatura culta debe consistir, también, en esa misión destructora, desvaloradora, creadora de caminos nuevos, de exploración en las profundidades de lo mórbido, allí donde las pestilencias y deformidades son percibidas con sim patía en ciertos días del año. ¿No será Dostoiewsky esto mismo, y Freud y Gide? ¿Y Lutero? ¿Y en Milton no hay lo revolucio nario, lo anárquico, lo iconoclasta, lo hereje? ¿No es también el Martin Fierro una herejía.en lo poético? Lo “ a m b i v a l e n t e ” . Toda obra completa en significado debe tener dos textos que se lean simultáneamente. El psicoanálisis nos ha brindado la economía; no tener que buscar muchos de los encantos secretos en obras de arte y de pensamiento. Con siste en que expresan dos cosas: la literal por un lado, y por otro, la contraria’o la paralela, o la oblicua, o simétrica, esto es, una cosa que no está en el mismo plano, pero que resulta de proyectarla en otra dimensión. Se puede llamar fondo inten cional, picardía, alusión, sobreentendido, con mil palabras, que en el fondo designan siempre un contenido enjundioso, pro teico, insuflado como sustancia impalpable en otra corpórea. A estos elementos ambivalentes (fuera de lo sexual, que en el Poema apenas existe en derivaciones ingenuas, si no en los mecanismos muchos más complicados del pensamiento y la in tención) alude Hernández cuando dice que hay en sus versos una intención. Mas no sólo aquella que resulta de estar refi riéndose al estado de descomposición de un país —o de gran
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parte de él, la llanura—, sino en las frases, en las alusiones, en las palabras. Hasta los solecismos y barbarismos suenan co mo explicando otra cosa: ponen de relieve la ignorancia o la desproporción entre la autoridad de un personaje, su capacidad de causar daño y su educación y saber. Pero todavía se va más lejos en el Poema. Hay personajes ambivalentes, superpuestos: Martín Fierro y Cruz correspon den a este caso. Por eso se estudian como los “dobles”. M artín Fierro está formado con dos trozos de otros seres: Picardía y Cruz, en que a la mezcla o injerto aporta una tercera parte equivalente: la propia, que es buena. Mucho de lo de Martín Fierro puede atribuirse al modo de ser distinto, de Cruz o de Picardía. Cosa semejante acontece con Cruz, hijo de Picardía y padre de Martín Fierro, en quien convergen o desembocan el pillo de naturaleza y el hombre bueno, el charlatán y el pai sano reservado (en aspectos importantes de su vida: Martín Fierro), el conversador (Martín Fierro) y el que habla de sí tratando de no omitir nada que valga a su prestigio de picaro. La ambivalencia está también en el orden moral en que tanto Martín Fierro como Cruz son buenos y malos por partes iguales, dignos y miserables, nobles y ruines, contradictorios, realistas y dados a fantasear (no a mentir). En las palabras y dichos. Ya el dicho es de por sí, como la metáfora, una forma figurada de decir otra cosa. Esto es abundante en el Poema. Los ejemplos, los consejos, todo ello coloca en primer término un texto, y la lectura ha de hacerse en el revés de la página, en el otro lado. Acaso un valor inédito provenga de los errores de plan y de composición del Martín Fierro, que le obligan a circunloquios y equívocos, a superposiciones: de ahí un ara besco rico en la simplicidad del dibujo, aquí un trasfondo de palimpsesto en la lectura literal de la letra clara, escolar. TENDENCIA PEYORATIVA La oposición a lo culto —el “no” a sus afirmaciones— es una fuerza orgánica del hombre civilizado, un nuevo instinto cuya raíz está en alguno de los más arcaicos. Se puede mani festar en la actitud declarada, en aversiones vitales o en formas
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sucedáneas y amortiguadas. Los poemas gauchescos responden a este concepto y, como correlato de una actitud humana, tienen por eso mismo vigencia universal. Pero cuando nosotros tam bién sentimos que tal conducta es compatible con una óptima cualidad humana; cuando comprendemos que lo culto es un andamiaje en el lugar que ha de ocupar algún día lo culto verdadero —como son andamiajes provisionales la ciencia y la moral—, no lo sentimos ni comprendemos como una necesidad beligerante, de ataque a los detritus de la cultura que van ins titucionalizándose. Por eso somos hombres cultos más que civi lizados. El hombre elemental vive tan centrado en su mundo, tan inmóvil en su situación definitiva, que no aborrece los pro ductos de la cultura. Lo que está más al alcance de su com prensión es la civilización, que es la corteza mecánica de la cultura, no siempre concordante con ella. Se rebela contra lo falso e inhumano de una y otra, que es lo que también hace el hombre limpio de corazón que ve noblemente la carcoma de un fruto aparentemente apetecible. El poeta gauchesco es mucho más primitivo por su sentido fresco de la realidad que por su actitud hostil a las formas urbanizadas de la sensibilidad campesina. Percibe, con su sagaz instinto de las cosas ciertas, que lo culto está maleado por el contexto de errores, prejuicios, injusticias y ambiciones de la misma organización social. Comprendemos que, independiente mente de la dosis de doctrina o de prédica que en este sentido contengan los poemas gauchescos, la actitud humana que reve lan corresponde a una saludable disconformidad. El Martín Fierro expresa taxativamente su desdén por lo culto y urbano, y en este sentido el libro es un anti-Facundo tanto como su Autor un enemigo irreconciliable de Sarmiento. La cuestión política es enteramente insignificante ante esta actitud vital del Martín Fierro frente a la actitud vital del Facundo , y de Hernández frente a Sarmiento. Es muy posible que ambas obras puedan ser vistas como exageraciones y hasta como caricaturas —es el parecer de Unamuno sobre el Facundo , mucho más justo aplicado al Martín Fierro—, pero sentimos que ambas contienen una verdad histórica esencialmente trágica, es decir, histórica, no tanto en los materiales con que se documentan cuanto en
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la significación de esos materiales para una concepción de la realidad nacional de más amplios alcances. Si la rusticidad del Poema, con sus personas y sus costum bres, corresponde a una época superada o desaparecida, es algo que no se resuelve juzgándolo por la exterioridad de las figu ras sino por su sentido estructural de una realidad. Con el mismo criterio, también el Facundo puede ser juzgado una obra sin vigencia actual. Una y otra obra recogieron a propósito, según se ha dicho, materiales maliciosamente seleccionados; pero esto nunca es verdad de las obras representativas de la natura naturante” de la historia, como son ésas. Aun es discutible que hayan escogido materiales negativos, pero parece que no puede discutirse que en la actitud de recoger los materiales significa tivos hay en Sarmiento y en Hernández una intención de re velar a la superficie el mal profundo; que ambos trataron de mostrar una tesis y que sus obras responden a los propósitos de la sátira. Hernández hizo, efectivamente, una sátira; pero al tomar partido por aquello que en nombre de la civilización se fusti gaba, lo aceptó íntegramente, sin defensas ni sofismas, acen tuando tanto los rasgos negativos de la acusación; que toma contacto con la profunda verdad humana y llega a los soportes y a los tejidos vivos de la realidad. De manera que el problema de averiguar qué elementos intencionalmente peyorativos con* tiene la Obra se confunde con el de una concepción pesimista de la sociedad. La actitud de Hesíodo ante la civilización ho mérica es eso mismo, en un grado de menor virulencia; y el mismo caso es el de los Idilios de Teócrito: ambos poetas opo nen una temática de lo censurado a las formas canónicas del lenguaje culto y de su fina sensibilidad. En los poemas gau chescos, y sobre todo en el Martin Fierro, la temática no signi fica tanto la adopción de las formas del pensar como el sentir y el decir de un mundo inferior que posee, sin embargo, exce lentes cualidades sustanciales, no evaluables según la tabla de la civilización urbana. Los poemas gauchescos, en fin, son ex presiones de cultura dentro del orbe campesino, diferenciados los órdenes rural y urbano como dos “mundos”, en el sentido de las teorías sociológicas de Tonnies. Son dos concepciones de la vida, dos formas de ser con arreglo a factores distintos e in
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conciliables; de allí que lo peyorativo, cuando corresponde hon radamente al cuadro de uno de esos orbes de cultura, se poten cia automáticamente en signo de valor positivo. La inferioridad de ese mundo de los poemas gauchescos, de las personas, sus vestimentas, casas, enseres, pautas de conduc ta social y moral, carácter de los sucesos posibles según el me dio, da un clima con figura de status. Pues ¿no resultaría, de otro modo, que Hernández ha llevado a cabo una befa, más cruel todavía que las de sus predecesores, quienes rebajaron con ánimo festivo a sus personajes y sus tribulaciones? Unicamente ahondando en ese suelo, en esa verdad, acentuándola y no desfi gurándola, podríamos llegar a la comprensión humana de los problemas propios de un género de vida incomprensible para el hombre de la ciudad — del otro hemisferio —, inclusive el po lítico, que es por excelencia el individuo incomprensivo de los “todos” históricos. Contrapóngase, si se quiere, como compara ción auxiliar, la etnología a la historia, la novela al ensayo, el caso único de la vida de cualquier ser a la estadística, y se com prenderá que el sentido de lo peyorativo aplicado a una rea lidad francamente representada es un prejuicio absurdo y has ta irracional. Lo peyorativo en el Martin Fierro es una instancia subraya da de lo cierto; por lo tanto, queda por encima de todo juicio axiológico según las normas del vivir urbano y, sobre todo, de los usufructuarios de la urbanidad (pues ésta, como la cultura misma, tiene sus parásitos intestinales que medran a sus expen sas). El tono despectivo del Poema no es un ingrediente como lo emplea la sátira y lo emplearon los predecesores de Hernán dez; es un elemento orgánico: es la fealdad de la miseria, la crueldad, la ignorancia, casi todos los males de la gente sin con suelo ni esperanza, fuera de sus vicios y perversidades. El verdadero desprecio, que sale del alma, va contra las au toridades políticas, pero lo satura todo como una atmósfera cargada, densa. Los personajes se contemplan a sí mismos con harta lucidez, y se desprecian. Martín Fierro siente más asco que indignación por lo que le ocurre inmerecidamente. Están arro jados a un pantano y el fango les repugna. La única manera de no caer en condición abyecta es tener conciencia de la in famia y sobreponerse inteligentemente a la brutalidad, El len
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guaje humorístico que todos emplean — menos el Hijo Mayor — responde a esa conciencia de que viven en un medio envile cido, sean los envilecedores justamente los encargados de velar por la decencia y la equidad, sean los agentes impalpables de la disolución y el retroceso. Ese mundo bajo en que todos vi ven es presentado con implacable veracidad, que es el único procedimiento de redimir a los inocentes y de no absolver de culpa a los responsables. En este sentido, todos los personajes — menos Vizcacha — están desajustados y piensan y hablan con amargura sarcástica. En ningún instante el Autor transige con el disimulo; acumula inexorablemente las pruebas; hace que los personajes muestren sus úlceras, que discurran sobre sus la cerias como Job. Es la miseria del estercolero, que no afecta al alma del hombre ni a la gloria de Dios en la tierra; es la mise ria creada, administrada, organizada. El Poema entero baja has ta ella, fija ahí su nivel. Un índice para esta clase de valoracio nes del Poema nos lo dan las relaciones que se establecen entre las cosas y las personas. La clase de vida que los personajes lle van ha impreso en su imaginación un orden de relaciones con los seres inferiores y las cosas, que no es simplemente un reco nocimiento de la propia inferioridad. Reconocen en seres y co sas de los campos cualidades y singularidades que tienen cierta analogía con los sucesos humanos y las personas. Pero tampoco es simplemente esto. La imaginación establece esos vínculos misteriosos y hasta cierto punto irreducibles a una explicación, que en parte señalan relaciones vivientes y caracterológicas efec tivas, en parte la conciencia de la propia desdicha y rebajamien to. ¿Por qué, si no, tantísimas veces los personajes se comparan y comparan a los demás en su aspecto y en sus actitudes y con ducta con los animales? Cuando esto ocurre en personajes que se refieren a sí mismos en arranques de secreta angustia, de im potencia, o cuando el símil es despectivo, se comprende bien que obedecen a un impulso de autonegación, de disgusto que rebota contra sí. Por encima de lo ingenioso se acentúa enton ces la intencionalidad agresiva contra sí mismo, que es el caso de las comparaciones que usa Martín Fierro. Enumerar algunos de esos abundantes motivos, puede ser aclaratorio por sobre cualquier intento de una aclaración expresa. Ese tipo de comJ paraciones está en boca de todos pero las circunstancias, la
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entonación, el propósito, cambian su significado en una gama que va de la ternura al encono. Al escapar del Fortín, M artín Fierro dice que va como el pe ludo que endereza o se encamina a su cueva, que es el rancho; también compara su sentido de orientación con el instinto del rumbo en el chancho. La inspiración de Cruz brota abundan te y las palabras salen como ovejas del corral; el Moreno compa ra el amor maternal de las madres de color con el del macá; el coraje es como el del toro; a los hipócritas se los parangona con los teros y a los puebleros, que se asombran de que el gaucho sepa cantar, con el avestruz. La vida que llevan los matreros, durmiendo en las cuevas de vizcachera, se compara repetidas ve ces con la vida de los animales, sin otra compañía que la sole dad y las fieras. Se insulta a la Negra llamándola vaca, y al gringuito de ojos celestes se lo compara con un potrillito zarco. También Vizcacha llama potrillo al Hijo Segundo. Los indios tienen nombres de animales y fieras, y es sumamente vivida la correspondencia entre el indio y el caballo que es toda su pre ocupación. Abundan en comparaciones de esa clase los conse jos del viejo Vizcacha: el chancho, el ratón, la hacienda alzada, los bueyes, el perro, el burro, el cerdo, el zorro, la vaca, la hor miga, los lechones. Completa ese cuadro la misma índole del viejo, su mancomunidad con los perros, sus hábitos nocturnos de robar y carnear animales ajenos. Independientemente del po der de sugestión que esas referencias y similitudes establecen, en la eficaz asociación de ideas de la metáfora, el Poema se en tona en un registro que del hombre tiende a un reino inferior, de habitantes del campo, de costumbres zoológicas, que le da, al mismo tiempo que un marcado sabor agreste, una perspecti va de indecible tristeza y de hundimiento moral de quien poco provecho ha obtenido del trato con sus semejantes. Que por compensación la fauna de nuestra campaña cobra una proyec ción de simpatía, es una verdad que no necesita comentarios. Uno y otro efecto, sobre todo en quien siente el campo como un ambiente plenamente configurado con sus cosas, pone al hom bre en una relación más estrecha con los seres irracionales y a éstos en un plano desde donde es posible comprenderlos, amar los y compadecerlos; porque, como lo establece claramente Mar tín Fierro, sus destinos tienen también una analogía profunda
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con el del hom bre. ¿Y no es la pobreza y el desamparo en que ellos viven uno de los más evidentes paralelismos que pueden establecerse, no sólo en la concepción del Poema que responde a ese sentido de la verdad, sino en el hombre culto cuando en raptos de clarividencia se siente “puesto en el mundo” bajo la misma ley pavorosa de existir como ente impenetrable? La enor me fuerza y la grandeza del Poema dimanan en grado superla tivo de que el Autor ha comprendido ese mundo que habitan sus personajes, y que no ha introducido en él ningún elemento de sublimación, manteniendo en todo su desarrollo la tónica antropológica más que histórica. FILOSOFIA Es opinión corriente entre los personajes, que existen dos formas de saber: el urbano, que acopia conocimientos teóricos, y el rural, que se basa en la comprensión clara de la realidad. Tal es, más allá de las ideas de los actores, la convicción de Hernández, y el Poema se enfrenta al saber inoperante del pue blero en defensa del buen sentido y la fresca sindéresis del pai sano. Para unos será sonidos y para otros intención, sobreen tendiéndose que el hombre culto no ha de penetrar la cáscara que lo envuelve, mientras que percutirá directamente en las vi vencias del hombre del campo. Los consejos de Martín Fierro (Canto XXXII) comienzan sentando una antítesis: Yo nunca tuve otra escuela Que una vida desgraciada — No estrañen si en
la jugada Alguna vez me equivoco — Pues debe saber muy poco Aquel que no aprendió nada. Hay hombres que de su cencía Tienen la cabeza llena; Hay sabios de todas menas, Mas digo sin ser muy ducho — Es mejor que aprender mucho El apren der cosas buenas (II, 4601-12). Todos los cantores hacen confe
sión de su ignorancia y Martín Fierro y el Moreno llegan al alarde, con lo cual afirman los méritos de su saber, que es una especie de carisma, una ciencia (“el gaucho tiene otra cencia”) que se aprende en la naturaleza y en la vida. La Payada es una enciclopedia de ese saber ínsito que se aventura a interpretar, dentro de una concepción inspirada del mundo, fenómenos que trascienden la percepción ingenua. Es una metafísica en el gus
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to del retórico Moreno. Otra es, sin embargo, la acepción que ha de darse a la ciencia del gaucho, como se desprende del tex to del Poema. Groussac ha intentado ordenar ese saber según las caracte rísticas del mundo en que vive el gaucho. Dice en El viaje in telectual:
En un rumor de tempestad, discierne si los rebaños huyen despavoridos al solo amago de la tormenta o delante de un ataque de los indios. En un tropel invisible, alcanza a contar los caballos, distingue si vienen montados y si los jinetes son soldados, salvajes o compañeros de correrías. Un grito de pájaro, la fuga de un avestruz, la oreja parada de su caballo, son otros tantos indicios precisos. En la arena blanda o la yerba pisada, su mirada fija de zahori sigue el rastro reciente hasta dar con el caballo perdido; la huella familiar no se le escapa en el confuso pisoteo de una tropa numerosa. Reconoce a media legua, disparándose con las crines al viento, al potro que señaló el año anterior, entre centenares de compa ñeros. Individualiza cada bestia de la manada, al igual que nosotros cada persona; y sabe lo fuerte y lo débil, las cualidades y defectos “humo rales” del caballo que ha elegido, como sabemos la psicología de un amigo.
En el Facundo, Sarmiento había trazado un cuadro de hábi tos y de psicología del gaucho que es también un aspecto de la adecuación a su medio: Aquí principia, diré, la vida pública del gaucho, pues que su educación ya está terminada. Es preciso ver a estos españoles por el idioma únicamente y por las confusas nociones religiosas que conservan, para saber apreciar los caracteres indómitos y altivos que le nacen de esta lucha del hombre aislado con la naturaleza salvaje, del racional con el bruto; es preciso ver estas caras cerradas de barbas, estos semblantes graves y serios, como los de los árabes asiáticos, para juzgar del compasivo desdén que les inspira la vista del hombre sedentario de las ciudades, que puede haber leído muchos libros, pero que no sabe aterrar un toro bravio y darle muerte, que no sabrá proveerse de caballo a campo abierto, a pie y sin el auxilio de nadie, que nunca ha parado un tigre, y recibídolo con el puñal en una mano y el poncho envuelto en la otra para meterle en la boca mien tras le traspasa el corazón y lo deja tendido a sus pies. Este hábito de triunfar de las resistencias, de mostrarse siempre superior a la naturaleza, desafiarla y vencerla, desenvuelve prodigiosamente el sentimiento de la importancia individual y de la superioridad. Los argentinos, de cualquier clase que sean, civilizados o ignorantes, tienen una alta conciencia de su valer como nación; todos los demás pueblos americanos les echan en cara esa vanidad y se muestran ofendidos de su presunción y arrogancia.
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En el Poema se dice repetidas veces que la ciudad es del hombre instruido y el campo del ignorante; pero esta antítesis, que también el Facundo sentaba con demasía y buen tino a un tiempo, tiene en el Martín Fierro un sentido de valor distinto. Entre nosotros no se ha sentado todavía la coexistencia de dos series de cosas y de fenómenos sociales que poseen, cada una, la misma legitimidad de ser con todos sus propios atributos. Esa dicotomía está hecha claramente en el Poema, y una de las cau sas de que no haya sido entendido a fondo es que poseemos sólo un criterio de juzgar la civilización y la cultura, el de Sarmien to, que trazaba una perspectiva desde el foco urbano hacia el interior del país. En muchísimos conceptos la visión opuesta es igualmente válida. ¿No advirtieron ya Darwin, los hermanos Robertson y Head, entre otros viajeros de comienzos del siglo pasado, la superioridad moral y de carácter del hombre del cam po sobre el hombre de la ciudad? T ratar nuestros fenómenos sociales con una norma forjada para las agrupaciones urbanas, y leer el texto de nuestra realidad campesina con el mismo cri terio que la realidad de las ciudades, que se han formado según otras leyes y fines, es empezar por hacer incomprensible lo au ténticamente rural y dar razón a los otros poetas gauchescos. Hernández, a este respecto, no solamente defendía como políti co la campaña bonaerense y su habitante estable, sino un con cepto sociológico que es una' de las recientes conquistas de la ciencia social. El Poema equivale a la realidad campesina, y es imposible que uno y otra, que por igual contienen una connotación verí dica e invariante de la psicología y el ambiente rurales, sean comprendidos sino en su significado cabal. Vemos que los crí ticos del Poema, lo mismo que los que podríamos llamar con igual liberalidad “sociólogos argentinos”, se han cohibido an te la necesidad de aceptar un orden de valores que no coincide con su nomenclatura metropolitana. Han creído indispensable sublimar el Poema y la vida, aliñándolos a su sabor, para que les fuera inteligible en su idioma de sofistas. Y hay aquí una dificultad insuperable: quien podía entender las cosas estaba incapacitado intelectualmente para hacerlo, y el que captó sus vivencias en una comprensión ingenua de lo elemental y tectó nico, no ha ido, ni podrá ir, más adelante, en su informe intui
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ción, de que muchísimas cosas tasadas con valor negativo son positivas y sustanciales. Todo lo que de intención contenía la obra ha sido captado' por él intuitivamente, y jamás podrá expresarlo, porque para expresarlo necesita una mentalidad de hombre urbano y el hom bre urbano ya no tiene aquel poder de intuición que entra al contacto de las vivencias. El Poema es una escritura jeroglífi ca; mejor dicho, una criptografía. No porque como la Divina Comedia contenga la flor y esencia del saber más culto, inacce sible a los hombres comunes de la época, sino porque la sabi duría puesta bajo aspectos groseros es grande y por momentos de buena calidad. Se trata, evidentemente, más que de una fi losofía, de un saber empírico, de una sabiduría, ya que su base es la inteligencia, no la mecánica de pensar. Revisando los Es tudios de historia argentina, de Groussac, encuentro estas pa labras: La lectura verdaderamente nociva y esterilizadora es la que perpetúa la actitud discipular que estos pueblos sudamericanos han heredado de la España colonial, y no ha tenido aún su “independencia”. . . Aquel grupo de dirigentes es el que está amagado de atrofia mental, por inactividad prolongada del órgano pensante, y si ésta llegara a hacerse crónica, se pasaría sin transición de la infancia a la vejez, como ciertas civilizaciones indígenas de este continente... Pero repito que el daño esencial de la lectura como única operación de la mente, reside en su pasividad: leer es absorber lo pensado por un extraño; es decir, delegar en otro el esfuerzo activo que precisamente robustece y desarrolla la inteligencia.
Sería preciso transformar nuestra cultura: instilar en el hom bre del campo, todavía sano, el saber de cultura para que de ese injerto surgiera una conciencia veraz de nuestros problemas. Con el hombre de la ciudad — el culto — no tenemos nada que hacer; nada podemos esperar de él. Es un producto híbrido y estéril de la lectura inasimilada sobre temas de la vida social de grandes pueblos históricos, y la ignorancia más ridicula, no de las cosas del país, sino de las del sentido común. No se re chaza en vano una realidad en masa sin embrutecerse. El tex to dice literalmente: intención; lo que equivale a establecer que contiene un sentido que no es el literal. Pues lo curioso es que ese sentido fue captado por el paisano, y que el sentido que cre yó encontrar el crítico sagaz, el hombre culto, es el sentido lite
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ral embrollado en su propia cabeza. Caído el Poema en su ce rebro mistificado, la mistificación fue un resultado natural del análisis del poema. Aunque esa intención es mucho más hon da que como se la juzga, no puede ya ser expuesta ni al hombre del campo ni a nuestro hombre culto de la ciudad. Sólo puede serle revelada al “extranjero”, al que está fuera del sistema, al que mira al país como un panorama y no como una anteojera. Implica una exposición abreviada de la vida nacional, del hom bre-habitante de su territorio, en la época y la zona más carac terística de su riqueza: “en su frontera”. Epítome de nuestros profundos males originarios — y ahí va el de la lectura colo nial — de estructura y de psicología: aquellos males que, según Cruz, no son graves, sino que “no tienen cura”. Lo que “siente el paisano está más allá de lo literal, con otros instrumentos pe netra en las reconditeces de la meditación y extrae su diagnós tico. Pero lo identifica con una fatalidad, con una suerte inevi table de su condición de hombre pobre y desvalido, sin poder proyectar ese diagnóstico al plano de lo nacional, de lo histó rico, de lo étnico. De esa intuición el paisano extrajo una sus tancia ineficaz, estéril, porque la reservó para sí como lección, quedándose con los consejos del viejo Vizcacha, en lo cual hay una cordura mucho más grande que la de los críticos que supo nen que esa filosofía cínica es nada más que una sarta de di chos ingeniosos de Hernández. ¿Donde han leído una filosofía de la historia sudamericana semejante? Seguramente no es eso bastante para aceptar un contenido filosófico en la criptogra fía: acaso no lo hubo. Pero los materiales de la experiencia que Hernández puso en el texto eran tan de primera calidad, tan vivos y significativos, que con el tiempo han procreado por sí mismos una filosofía. Así como los caballos y las vacas en las llanuras. Es preciso, antes de proseguir, fijar algunos conceptos fun damentales sobre ese tipo de sabiduría empírica, tal como se le encuentra en el Poema. Para ello son eficaces estas observacio nes de Max Scheler (El saber y la cultura): La cultura soberbia, el saber orgulloso es a priori incultura, y más aún lo es la presunción. "Culto —me dijo cierta vez un hombre ingenioso— es aquel a quien no se le nota que ha estudiado, si ha estudiado; o que no ha estudiado, si no ha estudiado...” Resumiendo: “culto” no es quien
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sabe y conoce m uchas modalidades contingentes de las cosas (polimatía), ni quien puede predecir y dominar con arreglo a las leyes un máximo de sucesos —el primero es el “erudito” y el segundo el “investigador”—, sino quien posee una estructura personal, un conjunto de móviles esque mas ideales que, apoyados unos en otros, construyen la unidad de un estilo y sirven para la intuición, el pensamiento, la concepción, la va loración y el tratamiento del mundo y de cualesquiera cosas contingentes en el mundo; esos esquemas anteceden a todas las experiencias contin gentes, las elaboran en unidad y las articulan en el todo del “mundo personal”.
El saber de experiencia de Hernández en el Martin Fierro es otro que en la Instrucción del estanciero. Aquí denota cuán to conoce, empíricamente, de las cosas y oficios del campo; su saber es técnico, de “investigador”, y aunque casi todas sus ob servaciones pudieran ser invalidadas por las ciencias agropecua rias y agronómicas, el caudal y eficacia de sus observaciones permanecería el mismo, en cuanto esas ciencias son universales, gnoseológicas, y éstas locales, circunscritas a una zona especial de nuestro campo. Cualquiera que sea mi convicción personal, que sin duda está de parte de Hernández, aquí quiero signifi car que el saber de experiencia del Martín Fierro se refiere a la vida, a las circunstancias ambientales e históricas de la vida del campesino en nuestro país — en una zona fronteriza muy elás tica, de un tipo humano muy extensamente aclimatado —, mien tras que el saber de experiencia de su Instrucción del estancie ro se refiere al oficio, a la técnica de las cosas del campo. Por eso ambas obras son complementarias, no en su sentido y obje to, sino en la comprensión de cuál es la tesitura con que la una y la otra fueron concebidas y realizadas. Si además se tiene en cuenta la observación del mismo Au tor, que tenía clara conciencia de lo que realizaba en su Poema, en el Prólogo a la Vuelta, donde encomia el valor de los pro verbios y refranes, y atribuye al gaucho una capacidad singular para utilizarlos y hasta para elaborar otros nuevos, estamos en el centro de esta consideración acerca de la sabiduría que en cierra el texto. Esa sabiduría es, pues, de la calidad del saber universal y eterno de los pueblos, y no creo que la haya de más fecunda y cierta especie. Porque al saber científico, técnico, sis temático se opone ese saber abierto, de metáforas, de fluir y sen tir con las mismas cosas que acaecen en la vida. Uno forma el
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texto oficial del método de investigación y de las conquistas en el mundo de abstracciones y de valores, creado por las ciencias — particularmente las físicas y matemáticas y el otro es la in tuición, la vivencia del todo, del cosmos en el hombre, de lo absurdo e incoherente que constituyen las leyes de gravitación y de termodinámica de la historia que no se escribe, que es im posible registrar: es la verdadera historia del hombre viviente. Ese saber no se cierra en un ciclo, no configura un orbe, por supuesto; pero los materiales que emplea, historias de seres hu manos, son los mismos que en las historias de Plutarco o de Tucídides. No hay dos, ni una es superior a la otra, fuera del pre juicio académico de que el vivir del hombre en el mundo es cuestión de escoger casos ejemplares para confirmar una teoría. Tiene la Obra de Hernández en su favor la literatura y no la historia, la vida y no la etica, la realidad y no el sistema, la in tuición vivencial de las cosas y no el método de clasificación, definición y valoración. Tiene la vida, como el biólogo la tie ne en su microscopio y en su mesa de estudio, tanto en la mos ca como en el sapo, o en el esperma del hombre. Esa vida la tiene ahí y no la desfigura, sino que con gran delicadeza y tacto la pone de manifiesto iluminándola en los escorzos y planos, en los cortes y repliegues más significativos. Cualquier cuento de Kafka — Una colonia penitenciaria, La madriguera , por ejem plo — es eso mismo; y la sabiduría que el autor, uno u otro, han puesto en su tarea ni es inferior ni de jerarquía más baja que la del hombre de ciencia. El problema de cosas y la capacidad de la inteligencia son independientes de la ordenación y selec ción de los materiales: por este sistema se puede llegar a la crea ción de grandes concepciones científicas o filosóficas del m un do, pero ya ha dicho Bergson bastante para que sea preciso re crear aquí una reiterada teoría sobre “los datos inmediatos de la conciencia” o sobre “la inteligencia y lo que se mueve”. El mismo Hernández dijo, refiriéndose por analogía al saber del gaucho, que es ya imposible discernir lo que ha tomado de otros y lo que ha puesto de sí; es decir, lo que ha sido probado como válido por millares de siglos y por millones de hombres, y lo que él ha puesto de propia creación. Pero si tan iguales son en calidad el saber del proverbio y del refrán reelaborados, metamorfoseados, como el propio, muy grande ha de haber si
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do éste. Y no encontrar en el Poema, siquiera sea en sus re flexiones (porque también lo hay en los conjuntos, en las fi guras de hechos alegóricos, en el todo), una sabiduría que se puede refutar pero no desmentir, que es la flor del saber de la humanidad, es cerrar los ojos ante los valores vivos y constantes del saber de intuición para restringirlos como monopolio al sa ber de ordenación y de deducción. Dos momentos, sobre todo, dan la seguridad de que Hernández procedía con vigilante con ciencia de esta clase de valores y de su importancia dentro de la cultura no erudita y no investigadora: una, cuando el Mo reno dice: Dende que aprendí a inorar De ningún saber me asombro (II, 4219-20); otra, cuando el mismo Narrador dice: Se pan que olvidar lo malo También es tener memoria (II, 4887-8). LOS REFRANES El saber de experiencia de todos los personajes del Poema no se refiere a conocimientos prácticos pues, sino a conceptos con que juzgan y analizan los hechos, y a sí mismos. Tan grande y constante uso hacen de reflexiones con cualquier motivo, que, de no ser inteligentes y atinadas la lectura se tornaría penosa y árida. Por el contrario, tan adecuada es la filosofía que profe san a las circunstancias de sus vidas; tan de buena calidad las observaciones y comentarios, y tan profunda en fin, la posición del hombre que contempla con escepticismo el espectáculo del mundo circundante, que constituye uno de los valores más po sitivos de la Obra. Esas reflexiones, que podrán reunirse en un florilegio de sentencias agrestes, son equivalentes a los pro verbios y refranes, y se expresan en forma de dichos ingeniosos, espontáneos, que llevan siempre el sello de la personalidad del creador. Son una modalidad psicológica que refleja el tempe ramento, y deben interpretarse para inferir de su envoltura me tafórica el sentido traslaticio de lo que se quiere significar. La clave es sencilla, y, puesto que responden a un modo de ser, sig nifican lo mismo que un lenguaje intencional al que cada per sona imprime su propio carácter. Hernández definió como pro verbios y refranes esos dichos, y en verdad pueden derivar de ellos, pues de las dos formas de perpetuarse el concepto que
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cualquier refrán contiene — repetirlo o asimilarlo —, en el Poe ma los personajes poseen el secreto de crearlo más que la me moria de reproducirlo. Hernández reconocía en el paisano de nuestras llanuras un don natural para esta clase de hablar sentencioso. En el Prólo go a la Vuelta explica ese fenómeno que es común, en mayor o menor grado, a muchísimos pueblos, pero no a todos. Dice el Autor: Todos sus refranes, sus dichos agudos, sus proverbios comunes son ex presados en dos versos octosílabos perfectamente medidos, acentuados con inflexible regularidad, llenos de armonía, de sentimiento y de profunda intención. Eso mismo hace muy difícil, sino de todo punto imposible, distinguir y reparar cuáles son los pensamientos originales del autor, y cuáles los que son recogidos de las fuentes populares. No tengo noticia que exista ni que haya existido una raza de hombres aproximados a la naturaleza, cuya sabiduría proverbial llene todas las condiciones rítmicas de nuestros proverbios gauchos. Qué singular es, y qué digno de obser vación el oír a nuestros paisanos más incultos, expresar en dos versos claros y sencillos máximas y pensamientos morales que las naciones más antiguas, la India y la Persia, conservaban como el tesoro inestimable de su sabiduría proverbial... Indudablemente que hay cierta semejanza, cier ta identidad misteriosa entre todas las razas del globo que sólo estudian en el gran libro de la naturaleza; pues que de él deducen, y vienen dedu ciendo desde hace más de tres mil años, la misma enseñanza, las mismas virtudes naturales, expresada en prosa por todos los hombres del globo, y en verso por los gauchos que habitan las vastas y fértiles comarcas que se extienden a las dos márgenes del Plata. El corazón humano y la moral son los mismos en todos los siglos.
Estas apostillas encierran por lo menos una valiosísima con jetura que puede aplicársele al Autor, en cuanto al procedimien to que ha seguido para reelaborar muchos proverbios y refranes de aquella sabiduría antigua, bajo la rústica apariencia de di chos y frases ocurrentes. Pues es indudable que muchísimos de ellos no son sino viejos refranes reconstruidos en un tono colo quial y de hilván en el discurso; trabajo tan hábilmente reali zado que “sería muy difícil, si no de todo punto imposible, dis tinguir y reparar cuáles son los pensamientos originales del au tor y cuáles los que (en su Poema) ha recogido de las fuentes populares”. De esa absorción y rcelaboración de los refranes, conservan do su intención y su densa decantación de experiencia, lo que
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piensan y razonan los personajes adquiere una categoría que so brepasa el simple buen sentido del hombre inteligente y sin cul tura. Cualquier crítica impremeditada contra el valor de esa materia filosófica llevaría a desengaños no menos bruscos que si se negara la alta calidad poética persistente bajo las groseras formas de expresión. El procedimiento de reelaboración y de adecuación al fluir del discurso puede observarse con neta visi bilidad de la factura en los consejos, tanto del viejo Vizcacha como de Martín Fierro. En ambos pasajes la estrofa contiene dos y hasta tres sentencias, cuyo origen en muchos casos es im posible rastrear. Aforismos y proverbios, refranes y sentencias han sido macerados y recubiertos de tosco ropaje, sin que su esencia se haya desvanecido. De las restantes afirmaciones de Hernández sobre el tema nos queda la impresión, ratificada por su hermano Rafael, de su predilección por la lectura de esa cla se de pensamientos epigramáticos. Adecuados a la conversación y despojados de su recortada concisión, disimulados como ocu rrencias del momento, resaltan sin desentonar con el resto de la composición. No obstante, es posible percibir que los nume rosos dichos sentenciosos no surgen como consecuencia natural de los hechos, ni se avienen netamente a las situaciones, sino que unas veces lo preceden a manera de breves digresiones filo sóficas, y otras, colocados después, a modo de corolario, tienden un puente entre el suceso individual y eventual y un orden de la historia de los sufrimientos humanos. La más lejana utiliza ción de esos pensamientos anónimos y casi tan viejos como el hombre está incorporada a la acción en cuanto no se la descri be objetivamente sino a través del Narrador, que tiene a su al cance la posibilidad de subrayarlo con personales observaciones. La Obra entera se proyecta de un sentir y un pensar cuya raíz no es la contemplación, sino la meditación. Lo que en otros autores — especialmente en Lussich — es simplemente ingenio, gusto de formar una frase que sume a su valor descriptivo algu na resonancia más honda, en Hernández es una impostación consciente, un valor invariante, y en esto se diferencia radical mente su Obra de la de todos los demás poetas gauchescos. Por lo demás, esa apelación al saber popular y tradicional como me dio de expresión de ideas y sentimientos de sus personajes in cultos no es una afectación, sino un hallazgo genial, ya que pre
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cisamente los pueblos de menor evolución en el plano de la cul tura son los que cultivan con íntima vocación la fábula, el cuen to mítico y el refrán, las tres formas de la intuición más pene trantes en la dura corteza del mundo. A este respecto formula interesantes observaciones A. L. Kroeber (en su Antropología general), refiriéndose al arte de crear refranes, que parecería obedecer a una técnica susceptible de aprendizaje: Parece sorprendente que las tribus bárbaras del oeste Africa posean un tronco de proverbios tan abundantes y expresivos como los que son co rrientes en Europa. La tendencia a usar proverbios es lo bastante general para sugerir su origen independiente en Africa y Europa. Una primera reacción al paralelo probablemente sea algo como esto: “El negro y nosotros hemos acuñado proverbios porque ambos somos seres humanos; la acuñación de proverbios es instintiva en la humanidad.” Sin embargo tan pronto como se revisan la distribución de proverbios en todo el mundo, se hace evidente que su acuñación no puede ser espontánea, puesto que la raza nativa americana no parece haber inventado un solo proverbio verdadero... Los indios americanos permanecían sin proverbios porque la invención nunca les fué transmitida.
La forma sentenciosa de hablar de todos los personajes del Poema cumple plurales fines: denota la índole del locutor, da a su mentalidad un tono arcaico y popular sin rebajar su in trínseco valor de inteligencia pura, permite la perífrasis y el lenguaje figurado con que llegamos más a lo hondo de las in tenciones y acaso del sentido de la vida, levanta el argumento total por movimientos de balancín, al rebajar una sabiduría pu ra a las formas del pensar y el sentir elementales y, en fin, pro clama su parentesco, en la familia literaria, con antecesores de la alcurnia del Libro de Buen Amor, la Celestina y las Coplas de Manrique. Angel Battistessa, en su disertación sobre “La génesis poéti ca del Fausto”, observa, con carácter general que comprende también al Martin Fierro, que algo bastante parecido ocurre con los refranes. Nadie ignora que el re franero pertenece al fondo común universal de la sabiduría del pueblo, pero es bastante frecuente, por falta de mayores referencias o por mera limitación localista, nacionalizarlo resueltamente y adscribirlo a una región determinada. Descontados los que proceden de traducción o de calco, por poco que se tenga alguna familiaridad con la literatura de otros países,
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pronto se advierte que los más de nuestros refranes son de neta proce dencia española; en su caudaloso desprendimiento, el torrente idiomático no pudo menos que arrastrarlos hasta nosotros. Pero a través de España ese acarreo procede, no pocas veces, desde mucho más lejos.
En su carta del 8 de noviembre de 1881 a Florencio Madero, Nicolás Avellaneda le decía: ¿Qué ha estudiado "Martín Fierro”? Antes de conocer sus aptitudes lite rarias y de revisar su biblioteca [evidentemente se refiere a Hernández], ya lo sospechaba, y lo he confirmado después por su propia confesión y por la inspección de sus libros. Ha estudiado, como Cervantes, los pro verbios de todos los pueblos y de todos los idiomas, de todas las civiliza ciones, es decir, la voz misma de la sabiduría, como los llamaba Salomón. . . ¿Cómo dejarían de ser populares, cómo dejarían de circular como la luz y el aire las sentencias o los dichos que no son sino gauchescos en sus formas, pero que pertenecen al habla de todos los hombres, después de miles de años? He ahí explicado el secreto de la popularidad de M artin F ie rro ; he ahí por qué sus dos libros han recorrido por la América que habla nuestro idioma, de tal manera, que lo habrían enriquecido [otra vez identifica a Hernández y Martín Fierro] si hubiera podido preverse este caso único, estipulando la reciprocidad de la propiedad literaria que hoy no existe... He de pedirle [al doctor Larsen] que estudie los diálogos de Martín Fierro y que, despojando los dichos de sus expresiones locales, los restituya a sus verdaderos autores, es decir, al Corán, al Antiguo Tes tamento, a Confucio o a Epicteto. Estos dos últimos son, sobre todos, los autores predilectos de Martín Fierro, y sus dicharachos gauchos no vienen a ser en el fondo sino proverbios chinos o griegos... Tiene usted, como nuestro amigo Hernández, este don supremo de recoger lo que es popular, depurándolo y transmitiéndolo bajo nuevas formas, para que lo sea aún más.
No menos certero fue el dictamen de José Manuel Estrada (reproducido fragmentariamente en la edición de 1897), quien, sin entrar al análisis, dio un juicio cabal del Poema en sus as pectos más palmarios de obra de reflexión y de crítica social con estas pocas palabras: Ni Hidalgo, ni Ascasubi, ni mucho menos Del Campo, han llegado, entre nuestros poetas populares y gauchescos, a la altura filosófica en que toca el versificador más incorrecto de todos, D. José Hernández. Martín Fierro es el tipo culminante del gaucho, es decir: el producto más completo de una sociabilidad injusta, operando sobre una naturaleza ingénitamente poderosa y activa. Pero precisamente por ser extraordinario como la poe sía lo requiere, no puede guiarnos en los estudios sociales sino subjetiva y elementalmente.
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Con lo que Estrada quería significar que el verdadero asun to del Poema estaba tomado de la realidad reflejada en el alma del Cantor, puesta ésta en contacto vivo y directo con las for mas naturales y puras del mundo en que vivía. En efecto; pero el resultado fue trascender lo perecedero de esa realidad que podemos llamar histórica y dotar a los personajes, intencional mente reducidos a la última pobreza y a la desnudez verbal, de una clarividencia de que sólo tenemos absoluta certeza al ter minar la lectura y dejar que las figuras se fundan en la tierra informe de que también nos nutrimos. VIZCACHA, FILOSOFO MORALISTA Reconozcamos que el Poema configura un orbe de cultura, cualquiera que sea su categoría dentro del círculo mayor del país, y la del país en una órbita más amplia. Es un mundo con sus cosas, sus seres, sus costumbres, sus acontecimientos, su sino, su habitat y su tipo común de conducta colectiva. Cada una de las personas da sus puntos de vista acerca de los hechos, casi siempre calificados de injustos, en que fatídicamente intervie nen, y si puede hablarse de una posición filosófica para extraer consecuencias de esos hechos y de las propias fuerzas de resis tencia, ninguno deja de consignar qué piensa del mundo en que vive. Pero nadie tiene un dogma o un sistema coherente de juicios que se pueda aplicar al sistema cerrado de acontecimien tos irrevocables de ese m undo. Ha de entenderse, ante todo, que ese mundo no está en proceso de formación, donde habría fuer zas cohesivas y aglutinantes, sino en proceso de regresión y di solución, pero con estructura sólida, pautas sociales y líneas de acción individuales que se oponen o ceden a ellas. Vizcacha cede; ha formado una filosofía absolutamente pragmática en que las cosas del mundo y su espíritu están en un estado de equilibrio satisfactorio. Por eso sus opiniones sólo en parte son personales (en su estilo), y en parte mucho mayor las que por propio imperio de las presiones circundantes debieran tener to dos. En realidad, Vizcacha se atreve a formularlas en un discur so coherente, que se desarrolla conforme a una lógica que ar gumenta según una télesis. Esa télesis es de carácter moral, y
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Vizcacha es el moralista que, más allá del bien y del mal, res ponde a las incitaciones de su mundo en un diálogo absoluta mente sincero. No le importa saber si existe, más allá del hori zonte que abarca su experiencia, un país mayor, un planeta. Se limita a razonar su mundo. No tiene otros principios que los principios con arreglo a los cuales ese mundo se ha organizado o desorganizado: es un determinista, un behaviorista en todo el rigor de los términos. En definitiva, esto no se ha comprendido; y se quiso abo rrecerlo por aplicación de una tabla de valores éticos, posible mente existente en “otro orbe”, o se lo invoca para definir con pocas palabras la actitud acomodaticia de mayor eficiencia. Esos consejos son la parte más duradera de todo el Poema, y el pa-' saje es de los que se estampan en la memoria con caracteres in delebles. Tal prueba de supervivencia debe delatar alguna ur dimbre que coincida ecuménicamente con la urdimbre de una realidad que trasciende de los límites del Poema, pues no sólo se recuerdan sus consejos para que se oigan con ánimo festi vo, sino para revelar la supervivencia de un status para el que tales preceptos son válidos. Tan hondamente como en la sabi duría popular y universal los refranes desmenuzados en dichos, estos consejos escépticos de Vizcacha calan hasta los tejidos más dolorosos de la experiencia hum ana. Se trata, en general, de males generados por un imperfecto estado social, por un status de injusticia y brutalidad institucionalizado según las tres fau ces demoníacas del Estado político; y la denuncia de esos males orgánicos y medulares tiene en Vizcacha la misma sana posición que en los críticos más conscientes de los adversos a todo poder que, bajo pretexto de mantener la cultura, la civilización y la dignidad del hombre, lo degradan o lo sublevan, lo emplazan para que capitule con toda su honradez, o lo conminan a la hipocresía. El problema puede ser transferido del minúsculo mundo del Poema al gran escenario del mundo. La postura de Viz cacha ¿no tiene alguna analogía con la de los filósofos cínicos y con Maquiavelo, Hobbes, Hamilton, H. S. Chamberlain y Móller van den Bruck? La Lógica Parlamentaria, de Hamilton, por ejemplo, no contiene menores infamias, en el lenguaje comprensible para los lores, que el Canto XV de la Vuelta en
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el lenguaje comprensible para los paisanos ignorantes. Otra cuestión es averiguar si esas obras de política experimental registrada correctamente son fidedignas o maliciosas, si en señan, como los consejos de Vizcacha, el procedimiento más apropiado para un status social o no. Entonces se ha de con testar que, para un estado social corrompido en su tuétano, esas filosofías son absolutamente válidas y congruentes (mucho más que las declamaciones de pulpito y de cátedra), y que tomar partido por esas fuerzas malvadas de la historia es vencer de antemano. Lo que se plantearon esos espíritus per versos fue cómo perpetuar ese status aprovechándolo, y, en vez de luchar por la corrección radical de esos males que pode mos llamar específicos de las sociedades en que el Estado tiene poder omnímodo de prostituir y depravar, aconsejaron el método de convertirlo en una industria lucrativa montada con el auxilio de la inteligencia y de la fuerza. Eso es todo. Pero Vizcacha no sobrepasa en su absoluto pesimismo el orden de relaciones entre el hombre de un lugar y época determi nados y ese lugar y esa época (con las proyecciones de todo continuo biológico e histórico). En un tono paradójico y sin compromisos con un análisis serio, Francisco Grandmontagne hizo estas afirmaciones (en el artículo “Schopenhauer y el Viejo Vizcacha”, publicado en la revista Caras y Caretas): El pesimismo de Schopenhauer, por su fondo radical y su áspera forma, parece insuperable. Sin embargo, no le llega ni a la cola al de Vizcacha, así en el contenido como en el estilo. "A nadie —dice Schopenhauer— se quiere de buena fe más que a sí mismo y, a lo sumo, a su hijo.” Oigamos al viejo Vizcacha: Dejá qu e caliente el horno E l dueño del amasijo, etcé tera. Todas las enormidades de expresión del autor alemán, todo su vigor de estilo palidecen ante estos versos en que el pesimismo alcanza su forma más espantosa...
Plantear así el problema es desnaturalizarlo, y su estudio exhaustivo llevaría a un tratado sobre psicología o sobre so ciología, si no sobre las dos cosas juntamente. Pero ha de ser de interés fijar esta verdad: que es la filosofía del viejo Vizcacha la misma de todos los personajes, cuando se expresan con efusiva sinceridad. Confiesa Cruz: Tampoco me faltan males Y desgracias, le prevengo ; También mis desdichas ten-
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go, Aunque esto poco me aflige— Yo sé hacerme el chancho rengo Cuando la cosa lo esige. Y con algunos ardiles Voy viviendo, aunque rotoso; A veces me hago el sarnoso Y no tengo ni un granito, Pero al chifle voy ganoso Como panzón al maiz frito. A mi no me matan penas Mientras tenga el cuero sano, Venga el sol en el verano Y la escarcha en el invierno —Si este mundo es un infierno ¿Porqué afligirse el Cristiano? Hagámosle cara fiera A los males, compañero, Por que el zorro más matrero Suele cair como un chorlito; Viene por un corderito Y en la estacadeja el cuero (1699-1722).
Las reflexiones de los Hijos de Martín Fierro, en parti cular las del Mayor y de Picardía, se hacen en la misma pos tura; son pesimistas con un dejo de cinismo. Pero es el propio Protagonista, que ha de dirigir al final sus consejos moralizadores, quien dice, por ejemplo, en el Canto III de la Vuel ta, que El mal es árbol que crece Y que cortado retoña — La
gente esperta o visoña Sufre de infinitos modos— La tierra es madre de todos, Pero también da ponzoña. Mas todo varón prudente Sufre tranquilo sus males— Yo siempre los hallo iguales En cualquier senda que elijo— La desgracia tiene hijos Aunque ella no tiene madre. Y al que le toca la herencia Donde quiera halla su ruina —Lo que la suerte destina No puede el hombre evitar— Porque el cardo ha de pinchar: Es que nace con espina. Es el destino del pobre Un continuo safarrancho, Y pasa como el carancho Porque el mal nunca ¡,e sacia, Si el viento de la desgracia Vuela las pajas del ran cho (II, 343-66). Otra es su posición en la prédica a los Hijos.
Esos consejos, comparados con los de Vizcacha, son artificiosos y sostenidos por el propósito insincero de inculcarles princi pios extraídos del sentido moral corriente y no de su expe riencia. Lo que él, con toda franqueza y lógica, debió predi carles a los hijos era la filosofía de Vizcacha. Pero éste es un pasaje de la Obra en que se acusa la desviación que hace el Autor de su empresa hacia los ramales subterráneos que des embocan en la misión redentora que asigna a libros como el suyo en el Prólogo a la Vuelta. Lo que experimentamos leyen do esos consejos de moral de catecismo es que Martín Fierro ha descendido por debajo de su rival, el genuino y noctivago habitante de la llanura. Responde ese pasaje al mismo espíritu
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contemporizador y de transigencia que llevó a Hernández al falso e impropio intento de justificar los crímenes de Martín Fierro por argucias que intercala en su canto. Lo que todos recuerdan son los consejos de Vizcacha y lo que todos olvidan son los de Martín Fierro. ¿Habría desmerecido en su perso nalidad, en su ser, Martín Fierro, si hubiera formulado las cínicas consecuencias de Vizcacha tras sus injustos padeci mientos y su experiencia de la maldad organizada? Creo que no, sino muy al contrario. Unicamente habría desmerecido ante los ojos de los lectores que prefieren rechazar la moral de Vizcacha y dejar subsistente el status social (en lo inva riante y continuo), antes que justificar esa filosofía como pro ducto genuino del medio, pues esos lectores prefieren oponer el último Martín Fierro a Vizcacha, dejando subsistir lo mal vado en la sociedad, porque de ello sacan dividendos como de una industria, y precisamente más holgadamente cuanto más enérgicamente repudian al verdadero delator del mal censurado. LAS “MEJORES” EDICIONES Y LAS PRIMERAS CRITICAS Las primeras ediciones del Poema se hicieron en forma de folleto, en papel de diario, con tapas de color e impresos los versos a dos columnas con las letras iniciales en mayúscula. En la Ida los cantos iban numerados con guarismos romanos, y en la Vuelta con arábigos. La Segunda Parte llevaba lámi nas dibujadas y “calcadas en piedra por D. Carlos Clérice, ar tista compatriota que llegará a ser notable en su ramo, porque es joven, tiene escuela, sentimiento artístico y amor al tra bajo”, según palabras del Poeta en el Prólogo. Bajo aspecto tan mísero se disimulaba la riqueza de su contenido, en la misma forma que los personajes bajo su sórdida vestimenta, y los méritos de la Obra bajo un lenguaje rústico y una forma incorrecta. Todo ello se relaciona con las apariencias, y por una parte dificultó la justa valoración por el lector culto, que desdeñaba el contenido por su traje. En cambio, el lector del campo manejaba el folleto no sólo
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con familiaridad, sino como cualquiera de las publicaciones periódicas que se llevaban a la chacra. En forma de libro, con otra presentación, su éxito habría sido menor, y acaso hubiera obstado a la íntima comprensión del texto como una historia que cada cual podía hacer suya. En la Carta a los editores de la 8? edición, manifestaba Hernández: “Me he servido de este último elemento [el folleto y no el libro], y en cuanto a la forma empleada, el juicio sólo podría pertenecer a los domi nios de la literatura.” Ambigua manera de identificar la rus tiquez de las formas, disociándola de la calidad del conte nido, y que puede al mismo tiempo denotar una falta de se guridad del Autor en su Obra, por influjo de los críticos o del incomprensivo entusiasmo de los admiradores. La lectura del Poema en una de esas viejas ediciones, que sólo se encuentran en ejemplares ajados y deteriorados por el repetido e inhábil manejo, da mayor sentido a estas palabras del Prólogo a la Vuelta: Un libro destinado a despertar la inteligencia y el amor a la lectura en una población casi primitiva, a servir de provechoso recreo, después de las fatigosas tareas, a millares de personas que jamás han leído, debe ajustarse estrictamente a los usos y costumbres de esos mismos lectores, rendir sus ideas e interpretar sus sentimientos en su mismo lenguaje, en sus frases más usuales, en su forma más general aunque sea incorrecta; con sus imágenes de mayor relieve, y con sus giros más característicos, a fin de que el libro se identifique con ellos y de una manera tan estrecha e íntima que su lectura no sea sino una continuación natural de su exis tencia.
En cualquier edición de lujo como las que últimamente se han hecho —con tapas de cuero de nonato e ilustraciones—, el lector no habría sentido lo que entendía en las otras del Poema. En la carta que Hernández dirige desde Montevideo a los Editores, fechada en agosto de 1874, enumera las “publi caciones que se ocuparon de su libro: La República, La Pam pa, La Voz del Saladillo, y otros; los cantos del Martin Fie rro han sido reproducidos íntegros o en extensos fragmen tos por La Prensa, La República, de Buenos Aires; La Prensa, de Belgrano; La Epoca y El Mercurio, de Rosario; El Noti ciero, de Corrientes; La Libertad, de Concordia, y otros pe-
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riódicos... de la prensa oriental, como: La Tribuna y La Democracia, de Montevideo; La Constitución y La Tribuna Oriental, de Paysandú, que o lo han reproducido íntegro o en p a rte ... La publicación ilustrada El Correo de Ultramar... (editada en París, en español). ^ En la nota de los Editores aparece una observación acaso sugerida por el Autor: Aunque nos sea penoso, fuerza es confesarlo: sólo cuando se ha visto la gran aceptación que este libro tenía en los países extranjeros, la prensa de nuestro país se apercibió de su mérito, lo estudió y lo hizo conocer como el verdadero drama de la P a m pa ...
Destino que no es una excepción, sino que está en la ín dole de nuestro modo de juzgar las cosas propias, cuando éstas revelan algún cariz extraño a las normas convencionales de lo correcto. Juan María Torres le pronosticó esa suerte al Autor, en carta que desde Montevideo le dirigió el 18 de febrero de 1874: es una creación verdadera, de que debe enorgullecerse la literatura de su país, y que acaso no será comprendida ni estimada en lo que vale, porque no debe su existencia a un nombre inglés, francés o yankee...
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Se sabe el éxito que la obra tuvo en el campo. En siete años se vendieron setenta y dos mil ejemplares de la Ida, de ediciones autorizadas, y no menos de otros tantos de ediciones clandestinas. Hernández hubo de iniciar acciones judiciales para perseguir las ediciones fraudulentas. Y, como indica Tiscornia, este movimiento de las ediciones continuó hasta 1878, en que apareció la undécima y última de la serie... En 1879 vió la luz la segunda parte del poema, con el título La Vuelta de M artin F ierro. La primera edición, hecha por la imprenta "Coni”, fué impresa en cinco series o ediciones de cuatro mil ejemplares cada una, con el milésimo de 1879 las dos primeras y el de 1880 las otras tres.
Otras ediciones se hicieron en la imprenta y librería de propiedad de Hernández. La 14? edición aparece editada por la Librería Martín Fierro, de Alonso S. González, calle Bo-
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lívar 147. Avellaneda consigna el dato de que los almaceneros pedían docenas de ejemplares, en la lista de artículos comes tibles que periódicamente pasaban a los distribuidores ma yoristas. . Las cartas, como los artículos de alguna importancia por la calidad de quienes los escribieron, están comprendidas entre los años de aparición de la Ida y de la Vuelta. De modo que, acaso, la única carta que puede referirse a la Segunda Parte es la de Juana Manuela Gorriti, cuyo parentesco con Hernández no se conoce por otra revelación que la del encabezamiento de esa epístola, fechada en Lima, en abril de 1880: “Primo mío y querido amigo.” Esta escritora pone de relieve, como uno de los caracteres eminentes de la obra, su lenguaje “fantasista”, que encuentra perfectamente vertido del original. El aspecto del Poema que más interesó a los críticos fue el relacionado con la vida del paisano en los campos, con la psi cología del protagonista (no se alude, en general, a Cruz); con el estilo en cuanto pieza lexicológica y, muy someramente, con sus valores literarios. Se le compara con los anteriores poemas del género. Los puntos de vista principales de esa correspondencia y de aquellos artículos destacan la veracidad del ambiente social en que vivía el gaucho, y el veredicto es unánime, excepto el juicio de Mitre, que formula objeciones de carácter normativo, sin desvirtuar lo verosímil en la crudeza de su exposición. Ma riano A. Pelliza escribía al Autor, el 21 de marzo de 1873: Su trabajo, escrito sin duda por mero pasatiempo, responde a tendencias dominantes en su espíritu, preocupado desde larga fecha por la mala suerte del gaucho. . . En las luchas civiles la peor parte ha sido para ellos; y durante la paz armada en que los caudillos han mantenido la República, el campamento y los fortines los han alejado de la vida labo riosa y de los sagrados vínculos del hogar, relajando la constitución de la familia y bastardeando las generaciones, convirtiéndolos en nómadas habi tantes de nuestras inmensas praderas, cuando no están sujetos al yugo del servicio, que es un lote en el repartimiento de los bienes de la libertad por cuya conquista tantos años han pugnado.
El juicio de Adolfo Saldías es coincidente: Al principio de este siglo, el gaucho, con ser que ya había guerreado en nombre de su patria contra los ingleses, era el más desamparado de la
LOS VALORES 418 suerte y de los hombres. Después del esfuerzo de su patriotismo, sólo le quedaba la inclemencia del desierto... Requerido constantemente para el servicio militar que demandaba nuestra guerra de la Independencia, ¿dón de se dió una batalla donde el gaucho no lanceó, acuchilló, baleó...? (Carta del 16 de noviembre de 1878).
Juan María Torres (carta ya citada) le escribe: Martín Fierro pertenece a esa clase desventurada que en la República Argentina ha sustituido a la negra, extinguida ya, en los trabajos y sa crificios de sangre y de vida, en beneficio exclusivo de las clases más elevadas o más ambiciosas de la sociedad... ¿Es digno para un pueblo culto, es honroso para un gobierno que se dice ilustrado, que esto suceda? Y no hay que decir que el pueblo y el gobierno lo ignoran, pues hasta los ciegos y sordos lo saben... ¡Los Presidentes, los Ministros ocuparse de los dolores, de los infortunios de tales gentes! ¡sería asqueroso, indigno de su carácter y de su ilustración!
Mitre le observa: No estoy del todo conforme con su filosofía social, que deja en el fondo del alma una precipitada amargura sin el correctivo de la solidaridad social. Mejor es reconciliar los antagonismos por el amor y por la nece sidad de vivir juntos y unidos, que hacer fermentar los odios, que tienen su causa, más que en las intenciones de los hombres, en las imperfecciones de nuestro modo de ser social y político (Carta del 14 de abril de 1879).
José Tomás Guido (en carta del 16 de noviembre de 1878) re conocía que: Las promesas de la Revolución no se han cumplido todavía para los hijos del Pampero. El rancho de paja no alcanza a proteger a quien lo habita.
Desde la 8? edición, de 1874, las notas editoriales y las que publica el mismo Autor con su firma —o que evidentemente inspira él— toman como norte de la intención del Poema el combatir un estado social que consideran bochornoso. Se lee en la nota de la 8?- edición: . . . no solamente viene a poner de relieve las desgracias que sufren nues tros paisanos, sino que transmitirá a las generaciones venideras una foto grafía fiel de la índole, costumbres, hábitos y lenguaje de ese ser tan calumniado como digno de encomio, que se llama el “Gaucho Porteño”.
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La Carta-Prólogo de Hernández para esa edición omite ya los aspectos literarios, y se concreta al problema político y social. En 1897, la 14? edición —inspirada patentemente por el her mano Rafael, que suministra las cartas y recortes de periódicos para la compilación de juicios críticos— insiste en ese tema: Cualquier observador dotado siquiera de sentido común advierte que el Sr. Hernández, sirviéndose de una forma literaria al parecer trivial, hace, en M artín Fierro, la historia de los infortunios de nuestro gaucho, penetrando con pensamiento de filósofo hasta en lo más íntimo de la azarosa vida de una clase que, bajo la denominación colonial como bajo la dominación republicana, sólo ha viviclo víctima obligada de todo género de abomi naciones.
Sobre el aspecto psicológico del personaje principal, P. Subieta, en una serie de cinco artículos, señala la exactitud de los rasgos que le atribuye Hernández. Dice en el tercero de ellos: El libro del señor Hernández es la expresión más acabada de la vida psicológica y social del gaucho.
En cuanto a la fidelidad del Poema en el ambiente, los ca racteres y el lenguaje, las opiniones son coincidentes, siempre exceptuado Mitre, cuyo criterio es contrario al verismo en el arte. Subieta, en el cuarto de sus citados artículos, escribe: Martín Fierro, más que una colección de cantos populares, más que un cuadro de costumbres, más que una obra literaria, es un estudio profundo de filosofía moral y social. Martín Fierro no es un hombre, es una clase, una raza, casi un pueblo; es una época de nuestra vida, es la encamación de nuestras costumbres, instituciones, creencias, vicios y virtudes; es el gaucho luchando contra las capas superiores de la sociedad que lo opri men; es la protesta contra la injusticia; es el reto satírico contra los que pretenden legislar y gobernar sin conocer las necesidades del pueblo; es el cuadro vivo, palpitante, natural, estereotípico de la vida de la campaña, desde los suburbios de una gran capital hasta las tolderías del salvaje. Todos los hechos de la vida se encadenan, todas las esferas de acción son círculos concéntricos que parten de un centro y se extienden hasta lo infinito.
El mismo autor perfilaba en el primer artículo su concepto del mérito primordial de la obra:
LOS VALORES 420 La verdad filosófica se encierra en la concepción, porque responde a las más sentidas necesidades de una gran clase social, a los principios más austeros de la moral y a la realidad de los hechos históricos. Laverdad literaria resplandece en la forma en que hay exactitud y relieves en las descripciones etnográficas, viveza, precisión y aun concordancias freno lógicas entre el retrato típico de los personajes, naturalidad en la narra ción de los hechos, en el desarrollo dramático y sobre todo en las máximas, en los giros del lenguaje y aun en los vicios de la pronuncia ción y escritura.
El periódico La América del Sur, recoge en su número del 9 de marzo de 1879 el parecer de muchos lectores, ofendidos por el aparente aspecto grosero de la poesía, al decir: No estamos de acuerdo con su manera de entender el arte, porque en tendemos que la verdad no está reñida con la belleza, y que esposible conservar la originalidad de un tipo sin herir el oído con las desafina ciones del verso incorrecto.
La carta de Mitre a Hernández se refiere al mismo tópico:
Creo que usted ha abusado un poco del naturalismo y que ha exagerado el colorido local, en los versos sin medida de que ha sembrado intencio nalmente sus páginas, así como con ciertos barbarismos que no eran indispensables para poner el libro al alcance de todo el mundo, levan tando la inteligencia vulgar al nivel del lenguaje en que se expresan las ideas y los sentimientos comunes del hombre.
Posición estética más que juicio critico, pues su comentario a su propio poema Santos Vega, compuesto en 1847, ya había sentado idéntica doctrina, al decir: Esta composición pertenece a un género que puede llamarse nuevo, no tanto por el asunto cuanto por el estilo. Las costumbres primitivas y originales de la pampa han tenido entre nosotros muchos cantores, pero casi todos ellos se han limitado a copiarlas toscamente, en vez de poeti zarlas poniendo en juego sus pasiones modificadas por la vida del desierto, y sacar partido de sus tradiciones y aun de sus preocupaciones. Así es que para hacer hablar a los gauchos los poetas han empleado todos los modismos gauchos, han aceptado todos sus barbarismos, elevando al rango de poesía una jerga, muy enérgica, muy pintoresca y muy graciosa, para los que conocen las costumbres de nuestros campesinos, pero que de por sí no constituye lo que propiamente puede llamarse poesía.
Sin embargo, tuvo que reconocerle al Autor que “su libro es un verdadero poema espontáneo, cortado en la masa de la vida re a l.. . ”
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Los únicos versos que Miguel Cañé reconoció de gran estilo (“de estirpe real”), son los que se refieren a las cualidades rde la mujer como madre: Yo alabo al Eterno Padre. . en la pelea con el Indio. Este veredicto basta para comprender cuál era el buen gusto dominante en los escritores de la época, los que, como Juan M?' Gutiérrez, no comentaron siquiera la aparición del Poema. Otros autores compararon la obra con los anteriores poemas gauchescos, a continuación del Autor, quien, además de las alusiones que pone en el texto, lo hizo en su Carta-Prólogo de la Ida. Los editores de la 14? edición (1897), que atribuimos al hermano del poeta, Rafael, comentaron: . . . porque no es como las obras de Ascasubi o Del Campo, simples obras de entretenimiento, sino el estudio social más completo, más exacto y más bien intencionado que se ha llevado a cabo entre nosotros...; porque apartándose completamente de la tradición literaria que dejaron Ascasubi y Del Campo, siguió nociones propias, vías más rectas e inspiraciones que tenían su base en el sentimiento popular. La musa de M artín Fierro no ha sido vengadora, ni se ha preocupado solamente del prestigio urbano, a costa de la simplicidad de nuestros compatriotas de chiripá y bota de potro.
Refutando un juicio de José Manuel Estrada, que el pro loguista interpretó como adverso —y no lo era—, expone: ... séanos permitido recordarle que la obra del señor Hernández es la pintura natural de cierta comunión social, no bien estudiada todavía, que vive, siente y se expresa en un lenguaje peculiar, en el cual no deben prevalecer ciertamente las reglas gramaticales, sino el pensamiento que la anima. En nuestra humilde opinión, mucho perdería en este caso la personalidad del gaucho si las filosóficas inspiraciones del autor de M artín Fierro hubieran tenido que ajustarse a los preceptos de Bello, Salvá y de la Academia. No; el estilo original que campea en esa obra es el que ha debido emplear para que así pueda revelarse toda entera, intus et in ente , la gráfica figura del gaucho cisplatino.
Nicolás Avellaneda alude al Poema, diciéndole a su amigo Madero: Pero nada se hace sin trabajo, y se lo digo por vía de ejemplo, aunque se trate de los escritos más espontáneos y populares. La difícil facilidad de que todos hablan debe encerrar una verdad constante y general, cuando tanto se ha vulgarizado, a pesar de ser üna frase extraída de un arte
LOS VALORES 422 poético y de pertenecer a B oileau... Más de un renombre de cabildo quedará sorprendido si se dijera que hay a veces mayor estudio en una página de M artin Fierro que en uno de sus alegatos forenses.
En El payador sentencia Lugones: El ideal de justicia anima la obra. El amor a la patria palpita en todas sus bellezas, puesto que todas ellas son nativas de sus costumbres y de su suelo. Y con ello, es completa la verdad de los detalles y del conjunto. No hay cosa más nuestra que ese poema, y tampoco hay nada más hu mano. Todas las pasiones, todas las ideas fundamentales están en él. Las nobles y superiores, exaltadas como función simpática de la vida en acción, que representa el ejemplo eficaz; las indignas y bajas, castigadas por la verdad y por la sátira. Tal es el concepto de la salud moral. Cuando el pueblo exige que en los cuentos y en las novelas triunfe el bueno injustamente oprimido, aquella pretensión formula uno de los grandes fines del arte. La victoria de la justicia es un espectáculo de belleza. En ello, como en el amor, el deleite proviene de una exaltación de vida. Solamente los pervertidos, que son enfermos, gozan con las teorías que la niegan o defraudan, generalizando, así, el estado de su propia enfer medad. Ellos son producto pasajero de las civilizaciones en decadencia. El tipo permanente de la vida progresiva, el que representa su éxito como entidad espiritual y como especie, es el héroe, el campeón de la libertad y la justicia. Y por eso, porque personifica la vida heroica de la raza con su lenguaje y sus sentimientos más genuinos, encarnándola en un paladín, o sea el tipo más perfecto del justiciero y del libertador; porque su poesía constituye bajo esos aspectos una obra de vida integral, M artín Fierro es un poema épico.
Esta es, sin duda, la cúspide de la “interpretación patriótica”. De los comentaristas españoles, Salaverría, Azorín y Grandmontagne, éste es quien ha calado más hondo en los valores humanos, filosóficos y poéticos de la obra de Hernández. Pero por sus tallas de pensadores y eruditos, Menéndez y Pelayo y Unamuno han de figurar en primera línea. No por sus juicios, como se verá, que adolecen de una radical incomprensión o de una tendenciosidad que es en el primero de los nombrados un innato dogmatismo contra la libertad de los pueblos hispano americanos, y en el segundo fruto de un precipitado entusias mo. Dice Menéndez y Pelayo en su Historia de la Poesía Hispano-Americana:
Quizá el poema no sea tan genuinamente popular como él [Unamuno] supone sea, sin duda de lo más popular que hoy puede hacerse; quizá el pensamiento de reforma social resulte en el poema de Hernández más
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visible de lo que convendría a la pureza de la impresión estética, defecto que crece sobremanera en la segunda parte titulada L a Vuelta de M artin F i e r r o ... Lo que pálidamente intentó Echeverría en L a Cautiva, lo realiza con viril y sana rudeza el autor de M artín F ierro. El soplo de la pampa argentina corre por sus desgreñados, bravios y pujantes versos, en que estallan todas las energías de la pasión indómita y primitiva, en lucha con el mecanismo social que inútilmente comprime los ímpetus del protago nista, y acaba por lanzarle a la vida libre del desierto, no sin que sienta alguna nostalgia del mundo civilizado que le arroja de su sen o...
Y ei juicio de Unamuno, que transcribe en lo esencial Menéndez y Pelayo, va más lejos en los dislates y en los aciertos: En M artin F ierro se compenetran y como que se funden íntimamente el elemento épico y el lírico. M artin Fierro es de todo lo hispanoamericano que conozco lo más hondamente español... Cuando el payador pampero, a la sombra del ombú en la infinita calma del desierto, o en la noche serena a la luz de las estrellas, entone, acompañado de la guitarra española, las monótonas décimas de M artin Fierro, y oigan los gauchos conmovidos la poesía de sus pampas, sentirán, sin saberlo, ni poder de ello darse cuenta, que les brotan del lecho inconsciente del espíritu ecos inextinguibles de la madre España... M artin Fierro es el canto del luchador español que, después de haber planteado la cruz en Granada, se fué a América a servir de avanzada a la civilización y a abrir el camino del desierto. Por eso su canto está impregnado de españolismo, española es su lengua, españolas sus máximas y sabiduría, española su alma. Es un poema que apenas tiene sentido alguno desglosado de nuestra literatura.
Federico de Onís y Américo Castro se han ocupado del Poe ma, y sus juicios se examinan en otro lugar. LA CRITICA Casi todos los críticos posteriores a las disertaciones y lec turas de Lugones (El payador) han seguido sus pautas. Podemos fijar, sin ninguna duda, la cristalización del Martín Fierro co mo mito, en aquellas épicas jornadas oratorias del teatro Odeón. Las pautas estaban en realidad trazadas de antemano, para Lu gones, no en la crítica sino en la literatura nacional. Lugones concreta, aplicándola al Martín Fierro, la eterna tendencia nues tra a deificar alguna figura, no por espíritu de veneración, sino por necesidad de poseer un héroe, un santo o un sabio en quie nes creer. Eso mismo hace Lugones con Sarmiento, Ameghino
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y Roca, a quienes utiliza para racionalizar su pasión patriótica, iniciada en La guerra gaucha y en El imperio jesuítico, según su propia confesión. Naturalmente, la beatificación de Esquiú responde al mismo estado de ánimo, y no es casual que sea quien liipostasió política y religión el que antes que otra merezca la veneración de la santidad. No puede olvidarse tampoco que Ricardo Rojas escribió una biografía de San Martín con el tí tulo El santo de la espada. Pero las pautas que da El payador de Lugones están ya tra zadas de antemano para toda nuestra literatura, que es en sus dos terceras partes un ditirambo, que se exalta por su propio entusiasmo, a las glorias nacionales. El tomo de La lira argéntina es su texto más significativo. No analiza Lugones el Poema, sino que levanta su canto a las virtudes del hombre de la pam pa que representa las virtudes viriles de la raza y de la historia. Desde que esa contrafigura se extiende ante la vista del lector, el lector, que tiene los ojos educados para esa clase de visión en transparencia, no verá sino aquellos rasgos que coinciden con su voluntad de ver. Ni vale la pena ni sería útil revisar esas críticas, que comprenden los extremos que podemos fijar en Groussac y en Lugones, como límites polares dentro de una misma concepción ornamental de las letras. Baste elegir al más prudente y aplicado de esos críticos, Eleuterio F. Tiscornia, cuya consagración al análisis y comentario del Poema ha sellado su nombre con un signo sacro de autoridad. Para la crítica y la hermenéutica argentina equivale al de Menéndez Pidal en cuanto concierne al Cantar de Mío Cid. La crítica de Tiscornia no es crítica, sino prurito de justificar y enaltecer; su análisis no es sino la búsqueda de valores académicos y cidianos en el Poema; su hermenéutica es de tal superficialidad que asombra —y arredra— pensar que tal sea la autoridad mayor en esas ma terias, pues se trata de simples exámenes gramaticales del tipo corriente en la enseñanza media. Su Discurso académico, que en veintisiete páginas y media del Boletín repasa la vida del, Autor, su anecdotario, las condiciones históricas y psicológicas de los personajes principales, la documentación y la bibliogra fía, los datos de filiación sumarial de Fierro, Cruz y Vizcacha y, finalmente, un juicio crítico de la Obra, es el resumen de sus investigaciones. Queda el aspecto filológico en que emplea como
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criterio personal los preceptos de la Gramática de la Real Aca demia Española de la Lengua, y procura con santo celo patrió tico ajustar las desmesuras del “cantor ignorante” con las reglas de urbanidad de ese código borbónico. Unicamente así se concibe que en una obra que, por ex presa declaración del autor, contiene todas las imperfecciones del habla popular gauchesca, con sus giros, modismos e impro piedades léxicas y sintácticas, pueda buscarse la infracción a la norma académica como una anomalía. Estudiar el Poema con arreglo a los cánones de la gramática y no de la lingüística, es atribuirle al Autor las faltas de sus personajes; y el cuidado de trasladar con fidelidad esa habla pintoresca, como la causa misma —y su responsabilidad— de las incorrecciones. Pero no solamente en este aspecto se convierte automáticamente la crí tica en inane y en presuntuosa, porque tiende a demostrar en el crítico un conocimiento de adquisición muy módica, sino en un enfoque falso de toda la Obra. La conclusión no debiera ser el elogio, sino, como en Quesada, Groussac, Obligado, Argerich, Oyuela, Korn y tantos más, la condenación más irremi sible. Pues ¿cómo olvidar que el Autor lo puso fuera de en juiciamiento al colocarlo en otra jurisdicción y en otro fuero, declarando en el mismo texto y en los Prólogos que aspiraba a otros méritos que los académicos y a otra gloria que la del panteón de los engendros perfectos? La lengua del Poema es la lengua llamada gauchesca, el dialecto del castellano en las llanuras bonaerenses y del litoral rioplatense; su estudio, en consecuencia, corresponde a la filología y la lingüística, no a la crítica gramatical, y sus defectos o cualidades han de ser los de esa habla, pues el Poema refleja con mayor o menor puridad sus peculiaridades. Artísticamente será tanto más perfecto cuan to sus imperfecciones correspondan a las del habla, quiero decir, cuanto más incorrecto sea el Poema- desde el punto de vista gra matical, pero más adscrito a una realidad hablante cuyo valor relativo debe establecerse con los dialectos hablados en otras zonas del territorio del castellano, y no como valor absoluto deducido de la aplicación de un código que en ninguna parte se observa sino como patrón ideal y normativo. Pero la crítica al Poema mismo, como obra estética y como documento histórico y de psicología social, está todavía en
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peldaños más bajos de esa tabla de valoraciones. Hacer con sistir el carácter prominente del Poema en su historicidad, como dice Tiscornia después de dar a entender que Fierro, Cruz y Vizcacha existieron realmente —contra la afirmación taxativa del Autor en los Prologos—, es trastornar el sentido total de la Obra. Pues su historicidad no depende de la auten ticidad de los personajes como seres civiles, sino de lo que representan dentro de la historia de su país. Este error se ha cometido, con perspectivas mucho más funestas, al juzgarse el Facundo con arreglo a la exactitud de los datos cronológicos y topográficos, como si ahí estuviera el sentido de veracidad histórica, de documento auténtico, sino que existen y existirán mientras la nacionalidad no pierda los caracteres invariantes que le dan unidad y fisonomía en el tiempo. Si el carácter eminente del Poema depende de tan precaria circunstancia como lo es que soldados llamados Fierro y Cruz Sean los pro totipos genéticos de los personajes homónimos, y aun de la existencia de las listas de 1866, que “acaso anden extraviadas, pero no perdidas, y aparezcan el día menos pensado, como lo anhela la investigación”, es confesar que no se tiene concien cia siquiera de la Obra que se estudia y de la averiguación que se realiza. Con esa prueba, absolutamente refutable, de la existencia real de seres que llevaron los nombres o que tu vieron parecido psicológico con los héroes del Poema, no serán éstos más ciertos, verídicos e históricos. Ni siquiera ha tenido Tiscornia preocupaciones después de lo que cincuenta años antes estableció Croce con carácter axiomático: que las per sonas y las acciones en poesía tienen su realidad en otras fuentes que los seres de existencia parroquial. Llega a los límites de esa ignorancia de carácter técnico y no erudito al afirmar cosas como ésta: “El protagonista, Martín Fierro, no es una invención, sino un gaucho auténtico, de carne y hueso”, pues la prueba de que lo es estriba en las constancias de un archivo de un sumario policial en el Tuyú, por un preso que se envía al cuerpo de línea y que se llama como él. ¿No pudo extraer Tiscornia la consecuencia de que su héroe fue, real mente, un delincuente? Estas son enormidades que sólo en tre nosotros sirven para consolidar una reputación de erudi ción. La consecuencia, en cambio, es que tras la lectura del
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Poema, “la imaginación se goza en contemplar la figura total del protagonista”; y que “este gozo dimana de la presencia de un tipo humano de belleza física y moral”. Así se desmiente, gratuitamente, al Autor y a su creación: echándosela a perder por el elogio que responde al lema de “¡Santiago y cierra España!” Finalmente, esta crítica que con un ojo mira al lector y con el otro al estrado de los jueces y a los lectores, puede des naturalizar la Obra, invalidando una de sus bellezas más gran des, acaso donde el Autor alcanza lo sublime, para ajustarla a un prejuicio de aula de colegio de monjas. Basta transcribir el final de esa crítica, que he tomado como ejemplo sin ani madversión y „por considerarla la más sensata de cuantas se han hecho al Poema, para comprender que la mistificación y la irresponsabilidad no son juzgadas entre nosotros como defectos punibles, sino como méritos a la pública considera ción. El porqué de que ocurran estas cosas en el terreno de la cultura es asunto que en otros capítulos se ventilará. El texto del discurso concluye: Por eso Martín Fierro es el gaucho perfecto, en categoría de héroe. Tiene ya en la I Parte del poema las calidades y virtudes de valentía, energía individual, generosidad y resignación, que pide la poesía heroica.
Y refiriéndose a la II Parte dice: El tema central, pues, de la II Parte es la asimilación [subrayado por Tiscornia] del gaucho a la vida regular y democrática. Para esta vuelta al trabajo de mancomún y a la paz de los hermanos, Hernández ha llenado de sustancia moral la mente y el corazón de Martín Fierro en los años de ausencia...
El Poema puede servir eficazmente para un estudio integral de la cultura argentina. Su contenido —lo histórico, lo filo lógico, lo étnico, lo psíquico, lo político, lo artístico, lo ale górico— es el material que ha de emplearse para la investiga ción; a través de los valores positivos y negativos que se esta blezcan, puede llegarse al extremo opuesto, que es la crítica del Poema. Esos materiales significan tanto para la sociolo gía como para la poética, pero el juicio que la Obra ha mere cido debe formar parte de esos mismos materiales, toda vez
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que configura un estado de cultura y un índice de la capaci dad del hombre culto para entender el sentido histórico de nuestra vida nacional, y para dar la pauta de cual es el criterio con que valoramos las cosas de la realidad material y las cosas de la realidad espiritual. Me sirven perfectamente dos párra fos de Borges en su libro Discusión: Sospecho que no hay otro libro argentino que haya sabido provocar de la crítica un dispendio igual de inutilidad. Tres profusiones ha tenido el error con nuestro M artin F ierro: una, las admiraciones que condescienden; otra, los elogios groseros, ilimitados; otra, la digresión histórica o filológica.
El fútil dispendio de inutilidad no dimana únicamente de la calidad de la Obra, sino en parte principal de que ninguna otra ha concentrado el interés, favorable o adverso, de los críticos literarios. Estoy seguro de que cualquier obra que hubiese merecido análoga atracción habría provocado el mis mo dispendio, pues el arte de derrochar con prodigalidad irres ponsable no tiene relación con el objeto que se estudia, sino con el sujeto que se aplica a estudiarlo. Dentro de esa inutili dad hay diferentes clases de garrulería; en primer término, el estado de ánimo ambivalente y pasional con que el crítico se apresta a su tarea, pues lo repele el texto entero del Poema —desde el asunto hasta el lenguaje— al mismo tiempo que le acucia el deseo de utilizarlo como emblema de cualidades he roicas y humanas. La perplejidad nace de que se quiere ex traer consecuencias falaces de aquel material, cuya grandeza está en sí mismo y que, por lo tanto, no puede servir a la de mostración de las doctrinas que el Autor sostuvo y que proclamó en los Prólogos, aunque mucho más categóricamente en el texto del Poema (la Ida sobre todo). En segundo lugar, el prurito de ajustar la obra a un ideal personal de lo que cons tituye la grandeza de un poeta, y que es imposible compaginar con la verdadera grandeza de la poesía del Poema. Se pro cura, entonces, una traducción del Poema a los valores de las grandes epopeyas, del Personaje al nivel de los grandes héroes. Pero es necesario omitir el ambiente; olvidar el mundo en que Martín Fierro vive y que no tiene realidad, sin él, como él no la tiene fuera de ese mundo. El crítico cree que su deber patriótico o profesional consiste en colocar en segundo término
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el complejo de las fuerzas sociales cuya monstruosa desorganiza ción produce personajes y hechos como los que se exhiben, lo que equivale a abstraer al personaje para potenciarlo con cualidades de hombría y de rectitud moral que artificiosa mente pueden encontrarse en su conducta y su carácter, pero desfiguradas precisamente por la presión que en la zona de frontera ejercen la distante civilización y la cercana barbarie del pampa. La inutilidad de todas aquellas críticas, sin ninguna excep ción, acusa en la cultura literaria una debilidad insanable, puesto que se evidencia en el estudio del Poema que mejor que obra alguna contiene vivos los materiales de una época y un lugar que han sellado con su impronta casi todos los capítulos siguientes de nuestra historia, hasta el día de hoy. No es ya la demostración de la incapacidad de la crítica lite raria, es la incapacidad de entender nuestra propia vida his tórica y cultural, cuya grandeza —pues efectivamente tiene grandeza— no puede deducirse de abstraer lo que ellos creen malo de lo que ellos creen bueno, sino de la suma de todos los datos que connotan la real realidad. En consecuencia, es la demostración de que entre el mundo en que vivimos y nues tra conciencia hemos interpuesto un sistema completo de des figuraciones, que así como en la literatura nos lleva a estable cer un patrón de excelencia inspirado en las obras primordia les del género heroico, en la realidad de los hechos habituales nos lleva a desechar, a omitir, a censurar en el sentido psicoanalítico de la palabra cuanto no se ajuste a esos modelos. Y en la censura queda, a mi entender, la sustancia mater de lo que puede redimirnos y enaltecernos; como en el Martin Fierro queda lo grandioso, una vez que se le ha podado para hacer que el Poema encaje en uno de los engranajes que hacen andar la maquinaria de prejuicios primarios del crítico. El que no ve la realidad no puede ver el Poema. Lo que se entiende por crítica del Poema es un trabajoso artilugio para encubrirlo y desfigurarlo, hasta que disuelto en una papilla masticada sirve de alimento a nuestra inconmensurable vanidad. Entre los críticos desviados de la certera visión por un fenómeno que se puede calificar de sugestión social por resentimiento, cae .el mismo Autor. Lo que dice en el Poema, la 8? edición
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y Prólogo a la Vuelta, eso es lo que él sentía con el alma; y lo que en otras partes de estas dos últimas explicaciones trata de acomodar al veredicto de sus contemporáneos y a sus ideas de que el país, después de la Conquista del Desierto, ha cam biado su sino histórico, es lo que sentía con su mente, en que predominaban ya los prejuicios de estirpe, responsabilidad del legislador y hasta veleidades —tan comunes entre nosotros— de pedagogo. Esta parte de la crítica del Autor es impersonal, lo que quiere decir nacional; está bajo la misma ley de las hipnosis colectivas, y no es él por cierto quien determina esa derivación al vacío de la crítica, sino al revés. En este orden de cosas, creo que planteado con claridad, Lugones es el co rifeo porque asume la representación del sentimiento argen tino en su más difundida tonalidad. En su libro El Payador hace gala de esa profusión que, como dice Borges, sustituye a la crítica, y mastica un Martín Fierro para la deglución me cánica no solamente del hombre culto promedial, sino del patriota. Si la obra no ha trascendido del círculo de sus ad miradores, es porque la mente del buen lector funciona por reflejos condicionados de literatura, mientras que su alma, su “id”, está aún en contacto subconsciente con la real realidad. Cuando nuestra conciencia se ajuste, en un estado saludable de equilibrio, con esa realidad —que es más grande que la otra—, la crítica profusa e inane quedará por sí misma colo cada en el desván de las ilusiones de drogas enervantes, de los ideales farmacéuticos. Es más o menos eso lo que debe entenderse por la segunda de las tres causas que tipifica Borges: los elogios groseros, ili mitados; en efecto éstos arrancan siempre de un énfasis subje tivo, de admiración por negación. Groseros y superlativos, y en esa clase puede ir incluida la admiración condescendiente, que elogia en el modelo las propias imperfecciones y se per dona a sí mismo en el perdón que otorga al héroe y al poeta. Finalmente, la digresión histórica y filológica está provocada legítimamente en cuanto al Poema, desborda de los límites del recipiente exclusivamente poético e inunda las zonas de la vida social y del lenguaje. Lo que puede rechazarse es la técnica de abstraer el elemento social —que el Autor consi deraba la sustancia germinal— y el elemento lingüístico para
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derivarlos hacia un pasado histórico abolido y hacia la gra mática, dos formas de matar ambos problemas vivos en la Obra, pues están muertos desde que se divide, con el método dialéctico imperfecto de Sarmiento, la realidad en civilización y barbarie y el lenguaje del paisano en analogía y sintaxis. La eliminación de los indios no es un fenómeno de aniqui lación, sino de absorción; lo indígena y lo gauchesco sobrevi ven, en una vida parasitaria más segura, a la abolición del indio y del gaucho. Es no solamente perder el tiempo, sino desfigurar yr mentir, el considerar que la vida de frontera ha pasado a pieza de arqueología social, o menos, puesto que la pieza ar queológica sigue proclamando en su vitrina del museo una exis tencia que no le es posible contemplar al visitante como algo desligado de su propia vida. Lo que Borges ha indicado como digresión histórica es más bien una evasión histórica, más la proyección de los materiales sociológicos que contiene el texto sobre el territorio de nuestra vida nacional, y su drenaje por canales artificiales que desembocan en un mar de olvido. Lo patriótico y lo religioso no se diferencian en un confuso fanatismo pasional, que descarga en ambos sentimientos una energía ciega, susceptible de tomar otras vías de expansión. Joaquín V. González (en La tradición nacional, t. II) ha ex plicado bien la unidad de ambos sentimientos en el paisano, y en otro lugar de este ensayo se citan sus palabras. Los “elogios groseros” al Martín Fierro responden a un pro pósito, y ese propósito es “malicioso”, en cuanto quiere hacer del Poema una obra literaria y del Protagonista un héroe que encarne ideales de base. Se ha instaurado, en fin, un culto de la nacionalidad, según el programa de Lugones en El payador, que tiene ya su rito en El día de la tradición. Necesariamente un examen honrado del Poema, y un análisis veraz del Prota gonista, ponen a quien lo intente en el Index de la nacionalidad, fuera de lo argentino, en el destierro. Crean ese culto y ese rito un territorio restricto que demarca una índole, una postura vital: lo argentino, de modo que quien se coloca fuera, como en las prácticas religiosas, pertenece, más que a otra comunión a otra nacionalidad. En el mito actual del Martín Fierro cualquier examen del Poema es una hermenéutica del dogma: se ha fun dido en un bloque la obra literaria, el documento histórico y
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LOS VALORES
el sentimiento patriótico; y todo ello ha tomado una colora ción pasional. Obediente a esas formas rituales, dentro del ser vicio eclesiástico de la nueva fe, encontramos a Leumann, quien no ha logrado fundar una teodicea, pero ha reunido los mate riales supersticiosos del culto, como los editores de periódicos evangélicos satisfacen una necesidad religiosa que los Evangelios mismos acaso pudieran frustrar. El libro de Leumann El poeta creador corresponde a esa literatura adscrita al culto político de esa fe. Ahí encontramos en M artín Fierro el hombre religio so, justiciero, bondadoso, ordenado, servicial; encontramos el personaje de cera, la imagen de aquel altar aunque esculpida con manos inhábiles y faltas de fervor. Mañana otro evange lista dará al icono rasgos que convengan mejor a la imagen pasional en potencia, y entonces ese evangelista del Martin Fierro verá la Verónica. El proceso de cristalización mítica del Martin Fierro es paralelo a la necesidad de un mito que encar ne la nacionalidad; coincide con esa búsqueda del duce, maes tro y guía que en otros órdenes de la vida argentina viene exal tándose desde 1910, para fijar una fecha comprensible. No ha creado el Martín Fierro ese culto, sino que él ha sido creado por esa angustiosa necesidad de fe en nuestro pobre pueblo. El y otros personajes de la vida real son cristalizaciones de ese in forme anhelo de superación; esta superación se busca siempre en el orden de las ficciones, de las supercherías: he ahí el más grave daño de nuestra educación y de nuestra herencia. Jamás se le buscará por los senderos que llevan al país, sino por los que salen de él. Tampoco ese culto lleva en el fondo del alma, en lo subconsciente, el ansia de creer en lo que tenemos y en lo que somos, sino algo muy distinto. Es un mito que nos cierra los ojos ante la realidad, y el ejemplo es bien claro cuando se advierte que precisamente en el representante de “aquella reali dad” que no se quiere aceptar, que se necesita desfigurar, matar como pieza arqueológica, sea Martín Fierro o Rosas, se en cuentra un coagulante a esa ansiedad. Lo más real que tenemos en la literatura pasa a ser un instrumento al servicio de la mis tificación y el engaño. Pasa a ser un icono en que se depositan ofrendas, pero en el que nadie cree. Un culto nuevo para adorar y para no creer; para relevarnos del deber de conciencia de creer sin adorar. Fue Mas y Pi quien, al contestar en 1913 la
LA CRÍTICA
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encuesta de la revista Nosotros (n