Memorias De Un Lobo

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Memorias de un LOBO

Memorias de un LOB Historia basada en hechos reales

Lobo Rabioso 1

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INDICE  Introducción

Página. 7

 Capítulo 1. Mi infancia

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 Capítulo 2. Mi adolescencia

Página. 85

 Capítulo 3. Mi juventud

Página. 147

Se pierde el inicio del capítulo 4  Capítulo 5. Mis días en la facultad

Página. 211

 Capítulo 6. Llegó el amor de mi vida Página. 233 Se pierde el inicio del capítulo 7  Capítulo 8. Llegan mis hijos

Página. 343

Se pierde el inicio del capítulo 9  Capítulo 10. Diario de un Lobo

Página. 387

 Epílogo

Página. 407

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A mi Violeta del alma

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Introducción 08:38 hrs. Afortunadamente todo salió como lo planee. Los guardias de la entrada solo me saludaron y pasé al gran salón donde está el servidor. Por fin, estoy sentado en una oficina de la “Marsh USA Agencies” exactamente en el piso 94 del la torre norte, frente a mi lap top, escribiendo con detalle lo que ahora hago. Puedo ver a través de la ventana, donde mañana mismo, día 12 de septiembre de 2001, se estrellará el primer avión de los terroristas justamente en este piso, donde estoy ahora mismo. Como antes expliqué, por más mensajes y advertencias que hice por Internet vía correo electrónico, nadie me tomó en serio. Recuerdo ahora cómo me decía Jenny en el pasado: “lobo rabioso" y eso, rabia contenida es lo que tengo en este momento al pensar en los autores del atentado. 08:40 hrs. En este momento conectaré mi lap top a la red del servidor de esta compañía de seguros para lanzar una advertencia de lo que está por venir. Es una mañana soleada y por la ventana tengo una vista ilimitada de Nueva York. Ya está bajando el virus a la red. 08:46 hrs. Se ha completado la transferencia del virus a la red de la compañía... por todos los santos. Veo a lo lejos venir de frente un enorme avión. Santo Dios, me equivoqué por un día. El avionazo es hoy y es inminente... sabía que no saldría de esta. Espero que alguien encuentre este equipo para... Nueva York, enero de 2005 El que suscribe, reportero gráfico de un conocido periódico neoyorquino, Robert Smith, siente la obligación moral de reportar lo que encontré hace menos de 4 años en las ruinas de las torres gemelas un día después de esa tragedia y darlo a conocer a todos los que lo quieran leer, pues probablemente si lo hubiera hecho en cuanto supe de él, se habrían salvado miles de personas en un hecho trágico que ocurrió años después a miles de kilómetros de aquí. El día 12 de septiembre de 2001, solo un día después de tan trágicos 7

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acontecimientos en las torres gemelas, mi jefe me ordenó cubrir gráficamente todo lo que en ese momento ocurría. No dudé ni un minuto en ir a cumplir esa tarea, pues en la torre norte trabajaban muchos amigos míos y en mí, surgió la débil esperanza de encontrar vivo por lo menos a alguno de ellos. En mi vida había visto semejante catástrofe. Si para mí había sido terrible haber sido testigo de lo ocurrido mediante la televisión, pues cuando ocurrieron los atentados estaba cubriendo un reportaje fuera de la ciudad, ahora, estando parado en el corazón de Nueva York, frente a esa descomunal montaña de escombros, lo que observé me dejó impactado. En los alrededores de la zona devastada vi angustiadas a cientos de personas con fotografías de sus familiares que estaban dentro de los edificios al momento del atentado, con la esperanza de que alguien los reconociera para dar con ellos. Me dirigí luego hacia los edificios colapsados y como pude, burlando la estricta vigilancia, pues solo dejaban pasar a personal médico y de rescate, me adentré en los escombros y me aboqué entonces a mi tarea sacando cientos de fotografías de todo ese desastre y en ocasiones, al tratar de enfocar con mi lente hacia alguna parte humana mutilada, se empañaban mis ojos de llanto al ver toda esa tragedia. Al ser testigo presencial de esa devastación, perdí por completo la esperanza de encontrar con vida siquiera a una sola persona. Cuando estaba en la cima de una enorme montaña de escombros enfocando mi cámara hacia unos pocos arcos que no se derrumbaron de la fachada de una de las torres, escuche una fuerte voz de mando que me gritaba: —¡Usted, el de la cámara, baje de inmediato! Era un oficial policiaco que lo único que quería era proteger mi integridad. En mi trabajo uno debe ser más que osado, arriesgando muchas veces la vida con tal de obtener una buena instantánea. Al voltear a ver al oficial, empecé a bambolear, pues una piedra rodó bajo la losa en la que estaba parado provocando que yo cayera estrepitosamente, rodando más de 10 metros por la ladera de los escombros. Mi equipo se daño seriamente, pero yo sentí que más dañada había quedado mi cabeza. Como pude, traté de incorporarme y cuando estaba recogiendo mis cámaras vi entre los escombros lo 8

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que parecía un pequeño portafolios plateado. Al desenterrarlo descubrí que se trataba de una lap top la cual estaba muy dañada y manchada de sangre. La levanté y luego de sacudirla un poco la abracé de inmediato. Pronto llegaron varios socorristas preguntándome por mi estado. Al ver que sangraba profusamente de la cabeza se alarmaron y ordenaron que me sentara. Pronto se abocaron a revisar mis heridas y rápido pararon la hemorragia. Por su radio portátil ordenaron una camilla y a los pocos minutos otro par de socorristas llegaron corriendo al sitio. Con mi equipo y la lap top que había encontrado, me subieron a la camilla transportándome hasta llegar a una ambulancia, de las que había docenas cercanas al sitio. Abrasaba fuertemente la computadora portátil que había encontrado cuando me trasladaban al hospital, pues tenía el enorme presentimiento que algo importante encontraría en ella. No me equivoqué al pensar eso, pues efectivamente, la memoria dañada de esa computadora me revelaría cosas insospechadas. Afortunadamente los daños en mi cabeza eran pocos comparados a los daños sufridos a mi equipo y la computadora encontrada, así que en menos de dos horas, luego de haberme sacado una radiografía de mí cabeza y confirmado que no estaba fracturado el cráneo, me dieron de alta, prescribiéndome el médico que me había atendido sólo analgésicos. Con la cabeza vendada me dirigí de inmediato a la redacción del periódico entregando 4 rollos fotográficos que había tomado con mi cámara convencional, misma que había quedado prácticamente inservible. También entregué la memoria de mi cámara digital que contenía más de 200 fotografías. Al verme el jefe de redacción con la cabeza vendada quedó sorprendido y de inmediato le conté lo ocurrido, omitiendo el hecho de que había encontrado la computadora portátil. Dándome una palmada en la espalda me ordenó que me retirara otorgándome el resto del día libre. Siendo apenas las 2 de la tarde, me dirigí de inmediato a mi departamento para tratar de echar a andar la lap top que había encontrado, muriendo de curiosidad por escudriñar su memoria. Luego de haberme dado una ducha me aboque a esa tarea. La portátil era de marca Toshiba y alguna ocasión escuche que las lap top de dicha marca eran muy aguantadoras resistiendo trato rudo y por ello hacía unos años me había comprado una semejante, pero para 9

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entonces era un poco obsoleta. Me senté en mi escritorio con ansia y abrí la dañada portátil intentado prenderla. Al no haber respuesta luego de intentar echarla a andar, le conecté el eliminador de baterías de mi propia computadora, que comprobé era compatible con la que había encontrado y por fin logré que prendiera. En la pantalla de esa computadora apareció primero la imagen de un enorme lobo como fondo de pantalla y luego se fueron acomodando poco a poco los elementos del escritorio. Me dirigí de inmediato al icono de “mis documentos” y ahí encontré muy pocos archivos, unos con enormes cantidades de fotografías, otros con artículos médicos. Algunos más contenían expedientes médicos de pacientes, pero de animales, dejando ver que el dueño del equipo con toda seguridad era veterinario. Pero lo que más me llamó la atención, fue un documento protegido con una clave, con el título de “Mis memorias” que no pude abrir. No sé por qué, pero tenía el enorme presentimiento de que ese documento revelaría cosas muy importantes referentes a los atentados. El sistema operativo de la computadora era Windows en español y todos los documentos de dicho aparato venían también en ese idioma. Afortunadamente yo domino perfectamente el castellano pues tengo muchos amigos hispanos en Nueva York. Cuando intentaba abrir el misterioso documento, de repente la computadora empezó a lanzar humo de un costado y pronto se difuminó la pantalla. Desesperado me paré de inmediato y desconecté el eliminador de la lap top. Soplando fuertemente disipé el humo que aún quedaba dentro de la computadora y bufando de la rabia me azoté frustrado sobre un sillón sin dejar de ver la lap top chamuscada. Me resigné a esa pérdida y sin más, me puse de pie cogiendo el aparato, arrojándolo luego al cesto de basura que estaba junto a mi escritorio. Fui a comer a un restaurante en la 5ª avenida sin que de mi mente se apartara todo lo que había visto cuando estaba sobre los escombros. Por las calles se escuchaba un ir y venir de ambulancias y patrullas con sus sirenas prendidas. En un televisor que estaba en el restaurante no dejaban de trasmitir todo el tiempo lo de esa tragedia y los comensales, con la boca abierta, veían el televisor como si estuvieran hipnotizados. Una vez que terminé de comer sentí un horrendo dolor de cabeza y luego de pagar, me dirigí de inmediato a mi departamento en donde me tomé 2 aspirinas. De 10

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momento, tratando de distraer mi mente en otra cosa, me puse a escuchar música. Sin sentir pasaron las horas hasta que anocheció. Teniendo el cuerpo prácticamente molido, decidí meterme a la cama para tratar de dormir, pues el día siguiente seguramente sería muy intenso. Sin embargo, de mi mente no podía apartar todo lo que había visto en la zona cero. Estuve dando vueltas y vueltas en mi cama hasta que por fin pude conciliar el sueño. De repente, me vi de nuevo sobre los escombros de los derruidos edificios escuchando solamente un espeluznante correr del viento. Había una densa bruma, sin embargo, a lo lejos distinguí una figura humana que lentamente se acercaba. El que vi era un hombre, quien quedó parado frente a mí mirándome fijamente a los ojos. Sentí un escalofrío que corría por mi espalda al ver la penetrante mirada de ese individuo. Luego, sin decir nada, el hombre me señaló con el dedo hacia mi derecha y al voltear a ver, vi a un enorme lobo negro rascando entre los escombros. Al acercarme, el animal dejó de rascar y volteó a verme. Sus ojos eran azules como el cielo, con expresión adusta y mostrándome amenazadoramente su dentadura. Luego, ignorándome, continuó rascando hasta que dejó ver de entre los escombros la computadora que yo antes había encontrado. Cuando la hubo descubierto, el animal se retiró corriendo perdiéndose entre la bruma. Me acerqué lentamente y cuando sacaba la computadora de los escombros, de entre los mismos, en un instante, salió una mano desde abajo sujetándome fuertemente del brazo. —¡Demonios! —grité aterrado y chorreando en sudor—. Había sido una horrenda pesadilla. Aún sintiendo el corazón en la garganta, prendí la lámpara de mi buró y me senté en la cama. Sin pensarlo mucho, de inmediato me dirigí al cesto de basura en el que había arrojado la dañada computadora. La saqué de la basura y la puse sobre mi escritorio. Luego de mirarla fijamente me pregunté a mí mismo: —¿Cómo echaré a andar este maldito aparato?

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Esa computadora se me había vuelto una obsesión. Cada vez estaba más convencido de que dicho aparato guardaba importantes secretos. Luego de pensar largo rato se me ocurrió algo muy sencillo. De uno de los cajones del escritorio tomé un desarmador y con cuidado abrí las entrañas del aparato. Extraje su disco duro y luego de examinarlo noté que estaba prácticamente intacto. Tomé mi propia computadora y luego de desarmarla también le extraje el disco duro y afortunadamente ambos eran compatibles. Conecté el disco duro de la lap top estropeada a la mía y con ansia volví a armar mi aparato. Quedé satisfecho al observar que el artilugio que había empleado daba resultado, pues al encender mi computadora, ahora con memoria ajena, ésta funcionaba. Me dirigí de inmediato al documento protegido y por más claves que se me ocurrían no podía abrir ese archivo. Luego, recordando el hermoso animal que protegía la pantalla se me ocurrió una palabra obvia, “Lobo”. Inconscientemente puse dicha palabra en inglés: “Wolf”, pero no funcionó. Luego puse “Lobo” en español y tampoco me dio acceso. Después de rascarme la cabeza, puse dicha palabra con mayúsculas y por fin se abrió ese documento. En la primera página de ese documento venía un enorme título que decía: “Memorias de un Lobo”. Dicho documento contaba con un poco más de 300 cuartillas. Al ir desplazando con mi mouse página por página, noté que dicho archivo estaba dañado, pues en múltiples páginas las letras eran sustituidas por pequeños rectángulos verticales. Haciendo un rápido cálculo deduje que se había perdido aproximadamente el 50% de toda la información. Sin embargo, luego de leer lo que estaba ahí escrito quedé muy sorprendido, pues en ellas se describía lo de los atentados, pero la fecha indicada en que ocurrirían los mismos era el 12 de Septiembre. Dicha discrepancia se explica en las mismas memorias, siendo un terrible error que provocó la muerte del protagonista de esa historia. Revisando las “propiedades” de ese documento, quedé muy sorprendido al descubrí que había sido creado el 1° de junio de 2001 a las 23:31 hrs. y su último acceso había sido el mismo 11 de septiembre a las 8:46 hrs. ¡hora exacta en que se estrelló el primer avión! Al leer a grades rasgos lo escrito en ese documento, descubrí que lo que intentaba hacer el hombre que escribió esas memorias era advertir a los ocupantes del edificio. 12

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Pretendía conectar su lap top en la red interna de cómputo de varios pisos avisando de los atentados, mismos que supuestamente serían un día después de la advertencia, con otro documento aparte de esas memorias, avisando con él lo que vendría. Pero obviamente se había equivocado por un día, quedando atrapado al ser sorprendido prematuramente por el atentado. Todo eso me dejó muy sorprendido, pero más perplejo quedé al leer que a lo largo de esas memorias se describía un enorme fenómeno que ocurriría en diciembre de 2004, pronosticando un catastrófico maremoto que devastaría gran parte de las costas del océano Índico. Había además, otras predicciones de catástrofes futuras, que ocurrirían en diferentes continentes, pero la última tendría una connotación mundial y devastadora. Temiendo perder esa información, de inmediato introduje una memoria USB a mi computadora respaldando ese documento. Ya más tranquilo, empecé a revisar página por página, leyendo sin parar toda la noche. Descubrí que todo ese escrito eran unas verdaderas memorias de un personaje que sufrió intensamente por poseer un don que le atormentó toda su vida, teniendo visiones de grandes catástrofes que ocurrirían en el futuro y la muerte de familiares y amigos, las cuales, por más que lo intentaba, nunca pudo evitar. Durante largas horas de lectura fui descubriendo a un personaje realmente extraordinario, que pasó por momentos desgarradores, pero también vivió episodios realmente jocosos y divertidos que me hicieron reír como nunca. Pero lo que me dejó más impresionado al seguir con la lectura, fue el haber descubierto que ese personaje tenía poderes paranormales insospechados. Inicialmente no le di mucha importancia a esas supuestas predicciones y poderes mentales del personaje, pues en realidad era un escéptico de todo lo paranormal. Olvidé prácticamente todo ese asunto, hasta que luego de unos años llegó la fatídica fecha de diciembre de 2004, misma en que ocurrió el devastador maremoto que causó cientos de miles de muertes en las costas del océano Índico, quedando yo verdaderamente impresionado y con un fuerte remordimiento de conciencia por no haber ni siquiera comentado con alguien lo que en ese misterioso documento se pronosticaba. Luego de leer esas memorias, en ellas se mencionaba la existencia de otros 2 documentos importantes que busqué con afán en el mismo disco duro de la computadora dañada y afortunadamente 13

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pude hallarlos. Sin embargo, el más importante de ellos estaba totalmente dañado y el que nuestro personaje iba a lanzar como advertencia a los ocupantes de las torres gemelas lo encontré íntegro, mismo que daré a conocer más adelante. Hoy, iniciando el año de 2005, como un deber de conciencia, presento a continuación lo que pude rescatar de ese documento, trascribiendo las memorias de dicho personaje. En ocasiones el lector notará que ciertos pasajes no están completos pues, como antes lo mencioné, la memoria de la computadora que encontré estaba dañada. Cuando ello ocurra, simplemente lo haré saber poniendo “se pierde un fragmento” y en ocasiones haré algún comentario. Sin embargo, a pesar de que falta más del 50% de la información, creo haber rescatado la esencia de toda esa extraordinaria historia, pues afortunadamente las fracciones perdidas no le quitan coherencia ni continuidad a dichas memorias. Si en sus manos están estas memorias, prepárese entonces a conocer una increíble y extraordinaria aventura, que presento ahora para quitarme un enorme peso de encima, que no me ha dejado estar tranquilo desde que descubrí su contenido.

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Memorias de un LOB Capítulo 1 Mi Infancia escrito son las memorias de mis más importantes recuerdos. LoLoaquí escribo ahora porque siento que pronto perderé la razón y antes de que eso ocurra deseo rescatar mí esencia en ellas. En verdad, aún ahora, teniendo 45 años de edad, no sé si en realidad estoy o no loco. Emprenderé, presiento, la última aventura de mi vida tratando por última vez de vencer al destino. Si no sobrevivo a lo que aparentemente es inevitable, dejo a la posteridad estas memorias esperando que alguien alguna vez las lea. He aprendido a saber que lo que tiene que ocurrir, ocurre y ocurre sin remedio. Sin embargo, si lo aquí escrito sirve para al menos salvar algunas vidas, no será en vano lo que a continuación narro: una historia aparentemente increíble pero cierta, que no intenta otra cosa que prevenir sobre algunas cosas que están por venir. Así que inicio con lo más recóndito de mi memoria, de hace más de 40 años, cuando apenas tenía 3. Justamente, mis más remotos recuerdos son cuando tenía 3 o 4 años. Es increíble, pero desde esa temprana edad intuí que no era como los demás. Veía y escuchaba cosas que otros no podían. Mi primer vago recuerdo es estar viendo una sombra frente a mi cama, que era muy borrosa y me hablaba, pero por mi temprana edad, no comprendía lo que decía. Me aterraba ver esas sombras y siempre cuando las veía, apretaba fuertemente los ojos y luego de abrirlos, desaparecían. Nunca me dejaron esas sombras durante toda mi infancia y al correr el tiempo cada vez se fueron haciendo más y más nítidas, pudiendo ver almas en transición o atrapadas en el limbo con mucha nitidez e incluso interactuar con ellas. Sin embargo, después 15

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de mi adolescencia, desaparecieron. Una excepción ocurrió cuando ya era adulto, enfrentándome a un ente maligno y liberando a dos almas perdidas que tenía como rehenes. Miedo, eso sí, miedo es lo que más recuerdo al ver esas almas en pena cuando era niño. Nací en diciembre de 1956 en la ciudad de México. Soy el 4º de 5 hermanos varones. Mi hermano mayor me llevaba 9 años, el que seguía 7, el siguiente 4 y por último, mi hermano pequeño yo le llevaba 4. Una enorme familia, típica en esos días. Mi padre, hijo de españoles judíos era en verdad un genio. Habiendo terminado solo la primaria era un ingeniero en electrónica autodidacta. Aprendí mil y una cosas de él y luego me enteré que también tenía curiosos dones, los cuales, creo, herede multiplicados. Mi madre, mi queridísima madre, una verdadera santa abnegada de su marido e hijos, era hija de una descendiente de italianos y su padre era un recio ranchero, que vivió su infancia en plena revolución mexicana. Mi madre cocinaba como los ángeles. Jamás en la vida probé guisos más exquisitos que los que hacía ella. Mamá fue guía, maestra y tutora de mi vida, de recio carácter pero de alma bondadosa. Recuerdo la austeridad en que vivíamos, sin embargo considero que la mía, fue una familia feliz. En 1961, cuando yo tenía 5 años, mi padre obtuvo un crédito bancario y de inmediato compró un terreno en un poblado cercano a la ciudad. Ahí construyó la que seria mi querida casa. En esa casa sentaría raíces, las que creo, quedaron ahí, muy profundas enterradas el triste día en que partí, estando seguro de que parte de mí se quedó en ella. Luego de unos meses, cuando llegamos a nuestra nueva casa, ésta era solo una obra negra y la repentina mudanza ocurrió porque mi padre ya no podía pagar la renta de la enorme casa en donde vivíamos. A esa corta edad para mí, pues estaba a punto de cumplir apenas 6 años, todo lo que ocurría fue una verdadera aventura, pues el poblado donde vivía carecía de pavimentación, banquetas, luz eléctrica y agua. Nos abastecía de ese vital líquido un aguador mudo, quien con zendo madero a cuestas y atado a cada extremo un cubo, hacía varios viajes para llenar un enorme tambo. Mi mamá cada tercer día calentaba agua en ollas de peltre para que nos bañáramos utilizando jícaras, pues tampoco los baños estaba terminados. En ese apartado pueblo sin luz eléctrica nos encantaba jugar por las noches en la calle a las canicas alumbrándonos con velas. Mi segundo hermano mayor 16

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era mi héroe, pues se ostentaba como campeón de canicas de todo el pueblo. No había quien le ganara, embolsándose una enorme cantidad de canicas que les ganaba a sus oponentes. A solo media cuadra de la casa había un panteón y una antiquísima iglesia y acompañado de un nuevo amigo que vivía junto a mi casa, llamado Carlos, nos metíamos al cementerio a jugar entre las tumbas. Pasadas las nueve de la noche a lo lejos escuchaba el llamado de mi madre: —¡Hijo, ya es hora de merendar! Regresaba corriendo a casa, pues esa hora era mi favorita. Café con leche y rico pan de dulce merendábamos todas las noches y en la mesa, muy juntitos reunidos platicábamos mil cosas casi a obscuras. Recuerdo bien a mi pequeño hermano, que en ese entonces tenía solo un año de edad. Mi obligación luego de la merienda era mecer su cuna hasta que quedara dormido. En ocasiones de mal humor cumplía esa tarea y fueron varias veces que al mecerlo tan fuerte, mi hermano caía al suelo. Y buena surra me ponía mi madre luego de haberle sobado el chipote a mi hermano. El pobre continuamente tenía chipotes colorados en la cabeza y por eso desde niño lo apodamos “foquito”. Respecto a ese curioso apodo, recuerdo que ya siendo adolecente mi hermano, lo vacilábamos diciéndole que no era hijo de nuestro padre, sino de Tomás Alva Edison. Al principio nuestra casa por las noches se iluminaba con quinqués, unas curiosas lámparas de petróleo con mecha de tela y cubiertas de un capelo abierto de vidrio. En ese entonces había muy pocos vecinos y al observar la falta de energía eléctrica se organizaron poniendo en las calles postes de madrera improvisados, con los que se “colgaban” de un tendido eléctrico ubicado en una gran avenida cercana al pueblo. Nosotros no éramos la excepción, pues contábamos con nuestros propios postes improvisados, con su respectivo cableado para tener un poco de energía eléctrica. Recuerdo que cuando por las noches teníamos un poco de energía eléctrica, que apenas alcanzaba para encender tímidamente una bombilla, de repente se cortaba la energía. Y eso significaba que alguien nos estaba robando nuestro cableado. Cuando eso ocurría, mi padre y hermanos mayores salían corriendo para ver quién era el ladrón que se llevaba nuestro cable. Un día mi 17

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padre llegó un poco más tarde de su trabajo trayendo un curioso aparato. —Es un regulador para aumentar el voltaje —nos explicó—, con él tendremos por las noches un voltaje normal. Bien, pensamos todos, al fin veremos televisión por las noches. A propósito, mi padre construyó el televisor que teníamos, que carecía de gabinete, dejando ver tras de sí el cinescopio, bulbos y cableado. Con ese aparato tuve en el futuro una extraordinaria experiencia que más adelante narraré, misma que cambió por completo mi vida. Esa noche nos reunimos todos frente al televisor conectado al enorme regulador y luego de realizar las conexiones respectivas, mi papá muy ceremonioso nos preguntó: —¿Están listos? Y todos con ansia le dijimos que sí. Al prender el regulador se hizo la luz en la casa, luz brillantísima como nunca había visto y el televisor funcionando perfectamente. Pero no ocurría lo mismo en las casas vecinas, en las que el voltaje bajó tanto por el “jalón” que dio el regulador de papá, que todas quedaron a obscuras. Por varias semanas disfrutamos viendo tele todas las noches e ignorando los vecinos lo que ocurría, pasaron todos esas mismas noches a obscuras. Luego de unas semanas, al fin el gobierno instaló oficialmente luz eléctrica al poblado, así como pavimentación, agua potable, drenaje y hubo líneas telefónicas. Luego de pocos años el pueblo fue prácticamente absorbido por la mancha urbana citadina, formando mi barrio una colonia más de la inmensa ciudad de México. Volviendo a esos días, justamente en la esquina de la manzana donde vivíamos, mi abuelo paterno construyó una granja de pollos. Me encantaba ir a visitarlo, pues era de los pocos adultos que realmente me hacían caso y tomaba en cuenta, escuchando mis problemas y contándome extraordinarias historias que me fascinaban. La granja para mí era inmensa, con centenares de adorables pollitos amarillos, haciendo gran escándalo piando, apiñonados en grandes retenes redondos e iluminados en las noches y días fríos con calentadores de gas puestos 18

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justo arriba de ellos. Triste fue el día, que luego de preguntarle a mi abuelo para qué tenía encerrados a tantos pollitos, me dijo en realidad cual era su triste destino. He de comentar que dese ese día decidí nunca más comer pollo, sin embargo en el futuro cercano estuve obligado a consumirlo de nuevo, debido al arribo de uno de los personajes más importantes en mi vida. Y cuando... Se pierde un pequeño fragmento y luego continúa... ...mucho miedo sentí nuevamente, pues las sombras habían vuelto. Casi las había olvidado, pero esta vez me armé de valor y traté de hablar con ellas. Después de un día muy tenso para mí, pues me acababan de inscribir a un jardín de niños que no me gustaba, por la noche estaba muy inquieto. La casa en que vivíamos era enrome. Mis padres tenían una gran habitación al fondo y cada uno de los 5 hermanos asimismo, teníamos una propia. Desde que tengo memoria así ocurrió siempre, estando acostumbrado desde pequeño a dormir solo. Esa noche mi corazón latía rápidamente y no podía conciliar el sueño. Una característica que recuerdo anunciaba siempre la próxima presencia de esas sombras, era el hecho de que un poco antes de aparecer, a lo lejos, o a veces cerca, se escuchaba el aullar de perros. Esa noche no fue la excepción, pues a lo lejos escuche el lastimoso aullido de un perro. Poco después apareció frente a mí una sombra que me decía: —Niño, niño, ¿puedes verme? Estaba aterrado, cerrando fuertemente los ojos y abriéndolos de nuevo para ver si el espectro desaparecía. Pero no, esta vez no despareció la sombra, ahí estaba de nuevo. Aún estando paralizado por el terror, no sé cómo, pero articule palabras preguntando: —¿Quién, quién eres? —Vivía yo muy cerca de aquí y no encuentro a mi hijo —me contestó— y no puedo ir a buscarlo dónde lo perdí, porque la mujer que nos mató no me lo ha permitido. —Yo no he visto a nadie —le dije—, por favor váyase de aquí. 19

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—¡No, no, no! —dijo la sombra desesperada, difuminándose enseguida—. Sentí que el corazón se me salía del pecho por el miedo, pero luego me tranquilicé poco a poco estando seguro que por lo menos esa noche no volvería a ver nada. Al día siguiente mi mamá me llevó al jardín de niños municipal ubicado a solo una cuadra, justamente detrás del cementerio. Yo era el más pequeño de entre todos los niños y al ser diferente por ser muy blanco, era muy popular entre las niñas. Pero no así entre los varones, quienes me maltrataban y hacían travesuras todo el tiempo. Aquella escuela tenía altísimos techos y en algunos salones junto a las puertas se distinguían largas manchas negras ahumadas. Había un niño enorme y gordo que en particular me molestaba, dándome un zape en la cabeza cada vez que me encontraba y cuando quería robaba mi almuerzo. La maestra, llamada Martha, era una solterona mal humorada que todo el día fumaba y cuando me quejaba de ese gordo abusivo con ella, nunca me hizo caso. —Maldito gordo —pensaba—, algún día me vengaré de ti yo solo. No tardé mucho en vengarme de ese fastidioso gordo, haciéndole más adelante una monumental travesura. Pasaron unas semanas y una noche de nuevo escuché el lastimoso aullar de un perro, pero en esta ocasión, demasiado cerca. Tan espeluznante era ese aullido, que esta vez mis padres se pararon de la cama prendiendo todas las luces. —¿Estas bien? —me preguntó mi padre al encender la luz de mi cuarto y luego de decirme eso se escuchó nuevamente el aullido—. No solamente nuestra familia despertó al escuchar tan lastimoso lamento, sino que muchos vecinos, incluso salieron a la calle para ver lo que ocurría. Al día siguiente en todo el barrio surgió el rumor de que un verdadero lobo rondaba por el cementerio. Por lo menos una vez a la semana se escuchaba por las noches el aullar de ese animal, quien efectivamente, se encontraba en el panteón cercano. Una noche me escapé para ver si era cierto lo del lobo y acompañado 20

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de Carlos nos adentramos al cementerio después de las 10 de la noche. Al caminar entre las tumbas no veíamos nada, pero de repente vimos una sombra obscura que se meneaba. Al ver esa sombra que se movía entre la bruma, nos escondimos tras una tumba y quedamos a la expectativa. Luego se distinguió claramente la silueta de un enorme perro que se echó sobre una tumba. —¿Qué hacemos? —me pregunto en secreto mi amigo—. —Vamos a acercarnos —le dije—, hay que ver que hace ahí ese perro. Poco a poco nos acercamos y de repente el animal se puso de pie frente a nosotros y entre la oscuridad, solo se distinguieron unos enormes ojos azules, una blanquísima y amenazadora dentadura canina y se escuchó un fiero gruñido. No sé por qué, pero no me dio nada de miedo. Carlos, en cambio, salió despavorido del sitio. —Calma, bonito —le dije serenamente al perro—, no te haré daño. Pronto dejó de gruñir y moviendo la cola se acercó a mí dejando que lo acariciara. Ese que custodiaba la tumba era un hermosísimo perro negro con ojos azules. Sin embargo estaba muy flaco y su pelaje sucio y opaco. Luego de ese encuentro, todas las noches sin excepción, le llevaba de comer lo que sobraba en la casa y a los pocos días el perro se puso más hermoso de lo que estaba adquiriendo el peso adecuado. Me intrigaba el hecho de que por las noches no se separaba de esa tumba, quedando dormido sobre ella. Un viernes por la noche cuando el perro aullaba lastimosamente, salí de la casa y corrí al panteón para ver lo que le ocurría. Al llegar frente a él, éste seguía aullando fuertemente sin que respondiera a mi llamado. —¿Qué tienes, bonito? —le preguntaba intrigado sin que el perro me hiciera el menor caso—. En eso, sentí un escalofrío en la espalda y luego escuché tras de mí una fuerte voz que decía: 21

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—¡Tranquilo, Lobo, tranquilo, ya estoy aquí! Al voltear a ver quién hablaba, quedé paralizado al distinguir claramente un espectro, pero esta vez perfectamente definido, siendo un hombre bien vestido, de barba, canoso y de mediana edad. Se me quedó mirando fijamente a los ojos y luego me preguntó intrigado: —¿Puedes verme, niño? —Y también escucharlo —le contesté—. —Quiero que me hagas un favor, niño —me dijo el espectro—, no puedo irme a descansar porque Lobo no me deja ir. —¿Así se llama el perro? —le pregunté—. —Así es, muchacho —me contestó—, no solamente así se llama, en realidad es un verdadero lobo. Me dio un vuelco al corazón al leer la descripción de ese animal, era idéntico al de mi sueño. La narración continúa: —¿En verdad es un lobo? —le pregunté intrigado—. Luego de un silencio, el hombre me explicó que lo había comprado clandestinamente siendo un pequeño cachorro de 2 meses. Y lo había comprado porque simplemente le había parecido muy hermoso. Luego, con el pasar del tiempo se convirtió en el compañero de su vida, pues poco después de haberlo adquirido enviudó quedando solo en el mundo. Sus hijos lo traicionaron despojándolo de su dinero y pertenencias dejándolo en banca rota, quedando como único y fiel compañero aquel noble animal. Me contó que luego de unos años su propio hijo le había quitado la vida para despojarlo de lo poco que le quedaba, pero que el lobo le hizo justicia al matar sin piedad al que lo había asesinado. El pobre animal, tanto lo amaba, que luego de su muerte no se separó de la tumba donde se hallaba enterrado. —Por eso te quiero pedir este favor, niño —me siguió explicando—, quiero que te hagas cargo de Lobo porque no me puedo ir a descansar viéndolo como sufre. —¿Y si Lobo no quiere ir conmigo? —le pregunté angustiado—. 22

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—No te preocupes —me respondió—, solo estaba esperando a alguien que lo amara y creo haberlo encontrado. Anda, puedes llevártelo ahora. Pero sigue este consejo —me siguió explicando—, a nadie le digas que es un lobo. Di simplemente que es un pastor alemán negro ¿de acuerdo? —Está bien, señor —le dije—, ahora Lobo será mío, le prometo cuidarlo siempre. El espectro se inclinó hacia Lobo y luego de cuchichearle al oído, éste simplemente se difuminó. Me acerqué y acariciando su cabeza el animal simplemente movió la cola, a la vez que yo le decía: —De ahora en adelante tú serás el compañero de mi vida. Y efectivamente, Lobo fue mi compañero fiel y guardián por más de 10 años, queriéndolo tal como si fuera un hermano. Ahora había un problema. A mi madre nunca le gustaron las mascotas y menos a una tan enorme como Lobo. Esa noche lo metí de contrabando a la casa esperando que al día siguiente mamá lo aceptara. Me escurrí a hurtadillas a mi cuarto metiendo a Lobo entre mis cobijas quedando ambos rápidamente dormidos. Al día siguiente desperté siendo aún de madrugada con tremenda comezón. Estaba lleno de ronchas y al rascarme desesperado descubrí bajo mis calzoncillos sendas pulgas que me picaban. Lobo estaba totalmente infestado de esos bichos y a mí también me habían invadido. Afortunadamente era sábado y todos en la casa nos levantábamos tarde. Tras la casa, que aún estaba en obra negra, había también en construcción un pequeño departamento que yo había convertido en mi refugio secreto. Ahí llevé a Lobo y me di a la tarea de espulgarlo minuciosamente, sacando metódicamente una por una cada pulga que encontraba, metiéndola con cuidado a un pequeño frasco de vidrio. Por mucho tiempo estuve espulgando a Lobo, hasta que por fin, aparentemente ya no tenía ninguna. El pequeño frasco en que había recolectado ese mundo de pulgas estaba casi lleno. Algo tenía que hacer con ellas. Pronto se me ocurrió qué hacer con tantas pulgas, reservando esa idea para el lunes, cuando fuera a la escuela. Por lo pronto estaba el asunto de hacer que mi mamá aceptara a mi nueva mascota. Como yo también estaba 23

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infestado de pulgas me metí solo a bañar. Tuve que hacerlo con agua fría pues ese día no tocaba baño y no hubo quien la calentara. Casi desmayo al quedar paralizado sintiendo el agua helada, pero ni modo, era un sacrificio por mi pobre Lobo. Una vez sin pulas me puse ropa limpia y antes de echar la ropa sucia y mis sábanas al cesto de ropa sucia, la fumigué con insecticida, con una de esas viejas bombas con émbolo. Casi me ahogo en la maniobra, quedando yo mismo fumigado en la inmensa nube que había creado con el insecticida. Siendo apenas las ocho de la mañana de ese sábado, se empezaban a levantar todos. Fui a la cocina y robé una pieza de pollo, un pan de dulce y un vaso con leche llevándolo como desayuno a mi Lobo. Le indiqué que ahí permaneciera e increíblemente se quedó en ese sitio sin moverse. Yo siendo tan joven, quedé impresionado ante la inteligencia de ese animal. Fui a desayunar y cuando llegué al comedor ya todos estaban sentados. Mamá me preguntó intrigada: —Y ahora, tú, ¿por qué tienes el pelo mojado? —Es que me lavé la cara —le dije—, porque pasé calor por la noche. —Mira, chamaco, mejor siéntate —me contestó—, no sé que voy a hacer contigo. Me cuentan que yo era muy travieso y de eso se quejaban los vecinos y mis profesores. Por eso comprendo a mi pobre madre pues le hice ver las suyas con mi conducta. Estando todos desayunando empecé con mi táctica para que mis padres aceptaran a Lobo. —¿Sabes, mamá, que todos los vecinos tienen perro? — le pregunté—. —¿Y qué con eso? —me respondió—. —Ah, pues es necesario tener uno —le dije—, para que cuide la casa. Mis hermanos me apoyaron, pues desde hacía mucho también querían tener una mascota. Mi padre intervino diciendo:

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—Creo que tiene razón Fernando, como aún no hemos bardeado la propiedad, un perro sería útil para cuidar la casa. —¡Ya viste, ya viste! —le dije emocionado a mamá—. Yo ya he encontrado uno que será nuestro guardián. Casi se atraganta mi madre al escuchar lo que le decía, diciéndome enseguida: —¿Cómo que ya encontraste uno? —Sí, mamá —le dije—, uno enorme y bien educado, que come muy poquito —mentí en lo último, pues Lobo tragaba como náufrago—. Todos en la mesa se me quedaron mirando y mi hermano mayor me dijo disgustado: —Y ahora qué demonios te traes, enano —así me apodaban mis hermanos—. —Pues eso, que ya tenemos perro —respondí—. —A ver, enano, ¿dónde está tu enorme perro? —me retó mi hermano—. Y sin contestarle a él nada, simplemente grité hacia el departamento donde lo tenía escondido: —¡Lobo, Lobo, ven pronto! Como un fantasma llegó corriendo el enorme animal y luego se sentó junto a mí, quedando toda la familia petrificada. —Les presento a Lobo —les dije—, él será el guardián de la casa. —¿De donde sacaste a esa bestia? —me preguntó disgustada mi madre—. —Un señor me lo regaló —le contesté enseguida—. —Bueno, bueno —dijo mi padre—, se queda el perro, pero en el patio, no lo quiero ver dentro de la casa ¿entendiste?

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—Claro, papá, claro —le respondí—, yo me encargaré de que nunca pise dentro de la casa, lo prometo —mentí de nuevo, pues Lobo siempre durmió en mi cuarto—. —¿Y que va a comer ese animal? —preguntó mi madre muy mortificada—. Ni piensen que yo le voy a guisar y menos tenemos dinero para croquetas. —No te preocupes, mamá —le contesté—, Lobo come de todo y se conformará con lo que sobre de la comida —también en eso me salí con la mía, pues en un futuro mi mamá se encariñó tanto con Lobo, que le preparaba su propia comida especial—. Y para que a mi nuevo amigo nunca le faltara la comida, volví a comer pollo para que siempre hubiera huesos disponibles para satisfacer su insaciable apetito. Una vez aceptado oficialmente, todos los hermanos lo acariciamos y el animal feliz y emocionado empezó a aullar dejándonos a todos impresionados. —¿Y eso? —preguntó mi madre asustada—, juraría que es el aullido de un lobo. Mi mamá, por haber vivido su infancia en un apartado rancho conocía perfectamente al aullido de un lobo. Y para que quedaran todos tranquilos, con ambas manos cerré el hocico de Lobo a la vez que decía: —Cómo crees, mamá, éste es un pastor alemán —riendo todos a carcajadas, al ver que aún con el hocico cerrado, se escuchaba un aullido apagado, inflando el animal los cachetes al seguir con su lamento—. Ese mismo día bañé a Lobo con un jabón anti pulgas y ya seco quedó increíblemente hermoso, con su fino pelaje reluciente. Con el dinero que había ahorrado de mi mesada lo llevé a vacunar, acompañado de mis hermanos. Al entrar a la clínica el joven veterinario quedó impresionado ante la belleza de Lobo, quedando literalmente con la boca abierta. 26

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—Qué animal más hermoso —comentó el médico y preguntó luego—: ¿Es un pastor belga, no es cierto? Mi hermano mayor se me quedó mirando, para preguntarme luego: —¿Qué raza es tu perro, enano? —Es un pastor alemán —contesté muy seguro—. Pues así quedó asentado en su carnet. Lobo se portó de maravilla al ser vacunado. —Qué valiente y noble es este animal —comentó el veterinario luego de haberlo vacunado sin ningún problema, sintiéndome yo muy ancho, como padre orgulloso de un buen hijo—. Estaba feliz de tener a Lobo como amigo y ese fin de semana la pasamos jugando sin parar. El domingo por la noche, luego de habernos acostado, escuche unos curiosos golpeteos bajo mi cama. Me paré extrañado y luego de prender la luz me asome para ver de qué se trataba. Ahí estaba el frasco repleto de pulgas que había recolectado de mi Lobo. Las pobres pulgas apretujadas, no dejaban de brincar provocando esos curiosos golpeteos dentro del frasco. Casi las había olvidado, pero buen destino tenía para ellas. Al día siguiente me llevaron como de costumbre al jardín de niños y cuando fue la hora del recreo, sigilosamente me introduje al salón de clases y me dirigí al lugar del gordo que siempre me molestaba. Con cuidado abrí su mochila, saqué el frasco repleto de pulgas y cuando me disponía a vaciar todos los bichos a la mochila de ese niño, sonó el timbre que ponía fin al recreo y al verme sorprendido, sin querer tiré todas las pulgas al piso. Salí corriendo del salón para que no me vieran escondiéndome tras un gran macetón. Luego de que todos los niños entraron yo me metí con sigilo tratando de evitar el sitio donde se hallaban todas las pulgas tiradas. Tomé mí mochila y me fui a sentar hasta el fondo del salón. Estaba a la expectativa, con enorme miedo de lo que pasaría. Pronto vi que los niños cercanos al “accidente” se empezaban a mover insistentemente. Luego ese movimiento se volvió frenesí al empezar a rascarse 27

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desesperadamente y al acercarse la maestra para ver lo que ocurría quedó pasmada al ver que el piso estaba repleto de pulgas brincando. —¡Salgan, salgan todos rápidamente! —gritó desesperada la maestra, a la vez que empezaba a rascarse bajo el vestido por las pulgas que ya se le habían subido—. Al salir del salón no aguantaba la risa, refugiándome nuevamente tras el macetón tapándome la boca para que no se escucharan mis carcajadas. Toda la semana cerraron la escuela pues la tuvieron que fumigar por esa plaga inesperada. La semana completa estuve en casa, pasándola feliz jugando con Lobo. Una tarde a media semana mi mamá estaba platicando en la sala con una vecina, justamente madre de mi gran amigo Carlos. Yo con sigilo me acerque para escuchar lo que decían, pues a veces, más bien casi siempre, mi mamá platicaba de lo mal que me portaba. La vecina comentaba lo hermosa que estaba una enorme planta de sombra que tenía mamá en la estancia. —Que bonita planta tiene, comadre —le decía la vecina a mamá—, ¿dónde la compró? —Pues me la trajeron hace años del rancho, comadre —le respondió mamá—, se llama “planta elegante” y ya tiene más de 10 años conmigo. Efectivamente, desde que tengo memoria siempre tuvimos esa planta. Y luego de más de 40 años, la planta aún seguía viva. Y continuó contado mi madre: —Esa planta, comadre, es muy peligrosa, pues su sabia huele aparentemente muy rico, pero una sola gota provoca una irritación en la lengua parecida a piquetes de agujas y una gran irritación de garganta que no se quita en semanas. —¿Para que dijiste eso, mamá? —comenté entre dientes—.

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Había puesto en mis manos un arma letal que muy pronto usaría. Por la noche, me paré con sigilo y corté un pedazo de hoja de esa planta y la lleve a mi cuarto. Encendí la luz y luego de olerla quedé extrañado. Se la di oler a Lobo y éste estornudó 3 veces. Olía muy curioso, una mezcla rara entre verdura y fruta, pero muy agradable. Corte un pedacito de la hoja y la puse en la punta de mi lengua. Casi grito al sentir una increíble picazón tremendamente dolorosa. Toda la noche me la pase babeando, parándome cada rato a enjuagarme la boca por la intensa picazón que me daba. Quizá por la dosis tan baja que había probado, al día siguiente habían desaparecido los síntomas. A la mente se me ocurrió algo muy grande que hacer con esa planta. Reservé esa idea para el siguiente lunes, día en que nuevamente iría a la escuela. Maquiné un plan bien estructurado para ese día. Estaba cerca el día de mi venganza contra ese gordo que tanto me molestaba. Por la mañana del lunes, mi mamá, como siempre, puso en mi lonchera una cantimplora con agua de limón y una torta de jamón y queso. Antes de salir de casa, arranqué una tierna hoja de la planta peligrosa y luego con tijeras la recorté al tamaño de la torta, agregándola como ingrediente especial de la misma. En el recreo, el gordo me dio un zape en la cabeza y luego de arrebatarme mi lonchera me hurtó mi torta. Vi cómo ese abusivo hacía lo mismo con otros niños y luego se fue a sentar a una banca para comer lo robado. Quedé a la expectativa viendo cómo ese gordo uno por uno se comía los emparedados, esperando impaciente que se comiera el “premiado”. Cuando le tocó el turno al emparedado especial, solamente le dio una mordida y se paró a escupir el bocado lanzando luego un grito desesperado. —¡Me quema, me quema! —gritaba llorando y bailando haciendo dolorosos gestos—. Luego tomó una botella que llevaba con agua y pronto bebió como desesperado y luego de hacerlo quedó babeando en forma abundante sin dejar de dar gritos desaforados. Todos los niños se arremolinaron alrededor de él burlándose con sonoras carcajadas. Y yo también, muriendo de la risa estaba, viendo cómo sufría ese gordo abusivo. Tan grave se puso, que lo tuvieron que hospitalizar por varias 29

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semanas, sin saber los médicos lo que le había ocurrido por los extraños síntomas que sufría. Así de travieso era y entre toda mi familia, tíos, primos, abuelos y demás parientes, a pesar de ser yo tan pequeño, tenía fama de tremendo. En una ocasión utilicé a mi pobre Lobo para hurgar una tremenda travesura. No recuerdo por qué motivo mis padres y hermanos salieron en una ocasión a alguna visita y me dejaron solo encargado con una tía. —Chamaco deja, no toques, no hables… —me decía—. Ya me tenía harto la dichosa tía. Yo acostumbrado a hacer de las mías y una señora gruñona que apenas conocía me reprimía. Hurgué entonces una venganza digna de mi propia fama… Se pierde un pequeño fragmento y luego continúa... ...ya me había advertido mi padre que tuviera cuidado con ese aparato, pero yo necio, tenía que averiguar por qué salía esa curiosa chispa. Una tarde cuando me hallaba solo en casa, desenchufé la clavija del televisor para después desconectar el tapón del bulbo de alto voltaje, tal como a veces lo hacía mi padre para verificar la potencia de ese accesorio. Luego volví a conectar el enchufe y también, como lo hacía mi padre, tomé una varilla de plástico acercándola al tapón de salida de ese bulbo, viendo cómo salía una gran chispa azul y escuchándose un curioso zumbido. Luego se sentía que se me paraban los cabellos y en el ambiente se percibía un raro aroma. Mi papá me había dicho alguna vez que cuando se genera una chispa eléctrica se produce ozono y ese gas posee un característico olor. Pues si, olía muy raro. —¿Qué pasará si en vez de esa varilla de plástico acerco un desarmador? —me pregunté a mí mismo—. Mi intuición me decía que no lo hiciera, pero lo hice. Acerqué un desarmador por su parte metálica al bulbo y rápidamente la chispa saltó hacia la herramienta, pero la corriente brincó a mi brazo, cayendo yo fulminado por el alto voltaje. Ahí fue cuando empezaron 30

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las visiones que toda la vida me persiguieron, pues inmediatamente después de haber recibido esa descarga de alto voltaje, por mi mente corrieron escenas que nunca había visto, desordenadas y caóticas, pero muy nítidas. Las veía como si en mi frente, por dentro, hubiera una pantalla de cine. No sabía que era todo eso que veía y en ese mismo momento suponía que solo estaba soñando. Corrían sin parar esas escenas, hasta que sentí que me sacudían. Al abrir los ojos vi a mi madre llorando y poco a poco empecé a escuchar lo que decía: —¿Qué te ocurre, hijito, qué tienes? —me decía desesperada mi madre al verme ahí tirado, inconsciente y con los cabellos parados—. Siendo esta vez sincero, le conté a mamá lo que realmente había ocurrido y luego del susto que le había provocado, ahora venía el regaño de siempre. Me llevó al médico, quien no le dio mucha importancia a ese hecho, recetándome solo aspirinas. Por la noche vino el regaño de mi padre, que esta vez fue muy severo conmigo dándome sonoras nalgadas. Me fui llorando a mi cuarto sin merendar como castigo y estando a solas con Lobo, éste solo lamía mi mano como si me consolara. No podía conciliar el sueño pensando en lo que había visto cuando estaba inconsciente después de aquel brutal choque eléctrico. Cuando empezaba a conciliar el sueño, corrían de nuevo esas escenas y yo me despertaba agitado sin comprender nada de lo que veía. Al volver a dormir, vi como en sueños a mi padre llorando y junto a él un féretro abierto. Al asomarme para ver quien era el muerto, vi a mi abuelo ahí inerme acostado. Desperté sintiendo que el corazón se me salía del pecho. Yo quería mucho a mi abuelo paterno y de hecho era el único que me quedaba. Por eso, ese sueño me había resultado espantoso. Al siguiente día a la hora del desayuno le pregunté muy serio a mí padre, que aún estaba enfadado conmigo por ser yo tan desobediente: —¿Oye, papá, el abuelo está muy viejito? —¿Por qué lo preguntas? —me contestó mi padre muy serio con otro cuestionamiento. —Nada —le dije—, es que tengo miedo que un día se muera. 31

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Me volteó a ver y luego de sonreír, me acarició la cabeza y me dijo para que estuviera tranquilo: —No, hijo, no te preocupes, tu abuelo aún está muy fuerte y estará con nosotros por mucho tiempo... No acababa de decir eso, cuando de repente suena el teléfono, sintiendo yo un vuelco en el corazón presintiendo algo muy malo. Contestó de inmediato mi padre y luego de unos momentos colgó el teléfono y al voltear vi cómo le escurrían lágrimas. —¿Mi abuelito? —le grité llorando a mi padre y él solo asintió con la cabeza—. Al llegar mi mamá y ver que lloraba mi padre, le preguntó angustiada lo que ocurría. Pronto mi papá le informó que su padre había fallecido de un repentino infarto y luego de decir eso me volteó a ver extrañado. —Qué curiosa coincidencia —le comentó mi padre a mamá—, me acababa de decir Fernando que tenía miedo que mi padre muriera. Efectivamente, mi padre tomó lo que le había dicho como una curiosa coincidencia. Sin embargo yo estaba seguro que había visto lo que pasaría antes de que ocurriera. Casi a diario veía en mi mente cosas extrañas que no comprendía. Ya luego con el tiempo aprendí a discernir y descifrar las visiones, que a veces eran de un futuro inmediato y otras muy lejanas en el tiempo, tanto, como la que tuve de una gigantesca bola de fuego que caía en... En esta parte quedé intrigado con esa visión, pero afortunadamente más adelante nuestro personaje narra con detalle lo de ese acontecimiento. Se pierde un fragmento y luego continúa... ...estaba muy inquieto y nervioso y Lobo gruñía constantemente. —¿Qué te ocurre, Lobo, por qué no te duermes? —le dije, pero Lobo seguía gruñendo y muy alterado—. 32

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Pasada la media noche a lo lejos se escuchaba el aullar de muchos perros y a no ser porque enseñé a Lobo a no aullar cuando se lo ordenaba, estaba seguro que él también lo hubiera hecho. Apareció frente a mí una sombra pequeña que poco a poco se fue definiendo. Lobo estaba enfurecido, sin embargo yo lo contenía. Eso que apareció frente a nosotros era un niño como de 10 años. Se nos quedó mirando y luego preguntó angustiado: —¿Han visto a mi mamá? Es que no la encuentro. —No, no le he visto —le contesté y luego le hice una pregunta—, ¿tú quién eres? —Soy Marcos —me contestó— y mi mamá es la portera de la escuela. —¿Qué escuela? —le pregunté intrigado—. —Del jardín de niños —respondió— y ahí yo te he visto... Y de repente, así como había llegado, el pequeño espectro se difuminó enseguida. Quedé muy intrigado con todo eso y al día siguiente en la escuela le pregunté directamente a la maestra: —Disculpe, señorita Martha, ¿en esta escuela hay conserje? —Hace unos 5 años había un matrimonio que cuidaba la escuela — me contestó con su habitual cigarro en la mano—, pero creo hubo un accidente, no sé cuál y desde entonces ya no se ha contratado a nadie. Ahora yo soy la que me quedo a dormir aquí, para cuidar la escuela. —Ah —le dije—, ¿y usted conoció a esa familia? La maestra se me quedó mirando y luego de dar una fuerte inhalación a su cigarrillo y arrojar la bocanada de humo, me contestó malhumorada: —Sí, pero yo no sé nada de ellos, ya no me preguntes —retirándose enseguida—. Alguien me tenía que sacar de dudas. Sin embargo nadie sabía nada de esa misteriosa familia. Se me ocurrió entonces algo que creí era lo 33

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obvio, preguntarle directamente al fantasma llamado Marcos. Por la noche empecé a hacer lo que nunca antes había hecho: Invocar a un espíritu. Cerrando los ojos y concentrándome empecé a decir en voz alta: —“Marcos, Marcos, ven aquí”... Me dio un vuelco el corazón al escuchar de repente el aullar de perros abriendo de inmediato los ojos, los que supongo, deben haber estado desorbitados. Esta vez Lobo quedó en silencio, ya se había acostumbrado. Pronto apareció el niño y yo con ansia le pregunté enseguida: —¿Sabes que estás muerto? —Ya lo sé —me contestó—, pero no encuentro a mi mamá. —Antes de que te vayas —le dije—, cuéntame ¿qué les ocurrió? —Una noche —me dijo—, que mi padre borracho nos dejó encerrados con llave a mi mamá y a mí, la maestra que ahí trabajaba arrojó una colilla de cigarro por una rendija en la parte más alta de un muro. La colilla, pronto encendió unas cajas de viejos libros que estaban ahí almacenados, se inició un incendio y mamá y yo morimos horriblemente quemados. Quedé azorado al escuchar esa historia, preguntándole enseguida: —¿Sabes cómo se llama la maestra que arrojo la colilla encendida? —Martha —me dijo—, se llama Martha y ella nos mató. Y luego en forma angustiada siguió diciendo: —¡Pero no encuentro a mamá, no la encuentro! —difuminándose enseguida—. Comprendí todo lo ocurrido. Aquella sombra que hacía meses se me había aparecido preguntado por su hijo, seguramente era la madre de Marcos. Y no podían descansar en paz porque simplemente no se encontraban. La maestra había sido la culpable de esa tragedia y yo 34

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tenía que averiguar todo lo ocurrido. Al día siguiente, durante el recreo, le pregunté al mozo encargado del aseo, hombre mayor pero no viejo, con una prótesis de palo y con cara de melancolía: —Oiga señor, ¿usted sabe si aquí hubo algún incendio? —Si, niño —me respondió—, hace más cinco años se quemó gran parte de la escuela, es por eso que ciertos muros aún se pueden ver ahumados. —¿Y sabe si alguien murió en el incendio? —le pregunté enseguida—. —Sí, muchacho —me contestó—, por desgracia murió la portera y su hijo. Entonces era cierto lo que me había contado Marcos. Una vez más, en el recreo siguiente, me confronté con la maestra preguntándole de nuevo: —Oiga maestra ¿es verdad que aquí murieron una señora y su hijo? —¿Quién te dijo eso? —me pregunto con ojos llenos de ira—. —El mozo, maestra —le dije enseguida—, pues le había preguntado de las paredes ahumadas y me contó lo que pasó hace cinco años. —Pues sí niño —me dijo—, aquí murieron esas personas, pero no sé más detalles. —Yo sé todo lo que pasó, maestra, todo —le dije muy seguro—. —¿Qué quieres decir con eso, chamaco? —me preguntó a la defensiva—. —Pues sí, maestra —le dije— sé que usted provocó el incendio con una colilla de cigarro. Recuerdo perfectamente la mirada de esa señora al escuchar lo que le dije. Quedó estupefacta pues ese secreto solamente ella lo conocía. Ya no me dijo nada, solo se retiró y durante la clase no emitió palabra alguna quedando frente a su escritorio muy callada, fumando y con la mirada perdida. Después de ese día nunca más volví a ver a dicha maestra, misma que al siguiente día desapareció sin despedirse siquiera. No pasó más de una semana, cuando por la noche nuevamente apareció frente a mi cama lo que tanto miedo me daba. 35

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Esta vez eran dos espectros juntos. Reconocí de inmediato a Marcos y junto a él la señora que hacía meses me había hablado. Ya Lobo estaba acostumbrado a ver esas cosas y luego de bufar solo recostó su cabeza en la almohada. —Solo venimos a darte las gracias, niño —me dijo la señora teniendo cogido de la mano al niño—. —¿Qué me agradecen? —le pregunté intrigado—. —Hiciste que la mujer que nos mató saliera de ese sitio —me contestó—, en donde morimos horriblemente quemados. —¿Y eso, qué? —le pregunté—. —La presencia de esa señora —me contestó el espectro—, impedía que me reuniera con mi hijo y no podíamos pasar al más allá porque estábamos atrapados en el inframundo. Gracias, muchas gracias — me siguió diciendo a la vez que lentamente ambos se difuminaron—. Quede muy impresionado con todo eso que había pasado. Posteriormente cuando... Se pierde un fragmento y luego continúa... ...el maldito gordo había regresado, pero esta vez más delgado y con cara demacrada. Ese día en el recreo se acercó a mí, confrontándome directamente. —Sé que tú le pusiste algo a la torta que me hizo daño —me dijo muy enfadado— y ahora me las pagarás todas juntas. Cuando estaba a punto de lanzarme un golpe a la cara, quedó paralizado. Detrás de mí se escuchó un fiero gruñido. Era Lobo, que estaba enfurecido por la amenaza que me hacía el gordo niño. —A ver —le dije al gordo—, atrévete a pegarme. —Pues sí me atrevo —me dijo, a la vez que me agarraba de la ropa y me jaloneaba—.

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Lobo se lanzó enfurecido derribándolo enseguida, quedando abajo tirado el gordo abusivo con cara de espanto. Lobo le gruñía al niño, escurriéndole baba sobre la cara y este solo murmuraba: —Por favor, ya quítamelo, quítamelo—. —Lámele la cara, Lobo —le dije a mi mascota y así lo hizo Lobo, dejando la cara del niño empapada—. —¡Ya ya, por favor, quítamelo de encima! —decía angustiado el abusivo niño—. —¡Ya vete a la casa, Lobo! —le ordené a mi mascota, obedeciéndome enseguida—. Nuevamente se juntaron todos los niños a reír a carcajadas, viendo cómo ese niño abusivo había quedado, con la espalda polveada y orinado del susto. Nunca más me volvió a molestar ese abusivo y cuando veía que quería pasarse de listo con algún otro niño yo me acercaba y simplemente le decía: —O lo dejas en paz, o llamo a mi perro —retirándose enseguida con la cabeza agachada—. Pronto termino el ciclo escolar y por fin empezaron las vacaciones. Cabe mencionar que yo adoraba las vacaciones, pues me levantaba tarde. La verdad siempre odié las escuelas y simplemente las odiaba porque no me gustaba que un extraño me ordenara. Vale la pena incluir una curiosa anécdota que también ocurrió por esos días, justamente en las vacaciones, antes de entrar a la primaria. Frente donde vivía, había una viejo caserón, que ahí ya estaba mucho antes de que llegáramos al pueblo. En esa casa había un porche que daba a la calle y sobre él una vieja mecedora. A veces veía a un anciano ahí sentado que me saludaba cuando yo llegaba de la escuela. Ahora, estando de vacaciones se me ocurrió un día ir a platicar con él. Pasaron varios días sin que viera al anciano, pero un día lo vi de nuevo, saludándome efusivo desde su mecedora agitando la mano. Me acerqué y no sé por qué, pero Lobo no me siguió ese día, quedándose sentado solo viendo cómo me acercaba al anciano. Cuando estuve frente a él le saludé enseguida: 37

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—Buenas tardes, señor —le dije—, ¿cómo ha estado? —Bien, niño, bien, —me contestó—, aquí tomando el fresco. —¿Cómo te llamas? —me preguntó—. —Fernando —le respondí—. —Ah —me dijo—, así se llamaba mi padre, yo me llamo Hilario. Pero ahora dime —me siguió diciendo—, ¿te gustaría escuchar historias fantásticas? —¡Claro! —le respondí emocionado—, me encantan los cuentos fantásticos. Por esos días, todos los domingos por las tardes pasaban por televisión un popular programa que se llamaba “Teatro Fantástico” que a todos los niños nos fascinaba, con un estrafalario conductor conocido como “Cachirulo” que a veces narraba y otras veces actuaba en las que en esa época me parecían historias increíbles. Tenía yo una gran imaginación y la idea que un nuevo amigo me contara historias me parecía fabulosa. Y así fue, cada que veía que el anciano Hilario estaba en su mecedora yo me acercaba y éste me contaba historias que me dejaban emocionado. Sentía una gran simpatía por ese anciano, pues me recordaba mucho a mi abuelo. En ocasiones veía a mi madre que por la ventana me observaba y yo solo la saludaba con la mano, quedando de nuevo extasiado por todo lo que me platicaba el anciano. Uno de esos días, cuando me hubo contado una de sus curiosas historias, el anciano se puso serio y me preguntó enseguida: —Nando —así me decía—, ¿me podrías hacer un enorme favor? —¿Qué desea, señor? —le pregunté intrigado—. —Fíjate que hace años —me empezó a contar— yo subía al cerro de enfrente —señalándolo con el dedo— y ahí enterré una cajita metálica en la que guardé unos documentos. Luego guardó silencio y al ver que yo lo miraba con mucha atención siguió diciendo:

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—En esa cajita también hay 9 moneditas de oro que quiero obsequiártelas. Guardó nuevamente silencio don Hilario, sonriendo abiertamente al ver la cara de azoro que supongo debo haber tenido y me siguió diciendo: —Pero quita esa cara de espanto, Nando, ahora escucha cómo encontrar esa caja. Y me dio todas las pistas y señales de cómo y dónde encontrar esa dichosa caja: —Mira, sube al mirador y donde veas un árbol inclinado dirígete por un sendero que está junto a él. Ese camino te llevará hasta una enorme roca enterrada —me explicó con minuciosidad—, luego camina hacia arriba y voltea constantemente hacia el pueblo. Cuando veas que aparece la cruz de la iglesia, ahí detente y justo donde estés parado escarba un poco y ahí encontrarás la caja a poca profundidad. Al ser muy temprano, ni tardo ni perezoso corrí a mi casa y busque una pequeña pala que estaba en el taller de papá. Luego me dirigí al cerro cercano y siguiendo perfectamente las instrucciones de don Hilario pronto encontré dicha caja. Con ansiedad la abrí y en ella encontré una pequeña bolsa de piel y dentro de ella estaban, como me lo había dicho el anciano, justamente 9 moneditas de oro. Dentro de la caja había muchos papeles en sobres sellados y aunque yo era demasiado curioso, los dejé intactos y luego de cerrar la caja bajé del cerro para llevarle a don Hilario lo que me había encargado. Cuando llegué a su casa, don Hilario no estaba en su mecedora y entonces toqué con ansia la puerta para entregarle lo que me había pedido. Salió enseguida una señora que de inmediato me preguntó: —¿Qué se te ofrece, niño? —Busco a don Hilario —le dije—, me encargó que le trajera esta caja. 39

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La señora se me quedó mirando y luego vi claramente cómo se le humedecía los ojos de llanto, a la vez que me decía: —¿A qué estás jugando, niño? Mi papá falleció hace más de 10 años. Se me heló la sangre y se me puso la piel de gallina al escuchar lo que me decía esa señora. Sin embargo yo sabía perfectamente lo que había ocurrido. Por eso Lobo nunca se quiso acercar al anciano, éste era un espectro. —Bueno —le dije a la señora—, de todas maneras le dejo esta caja. La señora intrigada recibió la caja y luego de sacudirle el polvo que aún tenía quedó muy sorprendida a la vez que me decía: —Esta caja era de mi padre ¿de dónde las has sacado? —Me la encontré por ahí enterrada —le dije—. Lugo de destapar la caja y abrir un sobre sellado, la señora entró en franco llanto, pero a la vez también sonreía. —¡Estos son, estos son! —decía emocionada —¡Estos son los papeles de las cuentas bancarias de papá que no encontrábamos! —Gracias, niño —me dijo la señora—, por fin podré recuperar lo que nos dejó nuestro padre en los bancos, gracias. Estaba complacido por haber logrado una buena obra, pero a la vez muy triste, pues estaba seguro de que no volvería a ver a don Hilario, mi viejo amigo. Como prueba de todo eso que ocurrió, quedaron las monedas de oro que me había regalado, mismas que he conservado toda mi vida. Sin embargo ese encuentro tuvo una enorme repercusión en mi vida. Justo al día siguiente en el que había entregado esa caja metálica, mi mamá me preguntó preocupada: —Oye, hijo, ¿por qué pasas horas, sentado en el porche de los vecinos ahí solo? 40

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Creí oportuno en esta ocasión contarle a alguien todo lo que me ocurría y quizá mi propia madre me comprendería. —Desde que tengo memoria —le dije—, puedo ver gente muerta y enfrente platicaba con una anciano que ha muerto desde hace 10 años. Mi madre puso pronto expresión extraña, poniendo su mano en mi frente y quizá temiendo que tuviera fiebre me preguntó preocupada: —¿Te sientes bien, Fernando? —Ya sabía que no me creería —pensé—, ahora le tenía qué contarle todo. Y así fue, le conté que también podía ver a veces cosas extrañas que pasaban por mi cabeza y que claramente había visto a mi abuelo muerto antes de que falleciera. Mi mamá muy sorprendida y con los ojos muy abiertos escuchaba lo que le decía sin decir nada. Luego de haberme desahogado, mi madre empezó a llorar abrazándome muy fuerte acariciando mi cabeza. —Todo va a salir bien, hijito —me decía—, todo saldrá bien. Por la noche, al llegar papá, mi madre le cuchicheó al oído y ambos se encerraron a platicar a su cuarto. Luego de un rato vi salir a mi padre con expresión preocupada y acercándose a mí, me dijo muy serio: —Así que puedes ver a los muertos, ¿no es cierto? —A veces, papá, a veces —le respondí—. —Mira, hijito —me dijo—, mañana vamos a ir a ver a un doctor que comprenderá lo que te ocurre y nos aconsejará que hacer para que ya no veas esas cosas ¿de acuerdo? —Está bien, papá —le dije muy seguro, pues yo era el más interesado en dejar de tener esas visiones que me atormentaban—.

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Efectivamente, al día siguiente por la tarde mis padres me llevaron con un doctor. Me resultó ese doctor muy raro, pues no tenía bata blanca como los doctores que me atendían cuando yo enfermaba y su consultorio parecía más bien una oficina. Luego de tomar asiento mi madre le explicó lo que me ocurría y después les indicó que lo dejaran solo conmigo. —A ver, amigo —me dijo una vez que quedamos solos—, cuéntame lo que puedes ver. Y le conté todo lo que podía ver siendo muy sincero con él. Después de contarle todo, el doctor les indicó a mis padres que de nuevo pasaran y luego de sentarse les preguntó el galeno: —¿Su hijo ha recibido algún golpe en la cabeza? Y mi madre muy segura le contestó: —Para nada, doctor, para nada. —Espera, espera —dijo mi padre—, hace unos meses Fernando recibió una descarga eléctrica de alto voltaje, que lo dejó inconsciente. —Eso podría explicar todo —reflexionó en médico—. La conversación que continuó luego, no la recuerdo para nada, pues a esa edad y hablando con tanto tecnicismo, para mí lo estaban haciendo en chino. Sin embargo aquí reproduzco lo que me contó mi madre cuando yo ya era adulto, de esa conversación que en ese tiempo para mí fue muy extraña. —¿Entonces, nuestro hijo no tiene esquizofrenia? —preguntó mi padre—. —No, señor —le respondió el doctor—, ahora le explico; esa descarga eléctrica seguramente afectó al lóbulo temporal derecho, mismo que controla los pensamientos abstractos y místicos. Lo que su hijo tiene —siguió exponiendo—, es una extraña forma de epilepsia... 42

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—Pero si Fernando no ha convulsionado, doctor —replicó mi madre—. —Mire, señora —le dijo el médico—, en la epilepsia no siempre se convulsiona. A veces ocurren esos ataques que todos conocemos, pero a veces solo hay ausencias con lagunas mentales. Otras veces, raras por cierto, en vez de ocurrir ausencias, durante le etapa de crisis el paciente alucina. Eso le ocurre por ejemplo, a los místicos que ven apariciones de vírgenes o santos. —Eso explica todo —comentó mi padre, para preguntar luego—: ¿Y ese tipo de epilepsia qué tiene mi hijo, se cura? —Solo se pude controlar —le contestó el médico—, sin embargo considero que el caso de su hijo no es grave. Además el médico me mandó sacar una radiografía del cerebro por si había alguna lesión visible con los rayos “X” y afortunadamente todo salió normal. Vi a mis padres más tranquilos luego de la conversación que tuvieron con el médico y más al saber que en la radiografía no hubo algo anormal. El doctor solo me mandó un medicamento contra convulsiones, que tomé por mucho tiempo durante el cual ya no vi ni escuché nada extraño. El médico les indicó a mis padres que si aún con el medicamento persistían las alucinaciones, sería necesario hacerme un electroencefalograma, pero nunca me lo sacaron. Me sentí aliviado de haberme librado de los muertos que veía y más porque había dejado de ver tantas cosas extrañas que por las noches pasaban por mi mente. Sin embargo, también desaparecieron mis sueños normales y por las mañanas amanecía aún somnoliento sin recordar haber tenido algún sueño. Estando ya de de vacaciones, estas las disfruté a lo grande, jugando todo el día con Lobo, que nunca se cansaba. Pasaron más rápido las vacaciones de lo que yo hubiera querido, llegando el fatídico día en que por primera vez iría a la primaria. Me inscribieron en una escuela católica muy estricta para puros varones, teniendo cómo maestras a monjas vestidas de pingüino. Al iniciar las clases me tocó como maestra a sor Raquel, monja malvada con pobladas cejas y bigote que me recordaba a Cantinflas. Era muy fea por cierto, pero muy varonil. 43

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—¡Escuincle infame! —fueron las primaras palabras con las que por primera vez se dirigía a mí esa monja—. ¡No escribas con esa mano, que es del demonio! —me decía—. Yo era zurdo y para esa loca, la mano que usaba era del diablo. Desde ese día la citada monja, cada que estaba en clases, me obligaba a cerrar el puño izquierdo y me lo vendaba muy apretado para que no usara esa mano, obligándome a escribir con la derecha. Siendo sincero, a final de cuentas y pasado los años, muy en el fondo le agradecí a esa loca monja haberme obligado a escribir con la mano derecha, pues gracias a eso me volví ambidiestro. Así como odiaba la escuela, más aún odiaba a la iglesia, pues me obligaban mis padres a asistir cada domingo a misa, que para mí era verdadera tortura siendo yo tan inquieto. Las misas duraban para mí una eternidad y cada que podía, fingía estar enfermo los domingos para no asistir a ellas. Y yo pensaba que como castigo de Dios, también tenía que asistir a la escuela, donde las dichosas monjas nos obligaban a rezar a diario. La educación que recibí en esa escuela era en verdad valiosa, pero lo que no me gustaba era que la materia de religión obligatoriamente se cursaba. Era absurdo lo que nos enseñaban, pues de un libro de religión, teníamos que aprendernos de memoria, palabra por palabra, lo que ahí estaba escrito. Recuerdo perfectamente que el libro consistía de un cuestionario con sus respectivas respuestas que debíamos saber de memoria, so pena de recibir un reglazo en la mano si fallábamos por una sola palabra. En esos días los castigos físicos eran comunes y lo peor de todo, es que dichas reprimendas físicas eran abaladas por los propios padres de familia, quienes también habían sido educados con la filosofía de que “la letra con sangre entra”. Efectivamente, durante los primeros años de la primaria no era raro que algún alumno sangrara por los severos castigos que nos infligían los profesores. Casi al término del curso teníamos que habernos aprendido todo el libro completo de religión, con más de 100 preguntas. Era necesario saberlo porque de ello dependía el hacer la primera comunión. Cómo yo no había aprendido ni la mitad del cuestionario, me retenían por las tardes y un sacerdote nos hacía estudiar una por una todas las preguntas y respuestas al pie de la letra. 44

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—Dime, muchacho —me dijo en alguna ocasión el cura cuando me preguntaba—, ¿quién es Dios? —la primer pregunta del cuestionario—. —Dios es el creador de todas las cosas —le respondía—, el cual es nuestro padre amado... —¡No, no, no...! —gritaba el padre enfadado—, se dice: el cual es nuestro santísimo padre amado... —leyendo el padre, palabra por palabra lo que decía el libro—. —¡Con un demonio! —pensé— me había equivocado en una sola palabra. Ahora, venía el respectivo castigo, diciéndome el cura golpeador: —A ver, muchacho, pon la mano —golpeando la palma de la misma con una dura regla de madera—. Yo aguantaba el llanto solo por orgullo y me retiraba al salón de castigos a seguir memorizando el cuestionario. Dentro de ese salón había más de 50 niños castigados, leyendo en silencio tratando de memorizar las preguntas. Cuando algún niño creía que ya había memorizado todo el cuestionario, se paraba en silencio y se dirigía donde estaba el gruñón sacerdote para decirle que ya estaba listo. Casi siempre, no pasaban más de 10 minutos en que el que había osado creer que ya sabía todo, regresaba llorando y sobándose la mano, tomaba de nuevo asiento para seguir leyendo el libro en silencio. Así pasó más de una semana y solo 2 o 3 niños habían superado la dura prueba, obteniendo un pase, con el que ya podían continuar con la siguiente fase, que consistía en un curso intensivo de catecismo y una vez habiéndolo aprobado, se podía al fin hacer la primera comunión. —Uf ¡qué fastidio! —pensaba— todo lo que me faltaba. Cierto día cuando tenía ganas de orinar, me paré con disimulo y cuando me dirigía al baño, vi entreabierta una puerta escuchando tras de ella curiosos y extraños ruidos. Me acerqué y al abrir la puerta 45

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enorme sorpresa me llevé al descubrí al padre sobre una monja y ésta con la sotana levantada. El susto de su vida se llevaron ese par al verse sorprendido. —¡Ya los vi, ya los vi! —grité a propósito para vengarme del odioso sacerdote que tanto ya me había golpeado—. —¡Espera, por favor, espera! —me gritó el sacerdote fajándose los pantalones y cerrando la puerta—. Estaba el sacerdote en mis manos y sin piedad empecé a martirizarlo diciendo: —Le voy a contar lo que vi a todos, ya lo verán. —Por favor, hijo —me rogó el padre—, no le digas a nadie, pídeme lo que quieras. —¿Ah, sí? —le dije—, ¿lo que quiera? —insistí—. —Si hijo, lo que quieras, solo pide —contestó el cura más tranquilo con nerviosa sonrisa—. —Pues nada más quiero mi pase para poder hacer mi primera comunión —le respondí—. —Desde luego, hijo, desde luego —me dijo sudando—, tenlo, aquí lo tienes —entregándome el codiciado pase en la mano—. Satisfecho, a punto estaba de dar la media vuelta para retirarme, cuando se me ocurrió algo. Me acerqué al sacerdote, quien aún tenía semblante nervioso y me le quedé mirando a la regla que siempre traía en uno de los bolsillos de su sotana. —¿Me presta su regla, padre? —le pregunté—. Y con extrañeza y sin preguntar nada me entrego su regla. —Ahora dígame —le dije de nuevo—, ¿quién es Dios? —¿Cómo dices? —me preguntó el sacerdote extrañado—. —Sí, sí —le respondí— dígame ¿quién es Dios? Cuando estaba a punto de sacar su librito para leer la respuesta le dije de inmediato: 46

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—Conteste, pero sin leer el libro, a ver dígame ¿quién es Dios? El padre nervioso, empezó a tratar de recordar lo que decía el libro: —Dios es el creador de todas las cosas —empezó bien—, quien es nuestro santísimo... —¡No, no, no...! —le interrumpí—, debe decir: el cual es nuestro santísimo padre amado... —yo ya lo había aprendido de memoria—. —A ver, —le seguí diciendo— ponga la mano. —No abuses, niño, no abuses —me dijo el padre enfadado—. —O pone la mano —repliqué—, o le digo a todos lo que le estaba haciendo con sor Hortensia. Y sin más remedio y poniendo cara resignada, el corrupto sacerdote extendió la mano cerrando los ojos. Tremendo reglazo le puse al cura, que después del golpe cerró fuerte la mano maldiciendo entre dientes. Luego de devolverle la regla al cura, salí riendo de ese sitio y dirigiéndome al salón donde estaban todos los demás niños estudiando, grité fuerte para que todos escucharan agitando mi pase con la mano: —¡Miren, miren, ya tengo mi pase! Y todos gritaron protestando, pues sabían que yo era muy desaplicado. —¡No es justo, no es justo! —gritaba desesperado el estudioso del grupo—. ¡Tú eres muy burro, no es justo! —insistía—. Entró pronto el padre al escuchar tanto alboroto gritando enfadado: —¿Qué les pasa, escuincles, que les pasa? Y el nerd del grupo tomó la palabra diciendo: —No es justo que Fernando haya obtenido el pase, él es muy burro. 47

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—¡Silencio! —replicó enfadado el padre—, ¡aquí yo soy el que manda! Todos guardaron silencio y se sentaron en sus respectivos pupitres, muy resignados pues sabían que la indisciplina se castigaba con sangre. —¡Ya, anda! —me dijo el sacerdote muy disgustado—, ¡lárgate de aquí! Y yo con sonrisa de oreja a oreja salí de la escuela más que satisfecho con el codiciado pase en mi mano. Obviamente el sacerdote me dispensó también el curso que venía después para poder hacer la primera comunión, sintiéndome yo aliviado. Una vez que mis pobres compañeros, luego de mil reglazos, pudieron responder sin equivocación el cuestionario y habiendo aprobado el pesado curso de catecismo, hubo una reunión en una gran iglesia para hacer “la confesión”, siendo esto el último requisito para hacer por fin, la primera comunión. Éramos más de 100 niños sentados esperando que pasara uno por uno al confesionario para decir nuestros pecados, pero como yo no asistí al curso de catecismo no tenía ni idea de lo que se trataba. —Oye —le dije a un niño que estaba junto a mí sentado—, ¿de qué se trata todo esto? —¿No fuiste al curso de catecismo? —me replicó—. —Es que estaba enfermo —le dije—, pero dime ¿qué hay que hacer? —Pues muy fácil, wey —me contestó—, al pinche padre del cuartito le dices todos tus pecados y ya. —Ah —le conteste y luego reflexionando le pregunté—: ¿Y si el pinche padre luego raja y le cuenta a mis papás lo que yo hago? —No seas wey —me contestó—, en el curso de catecismo nos dijeron que el padre no puede decir nada de los pecados que le contamos y a eso se le conoce como secreto de confesión. —Ah —le dije de nuevo—, ¿y quién es el padre que está confesando? 48

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—Un viejecito —me contestó y me explicó luego—: Pero no es el mismo que nos daba reglazos, no te apures. Pasaban uno por uno los niños y cada que salían lo hacían con hipócrita carita de “yo no fui” y con las manos juntas, como si fueran angelitos. Yo solo sonreía al ver semejantes ridiculeces. Cuando fue mi turno pasé al confesionario y una vez habiendo entrado, el sacerdote me dijo: —“Ave María Purísima...” —quedando yo pasmado preguntando intrigado—: ¿Ave, qué…? —¡Ave María Purísima! —me volvió a decir el padre enfadado—. Al no contestarle nada, pues en verdad no sabía que decir, el padre me dijo ya más calmado: —Se responde “sin pecado concebida”. —Ah —le dije y le respondí luego—: Sin pecado... “eso”. Escuché que bufó el padre y luego me dijo: —A ver hijo, dime tus pecados. Y recordando lo que me acababa de decir mi compañero, que los sacerdotes no le pueden decir a nadie los pecados que les confiesan, se me ocurrió una verdadera diablura, empezando a “confesar” crímenes inventados. —Pues resulta, padre —le empecé a contar—, que hace días metí a mis 5 gatos a la lavadora y cuando quería sacarlos, la tina estaba llena de sangre. —¡Por Dios santo! —dijo alarmado el padre y me preguntó luego—: ¿Y qué pasó después? —Pues como ya estaban muertos —le contesté—, se los di a comer a mi perro. —¡Santísima Madre! —comentó nuevamente alarmado el pobre cura y me volvió a preguntar—: ¿Qué más pecados tienes, hijo? 49

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—Pues el otro día, padre —le seguí mintiendo—, empujé a un niño de una azotea y cayó de pura cabeza, pero no se murió, sigue vivo y ahora tiene una bonita silla de ruedas que a veces me presta para jugar. —¡Madre de Dios! —exclamó el cura y luego me preguntó—: ¿Hay algo más? —Pues si, padre —le dije—, ahora le voy a contar las cosas malas que he hecho... —¡Por amor de Dios, hijo! —me interrumpió—, ¡ya cállate! Y luego de decir eso vi a través de la maya traslúcida que nos separaba, cómo el pobre anciano agachaba la cabeza y se secaba el sudor de la frente con un pañuelo. Luego de resoplar fuertemente, me dijo muy serio: —Anda, ya vete; como penitencia tendrás que rezar un rosario completo por las noches por un mes. —¿Rezar un qué? —le pregunté—. —Mira, niño, ya vete —me dijo el padre y luego de decir algo en latín, que no entendí, salí del confesionario tapándome la boca para no soltar una carcajada que tenía contenida—. Había cumplido ya con ese trámite burocrático eclesiástico y al fin, podía hacer la primera comunión. El sábado siguiente todo estaba listo. En días anteriores mi mamá ya me había comprado en la Lagunilla todos los accesorios para tal ceremonia: traje, zapatos, rosario, mi librito de oraciones (que jamás abrí) y una enorme vela adornada. Ahí reunidos había más de 200 niños haciendo una larga fila en la que sería una ceremonia multitudinaria en la antigua Basílica de Guadalupe. También estaba un enorme grupo de niñas de otra escuela que también iban a lo mismo. Más barato por docena, supongo. Ahí estábamos todos en fila y yo hasta adelante con mi vela encendida. Al fin empezó a avanzar la fila, teniendo delante de mí a una enorme niña gorda con ridículo vestido y con un pequeño velo que apenas cubría su enorme cabeza y por debajo de ese velo se podían ver cómo salían unos rubios cabellos desaliñados. Cuando avanzaba la fila, a veces frenaba de repente y en una de esas 50

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repentinas frenadas, sin querer acerqué demasiado mi vela a los cabellos de la niña que estaba frente a mí. Solo se prendieron unos cuantos cabellos y pronto se apagaron. Eso me resultó muy gracioso y cada que frenaba la fila yo a propósito le quemaba unos cuantos cabellos más. Sin embargo, en una ocasión se me pasó la mano, encendiéndose toda la cabellera. Aún con el fuego detrás de ella, la niña no se daba cuenta que estaba encendida y cuando se percataron algunas personas mayores de lo que ocurría, se lanzaron con diversas vestimentas a tratar de apagar a la niña, quien a esas alturas tenía toda la cabellera en llamas. La pobre niña solo gritaba: —¿Qué me hacen, por qué me pegan? —y los adultos seguían golpeando a la cabeza de la niña con cuanta ropa podían para apagar las que ya eran enormes llamaradas—. Cuando al fin apagaron la cabellera de esa pobre niña, hubo tanto alboroto, que llegó al sitio corriendo el director de la escuela, Romano, me acuerdo que así se apellidaba y al observar lo que había ocurrido, dijo enfurecido: —¿Quién le ha prendido fuego a esta pobre niña? —quedando mudo al voltear y ver a cientos de niños, todos con vela encendida—. Afortunadamente por la confusión creada, jamás se supo quién había sido el responsable de esa diablura. Toda la ceremonia me pareció... A estas alturas de la narración, el lector notará que nuestro personaje no era nada común. Y no me refiero a los curiosos dones que poseía, sino a su propia personalidad. Desde niño fue una persona extremadamente inteligente e intuitiva, que odiaba a la autoridad represiva y siendo en ese tiempo tan pequeño, sorprende cómo se revelaba ante lo establecido. Más adelante verá el lector, que esto que hacía en su tierna infancia, es solo una probadita de lo que en el futuro haría. Se pierde un gran fragmento, que representaría tres años en el tiempo y luego continúa...

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...estuve tranquilo, pero aún tomando mi medicamento para la supuesta epilepsia que sufría, acudieron a mí nuevamente las visiones que me atormentaban. Esta vez vi nuevamente una de las visiones que tanto me intrigaban, suceso que luego descifré y que ocurriría muy lejano en el tiempo. Veía una enorme bola de fuego que surcaba el cielo y luego al caer en el mar, se producía una titánica explosión, poniéndose, una vez que la bola de fuego se disipaba, el cielo totalmente negro y produciéndose, a su vez, una inmensa ola. En ese entonces no había aprendido a interpretar lo que veía, siendo eso para mí solo un sueño que se repetía. Más adelante narraré cómo aprendí a interpretar las visiones que tenía y a calcular cuándo ocurrirían en el tiempo. Por lo pronto estaba yo desconcertado, pues teniendo solo 10 años, ese problema me devastaba. Ya no me atreví a decirles nada a mis padres, pues yo mismo tenía miedo que un día pensaran que ya había enloquecido. Desde entonces dejé de tomar mi medicamento volviendo mis sueños normales que pronto aprendí a diferenciarlos de las visiones. Y como anteriormente lo había expresado, algunas visiones que tenía eran de un muy lejano futuro y otras, en cambio, muy cercanas en el tiempo. Una de esas visiones cercanas que tuve en esos días, fue realmente extraña. Vi claramente que bajo un cielo oscuro caía poco a poco una especie de plumas blancas. Luego vi al auto de mi padre totalmente blanco y pronto adiviné que era nieve lo que caía del cielo. Yo jamás había visto nevar y todo eso que veía me resultaba maravilloso. Me fijé en esa visión en detalles muy importantes. Anteriormente a los autos les adherían en el parabrisas calcomanías del registro federal de vehículos y claramente estaba indicado el año de cada calcomanía. Empezaba a correr entonces el año de 1965 y mi papá solo un día antes había adquirido la calcomanía de ese año pero aún no la adhería al parabrisas. En la visión que tuve, la última calcomanía que tenía el auto era de 1964. Entonces deduje que la nevada ocurriría muy pronto. A la mañana siguiente, cuando estábamos desayunando entablé una conversación con papá. —Oye, papá —le dije—, ¿alguna vez ha nevado en la ciudad de México? 52

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—Que yo tenga memoria —me contestó—, jamás ha nevado, ¿por qué me lo dices? —me preguntó—. —Pues nada —le dije—, te aseguro que no pasarán más de 5 días en que nieve. —Estás loco, enano —se burló mi hermano mayor—, ya oíste a papá que nunca ha nevado y no va a nevar porque tú lo dices. —¿Qué apuestas? —lo reté—. —Lo que quieras, enano —me contestó—. —¿Ah, sí? —le dije—, pues si nieva me darás lo que escondes en el baúl de tu cuarto —sabiendo que ahí guardaba sus revistas de Play Boy—. Y si no nieva —le seguí diciendo—, yo seré tu esclavo por un mes ¿va? —Va, enano —me respondió—, prepárate a ser mi esclavo. Una vez que terminamos de desayunar mi papá echó a andar el coche para calentarlo. Luego sacó de la guantera la calcomanía de 1965 y cuando intentó ponerla, le grité enseguida: —¡No, papá, aún no la pegues! —saltando mi padre del susto, por el repentino grito que había dado—. —¿Por qué no? —me preguntó intrigado—. Yo no sabía qué decirle, pues tenía miedo que la pusiera, debido a que me imaginé que si la pegaba no ocurriría la visión que había predicho. Tenía que inventar algo para evitar que pegara esa calcomanía, ¿pero qué? —¿Qué urgencia tienes para colocarla? —le pregunté—. Pégala luego, ya ves que con el sol se ponen muy feas y si la pegas después te va a durar más tiempo. —Tienes razón —me dijo—, la pegaré luego. Me salí con la mía. No tuve que esperar mucho tiempo para ser el nuevo propietario de más de 10 revistas con mujeres desnudas, pues solamente pasaron 2 días y una mañana muy temprano, antes de que amaneciera, papá entró repentinamente a mi cuarto y entusiasmado me dijo: 53

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—¡Fernando, Fernando, despierta, mira por la ventana!—. Tremendo susto se llevó Lobo, pues le sorprendió el llamado de mi padre, cayendo de la cama. Me paré enseguida y al asomarme por mi ventana, que daba directamente a la cochera, vi exactamente lo que ya había captado en mi visión, una hermosa nevada en la oscuridad, copos de nieve que parecían salir de la nada, alumbrados por las luces de la cochera. Luego, cuando empezó a clarear, vi cómo el auto de papá estaba cubierto de nieve y en el parabrisas se notaban las calcomanías hasta 1964, tal como ya las había visto antes. En la calle todos los vecinos salieron para ver tan curioso evento, pues realmente un acontecimiento semejante en la ciudad de México ocurre cada 500 años. Mi hermano mayor estaba boquiabierto al observar tan repentina nevada y yo feliz estaba recogiendo nieve y arrojándosela en la cara. —¡Maldito enano! —me dijo mi hermano enfadado—, te saliste con la tuya. Recuerdo perfectamente que los cerros cercanos que rodeaban al pueblo lucían aspecto alpino. Maravilloso todo aquello, pero aún así, teníamos que ir a la escuela. Ese día fue totalmente normal, salvo el hecho de que todo el día comentamos sobre esa repentina nevada. Por la noche, luego de la merienda, cuando todos nos disponíamos a ir dormir, mi papá me retuvo tomándome de la mano y llevándome a platicar a la sala: —Esta vez —me dijo—, lo de la nevada que tú viste antes de que ocurriera, estoy seguro que no fue una coincidencia. —¿Crees, papá? —le dije—. —Estoy seguro —me contestó—, yo mismo, cuando era niño, muchas veces tuve sueños premonitorios que a mí mismo me dejaron desconcertado. —¿Cómo cuáles, papá? —le pregunté—.

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—Pues una vez —me empezó a narrar—, cuando yo tenía más o menos tu misma edad, estaba internado en una estricta escuela y añoraba mucho estar en casa... —¿Estuviste internado? —lo interrumpí desconcertado—. —Así es, hijo —me respondió—. —¿Pero, por qué? —le pregunté angustiado, pues para mí eso de los internados me parecía espantoso y de hecho, con eso siempre me amenazaban cuando mal me portaba—. —Lo que sucede —me siguió explicando—, es que la señora con quien estaba casado mi padre no me quería... —¿La esposa de mi abuelo no era tu mamá? —lo interrumpí de nuevo, pues estaba muy sorprendido de eso que me decía—. —No, hijo —me respondió—, mi verdadera madre murió cuando yo nací y mi padre se volvió a casar. Bueno —continuó—, la cosa está en que una noche cuando dormía en el internado tuve un sueño muy bonito. Veía que llegaba mi papá en su coche para decirme que ya no más estaría internado y que recogiera todas mis cosas pues volvería a casa. Desperté llorando, pues me había ilusionado, sabiendo que había sido solo un sueño. Al día siguiente ocurrió exactamente lo que había soñado, detalle por detalle, quedando yo muy desconcertado. Luego acarició mi cabeza y me siguió diciendo: —Sé perfectamente que las cosas que ves son reales y tienes que aprender a distinguirlas de tus sueños. Yo sufrí mucho al tener algunas veces visiones horrendas y aprendí a bloquearlas con la mente. —¿Cómo le hago, papá, cómo le hago? —le pregunté angustiado—. —Pues cuando sientas que a tu mente algo llega —me dijo—, solo trata de pensar algo agradable con todas tus fuerzas. Ya verás que pronto pasará esa sensación que se tiene cuando esas cosas tratan de invadir tu mente. Y otro consejo te voy a dar —me siguió diciendo— , nunca le cuentes a nadie lo que ves, pues te aseguro, jamás creerán lo que te ocurre. Luego se levantó del sillón y me pidió que lo siguiera hasta su habitación. Abrió su armario y luego de hurgar por un rincón sacó 55

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una pequeña caja que contenía un objeto misterioso. Esa caja seguramente la tenía escondida en un lugar muy secreto, pues yo creí conocer todos los rincones de la casa y jamás la había visto. —Acércate —me dijo—. Te enseñaré algo muy importante que ya es hora de que conozcas. Estaba realmente intrigado y ansioso de que me enseñara eso tan misterioso. Abrió la pequeña caja y vi asombrado dentro de la misma un medallón cómo de 6 centímetros de diámetro que me pareció muy hermoso y además era de oro macizo. Alrededor era un círculo lleno de raras inscripciones, por delante, por detrás y también en el borde. En medio relucía una hermosa estrella de 6 picos. —Es una estrella de David —me dijo—, me la regaló mi abuelo, que también era clarividente. Tiene más de dos mil años y ha pasado de generación en generación y solo se hereda a quien posea un don especial, cómo el que tú tienes. Estaba realmente asombrado pues la belleza de esa medalla era impactante, lanzando como destellos la luz que reflejaba. Cuando la pasó a mis manos sentí que el corazón se me salía del pecho, teniendo la seguridad de que si me concentraba un poco podría ver mil cosas del pasado. Al ver mi padre que había quedado yo como ido, la retiró de mis manos a la vez que me decía: —Quiero que sepas, que nuestros ancestros son de la tribu de Judá, de la que descendieron el rey David y Salomón, misma tribu a la que pertenecieron grandes sacerdotes y el mismo Jesús de Nazaret. Esta estrella solo la portaban grades personajes que tenían poderes especiales. —¿Me la vas a dar, papá? —le pregunté—. —No —me respondió—, llegará a tus manos en su debido momento. Mientras tanto, te repito, nadie, absolutamente nadie debe saber de su existencia. Y tampoco nadie debe saber de tus dones, pues te aseguro que nunca te creerán y siempre trata de bloquear lo que a tu mente llegue. 56

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Toda mi vida seguí esos consejos. En el lejano futuro, cuando dicha medalla llegó a mis manos, pude ver a través de ella historias increíbles y fantásticas de mis antepasados judíos que más adelante narraré. Desde esa misma noche seguí los consejos de mi padre, bloqueando lo que intentaba introducirse a mi mente, pensando cuando llegaban las visiones, cosas muy agradables que distrajeran mi mente. Sin embargo, en ocasiones, por más que me esforzaba, las visiones me invadían sin que yo pudiera hacer nada al respecto y otras veces me ganaba la curiosidad, dejando que entraran a mi cerebro, pero sin excepción, siempre me arrepentía de ello. Por lo menos ahora sabía que no estaba loco, pues mi padre me comprendía y de hecho él también poseía ese don, pero solo le ocurrieron esas visiones pocas veces en toda su vida. Una de esas repentinas visiones no deseadas que invadían mi mente llegó muy pronto estando yo en la escuela. Para entonces cursaba el 4º grado y la escuela donde estudiaba era la misma en la que había cursado desde 1º hasta el 3º grado. Sin embargo, para los grados del 4º al 6º, eran otras las instalaciones, que consistían en un edificio enorme con 4 plantas. En la planta baja estaba un gran patio, una pequeña tienda y las oficinas, en la planta alta los salones de 4º, el que seguía los de 5º y hasta arriba los de 6º. Al fondo recuerdo que había un gran auditorio. Eran hermanos la sallistas los maestros y si la disciplina que había cuando monjas nos daban clases era estricta, ahora mucho más estrictos eran esos profesores varones. Las reprimendas físicas eran casi medievales, cómo los tradicionales reglazos en las palmas de las manos, golpes con el borrador en las puntas de los dedos, humillantes latigazos con largas varas en las nalgas con los pantalones bajados, sostener libros con los brazos extendidos y de rodillas, etcétera, etcétera. El máximo castigo entonces era estar de pie en el primer piso bajo un enorme reloj viendo hacia la pared y con los brazos extendidos. En esa posición el castigado debía estar ¡todo el día! siendo visto por todos los alumnos de la escuela. La frase, “castigado en el reloj”, era la más temida entre los alumnos. Ese castigo solo lo infligía Romano, quien era el temido y respetado director de la escuela. Un día normal de clases, mi profesor apellidado Estrada, se ausentó un momento pues fue requerido por el 57

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director a través del interfono ubicado arriba del pizarrón. Ese aparato nos delataba cuando había algún conato de indisciplina, pues Romano todo el día y en cualquier momento nos espiaba. Siempre cuando el profesor salía yo me paraba y me dirigía hacia la tarima y luego de acercar la silla del maestro, me subía sobre ella y desconectaba el odioso aparato. Empezaba el relajo y a uno de los compañeros lo poníamos a espiar junto a la puerta por si el profesor regresaba. Una vez que veía que se acercaba el profesor, el que estaba en la puerta nos avisaba y pronto todos guardábamos silencio. Yo conectaba de nuevo el aparato y regresaba corriendo a sentarme. Cuando el maestro entraba, nos encontraba a todos derechitos sentados y con el pico cerrado. Sin embargo ese día ocurrió algo inesperado. El profesor algo sospechaba y ese día regresó por otra ruta sin que nuestro espía lo observara y cuando estaba cerca, fue demasiado tarde, pues luego de habernos avisado tardíamente nuestro vigía, me sorprendió el profesor con las manos en la masa, tratando nerviosamente de conectar el interfono. —Así que eran ciertas mis sospechas —dijo el maestro al verme ahí parado sobre su silla—. Yo sonreí nerviosamente mientras bajaba de la silla a la vez que le decía: —Es que, es que, solo estaba borrando el pizarrón, maestro. —¡Cómo no! —dijo enfadado—, ¡anda, termina de bajarte y ven para acá! Ya sabía lo que vendría, cuerazos en las nalgas o tremendos reglazos en las palmas de las manos. Esta vez el maestro se portó magnánimo, dándome a escoger. —Diez reglazos en las manos —me dijo—, o 5 cuerazos en el trasero. —Ni modo —pensé—, nadie verá mis nalgas —y puse las manos—.

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El profesor tomó asiento en su silla y pidió que me acercara. Esta vez Estrada se pasó conmigo, pues cada que dejaba caer la regla en una de mis manos, se oía un zumbido de tanta velocidad que traía la regla que golpeaba. Los tres primeros reglazos los aguanté con estoicismo, pero el cuarto me dolió hasta el alma. Ya el quinto, mejor quité la mano y al hacerlo tremendo reglazo se dio el profesor en su propia pierna de tanto vuelo que había tomado. Esa situación tan graciosa causó que todo el grupo riera a carcajadas, pues el maestro se paró de inmediato sobándose la pierna poniendo en verdad cara muy extraña tratando de ocultar el dolor que sentía. —¡Silencio¡ —gritó el maestro muy disgustado una vez que se había sobado la pierna—. ¡Ahora sí me las pagaras todas juntas! — amenazó a la vez que se me acercaba—. Me agarró fuerte del brazo y al sentir yo el jaloneo, a mi mente llegaron ráfagas de visiones caóticas que no comprendía. Luego todo se fue aclarando hasta que vi claramente a la madre del maestro acostada en una cama y su hijo a su lado con otras personas. Supe que la que vi era la madre del maestro, porque en el último festival de las madres acudió a que la festejaran. Vi cómo moría en los brazos de una señora que no conocía y al ver al maestro me fijé que llevaba el mismo traje que en ese momento portaba. Por eso deduje rápidamente que lo que veía ocurriría ese mismo día. El profesor me seguía jalando exigiéndome que le diera la mano para que él la agarrara y yo no la quitara mientras me golpeaba y cuando a punto estaba de propinarme otro reglazo, le dije muy seguro mirando a sus ojos: —¡Hoy mismo morirá su madre! El maestro quedó con los ojos desorbitados, paralizado y con la regla arriba en su mano. Sin quitar esa expresión, bajó la regla y luego de soltarme me dijo que me sentara. El resto del día el profesor estuvo muy serio y callado, sentado en su escritorio con la mirada perdida. Terminado el tiempo de clases todos mis compañeros a la salida me dijeron que esta vez se me había extralimitado con el maestro, pues ya muchos sabían que su madre estaba muy enferma. Les juré que yo 59

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no sabía nada al respecto, sin embargo, los reproches de mis compañeros fueron intensos. Al día siguiente obviamente, el profesor Estrada no acudió a dar clases. Cuando el director Romano decía su discurso habitual de todos los días con micrófono en mano estando formados todos los grupos en el patio, mencionó lo de la muerte de la madre del profesor, pidiendo que rezáramos por su alma. Todos mis compañeros estaban muy sorprendidos y cuchicheando entre sí me miraban asustados, sin embargo eso no me importaba, mejor, así nadie me molestaba. Nunca más el profesor Estrada me volvió a golpear y desde entonces recuerdo, no recibí de él ni un solo regaño y siempre evitaba mí mirada...

Se pierde un fragmento y luego continúa... ... venditas vacaciones —pensé—. Ese sábado mí mamá recibió una llamada telefónica de su hermana, diciéndole que estaba estrenando departamento en una nueva, lujosa y enorme unidad habitacional que conocían todos como “Ciudad Tlatelolco”. Toda la familia, fuimos a conocer su enorme departamento y cuando llegamos, efectivamente, esa unidad parecía una pequeña ciudad llena de rascacielos rodeada de más ciudad. Su departamento estaba hasta el 11º piso de un gigantesco edificio, habiendo afortunadamente ascensor. Cuando entramos vimos que mi tía lo había decorado con muy buen gusto. —Bienvenidos —nos dijo—, por favor, pasen a su casa. Ahí estaban también su esposo, sus dos hijas, que tenían mi edad aproximada y Ramiro, mi primo mayor. Mis primas eran muy buenas personas, muy tímidas y calladas, pero muy amigables conmigo. Estaba yo emocionado pues me encantaba ver la ciudad desde las alturas y estando el departamento en el 11º piso, tenía vista privilegiada. Me asomé pronto por la ventana y desde ahí se podía ver a la derecha un gran edificio blanco. En medio había una pequeña iglesia y un poco más abajo una como pirámide. A la 60

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izquierda había una explanada y todo alrededor estaba bordeado por otros edificios, parecidos al que estaba ubicado el departamento de mis tíos. —Es la plaza de las Tres Culturas —me explicó mi tío al verme extasiado viendo por la ventana—. Luego me contó toda la historia de dicha plaza y cuando yo la estaba mirando a la vez que mi tío explicaba, de repente vinieron a mí una ráfaga de nuevas visiones. Vi en mi mente un helicóptero que volaba a baja altura y luego salía de la azotea del enorme edificio blanco ubicado a la derecha, una luz de bengala verde que caía al piso, justamente a un lado del antiguo templo. Al mismo tiempo escuche muchas detonaciones, parecidos a los cohetes que echaban en las fiestas del pueblo y luego gritos, espeluznantes alaridos que me helaron la sangre. Vi gente tirada en el suelo bañada en sangre y seguía escuchando fuertes alaridos. Estaba desconcertado, pues todo eso que veía no tenía para mí el menor sentido. Sin embargo en un cercano futuro, esa visión se volvió en una de las experiencias más aterradoras de mi vida. Estando en el departamento de mis tíos, me cansé de ver por la ventana y acercándome a Sonia, una de mis pequeñas primas, le dije: —Oye, ¿vamos a salir a jugar afuera? —Espera —me contestó—, le pediré permiso a mamá. Y así lo hizo. Una vez con el permiso de mi tía, Sonia, Lorena —mi otra primita— y yo, salimos del departamento. Les planteé jugar en los ascensores y al haberlo propuesto ambas niñas pusieron cara de espanto. —¿Qué les pasa? —les pregunté—. —Nada —me contestó Sonia—, es que mis papás nos tienen prohibido jugar en los elevadores. —Qué importa —le dije—, no pasa nada.

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Jamás hubiera propuesto semejante cosa, pues en la décima vuelta que dábamos al ir descendiendo, se me ocurrió brincar muy alto y... Se pierde un fragmento y luego continúa… ...jugábamos sin parar. Cuando yo estaba descansando, Godínez, un compañero que cuando podía me fastidiaba, me picó el trasero y echó a correr. Eso que me había hecho era una gran ofensa para cualquiera y yo enfurecido traté de alcanzarlo para darle su merecido, sin embargo Godínez era más rápido que una gacela y por más que me esforzaba jamás pude alcanzarlo. Al fin tocó el timbre que daba fin al recreo y de inmediato dejamos de corretear y nos formamos rápidamente en la fila. Había mucha disciplina y antes de que sonara el timbre que daba fin al recreo, Romano se ponía en el pasillo del 2º piso para observar lo rápido que nos formábamos. Todos deberíamos estar perfectamente callados, tomando distancia con el brazo extendido y luego en posición de firmes sin mover ni un dedo. Al grupo que más pronto se formaba se le entregaban “vales” de disciplina, que eran pequeños cartoncillos verdes y cuando se reunía determinado número de ellos, la escuela le daba al grupo que los había alcanzado un día libre, financiando además un paseo a algún balneario. Romano escudriñaba con la mirada a todos los grupos desde arriba y cuando ya nadie se movía, mencionaba por el micrófono al grupo que había ganado los vales en ese día. Cuando estábamos formados yo aún jadeaba por el cansancio de haber correteado durante todo el recreo a Godínez y pensaba vengarme de él a la salida. Sin embargo se me ocurrió algo mejor para desquitar mi coraje. Cuando Romano miraba hacia nuestro grupo y estando Godínez formado justamente tras de mí, fingí que me picaba el trasero, haciendo aspavientos y volteando de inmediato para ver a quien supuestamente me había molestado. Godínez quedó desconcertado y al ver Romano la supuesta agresión de la que yo había sido objeto, gritó enfurecido: —¡Godínez, castigado en el reloj!

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Y el pobre de Godínez, agachando la cabeza, sin decir nada subió al primer piso y se puso bajo el reloj de espaldas y con los brazos expendidos. Así permaneció todo el día hasta la salida. Justicia divina, pensé. Había 5 grupos de 5º año y el nuestro era el que menos vales había obtenido. —Demonios —pensaba—, este año no habrá ni un paseo. Un día, cuando estaba ausente Romano, durante el recreo pasé por la dirección, misma que estaba en la planta baja y al ver que la puerta estaba abierta, desde la misma escudriñé rápidamente con la mirada lo que había adentro. Caminaba frente a la dirección como no queriendo la cosa, para mirar adentro a través de la puerta abierta. En una de esas pasadas, me metí rápidamente a la dirección sentándome en cuclillas bajo la enorme ventana que daba al patio para que nadie me viera. Estaba seguro que nadie me había visto pues todos estaban muy ocupados jugando y los profesores estaban en la cafetería. Seguí mirando lo que había en la dirección, pues pensaba hacerle alguna broma al odiado director que tanto nos castigaba, pero realmente no tenía ningún plan estructurado. Pronto se me vino a la mente algo. Traía mi lonchera y dentro de ella, mi mamá me había puesto un pastelillo de chocolate llamado “Gansito”. Se me ocurrió entonces poner el pastelillo sobre la silla del director que estaba frente a su escritorio, para que cuando se sentara se batiera el trasero. Como el sillón era muy grande y de color café oscuro, estaba seguro que el “Gansito” no se notaría. A gatas, me desplacé hasta el escritorio del director escondiéndome bajo el mismo. Saqué el pastelillo de mi lonchera y lo puse sobre la asiento y luego de haberla puesto me tapé fuerte la boca para que no se me saliera una carcajada. Cuando estaba a punto de retirarme, vi que un cajón del escritorio estaba un poco abierto. Lo abrí para ver lo que contenía y brillaron mis ojos al mirar cientos de vales de disciplina. Había tantos, que estaba seguro que Romano no se daría cuenta de la falta de algunos. Así que decidí tomar un tanto de ellos, acomodando el resto de tal forma que no se notara el robo de algunos. Me retiré con sigilo sin que nadie me 63

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viera, saliéndome nuevamente con la mía. Los vales que había obtenido el grupo estaban guardados en el escritorio del profesor, así que durante el mismo recreo, subí clandestinamente a mi salón e incorporé los vales robados al resto de los obtenidos, estando seguro que muy pronto nos iríamos de paseo. Bajé rápidamente y seguí jugando como si nada por el resto del recreo. Cuando vi entrar a Romano a la escuela, me mataba la expectativa de lo que pasaría. Desde lejos con la mirada lo seguía, hasta que se metió a la dirección. Pasaron solo segundos en que salió enfurecido. Aunque aún faltaban muchos minutos de recreo, Romano subió rápidamente al 2º piso tocando el timbre para que todos nos formáramos. —¡Toda la escuela se quedará castigada! —gritó enfurecido Romano a grito pelado— . Luego tomó su micrófono y menciono nuevamente gritando: —¡Todos los grupos estarán castigados hasta que encuentre al culpable de esto! —mostrando su trasero manchado de chocolate, pan y mermelada de fresa—. Yo hacía un esfuerzo titánico para no reír al ver a Romano, pero afortunadamente todos los alumnos rieron a carcajadas al ver manchada la prenda del director, pues parecía que se había hecho del baño pues su pantalón era muy claro. —¡Silencio! —gritó nuevamente enfurecido Romano—, ¡toda la escuela se quedará sin recreo una semana! —quedando todos mudos por tal reprimenda—. Nunca nadie supo quién había hecho semejante diablura y tan genial les había resultado a todos esa travesura, que muchos se adjudicaron haberla hecho para pasar por héroes, pues Romano en verdad era muy odiado. Unos de esos días, le pedí al profesor que contara los vales para saber si ya había los suficiente para irnos de paseo.

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—¡Uy, Fernando! —me dijo afligido el maestro—, qué optimista eres, nuestro grupo es el más indisciplinado y yo creo que no llevamos ni la mitad de los vales requeridos. —Usted nada más cuente —le dije—, quien quite y hasta nos pasamos. Y todos mis compañeros me apoyaron. El maestro abrió su escritorio y tomando los vales los contó uno por uno. Luego de haber hecho el recuento en silencio, se vio que su expresión cambiaba y luego de haber terminado, nos dijo con una gran sonrisa en el rostro: —Pues efectivamente, hasta nos hemos pasado —gritando todos de alegría al escuchar “nuestro logro”—. Discutimos pronto el destino del próximo paseo y decidimos irnos a un balneario en el estado de Morelos, conocido como “las Estacas”. Recuerdo que ese paseo fue un día viernes muy asoleado. El sitio acordado era muy hermoso, teniendo muchas albercas con toboganes. Muy cerca de ahí había un pequeño río y grandes letreros que decían “prohibido nadar en el río”. Al acercarme vi que en su cauce se podían ver enormes cantidades de peces pues el agua era muy cristalina. Como yo tenía en mi casa una gran pecera se me ocurrió atrapar algunos en una bolsa de plástico que llevaba para aumentar mi colección de peces e imprudentemente me metí al río para intentar hacer esa tontería. A pesar que en ese sitio el calor era tremendo, el agua de ese río estaba helada. Empecé a bucear tratando de atrapar alguno, cuando de repente vi a una hermosa tortuga verde que se metía por un orificio en la pared del río justo bajo la rivera del mismo. Salí a tomar aire y de nuevo me sumergí para tratar de atrapar a esa tortuga. La ranura por donde se había metido la tortuga era muy estrecha y a la fuerza metí la mano. No encontré nada, pero al intentar sacar mi mano, ésta quedó atrapada. Forcejé desesperadamente para tratar de liberarme, pero todo fue inútil, mi mano estaba completamente atascada. Entré en pánico tratando de zafarme y cuando estaba a punto de perder el sentido, a mi mente llegaron multitudes de visiones en forma de ráfagas. Miré a un avión que se estrellaba en un gigantesco edificio rectangular provocando 65

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una gran explosión anaranjada. Junto a ese edificio vi otro prácticamente idéntico. Era la primera vez que tenía la visión de lo que en ese momento supuse era un accidente aéreo. Luego llegó a mi mente nuevamente como ráfaga mi habitual visión de la bola de fuego que surcaba el cielo y otras muchas visiones que en ese momento no comprendía. Todos esos destellos de visiones que corrían por mi mente ocurrieron en muy pocos segundos, hasta que sentí que alguien jalaba fuertemente mi mano atorada. Por fin pude librarme y al salir a la superficie jalé aire desesperadamente. Muy poco faltó para que me diera por vencido ahogándome sin remedio. El que me había salvado era un compañero que por casualidad pasaba y me vio ahí atrapado. Se apellidaba Samperio y le viví eternamente agradecido. Las visiones que tuve cuando a punto estaba de ahogarme eran muy importantes, pero en ese momento no las comprendía. Con el tiempo aprendí a discernirlas y saber perfectamente cuándo ocurrirían. Por lo pronto para mí eran un gran enigma porque... Efectivamente, a lo largo de la narración de estas memorias, nuestro personaje iría dilucidando uno por uno los grandes acontecimientos que vendrían. Se pierde un fragmento y luego continúa... ... estaba el problema de qué hacer con Lobo. Me hallaba en un dilema. Yo quería mucho a Lobo y por ningún motivo quería dejarlo solo. Pero estaba el hecho de que serían nuestras primeras vacaciones a una playa y como yo no conocía el mar, tenía enorme ilusión por ese viaje. Pensé pronto en mi amigo Carlos. Él quería mucho a mi mascota y estaba seguro que lo cuidaría. —Ahí te lo encargo, amigo —le dije al llevar a Lobo a casa de Carlos—, verás que se porta de maravilla. —No te preocupes, cuate —me respondió mi amigo—, te prometo cuidarlo y darle de comer a Lobo. Además él será mi guardaespaldas. Luego de explicarle a Lobo que me ausentaría, quedé sorprendido al ver que parecía que me entendía, quedándose ahí sentado junto a Carlos una vez que me había retirado. Ya más tranquilo hice pronto 66

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mi maleta porque ya era muy tarde y el tren ya pronto partiría. En ese tiempo había corridas de ferrocarril de pasajeros hacia Veracruz y como antes dije, toda la familia viajaría. Ya era de noche y un taxi nos llevó a la estación de trenes de Buenavista. Al llegar a la estación, bajamos la familia con todo y equipaje, dirigiéndonos pronto a los andenes. Para mí todo fue maravilloso, pues viajaríamos en unos curiosos vagones llamados pulman, que tenían camas en forma de literas a los lados de un pequeño pasillo central y cubiertas por gruesas cortinas de lona negra. Eso yo ya lo había visto en la televisión, en viejas películas que protagonizaban un grupo de traviesos niños, conocidos como “la pandilla” (The Little Rascles). Pero para mis padres el viaje fue espantoso, pues no pudieron dormir nada por tanto zarandeo que tenía el vagón donde viajábamos. Yo, en cambio, estaba feliz viendo a través de la ventanilla luces pasar en la oscuridad y divirtiéndome como enano por tanto bamboleo. Entre la oscuridad, de vez en cuando me bajaba de mi litera y asustaba a mi hermano pequeño, Foquito, que entonces tenía 7 años, metiéndome en su camarote repentinamente. —¡Buuuu! —le gritaba—. —¡Vas a ver, enano! —me decía molesto cuando lo asustaba—, te voy a acusar con mis papás —retirándome enseguida—. Los compartimientos eran igualitos y entre la oscuridad poco se distinguía, solo a tientas se podía saber por dónde andaba uno. Estando abajo, aproveché para ir al baño. De regreso, se me ocurrió de nuevo asustar a mi hermano y abriendo nuevamente su cortina, le grité esta vez más fuerte y agitando las manos: —¡Buuuuuuu¡ —¡Ay! —se escuchó un grito dentro de la litera—. Me había equivocado. Ese compartimiento era el de una anciana, que casi muere infartada. Yo también casi muero del susto, pues la anciana prendió la luz de su camarote y al verla toda despeinada parecía una bruja de cuento. 67

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—¡Ay! —grité yo también asustado—. Pronto cerré la cortina y con ansia busqué mi camarote a tientas. Por fin llegué al mío y rápido me refugié en mis cobijas. El resto del viaje mejor me aguante las ganas de ir al baño, pues temía que me volviera a perder. Antes de dormir pensaba, ¿qué pasará mañana cuando nos hallamos levantado? ¿Seguiríamos acostados en esos camastros durante el día? Pues no. Muy temprano, apenas había amanecido, un camarero del tren pasó por el estrecho pasillo tocando un triángulo metálico indicando que ya era hora de levantarnos. Me vestí de inmediato y cuando salí de mi compartimiento ya todos se habían levantado. Acto seguido el citado camarero retiró las cortinas y luego de pocos minutos acomodó las literas de tal modo que quedaron solo asientos. Todos nos sentamos y así continuó el viaje. Un trayecto entre la ciudad de México al puerto de Veracruz en esa época en un tren tan anticuado se hacía en más de 10 horas. Cómo habíamos partido a las 11 de la noche y eran apenas las 7 de la mañana, aún nos faltaban 2 horas de viaje, mismas que pasé muy divertido recorriendo todos los vagones del tren de extremo a extremo. Al estar a punto de llegar estaba muy inquieto pues ansiaba ver el mar. Cuando al fin llegamos y abrió el camarero el vagón, se sintió un tremendo golpe de calor, pues afuera había más de 30 grados y dentro del vagón había aire acondicionado. En mi vida había sentido tanto calor. Pronto pidió papá un taxi y nos dirigimos al hotel donde previamente había hecho reservaciones. En el trayecto estaba ansioso de ver el mar y al fin, en el horizonte pude ver por primera vez lo que con tanta ansia deseaba. El hotel se encontraba sobre una gran avenida llamada “la Costera”. Había un gran malecón que separaba esa avenida con una inmensa playa y por primera vez escuche el hermoso sonido del romper de las olas. Estaba feliz y ansioso por meterme al mar y luego de habernos instalado en el hotel, de inmediato mi hermano menor y yo le rogamos a papá para que nos dejara ir a la playa. Accedió a nuestra petición, pero con una advertencia. —Quiero que no se metan muy hondo al mar —nos dijo—, si veo que se meten muy adentro, todas las vacaciones las pasarán encerrados en el cuarto. 68

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Esta ocasión y por primera vez en mi vida, le hice caso a mi padre, pues no quería pasar mis vacaciones encerrado. Fuimos a la playa y nos introducíamos sin que el agua rebasara nuestras cabezas. Había escuchado anteriormente que el agua de mar era salada y al probarla quedé más que convencido ¡era saladísima! quedando yo muy sorprendido. Todo el día la pasamos retozando sin parar en la playa y solo salíamos a comer. Apenas amanecía y corríamos a la playa a seguir nadando. Juro que al final del día nuestras manos parecían unas pasitas de tanto que habíamos estado dentro de agua salada. En un paseo que dimos por la costera mis papás se pararon a comprar algunos recuerdos en una tienda de regalos. Junto a esa tienda había un depósito de mariscos y en grandes barriles había almacenados diversos crustáceos en hielo picado. Al asomarme a uno, vi hermosos cangrejos rozados pero ya muertos. Se me hizo fácil guardar algunos para llevárselos a enseñar a mis amigos una vez que hubiéramos regresado, guardando algunos en mis bolsillos. Al regresar al hotel los deposité en una caja de galletas vacía y de momento me olvidé de ellos. En un paseo que dimos al castillo de San Juan de Ulúa, conocimos a una familia que también iban de vacaciones. Curiosamente, eran solo niñas las hijas de ese matrimonio, de edad muy semejante a la mía y demás hermanos. Esa familia se hospedaba solo a media cuadra del hotel donde nos encontrábamos. El padre de esas niñas era un general del ejército y tenía a su disposición una lujosa camioneta de las fuerzas armadas con todo y chofer. En ella cabíamos ambas familias y prácticamente el resto de vacaciones las pasamos juntos paseando por todas partes con ellos. Un solo día antes de irnos, mi papá y el general, llamado Ricardo Ortega, rentaron una enorme lancha para dar una vuelta por alta mar. Nos llevaron primero a una pequeña isla llamada “de los Sacrificios”. En ella había un enorme faro y también una lonchería con todo y tienda de recuerdos. Esa preciosa isla me encantó, recordándome mucho a la “isla de Guiligan”, un programa muy popular en esos días. Ahí mismo almorzamos y luego abordamos nuevamente el navío. Se veían negros nubarrones en el horizonte y el mar empezó a tener fuerte oleaje. Decidió el capitán del pequeño navío regresar a puerto y cuando lo hacía las fuertes olas movían el barco haciendo que de 69

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repente el navío estuviera arriba de una gran ola, viéndose perfectamente el puerto, pero a veces la ola bajaba y alrededor se veían solo paredes de agua. Yo estaba fascinado con ese bamboleo, pero el resto de ambas familias estaban muy espantadas. Al llegar a puerto casi me orino de la risa al ver a todos con semblante desencajado y más blancos que la cera. Desgraciadamente habían terminado las vacaciones y el regreso era inminente. Cuando entré a mi habitación, que compartía con 2 de mis hermanos, el mayor que seguía de mí y el pequeño, había en el ambiente algo extraño, olía espantoso. Busque el origen de ese olor tan horrible y gran sorpresa me llevé al abrir la caja de galletas donde había guardado los cangrejos que pretendía llevarme de recuerdo. ¡Olían a rayos! Tenía que deshacerme de ellos, pues de otra manera la reprimenda que me esperaba era inminente. Abrí todas las ventanas de la habitación para que se disipara esa horrible peste y luego me asomé para tirarlos, pero justamente debajo de la ventana estaba la alberca y en ella mucha gente nadando. Pasó por mi mente arrojarlos sin que nada me importara, al fin y al cabo seguramente nadie se enteraría de ello. Pero al fijarme bien, abajo estaban también mis hermanos mayores quienes conocían perfectamente mis travesuras. Si los arrojaba, estaba seguro que yo sería el principal sospechoso. Entonces decidí mejor tirarlos al cesto de basura que estaba en la recepción. Salí con sigilo del cuarto con todo y cangrejos para tirarlos a la basura, sin embargo, en el pasillo vi cómo se acercaban mis padres y los hermanos con quienes compartía el cuarto. Para que no me vieran me metí rápidamente a una habitación que estaba sin huéspedes y puse la caja abierta debajo de una cama. Me acerqué a la puerta para escuchar si ya había pasado mi familia y al no escuchar nada salí del cuarto cerrando tras de mí la puerta. Me dirigí a alcanzar a mi familia y vi cómo mi hermano entraba a mi cuarto. Salió enseguida tapándose la nariz por el horrible olor que aún quedaba, pues a pesar de que ya no estaban los cangrejos muertos y se había ya ventilado el cuarto, el fétido olor aún persistía. Yo llegué como si nada y al verlo tapándose la nariz fingí estar extrañado: —Y ahora a ti ¿qué te pasa? —Nada más entra y verás lo que pasa —me contestó mi hermano—. 70

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Me metí y aguantándome el asco por el olor a marisco podrido que aún quedaba, salí como si nada y le dije luego: —Pues huela a mar, tonto, ¿qué esperabas? Pronto empacamos y salimos rápidamente del cuarto cerrando la puerta. Nos dirigimos a la habitación de nuestros padres y como ellos también ya habían terminado de empacar, todos salimos y nos dirigimos hacia la recepción. Cuando íbamos por el pasillo, vi cómo un “botones” con maletas en mano caminaba delante de un matrimonio de gringos, luego abrió la puerta del cuarto donde había escondido los cangrejos e invitó a pasar a los nuevos huéspedes. No tardaron ni un segundo en haber entrado, cuando salieron despavoridos tapándose la nariz con la mano. Cuando abordamos el ascensor no podía aguantar la risa recordando la cara de esos gringos cuando salían del cuarto, tapándome la boca para no soltar una risotada. —¿Y ahora tú, que tienes? —me preguntaba mi padre—. —Nada —le dije—, es que me acordé de un chiste. Ya en la recepción ya todos estábamos reunidos y luego de pagar la cuenta nos fuimos a despedir de la familia del militar a su hotel. Efusiva despedida fue aquella, llena de besos y apapachos. El general sacó su cartera y le dio una tarjeta de presentación oficial del ejército a cada uno de mis padres, para que luego se contactaran y continuar con la sincera amistad que había surgido tan espontáneamente entre ellos. Luego el general le preguntó a papá si ya sabía cómo regresarse a la ciudad de México. Mi padre le respondió: —Pensábamos regresarnos en tren, pero tarda demasiado. Así que nos regresaremos por autobús. —Nada de eso —dijo el general Ortega—, con gusto les presto mi camioneta. —Cómo creé, general —le dijo mi padre—. 71

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—No se hable más —replicó el general—, como aún estaremos una semana más, nada me cuesta que mi chofer los lleve a su casa a la capital y luego regrese por nosotros. Pues efectivamente, no se habló más, el chofer nos regresó a casa en una lujosa camioneta destinada a un militar de alto rango, llegando en menos de 6 horas. Al llegar corrí a casa de Carlos por Lobo y éste al verme se lanzó sobre mí derribándome y lamiéndome la cara sin que me dejara respirar a la vez que a veces gruñía, cómo protestando por haberlo dejado tantos días. —Tranquilo, Lobo —le decía— ya estoy en casa, te prometo no volverme a separar de ti nunca. Y así ocurrió, nunca pasó eso, porque... Se pierde un fragmento y luego continúa... ...pues no lo quiso. A pesar de que ese antiguo reloj había pertenecido a mi abuelo, a mi hermano mayor se le hizo poca cosa y le exigió a mi papá uno nuevo y muy caro. Cómo a él siempre le cumplían sus caprichos por ser el primogénito, mi pobre padre, haciendo un esfuerzo, le compré ese reloj que mi hermano le exigía. El viejo reloj que mi hermano no quiso era de marca “Ultramar” de la década de los 40, de cuerda, carátula blanca, con un baño de oro y extensible de piel muy fina. Para mí fue mejor, pues dicho reloj me lo quedé yo mismo y fue el único que usé toda mi vida. Ese año serían los juegos olímpicos. Mi papá estaba enojado pues el gobierno nos endilgó un nuevo impuesto, “la tenencia sobre uso de automóviles”, supuestamente un impuesto provisional para financiar los juegos olímpicos. Mi papá no necesitó ser un vidente para decirnos convencido: —Ya verán que ese impuesto jamás lo quitarán. Efectivamente, ese injusto impuesto aún continuaba al término del milenio. Pues sí, en ese año serían los juegos olímpicos y en la ciudad reinaba una extraña tensión. Recuerdo que había un enorme 72

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conflicto estudiantil y mi hermano mayor, que estaba en ese entonces estudiando medicina en la Universidad Nacional Autónoma de México, diario llegaba y nos informaba de lo que ocurría. También recuerdo que cuando mi amigo Carlos y yo íbamos a jugar a un viejo acueducto que rodea al pueblo, vimos azorados ahí estacionados a cientos de vehículos blindados del ejército. —Algo grande y espantoso está por ocurrir —decía mi padre a nuestros conocidos, pero nadie le creyó—. Para entonces cursaba el 6º grado, que me estaba resultando mucho más fácil de lo esperado, quizá porque en esos días ya había sofisticado mucho mis métodos del “acordeón”. Además, como muchas veces estaba castigado en la dirección, en ocasiones robaba los exámenes mensuales. Y como el profesor que nos había tocado era muy amigable, más bien barco, me la llevé ese año muy tranquilo. Al profesor le encantaban las bromas que les hacía a mis compañeros y hasta me las festejaba. Una broma memorable fue la que ocurrió a mediados del curso. Los salones de 6º grado estaban en la última planta. A veces en los recreos subíamos 4 compañeros a nuestro salón y cómo éste daba a la calle, alguna vez se nos ocurrió lanzar desde arriba globos llenos de agua para mojar a quien por ahí pasara. Yo era el experto “bombardero”, pues cuando uno de mis compañeros se asomaba y veía que alguien se acercaba, pronto metía la cabeza y me indicaba el momento de lanzar el proyectil. Pronto sacaba el globo y sujetando su punta con 2 dedos, me asomaba rápido para ver a quien pasaba y calculando el momento que la persona estuviera justamente abajo del globo, lo soltaba sin piedad, quedando la pobre víctima empapada ¡No fallaba una! Literalmente nos revolcábamos de la risa al escuchar maldiciones desde abajo, sin embargo yo quería algo más. Vino a mi mente una broma más espectacular. Desde el 4º año, en las clases de dibujo utilizábamos tinta china y ella era un útil escolar que todos siempre traíamos en la mochila. Se me ocurrió entonces introducirle al globo el contenido de un frasco completo de tinta y luego terminar de llenarlo con agua, para que la víctima no solamente quedara mojada, sino completamente negra por la tinta. Les comenté la idea a mis 73

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compañeros y a todos les resultó genial. Llegó el gran día. Durante un recreo me metí a un baño y con cuidado saqué tinta china de un frasco con una jeringa sin aguja y luego con paciencia la fui metiendo al globo. Una vez hecha esa maniobra, conecté la boquilla del globo a la llave y terminé de llenarlo con agua. Por más que traté de no mancharme con la tinta, de todas maneras me ensucié las manos al hacer toda la maniobra. Entré al salón y mis tres cómplices quedaron impresionados al ver semejante monstruo. El globo era color azul marino, sin embargo parecía negro y en esa especial ocasión, era más grande a los que anteriormente utilizamos. —¿Listos? —les pregunté a mis cómplices—. —¡Listos! —me respondieron emocionados—. Y el vigía se asomó por la ventana en busca de una víctima. Todos estábamos ansiosos a la espera de que el vigía nos diera una señal y al fin, después de mucho rato, nos dijo en secreto metiendo pronto la cabeza: —¡Ahí viene uno, ahí viene uno! Y yo saque por la ventana el enorme globo con tinta dando una rápida mirada para ver al que se acercaba para calcular el momento del disparo. Efectivamente, ahí venía un tipo con paso acelerado. Luego de contar mentalmente los pasos del que venía, por fin dejé caer el globo, escuchándose a los pocos segundos un enorme grito de enfado. Todos moríamos de la risa, sin embargo, al asomarse un compañero para ver cómo había quedado nuestra pobre víctima, metió rápidamente la cabeza y con cara de susto me dijo enseguida: —¡No mames, cabrón, le diste a Romano! Al principio, todos quedamos paralizados viéndonos entre sí, pues esa bromita seguramente nos costaría la expulsión de la escuela. Pero luego reaccionamos y sin decir nada salimos corriendo, bajando al piso inferior y refugiándonos en un baño. Ahí estábamos a la expectativa, cuando de repente, dentro de la algarabía del recreo, se oyeron enormes risotadas, escuchándose algo semejante a cuando ríe 74

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la gente en el cine. Romano había hecho su entrada triunfal a la escuela, totalmente bañado en tinta negra. Uno de mis compañeros mencionó: —Mejor vamos al patio, para que no sospechen de nosotros —y así lo hicimos—. Pronto bajamos y nos fuimos a sentar sobre unas tarimas que estaban en un extremo del patio para ver desde ahí la dirección. No tardó mucho tiempo en salir Romano enfurecido. Estaba en mangas de camisa pero por más que se lavó, tenía aún la cara negra por la tinta. Subió rápido las escaleras e hizo tocar el timbre que daba fin al recreo. Todos nos formamos y la mayoría de los alumnos hacían grandes esfuerzos para no soltar la carcajada. Romano simplemente dijo: —¡Entren a sus salones! Todos quedamos desconcertados y más yo y mis cómplices de esa diablura. El resto del día estuve muy preocupado por lo que ocurriría. Estando formados para la salida, creí que la había librado, sin embargo, con micrófono en mano y desde el 2º piso Romano gritó indignado: —¡Esta vez alguien pagará por esto! —hizo una pausa para escudriñar con la mirada a todos los ahí formados—. ¡Y cómo no hay crimen perfecto, bajaré al patio a revisarlos uno por uno para buscar manchas de tinta en sus ropas o en las manos! —Soy hombre muerto —pensé, poniendo lentamente atrás mis manos—. Ese sutil y discreto movimiento que hice al esconder mis manos, lo detectó Romano, quien de inmediato me señaló con el dedo. —¡Tú, Fernando, muéstrame tus manos! —me gritó con flagelante mirada—. 75

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Voltee a ver a uno de mis cómplices y sorprendido quedé al ver que de su mochila sacaba su frasco de tinta china y a propósito se manchaba las manos. Vieron eso mis otros dos cómplices y lo mismo hicieron. Luego, como una onda expansiva, todos y cada uno de los alumnos hicieron lo mismo y mientras lo hacían, Romano desde arriba gritaba enfurecido: —¡Ya basta, ya basta! —pero nadie le hizo esta vez el menor caso—. Al verse impotente por esa repentina indisciplina de prácticamente toda la escuela, Romano resignado solamente nos dijo: —¡Todos se quedan un mes sin recreo! —gritando todos de alegría, como si ese castigo en realidad hubiera sido un premio—. Quedé impresionado mirando toda esa escena, derramando lágrimas de emoción al ver la solidaridad de todos mis compañeros. Aquel, sin duda, fue uno de los momentos más emotivos en toda mi vida. Esa broma se volvió legendaria y nuevamente no faltaron los que se la atribuían. Pasaron varios días y me extrañaba el no haber tenido ninguna visión. Me alegré por ello, sin embargo no tardaría en ser parte de una de ellas, que solo unos meses antes había tenido. Un día, después de regresar de la escuela, mi mamá me dijo que me llevaría a comprar ropa a un mercado llamado “la Lagunilla”. Salimos después de comer abordando un autobús que nos llevó hasta el citado mercado. Mientras mi mamá compraba yo veía pasar por la calle a muchas personas con pancartas y gritando diversas consignas. Luego vi que empezaron a cerrar las cortinas metálicas del lugar. Me metí entonces rápido al mercado para buscar a mamá, quien estaba hablando con el vendedor de un local de ropa. —Será mejor que se vayan —le dijo el vendedor a mamá—, porque hay rumores de que el ejército arrestará a muchos estudiantes. Grabado quedó en mi mente el calendario de hojas individuales que estaba colgado en ese local de ropa: 2 de octubre de 1968. Mi mamá 76

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se alarmó por la advertencia del vendedor y luego de pagar lo comprado, me tomó de la mano y salimos pronto del mercado. Eran como las 5 de la tarde y rumbo a Tlatelolco caminaban muchísimas personas. Tratamos de tomar un autobús, pero no pasaba ninguno. Buscamos luego un teléfono público para comunicarnos a la casa pero ninguno servía. Entonces mi mamá me dijo preocupada: —Creo que será mejor ir a casa de tu tía, la que vive en Tlatelolco, desde ahí le avisaremos a tu papá por teléfono que venga a recogernos. Y así lo hicimos. Caminamos sin parar entre la multitud y cuando íbamos a medio camino, vi el helicóptero que ya antes había visto en mi visión. Sentí un vuelco al corazón sabiendo que algo espantoso estaba a punto de ocurrir. El helicóptero daba vueltas y vueltas a muy baja altura y cuando pasaba sobre nuestras cabezas su ruido era ensordecedor. Por fin llegamos al edificio donde vivía mi tía y justamente enfrente, en la plaza de Las Tres Culturas, habían reunidas miles de personas con pancartas y gritando sin cesar muchas consignas. Entramos al edificio y al intentar abordar el ascensor, una persona nos indicó que no había luz. Así que tuvimos que subir los 12 pisos por las escaleras. Luego de mucho tiempo, llegamos jadeando al departamento de mi tía y tocamos la puerta de inmediato. —¡Pero, manita! —le dijo angustiada mi tía a mamá al vernos llegar—, ¿qué hacen aquí? Y mamá le explicó que no había autobuses y que los teléfonos públicos no funcionaban. —Por eso vinimos aquí, manita —le dijo mamá—. Quiero que me prestes tu teléfono para hablarle a mi esposo, para que no esté preocupado. —Claro que sí, manita —le respondió mi tía—, puedes hablarle cuando quieras.

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Levantó mi mamá la bocina del teléfono y luego de unos segundos le comentó a mi tía: —Tampoco sirve tu teléfono. Mi tía quedó extrañada y tomando ella la bocina para cerciorase, le dijo preocupada a mamá: —Es cierto, no funciona. —¿Y ahora qué hacemos? —preguntó angustiada mamá—. —Pues lo más sensato —le respondió mi tía—, es que esperen a que termine el mitin. No tarda en llegar mi marido y cuando todo esté tranquilo, le pediré que las lleve a su casa. Efectivamente, eso parecía que era lo más sensato. Afuera no dejaban de gritar la muchedumbre, hasta que en un momento dado, guardaron silencio escuchándose a alguien que hablaba con un altavoz. Mi tía estaba muy preocupada pues ya era hora de que llegara su hijo y su esposo, quien tenía una papelería muy cercana al edificio. Mis primitas estaban muy asustadas por todo eso que estaba pasando y no dejaban de ver por la ventana. Luego una de ellas dijo angustiada: —¡Mira, mamá, están llegando muchos soldados en camiones y también hay tanques! Todos nos asomamos por la ventana y efectivamente, sobre la avenida que separaba al edificio donde estábamos de la Plaza de las Tres Culturas ya se hallaban en línea muchos soldados con rifle en la mano y cada vez llegaban más en camiones. El helicóptero que yo había visto en mi visión no dejaba de dar vueltas volando muy bajo y a lo lejos se escuchaba por el altoparlante a uno que decía: —¡Dispérsense en paz, no hagan caso a provocaciones! —o algo así—. Al ver mi tía todo eso que ocurría y que no llegaban su marido ni su hijo, me pidió desesperada: 78

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—Por favor, Nando, baja por las escaleras hasta la entrada y ve si tu tío y tu primo están ahí abajo mirando lo que pasa, pero por favor, no salgas del edificio. Y así lo hice, bajé lo más rápido que pude del edificio y cuando lo hacía, en repetidas ocasiones vi subir a unos tipos con un guante blanco en la mano izquierda y en la otra un arma larga con mira telescópica. Yo solo me hacía a un lado cuando pasaban sin que siquiera voltearan a verme. Cuando estaba al fin en la planta baja, vi a través de la puerta de vidrio que había muchísimos soldados. Luego, ganándome la curiosidad salí un momento del edificio y en ese momento volvió a dar una vuelta el helicóptero a muy baja altura y de repente se repitió lo que yo antes ya había visto. Desde el helicóptero salió una luminosa bengala e inmediatamente después se escucharon cientos de detonaciones y un sin fin de gritos y lamentos. Me metí de nuevo corriendo al edificio y subí aterrado. A la mitad del trayecto encontré a mamá llorando y al encontrarnos me abrazó muy fuerte. Luego sin decir nada, seguimos subiendo lo más rápido que podíamos y al llegar al departamento mi tía ya nos esperaba en la puerta. Ni mamá ni yo podíamos hablar por el cansancio, jalando aire muy fuerte. —¿Qué pasó, Nando, no viste a tu tío? Y yo, aún jadeando, solo le indiqué que no moviendo la cabeza. Se escuchaban muchísimas detonaciones al igual que gritos desesperados y mi tía cada vez estaba más angustiada. Me atreví a asomarme por la ventana y vi algo que me dejó helado. Cientos y cientos de personas corriendo en todas direcciones y detrás de ellos los perseguían soldados disparándoles por la espalda, cayendo los perseguidos, uno por uno abatidos por los disparos. Pero también caían algunos soldados sin que yo detectara quien les disparaba. Muchas personas se agazapaban en las jardineras, pero de nada les servía porque al parecer los disparos provenían de todas direcciones. Mamá también se asomó y al ver todo lo que ocurría me apartó de la ventana para que no siguiera viento tan atroz escena. También se escuchaban detonaciones aisladas muy cercanas provenientes de la 79

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azotea del edificio. Para entonces ya estaba obscureciendo y ni los disparos ni los gritos cesaban. Aún no había llegado la luz y eso hacía que tuviéramos más miedo. Cuando ya solo se escuchaban disparos dispersos, de repente tocaron a la puerta muy quedito. —¿Quién es? —preguntó angustiada mi tía—. —Soy yo, Roberto, abre la puerta —era mi tío y mi primo—. Al abrir la puerta mi tía abrazó muy fuerte a su marido y a su hijo y mi tío le indicó pronto que cerrara la puerta. —Hay francotiradores en la azotea —dijo casi en secreto mi tío—, no debemos hacer ruido porque muchos estudiantes se metieron a este edificio para refugiarse y unos policías vestidos de civil los andan cazando. —¡Virgen Santísima! —dijo mi tía—. ¿Y si encuentran a Ramiro? —mi primo, que entonces tenía 20 años pero no estudiaba, pues trabajaba en la papelería de mi tío, puso cara de espanto—. —No creo que busquen departamento por departamento —mencionó mi tío—, pues es demasiado grande. Se equivocó el cuñado de mamá, pues esos policías vestidos de civil buscaron metódicamente, departamento por departamento en la busca de estudiantes. Por un momento volvió la luz, pero el teléfono seguía “muerto”. Todo pasó tan rápido, que no recuerdo la hora en que nuevamente se volvió a ir la luz y se empezaron a oír otra vez disparos. Todo eso que ocurría, era una verdadera pesadilla. Una vez que cesaron los disparos no pasó mucho tiempo en que se escuchaba que corrían por los pasillos fuera del departamento y muchos gritos desesperados. Cuando parecía que al fin la calma había llegado, se escuchó que tocaban muy fuerte la puerta. Todos quedamos callados del pánico que nos invadía y de nuevo tocaron muy fuerte la puerta a la vez que alguien gritaba: —¡Abran, hijos de la chingada, o tiramos la puerta!

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Se armó de valor mi tío y al fin abrió la puerta. Cuatro individuos mal encarados, con pistola en mano y placas de policía en el cinto, entraron rápidamente al departamento y mi tío se enfrentó al que parecía el jefe de esos rufianes. —¿Dónde está su orden para entrar a mi casa? —les preguntó mi tío—. —¡Estas pendejo, pinche mono! —le dijo el soez tipo—, ¡mis órdenes son mandar a chingar a su madre a cuanto estudiante me encuentre! Y luego acercándose el tipo a mi primo, le gritó a uno de sus subordinados: —¡A ver, llévate a este pinche greñudo!—. Y al tratar de impedir mi tío que se llevaran a su hijo, un policía le dio un cachazo en la cabeza dejándolo inconsciente. Mi tía desesperada también trató de impedir que se llevaran a mi primo y cuando estaban a punto de darle un cachazo, mi mamá gritó enfurecida: —¡Suéltela, hijos de la chingada! Creo que el más sorprendido fui yo al escuchar hablar a sí a mamá. Los policías soltaron a mi tía y luego en forma amenazante y con cara de enfado se dirigieron a mamá. Yo me puse delante de ella para protegerla y luego de abrasarme les dijo a los policías: —¡No saben con quién se están metiendo! —enseñando la tarjeta que el general Ortega le había dado en las vacaciones en que habíamos ido a Veracruz—. El policía de mayor rango le arrebato la tarjeta a mamá y luego de leerla nos dijo con prepotente tono: —¡A mí me vale madres, aquí a todos se los va a llevar chingada! 81

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En eso, entró un militar de alto rango con un nutrido grupo de soldados bien armados, cuadrándose todos los policías vestidos de civil. —¿Qué pasa aquí, oficial? —dijo enfadado el recién llegado dirigiéndose al policía jefe de esos rufianes—. —Nada, mi coronel —le contestó el policía—, que estas pendejas están evitando que nos llevemos a este pinche estudiante. Mi mamá rápidamente intervino diciendo: —Le estoy diciendo a este orangután que somos amigos del general Ricardo Ortega. Volteó el coronel a ver al policía y sin decir nada, éste le entregó la tarjeta que le había arrebatado a mamá. El coronel la leyó con cuidado y luego dirigiéndose al policía le dijo enfadado: —¿Pedazo de imbécil, qué no vez que es una tarjeta auténtica del alto mando? Quedó el policía muy apenado bajando la cabeza. Y luego el coronel le devolvió la tarjeta a mamá a la vez que le decía: —En verdad siento mucho lo ocurrido, señora. Si puedo ayudarle en algo, sólo dígame. Mi mamá más tranquila, solo le dijo al coronel que nos había salvado: —Muchas gracias, coronel. Solo dos cosas le pido. —Lo que guste señora —le respondió el militar—. —Quiero —comenzó mamá—, que dejen en paz este departamento y que no vuelvan a molestar a mi familia. Y también le rogaría, que me facilite un vehículo para regresar a mi casa, pues estamos aquí encerrados y mi marido debe estar muerto de angustia. 82

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—No se preocupe, señora —le dijo el militar—, ahora mismo ordeno que no vuelvan a irrumpir en éste departamento y de inmediato ordenaré que la lleven a su casa. El coronel le ordenó a un teniente nos escoltara personalmente hasta un jeep y nos llevara a nuestra casa. Luego de despedirnos de mis tíos y primos, salimos escoltados por 4 soldados, incluido el teniente, pero antes mi mamá se acercó al policía que tanto nos había insultado y sin más, le metió un puñetazo en la nariz dejando al tipo todo ensangrentado. —¡Para que se te quite lo hijo de la chingada! —le gritó mamá muy enfadada, quedándose ese desgraciado con el coraje atravesado sin poder hacer nada ante tantos soldados armados—. Cuando bajábamos por las escaleras guiados por una linterna que traía un soldado, vi cómo había sangre por todos lados. Al llegar al fin a la planta baja y salir del edificio, también vi cómo unos soldados se llevaban a rastras a cadáveres ensangrentados, decenas y decenas de ellos. El olor en el ambiente era una rara mezcla entre sangre y pólvora. Por fin llegamos a la avenida en donde abordamos un jeep militar. Empezaba a llover y como el vehículo donde nos llevaban no era cubierto, quedamos empapados. Llegamos pronto a casa y justo en la entrada estaba papá ahí parado junto con mis hermanos mayores y Lobo. Al estacionarse el jeep militar frente a la casa mi papá estaba muy sorprendido pero feliz al vernos. Bajó pronto mamá del auto y papá la abrazó con mucho cariño, preguntando al mismo tiempo: —Pero mira cómo vienen ¿pues qué ha ocurrido? —En un momento te explico —le respondió mamá—, deja despedir a estos soldados. Mamá se acercó al teniente y dándole las gracias se despidió de él de mano, luego el militar se cuadró saludando a la usanza militar muy respetuoso, subiéndose a su vehículo y retirándose enseguida. Todos nos metimos y ya dentro de casa contamos todo lo ocurrido 83

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quedando la familia muy impresionada. Mi papá nos contó que estaba muy preocupado y que había llamado a decenas de hospitales para saber si algo nos había ocurrido. Nos dijo que en las noticias nada dijeron de lo sucedido. Obviamente el gobierno ocultó todos esos acontecimientos debido a que en solo 10 días darían inicio los juegos olímpicos y los ojos del mundo estaban puestos en México. Rebasado el milenio, esa espantosa masacre aún seguía impune. Sin embargo todo lo ocurrido fue un secreto a voces. Ocurrieron sin incidentes los famosos juegos olímpicos y muy poca gente se enteró de ese terrible exterminio. En una ocasión en que el general Ortega nos visitó en casa, nos contó que los muertos en esa masacre se podían contar por cientos y tantos eran, que aviones militares transportaron a los cadáveres hacia mar abierto, al gofo de México y los arrojaban para que los tiburones los devoraran. Muy poca gente se enteró de lo que realmente había ocurrido y solo, después de muchos años, los gobiernos sucesivos hablaron tímidamente de ese penoso asunto. En fin, para mí había sido una horrenda experiencia, pero en el futuro vería cosas en vida y en mis involuntarias visiones, que ese suceso quedaría pequeño. Lo que más recuerdo de los juegos olímpicos, es que papá por esos días compró un televisor a colores. Era una verdadera novedad y solo los ricos poseían alguno de esos aparatos. Mi papá no era rico, sin embargo adquirió dicho televisor en la compañía donde trabajaba, obteniendo un enorme descuento. Durante el desarrollo de los juegos olímpicos, se juntaban en la casa innumerables visitas para ver las transmisiones en nuestro enorme televisor a colores. Y de las series de televisión a color que más recuerdo por esos días son “Los Invasores”, “Mi Bella Genio”, “el Súper Agente 86”, “El Túnel del Tiempo”, “Viaje a las Estrellas” y por su puesto mi favorita “la Isla de Guilligan”.

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Capítulo 2 Mi adolescencia diciembre llegó mi cumpleaños 12 y papá me dio 2 estupendos Enregalos. Me obsequió una hermosa mini grabadora de carrete que yo tanto le había pedido y un microscopio, pues le había manifestado mi ilusión de ser algún día científico. Yo admiraba mucho a mi tío José Luis, hermano mayor de papá, quien era un verdadero genio. Al igual que papá, era autodidacta, pero de todo. Era el mejor especialista en la cultura mesoamericana, el mejor experto del mundo en diatomeas, astrónomo, biólogo, experto en antigüedades, experto en filatelia y numismática, pintor surrealista y por si fuera poco, también era políglota, dominando perfectamente 6 idiomas. Siempre lo comparé con Leonardo da Vinci. Lo admiraba tanto, que él sembró en mí el deseo de ser algún día científico y por eso deseaba tener un microscopio. El mío era un microscopio en miniatura al que tenía mi tío y fue el regalo que más perduró en mi vida, pues me ha sido útil hasta ahora, que escribo estas memorias. La grabadora que pedí, fue para grabar mis recuerdos a manera de un diario audio fónico, sin embargo, para todo la usé, menos para eso. A esas alturas de mi vida ya había aprendido perfectamente a discernir entre mis visiones y mis sueños. Y aunque las visiones que tenía de un lejano futuro no podía ubicarlas en el tiempo todavía, las cercanas, en cambio, ocurrían tan pronto, que yo no podía hacer nada para evitarlas. A los espectros que me acosaban, simplemente los ignoraba y tanto había aprendido a ya no mirarlos, que a veces solamente cuando Lobo me lo advertía yo me enteraba que por ahí andaba alguno. Al correr de los años la capacidad que tenía de ver a esas almas en pena prácticamente desapareció, habiendo solo una excepción en el futuro, cuando por poco quedo atrapado en el inframundo al enfrentarme a un alma maldita. Pocos días después de mi cumpleaños, antes de la navidad, tuve una curiosa visión por la noche que me inquieto en sobre manera. Vi claramente un extraño y enorme televisor plano que prácticamente era un vidrio rectangular transparente, que cuando se encendía aparecía una perfecta imagen a 85

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color y en tercera dimensión. Vi y escuche que una locutora, supongo de algún noticiero, decía algo que en aquel tiempo no tenía para mí el menor sentido. Afortunadamente en la pantalla aparecía claramente la fecha: 8 de marzo de 2041. Para mí, demasiado lejano en el tiempo ¡73 años adelante! La locutora comentaba sobre un letal virus que afectó a todas las computadoras del mundo. También mencionó el nombre de ese virus: Esqueletor, que dejaba en blanco todos los formatos guardados en las computadoras “infectadas”. ¿Un virus atacando a computadoras? ¿Pues de qué se trata? —me preguntaba en ese entonces—. En los sesentas ni soñar con computadoras personales y de hecho, esos sofisticados aparatos yo solo los conocía en programas de televisión en forma de enormes muebles verticales con cintas magnéticas corriendo de atrás para adelante, tal como ocurría en un programa muy popular en esos días llamado “el túnel del tiempo”. Pero en esa visión, vi en la pantalla de televisión unas computadoras que mostró la conductora de ese noticiero que parecían pequeñas tarjetas con cinescopio plano y un pequeño teclado. Mencionó que el virus borró toda la información contenida en formatos de las computadoras conectadas a la red y ello había provocado un cataclismo mundial. Vi escenas de un sin número de accidentes aéreos, a cientos de miles de personas agolpadas en los centros financieros y otras muchas cosas que en ese momento no comprendí. Estaba extasiado viendo en esa enigmática visión un resumen del noticiero sobre ese acontecimiento, cuando de repente sentí una tremenda sacudida. Era mamá, quien me sacó del trance pues se preocupó al verme sentado en la cama con los ojos abiertos y la mirada perdida. —¿Qué tienes? —me preguntó preocupada—. —Nada —le contesté—, solo meditaba. —Qué susto me has dado —repuso—, creí que nuevamente estabas viendo cosas.

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Seguí el consejo que alguna vez me había dado mi padre. No le conté a casi nadie lo que veía. Ese acontecimiento de un lejano futuro del virus de computadora, de momento no le di importancia, pero pasados los años, volví a tener esa enigmática visión descifrando por completo lo que sucedería en esa fatídica fecha de trascendencia mundial. Otra de las visiones que tuve de un muy lejano futuro, de la que incluso averigüé la fecha exacta de cuándo ocurriría, es la de una gigantesco terremoto en la ciudad de Los Ángeles, que comparado con el de San Francisco a principios del siglo XX se... Desgraciadamente se pierde un fragmento y sobre ese terremoto que menciona al final del anterior párrafo ya no aparece ningún dato. Es muy probable que en estas mismas memorias nuestro personaje haya vuelto a escribir sobre ese hecho, pero seguramente se debe haber perdido en algún otro fragmento faltante. La narración continúa… ...esa navidad fue de las mejores de mi vida, asistiendo toda mi enorme familia. Los 8 hermanos de mamá con todo y primos. También los 6 hermanos de papá, con sus respectivos hijos. Era un mundo de gente, estando feliz jugando con más de 30 primos. La novedad para todos mis primos fue la grabadora que me había regalado papá en mi cumpleaños, pues se me ocurrió grabar diversas cosas y luego la dejaba en el baño, oculta y encendida, para que cuando alguien entrara, escuchara de repente voces y se espantara... Se pierde un fragmento y luego continúa, estando nuestro personaje ya en la escuela secundaria... ... así es, desde muy pequeño siempre me cuestioné semejantes cosas. ¿Si Cristo, era tan humilde en su doctrina, por qué sus ministros y la alta jerarquía católica viven en la opulencia? Me habían enseñado también que todo el que no estaba en la religión Católica, Apostólica y Romana era hereje y el que no la profesara iría derechito al infierno. —Entonces —pensaba—, el infierno debe estar lleno de chinos. 87

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Esas cuestiones siempre se las planteé a mis profesores, pero invariablemente me decían que había que tener fe y que la religión católica se rige por “dogmas”. Pues si, los dogmas se tienen que aceptar por qué sí y nada más porque sí. No hay que pensar ni razonar, para qué molestarse, si ahí están los dogmas. Toda esa filosofía me pareció absurda y por eso desde pequeño me revelé en silencio volviéndome agnóstico. Cualquiera otra persona que tuviera los dones que yo poseía, seguramente se hubiera vuelto sumamente mística y religiosa. Pero afortunadamente, además de esos curiosos dones que poseía, también pensaba y jamás me dejé influenciar por dogma ni religión alguna. Ahora, en secundaria, seguía en ese colegio católico y aunque el gobierno prohibía las prácticas religiosas en escuelas, de todas maneras en la mía se practicaban a todas horas. Se rezaba antes de iniciar las clases, era forzosa la materia de religión, era obligatorio la asistencia de misas programadas, etcétera. Las instalaciones de la sección de secundaria se encontraban en un campus ubicado en un apartado rincón de la ciudad rodeada de vegetación y con un río cercano. Sobre el río pasaba un puente para ferrocarril y en él, en alguna ocasión por poco pierdo la vida al intentar cruzarlo cuando el tren venía de frente. Más adelante narraré tal aventura. La escuela era inmensa, con auditorio, su propia capilla, una gran explanada, canchas de fútbol, básquet, biblioteca, laboratorios y talleres. La secundaria era una novedad para mí, pues para cada materia había un profesor distinto. Cada grupo tenía un maestro titular, que era el responsable de la conducta y disciplina. Mi maestro titular en el primero de secundaria era un personaje bonachón y simpático llamado Fernando Zepeda, quien era de los pocos maestros que no pertenecía a la congregación La Sallista, siendo éste seglar. A ese pobre profesor le hice ver su suerte durante todo el año, aunque siempre me dispensaba pues le resultaban geniales las bromas que en ocasiones les hacía a mis compañeros. Por ejemplo, teníamos un compañero apellidado Vázquez, sumamente religioso que había manifestado su interés para entrar en un futuro cercano a un seminario porque tenía deseos de ser sacerdote. Tal inquietud había sido el fruto de las constantes clases de religión que nos daban. El pobre se había creído todo eso de que si nos portábamos mal, iríamos derechito al infierno. Por más que le 88

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decía que entrara en razón para que olvidara semejante sandez, lo único que me decía es que ese era su más ferviente deseo: le habían lavado el cerebro. En la escuela había una gran capilla donde seguido había misas y además siempre estaba abierta en los recreos y también durante la salida para rezar o meditar en ella. Estaba equipada de un amplificador con bocinas para que todos escucharan las homilías, teniendo una extraordinaria acústica. Varias veces observamos a Vázquez meterse a la capilla cuando no había nadie y en ocasiones lo espiábamos viendo cómo se hincaba frente al altar, juntaba sus manos y agachaba la cabeza, para decir luego en voz alta: —Dios mío, mándame una señal para saber si debo o no ser sacerdote... Pobre Vázquez, él sería mi primera víctima en la secundaria. Se me ocurrió ponerme de acuerdo con 2 de mis compañeros para poner mi grabadora funcionando momentos antes de que Vázquez entrara en la capilla y dejar grabado algo en ella, para que el pobre pensara que esa era la señal que esperaba. Tenía que calcular entonces el tiempo que debería dejar correr la cinta sin que se oyera nada y luego grabar el mensaje. ¿Pero qué mensaje grabaría? Si ponía mi voz o la de algún otro compañero, se daría cuenta de inmediato. Entonces se me ocurrió decirle a mi hermano mayor que grabara algo. Mi hermano mayor para entonces tenía 21 años y era de voz muy grave. Le pedí de favor que me grabara un pequeño diálogo para, supuestamente, probar mi grabadora. Le escribí el mensaje en un papel y lo leyó muy serio a la vez que yo grababa: —¡Hijo mío, tu destino es el infierno! —Perfecto —pensé—, salió a la primera. Ahora solo era cuestión de esperar el momento oportuno para esconder la grabadora detrás del altar para que Vázquez recibiera el mensaje. No tardó mucho tiempo en que puse manos a la obra en mi malévolo plan. Durante un recreo, cuando Vázquez pretendía entrar a la capilla, mis cómplices lo distrajeron y fue el momento en que aproveché para meterme a hurtadillas a la capilla y colocar mi 89

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grabadora tras el altar, habiendo calculado más o menos tres minutos en que la cinta corriera en blanco. A punto estaba de salir, cuando vi que sobre el altar estaba el micrófono encendido. Le di dos golpecitos y efectivamente, se escuchaba muy fuerte con eco en toda la capilla. Puse en el suelo el micrófono junto a la grabadora para que cuando apareciera el mensaje se oyera muy fuerte y me salí de inmediato, dándoles a mis compañeros una señal para que dejaran pasar a Vázquez. Al fin entró nuestra víctima y sin que se diera cuenta, también mis dos socios y yo entramos en silencio y nos escondimos tras una banca hasta atrás. Como de costumbre, Vázquez levantó la cabeza y en voz alta empezó con su súplica frente al altar: —Dios mío, mándame una señal para saber si debo o no ser sacerdote... —agachando de inmediato la cabeza—. Había calculado perfectamente, porque nada más había hecho su petición, cuando de repente en toda la iglesia y con un gran eco se escuchó: —¡Hijo mío, tu destino es el infierno! —saliendo de la capilla Vázquez despavorido más blanco que la cera—. No se le vio ni el polvo y mis cómplices y yo literalmente nos revolcamos de la risa. Tal escándalo hicimos al reír desaforadamente, que pronto se dio cuenta nuestro maestro titular, el profesor Zepeda, quien además había visto correr con cara de pánico a Vázquez. Entró a la capilla y al vernos tirados muertos de la risa preguntó disgustado: —¿Y ahora, trío de locos, que les pasa? Nos sorprendió in fraganti. Sin embargo, ese profesor era tan jovial y bonachón, que pronto bajó sus humos y nos preguntó más tranquilo: —A ver, a ver, ¿por lo menos cuenten el chiste, no? Y así lo hicimos, le confesamos lo de la broma y sin poder evitarlo, el mismo profesor carcajeó al escuchar lo que habíamos hecho. 90

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Luego, sin dejar de reír, me pidió que pusiera la grabación que tanto había asustado a Vázquez y luego de escucharla, también casi se desmaya de risa al recordar la cara con que salió despavorido el pobre compañero que había escuchado tan amenazador mensaje. Vázquez, después de unos años, me agradeció haberle hecho esa broma, pues gracias a ella, cejó en su estúpido intento de hacerse cura. Zepeda, era el único maestro de toda la escuela con sentido del humor y casi siempre perdonó mis ocurrencias. Su única debilidad eran las cosas raras y grotescas, pues alguna vez cuando fue a darnos algún aviso al laboratorio de biología en el momento que estábamos disecando unas ranas, nada más de verlas, se puso pálido de la impresión. Él era maestro de geografía y su máximo castigo era ridiculizar ante todo el grupo al que se portara mal. Cuando entraba al salón y observaba alguna indisciplina de parte de alguien, simplemente lo señalaba con el dedo y le decía: —A ver tú, hoy nos darás la clase. Zepeda se sentaba en el lugar del aludido y el alumno apenado pasaba al frente y con libro en mano trataba de abordar el tema del día. Sobra decir que todos nos burlábamos del castigado y a tal grado llegaba la presión que algunos tenían, que cierta ocasión un compañero se orinó de la impresión. Zepeda, como si fuera parte del alumnado, se reía como nosotros del ridículo que hacían los castigados. Así era mi maestro de simpático y bonachón. Nada simpático ni benévolo era el director de la secundaria, el profesor Rafael Bustamante, quien además de profesor de historia, era un estupendo psiquiatra, conociendo perfectamente la conducta de cada uno de los alumnos simplemente con hablar un poco con nosotros. Además de su extensa preparación académica, era un experto en artes marciales e impartía la clase de Judo. Ese personaje fue vital en mi formación como ser humano y en un futuro me ayudaría como nadie a comprender los dones que yo poseía. En la secundaria teníamos que escoger un taller de algún oficio. Había el taller de mecanografía, electricidad, encuadernación, carpintería, litografía y dibujo técnico. Al iniciar el curso, cada semana asistíamos a los diferentes talleres y de esa manera pudiéramos elegir el que más nos gustaba y el que eligiéramos, lo llevaríamos por el resto de la 91

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secundaria. Luego del lapso de prueba, escogí el taller de electricidad, pues papá, siendo ingeniero en electrónica, me podría echar la mano y además contaba en mi casa con un sin fin de herramientas. Hacíamos instalaciones eléctricas en miniatura utilizando unas tablas perforadas, en las cuales fijábamos los alambres y demás implementos. Me encantaba hacer esas instalaciones y pronto aprendí el oficio de electricista. Por otra parte, en el grupo había un alumno abusivo mayor por 2 años al promedio de los compañeros que cuando podía fastidiaba a los más débiles. Ese odiado compañero era enorme y fornido. Se apellidaba Marín del Campo, pero al tener el pelo sumamente rizado, le apodaban “el chino”. Infortunadamente, ese odiado tipo, lo tuve los tres años como compañero en los grupos respectivos. En alguna ocasión, jugando al fútbol, lastimó con saña a un pequeño compañero apellidado Cuevas, fracturándole una pierna. Como todos le teníamos miedo, incluida la víctima de la fractura, nadie se atrevió a acusarlo y lo que ocurrió fue tomado como un simple accidente. Yo estaba enfurecido, pero el miedo me dominaba, porque el tal chino, en verdad amedrentaba. Tenía, sin embargo, que tratar de vengar al pobre de Cuevas. Ideé entonces el modo de darle su merecido anónimamente al odiado chino. Su banca estaba justamente cerca de una toma de corriente y se me ocurrió entonces electrificar su silla, para que al sentarse recibiera una descarga eléctrica. Sabiendo ya los fundamentos electricidad y sus instalaciones, sabía que uno de los polos del tomacorriente le dicen “vivo” y el otro es “tierra”. Para identificarlos existe un pequeño aparato que indica cual es cual. Conecté el polo “vivo” de la corriente con un delgado alambre al descansa brazo izquierdo de madera, pelando el alambre en la punta y fijándolo con grapas. El objetivo era que al sentarse el chino y pusiera su brazo sobre el alambre y luego con la otra mano hiciera tierra con el borde del pupitre que era metálico, recibiera una fuerte descarga que al menos le causara un gran susto. Y así lo hice, pero esta vez sin ningún cómplice para que no hubiera testigos. Hice tal maniobra en un recreo y la instalación quedó perfecta, pues yo mismo recibí una descarga eléctrica al probarla. Salí de inmediato y me incorporé a mis demás compañeros para pasar inadvertido. Cuando al fin sonó el timbre que daba fin al recreo, todos nos formamos y luego de unas 92

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palabras que dijo el director Bustamante, nos metimos a nuestro salón. Me senté de inmediato y con expectación esperé que entrara el chino para que se sentara y recibiera su merecido. No pasó mucho tiempo en que el odiado compañero entrara, pero antes de sentarse en su lugar, se fue al fondo del salón y como de costumbre abusó de un alumno. Arrancó una hoja del cuaderno del compañero donde estaba escrita una tarea e hizo de ella un avioncito de papel. Le prendió fuego y luego lo lanzó. En ese momento entró Zepeda y al mirar esa diablura lo señaló con el dedo y le dijo muy serio: —A ver tú, hoy nos darás la clase. —¡Por todos los santos! —pensé—, Zepeda se sentará en la silla eléctrica. Rogaba a Dios que esta vez mi artilugio no funcionara, pero infortunadamente mi instalación había quedado perfecta y una vez que el profesor puso su brazo sobre el alambre pelado y la otra mano en la parte metálica del pupitre, se cerró el circuito recibiendo una tremenda descarga eléctrica. —¡Ay! —gritó Zepeda al recibir la descarga y escuchándose al mismo tiempo un chispazo eléctrico—. Tan fuerte había sido la descarga, que al pobre profesor hasta se le pararon los cabellos. Se paró de inmediato y examinó el pupitre descubriendo de inmediato la instalación que estaba oculta. —¡Ahora si me las vas a pagar, Martín del Campo! —le dijo disgustado Zepeda al chino—. —¡Pero yo no hice nada! —respondió el aludido—. Mi venganza había salido diferente, sin embargo había funcionado, pero esta vez me ganó la conciencia. Me puse de pie y dije en voz alta: —¡Perdone, profesor, yo fui el que instalo esos alambres!

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Todos quedaron mudos mirándome azorados, pues era algo muy raro que alguien confesara una culpa y menos sin que en uno hubiera sospecha. Mi castigo fue muy duro, pues durante una semana completa tuve que dar la clase de geografía, teniendo que estudiar perfectamente el tema de cada día y burlándose los compañeros de mí al verme ahí tan nervioso tratando de dar la clase. Zepeda esta vez se había pasado conmigo pues no me dejaba salir durante los recreos, poniéndome a estudiar durante los mismos los nombres y ubicación de todos los ríos del país. Solamente cuando los hube aprendido, terminó mi castigo. Quedé muy resentido con Zepeda y desde ese momento empecé a maquinar una venganza por lo que me había hecho pasar. Primero empecé a estudiar sus hábitos y movimientos durante la clase para encontrarle un lado “flaco”. Veía que invariablemente cuando llegaba al salón colocaba su portafolio en el piso, junto a su silla, nos decía algunas palabras, luego lo tomaba y ponía sobre el escritorio para después abrirlo y sacar sus libros y apuntes. Posteriormente lo cerraba y volvía a poner sobre el piso. Ahí permanecía el portafolio hasta que tocaba el timbre que indicaba que era hora del taller, volviendo a guardar sus apuntes y libros en su portafolio. Salíamos todos y cuando terminaba la hora de taller regresábamos a clase y continuaba la misma materia de geografía volviendo Zepeda a su rutina de levantar su portafolio, ponerlo sobre el escritorio, sacar sus libros y volverlo a colocar en el piso. Tenía que aprovechar de algún modo esos hábitos. En ese entonces, mi hermano mayor casi estaba a punto de terminar su carrera de medicina y tenía en su habitación ya olvidados diversos huesos humanos y piezas disecadas y modificadas. Había una pieza en particular bastante grotesca y espeluznante. Era una pequeña mano, supongo que de algún niño, perfectamente disecada, dejando ver todos los tendones y en algunas partes los huesos. Sabiendo que Zepeda era muy aprensivo respecto a ese tipo de cosas, se me ocurrió entonces meter la mano a su portafolio para que cuando lo abriera se llevara el susto de su vida. Sabiendo su rutina, no me sería difícil llevar a cabo mi plan en la hora del taller. El día que llevé la mano a la escuela lo hice dentro de una bolsa de papel, de las que se usan para guardar el pan. Antes de la entrada se la mostré a un amigo que 94

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según él nada le impresionaba para ver su reacción, preguntándole sin decirle el contenido real de la bolsa: —¿Quieres un pan? —le pregunté—. —A ver —me contestó, arrebatándome la bolsa y metiendo enseguida su mano en la misma—. Se quedó extrañado al sentir algo raro en ella y luego de sacar la mano la arrojó al suelo, quedando pálido del susto. —¡Ay, en la madre! —reclamó— ¿Qué chingados es eso? La mano disecada había pasado la prueba. Si tanto le había impresionado a un tipo que supuestamente nada lo asustaba, menudo susto se llevaría entonces el pobre de Zepeda al encontrar ese adefesio dentro de su portafolio. —Pues manos a la obra —pensé—. Y así lo hice. A la hora del taller me deslicé a hurtadillas al salón de clases y sin ninguna dificultad introduje la mano disecada al portafolio y salí enseguida. Ahora solo había que esperar a que terminara el taller para que Zepeda se infartara. Termino la clase de taller y todos nos metimos al salón para que continuara la clase de Zepeda. Cómo de costumbre, una vez que nos habíamos sentado, Zepeda tomó asiento frente a su escritorio y antes de levantar su portafolio leyó una circular que le habían dado en la dirección. Yo estaba tenso por la expectativa. Dejo de leer la hoja y luego subió su portafolio al escritorio. Estaba a punto de abrirlo cuando de repente entró una ráfaga de viento por la ventana, poniéndose de pié Zepeda para cerrarla. —¡Con un demonio! —pensé—, ¡Ya abre el maldito portafolio! — pero no lo hacía—.

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Sudaba yo por la expectación de lo que ocurriría, sin embargo Zepeda no abría su portafolio. Cuando por fin parecía que lo abriría, por el interfono el director de la escuela nos informó: —“Se les comunica a todos los grupos, que cómo se avecina un aguacero, esta vez se adelanta la salida”. Todos estaban complacidos, excepto yo, quedando frustrado. El profesor cogió su portafolio y salió del salón indicándonos que saliéramos a hacer fila. Zepeda se llevó a su casa el portafolio y nuca me enteré de lo que ocurrió luego. Solo comentaré que al siguiente día, Zepeda no asistió a la escuela, informándonos el director que éste se hallaba enfermo de los nervios. Luego de mi venganza, me remordió la conciencia, pues mi querido profesor en verdad era un gran tipo. Por esos días yo estaba feliz porque parecía que habían cesado por completo las visiones que tenía, sin embargo no pasó mucho tiempo en que nuevamente me atormentaran y esta vez de una manera devastadora. Cierto día llegó Zepeda estrenando un pequeño vehículo que había comprado. Nunca antes había tenido coche y lo llevó a la escuela para presumir. Antes de la entrada todos nos arremolinamos para felicitarlo y él estaba muy complacido. Recuerdo perfectamente el vehículo que había comprado. Era un pequeño Renault 8 de color amarillo. Cuando lo estaba mirando, le toqué el toldo y en eso sentí nuevamente ráfagas de visiones que corrían por mi mente. Dentro de mi cabeza se fue aclarando todo y vi perfectamente cómo ese vehículo se desbarrancaba en una curva pronunciada entre un gran aguacero. Quedé impactado, pues vi dentro del auto al profesor Zepeda, acompañado de una señora y atrás dos niños. Al caer al barranco se hizo pedazos. Al dejar de tocar el auto volví en mí con los ojos llorosos y a mí alrededor mis compañeros quedaron asustados por haberme visto como ausente. —¿Qué te ocurre? —me preguntó un compañero—. —Nada —le dije apenado—, solo miraba el coche del maestro. No sabía qué hacer. ¿Le diría al maestro lo que había visto? Qué tal si me creía loco. Era apenas miércoles y seguramente ese suceso 96

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ocurriría el fin de semana. Así que tenía varios días para pensar que hacer al respecto. Esa misma noche le conté a papá lo que había visto y trágica fue su respuesta. —He aprendido, hijo —me empezó a decir mi padre—, que las cosas que tienen que ocurrir, ocurren y ocurren sin remedio. Si has visto eso —continuó diciendo—, mucho me temo que va a ocurrir. —¿Pero si yo le advierto? —le pregunté angustiado—. —Inténtalo —me dijo—, pero lo más seguro es que no te crea y si por casualidad creyera lo que le dices, ten la seguridad de que de todas formas va a ocurrir. Pues ni modo, tenía que intentarlo. Pero necesitaba hacerlo de manera inteligente para burlar al destino. Pasó por mi mente sabotear el auto del maestro para que ya no funcionara. Pero luego de cavilar en ello, me dio un vuelco al corazón pensando que quizá ese sabotaje pudiera ser el motivo del accidente. Ni pensar entonces en tocar el coche, pues de ninguna manera quería ser el responsable de esa tragedia. Decidí entonces hablar directamente con él para advertirle de frente lo que estaba por ocurrir. Al día siguiente durante el recreo le pedí que me concediera unos minutos para conversar a solas con él. Intrigado me dijo que pasáramos al salón para hablar en privado. —A ver, tocayo —me dijo—, ¿qué otra diablura te traes entre manos? —Nada, maestro —le contesté muy serio—, lo que ocurre es que tengo que decirle... No me animaba a decirle directamente sobre mi visión, porque seguramente no me creería. —¿Qué me tienes que decir? —me dijo al quedar yo callado—. Anda dime qué te ocurre. —Pues resulta, maestro —continué—, que tuve un sueño donde usted sufre un accidente en el coche que acaba de comprar, cayendo a una barranca en una curva pronunciada y en él muere usted y su familia. 97

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Se quedó pensando Zepeda y luego me preguntó intrigado: —¿Conoces a mi familia? —Pues personalmente no —le contesté—, pero sé que tiene una esposa y dos niños pequeños. Quedó Zepeda sorprendido y me comentó luego: —Así es, Fernando, soy casado y tengo dos hijos pequeños. —¡Ya vio, ya vio! —le dije alterado—, ¡por favor deshágase de ese coche! —Mira, tocayo —me dijo—, te aseguro que no pretendo salir a carretera hasta que tenga más experiencia, pues apenas acabo de aprender a manejar. —¡Pero deshágase de ese coche por favor! —le dije angustiado—. —No puedo —me contestó—, lo he comprado a crédito y apenas llevo 2 mensualidades. —Pues entonces le suplico que no salga nunca a carretera en él, se lo suplico —concluí—. Pues sí, me dijo que no me preocupara, porque no pretendía salir a carretera. Quedé tranquilo de momento, pero por dentro me mataba la zozobra. Durante el sábado por la noche, tuve nuevamente la visión del pequeño auto desbarrancándose. Eran las 11 de la noche y sin importarme la hora llamé por teléfono a la casa del maestro para advertirlo de nuevo. Llamaba y llamaba el teléfono y nadie lo contestaba. Por horas insistí, pero nada, no había nadie en su casa. Por la noche, una y otra vez se repetía en mi mente esa horrenda visión y yo cada vez estaba más angustiado. Todo el domingo también me la pasé intentado de nuevo llamarle por teléfono y nada. Prácticamente ya daba muerto a Zepeda. El lunes por la mañana yo ya estaba resignado. Estaba seguro que Zepeda había fallecido con todo y familia. Pero volví a respirar tranquilo cuando vi que llegaba Zepeda en su pequeño auto como si nada. Corrí a recibirlo y al bajar del auto yo instintivamente lo abracé con mucho cariño. 98

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—Maestro —le dije—, creí que se había vuelto realidad mi sueño. —No te preocupes —me respondió sonriendo—, te aseguro que tienes maestro que te castigue para rato. Pasó la semana si pena ni gloria, estando yo satisfecho pues esta vez parecía que había burlado al destino. El siguiente lunes, cuando estábamos formados, el director Bustamante con micrófono en mano nos informó desconsolado: —Tengo que informales que el profesor Zepeda tuvo un fatal accidente en carretera muriendo él y toda su familia. Sentí que se me doblaban las piernas, vi todo blanco y después escuché un fuerte zumbido perdiendo el sentido. Al abrir los ojos estaba recostado en un sillón de la dirección y sentado junto a mí se hallaba Bustamante con cara preocupada. Entré en histérico llanto diciéndole al director sin cesar: —¡Yo se lo advertí yo se lo advertí...! —¡Tranquilízate, Fernando, tranquilízate! —me decía Bustamante a la vez que me sacudía para que reaccionara—. Y cuando me había calmado, me preguntó muy intrigado: —¿Le advertiste, qué cosa? Luego de reflexionar unos momentos, solo le contesté: —Le advertí que manejara con cuidado. —Y le dije luego—: Si el profesor Zepeda no sabía manejar en carretera ¿por qué lo hizo? —Lo que sucede —me explicó Bustamante—, es que el viernes por la tarde le avisaron que su madre había fallecido y como ella era de Morelia tuvo que desplazarse hasta allá. En el regreso fue cuando ocurrió el accidente. —¡Con un demonio! —pensé—, ¿por qué no puedo saber la fecha exacta en que ocurren las cosas que veo? 99

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Más adelante, pasados algunos años, alguien me enseñó a “navegar” por mis visiones, aprendiendo a ver las fechas en que esas cosas ocurrirían. Por lo pronto esa tragedia me marcó por muchos meses volviéndome melancólico callado. Un grato recuerdo que quedó grabado en mi mente por esos días, que en algo mitigó el dolor que sentía por la pérdida de mí querido maestro, fue haber sido testigo, aunque solo fuera por la televisión, de la llegada del hombre a la Luna. Recuerdo cómo un par de comentaristas mexicanos, Jacobo Zabludovsky y Miguel Alemán, narraban paso a paso ese extraordinario acontecimiento. Presencié en vivo y en directo, cómo la nave se posaba por primera vez en la Luna el 20 de julio de 1969. Eran pasadas las 11 de la noche en México y había una radiante luna llena. Una vez que Armstrong hubo pisado la Luna, salí de inmediato con un pequeño telescopio que tenía y lo enfoqué hacia la Luna con la inocente esperanza de ver algún indicio de la nave posada en ella. Mi papá subió a la azotea y al mirarme me dijo sonriendo: —Te aseguro que con eso no vas a ver a los astronautas. —Bueno —le dije—, por lo menos en el futuro podré contarle a mis hijos que miré la Luna con un telescopio cuando había alguien en ella ¿no? —Tienes razón —me contestó mi padre acariciando mi cabeza—, este es un gran acontecimiento para la humanidad y me da gusto que te interesen los sucesos importantes de la ciencia... Se pierde fragmento y luego continúa... ... aunque de momento no me había interesado, decidí entrar al curso de judo que daba Bustamante. Me compraron mi yudogui iniciando con cinta blanca, de novato. Las exigencias para asistir a ese curso eran extremas. Después de clases teníamos que quedarnos 4 horas más para el arduo entrenamiento. En un principio ignoraba de qué se trataba ese arte marcial, sin embargo pronto aprendí que dicho arte consiste en utilizar el propio peso del adversario en su contra. Inicialmente cerca de 100 alumnos nos inscribimos, sin embargo, era tan agotador el entrenamiento que a la postre, quedamos solo veinte. En la primera clase, Bustamante nos dio una demostración. Su 100

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primera víctima fui yo mismo. Estando sentados los 100 alumnos alrededor del profesor, éste nos fue siguiendo con la mirada y al verme me señaló de inmediato con el dedo. —A ver, tú Fernando, pasa al frente —me dijo—. Me puse de pie y me paré junto a él con mirada retadora. No sé cómo, pero en una fracción de segundo me vi tirado en el suelo. Me había derribado sin que me hubiera dado cuenta. Me puse rápido de pie y me dijo con voz de mando: —¡Anda, trata de darme un golpe en la cara! Y sin pensarlo así lo hice, tratando de golpearle el rostro. Nuevamente, no sé cómo, pero me vi de nuevo tirado en el piso. Todos rieron a carcajadas al verme desorientado pues caí de grotesca manera. —Eso es lo primero que van a aprender —comentó Bustamante—, a caer sin que se hagan daño. Pues si, cerca de un mes solo a eso nos dedicamos en la clase, a aprender a caer. Posteriormente empezaron las clases propiamente dichas, aprendiendo pronto a hacer espectaculares tiradas y caídas sin que nos hiciéramos el menor daño, quedando quienes nos miraban, sumamente impresionados. A pesar de lo pesado de los entrenamientos, me aferré a esa clase para tratar de olvidar lo que le había ocurrido a mi querido profesor Zepeda, dejando por completo las travesuras. Todo el segundo año de secundaria me esforcé como nadie en la clase de judo y al final del mismo me volví el campeón del grupo. A raíz de lo que le había pasado a Zepeda, mis visiones ocurrieron casi a diario. Sin embargo trataba de ignorarlas. No quería saber nada del futuro pues para entonces empecé a conjeturar con complejas paradojas que yo mismo me planteaba. Si ralamente las visiones que tengo son acontecimientos del futuro que tienen que ocurrir, me preguntaba entonces ¿qué hubiera ocurrido si yo hubiera quemado el coche de Zepeda? ¿Quizá, por algún misterioso motivo, no lo hubiera logrado? Y si lo hubiera conseguido ¿quizá Zepeda 101

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habría comprado otro coche y le hubiera ocurrido lo mismo? Sin importarme todo lo que me había dicho papá, “que lo que tiene que ocurrir, ocurre”, toda mi vida traté de cambiar el futuro... Se pierde un fragmento que representa un año en la vida de nuestro personaje y luego continúa... ... para entonces había embarnecido, adquiriendo cuerpo atlético por el arduo entrenamiento que se requería en la práctica del Judo. Ya en el tercer año de secundaria volví a ser el mismo de antes, realizando mis acostumbradas bromas y siendo esta vez el titular del grupo el mismo Bustamante, éste ya me traía entre ojos. Me toleraba mis ocurrencias pues yo era su mejor alumno de judo y cuando hacíamos exhibiciones nunca le hice quedar mal. Nada aplicado, en cambio, era en las demás materias, donde casi siempre pasaba de panzazo. En la única materia que sacaba siempre 10 era en biología, pues ésta realmente me encantaba. —Si tienes capacidad de sacar 10 en esa materia —me reclamaba Bustamante—, ¿por qué no le pones empeño a las demás materias? Ni yo mismo lo sabía, simplemente no me gustaban, pasándolas como podía, haciendo a veces trampa. En ese mismo grupo asistía el odiado chino, quién cada vez se ensañaba más con algunos compañeros. Un día, cuando estaba a punto de iniciar la clase de historia, que impartía Bustamante, el chino sacó de una pequeña caja 2 ratones blancos y se los metió bajo la camisa a un pequeño compañero llamado Roberto. El pobre compañero entró en pánico gritando sin cesar: —¡Quítenmelos, quítenmelos...! —gritaba aterrado—. Se revolcaba Roberto en el piso, hasta que llegó el momento en que se desmayó del pánico. Entró enfurecido Bustamante al oír todo ese alboroto gritando enseguida: —¡Pero que demonios ocurre! 102

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Luego vio tirado al pobre Roberto inconsciente y el cobarde del chino me señaló con el dedo diciendo: —Fernando le metió unos ratones en la camisa. Yo quedé sorprendido por la injusta acusación y como el chino era muy temido, nadie tuvo el valor de decir lo que realmente había ocurrido. Cuando traté de defenderme para explicar lo que había pasado, Bustamante no me dio respiro, diciendo muy disgustado: —¡Lárgate de aquí y espérame en la dirección! Apretaba fuerte los dientes de la rabia que sentía por esa injusticia, pero sin más remedio, me fui resignado a la dirección para recibir un castigo. Pasó todo el día y yo permanecía sentado en una silla dentro de la dirección. Durante el recreo vi cómo algunos compañeros se asomaban y se burlaban de lo que me había ocurrido. Después de la salida, hora en que iniciaba la clase de Judo, Bustamante me dijo que saliera: —Como castigo —me dijo—, le darás 60 vueltas a la cancha de fútbol. —Pan comido —pensé, sin sospechar lo que me esperaba—. Inicié mi castigo con mucho brío, trotando burlonamente cuando Bustamante me miraba, viendo también a lo lejos a mis demás compañeros haciendo sus rutinas de judo. Pasaron las horas y yo apenas llevaba 30 vueltas y vi cómo mis demás compañeros se retiraban. Se empezaba a nublar y yo seguía trotando. Estaba muerto de cansancio y solo veía a Bustamante en un salón en el segundo piso viéndome cómo corría. Empezó a llover y yo seguía corriendo casi arrastrando las piernas. 57, 58, 59 vueltas ya no soportaba. Paré mi trote y caí al suelo con la cara hacia el cielo sintiendo cómo las gotas de lluvia mojaban mi rostro. Luego de unos momentos en que recuperé el aliento me paré y me dirigí al salón donde estaba Bustamante para que permitiera retirarme. Subí casi a rastras por las 103

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escaleras y cuando estuve frente a Bustamante, éste me dijo muy serio: —Te faltó una —riendo ambos a carcajadas—. Me permitió retirarme y cuando iba rumbo a mi casa empecé a maquinar algo para vengarme del chino y también de Bustamante. Con mucha frecuencia Bustamante hacía espectaculares exhibiciones de hipnotismo entre los alumnos. Todos conocíamos tales exhibiciones como “la hora de show”, pidiéndoselo todo el alumnado a cada rato. Cuando estaba de buenas hacía su show, siendo los protagonistas los propios alumnos. Recuerdo que para escoger a los que hipnotizaría, primero nos indicaba que junto a nuestras bancas nos pusiéramos de pie. Luego nos ordenaba que cerráramos los ojos. Nos decía que imagináramos estar sobre una balsa que flotaba en el agua y que cada vez más se movía. Sobra decir que yo nunca cerré los ojos y veía que algunos de los compañeros se sugestionaban a tal grado que movían su cuerpo como si en verdad estuvieran sobre un navío. Justamente a esos que se sugestionaban los escogía. Luego nos pedía abrir los ojos y enseguida decía: —A ver, tú, tú, tú y tú... —señalando con el dedo a los qué se habían sugestionado—. Pasaban al frente no menos de 5 alumnos, a quienes nuevamente les pedía que cerraran los ojos y que contaran mentalmente del cien al cero y que cada vez que descendieran en la numeración, más y más sueño les daría. —Cien, noventa y nueve, noventa y ocho... —contaba en voz alta Bustamante—. Al noventa ya todos estaban profundamente dormidos ahí parados. Eso que ocurría creaba expectación en el resto de los alumnos escuchándose un murmullo en el salón. Bustamante nos indicaba con el dedo que guardáramos silencio y luego empezaba el show. Por ejemplo, alguna vez empezó el profesor a sugestionar a un 104

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compañero diciendo que se imaginara que entraba en un elevador. Luego le decía que se encontraba el piso 15, edad del compañero y que según descendían los pisos, también descendería su edad. Conforme iba bajando la edad, Bustamante le preguntaba qué era lo que veía y el compañero sujeto a tal prueba, con lujo de detalles narraba lo que en ese año había vivido. Una vez, con ese mismo experimento, el maestro hizo descender a un compañero hasta el año de edad y todos quedamos sorprendidos al observar que cuando le preguntaba alguna cosa Bustamante, el compañero simplemente balbuceaba y luego empezaba a llorar como bebé. Luego hizo que el hipnotizado regresara nuevamente al presente y esta vez pudo hablar perfectamente. Finalmente para que despertaran les decía que contaran mentalmente del uno al diez y al llegar al último número, chasqueaba los dedos diciendo con firmeza: —¡Despierten! —y los hipnotizados despertaban enseguida—. Quedé tan impresionado al ver todo ese espectáculo, que yo mismo me preguntaba con angustia: —¿Qué pasaría si yo me sometiera a la hipnosis? El solo hecho de pensar eso hacía que se me erizaran los cabellos. Pues en duda quedó lo que había pensado, porque en un lejano futuro, por más que el mismo Bustamante intentó hipnotizarme con mi consentimiento, nunca lo consiguió. Cuando en otras ocasiones Bustamante hacía su show, a veces a los hipnotizados les decía que, por ejemplo, una simple tiza era un suculento chocolate y al dárselos se los comían con gusto. Otras veces a algunos les decía que imaginaran que metieran su mano a un cubo con agua helada y que ésta se les entumecería. Cuando el maestro pinchaba la mano con una aguja, dicho pinchazo no lo sentían. Al observar todos sus métodos, pronto aprendí la técnica del hipnotismo, haciendo en un futuro mis propios experimentos con algunos que se dejaban. Justamente fue en unos de sus shows, fue donde maquiné mi venganza contra Bustamante. Lo primero que hice fue comprar un sobre de un producto antiácido conocido como “sal de uvas”, cargándolo siempre en la mochila para que cuando hubiera un show hiciera buen uso de él. Por fin un día Bustamante estuvo de buenas y nos dijo que nos preparáramos porque haría una sesión de hipnotismo. 105

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—Ahora es cuando —pensé, sacando mi sobre de “sal de uvas”. Lo abrí y lo guardé en uno de mis bolsillos—. Como siempre, nos pidió que nos pusiéramos de pie y que cerráramos los ojos. Esta vez nos indicó que imagináramos que un fuerte viento soplaba de frente y que por más que intentáramos estar firmes, nos haría mover la brisa. Yo fingí exageradamente que me hacía atrás, como movido por el viento, para que me escogiera. Y así fue. Me escogió a mí y otros 4 compañeros. Nos hizo pasar al frente y nos indicó que cerráramos los ojos. Luego nos dijo que contáramos mentalmente hacia atrás del cien al cero. Enseguida él empezó a contar en vos alta: —Cien, noventa y nueve, noventa y ocho... Yo, por si las dudas, pensaba en otra cosa, cantando mentalmente: —“Allá en la fuente, había un chorrito, sé hacia grandote, sé hacia chiquito...” —no fuera que de veras quedara dormido—. Una vez que mis demás compañeros estaban bien dormidos, empezó Bustamante a hacer sus acostumbrados experimentos. Cuando hacía un experimento con alguno de ellos y yo ver de reojo que todos estaban asombrados viendo lo que ocurría, fue el momento en que saqué de mi bolsillo la sal de uvas y vacié todo el contenido en mi boca. Pronto salió abundante espuma, me tiré al piso fingiendo que convulsionaba y Bustamante al voltear a verme quedó aterrado, diciéndome muy angustiado: —¡Por amor de Dios, Fernando, despierta, despierta! —chasqueando con desesperación los dedos frente a mi cara—. Yo no podía más, me ganó la risa y en vez de convulsiones, me dio un ataque de carcajadas. El azoro que en un principio le había dado a Bustamante, se convirtió en cólera al observar cómo me reía. Luego, al ver mi puño cerrado, me abrió la mano a la fuerza cayendo al piso 106

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el sobre de sal de uvas. Me puse de pie y prácticamente todo el grupo se carcajeó por la broma y eso provocó que más se enfureciera Bustamante. —¡Silencio¡ —bufó disgustado—, ¡Tú, Fernando, vete a la dirección y espérame ahí sentado! Ahora sí, buena la había armado. Estando en la dirección ahí sentado, me di un zape en la frente al ser tan estúpido, por haberme ganado la risa. Sin embargo, cada que me acordaba de la cara que había puesto Bustamante al verme convulsionado, sin querer me volvía a carcajear, tapándome muy fuerte la boca para que no se escucharan mis risotadas. Pasaba el tiempo observando cómo pasaban las horas en el reloj de la dirección. Pasó el recreo, la hora del taller, nuevamente otras clases y yo ahí sentado. Tocó el timbre de salida y yo suponía que el castigo que me esperaba iba a ser peor que darle vueltas a la cancha. Entró Bustamante a la dirección y me ignoró por completo. Yo cada vez estaba más angustiado por lo que podría venir. Volvió a salir e impartió su acostumbrada lección de judo. Pasaban las horas y yo seguía esperando mi castigo. Terminó la clase de judo y mis demás compañeros se retiraron. Entró Bustamante nuevamente a la dirección y se sentó frente a su escritorio sin siquiera mirarme. Estuvo revisando papeles por horas y yo seguía sentado. Suponiendo que se había olvidado de mí, tosí fuerte para llamar su atención, pero ni siquiera volteaba a verme. Ya anochecía y la angustia me agobiaba. Pensaba en mi pobre madre, que siendo tan aprensiva cuando llegábamos tarde, me la imaginaba muerta de angustia porque yo no llegaba a casa. Alrededor de las 10 de la noche, por fin se puso de pie Bustamante y me dijo muy serio: —Ya lárgate. Bustamante, siendo un experto en la conducta humana, me había infligido el peor castigo que me pudieron haber dado siendo yo tan inquieto: estar sentado sin hacer nada.

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—¿Y ahora cómo me voy? —me pregunté a mí mismo—, a esta hora ya no pasan autobuses. Ni modo, me iría a pie. Me paré del asiento, con tremendo dolor en el trasero por tantas horas de estar sentado y me despedí del maestro. —Buenas noches, hasta luego —caminando hacia la salida—. —Espera —me dijo Bustamante—, ya les he avisado a tus padres que llegarás muy noche y les he dicho que yo mismo te llevaré a casa en mi auto. Quedé sorprendido, agradeciéndole muy en el fondo por haberle avisado a mis padres. En el camino me cuestionaba: —¿Por qué te portas así, Fernando? Tú eres muy inteligente y la energía que gastas en hacer tus diabluras la deberías enfocar a los estudios. —Y me siguió diciendo—, por poco me da un infarto al verte convulsionando, a ver ¿por qué me hiciste esa pesada broma? —Lo que ocurre —le contesté—, es que usted me castigó injustamente el día que me puso a dar vueltas a la cancha. —¿En verdad tú no le metiste los ratones a la camisa de Roberto? — me preguntó intrigado—. —No maestro —le respondí—, usted nunca me dejó hablar para defenderme. —Pues lo siento mucho, Fernando —me dijo—. Pero entonces ¿quién le metió los ratones a tu compañero? —Fue el chino, maestro —le respondí y luego le pregunté impaciente—: ¿Pues qué no se ha dado cuento de cómo abusa de los compañeros pequeños? —En verdad yo no sabía que ocurría eso —me dijo—, pero mañana mismo lo vigilaré de cerca. Llegamos a casa. Papá, mamá y Lobo ya nos esperaban en la puerta. Bajé del auto y también lo hizo Bustamante. Al ver mi profesor a Lobo quedó impresionado diciendo enseguida: —Qué precioso lobo —acariciándole la cabeza—. 108

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—¿Lobo? —preguntó mi madre. —Si señora, este es un auténtico lobo —respondió—. —Ya lo sospechaba —replicó mamá—, pero de todas maneras lo queremos mucho, pues con la familia y los conocidos es muy noble, pero alguna vez le arrancó los pantalones al señor que nos cambia los tanques de gas, al meterse al patio sin avisar. Todos nos reímos por la anécdota, pero seguía la acusación del maestro por lo que le había hecho. Cuando suponía que Bustamante me iba a acusar con mis padres, dijo: —Pues aquí les traigo a mi campeón de judo, llegamos tarde porque dentro de poco será fin de año y estamos entrenando para una gran exhibición. Quedé sorprendido por lo que había dicho, quedándole muy agradecido por haberme encubierto. Después de que nos despedimos de Bustamante, entramos a casa y mis padres me felicitaron por mis logros atléticos. Al siguiente día, durante el recreo, Bustamante estaba en el segundo piso observando al chino. No le quitaba la mira de encima. Cuando vio que el chino golpeaba a un pequeño compañero, el profesor bajó enseguida a confrontar al abusador. —¿Qué demonios crees que estás haciendo? —le dijo al chino, habiéndolo sorprendido in fraganti—. —¡Ven conmigo! —le dijo— vamos a ver si eres tan hombre. En medio de la explanada se pararon frente a frente el profesor y el chino. Todos los alumnos se pusieron a su alrededor sabiendo que algo inusual pasaría. Luego en voz alta les dijo a todos: —¡Miren, este compañero golpea a los alumnos pequeños porque cree que eso lo hace muy macho! El chino tenía cerca de 18 años siendo más alto que el maestro y bastante fornido. Continuó diciendo Bustamante:

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—¡Voy a poner mi mano derecha en la espalda y su valiente compañero me intentará golpear la cara! —¡Anda! —continuó diciendo el maestro— ¡golpéame la cara! Y sin pensarlo mucho, el chino se abalanzó sobre el maestro, quien con una simple llave de judo y con una sola mano, lo derribó enseguida. Todos rieron a carcajadas viendo ahí tirado al abusador. Enfurecido el chino se puso de pie y se lanzó nuevamente contra el maestro. Cayó de nuevo estrepitosamente y esta vez las carcajadas no cesaron. Bustamante le dio la mano para ayudarlo a parar, pero el chino lo ignoró levantándose él solo. El profesor simplemente le dijo: —Así se sienten los compañeros de los que tú abusas, ahora ve a la dirección y ahí me esperas. El chino bajó la cabeza y entre las burlas de todos se dirigió resignado a la dirección. Ese abusador había recibido su merecido, sin embargo, no pasaría mucho tiempo en que yo mismo me enfrentara a él. Después de algunos días, estábamos en la clase de deportes practicando el fútbol. Yo estaba de portero y en equipo contrincante estaba el chino. Cuando el chino hacía algún disparo hacia la portería yo me lucía lanzándome exageradamente, volando por los aires para detener la pelota. Eso provocaba que el chino se disgustara. Una y otra vez ocurría lo misma y yo más me burlaba. En una de esas paradas que hacía se me ocurrió gritarle muy fuerte: —¡Aprende a tirar como hombre, pareces una niña! Eso enfureció al chino, lanzándose sobre mí. Vi que venía como ferrocarril y cuando llegó a mí, me hice a un lado sujetando su camiseta y debido a su propio peso, cayó al suelo de costado perdiendo el aire, quedando casi inconsciente. Pronto recobró el aliento y jadeando me amenazó enseguida: —¡Ya verás a la salida, pinche güerito! 110

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Esa amenaza causó expectación en todos los alumnos. Se enfrentaría el abusador más odiado de la escuela, contra el campeón de judo. Todos me apoyaban moralmente, pero la verdad a mí me daba terror enfrentarme a semejante grandulón. Fuera de la escuela había una explanada conocida como “el llano”, que estaba ubicado junto al río. En ese sitio ocurrían las peleas que a veces se daban, habiendo como público los propios alumnos, quienes se colocaban en el bordo del río a manera de tribuna para ver las peleas. A la hora de la salida, prácticamente todos los alumnos fueron a ver la pelea y en el camino todos me daba alientos. —¡Dale en su madre al pinche chino! —me decían—, ¡ya es hora que alguien le dé su merecido! Sin embargo, esa confrontación parecía un duelo entre David y Goliat, pues el mentado chino era un enorme tipo de más de 80 Kg. Y yo, en cambio, pesaba menos de 60. Al fin empezó la pelea con un público tan nutrido como nunca antes lo hubo. El chino era experto en peleas callejeras y de inmediato se abalanzó a mí lanzándome patadas y puñetazos como loco. Yo las eludía ágilmente a tal grado que el chino cada vez estaba más enfurecido. —¡Nada más deja que te alcance! —me amenazaba, pero yo solo me defendía eludiéndolo—. Todos los alumnos me apoyaban lanzándome porras y eso hacía que el chino cada vez más se enojara. En un momento dado, tantos golpes lanzaba, que alguno de ellos dio en mi rostro, cayendo yo al piso muy aturdido pues me había dado justamente en la punta de la barbilla. Cuando estaba tirado, se disponía el chino a rematarme a patadas, pero reaccioné a tiempo agarrando con fuerza su pierna haciendo una llave de judo ayudado de una de mis piernas y cayendo el enorme tipo estrepitosamente al piso y al haber caído se levantó mucho polvo del suelo. Al observar esa espectacular caída, todo el público me ovacionó de alegría y algunos me gritaban: —¡Anda, patéalo en el piso, patéalo! 111

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Me puse rápido de pie y vi ahí tirado al chino sobándose la espalda, pero en vez de rematarlo a patadas, le dije en voz alta: —¡Ándale, pinche mazacote, párate y pelea como los hombres! Se paró de inmediato el chino y nuevamente se abalanzó sobre mí como un toro. Esta vez no lo eludí, simplemente lo esperé y al lanzarme un puñetazo, lo agarré fuertemente de la camisa, me hice a un lado y luego de otra llave de judo lo derribé nuevamente el piso cayendo esta vez como costal de papas, quedando su cuerpo ahí tirado y con la cabeza rota, pues al caer su testa dio sobre el piso. Nuevamente le pedí que se parara y cómo pudo se volvió a parar, pero en esta ocasión no se lanzó atropelladamente, sino que simplemente se puso en guardia, pues se notaba que estaba muy adolorido. Ahora yo fui el que lanzó los golpes bailando a su alrededor golpeándolo una y otra vez el rostro hasta dejarlo todo ensangrentado. Todos mis compañeros estaban entusiasmados por la golpiza que le estaba propinando al chino, pero al intentar rematarlo con un puñetazo en la barbilla, me llegó una visión que me detuvo. En un instante vi al chino con los ojos morados y con la cara inflamada, llorando frente a un féretro. En un instante intuí que el chino pronto perdería a un ser querido. Después de haber tenido esa visión, simplemente me hice hacia atrás ignorando a mis compañeros que me pedían que lo rematara. Me voltee, caminé unos pasos para recoger mis cosas y simplemente me retire muy triste con enorme remordimiento de conciencia caminando entre mis compañeros, quienes seguían eufóricos por mi triunfo. El rostro del chino quedó ensangrentado, yo en cambio, solo había recibido un solo golpe. Comprobé que el judo es un fino arte marcial de defensa y yo había abusado de él al propinar golpes sin ninguna necesidad. El pobre chino dejó de ir a la escuela para siempre, no sé si por la pena de verse tan humillado, o por la pérdida del ser querido que yo había observado. Al siguiente día Bustamante me mandó llamar a la dirección. Estando frente a él lo vi muy disgustado, diciéndome de inmediato: 112

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—Me he enterado de la golpiza que le propinaste al chino y por una parte me alegro, pues se lo merecía, pero me enteré que lo golpeaste con los puños dejándolo ensangrentado. ¿Es verdad? —Así es, maestro —le dije apenado—, le golpee el rostro sin necesidad. Lo que pasa es que estaba muy enardecido... —¡Para eso no son las artes marciales! —me interrumpió disgustado—. El judo es un arte de defensa, que su práctica conlleva una gran responsabilidad. No tuve palabras para refutar nada y recibí su reprimenda con sumisión. Bustamante tenía razón, el judo es solamente un arte marcial de defensa que lo menos que busca es causar un grave daño al adversario y en su filosofía nunca se utilizan los golpes. Sin embargo esa convicción que ya había asimilado, muy pronto se puso a prueba en lo que entonces sería la peor tragedia de mi vida. No pasaron muchos días de la pelea con el chino, cuando en una ocasión encontré a mi hermano pequeño llorando a solas, limpiándose la nariz ensangrentada. —¿Por que lloras, Foquito? —le pregunté intrigado—. —Nada —me respondió—, solo me caí y me pegué en la nariz. Intuí de inmediato que algo le ocurría, preguntándole esta vez de manera incisiva: —¡Anda, dime quién te pegó en la nariz! Mi hermano, muerto de miedo me empezó a contar lo ocurrido. —Desde hace mucho tiempo —me dijo—, Gustavo me pega cada vez que me ve y me ha dicho que si digo algo, va a matar a mis papás. —¡Ah, maldito! —mascullé entre dientes—. El tal Gustavo era el bravucón del barrio, siendo un vago sin oficio ni beneficio que solo se dedicaba a molestar a quién se dejaba. Tenía 113

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cerca de 18 años y un aspecto daba miedo. Sin pensarlo fui a su casa directamente a confrontarlo para reclamarle lo que le estaba haciendo a mi hermano. Vivía en una casa a solo dos o tres de la nuestra y al llegar lo vi sentado frente a la banqueta fumando un cigarrillo. —¡A ver tú, cabrón! —le reclamé de inmediato—. Así serás bueno con niños pequeños. Atrévete a golpearme a mí. Con desdén y con sarcástica sonrisa me dijo burlonamente: —Pinche güero, tú no me sirves ni para el arranque. —A ver —le volví a decir—, párate y atrévete a golpearme. Sin mediar palabra se puso de pie y se abalanzó sobre mí y más pronto de lo que se tardó en parar, salió volando tras una llave de judo que le infligí, cayendo de costado y quedando ahí tirado sin poderse incorporar pues se la había salido el aire. Pude haberlo rematado a patadas, pero me acordé de inmediato lo que hacía muy poco tiempo me había dicho mi maestro, que el judo solo es un arte marcial de defensa. —¡Párate…! —le grité enseguida—. Sin embargo, no había terminado la frase, cuando sentí un fuerte golpe en la nuca que provocó que cayera. Aturdido voltee a ver quién me había golpeado alcanzando a ver que un hombre enorme me intentaba patear. Cómo pude, cogí con fuerza su pierna y luego de una nueva llave de judo logré derribarlo. Yo estaba muy aturdido por el golpazo que me había propinado a mansalva y aunque me esforcé, no pude incorporarme. Cuando el tipo se puso de pié pude reconocerlo. Era el padre de Gustavo, que al ver tirado a su hijo, quiso defenderlo, pero de cobarde manera. Yo seguía aturdido y como en cámara lenta vi de nuevo que me intentaba patear. Esta vez solo cerré los ojos y encogí mi cuerpo para que el daño que recibiera fuera el menor posible. Sin embargo, antes de que recibiera la patada, mi noble Lobo se abalanzó sobre él, derribándolo de nuevo a la vez 114

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que con furia le mordía uno de sus brazos. El cobarde tipo, llorando como Magdalena, gritaba desesperado: —¡Por favor, quítenmelo, quítenmelo…! Para entonces se habían reunido cantidad de curiosos que azuzaban aún más a Lobo para que lo mordiera con más fuerza. Ese tipo y su hijo eran muy odiados por toda la gente del barrio pues eran una verdadera lacra. Cómo pude, logré separar a Lobo del cobarde individuo, que al estar aterrado, seguía gritando como niño: —¡No me lo sueltes, no me lo sueltes!—. Cuando al fin pude controlar a Lobo, el padre de Gustavo se armó de valor gritando desesperadamente: —¡Tú y tu maldito perro me las van a pagar, juro que me las van... Se pierde un fragmento y luego continúa… …preparado y mañana sería le esperada exhibición de judo. Corría por entonces al año de 1972 y se acercaba el fin de cursos. Una noche estábamos la familia viendo un noticiario por la televisión y en alguna de sus notas comentaron que en Nueva York estaban a punto de inaugurar unas enormes torres que albergarían al World Trade Center, edificios que serían los más altos del mundo, con una altura de 415 metros y 110 pisos cada uno. Casi desmayo al ver una película de dichos edificios. Recordé la visión que hacía unos años había tenido y no cabía en mí duda de que en uno de ellos se estrellaría un avión, pero no sabía cuándo. Tan impresionado quedé, qué pronto mis padres notaron mi nerviosismo. —¿Qué te pasa, hijo? —me preguntó mi madre angustiada—. —Nada, mamá, nada —le dije para tranquilizarla—. Lo que ocurre es que estoy nervioso porque mañana es la última exhibición de judo y seguramente el auditorio estará lleno. 115

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Mi padre no se tragó eso del nerviosismo y sin que mamá se diera cuenta me indicó con la mirada que lo siguiera a mi cuarto. Estando ahí mi padre serenamente me pregunto a la vez que me indicaba con la mano que me sentara en la cama: —A ver, dime la verdad, tuviste una de tus visiones, ¿no es cierto? —No, papá, no —le respondí—. Bueno, sí —reflexioné luego—. Hace unos años tuve la visión de que un gran avión se estrellaba en uno de esos edificios que acaban de sacar por la tele. Y luego de estrellarse salía una enorme bola de fuego anaranjada. —¿Y sabes cuando ocurrirá eso? —preguntó mi padre—. —No lo sé —le dije—. Pero me angustia pensar que va a ocurrir y yo no puedo hacer nada para evitarlo. —Ya alguna vez te lo había dicho —respondió papá—, lo que tiene que ocurrir, ocurre y por desgracia no podemos evitarlo. Ojala pudieras averiguar cuando ocurren las cosas que ves. —Pues no sé cómo —le dije—, pero voy a hacer la lucha para que algún día logre averiguar cuando ocurrirán las cosas que veo. Y efectivamente, en el futuro alguien me enseñó un método para navegar en mis visiones, fijándome en sutiles detalles que me ayudarían a saber las fechas aproximadas de las cosas que veía. De momento quedé angustiado por eso que ocurriría, pues seguramente en ese desastre morirían cientos de personas. Más adelante comentaré cómo averigüé la fecha exacta de ese desastre y cómo intentaré advertir a los ocupantes de ese edificio de lo que ocurrirá. Al día siguiente llegué a la escuela con mi yudogui nuevo para la exhibición y al entrar al auditorio Bustamante estaba más nervioso que los que daríamos la exhibición. —Al fin llegas, Fernando —me dijo nerviosamente Bustamante—, anda, ponte pronto tu yudogui para que empiece el ensayo. Las rutinas que haríamos serían perfectamente coreografiadas y cada movimiento y llave que realizáramos debería corresponder a lo indicado por el profesor. Éramos 6 parejas e inicialmente empezábamos todos sobre el foro haciendo primero una Kata 116

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guruma y luego caídas simples. Era muy impresionante, porque a cada caída se escuchaba muy fuerte el piso, que era de duela muy blanda protegida por una gruesa lona. Luego, una por una, las parejas hacíamos rutinas individuales de complejas llaves muy espectaculares. A mí me tocó de pareja un compañero un poco más pesado que yo llamado José. A él y a mí nos tocaba cerrar el espectáculo haciendo llaves muy complejas, correspondiéndole a cada uno un derribe y conforme las fuéramos realizando, Bustamante, a un lado del escenario y con micrófono en mano, explicaría el nombre de cada llave. Todo era acompañado de música oriental para ambientar el espectáculo. Dos horas antes de la fecha programada hicimos un ensayo general saliendo las cosas de maravilla, quedando Bustamante muy complacido. Cuando por fin se acercaba la hora del espectáculo la gente empezaba a llenar el auditorio. El profesor estaba realmente nervioso pues entre el público habían invitado al alumnado femenil de una escuela llamada “Las Rosas”. Una de las profesoras de dicha escuela era realmente hermosa y además era pretendida por mi profesor Bustamante. Entre bambalinas me asomé para ver la clase de público que asistiría y de inmediato me fijé en una hermosa niña rubia que se sentó justamente en primera fila, al lado de la profesora que pretendía Bustamante. Yo quedé prendado de ella y esta vez fui yo el que se puso nervioso. Tenía que lucirme con esa hermosa niña. Una vez lleno el auditorio, por fin dio inicio el espectáculo. He de comentar que mi profesor tenía una voz fuerte, grave y varonil y cuando comenzó a hablar todo el auditorio quedó mudo, pues el ambiente que se creó con su voz, la música oriental y el juego de luces que nos alumbraba, era realmente espectacular. Nuestros yudoguis eran blancos como la nieve e inicialmente fuimos alumbrados por luces ultravioleta, dando la impresión de que fuéramos fantasmas. Inició el espectáculo, narrando Bustamante la historia del judo, a la vez que realizábamos diferentes llaves y caídas. Yo no dejaba de ver a la niña que tanto me había gustado distrayéndome a veces cometiendo algunos errores, mismos que detectó de inmediato Bustamante quien me vio con cara de disgusto. Me apliqué entonces y todo salió luego como lo planeado. Así continuaron las rutinas, hasta que me toco cerrar el espectáculo. En secreto le dije a José, mi compañero: 117

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—Déjame realizar a mi todas las caídas, es que en el escenario hay una niña que me encanta y quiero quedar bien con ella. —Cómo crees, wey —me dijo enfadado—, si no seguimos la rutina se enojará Bustamante. —Pues quieras o no, Pepe —le repliqué—, tú serás el que esté siempre tirado. —Ya lo veremos —me contesto disgustado—. Empezó el final de la rutina y correspondía que José me derribara. Yo me resistía cómo podía para librar la caída. Supuestamente cuando Bustamante decía el nombre de la llave, deberíamos realizarla. —Ahora veremos una Ura nage —decía el profesor, pero nadie caía—. —Una Ura nage… —insistía con impaciencia—. Aunque yo debería ser el derribado, luché con todas mis fuerzas derribando a mi compañero y escuchándose de inmediato copiosos aplauso. Voltee a ver a la niña de la que estaba prendado y ésta solo me sonreía. Bustamante, muy molesto, dijo el nombre de la siguiente llave: —Esta vez veremos una Ippon seoi nage —y comenzó el jaloneo—. —Ya déjate caer, pinche Fernando —me decía desesperado mi compañero—. Pero nuevamente él fue el derribado. Bustamante solo movía la cabeza en son de desapruebo. Sin embargo parecía que al público le encantaba lo que veía, porque esta vez los aplausos fueron más nutridos. —La siguiente llave —dijo Bustamante—, se llama Seoi otoshi y es realmente espectacular. Siguió el jaloneo y esta vez cayó de inmediato mi compañero, porque supongo ya se había resignado a su destino. Siguieron así llaves 118

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diversas, hasta que por último tocó el turno de las más espectacular de todas: la Tomoe nage, llave que consiste en agarrar fuertemente las ropas del que está enfrente, hacerse para atrás hasta caer de espaldas poniendo uno de los pies en el abdomen del oponente y lanzándolo por los aires en una espectacular marometa cayendo estrepitosamente. —Esta llave —comentó Bustamante—, además de espectacular, es muy peligrosa para el que cae, pues si no se sabe caer, se puede romper el cuello. Adelante compañeros —refiriéndose a nosotros, mirándome fijamente con ojos de odio—. —Esta vez tú te caes, Fernando —me dijo mi compañero muy disgustado—. —Si me dejo, Pepito —le contesté burlonamente—. Y nuevamente empezó el jaloneo. Ahora era una verdadera confrontación en donde saldría victorioso el más hábil. El forcejeo fue intenso y notando el público que eso que veía era una lucha verdadera, se llenó el foro de un murmullo. Esta vez mi compañero se salió con la suya, derribándome y luego levantando los brazos en son de triunfo. La ovación fue copiosa y yo, apretando fuerte los dientes del coraje me levanté enseguida y muy al estilo japonés, después de hacerle a mi compañero una caravana, lo cogí de nuevo de su yudogui reiniciando el combate. De reojo veía a Bustamante angustiado indicándome con la mano que parara la lucha, pero estaba tan enardecido, que nulo caso le hice. El murmullo que había en público se volvió euforia al ver tan intensa la batalla hasta que por fin derribé a mi compañero. Tan acelerado estaba, que una vez que éste se hubo parado, lo cogí de inmediato derribándolo de nuevo. Así, en forma acelerada, mi compañero caía una y otra vez y tan rápido ocurría la acción, que seguramente se veía como en cámara rápida, riendo la gente a carcajadas. En una de esas caídas, tanta enjundia puse en ella, que ambos salimos volando del escenario cayendo al piso frente a la primera fila. Aturdido alcé la mirada viendo a la chica que me había gustado riendo tan fuerte, que hasta lágrimas derramaba. El público estaba enardecido y riendo a carcajadas. Fue cuando al fin reaccioné volteando a ver tímidamente 119

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a mi profesor, quien estaba enfurecido. Mi compañero y yo subimos al escenario y enorme fue la ovación. Ambos hicimos una caravana y de inmediato nos dirigimos tras bambalinas. Una vez estando reunidos tras el escenario, entró Bustamante bufando de coraje dirigiéndose a mí inmediatamente agarrándome fuertemente del yudogui. —¡Pedazo de animal¡ —me dijo—. ¡Echaste a perder el trabajo de un año…! Interrumpió el regaño el director del auditorio, quien de inmediato le dijo a mi maestro que saliéramos todos a recibir la ovación, pues ésta no cesaba y cada vez era más intensa. Bustamante me soltó de las ropas y les indicó a todos que se formaran para que salieran a despedirse del público. Cuando yo intenté formarme al último, Bustamante me detuvo con la mano extendida, diciéndome simplemente: —¡Tú te me quedas a aquí, cabrón! Salieron todos a despedirse del público escuchándose de inmediato una enorme ovación y luego un coro que pedía: —¡Queremos al campeón, queremos al campeón…! No pasó mucho tiempo en que Bustamante entrara tras bambalinas y jaloneándome del traje me indicara: —Te quieren a ti, animal. Anda, sal a despedirte. Salí al escenario y tremenda aclamación espontánea surgió del público. Volteé a ver al profesor, que con la mirada me indicó me pusiera frente al grupo. Así lo hice y al estar frente a la gente, ésta se volcó en gritos y aplausos. Levanté sonriendo los brazos quedando feliz de ver a la chica que tanto me había gustado aplaudía a la vez que en ocasiones me lanzaba besos con su mano. Tal fue el excito de la exhibición, que a Bustamante se le pasó el enojo, siendo aquella de las pocas ocasiones en que lo vi sonreír. Esa chica que provocó que 120

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hiciera tantas locuras durante la exhibición, en un futuro hizo que yo realmente perdiera la cabeza, porque… Se pierde un fragmento y luego continúa… …sería austera porqué no se habían reunido suficientes fondos. De todas maneras el festejo sería a lo grande. Antes de la graduación oficial en un salón, habría una especie de despedida en la misma escuela. Cuando llegó el día de la citada despedida hubo, cómo de costumbre, primero una solemne misa. Y luego nos reunimos toda la generación en el taller de carpintería, que esta vez fue habilitado como sala de reuniones. Pusieron sobre unas enormes mesas bocadillos y refrescos. Cuando todos estábamos platicando y recordando anécdotas ocurridas durante toda la secundaria, Bustamante puso una mano sobre mi hombro y con voz solemne me dijo: —Acompáñame a la dirección. —¿Ahora que hice? —me pregunté—. Resignado acompañé a mi profesor a la dirección, mientras mis compañeros rieron burlonamente, quedando luego platicando y comiendo sus bocadillos. Una vez en la dirección, Bustamante se sentó frente a su escritorio y luego de invitarme a tomar asiento frente al mueble, me dijo enseguida: —Querido amigo, te hice venir aquí solo para decirte que eres el mejor alumno que he tenido. Y no te hablo de tus logros académicos, porque la verdad eres bien burro, sino de ti mismo como ser humano… Desconcertado vi cómo se le humedecían los ojos, habiéndosele quebrado la voz al decirme tal cosa. —Te voy a confesar algo —me continuó diciendo—. Hace 10 años falleció mi esposa y mi hijo en un accidente. Mi hijo, de seguir vivo, tendría exactamente tu edad. Tú me recuerdas mucho a él pues 121

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también era rebelde pero muy noble. Por eso te hice venir aquí, para que supieras que te quiero como aquel hijo que perdí y en verdad me parte el alma que muy pronto te dejaré de ver. A esas alturas, ambos estábamos hechos un mar de llanto, poniéndose mi querido profesor de pié ofreciéndome sus brazos. Nos dimos un cálido y sentido abrazo teniendo yo tanta emoción, que no podía articular palabra por el enorme nudo que tenía hecho en la garganta. Luego de secarse las lágrimas, Bustamante sonrió y me volvió a invitar a tomar asiento. —Esta vez —me dijo—, quiero brindar contigo, pero como hombres. Sacó de su escritorio una botella de whisky y dos vasos sirviendo generosas raciones. —Salud, querido amigo —me dijo levantando su vaso—. —Salud —le respondí—. Qué ironía: todos mis compañeros brindando con refrescos y yo bebiendo whisky con mi querido mentor, muy quitado de la pena y en la dirección en la cual había recibido mil castigos. Una vez habiendo terminado nuestras respectivas copas, Bustamante me dijo: —Les tengo a todos una sorpresa y quiero que seas tú el primero que la sepa. —¿Qué es? —le pregunté intrigado—. —Pues resulta —me dijo—, que aunque no hay suficientes fondos para la fiesta de graduación, un servidor y la directora del colegio Las Rosas financiaremos tal evento haciendo una gran fiesta de despedida donde se reunirán tanto los alumnos de nuestra escuela y las alumnas de la suya. —¡Maravilloso! —pensé enseguida—. Volvería a ver a la chica que tanto me había gustado. Cuando Bustamante hizo el anuncio ante el alumnado, todos gritaron de alegría, pues tal evento era inédito y más tratándose de una fiesta donde asistirían chicas. Yo estaba realmente emocionado, pues lo 122

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que había sentido por esa niña que había visto cuando fue la exhibición de judo, era algo que nunca antes había experimentado: sentía que por primera vez me había enamorado. Estaba a punto de cumplir los 16 años y en mi sangre, como a todo adolescente le ocurre, bullía la testosterona. Cómo había comentado anteriormente, aunque en mi familia nada nos faltaba, no contábamos con muchos recursos económicos y cuando les dije a mis papás que necesitaba un traje nuevo para tal evento, por desgracia no pudieron financiarlo. Sin embargo, mi mamá me vio tan angustiado que no se cómo, pero de un viejo traje de papá, me confeccionó uno que resultó muy elegante, pero con las mangas del saco un poco largas. Resuelto ese problema, era solo cuestión de esperar con paciencia el día de la gran fiesta de despedida. Tal día ocurrió un sábado a medio día, en un enorme salón del club de Leones. Recuerdo que al llegar al salón me encontraba muy nervioso pues las mangas de mi saco estaban muy largas y he de haberme visto ridículo pues mis compañeros de inmediato comenzaron a molestarme. —Ya llegó Clavillazo —comentó burlonamente unos de mis compañeros, riendo todos al escuchar ese sarcasmo—. —Me las vas a pagar, González —le dije al compañero que se burlaba—. La familia de González era muy adinerada y el muy presumido venía ataviado con un fino traje a la medida, zapatos nuevos y un espectacular reloj fino en la muñeca. El muy pedante no dejaba que siquiera se le acercaran pues tenía miedo que le ensuciaran su fino traje. Yo en cambio, portando un viejo saco con mangas que me tapaban las manos. Para que no se notara lo largo de las mangas del saco, puse las manos atrás y cada vez que alguien me saludaba, solo me inclinaba ligeramente haciendo una discreta caravana. Así empezaron a llegar todos los maestros, alumnos y las esperadas alumnas del colegio Las Rosas. Poco a poco nos fuimos sentando frente a las mesas que nos correspondían. De un lado del salón las damas y del otro los compañeros. Todos lo barones estábamos muy nerviosos y apenados pues nunca habíamos asistido a un evento donde también hubiera damas. Al ver a las chicas noté que ellas 123

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estaban más nerviosas que nosotros, así que pronto me tranquilicé sintiéndome dueño de la situación. Bustamante estaba también muy nervioso pues aún no llegaba la directora de la escuela que tanto le gustaba. Tampoco había llegado la chica de mis sueños, estando yo muy impaciente y nervioso sudándome copiosamente las manos, no se si por los nervios que traía o porque las mangas del saco las cubrían. Hizo por fin su entrada triunfal la directora de la escuela de las chicas, acompañada de la niña de mis sueños. Pronto me enteré que esa chica era, ni más ni menos, la hija de la directora. —De tal palo tal astilla —pensé, pues ambas eran realmente hermosas—. Apenas había entrado la directora al salón, todas las alumnas la ovacionaron, lanzando vítores y porras. Al ver dicha escena, me puse de pié gritando enseguida: —¡Compañeros, una porra para nuestro querido director Bustamante! Y todos aplaudimos y vitoreamos a nuestro querido maestro. Eso ya se había convertido en una competencia de porras entre las chicas y nosotros y ambos, Bustamante y la directora, sonreían notoriamente emocionados. Una vez que terminamos de explayarnos, Bustamante tomó la palabra y con micrófono en mano, dio un sentido discurso, que provocó que a la mayoría se nos derramaran algunas lágrimas. Luego lo mismo hizo la directora de las chicas, quien no se quedó atrás con un discurso también muy sentido y una vez habiendo terminado, dio inicio la celebración. Para amenizar el evento había un grupo de músicos que tocaban melodías bailables, pero nadie de nosotros nos atrevíamos a sacar a alguna chica a bailar. —¿Qué pasa, muchachos? —nos preguntó Bustamante—. ¿No que muchas ganas tenían de convivir con las chicas? Todos estábamos como petrificados y al ver esa actitud tan timorata por parte de nosotros, Bustamante se dirigió al lado de las chicas y sacó a bailar a la directora. Unos a otros nos dábamos de codazos para ver quién se animaba a sacar a alguna chica, hasta que por fin 124

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yo me armé de valor y me dirigí hacia donde estaba sentada la chica de la que estaba prendado. —¿Bailamos? —le pregunté a la niña haciéndole una caravana—. Con franca sonrisa me dio su mano, pero al dármela no encontraba la mía, pues estaba oculta dentro de la manga tan larga que traía. —Perdón —le dije apenado y sintiendo que me sonrojaba—. —No te preocupes —me contestó—, hasta que hubo un chico con valor para sacarme a bailar. Y ahí estábamos en el centro de la pista, sintiendo que todos nos miraban y yo muy orgulloso bailando con la chica más bella de la fiesta, hasta que el desgraciado de González gritó burlonamente: —¡Qué bonito bailas, Clavillazo! —riendo todos los compañeros a carcajadas—. Yo sentí que me moría de la vergüenza y al notar mi enfado, la chica con quien bailaba simplemente me decía: —No le hagas caso, envidia es la que esos patanes te tienen. —¿Cómo te llamas? —inicié la plática—. —Jennifer —me respondió—. Sé que tú te llamas Fernando, ¿no es cierto? Me sentí muy alagado al ver que ella conocía mi nombre, pero me preguntaba cómo lo sabría. Al ver mi cara perpleja, simplemente me dijo: —Se tu nombre porque en la exhibición de judo lo mencionaron. —Ah —le respondí—. Pero me halaga mucho que te acuerdes de mí. —Cómo no me voy a acordar de ti —me dijo—. No sabes lo divertida que estuve al verte hacer las llaves de judo.

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Ambos reímos al recordar lo ocurrido en la dichosa exhibición y mis amigos morían de la envidia al verme ligando con tan linda chica. Sin embargo el tal González no dejaba de burlarse de mi atuendo. Continuó la fiesta y al fin mis compañeros se animaron a sacar a las demás chicas y sin sentirlo ya cada quién tenía a la suya. Yo estaba más feliz que nuca platicando con esa hermosa chica, que festejaba a carcajadas todas mis ocurrencias. Cuando ella me empezó a contar sus anécdotas en la secundaria, me di cuenta que era tanto o más tremenda que yo, pues también les hacía bromas pesadas a sus profesores y compañeras. Cuando todos estaban platicando y bailando con sus respectivas parejas, Jennifer me dijo al oído: —Ven, vamos a la cocina. —¿A la cocina? —le pregunté intrigado—. —Sí, sí, a la cocina —me contestó—. Vamos a aprovechar que en este momento no hay nadie ahí. Se me salía el corazón del pecho. ¿Para qué demonios me quería llevar ahí? Ya sin decirme nada, tomó mi mano y ambos nos dirigimos discretamente a la cocina. Estando solos ahí me preguntó muy quedo: —¿Quieres vengarte del odioso tipo que se está burlando de ti? —¿Qué tienes en mente? —le dije intrigado—. —Nada —me contestó—. Es que he notado que el tipo que te molesta está más preocupado porque no se le manche el traje, que por platicar con alguna chica. —Es verdad —le dije—, ¿qué hacemos? —le pregunté enseguida—. —Mira la sopa —me respondió—. ¿Qué parece? Me asomé al enorme recipiente que contenía la sopa y le respondí luego: —Parece sopa de champiñones, ¿no? —No, tontito —me dijo—, parece vómito.

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Volví a asomarme y efectivamente, la sopa de champiñones tenía el aspecto mencionado. —Mira —me dijo la traviesa chica—, voy a llenar un vasito desechable de sopa y cuando esté junto al compañero que te está molestando, haré el aspaviento de querer vomitar. Pondré discretamente el vasito cubierto con una pañoleta junto a mi boca y le vaciaré el contenido sobre sus solapas. —¡Genial! —le comenté—. González recibirá su merecido. Pues pusimos manos a la obra. Jennifer llenó el vasito de sopa, lo cubrió con una pañoleta y ambos salimos discretamente de la cocina. Nos acercamos a la mesa donde González estaba sentado platicando con otro compañero y cuando Jennifer estuvo detrás de él, empezó con su plan. Hizo primero aspavientos amagando con vomitar, haciéndose todos a un lado y poniéndose de inmediato González de pie tratándose de proteger de lo que vendría y sin más, Jennifer, fingiendo vomitar ruidosamente, se llevó la pañoleta a la boca que contenía el vasito con sopa y lo derramó sobre mi compañero. La cara del tipo era indescriptible, siendo una rara mezcla de asco y asombro. Jennifer fingió seguir vomitando y derramó parte del contenido del vaso dentro un plato que estaba sobre la mesa. A mí se me ocurrió coger una cuchara y comer la sopa derramada sobre el plato a la vez que decía: —¡Mmmm, calientito! Todos quedaron horrorizados al ver esa supuesta porquería, saliendo la mayoría disparados al baño a devolver el estómago por tanto asco que les había dado. El primero en correr al baño a vomitar fue González, quien luego de haber terminado ya no regresó a la fiesta retirándose a su casa a cambiarse de vestimenta. Jennifer y yo casi nos revolcamos de tanta risa, al ver la cara de horror que todos tenían. Cuando les contamos a los que no fueron a vomitar al baño lo que realmente había ocurrido, rieron también a carcajadas, festejando nuestra ocurrencia. Sobra decir que durante la comida prácticamente nadie comió la sopa de champiñones. Continuó la fiesta y yo estaba 127

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fascinado con esa hermosa chica, que era tan tremenda como yo. Empezaba a hacer mucho calor y me dijo Jennifer al verme sudar copiosamente: —¿Por qué no te quitas el saco? Yo no me quitaba porque debajo traía una camisa de manga corta y eso me apenaba. Fui sincero y le dije a la chica: —Es que debajo traigo una camisa de manga corta y seguramente se burlarán de mí. Ya vez que a mis compañeros no se les va una. —No te preocupes —me contestó—, a estas alturas ya nadie se dará cuenta. Pues sin pensarlo me quité el enorme saco sintiéndome aliviado. —¡Wow! —me dijo la chica al verme en manga corta—. Estás bien velludo. Y luego acariciándome los brazos me dijo: —Pareces un lobo. Quedé tan sorprendido con lo que me acababa de decir, que ella misma quedó desconcertada al ver, lo que seguramente fue una cara de asombro que puse, preguntándome enseguida: —¿Te ofendí? —No, al contrario —le dije—, me encanta que me digas así. De ahora en adelante yo seré tu lobo. Fíjate —le seguí diciendo—, que yo tengo como mascota a un verdadero lobo. —¿De verdad? —me preguntó emocionada—. —En serio —le respondí—, más hermoso de lo puedas imaginar. Quedamos que muy pronto le presentaría a Lobo, intercambiando números telefónicos y nuestras direcciones respectivas. Quedé algo triste al saber que ella vivía en una nueva colonia muy lujosa llamada 128

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Tecamachalco. Yo en cambio, habitaba en un barrio muy modesto. Evidentemente ella pertenecía a una familia adinerada, siendo su madre dueña de la escuela donde estudiaba y otras muchas escuelas más. Me comentó que a pesar de ser muy joven, ella misma tenía automóvil propio y que constantemente iba de viaje a Europa. La verdad yo me entristecí, habiendo preferido que ella fuera pobre. Al ver mi cara acongojada, Jennifer tomó mi mano y me dijo muy seria: —Perdóname, lobito, no te quise ofender. No debí haberte presumido mis cosas y más sabiendo que tu no tienes tanto dinero. —No te preocupes, Jenny —le dije—, más vale que no nos volvamos a ver, pues estoy seguro que tu familia no permitirá que salgas con un pobretón como yo. —¡Cómo crees, Lobo! —me dijo enfadada—. Mi mamá es una persona muy noble y comprensiva… —Oye —le interrumpí— ¿y tu papá? —Mis papás están divorciados —me contestó—. Y la verdad, mi papá es muy especial. —¿Por qué lo dices? —le pregunté—. —Pues fíjate —me empezó a explicar—, que él es un inglés a la antigua y aunque me pese, he de confesarte que es muy racista. Pero te juro que yo no soy así. Yo soy muy democrática —concluyó con una sonrisa—. —¿Y con quién vives? —le pregunté—. —Con mamá —me respondió—, pero los fines de semana la paso con papá. Me contó después que su padre vivía en la zona más exclusiva de la ciudad, en la colonia “Lomas de Chapultepec” y era con él con quien siempre viajaba al extranjero. Él era un gran empresario, teniendo múltiples negocios aquí en México y en Inglaterra. Jenny me vio tan triste, que tomándome la mano me dijo sonriendo: —Ven, vamos a la oficina que está en la entrada. Ahí no hay nadie y quiero decirte una cosa a solas.

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Tragué saliva. Estaba demasiado nervioso pues yo nunca había estado a solas con una chica y no sabía que hacer o decir. Me tomó de la mano y discretamente nos metimos a la solitaria oficina. Acarició con ambas manos mis mejillas y sin decir nada me dio un cálido beso en la boca. Fue aquel el momento más feliz de mi vida, abrazándola luego sintiendo mi cuerpo en el suyo. Tan bruto y animal como siempre lo he sido, me excité demasiado y al sentir Jenny que yo me prendía, se separó discretamente de mí a la vez que me decía: —Tranquilo, Lobito, parece que estás en celo. —Perdóname Jenny, es que nunca había besado a una chica. Ambos nuevamente nos tomamos de la mano y ella me dio un tierno beso en la mejilla, a la vez que en secreto me decía: —También es mi primer beso. Reímos a carcajadas y nos abrazamos de nuevo. Ese momento tan feliz que vivía, fue interrumpido por una de mis malditas visiones. Ráfagas violentas de súbitas visiones inundaban mi mente y cuando al fin se aclararon, vi claramente a mi Lobo tirado ensangrentado. —¡Lobo! —grité desesperado. Algo le había ocurrido—. Jenny quedó desconcertada diciéndome alterada: —¿Qué te pasa Lobito? —Luego te explico —le contesté—. Por ahora debo irme, pero te prometo hablarte por teléfono en cuanto pueda. Le di un beso en la boca y salí del salón de fiestas enseguida. Corrí como loco por las calles pues estaba desesperado, estando seguro que algo muy malo le estaba ocurriendo a Lobo. Cuando llegué a la calle donde vivía, vi a un grupo de personas reunidas viendo algo en el suelo. Sintiendo que se me salía el corazón del pecho, corrí hasta donde se hallaba esa gente quedando horrorizado al ver ahí tirado a mi Lobo en el suelo junto a un gran charco de sangre. 130

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—¡Lobo! —grité desesperado a la vez que lo abrazaba—. Lobo apenas respiraba y me sentí impotente al no saber qué hacer para ayudarle. —¿Quién te ha hecho esto? —le dije mirándolo a los ojos—. Y concentrándome un poco vi en una de mis visiones lo que le había ocurrido. El padre de Gustavo, aquel tipo que intentó patearme en el suelo hacía unos días, ató un filoso cuchillo a un simple palo de escoba hiriendo en repetidas ocasiones a Lobo sin que este pudiera hacer nada. —¡Maldito! —grité enfurecido, sin dejar de abrazar a Lobo—. Vi que Lobo perdía el sentido sintiéndome yo impotente de no poder ayudarle y luego vi desesperado cómo dejaba de respirar, dilatándose pronto sus pupilas lanzando un último suspiro. Al saber que había fallecido, lancé un alarido de dolor, jurándome luego la gente que estaba ahí reunida, que ese grito se convirtió en un verdadero aullido de lobo, quedando todos muy asustados. No sé cómo explicarlo, pero sentí que el alma de Lobo se había metido en mí y apretando los puños me dirigí a la casa del que había hecho semejante canallada. Toqué con furia su puerta y al salir el tipo que había matado a Lobo, lo levanté de sus ropas y lo tiré al suelo lo más fuerte que pude, quedando tirado prácticamente sin sentido. Juro por Dios que mi intención era matarlo y pude haberlo hecho, pero cuando estuve a punto de molerlo a golpes, tan sensitivo supongo debo haber estado, que una nueva ráfaga de visiones inundaron nuevamente mi mente. Vi claramente que el padre de Gustavo y toda su familia morían horriblemente quemados en un gigantesco incendio. En mi visión vi al tipo gritando desesperado viendo claramente que le faltaban todos los dientes de enfrente y ardiéndole la espalda en llamas. Agité fuerte la cabeza para que se borrara lo que había visto y acercándome al que yacía tirado, simplemente le di una fuerte patada en la boca tirándole todos los dientes del frente. Me sentí tremendamente 131

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culpable, no por haberle roto los dientes a ese maldito, sino de no haber podido ayudar a mi Lobo. Quizá en ese momento nació en mi el deseo de estudiar medicina veterinaria, inquietud que volví realidad en el futuro. A pesar de la enorme tristeza que tenía, algo extraño me ocurría: sentía que dentro de mí habitaba el alma de mi Lobo y eso me consolaba. Como pude, cargue el cuerpo de mi noble Lobo y lo llevé a casa dejándolo de momento en el patio trasero. Me metí a mi cuarto y cambié mis ropas ensangrentadas. Me encontraba destrozado por dentro y al verme mamá en ese estado de inmediato preguntó lo que pasaba: —¿Pero que es lo que tienes, Fernando? No soporté más y rompí en llanto descontrolado y al verme así de desesperado mi mamá me abrazó muy fuerte y tratando de serenarme me dijo al oído: —¿Te ha roto el corazón la niña de que me habías platicado? —¡No, mamá, no! —le replique con impaciencia—. ¡El maldito padre de Gustavo ha matado a mi Lobo! —¿Qué has dicho? —preguntó mamá muy disgustada—. —¡Si, mamá, ese maldito apuñaló a mi Lobo! —le respondí con rabia contenida apretando fuerte los dientes y cerrando los puños—. —¡Esto no se va a quedar así! —me dijo mi madre muy disgustada— . Pondremos una denuncia penal en contra de ese maldito tipo. Y así mis padres lo hicieron. Tanta presión hubo en contra de ese maldito, que a los pocos días se mudaron de casa, a un pueblo vecino detrás de uno de los cerros que rodeaba a nuestro pueblo, conocido como “San Juanico”. Por la noche hubo una junta de hermanos y todos concordamos en que enterraríamos a Lobo en la misma tumba donde yacían los restos de su antiguo amo. Así, a media noche y en forma clandestina, llevamos el cuerpo de Lobo al cementerio cercano y con pala en mano procedimos a tal maniobra, enterrando a baja profundidad a mi Lobo. Una vez enterrado, quedamos todos mirando el montículo, derramando todos lágrimas sentidas por la enrome pena. De repente y de la nada, aparecieron frente a mi aquel hombre 132

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que alguna vez me había entregado a Lobo y junto a él, moviendo la cola, estaba el mismo Lobo con la lengua de fuera y jadeando de ansiedad, cómo cuando yo sabía que estaba muy contento. —Gracias, muchacho —me dijo el espectro—. Por fin descansaré en paz por el resto de la eternidad y aquí en la Tierra, Lobo te deja su alma y su misma fuerza y entereza—. —¡Que tienes, que tienes, anda, responde! —me dijo mi hermano mayor sacudiéndome con mucha fuerza—. Te has quedado pasmado. Mis hermanos no vieron nada, pero yo, al estar tan concentrado escuchando lo que ese hombre me decía, quedé cómo fuera de este mundo por unos segundos. —Nada, nada —le dije—, solo meditaba. Todos regresamos a casa muy acongojadas y al meterme a mi cama a cada rato me despertaba la ausencia de Lobo, pues al voltear a abrazarlo como a diario lo hacía un vacío espeluznante yo sentía. Tenía, sin embargo, el consuelo de saber que Lobo ya descansaba en el más allá con alguien que mucho lo amaba y yo en verdad sentía que parte de él mismo, bajo mi piel había quedado. Pasaron los días y las vacaciones habían comenzado. Venía ahora el asunto de hacer el examen da admisión para ingresar a la preparatoria. Yo la verdad, a pesar de tanta disciplina, hubiera preferido continuar en una escuela la Sallista, pero por desgracia mis padres no contaban con muchos recursos y no había más remedio que tratar de ingresar a una escuela pública. Hice mi examen y esperé con paciencia el resultado. Éramos miles los que lo hicimos y cuando… Se pierde un fragmento y luego continúa… …todo lo que había ocurrido. Jennifer me tomó de la mano y luego de sacar un pañuelo de su bolso, enjugó con ternura mis mejillas empapadas de tanto llanto derramado.

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—Cómo tú dices, Lobito —me dijo Jenny para consolarme—, tu Lobo vive dentro de ti y eso es para toda la vida y ahora tú y él son un mismo ser. Me daba mucha tristeza que mi primera cita con Jenny estuviera ennegrecida con mi luto. Sin embargo me di cuenta de la nobleza de esa chica, que además de bella era inteligente y humana, teniendo como yo, un especial cariño por los animales. Jenny tenía en su casa muchas mascotas, catalogándose ella misma como “animalera”. Luego de tomar un café, estaba muy apenado por no poderle invitar algo más dados mis escasos recursos económicos y percatándose ella misma de tal situación, me dijo para que me tranquilizara: —Vamos a caminar un rato ¿si? —Y así lo hicimos—. Mi conversación con ella fue para mí como aire muy fresco después de un día caluroso. Y aún siendo yo tan joven, sentí que esa hermosa chica sería la mujer de mi vida. Cuando nos besábamos sentía que nuestras almas se fundían y el amor que le tenía fue creciendo más y más con el tiempo. Para nuestra siguiente cita quedé de pasar a casa de su padre, pues ahí ella estaría durante sus vacaciones. Cómo antes ya lo había comentado, su padre vivía en la colonia más eleganate de todo México, las Lomas de Chapultepec. Tratando de no darle mucha importancia a ese hecho, al día siguiente me puse mis mejores vestimentas, abordé mi democrático autobús y fui por ella. Me he dado la perdida de mi vida, colonia más enredada no he visto otra. Pero al fin di con la dirección buscada. Por fuera su casa se veía solo una enorme barda de piedra con un zaguán gigante de madera, a la derecha un timbre con interfono. Toque el timbre y esperé impaciente. —¿Si, diga? —me contestaron por el interfono—. —Busco a la señorita Jennifer —les dije—. —¿Quién la busca? —me preguntaron—. —Dígale que soy Fernando —le contesté—.

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Todo eso me parecía muy ceremonioso para una simple visita de su novio, sin embargo al abrirse la puerta y ver esa inmensa mansión quedé con el ojo cuadrado. Jardín impresionante con flora exótica, fuentes donde quiera y arriba, en una loma, la residencia semejaba un palacio. La persona que me abrió era una dama bien vestida, luego me enteré que era el ama de llaves, invitándome a pasar a la casa. Estando ahí parado en el recibidor de la casa me sentí como hormiga, todo era una inmensidad de tamaño y lujo como yo nunca había visto antes, solo en películas. Amablemente la dama me invitó a tomar asiento y así lo hice. —Donde me vine a meter —murmure entre dientes—. Mi espera no fue larga, pues en pocos minutos vi a Jenny bajar sonriendo de una inmensa escalera curva que daba al recibidor. Iba vestida con minifalda y una hermosa blusita anaranjada. Al verla quedé mudo y pasmado. —Cierra la boca —me dijo—. —Perdóname —le contesté—. Es que te vez de veras hermosa. —Gracias, Lobo —me contestó—, pero ya vámonos. Salimos de la mansión y Jenny me llevó a la cochera. Había 5 autos en la cochera todos del año. Me quedé mirando como mudo y al ver mi cara perpleja Jenny me preguntó enseguida: —¿Manejas o manejo? Afortunadamente yo manejaba desde los 12 años, había aprendido con las carcachas que compraban mis hermanos y primos. —Yo manejo, pero tú escoge el coche —le contesté muy seguro—. Escogió el coche de su hermano, un Mustang Mach I. Abordamos el Auto y al salir de la casa le pregunté: —¿Para donde jalamos? Me miró sonriendo y me dijo:

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—Como no tienes mucho dinero llévame al café que quieras para platicar a gusto. La llevé al Sanborns de la Fragua. Estando ahí conocí su origen y su historia. Sus padres se separaron desde que ella tenía 7 años. Su madre era dueña de la escuela donde estudiaba. Su padre, escocés de nacimiento, era más rico que Mac pato. Era millonario en dólares teniendo negocios en México y el extranjero. Luego tocó mi turno de contarle cosas mías. Al contarle algunas de mis travesuras empezaron las risas sinceras y luego de largo rato la llevé a su casa. Al entrar ahí estaba su padre muy serio parado en la entrada de la residencia con los brazos cruzados. Era un tipo imponente, rubio, alto y fornido, calvo y con gesto de enojo. —Ven —me dijo Jenny—, te voy a presentar a mi papá—. Yo, con verdadero miedo me acerque con sigilo y extendiendo la mano le dije: —Mu, mu, mucho gusto señor. Dándome la mano me dijo con adusto seño: —¿Por qué han llegado tan tarde? Sin saber que decirle, porque estaba demasiado nervioso y solo balbuceaba, Jenny entró a mí rescate diciendo de manera desparpajada para romper el hielo: —Ay, jefe, no te azotes, apenas son las ocho. Luego el señor le preguntó casi en secreto a Jenny, sin embargo yo lo oí perfectamente: —¿Quién es éste muchacho? Jenny cogiéndome del brazo le contesto muy orgullosa: —Es mi novio, ¿te gusta? El señor se me quedó mirando de arriba a abajo y le dijo luego: 136

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—A la que le debe de gustar es a ti. Luego el señor dio media vuelta despidiéndose muy serio: Se detuvo y como reflexionando un poco se volteó y dirigiéndose directamente a mí me dijo muy serio y tocando con su índice uno de mis hombros: —Luego hablaré contigo, jovencito. —Cómo no, señor —le dije y por fin se metió a su casa—. Me le quedé mirando a Jenny preguntándole muy intrigado: —¿Qué onda con tu papá, Jenny? Y me contestó cómo si nada: —No hagas caso, Lobito, mi jefe está bien zafado. No dándole mucha importancia a lo que me había dicho el padre de Jenny, me despedí de ella despreocupado, no sin antes hacer otra cita, nos veríamos mañana. Al día siguiente, domingo por la mañana, pasé por ella. Al recibirme me dijo: —Que onda, ¿cuál nave nos llevamos hoy? —Esta vez iremos a pata —le contesté—, para que veas como sufrimos nosotros los pobres. —Cálmate, “Pepe el toro” —me dijo—. ¿Donde dejaste a la chorreada? Me hizo en verdad mucha gracia su ocurrencia por la manera tan graciosa que me lo había dicho, pero luego de terminar de reír le dije ya muy en serio: —De verdad, Jenny, si quieres salir conmigo iremos en el metro. —Órale, Lobito, a ver que se siente. —me contestó emocionada—.

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Ella en su vida había viajado en transporte público y el hecho de aceptar salir conmigo con esa condición demostraba que de verdad me quería. Abordamos primero un autobús en Reforma que nos llevaría al metro Chapultepec. Ella iba en verdad fascinada, siempre cogida a mi brazo apretándome fuerte y riendo como niña cada vez que frenaba el camión, pues no estaba acostumbrada a las enfrenadas repentinas que siempre hacen los cafres que manejas esas tartanas. La estación del metro Chapultepec donde bajamos estaba atascada de gente pues era domingo. Me empezaba a arrepentir de haberla traído. Sin embargo al ver su cara, ésta reflejaba una fascinación indescriptible. —¿Abordamos el metro? —le pregunté al llegar a la estación—. —¡Sale! —me contestó emocionada— , para mí será una gran aventura. Y así lo hicimos, abordamos el metro y nos dirigimos a un barrio bajo, que es lo que ella quería conocer. Nos dirigíamos al metro la Merced. Estando en el vagón del metro mucha gente se nos quedaba mirando y le dije a Jenny: —Ya viste, todos se nos quedan viendo, creen que somos gringos. De repente ella puso su mirada de pinga, ya la conocía. Estaba planeando una de las suyas. Llegando a la estación la Merced nos bajamos y al salir de la estación me dijo: —A ver, aquí espérame tantito. Y dirigiéndose a un grupo de personas que estaban paradas les dijo en un perfecto inglés: —Somebody knows where it is the station of the Constantinople subway? En español quiere decir que si alguna de las personas que estaban ahí sabía donde está la estación Constantinopla del metro. Todos quedaron desconcertados y yo a lo lejos me retorcía de la risa. Y algunos de los que ahí estaban le dijo muy extrañado: 138

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—A ver, güerita, ¿cómo dijo que dijo? Y volviendo a hablar en inglés, les preguntaba cosas incoherentes. Yo aguantándome la tremenda risa que tría me acerque a la bola de gente que se había ya reunido para tratar de ayudar a la supuesta extranjera, volteó a verme Jenny y me dijo en voz alta en español: —Vámonos, Lobo, estos güeyes no me entienden ni madres. Me tomó de la mano y nos retiramos del sitio. La cara que todos pusieron fue de verdadero asombro, quedando todos con la boca abierta. Juro que me dolió el estomago de tanto reír ese día. Ya en la calle dimos una vuelta por el mercado tradicional de la Merced y luego pasamos al mercado de Sonora donde venden cosas de magia y brujería. Jenny estaba encantada comprando porquería y media de collares, talismanes y amuletos. En uno de los puestos de ese curioso mercado había una especie de gitana que nos invitó a que nos leyera la mano. —¡Si, si! —dijo entusiasmada Jenny para que le leyeran la mano—. —¿A poco crees en esas cosas? —le pregunté intrigado—. —Es solo para jugar, Lobito —me respondió sonriendo—. —Bueno —le dije—, primero quiero verle los ojos a la gitana. —¿Por qué? —me preguntó desconcertada—. —Ya lo verás —le dije—. Me acerque a esa señora extraña, muy delgada de tez blanca y enormes ojeras y con auténtica vestimenta gitana. —¿Me deja ver sus ojos un momento? —le pregunté con mucha ceremonia—. —Adelante, joven —me dijo—, pero no creo que soporte más de 10 segundos mi mirada. Y nos enfrascamos entonces en un duelo de miradas. Nos miramos fijamente a los ojos y tanto me he concentrado, que claramente vi su 139

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aura. Ráfagas de mil visiones me llegaron en un momento pues esa señora abrió por completo su alma, viendo en un instante mil cosas que le habían ocurrido en el pasado. Por primera vez sentí una conexión de ese tipo. Algo semejante jamás había experimentado pues parecía que ambos estábamos en contacto sin palabra alguna. Ella rompió el contacto, no soportando más mi mirada. —¡Váyanse por favor, se lo suplico! —nos dijo la señora con la cabeza agachada y rompiendo en franco llanto—. Jennifer en verdad estaba muy sorprendida de lo que había sido testigo. —No puedo creer que le hayas ganado con la mirada —me dijo intrigada—. Yo nada más de verle los ojos me dieron escalofríos y tú la has vencido como si nada. —Ya vez, Jenny, tienes un novio súper poderoso —le contesté dando luego una risotada—. Sin embargo esa extraña experiencia, muy marcado me había dejado, sabiendo perfectamente que esa señora en verdad era clarividente y en un futuro una experiencia semejante me ocurriría con una dama en verdad muy poderosa, misma que me enseñaría a navegar en mis visiones. Como se hacía tarde abordamos de nuevo el metro para dirigimos a la estación Insurgentes e ir a la Zona Rosa y por ahí buscar un restaurante para comer. Ahora fue mi turno de hacer una de las mías. Caminando por la calle vimos un nutrido grupo de turistas japoneses mirando los aparadores de una tienda de curiosidades. Cuando nos acercamos a ellos… Se pierde un pequeño fragmento y luego continúa… … me comentó muy seria: —¿Sabes qué, Lobito? estos días que hemos pasado juntos han sido los más felices de mi vida. 140

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—No me vas a creer —le dije tomándole la mano—, pero eso es exactamente lo que te iba a decir en éste instante y si no ha sido por ti, la pena de haber perdido a Lobo me hubiera liquidado, estoy seguro. Sin decir más la abracé y le di un tremendo beso apasionado. De repente, como salido del más allá apareció su papá, quien para llamar la atención tosió fuerte. Tremendo susto nos dio a ambos. Nos separamos y lo saludamos. Muy serio, sin responder al saludo le ordenó a Jenny meterse a su casa. Ésta volteo a verme colorada, me dio un beso en la mejilla y se metió apresurada. Tragué saliva cuando me vi solo con ese imponente señor enfadado. —¿Usted quién es, jovencito, a qué se dedica, quienes son sus padres? —me bombardeó con mil preguntas. —Soy el novio de Jenny —le contesté muy serio—, la amo mucho y no tengo en que caerme muerto. Me miró enfadado y me dijo luego: —Espero que esto sea solo un juego, porque si no... Dio media vuelta y sin despedirse se fue enseguida. Me fui a mi casa quedando seriamente preocupado, quizá me había pasado con la respuesta que le había dado. Al día siguiente le hablé por teléfono a Jenny para preguntarle cuando nos volveríamos a ver. Me dijo que hasta el fin de semana siguiente pues ella realizaba muchísimas actividades y no tenía tiempo. Me contó que estudiaba danza, piano, idiomas y literatura. Como estábamos de vacaciones su padre la había inscrito además a clases de natación. No tenía en el día un minuto libre. Pero eso sí, por las noches pasábamos horas platicando por teléfono. Nos veíamos todos los fines de semana, los cuales yo esperaba con ansia. Cada vez que nos veíamos hacíamos travesuras semejantes a las que antes narré divirtiéndonos como niños. Luego de un mes de habernos conocido me habló Jenny por teléfono para felicitarme por nuestro primer aniversario de mes y además me preguntó muy entusiasmada: 141

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—¿Sabes, lobito, por qué no el fin de semana que viene no nos vamos a pasarlo a la casa que tengo en Tequesquitengo para festejar nuestro aniversario? Me pareció estupenda la idea y nos pusimos de acuerdo para ir a ese hermoso pueblo. Llegó el sábado siguiente y temprano pasé a recogerla. Esta vez nos llevaríamos el coche de Jenny, un deportivo Javelin blanco. Yo nunca había manejado en carretera y la verdad es que no lo hice tan mal, a pesar de tanta curva. Al llegar a Tequesquitengo yo esperaba encontrarme con una casita de campo, pero que va, era una finca de sueño ubicada a orillas del lago. Bajamos del auto, desempacamos y le pregunté a Jenny por su familia. Ella me contestó sonriendo: —No inventes, estamos solos, vinimos a divertirnos ¿no? Quedé realmente sorprendido, temeroso de que mis brutos instintos afloraran en esa situación tan tentadora. A esa edad en mi hervía la testosterona y las verdad estaba temeroso de meter la pata, pues me conocía yo mismo lo bruto que era. Entramos a la casona, desempacamos los víveres en la cocina y Jenny me dijo que fuéramos a nadar a la piscina. Ambos por separado nos fuimos a poner nuestros trajes de baño y saliendo yo primero a la piscina me eché un clavado. Estaba nadando cuando vi salir a Jenny de la casa. Quedé con al boca abierta, pues en mi vida había visto un cuerpo más bello que el que ella tenía. Quizá la veía tan bella por el amor que yo sentía. Luego se aventó un clavado y buceando por debajo del agua cogió mis piernas y me derribó, provocando que tragara yo un gran buche da agua. Jugamos así mucho rato, cuando de repente nos encontramos bajo el agua y nos abrasamos. Al sentir su hermoso cuerpo pegado al mío se encendió en mí la tremenda llama del deseo. Cuando ella sintió que estaba yo excitado se me quedó mirando y me dijo: —Cálmate, Lobito, parece que estás en celo.

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Sentí que me sonrojaba, pero seguí acariciándola porque la verdad yo estaba bien prendido. Se separó de mí y me dijo: —Espérate Lobito, no es hora todavía. Me moría de vergüenza, ella tierna y dulce y yo como burro en primavera. Hice un gran esfuerzo para que se me bajara lo cachondo y seguimos jugando como niños. Luego nos fuimos a comer, platicamos mucho rato, fuimos en lancha a dar una vuelta por el lago y al regresar a la casa ya era de noche. La noche era hermosa, tan clara y limpia que se podían ver miles de estrellas. Yo nunca había mirado cielo semejante y quedé maravillado. Le propuse a Jenny recostarnos en el pasto para ver el cielo, idea que le pareció muy buena. Allí recostados contamos juntos estrellas fugases. Cada que veíamos una, en secreto cada quien pedía un deseo. Ella sabía astronomía y me decía fascinada una a una las constelaciones que veía. De ahí nació en mí la afición que tengo aún ahora por la astronomía. Luego ella me tomó de la mano se puso sobre mí y me dijo con su mirada de pinga: —Ahora sí ya es hora. Yo con miedo le confesé que era todavía virgen. —Ahora te quito ese defecto —me dijo riendo a carcajadas—. Yo me le quedé viendo serio como con cara de reproche y comprendiendo mi actitud me dijo ya más tranquila y sin risa alguna: —No seas tontito yo también soy virgen. Me sentí aliviado, y sonriendo le dije: —¿Lo hacemos? Ella solo se puso de pié me, dio la mano para ayudarme a parar y me llevo a una de las habitaciones de la casa. Solo cometo que aquella 143

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fue la experiencia más maravillosa de toda mi vida. Hacer el amor por primera vez con la persona que uno más ama, no es solo copular con el cuerpo, se copula también con el alma. Pasamos maravillosas horas y luego ella quedó bien dormida. Yo me le quedé mirando pues estaba fascinado al verla alumbrada por una hermosa luna llena, que iluminaba el cuarto a través de una ventana abierta. Al despertar… Se pierde un fragmento y luego continúa: …y al fin llegó el sábado y como siempre llegué puntual a la cita. Al entrar a la casa ahí estaba parado un muchacho con elegante traje, muy formal y perfumado. Me le quedé mirando como diciendo: —¿Que me vez, pinche wey? —Buenas tardes —me saludó de petulante manera—. —Depende para quién sean buenas —le dije barriéndolo con la mirada y luego le pregunté—: ¿Y tú, quien eres? —Soy Eduardo Lazo —me contestó con voz pedante—, amigo y pretendiente de Jennifer y tú ¿de qué zoológico escapaste? —Hijo de tu puta madre… —pensé por dentro—, me las vas a pagar bien caras. Pronto salió Jenny y corriendo fue a abrasarme. Luego volteó a ver al ese tipo diciéndole simplemente y con mirada de desdén: —Hola, Lalo, te presento a mi novio. Aquél estúpido quedo frío, sin saber qué decir y luego tartamudeando le dijo: —¡Ya, ya ni la amuelas Jennifer, que le viste a éste chango! —Cálmate, Lalito —le contestó Jenny disgustada—, mejor vete con tu papi, éste que traigo si es un hombre, no como otros. —Buenas tardes —dio media vuelta y se retiró muy indignado—. —Oye, Lalito —le dije antes que se fuera—, ven tantito.

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Se acercó el muy idiota, lo tomé de una manga de su saco y lo derribé con una llave de judo a una fuente. Jenny y yo nos morimos de la risa al ver que había quedado como una sopa. Salimos apresurados y al voltear vimos ahí parado al papá de Jenny. Había visto toda la escena y con gesto enfadado solo movía la cabeza con los brazos cruzados. Ya luego y más calmados me explicó Jenny que ese muchacho pertenecía a una de las familias más ricas de México, que desde que ella tenía 12 años él la pretendía y que a pesar de su dinero, educación y que era bien parecido nunca le había hecho caso pues le parecía antipático y pedante. Lo que me preocupaba era que el papá de ella si lo quería y que a toda costa trataba de convencer a Jenny para que le correspondiera… Se pierde un fragmento y luego continúa… …vendría la época más agitada y violenta de mi vida y en donde mi curioso don me hizo sufrir más que nunca.

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Capítulo 3 Mi juventud vacaciones concluyeron el día en que, afortunadamente, me Misaceptaron en la preparatoria de la UNAM. Me tocó en suerte, o más bien, mala suerte, una escuela llamada Colegio de Ciencias y Humanidades (CCH) de la UNAM. Alguien me había metido en la cabeza que el sistema educativo de ese colegio era muy malo, así que hice hasta lo indecible por cambiarme a cualquier plantel de la Escuela Nacional Preparatoria. Por esos días una prima mía muy querida, llamada Bety, andaba de novia con el director del plantel 7 de la preparatoria y sin ningún problema fue realizado mi cambia a ese plantel. Dicha escuela está en uno de los barrios más violentos de la ciudad, muy cercana al mercado de la Merced. En aquellos tiempos las escuelas preparatorias tenían fama de violentas, pero ese plantel en particular, la preparatoria 7, le temían hasta los policías. Es aquí donde empieza la época más violenta y divertida de mi vida, pero también la más dolorosa, pues mi curioso don, me hizo sufrir más que nunca. El primer día de clases fui con mucho miedo pues había oído que las novatadas eran terribles. Entrando a la escuela vi asustado cómo a un pobre muchacho de primer ingreso lo correteaban un grupo de estudiantes mayores, lo alcanzaban, lo tiraban, lo pateaban entre todos y luego le cortaban mechones de pelo con tijeras. Todo eso era una locura, yo que venía de una escuela en donde reinaba la cordialidad y camaradería entre compañeros y las disputas se arreglaban uno a uno, había caído a un sitio donde el pandillerismo era la norma y las golpizas de muchos en contra de uno solo, eran comunes. Me armé de valor, entré al plantel estando a la expectativa buscando el salón que me correspondía. Entré con disimulo y es ahí donde conocí a mis primeros compañeros de la preparatoria. Había más chicas que muchachos y tratando de ser amigable empecé a platicar y darme a conocer entre ellas. No se por qué, pero le simpaticé mucho a todas las chicas ahí presentes y sin sentirlo estaba de repente platicando con todas yo siendo el único hombre entre ellas y lanzando aquellas mil risotadas por las 147

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ocurrencia que les decía. Los muchachos que había en el salón me miraban con recelo. Luego se acercó a mí un muchacho greñudo con aspecto de pandillero y me dijo sonriendo: —Bendito entre las mujeres. Ese muchacho era Arturo, quién sería uno de mis mejores amigos de toda la vida. Empezaron las clases y así transcurrió mi primer día de escuela sin ninguna cosa ocurriera. Al siguiente día yo más tranquilo y relajado entré a la escuela como si nada, pero de repente un tipo mal encarado me cogió del brazo y me dijo malhumorado: —A ver, güerito te vamos a hacer un bello corte de pelo. Me jaló del brazo llevándome a donde se encontraban los mismos tipos que un día antes le habían dado una paliza a un pobre muchacho. Yo estaba de verdad aterrado pues eran más de 20. Sin medir consecuencias derribé con una llave de judo a ese imbécil que me traía del brazo y eché a correr. Sin embargo uno de ellos me alcanzó y cuando yo ya me daba por muerto llegó Arturo gritándoles a todos: —!Tranquilos, compadres, ese es mi mero cuaderno (amigo), así que déjenlo tranquilo. Todos se detuvieron y uno de ellos le preguntó al que me defendía: —¿Éste pinche güero es tu amigo? —¡A huevo, cabrones! —les contestó Arturo muy disgustado—. Y no quiero que se metan con él. Me soltaron y todos se retiraron. Yo me preguntaba: ¿Cómo a Arturo siendo también de primer ingreso le tenían tanto respeto los “porros”? Luego me explicó que el papá de él era amigo de la mafia más grande de todas las preparatorias cuyos integrantes eran los más destacados “fósiles porros” que habían participado en los disturbios del 68 y a él lo conocían bien porque desde un año antes había ingresado a tomar clases ahí como oyente. La cosa estaba en que le 148

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quedé muy agradecido haciéndonos de inmediato grandes amigos. Pasaron los días y poco a poco me fui haciendo de más amigos. Luego me enteré que casi todos los compañeros de mi grupo en un principio pensaron que yo era marica pues siempre estaba rodeado de muchas chicas. Cuando vieron que eso que pensaban era todo lo contrario, me aceptaron de inmediato como su amigo. No habían pasado más de 7 días, cuando un día por la mañana quedé con la boca abierta al mirar a quien entraba por la puerta de la escuela yo estando con unos amigos platicando en el patio muy quitado de la pena. La vi entrar como en cámara lenta, iluminando a su paso dónde caminaba. Era mi Jenny, más radiante que el sol de medio día. No lo podía creer. ¿Qué hacía mi bella novia en esa escuela tan peligrosa? Todos los compañeros, sin excepción quedaron muy sorprendidos al ver lo radiante de esa chica. Yo estaba anonadado, enmudecido y paralizado por la gran sorpresa. Se acercó a mí y sin mediar palabra me abrazó y me dio un beso en la boca. Y con la boca abierta quedaron todos al ver esa escena. Reaccioné pronto, la tomé de la mano y la llevé a una jardinera cercana donde nadie estaba sentado, rogándole tomara asiento. —¿Pero que haces aquí, muñequita? —le pregunté angustiado—. —Nada, Lobito —me dijo—. Solo viene a tomar clases. —¿Qué has dicho? —le pregunté con impaciente tono—. —Si, Lobito —me respondió—, me he inscrito en esta escuela y hasta seremos compañeros de grupo. Pues si, Jenny había movido mar y tierra y sobre todo había convencido a sus padres de estudiar en una escuela pública, a pesar de lo peligroso que era. Tanto amor me tenía, que no quiso perderme de vista nunca. Afortunadamente ella siempre llevaba su coche y en ocasiones hasta chofer la acompañaba, estando yo tranquilo de saber que no andaba sola por esos rumbos tan peligrosos. Cómo antes lo indiqué, Jennifer vivía con su mamá pero los fines de semana los pasaba con su padre, quien le compraba los autos y hasta chofer le tenía. Esa fue la época más feliz de mi vida, no solo por ella, sino que durante mis estudios de preparatoria conocí a los que han sido los mejores amigos de mi vida. Luego de Arturo, el siguiente amigo 149

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que sería para toda la vida fue Reynaldo, a quien conocí en una situación muy jocosa. Un día estábamos platicando todos los compañeros en el patio cuando vimos que se acercaba hacia nosotros un chico harto estrafalario. Traía enormes zapatos de plataforma, colorida vestimenta con todo y pantalones muy acampanados y enorme mata de cabellos rizados muy a la afro, parecidos a los usados por el grupo de los Jackson five. —Que onda, mis chavos —nos dijo a todos—. ¿Cuál es el grupo 416? Yo no aguantaba la risa al ver su curioso aspecto, pero hice un esfuerzo para estar serio. —Nosotros somos de ese grupo —le dije apretando los labios para que no se me fuera a salir una risotada—. ¿Por qué lo preguntas? —Pues entonces este es mi grupo —contestó muy desparpajado—. Me presento ante todos, mi nombre es Reynaldo. Casi de inmediato nos hicimos sin sentir amigos espontáneos, andando juntos todo el tiempo, haciendo mil y un diabluras y en el futuro, por poco se convierte en mi cuñado. Cuando no estaba con Jenny, mi inseparable amigo era siempre Reynaldo. Arturo, mi primer amigo en la prepa, tocaba la guitarra de maravilla y en uno de sus “recitales” espontáneas que daba en el patio se dio a conocer mi otro gran amigo, Oscar, a si se llama, con una voz privilegiada, cantaba mejor que muchos famosos cantantes de esos días. Así se conformó una especie de hermandad entre nosotros que duró toda la vida: Arturo, Reynaldo y Oscar, para mí siempre han sido los tres mosqueteros, pues yo siempre me consideré Dartañan entre ellos. Alguna ocasión estaba tocando la guitarra Arturo en el patio de la escuela y lo acompañaba cantando Oscar de estupenda manera. De repente, en forma espontánea Reynaldo y yo le empezamos a hacer coros en forma de broma, sin embargo tan bien se escucharon las armonías, que al final todos los ahí reunidos nos aplaudieron. Quedamos los cuatro sorprendidos por lo inesperado de ese hecho y decidimos ir a casa de Arturo a ensañar nuevas piezas conformando 150

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un cuarteto de voces. En toda la prepa nos conocían como “los Castrito” y siempre nos pedían que fuéramos a algún salón a demostrar nuestro talento. Nos llamaban para fiestas para amenizar el rato y nunca faltaba alguien que nos solicitara para alguna serenata. La verdad la pasábamos de maravilla sintiéndonos artistas. Recuerdo perfectamente que en alguna de las ocasiones que fuimos a ensayar a casa de Arturo, éste muy orgulloso nos mostró un “extraordinario” juego de video llamado “Neza Pon”. Era un juego de video de ping pong interactivo, donde uno, “increíblemente” podía interactuar en el juego moviendo con una perilla que estaba en una enorme consola, un palito en la pantalla para pegarle a la pelota y el contrincante lo mismo hacía, tratando que esta no se le fuera. Maravilla tecnológica en los setentas, que ahora solo me causa risa. Con mucho cariño recuerdo las visitas que hacíamos mis amigos y yo a casa de Arturo. La hospitalidad que nos mostraban sus padres cuando ahí nos reuníamos era fabulosa. El padre de Arturo era muy joven y siempre lo consideramos como nuestro “big brother”, por los buenos consejos que siempre nos daba. Arturo tiene un hermano pequeño que en esos días tenía solo 6 o 7 años. Me identifique siempre con él pues tenía mi mismo espíritu jovial. A pesar de que él era solo un niño, maquinábamos juntos bromas a mis demás amigos cuando estábamos ensayando nuestras canciones. Dicho niño se llamaba Ángel, pero en verdad era un verdadero demonio, niño que en un futuro creció e influyó en mí para animarme para escribir estas memorias. Prácticamente durante todo el primer año en la preparatoria no vinieron a mí visiones que me perturbaran. Solo veía cosas y acontecimientos, supongo, muy lejanos en el tiempo que para nada comprendía, no dándoles la menor importancia. La verdad por esos días era muy, pero muy feliz. Sentía que tenía todo en la vida dedicándome solo a estudiar, disfrutar a mi Jenny y a hacer mil bromas con mis amigos. En esos días Reynaldo y yo teníamos cierto parecido, ambos con facciones semejantes, solo que, cómo antes mencioné, él tría el pelo muy largo y rizado al estilo africano. En una ocasión en forma espontánea le hicimos una broma al profesor de matemáticas. Estado recibiendo la clase de dicha materia, Reynaldo estaba en la fila de enfrente pero en la extrema derecha y yo en la extrema izquierda. Reynaldo de repente me hizo señas que le 151

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regalara un caramelo. Como no le entendía decidí pararme e ir a ver lo que deseaba. Espere a que el maestro se volteara para escribir en el pizarrón y cuando éste lo hizo me paré de puntitas y fui a ver lo qué mi amigo quería. El maestro estaba muy distraído escribiendo una ecuación en el pizarrón. Para saber si el maestro se daba cuenta, se me ocurrió indicarle a señas a Reynaldo que se fuera él a mi lugar y yo me quedara en el suyo y así lo hizo. Cuando volteó el maestro no se dio cuenta del cambio. Todo el grupo empezó a reír y el maestro extrañado nos dijo: —Silencio, silencio, está bien que escribo feo pero no es para tanto. Luego se me ocurrió decirle al maestro que nos explicara una ecuación difícil que había escrito en el pizarrón y así lo hizo. Nos dio la espalda para explicar dicha operación y le hice señas a Reynaldo para que hiciéramos de nuevo el cambio de lugar. Rápidamente así lo hicimos y al voltear el maestro y dirigiéndose no a mí sino a Reynaldo le dijo: —¿Entendiste? Nuevamente no se había dado cuenta del cambio y todo el grupo estaba muerto de la risa. El maestro desconcertado nos preguntaba: —¿Qué les pasa muchachos, que hoy traigo cara de chiste? Y todos trataron de guardar silencio, sin embargo continuó el murmullo. Yo mismo le volví a preguntar nuevamente: —Oiga maestro ¿si sustituimos a X por Y se altera la ecuación? Y al dar la espalda para explicar lo que le había preguntado hicimos otra vez el cambio. Luego dirigiéndose de nuevo a Reynaldo le dijo: —¿Esta claro?

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Esta vez todo el grupo reventó en tremendas carcajadas, pues el pobre maestro de nueva cuenta no se había percatado del cambio. El maestro jamás se enteró lo que pasaba. Toco el timbre que indicaba el término de la hora, el maestro tomo sus libros y dirigiéndose a todos nos dijo: —Nunca me había tocado un grupo tan risueño —y salió despreocupado—. Bromas de este tipo hacíamos muchas a diario, tantas hicimos que en verdad mi memoria no alcanza para tanto. Una de las bromas que aún recuerdo fue la que le hice a mi propio amigo Reynaldo… Se pierde un pequeño fragmento y luego continúa… Una ocasión viendo la enorme cantidad de gente que deambulaba por allí se me ocurrió una broma sensacional. —Miren —les dije a mis amigos—, vamos a fingir que yo soy un merolico y todos me van a rodear y veremos si se junta gente ¿sale? A todos les gustó la idea y así lo hicimos. Me puse en la calle, junté unas piedritas, las puse en el suelo y empecé a gritar: —¡A ver, caballeros acérquense, trigo para ustedes un maravilloso descubrimiento de la ciencia....! Como nos habíamos puesto de acuerdo todos mis compañeros, empezaron a juntarse a mí alrededor y seguí gritando: —¡Les vengo ofreciendo unas maravillosas piedritas que han sido tratadas con rayos gama, rayos cósmicos y hasta con rayos de bicicleta...! Como lo esperaba, se empezó a juntar la gente y mis amigos muertos de la risa, pero yo serio seguí gritando: 153

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—!Éstas maravillosas piedritas curan reumas, cayos y hasta almorranas cuando uno se las aplica como supositorios...¡ Cuando me di cuenta, la cantidad de gente que se había reunido era impresionante, habiendo personas abajo de la banqueta brincando para ver de qué se trataba. Todos mis amigos estaban carcajeándose y eso hacía que se reuniera más gente. Una pobre viejita me dijo: —¿Joven, me da 2 piedritas por favor? Yo ya no aguanté más reventando en tremenda carcajada y mejor me retiré agarrándome la panza de la risa, tanta que por poco me orino. La broma había salido mejor de lo esperado y la hacíamos con frecuencia cada vez que nos reuníamos toda la bola, pero la mejoramos. Cuando estábamos haciendo la broma y se habían juntado ya muchas personas, llegaba corriendo un compañero y gritaba: —¡Aguas, ahí vienen los granaderos con macanas! Todos mis compañeros salían corriendo en todas direcciones y las pobres personas que se habían reunido, poniendo cara de pánico, también salían despavoridas. Al ver esa escena yo literalmente me revolcaba de risa pues en menos de 10 segundos yo me hallaba solo ahí parado. En una ocasión, como siempre estábamos haciendo la broma, llegó corriendo el cómplice de siempre gritando: —!Aguas, aguas, ahora si viene la policía¡ Había cambiado la palabra granaderos por policía, pero no le di importancia porque tuvo el mismo efecto. Todos corrieron como siempre y yo me quedé ahí parado sin parar de reír. Pero quedé mudo cuando vi llegar una patrulla. Me quedé ahí parado pues si me echaba a correr seguro me alcanzarían y además no quería ser un “prófugo de la justicia”. Esta vez me dieron ganas de orinar, pero del susto. Bajaron de la patrulla 3 policías gordos y prietos con cara de brutos y uno de ellos acercándose a mí me dijo: 154

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—¿Así es que tú eres el que vende las piedritas medicinales? Yo solo le dije: —¿Eh? —y agachando la vista, ahí estaban formaditas las piedritas que había puesto y les volví a preguntar—: ¿Ah, ustedes me dicen éstas? —Si, pues —me dijo otro policía—. ¿A como las vendes? Yo me quedé sorprendido, aquél trío de estúpidos habían venido a comprar piedritas y no a arrestarme. —Se las regalo todas —les dije—. —¿De veras? —Me dijo uno de ellos y yo les contesté—: En serio, llévense todas. Uno de ellos se agachó y las fue recogiendo una a una, como si fueran piezas delicadas. Y discretamente yo les dije: —Bueno, ahí nos vemos. Me retire disimuladamente y uno de ellos me pregunto: —Oye, ¿y cómo se usan? Sin voltear y apretando los labios porque ya no aguantaba la risa les contesté: —Háganse un tecito y tómenlo por las noches —y me fui de ahí rápidamente—. Al dar vuelta a la esquina me quedé recargado en la pared y empecé a reír como nunca. Era increíble la ingenuidad de la gente. Había llegado a tal grado la fama de las piedritas, que todos por ese rumbo las creían milagrosas. Creo que sobra decir que jamás volvimos a hacer esa dichosa broma. Así trascurrió todo el primer año, con mil… 155

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Se pierde un fragmento y luego continúa… Yo ya estaba muy tranquilo, sin embargo no tardó mucho tiempo en que mi don nuevamente me atormentara. Un día soleado Reynaldo y yo salimos de la prepa y dirigiéndonos al metro íbamos platicando. Al llegar a una transitada avenida, Fray Servando, esperábamos el alto para poder cruzar y de pronto llegó un motociclista de tránsito. Éste montaba una motocicleta Honda de enorme máquina y le comenté a Reynaldo que esa pieza era muy potente. El policía de tránsito nos volteó a ver y nos dijo: —Que me ven, pinches jotos. —Ni quién te pele, pinche “tamarindo” —le respondí disgustado—. El policía bajó de su motocicleta se acercó a mí y sin mediar palabra me dio un puñetazo en la nariz tan fuerte, que me dejó viendo estrellas. Enseguida Reynaldo y yo nos íbamos a arrancar a golpes contra él pero el policía se hizo para atrás, sacó su pistola para amagarnos a la vez que nos decía: —¡Adelante, cabrones, denme un pretexto para dispararles en las patas! Nos detuvimos y yo me quedé con mi golpe y mi coraje. Empecé a tener un verdadero odio hacia esos policías, que fue tan intenso, que hasta la fecha los aborrezco. Al siguiente día llegando a la prepa el porro que le decían “Halcón” me preguntó lo que me había ocurrido, pues traía la nariz hinchada como pelota. Le conté lo que había pasado y me sorprendió ver que éste se molestaba mucho diciendo: —Piche tamarindo, tú no eres el primero. Nos la va paga bien caras. Resulta que ese policía de tránsito ya había golpeado a varios de la banda y siempre se salía con al suya. El Halcón me propuso un plan para vengarnos de ese abusivo “guardián del orden” y por varios días lo estuvimos “cazando” un grupo de porros y yo, hasta que por fin un día vimos que se acercaba el policía abusivo y se estacionaba como 156

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de costumbre en el sitio donde solía golpear a los alumnos. De acuerdo a un plan que habíamos hecho previamente yo me acerqué a él lo insulté y lo reté directamente. —¡Pinche tamarindo! —le dije—. Así serás bueno con esa pistola, eres un pinche maricón. El policía de tránsito bajó de lo moto enfurecido y esta ocasión en vez de sacar la pistola sacó senda macana que traía en la moto e iba a arremeter contra mí cuando le cayó por detrás la banda de porros, que eran como 20. Lo golpearon, le robaron sus insignias y cuando el policía pedía paz, el Halcón me llamó y me preguntó: —¿Este es el wey que el otro día te golpeó? Reconociéndolo inmediatamente le dije que sí. Y luego me dijo: —Dale un puñetazo en la nariz, como él te lo dio. Y en vez de eso se me ocurrió algo aún mejor. Le quité su casco, me oriné en él y se lo volví a poner. Todos los porros estaban que se morían de la risa y yo me sentí vengado por el golpe que en forma injusta me propinó ese mal policía. Sin embargo poco después me sentí muy mal pues me había convertido en un vil vándalo como esos porros. Regresando a la escuela se nos ocurrió festejar la venganza y empezamos a beber cervezas. Me hice gran amigo del Halcón quien lucía orgulloso los lentes obscuros del policía y también su pistola. Ese día bebí mucho y al regresar a la casa de milagro no se dio cuenta mi familia del estado en que llegaba, metiéndome de inmediato al baño para ducharme con agua fría. Al siguiente día me llevé una desagradable sorpresa cuando me informaron unos amigos que al famoso Halcón lo habían capturado por haber cometido un asesinato el día anterior por la tarde, utilizando para ello la pistola que le había robado al policía de transito que habíamos humillado. Por muchos días estuve aterrado pensando en que me acusaran de cómplice de ese porro asesino, afortunadamente el Halcón jamás delató a nadie de la banda. Luego de ese episodio me desligué por 157

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completo de los porros pues temía que algún día terminara metido en un gran lío prefiriendo la amistad de mis amigos más tranquilos. Así mejor preferí andar todo el tiempo con mis grandes amigos. A Jenny le encantaba cuando nos reuníamos en fiestas y cantábamos amenizando las mismas y cuando salíamos a divertirnos lo hacíamos todos juntos, Jenny y yo y mis amigos con sus respectivas parejas. Una ocasión un amigo nuestro llamado Hugo nos invitó a su fiesta de cumpleaños para que la amenizáramos con nuestras canciones. Irían todos los del grupo y mucha gente más, así que se me ocurrió que además de las canciones, diera un espectáculo de “mentalismo”. Alguna vez en televisión vi a un tipo que se decía mentalista llamado Wolf Rubinsky cuyo acto consistía en lo siguiente: ante un nutrido auditorio al “mentalista” le vendaban los ojos y se ponía de espaldas al público. Luego una ayudante pasaba entre la gente y en algún momento decía: —Dígame. A ver mire. Más fácil no puede ser. Adelante ¿Es hombre o mujer el que está a mi derecha? El mentalista acertaba al instante diciendo que era una dama y la gente asombrada por ver semejante proeza. Luego la ayudante le indicaba a la señora que sacara de su bolso el objeto que ella quisiera y sin decir de que se trataba lo mostrara al público y la señora sacó un peine y lo mostró a toda la gente. La ayudante del mentalista le decía: —Por favor. Este objeto es difícil. Inconscientemente usted lo sabe. Nada más concéntrese. Espero lo adivine. El mentalista llevaba la mano a la frente y fingiendo que se concertaba decía en voz alta y muy fuerte: —¡Es un peine el que muestra la dama! Y el público muy asombrado ovacionaba al supuesto mentalista. Y así acertó en todas las ocasiones con diferentes personas y múltiples objetos. Aunque todos en ese auditorio y toda mi familia en mi casa viendo la televisión quedaron sorprendidos de semejante acto, yo de 158

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inmediato me di cuenta del truco, por cierto muy sencillo. Le explique a mi familia que lo que la ayudante hacía es deletrear en cada frase que decía una por una las palabras que describían a los objetos seleccionados. Por ejemplo, cuando a la asistente le entregaba una persona un peine, ésta le decía al mentalista: Por favor. Este objeto es difícil. Inconscientemente usted lo sabe. Nada más concéntrese Espero lo adivine. Entre cada frase, la asistente hacía una pausa y la letra que iniciaba tal frase era la letra que correspondía al objeto que el público le daba. PEINE, en este caso. Y así pasaba, el mentalista haciendo aspavientos de que se concentraba, ponía una de sus manos en la frente y luego decía: —¡Es un peine el que muestra la dama!—. Y todos quedaban maravillados por ver semejante proeza y así ocurría con cada objeto que “adivinaba”. Pues ese sencillo truco en verdad mucho impacto causaba y por eso le propuse a Jenny ser mi asistente para que diéramos un espectáculo semejante en la fiesta de nuestro buen amigo Hugo. Le fascino la idea, pues le encantaba el relajo y así en mi cómplice la había convertido. Solo ensayamos un poco, porque en verdad el truco es muy sencillo. Llegó el día de la fiesta y mis amigos y yo amenizamos el momento con nuestras canciones. Cuando terminamos la última canción de nuestro repertorio y se hallaban todos en la fiesta reunidos y atentos me dirigí a la concurrencia diciendo que haría un maravilloso acto de mentalismo. Todos aplaudieron y esperaron con ansia el citado acto. Me puse de pié y llamé a una diseque voluntaria para ayudarme al acto, varias chicas levantaron la mano pero obviamente escogí a mi Jenny para tal efecto. Me vendaron los ojos y me pusieron de espaldas a la concurrencia. Jenny, fingiendo que no sabía nada me preguntó: 159

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—¿Ahora qué hago? Yo le respondí en voz alta que se dirigiera a la gente y le tomara del hombro a alguien y yo le diría de quién se trataba. Ella se dirigió a una muchacha, procurando que fuera de corto nombre y escogió a Ana: —A ver dime, Lobito —empezó con la A—. —No podrás adivinar —N—. —A esta persona —A—. —Es nuestra buena amiga Ana María —contesté muy seguro—. Yo solo escuche un fuerte murmullo y después muchos aplausos de la asombrada concurrencia. Y así, empecé a adivinar cuanto objeto mostraba la gente estando yo de espaldas quedando todos muy asombrados. A Jenny se le ocurrió algo muy ingenioso para que mas impresionados todos quedaran al pedirle a una compañera le dijera el color de sus pantaletas. La compañera le dijo en secreto el colar de su prenda y luego Jenny me dijo: —La prenda citada —L—. —Indiscutiblemente —I—. —La tiene puesta ella —L—. —Acertar esta vez va a ser muy difícil —A—. Esta vez hice aspavientos fingiendo mucha concentración agachando la testa por la supuesta dura prueba, hasta que al fin levanté la cabeza y dije en voz alta: —Tare puestas unas pantaletas color lila. Me cuenta Jenny que la chica quedó con la boca abierta no saliendo del asombro y quedando como asustada. Luego, dirigiéndose a todos les dijo: —¡Es verdad, de ese color es la ropa interior que traigo puesta — mostrando a todos el resorte de la prenda—. 160

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Esta vez la concurrencia estalló en una gran ovación estando en verdad muy impactados por semejante prueba de poderes mentales que yo supuestamente poseía. Continuando con la demostración de poderes mentales, Jenny puso su mano en el hombro del festejado, el mismo Hugo. De repente, a mi mente empezaron como ráfagas a llegar al principio secuencias cortadas de un trágico evento. Luego esas ráfagas de visiones que tenía pronto se fueron ordenando hasta que vi claramente a Hugo tirado ensangrentado. —¿Hugo? —grité desesperado—. Más sorprendida que nadie quedó Jenny al ver que había adivinado a quien ella en ese momento tocaba sin haberme dado clave alguna. Estando de espaldas y aún con los ojos vendados, una tras otra las visiones pasaban por mi mente como destellos. Cuando en mi mente ordené algo de lo que me llegaba vi claramente como en una carretera un auto amarillo se estrellaba contra otro y por el parabrisas salía disparado Hugo que caía metros adelante hecho pedazos. Tome aire y sentí húmedas las vendas que tenía en los ojos debido a lágrimas que había derramado por el impacto que esa visión me había causado. Traté de serenarme y grité nuevamente: —¿Hugo? —¡Si, soy yo! —me contestó sorprendido—. Todos los asistentes aplaudieron pero les rogué guardaran silencio. Me quité la venda, di la vuelta y mirando a Hugo le dije: —¿Piensas viajar por carretera? Hugo se sorprendió aún más y me dijo enseguida: —Eso nadie lo sabía, solo mi novia y yo. Todos estaban en verdad asombrados. Me dirigí a él, lo tomé del brazo y me metí con él a una habitación desocupada. 161

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—¿En qué piensa viajar? —le pregunté cuando estábamos a solas—. —En el coche de mi hermano —me respondió desconcertado—. Le pregunté si eses auto era amarillo y Hugo asombrado me dijo que así era. Yo estaba muy nervioso, tratando de serenarme tomé aire y le dije: —Mira, Hugo, no me vas a creer, pero a veces puedo ver acontecimientos que van a ocurrir y te he visto matándote en eses coche. Hugo quedo verdaderamente impactado y me dijo con los ojos desorbitados: —Luego de lo que acabo de ver esta noche, si te creo. Yo, siéndole muy sincero le dije para que me creyera: —No, Hugo, no. Lo que hoy viste es un truco barato, pero lo que ahora te estoy diciendo es verdad. Luego puso cara de incrédulo y me dijo: —Pinche Lobo, lo que estás haciendo es tratar de asustarme ¿verdad? Comprendí entonces que había cometido un grave error el haberle confesado que todo eso del mentalismo era un truco barato, pues ahora ya no me creía nada. Si embrago insistí: —Por favor, Hugo, no viajes y si lo haces utiliza otro vehículo o vete en autobús. —Bueno, ya veremos —me dijo despreocupado—, mejor sigamos divirtiéndonos en mi fiesta. Volví a insistir pues no quería que le ocurriera lo mismo que a al profesor Zepeda. 162

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—Prométeme que no viajarás —le dije angustiado—. —Con tal de que regresemos a la fiesta —me dijo—, te lo prometo. Y ambos regresamos a la fiesta. Jenny pronto me preguntó sobre la conversación que a solas había tenido con Hugo y yo solo de dije que había tenido un horrible presentimiento y que se lo quería comentar a Hugo, por si las dudas. Como mi padre alguna vez me había aconsejado, a nadie le confié ese gran secreto que me atormento toda mi vida. Algunas veces estuve tentado a contarle de él a mi Jenny, pero estoy seguro que algo muy malo habría ocurrido si ella lo hubiera sabido. Puesto que estaba muy nervioso, decidí mejor retirarme enseguida. Fui a ver a Hugo para despedirme, lo abracé para felicitarlo por su cumpleaños y en secreto le volví a decir al oído: —Conste que me prometiste no viajar ¿eh? —Si, hombre, no te preocupes —me respondió—. Y luego de despedirme de todos los demás amigos llevé a Jenny a su casa. En el camino estaba muy pensativo y de inmediato Jenny me preguntó al respecto: —¿Qué tienes, Lobito? Te noto muy raro. —Nada, mi amor —le contesté muy sereno—, es que estoy muy agotado con eso del truco que hicimos del mentalismo. Y la verdad estaba yo muy agotado por la concentración que debe de tener uno para no meter la pata haciendo el citado truco. Y la agilidad mental que demostró también mi Jenny al no fallar en deletrear con frases las palabras indicadas, a mí también me dejó asombrado. Pero más allá de estar cansado por ese motivo, la realidad era que estaba realmente preocupado por la visión que de Hugo había tenido. Estado ya en mi cama por la noche cuando empezaba a conciliar el sueño veía de nuevo esa horrible escena una y otra vez. Tomé el teléfono y marque a casa de Hugo. Me contestó 163

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su papá y le dije: —Disculpe, señor, soy un amigo de Hugo, por favor dígale que no viaje porque pude sufrir un accidente… —¿Qué clase de broma estúpida es esa? —me interrumpió disgustado—. !Deja de estar molestando¡ —!Escúcheme por favor, señ...! —le repliqué angustiado, pero me colgó sin darme oportunidad de explicarle nada—. Al siguiente día, que era domingo, fui a casa de Hugo pero no había nadie. Solo me quedaba la esperanza de que Hugo cumpliera su promesa de no viajar que me había hecho en la fiesta. El lunes fui a la prepa con mucho miedo. Cuando entré al salón estaban reunidos los amigos en bola todos con cara compungida yo ya esperaba eso, pero pregunté por si acaso: —¿Que les ocurre? Un compañero con cara de espanto me preguntó: —¿No te has enterado?, Hugo murió en un accidente. Yo sentí como una cubetada de agua helada en la espalda y me enfurecí tanto que empecé a golpear el pizarrón con los puños diciendo: —!Maldita sea, maldita sea, maldita sea....¡ —sin parar—. Me odié a mi mismo por tener este maldito don. Hice pedazos el pizarrón y nadie decía palabra alguna al verme tan furioso. Luego me derrumbé sentándome en una banca y entrando en un amargo llanto, se acercaron varios compañeros para consolarme pero arremetí contra ellos diciendo: —!Lárguense, ustedes no entienden nada¡ Uno de ellos dirigiéndose a los demás compañeros dijo: 164

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—Déjenlo, está trastornado porque quería mucho a Hugo —y me dejaron ahí llorando solo—. Sentí entonces una soledad como en mi vida la había sentido, pues sabía que nadie podría comprenderme. Esa maldita capacidad de ver el futuro esta vez me había destrozado. Era evidente que no podía retar al destino y más que nunca estaba convencido que cada quién tiene su hora marcada. Lo que restaba del año escolar la pasé triste y acongojado. Todos en la escuela sabiéndome tan alegre y bromista les extrañaba mi actitud taciturna y serena. En mi mente estaba grabada como fuego la escena del accidente y recordaba a cada instante el momento en que abracé a Hugo cuando me despedí de él en su fiesta. Si ese acontecimiento me había devastado, vendría otro peor que destrozó mi alma e hizo que cambiara por completo mi vida, pues provoco en un cercano futuro que yo inconscientemente atentara varias veces en contra de mi propia vida. Ingrese al tercer año de preparatoria y por desgracia todos mis grandes amigos quedaron en diversos grupos pues cada quien escogió áreas distintas. Reynaldo y Arturo se fueron al área de físico matemáticas, Oscar, Jenny y yo, al área de químico biológicas, sin embargo, a pesar de estar en la misma área, nos tocaron grupos distintos. Además de las materias obligatorias de cada área respectiva, debíamos de cursar y aprobar una materia optativa, esto quiere decir que dentro de una gama limitada de materias diversas teníamos la libertad de escoger entre una de ellas. Había una materia en particular muy fácil y solicitada, llamada “higiene mental”, cuyo único requisito era asistir a las pláticas que daba un aburrido anciano y estarse ahí sentado horas y horas escuchándolo. Obviamente tan fácil resultaba cursar y aprobar dicha materia, que de inmediato se saturó ese grupo. No tuve más remedio que tomar el curso de “temas selectos de biología”. Un verdadero reto cursar y aprobar dicha materia, porque en ella verdaderamente se debía trabajar y estudiar muy duro. Al principio me arrepentí de no haberme puesto listo por dejar pasar la oportunidad de inscribirme a la aburrida materia de higiene mental. Sin embargo, los conocimientos que aprendí en el laboratorio donde curse la materia de temas selectos de biología, me sirvieron en toda 165

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mi vida profesional. Nos enseñaron a lavar e esterilizar material de laboratorio e instrumental de cirugía. Hacer cultivos de hongos y bacterias, a hacer preparaciones de tejidos para histología y muchas cosas realmente útiles para quien se iba a dedicar en un futuro a cualquier carrera relacionada con la salud. A mediados del año, un viernes estaba en el laboratorio de biología batallando con un aparato llamado micrótomo tratando de hacer unas preparaciones de histología. Se tomaba un cuadrito de cualquier tejido animal, un pedacito de hígado de un pollo por ejemplo, sumergiéndolo en diversas sustancias. Posteriormente, dicho pedacito se debía meter en un molde pequeño y luego vaciar en él cera caliente. Una vez endurecida, el cubo de cera resultante se ponía en el famoso micrótomo cuyo funcionamiento es semejante a una rebañadora de jamón. Sin embargo las rebanadas que se obtienen al procesar el cubo de cera con el tejido incluido son tan delgadas, que son prácticamente transparentes, cuyo grosor es de solo micras. El reto era depositar dicha rebanada milimétrica en un pequeño vidrio llamada portaobjetos. Ello resulta muy difícil requiriendo de un pulso perfecto. Una vez puesto la muestra en el portaobjetos, se le agregaba una gota pequeñísima de un pegamento especial y finalmente se cubre con un cuadrito de un delgado y finísimo vidrio llamado cubreobjetos. Ya seco el adhesivo, la muestra se puede ver al través del microscopio. Así es como se procesan las muestras de cualquier tejido y es el método que utilizan los patólogos para averiguar, por ejemplo, si una muestra obtenida en una biopsia de un tumor es maligna o benigna. Bueno, en el proceso de rebanar la muestra y depositarla en el portaobjetos estábamos todo el grupo, cada quien con su respectivo micrótomo, cuando de repente entró al laboratorio Jenny. Entró en silencio y de puntitas para no distraer a nadie, pues la tensión en eso momento en todo el laboratorio era grande por lo que antes comenté, pues todos estábamos sufriendo para no echar a perder las preparaciones. Nadie, ni siquiera yo, nos percatamos de la entrada de mi novia y ésta al ver la tensión que reinaba en ese sitio se puso a mis espaldas y gritó a todo pulmón: —¡Sorpresa! 166

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Tremendo brinco dimos todos, echándose a perder todas las muestras. —¡Jovencita! —gritó disgustado el profesor encargado, quien también había pegado un descomunal brinco por el susto—. ¡Sálgase de aquí, si no quiere que la reporte a la dirección!—. Jenny, muerta de la risa, me dio una nota y salió del laboratorio enseguida. Yo estaba muy apenado con mis compañeros, mismos que muy serios solo movían la cabeza reprochándome lo sucedido. Había que repetir todo el proceso. Discretamente abrí la nota que me había dejado mi novia y casi me infarto al leer lo ahí escrito: —Lobito, hoy no traje el coche. Cómo veo que eso que haces va para largo, me voy adelantado al metro Merced. Te espero en el andén para que me acompañes a mi casa. —¡Por todos los santos! —pensé muy alarmado—. Se le había ocurrido a Jenny irse caminando sola hasta el metro, en un barrio tan peligroso y andando ella con diminuta minifalda. Quedé en verdad muy preocupado y le pedí al profesor me diera permiso para salir de la clase. —¡De ninguna manera, muchacho! —me dijo el profesor enfadado—. Por culpa de su amiguita todos están atrasados. Y aguantándome la angustia, proseguí en mi intento de hacer la preparación de histología. No podía concentrarme y cada que intentaba tomar la rebanada de cera y colocarle en el cubreobjetos, me temblaba la mano echando a perder la muestra. Mas me desesperaba al observar que la mayoría de los compañeros les estaba saliendo bien el trabajo y con la pena, robé una preparación muy bien hecha del compañero de a lado cuando por un memento se distrajo. —¡Ah, chinga! —dijo el compañero al percatarse de la pérdida sufrida—. ¿Dónde diablos puse mi preparación terminada? 167

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Yo haciéndome el desentendido, fingí haber terminado mi muestra, llevándola de inmediato al profesor para que me dejara salir del laboratorio. —Perfecto —dijo el profesor luego de mirar la muestra bajo el microscopio—. Puedes retirarte ahora. Salí disparado a toda prisa a alcanzar a Jenny hasta el metro. Corrí como desesperado con todo y bata puesta hasta llegar al metro. Cuando bajé al andén, vi ahí parada junto a las escaleras a Jenny, con gesto preocupado. Sin embargo al verme puso una gran risa fingida. Enseguida pasó el convoy y una vez abriéndose las puertas casi me metió a empujones. —¿Qué te pasa, Jenny? —le pregunté preocupado—. —Nada, Lobito, nada —me respondió sin dejar de mirar hacia atrás del vagón—. —Algo te pasa —le dije enfadado—. Anda, dime de que se trata. —Pues fíjate —me dijo—, que cuatro tipos muy feos me estaban molestando en el andén. Luego fui con un policía para que me ayudara y me dijo que no podía hacer nada porque no me habían tocado. —Maldito policía tan cobarde —le comenté a Jenny—. Pero no te preocupes yo te acompaño hasta tu casa. Me abrazó muy fuerte y sentí cómo temblaba del miedo. Al llegar el convoy a la siguiente estación, vi cómo un cuarteto de vándalos salían del vagón posterior y abordaban el nuestro, molestando a su paso a cuanta persona se ponía frente a ellos. Eran unos malandrines de más de 20 años, con vestimentas estrafalarias, ojos maquillados, labios pintados de negro, cabellos parados y todos con mugrosas chamarras de cuero negras. En verdad eran horribles y su solo aspecto amedrentaba. Yo estaba enfurecido y quedé a la expectativa. Una vez que cerraron las puertas y el convoy siguió su marcha, vi cómo ese cuarteto de gañanes se nos acercaba mirándonos con sendas sonrisas burlonas. 168

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—¿Qué pasó, güerita? —dijo el que parecía el líder de esos tipos—. ¿Ya llegó tu doctor para defenderte? Supongo que le había dicho eso porque me vio abrasada a ella y yo con bata blanca puesta. Me quité la bata enseguida y me disponía a arremeter a golpes en contra de ese maldito, pero Jenny me abrazó muy fuerte a la vez que me decía al oído: —No vale la pena que te ensucies las manos con esos mugrosos, Lobito. Me contuve, no por lo que me había dicho Jenny, sino que reflexione pensando que yo no podría solo con ellos. Esos malditos tipos seguían molestando a la gente, empujándose entre sí atropellando a las personas que estaban a su paso. En la siguiente estación uno de ellos, el más corpulento del cuarteto, intentaba con todas sus fuerzas evitar que la puerta del vagón se cerrara y lo hacía nada más para fastidiar y retrasar al convoy. Entre empujones que ellos mismos se daban, uno de ellos le dio un empellón al gordo que detenía las puertas sacándolo del vagón. De inmediato se cerraron las puertas y el gordo se quedó en el andén lanzando improperios. Los tres que quedaron en el vagón lanzaron desaforadas risotadas festejaron la broma que le habían hecho a su compañero. Quedaron solo tres, sin embargo siguieron importunado a los pasajeros, empujándose entre sí y lanzando risotadas. La gente, a pesar de estar muy disgustada, no decía nada, quizás por miedo. En la siguiente estación, esta vez dos de ellos intentaron detener las puertas cuando estas cerraban y fue cuando se me ocurrió actuar recordando lo que le había pasado a su gordo compañero. En un instante solté a Jenny y rápidamente me dirigí hacia uno de los tipos que detenían la puerta y dándole senda patada en el abdomen, lo saque del vagón cayendo el tipo golpeándose la cabeza en el suelo. Casi al instante, lancé una fuerte patada al que estaba a su lado, con tanta fuerza, que el tipo estrelló su cabeza en uno de los tubos sangrando enseguida, agachándose luego sobándose la testa y llorando como niño. Se cerraron las puertas y me dirigí hacia el que parecía el líder de esos malandrines: 169

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—¡Ahora si, hijo de perra, te voy a partir la madre! Todos en el vagón aplaudieron y muchos de ellos me azuzaban para que le diera su merecido a eso desgraciado. —¡Rómpele su madre! —me gritaban muchos de los pasajeros—. —¡Ya estuvo, mi buen, ya estuvo! —me decía el muy cobarde haciéndose hacia atrás al verme tan enfurecido—. Lo tomé de las solapas de su mugrosa chamarra y lo llevé frente a Jenny. —¡Pídele disculpas a la señorita! —le grité al oído—. —Discúlpeme, señorita —dijo el muy cobarde con la cabeza agachada—. Se acercó Jenny y yo quedé más que sorprendido al ser testigo de lo que siguió luego. Sin más y sin previo aviso, Jenny le dio un puñetazo al tipo sangrándole de inmediato la nariz por tan tremendo golpe que le había propinado. —¡Para que se te quite lo gandaya, pinche mugroso! —le gritó Jenny, sobándose ella su puño—. Todos en el vagón rieron a carcajadas, burlándose del malandrín, festejando nuestra venganza. En la siguiente estación ambos tipos bajaron en silencio y con la cabeza agachada. Yo bufaba del coraje no solo por esos vándalos sino también por la imprudencia que había tenido Jenny por haberse atrevido a ir sola y a pié por esos rumbos tan peligrosos. —Ay, Jenny —le dije—, ¿cómo se te ocurrió venir sola al metro? —Perdóname, Lobo —respondió muy sumisa—. Es que creí bastarme sola. Estoy a punto de cumplir 18 años y quiero aprender a valerme por mí misma. —Si, mamita —le dije—, pero no debes hacerlo en forma tan repentina y menos en un barrio tan peligroso. 170

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Para contentarme, me abrazó muy fuerte y luego me dijo al oído: —Eres un auténtico “lobo rabioso” —dándome luego un beso en la boca—. Se me pasó el coraje pero me urgía llevarla a casa de su padre pues era fin de semana y ya era muy tarde. Cuando el metro llegó a la estación Chapultepec, de inmediato tomamos un taxi para que ella llegara pronto. Al llegar a la residencia de su padre, él muy disgustado ya la esperaba en la puerta. La verdad yo tragué saliva al verlo ahí parado, pero me armé de valor y bajé del taxi acompañando a mi Jenny hasta la entrada. —¿Por qué demonios llegas tan tarde? —le preguntó muy disgustado su padre a Jenny, volviéndola a cuestionar enseguida—: ¿Y por qué andas sin coche? Jenny le iba a responder, pero de inmediato el señor lanzó una contundente orden: —¡Métete inmediatamente! Jenny me dio un beso en la mejilla y se metió a la residencia de pronta manera. Ahí quede solo con el enfurecido caballero, quien me miraba de forma despectiva. —Necesito hablar contigo muy seriamente —me dijo el señor con adusto seño—. Te quiero ver en mi oficina hoy a las 8 de la noche. Si no acudes a esta cita, no volverás a ver a mi hija ¿entendiste? Yo solo asentí con la cabeza, recibiendo al mismo tiempo una tarjeta personal del señor donde estaba escrita la dirección de su oficina. Me retiré muy preocupado sin saber que hacer o pensar al respecto. Apenas tenía tiempo de ir a casa, comer, medio arreglarme e ir a esa misteriosa cita. Tenía que ir porque estaba de por medio seguir viendo a mi adorada Jenny. Acudí puntual a la dirección indicada, quedando yo muy sorprendido al ver el lujo del edificio donde se ubicaba la oficina del padre de Jenny. Estaba en pleno paseo de la Reforma en un edificio de más de 15 pisos. Entré al edificio y en la 171

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recepción pregunté por el señor Perelman, padre de Jenny y la secretaria me indicó que subiera al 12º piso y que ahí lo encontraría. Al llegar al piso indicado me encontré con una lujosísima oficina, me acerque a una secretaria y dándole la tarjeta que antes me había dado el padre de Jenny le indique que tenía una cita a las 7 de la tarde con él. Me dijo con mucha ceremonia: —Tome asiento, en un momento lo recibe. No pasó mucho tiempo cuando la secretaria me indicó que pasara. Entré a su oficina, lo vi serio sentado tras un enorme escritorio y con la mano me invitó a tomar asiento. —Mira, jovencito —me dijo—, he visto la relación que llevas con mi hija y para serte sincero no me gustas como yerno, eres como tu mismo me dijiste hace un par de años, un pobre diablo, así que te sugiero dejes en paz a mi hija. Yo sentí que se encendía la sangre contestándole muy disgustado: —Perdóneme, señor, con todo respeto, yo jamás le dije que fuera un pobre diablo, le dije que no tenía en que caerme muerto. Estoy estudiando y en un futuro ya verá que tendré para mi tumba. Se puso de pié y me dijo muy molesto: —¡Ya basta de juegos, mocoso insolente, o dejas a mi hija o te las verás conmigo. Me puse de pié y armándome de valor le dije en forma altanera: —A mi no me tiene que decir nada, platique con su hija y si ella me quiere dejar pues adelante. Di media vuelta y emprendí la retirada. Antes de salir me dijo: —Espera un momento. 172

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Voltee a ver lo que quería y de su escritorio sacó un sobre amarillo diciéndome: —Toma esto, si no es suficiente nada más dime y nos arreglamos para que dejes a mi hija. Yo de estúpido tomé el sobre lo abrí y vi un enorme fajo de dólares. Sentí que me hervía la sangre, le arrojé los billetes a la cara y le dije enfurecido: —No le digo lo que se merece solo por ser padre de Jenny. Sin decir nada más y bufando de rabia me retiré apresurado. El señor me gritaba: —¡Espera, espera! —Pero ni siquiera lo voltee a ver—. Quedé seriamente preocupado. ¿Qué pasaría ahora?, me preguntaba. Esa noche ya en la cama tuve una visión inquietante en un sueño. Vi a Jennifer sentada en el asiento de un enorme avión. Como siempre yo no sabía si ello era un simple sueño, había pasado o pasaría en el futuro. En esa visión que tuve de Jenny la vi llorando, pero no era un llanto desesperado, era en cambió un llanto triste pero sereno, viendo cómo una a una le derramaban lágrimas por las mejillas. Desperté desesperado, sentí que la felicidad que tenía con ella se me escurría como agua entre las manos. Ella era la única razón por lo que deseaba vivir. Esa noche no dormí nada. Al día siguiente le llamé por teléfono como de costumbre y noté algo diferente en ella, no era la misma de siempre. Yo sin decirle nada de mi visión le pregunté si ese día, sábado, nos veríamos como de costumbre, a lo que me respondió positivamente. Esperé con ansia por la tarde y cuando llego la hora por fin fui a verla a su casa. Cuando toqué el timbre y me abrió una empleada, esta vez no me invitó a pasar, diciéndome simplemente: —Espere un momento, joven. 173

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Yo me temía lo peor. Salió Jenny seria y me dio un beso en la mejilla. Nos quedamos mirando y le dije muy seguro: —¿Cuando te vas de viaje? Se me quedó mirando sorprendida y me dijo enseguida: —¿Cómo lo supiste? Si lo acabo de hablar con mi padre. Sentí que me moría cuando me confirmó lo de ese viaje y le respondí con impaciencia: —No importa cómo lo supe, lo que quiero saber es a dónde vas y por cuánto tiempo. Ella agachó la cabeza y sin verle el rostro vi como le caían lágrimas de los ojos. Entre sollozos me dijo que iría a radicar y a estudiar a Londres hasta terminar la carrera de medicina y lo haría en la mismísima universidad de Oxford. Ello correspondía a una orden directa de su padre. Yo en ese momento tenía una mezcla de rabia, frustración, desesperación y tristeza. Tratando de serenarme, tomé aire y le dije aparentando mucha calma: —Vamos a mandar al diablo todo y huyamos juntos. En unos meses ambos seremos mayores de edad y no tenemos que obedecer a nadie. Yo estaba seguro en ese momento que se iría conmigo. Pero cuál sería mi sorpresa al oír que decía: —Lo siento, Lobito, tengo que obedecer a mi padre. En ese momento entré en cólera y le empecé a gritar desesperado: —¿Por qué, por qué, por qué…? Di la vuelta y di dos puñetazos al muro. De repente vi salir de la casa a ese tipo pedante que le decían Lalito, que desde hace años la 174

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pretendía. Tomé aire tratando de disimular mi furia y le dije a ese muchacho: —A ver, Lalito, acércate un momento. El muy cobarde se fue haciendo para atrás con cara de susto, pero lo pesqué de una manga y le di un puñetazo en forma de gancho a la boca del estomago y antes de que cayera le di otro en el rostro, dejándolo inconsciente sin aire tirado en el suelo. Jenny, sabiendo lo violento que yo era y temiendo lo fuera a golpear más, me gritó desesperada: —!Ya déjalo, Lobo, lo vas a matar¡ Al tener la certeza que Jenny no iba a dar marcha atrás respecto a ese viaje y la perdería para siempre, le contesté enojado: —!Ahí está, quédate con tu pinche joto, no quiero volverte a ver en mi vida¡ —y me fui de ahí apresurado, dejando a Lalito tirado y ensangrentado—. Fue la primer y última vez que me enojé con ella. Mentalmente estaba herido de muerte y realmente enfurecido, odiando muy en el fondo a Jennifer por ser tan cobarde y no venirse conmigo, jurándome a mi mismo no volverme a enamorar nunca. La depresión que siguió a ese episodio me duró muchos meses y me juré a mí mismo no volverme a enamorar nunca. Me hice la idea que ella había muerto y vestí de negro más de tres años. Esos pocos años que conviví con Jenny han resultado ser los más felices que hasta entonces había vivido y al mismo tiempo los que al final de esa aventura me hicieron llorar y sufrir como nunca lo había hecho hasta entonces en mi vida. Ya nada me importaba y deje de estudiar tratando de pasar las materias como fuera. En ello me ayudaron mis grandes amigos, presentando los exámenes por mí y en otras ocasiones haciendo malabares increíbles para introducir exámenes ya resueltos para cambiarlos por los míos. Y luego, en un cercano futuro, cómo ya nada me importaba, hice las locuras más grandes de 175

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mi vida, que por varias ocasiones, por poco me cuestan la vida. Así mismo, también en un cercano futuro, me pasaría algo realmente extraordinario que provocaría que las visiones que ya antes casi habían desaparecido, volvieran entonces con más fuerza que nuca, viendo cosas que realmente me dejaron conmocionado, adquiriendo al mismo tiempo, un poder tan increíble, que ni yo mismo creía. No pasaron muchos días en que me di cuenta de… Se pierde un fragmento donde inicia el capítulo 4, que por obvias razones, ignoro cómo se titula. Y luego continúa… ...estaba terminando el curso y ya había cumplido 18 años. Cómo ya nada me importaba no estudiaba nada y los exámenes los pasaba como podía. Muchas veces les lloraba a los profesores y estos me pasaban por lástima. Otras ocasiones, hacía malabares increíbles para pasar como pudiera. En un examen parcial de matemáticas, por ejemplo, como de costumbre no estudié nada y me puse de acuerdo con mi amigo Arturo, quien a través de una ventana que daba a la calle, vería las ecuaciones que el profesor ponía en el pizarrón para que nosotros las copiáramos en una hoja en blanco y en ellas resolviéramos los problemas de cálculo diferencial. Arturo resolvería el examen en una hoja en blanco allá afuera y luego en un descuido del profesor, me pasaría la hoja enrollada con el examen ya resulto a través de la ventana. Yo obviamente, me senté justamente en la banca cerca de esa ventana, esperando con ansia la llegada del examen resuelto. Lo que yo no sabía, es que Arturo no estaba solo, lo acompañaban mis otros amigos porque les pareció muy jocosa tal situación y a veces se escuchaba su plática a través de la ventana. Pasaban los minutos y yo sudaba de los nervios porque no me pasaba Arturo el examen resuelto. El profesor caminaba entre las bancas y cuando pasaba junto a mí, yo hacía como que ya había terminado parte del examen y daba vuelta a la hoja, que obviamente aún estaba en blanco. Estaba desesperado porque ya era casi la hora de entregar la prueba y ya algunos compañeros habían terminado, dejando la hoja sobre el escritorio retirándose enseguida. Estaba tan ansioso, que en un pequeño papel escribí la palabra en inglés “help”, doblándola en un pequeño cuadrito y arrojándola por la ventana para 176

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pedirle ayuda a Arturo. No pasó mucho tiempo en que se escucharon carcajadas a través de la ventana, cuando supongo, mis amigos leyeron ese mensaje de auxilio. Cuando ya quedaban pocos compañeros para entregar el examen el profesor nos dijo a los que aún quedábamos: —Bien, el tiempo ha concluido. Ya me daba por muerto. Cuando me paré a entregar mi hoja en blanco, entró volando el examen resulto enrollado a través de la ventana y yo al quererlo pescar en el aire para que el profesor no se percatara, caí estrepitosamente al suelo. Cogí el examen enrollado y traté de ponerme pié con nerviosa sonrisa. El profesor volteó para ver lo que pasaba, diciéndome tratando de que no se le saliera una carcajada: —Ten más cuidado, muchacho. Supongo que me he de ver visto ridículo ahí tirado con cara de estúpido, porque una vez que el profesor me dio la espalda, no soportó más y agachando la cabeza, soltó luego una ahogada carcajada. Al fin pude pararme y puse el examen sobre los demás y salí con una gran sonrisa. Sobra decir que ese día saque 10 y sin haber estudiado nada. Muchos otros trucos hacía para pasar como fuera. En los exámenes de inglés, por ejemplo, era Reynaldo el que entraba por mí a hacerlos y a tal grado llegó mi cinismo, que mi lema en esos días era “lo importante es pasar sin estudiar, porque cualquiera aprueba estudiando”. Sin embargo, se me acabó la suerte y en los exámenes finales me fue como en feria. Terminó el curso y salí debiendo 5 materias: Cálculo, física, química orgánica, ética y etimologías greco latinas. Me deprimía mucho viendo cómo mis demás compañeros terminaban el curso sin ningún problema estando felices de ingresar a sus carreras respectivas al año siguiente. Pude haber repetido todo el curso, pero mentalmente estaba demasiado deprimido y no quise humillarme entrando a estudiar todo un año de nuevo. Y luego, más me deprimía pensando en que ya no estarían conmigo mis grandes amigos. Arturo, entraría a la facultad de 177

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arquitectura, Oscar a la de odontología y Reynaldo a la de actuaría. Tanta era mi ignorancia que ni siquiera sabía que era eso de actuaría, explicándome luego Reynaldo que es una especialidad de matemáticas. Intenté de primera instancia estudiar esta vez de a de veras para intentar aprobar las materias que debía en exámenes extraordinarios, pero solo aprobé ética y etimologías. Quedaban las más duras y decidí entonces dejar los estudios y dedicarme a trabajar en lo que fuera. Varias semanas estuve de vago sin hacer nada, hasta que un día mi madre me reprendió fuertemente haciéndome ver que era un mantenido. —O tratas de pasar las materias que debes —me decía—, o te metes a trabajar en lo que sea. Mi papá en ese entonces trabajaba como ingeniero de equipos de prueba electrónicos en una compañía llamada Philco. Él era una persona muy querida en esa empresa no solo por su excelente desempeño laboral. También lo apreciaba todo el mundo por ser una buena persona. Le pedí me ayudara a entrar a trabajar ahí de lo que fuera y como nunca estuvo de acuerdo que dejara los estudios al principio no quería, pero era tan buena gente que lo convencí. Entré ahí como office boy, como quien dice, era ejecutivo “V”: “vete por las tortas, vete por los cigarros, vete a pagar el teléfono... Efectivamente, era el “ve corre y dile” de la empresa. Fungía como chofer de los ejecutivos, encargado de servicios de oficina, mensajero, operador de las copiadoras y encargado de toda la correspondencia de la empresa. La mayor parte del tiempo la pasaba en la calle haciendo pagos, enviando mensajes y llevando a ejecutivos al aeropuerto o a otras empresas. Me exigían estar impecablemente vestido con traje y corbata por lo que mis primeros sueldos los dediqué íntegros a mi vestimenta. Desde mi primer día noté mucha cordialidad entre mis compañeros y sin importar la edad o puesto, todos nos tuteábamos. La empresa se dividía en empleados de confianza, a los que yo pertenecía y la planilla de empleados menores, obreras y obreros. La compañía, a su vez, contaba con sus propios comedores, uno para los empleados de confianza y otro para los obreros. En mi primer día de trabajo fui víctima de una novatada. 178

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Resulta que en el comedor había diversas mesas y en medio una muy grande y arreglada. En ella se sentaban únicamente el gerente general y los altos ejecutivos. Democráticamente, aún ellos, tomaban sus charolas y pasaban a tomar a la barra sus respectivos platillos y luego se sentaban en su mesa y aunque cualquier empleado tenía la libertad de sentarse donde le placiera, tácitamente solo los jefes se sentaban el la mesa de los ejecutivos. Al llegar por primera vez al comedor, como todos tomé mi charola, puse sobre ella mis platillos, volteé para buscar alguna mesa y al observar que pocos lugares había, algún malandrín me dijo sonriendo: —Mira, en esa mesa casi no hay nadie —refiriéndose a la mesa de los ejecutivos—. Sin el menor empacho me dirigí a la citada mesa y me senté junto a un hombre enorme y rubio. Luego de tomar asiento le dije para romper el hielo, pues semblante muy adusto tenía: —Buenas tardes, güero ¿Qué tal está la comida? El tipo rubio se me quedó mirando muy serio y solo me dijo con acento alemán: —Muy buena, muchacho, muy buena. Al ver a los demás comensales me extrañó que todos se rieran y se me quedaban mirando, pero sin darle importancia empecé a comer y seguí platicando con mi “nuevo amigo”: —Entonces que, güero ¿eres extranjero? —Efectivamente —me dijo—, soy de Múnich, Alemania—. —Ah —le respondí—, ¿y de que la giras aquí, güero? —¿Qué? —me preguntó extrañado—. —¿Qué de qué trabajas aquí, güero? —le volví a preguntar—. —Soy el gerente general de la empresa —me dijo—. Se me atravesó el bocado que estaba a punto de tragar. Tomé un 179

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poco de agua para que éste pasara y cuando pude hablar, le dije muy apenado al gerente: —Disculpe, señor. Buen provecho. Me puse de pié, tomé mi charola y discretamente me fui a sentar a otra mesa con la cabeza agachada. Todos los presentes en el comedor irrumpieron con tremendas carcajadas y al voltear a ver a ver al gerente, también él, estaba muerto de risa. Pero no pasó mucho tiempo en que… Se pierde un pequeño fragmento, luego continúa… …con mi primer salario me compré un reloj, de esos nuevos digitales de cuarzo, que en ese entonces eran una verdadera novedad. Pensé que ya era justo dejar descansar al viejo reloj de cuerda que había heredado de mi abuelo y guardarlo solo como un hermoso recuerdo. Sin embargo, algo muy curioso pasaba: cuanto reloj electrónico me ponía, reloj que se paraba. Nunca comprendí el por qué de ello y me vi obligado a usar el viejo reloj de cuerda de por vida. La verdad ese viejo reloj lucía muy bien en mi muñeca pues resaltaba entre mi brazo velludo. Cuando iba a visitar la planta en donde trabajaban las obreras, a propósito me remangaba la camisa para lucir mi reloj y mis brazos velludos. Las empleadas se podían contar por cientos y a mí me encantaba visitar la línea de ensamble donde trabajaban, pues cuando iba me chuleaban lanzándome atrevidos piropos. La verdad salí con algunas de ellas y los alcances que hubo en esas citas, mejor aquí no lo comento. Una ocasión estando yo descansando en mi oficina me llamó la secretaria del gerente general para ordenarme que llevara a la hija del mismo gerente a su casa, pues ésta había ido a conocer la planta y no había quien la llevara. A esa chica la imaginaba rubia y hermosa pues el gerente era alemán y bien parecido. Fui emocionado a la oficina del gerente y al entrar a la recepción vi a la chica, rubia efectivamente, sin embargo era fea, pero muy varonil. La muchacha era más tosca que un jugador de fut bol americano y enorme de estatura. Acercándome a la secretaria le pregunté en secreto: 180

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—¿Eso es la hija del gerente? A la secretaria casi le ganó la risa y con la cabeza me indicó que sí, apretando los labios para contener una carcajada. Me acerqué a la hija del jefe y la saludé cortésmente: —Buenas tardes, señorita. —Mucho gusto —me dijo poniéndose de pie, creyendo que yo era algún ejecutivo—. —No, no —le dijo la secretaria—, este es solo el chofer que la llevará a su casa. —Ay, perdón —dijo la tosca rubia—, pero de todas formas, mucho gusto. En fin, llevé a ese bodoque a su casa. En el camino no hablamos ni una palabra. Al llegar a su casa un sirviente abrió el zaguán e introduje el auto a la cochera. En ella había estacionados varios autos de lujo, pero lo que me llamó poderosamente la atención fue una hermosa colección de 7 potentes motocicletas. Le pregunté a la hija del jefe por esas motos y me dijo que eran de su hermano. De repente, de las escaleras de la entrada de la casa, bajó un muchacho rubio y bien parecido gritándole a la chica: —Órale, hermanita ¿Ya tienes galán? —Cómo crees, Sergio —le dijo la chica muy apenada—. Este es el chofer de la Philco. Acabando de decir eso, la gordita se metió a la casa sin siquiera despedirse. Ese muchacho que bajaba por las escaleras era el hermano de la hija del jefe. Su nombre era Sergio Müller. Lo saludé y de inmediato le pregunté por las motos que tanto me habían gustado y él entusiasmado me contó la historia de cada una de ellas. Me di cuenta de inmediato que él era un verdadero junior. Ambos simpatizamos mucho pues teníamos los mismos gustos en cuanto a autos y motos, además de ser exactamente de la misma edad, cercanos a los 20 años. Ya cuando me despedía me preguntó: 181

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—¿Te gustaría probar alguna de las motos? —Me encantaría —le contesté—, pero la verdad no quisiera ni tocarlas, pues deben ser muy caras. —Ni te preocupes —me replicó sonriendo—, todas están aseguradas. Sin embargo, a mi me daba miedo montarme a semejantes monstruos, pues yo en alguna ocasión solo manejé pequeñas motonetas de 200 cc y suponía que esas enormes motos eran muy difíciles de controlar. Con sinceridad le comenté mis temores y con desparpajo me comentó: —Mira, para que aprendas a manejarlas te invito a dar una pequeña vuelta a Acapulco el fin de semana. —¿Pequeña vuelta a Acapulco? —pensé—. Pero me pareció estupenda su idea pues yo estaba sediento de aventuras. Acepté de inmediato poniéndonos de acuerdo para vernos a las 9 de la mañana del sábado que venía. Llegó en citado día y al llegar a su casa toqué el timbre. Salió Sergio vestido con un uniforme de cuero y con su casco en la mano. Me saludó y me dijo contrariado: —¿Por qué llegas tan tarde? Se veía ansioso, vi con curiosidad mi reloj y le contesté enseguida: —No inventes, Sergio, si apenas son las 9 y cinco. Pasamos a la cochera y me dijo que me pusiera un uniforme de cuero y escogiera un casco. Así lo hice y cuando le dije que estaba listo me dijo: —Escoge la moto que quieras. Yo me quedé sorprendido, suponía que ambos iríamos en una moto y cuando hubiera poco tráfico me enseñaría su manejo. Le volví a hablar de mis temores de estropear la moto. 182

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—Esto se aprende en caliento o no se aprende —me dijo con impaciencia—. No me quise ver cobarde y acepté escoger una de esas motos y conducirla solo. Escogí una hermosa Kawasaky color plata y negro y Sergio una Honda rojo y blanco. Al tomarla de los manubrios apenas podía con ella, la monté, la arranqué y ahí vamos. Ambos salimos de la casa y de inmediato sentí su enrome potencia y que era fácil su manejo, pues a pesar del enorme peso que tenía esa moto, éste se compensaba con su inmensa potencia. Nos dirigimos a la calzada de Tlalpan y sentía que volaba. Todo lo que estaba viviendo en ese momento me parecía un sueño. —¡No te confíes, tómalo con calma¡ —me gritó Sergio para que le bajara—. Y yo le bajé de velocidad. Entramos a la autopista de Cuernavaca y es ahí donde por primera vez en mi vida sentí lo que es el verdadero vértigo de velocidad, alcanzando en algunas rectas los 200 Km por hora. La sensación que se tiene al viajar solo a esas velocidades es indescriptible, teniendo constantemente la sensación de muerte inminente y sin embargo uno no le baja la velocidad. En las pendientes pronunciadas se siente el estómago como en la montaña rusa. En fin, esa experiencia fue realmente extraordinaria para mí. Llegamos a Cuernavaca en menos de 30 minutos. Al pasar frente a una gasolinera Sergio me hizo señas para que entráramos a ella. Nos estacionamos, nos quitamos los cascos y Sergio se me acercó diciendo: —¿No que no sabías manejar estas motos? —Te juro que yo antes solo había manejado motos pequeñas —le dije—. Supongo que es instinto lo que tengo. Sergio se me quedó mirando como quien no cree y me dijo:

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—Bueno, vamos a cargar gasolina, ir al baño, comprar una “chelas” (cervezas) e irnos de filo a Acapulco. Así lo hicimos y continuamos nuestro viaje. En un tramo de la autopista nos quitamos los cascos, los pusimos en el manubrio de la moto y a la vez que seguíamos conduciendo íbamos tomando cervezas y como si nos hubiéramos puesto de acuerdo empezamos a cantar: —“Parece que va a llover, el cielo se está nublando...” — rememorando aquella vieja película de Pedro Infante “a toda máquina”, a la vez que rebasábamos como bólidos, él de un lado y yo del otro, a todos los autos que alcanzábamos—. A la distancia en el tiempo me pongo a pensar en lo imprudentes que éramos al hacer semejantes tonterías. Por fin llegamos a Acapulco y Sergio me condujo al hotel Princes. Tenía hechas reservaciones y absolutamente todo ya estaba pagado. Nos registramos y subimos a nuestro cuarto. Ya no aguantaba el caliente overol de cuero y luego de despojarme de él, enseguida me metí a bañar. Cuando lo estaba haciendo Sergio me gritó: —Ahora vengo —y salió del cuarto, escuchando cómo cerraba la puerta—. Salí de bañarme, me puse una playera y traje de baño y me senté a ver la televisión para esperar a Sergio. Al poco rato éste llegó con un carrito de servicio del hotel lleno de abundante comida y cervezas, en realidad eran muchas más cervezas que comida. A Sergio, como buen alemán que era, le encantaban las cervezas y el gusto que le tengo actualmente a esa bebida se la debo justamente al él. Como teníamos un hambre de leones comimos y bebimos como cosacos. Ya estando satisfechos Sergio me dijo que fuéramos a la playa a cazar gringas, idea que me pareció fabulosa. Llegamos a la playa montados en las poderosas motocicletas y de inmediato captamos la atención de todas las muchachas ahí presentes. En un santiamén estábamos platicando con 3 rubias canadienses. Aunque yo hablaba muy poco inglés, de todas formas estaba muy divertido. Hicimos con 184

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ellas buenas migas y nos quedamos de ver más tarde en una discoteca para seguir con la diversión. Regresamos al hotel, comimos nuevamente como cosacos, bebimos como vikingos y luego llegada la tarde nos cambiamos y nos dirigimos a la cita que habíamos hecho con las canadienses. Nos encontramos con ellas afuera de una discoteca llamada “Baby O”. Recuerdo con tristeza que unos auténticos patanes llamados “cadeneros” dejaban entrar solo a extranjeros y a “gente bonita”, mientras que a la gente común les impedían el paso y a veces hasta los humillaban. No se quien me daba más coraje, los cadeneros o la estúpida gente ahí parada esperando como si les fueran a dar limosna. Sergio puso adelante a las tres chicas canadienses y yo estando junto a él nos abrimos paso ante la gente que quería entrar. —¡Con permiso, con permiso! —decía Sergio a la vez que la gente nos hacía espacio al ver a esas hermosas rubias—. Un cadenero, un tipo enrome y negro, al vernos de inmediato zafó una cadena y nos dejó entrar. Yo me quedé sorprendido pues ni Sergio ni yo conocíamos a ese gorila, que sin más nos dejó pasar. Seguramente debe haber pensado que también nosotros éramos extranjeros. Ya adentro el ambiente era fascinante y yo me divertí como enano. Cómo en ese entonces no hablaba inglés y estaba muy tomado, decía puras tonterías y las canadienses a todo me decían que si y reían como locas. Yo desde siempre he sido buen bebedor, pero ese día tomé tanto, que perdí por completo, no recordando absolutamente nada de lo que ocurrió después. Al siguiente día me hallaba en la cama del hotel. Al despertar me dolían todos los huesos y no podía levantar siquiera la cabeza pues tenía una resaca monumental. Hacía mucho frío porque seguramente alguien había puesto el aire acondicionado a todo lo que da. Hice un gran esfuerzo para incorporarme y cuando intenté quitarme de encima las cobijas, me encontré que a cada lado mío estaban 2 de las 3 chicas con quienes habíamos salido ¡completamente desnudas! Pensé por dentro: —Dios mío, ¿qué he hecho? 185

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Me paré como pude y me vi yo también desnudo, me dio mucha pena y volteé a ver a las chicas, pero estaban más dormidas que unos troncos, roncando una de ellas y la otra hasta babeando la almohada. Busqué con afán mis calzoncillos pero fue inútil, estaban perdidos en medio de las ropas de las chicas y la mía. Me dirigí a la otra habitación y al abrir la puerta me tropecé con Sergio quien estaba dormido en la alfombra abrazado de la otra chica. Este despertó aturdido diciendo: —¡Qué, qué pasa! —¡Por amor de Dios, Sergio! —le dije desesperado—. ¿Dime que pasó a noche? —No te hagas, Lobito —me contestó desparpajado—, anoche te comiste a las dos güeras dejándome a la más fea. ¿Pero yo, a qué horas?, —le pregunté desorientado— y además, ¿cómo sabes que me dicen Lobo? —¿En verdad no te acuerdas de nada? —me peguntó preocupado—. —En verdad no sé nada —le contesté con impaciencia—, por favor dime lo que pasó. Y Sergio me contó que después de regresar de la disco, acaparé a dos de las chicas diciéndoles que era un lobo feroz y me las iba a comer, haciendo con ellas el amor toda la madrugada. —¡Que desperdicio! —pensé, pues no recordaba absolutamente nada—. Fui al closet, saqué ropa limpia y me metí al baño a ducharme con agua fría, quizá así recordaría algo. Al salir estaban despertando las chicas que habían dormido conmigo y éstas me invitaban a señas a acostarme con ellas de nuevo. Le dije a Sergio que fuéramos a comer para cargar baterías y luego seguir la farra con las canadienses, pero ésta vez en mis cinco sentidos. Sergio me tomó del hombro como quien da condolencias me dijo: —Lo siento, mi amigo, pero estos bombones tienen que estar en una hora en el aeropuerto pues regresan a Canadá. 186

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—¡Con un demonio! —Vociferé con fuerza—. —No te apures, Lobo —me consoló Sergio—, ya habrá oportunidad otro día. Resignado fuimos a dejar a las chicas a su hotel y la verdad muy en el fondo me alegré de que se fueran pues estaba muerto de cansancio. Fuimos a comer y luego Sergio me dijo que estaba demasiado cansado y que prefería dejar la farra para otro día, cosa en la que estuve también de acuerdo e iniciamos el regreso, que fue tan vertiginoso como la ida. A la fecha no he podido recordar lo que ocurrió esa loca noche. Me seguí viendo con Sergio los fines de semana para irnos de aventura o alguna fiesta que nunca nos faltaban. Nos hicimos grandes amigos y disfrutábamos mucho las locuras que a ambos se nos ocurrían. Las cosas que Sergio y yo hacíamos en las motocicletas suyas a veces rallaban en la locura y a la distancia me pongo a pensar en que esas estupideces que hacía en realidad eran ocultos actos de suicidio que yo intentaba. Un día le conté a Sergio que cuando yo iba en la prepa un motociclista de tránsito sin motivo me golpeó la nariz y a él se le ocurrió provocar a motociclistas de tránsito al ir conduciendo nosotros las motos y luego escaparnos para burlarnos de ellos. Me pareció estupenda su idea pues yo le tenía verdadero odio a esos policías y una ocasión nos pusimos de acuerdo en insultar en su cara a uno de ellos y luego huir a toda velocidad. Íbamos por paseo de la Reforma y al ver a un motociclista de tránsito nos emparejamos a él, Sergio de un lado yo del otro. Levanté la visera del casco y le dije al policía: —¿Qué pasó, pinche casco de bacinica? Y éste enojado me dijo que me orillara. Sergio del otro lado le dio un manazo al casco del policía y cuando se distrajo lo rebasamos a toda velocidad y empezó una persecución. Yo sentí que el corazón se me salía del pecho por la descarga de adrenalina que me provocó toda esa emocionante situación. Íbamos a toda velocidad y el policía tras nosotros con la sirena abierta y al llegar al cruce con Insurgentes yo me fui derecho sobre Reforma y Sergio se metió a toda velocidad sobre Insurgentes. El policía no supo que hacer y de plano se quedó 187

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ahí parado. Nos habíamos puesto de acuerdo en habernos separado ahí para luego encontrarnos en la zona rosa. Él llegó primero a donde nos habíamos quedado de ver y cuando llegué ambos nos revolcamos de la risa recordando la cara del perplejidad del patrullero. Esa locura que habíamos hecho era realmente emocionante pero ahora que ya soy un hombre maduro reconozco que era algo muy intrépido pero estúpido. Sin embargo eso no fue nada a lo que hicimos luego. Quedamos de provocar una persecución más al otro día y así lo hicimos, esta vez sobre el periférico. Íbamos a la altura de Chapultepec rumbo al sur cuando vimos esta vez a un par de motociclistas de tránsito y le pregunté a Sergio que si se atrevía a provocarlos y me contestó que sí. Alcanzamos a los motociclistas y Sergio se puso atrás de uno de ellos y yo detrás del otro. Sergio levantó la visera de su casco y les gritó con fuerza: —¡Fuera de mi camino, pinches tamarindos! Los policías realmente enojados nos voltearon a ver y en un descuido los rebasamos a toda velocidad empezando una vertiginosa persecución mucho más emocionante que la anterior. Rebasábamos como bólidos a todos los coches y los policías tras de nosotros casi nos pisaban los talones. A la persecución se unió una patrulla que salió sabrá Dios de donde, supongo que uno de los motociclistas pidió refuerzos por la radio. Llegamos a Cuemanco y al introducirnos a la aguja de salida para ingresar a la lateral del periférico ya nos habían copado dos patrullas más, teniendo que frenar intempestivamente. Sergio y yo nos quedamos viendo y él me dijo respirando muy fuerte: —¡Podemos huir en sentido contrario! Teniendo yo el corazón en la garganta de tanta adrenalina vertida, quería más, indicándole a Sergio con la cabeza que sí. E iniciamos la huida en sentido contrario. Fue el momento de más emoción en mi vida, conduciendo y esquivando los autos en sentido contrario, sintiendo inminente la muerte, sin embargo no me importaba nada. Todo era vertiginoso, pero juro que yo todo lo veía como en cámara 188

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lenta. Estaba muy concentrado esquivando a toda velocidad a los autos que venían de frente, cuando en un instante, Sergio casi choca con un auto cayendo al piso con todo y moto, misma que fue a dar bajo un auto pero milagrosamente mi amigo salió ileso. Sin embargo se provocó grandes raspaduras sobre el costado derecho del cuerpo a pesar de su grueso traje de cuero. El sonido de los autos que frenaban luego de que el auto que chocó con la moto de Sergio había frenado era impresionante y algunos conductores no frenaron a tiempo provocando una espectacular carambola. No tuve más remedio que detener mi huida e ir a auxiliar a mi amigo. Pronto llegaron muchos motociclistas de tránsito y nos detuvieron de inmediato. Nos llevaron en una patrulla a los separos de la policía judicial en calidad de detenidos y yo estaba muerto de miedo ignorando cual sería nuestra suerte, sin embargo Sergio estaba sereno y tranquilo diciéndome a cada rato: —Tranquilo, Lobo, no pasa nada. En medio de esta situación tan extrema, se me ocurrió decirle una tontería al agente del ministerio público que atendía el caso: —Oiga, ¿no va a tener consideración de mí, que soy su colega? —¿Eres agente de algún ministerio público? —me preguntó extrañado el aludido—. —Pues no exactamente —le dije—, pero soy agente de ventas. El agente del ministerio público quedó enfurecido a la vez que con mirada de odio me amenazaba: —Pinche chamaco, te voy a refundir en la cárcel. Sergio rió a carcajadas por mi ocurrencia y me volvió a decir: —Tranquilo, Lobo, no pasa nada, no pasa nada. Y efectivamente, no pasó nada, una simple llamada telefónica que Sergio hizo a su padre solucionó todo. Resulta que el papá de Sergio 189

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era íntimo amigo del procurador general de la república, así que nos dejaron ir pidiéndonos disculpas. Aunque salimos bien librados de esa situación tan delicada gracias a las influencias de Sergio, me prometí a mí mismo no volver a cometer ese tipo de locuras. Quien iba a decir que muy pronto haría peores cosas… Se pierde un pequeño fragmento y luego continúa… Un día me hablo Sergio para invitarme a una de las aventuras más extraordinarias de mi vida. Me dijo que tenía amigos amantes de la brujería y el espiritismo y que harían una sesión de espiritismo a la que él estaba invitado. Siendo yo su mejor amigo no tuvo empacho en invitarme y viendo todo ese asunto como una nueva aventura, acepté de inmediato. Esos locos espiritistas habían citado a Sergio el viernes que venía en un lejano paraje en la carretera del Ajuzco donde muy cerca había una vieja cabaña abandonada y en la cual se llevaría a cabo la cesión. Llegó el viernes señalado y Sergio me recogió en mi casa por la tarde. Como era su costumbre en el trayecto pasamos a un supermercado por una enorme dotación de cervezas. Llegando al lugar acordado ya habían llegado los amigos raros de Sergio quienes nos esperaban a orillas de la carretera. Me acuerdo bien, eran cinco chicas y tres muchachos, todos vestidos de negro. Sergio me presentó con todos y la que parecía la líder del grupo me felicitó por venir vestido de negro diciéndome que yo si sabía de espiritismo. —La muy estúpida no sabe que tú siempre vistes de ese color —me comentó Sergio en secreto—. Procedimos a ir a pié a esa casa deshabitada que estaba como a 100 metros de la carretera cuesta arriba a través de una estrecha vereda. Sergio me dio a guardar las lleves de su auto y por su gusto cargo a cuestas la enorme hielera que contenía sus cervezas que previamente ya había comprado. Llegamos a la cabaña y en verdad ésta era tenebrosa, carecía de luz eléctrica y al ser alumbrada por velas parecía aún más tétrica. Yo la verdad me consideraba curado de espanto pues ya no me asustaba nada. Sergio y yo estábamos 190

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bebiendo cerveza tras cerveza. La líder del grupo nos indicó que empezaría la cesión de la noche con una consulta la tabla guija. Yo en ese tiempo nunca había oído hablar de eso y me pareció un juego. En una tabla había impresas letras, número y signos zodiacales. En los extremos de dicha tabla estaba impresas las palabras “si” y “no”. La chica que dirigía la cesión nos indicó sentarnos alrededor de la mesa y así lo hicimos, luego otra chica y ella pusieron las yemas de sus dedos en una especie de guía en forma triangular que estaba colocada sobre la citada tabla. Concentradas empezaron a hacer algunas preguntas y de repente se empezó a mover la guía de una letra a otra dando respuestas. Yo supuse que la guía la estaban moviendo ellas mismas, comentario que le dije directamente a la líder. Poniendo seño de enojo la chica me retó enfadada: —¿Ah sí? Pues acércate junto a mí y pon las yemas de los dedos sobre la guía. —¿Y ahora qué? —le dije una vez que tenía mis dedos sobre el juguete—. —Has una pregunta, la que sea —me ordenó—. Meditando un poco y sabiendo de antemano la respuesta por lo que había pasado con Jennifer, pregunté con seguridad: —¿Me voy a volver a enamorar? De repente sentí bajo mis dedos cómo empezaba a moverse aparentemente sola la guía de un lado a otro. —¡Ya están aquí! —dijo emocionada la líder—. Vuelve a preguntar pero con más decisión. —¿Qué si me voy a volver a enamorar? —volví a preguntar más fuerte—. La flecha se dirigió inmediatamente a la palabra “si”. —¡Eso no es posible! —le dije disgustado, sabiendo perfectamente que en ese momento no había espíritu alguno, afirmando luego—: 191

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¡Nosotros mismos movemos la guía! Y terminando de decir eso se escuchó un fuerte trueno. Había iniciado una copiosa tormenta y a través de las rendijas de las puertas y ventanas se escuchaba un espeluznante correr del viento. Todos estaban muy asustados, excepto Sergio y yo, quienes estábamos disfrutando del momento bebiendo cervezas. Luego pasó algo extraordinario. Se empezó a sentir en el ambiente algo muy extraño. Era una sensación muy rara, sintiendo como que se paraban los cabellos y yo, siendo de brazos muy velludos, sentí un extraño hormigueo en la piel. Seguían los relámpagos y de la nada y de repente, se vio claramente flotando dentro de la habitación una bola incandescente de un material fantasmal haciendo un peculiar zumbido y el ambiente empezó a oler a ozono. Conocía perfectamente ese olor, mismo que se producía cuando jugaba con el bulbo de alto voltaje de la televisión de papá. Estaban todos aterrados y paralizados por el pánico. Sin embargo yo sabía perfectamente de qué se trataba y eso que ocurría no tenía nada que ver con el más allá. Era simplemente un extraño fenómeno conocido como centella o rayo de bola, que se desarrolla a partir de grades cargas de electricidad estática. Sabía perfectamente eso porque mi padre en alguna ocasión me había contado de ese extraño fenómeno y además porque yo mismo hubiera sabido si eso era cuestión fantasmal. —No se preocupen —les dije para que se tranquilizaran—, es solo una carga de electricidad estática que pronto se difuminará. —¡No, no! —decía incrédula la líder de esos tontos—. ¡Aquí hay fuerzas malignas! Me dio mucha risa y para demostrar que no pasaba nada me acerque a la centella y al estar cerca de ella, sentí literalmente que se me paraban todos los cabellos. Creo que me acerqué demasiado porque dicha centella se descargó en mi cuerpo, sintiendo yo exactamente igual que cuando el televisor de papá me dio la descarga eléctrica siendo yo niño. Esta vez no perdí el sentido, sin embargo sentía mi cuerpo paralizado y con la sensación de estar clavado al piso. Es ahí, en los pies, donde estaba fluyendo la descarga hacia la tierra. 192

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Nuevamente empezaron a aparecer en mi cerebro miles de imágenes incoherentes, hasta que por fin puede descifrar algunas poniéndolas claras en mi mente. Vi esta vez al avión que chocó en contra de una de las torres de Nueva York, pero esta vez desde adentro del edificio. Instantes antes del choque, dentro de mi visión, tuve la oportunidad de voltear para ver alrededor de la oficina donde pude ver claramente un calendario de esos que tiene hojas individuales con la fecha, viendo que era el 12 de septiembre del 2001… Cómo se habrá percatado el lector, la fecha en ese calendario es de un día después del los atentados. Esa discrepancia seguramente ocurrió, porque alguien que trabajaba en ese piso debe haber cometido el error de arrancar dos hojas del calendario en vez de una, dejando la fecha incorrecta. A estas alturas, él pensaba que sería solo un grave accidente aéreo, sin embargo, en una visión futura pudo ver con detalle todo lo que pasaría, deduciendo él mismo que serían unos atentados terroristas. A continuación también narra una visión espelúznate que tuvo del verdadero Armagedón que está por venir. Luego continúa sin perderse lo que sigue: Tenía ya la fecha exacta de ese accidente y contaba con mucho tiempo para pensar cómo advertir a los ocupantes de ese edificio. Luego volví a ordenar mi mente y vi claramente cómo una enorme bola de fuego caía sobre el mar provocando primero una explosión semejante a una bomba atómica y luego produciendo una gigantesca ola alrededor de la zona de impacto. Ligado a ese acontecimiento, me concentré tanto que pude hacer con la mente un especie de viaje en el tiempo de un día después de ese impacto donde pude ver en un televisor de pantalla semejante a un simple vidrio, que algún locutor de noticiero de extraña vestimenta decía que un asteroide llamado Apofis, de 270 metros de diámetro, había impactado el día anterior sobre el océano Pacífico, provocando un inmenso maremoto cuyas olas habían devastado las costas de todo el borde oeste de América, prácticamente borrando del mapa a todas las islas de Hawái y afectando también a todas las costas de Asia oriental. Dijo que los muertos se podían contar por millones. En ese televisor pude ver 193

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claramente la fecha de un día después del impacto: 3 de enero del año 2057. Comentaban que ese asteroide había tenido un encuentro cercano con la tierra en el 2036 que había modificado su trayectoria poniéndolo en intersección directa hacia la órbita de Tierra y por más que intentaron modificar su trayectoria con un tractor gravitacional y luego con un rayo laser no lo habían conseguido. Vi otros muchos acontecimientos más, pero no pude descifrar la fecha en que ocurrirían. Unos años después me encontré con una poderosa mujer que me enseñaría a navegar en mis visiones y cuando al fin pude hacerlo, averigüé las fechas aproximadas de muchos otros acontecimientos de trascendencia mundial que ocurrirían en el lejano futuro. De repente, en un instante, me encontré en un sitio extraño donde no sentía absolutamente nada y el concepto de espacio y tiempo carecían de sentido. Era un sitio rodeado de una especie de neblina espesa, donde apenas se vislumbraban sombras a lo lejos que iban y venían. En ese instante intuí que mi mente se encontraba en un plano intermedio entre el más allá y el mundo que conocemos. Justo ahí se encuentran atrapadas las almas perdidas en pena. Pude ver con claridad algunas y sentir el dolor que tenían. Mi corazón se llenó de gozo cuando vi venir entre la neblina a mi querido Lobo correr hacia mí. Pude acariciarlo de nuevo entrando con él en una extraña comunicación sin palabras. Me dijo que él estaba bien y que me había conferido poderes. Yo estaba extasiado conversando mentalmente con Lobo, sintiendo que ya habían pasado horas. Sin embargo, luego Sergio me comentó que estuve en trance solo unos pocos segundos. De repente, escuché como a lo lejos, que Sergio me gritaba: —¡Lobo, Lobo, despierta…! Volví en mí y me vi ahí parado en medio de la vieja casa y a mí alrededor y con cara pánico a todos los integrantes de ese extraño grupo. —No me pasó nada —les dije a todos para que se tranquilizaran—. —Vamos a echarnos otra “chela” para el susto ¿no? —dijo Sergio muy despreocupado—. 194

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Los demás asistentes estaban de verdad aterrados pues como dijo alguno de ellos en ese momento, luego de años de hacer esas sesiones, nunca les había ocurrido algo semejante. —Aquí hay fuerzas extrañas que no comprendo —dijo líder del grupo— y esto la verdad está fuera de mi control. Yo por más que les explique que eso que ocurría era algo natural, estaban convencidos de que ahí había fuerzas demoníacas. A pesar de que caía una fuerte tormenta todos esos cobardes se retiraron dejándonos a Sergio y a mí solos. Seguimos tomando cervezas y nos moríamos de risa al recordar las caras de pánico de esos estúpidos. De repente Sergio me dijo: —Ya sé, vamos a invocar al diablo, quien quite se nos aparezca de veras. A mí me pareció absurda su idea, pero le seguí el juego para ver lo que pasaba. Sergio juntó unas velas, las puso en la mesa y me indicó me sentara frente a ellas. Él de pié y levantado lo brazos empezó a decir: —¡Satanás, Satanás, hazte presente! —No inventes —le dije—, si se te llega a presentar te vas a orinas del susto. Y el me contestó en medio de su borrachera y cerrando los ojos: —Espérate, espérate ya siento que viene. —Y continuó diciendo—: ¡Satanás, Satan...! No terminó de hablar, cuando de repente cayó por coincidencia otro estruendoso rayo muy cerca de la casa. Sergio brincó del susto, le dio pánico y salió corriendo de la casa. Yo fui tras él y vi cómo corría bajando la cuesta como desesperado cayendo una y otra vez quedando cada vez más enlodado. Le gritaba que eso había sido solo un rayo pero no me escuchaba por la lluvia y sus propios alaridos. Yo iba tras él muerto de la risa. En eso, volvió a caer otro relámpago muy cerca y el pobre Sergio se agarró la cabeza a la vez que gritó 195

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desesperado: —¡No mames, Satanás, no mames…! —sin dejar de correr en forma atropellada—. Al ver esa escena casi me orino de la risa. Llego a su coche y como desesperado buscó sus llaves pero no las encontró porque yo las traía. A lo lejos le grité y al voltear a verme le enseñé las llaves girándolas en un dedo. Acercándome a él noté que se le había bajado por completo la borrachera y se encontraba más pálido que el papel. Yo no podía parar de reír y como pude le expliqué que solo era una tormenta eléctrica. Él sonrió nerviosamente y me suplicó no le contara a nadie lo ocurrido. Para todos los que asistieron a esa casa fue un día en verdad aterrador. En cambio a mí me resultó uno de los días más hermosos de mi vida pues había estado en contacto con mi Lobo y porque había empezado a aprender a manejar mis poderes. Además, una cosa extraordinaria más me había ocurrido: a partir de la descarga ecléctica recibida por esa centella, ahora a voluntad, cuando tocaba a una persona podía ver su pasado y su futuro. Ya nadie podía mentirme respecto a su propia vida y cuando lo hacían, de inmediato yo lo sabía. Con la poca gente que quise saber respecto a su vida, invariablemente me arrepentí de ello, pues veía cómo sería su muerte y eso me hacía sufrir demasiado. Y a mi mente de nuevo empezaron a aparecer complejas paradojas que por más que lo intentaba nunca pude resolver, preguntándome a mi mismo: —¿Por qué no puedo evitar que sucedan las cosa que veo que ocurrirán el futuro? Quizá el destino —pensaba—, es como un ferrocarril sobre vías que no puede desviar su curso. Pues no tardé mucho tiempo en que yo mismo intentaría desafiar de nuevo al destino, en un acontecimiento que por poco me cuesta la vida. A pesar de esa experiencia tan hermosa de haber visto a mi Lobo y empezar a aprender a utilizar mis poderes, seguí siendo un irresponsable, porque aún me sentía muy herido por el abandono de Jennifer y no le daba ni importancia ni valor a mi propia vida. 196

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Y así entre el trabajo, parrandas, borracheras, fiestas y aventuras pasó un año entero. Una noche estando recostado tratando de dormir, de nuevo empezaron esas malditas visiones, esta vez de mí mismo. Me vi manejando un auto deportivo como de carreras, con muchos instrumentos en el tablero. Corría en una pista con curvas muy pronunciadas. Vi el acelerador y marcaba en las rectas apenas 120 Km por hora. En esa visión de repente escuche un estruendoso ruido y vi sin más una brillante luz blanca. No comprendía nada de lo que veía y esta vez supuse que se trataba de un sueño. No pasaron muchos días cuando me habló Sergio por teléfono quién entusiasmado me invitó a formar parte del equipo de pilotos de pruebas de la planta Ford de Cuautitlán. Quedé frío al escucharlo pues era demasiada coincidencia. Casi sin pensarlo acepté, esta vez quería hacerle un reto directo al destino. Al ser Sergio hijo del gerente general de la Philco y al ser ésta compañía la que dotaba de equipos de sonido a todos los autos de la Ford, le tenían muchas consideraciones. Así que aceptaron de inmediato la recomendación que él hizo para mí. Tomé mis vacaciones en la Philco, que ya me correspondían y en mi casa les dije que me iría 2 semanas a Acapulco, porque si decía lo que haría, mi madre se preocuparía demasiado pues ella era muy aprensiva. Renté una casita en Cuautitlán Izcalli para estar cerca de la fábrica de la Ford. Acudí luego a la cita que me habían hecho. Al llegar a la recepción ahí estaba Sergio quien de inmediato me llevó a presentarme al jefe de pilotos. Entramos por un largo pasillo que nos condujo a la pista de pruebas. Al ver la pista la reconocí de inmediato, era exactamente la misma que había visto en mi visión. Sergio me presentó al jefe de pilotos, quien era un tipo alto, fornido y con cara de pocos amigos. Al extenderle la mano para presentarme me apretó tanto que me tronaron los dedos y dirigiéndose a Sergio le dijo: —¿No está muy joven tu recomendado? —Es joven, si —le contestó—, pero es el piloto más diestro que he conocido. Me le quede viendo a Sergio como diciéndole —no inventes—. 197

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—Vamos a ver si es verdad lo que dices de tu recomendado —dijo el jefe de pilotos a la vez que me miraba—. Me llevó a los vestidores donde estaban los otros pilotos que eran 12. Me quede pensando un rato y luego con sobresaltó pensé: —Dios mío, si me aceptan yo seré el 13º. Me indicaron ponerme el uniforme y me dieron un casco, luego pasamos a la pista y sin más el jefe me indicó que abordara un enorme auto para que realizara una prueba de habilidad en la conducción con obstáculos. En una de las rectas de la pista habían colocado pinos de plástico anaranjados separados entre sí por 3 metros. La prueba consistía en conducir entre ellos en zig-zag sin derribarlos y en el menor tiempo posible. Me dijo que el tiempo record era de 2 minutos y medio. Y ahí voy. El auto que conducía era enorme y tiré muchos pinos al empezar la prueba pero más adelante procuré conducir con más cuidado e ir más rápido, siendo el rechinar de llantas impresionante. Al llegar al punto de partida estaban parados todos los demás pilotos quienes sin disimulo se burlaban de mí. El jefe de pilotos, moviendo la cabeza, sólo hizo anotaciones en una libreta. Voltee a ver a Sergio, quien decepcionado, también movió la cabeza. Yo me sentía ridículo y apenado. La siguiente prueba consistía en control del auto al frenado a alta velocidad. En la parte final de la otra recta de la pista había una marca amarilla de 10 metros de largo sobre la que debería quedar el auto al ser frenado a 120 Km por hora. Inicié la prueba pero se me pasó la velocidad alcanzando 140 Km por hora, cuando frené perdí el control y el auto dio 3 “trompos”, sin embargo la mitad del coche quedó dentro de la franja. Sentí en ese momento que el corazón se me salía del pecho. Llegaron corriendo los demás pilotos y al verme tan pálido se rieron y empezaron a aplaudir, pero de burla. El Jefe me dijo enfadado: —Vuelve al inicio de la pista y ésta vez quiero que frenes a 120 Km por hora ¿oíste?, 120 Km. 198

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Yo solo asentí con la cabeza y ahí voy de nuevo. Inicié la prueba y esta vez me aseguré de correr a la velocidad que el jefe me había indicado. Al frenar el auto se empezó a “colear”, sin embargo lo controlé como pude y el auto, aunque medio chueco, quedó dentro de la franja amarilla. Regresé al inicio de la pista y de nuevo el jefe anotó algo en su libreta. La siguiente prueba era la que yo esperaba, conducción a altas velocidades. En el mismo auto tenía que darle 2 vueltas a la pista a la máxima velocidad posible poniendo a su límite la maquina del auto pero sin que ésta reventara. El record para esa prueba era de 3 minutos y 20 segundo utilizando un auto como el que yo conduciría. Me pasó por la mente mi visión, pero el tablero del auto que en ese momento conduciría era muy diferente al que había visto en mi supuesto sueño. Así que inicié la prueba sin temor. Procuré esta vez pasar la prueba satisfactoriamente pues en las anteriores no me había visto nada bien. Corrí el auto hasta su límite, alcanzando en las rectas más de 220 Km por hora con una revolucionada máquina a 7000 revoluciones por minuto. Al concluir la prueba y regresar al punto de partida los pilotos me estaban aplaudiendo. Supuse que se burlaban de nuevo, pero ésta vez su felicitación era sincera. Había roto el record haciendo la prueba en solo 3 minutos 17 segundos. El jefe me indicó a que fuera a ducharme para luego pasar a la sala de juntas. Así lo hice y al llegar a la citada sala estaban los pilotos muy serios ahí parados con las manos atrás. Se me acercó el jefe de pilotos y dándome la mano me dijo muy ceremonioso: —Bienvenido al equipo. De repente todos los pilotos gritaron y sacaron cada uno botellas de Coca Cola empezando a bañarme con refresco. Eso que ocurría era todo un ritual de iniciación, donde el grupo de pilotos me aceptaba, bautizándome con el mote de “Lobo el kamikase”. Por méritos propios me habían aceptado en el equipo recibiéndome todos con gusto. Así inicié mi nuevo y peligroso trabajo con un estupendo sueldo. Probé varios coches durante esa semana sin dificultad. Le estaba muy agradecido a Sergio y el fin de semana que vino lo invité a festejar a la manera que a él le encantaba, con muchos litros de 199

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cerveza y compañía femenina. El siguiente lunes estaba desvelado, con enorme resaca y cansado. El jefe de pilotos me indicó que ese día probaría la suspensión de un auto nuevo, el famoso Mustang Cobra. Era un auto pequeño con una máquina de 8 cilindros, inmensa y poderosa, la famosa 351. Era una belleza de auto color rojo con 2 franjas blancas atravesándolo por el medio. Yo estaba tranquilo, pero cuando lo abordé reconocí de inmediato el tablero, era exactamente el mismo que había visto en mi visión. Me bajé de inmediato y dirigiéndome al jefe le dije: —¿No habrá modo de que otro corra éste coche? —Lo siento, Lobo —me replicó muy serio—, pero tú eres el único que tiene el peso requerido para esta prueba. Así que no tenía alternativa, tenía que correa yo mismo el auto. Resignado pero con mucho temor volví a abordar el coche e inicié la prueba. Dentro del casco teníamos un equipo de radio comunicación mediante el cual recibíamos indicaciones directamente del jefe de pilotos. Éste me indicó: —Toma la recta a 140 Km por hora y al entrar a la curva acelera hasta los 180. Yo la verdad tenía mucho miedo no corriendo al auto por arriba de los 120 Km por hora. —¿Qué pasó, Lobo, hasta que hora te voy a esperar? —me gritó enfadado el jefe de pilotos por el radio—. No tenía más remedio que acelerar la poderosa máquina para alcanzar la velocidad requerida. Mentalmente yo mismo me decía: —Tranquilo, si manejas con cuidado no pasará nada. Aceleré a los 140 Km en la recta y al entrar a la primera curva subí la velocidad a los 180. Libré la primera curva sin dificultad, sin embargo sentía que el corazón se me salía del pecho. La siguiente curva la tomé con más tranquilidad, pero de repente oí un estruendoso ruido bajo la carrocería: se había partido en dos la 200

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suspensión quedando el auto sin dirección. El auto sin control se fue a estrellar de frente directo al muro de contención y en esas fracciones de segundo vi correr toda mi vida en un instante incluidas mis visiones. Oí el impacto pero entrecortado, es difícil explicar eso, pero fue como escuchar un estruendoso ruido y de repente éste quedara mudo. Lo único que recuerdo es haber visto un brillo blanco enceguecedor, que poco a poco fue bajando de intensidad hasta que vi claramente aquel medallón que alguna vez me había mostrado mi padre cuando era niño y luego nada, quedando mi mente en blanco . Duré en coma 5 días. A pesar de haber traído puesto el casco y el cinturón de seguridad, el impacto había sido tan tremendo que salí disparado por el parabrisas volado más de 20 metros. Al regresar del coma me vi acostado en la cama de un hospital con una molesta sonada metida por la nariz, pasando por la garganta y llegando al estómago. Lo primero que hice fue arrancarme esa molesta manguera. De inmediato llegó una enfermera y me dijo: —Tranquilo, tranquilo, estas en buenas manos. —¿Quién eres, donde estoy, que me desconcertado—.

pasó?

—pregunté

Me explicó todo y recordando le pregunté: —¿Quién me trajo? La enfermera me dijo que me una ambulancia de la Ford me había llevado de urgencia y que un joven rubio me visitaba con frecuencia para ver como seguía. Sin duda el muchacho que me describía la enfermera era Sergio. Aturdido le pregunté a la enfermera cuánto había dormido, quedando pasmado cuando me dijo que habían sido 5 días. Le pedí de inmediato un teléfono y le hable a Sergio. Cuando me contestó y me escucho, gritó del gusto diciéndome que iría a verme en seguida. —¡Pensé que te morías, pinche Lobo! —me dijo llorando cuando llegó a verme—.

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Enseguida le pregunté si la había avisado a mi familia. Afortunadamente no les había avisado esperando a que recuperara el sentido. —Gracias, Sergio, por no avisarles —le dije agradecido tomándole una mano—, pues si se hubieran enterado se hubieran enfermado de la angustia. Le pregunté luego que quién iba a pagar el hospital y Sergio tranquilizándome me dijo que todo corría por parte de la empresa. Duré solo un día más en el hospital y saliendo me dirigí de inmediato a mi casa. Veía todo distinto. Había visto tan de cerca a la muere, que todo lo miraba maravilloso. Cuando llegué a mi casa y vi a mis familiares, me dieron ganas de llorar. Los saludé como si nada, pero con un nudo en la garganta, preguntándome todos como me había ido en mis vacaciones. Les dije que me había ido bien, pero como ya no podía aguantar el llanto me despedí de ellos para irme a refugiar a mi recámara. Al estar en mi cama reventé en un llanto a mares. Aprecié como nunca la vida e hice un examen de conciencia arrepintiéndome de todas las tonterías que había hecho. Sentía que a mis casi 21 años ya había vivido más que otros en toda una vida y me propuse entonces a cambiar completamente y volverme bueno. Me hablaron de la Ford para seguir con mi empleo, pero esa experiencia había sido tan traumática que ya no quise saber nada de ser piloto de pruebas. La compañía me indemnizó con un cheque de $50,000.00, que para esa época era un dineral. Y el colmo, con ese dinero compré un auto deportivo, idéntico al que tenía Jenny. Fui a la Philco a renunciar y tomé los libros de nuevo para intentar pasar las materias que debía en la prepa. Faltaba solo dos meses para presentar los exámenes extraordinarios y me preparé como loco. En ese lapso no asistía a fiestas pues me la pasaba estudiando. Un día me habló Sergio para invitarme a su fiesta de cumpleaños. No podía faltar por ser mi mejor amigo y acepté con gusto. En esos días había venido de visita desde Morelia una prima muy querida llamada Argelia y no tuve inconveniente en invitarla para que me acompañara. Ella era una hermosa morena muy agradable y simpática dos años menor que 202

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yo. Cuando llegamos a casa de Sergio estaba en pleno el festejo. Pasamos y al verme Sergio corrió hacia mí y me dio un abrazo. —Gracias por haber venido, Lobo —me dijo emocionado—. Luego de inmediato le presenté a mi prima y al verla solo le dijo muy serio: —Mucho gusto —dándole la mano—. Estaba sumamente nervioso, sudando copiosamente y con la cara enrojecida. —Espérame un momento —me dijo—, voy a atender a otros invitados —retirándose enseguida—. Mi prima se me quedó mirando extrañada, comentándome en secreto: —Oye, que raro es tu amigo. —No te preocupes —le dije—, está medio tocado, pero es buena gente. Pasó un rato y no veía a Sergio. Yo me sentía muy incómodo porque no conocía a nadie de la gente que ahí estaba reunida. Decidí ir a buscarlo a su habitación, diciéndole a Argelia que me esperara un momento. Subí las escaleras y al abrir la puerta de su recámara tremenda fue mi sorpresa cuando lo vi inhalando cocaína. Ello explicaba su conducta a veces eufórica y otras veces deprimida. —¿Estás estúpido o qué? —le pregunté muy disgustado—. Acabando de decir eso tiré con la mano un montoncito de coca que tenía puesto sobre una mesa. Como desesperado se agachó a recogerla. —¿Sabes lo que cuesta todo esto? —me dijo desesperado—.

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Yo solo moví la cabeza y salí enfadado. Me disponía retirarme de ese sitio y sin darle explicaciones a mi prima la tomé de la mano intentando salir de la casa enseguida. Pero Sergio me detuvo del brazo diciendo: —Espérate, Lobo, no te vayas —a la vez que me jaloneaba—. —¡Tranquilo muchacho, no jales al Lobo! —le dijo Argelia enfadada al ver a Sergio como loco—. —¡Tú no te metas, pinche naca¡ —le replicó Sergio enfurecido—, este problema es entre Lobo y yo. Era la gota que faltaba para derramar el vaso. Me indigné tanto y me dio tanta pena con Argelia, que eso que le dijo a mi prima jamás se lo perdoné a Sergio. Sin decir palabra nos retiramos de ahí y nunca volví a ver al que yo consideraba mi mejor amigo. Con la ruptura definitiva con Sergio acabó la época más vertiginosa y desatrampada de mi vida. A partir de ese momento decidí ser una persona nueva, jamás lastimar a nadie y dedicarme de lleno al estudio. Sin embargo en la mente tenía pendiente un asunto muy serio, el referente a mis visiones. Ellas me habían hecho sufrir demasiado y deseaba con todas mis fuerzas que cesaran. Acordándome de mi profesor Bustamante, que era psiquiatra, acudí en su busca para pedirle ayuda. Fui a buscarlo a mi antigua secundaria, pero al llegar ahí me dijeron que tenía 2 años de no laborar en la escuela, informándome que trabajaba como jefe de psiquiatría del hospital San Rafael. Indagué la dirección de dicho hospital y fui a buscarlo ahí. Al llegar me di cuenta que era un hospital psiquiátrico. Al llegar a la recepción enseguida pregunté por el profesor diciéndole a la secretaria: —Disculpe, ¿dónde puedo encontrar al Dr. Rafael Bustamante? La secretaria me preguntó el asunto al que iba y yo le contesté que era una cuestión personal. Me preguntó mi nombre y enseguida cogió el teléfono hablando como en secreto con alguien. Luego colgó y me dijo que esperara un momento. No esperé más de 2 minutos, cuando vi venir por el pasillo a mi querido profesor. Me dio una inmensa emoción al verlo. Se acercó a mí, nos quedamos viendo 204

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sonriendo y sin decir palabras nos dimos un emotivo abrazo y a ambos se nos escurrieron las lágrimas. Me reprochó enseguida el no haberlo visitado y luego me invitó a pasar a su despacho. Estando ahí platicamos de la época en la secundaria y reímos mucho. Luego yo me puse serio y le conté cual era el verdadero motivo de mi visita. Le explique con detalle todas esas cosas que me habían ocurrido y vi en su rostro un gesto de comprensión como no me lo esperaba. Parecía como si eso que me ocurría fuera para él algo ya conocido. —Tú tienes una mente muy poderosa —me dijo muy serio—, que no se ha dejado vencer por el don que te ha tocado. Me dijo que muchas veces esas son únicamente alucinaciones debidas a lesiones en el lóbulo temporal derecho y que son una rara forma de epilepsia. Sin embargo hay casos como el mío, en que las fugas mentales en el tiempo son reales. Me explicó que la mayoría de la gente que presenta esas fugas mentales por el espacio y el tiempo generalmente termina con esquizofrenia y que solo las mentes muy fuertes asimilan esas visiones haciéndose con el tiempo inmunes a la locura. También me mencionó que hay dos grupos de esquizofrénicos: unos son los típicos que presentan solo alucinaciones y el otro, que son la minoría, los que pierden la cordura por ser de mente débil y presentar verdaderas fugas mentales conocidas como visiones clarividentes y que no pueden comprender ni están conscientes de ellas creyéndolas alucinaciones. Me explicó que seguramente algunas mentes semejantes a la mía son receptoras de algún tipo de ondas electromagnéticas desconocidas, que por el hecho de que la ciencia no las haya identificado, no significa que no existieran. —¿Que hubieran pensado los científicos del siglo XIX —me explico—, si alguien les hubiera dicho que sonidos e imágenes de radio y televisión se podrían difundir por el aire en un cercano futuro? Seguramente nunca lo hubieran creído. Lo que a ti te pasa — me siguió diciendo—, le ha pasado también a muchos de los iniciadores de las grandes religiones, que al tener esas visiones y no sabiéndolas interpretar, les dieron interpretaciones religiosas. 205

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Afortunadamente tu inteligencia ha logrado que estés consiente de tus dones y no te hayas vuelto religioso ni perdido la razón. Me dijo luego que ahora se explicaba mi terca costumbre de hacer tantas bromas. Ello se debía a que con eso yo trataba de mitigar en algo la amargura que me acarreaba tener ese don que me atormentaba. Posteriormente me invitó a visitar la sala de esquizofrénicos y es ahí donde conocí a los verdaderos “renglones torcidos de Dios”. Primero visitamos a un enfermo que se encontraba en su cuarto dando vueltas, viendo todo el tiempo el piso y diciendo sin parar: —Fue mi culpa, fue mi culpa... Me impresionó mucho ver a ese paciente y le pregunté a Bustamante por qué me mostraba a ese enfermo. Bustamante me dijo que ese paciente también padecía de visiones clarividentes y una ocasión vio un desastre en donde moría su hijo y días después ocurrió la desgracia sin que él pudiera hacer nada para evitarlo. De inmediato me asaltó una angustia y le pregunté alarmado a mi profesor: —¿Acaso cree que yo terminaré así? Tranquilizándome Bustamante me explicó que eso era imposible, pues yo ya había asimilado la conciencia de mi propio don y cada vez que me ocurría una nueva visión mi mente se fortalecía más. Visitamos a otros enfermos y me contó sus historias. Luego le hice una pregunta crucial a Bustamante. —¿Existe un modo de que desaparezcan esas visiones? Yo casi estaba seguro de que me diría que no, sin embargo me mencionó que experimentalmente estaba haciendo terapia de electro choques a algunos pacientes esquizofrénicos que constantemente tenían visiones espantosas que les provocaban ataques de ansiedad y que en la mayoría de los casos esas visiones habían desaparecido por completo. Me invitó entonces a ver en qué consistía esa terapia. Eso de los electro choques me los imaginaba como los “toques” en las 206

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ferias, esos en que nos dan a agarrar 2 tubitos metálicos conectados a un aparato y luego se sienten cosquillas eléctricas en las manos. Qué equivocado estaba. La sala de electro choques es un lugar que parece un cuarto de tormentos. En medio hay una mesa grande donde acuestan a los pacientes y la misma tiene tirantes de cuero con hebillas para sujetar brazos y piernas. Luego en la cabecera hay un aparato extraño del que salen unos cables conectados a una especie de corona. Todo ese artilugio parecía una mesa de tormentos. Bustamante me vio y me dijo: —¿Impresionado? Con la cabeza le indique que sí y continuó diciendo: —Pues aún no has visto nada. De ahí mismo habló por teléfono diciendo: —Señorita, dé la orden para que me envíen a la sala B al paciente del cuarto 403. Colgó y se me quedó mirando cruzando los brazos. Al poco rato llegaron 2 enfermeros sujetando a un pobre tipo quién jaloneándose gritaba: —¡No, no, no....! Lo acostaron sobre la mesa, lo amarraron y Bustamante le aplicó una inyección intravenosa al brazo. Supongo que lo que le inyectó era un tranquilizante pues enseguida el pobre sujeto ahí amarrado se relajó bastante. Le auscultó el corazón con un estetoscopio. Posteriormente procedió a colocarle en la cabeza la especie de corona conectada al aparato. Luego le abrió la boca y le metió una especie de mordedera de cuero. Bustamante me ordenó hacerme para atrás y de repente apretó un botón que activaba la corriente eléctrica hacia la corona puesta en la cabeza del paciente. Hecho eso, el pobre tipo arqueó todo su cuerpo gimiendo de manera espantosa y 207

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apretando los puños y la mandíbula con fuerza. La descarga duró como 5 segundos. Bustamante le volvió a escuchar su corazón y luego de eso le envió otra descarga pero ésta vez de 10 segundos. El tipo perdió el sentido y Bustamante de nueva cuenta le escuchó el corazón diciendo : —Con eso fue suficiente por hoy. Yo estaba impactado y le dije a mi maestro: —¿Eso es lo que me haría a mí para que desaparezcan mis visiones? —Ni más ni menos —me contestó contundentemente—. —¿No hay otra cosa que me pueda ayudar? —le pregunté angustiado, pues ese procedimiento de electrochoques me parecía espantoso—. —Pues también he experimentado con hipnosis regresiva —me dijo—. Si quieres lo intentamos. —Adelante —le dije—, con tal de evitar el tormento de los “toques”, cualquier cosa es buena. Pues pasamos a su despacho y me acosté sobre un diván. Empezó su procedimiento, semejante al que hacía con mis compañeros en la secundaria, pero por más que yo ponía de mi parte para quedar hipnotizado, nunca entré en trance. —¡Con un demonio! —pensé—, ¿por qué no me puedo dormir? —¿Que pasa, doctor? —le pregunté a mi profesor con impaciencia— . —No a todas las personas se les puede hipnotizar —me explicó—. Probablemente tu propio inconsciente está creando una barrera que impide que alguien escudriñe tu mente, así que la hipnosis es inútil en tu caso. Si quieres dejar de tener visiones sin someterte a electrochoques —continuó—, tú única alternativa es mantener tu mente ocupada en cosas positivas todo el tiempo.

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No tenía otra opción, pues me aterraba pensar en someterme a los electrochoques, así que decidí mejor por mantener siempre mi mente ocupada. Sin embargo, un pendiente aún quedaba. —Hay otra cosa que me angustia demasiado —le dije a Bastamente—. —¿Qué es? —me preguntó extrañado—. —Resulta —le respondí—, que al tocar a alguna persona y concentrarme un poco, puedo ver toda su vida pasada y luego esforzándome aún más, puedo ver su futuro hasta su muerte y eso me aterra. —Toma mi mano —me dijo muy seguro—, dime que ves de mi futuro. —¿En verdad, quiere saber su futuro? —le pregunté intrigado— ¿No le da miedo saber su destino? —Anda —insistió—, a estas alturas ya no le temo a nada. Pues tomándole la mano me concentré un poco y vi claramente cómo moriría mi maestro. Lo vi acostado en una cama de hospital conectado a mil tubos, pero lo que más me aterró fue ver que ese suceso ocurriría muy pronto, porque a Bustamante lo vi físicamente igual que en el presente. Le solté la mano y lo miré, supongo, con mirada de angustia, porque de inmediato me dijo para que me calmara: —No te preocupes, Fernando, sé que moriré muy pronto porque tengo cáncer y me han dado solo 3 meses de vida. Solo quería comprobar si era cierto lo que me decías y tu mirada me lo ha confirmado. Escúchame bien —me siguió diciendo—, nunca, pero nunca se te ocurra volver a ver el destino de alguna persona, pues te garantizo que si lo sigues haciendo vas a sufrir lo que no tienes idea y alguna vez, si podrías llegar a perder la cordura. Nuevamente mi don me provocó mucho dolor, pues sabía perfectamente que pronto perdería a mi mentor. Lo abracé muy fuerte, sabiendo que esa era nuestra última despedida y luego ambos con lágrimas en los ojos al fin nos despedimos. El dolor me embargaba y decidí seguir al pie de la letra los consejos de mi 209

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querido profesor. Mantendría mi mente ocupada en cosas positivas y nunca intentara escudriñar el destino de alguna persona. Sin embargo, a lo largo de mi vida, por más que lo intenté, no pude bloquear algunas visiones horrendas que me atormentaron como nunca. Como antes mencioné, se acercaban los exámenes extraordinarios de las materias que debía y ello al menos me mantuvo ocupada la mente un buen tiempo. Llegaron los exámenes y afortunadamente los aprobé. Faltaba ahora elegir la carrera a la que ingresaría. Antes de la visita a Bustamante estaba decido a estudiar medicina y luego psiquiatría, pero luego de ver a los enfermos esquizofrénicos mejor decidí estudiar otra cosa. A raíz de la pérdida de mi Lobo y al sentir la impotencia de no haberle podido ayudar cuando él estaba muriendo y al mismo tiempo amar la medicina, pues la opción obvia fue estudiar medicina veterinaria. Por correo me llegaron mis papeles para inscribirme a la facultad y me tocó en suerte la Facultad de Estudios Superiores de Cuautitlán. Sin embargo aún faltaban 2 largos meses para el inicio de cursos, así que decidí ponerme a estudiar lo que fuera para mantener la mente ocupada. En esos meses devoraba libros de todos lo temas, literatura, ciencias, arte, tecnología etc. En ese breve lapso me cultivé más que en toda mi vida como estudiante. Fue tal mi agrado por el conocimiento que aún a la fecha me sigo cultivando con lecturas que valen la pena. Funcionó perfectamente el remedio de mantener la mente ocupada pues pasaron años en que no tuve visión alguna. Durante mucho tiempo pude controlar mis malditas visiones, bloqueándolas con todas mis fuerzas cada vez que intentaban entrar a mi mente, sin embargo a veces, la curiosidad me ganaba dejándolas entrar, pero invariablemente siempre me arrepentía de ello y no tardó mucho tiempo en que el destino nuevamente me jugaría una de las suyas dándome otro duro golpe en mi vida.

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Capítulo 5 Mis días en la facultad. mi entrada a la facultad empezó una nueva etapa en mi vida. Con Me volví más tranquilo y solo de vez en cuando realicé alguna que otra broma que resultó en verdad muy graciosa. Y cómo me había dicho Bustamante la última vez que lo había visto, quizá esa tendencia mía de hacer tantas bromas era para tratar de mitigar la gran amargura que me atormentaba al tener ese don que yo no quería. Tratando que mi vida fuera más tranquila, nuevamente busque a mis grandes amigos de la preparatoria, a quienes prácticamente había abandonado por la intensa serie de locas aventuras que había tenido. En una ocasión fui invitado por mi gran amigo Reynaldo a una reunión familiar. Asistí con desgano porque supuse que sería una reunión aburrida, sin embargo me alegré mucho al conocer ahí a la que sería una de las mujeres más importantes en mi vida. Genoveva era su nombre, pero todos le decían la Beba, hermana ni más ni menos, que de mi buen amigo Reynaldo. Cuando me la presentó mi amigo, prendado quede de inmediato de ella, no pudiendo creer que esa dulce niña de voz tan melodiosa fuera hermana de un tipo con tesitura de bajo. Dos años menor que yo, bajita de estatura, ojos negros, de tez apiñonada, hermoso cuerpo y carita de muñeca, muy parecida ella a la actriz Linda Blair, protagonista del Exorcista. Entre ambos surgió de inmediato una química espontánea, estando yo seguro que algo entre los dos surgiría. En dicha reunión algunos tíos de Reynaldo realizaron un juego de preguntas y respuestas en donde el que perdía tenía que beber de un golpe una buena ración de licor. Tan feliz estaba acompañado de la Beba, que yo a propósito perdía para dar un buen trago de de licor para estar más a tono. Pues esta vez me pasé demasiado, pues a pesar de considerarme yo un buen bebedor, quedé peor que una araña fumigada. Me dicen, porque yo no recuerdo nada, que yo quedé casi inconsciente, balbuceando tonterías con la cabeza recargada sobre el hombro de la Beba. Al siguiente día amanecí con la peor resaca de mi vida. Casi ni podía abrir los ojos y menos levantar la cabeza. Estaba acostado en una habitación extraña y al 211

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reaccionar me paré pronto para averiguar dónde estaba. Al hacerlo me pegué fuerte la cabeza en una cama exactamente arriba de la mía, pues estaba en la parte baja de una litera. —¿Ya despertaste? —oí la grave voz de Reynaldo desde arriba—. —¿Donde estoy? —le dije desorientado—. —En mi cuarto, wey —me respondió—. ¿Qué, no te acuerdas? Rápidamente hice memoria y recordé el ridículo que había hecho en la reunión de mi amigo, estando muy apenado, no con Reynaldo ni con su demás familia, sino de Genoveva. ¿Qué pensaría de mí?, me preguntaba. Más apenado quedé cuando mi amigo me contó los desfiguros que hice al estar tan tomado. Fue la segunda vez que me pasaba y decidí desde entonces ya no beber nunca más de semejante manera. No me atreví de momento llamarle a Genoveva, esperando un tiempo sensato para buscarla e invitarla a salir a algún lado. De momento me concentré en mi entrada en la facultad. Mi nueva escuela estaba ubicada a las afueras de la cuidad, muy cerca de un pueblo llamada Cuautitlán. En transporte público se hacía hasta allá más de una hora. Sin embargo en mi automóvil yo hacía solo 20 minutos. En mi primer día de clases conocí a mis nuevos compañeros. La mayoría eran 2 años más jóvenes que yo y me miraban con recelo pues me vieron llegar en un auto deportivo y con actitud prepotente. Sin embargo pocos días después al ver mi comportamiento desparpajado terminó su recelo y me vieron con agrado. Me hice rápidamente de tres amigos: Carlos, Ciro y Gabino. Ellos me veían como líder por ser de mayor edad y tener un auto. A diario les daba un “aventón” haciéndoles ahorrar el dinero de dos autobuses y por ello me tenían gran agradecimiento. En la autopista de Querétaro en el tramo de Cuautitlán a Tlanapantla hacía con mi auto solo 7 minutos, tramo que manejando con prudencia se hacía más de un cuarto de hora. La primera vez que llevé a mis amigos quedaron mudos del pánico y al llegar a la parada donde abordaban su camión bajaron blancos del susto. Sin embargo día a día se acostumbraron a esas velocidades y veían ese despliegue de velocidad como algo normal. Un día me ofrecí a llevar también a una compañera quien al ver mi manera de conducir literalmente le dio 212

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pánico gritando cada vez que rebasaba a gran velocidad a otro auto. Cuando bajó del auto me reclamo mi manera de conducir diciéndome que me quería lucir con ella. Pero mi amigo Carlos le dijo: —¿Qué te pasa, amiga? Si esta vez vino tranquilo…. Se pierde un fragmento y luego continúa… …Al final del semestre el examen de anatomía seria práctico, cada alumno tenía que disecar un cadáver de perro aislando músculos, tendones y órganos internos y además identificar cada uno de las partes disecadas con sus respectivos nombres. El examen sería realmente difícil y la única forma de pasarlo era estudiando mucho sobre un cadáver de perro. Un pequeño grupo de compañeros fuimos al anfiteatro a hablar con el profesor responsable del laboratorio de anatomía para que nos facilitara un cadáver de un perro para llevarlo a la casa de algún compañero y ahí disecarlo y así aprender entre todos. Sin embargo ese infeliz mentor se negó a prestarnos el cadáver aduciendo que ya era muy tarde y tenía que irse a comer. Se veía a todas luces que el profesor lo que quería era que reprobáramos, pues éramos un grupo que siempre le traíamos problemas. Si no conseguíamos un cadáver seguro reprobaríamos, así que planeamos robar uno. A espaldas del laboratorio había unas ventanas muy altas y una de ellas siempre estaba abierta para dejar escapar el fuerte olor a formol. Hicimos un sorteo para ver quién se brincaría por la ventana y por ahí mismo nos arrojara el cadáver de un perro. Perdió el gordito de Víctor, el mismo que se comió un día los hígados podridos. Estaba bien macizo y tuvieron que cargarlo entre 3 para que pudiera alcanzar la ventana. Estaba a punto de brincar cuando les ganaba su peso e iba de nuevo para abajo y el pobre gritaba angustiado: —¡No puedo, no puedo…! En una de esas, cuando estaba a punto de lograrlo, yo me desesperé y brincando lo empujé de las nalgas y ahí va el pobre, cayendo de cabeza sobre una mesa de disección haciendo un estrepitoso 213

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escándalo al caer sin control alguno. Todos le gritamos si se encontraba bien y nos respondió con quejidos: —¡No inventen, caí sobre un perro abierto y me batí de sangre! Todos estábamos muertos de la risa. De repente vimos que se acercaba el maestro de anatomía, como no podíamos contener la risa se me ocurrió decirles a todos: —Agárrense de las manos. Hicimos un círculo y dando vueltas empezamos a cantar: —“Doña Blanca, está cubierta de pilares de oro y plata...” —a la vez que nos moríamos de la risa—. —¿Y ahora ustedes, qué fumaron? —dijo el maestro, retirándose moviendo la cabeza—. Cuando vimos que el maestro se alejaba, le gritamos a Víctor que nos arrojara el cadáver más grande que encontrara. —¡Aquí lo tengo, pero está muy pesado! —nos gritó muy fuerte—. —¡Arrójalo! —le indicamos—. Pero el perro que había escogido Víctor era demasiado grande y de plano no podía. A alguien se le ocurrió la idea de tirarle una cuerda por la ventana para amarrar al perro y por fuera lo sacáramos jalándolo y así lo hicimos, le arrojamos una cuerda, el gordo lo amarró y como pudimos, sacamos al perro por la ventana. Era un mastín enorme de más de 40 kg. Seguía el turno de sacar al gordo. No habíamos calculado que piso del laboratorio estaba mucho más abajo que el piso del patio así que por más que Víctor intentaba subir la ventana le fue imposible. Intentamos subirlo con una cuerda, tal como le habíamos hecho con el perro, pero tampoco pudimos por su corpulencia, pues pesaba más de 100 Kg. Dialogamos un rato entre los compañeros y tocó en suerte a Carlos decirle a Víctor la mala noticia. 214

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—¡Víctor! —le gritó Carlos—. ¿Todavía estas ahí? —¿A dónde quieres que vaya, imbécil? —contestó enfurecido el gordo—. —Adivina quién se va a pasar toda la noche en el anfiteatro —le dijo Carlos muerto de la risa—. Afuera escuchamos que el compañero enfurecido pateaba las mesas. —¡No sean hijos de la chingada! —gritaba desde adentro el pobre de Víctor—. ¡No me pueden dejar aquí solo! Siguió un breve silencio y el gordo continuó diciendo resignado: —Bueno, siquiera tráiganme unas tortas. Hicimos una colecta y le compramos 2 tortas y 1 refresco. Se lo merecía por su sacrificio hecho por la ciencia. Se los arrojamos y le grité agradecido: —Buenas noches, gordito, gracias por tu aportación a nuestros estudios. —¡Vayan todos y chinguen a su madre! —gritó el gordo enfurecido, retirándonos todos riéndonos a carcajadas—. Como yo era el que traía coche me tocó a mí lleva a todos los compañeros que en total éramos 7. Metimos el perro a la cajuela y como pudimos nos acomodamos los 7 en mi coche. Sentía el auto más pesado que nunca y nos alegramos de haber dejado al gordo pues de haber venido no habríamos cabido todos. Ahora faltaba decidir a donde ir a estudiar y luego de otro sorteo le tocó a Ciro poner su casa para tal fin. Nos dirigimos para allá y al llegar notamos que muy cerca de la entrada de su casa había un enorme puesto de tacos con gran cantidad de gente ahí comiendo. Le pregunté a Ciro que si ese era negocio de su familia y me contestó que no. Nos contó que ese puesto se había convertido en una plaga para su familia debido a que atraía moscas pues olía horrible. A mí se me ocurrió algo para ahuyentar a la gente que ahí estaba comiendo. Me estacioné a media cuadra y me puse una bata blanca pero muy 215

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manchada de sangre, luego les dije a todos que me pusieran el perro en los hombros y diciéndoles que me esperaran fui directamente al puesto de tacos con el cadáver del enorme perro en hombros. Llegando al puesto y para abrirme paso entre los que estaban comiendo empecé a gritar: —¡Ahí va el golpe, ahí va el golpe! —Y luego le dije al taquero—: Aquí le trigo su pedido. Toda la gente empezó a escupir el bocado que estaban a punto de comer y el taquero al principio quedó desconcertado, pero luego sacó un enorme cuchillo cebollero y se fue contra mí. No me esperaba una respuesta tan violenta y recuerdo que solo grité: —¡Ay, mamacita! —Tirándole el perro en las piernas al enfurecido taquero, echándome a correr como desesperado—. Pasé corriendo junto a mis compañeros gritando pidiendo auxilio, pero éstos en vez de ayudarme, estaban muertos de la risa. He de haber corrido muy rápido por el tremendo susto, pues cuando volteé a ver ya no me seguía el taquero. Me quité la bata ensangrentada, la tiré por ahí y me acerque con cuidado a la casa de mi amigo volteando para todos lados. En la entrada de su casa ya no había gente ni estaba el puesto. Me acerqué a la puerta y toqué el timbre. De la planta alta se asomó Carlos y me gritó muy fuerte: —¡Cuidado, ahí viene, ahí viene! —y volví a echar a correr desesperado—. Volteé a ver pero no había nadie. El condenado Carlos me había jugado una broma. Una sopita de mi propio chocolate, pensé, pero en un muy cercano futuro me las pagó bien caras. Cuando regresé a la casa de Ciro me abrieron y pasé a la habitación de mi amigo donde en medio del cuarto en una mesa colocaron el cadáver del perro. Cuando entré vi que todos estaban muertos de la risa y yo suponía que era por lo que me había pasado, pero la euforia más bien se debía a que se hallaban bebiendo licor. Para calmar mis nervios yo también empecé a beber y cuando nos dimos cuenta ya eran más de las 12 de 216

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la noche y no habíamos disecado al perro y menos estudiado. Empezamos supuestamente a estudiar, pero estábamos tan borrachos que mejor organizamos unas “guerritas” de cachos de perro. Volaba un trozo de hígado por ahí, un cacho de estómago por allá, en fin, toda esa habitación estaba hecha un verdadero batidillo. El pobre Ciro estaba desesperado tratando de calmarnos, pero nos fuimos tranquilizando ya entrada la madrugada hasta que todos nos dormimos. El despertar por la mañana fue espantoso, una resaca infame, todos batidos de sangre y sin haber estudiado nada. Nos fuimos todos de regreso a la escuela pues el examen sería por la mañana y en el trayecto todos estaban muy serios tratando de memorizar el libro de anatomía. Presentamos el examen y todos reprobamos excepto el gordo que se había quedado encerrado en el laboratorio, pues esa noche se la pasó de verdad estudiando sobre los cadáveres del anfiteatro. Lo único positivo de esa aventura fue que el puesto de tacos que tanto molestaba a la familia de Ciro jamás volvió a aparecer por ahí. A fin de cuentas pasé el examen en segunda vuelta y las demás materias las aprobé satisfactoriamente. Ya habían pasado varios meses de mi primer encuentro con la Beba y consideré oportuno invitarla a salir pues tenía enormes ganas de tener nuevamente una novia. La invité a salir y simplemente fuimos a tomar una café. Se moría ella de la risa al recordar los desfiguros que había hecho yo en su reunión familiar y me di cuenta de su enorme simpatía. Sin más le pedí que fuera mi novia y al principio quede medio desconcertado porque me dijo: —Déjame un tiempo para pensarlo —y luego de 2 segundos, me dijo muy segura—: ¡Sí! Nos dimos un enorme beso y quedé más que convencido que había una enorme química entre ambos. Llevamos un hermosísimo noviazgo, llegándola a querer intensamente, pero desgraciadamente nos veíamos muy poco porque nuestras respectivas escuelas estaban en lugares diametralmente opuestos, estudiando ella odontología en ciudad universitaria, en el sur de la cuidad y yo al extremo norte, en una rancho llamada Almaráz, adelante del pueblo de Cuautitlán. Yo le tenía mucho recelo a las mujeres, por lo que me había ocurrido con 217

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Jennifer y cometí el gran error de ser demasiado posesivo y celoso con la Beba, error que pagué muy caro luego de unos cuentos meses de noviazgo. Pasó para mí muy rápido el tiempo, llegando el segundo semestre. Lo único que vale la pena contar de esos días, es una pequeña broma que hice en la escuela de medicina de Iztacala. En el citado semestre cursábamos la materia de anatomía topográfica y para aprobar dicha materia teníamos que tener un certificado de una facultad de medicina donde constara que habíamos hecho una disección en un cadáver humano. Mis amigos Ciro, Gabino, Carlos y yo fuimos a la escuela de medicina de Iztacala, también de la UNAM y dirigiéndonos directamente al anfiteatro pedimos autorización al médico encargado mostrando nuestras cartas y credenciales de nuestra facultad. El encargado, un tipo con cara le loco, con bata manchada de sangre y todo despeinado nos dijo: —Tienen suerte, acaban de llegar 5 cadáveres fresquecitos. Gabino estaba muy impresionado y pálido como cera y eso que aún no había visto ningún cadáver. El encargado nos invitó a pasar para mostrarnos cómo preparaba los cadáveres con formol para su disección. Todo eso era en verdad impresionante. En una gran habitación había 6 mesas y en 5 de ellas los cadáveres desnudos de tres mujeres y 2 varones. El médico encargado nos mostró cómo inyectaba formol a las venas de los cadáveres para que no se descompusieran y duraran muchos días para su estudio. El pobre Gabino fue 2 veces a vomitar regresando cada vez más pálido. Cuando el médico terminó de preparar los cadáveres nos dijo: —Escojan el que quieran para trabajar —y terminando de decir eso salió del anfiteatro—. Ahí había el cadáver de una mujer joven que tenía 2 impactos de bala en el pecho. Mirando la cara de Gabino se me ocurrió ponerme los guantes y agarrándole las piernas a ese cadáver femenino le dije a mi pálido amigo en son de broma: —Vamos a violarla, todavía está calientita. 218

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Gabino se tapó la boca con la mano y salió corriendo a vomitar de nuevo. Mis otros dos amigos y yo nos retorcíamos de la risa. Nuestro buen amigo de plano no volvió a entrar al anfiteatro esperándonos afuera. Procedimos a trabajar y para ello escogimos el cadáver de un joven delgado porque los cuerpos sin grasa se disecan con más facilidad. Teníamos que disecar un brazo y una pierna. A mí me tocó el brazo y a mis otros amigos les correspondió la pierna. Empecé por la mano y quede en verdad impresionado en lo complejo de su estructura, ligamentos, tendones y músculos entrelazados. Seguí disecando hacia arriba y viendo los tendones se me ocurrió jalar uno y se contraía un dedo de la mano. Disequé uno a uno los tendones de cada dedo y al jalarlos desde arriba del codo la mano parecía cerrarse sola. Les mostré eso a mis amigos y se quedaron impresionados. —¡Ay, no inventes, se ve impresionante! —me comentó uno de ellos—. Luego por pura ociosidad hice una incisión atrás del codo e hice pasar por ahí los tendones para que al jalarlos desde abajo pareciera que la mano se cerraba sola. Era una broma que le estaba preparando a Gabino. En eso, llegó el médico encargado y mirando la disección que había realizado a la mano y antebrazo me felicitó por lo limpia y perfecta de la misma. —¿Me esperan un momento? —nos dijo—, afuera hay un grupo de chicas estudiantes de enfermería y aprovechando que ustedes ya tienen diseccionados estos miembros, las pasaré para darles su clase de anatomía. Pasaron las chicas estudiantes de enfermería al anfiteatro quedando con los ojos desorbitados al ver tanto cadáver, algunas de plano nada más entraron y tapándose la boca corrieron a vomitar. Quedaron ahí como 20 chicas y el médico les indicó que se pusieran alrededor del cadáver que estábamos disecando para empezar la clase. A mí se ocurrió decirles a mis amigos en voz alta: —Ya vieron, el tipo calzaba grande —refiriéndome a su pene—. 219

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Y todas las chicas le miraron los pies al cadáver y yo hice monumental esfuerzo para no soltar la carcajada. Empezó el médico a describir los músculos y tendones de la pierna y aprovechando que todas estaban distraías mirando la pierna pasé mi mano por debajo del codo del cadáver y agarré los tendones que movían los dedos. Cuando noté que la chica cercana a la mano la miraba, jalé el tendón del dedo medio del cadáver y éste se contrajo lentamente y luego volvió a su posición original, quedando esa chica con los ojos muy abiertos por el asombro, cómo que no lo podía creer y seguía mirando la mano. Mientras tanto continuaba la clase y todas estaban atentas a lo que decía el doctor, excepto la chica que seguía con la vista fija en la mano. Supongo que por curiosidad, la pobre empezó a tocar la palma de la mano del cadáver y cuando la vi más distraída jale fuerte todos los tendones y los dedos del cadáver le cogieron su mano, dio la chicha primero un espeluznante alarido, puso los ojos en blanco y azotó luego desmayada. Todos alarmados rodearon a la chica desmayada y como yo no podía con tanta risa salí apresurado a carcajearme afuera. Yo estaba que me retorcía de risa y al verme Gabino, que se había quedado esperándonos afuera y suponiendo que yo me había puesto mal pues me vio como privado, me preguntaba angustiado lo que me ocurría. Lo volteé a ver tratando de calmar mi risa, pero al ver su cara desencajada y más blanca que la cera, me dio otro ataque de risa y yo solo le decía: —¡Ya no puedo más, ya no puedo más! —a la vez que sobaba mi estómago ya adolorido de tanta risa que tenía—. El resto de la tarde y toda la noche tuve dolor en los músculos del abdomen de tanto que me reí ese día. Cuando le conté esa aventura a mi Beba, lloró de la risa… Se pierde un fragmento y luego continúa… …no resistí la tentación y tomé su mano. Estaba muerto de celos y quería averiguar lo que ocurría con ella. Aunque sabía que me iba a arrepentir, quise averiguar lo que pasaba valiéndome de mi don. Traté de ver solo el presente, pero sin sentirlo fui con mi mente un 220

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poco más allá. Vi a Genoveva besándose con un muchacho. Era esa visión de un cercano futuro porque la vi a ella prácticamente igual al presente, pero con el cabello mucho más corto. Me hervía la sangre de celos y luego de soltarle la mano le dije indignado: —¿Piensas terminarme pronto, no es cierto? Se me quedó mirando sorprendida y luego de agachar la cabeza me dijo muy quedo: —Si, Lobo, es que ya no soporto más tus celos. —Si te celo es porque te amo demasiado —le dije angustiado—. Dame una oportunidad y verás que voy a cambiar. En mi interior sabía que ella estaba decidida, porque invariablemente las cosas que yo veía, siempre ocurrían y era inevitable que la Beba me dejara y cambiara por otro. —No quería precipitar tan pronto nuestra ruptura —me dijo—, pero creo que ya es hora de que ambos tomemos rumbos diferentes. Sentí que me caía un rayo al escuchar lo que decía. Pero sabiendo que era inevitable, aunque me moría de rabia, acepte su decisión. Fue ese un golpe tan duro como el que había sentido cuando me dejó Jennifer y quizás más, porque con la Beba estaba seguro que estaría toda mi vida. Nuevamente entré en una profunda depresión y pensando en lo que había ocurrido cuando me dejó Jenny, no quise volver a cometer los mismos errores. Sin embargo, tan deprimido estaba, que descuidé mi persona, dejándome crecer la barba y el cabello. Me aboqué entonces a estudiar cómo nunca para terminar lo más pronto posible mi carrera, habiendo la opción de adelantar materias si así uno lo deseaba. Un día por la mañana me hablo por teléfono Silvia, novia de mi amigo Oscar, diciéndome que le quería hacer una fiesta sorpresa a su prometido por motivo de su cumpleaños. Me pareció estupenda la idea, pues en ese momento me hallaba muy deprimido debido a la 221

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reciente ruptura que había tenido con la Beba. Aunque no tenía culpa alguna por ese hecho, le guardaba en esos momentos algún rencor inconsciente a mi amigo y ex cuñado Reynaldo. Le llamé por teléfono a su casa para ponernos de acuerdo en lo de la fiesta sorpresa que le haríamos a Oscar, pero me contestó su hermana. —Hola Fernando —me saludó Genoveva de indiferente manera—. Te suplico que no insistas, si te doy otra oportunidad no será ahora… —Espera —le interrumpí disgustado—. No te llamo a ti, por favor comunícame con Reynaldo. Sin mediar palabra, escuche que azotaba la bocina y luego llamó a su hermano: —¡Reynaldo, ahí te habla tu amigote. Yo sonreí al escuchar su enojo, pues estaba seguro que ella creía que le hablaba para que hiciéramos las paces. —¿Qué pasó, Lobo? —me preguntó Reynaldo con su característica voz de bajo—. ¿Qué le hiciste a mi hermana que ha quedado como una fiera? —Nada, mi Rey —le respondí—, solo te llamo para ponernos de acuerdo para la fiesta sorpresa que le tiene preparada Silvia a nuestro querido amigo Oscarín. —Perfecto —me dijo—, ¿es mañana, verdad? —Así es —le ratifiqué—, paso por ti a las 7 de la tarde ¿de acuerdo? —Bu… bueno está bien —me confirmó—. Noté en eso momento su voz extraña, estando yo seguro que se hallaba bebiendo licor. —¿Estás chupando, no es cierto? —le pregunté—. —¿Cómo lo supiste, cabrón? —me dijo riendo—. —Hasta acá llega tu aliento alcohólico, borracho —le respondí—. Ambos reímos a carcajadas y luego le advertí: —No me salgas con que mañana amaneces crudo y nos falles ¿eh? 222

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—No te preocupes —me respondió muy seguro—, cómo crees que le voy a fallar a Oscarín. —Conste —le dije, preguntándole luego—: ¿Pero por qué estás bebiendo tú solo, loco? —Ay, mi Lobo —me contestó muy mortificado—, es que traigo un problema del tamaño del mundo. —¿De qué se trata? —le pregunté enseguida—. —Mañana te cuento —me respondió—. Efectivamente, vaya problema el que tenía. Al día siguiente nos contó a Arturo y a mí en lo que se hallaba metido. Pasé primero por Arturo, quien con guitarra a cuestas, subió a mi auto. Pasamos luego por Reynaldo y a mí me mataba la curiosidad por saber en lo que se había metido. Al llegar frente a su casa sin bajar del auto le toqué la bocina. Al poco rato salió Reynaldo con una cara tan demacrada, que hasta lastima daba. —¿Pero, qué te pasó? —le preguntamos Arturo y yo al mismo tiempo—. Luego de abordar el auto nos contó que había bebido demasiado para tratar de olvidar por un momento su problema y que en esos momentos sufría de tremenda resaca. —¡Me muero de sed! —nos decía a cada momento—. —¿Pero por qué te embriagaste de semejante manera? —le preguntó muy molesto Arturo a Reynaldo—. Aquí hago un paréntesis para comentar que mi buen amigo Arturo era el recatado del grupo, que además de ser muy moderado en sus costumbres, también era muy religioso. Por ello estaba muy molesto al ver el exceso que había tenido Reynaldo al beber de esa manera. —Lo que ocurre —nos empezó a contar Reynaldo—, es que tengo un enorme problema, del que no sé cómo demonios salir.

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Luego agachó la cabeza y hasta le dieron ganas de llorar, pero tan deshidratado estaba por la resaca que traía, que las lágrimas no le salían. —Ya cuenta, wey —le dije—, a ver si te podemos ayudar. —Pues resulta —empezó a contar Reynaldo—, que tuve relaciones sexuales con Yolanda (su novia) y la muy bruta se lo contó a su padre y éste ya nos quiere casar. —¡No, inventes! —dijimos Arturo y yo al unísono—. —¿Ya ves, ya ves? —le dijo Arturo muy molesto—. Eso te sacas por andar de canijo. —¿Pero, la embarazaste? — le pregunté enseguida—. —¡No, no! —me respondió—. Usé condón. —¿Entonces? —le pregunté impaciente—. —Lo que pasa —mes siguió explicando—, es que el padre de Yolanda es un ex militar a la antigua y según él, he deshonrado a su familia y solo si me caso con su hija se lavaría tal afrenta. Luego de agachar otra vez la cabeza queriendo de nuevo llorar, continuó diciendo: —Mañana los padres de Yolanda van a ir a mi casa para planear la boda. —¡No inventes! —volvimos a decir Arturo y yo muy sorprendidos— . Yo me quedé pensando y luego de cavilar unos momentos le dije muy seguro: —Ya lo tengo. Se me ha ocurrido un plan para que tus suegros desistan en que te cases con su hija… —¿Qué es, que es? —me interrumpió Reynaldo con cara de angustia—. —Déjame cuajar la idea —le respondí—. Lo que sí te digo es que estés tranquilo porque mi plan es muy bueno. —¿Seguro que con tu plan no me caso? —me preguntó de nuevo—. —Te lo aseguro —le contesté—. Mañana te digo. 224

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Respiró con alivio y de momento ya no me cuestionó al respecto. Llegamos a la casa de Silvia, misma que ya nos esperaba en la puerta con ansia. —¡Pensé que no llegaban! —nos reclamó—. Pasen rápido que no tarda en llegar Oscar. Pasamos a la casa y Reynaldo corrió a la cocina a servirse un vaso con agua, pero cuando apenas acercaba el vaso a su boca, llegó corriendo Silvia deteniéndole el vaso para que no bebiera, diciendo enseguida: —¡Ya llegó, ya llegó! Sin más remedio, Reynaldo dejó su preciada agua sobre una mesa sin haber bebido ni un sorbo y todos salimos de la cocina. Se suponía que era una fiesta sorpresa y teníamos que escondernos en algún lado. —¿Qué hacemos, qué hacemos? —le preguntábamos a Silvia pareciendo que todos bailábamos por tanta ansiedad—. A ella la invadía también la ansiedad y moviéndose nerviosamente nos dijo enseguida: —Métanse en este cuarto sin hacer el menor ruido y cuando yo les indique, todos salgan y griten ¡Sorpresa! Nos metimos a hurtadillas a esa habitación que estaba a oscuras. No se veía absolutamente nada. Arturo, cargando su guitarra, a cada rato chocaba con los muebles de ese cuarto escuchándose cómo se golpeaba su instrumento. Luego se topó con un mueble poco usual comentándonos extrañado pero en secreto: —Oigan, esto parece una silla de ruedas. —Cállate —le dije en secreto y mejor se quedó quieto en el sitio donde se hallaba parado—. 225

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Se escuchó claramente cómo Oscar entraba a la casa y conversaba con su novia. Yo por más que intentaba ver algo no podía, pues esa habitación estaba realmente a oscuras. —Me muero de sed —se quejaba en secreto el pobre de Reynaldo—. —Cállate —le dijo Arturo muy disgustado—. Eso te sacas por andar de briago. —Oigan —volvió a hablar Reynaldo—, aquí hay un vaso con agua y creo que tiene hielos. —Pues tómatela y cállate —le dije—. Se escuchó cómo Reynaldo bebía con avidez el agua y luego comentó desconcertado: —Esta agua sabe muy raro y además está tibia. —¡Ya cállate! —le dijimos Arturo y yo muy disgustados—. —Se acerca alguien —dijo Arturo al escuchar unos pasos—. Se oyó claramente cómo que querían abrir la puerta y al hacerme para atrás me topé con una cama. Me acosté enseguida y quedé ahí quieto y muy callado. —¡Mmm! —se escuchó un lastimoso quejido—. —¡Pinche Reynaldo! —dije muy molesto—. ¿Qué no entiendes que te calles? —Yo no dije nada, wey —me contestó enfadado—. —¿Arturo? —pregunté intrigado—. —Yo tampoco he dicho nada —me respondió con voz temblorosa—. Sentí que se movía la cama y al extender mi brazo toqué un bulto calientito y en seguida se escucho de nuevo: —¡Mmm!

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Suponiendo que alguno de mis amigos me estaba jugando una broma, le di un puñetazo al bulto que había sentido, escuchándose enseguida un espeluznante alarido: —¡Ayyy! Tan fuerte habían gritado, que pronto Silvia entró a la habitación muy angustiada, prendiendo la luz enseguida. Cuando voltee a ver al bulto, tremendo susto llevé al observar ahí acostada a alguien que bruja parecía, quien al verme, gritó aterrada. Yo también grité al escuchar su alarido, que fue acallado por uno más fuerte que daba Reynaldo. —¡Ahhh! —gritaba Reynaldo, llevándose las manos en la cabeza viendo el vaso del que había bebido—. —¡Guácala! —dijo aterrado con una cara indescriptible de asco—. El vaso, vacío de líquido, contenía la dentadura de la anciana ahí acostada. Se tapó Reynaldo la boca con ambas manos y corrió al baño a vomitar de tanto asco que tenía. A mi me dio un ataque de risa como pocas veces en mi vida me ha dado y no se diga mis demás amigos, que lloraban a carcajadas. El bulto acostado en la cama era una anciana, tía de Silvia, Se pierde un pequeño fragmento y luego continúa… …para pedirle consejo y a tal grado lo respetamos como amigo, que “papá Oscar” le apodamos. —Tú no tienes por qué casarte —le dijo Oscar a Reynaldo muy seguro—. Yolanda es mayor de edad y tuvieron sexo consensuado. —¡Sí, sí! —respondió Reynaldo—. Pero su padre no entiende razones y te juro que es capaz de matarme si no me caso con su hija. ¡Huye, wey! —le dijo Oscar—. Escóndete unos días y ya verás que a tu suegro se le pasa el coraje. —No puedo, Oscarín —le contestó Reynaldo—. ¿No vez que estoy en exámenes finales y Yolanda lo sabe pudiendo ir a la facultad y hacerme un escándalo? 227

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Reynaldo me volteó a ver y me preguntó muy angustiado: —¿No que tenías un plan para no casarme? Cuando le iba a responder, Oscar se me adelantó diciendo: —Ya conoces los planes del pinche Lobo. Seguro es una tontería. —¡Ya, lo que sea, lo que sea! —gritó Reynaldo desesperado—. A ver, dime tu plan —me dijo—. —¿Ya no me van a interrumpir? —pregunté—. —Anda —dijo Oscar—, ¿cuál es tu “brillante” plan? —Es muy sencillo —les empecé a explicar—, simplemente tiremos a Reynaldo de un cuarto piso para que quede inválido y así su suegro al ver que no puede mantener a su hija desista en su empeño de casarlo con ella. Quedaron todos atónitos al escuchar mi plan y luego con cara de incredulidad me reclamó Reynaldo: —¿Estás hablando en serio, cabrón? —Pues no es mala idea —dijo Oscar muy serio—. —¿Cómo? —preguntó alarmado Reynaldo—. —Sí, wey —respondió Oscar—, sólo hay que fingir que has quedado inválido armando un teatrito para convencer a tus suegros… —¡Exacto! —le interrumpí—. A eso me refería cuando les dije que Reynaldo quedara paralítico. —¿Y de dónde sacaríamos una silla de ruedas? —preguntó Reynaldo—. —La tía de Silvia —le respondió Arturo—, tiene una. Solo es cuestión de que nos las preste unas horas. —¿A qué hora van a ir tus suegros a visitarte? —le preguntó Oscar a Reynaldo—. —A las 11 de la mañana —le respondió—. —Pues manos a la obra —dijo Oscar—. Mañana pasamos temprano por la silla de ruedas para llevarla a tu casa y ahí estaremos todos para apoyar tu historia cuando lleguen tus suegros. 228

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Al siguiente día, que era domingo, muy temprano fuimos por la silla de ruedas y la llevamos a casa de Reynaldo. —Pruébala —le dije cuando llegamos a su casa—. Reynaldo se sentó en ella y de inmediato lo empecé a empujar dando vueltas a la mesa del comedor. —¿Qué tal? —le pregunté—. —Pues se siente chido —me dijo—. —Pues acostúmbrate a ella un rato —le comenté— y recuerda que no debes moverte de la cintura para abajo ni un milímetro para que tus suegros se la crean. Sonó el timbre de la casa de mi amigo y todos nos quedamos mirando. Eran apenas las 10 de la mañana y probablemente los padres de la chica ofendida se habían adelantado. Cuando Reynaldo intentó pararse de la silla, entre Arturo y yo lo sentamos de nuevo a la vez que yo le decía: —No te muevas de aquí, tarado. Y recuerda que no debes mover las piernas para nada. Reynaldo solo asintió con la cabeza poniendo cara de susto. —Abre, wey —le dije a Arturo—. Abrió de inmediato y ahí estaban las esperadas visitas. Entró Yolanda primero y al ver a Reynaldo ahí sentado en senda silla de ruedas, le preguntó desconcertada: —¿Pero, que te pasó? Pronto entraron los padres de Yolanda y luego de saludar a los presentes se me quedó viendo y me dijo el suegro de mi amigo: —Tú debes ser Reynaldo. —¡Dios me libre! —le dije—, Reynaldo es aquél pobre infeliz — señalándolo con el dedo—. 229

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Yolanda estaba estupefacta al ver así a su novio, preguntando de nuevo: —¿Qué te pasó, mi Rey? Sin dejar que Reynaldo abriera la boca, yo empecé a explicar: —Lo que pasa es que Reynaldo sufrió una grave caída hace 2 días y por desgracia ha quedado paralítico… —¡Nooo! —gritó Yolanda a la vez que lo abrazaba—. —Y lo peor de todo —intervino Oscar—, es que ya ni como hombre funciona, porque ya nada de nada. Puso Yolanda cara de asombro a la vez que dejaba de abrazar a su novio y luego muy seria le preguntó mirándole entre las piernas: —¿Ya nada de nada? Nuevamente, antes de que Reynaldo abriera la boca, contesté esa pregunta: —No solo ya nada de nada, sino que el médico le dijo que se le irá secando poco a poco. —¿Enserio? —preguntó alarmada Yolanda y Reynaldo sólo asintió con la cabeza—. Ahí, sobre un mueble, venturosamente había un fuete que utilizaba Genoveva pues le gustaba montar a caballo. Lo tomé enseguida y luego les dije a sus suegros de mi amigo: —Cómo verán, mi amigo no podrá mantener a su hija, pues la parálisis que tiene es permanente. Terminando de decir eso, le di unos fuetazos a las piernas de Reynaldo. 230

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—Miren —les dije golpeando una y otra vez a mi pobre amigo—, este pobre infeliz no siente nada. Inocente de mi amigo, aguantó con estoicismo los fuetazos sin mover un solo dedo, pero haciendo una cara de angustia como no he vuelto a ver otra, poniéndose colorado y escurriéndole lágrimas por los cuerazos infligidos. Al ver su cara compungida, no aguanté la risa, agaché la cabeza y tapándome la cara, fingí que había entrado en llanto. —Ya, chiquito, ya —me dijo Arturo abrazándome con cariño—. Al escuchar cómo me consolaba mi amigo, más risa me daba. Arturo volteó a ver a los señores y les dijo muy serio: —Se pone así mi amigo porque quiere mucho a Reynaldo ya ven que en el pasado él fue su pareja. —¿Qué? —preguntó alarmado el suegro de mi amigo—. —¿No les había contado Reynaldo? —les preguntó Arturo—. Pues hace unos años ellos eran pareja, pero creo que Reynaldo ha vuelto al sendero, en cambio éste —señalándome con el dedo—, es un gay declarado. —¡Vámonos de aquí! —dijo enfadado el padre de Yolanda, tomándole del brazo y saliendo de la casa enseguida—. En verdad que si hubiéramos ensayado los diálogos antes dichos no nos habrían quedado más perfectos, pues el efecto logrado fue exactamente el deseado. Una vez que se retiraron las indeseables visitas, Reynaldo se paró de la silla de ruedas brincando de alegría a la vez que se sobaba las piernas por tantos cuerazos que le había dado. Se abalanzó sobre mí y suponiendo que me iba a golpear me cubrí la cara con las manos. Pero no, me abrazó de alegría dándome las gracias por el plan que había creado. Toda esa curiosa experiencia me sirvió para tener la certeza de que las risas que me daban con esas situaciones tan graciosas, hacían que mis malditas visiones no 231

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aparecieran, debido probablemente, a que al liberar mi cerebro endorfinas por las risas, dichas sustancias bloqueaban las cosas que veía… Se pierde un fragmento y luego continúa un nuevo capítulo de las memorias…

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Capítulo 6 Llegó el amor de mi vida el sexto semestre, cuando cursaba la materia de parasitología, Ensurgió la oportunidad de un gran viaje de estudios que abarcaría todo el sureste mexicano, financiado todo por la misma facultad. Para aprovechar y no perder clases normales, dicho viaje se realizó en las vacaciones de semana santa. En ese viaje visitaríamos la planta de producción de moscas estériles del gusano barrenador (Cochliomyia hominivorax). Las larvas de dicho insecto invaden las heridas del ganado devorando sus tejidos vivos, provocando que bajen de peso y algunas veces hasta su muerte. En esa planta, ubicada en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, crían moscas del gusano barrenador para que al depositar sus huevos, éstos sean sometidos luego a radiación nuclear para esterilizarlos. Después, cuando terminan su etapa de desarrollo, son liberadas las moscas adultas en grandes cantidades en determinadas zonas y cuando se cruzan con moscas nativas y al ser las primeras estériles, pues no se producen más moscas. En ese viaje, además de visitar dicha planta, visitaríamos también diversos ranchos para conocer a los distintos tipos de ganado en esa zona del país, así como sus enfermedades. Pues dicho viaje fue más relajo que estudio, pues día con día, todos se embriagaban de escandalosa manera. Yo solo aguanté una borrachera y luego de haber visitado la planta antes señalada, que era lo único que realmente valió la pena, mis tres amigos y yo decidimos terminar la excursión etílica en que se había convertido ese viaje y decidimos mejor conocer esa región del país por nuestra cuenta. Nos dirigimos al tesorero del grupo, quien repartía los viáticos día con día que a cada uno correspondían. Le dijimos de nuestra decisión de abandonar las prácticas y el muy maldito solo nos dio la mitad de lo que nos hubiera correspondido si nos hubiéramos quedado. De todas maneras, la decisión estaba tomada y aunque con escasos recursos, emprendimos una nueva aventura. Visitamos un montón de hermosos pueblos conociendo sus maravillas, pero por desgracia los cuatro éramos pésimos administradores y cuando nos dimos cuenta 233

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ya no teníamos ni para el regreso. Ciro, al ser muy religioso nos decía: —Dios ya proveerá. Y efectivamente, la providencia nos llevó a un hermoso pueblo llamado Acala, en el que ocurrieron cosas muy curiosas que a la larga nos dejarían mucho dinero. Además, en esa aventura que viví en ese pueblo, experimenté una de las experiencias más hermosas que yo he tenido que marcaría toda mi existencia al conocer al personaje más importante de mi vida. Llegamos al citado pueblo en plena conmemoración de la semana santa. Entramos a una cantina para tomarnos unos tragos y comer algo. Ahí escuchamos que los comensales nativos de ese pueblo estaban preocupados porque el actor que iba a escenificar al personaje de Cristo había sufrido un accidente en el que se había fracturado uno de sus brazos y obviamente en esas condiciones no podría dar vida al personaje requerido. —Ya oíste —me dijo Carlos—. —Si, ya oí —le contesté acariciándome la barba—. ¿Y qué con eso? —¿Cómo qué con eso? —me replicó—. Pues vamos a decirles que tú puedes suplir a ese actor, a ver si nos dan una lana para completar para el regreso. —Estás loco —le dije—. A ver ¿por que no lo suples tú, que también tienes barba? Ni más ni menos, Carlos también tenía barba, pero Ciro replicó enseguida: —Sí, Lobo, Carlos tiene barba pero está muy prieto y más que judío parece beduino. Además traes el pelo bien largo y das mejor el tipo para ese papel. Efectivamente, en esos días no me importaba mi aspecto pareciendo hippie greñudo.

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—Si, si —dijo Gabino—, hay que decirles que si nos pagan para que Lobo haga el papel de Cristo en la representación de este pueblo y así tendremos dinero para el regreso. Y sin decir más, se paró Gabino de la mesa y se dirigió con las personas que hablaban al respecto. —Buenas tardes, señores —les dijo Gabino—. Hemos escuchado su problema y creo que tengo la solución. —¿De que se trata? —preguntó el que parecía encargado de la representación—. —Pues aquí, mi amigo —dijo Gabino señalándome con el dedo—, puede hacerle de Cristo en su obra. Los ahí reunidos en ese pequeño grupo, que era cómo diez individuos, se pararon de sus respectivas mesas y se dirigieron a mí. El que parecía el jefe de todos me preguntó directamente viéndome de arriba a abajo: —¿Tú harías el papel de Cristo? Sin más remedio, solo asentí con la cabeza. Luego se acercó a mí y quitándome los lentes oscuros que traía, me movió la cabeza de un lado al otro como examinando mi rostro, jaló mi barba y el colmo fue cuando finalmente me examinó la dentadura. —Pues sería el Cristo más güero que hemos tenido —dijo—, pero está bueno. Para tratar de vengarme de Carlos, que era al que se le había ocurrido la peregrina idea de que yo representara a Cristo, se me ocurrió decirle al encargado: —Y mire, señor, aquí mi amigo Carlos —señalándolo yo con el dedo—, se ofrece para representar al Judas.

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Carlos quedó muy desconcertado por la sorpresa de haber sido nombrado, pero cómo ya todos habíamos consentido en ese asunto, pues se tuvo que aguantar y aceptar el improvisado empleo. El encargado de la representación se dirigió a Carlos y luego de mirarlo de arriba abajo, mencionó sin titubeos: —Este está muy feo, pero perfecto para el papel de Judas. Y qué bueno que se ofrece para ese papel, porque ya nadie en el pueblo lo quiere hacer. Acuérdense que el año pasado apedrearon a Chucho, que le hizo de Judas en la obra. Por poco le sacan un ojo, verdad de Dios. Carlos se puso serio y solo tragó saliva. —¿Y cuanto le pagaría a mis amigos? —le preguntó Gabino—. —¿Pagarles? —replicó indignado el jefe de ese grupo—. ¡Esto se hace por devoción, señores, no por dinero! —No importa, no importa —interrumpió Gabino—. Aquí mis amigos lo harán sin cobrar ni un centavo. Quedamos Carlos, Ciro y yo desconcertados al escuchar lo que les había dicho Gabino, pero después de ese comentario, él mismo nos cerró un ojo para que nos quedáramos callados. —Bien, señores —dijo el líder del grupo—, los esperamos en media hora en la iglesia para que se presenten con el cura, ultimar con él los detalles y probar la vestimenta. Cuando se retiraron los nativos de la cantina, rápido le pregunté impacientemente a Gabino: —¿Qué te pasa, mi cuate, cómo que gratis? Luego Carlos más indignado, me reclamó: —No mames, cabrón, ¿cómo que Judas? 236

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—Calmados, calmados —dijo Gabino—, tengo un plan perfecto para sacar mucha lana de este relajito. Pues sin decirnos su plan, todos nos dirigimos a la iglesia. Cuando entramos al sagrario estaban ya reunidas muchas personas, entre las que se encontraban los demás actores que harían esa representación. —Adelante, señores —nos dijo esta vez un sacerdote—. Ustedes deben ser los actores suplentes. —Así es, padre —dijo Gabino—, aquí está mi amigo Lobo, que le hará de Cristo y a su lado el mismísimo Judas. Al verme el sacerdote comento satisfecho: —Al menos el que representara a Cristo no será necesario ponerle ni barba ni peluca. Me acuerdo que el actor del año pasado cuando lo crucificaron se le cayó la barba y la peluca le tapó la cara sosteniéndola con los dientes y en vez de que el público guardara respeto, se morían de la risa. Todos los presentes me vieron murmurando entre sí quedando satisfechos de mi apariencia. Entre la concurrencia había una hermosa chica con cara angelical, muy blanca, mirada profunda con hermosos ojos más negros que la noche, cuerpo de diosa y cabellera larga y negra. Dicha chica tan hermosa desentonaba en el entorno, pareciendo ella más bien europea de la región del Cáucaso. Ahora la idea de representar a Cristo me empezaba a gustar, pues esa hermosa chica me sonreía, se ponía colorada y luego agachaba la cabeza. Sin duda yo le había simpatizado y quise hacer mi lucha con ella. —Violeta, aquí presente —dijo el sacerdote refiriéndose a la chica que me había gustado—, representará a María. —Mamacita… —dije entre dientes—. —¿Cómo dijo, joven? —me preguntó el sacerdote indignado—. —Dije sucinta, padre, sucinta —respondí rápidamente—, o sea, que sea breve. —Ah —dijo el sacerdote no muy convencido—. En fin —continuó diciendo—, los diálogos son muy sencillos, aquí les entrego en una 237

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hoja los mismos y las vestimentas están en mi armario para que se las midan. Eran pasadas las 4 de la tarde y cómo era jueves, tocaba la representación del lavatorio de pies y más tarde la de la última cena. Pasamos rápidamente a cambiarnos y tanto Carlos como yo tratamos de memorizar los diálogos. Luego de vestirme con las ropas indicadas salí del sagrario y la gente me veía con tanto respeto, que hasta quedé chiveado. En cambio cuando salió Carlos, todos lo abuchearon y algunos hasta lo insultaron. —¡Pinche Judas! —gritó alguno de los presentes—. ¡Te vanos a romper la madre! Y yo al ver la cara desencajada de Carlos y más al ver lo ridículo que se veía con semejante vestimenta, me dio un ataque de risa que no pude contener en toda la tarde. Gabino tampoco podía aguantarse la risa y tanta le había dado, que hasta se le escurrían lágrimas. Ciro, en cambio, siendo tan religioso, vio toda esa ceremonia con mucha seriedad y respeto. Pues los actores que representarían a los apóstoles se dirigieron al altar de la iglesia donde ya habían colocado frente al mismo 12 sillas en las que se sentarían. La iglesia estaba abarrotada y todos en silencio y con mucho respeto estaban a la expectativa. Cuando yo entré a la escena, toda la gente se puso de pié y me aplaudieron y ovacionaron con una enorme emoción. Yo sin saber qué hacer, solo agradecí los aplausos como si fuera político, agitando suavemente las manos. Al voltear a ver a la puerta del sagrario, vi a Gabino literalmente tirado en el suelo revolcándose de la risa. Yo no sabía de qué se trataba el asunto y cuando me dijeron que le debía lavar los pies a esos mugrosos, juro que hasta me dieron ganas de vomitar. Pero ni modo, me tuve que aguantar y mientras el sacerdote explicaba esa tradición, yo con un asco contenido procedí a lavar los pies de los 12 apóstoles. Constantemente volteaba a ver a Gabino y cada vez que lo veía estaba más muerto de la risa. —Vas a ver —dije entre dientes, amenazándolo con el puño cerrado—. 238

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Cuando me tocó lavarle los pies a Judas, todos lo abuchearon, pero el padre les recordó a los presentes que mi amigo era solo un actor. Sin embargo noté que los nativos lo miraban con odio. Cuando le lavaba los pies a mi amigo, éste se vengó por haberme burlado de él, chacoteando los pies en la bandeja que contenía el agua mojándome toda la cara. —¡Maldito Judas! —gritó uno de los feligreses, al ver que mi amigo me mojaba la cara—. ¡Deja en paz a Jesús! —reclamó—. Y Carlos al ver lo enfurecida que estaba la gente dejó de chapotear los pies riéndose nerviosamente. Hubo una solemne misa y cuando terminó todos nos dirigimos hacia el sagrario. —Pues vayan a descansar —dijo el cura— ya que a las 9 de la noche los espero en el atrio para la representación de la última cena. —Oiga, padre —dijo Gabino— ya es muy tarde y hace mucha hambre. Pues el cura generosamente nos dio suficiente dinero para ir a comer decentemente en un buen restaurante. Nos cambiamos de vestimenta y para que la gente no reconociera a Judas, mi amigo se puso una gorra y yo le presté mis lentes oscuros. Cuando estábamos comiendo ya pasadas las 7 de la tarde, le preguntamos a Gabino de su plan para obtener dinero de todo ese asunto, pero él simplemente nos decía: —Ya lo verán, camaradas ya lo verán —sin decirnos más al respecto—. Como de costumbre, para calmar los nervios bebí más de la cuenta y cuando llegó el momento de la representación de la última cena yo ya estaba bien entonado. Nos dirigimos nuevamente a la iglesia para cambiarnos y ahí estaba presente Violeta, la chica que tanto me había gustado, la cual, cómo ya antes había mencionado, representaría a María. Me dirigí donde estaba la bella chica y empecé a platicar con ella. 239

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—Hola —le dije—, ¿cómo estás? Al mirarme agachó la cabeza apenada, se sonrojó y sonriendo nerviosamente simplemente me dijo: —Bien, ¿y tú? Me di cuenta de inmediato que era una estupenda chica, decente, modosita y muy honrada. Levantó su mirada y al verle los ojos me di cuenta que ella sería la mujer de mi vida, sintiendo algo que nunca había experimentado, pues se me salía el corazón del pecho de tan fuerte que latía al verle directamente a sus ojos. Supuse en ese momento que esa extraña sensación ocurría por lo que había bebido, pero cuando terminó la representación, la misma sensación tenía al mirarle sus ojos de nuevo. Estando frente a ella en ese momento, le tomé una mano y ambos nos miramos a los ojos, sintiendo que si lo hubiera deseado, hubiera podido recorrer con la mente toda su vida, desde su nacimiento hasta su muerte, pero bloqueé de inmediato lo que veía, estando seguro que me arrepentiría de ello. Le solté la mano y le empecé a cuestionar de forma convencional sobre su vida. —¿Y a que te dedicas, amiga? —le pregunté enseguida—. Me contó que estudiaba artes plásticas en la universidad autónoma de Chiapas, estando apenas en el 1er semestre. Le seguí cuestionado sobre su vida y me contó que era huérfana desde los 2 años, que sus padres habían fallecido en un accidente de carretera y que se había hecho cargo de ella el mismo sacerdote de esa iglesia, quien era su tío, hermano de su madre. Vi que rodó una lágrima y yo cariñosamente se la sequé con un dedo y aprovechando le acaricié la mejilla. Sonrió de nuevo y al verle los ojos, otra vez sentí que se me salía el corazón del pecho. Ella al mirar los míos, quedó como extrañada. —Qué profunda mirada tienes —me dijo—. Ese color de ojos nunca lo había visto en mi vida.

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He de comentar que yo había heredado el color de ojos de mi padre, que eran de un verde olivo muy raro, el iris muy claro cerca de las pupilas, haciéndose más oscuro en los bordes. Ya antes alguien me había comentado que yo tenía una mirada casi animal. —Con razón tus amigos te dicen lobo —me comentó Violeta luego de escudriñar mi mirada—, sin ofender, tienes una especie de mirada salvaje. —Adelante, señores —nos interrumpió el sacerdote—, ya es hora de que se cambien de ropa. Pasamos de inmediato a cambiarnos de vestimenta y gigantesca sorpresa me llevé cuando vi vestido de ángel a mi buen amigo Ciro. El es muy blanco, de baja estatura, de ojos verdes muy claros y chapas sonrosadas. Le quedó al pelo el papel de ángel, pues se veía muy mono y de voluntad propia se había ofrecido para ese papel por lo fervoroso que él era. Gabino estaba que se destornillaba de la risa al ver al pobre de Ciro en semejantes fachas, pues la túnica que llevaba le quedaba demasiado grande y las alas le pesaban demasiado, haciendo el pobre un titánico esfuerzo para sostener su emplumado accesorio a cuestas. Yo no se diga, por poco me desmayo de la risa al ver a Ciro de ángel piadoso. —Ya estuvo, ya estuvo —decía Ciro disgustado al ver cómo de él se burlaban—. Pues tratando de aguantarnos la risa todos nos dirigimos hacia la puerta de la iglesia, de donde posteriormente saldríamos los personajes al atrio, en el que ya había sido instala la mesa donde ocurriría la última cena. Frente al atrio había, sin exagerar, miles de personas, todas en silencio y a la expectativa. Primero entraron a la escena todos los apóstoles, menos Judas, mismo que estaba aterrado al haber observado por una rendija a tantísimas personas reunidas. —No inventes —me dijo asustado—, mejor no salgo, que tal si me linchan esta bola de cabrones. —Cómo crees —le dije—. 241

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Asomándome yo también a ver al gentío, se me ocurrió una idea para que mi amigo entrara en escena. —Ven a ver —le dije—, ya casi todos se han ido. Se asomó mi amigo para ver si eso era cierto y sin más preámbulo, abrí toda la puerta y lo empujé hacia fuera. Cayó de bruces mi pobre amigo y apenado se puso de pie sacudiéndose su vestimenta. Un abucheo general se escuchó enseguida y aunque muy apenado y con miedo, fue a tomar asiento frente a la mesa donde ya estaban los otros apóstoles sentados. —Les recuerdo a los presentes —se escuchó la voz del padre por los altavoces—, que el personaje que ha entrado no es Judas, es solo un actor que lo representa. Aún con esa aclaración dada por el cura, la mayoría de la gente continuaba lanzando improperios hacia mi amigo. Nuevamente se escuchó la voz del cura, anunciando esta vez mi santa presencia: —¡Démosle la bienvenida a nuestro Señor Jesucristo! Era mi turno de entrar en escena y tomando aire abrí la puerta y salí al atrio a través de la puerta. Se escucho de inmediato una ovación como nunca había escuchado y nuevamente agradecí los aplausos a manera de líder de sindicato, agitando frente a mí las manos. Cuando fui a tomar asiento vi detrás del lugar que me correspondía al ángel piadoso, representado por el bueno de Ciro y juro por Dios que por más esfuerzos que hice no pude contener la risa, sentándome enseguida y agachando la cabeza sobre la mesa. Un —¡ahhh!— se escuchó enseguida por parte de la concurrencia, pues suponían los presentes que yo había entrado en sentido llanto. Levanté mi cabeza y habiendo un micrófono colocado sobre la mesa, procedí con el diálogo que antes había aprendido.

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—¡Alguien esta noche me entregara a mis enemigos! —dije frente al micrófono, tratando de contener la risa mordiéndome fuertemente los labios—. —¿Acaso seré yo? —dijo uno de los actores—. —No, tú no —respondí muy seguro—. Y así, uno por uno de los apóstoles me preguntaron. Tocó el turno de Judas y al preguntar lo mismo, un tipo que estaba en primera fila gritó enfurecido: —¡No te hagas pendejo, pinche Judas, tú eres el traidor! —a la vez que le arrojaba una piedra, sin tino alguno por fortuna—. El padre conminó a los presentes para que no lastimaran a Judas: —Esta vez, amados hermanos, no le arrojen piedras a Judas, como el año pasado. Arrójenle solo frutas o cualquier otra verdura para no hacerle daño. Creo que la gente ya venía preparada, porque una vez que se retiró Carlos del escenario, le llovieron huevos, jitomates y demás frutas y verduras. A estas alturas yo ya empezaba a tener resaca por lo que había bebido a la hora de la comida y tenía una sed como nunca. Al momento de iniciar la última cena, hice todo el ritual de partir el pan y repartirlo entre mis discípulos. Cuando tocó repartir y beber el vino, yo al probarlo supuse que se trataba de jugo o de cualquier otra bebida, sin embargo era auténtico vino de mesa, bebiéndolo yo enseguida como vil naufrago desesperado por la tremenda sed que tenía. Saliendo del guión que me habían dado, volví a servirme vino bebiéndolo enseguida, no sin antes decirle —salud— a la concurrencia. De reojo vi que el sacerdote solo agachó la cabeza poniéndose la mano en la cara, supongo que por pena ajena. Luego dio un fuerte suspiro y dirigiéndose a los presentes les indicó que justamente, la última cena fue la que dio origen a la eucaristía. Terminó la representación de la última cena y al retirarnos todos los actores recibimos una gran ovación de la nutrida concurrencia. Cuando entramos a la iglesia vimos ahí parado al pobre de Carlos, 243

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quien parecía una ensalada ambulante, por tanta verdura que traía encima. —¿Ya vieron, ya vieron? —nos dijo muy enfadado—. Por poco me linchan. —No te preocupes, muchacho —le dijo el cura—, esto que haces, Dios no lo olvida, ya verás que bien te irá de hoy en adelante en tu vida. —Eso espero —dijo Carlos—, porque siempre me ha ido de la chin… perdón, muy mal —y todos reímos a carcajadas—. Nuevamente el ladino de Gabino sacó provecho de la situación al decirle al cura: —Fíjese, padre, que mañana será un día muy intenso y debemos descansar y no tenemos donde pasar la noche. —No se preocupen, muchachos —respondió el cura—, pueden pasar la noche en mi casa, pues tengo disponibles varias habitaciones desocupadas, que utilizo cuando vienen prelados a visitar mi parroquia. Pues problema resuelto, pasaríamos la noche en casa del cura, donde también vivía mi amada. Luego de cambiarnos de ropa nos dirigimos a la casa del sacerdote y de inmediato nos mostró nuestros aposentos. Luego de un sorteo para elegir habitación, Ciro y yo nos quedaríamos en un cuarto con dos camas individuales y Carlos con Gabino en otro, con una sola cama matrimonial. El buen sacerdote, antes de irnos a dormir, nos invitó a merendar y cuando estábamos todos en la mesa yo no dejaba de mirar a Violeta, viendo lo hermosa que era. Cuando cruzábamos miradas, el buen cura se dio cuenta de que ambos habíamos simpatizado y en seguida empezó una plática para romper el encanto. —¿Y ustedes a que se dedican, muchachos? —preguntó el cura—. —Pues somos estudiantes de veterinaria —contesté con orgullo—. La charla se volvió muy agradable, al contarle al cura de nuestras aventuras y él, no se diga, hizo lo propio contándonos de sus 244

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tropelías cuando estuvo en el seminario. Nos dimos cuenta que ese sacerdote era muy jovial y bromista. Fue en verdad un rato muy ameno y cuando nos dimos cuenta pasaba ya de la media noche. —Pues a descansar, muchachos —dijo el cura al ver el reloj—, pues mañana nos espera un día muy intenso. Cuando nos despedimos yo lo hice de mano con Violeta y al sentir su suave piel con la mía, de nuevo supe que podría recorrer toda su vida con mi mente, pero nuevamente bloqueé lo que me llegaba y soltándole la mano solo le di las buenas noches y dando un paso hacia atrás le mandarle un beso con la mano con lo cual ella quedó sonriendo complacida. Sin darnos cuenta ambos suspiramos al mismo tiempo y el padre al notar nuevamente nuestras miradas apresuró la despedida diciéndome simplemente y con voz muy firme: —Buenas noches, muchacho, mañana nos vemos. Me retiré junto con mis amigos y al estar acostado cavilando en lo que vendría, Ciro desde la suya algo me platicaba y sin sentir quedé profundamente dormido. Dormí como nunca, pues cuando desperté era ya más de medio día. Ya no estaba Ciro en su cama y de inmediato me paré para ver lo que ocurría. Rápidamente me dirigí al comedor y ahí ya estaban todos almorzando. —Buenos días —les dije a todos—. ¿Pero por qué no me despertaron? —Yo les dije a tus amigos que te dejaran descansar —respondió el padre—, pues te espera un día muy difícil. —¿Y por que difícil? —le pregunté intrigado—. —Pues te espera ni más ni menos que la Pasión, muchacho — respondió impaciente el cura—. Y eso te resultará muy pesado. Yo la verdad no sabía lo que ocurriría y cuando el cura me mencionó paso a paso lo que vendría, me arrepentí de haber aceptado el papel de Cristo. 245

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—En la representación de tu presentación en el sanedrín ante los fariseos —me explicó el cura—, no tendrás ningún problema. Pero cuando te presenten con Poncio Pilatos, ahí empezarán los cuerazos. —Pero supongo que los latigazos serán fingidos —dije muy seguro—. —Pues a veces —dijo el cura—, a los “romanos” se les pasa la mano, así que no vayas con la idea que no te dolerá nada. Carlos se tapaba la boca para no reír a carcajadas, regocijándose por lo que me pasaría. —Y tú, Judas, digo, Carlos —le mencionó el cura—, no creas que la pasarás muy tranquilo. A ti te espera el ahorcamiento y posiblemente te llueva de nuevo la fruta. Al escuchar lo que el padre le decía, se puso Carlos serio y tragó saliva del susto. Esta vez fui yo el que se tapó la boca, para que no se notara que me reía. Pues ahí vamos. Era más de medio día y la representación de la pasión ya pronto iniciaría. Nuevamente en las calles había un gentío y cómo pudimos llegamos a la iglesia y cambiamos de vestimenta. La sorpresa de la jocosidad de vernos caracterizados ya había pasado y esta vez todos estábamos serios y nerviosos, excepto Gabino, que nuevamente se moría de la risa. Pasó lo de la presentación ante el sanedrín y todo iba sin problemas. Pero después de que le entregaron las monedas a Judas, tan pronto salió Carlos del escenario que habían montado, nuevamente le llovieron todo tipo de vegetales y esta vez hasta huevos podridos. Yo solo escuchaba al pobre gritar desesperado: —¡Ya estuvo, ya estuvo! —cubriéndose la cara con la túnica que llevaba, dejando ver sus miserias tapadas solo con una pequeña trusa—. Luego una turba de nativos, lo pescó y luego de ponerle un arnés, lo colgaron en medio de una calle en un improvisado patíbulo puesto ex profeso para ese evento. 246

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—Recuerdo a los feligreses —se escuchó nuevamente la voz del cura en los altavoces—, que el colgado no es Judas, es solo un actor. Les suplico le arrojen solo verduras blandas. Y así lo hicieron, solo le arrojaron jitomates a mi pobre amigo, que parecía un frasco de cátsup derramado una vez que terminaron de arrojarle las hortalizas. Luego, los soldados del sanedrín me llevaron a empujones frente al palacio municipal, donde habían puesto otro escenario que representaría el palacio de Pilatos. Ocurrió todo el dialogo entre Jesús y Pilatos. Luego siguió la orden del gobernador para que me flagelaran. Me quitaron la túnica y el manto que llevaba y por debajo solo traía puesto un especie de pañal de tela que el mismo cura me lo había puesto muy bien amarrado. —Al menos no estaré encuerado —pensé en ese momento—. Me amarraron a un poste y me empezaron a flagelar con unas tiras de cuero humedecidas previamente en pintura roja para simular las heridas. Sin embargo, aunque no me pegaban muy fuere, algunas veces se les pasaba la mano a los romanos y algunos latigazos me dolieron hasta el alma. De reojo miraba a pobre de Ciro, quien ataviado nuevamente de ángel piadoso me miraba con mucho fervor y en ocasiones derramaba lágrimas de sentimiento al verme flagelado. A veces, al verlo tan afligido, me ganaba la risa, misma que era sofocada con otro cuerazo bien dado que me infligía algún romano. Luego de largo rato de flagelación, volteé a ver a uno de los centuriones que me pegaba y le dije muy indignado: —¡Ya estuvo, cabrón, te estás pasando! Dejaron de pegarme y luego, sin previo aviso, me colocaron senda corona de espinas, la cual era verdadera. De eso nadie me había advertido y al sentir que se me clavaban las espinas en la piel, pasó algo verdaderamente extraordinario. Esta vez no puedo afirmar si lo que tuve fue una visión clarividente o simplemente una alucinación, pero vi claramente el momento en que al verdadero Jesús, si, el Jesús de Nazaret, le colocaban la corona de espinas en la cabeza. Puedo describir perfectamente ahora la imagen que en ese momento tuve de 247

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Él: hombre joven cómo de 1.80 m de estatura, delgado pero con muy buena musculatura, de tez apiñonada, cabello hasta los hombros, ojos color café claro, barbado, nariz larga y afilada. Pero lo que más me impactó de esa imagen, fue haberlo visto tan lastimado, teniendo desgarres dérmicos en prácticamente todo el cuerpo, mismo que estaba totalmente ensangrentado. Vi también que me miraba directamente a los ojos y sin palabras algo me decía. En la mente escuche que me hablaba con una lengua muy extraña, sin embargo entendí perfectamente lo que decía. —Eres alguien muy especial —me dijo— y tú vía crucis apenas inicia… Me interrumpió uno de los romanos, quien me levantó, pues supongo que desmaye por el dolor que me habían provocado las espinas de la corona que aún llevaba en la testa. —¿Estás bien? —me preguntó—. —Si, si —le dije— ya terminemos con este asunto. Me pusieron encima la túnica llevándome a empujones ante la multitud y verdadera sangre corría por mi frente, por las heridas que me provocaban las espinas. Pilatos, dirigiéndose a la multitud, gritó con mucha fuerza: —¡He aquí al hijo del Hombre, me lavo las manos y que sobre ustedes caiga la sangre de este inocente! Al escuchar lo que Pilatos decía, se me puso piel de gallina, pues el silencio que siguió a lo que el actor dijo, fue realmente imponente. Aún habiendo una verdadera multitud ahí presente, solo se escuchaba el correr del viento. Me impresionó observar el fervor de todas esas personas, pero más impresionado quedé al ver al pobre de Ciro, que estaba hecho un mar de llanto de tanta emoción que tenía. Me bajaron los romanos de la tarima sobre la que estaba montado todo el escenario y de inmediato me retiraron la túnica dejando ver nuevamente mi cuerpo casi desnudo. Desde siempre he hecho mucho 248

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ejercicio estando en esos días en mi mejor momento, luciendo atlética figura y al verme Violeta ahí de pié y con solo un taparrabo, juro que quedó con la boca abierta y luego apenada, agachó la cabeza. Sonreí complacido porque estaba seguro que le había gustado mi cuerpo a la dama, pero rompió el encanto un romano cuando por detrás me soltó un cuarzo bien dado. —¡Recoge la cruz, Nazareno! —me dijo el romano—. Y al voltear tras de mí, senda cruz vi tirada en el suelo. Me pusieron otra túnica de utilería, previamente manchada de más sangre y luego lo amarré con un cordel a la cintura. Me dolía horriblemente la cabeza porque las espinas cada vez más se clavaban, pero ni modo, me urgía que acabara la representación porque la verdad ya estaba demasiado cansado. Sin embargo no sospechaba que aún faltaba lo más duro. —Pues ahí voy —me dije—, a cargar con la cruz que me ha tocado que ya es hora de mí vía crucis. Gigantesca cruz era la que a cuestas cargaba, pero sin remedio y con mucho esfuerzo caminé con ella, llevándola por las calles de ese hermoso pueblo, recibiendo más latigazos de los implacables romanos. A esas alturas todo eso que ocurría lo veía como un extraño sueño, viendo a todas las personas que me rodeaban con una cara de compungimiento como nunca había visto antes y aunque los romanos casi me flagelaban de a de veras ya no sentía dolor alguno. A mi lado venía mi buen amigo Ciro, quien había tomado muy en serio su papel de ángel piadoso, dándome ánimos para que yo siguiera adelante. Y en un momento dado, durante la procesión, puede al fin ver el plan de Gabino para obtener dinero de todo ese asunto. Noté que andaba entre la gente con la mano extendida y diciendo sin cesar: —Una limosna para las curaciones de Cristo, una limosna para… — y sin excepción, toda la gente le daba—.

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Me dio un ataque de risa al haberme percatado del plan de mi amigo, cayendo de bruces al suelo con todo y cruz a cuestas. Sin haber ensayado, esa era la primera caída de Cristo, que en este caso había dado en forma prematura. Luego de las otras dos caídas obligadas, por fin llegamos al montículo donde me crucificarían. A esas alturas estaba yo más muerto que vivo de lo cansado que estaba, no pudiendo ni con mi alma. Pensé en ese momento las que debe haber pasado el auténtico Jesús de Nazaret cuando en verdad fue flagelado y crucificado. Pusieron la cruz tirada en medio del pequeño cerro y luego de quitarme la túnica manchada de sangre y tierra que llevaba, me indicaron que me acostara sobre ella. Por mi mente pasó que me clavarían las manos de a de veras, pero antes de acostarme sobre la cruz le pregunté al que traía los clavos, por si las dudas: —¿No pensará clavarle semejantes clavos en las manos, verdad? —No se preocupe, señor —me contestó con mucho respeto el que traía los clavos—. Lo vamos a amarrar con reatas los brazos y los clavos serán clavados entre sus dedos anular y medio de sus manos para que al cerrar sus puños pueda apoyarse en ellos. —Menos mal —pensé, acostándome de inmediato sobre la cruz—. Afortunadamente pusieron un apoyo en mis pies, para que cuando estuviera erecta la cruz yo no me cansara demasiado. Estando acostado sobre el madero, el hombre que traía los clavos procedió a clavarlos, pero el muy bruto, a la hora de hacerlo, no vio que los mismos tenían gruesas rebabas que me cortaron los dedos. Esta vez si grité de dolor, pero todos suponiendo que era parte de la representación, solo me miraban con lástima y muchos de ellos lloraron. No se diga las mujeres, que lo hacían a grito pelado. Cuando al fin me clavaron, elevaron la cruz y el espectáculo que vi fue realmente impresionante. Multitud enorme me rodeaba y a lo lejos, negros nubarrones se acercaban, escuchándose cómo el viento corría. Junto a mí, a cada lado, estaban crucificados Dimas y Gestas, con quienes hubo el famoso diálogo con el ladrón bueno y el malo. Para los diálogos, un ayudante nos acercaba un micrófono atado a una vara y nuestras voces se oían imponentes pues habían colocado sendos altavoces muy potentes, además de que todo el público presente estaba mudo por la emoción del momento. Cuando 250

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correspondió en el diálogo referirme a María, agache la cabeza y ahí estaba Violeta, representado a la virgen, con un actor a su lado que encarnaba a san Juan y junto a ellos también la Magdalena. —¡Mujer, he ahí a tú hijo! —le dije a María—, ¡Juan, he ahí a tu madre! Vi a Violeta que lloraba como Magdalena y la que representaba a Magdalena, la muy bruta estaba distraída, mirando a Gestas, quien era su verdadero marido. Vi también a mi buen amigo Ciro, que también lloraba desconsolado, hincado y con los brazos extendidos. Aunque me dio mucha gracia ver así a mi amigo, esta vez no tuve fuerzas para siquiera sonreír un poco. Cuando dije: —¡Padre, ¿por qué me has abandonado? —se nubló y remotamente se podían ver relámpagos que iluminaban las nubes lejanas—. Yo era el más impresionado con todo eso que ocurría. Y aún más imponente fue, cuando luego de decir con todas mis fuerzas: —¡En tus manos encomiendo mi espíritu! —cayó un rayo muy cercano, escuchándose un ensordecedor trueno—. Cuando finalmente agaché la cabeza para representar la muerte de Cristo, empezó a llover copiosamente y ahora que narro todo ese episodio de mi vida, en verdad aún se me eriza la piel al recordar todo aquello. Ni un guión pudo haber salido más perfecto y aunque siempre he sido un agnóstico consumado, en esa única ocasión en mi vida, creí que había un Dios en el cielo, mismo que en ese preciso momento me miraba. Posteriormente un romano simuló clavarme una lanza en el corazón y luego de eso por fin procedieron a bajarme con cuidado. Luego que de que al fin me quitaron la molesta corona de espinas, seguía la representación de la dolorosa, que consistía en que todos rezarían un padre nuestro, mientras María me envolvía entre sus brazos para manifestar el gran dolor que sentía. Una hermosa sensación tuve cuando yo estando tirado en el piso, me abrazó Violeta con mucho cariño, quien lloró desconsolada apretujándome contra su cuerpo. Estaba empapado y muerto del frío, 251

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sintiendo delicioso su cuerpo tibio pegado al mío. Me salió lo bruto de nuevo, pues al sentir su cuerpo muy pegado al mío, claramente sentí sus pechos y sin querer me empecé a excitar en ese momento. Reaccioné rápidamente, pues para que se me quitara lo cachondo recé mentalmente el padre nuestro y asunto resuelto. Cuando estaba concentrado en mi rezo con los ojos cerrados, sin sentir entró a mi mente una visión que me dejó desconcertado. Esta vez me vi a mi mismo junto a Violeta frente a un altar. ¡Me estaba casando con ella! Me vi con el cabello corto, barba bien delineada y con cara de enorme felicidad. Y ella no se diga, hermosísima se veía y también con cara complacida. Abrí los ojos y vi a Violeta, que al ver que le sonreía, me acarició una mejilla secándome el rostro con su tersa mano. —¿Te casarías conmigo? —le dije muy quedito—. —No te escucho —me respondió en secreto, agachando la cabeza, diciéndome eso al oído—. Y yo en secreto le volví a decir, pero esta vez al oído y dándole un tierno beso en la mejilla: —¿Qué si te casarías conmigo? Levantó la cabeza y abrió enormes ojos luego de haber escuchado la declaración que le hacía. Me alegré mucho cuando sonrió apenada y luego asintió con la cabeza. Sin duda era ella la mujer de mi vida. —Luego platicamos —le dije nuevamente en secreto y asintió otra vez con la cabeza—. Una vez terminado el rezo, entre muchos me cargaron y me llevaron a la iglesia y tras de mí nuevamente una muchedumbre me seguía. Ya en la iglesia, me metieron al sagrario y junto a mi también entraron todos los actores que habían intervenido en la representación y emocionados aplaudieron felicitando al cura por lo exitoso de todo ese evento. El padre estaba muy conmovido, diciendo con lágrimas en los ojos: 252

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—Les agradezco a todos su participación en esta representación, que ha resultado la más hermosa que he presenciado. Y en particular, agradezco a los muchachos forasteros que nos sacaron del apuro al haberse ofrecido a dar vida a los personajes más importantes de esta representación sin interés alguno. El padre me buscó con la mirada y luego me dijo: —Mil gracias, mí querido Lobo. Agradeció también al ángel piadoso, que a esas alturas había perdido todo el plumaje por tanta lluvia caída. Luego buscó a Carlos y los presentes volteamos hacia todos lados, preguntándonos desconcertados: —¿Dónde quedó Judas? Pobre de mi amigo, lo habíamos olvidado, estando aún colgado a media calle todo empapado y con el ánimo hasta los suelos. Salimos todos corriendo y luego de haberlo encontrado, por fin lo bajamos y el padre lo felicitó por su fortaleza y estoicismo por haber soportado esa prueba tan dura. —Gracias, Carlos —le dijo el cura—. Te aseguro que Dios recomenzará tu sacrificio. Yo estaba muerto de cansancio y una vez en la casa del cura me metí a bañar enseguida. El agua que escurría de mis pies estaba más sucia que nunca, con una mezcla de sangre artificial y mía, además de mucha tierra también mezclada en ella. Cuando me lavaba la cabeza pude sentir claramente los orificios producidos por la corona de espinas, pero extrañamente no me dolían nada y de ellos no salía sangre alguna. Al cerrar los ojos para que me cayera agua en el rostro, nuevamente vi la cara de Jesús cuando me hablaba en la visión tan impáctate que tuve cuando me pusieron la corona de espinas. Cuando terminé de bañarme enseguida me dirigí al comedor 253

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pues también un hambre de lobo traía y luego de comer nos fuimos a descansar pues todos estábamos ya muy cansados. Cuando mis tres amigos y yo platicábamos en una de las habitaciones comentando todo lo que había ocurrido, Carlos le preguntó a Gabino: —A ver, vamos a hacer cuentas ¿cuánto dinero recolectaste? Gabino metió ambas manos a sus bolsillos y sacó una cantidad impresionante de billetes. Había más que suficiente para el regreso y aún nos quedó para cada uno gran cantidad de dinero. Decidimos partir a casa al siguiente día pues ya habían sido demasiadas aventuras en tan pocos días y estábamos realmente cansados de tantas emociones vividas. El sábado por la mañana, después de desayunar nos despedimos del cura y al estar yo frente a Violeta, le tomé ambas manos y le dije sin titubeos: —Te juro que vendré pronto por ti, mi amor —dándole un tierno beso en la boca—. Con ella me carteaba constantemente y la iba a visitar durante las vacaciones, siendo ese un noviazgo a la antigua, pero a mí me encantaba. Sin duda todo ese episodio vivido en ese hermoso pueblo ha sido de lo más importante en mi vida, pues no solo conocí a la que sería mi esposa, si no que por primera vez sentí que realmente había un Dios allá arriba. Cavilé siempre respecto a la extraña visión que de Jesús tuve, estando también seguro que lo que Él me dijo en ese momento fue más bien un simbolismo, pues mí vía crucis lo viví toda mi vida a partir de ese momento. Durante el camino hacia casa, cuando estaba en el autobús mirando el paisaje por la ventana, no podía apartar de mi mente a Violeta, pues al cerrar mis ojos, podía ver los suyos y sentía de nuevo que el corazón se me salía del pecho. Me había enamorado como nunca de una mujer realmente bella y lo mejor de todo es que ella me correspondía. He de comentarle al lector que cuando leí la anterior aventura de nuestro personaje, reí como nunca. Y a pesar de que en este episodio de su vida toca un tema muy delicado, yo en ningún momento me 254

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sentí ofendido a pesar de ser un evangelista practicante. Aún con la jocosidad que hubo en todas esas situaciones que narra el protagonista, nunca falta al respeto ni a la religión y menos a la figura de Cristo. Y efectivamente, como nuestro personaje comenta en el anterior párrafo, apenas en esos días había empezado su vía crucis, pues las cosas que le ocurrieron en el futuro fueron inesperadas y a veces sumamente dolorosas. La siguiente narración afortunadamente está completa y a mi me dejó realmente impactado. Se pierde un fragmento de algunos meses y luego continúa… …realmente impresionante la velocidad en que Orozco suturaba. Ese profesor era el más hábil cirujano que había conocido y no me explicaba por qué no era él mismo el jefe de la materia de terapéutica quirúrgica. El encargado de esa jefatura, un tal Gutiérrez, era un tipo pedante que nunca nos enseñó algo nuevo. Parecía que guardaba con celo su sabiduría, pero al verlo operar se notaba que no era muy bueno, estando todos seguros que ese puesto lo había obtenido por compadrazgo. Aunque a mi grupo le correspondía cómo profesor al mismo Gutiérrez, yo me le pegué a Orozco y lo asistía a cuanta cirugía practicaba, aprendiendo sus técnicas quirúrgicas como si yo fuera esponja. —El día que tú aprendas a suturas a mi velocidad —me decía—, merecerás todos mis respetos, pues nunca nadie me ha vencido. Estoy seguro que eso me decía pues veía potencial en mí a la hora de operar. Sin embargo, vi ese comentario como un reto y cuando llegaba a casa me la pasaba todas las tardes practicando suturando pollos muertos. Pasando algunas semanas de arduas prácticas con esos pollos y también practicando en el quirófano cuando tocaba mi clase, me sentí capaz de retar a Orozco y cuando en una mastectomía bilateral masiva en una perra de gran talla estaba Orozco a punto de cerrar, fue el momento de retarlo a un duelo de velocidad. Debo mencionar que esa pobre perra tenía tumores masivos en sus glándulas mamarias. Luego de que entre Orozco y yo terminamos de extirpar todos los tumores, quedaron dos largas heridas longitudinales y paralelas de más de 20 centímetros de longitud. Orozco estaba de un lado y yo enfrente a él. Sin decir nada, con la 255

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mirada nos retamos y le pedimos a un asistente nos diera a ambos la sutura, nylon de 00, en este caso. Cuando ambos estábamos listos cada quien con el porta agujas en una mano y pinzas de disección en la otra, Orozco respiró muy fuerte y dijo simplemente: —¡Una, dos, tres…! Y ambos empezamos a suturar simultáneamente las dos heridas. Uno de los asistentes estaba tomando el tiempo con un reloj y entre los alumnos que habían ido a ver esa cirugía se escucharon murmullos. Cuando iba a mitad de la herida di un rápido vistazo a mi oponente y vi que me aventaja un poco y apresuré el paso. Al momento de cortar el último punto, ambos lo hicimos exactamente al mismo tiempo escuchándose aplausos de los asistentes, habíamos terminado ambos en menos de un minuto. —Realmente eres muy bueno —me dijo Orozco al quitarse el cubre boca—, pero no mejor que yo. Sonreí satisfecho por el comentario sabiendo que al menos había igualado al mejor cirujano que conocía. Aunque en diversas ocasiones tuvimos competencias semejantes, jamás logré vencer la velocidad de ese diestro cirujano. Mis otros dos amigos, Carlos y Gabino, también eran muy hábiles en cirugía, no así el buen Ciro, que nunca se atrevió a realizar ni la intervención más pequeña. Para aprobar la materia había que hacer un examen final realizando una ovario histerectomía en una perra. El día del examen de Ciro yo fui su asistente y cuando el profesor Gutiérrez se distrajo, fui yo el que hizo todo el procedimiento, acabando en un momento. Cuando pasó el profesor de nuevo, vio que Ciro ya estaba cerrando la herida lentamente y yo le dije al que lo examinaba: —Con qué velocidad terminó mi amigo ¿verdad, maestro? —y luego de anotar algo en una libreta, sin decir nada el profesor se fue al quirófano de a lado a examinar a otro compañero—.

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Mi buen amigo pasó con 10 la materia. Faltaba menos de un año para terminar la carrera y fe ciega nos tenía Ciro a mí y a mis otros dos amigos. Ya a Gabino le había puesto su padre una veterinaria y Carlos y yo íbamos a diario a dar consulta y hacer cirugías. Ahí los tres adquirimos muchísima experiencia, haciendo a veces complicadas operaciones en los propios chiqueros. Su veterinaria estaba ubicada en una populosa colona cerca de Netzahualcóyotl y ahí muchas personas tenían cerdos en sus traspatios. Fueron incontables las cesáreas que hicimos en cerdas, aprendiendo a hacer cirugías en condiciones extremas. Y lo mejor, siempre salían avante nuestros pacientes. Por esos rumbos era también muy común que envenenaran a perros y nos hicimos expertos en toxicología, aprendiendo a diagnosticar el veneno que usaban con solo ver los síntomas que presentaban los pobres animales afectados, anestesiándolos, lavando sus estómagos de inmediato y aplicando el antídoto que correspondía. Además en esa colonia era común la rabia y sendos sustos llevamos a veces al lidiar con perros rabiosos. Por pura precaución todos nos tuvimos que vacunar contra la rabia, pues es bien sabido que esa enfermedad es espantosa y siempre mortal. Ciro, nunca practicó la veterinaria y en cambio atendía la ferretería de su familia yéndole muy bien económicamente. Sin embargo sabía perfectamente de nuestras habilidades porque muchas veces fue testigo de nuestras proezas. Un primo suyo tenía un enorme rancho en algún poblado del estado de Guerrero y sabiendo que Ciro estaba a punto de terminar su carrera, le pidió de favor que fuera a revisar su ganado porque muchos animales estaban muriendo misteriosamente. El primo de Ciro ignoraba que éste no tenía la menor experiencia en medicina y mucho menos con el ganado, pero para no quedar mal con su pariente nos invitó al pueblo citado para que fuéramos nosotros, Carlos, Gabino y yo, los que diagnosticáramos la enfermedad que estaba diezmando al ganado de su primo. —Por favor —nos rogaba Ciro saliendo de una clase—. Yo pago todos los gastos, pero acompáñenme a revisar ese ganado.

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Por más que hago memoria no me puedo acordar del nombre de ese pueblo, lo que si recuerdo es que está enclavado en la sierra guerrerense y que hace ahí un calor del demonio. A Carlos y Gabino no les agradaba la idea de ir a un pueblo tan recóndito, pero yo mismo me encargué de convenceros. —No le saquen, jotos —les decía—, que, ¿tienen miedo de emprietarse? —sabiendo yo que ambos son muy morenos—. —No es eso, Lobo —me refutó Gabino—. Lo que pasa es que no podemos dejar la Veterinaria sola, además ninguno del los tres sabemos mucho de bovinos. —Nada, nada —le dije—. Le debemos muchos favores al buen Ciro y no lo podemos dejar solo. Además el viaje será el fin de semana. Carlos y Gabino reflexionaron un poco y luego mirando la carita de víctima del buen Ciro no tuvieron más remedio que acceder. Y ahí vamos, emprendiendo una nueva aventura, la cual nos depararía enormes sorpresas y donde me di cuenta de que los poderes que yo poseía eran más grandes de lo que yo mismo creía. Quedamos en que un viernes por la mañana el primo de Ciro pasaría por cada uno de los amigos a nuestras respectivas casas y nosotros llevaríamos nuestros maletines con medicamentos, instrumental y demás implementos para recolección de muestras en caso de la necesidad de recurrir a algún laboratorio clínico para el diagnóstico de la misteriosa enfermedad. Una vez que ya todos veníamos en una enorme camioneta del primo de Ciro, empezamos primero a preguntarle a éste por los síntomas que presentaba el ganado afectado. —Pues miren, muchachos —nos empezó a explicar—, los animales afectados primero están tristes, luego dejan de comer y beber, se quedan parados con la cabeza agachada y de repente pegan la carrera chocando con las trancas. Así duran de 3 a 5 días, luego se caen, patalean fuertemente y finalmente mueren. Mis amigos y yo nos quedamos mirando entre sí desconcertados, pues la verdad no teníamos la menor experiencia clínica de ganado bovino. A pesar de que ya todos habíamos cursado la materia de 258

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clínica de bovinos, nunca nos enseñaron un caso semejante. Los síntomas eran parecidos a una enfermedad llamada listeriosis, pero el cuadro completo no checaba. —No te preocupes —le dije al primo de Ciro—, llegando a tu pueblo revisamos al ganado y te darnos nuestra opinión. —No inventes —me dijo Gabino en secreto, pues ambos veníamos en un asiento posterior—, no tengo ni la más puta idea de lo qué se trata. Tragué saliva cuando volteó a verme esta vez Carlos, quien tenía cara de perplejidad, porque yo suponía que alguno de nosotros tendría al menos una remota idea de lo que se trataba. Tenía miedo que quedáramos como estúpidos al no poder ayudar al angustiado primo de Ciro. —En que lio nos hemos metido —pensaba—. Pero ni modo, la aventura ya estaba emprendida y no podíamos dar marcha atrás. Durante todo el camino veníamos en silencio y por lo menos yo trataba de hacer memoria sobre lo que nos habían enseñado en las clases de enfermedades infecciosas del ganado y la de clínica de bovinos que acabábamos de cursar. Conforme nos adentrábamos en la sierra guerrerense iba haciendo mucho calor que cada vez era más y más insoportable. Ya entrada la tarde al fin llegamos al pueblo y monumental sorpresa llevamos al ver que prácticamente todos los habitantes del pueblo nos esperaba en la plaza. Al ver que nos acercábamos, la banda del pueblo empezó a tocar a la vez que algunos pobladores lazaban cohetones. No lo podíamos creer, nos estaba recibiendo como héroes, pues el problema de esa enfermedad estaba diezmando prácticamente a todo el ganado del pueblo y sabrá Dios que cosa les diría de nosotros el primo de Ciro a todos los del pueblo, pues creían que éramos una especie de sabios que les resolveríamos el problema. ¡En buena nos habíamos metido! Me dio tanto miedo, que por mi mente pasó que hasta nos lincharían si no les resolvíamos el problema. Bajamos del vehículo y los vítores eran estruendosos, palmeándonos las espaldas 259

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con cariño toda la gente del pueblo. Estábamos mudos del asombro y a lo lejos se escuchaba por el altavoz de la iglesia la voz del párroco dándonos la bienvenida. —Bienvenidos, doctores —decía el cura por el altavoz—, esta es su casa. Luego el primo de Ciro nos dijo que subiéramos a su camioneta para llevarnos a su rancho, mismo que esta a unos 3 kilómetros del pueblo. Nos dirigimos a la camioneta y al caminar entre tantas personas confiadas en que nosotros le podíamos ayudar, me sentí como un gusano al ver sus caras llenas de esperanza, pues absolutamente todos en ese pueblo vivían del ganado que poseían. Llegando al rancho del primo de Ciro, le dije de inmediato: —Nos gustaría ver alguno de los corrales dónde tengas a algún animal enfermo. —Desde luego —me dijo—, pónganse sus botas y overoles para ir al corral. Fuimos primero a la casa y luego a la habitación que nos habían designado. El cuarto donde pasaríamos la noche era enorme, típico de las casas antiguas de pueblo, techo altísimo cubierto de manta de cielo y en medio de la habitación un enorme ventilador muy viejo. Cuatro enormes camas con cabeceras de latón estaban dispuesta paralelamente, parecidas a las que tenía mi abuelo en su casa. A pesar de que hacía un calor infernal yo quedé helado al entrar a ese cuarto. Tuve una sensación muy extraña, como nunca antes había tenido. Sentía una presencia, pero maligna, que hizo que se me erizara la piel. A la vez sentí que alguien tenía mucho dolor y sufrimiento y de nuevo tuve la sensación de presencias. Eso no me ocurría desde que era niño y tuve miedo de que nuevamente pudiera ver a almas perdidas. Quedé ahí parada tratando de identificar lo que a mi mente llegaba, pero Gabino me sacó de mi concentración. —¿Qué te pasa, wey? —me preguntó desconcertado—. Parece que estás ido. 260

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—Nada, nada —le dije—. Es que me siento cansado. —Bueno —me dijo—, ahora, ¿qué chingados vamos a hacer si no diagnosticamos esa enfermedad? Esa pregunta me trajo a la realidad. Tomé aire y tratando de concentrarme en el problema por el que estábamos en ese pueblo le dije: —Tranquilo, primero vamos a ver directamente a algún animal enfermo a ver si alguno de nosotros hemos visto algo semejante ¿sale? Y estando todos de acuerdo nos cambiamos y salimos de inmediato para enfrentar el problema. Ya era algo tarde y empezaba a obscurecer, sin embargo nos urgía ver a algún animal afectado para empezar a estudiar el caso. El primo de Ciro nos llevó a un corral pequeño donde ya había separado a una vaca afectada. La vaquilla estaba parada justo en medio del corral con la cabeza agachada y con la respiración lenta. Todos, excepto Ciro, quien se quedó sentado en una tranca del corral, nos metimos para ver al animal de cerca. —Cuidado con la vaquilla —nos advirtió el primo de Ciro—, a veces es traicionera. Carlos volteó a ver a Ciro y al ver su pasividad le gritó disgustado: —¡Baja, cabrón! A regañadientes Ciro brincó del tronco en el que estaba sentado cayendo de bruces boca abajo batiéndose completamente la cara en estiércol. Todos reímos a carcajadas, pero la vaquilla se asustó al oírnos y arremetiendo contra Ciro, quien aún estaba ahí tirado. Mi pobre amigo al ver inminente la embestida le dio tanto pánico, que lo único que se le ocurrió fue volver a meter la cabeza en el estiércol y quedar inmovilizado. Todos corrimos y a empujones distrajimos al animal salvando de una cornada a nuestro amigo. Como pudimos todos salimos muy agitados y al ver la cara de Ciro completamente llena de estiércol rompimos en tremendas carcajadas. 261

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—¡Pinche vaca! —decía Ciro con el corazón aún en la garganta—, por poco me mata. Volvimos a ver a la vaquilla, misma que estaba nuevamente como hipnotizada viendo el suelo en medio del corral. Estábamos realmente desconcertados de esos extraños síntomas. —¿Qué chingados tiene la vaca? —nos preguntó impaciente el primo de Ciro—. Nos quedamos mirando y luego se me ocurrió salir del apuro simplemente diciendo: —Déjanos discutir entre nosotros en la noche, mañana te decimos que hacer. —¿Seguro sabrán lo que tiene mañana? —me preguntó esta vez muy enojado—. —Seguro —le confirmé, pero tragando saliva—. Volvimos a la casa, estando yo muy preocupado, no solo por esa rara enfermedad que padecía el ganado, sino por la extraña sensación que había tenido al entrar a ese cuarto. Pero ni modo, tenía que dormir en alguna parte y no había más remedio que dormir ahí mismo. Nos invitaron a cenar y cuando estábamos en la sobremesa, quise salir de la duda respecto a la sensación que había tenido al entrar a ese cuarto, cuestionando directamente al primo de Ciro. —Oye —le dije—, ¿en esta casa ha muerto alguien recientemente? —No lo sé —me respondió desconcertado—. ¿Por qué lo preguntas? Sin saber de momento que decirle, se me ocurrió una respuesta muy buena. —Lo que pasa —le dije—, es que tengo la duda de que esa extraña enfermedad haya afectado a gente. 262

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—Para nada —me dijo—. Últimamente no ha fallecido nadie en la familia. No sabía cómo preguntarle más al respecto y sabiendo perfectamente que en esa habitación había ocurrido una muerte espantosa en el pasado, esta vez le pregunté al abuelo del primo de Ciro, anciano cercano a los 100 años que se hallaba en una mecedora dormitando despreocupado y cuyo nombre me pareció muy chistoso: Eustaquio, porque el pobre estaba bien sordo. —¡Disculpe, señor Eustaquio! —le dije gritando—. ¿En el cuarto donde vamos a dormir murió en el pasado alguna persona? El anciano se me quedó mirando y luego de morderse varias veces los labios con las encías, pues ya no le quedaba ni un solo diente, nos contó una historia que nos dejó a todos helados. —Cuando recién me había casado —nos empezó a platicar—, estábamos en plena revolución. Mi papá de regalo de bodas me regaló este rancho. Pues resulta que no teníamos ni dos meses de casados Cuca y yo, cuando se escucho en el pueblo el rumor de que un forajido asesino se había refugiado en la sierra… Todos estábamos muy atentos escuchando al don Eustaquio y éste de repente echó la cabeza para atrás y empezó a emitir sonoros ronquidos. —¡Abuelo, abuelo! —le gritó el primo de Ciro, moviéndole una pierna—. Nos estabas contando lo del asesino. El anciano despertó diciendo enseguida: —¿En qué me quedé? —En el rumor de que un asesino se refugió en la sierra —le contestó Carlos con cara de miedo—. —Ah, sí —dijo el anciano mordiéndose nuevamente los labios—. Pues no era un rumor. El asesino era un desertor de los pelones (así 263

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le decían a los soldados federalistas que combatían contra los revolucionarios) que escapó del ejercito porque lo acusaban de asesinato. Lo apodaban “el chueco” porque tenía una espantosa cicatriz cruzándole el rostro. Además de ser un tipo muy feo, tenía fama de desalmado y era perseguido por los revolucionarios y por los pelones. Después de unos días se confió y bajó al pueblo en su caballo y al desmontar de inmediato lo reconocieron, porque habían puesto en todos lados muchos carteles con su retrato ofreciendo cinco mil pesos por su cabeza, una fortuna en esos tiempos. El anciano tomó aire y continuó con su relato, no sin antes volver a morderse los labios: —Los habitantes del pueblo lo rodearon, pero el muy vil sacó un revólver y mató a seis personas. Una bala para cada uno ¡Yo lo vi, yo lo vi! —gritó el anciano—. Tenía un tino del demonio el muy desgraciado. Se notaba perfectamente que a don Eustaquio le había afectado mucho todo eso que había pasado hacía tanto tiempo. Sin embargo, lo que nos narró luego nos dejó aún más fríos. —Luego —continuó con su narración—, cuando vio que ya no tenía balas, sacó un enorme cuchillo y agarró a una mujer embarazada que se había refugiado en el porche de una casa y grito amenazante poniendo el enorme cuchillo en el cuello de la pobre mujer: —¡Atrás, malditos, atrás, si se me acercan le corto el cuello a esta pinche vieja! Al narrar todas esas cosas, don Eustaquio estaba muy alterado y hasta el sueño se le había quitado. —Luego —continuó—, subió a la mujer a su caballo. Tenía una fuerza tremenda ese maldito, porque a pesar de que la mujer estaba bien gorda y a punto de aliviarse, la subió como si nada. Luego él se montó y emprendió la huida a todo galope. La mujer gritaba desesperada y el muy maldito la golpeaba con el fuete que llevaba para que se callara. Todos lo habitantes del pueblo estábamos bien 264

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encabronados. Montamos nuestros caballos y empezamos a perseguirlo. A estas alturas de la narración los presentes estábamos muy atentos e impactados por esa historia, cuando de repente cayó un estruendoso relámpago y todos brincamos del susto. —¡Ay, en la madre! —gritó aterrado Carlos, pues a él esas historias le daban mucho miedo—. Había iniciado una tormenta y el ambiente se puso más tétrico, pues los relámpagos continuaron y la corriente electica empezó a fluctuar, subiendo y bajando la intensidad de la luz de las bombillas del comedor donde estábamos. Los ventiladores del techo hacían ruidos extraños por la variación del voltaje y eso creaba un ambiente aún más espeluznante. Tormentas semejantes son muy frecuentes en esa zona y cuando ocurren generalmente duran toda la noche. —Asómate a la ventana, a ver si ves algo —le dije a Carlos—. El pobre, haciendo un lado la cortina se asomó y dijo muy asustado: —No se ve ni madres. Me acerque con sigilo detrás de él y luego le piqué las costillas a la vez que le gritaba un fuerte —¡Buuuuuu!—. Casi llega al techo del susto y todos irrumpimos con sonoras carcajadas. —Piche Lobo —me reclamo Carlos enfadado—, por poco me infarto. —Anda, abuelo —le dijo el primo de Ciro al anciano—, continua con la historia. —¿En que me quedé? —preguntó don Eustaquio—. Y todos al unísono le recordamos: —Perseguían al forajido. 265

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—Ah, si —respondió—. Empezaba a punto de anochecer pero no lo perdíamos de vista al muy maldito. El caballo donde iba se empezó a cansar y al desgraciado se le ocurrió meterse a mi rancho, a este donde ahora estamos. Todos nos quedamos mirando del asombro y Carlos, con ojos desorbitados le preguntó con voz temblorosa: —¿A este rancho? —Si, muchacho, a éste mero rancho —le contestó el viejito con impaciencia y continuó narrando—: Desmontó del caballo y luego bajó a la mujer, que no dejaba de dar alaridos. Al escuchar tanto alboroto salió pronto la gente de mi rancho. Sacaron las carabinas y le apuntaron al forajido. —¡No disparen, no disparen! —gritó el esposo de la mujer, quien era integrante de los perseguidores—. —El forajido —continuó el anciano—, llevó a rastras a la mujer a la casa y se metió a ese cuarto —señalando don Eustaquio el cuarto donde dormiríamos— y cerró con tranca la puerta. Adentro se oían los gritos desesperados de la mujer embarazada y su marido enloquecido intentaba tumbar la puerta a patadas. Afuera toda la gente gritaba para que soltara a la mujer y de repente se escuchó la voz del delincuente que gritaba: —¡No me voy a morir solo, me voy a llevar entre las patas a esta pinche vieja! —El maldito desgraciado —continuó el anciano—, degolló a la mujer y luego con el mismo cuchillo le abrió la panza y le sacó al niño. Otro espeluznante relámpago iluminó la habitación donde estábamos escuchando a don Eustaquio y pronto se oyó un ensordecedor trueno. Estábamos impactados y mudos ante esa historia tan espantosa. El anciano tomó aire y continuó con la narración: —Se escuchó entonces el llanto de un bebé y el padre desesperado seguía intentando tirar la puerta hasta con los puños sin suerte 266

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alguna. Luego desde adentro el asesino gritó fuerte para que todos lo oyeran: —¡También voy a matar a este bastardo! —¡No, no, no! —gritaba el padre de la criatura dándole puñetazos desesperados a la puerta—. —Luego —siguió el viejito—, se escucho el llanto del niño y poco después ese mismo llanto se volvió opaco hasta que se extinguió. ¡Maldito perro desgraciado! —gritó con llanto en los ojos don Eustaquio—, ¡También degolló al bebé! Instantes después por debajo de la puerta empezó a escurrir mucha sangre quedando un enorme charco. Algunos llegaron corriendo con un tronco y a manera de ariete empezamos a golpear la puerta, hasta que la derribamos. Yo mero fui el primero en entrar y al ver lo que había pasado, casi vomito al ver a la mujer sin cabeza ahí tirada junto a la puerta, toda batida en sangre y al maldito asesino aún con el cuerpo del bebe pero también sin cabeza, la cual estaba tirada en el suelo junto con el cuchillo. Todos nos abalanzamos contra el asesino, éste aventó el cuerpo del niño y cuando intentaba tomar su cuchillo del suelo, tratamos entre todos de sujetarlo. A pesar de que éramos más de 20 no podíamos contra él. Con ferocidad lanzó un fuerte golpe dándole al esposo de la degollada, quedando éste tirado inconsciente junto al cuerpo de su mujer. Ese loco se defendía como una bestia herida, hasta que por fin lo sometimos y le atamos las manos a la espalda. Yo mismo tomé el cuchillo del suelo y se lo acerqué a la garganta. —¡Más vale que me mates ahorita mismo, hijo de puta! —me gritó el maldito asesino—. Porque si no yo mismo te voy a clavar ese cuchillo en el culo. —Me armé de valor —siguió narrando muy serio don Eustaquio— y sin mediar palabra, le metí el enorme cuchillo en la panza. En vez de morirse el maldito, lanzó una carcajada y me dijo enseguida: —¡Voy a regresar por ti maldito y te voy a llevar al infierno! Don Eustaquio estaba visiblemente afectado y al notar eso su nieto le dijo para que se calmara: —Basta por hoy, abuelito… 267

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—¡No, no, no! —le contestó muy molesto don Eustaquio—, déjame terminar de contar —y empezó con el epílogo de esta terrible historia—: —Al ver que no se moría ese mal nacido, le saqué el cuchillo de la panza y sin más, le corté la garganta para que ya se callara. Aún ahogándose en su propia sangre, el maldito seguía riendo hasta que por fin se murió quedando con los ojos muy abiertos mirándome y con cínica sonrisa en el rostro —concluyó—. Ahora comprendía todo. En ese cuarto habitaba la malvada alma de ese desgraciado atrapada en el plano intermedio entre el más allá y éste mundo y tenía presos ahí mismo a la mujer y al bebé que había degollado. Por eso había sentido tanta maldad y al mismo tiempo tanto dolor al estar en esa habitación maldita. —¿Por qué nunca nos habías contado esa historia, abuelo? —le preguntó su nieto al viejito—. —Pues porque simplemente —respondió—, nunca antes me habían peguntado. Y su nieto le hizo otra pregunta que dejó helados a mis amigos: —¿Es por eso que a veces se escuchan ruidos extraños en ese cuarto, abuelito? —Ni más ni menos, hijo —le contestó el anciano—. —Si piensan que voy a dormir en ese cuarto —comentó Carlos con los ojos desorbitados—, están muy equivocados. Gabino y Ciro estaban también muy asustados y estuvieron de acuerdo con Carlos en tampoco dormir en la habitación maldita. El primo de Ciro al ver que nadie quería dormir en ese cuarto nos dijo: —Miren, aquí en la estancia está el sofá cama dónde podrían caber dos de ustedes. —¡Yo ahí me quedo! —se apuntó de inmediato el miedoso de Carlos—.

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Pues a fin de cuentas, mis tres amigos decidieron quedase ahí, juntos y muy apretados en ese pequeño sofá cama, quedando, por supuesto, Carlos en medio. —¿Quieres dormirte en la camioneta? —me preguntó el primo de Ciro—. —Claro que no —le respondí—. Con este piche calor y lloviendo, sin poder abrir las ventanas, me sofocaría. No me importa —le seguí diciendo—, me quedo en el cuarto maldito. —¿En serio? —me preguntó muy sorprendido—. —Desde luego —le dije muy seguro— ya estoy curado de espanto. En realidad quería estar solo en esa habitación para ver si podía rescatar el alma del bebé y la pobre señora degollada. No sabía en lo que realmente me estaba metiendo pues nunca antes me había enfrentado con un alma maldita. Sin más, me metí al cuarto, cerré la pesada puerta de madera y puse la tranca. Tomé aire muy fuerte y no se por que lo hice, pero muy quedito empecé a rezar un padre nuestro. En ese momento recordé la visión que tuve de Cristo cuando fue la representación en Acala, pidiéndole con fervor me ayudara. —Dame fuerzas, Dios mío —pedí con fervor, pues en ese momento volví a sentir la presencia maldita del asesino—. Se me erizaron los cabellos cuando a lo lejos escuché el aullar de muchos perros y un sinfín de rayos que no cesaban. El alma de ese maldito se quería manifestar en este mundo. La tormenta era muy fuerte y las fluctuaciones del voltaje en la red eléctrica eran intensas sacando chispas el ventilador del techo. Sabiendo que afuera de ese cuarto no se escucharía nada, pues la puerta era muy gruesa y la lluvia tan intensa era ensordecedora, grité con fuerza: —¡Manifiéstate, maldito, no seas cobarde! Y justo enfrente de la puerta, como si la estuviera custodiando, apareció poco a poco el espectro del chueco, que era mucho más feo y enorme de lo que había imaginado. No era un espectro bien definido e intuí que al sentir él que yo tenía control sobre este 269

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mundo y el plano donde él estaba atrapado, no se manifestó por completo. Estaba seguro que tenía miedo de que yo lo venciera. —¡Aquí estoy, hijo de puta! —me dijo el espectro tratando de amedrentarme—, ¡Me voy a quedar con tu alma! Inmediatamente después escuché claramente los gritos desesperados de una mujer y el llanto de un bebé. —¡Déjalos ir, maldito! —le grité muy enfadado—. ¡No seas cobarde y entra por completo a mi mundo! Qué ¿Me tienes miedo? —lo reté—. Se fue difuminando el espectro del chueco y solo se escucharon sus espeluznantes carcajadas, los gritos de la pobre mujer atrapada y el llanto desesperado de un bebé recién nacido. Sentí la obligación moral liberar a esa mujer y al niño. Sabía que ese maldito me tenía más miedo a mí que yo a él, así que a cómo diera lugar tenía que entrar al limbo donde se encontraban y tratar de rescatar a esas personas, pero ¿Cómo? En ese momento recordé cuando toqué la centella, aquella noche cuando fui con mi amigo Sergio a una cabaña abandonada y pude entrar sin querer al inframundo. La electricidad tenía que ver con ese hecho; era como una llave para que yo pudiera entrar a ese plano. Miré alrededor del cuarto y luego levanté la cabeza al escuchar un chispazo que salía del viejo ventilador del techo luego de que había caído un rayo, pues la tormenta aún estaba en pleno apogeo. Lo apagué con el interruptor que estaba junto a la puerta y luego subiéndome a una silla, cómo pude, lo arranqué del techo jalando el alambre que lo alimentaba. Desconecté los alambres del aparato jalándolos hasta abajo. Respiré muy fuerte y me puse junto a la puerta en donde momentos antes se había manifestado el espectro. Apreté muy fuerte los extremos pelados del cable, uno en cada mano. Estaba seguro que la descarga que recibiría no sería mortal porque en ese momento el voltaje era muy bajo. Miré mi viejo reloj y éste marcaba las 3:03 de la mañana y 15 segundos. Luego y sin pensarlo mucho, activé el interruptor. Recibí la descarga apretando muy fuerte los dientes y de inmediato mi mente se 270

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sumergió en el plano intermedio y me vi ahí parado rodeado de una espesa neblina. De inmediato sentí la presencia del maldito y escuché los gritos de la mujer y el llanto del niño. —¡Ayúdanos, por favor, ayúdanos! —me imploraba la mujer desesperada—. Frente a mí pude al fin conocer a la mujer que el chueco había degollado. La vi toda ensangrentada, una línea de corte tenía alrededor del cuello, del cual a todo momento sangre le brotaba y en los brazos tenía a su bebé desnudo bañado también en sangre. Cada vez sentía más intensa la presencia del chueco, hasta que por fin pude ver cómo se me acercaba poco a poco saliendo de la negra neblina. —Aquí me tienes, hijo de puta —me dijo el desgraciado—, te vas a quedar conmigo para siempre. Terminado de decirme esto dio un fuerte rugido, parecido al de un león furioso y se abalanzó sobre mí abrazando con fuerza mi cuerpo. Ese maldito tenía un inmenso poder y sentí pánico al verme atrapado en sus brazos. El olor que emanaba ese maldito era nauseabundo y repugnante. No sentí dolor físico, pero si un dolor intenso en el alma difícil de explicar: pavor, desesperación, impotencia, sofocación y rabia contenida al mismo tiempo, es lo que mejor describe lo que sentí en ese momento. Sentí también cómo poco a poco ese maldito absorbía mi mente sintiéndome cada vez más y más debilitado. Sabrá Dios de donde saqué tanta fuerza y haciendo un extraordinario esfuerzo me liberé de ese maldito. —¡Ja, ja, ja, ja…! —se carcajeó el chueco—, Te vas a quedar conmigo, ja, ja, ja… Estaba yo tan debilitado y con tanto pánico, que pasó por mi mente que por desgracia quedaría yo atrapado en el inframundo con ese mal nacido. Cuando se disponía el maldito a arremeter nuevamente contra mí para apoderarse de mi alma, se vio a lo lejos una intensa 271

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luz blanca, brillantísima y de entre la niebla salió mi Lobo corriendo, pero como en cámara lenta. Se puso frente al chueco gruñendo fieramente y se abalanzó sobre él derribándolo enseguida. En ese momento tuve la oportunidad de ir hacia donde estaba la mujer con su hijo y le grité muy fuerte: —¡Corra, corra hacia la luz, corra! La mujer abrazó fuerte a su hijo y corrió hacia la luz, a la vez que el maldito gritaba desesperado: —¡No, no, son míos, son míos! —sin que Lobo lo dejara ponerse de pie, mordiéndolo sin cesar fieramente—. Una vez que la mujer y el niño lograron pasar al más allá, Lobo liberó al chueco, que había quedado tirado en el piso gritando de dolor sin poderse incorporar. Estaba feliz de ver a mi Lobo y ambos nos abrazamos y al acariciarlo de nuevo puede volver a sentir su tibieza y la suavidad de su pelaje. Luego, se me quedó mirando y sin palabras sentí que me decía: —¡Vete ahora, sal de aquí de inmediato! Se despidió de mí con la mirada y luego corrió hacia la luz desapareciendo entre la neblina. Era hora de que yo me retirara, que saliera del inframundo, pero no sabía cómo. Vi que el chueco se ponía de pie y me gritaba enfurecido: —¡Te vas a quedar conmigo, hijo de puta, ya no está aquí esa bestia que te defienda! Tratando de no entrar en pánico, apreté fuerte los ojos y como cuando era niño, pensé que ahí no había nadie, me concentré con todas mis fuerzas y luego de dar un fuerte grito, pude volver a este mundo. Me vi de nuevo en la habitación maldita soltando de inmediato los cables eléctricos. Estaba totalmente bañado en sudor sintiendo que el corazón latía en mi garganta y con la respiración 272

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agitada. Sentí que habían pasado mucho tiempo, pero todavía estaba oscuro y seguía lloviendo tan fuerte como cuando entre al limbo. Vi la hora que era y quedé más que sorprendido: ¡habían pasado menos de 10 segundos! Definitivamente, en el inframundo no existe ni el espacio ni el tiempo y quien ahí queda atrapado, atrapado queda eternamente. Quedé satisfecho al haber liberado a esa pobre mujer y a su hijo de esa alma maldita y feliz estaba de haber podido ver y acariciar a mi querido Lobo, quien nuevamente vino a mí rescate como cuando yo era niño. Estaba exhausto y me acosté de inmediato en una de las camas, la más cercana a la puerta, por si las dudas. Dormí como un tronco, pues realmente estaba molido. Cuando desperté ya había amanecido y se escuchaba el cantar de gallos y mugir del ganado. Vi mi reloj y éste marcaba las 12 del día. Quedé todavía un rato acostado, cuando de repente se escuchó afuera mucho alboroto, ladrar de perros, golpes y muchos gritos. Salí de inmediato y aún estaba acostado Carlos en el sofá cama. No había dormido en toda la noche de tanto miedo que tenía y solo había podido conciliar el sueño cuando ya había amanecido. Estaba tan perdido en su sueño que no oía el alboroto de afuera. Cuando intenté salir de la casa para ver lo que ocurría, entró corriendo un perro como loco y se subió a la cama de Carlos gruñendo desesperado. Mi pobre amigo despertó aterrorizado y dando fuertes alaridos trataba de quitarse de encima a ese animal enloquecido. —¡Quítenmelo, desaforados—.

quítenmelo!

—gritaba

Carlos

con

gritos

Entraron corriendo las demás personas y con palos en mano ahuyentaron al perro que había atacado a Carlos. Gabino y yo nos quedamos mirando y al unísono dijimos: —¡Rabia! En la región había una epidemia de rabia y eso era lo que justamente estaba matando al ganado. Por esos rumbos atacan al ganado vampiros, mismos que pueden trasmitir una forma de rabia al ganado conocida como derriengue. Esta enfermedad no afecta a los vampiros 273

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pero si la pueden trasmitir al ganado y a otros animales. El derriengue es una forma de rabia que generalmente se manifiesta solo con parálisis, pero a veces provoca la típica rabia furiosa, como la que tenía el perro que había atacado a Carlos. Se presenta esporádicamente en forma epidémica en determinadas regiones y luego se auto limita, pasando décadas en volverse a presentar en esa misma región. Ya más tranquilos fuimos a ver si Carlos había resultado herido del ataque del perro, pero afortunadamente corrió con mucha suerte y ni un rasguño había sufrido. El pobre se había defendido como gato boca arriba por el pánico que le había dado ese repentino ataque canino. Durante el almuerzo le dijimos al primo de Ciro que convocara una junta en el pueblo pues ya sabíamos la causa de la muerte del ganado y que la solución era muy sencilla, solo vacunar a todos los animales sanos para que no enfermaran. —Perfecto —dijo satisfecho el primo de Ciro—. Ahora mismo voy al palacio municipal para convocar una asamblea. Y así lo hizo, se convocó una junta y en el atrio del pueblo se reunió toda la gente para darles la buena nueva. Sobre una gran tarima de madera pusieron una larga mesa y muchas sillas. Ahí nos sentamos mis amigos y yo, el primo de Ciro, le líder del pueblo y el cura. Con micrófono en mano el primo de Ciro empezó la audiencia. —Aquí mi primo y sus amigos doctores —empezó su alocución—, han resuelto el caso de la muerte del ganado. Se escucharon aplausos de inmediato y un sinfín de vítores. —¡Vivan los doctores, vivan los doctores! —gritaban una y otra vez, a la vez que lanzaban sus sombreros al aire y la banda del pueblo tocaba una diana—. Yo estaba realmente feliz por toda esta aventura y pidiéndole el micrófono al primo de Ciro, me dirigí a la concurrencia: —Señores, señores, la enfermedad que padece el ganado se llama derriengue, la trasmite los vampiros, esos murciélagos que le chupan 274

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la sangre a los animales por las noches y es muy fácil evitar que se enferme el ganado, solo hay que vacunarlos y ya no habrá una muerte más. Se escuchó una fuerte ovación y nuevamente la banda tocó una diana. Los habitantes del pueblo estaban realmente felices y agradecidos con nosotros. Al voltear a ver a mis amigos los vi sonriendo felices, excepto Ciro, quien estaba hecho un mar de lágrimas de la emoción. Muy sensible mi buen amigo sin duda y sentí que se merecía un premio por su bondad. —¡Señores, por favor, pido su atención! —me dirigí nuevamente a la concurrencia—. En realidad es nuestro buen amigo Ciro el que resolvió el misterio y es él quien merece todo el reconocimiento. Y también tiene gran crédito su primo, quien fue el que lo trajo para resolver este caso. Se escuchó una fuerte ovación, la banda empezó nuevamente a tocar y se escucharon un sin fin de cohetones. La gente estaba realmente feliz y agradecida. Espontáneamente se abalanzaron sobre Ciro y su primo cargándolos en hombros dando vueltas y vueltas alrededor del atrio. Cuando mis demás amigos y yo nos retorcíamos de risa al ver la cara Ciro, que seguía con un llanto incontrolable de tanta emoción, sentí que una mano helada me tocaba el hombro dese atrás. Al voltear a ver quién me tocaba, vi al anciano Eustaquio con lágrimas en los ojos. —Gracias, muchacho, muchas gracias —me dijo al oído—. Se bien que tú has liberado a mi alma de ese malvado. Ahora si voy a poder morir tranquilo. Jamás supe cómo ese anciano averiguó que entré al inframundo y que vencí a la malvada alma del chueco, pero intuyo que la increíble longevidad que don Eustaquio tenía, era por el miedo a morir por la maldición que le había hecho el ese malvado cuando éste le cortó el cuello. 275

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—No se preocupe, don Eustaquio —le dije—, le aseguro que usted ya tiene un lugar el cielo. Se despidió de mí dándome un fuerte apretón de manos y luego dio media vuelta retirándose del sitio con bastón en mano. Y lo que siguió luego fue realmente inesperado cerrando con broche de oro esta… Desgraciadamente se pierde el final de ese relato y luego continúa… …ya era el último semestre y era el más preparado de todo el grupo pues los demás compañeros habían visto esa materia optativa con un desdén de esnobismos sin imaginarse siquiera la importancia de la misma. Efectivamente, esa materia de clínica de animales de zoológico era realmente dura y a pesar de ser optativa nunca nos imaginamos lo difícil que sería aprobarla. En ese entonces yo ya había cursado todas las clínicas teniendo ya experiencia en la detección de alguna anormalidad cuando algún animal la presentaba. Además yo ya tenía más de un año trabajando en la veterinaria de mi amigo Gabino, teniendo muchísima experiencia. Mis compañeros, en cambio, esa era la primera clínica que cursaban y ni idea tenían cuando un animal presentaba alguna alteración. En esos días estaba de moda el famoso oso panda Towí y los recursos que el gobierno le otorgó a la clínica del zoológico eran abundantes habiendo en ese entonces instalaciones de primer mundo. Cuando el profesor nos llevaba a hacer los recorridos por las diferentes instalaciones para observar a los animales tratando de detectar alguna anormalidad, invariablemente yo siempre descubría al animal enfermo. En una ocasión, luego de que yo ya había diagnosticado solo con mirar a los animales enfermos su padecimiento, pasamos frente a la jaula de unos macacos y una hembra se encontraba triste y manchada de sangre entre sus piernas. Había otro mono que agitaba fuertemente la cabeza y de ello nadie, excepto yo, se percató. —Aquí hay una mono muy enfermo —dijo el profesor— y quiero que me digan cual es y qué tiene. 276

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Todos miraron y de inmediato algunos señalaron a la hembra que sangraba. —Es esa changuita —dijo uno de ellos—, tiene una hemorragia. Me volteó a ver el profesor y teniendo la certeza de que yo sabía cuál era el problema me dijo: —Diles a estos ineptos que descubriste en esta jaula. —La hembrita sangrante —empezó mi alocución—, no tiene nada, solo está menstruando. El problema es aquel mono adulto, que sin temor a equivocarme, tiene una otitis externa (inflamación del oído), por eso agita con tanta fuerza la cabeza. —¡Exacto! —dijo el profesor cómo reprochándole a todo el grupo—. Deben ser más observadores y no irse con la finta. En la clínica de animales de zoológico es muy difícil hacer un examen físico directo a los animales y menos auscultarlos. Se debe tener un ojo clínico muy agudo para diagnosticar a distancia. Luego volteó a verme y me dijo muy serio: —De ahora en adelante, tú te callas y hasta que tus compañeros no piensen, observen y me den el diagnostico correcto frente a cada jaula, pasaremos a la siguiente. Obviamente me hice de la enemistad de todo el grupo, quienes me miraban con mucho recelo. Las clases de de dicha materia eran los sábados de 8 de la mañana a 3 de la tarde. Ya muy avanzado el curso, el profesor prácticamente me había dado pase automático para aprobar la materia y no era necesario que asistiera a las últimas clases del curso. Un sábado en particular estaba muy aburrido y decidí ir al zoológico a tomar la clase, dándome el lujo de llegar a la hora que yo quisiera. Un compañero me contó que ese día, muy temprano en la mañana, llegaron un par de lobos mexicanos y el macho se había herido horriblemente uno de sus brazos al querer escapar de la jaula. Ese espécimen en particular era extremadamente agresivo, enfureciéndose con solo acercarse a él. A la pareja de lobos los pasaron de su apretada jaula a una muy grande con cielo abierto 277

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para que se tranquilizaran. El profesor les dijo a los compañeros que iría por un dardo para que desde lejos sedara al lobo herido y así poder suturarlo. Yo llegué a la clínica ya muy tarde sin tener el antecedente de la bravura de ese animal. —A ver, sabiondo —me dijo un compañero cuando me vio entrar— ¿Qué tiene ese lobo? Me acerqué a la jaula y luego de una rápida mirada le contesté: —¿Pues cómo que tiene, tarado? Se debe haber herido con la jaula. —Pues anda, cúralo —me retó—. Con el maletín en la mano, abrí la jaula dispuesto a curar al pobre animal y cuando uno de los compañeros intentó advertirme algo, el que me había azuzado lo interrumpió: —No, no, deja que el sabio lo cure. Al muy desgraciado no le importó poner en riesgo mi vida pues yo ignoraba la bravura de ese lobo. Me acerqué primero a la hembra y ésta se dejó acariciar. Era muy joven y dócil, moviendo frenéticamente la cola. El macho, en cambio, se agazapó en un rincón mostrándome amenazadoramente la dentadura y gruñendo enfurecido. Me acerqué lentamente a él a la vez que le decía: —Tranquilo, mi lobo, solo te voy a ayudar. El pobre animal sangraba de la herida y a veces se la lamía sin dejar de gruñirme. Voltee a ver a mis compañeros y con el índice les indiqué que guardaran silencio pues se escuchaban intensos sus murmullos y la cara de pánico que tenían era indescriptible. Me acerqué lentamente al lobo herido mirándole fijamente a los ojos. Cómo me recordaba a mi Lobo, tenía la misma mirada de fiera indomable. Acerqué la mano para acariciarle su cabeza y en un instante me lanzó una mordida que por poco me arranca los dedos, sintiendo hasta su aliento. 278

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—¿Qué es eso, lobo? Le dije muy disgustado y mirando a sus ojos — ¿Te vas a dejar curar, o qué? Parecía que me había comprendido agachando de inmediato la mirada haciendo para adelante las orejas. Nuevamente me acerqué y esta vez se dejó acariciar la cabeza. —¿Ya ves? —le dije—. Todo va a estar bien. Abrí mi maletín, saqué mi ligadura, preparé en una jeringa un anestésico de acción corta, le ligué el brazo sano y antes de ponerle la inyección en la vena le dije muy tranquilo. —Si me muerdes, no te la acabas ¿eh? Con todo cuidado introduje la aguja en la vena, quité la ligadura y le inyecté el anestésico. En menos de 10 segundos quedó profundamente dormido. Voltee a ver a mis compañeros quienes estaban con la boca abierta del asombro y yo les sonreí burlonamente. Lavé la herida, le puse un antiséptico y de inmediato procedí a suturar la piel rasgada. Al estar poniendo el último punto de sutura, de nuevo llegaron a mí, ráfagas de visiones incoherentes. Hacía mucho tiempo que no tenía visiones y quedé muy desconcertado. Me vi dentro de un agujero muy oscuro iluminado, supongo, por una linterna. Escuchaba ruidos espeluznantes y de repente uno ensordecedor que me dejó aturdido. Luego me vi sentado mirándome las manos que tenían guantes puestos muy ensangrentados y sobre los que caían lo que primero supuse eran gotas de agua, pero pronto advertí que eran lágrimas mías. Vi edificios derrumbados y escuché aterradores gritos de gente desesperada. Entre todos esos edificios colapsados alcancé a ver a lo lejos la Torre Latinoamericana intacta. Indudablemente un terremoto devastador ocurriría en un futuro en la ciudad de México, pero ¿cuándo? Estaba extasiado poniendo mucha atención a la visión que tenía, cuando un fuerte grito me sacó del trance. 279

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—¡Fernando! —gritó desesperado el profesor desde afuera de la jaula— ¡sal de ahí inmediatamente! Reaccionando a ese grito, volví en mí y terminé de suturar al lobo poniendo finalmente un vendaje e eyectándole un antibiótico de depósito para evitar que la herida se infectara. Salí de la jaula y el regaño que siguió luego fue más que severo. —¡Estás loco! —me dijo el profesor muy disgustado—. No sabes en la situación en que me hubieras metido si algo te hubiera pasado. —Yo se manejar a estos animales, doctor —le dije— y sé cómo… —¡Nada, nada! —me interrumpió—. Tú has quedado exento de presentar examen y no te quiero volver a ver aquí nunca. Salí de la clínica, muy apenado y con tremenda angustia sobre la visión que había tenido. Si no me hubiera gritado el profesor, seguramente habría encontrado en esa visión alguna señal que me indicara la fecha de ese terrible acontecimiento. Sin embargo, unos meses antes de ese terremoto, una nueva visión me dio indicios de cuándo ocurriría. Haberme visto llorando con guantes ensangrentados me dejó con mucha incertidumbre, correspondiendo todo eso, a uno de los episodios más desgarradores de mi vida, el cual ocurriría en un cercano futuro. Al llegar a casa tremenda sorpresa me llevé cuando encontré… Se pierde un fragmento y luego continúa… …así pasó el tiempo y terminé la carrera. Llegó la graduación y la facultad nos pagó a toda la generación un gran festejo donde hubo una comida y asistió la orquesta sinfónica del estado de México. Todos íbamos bien arreglados con traje, pues además de asistir al concierto sinfónico, también nos tomarían la fotografía de la generación. Finalizado el concierto todos salimos al patio a que nos tomaran la fotografía. Éramos cerca de 500 alumnos y para que saliéramos todos en la fotografía improvisaron unas tarimas soportadas apenas por unos endebles tubos. Las frágiles tarimas tenían 5 niveles y cuando estábamos sobre ellas parados se movían 280

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de un lado a otro peligrosamente. Antes de la fotografía, cuando todos estaban acomodándose en las tarimas, me acerque al fotógrafo porque me llamó la atención la extraña cámara que nos tomaría la foto. Yo conocía un poco de fotografía y jamás había visto una cámara semejante. El fotógrafo me explicó que su cámara era de formato especial para poder abarcar a tan extenso grupo de personas. Me dijo que va sacando una fotografía por sección. Por ejemplo, empieza del lado izquierdo, saca una foto, se mueve a la derecha, saca otra foto y así hasta sacar los cuadros necesarios para abarcar a todo el grupo. Le pregunté qué cuanto tiempo duraba el proceso de que inicia la primera fotografía a la última y me dijo que cerca de 10 segundos. A mí se me ocurrió una reverenda tontería. Pensé en ponerme de pié en el extremo donde empieza la primera fotografía y una vez que la tomaran correr por detrás del grupo y pararme en el extremo opuesto para salir dos veces en la misma fotografía. Y así lo hice, le pregunté al fotógrafo porque lado iniciaría y ahí me fui a parar. El fotógrafo nos dijo: —Ahora sí, todos serios y derechitos, ya voy a empezar Empezó la cámara a trabajar y una vez que tomó la primera fotografía me fui corriendo por detrás pero lo hice con tanta prisa que me tropecé en uno de los tubos que sostenía las tarimas donde todos estaban sentados, ¡y ahí vienen todos para abajo! Cómo no era grande la altura no pasó a mayores, sin embargo la escena fue en verdad graciosa, pues todos estaban pálidos del susto tirados hechos bola. Entre la confusión no se supo que provocó la caída y yo disimulando que también había caído, me limpiaba las ropas fingiendo estar muy indignado. Esa fue mi última travesura de estudiante. Ahora había que hacer la tesis y luego estudiar para el examen profesional. En ese entonces seguía haciendo cirugía y dando consultas en un consultorio que el papá de Gabino le había puesto allá por ciudad Neza. Ahí seguí aprendiendo teniendo como maestro mis propias experiencias y uno que otro libro de consulta. El servicio social lo realicé en el Instituto de Investigaciones Biomédicas (IIBM) de la UNAM. Todas las tardes por 6 meses asistía a dicho instituto a atender el biotério y ahí aprendí métodos 281

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avanzados de investigación biomédica y microcirugía. También ahí realicé mi tesis cuyo tema era la clonación animal, sin duda tópico muy avanzado y poco conocido en esa época. Durante todo el tiempo de la transición de estudiante a profesionista me dediqué en cuerpo y alma a terminar completa mi carrera, aprender lo más posible y a empezar a trabajar en lo que yo tanto amaba, la medicina veterinaria. Como antes mencioné, mi amigo Gabino me permitía por las mañanas dar consulta en su veterinaria y ahí aprendí solo, mucho más que en la facultad. Por aquella época mi facultad estaba en huelga y al mismo tiempo toda la UNAM también lo estaba. Esa doble huelga dificultó mucho mis trámites para recibirme. Fue un martirio para mí localizar a los sinodales para mi examen profesional buscándolos en CU, en sus casas, en la propia facultad o en cualquier parte. Lo que más me indignaba era que ellos no tenían idea del tema de mi tesis pues era un área tan poco explorada que yo sabía mucho más que ellos al respecto y me daba rabia ver como supuestamente la corregían. Cuando le mostraba las supuestas correcciones que le habían hecho a mi tesis a mi asesor no oficial que era el director del IIBM me decía: —No le hagas caso a esos ignorantes. Diles que sí la vas a corregir los que ellos te dicen, pero a la hora que la mandes imprimir déjala como la habías escrito. Y así lo hice. Por fin terminaron las huelgas y abriendo las oficinas administrativas pedí fecha para mi examen profesional. La fecha esperada que me dieron fue el 24 de noviembre. Era 31 de octubre quedándome menos de un mes para preparar mi examen. Estudié noche y día en ese lapso y al llegar la fecha esperada sentía que me moría de los nervios. Pasaron por mí, Carlos, Ciro y Gabino pues yo me sentía tan nerviosos que no podía ni manejar. Mis amigos se burlaban de mí por mi pálido aspecto, pero no era para menos, yo lo consideraba el día más importante de mi vida. A dicha ceremonia podían asistir amigos y familiares, pero yo quise que dicho examen fuera casi a puerta cerrada asistiendo solo mis amigos. Tomé tal decisión porque una ocasión asistí a un examen profesional de un pasante, quien llevó a toda su familia incluida a su novia y público en 282

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general. Al pobre tipo le han puesto una revolcada en el examen que hasta se puso a llorar. Obviamente no pasó el examen y el ridículo que ha de haber sentido el pobre debe haber sido terrible. Yo no quería que me ocurriera eso y por si las dudas no invité a nadie, salvo a mis íntimos amigos de la facultad. Llegó la hora del examen y no aparecía el presidente del jurado y ahí estoy como estúpido buscándolo por toda la escuela. Se me ocurrió ir a buscarlo a la cafetería y ahí estaba muy quitado de la pena tomando un café y leyendo el periódico. —¡Doctor, ya es hora de mi examen! —le dije muy molesto—. —¿Qué, es hoy tu examen? —me contestó el desgraciado—. Me le quedé mirando con ganas de golpearlo pero conteniéndome le dije: —Vamos por favor a hacer mi examen ¿sí? Se puso de pié de mala gana y nos dirigimos al pequeño auditorio donde se celebraría el examen. Inició la ceremonia con un estúpido discurso del presidente del jurado. Yo estaba de pié frente a los tres sinodales sentados tras un inmenso escritorio. Empezó la serie de preguntas y yo contestando como podía. El presidente del jurado teniendo fama de ser muy severo en dichos exámenes trató de sorprenderme con preguntas muy específicos de su área que era la citología para hacerme quedar mal. Sin embargo no sabía que yo tenía de asesor no oficial, ni más ni menos que al director del Instituto de Investigaciones Biomédicas, que me había hecho estudiar la citología muy a fondo para poder tener comprensión de los temas referentes a mi tesis. Así que contesté más que satisfactoriamente sus preguntas y en vez de haberme hecho quedar mal, muy al contrario me vi como un experto en el tema. Eso le irritó mucho al dichoso presidente y se me quedó mirando enojado pues era él el que se había visto mal al preguntar un tema tan difícil con el obvio propósito de perjudicarme. Los otros dos sinodales me preguntaron temas muy generales de medicina veterinaria respondiendo muy bien a todas sus preguntas. Luego siguió la serie 283

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de preguntas sobre mi tesis, pero ellos al ser casi ignorantes del tema se limitaron a preguntarme de qué trataba y punto. Llegó la hora del veredicto y para ello los sinodales nos invitaron a todos a salir para dialogar entre ellos y así lo hicimos. Yo estaba afuera muy nervioso y mis amigos bromeando me decían que me había visto muy mal y que seguro reprobaría. Eso me puso los nervios de puntas y pensaba si de verdad me había visto tan mal. Se tardaban una infinidad y yo muerto de angustia hasta que por fin nos indicaron que pasáramos pues ya tenían su dictamen. Estando de nuevo frente al jurado el secretario del mismo me pidió disculpas por la tardanza en tomar una decisión sobre el resultado pues el veredicto había sido dividido. Yo me preguntaba: —¿Dividido, por qué? —pues yo me había sentido muy bien en mi examen—. En lo que no estaba de acuerdo uno de los jurados, justamente el presidente, era en otorgarme la mención honorífica. Afortunadamente ganó la mayoría del jurado y no solo aprobé mi examen satisfactoriamente, sino que además me otorgaron la citada mención honorífica, que representa un verdadero orgullo para cualquier universitario. Cuando leí mi protesta no pude contener las lágrimas y luego de tanto tiempo que ha pasado, ahora que estoy escribiendo esto, aún me lleno de emoción al recordar ese día. Luego de leída la protesta el secretario del jurado, que era mi asesor oficial de tesis, me expendió la mano y me dijo: —Felicidades, colega —dándome luego un fuerte abrazo—. Se me escurrían las lágrimas de la emoción y lamentaba que no estuvieran presentes mis papás y mis grandes amigos de la preparatoria ni mi amada Violeta. Invité a mis buenos amigos a festejar a mi casa donde mis papás me esperaban con ansia. Ya en la casa abracé a mis padres con mucho cariño dándoles las gracias por su apoyo y comprensión. Inmediatamente después corrí al teléfono y le hablé a mi Violeta. 284

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—¡Mi amor, mi amor! —le dije—. ¡Pasé mi examen y me han otorgado mención honorífica!—. —¡Felicidades, Lobito! —me dijo emocionada—. Cómo alguna vez le había dicho que luego de recibirme iría de inmediato por ella, le dije muy seguro: —Mi amor, te juro que tan pronto me estabilice económicamente y pueda ofrecerte lo que te mereces iré de inmediato a tu encuentro. —No te preocupes, Lobito —me dijo muy tranquila—, me parece perfecto que pienses en nuestro futuro. Francamente en el futuro ni quería pensar pues me daba terror vislumbrar con mis dones lo que vendría. Bueno, pues así quedamos, en cuanto me estabilizara iría por mi amada. Mientras tanto empezaba el festejo en mi casa. Yo pensaba que ese día bebería mucho para festejar con mis amigos, pero supongo que tanto estrés me dejó liquidado y me sentía muy débil. Luego de la comida bebí con mis amigos un rato y viéndome ellos tan exhausto decidieron prudentemente retirarse. Ese día me fui a acostar temprano, sin embargo no podía dormir por las emociones del día. Sentía una enorme responsabilidad por saberme ya un médico veterinario titulado y de repente brinqué de la cama y me puse a estudiar en un enorme libro de farmacología los temas en que me sentía más fallo. En los días que siguieron mi papá me ofreció un departamento detrás de la casa para poner ahí mi propio consultorio, idea que me pareció estupenda y así lo hice. Vendí mi coche que para entonces ya era anticuado y con el dinero compré mobiliario, instrumental y adapté ese departamento como consultorio. Muchos no me auguraban suerte en eses sitio por estar muy escondido. Pero sin importar lo que me decían decidí probar suerte. La primera semana solo tuve un paciente y con el tiempo se fue incrementado mi clientela y los días sucesivos ya contaba con gran número de ella. Mi carrera me encantaba y a pesar de tener mucho trabajo parecía que de vacaciones estaba. Un día me llamó al consultorio una dama que alguien la había recomendado conmigo. 285

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—¿Es usted el doctor Franco? —me preguntó luego de que yo hube contestado—. —Servidor —le dije muy seguro, teniendo a la vez un raro sentimiento al escuchar la voz de esa dama—. —Soy Vivian Helton —se presentó— y me lo recomendó mucho una amiga. Fíjese, doctor —me siguió diciendo —, que tengo un perro labrador llamado Lucky que he llevado con varios veterinarios y no dan con lo que tiene. —No se preocupe —le dije—, deme su dirección y voy a domicilio a revisar a su perro. Pues así quedamos. Por la tarde llegué al domicilio que esa mujer me había dado y luego de hacerme pasar la que supongo era una chica parte de la servidumbre, tomé asiento en un cómodo sillón ubicado en una espaciosa sala. Hizo su arribo la dama con quien antes por teléfono había hablado, me puse de pié y quedé con la boca abierta al ver su figura que se vislumbraba delante de un vitral alumbrado por un sol radiante. Al acercarse y ver su cara puede ver que era una hermosa mujer de un poco más de treinta años, que a pesar de su juventud, tenía el pelo completamente cano. Su mirada era profunda pero a la vez cálida y su voz era como de terciopelo. Pero lo que realmente me dejó impresionado fue que pude ver su aura, resplandeciendo a su alrededor con colores tan vívidos y extraños como en mi vida había visto antes. Colores tan extraños y fabulosos que yo no conocía. Difícil de explicar, pero esos eran colores que no existían. Yo en ocasiones podía ver el aura de algunas personas y sabía perfectamente cuando alguien era realmente malo o bueno, o simplemente el humor en que se encontraban descifrando los colores que les rodeaban. Colores frescos como el violeta, el azul intenso hasta el verde pálido indicaban que la persona era buena y tranquila. En cambio los colores cálidos como el rojo, naranja y marrón oscuro denotaban que la persona era iracunda y violenta, o simplemente estaban muy disgustados. Los colores del aura de esa dama eran rarísimos, sin poder yo descifrar su carácter o intenciones. —Buenas tardes, doctor —me dijo a la vez que con la mano me pidió tomar asiento—. 286

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Tomé asiento y luego extrañado vi que se me acercaba tomando una de mis manos. De inmediato cerré los ojos y sentí como si fluyera entre nuestras manos una intensa energía inundándose mi mente de todas, absolutamente todas las visiones clarividentes que yo había tenido en mi vida. Eso ocurrió en pocos segundos. Luego vi la muerte de esa dama, muerte que ocurriría muy pronto, pues la vi prácticamente igual que en ese momento estaba. La vi tendida en una cama, con aparatos conectados y solo una persona presente, que era una anciana que luego de que la misteriosa dama hubo muerto, lloró desconsolada. Abrí los ojos de inmediato y luego de haber visto su muerte, vi que ella seguía en trance apretándome muy fuerte la mano. —¡Señorita, señorita! —le dije angustiado al ver que los ojos en blanco tenía y temiendo algo le pasara—. Por fin reaccionó la dama, soltándome la mano y sentándose a mi lado respirando muy fuerte como si estuviera muy cansada. —Se por la que has pasado —me dijo— y se perfectamente todo lo que has sufrido. Estaba realmente impresionado pues yo también creí que jamás encontraría a una persona semejante a mi. Sin embargo intuía que esa dama era mucho más poderosa que yo pues sentí que fue ella misma la que introdujo la visión de su muerte en mi mente. Le tomé nuevamente la mano y sin mediar palabra nos miramos y ambos se nos derramaron lágrimas. Esas lágrimas las sentí de profundo dolor por ambos, de melancolía y a la vez alegría por haber encontrado a alguien que realmente y en toda su magnitud me comprendía. —¿Por qué permitiste que viera tu muerte? —le pregunté—. —Yo ya sabía que este encuentro ocurriría —me empezó a explicar— y fue el propio destino el que nos ha reunido, pues de no ser por Lucky (su mascota) nunca te habría conocido. —A propósito —le dije— ¿cuándo reviso a su perro?

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Sonrió la dama y luego de ponerse de pie dio un fuerte grito hacia el jardín donde se hallaba su perro: —¡Lucky, ven bonito! —y llegó el perro enseguida—. Era su mascota un enorme y dócil labrador dorado, que una vez hubo llegado se acercó a mi moviendo la cola para que lo acariciara. Muy cariñoso era aquél canino, pero enseguida detecté su problema. Cuando se agitaba tosía de manera muy extraña. —¿Desde cuándo tiene esa tos tu perro? —le pregunté a la dama—. —Pues fíjate que desde hace como 2 meses —me dijo—. Lo he llevado con tres veterinarios y me han dicho que tiene bronquitis, pero por más tratamientos que le han dado no ha mejorado nada, al contrario, esa tos tan fuerte que has escuchado, cada vez es más severa. Me enseñó luego todos los medicamentos que mis colegas le habían prescrito, viendo que prácticamente todo el arsenal farmacológico para problemas respiratorios le habían mandado: antibióticos, antitusígenos, expectorantes, mucolíticos, antiinflamatorios etc. Temiendo que esa tos se debiera a un problema de insuficiencia cardiaca, enseguida le ausculté el corazón. No encontré falla cardiaca alguna, pero al estarlo auscultando de nuevo tosió y noté un ruido muy extraño. Puse luego el estetoscopio en el cuello, a la altura de la laringe y esperé con paciencia a que el perro tosiera. Por poco quedo sordo al escuchar esa tos tan extraña, quitándome de inmediato el estetoscopio de los oídos. —Tu perro tiene un cuerpo extraño en la tráquea —le dije muy seguro—, entre la laringe y los bronquios. Va a ser necesario dormirlo para revisar las vías respiratorias altas con un laringoscopio para ver si vemos algo. —¿Y aquí harías el procedimiento? —me preguntó la dama—. —Claro que si —le dije— y cuanto antes mejor. Pues manos a la obra. La servidumbre trajo una mesa de plástico y la pusieron en un pasillo muy iluminado. Procedí a dormir al Lucky con 288

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un anestésico de acción ultracorta y una vez que estaba bien noqueado lo subimos a la mesa. Enseguida abrí el hocico e introduje el laringoscopio. Al desplazar la glotis hacia abajo pude ver perfectamente un objeto redondo de color verde que se movía de adelante para atrás al ritmo de la respiración del perro. —¡Por todos los santo! —exclamé—. ¡Es una canica “bailando” en la tráquea! Efectivamente, el pobre perro se había tragado una canica, pero en vez de irse por el esófago, se le fue por la tráquea, quedando atorada entre la laringe y los bronquios. Por más que tosía el pobre animal para expulsar el cuerpo extraño, más se inflamaba la laringe y menos podía salir esa canica. Había que hacerle una traqueotomía para sacarla. —¿Quieres que ahora mismo le haga una traqueotomía? —le pregunté a la angustiada dueña—. —¿Puedes hacerlo ahora? —me preguntó intrigada—. —Desde luego —le respondí muy seguro—, en peores condiciones he operado. Efectivamente, para entonces tenía mucha experiencia en cirugía, habiendo hecho cirugías hasta en establos y chiqueros. Traía en ese momento en mi maletín campos quirúrgicos e instrumental de emergencia ya esterilizado. Afeité el cuello y luego de haber lavado y puesto un antiséptico coloque los campos quirúrgicos. Dos sirvientas sostenía las patas del perro, al cual ya lo habíamos colocado decúbito dorsal (boca arriba) y me daba risa ver sus caras de espanto que en ese momento tenían. Puse anestesia local el la zona y luego de pocos minutos procedí a hacer la traqueotomía. Rápidamente localicé los anillos de la tráquea e hice una incisión en la misma. Detrás de la herida vi cómo la canica iba y venía al ritmo de la respiración y me costó muchísimo trabajo sacarla pues era muy lisa y estaba húmeda por las secreciones de la tráquea, hasta que por fin pude atraparla con unas pinzas de Allis sacándola enseguida. Suspiré de alivio al ver esa canica afuera y luego procedí a cerrar la 289

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herida. Quedó la dama muy asombrada por haber sido testigo de una cirugía semejante, diciéndome agradecida: —Me has dejado realmente impresionada, tienes una habilidad asombrosa con las manos. Sin falsa modestia, comentaré que la velocidad en que yo realizo cirugías es en verdad muy buena, diciéndome algunas personas que me han visto suturar, que parezco prestidigitador. Pues en esa ocasión me pulí tanto al tener a esa dama tan especial cómo público, que yo mismo quedé sorprendido de la velocidad en que actué en ese caso. Luego voltee a ver a Vivian y le pregunté extrañado. —¿Con esa increíble capacidad clarividente que tienes, porque no tocaste a Lucky para ver que lo que le había pasado? —Ay, doc —me dijo mortificada—. Tú mejor que nadie sabe que uno lo que menos desea es ver las cosas pasadas o las que vienen. Bien sabes que a veces da terror ver algo que uno no desea. Desde hace más de 10 años he tratado de bloquear lo que a mi mente llega y menos he tratado de ver el pasado o porvenir de nadie, pues cuando antaño lo hice, invariablemente siempre me arrepentí de ello. Luego de un fuerte suspiro me continuó diciendo: —Una vez me ganó la curiosidad y por desgracia vi mi propia muerte y dese entonces siento que estoy muerta en vida. —Me pasa exactamente lo miso —le dije—, siempre que veo cosas del futuro, invariablemente me arrepiento luego. Pero justamente por eso, cuando siento que puedo escudriñar mi propio futuro, me bloque por completo. Aunque tú más que nadie sabe que a veces las cosas que llegan a la mente entran sin que uno pueda hacer algo al respecto. Y justamente por eso necesito un consejo para que cuando me pase eso pueda saber cuándo, en que fecha ocurren esas cosas. —Tienes razón —me dijo—, a veces uno no tiene control sobre lo que a la mente nos llega y cuando eso ocurre lo que tienes que hacer es serenarte y tratar de ver detalles, porque cosas aparentemente insignificantes en el entorno de las visiones que uno tiene nos pueden 290

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dar pistas importantes de las fechas en que ocurrirán esos acontecimientos. Además —continuó—, procura mover tu mente para ver distintos ángulos de las visiones que tienes y así podrás encontrar más pistas para saber la fecha aproximada en que pasarán esas cosas, en verdad, es muy fácil. Efectivamente, siempre que tenía yo visiones, las veía desde un solo punto de vista, sin desplazarme del sitio donde las veía. Gracias a esos consejos no pasó muchos tiempo en que yo viera claramente un acontecimiento catastrófico que ocurriría en un lejano futuro que literalmente arrasará con naciones entraras. —Fíjate —le dije—, que mi padre posee mis mismos dones, pero en menor medida. Y siempre me ha dicho que lo que tiene que ocurrir, ocurre y ocurre sin remedio. ¿Tú crees que eso es verdad? —Desgraciadamente eso es correcto —me contestó—. Desde niña he tenido visiones del futuro y por más que he tratado de evitar ciertas cosas, de todas maneras ocurren. Mi propia muerte por ejemplo, que tú mismo has visto, va a ocurrir dentro de solo una semana y no puedo hacer absolutamente nada para evitarla. —¿Cómo? —le pregunté angustiado—. Si estás ahora perfectamente sana. ¿Cómo es posible que no puedas hacer nada al respecto? —Tengo un aneurisma aórtico inoperable —me dijo— y en exactamente una semana se reventará. Hago un paréntesis para comentar que los aneurismas son un debilitamiento de las arterias, donde alguna sección de sus paredes se adelgaza y se infla como globo. Cuando llegan a reventarse la hemorragia es intensa y tratándose de la arteria más importante del cuerpo que es la aorta, la hemorragia generalmente es mortal. Pues efectivamente, la muerte de esa dama era inevitable y por desgracia ella sabía cuándo ocurriría desde hacía mucho tiempo, sufriendo intensamente por ello. La dama tomó mi mano de nuevo y agachando la cabeza entró en llanto. —Trata en lo posible de bloquear todo lo que llegue a tu mente —me dijo— y nunca intentes ver el porvenir de nadie y menos de tus seres 291

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queridos. Y Cuando esas visiones lleguen a tu mente y estas sean de un futuro lejano, trata de navegar en ellas para buscar indicios de cuándo ocurrirán. Luego, viéndose en su rostro verdadera preocupación, me dijo: —Y nunca, óyelo bien, nunca vuelvas a entrar al inframundo. Ahora que entré en tu mente, vi cómo te enfrentaste en el pasado a una alma maldita y por poco pierdes la lucha. Pudiste haber quedado atrapado por toda la eternidad en ese plano y eso sí sería una verdadera tragedia. Luego de ese consejo, nunca más en mi vida intentaría hacer semejante cosa, pues Vivian me había hecho reflexionar y comprendí que cualquier tragedia en este mundo no es nada comparado a quedarse atrapado eternamente y ser un alma perdida. —No te preocupes, Vivian —le dije—, esa experiencia no pienso repetirla nunca. Sin embargo, en el futuro, un acontecimiento inesperado hizo que de nuevo vagara por esos rumbos. A los pocos minutos, Lucky despertó de la anestesia y tambaleando y moviendo la cola se acercó a su dueña para que ésta lo acariciara. —Precioso, ya estás bien —le dijo— ya vas a descansar de esa tos que no te dejaba ni dormir. La dama volteó a verme y sentí cómo me daba las gracias con su sola mirada a la vez que con la misma se despedía. Pretendió sacar de su bolso dinero para pagar mis honorarios y yo la detuve con la mano y luego de sonreírle, con la mirada le dije que no lo hiciera. Tomé mi maletín y sin palabras me salí de su casa, recordando a todo momento la muerte de esa extraordinaria mujer que muy pronto ocurriría. Meditaba sobre mi propio destino, siguiendo los consejos de Vivian me había dado, bloqueando siempre cuando algo de mi propio futuro me llegaba y nuca más ingresar al inframundo. Sin 292

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embargo en un futuro, a pesar de que aprendí a bloquear todo a lo que a mi mente llegaba, esas malditas visiones me atormentarían en mis sueños, sin que yo pudiera evitar que a mi mente llegaran. Esa misma noche cuando intentaba dormir, llegó a mi mente algo realmente extraordinario que jamás me había ocurrido, ¡Vivian se estaba comunicando mentalmente conmigo! Era la cosa más extraña… Se pierde un fragmento donde inicia el 7° capítulo y la historia continúa… …no pasó mucho tiempo en que ahorré lo suficiente para ir por mi amada y pedirla formalmente en matrimonio. Mi hermano Javier, el abogado, que en ese entonces trabajaba en una notaría, tenía relaciones laborales con funcionarios bancarios y me hizo el enorme favor de conseguirme un crédito hipotecario haciéndome de un día para el otro de una pequeña casa, muy cercano a la de mis padres. Pronto la amueblé y ya no había impedimento para que por fin se cumpliera mi sueño de estar casado con mi Violeta del alma, así siempre le decía. Le llamé por teléfono un día y tremenda sorpresa le di al decirle que por ella iría. —Mi Violeta del alma —le dije por teléfono—, hoy mismo voy a pedir tu mano. —¡De veras, Lobito! —me contestó emocionada—. —¡Claro que si, mi vida —le dije muy seguro—. —Pensé que pasaría más de un año para que vinieras por mí —me dijo—. —Pues no, mi vida hermosa —le contesté feliz de la vida—, salgo por ti en este momento. Y sin más, ese mismo día fui por ella. Cómo ya no tenía auto, fui por Viole en autobús en viaje directo. Salí a las 9 de la mañana llegando a Acala hasta las 5 de la tarde. Durante las largas horas de viaje no dejaba de cavilar sobre lo que vendría, sabiendo perfectamente que si yo quisiera podía ver lo que pasaría, pero me bloqueaba a propósito 293

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de inmediato cuando por mi mente se vislumbraba algo sobre mi propio futuro. No quería saber nada de eso y quería vivir como toda persona normal solo el momento. Pensé luego en mi amada, en lo felices que seríamos por el limpio y hermoso amor que nos unía. Estaba molido del trasero y también hambriento por tan extenuante viaje, pero todo valía la pena por mi amada. Mi encuentro con Violeta fue muy emotivo, encontrándonos justo en la puerta de su casa. Cuando di vuelta en una esquina la vi ahí parada con enorme sonrisa y su largo cabello suelto, que en cámara lenta parecía se movía con el viento. Sin mediar palabra nos tomamos de las manos y a ambos se nos escurrían lágrimas de felicidad y emoción por nuestro definitivo encuentro. Yo tenía un nudo en la garganta sin poder articular palabra y a ella le ocurría exactamente lo mismo, pero nuestras miradas decían más que mil palabras. Por fin nos abrazamos y al oler su cabello sentí que al cielo había llegado. Luego nos dimos un apasionado beso sintiendo yo que nuestras almas se fusionaban. Ya luego pasamos a la casa de su tío donde me recibió con gusto y alegría. —Bienvenido —me dijo sonriendo—, esta es tu casa. Nos dimos un fuerte apretón de mano y luego tomamos asiento. —Así que pretendes llevarte mi sobrina —me dijo ya muy serio el cura—. —Pues sí, padre —le contesté tímidamente—. Creí que ya había hablado con ella. Dio el padre una risotada rompiendo el hielo y me dijo luego: —Claro que me ha dicho todo, lo que pasa es que le quería dar machetazo a caballo de espadas, pues Viole me ha dicho lo bromista que tú eres. Todos reímos a carcajadas y luego de la nada, el padre se volvió a poner serio y dijo muy seguro: 294

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—Pues no dejo que te la lleves. Viole y yo pusimos cara de asombro y el padre volvió a dar otra carcajada, a la vez que me decía: —¡Te lo volví a hacer, te lo volví a hacer! —Ah, que padrecito tan chistoso —pensé en mis adentros, sonriendo yo nerviosamente—. —Bueno —nos dijo el padre—, pasemos a comer porque me muero de hambre. Luego de comer, Viole y yo salimos a caminar por el pueblo tomados de la mano para planear nuestra futura boda. Estaba realmente feliz porque sentí que por fin había llegado la hora de dejar de sufrir. No sospechaba siquiera lo que en la noche vería es esas visiones que me atormentaban, un acontecimiento aterrador que ocurriría en el mundo en un lejano futuro. Sin sentir pasó el tiempo y cayó la noche. Merendamos algo ligero y luego cada quien nos fuimos a dormir a nuestras respectivas habitaciones. Al despedirme de Viole en la puerta de su cuarto le dije en secreto: —Muy pronto dormiremos juntos, mi amor —y luego le di un beso en la mejilla—. La candidez de esa chica era increíble. Se apenó muchísimo sonrojándose y riendo nerviosamente me decía: —No me hables de esas cosas ahora, Lobito. No vez que estamos en casa de mi tío. —Esta bien, mi vida —le dije—, pero de todos modos voy a soñar toda la noche en el día en que estemos juntos. Agachó Viole su cabeza y se metió a su cuarto apenada. No podía creer la suerte que yo tenía, estando seguro que ella jamás había compartido el lecho con hombre alguno. Fui a la habitación que me habían designado y luego de escuchar la radio por un rato intenté dormir. Estaba realmente molido por el largo viaje y caí rápidamente 295

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en un sueño profundo. Pasada la media noche empecé a tener un sueño muy raro. En ese momento, aunque estaba soñando, sabía que el que tenía no era un sueño, era una visión del futuro que se aferraba entrar a mi mente. Quería despertar con todas mis fuerzas pero sentí enseguida lo que se conoce como parálisis del sueño y no pude mover ni un solo dedo. Esa visión invadía mi mente y era aterradora. Vi miles y miles de muertos en fila, tapados con sábanas blancas teñidas de rojo y de algunos cadáveres escurrían sangre. Entre las filas algunas personas con trajes especiales con escafandras anotaban algo en libretas que llevaban. Surcaban los cielos extrañas naves pequeñas a toda velocidad una tras otra, como si fueran en una autopista. A lo lejos se veían edificios que ardían en llamas y el ambiente estaba dominado por espesas nubes de humo gris. No quería ver más y me aferré a despertar a como diera lugar. En el trance trataba de gritar con todas mis fuerzas para salir de ese estado, pero al parecer no solo lo intentaba, sino que así lo hice, porque de repente sentí que me sacudían con fuerza. —¡Qué tienes, Lobito! —me dijo Violeta a la vez que me sacudía, pues desde afuera se escucharon mis alaridos entrando ella enseguida—. Me le quedé viendo a Violeta y para tranquilizarla le dije: —Perdón, mi amor, es que a veces tengo horribles pesadillas. Pero no te preocupes, no me pasan muy seguido. —Me has dado el susto de mi vida —me dijo muy preocupada Violeta—. Anda, intenta dormir de nuevo. Me dio un beso en la mejilla y se retiró a su cuarto. Yo quedé muy inquieto, sin embargo necesitaba dormir. Intenté hacerlo de nuevo, pero tan pronto caía dormido entraba de nuevo esa horrible visión. Me senté en la cama y recordé lo que me había dicho Vivian: que cuando fueran inevitable las visiones lejanas en el tiempo intentara navegar en ellas y así lo hice. Por primera vez tuve completo control de lo que veía y pude ver con toda claridad que una espantosa epidemia arrasará con la mitad de la humanidad e incluso devastará 296

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poblaciones enteras de pequeños países. Era la visión más impactante de todas las que había tenido y afortunadamente sería muy lejana en el tiempo. El causante será una mutación del virus del Ébola Zaire que se trasmitirá con el viento y causará devastación en el mundo. Fiebres hemorrágicas matarán en minutos y nadie estará a salvo del contagio. Bueno, casi nadie, pues un dato curioso e importante que averigüé en esa visión fue que la mayoría de los veterinarios serán inmunes a ese virus ¿por qué? Pues resulta que esa mutación viral (Filoviridae Évola Zaire N1) cruzará específica y antigénicamente con los Paramyxoviridae causantes del moquillo canino. Los veterinarios de pequeñas especies al estar en contacto con perros con esa enfermedad desarrollan anticuerpos contra ese virus y consecuentemente contra ese tipo de Ébola. Dato importante, porque serán miles de veterinarios los que atenderán a los enfermos. Detalles tan precisos como fecha exacta del inicio del la pandemia y países más afectados los tenía y… Por desgracia se pierde éste crucial fragmento en la historia, sin embargo luego, en el transcurso de la narración, se vislumbra el año exacto en que ocurrirá esa espantosa epidemia y luego continúa… …la fiesta sería en la casa de mis padres. En verdad ese fue el día más feliz de mi vida. Había escogido justamente mi cumpleaños para tan memorable evento, siendo un viernes 9 de diciembre de 1983. Mejor regalo no podía tener. Al estar parado en el pequeño atrio de la iglesia, vi con nostalgia el panteón que está enfrente, recordando que cuando era niño, ahí mismo conocí a mi amado Lobo. Cuando estaba concentrado pensando en ello, se escuchó el claxon del auto de una prima, en el que venía mi Violeta. Cuando la vi bajar del auto sentí que se me salía el corazón del pecho al verla tan hermosa ataviada de un sencillo pero elegante vestido de novia. Oficiaría la misa mi primo Manuel, que es un culto sacerdote jesuita con doctorados en el Vaticano y además gran amigo mío. Pasé luego yo a la iglesia y tomé mi posición frente al altar esperando el arribo de mi amada. Empezó la ceremonia y vi desde el altar entrar a Violeta del brazo de su tío. Todo me parecía un hermoso sueño y aunque la parroquia que habíamos escogido era realmente modesta, la misma de mi pueblo 297

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querido, todo se me hacía grandioso por el inmenso amor que le profesaba a mi Violeta del alma. La ceremonia fue sencilla, acudiendo a ella solo nuestros familiares más allegados y algunos de mis amigos. Cuando mi primo Manuel le preguntó a Violeta si me aceptaba como esposo, se me hizo un nudo en la garganta a la vez que sin sentirlo se me derramaban lágrimas de la inmensa emoción que tenía. —Claro que acepto, padre —contestó mí Violeta sonriendo—. —Fernando —me dijo mi primo— ¿Aceptas a Violeta como tu esposa? Juro que en ese momento no podía articular palabra y me quedé trabado. —¡Que si aceptas a Violeta como esposa! —repitió fuerte mi primo—. Reaccioné enseguida y voltee a ver a Violeta, quien tenía cara desconcertada. Le sonreí y acercándome a su oído le dije: —Claro, claro que si acepto, mi vida —dándole un beso en la mejilla—. Sonrió feliz mi Violeta del alma y luego eso mismo le dije con voz firme a mi primo: —¡Claro que si acepto! Aunque en las ceremonias católicas no se acostumbra eso de que el ministro dice “puede besar a la novia”, antes de la ceremonia le dije a mi primo que me hiciera el favor de decir esa frase después de que ambos nos diéramos el “si”. Y así lo hizo. —Puedes besar a la novia —me dijo mi primo el cura con enorme sonrisa poniendo las manos juntas—. 298

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Levanté el velo de mi amada y tremendo beso le di en la boca a la vez que la concurrencia aplaudía emocionada. Juro por Dios santo que está en los cielos que ese fue el momento más sublime de mi vida, pues ante el creador de todas las cosas sentí que mi alma se fundía con la de ella, mi amada Violeta del alma. A la vez que la besaba corrían por mi mente miles de cosas buenas que este mundo nos brinda: paisajes hermosos de montañas nevadas, bosques maravillosos, el mar embravecido y un sinfín más de cosas que parecía que las veía volando como un ave a gran altura. Buen presagio eso parecía, pues por primera vez en mi vida las visiones que tenía nada tenían que ver con cosas malas o tragedias. Terminó la ceremonia y salimos de la iglesia. Como es costumbre, nos arrojaron arroz y luego vinieron los abrazos. A pesar de que la casa de mis padres estaba a solo media cuadra, una prima hizo que abordáramos su auto y al ir lentamente hacia la casa tocaba una y otra vez la bocina para que todos voltearan. Yo la verdad estaba muy apenado, pero más lo estaba Violeta quien luego me dijo que en ese momento se sintió ridícula y acongojada. Pues ni modo, ahí íbamos los dos muy apenados. Al llegar a la casa, tan lento había conducido mi prima, que todos los invitados llegaron a pié primero, quienes nos aplaudieron al descender del auto. Yo estaba tan feliz que no me importaron semejantes ridiculeces, no así Violeta que estaba notoriamente apenada. Al entrar a la casa me dijo en secreto: —De haber sabido mejor no hacemos fiesta. —Ten paciencia, mi vida —le dije para calmarla—, los festejos durarán solo dos días—. —¿Qué? —me preguntó desconcertada. Solté la carcajada y de inmediato supo que le había jugado una broma. —Ya te pareces a mi tío —me dijo medio disgustada—. Pues el festejo fue muy discreto pues ni a Viole ni a mí nos gustaba el baile ni las ridiculeces de “la víbora de la mar” y menos eso de pedirle a los invitados prendieran dinero a la camisa del novio. Me 299

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dio gusto que también en eso Viole y yo coincidiéramos. Cómo la boda había sido muy temprano, la comida fue más bien almuerzo sirviéndose los platillos antes de las 12 del día. Mi mamá guisó y sobra decir que todos los invitados estaban más que fascinados con tan suculenta comida. Arroz verde con rajitas de chile poblano fue el primer platillo y luego el clásico mole con pechugas de pollo enrolladas rellanas de algo que nunca identifiqué pero que estaba delicioso. Y finalmente de postre, helado de tejocote que también hizo mi mamá. Luego de comer y departir con los invitados llegó el momento en que Viole y yo partiéramos plaza despidiéndonos de todos. Con toda sinceridad he de confesar que me moría de ganas de estar a solas con mi amada y de inmediato abordamos mi coche para ir a pasar nuestra luna de miel en Pahuatlán, ese hermoso pueblo de donde es oriundo mi buen amigo Ciro. Cómo había comentado antes, ese pueblo es el más hermoso de todos los que he conocido en México, siendo aquél un verdadero vergel. Viole no lo conocía y luego de haber llegado me dijo con la boca abierta: —¡Pero Lobito, este lugar es más hermoso de lo que me había imaginado! Encañado entre la sierra huasteca, el pueblo está al fondo de un valle y todos los alrededores cubiertos de frondosa vegetación plagada de árboles frutales. Entre las montañas que rodean al pueblo brotan manantiales de agua cristalina y al fondo del valle corre un hermoso río que pude cruzarse a través de un puente colgante y a solo unos pasos puede verse una caudalosa cascada. Las casas del pueblo son las típicas moradas de provincia, antiguas y hermosas. El hotel donde Ciro nos había hecho el favor de reservarnos una habitación era de tipo colonial rústico y tanto Viole cómo yo estábamos fascinados con ese detalle. Sabía que a Viole le iba a gustar el lugar elegido y más que gustarle estaba feliz de mi elección para pasar nuestra luna de miel en ese fascínate pueblo. Cómo llegamos pasadas las 5 de la tarde y era diciembre, empezaba a oscurecer. Guardamos el auto en el estacionamiento y luego con maletas y todo fuimos a registrarnos a la administración del hotel. En el momento de estarnos registrarnos un botones nos subió el equipaje a nuestro cuarto. Nos dirigimos a la 300

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habitación y luego de abrir la puerta intenté cargar a Viole para pasar y depositarla en el lecho nupcial, como se supone debe hacerse en esos casos, pero Viole no se dejaba. —¿Qué te pasa, Lobito? —me preguntó desconcertada—. —Nada, cachorrita —le dije—. Es que se supone que la costumbre indica que debo cruzar el umbral de la puerta con la novia en brazos. —¿Ah, sí? —me dijo—. Pues anda, cárgame —me retó—. No creyó que podría cargarla, sin embargo en vilo pude levantarla, luego de pasar cerré la puerta con un pié y finalmente la deposité suavemente en la cama. —Al fin, solos, cachorrita —le dije muy cerquita de la cara para luego darle un apasionado beso—. —¡Espera, espera! —me dijo—. Por lo menos vamos a cambiarnos ¿no? —Bueno —le conteste resignado—, vamos a cambiarnos. Ella en verdad se veía muy nerviosa, yo en cambio estaba peor que un lobo en celo. Se metió al baño y luego de un breve lapso, cuando yo apenas me estaba quitando los calcetines, en vez salir con un baby dol o algo así, ¡no!, salió con ropa casual, blusa hasta el cuello, pantalones y zapatos tenis. —Vamos a dar una vuelta al pueblo, ¿sí? —me dijo con sonrisa nerviosa—. Pues ni modo, iríamos a dar una vuelta por el pueblo. Después de ponerme los zapatos salí muy serio del cuarto cogido de la mano de Violeta. —¿Estas enojado, Lobito? —me preguntó muy sumisa—. —Cómo crees, mi vida —le dije—. Es que pensé de que ya era hora de… —Mira que hermosas casas —me interrumpió para impedir que continuara—. Son en verdad muy antiguas ¿verdad? 301

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—Si, mi vida —le expliqué—, Ciro me ha contado que este pueblo lo fundaron en el siglo XVIII unos ingleses, quienes primero se asentaron en otro pueblo cercano llamada Honey, por el que pasamos antes de llegar acá. —Ah —me dijo—. Con razón muchos de los pobladores son blancos con ojos verdes. —Pues nada más ve a mi amigo Ciro —le comenté—, parece güero de rancho —y ambos reímos a carcajadas. Pues recorrimos todo el pueblo y Viole fascinada viendo con cuidado las fachadas de las casas. Como ella es experta en artes plásticas me explicaba de qué estaban hechos los acabados y me comentaba sobre el estilo de cada casa. Ya estaba oscuro y a mi me urgía estar a solas con ella, pero seguía ella caminando mirando las casas. —Ya es hora de ir a descansar, ¿no? —le dije ya con cierta impaciencia—. —Está bien, Lobito —me contestó agachando la cabeza sabiendo lo que yo ya quería—. Pues al fin regresamos al hotel y ya en la habitación Viole me dijo que se iría a cambiar metiéndose al baño y yo emocionado me empecé a desvestir quedando solo en calzoncillos y para que Viole no se apenara me metí entre las cobijas. No esperé mucho tiempo en que mi amada saliera del baño. Literalmente quedé con la boca abierta cuando la vi salir. Se había puesto un baby dol negro trasparente que dejaba ver todo su cuerpo a través de esa trasparente prenda. Ella con vestido y con pantalones dejaba ver un hermoso cuerpo, pero en esa prenda lucía verdaderamente espectacular. —Cierra la boca —me dijo y luego me preguntó apenada—: ¿Te gusta, Lobito? Juro por Dios que nunca había visto un cuerpo más hermoso que el de mi Violeta.

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—Eres la mujer más hermosa que jamás he conocido —le dije con toda sinceridad—. Una verdadera diosa griega era la que tenía por esposa, no pudiendo creer la suerte que yo tenía. De lo que siguió luego, solo puedo comentar que sin lugar a dudas, esa fue la experiencia más hermosa de toda mi vida y no me había equivocado, era el primer hombre en la suya. Ya en la madrugada, ambos rendidos por fin nos dormimos. Ya estando profundamente dormido empecé a tener nuevamente sueños extraños, sabiendo perfectamente que eran visiones del futuro. Pero esta vez, más que una visión, fue algo que sentí en la piel. Estando en trance dentro del sueño sentí claramente cómo tocaba una pequeña mano, misma que estaba helada. Luego escuché gritos desgarradores, tan fuertes y lastimosos, que desperté de inmediato muy asustado. —¿Qué tienes, Lobito? —me preguntó Viole muy quedito, pues la había despertado—. Desperté agitado y luego de tranquilizarme un poco le dije para que no se asustara: —Perdón, mi Vida. Ya sabes que a veces me dan horribles pesadillas. Cómo antes había señalado, yo ya había aprendido a bloquear por completo las visiones que pretendían invadir mi mente estando despierto, pero ahora se presentaban las mismas cuando dormía, no pudiendo tener control sobre ellas. Viole estaba muy preocupada y me dio un consejo: —Por que no vas con un especialista para que te atienda ese problema. Sabiendo yo que no tenía remedio, le mentí para que se tranquilizara: —Seguiré tu consejo. Tan pronto pueda iré con un siquiatra.

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Pues ambos ya más tranquilos nos abrazamos y volvimos a dormir. Creo que en esos momentos estaba muy sensible pues vinieron las terribles visiones del futuro que nuevamente me atormentaban. Volví a ver escenas del terremoto que ocurriría en la ciudad de México. Esta vez estaba dispuesto a averiguar la fecha en que ocurriría y empecé a viajar en esa visión. Cómo antes lo mencione, en la visión que anteriormente tuve de ese suceso, había visto en las casas banderas de México, lo que indicaba que esa tragedia ocurriría en un septiembre, pero necesitaba más pistas. Entre los derrumbes vi gente desesperada rascando entre los mismos y en una esquina había un puesto de periódicos derribado. Mentalmente me acerque a ese puesto y vi un periódico y de inmediato me avoque en fijarme en la fecha del mismo. Estaba muy manchado de polvo y solo pude ver el mes y el año. Efectivamente, era septiembre el mes en que ocurriría ese terremoto y claramente pude ver el año: 1985. Luego, dentro de esa misma visión, sin que yo pudiera controlar lo que veía, me vi encerrado en un lugar muy oscuro sintiendo mi cuerpo apretujado entre escombros. Se escuchaban gritos ahogados y ruidos espeluznantes de tono muy bajo que crujían a mí alrededor. Luego sentí pánico y en mi visión me vi desesperado tratando de salir de ese horrible sitio. —¡Qué tienes, Lobito! —me sacudió esta vez muy fuere Violeta—. Desperté bañado en sudor y le dije muy agitado a Viole con el corazón aún en la garganta: —Otra vez, perdóname, cachorrita. Te juro que esto no me pasa muy seguido. —Deben ser las emociones del día —me dijo—. No te preocupes, apenas son las 4. Vamos a intentar dormir de nuevo. Y así lo hicimos. Sin embargo, una vez conciliado el sueño, nuevamente tuve más visiones. Me daba rabia no poder controlar lo que a mi mente llegaba, pero esta vez, teniendo perfecto conocimiento de que estaba en trance, me avoqué a poner atención de lo que veía. Vi algo que ya antes había visto en otra visión. Vi mis 304

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propias manos con guantes de cirujano totalmente llenas de sangre mezclada de tierra, viendo caer en ellos lágrimas mías. En el trance tuve un ataque de ansiedad al ver semejante cosa, pero hice un esfuerzo para tranquilizarme y ver lo que ocurría luego. Sin embargo, mi mente empezó a divagar por otros rumbos en el tiempo y la distancia y vi algo espeluznante que nunca antes había visto. Observé le erupción de un gigantesco volcán y cómo una enorme nube de polvo y cenizas bajaban por la ladera de la montaña arrasando a su paso una ciudad entera. Aquel era el Vesubio, cuya furia estaba destruyendo pueblos y ciudades cercanas, entre ellas Nápoles, la cual vi totalmente devastada. En ese momento no identifique el volcán que había hecho erupción ni la ciudad destruida. Pero afortunadamente en una visión que tuve en el futuro pude determinar no solo esos datos, sino la fecha exacta de ese desastre, viendo además otros muchos detalles. Dentro de mi propio sueño las cosas cambiaron, teniendo esta vez sueños normales, que fueron afortunadamente muy agradables. —Gracias, Dios mío, por haberme dado una tregua —pensaba—. Dormimos hasta medio día y al despertar mi amada esposa nuevamente me hizo inmensamente feliz y yo a ella. Afortunadamente durante toda nuestra luna de miel no tuve visión alguna siendo esos días los más maravillosos de mi vida. Cómo tenía el pendiente de haber dejado cerrado el consultorio y temiendo perder clientela, solo estuvimos en ese maravilloso pueblo 5 días. Pronto regresamos a casa empezando formalmente nuestra vida marital. Cómo en mi familia no tuve hermanas, en casa estábamos acostumbrados todos los hermanos a atendernos solos, ayudándole a mamá en todas las labores domesticas. Cuando empezó mi convivencia con Viole, ella no me dejaba hacer nada. Cuando acabábamos de comer, por ejemplo, e intentaba levantarme para recoger mis platos y lavarlos, ella me decía: —¡Qué, qué, qué, usted no se levante! —sentándome por los hombros y recogiendo ella misma la mesa—. 305

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Yo siempre estuve acostumbrado a tender mi propia cama, pero mi Viole tampoco me dejaba. Ella era una mujercita a la antigua con costumbres provincianas muy arraigadas y aunque me regañaba cuando intentaba hacer algo en la casa, yo de todas modos le ayudaba cuando no me observaba. Guisaba delicioso y sus platillos eran muy variados, yendo a casa de mamá a cada rato para que le pasar diversas recetas. Se llevaba de maravilla con mis progenitores, diciendo mamá a toda persona que llegaba de visita a su casa: —Ojalá todas mis nueras fueran como la esposa de mi Lobo. Mi papá, no se diga, adoraba a mi esposa, pues veía lo feliz que ella me hacía, amen que Viole se desvivía en atenciones cuando él nos visitaba. Mi padre era un hombre muy sincero y nunca tuvo empacho en afirmar que Violeta era la hija que siempre había deseado. Mi padre siempre había querido tener una hija y quizá por eso tuvo tantos hijos intentando tener una y en verdad la había encontrado en Violeta. No dejaba de darle gracias a Dios por haberme puesto en el camino de esa maravillosa mujer que llenaba toda mi vida. Nuestro matrimonio fue siempre perfecto, no habiendo nunca ni un pequeño disgusto siquiera. Éramos compatibles en todo. Me encantó el hecho de que a pesar de que ella siempre fue muy seria con toda la gente, conmigo en cambio era jovial y bromista. Al igual que yo amaba a los animales, no habiendo perro perdido que ella no recogiera consiguiéndole algún dueño. A Viole le encantaba mi trabajo y siempre fue mi asistente en cirugía. Tan hábil era, que le permitía hacer siempre los cierres en cada cirugía. Ella, habiendo estudiado artes plásticas, era experta en vitrales, haciendo en sus ratos libres, que eran muy pocos, hermosos trabajos que luego vendía para ayudar a los gastos de la casa. El vidrio de colores, cañuelas de plomo y demás implementos para hacer esos trabajos no eran fáciles de obtener, teniendo Viole que ir con frecuencia a una vidriería especializada en la colonia Roma para conseguirlos. Las ventana de nuestra casa estaban llenos de sus vitrales y las mismas lucía espectaculares cuando el sol las iluminaba. A mi me encantaba su trabajo y le dije que me enseñara. Pero para eso resulté muy bruto, porque al cortar el vidrio siempre lo rompía. 306

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—No te desesperes, Lobito —me decía—, solo es cuestión de paciencia. Pues nunca la tuve y dejé por la paz el asunto. Me ha de haber visto muy frustrado mi Viole, porque luego me enseñó otro arte semejante al de los vitrales llamado vitro-mosaico. Ese me resultó muy fácil y divertido pues solo había que cortar cuadritos y triángulos de vidrios de colores y teniendo ya muchos de ellos se van pegando con pegamento transparente sobre un vidrio al que previamente se le ha puesto un diseño por debajo, una mariposa, por ejemplo. Terminados de pegar todos los vidrios se espera a que seque el pegamento y luego se prepara cemento blanco. Se llenan todos los espacios entre los pequeños vidrios con el cemento, se espera uno a que se seque un poco y se pasa un paño húmedo sobre los vidrios para quitarle el exceso. Una vez seco el cemento, el resultado es muy hermoso. Poniendo a contraluz el vitro-mosaico terminado, uno queda muy satisfecho. Hice bastantes de esos trabajos y me gustaron tanto, que nunca me desprendí de ellos. Me sirvió de terapia hacer esos vitromosaicos, pues cuando trabajaba en ellos me relajaba bastante. Pasó algún tiempo sin sobre salto alguno y una tarde, cuando estaba muy distraído cortando un vidrio rojo, tuve un horrible presentimiento, sintiendo que el corazón se me salía del pecho. Al cerrar los ojos vi enormes llamaradas y sentía calor en la cara. —¿Qué tienes, Lobito? —me preguntó Viole sacándome de ese trance—. —Nada, nada, —le dije—, es que estoy muy cansado. Cómo ese día hubo mucho trabajo, no le extrañó a Violeta verme tan distraído, sin embargo quedé muy preocupado por esa extraña visión que había pasado por mi mente en forma de ráfaga. Pues llegó la noche y luego de haber pegado algo de vidrio en un trabajo que en esos días hacía, no metimos a la cama y enseguida quedamos dormidos. Dormí plácidamente pues realmente estaba muy cansado, pero muy temprano me despertó una ansiedad como nunca antes había tenido, latiéndome el corazón rápidamente. Esta vez no sabía 307

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lo que me pasaba y hasta temí me fuera a dar un infarto. De repente observé extrañado que la ventana se iluminaba de un intenso brillo anaranjado y poco después se me taparon los oídos y todas las puertas y ventana empezaron a vibrar fuertemente. Por mi mente pasó que era el gran terremoto que yo ya había visto en mis visiones, pero pronto me di cuenta que eso que ocurría era algo totalmente diferente. Las vibraciones que se sentían hicieron que Viole despertara y ambos desconcertados nos asomamos por la ventana quedando aterrados al observar gigantescas llamaradas que salía por detrás de un cerro vecino. Luego esas inmensas lenguas de fuego se fueron haciendo más pequeñas, hasta que desaparecieron detrás del cerro, pero quedando alrededor del mismo un intenso resplandor anaranjado dejando ver su silueta en la oscuridad. De inmediato prendimos el radio y quedando sorprendidos al escuchar que el comentarista de un programa de noticias informaba que acababa de ocurrir una tremenda explosión de gas en la colonia San Juan Ixhuatepec, habiendo cientos de muertos. Dicha colonia se ubica justamente detrás del cerro vecino a nuestro pueblo. Nos vestimos de inmediato y ahí empezó uno de los episodios más dramáticos de mi vida, pues al ir a auxiliar a los sobrevivientes fuimos testigos de escenas dantescas. Toda la gente de mi pueblo estaba asustada afuera de sus casas y en varias ocasiones se escucharon nuevas explosiones y se dejaron ver tras el cerro nuevamente inmensas llamaradas, sintiéndose en todo el cuerpo, particularmente la cara, un intenso calor que sofocaba… Se pierde un fragmento y luego continúa… …aún no estábamos decididos. El tener un hijo no es cosa de juego y estuvimos de acuerdo en espera unos años. De momento lo que no me dejaba dormir era la proximidad del terremoto que venía. Cómo antes mencioné, me juré a mi mismo no decirle nada a Viole de las visiones que tenía, pues estaba seguro que si algo le decía, me retaría a que le demostrara mis dones. Tenía pavor de solo pensar en averiguar respeto a su destino y el mío, así que ese aspecto de mi vida mejor preferí tenérselo oculto. Además, fundados temores tenía al saber lo racional que era mi Viole, estando seguro que quizás ella 308

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pensaría que estaba loco al saber que yo veía cosas tan extrañas. Habiendo solo una persona que me comprendía, decidí entonces pedirle opinión a papá de cómo actuar es este caso. Un domingo por la tarde Viole y yo fuimos a visitar a mis padres. Mientras Viole y mamá compartían secretos culinarios en la cocina, papá y yo nos quedamos en la sala platicando un rato. Le conté sobre la visión que había tenido del terremoto y luego me volvió a decir lo que hacía años me había comentado: —Lo que tiene que ocurrir, ocurre y ocurre sin remedio y más tratándose de un suceso de la naturaleza. Lo que hay que hacer — continuó—, es tratar que toda la familia esté lo más posible en casa este mes y estar bien preparados. Afortunadamente mi casa, la tuya y la de tus hermanos están muy bien cimentadas y estoy seguro que resistirán un gran temblor. Lo peor que podríamos hacer es huir de la ciudad. Qué tal si en el viaje o a donde vayamos nos pasa algo peor. Papá tenía razón. Anteriormente, cuando traté de impedir algo nunca lo logré, aún sabiendo lo que pasaría. Lo mejor sería estar bien preparados. Desgraciadamente no tenía el día exacto en que ocurriría el terremoto y apenas estábamos a 1 de septiembre. Me aterraba pensar en las visiones que había tenido de mí mismo respeto al terremoto, teniendo la esperanza de esta vez hubieran sido solo sueños. Me equivoqué rotundamente al respecto. Por esos días mi hermano Javier nos invitó a Viole y a mí a pasar un fin de semana en su casa de campo, ubicada en otro hermosísimo pueblo llamado Taxco, en el estado de Guerrero. Viole no se animaba pues en verdad era muy casera y odiaba estar fuera de casa. Sin embargo la convencí con el argumento de que yo había trabajado varios años seguidos sin unos días de descanso. Además en verdad yo quería despejar un poco la mente y quizá inconscientemente huir unos días de la ciudad para evadir el inminente terremoto que venía. —Bueno, Lobito —me dijo Viole resignada—, pero solo el fin de semana. —¡Perfecto, mi vida! —le contesté emocionado—. Ya verás que te va a encantar ese pueblo. 309

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Pues efectivamente, le fascinó, pues en el centro de Taxco hay un sinfín de tiendas donde venden joyería de plata. Viole, además de ser especialista en vitrales, también lo es en orfebrería, o sea, en confección de joyería, pasando horas y horas en esas tiendas no solo apreciando la hermosa joyería, sino también viendo cómo los artesanos las elaboraban. Todo el sábado por la mañana y también toda la tarde nos la pasamos de tienda en tienda y aunque no comprábamos nada, Viole estaba aprendiendo las técnicas de los artesanos. Llegada la noche fuimos a casa de mi hermano, que está ubicada a orillas del pueblo. Cuando llegamos nos dijo muy preocupado: —¡Pensé que se habían perdido! —Nada de eso, mi hermano —le contesté despreocupado—. Lo que pasa es que hicimos un censo de todas las tiendas de platería del pueblo —riendo Viole a carcajadas por semejante comentario—. La esposa de mi hermano nos invitó a cenar y luego de haberlo hecho platicamos muy a gusto haciendo sobremesa. Cómo hacía mucho tiempo que no departía con mi hermano, brindamos largo rato y cuando nos dimos cuenta ya estábamos algo tomados. Empezaba a llover viéndose en las ventanas relámpagos y a lo lejos se escuchaban los truenos. —Solo falta que tiemble —dijo mi hermano y yo literalmente tragué saliva por tal comentario—. Ya muy entrada la noche por fin nos fuimos a dormir a nuestras respectivas habitaciones. Cómo había bebido demasiado quedé prácticamente noqueado y dormí como un niño. Por la madrugada un extraño ruido nos despertó a todos. Se escuchó al principio algo semejante a una locomotora pero debajo de la tierra y luego siguió un temblor cómo yo nunca había sentido. La tierra en lugar de mecerse, brincaba y al hacerlo vibraba toda la casa. Todos nos paramos asustados reuniéndonos en la estancia viéndonos las caras. Afortunadamente el temblor duró muy poco y de inmediato, pensando que ese era el gran temblor que yo había visto en mis 310

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visiones, corrí al teléfono a hablare a papá. Marqué con ansia y luego de un largo rato muy angustioso, por fin me contestaron. —¿Bueno? —escuché la voz de papá, que estaba muy amodorrado— . —Papá, soy yo, Lobo —le dije—. —¿Pasa algo, hijo? —me preguntó preocupado—. —Nada, Papá —le contesté— ¿Es que no han sentido el temblor? —Aquí no ha temblado, Lobito —me dijo—. ¿Allá tembló muy fuerte? —Nada de que alarmarse, papá —lo tranquilicé—, solo pensé que había ocurrido lo que el otro día platicamos. Luego de despedirnos me quedé pensando muy preocupado. Quizá ese temblor era solo el preámbulo de lo que vendría. Y no me equivoqué al respecto. Era el domingo 15 de septiembre cuando ocurrió ese temblor en Taxco. Lo recuerdo perfectamente porque el día siguiente era el desfile militar y yo nunca me lo perdía viéndolo por la tele. Pues ese mismo día por la tarde regresamos a casa y durante el trayecto me vi tan preocupado por lo que vendría que Viole se dio cuenta. —¿Qué pasa, Lobito? —me preguntó preocupada—. —Nada, mi amor —le contesté—, es que traigo una cruda infame—. —Ya vez, borrachín —me dijo—, eso te sacas por beber demasiado. Y ojalá hubiera sido la resaca la que me tenía así… Se pierde un pequeño fragmento y luego continúa… …se le había acabado el vidrio verde e insistía en ir a la vidriería de la colonia Roma para comprarlo. —No es urgente, mi vida —le dije para tratar de que no saliera—. Te prometo que tan pronto inicie octubre yo mismo te llevo a la vidriería y te compro lo que quieras. Pero ella me insistía: 311

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—Es que el color verde me hace mucha falta… —Es que, nada —le dije—, por favor, no vayas, acuérdate que tenemos programadas varias cirugía y te puedo requerir en cualquier momento. —Está bien —me dijo resignada—, esperaré hasta octubre. Quedé tranquilo sabiendo que en ningún momento la perdería de vista. En la madrugada del día siguiente, 19 de septiembre, me llamaron por teléfono diciendo que tenían a una perrita muy enferma rogándome que la atendiera. Me levanté enseguida y lo mismo hizo mi Viole. —¿Quieres que te acompañe al consultorio, Lobito? —me preguntó Violeta—. —Sí, muchas gracias, cachorrita —le contesté—. Por lo que me dijeron por teléfono quizá la perrita necesite cirugía y te voy agradecer que me ayudes. Y así, ambos salimos a cubrir esa urgencia. Efectivamente, la perrita estaba muy grave teniendo una enfermedad llamada piometra, que consiste en la acumulación de pus en la matriz debido a factores hormonales e infecciosos. La cuestión era que se debía extirpar competa la matriz antes de que reventara y causara una peritonitis mortal. Luego de 2 extenuantes horas de cirugía, al fin terminamos sin contratiempo, siendo el pronóstico de la paciente afortunadamente muy favorable. Mandamos a la perrita a su casa dándole a sus dueños todas las recomendaciones pertinentes citándolos en 7 día parar retirar los puntos. Luego de lavar todo el tiradero, por fin Viole y yo nos fuimos a descansar. Eran ya las 4 de la mañana y en verdad estaba muerto de cansancio. Tan pronto puse la cabeza en la almohada quedé profundamente dormido. Hundido en un profundo sueño estaba cuando de repente se empezó a mover muy fuerte la cama. El corazón me empezó a latir muy fuerte sabiendo que ese era el día. De inmediato extendí el brazo al otro lado de la cama buscando frenéticamente a Violeta, pero ella no estaba. Intenté 312

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levantarme pero era tal la fuerza del terremoto que no podía incorporarme. —¡Violeta, Violeta! —grité desesperado sin que ella me contestara— . Estaba viviendo la peor de todas mis pesadillas. Cómo pude me levanté y corrí tambaleando al baño para ver si la encontraba, pero nada, no estaba en la casa. No dejaba de moverse el suelo y la desesperación y la angustia me inundaron por no encontrar a mi esposa. Con mucha dificultad me puse solo unos pantalones y una playera y salí corriendo a la calle gritando cómo loco llamando a Violeta. Me dirigí a casa de mis padres con la esperanza de que ahí estuviera y duró tanto ese maldito terremoto, que al llegar a la entrada de la casa aún seguía temblando. Toqué fuerte la puerta y salió mi padre angustiado. Ambos nos quedamos mirando y yo le dije aterrado: —¡Está ocurriendo, papá, está ocurriendo y no encuentro a mi esposa! —¿Cómo? —me preguntó muy asustado—. ¿Pues dónde se habrá metido? —No sé, papá, no sé —le dije mortificado—. Pensé que aquí la encontraría. Por fin dejó de moverse el suelo y ambos entramos a la casa. Mi mamá estaba murta de la angustia y al verme me dijo hecha un mar de llanto: —¡Violeta, mijito, Violeta, vino hace cómo media hora para decirme que iría a la colonia Roma a comprar no sé qué cosa! —¡No puede ser, no puede ser! —grité desesperado—. ¡Yo le dije que no saliera! —Lo primero que debemos hacer —dijo mi padre— es no perder la cabeza. Sensato lo que mi papá dijo en ese momento, pero a mi nada me consolaba. Se había ido la luz y no podíamos ver las noticias por la 313

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tele para saber lo que ocurría. Voltee a ver el reloj y vi que apenas eran las 7:21 hrs. Llegó corriendo mi hermano menor, que vivía en el departamento arriba de mi consultorio, con un radio portátil. Aterrados todos quedamos cuando el locutor de un noticiero mencionó que el centro de la ciudad había sufrido graves daños e incluso había habido derrumbes. Casi colapso cuando mencionó que en la colona Roma los daños eran los más severos habiendo incluso reportes de gente muerta. También mencionaron que uno de los grandes edificios llamado Nuevo León, de la unidad Tlatelolco, se había derrumbado y mi hermano gritó desesperado pues justo en ese edificio vivía su novia con sus padres. Era una verdadera locura lo que en ese momento ocurría. Mamá estaba muerta de angustia y pronto llamó a mis demás hermanos para ver cómo se encontraban. Afortunadamente a ellos no les había afectado para nada el terremoto. Sabiendo que los demás miembros de la familia estaban bien, le dije a mí hermano menor: —Voy a vestirme y traer el coche, Iré a buscar a Violeta a la colona Roma y de paso te dejo en Tlatelolco. —Dios los acompañe —nos dijo mamá muy angustiada—. Mi papá se empeñaba en acompañarnos, pero entre mi hermano y yo lo convencimos que era mejor se quedara en casa para estar con mamá y esperar por si regresaba Violeta. Fui corriendo a mi casa y me vestí rápidamente y luego saque el coche y pasé por mi hermano. Antes de irnos papá nos dio su bendición y luego partimos de inmediato. En el camino era un ir y venir de ambulancias pero no veíamos ningún derrumbe. Nos fuimos por la avenida insurgentes y al llegar a Tlatelolco dejé ahí a mi hermano deseándole mucha suerte. No apartaba de mi cabeza a Violeta y aunque estaba muerto de la angustia, a la vez estaba muy enfadado por su desobediencia. Al llegar al Paseo de la Reforma la policía y el ejército habían cerrado el paso. En los edificios aledaños no había derrumbes pero si muchos vidrios rotos y el lugar era un ir y venir de gente sin que se dejaran de oír sirenas de ambulancias. Habían pasado solo 15 minutos del terremoto y por la radio del auto las noticias cada vez eran peores. 314

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No dejaban de mencionar que justamente el centro y la colonia Roma eran las más afectadas. Cómo no había paso, estacioné el coche donde pude y empecé a correr hacia dicha colona. Sin embargo unos soldados me cerraron el paso diciendo que solo dejaban pasar a cuerpos de emergencia. Estaba desesperado y por más que les suplique me permitieran pasar no logré mi objetivo. Al ver que un grupo de médicos con bata blanca pasaron sin ningún problema, corría hacia mi auto y de la cajuela saque una bata blanca que ahí siempre guardaba para cuando iba a consultas a domicilio. Me la puse de inmediato y corrí de nuevo e intenté pasar por otro lado del retén. Abriéndome paso entre la gente los soldados me dejaron pasar suponiendo que era parte de las asistencias médicas y luego corrí, corrí como loco hacia la tienda donde Violeta compraba sus cosas. Al internarme en la colona Roma el desastre que vi me dejó acongojado: derrumbes por todas partes y gente desesperada gritando y escarbando entre los escombros. Al caminar en ciertos lugares el olor a gas era insoportable y a lo lejos se podían ver incendios de los que salía humo negro. Todo lo que pasaba en ese momento lo veía como un verdadero infierno, pereciendo una horrenda pesadilla. Recordé en eso momento lo que había vivido hacía menos de un año, cuando socorrí a muchas personas quemadas en las explosiones de San Juanico. Sin embargo, aunque mi conciencia me indicaba tratar de ayudar a todas esas angustiadas personas, mi instinto me ordenó encontrar primero a mi esposa. Al adéntrame por una calle vi a un grupo de gente gritando y al acercarme pude oír gritos desgarradores de niños pequeños, quienes estaban atrapados entre dos pisos de un edificio que se había colapsado. Por más esfuerzos que hacían los presentes para quitar los escombros, les era imposible acceder donde estaban los niños. Tratando de ayudar me acerqué y al ver la gente que portaba bata blanca me abrieron el paso. —¡Doctor, doctor! —me dijo una señora con llanto desesperado—. ¿Cómo sacamos a nuestros hijos de ese agujero? Vi tanta desesperación en ese grupo de angustiada gente, que decidí ayudar en lo que fuera. 315

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—En primer lugar, señores —les empecé a decir—, guardemos silencio para poder oír a los niños. Todos se callaron y de inmediato se escucho a un grupo de niños gritando y llorando desesperados. Al haberlos escuchado, muchas madres de esos niños gritaron angustiadas de nuevo y de inmediato las demás personas las callaron. Me acosté para ver si entre las losas podía ver algo, pero ese agujero estaba totalmente oscuro sin poder ver absolutamente nada. —¡Me pueden escuchar, niños! —grité a través del agujero—. Y de inmediato se escuchó de nuevo los gritos de los pequeños, que calculo, tenían cómo 5 años. Metí el brazo lo más profundo que pude y cerrando los ojos por el esfuerzo que hacía, pude sentir una pequeña mano que se aferraba a la mía. Me dio un vuelco al corazón al sentir esa pequeña mano helada. Se estaba cumpliendo la visión que yo antes había tenido. —¡Puedo sentir la mano de uno! —grité emocionado y todos alrededor aplaudieron—. —¡Ahorita los sacamos! —grité a través del agujero para que los niños me oyeran—. Saqué el brazo y dirigiéndome a los presentes le recomendé muy seguro: —Muchos niños están vivos ahí dentro y lo más sensato es esperar a que traigan equipo adecuado para levantar las losas que los tienen atrapados. De repente un tipo, supongo padre de alguno de esos niños, llegó corriendo con un gato hidráulico y de inmediato lo metió entre las losas para intentar levantarlas. —¡No es buena idea! —les dije preocupado—.

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Pero no me hicieron el menor caso, pues todos estaban ansiosos de sacar a su hijos ahí atrapados. —¡Por amor de Dios! —le dije al que intentaba levantar los escombros—. Jamás podrá levantar tanto peso con ese gato, en cambio podría provocar un derrumbe. Pues de nuevo, nadie me hizo caso y todos apoyaron al individuo del gato, quien frenéticamente subía y bajaba la palanca del aparato. Aparentemente el plan de ese tipo empezaba a dar resultado, porque se empezó a levanta la losa de arriba, lo que provocó que todos emocionados le aplaudieran. Los gritos de los niños se hicieron más intensos y la desesperación de los padres iba en aumento. Cuando de repente, cómo yo lo había pensado, el gato se colapsó sobre la loza de abajo y toda la loza de arriba se derrumbó por completo. Ya no hubo más gritos de niños: todos habían quedado aplastados. Los desgarradores alaridos de los padres que vinieron luego, me dejaron helado y yo mismo gritaba con rabia hacia al cielo con todas mis fuerzas: —¡Dios! ¿Por qué permites que pasen estas cosas? A pesar de haber gritado con todas mis fuerzas, mi grito se perdió ante tantos dolorosos lamentos de los padres de esos niños aplastados. Por más que intentaba, no me podía salir llanto que me desahogara, mismo que tenía atorado en un enorme y doloroso nudo en la garganta. Sin poder hacer ya nada, me retiré del sitio para seguir buscando a Violeta. Todos los alrededores eran un desastre y los gritos y las sirenas de las ambulancias no cesaban. Cuando llegué a la calle en donde se ubicaba el edificio donde estaba la vidriería donde Viole compraba sus cosas, no encontré construcción alguna. Ésta se había hundido completamente quedando solo un solo piso al ras del suelo. La angustia me inundó de nuevo. De inmediato busque un teléfono público para hablar a la casa de mis padres y saber si había regresado Violeta, pero la mayoría no servían y en los pocos que funcionaban había enormes filas. No tuve más remedio que ponerme al final de una fila y espera a que llegara mi turno. Esperé con impaciencia casi una hora y al fin pude hacer mi llamada. 317

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—¡Mamá, mamá! ¿Ya regresó Violeta? —le pregunté angustiado cuando me contestó el teléfono mi madre—. —No, Lobito, aún no ha llegado —me respondió mamá, quien entró en llanto—. —Tranquila, mamá —le dije—, vas a ver que la voy a encontrar pronto. Colgué el teléfono y de nuevo la seguí buscando. Se me partía el corazón al ver a tanta gente sufriendo, ya sea mal herida o buscando con frenesí entre los escombros y me remordía la conciencia no poderles ayudarles en esos momentos, pues de mi cabeza no podía apartar la imagen de mi Violeta del alma. Tenía que encontrarla, porque de lo contrario sabía que me volvería loco. Mientras más tiempo pasaba, más angustiado estaba, pues pasaba del medio día y aún no la encontraba. Volví a ir al mismo sitio donde se ubicaba la tienda y al estar mirando para todos lados, en la esquina cercana pude ver a Violeta caminando desorientada. —¡Violeta! —le grité lo más fuerte que pude—. Volteó a verme y en seguida ambos corrimos a encontrarnos. Estaba feliz por haberla hallado y cuando nos encontramos Violeta lloró de alegría. Yo estaba como trabado y a pesar de que intentaba llorar de emoción y alegría por haber encontrado a mi esposa, el llanto no me salía. Nos abrazamos muy fuerte y luego nos besamos emocionados y cuando al fin nos calmamos mí Viole me dijo aún con lágrimas en los ojos, pues en verdad estaba muy asustada: —¡Lobito, Lobito, pensé que me moría! —¿Pues qué te pasó, cachorrita? —le pregunté enseguida—. —Fíjate —me dijo—, que nos agarró el temblor entre las estaciones Guerrero e Hidalgo del metro y quedamos ahí atrapados completamente a oscuras. Duramos así horas y cómo todos estábamos muy asustados, algunos decían que estaba temblando de nuevo pues la gente al moverse dentro del vagón hacía que éste se meciera y la gente gritaba desesperada. 318

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—¿Y que pasó luego? —le pregunté intrigado—. —Después de mucho tiempo —me siguió contando—, unos trabajadores del metro llegaron con unas linternas, abrieron las puertas, nos bajaron poco a poco a todos y caminamos por las vías hasta llegar al andén del metro Hidalgo. Cuando salí, vine a buscar la tienda viendo terribles escenas cuando la buscaba, pero al llegar vi que estaba todo el edificio derrumbado. Cuando ya iba de regreso oí que me gritabas. —¿Y cómo te dejaron entrar a esta zona? —le pregunté intrigado—. —Pues cuando venía para acá —me empezó a explicar—, vi que no dejaban pasar a nadie, pero de repente, de un edificio cayeron muchos escombros y entre la confusión pasé sin que nadie me detuviera. La miré a los ojos y luego le pregunté algo disgustado: —¿Y por qué no intentaste regresar a casa en ves de buscar tus dichosa tienda? —No me lo vas a creer, Lobito —me dijo con los ojos muy abiertos—, pero presentí que aquí te encontraría. Más que un presentimiento, supongo, ella seguramente sabía inconscientemente que yo iría a buscarla, por eso la decisión que tuvo de de ir al sitio previsto. Ya más tranquilos emprendimos el regreso, viendo en el camino escenas dantescas. Vimos gente ensangrentada y desesperada llamando a gritos a sus familiares. Otros retirando piedras de monumentales montañas de escombros y ambulancias llevándose gente mal herida. Había cadáveres asomando solo algunas partes entre los escombros y más gente tratando de rescatar sus cuerpos. Mi Viole estaba casi en shock al ver todo lo que ocurría a su alrededor y mejor le dije que solo mirara hacia adelante. Por fin salimos de esa devastada zona y fuimos donde había dejado el coche. De regreso veníamos callados y luego de tan tremendo susto me sentí molesto con Violeta por haberme desobedecido. —¿Estás enojado, Lobito? —me preguntó Viole al verme tan serio— . 319

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—No, cachorrita —le dije—, pero si algo molesto contigo por haberme desobedecido. —Lo que pasa —me dijo—, es que ya no tenía vidrio verde y me urgía, pues no podía terminar un trabajo que me habían encargado. Y aprovechando que estabas muy dormido pensé venir pronto para que cuando regresara ni cuenta te dieras. —¿Si, verdad? —le dije—. Y mi mamá fue tu cómplice. —No le digas nada a ella, te lo suplico —me pidió muy sumisa—yo fui la que la convenció para que no dijera nada. Te juro, te juro, Lobito lindo, nunca te voy a volver a desobedecer. La voltee a ver sonriendo y luego de tomarle la mano le dije para que se tranquilizara: —No te preocupes, mi cachorrita, lo importante es que estás a salvo. El que me preocupa ahora es mi hermano Foquito. —¿Pues que le ha ocurrido? —me preguntó Viole alarmada—. —A él, nada —le dije—, pero fíjate que fue a Tlatelolco a buscar a Norma, su novia, porque en la radio escuchamos que el edificio donde ella vive se derrumbo por completo. —Pobre Foquito —dijo Violeta—, ojalá encuentre a su novia. Llegamos a casa de mis padres y al recibirnos mi madre seguía llorando. —¡Violetita de mi vida! —le dijo mi mamá hecha un mar de llanto— , pensamos que no te volveríamos a ver. Ambas se abrazaron con cariño y una vez estando todos más tranquilos empezamos a preocuparnos esta vez por mi hermano. No sabíamos nada de él y de momento no podíamos hacer nada teniendo la esperanza de que encontrara viva a su novia. Hasta que por fin, después de angustiosas horas de espera sonó el teléfono de casa. Mamá contestó enseguida, preguntando muy angustiada: —¿Foquito? 320

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Era él, quien nos informaba que el edificio donde vivía su novia se había derrumbado por completo muriendo muchísimas personas. Afortunadamente ya había encontrado a su novia, misma que no estaba en el edificio al momento del terremoto pero por desgracia toda, absolutamente toda su familia había quedado atrapada en el cuarto piso, en el que estaba su departamento. Una verdadera desgracia, pues esa pobre chica quedó totalmente desamparada, sin familia y sin casa. Por la noche llegó mi hermano con su novia, que estaba totalmente destrozada por dentro. Todos la consolamos, brindándole nuestro apoyo. Luego de cenar todos juntos, vimos un rato la televisión para estar informados de lo que pasaba y sin cesar pasaban escenas de todos los derrumbes que habían ocurrido. Recomendaban no salir de casa y también informaron que el gobierno decretaría al día siguiente cómo día de duelo nacional. Ya después de las 11 de la noche, todos nos fuimos a descansar. Foquito se quedó con su novia Norma, mis padres se fueron a su habitación y Viole y yo a nuestra casa. Después de comentar con Viole lo ocurrido, intentamos dormir y mi corazón volvía a latir muy fuerte al escuchar a lo lejos ambulancias que pasaban. Le comenté a Viole la impotencia que tuve al ver a tanta gente desesperada buscando a sus familiares y mi deseo de ir al siguiente día a tratar en ayudar en lo que fuera. Le conté también lo que le ocurrió a esos infortunados niños que quedaron aplastados y al escuchar esa historia mi Viole lloró amargamente por ellos. Yo por más que intentaba llorar para desahogar esa profunda pena que tenía, no podía, haciéndose ese nudo que tenía en la garganta cada vez más doloroso. —Pues ve a ayudar, Lobito —me dijo Viole—. Estoy segura que con tu habilidad en cirugía podrás ayudar a muchas personas. Pues así quedamos, el día siguiente iría a tratar de unirme a alguna brigada médica para ayudar en lo que pudiera. Por lo pronto necesitaba dormir para tomar fuerzas. Cuando empezaba a conciliar el sueño, de repente sonó el teléfono. Lo contesté de inmediato temiendo una mala noticia.

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—¿Lobito? —me preguntó una voz femenina una vez que hube contestado—. Esa voz se me hacía muy conocida, pero tenía acento extranjero. —Sí, ¿Quién habla? —contesté extrañado—. —Soy yo —me respondió—, Jennifer. No lo podía creer. Era mi primera novia, aquella que su padre ordenó me dejara para irse a Londres. —¿Cómo estás? —le pregunté— ¿Quién te dio mi teléfono? —Estoy bien, Lobito, —me dijo—. Llamé a tu casa y tu mamá me dio este número. Suponiendo que ella estaba en Inglaterra le pregunté: —¿Ya se supo la noticia en Inglaterra? —No, Lobito, no estoy en Londres —me respondió—, estoy aquí en México, apenas ayer vine a un congreso médico y me sorprendió el temblor en el hotel donde me hospedo. Me contó que ella había estudiado medicina en la universidad de Oxford y que se había hecho ginecóloga. Se hallaba en México por un congreso y luego del terremoto pensó en mí. Me contó que luego del terremoto se le ocurrió hacer una brigada médica para ir a ayudar a los damnificados habiendo comprado una cantidad enorme de material médico para ese fin. Cómo antes lo había señalado, el padre de Jennifer era un millonario empresario, teniendo Jennifer recursos económicos ilimitados. —Te llamo, Lobito —me siguió explicando—, primero, para saber si estabas bien y luego para pedirte te unas a una brigada para ir a socorrer a los heridos. Me acaba de contar tu mamá que eres médico veterinario y que eres muy bueno en cirugía. —Qué coincidencia —le dije—, justamente hace un momento le comentaba a mi esposa mi deseo de ir a ayudar a esa pobre gente. —¿Estas casado, Lobito? —me preguntó con tono muy triste—. 322

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—Si, Jenny —le contesté—, felizmente casado, con una mujer maravillosa. —Pues que bueno, Lobo —me dijo—. Entonces, ¿cuento contigo? —Desde luego, Jenny —le dije—. ¿Sabes por dónde empezar a dar ayuda? —La verdad, no, Lobo —me contestó—. Tú que conoces la ciudad, ¿dónde crees que se necesite más ayuda? —Definitivamente en la colonia Roma —le dije—. Ahí el desastre fue mayúsculo y justamente ahí es donde se requiere más ayuda. Pues nos pusimos de acuerdo en vernos en la glorieta de Insurgentes a las 8 de la mañana para de ahí crear una logística y ayudar en los sitios más necesitados. Luego de colgar, Viole me preguntó extrañada: —¿Quién era, Lobito? Y yo le contesté con otra pregunta: —¿Te acuerdas que te conté de mi primera novia? —Claro que si —me dijo—. No me digas que ella va ir a ayudar a los heridos. —Ni más ni menos, cachorra —le respondí—. Resulta que ella es doctora y quiere auxiliar en lo que se pueda. Cómo a Viole jamás le oculté nada de mi pasado y me tenía mucha confianza, no tuvo inconveniente en que fuera con mi ex novia a brindar ayuda. Después de platicar con Viole recordándole la triste historia que viví con Jenny, al fin intentamos dormir. Por más que intentaba, no podía conciliar el sueño recordando todas esas terribles cosas que había visto al ir por mi Viole y me invadía el miedo pensando en las visiones que días antes había tenido de ese hecho. ¿Acaso moriría en un derrumbe? —me preguntaba—. Esa visión que tuve viéndome atrapado entre escombros me aterraba. Pero lo que tenía que ocurrir, debería ocurrir y sin pensar más al respecto de todas maneras estaba dispuesto a ir a ayudar, pues lo consideré como deber de conciencia. Pude dormir solo un poco y cuando me di 323

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cuenta ya estaba amaneciendo. Me paré de inmediato y después de desayunar le dije a mí Viole: —Cachorrita, te veo en la noche ya sabes que mi deber es tratar de ayudar en lo que pueda. Te pido de favor no le digas nada a mis papás, sabes lo aprensivos que son y les haría daño la preocupación. —No te preocupes, Lobito —me dijo—. Solo te pido que tengas mucho cuidado y en cuanto puedas me llames por teléfono. Nos despedimos con un gran abrazo y luego de abordar mi auto partí al sitio acordado con Jenny. Al llegar ya estaban reunidos un grupo de jóvenes médicos y entre ellos estaba mi antigua novia, la reconocí de inmediato. La verdad estaba radiante, casi no había cambiado y solo noté que había embarnecido. Me acerque estando ella de espaldas y creo que sintió mi mirada pues volteó de inmediato. —Lobo de mi corazón —me dijo con enorme sonrisa al verme de nuevo—, que guapo de ves de barba. Instintivamente ambos nos abrazamos con mucho cariño y luego de un gran beso que me dio en la mejilla me dijo con lágrimas en los ojos: —No sabes cómo te he extrañado, mi “Lobo rabioso”. Luego de suspirar muy fuerte, volvió a la realidad y me presentó con sus colegas. —Miren —les dijo—, este es un gran cirujano y se va a unir a nuestro grupo. Luego de saludar a los presentes, que eran exactamente 12 médicos, le dije a Jenny en secreto: —¿Por qué que me presentas como un gran cirujano, si ni me conoces? —No te hagas, Lobito —me dijo—. Ya tu mamá me dijo ayer por teléfono que eres casi un prestidigitador al operar. 324

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Mi mamá estaba orgullosa de mis habilidades y no faltaba oportunidad en que me presumiera. No pude refutar nada el respecto, pues modestia aparte, conocía a un solo cirujano mejor que yo, mi maestro Orozco de la facultad. Lugo Jenny me mostró el equipo médico que había comprado para prestar ayuda y quedé impresionado al ver los recursos con que contábamos para atender a los heridos. Había un sinfín de medicamentos y equipo quirúrgico, cascos, linternas, radios de intercomunicación, guantes, batas y cubre bocas. No faltaba nada, dándonos a cada médico un buen maletín de emergencias bien equipado. —¿Por dónde empezamos? —me preguntó Jenny—. Y señalándole con el dedo, le indique la zona que yo ya conocía. Nos adentramos a la zona más afectada y las escenas de angustia y desesperación continuaban luego de más de 24 horas de haber ocurrido el terremoto. Enseguida empezamos a atender a la gente que socorristas rescataban de entre los escombros y de inmediato me di cuenta que los jóvenes médicos que conformaban nuestra brigada no tenían la mínima experiencia en traumatología y menos en cirugía. De repente me vi como líder del grupo ordenando el manejo de cada paciente. No sabían ni poner un suero y menos manejar una lesión grave. Entre los jóvenes médicos había uno muy grande y corpulento que intentaba poner un suero, lastimando una y otra vez a un pobre herido tratando de insertar un catéter. —¡Quítate de aquí! —le dije con impaciencia, poniéndole yo mismo el suero al pobre paciente, quien ya parecía alfiletero—. Quizá me vi muy grosero al tratar así a ese muchacho, pero yo estaba realmente molesto por la impericia de esos doctores practicantes. A mí me estaba correspondiendo hacer casi todo y estaba realmente muy cansado. Cada que sacaban de entre los escombros a alguna persona mal herida, algún médico que le tocaba atender a la víctima me gritaba con fuerza: 325

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—¡Lobo, Lobo, ven a darme una mano! Enseguida llegaba y cuando había que suturar alguna herida, lo hacía de rápida manera, quedando mis “colegas” con la boca abierta al ver la velocidad con que lo hacía. Una vez que estabilizábamos a cada paciente herido, una ambulancia enseguida lo trasladaba a algún hospital cercano. De repente se escuchaban gritos desesperados que decían: —¡Aquí hay uno vivo, aquí hay uno vivo! Y enseguida corríamos a tratar de rescatar a la pobre persona enterrada. Así pasaron horas y horas, desenterrando personas mal heridas y la mayor parte de las veces los rescatados eran cadáveres, que estaban tan machacados, que sobra decir su estado. Alguien a lo lejos gritó muy fuerte para que lo escucharan: —¡Oigan, oigan, aquí hay muchas personas vivas atrapadas! Corrimos a ese sitio enseguida y arriba de una montaña de escombros vimos a un hombre con la mitad del cuerpo atrapada entre dos losas, solo dejando ver las piernas hasta la cintura. Se escuchaban dentro de los escombros gritos ahogados y de inmediato algunos de los médicos y yo jalamos el cuerpo por las piernas, quedando luego todos horrorizados al ver que sacábamos solo la mitad del cuerpo, dejando tras de sí todos los intestinos. Ese pobre murió completamente machacado desde la cintura hasta la cabeza. Los gritos que se habían escuchado eran de otras 3 personas atrapadas bajo esa misma losa, los cuales, gracias a Dios, pudimos rescatar todos a salvo solo con heridas menores. Aún siendo yo de sangre muy fría, las cosas que vi en ese terrible desastre me tenían acongojado. Luego de largas horas de atender a gente mal herida, todos estábamos extenuados y hambrientos. Aproximadamente las 5 de la tarde Jennifer nos invitó a comer a la mitad del grupo a un restaurante cercano, quedando los demás alerta ante una emergencia. Eso al menos nos daba un breve respiro. Me senté junto a mi ex 326

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novia y al estar comiendo platicamos sobre nuestras respectivas vidas. —Ay, Lobito —me dijo—, no sabes lo arrepentida que estoy de haber sido tan cobarde y no haberme quedado contigo cuando papá me ordenó que te dejara. —¿Acaso te ha ido mal en tu vida? —le pregunté intrigado sabiendo que ella era una exitosa profesionista—. —Lo que ocurre —me dijo—, es que mi matrimonio es un fracaso total. Mi marido es ese muchacho que hace muchos años le diste una golpiza ¿te acuerdas? —Claro que si —le dije—. El tal Lalito ¿no es cierto? —Así es, Lobo —me contesto y luego me contó su breve y triste historia—: Resulta que Eduardo es un verdadero mantenido, no trabaja y al contrario, yo soy la que le mantiene todos sus lujos. Y además, el muy desgraciado me ha engañado 3 veces. —¿Y cómo aguantas a ese baquetón? —le pregunté disgustado—. —Pues estoy en el proceso de divorcio —me dijo—, pero cómo su familia tiene muchos conocidos importantes en Londres, ciudad donde nos casamos, han hecho que el proceso sea muy largo, pues quieren que yo le deje la mitad de todo lo que poseo. —Que tipo más desgraciado —le comenté—. Sin embargo muy en el fondo sentí que Jenny estaba recibiendo su merecido por haberme abandonado. Que distinta hubiera sido su vida a mi lado —pensaba—. Yo la amaba con toda el alma y el haberme roto el corazón de tal forma hizo que siempre le guardara un rencor muy oculto. —¿Y de tu vida, que me cuentas, Lobito? —me preguntó—. —Pues soy el hombre más feliz del mundo —le dije—. Tengo un trabajo que me encanta y me da satisfacciones a diario y además estoy casado con una mujer maravillosa dándole gracias a Dios por haberla encontrado. —Que bueno, mi Lobo —me dijo con triste mirada—. La verdad yo nunca te he dejado de amar y tenía la esperanza de que al llegar a México y reencontrarme contigo… 327

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—Doctora Perelman, doctora Perelman… —la interrumpió una voz que salía de su radio—. —¿Sí? —contestó Jenny enseguida—. —Tenemos una emergencia —dijeron— y necesitamos ayuda de inmediato. Todos salimos enseguida al sitio donde ocurría la urgencia y al llegar nos encontramos con una escena desgarradora. De entre los escombros de una casa derrumbada acababan de sacar a una mujer embarazada que estaba inconsciente y muy mal herida. Estaba bañada en sangre y le faltaba una mano. Al muñón del brazo donde faltaba la mano ya le habían puesto los de la brigada médica una ligadura para que no se desangrara. Al lado estaba su marido desesperado totalmente lleno de tierra y sangre pues él mismo la había desenterrado. —¡Salven a mi esposa, por favor sálvenla! —gritaba desconsolado— . Y enseguida tratamos de estabilizar a esa pobre señora. De inmediato le puse plasma para tratar de que su sistema no colapsara, pero seguramente había una seria hemorragia interna, pues al revisarle sus encías estaban completamente blancas. —¡Esta mujer necesita una trasfusión de inmediato! —grité muy fuerte—. Y rápido, uno de los médicos corrió a la camioneta trayendo varias unidades de sangre de varios tipos. De inmediato Jennifer pincho uno de los dedos de la mujer obteniendo varias gotas de su sangre para averiguar su tipo y en eso estaba cuando de repente la mujer lentamente dejó de respirar hasta que finalmente parecía que daba su último suspiro. Luego de examinarle Jennifer los ojos para ver sus pupilas y auscultar su corazón con un estetoscopio, se confirmó que efectivamente, había fallecido. Los desgarradores gritos del su marido hicieron que a todos se nos erizara la piel. 328

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—¡No, no, no…! —gritaba con desesperación el pobre hombre a la vez que abrazaba el cadáver de su esposa—. Jennifer estaba como ida al ver esa desgarradora escena y la sacudí muy fuerte para que reaccionara, a la vez que le decía: —¡Podemos hacer una cesárea post mortem! Seguía sin reaccionar Jennifer y yo mismo le pregunté al acongojado marido: —¿Cuánto tiempo llevaba de embarazo su esposa? —Ya casi nueve meses —me contestó llorando desconsolado—. —¿Quiere que intente salvar a su hijo? —le pregunté al marido—. —¿Puede hacerlo? —me preguntó con expresión de esperanza—. —Desde luego —le contesté con aplomo—, estoy seguro de salvar a su hijo—. —¡Pues adelante! —me dijo—. De inmediato me puse unos guantes y le pedía a Jenny hiciera lo mismo. Al fin reaccionó mi ex novia y también se puso unos guantes. Descubrimos el abdomen del cadáver y vimos que se movía con fuerza el producto. Urgía sacarlo para evitar sufrimiento fetal por hipoxia. Le rociamos el abdomen con tintura de yodo y un asistente me pasó un bisturí estéril y de inmediato yo se lo di a Jenny. —Te brindo los honores —le dije y temblorosa tomó el instrumento—. Muy despacio puso el bisturí en la piel del abdomen y luego de mirarme, me dijo con los ojos llenos de llanto. —No puedo, Lobito, no puedo. Yo mismo tomé el bisturí y sin más preámbulo hice una incisión de lado al lado del abdomen llegando de inmediato al útero, observando que el producto se movía sin parar. Pedí unas tijeras mayo, que 329

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tienen punta roma para no dañar al producto y luego de cortar el útero, saque de inmediato a una hermosa bebé, bendito sea Dios, muy sonrojada, lo que indicaba que no presentaba hipoxia, o sea, falta de oxígeno. Tras estimulara solo un poco la bebita reaccionó de inmediato llorando con mucha fuerza. Se la pasé con cuidado a Jennifer, que al recibirla la abrazó muy fuerte a la vez lloraba de felicidad. Al ver la expresión del padre que estaba hecho un mar de llanto por la felicidad de ver a su hija viva, se me hizo un enorme nudo en la garganta, pero nuevamente no me salía llanto alguno. Me sentía como una olla de presión a punto de estallar y necesitaba romper en llanto para que mi corazón se desahogara, pero no podía. Todos los ahí reunidos lloraban a mares de felicidad y yo solo sentía un doloroso nudo en la garganta sin que pudiera sacar lágrima alguna. Procedí de inmediato a cerrar la herida del cadáver y una vez habiendo terminado, el marido de la mujer me dio la mano y sin mediar palabra me dio un fuerte abrazo, dándome las gracias con ese gesto, por haber salvado a su hija. Creí en ese momento que ya había visto todo, sin embargo, lo que vendría luego sería aún más intenso. Pasaban las horas y seguía nuestra labor de hacer curaciones de urgencia estabilizando pacientes que de inmediato llevaban a hospitales cercanos. Empezaba a oscurecer y todo ese sitio parecía campo de batalla pues había derrumbes por todas partes. Cómo no había luz eléctrica, por todos lados solo se veían las estelas de muchas lámparas, que parecían como túneles en su trayecto al iluminar toda esa polvareda. Cuando ya estaba totalmente oscuro alguien a lo lejos gritó muy fuerte para que todos lo oyeran: —¡Oigan, aquí hay una mujer enterrada y aún está con vida! Corrimos al sitio y un socorrista de la cruz roja nos informó que muy profundo, entre varias losas, se hallaba atrapada una chica que estaba atorada de un pie siendo imposible sacarla. Se escuchaba de repente, muy quedito y como a lo lejos, una voz femenina que salía de ese agujero gritando de forma desesperada: —¡No me dejen aquí sola, por favor ayúdenme! 330

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—Yo creo que solo un médico podría liberar a esa chica —nos dijo el socorrista—, pues quizá requiera una amputación, pues la loza en que está atrapado el pie, lo machacó por completo. Cómo el agujero que daba acceso al sitio era muy reducido, le pedimos a un médico de nuestro equipo, que por ser tan bajito lo apodaban el “mini doc”, se adentrara entre los escombros para llegar hasta donde estaba la chica y luego saliera para informarnos de su situación y si pudiera de una vez la liberara. —¿Por qué yo? —nos decía el mini doc muy angustiado—. —Pues porque eres el único que cabe —le dije—. Y sin más remedio y a regañadientes el diminuto médico se metió al agujero con un maletín y un casco equipado con luz. Luego de unos minutos el pequeño doctor salió del agujero jadeando y chorreando en sudor. —Así es, compañeros —nos empezó a decir muy agitado—, hay una chica atrapada cómo a 10 metros con el pie totalmente aplastado por unas losas y es imposible que salga. —¿Por qué no intentaste amputarle el pie? —le dije muy mortificado—. —Es que no sé cómo —me respondió muy apenado—. —¡Con un demonio! —pensé muy enfadado, yo mismo tendría que hacer el trabajo—. —¿Qué tan estrecho está el camino para llegar a la chica? —le pregunté al médico que había entrado—. —Al menos yo cupe sin problema —me contestó—. Pues ni modo, tenía que intentar entrar y llegar yo mismo hasta donde estaba esa chica. Pedí de inmediato un overol, un casco con luz, unos goggles y un maletín bien equipado para una cirugía radical. —No pensarás entrar a esa trampa mortal, Lobito —me dijo Jenny muy angustiada—. 331

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—No tengo alternativa —le dije—. Te aseguro que nadie en nuestro equipo tendría agallas para, primero entrar a este agujero y luego hacer una amputación en condiciones tas extremas. No pudo refutar nada al respecto y luego de darme un gran abrazo simplemente me dijo: —Que Dios te acompañe, Lobito. Y por favor sal de ahí con vida, nunca me perdonaría que te pasara algo sabiendo que yo fui la que te invitó a venir a brindar ayuda. Me hizo entrega de un radio para poder comunicarme con ella y luego de respirar muy fuerte me metí en el agujero que conducía hasta donde estaba la chica atrapada, empujando con mucha dificultad frente a mí el maletín con el instrumental y medicamentos. A pesar de que el camino para llegar a la chica era en línea recta, me costó mucho trabajo avanzar entre los escombros y al hacerlo sentía que mi cuerpo se desgarraba por lo estrecho del sendero, hasta que por fin pude ver a la chica, quien al ver la luz que la alumbraba desde mi casco empezó a gritar desesperada: —¡Por aquí, por favor ayúdenme! Me alarmó el hecho de que se escucharan ruidos a mí alrededor temiendo que en cualquier momento se colapsara toda esa estructura. Llegué cómo pude a donde estaba la chica y al verla de cerca vi que se trataba de una joven de aproximadamente 15 años de edad. Estaba boca abajo y estirando fuerte el brazo le tomé una mano, misma que estaba más helada que un hielo. —Tranquila, chiquita, tranquila —le dije—. Ahora mismo te saco. —No aguanto más —me dijo—, me muero de frío. —¿Cómo te llamas? —le pregunté para que se tranquilizara—. —Susana —me dijo—. ¿Y tú cómo te llamas? —me preguntó. —Todos me dicen Lobo —le contesté y le seguí diciendo—: Mira Susana, voy a tratar de ver cómo liberar tú pié atrapado. 332

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Luego de muchas contorciones que tuve que hacer para acceder a donde estaba su miembro atrapado vi con tristeza que efectivamente, era imposible sacar su pie de entre las losas, pues estaba totalmente aplastado. —¿Cómo está la situación, Lobo? —oí que Jenny me preguntaba por la radio—. —Todo bajo control —le dije, para que la chica atrapada no entrara en pánico—. Tenía que actuar de inmediato pues los ruidos que se escuchaban de ese edificio derrumbado cada vez eran fuertes sabiendo que el colapso de esa estructura era inminente. Ni modo, le tenía que decir la verdad a la chica. —Susi de mi vida —le dije—, debes tener mucho valor, porque para poder sacarte será necesario cortarte el pié. —¡No, no, no…! —gritó la chica en forma desesperada—. Luego de muchos sollozos, por fin accedió a que le realizara tal procedimiento, diciéndome entre su llanto: —Si no hay más remedio y con eso salvo la vida, pues ni modo. Me impresionó el valor de esa jovencita y de inmediato procedí a realizar lo que tenía que hacer para liberarla. Primero le infiltré cuanta anestesia local pude alrededor de la pantorrilla para que no sintiera nada. Luego de unos minutos le pinché esa zona con una aguja y una vez que me hube cerciorado que no había dolor alguno, puse una fuerte ligadura de goma para evitar una hemorragia. La apreté tan fuerte cómo pude pues en esas condiciones no había tiempo ni comodidad para hacerlo como se debía. Estando afuera, pensaba, en algún hospital terminarían adecuadamente con el procedimiento. Vacié enorme cantidad de yodo sobre el sitio donde cortaría, me puse unos guantes de cirugía estériles procurando no se contaminaran y luego de respirar muy fuerte con un bisturí corté piel y músculo de la pantorrilla. Me alarmé de momento pues vi que salía 333

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sangra a chorros, pero afortunadamente era sangre que brotaba de la parte amputada, a lo que los cirujanos llamamos sangrado de retorno. Luego del susto por haber visto tanta sangre, observé con satisfacción que la fuerte ligadura que le había colocado cumplía su cometido al no permitir sangrado alguno. A esas alturas estaba yo muy agobiado y con los goggles totalmente empañados de sudor. No tuve más remedio que quitármelos para poder ver lo que hacia. Ahora venía lo peor, cortar el hueso con segueta. —Ahora sentirás una segueta —le dije a la chica para que se preparara—. No me dijo nada, solo escuche que sollozaba. Cuando empecé a cortar el hueso el corazón se me estrujaba pues oí llorar con desesperación a la chica. —¿Te duele? —le pregunté preocupado—. —No, Lobo, no —me dijo—. Pero siento horrible que me estés cortando mi piecito. Al fin terminé de cortar el hueso y la chica quedó liberada. —No te muevas mucho —le dije temiendo que la ligadura se zafara—. Ahora te voy a vendar para proteger tu herida. Cuando terminé de vendar la herida, tomé el radio y me comunique de inmediato allá afuera. —¿Pueden escucharme? —les pregunte por el radio—. —Sí, Lobo, te escucho —me contestó Jenny preguntándome enseguida—: ¿Ya liberaste a la chica? —Sí, Jenny —le contesté—. Ahora necesito que el mini doc me deslice una camilla con una soga para poder sacar a la chica. Afortunadamente el camino hacia acá es en línea recta. Diles a los de afuera que me envíen una de esas camillas de aluminio que se pueden doblar en “V” por en medio y también diles que le unten mucha vaselina por la parte de abajo para que se deslice más fácil. 334

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—Enterada —me respondió—. A los pocos minutos vi una luz que se acercaba y la voz del pequeño doctor que me decía: —Aquí está la camilla. Deslicé la camilla bajo mi cuerpo y luego le dije a la chica que intentáramos cambiar de lugar y se subiera sobre ella. Era tan reducido el espacio, que en la maniobra perdimos mucho tiempo, pero al fin lo logramos. Ahora yo estaba en el lugar donde estaba la chica, misma que ya había logrado ponerse sobre la camilla. Tuvimos que hacer esa maniobra porque yo no podía regresar de reversa y al pasar al lugar de la chica pensé que podría dar la vuelta. Luego me dirigí al mini doc y le dije enseguida: —Sal con la soga y desde afuera tiren de ella muy despacio para sacar poco a poco a mi amiga. Así lo hizo, salió con la soga y luego de unos momentos vi con satisfacción que mi plan daba resultado, deslizándose la camilla sin ningún problema. Cuando sacaron a la chica hubo afuera una enorme algarabía, gritos y aplausos se escucharon hasta donde yo estaba. Estaba feliz de haber podido liberar a esa pobre niña y ahora venía el problema de salir yo de ese agujero. En ese momento vino a mi mente mi Viole. Vi mi reloj y éste marcaba las 7:35 P.M. Más o menos a esa hora, estaría cenando con mi esposa. —¿Qué pasa, Lobo? —escuché por la radio a Jenny preocupada—, ¿por qué no sales ya de ese agujero? —No es que no quiera, Jenny —le respondí—, es que no puedo dar vuelta para el regreso. Estaba ahí dentro hecho un verdadero nudo intentando dar vuelta para salir de ese sitio, cuando de repente, se empezaron a escuchar espeluznantes ruidos como de una locomotora y luego empezó a sacudirse todo sintiendo bajo mi cuerpo que la tierra se movía como 335

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una gran ola. Era otro terremoto y yo me encontraba atrapado entre los escombros. Entré en pánico, gritando desesperado: —¡Dios mío, dame fuerzas para salir de este agujero! —ahogándose mi grito por el rugir del terremoto—. El pánico hizo que me contorsionara de una manera que aún hoy no me explico, quedando mi cabeza en la ruta de huida. Entre el movimiento de la tierra en forma de olas me arrastré lo más rápido que pude en forma desesperada y al estar cerca de la salida escuche muchos gritos de pánico pues el terremoto aún continuaba. Ya casi me daba por vencido, pues quedé atorado solo a unos centímetros de la salida logrando sacar solo las manos con las que rascaba con desesperación el suelo tarando de asirme de algo para poder salir de ese sitio. Cuando de repente, sentí que unas fuertes manos me agarraban de las muñecas y luego esas manos me dieron un tirón que logró al fin sacarme por completo del agujero. El que me había salvado era ese médico corpulento que en la mañana yo había regañado por no haber podido poner un suero. No pasaron más de 10 segundos en que el agujero colapsó por completo, escuchándose al derrumbarse un estrepitoso sonido. Los gritos afuera eran intensos hasta que por fin dejo de moverse el suelo. Al verme Jennifer corrió a mi encuentro abrazándome enseguida a la vez que me decía llorando desesperada: —Pensé que no salías de ese agujero, mi Lobo. No podía creer lo cerca que estuve de haber perdido la vida y de una manera espantosa, aplastado y enterrado vivo. Estaba totalmente rendido y adolorido y lo único que deseaba en ese momento era solo un buen baño. Entre la oscuridad y el gentío escuche una vocecita que me llamaba: —¡Lobo, Lobo! Al voltear vi a la chica que había rescatado acostada en la camilla pidiéndome le diera la mano. Me acerqué a ella y la tomé de la mano aún con el guante ensangrentado. En ese momento no supe que 336

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decirle, sintiéndome como apenado por haberle cortado su pie atorado. —Gracias, Lobo —me dijo llorando—, te debo la vida. Un enorme nudo en la garganta impidió que emitiera palabra alguna y luego de soltarle la mano vi cómo un par de camilleros la llevaban a una ambulancia y al alejarse vi el muñón que le había quedado vendado. Ya no soportaba más, sentía que reventaba y por fin creí poder sacar el llanto. Traté de alejarme del grupo para llorar a solas y cuando Jenny pretendió seguirme para estar conmigo tomándome la mano, la detuve y con la mirada le indiqué que quería estar solo. Comprendió mi gesto soltándome la mano y me alejé a un rincón apartado sentándome sobre una losa y reventando ese llanto que tanto había contenido. Lloré a mares como un niño y al hacerlo vi claramente cómo mis lágrimas caían sobre mis guantes ensangrentados. Se habían cumplido todas las visiones que antes ya había tenido, sintiéndome muy afortunado por haber logrado burlar nuevamente a la muerte y más satisfecho estaba por haber salvado a tanta gente. Al terminar de desahogarme me puse de pie y al dar la vuelta vi parada ahí a Jenny, quien me dijo con triste mirada: —Ojalá, Lobito, yo te hubiera consolado. Siento que tú ya no sientes nada por mí, ¿no es cierto? —Discúlpame, Jenny —le dije—, amo mucho a mi esposa y ahora solo te veo a ti como a una buena amiga. Agachó la cabeza, dio media vuelta y sin decir nada se retiró reuniéndose con los demás doctores. La verdad no sé qué pretendía pues sabía perfectamente que yo era casado. Aunque sentí horrible ver cómo se alejaba sin que yo intentara siquiera detenerla para hablar con ella, la verdad yo solo quería regresar a casa para abrazar a mi esposa y luego darme un buen baño. Yo estaba realmente exhausto y mi cuerpo estaba más dañado de lo que yo suponía. Fui a donde estaban los demás doctores para despedirme de ellos. Le di la mano al que me había salvado y luego le di un abrazo sentido: 337

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—Gracias, doctor —le dije—. Jamás voy a olvidar lo que hoy hiciste por mí. —Gracias a ti, doctor —me contestó—, hoy aprendí mucho más que en todos mis años en la facultad. Venía ahora lo duro, despedirme de Jennifer. Me acerqué a ella y luego de tomarla de un brazo, ella me abrazo enseguida: —No te voy a volver a ver, ¿verdad, Lobito? —me dijo—. —Creo que no, Jenny —le conteste—. Ya tuve suficiente hoy y creo haber cumplido mi misión en este desastre. Luego de decir eso Jennifer entró en franco llanto y sollozando se despidió: —Gracias por todo, Lobito. Hoy todos aprendimos mucho de ti y te admiramos, no solo como gran cirujano, sino cómo un hombre de coraje extraordinario. No sabes cómo lamento haberte perdido… —Ya no digas más —la interrumpí—, también a mi me duele que sufras por esto. Mejor mira hacia adelante ya verás que en el futuro encontrarás alguien que valga la pena. Ya no había más que decir. Al fin nos despedimos y esa fue la última vez que supe de ella. Me dirigí hacia donde estaba mi coche y enseguida partí hacia mi casa. En el camino me empezó a doler todo el cuerpo cómo nunca antes me había dolido. Los ojos los tenía muy irritados y me ardían cómo si les hubiera entrado salsa picante. Como me había quitado los goggles para poder ver cuando le hice la amputación a la chica, cuando ocurrió el terremoto me entró a los ojos mucha tierra. Apenas podía ver cuando manejaba pero afortunadamente pronto llegué a casa. Cuando me metí a la casa, Viole estaba muerta de la angustia, pues ni un minuto tuve para buscar un teléfono público e informarle de cómo me encontraba. —¡Lobo, Lobo! —me dijo muy mortificada cuando vio que llegaba—. ¿Por qué no me hiciste ni una llamada? Casi muero de la angustia cuando tembló de nuevo. 338

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Luego al ver mi estado me abrazó muy fuerte y cuando lo hacía sentí que todos los huesos me dolían. —¡Ay, cachorrita! —le dije—, no me aprietes tan fuerte. —¿Qué te ocurre, Lobito? —me preguntó preocupada—. ¿Acaso estás herido? —No, no, cachorra —le contesté para que no se preocupara—. Ahora te cuento todo, pero antes, te suplico, déjame darme un baño. Pasé a mi habitación y al despojarme de la ropa que traía, Viole gritó muy angustiada. —¿Pero, Lobito, que te ha ocurrido? —¿Por qué me dices eso? —le pregunté desconcertado—. —Nada más mírate la espalda —me dijo—. Me puse de pie y me acerque al tocador que tenía un gran espejo. Al verme la espalda yo mismo quedé horrorizado al ver lo dañado que estaba. Tenía largas líneas con la piel raspada, desde el cuello hasta las pantorrillas. La piel estaba inflamada y toda amoratada. Seguramente cuando trate en forma desesperada de salir de ese agujero, el pánico que tenía hizo no tuviera dolor alguno al deslizarme por ese estrecho sendero, hiriéndome al forzar mi salida. —No te preocupes, cachorra —le dije a Violeta—, son solo raspones sin importancia. Me metí enseguida a bañar y al caerme el agua de la regadera en la espalda sentía como si me flagelaran. —¡Viole, ven enseguida! —le grité a mi esposa—. —¿Qué ocurre, Lobito… Se pierde un pequeño fragmento y luego continúa…

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…tocaba esta vez ayudar a mi hermano. Ya había pasado varios días del terremoto y su novia aún no encontraba los cuerpos de sus familiares. Los primeros días se cansaron de buscar en hospitales de toda la ciudad con la esperanza de encontrarlos aún con vida, pero desgraciadamente no tuvieron suerte alguna. No tuvieron más remedio que empezar a buscarlos entre los muertos que ya habían sacado de entre los escombros. En varias ocasiones Viole y yo acompañamos a mi hermano y a Norma a reconocer cadáveres en distintos lugares. Alguien nos había informado que todos los cuerpos encontrados en el edificio Nuevo León los habían llevado al parque de base bol del Seguro Social, ubicado en la esquina de Viaducto y avenida Cuauhtémoc y enseguida ahí fuimos. Quedamos impresionados al ver tantísimos cadáveres, todos muy juntos metidos en bolsas de plástico y a lo largo había pasillos improvisados donde la gente caminaba para reconocer a los cuerpos. Se tenía que hacer larga fila para entrar al estadio y cuando uno al fin entraba, de inmediato empezaban a arder los ojos por tanto formol que escurría de las bolsas donde estaban todos esos cuerpos. El estado de la mayoría de los cadáveres era realmente espantoso y mucha de la gente que iba a reconocer los cuerpos, nada más entraba y salía de inmediato corriendo a volver el estómago. Así por varios días buscamos los cuerpos de los familiares de Norma sin encontrar a ninguno de ellos, hasta que después de una semana acompañé a mi hermano y a su novia al mismo edificio derrumbado donde seguían los trabajos de remoción de escombros y rescate de cuerpos ahí enterrados. Estábamos ahí enfrente parados esperando noticias de los rescatistas respecto a los cadáveres encontrados, cuando de repente de entre los escombros salió un socorrista con un pequeño perrito chihuahueño en sus brazos. —¡Coky, Coky! —gritó fuerte la novia de Foquito—. Era ni más ni menos la perrita mascota de la familia Norma, que de milagro había sobrevivido ahí enterrada viva. Ese encuentro fue muy emotivo y varios reporteros gráficos captaron el momento. La perrita estaba manchada de sangre, pero luego de revisarla no le encontré ninguna herida. Se la devolví a su dueña y un hombre maduro con 340

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goggles puestos y barba de días se acercó a la novia de mi hermano, misma que estaba hecha un mar de llanto abrazando con emoción a su perrita. —Felicidades —le dijo el señor que se había acercado a Norma—. ¿Puedo cargar a tu perrita? —Claro —le dijo la novia de Foquito—. Se me hacía muy familiar ese individuo, pero no sabía quién era. Y hasta que se quitó los goggles por fin pude identificarlo. Era ni más ni menos que el cantante de ópera Plácido Domingo, el cual, nos contaron luego, estuvo ahí ayudando por varios días, pues familiares suyos quedaron también ahí enterrados. Jamás me imaginé que un hombre tan famoso fuera tan sencillo y humano. Charlamos un rato respeto a toda esa tragedia y luego le ordenó a alguien de su equipo le fueran a comprar una pechera y una correa a la perrita que habían desenterrado. Llegaron pronto sus asistentes con ese encargo y el mimo señor Domingo le puso la pechera a la perrita. —Tú serás de ahora en adelante mi ahijada —le dijo y luego le dio un beso en la frente—. —Qué gran tipo —pensé al ver ese gesto—. Pobre perrita, estaba muy nerviosa y con las corneas opacos, pues éstas se había irritado de tanta tierra que le entraron a sus ojos. Le dije a Norma que llevaría a su mascota al consultorio para darle de comer y lavarle los ojos con solución salina para tratar de sacarle todos los residuos y evitar un daño permanente a sus corneas. Y así lo hice. Foquito y Norma se quedaron ahí, con la esperanza de que al menos rescataran los cuerpos de sus familiares. Al llegar a casa me recibió Violeta, quedando sorprendida por quien llevaba en brazos. —Cachorrita preciosa —le dijo Viole a la perrita sobreviviente de ese desastre—. Una vez que la tomó en sus brazos, me preguntó intrigada: 341

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—¿De dónde sacaste esta hermosa perrita y porque está manchada de sangre? Le conté que era la mascota de la familia de Norma y que había estado entre los escombros una semana completa. —Chiquita linda —le dijo Viole al animalito, a la vez que la abrazaba con cariño—, lo que debes haber sufrido. Luego procedí a lavarle los ojos y mientras lo hacía, Viole me dijo al estar sosteniendo a la perrita: —¿Ya notaste que la perrita está muy llenita? —Es verdad —le dije—, está bien gordita, debería estar deshidratada y muy delgada pues estuvo bajo los escombros una semana entera. Luego reaccione y le dije muy asombrado a Violeta: —¡Dios mío! Lo más seguro es que haya sobrevivido comiendo carne humana… He de comentar que yo conocía la historia de los terremotos que ocurrieron en la ciudad de México en 1985. Pero francamente nunca me imaginé la magnitud de esa catástrofe. Luego de haber leído lo anterior, me di cuenta de la solidaridad humana que tuvo nuestro personaje al arriesgar su propia vida tratando de salvar a muchas víctimas en ese horrible desastre y ello también explica su necesidad de tratar de salvar a las futuras víctimas en los atentados en Nueva York. Se pierde un fragmento y luego continúa con el capítulo 8…

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Capítulo 8 Llegan mis hijos na vez pasada esa terrible pesadilla de los terremotos, Viole y yo

Umeditamos sobre encargar familia. Yo había estado tan cerca de la

muerte, que lo más sensato para mí fue tener de una vez descendencia. Sin que yo le dijera nada a mi esposa, un día me dijo cuando estábamos descansando luego de una pesada cirugía: —Creo que ya es el momento de encargar un hijo, ¿no crees? —Tienes razón —le dije—. Ya casi cumplo 29 años y creo que es edad perfecta para ya tener un vástago. —Por mi no hay problema —me comentó—, apenas tengo 22 años. El que me preocupas eres tú, que ya casi eres un anciano. Ambos reímos a carcajadas y luego de mirarnos a los ojos, nos besamos de forma apasionada y enseguida empezamos a hacer la tarea, esta vez sin método anticonceptivo. Pues mi Viole quedó embarazada al primer intento teniendo síntomas de embarazo luego, luego. Cuando fuimos al médico para que le hicieran un examen y nos confirmaron su embarazo, me sentí el hombre más afortunado del mundo. Durante los meses de espera en ocasiones tocaba la panza de mi Viole y sentía cómo se movía mi hijo, sintiendo claramente que podía ver su futuro, pero de inmediato me bloqueaba, pues no quería saber nada al respecto. Ya había aprendido perfectamente cómo bloquear lo que a mi mente llegaba y deseaba con todas mis fuerzas ser una persona normal sin ver nada de lo que venía en el futuro. Lo que tenía que ocurrir, ocurriría y de nada me servía saber lo que pasaría porque nunca podía hacer nada al respecto y cuando antes había visto lo que pasaría, invariablemente solo sufrimiento me traía. Sin embargo algunos acontecimientos del futuro hicieron que yo tercamente intentara nuevamente de retar al destino. Por lo pronto en esos días me sentía feliz y realizado, teniendo a mi lado a una mujer maravillosa con la que esperaba a mi primer hijo, un trabajo que me encantaba y a mis padres que adoraba. El embarazo de mi Viole fue muy tranquilo y pronto supimos que era un varón el que 343

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esperaba. Un tío médico de Violeta, hermano de su otro tío sacerdote, por esos días trabajaba en una clínica de ginecología del Seguro Social muy cercana a la casa, nos ofreció que ahí atendieran a mi Viole sin costo alguno. En un principio me opuse a esa idea, pero luego Viole me convenció pues ella es muy ahorrativa. —Nos conviene, Lobito —me decía—. Además de que nos costará ni un centavo, mi tío me dijo que me darán trato especial. —Si así tu lo deseas —le dije—, pues adelante. Y así lo hicimos. Cuando se acercaron los últimos días del embarazo de Viole yo estaba muy nervioso, no así mi esposa, que estaba feliz de la vida. Una soleada tarde del 2 de julio de 1986, en forma inesperada mi Viole empezó con las famosas contracciones y yo moría de la angustia al ver cómo se quejaba. —Ahorita te llevo al hospital, mi cachorrita —le dije enseguida—. —Pues démonos prisa —me decía—, porque ya siento que viene nuestro hijo. Pronto la llevé al hospital y de inmediato la ingresaron. Por tratarse de un hospital del gobierno, obviamente yo no tuve acceso y me quedé ahí parado viendo con angustia cómo se llevaban a mi esposa sobre una camilla. Fue aquella una espera muy angustiosa, pues a cada rato salía una enfermera a dar noticias a los familiares de alguna de las pacientes internadas. —¡Familiares de María López! —por ejemplo decía y enseguida corría el esposo de la aludida—. Me acercaba con disimulo para escuchar lo que decían y siempre me angustiaba las noticias que daba esa enfermera. —Su señora está muy delicada —le decían al esposo de alguna de las parturientas— y será necesaria hacerle una cesárea, porque al producto se le enredó el cordón umbilical en el cuello. 344

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Y así, cada que salía esa salada enfermera a dar noticias, invariablemente éstas eran malas. Luego de muchas horas, de nuevo salió la enfermera diciendo a todo pulmón: —¡Familiares de Violeta Quintero! Me dio miedo acercarme para preguntar por mi esposa, pero tenía que hacerlo. —Aquí estoy —le dije—yo soy su esposo. —Pues tengo que decirle —empezó a decir la enfermera—, que su esposa ha parido en forma normal y su hijo está en perfectas condiciones. Mañana mismo se los podré llevar. —¡Bendito sea Dios! —pensé, pues era la primera vez en toda la noche que esa enfermera daba una noticia buena—. Me sentía ancho y orgulloso del gusto y todos los presentes me felicitaron. Cuando volvió a salir la enfermera a dar el reporte de otra paciente, me acerqué a ella y discretamente le dije para nadie me oyera: —Perdone, señorita, podría entrar a ver a mi esposa y a mi hijo. —¡No, señor! —me dijo en voz alta muy enojada para que todos oyeran—. ¡Este no es un hospital privado! —y se retiró indignada—. Quedé muy apenado pues todas las personas me miraban moviendo la cabeza reprochando mi insolencia. Pues tenía entonces que recurrir a mis influencias. Me dirigí al modulo de información y le pregunté a la persona que ahí atendía: —Perdone, señorita ¿puede informarme dónde localizo al doctor Homero Quintero? —tío de mi Viole—. —Claro que si, señor —me dijo amablemente la señorita—, en un momento lo localizo. Tomó su teléfono y luego de breves minutos se pudo comunicar con él. 345

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—¿Quién lo busca? —me preguntó la señorita—. —Dígale que su sobrina Violeta ya está aquí —le dije— y que ya ha dado a luz. Colgó la recepcionista y me dijo enseguida: —Me dijo el doctor que en un momento viene. No tardó el tío de Viole ni diez minutos encontrándose conmigo: —¡Sobrino! —me dijo dándome un abrazo—. Felicidades, acabo de pasar a ver a Viole y está en perfectas condiciones. —¿Y cómo ve a mi hijo, doctor? —le pregunté enseguida—. —Ya pasé a verlo a los cuneros —me respondió con enorme sonrisa— y está fuerte y sano como un toro. Nació pesando 3.250 Kg. Estaba feliz por la noticia pero angustiado pues quería estar aunque fuera un momento con mi esposa. —¿Cree posible que pueda pasar a ver a Viole? —le pregunté—. —Aquí las normas son muy estrictas —me dijo—, pero ahorita vemos cómo pasas a verla; espera un momento. Se dirigió donde estaba el personal de vigilancia y luego de cuchichear un rato volteó y con la mano me indicó que me acercara. Luego me dijo que me pusiera una bata blanca que tenía un gafete, caminara hacia un pasillo, que diera vuelta a la derecha y buscara la cama 207, en la que estaba mí Viole. —Disculpa que no te acompañe —me dijo—, pero estoy de guardia en otro piso. Pero no te preocupes ya he dado instrucciones para que pases a ver a tu esposa y luego a los cuneros para que conozcas a tu hijo. —Perfecto —le dije—, no sabe cómo le agradezco. Luego de despedirnos me metí a la zona prohibida caminando por el pasillo y al cruzarme con la enfermera que me había negado el paso, 346

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solo le saqué la lengua haciéndole un gesto. Ésta siguió su camino muy indignada y yo me metí cómo si nada. Cuando llegué a la cama citada, vi al fin a mi Viole ahí acostada con cara muy cansada y tremendas ojeras. —¡Lobito de mi corazón! —me dijo cuando me vio ahí parado—. ¿Cómo le hiciste para entrar hasta acá? Me acerqué a ella y luego de darle un tierno abrazo le explique que su tío me había ayudado. Enseguida le pregunté sobre nuestro hijo y ella me respondió con enorme alegría: —¡Está hermoso, Lobito, está hermoso! —Qué bueno, cachorrita linda —le dije—, ¿pero, por qué no está contigo? —Ya le di de comer y se lo han llevado —me dijo—, porque aquí la norma es que estén en los cuneros. —¿Y si nos lo cambian? —le dije entre broma y enserio—. —No te preocupes —me respondió— ya le han puesto un brazalete con mi nombre y además yo misma lo reconocería. —Entonces ahora voy a conocerlo —le dije—, tu tío me dijo que había dado instrucciones para que me permitieran pasar a los cuneros. —Pues anda, Lobito —me dijo Viole—, ve a conocer a nuestro hijo. Preguntando di con los cuneros y al llegar vi una enorme sala con muchos bebés recién nacidos ahí acostados. Detrás de una gran ventana vi que una enfermera caminaba por los pasillos mirando a los pequeños. Toqué el vidrio con una moneda y volteó a verme la enfermera. Con la mano le indiqué que se acercara y enseguida salió a ver lo que quería. —¿Qué se le ofrece, doctor? —me preguntó al verme de bata blanca—. —Mire —le dije—yo no trabajo aquí, pero el doctor Homero Quintero me dijo que podía pasar a ver a mi hijo. —Ah, si —me dijo—, hace rato vino a ver a un niño, pero no vi a cual. ¿Cómo se llama su esposa? —me preguntó—. 347

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—Violeta Quintero —le respondí—. —Permítame un momento —me dijo—, voy a buscar a su hijo. Se metió a la sala de cuneros y yo a través de la ventana vi cómo buscaba a mi hijo leyendo los brazaletes de los niños, hasta que vi que levantó con cuidado a uno. Salió del cunero con el bebé en brazos y luego me dijo: —Aquí está su hijo. Lo cargué con cuidado y al destapar la mantita que le cubría el rostro vi a un enorme niño muy peludo, cachetón y moreno. Quedé extrañado, pero, en fin, aunque muy moreno, era mi hijo e igual lo iba a querer. Con razón el tío de Viole me había dicho que estaba fuerte como un toro, pues igual que un toro estaba de moreno. La enfermera se asomó a ver al niño y luego extrañada vio mi cara. Dudando volvió a leer el brazalete del niño y me preguntó enseguida: —¿Cómo dice que se llama su esposa? —Violeta Quintero —le respondí con impaciencia—. —¡Ups, perdón! Este bebé es de Virginia Lindero. Me retiró a ese bebé de los brazos y enseguida lo llevó a su cuna. Siguió buscando entre las cunas y al fin encontró al que yo esperaba fuera esta vez mi hijo. De nuevo salió la enfermera y me entregó al bebé. —Espero que este si sea mi hijo —le dije—. Antes de que yo le destapara la cara, la enfermera se cercioró leyendo de nuevo el nombre que llevaba el brazalete. —Correcto —me dijo—. Violeta Quintero. Ya estando seguro que al que cargaba esta vez si era mi hijo, por fin le descubrí el rostro. Lloré de alegría al ver por primera vez a mi hijo, a quien lo vi muy hermoso. Tan blanco como mi Viole y 348

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también con el color de sus ojos. Ese para mi fue un momento sublime, sintiéndome el hombre más feliz del mundo. Entregué al pequeño a la enfermera y enseguida regresé con Violeta. —¡Felicidades, cachorrita! —le dije con enorme sonrisa—. Gracias por haberme dado al bebé más hermoso del mundo. Ambos lloramos de alegría y luego ya nos despedimos, quedando de pasar yo por ellos muy temprano en la mañana. Ya pasaba de la media noche y no podía conciliar el sueño de la emoción que tenía. Solo pensaba en la gran responsabilidad que ahora tenía por el compromiso de tener ahora un hijo. Cuando por fin pude conciliar el sueño, desgraciadamente volvieron a mí las visiones que tanto me atormentaban esta vez en mis sueños. Como ya antes lo había comentado, yo ya podía controlar las visiones que intentaban invadir mi mente estando despierto y de hecho, desde las visiones que había tenido de los terremotos ya no había tenido ninguna. Pero esta vez las malditas visiones invadían mis sueños sin que yo pudiera hacer nada al respecto. Esta ocasión, intenté despertar con todas mis fuerzas al empezar a ver cosas del futuro. Pero me sentí como paralizado y esa visión que empezaba penetró por completo a mente. Vi con detalle cosas de un muy lejano futuro. Averigüé que una tormenta solar dejaría a oscuras al mundo entero. Pude ver con detalle gigantescas auroras boreales, quedando maravillado de sus colores, tal como si estuviera yo ahí presente. Cuando quise averiguar más al respecto, sonó el teléfono y salí del trance. —¿Bueno? —contesté—. Era Reynaldo, que me hablaba para felicitarme. —¿Qué pasó, Lobato? —me dijo—. Con que ya eres padre. —Así es, mi Rey —le contesté aún amodorrado—. —Pues felicidades —me dijo—. —Gracias, amigo —le respondí—, pero no seas gacho, déjame dormir otro rato. 349

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Pues si no me hubiera despertado mi amigo, habría averiguado en ese momento la fecha de la tormenta solar que había visto ocurriría en el futuro. Pero no pasó mucho tiempo en que volviera a ver ese hecho y no solo tendría la fecha exacta, sino muchos otros detalles impactantes de ese suceso tan importante. Quedé muy preocupado por el hecho de no poder controlas las visiones que tenía en mis sueños. Tenía la esperanza de que al igual como podía bloquear las visiones que tenía estando despierto, algún día aprendería a controlarlas estando dormido. Por lo pronto ya no pude conciliar de nuevo el sueño y de plano mejor me paré a bañar. Eran apenas las 7 de la mañana y tenía mucho tiempo para recoger a mi pequeña familia del hospital. Después de desayunar de inmediato fui a recoger a mi esposa y a Giovanni. Así pensaba ponerle a mi hijo, como el abuelo de mi madre, que se llamaba Giovanni Corela, italiano de nacimiento, una autentica leyenda en la familia por su fama de andariego y mujeriego y que todos cariñosamente le llamaban el abuelo Juan, por el tenorio. Yo admiraba mucho a mi bisabuelo por las historias que mi mamá me contaba de él y me pareció un nombre adecuado para ponerle así a mi hijo. Llegué al hospital y luego de preguntar por mi esposa e hijo, me informaron que ya estaban a punto de salir. No esperé mucho en que la viera venir caminando con mi hijo en brazos y pronto salí a su encuentro. —¡Cachorrita de mi vida! —le dije alarmado—. ¿Por qué vienes caminando si apenas hace unas horas has parido? —No te preocupes, Lobo —me contestó despreocupada—, me dijo el doctor que me hace bien caminar ahora. Pues le dije que me pasara a Giovanni y de inmediato le quité la mantita que le tapaba la cara, no fuera que esa enfermera tarambana de los cuneros nos lo hubiera cambiado. Una vez que me cercioré de que ese era realmente mi hijo, los tres salimos del hospital y abordamos el coche. Nuestra primera parada fue a casa de mis padres, quienes estaban ansiosos de conocer a su nieto. Cuando entramos a la casa de mis padres de inmediato mi mamá le pidió a Violeta le permitiera cargar a su nieto y al destaparle la cara sonrió feliz a la vez que decía: 350

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—Es igualito a mi abuelo Juan. —No la amueles, mamá, —le dije—. Yo ya he visto las fotos de tu abuelo y la verdad estaba muy narizón, como buen italiano que era. En cambio mi hijo, es igualito a su madre, con nariz de talón de gato. Todos reímos a carcajadas, pues Viole tiene una naricita pequeña y respingada. En fin, solo menciono que considero que esos fueron los días más felices de mi vida, dándome el destino una tregua de tantas cosas horribles que había vivido. Disfruté mucha la paternidad conviviendo mucho con mi pequeño hijo y a tal grado llegó la atención que tenía hacia él, que le daban celos a mi Viole adorada. Luego de un poco más de un año de haber tenido Viole a Giovanni, un día me dijo cuando jugaba con él: —Oye, ¿no será conveniente que encarguemos de una vez a otro hijo? Y yo extrañado le pregunté: —¿Quieres de una vez encargarle un hermanito a Giovanni? —Pues, si —me dijo—. Alguna vez leí que los hermanos se llevan mejor cuando son de edades semejantes. Efectivamente, yo también había oído que la convivencia entre hermanos de edades parecidas es mejor. Así que me pareció buena la idea. Afortunadamente no teníamos ningún problema económico pues tenía mucho trabajo y no tuvimos inconveniente en encargar de inmediato, procediendo de nuevo a hacer la tarea. Pues la fertilidad de ambos era fabulosa en esos días, porque de inmediato mi Viole volvió a quedar embarazada. Esta vez yo decidí dónde nacería mi siguiente hijo eligiendo una clínica donde el parto sería en agua. Yo había escuchado que los partos bajo el agua eran menos traumáticos para los niños y de hecho, por esos días era casi una moda. Pues tanto Viole cómo yo fuimos al curso profiláctico con el fin de prepararla perfectamente para el parto. Asistíamos todos los sábados ayudándole yo a hacer sus ejercicios. Ahí estábamos un nutrido grupo parejas, ayudando los varones a que sus respectivas mujeres que hicieran sus ejercicios. Al principio he de confesar que me dio 351

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mucha pena, pero al pasar las semanas ya me sentía un experto, dando consejos a las parejas que apenas iniciaban. Aunque en esos días era común averiguar el sexo del bebé mediante un ultrasonido, Viole y yo decidimos no saber al respecto hasta el momento del parto. El embarazo de Viole fue muy tranquilo y algo muy importante que he de comentar sobre esos días, es que cuando estábamos acostados descansando Viole y yo en la cama, al tocarle su enorme panza, a veces unas ráfagas de visiones que no comprendía llegaban a mi mente, cual destellos blancos como si fueran flashes que no me dejaban ver nada, a la vez que mi corazón latía fuertemente. Pensé entonces que eso que veía era solo alguna especie de corto circuito que ocurría en mi mente. Me habían pasado tantas cosas raras en mi vida, que ya nada me sorprendía. En fin, no le di mucha importancia a ese hecho y por fin llegó el día del parto. El lunes 21 de marzo de 1988 por la madrugada, Viole empezó con sus dolores y enseguida salimos a la clínica donde la atenderían. Como era demasiado temprano no había mucho tráfico y a pesar que la clínica estaba muy retirada, llegamos enseguida. Al llegar a la clínica rápido la pasaron a una habitación para que se preparara. Llegó una ginecóloga y luego de palparla dijo que ya era inminente el parto. Enseguida la llevaron a la sala de partos, que era todo, menos un quirófano. Se trataba de un salón dónde en medio había una enorme tina llena de agua. De inmediato sumergieron a Viole desnuda en esa tina. Afortunadamente todo el personal era femenino y así Viole no se sintió tan apenada. Luego la doctora le dijo que pujara muy fuerte y cuando lo hacía me apretaba las manos, mismas que yo sujetaba fuertemente estando detrás de ella. Cada que pujaba le dolía tanto, que me apretaba muy fuerte las manos, sin embargo mi Viole era tan valiente, que no emitía grito alguno, solo apretaba los dientes y se ponía colorada. —¡Grité si quiere! —le dijo la doctora, pero Viole solo pujaba y pujaba—. Al fin vi que nacía mi hijo, cual pececillo en el agua, tomándolo de inmediato la doctora, sacando solo su cabeza del agua. Vi entonces que era una niña la que había nacido, llenándose mi corazón de 352

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regocijo al ver que muy fuerte respiraba y ver sus ojos cuyo color era idéntico a los míos. Besé con emoción a mi Viole, la cual estaba tan rendida que casi desfallecía. —Cachorrita de mi corazón —le decía con lágrimas en los ojos—. Me has dado la hija más hermosa del mundo. Lloramos ambos de la inmensa felicidad que en ese momento nos invadía y todas las enfermeras en esa sala también lloraban como Magdalenas al ver esa tierna escena. Luego la doctora sacó a mi hija de la tina y me dijo que cortara el cordón umbilical con unas tijeras que ya me había dado. Al poner las tijeras abiertas para cortar el cordón, lo sentí muy duro, sin embargo lo corté con fuerza y cuando lo hice, algo realmente extraordinario ocurrió que a todos nos dejó impresionados. Primero sentí una ráfaga de visiones incoherentes que me aturdían y poco después estallaron todas las lámparas de ese sitio. Las enfermeras gritaron asustadas pues un acontecimiento semejante jamás habían observado. —¡Tranquilas, tranquilas! —dijo la doctora—. Debe haber sido solo un corto circuito. Sin embargo tenía la certeza en ese momento que yo era el que había provocado ese extraño suceso. No imaginaba siquiera que era justamente mi hija, la que… Se pierde un fragmento que representan 2 años en la historia y luego continúa… …la verdad no me interesaba. Sin embargo era tal el entusiasmo de Viole por ver al papa, que me convenció para asistir a ese evento. Su tío el cura le había conseguido entradas para ir a la basílica de Guadalupe y cuando vi los asientos que nos habían tocado en un pequeño croquis que acompañaba esa invitación, noté que estaban en el pasillo central, justamente por donde pasaría Juan Pablo II rumbo al altar. 353

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—¡Lo vamos a ver a solo unos metros, Lobito! —me decía entusiasmada mi Viole—. Pues no era una casualidad que nos hubiera tocado en un sitio tan privilegiado, nuestro querido tío sacerdote personalmente había escogido esos lugares. Así que llegó el domingo 6 de mayo de 1990 y ahí vamos Viole y yo a conocer a tan ilustre personaje. Estaba tan cerca la Basílica de Guadalupe de nuestra casa, que nos fuimos caminando sin ningún problema. Mucho antes de llegar al templo observamos una verdadera multitud en toda esa zona, pues además de las personas que trían pase para entrar, también se hallaban reunidas miles de personas que se conformaban solo con ver pasar al vehículo con el papa dentro de una vitrina blindada, llamado “papa móvil”. Cercana a la basílica había varios retenes para poder ingresar y tuvimos que hacer una larga fila esperando más de dos horas para poder pasar al templo. Justamente adelante de nosotros, también haciendo fila, estaba uno de mis ídolos de la infancia, el futbolista Enrique Borja. En este caso tratando de ser discreto, no hice mucho aspaviento, solo le dije en secreto discretamente a Viole: —¿Ya viste quién está delante de nosotros? Volteó discretamente para ver quién era el aludido y luego de ver a mi ídolo y a las demás personas que estaban más adelante, me preguntó desconcertada: —¿A quién te refieres? —A Enrique Borja —le dije discretamente pero con impaciencia—. —¿Quién? —me preguntó desconcertada—. —Olvídalo —le dije, sabiendo que obviamente no sabía nada de fut bol—, después te explico. Luego de una larga espera, al fin entramos a la basílica y la expectación que reinada entre toda la gente era enorme. Como estábamos justamente en el pasillo que conducía al altar mayor, vimos que iban y venían personas muy apuradas dando los últimos toques al decorado, iluminación y demás detalles. De repente vi que 354

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pasaba por ese pasillo apresuradamente Plácido Domingo, quien cantaría en la ceremonia y yo, como si fuera mi conocido, lo llamé inconscientemente: —¡Don Plácido, don Plácido! Volteó a verme el cantante y quedó extrañado que yo lo saludara agitando la mano. Me saludó cortésmente, pero con cara de no haberme conocido y luego dio media vuelta siguiendo su camino. Luego de dar unos pasos, supongo se acordó de cuando nos encontramos en frente al edificio Nuevo León derrumbado, volteó y simplemente me saludó levantando el puño derecho con el pulgar hacia arriba y sonriendo en forma franca y sincera. Definitivamente, me había recordado. —¡Se acordó de ti, Lobito! —me dijo Viole emocionada—. —De verdad, que gran tipo —le respondí simplemente a mi esposa—. Luego de que el cantante se colocó en su sitio a la derecha del altar, enseguida ensayó unos momentos con el organista y el coro. La expectación crecía porque se empezaron a escuchar rumores de que el santo padre se acercaba. Pasaba el tiempo y nada, hasta que de repente se escuchó a la muchedumbre allá afuera dando una sonora ovación y adentro, todos apretujados esperábamos inquietos el momento de la entrada del papa al templo. Nosotros estábamos como a 30 metros de la entrada, exactamente a la mitad de camino al altar. Cuando de repente, al fin entró el papa a la basílica. La ovación fue estruendosa y a lo lejos vi cómo se acercaba el papa dando bendiciones, custodiado por algunos altos jerarcas de la iglesia, obispos o algo así, supongo, porque los que iban delante de él traían puesta una mitra. Pasó luego algo extraordinario. Cuando se acercó a nosotros vi claramente alrededor del papa un aura inmensa, como nunca antes había visto otra, quedando yo con la boca abierta. Estando solo a unos pasos de nosotros, me vio a lo ojos y detuvo uno instante su paso. Se acercó y luego puso su mano en mi cabeza. Quedé mudo al ver semejante cosa y el papá algo me decía, pero la 355

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muchedumbre emocionada emitía tantos gritos, que no le entendía nada. No podía mover ni un músculo y menos emitir palabra alguna. Casi sentí que el corazón se me detenía al sentir su mano en mi cabeza, una fuerza extraña y poderosa tenía ese hombre que yo no comprendía. Luego de sonreírme, me bendijo y siguió su camino. Viole desconcertada y a la vez tremendamente emocionada me cuestionaba sobre ese hecho. —¿Qué te dijo el papa, Lobito, qué te dijo? —me preguntaba—. —No le entendí nada, cachorrita —le respondí aún asombrado por lo que había pasado—. Durante toda la ceremonia, que duró horas, me mantuve callado viendo a lo lejos al papa sentado junto al altar reluciendo un aura espectacular. Alguien por ahí me prestó unos binoculares y al verlo de cerca mediante los catalejos noté que el papa estaba muy cansado, agachando continuamente la cabeza. Pasaba por mi mente el momento en que lo tuve de frente y no me explicaba cómo hizo para que yo quedara parado sin poder mover ni un solo dedo ni poder emitir palabra alguna. Era ese sin duda, un hombre muy especial, como nunca antes había conocido otro. Cuando por fin termino esa larga ceremonia le dije a Viole: —Vamos a intentar acercarnos al papa. Quisiera hablar personalmente con él. Entre la muchedumbre tratamos de acercarnos al altar, pero cuando nos dimos cuenta el pontífice salió por detrás y ya no pude verlo de nuevo. La salida fue más larga y tediosa que la entrada, saliendo casi de uno por uno del templo y al estar afuera la multitud aún era copiosa. Habíamos estado ahí sin comer ni beber casi 8 horas seguidas y ambos estábamos exhaustos. Caminamos entre el gentío rumbo a la casa y llegando por fin comimos y enseguida nos fuimos a descansar. Ya mañana recogeríamos a los niños… Lo que siguió está demasiado fragmentado. Pasan aproximadamente otros 3 años en la vida de nuestro personaje y en los episodios que 356

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siguen se notar que se empieza a cerrar el círculo de la historia. Continúa la narración… …moría de rabia. Vi nuevamente la muerte de mi padre y me sentía impotente de no poder hacer nada. En el hospital tome la mano de papá y sin que mediara palabra con la sola mirada sabíamos ambos lo que al siguiente día ocurriría. Me apretó fuerte la mano y me dijo de nuevo la frase que en el pasado tanto me había comentado: —Ya sabes, hijo, lo que tiene que ocurrir, ocurre y ocurre sin remedio. Tanto él cómo yo sabíamos perfectamente que le quedaban solo horas de vida. Mi pobre madre estaba desconsolada sentada del otro lado de la cama tomada fuertemente de la otra mano de papá. Mis demás hermanos también lloraban desconsolados los cuatro abrazados. Estábamos mamá y mi hermanos solo esperando que papá partiera y casi sin poder respirar, con la mirada, mi padre me pidió que me acercara. Me acerqué y pegando el oído a su boca escuché con atención lo que me quería decir. —Toma, Lobo, —me dijo muy quedito tomando mi mano—, te entrego la estrella de David que te mostré cuando eras niño. Al tener el medallón en mi mano sentí que el corazón se me salía del pecho, igual que cuando la tuve en mis manos siendo niño. —Recuerda —me siguió diciendo—, solo herédala a algún hijo o nieto tuyo que tengas la certeza que la merece y posea nuestros dones. Afortunadamente nadie de mi familia se percató de dicha entrega y luego de abrazar a papá me reuní con mis demás hermanos guardando con discreción el medallón en un bolcillo. Siempre conservé ese valioso objeto, teniendo con él curiosas experiencias pudiendo viajar con la mente a un lejano pasado conociendo a mis 357

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ancestros judíos y afortunadamente en poco tiempo encontré a quién se lo heredara. —¿Qué te dijo papá? —me preguntó mi hermano mayor—. —Nada, mi hermano —le dije—, solo me dijo que nunca dejara sola a mamá. Permanecimos toda la familia unida en una noche que parcia interminable, hasta que cercana a las seis de la mañana expiró papá, siendo el 3 de mayo de 1993. Había fallecido la única persona que comprendía los dones que yo tenía y me sentí más solo que nunca. La verdad, además del enorme dolor que me agobiaba, tenía también una furia contenida, porque esa misma noche tuve también la maldita visión de la muerte de mi madre, que ocurriría 7 años en el futuro. De eso estaba bien seguro porque en la visión que llegó involuntariamente a mi mente vi claramente un calendario en el mismo cuarto de mi madre, sitio en el que moriría, acompañada solo de mi persona. Me vi hincado junto a ella llorando a mares y tomado de una de sus manos viendo cómo expiraba. Qué mas tormento podía esperar de la vida, sabiendo el día exacto de la muerte de mi propia madre. —¡Maldito don que me ha tocado! —pensaba con rabia apretando en silencio los puños —. Al salir de la habitación en la que papá había fallecido me encontré con Viole, que tampoco había dormido. Sin mediar palabra y sabiendo ella lo que había ocurrido, se acercó a mi mirándome a los ojos y dándome luego un cálido abrazo. —Lobito de mi corazón —me dijo llorando—, tu sabes que quería a don Paco (mi papá) como si fuera mi padre. Como antes ya había comentado, Viole se ganó tanto a papá, que la consideraba como su propia hija y no faltaba ocasión en las reuniones familiares en que él mismo dijera que Viole era la hija que nunca había tenido. Papá siempre había querido tener a una hija y en 358

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verdad la había encontrado en ella. En esos momento de profunda pena recordaba el dolor que sentí cuan perdí a mi Lobo. De la muerte de mi querido amigo Lobo me quedaba el consuelo de que vivía en mi mismo, en cambio estaba seguro que nunca más tendría contacto en esta vida con mi amado padre. El medallón la guardé con celo y me propuse que mientras yo viviera, conservaría el secreto hasta que se la heredara a la persona indicada. Siento que además de mi madre y yo, quien más resintió la muerte de papá fue mi hijita Dany, que entonces tenía apenas 5 años. Ella adoraba a mi padre pues pasaba prácticamente todo el día a su lado, viendo la tele o jugando. Ella era su “estrellita reluciente” pues desde que nació, todos notamos que heredó exactamente el mismo color de mis ojos y de mi padre, teniendo ella una mirada que parecía que sacaba chispas. Ella era el máximo orgullo de papá y siempre decía que era su hijita más pequeña. Por más sutil que intenté darle la noticia a mi hija, cuando se enteró de la muerte de papá perdió el habla, quedando como catatónica por varios días. Tuvimos que llevarla a un terapeuta por muchas semanas para que se recuperara. Pero ni modo, a pesar de esa sensible pérdida de uno de los pilares de la familia, la vida seguía y todos tratamos de volver a la rutina. Luego de un tiempo, estaba terminado de atender a unos clientes con su mascota en mi consultorio y por la ventana vi que Dany estaba recargada en la pared del patio mirando hacia el cielo viendo cómo pasaban las nubes. Luego de despedir a mis clientes, me acerqué a mi hijita y sin que ella dejara de ver para arriba le pregunté muy quedito al oído: —¿Qué haces hijita? —Nada, papi —me dijo—, solo me estoy despidiendo de abuelito. Quedé desconcertado de tal respuesta preguntándole enseguida: —¿De mi papá? —Si — me contestó—, está entre las nubes, allá en el cielo.

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Se me hizo un inmenso mudo en la garganta y abrazándola con mucho cariño, sin sentir se me derramaron las lágrimas. Pero lo que mi hijita me dijo luego, por Dios que me dejó helado: —Me dijo que él se encontraba en un lugar muy bonito y que estaba feliz de poder platicar conmigo… —¿Qué? —le pregunté desconcertado sintiendo que el corazón se me salía del pecho— ¿Cuándo te dijo eso tu abuelito? —Antes de irse, papi —me respondió—. Estaba atónito y tratando de ordenar mis ideas, surgió en mí la esperanza de que lo que me había dicho solo fueran cosas de niños. Traté de serenarme y le pregunté esta vez más calmado: —¿Y qué más te dijo tu abuelito, hijita? —También me dijo que tú pronto me darías un medallón de oro y que lo cuidara mucho. Sentí que colapsaba cuando escuche semejante cosa. Definitivamente, mi hijita había heredado mis dones, pudiendo hablar con los muertos. Absolutamente nadie sabía de la existencia de ese medallón y fue mi padre, estando ya muerto, el que le contó ese secreto a mi Dany. Me contó todo lo que podía ver y luego tuvimos una larguísima platica dándole consejos de cómo manejar esos dones. Le aconsejé lo que con tanta insistencia mi padre me decía, que nunca a nadie le dijera de las cosas que veía y al darle todos esos consejos me llené de tristeza al saber lo mucho que ella sufriría por poseer esas extraordinarias capacidades mentales. Mi niña era sumamente precoz e inteligente, comprendiendo perfectamente todo lo que le decía, estando yo seguro que con esos consejos podría lidiar con esos dones que sin querer había heredado. Pasaron los días y una ocasión Viole recibió una llamada de su tío diciéndole que se hallaba enfermo. Muy sumisa me pidió permiso para visitar a su pariente: —¿Me das permiso, Lobito, de ir a ver a mi tío? —Ay, cachorrita —le dije—, no tienes por que pedirme permiso. Anda, sal para allá de inmediato. 360

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Luego de abrazarme muy fuerte me dijo que se llevaría a mis hijos para conocieran a su tío, pues él prácticamente la crió como una hija. Como era fin de semana, no hubo inconveniente en que se llevara a los niños y luego de empacar deprisa, los llevé a los tres a la terminal de autobuses para que hicieran pronto el viaje. Luego de despedirme de ellos y ver cómo el autobús partía, regresé a casa muy triste. Era la primera vez que me hallaba solo desde que me casé con mi Viole, sintiendo la casa muy fría sin la presencia de mi querida esposa ni la algarabía de mis traviesos hijos. Pero, en fin, era una emergencia y tenía que aguantarme. Durante la noche vino a mi mente el medallón que me había dado mi padre. Me hallaba intrigado por saber lo que decían las inscripciones grabadas en él. Estaba seguro que dichas inscripciones estaba escritas en hebreo y se me ocurrió ir a una sinagoga para buscar a algún rabino que las tradujera. Recordando que alguna vez pasé frente a una sinagoga en la colonia Polanco, al día siguiente fui ahí mismo llevando el medallón. Al entrar una persona me detuvo y mirándome me preguntó enseguida extrañado: —¿Se le ha olvidado su kippah? —¿Qué? —le pregunté yo aún más extrañado—. Y simplemente me señaló el gorrito que tenía puesto en la cabeza. —Sin él no puede pasar al templo —me dijo—. —¿Podría prestarme uno? —le pregunté muy sumiso—. —Desde luego —me respondió—. De la parte interior de la chaqueta que portaba, sacó un gorrito blanco y me lo entregó. Enseguida me lo puse y luego le pregunté: —Disculpe, señor ¿Dónde puedo ver al rabino de más jerarquía de esta sinagoga? Me indicó con el dedo hacia la parte del fondo del templo donde se hallaba un anciano de larga barba y extraño sombreo, hincado y haciendo su cuerpo para adelante y para atrás leyendo un especie de 361

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papiro que estaba sobre un gran atril. No se me hizo prudente de momento interrumpir su lectura y tomando asiento en una banca esperé con paciencia a que terminara. Después de un largo rato, al fin terminó su lectura y luego de enrollar el papiro lo besó y se puso de pié. —Disculpe, Rabino —le dije—. ¿Podría hacerme el favor de brindarme unos minutos? —Desde luego, hermano —me dijo amablemente—. Pasemos a mi oficina. Estando es su oficina, el rabino tomó asiento frente a un escritorio y me invitó a tomar asiento del otro lado del mueble. —Pues bien —me dijo—, ¿en qué lo puedo ayudar, hermano? —Quiero mostrarle algo —le dije—. Es un medallón con la estrella de David y alrededor tiene un círculo con inscripciones hebreas. Quisiera saber si es tan amable de traducir esas inscripciones. —Claro que sí, hermano —me dijo—, si están en hebreo, desde luego que se las traduzco. Saqué el medallón de uno de mis bolcillos y enseguida se lo entregué. El rabino quedó literalmente con la boca abierta y con cara de asombro. Lo observó con detenimiento girándolo y viéndolo por delante y por detrás, diciéndome muy serio: —Efectivamente, hermano, las inscripciones vienen en hebreo antiguo. Luego de examinarlo por un largo rato me siguió diciendo: —Creí que este medallón era solo una leyenda, pero veo que si existe. —¿De qué se trata? —le pregunté intrigado—. —Dice la leyenda —me empezó a explicar—, que el rey Salomón lo mandó hacer para darlo al sumo sacerdote que tuviera el don de la sanación y éste a su vez, lo heredara a algún descendiente con esos 362

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dones. El primer heredero del medallón fue su propio hijo, Roboám y de ahí pasó de generación a generación hasta llegar a José, padre de Joshua, éste último también conocido como Jesús de Nazaret. José le pasó el medallón a su esposa María y ésta pretendió dársela a su hijo Jesús cuando cumplió 30 años. Pero Jesús no la portó nunca porque le parecía demasiado ostentosa y se la devolvió a su madre. Después de que crucificaron los romanos a Jesús, María le entregó el medallón al apóstol Juan. Y de ahí se perdió toda pista del medallón, hasta ahora, que lo tengo aquí en mis manos. También dice la leyenda que este medallón realmente es el santo grial y no como todos piensan que es la copa donde Jesús bebió en la última cena y José de Arimatea recogió en ella su sangre. Quedé asombrado de esa increíble historia, preguntándole luego al Rabino: —¿Y qué es lo que dice exactamente el medallón? El rabino sacó una gran lupa de un cajón de su escritorio y me empezó a traducir literalmente las inscripciones: —Yo Salomón, con el poder que me ha dado en persona el mismo Yahveh, concedo poderes extraordinarios al legítimo poseedor de esta prenda. Y luego —me explicó el rabino—, viene una larga lista de todos los poseedores del medallón, empezando, como ya le había dicho, a Roboám, terminando con Jesús. Después el rabino me miró a los ojos y me preguntó muy serio: —¿Dónde obtuvo este medallón? No tuve más remedio que mentirle para que no comentara a nadie de mi secreto. —Resulta —le dije—, que hace unos días fui a Jerusalén y en un mercado de pulgas encontré un puesto donde había muchas copias de este medallón y simplemente compré una. Quedé intrigado por las 363

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inscripciones que tenía, porque ni el vendedor supo su significado y por eso vine a molestarlo. —Pues parece auténtica —me comentó asombrado—, pero, en fin, aquí se la devuelvo y que tenga buen día. Luego de darle las gracias salí de la sinagoga y al llegar a casa me percaté de que había olvidado devolver el gorrito. Pues ni modo, pensé, me lo quedaría de recuerdo. En la soledad de la noche, puse el medallón sobre una mesa y mirándolo fijamente puse una mano sobre él y concentrándome solo un poco hice un increíble viaje mental al pasado conociendo a mis antepasados judíos. Y lo más extraordinario de todo, es que volví a ver a Jesús de Nazaret en plenitud rodeado de sus apóstoles. La visión que tuve de Él cuando hice la representación de su pasión en Acala, era real. Pero esta vez lo vi radiante, llenándose mi corazón de una felicidad tan inmensa como nunca antes había sentido. Pero empezaré por el principio, narrando con detalle todas las cosas que pude ver en… Por desgracia se pierde esa parte en que conoce a sus antepasados. Falta, así mismo, la narración de varios años, que está demasiado fragmentada, del que solo pude rescatar el momento de la muerte de su madre. Además presiento que quizá, ahí mismo, se hayan perdido otros pasajes importantes de su vida, al igual que el inicio del capítulo 9. La narración continúa… …que más tormento que saber cuándo va a morir la madre de uno. Ahí estaba, tal como lo percibí en la visión de hacía 7 años, yo solo con mi madre sabiendo que en esa misma noche iba a fallecer. Eran casi las 2 de la mañana, cuando en un instante ella recobró el sentido. Me vio con ojos muy tristes y yo hincado a sus pies lloraba desconsolado porque sabía lo que vendría. —Te quiero agradecer a ti, Lobo —me decía muy quedito, pues con el oxigeno que tenía casi no le entendía—, sé que tú has estado en todo momento conmigo y puedes estar tranquilo porque siempre me cumpliste… 364

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—Ya, mamá, por favor —la interrumpí porque se estaba esforzando en hablar—. No digas nada, tú sabes que siempre estaré contigo. Puso su mano en mi cabeza y ya no dijo más. Cerró sus ojos pareciendo que quedaba dormida y yo angustiado la sacudía con cuidado para que despertara, pero ya no lo hizo. Poco a poco dejó de respirar hasta que por fin expiró. Yo estaba desgarrado por dentro pues el destino había hecho que sufriera la muerte de mi madre una y mil veces, pues desde la primera visión que había tenido de ese hecho, fueron incontables las veces que en sueños se repetía. Además del dolor de haber perdido a mi madre, estaba furioso con la vida. Tenía ganas de gritar con fuerza reclamándole a Dios por mi destino, pero no lo hice y solo cerré muy fuerte los puños, apretando al mismo tiempo los dientes conteniendo ese grito de rabia que tenía hecho un nudo en la garganta. Ya no podía más… Se pierde un fragmente y luego continúa… …nuevamente se repetía esa visión. Esta vez estaba dispuesto a ver todo. Y luego de que se estrelló el avión, en vez de bloquearme mentalmente para no ver más de ese hecho, navegué en la visión esperando tener más indicios del mismo. Después del impacto del enrome avión, salía mucho humo del edificio. Quedé muchos minutos mirando esa horrible escena y cuando estaba absorto viendo lo que ocurría, de repente escuché un ensordecedor ruido de turbinas ¡Otro avión se estrellaba en la torre vecina! No me explicaba cómo era posible que ocurrieran 2 accidentes casi simultáneamente. Primero pensé que en la torre de control del aeropuerto de Nueva York se estaban cometiendo errores de navegación, pero eso me resultó absurdo, pues la perspectiva que había desde mi visión era ilimitada, siendo aquel un día esplendoroso y los pilotos, aunque recibieran datos equivocados de navegación, era imposible que cometieran semejante error. Deduje entonces que esos avionazos serían el resultado de un ataque terrorista, no había de otra, pensaba. El primer avión pegó al lado norte del edificio. Tenía mucho tiempo para observar con detalle todo lo que pasaba y calculé, contando de arriba para abajo, el sitio en que se había estrellado el primer avión, 365

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observando que aproximadamente los pisos del 92 al 98 eran los más afectados. Seguí observando lo que ocurría y vi horrorizado que mucha gente de los pisos superiores al impacto de los aviones, saltaban al vacío evitando ser devorados por las llamas. Ya no quería ver más, pero armándome de valor seguí observando. Vi volando alrededor de los edificios a varios helicópteros y luego pasó como ráfaga un avión caza. Cada vez salía más y más humo de los edificios y mucha gente seguía saltando al vacío. Cuando de repente, en forma inesperada, el edificio en el que se había estrellado el segundo avión se empezó a colapsar por completo quedando yo muy sorprendido sintiendo que el corazón se me salía de pecho, pues el ruido que escuché al caer el edificio era el más fuerte que había escuchado en mi vida. —¡Lobito, Lobito, despierta! —me sacó Viole del trance al ver que yo convulsionaba—. Reaccioné de inmediato y luego le dije a mi esposa aún muy agitado: —No pasa nada, mi vida, era solo otra pesadilla. —Pero esta vez estabas convulsionando, Lobito —me dijo asustada—. —¿Estaba convulsionado? —le pregunté muy sorprendido—. —Si, Lobito —me respondió—, hasta tenías los ojos en blanco. Esta vez quedé muy preocupado, recordando lo que un siquiatra les dijo a mis padres cuando yo era un niño respecto a que yo tenía una forma de epilepsia. —Te juro que me voy a atender, mi vida —le dije a Violeta—. Ya más tranquilos, intentamos dormir de nuevo. A pesar de estar muy cansado ya no pude conciliar el sueño, pues no podía borrar de la mente todo lo que había observado en esa visión tan terrible. Me preguntaba por qué se repetía tanto en mi mente ese hecho que ocurriría en el 2001. ¿Sería un aviso del destino para que yo estuviera enterado y previniera a la gente? Pues estaba convencido de 366

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ello y desde ese momento empecé a pensar en cómo lanzar una alerta. Afortunadamente tenía la fecha exacta, el doce de septiembre del año señalado y aún faltaba más de un año para que ocurriera. Sabiendo perfectamente que ese hecho era inevitable, pues paradójicamente ya había ocurrido en el futuro, era preciso entonces dar aviso a los ocupantes de todo el World Trade Center neoyorkino de lo que vendría. Toda esa noche estuve pensando en cómo advertir a las futuras víctimas de esa tragedia. Me pasó por la mente ir a la embajada de los Estado Unidos para advertir sobre ese atentado, o incluso ir directamente ante autoridades de ese país para dar la advertencia, pero de inmediato reflexioné en ello y definitivamente deseché esa idea pensando en que quizá a mí mismo me involucrarían en ese hecho. ¿Qué medio a mi alcance podría usar para prevenir a las futuras víctimas de ese desastre? —me preguntaba—. Me resultó obvio utilizar el Internet. Pensé primero en hacer una página web para que los que entraran en ella se enteraran de los futuros atentados. Pero luego pensé que si hacía eso, igual habría una investigación y pudieran dar conmigo autoridades de Estados Unidos acusándome de terrorismo. Pues opté entonces por el anonimato del correo electrónico, mandando cientos de éstos a igual número de direcciones, pidiendo se hiciera una cadena. Le pedí por mail a un primo, que en ese entonces estaba estudiando en Nueva York, me averiguara la mayor cantidad de direcciones electrónicas de habitantes de esa ciudad y me consiguió cientos de ellas. Así pasaron meses sin que dejara de mandar la advertencia a esas direcciones electrónicas esperando que esos contactos, a su vez, reenviaran la advertencia. Pensé que mi idea funcionaría, pues calculaba que ese mensaje lo recibirían miles de personas en los Estados Unidos. Quizá esa advertencia resultó tan inconcebible e inverosímil, que absolutamente nadie le dio la mínima importancia, perdiéndose esa información entre los millones de correos basura que navegan en la red. Estaba realmente frustrado, sin embar… Se pierde un fragmento. Afortunadamente, de aquí en adelante ya no se pierde ningún segmento de la historia y luego continúa hasta concluir abruptamente… 367

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… lo que vi era realmente espantoso. Ese maremoto tendrá su origen en Indonesia y destruirá todas las costas del océano índico, habiendo cientos de miles de muertes. Tenía la fecha exacta de tal desastre: 26 de diciembre de 2004. En verdad ya estaba cansado de ver a tanta gente sufrir en las visiones que me atormentaban y la desesperación a estas alturas de mi vida ya era insoportable. Cuando soñaba, a veces confundía las visiones con mis sueños normales, en los que se repetían las visiones del futuro. Sentía que mi cerebro estaba en corto circuito y que en cualquier momento perdiera la razón. Y luego, para empeorar todo el asunto, me empezaron terribles migrañas. No sabía cómo ocultarle a Violeta lo que me estaba pasando, pues ella cada vez estaba más preocupada al ver cómo me atormentaban esas supuestas pesadillas que a veces tenía. Las cosas que supuestamente había visto y vivido eran demasiado fantásticas para ser ciertas y en mí surgió la idea de que todo eso eran delirios de una mente enferma. Alguien me tenía que ayudar, porque por mi mente pasó la posibilidad de que realmente tuviera algún trastorno mental o incluso daño cerebral. Recordando la comprensión que mí querido profesor Bustamante me había dado en el pasado, quise recibir ayuda profesional de un siquiatra. Bustamante me había dicho que con terapias de electrochoque cesarían las visiones que me atormentaban. Sin embargo, me daba terror volver a entrar al inframundo, pues cada vez que estaba en contacto con electricidad, mi alma se desprendía de mi cuerpo y podía vagar por el limbo. ¿Qué tal si un día quedara atrapado eternamente en el inframundo? Vivian había sido muy clara en advertirme de ello. Necesitaba recibir ayuda pero ¿qué hacer entonces? Pues la desesperanza que tenía en ese momento hizo que recurriera a un siquiatra. Fui ahí mismo, a la clínica donde trabajaba mi profesor e hice cita para que me atendiera un especialista. Llegado el día de la cita pasé al consultorio de un siquiatra, Dr. Ricardo Acosta, quien me pidió tomara asiento. —Buenas tardes, señor —me dijo—, póngase cómodo y empiece a contarme lo que lo trae por aquí. El doctor Acosta era un hombre como de 60 años, con mucho aplomo y mirada muy inteligente. Sin más preámbulos me había 368

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dicho que empezara a hablar y de inmediato supe que el proceso de sicoanálisis había iniciado. Pero antes de empezar a contarle lo que me pasaba, le dije para romper el hielo: —Perdone, doctor. ¿Usted conoció al doctor Rafael Bustamante? —Desde luego —me dijo—, él era el director de esta clínica hace mucho tiempo y trabajé con él algunos años, hasta que desgraciadamente murió de cáncer. Al menos, pensaba, este doctor sería de su misma escuela. Pero qué equivocado estaba. —¿Usted lo conoció? —me preguntó extrañado—. —Desde luego —le dije—, él fue mi profesor de historia en la secundaria y maestro en artes marciales, además, gran amigo mío. —Que bueno —me dijo—, pero continuemos con la consulta. Quedé desconcertado pues a ese hecho no le dio la menor relevancia y hasta sentí que estaba celoso porque yo había sido amigo de su colega. —Y bien señor —me dijo—, por favor inicie a contarme lo que le ocurre. Pues le conté lo que me había ocurrido durante mi vida, tardándome un poco más de 2 horas en decirle todo, absolutamente todo, desde mis visiones clarividentes y todas mis predicciones de catástrofes futuras, hasta mi capacidad de poder ver almas en pena y poder también desprenderme del cuerpo e ingresar al inframundo. El médico escuchaba con cuidado y me daba la impresión de que ni siquiera parpadeaba. Su cara era totalmente inexpresiva y a todo momento escribía en una libreta. Para rematar mi relato, le conté sobre la teoría de mi profesor Bustamante, de que hay personas que podemos ver cosas que la mayoría no pueden y tenemos la capacidad de desprendernos de nuestros cuerpos viendo cosas del futuro y del pasado. 369

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—¿Usted verdaderamente cree en semejantes cosas? —me preguntó el doctor con cierto desdén—. ¿No sería más sensato pensar en que los que dicen que ven esas cosas en realidad tienen alguna lesión en el cerebro o simplemente padecen esquizofrenia o algún otro tipo de delirio? Yo estaba desconcertado por todo lo que me decía y de momento me quedé callado. Posteriormente hojeó mi expediente y me dijo luego de suspirar muy fuerte: —Aquí veo que usted es un hombre muy inteligente y preparado, hizo su servicio social en le instituto de investigaciones biomédicas, ha escrito diversos artículos médicos, tiene una maestría, un doctorado, diplomados en microcirugía y como está familiarizado en cuestiones médicas, debe estar consciente de que lo más probable es que usted tenga una lesión en alguno de los lóbulos temporales del cerebro debido a la descarga eléctrica que recibió de niño, lesión que le hace tener alucinaciones. Y además —continuó—, si algunas veces pronosticó cosas del futuro y luego ocurrieron, le aseguro que no fueron más que coincidencias. Este médico pensaba exactamente lo mismo que el siquiatra que me había atendido cuando yo era niño y como buen científico, era totalmente escéptico de todo lo paranormal. —¿Y la teoría del doctor Bustamante? —le pregunté desconcertado—. —Con todo respeto, doctor —me contestó—, para mí esas ideas de Bustamante siempre me parecieron ridículas. Vi con tanta seguridad a ese siquiatra, que empecé a pensar que tenía razón. Sin embargo, para comprobar si realmente tenía yo los poderes que suponía, lo reté para que yo viera su porvenir. —A ver, doctor —le dije—, deme su mano y trataré de ver su futuro—. 370

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—¡No, no, no, amigo mío! —me contestó con impaciencia—. Si accedo a lo que me pide lo único que voy a lograr es retroalimentar su delirio. Lo que usted necesita son estudios muy específicos para diagnosticar su problema y poder administrarle la medicación adecuada. Muy en el fondo me sentí aliviado. ¿Qué tal si en realidad todo lo que me había ocurrido estaba solo en mi mente? ¿Y qué tal que con medicación cesaran las visiones que me atormentaban? Estaba tan ávido de recibir ayuda, que me aferré al diagnostico de ese médico y accedí a que me realizara los estudios que hicieran falta. —¿Qué estudios necesito, doctor? —le pregunté muy sumiso—. —En primer lugar —me empezó a decir—, necesitamos unos estudios de sangre: una biometría hemática, una química sanguínea completa, un estudio de metales pesados y una prueba toxicológica. Luego un electroencefalograma para ver si hay indicios de algún tipo de epilepsia. Inmediatamente después del electro, le realizaremos una resonancia magnética del cráneo para saber si presenta alguna lesión cerebral o algún aneurisma ¿de acuerdo? —¿Y por qué una resonancia y no una tomografía? —le pregunté al doctor sabiendo que la primera era mucha más costosa—. El doctor sonrió, consiente que yo sabía de medicina y de los costos de cada procedimiento, contestándome enseguida: —Mi amigo, no le quería decir, pero también quiero descartar la posibilidad de algún tumor pequeño en algún lóbulo temporal o en el tallo encefálico y la resonancia es el procedimiento ideal y más preciso para diagnosticar tales casos. —Está bien, doctor —le dije—, pero quiero pedirle un favor. —Lo que guste, amigo, lo que guste —me contestó—. Y mi petición fue la siguiente: —Deseo que los estudios sean mañana mismo y quiero que durante la resonancia magnética esté usted presente para que cuando haya 371

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terminado, usted mismo examine las placas y de inmediato me diga qué es lo que tengo. —Desde luego, mi amigo —me tranquilizó—. Una vez teniendo el resultado en mis manos usted va a ser el primero en saber lo que le ocurre. —Muchísimas gracias, doctor —le dije ya más tranquilo—. Me urgía saber lo que me pasaba y si no aprovechaba que el médico examinara e interpretara los resultados inmediatamente, quizá me los darían hasta una semana después. Cuando era niño me habían sacado simples radiografías en las que no apareció nada, estando seguro que ahora, con esa moderna técnica de resonancia magnética, cualquier alteración que tuviera en el cerebro aparecería claramente. Me fui a mi casa con la esperanza de que realmente tuviera algo en el cerebro para que con modernos medicamentos controlara mis delirios. Cuando estaba acostado en la cama intentando dormir dando vueltas y vueltas, Viole me dijo muy quedito: —¿Qué tienes, Lobito, nuevamente esas pesadillas? —No, mi vida —le respondí—, es que mañana me van a hacer unos estudios y estoy un poco nervioso. —¿Por qué no me habías dicho nada, Lobo? —me respondió disgustada—. —No quería preocuparte —le dije—. —Pues aunque no quieras, mañana te acompaño —me respondió disgustada y me dijo luego ya más tranquila—: Esos estudios están relacionados con tus pesadillas ¿verdad? —Así es, cachorrita —le contesté—. Quiero saber lo que tengo para que me manden un tratamiento y desaparezcan esas malditas pesadillas que tanto me atormentan. Luego abracé a Violeta y sintiéndome más tranquilo por fin concilié el sueño. Durante la noche estuve soñando con las cosas que supuestamente había alucinado toda mi vida y al despertar estaba más y más convencido de que habían sido eso, alucinaciones las que siempre había tenido. Me puse a reflexionar sobre lo que me dijo supuestamente Vivian telepáticamente, de que esta vida es solo un 372

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sueño y quizá solo eso había tenido siempre, sueños. Tal vez, incluso, la misma Vivian había sido una alucinación que yo daba por hecho era real y quise aferrarme a su existencia porque inconscientemente tenía deseos de encontrar a alguien como yo. Me abrumaban las dudas y para disiparlas era imprescindible que escudriñaran mi cerebro con el aparato de resonancia magnética. Llegó la mañana y muy temprano llegamos Violeta y yo a la clínica donde me realizarían los estudios. Primero pasé al laboratorio clínico para que me tomaran la muestra de sangre. Luego pasamos al consultorio del Dr. Acosta, quien personalmente nos recibió de inmediato. —Le presento a mi esposa, doctor —le dije orgulloso al galeno—. —Mucho gusto, señora —saludó el doctor de mano a Viole—. Con todo respeto —se dirigió a mi—, su esposa es muy hermosa. —Gracias, doctor —le dije, a la vez que voltee a ver a Viole, quien estaba sonrojada—. —A lo que vinimos, amigo —me dijo el médico—. Pasemos de inmediato a que le hagan el electro. —Otro favor, doctor —le dije al médico—, ¿mi esposa puede estar presente en los estudios? Se quedó pensando un poco el doctor y luego de voltear a ver a Violeta, sonrió abiertamente a la vez que decía: —Para mí va ser un placer estar acompañado por una damita tan guapa. Y así quedamos, Viole iba a estar presente en los estudios que faltaban y eso hizo que yo estuviera mucho más sereno y relajado. En ese momento pensé que ya era hora de decirle toda la verdad a Violeta, porque para mí era un tormento haber vivido tantos años yo solo con esta carga que me estaba matando. Qué estúpido había sido, pensaba, ¿por qué no había pedido ayuda médica años atrás para que se acabaran esas visiones que me atormentaban? De todas formas, no era demasiado tarde y a mis 45 años nació en mí la esperanza de vivir el resto de mi vida en forma normal al lado de esa maravillosa 373

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mujer que vino a enriquecer mi vida. Todo lo anterior pensaba cuando caminábamos por el pasillo rumbo a la sala donde me harían el electro. Estaba realmente optimista tomado de la mano de Violeta, cuando al fin llegamos al cuarto donde me harían el estudio. —Pasen por favor —nos indicó el doctor—. Quedé impresionado al ver equipo tan sofisticado. Había un sillón semejante al de los dentistas y junto a él varios monitores muy modernos y una consola con muchos controles. Pasé primero a quitarme la ropa y despojarme de todo objeto metálico y luego de ponerme una ligera bata me indicaron que tomara asiento. Me pusieron en la cabeza un montón de electrodos y empezó el estudio. Más bien no empezó, pues después de prender los monitores las líneas que indicaban las diferentes ondas cerebrales estaban vueltas locas. —¿Qué pasa, doctor? —le preguntó Acosta al joven médico que manejaba esos aparatos—. —No sé, doctor —le respondió desconcertado—. Hoy mismo calibré este aparato y en la mañana hice un electro sin ningún problema. Las ondas de los monitores cada vez estaban más extrañas, hasta que repentinamente del interior del aparato salió un chispazo y las pantallas se apagaron. —Qué pena, mi amigo —me dijo el doctor Acosta—. Vamos a tener que posponer este estudio para la tarde, porque hay ciertas personas —volteando a ver al joven médico—, que no calibran bien estos aparatos. El joven médico encargado del electroencefalógrafo no sabía ni que decir y tartamudeando trató de hablar: —Es que, es que yo mis… mismo calibré este… —¡Nada, nada! —le respondió Acosta—. A las 5 de la tarde quiero que esté listo este aparato. 374

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El doctor Acosta estaba muy enojado a la vez que apenado conmigo y con Violeta. —Mire, mi buen amigo —me dijo—, vamos a aprovechar que tiene puesta la bata para pasar de inmediato a la sala del aparato de resonancia magnética para no quitarles más tiempo. Caminamos uno metros más por el pasillo y llegamos a dicha sala. Pues ese lugar me impresionó más que el anterior. Había una habitación con ventanas que daban al aparato de resonancia, mismo que a mí me pareció intimidante. Había 2 personas que manejaban el aparato desde el cuatro de controles, cuya consola estaba llena de monitores. Me despedí de Viole con un beso y algo muy malo presentí cuando me acosté delante del aparato que me examinaría el cerebro. —¡No, no, no! —pensé—, no me van a atormentar esas visiones ahora. Me concentré muy fuerte y después de tomar aire me traté de relajar. El mismo Dr. Acosta me sujetó la cabeza con unas correas de nylon y luego me dijo despreocupado: —Bien amigo, lo dejo unos minutos. En todo momento vamos a estar en contacto con usted. Cuando funcione el aparato va a escuchar unos fuertes golpeteos, eso es totalmente normal. Cualquier inquietud que tenga, solo hable y nosotros lo podremos escuchar y si le da pánico, solo apriete el botón que pongo en su mano derecha, ¿de acuerdo? —Muy bien, doctor —le contesté—. Se retiró el doctor y quedé ahí solo acostado frente al aparato. Por un altavoz escuché la voz de Acosta que decía: —Vamos a empezar, amigo, no se mueva ni un milímetro.

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Empezó a avanzar mi cuerpo hasta que mi cabeza, dentro del resonador, quedó exactamente debajo de una luz roja que apuntaba a mi frente. Empezó a funcionar el aparato y se escucharon fuertes golpeteos, pero de repente empecé a oír un ruido semejante al de una turbina de avión, que se fue haciendo cada vez más intenso. —¿Es normal este ruido? —pregunté muy fuerte en voz alta, algo desconcertado por lo intenso del sonido—. No hubo respuesta. Afuera no sé lo que pasaba, pero después Violeta, con todo detalle me contó lo ocurrido. —¿Qué está pasando? —le preguntó alarmado Acosta uno de los que manejaban ese aparato—. Y el técnico que manejaba dicho artefacto le contestó al doctor muy alarmado: —¡No sé, doctor, no sé, todos los circuitos están sobrecargados y no puedo apagar el sistema! Yo me sentí paralizado y por más esfuerzos que hacía no podía mover ni un dedo. De repente, en algo que sentí como un remolino en mi cabeza, aparecieron nuevamente las visiones que siempre había tenido. Pasaban por mi mente rápidamente pero no podía poner en orden esas visiones pues estaba aturdido por el ensordecedor ruido que hacía el resonador. Mientras tanto afuera, Violeta gritaba como loca que apagaran ese aparato, pero todo era inútil, debido a que la bobina del resonador cada vez giraba sin control más y más rápido, sacando enormes chispas de alto voltaje que pegaban alrededor del cuarto como si fueran relámpagos y saliendo también chispas de los monitores dentro del cuarto de controles. Mientras tanto ocurrió lo que más temía, volví a entrar al inframundo estando de nuevo ahí parado rodeado de espesa neblina y viendo sombras que iban y venían pertenecientes a almas perdidas. Ya no me importaba nada, resignándome a quedar atrapado en el limbo. Mientras tanto afuera todos estaban aterrados al ver que yo convulsionaba a la vez que el aparato de resonancia sacaba rayos más intensos. 376

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—¡Sáquenlo de ahí, por piedad, sáquenlo! —gritaba Violeta desesperada—. En un acto de verdadero valor, Acosta salió del cuarto de controles y corrió a sacarme, pasara lo que pasara. Yo seguía convulsionando y el doctor me gritaba: —¡Por amor de Dios, reaccione, reaccione! —a la vez que me sacudía con fuerza—. Escuché su voz como a lo lejos y de repente así como entré, mi alma pudo salir del limbo volviendo al mundo material donde seguía ese tremendo ruido. Cuando volví en mí, vi al doctor Acosta con cara de angustia y luego le tomé muy fuerte de un brazo. Sentía tanta energía a mi alrededor que pude penetrar en el alma del doctor, recorriendo su vida desde su infancia hasta su muerte, que sería muy lejana en el tiempo, siendo él ya muy anciano. Al terminar de ver toda su vida y abrir los ojos, me di cuenta que el doctor estaba paralizado, entonces supe que él mismo pudo ver su pasado y porvenir. Apreté fuertemente los ojos y me concentré en un hecho fatal que ocurriría en un cercano futuro, para que él mismo fuera testigo, viendo nuevamente cómo un enorme avión se estrellaba sobre una de las torre gemelas de Nueva York, visión muy impactante que le trasmití mentalmente al doctor, pues esta vez pude ver al avión estrellándose exactamente frente a mí. Hice que también viera cómo se derrumbaba estrepitosamente una de las torres. Luego hice que él mismo fuera testigo de la devastadora epidemia del 187, visión aterradora, pues en ésta, los cadáveres no estaban cubiertos por sábanas y su aspecto era espantoso. Luego le mostré también las secuelas de la erupción del Vesubio con la ciudad de Nápoles totalmente destruida. Era la primera vez que tenía completo control sobre las visiones que tenía y estaba dispuesto a mostrarle al doctor Acosta con detalles cada una de ellas. Sin embargo, en un instante, el ruido ensordecedor cesó, se prendieron las luces de emergencia y al mismo tiempo terminaron las visiones que en esos momentos me inundaban. Solté al doctor y éste quedó como si hubiera corrido una 377

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maratón, totalmente bañado en sudor y tremendamente agitado. Tan alterado lo vi, que yo mismo temí se infartara. Se me quedó mirando con los ojos desorbitados y me dijo muy sorprendido: —¡Todo es verdad, mi amigo, todo es verdad! Llegó corriendo mi Violeta y con lágrimas en los ojos me abrazó muy fuerte, tan fuerte como nunca antes lo había hecho, quedando yo extrañado por la fuerza que tenía. —¡Pensé que te perdía, Lobito de mi alma! —me dijo muy angustiada, hecha un mar de llanto—. —No te preocupes, cachorrita —le dije para que se tranquilizara—. Creo que ya es hora de que sepas toda la verdad. Se me quedó viendo extrañada y luego volteó a ver al Dr. Acosta quien al mirarla asintió con la cabeza. —¿Qué pasa? —preguntó desconcertada—. ¿A qué verdad se refieren? —En un momento sabrá todo, mi querida damita —le dijo el doctor ya más tranquilo—, tenga un poco de paciencia. Salimos de la sala del resonador y pronto nos enteramos que había una falla eléctrica no solo en esa sala, sino en todo el hospital. Se habían quemado prácticamente todo los circuitos de ese edificio. El Dr. Acosta estaba más que sorprendido y luego de voltear a verme me dijo sonriendo: —Espero que su seguro cubra estos daños —y luego rió a carcajadas—. Pasé a vestirme y luego me encontré con Acosta y con Violeta en el consultorio. —Pues bien, amigo —empezó a hablar el doctor—, cuéntele a su esposa lo que ya sabe. 378

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Viole estaba realmente desconcertada y con la simple mirada me pedía que le dijera todo. Pues todo fue lo que le dije, absolutamente todo. Cuando terminé de contárselo noté que su gesto era de incredulidad. Ella es muy inteligente y no se traga fácilmente cosas tan increíbles. —¿Están jugando conmigo, no es cierto? —preguntó Viole algo disgustada—. —Claro que no, mi querida damita —le respondió el doctor—. Yo mismo no le creía a su esposo, pero hace un momento pude ver la verdad. Verdad increíble y fantástica, pero real. —¿Por qué nunca me lo habías contado, Lobo? —me preguntó Viole mortificada—. Yo estaba muy apenado con ella por no haberle comentado nada en el pasado y le respondí con toda sinceridad: —Lo que pasa es que estaba seguro que no me creerías y temí que pensaras que había enloquecido. —Bueno —dijo el doctor—, creo que es hora de que dé a conocer al mundo lo de ese atentado que habrá en las torres gemelas. Con una alerta estoy seguro que se salvaran cientos de vidas. Además, si la opinión pública ve que es cierta esa predicción, estarán en alerta de los demás acontecimientos catastróficos que ha predicho ocurrirán en el futuro y se salvarán miles de vidas. —Ya lo hice, doctor, ya lo hice —le respondí con impaciencia—. He mandado un sinfín de correos electrónicos haciendo la advertencia sobre el atentado a las torres gemelas, pero como en internet hay tanta basura y predicciones falsas de gente ociosa, absolutamente nadie cree en que ocurrirá ese desastre. Se quedó pensando el doctor y luego me dijo muy seguro: —Mire, faltan 3 meses para el 12 de septiembre, fecha en la que me ha comentado que será el atentado. En primer lugar —continuó—, quiero que escriba sus memorias. Además de que le servirá de terapia, ese documento será una constancia de todo lo que usted ha 379

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vivido y una advertencia de lo que está por venir. Incluya todos y sus más importantes recuerdos, alegrías, tristezas y todas sus predicciones. Quizá se salven cientos de miles de vidas cuando usted dé a conocer esas memorias. Esa idea de escribir unas memorias ya me la había recomendado mi amigo Ángel hacía unos años cuando le conté algunas de mis aventuras. Sin embargo no lo había hecho simplemente porque creí que no servía para escribir y pensado en eso le respondí al doctor Acosta: —Pero yo no soy bueno para escribir, doctor. Solo he escrito tesis, tesinas y artículos médicos. —No importa, mi amigo —me replicó—, solo escriba sus recuerdos más importantes y hágalo de la manera más sencilla posible. Y cuando llegue al presente en sus memorias, escriba un diario, anotando las cosas importantes de cada día. —Está bien, doctor —le contesté—. Pero queda el asunto de qué hacer para lanzar la advertencia del atentado que ocurrirá en Nueva York. Porque si pronostico ese hecho y resulta cierto, la gente va a creer en mí y como usted dice, quizá se salven muchísimas personas de catástrofes futuras que también he visto que ocurrirán en el futuro. El doctor se quedó nuevamente pensando y luego, pareciendo que se le había prendido el foco, se le iluminó el rostro y me dijo muy seguro: —Vaya a Nueva York, llévese una lap top y conéctela a la red interna del edificio para lanzar una advertencia. En otro documento, independiente a sus memorias, lance una advertencia mencionando que terroristas estrellarán aviones en las torres y que si quieren salvar sus vidas no asistan a trabajar el 12 de septiembre… Recuerdo al lector que la fecha que tenía Lobo respecto a ese acontecimiento estaba equivocada por un día, pues en una de las visiones que tuvo de ese hecho desde el interior del edificio, alguien equivocadamente arrancaría dos hojas del calendario en vez de una, 380

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quedando la fecha equivocada, 12 de septiembre de 2001. Continúa la narración: …aunque muchos no le van a creer —continuó el doctor—, estoy seguro que más de la mitad por si las dudas no asistirán a trabajar ese día y todos esos que no asistan darán testimonio de la advertencia. Le recomiendo además que en ese mensaje les pida a los que trabajan en los edificios se comuniquen con usted por correo electrónico un día después de que haya ocurrido el atentado para darles a conocer absolutamente todas sus predicciones. Una vez que toda esa gente haya sido testigo de su predicción de los atentados a las torres y sepan que usted fue el que los salvó de la muerte, darán testimonio y difundirán sus demás predicciones. Abrió enormes ojos de satisfacción y emoción el doctor Acosta por esas ideas que me aconsejaba y me siguió diciendo: —Literalmente serán miles los que se salven de ese atentado gracias a usted y todos ellos, después de recibir sus demás predicciones, las difundirán por todo el mundo y estoy seguro que se salvarán cientos de miles de vidas en los desastres que están por venir. Piense mi amigo, piense —me siguió diciendo—, la vida le está dando una oportunidad única de difundir todos los desastres que usted ha visto que ocurrirán en el futuro y debe aprovecharla ahora. Por último le recomiendo —finalizó—, que dicha advertencia la haga justamente un día antes del atentado, porque si lo hace antes, seguramente muchos no le van a dar importancia al asunto y simplemente lo olvidarán. —Me parece excelente su idea, doctor —le contesté—. Solo así creerán en mí. Nos despedimos y el doctor me dijo que no dejara de estarlo informando. El doctor Acosta tenía toda la razón, esta podría ser la única oportunidad de difundir al mundo mis predicciones. Estaba más que decidido en cumplir esa misión y pensé en seguir paso a paso los consejos que el Dr. Acosta me había dado, estando seguro que esta vez vencería al destino. Desde ese momento empecé a 381

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pensar en cómo lanzar la advertencia, teniendo unos meses para planear perfectamente cómo hacerlo. En el camino a casa, Viole me contó todo lo que ocurrió cuando yo convulsionaba dentro del resonador y quedé sorprendido de la enorme energía que estaba encerrada en mi propia mente. Cuando llegamos a la casa, Violeta todavía no podía creer en todo lo que me ocurría y me volvió a reprochar disgustada: —¿Por qué no me habías dicho nada, Lobo, a ver dime? —Ya te dije, mi amor —le contesté—, temí que creyeras que estaba loco… Me salvó la campana, porque sonó el timbre. Fui a abrir y eran mis hijos. Los traía, Guadalupe, su nana y al entrar a la casa ambos me abrazaron con cariño. —A ver, chiquita —le dije a Dany—, cuéntame que hiciste hoy. Platiqué un rato con ella y luego vi que Giovanni estaba muy serio. —¿Qué te pasa, hijo? —le pregunté—. —Nada, papá —me dijo—, lo que pasa es que Laura no quiere salir conmigo—. Giovanni acababa de cumplir 16 años y empezaban a inquietarle las chicas. Recordé mi juventud y comparado conmigo, mi hijo era un verdadero pan de Dios. —No te preocupes, Giovi —lo tranquilicé—, piensa en que hay literalmente millones de chicas más en el mundo que querrán salir contigo. Me sonrió y luego se retiró a su habitación. ¿Qué futuro les esperaría a mis hijos? —pensaba—. Jamás intenté siquiera escudriñar ni un poco su porvenir y así era mejor. En ese momento sentí que era hora de entregarle a Dany la medalla que me había dado mi padre. Ella era la persona indicada para preservar ese ancestral secreto y a pesar de tener apenas 14 años, estaba seguro de que guardaría ese tesoro con 382

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celo pues ella es sumamente inteligente y además esta perfectamente consciente de los dones que posee. —Ven, hijita —le dije—, vamos a platicar en tu cuarto. Pasamos a su habitación y luego de sentarnos en su cama le empecé a recordar todos los consejos que ya antes le había dado respecto a que hacer cuando llegaran a su mente las visiones clarividentes. Además de heredarle todos mis conocimientos y trucos para lidiar con ese don que nos había tocado, le hice entrega de la medalla. —Toma, hijita —le dije a la vez que le daba la medalla con la estrella de David—. —¡Está preciosa, papá! —me dijo asombrada—. ¿Es la que me dijo mi abuelito me ibas a dar, no es cierto? —Así es, hijita —le respondí—. Luego de contarle la historia de esa joya, también le pedí que la ocultara y guardara el secreto y solo la heredara a quien la mereciera. —No te preocupes, papá —me dijo—yo sabré conservar el secreto y te prometo seguir siempre tus consejos. Pero tengo miedo — continuó—. ¿Si me estás dando a guardar este gran secreto, es porque a ti te pasará algo?

Intentó tomar mi mano para escudriñar mi mente y de inmediato le dije para que se tranquilizara: —No te preocupes hijita, muy pronto emprenderé una misión que me ha impuesto el destino y espero cumplirla y regresar de inmediato. Por lo pronto, te repito, no intentes ver el porvenir de nadie, pues si lo haces sufrirás mucho. Nos despedimos con un cálido abrazo, teniendo la certeza que me había entendido y estando yo ya más tranquilo sabiendo que si no regresaba, esa preciosa prenda estaba en buenas manos. Fui a mi 383

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cuarto estando realmente preocupado por todo lo que vendría, diciéndole a Viole que haría una especie de despedida con todos mis amigos. —No me digas eso, Lobito —me dijo Viole preocupada al escuchar mi propuesta de hacer una despedida—. ¿Es que no piensas regresar? Luego agachó la cabeza y empezó a llorar desesperada a la vez que me preguntaba: —¿Acaso has visto tu propia muerte? —No, cachorrita —le dije—, lo que pasa es que necesito fortaleza para la misión que emprenderé y estoy seguro que la obtendré al rodearme de todos mis amigos. —¿De verdad, no has visto tu muerte? —me volvió a preguntar—. La abracé con mucho cariño y le dije para consolarla: —Te juro por mi madre, que nunca he tratado de ver mi porvenir ni el tuyo y menos el de mis hijos. Creo que ya he sufrido demasiado y no quiero saber nada de nuestro futuro, sea cual sea. Ya más tranquila, Viole me dio luz verde para hacer la reunión. Ese día era sábado y de inmediato les llamé a todos mis amigos para invitarlos a mi despedida. A pesar de lo repentino de tal invitación, afortunadamente todos asistieron. El pretexto de esa reunión sería una despedida por un supuesto viaje de negocios que haría a Nueva York. Era la primera vez que reunía a mis dos grupos de grandes amigos: a mis hermanos del alma de la preparatoria y a mis compañeros de mil aventuras en la facultad. También invité al menor de mis hermanos, Foquito, con quien siempre he llevado una relación muy cordial. A su vez, todos llevaron a sus respectivas parejas. Aunque mi casa es pequeña, ahí todos estábamos reunidos en el jardín trasero riendo a carcajadas recordando tantas y tantas cosas que pasamos juntos. Desde siempre, en todas las reuniones que hacíamos los amigos, Oscar era el encargado de hacer la carne asada y ese día no fue la excepción, no dejando que nadie tocara su carne hasta que él mismo la servía. Me sentí realmente feliz rodeado de 384

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toda esa gente que amaba de todo corazón, misma gente que me brindó siempre toda su comprensión y cariño, no mediando nunca interés alguno. Creo que bebí demasiado, porque luego me entró una profunda melancolía recordando todas las cosas que había pasado con ellos. En un instante me aparté del grupo y los miré a todos departiendo muy felices, pensando muy en el fondo que tal vez nunca los volvería a ver. Vino a mí mente luego la imagen de mis padres y de Lobo. Quizá pronto me reuniría con ellos. Se me hizo un nudo en la garganta y al notar Viole mi tristeza se acercó a mí y sin mediar palabra me abrazó con cariño. Solo ella conocía mi misión y me comprendía perfectamente. No pude contener el llanto y al notar Reynaldo lo que me pasaba, se acercó y me dijo preocupado: —¿Qué te pasa, pinche Lobo, se te subieron las chelas? Dejé de abrazar a Viole y luego de enjugarme las lágrimas le lije sonriendo: —Nada, mi buen Rey, lo que ocurre es que estoy más feliz que nunca al verme rodeado de la gente que más amo en el mundo. —Cálmate, chillón —me dijo bromeando, dándome un leve zape en la cabeza—, anda, vente a reunir con nosotros. Pasó su brazo sobre mi hombro y me llevó a donde estaba todo el grupo y luego dirigiéndose a todos les dijo en voz alta: —Miren a este Lobito chillón, le entró la melancolía, se merece un “sándwich”. Y todos mis amigos se acercaron diciendo en coro: —¡Sándwich, sándwich…! —abrazándome todos tiempo—.

al

mismo

Por Dios santo que sentí en ese momento una energía tan positiva como nunca antes había percibido, entrando en un llanto sentido de profunda felicidad pero a la vez de nostalgia por todo lo que había vivido con ellos. Daba gracias a Dios por tener a esos amigos, que 385

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son mis verdaderos hermanos del alma. Vaya que me dieron fortaleza mis grandes amigos, pues una vez terminada esa emotiva reunión me sentí más fuerte que nunca y con la firme decisión de llevar al cabo mi misión, pasara lo que pasara. Pues en la noche, como me había aconsejado el doctor Acosta, empecé a escribir mis memorias siendo el domingo 1° de junio de 2001. Calculaba terminar una semana antes del atentado, para luego escribir la carta de advertencia que pondré en la red de cómputo del edificio donde se estrellará el primer avión. Afortunadamente terminé antes de lo que pensaba, pues prácticamente dediqué noche y día a escribir todos mis recuerdos, teniendo el doctor Acosta mucha razón en haberme recomendado hacer tal cosa como terapia, pues me di perfecta cuenta que la vida que he llevado ha sido en verdad muy intensa, interesante y enriquecedora, pues así como he tenidos momentos desgarradores, también abundaron episodios divertidos y hermosos en mi vida los que ya casi había olvidado.

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Capítulo 10 Diario de un Lobo que este nuevo capítulo que inicio en mi vida sea muy largo. Espero He terminado de escribir todo lo anterior hoy, sábado 1º de septiembre de 2001. Lo que ahora escribo lo hago desde el avión que me llevará a Nueva York. Pienso escribir con detalle todo lo que haga a manera de diario, tal como me lo recomendó el doctor Acosta y trataré de hacerlo mientras lleve a cabo mi plan para que el día que lance la advertencia lea lo escrito y no se me escape ningún detalle. Tengo 11 días para planear cómo lanzar esa advertencia el día 11 de septiembre desde el mismo World Trade Center, un día antes del atentado. A partir de este momento narraré día a día todo lo que me acontezca. Viole estaba muy preocupada por el viaje que estoy emprendiendo y quiso acompañarme. La despedida fue muy emotiva, abrazándonos muy fuerte y llorando desconsolados. Ya antes le había dicho que esa misión la tengo que hacer yo solo y creo que me ha comprendió. No quise que fuera al aeropuerto y me despedí de ella en la puerta de la casa. Luego de un larguísimo abraso, la miré y le di una memoria USB donde tengo respaldadas todas mis memorias. —Cuando leas esto, mi vida —le dije—, sabrás todos mis secretos y lo que te entrego, es ni más ni menos, toda mi vida. Te suplico que cuando sepas todo, nunca cuestiones a Dany de un secreto entre ella y yo, te lo ruego. —¿Otro secreto? —me preguntó angustiada—. —Nada de qué preocuparse, mi vida —le contesté—, es solo un pacto entre mi hijita y yo. Te suplico ya no me preguntes, te entrarás cuando leas mis memorias. Al fin nos despedimos y partí hacia el aeropuerto. Ahora solo pienso en que poner en la advertencia para que los ocupantes de los edificios no asistan a laborar el día de los atentados. Debe ser una carta muy convincente y he meditado mucho en ello. Si el doctor Acosta no me creía en un inicio y solo se convenció cuando fue testigo de mis dones ¿cómo esperar que la gente común me crea? 387

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Debo pensar también en cómo hacer para que todas las computadoras de la red del piso donde pondré la advertencia, ésta sea leída por los usuarios de cada terminal. Tengo unos días para pensar en ello. 15.00 hrs. Ha llegado el avión a Nueva York. Es un día espléndido y desde mi ventanilla puedo observar claramente y con todo detalle la estatua de la libertad y a lo lejos puedo ver al fin los imponentes edificios que pronto dejarán de existir. Se me estruja el corazón al pensar en ello y más me duele saber que ocurrirá sin remedio. Esta ciudad es imponente, llena de enormes rascacielos y su inmensidad abruma. Ahora aterriza el avión… 16:35 hrs. Estoy ahora en un taxi que me llevará al hotel donde hice mis reservaciones. Me ha costado una verdadera fortuna hospedarme en ese lujoso hotel, llamado Hotel Marriott World Trade Center, también conocido como Marriott WTC 3. Es el hotel más cercano a las torres y de hecho forma parte del conjunto de un total de 7 edificios. Cuando hice las reservaciones por teléfono me indicaron que había tenido enorme suerte pues en unos días una convención de la “National Association of Businesses Economic” ocupará prácticamente todas las habitaciones del hotel. Veo por la ventanilla del taxi esta extraordinaria ciudad y es más hermosa y grandiosa de lo que me había imaginado. Ahora el chofer ha tomado la avenida Broadway que es enorme y a lo lejos puedo ver las torres gemelas. Llego al hotel… 17.40 hrs. Me encuentro ahora en la habitación 902 que mira justamente a las torres. Desde este noveno piso se ven majestuosas, ocupando prácticamente todo el panorama desde mi ventana. “Grandiosas” es el mejor término que las pueden describir, como grandioso es mi pesar al saber que pronto dejarán de existir. Cuando me estaba registrando, el recepcionista me indicó que desde el interior del hotel se puede acceder directamente a ambas torres y eso facilitará mi plan. Ahora iré a comer y regresaré a mi habitación para organizar mis ideas.

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21:01 hrs. De nuevo me encuentro en mi habitación. Por la tarde he estado en medio de ambas torres en una hermosa plaza en donde todo el tiempo se escucha música tranquila. En esa plaza hay una enorme fuente redonda y en su centro una hermosa escultura esférica dorada. A su alrededor hay muchas bancas y la mayoría de los que laboran en las torres bajan ahí para comer sus refrigerios y descansar un poco. Al ver sus rostros me angustia mucho pensar que podrían morir en pocos días y eso me motiva más para seguir mi plan. Estando en medio de esa plaza y al ver hacia arriba, quedé con la boca abierta por lo majestuoso de esas increíbles edificaciones. Me llené luego de una profunda tristeza al pensar que pronto desaparecerán. ¿Por qué habrá tanta maldad en el mundo? —reflexioné—. Como el hambre me mataba, de momento quise pensar en otra cosa y busque un restaurante. Afortunadamente en la planta baja de este mismo hotel encontré uno llamado "The Rusian House" y ahí comí. Medio exótica la comida y muy cara, pero sabrosa. En este momento me comunicaré con Violeta para que no se preocupe y luego me meteré a la cama a dormir. Ahora pensaré en la forma más eficiente para lanzar la alerta. Domingo, 2 de septiembre de 2001. 08:05 hrs. Durante la noche la ansiedad que tengo casi no me dejó dormir. Sin embargo, durante todas esas horas de insomnio se me ocurrió cómo lanzar la alerta. En primer lugar necesito saber qué compañía ocupa el mayor número de pisos en la torre norte para que desde ahí conecte mi lap top para lanzar la alerta. Mientras mayor sea el número de personas que lo lean, será más fácil que ellas mismas lo difundan a los demás ocupantes de las torres. Para que todos en esos pisos vean el mensaje he pensado contratar un hacker para que me cree un virus que haga que cuando los usuarios prendan las computadoras, sea el mensaje lo primero que aparezca. Ahora voy a bañarme y luego a desayunar. Afortunadamente la primera parte de mi plan es muy sencilla. Simplemente iré al lobby de la planta baja en la torre norte para ver el directorio de las oficinas y averiguar qué compañía ocupa el mayor número de pisos en el edificio. 389

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10:00 hrs. Ya he visto el directorio y tengo varias opciones. La primera es una oficina gubernamental de autoridades portuarias de Nueva York y Nueva Jersey (Port Authority of New York & New Jersey) que ocupa los pisos 3, 14, 19, 24, 28, y 31. Definitivamente descarto esas oficinas porque están custodiadas guardias del gobierno de los Estados Unidos. Vi que hay una compañía de seguros llamada “Empire Health Choice”, que ocupa las plantas 17, 19, 20, 23, 24, 27 y 31. Buena opción, salvo el hecho de que las oficinas están en pisos salteados. La compañía perfecta para mis fines es también de seguros, llamada “Marsh USA Agencies”, que ocupa los pisos del 93 al 100. De acuerdo a la visión que tuve ¡justamente ahí, entre esos pisos, es donde se estrellará el primer avión! Ahora debo averiguar si esa compañía cuenta con un servidor para que mediante él pueda difundir el virus que contendrá mi advertencia. Por lo pronto me abocaré en encontrar a algún hacker. 19:00 hrs. De nuevo estoy en mi habitación. He dedicado todo el día en la busca de algún hacker para que me haga el virus que requiero, pero no he tenido suerte. Fui a gran cantidad de cafés internet preguntando por alguno, pero curiosamente todos creen que soy policía y no me dan ningún informe. Estoy rendido. Después de hablar con Violeta por teléfono iré a cenar y luego regresaré a la habitación a descansar y despejar mi mente. Lunes, 3 de septiembre de 2001. 08:01 hrs. Por la noche se me ocurrió hacer un recorrido por la ciudad para conocerla, pero he pensado que debo cuidarme mucho para completar esta importante misión y no pienso exponerme. Trataré de salir lo menos posible del conjunto WTC. Hoy insistiré en buscar a alguien que me haga el virus que requiero. Pero primero debo averiguar si en la compañía de seguros que he elegido tiene un servidor. 16.00 hrs. He tenido gran suerte. Temprano me dirigí a la recepción central de la torre norte y le pregunté a una señorita si conocía algún 390

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técnico en computadoras que trabajara en ese edificio con el pretexto de que supuestamente, soy un empresario y necesito la asesoría de un experto. La recepcionista me dijo dónde encontrar a un técnico que justamente acababa de llegar y que trabaja en una compañía de servicios computacionales llamada “Avesta Computer Services, Ltd.” ubicada en el piso 21 de esa torre. Yo creo que le caí muy bien a esa recepcionista, porque me dio un gafete de visitante para subir a ese piso para poder hablar con ese técnico. —Se llama Oscar Romero —me dijo la recepcionista—. Es el gerente de la empresa y además muy hábil técnico en computadoras. —Perfecto —pensé—. Seguramente él me daría informes sobre las redes de ese edificio. Me dirigí entonces al piso indicado. Cuando pasé a las oficinas de esa compañía no había nadie que me recibiera y entré sin problema para buscar al técnico. Noté que en un perchero había colgadas batas amarillas con todo y gafete que seguramente eran de los técnicos de la empresa. Efectivamente, esas batas son de los técnicos porque al que buscaba traía una puesta. Estaba muy distraído el susodicho frente a una computadora y para llamar su atención tosí muy quedito. Volteo a verme, preguntándome enseguida: —¿En que le puedo ayudar, señor? Luego de presentarme y también con el pretexto de que era un empresario en busca de asesoría técnica, le pregunté primero sobre sus habilidades con redes de cómputo y él con orgullo me dijo que había instalado personalmente casi todas las redes de ambas torres y de los demás edificios de todo el conjunto. Como no queriendo la cosa, le pregunté en cual oficina del WTC había un servidor conectado al mayor número de oficinas de todo el conjunto y me informó que justamente la compañía de seguros “Marsh USA Agencies”, misma que yo ya había elegido para lanzar mi advertencia, tiene un servidor conectado, no solo a los 8 pisos que ocupa la compañía de seguros, sino a casi todas las oficinas del WTC, pues esa aseguradora maneja las pólizas de seguros de la 391

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mayoría de las compañías de todo el conjunto. Ese técnico lo sabía perfectamente porque él mismo trabajó en ese servidor. Como el gerente de esa compañía es latino y habla perfecto español, se portó muy amable conmigo, preguntándome sobre mi país. Luego de conversar largo rato y aprovechando el viaje, le pregunté si conocía a algún hacker. —¿Para que necesita un hacker, mi buen amigo? —me preguntó extrañado—. —Lo que ocurre —le mentí—, es que en mi compañía un hacker está haciendo de las suyas en mi servidor y como dicen por ahí, el fuego se combate con fuego y no hay cómo otro hacker para que me ayude en mi problema. —Tiene razón, amigo —me dijo—. Solo otro hacker podría neutralizar e incluso localizar al que le está haciendo estragos en su servidor. Me dio la tarjeta de un conocido suyo, quien me dijo, es el mejor hacker que había conocido. Me despedí de ese técnico dándole las gracias y por si las dudas, no regresé el gafete de visitante, pensando en que me podrá servir más adelante. Mañana mismo iré a buscar a ese hacker que me recomendó ese técnico. Por lo pronto iré a comer y luego regresaré nuevamente a mi habitación para descansar y pensar. Estoy demasiado tenso. Martes, 4 de septiembre de 2001. 07:45 hrs. En mis manos tengo la tarjeta del hacker con su nombre y dirección. El tipo se llama Albert Cramer y se ostenta como experto en sistemas computacionales. Veo que vive en el Bronx y la verdad no me atrevo ir a ese barrio. Afortunadamente en la tarjeta viene su teléfono y trataré en este momento de comunicarme con él para hacer una cita, aquí mismo en mi hotel. 08:05 hrs. Pude hablar por teléfono con el hacker y afortunadamente hoy mismo a las 17:00 hrs. hice cita con él en una cafetería de este mismo edificio llamada “Greenhouse Café”. Ahora toca esperar con 392

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paciencia y pensar perfectamente en cómo pedirle al hacker el virus que necesito. 19.35 hrs. Otro día de gran suerte. Pude platicar con el hacker y parece que pude hacer lo que le pido. Al llegar a la cafetería de inmediato nos presentamos y luego de ostentarme como empresario le dije directamente: —Quiero que me cree un virus que pueda transferirse a un servidor y que provoque que en todas las computadoras conectadas a él, al prenderse aparezca de inmediato un mensaje. —¿Para qué quiere semejante virus? —me preguntó extrañado—. Yo ya preveía esa pregunta y simplemente le mentí respondiendo: —Lo que ocurre es que quiero darle una sorpresa a mi esposa pues se acerca su cumpleaños, poniendo un mensaje de felicitaciones en el servidor para que aparezca esa felicitación en todas las computadoras de mi compañía. Y como las computadoras de las oficinas tienen antivirus diversos, quiero que ese virus sea inmune a todos los antivirus conocidos. —Comprendo —me dijo, cómo no creyendo por completo mi motivo—, se lo tengo en 3 días. Como el virus que le haré será implantado directamente a un servidor, no aparecerá en la base de datos de ningún antivirus, así que ninguno lo detectará. Pero hay un problema —me advirtió—. —¿Qué ocurre? —le pregunté angustiado—. —El virus que me pide es muy complejo —me empezó a explicar— y se va a arraigar al sistema operativo y cada terminal quedará “pasmada” con el mensaje, sin que se pueda utilizar. Para eliminar el virus sería necesario formatear el servidor y todas las terminales conectadas a él. —¡Ah! —le dije, suspirando con alivio—. Por eso no se preocupe. De todas maneras ya pensaba formatear mi servidor porque voy a cambiar el sistema operativo y ya he hecho el respaldo de todos mis archivos. 393

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—Entonces, adelante —me dijo—. —¿Y cuánto me costará ese virus? —le pregunté con cierto temor—. —Dos mil dólares —me respondió sin titubear—. Sentí una cubetada de agua helada cuándo me dijo esa cifra, pero ni modo, ese gasto vale la pena con tal de salvar a miles de personas. Y así quedamos, confié en él y le di un adelanto de 500 dólares, quedando en darle el resto cuando me entregara ese virus el día 7 de septiembre en la misma cafetería a las 18:00 hrs. Miércoles, 5 se septiembre de 2001. 11:15 hrs. No hay mucho que contar, salvo que me comuniqué con el hacker para no perderle la pista. Me informó que mi trabajo va en progreso. Como buen habitante de la ciudad de México, soy muy desconfiado y me da miedo pensar que ese tipo me pueda fallar. Me la estoy pasando como león enjaulado y de momento no tengo otra cosa que hacer, salvo ver la televisión. 16:32 hrs. El hotel donde me hospedo es enorme y tiene muchas atracciones para los turistas. En el mezzanine hay una hermosa tienda de regalos llamada "Times Square Gifts". Pasé a esa tienda a curiosear y entre mil cosas que hay en venta me llamó la atención una pequeña replica perfecta de la estatua de la libertad como de 10 centímetros. La he comprado y se la llevaré de recuerdo a mi Viole. Ya he comido y no me queda más que seguir esperando. Jueves, 6 de septiembre de 2001. 17.35 hrs. Hoy tampoco hay mucho que comentar, salvo el hecho de que el hotel se ha llenado de ejecutivos, pues hoy por la noche da inicio la convención de la “Association of Businesses Economic” y por ahí escuché que durará una semana. Es un ir y venir de personas en el lobby y tanto la cafetería como el restaurante a todo momento están llenos. Tuve que esperar más de una hora para poder comer. Pienso encargarle a algún botones que vaya a un centro comercial cercano para que me traiga pan de caja, jamón y demás aderezos para 394

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que aquí mismo me prepare mis alimentos para no hacer tanta espera en el restaurante. Además de que me saldrá más económico, no lidiaré con todos esos pedantes ejecutivos que se creen muy chingones. Me muero de los nervios en espera de que el hacker me entregue el virus. Estoy pensando ahora cómo hacerle para que el 11 de septiembre, un día antes del atentado, pueda acceder a las oficinas de esa compañía de seguros donde está el servidor en el que intentaré poner el virus con mi advertencia. En la noche reflexionaré en ello.

Viernes, 7 de septiembre de 2001. 08:16 hrs. Nuevamente casi no he dormido, pues la zozobra que tengo por saber si el hacker me va a cumplir, no me lo permitió. En este momento le llamaré por teléfono para confirmar la cita a las 18:00 hrs. y decirle que lo espero mejor en el lobby del hotel, pues la cafetería siempre está llena de la gente que viene a esa convención. 21:30 hrs. Estoy de nuevo en mi habitación y por fortuna todo ha salido perfectamente. El hacker llegó puntual a la cita portando una lap top. Cómo no había lugar disponible en la cafetería, subimos a mi habitación para que me hiciera entrega del “paquete”. Una vez en la habitación, suponía que me iba a entregar un disco compacto o un dispositivo USB conteniendo el virus, pero me equivoque al respecto. —No es posible que el virus se instale solo conectando un disco o un dispositivo USB al servidor —me explicó—. Este programa es muy complejo y primero necesito transferir todo el paquete a su lap top directamente desde la mía. —Una vez que el virus esté en mi lap top, ¿qué debo hacer? —le pregunté—. —Ya que su lap top tenga el paquete —me empezó a explicar—, con un cable USB debe conectar su lap top al servidor. Cuando lo haya hecho, automáticamente en la pantalla de su computadora aparecerá una ventana de dialogo que le dará instrucciones para instalarlo. Simplemente siga las instrucciones poniendo “aceptar”. Luego verá una barra de progreso y cuando se haya completado, en la pantalla 395

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aparecerá una señal escrita que dirá “transferencia completa”. Y listo, el virus se transferirá automáticamente a todas terminales conectadas a esa red y de inmediato, al encender cada usuario su computadora, aparecerá el mensaje que usted previamente haya incubado en el virus. El mensaje —me siguió diciendo—, aparecerá en la pantalla como una alerta del sistema que obligará al usuario a leerlo. —Perfecto —le dije—, es exactamente lo que quería. Pero quedaba el pendiente de probar si en realidad funcionaba su virus. Me había descrito un virus demasiado eficaz, pero que tal si en realidad ese hacker me estaba timando. —Mire —le dije—, todo me parece perfecto, pero ¿cómo podríamos probar la eficacia del virus? Se quedó un momento pensando y luego me dijo muy seguro: —Primero transferiré el virus a su lap top. De momento póngale el mensaje que quiera, éste lo puede cambiar por cualquier otro cuando lo desee. Luego vamos a un café internet para que usted mismo conecte su lap top a la red del lugar y ahí comprobaremos si funciona. Pienso ir a un café internet que conozco en que todas sus terminales están en red y conectadas a un pequeño servidor. Luego me dijo algo apenado: —Siento hacerle eso al dueño del lugar, pero no hay otra forma de probar mi virus. El pobre va tener que formatear el servidor y todas sus terminales. Pues ni modo, de alguna manera tenía que probar ese virus. Primero trasfirió el virus a mi lap top, poniendo de momento un mensaje que decía: “Feliz Cumpleaños” y nos dirigimos a ese café internet que él conoce en la calle Warren, muy cercano al WTC. Llegamos al sitio y vi que se trata de un local inmenso con más de 100 terminales. Cuando entramos me dijo el hacker: 396

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—Esperemos un poco a que se desocupe la terminal conectada al servidor del lugar, veo que ese usuario que la ocupa ya está recogiendo sus cosas. Nos dirigimos a esa terminal para que nadie nos la ganara y nos sentamos de inmediato. —Haga usted mismo el procedimiento que antes le indiqué —me dijo—, le servirá de ensayo. Y así lo hice, conecté mi lap top a la terminal y seguí las instrucciones que aparecían en la pantalla. En ese momento casi todas las terminales estaban ocupadas estando los usuarios muy distraídos trabajando en sus cosas y era el momento propicio de probar la eficacia del virus. Una vez transferido el paquete, de inmediato apareció en todas las pantallas del café internet una alerta del sistema color rojo que decía alegremente: “Feliz Cumpleaños”. Todos los usuarios quedaron desconcertados tecleando frenéticamente tratando de quitar ese mensaje pero no lo lograron. Algunos apagaron la computadora con que trabajaban, pero una vez que la volvían a prender, de inmediato volvía a aparecer el mensaje. Desconecté mi equipo, fuimos a pagar a la caja y ambos salimos del lugar discretamente mientras adentro se escuchaban mil reclamos. Una vez que regresamos a la habitación del hotel y estando muy satisfecho por el trabajo del hacker, le pagué lo acordado. —Le deseo a su esposa feliz cumpleaños —me dijo sarcásticamente cuando se despidió el hacker—. Obviamente no me creyó nada respecto al uso que haría de ese virus, pero, en fin, nunca volvería a ver a ese individuo. Lo primero que voy a hacer ahora es redactar el mensaje de advertencia que pondré dentro del virus. Sábado, 8 de septiembre. 08:40 hrs. A pesar de que el mensaje que redacté es muy breve, pasé horas pensando muy bien su contenido para que éste sea conciso y contundente. Primero lo redacté en un documento en Word y ya lo he 397

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transferido como el mensaje que aparecerá en las pantallas dentro de ese virus. Por esa parte ya estoy tranquilo, solo queda cómo hacer para acceder al piso 94 en donde está el servidor de la compañía de seguros. 17:00 hrs. Estoy muy nervioso y debo controlarme. Afortunadamente ya tengo un plan bien estructurado para acceder al piso 94. Hoy me uní a un grupo de turistas haciendo una visita guiada a las torres gemelas. Mi propósito para hacer tal recorrido era conocer perfectamente el acceso a los pisos de la compañía de seguros. No se por qué, pero esa compañía está muy custodiada por vigilancia de guardias privados. Éramos un grupo cómo de 20 turistas y la visita empezó en el mismo lobby de la planta baja. Un guía de turistas nos iba explicando todos los detalles del enorme edificio. Visitamos diversos pisos conociendo las instalaciones. En el piso 90 hay otro lobby, en donde hicimos una parada en la que el guía nos dio otra tediosa explicación del edifico. Cuando nos dirigíamos hacia el elevador y sabiendo que unos pisos arriba estaba la compañía de seguros donde está el servidor, le dije al guía: —Oiga, me gustaría conocer los pisos de la “Marsh USA Agencies”, pues me han dicho que son espectaculares. Los demás turistas apoyaron mi solicitud y el guía, después de comunicarse por radio con el personal de vigilancia de esos pisos, nos indicó: —No hay problema, ya hablé con el personal de vigilancia y nos darán acceso. Pues justamente hicimos parada en el piso 94 y al bajar del elevador enfrente vi unas puertas de vidrio que dan acceso a las oficinas centrales de la compañía y junto a ellas 2 guardias armados. Al entrar los guardias nos revisaron con dispositivos magnéticas para comprobar que no portábamos algún arma. De momento quedé frustrado pues mi plan de entrar a esas oficinas resultaba más difícil de lo que esperaba. Sin embargo, pronto se me prendería el foco. 398

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Como era medio día, en las oficinas estaban todos haciendo sus actividades. Cuando el guía algo les explicaba a los turistas, discretamente me acerque a una secretaria y le pregunté: —Disculpe, señorita ¿cuál el horario de éstas oficinas? —Todos los días entramos a las 9 de la mañana —me dijo— y salimos a las 8 de la noche, pero cómo hoy es sábado, la salida es a las 2 de la tarde. Muy valioso lo que me dijo, pero necesitaba más información. —Oiga —le seguí diciendo—, me han dicho que en este piso hay un enorme servidor de computadoras, ¿es verdad? —Claro —me respondió—, es el más grande de esta torre — diciéndome eso con gran orgullo—. —Ah, que bien —le dije—. ¿Y donde está? Me señaló con el dedo hacia una gran oficina, misma que estaba cerrada. Luego vi que desde la puerta principal entraba un tipo con bata amarilla portando una lap top y los guardias ni siquiera lo miraron. Era un técnico de la compañía de servicios computacionales que yo antes había visitado. Sin mirar a nadie, el de bata amarilla se metió a la oficina que la secretaria me había señalado. Le hice entonces otra pregunta a la que me estaba informado: —¿Ese señor de bata amarilla que entró como si nada a la oficina donde está el servidor, quién es? —Es un técnico de computadoras —me contestó—. —¿Y por qué no lo revisaron los guardias? —le dije fingiendo ingenuidad—. —Lo que ocurre —me dijo—, es que los guardias tienen la consigna de que esos técnicos pasen de inmediato pues cuando vienen, actualizan los sistemas. Ya usted se ha de imaginar, un servidor tan grande requiere mantenimiento continuamente. —¿Y si el servidor requiere servicio fuera de horas de oficina? —le pregunté nuevamente tratando de sacarle más información—. —Los guardias están las 24 horas —me contestó— y esos técnicos pueden acceder a cualquier hora. 399

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Después de darle las gracias a tan gentil dama que me había regalado tanta información, puse las manos atrás y separándome del grupo de turistas me fui acercando poco a poco a la oficina donde está el servidor y al estar cerca abrí la puerta para ver hacia dentro. Vi un gran salón con varias terminales de computadora en donde estaba un montón de gente trabajando y en medio, vi una gran pantalla justamente al lado del enorme servidor y en él trabajando el técnico de bata amarilla. Al fondo vi enormes ventanales desde donde se ve espectacularmente todo el norte la ciudad y al lo lejos puede ver al majestuoso Empire State. —Está prohibida la entrada —me dijo un tipo sujetándome del brazo—. —Disculpe —le dije—, solo curioseaba. En mi mente estaba estructurando mi plan, pero de momento seguí con la visita guiada. Cuando suponía que íbamos a subir a la azotea, el guía nos indicó: —Ahora descenderemos e iremos a la torre sur. En el piso 107 de esa torre hay un observatorio y si no hay demasiado viento nos dejarán subir a la terraza del edificio en donde la vista es impresionante. —Fabuloso —pensé—, al menos distraería la mente unos momentos sintiéndome un turista cualquiera. Bajamos y nos dirigimos a la torre vecina. Todo el grupo tomamos el elevador ascendiendo al piso 107 en un santiamén. La vista en ese piso es espectacular, pero muchos del grupo le insistieron al guía que fuéramos a la terraza. —Está bien, está bien —nos dijo el guía—. Iré a preguntar si hay buen tiempo allá arriba. Los encargados del mirador le dieron luz verde y nos dirigimos a la terraza ubicada en el piso 110 al que accedimos finalmente mediante unas escaleras eléctricas. Al estar hasta arriba la sensación que uno tiene es de ser muy pequeño ante la grandeza del panorama. Cuando 400

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uno se acerca al barandal de la gran terraza y mira hacia adelante, se siente volar, pues el viento golpea fuerte la cara y el panorama a esa altura es maravilloso. Cuando dirigí la mirada hacia el sureste y vi el horizonte, juro que pude apreciar la curvatura de la tierra. El viento allá arriba es intenso y da la sensación de que el edificio se mueve. Una mujer del grupo le dijo muy alarmada al guía: —¡Se está moviendo, se está moviendo! —Así es, señora —le dijo el guía—, el viento hace que la torre se balancee levemente. Pues no me había equivocado de la sensación que yo había tenido. Efectivamente, el edificio se mueve. Una vez terminada la visita estoy de nuevo en mi habitación y a continuación describiré mi plan ya completo: Hice bien en quedarme con el pase de visitante que me prestó la recepcionista del lobby en la planta baja de la torre. Cómo en las oficinas de la aseguradora se empieza a laborar hasta las 9 de la mañana, muy temprano subiré con el pase de visitante que tengo al piso 21, a la oficina de la compañía de servicios computacionales (Avesta Computer Services, Ltd.). Cómo en esas oficinas prácticamente no hay vigilancia, hurtaré una bata amarilla de las que usan los técnicos. Me la pondré y subiré al piso 94 donde está el servidor. Estoy seguro que los guardias me dejarán pasar. Ahora descansaré pues ha sido un día muy ajetreado. Ya mañana escribiré un documento con un resumen de todas las visiones que he tenido en mi vida con fechas precisas. Cómo el doctor Acosta me recomendó, ese documento se los enviaré por correo electrónico a los sobrevivientes de los atentados para que ellos lo den a conocer al mundo. La verdad, yo no quiero ningún crédito y tanto el resumen de todas las visiones, cómo la carta de advertencia, los firmaré simplemente como “Lobo” y el saber que se salvarán cientos de miles de personas, será mi recompensa. Domingo, 9 de septiembre de 2001. 13:35 hrs. Dormí razonablemente bien y ya he hablado por teléfono con Viole. Me ha dado ánimos y eso me llena de energía. Redactaré 401

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ahora el resumen de todas las visiones que he tenido en mi vida, el cual enviaré un día después a los sobrevivientes de los atentados por correo electrónico. 19:03 hrs. Me tardé más de lo que pensaba pues son muchas las visiones de catástrofes futuras que vi en mi vida y no quise que se me escapara ningún dato respecto a los lugares y fechas precisas de esos acontecimientos. Por más que quise resumir, salieron 4 y media cuartillas. Pero al fin, creo haber puesto todo. Tengo demasiada hambre y esta vez iré a algún otro restaurante a comer algo. Me enteré que hay uno mexicano en la torre sur y no quiero perder la oportunidad de comer, quizá, mi última comida mexicana. 22:45 hrs. He regresado de cenar. Pedí tacos al pastor y nada que ver. No hay cómo la comida de mi amado país. Alrededor del WTC hay un sinfín de bares. Pasé a tomarme unos tragos para relajarme y creo sentirme mejor. Ahora intentaré dormir. Lunes, 10 de septiembre de 2001. 21.05 hrs. Faltan solo 2 días para el atentado. Estoy nuevamente el mi cuarto del hotel para tratar de despejar la mente y que no se me pase ningún detalle de mi plan. Acabo de leer todo lo que he escrito desde que salí de México y creo que no se me ha escapado ningún detalle. Hace unos minutos me comuniqué con el doctor Acosta para tenerlo informado del plan para lanzar la advertencia. Le informé sobre mi idea de colocar el virus y le pareció estupenda, pero me dijo algo que me dio un vuelco al corazón. —¿Que tal —me empezó a cuestionar—, si su plan falla debido a mil asares del destino y no logra que esa advertencia sea leída como usted lo planea? Tenía mucha razón el doctor Acosta, dejándome mudo esa pregunta. Y luego me aconsejó lo siguiente:

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—Le aconsejo, mi buen amigo, que siga su plan, vale la pena por lo que todo implica, pero por las dudas le sugiero que la noche anterior al atentado, haga cuantas llamadas pueda a la policía desde diversos teléfonos públicos, advirtiendo que en ambos edificios han puesto bombas. Estoy seguro —continuó—, que inmediatamente evacuarán ambos edificios y por la mañana no dejarán que nadie entre en ellos. Me pareció genial esa idea y pienso llevarla a cabo una vez que haya puesto la advertencia, estando seguro que esas llamadas lograran que nadie entre a los edificios salvando absolutamente a todos los que trabajan ahí. Quizás por tanta concentración que he tenido para hacer mi plan en todos estos días, no he vuelto a tener una sola visión. Pienso ahora en ese antiguo refrán que dice “no hay mal que por bien no venga”. Estoy muerto de cansancio e intentaré dormir un poco, porque mañana mismo muy temprano me colaré en la torre norte, subiré al piso 94 y conectaré mi computadora al servidor para lanzar la alerta. Si todo sale bien, el mismo día 12 le hablaré a Viole para que me envíe un giro pues me he quedado sin dinero. Ahora apagaré mi computadora y la conectaré al eliminador de baterías para que mañana tenga una carga del 100%. Martes, 11 de septiembre de 2001. 05:00 hrs. Verifico que la carga de la batería de de mi lap top esté completa. He verificado también que el mensaje de advertencia está cargado en el virus. Aunque casi no pude dormir, me siento con mucha energía. Me voy a bañar, iré a desayunar y luego con toda la calma del mundo trataré de cumplir mi misión. Debo estar tranquilo y relajado. Cómo en las oficinas de la compañía de seguros empiezan a laborar hasta las 9:00 hrs. tengo tiempo para prepararme. Fue muy buena mi idea el haberme hospedado en este hotel. Cómo antes los mencioné, desde aquí tengo acceso directo a la torre norte. Me siento muy optimista, estando seguro que no solo se salvarán todas esas vidas que yo mismo vi morir en la visión que tuve, sino que también, esas mismas personas que se salven, darán testimonio de mi alerta dando a conocer al mundo mis demás predicciones que mañana les enviaré por correo electrónico. 403

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6:30 hrs. Muy temprano ya le he habado a mi Viole. Lloramos desconsolados y luego de despedirnos quedé con un enorme nudo en la garganta. Siento ahora que puedo ver mi propio futuro, pero me niego a hacerlo. La misión que me he impuesto debo concluirla, pase lo que pase. Mi propio destino y de todas esas personas que intento salvar, los dejo en manos de Dios. 07:03 hrs. Ya me he bañado y desayuné, ahora partiré a tratar de cumplir mi misión. Pero me asalta un pensamiento: si lo que he visto, ha ocurrido en el futuro y por eso pude verlo ¿podré esta vez modificar el porvenir? Si como siempre me dijo mi padre, lo que tiene que ocurrir, ocurre y ocurre sin remedio, ¿qué estoy haciendo aquí ahora? Esas paradojas me atormentaron toda mi vida. Sin embargo, siento que ahora en mis manos está el poder salvar cientos de miles de vidas en este atentado y el las demás desgracias que he visto ocurrirán en el futuro. Por última vez, trataré de vencer al destino. Intentaré serenarme y seguiré mi plan tal cómo lo he planeado. Que Dios guie mi camino. 08:38 hrs. Afortunadamente todo salió como lo planee. Los guardias de la entrada solo me saludaron y pasé al gran salón donde está el servidor. Por fin, estoy sentado en una oficina de la “Marsh USA Agencies” exactamente en el piso 94 del la torre norte, frente a mi lap top, escribiendo con detalle lo que ahora hago. Puedo ver a través de la ventana, donde mañana mismo, día 12 de septiembre de 2001, se estrellará el primer avión de los terroristas justamente en este piso, donde estoy ahora mismo. Cómo antes expliqué, por más mensajes y advertencias que hice por Internet por correo electrónico, nadie me tomó en serio. Recuerdo ahora cómo me decía Jenny en el pasado: “lobo rabioso" y justamente rabia contenida es lo que tengo en este momento al pensar en los autores del atentado. 08:40 hrs. En este momento conectaré mi lap top a la red del servidor de esta compañía de seguros para lanzar una advertencia de lo que está por venir. Es una mañana soleada y por la ventana tengo una vista ilimitada de Nueva York. Ya está bajando el virus a la red. 404

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08:46 hrs. Se ha completado la transferencia del virus a la red de la compañía... por todos los santos. Veo a lo lejos venir de frente un enorme avión. Santo Dios, me equivoqué por un día. El avionazo es hoy y es inminente... sabía que no saldría de esta. Espero que alguien encuentre este equipo para...

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Epílogo de nuevo el reportero que encontró la lap top de Lobo. En Suscribe primer lugar, hago una reflexión respeto a esta increíble historia: lo que tuve la noche siguiente al día de los atentados no fue un simple sueño. Estoy convencido de que el autor de esas memorias se puso en contacto conmigo para dar a conocer al mundo lo que está por venir. Luego de haber leído todo lo anterior ya se imaginará el lector lo impactado que quedé al conocer esta extraordinaria historia. Hago ahora un comentario respecto al hecho de que no se haya destruido la lap top de nuestro personaje después de impactarse el avión. Como en un inicio señalé, cuando desenterré la computadora, además de estar dañada por fuera, también estaba teñida en sangre. Lo más probable es que cuando Lobo vio inminente el impacto del avión que venía de frente, cerró rápidamente la computadora y luego la abrazó muy fuerte protegiéndola con su propio cuerpo, quedando éste totalmente despedazado, pero logrando el objetivo de preservar su equipo. Sabiendo ahora que además de sus memorias había otros importantes documentos, me aboqué entonces a revisar nuevamente los archivos contenidos en el disco duro de la computadora de Lobo para buscar esa carta que contenía la advertencia que nuestro personaje pretendía poner en la red de cómputo de la compañía de seguros, misma que no transcribió en sus memorias. Luego de mucho tiempo de búsqueda encontré al fin esa advertencia. Dicho documento se titula “A mis amigos neoyorquinos” y se hallaba también protegido con una palabra clave. Intenté abrirlo primero con la palabra “LOBO” y nada. Luego puse cuantas palabras se me ocurrieron, fechas, números y otras muchas claves pensando en lo que había leído de las memorias y al final se me ocurrió algo obvio, poner el nombre de su amada: “Violeta” y al fin se abrió la carta. Dicho documento es muy breve y estaba escrito en ingles. A continuación lo trascribo, primero tal como lo escribió en ingles y luego su traducción al español: To my friends in New York:

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It was not my intention to interrupt you from doing your daily activities, but you must need to know what is going to happen tomorrow in this building. I am not joking, I swear you, tomorrow in this tower as in it’s twin, there is going to be a crash of two big airplanes in each one, that will make the towers come down leaving thousands of deads. Perhaps this might seem to be unlikely to happen or be truth, but this fact will result from a terrorist attack. Maybe you will not believe a word of what I wrote, but just in case I beseech you not to work there tomorrow, also to let people that work there know this, in order to save thousands of lives. If you do as I say, I assure you that you will live to tell this to other people. One last thing, the 13th when you have seen that what I said was truth contact me by e-mail in the next address: [email protected]. Once I had contacted you I will answer everyone of you attaching a document that contains information about future events, this is for you to tell other people and media. Believe me, it is in your hands to save many people from death. God bless you Wolf. A mis amigos de Nueva York: Siento irrumpir en sus ocupaciones, pero es necesario que sepan algo que mañana va a ocurrir en este edificio. No es un juego, se los juro, pero mañana mismo, tanto en ésta, como en su torre gemela, se estrellarán en cada una, dos enormes aviones los cuales causarán el colapso de los edificios provocando miles de muertos. Quizá esto parezca inverosímil, pero ese hecho será el resultado de atentados terroristas. Tal vez no crean nada de lo que aquí escribo, pero por las dudas les suplico no asistir mañana a trabajar. Les ruego también correr la voz entre todos los que laboran en estas torres, porque de ello depende que se salven miles de vidas. Si hacen lo que les digo, les aseguro que vivirán para contarlo. Y un último favor les pido. El día 13, cuando ustedes mismos hayan sido testigos de que lo que les he dicho es verdad, contáctense conmigo en el siguiente correo 408

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electrónico: [email protected]. Una vez que reciba su contacto, le responderé a cada uno de ustedes enviándoles un documento en donde se enterarán de otros acontecimientos que ocurrirán en el futuro para que lo difundan a la mayor cantidad de gente posible y también a todos los medios de comunicación. Créanme, de ustedes depende que se salven cientos de miles de vidas en el futuro. Dios los proteja. Lobo Me he puesto mucho a pensar sobre el hecho de que Lobo tuviera repetidas visiones sobre este acontecimiento. Él interpretaba esas visiones como una señal del destino para salvar tantas vidas. Sin embargo yo pienso que el mismo destino era el que se empañan en mostrarle su propia muerte, la cual, él nunca se atrevió a averiguar. Es increíble como el mismo destino puso a nuestro personaje justamente ahí, donde vio de frente estrellarse al primer avión de esos cobardes atentados muriendo sin remedio. Viene a mi mente también la teoría del caos, con su concepto del “efecto mariposa”, que dice: "el simple aleteo de una mariposa puede cambiar el mundo". Si en aquella oficina del WTC la persona que cortó dos hojas al calendario hubiese cortado solo una, Lobo hubiera tenido la fecha correcta del trágico suceso en la visión que tuvo y tanto él como miles de personas se habrían salvado y ahora la historia sería totalmente distinta. Vaya trampa que le jugó el destino a nuestro personaje. Pienso también mucho es esa frase que Lobo tanto repitió en sus memorias: “lo que tiene que ocurrir, ocurre y ocurre sin remedio” y desgraciadamente así ocurrió. Por otra parte, como han visto, al final de las memorias, Lobo se valió de un hacker para que dicho documento actuara como un virus y así, al prender los usuarios de ambos edificios los equipos de cómputo en sus oficinas, fuera esa carta la que inicialmente apareciera en sus pantallas y todos la leyeran inmediatamente. Considero que esa fue una idea brillante, pero sobra decir que nuestro personaje se equivocó por un día con fatales consecuencias y de nada sirvió dicha advertencia. Al revisar la memoria de la computadora dañada que encontré entre los escombros de la torre norte, además del material que ya les he 409

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mostrado —las mismas memorias y la carta de advertencia—, encontré otro documento titulado “Lo que está por venir”. Desgraciadamente todo ese documento está dañado, sin que se entienda absolutamente nada, conteniendo legibles solo palabras y frases aisladas. Ese documento seguramente guardaba un resumen de todas las visiones futuras de nuestro personaje, que compartiría con los sobrevivientes de los atentados cuando se contactaran con él, vía correo electrónico un día después de los atentados. Pensando primero en ese documento que contenía el resumen de los acontecimientos del futuro, que es totalmente ilegible y en el daño que sufrió el documento de sus memorias, me angustia mucho pensar en todas las partes faltantes del último, en donde solo se vislumbran grandes acontecimientos que están por venir sin saber con precisión cuándo ocurrirán. Los detalles del gran y devastador terremoto de los Ángeles, la erupción del Vesubio, la tormenta solar que dejará el mundo a obscuras y la enorme epidemia del virus Ébola, vienen incompletos por el daño que sufrió el disco duro de la computadora de Lobo, además de que quizá se hayan perdido algunas otras predicciones en las fracciones faltantes. Es casi seguro que si nuestro personaje hubiera lanzado la advertencia en el día correcto, miles de vidas se hubieran salvado y a su vez, la demás información respecto a los futuros acontecimientos se hubiera también difundido. En Nueva York traté de establecer contacto con el mismo hacker al que contrató nuestro personaje para que me ayudara a rescatar los faltantes de las memorias, teniendo la esperanza de que él mismo tuviera un respaldo de éstas. Cómo es de los pocos personajes en las memorias en que viene su nombre y apellido, fácilmente di con su dirección utilizando simplemente el directorio telefónico de Nueva York. Pero al localizarlo, negó toda relación con nuestro personaje temiendo involucrarse en cualquier hecho ilícito, creyendo que yo era policía. Contraté luego a un especialista en rescatar información de discos duros dañados, pero desgraciadamente, luego del examinar el disco duro de la computadora de Lobo con un microscopio especial, me dijo que el mismo tenía microscópicas secciones totalmente quemadas, siendo imposible rescatar esa información. Decidí entonces viajar a México para buscar a la esposa de nuestro personaje, Violeta, pues en el texto se menciona que al despedirse de 410

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ella, Lobo le entregó un dispositivo USB con sus memorias. Afortunadamente en la parte de la historia donde hace referencia que tuvo a su primer hijo, se menciona el nombre y primer apellido de su esposa. Pensé que con ese dato me sería fácil dar con ella. Sin embargo, he pasado más de un año en su búsqueda y no he dado con su paradero. Luego con afán busqué al doctor Acosta para saber si Lobo le había pasado sus memorias o al menos supiera algo más de las predicciones del futuro, pero parecía que también a él se lo había tragado la tierra. Aprovechando mi estancia en México, me he dedicado también a repartir en diferentes e importantes editoriales este material, pues ese país es el origen de nuestro personaje y considero que desde ahí puede encenderse la mecha para dar a conocer a todo el mundo el presente contenido. Ojalá alguna editorial publique estas fantásticas memorias. Por mi parte, yo he cumplido, no puedo hacer más. No cejaré, sin embargo, en la búsqueda de Violeta, estando seguro que un día la voy a encontrar y a rescatar completa esta increíble y extraordinaria historia, además de conocer a la heredera de los dones de Lobo, su hija Daniela, quien heredó también esa fantástica reliquia hebrea. Y como nuestro personaje, Lobo, mencionó al final de su carta de advertencia, también yo les digo, “que Dios los proteja”. Robert Smith

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