Memorias De Un Desconocido

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MEMORIAS DE UN DESCONOCIDO

Ricardo Salvador Casanovas 3

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ISBN: 5

A todos los personajes ficticios de esta historia 6

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El final de una vida El día estaba nublado, húmedo y caluroso como suelen serlo los de agosto, en Caracas. Después de mucho buscar y discutir si estaba en el sector "G" o "H", al fin Norma, nuestros hijos y yo dimos con la tumba de la Yaya. Una pequeña placa de bronce, como las del resto de miles de tumbas del Cementerio del Este, indicaba el nombre de mi abuela y las fechas en que llegó y se fue de este mundo, el 11 de noviembre de 1895 y el 3 de agosto de 1976. En trece años sólo había estado allí una sola vez, dejándole un ramo de siemprevivas, que había escogido Norma. El mantenimiento general de la necrópolis impedía notar que aquel pedazo de tierra que guardaba los restos de esa mujer que signó mi vida y carácter, llevaba tanto tiempo sin ser visitado. Me embargó una fuerte emoción. Estar cerca de ella era como estarla viendo, como sentir su fuerte y, en ocasiones, violenta personalidad. No recuerdo cuánto rato estuve de pie ante su tumba, pero sí sé que le pedí protección ante la nueva vida que días después iniciaríamos en Madrid. Durante esos minutos, mi familia guardó, además de distancia, un respetuoso recogimiento. Al despedirme, me agaché y deposité sobre la placa, un beso, que acababa de dar sobre mis dedos En ese instante recordé los últimos momentos junto a ella. ●●●●● El 3 de agosto de 1976 llegué, como era habitual, a mi trabajo, en un centro financiero de Ciudad Guayana, una dinámica y hermosa ciudad ubicada al sudeste de Venezuela. La 9

jornada se presentaba como cualquier otra. Esa mañana, casualmente me había puesto una camisa negra. La temprana llamada telefónica de mi hermano Juan Francisco, desde Caracas, me alertó. La Yaya agonizaba en el centro geriátrico en el que la había internado mi padre dos meses antes. Sin embargo, como las informaciones en este sentido se habían venido sucediendo periódicamente en las últimas semanas, su eventual muerte me parecía todavía improbable y lejana. No obstante, en esa ocasión Juan Francisco se limitó a comentar escuetamente: -Si quieres ver a la Yaya viva, vente inmediatamente. La advertencia parecía seria, por lo que me fui directamente al aeropuerto donde compré un billete directo a Maiquetía en el vuelo de Avensa de las seis de la mañana, aunque eran algo más de las nueve. Los pilotos venezolanos habían comenzado una huelga de lentitud en los servicios, conocida allá como Operación Morrocoy. El aparato de Avensa despegó minutos más tarde por lo que calculé que a eso de las once podría estar al lado de mi buena abuela. Sin embargo, sin ningún aviso previo, media hora más tarde el avión aterrizó en Maturín y no fue sino hasta dos horas después cuando la tripulación regresó al aparato donde los pasajeros habíamos esperado pacientemente por su regreso. Los tripulantes reían y subían por las escalerillas bebiendo cervezas enlatadas. El único pasajero que osó protestar por la abusiva situación fue obligado a abandonar el avión, con el argumento del piloto de que estaba alterando el orden público. No fue necesaria la intervención policial porque el pobre hombre, al que acompañaba una bella y joven mujer, prefirió no oponerse a la orden recibida, para evitar pasarse unos días en un sucio y maloliente calabozo tras recibir la consabida atención médica

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por los golpes infligidos por parte de los poco escrupulosos representantes de la ley. Salimos de Maturín cerca de las once y cuando treinta minutos después el avión se aprestaba a iniciar las maniobras de descenso en Maiquetía, el piloto intentó, sin éxito, sorprendernos: -Señores pasajeros, les habla el capitán. Debido a maniobras militares en el Aeropuerto Internacional Simón Bolívar de Maiquetía, sobrevolaremos en círculos en las inmediaciones de la terminal aérea a la espera de recibir la correspondiente autorización de aterrizaje. -Y como si la burla no hubiese sido suficiente, el sujeto agregó: -A nombre de Avensa y de la tripulación de a bordo, lamentamos las molestias que este involuntario retraso les pueda ocasionar. Finalmente a la una de la tarde tocamos tierra. Allí nos enteramos que lógicamente no se había registrado ninguna maniobra militar. A las dos me encontraba frente a mi Yayita. Estaba inmóvil y jadeante. Hacía unos cinco minutos que había entrado en coma profundo y no tuve la oportunidad de hablar con ella. Según la regenta del geriátrico, era cuestión de horas para que exhalara su último suspiro. Su pálido rostro, con la boca extremadamente abierta, no reflejaba en absoluto esa tranquilidad impersonal que había visto en otras personas en la misma situación. Aparentaba luchar contra algo o alguien, quizás contra aquellos suspiros roncos, profundos e irregulares que, acompañados de largos espasmos, parecían querer arrebatarle la vida. A las ocho de la noche, tras seis horas de hablar en sus oídos para contarle hasta qué punto la quería y decirle cosas cariñosas, mientras acariciaba su corto y desgreñado cabello blanco y sobresaltado en varias ocasiones por sus patéticos suspiros, acepté la invitación de mi hermano, que había llegado 11

a buscarme para ir a cenar y descansar un par de horas, antes de pasar la noche en vela. En el camino lo puse al tanto de lo que el médico me había comentado durante la tarde. -Es difícil que la Yaya llegue a la medianoche. Es más, el médico no entiende cómo puede resistir tanto. -Bueno, viejito. Desde ayer están con lo mismo respondió mi hermano, que añadió -yo creo que vas a tener que pasar aquí unos tres o cuatro días más. No obstante, al llegar a su casa, Viola, mi cuñada nos esperaba en la puerta del piso. -Acaban de llamar de la Residencia. La Yayita se murió. De esta forma la vieja había decidido irse para siempre, en medio de esos veintiún minutos que estuvimos separados de ella. Juan Francisco y yo nos unimos, abrazados, en un solo llanto de impotencia e incomprensión. Más que una abuela había muerto la mujer que había sustituido a nuestra madre. De inmediato retornamos al centro y allí la encontramos aún sobre su cama. Le habían cerrado la boca atando un pañuelo desde la barbilla hasta la cabeza. Todavía estaba tibia y siguiendo el ejemplo de Juan Francisco, llené de besos su inerte rostro que había adquirido un aspecto casi de complacencia, excepto por el duro rictus de su boca que parecía demostrar enfado, un enfado que con el paso de las horas fue dando paso a una expresión de profundo dolor y angustia al abrírsele lentamente. Poco después salí a buscar una funeraria y escogí una urna. No sé por qué me quedé solo en esos trámites. A las puertas de la Funeraria Vallés hice, asimismo, el papel de solitario anfitrión para conocidos y familiares que comenzaron a aproximarse apenas conocida la noticia.

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El último en llegar -venía de Maracay- fue mi padre, que no había querido creer que esa mujer indoblegable pudiese ser vencida por algo tan simple y normal -casi ordinario- como la muerte. Con el rostro desencajado por el cansancio y el dolor, me abrazó sollozando y me comentó con voz entrecortada: -Se nos fue la Yaya. Luego, dejando sentimientos de lado y demostrando su siempre vivo materialismo, preguntó: -¿Y cuánto va a costar este entierro? -A pesar de conocerlo, esta interrogante me dejó sorprendido porque mi padre no cambiaba ni siquiera en momentos tan extremos como aquel. -Seis mil bolívares -¡Coño! -se limitó a exclamar antes de ir a ver a su madre muerta. Eran las once de la noche cuando al ataúd de caoba fue puesto sobre el catafalco de la Capilla Imperial. Un cristal con tonalidad rosácea permitía ver el rostro de la buena vieja, a la que jamás, hasta ese instante habíamos visto con maquillaje. No aparentaba los casi ochenta y un años que había llevado sobre sus hombros. La piel se le había estirado y hasta se veía guapa, una cualidad de la que jamás pudo jactarse en vida. Tras saludar a la muerta, todos los visitantes se fueron marchando y finalmente volví a encontrarme solo. Nadie se había acordado de mí. Creo que no es de extrañar en un momento de tanta tensión. Acerqué entonces tres sillas al ataúd y después de dar las buenas noches a mi abuela, me acosté a su lado y me dormí. «No había cumplido aún los ocho años, cuando una noche comencé a besar, inmerso en una ola de ternura y cariño, uno de sus rechonchos y blancos brazos. 13

-Nunca dejaré de besar tu brazo, Yaya. Te quiero, -le dije. -Bueno, si quieres me lo cortas cuando me muera, pero se va a pudrir muy rápido. Su respuesta parca y realista me sorprendió en un instante tan sentimental. -Pero tú no te vas a morir nunca, Yaya -dije casi suplicando que me lo confirmara. -¡Claro, cómo no! -me respondió en tono irónico-. Todos tenemos que morirnos. Esa realidad y la certeza de perder algún día a mi abuela, me llenaron de horror y abrazándola muy fuerte, rompí a llorar como lo que era, es decir, un niño. Fue esa una de las pocas veces que se dejó abrazar, pero por muy poco tiempo porque rápidamente ordenó: -¡Hala, a dormir!» Pero por el contrario, me desperté, me levanté, hice a un lado las sillas y la miré largamente. Ahí estaba quietecita, igual que lo había estado hacía un par de horas, pero con la boca entreabierta por la izquierda, lo mismo que el párpado del mismo lado. Como en el recuerdo que había tenido durante el sueño, lloré amargamente. Serían las tres o cuatro de la madrugada cuando llegaron mis primos Augusto y Federico. Caminé junto a ellos por la Avenida Principal de Sabana Grande, esperando ver aparecer los primeros rayos del sol. Fue un paseo silencioso en el que solamente habló, y en una sola oportunidad, el mayor de nosotros, Augusto. -Nunca había perdido a alguien tan cercano de la familia y la verdad es que no sabía cómo iba a reaccionar. Siguió luego el silencio. Los tres teníamos nuestros rostros bañados por las lágrimas. 14

«Un domingo de junio de 1961 estaba en casa de mis tíos Augusto y Piedad acompañando a la Yaya que se había quedado sola. Poco después se nos había unido el primo Augusto. Ello me permitió encerrarme en el cuarto trastero para escuchar por la radio el partido amistoso entre las selecciones de fútbol de España y Chile. Diez años viviendo en Chile, desde que tenía algo más de uno y medio de edad, no habían sido suficientes como para no tener a la selección de Gento y Di Stéfano como mi favorita sentimental. España acababa de marcar su cuarto gol, cuando Augusto, entonces de 24 años, abrió tembloroso, la puerta de aquella habitación. Quise contarle la novedad del partido, pero una súplica, en tono imperativo, me conmovió: -Corre a buscar al tío, que a la Yaya le pasa algo. Antes de salir en veloz carrera hasta mi casa que distaba no más de 200 metros, en el barrio de Renca, en el recinto privado de la fábrica textil que gerenciaba mi padre, quise constatar lo que le sucedía a la abuela. Estaba en medio de la sala mirándose las manos, que había alzado frente a sus ojos, mientras emitía cortos y agudos gemidos, más que de dolor, de sorpresa. -¿Qué pasa, Yayita? ¿Qué pasa? -quise saber, absolutamente confundido ante tan inesperada imagen. Hacía tan sólo tres días que en un efusivo abrazo con mi padre, ambos habían caído al suelo, él sobre ella, y la pobre vieja había resultado con dos costillas fracturadas. Mi primo y yo, en un breve intercambio de palabras coincidimos en que lo que tenía era seguramente una secuela del golpe. Mi padre estaba afectado por una fuerte gripe y guardaba cama. El médico de la familia desde hacía varios años, el doctor Heriberto Cifuentes, acababa de marcharse de la casa. 15

¡Papá! -grité- ¡La Yaya está rara! Antes que pudiera contestarme, Victoria, mi madrastra, se anticipó: -Tu papi está muy mal y no se puede levantar. Diles a tus tíos que la atiendan. -¡Se está muriendo! -supliqué, exagerando más que por conciencia, porque estaba sinceramente asustado. Entonces él saltó de la cama y su mujer salió velozmente hacia la calle intentando dar alcance al médico. Mi padre se fue corriendo, con un albornoz y unas zapatillas. Llegó antes que el propio médico que conducía un viejo Ford del 47. Encontramos a la Yaya inconsciente, ante la desesperación de mi primo. Cuando poco después y atendida por el facultativo recobró el conocimiento, había perdido el movimiento del lado derecho de su cuerpo. Cifuentes diagnosticó un derrame cerebral y calculó que si llegaba a superar esa crisis, no sobreviviría más allá de dos o tres meses. Esa noche todos permanecimos a su lado. La Yaya no cesaba de implorar: -¡No me quiero morir! ¡No me quiero morir!» Esos dos o tres meses que le había calculado de vida nuestro médico de cabecera, se convirtieron a partir de entonces, en quince años, durante los cuales se había recuperado casi por completo, hasta hacía algo más de un año cuando una serie de derrames cerebrales minaron rápidamente su resistencia y la habían llevado la noche anterior a su muerte. A las nueve de la mañana, dos intentos por descansar, comer algo y refrescarme, habían resultado infructuosos. Mi hermano no me ofreció su casa, alegando que no había nadie y mi padre ni siquiera me respondió. Sería porque a esa petición le había añadido una de dinero para comprarme calzoncillos, calcetines y una camisa. 16

Durante toda la jornada, la funeraria se fue llenando de gente y de coronas. A cada desconocido -para mí- que llegaba, mi padre les presentaba a mi hermano como "su hijo" y a su mujer, ignorándome por completo, por lo que busqué apoyo entre mis tíos y primos. El entierro fue durante la tarde en un día soleado, caluroso y desde mi punto de vista, muy silencioso. Sólo se escuchaba la voz de un cura chino que en lugar de llamar Josefina a mi abuela, la llamaba Emiliana, pese a que se le corregía a cada instante. Las toses también se hicieron presentes. En el momento en que el ataúd comenzó a ser descendido lentamente al fondo de la tierra, mi padre se arrodilló, abrió la tapa y estampó un beso en el cristal a la altura del rostro de la Yaya. Fue el único instante en que lo vi llorando con sincero dolor. Cuando la tumba quedó cubierta, volvimos a subir a los vehículos de la empresa funeraria que nos había llevado al campo santo, para regresar a su sede. Al llegar, el encargado de la Funeraria Vallés me agradeció el hecho de haberlos escogido para el servicio. Fue un acto puramente protocolar y de gentileza que no duró más de cinco minutos, los suficientes como para que al salir no quedara ninguno de mis familiares, ni menos, conocidos. Así me quedé yo solo, en una calle de Caracas, con un billete de avión de regreso a Ciudad Guayana, pero sin dinero, ni tan siquiera para irme en autobús a Maiquetía. Afortunadamente el encargado de la Funeraria se percató de mi embarazosa situación y me facilitó un vehículo con chofer para ir hasta el Aeropuerto y algo de dinero para gastos menores. ●●●●● Cuando el 29 de agosto de 1989 el DC-10 de Iberia enfilaba rumbo a Madrid, no solamente dejaba a Venezuela, sino también a Chile y además un pedazo grande de mi vida. 17

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Algo de historia Capítulo I El 5 de septiembre de 1947, cuando mi padre acababa de cumplir los 22 años y mi madre los 18, nació mi hermano en la Mutua de Tarrasa. Juan Francisco era el primer fruto de un amor que jamás sabremos si en realidad existió. Fue, en todo caso, un amor tan misterioso como lo fue mi padre para la familia de la que fue su primera esposa. Con el fin de ilustrar la posición económica de los abuelos maternos, la Yaya solía contarnos: -En la guerra llegamos a comer ratas del hambre que teníamos. Y siempre añadía: -Tus abuelos... ¡Uy!... esos sí tenían dinero. Ni en la guerra lo pasaron mal. Quién sabe cómo lo pasarían en realidad, aunque siempre hay diferentes escalas para medir las desgracias propias y ajenas y estoy cierto que cada familia lo pasó mal a su manera. Lo que sí estaba claro es que mi padre era originario de una familia de inmigrantes andaluces que apenas superaron en Cataluña la miseria que habían traído como único cargamento de su Ohanes natal. Una casa en la calle Vinyals de Tarrasa y algunos bocados de comida que conseguía la Yaya lavando ropa ajena, hacían más discreta esa miseria. La Yaya quedó sola, con dos hijos -mi padre y mi tía Piedad- cuando el abuelo José murió el año 28, a "la edad de Cristo" como se ufanaba en apuntar la vieja para significar los 19

33 años de su esposo y siempre, como si de una letanía se tratara, agregaba "y nunca más me volví a casar, porque no soy una puta que va de hombre en hombre". Lo que nunca llegó a contar eran las palizas que le daba su marido. Palizas que no tenían más explicación que el alcohol que hubiera acabado con él si no lo hubiese hecho antes la tuberculosis. -Tu padre -nos narraba la Yaya, -iba detrás de mí cuando el entierro y aunque sólo tenía tres añicos, lloraba como una persona grande. ¡Era tan inteligente! ¡Y tanto! Pues parece que ya a esa edad el niño, que años más tarde se convertiría en mi progenitor, maquinaba cómo salir de esa pobreza que comenzaba, aparte de agobiarlo, a avergonzarlo. De niño y adolescente trabajó de día y estudió de noche y mientras más avanzaba en sus estudios, menos se le veía por los pobres entornos familiares. Ya de mozo, mozo guapo según contaba orgullosa su madre, dejó varias chicas del barrio con el corazón destrozado, pues no se dignaba siquiera a dirigirles la palabra. Aprovechando el cambio de la niñez a la juventud, un día desapareció de la faz de la tierra el José pobre y en su lugar emergió un José apuesto, dicharachero, bailarín y de costumbres burguesas. Se hizo de un buen grupo de amigos, todos de familias acomodadas del otro lado de la estación, límite que durante muchos años separaba a pobres y ricos, y éstos, durante años lo vieron como un huérfano, solitario y de buena situación. Chicas conoció muchas, pero él buscaba una especial. Dentro de su metódico esquema de vida, él sabía qué corazón debía conquistar para entregarle el suyo, aunque tan sólo fuera por un tiempo. Una tarde de invierno, en una sala de bailes, logró que le presentaran a María Teresa, una bella chica de 16 años, hija

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única de unos ancianos acomodados que la habían adoptado legalmente, de pocos meses de edad. De este encuentro inicial hasta el matrimonio, no llegó a pasar un año. La oposición de los progenitores de mi madre fue rápidamente superada por su malcriadez y cabezonería. A ello se agregó la actitud comprensiva que él simuló hacia sus futuros suegros, quienes al final lo vieron -aunque era un absoluto desconocido- como un mozo serio, inteligente, comprensivo, de buenos modales y, lo más importante, que amaba a su muchacha. Cuando ya se había oficializado el compromiso, mientras paseaban los novios por la Rambla, mi primo Augusto, entonces de nueve años, tuvo la mala idea de pasar junto a ellos. Vestía una camisa blanca, que llevaba por fuera de unos pantalones tipo bombachos, una boina negra y un par de alpargatas. -Hola, tío -saludó muy orgulloso. Mi madre se sorprendió al tiempo que mi padre enrojeció de cólera. -¡Estos indigentes, hijo'e putas se quieren igualar a nosotros a cualquier precio! –chilló, tras lo cual se volvió y le zampó tal bofetada que el sobrino no tuvo más remedio que entender que no debería reconocerlo en futuras oportunidades. Pero no sería por mucho tiempo. Mi madre averiguó, a través de sus amistades, la procedencia del pequeño y luego, a través de éste, conoció al resto de la familia del que sería su marido. Tomó, por cierto, gran cariño al chaval como a los demás, incluida la Yaya. No obstante, aquella jovencita fue la primera de muchas, a las que la abuela no podría perdonar el sacrílego intento de quitarle el cariño de su hijo.

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«Solamente dos mujeres, una vez que estuvimos en Chile, merecieron el visto bueno de la abuela para cortejar a mi padre, sin contar, claro está, con el consentimiento, ni tan siquiera el conocimiento, de él. Una era Ana, una desaliñada nativa de Olessa de Montserrat, hija de un anarquista que había huido de España con lo puesto, además de su mujer, su hija y su suegra que era su infierno anticipado. En opinión de la Yaya, Ana era buena, trabajadora, honrada y -así lo afirmaba tenazmente- fiel como todas las catalanas. Sin embargo, Ana no tenía, como los marineros, un amor en cada puerto, sino un hombre en cada esquina y además, terminó cumpliendo condena por estafa contra la empresa para la que trabajaba. Otra escogida fue Alicia, una de las cinco hijas de un latifundista chileno, a quien la Yaya alababa por su santidad, bondad, honradez y virginidad. Sus dos embarazos con desconocidos, los justificó casi, como obra del Espíritu Santo. Aunque mi padre no quería oír hablar de ella, la Yaya nos la vendió a Juan Francisco y a mí, como la sustituta de nuestra madre. Pero, la buena de Alicia dejó huérfanas a sus dos jóvenes hijas, tras colgarse de una cuerda al enterarse que estaba embarazada por tercera vez. -¡Se lo tiene bien empleado! -oímos decir a la Yaya cuando se enteró. Era, lógicamente, muy difícil sostener por mucho más tiempo el tema de su virginidad. Y entre Ana y Alicia, mi padre había escogido a Lotty, una bella quinceañera por la que literalmente enloqueció. Aquella ilusión, no obstante, terminó el día en que la abuela quiso, pero no de la forma en que lo tenía planeado.

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Se fue a la cercana vivienda de la chica, en la calle Javiera Carrera, en el barrio de Ñuñoa, donde estaba nuestra primera casa en Santiago y encarándose a su progenitor le exigió a gritos: -¡Dígale usted a la puta de su hija que, o deja en paz a mi hijo o la mato a golpes! Pero, claro, al hombre no le hacía gracia que un sujeto mayor, casado, con dos hijos y con una madre terroríficamente agresiva, estuviera rondando a su niña mimada, y tras buscar una pistola se fue hacia nuestro hogar, aullando: -¡Yo mato a ese español, concha e'su madre! Afortunadamente mi padre había escuchado el escándalo y desapareció justo a tiempo. No sé cómo se calmó todo aquello, lo cierto es que mi viejo logró sobrevivir varios lustros más». Mi madre mantuvo en secreto la amistad con la familia, con el fin de no alterar el humor de su novio. Sus padres también los conocieron y aceptaron, toleraron pienso yo, más bien. Sin embargo, su existencia no trascendió de esa trinidad y ocho días antes que la pareja se casase, el abuelo Joan se llevó su secreto a la tumba. Tomás Juanco, José María Cosa y otros chavales seguían siendo con su amistad, avales, a pesar de todo, ya no de un pasado acomodado, pero sí de un supuesto presente deslumbrante y un seguro futuro exitoso. El día de la boda, el hijo no pródigo vio en la Basílica del Santo Espíritu a toda su familia, mamá, hermana, cuñado y sobrino incluidos destacándose como chusma entre la burguesía tarrasense. Un nudo le apretó la garganta y estuvo a punto de llorar y echar a correr, pero su futura esposa que se había dado cuenta del malestar del novio, le sonrió maliciosamente desde el altar. Había logrado dejar al descubierto los pobres orígenes de 23

su prometido, pero a ella eso no le importaba, solamente le importaba él. Se casaba con él y no con la familia. Lejos, muy lejos, estaba mi madre de imaginar que esa suegra a la que veía como incondicional aliada, se convertiría en poco tiempo, en una pesadilla que se proyectaría tenebrosamente hasta el último de sus días. «No sé qué año sería, ni siquiera recuerdo la época. Sólo sé que esa noche en que tendría dos o tres años, me viene a la mente como una nebulosa. Juan Francisco estaba conmigo en el coche de mi padre, aparcado en la Plaza de Ñuñoa, mientras él recorría caminando los alrededores como enloquecido. En un momento determinado vimos acercarse a mi madre. Era una mujer hermosa. Se asomó sonriente por una de las ventanillas del coche y preguntó: -¿Dónde está vuestro padre? Juan Francisco se lo señaló. Entonces ella encendió un pitillo, aspiró profundamente y luego exhaló el humo lenta y parsimoniosamente. Cuando acabó de fumar mirando detenidamente los movimientos de su esposo, que no alcanzó a percatarse de su presencia, nos pidió: -Decidle que estoy en casa. -Dicho esto, se marchó con rapidez. Cuando pocos minutos más tarde llegamos al pequeño chalé de la calle Javiera Carrera, los gritos ya estaban alterando la tranquilidad del vecindario. Dentro de la casa el espectáculo no era en absoluto recomendable para niños. La Yaya, con un enorme cuchillo en la mano y una especie de antorcha en la otra, trataba de dar alcance a mi madre que intentaba protegerse debajo de la mesa del comedor. La única voz que se escuchaba era la de la abuela: 24

-¡Puta! ¡Maldita puta! ¡Vas a matar de los disgustos a mi hijo! Y cuando mi padre intentó calmarla, lo único que logró fue desviar el objetivo de sus injurias. -¡Cabrón! ¡Cabrón! ¡Que eres un cabrón! ¡Ay, Dios mío! ¿Qué va a ser de mí? La imagen de mi madre abandonando la casa con su traje sastre gris destrozado y el pelo chamuscado, es la última que guardo de ella como parte integrante de la familia». Capítulo II -María Teresa Casavellas Comerma, ¿quieres por esposo a José Salvatierra Millán, para amarlo y respetarlo hasta que la muerte os separe? El padre Eduardo hizo la pregunta como la había hecho muchas otras veces a otras tantas parejas. Era la más normal y emocionante en una ceremonia nupcial. No obstante, mi padre esperó la respuesta con pánico. Su familia estaba allí y con ella toda una historia construida sobre la base de mentiras y omisiones, quedaba al descubierto. Ella lo miró intensamente y sonrió, como adivinando sus íntimos temores. Abrió lentamente su boca y demoró intencionadamente la respuesta, inquietando a conocidos, amigos y parientes. -¡Sí quiero! -dijo finalmente con voz alta y clara. Poco después, ya eran legalmente marido y mujer. Y así, mi familia paterna -pobre familia paterna- quedaba vinculada a una de la burguesía catalana. Había acabado la primera prueba de fuego, aunque para mi padre se iniciaba la lucha por mantenerse alejado de los suyos. El tiempo, sin embargo, los aproximaría. Un año más tarde venía Juan Francisco al mundo ante el terror de la parturienta que estaba acostumbrada a tener todo lo que se le antojaba sin sacrificio, ni menos dolor y en el parto, 25

tenía lo que no deseaba, es decir la sensación de pérdida de su libertad y además, con intenso dolor. Juan Francisco era, según cuentan quienes lo recuerdan, muy flaco, muy moreno y muy peludo, tan peludo que se asemejaba a lo que podría ser un niño lobo. Aparte de eso, sufría de un pronunciado estrabismo, que si bien no le fue detectado el primer día, quedó muy poco después de manifiesto. Mi padre observaba al chaval como quien observa un monstruo, aunque todos le aseguraban que se parecía a él. Más de alguna vez, en aquellos días debe haber pensado: "Tal vez si le quitáramos los pelos y le enderezáramos los ojos, podría parecerse a mí". Mi madre no lo quería ver, ni menos tocar. Aquella figura cubierta de pelos no podía haber nacido de una pareja admirada por su belleza física. -¡No lo quiero! ¡No lo quiero! -repetía gritando, mientras las pías monjas que la atendían, parecían querer apartar los demonios que sin duda querían apoderarse del espíritu de la joven, haciéndose continuamente la señal de la cruz. «Hacia finales de 1927, mis abuelos Juan y Teresa, decididos a suplir el hijo que Dios no les había querido enviar, adoptando un pequeño recién nacido, se dirigieron a un orfelinato barcelonés. No sé a cuál fue, pero cuando llegaron, dos serviciales religiosas les llevaron al retén de los candidatos varones. Ya la abuela había comentado que quería un niño rubito, de ojos azules y con pocos días de vida, como si de una joya se tratase y las buenas monjas habían juntado en una cuna a cuatro robustos neonatos que cumplían a cabalidad con los exigentes requisitos. Sin embargo, una novicia despistada que arreglaba la cuna de una niña, la dejó entre tan bellos muchachotes mientras terminaba con sus quehaceres. 26

El contraste de la cría era grande, así como el tamaño, pues la chavala rondaba los seis meses. Descrita así por encima, puedo decir, según me contaron, que era muy flaca, morena y peluda como un peluche. -Ay pobrecito -exclamó la abuela. -Sí, pobrecillo -admitió el abuelo- a este nadie le va a querer. -¿Quién ha puesto a la María Teresa en la cuna de los niños? -protestó una de las monjas, cogiendo a la niña de un brazo como si fuese una muñeca. -¡Y es niña! -se lamentó la futura madre adoptiva. -Sí -corroboró, don Juan sabiendo cuál sería la decisión de su mujer. Con una sonrisa, marcada por el orgullo maternal, mi abuela susurró a su marido: -Se llama María Teresa... ¿te gusta? -Todo lo que tú quieras lo quiero yo, -le respondió tiernamente. La niña la había conmovido, pues su soledad quedaba especialmente reflejada al compararla con aquellos guapos muchachos. El tiempo haría de ella, según dicen, una mujer muy bella. Recibió la abuela en sus brazos a su nueva hija y sintió que desde aquel instante, un lazo muy especial las uniría». Juan Francisco fue creciendo y el pelo que cubría su cuerpecito, cayendo rápidamente, casi con la misma velocidad conque su estrabismo se fue acentuando. Aunque mi madre lo alejaba de su lado, el niño recibía la solícita atención de la abuela Teresa y de mi padre, que a medida que el pelo caído dejaba ver su piel, se iba encariñando más y más con esa carne de su carne.

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No había en aquellos años muchas formas efectivas de evitar los embarazos, como no fuera un celibato estricto, cosa a la que no estaban dispuestos dos jóvenes ardientes. Así, en mayo de 1948, comenzó mi gestación. Cuando tres meses después mi madre se enteró de su estado y entró en una profunda depresión. Mi padre intentaba calmarla diciéndole que tendrían una niña tan guapa como ella. Mas, su embarazo y la precaria salud de mi abuela Teresa, aquejada por un cáncer de huesos que entraba en su fase terminal, sólo lograron que mi progenitora cayera además, en una especie de ostracismo. La Yaya entró entonces en la casa de la consuegra por la puerta grande. Se hizo cargo, paralelamente de la enferma y de la embarazada. Duras palabras, entre las que el calificativo de "puta" estaba entre las más llevaderas, tenían como destino a la nuera y otras, lisonjeras y llenas de caritativa esperanza iban para la moribunda. La Yaya, hay que admitirlo, admiró profundamente a su consuegra. -Una mujer que soportaba a una maldita como tu madre, era una santa -solía decirnos casi desde que teníamos uso de razón. Cuando recién había transcurrido una hora del 13 de febrero de 1949, llegué sorprendiendo a todo el mundo. No era una niña morena, sino un niño, y muy rubio. Mi madre, nuevamente presa de un ataque de histeria, me rechazó desde que mi inocente cabeza vio la luz, por lo que desde ese día pasé a ser el nieto preferido de la Yaya. En los días siguientes a mi nacimiento, mi madre, algo repuesta y alarmada por lo que esporádicamente escuchaba, expresó su inquieta certidumbre a la abuela Teresa: -Madre, escuché que el José le decía a la Josefina que dentro de poco vendería tus pertenencias para irse lejos de aquí.

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La moribunda se preocupó, porque a su muerte todos los bienes pasarían a nombre de su hija, por lo cual su marido podría disponer inmediatamente de ellos. -Mi querida doña Teresa -le explicó el anciano letrado de la familia, -la única forma de evitar que su dinero y sus propiedades puedan ser manejados por su yerno, es nombrando a sus nietos como únicos herederos y a sus padres, albaceas con firma conjunta. Una semana antes de su muerte, el testamento había sido modificado y una semana después del entierro, mi padre se enteraba de su contenido. No podría tocar nada de lo nuestro sin la venia de su esposa. -Oye, María Teresa, tengo la posibilidad de conseguir un trabajo en Chile -le contó mi padre pocos días antes de la Navidad del 49. -¿Y qué es Chile? -quiso saber ella con desconfianza. -Es un país sudamericano que es muy parecido a España. Seguro que lo pasaríamos muy bien allá porque su gente es muy buena y cariñosa. A mi madre no le desagradaba la idea de irse de Tarrasa, pero ¿cuál sería el precio? -Aunque nos iremos con un trabajo seguro, tenemos que llevar dinero para instalarnos, -le aclaró mi padre rápidamente las ideas. Y aunque a mi madre esto le pareció natural, pensó en voz alta: -Eso lo pagará la empresa contratante... digo yo. Pero los planes eran otros y estaban bien planificados. -Con el dinero que saquemos de la venta de lo que tu madre les dejó a los niños, podríamos vivir como reyes. Sin embargo, mi madre tuvo la mala idea de no estar de acuerdo. Nuestra fortuna era intocable hasta tanto ambos no

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cumpliéramos la mayoría de edad y decidió mantenerse inflexible al respecto. «En 1979, mi madre viajó a Ciudad Guayana para integrarse en nuestra familia, que ya había crecido con el nacimiento de los gemelos, Ricardo Antonio y Ricardo José. Lamentablemente, treinta años viviendo sola no le permitieron adaptarse a nuestro núcleo. Temeroso a que esto sucediera, condicioné su llegada a nuestro hogar, a no interferir en la vida de mi padre que transcurría entre Maracay y Caracas, es decir, el de su sitio de trabajo y el de la residencia de Victoria, su mujer. Las primeras semanas transcurrieron normalmente, pero una mañana, mi madre que parecía no haber dormido en toda la noche, me sorprendió con un supuesto plan. -Vamos a Caracas a quitarle a tu papá la fortuna que nos robó. Esa ridícula pretensión hizo que entre nosotros se rompieran las hostilidades y regresara dos días después a Chile para seguir más sola, si se puede, su vida». - José, vas a tener que deshacerte de tu mujer, -le aconsejó su abogado. Mi padre, aunque estaba dispuesto a llegar todo lo lejos que fuera necesario, no quería, no obstante, mancharse las manos de sangre. -¿Estás loco? -No -le respondió lacónicamente su amigo, el letrado, miembro prominente de la Falange, partido muy influyente por aquellos tiempos en España. -¿No es algo histérica la María Teresa? -insinuó. -Pues sí, bastante.

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-Ya ves que no hay ningún problema. Ten confianza en mí y reinicia tus contactos laborales para irte a Chile, aunque me sabe mal que te vayas tan lejos. En las siguientes semanas, el acoso sacó varias veces de quicio a su esposa, que estallaba en llantos y gritos y la Yaya, quizás siguiendo un plan preconcebido, o simplemente porque le complacía hacerlo, salía corriendo a la calle a pedir ayuda: -¡Auxilio! ¡Socorro! ¡La María Teresa quiere matar a mi hijo y mis nietos! Cuando mi madre fue ingresada en un sanatorio para enfermos mentales, a las afueras de Barcelona, el abogado de mi padre consiguió del director del centro, un certificado de interdicción indefinido.

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Las mujeres de mi vida Comenzando por mi abuela, las mujeres han tenido una marcada influencia durante mi existencia. Todas han poseído una personalidad bien definida y, en ocasiones, un carácter bastante fuerte. Frente a la sombra omnipresente, que ha proyectado en todos los actos de mi vida, la pequeña y regordeta figura de la Yaya, se plantaron mi madre, un ser frágil e histérico, emocionalmente inestable y que jamás logró ganarse el cariño de sus hijos Otra, fue Victoria, un personaje tan artificial como superficial, creado por su madre a imagen y semejanza de la burguesía a la que creían tener derecho a pertenecer. Esta creencia nació del hecho de haber sido el cabeza de familia nieto de inmigrantes vascos- un casual empresario. Porque por dinero, poco les dejó al morir tempranamente y en circunstancias poco claras. Su legado se remitió solamente a una vieja mansión señorial en la avenida Vicuña Mackenna en Santiago de Chile, un montón de deudas y el bochornoso recuerdo de su alcoholismo desenfrenado. Si por no dejar, ni tan siquiera les dejó a las hijas buenos nombres. ¡Ah! Pero hay que ser justos, porque en este aspecto, la culpable fue su mujer, la madre de Victoria, que en su tiempo fue una trepadora morena, muy fea y ordinaria, llamada Guarralda, un nombre típicamente indio. Esta señora, con el tiempo pasó a ser la elegante y presuntamente aristocrática señora Coleta, -vieja Cola para Juan Francisco y para mí- y se tiñó el pelo de rubio platino y se pintó sus depiladas cejas al estilo Marlene Dietricht, actriz a la que admiraba y consideraba toda una dama a ser emulada. 33

La cuestión es que Victoria no era Victoria de bautismo y Registro Civil, sino Guarralda, como su madre y para mayor paradoja, celebraba su santo para el día de Santa Rosa. Su hermana Carmela tampoco era Carmela, sino Fresia. Dos de los tres chicos sí tenían sus nombres originales, excepto Román, que en realidad se llamaba José. Pero Guillermo era Guillermo y Hernán, Hernán. Más pasiva que la Yaya o Victoria, pero igual de importante en nuestras vidas, fue mi tía Piedad, mujer buena aunque de una ignorancia supina si la comparábamos con mi padre. Intrigante como la Yaya y envidiosa como ella sola, se la pasó toda su vida, después que mi padre les sacara de un exilio miserable en Francia para ofrecerles la esperanza de una vida mejor en Chile, deseando lo que nosotros teníamos Gracias a estas cuatro mujeres que forjaron mi carácter, no es raro que tuviera entonces una personalidad de mierda y hoy, años después que ellas hayan abandonado este mundo, una mierda de personalidad. Ante ese panorama, cualquier hombre hubiera dicho “si así son las mujeres, yo me quedo con los hombres” y sería un tremendo y floreciente homosexual. Y es que a veces pienso que algunos de mis familiares quizás hayan llegado a pensar que de verdad lo era, porque desde muy pequeño todos mis amigos eran chicos: Julito Anderson, Alvarito Torres, Carlos Santini, Ramiro Ferrer, Juan Pablo Celis, José Manuel Mendía, Jorge Bennett, Jaime Hamed... pero es que ¡claro! Estando en un colegio de curas, en una época en que la educación mixta se consideraba poco menos que pecaminosa, las posibilidades de compartir con chicas eran casi nulas y se remitían al entorno vecinal. Pero también hubo chicas. Por ejemplo, Isabel, la pecosa y pelirroja vecinita del pasaje de la calle Dos Oriente de Viña, con la cual a los cinco años disfrutábamos restregando nuestros cuerpos desnudos; María Eugenia Silbado Ferreira, la preciosa 34

púber que sin haberse dejado tocar jamás, abrió mis primeras apetencias sexuales e ilusiones sentimentales; Silvia Herrera que me permitió compartir los primeros pasos en los besos y tocamientos sensuales; Gabriela Sotomayor, una morenita guapa de cara, que fue el secreto objeto de mis primeros deseos sexuales y ella, que se sentía halagada por mis suspiros, se dejó querer de palabra. Claudia; Mari Carmen, la novicia madrileña; Vicky, la noviecita ocasional del 67 que llegó a ser Miss Inglaterra; Kuky con su apasionamiento espontáneo; Olga, esa melliza maravillosa que pudo haber cambiado mi vida; Kika, aquella joven que me demostró que tras la belleza puede esconderse cualquier cosa y Norma, que ha sido el compendio de lo mejor de cada una de las mujeres que se han cruzado en mi existencia y por eso la única, que pese a su fuerte carácter, me ha arrebatado por completo el corazón. Hubo otras mujeres que no me marcaron, pero que sí fueron, dentro de su contexto, importantes. Una de ellas fue la “rucia” María, con quien tuve mi primera relación sexual. A la “rucia” María, la conocí un sábado en una tarde de primavera a mis catorce años, mientras paseaba en bicicleta por la calle Alberto Pepper, de Renca, una populosa comuna cercana a la capital chilena. Era una chiquilla más o menos de mi edad, de apetecibles formas y ligera en el vestir, quien al acercar su culo a mi pene, tras aceptar subir a dar un paseo conmigo en la bici, logró erectarlo de tal forma, que terminamos haciendo torpemente el amor detrás de unos arbustos. Para mí fue un acto inolvidable y no sé que habrá sentido ella, pero terminó enamorándose perdidamente de mí. Fue después de saciar nuestros deseos, y mientras se ponía su minúsculo vestido de nuevo, que noté que la “rucia” María, con su corto pelo rubio y sus intensos ojos azules, era linda de verdad. 35

Niño de colegio de curas, como era, el lunes siguiente confesé mi horrendo pecado al anciano padre Domingo: -Padre, confieso que he culeado –no sabía cómo decirlo de otra forma, -con una chiquilla a la que ni siquiera quiero. El sexo, -me dijo pausada aunque severamente, sin perder el tono cariñoso que le caracterizaba, -es sólo para tener hijos dentro del matrimonio cristiano. Fuera de él, -añadió, -es pecado mortal. Pero tu pecado, -siguió explicándome, -no es el de la carne, sino el de haber sucumbido a la tentación del demonio hecho mujer. ¡Joder! Buena, cariñosa y bonita, la “rucia” María, por el hecho de haber compartido el placer del sexo conmigo, era el mismísimo demonio y yo su víctima. Lo cierto es que aquellas palabras me las tomé muy en serio, más aún cuando por la tarde, tamaña ofensa a Dios había merecido romper el secreto de confesión, o al menos así lo creí, enemigo como soy de las coincidencias, cuando las evidencias cantan. El padre Alberto, mi director espiritual me llamó, en medio de una clase de biología –así sería de importante el tema a tratar-. A solas en su despacho, me preguntó con evidente preocupación. -Ricardo ¿has tenido relaciones sexuales con alguna niña? El enrojecimiento de mi rostro fue la definitiva prueba inculpatoria, por lo cual el sacerdote estuvo horas hablando conmigo acerca de las tentaciones y de los embarazos extra matrimoniales. Finalmente, tras un montón de explicaciones muy lógicas desde una óptica muy reducida y particular, quedó sellada mi condición de víctima y como instrumento de Lucifer, la de la chica. La rúbrica la puso mi padre en la noche, al llegar del trabajo, con una bofetada que cruzó mi cara, sin previa ni posterior explicación. 36

Huelga decir que no me volví a acercar a aquella infeliz impura que se había aprovechado de mi inocencia y hasta mucho después de los dieciocho no volví a probar el maravilloso néctar del sexo. Mientras tanto, eventuales masturbaciones habían mantenido en equilibrio la acelerada producción de espermatozoides. Lógicamente jamás mencioné en el confesionario estos actos, por temor a la amputación de mi mano derecha. La segunda relación la intenté tener con una prostituta. Acababa de cumplir los dieciocho años y próximo a viajar a España, mi padre me dio dinero “para putas”. Lejos estaba el fuerte bofetón por lo de la “rucia” María. Nos fuimos Juan Francisco, Augusto y yo, a la calle San Martín, de Santiago, famoso centro de la prostitución barata de la capital chilena. Sería aquella, si encontraba una mujer que satisficiera mis necesidades, la segunda relación sexual de mi vida. Y como en esa oportunidad la tendría con una profesional, creí que el éxito estaba garantizado. Dentro de una vivienda oscura, donde el olor a axilas sudorosas predominaba en el ambiente, se destacaba entre otras chicas, todas ellas apoyadas en la pared, una exuberante joven con frondoso pelo negro, tetas enormes y apetecibles, lo mismo que su culo y unas piernas gruesas excitantes que emergían de una falda negra muy corta. Pese al olor y a los gritos que proferían dos meretrices que discutían en la calle por los favores de algún transeúnte, me pene experimentó una fuerte erección, tan fuerte que creí correrme en cualquier momento. Desesperado porque eso no ocurriera, rogué a la chica: -Vamos rápido, que acabo. Me condujo entonces hasta su habitación, que estaba poco iluminada y maloliente. En ella se mezclaban los poco gratos 37

aromas de orina, sobacos, pies, culos... es decir, todo un repertorio que contuvo mis ansias eyaculatorias. Miré hacia su cama y la imaginé llena de chinches y pulgas; debajo de ella estaba semi escondido un orinal casi lleno. Gran parte de los olores provenían de allí. Observé a la chica que me miraba muy seria mientras se quitaba sus medias e imaginé que su sexo sería un verdadero nido de ladillas, pero pese al ambiente, la joven se veía – aparentemente- limpia. Sin sus medias, las piernas pasaron a estar demasiado rellenitas y cubiertas de celulitis, al menos de las rodillas hacia arriba. Se quitó un suéter de lana gris y dejó a la vista el sujetador que apretaba sus opulentas tetas. Al deshacerse de la falda, quedó al descubierto un apretado corsé que le cubría desde el culo hasta los senos, delineando una atractiva figura. -Mete aquí veinte lucas, -me indicó la mujer, señalando un cajón de su mesita de noche, -y vamos a echar una cachita, me invitó, mientras se tendía sobre la cama donde se deshizo de sus braguitas negras. -Así no, -le pedí. -Quiero que estemos desnudos, -dije aunque ni siquiera me había desabrochado el nudo de la corbata. Puse el dinero en el cajón. La mujer se deshizo del corsé y su estómago explotó como un airbag. No sé si estaba embarazada o se alimentaba con cerveza, pero la figura había perdido todo su encanto. Luego se quitó el sujetador y ambas tetas cayeron sobre su prominente tripa, provocando un chasquido grasiento. Ya el espectáculo parecía no poder ser peor, hasta que, no sé si por fastidiar o por lo que fuera, se sacó su frondoso pelo negro, dejando al descubierto su pelo corto y quemado por el agua oxigenada. Aunque su rostro seguía siendo el mismo, había adquirido un

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aspecto demacrado. Mi pene acabó desinflándose irremediablemente. Abandoné rápidamente la habitación, así como el burdel, seguido por mi hermano y mi primo y después de cruzar entre las putas que seguían discutiendo en la calle, aireando su halitosis etílica sobre el Santiago putañero, nunca tocamos el tema sobre lo sucedido esa noche. Sólo con Susana hubiera podido desahogar mis necesidades sexuales en el próximo año, pero no fue posible. Susana, cuyo apellido no recuerdo, era una argentina que conocimos Augusto y yo, en el barco Yapeyú, de viaje hacia España, filósofa y psicóloga como todo argentino que se precie aunque no tuviera idea de quién había sido Freud. A sus treinta años tenía la piel tersa como una quinceañera. Lo sé porque rara vez la vi completamente vestida. Era muy delgada y alta. Sus formas eran suaves y atractivas; su piel morena contrastaba con unos ojos azules tan claros, que daban a su mirada un toque de indiferencia y misticismo. Era una mujer guapa, aunque desde mi perspectiva, algo mayor. Esos ojos azules que he mencionado y un peinado de aquellos que parecían largos turbantes de los que tanto se abusó por aquellos tiempos, la daban un cierto aspecto de estatua egipcia, profundizado por sus movimientos felinos. Era, en fin, una bella estatua con elegantes movimientos. Aparentemente fría como el hielo, siempre me recibía en su habitación del viejo Hotel París, de Barcelona, ataviada solamente con braguitas y sujetador, aunque en nuestras interminables tertulias en las que solía divagar acerca de diversos contextos filosóficos nunca pasó nada. Yo más que escucharla, admiraba excitado esa sensualidad misteriosa que emanaba de su piel desnuda. Jamás sus movimientos revistieron ningún carácter sexual. Llegué a pensar que su escasez de ropa iba más de acuerdo con 39

su comodidad personal que con la necesidad de seducir a un mozo de dieciocho años. Sin embargo, solía decirme: -Me siento muy sola, che. Esa era la frase con la que rompía casi invariablemente sus divagaciones. No pocas veces me abrazó llorando y mientras llenaba de lágrimas mi rostro, me acariciaba la espalda. No sé si me agradeció contener mis impulsos sexuales o a lo mejor lo maldijo una y mil veces, lo único que sé desde mi actual punto de vista es que debí poseerla, compartir, pese a la diferencia de edad, nuestros reprimidos deseos pasionales. Era sensual, triste, misteriosa y tal vez, demasiado hermosa para haber estado invadida por una depresión que en aquellos días no noté pero que hoy adivino muy profunda. Susana quería tener en España, trabajo y vivienda. El trabajo, por su acento argentino, fue un obstáculo insalvable. Siempre la acompañé a buscar empleo y piso. -Necesitamos un piso –siempre me incluía, -mi hermano – el hermano era yo, -y yo. Tampoco lo conseguimos. Pero no por ser argentina o por mala fortuna. No lo conseguimos porque ella no tenía dinero y yo, que sí lo tenía, temía ser el amante de una mujer, que por muy guapa que fuera, tenía treinta años. No pocas veces pensé que cuando yo tuviese su edad, ella alcanzaría los cuarenta y dos, y desde mi óptica de entonces, sería aún más vieja. Pese a eso, todo marchaba medianamente bien. Salíamos juntos todos los días, le pagaba su hotel y la comida, hasta que un buen día de junio, Susana casi me exigió: -Tenemos que vivir juntos, ¿sabés? Y dormir juntos. Yo te puedo ayudar en muchas cosas y vos a mí también. ¡Hacemos una linda parejita, pibe!

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Desde ese día no la volví a ver. Me llamaba a mi residencia y yo me negaba. Me buscaba a la salida del trabajo y yo me quedaba haciendo horas extraordinarias hasta que ella se aburría de esperar. Quise prolongar esa huida hasta que Susana se cansara, y se cansó. Se cansó de llamar, se cansó de esperar y un buen día no volví a saber nunca más de ella. Pero el querer dejar de verla nada tuvo que ver con su insinuación, sugerencia o exigencia para que viviéramos juntos, porque en el fondo no dejaba de tentarme la idea de ser parte en la vida de una mujer espectacular como ella. Fue, en realidad, porque el mismo día entró a buscar empleo en la oficina del Drugstore del Paseo de Gracia, donde trabajaba como administrativo, Maite, una chica de mi estatura, muy blanca, de pelo y ojos intensamente negros. Aunque la oficina estaba habitualmente llena de modelos españolas, venezolanas y francesas, bellos maniquíes sin seso o sentimientos, ni tan siquiera, aparentemente, sexo, la llegada de Maite logró dar un tremendo vuelco a mi corazón. Venía de Jaén y cada palabra que emitía su sensual boquita, a pesar de su acento tosco, era como una puñalada de ternura que hería mi gozoso corazón. A Susana la perdí ese día y a Maite nunca lo tuve, pese a mi insistencia. Tampoco meses antes pude tener a Claudette, una hermosísima francesa que viajaba a Marsella y que me trajo loco durante todo el trayecto entre Buenos Aires y Barcelona, en la motonave Yapeyú. Durante la travesía por el Atlántico, no dejé de mirarla y admirarla, mientras ella permanecía indiferente a mis intensas miradas, así como a las de otros chicos, también embelesados por su perfecta hermosura. Jamás sus brillantes ojos verdes se cruzaron con mi ferviente mirada. 41

No obstante, cuando el Yapeyú se aprestaba a atracar en el puerto de Barcelona y yo contemplaba embobado aquella ciudad de la que tanto me habían hablado mi padre, mi madre y la Yaya, aquella ciudad que había recorrido a una edad de la que no guardaba ningún recuerdo, escuché que alguien decía a mis espaldas. -Tú te vas y yo me quedo con tu recuerdo. Me volví y ahí estaba Claudette mirándome con esos ojos de ensueño, bañados en lágrimas. Me costó trabajo creer que se dirigía a mí, hasta que me abrazó con mucha fuerza. -Perdóname, -me rogó. –Tenía miedo de enamorarme de ti y he perdido la oportunidad de mi vida. Recibí su abrazo y la apreté más contra mí. Quise retener el calor de ese cuerpo que vibraba con sus propios sollozos y ese perfume suave que manaba de su albo cuello y de su corto pelo castaño. Mi corazón latió muy fuerte. El largo beso que nos unió, hizo que me olvidara de Barcelona. Después me regaló una pequeña cadena de oro y me dio su dirección en París. Juré escribirle al día siguiente, sintiéndome invadido por una íntima sensación de amor. Tuve la convicción que esa guapa francesita de dieciocho años que me abrazaba apasionadamente como para mantenerme unido a ella para siempre, entraba en mi vida para no salir nunca más. No le escribí ni al día siguiente ni nunca. Creo, además, que es la primera vez desde entonces, que vuelvo a recordarla. Muy entrada la noche llegamos Augusto y yo al Hotel París, en la calle Cardenal Casanyas, muy cerca de las Ramblas y el Liceo. Era un hotel muy feo y con fuerte olor a humedad. Pero no era un hotel para disfrutar de su belleza, sino simplemente para dormir a un precio módico, un dólar por noche. Un dólar de aquellos años, lógicamente, no de los de ahora, al menos en España. 42

A la mañana siguiente, a eso de las diez, nos despertó una algarabía en los pasillos. Salí por curiosidad a ver de qué se trataba y vi a un grupo de alegres chicas de entre catorce y dieciséis años. Eran alumnas de un instituto de Cheshire en Inglaterra que venían de pasar unos días de vacaciones en Barcelona. Al verme, probablemente seducidas por el tópico del “Latin lover”, unas cuantas de ellas me rodearon curiosas. Pelirrojas y pecosas la mayoría, rubias y también con pecas otras, todas con ojos azules, no fue extraño que posara mis ojos en la que a simple vista podría ser el “patito feo” del grupo y que llegó a ser con el tiempo, todo un cisne de cuello negro. Era más bien bajita, delgada, de pelo y ojos castaños, piel blanca y carita de conejo. Cuando se percató que la miraba, se puso roja como un tomate y una de sus compañeras lo notó: -¡Oh, Vicky!. -El resto de sus compañeras rió y aplaudió alegremente para luego correr todas menos ellas, a sus cuartos. -Mi Vicky y ser de Cheshire. ¿Y tú? –preguntó chapurreando un mal castellano. -Yo soy de aquí, - le expliqué, pero ayer llegué de Chile. -¿Chilei?, -preguntó con cara de duda. -Sí, -le confirmé. –de Chile, un país muy lejano, de Sudamérica. -Tú Chilei, -me dijo sin entender nada de nada. –Mi Vicky. Riendo y en el mejor inglés que sabía, que era muy escaso le expliqué: -No, Vicky, no. My name is Ricardo. Chile is a Sudamerican country. Soltó también la risa, aunque sus mejillas volvieron a teñirse de carmesí. ¡Qué linda era! ¡Qué linda la veía! Vestía un corto vestido tipo tubo, de color azul claro. Sus piernas se movían 43

constantemente mientras conversaba y tampoco dejaba de restregarse las manos. -Eres linda, -le comenté seguro que no me entendería, pero como respuesta, acarició mi mejilla y sonrió. Entonces le di un beso en la cara y ella me lo devolvió en la boca y salió corriendo hacia su habitación. Y mientras bajaba gratamente sorprendido, por las escaleras, el alegre bullicio de las chicas, volvió a hacerse sentir, pero en ese momento se notaba que celebraban algo. Por la noche volví a verla fugazmente. Apenas tuvimos tiempo para besarnos apasionadamente. A la mañana siguiente, después de besarnos, intercambiamos direcciones. Como yo no tenía otra que la del hotel, era muy importante la suya. Tan importante, como saber que aquella misma tarde, después de la comida, se marcharían a su tierra. Cuando se iba volvimos a vernos, en el mismo punto donde el día anterior nos conocimos. Sus compañeras nos rodeaban con la tristeza reflejada en sus rostros, pero no estaban más tristes que nosotros que abrazados, nos echamos a llorar. Vicky me susurró amorosamente al oído: -I love you. I love you. La besé y le dije: -Espero que nos volvamos a ver muy pronto, mi inglesita preciosa. -What is “espero”? –preguntó sorpresivamente a sus compañeras, rompiendo el encanto del momento. Y una que debe haber sido la que dominaba el castellano, le explicó con gran conocimiento de causa: -“Espero” is dog. Vicky me miró incrédula, hasta que le aclaré: -No, mi darling, “espero” is “I hope”. Las risas entre las que destacaba la risa pura y cristalina de Vicky, se perdieron por las escaleras del viejo hotel. 44

Lloró muchos días seguidos, según me contó en sus primeras cartas y mucho más cuando no pude aceptar una invitación de su madre para pasar unos días en su pueblo. Durante muchos años, Vicky y yo nos seguimos escribiendo. Las fotografías mostraban un rápido e impactante cambio en su físico. Sin perder el candor de su rostro, su cuerpo se estiraba y sus formas se hacían notorias. No era, por eso, extraño que me contara una vez que fue elegida reina de belleza de su instituto, otra que Miss Cheshire, más adelante que ganó el Miss Liverpool. Por eso, me llenaba de orgullo, que me recordara, que me amara y que siempre me dijera que jamás amaría a nadie como a mí. En la última carta que me envió, antes de casarme y marcharme a Venezuela, me decía en uno de sus párrafos: “Tengo un novio muy guapo, más guapo que tú, pero no eres tú y será mi novio hasta que tú, amor de mi vida, vengas a buscarme o me pidas que lo haga yo. Pero no me hagas esperar mucho, porque cada día que pasa una nueva lágrima se une a mi eterna herida y cuando me muera, cuando Dios quiera que me muera, lo haré de amor por ti”. Dos años más tarde, estando en Caracas, me enteré por la prensa que mi querida inglesita había sido coronada Miss Reino Unido. De vez en cuando me acuerdo de ella con simpatía. Seguramente Vicky ya me habrá olvidado hace mucho tiempo, aunque, tal vez, ya en sus cincuenta años, puede ser que fugazmente dedique algún pensamiento a ese chico español al que casi no conoció en persona pero al que llegó a llamar el “amor de su vida”. 45

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La Yaya Capítulo I

Crecer con la Yaya y estar con ella hasta la adolescencia, no sé si fue bueno o malo y no lo sé porque no puedo ser lo objetivo que quisiera, porque hizo las veces de madre y pese a todo, como madre la quiero y como tal la recuerdo. Fue una mujer agresiva y violenta, tanto como con los que quería como con los que odiaba, que no fueron pocos, pero en especial a mi madre y a mi madrastra y toda su parentela. A Juan Francisco y a mí –sobre todo a él-, nos zurraba por cualquier tontería y lo justificaba repitiendo cansinamente: “Quien te quiere bien te hará llorar y quien te quiere mal, te hará reír”. Obviamente, debe haber sentido una especial adoración por nosotros. Desde muy pequeños siempre nos llevaba a su zaga, excepto cuando iba a la peluquería de la Plaza Egaña, en el barrio santiaguino de Ñuñoa. En esas ocasiones en que se hacía la permanente cada quince días, nos dejaba solos en casa, debajo de la mesa y con la prohibición absoluta de abrir la puerta a nadie. Después que un individuo nos intentó robar, estando ella allí, no solamente jamás volvió a dejarnos solos, sino que comenzó a odiar todo lo que oliera a chileno, que era mucho, estando en Chile. -Esta gentuza son unos indios asquerosos. Ladrones, gandules y falsos, -solía comentarnos cuando nos prohibía

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saludar a los vecinos y tener amistades con pequeños de nuestra edad. Uno de los únicos con el que nos permitía compartir, era con el pequeño “Pochito”, un bebé, hijo del maestro Tito, un borracho que había construido una chabola en el terreno vacío contiguo a nuestra casa. Lo que sucedía era que el maestro Tito, un hombre que se ufanaba de hacer de todo y no hacía realmente nada más que beber, le dijo nada más conocerla y habiendo escuchado previamente las peroratas anti chilenas de la abuela, que no se cortaba un pelo para lanzarlas a los cuatro vientos: -Los chilenos somos una mierda, doña Josefina. Somos un montón de borrachos y flojos y si no fuera por ustedes, los españoles, seríamos peores. Esta sabiduría popular que resumía el pensamiento de la Yaya, le valió al maestro Tito, contar todos los días con un plato de sopa caliente para él, su mujer y el “Pochito” y unos cuantos pesos, para el vino que no podía faltarle. Hablando de esa gente, un día mi padre le regaló al “Pochito” unos zapatos de cuando yo era pequeño y al poco rato, escuchamos los más dantescos gritos infantiles que habíamos escuchado hasta entonces. Mi padre corrió, seguido por nosotros y encontramos al maestro Tito, borracho como una cuba, arrancando trozos de carne de los pies del “Pochito”, con una hojilla de afeitar oxidada. -Los zapatos le quedan chiquitos, don Pepe, pero no se preocupe, que yo voy a hacer que le quepan Mi padre le quitó la hojilla de las manos y le propinó un fuerte golpe en el mentón. Poco rato después una pareja de carabineros se llevó al maestro Tito y una ambulancia al “Pochito” al que acompañaba su madre.

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Nunca más volví a ver a ninguno de los tres, aunque la Yaya le comentó a la mujer de Cosme, el vecino del frente, que al pobre niño habían tenido que amputarle los pies. Cosme fue otra de las personas que logró entrar en nuestra casa. Padre de quince hijos y esposo de una mártir, era un charlatán nato. Simpático, pero obsesivamente posesivo, tanto con su familia como con sus amigos. Chilenista hasta el tuétano, a la Yaya le cayó bien porque decía ser íntimo amigo del General Carlos Ibáñez del Campo, entonces presidente del país y como buen gobiernista, creía pertenecer a una clase social privilegiada, por lo que solía hablar del resto de la mayoría de sus compatriotas como: -Estos rotos de mierda no quieren trabajar y se la pasan robando por ahí. Pero no se preocupe, doña Josefina, que mi General los va a meter en un barco y lo va a hundir, como lo hizo con los maricones durante su primer gobierno. La Yaya lo escuchaba siempre con el pecho muy hinchado. Cualquiera que le diera la razón, era su amigo. Pocas cosas más recuerdo de mi paso por aquella casa de la calle Javiera Carrera. Solamente que de vez en cuando venían mi tía Piedad y Federico a visitarnos y que otras veces, no podía aguantar mis ganas de hacer caca y se me calentaba el culete con inoportunas deyecciones. ¡Es que era muy pequeño! Muy pocas veces, la Yaya nos llevaba de visita a la casa de la señora Margarita, una opulenta dama que había sido vecina y muy amiga de mi abuela Teresa. La Yaya parece que solamente iba a ver su faja y sus enormes tetas, porque después de mucho hablar y darnos alternativos bofetones a Juan y a mí, para que nos estuviéramos quietos, sólo comentaba al salir: -¿Habéis visto que la señora Margarita casi no puede respirar con esa faja con la que intenta disimular su gordura? ¡Oh! ¡Y qué pechugas que tiene! –Siempre, la pobre Yaya se reía de su gracia tan poco graciosa. Además a nosotros poco nos 49

importaban ni la gordura ni las tetas de la señora Margarita, sino los dulces que solía brindarnos cuando íbamos de visita. Esa mujer, que vivía en una casona enorme y oscura y con muebles muy viejos, había sido en su tiempo, tremendamente millonaria. Parte de las salitreras del norte de Chile, habían pertenecido a su marido Francisco, un pobre hombre que se parecía al Papa Pío XII, pero sin carácter y sometido a las directrices de su voluminosa mujer. Años después supimos que fue ella, con sus constantes despilfarros la que sepultó la fortuna de la familia. Menos veces, también mi padre nos llevaba a casa de sus amigos Joan Noetet y Alberto Bofill. Con Juan José, el hijo del primero, que tenía nuestra edad, nos divertíamos un montón. Con Maribel y Nuri, hijas del segundo, compartíamos ingenuos juegos durante las largas horas que solían durar las conversaciones de nuestros mayores. Joan Noetet se suicidó cuando yo ya estaba en la Universidad. A Alberto Bofill y su familia los vi un año antes en Barcelona. Sus hijas se habían convertido en dos chicas preciosas, pero muy poco nos unía tantos años después. De las visitas que jamás podré olvidarme, eran las que cada dos semanas debía hacer en un día domingo, a mi madre, según lo había dispuesto el juez que anuló el matrimonio de mis progenitores. Lloraba cuando me obligaban a ir y lloraba cuando mi padre se tardaba en ir a buscarme. No podíamos ir Juan Francisco y yo juntos para que cada domingo estuviera solamente con uno de nosotros. Vivía en una pensión maloliente y húmeda y tenía por novio a un sujeto a quien me presentó, seguramente para impresionarme, como a un heroico bombero.

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Cuando salíamos los tres, estaba ella tan embelesada con su pareja, que se olvidaba de mí y recuerdo que siempre iba detrás de ellos subiendo los bordillos de las aceras a gatas. Pocas cosas recuerdo de esas ingratas visitas en que debía ver a mi madre besarse con un extraño en el cine. Quizás la más desagradable ocurrió cuando una tarde en la que no estaba aquel sujeto, mi madre se dedicó a hacerme exigencias para que se las transmitiera a mi padre: -Dile que no tengo ni para comer. Que si no me da dinero, me moriré de hambre. Y si me muero, iré en la noche a buscaros a ti y a tu hermano y os llevaré al infierno. Aquel mismo día, fue al retrete y regresó con una tremenda cagarruta envuelta en papel higiénico y la guardó en su peinadora. -Mañana me voy a tener que comer esto, -me explicó. Ni mi padre ni mi abuela me creyeron cuando les conté lo sucedido y a partir de entonces, tuvieron que golpearme con fuerza y sin miramientos cada vez que me negaba a seguir viendo a mi madre. El tiempo fue pasando. Los quince hijos de Cosme, muchos de los cuales eran mellizos o trillizos, crecían como nosotros, pero a diferencia nuestra, ellos, excepto su hija mayor, Amelita que era una bella adolescente, se convirtieron en unos salvajes. Y menos mal que nos fuimos del barrio y de Santiago, si no, hubiésemos sido presa fácil de aquellos incontrolados chavales que ya habían comenzado a obligarnos a comer tierra. En aquella casa de gran jardín que tuvimos en el barrio de Ñuñoa que para aquel entonces quedaba casi en las afueras de Santiago, teníamos en la parte de atrás un gran manzano, un maizal y un perro con ciertos aires de pastor alemán. Y en ese patio donde también había espacio para el césped y un caminito de baldosas de cemento, Juan Francisco se dedicaba a romper mis juguetes y yo a romper las matas de maíz. Pero por las dos 51

cosas la Yaya lo castigaba a él y después que le hubiera dado todo un concierto de correazos en el culo y las piernas y decirle cosas como: “¡Hijo de mala madre! ¡Tienes las malas entrañas de la zorra esa!”, -y otras linduras semejantes, era cuando yo me decidía a confesar. -Yaya, que he sido yo el que ha roto la mata. Sin embargo, a mí, por el contrario, me felicitaba. -Este niño es un ángel. ¡Incapaz de mentirle a su abuela! ¡Pobrecico mío! ¡Con esa mala madre! Sé que esa escena se repetía todos los lunes, porque los viernes por la noche llegaba mi padre que trabajaba en Viña del Mar y siempre nos traía maquetas de aviones DC-6 de Panagra, pues trabajaba para la compañía norteamericana, Grace, propietaria de esa antigua línea aérea que años después se integró a la Pan Am. El, no obstante estaba en su rama textil. Los lunes por la mañana, muy temprano, volvía a marcharse y minutos más tarde, mi avión desaparecía destrozado por las piedras que Juan Francisco utilizaba como improvisadas herramientas. No sé si eran las mismas piedras u otras, la cosa es que una vez terminadas sus tareas destructivas, Juan Francisco se dedicaba a lanzarlas contra el pobre perro que permanecía durante el día, atado por el cuello al manzano. Indudablemente no eran suficientes las palizas que le daba la Yaya para que dejara de hacer lo uno y lo otro. Un mal día, no obstante, el perro rompió la cuerda y se tomó la justicia por su pata y casi le arrancó el ojo derecho a Juan Francisco. Mientras sacrificaban al chucho, la Yaya no cesaba de repetir: -Ya sabía yo que ese niño tenía malas entrañas y que el perro algún día tendría que defenderse. ¡Es igual a su madre! Tira la piedra y esconde la mano. 52

Mi hermano lloraba aterrorizado, pero la Yaya no perdía la oportunidad de compararlo con mi madre. También recuerdo de aquellos años en Santiago, los dos coches que tuvo mi padre, primero un Mercury del 47 y luego un Buick del 48, ambos con la combinación de colores azul y blanco que tuvieron todos sus coches hasta 1964. Y cómo no, el día que operaron a Juan Francisco de su ojo bizco. Se fue muy temprano en la mañana de la mano de mi padre y regresó casi al mediodía, en los brazos de él y completamente dormido. Una semana después de tener los ojos tapados, le sacaron las vendas y milagrosamente tenía los ojos en su sitio correcto, aunque la Yaya, cada vez que se cabreaba con él, le ofrecía dejarle los dos ojos bizcos. Pero no sé si me acuerdo de aquella jornada por la operación de mi hermano o por el suceso que me rompió el frenillo del pene, en una especie de circuncisión accidental. Aquella mañana la Yaya me había puesto un pantalón que aunque me quedaba muy estrecho, debía caberme aunque fuera con vaselina, porque en la casa no se tiraba nada y me apretó tanto el pene, que logró romperme el pellejo. Cuando la Yaya se dio cuenta que tenía todo el pantaloncito gris manchado de sangre, no tuvo mejor ocurrencia que reír y comentar con la señora Adriana, la mujer de Cosme, a la que llamó: -Mira, a mi nene le ha venido la regla. Sin embargo fue Cosme quien con mucho cuidado y regañando a la Yaya por ponerme aquella estrecha vestimenta, me la sacó y me limpió la sangre. Muchas otras cosas deben haber ocurrido en los tres años que estuvimos en aquella vivienda, pero no serían importantes, que se han perdido en las sombras del pasado. Aparte que era yo un crío de nada y no todo me llamaría la atención.

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Capítulo II Los pensamientos saltan de la casa de la calle Javiera Carrera a la del pasaje de la Dos Oriente, de Viña del Mar. Sé que era a principios del 54 cuando se produjo la mudanza, porque acabando de llegar, celebré mis cinco años. ¡Bueno! Eso de celebrar es un decir, porque si bien es cierto que informé a todos los niños del barrio acerca de tan magno acontecimiento, no pude invitar a ninguno, porque eran chilenos: -Y los chilenos nos pueden robar hasta el alma, -en opinión de la Yaya. Solamente asistió el Björn, un chico de once años cuya nacionalidad noruega, le convertía en un ser honesto y de toda la confianza posible. Björn vivía en una hermoso chalet, a la izquierda del nuestro, que estaba al final del pasaje. A la derecha, vivía Isabel, la linda vecinita rubia que nos abrió las puertas de la amistad de los niños de aquel barrio, de aquella ciudad y en definitiva, de aquel país, pese al terror que en todos ellos despertaba la Yaya. Al principio del pasaje vivía Miriam, una hija de italianos que merecía todo el repudio de la abuela, porque los italianos habían colaborado con Franco durante la guerra civil. Un día, pocos después del último cumpleaños de Miriam, cuando la vimos muy flaca para lo gorda que era, notamos que sacaban de su casa un ataúd blanco y lo metían en una carroza también blanca, tirada por cuatro caballos del mismo color. Mi padre, la Yaya y todos los mayores del pasaje incluyendo a Björn, se fueron detrás de la carroza blanca. Nunca más vimos a Miriam, pero como no era muy popular, jamás preguntamos por

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ella. El tiempo nos fue aclarando acerca de quién iba dentro de esa pequeña urna blanca. Pese al control estricto de la Yaya, logramos romper paulatinamente las barreras que nos separaban del resto de niños del vecindario, entre quienes había que agregar a María Luisa, la mejor amiga de Isabel, Tito, de la calle Dos Oriente, Alvarito Torres, de la Nueve Norte y otros chavales de los que no recuerdo el nombre. Esta lista se vio, luego, aumentada al entrar al colegio, a Kinder yo, y a primero de preparatoria, Juan Francisco. Aquella entrada al cole, fue traumática. Lloré como no recuerdo haberlo hecho ni antes ni después. Lloré como un berraco, hasta que la Yaya que nos fue a dejar, desapareció por la esquina, confortado por la maestra Elisa, con la que compartí los tres años siguientes. Creo que entre el colegio y las presiones de la Yaya, además de las amenazas de la señora Dorita, una sirvienta que había contratado, se fue conformando tal situación de negatividad en nuestro entorno, que no fueron extraños los acontecimientos que siguieron en las semanas siguientes. Justamente una noche, después que la Yaya despidiera a la señora Dorita, una anciana que desde ningún punto de vista hubiese podido enamorar a mi padre, pero que sí enamoraba al dinero, las joyas y a los licores ajenos, comenzó uno de los instantes más terroríficos de mi vida. No sé si la señora Dorita pudo haber tenido algún tipo de influencia. Era vieja, fea, ladrona y borracha, defectos estos últimos de los que Juan Francisco y yo éramos testigos a diario y por cuyas denuncias nos habíamos ganado más de alguna paliza, porque la Yaya hacía coincidir fácilmente la fealdad con la virtud y la honestidad, aunque fuera chilena. Finalmente ella misma descubrió los entuertos.

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La señora Dorita era la primera sirvienta que recuerdo haber visto en casa, donde la Yaya no dejaba oportunidad de hacer nada a terceros. La cuestión es que como la señorita -dudo mucho que fuera otro su estado civil- tenía poco trabajo por hacer, se dedicaba a cuidarnos a su manera, es decir, contándonos sus antiguas presuntas experiencias sexuales. Mi hermano, Isabel, María Luisa y yo, la escuchábamos atentamente, aunque sin llegar a comprender que algo tan espantoso como aquella mujer, pudiera ser el receptáculo de besos. Tampoco podíamos comprender que todos los meses su coño se convirtiera en un productor de sangre mal oliente. En fin, que no viene a cuento hablar de esos detalles que entonces no comprendía y que hoy me parecen indecentes, al menos para ser narrados a niños de entre 5 y 6 años de edad, que eran los que teníamos. Tras escuchar un nada educativo cruce de palabras entre la Yaya y la anciana, ésta se fue por última vez de la casa, dejando en su camino por el pasaje, las primeras maldiciones que escuchaba en mi vida, que no surgieran de los labios de mi abuela. Inquietos y en silencio, Juan Francisco y yo nos fuimos entregando al sueño, inmersos en el temor de que la empleada despedida regresara en la madrugada a pedir explicaciones por nuestras acusaciones, tan graves como ciertas. No sé cuánto rato habría dormido, lo cierto es que los ronquidos de mi padre y de la Yaya eran evidentes, como también lo eran los murmullos que provenían de la planta baja, más precisamente, del comedor. No sé si por exceso de valor, que no era precisamente lo que entonces me caracterizaba o por ese innato sentido de la curiosidad que me llevó más adelante a abrazar la profesión periodística, bajé silenciosamente por la escalera que daba directamente a la sala, donde se reflejaba la 56

luz del comedor, una luz que dado el exagerado sentido del ahorro de mis mayores, sólo se encendía a la hora de cenar. Una niña y una mujer hablaban en voz baja, pero no lo suficiente como para que no se notara que no lo hacían en castellano. Mi condición de niño no fue obstáculo para asomarme desde la sala. El espectáculo que vi no tendría nada de particular sino fuera por el hecho de que las dos personas que conversaban, no vivían con nosotros. La mujer que estaba de espaldas, tenía puestas sus manos sobre los hombros de la pequeña, sentada en la mesa del comedor, que también permanecía de espaldas. Se veían iguales, excepto por el tamaño. Largas cabelleras rubias que caían hasta la mitad de sus espaldas e idéntica indumentaria, blusas blancas de manga larga y faldas largas floreadas con fondo negro. Las voces eran tiernas. El espectáculo, pese a lo extraño, resultaba entrañable, hasta que ambas féminas, como adivinando mi presencia, voltearon sus rostros. No tenían carne ni ojos. Y mi presencia las debió espantar pues profirieron un desgarrador alarido al unísono, un alarido que se unió al mío, creo que aún más fuerte. ¡Cómo hubiera deseado que aquello fuera un sueño! ¡Aún hoy lo deseo! Quizás si estuviese solo podría haberme refugiado en esa alternativa, pero en el momento de máximo terror, no fueron tres las gargantas, sino cinco las que expresaban la sorpresa y el más profundo miedo que haya sentido jamás. Mi padre y la Yaya estaban a mis espaldas. Habían llegado, alertados por los gritos, justo a tiempo para ver cómo aquellos espectros se desvanecían en el comedor que volvía a estar oscuro. Una bofetada certera, dolorosa y sonora en mi rostro, selló la terminante orden de la Yaya: -Si dices algo de esto, ¡Te mato! 57

Mi padre no hacía más que temblar con la boca abierta, deseando seguramente que aquello que apenas había alcanzado a ver no fuera otra cosa que una desagradable pesadilla. Como muchas veces ocurrió en el futuro en casos similares, al día siguiente no se habló del asunto, menos aún cuando la amenaza de la abuela era seria e imperativa. Juan Francisco jamás supo, al menos por mi boca, lo que aconteció. Pero lo que sucedió la noche siguiente y de lo que sí fue testigo, quizás lo recuerde también como una tenebrosa pesadilla. Aquella noche todos nos acostamos en el dormitorio matrimonial de mi padre, Mi hermano con él y yo con la Yaya en las dos camas, como imponía el estilo de los años 50 a aquel tipo de mobiliario. Calculo que sería de madrugada, aunque por acostarnos diariamente a las seis de la tarde es difícil saber con certeza el momento de la noche en que ocurrió, cuando escuché aquellas voces quejumbrosas que provenían de la calle, llamándome por mi nombre. Al asomarme por la ventana no vi a nadie más que unas extrañas figuras cortas con largos brazos que se agitaban hacia mí en actitud suplicante. -¡Ricardo! –Escuchaba una y otra vez. Eran voces diferentes, cercanas y lejanas, aunque todas demasiado claras. Juan Francisco también las oyó. Nos vestimos con sigilo y con el mismo sigilo salimos al pasaje. -¡Ricardo! –Mi nombre se sucedía como una letanía. Eran gemidos tenebrosos, terroríficos. La luz de la luna llena perfilaba los estupefactos rostros de mi padre y la Yaya, asomados a la ventana a nuestras espaldas, mirando a decenas, o tal vez centenares de seres humanos cortados al nivel de la cintura, clamando cada uno de ellos, misericordia. 58

Inicié mi caminata entre aquellos despojos vivientes, pateando pechos y cabezas, sin misericordia alguna, venciendo a una piedad que ni siquiera estoy seguro que anidara en mi corazón. Juan Francisco me seguía. Recorrimos muchas calles mientras contemplábamos impasibles cómo aquellos cuerpos fragmentados iban sucumbiendo uno a uno ante la muerte. Sus ojos dejaban de brillar tragándose en el infinito su súplica y su terror. Sentí miedo en lo más profundo de mi alma, pero eso no fue obstáculo para reír eufóricamente a través de unos labios que no parecían ser los míos, ni siquiera los de un niño. Juan Francisco observaba atónito. Cuando la luna se ocultó detrás de una espesa capa de nubes, un desconocido que sorteaba los cuerpos en bicicleta, se acercó a nosotros. Se detuvo y señalando hacia el cementerio de Santa Inés que se destacaba en las colinas cercanas a Viña del Mar, pese a la creciente oscuridad, dijo: -Los muertos han venido a recordar a los muertos. -¿Qué muertos? –Pregunté con la seguridad propia de un adulto. -Los muertos de la injusticia –aclaró ceremonioso. -¿Qué injusticia? –volví a inquirir -Volverán a sus tumbas y a la tierra en nombre de aquellos que nunca regresarán al polvo de la vida. –Evadió la respuesta el desconocido. La luz del alba aclaró el ambiente y mientras las campanas de las parroquias del Padre Escudero en la calle Quillota y de las Carmelitas en la avenida Libertad tocaban lúgubremente a muerte, las calles se fueron despejando de aquellos restos, que desaparecían absorbidos por una repentina neblina, la misma que se tragó al hombre de la bicicleta. Ni una palabra crucé jamás ni con Juan ni con mis antecesores. Sus rostros lívidos guardaban los acontecimientos 59

de la noche, como una nueva pesadilla, una pesadilla que no podrían jamás sustraer de la realidad. Al ir al colegio a la mañana siguiente, Alvaro Torres, un pequeño compañero de clase, nos comentó ingenuamente: -Mi abuelo me contó que ayer fue la noche en que los muertos caminan por Viña. Fue el único y último comentario que dio carpetazo a esa noche de terror.

Capítulo III Durante los primeros tiempos en Viña del Mar, mi padre comenzó a vivir en la casa todos los días pues trabajaba como Asistente del Gerente, un anciano norteamericano al que llamábamos Mister Cox en la fábrica textil que la Grace tenía en esa ciudad. Sin embargo, a partir de un fin de semana de mediados del 55 comenzó a irse todos los siguientes a Farellones, un sitio ubicado cerca de Santiago, en la cordillera de Los Andes donde existen excelentes pistas de esquí. Para la Yaya, esta continuidad en los viajes a Farellones, no era casualidad y cada sábado por la mañana cuando se marchaba, nos comentaba: -Seguro que ha conocido a alguna zorra por la que os va a dejar tirados. Y en efecto, un domingo en la noche mi padre regresó con una amplia sonrisa, contándonos que había conocido a una chica extraordinaria. -Se llama Victoria, -nos dijo y agregó, -van a ver cómo les va a gustar. De esa forma tan simple se mencionó en la casa, por primera vez, el nombre de esa mujer agridulce que estuvo, para 60

bien o para mal, formando parte de la familia los próximos treinta años. Treinta años cargados de odio, tolerancia o indiferencia por nuestra parte. Treinta años en que apenas, durante algunos pocos, solamente pudo acercarse a un atisbo o mueca semejante a la amistad. Mi padre y Victoria se casaron en 1956, en algún lugar de Santiago, con 31 años él y veinticuatro, según confesión de parte, ella. Veintiocho de acuerdo a los datos aportados por la Yaya, aunque este detalle nunca pudo ser aclarado al guardar Victoria un férreo secreto acerca de su edad, sobre todo, a partir de sus treinta años, cuando estos se prolongaron casi un lustro, después del cual, hablar de la edad, era toda una ofensa imperdonable, tanto que una vez que se me ocurrió hacerlo, terminé confesándolo ante un cura, por temor a haber cometido un pecado mortal. Juan Francisco y yo habíamos conocido a Victoria antes de la boda, por separado y con una semana de diferencia, en un parque de atracciones. En sendas ocasiones, le dijimos “voluntariamente” lo que nuestro padre nos había insinuado imperativamente: -Me gustaría que te casaras con mi papá. Lo cierto es que ese matrimonio nos aterrorizaba. -La zorra esa os va a echar de la casa como a unos perros, -solía decirnos la Yaya tanto antes como después del matrimonio. Y siempre agregaba en firme tono protector: -Pero no os preocupéis, que me tenéis a mí. A través de las fotos de la fiesta, mi hermano y yo nos percatamos que en ningún momento la Yaya había asumido un rostro medianamente conciliador, ni tan siquiera amable. En cada una de ellas, cualquier despistado podría haber pensado que aquella gruesa y pequeña dama que aparecía siempre al lado del feliz novio, no era sino el cancerbero del infierno. 61

Como era de esperar, en esa reunión se juntaron gentes de todas las condiciones. Desde aquellas que exhibían una ordinariez inexcusable, como la Yaya y mis tíos, hasta la exquisita vulgaridad de la vieja Cola, pasando por otra vulgaridad, la ordinaria de su hermano Galvarino y su mujer Mary e Inés, su jorobada aunque simpática cuñada. Hablando de este trío, un día, para Navidad, me regalaron una colonia, que cuando me la puse sin olerla, estuve casi una semana echando los pucheros por la boca. El primer vómito lo expelí ese mismo día viendo en el cine una película de James Bond, sobre mi infeliz vecino de adelante, quien aún debe recordarme no con exceso de cariño. En fin. La Yaya regresó de la boda con lágrimas en los ojos y muda como una muralla. Mi padre y su nueva mujer viajaron en un DC-3 a La Serena, donde permanecieron durante una semana. ¡Y lo que es la inocencia infantil! Cuando los recién casados llegaron de su Luna de Miel, Victoria tuvo la cortesía de irnos a buscar al cole. La acompañaba mi tía Piedad, que a su vez buscaba a Federico. «Federico, Juan Francisco y yo éramos tan inseparables desde que mis tíos se fueron a Viña, porque mi padre le había conseguido empleo en la fábrica textil en la que trabajaba, que todo lo hacíamos juntos, desde enfermarnos de varicela, hasta de sarampión. Es más, cuando a Juan Francisco le descubrió el doctor Marshall una amigdalitis crónica que necesitaba la extirpación de las glándulas, el buen galeno ofreció operarnos a los tres, por el precio de dos y así lo aceptaron nuestros respectivos padres. Aquella barbaridad ocurrió en el invierno del 57.

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Nos fuimos al Hospital de Niños Renato Deformes, de Valparaíso, un sábado y en el camino contemplamos la llegada de varios barcos de la Marina de Guerra de los Estados Unidos y una semana después, haciendo el mismo trayecto, pero de regreso a casa, vimos marchándose a la misma flota». La cuestión es que al ver a la recién desposada y en un arranque de euforia informativa, comencé a correr por el patio del colegio al agudo grito de: -¡Viva la novia! ¡Viva la novia! Juan Francisco no sabía dónde meter su cara y mi tía Piedad no pudo ni supo disimular el sonrojamiento de su rostro. Sólo Victoria sonreía satisfecha. Ese momento, efímero momento de euforia en relación con mi madrastra, es el único de alegría o adhesión que recuerdo en el resto de mi vida. Los únicos momentos gratos con Victoria se redujeron a los tres primeros días de convivencia tras su viaje a La Serena. Nunca ni Juan Francisco ni yo, nos planteamos si esa mujer tenía sentimientos. Muchas veces, sobre todo durante mi adolescencia, demostró tenerlos, junto a una especial sensibilidad, aunque sólo llegué a reconocer en parte esto último, especialmente en los años de residencia en Chiguayante. Al cuarto día, al llegar del cole por la tarde, todo el vecindario estaba fuera de sus casas mirando hacia la nuestra. Los gritos no dejaban lugar a las dudas acerca de que el odio de la Yaya había terminado su corta e inquieta siesta. -¡Mala puta! ¡Fuera de la casa de mis niños! -¡Véte tú, vieja concha‟e tu madre! ¡El Pepe es mi marido! -¡Pero por sobre todo es mi hijo, mala pécora! De pronto, a través de la puerta de la cocina, emergió rauda Victoria, despeinada y con su vestido rajado desde el 63

pecho hasta las piernas, y tras ella, con el pesado vidrio de la mesa del comedor en sus manos y tratando de arrojárselo a mi madrastra, la Yaya. Los hombres sujetaron a la Yaya, mientras que las mujeres asistieron a Victoria que sangraba profusamente por la nariz. -¡Dejadme que la mate, malditos!, -aullaba mi abuela y luego, al vernos, se calmó y, como si fuéramos las víctimas, comenzó a acariciarnos y a consolarnos: -¡Ay, mis pobres “nens”! Lo cierto es que al cuarto día de vivir con nosotros, Victoria se fue de la casa, o mejor dicho, la Yaya la despachó. Pero la historia no acabó allí. A eso de las nueve de la noche –la Yaya no nos permitió ese día dormir temprano, alertándonos acerca de la posibilidad que la nueva mujer de mi padre pudiera venir a matarnos a los tres- llegó la vieja Cola, a quien él mismo había ido a buscar. El encuentro entre las dos mujeres creo que fue preparado para intentar acercar posiciones, pero al verla, la Yaya nos advirtió: -Esa india es más mala todavía que la hija ¡Puta asquerosa! Del diálogo que pudimos escuchar desde el momento mismo en que ambas viejas se juntaron, las palabras más decentes que puedo extraer, son “arpía”, “concha‟e tu madre”, “zorra”, “puta”, “mal paría”, “española de mierda”, “india repelente”. Nunca he llegado a comprender cómo dos mujeres supuestamente decentes, pudieran igualar –o superar incluso- en escándalo y vulgaridad a todas las verduleras juntas que domingo a domingo se reunían en el mercado libre de Valparaíso. Al escribir las partes de los diálogos correspondientes a mi abuela, he llegado a pensar que tanto Juan Francisco como 64

yo, cuando aprendimos a hablar, en lugar de decir “pa-pá” o “ma-má”, soltábamos candorosos “pu-tá”, “ca-bón” (por cabrón, claro está). Desde un primer momento se vio que no se acercarían ni medianamente las posiciones, aunque una pausa de silencio pareció indicar una tregua, para tristeza de nuestros vecinos que deben haber estado atentos al magno encuentro. Pero la pausa solamente era para darse un respiro y seguramente mirarse desafiantes. La vieja Cola rompió el silencio: -Pepe, hágame el favor y me trae un vaso de agua. Y el Pepe, o sea mi papá, fue y se lo trajo. Hubo un nuevo silencio, esa vez roto por la Yaya: -¡Cabrón mal parío! ¡Mal hijo!. ¡Cría cuervos y te sacarán los ojos! ¡Ay, hijo mío! ¡Qué desgraciaíta que soy! Se ve que la suegra y el yerno, o sea, mi padre se marcharon, porque la Yaya subió hasta nuestro cuarto. Tenía la cara y el cabello mojados. -¡La muy puta –nos explicó a gritos, -me tiró un vaso de agua encima! ¡Y vuestro padre, cabrón y mal hijo, se lo ha dado! ¡Maldita la hora en que lo parí! Mi viejo no volvió esa noche, pero a la siguiente regresó con el rostro y las manos arañados. Aquella fue otra noche de terror en nuestras vidas. Todo comenzó al salir del cole. Como ya se había hecho habitual desde el curso anterior, Juan y yo acompañábamos a ese íntimo amigo de nuestra infancia como lo fue Julito Anderson hasta su mansión de la avenida Libertad. En el camino, Julito, muy sugestionado por su hermano mayor sobre temas demoníacos, nos advirtió: -Esta noche los va a visitar el diablo con sus cachos y cola rojos. -¿Y por qué? –preguntó Juan Francisco. 65

-Porque ahora mismo lo vamos a llamar. -Sentenció el niño riendo alegremente. Luego se puso a gritar como un desaforado: -¡Señor diablo! ¡Venga a visitar a Juan Francisco y a Ricardo esta noche! Mi hermano también se puso a corear este poco atinado llamado al señor de los avernos, pero obviamente, omitió su nombre. Yo, que ya para entonces comenzaba a acumular esa porción de imbecilidad que cargo aún encima, hice el trío a este último coro. -¡Señor diablo! ¡Ven a visitar a Ricardo esta noche! –Y así, con mi beneplácito, ese fue el estribillo del grito hasta que una pía anciana, que ya a estas alturas de la vida habrá rendido hace tiempo cuentas ante el Creador, puso fin a nuestro frenesí demoníaco. -Chiquillos, lesos nomás. Mira que llamar al demonio. Vayan pa'su casa a lavarse la boca con agua bendita y a rezar un padrenuestro, puh. Como respuesta comenzamos a cantar una canción muy popular en aquellos meses, referida a una vieja gruñona a la que atropellaba un desprevenido ciclista, Finalmente y ante los gritos histéricos de la anciana que ya estaba llamando la atención de los viandantes cercanos, corrimos cada uno para su casa. Esa tarde, como siempre, la Yaya, analfabeta como un chimpancé, controló nuestros deberes mientras, como era su costumbre tanto en la mañana como a esa hora del día, nos hinchó con una papilla en base a cacao, Cocoa Raff era su nombre comercial. Ese plato era para ella el mejor desayuno y la mejor merienda-cena y para nosotros “la peor mierda de chocolate”, sin que ella lo supiera pues de lo contrario quizás hoy no estaría escribiendo estas notas. Al terminar de comer, a mí me liberó por unos minutos de la ineludible obligación de ir a dormir a las seis en punto, 66

creo que para que fuera testigo de los maltratos que daba a Juan Francisco por quejarse desde que había tenido sarampión, de un fuerte dolor punzante en el pecho y la espalda. -¡Eres un teatrero como la zorra de tu madre! –son las palabras que recuerdo que le repitió varias veces aquella tarde, aparte de borrarle las tareas completas para que las repitiera. A las ocho terminó de hacerlas por tercera vez y de escuchar en decenas de ocasiones que debería ser tan ordenado y estudioso como yo. No derramó ni una sola lágrima Después me mandó a dormir mientras se quedaba con mi hermano. Llegué al cuarto y en cuanto apagué la luz, alguien o algo golpeó tres veces a la ventana. Atemorizado, pues estaba en la segunda planta, miré hacia ella y pude ver un rostro sonriente, afable y cautivador, de ojos intensamente resplandecientes que nunca olvidaré y que no abrió la boca, pero que me invitaba a que le dejara entrar. Fue tal el grito de angustia que di, que la Yaya, con toda su obesidad a cuestas, seguida de un Juan Francisco jadeante y pálido, llegó a mi habitación en fracciones de segundo. Yo me quedé paralizado entre las sábanas mirando hacia la ventana. Esperé el golpe de mi abuela en mi espalda, pero en lugar de eso, sus brazos temblorosos me cubrieron, arrancándome lentamente de la cama. De pronto comenzó a rezar a gritos la única oración que había sido capaz de enseñarnos:

-Santa Bárbara bendita que en el cielo estás escrita. En el árbol y en la cruz. 67

Amén Jesús”. Y la repitió una y otra vez hasta que estuvimos fuera de la casa. Allí, sentada en la acera y apretándonos muy fuerte, sollozó como nunca esperé que lo hiciera. Pero lo extraño no había terminado, pues cuando ya estábamos acostados en el cuarto de mi padre, con él y la Yaya vendría otro acontecimiento no menos espeluznante que el anterior. Sería de madrugada cuando mi hermano se puso a chillar suplicando que no dejáramos que se lo llevaran “esas” manos blancas. -Tiene mucha fiebre –dijo mi padre tras tocarle la frentey está alucinando –añadió. La Yaya extrañamente cariñosa, intentó tranquilizarlo: -Que no es ná, mi niño, que no es ná. Que tienes fiebre y ves cosas feas. Yo no tenía fiebre, pero también veía esas manos blancas, casi neblinosas que golpeaban su pecho y se lo dije a la Yaya. Como respuesta vi infinidad de estrellas en mi ojo izquierdo, que fue el que recibió, a su puño derecho. Juan Francisco amaneció tosiendo y sudando, pero la obligación ineludible de ir al cole, solamente podía excusarse por la muerte y poquito más, así es que cogimos de mañana la ruta de siempre. Antes, eso sí, fuimos a acompañar al viejo a la estación de Viña, pues debía viajar a Santiago. Allí, con la cara llena de arañazos y la preocupación, acompañada de un dejo de tristeza y un mucho de somnolencia, se le ocurrió contarnos un chiste, cosa muy extraña en él: -En la guerra entre Estados Unidos y Corea del Norte, un coreano, preocupado por el curso de la guerra, le preguntó a un soldado chino “oílme, chino, oílme. ¿Si cae Colea qué pasa?” a 68

lo que el militar chino muy seriamente le respondió, “si cae Colea, cae pantalón”. Juan Francisco y yo reímos por el chiste, más que por bueno, por tratarse de una de las muy escasas salidas humorísticas de mi padre, pero él, en lugar de reír, rompió a llorar. En ese momento llegó el Expreso a Santiago y él se subió y se llevó su secreto en un vagón de primera, que no por ser de primera dejaba de ser asqueroso. Luego fuimos al Cole y mi hermano que rara vez se quejaba, esa mañana se retorcía de dolor y caminó cogido de mi hombro. Aún recuerdo cómo me traspasaba su dolor a través de su mano caliente y tensa. Constatada su fiebre por la señora Violeta, su maestra, nos devolvieron a los dos a casa. Allí la Yaya contaba a varios vecinos, con pelos y detalles los acontecimientos de la noche anterior, omitiendo el manotazo que me había dado, pero resaltando la tenebrosidad de la visión, tanto del rostro sonriente, como de la mano, es decir, que también la había visto. Al día siguiente y una vez que volvió mi padre de Santiago, cuando cogíamos rumbo a la consulta del doctor Mario Grossman, se dejó escuchar a través de los parlantes de la parroquia de la calle Quillota, el Ave María y, como comentaron después los vecinos del sector, no estábamos en el mes de María, que era cuando solía escucharse la música. En días sucesivos, mientras Juan Francisco estaba en su lecho de enfermo para una lenta recuperación de su bronconeumonía, pude ver al padre Escudero, bajo cuya obra y sobria figura circulaban las más dispares leyendas, merodeando alrededor de nuestra casa y en más de una ocasión a la Yaya hablando con él. Nunca, eso sí, entró. Seis meses más tarde, cuando mi hermano ya se había recuperado por completo y la normalidad parecía haber regresado a la casa del pasaje de la calle Dos Oriente, la Yaya 69

comenzó a preparar su maleta y lo que nos dijo, nos dejó anonadados: -La puta esa me ha echado y el cabrón de tu padre la ha preferido a ella, que vuelve aquí como una gran dama ¡Puta! ¡Maldita puta! Su hijo, vino a buscarla a eso de las seis de la tarde, para llevarla a la casa de mi tía Piedad en la calle Trece Norte. Al despedirse nos explicó: -Esta noche vuestro padre quiere que esperéis despiertos a la arpía esa, pero acostaos y haceros los dormidos y si intenta despertaros, escupidle a la cara, porque lo que quiere esa mujerzuela es arrancaros de mi lado y cuando tenga hijos, tiraros a la calle como a unos “pelusas” cualquiera. Si no seguíamos sus órdenes y por casualidad se enteraba, la Yaya nos reventaría la cara, y si lo hacíamos, nuestro padre nos reventaría el culo, por lo que la elección estaba clara. El culo era menos doloroso. Al final, decidimos esperarla acostados, hacernos los dormidos y no escupirle, aunque terminamos riendo, como si de un juego se tratara. Sin embargo, en las risas germinaba ese odio intenso que por momentos llegamos a sentir por Victoria. Esa mujer hermosa que el diablo puso en nuestro camino y a la que Dios no quiso dar hijos, nos había arrebatado a nuestra Yaya. Para nosotros, con toda su brutalidad a cuestas, la Yaya era lo único que conocíamos a falta de una madre normal. Era nuestro mundo. Todo nuestro mundo. Vanos fueron los esfuerzos de nuestro padre durante años, por hacernos entender que Victoria intentaba querernos, que le diéramos una oportunidad. Pero eso era tremendamente difícil, más aún con nuestras diarias visitas a la Yaya en casa de la tía, es decir, en su involuntario exilio. 70

En esa pequeña y humilde vivienda, tanto mi tía Piedad como mi abuela, transformaban la figura de Victoria en el ente más pavoroso y maléfico del Universo. No era, pues, de extrañar lo ocurrido un domingo cualquiera, cuando ella nos llevó el desayuno al cuarto, como solía hacerlo, a eso de las nueve de la mañana. Previamente habíamos orinado mi hermano y yo en una taza. Cuando apareció, lancé mis calzoncillos sucios a su cara, al tiempo que Juan Francisco le lanzaba nuestra orina. -¡Vete de esta casa, puta! ¡Vete, maldita puta!, -le gritamos como verdaderos posesos. Ella misma evitó que nuestro padre descargara su ira contra nuestros cuerpos, porque odiaba la violencia física, pero igualmente se fue de la casa. Extrañamente ese día mi padre nos invitó a comer a un restaurante. En la noche durmió con nosotros, tras prepararnos una cena en base a huevos y patatas. Al día siguiente volvimos a comer en el mismo restaurante y en la noche, antes de acostarnos, nos pidió: -Canten esa canción de los tres alpinos. Sorprendidos, comenzamos a cantar la canción aprendida en el colegio: “Eran tres alpinos que venían de la guerra. Eran tres alpinos, que venían de la guerra, Ay dí, ay da. Rataplam. ..............” Nada más terminar, la hebilla del cinturón del viejo, comenzó a golpear nuestras piernas desnudas y otras partes de nuestros 71

cuerpos, apenas protegidos por la ropa. ¡Mi padre se había vengado! A la mañana siguiente, una Yaya radiante de alegría hizo notar con su presencia, que el Universo había recuperado su orden natural. Tras el regreso de la abuela, nuestro padre dejó de ir a dormir a casa y ella nos sugirió esperarlo hasta altas horas de la noche, subidos a la puerta de hierro que daba al pasaje: -¡Papá, no nos dejes solos!, -gritábamos durante horas, a instancias de ella. -Vuestro grito va a las estrellas, -nos explicaba, -y las estrellas se lo dicen a vuestro padre y si esa zorra no le hace alguna brujería, volverá. Lo único cierto, es que parece ser que la intención de la Yaya era dejar claro entre los vecinos, que el jefe de la familia, nos había abandonado.

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Más historias de la Yaya Estábamos la Yaya, Juan Francisco y yo, como todos los martes en la tarde después del cole, visitando a María Matas. En esas tediosas jornadas, como lo eran las visitas a casa de la señora Catalina, una vez al mes y la señora Margarita cada tres meses, todas ellas, decentes, honestas y virtuosas, más por catalanas según la Yaya, que por feas, según mi hermano y yo, éramos mudos testigos de algo en lo que no poníamos atención, o sea, que ni siquiera testigos. Las conversaciones, por lo poco que recuerdo, rondaban casi siempre en torno a la salud, un tema cantado a dúo, a diferentes voces y cada cual más aguda. ¡No sé cómo se enteraban! Pero sí lo hacían porque posteriormente la Yaya se lo contaba a las vecinas y se notaba que no había perdido detalle. En fin, estábamos ese día determinado que quiero contar en casa de María Matas, esposa de un anarquista escapado de Franco y que tenía su propia dictadura e infierno bajo su propio techo, en la presencia de su suegra. Cuando ocurrió lo que voy a contar, apenas se iniciaba la conversación, -lo sé, porque las galletas estaban aún intactas y la Yaya nos permitía comer unas pocas, cuando consideraba que faltaba poco para dar por concluida la visita-. Ese día se hacía referencia a esas ventosas destinadas a sacar los aires del cuerpo y de las cuales la Yaya era experta, ya que lo había aprendido de su abuelo, pero más aún la María Matas, porque su maestra había sido su abuela y: 73

-Tú sabes, Josefina, las mujeres de antes sabían más que los hombres. Pero la Yaya era aún más experta porque el abuelo: -Oyes tú. Que mi abuelo era padre y madre a la vez. Por cierto, nunca he sabido cómo se llamaba ese abuelo que llenó los días de la niñez de la Yaya, que aunque Juan Francisco y yo nunca lo creímos, también la tuvo. La Yaya jamás mencionó a su madre, y de su padre solamente sabemos que falleció en la guerra de Cuba. Tampoco nunca habló de su abuela y del abuelo poco más sabíamos que aquella frase que le decía y que siempre nos repetía muerta de la risa: -Tú eres tan tonta que algún día te vas a creer cuando te digan que los burros vuelan. -Y ya ves que vuelan... en aviones, -solía terminar ella ese pequeño detalle de su antecesor. Bueno. En ese punto acerca de quién era la más experta en ventosas, una ventosidad larga, profunda, sonora y fétida, se escurrió, aparentemente, entre el nalgatorio de la Yaya. El silencio que siguió fue interrumpido por la propia abuela, que sin ningún asomo de pudor, recriminó a Juan Francisco: -Johnny... ¿qué t‟has tirao un peo? – y “¡plaf!”, una tremenda bofetada estremeció los cachetes de mi pobre hermano. La señora María, que creía saber por experiencia de veces anteriores, de dónde provenía aquel pedo indecente, no hizo otra cosa que mirar al niño de reojo, pero con evidente lástima. Por su parte, su madre, a quien solíamos llamar “la vieja de Olessa”, que a pesar de pasar todo su tiempo libre, es decir, todo su tiempo, entre las paredes de la Iglesia de la 74

calle Quillota, era mala de solemnidad, mostró sus encías desdentadas, en una mueca horrible, que no era otra cosa que su intento por sonreír. Juan Francisco, por su parte, debía aparentar vergüenza y abstenerse de llorar, pues de lo contrario, la Yaya le daría más bofetadas, según lo aprendido en ocasiones similares anteriores en las que le decía: -Si quieres llorar, toma –y le daba, -pa‟que llores por algo. En aquella oportunidad, la Yaya acusó a Juan Francisco ante mi padre, de haber interrumpido la conversación con la María Matas con un “viento”, momento que aprovechó para darle un par de coscorrones más. El pobre soportó estoicamente la andanada de bofetadas e insultos, como ya estaba acostumbrado a hacerlo. Yo permanecí aterrorizado en un rincón alejado de los hechos, porque el pedo de aquel día, se me había escapado a mí. Mi Yaya, como se ve, era solemnemente vulgar en su forma de ser, esto implicaba sus maneras de hablar y de actuar. No de otro modo se explican acontecimientos como el anterior o como el que sucedió años después, mientras pasábamos el verano en Viña del Mar, en casa de la vieja Cola. Como era su costumbre anunciar diariamente, y sin excepción en medio de la comida: “voy a hacer de vientre”, sin importarle dónde ni con quién estuviera, para mantenernos puntualmente informados acerca de su quehacer estomacal, mi padre la instruyó severamente, como siempre lo hacía, vanamente, en el sentido de callarse la boca.

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Sin embargo, lo único que lograba tras una larga perorata, era que la Yaya fuera un “pelín” más educada y anunciara sus necesidades sólidas con un: --Me hacéis el servicio, que voy a hacer de vientre. Quizás esta costumbre no fuera tan censurable, si al regresar no lo hiciera con esa cara de satisfacción del que se echa un buen polvete, pero frotando su barriga con esmero y alegría, agregando, invariablemente: -¡Ay! He quedado tan a gustito, -tras lo cual seguía engullendo ante los sorprendidos comensales que solían perder el apetito. Sin embargo, un domingo de aquel verano, aconteció que la anfitriona invitó a comer a doña Elsa Escolar, una mujer tanto o más vulgar que la Yaya, pero pulida a fuerza de ser la madre de un ministro de Alessandri. La señora Elsita como nos la vendían, era una vieja amiga de la Cola, pero con ínfulas de madre de personaje público, lo que en el Chile de aquellos años –no sé si todavía ahora-, equivalía a pertenecer al olímpico mundo de la aristocracia, allá tan peculiar, por está conformada por descendientes de inmigrantes vascos pobres. Yo no sé si en el Chile de los sesenta, era más satisfactorio un buen orgasmo o tener un amigo ministro e incluso, ser amigo del amigo del ministro. No digo pariente del ministro, porque aquello era como tocar el cielo y mandar a Dios a servirnos un cafecito. Victoria y su madre, intentaron infructuosamente convencer a la Yaya que aquel domingo se fuera a un buen restaurante. Estaban, incluso, dispuestas a pagar el más caro –a fin de cuentas era mi padre quien desembolsaba los “cuartos”-. 76

¡Claro! No hablaron ellas, sino por intermedio, justamente, de él, quien, temeroso de un golpe no le transmitió literalmente el mensaje, aunque sí en tono imperativo, pero cariñoso, le exigió: -Y durante la comida, mamá... ¡Ni una palabra! ¡¡¡Ni una!!! -¿Y si quiero ir a hacer de vientre? -Se levanta, no dice ¡ni una palabra!, caga, vuelve, se sienta y no dice ¡ni una palabra! -¡Como una “desgraciá”! Está bien hijo. Sé que te avergüenzas de mí. Pero te juro que no abriré la boca. ¡Que me comeré la lengua! –Luego, con lágrimas en los ojos, añadió: -¡Qué desgraciadita soy!. ¡Con la educación que te di...! ¡Cría cuervos...! -Ni una palabra, -suplicó una vez más mi desesperado padre. -Que no. Que me estaré más “callá” que un muerto. -Y sobre todo, -le recordó, -vaya sin decir nada, cague y regrese sin decir nada. ¡Ni una palabra! Aquel domingo, la señora Elsita ocupaba la cabecera de la larga mesa, relegando a mi padre que corría con todos los gastos, a un lugar secundario, tras la vieja Cola, Victoria, Carmela y Román, sus tres dilectos hijos que aún permanecían en Chile. Todas las miradas convergían respetuosas hacia aquella dama, que de campechana había pasado a ser de la nobleza política. Ser madre de ministro, solamente podía lograrse por la gracia de Dios, aunque a la larga, por su gestión, la mayoría de los chilenos se referían a él como “el hijo‟e puta” y aunque la dama, distaba mucho de parecer aristócrata, tampoco tenía aspecto de meretriz. 77

La cosa es que cada imbecilidad de la que se hablaba, buscaba llamar la atención de la invitada. Debo reconocer que aunque tenía yo catorce años, me daba cuenta que el protocolo que se quiso mantener rayaba lo exquisito. Los niños y la Yaya callaban y los mayores, adulaban a la madre del político. El pastel de atún con salsa rosa con el que la Cola siempre quería sorprender a sus escasas visitas dilectas y que nos retorcía la tripa a los jóvenes, dio paso a un bisté a lo pobre, muy difícil de comer, si se quería evitar la ordinariez de una yema de huevo escurriéndose entre la carne y las patatas fritas, perseguida por un pan ávido de ir untado a la boca. Hasta la mitad del segundo plato, una Yaya cariacontecida y atormentada, había cumplido el cometido de los demás a cabalidad, pero, de pronto, miró a mi padre que estaba frente a ella, que sudó repentinamente en forma copiosa. La abuela se levantó discretamente y anunció: -Con vuestro permiso, -y desapareció, dejando tras de sí, una estela de suspiros de alivio. Pero diez minutos después regresó. ¡Tenía que regresar! Lo hizo resplandeciente, tanto que cortó el habla a los comensales. Mi padre temblaba. Victoria la miraba amenazante, la Cola suplicante y la señora Elsita, indiferente, como suelen mirar las reinas a la plebe. Mi abuela se sentó con parsimonia, siempre sonriendo y: -Ay, ay, ay. ¡Qué a gusto estoy!, -y explicó muy gráficamente, demasiado gráficamente quizás, que: -apretaba y apretaba y no salía “ná”, hasta que al fin salieron unas cagarruticas así –y enseñaba su tamaño con los dedos de las dos manos, -como la mierda de chivo, pero más duras. –Aún 78

me niego a pensar que las haya apretado para constatar su consistencia. Juan Francisco y yo, nos desternillamos de la risa, una risa que se unió al jolgorio de los niños, hasta que todo acabó con un gran estruendo. La silla que ocupaba la señora Elsita, cedió, seguramente al peso de la vergüenza, y la dama golpeó su cabeza contra la mesa y el respaldo de la misma silla. El accidente hizo olvidar el incidente y la pobre mujer fue ingresada de urgencia en un hospital, donde pasó varios días recuperándose. La Yaya, en las jornadas siguientes, pudo defecar a gusto, anunciando su partida y su llegada. Ya nada peor podía pasar. Tres años después, en 1966, cuando don Alejandro, el padre de mi amigo Jaime fue nombrado por Frei, ministro de Energía, cargo que había ocupado hasta 1958, bajo el mandato del General Carlos Ibáñez del Campo, me invitó a comer a su casa y yo le devolví la invitación, cosa que él aceptó. Antes, mi padre, conocedor de la aversión de la Yaya hacia Eduardo Frei, un hombre fácilmente caricaturizable debido a su prominente nariz, le exigió: -¡Como hable mal de Frei, mamá, algo gordo puede pasar! -¿Por qué diablos, no puedo hablar de ese maldito? -Porque viene a cenar el ministro de Energía. -Que aquí no venga ese hombre, que es un desgraciado. -Mamá, que es el padre del Jaime, el amigo del Ricardo.

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Así, al final de una larga discusión, la Yaya se comprometió a mantener su boca bien cerrada durante toda la cena, así no pudiera probar bocado. Esta promesa, tranquilizó a Victoria que era partidaria de mandar a dormir a su suegra antes que entrara, por primera vez, un ministro en la casa. «Hacía unos seis años o algo más, el entonces presidente Jorge Alessandri había estado conversando con mi padre en el jardín de la casa. Esa visita casual, terminó cuando nuestro pequeño perro “Candy”, confundió una de las piernas del Jefe del Estado, con una linda perrita, pero la presunta linda perrita, le dio tal patada en el culo al pobre chucho, que éste no volvió a pensar en sexo nunca más hasta que su segundo intento le costó indirectamente la vida. Alessandri, hombre de reconocidas malas pulgas, puso fin a su visita en el acto». El parentesco del ministro con Jaime, tampoco debe haber caído muy bien a mi abuela, pues durante mucho tiempo nos habíamos dedicado a convencerla que mi amigo era nieto de Franco, personaje al que le cupo el honor de compartir con Victoria ser los seres más odiados por ella. Jamás he llegado a imaginar lo que sentiría mi buena viejita por Jaime, presunto nieto del dictador de su España tan querida e hijo de un ministro de ese “beato maricón”, como solía referirse al presidente demócrata cristiano. Don Alejandro, campechano como siempre, llegó a la hora convenida y después de saludar cordialmente a mi padre y su

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mujer, abrazó cariñosamente a la Yaya, ya que la conocía sobradamente a través de mis referencias, y las de Jaime. Durante la cena, la Yaya se mantuvo con la boca férreamente cerrada y sus platos vírgenes. El ministro quiso romper ese hermetismo y... ¡Cómo lo logró! -Doña Josefina, ¿qué le parece el Presidente Eduardo Frei? El estupor se dibujó en todos los rostros, incluyendo el de la Yaya, menos en el mío. La abuela titubeó un instante, se lo pensó y habló: -E... este... ¿El beato de mierda ese? ¡Maldito cabrón! ¡Ojalá que lo cuelguen así de la nariz! –y hacía señas, cogiéndose la suya y tirándola hacia arriba. -¡Maricón! Se calló por unos instantes y azorada intentó arreglar el entuerto que ya había hecho asomar lágrimas en los ojos de Victoria y los rojos más variados en el rostro de mi padre, y prosiguió: -Pero es un buen hombre. Don Alejandro sabía que la Yaya relacionaba la Falange que el líder chileno había fundado durante su juventud, con la que apoyaba a Franco, por eso se rió de buena gana y la abrazó efusivamente. -Abuelita, usted es igual a como me han contado el Jaime y el Ricardo. Déjeme que la bese, -dicho lo cual le estampó un sonoro beso en la mejilla. La Yaya se estremeció y rompió a llorar abrazada al hombre. Era la primera vez que un político de altura la trataba de tú a tú.

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Desde ese día, no hubo nadie que se le cruzara por el camino que no escuchara de sus labios un sinfín de alabanzas a Frei y que la había besado el ministro Alejandro Hamed, amigo “de mi nieto Ricardito”. Demás está decir que aquella cena que se inició tan protocolariamente, terminó siendo lo que era, es decir, una reunión de amigos.

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Cosas de la vida Capítulo I Definir el tiempo que estuvimos en ese bello chalé del pasaje de la calle Dos Oriente junto a la Yaya, es difícil de saber después de tanto tiempo, pero no es fácil olvidar que por aquellos años hubo momentos políticos difíciles, que quedaban claros en la tensión añadida que se vivía en la casa, cosa harto difícil, porque en lo que a tensiones familiares se refiere parecíamos haber llegado al límite. En aquel ambiente de estricto control militar en las calles, en los que vimos por primera vez los tanques, las ametralladoras y gente corriendo delante de los carabineros que nos hacían llorar con sus bombas, nos hacía mucha falta el ala protectora y de seguridad que nos daba nuestro padre. Pero en esos días, no apareció y la Yaya se la pasaba maldiciendo a Dios, la Virgen María, a Victoria y a toda su parentela. Todo comenzó cuando un día muy temprano, la madre de Isabel fue a advertirle a la Yaya: -No deje que los niños salgan a la calle, señora Pepita, que hay un alzamiento popular contra Ibáñez. Pero a la Yaya le podían arrancar un ojo antes que no enviarnos al cole y aunque en clase éramos los únicos junto a las dos maestras, ellas se dedicaban a tranquilizarnos: -El General Carlos Ibáñez del Campo va a impedir el alzamiento comunista con su mano firme. El anciano presidente había llegado a la jefatura de Estado, famoso por su mano dura durante su dictadura del 27 al 31, pero en esa oportunidad era un presidente democrático y además, 83

demasiado viejo. Esto último lo comprendimos pocos días después. Fue un domingo cuando mi tío Augusto nos llevó junto a Federico, a ver una Parada Militar en el sector Playa Ancha de Valparaíso. Presidía el acto el General Ibáñez, que vestía su imponente uniforme militar. Más imponente aún, dada la estatura del mandatario. Además de grande, era muy gordo y su cara muy roja, pero sobre todo, sorprendentemente anciano, tanto que apenas podía caminar y hasta lo vimos tropezar y caer cuan alto era, al suelo como un saco de patatas. La mano firme de la que nos hablaban las profesoras, no parecía ser de aquel frágil ser humano, sino la de los otros militares que prestos le ayudaron a levantarse de su incómoda posición. Un par de años después, en los primeros meses del gobierno del sucesor de Ibáñez, el conservador Jorge Alessandri, volvimos a ver soldados, tanques y ametralladoras en la calle, aunque en esa oportunidad sí supimos por qué era. Los estudiantes habían paralizado Chile, protestando por el fuerte incremento del pasaje estudiantil. En ese ambiente revuelto transcurrió la ausencia de mi padre que había optado por irse a vivir con Victoria en un pequeño apartamento frente a la playa de Caleta Abarca. Lo veíamos solamente dos o tres días a la semana, y nunca más de un par de horas. A principios del 57, nos mudamos a un piso situado en la misma calle Dos Oriente, pero siete manzanas más hacia el norte. Poco antes de esa mudanza, tuvimos la oportunidad de participar en una de las primeras mentiras orquestadas por mi padre y que nos la ponía a protagonizar. El viejo, en su afán de integrarse en la pintoresca burguesía chilena, llena de remilgos y con aires que pretendían 84

emular, caricaturescamente, a la aristocracia europea, decidió que Juan Francisco y yo prosiguiéramos nuestros estudios de primaria en un colegio de unos curas franceses. Entre los requisitos de ingreso estaba el muy loable, aunque arcaico de que cada uno de los estudiantes debía ser miembro de una familia de buenas costumbres y bien constituida, todo de acuerdo a las normas de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, que aquellos días encabezaba un anciano tan polémico como lo fue el Papa Pío XII. Habida cuenta que Juan Francisco y yo, tan hijos de Dios como cualquier otro mortal, vivíamos en un hogar que rompía los cánones de santidad y unidad familiares impuestos por ese centro estudiantil, simplemente debíamos contar y cantar a compañeros, profesores y curas, las bondades de vivir en un hogar glorificado por la Gracia Divina. La mentira fue tan grande, intensa y extensa, que logramos mantenerla hasta mediados de 1963, cuando ya viviendo en Santiago y trasladados a un colegio de la misma congregación en la capital, fueron los directores espirituales, quienes en una especie de terapia individual, lograron penetrar nuestras defensas psicológicas y sacar a flote la verdad. A pesar de que los tiempos habían cambiado y ya se hablaba de aperturismo en la Iglesia y que dentro de ese aperturismo, los religiosos de nuestro colegio se jactaban de ser “progres”, lograron sacarnos tanta mierda de nuestros corazones, que los padres Alberto y Mario, todavía deben estar limpiándose la suciedad. Poco recuerdo de lo que pasó durante nuestra estancia en aquel viejo colegio construido en la calle Uno Norte, al lado del estero, caracterizado por sus amplios y oscuros salones de clase con pizarrones negros y grandes patios, uno de cemento y otro de tierra. Entré en el tercero de primaria, tercera de preparatoria se llamaba entonces, y mi salón quedaba al lado de las escaleras que llevaban a las clases de los “grandes”, entre ellos mi 85

hermano, que por las notas que traía de la escuela anterior, fue pasado del tercero al quinto. Los padres Amadeo y Martín fueron los primeros ante los que tuve que sostener, a cal y canto, mi mentira. Pienso que nunca llegaron a creerla, pues en las constantes visitas del padre Amadeo a nuestra casa, jamás encontró a mi madre y era atendido por la Yaya quien a pesar de odiar intensamente a los curas les tenía un terror ciego, como una servil y pía esclava de Cristo. Siempre, al pasar junto a un cura nos obligaba: -Besadle las manos al cura o esta noche vendrán los demonios a la casa. -Creo que estaba convencida de ello, pues siempre contaba historias tétricas acerca de lo que habían descubierto los republicanos en las iglesias de España, antes de la Guerra Civil. Lógicamente el viejo cura siempre preguntaba por “la mamá de los niños” y la Yaya estaba convencida que el sacerdote le creía la respuesta. -Es que la María Teresa está trabajando en Santiago. Y claro, de tanto trabajar, no cabía duda que lo hacía en alguna empresa de la capital, pero lo que también era indudable, es que no vivía allí. Además, que trabajara fuera no sería mayor problema, el problema es que el padre Amadeo jamás encontró a nuestra madre en casa ni sábados ni domingos. Cuando comenzamos los preparativos de nuestra Primera Comunión, una de las primeras ceremonias consistía en la entrega simbólica por parte de los padres, del pan para su consagración. Solamente a los huérfanos de padre o madre se les permitía que los representara un padrino, pero no era nuestro caso. Desconozco cuáles fueron los contactos entre mis padres ni qué mentiras se le habían contado a Victoria para que no se enterara de aquel acto religioso, que era del conocimiento 86

público, dado el carácter pueblerino de aquella ciudad en esos años. Solamente sé que el día de la Consagración, mi padre y mi madre aparecieron juntos y cogidos del brazo entre otros muchos progenitores. Pensamos, viendo la cara de ilusión de mi madre, que aquel día y en aquella capilla del colegio, cuyo altar custodiaban los arcángeles Miguel y Gabriel, se había producido el milagro de la reconciliación. Las miradas atentas de los padres Martín y Amadeo, junto a la del rector del Colegio, un sacerdote muy autoritario y desagradable, que era, además, capellán del Regimiento de Coraceros, se posaban alternativamente en nosotros y nuestros padres. Una vez terminada la ceremonia, mi madre se subió al coche adelante, junto a mi padre, pero nuestra ilusión por el milagro duró algo así como cien metros, distancia más que suficiente como para que las paredes del colegio estuvieran lejos. En ese punto, mi padre frenó bruscamente y gritó: -¡Bájate! -José, -le rogó mi madre, -al menos déjame en la estación. -¡Que te bajes, coño! -José, por favor, -volvió a rogarle ella. -¡Te bajas o te doy! -¡Papá!, -nos unimos nosotros al ruego. Él levantó su mano para golpearnos, pero no pudo alcanzarnos. Mi madre se apeó rápidamente y mi padre aceleró sin darle casi tiempo a cerrar la puerta, nos dejó en la casa y se marchó sin mediar palabra. -Ave María Purísima. -Sin pecado concebida.

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Así se inició mi primera confesión ante el rector del colegio. No sé por qué a Juan Francisco y a mí no nos permitieron ventilar nuestras travesuras con el padre Amadeo o el padre Martín, como lo hicieron todos nuestros compañeros. -Yo me confieso, padre, de decir “garabatos”, de portarme mal en la casa y de no haber ido a misa el domingo pasado. – Omití intencionadamente y por claras instrucciones de la Yaya, que jamás pisaba una Iglesia en un domingo, ni ningún otro día, como no fuera en la capilla del colegio. -¿Algo más, Ricardo? -No. -¿No dices mentiras? -Sí, pero a veces. -¿Y cuáles son esas mentiras? -Decirle a la abuela que no tengo tareas. -¿Y a tu mamá? -A mi mamá, también. -¿Vive en Santiago, tu mamá? -No. Trabaja allá. -La lección la tenía muy bien aprendida. Sabía que estaba pecando contra Dios, pero prefería su ira Divina a la ira de la Yaya. -Entonces vive allá, -prosiguió el sacerdote con su interrogatorio. -No. En la semana está allá, pero los fines de semana está con nosotros. -¿Y también con tu papá? -Sí. Pasé con éxito ese primer gran interrogatorio, en forma de inocente confesión. El clérigo me habrá dado de muy mala gana la absolución. La Primera Comunión, gran fiesta para el resto de nuestros compañeros, para nosotros fue un día domingo más, al menos desde el momento de salir de la Iglesia de las Carmelitas, en la 88

avenida Libertad. Mi padre solamente nos acompañó a la obligatoria sesión fotográfica y luego regresó a su casa con Victoria. Juan Francisco, Federico, los vecinos de la calle Catorce Norte y yo, jugamos fútbol en la calle, como todos los días, bajo la atenta mirada, como todos los días también de la Yaya, asomada a la terraza de nuestra cuarta planta. Dos años, el 57 y el 58, estuvimos en aquel colegio, en Viña del Mar. Dos años de los que casi no guardo imágenes. Unicamente la de mi buen amigo Carlos Santini y los hermanos Ferrer. De lo que es muy difícil olvidarse de aquella época, es del trato generalizado antiespañolista, no solamente por parte de la mayoría de nuestros compañeros de clase, sino de los del colegio en general. Esta actitud, en cierta forma, era comprensible, ya que estando en esa ciudad una inmensa Base Naval y un gran regimiento, como lo era el de Coraceros, muchos de los chavales eran hijos de oficiales de ambas fuerzas y por ende, nacionalistas exacerbados, en un país ya extremadamente patriotero. En los hijos se proyectaba el dogmatismo de los padres, que no solamente rechazaban a todo lo que oliera a español, como principio básico de su existencia, sino a todo lo que fuera argentino, peruano o boliviano, países limítrofes. Una vez estando en cuarto de primaria, el profesor de Historia de Chile, un religioso, casualmente de apellido Pinochet, que aún no se había ordenado sacerdote, afirmó categóricamente: -Nuestros gloriosos indios, Caupolicán, Lautaro y Galvarino, expulsaron con su arrojo y heroísmo, a los españoles de nuestro suelo patrio.

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Sorprendido, puse en duda su afirmación, aunque no era yo de los que hablara mucho, porque si en casa cada vez que abría la boca recibía un bofetón, en el colegio, con la intransigencia de sus curas y profesores, eran capaces de ponerme ante un pelotón de fusilamiento. Pero en esa ocasión estaba francamente cabreado y me arriesgué a cualquier cosa con tal de hacer justicia. -¿Si los españoles estuvieron en Chile hasta 1818, cómo es posible que siglos antes, los expulsaran esos indios? -¡Fuera de la clase! –chilló el profesor, iracundo y mientras lo hacía me dio muy fuerte con una regla en la cabeza. Sólo los hermanos Ferrer y Carlos Santini, por ser hijos de españoles los primeros y por amistad el segundo, me dieron su apoyo, el resto de la clase no hizo otra cosa que gritarme en el recreo: -¡Español! ¡Español! ¡Español! Pero para cuando no hubo nacionalidades posibles, fue durante la campaña electoral de aquel año. Todos los alumnos del colegio estaban polarizados entre el candidato Demócrata Cristiano, Eduardo Frei Montalva y el conservador independiente, Jorge Alessandri Rodríguez, hijo del ex Presidente Arturo Alessandri Palma. Las derechas conservadora y cristiana desestimaban absolutamente al socialista Allende. Creo que Juan Francisco y yo éramos los únicos que estábamos con el candidato del FRAP, Salvador Allende Gossens, sobre todo porque la Yaya era de izquierdas, aunque por influencia paterna, decidimos a la postre, unirnos al bando de los “alessandristas”. Finalmente ganó Alessandri con casi 35 mil votos de diferencia sobre Allende. Frei quedó en un muy lejano tercer lugar, casi a la par del radical Luis Bossay Leiva. La desazón de

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los sacerdotes y la mitad de los alumnos del colegio, fue patética. Durante esas elecciones que remecieron el panorama político chileno, también se remeció el suelo de la zona central del País. A eso de las seis de la tarde del cuatro de septiembre de 1958, un fuerte temblor que fue a la par con la entrada en erupción del Volcán del Cajón del Maipo, muy cercano a Santiago, hizo salir despavorida a la gente a las calles y allí se quedaron el resto de la noche, temerosos que pudiera haber nuevas sacudidas. Para nosotros, no obstante, fue el aviso que debíamos acostarnos. Creo que en toda aquella región éramos los únicos que estábamos dentro de nuestras casas.

Capítulo II En los casi dos años que estuvo mi padre fuera del piso, mi abuela impuso un fuerte control sobre nosotros, prohibiéndonos, incluso, poder pasar la Noche Vieja con él. La primera no recuerdo siquiera que nos haya ido a buscar, pero la segunda sí oímos al viejo cuando llegó a eso de las once de la noche. Estábamos acostados, como era lo habitual, desde las seis de la tarde. -¡Vete de aquí, cabrón! –fue el saludo de la Yaya. -Pero mamá, déjeme ver a los niños. -Si los tocas, te juro que te mato. -Mamá, por favor. Es que quiero llevarlos a ver los fuegos artificiales. -Lo que tú quieres es llevarlos a ver a la zorra esa. Ya nosotros habíamos escuchado la conversación y con la ilusión que nos hacía poder ir con mi padre a ver los fuegos 91

artificiales, nos arriesgamos a ir en contra de los reglamentos de la Yaya y nos pusimos a gritar: -¡Queremos ir! ¡Queremos ir! No sé si valdrá la pena comentar que las doce campanadas nos las dieron los correazos de la Yaya. Imágenes más gratas de aquellos tiempos, me vienen de las dominicales asistencias a la matinal del Cine Metro, en Valparaíso. Ibamos con mi tío y Federico a ver, especialmente películas de Tom y Jerry. El mismo día por la tarde, Federico, Juan Francisco y yo, acudíamos a las matinés del Cine Oriente, en la calle Quillota, donde además de dos o tres películas que eran ya muy viejas para la época, nos calábamos infinidad de seriales, entre las que destacaban la de Flash Gordon y, cómo no, la de Fu-Man-Chú. Era obligatoria, también, la sesión continuada, en aquel mismo cine, de los miércoles, cuando desde la una de la tarde, hasta las nueve de la noche, daban toda una tanda de películas españolas y mexicanas. Aquel era el único día en que la Yaya nos permitía acostarnos tarde, pues era la primera que no quería perderse aquellas lacrimógenas películas, protagonizadas muchas de ellas por Libertad Lamarque, Sara García o Rosita Quintana, ídolos confesados de mi abuela. A esas sesiones también iban mi tía Piedad, Federico y mi tío Augusto, que se acoplaba a eso de las seis, al salir del trabajo. A veces, muy pocas, también llegaba mi padre a buscarnos. Los sábados era la función obligada en el Cine Olimpo, frente a la plaza. La rutina cinematográfica era tal, que incluso un día fuimos los únicos que nos perdimos un eclipse total de sol. Al final de la época de Viña y cuando ya nuestro padre había logrado que fuésemos a saludar a Victoria a su encantador apartamento frente al mar, llegó a nuestra casa una chica de servicio, de nombre Luzmenia Durango Iglesias, pero como ella 92

misma decía, el nombre era muy largo para una india pequeñaja y fea, y lo dejaba en Nena. Era ella la cuarta sirvienta después de la señora Dorita. La segunda fue una chavala que debe haber sido muy mona, porque cada día la visitaba un novio diferente. Lidia, que así se llamaba, nos presentaba como sus hermanos. Duró poco, porque la Yaya la echó por “puta”. Seguidamente llegó Elba, una preciosa y encantadora muchacha de Lebu. Era tan guapa, que Juan Francisco y yo éramos los que le pedíamos que dijera que era nuestra hermana, lo que nunca hizo. Eso no le quitó que fuera simpática y gentil con nosotros. Elba duró en la casa hasta que mi padre, en una de sus visitas, cometió el error de comentar lo hermosa que era. Poco le faltó para que la Yaya le diera una patada en el culo, sin que la muchacha, que se había encariñado con nosotros, lograra entender nada de nada. La Nena, que llegaba de Nahuentúe, una aldea situada al sur de Chile cayó, por su fealdad, en gracia a mi abuela. Los primeros sueldos de la Nena los destinó a comprarse un costoso reloj de oro, que se lo robaron en su primera salida. Luego se mandó a poner una dentadura postiza hecha de aquel mismo metal. Para ella, aquello era el colmo de la elegancia, pero para los observadores de aquella boca, era horripilante. A la pobre, dos o tres veces después de salir exhibiendo sus áureos dientes, unos desalmados atracadores la dejaron comiendo papilla. La Nena nos acompañaba en nuestros semanales paseos a la Quinta Vergara, un parque hermoso y ecológico con historias de fantasmas que se extendía por parte de los cerros cercanos a la ciudad. Allí un día vimos de lejos, la Tercera Edición del famoso Festival de Viña del Mar. Pero lo que más le gustaba a la Nena era bañarse en las frías aguas de la playa de Las Salinas, porque se sentía 93

observada por todos los hombres, aunque las mujeres tampoco perdían detalle. Obviamente no la miraban por guapa, ni tan siquiera por fea. La miraban, lisa y llanamente, porque se bañaba en braguitas y sujetador. Unas braguitas que lejos de ser normales, eran más grandes que ella, tanto, que debía unirlas a su sujetador, con un imperdible. El espectáculo era, desde luego, grotesco, pero más lo era aún, cuando se sumergía en el agua, jabón en mano y procedía a hacerse la higiene personal. De nada valieron nuestras protestas ante la Yaya. La Nena le era fiel y además, con ser fea, ya era suficiente para que la mujer hiciera lo que le viniera en gana.

Capítulo III Ni el chalé del pasaje de la calle Dos Oriente, ni el piso de la cuarta planta de la calle Catorce Norte volvieron a ser testigos de hechos sobrenaturales, más que los narrados, pero en los últimos meses de residencia en el edificio, creo que incluso pocas semanas antes de marcharnos a Renca, ocurrió otro hecho de difícil explicación, pero no en nuestra casa, sino en la de campo de Alicia, la candidata frustrada a esposa de mi padre. La Navidad acababa de pasar y un día mi padre nos llevó a Juan Francisco, a la Yaya y a mí, a la hacienda que esa muchacha y su familia tenían en Rengo, una localidad cercana a Rancagua y donde solíamos ir desde pequeños, ya que aparte de Alicia, ese terreno también era de su hermana Adriana, la esposa de Cosme, el vecino de la calle Javiera Carrera.

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Don Antonio Nobriga, patriarca de la familia y quien con su esfuerzo se había convertido en un próspero hacendado, acababa de morir y el viaje estaba destinado sobre todo, a que la Yaya compartiera algunos días con doña Mercedes, la viuda y las dos hijas que vivían con ella, Lucía y Alicia, que ya para entonces tenía dos hijas. Transcurrió una semana durante la cual Juan Francisco y yo jugamos con patos, cerdos y gallinas sin que nadie nos controlara, pues la Yaya se dedicaba en cuerpo y alma a sus anfitrionas y mi padre nos había dejado con la promesa de regresar y pasar unos tres o cuatro días antes de irnos. Fueron días de paz y tranquilidad, en los que Antonio, el hermano de Alicia y Lucía, taciturno e indiferente con los problemas femeninos, se dedicó a enseñarnos a cabalgar en una mansa yegua ciega, con una paciencia increíble, dado el temor que teníamos a la altura del animal. Al final logramos aprender. Pasados unos días, llegó mi padre a buscarnos y accedió a instancias de doña Mercedes, a quedarse una semana junto a nosotros. Sin embargo, esa primera y única noche fue de terror. Serían las diez y mi padre nos acompañó a acostarnos en la habitación que habíamos compartido con las pequeñas. Una enorme ventana daba hacia el camino que unía a la hacienda con el pueblo, pasando por el cementerio municipal, por lo que se llamaba Camino de las Animas. La noche era cerrada, pese a lo cual una intensa luminosidad argentina entró repentinamente por la ventana, mientras que una fuerte ventolera comenzó a producir pequeños remolinos que levantaron una gran hojarasca. Los tres –las niñas dormían desde temprano- nos asomamos a la ventana y vimos, de pie en medio del camino e iluminado por la misma luz extraña a un hombre saludando hacia la casa, mientras llamaba: 95

-¡Aliciaaaaaaaa! ¡Aliciaaaaaaaa! Nos quedamos literalmente de piedra, porque si ese que llamaba no era el mismísimo don Antonio, o sea, el muerto, al que conocíamos harto bien, entonces sería su réplica exacta. Mi padre nos cogió por los hombros y nos sacó de la habitación, mientras el viento nos seguía trayendo la voz lejana pero nítida de aquella fantasmal figura: -¡Aliciaaaaaaaa! ¡Aliciaaaaaaaa! Por el pasillo que daba al salón principal, donde estaba reunido el resto de la gente, nos tropezamos con Alicia, quien intentó calmarnos. -No te preocupes, Pepe, -le dijo a mi padre. –Ese es mi papá que viene todas las noches a verme. Entonces le narró: -Hace cosa de un mes llegó mientras yo estaba dormida, me tocó en el hombro y me dijo, temblando, “Alicia, tengo mucho frío. Alguien abrió mi puerta” , y se fue. -Al día siguiente, muy temprano, -continuó la joven con su historia, -me fui al cementerio y vi que le habían robado la losa de mármol de su tumba. Esta historia, lejos de tranquilizarnos, nos terminó de aterrorizar –no sé si a mi padre, pero sí a mí y a mi hermano-. Acto seguido nos invitó a volver sin temor a la habitación, pero desde el umbral de la puerta, pudimos ver a don Antonio, que nos observaba entre curioso y sonriente, acariciando la cabeza de una de sus nietas. Esa noche dormimos en la angosta cama de mi padre y a la mañana siguiente, apenas asomaron los primeros rayos del sol, enfilamos rumbo a Viña.

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Mi padre se encargó de contar los motivos de tan intempestiva huida, a la Yaya.

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Casa nueva, vida nueva Capítulo I Con el traslado a Renca, Comuna popular cercana a Santiago, donde estaba situado el chalé que la empresa textil donde trabajaba mi padre le asignó, comenzaron a eclipsarse las estrellas de la Yaya y lógicamente de su protegida, la Nena. La fábrica de Viña que un par de años antes había comenzado a gerenciar mi padre, tras la muerte de Mister Cox, se había cerrado por su baja producción y como gerente también, fue trasladado a la Planta de Renca y aunque eso significó su feliz retorno a casa, la Yaya no hacía más que advertirnos: -Yo estoy aquí sólo para hacer la mudanza y cuando todo esté arreglado, se va a venir la zorra esa. No sé si era parte de un acuerdo previo o simplemente intuición –“piensa mal y acertarás”, solía repetir la abuela desde que teníamos uso de razón-, la cosa es que su pronóstico se cumplió a cabalidad dos meses después de habernos cambiado de casa, es decir a principios de marzo del 59. Un día la Yaya nos reunió a Juan Francisco y a mí en el comedor y con lágrimas en los ojos nos anunció solemnemente: -Me voy para siempre. Vuestro padre, ¡mal “parío”! prefiere a esa arpía que a su propia madre. Los tres rompimos a llorar. Con toda su brutalidad, la Yaya era en esencia buena y estaba convencida que a golpes se educaba mejor. Así se lo había aplicado su abuelo y así lo había aplicado primero a sus dos hijos y después a nosotros. 99

Cuando mi padre se llevó a su madre a la estación para irse al piso de los tíos en Viña, le gritamos con una furia incontenible: ¡Déjanos a la Yaya! ¡No queremos que venga la Victoria! Sin embargo, poco o ningún peso tenía en aquellos años la opinión de dos mocosos de diez y once años, que dicho sea de paso, jamás lo había tenido. -¡Johnny! ¡Ricardito! La voz de la Yaya, y nunca mejor dicho, la voz porque ella ya iba camino de la estación, nos comenzó a llamar desde la segunda planta del chalé, más precisamente desde su habitación. -¡Johnny! ¡Ricardito! Este segundo grito, con su peculiar voz nos hizo huir despavoridos junto a la Nena, hacia el patio trasero y de allí, pasamos a una gran extensión de terreno sembrado de alfalfa, que conocíamos como potrero, que limitaba al fondo con la línea férrea, a la derecha con la fábrica y hacia la izquierda, con otras viviendas de empleados. Caminamos hacia las líneas del tren para ver el Expreso de las seis de la tarde, en el cual viajaba la Yaya y a pesar que pasó a gran velocidad, pudimos atisbarla apenas, saludando con la mano. Al regresar a la casa, ya no nos esperaban los gritos de llamada de la Yaya, sino mi padre y Victoria que iniciaba otra etapa convulsa en su vida, pues en los próximos años, la Yaya compartió casa alternativamente, con nosotros y con los tíos Augusto y Piedad, que siempre andaban a la zaga de mi padre y por ende, se fueron a vivir a unos cuantos metros de nosotros y cada entrada de la Yaya en casa, era una salida de mi madrastra, con todo el espectáculo de gritos y agresiones que se habían convertido en la rutina familiar. Mi padre nos sugirió, por aquellos días, en una insinuación similar a las que pudieron haber hecho en sus tiempos Franco o 100

Pinochet, que llamásemos “mamá”, a Victoria –o Rosa o Guarralda, tenía nombres para todos los gustos-. -Oigan hijos. A la Victoria, que los quiere tanto, le encantaría que la llamaran mamá. Aún no tengo la menor idea de lo que podríamos deberle a esa mujer que había arrancado a la Yaya de nuestro lado, para darle el título de madre. Juan Francisco y yo nos miramos dubitativos, pero ¿teníamos alternativa? El lugar de la sugerencia fue, significativamente, el cuarto de baño, donde aparte de lavarnos y dejar nuestras suciedades corporales, tanto Juan Francisco como yo hacíamos nuestros primeros escarceos por el mundo del onanismo. Pero en aquel instante nuestro padre emporquerió no solamente aquella habitación, sino nuestros más íntimos sentimientos. Era como si se estuviera orinando, peor que eso, defecando encima de nosotros, en lo que venía a ser una verdadera paja mental que pretendía que aquel remedo de familia, por el hecho de llamar madre a una mala madrastra, pudiera andar mejor. Sin embargo, una negativa tendría como reacción, un par de hostias y la sugerencia se convertiría en obligación. Miramos a nuestro padre y ambos nos encogimos al mismo tiempo de hombros, como diciendo “si no hay más remedio...” -Vayan y pregúntenle si la pueden llamar mamá... ¡Oye! ¡Qué contenta se va a poner! -Victoria, -le dijo Juan Francisco a nuestra madrastra que aguardaba en su habitación el momento en que a nosotros se nos ocurriera “espontáneamente”, convertirla en nuestra amantísima madre, -¿podemos llamarte “mami”? Y desde aquel día y hasta que nos acostumbramos a aquel título oficioso, nuestro “papi” y la totalidad de la familia de ella, no permitieron jamás que nos olvidáramos de llamarla 101

así, bajo pena, por parte baja de algún regaño nada agradable o algún golpe oportuno y corrector. Volviendo a la llegada de Victoria, Esta la celebró mi padre con la compra de un hermoso cachorro de Cocker Spaniel que nos duró los nueve meses que tardó en morirse por falta de vacunas y atención veterinaria. En su momento, todo el proceso, desde el inicio de su enfermedad hasta su muerte fue todo un drama, pero hoy, tras otros cachorros, tanto de gatos como de perros, que crecieron y murieron al lado de la familia, aquel no se me antoja más que un hecho aislado. Se llamaba Candy y murió justo un mes antes de la Navidad. En Renca pasaron muchas cosas. Esa casa en la que tantos años pasamos, se movía por su cuenta. Sus puertas se abrían y se cerraban solas. En la noche, los utensilios de la cocina saltaban de un sitio a otro y en las habitaciones de la planta alta no hubo quién se atreviera a dormir, a excepción de la Yaya, en las oportunidades en que se intentó su convivencia con Victoria. Sin embargo, fue la casa en la que disfrutamos de una piscina semi olímpica, en la que recibimos nuestros primeros grandes amores y en la que conocimos el sexo. También compartimos los años más dramáticos. Fue un tiempo en que convivimos con el odio, la mentira y el desamor. Unos fantasmas más o menos, en esas circunstancias, tenían muy poca importancia.

Capítulo II Ese mismo año se inició mi andadura por el colegio de los Padres Galos de Santiago. Ocho año con muchos sobresaltos, pero al mismo tiempo muy productivos.

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Conocí a Jaime Hamed, me enamoré de Claudia y descubrí mi vocación periodística y en este sentido, también fui víctima de las primeras censuras a mis opiniones, que fue lo único que me adaptó para lo que ocurría en el mundo exterior. La primera censura la viví en carne propia, cuando escribí un artículo contra Franco en una de las ediciones de la revista del colegio, que por aquellos tiempos dirigía el alumno Jaime Guzmán, quien fue años más tarde ideólogo de Pinochet y que como tal, fue asesinado por un comando guerrillero. Mi nota se filtró a pesar de la férrea censura que ejercía el chaval, marcadamente ultraderechista y la revista salió a la luz, pero cuando los curas, muy “progres” y todo, pero notoriamente afines a las ideas “guzmancistas” y el propio director del impreso, se percataron que en sus páginas se criticaba a un adalid del catolicismo, como lo era el “Caudillo”, se suspendió su circulación. Mi profesor de francés, el madrileñísimo señor Muñóz, nada más ser secuestrada la revista, se dirigió a mi, delante de mis compañeros de la siguiente manera: -Señor Salvatierra, a pesar de ser usted catalán, le tenía yo en muy alta estima, hasta que me he dado cuenta que no es más que un sucio rojo asqueroso. Corría el año1964 y mis compañeros, más por antipatía hacia el profesor que por afinidad con mis ideas, se solidarizaron conmigo. En otra ocasión, en 1966, como presidente de la Academia Literaria, cargo que ejercía por votación de los académicos y que compartía con Jaime e Ismael Gutiérrez por decisión del Padre Jaime Braga, “hamedista” convencido por el obligado peloteo político –estaba también Ismael para que la farsa pareciera menos farsa-, me tocó dar la bienvenida en el salón de Actos del centro, al nuevo Nuncio Apostólico de Su Santidad en Chile. 103

Escribí un encendido discurso en que, a nombre de la juventud, pedía a “Su Eminencia Reverendísima”, que intercediera ante el Papa Paulo VI para que permitiera –como una forma de potenciar las vocaciones sacerdotales- el matrimonio de los religiosos. De esa forma, explicaba, los sacerdotes tendrían sus propias experiencias, dentro de un matrimonio cristiano de pro, para proyectarlas entre sus feligreses. Como si aquella no fuera suficiente herejía, además le pedía que permitiera a las mujeres acceder al sacerdocio. Cuando el padre Jaime Braga, que no me soportaba, leyó previamente mis notas, casi se desmayó de la impresión y aunque no dijo nada, me cambió, con la rapidez de un prestidigitador, un discurso por otro. Momentos después, en el citado salón de Actos, un auditorio blanco, muy iluminado y con cómodas butacas, hizo su entrada apelando a la teatralidad romana, el insigne prelado, un hombre alto, corpulento, con aspecto de financiero -pese a su púrpura sotana- más que de humilde vicario de Cristo, y todo el mundo le miró con innegable respeto, algunos con devotos rostros y los beatos, con la sacro santa sonrisa de quien se ve enfrentado al mismísimo San Pedro. Yo, ni lo uno, ni lo otro, ni lo de más allá. -Eminencia Reverendísima. Autoridades del Colegio de los Padres Galos, padres, profesores y alumnos, -comencé mi alocución al tiempo que sacaba del bolsillo de la chaqueta mi polémico discurso. Al desplegar los papeles, noté con consternación que no era el mío y que allí, con la fina letra del padre Jaime, se cantaban loas a tan insigne visitante y se hacía votos, a nombre de la gran familia del colegio, para que el Espíritu Santo iluminara a los jóvenes del mundo con el fin que sintieran su llamada vocacional y unirse así a la poderosa legión de los soldados de Cristo. 104

Me negaba a creer que aquel serio sacerdote miope, de gruesas gafas, me hubiera dado tan fácilmente el cambiazo, pero la evidencia saltaba a la vista, a no ser que hubiera sido el propio Espíritu Santo, quien en una fugaz humanización, lo hubiera hecho para defender los dogmas de su iglesia en la tierra. Al devolver el papel al bolsillo, escuché algunos carraspeos en la mesa presidencial y en un rincón pude ver al padre Jaime con el rostro color tomate maduro. Reinicié mi discurso: -Eminencia Reverendísima... -después saludé a medio mundo, agradecí su presencia dentro de las centenarias aulas de aquel colegio que tantos presidentes y ministros había dado al país y proseguí: -Una de las primeras cuestiones que ante vuestra enorgullecedora presencia se me viene a la mente, es la disminución de las vocaciones sacerdotales. –Esto provocó movimientos nerviosos en aquella mesa donde el príncipe eclesiástico permanecía impasible, ajeno al temor del resto de religiosos. Aunque a aquellos algún atisbo de esperanza en que no metería la pata a fondo, debe haberles quedado, dado que entre la escasa permisividad que teníamos, una era poner en duda la versión del incremento de las vocaciones sacerdotales, orando al Todopoderoso, para que nos iluminara el camino de la verdad, la entrega y el sacrificio. Acto seguido, invoqué la...: -...gloriosa intervención del Santo Espíritu para que toque el corazón de los hombres que dirigen los destinos de nuestra Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana, encabezados por Su Santidad el Papa, para que puedan comprender que para fomentar las vocaciones sacerdotales, esta venerada institución, debe asumir cambios de fondo, no solamente de forma y permitir el matrimonio de los sacerdotes y 105

la ordenación sacerdotal de las mujeres, rompiendo la secular discriminación hacia las devotas hijas de Dios, tan hijas como los hombres. Los padres Jaime y Javier, no podían disimular su nerviosismo y los padres Gerardo y Gonzalo, no hacían más que observar al insigne invitado con la boca abierta. El daño ya estaba hecho, pero yo seguí tan campante: -Debemos recordar, que los religiosos pudieron contraer matrimonio hasta el siglo V y que aún la Iglesia de Oriente lo sigue permitiendo tras el cisma de aquel siglo, que la apartó de la autoridad papal. -Asimismo, -repetí, seguro de estar tocando las más íntimas fibras de la sensibilidad de aquel impertérrito nuncio, creo que es un error injustificable seguir negando el acceso al sacerdocio de las mujeres. Monseñor se levantó abruptamente y salió del salón de Actos. Terminó la sesión y todos excepto los sacerdotes que salieron raudos en pos de la egregia figura, dirigieron miradas furiosas hacia mi humilde persona. Una carta institucional, rogando el perdón de la Nunciatura saldó el caso con la respuesta que llegó al cabo de unos seis meses y que expresaba...: “...la comprensión de su Eminencia Reverendísima, que no obstante, sugiere cuidar los exabruptos de ciertas almas descarriadas –o sea, yo-. Recordamos a nuestros hermanos en la fe de Cristo que los dogmas de la Santa Iglesia de Roma, son precisamente eso, y no sugerencias, por lo que en este caso particular, el desconocimiento de ellas debería ser castigado con la negación temporal del sacramento de la Comunión. No obstante, este oportuno correctivo para quien a tan temprana edad pone en duda la labor de los pastores del Hijo de Dios en 106

la tierra, nuestro Señor Jesucristo, queda en suspenso, en la esperanza de que sus transitorias convicciones sean caritativamente corregidas, en beneficio del resto de los jóvenes sanos, obedientes y con manifiesto deseo de compartir su Fe en Cristo”. Lo cierto es que a pesar de ese y otros detalles circunstanciales, la vida en el colegio fue bella, hermosa y cristalina. Tan bella, tan hermosa y tan cristalina, que jamás en mi vida he querido que ninguno de mis hijos caiga en ese oasis de irrealidad en lo que todo se ve desde un prisma de perfección, en el cual el bienestar, la comprensión, la amistad y el amor son lo normal y que las miserias las padecen un grupo de desgraciados a quienes debemos bendecir con nuestra caridad y oraciones. En un colegio religioso, al menos en aquellos años, se creaba la sensación de que aquella parábola que dice que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, a que un rico entre en el reino de los Cielos, estaba concebida desde la base de que ya todos los ricos estaban en el Reino de los Cielos y que los pobres -¡que se jodan!- debían ganárselo a pulso y sobre todo, no cometer el mortal pecado de codiciar los bienes de los ricos, Viejas paredes de cemento, testigos mudos de varias generaciones de chilenos aburguesados, contemplaron en mis años de estudiante, una evolución que iba a la dolorosa zaga de un Concilio Vaticano II, que fue espiritual hasta el fallecimiento de su impulsor, el Papa Juan XXIII y solamente formal, con su sucesor, Paulo VI. Esta evolución contemplaba la aparente comprensión del dolor del pueblo llano, harto de injusticias y mezclarse con él en sacrificados domingos de vaquero y camisa vieja y reírse con sus chistes groseros y sonrojarse con el sonar de las tripas 107

hambrientas, confundiendo los sonidos con vulgares pedos de “rotos”. -Estos “rotos” de mierda, se creen iguales a uno porque bajamos a consolarlos y compartir unos momentos con ellos y sus malos olores. Este o similares comentarios los escuché en más de una oportunidad, cuando los caritativos chavales regresaban de los barrios marginales tras llevar un mensaje de esperanza en la otra vida, porque en ésta, la esperanza de los pobres, podía poner en peligro la realidad de los ricos, como quedó demostrado años después con la llegada al poder del marxista Salvador Allende. Sin embargo, esos comentarios de mal gusto, se convertían en palabras de alto contenido social cristiano, cuando se hablaba ante algún auditorio. De eta forma, en la última reunión de la Academia literaria, su co-presidente, Ismael Gutiérrez, en un arrebato de misticismo de alta alcurnia, expresó: -Nuestro Señor Jesucristo nos ha otorgado el privilegio de que desde este estrado que es el Colegio de los Padres Galos, podamos ayudar a los pobres, no solamente con nuestra palabra de aliento. ¿Cómo puede consolar al miserable aquel que hace gala de tenerlo todo?, me he preguntado siempre. -También podemos ayudarlos, -prosiguió el chaval, -con nuestro aporte desinteresado. Para ello, debemos desprendernos de aquello que no nos haga falta. Claro, de la basura que sobra en nuestra casa y que no sabemos dónde tirar. -De esta forma, -continuó Ismael, -al compartir con el menesteroso, al mismo tiempo que se hace más ancha y generosa nuestra puerta de entrada en el Reino de Dios, la fe de los pobres se irá acrecentando, haciéndoles también acreedores a compartir con nosotros la Gracia Divina. 108

Sin responderle directamente, yo también dije lo mío: -¡Seremos hipócritas, Dios mío! Desde aquí nos sentimos poderosos hablando de la caridad, de la comprensión, de la ayuda, porque con ello estamos seguros que nos estamos ganando, casi gratis, nuestra entrada al Cielo. ¡Una mierda, nos vamos a ganar! -Cristo, -proseguí convencido de mis palabras, -era pobre y pidió a los ricos compartir, no lo que les sobrara, sino todo lo que en verdad pudiera satisfacer las necesidades de muchos. ¡Pero no! Nosotros estamos esta tarde aquí, como líderes del nuevo mundo de justicia. ¡Nuestra justicia! Una justicia que mide con el rasero del “tanto tienes, tanto vales”. -Todos comemos y todos cagamos, -recordé a mis compañeros. –Comemos más, los que más tenemos y cagamos más, los que más comemos. Y yo les aseguro, que más alimenta una papa, que una palabra de fe, pero no aquella papa que nos sobre en nuestro plato, sino aquella otra que ha producido el hombre, con los medios que debemos, siguiendo la palabra del Hijo de Dios, compartir. Compartir lo que en justicia corresponde a quienes llamamos rotos de mierda cuando no estamos en esta protocolar sesión. Las protestas me impidieron continuar. Hubo división de opiniones y fuertes gritos de protesta. El cura Jaime Braga intentó apaciguar los ánimos con una forzada sonrisa, que no lograba reflejarse en los ojos y explicó: -Ricardo lo que ha querido significar es que debemos actuar más que hablar. Y así, con una interpretación tan breve como antojadiza, no exenta de algo de veracidad, volvió la calma, los palmoteos en la espalda y el cabreo en el corazón.

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Capítulo III También hubo momentos muy desagradables que nos afectaron directamente. Así, en un principio Juan Francisco y yo fuimos víctimas de algunos profesores anticatalanistas o antiespañolistas. El primero fue un santiaguino, con apetencias de madrileño que nos daba clases de castellano en quinto y sexto de primaria. Solamente recuerdo que se apellidaba Murillo y que cada vez que yo abría la boca para hablar, me corregía: -El mejor español del mundo lo hablamos los chilenos y los madrileños. Usted señor Salvatierra no sabe hablar y yo le voy a enseñar, aunque sea a golpes. Y aunque nunca me dio ninguno, llegué a estar convencido que nadie me entendía cuando decía algo. Otro, fue el profesor de Historia de Chile, un calvo apellidado Balenciaga, que era Comandante del Cuerpo de Bomberos de Ñuñoa, y junto a su hermano, profesor de Química de Bachillerato, los peores hijos de puta que recuerde. En la tercera o cuarta clase que este sujeto, que se decía pedagogo, nos daba, se dirigió a mí y me preguntó con desdén: -¿Usted es hermano del otro español que está en sexto? Extrañado, le respondí que sí, a lo que riendo me sugirió: -Sería bueno que se saliera de mis clases, porque en ellas solamente hablaremos de las palizas que los indios y los patriotas les dieron a los españoles de mierda. La mención de la “mierda” por parte de un profesor en un colegio de curas, donde se suponía que jamás se decían groserías, por lo que en estas situaciones, el profesor pasaba a ser el progresista por excelencia, fue recibida con una salva de aplausos y risas por parte de mis compañeros. Al comentarlo con mi padre, no me hizo caso, al hacerlo con Juan Francisco me confirmó que a él le había dicho lo 110

mismo y al hablarlo con mi director espiritual, el padre César, simplemente me dijo: -Eso es mentira, porque el señor Balenciaga es uno de los mejores profesores que tenemos. Dos días después sin embargo, Balenciaga fue nombrado profesor de los alumnos de los primeros grados y su lugar lo ocupó un cura de nombre Hernán y años más tarde, otro llamado Fernando, que nunca he sabido si era maricón o simplemente amanerado. ¡Buena gente, sí lo era! Pero la zaga de los Balenciaga seguía en el bachillerato. Ya he dicho que el hermano del otro era profesor de Química y aunque menos calvo, era tanto o más imbécil que el primero. Cuando llegué a cuarto de humanidades, en su primera clase, se limitó a comentarme: -Estudie lo que estudie, haga lo que haga, usted señor Salvatierra no va a aprobar mi materia. Y ese hombre cumplió con su promesa. La materia siempre la superé en el tiempo de recuperación y examinado por profesores de un liceo oficial. Para el último año de bachillerato, aclaradas las cosas con los nuevos curas que comenzaban a dar una nueva imagen al centro, Balenciaga fue jubilado y yo alcancé a quedarme con algunas nociones de química. Otro de los hechos que jamás he podido olvidar en el colegio, es aquel concurso de pintura en el que participé con una acuarela que representaba el beso de Judas, que aunque no era uno de mis mejores trabajos, no estaba mal. Y estaba tan poco mal, es decir, tan bien, que en la mañana de la ceremonia de entrega de premios, el padre Alberto, para entonces mi director espiritual, me felicitó: -Ricardo, ganaste el primer premio del concurso de pintura.

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Y por la tarde, durante el evento al que asistieron todos los alumnos del colegio y un buen número de padres, entre ellos – extrañamente-, el mío, el padre Javier, rector del centro educativo anunció, después de dar a conocer el tercero y segundo lugar: -Y el primer premio en el concurso de este año ha sido adjudicado al alumno de Tercer Año A, Ricardo Salvatierra Casavellas. En medio de los aplausos y cuando caminaba hacia el escenario a recibir mi galardón, el padre Claudio Heinrich, un alemán que no me soportaba por haber demostrado en varias oportunidades mi antifranquismo, cogió el micrófono y denunció: -Ricardo no pudo haber hecho esa acuarela, por lo que a nombre del jurado, declaro que el primer premio es para Juan Ernesto Yanky. Dicho esto que causó estupor en el salón de actos, rompió mi pintura. No pude aguantar las lágrimas y cuando me aprestaba a protestar, el propio padre Alberto me dijo: -Vente a confesar, Ricardo. Pero ni hablando, ni en confesión me pudo sacar más verdad que la que era. La acuarela la había hecho yo. -Lástima, -me dijo, que esto sea secreto de confesión. –Al menos, -agregó, a ti te queda la satisfacción de haber sido el mejor. -Y la humillación a la que me sometió el padre Claudio. Dos semanas después, el padre de Juan Ernesto inició unas reformas arquitectónicas en el colegio, previstas desde principios de año y por cuyos planos profesionales no había cobrado nada. Le habían pagado, no obstante, con un premio para su hijo.

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Una vida poco Convencional Capítulo I Con Victoria en la casa, comenzamos a aprender modales sociales, de los que andábamos muy escasos y a ducharnos todos los días y no los miércoles y sábados, como se nos había acostumbrado y, aunque parezca mentira, a utilizar los cubiertos, ya que entre la Yaya y mis tíos, nos habían convencido que era de “mariquitas” usar cubiertos en determinados tipos de comidas. Lo que no aprendimos, no obstante, fue a no odiarla y en eso no solamente colaboraron las intrigas de la Yaya, que aunque no compartía nuestro techo, sí vivía a pocos metros, en casa de los tíos, sino también las de mi tía Piedad. Pero como si aquello no fuera suficiente, la propia Victoria, vanidosa como ella sola, hizo una gran diferencia entre Juan Francisco y yo. Como mi hermano era alto y a las claras mayor, era, simplemente “el hijo de Pepe” y yo, más menudo y representando muchos menos años que los que tenía, era, así sin tapujos, su hijo. Juan Francisco se sentía orgulloso de no caer en el ámbito familiar de la madrastra, pero yo me sentía humillado en extremo cuando afirmaba que era su hijo y se fue acumulando aún más rencor, si se puede, contra ella.

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Un rencor que se plasmaba en una desobediencia ciega, en una negativa pertinaz a hacerle ningún favor, por muy trivial que fuera y a acusarla ante mi padre, de despotismo y de golpes que nunca me había dado. Ella jamás negó delante de mí estos extremos. Tampoco colaboraba mi padre en crear un clima de concordia, o al menos de confianza. Las pocas veces que salimos con él, qué sé yo, a comprar o al cine o a beber un refresco, debíamos explicarle a su mujer que cuando regresábamos a casa, tras salir del colegio, había habido un terrible accidente, con muertos y todo, y que no dejaban pasar los coches, por eso nos habíamos atrasado. Y claro está, nuestro padre rara vez iba a buscarnos al cole y cada vez que lo hacía, supuestamente ocurría una desgracia y eso olía a mentira. Y lo que es peor, a mentira sin sentido y ella se ponía como una fiera. Tampoco podíamos reconocer que íbamos a visitar a la Yaya o a los tíos. Siempre decíamos que nos habíamos encontrado con un amigo. ¿Qué amigo? ¡Cualquiera! La mentira no amparaba esos extremos. Tanto omitíamos las visitas a nuestra familia, que Victoria llegó a preocuparse y nos pidió: -Chiquillos, la Yaya tendrá todos los defectos del mundo que quieran, pero es su abuela y tienen que ir a verla. Desde ese día se acabó la mentira del encuentro casual con el amigo. Otra de las constantes mentiras, era la que guardaba herméticamente el secreto de las mensuales visitas a nuestra madre, que desde nuestra llegada a Santiago, eran conjuntas. No sé si Victoria se habrá creído alguna vez que todos los primeros domingos de mes teníamos actividades extra escolares durante todo el día. Si no lo hizo, lo guardó tan secretamente como nuestra mentira. 114

Así transcurría nuestra vida en aquella comuna llamada Renca, hasta que un día, en 1963, tras pasar quince días en La Serena, en casa de mi buen amigo Jorge Bennett, al llegar en la mañana, muy temprano, grité: -¡Victoria! ¡Quiero mi desayuno! ¡Tengo hambre! Mi padre, Juan Francisco y ella se quedaron boquiabiertos. -¡Dame el desayuno, puta de mierda, que para lo único que sirves es para dormir! No sé qué me pasó. Creo que fue el rencor acumulado, el que hizo crisis, pero lo cierto es que me enfrenté a mi padre, mientras Juan Francisco se unió a mí. Victoria, para evitar problemas, me sirvió el desayuno, pero le tiré la bandeja por la cara, mientras le gritaba: -¡Fuera de aquí, bruja asquerosa! ¡Quiero ser feliz! Y entonces, al unísono, mi hermano y yo nos echamos a llorar. Esa misma mañana, Victoria se fue a casa de su madre en Viña del Mar y no volví a compartir techo con ella, hasta 1966, cuando tras estar unos pocos meses en la casa, de la que no se había ido la Yaya, tuvo una tremenda discusión con Juan Francisco, quien, con mi apoyo verbal, unido al irrestricto de la abuela, le exigió que se fuera para no volver nunca más. El “nunca más” se prolongó hasta 1968, cuando volvió a ocupar el lugar de ama de casa, en Chiguayante La Yaya llegó a reemplazarla en su primera salida de Renca y a incordiar nuestros primeros pinitos en el campo sentimental. Agua caliente, hasta orina de su vaso de cama, nos echaba la Yaya encima, cuando nos sorprendía con alguna chica en actitud romántica. Con un bastón las echaba de casa, cuando los sábados en la noche se nos ocurría organizar alguna fiesta. Esta actitud, en plena etapa de su deterioro físico, la hizo famosa

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entre nuestras amistades, que iban exclusivamente para ver sus reacciones.

Capítulo II Victoria y la Yaya siguieron marcando nuestras vidas en aquellos tormentosos años. Pero, mi padre tampoco estuvo exento de influencia, sobre todo en Juan Francisco. En 1962, mi hermano que contaba con una personalidad bastante desarrollada, se presentó en el recientemente inaugurado Canal 13 de Televisión de la Universidad Católica de Chile, ofreciendo un interesante proyecto de programa para la gente joven, “Club Juvenil”. Eduardo Tironi, para entonces director de la cadena, lo aceptó y le dio el cargo de Productor Ejecutivo y animador del nuevo espacio, que comenzó a emitirse los miércoles a las siete de la tarde. Conociendo a nuestro padre, Victoria nos aconsejó no decirle absolutamente nada, y comenzó a darle un claro apoyo. Sin embargo, un día, un amigo de mi padre vio a Juan Francisco por la tele y éste al saberlo, como único argumento al llegar a casa, le dio tal bofetón, que lo tiró cuan largo era, al suelo. -¡Hoy me has hecho pasar la peor de las vergüenzas de mi vida! ¡Te han visto en la televisión, entre medio de esa tropa de maricones y de putas que trabajan allí! Juan se tragó sus lágrimas y mi padre, aparentemente asistido de la verdad suprema, le explicó: -Los que se meten en la televisión no tienen futuro. Son una pila de fracasados. Nada. ¡Absolutamente nada! -sentenció, -podrá reemplazar al cine, Esta es una de esas tonterías modernistas que no llegarán a ningún sitio. 116

Y a partir de ese momento, mi padre inició una verdadera “caza de brujas” con Juan Francisco, hasta que a fuerza de golpes, le obligó a abandonar la idea de creer en el futuro de aquel “invento de éxito provisional” y más aún que de creer, de participar. Juan Francisco nunca más llegó a levantar cabeza. Algo similar ocurrió conmigo, a principios del 66, poco después de publicar con Jaime, nuestro “Literatura para Gente Joven”. Los hermanos periodistas, José y Mario Games, director y sub director de prensa de Radio Minería de Santiago respectivamente, se interesaron en mi forma de escribir y me ofrecieron: -¡Vamos a hacer de ti, uno de los grandes periodistas de este país! De esta manera, en las tardes, después del colegio, me pasaba por la emisora y participaba con ellos durante varias horas en la “caza” de las noticias y luego les ayudaba a confeccionarlas. Sin embargo, estaba un día en estos menesteres, cuando se apareció mi padre y cogiéndome del brazo, se dirigió a ellos, amenazándoles: -¡Como hayan violado a mi hijo, maricones de mierda, los meto en la cárcel! Los tres y el resto de la gente de redacción, nos quedamos congelados. Yo no me podía creer que mi padre me estuviera haciendo aquello. José Games me susurró: -Andate de aquí, cabrito, que este imbécil es capaz de formar un tremendo escándalo. Aunque intenté, desobedeciendo a mi padre, retomar las prácticas que había interrumpido, nunca más pude poner un pie en aquella radio. Estaba vetado. 117

Es más, cuando viajé a España, el objetivo era el de estudiar periodismo, pues mi padre se avergonzaba que lo hiciera en Santiago, ya que sus amigos podrían enterarse.

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Un libro, un amigo y una novia Jaime Hamed fue el amigo necesario en un momento difícil, es decir, en plena adolescencia. Eran días en que necesitaba tener seguridad en mí mismo y admiración del entorno y de él recibí esa dosis de autoconfianza que requería, sobre todo, tras la desastrosa niñez de la que salía, marcado por una situación familiar insostenible, llena de intrigas, odios, palizas, mentiras, engaños y todo lo que puede hacer la vida de cualquier persona, amarga. Jaime, por su parte, en su condición de hijo de político, estaba acostumbrado a recibir altas dosis de salamería, no sólo por parte de sus compañeros y amigos, sino también de los curas del colegio, tanto así, que aún hoy en día, esa época de su vida, sigue siendo el centro de muchos de sus actos. No existe para mi amigo un pasado, presente o futuro, sino un instante de su vida entre 1964 y 1966, que se proyecta intemporalmente y del cual depende como la vida del agua. Feo, más de lo normal, aunque menos de lo que pueda creerse, alto, moreno y con una innegable apariencia árabe, heredada de sus antepasados palestinos, fueron sus dotes de orador lo que más me llamó la atención. El temblor de sus manos, su leve dificultad al caminar y la cantidad impresionante de cigarrillos que ya fumaba a sus quince años, lo que me preocupó y nuestro afecto por el periodismo y la literatura, lo que en definitiva nos unió. Siempre quiso destacar y lo lograba. A su lado era imposible permanecer en las sombras que anhelaban mi timidez. Era él un vendaval, un suspiro, yo.

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Dos caracteres que se complementaron en forma casi natural. Un complemento que nos llevó a escribir y publicar nuestra “Literatura para Gente Joven”, un pequeño bodrio literario que nos convirtió en los escritores más jóvenes de Chile y posiblemente de Latinoamérica a finales de 1965. «En 1967, en un acto frío, rápido y sin emociones, entregué ese pequeño libro a Franco, que me pareció una momia, movida por hilos invisibles. Horacio Nogués, antiguo compañero de Colegio, e hijo del embajador paraguayo en Madrid, me contó que Franco se meaba encima durante los actos protocolarios, en algo que hoy me parece natural, habida cuenta el evidente mal estado de salud del Jefe del Estado español, pero que en aquel entonces me pareció inaudito». A raíz del libro, Jaime y yo pasamos unas vacaciones estivales, muy agitadas. La promoción la iniciamos en Santiago, a través de importantes medios de comunicación, que nos abrieron ampliamente sus puertas. Luego, mientras él la continuó en el sur del país, yo lo hice en Valparaíso y Viña. Dos veces me decepcioné por la cobertura que daban los medios al libro. Una fue en Viña del Mar, donde el jefe de prensa de Radio Minería local, en una postura que no puedo calificar sino de inmoral, criticó el trabajo como la obra de “un par de niños bien sin oficio, que en pocas páginas buscan humillar al resto de su generación”. Aun no sé cómo podíamos humillar a nadie con un puñado de cuentos y poemas, memos como podemos encontrar pocos. La segunda fue tres años después. En 1968, viviendo ya en Concepción, doné cien ejemplares a beneficio de los internos de la cárcel de la ciudad. 120

Hernán Osses Santa María, a la sazón, director del diario vespertino “Crónica” y de la Escuela de Periodismo, en lugar de destacar el hecho, tituló una información que aún no puedo descifrar, de la siguiente manera: “Con la ayuda de su papi y del ministro de Energía publica un libro”. Desde ese día, Osses quedó para mí, como lo que era, un inepto y sinvergüenza, sentimiento compartido por muchas otras personas y por el cual se le dio al año siguiente, su merecido, en un pasaje que abordo en otro capítulo. Gracias al libro conocí a Claudia. Fue durante un paseo al campo, entre alumnos de nuestro colegio y uno de las Monjas Inglesas, un hecho con pocos precedentes en aquellos años, cuando la educación mixta era impensable a nivel religioso y el compartir entre chicos y chicas a ese mismo nivel, un despropósito. Durante el paseo, producto de la irrupción de varios curas “progres” en el colegio, las chicas no dejaban de aclamar la hazaña de haber publicado un libro. Entre todas ellas, me llamó la atención una pequeñita, guapilla y con gran antipatía reflejada en el rostro. Se llamaba Inés Coo. La pobre chica estaba convencida que su apellido era una gran cosa, lo que la hacía sentirse por muy encima de mis frívolas intelectualidades. Es que no me dio, por no darme, ni la hora. Aparte de todo, que una chica rellenita, morena y de pelo desgreñado que no hubiera llamado la atención ni del mismísimo Yeti, me miró sonriente durante todo el trayecto y la estadía en el campo, hasta que casi al final del mismo se acercó y me dijo: -Hola, me llamo Claudia. –Pero por mí podía llamarse María o Mónica o Patricia, que igual me daba.

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Sin poder acercarme con éxito a Inés Coo y rehuyendo de Claudia, el resto de la velada la pasé con Jaime y Ana María, una chica que acababa de conocer y que años después se convertiría en su mujer. Fue durante el viaje de regreso a Santiago en ese viejo autobús Blue Bird, de color azul celeste, del colegio, cuando desde el primer asiento, que compartía con Jaime, acerté a mirar hacia el fondo. Allí estaba Claudia. Se había peinado y sus ojos, evidentemente tristes, miraban la campiña que pasaba frente a sus ojos, con el resplandor intenso del atardecer de un día de invierno soleado. Me pareció diferente, otra chica. Sus ojos rasgados y muy negros que daban vida a ese rostro muy blanco, contrastando, además con su intensamente negra cabellera, estaban perdidos en quizás qué pensamientos cuando me miró. ¿Cuántas veces lo habría hecho sin que yo lo notara? Lo cierto es que esa vez pude ver el brillo de alegría de su mirada intensa y la felicidad en la amplia sonrisa que me dedicó. Inopinadamente, mi corazón pujó por salir de mi pecho, pero yo lo necesitaba ahí adentro, para seguir sintiendo lo que sentía. La algarabía juvenil de chicos y chicas, expresada especialmente con cantos, cursis como suelen serlo los de los niños bien, se esfumó al ver su rostro radiante. ¿Cómo había podido ignorar tanta hermosura? Oscureció en el camino, pero en el interior del autobús brillaban sus dientes y sus ojos. Al llegar a nuestro destino, la chica volvió a acercarse a mí. -¿Me vai a prestar tu libro?, -me preguntó con timidez. -Tengo uno que es tuyo, -le respondí sinceramente emocionado. De cerca pude notar que no sólo se había peinado, también se había maquillado y perfumado. -Me lo podís llevar a mi casa y te quedai a tomar las once. Tímido como he sido siempre, intenté darle largas. 122

-Voy a ver si puedo ir uno de estos días. Yo te aviso. Claudia iba a protestar, pero en eso, intervino Jaime: -Mañana te lo va a llevar. Dale la dirección. «Antes de Claudia, solamente María Eugenia Silbado, una chiquilla de celestial rostro y ojos vivaces había hecho palpitar mi corazón de trece años, igual que el suyo. Esta bella vecina de la casa de la vieja Cola en Viña del Mar, obstaculizó, no obstante, cualquier intento de amor, al alegar constantemente, que una chica de su edad, debía salir con un chaval de diecisiete, uno de los tantos dogmas de aquel Chile provinciano de los sesenta. Con esas condiciones, la preciosa muchacha, se convirtió en mi amor platónico, incluso en musa anónima de mi Literatura para Gente Joven. Silvia, la chica que había sido la primera novia de Juan Francisco, también tuvo cierto significado en mi vida hasta antes de conocer a Claudia, aunque solamente saciaba mis anhelos y deseos, más que sexuales, sensuales al dejarme acariciar cualquier parte de su cuerpo, en especial, sus tetas. Si notaba la erección de mi pene, Silvia reaccionaba como si estuviera ofendida. Solamente cuando se enteró de la aparición de Claudia, Silvia intentó una relación más sexual. Una hermana de Silvia, Patricia, la menor de esas inolvidables hermanas, fue la primera novia “oficial” que tuve en mi vida. Mi polola. Aunque esa relación se inició y terminó con media hora de diferencia, cuando ambos contábamos con once años. Todo sucedió en el jardín de su casa, en Renca. -¿Querís pololear conmigo?, -me preguntó con el desenfado de su edad. -Sí, -le respondí sin el mayor entusiasmo. Entonces me besó con gran pasión. 123

-Chuchas, galla, qué rico, -mentí tras un intercambio nada apetecible de saliva. Dado el beso de pololos, pasó a hablar de sus cosas. -¿Sabís que mañana tengo que ir al doctor? -¿Y pa’qué? -Porque tengo lombrices, pus, huevón. Huelga decir que no hubo más besos y que me pasé el resto de la noche escupiendo, como suelen hacerlo esos millonarios jugadores de fútbol profesional, casados con modelos tan finas, como ellos». Al día siguiente, fui a ver a Claudia con el libro en la mano. Vivía en la décimo tercera planta del edificio donde estaba situado el Hotel Santa Lucía. Ese día estaba increíble. Hermosa como jamás lo hubiera imaginado. Su pelo frondoso le llegaba hasta los hombros y le cubría la frente dejando ver apenas sus vivaces ojos negros. Su vestido azul celeste, muy corto, dejaba al descubierto gran parte de sus espléndidas piernas. Cuando me acerqué para besar sus mejillas, un dulce aroma, no sé si natural o de algún perfume sutil, terminó por embelesarme. Hubo pocas palabras. El libro pasó a sus manos y me lo agradeció con otro beso, también en la mejilla, pero más prolongado, un beso que parecía ser el preámbulo de otro más completo, más directo, más sensual. -¿Así que vos soi el Ricardo? –preguntó una voz aguda, tan aguda que no sé si era de chico o chica. Esa fue la carta de presentación de Arturo, el hermano de Claudia, un gay donde los haya y que a partir de aquel día jamás dejó de anunciar mi llegada a aquella casa tan remilgada, tan llena de etiquetas innecesarias, de finuras sobrantes, con un agudo: -¡¡¡Claudia, llegó el Ricardo!!!

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El ambiente de su casa, me impidió volver a ver a esa Claudia sencilla y campechana del día del paseo más de una vez, lo que no fue obstáculo para que la amara con verdadera devoción. Cuando aún estábamos en los escarceos iniciales de nuestra relación, sus compañeras de clase me invitaron secretamente a un viaje que realizarían a Viña del Mar, a pasar un fin de semana, una invitación que también extendieron a Rodrigo Yáñez, compañero del colegio, enamorado de otra de las chicas. El viaje en tren fue divertido, tanto que el resto de los pasajeros del vagón, prefirieron abandonarlo para que lo disfrutáramos a nuestras anchas. El bullicio y alboroto de las chicas estuvo casi exclusivamente destinado a alabar el amor de las dos parejas. Claudia simulaba enfado en ocasiones, embarazo en otras y bochorno, las demás. Fueron, no obstante, tres horas inolvidablemente frescas. Alojadas las chavalas en una casa de Concón, frente al mar, Rodrigo y yo, nos fuimos a nuestros respectivos lugares de residencia, la mía en casa de la vieja Cola. Por la noche, con mi amigo decidimos visitarlas por sorpresa y la sorpresa nos la llevamos nosotros. Al acercarnos a la vivienda, escuchamos gran algarabía y unas risotadas que no se correspondían con unas damitas de la alta sociedad santiaguina. Con curiosidad cruzamos por el jardín para asomarnos por el ventanal de la sala, que daba al mar. Allí estaban ellas, enfundadas en su pijama, como correspondía a señoritas de colegio de monjas. Las risotadas estaban motivadas por el concurso que estaban realizando las muy marranas. Era de luminarias.

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La chica que participaba al momento de asomarnos, era nada menos que Claudia. El certamen consistía en que cada una se recostaba de espaldas sobre la alfombra de la sala, levantaba sus piernas, encendía una cerilla cerca del culo y se pedaba. La llamarada provocada por la ignición del gas y su tamaño y duración, determinaban la ganadora. Esa noche no llegué a saber quién ganó, porque como dije, dejamos la sorpresa que les deparábamos para mejor momento, aunque si no fue mi chica, la ganadora debía haber tenida una bombona de butano en el culo. «Ya he hablado de la guapa María Eugenia, pero lo que no he contado es la vergonzosa historia de aquel día en que tuve la innegable oportunidad de demostrarle mi profundo valor humano. Ella sabía que yo la amaba, a pesar de lo cual, cerca de ella me la pasaba haciendo idioteces para llamar su atención y como nunca fui especialmente hábil, las fulanas idioteces me convertían en el más perfecto imbécil del mundo. Sin embargo, yo insistía una y otra vez, dejando claro que el amor no tiene edades para cegar. En la playa tuve las más claras oportunidades para demostrarle mis inhabilidades. Cuando intentaba caminar con las manos, al revés, mis escuálidos bíceps eran incapaces de sostenerme más allá de un cuarto de segundo. Otra de mis gracias era la de demostrar mi “dominio” del balón en improvisados y solitarios partidos de fútbol playeros. Y en este punto, no puedo dejar de rendir mi más cálido reconocimiento al yo de aquellos tiempos, por el esfuerzo que desplegaba, pateando una pelota de goma, sorteando a imaginarios rivales, aproximándome a una 126

también imaginaria portería, mientras mi garganta, al compás de los movimientos corporales imitaba, la voz de un frenético locutor que narraba apasionadamente mi virtuosismo balompédico, al tiempo que también emitía la ovación interminable de una multitud delirante. Invariablemente, en el clímax del griterío, de locutor y público –concentrados en mis cuerdas vocales- y al aprestarme a disparar emocionado sobre la desguarnecida portería rival, me interrumpía el infaltable rompe ilusiones: -¡Ey, huevón! ¡Vete a tirarle arena a tu abuela! Un buen día, el grupo de chavales que merodeaba a la chica de mis sueños, me invitó a jugar vólibol. Se me presentaba por primera vez, la oportunidad de demostrarle a María Eugenia, todo mi poder. Me ubicaron, por esas cosas del destino, muy cerquita de ella. Al sacar el equipo contrario, yo, que gozaba plenamente de su cercanía, que creía sentir el calorcito abrasador de su cuerpo insinuante, que quería cobijarme en su fresco aliento, salté y devolví el balón con maestría en una de las pocas cosas bien hechas que había podido demostrar hasta ese día. Al despegar en busca de la gloria y el balón, sentí que me encumbraba hacia el infinito llevando a mi chavala de la mano, en busca de una aventura interplanetaria y que nos quedaríamos perdidos en un asteroide solitario, donde mi dama sería testigo de mi caballerosidad y poder sexual. Cuando golpeé el esférico, comencé el descenso suave y majestuoso. Imaginé ser una frágil gaviota planeando sobre un mar cálido y calmo. La blanca arena viñamarina, ofrecía apoyo a mi cuerpo luego de la hazaña. Esperé gritos y aplausos. Mis pies se posaron 127

como plumas, remeciendo la tierra salina y se ve que también a mis entrañas, pues un pedo enemigo me traicionó. Fue sonoro y aromático. Demasiado sonoro para negarlo. Demasiado aromático para disimularlo». A la mañana siguiente esperé a las chicas en los alrededores de la Plaza de Viña y casualmente me encontré con Jaime que pasaba el fin de semana en la casa de sus padres en Reñaca. Enterado de mi interés sentimental por Claudia, me dio todo un sermón sobre la importancia del amor. -Mira, Ricardo. Con el amor no podís andar jugando porque es un don de Dios y si no querís a la Claudia déjala tranquila. Además a mí, esa cabrita no me gusta nada. Y si además hubiese sabido lo de las luminarias, menos que menos le habría gustado. El amigo se fue de mi lado muy molesto por decirle que amaba a la chica pesara a quien pesara, junto en el momento en que llegó ella. -Hola, Ricardo. ¿Cómo estai? -Yo bien y muy contento. -¿Por qué? -Porque seguro que anoche ganaste el concurso de luminarias. -No, -respondió con la más absoluta perplejidad dibujada en ese rostro que se tornó sorpresivamente granate. Eso no fue obstáculo para que me contara que: -Ganó la Paulina.

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Solté la risa. Paulina era la más menudita y aparentemente frágil del grupo y fue la vencedora de un concurso que uno se imagina apropiado para gente ordinaria, gorda y sebosa. Pese a que Claudia también se rió, la vergüenza quedó estampada en lo más profundo de su ser. Aunque jamás volvimos a tocar el tema, supe, tiempo después, que entre el grupo se había producido una tremenda bronca mientras se buscaba a la chivata. Con Claudia pasó lo que nunca tenía que haber pasado, es decir, nada, absolutamente nada. Estábamos locamente enamorados el uno del otro, nos expresábamos una y mil veces el más puro y dulce de los sentimientos, íbamos a todas partes juntos, nos necesitábamos, nos deseábamos, pero la inexperiencia y un respeto desmesurado, aprendido en un colegio religioso y practicado literalmente, se confabularon para que nuestro largo noviazgo fuera espiritualmente apasionado y humanamente una mierda. Así Claudia, aquel primor de piel blanca como la nieve y cabello negro como el azabache, de sonrisa amplia y cursilería fácil, el primer gran amor de mi vida, se fue diluyendo tras mi viaje a España en 1967 a cuyo regreso tan sólo la vi una vez más en todo el esplendor de su magnífica belleza. Fueron dos años en los que solamente las miradas mancillaron nuestra estrechez y que lo único íntimo que logré verle, fue una profusión mucosa, cuyos estornudos previos obligaron, para su bochorno, a suspender por unos instantes una obra de teatro a la que asistíamos y en la que actuaban Lucho Córdoba y Amparo Leguía. «Dos años después de aquella interrupción y en el teatro Municipal de Viña del Mar, Román soltó tales carcajadas en 129

medio de una obra de teatro que también protagonizaban esos estupendos actores cómicos chilenos, que tras veinte minutos de suspensión del acto por la risa que había contagiado a todo el equipo de actores, nos pidieron que abandonáramos la sala. Dos días después regresamos con invitaciones de la propia compañía, pero con asientos reservados en la última fila. Ese día los actores tuvieron un gran acto de gentileza, al pedir al público asistente un gran aplauso para mi tío político. Y hablando de teatro, en ellos solían pasar muchas cosas. Por ejemplo, era muy normal en el Chile de los sesenta, que la gente asistente a un cine, que allá también se le conocía como teatros, aplaudiera con cortesía, cuando en los noticieros previos a la exhibición de las películas, aparecía el Presidente de la República. Era una forma de demostrar la madurez cívica de la que tanto se ufanaba el pueblo de aquel país. Y aplicando esta costumbre durante mi primera noche en Buenos Aires, de paso hacia España, cuando en el cine al que fui a ver no recuerdo qué, con mi primo Augusto, apareció en el noticiero el dictador de turno, que en aquellos días era el teniente General Juan Carlos Onganía, aplaudí mecánicamente. Como guiadas por un resorte, todas las cabezas voltearon buscando a ese “concha‟e su madre”, como dijo uno, que había enlodado el fervor patriótico del pueblo, conculcado por aquel gorila. Y para que el oprobioso sujeto, o sea yo, quedara al descubierto, se encendieron las luces de la sala. Entonces, Augusto, para salir del paso y con un extraño acento explicó: -En el mío país, se desaproba lo malo con la palma de mano. Como respuesta unánime, todos los asistentes, comenzaron a aplaudir. 130

De todas maneras, abandonamos la sala en medio de la función, previniendo que pudiese haber algún policía adentro».

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España en el corazón Capítulo I Etapa irreal la del Colegio, con valores éticos y morales ajenos a una sociedad viva, revolucionada y revolucionaria, apartados, asimismo de una estructura de lucha de clases, de una miseria real y no teórica. Es decir, que el colegio era el cielo, en medio del infierno. Me costó mucho sacudirme de ese entorno protector, más aún porque al llegar a la España franquista, las leyes del estado y las vivencias de las primeras familias burguesas con las que tuve contacto, se asemejaban demasiado a lo que yo había sentido y vivido los años precedentes, aunque la obligada tolerancia hacia la izquierda que se respiraba en el colegio, más por temor a un triunfo de Allende, que por caridad cristiana, era inexistente en aquellos años del régimen dictatorial español. Sin embargo, los enfrentamientos iniciales con la realidad los tuve con los primeros contactos con algunos miembros de la familia en Tarrasa, donde las voces que disentían de la dictadura eran claras, lo mismo que las opiniones de mis amigos universitarios. Tantos años de fantasía, hicieron que me pareciera infiel criticar a un régimen que supuestamente tanto había hecho por España y me hice, paradójicamente franquista. José María Cosa, amigo de juventud de mi padre, arruinado pero burgués por herencia, solía repetirme:

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-El pueblo quiere al Caudillo, porque Franco ha hecho de España una nación Unida, Grande y Libre y nos ha mantenido alejados de la inmoralidad extranjera y cerca de Dios. Yo sé que cuando el hombre hablaba de la “inmoralidad extranjera”, me miraba con ojos escrutadores, quizás para ver si yo había sido contaminado por ella, sobre todo porque tenía una hija un año menor que yo, cuya belleza la disimulaban sus padres imponiéndole unas gafas neutras de dudoso valor estético y que pienso que deben haber pertenecido a su abuela. Un día le pedí a la chica que se quitara las gafas y pude disfrutar de su rostro hermoso. La madre que nos sorprendió en ese inocente acto, debió pensar algo así como que la chavala se había desnudado en mi presencia, así que nunca más se me permitió la entrada en aquella casa. ¿Coincidencia? Puede que sí. De todas formas, fue en Barcelona donde comprendí que el mundo de izquierdas no sólo se circunscribía a la Yaya, a mi primo Augusto y a su padre, sino a un amplio sector de catalanes y que el comunismo, negado por el régimen, existía en las ideas de la práctica totalidad de chicos que conocí. Sin embargo, mi rocambolesco ingreso en un seminario madrileño, como residencia primero y como futura profesión después, me devolvió provisionalmente a la querencia tranquila del mundo aparentemente perfecto ante el cual cualquier atisbo de problema se podía solucionar con una oración bien dirigida. No tardé en rebelarme contra esta situación. Había visto poco, pero sí lo suficiente como para percatarme que aquello no era más que un espejismo. Cuando me retiré del seminario, tres meses después, lo hicieron también seis seminaristas y un sacerdote, todos cubanos, a excepción de un chaval canario.

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Estoy seguro que el resto de residentes de aquel luminoso claustro situado muy cerca del Ministerio del Aire, me habrán odiado. Hoy ese edificio es simplemente una construcción de lustrosos ladrillos rojos, esplendoroso por fuera, vacío por dentro. Tal vez en aquellos años, pese a tener gente adentro, estaba más vacío interiormente que ahora. En 1989 regresé a aquel sitio donde tan poco tiempo estuve, pero que tantos recuerdos insulsos me trae. Golpeé sus blancas puertas, pero el eco de pasillos, salones y habitaciones vacíos me regresó aquellos golpes. Aquel era uno de los pocos seminarios que permitía a dos o más chavales compartir una misma habitación. El primer día me asignaron la celda que ocupaba un seminarista andaluz. Era un joven locuaz, divertido y católico convencido. Así me lo demostró nada más conocerlo. -Estoy aquí porque creo en la misión pastoral de la Iglesia y me duele que muchos de los hermanos que comparten estas sagradas paredes, no lo sean en la fe de Cristo, sino en la de las conveniencias humanas. El chaval se refería a que la mayoría de quienes estaban allí, eran chicos cubanos, que habían ingresado en seminarios de la isla para poder escapar del comunismo. En España continuaban sus estudios sacerdotales, bajo la amenaza de que si abandonaban sus respectivos seminarios, dejarían de tener ayudas de cualquier tipo. Luego me explicó que: -Por todos ellos purgo cada día, mis pecados. ¡Y cómo los purgaba! La primera noche en esa habitación amplia y cómoda aunque sin ventanas ni ventilación, el joven descubrió su torso y comenzó a golpearse con fuerza la espalda con una correa con clavos en la punta. Rápidamente comenzó a brotar sangre de 135

entre las muchas cicatrices que se le habían dibujado en aquel sector de su cuerpo. -¡Que este sacrificio expíe los pecados de los débiles de espíritu! –clamaba entre gemidos. -¡¡¡Permíteme Padre mío, alcanzar la gloria de Tú perfección!!!, -gritaba extasiado, mientras se corría como un condenado. Solamente dos noches pude soportar aquel espectáculo de masoquismo místico. Ante el rectorado, expuse razones más espirituales: -Estanislao es un chico demasiado entregado al Sacrificio de la Carne y necesita estar solo en la meditación. –Y añadí: Soy muy inquieto y conversador y no quisiera interrumpirlo. También aduje motivos más mundanos, por si lo anterior no fuera suficiente: -Aparte de eso, sufro de claustrofobia y no soporto estar en una habitación sin ventanas. -Está bien, -me respondió el Rector, un hombre de mediana edad, mediana estatura, mediana calva y prominente panza, tan prominente que a esa altura, le era muy difícil abotonarse la sotana. –Desde hoy puedes irte a la celda de Pedro, un chico cubano muy dicharachero y majo. Además, agregó, -aunque no es muy grande, la habitación tiene una buena ventana que da a la parte trasera. Las ventanas del frente correspondían a las habitaciones del Rector, los curas más viejos y algunos seminaristas privilegiados, que en lugar de haber caído en la Gracia Divina, habían caído en la gracia humana. También ocupaba una de esas habitaciones frontales un hombretón de aspecto fuerte, que no ocultaba su condición de policía. Está claro que entre tanto cubano, no sería de extrañar que se filtrase algún comunista, lo que podría significar el Apocalipsis del seminario.

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Pocos minutos después llegué a la habitación de Pedro y el chaval me recibió muy sonriente con todo el resplandor que puede emanar de un espíritu ágil, limitado por un cuerpo pequeño y delgado y compensado por una larga y aguileña nariz. -Hola, chico, -me saludó. –Esta es tu cama. –El cuarto era tan estrecho, que en lugar de dos camas había una litera y él me señaló la parte alta. Luego conversamos de todo un poco y la verdad es que era, como me había adelantado el Rector, un chico ameno y dicharachero. Pero en la noche mientras dormía me pareció sentir algo que hacía cosquillas a mis pies y reí. Siempre entre sueños, me pareció oír otras risas. También entre sueños sentí que algo aprisionaba mi “paquete” con fuerza, y ya despierto –eran demasiados sueños juntos-, sentí el aliento del cubano cerca de mi rostro. Salté de la cama y cuando me aprestaba a descargar un guantazo en el rostro de Pedro, este chilló: -Perdóname, chico. Estaba jugando. -¿A las dos de la madrugada? -Es que no puedo dormir. Mi tercera y definitiva habitación era grande, con una sola cama y un amplio ventanal con vistas a la calle. Pedro siguió siendo mi mejor amigo en aquel sitio y cuando me fui no quiso seguir mis pasos, pues me confesó que estaba enamorado de un seminarista de la misma Congregación, que estaba en Valencia y no perdía la esperanza de que algún día volverían a estar juntos. -Nos separaron cuando se percataron de nuestro inmenso amor. Sin embargo, el tiempo los volvió a unir años más tarde en un colegio de Madrid, donde ambos impartían clases. Como en

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mi colegio de Santiago, los sacerdotes vivían entre las mismas paredes. Ni los amigos de Cataluña ni los seminaristas me hicieron tocar jamás el tema de la política. Quien lo hizo fue un capitán del Ejército del Aire adscrito al Ministerio cercano, que solía cenar en el comedor del Seminario. Un día se sentó en mi mesa y tras escuchar mi acento, preguntó: -¿Y tú, de dónde eres? -De Tarrasa, -le respondí con indiferencia -¿Con ese acento de argentino? -De chileno, porque he vivido casi toda mi vida en Chile. -¡Comunistas!, -comentó con desprecio. -¿Quiénes?, -quise saber extrañado. -Ese Frei, que es un comunista disfrazado con sotana. A mí, Frei me había parecido hasta ese día un hombre que intentaba ser justo, cristiano y aunque conservador, rompía los cánones clasistas en los que había sido educado. Además, sabía por lo escuchado a don Alejandro, el padre de Jaime, que el presidente chileno distaba mucho de ser comunista. Quise decírselo al uniformado, pero éste añadió: -Si ese Frei estuviera aquí, le metería un par de tiros en los cojones. Ante esa imbecilidad, no pude quedarme callado, sin pensar que mi respuesta podía costarme muy cara. -A Frei lo eligió la mayoría absoluta de los chilenos y no es ningún comunista. -¿Qué saben los tíos ignorantes lo que es elegir un Jefe de Estado? A ese lo elige Dios. -Como Dios no esté dividido entre los millones de balas que acabaron con la vida de un millón de españoles para instaurar un régimen, yo no sé qué Dios escogió a nuestro Caudillo. 138

El militar enrojeció y dio un fuerte golpe de puño sobre la mesa. -¡Niñato de mierda! ¿Quién te crees tú para discutir con un oficial del ejército del Aire? -Yo sólo le dije lo que me parece el presidente de Chile y que lejos de ser un comunista, como usted dice, es un católico practicante. El hombre dejó de comer y se fue. Nunca más volvió por aquellos predios.

Capítulo II Nunca vi a Madrid más hermoso que e aquellos luminosos años 60‟s. Y es que no tenía mayores problemas ni responsabilidades, ni siquiera obligaciones. En mi corazón, Madrid era España y cada calle, cada coche, cada habitante, aunque impersonales, conformaban el espíritu de lo que durante mucho tiempo había amado a través de las referencias. La Gran Vía era el símbolo de la Patria que había defendido durante tantos años de vida escolar. La Cibeles, no sé por qué razón, se me antojaba como el futuro y la Puerta de Alcalá, como el centro de mis ilusiones. Me fascinaba mirarla con cariño, respeto y admiración. Barcelona, por su parte, era la emoción, las historias y anécdotas de mis ancestros, hechos realidad. A través del Virolai, la Balanguera. L‟Emigrant o la Santa espina, me reencontraba con mis raíces. Sin embargo, los sentimientos que emergían frente a ambas ciudades, nacían de una necesidad de evasión, ante la patética soledad que sentía.

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Muy allegado a Juan Francisco, me resultaba difícil asimilar su ausencia; abstraerme de aquellos diarios y prolongados coloquios nocturnos. Me resultaba insoportable no ver durante tanto tiempo aquellos ojos vivaces de Claudia. Inconcebible pasar más de una semana sin compartir grandes sueños con Jaime. Impensable no contar con las alas protectoras de mi padre. Afortunadamente, el cielo de Madrid, las estrellas de Madrid, el sol de Madrid y la luna de Madrid, eran los mismos que miraban ellos y eso, en cierta forma, mitigaba mis sensaciones. En el aspecto sentimental, aparte de Vicki, mi noviecita inglesa, otras chicas dejaron alguna huella en mi corazón durante mi pasantía en España. Mari Carmen Medianía, la novicia asistente del Seminario, con su amor ansioso y ávido de atención, pero candoroso en sus aspiraciones de conformarse con una mirada o una sonrisa, se diferenciaba del de la hermana Mari Carmen, la novicia de un convento cercano. Esta otra Mari Carmen era vivaracha, pícara, llena de vida, escasa de vocación y pletórica de pasión. Recuerdo cómo reíamos cuando en las mesas de los bares al aire Libre del Parque del Oeste, nos deshacíamos de nuestros respectivos hábitos ante la mirada impasible de los transeúntes, muchos de los cuales, sin embargo, no podían ocultar su simpatía. La chica solía imitar torpemente un striptease, sacándose sus hábitos. En ese momento, nos unía una profunda complicidad. Un día uno de los camareros del bar donde solíamos reunirnos, no sé si en tono de reproche o apoyo, nos comentó:

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-Con Muñóz Grandes como vicepresidente, se pueden ver estas cosas, porque Franco no las permite, pero como son muy amigos, le deja hacer. Pero no por mucho tiempo, porque días después de aquel comentario, el Almirante Carrero Blanco desplazó sorpresivamente del cargo al teniente General. Con Mari Carmen no pasó nada, pues un día, sin comentárselo, regresé a Barcelona y tres semanas después, tras rendirme vanamente una vez más a la belleza de Maite, regresé a Chile. A España había ido a estudiar periodismo, pero pudo más la nostalgia por el padre, la Yaya, el hermano, Claudia o los amigos. Pocas veces hasta hoy, he dedicado algunos minutos no solamente al recuerdo, sino a las consecuencias en algunas personas de mis verdaderas huidas, sin despedirme de gente que realmente me importaba. Quizás esos ojos intensamente negros y con una pequeña manchita negra en su parte blanca que siempre me servía de excusa para acariciar sus párpados, de Mari Carmen, la novicia pícara y coqueta, habrán llorado mi inesperada e inexplicable ausencia. Nunca lo sabré.

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Concepción Capítulo I El viaje de 15 horas en avión primero y de doce en tren después, había sido extenuante. El cambio de horario, cinco horas menos, ayudaba a su manera a que mi cuerpo se sintiera cansado y hasta deteriorado, No me había llegado a impresionar la exuberante vegetación que rodeaba a Concepción, ni la grandiosa belleza del río Bío-Bío que pasaba parsimoniosamente a poca distancia de nuestra casa. Aquel día ni siquiera atrajo mi atención el frondoso bosque de pinos que separaba la vivienda del río. Una hondonada que nacía al borde mismo del garaje, indicaba que en una época no muy lejana, las aguas habían llegado hasta los linderos de la propia casa, la casa de Chiguayante, como la llamaríamos durante muchos años. Y la casa de Chiguayante, no sé si era un caserón o simple y llanamente, una mansión con sus dos salones, biblioteca, cuatro cuartos de baño y doce inmensas habitaciones. Dormía. Dormía muy profundamente. De pronto, sentí una suave humedad en mi mejilla. “¡Duque!”, pensé entre sueños. La suave humedad rozó mis labios. -¡Coño! ¡Qué asco! ¡Duque! –quise culpar al perro. Mis ojos se abrieron con lentitud, la lentitud propia del sueño y del cansancio e irritación y otros ojos, negros, tiernos, muy tiernos y sonrientes me miraban con una mezcla de burla y picardía. El rostro era moreno y hermoso y estaba enmarcado por un pelo intensamente negro y sensualmente largo. La chica, muy joven, estaba acostada a mi lado. Por curiosidad levanté las 143

sábanas, para ver íntegramente aquella dulce aparición y ahí estaba ese cuerpo que no me cansé de acariciar y besar en los dos años siguientes, sólo con una minúscula braguita blanca y un también blanco sujetador que a duras penas lograba contener sus voluptuosos senos. Mientras contemplaba admirado aquella preciosa figura que el destino (así quise creerlo en todo momento) había depositado en mi cama, entró Victoria al cuarto con una bandeja y dos desayunos. -Buenos días, Kuky –saludó mi madrastra con naturalidad. -¿Ya la conociste, Ricardito? –me preguntó dirigiéndose a mí. Y lo cierto es que no supe qué responder. La acababa de ver y ahora recién caía en que era la famosa Kuky, la novia que había tenido Juan Francisco durante gran parte de mi permanencia en España. -Amo a Ricardo- afirmó convencida la guapa jovencita, dándome luego un suave beso en la boca. Victoria se limitó a sonreír mientras salía de la habitación. Entonces nos besamos, nos tocamos, nos abrazamos, nos vestimos y nos fuimos a la orilla del río. Recuerdo que Kuky, que calzaba sandalias, llevaba unos vaqueros azules muy ajustados, que comenzaban a la altura de sus caderas y una camisa a cuadros, roja y blanca, anudada debajo del sujetador. “Me la llevé al río pensando que era mozuela. ¡Y era mozuela! ¡Y siguió siendo mozuela!” Resulta difícil describir tantos años después las emociones de aquel momento. Fueron instantes muy apasionados. Nos revolcamos en la arena hasta llegar a empaparnos con las 144

aguas del río y no sé si por causalidad o por sus besos hechiceros, esa mañana quedé profundamente enamorado de esa chiquilla pequeña, delgada, coqueta y bonita. Después de limpiarse la arena del cuerpo y de esperar que su ropa se secara, me dijo al oído: -Algún día, tal vez, nos volvamos a ver. Y salió corriendo hacia el bosque de pinos desapareciendo en él. Sin embargo, pese a su despedida ningún día, de los siguientes veinticuatro meses, dejé de verla, de besarla, de expresarle mi profundo amor. Entre el 67 y el 69, Kuky fue el complemento vital perfecto, con sus locas espontaneidades y ocurrentes sugerencias, a la amistad que mantenía con Jaime Hamed y aquel viejo inolvidable, Misha Stalin Lenin, un convencido comunista viñamarino. El último día que la vi, fue el de su boda, dos horas antes de la ceremonia. Me suplicó entonces que le impidiera casarse. Que le dijera que la amaba, que nunca me arrepentiría. -Tú ya saliste de mi vida –le dije con fingida frialdad. Tenía deseos de abrazarla y besarla y repetir nuestro revolcón en la playa del río. Pero el dolor y la desconfianza habían emparejado sus acciones con el amor y la felicidad, un balance frágil y peligroso en cualquier relación sentimental. Y desde ese día, salió de mi entorno, aunque años más tarde, con nuestras respectivas vidas completamente organizadas, ella me localizó en dos sitios diferentes de mi largo peregrinar por el mundo. Su pequeña aunque atractiva figura, en la que destacaba un rostro vivaz que denotaba a las claras a través de la nariz algo larga y esos brillantes y grandes ojos negros, su ascendencia judeo-palestina, era un verdadero terremoto. Activa en todos los aspectos, especialmente en el sentimental, no me desamparó casi 145

en ningún momento durante ese tiempo que el azar la puso en mi camino. Aparentemente liberal, su crianza judía, casi ortodoxa, le permitió todos los juegos amorosos posibles, excepto el sexual. En ese punto fue siempre inflexible y para evitar que un rollo bien dispuesto, en el que siempre acabábamos desnudos no se interrumpiera, aprendí a ser feliz sin intentar penetrarla. Nos llegamos a entender hasta con la mirada, con un simple gesto, con un desvío de ojos. Parecía que nuestra comunicación era mental. Prueba de ello es que un buen día, ayudándola a estudiar matemáticas junto a una de sus compañeras de clase, Elizabeth, fue milagrosamente capaz de adivinar mis sutiles actos de inocente ingenuidad. Estaba yo en la esquina de la mesa del comedor con ambas chicas flanqueándome, comentando las ciencias que nos ocupaban y mientras con mi mano derecha que había sorteado las minúsculas braguitas negras de mi amor, acariciaba su húmedo y ardiente sexo, con la izquierda hacía lo propio con el de Elizabeth, quien había facilitado mi labor no utilizando ropa interior bajo su minúscula faldita. Kuky se corrió y se excusó para ir al servicio y sin haberla oído regresar, descargó una tremenda bofetada en el rostro de Elizabeth justo cuando alcanzaba el orgasmo, y también en el mío. Hecho esto, salió de la casa llorando. Quise seguirla pero Elizabeth que se había deshecho de su ropa, se abalanzó sobre mí. Era esta chica y pienso que aún debe seguirlo siendo, la mujer más guapa que haya visto hasta ahora. Alta, morena, pelo liso, largo y muy negro. Ojos intensamente azules, delgada y de formas perfectas. Un rostro precioso y una voz en extremo sensual.

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Al sentir su abrazo, creí ser poseído por una diosa, pero, pensé que las diosas están en su cielo y al cielo se llega después de muerto. Mi muerte era perder a Kuky y no quise morir. Salí corriendo detrás de ella y Elizabeth nunca más me dirigió la palabra. A mi dulce y explosiva “polola” la encontré un par de horas más tarde en mi casa de Chiguayante, contándole a Victoria, con la voz entrecortada, mi imperdonable pecado. Ambas lloraban y me recibieron sin una palabra y con intensas miradas de reproche. -Perdóneme mi gordita –quise iniciar el diálogo. Pero mi “gordita”, salió corriendo como alma que lleva el diablo. Tres días con sus noches estuvo Victoria sin hablarme. Solidaridad femenina, pienso yo. Los mismos días estuvo Kuky yendo a conversar con ella. No consideré oportuno entrometerme. Sin embargo, al cabo del tercer día y a la hora que acostumbraba a irse, se presentó la chiquilla en la biblioteca de la casa donde yo, silenciosamente, rumiaba mi error, temiéndome lo peor. No obstante, con un par de movimientos se deshizo de su ropa y quedó como Dios la trajo al mundo, espectacularmente hermosa, irresistiblemente atractiva, excitantemente agresiva. En pocos segundos me quité mis atavíos. -Te voy a enseñar lo que es una mujer de verdad, -me dijo, tirándome al suelo para dar rienda suelta a nuestra irrefrenable pasión. Ese era el día en que el destino parecía haber dispuesto lo necesario para que ella perdiera su virginidad. -Ricardo. Kuky, creo que estarían más cómodos en la habitación del medio. –Era la voz de mi padre, cuya interrupción, no por bien intencionada logró evitar que se rompiera el encanto, que emergiera la vergüenza y que la ropa cubriera en un santiamén nuestra desnudez. 147

Las sucesivas e inoportunas interrupciones de mi padre, eran tradicionalmente esquivadas por la pícara intervención de la chica, que se metía a quien quisiera en un bolsillo.

Capítulo II Keka, la hermana mayor de Kuky, también jugó un papel muy importante por aquellos días, aunque en un tema muy específico. En la universidad aprobé el curso Propedéutico y por lo tanto había sido promovido al segundo año de la Escuela de Periodismo. No hubo problemas durante la inscripción. Y digo que no hubo problemas durante la inscripción, porque cuando me presenté a clases, mi nombre no figuraba entre los matriculados. De nada valieron mis protestas pues me había quedado sin plaza. Una mal encarada funcionaria del departamento de Computación me informó de manera poco amable que: -Usted está matriculado en la Facultad de Derecho. –Y agregó groseramente: -Algunos “gallos” tienen la “cueva” de tener palanca. Es decir, que no solamente estaba inscrito en Derecho, sino que había tenido un apoyo extra. Sin duda ahí estaba la mano de mi padre, a quien la idea de que yo me dedicara a la comunicación social le quitaba el sueño. No solamente le parecía un capricho sino también una vergüenza de cara a sus amistades. La ayuda de su amigo y vecino, Nicola Nikolides, profesor de la Facultad de Ingeniería le había sido de mucho provecho. -La Keka te va a ayudar –sentenció Kuky, mencionando por primera vez ese nombre. -¿Y quién chuchas es la Keka? –quise saber.

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-Mi hermana, gordito. Ella estudia periodismo y es dirigente del MIR. Fue ese día de fines de marzo del 69, diecisiete meses después de estar saliendo con mi chica, cuando me enteré que no era hija única. Pero lo que más me llamó la atención fue que una judía confesa profesara la política de la violencia ultra que propiciaba desde la Universidad de Concepción, Luciano Cruz, el máximo líder del Movimiento de Izquierda Revolucionaria. Sin embargo, cuando al fin la conocí, noté que su postura era la asumida por otros miles de chicos salidos de hogares burgueses. Era una forma de expresar el inconformismo, muy de moda por esos años, especialmente a niveles universitarios. Keka estaba casada con un actor y vividor o vividor y actor. Aunque se afirma que el orden de los factores no altera el producto, en aquel sujeto, estoy convencido que sí porque una cosa es ser actor como actividad principal y la otra, vividor. En su caso no sé a qué se dedicaba con mayor énfasis, pero a estas alturas desde luego no me rebanaré los sesos para intentar llegar a una conclusión. -Ay, mi pobre guachito. Tenís una cara de buena persona que me da pena que hayai caído en las redes de la Kuky. -Ese fue el saludo de la chica, que inmediatamente provocó la protesta, aunque en tono amistoso, de mi novia. La casa de la mujer, a pesar que quería demostrar con sus muebles campestres, la modestia y sobriedad de una pareja de extrema izquierda, estaba tan primorosamente adornada, que parecía preparada para la foto de alguna revista de decoración. Este hecho le restaba, no obstante, intimidad, a pesar que predominaba la acogedora suavidad de la tonalidad verde. Keka era menos morena que la hermana, las facciones más suaves y dulces, aunque sus ojos expresaban idéntica picardía y coquetería. A pesar de sus ocho meses de embarazo, me pareció bellísima, una sensación que se acrecentó con el paso del tiempo 149

y la recuperación, tras el parto de una bella niña, de su línea corporal habitual. Su voz suave y sus manos que cogían las del interlocutor cuando hablaba, la rodeaban de un extraño halo de ternura. Eso no era obstáculo, de todas maneras, para que fuera poseedora de un carácter férreo y dominante. Mi cuñada plantearía el caso en el Consejo Estudiantil de la escuela, órgano que dominaba al centro desde que su director, Hernán Osses Santa María, un periodista inescrupuloso y excesivamente engreído había dejado el cargo tras ser atacado por elementos del MIR. Al hombre se le había desnudado, tras golpearlo con saña, embadurnándole el cuerpo con alquitrán y después se le había cubierto con plumas blancas de gallina. Luego lo expusieron en la entrada de la Universidad, en el llamado Arco de Medicina, a la hora de salida de un concurrido acto festivo estudiantil. Osses, como decía, se retiró y la policía desconoció, a raíz del hecho, la autonomía universitaria, figura ética utilizada muchas veces para encubrir actos delictivos como aquel. El día de la reunión no se me permitió estar presente, aunque a través de un portón de vidrio que no cesaba de abrirse y cerrarse en la misma medida que entraba y salía gente, me enteraba de todo lo que sucedía. Mi corazón se paralizó cuando tras mucho pedirlo, entre una dialéctica que solamente fingían conocer los marxistas, se le concedió la palabra a Keka. -Compañero –dijo, -¿Me da permiso para ir a hacer pipí? Quedé congelado. El estupor se dibujó en cada uno de esos rostros enmarcados por largas y desgreñadas barbas y melenas sucias, como indicaba el convencionalismo revolucionario. 150

-Compañera, -sentenció un chico de baja estatura y de rostro agrio, que parecía dirigir la reunión –estamos discutiendo el compromiso social de la Universidad con las masas trabajadoras y no es el momento para trivialidades. Keka se sentó comentando en alta voz: -Está bien, compañero. Sigamos comprometiéndonos con el proletariado, mientras mi chucha se compromete con mi meao que ya se está saliendo. -Vaya rápido, compañera –condescendió el muchacho. Cuando la chica pasó por mi lado, me comentó con un encantador guiño de ojo: -No te preocupís, gallo. Ya los tengo dominados. Dos minutos después, regresó y se sentó. Inmediatamente rompió el silencio con el que se había aguardado su retorno. -Ya hice pipí. Podemos seguir. –Y sin dejar que nadie pudiera abrir la boca, contó mi caso y solicitó formalmente mi ingreso a la carrera, asegurando que pese a provenir de una familia burguesa... -...está tan comprometido con la revolución y la lucha de clases, como la chucha con mi orina. El alboroto fue instantáneo. Cada cual quiso opinar lo suyo. No obstante, la opinión del líder, resumió las protestas. -Alguien que está en Derecho así como en Ingeniería, ya sea por su voluntad como por la de otros, digan lo que digan, es un momio. –Dicho esto se retomó el tema de las luchas, el compromiso, la revolución, la libertad y lo que siempre se hablaba en estos entornos revolucionarios. Keka, sin decir palabra, se levantó y se fue. Al pasar por mi lado, me cogió del brazo, se sujetó a mí y me dijo al oído: 151

-Ya estai adentro, cabrito. Me pareció que ella, debido a su estado de buena esperanza, no había entendido bien las palabras de aquel sujeto. Pero, media hora más tarde, Edgardo Henry, el director de la escuela, además del mismo dirigente que se había opuesto a mi ingreso y muchos de los que habían protestado la solicitud de Keka, me daban la bienvenida a la facultad. Veinticuatro horas me duró la alegría. Al día siguiente, mi expediente había regresado a la Facultad de Derecho. Henry me expresó su pesar y reconoció que no podía hacer nada. Decepcionado, me inscribí en la Licenciatura de Historia y Geografía. Si no podía estudiar la carrera de mi vocación, estudiaría cualquier otra, pero por rebeldía Derecho, jamás. Entonces advertí a mi padre que si también me sacaba de allí, renunciaría a seguir estudiando. No hubo necesidad. Keka, que a pesar de haber dado ya a luz, no olvidó mi caso, consiguió mi ingreso en la escuela, aunque ya no podía hacerlo en el segundo, sino en el primer año, una vez que había desaparecido el Curso Propedéutico, calificado por la izquierda dominante como sistema de estudios pro imperialista. Mi ingreso en Periodismo, me fue alejando paulatinamente de Kuky, aunque la seguía amando con pasión. Ella intentó llamar mi atención provocándome celos y lo que logró fueron unas escenas inolvidables para quienes fueron testigos de ellas. Así, no era raro ver a mi “polola” corriendo y chillando por el centro de Concepción y yo detrás de ella, lanzándole los más atrevidos improperios. Entre sus intentos de darme celos, “apareció” un supuesto novio judío que vivía en Viña del Mar y con el que debería 152

casarse por imperativos paterno-religiosos. “Apareció”, también un amigo norteamericano que suplía, según ella, con ardor y pasión, mis ausencias. “Apareció”, finalmente, una fuerte apatía. Con lo que no contó mi querida y bella noviecita, es conque en mi vida pudiera irrumpir otra chica. En efecto, hubo un amor pasajero. Se llamaba Pilar Chico y era una hermosa aspirante a abogado a quien llegué a querer platónicamente. No sé si Pilar llegó a sentir alguna vez algo por mí. Cuando en la primavera del 69, Kuky me pidió que todo volviera a ser como antes, yo ya había entablado una buena amistad con Sandra y Olga, dos guapas y encantadoras gemelas de la escuela, con quienes comenzaba a hacer muy buenas migas. De hecho Olga –primera vez que lo reconozco-, me gustaba, me atraía profundamente. Aquel día Kuky estaba muy seria. Se notaba que había llorado, Vestía un traje sastre gris con una falda muy corta. Llevaba una blusa color lila, lo mismo que sus medias y la sombra de sus ojos. Tras hablar, me ofreció sus labios, pintados de rosado muy clarito. La besé más con ternura que con pasión y le aclaré: -Esto se acabó, mi gorda. Se acabó. Su rostro denotó turbación y los ojos se le aguaron. No me detuve a pensar qué podría estar sintiendo ni el daño que podía estar haciéndole. El ser humano, en cosas del amor suele ser muy egoísta. Kuky me había dejado, sin embargo, una profunda huella. Bailarina ágil y acompasada como pocas, la chica se ganó la popularidad de mis compañeros de la escuela. Se hizo querer. Pero no solamente fue el centro de atención en los actos 153

lúdicos que se solían combinar con las clases y la política, sino que era una activa participante en los proyectos del centro. Era un terremoto productivo e ideario, como la calificó el director, quien un día le dijo: -Eres la no-alumna más popular. También mi amigo Jaime Hamed tenía mucho que decir, un mucho que resumió así: -Eres la loca más cuerda del mundo. Y a mí me decía: -Viéndola, uno llega a la conclusión de que los locos somos nosotros. Luce natural, cuerda y encantadora. No muy dado a filosofar sobre las virtudes femeninas, Jaime, hombre de una sola mujer, olvidaba cerca de ella, incluso su pasión por la poesía y entraba a analizar las vivencias humanas partiendo de la base del encanto de mi novia. Una vez el viejo amigo llegó a concluir, parodiando a Descartes, en lo siguiente: -Pienso, luego existo. O a lo mejor nosotros no somos más que el producto de la imaginación de la Kuky, que es la única que existe. Por otra parte, para mi amigo Misha, un hombre mayor, como he comentado anteriormente, la Kuky era la expresión máxima de la sensación de libertad y como buen comunista ortodoxo, sentenciaba: -El sueño del socialismo marxista es lograr que la mujer revolucionaria sea como tú. -O sea, bien puta -le respondió ella en esa ocasión, para hacerlo rabiar. No lo logró, pues para Misha la prostitución 154

era un oficio nacido de la opresión del capital y la puta no era más que una proletaria incomprendida. Muchas veces, Misha que solía ir algunas semanas en verano a nuestra casa de Chiguayante, previo compromiso con Victoria de no tocar el tema político, nos llevaba a casa de algunos amigos intelectuales, lógicamente comunistas y en presencia de la chica, la dialéctica marxista leninista, era reemplazada por conversaciones acerca de música, moda y otras trivialidades. Ya lo he dicho. Lo de Kuky se fue enfriando paulatinamente. Preferí estar con las gemelas, conversar con Juan Carlos o Javier, estudiar con Mario Pantoja. Pilar Chico que formaba parte de una historia que no alcanzamos a escribir, también pasó a ser más importante. María Olga Toro, antigua y pasajera pretendida y Loreto Zapata, una belleza tan pura como inalcanzable, ocupaban cada vez más mi tiempo. Un día, un domingo por la mañana, después de cinco días de haberla visto por última vez, me encontré con ella que se había teñido el pelo del mismo color de su piel y como si aquello no fuera suficiente, vestía un traje sastre beige. -¡Chuchas! Si estai fea, huevona, -Fue el comentario que se me escapó espontáneamente. Su mano chocó con fuerza en mi rostro. Meses después supe que era novia del para entonces presidente del Colegio de Periodistas de Concepción, un chico judío y bastante mayor que ella. Sólo la volví a ver aquella tarde de la súplica.

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La casa del terror Capítulo I La vieja y enorme casona de Chiguayante, con sus dos plantas, sus paredes externas color vino tinto y techo de latón, color blanco invierno, se destacaba entre los sauces llorones, cedros, eucaliptos y pinos gigantes que poblaban el enorme parque que la rodeaba, incluido un campo de golf de nueve hoyos. Alejada del resto de las casas del pueblo, en las noches adquiría, pese a la luminosidad interior y exterior, un extraño aspecto cargado de misterio, pero sus comodidades y su belleza, impedían pensar en cuestiones sobrenaturales. Un día, paseando con Kuky por el jardín delantero, notamos que justo frente al portón de la biblioteca, había un promontorio que indicaba que ahí había algo enterrado. Llamé al jardinero: -Pedro, ¿usted sabe qué hay ahí debajo? -Sí, patroncito, pero no se le ocurra desenterrarlo, porque hay una pileta de agua donde se murió la guagua de don Lisandro, un caballero que ocupó la casa hace como veinte años. -¡Claro!, -le comenté. –Los padres no querrían ver el sitio donde murió el niño. -No, don Ricardo. Es que todas las noches se veía a la guagua saliendo de la pileta. -¡Coño, Pedro! Esas son supersticiones. -¡Qué va, patroncito! Yo mismo la vi con estos ojos y yo mismo tapé la pileta. -Vamos a empezar a desenterrarla. -No, don Ricardo, yo no lo voy a hacer. 157

-Entonces lo hago yo, pero empiece a buscar trabajo en otra parte. Con todo el dolor de su alma y protegiendo su trabajo, el hombre comenzó a desenterrar la pileta, mientras Duque, nuestro fiel perro Pastor Alemán, comenzó a aullar lastimeramente desde algún rincón del jardín. En tres días, un sábado, la pileta estaba desenterrada y restaurada y funcionando, con la figura de un niño orinando agua. Ese mismo día por la noche, mi padre y Victoria me invitaron a cenar con ellos a Concepción, pero preferí quedarme leyendo. A medianoche tuve deseos de ir al servicio y decidí utilizar uno que estaba en el centro de la casa, el más cercano a la biblioteca. Proseguí mi lectura sentado en el retrete, cuando luego de unos minutos, escuché que se abría la puerta trasera del corredor de las habitaciones principales, la que daba al garaje. Pensé que la pareja había llegado, lo que parecieron confirmar sus pasos. Sin embargo, los pasos prosiguieron durante cinco o seis minutos y me extrañó que no me buscaran o al menos, llamaran. Decidí llamarlos yo: -¡Papá! ¡Mami! Nada. Opté entonces por ir a ver y a medida que me acercaba al pasillo de las habitaciones a través del salón primero y la salita de la entrada principal después, el sonido de los pasos se fue haciendo más claro. No obstante, al abrir la puerta que daba acceso al lugar, vi que estaba vacío, las luces apagadas y la puerta que daba al garaje, cerrada. Además, había cesado el ruido.

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Cautelosamente y temiendo encontrarme con algo o alguien, me fui lentamente hacia la biblioteca, abrí el portón que daba a la pileta y llamé al perro. A Duque, que le fascinaba entrar en la casa, tuve que cogerlo por el collar para obligarlo. Con él en la biblioteca me sentía acompañado. Se echó a mis pies. De pronto, se levantó gruñendo y con los pelos erizados, mirando fijamente hacia la puerta. La actitud del animal me hizo sentir, por primera vez ante aquella extraña situación, verdadero pavor. Sin embargo, tuve la suficiente fortaleza para acercarme hacia la puerta y cerrarla. Duque volvió a tranquilizarse y a recostarse a mis pies. La tranquilidad no duró mucho. El can gruñó de nuevo, volvieron a erizársele los pelos y se pegó a los cristales del portón aullando como un poseso. Tres fuertes golpes remecieron la puerta de la biblioteca. No quise saber qué o quién era. Salí corriendo hacia el jardín, donde vi que una pequeña neblina brillante rodeaba la pileta. Al salir, la puerta de la biblioteca se abrió de tal manera, que el pomo de la cerradura se enterró en la pared de madera contra la que golpeó. Corrí aterrorizado por el camino que conducía a la estación de ferrocarril, cuando en el trayecto me encontré con el vigilante nocturno que se dirigía a cumplir sus funciones. Al verme en tal estado de nervios, me comentó, imprimiendo a sus palabras el tono que suelen darles los sabios viejos: -Nunca debió desenterrar la pileta, don Ricardo, porque con ella ha desenterrado los fantasmas del pasado. Los recuerdos de llanto y dolor. –Y añadió con expresión de tristeza: -Y no hay dolor más grande y que se impregne más en las cosas que el que nace de la pérdida de un hijo.

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Cuando llegaron mi padre y Victoria a eso de las dos de la madrugada, les expliqué lo sucedido. Ella se echó a llorar sin darme ninguna explicación y mi padre cogiéndome del hombro, me llevó hacia la pileta y me contó: -Antes de venirnos aquí, me advirtieron que en el siglo pasado esta casa era el lugar de veraneo de una congregación de monjas de Santiago y que cuando tuvieron que restaurarla después del terremoto del 60, encontraron debajo de ella, varias tumbas. Se supone que quedan muchas otras enterradas. -Además, -agregó el viejo, -el antiguo propietario, un tal Barriga, se fue jurando que jamás volvería aquí y el anterior, Lisandro Sierra, creo que se llamaba, no pudo soportar lo que sucedió después de la muerte de su hijo.

Capítulo II Eran habituales los ruidos inexplicables mansión. Estos se sucedían tanto de noche frecuencia los convirtió en normales para habitantes, no así para quienes esporádicamente.

en aquella vieja como de día y la cada uno de los nos visitaban

La casa adquirió gran fama en la región e incluso en dos oportunidades hicimos sendas fiestas de terror, fiestas que atrajeron la atención de tanta gente, que hubo que hacer a última hora pases especiales para los invitados. En ambas, el jardín de entrada fue sembrado con cruces y lápidas de yeso, mientras que cuatro potentes ventiladores soplaban humo a manera de fuegos fatuos. En la primera reunión, un maniquí colgado de uno de los cedros, que simulaba a un ahorcado en el aparcamiento, causaba el terror de los invitados, y un obligado paseo por entre los 160

sauces, como paso previo a la entrada en la fiesta misma, semejaba a un tren fantasma a pie, con mascarillas mortuorias y manos o pies de yesos, destacados en diversos puntos del recorrido con tenues luces rojas. Tres ataúdes estratégicamente ubicados ponían el punto mágico a aquella primera reunión. La segunda fue más osada. El remedo de cementerio, como está dicho, volvía a estar allí recibiendo a los visitantes, pero con un equipo de sonido con grabaciones de ultratumba que ponían los pelos de punto a quien los escuchara, Duque incluido, que no salió de su pequeña caseta situada entre el garaje y el gallinero, donde no había gallinas, sino conejos, pavos y faisanes. Para esa reunión contamos con la complicidad de uno de los encargados del Instituto Anatómico Forense. Así, en la bifurcación del camino, dentro de la propiedad, que llevaba al garaje y al bosque del río, por una parte y al aparcamiento y al campo de golf, por otra, depositamos el cadáver de un infeliz, que no por fresco no comenzaba a tener su peculiar olor, y dentro de la casa, sobre el piano y bajo un paño blanco, al que habíamos pegado un cartelito que rezaba: ”No toque, cabeza humana”, había justamente eso, una cabeza humana disecada. A pesar del cartelito, la curiosidad llevó a varios, sobre todo a varias, a levantar el paño para saciar su morbo. Los gritos eran espeluznantes y los desmayos que se sucedieron durante todo la noche, terminaron por crear el más formidable de los ambientes. Lógicamente bailamos hasta altas horas de la madrugada con la mejor música de aquellos tiempos. Aparte de las fiestas, en las oportunidades que Pilar Chico, la compañera de la universidad me había acompañado a conversar en el altillo, los ruidos de una casa supuestamente vacía –mi madrastra solía salir todas las tardes y el personal de servicio se iba mucho antes que oscureciera- la llenaban de pánico, pero, creo que por el morbo que llevamos dentro, 161

también le encantaba. Pero la última vez que fue, y mientras bajaba las escaleras detrás de mí, salió disparada y aunque alcancé a sujetarla, ambos nos hicimos daño. Ella me juró una y otra vez que alguien la había empujado por la espalda y no quiso regresar nunca más. No obstante, quizás la peor de las noches en aquel lugar, ocurrió durante el mes de julio del 69, cuando servíamos de anfitriones a Jorge Alberto Yahur, amigo de mi padre y a su nueva esposa, Pola. Ambos recorrían el sur de Chile en su viaje de Luna de Miel y como el de nuestra propiedad era un rincón paradisíaco, no era de extrañar que parejas como ellos o, simplemente de vacaciones, hicieran un alto aprovechando nuestra hospitalidad. La tercera noche que permanecían allí, para desgracia mía, que me fascinaba la joven mujer y debía soportar impávido las groserías a las que la sometía su marido, -hinchado de dinero, pero miserable en educación-, la tranquilidad de la casa, se vio alterada justo a las doce de la noche. A eso de las once cada uno se recogió a su alcoba. En la mía ya no estaba Juan Francisco, que trabajaba en Santiago. Leí un rato y cuando me aprestaba a apagar la luz de la mesita de noche, escuché pasos en el corredor. En fin. No era extraño. Mi padre solía recorrer ese sector antes de acostarse, lo mismo que Victoria. Además había invitados, que a lo mejor querían pasear por el interior de la vivienda. Ya oscuro el cuarto, la puerta se abrió muy sigilosamente y cuando se asomó una cabeza, pensé que era la mujer de mi padre, que siempre solía ir a dar las buenas noches. -Buenas noches, mami, -le dije sin reparar que aquella cabeza había aparecido por la esquina superior del marco. Digo yo, sin reparar. El subconsciente me indicó con rapidez que quien se hubiera asomado por allí, o medía más de dos metros o volaba. 162

Volví a mirar con recelo y temor hacia la puerta y estaba abierta. En la oscuridad de la noche podía, sin embargo, divisar sombras de varias personas que caminaban lenta y acompasadamente por el pasillo. ¡No podía dar crédito a lo que estaba viendo! Pero aún quedaba más por ver. No mucho más, pero sí inquietante. Una figura muy alta, que imaginé femenina entró en la habitación y se fue hacia la esquina, donde Juan Francisco tenía en exhibición parte de su colección de trenes de miniatura Märklin. Aquel ser se agachó tanto sobre la mesa, que parecía que estuviera oliendo algo, después se aproximó a mí y acercó de tal forma su cabeza a mi rostro, que a pesar que no pude ver sus rasgos, sí pude percibir una fetidez vomitiva. Pocos segundos después abandonó la habitación y cesaron los sonidos del pasillo. Dos o tres horas más tarde, en las cuales no me atreví a mover de la cama, volví a apagar la luz y horrorizado pude ver dos puntos luminosos rojos que refulgían a través de la cortina transparente. No pude volver a conciliar el sueño. Hace poco, viendo el reflejo de la luz artificial en uno de mis gatos, recordé vívidamente aquellos ojos y aquella mirada. A la mañana siguiente, muy temprano, demasiado para ser un sábado y más aún para la pareja que disfrutaba sus primeros días de matrimonio, estábamos todos en pie. Sin mediar palabra, nos fuimos a desayunar al Casino, que no era un casino, sino un hostal que estaba cerca de la estación de trenes, de paso hacia el pueblo. En los rostros de todos se reflejaba el cansancio. Quedaba patente que ninguno había dormido. Comencé a contar lo que me había sucedido, pero Pola rompió a llorar:

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-¡No, por favor! ¡Déjame pensar que todo no fue más que una pesadilla! -Una pesadilla, -dijo Jorge Alberto, -de la que todos fuimos protagonistas. Mi padre cogió la mano a Victoria, cosa que muy pocas veces le vi hacer, y noté que ambos temblaban. Los siguientes quince días los pasamos en el Motel del Salto del Laja, cerca de la ciudad sureña de Los Angeles.

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Las primeras amistades Capítulo I El 68 y el 69 fueron años de íntimas aunque provisionales amistades. Claudio Pantani fue el mejor de todas, aunque la superficialidad fue la nota dominante de esta peculiar relación universitaria. Dotado de una cara dura portentosa, ese nieto de italianos, hijo de un comandante del Ejército y –años después me enteré- teniente de los Servicios de Inteligencia Militar, carecía absolutamente de pelos en la lengua o de vergüenza. Un día dijo en su propio rostro a la poco agraciada profesora de Antropología 101, que era la mujer más espantosamente fea que había visto en su vida, en otra oportunidad, se negó a saludar a mi amiga Nuri, una chavala bastante alejada de los cánones tradicionales de belleza, alegando frente a ella que temía que su fealdad fuera contagiosa. En los autobuses se encaraba con quienes tuvieran mal olor axilar. Un domingo, en la Plaza de Armas donde como en toda ciudad provinciana chilena se hacía los fines de semana, vida social juvenil, un coche que salía de un aparcamiento en batería, rozó a otro que estaba a su lado. Claudio formó un tremendo escándalo, con lágrimas incluidas, increpando al azorado conductor. Lógicamente, alrededor de la escena se amontonó un gran número de personas que tomaron partido por mi amigo, por lo cual el hombre no tuvo más remedio que ofrecerle dinero para que reparara el desperfecto causado. Afortunadamente el chaval, a pesar de su cara dura, tenía un alto sentido de la honestidad y rechazó la oferta: 165

-Páguele eso al dueño del auto, que suficiente amargura padecerá cuando se percate de los destrozos. Claudio sorbió sus mocos por la nariz, secó sus ojos y se marchó dejando tras de sí a todos con un palmo de narices. Llegó a ser temido y su presencia lejana, alertaba a la gente y no para mejor. A lo narrado anteriormente hay que agregar también la siguiente, de muchísimas anécdotas. Un buen día, en la misma plaza, unas chicas recibían los tímidos rayos del sol invernal sentadas sobre la tapa del motor de un coche. -¿Qué? –les preguntó -¿calentando la chucha, capullos de prostitutas? Sin embargo, no recuerdo precisamente cuándo, mi amigo desapareció. Parecía haber sido tragado por la tierra misma, pero, según me contaron, reapareció años después, un 11 de septiembre de 1973, ya no hiriendo con la lengua, sino con las balas. Lo mismo ocurrió con Javier, un joven compañero de la escuela, respetado por todos los sectores políticos. Bondadoso, generoso y siempre dispuesto a dar una mano a quien lo necesitara, a partir de ese 11 de septiembre, fue pródigo en repartir tiros en su condición de Teniente de Navío, especialmente durante la represión que él mismo desató en la escuela, aquella casa que le abrió su corazón pese a las cada vez más odiosas diferencias políticas. Javier, eso sí, jamás dio muestras de estar en uno u otro bando, lo que hacía muy extraño que se hubiera ganado las simpatías incluso de los extremistas, acostumbrados a afirmar que quien no estaba con ellos estaba contra ellos. ¿Imaginaría 166

alguno de aquellos jóvenes idealistas que aquel tímido y bonachón compañero, huérfano de padre y madre, sería algún día su verdugo?

Capítulo II Un miércoles del mes de abril del 69, entraron en el salón de clases de la Escuela de Periodismo, que debido al gran número de alumnos del primero, era además el auditorio, un par de chicas delgadas, altas, blancas de largo pelo liso castaño e idénticas. Se sentaron apartadas del resto de los alumnos. El profesor de Redacción Periodística que en ese momento impartía clases, instó a las hermanas a presentarse. -Hola, soy Sandra Garrido Peccinelli y soy de Curicó. -Hola, soy Olga Garrido Peccinelli y soy también, como mi hermana gemela, de Curicó. De esa forma tan simple hacían su entrada en mi vida. Me gustaron, sobre todo Olga que tenía unas facciones y una voz más suaves. Me acerqué y me senté cerca de ellas. Nunca más nos separamos hasta octubre de 1971. Fue una relación amistosa intensa, casi de dependencia, de necesidad. Todo lo llegamos a compartir, pidiendo a cambio solamente la fidelidad. No hubo con ellas, como en el caso de la Kuky o Claudio Pantani, anécdotas. Todo fue demasiado normal, convencional, casi rutinario.

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Quizás lo único que sobresalió era el inmenso cariño que no tardó en convertirse en ese inmenso amor, que profesé por Olga y que jamás quise expresárselo por temor a perderla. Un día que llovía mucho, ocurrió algo que pudo haber cambiado nuestras vidas. No me atreví a dar el paso. Tal vez no nos atrevimos ninguno de los dos. La gemela tocó al piano una preciosa sonata y al levantarse del taburete, la vi con su camisa y pantalones negros, más bella que nunca y la abracé. Ella me apretó contra su pecho y nuestras bocas se buscaron, pero les impedimos el encuentro. En ese momento no hubo risas, sólo la fogosidad que enrojeció nuestros rostros. Un beso en aquel instante, al lado del hermoso piano de cola y al calor de la chimenea del salón de la casa de Chiguayante, seguro hubiera cambiado nuestras vidas. Incluso su novio Carlos habló conmigo para dejarme el paso libre. Su madre, mujer encantadora, en más de una ocasión hizo referencia al amor que Olga sentía por mí. Sin embargo, yo no me daba por aludido. Ni siquiera las largas despedidas nocturnas, cargadas de palabras cariñosas y besos en las mejillas, rompieron el encanto de la amistad, para dar paso al amor. Como amigas, Sandra y Olga, aunque efímeras, solamente las puedo comparar con la amistad que me une con Jaime Hamed. Nunca compartí tanto con alguien como con ellas y desde el primer día existió una química especial que a cada instante nos hacía jurarnos una amistad a toda prueba. Incluso llegamos a plantearnos que nuestra amistad debería resistir las relaciones sentimentales con otras personas.

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Fue Sandra la que por primera vez prometió y nos hizo prometer a Olga y a mí que nuestra relación estaría muy por encima de cualquier tentación humana. Recuerdo que cruzábamos la vía férrea a la altura de la estación de Chiguayante, la primera vez que iban a casa. Muchas veces había estado yo en la residencia de sus tíos, cercana a la escuela. -¿Ricardo qué va a pasar con nosotras si la Kuky te prohibe nuestra amistad? La respuesta no fue difícil porque ya a la Kuky la había arrancado de mi corazón, como a una espina de un dedo. No había otra chica y con las gemelas me sentía cómodo y orgulloso por tan preciosa compañía. -Siempre van a estar ustedes en primer lugar y si aparece alguna chiquilla que me quiera alejar, se los juro, la dejaría antes, mil veces a ella. –Menos mal que para un juramento como aquel no existe una sanción penal pues desde luego yo, la habría recibido, aunque cuando eso ocurrió tuve mucho de lo que arrepentirme, aunque no para enmendarme con ellas. Ambas con risas de satisfacción, celebraron mi tajante determinación. Luego el juramento correspondió a Olga que parecía tener en ese momento, una fresca y soleada tarde de mayo del 69, un rostro resplandeciente. Sandra estuvo más seria y más concreta. Ambas, no obstante, dijeron lo mismo: -Juro que nada romperá esta amistad. La última vez que estuve con Olga fue en septiembre del 72 y con Sandra hablé por teléfono desde Venezuela, en julio del 74. Desde entonces, no sé nada de mis amigas. En esa oportunidad acompañé a Olga al médico que la trataba de un bulto en un pecho. Estaba muy nerviosa y caminó colgada de mi brazo derecho y como presintiendo que sería la última vez que nos veríamos, lloró desconsoladamente al dejarla en la puerta de la consulta. Yo, a pesar del dolor de aquel 169

momento, sólo me preocupaba que de aquella escena estaba siendo testigo Patricia Capriati, la mejor amiga de mi prometida Kika. La explosión de la Kika fue inolvidable, pero jamás tuvo la idea de amenazarme con dejar lo nuestro. Temía, y con justa razón, que corriera a los brazos de Olga, con la que ya nada tenía que perder, pero sí mucho que ganar. La conversación telefónica con Sandra fue breve y cordial, aunque no exenta de tensión. Me comentó que su hermana se había casado con Carlos y que ella haría lo mismo dentro de poco con un oficial de la Marina de Guerra. Después de aquel día no hubo ni una carta, ni siquiera un intento por recuperar el tiempo perdido. Volviendo al primer día de clase de las gemelas, tras las consabidas presentaciones y una amena y larga conversación durante la cual prescindimos absolutamente de la poco interesante disertación del profesor de Redacción Periodística quien por enésima vez nos aseguraba que no era noticia que un perro mordiera a un hombre, sino que un hombre mordiera a un perro. Sandra, Olga y yo salimos del auditorio para dirigirnos en microbús hacia el centro de la ciudad, a comprar un poco de queso de cabra. Al regreso me sorprendió el mal olor que expelía Sandra y como yo iba sentado a su lado, argumenté que me daba el sol de frente, para cambiarme de sitio, a lo que ella aduciendo lo mismo, hizo lo propio y volvimos a quedar juntos. La amistad había comenzado a desagradarme nada más comenzar y opté por llegar a la parada del vehículo para despedirme. Sin embargo, las chicas a las que les había simpatizado, ya habían dispuesto que comiera con ellas en casa de su tía donde vivían en tanto el resto de la familia llegara a la ciudad. El padre era director de sucursal del Banco del Estado de Chile y

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esperaba su traslado a Talcahuano, ciudad portuaria muy cercana a Concepción. No fue sino al llegar a la casa que descubrí, no sin alivio, que la bella Sandra no era la del mal olor, sino el queso de cabra que fue a parar a la basura por estar en evidente mal estado. El cabreo de Sandra y la cristalina risa de Olga, coronaron mi confesada sospecha. Luego, con unas voces realmente claras, las gemelas me deleitaron durante horas con bellas canciones, acompañadas con sendas guitarras. Aquel primer encuentro selló una amistad que pudo haber durado para siempre. A partir de entonces, mi desayuno siempre estuvo a punto en casa de los tíos y se me trataba como si fuera uno más de la familia hasta que sus padres y hermanas llegaron a Talcahuano donde debido a la lejanía, los desayunos se convirtieron en meriendas y cenas. Cuando yo no iba, venían ellas a casa. Raro, muy raro era el día en que no nos veíamos. Quizás si uno o dos, pero eran suplidos por cinco o seis conversaciones telefónicas, especialmente con Olga. Marisol era la hermana que las seguía en edad y aunque pueda parecer imposible, era mucho más hermosa que mis amigas, pero más tímida e introvertida. Para ello tenía sus motivos muy íntimos, ya que se sentía responsable del accidente que había dejado tetrapléjica a su también preciosa hermana menor, Pamela. Un día en que las dos chicas, de quince y trece años, jugaban saltando sobre la cama de Pamela, ésta salió disparada por la ventana, cayendo de cabeza tres plantas más abajo. Quiso el destino que sobreviviera pero prácticamente sin más movimiento que el de la cabeza y algo en los brazos. Pamela nunca me tuvo mucha simpatía. Poca gente se acercaba a verla y el único que iba diariamente a ver a sus hermanas, sin darle el gusto de ver rostros nuevos, era yo y eso, 171

creo que no sería del todo de su agrado. Con pocos pelos en la lengua, un mal día me dijo: -¡Chuchas, gallo! ¿Vos no tenís nada más que hacer que venir p‟acá todos los días?. Ya me estai cabreando, huevón. Doña Olga la regañó avergonzada y yo, azorado, no hice nada por responder, así como tampoco por enmendar su molestia. Lo cierto es que a pesar que a veces temía ser hasta odiado por ella, le cogí un inmenso cariño que no sé si alguna vez notó.

Capítulo III No habían pasado muchos días desde el primer encuentro con las mellizas, cuando ideamos hacer juntos un programa de radio. Nos faltaba solamente la estructura y la radio para sacarlo en antena. Casi todo. Pero el destino suele abonar el camino de las ideas y por esos días llegaron a la escuela, en cumplimiento de un pacto de pluralidad política, dos profesores demócrata cristianos, sugeridos por el propio presidente Frei. Uno de ellos era el profesor de radio, Manfredo Mayoral, un chico algo mayor que nosotros. Lógicamente nos colgamos de él como tres manzanas verdes y se ve que le caímos bien y nos indujo a hacer el boceto de un programa estándar y luego nos llevó a los estudios de Radio Universidad de Concepción donde los elogios a Sandra y Olga lograron herir mi orgullo pero, pensé, que ya que estábamos en la misma barca, no me apearían antes de haber comenzado. Había, sin embargo, un problema: -Estos chiquillos no son miembros del Sindicato de Locutores, -explicó el director de la emisora.

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-Pero si esta radio les da la oportunidad de practicar, tienen la posibilidad de conseguir su afiliación, -le recordó Mayoral. -Pero es que para practicar necesitan la afiliación, -explicó el hombre para dar por terminada la conversación. Y era cierto. La única forma de ejercer la locución en Chile y otros países sudamericanos, era a través de un permiso emitido por la dirección de telecomunicaciones y este permiso solamente lo obtenían quienes tuvieran dos años de practica y para la práctica había que estar afiliado al Sindicato y para estar afiliado, se necesitaba un permiso de telecomunicaciones y así se entraba en un círculo vicioso que solamente podía romper la corrupción o el tráfico de influencias, siempre ligado a la pertenencia a un partido político y en Concepción era el comunista. Finalmente el profesor habló con Humberto Guzmán, director de la emisora pro gubernamental, Radio Cooperativa de Concepción y como quiera que éste no estaba muy dispuesto a ceder ni cinco minutos de su programación a un trío de asomados, Mayoral logró que el propio presidente Eduardo Frei Montalva hablara con el reticente sujeto. Finalmente se nos dio el horario dominical de dos a dos y media de la tarde para un programa que nosotros ya habíamos decidido llamar Fogata Juvenil. Nuestra primera presentación radiofónica fue fría, sobre la base de un guión literal y ocho discos cortos. A duras penas alcanzamos a cubrir esos treinta minutos. Al siguiente espacio le agregamos un tema musical más y unas cuantas líneas al guión, pero, no sé por qué milagro de las malas matemáticas, el programa se nos acabó exactamente a los 22 minutos, con el agravante de que a partir de aquella ocasión contábamos con tres cuartos de hora. Las mellizas se cortaron y se negaron a seguir adelante por lo que tuvo que acudir en 173

nuestra ayuda Mónica, la locutora de continuidad con la que terminé haciendo con muchos aprietos aquel segundo programa. Para el tercero, ensayamos durante toda la semana para poder improvisar sin intervención de otros, aunque decidimos llevar un guión por si acaso. Al llegar en esa oportunidad a los estudios de la Cooperativa, nos encontramos con una chica sudafricana que venía con ganas de conversar y cargada con un montón de discos de música típica de su país. A pesar de su mal español, la música y nuestra innata curiosidad hicieron de ese el mejor programa hasta ese día y tal vez uno de los más compactos de la historia de Fogata Juvenil. Además, tuvimos la suerte que Guzmán nos escuchara por primera vez. Así las cosas, el siguiente domingo, el espacio ocupaba el espacio estelar de once de la mañana a una de la tarde y muy pocas semanas después era líder absoluto de audiencia no solamente en Concepción, sino también en las provincias limítrofes. Al ritmo de “Sentado en la orilla de la bahía”, cada domingo la juventud escuchaba “Sandra, Olga y Ricardo les presentan Fogata Juvenil, un programa hecho alrededor del fuego de la amistad”. Durante dos años y medio el programa, aún siendo regional, alcanzó importancia nacional, tanta que durante largo tiempo fue estudiado como un “fenómeno radial” por la Vicerrectoría de Comunicaciones de la Universidad Católica de Chile, cuya cabeza visible era el actor David Benavente. Nuestras fotografías aparecieron en portada de las más importantes revistas juveniles del país, como Rincón Juvenil y Ritmo y al programa llegaron, a petición propia, grupos y personajes de la farándula chilena e internacional. De esta forma recuerdo las entrevistas a “Los Angeles Negros”, Germán Freites, “The Marmelade” y muchos otros. 174

Quizás el peor recuerdo lo guarde de mi paisano Joan Manuel Serrat. Durante el Festival Internacional de la canción de Viña del Mar de 1970, viajé a entrevistar al cantante catalán, con el patrocinio de su Club de Fans penquista, un club que yo, indirectamente había contribuido a formar al entregar en 1967 el disco “La tieta” en Radio Cooperativa, para la promoción del cantante, una promoción que, debido a su calidad, fue casi automática. La cosa es que nada más quedar frente a él, me di cuenta que el chaval tenía unos aires de divo, impresionantes y la decepción fue grande, aunque el viaje no fue en vano, dado que importantes grupos y solistas, con mucho mayor caché que Serrat, para la época, resultaron ser buenos colaboradores y entretenidos entrevistados. Ahora pienso, que aunque Joan Manuel Serrat era muy joven, tenía los humos demasiado subidos. -Joan Manuel ¿qué te ha parecido la aceptación del público chileno? -¿Y tú quién eres? -Soy periodista de Radio Cooperativa de Concepción. -Pues mira chato, ahora no estoy ni para radios, ni para diarios ni para nada. -Joan Manuel, -le rogué, -que he viajado diez horas para poder entrevistarte. -Y yo dieciséis para cantar. Dicho esto se escurrió tras una chica, exigiéndole: -Oye tía, déjame las llaves de tu coche. -Joan Manuel, al menos un saludo para tus fans de Concepción. -¡Tía! ¿Me dejas o no las llaves? -Oye, que también soy catalán. -¡Anda qué listo! Lo mismo que yo y otros seis millones. 175

-¿Y el saludo? -¡Me cago...! ¡Que me des las llaves, tía! -Joan Manuel... el saludo. -Os saludo... ¿Ya está? Ese fue el diálogo con el cantautor y aunque por el mismo alguien podría imaginar que estaba rodeado de gente, la verdad es que solamente estábamos la chica del coche, él y yo. No es de extrañar que debido a mis comentarios y la grabación, emitida en la hora de mayor audiencia, se disolviera de inmediato su Club de Fans. Independientemente de aquello, Fogata Juvenil alcanzó a partir de aquellos días cuotas cercanas al 90 por ciento de audiencia entre las trece emisoras de la localidad. Fue un éxito inesperado que nos daba, de vez en cuando, dolores de cabeza, dado que llegar arriba fue fácil, pero mantenernos era toda una proeza y, gracias a Dios y al empeño y entusiasmo que poníamos, lo logramos hasta el final. Pero “Fogata Juvenil” también fue foco de tensiones. La primera ocurrió cuando entrevistamos a la popular Miss Baile, Rosa María Goicoechea, una chica muy alta, muy mona y con unos enormes y cautivadores ojos azules. Además de eso, era poseedora de una simpatía portentosa. Toda una reina de belleza que representaba a las lectoras quinceañeras de la más popular de las revistas juveniles chilenas. La popularidad de la chica se basaba, aparte de sus propios atributos, en su noviazgo con un popular cantante, de aquellos que pegan durante unos meses una o dos canciones y luego desaparecen. La cosa es que no sé si fue a Rosa María o a su madre a quien le gusté, pero esta última se dedicó a venderme las cualidades de la moza, ya fueran las físicas –innegables- como las humanas. A raíz de esto, cada vez que yo viajaba a Santiago, la chica se paseaba conmigo por los sitios más concurridos y antes que 176

ocurriera, tuve que frenar el intento de la revista Baile por crear un noviazgo entre ella y yo, que hubiese alterado mis relaciones con las gemelas. Me resultaba muy difícil, sin embargo, desarmar el entramado. Nuestra casa de Chiguayante y nuestros amigos más íntimos fueron testigos de la arrolladora personalidad de Rosa María en diferentes fiestas a las que siempre acudía acompañada de su madre. La chica bailaba, cantaba, recitaba, animaba. La verdad es que era preciosa. Con esa figura y ese carácter era capaz de hacer caer a sus pies, al hombre más duro. Sus miradas y sus sonrisas me buscaban, pero también las de su madre. Seguro que el éxito que comenzaba a rodearme a mis 21 años las habría impresionado. Tal vez si hubiesen tenido una ventanita hacia el futuro, no me habría hecho acreedor ni tan siquiera de una patadita en el culo. Sin embargo, la tierna y sencilla sonrisa de Olga era mi vacuna para rechazar los encantos de la reina de belleza. La última vez que supe de Rosa María, fue cuando, estando en Venezuela, la vi a través de la tele, animando uno de los festivales de la canción de Viña del Mar. El fracaso de la guapa chiquilla fue estruendoso, abucheada por un público que diez años antes la había mimado en exceso. Aquello me causó una profunda tristeza. No obstante, fue durante el desarrollo de un festival de la canción que debíamos animar en 1970 Sandra, Olga y yo, el que demostró las profundas fisuras que podrían producirse entre nosotros en el aspecto profesional, sobre todo con Sandra. Emocionalmente nos preparamos durante más de un mes para enfrentarnos a esas tres mil personas que se calculaba que llenarían el Gimnasio donde se realizaría el evento. No era lo mismo, sin lugar a dudas, estar frente a un micrófono en un cuarto cerrado que ante centenares de ojos escrutadores. En

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ningún momento, eso sí, asumimos que seríamos el centro de atención. Sin embargo, una persistente tos, un dolor agudo en el pecho y una fiebre que por momentos era preocupante, me llevaron a visitar al médico. El doctor Méndez, hombre pequeño, gordo, calvo y muy afable, que había enterrado su profesión en Chiguayante, tras la muerte, víctima de leucemia de su única hija, me diagnosticó, tras un breve chequeo por medio de los Rayos X, una neumonía. -Tenís que estar por lo menos un mes de reposo, -me dijo. El mundo se me desmoronó. Pero no el mundo con sus mares, islas y continentes, sino el del festival. Era mi oportunidad de triunfar ante un público vivo y vociferante. En fin, triunfar o fracasar, aunque el riesgo era, por lo menos, interesante. Pero ya veía lo que sucedería. Arturo Pérez García ocuparía mi lugar y mis amigas pasarían a ser lo que él pensaba de ellas, es decir, unas azafatas decorativas. Decidido a no fallar, alegando una fuerte gripe, me dispuse a descansar tan sólo una semana, omitiendo los detalles de mi enfermedad pulmonar. El viernes siguiente me escapé de casa tres horas antes del inicio del espectáculo y me reuní con las chicas. -Ricardo, qué te pasa que estai tan pálido, -preguntó con preocupación, Olga. -Imagínate, -mentí con fuerzas apenas suficientes como para mantenerme en pie, -después de una semana en cama, es natural que me vea algo demacrado. -Seguro que las vai a cagar y eso no te lo vamos a perdonar. –Sentenció Sandra, más preocupada, como yo, de no poder animar el festival, que de mi salud. -Vete a casa , -terció Olga. Evidentemente se daba perfecta cuenta de mi estado.

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Estábamos conversando en la calle Barros Arana, a pocos metros de la radio y del gimnasio, cuando un coche que, la verdad, no corría mucho, hizo una extraña pirueta y se volcó justo encima del dueño de una librería, que conversaba con un conocido en la puerta de su local. No sé cómo, pero la cabeza del hombre se desprendió de su cuello y haciendo extrañas piruetas, se detuvo a nuestros pies. Sus ojos desmesuradamente abiertos, parecían mirarnos suplicantes, mientras su boca se movía espasmódicamente en un presunto intento por decirnos algo. Perdí el conocimiento y lo recuperé en los camerinos del gimnasio. Junto a mí había un médico, el tío de las mellizas, que me ordenó dirigirme de inmediato a las urgencias del Hospital Universitario. No obstante, pese a la mirada suplicante de Olga, opté por la postura que indudablemente tendría Sandra y me dirigí tambaleante hacia el escenario para dar comienzo al evento, que ya tenía unos diez minutos de atraso. Ya Arturo Pérez García, llamado por los organizadores, se aprestaba a dar el pistoletazo de salida, cuando llegamos a reemplazarlo. Cuando la orquesta del festival interpretaba el himno de radio Cooperativa, Sandra y Olga me sostenían con fuerza para evitar que me cayera. Recuerdo con claridad cuando todas las chicas que plenaban el sitio comenzaron a corear mi nombre primero y luego a exigir que cantara: -¡Que cante Ricardo! ¡Que cante Ricardo! Pero solamente fue un fugaz recuerdo, porque desperté en mi cama, rodeado por Victoria, las mellizas y el doctor Méndez. La gracia me costó casi dos meses más de reposo y diarias inyecciones a diestra y siniestra de mis sufridas nalgas. Demás está decir que Sandra cogió un cabreo de muerte, mientras Olga pocas veces dejó de ir a visitarme durante aquel largo reposo.

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Resulta extraño a estas alturas, dar una mirada retrospectiva respecto a mi amor platónico hacia esa guapa gemela. Jamás hubo más roce que el de las manos o besos que en las mejillas. Paradójicamente la única vez que me quedé dormido junto a una de ellas, fue con Sandra. Solamente una vez, en Playa Blanca, cerca de Concepción, hubo un contacto diferente. Fue un día que nos acompañaba Rosa María. La esbeltez de la reina de belleza no logró apartar mi mirada de la silueta impresionante de Olga, muy delgadita, pero con un cuerpo perfecto. Lucía un minúsculo bikini de tela de vaquero azul. Rosa María, mientras descansábamos tirados en la arena, me ofreció su espalda para apoyar la cabeza y Olga, como reacción, lo hizo con su vientre. Acepté, por veteranía de amistad, argumenté, el vientre de Olga. Apoyé mi cabeza de costado para disfrutar en mi mejilla del suave calor de mi secreta amada. De esta manera, mi oído captaba el acelerado latir de su precioso corazoncito. Esa mañana no hubo erección, pero sí una íntima alegría y muchos sueños protagonizados por aquella jovencita de origen italiano, nacida en una pequeña población del sur chileno, a quien perdí sin jamás haber tenido. Sólo una vez había apoyado mi cabeza en la playa de aquel modo. Fue en el vientre de la preciosa Gigi, sobrina de Misha. En aquella ocasión, no obstante, sufrí tal erección, que tuve que echarme boca abajo para disimularla y no me levanté hasta mucho después que se hubiera marchado la propia Gigi. Mi pene dejó un gran hueco en la arena y el sol, una quemazón de puta madre en mi espalda. Concepción, Santiago y Curicó, fueron las ciudades testigo de la amistad que me unió a Sandra y Olga., Fogata Juvenil, el pretexto que nos mantenía juntos y otro festival, el principio del fin.

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La última vez que me encontré con Olga, camino al médico, me confesó: -Tengo miedo que sea cáncer, Ricardito. -Una chiquilla tan linda como tú, no puede tener cáncer – le respondí convencido y en su caso, afortunadamente con razón. Cogió mi mano izquierda y la apretó contra su pecho y caminamos durante largo rato en silencio. -¡Mierda de festival!- dijo de pronto, con mucha rabia y lágrimas en los ojos. Luego preguntó: -Si el tiempo volviera hacia atrás, ¿harías el festival? La miré por unos momentos y le dije: -No. –Simplemente no, pero no era el festival. Era yo, era mi falta de voluntad, mi cobardía para enfrentar el destino. Le di un beso en la mejilla y me fui hacia la radio. En mi lento caminar, me observaban los húmedos ojos de Olga y los curiosos de Patricia Capriati. Pocos días después despedí a las mellizas de la radio. Ni siquiera tuve el valor para hacerlo personalmente. Se los comunicó Miriam, la secretaria y amante del director.

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Negras nubes Capitulo I El Festival Juvenil de la Canción del Sur se acercaba a su segunda edición. Al gimnasio que servía como sede se le habían añadido otras mil quinientas plazas y el escenario era espectacular. Para la nueva edición se contaría con la participación de destacadas figuras de la farándula nacional y se haría una exhaustiva pre selección de los solistas y grupos participantes. Sandra y Olga, en nuestra particular distribución de actividades previas al espectáculo, se dedicaban a conseguir la mejor publicidad posible, y la verdad es que lo lograron. El Festival contó con el patrocinio exclusivo de una importante empresa láctea de la región. Yo, por mi parte, debía colaborar estrechamente con los organizadores, en el plano de la asesoría, aunque para ser sinceros, me llevaban un trecho largo en lo que a experiencia se refiere. Sin embargo, no sé si porque era el presentador o por mi popularidad, o simplemente porque les caía bien, la cosa es que me dieron más importancia que la que tenía. Sería, pienso yo, diplomacia. La que dejó de lado la diplomacia fue Carmencita, una chica rubia, de 18 años, que sin ser del todo guapa, hipnotizaba con sus grandes y expresivos ojos azules. Esa chica que fascinaba, además, con su personalidad, tenía a más de uno, colgado por ella. A más de uno, no, al menos a casi todos los hombres que trabajaban en la preparación del evento y a quienes, pese a su juventud, dirigía con mano firme. Al principio no me percaté de sus miradas. O quizás no me importaron. Las mías eran solamente para Olga. 183

Un día, mientras estudiábamos en mi despacho de Chiguayante los posibles contratiempos que pudieran presentarse y su forma de solución, Carmencita se despojó de su ropa, menos la interior y se abalanzó sobre mí. Lo cierto es que tenía arte y gracia en los besos y en el sexo. Mientras me desnudaba, sentada sobre mí –tarea harto difícil- no cesaba de musitarme al oído: -Te quiero, huevón. ¡Chuchas, cómo te quiero! –Y me besaba y acariciaba. Finalmente se sentó sobre mi pene y fue uno de los actos sexuales más excitantes que recuerde en mi juventud. Intenso, extenso, cordial, íntimo, informal, sin compromisos... ¡al menos para mí! Victoria, como no era extraño, apareció en medio del reposo, cuando la chica todavía estaba tendida sobre mí, desnuda, besando cariñosamente mi cuello. Mi madrastra no dijo nada, se fue cerrando la puerta, pero reapareció a los pocos segundos portando una manta de lana con la que nos cubrió. -Se van a resfriar, chiquillos, -fue el único comentario que hizo. A pesar que nunca la quise, Victoria supo ser siempre discreta, y si hubiese tenido la oportunidad de ser un poco más tolerante, podría haber llegado a ser una buena amiga. Con Carmencita me seguí viendo todos los días y a pesar de actuar como si fuera mi polola, ella y yo sabíamos que no era así. Que no podía ser. Para mí sería imposible correr a su ritmo. Lo más probable es que me hubiera tropezado en el camino. La noche antes del festival, acompañé a Carmencita hasta su casa y la besé más intensamente que cuando unimos nuestros cuerpos. -Chao, -le dije. -¿No nos volveremos a ver después del festival? – preguntó.

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-No, -respondí, no sin deseos de besarla una vez más y decirle que la necesitaba, que algo me atraía y al mismo tiempo me alejaba de ella. Pero, en lugar de hablar, me di media vuelta y me fui caminando lentamente, escuchando a mi espalda sus incontrolados sollozos. El viernes, tras pasar por la Escuela, me fui con las mellizas a la radio, constatamos que todo estuviese en orden para las seis de la tarde y finalmente me fui, en microbús a mi casa. Unas dos paradas después de subirme, lo hizo la criatura más hermosa que había visto hasta entonces. Tenía un pantalón vaquero muy ceñido al cuerpo, una chaqueta negra corta totalmente abotonada, lo que destacaba aún más su figura y sostenía una guitarra entre sus manos. Se sentó a mi lado. Su cuerpo y su forma de caminar estuvieron a punto de paralizar mi corazón. Me dirigió una mirada distraída y noté que esos ojos marrones despedían pasión, vitalidad y dulzura. Su rostro, enmarcado por un pelo, también marrón, cortado al estilo “Príncipe Valiente”, se veía suave, precioso, perfecto. Dos paradas antes que la mía, la chica se bajó. La observé mientras se alejaba y juraría que por un momento me miró y sonrió. Entre las concursantes había una chica que se llamaba Kika, cuya sola participación había molestado a Carmencita y no sé por qué extraña coincidencia, la relacioné con la jovencita que acababa de ver. La tarde llegó volando. Me vestí con un pantalón azul oscuro, camisa beige, corbata también azul oscuro y americana azul celeste, entallada y larga como se usaba a principios de los setenta. Las gemelas vestían sendos vestidos largos ajustados y escotados, blanco Sandra y negro Olga. Se veían guapísimas y estaban radiantes de alegría, 185

Diez minutos antes del inicio del evento, entramos por la parte trasera del escenario. No podíamos ocultar nuestro nerviosismo. Carmencita no quiso sostenerme la mirada y obedeciendo a un impulso, cogí su carita y la besé en la boca. Sandra y Olga que desconocían, por omisión, que existiera algún tipo de relación, quedaron perplejas, sobre todo Olga, quien retuvo durante largo rato en sus mejillas, un favorecedor color rojo tomate. -¿Tengo alguna esperanza? –Me preguntó Carmencita. -Estoy confuso. -Al menos ahora me brindai eso, -reconoció la chiquilla con una sonrisa forzada y unos ojos suplicantes. Por el contrario, Olga mi preguntó: -¿Te gusta esa cabrita? -No lo sé. Creo que no. –Atiné a responder sinceramente. No hubo más preguntas. -¡Lactisur! ¡Productos Lácteos del Sur y Radio Cooperativa, con el auspicio de la Municipalidad de Concepción y la Intendencia de la Provincia, presentan la segunda edición del Festival Juvenil de la Canción del Sur! De esta forma, Sandra y Olga, alternándose dieron inicio al evento. Las luces de los graderíos se apagaron y las luces multicolores inundaron el escenario, mientras un vocerío ensordecedor había saludado el anuncio de las mellizas. La orquesta y coro del Festival interpretó el himno de saludo de la radio, mientras quedaba yo solo en el escenario, soportando el grito unánime que había aguantado durante algunos segundos, el año anterior. -¡Ricardo! ¡Ricardo! –pero que esa vez se prolongó durante más de diez minutos, interrumpiendo varias veces mis intentos por dar a conocer las bases del Festival y el nombre de cada uno de los miembros del jurado.

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Poco a poco se fueron encendiendo antorchas por todos los rincones y el grito fue cambiando a un: -¡Que cante Ricardo! ¡Que cante Ricardo! Así estuvimos otros diez minutos para desconcierto de los organizadores que disponían exactamente de cinco horas de conexión. Para calmar ese clamor, decidí entonar el himno de la radio, que fue coreado por Sandra y Olga, el coro y cuatro mil quinientas gargantas acompañadas por la orquesta. Menos mal que los chillidos de aprobación primero y los cantos después, ocultaron mis disonancias, aunque creo que igual me hubieran perdonado. Una vez calmado el público, inicié finalmente la presentación. -¡Sandra, Olga Garrido y este amigo, Ricardo Salvatierra, estaremos junto a ustedes... ...Y así, entre música, gritos y luces de colores, comenzó a transcurrir el festival con la presentación, en primer lugar, del afamado intérprete juvenil, Marcelo, que a su vez era miembro del jurado. El problema que cambió el curso de mi vida para los próximos años, comenzó cuando anuncié: --Y el primer participante, representando a Concepción, es Verónica de la Barrera Larra, Kika. Miré con curiosidad hacia la salida de los participantes y por la escalerilla comenzó a subir la chica del microbús. ¡No me había equivocado! Llevaba un vestido de lana amarillo, tal vez exageradamente corto, ceñido a la cintura por un cinturón negro. Por encima tenía un largo abrigo abierto, también de lana, pero verde. Mi corazón palpitó con fuerza. Si bella la había visto por la mañana, una diosa no podía igualarla en hermosura en ese momento. Se detuvo al llegar al escenario y como adivinando mi 187

conmoción, me sonrió con holgura. Sus dientes superiores delanteros eran algo más largos que el resto y la relacioné con una tierna conejita. El desastre comenzó cuando tropezó con el cable de los micrófonos de la orquesta y tiró, rompiéndolo, el amplificador de conexión con la emisora. El técnico de zona me dio a entender a través de señales que necesitaba diez minutos para reparar los desperfectos. Durante ciento veinte segundos, Sandra y Olga se dedicaron a destacar las bondades de los productos lácteos de Lactisur, tras los cuales debía yo llenar el resto del tiempo. Estaba absolutamente en blanco. Nervioso y tembloroso. Pero de alguna forma debía salvar la situación. -¿Te han dicho alguna vez que eres muy linda? –Pregunté por decir algo, sin esperar que su respuesta fuera: -Sí, muchas. -¿Y por qué en lugar de a cantante no te has dedicado a modelo? -Todo llega a su tiempo. Su desplante y su simpatía amenazaban con desbordarme. Miré con insistencia al técnico, intentando ver el gesto, la señal que me indicara que ya podría proseguir con la presentación formal, pero eso no ocurría. Seguí haciendo preguntas estúpidas: -¿Tienes novio, Kika? -Por el momento, -respondió, -tengo el corazón solitario y triste, pero ansioso de dar y recibir amor. –Dicho esto me dedicó una amplia sonrisa. Los chicos del gimnasio aullaron de admiración. -Con esa belleza imponente, esa fresca juventud, esa sonrisa cautivadora y esa simpatía sin par, el hombre de tus sueños debe ser alguien muy especial. –No sé por qué dije aquello. 188

-Sí, -contestó la chica acercando su boca a mi oído, como simulando decir un secreto. –Tan especial como tú. Como alcanzado por un dardo, sentí que las ideas se me escapaban de la cabeza, al tiempo que un nuevo aullido se apoderó del auditorio. -¿Y tú, por ejemplo, -pregunté intentando salir del paso o quizás para acallar el rumor que sus palabras podrían originar en mis oyentes, -te casarías con alguien como yo? Me miró fijamente, me quitó el micrófono de las manos y no titubeó para decirme: -Con alguien como tú, jamás. Contigo sí. El clamor de: -¡Ricardo! ¡Ricardo!, -volvió a aflorar en esas miles de gargantas. Los gritos se mantuvieron durante el tiempo necesario para que la avería quedara reparada. Esa noche fue larga y fatigosa. Veinte excelentes participantes, siete grandes artistas invitados, una orquesta, un coro y un público estupendos. Nada de eso, empero, impidió que Carmencita se cabreara y que Sandra y Olga apenas me dirigieran la palabra. Y la hecatombe se presentó con la decisión del jurado de dar empate en el primer lugar a María Elena Osbén, una simpática gordita, poseedora de una voz maravillosa y vieja amiga mía y para empeorar las cosas, a Kika. La discusión que siguió entre los organizadores y el jurado, fue feroz, ya que las normas del certamen descartaban los empates y los premios desiertos. La polémica se zanjó cuando el presidente del Jurado, en un gesto que quería ser salomónico, decidió: -Que sea Ricardo, quien al momento de anunciar los premios, lo determine. Todos estuvieron de acuerdo. En fin, casi todos.

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Sandra y Olga no podían estar contentas de que se les descartara de la animación del final del espectáculo, aparte que me advirtieron que si daba el primer lugar a Kika, quedaba terminada nuestra amistad, para siempre. Carmencita tampoco se pudo quedar callada: -Si gana esa puta, olvídate de mí. Llegó el momento de entregar los premios. -¡El tercer lugar le ha correspondido a... la concursante representante de Los Angeles, la número 17... Ana María Matutes, Aplausos y pitos. -El segundo lugar es para... –el público interrumpió con gritos que mezclaban los nombres de Kika y María Elena, aunque eran evidentemente mayoritarios para la primera. La emoción se adueñó del recinto. La verdadera expectación estaba entre las dos concursantes que imaginaban que estaban entre las dos primeras. Además la compartían Carmencita, Sandra y Olga. En circunstancias normales, la decisión hubiese sido fácil. El segundo lugar se lo habría dado a María Elena y el primero a la bella chica de Chiguayante, pero estaba la amistad con María Elena, la continuación de la relación con Sandra y Olga y el desarrollo de un posible sentimiento con Carmencita. Lo pensé y anuncié: -El segundo lugar es para... María Elena Osbén. Los gritos de entusiasmo, acallaron mi voz cuando anuncié que la ganadora era Kika. Sandra, Olga y Carmencita abandonaron apresuradamente el escenario, por lo que no pudieron ser testigos del apasionado beso que me ofreció la novel cantante. A Carmencita la seguí viendo varios días después. Las mellizas, por el contrario, me advirtieron que solamente nos veríamos los domingos en la radio durante la emisión de nuestro 190

programa, y aunque posteriormente flexibilizaron su posición, yo ya no tenía el tiempo de antes, Extrañamente, en esos días, nació una inesperada pasión por la chica de ojos intensamente azules, aunque en mi mente seguía grabada la imagen de la ganadora del Festival. Mi confusión era enorme. Carmencita era tan mimosa, tan tierna, tan cariñosa, tan frágil dentro de su enorme fortaleza, que lograba contrarrestar en parte la belleza rutilante de la cantante. Quizás la confusión estribaba en no conocer los sentimientos reales de Kika. ¿Pero qué sentimientos podría albergar ella hacia mí, si solamente la había visto una vez? Dos semanas más tarde, se presentó en mi casa. Nos sentamos en el borde de la piscina, debajo de un naranjo cargado de frutas y le conté una historia. -Kika, quiero que me ayudes a aclarar mis sentimientos. En estos momentos hay dos chicas en mi corazón y creo que las quiero igual. ¿Cómo dilucidar mi duda? Sin embargo, en lugar de responderme, agachó la cabeza y se quedó silenciosa. El pelo no le dejaba ver el rostro, pese a lo cual pude ver brillar unas lágrimas que rodaban por sus mejillas. Entonces le acaricié su sedoso cabello. -Vine a decirte que te amo, -rompió el silencio, -y vos me salís con que estai enamorado de otras dos. Se levantó y comenzó a caminar con pasos lentos y cortos hacia la salida de la casa. Espera un momento, -le pedí. –Debo decirte que una de las dos chiquillas eres tú. -¿Y la otra? –preguntó mientras se detenía. -También tú, -le mentí. -Lo que pasa es que no me atrevía a decírtelo, -seguí con la mentira. Como una gata se abalanzó sobre mí, caímos sobre el césped y como animales en celo, nos tocamos, nos besamos y 191

abrazamos frenéticamente, sin importarnos las magulladuras que nos estábamos haciendo. Desde ese día y durante muchos meses, el sexo centró nuestras vidas. También hubo amor, al menos por mi parte.

Capítulo II Cuando casi un año antes, el 4 de septiembre de 1970, Salvador Allende había ganado por estrecho margen las elecciones presidenciales, contra todo pronóstico ante el intento del conservador Jorge Alessandri, de volver a la Primera Magistratura, las cosas habían comenzado a cambiar bastante. La vida idílica de Chiguayante, se transformó. El río Bío-Bío, que bañaba los pies de nuestro bosque de pinos, seguiría siendo el testigo de mi primer abrazo con la Kuky y de mis íntimas relaciones con la Ximena Prato, cuya belleza e ingenua dulzura no fueron nunca capaces de llevar lo nuestro más allá de una furiosa pasión transitoria. Pero desde ese día hasta el mes en que Allende asumió la jefatura del Estado, creo que fue en noviembre del mismo año, el futuro comenzó a presentarse poco claro. Mi padre no se quedaría muy tranquilo viviendo en un régimen de claro corte marxista, siendo como era, tan pro yanqui. Ante esas perspectivas y la insistencia de Hernán, el hermano mayor de Victoria para que nos fuéramos a Venezuela, nos llenaba de incertidumbre tanto a Juan Francisco como a mí, más aún cuando le llegó a mi padre una oferta de empleo como profesor de una universidad de una pequeña población norteamericana. -Si nos vamos a ir, que sea a Venezuela, sino es mejor que nos quedemos, -sentenció Victoria que además de a Hernán tenía a su otro hermano, Guillermo, en Caracas. 192

En marzo del 71, Juan Francisco, mi padre y Victoria viajaron a Estados Unidos y a Venezuela durante un mes. Aunque de ello ha pasado muchísimo tiempo, sigo sin comprender por qué yo no fui en aquel viaje. La cuestión es que mi padre regresó con dos contratos de sendas empresas textiles venezolanas, Telares de Maracay y Texfin y al final se decantó por la última y en agosto partió definitivamente a Venezuela, junto a su mujer. A pesar que habían dispuesto que me fuera el mismo día que ellos, pero en barco para abaratar el costo del envío de los muebles que se iban por ese medio, me negué rotundamente a hacer el papel de cancerbero del mobiliario y de segundón de la casa. No me daban oportunidad, siquiera, de despedirme de mis amigos y novia. Finalmente partí en avión, el 2 de octubre. Cuando conocí a Kika ya sabía que debía partir, aunque no cuándo, por lo que esa loca pasión que nos invadió debíamos formalizarla aunque fuera a través del matrimonio, de ser necesario. Sus padres, separados, se unieron para intentar impedir que su chica, de 16 años, se convirtiera en mi novia y quisiera luego casarse. Ambos mantuvieron la postura de que la niña se casaría cuando cumpliera su mayoría de edad, que para entonces estaba fijada en los 21. El padre, un gilipollas del tres al cuarto donde los haya, llegó más lejos al afirmar que él no permitiría ni siquiera un pololeo con un hombre de 22 años y que además, se movía en el ambiente radial. El 16 de julio, día en que mi amada cumplió los 17 años, le envié a su casa, un arreglo floral con 17 gladiolos y 17 camelias, todos blancos y aunque, por razones obvias no había sido invitado a la fiesta, doña Berta, su propia madre, me llamó por teléfono: 193

-Yo creo que no voy a poder con esta niña. Te la cedo por un tiempo a ver si vos la dominai. –Y minutos después, para alegría incontenida de la chavala, me presenté en la fiesta. Al día siguiente, el cantamañanas de su padre, le exigió al mío que le pidiera la mano de su hija. Llegó a la casa acompañado de Kika, que vestía el mismo atuendo que en la jornada festivalera. Esperamos en el jardín durante dos horas, mientras nuestros progenitores hablaban. Jamás supe el desarrollo de la conversación, pero siempre he tenido la certeza que el padre de mi novia pidió dinero para permitir nuestra relación. El único comentario lo hizo mi viejo en forma de pregunta: -¿Con qué gentuza te estás metiendo? Mi padre que no quiso a volver a tocar el tema, siempre estuvo convencido que el pololeo se acabaría una vez que me marchara a Venezuela.

Capítulo III No me cansaré de pensarlo. ¡Cuántas cosas cambió en nuestras vidas el triunfo de Allende! No solamente la visión del futuro, sino la composición de las amistades. La noche de las elecciones, las mellizas y yo, sentimos que algo comenzaría a resquebrajarse. Que dentro de poco dejaríamos de vernos y a raíz de esa jornada hubo momentos en que ellas dejaron de ser imprescindibles, o al menos me lo pareció, porque hasta la aparición de Kika, cualquier pequeña herida involuntaria –que no la debía haber- quedaba 194

rápidamente cicatrizada, sobre todo por el amor que profesaba por Olga. El 4 de septiembre a las doce de la noche, se acabó para nosotros una agotadora jornada de información del acto electoral. Hasta las diez, habíamos tenido la certeza que el triunfador había sido el anciano Jorge Alessandri, pero los últimos datos oficiales, confirmaban la victoria del socialista por unos 35 mil votos. Cuando salíamos de la emisora, Manfredo Mayoral me llamó por teléfono desde Santiago: -Schneider –el comandante en Jefe del ejército, -mandó a sacar los tanques a la calle. Parece que hay un golpe militar. Un par de minutos después y por el mismo medio, rectificó: -Frei paró el golpe. No es el momento. Fui a dejar a las mellizas a su casa y en medio del camino, nos cruzamos con varias manifestaciones celebrando el triunfo de izquierdas, unas manifestaciones que con el correr de los días, se convertirían en actos de provocación contra una oposición al nuevo régimen, que era mayoritaria. A los pocos días de conocer a Kika y poco antes que mi padre y su mujer partieran rumbo a Venezuela, una noche, al regresar de la universidad, noté que la casa estaba rodeada por una inmensa barricada de fuego y hombres armados con palos. Al llegar por el único camino de acceso posible, uno de esos sujetos me advirtió: -El que entre en esa casa, compañero, no puede volver a salir. –La sorpresa se reflejó en mi rostro, por lo que él mismo me aclaró: -Estamos protegiendo sus vidas, compañeros. La gente del MIR quiere acabar con ustedes y nosotros no lo vamos a permitir.

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Franqueé la barricada, escoltado por dos individuos y desde ese momento no pudimos salir de los límites de la barricada durante varios días, aunque se nos mantenía abastecidos de comida y poco a poco, a pesar que como digo no podíamos salir, nuestras amistades podían visitarnos por breves lapsos de tiempo. Nueve días duró el suave cautiverio, durante los cuales no faltó la diaria visita de las mellizas, quienes haciendo caso omiso a las advertencias de la gente, se quedaban todo el día conmigo. Durante estas visitas, mi padre enviaba a la familia Garrido, en pequeños paquetes, la composición del Poliester, conocido en Chile como Polycron, que solamente tenía él y cuya fórmula parecía ser el verdadero motivo del encierro. Al noveno día, los carabineros, cuya sub comisaría distaba doscientos metros de la casa, desalojaron a esos hombres y destruyeron la barricada. Durante el desalojo, mi padre, para sorpresa nuestra, intervino a favor de ellos. Durante lo que no sé si llamar realmente cautiverio, una de las visitas que no se interrumpió fue la del mejor amigo de mi padre, pero no para darnos su apoyo, sino para insultarnos de la forma más grotesca posible. Ese sujeto, desde el mismo momento que se conoció la victoria de Allende, había dejado de hablar con cualquiera de nosotros y ofreció su coche y enseres para lo que el Partido Comunista necesitara. Asimismo, desde el advenimiento del Gobierno popular, visitó diariamente nuestra casa para gritar a su antiguo amigo: -¡Momio e‟mierda! ¡Español concha‟e tu madre! ¡Aquí no te queremos! Al terminar el cerco, un comité de intervención se adueñó de la fábrica de la que era gerente mi padre y su lugar le fue asignado a un oscuro profesor de primaria, militante del Partido Comunista. 196

-Compañero Salvatierra, -le informó el hombre al ocupar su despacho, -desde hoy está usted bajo las órdenes del Comité Popular de Intervención y esperamos recibir la máxima colaboración posible. -Su vivienda, -añadió, -pasará también a estar bajo nuestra tutela. Mientras el interventor le sugería compartir escritorio con su anciana secretaria, que lloraba avergonzada por el trato que estaba recibiendo mi padre, éste le informó al nuevo funcionario: -En octubre quiero irme del país y espero que al menos pueda permanecer hasta entonces en la casa. -Si usted nos hace entrega de la fórmula del Polycron, creo que puedo garantizarle su deseo, aunque eso signifique retrasar los planes del compañero Presidente, de convertir la casa en una escuela pública y su jardín en un gran parque infantil. -Esos documentos, -le aclaró mi padre, -son la única garantía de que nos dejen permanecer en ella. Yo me comprometo a entregárselos cuando me vaya, -le mintió. Inseguro acerca de lo que hacía, el hombre aceptó. Para esos días, ya todos los documentos que se habían guardado en casa de las mellizas, viajaban en el contenedor de un barco, rumbo a Venezuela, junto al resto de enseres. Cuando mi padre se había marchado en agosto, Juan Francisco y yo justificamos su ausencia, argumentando que estaba en Santiago, buscando la fórmula para entregársela. En la tarde del 30 de septiembre, tras haber obtenido en el Banco de Chile un talón por quinientos dólares, que resultó ser falso y mientras hacía el amor con Kika en el que había sido el cuarto matrimonial de la casa, un grupo de sujetos echó abajo la puerta de entrada, abrieron la de la habitación y me dieron cinco minutos para dejar la vivienda.

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-En el nombre del Gobierno popular, requiso esta casa, reflejo de una oligarquía que no tiene cabida en este país, para ponerla al servicio de los compañeros trabajadores. Kika y yo, avergonzados, nos vestimos y nos marchamos. Uno de los hombres que había irrumpido en la casa, que no era otro que el interventor de la fábrica, quiso flexibilizar su actitud y en tono condescendiente convino en que: -Tiene dos horas, compañero, para sacar sus pertenencias personales. Sin hacerle caso –ya tenía todo entre la casa de Kika y las mellizas- salí caminando de la mano de mi novia y seguido por nuestro fiel perro pastor alemán, Duque, que se detuvo en los linderos del patio de la casa, como lo había hecho siempre, sin pensar, tal vez, que al cabo de dos semanas, moriría de hambre al negarse a comer, víctima de la nostalgia que le produjo nuestra ausencia. El estúpido interventor me gritó, cuando ya estaba a unos cincuenta metros de la que fue mi casa durante tres años: -¡Recuérdele a su papá que ya se le acaba el plazo! ¡Imbécil!

Capítulo IV El día 1 de octubre comenzó para mí como un día normal, pero terminó siendo muy agitado. Todos mis compañeros de la escuela sabían que era mi último día de clases. Ya la secretaria me había preparado el pensum de estudios. Había asistido a las dos primeras horas de redacción, cuando Patricio Oliveros, un antiguo militante de la Democracia Cristiana, que había abrazado la corriente izquierdista del partido, el MAPU, que apoyaba a Allende, habló: 198

-¡Quiero exigirle, a nombre del proletariado, al compañero Salvatierra, que fije su posición respecto a la ideología de Lenín sobre la masa trabajadora. Esta solicitud me pilló por sorpresa y absolutamente desprevenido. Una chica comunista, a la que el partido le tenía prohibido abordar temas políticos, quizás por su falta de convencimiento, protestó: -Creo, compañero Oliveros, que el compañero Salvatierra ha fijado en diferentes ocasiones su posición política. -¡Que la fije definitivamente! –volvió a exigir en tono autoritario. -Nosotros creemos que la ha fijado en muchas oportunidades –interrumpió, Sergio, portavoz del MIR, -y lo importante es que pese a nuestras diferencias, el compañero Salvatierra ha sido consecuente y colaborador con la lucha estudiantil y su compromiso con el pueblo. -¡Que fije su posición, -volvió a insistir el cabezón del MAPU. Entonces la chica comunista se puso a chillar como una histérica: -¡Mientras ustedes, los compañeros del MAPU debatían en extensas reuniones su posición ideológica, el compañero Salvatierra participaba en los operativos de acercamiento de la escuela con el pueblo y se lo digo, compañero, nosotros temíamos que él llegara con su mensaje claro, a los pobladores de los barrios marginales. -Y es que está claro –la interrumpí, -Lenín tenía sus ideas y yo las mías. Los quince militantes del MAPU me abuchearon, mientras que el resto de compañeros reían mi ocurrencia. En esos momentos, los directores saliente y entrante de la escuela, que habían acudido a nuestro salón de clase, avisados

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de la polémica que comenzaba a generarse, dieron por terminada la clase. Irene, la nueva directora, en reemplazo del alcoholizado Edgardo Henry, cesado tras orinar en medio de la sala del rector de la Universidad, me aconsejó salir de la escuela. -No te llevís una mala imagen de nosotros a Venezuela. Ándate ya que el “Pato” es muy agresivo. –Si no lo sabría ella, que era su amante. No obstante, insistí en quedarme toda la jornada lectiva. La siguiente clase fue la de Comunicación de Masas. Mario Saavedra, el titular de la cátedra, nada más entrar a clases, se restregó las manos y mirándome fijamente anunció: -Compañero Salvatierra. No voy a comenzar la clase mientras no le responda al compañero Oliveros. Un clamor de sorpresa fue acallado por los aplausos de los seguidores del MAPU. -El señor Lenín... –comencé a decir. -Compañero Lenín, -corrigió el profesor. -Será su compañero, -le aclaré y proseguí: -El señor Lenín secundó a Marx en una teoría tan utópica como es creer en la perfección del ser humano y cuya aplicación política no hace más que producir una profunda y engorrosa burocracia, sistema que mientras más masificado esté, mayor corrupción produce. Estupefacto y pálido de la rabia y ante el silencio sorprendido de mis compañeros, el “Pato” Oliveros, chilló desde un rincón: -Usted, compañero, se siente superior al camarada Lenín. -El señor, compañero o camarada Lenín, o como guste usted llamarlo, porque dentro del igualitarismo veo que hay tratamientos para todos los gustos, le dije, -era un hombre y como tal tenía sus convicciones y yo, como hombre, también tengo las mías. El señor, compañero o camarada Lenín, repito, era un hombre y como tal tenía sus defectos y sus virtudes y yo, 200

como hombre, también tengo mis defectos y mis virtudes. Entonces –alcé la voz para preguntar, -¿Dónde chuchas está la diferencia? -Eso es una blasfemia, -protestó Oliveros, que dejó al descubierto su reciente pasado cristiano... o demócrata cristiano. -¡Qué término tan religioso, -ironicé, -queridísimo y reverendísimo, compañero hermano “Pato”. La intencionalidad del “pato”, que en Chile es apócope de Patricio y en toda Latinoamérica, sinónimo de homosexualidad fue tan clara, que Oliveros intentó agredirme, siendo detenido por gran parte de mis compañeros de clase. Ya los directores habían vuelto a entrar en el salón. En ese momento y con voz muy alta, intervino nuevamente Saavedra. -¡Compañero Salvatierra! Haga el favor de salir. -No creo haber dicho nada ofensivo, señor Saavedra. El educador se sentó sobre su escritorio y mirando detenidamente a cada uno de los presentes, dijo pausadamente: -Esta clase no se iniciará mientras permanezca en el aula el compañero Salvatierra. -Pues ya puede esperar sentado a que termine su hora, porque no pienso irme. -Las clases en la Escuela de Periodismo no se reiniciarán mientras usted permanezca en ella. Fue la sentencia definitiva. Todos los presentes, excepto la gente del MAPU, expresaron sorpresa. Irene, la nueva directora, miró a su alumno-amante y se acercó a mí. -Te lo dije, Ricardo. Es mejor que salgas de aquí. Al salir, alcancé a escuchar a Oliveros arengando a sus compañeros: -¡El que no está con el pueblo, está contra el pueblo...!

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Antes de traspasar el umbral de la puerta del patio del centro universitario, todos mis amigos y compañeros, incluidos cinco del propio MAPU, se despidieron emocionados. Casi todos, también Irene, me pidieron disculpas. En la noche me fui a despedir de Kika. Estuve con ella un par de horas, durante las cuales lloramos, nos juramos amor eterno y nos comprometimos a casarnos por poder antes que transcurriera un año, tiempo que transcurrió cumpliendo nuestra promesa, pero sin necesitar el poder.

Capítulo V Cuando Juan Francisco, acompañado de su novia Viola y las mellizas, llegó en su coche a buscarme para viajar a Santiago, fue tal la crisis de llanto de mi polola, que Elsa, su tía solterona, sentenció muy segura de sí misma: -Mucha lágrima, poco amor. Sandra, Olga y yo permanecimos todo el viaje en silencio y cogidos de la mano. Juan Francisco y Viola conversaron sobre sus cosas. Llegamos al Aeropuerto de Pudahuel muy temprano, tiempo que aproveché para chequear los billetes y desayunar con mis acompañantes. Yo estaba nervioso ante un viaje con Air France, que tardaba diez horas, con varias escalas. En el momento de la despedida, Sandra intentaba disimular su llanto y Olga sonreía forzadamente. Las abracé a ambas al mismo tiempo y Olga me musitó al oído “¡Salvatore!”, como solía decirme en los momentos más especiales. Era, pienso, su forma personal y exclusiva, sobre todo exclusiva, de llamarme. En el trayecto de la terminal al aparato, un Boeing 707, ayudé a una bella joven caraqueña a transportar sus múltiples objetos de mano. Vestía la chavala un ajustado pantalón blanco 202

que comenzaba mucho más abajo de la cintura y una holgada camisa, también blanca, que había amarrado por debajo de sus senos. Me recordó, aunque con distintos colores, el atuendo que vestía Kuky durante nuestro primer encuentro, un encuentro que daba inicio a una etapa que culminaba aquella mañana. Sin embargo, esta caraqueña se diferenciaba de mi recordada polola por la estatura, era muy alta, su pelo intensamente rubio y era poseedora de un rostro quizás demasiado bello, lo mismo que su cuerpo escultural. Para completar su atuendo, la moza vestía una capa abierta blanca, con forro rojo. ¡Toda una vampiresa! En el avión, esa beldad se sentó detrás de mí y como compañero de viaje tuve –al menos por unos minutos- a un joven universitario maracucho que, estudiante de sociología en la Universidad de Chile, se iba de vacaciones. -Mira, pana ¿qué vas a hacer a Venezuela? -A vivir con mi familia –le respondí. -Allá no nos gustan los "musiús", ni los soportamos, así que estás jodido, mi hermano. No supe qué responderle. Terminaba un ciclo largo, muy largo en Chile, un ciclo que abarcaba casi toda mi existencia y el chauvinismo había impedido que en ningún momento pudiera sentirme como de aquel país. ¿Cómo sería uno, que a diferencia de Chile que se jactaba de querer a los extranjeros, ya te anunciaba que no los querían? El joven con pelo muy largo y sucio, como su descuidada barba, me habló de las ratas que huían ante el advenimiento del Gobierno del proletariado, me comentó que Caldera, para entonces presidente de Venezuela, era un fascista, que la revolución pondría en su sitio a la oligarquía. Y así, mientras dejaba caer mierda a más y mejor a través de su halitósica boca, la beldad de atrás, testigo auditivo de lo que hablaba el individuo, me invitó a sentarme a su lado. No me hice de rogar. 203

Me contó que ella se quedaría unos días en Bogotá, antes de seguir viaje a su patria y me pidió mi dirección y teléfono en Caracas. Aunque se los di, la última vez que supe de ella fue cuando la vi salir del Aeropuerto de Eldorado, tomada de la mano de un hombre que la esperaba dentro del recinto de tránsito. El viaje hasta la capital colombiana, no obstante, fue dulce, pues se durmió apoyando su cabeza en mi hombro y me puso una de mis manos en su cintura. Entremedio, bebimos un refresco en Lima, le regalé un objeto indígena en Quito y me besó en la mejilla al salir del avión en Bogotá antes de olvidarme por completo ante la presencia del hombre que la esperaba. Al regresar al avión, me percaté gratamente que el maracucho se había quedado en Colombia. En su sitio se acomodó un hombre de unos cuarenta años, obeso y sudoroso. Al sentarse, cogió mi mano derecha con tal fuerza que me hizo daño. -Oiga, tengo miedo ¿sabe? -¿De qué? –Quise parecer experimentado en las lides aéreas. -De que esto se caiga, -me respondió con excesiva sinceridad. Inútiles fueron mis esfuerzos por convencerle acerca de la seguridad existente en la aviación. Entre lágrimas –las primeras aparecieron nada más moverse el aparato-, me contó que era dirigente sindical y que viajaba a una convención internacional en París. Tras hablar brevemente del problema con la azafata, ésta lo hinchó de whisky y al menos una hora antes de descender en Maiquetía, el hombre aflojó mi mano y se durmió.

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Dos meses Capítulo I En Maiquetía, al pasar por el control de pasaportes, me abordó un joven agente de la Disip, la policía política de Venezuela, para pedirme revistas marxistas...: -...que están prohibidas aquí, porque lo que tenemos es una dictadura imperialista. Le comenté que yo no llevaba ese tipo de literatura y ante su insistencia, le ofrecí un ejemplar de la revista política Ercilla, más bien conservadora. -Esta es una revista de información general, -le expliqué y añadí, -es lo único que llevo. -¡No! –me corrigió. –Este panfleto es de extrema izquierda. -¿De extrema izquierda? –pregunté incrédulo y convencido que estaba mal informado. ¡Pero claro! El joven policía que no tenía idea qué era aquello que hojeaba, pero sí, y muy claras, sus intenciones, me amenazó: -Por llevar este tipo de impresos, mi hermano, voy a tener que dar cuenta a mis superiores que seguro te expulsan del país, no sin antes pasar una temporada en el retén de Catia. -Pero si esa es una revista de lo más formal y seria, -quise defenderme. -Mira, panita. Yo soy la autoridad y tú me estás acusando de mentir. Si sigues te voy a caer a coñazos. -Pero si sólo estoy diciendo lo que es. Se acercó a mí y bajando el tono de voz, quiso llegar a un acuerdo: -Vamos a arreglar esta cuestión, que es muy grave. Yo te ayudo y tú me ayudas. Yo también soy izquierdista y no puedo 205

dejar que te metan en un calabozo lleno de malandros. Ya sabes, compañero. Una mano lava la otra. Yo te dejo pasar esto y tú me das quinientos bolívares. No me quedó más remedio que decirle la verdad: -Hice el viaje sin plata y no tengo sino veinte bolívares. -Mira, vale, vamos a ver cómo lo arreglamos, porque te me estás poniendo rebelde y me estoy cansando. -Si me permite hacer una llamada telefónica, le soluciono su problema y el mío. -Dame el número de teléfono, que el que lo va a solucionar soy yo. No me vas a joder como un pendejo. Entonces, con un bolígrafo y un papel que el mismo funcionario me facilitó, le escribí el teléfono de mi tía Titi, la esposa de Hernán, el hermano de Victoria, que era secretaria privada de Nectario Andrade Labarca, ministro de Relaciones Interiores. Lógicamente en lugar del nombre de mi tía, le escribí el del titular de la cartera. Le entregué el papel y se quedó mirándolo dubitativamente. Seguro que dentro de su ignorancia, el nombre le era familiar. Camino del despacho de la Disip quiso saber: -¿Y este Nectario, no sé qué, quién carajo es?. -Es mi tío Nectario Andrade –mentí, -y creo que ahora es ministro del Interior. Su rostro se demudó. En ese instante observé, por primera vez, hacia los miradores donde pude ver, junto a mi padre y Victoria, a la tía Titi. Entonces aproveché de rematar la faena: -Mire, allí está Titita Mendieta, la secretaria de mi tío. Seguro que viene a recogerme. Déjeme pedirle los quinientos bolívares. El joven policía tiró la revista en una papelera y con evidente enfado, exigió: -Dame veinte bolívares.

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Era mi único capital, pero se lo entregué. A cambio, me pegó un sello fiscal por el mismo valor al lado del visado estampado en el pasaporte. El hombre desapareció. Después me enteré que su única función en aquel terminal era pegar el sello de marras. Superado aquel cuasi percance, seguiría otro más molesto aún, que ya narraré en unas pocas líneas. Avido de comer carne, que se repartía solamente los viernes en Chile y si uno era capaz de hacer largas y fatigosas colas y siempre que se tuviera un amigo de izquierdas dispuesto a echarte una mano, tuve que conformarme con un sándwich de jamón y queso, como los que a diario comía en el Café Haití de Concepción. Eso sí. Tomé whisky hasta hartarme. En medio de la peculiar y decepcionante cena, no se habló de mí, ni de mi viaje, ni de Juan Francisco, ni de las mellizas, ni de Kika, ni de nada que no estuviera relacionado con Allende y su Gobierno y la necesidad que cayera antes de llevar a Chile a su total ruina. Más tarde llegó Guillermo, uno de los hermanos de Victoria y su espectacular esposa Gladys, una mujer atractiva, muy alta, con formas espléndidas y exquisitamente maquillada, tal como la conocía hacían ya más de quince años. Gladys siempre me simpatizó y aunque en todo momento la vi como a una mujer mayor, me encantaba su proximidad. Les acompañaba una chica bajita, de cuerpo bellísimo, pelo castaño, liso y largo y un rostro que sin ser hermoso, traslucía una picardía y una coquetería difíciles de explicar. Podría afirmar que era su peculiar sello de identidad. Era Verónica a la que no veía desde que tenía cuatro años y ya era toda una moza próxima a cumplir los quince.

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«Cuando en 1960 aparecieron por la escalerilla del Reina del Mar, en el puerto de Valparaíso, me llamó poderosamente la atención la tía Gladys y la inquieta pequeñaja que bajaba cogida de su mano. Lo primero que hizo cuando estuvieron junto a nosotros, fue encaramarse sobre mí, como un mico a un árbol y pedirme: -Quiero un cambúr. Yo, claro, ni pizca de idea qué era aquello. -Verónica me está pidiendo un cambúr –le dije a mi recién conocida tía. -Ay, dáselo, Ricardito –me suplicó. No quise ni preguntar qué era aquello, porque fuese lo que fuese, en aquella aduana, seguro que no lo encontraría. -¡Cómo quiere la Vero a Ricardito! -fue el comentario de mi tía. Para un chaval de once años, aquello no era ninguna gracia, sino un verdadero fastidio. En fin, que me tuve que aguantar. ¡Ah! Al final y al llegar a casa de la vieja Cola en Viña del Mar, al fin pude darle su cambúr a la niña y el cambúr no era otra cosa que un plátano. La familia, a la que después se unió Guillermo, vivió un tiempo en nuestra casa de Renca, ocupando la habitación de Juan Francisco y mía, debiendo dormir nosotros en una estrecha cama de la planta alta. A las pocas semanas, con mi hermano amenazamos con irnos a vivir a casa de mi tía Piedad si no se nos devolvía el cuarto. Eso fue suficiente para que la familia recién llegada se diera por enterada de que molestaba y se fuera a un pequeño piso alquilado en el centro de Santiago. Durante aquellas semanas, no recuerdo haber visto a Verónica en la casa, pero como hacía muy poco ruido, no sé si estaba o no. El que sí estaba, era su viejo perro Henry, que fue 208

matando una a una a mis entrañables palomas mensajeras, lo que me producía un cabreo indescriptible, más aún cuando veía la reacción de Gladys hacia su can cada vez que cometía una de sus tropelías: -¡Qué malito eres Henry. –Luego agregaba: -No te preocupes, Ricardito. Yo te voy a comprar otras. –Como si el alma de los animalitos y el cariño que les profesaba a cada una de esas aves fuera fácilmente reemplazable. A medida que la pequeña Verónica iba creciendo, me iba tomando más cariño. Una vez que debía viajar a casa de su abuela Cola, puso como condición viajar en tren solamente conmigo. Yo tenía 13 años y ella 5. No era ningún plan, pero lo acepté, porque la chavalilla me caía bien. Para aquella época el tren que iba de la estación Mapocho de Santiago a Viña del Mar, daba una vuelta impresionante hacia La Calera y el viaje tardaba unas tres horas. Y ese fue el lapso de tiempo que fui lidiando con la niña, que si no pedía golosinas, pedía ir a mear, así que me la pasé medio viaje comprando chucherías y el otro medio en el lavabo. Pocos meses después, los cuatro, perro incluido, regresaron a Caracas». Y allí, años después, estaba la misma Verónica, tal vez recordando lo mismo que yo hoy, pues me miró con cara de complicidad. ¡Vamos! Era la misma, pero más grande, más mujer, aunque con algo todavía de niña, una niña casi mujer. La abracé tan cariñosamente como antes lo había hecho a sus padres, pero con la mala fortuna que me cogió una torticolis tan dolorosa que perdí el sentido en el acto. Para eso no solamente influyó una fuerte corriente de aire que había en el salón, sino la tensión y el cansancio.

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Volví en mí sobre la que sería mi cama en las próximas semanas. Me habían desnudado por completo y mientras Gladys me masajeaba el cuello y la espalda, Verónica, sentada a mi lado, me miraba compasivamente. Tuve que tragarme la vergüenza por la desnudez, porque en la habitación además estaban Victoria, mi padre –naturalmente-, Hernán, Titi y sus hijos. O sea, tuve espectadores para mi involuntario striptease. Quise taparme, pero Gladys lo impidió; -Esto te pasa por el exceso de calor. –Después contó algo similar que le había pasado a Guillermo. Recuperado, días después, del dolor, mi amiga inseparable, fue Verónica. Me contó sus males de amores, yo le conté los míos. Ibamos al cine, de compras, a llevar a cagar a su perro Lobo, un animal tan grande como pedorro, que no tenía más simpatía que una tortuga de tierra. Henry ya había rendido cuentas ante San Pedro por sus constantes palomicidios. Sólo Verónica supo de mi sufrimiento cuando Kika comenzó a hablarme en sus cartas, de Sergio, un joven estudiante de sociología que ante su soledad, se había convertido en su guía, su íntimo amigo y supuesto guardián de mis intereses. Aunque me lo pintaba como un comprensivo homosexual muy amigable, los consejos que me contaba que le daba, no eran precisamente tranquilizadores. Por ejemplo, el que más recuerdo, es que necesitaba probar otro hombre para comprobar si lo que ella sentía por mí, era verdadero. Mi prima solía reírse de mi desgracia. -¿Quelle mi pimito una chipipolita pa que no le cdezcan los cuednitos? Tenía un timbre de voz tan especial, tan bonito y una mirada tan penetrante y pícara, que no podía hacer otra cosa que reírme, pero reírme por ella, por sus bromas, porque si fuera por mí, no haría más que llorar y eso sería poco. 210

A Verónica le serví de inútil celestina ante un joven pero famoso escultor italiano quien exponía parte de su carísima colección en una galería de Chacaíto. Vero, apenas lo vio, quedó prendada del artista, sin darse cuenta o sin querer admitirlo, que era gay y además, que bordeaba la treintena. El infructuoso intento que culminó con un agradable encuentro con ella, me sirvió para conocer al periodista Nabor Zambrano, en el que puse muchas esperanzas para integrarme profesionalmente en Venezuela, pero que no hizo más que hablarme del diario El Expreso de Ciudad Bolívar, una ciudad que imaginaba en el fin del mundo y a la que llegué, por casualidades del destino, quince años más tarde y justamente a ese medio de comunicación.

Capítulo II El 11 de diciembre, muy temprano, recibí carta de Kika: “Querido Ricardo: Sergio me abrió los ojos. lo nuestro a la distancia no puede ser. Aunque te sigo amando, trataré de olvidarte y te pido que hagas lo mismo. Tu gorda. Kika” Fueron cinco líneas que me afectaron más profundamente de lo que hubiera esperado y que no provocaron las bromas de Verónica, sino simplemente sus lágrimas. Esa mañana fue la última en que la vi hasta casi dos años después, cuando volvería a aparecer en mi vida como una de las más bellas y dulces chicas que hayan pasado por mi lado. 211

Mi padre no tardó en llegar de Maracay cuando le comenté que quería regresar a Concepción. Sabía que no podría persuadirme y aunque lo intentó, no logró más que enfurecerme. -Hijo, -me dijo, -no hay forma más clara de decirte que ya no te quiere. -¡Tú qué sabes!. Aquí dice muy claro “aunque te sigo amando”. -Pero Ricardo, si eso es simplemente un decir. -¡Me quiero ir!, -insistí desesperado. -¡No cometas esa locura, hijo! –rogó mi pobre padre. -Es que ese concha‟e su madre me quiere quitar a mi polola. -Ricardo. No quería decírtelo, pero Juan Francisco me llamó y me dijo que... -No quiero oír nada, papá. Tus consejos, con dos fracasos encima, no me sirven de nada. Sin decir nada más, me dejó solo. Pasé la noche en vela sin saber qué hacer. A las cuatro de la madrugada mi padre, me pidió que hiciera la maleta y una hora después partimos rumbo a Maiquetía. Sin bajarse del coche, me dio un beso en la mejilla y se marchó, no sin antes sugerirme: -No cometas esta locura, hijo. La Yaya me esperaba, a pesar que no había sido mi intención ir, en su casa de Renca. No había conseguido conexión para viajar a Concepción por vía aérea y debía esperar a la noche para irme en tren. -¡Una puta! ¡Que es una maldita puta!, -fue el peculiar saludo de la Yaya, muy similar al que me dio el tío Augusto, que vivía a unos veinte metros de allí. -Eres tan cabrón como tu padre. Ante ese panorama, no me quedé mucho rato. Preferí ir a la estación Central a esperar el expreso de las nueve de la noche, 212

donde a pesar de mis ruegos, no pude conseguir más que un pasaje en uno de los super llenos vagones de segunda. Ya me lo había advertido el boletero: -No tengo ni camarote, ni litera, ni pullman. Si querís te vai en segunda, pero va “full”. Antes de salir, pensando que viajaría doce horas de pie y apretujado entre un montón de gente, avisé a Juan Francisco que llegaría a las nueve de la mañana. ¿Y a Kika? -Está con un amigo, m‟hijo. Cuando llegue yo le aviso. – Fue la respuesta de su sorprendida madre. Afortunadamente a la altura de Rancagua, unas dos horas después de haber iniciado el fatigoso viaje, pude sentarme, pero no dormir. Los celos me corroían las entrañas. Nada más bajarme del tren en la estación penquista, pisé una hoja del diario vespertino Crónica, que la brisa se había encargado de poner bajo mi zapato y en la que aparecía bajo el titular “La pareja de la semana”, una fotografía de la Kika con un chaval. Se veía más gordita. Tal vez era el efecto de su nuevo corte de pelo, tipo paje y la depilación de sus cejas. Cogí la página y la fotoleyenda decía: “Vicky y Sergio son dos jóvenes universitarios –Kika, a la que parte de sus amigos llamaba Vicky, aún no había terminado su bachillerato- que combinan perfectamente el tiempo dedicado a los estudios y el amor”. En la fotografía, la pareja aparecía sonriente apoyando cabeza con cabeza y las cuatro manos entrelazadas. Una sensación de ira comenzó a invadirme. -¡Gordo! ¡Mi amor! –escuché la inconfundible voz de mi amada, a la que vi corriendo por el andén dando pequeños saltos de alegría y agitando los brazos. Detrás de ella y mucho menos entusiasmado, caminaba Juan Francisco.

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La chica saltó sobre mí, como aquel día bajo el naranjo al lado de la piscina. Quise sacármela de encima y así evitar su andanada de besos, pero se apretó fuertemente a mí: -Mi gordito, -dijo aceleradamente, -hay una conspiración de las mellizas para separarnos. No creai nada de lo que te digan. Quiero que sepai que te quiero y te adoro. Nada más. -¿Y la carta?, -quise saber. -Era para ponerte celoso y te vinierai, porque no soportaba estar sin ti. -¿Y esto? –Le enseñé la página del periódico. Titubeó sorprendida. «Cuando algunas semanas más tarde, el 8 de enero, Juan Francisco se casó con Viola, invitaron a toda la parentela de ella y a los amigos comunes. Kika y yo fuimos al matrimonio, simplemente porque la pareja se sintió obligada a invitarnos. Indudablemente se hubiera visto muy mal que el hermano del novio y su polola no estuvieran en la lista de invitados. Y hablando de listas, en ella había una no invitada muy notoria: mi madre, quien creía que los prometidos se casarían en invierno. La cosa es que al día siguiente del matrimonio, mi hermano y su nueva esposa partieron por barco rumbo a Venezuela. Un día después llegó mi madre a saludarnos. -¿Y el Johnny? –preguntó como lo hacía cada vez que iba. En esa oportunidad lo hizo en una bodega donde habíamos entrado a comprar un kilo de plátanos. -Se fue a Santiago, -mentí. –Posiblemente pase a verte porque va a estar unos días por allí. La vieja se alegró hasta que la bodeguera envolvió los plátanos en una de las páginas del diario El Sur. La inoportuna fotografía en la que aparecían Juan Francisco y Viola saliendo recién casados por una puerta lateral de la Catedral de Concepción, no podía ser más 214

elocuente con el negro frac de él y el hermoso y largo vestido blanco de novia de ella. El titular tampoco dejaba lugar a dudas: Enlace Salvatierra-Casado. Los húmedos ojos de mi madre recorrieron la escueta pero explicativa nota del periodista: “Ayer contrajeron matrimonio en la catedral penquista Carmen Casado Yáñez y Juan Francisco Salvatierra Casavellas. La pareja parte esta mañana para Caracas donde fijará su residencia”. Todo leído. Todo dicho y el drama servido». Kika balbuceó: -Ese es Sergio. Nos pidieron que posáramos así, pero no sabíamos que iban a escribir esa tontería. Le creí y llegó a mi lado Juan Francisco. Mi hermano me llevó a su casa, un pequeño y confortable chalé alquilado por unos meses a un amigo. Mi tiré sobre la cama que me ofreció y antes de caer rendido por el cansancio, alcancé a escuchar su voz: -¿No te dijo el papá lo que pasó con la Kika? -¿Ya vamos a comenzar con las intrigas?, -creo haber preguntado antes de dormirme. -Levántate, viejito, que tenemos que hablar, -escuché la voz de Juan Francisco, pero ya había pasado todo el día. La noche cubría la ciudad. -Más de cuarenta niñas de las monjas inglesas vieron a la Kika culeando en la playa con un gallo. -¿Qué? –grité angustiado y sorprendido. -Estaba con la Marisol, la hermana de las mellizas, cuidando a las alumnas de Primero, cuando la encontraron culeando con un tipo detrás de unos arbustos. -Esas fueron las mellizas que inventaron esa historia. -La expulsaron del colegio –añadió. 215

-Llévame a su casa, le supliqué llorando. Viola que había permanecido discretamente fuera de la habitación, en una de las pocas actitudes humanas que le recuerdo, me abrazó mientras comentaba: -Pobre guachito. Me zafé de ella. -¿No se dan cuenta que todo no es más que una mentira? Tan mentiras como los motivos que obligaron a despedirla de sus trabajos en Venezuela. «-¡Tu mujer está destruyendo mi noviazgo!, -me gritó un día su joven jefe en Hornos de Venezuela, mientras yo atendía a un sinnúmero de clientes como cajero del Banco Provincial. El hombre, un rubio casi albino, me explicó que en un principio accedió a los deseos sexuales de mi mujer, pero eso se convirtió posteriormente en un verdadero acoso que puso en peligro su compromiso matrimonial con otra chica de la empresa. Terminé por creer la vaga versión de la Kika. Un nuevo jefe, el propietario de un consultorio psicológico en el centro de Caracas, se acercó también al Banco, e histéricamente chilló: -¡La Kika se está tirando a todos nuestros clientes! ¡Adviértele que no se acerque más por allá! Volví a creerle a ella. Francisco Pérez, Paco, un conocido pintor canario, jefe de mi mujer en ABC Publicidad, una de las más importantes agencias caraqueñas por aquellos años, el tercer trabajo de la chica, antes de terminar en Radio Caracas Televisión, me confesó meses después de mi separación: -Kika zingaba conmigo, con Albarracín y con todos los compañeros. No tenía límites y a los jefazos los tenía cogidos por las bolas. ¿Tú no te dabas cuenta? 216

-Estoy separado, -le recordé, como ingenua excusa. Había hecho durante casi dos años el papel de cabrón, un calificativo que me había colgado el tío Agustín, algo que me recordó mi propia esposa un día cuando al regresar de mi trabajo, la encontré haciendo el amor con un compañero, modelo de la tele. Ese día entré a la casa y la encontré a ella y a otros seis o siete compañeros de Radio Caracas Televisión, follando en una verdadera orgía de sexo. Ella simplemente hizo una pausa en su acto, se acercó a mí, me dio un rodillazo en los cojones y me dijo: -¡Cabrón!»Al día siguiente de regresar a Concepción, hablé con Humberto Guzmán, el director de la Cooperativa, y me nombró Jefe de Programas y de Prensa. Los que estaban por venir, eran unos meses tan dramáticos, que solo tienen parangón con lo que me sucedería años después, durante el alzamiento popular en Venezuela.

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Salvador Allende Mi primer acontecimiento político, tras regresar a la escuela –Irene, con el acuerdo de todos los grupos políticos, decidió aceptarme nuevamente-, ocurrió semanas después de mi retorno a Chile, apenas comenzadas las clases. Debían elegirse los delegados estudiantiles ante el Claustro Pleno de la Universidad y yo, inopinadamente, presenté mi candidatura contra la el “Pato” Oliveros, que se había presentado como candidato de consenso, apoyado por mapuístas, miristas, socialistas y comunistas y la abstención de la Democracia Cristiana. Estaba plenamente consciente que la mía era una candidatura meramente testimonial, pues no contaba con más de doce votos de amigos, de los ciento veinticuatro que conformaban el total de alumnos de la escuela. Sorpresivamente, obtuve setenta votos y gané ante el alborozo de gremialistas, democratacristianos, conservadores y... compañeros de la extrema izquierda, incluidos los del MAPU. Socialistas y comunistas quedaron consternados, al igual que el solitario Oliveros, quienes hablaron, quedamente, de fraude. Sin embargo, esa misma tarde, recibí la llamada telefónica de Juan Ramírez, el Inspector de la Interpol del Servicio de la Policía de Investigaciones de Chile. -Si aceptai el cargo, mañana mismo estai fuera de Chile. – A partir de aquel momento y durante un año, todos los jueves a las once de la mañana, debería rendir en su despacho, cuentas acerca de todas mis actividades en aquella República. Poco después, cuando los diferentes grupos de la escuela analizaban

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el inesperado resultado, reuní a todos mis compañeros y en breve discurso, rechacé la nominación. “Su voluntad de que yo represente a la Escuela en el Claustro Pleno, ha sido clara, pero claras también son las inconveniencias políticas de que un estudiante que no comulga con las ideas de quienes le han dado su confianza, ocupe una posición que si bien no requiere unanimidad, sí mayoría de criterios. “En el Claustro, me vería enfrentado a representantes de ideologías diferentes a las de quienes han votado por mi opción, como garantía de gremialismo e independencia, que si dejamos las simpatías personales fuera, no pasan aquí de doce o quince voluntades. “Además, compañeros, si acepto la nominación, podré disfrutar del cargo por un máximo de veinticuatro horas, ya que la policía de Investigaciones, me ha notificado que mañana debería estar en le frontera del país. “Pido –culminé mis palabras- que a mano alzada, demos nuestra confianza al compañero Patricio Oliveros, para que nos represente consensuadamente en el Claustro Pleno de la Universidad de Concepción”. Mis compañeros optaron por los aplausos más que por las manos alzadas. Fue el único día en que vi llorar con desconsuelo a la directora de la escuela. El policía Ramírez ya había tenido oportunidad de hablar conmigo, cuando en 1969, había observado una manifestación en contra del presidente Frei en el centro de Concepción, con presencia del Jefe del Estado. El funcionario me había advertido entonces que: -Vos estai aquí con visa de estudiante y no tenís derecho a meterte en cosas de política. –Dicho esto, puso sobre la mesa gran cantidad de fotografías en las que aparecía yo, observando 220

los duros incidentes. Pero también las había de mis periódicas reuniones con la gente del Movimiento Gremialista, sobre todo con la simpática María Isabel Palau, quien fue la estudiante de Derecho que secundó mi idea y la proyectó por su Facultad primero y por la Universidad después. Extrañamente, todas las reuniones gremialistas habían sido en casas particulares y a puerta cerrada. Durante las primeras reuniones, había hecho prevalecer la idea de que la Universidad tenía la misión fundamental de preparar profesionales y no políticos, por lo que su dirección estudiantil debía estar en manos de estudiantes y no de políticos, aunque fueran estudiantes. Nuestro lema era “Chile para los chilenos. La Universidad para los universitarios”. Un día explicaba: -Cada quien debe dedicarse a lo suyo. Miren, por ejemplo, el caso de Allende, Un médico forense –mal médico forenseque por su fracaso profesional se dedica a la política y tenemos como resultado, un médico mediocre y un político de mierda. El político socialista, después de cuatro intentos fallidos, había logrado llegar a la presidencia, gracias a la división de las fuerzas de centro y de derechas. Y mis palabras quedaron confirmadas cuando, una vez en el poder, éste se le escapó de las manos ante la presión de la extrema izquierda y la incursión de la CIA. Estoy plenamente seguro que si no hubiese habido golpe de Estado el 11 de septiembre del 70 ni el presidente hubiera muerto en el mismo, su figura se perdería como uno más de los malos presidentes de aquel país sudamericano. Quizás se habría destacado como el primer marxista que llegaba al poder por elección popular directa en un país occidental, aunque solamente logró algo más de un tercio de los votos. Hablando del que fue Presidente chileno, a Allende le había visto en el auditorio de la Escuela durante la pre campaña electoral. Fue en octubre del 69, días después del intento 221

golpista del General Viaux Marambio, que tuvo en vilo a Chile durante 24 horas y que determinó el salto al intento de reelección del anciano Jorge Alessandri. El político comenzó hablando de lo que él consideraba verdadera libertad de expresión, la que, en su opinión, solamente se daba en las naciones de la órbita soviética, dado que la prensa era el portavoz del proletariado. -Senador, -le dije, -en la Unión Soviética, los dos grandes medios de comunicación escrita son el Pravda y el Konsomols Kaia Pravda, que representan la ideología del Politburó y de las juventudes comunistas. ¿Dónde está, como aquí, la diversidad de ideas que, unidas, conforman la pluralidad como base de la libertad de expresión y opinión? Se ajustó sus gafas y me miró seriamente a través de sus gruesos cristales, en medio de los gritos de desaprobación de mis compañeros de izquierdas. -Sólo hay una verdad... ¿compañero?, -terminó preguntando. -Salvatierra –le dije, -Ricardo Salvatierra. -Sólo hay una verdad, -repitió, -compañero Salvatierra y esa no es otra que la verdad del pueblo. Entonces quise corregirle. -¿Y no sería conveniente que ese pueblo del que usted habla, tenga derecho a escoger su propia libertad, porque allá en la Unión Soviética, como en Cuba, la verdad se la dan comida y digerida y, perdóneme la expresión, también cagada, sin posibilidad de comparar opiniones? Los gritos de sus simpatizantes, anularon la audición de la respuesta del pre candidato socialista, quien señalándome con un dedo y con una sonrisa en sus labios, se encogió de hombros. Estoy seguro que el hombre sabía que el camino era difícil. Lo había demostrado el General Viaux.

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Meses después y cuando Allende ya era el candidato oficial de la Unidad Popular, al retirar el poeta Pablo Neruda, su propia candidatura por el Partido Comunista, le volví a ver. Fue a través de la ventana de la habitación de las mellizas, que daba directamente a un ventanal del Salón de Actos del Sindicato de Estibadores de Talcahuano. El candidato estaba de lado, al cruzar la calle, sentado frente a una mesa, ofreciendo un discurso proselitista. En un momento determinado, miró hacia fuera y me vio. Simuló sorpresa, me sonrió y con los dedos me hizo la V de la victoria. Quedé perplejo por su evidente buena memoria. Meses después, cuando ya ejercía la primera magistratura, le vi entrar en el Club de la Unión penquista, un centro de la masonería del sur chileno, que quedaba justamente debajo de mi oficina en la radio. Llegó de noche, en visita privada. Al verle apearse del vehículo blindado que le transportaba, le grité: -¡Chicho!, -sobrenombre con el que se le conocía. Alzó la vista, me saludó con la mano y me preguntó con voz aguda: -¿Quiubo, Salvatierra?. –Una demostración más de su increíble memoria. El 4 de mayo del 72, tuve la oportunidad de hablar con él por teléfono, ante una situación crítica que amenazaba con romper la tranquilidad de la ciudad y que podría repercutir a nivel nacional. A las seis de la tarde de ese día, en el marco de una serie de manifestaciones multitudinarias de la oposición exigiendo la renuncia del Presidente, estaba convocada una marcha por las principales calles de Concepción, encabezada por los cuatro principales dirigentes políticos de los grandes partidos llamados democráticos, entre quienes destacaban Rafael Moreno de la Democracia Cristiana y Francisco Bulnes, del Partido Popular. Estaban representados además el Partido Izquierda Radical, que 223

acababa de retirar su apoyo a la coalición gobernante y el Padena, Partido Democrático Nacional. Por otra parte, en una actitud evidentemente premeditada, el Intendente de la Provincia, el comunista Jorge Alvarez, había convocado a la misma hora y por las mismas calles, una marcha en apoyo de la Unidad Popular. En esta convocatoria, Alvarez expresó: -Advertimos a los enemigos del proletariado, que cada uno de los mineros de Lota y Coronel, marchará con un cartucho de dinamita en sus manos, para defender con su vida, si es necesario, al Gobierno popular del compañero Salvador Allende. Así de clara era la amenaza institucional, para lo cual había utilizado las ondas de Radio Sur, perteneciente a su propio partido, como cabeza de cadena regional, a las dos de la tarde. Diez minutos después se presentaban en los estudios de nuestra radio, los dirigentes opositores y Humberto Guzmán, como era habitual en las situaciones límite, se ausentó, dejándome la responsabilidad durante las siguientes horas. Yo tenía para aquel entonces, sólo 23 años y temía lo que pudiera suceder si debía enfrentarme a la toma de alguna decisión importante. A las mellizas les pedí que se marcharan a su casa, a Kika no pude convencerla que hiciera lo mismo, pues temía que yo me escapara con mis amigas. Pocos minutos después de las cuatro, Allende llamó por teléfono a la radio. -Salvatierra, soy el Presidente. Necesito que la Cooperativa encabece una cadena regional de radioemisoras. – Me otorgó diez minutos para avisar al resto de medios. Di cuenta de esta solicitud a los políticos que celebraban una reunión de emergencia en el auditorio de la Cooperativa y por medio de nuestro personal, se comunicó acerca de la cadena regional a las otras radios. 224

A las cuatro y media en punto volvía a conversar con Allende. -¿Cómo está la cosa?, -me preguntó con una preocupación evidenciada por el hecho que era él mismo, sin intermediarios quien tramitaba la difusión de su discurso. -Mal, presidente, -le respondí. –Jorge Alvarez acaba de llamar a los mineros a tomar las calles de Concepción. -¡Chuchas con ese concha‟e su madre! Y eso que le pedí que no anduviera haciendo huevadas raras... ¿y cómo está la ciudad? -Tranquila. Preocupantemente tranquila En ese momento, mi compañera Mónica me avisó por señas, que estaban todas las emisoras regionales a la espera de iniciar la cadena. -Estamos listos, señor Presidente. -Vai a tener que rezar para que no pase nada, -apuntó. -Si lo hago con su misma fe, estamos jodidos, -le contesté, a lo que él rió de buena gana. No había locutor, Ricardo Vázquez, dado el cariz que tomaba la jornada, se fue. Marcelo Zúñiga y Arturo Pérez García no se habían presentado y Mónica lloraba atemorizada. Pedí pase a Eduardo, el más veterano de los técnicos de la radio y que superaba en tres horas su turno horario, al no presentarse Manolo, su reemplazo habitual. -A continuación se dirigirá a la ciudadanía de la provincia de Concepción, a través de la Oficina de Información y Radio Difusión de la Presidencia de la República, Su Excelencia el Presidente de la República, -rompí el habitual trato de “el compañero presidente”, -el doctor Salvador Allende Gossens. Tras el himno nacional, habló el Jefe del Estado. “Chilenas y chilenos. Compañeras y compañeros:

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En esta hora crítica en la vida de la provincia de Concepción, cuando pueden producirse enfrentamientos de incalculables consecuencias entre compatriotas, quiero hacer un llamado responsable a los dirigentes de los partidos políticos reaccionarios para que suspendan la marcha prevista contra el proletariado, para esta tarde a las seis. La intransigencia ante la peligrosa situación, les hará responsables ante la Patria y la historia de la sangre que pudiera derramarse. Buenas tardes.” Y así, sin más, nada dijo de los mineros. Nada mencionó acerca de la contramanifestación convocada horas antes por su Intendente comunista. Bulnes, Moreno y los otros dos políticos, volvieron a deliberar a puerta cerrada, hasta que a las cuatro, el senador del Partido Nacional, pidió pase para dirigir un discurso a los penquistas. No hubo cadena. “Conciudadanos: Ante la amenaza de Allende y de su títere en esta provincia, el señor Jorge Alvarez, de hacer correr la sangre de nuestros compatriotas, si ejercemos nuestro derecho constitucional de manifestarnos, para lo cual contamos con todos los permisos oficiales y policiales, nosotros, los dirigentes políticos de los partidos democráticos de la República de Chile, hemos decidido pedir a nuestros partidarios que permanezcan en sus hogares, mientras nosotros cuatro, enarbolando cada uno el pabellón patrio, marcharemos en representación de esos millones de compatriotas que exigen la renuncia del Presidente marxista y el retorno al pleno estado de derecho”. A las seis en punto de la tarde, las calles del centro eran un hervidero de banderas rojas, comunistas y socialistas, 226

rojinegras del MIR y verdes, del MAPU. Los diferentes grupos vociferaban a voz en cuello sus consignas y eslóganes a favor de Allende y el Gobierno popular. Unos cinco mil partidarios del MAPU se apostaron en las inmediaciones de Radio Cooperativa y comenzaron a lanzar insultos, además de amenazar con asaltar nuestros estudios. Esta situación me obligó a llamar a Carabineros y a los pocos minutos, las fuerzas antidisturbios de este cuerpo policial militarizado se hicieron fuertes en las dos entradas a la emisora. A esa hora, Sonia, una de las dos periodistas que estaban en la calle, pidió paso para informar...: -Hace escasos minutos y ante los insultos y amenazas de miles de manifestantes de izquierda, los dirigentes de los cuatro partidos democráticos de Chile, han iniciado una marcha en solitario por las calles previstas para la gran manifestación de hoy, convocada para pedir la dimisión del Presidente de la República, doctor Salvador Isabelino del Sagrado Corazón de Jesús Allende Gossens. A petición de los propios dirigentes políticos, las fuerzas de seguridad se mantenían alejados de ellos, a fin de no enardecer los ánimos. Tan solo cinco minutos más tarde, Miriam, la otra periodista, informaba: -Unos diez mil mineros, armados con cartuchos de dinamita están cruzando en estos momentos el puente sobre el río Bío-Bío, para dirigirse a la Plaza de Armas, recorriendo la calle Aníbal Pinto. -La agresividad de los trabajadores, -añadió la comunicadora, -es evidente y lanzan continuas amenazas de muerte contra aquellos a quienes califican como enemigos del pueblo. Mientras Miriam hablaba, por la otra línea, Sonia pedía ayuda histéricamente: 227

-¡Los van a matar, Ricardo! ¡Los van a matar, -Se refería a los cuatro políticos que habían comenzado a ser vapuleados y corrían serio peligro de ser linchados. Sin pensar en las consecuencias, pedí a Eduardo que me abriera el micrófono. “Pueblo de Concepción. En este momento, cuatro luchadores por la democracia están a punto de ofrendar sus vidas en aras de la libertad. Estoy consciente de que sus palabras finales, antes de iniciar su valerosa marcha, estaban dirigidas a mantener la calma y para que los ciudadanos se mantuvieran en sus casas, pero los marxistas han roto la calma y la tranquilidad ha sido irrespetada por quienes tienen el sagrado derecho de mantenerla a toda costa. Es hora de que el pueblo chileno comience su lucha por la libertad y la democracia. ¡Todos a la calle! ¡Viva Chile! Una ovación ensordecedora pareció surgir de todos los rincones de la ciudad, penetrando los resquicios mismos de la cabina insonorizada. Corrí a las ventanas y pude ver que los simpatizantes del MAPU eran empujados por verdaderas avalanchas humanas que corrían en dirección a los tribunales de Justicia. Pocos después, Sonia informó que: -Miles y miles de chilenos están saliendo a la calle a defender a sus líderes democráticos, mientras que los marxistas huyen despavoridos en todas direcciones. Miriam tomó el testigo: -Una multitud de mineros huye en dirección a la Universidad, perseguida por opositores al régimen, mientras 228

Carabineros intenta evitar las confrontaciones, utilizando gases lacrimógenos. Tres horas después, la situación parecía haberse calmado, pero los mineros salieron de su escondite en la Universidad y corrieron hacia la Plaza de Armas donde, frente al Palacio de la Intendencia, comenzaron a pedir armas para defender al gobierno del proletariado. Salí hacia ese punto seguido, sin saberlo, por Kika. El penetrante olor de los gases lacrimógenos, impregnaba todo el centro. En la plaza, infinidad de mineros compartían espacio con piquetes de carabineros fuertemente armados. En ese instante, por todas las bocacalles, aparecieron miles de opositores. Las bombas lacrimógenas volvieron a estallar y los “guanacos”, tanquetas lanza agua, iniciaron su acción. Finalmente, los disparos de armas de fuego se dejaron escuchar. Aún desconozco quién inició el tiroteo, pero lo que era evidente es que había mucha gente armada. Cogí a Kika por la mano y la arrastré hasta la sede de la Democracia Cristiana que estaba cerca del lugar por la calle Barros Arana. Tras nuestro, comenzaron a llegar decenas de heridos. Al dejar casi a la medianoche la sede política, habían pasado por ella 37 heridos de bala y dos cadáveres. En medio de un espeso humo y el repiqueteo de los disparos, arrastré a mi novia hacia la radio, sin importarnos lo que ocurría a nuestro alrededor. Pensé que en los estudios estaríamos mejor protegidos que en un local político. Sin embargo, los del MAPU habían vuelto a hacerse fuertes pero, protegidos por las fuerzas policiales entramos en la radio. Quince heridos, un muerto y un reguero de sangre nos esperaban en la emisora.

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Dos carabineros impedían, por orden de la Oficina de Información y Radio Difusión de la Presidencia de la República, que siguiéramos emitiendo. A altas horas de la madrugada, la salida de tanques de la tercera División del Ejército, que hasta hacía poco había estado bajo el mando del General de División, Carlos Prats González, Comandante en Jefe del Ejército, tras el asesinato por parte de la ultraizquierda, de su antecesor, el General René Schneider; había hecho volver la calma a la ciudad. Por la mañana, la prensa local, El Sur y DiarioColor, emitían titulares controlados por las instituciones públicas. “Cuatro heridos en incidentes de anoche”, titulaba el primero, mientras que el segundo indicaba: “El pueblo unido defendió a su presidente”. A las once de la mañana, Patricio Casado, primo hermano de mi cuñada por la Gracia de Dios y representante en la zona de la oficina de Información y Radio Difusión de la Presidencia de la República por la gracia de Allende, su partido, el socialista y sus malas notas en la Escuela de Periodismo, donde no atinaba una, reunió a todos los representantes de las radioemisoras penquistas, la mayoría de las cuales había sido compradas por grupos políticos afectos al régimen, ejerciendo una previa presión fiscal a todos y cada uno de sus clientes. Casado nos indicó que: -A partir de ahora y de acuerdo al Decreto con Fuerza de Ley que regula la información de prensa, radio y cine, sancionada bajo la presidencia de Gabriel González Videla, en 1947 y que no ha sido derogado... -Pero “Pato”, -le interrumpió el director de Radio Interamericana, la otra empresa aún independiente, -ese decreto fue promulgado en aquellos años para contener la insurrección comunista y..

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-¡Compañero Loyola! ¡Respete a la autoridad! Y le recuerdo que la autoridad soy yo, -le aclaró Casado, que había adquirido un aspecto más estúpido aún que el que habitualmente tenía. Luego prosiguió: -Les decía que en virtud de ese Decreto con Fuerza de Ley, el Gobierno Popular exige a todas las radioemisoras de Concepción, y del país –acotó, -que diariamente, antes de las nueve de la mañana entreguen ante esta oficina, las pautas disqueras y publicitarias del día siguiente, las que les serán devueltas en el plazo de seis horas con la aprobación o reparos a que haya lugar. Pero eso no era todo, ni lo más importante: -Por otra parte, las radioemisoras serán responsables que cada boletín informativo sea aprobado media hora antes de su emisión, por esta oficina. -El incumplimiento de estas disposiciones, -añadió muy serio, -acarreará sanciones inmediatas que irán desde la suspensión cautelar de las transmisiones por 24 horas, hasta la retirada definitiva de la licencia de operaciones. Las tres emisoras más afectadas, sin duda, éramos nuestra radio, por ser el portavoz de la oposición y las independientes Interamericana y Almirante Latorre, aunque ambas ya habían decidido suspender sus servicios informativos, imaginando lo que se les venía encima. Entre los dolores de cabeza por las presiones institucionales, las insolentes pretensiones de un imbécil como el Patricio Casado, los agobios de Kika que no me dejaba ni a sol ni a sombra, sentí los primeros síntomas de un estrés que en forma de periódicas jaquecas, no me ha dejado hasta la fecha.

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José Luis Uno de los elementos más desagradables referentes a Victoria y su familia, lo constituía aquel bebé moreno y llorón, hijo único de Carmela, la hermana de mi madrastra. Se llamaba José Luis y pocos hechos son relevantes en su vida de niño, más que la antipatía que emergía de su malcriadez. Cinco años menor que yo, siempre quisieron cargármelo como amiguito, por lo que sin rechistar, tenía que llevarlo de paseo, al cine, a la playa, a la piscina, en fin, donde yo quisiera ir, cuando estábamos de vacaciones en la casa de la vieja Cola o cuando él venía a la nuestra. Niño antipático a más no poder, agregó a sus caprichos y malcriadeces, una desagradable tartamudez, aunque el pobre no tenía la menor culpa de ella. La adquirió al ser testigo a sus seis años de edad, del suicidio de Nela, su nana prácticamente desde su nacimiento. La mujer, delante del niño y tras sufrir un severo desengaño amoroso, cogió un cuchillo de cocina, con el que primero se cortó las venas de las muñecas y como el resultado de quitarse la vida no fue instantáneo, lo clavó repetidas veces en su propio vientre. La abuela y la madre del niño los encontraron varias horas después. El cadáver de Nela, bañado en sangre, estaba sobre el cuerpo aterido del pequeño, que permanecía en estado de shock. José Luis fue creciendo, y cercano a los quince años, su personalidad tuvo un cambio repentino y espectacular. Aquel niño insoportable de antaño, se convirtió en un adolescente simpático, conversador –tras superar sorpresivamente sus dificultades en el habla- y mujeriego. Este último elemento nos alegró a todos, porque por su forma de ser, estábamos convencidos que iba para maricón. Es más, llegó a ser el terror 233

de los chicos en las fiestas, porque su figura llamaba poderosamente la atención entre las chavalas. Durante un viaje a Río de Janeiro, conoció a una carioca guapísima, rubia, de ojos verdes y cuerpo de ensueño. Pero aunque José Luis la adoraba, tenía en Chile toda una vida sentimental por sacar adelante y como no quería ser infiel a su adorada brasileña, prefirió cortar con ella, sin hacerle daño, o al menos así lo creía él. De esta manera, un día que cabalgábamos por el campo de Golf de la casa de Chiguayante en unos briosos caballos que nos habían dejado los carabineros, me pidió un favor: -Escríbele a la Debra y le cuentas que me caí de un caballo y me maté. -¿Qué? –quise saber sorprendido. -¿Querís cortar con esa tremenda mina? -¡Claro, pus huevón! ¡No vis que en Viña tengo a mi polola y yo sé que con la Debra nunca va a pasar nada! -¿Pero matarte, huevón? -¡Por favor!, -me suplicó. –Así me va a recordar con cariño y nunca va a saber que la engañé. Y así lo hicimos. Unos meses más tarde, se marchó por un año a Estados Unidos, dentro de un programa de intercambio estudiantil. Era el invierno del 71. Y en el invierno del 72, llegó a Santiago, a pesar que sus planes eran irse directo a Caracas donde le esperaba toda la familia para celebrar sus dieciocho años. Le fui a ver. Estaba igual que cuando se había marchado, pero con el cabello bastante más largo. Unos guantes cubrían sus manos quemadas y un pañuelo en el cuello, ocultaba el corte limpio que había arrancado su cabeza del resto del cuerpo.

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Dentro del opulento ataúd gris descubierto, parecía dormir plácidamente. Un buen maquillaje ocultaba, asimismo las quemaduras del rostro. El día anterior a su viaje a Caracas, sus amigos norteamericanos le ofrecieron una fiesta de cumpleaños y de despedida. Tras la reunión, él y cuatro amigos más, se fueron en coche a seguir la parranda, hasta que se cruzó otro en su camino. Sólo dos personas murieron en el accidente, un bebé de un año, del otro automóvil y José Luis, que salió disparado por el parabrisas delantero. La tapa del motor le cercenó la cabeza muriendo en el acto. Sus otros amigos alcanzaron a abandonar el vehículo, antes que las llamas lo envolvieran. -¿A qué hora llega el José Miguel?, -preguntó Juan Francisco a Hernán. -Llega en el vuelo de Pan Am de las cinco. Juan Francisco y Viola decidieron unirse a quienes le esperarían en el Aeropuerto de Maiquetía. Ese mismo día, en Valparaíso, el contador del diario La Unión, padrino del chaval, había visto en un teletipo la noticia que daba cuenta del fallecimiento de un estudiante chileno. José Luis Stanovic era el nombre del chico fallecido y José Luis Stanovic era el nombre de su ahijado. Quiso pensar que podía tratarse de un error o al menos una coincidencia de nombres, por lo que decidió ponerse en contacto con la institución que organizaba los intercambio en Santiago. -No sabemos nada, oye, -le dijeron al hombre. -Pero me lo podís averiguar, mira que se trata de un ahijado mío y es hijo de mi mejor amiga. -No te preocupís, gallo, que si hubiera pasado algo, ya lo hubiéramos sabido. Pasó el día y a eso de las cinco de la tarde, inquieto, llamó a Román, que estaba en Viña preparando junto a Carmela, su viaje a Venezuela para el día siguiente. 235

-Oye, viejito, ¿me podís dar el teléfono del José Luis allá en Estados Unidos, que quiero encargarle una huevada? -¡Chuchas, huevón! ¡Llegaste tarde! ¡Ahora mismo debe estar llegando a Caracas. ¡Chitas! ¿No te avisaron nada? El cabrito atrasó su viaja hasta mañana, -mintió el empleado del diario. –Me lo acaban de confirmar los gallos del intercambio. Román no reparó en el hecho de que no le hubiesen avisado directamente a la madre o a él. Le dio el número de teléfono y le pidió que le confirmara el atraso para avisar inmediatamente a la familia en Venezuela. -¡Puchas! Le tienen preparada una tremenda fiesta de sorpresa y si no llega, la sorpresa se las va a dar él. Una hora después, mientras la familia comprobaba consternada que el joven no estaba entre los pasajeros del vuelo de Pan Am, el padrino recibía la confirmación de la infausta noticia y tenía la obligación de darla. -Román, -le dijo al presentarse en su casa. –José Luis murió anoche en un accidente de auto. El tío se desmayó y tras volver en sí, se echó a llorar. En Caracas, la alegría se transformó en el más profundo dolor. A Carmela, su madre, sin embargo, se le dio otra versión. -El chiquillo está hospitalizado porque sufrió un accidente. Estuvo una semana engañada y cuando se enteró de la verdad, perdió la razón por un tiempo. Así, tres días después del entierro, la mujer pagó a tres funcionarios del Cementerio General de Santiago para que exhumaran el cadáver y le permitieran estar unas horas más con su hijo. -Está igualito que si estuviera dormido, -les explicó. A las doce de la noche del dos de agosto del 72, Carmela contemplaba ansiosa cómo los tres sujetos apartaban la pesada 236

losa del nicho familiar y cómo abrían la tapa que guardaba el ataúd del chico. Con esfuerzo sacaron la urna y cuando se aprestaban a abrirla, apareció el tío Galvarino con un piquete de carabineros y un psiquiatra. La pobre Carmela, superada la sinrazón, jamás ha superado, no obstante, el trauma y así como cada uno de nosotros guarda los mejores momentos de esa juventud a la que se entregó afanosamente, como si supiera que pronto dejaría este mundo; su madre guardará de él la íntima sensación de que el chaval fue la razón misma por la que valía la pena vivir. Su muerte fue la primera que me hizo llorar. Cuatro años después moriría la Yaya y el 79, mi tía Piedad.

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El compromiso Capítulo I El 16 de julio de 1972, el mismo día que me enteraba de la muerte en Estados Unidos, de mi primo político, José Luis, Kika y yo nos comprometimos. Esa noche, en la que nos sirvieron como testigos Ricardo Vázquez y Cecilia, su mujer, lloré por dos motivos. Por una parte por la muerte del chaval al que había cogido gran cariño y por otra, porque no estaba en absoluto seguro de lo que estaba haciendo. Además, creo que me desahogaba de la tensión acumulada desde el cuatro de mayo fecha a la que siguieron otros acontecimientos no menos dramáticos que me afectaron directamente. Kika pensó que me había dominado la emoción. Vázquez, sin embargo, sabía de mi íntimo amor por Olga y de mi confusión respecto a lo que estaba haciendo y de todo lo demás. «Ricardo había sido testigo de lo ocurrido dos meses antes, cuando en su coche me llevaba a medianoche hasta mi casa, que era la de Manolo Torres, compañero de la emisora, y su familia. Mi amiga Patty, a quien no veía desde los días del festival, nos detuvo y pidió que la acompañáramos a su vivienda. Esperaba en la esquina de la radio. No habíamos avanzado más de doscientos metros, cuando ella sacó un revólver de su bolso y me lo puso en la nuca. -¡Tengo que matarte, gallo!, -me dijo con una especie de alarido agudo. Ricardo aminoró la marcha como si hubiese perdido la fuerza. Ella iba en el asiento trasero detrás del conductor. 239

No sentí nada. Ni miedo, ni confusión, ni sorpresa. Estaba bloqueado. Pensé por unos instantes que a lo mejor ni siquiera oiría el disparo y me asaltó la duda acerca de si sentiría o no dolor. Si hubiese estado consciente de la gravedad de la situación, seguro que habría chillado o saltado del coche en marcha. Pero no hubo disparo. Me abrazó y se echó a llorar. -¡No puedo! ¡No puedo! ¡Te quiero! -¿Qué pasa? –le pregunté aún bloqueado. -¡Que te van a matar! ¡Que te van a matar! –repetía entre sollozos. -¡No puedo! ¡No puedo! Mi amigo, temblando como una hoja seca, atinó a preguntar: -¿Dónde te dejamos, Patty? -En cualquier esquina, pero primero, pégame y quítame la pistola, -suplicó. El propio Ricardo, hombre bastante corpulento, tras apearse del coche, le propinó un fuerte golpe en la mandíbula. Patty comenzó a sangrar y se abrazó a mí para musitarme. -Ricardo, los del MIR me van a matar igual. Mátame tú. ¡Quiero que seas tú! No lograba entender nada. -Mi amor, tengo la orden de matarte. Si no lo hago, lo harán ellos y también me ejecutarán a mí. Yo ya estoy muerta. Mátame tú. Como si de un sueño se tratara, recibí la llave de cruz que me ofrecía Ricardo y la descargué con gran fuerza sobre la cabeza de mi amiga. Cayó como un fardo y comenzó a sangrar profusamente. La abracé y me eché a llorar sobre ella. Sentí sus gemidos: -¡Mátame! ¡Mátame! -¡¡¡Ricardo!!! ¡¡¡Llama a una ambulancia!!! –Supliqué 240

Cuando escuchamos la sirena, mi amigo y yo nos marchamos. Al día siguiente fui a dar cuenta de los hechos al Inspector Ramírez de la Interpol. -Anoche intentaron matarme. -Ya lo sé, -me respondió tranquilamente, -aunque no creai que fue un complot, sino una carajita que quería atracarte. Al principio, -me explicó, -pensamos que había sido la gente de Nelson Gutiérrez –el presidente mirista del Centro de Estudiantes de la Universidad-, por el avance del gremialismo o por tus críticas al Gobierno por la radio, pero como ya dejaste todo eso... -A propósito, -continuó, -¿sabís quien era la niña que quería atracarte? -Sí, -le repondí, -la Patty Sepúlveda. -Esta mañana la encontraron en el camino a Lota con dos balazos en el cuerpo, pero viva Tragué saliva. Pensé que me iba a culpar de su agresión, pero no me importaba lo más mínimo. Solamente pensaba en mi linda amiga de larga melena negra a la que había dejado horas antes cubierta de sangre. -Quiero verla, -le pedí a Ramírez. -Debís tener cuidado, -me advirtió El hombre sabía toda la historia, pero por una razón que desconozco, pretendía ignorarla, aunque con demasiadas fisuras. Tal vez quería ayudarme. Ramírez me acompañó en la madrugada al hospital. Mi amiga no se veía tan mal. Le habían afeitado el lado izquierdo de la cabeza donde ostentaba una herida con numerosos puntos. Su rostro pálido se iluminó al verme, me estiró los brazos y nos abrazamos estrechamente con nuestras bocas unidas en un beso de mutuo agradecimiento. 241

Ella no había querido matarme y yo había frenado mi brazo atenuando el golpe de la herramienta, aunque no había yo el único que había fallado aquella noche. Ramírez nos pidió que no contáramos a nadie nuestro encuentro y a mí me exigió que me fuera directamente a la escuela como si nada hubiese pasado. En el camino me encontré con Irene y Oiveros. Ella me advirtió: -Ricardo, quieren matarte. Sería bueno que te fuerai lo más rápido posible para Venezuela. -Ya lo sé, -les conté, -intentaron hacerlo anoche. Luego mentí: -Entre un compañero y yo, sometimos a una chica que tenía un tremendo revólver y le dimos tal paliza, que no creo que se atreva a hacerlo de nuevo. A partir de entonces, mi salida nocturna de la radio durante tres semanas, fue toda una aventura. En varios coches policiales y siguiendo cada noche una ruta diferente, llegaba a dormir a diferentes casas. Un buen día, mi compañero Juanjo Pantoja, uno de los primeros que había integrado el movimiento gremialista, pero que tras la sorpresiva muerte de su padre, se pasó al MIR, se acercó con la misma camaradería de siempre y me dijo al oído. -Vos ya no soi nuestro objetivo. Y antes que se lo comentara a Ramírez, el operativo policial quedó sin efecto. Yo aún sigo vivo, pero a mi querida Patty, a quien no mataron sus camaradas, murió de un tiro en la nuca el día del Golpe de Pinochet. Se lo dio mi buen amigo Javier, según supe años más tarde por boca de Nabor Zambrano, quien vivió los peores momentos de la desgraciada incursión militar que sumió a Chile en las sombras de la ignominia durante tantos años.

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Aunque yo estaba convencido que la solución para el laberinto en que se estaba metiendo Chile, pasaba por un golpe de Estado en el que sus autores deberían convocar a nuevas elecciones, la acción y posteriores hechos que recoge la historia, no han terminado de sorprenderme horrorizado. El golpe militar quizás se hubiese producido mucho antes, si no fuera porque el General Carlos Prats González se había mostrado favorable a la línea política de Allende. Este hecho no se debió a la lealtad de Prats al orden constitucional, sino al hecho de alcanzar la más alta posición dentro del Ejército, cargo al que no hubiera accedido con ningún otro Gobierno, dada su discreta trayectoria respecto a otros generales. Sabía, asimismo, que no era popular entre sus compañeros de armas como para permitirle encabezar una eventual insurrección. El Ejército respetó hasta el último momento la verticalidad de mando y fueron las mujeres de los generales y almirantes, quienes pidieron la dimisión del Comandante en Jefe. Prats aplastó en junio del 73, un alzamiento del Coronel Souper, que fue calificado como un fracaso por parte del Gobierno, pero que logró el objetivo de sacar de los calabozos del Ministerio de Defensa a una serie de oficiales que estaban siendo investigados con relación a los planes golpistas de las cuatro armas, encabezadas por el Vicealmirante José Toribio Merino, secundado por el General de Aviación Gustavo Leight. Ambos militares pretendían quedarse en el poder el tiempo suficiente como para aplastar al movimiento de izquierda y luego convocar a elecciones presidenciales y parlamentarias. No contaban con la megalomanía de aquel discreto general Pinochet que seguía en el mando a Prats y que estaba dispuesto a apoyar tanto a Allende como a un Golpe Militar, según el lado por el que se inclinara la balanza desde un principio. En junio, la falta de apoyo popular masivo al presidente durante la 243

intentona de Souper, ya le indicó a Pinochet qué posición tomar. Cuando Prats dimitió forzado por las mujeres de sus colegas, el Gobierno creyó tener en Pinochet a un aliado y el Ejército a un hombre absolutamente manejable. Ni lo uno ni lo otro. Pinochet era tonto, pero no idiota y llegó a gobernar con mano de hierro durante dieciocho años, en una de las peores dictaduras que recuerde América Latina, aunque con resultados económicos que posteriormente fueron asumidos por casi todas las naciones del mundo occidental». El 21 de octubre del 72 a las ocho de la mañana, nos fuimos la Kika, su madre, su hermana Alexandra, su tía Elsa, la criada de la casa y yo al Registro Civil a casarnos. Kika caminaba con la alegría propia de la niña que juega a la novia. Alexandra, a la sazón de once años, se aferraba a uno de mis brazos con la emoción de tener un cuñado. Berta, la madre, caminaba tras nuestro con lágrimas en los ojos, a su lado, la solterona tía Elsa, no se cansaba de augurar una corta, muy corta, relación matrimonial. La doméstica, que llevaba también al perro de la casa –que no podía tampoco perderse tan importante acontecimiento- sonreía con esa cara de estupidez que suelen tener como sello de identidad las gentes de escasas luces. En el registro Civil y con el mismo fin nuestro, estaba la Ximena Prato, la chica con la que me enrollé tras cortar con la Kuky, quien uniría su vida a un anodino chiguayantino, cuya única y exclusiva gracia era tener un rostro muy parecido a Omar Shariff, que en aquella época lograba hacer suspirar a muchas mujeres. Nos miramos intensamente y cuando le rodó una solitaria lágrima por su rostro, musitó: -¡Pobrecito! 244

-¡Pobrecita!, -le respondí y continuamos mirándonos embobados hasta que nuestras respectivas parejas se dieron cuenta de tan extraña situación y, algo inquietos, le pusieron fin sutilmente. En esa mirada casi sin palabras y llena de mutua compasión, creo que hubo el último aliento de amor, un amor que no volví a conocer en mi corazón hasta el 19 de junio de 1975, cuando conocí a Norma.

Capítulo II El día anterior a ese acto, por la tarde, había estado conversando con Ricardo Vázquez y Cecilia y les había expresado mi confusión. Mi miedo. -Déjala, -me insinuó la mujer. –No vai a sacar nada bueno de esa niña. Estábamos merendando en el Café Haití y me sentí desorientado como un niño. -Quiero a la Kika, pero no me quiero casar. -¡Chuchas, Ricardo! –me dijo mi amigo, -la Kika es una mina super “encachá”, pero creo que no le conviene a ningún gallo. Después nos fuimos a su casa desde donde llamé por teléfono a mi padre. -Mañana temprano me voy a Caracas en Air France. Tenía el pasaje y antes de llamarlo, había reservado la plaza, sin pensar que debía obtener un salvoconducto de salida del país. El viejo suspiró aliviado. -Te esperamos, hijito y... ¡Bien hecho! No obstante, con o sin salvoconducto, quería el destino que me quedara. Ricardo, que se ofreció a llevarme a Santiago

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en su coche, me acompañó a casa de Kika a buscar el pasaje, mi pasaporte y doscientos dólares que tenía guardados. Al llegar a la casa, la Kika que estaba sola, se probaba la sensual lencería que utilizaría en dos días más, tras la ceremonia eclesiástica. Estaba hermosa, provocativa. Me miró sonriendo y se recostó sobre su cama, estirando sus brazos. -¡Gracias viejo!, -le grité a Ricardo Vázquez. –Me quedo... Fue la última vez que tuve una relación sexual realmente apasionada con mi novia. Tras la boda civil, fuimos a buscar el traje que había encargado hacer para el matrimonio religioso, pero no estaba listo ni lo estaría nunca. La tela de cachemira que me había regalado mi padre años antes y que todavía conservaba, había desaparecido, sin que el sastre reconociera su responsabilidad. Conseguir otro traje, cuando todos los comerciantes de Chile estaban en huelga, junto con los transportistas, exigiendo la renuncia de Allende, era una tarea poco menos que imposible, hasta que finalmente encontré una sastrería de un militante socialista, abierta y tuve que comprar un traje dos tallas menor que la mía, como única alternativa de llevar uno nuevo en la ceremonia. Los zapatos que compré, eran de cartón, para una sola puesta. Mientras Kika se fue a su casa a hacerse la última prueba del traje de bodas, yo me dirigí a la radio a presentar mi renuncia, puesto que habíamos decidido irnos a Venezuela en los próximos días. Una decisión que decidió obstaculizar mi padre hasta el mes de febrero siguiente, a la espera, quizás, que se produjera el divorcio. Finalmente envió el pasaje de mi mujer. Tras hablar con Guzmán, debía disfrutar de una especial despedida de soltero, en forma de comida, con Ricardo, Marcelo y Manolo pero como ninguno de ellos aprobaba mi unión, no hubo reunión ni nada. 246

Así que al mediodía me presenté sorpresivamente en casa de la Kika. Su madre y su tía trabajaban, como maestra la primera y como funcionaria de correos la otra. La hermana estaba en clases y la Kika ensayaba para la Luna de Miel. Cuando abrí la puerta de entrada de la calle, mi nueva mujer, roja y sudorosa, extrañamente sudorosa para un día soleado pero frío, apareció en el recibidor con la rapidez de un suspiro, con su cuerpo cubierto por unas minúsculas braguitas negras, me abrazó y con su boca sensual, pero temblorosa, me cubrió de besos. A todo esto, me empujaba hacia el salón, tras el cual cerró la puerta. Sin embargo, al escuchar unos pasos tras la misma, me asomé y vi saliendo de la habitación de la Kika, a un chico, alto, guapo, aunque de aspecto afeminado. -¡Pancho1 ¿Qué hacís por aquí? –le preguntó azorada mi esposa. -Venía a ver si estabai para felicitarte por tu matrimonio, respondió él. -¿Tú eres Francisco?, -le pregunté con curiosidad El estupor se reflejó en ambos rostros. -Sí, venía a... -Ya lo sé, -le interrumpí, -lo acabo de escuchar. -¿Y vos lo conocís? –me preguntó confundida la Kika. -Sí, por referencias. –Le dije tranquilamente. –Este es el concha‟e su madre que estuvo culeando contigo en la playa. El chaval salió corriendo por la puerta de la cocina. -¡Eres una mierda! –me gritó la Kika. -¿Es que no vai a dejar de sacarme nunca en cara las mentiras de esas mellizas de mierda? Sin pensármelo dos veces, llevé mi mano hacia su sexo que se notaba, a través de su ropa interior, muy húmedo. De un tirón le arranqué las braguitas y quise proyectar mi ira penetrándola en un acto sexual que no pudo ser. Me asqueó pensar que esa vagina acababa de ser hurgada por unos dedos 247

ajenos, o, en el peor de los casos, por el pene del chico que había salido corriendo. Quise creer que aquello no volvería a suceder y los planes no se modificaron.

Capítulo III Salimos a comprar bebidas en alguno de los almacenes requisados por la Unidad Popular. Encontramos uno de un militante del MAPU en el que vendía licores de producción propia. ¡La peor mierda que he probado en mi vida! Aparte que el whisky sabía igual que el brandy o el brandy lo que el pisco. Pero no tuvimos más remedio que utilizar esas mezclas extrañas y a altos precios para nuestra fiesta. La intervención gubernamental de las fábricas productoras de licores y la huelga de transportistas, hacía vano el intento de encontrar algo mejor. La ceremonia religiosa en la que la Kika más que una novia parecía una primocomulgante, así como la fiesta posterior, las recuerdo vagamente. Con lo sucedido el día anterior, todo aquello no era más que una caricatura en la que me veía inmerso por mi falta de decisión y amor mal entendido. Lo peor es que esa situación no era desconocida para ninguno de mis buenos amigos. Sé que estaban mi primo Augusto, recién llegado de Noruega donde trabajaba como maquinista de un viejo barco mercante y sus dos hijos. Ricardo y Cecilia habían acudido solamente por solidaridad conmigo. El resto de las más o menos cuarenta personas que había, eran invitados de la novia y más que de la novia, de la tía Elsa quien no por solterona se abstenía de hacer una buena vida social, lógicamente con otras solteronas que se acompañaban en su desgracia. El rostro que más recuerdo era el del señor Italo, un hijo de italianos, revisor de trenes de pasajeros y tremendamente desagradable e ignorante, quien 248

además de tiquear billetes de viaje, compartía, de vez en cuando, la cama, el colchón y las sábanas de mi suegra. Ese tipejo, tío, para más inri, de Pancho, me amenazó en medio de la boda y de la borrachera que le había producido la injesta de aquellos licores espantosos: -Si se te ocurre dejar a la Vicky, te juro que te mato. Fue tan ridículamente arrogante, tan estúpidamente severo, tan jactanciosamente mafioso, que sólo me limité a sonreír irónicamente. Ya a eso de las once de la noche y tan sobrios como habíamos comenzado la fiesta, la Kika, Augusto, su prole y yo, nos marchamos al Hotel El Araucano, de Concepción. Lo hicimos en un coche celular de Carabineros, gracias a una gentileza del Comisario de Chiguayante, pues era la única forma de circular en aquellos días de Toque de Queda. Ese carabinero, un capitán que no lograba por ningún medio posible, superar las pruebas para acceder al grado de Mayor, fue ultimado por uno de sus subalternos el 11 de septiembre del año siguiente. Tras una noche de boda durante la cual no hicimos otra cosa que dormir, porque ni la palabra nos dirigimos, iniciamos, a las nueve de la mañana nuestro viaje de Luna de Miel a Viña del Mar. Estaríamos cinco días en casa de Román, en el sector Miraflores de la ciudad. Esto quizás fue un exabrupto de nuestra parte porque con él vivía su hermana Carmela, la adolorida madre de José Luis. El viaje, que hicimos junto a mi primo y su prole, previsto para durar diez horas en un autobús de Vía Sur, tardó más de doce y tuvimos que hacer gran parte del camino con las cabezas entre las piernas y rodeados de vehículos militares que protegían el transporte público de cualquier posible atentado. Poco más tarde de las nueve de la noche y a menos de una hora del inicio del Toque de Queda, llegamos a la Plaza de Viña. 249

Román que nos esperaba mucho antes, ya se había replegado a su hogar y mi primo siguió hasta Valparaíso. A falta de transporte público, decidimos hacer el camino hasta su casa, andando. A mitad del camino y justo a las diez de la noche, mientras bordeábamos el estero de la ciudad por su ribera norte, las sirenas indicaron que nadie podía circular por las calles. Aunque no nos tropezamos con ninguna patrulla militar, las constantes ráfagas de ametralladoras lograron amedrentarnos y esos fueron los únicos instantes del camino, en que mi esposa buscó el refugio de mis brazos. Fueron aquellos días tan importantes, como pueden serlo los de una pareja que lleva veinte años en la rutina. Sólo una extraña y dolorosa infección vaginal alteró la monotonía. El médico que nos atendió, un vicealmirante que rompió la huelga que mantenía el gremio, junto al resto de todos los otros estamentos profesionales del país, quedó sorprendido por el hecho que yo no tuviese la misma infección fungosa. Diría que hasta me miró como si fuese un gilipollas. No sé si habrá notado que estaba ante el más grande del mundo. Ya cogería yo la infección en una de las muy escasas noches de deseo sexual.

Capítulo IV La renuncia a la Cooperativa en uno de mis buenos momentos profesionales –error que he venido cometiendo a lo largo de toda mi vida-, me llevó hasta Oscar Humberto Yévenes, íntimo amigo, fumador empedernido, buena gente, comunista militante de corazón y a la sazón jefe de Programas de Radio El Sur. El, con la anuencia de Jorge Alvarez, director de la emisora e Intendente de la Provincia, nos contrataron a Kika y a mí para hacer durante los meses de noviembre y diciembre, un espacio infantil dedicado a la Navidad. 250

Aunque el guión -que confeccionaba yo-, era libre como el viento, según lo asegurado en un principio por la dirección de la emisora, las imposiciones no se hicieron esperar. El Viejo Pascuero, figura tradicional chilena basada en Papá Noel o San Nicolás, fue cambiado por los abuelos de las nieves, rescatados de las estepas rusas y cuya función, según me señaló Alvarez era concienciar a los pequeños acerca de su compromiso con el proletariado. Mi negativa inicial a secundar tamaña aberración, nos valió que el personal técnico se negara a participar en el programa y la labor debía ser cubierta por Yévenes. Terminado el contrato, en el que en definitiva tuve que acceder a las indicaciones de la dirección, se nos comunicó que no había dinero presupuestado para pagar el trabajo desarrollado. Esto abochornó al pobre Yévenes. Afortunadamente no andábamos mal de economía, ya que mi padre me enviaba doscientos dólares mensuales y a pesar que el cambio oficial era de sesenta escudos por moneda americana, en el mercado negro este valor ascendía a mil. El tiempo pasó y se acercaba la fecha de nuestro viaje a Venezuela, el 27 de febrero. Sin embargo, a principios de aquel mes, inicié contactos con Manfredo Mayoral, que era para entonces ocupaba la sub dirección del Departamento de Prensa de Canal 13 de la Universidad Católica de Chile, con el fin de integrarme en su plantilla. Acordamos que iniciaría mis labores el 15 de ese mes, por lo cual el viaje a Caracas quedaba aplazado indefinidamente. No obstante, pocos días después, un grupo de amigos gremialistas, hizo que mis planes volvieran a mirar hacia atrás. -Para las próximas elecciones de marzo –dijo uno de los chavales, -siguen inscritos unos doscientos cincuenta mil muertos y el gobierno se niega a hacer una revisión de los listados electorales, por lo que creo que seremos testigos de uno de los mayores fraudes electorales de nuestra historia. 251

-¡Chuchas! Pero eso no lo van a permitir los milicos, pus, huevón, -acotó un segundo. -Los marinos y la aviación están cuadrados con un golpe que reponga la democracia, pero no pueden hacer nada si no cuentan con los milicos. -¿Pero es que no saben que los milicos están a punto de dar un golpe junto con los pacos? –preguntó un tercero. -¡Qué va!, -aclaró el primero. –Carlos Prats es allendista hasta la médula y la verticalidad de mando no se va a romper y el Pinochet es un chupamedias de mierda. Y los pacos van a hacer lo que haga el Ejército. -¡Error!, -corrigió una joven flaca, fea, pequeña y de gafas gruesas. –El general Yáñez, el Inspector General que es el que ahora tiene el mando, es de extrema derecha y está dispuesto a apoyar a Toribio Merino en el golpe. -Creo que estás equivocada, -intervine yo para sorpresa de todos, pues pasé de mero observador a orador. –El general Alfonso Yáñez es miembro de una familia de radicales y socialistas, aparte que toda su generación joven está activamente ligada con los movimientos de izquierda. -Su sobrino Saúl, -continué, -es interventor de la Petroquímica de Huachipato y el hermano de Saúl, Iván, es dirigente sindical en la misma empresa. La chica, sin responder, borró al general de su lista. Uno de los chicos más callados, sacó una serie de papeles y comenzó a hablar pausadamente. -Si no ocurre algo antes, para el 19 de septiembre, durante la Parada Militar, tropas del Buín dispararán contra los altos mandos no afines al presidente, mientras que en Valparaíso, un grupo de suboficiales tiene la misión de encarcelar y ejecutar sumariamente a Merino y neutralizar a los oficiales de la Armada presuntamente golpistas. –El estupor se dibujó en el rostro de todos los presentes. Casi al mismo momento supe que 252

el chaval, sin ser pitoniso, manejaba datos castrenses de absoluta credibilidad. -Prats -añadió, -encabezará un Golpe militar destinado a atajar la sedición de la que se acusará a Pablo Rodríguez y su Patria y Libertad. Acto seguido y controlados los mandos adversos en las cuatro armas, los militares garantizarán su apoyo al Gobierno de Allende. En menos de una semana, volví a llamar a mi padre para confirmarle que finalmente sí viajaríamos el 27. Fue entonces cuando me enteré que el sub director del Ministerio del Trabajo chileno se había presentado en su casa en Caracas para ofrecerle trabajo en un organismo destinado al fomento de la industria textil. El hombre le había garantizado, entre otras cosas, la lealtad de las Fuerzas Armadas al régimen de izquierdas, lo que les permitía ofrecerle plena estabilidad laboral, aparte de un buen sueldo pagado en dólares depositado en una cuenta bancaria europea, vivienda de acuerdo al rango y vehículo oficial con chofer. Obviamente, mi padre antimarxista intuitivo, rechazó la oferta, e hizo bien, pues ocho meses después, Pinochet, encabezó un golpe militar contra el hombre al que no solamente había jurado lealtad, sino al que también había peloteado como jefe. El 27 de febrero de 1973, a las ocho de la mañana, salimos, en un Boeing DC-8 Super 63 de Iberia, rumbo a Caracas. Nunca más hasta hoy, he vuelto a Chile. Aquel día inicié una larga andadura por la tierra de Bolívar en la que quedaría marcada definitivamente mi personalidad.

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Venezuela En casa de Victoria, primero, en casa de Juan Francisco y Viola, posteriormente, en una buhardilla después y en un ático, que allá se conocen como Pent House, finalmente, transcurrieron los catastróficos meses siguientes de mi matrimonio. Un matrimonio que nunca debió haber sido. Mientras vivimos en la casa de Victoria en la urbanización Las Mercedes, en Caracas, mi madrastra y Kika no llegaron a soportarse y tuvimos que pedir alojamiento en casa de mi hermano, en Los Palos Grandes, otra urbanización capitalina. En las dos semanas que permanecimos en casa de Juan Francisco y Viola, Kika consiguió trabajo en Hornos de Venezuela y yo en el Banco Provincial. Además, también, fue tiempo suficiente para enfrentarnos ferozmente con nuestros anfitriones. Al romper relaciones con mi hermano y cuñada, alquilamos una pequeña buhardilla ubicada en el trasero de una mansión en el barrio de La Trinidad. La decoración de nuestro primer nido de desamor, fue una de las pocas cosas hermosas que le vi hacer a mi mujer. Con dos fiestas seguidas inauguramos esa vivienda. A la primera asistieron los compañeros de trabajo de ella, incluido su joven jefe y amante. A la siguiente fueron invitados mis familiares, superadas las desavenencias con Victoria y, a medias, con Juan Francisco y Viola. Ambas reuniones tuvieron sus anécdotas. La primera ocurrió cuando al finalizar la fiesta, encontramos cada uno de los coches con sus cuatro neumáticos reventados. Una señora, desde la ventana de su chalet, nos señaló hacia una lujosa casa. Después de llamar a su puerta repetidas veces sin respuesta, decidimos llamar a la Policía 255

Metropolitana que llegó en pocos minutos en una ruidosa patrulla. Cuando dejó de sonar la sirena del vehículo policial, salió de la vivienda un militar con graduación de comandante, con una bayoneta en la mano. Los dos policías que habían acudido a nuestro llamado, se apresuraron a saludar marcialmente al oficial del Ejército y sin mediar palabra, acusaron a nuestros invitados de haber aparcado sus coches en zona prohibida y amenazaron con enviar un par de grúas para retirarlos. -¡Pendejos de mierda!, -comenzó a insultar el militar a quien había salido a acompañar una bella mujer de unos treinta años, de hermoso pelo negro liso y largo. La chica miraba con admiración al que parecía ser su marido. –¡Cuando vayan a estacionarse otra vez, no se les ocurra hacerlo cerca de la casa de un hombre, porque si ese hombre vuelvo a ser yo, no sólo les pincho los cauchos, sino que los lleno de plomo por coño‟e madres! –La mujer sonrió satisfecha, mientras ambos entraban en su casa como si nada hubiese pasado. Nos quedamos como piedras. Estupefactos. Entonces Pedro Pardi, uno de los invitados, pidió el teléfono en una vivienda vecina, justamente la de la mujer que nos había señalado la casa del responsable de la gamberrada. Al volver, estaba sonriente. Los policías, desconcertados, prefirieron coger su patrulla y marcharse, no sin antes advertir que las grúas estaban en camino. La gente se había aglomerado en torno a los coches y aunque no decían nada, seguramente por mantener la concordia en el vecindario, se notaba la perplejidad en sus rostros. Pedro cogió una piedra y comenzó a golpear con fuerza la puerta de la casa del soldado. Segundos después, el hombre volvió a aparecer, esta vez con una pistola en la mano. Su aparente mujer que lo seguía nuevamente, apostó por: -Mata a uno, mi amor, para que aprendan. 256

-¡Déjame para ver quién es el primer marisco de mierda al que le meto un plomazo!, -aulló el uniformado, mientras que con su pistola iba apuntando a la cabeza de cada uno de nosotros. El temor, lógico temor, se apoderó de todos y Kika echándose a llorar, suplicó: -Perdónenos, señor. No queremos molestar. -¡Mayor! –Se dejó escuchar la voz de Pedro. –Como militar venezolano, debe responder por el error que ha cometido. El individuo, como única respuesta, pegó el cañón de la pistola en la sien izquierda del chico. -¿No han visto nunca rodar los sesos de un cochino? – preguntó en voz alta el soldado, mientras los vecinos corrieron hacia sus casas. -Mi nombre es Pedro Pardi. –Le dijo nuestro amigo, con voz segura y alta. La mano del oficial titubeó -¡Jódelo, mi amor!, -gritó ansiosa la dama. Pedro continuó hablando. -Acabo de despertar a mi tío, el General Pardi Dávila para darle cuenta de la situación. Pardi Dávila era para entonces el Ministro de la Defensa y primo hermano del padre de Pedro. -Mira panita, -dijo el soldado riendo nerviosamente. –era una broma. Te reconocí inmediatamente. La mujer estaba muda y pálida como un cadáver. En ese instante, llegaron dos camiones del Ejército con dieciséis miembros de la Policía Militar al mando de un coronel. Con violencia casi salvaje, obligaron al oficial y su esposa a subir a uno de los vehículos, mientras que en el otro sugirieron subir a todos nuestros invitados para llevarlos hacia sus respectivas viviendas. A la mañana siguiente, todos los coches tenían neumáticos nuevos.

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El comandante fue dado de baja del Ejército y pocos días después, su casa aparecía con el cartel de “En Venta”. En la fiesta familiar, la anécdota fue bien distinta. Estábamos todos en la buhardilla. Juan Francisco, Viola, mi padre, Victoria, la vieja Cola, el resto de sus hijos, esposas – incluida la bella Gladys-, y nietos con excepción de Verónica, a quien no había vuelto a ver desde mi regreso a Venezuela y que no volvería a ver hasta después de la separación. También estaban Rodrigo Yáñez, antiguo compañero de colegio a quien había reencontrado, sorpresivamente, en Sears de Bello Monte, y su mujer. En fin. Estábamos todos menos mi esposa que me había dicho que llegaría algo más tarde porque pasaría el día en la playa con sus compañeros de trabajo. A eso de las once de la noche, más inquietas las visitas que yo por la ausencia de Kika –lo consideraban una falta de consideración-, llegaron Pedro Pardi y su novia y la novia del jefe de la Kika. Lo buscaban a él. -No, todavía no han llegado, -expliqué ingenuamente. – Seguramente vienen detrás de ustedes. -¿De dónde? –preguntó Pedro. Me sorprendí -De la playa, -expliqué como intentando ratificar lo que presuntamente él ya sabía. -¿Qué playa? –preguntó la chica del jefe, sumiéndome en la confusión y la vergüenza. Una sensación de incomodidad se reflejó en los rostros de mi padre y de Rodrigo. -¿No andaban juntos?, -indagué como un idiota. -¿Quién? -volvió a preguntar la chica, que parecía más confundida, avergonzada e idiota que yo. -¿Ustedes y la Kika?

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En ese preciso instante llegaron jefe y empleada, muy sonrientes. Sin embargo, las sonrisas se congelaron en sus rostros al ver a tan inesperados visitantes. -Nos acabamos de encontrar ahí afuera, -mintió la Kika. -Sí, vine a buscarte, -siguió con la mentira el joven, dirigiéndose a su novia. Sin decir nada más, la chica se fue acompañada de sus dos amigos. -¡Ay, qué estúpidos! –comentó aún más estúpidamente Kika. Su jefe estaba anonadado y cinco minutos después anunció que se marchaba. -Te acompaño al carro, -le dijo mi mujer y cogiéndome de la mano, me invitó a mí también. -¿Vamos, mi gordo? -Ve tú sola. Un par de minutos después, Rodrigo me cogió por los hombros y me sacó a la calle. Allí estaban el par de amantes besándose apasionadamente, Di marcha atrás y me metí en la casa. Tal sería la expresión de mi rostro, que todo el mundo se fue sin siquiera despedirse. Kika se cruzó con el grupo en el camino y el único comentario que me hizo antes de acostarse, fue: -Tu familia me odia. Y el primer comentario que me hizo al levantarse no me sorprendió: -Mi gordo. Me quiero casar con... –No recuerdo cómo se llamaba su jefe, ni me interesa porque la última vez que lo vi, fue cuando había ido al Banco a reclamarme por el comportamiento de mi mujer. Ella parecía olvidar que ya estaba casada. Tal vez sí lo recordaba y solamente actuaba así por fastidiarme. O tal vez, porque simplemente pensaba que divorciarse era así de fácil, solamente bastaba con una declaración unilateral de intenciones. 259

Lo único cierto es que yo, más por vergüenza, más por sentirme un cabrón, más por los amigos y amigas que había dejado en el camino, me eché a llorar desconsoladamente. Ella salió y no regresó hasta la noche. Unos meses después, en marzo del 74, Kika y yo, con la presencia de Román, que actuaba como curador de mi mujer, considerada en aquellos años menor de edad por no haber cumplido los veintiuno, firmamos en un tribunal caraqueño, nuestra separación legal. -Quiero que siempre sigai siendo mi amigo, gordo, -fueron las últimas palabras que le escuché a esa chica hasta que dos años después se sentenció el divorcio. Antes habíamos alquilado un Pent House en la urbanización El Marqués, un piso que en sólo dos meses fue testigo de mil y una andanzas de la moza, hasta el punto que si lo de los cuernos hubiese sido literal, yo tendría que haber tenido farolillos rojos en sus extremos para evitar que los aviones chocaran contra ellos. -¿Y adónde vai a vivir, huevón?, -me preguntó oportunamente Román, pues desde ese momento me quedaba sin techo y solamente con lo puesto y un par de calzoncillos y de calcetines más. El hermano de Victoria vivía solo en un enorme y lujoso piso en Caurimare, después que la madre de sus dos hijos, una mujer bastante mayor que él y decididamente fea, lo hubiera abandonado tras intentar matarlo. Es decir, también tenía su historia Poco después de la pregunta y tras la consabida retahíla de deberes y derechos, me invitó a vivir en su casa. Por aquellos días, se acrecentó la amistad con mi compañera de trabajo, Nelcy Sucre, una guapa y esbelta morena por lo que llegué a sentir más que una simple simpatía.

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Sin pensármelo mucho, se la presenté a toda la familia. Tres veces consecutivas intenté hacer el amor con ella y tres veces me encontré con una resistencia numantina. No era, me expresó, mujer de entregar su honra a ningún hombre antes de contraer matrimonio, por lo que consideré que tendría que esperar al menos dos años para llevarla al dulce himeneo. Lo que no tenía muy claro era que si algún día lo que yo sentía podría llegar a convertirse en amor. Estaba a punto, pese a mis dudas, de declararle oficialmente ese presunto amor, cuando una noche me confesó: -Tengo un niño de tres años. .A pesar que aquello me sorprendió muy ingratamente, reconozco que mi respuesta fue tremendamente desconsiderada: -Así que la virgencita me salió puta. Nunca más, ni siquiera diez años después cuando me crucé casualmente con ella en Puerto la Cruz, me volvió a dirigir la palabra. Ante tal desaguisado, opté por continuar viendo a la única mujer que me era teóricamente fiel, porque no me interesaba que me lo demostrara. Era Yolanda, una mujer con un rostro excepcionalmente bello, aunque algo rellenita de tripa, prostituta de los Campitos, en Catia La Mar. Había sido mi desahogo sexual durante parte de mi vida bajo el mismo techo con Kika y debería seguir siéndolo hasta que otra mujer llenara mi vida sexual. Cuando Yolanda, una puta evidentemente de las conocidas como “baratas”, se enteró de mi separación, le faltó tiempo para invitarme a su piso, presentarme a sus dos hijas, a su madre y ofrecerse como mi pareja. Quería dejar la profesión, y: -Estoy enamorada de ti, mi amor y sé cómo hacerte feliz. ¡Y bien que lo sabía! Pero solamente en el plano sexual. La sola idea de tenerla en casa, aunque objetivamente nada denotaba su oficio, me horrorizaba. Ya había tenido conmigo 261

una ramera y aunque aficionada, la experiencia había sido muy desgraciada. A veces me acuerdo de Yolanda. ¿Qué habrá sido de ella? ¿Seguirá viviendo en la avenida principal de Las Flores de Catia, en Caracas? ¿Serán sus hijas tan hermosas como ella? ¿Me querría realmente? De esas noches sexuales de pago, recuerdo más que nada su risa franca y una ternura que solamente podía recibir de una verdadera amante. Era, a no dudarlo, la más guapa de sus compañeras y también, la más popular y para ellas, yo era su novio. No obstante, jamás dejó de cobrarme por sus servicios. Hasta el último día en que me despedí para siempre, aunque de la forma habitual: -Hasta el martes, mi niña linda. No volvió a haber para nosotros otro martes. En fin, volviendo al tema. No llevaba más de dos semanas en casa de Román, cuando lo acompañé a casa de Gladys. Tras un rato departiendo con “mi tía favorita”, como solía llamarla y su esposo Guillermo, llegó desde su cuarto, Verónica. Hacía casi tres años que no la veía. ¡Qué bella estaba! ¿Pero qué digo? ¿Bella?. Si parecía un ángel recién caído del cielo. Después de saludarnos con especial afecto, me invitó a acompañarla a su habitación como habíamos hecho en tantas ocasiones en esos dos meses que la tuve como una buena amiga en 1971. Allí continuamos nuestras interrumpidas conversaciones, como si solamente hubiesen transcurrido un par de horas. Hubo, además, un amor tan profundo, como inocente y platónico. Un amor que fue truncado antes de desarrollarse, por nuestros respectivos padres. -Si no dejas de ver a esa niña, no te quiero volver a ver por la casa. Suficientes problemas nos has causado, como para que además te estés metiendo con esa tontorrona caprichosa. 262

Esa fue la advertencia de mi padre que poco o nada parecía conocer a Verónica. Fue en el transcurso de una conversación larga, distendida y sin tema fijo, hasta que apareció ese. Antes, mucho antes que Rodrigo Yáñez nos invitara a Román y a mí a cenar a su casa, Guillermo me había echado, por primera vez, la caballería encima. -Tú eres tan imbécil y malagradecido como el Pepe –mi padre- y no quiero que vuelvas a ver a mi hija. –Estas palabras me las dirigió mi tío en la puerta de su casa, antes de cerrármela en las narices y no sin añadir: -eres un hombre casado y putañero y has enamorado a mi hija como un patán. Me sentí consternado, pero a la vez, feliz de saber que mi prima política, aquella pequeñita del cambúr y del tren, aquella adolescente enamorada del escultor tiempo atrás, me quería. Aunque yo sabía lo que se anidaba en mi corazón, jamás esperé que el sentimiento fuese recíproco. Aquello no había sido, no obstante, sino producto de un lapsus alcohólico de Guillermo que subsanó él mismo, pocos días después. Pero ya vendría otro más grave. La noche de la cena en casa de Rodrigo Yáñez, que recién he mencionado, todo transcurrió con normalidad y cordialidad, hasta que Román comenzó a tirarle los tejos a la mujer de nuestro anfitrión. La evidencia era vergonzosa, por lo que Rodrigo, diplomáticamente nos invitó a tomar unas cervezas en la calle...: -...mientras mi gordita duerme a los niños. Hablamos acerca de un sinfín de temas, apoyados cansinamente en la barra de un céntrico bar, hasta que Román, hombre de muy mala bebida, de pronto y sin mediar provocación, descargó un fuerte golpe de puño en el mentón de Rodrigo, lanzándolo al suelo.

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Obviamente, mi amigo reaccionó con la misma agresividad y, como pude, los saqué del local para que la reyerta o se calmara o continuara en la vía pública. En mis vanos intentos por apaciguarlos, recibí varios golpes de parte y parte. En un momento determinado, Román arremetió contra mí: -¡Quien tiene un amigo maricón, también es maricón! -¡Cálmate, viejo, que estás borracho! –intenté tranquilizarlo, mientras Rodrigo se limpiaba la sangre de la cara. -¡Vos soi un maricón como tu papá!, -siguió aguijoneando mi tío y yo continué en mis trece de tranquilizarlo, hasta que uno de sus puños rozó mi nariz con tal velocidad que si me hubiese tocado, me habría lanzado lejos. Le respondí con un golpe que dio de lleno en la suya. Román se apartó, mirándome con sorpresa. -¡No vuelvas nunca más a mi casa!, -chilló y al oír la sirena de un coche policial, se fue corriendo hasta perderse en la oscuridad de la noche. Busqué durante largas horas a Román por las cercanías del bar para llevarlo hasta su casa, pero no lo encontré y cuando regresé al piso, me encontré todas mis pertenencias, menos el anillo de oro de mi boda con Kika, en el portal. Esperé hasta las once de la mañana, observando el Valle de Caracas desde la Cota Mil y pensando qué me depararía el destino. Me acerqué a casa de mi padre que había llegado de Maracay y le conté lo sucedido. -No te preocupes, hijo, -me dijo con seguridad. –Esta es también tu casa. Y lo fue hasta que un par de horas después llegó Victoria que estaba en la peluquería. -Mira, Ricardo. Román es mi hermano y no voy a permitir que pongas nunca más un pie en esta casa. ¡Vete inmediatamente de aquí! 264

Cuando salía, mi padre me dijo en voz baja: -Espérame en casa de tu hermano. Una vez allí, sin siquiera abrirme la puerta, Viola me hizo saber: -Oye guachito, mejor que te vayai, porque con el chino – como llamaba a mi hermano- no queremos tener problemas con la Victoria. Esperé a mi padre en la entrada del edificio. Cuando llegó me hizo seguirle en mi coche hasta un lujoso restaurante de Chacao y sin apearse, me indicó: -En este sitio se come muy bien. Come algo y nos encontramos aquí mismo a las seis. Era la una de la tarde. En un rato comí y el resto del tiempo esperé. En medio de la espera, decidí llamar por teléfono a Verónica para contarle lo que me estaba sucediendo y fue cuando tuve el segundo encontronazo con su padre. Me hizo sentir miserablemente solo. Sin tener nadie con quien contar. -Mira, viejo, esta vez ni estoy borracho ni jugando. Román es mi hermano y lo que le hiciste no te lo voy a perdonar. –Hizo una pausa y continuó. –No quiero que volvai a poner una pata en esta casa nunca más. Tu padre, tu hermano y tú son unas mierdas. ¿Estai escuchando bien? ¡Unas mierdas! ¡Y me cago en Juan Francisco, en ti y en tu viejo! ¿Oíste? Sobre todo en tu viejo. Dicho lo cual y sin haber recibido respuesta, tiró el teléfono. Mientras esperaba, lloré sentado en mi coche, frente al restaurante. A las siete de la tarde llegó mi padre. De allí nos fuimos hasta un aparthotel en Los Palos Grandes, donde solamente insistió en pagar una noche porque salía muy caro, pero al final, no le quedó más remedio que adelantar una quincena, que era lo 265

mínimo que aceptaban. Cuando pagó los setecientos bolívares, pensé, por el color granate de su piel, que sufriría un infarto cardio vascular. -Siempre pendiente de tus idioteces, -me recriminó y sin más explicaciones me dejó solo frente a la entrada de mi provisional refugio. Tenía solamente cinco bolívares en el bolsillo y ganas de comer y fumar y aunque el orgullo me lo desaconsejaba, opté por llamar a mi prima, con la esperanza que ella o Gladys me atendieran el teléfono -Aló, buenas noches, -respondió Verónica. -Verónica, soy yo, Ricardo, -le aclaré. Alzó la voz. -¿Y a ti qué carajo te pasa que no viniste ni hoy ni ayer? ¿Se puede saber? Entonces le conté lo que había sucedido con su padre. -¡¡¡Mamá!!! –bramó la chiquilla. Gladys escuchó la historia y a su vez, bramó: -¡¡¡Guillermo!!!. Antes que el hermano de Victoria hiciera acto de presencia ante el grito de su mujer, ésta me pidió un número telefónico para llamarme y, antes de cinco minutos, pude escuchar la voz de Guillermo: -Oye Ricardito, puchas huevón. Vos sabís que te quiero mucho. Si te conozco desde que erai carajito. No seai huevón, esta tarde estaba arrecho por lo del Román, pero no te lo tomís en serio, gallo. –La voz le sonaba forzada, pero no me importó. Terminó invitándome: -Vente a cenar que ya vamos a servir. Le hice caso. Durante la comida, tía y prima se enteraron de mi catastrófica situación económica provisional, por lo que a partir de ese día, incluso ya habiendo recuperado mi poder adquisitivo, no permitieron que comiera en otro sitio que no fuera su casa. 266

Después de los quince días de permanencia en el aparthotel, me fui a un oscuro hotelucho de parejas cercano a la Avenida Urdaneta. Me costaba seiscientos bolívares mensuales, pasar un frío de miedo y que todos los días tuviera que esperar que saliera una pareja de mi habitación, y como si fuera poco, como coste también, me robaron hasta los calzoncillos. Durante el día olvidaba mis penas en el trabajo y en las tardes conversando con Verónica, con quien solía pasear por Chacaíto y Sabana Grande. Un día, incluso, la llevé a casa de una bruja en Petare que la impresionó tanto, que quiso vengarse -no sé por qué me culpó, si tenía ganas de ver a una hechiceradiciéndole a una compañera de Instituto, una asturiana guapilla de cara, que yo estaba profundamente enamorado de ella. La chica, extenuantemente conversadora y besucona me aburrió en tan sólo una tarde de rollo intenso. Habló hasta por los codos. Me besó hasta... ¡En fin! Y me hizo acariciarla incesantemente. De lo otro, lógicamente nada. Verónica que observaba de lejos, sonreía irónicamente. Lo bueno de esta amiga de mi prima, no estaba en ella, sino en su despampanante amiga, a quien llamaban “Pajarito”, tan preciosa como tímida. Sin embargo, cuando la Vero notó que había química entre esa chica y yo, misteriosamente la esbelta beldad, desapareció de mi entorno Un día que le pregunté por la “Pajarito”, y me respondió con una pregunta bien diferente: -¿Mi pimito queye chipipolita? Chi queye, chu pimita le va a chevil chipipolita. –No sé si sea pertinente aclararlo, pero “chipipolita” era la Pepsi. Esa forma de hablar de la Verónica, me producía el mismo efecto que cuando Morticia Adams, la de la Familia Adams de la tele, hablaba en francés a su marido. Para disimular mi gusto intenso, reía junto con ella.

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Cercanas las fiestas decembrinas, Guillermo, a instancias de Gladys, me había preguntado cuáles eran mis planes y le comenté que Juan Francisco me había invitado a pasar la Noche Buena con ellos y que más tarde nos iríamos a casa de mi padre en Las Mercedes donde Victoria, gracias a la fecha, había accedido a hacer una excepción conmigo. Guillermo se contentó, creo que sinceramente. A las nueve de la noche del 24, llegué a casa de Juan Francisco, con regalos para cada uno. Otra vez, sin abrirme la puerta, Viola me apremió: -Ándate, guachito, que don José y la Victoria están a punto de llegar. Además después nos vamos a su casa. O sea que realmente yo no estaba incluido en los planes familiares, ni Victoria había decidido olvidar. -Viola, ábreme para entregarte los regalos. -Ándate que están por llegar. -Al menos recibe el de Alejandrita. No hubo respuesta y me fui no sin dejar los regalos recostados en la puerta de su casa. Me acosté a las diez de la noche en la fría cama del hotel y en toda la noche no pegué un ojo. En los días siguientes, hasta la Noche Vieja, me aislé de todo el mundo, incluso de Verónica. Es más, en el banco rechacé todas las llamas telefónicas. El 31 de diciembre del 74, decidí acostarme temprano, más o menos a las nueve y comencé a fumar un cigarrillo tras otro. A eso de las diez, llegaron Juan Francisco y mi padre y sin averiguar si tenía planes o no, me desearon un “Feliz Año” y se marcharon. No obstante, Guillermo llegó a las once de la noche y me obligó a vestirme apresuradamente e ir con ellos a una fiesta en un importante club caraqueño. En esa invitación se notaban las manos duras de Gladys y Verónica. 268

Aquella noche del nuevo año, fue la única vez que bailé con mi prima. Lo hicimos como novios y como novios nos vio todo el mundo, menos nosotros que sabíamos que no lo éramos. Cinco años antes, en similar fecha, ya había pasado por una experiencia parecida. «Victoria y mi padre habían decidido pasar la Noche Vieja en Viña del Mar y con Juan Francisco, nos quedamos solos en Chiguayante. Viola, mi hermano y yo, habíamos acordado asistir juntos a la fiesta de Fin de Año que se celebraba tradicionalmente en el Club Social del Banco del Estado, pero finalmente, a sugerencia de mi cuñada, decidieron pedirme que comprendiera, pero que yo no podía ir y que nos veríamos al día siguiente. A las once de la noche, se apareció en la casa, una chica que había conocido en la playa hacía unos quince días. Era Ingrid, una guapa alemana de mi edad, de piel bronceada y pelo platinado. Su presencia me extrañó, porque por fidelidad a las mellizas no había profundizado la amistad, además que estaba comprometida con un hombre de unos treinta años, también alemán. No quise hacerme ilusiones. Me observó con sus enormes ojos azules. Su largo pelo caía sobre sus hombros y un vestido de fiesta azul claro, moldeaba su cuerpo. Su sonrisa era tímida. -Me siento solita, -me explicó. -¿Y por qué quieres alejar tu soledad conmigo? –quise indagar, -Desde que te vi, no sé si te quiero o te odio. –Satisfizo inmediatamente la curiosidad expresada en la evidente interrogación de mi rostro. –Te quiero porque te quiero y te odio porque te quiero.

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Me abrazó muy estrechamente, pegando su mejilla a la mía. Después nos fuimos, en su coche, al mismo club donde esperaban la llegada de 1970 mi hermano y Viola. Considerada como una de las chicas más guapas y enigmáticas de Concepción, su presencia en el club no pasó inadvertida, ni menos mi compañía. La media hora que nos separaba de la medianoche la dedicamos a saludar a amigos y conocidos y a las doce en punto, me abrazó de tal manera que pensé que terminaría por asfixiarme. Luego me llenó de besos y lágrimas. Juan Francisco y Viola, embobados ante esa escena, tardaron, y mucho, en desearse un feliz año. Inmediatamente después del abrazo, Ingrid se excusó con un “ya regreso” y nunca más volví a verla. Algunos dicen que se casó con su chico y se fue de Concepción; otros, que se fue al extranjero, dejando a su novio. Decían, en fin, tantas cosas que todas y ninguna parecían ciertas. Lo único que parece estar basado en hechos constatables, es que se fue de la zona». Con Verónica reíamos. Sobre todo, reíamos porque en medio de la felicidad que significaba estar juntos en un día tan importante, todo nos parecía gracioso. La cuestión iba bien hasta que comprendí que mi vida no podía pasar por una relación en donde la expresión de amor llegaba a su límite en la amistad. Esto, especialmente porque mi prima, a pesar de un enorme corazoncito, daba especial significado a las riquezas materiales y yo, desconozco por qué, siempre me he conformado con logros más espirituales, más vocacionales, lo que siempre me ha llevado a estar en una constante búsqueda de objetivos. Esto siempre me ha abierto nuevos caminos e infinidad de destinos. Demasiados como para echar raíces. Mis objetivos de entonces eran, entre otros, volver a ejercer el periodismo, quedarme en Caracas y que mi padre 270

cumpliera su vieja promesa de pagarnos la entrada de una vivienda nueva, tanto a Juan Francisco como a mí. El piso le llegó a Juan Francisco con facilidad. Como si el camino estuviese lubricado. A mí me costó tres semanas de intensas discusiones, cuando después de haber escogido mi futuro nido en un sencillo edificio de Los Ruices, mi padre comenzó a poner una condición tras otra. El 14 de enero de 1974, me mudé sin muebles, pero con mucha ilusión, a mi casa nueva. Al día siguiente de la mudanza, llegó al banco, a ingresar dinero, la dependienta de una tienda cercana. Era menudita, rubita, guapa y dicharachera, -¡Uy!, -exclamó al verme. –Te pareces a mi ex novio, pero seguro que eres menos sabroso que él. -Sería cuestión de probarlo, -la reté. -Claro que sí. ¿Almorzamos juntos? –quiso saber. -¿En mi casa a las doce? –pregunté. -¿Y tienes algo para comer? -Sí, -le respondí, -a ti. -Coño... todo un reto. Bien formadita, parecía seria y demasiado segura de sí misma. Se llamaba Susana. Camino a casa, pasamos por una carnicería, una verdulería y una panadería. Ella decidió lo que comeríamos, cómo lo haríamos y en qué proporciones. A mí solo me tocó pagar. Al llegar al piso, en una planta quince, dejamos la comida en la cocina y ella se asomó por el ventanal de la sala. Yo fui por detrás y la abracé por la cintura. -¡Pana! ¡Qué rápido eres! –me comentó sonriendo. Pero, indudablemente, más rápida fue ella en desnudarse, desnudarme y hacer el amor. Fue todo tan mecánico que me pareció estarlo haciendo con un robot, Después lavó sus partes, hizo lo mismo con las mías y su precisión se me antojó algo así 271

como muy profesional. Para mí, todo comenzaba y acababa ahí. No para Susana, desde luego. Regresó esa noche y dos veces el día siguiente. Al tercero se apareció acompañada de un hombre, dispuesta a instalar una cocina empotrada tipo americano. Después, muy poco después sin darme tiempo siquiera a saludar al primero, llegó el representante de una tienda de muebles. No pude más que quejarme: -Pero si apenas tengo para comer, pagar el piso y los giros del coche. Milagrosas palabras aquellas, pues ambos hombres desaparecieron provocando la más profunda ira en la chica. La chavala, de 19 años, canaria de nacimiento, había decidido irse a vivir conmigo. La misma noche, en que ella me pidió que la fuera a buscar a su trabajo para instalarse en el piso, ideé un plan con mi prima. Susana estaba frente a la puerta del negocio esperándome. -Hola, mi amor, -le dije -Hola, mi vida, -escuchamos una voz que no era la de ella. En eso apareció Verónica y me reclamó: -Menos mal que te encuentro, cielo. Te estuve buscando en el apartamento para que vieras las invitaciones para la boda que mandó a hacer mi mamá. Miré de soslayo a Susana quien parecía no poder dar crédito a lo que escuchaba. Simulé como que quería apartar a Verónica, pero al cogerla del brazo, me dio un beso tan intenso, que aunque debió ser ficticio, aún sigo pensando que en él quedaron plasmados todos nuestros sentimientos. Estuve también en Beco, -continuó mi bella prima con el plan, -y encargué el juego de cuarto matrimonial y... -¡Marisco‟e mierda! ¡Aprovechado del coño! ¡Coño‟e tu madre! –Con esas expresiones quedó reflejada la pérdida de 272

compostura de la guapa isleña. Esas palabras de grueso calibre no fueron sino las primeras de una larga lista de calificativos irreproducibles, que escuchamos mi prima y yo hasta que estuvimos muy lejos de Susana, El objetivo se logró y nunca más volví a ver a esa chiquilina cuya importancia fue tan efímera que solamente hoy la he vuelto a recordar y en forma, como se ve, muy pasajera. El siguiente romance fue más serio, más profundo y, sobre todo, peligroso. Un buen día, me encontré con una nueva cajera en la Fuente de Soda donde solía almorzar y me enamoré perdidamente de ella. Era una chica morena, de pelo negro, liso y largo e intensos ojos azules. Hija de alemanes muy blancos y muy rubios, el color moreno de su piel, delataba un desliz tropical de su buena madre, más aún si se le comparaba con la alba palidez de sus dos preciosas hermanas, una con una fama de puta redomada y la otra demasiado joven como para adelantar calificativos. Ella, -no recuerdo para nada el nombre-, también demostró vivo interés por mi, tanto que la primera vez que la invité al autocine y vimos pacíficamente una película con un alto contenido erótico, me preguntó al terminar, sorprendida por mi caballerosidad: -¿Eres marisco? Demás está decir que repetimos la función, ya no tan tranquilamente, pues tuvimos noventa minutos para demostrarle mi virilidad. Desde ese día, durante las siguientes semanas, todas las noches fueron nuestras y del día el cansancio. En una ocasión, tras ser sorprendidos por la policía en plena función sexual dentro de mi coche, y pagar los 100 bolívares de soborno para que nos dejaran en paz, me invitó, al 273

fin, a su casa. Acepté gustoso, aunque a medida que nos aproximábamos por el camino viejo de la Guaira, el corazón comenzó a apretárseme en el pecho. Las chabolas se apiñaban una junto a la otra y los pocos viandantes con los que nos cruzamos –era muy tarde, casi de madrugada- tenían cara de cualquier cosa, menos de santos. Cuando creí que más de lo que habíamos ascendido en el Avila, solamente podía conducirnos hasta el cielo, ella me indicó: -Estaciona allá donde está sentado ese carajo. Efectivamente, al lado de la estrecha carretera y apenas iluminado por la mortecina luz de la luna, se veía la silueta de un hombre sentado sobre una piedra a la vera del camino. Cuando aparcamos, el sujeto se puso de pie, la chica salió del coche, lo abrazó y lo besó y yo, que había quedado estupefacto dentro del vehículo, reaccioné cuando ella comenzó a presentarnos. -Ricardo, ven, que te presento a Héctor, mi esposo. Este es Ricardo, -le dijo, -mi profesor de manejo. Esa misma noche supe que llevaban cinco años de casados, que él había fracasado en su intento de conseguir trabajo en Ciudad Guayana, tierra en la que habían vivido años antes y que tenían dos pequeñas hijas. Los días siguientes fueron de fuerte agobio por parte de la pareja. Amenazas y coacciones. Querían dinero para “olvidar” mi actitud hacia la mujer. Sorpresivamente, Verónica, se enfrentó a ella. -Mi papá es abogado y ya puso el caso de ustedes en los tribunales. Mi novio me contó lo que está pasando y creo que van a ir presos. La morena la amenazó con asesinarla a cuchilladas, pero lo cierto es que desde ese día ni ella ni su marido volvieron a aparecer en mi vida. 274

Fue durante esos días que profundicé mi amistad con el pintor canario Paco Pérez, antiguo amante de mi mujer. Sin embargo, la neurastenia y egocentrismo del artista, terminaron por hartarme. Le fascinaba beber cervezas conmigo para recordarme las infidelidades de mi ex mujer y siempre acababa borracho, llorando y pidiéndome perdón. Paco, en una suerte de rito masoquista de reafirmación de su virilidad, acudía muchas veces a nuestras citas, acompañado de alguna chica joven y siempre de buen ver, quienes invariablemente terminaban cansadas de su megalomanía y enrrollándose conmigo, aunque mentiría si dijera que alguna otra vez volví a ver a alguna de esas monadas. Aunque en esto de pasar del segundo lugar a protagonista, la verdad es que ya tengo algo de experiencia. De todas formas, lo peor me sucedió cuando mi primo Federico llegó desde España tras cumplir su servicio militar. «Durante el viaje, había hecho buenas migas con la bellísima Marcia Piazza, una Miss Venezuela que había pasado unos meses en Europa. No sé qué habrá sucedido entre ellos durante el viaje por mar, pero lo cierto es que cada vez que quedaban en Caracas, Federico me invitaba a mí, que me sentía como florero en una mesa. Todo el mundo la conocía. La chica era soberbia, Federico muy bien parecido, por lo que yo, a los ojos de los curiosos, no pasaba de ser un entrometido. Lo cierto es que mi primo, escaso de palabras y ella, abundante en conocimientos y dispuesta a compartirlos, no encontraba a otro interlocutor sino a mí. De esa forma, aquella relación terminó sin haber comenzado y yo saqué en limpio poder afirmar que era muy amigo de la espectacular Marcia Piazza» . 275

Por aquellos días me entró la necesidad de respirar nuevos aires y solicité al Gerente de Agencias del Banco, Francisco San Vicente, que me pasara a la condición de Cajero Flotante, es decir, cajero de reemplazo con diferentes destinos. Tras estar unos días en la Agencia de Bello Campo primero y Guarenas después, donde desconozco por qué motivo me enemisté con todo el mundo –personal y clientes- me enviaron a la de Ciudad Guayana, una población situada ochocientos kilómetros al sudeste de Caracas. Desde el aeropuerto hasta la sede del banco, tuve ocasión de padecer el agobiante calor que suele ser natural en aquellas latitudes del mundo, aunque el disfrute de esa ciudad amplia y moderna, permitió que tuviera una válvula de escape de distracción.

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Norma Pedro Maladado, el sub gerente y William Gómez, un administrativo, fueron los encargados de darme la bienvenida en la sucursal del Banco Provincial de Ciudad Guayana. -A Vizcaíno se le perdieron diez mil bolívares y se le sigue perdiendo real, por lo que está suspendido y tienes que reemplazarlo tú, -me explicó Maladado, refiriéndose a Roberto Vizcaíno, el cajero titular. La sucursal era pequeña pero bien montada. Más tarde llegó el director, un tal Facundo Soto, a quien se le podía aplicar tranquilamente aquello de que la cara es el espejo del alma. Ese rostro de mirada huidiza y desconfiada, gritaba a los cuatro vientos quién era su infeliz poseedor. Después llegó Sarito, una chica tan risueña como entrada en carnes, la que a pesar de nunca haberme llamado la atención, fue durante largo tiempo, motivo de celos para Norma. Y finalmente, tarde como corresponde a una persona importante, llegó ella, la secretaria de dirección. El reloj no marcaba aún las ocho y media cuando entró como un torbellino. Flaquita, sonriente y con el pelo muy corto. Fue cuestión de verla y enamorarme. Al notar que en la caja había alguien nuevo, se acercó con ese paso seguro que siempre la ha caracterizado. Muy amablemente, se presentó: -Hola, soy Norma ¿y tú?

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-Ricardo, -respondí imaginando que una chica tan arrolladora seguramente vivía sola, y que además tenía un montón de pretendientes, por lo que mis oportunidades eran prácticamente nulas Conversamos durante algunos minutos sobre trivialidades, hasta que noté la pequeñez de sus pies. Eran tan menudos, tan delicados y, lo más importante, servían de sostén a una chica que sin ser guapa era atractiva y con una personalidad impresionante. Como el viaje a Ciudad Guayana había sido imprevisto, a los pantalones que había comprado a última hora, faltaba coserles el dobladillo y, no sé por qué, ni con qué confianza, le pedí: -¿Me podrías coger el dobladillo de los pantalones? La sorpresa quedó claramente reflejada en su rostro y aún hoy desconozco si la petición fue o no de su agrado. Lo cierto es que aceptó hacerme el favor. Veinticuatro horas después me devolvió los pantalones y desde ese, los próximos días fueron de total indiferencia. Pedro Maladado ya me había advertido. -¿Con qué derecho le pediste a Norma que te hiciera un favor tan personal? –Y agregó: -¿No te das cuenta que no tienes nada que buscar con ella?. Además, -me cortó el rollo, -tiene un novio que es ingeniero. Sin embargo, no podía apartar mi mirada de ella, padeciendo su indiferencia. En la víspera del primer fin de semana tras mi llegada, decidí viajar a Caracas y compré una curiosa muñeca de trapo 278

para mi sobrina Alejandra. El juguete tenía un rostro tan graciosamente pícaro, que llamó la atención a todas mis compañeras y lógicamente también a la secretaria de dirección. -¡Ay, qué linda esa muñequita! –me dijo, al igual que las otras chicas, pero sólo a ella se le ocurrió preguntar: ¿Para quién es? No me lo pensé dos veces: -Para ti. –Mi sobrina ya se había quedado sin muñeca. Norma, azorada, no supo qué decir. -No, no..., -balbuceó, mientras acariciaba el pelo amarillo del juguete. -Es tuya, -le confirmé sonriendo, aunque con el temor de recibir por respuesta una negativa. -¿Pero, por qué? -Simplemente porque me gustó para ti. Roja como un tomate y bajo la mirada sorprendida, pícara o socarrona de sus compañeras, fue a ocupar su mesa de trabajo llevando la muñeca entre sus brazos, como si fuera un bebé. El lunes, tras regresar de Caracas, donde llevé una muñeca idéntica a Alejandra, me aseguré de capitalizar el impacto del regalo y a primera hora de la mañana, le pregunté: -¿Tu no sabes dónde podríamos tomar unas cervecitas esta tarde? -Tú no sé. Yo si sé dónde y con quién no me las voy a tomar, -fue la sorpresiva e hiriente respuesta de la flaca. 279

Me quedé sin saber en qué hueco meter la cabeza el resto del día, pero a la hora de salir –los cajeros siempre salíamos una hora más tarde-, me estaba esperando en la puerta del banco. Bebimos unas cuantas cervezas en el bar de Pasal, justo detrás del mi hotel. Después de un buen rato conversando, Norma cogió mi mano izquierda y me dijo: -Salvatierra, -pasaron varios meses antes que comenzara a llamarme por mi nombre y otros tantos para que me dijera “mi amor”. –Yo sé que tú estás por mí. Me dejó sin habla y no le respondí ni sí ni no. Simplemente cuando me despedí, intenté en vano, darle un beso en la boca. -No te pases, Salvatierra. Sin embargo, el primer fin de semana que me quedé en Guayana, aprovechó para invitarme a su casa y conocer a su familia y amigos. La verdad es que la receptividad que tuve no fue del todo clamorosa. Mi presencia parecía pasar inadvertida incluso para ella. Me sentí ridículo, con una cerveza en la mano y sin que nadie me dirigiera la palabra. En el momento en que iba a darle una excusa para marcharme, Norma me pidió que la acompañara a la panadería. Vestía ese día unos pantalones estrechos grises y una blusa muy cortita, que le dejaba al descubierto gran parte de su talle y, no sé si por instinto o por deseo, llegando a la panadería en su coche, puse una mano sobre su vientre.

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-No te confundas, Salvatierra. Creo que no te he dado motivos para que hagas esto. –Recibía, así, otro chaparrón de agua fría. De nuevo silencio por mi parte. No me llevó de regreso a su casa, sino que, sin mediar palabras, me dejó en la puerta del hotel. -Perdona si hice algo indebido, -le alcancé a explicar antes que se fuera a toda prisa. El lunes, tras un fuerte enfrentamiento verbal con su jefe, Soto la despidió. Como suele ocurrir en estos casos, los compañeros antepusieron su necesidad de asegurar el trabajo a la amistad y nadie osó mirar su cara, mientras sacaba sus cosas del escritorio. Fui el único que me acerqué. -Espero que nos sigamos viendo, -le dije. No me respondió y se marchó. Pocos días más tarde, Maladado me contó que Norma se iría a Punto Fijo, a trabajar. Eso me provocó una gran decepción pues era seguro que nunca más volvería a verla. El día antes de su partida supe por Pedro, que irían Norma con algún amigo, pues su novio estaba de vacaciones en Barquisimeto, y él y su amante Carmencita a un baile con Los Melódicos en el Club de Palúa, en San Félix. Aproveché ese momento para sincerar mi corazón ante Pedro: -Estoy enamorado de la flaca. Él y otros compañeros que nos escuchaban, se rieron. -Ni sueñes con ella, pana. La flaca tiene puesta su vista mucho más arriba, además, si eres español, mejor te buscas una de allá. 281

Lo cierto es que en esa oportunidad, la salida xenófoba a las que uno se acostumbra viviendo en países latinoamericanos, me sentó francamente mal. La cosa, no obstante, no pasó de ahí. Al mediodía del viernes, Norma me llamó al banco y me preguntó: -¿A qué hora te paso buscando? -Para qué, -le pregunté no sin sorpresa. -Para ir a ver a Los Melódicos. -No sabía nada, -le comenté con el corazón a punto de salírseme por la boca. -¿Y no te lo dijo Pedro? -¡Un coño! –le dije, cabreado. -¿Un coño, qué? -Que no me dijo un coño. -¿Pero vas a ir? -Sí, -le susurré sin terminar de creerme lo que me estaba pasando. En la noche bebimos y bailamos durante varias horas. Ni un beso, no obstante, cruzó nuestros labios. Y no fue por falta de interés. En un momento determinado, la cogí por la cabeza y cuando iba a darle un beso, me aclaró muy seria: -No seas tonto, Salvatierra, mañana me voy y lo más seguro es que no volvamos a vernos. Abatido y triste, opté por no insistir. Pedro, Carmencita y Pina, la mujer de éste, que se había apuntado a última hora para ir al baile, sin imaginar la relación entre su 282

marido y la amiga, contemplaron aliviados la escena. A ninguno de ellos parecía haberles caído bien. En el coche de Pedro, sin embargo y de regreso a nuestras residencias, sus labios buscaron los míos y no tardaron en encontrarse. Fueron minutos muy hermosos en los que nuestras manos recorrían los más íntimos rincones de nuestros cuerpos. Si no hubo sexo, fue solamente porque estábamos compartiendo un coche con más gente. Al bajarme en el hotel, Norma me dijo: -Espero que guardes un buen recuerdo mío. Ella viajaría en avión a Punto Fijo, vía Caracas a las nueve de la mañana y yo viajaría a la capital, tres horas antes. Pero, debido a la parranda de la noche anterior, perdí mi vuelo y no me quedó más remedio, afortunadamente, que viajar en el de las nueve, junto a mi amor. Al llegar al aeropuerto, los rostros de los amigos y madre de Norma, se demudaron. -Esto lo tenían planeado, vale, –sentenció mi futura suegra, que veía aterrorizada la posibilidad que su hija cayera en manos de un “musiú”, como se conoce en Venezuela a los extranjeros. Hasta Norma me recriminó. -Lo hiciste a propósito, pero quiero que sepas que no hay nada entre nosotros y no tienes ni siquiera una posibilidad. Durante el corto vuelo de cincuenta minutos, quise coger su mano, pero su negativa era constante y el fastidio reflejado en su rostro, demasiado elocuente.

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Al arribar a Maiquetía, la esperaba Asdrúbal, un primo hermano quien insistió, pese al evidente contratiempo de Norma, en llevarme con ellos y a pasar un rato en su casa. En el camino, Norma volvió a repetirme en forma tajante: -Entre nosotros no hay nada, ¿oíste? Pero al despedirme me atreví a preguntarle: -¿Nos vemos esta noche? No pudo ocultar su irritación. -Recuerda, -le dije, que esta es la última vez que nos vemos antes de tu viaje el lunes, a Punto Fijo. De esta manera, en la noche la pasé a buscar en el coche de Juan Francisco y la llevé primero a casa de mis padres, lo que la sorprendió muy gratamente, y luego a la mía. Inesperadamente, aquella resultó ser la más bella noche de amor que haya tenido en mi vida. Sólo quince días alcanzó a estar en Punto Fijo, pero no hubo uno sólo en que no conversáramos por teléfono o nos escribiéramos encendidas cartas de amor o que nos viéramos, el fin de semana del medio, que fue completamente nuestro y que aprovechamos para profundizar nuestra relación y cuando nos despedimos, ya nos sentíamos novios. Pero antes de que lo fuéramos, es decir el lunes siguiente a nuestra primera noche de amor, me llamó al banco mi suegra, para invitarme a comer. Me esperaba en la cocina con un machete colgando de su mano derecha y sin mayor preámbulo me saludó de la siguiente manera: 284

-¿Qué intenciones tienes con mi hija? El machete requería de una respuesta clara, aunque evasiva. -Somos amigos, señora Rufina. -Yo sé que eres un hombre casado y puedo entender muchas cosas, pero Antonio es capaz de matar al hombre que se meta con su hija. -Pero si solamente somos amigos, -repetí intentado cordializar. -¡Mucho cuidado con lo que vayan a hacer!, -terminó advirtiéndome. De más está decir que no comí ni allí ni en ningún otro sitio. La impresión fue fatal. Tuve la sensación de estarme metiendo en una camisa de once varas. Ese primer enfrentamiento con la que sería mi suegra, me recordó las incursiones de la Yaya en el campo sentimental, especialmente el de Juan. «El primer amor de mi hermano, fue Silvia, una simpática púber que no por entradita en carnes dejó de robar su corazón. Pero se lo robó de tal forma, que mi hermano dejó de estudiar e incluso de pertenecer a este mundo. En ese estado de cosas, la abuela, con su particular filosofía de la vida y su aún más particular terapia psicológica, decidió interrumpir la relación a fuerza de golpes e insultos. Golpes para Juan Francisco e insultos para Silvia. Así, él resultó con muchos pelos de menos y golpes de más y ella, con sus trece años recién cumplido, con los motes nada dignificantes de “ zorra, arpía, puta, ramera, 285

asquerosa, rata” y una larga lista de epítetos que no alcanzo a recordar y que solamente a Victoria o a mi madre le había dedicado, anteriormente. -Que eres una puta mal “paría”, que has “desgraciao” a mi pobre “nen”. ¡Mala zorra!, -era la diaria letanía con que la Yaya iniciaba sus insultos cuando los veía juntos, tras buscarlos por tierra, mar y, si era necesario, hasta por el aire. Cuando el acoso de la Yaya molestó a los padres de Silvia e involucró a todos los testigos de aquellos improperios, fue cuando decidió intervenir mi padre. -Mamá, si el Johnny y la Silvia son pololos, no es problema suyo. -Es que la arpía esa me está secando al Johnny. -¡Mamá! Están en la edad, tenemos que tener paciencia. -Me va a matar al crío la mala sombra esa –dijo la Yaya gimiendo. -¡Mamá! ¡Por favor! ¡No se meta, que al final son cosas de críos y se les va a pasar! -¡Es que no puedo permitir...! -¡Basta ya, mamá! -Está bien, está bien. Nunca más volveré a decir nada. ¡Maldita sea! -¡Coño, mamá! ¡Que tiene que dejar que esa relación sea normal! Trate a la Silvia como a cualquier otra niña ¡Con cariño!

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-¡Es una santa! ¡Yo sé que es una santa! ¿Y yo? ¡Una maldita estúpida! ¡Me cago...! Después de aquel diálogo, tan sólo hubo un intento fallido de amabilidad y dulzura, que terminó con un poco cariñoso “¡Mala puta!” sonoro y satisfactorio desde el extraño y poco diplomático prisma de la Yaya, que solía compararse, no sé por qué razón, con Nikita Kruschov». En mi futura suegra reconocí al instante ese extraño prisma para ver las cosas, que en la actualidad debe ser un punto de hermanamiento entre mi abuela y mi suegra allá en el cielo, un cielo, que de no mediar alguno de esos milagros, abundantes a esas alturas, deben haber revolucionado. Al ver a Norma, el fin de semana en Caracas, le narré lo sucedido y no pudo menos que avergonzarse profundamente. No obstante, esos dos días en mi casa de Los Ruices, nos hicieron olvidar hasta los problemas del mundo. En aquella oportunidad, la volví a llevar a casa de mi padre y mientras que a Victoria, con quien las relaciones comenzaban a mejorar, le pareció una chica agradable: -¡Qué chiquilla tan dije, Ricardito! ...a mi padre le preocupaba otra cosa: -Supongo que no habrá nada serio entre tú y esa. -¿Esa qué, papá? -Esa negrita. No sé si lo habré contado ya, pero mi padre era admirador acérrimo de todo lo que oliera a los Estados Unidos de América, aunque se había aparcado en la etapa 287

más racial de aquella nación, es decir, aquella en la que comenzaba a tolerarse a ciertos negros, como ejemplo de libertad y democracia. «Recuerdo que una vez que caminábamos al atardecer, por la calle Ahumada de Santiago, se detuvo frente a una tienda de discos y señalando la carátula de un Long Play de Nat King Cole, nos comentó a Juan Francisco y a mí: -¡Este negro, tiene alma de blanco! -Y siguió explicando con indisimulado orgullo: -Es el único negro, remarcaba la palabra negro, -que puede hospedarse en los hoteles de la cadena Hilton y en unos días más vendrá aquí, al Hotel Carrera. Después caminó junto a nosotros hasta llegar a las puertas de ese hotel y se quedó contemplando absorto el edificio, como quien contempla el Taj-Mahal. Tal vez estaría admirando la construcción por el mero hecho de ser una propiedad norteamericana o porque quería hacerlo antes que la piel negra hollara su inmaculada y blanca presencia, producto de una revolución histórica que pretendía el imposible de igualar a negros y blancos». No es de extrañar, pues, que, aún años de evolución más tarde, le asustara la idea de aumentar la familia con una negrita ¡Y su prole! Quizás si Norma hubiese sido norteamericana, el susto sería menor, pero no, era venezolana y eso la convertía en una negra más entre las que habían entre Africa y Latinoamérica. No era en absoluto una circunstancia 288

atenuante el hecho que mi futura mujer fuera, y aún lo es, mulata clara, es decir, morena. «Cuando llegaban navíos norteamericanos a costas chilenas, en cumplimiento de los compromisos derivados de las distintas operaciones UNITAS, admiraba a los marineros por igual, sin distingo de razas o colores. Para él, el hecho que los negros vistieran el uniforme de la Marina de Guerra estadounidense, era el non plus ultra de la integración. Nunca, sin embargo, lo vi hablando con algún marinero de color, pero con los blancos, lo único que le faltaba era intercambiar estampitas de la Virgen del Carmen por las del Tío Sam. También solía chapurrear un inglés que, para entonces, a Juan Francisco y a mí nos llenaba de admiración, pero que hoy, desde la óptica de un mayor conocimiento del idioma de Shakespeare, nos avergüenza terriblemente. -Me Joseph, and you? -Robert. Bobby to my friends. -Oh, Bobby! The United States are the most great country of the world. Y siempre era lo mismo, o casi lo mismo. La misma presentación y el mismo diálogo absurdo durante el cual mi padre observaba admirado a los uniformados, mientras estos masticaban chicles con toda la ordinariez del mundo. Aparte de todo, que se notaba que por algún íntimo sentido de la amabilidad, se sometían a sus insulseces». Cuando Norma regresó de Punto Fijo, decidimos irnos a Caracas para continuar nuestro noviazgo sin interferencias. 289

Estaríamos, según acordamos, lejos de su familia y apartados de la mía. Para ello tuve que renunciar a mi trabajo en el Banco Provincial. Pensamos que no nos costaría encontrar uno nuevo en la capital. De cara a su familia, Norma decidió comenzar a estudiar en Caracas, por lo que iría a vivir en una residencia estudiantil en la urbanización El Paraíso. Y yo me quedaría, supuestamente, en Ciudad Guayana y solamente nos veríamos cuando el uno o el otro viajara. Pero nos fuimos juntos y la mente de doña Rufina comenzó a correr y especular –con toda la razón del mundo- cuando se enteró que yo me había marchado de mi trabajo. En Caracas las cosas no nos fueron todo lo bien que habíamos planeado. El primer tropiezo lo tuvimos con Paco, el pintor, con quien casualmente nos encontramos en el Aeropuerto y que se ofreció a llevarnos en su coche hasta Caracas. El paseo fue grato e informal. Nos detuvimos en varias ocasiones a beber cervezas. En la tarde Paco nos pasó buscando a mí en mi piso y a Norma en su residencia –que lo de la residencia era una realidad que nos serviría de excusa durante un par de semanas-, para continuar la parranda. Cuando decidimos que quince cervezas eran demasiadas, nos dejó en el piso y desde allí nos fuimos a visitar a mi padre y Victoria en Las Mercedes. Llevábamos allí algo así como una hora, cuando desde la terraza vimos llegar a Paco. Mi padre lo recibió en la entrada, por lo que pudimos escuchar claramente la conversación: -Don José, venía a advertirle del error que está cometiendo Ricardo. 290

-¿Qué error? -¿Que no lo ve? Se metió con una negra guayanesa y esas, aparte de putas, le roban lo que pueden a los imbéciles como él, que se dejan engañar. Estaba dispuesto a intervenir, pero Victoria y mi novia al mismo tiempo, me detuvieron. -Yo creo que mi hijo, -le aclaró mi padre, -es lo bastante mayorcito como para saber lo que le conviene. -¡Se lo quiero advertir!, -insistió Paco quien después de romper a llorar, le explicó: -¡Porque yo lo quiero! ¡No sé cómo pasó pero lo quiero! Nuestra irritación fue enorme y quedó reflejada en el portazo que le dio mi padre en las narices. No podía siquiera imaginar que ese ser cuarentón, casado y con dos hijos de quince y trece años y que había follado con mi ex mujer las veces que le había dado la gana, fuese homosexual y que quisiera hacer lo mismo conmigo. Pensaba esto, cuando Paco, desde abajo del edificio, comenzó a gritar: -¡Esa puta‟e mierda no te podrá dar nunca el cariño que soy capaz de compartir contigo! De esto se enteró todo el vecindario, lo mismo que de lo que le gritaba mi padre: -¡Fuera de aquí, mariquita de mierda! ¡Jetón! ¡Pelotudo! Mi padre es que era muy fino para sus cosas. En fin, fino dependiendo de las circunstancias y en aquellos años y 291

localización geográfica, no existía la tolerancia hacia los colectivos gays que existe hoy. Sólo una vez en mi vida había tenido antes una experiencia que guardaba cierta similitud con aquella. «Viajaba, en marzo del 67 en el Yapeyú desde Buenos Aires a Barcelona y cuando apenas habíamos salido del puerto de Santos, en Brasil, se me acercó un hombre de unos cincuenta años, gordo, feo y calvo y además, con cara de idiota, preguntándome en portugués por la ubicación de su camarote y como no entendió la explicación que le di, decidí acompañarlo y cuando llegamos, me señaló una de las literas, esbozando una sonrisa estúpida y luego me abrazó muy fuerte, tanto que tras caer sobre mí en una de las camas inferiores, apenas tuve fuerzas para zafarme y salir corriendo, no sin antes darle sendos golpes en la mandíbula y en la boca del estómago. Él me siguió con desesperación, pero cuando les conté lo ocurrido a Augusto y a mi amigo Carlos Larrañaga que se había embarcado en Montevideo, ambos, con la ayuda de Camila, Susana, Manuela y Sonia, unas chicas que conocimos durante el viaje, le dieron tal paliza al hombre, que lejos de denunciar la agresión al capitán –tampoco lo hicimos nosotros-, prefirió mantenerse siempre lo más lejos posible de mí hasta que llegó a su destino en Lisboa». En las jornadas siguientes, Norma se fue a vivir conmigo y encontró un trabajo muy bien remunerado en la Fiat, mientras que yo me desesperaba haciendo solicitudes de empleo, exámenes psico-técnicos y entrevistas, sin más respuesta que un lacónico: 292

-Ya le avisaremos cualquier cosa. Por aquellos días, llegó a la casa, mi suegra, quien con su presencia avaló nuestra unión de hecho, aunque con el compromiso que Antonio no se enterara de aquello. Cansado de esperar una llamada telefónica que no llegaba, el 25 de diciembre del 75, optamos por regresar a Ciudad Guayana, con el visto bueno de sus padres, quienes aceptaron que viviera en su casa de Villa Brasil, con el lógico compromiso de que cuando pudiéramos, nos casáramos. Rápidamente y con la recomendación de Narciso, el hermano mayor de Norma, conseguí empleo, no sin antes haber regresado a Caracas, donde me encontré en la puerta del piso con diez notificaciones del mismo número de empresas, que requerían de mi presencia para comenzar a trabajar. Aunque las fechas de presentación en los distintos puestos de ya estaban caducados, esta situación, lejos de desanimarme, me llenó de optimismo. Ninguna de las empresas donde había presentado mi curriculum me había rechazado. Afortunadamente, como dije, tenía mi trabajo en el centro Financiero del Orinoco en Ciudad Guayana y allí se me abría un amplio porvenir. Al menos indirectamente y por un tiempo. ¡Todo en esta vida es por un tiempo! En el grupo de instituciones financieras, mi labor consistía en hacer las nóminas de todo el personal. Entre ahorrar dinero para pagar el divorcio, comprar un coche nuevo y soportar los constantes e injustificados ataques de Rufina, pasaron los meses, unos meses que se hacían largos y engorrosos, aparte de calientes y sudorosos. Norma me ayudaba a soportar lo que se convirtió en un verdadero calvario.

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Ella comenzó a recibir un sueldo, bastante alto por cierto, como secretaria de dirección bilingüe de una empresa alemana que aún no se había constituido, pero que debería efectuar obras de ingeniería en el llamado Plan IV de Sidor, trabajos destinados a la ampliación de la Siderúrgica del Orinoco, la más grande usina en su tipo en Latinoamérica. En una época donde encontrar personal cualificado era poco menos que imposible, esa era la manera que tenían las empresas de reservar a su gente. Nuestros altos ingresos como pareja, lejos de aliviar nuestra situación, la hacían más tensa, pues debíamos correr con todos los gastos de la casa, incluyendo la comida que hacía mi suegra a unos doce ingenieros de Sidor. Ellos, como es natural, le pagaban por sus servicios, pero nosotros comprábamos los ingredientes. Vivían, además, en la casa, Julio y Solé, dos administrativos de la Siderúrgica Venezolana, con cuyos pagos se solventaban sobradamente los gastos generados por la casa como la cuota de la hipoteca mensual, y los recibos de luz, gas, agua y teléfono, aunque eso también corría por nuestra cuenta. Ni siquiera la comida, refrescos y bebidas que guardábamos en nuestra nevera se salvaban de ser repartidos entre los continuos visitantes, la mayor parte amigos de los administrativos. Pese a eso, el 22 de junio del 76, pude pagar los dos mil cuatrocientos bolívares que como honorarios me cobraba el abogado Igor Grisolía por tramitar la última fase del divorcio. Afortunadamente esta cuota incluía hospedaje y billetes aéreos a Caracas. Ese día fue el último que vi a Kika. La fui a buscar en unos bloques en que residía, en el Parque Central. 294

A pesar que aún no cumplía los veintidós años, estaba muy avejentada y delgada. La encontré incluso, fea. Fuimos caminando hasta los juzgados que estaban en el centro de Caracas y en el trayecto no cruzamos ni una sola palabra. Allí, junto al juez y una secretaria, nos esperaba mi abogado. Al preguntarnos el magistrado si después de dos años de separación legal, aún persistíamos en nuestra intención de divorciarnos, Kika me sorprendió con su cara dura: -Para mí, gordo, has sido el único hombre de mi vida y no quisiera dejarte, pero yo sé que tú no me quieres y respeto esa decisión. No pude menos que ser tan irónico como ella y le respondí: -Pues yo acepto ese respeto, pero creo que tratar de intentarlo de nuevo, sería un gravísimo error. Echó, naturalmente, sus lagrimones y secándoselos, afirmó con voz entrecortada y comprensiva: -Déjenme firmar el documento. No me quiero arrepentir, -y comenzó a llorar de tal forma que hasta a mí me impresionó. Y el malo, o sea yo, también tuve que firmar. Aún sin dejar de llorar, me cogió de un brazo y me rogó: -Invítame a desayunar o creo que me voy a desmayar. Cuando nos despedimos del juez, éste me susurró al oído; -Lo felicito, panita. Tronco de vaina que se saca de encima. 295

Ya desayunando, acompañados por Grisolía, a quien había invitado por si acaso, Kika sin una lágrimas ya en los ojos, sorpresivamente me dijo en tono amenazante: -Voy a esperar que sean las tres para que me entregues el carro y hasta mañana al medio día, para que me des las llaves el apartamento que compraste en Los Ruices. El corazón se me paralizó. No tanto por el coche, que había devuelto a la agencia a cambio de lo pagado, por un desacuerdo en el cumplimiento de la garantía, sino por el piso que llevaba pagando algo más de un año. -¿Qué quieres decir con esto? -Que hace seis meses reclamé mi derecho por el carro y el apartamento y como no respondiste a los carteles de citación, me los adjudicaron. Sentí deseos de llorar y miré suplicante a Grisolía, quien fijó sus ojos azules en los de ella y lentamente, como saboreando cada una de sus palabras, le explicó: -El problema, señora, es que esta mañana, al leer el documento conjuntamente con el juez, éste desestimó sus escritos por haberlos presentado en forma extemporánea y después de firmar la separación de bienes y cuerpos. El coche figuraba en el documento de separación, entre los bienes de mi cliente y el piso lo adquirió después de la susodicha separación. La taza de café con leche que sostenía mi ex mujer fue a parar de lleno en el rostro del abogado, quien impertérrito añadió: -El mismo juez declaró su contenido como no ajustado a derecho.

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Una sonora bofetada cruzó mi rostro y Kika se fue gritando por la calle: -¡Me las vai a pagar, concha„e tu madre! ¡Mi mamá va a venir y me las vai a pagar! Nunca volví a saber de ella, más que esa vez que mi primo Federico, al llegar a Madrid desde Chile, me contó que una vez que la había encontrado, le había dicho que yo era el único hombre al que había querido de verdad en toda su vida. El dieciséis de julio de 1976, Norma y yo nos casamos por lo civil en la Prefectura de San Félix. Mi suegra, mujer “optimista” como pocas, le dio a la unión una duración máxima de un par de semanas, pero veinte años después, la buena mujer pasó a mejor vida, dejándonos más unidos que nunca y con cinco hijos. La fiesta fue sobria y asistieron familiares y amigos íntimos, mi padre y Juan Francisco, entre ellos. Incómodo el primero por un ambiente que no le era grato pese a la cordialidad de mis suegros y simpático y amable, el segundo. En lo único que estuvieron de acuerdo fue que el culo de Zonia, una buena amiga de Norma era insuperablemente hermoso. Si no hubiese sido por ese detalle físico, para ellos la recepción hubiera resultado francamente insoportable. -¿Estás seguro de lo que estás haciendo?, -fue una de las tantas preguntas impertinentes que me hizo mi padre esa noche y que demostraban su opinión acerca de la boda. Y Juan Francisco, sin preguntar, me miraba con aquella mirada que solía darme cuando me exponía, años antes, a la curiosidad de sus conocidos, presentándome como el intelectual chiflado, calificativo que basaba en la prematura publicación de un libro junto a Jaime Hamed y por el hecho de ir siempre vestido de riguroso negro. Había dejado hacía 297

años el color negro, pero para Juan seguramente, esa no era una decisión definitiva y lo más seguro es que pensara que ya que no vestía de negro, al menos tendría una mujer de ese color. Pero negro no era solamente el color de mi nueva gente, sino el de los meses venideros.

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Difícil convivencia -A mí me parece que este hombre no da hijos, -había sido una de las frases predilectas con las que mi suegra intentaba humillarme ante los demás, durante el noviazgo. Con esta opinión sobre mis hombros, nuestra vivienda durante los primeros meses de casados, seguiría siendo la de Norma, que a la vez era el sitio de residencia de sus padres, pero como quiera que doña Rufina y don Antonio no se la llevaban de lo mejor, pues no solamente los separaban veinte años de edad sino también de desamores y la propia lengua de mi suegra que era calva, Rufina decidió dejar la casa para estar cerca de Justiniano, un guyanés feo, gordo y fanfarrón que había sido su novio durante sus años mozos. Con esta decisión que no tenía ni mucho menos y para involuntario beneficio del tal Justiniano, como fin la convivencia, nos dejó en casa con Antonio, para quien Norma era la mismísima niña de sus ojos, aunque esos ojos se convertían en ojerizas cuando me miraban. Además se quedaron también, Julio y Solé. Julio y Solé ocupaban dos de las cuatro habitaciones de la casa, Antonio el otro y a nosotros nos quedaba la principal, pero en esa situación, nos sentíamos como inquilinos de pensión, pues la sociabilidad de los chicos llenaba la vivienda con sus amistades y las nuestras, cuando iban, debían integrarse a sus bullangueros grupos. -Julio. Solé. –Un día tuve que decírselos. –Dentro de un mes deben dejar las habitaciones, porque...

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-¿Y quién coño te crees tú, vale? –interrumpió groseramente Solé, un negro altísimo, mal encarado, aunque simpático cuando quería y agresivo, también cuando quería. -Soy ni más ni menos que el marido de la dueña de la casa y por lo tanto el dueño de la casa, -le contesté plantándole cara. -¡Estás pelando, pana! A nosotros nos alquiló las habitaciones la vieja Rufina y tiene que ser ella la que nos saque! –advirtió el mismo Solé, quien despectivamente añadió: -No un huevón como tú. Finalmente y con oportunos cambios de cerraduras y candados en las puertas de acceso, optaron por irse sin que, como querían, se los exigiera mi suegra. Antonio, que había sido testigo oculto de la conversación con aquellos muchachos, no quedó muy contento con mis afirmaciones y un sábado por la tarde, tras varios días en que no me dirigía la palabra, lo hizo, al fin, en estos términos: -Escúchame, Salvatierra. Esta casa es de mi hija y no sueñes con que algún día pueda ser tuya. Yo sé, -añadió, -que te casaste con ella por la casa, pero cuando te haya dado una patada en el culo, te vas a tener que ir con lo mismo que trajiste. Como era de esperar, no me quedé callado: -Puedes estar seguro que por esta mierda de casa, yo no me iba a echar al hombro un par de suegros tan imbéciles como ustedes. -¿No se te ocurre Antonio, -proseguí, - pensar que estoy casado con Norma porque de verdad la quiero?

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-¡Qué va! Tú eres el típico arrastrado que le va quitando las cosas a los demás. -A mí me está dando la impresión que tú permitiste que Norma se casara conmigo para quedarse con mi apartamento de Caracas, que es diez veces mejor que esta cagada. -¡Véte de aquí, plasta de mierda! Diciendo esto, Antonio se abalanzó sobre mí, intentando agredirme, lo que Norma impidió interponiéndose entre él y yo. Como si no hubiera bastante, Rufina llegó aquella misma tarde para intentar calmar los ánimos, llamada por su hija. Pero la vieja no hizo sino agregar su propio grano de arena. -...y además, Salvatierra, esta casa no es tuya para que hayas echado a Julio y a Solé. Y te lo advierto. Si me da la gana, esos pobres muchachos van a volver. -Con la misma nos vamos nosotros, -la interrumpió Norma. -Y los voy a buscar ahora mismo, -prosiguió la mujer ignorando a su hija. Todo quedó en una simple amenaza y al día siguiente, Rufina se fue a Caracas a pasar una temporada. Antonio, que no ocultaba la antipatía que me profesaba, se quedó tranquilo y Norma, me anunció un día: -Estoy embarazada, mi vida. Al saberlo, los ojos se me llenaron de lágrimas y comencé a besar con ternura, pasión y emoción, aquel adorado vientre. 301

Sin embargo, quiso el destino que mi esposa cayera en manos de un tal Jesús Figuera, médico obstetra que atendía desde hacía años a nuestra amiga Iraides, que padecía de una obstinada esterilidad. Según el facultativo, todo iba muy bien. Incluso cuando Norma comenzó a supurar una sustancia gelatinosa rosada, explicó que no había motivo de alarma. Cuando el flujo se convirtió en hemorragia, fue cuando el doctor la ingresó en el Hospital de la Ferrominera Orinoco, donde dos días después en la mañana, me informó que el conato de aborto había sido superado y en la tarde, que había abortado. En la mañana le envié un arreglo floral enorme para celebrar el niño que venía y en la tarde, Norma contemplaba las flores, ya sin el niño en sus entrañas Ese mismo médico, que atendió durante ocho años a Iraides por su esterilidad, no quiso jamás reconocer su responsabilidad cuando quien resultó con graves problemas fue Felipe, el marido de ésta, que tenía azoospermia total y al que él jamás insinuó con realizar exámenes. Todo intento por hacer prosperar una demanda judicial, chocó con el Colegio Médico, que defendió irracionalmente a su afiliado. La misma tarde del aborto, me quedé acompañando a Norma, que no cesaba de llorar. Mientras le acariciaba su cabello, fue víctima de una fuerte hemorragia vaginal, por lo que llamé a una enfermera. Acudió una mujer gorda, morena, de aspecto vulgar, quien al verme intentando reanimar a mi mujer que se había desvanecido, comenzó a dar alaridos: -¡Degenerado! ¡Policía! ¡Socorro! ¡Están violando a una paciente!

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En fracciones de segundo la habitación, se llenó de médicos, enfermeras, curiosos y dos fornidos policías. Uno de ellos me agarró por la camisa y me empujó hacia él. -¡Andando, coño‟e tu madre! –me gritó al tiempo que me esposaba. Afortunadamente, el administrador del centro, exigió a gritos; -¡Suelten a ese carajo! ¡Es el esposo de la paciente! El funcionario policial que me había esposado, me soltó, no sin antes advertirme: -¡Por esta vez te libraste, coño‟e tu madre! –y me propinó un golpe seco en el pecho que por un momento me cortó la respiración. Una vez calmados los ánimos y amonestada con discreción la enfermera, anuncié al propio administrador, mi intención de presentar una denuncia ante los tribunales. -Creo, -me respondió escuetamente. –que sacaría más denunciando al propio Presidente Carlos Andrés Pérez que a nosotros. Al día siguiente, al dar de alta a Norma, se me entregó una factura en la que solamente constaban los insumos utilizados y ya estaba cancelada. No se volvió a hacer referencia a los hechos. Con respecto a mi suegra, el mismo día en que se produjo el aborto, la llamé por teléfono a Caracas. -Señora Rufina, Norma acaba de abortar el bebé y creo que sería bueno que se viniera para estar con ella. -¿Y pa‟qué coño tiene un marido? 303

-Señora Rufina, por favor. Está muy deprimida y tiene ganas de... –El teléfono se cortó, como se suele decir cuando al otro lado de la línea cuelgan el auricular. Y Rufina no apareció sino hasta una semana después del regreso de Norma a casa. -Eso es que este hombre no sabe dar hijos buenos, -fue el tajante diagnóstico de la madre de mi esposa. ¿Y el remedio? Regresar ella al lar para que las cosas anduvieran mejor. Lo cierto es que su aventura con Justiniano, había llegado a su término sin que nunca pasara nada entre ellos, más que constantes discusiones. Un mes después del aborto, Norma decidió hacerse una examen completo con un tal doctor Ordaz. Yo esperaba que este joven galeno le hablara, para tranquilizarla, del alto porcentaje de abortos que afecta a las primerizas, pero, muy por el contrario, este cómplice de Figuera, tras hacerle un breve tocamiento vaginal, concluyó en que la paciente tenía matriz infantil y era incapaz de llevar a buen término ningún embarazo. Cinco hijos en los siguientes quince años, demostraron la imbecilidad del facultativo. En enero de 1977, tras pasar un impresionante fin de semana en Canaima, en compañía de Felipe e Iraides, recibimos la confirmación que Norma volvía a estar embarazada. Bajo el control del doctor Evencio Riveras-Zerpa, el embarazo transcurrió normalmente, a pesar del desmedido crecimiento de su tripa, un crecimiento, según explicó el galeno, debido al líquido amniótico que se acumulaba. A medida que pasaban las semanas, a Norma se le dificultaba en mayor medida asistir a su centro de trabajo, distante treinta kilómetros de la ciudad. Sus jefes alemanes 304

mostraron una especial sensibilidad por el embarazo y le dieron toda clase de facilidades para hacerlo más llevadero. Estas facilidades incluían asistir a la oficina cuando pudiera. En mi caso, el embarazo de Norma, flexibilizó la actitud del representante legal del grupo, el abogado David Puentes, quien estaba convencido que yo estaba enamorado de su prometida, María Matheus, la encargada de los Servicios Generales y a la vez criada y protegida del presidente del centro financiero, Mauricio Valerio. Nunca sabré por qué David fue víctima de esos celos tan exacerbados con relación a nuestra amistad. Incluso llegó al punto de amenazarme con hacerme despedir si no cortaba mi relación coloquial con María. Como he dicho, el embarazo de Norma fue el antídoto contra aquellos celos venenosos y a partir de ese momento, nos hicimos tan buenos amigos, que llegué a ser testigo de su matrimonio eclesiástico y ellos padrinos frustrados del bautizo de los niños. Frustrados no por desavenencias, sino por las circunstancias posteriores, que nos fueron alejando. A medida que avanzaban los meses, mis suegros se mantenían aparentemente indiferentes sobre lo que ocurría. Tan indiferentes, que el día que tuvimos un aparatoso accidente de tráfico, tampoco pareció preocuparles, pese al avanzado estado de gravidez de Norma. Aquello ocurrió un día que buscábamos aparcar nuestro coche para ir al cine Canaima, cuando otro vehículo, un Hillman Arrow que venía retrocediendo a gran velocidad, embistió a nuestro pequeño Renault 12, recién sacado de la agencia. Con el impacto, quedamos con la parte delantera sobre otro coche, mientras que el responsable seguía golpeando a cinco automóviles más, todos aparcados. 305

Unas prostitutas que salieron de su lupanar, situado frente al cine, ayudaron a Norma a salir del coche y cuando notaron su avanzado estado de gestación, se abalanzaron sobre el culpable del accidente, un conductor evidentemente embriagado, quien intentaba darse a la fuga corriendo. La policía no tardó en llegar, junto con funcionarios de la Inspectoría Nacional de Tránsito, acordonando ambos extremos de la calle como si hubiese ocurrido un accidente mortal. En medio de la trifulca, el responsable de los hechos logró escapar, dejando, no obstante, abandonado allí su destrozado vehículo. ¿Su vehículo? ¡Qué va! Se lo habían dejado prestado durante la celebración de una boda, para que se pertrechara de más licor, que parece que había comenzado a escasear. Nuestro vehículo, milagrosamente, no sufrió grandes daños, e incluso nos pudo llevar esa noche al autocine, pues pese al accidente, no se nos habían quitado las ganas de ver alguna película. Antes, en las dependencias de la Inspectoría, se personó el abogado del sujeto, intentando llegar a un acuerdo directo, para evitar que operaran los diferente seguros de los implicados. Mi cabreo era tal, que le advertí: -De aquí iremos al forense y como le haya pasado algo al niño, lo jodo. ¿Y lo del seguro? Pues claro que va a participar. El letrado no insistió. Conocía muy bien la gravedad de la situación, aunque aparentemente, por su estado, también había estado en la fiesta de matrimonio.

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«Seis meses después, en la consulta del pediatra, nos encontramos con el conductor, quien nos contó que le habían embargado prácticamente todos sus bienes. En efecto, se vio acosado por cinco compañías de seguros y el vehículo que conducía, no estaba amparado por ninguna póliza». -¡Pero si esto no es nada! ¡No sé pa‟qué arman tanta marisquera!, -fue el comentario de mi suegra al ver los daños del coche. No se ocupó ni de su hija, ni del crío que tenía en sus entrañas. Los dos meses siguientes, fueron muy especiales. Nos dedicamos a pasarlo bien y a viajar a Ciudad Bolívar para ir comprando poco a poco, las cosas del niño o la niña. Con Antonio la relación se había ido relajando paulatinamente y cuanto más crecía la barriga de su hija, más se acercaba a mí para expresarme, con las palabras sinceras de un hombre curtido por los siete mares, el inmenso cariño que sentía por ella. Rufina estaba a la expectativa. ¿De qué? Era difícil poder preverlo, más aún cuando yo solía seguir siendo el centro de todas sus iras, pues a sus ojos, continuaba siendo un inútil, hasta un imbécil, más aún si me comparaba con Narciso, su hijo mayor. Esta comparación constante, sin embargo, no me afectaba, porque en general, por sobre cualquier mortal, incluidos sus hijos Adrián y Jesús –Norma por ser mujer, no entraba en las comparaciones- Narciso era el mejor. Es más, creo que lo consideraba el punto de inicio de la vida misma. El mismo Narciso asumía una actitud de “perdonavidas” que rallaba en la más patética de las ridiculeces. 307

Casado con una colombiana de aspecto vulgar, ésta pretendía pertenecer a la alta sociedad bolivarense, caracterizada por sus suculentas cuentas bancarias y escasa educación. La colombiana solamente cumplía con el último requisito, pero pensaba que el título de economista de Narciso, obtenido en la Universidad de Los Andes, le abría las puertas de lo más granado de la gente guapa de la zona No obstante, se mantenía cierta calma. Tensa, pero calma, al fin y al cabo. Pero un sábado en la mañana, uno de los pocos fines de semana que tuve que trabajar estando en el centro financiero y a pocos días que Norma diera a luz, me pidió llorando por teléfono que fuera a buscarla. -Mi amor ven rápido a la casa. ¡Te lo suplico! Esta solicitud me inquietó, pues minutos antes, una explosión había sacudido a Ciudad Guayana y temí que alguno de la familia pudiera haber resultado afectado. Después supe que había sido en las instalaciones de la Ferrominera. Cogí el coche y acudí inmediatamente a su llamada. A unos cincuenta metros de la casa, corriendo por la senda Santos de Villa Brasil, Norma se enfrentó al coche. Tenía puesto un vestido largo rojo, que destacaba su prominente barriga. Al subirse, me explicó sollozando: -¡Mi mamá me quiso pegar! ¡También te quiere joder! ¡Vámonos! Di media vuelta e iniciamos un largo paseo, mientras mi esposa, con la voz entrecortada me contaba que Rufina había tenido una de sus múltiples rabietas, porque 308

consideraba que no estábamos aportando nada para la casa. Por aquellos días, como ya he comentado, pagábamos la cuota mensual de la hipoteca, las facturas de agua, luz y teléfono. Comprábamos el gas, toda la comida y cualquier cosa que hiciera falta. También le dábamos a la suegra el dinero que necesitara. Tal vez nuestro aporte significara poco para ella, acostumbrada a que Norma, antes de casarnos, le diera todo su sueldo, y hasta eso le parecía escaso. Pero también había otros motivos. Y los supimos cuando regresamos a la casa dos horas después. Mi suegra nos esperaba en el portón de la calle, reflejando una intensa furia en su rostro. Al verla, supe que los vecinos, como era ya habitual, tendrían un buen espectáculo gratuito. -A ver... ¡coño‟e tu madre! ¿Dime qué pasó cuando mi pobre hija abortó? –me gritó sin darme la oportunidad de bajarme del vehículo. -Señora Rufina, -le respondí en el mismo tono utilizado por ella, -pasó que yo le avisé en el mismo momento que estaba abortando y usted me contó que eso era normal y que no vendría a verla. -¡Gran carajo! ¿Yo dije eso? -Sí, -afirmé. -Y se vino nueve días después. Alzó la mano como si fuera a golpearme, pero en lugar de eso, corrió al medio del aparcamiento en que se convertía el final de la senda Santos y se puso a chillar como una posesa:

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-¡¡¡Mi hija se casó con un marisco!!! ¡¡¡Con un mantenido coño‟e madre!!! ¡¡¡¿Qué he hecho yo, Santo Dios del Cielo, para que mi hija haya tenido que conocer a este desgraciado?!!! -Señora Rufina, -llamé su atención bajando el tono de voz, esperando que ella hiciese lo mismo, para poner término a tan embarazosa situación. –No tengo ganas de discutir con nadie. ¡Fue peor! -¡¡¡¿Así que yo no soy nadie?!!! ¡¡¡Nadie serás tú, “musiú” marisco!!! Los gritos rallaban el histerismo y su rostro desencajado, asumió un aspecto enloquecido. Norma y yo nos encerramos en nuestra habitación, desde la cual tuvimos que escuchar durante el resto del día la peor seguidilla de improperios que me hayan podido dedicar jamás. La primera hora lo hizo desde la calle y después junto a nuestra puerta. En esta segunda fase, se dedicó a compadecer a su buena hija, que enceguecida por el amor, no se daba cuenta del tipo de monstruo con el que se había casado. Otras parejas que habían alquilado habitaciones durante nuestro noviazgo, como Carmencita y Rubén y después de casados o su hijo Jesús y Miriam, también fueron víctimas de la lengua y carácter de Rufina. Los primeros, que no formaban parte de la familia, tuvieron que soportar sus ataques de ira por supuestas deudas o presuntas malas caras o falta de colaboración, o cualquier cosa y los otros, por los defectos que, como a mí, achacaba a la nuera. Jamás faltaban los motivos para discutir. 310

El ocho de octubre estaba previsto que Norma diera a luz. El ocho de septiembre que le hicieran la primera radiografía, pero el parto no quería esperar tanto. A eso de las tres de la madrugada del dos de septiembre de 1977, tras pasar una divertida jornada en casa de nuestra amiga Albertina Urdaneta, compañera del centro financiero y estudiante de Relaciones Industriales y además vecina de Villa Brasil, Norma sintió unas imperiosas ganas de orinar. Cuando regresó del lavabo, me explicó que había hecho un larguísimo “pis”, e incluso mientras me hablaba, sintió que se orinaba encima. -¡Rompió fuente1 –gritó desde su habitación, Rufina, quien siempre, en silencio escuchaba hasta el último detalle de lo que conversábamos o hacíamos. Oído esto, nos vestimos y nos fuimos a la Policlínica Ciudad Guayana donde debía atenderla el doctor RiverasZerpa. Pero fue un joven médico de guardia en Urgencias quien le explicó que el ginecólogo estaba en un congreso, pero que no se preocupara. -Yo creo, -dijo, -por el tamaño de la barriga y por su forma, que son dos o más muchachos. Después nos explicó que sobre la base de la dilatación, podíamos tener calma porque el parto no se produciría antes de las diez de la mañana y en lugar de ingresar a mi esposa, la envió a casa. A las ocho de la mañana nos volvimos a presentar en el centro asistencial, donde la vio el doctor Elliott Rondón, uno de los socios de la policlínica, que estaba atiborrado de trabajo con sus pacientes habituales. 311

Norma, pese a ser primeriza, mostraba una increíble seguridad en sí misma y una tranquilidad a toda prueba, contrastando con mi estado de ánimo. Avisada la familia de la proximidad de tan especial acontecimiento, rápidamente se presentaron nuestra cuñada Yajaira, la mujer de Adrián y nuestra entrañable amiga y comadre, América, así como Carmen, una chilena esposa de un compañero de trabajo y algunos años después vecina en Los Raudales. Entre las nueve y las diez, hora en la que Norma pasó a la sala de partos, todo era emoción, confusión y palabras de aliento. Todo hasta que llegó mi suegra. --¡Tengo que venir p‟acá, porque este carajo es un incapaz! –El “carajo”, obviamente, era yo. Sus palabras sorprendieron a todos por igual. América, sin embargo, fue la única en terciar para intentar calmar su ira. Tranquilizarla. Pero ella no estaba dispuesta a ceder su preeminencia en agresividad y notoriedad. -¡Qué coño me voy a tranquilizar con el huevón de marido que tiene mi hija! Minutos después ponían en mi brazos a mis dos primeros hijos y luego, aún emocionado salía junto a Yajaira a comprarles más ropa. Al regresar, me encontré con que los dos bebés tenían mi nombre, uno con el agregado de Antonio y el otro de José, por sus dos abuelos. La verdad es que como no esperábamos más que un niño, solamente teníamos un nombre, Antonio José y claro, cuando le preguntaron a la madre, que quería nombres compuestos, dividió el Antonio y el José y les antepuso a ambos, el mío. 312

-¡Pobres nietos, míos! ¡La vida que les espera con un padre tan poco cosa! Ese fue el último comentario que le alcancé a escuchar a mi suegra, antes que una enfermera la obligara a salir del centro. «Cuatro años y medio después, el 8 del febrero del 82, cuando Norma finalmente dio a luz en la Clínica Puerto Ordaz, a nuestra hija Andrea, tras más de doce horas de espera, quise alegrar a mi suegra y a mis hijos que se habían quedado con ella, dándoles la noticia por teléfono: -Señora Rufina, Norma dio a luz una niñita. -A ver cuando vienes a buscar a estos niños que me tienen hasta el culo, -fue su simple respuesta. -Se llama Andreíta, -la ignoré y quise seguir informando. Como nueva respuesta, se limitó a colgar el teléfono. No le quise decir nada a Norma para evitarle un trago amargo, pero me conocía demasiado bien y notó mi preocupación. -¿Es mamá, de nuevo? -Sí. -¿No te puedes quedar conmigo esta noche? Negué con la cabeza y Norma rompió a llorar. Cuando fui a buscar a los peques, que estaban evidentemente emocionados con la llegada de su hermanita, mi suegra me esperaba en el portón de la calle, con los niños a su lado. 313

-Vamos a ver qué hacen, pero yo no puedo estar todo el tiempo haciéndome cargo de estos carajitos, -dicho lo cual me los entregó, sin querer saber nada ni de su hija ni de su nueva nieta. Ante esta situación, Antonio, que había envejecido notoriamente, y se había desvivido por los niños en los últimos años, acompañó a Norma desde el primer día del parto, mientras que mi suegra no apareció por casa sino hasta varios días después». Nuestro martirio y el de nuestros gemelos comenzó exactamente en el mismo momento en que regresamos a la casa de Villa Brasil. En principio, una Rufina muy comprensiva le dijo a mi mujer: -M‟hija –a mí no me dirigía la palabra, -yo sé que tú necesitas trabajar para mantener a estos muchachos y que no puedes andar gastando dinero en criadas, así que te voy a cuidar a tus hijos. ¡Era de agradecer! Pero, en definitiva, fue el viejo Antonio el que les dedicaba todo el tiempo y, de haber sido posible, hasta les hubiera dado su vida. No llevábamos en esa situación más de tres semanas, cuando una noche en que llegamos a la casa y, como era habitual, había desaparecido nuestra comida de la nevera, y decidimos ir a cenar fuera. -Tienen una hora, -nos advirtió en tono amenazante la mujer. 314

Media hora después, regresamos con dos sándwichs, para no tardarnos tanto, y nos encontramos con el postre anticipado: -¡Yo no aguanto más a estos niños! ¡Ustedes no tienen consideración conmigo! Y a partir de ese punto, entre madre e hija, se formó la de San Quintín, mientras yo intentaba mantener a los bebés ajenos a esas palabrotas de gruesísimo calibre que volvían a divertir al vecindario. Al día siguiente, muy temprano, llevamos los gemelos a la guardería “Tía Betty”, muy bien recomendada por el marido de la susodicha tía Betty, un tal Riquelme, uno de los tantos chilenos que llegaron al centro financiero, de la mano de Ildelfonso Brusco, uno de sus más altos directivos, obviamente también chileno. La mujer, un mar de simpatía y melosidad, nos habló de su amor por todos los niños y ¡lógico!, también por el dinero, pues: -Vos sabís, pus cabrito. Sin plata no se puede vivir. Esa misma tarde nos mudamos de casa. Lo hicimos a un piso de un edificio aún sin terminar. Le faltaba, ni más ni menos, que la instalación eléctrica, pero ante la situación generada en la casa de Villa Brasil y la escasez de viviendas que afectaba en aquellos días a una ciudad pujante y a la que llegaban diariamente miles de personas, en busca de su Eldorado, la verdad es que puedo decir que corrimos con suerte. Una suerte en la que colaboró el amigo David Puentes, por entonces gerente de la Administradora Inmobiliaria del grupo financiero. 315

Tres o cuatro días después de estar llevando a los niños a esa guardería, descubrimos quemaduras de cigarrillos en sus cuerpos. Además, alertados porque en los días anteriores, pese a ser niños excesivamente inquietos, nos los entregaban dormidos, decidimos pedir una investigación policial mediante la cual se constató que en ese lugar, tan lleno de ternura, amor, compresión y buenas intenciones, se maltrataba a los niños y se les aplicaban tranquilizantes para hacerlos dormir. Tras un breve juicio, el centro se cerró, pero, lamentablemente, por la fuerza del dinero, que por poco que sea, en Venezuela mueve montañas, a los seis meses volvía a estar funcionando ¿Pero qué reacción tuvo mi familia, al nacer mis hijos? Pues que seis días después del parto, llegaron Juan Francisco y mi padre para compartir unas tres horas con los recién nacidos. Juan fue pródigo en palabras de cariño y aliento, pero mi padre solamente se limitó a comentar: -¡Oye, qué negritos son! La reacción ya narrada de mi suegra, quedaba, con esas lacónicas palabras, más que compensada. Los niños comenzaron a crecer. La abuela los cuidaba un tiempo sí y un tiempo no. Dependía de su estado de ánimo y de su latente agresividad. En ocasiones, se enternecía y era sospechosamente colaboradora, pero como contrapartida, en otras, exigía a Norma dejar de trabajar para que se dedicara a sus hijos. Las cosas, no obstante, nos iban bien. Ya el edificio tenía luz y mirábamos con optimismo hacia el futuro. Pero, 316

parece que la vida se ha cebado contra nosotros. Lo bueno suele durarnos muy poco y lo malo mucho y la felicidad no podía durar. En aquellos tiempos, los servicios de la ciudad eran aún peor de lo que deben serlo hoy y la basura se acumulaba pestilente por las calles. Así, frente a nuestro piso, había una verdadera montaña de desperdicios generada por el Restaurant Filgueira y la Policlínica Ciudad Guayana, que cerraban los extremos de la construcción. A pesar de todas nuestras previsiones para evitar que las incontables moscas que revoloteaban alrededor de la basura entraran en la vivienda y afectaran a nuestros niños, éstos, con dos minutos de diferencia, el día de Reyes del 79, fueron víctimas de una fuerte crisis de diarrea y vómitos. Sería la una de la madrugada cuando sobrevino la primera deyección y dos horas después, en vista que los niños seguían peor, nos comunicamos con el doctor Luis Cordobés, su pediatra. Su respuesta nos dejó perplejos: -Mira, mi hermano, lo lamento pero tú sabes que el gremio tiene una huelga y estos movimientos hay que respetarlos. -Pero doctor, son los dos niños, -supliqué. -Lo lamento, pana, pero yo no puedo hacer nada. Llévatelos a Urgencias de alguna clínica privada, que a lo mejor, con suerte, te los quieren atender, y mientras tanto, dales mucho agua para que no se deshidraten. Ahí estaban los niños a los que temíamos perder, y su pediatra en huelga y sin querer romperla por sus pequeños pacientes y que evidentemente estaban graves.

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Qué diferencia con aquel almirante médico chileno que antepuso, años antes, su juramento hipocrático a una decisión gremial y atendió a Kika por unos simples hongos vaginales. Afortunadamente, nuestro vecino también era médico. Más que médico un investigador especializado en cardiología. Canario de nacimiento, había pasado gran parte de su vida en Houston y por aquel entonces disfrutaba de la bonanza venezolana, dedicándose por prescripción facultativa a la práctica de su profesión, para apartarle de los laboratorios que le estaban afectando seriamente la salud. Norma acudió a la mañana siguiente, a su puerta, temerosa de una mala respuesta del galeno, porque el humor no era una de sus cualidades. Sin embargo, a pesar de tener su consulta repleta de pacientes, el buen doctor Pérez Padrón, se apresuró a acompañarla a la casa y durante tres días mantuvo suspendida su consulta para dedicarse a nuestros críos. Ocho días después, el galeno me comentó: -Hubo un momento que pensé que perdíamos a los niños. Les faltó la atención hospitalaria. Habían padecido una gastroenteritis aguda y los medios, obviamente, habían sido escasos. El médico se negó a cobrarme sus desvelos o sus consultas. Pero el tal Cordobés, sí quiso denunciar a su colega ante el Tribunal de Etica del Colegio de Médicos por atender a unos niños, sin ser pediatra. No llegó a hacerlo. Lo cierto es que Ricardo Antonio y Ricardo José, aún están vivos.

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En aquellos ocho días que duró la enfermedad, mis suegros tampoco se movieron del lado de sus nietos. No recuerdo haberlos visto dormir, aunque sí llorar, a mi suegra. La vieja, entre mala uva y mala uva, adoraba a los chiquillos.

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La vida diaria En el Centro Financiero debía combinar mi cargo de asistente de personal de la Sociedad Financiera y del Banco Hipotecario, con el de encargado de la Inmobiliaria, cuya gerencia me tenía más que ganada por llevar el peso total del trabajo. Realmente era jefe del departamento de personal, aunque por razones legales, como extranjero no podía aparecer oficialmente como tal, La gerencia, como cargo honorífico, la ejercía Gastón Fontecilla, a quien llamábamos el doctor Fontecilla, porque en Venezuela en aquellos años, todo el mundo era doctor o ingeniero mientras no se demostrara lo contrario. Cuando ese empleado decidió recoger sus cosas y marcharse del grupo, avergonzado ante la evidencia de su homosexualidad, imperdonable por aquellos días, todos los clientes de la administradora fueron informados por la directiva del centro, que yo asumiría el cargo y recibí varias felicitaciones, e incluso regalos. El día que debía ser confirmado, David Puentes me comentó: -Ricardo, desde hoy eres el adjunto a la Gerencia General de la empresa. Decepcionado quise indagar: -¿Y quién es el nuevo gerente? -Yo, -me respondió notando mi turbación, por lo que añadió: -Pero no te preocupes, que mi paso es provisional, simplemente el tiempo necesario para reestructurar la empresa y luego tú te quedarás en el puesto. 321

Esta explicación al menos me conformó, sobre todo por el hecho que el abogado, que ya era bastante amigo, solía ser sincero. Poco tiempo después y con el agobio de una administradora que crecía apresuradamente y que requería cada vez más personal y con mi dedicación, compartida con el centro financiero, la directiva decidió desligarme de mis responsabilidad en el departamento de personal, contratando a una empleada con el cargo de Jefa de Relaciones Industriales y con un sueldo que triplicaba al que yo tenía. La mujer, una especie de cacatúa fea y chillona, de edad indefinida y una nariz muy prominente en un cuerpo desproporcionado y delgado, se llamaba Leonor y desde su más tierna infancia, la familia la apodaba, no sé si por fastidiar o porque en sus tiempos fue mona, “Muñeca”. Su pelo aparentemente nunca había recibido la caricia de un peine, y su antipatía tampoco había dejado escapar una sonrisa. Nacida en Panamá, decía ser norteamericana y se vestía a la usanza de la época del twist. Su llegada coincidió con el nacimiento de los gemelos. -Escúcheme, señor Salvatierra... ¿o es usted licenciado, como yo? -Soy licenciado en periodismo, pero me tiene sin cuidado que me llamen licenciado o señor. Sigo siendo el mismo. -Pues yo soy licenciada en Relaciones Industriales, y me gusta que me llamen licenciada ¿Está claro? -¡Clarísimo!

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-Pues que lo sepa el personal, porque por algo estudié en la universidad. ¡Ah! Como aquí no se requieren periodistas, no me importa su opinión, para mí usted es simplemente señor. -Me da exactamente igual, -le repetí fastidiado. La muy estúpida, sin embargo, no había terminado: -En media hora quiero, señor Salvatierra, este escritorio vacío, porque tengo muchas cosas que poner y muchas más por hacer, porque si en este cargo no ha habido un licenciado, me imagino el despelote, y perdone la palabra, de padre y señor nuestro. Yo ya me había llevado prácticamente todo a mi despacho de la administradora, por lo que cogí los libros de legislación laboral de mi propiedad, que era lo único que quedaba, cuando la mujer me atajó: -Hágame el favor, señor Salvatierra. Esos libros me los deja aquí. -Son míos, -le respondí lacónicamente y me los llevé a mi despacho, donde ya me esperaba una llamada telefónica de David. -Ricardo, déjale los libros a Leonor. Vino a mi oficina a formar un escándalo de puta madre. -Que te cuente cómo me trató. Eso en primer lugar. En segundo, que esos libros son míos y no me sale del forro prestárselos. -Oye, pero sólo por hoy, mientras le compramos otros. -Si hubieras visto las ínfulas de la chama, verías que no está ni para darle un vaso de agua. -¡Coño! A ver ahora cómo capeo el temporal. 323

Imaginando lo que se me venía encima, llevé los libros a mi coche. Nada más regresar, entraron a la oficina Leonor y David. Con cara de estúpida ella –no sé sin tendría otra- y de súplica, él. -Los libros referentes a la legislación laboral, deben estar en el escritorio de la Jefa de Relaciones Industriales y le exijo que me los devuelva. -Mis libros personales, -le respondí pausadamente, -están donde a mí me dé la gana. Es más, mientras usted iba con el chisme a la oficina de David, yo me los llevé a mi casa. -¿Abandono de trabajo? ¿Lo tendremos en cuenta, doctor, para el expediente del señor Salvatierra? David, aparte de ser gerente de la inmobiliaria, lo era también de la Sociedad Financiera, además de asesor legal del centro. -Bueno, licenciada, me temo que en este caso no puede hacer nada, porque la inmobiliaria es una empresa autónoma del grupo y el licenciado Salvatierra, no está en la nómina del centro. La forma en que Leonor dejó el local, no disimuló en absoluto su contrariedad y enfado. Ese día era lunes. El miércoles continuó el espectáculo. A las once de la noche, cuando acabábamos de dormir a los niños –cosa que costaba una barbaridad- sonó el teléfono, despertándolos. -¿Ricardo? ¡Soy Leonor! -¿Y qué quiere usted a esta hora? -Estoy revisando las nóminas del viernes y dos liquidaciones y necesito ayuda. 324

-Perdóneme, licenciada, pero creo que usted con su profesión, debe saber mucho más que yo. –Y colgué. A la mañana siguiente, me esperaba David en su despacho. Tenía la nómina preparada y las dos liquidaciones sin hacer. -Está bien, David, -admití. –Voy a revisar las nóminas y hacer las liquidaciones, pero quiero firmarlas como responsable y además que estos servicios se me paguen como honorarios profesionales. David estuvo de acuerdo. El martes siguiente cogí mis vacaciones, porque resultaba muy difícil combinar el trabajo con los requerimientos de nuestros dos pequeños hijos. Al día siguiente, es decir, el miércoles a las once de la noche, en mi primer día de descanso, volvió a sonar el teléfono. Volvieron a despertarse los niños y volvía a ser Leonor, pero esta vez fue Norma la que le respondió: -Mira, “Muñeca” –la conocía de pequeña, - si no estás capacitada para ejercer un cargo, renuncia, pero no estés jodiendo en mi casa, ni menos a estas horas. Al día siguiente, temprano e interrumpiendo mis vacaciones me fui directo a la oficina de David. -Yo sé que si no se hacen las liquidaciones habrá gente que injustamente no cobre, o cobre mal, pero si yo vuelvo a hacer una sola más, aparte de no querer seguir de vacaciones, no quiero que Leonor siga aquí -Pero ¿qué pasa?, -quiso saber David estupefacto. Le conté lo acontecido y en menos de media hora, Leonor firmó su finiquito hecho por mi. Ya era historia.

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Pocos meses después, se separaron las administraciones de cada una de las empresas del Centro Financiero y David debió dejar la gerencia de la inmobiliaria, la que finalmente asumiría yo. Fue la noticia con que recibí el año 78. Me lo confirmó, finalmente, el propio doctor Mauricio Valerio. Sin embargo, antes de que se me confirmara por escrito, pero cuando ya las tarjetas de presentación estaban listas, me encontré una mañana con que un chaval que rondaba los veinte años, muy blanco y risueño, ocupaba mi despacho. Una gran silla gerencial había reemplazado una más sencilla pero cómoda que venía utilizando. -Hola, -me saludó, -y ante mi rostro evidentemente sorprendido, me explicó: -Soy el doctor Eduardo Sousa Branco mi papá es Julio Sousa Rodrígo, el presidente del grupo. –Por si no lo conocía, aportó más datos.- Fue ministro de Hacienda con Caldera ¿lo conoces?. Asentí con la cabeza y le seguí escuchando. -Como un día todo esto va a ser mío, me encargaron que vaya ocupando diversos cargos de importancia para que me vaya familiarizando. Sabía por dónde iba y no pude ocultar mi decepción y él lo noto: -Pero no te preocupes, vale, Yo no estaré aquí más de seis meses y después, sí, de verdad, pasarás a ocupar la gerencia. Mientras tanto, tu sueldo será el correspondiente al puesto. Además, como compensación, se me otorgó un crédito con mínimos intereses, para adquirir un chalé en una urbanización que estaba aún en construcción, en Villa Africana.

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A pesar de todo, la relación con mi nuevo jefe, fue muy cordial, aunque perdía gran parte de mi tiempo explicándole el funcionamiento del negocio y tratando de satisfacer su inagotable curiosidad. Durante la fiesta de la Navidad del 78, -había transcurrido casi un año-, Eduardo, como regalo, me comunicó que a partir del primero de enero me haría cargo, finalmente, de la famosa gerencia. Obviamente, me lo tomé con bastante cautela. Pero, no fue sino hasta el quince de febrero que Eduardo pasó a ocupar la sub gerencia general del Banco Hipotecario. Ese mismo día, David me llamó a su despacho. Junto a él estaba un joven rubio, bajo, de bigotes, y muy gordo. Tenía un aspecto tan desagradable, que me recordó a la “Muñeca”. -Buenos días, Ricardo. Déjame que te presente al licenciado Víctor Palacios. Él es el sobrino del doctor Alberto Palacios, nominado para gobernador del Estado Bolívar, por el presidente Luis Herrera. –Herrera era aún presidente electo. Que aquel hombre fuera un Palacios y sobrino del próximo gobernador, me tenía sin cuidado. Lo que sí me preocupaba era el significado que tenía su presencia. -Víctor se hará cargo provisionalmente de la Administradora, - David confirmó mis sospechas. -Ya me lo imaginaba, -le respondí lacónicamente. -Pero no te preocupes, -quiso explicarme el gerente de la Sociedad Financiera, -dentro de unos tres meses...

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-Yo creo que no importa el tiempo que yo permanezca en la Administradora, -interrumpió en forma casi grosera, aquel individuo. Luego añadió: -Lo que realmente importa es poner a funcionar esto. -Ya está funcionando, -le aclaré irritado. -Si me permite continuar, señor Salvatierra, decía que lo que realmente importa es poner a funcionar esto y para que funcione, debe existir un respeto entre jefe y subordinados y quiero que desde hoy quede claro quién es el jefe y quiénes los subordinados. David escuchaba sin poder ocultar su sorpresa, pero no intervino. -Antes que termine el día, -continuó hablando el nuevo gerente, -quiero en mi oficina, toda la información relativa a la marcha de esta empresa. ¡Todo! –exigió en tono imperativo. –¿Está claro? Y estaba tan claro, que antes que concluyera la jornada laboral, le entregué la documentación. -Muy bien, Salvatierra. Veo que comenzamos a entendernos. Vamos a revisar primero la cartera de clientes arrendadores y luego la de inquilinos. Miré la hora. Eran las seis de la tarde. -Lo siento, licenciado, -expliqué con ironía, -ya es hora de irme. -Usted, señor Salvatierra, se va a ir a la hora que yo le indique. ¿O ya se olvidó de la relación que debe existir entre jefe y subordinados, de la que hablamos esta mañana? Volví a mirar la hora. 328

-Hasta luego, -me despedí. –A esta hora usted deja de ser mi jefe y yo su subordinado, al menos hasta el miércoles a las ocho. –Era viernes y al día siguiente comenzaban las fiestas carnestolendas. Y me fui. Al llegar a mi trabajo, el día señalado, ya tenía una cita con David. Obviamente, el tal Víctor le había dado el chivatazo. -Ricardo, -intentó confraternizar mi amigo, -desde hace mucho tiempo te has venido quedando hasta la hora que hiciera falta. No veo por qué ahora que debes explicar a Víctor cómo va todo, tengas que negarte a hacerlo. -Tú sabes bien, David, que antes me quedaba porque yo llevaba el mando de la empresa, aunque estuvieras tú o Eduardo, pero desde el momento en que tengo un superior activo, lo lógico que el tiempo extraordinario se lo cale él. -Oiga, Salvatierra, -terció Palacios, -usted tiene que entregarme cuentas de la empresa. -Yo ya le entregué los documentos. Las cuentas que se las entregue el anterior gerente. Dicho esto, me fui a trabajar. Y mi breve trabajo consistió en redactar mi carta de renuncia sin preaviso, para entregársela a David. Hacía unos tres días que Iraides, mi amiga y ex compañera en el grupo, me había hecho gestiones laborales en Serín, una empresa italiana de ámbito internacional para la cual trabajaba y en la que requerían con urgencia un jefe de personal, El sueldo ofrecido era mucho más alto que el que venía cobrando en la Administradora y las garantías de trabajo eran 329

de al menos cinco años, toda una vida cuando están por venir, solamente un suspiro cuando han transcurrido. La urgencia era tal, que el mismo día de la entrevista y tras llegar a un acuerdo, me quedé trabajando, aprovechando que era lunes de carnaval, fiesta para las instituciones ligadas al ambiente financiero, pero no para las de producción. Me quedé, entonces ese día y el siguiente. El tercero, o sea el miércoles, puse mi renuncia en la inmobiliaria y el resto de la jornada me dediqué a descansar. Durante ese día cambié oficialmente de empleo y perdí la posibilidad de nuestro esperado chalé de Villa Africana, aunque David, afectado por mi renuncia, pero consciente que tenía sobrados motivos para hacerlo, me ofreció: --Si te decides a regresar con nosotros antes de cinco meses, seguirá vigente tu cargo en la administradora y el crédito para tu casa. Además, me advirtió: -Serín tiene una vida máxima en Venezuela de tres o cuatro meses. Siete años estuve trabajando con los italianos. Pocos días después de comenzar a trabajar en Serín, compramos un piso en el Conjunto Residencial Los Raudales, una verdadera belleza, con vistas sobre toda la ciudad y los ríos Caroní y Orinoco. Además contaba con pistas de tenis, canchas de baloncesto y dos piscinas en un club exclusivo para los residentes. Para comprarlo tenía que vender mi piso de Caracas.

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«Durante los meses que siguieron a mi partida de Caracas, seguí pagando las cuotas mensuales del piso, a la espera que se revalorizara para poder venderlo bien, cuando hiciera falta, pero un buen día se apareció de Rumania, donde estaba exiliado, Iván, el hermano de Viola, con su mujer Amada y sus dos pequeñas hijas. -Oye guachito, ¿tendriai problemas en que el Iván y la Amada ocuparan tu apartamento mientras consiguen algo? – Era mi cuñada la que me lo pedía. Y yo, que he cometido muchas estupideces en mi vida, acepté. Poco tiempo después y en vista que ni se marchaban ni se manifestaban y considerando que tenía trabajo casi desde su llegada, llegué a un acuerdo con él, para que pagara seiscientos bolívares mensuales. Juan Francisco sería el encargado de cobrarle, pagar la cuota mensual en el banco y enviarme el resto del dinero, unos doscientos bolívares. Pero ni se pagaron las cuotas ni recibí el dinero. Ante esto le hice a Iván un contrato por dos mil bolívares, que se vio precisado a firmar bajo la presión del desalojo. Juan Francisco tampoco, jamás me hizo llegar el monto de los alquileres. Vendido el piso, supe que su cuñado había pagado hasta el último centavo todos los meses. ¡No vale la pena comentar los detalles!».

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Mi madre en Venezuela Con el ingreso en Serín, coincidieron tres elementos. Uno de ellos fue el cambio de empresa, otro la compra del piso en el Conjunto residencial Los Raudales y el tercero, la llegada de mi madre a vivir con nosotros. Ya en otros capítulos he abordado su visita, una visita que me llenó de amargura, pero que se realizó para satisfacer los deseos de mi suegra y Norma, quienes viendo todo desde un punto de vista formal con relación al cariño que se pueda sentir por una madre, me convencieron de la necesidad que viajara para pasar sus últimos años en familia. Debo reconocer que tenía mucho miedo. De las pocas veces que había estado con ella no tenía una buena impresión y estaba convencido que la cosa no marcharía para nada bien. El día que llegó, terminando el año 79, Norma y yo nos aprestábamos a partir a buscarla desde casa de mi suegra donde habíamos ido a desayunar y donde se suponía que iríamos desde el aeropuerto, cuando la vi aparecer por una esquina. Estaba bastante más avejentada, pero en su cara noté algo extraño. Una especie de enfado. Sentí temor. ¡No sé! -¡Hijo! –gritó en medio de la calle, con voz temblorosa y se echó a llorar. Nos abrazamos con fuerza y luego me comentó: -¡Chuchas, qué calor! Las presentaciones fueron tan frías como las que pueden resultar al presentar conocidos a conocidos. La mirada de mi madre fue especialmente incisiva con Norma y su madre. Acerca de los niños solamente dijo: -Uy, qué morenitos! –pero no agregó ninguno de esos convencionalismos acerca de si eran lindos, simpáticos o lo que fuera.

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No obstante, la primera mala impresión la tuve en el piso, tras aceptar ella unas sábanas y toallas que le regaló mi suegra y rechazar su desayuno. Primero dijo que se iba a acostar, se metió en su cuarto y luego me llamó. Lo hizo con una voz dulce y melodiosa. Cualquiera diría que quería estar a solas conmigo para recordar viejos tiempos. Unos viejos tiempos que se hubieran liquidado con un par de palabras en fracciones de segundo. Cerró la puerta tras de mí y me entregó lo que mi suegra le había dado, y que había introducido en una bolsa de basura. -Toma. Yo no quiero nada de esa bruja. -¡Pero mamá!, -quise protestar, pensando sinceramente que se trataba de una broma. -¿Qué no te diste cuenta cómo me miraba , esa huevona? ¡Me odia! -Mamá, pero si ella era la más ilusionada por tu visita. -¿Y tú no? -Claro que sí, pero ella no es tu hija y estaba igual de ilusionada. -Bota esta huevada, porque si no, la voy a botar yo. Me di cuenta que la cosa iba en serio y que además era preocupante, ya que añadió: -Yo no voy a volver a ir a esa casa de mierda, porque sé que me van a hacer brujerías. Sin embargo, fue al menos tres o cuatro veces más, pero su comportamiento era tal, que la tensión invadía inmediatamente el ambiente. Otro día, cuando ya llevaba un mes con nosotros, la sorprendimos conversando con otra dama española, durante una fiesta de cumpleaños infantil a la que nos habían invitado. De nuestro bello piso decía: -¡Ay, señora! Yo no sé dónde me vine a meter aquí. Mi hijo vive en una casa tan oscura y apartada de todo, que en 334

cualquier momento nos asaltan y nos matan a todos. ¡Claro! Vive con esos negros y usted sabe, los negros no saben vivir civilizadamente. Me acerqué sigilosamente, intentando ignorar las lágrimas de rabia que brotaban de los ojos de Norma e interrumpí la conversación de la forma más cordial posible. -¡Coño, mamá! Si Los Raudales son oscuros, la verdad es que tú debes vivir en un día eterno. –Y luego dirigiéndome a su interlocutora, agregué: -Mi madre lo que quería era un chalet en La Querencia – una de las urbanizaciones más distinguidas de aquellos años, -y como no pude comprarla, siempre trata de dejarme mal. –Luego sonreí. La buena mujer también sonrió, pero mi madre me dio tal mirada de odio, que me inquietó. Durante su estancia, los niños que jamás habían tenido miedo de nada, comenzaron a huir del “home naya”, una figura que creó ella, cuando les amenazaba a escondidas. No sabemos todavía qué sería aquel “home naya”, pero el terror era evidente a su sola mención. Por otro lado, la imagen que mi madre tenía sobre mi familia, era la misma que tenía respecto a Venezuela, y al día siguiente de decirme “vámonos a Caracas y dejemos aquí a esta gentuza”, porque para ella los negros y mulatos eran gentuza, nos ocurrió un hecho que no hizo sino confirmarle todos sus fantasmagóricos temores. Paseábamos por el sector de Altavista Sur que estaba en pleno proceso de crecimiento, con infinidad de nuevas construcciones, cuando un coche blanco, se detuvo frente al nuestro por la Avenida Caroní, que a la sazón estaba muy oscura. Un hombre mulato y corpulento, con una pistola en la mano, que apuntaba directamente hacia nosotros, comenzó a gritar: 335

-¡Párate, coño‟e tu madre o te lleno de plomo! Imaginé que sería un asalto y no era mucho lo que podía hacer, más que detenerme y darles lo que pidieran. Pero antes que pudiera reaccionar, otro individuo apuntaba a través de la ventanilla derecha, con el cañón de una metralleta la sien de Ricardo José que estaba en los brazos de Norma, junto con el otro pequeño. La puerta de mi lado se abrió y un hombre me arrancó de mi asiento, asiéndome bruscamente por el hombro izquierdo. Luego me cogió de los cabellos y me tiró sobre el capó. En ese momento, uno de los sujetos –eran tres-, comentó. -¡Berga, pana! ¡Nos equivocamos! ¡No son estos! –y salieron corriendo. Y cuando se alejaban, vi en una de las puertas de su vehículo el símbolo de la Policía Técnica Judicial. En ese momento uno de ellos me advirtió a gritos: -¡Si le dices algo de esto a alguien, te llenamos de plomo! –y desaparecieron. Al día siguiente, quise denunciar el hecho ante el inspector general del cuerpo en Ciudad Guayana, hablando con él por teléfono, pero sus palabras fueron harto elocuentes: -Mira, pana. Estás muy bien, vivo. ¡Olvídate! Y todos nos olvidamos «Un tiempo después, en los días previos a la Navidad del 82, cuando ya había preparado los doscientos sobres de pago del personal obrero del taller, por valor de algo más de cincuenta mil dólares, vi por la ventana de mi despacho, que el vigilante de puerta acompañaba a dos sujetos hacia las oficinas, pese a que los días viernes, por ser de pago, estaba totalmente prohibida la entrada de personal ajeno a la empresa.

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Sin embargo el hecho que el vigilante les acompañara, me tranquilizó, pero no lo suficiente como para no coger todos los sobres y meterlos en unas cajas de cartón, junto a la caja fuerte. Pocos segundos después, se oyó una fuerte discusión en la recepción, por lo que pensé que los hombres eran sindicalistas buscando dinero, pero un fuerte olor a mierda llamó mi atención y me asomé al pasillo y vi a Pesare, uno de los jefes de obra italianos, que iba caminando con las manos en la nuca, llorando y evidentemente cagado hasta el tuétano, hacia la sala técnica. En ella pude ver de reojo, a la recepcionista, la mujer de la limpieza y a otros empleados tirados en el suelo, mientras que un sujeto, uno de los que había llegado acompañado por el vigilante, los amenazaba con un revólver. No tuve tiempo de reaccionar, pues en ese momento entró el coordinador de Obra, agachado, con las manos también en la nuca y con la pistola que sostenía el más alto de los atracadores apretada a su cabeza. -Ricardo, déles a los señores lo que le pidan. Oído esto, el hombre cogió a mi jefe por los pelos y lo llevó hasta la sala técnica donde lo obligó a tirarse al suelo. Volvió donde estaba yo, seguido por Iván, un evangélico nicaragüense, normalmente inoportuno y que habíamos contratado como Auxiliar de Nóminas, sin pensar en el petardo que nos echábamos encima. Como era usual en él, se puso a cantar a voz en cuello, un salmo, sorprendiendo a los dos atracadores, que se quedaron de un palmo de narices. Logrado su objetivo, Iván, le dijo al que se había quedado conmigo: -Hermano, arrepiéntete de tus pecados, que Dios sabrá perdonarte. Pero, el hombre, malvado como él solo, en lugar de arrepentirse, le dio tal golpe de puño en el pecho, que el pobre

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Iván se la pasó, afortunadamente, varios días sin cantar salmos y cuando lo volvió a hacer, lo despedimos. El maleante me obligó de muy buenas maneras a entregarle el dinero y cuando lo tenía todo, en las mismas cajas donde lo había metido, me pidió: -¡Dame las llaves de tu carro! A mí me podían quitar lo que quisieran, pero mi coche no. -No, que va, -le dije. –Mi carro es nuevo y no lo tengo asegurado. -Coño, panita, -me rogó el asaltante, -si es solamente para irnos de aquí y te lo dejamos frente al aeropuerto. -Pide un carro de la compañía, que hay muchos, pero el mío no. No es que yo fuera valiente, ni menos en ese momento, cuando sospechaba que esos dos individuos eran los mismos que habían asesinado la semana anterior de un tiro en la nuca, al administrador de una empresa vecina. Simplemente estaba bloqueado y no me daba cuenta de la gravedad del asunto. No sé por qué, pero el hombre me hizo caso y le quitó el coche al coordinador de Obra, no sin antes golpearme en la espalda con la pistola, hasta que le dio la gana. En la tarde, ambos fueron aprehendidos por la policía judicial. Eran policias del estado. Pero lo más triste del caso, es que el dinero no nos fue devuelto. El inspector jefe de Ciudad Guayana argumentó: -La Navidad está cerca y ese dinero puede ser un buen incentivo para mis muchachos. Total, a ustedes les paga el seguro». Los constantes enfrentamientos de mi madre con Norma, a quien llamaba “negra sub normal” y su pretensión de ir a exigirle a mi padre la fortuna que le había robado, hicieron que un día de marzo del 80, la echáramos de nuestra casa. 338

Siete años Capítulo I Estando en Serín cambiaron mucho las cosas. La situación económica mejoró una barbaridad, pero el trabajo se hizo agobiante, sobre todo por las difíciles relaciones con los representantes sindicales de la Construcción, cada cual más corrupto que el otro y con las autoridades del Trabajo, cuyos funcionarios eran más corruptos –si se puede- que los propios sindicalistas. Pero, a pesar de todo, con los sindicatos tuve suerte. Suerte porque los dos delegados más importantes, los que representaban a nuestro numeroso contingente laboral en las obras de la Ferrominera Orinoco, eran dialogantes y se conformaban con poco dinero. De esta manera, pasaron por alto el hecho que yo fuera jefe de personal, aún siendo extranjero y me aceptaron sin grandes complicaciones, una aceptación que no tardó en proyectarse a todo el gremio y que años después, cuando fue necesario, influyó en la acogida que me brindaron los cinco entes gremiales petroleros. Cuarenta horas a la semana, eran, desde luego, absolutamente insuficientes para abarcar todo el trabajo que generaban 16 obras paralelas en diferentes sitios del Estado Bolívar, así que era normal que estuviera en mi oficina doce o trece horas diarias, de lunes a sábado, e incluso los domingos. Sin embargo, la compensación económica era satisfactoria, aunque las diferencias con los ingresos de los italianos, así fuesen éstos peones, eran constitutivas de verdaderos agravios comparativos. ¡Pero no estaba mal!

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Mi amiga Iraides que me había conseguido el trabajo, se convirtió en mi más estrecha colaboradora, como Jefa de la sección de nóminas y Francesco Riefolo, el administrador de Obra, en un muy buen jefe, tanto es así, que cuando fue nombrado Administrador General, me dejó en su cargo, siendo el primer no italiano que lo ocupaba. En aquellos primeros días de trabajo en Serín, pude percatarme de las divisiones regionales existentes entre el propio personal. No solamente la Coordinación Regional de Obra estaba bajo el mando siciliano, sino todo el capítulo sudamericano. Giovanni Tortolla, como Coordinador en Bolívar y Giovanni Salatti, como Gerente General en Venezuela, eran unos verdaderos capos mafiosos. La estabilidad económica, dependía de la estabilidad laboral y la laboral, de los tira y afloja de los diferentes grupos que pujaban por el poder en aquella enorme empresa, pero además, también de los favoritismos personales que cada jefe pudiera tener. Así, Riefolo que era romano, pero apoyaba a los grupos sicilianos, tenía un íntimo amigo y paisano como administrador de Obra en Maracaibo y un buen día, se apareció en mi oficina para hacerme una oferta “inmejorable”. -Ricardo. El administrador de Maracaibo tiene asignada una casa que no se compadece con un hombre soltero y solo y tú, que tienes dos hijos pequeños, serías feliz con una mansión como aquella, con un patio enorme y un perro boxer que te voy a regalar si accedes al cambio. La idea no me desagradó, menos aún cuando me agregó: -Aparte que aquí los sindicalistas te tienen vuelto loco y allá son gente muy tranquila, así es que prefiero que Antonio, que no tiene responsabilidades, se venga a Ciudad Guayana y tú te hagas cargo de aquella obra, que te va a dejar más tiempo libre para dedicarte a la familia. 340

Y como si la oferta ya no fuera suficientemente tentadora, Riefolo añadió: -Todo eso sin tomar en cuenta la asignación de zona, que es de mil dólares mensuales. ¡Me convenció! Pero, había un “pero”. Él, como administrador general no podía aparecer como influyendo en el enroque, así es que me pidió que solicitara formalmente el traslado a la sede de Cabimas, que era donde se realizaban los trabajos en el Estado Zulia y al mismo tiempo, Antonio pediría el suyo a Matanzas, nuestra sede en Ciudad Guayana. Ese mismo día y aún no sé por qué, Tortolla cayó en desgracia. Salatti lo había eliminado de la lista de sus favoritos y lo reemplazó por un florentino que había venido demostrando más pasión por Sicilia y los sicilianos, que los nativos de aquella tierra. Mientras el Administrador General hablaba conmigo, Massimo Pagani, un capo cantieri anodino y con poca personalidad, pero declaradamente enemigo de Riefolo, reemplazaba al íntimo amigo de éste en las responsabilidades de las obras guayanesas. Cuando el romano regresó a Caracas, Pagani habló conmigo: -Ricardo, quiero que sepas que tienes mi confianza para seguir en tu cargo porque eres, de momento, la única persona en la que confío. Debemos trabajar en equipo, más aún cuando las expectativas de nuevos contratos son ilimitadas. Le conté acerca de mi intención de pedir el traslado a Maracaibo. Su respuesta me dejó de piedra. -¡Pero si Cabimas está haciendo el cierre de obra! Antonio di Roma tiene el encargo de hacer todos los cobros pendientes en los próximos tres meses y luego lo trasladarán a Ecuador, aunque ayer me dijeron que había pedido su traslado aquí. 341

Seguidamente me preguntó: -¿Tiene Riefolo algo que ver con esto? -Sí, -reconocí, -él me lo ofreció como un favor personal. -Figlio di putana. Con esa expresión se dio por zanjado el tema, o sea “mí” tema, porque el de Riefolo comenzaba, ya que a la mañana siguiente había un nuevo administrador general, sorpresivamente un venezolano. A Riefolo lo enviaron a Libia. Pero no solamente cayó Riefolo en Caracas o Tortolla en Ciudad Guayana. Todo el personal que había ingresado bajo el ala protectora de ambos –excepto yo- dejaron sus puestos. Afectada por esta situación, también estuvo Norma, que había entrado a trabajar como secretaria de Pagani y su casi inmediata salida fue el castigo que yo debía recibir por la fidelidad que había mantenido hacia esos hombres con los que comencé a trabajar. Contados, no obstante, estaban los días de Salatti. Pagani no había accedido a la coordinación de las obras en forma gratuita. Detrás de él estaba la figura emergente de Giorgio Barghella, otro florentino que no tardó en desbancar al efímero sucesor de Riefolo y que pocas semanas después ocupaba tanto la gerencia como la administración general. Los del norte habían desplazado a los del sur y del centro. Barghella formó rápidamente un equipo al que comenzó a preparar para reemplazar a todo aquel que hubiera tenido contacto con los romanos y los sicilianos. Lógicamente en un principio, yo no estaba en ese nuevo equipo. Pero, con lo que nadie contaba es que la empresa matriz en Italia, vendiera sus acciones en Venezuela al archimillonario constructor Benvenuto Barsanti.

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Capítulo II Esta avalancha de cambios se sucedieron en el lapso de dos semanas y cuando la situación económica de Venezuela sufría las consecuencias de las indecisiones del equipo de Gobierno de Luis Herrera, que había sucedido en la presidencia de la República el año anterior, a Carlos Andrés Pérez, el hombre que se encargó, además de endeudar al país, de institucionalizar la corrupción. La empresa perdió muchos contratos y tuvimos que prescindir de más de la mitad del personal. Estas liquidaciones masivas, contaban con el visto bueno de una Comisión Tripartita, figura jurídica creada por el anterior Presidente, para proteger los trabajos de los venezolanos, pero cuyos miembros, especialmente su presidente, nombrado por el gobierno y su representante laboral, por los sindicatos, tenían un precio específico para cada despido. Cada autorización para despidos justificados costaba a la empresa un diez por ciento de la diferencia que costaría un despido injustificado y esa diferencia era exactamente de la mitad del finiquito. O sea, corrupción pura y dura. En este ambiente, la amistad entre Felipe e Iraides y Norma y yo, se fue acrecentando, aunque la guapa tachirense tenía demasiadas manías como para que la relación fuera más fluida. Esas manías se convertían en rutinas en cuanto al trabajo se refería, unas rutinas que en ocasiones retrasaban la confección de las diferentes nóminas, por lo que el estrés me invadía a mí y no la dejaba en paz a ella.

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Siempre salíamos tarde y siempre debía ir a dejarla a su casa, una vivienda asignada a su marido por Sidor y muy alejada de la ciudad. Lo cierto es que esta situación acrecentó nuestra amistad particular. Ya a principios de 1981, cuando solamente nos quedaban tres obras y apenas personal y en momentos en que Pagani se sentía muy fuerte, pese a la llegada de Sergio Cubedu como Coordinador Especial, un día, sábado, Iraides que comenzaba a preparar las hojas de la siguiente nómina, me llamó a su lado para: -Venga a ver esto, Ricardo. Me acerqué y ella se levantó a buscar una silla para ofrecérmela. Fue entonces cuando me percaté que en lugar de sus tradicionales vaqueros llevaba una reducidísima mini falda, que destacaba sus espléndidas piernas, que ese día había afeitado. Las pilosidades excesivas eran el peor enemigo de la chica y cada vez que se las afeitaba –sobre todo el bigote- o se las depilaba –en los brazos-, se notaba y era objeto de celebración por parte de sus compañeros. Me senté a su lado y vi las hojas de las nóminas vacías y cuando me aprestaba a preguntar qué es lo que debía mirar, cogió mi mano derecha, se la metió entre sus piernas y la apretó contra su sexo. Sentí, debo reconocerlo, una gran excitación, especialmente cuando me susurró al oído: -Estamos solos, mi cielo, Haga lo que quiera conmigo –y acercó su boca a la mía, pero cuando nuestros labios hicieron contacto, pensé en mi amigo Felipe, pero muy especialmente en Norma y los peques y me levanté bruscamente. -No Iraides. No puede ser, -le advertí.

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Su mirada hasta ese momento entre provocativa y dulce, adquirió una extraña dureza. -¡Marisco! ¡Serpiente! ¡Marisco! –Y terminó propinándome una sonora bofetada. Ambos nos fuimos a nuestras casas. No quise darle un disgusto a Norma y no le comenté lo sucedido, aunque yo estaba absolutamente desconcertado. “Será que le está afectando el exceso de trabajo”, llegué a pensar a fin de buscar una explicación. El lunes, no obstante, al llegar a la oficina poco después de las siete de la mañana, escuché en ella un gran estruendo. Iraides había llevado una mini cadena y bailaba como una posesa, ante la mirada extrañada de Nancy, la secretaria de la gerencia y María, la chica de la limpieza. Don Erasmo, el vigilante diurno de las instalaciones, que venía tras de mí, señaló su sien derecha, como queriendo significar que la muchacha se había vuelto loca. Poco después llegó Pagani, quien apagó la radio pero antes que pudiera decir nada, ella volvió a encenderla, lo cogió por la cintura y lo obligó a bailar, apelando a su innegable fuerza física, mientras me contemplaba irónicamente sonriente. El propio Pagani, hombre excesivamente diplomático y dialogante, la convenció para que lo acompañara a su despacho. Ella no me quitaba la vista. Ese mismo día, a las once de la mañana, se sentó frente a mi mesa Sergio Cubedu, que desde que había llegado jamás me había dirigido la palabra. -¿Usted, Ricardo, trató de violar a Iraides? Imagino la cara de sorpresa que puse, que el sardo inmediatamente me advirtió: -Pues vaya a la oficina de Pagani, que la señora Iraides lo está acusando de haberlo intentado. -¡Qué espanto!

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-No se preocupe. Yo le creo a usted. Ricardo y con eso basta ¿Oyó? Fue el primer indicativo de que se aproximaban cambios. Sin perder el tiempo, me dirigí a la oficina de Pagani. Me recibió fríamente, frente a una Iraides que lloraba como una “Magdalena”. -Ricardo, no quisiera creer lo que la señora me está diciendo, pero la conozco y sé que es una persona seria y que hasta el sábado lo tenía a usted en alta estima. -¿Iraides? –atiné a preguntar -¡Salvaje! –me gritó, mientras me daba otra bofetada. -Iraides, -le supliqué. –Está mi honestidad y mi trabajo de por medio. ¿Por qué haces esto? -¡¡¡Cínico!!! –atinó a chillar, mientras se aprestaba a darme otra bofetada, al tiempo que Pagani detenía su mano. -No se preocupe señora. Ya desde este momento, el señor Salvatierra no pertenece a esta empresa. En ese instante entró Cubedu con el viejo Erasmo, quien nerviosamente comenzó a hablar. -El sábado vi por la ventana cómo la señora Iraides metía la mano del señor Ricardo en su cuca y cómo después trataba de besarlo. Pagani lo miró sorprendido. -Señora Iraides, -se dirigió a ella Cubedu, -haga el favor y saque todas sus cosas de su escritorio. Está usted despedida. .El rostro de Pagani, se tiñó de rojo. -¡Aquí el que manda soy yo y yo soy el que va a tomar una decisión! -Massimo, por favor, -le dijo Cubedu, un hombre pequeño, delgado, muy moreno, de modales finos y con una mirada que hacía temblar, -no hagamos más difícil la transición. -¿Qué transición?

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-No quería decírtelo hasta el miércoles, pero... estás despedido. -¿Y se puede saber quién eres tú para decírmelo? -El hombre de confianza de il Commendattore Barsanti. La mafia sarda acababa de apoderarse de la sede de Serín en Ciudad Guayana. Esa misma tarde se marchó Iraides y nunca más la volví a ver, pero sí a saber de ella. Tuvo la gentileza de darme un beso en la mejilla y sorprenderme una vez más. -No se preocupe, Ricardo, que yo lo perdono. También se fue Pagani, del que efectivamente, ni supe ni volví a oír hablar más de él. Su nombre quedó tácitamente borrado de las conversaciones. Los sardos, incluido el cuñado de Cubedu, reemplazaron a todos los cargos medios y altos de la empresa. Quedaba ahora por ver quién sería el vencedor en el mano a mano por ganarse el favor del anciano Benvenuto Barsanti, fuerte como se había hecho en la Gerencia General, el florentino Barghella. En la lucha sorda por el poder, yo parecía estar en el centro. Ambos me respetaban. Ambos me coqueteaban y yo no entendía nada de nada. La confusión me la aclaró un día, el único siciliano que quedaba, que era el viejo chofer de la gerencia: -Un famoso brujo italiano, Ricardo, les dijo a los capos que la empresa durará mientras usted permanezca en ella. Esta credulidad no me extrañó en absoluto, porque jamás había visto a tanta gente supersticiosa junta. Capítulo III Cuando en febrero del 82, nació mi hija Andrea, pedí mis vacaciones porque tras tres años allí, casi no había tenido un día de descanso y las presiones por la lucha interna, por un lado y 347

las tensiones con los sindicalistas por otro, me tenían al borde de la locura. Sin embargo, cuando Cubedu me las autorizaba, Barghella las desautorizaba y viceversa. Un año estuve en ese tira y afloja, hasta que justo cuando Andreíta cumplía los primeros doce meses de vida, Norma y yo decidimos marcharnos a Chile, donde pondríamos una granja de pollos en Curacaví. En principio la habíamos planeado para el estado Portuguesa, en Venezuela, pero la situación del país se estaba volviendo insoportable. Sin decir nada a nadie, pusimos el piso en venta y nos deshicimos de todos nuestros enseres. De esta forma, un viernes por la mañana, cuando solamente quedaba por vender el coche y la casa, presenté mi dimisión a Cubedu. Esa misma tarde llegó Barghella ofreciéndome el cargo de Administrador General con un sueldo que era imposible rechazar. Norma por su parte había dejado ya su empleo en el Banco del Orinoco, donde se desempeñaba como Jefa de la Sección de Cambio Internacional desde hacía un par de años, pese a lo cual solamente con mi sueldo, quedábamos en una situación inmejorable Compramos todo nuevo y nos quedamos. ¡Justo a tiempo! El mismo día que presentaba mi rechazada dimisión, el gobierno de Luis Herrera liberalizó el precio del dólar, que produjo una rápida devaluación del bolívar, es decir, que el dinero que tenía acumulado para cambiarlo por divisas, perdió en muy pocos días su valor, quedando reducido a una miseria. En aquellos días había muy poco que hacer, lo que Barghella había aprovechado para ofrecerme un mes de vacaciones, pero por desgracia ganamos un pequeño contrato en

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Sidor con lo que éstas quedaron reducidas a cuatro días, que aprovechamos de pasarlos en la Isla de Margarita. Transcurrió un año más, hasta que en febrero del 84, ganamos un gigantesco contrato en la construcción de las tuberías en el proyecto del Complejo Criogénico de Oriente, en Jose, localidad situada cerca de Puerto Píritu en el Estado Anzoátegui, a orillas de las maravillosas costas del Mar Caribe. Estaba a punto de comenzar una etapa corta, pero que podemos catalogar como una de las mejores que hayamos vivido.

Capítulo IV El 8 de abril del 84, al mediodía tuve que salir intempestivamente para Puerto Píritu, pues al día siguiente debía representar a la empresa en los inicios de las obras de tuberías e instrumentación en el Complejo Criogénico de Oriente, un trabajo que duraría un par de años y de cuya administración supuestamente, me encargaría yo. Cubedu se había estado preparando para esa obra cumbre de la empresa, por el alto precio que cobraríamos, pero una vez allá, esa misma noche en el hotel, nos encontramos que para hacerse cargo de los trabajos estaba Barghella con toda su gente de confianza. Delante de todo el mundo, abordó a Cubedu y le comentó: -Sergio, el ingeniero Benvenuto Barsanti ha preferido que me haga cargo de la gerencia de este sitio de obra, así es que puedes regresar a pudrirte a Ciudad Guayana. -¡Vámonos, Ricardo!. –fue el único comentario de mi jefe. -Ricardo se queda. Tendremos dos administradores generales. El mío y el tuyo.

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Cubedu me hizo un gesto con la cabeza y me quedé. Él se marchó. Al día siguiente nos enfrentamos con el primer problema en la planta de Jose, pues Técnicos, la empresa contratante, no aceptaba nuestro organigrama. El Gerente de la planta explicó a Barghella que: -Los sindicatos quieren sólo a un interlocutor, así es que nos vemos en la obligación de exigirles que nos entreguen el curriculum de los dos administradores y en pocas horas decidiremos quién de ellos se queda. Dos horas después, llamaron a Acosta, el administrador que había traído el Gerente General, por lo que di por terminada mi misión en Puerto Píritu. Barghella, con una franca sonrisa de satisfacción, me comentó: -Saludos a Sergio de mi parte. Pero en ese instante apareció Acosta con la consternación reflejada en su rostro. -Quieren hablar con Ricardo, -comentó. En una gran sala de reuniones me esperaba el gerente de Técnicos y cinco hombres que por sus aspectos debían ser los dirigentes sindicales. -Compañero Salvatierra –habló el más gordo y viejo de ellos. Un hombre inmensamente alto. –El sindicato de la Construcción lo presenta a usted como un hombre muy duro, pero al mismo tiempo justo y dialogante y cuesta encontrar administradores así. Otro añadió: -Sabemos que vamos a pelear, a discutir, pero a pesar que usted sea extranjero, no creo que encontremos mejor representante de la empresa. Se levantaron y se marcharon, no sin antes decirme el más grande, viejo y gordo: -Nos vemos esta tarde en la oficina de Fedepetrol aquí en Jose.

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Aquella tarde, los representantes de los cinco sindicatos petroleros, me expusieron claramente sus aspiraciones económicas para que las cosas marcharan bien. Ya el gerente de Técnicos me había dicho que pedirían dos millones para cada uno, pero que no transigiera en más de uno, que era lo que estaban pagando el resto de las empresas. La conversación fue muy breve. Bastó que conocieran mi profesión periodística para que aceptaran medio millón cada uno y, además, se congratularan de contar con mi amistad. Estoy consciente que por su temor podría haber evitado aquel pago, pero no me pareció justo respecto al resto de empresas.

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Alzheimer Cuando mi padre aún trabajaba en Telares de Maracay, empresa a la que llegó tras dejar Texfin, un hecho que pareció gracioso a todos, no fue sino la señal de que algo no andaba bien en su cabeza. Juan Francisco me contó que durante una cena en casa de Hernán, el hermano de Victoria, a la que había asistido entre otros, el almirante Wolfgang Larrazábal, el militar que dio por el traste con la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, Román contó un chiste al principio, que todos celebraron con grandes risas y algarabía, menos mi padre, que permaneció impasible. La cosa es que la reunión prosiguió de manera muy normal, abordándose diferentes temas y en los momentos en que Carmela recordaba con lágrimas en los ojos a su hijo José Luis, mi padre comenzó a reír muy divertido, mientras repetía, como era su habitual mala costumbre, las palabras finales del chiste. En ese momento, todo no quedó sino como una broma de mal gusto, pero la repetición de hechos como aquel, comenzó a preocupar no solamente a la familia, sino a los directivos de Telares de Maracay, quienes lo despidieron sin mayores comentarios. Evidenciado a través de diferentes análisis médicos que sufría de Alzheimer, él y Victoria decidieron irse a Chile, donde con el dinero acumulado, comprarían un piso y montarían una librería. El agravamiento de su mal y la desesperación de su mujer por no poder, decía, hacer nada, aunque siempre hemos pensado que era por la vergüenza que le producía el estado cada vez más precario de su marido, hicieron que la vieja Cola me pidiera ayuda para llevarlo de regreso a Venezuela, porque según ella:

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-Pepe es responsabilidad tuya y de Juan Francisco, porque la Victoria ya ha hecho todo lo que tenía que hacer. Pensando efectivamente que podría ayudar a mi padre, le envié un pasaje y le reservé plaza en un moderno instituto privado de Neurocirugía. Esta solución no gustó a la familia de mi madrastra, por lo que su madre volvió a llamarme: -Mira, Ricardo, la Victoria ha sido una verdadera madre para ustedes, y lo lógico es que también le pagues su pasaje, así es que me haces el favor y le mandas la plata al Román, que se lo tuvo que pagar. Por supuesto no se la pagué, porque Victoria había sido toda su vida la antítesis de una madre. Así al menos lo pensaba a través de mi condicionada mente. Una vez en nuestra casa, mi padre no hacía otra cosa más que llorar por Victoria que se había quedado en Caracas y alabar sus cualidades. No quería salir a ningún sitio y menos hablar con nadie. Detestaba a Norma por mulata y no mostraba el más mínimo cariño por los niños. Si ni siquiera lo mostraba por mí, a quien consideraba un carcelero. Desechada la idea del instituto de Neurocirugía, por lo intratable e incurable del mal, poco o nada hacíamos con mi padre allí, menos aún tomando en cuenta sus lágrimas constantes y su terrible sensación de abandono. Llamé a Juan Francisco para compartir la responsabilidad de su estancia, pero la que me respondió fue Viola, quien tenía preparada una respuesta. -Mira, guachito, tú te trajiste a tu papi, así es que de momento es tu obligación, aunque es a la Victoria a la que le corresponde hacerse cargo de él.

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-Viola, -le recordé. –Todo lo que tienen ustedes, hasta la poceta donde cagan, se las compró él. Ten un poco de piedad. El viejo adora a Juan Francisco. Esto último creo que no llegó a escucharlo, pues colgó antes el teléfono. Tras este fracaso, llamé a Victoria, pues era el centro del dolor y nostalgia de mi padre: -Mi papá está desesperado por verte, mami. No se quiere quedar aquí. -¡Ah no, m‟hijito! Yo ya he aguantado demasiado a tu papá y ahora que está enfermo tienen que encargarse ustedes. Habla con Juan Francisco, porque yo ya no quiero saber nada de él. –Dicho esto, su voz desapareció. Más tarde, hablé con mi hermano y le informé que enviaríamos a mi padre a casa de Victoria. No dijo ni sí ni no. Por la noche, fue mi madrastra la que llamó y Norma la que le respondió. -Tu marido se va mañana en la noche para allá, -le escuché decir y dejó descolgado el teléfono. A la tarde siguiente, fuimos a dejar al viejo al aeropuerto y en la noche, recibimos una nueva llamada telefónica de Victoria y de nuevo fue Norma quien la recibió. Solamente escuché lo que decía mi mujer: -Victoria, si Ricardo se enferma, voy a ser yo la que me haga cargo de él. -No señor, Yo. Yo soy su esposa. -¿Y qué coño tienes tú que hacer que no te puedes dedicar a él? -No. El no quiere estar con nosotros, sino contigo. -¡Ese no es problema mío! Tiempo después, ambos se fueron de nuevo a Chile y mientras Román me llamó para cobrarme el anterior pasaje de Victoria y los dos nuevos de esa oportunidad, Titi, la mujer de 355

Hernán, también se puso en contacto conmigo y me dedicó todo un rosario de insultos, que recordaban su verdadera clase, a pesar de ser la secretaria privada de un ministro. -¡Eres un hijo de puta! ¿Oiste, Ricardito? ¡Un hijo de la gran puta! ¡Yo te maldigo a nombre de la Victoria que ha sido la verdadera madre de ustedes! ¡Mal agradecido! ¡Coño‟e tu madre! ¡Maldito seas, plasta de mierda! Lógicamente no quise seguir escuchando, porque no tenía por qué hacerlo. Al poco tiempo, Juan Francisco me contó que el viejo estaba en un centro especial en Viña del Mar, donde era muy bien atendido y en dos ocasiones lo llamé por teléfono, pero no se acordaba de mí. “¿Ricardo? ¡Oye! ¿De dónde me llamas? ¿De Venezuela? ¿Dónde está eso? ¿Y nos conocimos allá? ¿Mi hijo? ¡Claro! ¡Claro que me acuerdo! ¿Cómo me dijiste que te llamabas?” En ambas oportunidades, terminé llorando amargamente. Ese hombre que había sido tan altivo, tan orgulloso. Que había ocupado altos cargos de gerencia. Al que a pesar de una conducta errática, literalmente adoraba... Ese hombre no se acordaba de mí, su propio hijo. Sentí piedad por él. Recordé solamente los buenos momentos que se asomaban a mi mente, unos momentos que él ya no estaba en capacidad de rememorar. Con un hondo sentimiento de pesar, pensé en la Yaya y en mi tía Piedad con las que seguramente no tardaría en reunirse, dada la rapidez con la que avanzaba su mal. «Un día, cuando tenía yo unos diez años, hubo en la fábrica de Renca una gran explosión que destruyó el laboratorio químico y su despacho. Mientras esperaba que me 356

dieran la noticia de su muerte, en las afueras del edificio administrativo, totalmente destrozado, sentí que el mundo cedía ante mis pies y que no sería capaz de escuchar la noticia. El Jefe de personal de la empresa, un hombre gordo y bajo, salió de entre los escombros y me fue a dar ánimos, cuando en eso, vi aparecer al viejo por la puerta del taller de tintes donde providencialmente estaba cuando ocurrió el incidente. Mi mundo volvió a ser de colores».

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Antonio Capítulo I Hacía tiempo que mi suegro se sentía muy mal. Tal vez cuatro o cinco años y el doctor Gibbs lo venía atendiendo por insuficiencia cardíaca y arteriosclerosis. Nos parecía natural, a tenor de la explicación del galeno, el progresivo deterioro del viejo, un deterioro, no obstante, que no le impedía estar con nuestros hijos desde que salían del cole, hasta que llegábamos del trabajo. Una serie de desmayos, sin embargo, nos alertaron acerca de la posibilidad que se hubiera agravado y lo llevamos por urgencias al Hospital Uyapar de la Seguridad Social de Ciudad Guayana. Allí, cerca de la Navidad del 83, confirmaron que el buen viejo tenía un tumor, probablemente canceroso, en el estómago. La noticia cayó como un balde de agua fría a Norma, que adoraba a su padre, por lo que habló con unos vecinos, médicos del hospital. -No, Norma. El tumor que tiene tu papá es maligno y es casi del tamaño de una pelota de fútbol. Si lo operamos lo más seguro es que se nos quede en la operación. Es demasiado mayor y además está muy debilitado. Al principio el viejo Antonio seguía desarrollando sus actividades habituales, las que la mayor parte del tiempo se circunscribían a estar con nuestros hijos, pero sus constantes bajadas de hemoglobina le provocaban desmayos y a partir de marzo del siguiente año comenzó a compartir su tiempo entre el hospital y la casa. En aquellos días, Narciso, el hermano mayor de Norma, sin trabajo, recién separado de Amparo y completamente 359

arruinado, se había ido a vivir a Villa Brasil, ocupando el cuarto contiguo al de Antonio. Norma había comenzado a trabajar en una pequeña empresa constructora, “Belmonte y Asociados” y pocos días después de su ingreso, hizo las gestiones para que su hermano pudiera trabajar en esa compañía, ocupando el cargo de administrador. Sin coche, mi cuñado se iba conmigo pues su trabajo quedaba a menos de cien metros de Serín. Un día me dijo: -Ya sabes que papá está muy mal y el que mejor está económicamente de la familia eres tú. Lo cierto es que como no sabía adónde quería llegar, pues hasta ese momento todos los medicamentos y gastos médicos los habíamos asumido nosotros, me quise anticipar. -Sí, por eso no tengo ningún problema en seguir corriendo con los gastos, aparte que el sueldo de Norma se va completo en lo de tu papá. -No, viejito. Lo que te quiero decir, -me aclaró mi cuñado, -es que el viejo Antonio está a punto de morirse y te vas a tener que hacer cargo de los gastos de entierro. Me sorprendió y me desagradó la pretensión de mi cuñado. -Antonio todavía está vivo, Narciso. Me parece descarado que a estas alturas me estés planteando un tema así. -No, solamente quería que supieras cuál es tu responsabilidad, porque en cualquier momento “pela bola”. -Sí, es bueno saberlo, pero también es bueno que sepas que yo y Norma correremos con todos los gastos mientras el viejo esté con vida, pero cuando se muera, creo que dejará de ser asunto mío o de Norma, que mucho está haciendo, sino del resto de sus hijos.

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-Pero no te alteres, vale. Lo que pasa es que eres el único que puedes afrontar los gastos. –Luego imperativamente quiso dar por terminada la conversación: -Ya está claro, ¿verdad?. Así es que es bueno que guardes algo para el funeral. ¡Vamos a dejar el tema! -Sí mejor que lo dejemos, pero no sin que antes te repita que ni Norma ni yo, que llevamos años gastando en médicos y remedios para Antonio vivo, vamos a gastar nada cuando muera. Adrián está trabajando. Jesús está trabajando. Tú estás trabajando. ¡Asuman su responsabilidad! Cuando llegó a su destino tras permanecer en silencio el resto del viaje, me amenazó: -Será mejor que te prepares para los gastos, porque tenemos unas ganas increíbles de coñacearte y no sería bien visto que ocurriera eso durante el entierro de papá. No volví a llevarlo a su trabajo ni volví a tocar el tema con ninguno de los otros hermanos. Norma estaba totalmente de acuerdo conmigo. El viejo comenzó a consumirse con rapidez y casi no salía de su habitación, Una habitación a la que solamente entrábamos Jesús, Miriam, Lunavey, la amante de Adrián y una amiga de ésta, ambas evangélicas de conveniencia, que solamente iban a hablar de la Biblia al pobre hombre que terminaba agobiado, pidiéndonos que las sacáramos de la habitación. Narciso jamás se asomó para ver a su padre. Rufina solamente entraba para recriminarle por vomitar o hacerse sus necesidades encima. ¡Para nada! Porque quien lo limpiaba era yo, quien le daba de comer, Norma y quien le hacía el aseo diario, Miriam. Cada tarde entre Norma y yo lo sacábamos a tomar el sol al jardín delantero, le hablábamos y lo acariciábamos, mientras los niños jugaban a su alrededor, arrancándole más de una sonrisa. 361

El pobre anciano estaba durante la noche tan desasistido que un día, a las tres de la madrugada, mi suegra llamó por teléfono: -¡Ricardo! ¡Norma! ¡Vénganse rápido! Imaginamos que mi suegro había empeorado y corrimos para estar a su lado, pero al llegar la madre de Norma nos informó con cara de hastío: -Ya no puedo más. El viejo del coño ese no deja de moverse en la cama, y se cayó. -¿Y se lastimó? –preguntó Norma mientras entraba a ver a su papá. -No, qué va, pero yo sola no puedo volver a subirlo. Sin decir nada más, recogimos al hombre que estaba tirado entre sus propios desechos, lo lavamos y lo dejamos durmiendo pese al dolor expresado en profundos gemidos. -¿Y Narciso no está, señora Rufina? –quise saber. -Claro que está, m‟hijo, pero él tiene que trabajar mañana temprano. -¡Y nosotros también! –le chilló Norma desconcertada. -Es que ese muchacho ya ha hecho demasiado por su papá. No quisimos escuchar más. A ambos, sin haber comentado el hecho, nos parecía inconcebible lo que acabábamos de escuchar. ¡Muchas veces se repitió lo mismo hasta que me fui a Puerto Píritu!

Capítulo II El 28 de abril llegaron a Norma y los niños a Puerto Píritu, para ver la casa que había alquilado muy cerca de la playa. Quedaron fascinados, no solamente por la cercanía del mar, sino por la casa en sí, que era amplia y con un enorme jardín. Yo la ocuparía el día dos de mayo, justo cuando ellos tenían previsto 362

regresar a Guayana, pues debían esperar hasta fines de junio “para ir a vivir al paraíso”, por lo de las clases de los chavales. El primero de mayo, mientras comíamos en un restaurante a pie de playa, llamé a la casa de Villa Brasil para tener noticias del viejo, que la noche anterior parecía haber tenido una leve recuperación dentro de su gravedad. -Mira, pana-, me comentó Adrián, -papá está muy mal. Tiene los ojos abiertos y ni siquiera pestañea, y respira con dificultad. Pensé en los últimos momentos de la Yaya y le comenté: -Yo creo que entró en coma. ¿Llamaste a Milagros?. Milagros Lezama era la médico que lo estaba atendiendo. -Sí, -reconoció mi cuñado, -y me dijo lo mismo. Lo único es que tengo que llamarla cuando muera. Conté a Norma lo conversado y sin terminar de comer, salimos rumbo a Ciudad Guayana. Eran las dos de la tarde. A las seis y media llegamos a Villa Brasil. Era de noche – en Venezuela oscurece muy temprano- y la casa estaba sin luz y aparentemente vacía, por lo que imaginé que al viejo Antonio lo habían llevado al hospital. Sin embargo, Miriam esperaba a Norma y abrazándola, le comentó: -Se nos fue el viejito, Norma. Lo estaban velando en una funeraria al lado del cine Plaza y frente a un par de heladerías muy concurridas, es decir, el sitio menos adecuado para despedir a un ser humano. ¡Pero era barato! Las lágrimas y el dolor de Norma y Jesús, contrastaban con los chistes de Adrián y la indiferencia de Narciso y mi suegra. Mis hijos mayores quisieron estar al lado del abuelo y fueron los únicos nietos que lo hicieron, pues los otros cinco tenían, según sus padres, otras cosas importantes que hacer. Me dio mucha lástima ver que aquel viejo que había dado lo mejor de sí en sus más de ochenta años pasaba a mejor vida 363

ante la indiferencia general. Tres, a lo más cuatro, lamentamos profundamente su muerte. Al cementerio fue poca gente. Narciso observaba el entierro a prudente distancia como si temiera que su padre le llamara a rendir cuentas. Y desde ese día, debido a nuestra lejanía, la tumba del buen Antonio quedó prácticamente olvidada. Pero el tema de la casa comenzó a ser desde ese momento, una pesadilla. Durante la comida en casa de Lunavey que siguió a la inhumación, mi suegra le recordó a Norma: -Mira m‟hija, aunque la casa esté a tu nombre, es de todos tus hermanos así es que tienes que traspasármela mañana mismo. Todos los comensales, menos Narciso, que parecía teledirigir a su madre y que quería vender la casa porque necesitaba urgentemente dinero para rehacer su vida, quedaron estupefactos. Norma se limitó a responderle mirándola de frente. -Mamá, papá todavía está caliente en su tumba. No se habló más del asunto. Al menos por ese día, porque el tema de la casa seguiría vigente y siendo motivo de intrigas, durante muchos años. Los italianos de Serín no lamentaron, como es natural, la muerte de mi suegro, y hasta pretendieron impedir que yo asistiera al entierro. Es más, Cubedu me comentó: -El mes pasado se suicidó mi hermana y ¿usted vio que yo faltase algún día al trabajo?. La cosa es que a la mañana siguiente, regresé de madrugada a Puerto Píritu, para estar a las siete trabajando,. Era, si mal no recuerdo, viernes, porque esa noche, en un día que podía haber estado con mi esposa e hijos, fui testigo de una nueva experiencia donde lo sobrenatural pasa a no tener explicación, por muchas alternativas que se busquen. 364

Capítulo III En la mañana me había traído el televisor y el vídeo porque ya comenzaría a vivir en la casa, donde los propietarios habían dejado una cama hasta tanto no trajéramos nuestros muebles y esa noche, antes de acostarme, decidí ver la película Juegos de Guerra, que habíamos comprado hacía un par de semanas. Encendí un cigarrillo, me senté en la cama tras apagar la luz y puse en funcionamiento el vídeo. No pasaron más de dos o tres minutos, cuando de pronto se apagó el vídeo y se encendieron las luces de la habitación, del pasillo, del cuarto de baño y supongo que de toda la casa. En el umbral de la puerta, estaba de pie mi suegro, con cara de preocupación. Se acercó caminando hacia la tele, sobre la que había puesto mi paquete de tabaco, lo cogió y mientras con el dedo índice de su mano izquierda, hacía un gesto negativo, lo destrozó y lo tiró a mis pies. Hecho esto dio media vuelta y desapareció por el corredor, al tiempo que las luces volvían a apagarse y el televisor y el vídeo a ponerse en marcha. Salté de la cama donde, sentado, fui testigo de la escena. Encendí la luz y confiado en que había sido un corto sueño, busqué mi tabaco sobre la tele y no estaba, pero sí el paquete destrozado a los pies del lecho. Además, el característico olor de su colonia Lancaster impregnaba todos los rincones de la vivienda. Meses después, cuando ya estábamos todos viviendo allí, Norma y yo volvimos a sentir ese olor inundando las habitaciones y el pasillo. Estábamos sentados en la sala y los niños jugaban en el porche.

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--¡Papá! –exclamó mi mujer y salió en busca de los pequeños. Los tres agitaban sus dedos frente a las fauces pequeñas pero mortales de una serpiente coral, la que por su espectacular colorido, les llamaba poderosamente la atención. Los peques no debían moverse y así se les indicó. Quedaron congelados como el hielo, el tiempo suficiente para que llegara un vecino, ducho en estas cosas de lidiar con las víboras. En otra oportunidad volvería a vérmelas con mi suegro muerto, pero eso fue más adelante. Mucho más adelante.

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Puerto Píritu Capítulo I La de Puerto Píritu fue la época más próspera de nuestras vidas. En la que contamos con más dinero y con mayores probabilidades de pasarlo bien. Durante la que más viajes hicimos y en la que más despilfarramos. El grupo de amigos que nos rodeaban, no obstante, fue especial que una vez fuera del pueblo, ya no nos conocía, pero valió la pena mientras duró. En el trabajo, a falta de Acosta, Barghella se trajo a Mauro, otro italiano, esposo de Amparo, una colombiana que fungía como contadora de la empresa y que llegó con la clara intención de auditar mi trabajo, es decir, torpedeármelo hasta aburrirme. En Ciudad Guayana, huérfana de administrador, hacía sus veces Dario, el cuñado de Cubedu, que no sabía ni dónde estaba parado, así es que el sardo me sugirió que los fines de semana, cuando viajara para estar con mi familia, me acercase a la empresa a controlar la administración. Así fue hasta que se enteró Barghella y cada fin de semana me encontró trabajo suficiente como para que me quedara en Jose. De esta forma, pasó un mes hasta que de la administración de Técnicos, me llamó la menuda Ana María, una administradora de contratos caraqueña, con ínfulas de norteamericana y que no sé por qué motivo, escribía al revés. -Ustedes llevan treinta días aquí y no han hecho más que instalar su campamento, cuando el contrato especificaba que las labores debían iniciarse seis días después.

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Me dejó mudo. No tenía respuesta para tal atraso. Ni siquiera había sido informado, pues Barghella insistía que teníamos seis semanas para la instalación. -Si en siete días no vemos movimiento, nos veremos obligados a asignar su parte del Contrato a Dit Spie. No informé a Barghella sobre esa apremiante situación. Por el contrario, me acerqué a Puerto Píritu y llamé por teléfono a Cubedu para ponerle al corriente de ella. Al día siguiente, muy temprano, llegó Cubedu a Jose, con siete jefes de obra sardos y quince supervisores de diversas nacionalidades, menos venezolanos. Ni de Barghella ni de su gente volví a saber más, excepto que a éste lo había despedido el propio Barsanti -Ricardo, soy el nuevo Gerente General. Vamos a poner a caminar esto, -me dijo Cubedu, sin querer disimular su satisfacción Ya al mediodía cada supervisor y cada capataz hacía las primeras pruebas al personal calificado suministrado por cada uno de los sindicatos y a la siguiente jornada, la obra estaba en marcha. Ana María, impresionada, sobrestimó mi capacidad de reacción y nos hicimos grandes amigos. Del trabajo en Jose en sí, poco es lo que se puede decir, sino una que otra anécdota, como aquel día en que comenzó una de las tormentas eléctricas más fuertes que se recuerden en la zona. Por la megafonía se pidió a todo el personal abandonar el área a las tres de la tarde. Los autobuses y coches salieron rápidamente del sector y se dirigieron hacia Barcelona, por el oriente y hacia Puerto Píritu, por el poniente. Cuatro trabajadores que habían perdido los transportes de Serín hacia esta última ciudad, se fueron en mi todo terreno y era tal la profusión de rayos, que dos de ellos, colombianos, se echaron a 368

llorar, convencidos que jamás llegaríamos a nuestro destino. En un momento determinado un rayo cayó sobre el vehículo, apagando el motor. Los gritos de histeria de ambos hombres terminaron por ponernos nerviosos a los demás. Finalmente lograron darse cuenta que dentro del coche estábamos protegidos. Al llegar al pueblo, las piedras que bajaban junto con el agua de los cerros colindantes, imposibilitaban acercarnos al núcleo de la población, mientras el bombardeo eléctrico llegaba a su apogeo. Muy entrada la noche, pude dejar a los hombres en sus hogares y llegar yo al mío, donde Norma y los niños me esperaban aterrorizados. Durante esa tormenta, un hombre murió en la planta criogénica y quedó arrodillado, totalmente calcinado, en medio del campo. En el plano familiar, Puerto Píritu obró el milagro de la reunificación. Narciso fue el primero en redescubrir el cariño que sentía hacia su hermana y en pleno mes de julio se apareció acompañado por mi suegra. Lógicamente nos prodigamos en agradar a los visitantes y nunca habíamos tenido en la casa tanta profusión de mariscos y whisky a sabiendas que a mi cuñado ambos elementos le encantaban. La compra general de comida fue de las más grandes que hayamos hecho. Narciso, un hombre muy apegado a sí mismo, reconoció – lo que es mucho decir- que se sentía halagado y feliz por nuestro poder adquisitivo: -Coño, panita. La verdad es que se están pasando. No esperaba esta bienvenida. Dos semanas después ambos se despidieron prometiendo regresar en breve. Mi suegra sí volvió, pero él no. 369

-El pobre Narciso tuvo que comprarse toda la comida, porque ese par de carajos lo que están es amasando el dinero para no gastar. Ese fue el comentario que les hizo mi suegra a Miriam y a Jesús. Un comentario que molestó mucho a mi mujer, que se enfrentó –una vez más- a su madre. Pienso que fue a raíz de esa discusión que Narciso desistió de regresar a nuestra casa de la playa. Pocos días después que Narciso y Rufina se hubieran marchado, llegó un día por la mañana, mi primo Augusto del que no sabía nada desde 1982, cuando él aún vivía en Maracay. Solamente sabíamos, a través de mi hermano, que se habían marchado a Calabozo. -No, primito. Estamos viviendo en Caripito, -nos explicó tras expresarnos mutuamente la alegría del reencuentro. Una de las primeras noticias que nos dio, fue la muerte de la vieja Cola, en marzo de ese año y la otra, el agravamiento de mi padre que, como he comentado, desde hacía un año estaba viviendo en Chile muy afectado por su Alzheimer precoz. -Le compré una granja a mi suegro y vamos a poner un chiquero. La venta de cochinos, -explicó, -es tremendamente rentable. Así, desde ese día, nuestro destino los fines de semana de cada quince días era esa granja de Caripito y el resto de los fines de semana, el de ellos, nuestra casa de la playa. La situación de Augusto y su familia, era muy precaria. En nuestros viajes, solíamos comprar mucha comida para que a nuestra partida, les alcanzara la compra al menos para los próximos siete días. La cantidad de pollos que había en la granja y el gran número de huevos que se recolectaban diariamente, nos hacían pensar que se las apañarían bien el resto del tiempo hasta nuestro regreso. Sin embargo, eso nunca me constó, porque cada vez que llegábamos, estaban comiendo sopa de 370

agua caliente con sal y fideos. En algunas ocasiones agregaban alguna patata. Poco después, destiné una parte de mi sueldo a solventar las deudas de mi primo, pero no sabía que no era el único que lo hacía, aunque el otro sujeto, un chileno amigo –demasiado amigo quizás- de Amancia, la mujer de Iván el cuñado de Juan Francisco, lo hacía en calidad de préstamo y a intereses de usura. Y justamente cuando mis hijos mayores cumplían años, se presentaron en la casa, junto a Anabella, la esposa de Augusto y sus hijos –Augusto ya estaba en casa-, ni más ni menos que el propio Iván, con quien tantos problemas había tenido con el piso de Los Ruices Le acompañaban su mujer y sus dos hijas. Iván no esperó a saludar cuando me dijo: -Juan Francisco se robó todo el dinero de los alquileres. -No creo, Iván, que sea el momento de discutir esa situación. -Pero es que yo quiero que quede todo bien claro. -Bueno, Iván, te creo, -admití. –Pero dejemos ese tema para otro día. ¿Otro día? Estuvo toda la noche dando pelos y detalles de lo que había sucedido con aquel piso y sus alquileres y para demostrármelo, me enseñó todos los recibos religiosamente firmados por mi hermano. La cosa es que a partir de aquel día, aunque el tema de los alquileres no volvió a mencionarse, Iván, Amancia, Augusto, Anabella y sus respectivos hijos, fueron huéspedes casi permanentes en nuestra casa de Puerto Píritu, al menos cada quince días, por el mismo lapso de tiempo. A nosotros no nos molestaban sus visitas, sino su falta de colaboración, pero mientras ellos fueran felices y nosotros buenos anfitriones, el resto, de verdad, no importaba. 371

Sin embargo, en su última visita, a poco de mudarnos a Puerto La Cruz por razones de escuela para los niños, al llegar en las tardes a casa, no faltaban ni el whisky, ni los refrescos, ni las cervezas, ni el pescado, ni los mariscos, es decir, que estaban contribuyendo con lo que no habían aportado en todas sus visitas anteriores y aunque como digo, no era importante que tuvieran que colaborar, se agradecía. Al día siguiente de su partida y mientras paseaba frente a la licorería de la plaza, el viejo Hassan, su propietario me saludó con la mano y me gritó: -¿Cuándo saldamos la deuda? -Lo hizo, eso sí, con el mismo tono jovial y despreocupado de siempre. No reparé en su pregunta, acostumbrado a sus extrañas bromas, pero cuando pasé frente a los puestos de pescadores en la caleta, me encontré con Raúl, mi principal proveedor de productos del mar. -¡Epa, Ricardo! ¿Cómo va la cosa? -Bueno, bien, -le respondí. -¿Y cuando sacamos cuentas, panita? -¿Cuentas de qué? –quise saber, sospechando lo peor. -De las compras que hicieron tus parientes en los últimos días. No sé si será necesario decir que similar argumento me planteó el de la licorería, el del supermercado, el del vídeo club y también Maribel, la de la farmacia.

Capítulo II Y hablando de otro tema, a poco de llegar al pueblo, cuando todavía no terminábamos de instalarnos en la nueva casa, se acercaron hasta nosotros para darnos la bienvenida José Bustets, un joven neurocirujano y José Calil, cardiocirujano y 372

alcalde del pueblo desde hacía muchos años. Tras las presentaciones formales, Bustets me invitó: -En media hora más se va a constituir el Rotary Club de Puerto Píritu y nos gustaría que formaras parte de él. Me pareció una buena idea y decidí acompañarlos a esa primera reunión. En el camino me explicaron que: -Para ser rotario tienes que ser profesional. ¿Lo eres? -Sí, soy periodista y administrador. -¡De pinga, pana! -explicó Calil, - Porque solamente se acepta un profesional de cada especialidad y si no te metes como administrador, lo haces como periodista. -¿Y ustedes cómo se las arreglan? -No hay problema, Bustets va como médico y yo como político y si hay otro político, sencillamente como alcalde y como este Rotary es de Puerto Píritu, pues solamente hay un alcalde. En fin, que había solución para todas las eventualidades. La reunión se celebró en la sala que para tal efecto había en el Hotel Casacoima y contó con la asesoría de veteranos rotarios de distintos clubes del estado Anzoátegui. Yo creo que allí se había reunido todo el pueblo y todo el pueblo quería pertenecer a una institución tan selecta, pero cuando se comenzó a hablar de comidas, de reuniones y cuotas ordinarias y extraordinarias, de viajes y de convenciones, después de dos horas, en la sala no quedaron, más de treinta personas, pero entre las treinta, no habíamos más de cinco profesionales. Así, estaba Tulio que se presentó como: -Soy profesional del ramo ferretero. En realidad era dependiente de una de las dos ferreterías del lugar. También se dio a conocer un jubilado, antiguo dependiente de una farmacia: 373

-Hola, soy Víctor y soy economista y doctor en Farmacia y Derecho No faltó tampoco Gómez, uno de los capataces de Serín: -Mi nombre es Alonso Gómez, soy colombiano y mi profesión es Ingeniero de Tuberías. Extraña especialidad la de ese hombre, a la que los promotores del Club Rotario, no quisieron dar mayor importancia, porque si se hubieran dedicado a pedir documentos que avalaran nuestras profesiones, como digo, habríamos quedado cinco y se requería comenzar con al menos veinte miembros y funcionar con una asistencia mínima de diez. Al cabo de unos meses, en efecto, éramos diez, incluido Tulio, que con el tiempo y lo que quitaba prestado a su patrón, no solamente entró en la competencia ferretera, sino que se construyó una especie de estructura semejante a un edificio de apartamentos, pero con tal flexibilidad, que amenazaba con caerse en cualquier momento y que quiso, vanamente, convertir en pisos vacacionales. Lo cierto es que en el Club había algunos políticos fracasados, el jubilado Víctor entre ellos y un perenne candidato presidencial de quinto orden, dueño, por cierto del Hotel Casacoima, que nos serviría en los meses siguientes de centro de reuniones semanales, pero ese hombre –Pedro Segnini la Cruznos negó el local cuando no lo elegimos como presidente, dando nuestra confianza al alcalde. Con el tiempo, el alcalde, viendo que esa incursión no le reportaba beneficios políticos en un pueblo que era la mitad de Carlos Andrés Pérez, el otro cuarenta y cinco por ciento del recién elegido presidente Jaime Lusinchi y el resto de un político que aspiró sin éxito a la presidencia por el partido de los otros dos, es decir, Luis Piñerúa Ordaz. A estas deserciones se le antepusieron otros ingresos. Especialmente notorio fue el de Luis Marcano, un empleado de 374

una industria papelera de Valencia, en el Estado Carabobo, que harto de tener que viajar semanalmente a Puerto Píritu para estar con su mujer, que se negaba a dejar el pueblo, decidió renunciar y con el dinero de su finiquito, montar un colegio en la localidad, que carecía de uno privado. Su mujer sería la directora, y algunas chavalas del pueblo, con algo de instrucción, las maestras. No quedó olvidada la mujer de José Bustets, que alardeaba de un título de psicopedagoga obtenido en Estados Unidos, que nunca ninguno de nosotros vio. ¡No importaba! Fue la sub directora. A quienes estábamos de paso por allí, el colegio privado nos venía de perillas, sobre todo a nosotros, que teníamos a los mellizos listos para entrar en el primer grado y a Andrea para su primer año de preescolar. Al llegar el tiempo de las clases, todo era emoción y buenos deseos. El colegio recibió la buena pro de la Inspección de Educación de Anzoátegui, con una rapidez pasmosa, gracias a la Influencia del alcalde, cuñado de los Marcano. Sin embargo, la luna de miel duró solamente un par de semanas. Pasado ese tiempo, llegaron Ricardo José y Ricardo Antonio con sendos dictados corregidos. Ese fue el principio de un grave problema. Ellos habían puesto: “Mi mamá me ama” y la lega maestra había corregido así: “Mi mamá me hama”. Lógicamente Norma y yo nos acercamos a hablar con Irma, la directora. -Ay, chico, eso fue que Carmencita se confundió. -¿Con los dos? –Norma rebatió indirectamente la tesis de la confusión. La directora titubeó un poco, pero tenía respuesta para todo:

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-Fue un lapsus, vale, porque esa chama tiene una ortografía muy buena. ¡Bien! Un mes más tarde, la maestra nos mandó una nota que textualmente decía: “Ricardo Antonio y Ricardo José no isieron sus deberes de hoy”. Indudablemente eso no parecía un lapsus, por lo que escribí a doña Irma una carta en la que le reclamaba esa anomalía que podría redundar negativamente en la instrucción de los niños. Se la entregué a la directora por la mañana temprano, cuando fui a dejar a los peques, de camino a mi trabajo. Pero más tarde, a eso de las once, llegó á mi oficina Ana María, la administradora del contrato y me informó que: -Acaban de llamar por teléfono desde Puerto Píritu – solamente las oficinas de Técnicos tenían comunicación telefónica en aquel sitio de obra, -para avisar que tus hijos están desde esta mañana temprano en la puerta del colegio. Me fui rápidamente hacia aquel lugar y efectivamente los tres muchachos estaban en la calle, frente a la puerta del centro. Quise pedir una explicación. Sin embargo, nadie me abrió la puerta. En la tarde, a eso de las dos, volvió Ana María y me comentó: -En estos momentos hay una reunión en el colegio destinada a expulsar a tus hijos. -¿Y tú cómo lo sabes!, -le pregunté sorprendido. -Juan –uno de los ingenieros de Técnicos, rotario y amigo mío, -me lo acaba de comunicar para que vayas, porque en la reunión está también el alcalde y se pedirá formalmente que los saquen del pueblo.

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-¿Pero qué coño se cree la vieja esa? –comenté mientras salía. Al llegar al colegio, la reunión había concluido, pero la directora, sin dirigirme la palabra, me entregó un sobre cerrado. Lo dejé cerrado hasta llegar a la casa. Allí, junto a Norma, lo leímos incrédulos: “Señores Salvatierra: Debido a los problemas suscitados por ustedes en este centro de estudios privados, que han pretendido alterar el orden entre los padres y representantes y poner en duda la capacidad pedagógica de los profesores con fines inconfesables, la dirección del colegio, con el apoyo unánime de la comunidad educativa, ha decidido expulsar a sus tres hijos y poner los hechos en conocimiento de las autoridades civiles y policiales del municipio, con el fin que procedan si ha lugar”. Frente a nuestra casa, vivía el viejo Roque un hombre mayor, antiguo dirigente del partido gobernante Acción Democrática, y muy buen vecino. Le llevamos la misiva y simplemente sonrió. Sonrió como si hubiese estado esperando hacía muchos años aquel momento. -No se preocupe, panita, - dijo golpeándome la espalda. – Sus hijos el lunes, -era jueves, -van a estar de vuelta en el colegio. Al día siguiente, muy temprano, llegó por esos lares, la mismísima ministra de Educación, acompañada de varios inspectores del ramo. En la tarde, una nueva carta del colegio nos informaba: Estimados señores Salvatierra:

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Debido a un error administrativo, el jueves pasado se les dirigió una carta, dando cuenta de la expulsión de sus hijos, procedimiento no contemplado en la legislación vigente. Al tiempo que les reiteramos el derecho que asiste a los alumnos a seguir recibiendo cumplida educación en este instituto primario, agradecemos sepan disculparnos por las molestias que el error les haya podido ocasionar. Atentamente María Borregales Directora” La nueva directora, era la hermana mayor de Irma y casualmente, la mujer de Calil. Algunos profesores titulados, reemplazaron a la mayor parte de chavales que fungían de tales hasta ese momento. La mujer de Bustets tampoco volvió a poner un pie por allí. En el ámbito rotario, el club desapareció en el pueblo después de las siguientes elecciones para presidente en que resultó elegido el viejo Víctor. Tras conocerse los resultados, Luis Marcano, quien se había auto propuesto para el cargo, y que esperaba unanimidad en la votación y no que la mayoría de nosotros nos decantáramos por el hombre que había venido ejerciendo la secretaría desde su fundación, reaccionó en forma violenta. Sin respetar la edad de su oponente, le dio un golpe en la mandíbula, que lo tiró como un saco por el suelo y se acabó la presidencia de Víctor y el Club que tanto nos había costado formar.

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Capítulo III Por otra parte, aconteció por aquellos días lo que a los italianos les parecía inconcebible. El ingeniero Benvenuto Barsanti un día sábado se durmió como lo había hecho durante los últimos ochenta y tres años, pero esa vez pareció olvidar la lección de la experiencia y el domingo no despertó más. El lunes, los rostros cariacontecidos de los italianos eran el reflejo no del dolor, sino de la incertidumbre. Héctor Nobriga, uno de mis asistentes, fue el que me informó: -Murió el ingeniero. –No sé si sería sincero o quería aparentar dolor, pero Héctor tenía lágrimas en los ojos. Lo cierto es que yo no lamenté esa muerte, pero me preocupó. ¿Qué sería de sus gigantescas empresas? ¿Quién tomaría el mando? Cubedu llegó a las nueve desde Ciudad Guayana con el rostro demacrado y nos llamó a todos a la sala de reuniones: -El ingeniero ha muerto. Todos los italianos, asintieron con pesar. -Y el hijo de puta, -continuó el gerente sorpresivamente, no dispuso nada sobre su sucesión, por lo que a partir de ahora, y hasta que no quede claro ese punto, tendremos muchos fiscales, tantos como pretendientes a heredar su fortuna. -Debemos andar con cuidado, -terminó puntualizando. Efectivamente, a partir de aquel día, al trabajo que se había acrecentado una barbaridad, había que agregar el tiempo

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que debíamos dedicar a todo aquel que llevara el apellido Barsanti en su carnet o en sus venas. Esta situación acrecentó mi estrés y un día viernes, varios meses después de la muerte del poderoso empresario y cuando trabajábamos contra reloj en los informes de cierre de los trabajos, me desmayé sin previo aviso. Me llevaron de urgencia al centro asistencial de la planta y allí, cuando recuperé el sentido, un enfermero me informó que se me había bajado la tensión y me inyectó un medicamento compensador. No bien había comenzado a inocularme el líquido, cuando volví a perder el conocimiento. Muchas horas después lo recuperé ingresado en un hospital de Barcelona. Lo que había tenido realmente era una crisis hipertensiva y el enfermero había estado a punto de mandarme al otro mundo. Estoy seguro que Cubedu no se enteró de aquello, pues de lo contrario, me habría entregado una carta para Barsanti.

Capítulo IV Una sobrina del fallecido fue la heredera universal, pero la joven dama no tenía mayor interés en romperse la cabeza, porque ya tenía suficiente dinero amasado como para pasarlo mal. De esta forma, otro sobrino, de parentesco más lejano, asumió las riendas de las empresas, pero con tan poco tino, que el gigante de la construcción comenzó a desmoronarse en la misma medida que cada uno de los antiguos hombres de confianza del anciano, fueron retirándose no sin antes llevarse tajadas que superaban los diez millones de dólares cada uno.

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La descapitalización de Serín se acompañaba por visitas de inspección, en las cuales lo interesante era ver qué se podían llevar y despedir a cualquiera que pudiera sospechar lo que estaba ocurriendo y como yo no solamente lo sospechaba, sino que lo sabía a ciencia cierta, pasé a ser objetivo prioritario de aquellos elementos. Esta situación quedó clara cuando Cubedu, en una llamada telefónica desde Ciudad Guayana, me dio el regalo de Reyes el 6 de enero del 86: -Ricardo, a partir de mañana debe trasladar su oficina a la ciudad de Anaco, -a 120 kilómetros de mi lugar de residencia, -pues comenzaremos la instalación de tuberías para Meneven. Este cambio debió ir acompañado de viáticos especiales por traslado, pero en lugar de eso, mi jefe se adelantó a mi curiosidad. -Giorgio Barsanti considera, Ricardo, que su sueldo es muy alto, así es que a partir de hoy, deberá prescindir de su viático de vivienda y de su asignación de zona. De un plumazo, mi sueldo se reducía en un tercio. Al día siguiente viajé muy temprano a encabezar a los representantes de Serín en ese nuevo sitio de obra y poco después me comunicaba telefónicamente con Chemelo Guzmán, editor de los diarios El Expreso y La Tarde, de Ciudad Bolívar, quien desde el 82 insistía en que trabajara para él. Después de plantearle mi disposición a ir a trabajar en su empresa editora en cinco meses y mis aspiraciones económicas, Chemelo, aceptó: -Está bien, Ricardo. Te espero el primero de junio. 381

Mi renuncia a Serín, aunque cantada por los últimos acontecimientos, no dejó de ser sorpresiva. Ficarra, el hombre que me había confesado que los brujos vaticinaban que Serín duraría hasta el día que me fuera, lloró como un niño al enterarse, pues para él, esto significaba quedarse sin trabajo y así como algunos enfermos terminales se suicidan para no enfrentarse a la muerte, él renunció al suyo para no quedar sin empleo al cerrar la empresa. Muchos otros italianos hicieron lo mismo. El 29 de mayo me despedí de Serín y dos días después iniciaba mi breve pasantía por Ciudad Bolívar. La empresa sobrevivió a ni partida, sólo dos meses.

Capítulo V Aquellos años en Puerto Píritu no solamente fueron pródigos en una situación económica privilegiada, sino también en la oportunidad que me brindó el hecho de conocer gentes venidas de todos los rincones de Venezuela, lo que a su vez me permitió contactar con las direcciones de una gran cantidad de diarios a través de los cuales di a conocer mi opinión por intermedio de mis crónicas que bajo el título de “Consejas y Consejos del Viejo Casimiro” venía publicando semanalmente a través del diario “El Expreso”, de Ciudad Bolívar. Primero fue el “Diario de Oriente”, de Barcelona, el que me abrió sus puertas y después lo hicieron el “Médano”, de Coro, “Yaracuy al día”, de San Felipe, “Diario del Caribe” de la Isla de Margarita, “El Diario”, de Maturín, y “Antorcha” de El Tigre. 382

La proyección que me dio esta serie de publicaciones, me llevó a patrocinar en 1985 un concurso juvenil de cuentos a nivel nacional y poco después a publicar mi segundo libro: “Un libro para leer sentado en la poceta”, o sea, traducido al español de España, “Un libro para leer sentado en el retrete”, de cuya edición de mil ejemplares solamente me queda uno, pues el resto se vendió en cosa de tres días. A través de sus noventa páginas mezclé cuentos, crónicas, recuerdos y poemas, casi todos de corte humorístico o satírico. Poco antes de su edición, que me costó dieciséis mil bolívares, todos los diarios con los que colaboraba hicieron una gran promoción con reportajes y publicidad, por lo que preparé siete paquetes para enviar cien ejemplares a cada estado de Venezuela en los que tuviera cobertura cada medio. No obstante, en tres días, como he dicho, se vendieron todos en el estado Anzoátegui y cometí el error de no sacar otros mil, pues no solamente recuperé toda mi inversión, sino que además gané catorce mil bolívares. El problema para no reeditar “Un libro para leer sentado en la poceta”, fue que en el lapso desde que lo entregué a la empresa de artes gráficas hasta que se imprimió, ya el contenido no me satisfacía.

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De vuelta al periodismo Capítulo I Los siguientes tres años se caracterizaron por un ir y venir por diferentes medios de comunicación, y esto, a pesar que acentuó nuestra inestabilidad, al vivir en diferentes ciudades, me permitió volver a mi pasión y practicar el periodismo como no lo había hecho, más que como colaborador en los últimos catorce años. Pero el reingreso a mi mundo, fue tan dramático como inescrupuloso el Chemelo aquel. En principio el sueldo que me había ofrecido no podía ser de momento: -Me excedí en ofrecerte el sueldo Ricardo. No te puedo pagar más que cuatro mil quinientos bolívares, que es lo que gana el resto del personal de redacción. -Escúchame Chemelo, eso es menos de la mitad de mi anterior sueldo básico y justo la mitad de lo que me ofreciste. -Pero es que aquí en Ciudad Bolívar la vida es mucho más barata que en otros lugares de Venezuela. -Es que ni siquiera así lo puedo aceptar. -Mira, Ricardo, vamos a hacer una cosa. Dile a tu esposa que se venga a trabajar conmigo como secretaria y así compensamos el sueldo. No era la solución, pero por orgullo ya no podía regresar a Serín y la situación laboral en Venezuela pasaba por uno de sus peores momentos. No me quedaba más que aceptar, pero más que por las consideraciones anteriores, sólo porque estaba 385

consciente que aquel era el único medio de volver a coger práctica y ganar experiencia en mi profesión. El trabajo era realmente agobiante. Entraba a las siete de la mañana para hacerme cargo de la redacción de noticias para el vespertino La Tarde, a cargo de un peruano llamado Juan Masma y luego, de todo el seguimiento del material, desde la corrección de los originales, hasta la supervisión de los periódicos ya impresos, pasando por la maquetación y la revisión de los montajes, que se hacían manualmente. Salía a la una o dos de la madrugada, tras hacer lo mismo con la edición del matutino El Expreso, a cargo del viejo Pepe González, primo de Chemelo, que se dormía en su despacho. Con Pepe no tenía más problema que ver consternado que debía hacer todo su trabajo porque la borrachera diaria, no le permitía darse cuenta que estaba trabajando y con el peruano, su saludo, el primer día, fue más que decidor de cómo nos llevaríamos en los siguientes: -Hola, buenos días, soy Ricardo Salvatierra y... -No me importa su nombre, señor. A mí me basta con saber que es español y quiero que sepa que odio a los españoles. -........... Realmente era muy difícil responder a una imbecilidad de ese tamaño. A partir de ese momento solamente nos hablábamos para intercambiar opiniones laborales y aunque poco a poco quiso ir suavizando la situación, no tuvimos tiempo para conocernos. Chemelo tampoco cumplió con su oferta de dar trabajo a Norma y mi situación económica se hizo insostenible. No podía pagar la pequeña casa que había alquilado cerca del diario y el coche que había comprado nada más recibir el finiquito de Serín. Debía pagar un mes uno y un mes el otro y comer lo que se pudiera con lo que quedase de dinero, si es que quedaba algo,

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así es que justo cuatro meses después de mi llegada, sin decir esta boca es mía, me retiré de aquella casa periodística. Quizás lo más positivo de aquellos cuatro meses, fue la potenciación de mis crónicas diarias “Consejos y consejas del viejo Casimiro”. Estas “consejas”, como yo las llamaba, me abrirían poco después las puertas de otro medio. El primer contacto con la gente de mi profesión en Venezuela, no había sido bueno. Un colegio de periodistas que protegía el ejercicio como si fuera un sindicato, no hacía más que convertir en mediocre a un gremio, en exceso protegido y por otra parte el propio gremio que se sentía “dios” por tener el título de licenciado, me decepcionaron enormemente. Y a este colegio poderoso y omniprotector, se unía el círculo de reporteros gráficos, que impedía el libre ejercicio del oficio a nadie que no fuera miembro de él y para ser miembro de él, había que ser amigo de los dirigentes del círculo, porque solamente se entraba por compadrazgo o, tal vez, pagando algo a alguien determinado, como era muy normal en aquel país en todos los niveles. Pero esto último no me consta, aunque lo intuyo.

Capítulo II Llevaba once días trabajando en “El Expreso”, cuando una noche muy tarde, recibí un telefonazo de Juan Francisco. Con el misterio que siempre le caracterizó para decir las cosas, comenzó preguntándome: -¿No sabes quién se murió? La verdad es que no tenía la más mínima idea, pero el temor que hubiera sido mi padre, invadió mis sentidos. Sentí que todo se me aflojaba. -Juan Francisco, -le recriminé, -no creo que la muerte de alguien sea motivo de adivinanzas. 387

Entendió el mensaje: -¡La Victoria! Me quedé de piedra. Podría haber escuchado cualquier nombre, pero jamás el de mi madrastra, que se veía tan entera, tan llena de vida. Una mujer que se cuidaba tanto. Un cúmulo de recuerdos afloró a mi espíritu y de lágrimas a mis ojos. Me dolió de verdad. Habían sido demasiados años lidiando con ella como para que una noticia así no me afectara. Pero Juan Francisco iba a lo práctico, no a lo sentimental. -Tengo que irme corriendo a Chile, porque los Banegas habían pasado todos sus bienes a nombre de la Victoria, incluyendo los del papá, sobre quien habían interpuesto una interdicción, por lo que también lo suyo estaba a nombre de ella. Ahora, al morir, los bienes pasarán todos a nombre de él y estando en interdicto necesita un tutor y nosotros, como sus hijos, tenemos que serlo. Mi hermano siguió siendo aún más práctico: -Y cuando muera el papá, tengo que estar allá para proteger nuestros intereses. -¡Vamos a joder a los Banegas! A la larga el único que salió jodido, fui yo. De esta forma desapareció Victoria. Se esfumó junto con su cuerpo enterrado. Pasó de realidad a recuerdo. De vanidosa a muerta. Una tarde, mientras tomaba el té con su hermana Carmela, en la casa de ésta, en Viña del Mar, Victoria se quejó de un fuerte dolor de cabeza y perdió el conocimiento. En la noche murió. Sus hermanos Hernán y Román, llegaron al día siguiente del deceso, justo para la inhumación. Juan Francisco lo hizo tres días después y según supe muchos años más tarde, ya los Banegas habían solicitado por vía de urgencia judicial, la tutela de mi padre.

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Durante dos semanas le ocultaron la dirección de la nueva residencia del viejo y, más aún, negaron rotundamente que Victoria hubiera fallecido. Por intermedio del general Yáñez, el tío de Viola, se consiguió el certificado de defunción de mi madrastra y la dirección de nuestro padre, llegando justo a tiempo para impedir que los Banegas obtuvieran la tutela. De ahí en adelante, Juan Francisco y su familia se fueron a Chile y vivieron en parte con la pensión que le correspondía a mi padre. Yo no tenía ni idea de esto último.

Capítulo III Derrotados, tras la opulencia de dos años en Anzoátegui, se acabaron cuatro meses de penurias en Ciudad Bolívar. Debiendo dos meses de alquiler y dos, también, de cuota del coche y con las tripas sonando de hambre, nos fuimos a la casa de Villa Brasil, ya que el piso de Los Raudales lo habíamos alquilado al marido de la hermana de Lunavey, la amante de Adrián. En la casa de Norma, la figura dominante era la de Narciso, que se había hecho con el control y pese a que la vivienda contaba con varias habitaciones, él dispuso que nos quedáramos los cinco en la más pequeña, que era la que él mismo había utilizado durante la enfermedad de Antonio. A pesar que mi cuñado, que trabajaba en una pequeña empresa de un amigo, daba trabajos puntuales a Norma y se los pagaba bastante bien, el dinero no era suficiente para mantenernos a todos y Narciso no compartía la comida ni siquiera con su madre. Con lo poco que teníamos, comían los tres niños y Rufina. Norma y yo nos manteníamos en base a 389

café con leche y algunas arepas, a veces y con suerte, acompañadas de huevos revueltos, si no, casi siempre, con mantequilla. En las cuatro primeras semanas, no solamente pasamos hambre, sino que vimos impotentes cómo eran maltratados nuestros muebles, que debimos guardar en casa de Lunavey, porque Narciso no permitió que utilizáramos para ello una habitación de la casa, donde estaban los de su ex mujer. Es más, en abril del año siguiente, cuando nuestra situación económica había mejorado bastante, nos vimos precisados a rescatar parte del mobiliario para evitar que los siguieran deteriorando, pero una noche, al llegar a casa, sorprendimos a Narciso, destrozando nuestro juego de cuarto matrimonial. Norma intentó impedirlo, pero ante el cariz que estaban tomando los acontecimientos, intervino mi suegra: -Salgan de esta casa inmediatamente. Norma, los peques y yo quedamos sorprendidos, pero nos fuimos al coche y en él, al único sitio posible, es decir, a casa de América, la mejor amiga de Norma. Antes volvimos a llevar los muebles a casa de Lunavey, mientras escuchábamos la peor calaña de improperios que alguien nos hubiera dirigido jamás, pero a dúo, es decir, de las bocas de Rufina y Narciso.

Capítulo IV Antes de eso, al llegar de Ciudad Bolívar, después de dos meses malcomiendo y viviendo hacinados y sin casi dinero y tras haber vendido nuestras alianzas de matrimonio al peor precio posible, un día, el 3 de diciembre del 86, a Norma la llamaron de una empresa minera estatal en la que había presentado sus papeles. El cargo ofrecido fue el de secretaria 390

de dirección de la Gerencia de Administración y su sueldo inmejorable. Nos sentimos aliviados, aunque yo también necesitaba trabajar y lo único que había conseguido en mi peregrinar por empresas periodísticas y de la construcción, era poder colaborar con mis “consejas”, en “Notidiario”, un pequeño y modesto matutino de la ciudad. No obstante, el 9 de diciembre, el director del medio, Rafael Pastrana, se acercó hasta la casa para pedirme que comenzara urgente a trabajar como coordinador general. La vida volvía a sonreírnos, precisamente en el mes de la Navidad. Allí el trabajo era exactamente igual que en “El Expreso”, el sueldo el mismo, pero con los fines de semana libres, que era otro de los beneficios que no disfrutaba el personal del diario bolivarense. Además, Norma tenía un mejor sueldo, sin olvidar que Pastrana se comportó al principio, como un verdadero caballero. En febrero, la falta de alimentación hizo crisis y cogí una anemia de elefante y estuve más de veinte días sin poder ir a trabajar, por lo que temí perder mi puesto, pero, por el contrario, el propio director se encargó de suministrarme los medicamentos y acompañarme a los ejercicios de recuperación que me había mandado un joven médico colombiano. Cuando por el problema con Narciso tuvimos que dejar la casa de Villa Brasil, Norma encontró un precioso chalé en la urbanización Villa Africana, pero el problema es que pedían un depósito muy alto y un aval, en momentos en que nadie se arriesgaba a servir para tal fin. Pastrana salió al paso: -Dime cuánto necesitas para el depósito y no te preocupes por el aval. 391

Y así fue. El primero del mayo del 87 nos estábamos mudando a aquella encantadora vivienda con vista al Caroní. Todo marchaba viento en popa, hasta que a mediados de aquel año, el director quiso que ambos hiciéramos un programa de corte cultural en Radio Canaima, propiedad de su hermano Luis José y la de mayor audiencia en la zona. El espacio tuvo aceptación entre el público al que iba dirigido, tanto que los locutores de otros dos similares, presentaron una denuncia contra mí en el Sindicato de Locutores del Estado Bolívar, porque en Venezuela no solamente está penado el libre ejercicio de la profesión periodística, sino también el del oficio de locutor. Esta reclamación no tuvo efectos inmediatos, porque la empresa radiofónica argumentó que yo era un entrevistado de Pastrana y no un presentador o locutor. Un día, cercana la Navidad y rompiendo el esquema programático, nuestro invitado especial fue Oscar D‟León, por lo que la temática fue más ligera que lo habitual y nos salimos de los fríos moldes que nos habíamos impuesto. Así, Rafael, en medio de la entrevista, dijo: -A ver, Ricardo, déjame seguir yo con la entrevista porque los españoles no tienen idea de lo que es la salsa y no estamos para hacer el ridículo. Pensando que era una broma, le respondí: -Yo no tendré idea por ser español, pero tú Rafael, debes estar desfasado por tu avanzada edad. El hombre enrojeció y se levantó de su silla. -¡Repítelo, imbécil!, -gritó.

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Además intentó agredirme y lo hubiera logrado si no fuera por la intervención del técnico de control y de su propio hermano que lo atajaron. Afortunadamente el programa se estaba grabando y el incidente fue excluido de la emisión final. Este impasse no era el primero. Dos meses antes, Pastrana me había pedido algo muy especial. -Mira, vale, me vas a tener que hacer un favor. La próxima semana hay en Puerto la Cruz un examen para directores de diario no licenciados, a fin de que todos podamos tener el título de periodistas. ¿Podrías hacer tú el examen por mí? Acepté y saqué en su nombre, la mejor puntuación del grupo de sesenta examinados. Esto lo quiso celebrar con una fiesta en su casa. Yo no esperaba que confesara el cambiazo, pero tampoco que hiciera alarde de los resultados, ni menos a mi costa. -Hay algunos en el diario que decían que yo soy un analfabeta. ¿Verdad, Ricardo? –Todo el mundo me miró. -También decían –prosiguió, -que no tenía ni puta idea de periodismo. ¿Verdad, Ricardo? -Pero, -añadió, -aquí me tienen. Con la altísima puntuación que obtuve con mis conocimientos, demostré que no sólo no soy un analfabeta, sino que además tengo algo más que una puta idea del periodismo. ¿Verdad, Ricardo? Y que soy mejor que otros que dicen que aprendieron el periodismo en una universidad del extranjero. ¿Verdad Ricardo? En ese punto, cuando estaba clara la intencionalidad del director, quise dejar claras las cosas, pero un par de tiros provenientes de la sala de la casa, llamaron nuestra atención y 393

nos obligaron a tirarnos al suelo. Pero no era más que el abogado del diario, que con una “pea comemierda”, no había tenido mejor idea que ir a descargar su arma sobre los muebles de Rafael. El tema quedó pendiente, pero el reconcomio latente. El día de la radio, pedí mis vacaciones y Pastrana me las concedió.

Capítulo V Por aquellos mismos días, Norma había enviado mi curriculum a una empresa caraqueña que requería un administrador para el área petrolera en Ciudad Guayana y el 24 de diciembre, durante la fiesta del cumpleaños de Jesús, Narciso, que apenas me hablaba, me comentó: -Mira, viejo, esta mañana te llamó un tipo que no me acuerdo cómo se llama, de una empresa que se llama algo así como Odeca, que queda detrás de las antiguas oficinas de Serín – que había cerrado dos meses después de mi salida, haciendo válida la premonición de los brujos-. -¿Y qué quería? -¡Coño, carajo! Qué sé yo. Creo que quería verte el sábado a las once, pero yo no soy recepcionista. ¡El imbécil jamás se destacó por su simpatía, ni menos por su educación! Posteriormente Norma me contó que había respondido a mi nombre a un anuncio de prensa ofreciendo trabajo. El sábado, sin saber ni el nombre del ingeniero que me había llamado, ni siquiera el de la empresa, aparte que detrás de 394

Serín estaban instaladas algo así como quince compañías, recorrí aquel sector varias veces preguntando en cada oficina abierta por una empresa llamada Odeca. Una, la primera que había visitado, se llamaba Sveca y, al menos por el “eca” final, algo se parecía en el nombre, por lo que decidí volver a preguntar. En apariencia sólo estaba el vigilante. -Aquí sí que no es, -me advirtió el hombre cuando regresé. -No, mire, yo solamente quería preguntarle si aquí hay algún ingeniero. -Mi hermano, esta es una empresa de instalaciones eléctricas e ingenieros es lo que sobran. -Sí, ya lo sé, ¿pero no habrá alguno que hoy tuviera una entrevista con personal? -¿No será el ingeniero Valencia, que llegó esta mañana de Caracas? El nombre me recordó al de un jefe de obra mexicano que había sido un buen compañero en Jose. -¿Y está aquí? -Sí, pero ya se va, porque pidió un taxi para irse al aeropuerto. -Por qué no le avisa que aquí está Ricardo Salvatierra. -¡Ricardo, carajo! –escuché que alguien gritaba desde una oficina. -¡Pasa, mano! Y en ese instante vi aparecer la delgada figura del mexicano, que me abrazó con gran afecto. Luego se dirigió a una chica que venía tras él y le pidió: -Cámbieme el pasaje para el vuelo de las cuatro y cómprele otro al nuevo administrador del Proyecto Sisor. 395

Así, en la tarde viajé a Caracas con Valencia, en la noche había firmado contrato con Sveca y en la madrugada había enviado por telex, mi renuncia a “Notidiario”.

Capítulo VI Así, sin más comunicación que un telex, terminaba un año justo de trabajo en una empresa en la que todo había comenzado muy bien y había terminado fatal. Pero no solamente lo de la radio o los alardes de Pastrana por un resultado profesional que era mío, me habían cabreado. Hubo un hecho mucho más grave en el que se vio implicado un compañero, Antonio Seguía, que puso el capital y su imprenta para un ambicioso proyecto, como era el de sacar semanalmente una revista de sucesos, con textos y fotografías de gran calidad. “Página Roja” era una vieja aspiración mía que ya antes, le había planteado a “Chemelito”, el hijo mayor de Chemelo, pero no la había tomado muy en serio y luego se la había comentado a Pastrana en los días de colaboración con “Notidiario”. Él sí me había dicho que estudiaría la idea y que se la plantearía a Arístides Maza Tirado, un diputado de Acción Democrática, presidente del diario y también del Banco del Caroní. Pero desde que trabajaba en el medio, no se volvió a hablar del tema, hasta agosto del 97. Un día Pastrana nos llamó a su despacho a Seguía y a mí y nos comentó: -Antonio necesito de tu imprenta para sacar en quince días una revista de sucesos, que va a dirigir Ricardo. 396

Luego explicó que: -Arístides me mandó pa‟la mierda con la idea y de momento voy a usar la fotocomposición y la fotomecánica del diario, pero no puedo hacerlo con las rotativas. -¿Y se venderá? -quiso saber Antonio Seguía. -¿Nos arriesgamos? –preguntó desafiante Pastrana. -Yo no tengo nada que perder y sí mucho que ganar, -les dije. -Entonces, sí me arriesgo, -concluyó Seguía. Ese mismo día me aboqué a la tarea de hacer una publicidad llamativa que entregaríamos en todos los kioscos de revistas de la región, anunciando la aparición de la revista para una fecha determinada. En la noche el impresor ya se había encargado de imprimir dos mil ejemplares a todo color. ¡Había quedado realmente bien hecha! Tenía doce días por delante para preparar un primer número impactante. Realmente la cantidad de sucesos que acaecían diariamente en la zona daban material para sacar no sólo un semanario, sino un diario, pero aquella primera revista debía causar sensación a nivel nacional. Así, me puse en contacto con un sargento de la Guardia Nacional, perteneciente a los servicios de inteligencia que hacía tiempo me venía ofreciendo una primicia increíble, pero no consideraba a “Notidiario” el mejor conducto para lanzar el “bombazo”. En documentos confidenciales del cuerpo militarizado, acompañados de profusión de buenas fotografías, se implicaba a una gran cantidad de políticos de Acción Democrática, el partido gobernante, militares y guardias nacionales de mediana y alta graduación en el tráfico de drogas a través del entonces Territorio federal Delta Amacuro. En una de las fotografías aparecían un ministro y 397

un vicealmirante conversando con Pablo Escobar, el capo colombiano de la droga, y otras once fotos, que fueron las escogidas para ilustrar el reportaje, reflejaban a otros personajes en situaciones no menos comprometedoras. El otro trabajo, que no necesitó, como el primero, de mayor investigación, debido a las ganas de hablar -desde el anonimato- que tenían muchos de los implicados, versaba sobre la desaparición de un molesto dirigente sindical. Molesto para el sistema, claro está. Las fotografías obtenidas, al menos dos, eran espeluznantes pues mostraban el momento de la ejecución del hombre, a manos de sus captores, entre los que se reconocían dos funcionarios de la policía técnica judicial de Ciudad Guayana. Un tercer reportaje fue producto de la casualidad, pues mientras la policía política, que se hizo cargo de Homicidios por la incompetencia de los judiciales, intentaba desenredar la madeja de la aparición de los restos hechos picadillo y calcinados de un desconocido, un fotógrafo de “Notidiario”, Juan Moya y yo, descubrimos en exactamente tres horas, la identidad del fallecido, la del asesino y los móviles del escalofriante crimen. En esas tres horas, informamos a la familia de la muerte del cabeza de familia, a la policía los datos de víctima y victimario y a nuestros lectores, todos los detalles del suceso. Pero lo más escabroso, como fue la negligencia policial durante las investigaciones, que habían quedado estancadas, lo reservé para “Página Roja”. Los negativos de la revista estaban listos. Seguía estaba impresionado por el contenido, aunque Pastrana no lograba ocultar su preocupación. La primera edición de la revista estaba proyectada en dos mil ejemplares, pero el jueves en la tarde, teníamos un pedido exacto de 4.320, por lo que

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optamos por sacar cinco mil y estar preparados para sacar más, si era necesario. Pastrana llevaría el papel para imprenta plana a las siete de la tarde del viernes, para, a las dos de la madrugada, comenzar la distribución. Pero el director del diario llegó a las once de la noche con tochos de rotativas, es decir, con sobrantes de los rollos de papel. ¡Y no sirvieron! Muy temprano en la mañana, Seguía y yo intentamos sin éxito, que alguna empresa papelera nos diera crédito para la compra de varias resmas, pero, sorprendentemente, no nos lo dieron. Y mientras buscábamos el papel, alguien hizo desaparecer todo, absolutamente todo el material. ¡La revista se fue a la mierda, sin haber salido! -Eso no tenía futuro, -fue el lacónico comentario de Rafael Pastrana. Seguía no pudo cobrar los gastos que había tenido, aunque no hizo ningún comentario. Desde entonces, siempre he pensado que estoy vivo porque no se llegó a publicar esa “Página Roja”.

Capítulo VII En Sveca tuve el tiempo apenas suficiente para organizar la administración de la empresa y llegar a un acuerdo muy conveniente para nuestros intereses, con los voraces y corruptos sindicatos petroleros del Estado Bolívar y también de dar trabajo a todos aquellos que en Jose habían demostrado lealtad a Serín y habían sido consecuentes con sus puestos de trabajo. Sólo estuve cuatro meses en su plantilla, pero en esos cuatro meses ocurrieron dos hechos

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importantes, antes del tercero que me llevó de vuelta al periodismo. El primero de febrero del 88, al llegar a comer a la casa de Villa Africana, me estaba esperando Norma en la puerta y apenas entré me abrazó con mucho cariño, mientras me sururraba al oído: -Mi amor, se murió tu papá. La noticia me aturdió. Sentí que todo me daba vueltas alrededor de la cabeza y sin decir palabra, me dirigí a nuestra habitación, cerré la puerta y me puse a llorar amargamente. Siempre quise volver a ver a mi padre y nunca pensé que estuviera tan mal con su Alzheimer como para morir a los sesenta y dos años. Norma y los niños respetaron mi dolor durante largo rato. Tras calmarme un poco, fuimos ir a Villa Brasil para llamar por teléfono a Iván o Amancia, que era quienes habían avisado a mi suegra, a fin de pedirles más detalles. En el trayecto, di dos pequeños golpes a sendos coches. No pasó nada. Como tampoco pasó después de conversar con Amancia. Solamente sabía que el viejo había muerto y absolutamente nada más. Después llamé por teléfono a Sveca y hablé con Bertucci, el Coordinador de Obra: -Bertucci. Acabo de enterarme que mi padre murió y no estoy de ánimo para ir a trabajar. -¿Qué? ¿Y creés que llorando lo vas a despertar, che?. Te venís ya por aquí, que te estamos necesitando. ¿Me escuchás? No lo escuché. Me tomé el resto de la jornada libre. Era demasiado el dolor que recorría el largo camino que separa el corazón del espíritu y más largo aún el que lleva hasta la razón. 400

Capítulo VIII Semanas más tarde, “Chemelito”, el hijo de Chemelo, enterado del fracaso de “Página Roja”, se puso en contacto conmigo a través de conocidos comunes y fijamos fecha para una entrevista con el fin de reactivar el proyecto y llevarlo a cabo. El dos de abril de ese año llegué nuevamente a las oficinas de “El Expreso”. En la puerta estaba, meditabundo, Chemelo quien al verme, en lugar de demostrarme su rechazo por haberlo dejado colgado –razones había- en octubre del año anterior, se animó y me dijo: -Pasa, pasa, Ricardo. "Chemelito" te está esperando y creo que te va a hacer una oferta con la que yo no estoy de acuerdo, pero a la que no me puedo negar y creo que tú no podrás rechazar. En fin, hablé con el hijo y su inseparable amigo César White. Me hizo una suculenta oferta económica, sin mencionar “Página Roja”. -"Chemelito", -le recordé, -tu papá me ofreció hace un par de años, menos que esto y al final, me pagó sólo la mitad de su oferta. -¡Yo cumplo! –fue su tajante respuesta. -¡Y yo lo garantizo! –intervino César White. La verdad es que si el sueldo que me ofrecía era real, no podría rechazarlo ni siquiera si me ofrecía un puesto para limpiar los retretes. 401

-¿Y qué tengo que hacer? -Espera un momento, dijo –y salió de su despacho. Momentos después, llegó con varios periodistas y personal de talleres. -Les presento, -dijo, -al nuevo director del diario “La Tarde”. La noticia me gustó, no así a un par de comunicadoras que se creían merecedoras del cargo y que no pudieron disimular la desazón que quedó reflejada en sus rostros. Comenzaría el 15 de mayo. En Sveca la noticia cayó como un balde de agua congelada. Como administrador era el único de la empresa en todas sus obras, con firma única. Aparentemente, a la sociedad no le gustaba la idea de involucrar a Valencia y a Betucci con el dinero. Habían depositado plena confianza en mi gestión. ¡Claro! Con lo que les había ahorrado por concepto de pago a los sindicatos... Los cinco representantes de igual número de organizaciones gremiales pertenecientes a Fedepetrol y Fetrahidrocarburos, habían pedido un diez por ciento del valor total del contrato para dejarnos trabajar y yo trancé con ellos en un uno por ciento. Mucho tuvo que ver, otra vez, mi condición de periodista y no mi capacidad negociadora. La cosa es que Sveca quería urgente un nuevo administrador y no tuve peor ocurrencia que pensar en Narciso quien, una vez más, estaba sin trabajo. Simplemente por recomendarlo, el empleo era suyo y así se lo comuniqué a él que debía comenzar el dos de mayo para hacer el traspaso de la administración. Narciso se deshizo en palabras de agradecimiento y entre otras me dijo:

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-Nunca pensé que tú fueras a hacer una cosa así conmigo. De todas formas, esa era una manera de devolverle la mano, pues él había sido, diez años antes, quien me había ayudado a entrar en el Centro Financiero del Orinoco. No obstante, cuando el dos de mayo llegó a la empresa, pidió una reunión privada con Valencia y Bertucci, solicitando expresamente que yo no estuviera presente. -¡Coño, mi hermano!, -me comentó Valencia después de esa reunión. –¡Tronco de cuñadito te gastas! Le consigues el trabajo y lo primero que pide es una auditoría porque no confía en ti. -Cada ladrón juzga por su condición, -le comenté. –Pide la auditoría si le hace feliz, así también se sabrá si al final de la obra falta algo, que no me embolsillé ni un fuerte. El trece de mayo, llegaron dos auditores independientes y tras dos jornadas intensivas de trabajo, en la tarde del catorce, levantaron una certificación de conformidad y de traspaso de la administración a mi cuñado. Pero éste, en una actitud incomprensible, inmoral diría yo, se negó a firmar porque: -La auditoría, a mi modo de ver, ha sido incorrecta y se presta a malas interpretaciones. Los auditores anotaron en su libro de incidencias esta situación y por Narciso, firmaron Bertucci y Valencia. Este último le dijo: -Empezamos bastante mal, chatito. Ignorando el comentario, Narciso me dijo: -Y necesito que estés al menos un mes más aquí, si no, yo no me hago cargo de esta administración. 403

-¡No seas imbécil, mal agradecido de mierda! –fue el último comentario que vertí en forma desagradable, estando en Sveca. Sólo pasaron veinte días hasta que lo despidieron. Al día siguiente, me hice cargo de la dirección de “La Tarde”, un periódico que había comenzado con buen pie, pero que no pasaba en esos momentos de una tirada de seiscientos ejemplares con devolución de la mitad. La tarea era titánica,

Capítulo IX Un nuevo cambio de casa se avecinaba, con lo que eso tenía de importante para los niños que no habían logrado estar más de un año en un determinado colegio ni habían podido echar raíces en ningún sitio, desconociendo la figura del “mejor amigo”, porque cuando hacían buenas migas con algún chaval, ya tenían que marcharse de la ciudad. Pero de esa preciosa casa de Villa Africana, cuando llegó el momento, a ninguno nos dolió irnos. Nunca una vivienda nos había gustado tanto como ese chalé que desde una esquina y desde un enorme jardín tenía como escenario de fondo las negras y misteriosas aguas del río Caroní en su caudaloso viaje destinado a ofrendarse al Orinoco, a muy pocos kilómetros de allí. La urbanización era la misma donde estaba situada la vivienda que años antes podría haber sido nuestra, de haberme quedado o decidido regresar al grupo financiero del Orinoco.

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En esa casa, primorosamente reformada y pavorosamente insegura, se murió nuestro pequeño perro Pelusa. Una mañana que llegábamos de dar un paseo, Pelusa se hinchó y antes que pudiéramos pensar en llevarlo al veterinario, se murió. Poco después tuvimos otros dos cachorros, Hueso y Wanka, nombres puestos por la simpatía generada por los canes del mismo nombre que aparecen en la novela “Los Perros Hambrientos”, de Ciro Alegría. Hueso y Wanka, un buen día, comenzaron a mordernos hasta tener miedo de salir o entrar en nuestra propia casa. Tomando muchas precauciones, nos deshicimos de aquellos animales que parecían poseídos. Tuvimos también un tucán, que nos duró una semana, hasta que se suicidó y otro perro, Duque, un pastor alemán, que se volvió literalmente loco. Pero esto, que se puede achacar, podría decir, a la mala suerte, quizás tenía mucho que ver con aquellos “hombrecillos” que solían molestar a nuestros tres hijos cuando nos esperaban en la casa, mientras llegábamos del trabajo. En cuatro oportunidades los encontramos aterrorizados, jurando que pequeñas figuras negras intentaban alcanzarlos desde la ventana, con sus largos brazos. Las dos primeras veces, no les dimos crédito, pero un día de madrugada, mientras dormíamos, una voz infantil comenzó a clamar lastimeramente: -¡Mamá! ¡Mamá! Norma corrió al cuarto donde dormían los tres muchachos, porque Andrea no se atrevía a hacerlo sola y jura que vio la silueta de un pequeño ente que intentaba introducir su brazo a través de los barrotes de la ventana. En el momento que 405

Norma profería un alarido tan grande que despertó al vecindario, vi con mis propios ojos que tres espectros de reducido tamaño, corrían por el corredor, con dirección a la puerta de salida. En ese preciso instante, comenzó a manar agua por el suelo de la casa, inundándola completamente. A partir de entonces, Ricardo José, Ricardo Antonio y Andrea, nos esperaban o en casa de algunos vecinos o en el patio. Sin embargo, lo del patio tampoco fue ninguna solución, porque las fantasmagóricas siluetas, sacaban sus manos por entre las ventanas desde el interior, mientras proferían gritos guturales. A la casa solamente entrábamos cuando estábamos todos juntos, y con reparos. Ya poco antes de abandonarla y antes de la última inundación inexplicable, las llamas se apoderaron de la cocina, en un fuego que creímos sería incontrolable y que se apagó sin más, sin dejar el más mínimo rastro. Una vecina, justamente la del frente, había advertido a Norma a poco de marcharnos: -Esa casa está embrujada. Nadie dura en ella más de seis meses y todas las parejas que la han ocupado se han separado. ¡Váyanse de allí! Nosotros sufrimos lo nuestro, pero pasamos catorce meses viviendo en ella y aún, muchos años después seguimos casados. Y es que justamente muchos años después, nueve, para ser más exactos, pasé con Andrea frente a la casa. El escenario había cambiado. Ya no tenía vista al río, porque entre el río y ella habían construido muchos edificios. Pero ésta parecía estar igual que cuando la dejamos, pero más vieja y era la única abandonada del vecindario. Tanto, que parecía, más bien, ser el antiguo mausoleo de una familia cuyo 406

nombre se fue borrando de la lápida, con el paso del tiempo. Ambos nos estremecimos. Nos impresionaron los recuerdos y el presente, un presente que nos presentaba por primera vez en nuestra vida, lo que es el cadáver de un chalé.

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La última etapa Capítulo I La segunda etapa en Ciudad Bolívar y en la misma editorial propietaria de “El Expreso”, fue absolutamente distinta a la primera. Chemelito se parecía en muchos aspectos a su padre, pero a diferencia de éste, tenía palabra. Por otra parte, la efervescencia política estaba como nunca, con unas elecciones a pocos meses vista, en las cuales la esperanza del pueblo, ante el fracaso del Gobierno corrupto de Jaime Lusinchi, se centraba en su compañero de partido, Carlos Andrés Pérez, otro adalid de la corrupción en Latino América, que ya había gobernado Venezuela entre 1974 y 1979, endeudando de manera cruel al país. El lema oculto de que “el Gocho”, como se conocía a Pérez, por su origen andino, “roba, pero deja robar”, entusiasmaba a una sociedad cada vez más empobrecida, que pensaba que el ex presidente volvería a echar la casa por la ventana para lograr nuevamente el pleno empleo y permitir que se viviera un nuevo “boom” petrolero. Con lo que no contaba el pueblo llano era con que ni Pérez ni ningún otro presidente volvería a contar con una banca internacional dispuesta a repartir dinero a manos llenas, ya que en esos años estaban intentando recuperar lo prestado en los tiempos precedentes. El paro era tal, en los últimos años del Gobierno de Lusinchi, que la delincuencia se unía a la corrupción como uno de los grandes males del país. Sin embargo, muchos pensábamos que el pueblo tenía algo de cultura política y rechazaría un segundo mandato de Carlos Andrés y le daría una oportunidad al “Tigre”. Alias con el que se conocía a Eduardo Fernández, un 409

hombre gris, pero ambicioso, tanto que había defenestrado a su mentor político, Rafael Caldera, que hasta la ambición le había legado. Era tanto el deseo de Fernández de dirigir los destinos del país, que a lo mejor intentaba pasar a la historia haciendo un buen gobierno. Nunca lo sabremos. A cargo de “El Expreso”, seguía Pepe González, un hombre con tanta energía como la de un caracol y que había logrado proyectar su estado de ánimo al diario, que había caído una barbaridad tanto en la circulación como en las ventas. La esperanza de la empresa, era “La Tarde”. Los primeros días había poco o nada que reseñar. Las huelgas de los servicios de Aseo Urbano Municipal que tenían a esa tórrida ciudad oliendo a mierda constantemente y los habituales asesinatos por atracos o asuntos pasionales, eran los elementos que llenaban nuestras páginas, añadiendo algo de deportes y alguna que otra información internacional. Chemelo, que a fin de cuentas era el dueño, se negaba rotundamente a efectuar ningún cambio en “La Tarde”, por lo que tenía las manos atadas. Pero Chemelito, se arriesgó y un día, un mes después de estar allí, me dijo: -Ricardo. Mi papá está viejo y no quiere correr riesgos, pero para mí el peor riesgo es seguir vendiendo trescientos ejemplares al día. -¿Sacamos mañana tres mil ejemplares? –le insinué. -¿Estás loco? -Sacamos una tirada de tres mil ejemplares o no sigo aquí. ¿Y qué vamos a hacer con tantos? -Simplemente a venderlos -¡Está bien! ¡Vamos a correr el riesgo! –me aseguró convencido, guiñándome un ojo. Llamé a Zulay, una reportera gráfica que estaba embarazada y le dije.

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-¡Vamos chiquilla! ¡Tenemos toda la ciudad para nosotros! Esa tarde visité tres populosos barrios, haciendo reportajes de sus problemas más graves. Después realicé una consulta a veinte personas en la parte más concurrida de la ciudad acerca de un tema determinado. Eso, junto con la sempiterna huelga de la basura, dos asesinatos y una muerte por arrollamiento, llenaron las doce páginas tamaño sábana del siguiente vespertino. Sacamos tres mil ejemplares y, por primera vez desde que se había fundado el diario hacía once años, no se había registrado devolución. A partir de aquel día, las encuestas y los reportajes de denuncia, llenaron el cuerpo del periódico y desde entonces, la circulación diaria era de seis mil ejemplares, sin devolución. En siete oportunidades debimos sacar una tirada más y en una, cuando reseñábamos un accidente aéreo a pocos metros del terminal aéreo, la edición fue de treinta y cuatro mil ejemplares. Norma y los muchachos se fueron a Ciudad Bolívar y en esa oportunidad, alquilamos un bello piso en la planta baja de un conjunto residencial a pocos metros de Tecmin, oficinas a las que fue trasladada Norma luego de su solicitud. Su sueldo era inmejorable. El mío muy bueno, y pese a los problemas que se hacían cada vez más acuciantes en el país, vivíamos tanto o mejor que en los años de Puerto Píritu. El trabajo se hizo agobiante. Todas las mañanas debía preparar la primera y última página del diario que salía a la una de la tarde. Después de comer me dedicaba a hacer los principales reportajes del cuerpo y luego a preparar una página cultural dominical para “El Expreso”, sin pasar por alto, que si no le echaba una mano a Pepe, el matutino más que un diario, sería un interdiario. Él me pagaba estos desvelos, preparando las primeras páginas de “La Tarde” de los sábados, para que pudiera 411

disfrutar de los fines de semana junto a mi familia. Y los descansos consistían, justamente en irme con Norma a hacer reportajes en otras ciudades del Estado. Ella tomaba las fotografías, lo que me creaba problemas con el Círculo de Reporteros Gráficos, que desestimé constantemente, porque consideraba un atentado contra la libertad laboral, el limitar las fotografías periodísticas a un entorno de personas sin más estudios que cualquier otro oficio. En aquellos calurosos, días la crispación social era tal, que en muchas oportunidades debimos salir corriendo de diferentes sitios. Por ejemplo, un día que junto a Marco, otro fotógrafo, hacía un recorrido por el viejo cementerio de Centurión, del que tenía denuncias, sobre grupos de chavales, que se dedicaban a vaciar las tumbas para hacer el amor dentro, se nos aproximó un hombre con el rostro desencajado y un revólver en la mano. Pensamos que se trataba de un drogadicto que defendía su terreno, pero, no. -¿Qué hacen ustedes aquí? –Inquirió. -Soy el director del diario “La Tarde”, -le expliqué, -y buscamos material para un reportaje. El sujeto bajó el arma y explicó. -Soy el gerente de este cementerio y estoy hasta el culo con que todos los días estén destrozando lápidas. El hombre nos suministró una excelente historia para nuestro reportaje. Hasta obtuvimos una gráfica de una pareja de borrachos follando sobre un vetusto ataúd, en el fondo de una tumba. Días después tuve la oportunidad de encararme con el más puro y tradicional terror, al conocer el cementerio de Casanova, enclavado en un antiguo pueblo, convertido en barrio de la capital del Estado Bolívar.

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Fue a raíz de un accidente que descubrió el equipo de sucesos de “La Tarde”, que salió rumbo a Ciudad Guayana por la autopista, ya que según nos habían informado unos lectores, a la altura del tercer puente, emanaban unos olores nauseabundos. No era el olor normal de putrefacción de vacas o perros, por lo que les pedí que averiguaran. Media hora después de su salida, Elisa me llamó por radio –no estaban aún de moda los teléfonos móviles- para confirmarme que el olor era espantoso y que al fondo del puente, a unos treinta metros, se veía un vehículo destrozado, que evidentemente había caído al vacío y que el olor era el típico de la corrupción humana. Di cuenta del hecho a los bomberos y a la Policía Técnica Judicial y partí junto con Marco a verificar el suceso. Llegué al puente Maipure II al mismo tiempo que los bomberos y la policía, y media hora más tarde, se izaron dos cuerpos en avanzado estado de descomposición, que fueron depositados en el arcén de la autopista. En ese momento se originó una fuerte discusión entre el comandante de los bomberos y el inspector a cargo de los funcionarios policiales. -¡Yo no me calo esos muertos! –advirtió el jefe policial. -¡Esa es cuestión de la policía! –le recordó el bombero. Y tras un duro intercambio de palabras, se marcharon tanto los policías como los bomberos, dejando ambos cadáveres tirados a pleno sol y un sinnúmero de curiosos contemplando la macabra escena. Llamé por radio al Gobernador y le comenté el hecho. Media hora más tarde, llegó un furgón policial para llevarse a los finados. Marco y yo les seguimos sigilosamente y cuando se dirigieron por el estrecho camino que conducía al cementerio de Casanova, nos detuvimos en un bar cercano. No tardamos

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mucho tiempo en volver a percibir el olor nauseabundo y a ver al furgón pasando camino de Ciudad Bolívar. Con pañuelos empapados en vinagre, nos acercamos al cementerio y pudimos percatarnos que en su puerta, los policías habían dejado abandonados los dos cuerpos. Volví a llamar al Gobernador, esta vez por teléfono y al poco rato apareció un forense mal encarado y tres policías quienes tras la observación de los restos por parte del galeno, los enterraron abriendo unas fosas poco profundas, tapándolos apenas con un par de centímetros de tierra. Cuando terminaron con su trabajo se marcharon y durante por lo menos una semana, los vecinos del barrio estuvieron protestando vanamente por la pestilencia que procedía del campo santo, una fetidez que ocasionó que la escuela infantil distante a unos cien metros del sitio, suspendiera sus clases. Aquel cementerio que seguí visitando mientras no se solucionara el problema, tenía un aspecto aterrador. Un día, mucho después de aquel suceso, nos encontramos con un ataúd abierto en medio del lugar. Adentro, una buena mujer reposaba sin recibir la sagrada sepultura, porque el enterrador llevaba varios días borracho. Indudablemente a aquellos restos le habían robado lo que a los viandantes les había dado la gana, pues no tenía ni siquiera ropa para cubrir su desnudez en tan definitivo momento. Tres días más tarde y cuando ya el agobiante calor guayanés comenzaba a hacer sus estragos en los restos, el hombre cumplió con su cometido. En dos oportunidades encontramos cadáveres tirados en la puerta, indudablemente de pobre gente cuyos deudos no tenían dinero para enterrarlos, pero que quería que descansaran en tierra sagrada, si es que aquel cementerio tenía algún milímetro sagrado. Un día, mientras caminaba por el lugar, un trozo de terreno cedió ante mi peso y caí en el interior de un ataúd que no 414

por viejo, no produjo con su apertura, un desagradable olor a muerto. Tiré mi ropa y mis zapatos y para no tirarme yo mismo, creo que me bañé unas diez veces seguidas. Aquellos días en Ciudad Bolívar, hubo gente que me odió, sobre todo los ineptos que ocupaban los más altos cargos del Gobierno regional y que a través del diario veían desvelada su negligencia; y otra que me necesitó, como la gente de la cultura, que al fin tenía un vehículo a través del cual expresar su arte, entre ellos el ex gobernador René Silva Idrogo, un médico dedicado a la política, a casarse con chicas guapas cada dos años y a escribir. Escribía tan mal, como malo debe haber sido como médico y malo fue como político, pero tenía toda una corte de aduladores que obligaban, por número, a decir cosas hermosas de sus escritos mediocres. Justamente, algunos de esos aduladores, aprovecharon el tirón para ponerse a escribir chorradas también y nació toda una corte alrededor de Silva, que comenzó a controlar el arte literario en la ciudad, con la triste colaboración de Caupolicán Ovalles, el Presidente del Círculo de Escritores de Venezuela, que vio en aquella pléyade de politiquillos provincianos, la oportunidad de dar fuerza a su alicaída carrera como novelista y comenzaron los homenajes de lado y lado. Tantos homenajes, que hasta yo me vi envuelto en ellos. Si hasta el Ejército premió mi labor, aunque hasta hoy desconozco cuál. Pero, sin lugar a dudas el hecho más resaltante ocurrió en febrero del 89. Hacía pocos días que Carlos Andrés Pérez había asumido por segunda vez la presidencia de la República y en lugar de cumplir con su promesa de que todo sería como en su anterior Gobierno, llegó a un acuerdo con la banca internacional para liberalizar la economía y pagar la deuda externa. Los precios se dispararon y el pueblo se sintió desprotegido. 415

A fines de ese mes, me llamó Montalvo, un teniente de la Inteligencia Militar para advertirme: -Ricardo, ten cuidado, los adecos van a protestar ruidosamente contra el alza de los productos de primera necesidad, para ganarse el apoyo del pueblo y a la vez actuar como una válvula de escape de la agresividad popular. -¿Pero por qué tengo que tener cuidado, vale? -La situación se les puede escapar de las manos. Nuestros servicios, -explicó, -han tratado de advertir a Interior que esta estrategia puede convertirse en una acción incontrolable, pero el propio “Gocho” autorizó los alzamientos, siempre que estén supervisados por la gente de su partido. -¡Coño! -¡Sí! Y bien ¡coño! Esto es como los fuegos controlados, que si se te escapan de las manos queda la gran cagada.

Capítulo II El 27 de febrero, a las siete de la mañana, cuando llegué al diario, el ambiente estaba caldeado. -Ricardo, -me dijo Elisa, la encargada de política regional, -hay barricadas en los barrios de Los Coquitos y El Perú y la gente se ha lanzado a la calle a exigir que el Gobierno controle los precios. Pensé en lo que me había advertido el oficial de la V División de Infantería de Selva. -Creo que va a ser un día muy movidito, así es que vamos a prepararnos, -le comenté, no sin agregarle luego, -pero tengan mucho cuidado. Hoy puede pasar realmente de todo. Los primeros teletipos de la mañana, no venían por Venpres, sino por la UPI y uno de ellos decía:

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«Caracas, Feb. 27 ΏΏΏ (Urgente)ΏΏΏ.- Miles de personas se han echado esta mañana a las calles de Guarenas, localidad cercana a esta capital, protestando por las recientes alzas del combustible y el transporte público. Grupos de exaltados han formado barricadas de fuego para repeler la acción de la Guardia Nacional (Policía Militarizada), mientras que son saqueados decenas de comercios y supermercados. En declaraciones efectuadas esta mañana a una emisora de radio, el Teniente Coronel Wildredo Antúnez, ha afirmado que pese a la virulencia de los incidentes, la situación ya ha sido controlada y que en breve, los responsables de los altercados serán puestos a disposición judicial». Sin embargo, lejos estaba la situación de mejorar. Los siguientes teletipos daban cuenta de desmanes en Guatire, ciudad cercana a Guarenas, primero y luego en la capital. A las ocho de la mañana, todos los periodistas que estaban en la calle comenzaron a llegar casi simultáneamente. Moreno Seijas, el más veterano de ellos, llegó gritando: -¡Estalló la guerra civil! Elisa, más calmada, me explicó: -En todas partes de la ciudad hay movilizaciones e incidentes. No se puede entrar a ningún barrio, porque han incendiado cauchos y están saqueando todo tipo de negocios. Convine con ella que era un peligro salir a recorrer la ciudad y que el diario lo sacaríamos con el material que tuviéramos, sobre todo el que nos llegaba vía teletipos. La televisión comenzó a enviarnos imágenes realmente terribles de los incidentes que se estaban registrando en la capital, donde las turbas que bajaban del cordón de miseria en que se habían convertido los cerros que la rodeaban, anteponían sus cuerpos a las balas de la policía y la Guardia Nacional, que

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no tenían otro medio para contener a esa verdadera sinfonía a la desesperación humana. La peligrosidad de la situación, nos obligó a enviar a todo el personal a su casa, tras salir la edición del diario, que lógicamente no se llegó a distribuir. Solamente quedamos Marco y yo y la verdad es que no queríamos dejar pasar esa oportunidad para intentar hacer un buen reportaje para el día siguiente. -¿Te animas? –le pregunté, sabiendo su respuesta. -¡Coño, pana! Estas cosas no se dan dos veces. Fui a dejar los niños del cole a la casa y les advertí que no se movieran de allí para nada y que le dijeran lo mismo a su madre cuando llegara. Al salir del piso, pasaron muy bajo por el cielo bolivarense, ocho enormes helicópteros norteamericanos. Extrañado, llamé por teléfono a Montalvo. -Mi hermano, ¿qué significan esos helicópteros? -Simplemente que la Administración Bush estaba enterada de los planes del Gobierno y tampoco confía que el “Gocho” pueda controlar la situación. -¿Pero qué carajo hacen aquí en Ciudad Bolívar? -Están para proteger sus intereses en Ciudad Guayana. Y por favor, no digas nada de esto. -Pero si esos huevones se están paseando bajito. -Pero la prensa no debe comentarlo. ¿De acuerdo? -Está bien. De regreso al periódico, pude observar cómo innumerables columnas de humo negro nacían en diferentes puntos de la ciudad, una ciudad por la que no circulaba ningún vehículo ni se veía a nadie por las calles, al menos las del trayecto que hice. -¡Vámonos! –le dije a Marco. Y partimos hacia el barrio de El Perú. Las calles seguían vacías. Aquello parecía un pueblo fantasma. Todo estaba demasiado en calma, hasta que enfilamos 418

por la avenida principal. Allí se veían varias barricadas de fuego a lo lejos, y gente corriendo de un sitio a otro. Cuanto más nos adentrábamos en el sector, más tensa se notaba la situación. En las esquinas se formaban grupos de diez o doce personas que nos miraban con desconfianza. En un momento determinado, vimos a una turba saliendo de un humilde supermercado con gran cantidad de mercancías en las manos. Tras ellos, unos mozalbetes echaron gasolina y le encendieron fuego, mientras que una señora morena y muy gorda, suplicaba que le dejaran en paz su negocio. Una piedra golpeó el parabrisas del coche, por lo que Marco sacó rápidamente una bandera blanca que había confeccionado en su casa en la que se leía claramente “PRENSA”. Ante la evidencia de que había periodistas, un grupo de mujeres se abalanzó sobre nuestro vehículo, gritando: -¡Hambre! ¡Hambre! ¡Hambre!. –Marco las fotografió, mientras yo las grababa. Al grito se fueron uniendo muchas personas más, incluidas las que acababan de saquear e incendiar el supermercado. La agresividad comenzó a dibujarse en sus rostros. -¡Vayámonos p‟al coño! –me gritó el fotógrafo. Di la vuelta en “U” y aceleré, pero en ese momento, un grupo de exaltados encendió una hilera de neumáticos a lo ancho de la avenida, mientras que el coche recibía impactos de piedras y bolsas de arroz y azúcar por la retaguardia. Frené y mientras pensaba cómo salir de aquella situación, alcancé a escuchar los gritos de “¡Hambre! ¡Hambre! ¡Hambre!” que se nos acercaban peligrosamente. Otras personas emergían de sus casas con caras de pocos amigos. -Esto me recuerda lo de la Dirección de Turismo, -me dijo con un hilo de voz, mi compañero. Y añadió, -pero de esta no creo que salgamos. 419

«Hacía un par de meses, habíamos decidido hacer un reportaje acerca de la abandonada obra de la Dirección de Turismo del Estado, concluida hacía ocho años, pero que había sido completamente cubierta por la vegetación, en pleno centro de la ciudad. Machete en mano, fuimos abriendo camino hasta entrar en una verdadera ciudad subterránea. Razón tenían quienes aseguraban que los “adecos” habían dejado pudrirse una edificación realmente envidiable, por el único delito de haber sido construida por los copeyanos. La vegetación cubría las obras solamente por arriba, lo que daba un encanto especial a todo aquello, aunque ambos teníamos temor, pues daba la sensación de que en cualquier momento aparecería un fantasma. Es más, en un momento determinado, nos pareció no solamente escuchar un ruido, sino ver una silueta que se movía sigilosamente detrás de nosotros. Marco, más precavido que yo, me propuso caminar espalda contra espalda, yo cuidando el frente y él la retaguardia. En un momento determinado, me exigió: -¡Saca la pistola, Ricardo! Enseguida supe que algo pasaba, pero como no estaba armado, le comenté: -No te preocupes, viejito, que la tengo en el bolsillo. -¿Seguro? -¡Coño! Desde que matamos –inventé una historia, -al hijo de puta que nos quiso joder en el puente, ya sabes que nunca salgo sin ella. -Entonces creo que hoy, si no nos dejan en paz, vas a tener que matar a varios. Me di la vuelta y vi a no menos de quince hombres, cuchillo en mano, que impedían nuestra retirada. 420

Instintivamente me llevé la mano derecha al bolsillo y los sujetos retrocedieron. Poco a poco fueron haciendo un pasillo hacia el sitio por donde habíamos entrado y muy lentamente comenzamos a cruzar por el túnel que acabábamos de hacer con el machete, Cuando estuvimos a plena luz del sol, corrimos como pocas veces lo habíamos hecho. Denunciado el hecho, al día siguiente el gobierno regional, mandó a quemar las malezas que cubrían la edificación. Nunca se habló de muertos, lo que no significaba que no los hubiera». Entre el fuego y el humo de la barricada, pudimos ver el agua y el polvo de extintores, que nos llenaron de esperanza. Más esperanza tuvimos, cuando vimos a los chavalotes huyendo. Una tanqueta de la Guardia Nacional atravesó los restos humeantes de neumáticos y se detuvo frente a nosotros. Un capitán se asomó por una portezuela lateral y me gritó: -¡Sígueme, que te voy a sacar de aquí! Cruzamos por encima de la barricada recién apagada por una dotación de bomberos, que había llegado acompañada de cuatro tanquetas y siete todo terrenos. Nos pusimos en segundo lugar en la caravana, tras el carro de combate del capitán y delante del vehículo de bomberos. Antes habíamos acordado que nos dejarían en la puerta del diario. Sin embargo, cuando aún no salíamos de los límites de El Perú, el coche de bomberos se separó de nosotros, lo mismo que tres tanquetas y el resto de vehículos todo terrenos. Nos quedamos solos siguiendo al capitán. Cruzamos toda la ciudad y no dirigimos hacia el barrio Los Coquitos. Evidentemente, se habían olvidado de nuestra existencia.

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Allí el desorden era evidente y la gente parecía no reparar en la presencia de la Guardia, a la que apedreaban a su paso. En este sector, aparentemente se respetó nuestra condición de periodistas. El vehículo de combate se detuvo frente a un supermercado al que no habían dejado ni las puertas ni las ventanas. Entramos siguiendo al capitán y los otros cuatro tripulantes, todos portando metralletas. Adentro no dejaron ni las estanterías. Solamente quedaba un loro dentro de una jaula tirada en el suelo. Eran cerca de las cinco de la tarde y cuando nos disponíamos a dejar el local, notamos que estábamos rodeados por decenas de personas portando teas en sus manos. Otros tenían gasolina. Sus intenciones estaban claras. Querían quemarnos dentro. -¡Coño, compadre! –comentó el oficial. –No se nos permite si no disparar con balas de goma y sólo en muy contadas oportunidades. Pero, seguramente ateniéndose a las consecuencias que de su orden pudiera derivarse ordenó: -¡A cargar balas de plomo, carajo! Dio cuenta de su acción a la comandancia a través de un radiotransmisor portátil. -¡Resistan sin disparar! ¡Repito! ¡Resistan sin disparar! – fue la orden recibida. -Estamos protegiendo al director del diario “La Tarde” y a su fotógrafo –explicó, -y la situación es grave. -Dos minutos. Solamente dos minutos, que está a punto de entrar en vigor el decreto de Estado de Emergencia. Los uniformados sacaron sus metralletas por la puerta y algunas ventanas, haciendo retroceder a las primeras líneas de revoltosos, pero la presión continuó, hasta que por radio llegó la noticia:

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-¡Atención a todas las unidades! Ha entrado en vigor el Estado de Emergencia. Las unidades deben repeler cualquier provocación con sus armas. Las metralletas hicieron sentir su repiqueteo. Los hombres disparaban al cuerpo. En ese mismo instante, el sonido de los pistones de dos viejos caza bombarderos Bronco se dejó escuchar muy cerca de nosotros, lo mismo que sus ametralladoras, que evidentemente disparaban contra la turba que nos había cercado. Al correr hacia el coche pudimos observar varios cuerpos en el suelo, cubiertos de sangre y escuchar entremezclados los sonidos de las ametralladoras, metralletas y gritos de dolor. El humo daba un aspecto irreal a la escena. A pesar que el capitán se ofreció a escoltarnos hacia el diario, preferí ir directamente a la oficina de Norma. En el camino se nos pidió en varias oportunidades nuestras credenciales. El Ejército ya había salido a la calle. -¡Mi amor! ¡Váyanse todos a sus casas! –grité en las oficinas de Tecmin, nada más ver a Norma. -¿Qué pasa, Ricardo, -me preguntó el jefe. –Hace como una hora que están cortadas las líneas telefónicas y no hacemos más que escuchar balazos y explosiones. -¡Hay Estado de Sitio! ¡En media hora comienza un estricto Toque de Queda! -¿Pero qué mierda está pasando? –Chilló el mismo hombre, que no podía entender nada. -¡Qué sé yo! –Le dije tan ignorante como él. -¡Comenzó la guerra civil! –intervino Marco, y las mujeres se pusieron a chillar. Los antiguos Bronco pasaron rasantes por sobre las oficinas de Tecmin y volvieron a escupir fuego contra alguna turba que desafiaba al peligro. Los helicópteros norteamericanos

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hacían lo propio en otros sectores. El olor a pólvora se apoderó de las oficinas. -¡Los niños!, -exclamó Norma y salimos velozmente hacia el piso. Frente al edificio, había un tanque de la Marina, dirigiendo su cañón hacia una barriada cercana. Encontramos a los niños debajo de una cama, llorando, un llanto cuyo sonido no nos dejaban escuchar los primeros disparos del carro de combate. Aquel no fue sino el preámbulo de una semana negra en la historia de Venezuela. Una semana cuyas consecuencias jamás llegaremos a saber, pues una vez que la situación fue controlada a sangre y fuego, el Gobierno de Pérez, que estuvo a punto de caer, víctima de su propio experimento, reconoció solamente doscientos setenta y cuatro muertos. Los decesos, según el parte oficial, solamente se habían producido en la capital de la República, desconociendo las decenas de víctimas de Ciudad Bolívar o Puerto La Cruz y otras ciudades. A finales de ese año, durante un viaje de Madrid a Caracas, recibí del que fuera Comandante de la Policía Metropolitana de la capital venezolana, un listado con más de tres mil nombres, que eran los fallecidos solamente en Caracas, durante el alzamiento popular. La cifra de 274 personas que había ofrecido el Gobierno, correspondía solamente a los menores de diez años que habían caído víctimas de la barbarie. Cuando en noviembre del 89 intenté que se publicaran estos datos a través de un diario madrileño de circulación nacional, que se jacta de ser un adalid de la libertad de expresión, las notas me fueron devueltas por tratarse, escribieron, de un “material extemporáneo”. El tres de marzo, cuando la situación en Bolívar era mucho mejor que en el resto del país y era la única entidad

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federal donde se había levantado el Toque de Queda, propuse a Norma: -Vámonos a España. Esa misma noche llamamos a Augusto para avisarle que en dos o tres meses llegaríamos por esos lados. Mi primo se había marchado tres años antes, agobiado por el hambre y las deudas y con la ayuda de su padre y la familia de Anabella.

Capítulo III En 1975, poco después de conocer a Norma y cuando ya comenzamos a hablar de la posibilidad de casarnos, decidimos hacerlo también por la Iglesia, por lo que nos pusimos en contacto con la Archidiócesis de Caracas, a fin de ver la forma de anular mi anterior matrimonio religioso. A través de una carta extensa y explicativa en la cual, entre otras cosas se afirmaba que no había habido hijos, que en aquel matrimonio los contrayentes no éramos suficientemente maduros como para sopesar la importancia de lo que hacíamos y que el sacerdote que nos había casado, colgó la sotana para escaparse con una chica tres meses después de la ceremonia, lo que podría indicar que el hombre no estaba del todo dedicado a su ministerio. En fin. Al menos lo intentamos. La respuesta fue rápida. Con ocho mil dólares podría arreglarse el problema. Norma y yo nos quedamos de piedra y decidimos dejar el intento para mejor ocasión. «Estando en Puerto Píritu, en 1985, decidí solicitar la nacionalidad venezolana, lo que en teoría era fácil pues llevaba doce años en el país y además me había casado con una nativa y tenía tres hijos de aquella nacionalidad. Presenté mis papeles 425

y quince días después se apareció un fulano en la casa para informarme que en el próximo diario oficial aparecería mi nombre... -...si me paga ocho mil bolívares. A pesar que aquel funcionario de Extranjería me amenazó con la expulsión del país si no le pagaba, no lo hice y me quedé sin la nacionalidad, pero seguí viviendo allí, hasta que yo decidí que debía hacerlo». Y la mejor ocasión comenzó a gestarse en Ciudad Bolívar, a través del un párroco de barrio que solía escribir artículos de opinión dos veces por semana. El hombre, muy amplio de criterio, escuchó sorprendido lo que le conté acerca de mi primera solicitud para la anulación de mi boda eclesiástica. -Realmante, Ricardo, -me dijo, -parece haber un divorcio, pero un divorcio de verdad, entre la jerarquía y la feligresía. Muchas veces nosotros, cuando vemos la verdad en personas como ustedes, intentamos acelerar lo que la burocracia de Roma estanca. Tras mucho hablar, decidió: -Yo los voy a casar ante Dios, porque si su corazón les dice que están haciendo lo correcto, correcto es. Dios, -explicó, ve el corazón de los hombres, que es más simple, pero sincero y creo que estoy haciendo lo oportuno. De esta forma, el 18 de junio del 89, es decir a un mes de cumplir trece años de casados, contrajimos matrimonio religioso, en una pequeña y calurosa parroquia de un populoso barrio bolivarense. Casi no hubo invitados, pero el sacerdote adornó la Iglesia como para una gran ceremonia, que en realidad, a fin de cuentas, lo fue. Luego explicó:

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-Para mí fue un día muy especial, porque vi que ustedes querían unir sus vidas ante Dios, no pantallar ante de los hombres. Aunque habíamos previsto sólo un brindis familiar, nuestros compañeros, tanto del diario, como de Tecmin, nos dieron una gran fiesta sorpresa. Esa fiesta también fue nuestra despedida de la ciudad.

Capítulo IV Hacía varios meses que estaba esperando que Juan Francisco me informara acerca del destino de la herencia de mi padre. Poco a poco, los cien mil dólares, se habían convertido en treinta primero, veinte después y quince mil finalmente, que debíamos compartir. Según mi amigo Jaime, el verdadero monto de lo dejado por mi padre, junto a lo de los Banegas, que había quedado a su nombre, podía llegar al millón de dólares. Llegando a un acuerdo con los parientes de Victoria y devolviendo lo que en justicia les correspondía, lo que quedaba para nosotros, había sido mínimo cien mil dólares. Quise denunciar judicialmente a Juan Francisco para que me hiciera llegar mi parte, pues era con lo único que contábamos para poder viajar a España. Bajo esta presión, el 10 de abril del 89, me llegó el sobre con el talón de siete mil quinientos dólares que él juraba que era todo lo que quedaba. El dinero parecía ser tan esquivo, que además estuve a punto de perderlo, porque la estúpida que estaba en la recepción del diario, pensó que el sobre contenía propaganda y lo echó a la papelera. Solamente porque lo estaba esperando y porque por curiosidad se me ocurrió mirar dentro de la papelera, es que aquel documento no se extravió definitivamente. El quince de mayo, renuncié al diario y el 29 de agosto, tras pasar un tiempo en Caracas, nos fuimos a España. 427

Lo hicimos con poco dinero, pero muchas ilusiones.

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España, bendita tierra Capítulo I Norma lloró durante el viaje. Andrea se había enfermado y había tenido vómitos, nerviosos según el médico, en la víspera. Los mellizos, viajaban picados por la curiosidad acerca de lo que les depararía el destino en aquel país del que tantas veces les había hablado, a pesar de conocer tan poco. Quizás pensaran que cualquier cosa sería mejor que lo que habían visto en los últimos días en Caracas. Arrebatones a plena luz del día y restaurantes de donde nos echaban apenas oscurecía porque el personal no se atrevía a ir a sus casas después de ciertas horas, una actitud que aprendimos a copiar por nuestra propia seguridad. Norma y yo también habíamos tenido decepciones añadidas al ir a Las Mercedes, la urbanización donde vivió un tiempo mi padre, que fue una verdadera maravilla y la habíamos encontrado sucia, empobrecida y poco menos que abandonada. La clase media, y eso se palpaba en el ambiente, estaba desapareciendo con rapidez lo que podía habernos afectado también a nosotros. La comida, las películas y la iguana y la tortuga que habían llevado consigo los muchachos, acapararon su atención el resto del viaje. Sabedores que eran animales no permitidos, los llevaban escondidos, la iguana dentro de una cazadora y la tortuga, en el interior de un zapato. Pasaron sin problemas, pero

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a poco de llegar y comenzando el invierno, no soportaron el cambio climático. Llegamos a casa de Augusto y Anabella, en el barrio de El Pilar. Allí nos tenían una propuesta: Vivir juntos para que el alquiler se nos hiciera más llevadero. Lógicamente no aceptamos, Llegábamos a iniciar una nueva vida y no entraba en nuestros planes compartirla con otra familia. De hecho, compartir los tres primeros meses, nos salió horrorosamente caro, aunque finalmente logramos enmendar el daño. Una de las primeras preocupaciones me las planteó mi primo nada más llegar, cuando me advirtió: -Aquí podrás ser muy buen periodista, muy buen lo que quieras, pero ve buscando trabajo de lo que sea, porque de tu profesión y a tu edad, -tenía cuarenta años, -no vas a conseguir nada. Pero, al día siguiente de llegar, llamé por teléfono a un diario de Soria, que necesitaban un periodista. -¿Cuarenta años? –Pensó en voz alta mi interlocutor. –Eso es demasiado. Yo lo que necesito es un chaval recién graduado. Además ¿ tiene usted visado? -Soy español, -le expliqué. –Lo que pasa es que viví los últimos dieciocho años en Venezuela y... -¿Venezuela? -Pues sí. -Eso está interesante. ¡Véngase mañana mismo por aquí, que tenemos que hablar! Al día siguiente, a las dos de la tarde y tras un viaje de casi siete horas en tren, debido a un atentado de la ETA contra un Talgo que colapsó la vía férrea, llegué a la capital soriana. -Vamos a ver, -me dijo sin mayores preámbulos Antonio Fernández, director del diario Soria Tres Días. –Aquí hay un senador que no debe ganar las elecciones. Se llama Ramiro Cercós. ¿Le dice a usted algo ese nombre? 430

-No, -le fui sincero. -Pues este hombre dijo en Venezuela, que allá tienen un parlamento de analfabetos. Inmediatamente recordé el hecho que ocasionó la inmediata reacción de los congresistas de aquel país y mi vergüenza por el hecho que un parlamentario español anduviera diciendo idioteces por el mundo. -Pues bien, Cercós viaja cada tres meses a Venezuela y hay que averiguar qué negocio se trae por allí, -fue la orden del que parecía ser mi nuevo jefe. Durante los dos días siguientes, hablé por teléfono con todos y cada uno de los diputados venezolanos que conocía y ni siquiera se acordaban de aquel bochornoso episodio. Estuve por pensar que el senador soriano tenía razón. Y si no se acordaban de sus andanzas públicas, menos estarían enterados de las privadas. Al comentárselo a Fernández, decidió que viajara directamente a Caracas, que la investigación sería más factible en el mismo sitio. De esta forma, el doce de octubre partí rumbo a la capital venezolana, donde permanecería durante ocho días. Lamentablemente, ningún congresista con los que hablé había oído jamás hablar de Ramiro Cercós. Ni siquiera recordaban su exabrupto, es decir, lo mismo que había logrado a través del teléfono. Sin embargo, me quedaban las opciones de un social cristiano, Abdón Vivas Terán y un social demócrata, Luis Piñerúa Ordaz, el primero por haber sido el que denunció al senador español y el otro, porque no tenía pelos en la lengua. Pero el primero no quiso hablar conmigo y el segundo, no hizo más que reírse de aquella situación, que consideraba superada. Hablé, asimismo, con un diputado socialista, que se mostró muy diligente. Tomó todos los datos y se comprometió a hacer todas las averiguaciones que fueran necesarias y entregármelas antes de mi partida. 431

El último día, acudí a las oficinas parlamentarias y aunque el socialista no se encontraba, me dejó su teléfono particular por si le necesitaba. Pero de la averiguación, nadie de su partido sabía nada de nada. No obstante, finalmente sí tuve acceso a documentos comprometedores para el parlamentario soriano y otros que abordaban otro tema, tal vez de mucho mayor interés. El diputado Pablo Medina, de la Causa R me llamó a su despacho y allí me presentó al que había sido Comandante de la Policía Metropolitana de Caracas durante los sangrientos disturbios de fines de febrero de ese año. El hombre, de poco hablar, me hizo entrega de dos grandes sobres. Uno contenía el relato con lujo de detalles acerca de las actividades de Cercós en aquel país, unos datos que decidí no entregar a Fernández, pues siendo muy personales, podría hacer un mal uso de ellos. El otro tenía un amplio Dossier con informes oficiales sobre los sucesos de febrero. Datos que erizaban los pelos al más duro de los hombres. Como comenté en un capítulo anterior, tenía la lista de tres mil personas fallecidas durante la represión del alzamiento popular y las circunstancias de muchas de las muertes, que no habían sido sino ejecuciones sumarias por parte de las fuerzas del orden. Nada pude hacer para que esto se publicara en España. Ya los partidos de izquierda venezolanos habían intentado, infructuosamente, que Felipe González les sirviera de portavoz para dar a conocer al mundo la barbarie que había cometido su amigo personal y compañero de la Internacional socialista, Carlos Andrés Pérez. Lo cierto es que documentos en mano, y mientras salía del edificio parlamentario, se unió a mí en el ascensor, un senador del partido de gobierno. -Le invito a cenar esta noche, -me sorprendió. -Lo lamento, -le dije, -pero esta noche salgo para Madrid. 432

-Y por qué, entonces, no me entrega esos sobres y... ¡tan amigos! -Porque nunca he sido su amigo, senador. -Mira, hermanazo, será mejor que me los des, para evitarte problemas. Se abrió la puerta del ascensor y salí sin volver a abrir la boca. Por la noche tras meter los documentos en la maleta, junto a mis pocos enseres personales y unos cuantos kilos de harina de arepas y FrescAvena, me fui a Maiquetía. Allí pasé sin problemas el control de pasaportes, cosa rara cuando pedir, por parte del funcionario, cincuenta dólares había reemplazado a los tradicionales “cuatro fuertes”. Pero una vez que me encontraba en la sala de espera y cuando todavía faltaba una hora y media para iniciar el viaje, se me acercó un funcionario de la Disip y me instó: -¡Déjeme ver su maletín, ciudadano! Se lo quise dar. Solamente tenía mi pasaporte, el billete de avión y algunos papeles personales. -¡Ábralo! –me exigió no sin cierta brusquedad. Lo hice y abierto se lo enseñé. Entonces me lo arrebató de las manos y tiró el contenido al suelo. -¡Limpia el piso! –ordenó, comenzando a tutearme. Lo hice, tras lo cual me invitó en forma poco gentil a acompañarlo a la oficina de ese cuerpo de la policía política. Allí esperaba sentado tras un gran escritorio, presidido por sendos retratos de Simón Bolívar y el presidente Pérez, un sujeto moreno, gordo y de tupidos mostachos. -¿No tienes nada para darme? –preguntó sin mirarme a la cara. -No. -Pues ni esta noche ni, a lo peor, nunca sales de aquí. 433

-¿Puedo hacer una llamada telefónica? –indagué, temeroso de obtener una respuesta negativa. -Haz las que quieras, pero si no me das “algo”, de aquí, panita, tú no te vas. Llamé al diputado socialista que me había dejado su teléfono particular. Una vez expuesto el problema, llegó en menos de media hora. -¿Qué es lo que pasa aquí, compañeros? –llegó preguntando a los funcionarios, el parlamentario. -¡Nada, nada! –se apresuró a responder el gordo. Solamente estábamos charlando con el ciudadano. El congresista me acompañó hasta pocos minutos antes de abordar el avión. Cuando con la tarjeta de embarque en la mano hacía mi fila, se me aproximó otro sujeto y me pidió en voz baja. -A ver, ciudadano. Abra ese maletín y deme todo lo que tenga adentro. -¿Otra vez? -Vamos a evitar los problemas, ciudadano, -presionó en forma evidente. La gente que estaba delante y detrás de mí, se apartó como quien se aparta de un delincuente, aunque no sé a cuál de los dos considerarían como tal. En eso y providencialmente, volvió a hacer acto de presencia el socialista que estaba pendiente hasta que arrancara el avión. El funcionario me palmoteó en la espalda y se alejó. Ya a bordo de la nave y cuando me sentía fuera de peligro, una de las azafatas requirió por la megafonía interna: -El señor Ricardo Salvatierra Casavellas, es solicitado en las oficinas de la Disip. No quise moverme de mi asiento. Momentos después, insistió:

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-El señor Ricardo Salvatierra Casavellas, es solicitado en las oficinas de la Disip. Tampoco quise hacer caso. En ese momento, el piloto se asomó por el pasillo, miró hacia mi sitio y ordenó cerrar la portezuela. Pocos minutos más tarde, el avión despegaba rumbo a Madrid.

Capítulo II Mi negativa a darle las informaciones referentes a Ramiro Cercós, al director del diario soriano, me significó quedarme sin el trabajo, aunque, debo reconocerlo, me pagó todos los gastos del viaje. Mientras tanto, el saldo de la cuenta de ahorros iba disminuyendo claramente y conseguir un trabajo estable parecía imposible. En casa de mi primo, las cosas iban muy mal. Su sueldo como cargador de cajas de un almacén distribuidor de alimentos, apenas le permitía comer y el alquiler de su piso tenía al menos un año de atraso. Por esta razón, nuestros gastos, si no queríamos comer croquetas de pollo a la hora de comida y cena, eran altos. A los muchachos –ya los mayores habían cumplido doce años al tercer día de llegar y la niña tenía siete- los inscribimos en el Colegio Federico García Lorca. El primer problema subliminal, lo planteó el director cuando nos dijo: -Aquí tenemos muchos problemas con los niños moros y gitanos. Nos dimos cuenta, claramente, que omitió, pero dejó en el ambiente un “y también los sudamericanos”. 435

El segundo problema es que la niña, que había aprobado el segundo grado en Venezuela, siguió estando en segundo en ese colegio. -La niña no está preparada, porque la educación de esos países no es igual a la de aquí, -explicó sin el menor tacto su profesora de tercero, que la había retrocedido de curso. Luego, añadió regodeándose en sus palabras: Fíjese usted que hoy es treinta de septiembre y Andrea no demuestra estar adaptada a este medio. Ante nuestra protesta, la dirección del cole, argumentó que no tenía la edad para estar en tercero. Solicitamos la intervención de un inspector de zona del Ministerio de Educación y Ciencia, quien, dos semanas después, certificaba que la niña debía estar en tercero. La evidente xenofobia de muchos de los chavales, sin que ningún educador interviniera, comenzó a amargar a nuestros hijos, que comenzaron a negarse a ir a clase. Es más, Andrea todos los días llegaba reclamando que: -La maestra me dijo que la educación en “esos países” es muy mala y me puso a mí como ejemplo. Al ir Norma a reclamar, la profesora le explicó con toda su cara dura que: -A la niña ni siquiera le puedo mandar deberes, porque no está a la altura de la clase. -¡Pero mándeselos, para que lo compruebe! -Vamos a ver. –Pero siguió no mandándole deberes. Su posterior paso al colegio La Paloma, de Parla, demostró que la niña, no solamente estaba a la altura del resto de sus compañeros, sino que la preparación que traía, en muchos casos, era mucho más adelantada. Los mellizos no tuvieron la misma presión, pues su tutor, que se autodefinía como un “hombre tolerante”, hizo un leve intento para que se adaptaran. 436

No obstante, él mismo nos reconoció, cuando nos íbamos a Parla que: -Hacen bien en irse. Este colegio es racista, aunque no veo el motivo, porque la mayoría de los chavales son de familias obreras y con muy poca educación. Esa última afirmación la constatábamos diariamente a la hora de ir a buscar a los chicos.

Capítulo III El día siete de diciembre, sacamos del banco, nuestras últimas dos mil pesetas. Como siempre, las destinamos a comida. Al día siguiente nada. Pero fue justamente al día siguiente, cuando Anabella, ignorante de nuestra situación, nos suplicó: -No vayan a hacerle regalos a sus hijos, en Navidad, porque no tenemos nada para comprarles a los nuestros y no quisiera que sufrieran. -No te preocupes, -tuvo que reconocer Norma. –Ya la plata se nos acabó. A partir de ese día, las raciones de croquetas disminuyeron. El pan, que ya no podíamos comprar nosotros, era para...: -¡No se coman el pan, que es del jefe! –O sea mi primo. En la Noche Buena Augusto llegó con dos cajitas de turrones y fue lo único que comimos y a las doce de la noche, Anabella hizo unos regalos estupendos a sus pequeños hijos. Los mellizos observaron resignados, pero Andrea lloró sin tener necesidad de explicar por qué. El 27 de diciembre, empeñamos nuestras pocas joyas en Caja Madrid y con parte de las ocho mil pesetas que obtuvimos, 437

les compramos un pequeño regalo a cada uno de los niños. Nuestros niños, obviamente. La Noche Vieja, como no teníamos mucho que celebrar. Nos acostamos temprano y ese año, no hubo ni uvas, ni abrazos, ni menos buenos deseos. Enero del 90 llegó con la amenaza del desalojo y antes que terminara el mes, éste se produjo. El 21 de enero, en la tarde, Augusto, Anabella y sus dos retoños, se fueron con tres maletas...: -...a pasar dos días donde unos amigos, –según explicó mi primo. -¡Cuiden la casa, que queda a su cargo!, -añadió Anabella. A la mañana siguiente, a las diez en punto, llegó un juez y dos funcionarios y nos dieron media hora para sacar todo lo nuestro. A las diez y media en punto, estábamos los cinco en la calle, en la acera, frente al portal, con siete pesadas maletas hechas a la carrera, sin un duro y sin tener adónde ir. Todos los vecinos de la finca nos miraban, pero nadie se interesó por preguntar qué nos ocurría, hasta que una pía dama que evidentemente sí lo sabía, nos aconsejó: -Id a la Parroquia Nuestra Señora de Luján, allí, sin duda, os ayudarán. Dejamos los niños cuidando las maletas y nos fuimos hasta la Iglesia. Allí, el padre José María Martín, escuchó nuestro drama en silencio y finalmente dijo: -Hala, traed las maletas aquí y os daré algo de dinero para que alquiléis un piso, que vosotros os vais a recuperar pronto. Nos dio ciento veinte mil pesetas, con la condición que le trajésemos los futuros recibos de alquiler para justificarlos. El resto del día nos la pasamos en la Junta distrital del Ayuntamiento, pidiendo solución a la falta de vivienda. Poco menos que nos mandaron a comer mierda. Después buscamos 438

un piso en alquiler, pero sin una nómina, ese trámite fue inútil. Ya al anochecer intentamos infructuosamente encontrar una pensión donde pasar los siguientes días. La una de la madrugada nos sorprendió extenuados, con frío y a Norma con una dolorosa jaqueca, sentados en uno de los bancos del Paseo de El Retiro, frente al Museo del Prado. Poco después, optamos por irnos a lo único que conseguimos, es decir, una suite en uno de los hoteles del sector. ¡Veinte mil pesetas se nos fueron esa noche en unas horas! Al día siguiente, me fui a hacer unas encuestas para una empresa que había encontrado a través de las ofertas de empleo en los anuncios clasificados de El País y que a la larga nos reportaron sesenta mil pesetas, que de más de algo nos servirían sumadas a lo que nos había dado el cura y lo que debía recibir como Subsidio acumulado de desempleo, como retornado, que eran otras ciento veinte mil pesetas. En la Junta de Distrito, le consiguieron a Norma una habitación en una pensión de la calle Fuencarral, donde nos cobraban cuatro mil pesetas diarias, pagando, eso sí, diez días anticipados, pues el precio habitual era de cinco mil. En diez días, con lo que gastamos comiendo en la calle, nos volvimos a quedar sin dinero. De nada valieron las explicaciones a la dueña de la pensión que dentro de unas dos semanas cobraría por mi trabajo y el subsidio. A las diez de la mañana de un día sábado, volvimos a quedar en la calle, aunque sin las maletas, porque accedió a cuidárnoslas. Desorientados, caminamos por el centro madrileño, sin saber ni qué hacer ni adónde ir, hasta que vi en un papel pegado en una pared, el teléfono gratuito de las urgencias de los Servicios Sociales de la Comunidad de Madrid. Allí me informaron lo siguiente:

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-Esta tarde, a las seis, debéis presentaros en el albergue de San Isidro y decir que venís de parte nuestra.

Capítulo IV A las seis en punto, nos pusimos al final de una larga fila de mendigos, borrachos y drogodependientes. Todos nos miraron no sin mucha extrañeza. Uno, incluso, nos comentó: -¿Qué? ¿Os venís al Palace? A eso de las seis y cuarto, se abrió una ventanilla y tras escuchar la versión de cada quien, dos o tres se marchaban resignados y uno entraba. Al llegar nuestro turno, el hombre que atendía dijo: -Vosotros no tenéis que esperar. ¡Pasar! Una vez dentro explicó: -La señora y los niños dormirán en la sección familiar, usted, con los hombres sin vicios. -Ambas secciones estaban separadas por una gran muralla y un portón de hierro. - Podréis veros, -añadió, -a la hora del desayuno y de la cena y a las nueve de la mañana deberéis dejar el recinto. Tenéis que regresar entre las seis de la tarde y las nueve de la noche, porque después de esa hora perderíais, salvo justificación, el cupo en este albergue. Tuvimos tiempo de ir por las maletas, por cuyo cuidado la dueña de la pensión pretendió cobrarnos otras cuatro mil pesetas. También de cenar, tras un día en ayunas. Tras la cena, uno de los vigilantes me permitió quedar hasta las once en el sector familiar, donde solamente había mujeres y niños. Durante el desayuno, nos tocó en la mesa una mujer que comió tres veces su misma comida, es decir, comía, vomitaba y volvía a comer. 440

El domingo deambulamos por Madrid y no comimos nada hasta la noche. Nuestro único capital, que cuidábamos como reliquia, eran doscientas pesetas. En el albergue, conocimos a Juan Carlos, un drogadicto venezolano, que llevaba años viviendo en la capital y a unas cuantas mujeres, que convencidas de nuestra pronta recuperación, quisieron obtener una seguridad personal en nuestra probable futura casa. El lunes, un asistente social del Ayuntamiento, me dijo: -Te habrás dado cuenta, que más abajo de esto, está el infierno ¿verdad? Luego me explicó que: -Si vas a permanecer más de quince días en este hueco, es que no tienes cojones para sostener a una familia y pondremos a tus hijos a cargo de la Comunidad de Madrid. ¿Sabes qué significa eso? Pues que de no poder darles tú una estabilidad, los darán en adopción. Norma y yo nos aterrorizamos. -Estoy trabajando en unas encuestas, -le conté, -y dentro de poco también cobraré el subsidio de desempleo. -¡Iros cuanto antes de aquí y cuanto antes me olvidaré de vosotros! Para ir al colegio de los niños, debíamos cruzar todo Madrid caminando, tanto en la mañana, como en la tarde. Al medio día del lunes, Andrea se quejó de hambre y decidimos entrar a comprarle un bollo con parte de esas doscientas pesetas que he mencionado, en el mismo sitio donde solíamos desayunar en los primeros días de estadía en Madrid. El chico que nos atendió, sin duda notó la mirada de hambre de los mellizos, y nos preguntó; -¿Tenéis algún problema? Y se lo contamos sin escatimar detalles. Su respuesta fue entregarnos el menú. 441

-Comed lo que queráis y venir todos los días. -Pero así, sin más. -¡Hombre! Que cuando se te arregle la situación me lo pagas. Yo no me voy a morir de hambre por cinco comidas al día. De esta forma, los propietarios de ese bar, cuatro hermanos extremeños, nos mostraron la cara amable de una España que hasta ese día, nos había sido esquiva. Seis días después cobré el paro, ciento veinticuatro mil pesetas y a fin de mes, lo de las encuestas. Con lo del paro, pagamos a los hermanos extremeños y Norma, que se había movido como una hormiguita buscando casa, pagó el depósito y un mes de alquiler de un piso en Parla. Ella misma gestionó, a través del Inserso, el pago de los tres meses siguientes. Habían terminado, sin duda, los momentos más amargos de nuestra vida. Unos momentos en que nos sentimos como reos, con permiso penitenciario. Días en que los niños fueron testigos de lo más bajo de las miserias humanas. En que conocieron todos en un mismo ambiente, a prostitutas de baja categoría, drogodependientes sin deseos de remisión, mendigos acostumbrados a vivir de la caridad ajena, es decir, lo que ellos no habían conocido ni siquiera por referencia. Lo que nunca llegaron a imaginar, es que estuvimos a punto de perderlos. El tiempo pasaba y con lo del subsidio teníamos apenas para comer y el trabajo brillaba por su ausencia. Gasté muchísimo dinero enviando curriculums a diferentes sitios, pero jamás obtuve ninguna respuesta. Fue a través de Afro, uno de los trabajadores sociales del Ayuntamiento parleño, que conseguí una tarde de mediados de mayo, mi primera entrevista de trabajo formal.

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Capítulo V Esa entrevista, fue en la calle, con un pintor industrial. Necesitaba un chico joven con experiencia, aunque dada mi situación, aceptó un hombre mayor sin experiencia. El sueldo sería de setenta mil pesetas al mes, más horas extraordinarias y las pagas. Al día siguiente comencé el primer trabajo que requería esfuerzo físico de mi vida y la verdad es que lo llevé muy mal. Durante el día, pintábamos paredes internas y externas de las naves del Polígono Industrial Cobo Callejas, en Fuenlabrada y por las tardes, unas veces las instalaciones de una distribuidora de productos de charcutería, otras las dependencias de un hotel en fase de remodelación y los fines de semana, un enorme chalet en Torrelodones, un trabajo, este último, lento porque debíamos ir detrás de otros restauradores de la vivienda. Al final mis músculos se acostumbraron a sostener rodillos y brochas, pero a lo que nunca pude acostumbrarme, fue a la altura, menos en andamios mal montados. Era mi constante pesadilla. Sin embargo, el sacrificio, no solamente fue mío. Norma, consciente que para salir adelante había que luchar, olvidó su pasado como secretaria de dirección bilingüe y se puso a trabajar como externa en la casa de una de las damas asiduas de la parroquia de Parla. Era una mujer llena de fe y caridad, santa por todos y cada uno de sus costados, desde su propia óptica, lógicamente, porque como jefa, era déspota, maleducada y exigente. Su trato solía ser vejatorio y humillante.

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Norma lloraba a solas. No quería que yo me diera cuenta. No podíamos flaquear en ese instante, pero un día, conoció a Marlene, una peruana que convivía con un anciano español, que tras gestionarle su visado de residencia, así como el de su hijo, un hermano y dos primos y de la mujer de uno de estos, dejó de verlo, porque ya con toda su familia en España, el pobre hombre ya no le hacía falta. Marlene, María Eugenia, la otra chica del grupo y los cuatro varones, trabajaban con una media de ingresos cada uno de ellos, de ochenta mil pesetas y como no tenían nómina, cobraban individualmente algo así como veinticinco mil pesetas del IMI y quince mil pesetas mensuales del Ayuntamiento. Aparte de eso, se las ingeniaron para que Cáritas les alimentara en una proporción tal, que les sobraba comida. En fin, la tal Marlene que, por cierto, cuando la echaron del piso que el Ayuntamiento les pagaba, por destrozarlo, se fue a vivir con toda su parentela a nuestro piso, hasta que nos cansamos y los sacamos por falta de colaboración; consiguió a Norma un puesto, también de sirvienta, en la urbanización Somosaguas. Allí, la dueña de casa, una joven millonaria en la medida que lo era su marido, pero con una educación muy escasa, comenzó a vengarse en Norma de sus propias frustraciones, sobre todo matrimoniales, pues viviendo con su marido y cuñado, se había enamorado de este último, sin que fuese correspondida. En una ocasión, mi mujer tuvo la ilusión de encontrar un trabajo a su altura, cuando el propio Afro, el mismo del Ayuntamiento, le concertó una cita en una multinacional.

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Las pruebas fueron perfectas, la entrevista inmejorable. Se pactó incluso la fecha de ingreso, pero dos días antes, cuando mi mujer había dejado el trabajo en Somosaguas, el Gerente de Recursos Humanos de la Multinacional, la llamó por teléfono y le explicó muy francamente: -Señora, aquí hay muchas presiones y palancas y ni mis superiores ni el personal me perdonarían que en el cargo requerido se contratara a una señora sudamericana. ¡Lo lamento de verdad! Y con ese lamento, nuestros ingresos se redujeron casi a la mitad. Norma no quería seguir trabajando como sirvienta en casas y yo la entendí perfectamente. ¡De alguna forma nos arreglaríamos! En mi trabajo, sacaba mensualmente algo así como ciento veinte mil pesetas, pero mi jefe se negaba a llevarme a comer a algún sitio adecuado e incluso, en muchas ocasiones, me dejaba tirado a gran distancia de mi residencia. Un día, al reclamarle, me dijo: -Tu obligación es presentarte donde yo te ordene. Por algo me jodí para tener esta empresa. No sé qué empresa tendría, porque era un autónomo y su única propiedad era una furgoneta y todos los implementos de pintura que tenía dentro. Si le hacía feliz pensar que eso y un trabajador eran una empresa, pues yo, por necesidad le dejaría hacer. Así llegó diciembre y con el mes, la paga de Navidad. Mi primera paga.

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No obstante, un carpintero también autónomo, como mi jefe, que trabajaba en la misma nave y al que le comenté que estaba recibiendo mi primera paga, me preguntó: -¿Y desde cuándo estás con José? -Desde dos de mayo. -Déjame ver tu recibo de pago. Se lo di. -Eres un primo, majo, -fue el comentario de aquel hombre que añadió, -esta es la paga de octubre. En julio tuvo que darte siete días y medio y ahora, veintidós y medio. Me dejó sorprendido. -Seguro que en verano no te dio ni una semana de vacaciones. -No. -Creo que tienes muchísimo que reclamarle. Al menos treinta días de pagas y tus vacaciones. A la mañana siguiente, cuando vi a mi jefe, le hice la reclamación casi en el mismo orden que me había explicado el carpintero. -¿Pero tú te crees, que yo trabajo sólo para darte pagas? En julio estabas recién entrado y no te correspondía y esta es la de diciembre, aunque diga octubre. Octubre es cuando el gestor hizo la nómina. Esa misma tarde, me fui a la oficina del gestor. El hombre se justificó de inmediato: -José me entregó las nóminas firmadas de sus pagas de verano, octubre y la de Navidad. Las de octubre me las acaba 446

de traer hace unos minutos, porque, según me dijo, las tenía traspapeladas. Pues yo no he firmado ninguna más que la de octubre y además, por si acaso también aparecen firmadas, no he tomado vacaciones. -Será que las firmó sin darse cuenta, pero aquí las tengo. Las buscó y me trajo todo firmado, pero con unos rallajos irreconocibles. -Voy a tener que denunciar a José en Magistratura, -le comenté al salir. Al comenzar una nueva jornada, José pasó buscándome por la casa y me preguntó con voz inocente: -¿Y no podíamos haber arreglado entre nosotros, como hombres, tus dudas acerca de las pagas? -Pero si tú me decías que no me tocaba más que la de diciembre y son cuatro pagas para el sector de la Construcción, de las que las que me corresponden las partes proporcionales de tres. Esa misma tarde, me pagó lo adeudado y quiso también pagarme las vacaciones, pero como olí que después de aquello me quedaría poco tiempo, preferí dejarlas pendientes. Un mes después, en efecto, me entregó una carta en la que me informaba que por terminación de obra, trabajaría hasta el quince de febrero. Y el quince de febrero, llegó el hombre con el finiquito. -Firma aquí, te doy de baja en la Seguridad Social y mañana pasas cobrando por casa del gestor.

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-No, -le dije, -primero cobro, después firmo y finalmente me das de baja en la Seguridad Social. -¡Joder, macho! Diez meses trabajando juntos y no confías en mí. -Y por cada día de más que hubiera trabajado, sería un día más de desconfianza. -Vamos, que si no firmas, ni siquiera vas a cobrar estos quince días de sueldo. Me fui a Magistratura, luego a la oficina de Conciliación. Entre medio, me llamó para que fuese a cobrar a su casa. Allí, me ofreció las cuarenta mil de la quincena trabajada, siempre que firmara todo y que confiara en él. Me negué y: -¡Sudaca mal agradecido! –me escupió en la cara. Le respondí con un empujón, que lo lanzó contra la puerta que daba a la entrada, rompiendo el cristal. Afortunadamente no se hizo daño. Dos días después, cuando debía presentarse en la conciliación, me llamó para que pasara cobrando a la misma hora de la cita, por la oficina del gestor. Lo esperé donde la ley mandaba y después me fui a su casa. Me pagó todo.

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La radio y dos mellizos más Capítulo I Nos quedamos, nuevamente, Norma y yo, sin trabajo y con muy pocas expectativas de conseguirlo. La situación estaba mala y con visos de empeorar cuando al año siguiente terminaran las obras con motivo de los Juegos Olímpicos de Barcelona y la Expo Sevilla‟92. Un día, respondí a un aviso de prensa solicitando un periodista para una publicación portuguesa y se ve que les interesó mi curriculum, porque me citaron para una entrevista. Lamentablemente, aún no había hecho desaparecer de las manos los últimos vestigios del oficio de pintor, sobre todo en las uñas e incluso mis gafas guardaban manchas indiscutibles de ello, manchas que sólo desaparecieron cuando me las cambié. Así, al final de la entrevista, el hombre, que indudablemente se había percatado de esas evidencias, muy educadamente me explicó: -Usted, sin duda, hubiera sido el hombre adecuado, pero si no ha sido capaz de mantener su status, es que no ha sabido valorarse a sí mismo y necesitamos alguien con cojones. ¡Con muchos cojones! Al día siguiente, cuando venía del Inem, pasé por la calle Pinto de Parla y vi el aviso luminoso de Antena 3 Madrid-Sur, una emisora local de aquella radio que llegó a ocupar hasta su debacle, los primeros lugares de sintonía nacional. Recordé lo que me había dicho el hombre de la revista portuguesa, y dejé de lado aquel acojonamiento que siempre me

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ha acompañado, por temor a recibir golpes, si no me salía bien algo. -¿Está el director? –pregunté con seguridad, a la recepcionista. Y el director estaba junto a ella. Un tal Vicente. -¿Dígame? -Quiero colaborar con esta radio. Me hizo pasar a su despacho y llegamos a un acuerdo para participar en la transmisión de los partidos de Segunda B y Tercera División, del fútbol madrileño, los domingos por la mañana. Al principio, por la novedad, gustó mi estilo, pero no era el de la radio. No era el impuesto por José María García, porque se parecía demasiado al de él en lo desenfrenado. Así y todo, me nombraron jefe de deportes, pero como más que de fútbol poco o nada conocía de otros deportes, comencé a hacer aguas y si no fuera por la valiosa colaboración de Eduardo Hernández y José Antonio Solana, hubiese durado allí menos de lo que duré. Un día apareció otro jefe de deportes y yo pasé a hacer un comentario diario en el primer informativo del día. Me acomodaba más y me dejaban decir lo que me pareciera. ¡Libertad absoluta! Una libertad sin sueldo, porque era el único que no recibía nada pese a una oferta simbólica de cincuenta mil pesetas. Solamente me dieron, al final de mi pasantía, trece mil por tres meses. Esa colaboración comenzó a tambalearse cuando el Ayuntamiento expresó su incomodidad por mis comentarios, que no decían nada del otro mundo, sino, simplemente denunciaban lo denunciable, en una localidad en la que nunca había existido un medio capaz de criticar.

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Lo bueno, es que mientras comenzaron los primeros atisbos de censura previa, en forma de: -Debes ser un poco más comedido, o nos quitan la publicidad... ...se presentaron dos oportunidades que si bien no se concretaron, abrieron el camino para un trabajo estable y en definitiva bien pagado y cómodo. Un día me llamaron para una entrevista para el cargo de director de una revista de Castilla La Mancha. Todo fue bien. La entrevista buena y el entrevistador... ¡una mierda! -Mire, amigo. Para que ocupe el cargo no hay ningún tipo de problema, salvo que es usted latinoamericano. -No se deje llevar por mi acento, -quise aclararle. –Soy de aquí, nacido en la provincia de Barcelona. ¡Jo! Lo que me faltaba... ¡Sudaca y catalán! Cogí mi maletín de mano y me marché sin pedir ni dar explicaciones. Estaba en esos días, pendiente del resultado de otra entrevista, para el cargo de redactor de una revista católica sobre misiones. La reunión había resultado aceptable y, más aún, bastante agradable y el sacerdote con el que había conversado, me pidió: -No se comprometa usted con nadie, porque lo necesitamos a partir del uno de septiembre. De todas formas, le llamaremos antes para presentarle al prior de la orden. Dos semanas después, me llamó una secretaria, con el siguiente mensaje: -Señor Salvatierra, ¿podría venir esta tarde porque el prior quiere saludarle personalmente? Además, creo que quieren que comience mañana mismo ¿Habría algún problema? El sueldo ofrecido era de ciento cincuenta mil pesetas iniciales, por lo que ¡no había, efectivamente, ningún problema!

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Llegué a la cita a la hora convenida, pero el prior no quería hablar conmigo. Tenía un buen amigo al que “enseñándole un poco”, podría cubrir las necesidades del cargo, por un sueldo mucho menor y con la garantía de una fe probada. -Ya lo ve, Salvatierra, -me dijo el que me había asegurado el puesto. –El hombre propone y Dios dispone. La verdad es que si ese prior es Dios, se justifica a cabalidad la mala marcha de este planeta y sus gentes. Pero como dicen que no hay tercera sin segunda, una nueva oportunidad me llegó muy pronto.

Capítulo II Un día. Marcelo Sant Joan, el locutor de publicidad de Antena 3 Madrid-Sur, me llevó a una radio que estaba iniciando sus emisiones, en la vecina localidad de Fuenlabrada. -Están buscando un jefe de deportes y les hablé de ti. -¿Y no necesitarán personal para otro cargo? -¡Qué va! Ya tienen la plantilla completa tras una selección dificilísima! ¡Pero tú seguro que entras a trabajar porque te llevo yo! Eran las cinco de la tarde. Nos recibió el jefe de publicidad, Gabriel Hernández Sobrinó, quien meses más tarde pasaría a ser el director. -Vamos a ver. Pasa por el locutorio de grabación y lee alguna noticia del Marca. ¡Marcelo, contrólalo tú y grábalo, que Jesús está con los “Farsantes Fingidos”. Esperé como diez minutos, mientras Marcelo ponía en los platos, marchas adecuadas al deporte, pero de pronto y sorpresivamente, me hizo escuchar el tema “Nosotros”, en la versión de Los Panchos y me abrió micrófono. Titubeé un

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instante y luego recordé el programa “La hora del ensueño y del amor”, en la Cooperativa y comencé a improvisar: -Hola, cómo estás en esta noche silenciosa y llena de sentimientos tan profundos como aquellos que solo pueden anidar en un corazón amplio y generoso como el tuyo. En esta, tú hora del ensueño y del amor, haremos un recorrido por esos senderos maravillosos que dibujan en su diario caminar, el amor y la amistad, a través de la música, de tu voz y de tus cartas... En eso, aparecieron por detrás de Marcelo, Hernández y un hombre mayor, muy alto y con un gran habano en la boca. Se miraban y comentaban algo. Marcelo cortó la música y yo me callé. -Uy, -escuché que decía el hombre mayor y alto con el puro en la boca, mientras entraba al locutorio de grabación. – Con esa voz, todas las mujeres e Madrid se van a correr cuando te escuchen. ¡Ya tenía trabajo! Ese hombre, Angel Campodónico era el presidente de la emisora. Primero me ofrecieron cincuenta mil pesetas por tres horas diarias, de diez de la noche a una de la madrugada. Después ochenta mil, por hacer un programa similar para la emisora hermana de Benidorm. En septiembre, cien mil al comenzar los servicios informativos los que dirigí desde el principio, y de ciento cincuenta mil hacia arriba a partir de diciembre de ese año. El espacio romántico fue un éxito desde un primer momento. Aparte de colapsarse las líneas telefónicas de la zona sur de Madrid, cada vez que comenzaba la sintonía, el número de cartas superaba diariamente las ochenta y la cantidad de autógrafos que firmaba, pasaba de los cien cada jornada. El programa arrastró a la radio, hacia arriba y desde octubre del 91, hasta que me fui, cinco años después, ocupamos el primer lugar entre todas las radioemisoras locales y llegamos 453

a competir, en algunos horarios, con la audiencia de espacios regionales e incluso nacionales. No era el mío, debo reconocerlo, el único programa bueno, pues cada horario, tenía a alguien realmente profesional. Lo que pasa es que el mío rompía con el estilo y era novedoso en todos los aspectos, incluso en el acento del presentador. Quince días después de haber comenzado a trabajar, es decir, a mediados de junio, nos enteramos que Norma estaba embarazada. No sé cómo, pero la noticia se filtró a nuestros oyentes. Por mí, seguro no fue. La cosa es que una noche, mientras platicaba con una oyente, al final de la conversación, la buena dama expresó: -Y sobre todo, Ricardo, mi enhorabuena para ti y tu mujer, por ese bebé que esperáis. A partir de ese instante y el resto del tiempo, todas las conversaciones y cartas rondaban en torno a la maternidad de Norma, por más que intentara desviar el tema, pues no me gustaba hacer un espacio donde el protagonista fuésemos yo o mi familia. En julio, se abrió un debate sobre el nombre del chaval o la chavala, del que yo era un simple moderador porque lo cierto es que anímicamente no estaba de buen talante, pues como estaba haciendo el turno del chaval de las mañanas que se había ido de vacaciones, tenía que trabajar corrido desde las diez de la noche hasta la una de la tarde y en el piso que quedaba sobre el nuestro, en Parla, sus propietarios estaban en obras, por lo que poco podía pegar ojo. El uno de agosto terminé mi guardia a las ocho de la mañana y acompañé a Norma a su primera ecografía. La esperé fuera del ambulatorio, muerto de sueño y cansancio. Quince minutos después salió con un sobre en la mano, una sonrisa en los labios y un par de palabras: 454

-Son dos. ¡Casi me dio un síncope!. En esa ocasión, tampoco me hizo falta decir nada. Ya los oyentes se habían enterado y el debate por los nombre se duplicó. Todo mi público y los médicos, sin excepción, coincidían en que serían una parejita y así nos lo llegamos a creer también nosotros, por lo que Norma y yo, anunciamos que se llamarían Miguel y Estefanía, y dimos por cerrado el capítulo de los nombres.

Capítulo III El uno de septiembre comenzaron los servicios informativos con la participación de Mercedes Martínez, una buena trabajadora y excelente periodista, además de Eduardo Hernández y José Antonio Solana, mis amigos de Antena 3 y el nuevo programa matutino, con Carmen Palomera, también compañera de esa emisora. José Antonio se veía muy desmejorado desde la primera vez que lo había visto en la radio de Parla. El pelo había huido de su cuerpo con el tratamiento de quimioterapia, necesario ante el avance inexorable de un cáncer que a sus diecisiete años, le había invadido prácticamente todo el cuerpo. El chico resistía estoicamente el dolor y bastaban pequeñas cosas, como que lo hubiéramos llamado para integrar nuestro equipo de deportes, para sentirse muy orgulloso. José Antonio hasta el momento que se vio afectado por su fatal enfermedad, había representado a España en patinaje en numerosas oportunidades en diferentes países del mundo. Sus padres intentaban mantenerlo despreocupado explicándole que su enfermedad era grave, pero que reaccionaría al tratamiento.

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Una vez dudé que José Antonio no tuviera consciencia acerca de su real gravedad. Cruzábamos una calle y estuvimos a punto de ser arrollados por un coche. Fue él, quien con sus reflejos me apartó del paso del vehículo. Su comentario fue harto decidor: -No habría importado que me matara a mí, pero a ti que tienes toda una vida por delante y dos nuevos hijos en camino, hubiera sido terrible. En otra oportunidad, me comentó: -Mi hermana va a ser preciosa cuando crezca. Lástima que yo no voy a poder verla. Ante una y otra afirmación, mi respuesta era categórica: -¡Joder, tío! No faltaría más que por la tontería que tienes, pienses que te vas a morir. Siempre sonreía ante esas esperanzas que ni yo, ni ninguno de nuestros compañeros, nos ahorrábamos en prodigarle. A lo mejor su pesimismo buscaba una respuesta positiva, una inyección de fe. Una noche, me llamó para conversar en antena, cosa que no era habitual ni en él ni en ninguno de mis compañeros. -Ricardo, tengo un problema muy grave. -A ver, amigo, cuéntame qué puede ser tan grave en un chico de tu edad. -Ni más ni menos que el padre de mi novia le prohibe verse conmigo. -No te preocupes, José Antonio. Algunos padres se ponen celosos e intentan impedir las relaciones sentimentales de sus hijos, aunque ese tipo de prohibiciones tienen el efecto contrario, es decir, que les va a unir muchísimo más. -Lo peor de todo, -ignoró mi respuesta, -es que el otro día nos vio en la calle y me advirtió que no iba a permitir que su hija anduviera saliendo con un canceroso y tras empujarme se llevó a la chica a rastras. 456

Me quedé helado. Mi mente se puso en blanco por unos instantes, pero tenía que salir del paso: -No te preocupes, chaval. Tú, lucha por ella. Ese hombre es un gilipollas, que no merece la pena siquiera que lo volvamos a mencionar. ¡Imagínate, -le dije, -si efectivamente tuvieras cáncer, el daño emocional que te hubiera ocasionado! -¿Y no lo tengo, Ricardo? ¡Que no, joder! ¡Que no! –tuve que reprimir mis deseos de llorar. Después de esa conversación y pocos días antes que cumpliera sus dieciocho años, José Antonio sufrió una fuerte recaída, de la que solamente tuvo una momentánea recuperación durante los meses de enero y parte de febrero, cuando de vez en cuando iba a la radio a compartir su programa con Eduardo. Un día comentó en antena: -Si hay una cosa que deseo con vehemencia, es poder llegar a ver las Olimpíadas de Barcelona. Nos dejó a todos anonadados. El quince de febrero del 92, tuvo otra recaída y cada día al salir de la radio, Norma y yo le visitábamos. Estaba flaco, calvo, desencajado y ya no se controlaba. Sin embargo, cada tarde, tenía reservada una sonrisa para nosotros. Tenue, sutil, dolorosa, pero sonrisa, al fin y al cabo. El 24 de febrero, no pude ir a su casa y a mediodía del 25 llamé para saber cómo seguía: -¿Cómo sigue el enfermo?, -pregunté a una mujer que me atendió. -¿Tú eres su amigo Ricardo? –preguntó a su vez, ella. -Sí. -José Antonio acaba de fallecer. Esperaba su muerte, porque era inevitable, pero el impacto fue tan grande, que no me lo podía creer.

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Un chico tan joven, tan lleno de ideas, tan enamorado, con tanta esperanza, había muerto solo en su habitación. Su madre cansada tras una noche en que pensaron varias veces que se les iba, se echó a dormitar y solamente alcanzó a escuchar un grito hueco y sordo. -¡Mamá! Y cuando llegó al cuarto, José Antonio miraba para siempre hacia el infinito. Estuve a solas con su cuerpo, unos minutos después. Cogí sus manos y le comencé a hablar cosas suaves, cosas de Dios y de ángeles. Le di las gracias por haberme permitido conocerle y haber confiado en mí, y sobre su cuerpo que comenzaba a enfriarse, lloré con rabia. ¡Con impotencia!

Capítulo IV Uno de los primeros proyectos que comenzó a cristalizar en la mente de Norma, cuando las cosas en la radio habían comenzado a ir bien, fue la posibilidad de traernos mi madre a Madrid. -Me puede ayudar con los niños, -intentó convencerme, -y además, va a tener su segunda oportunidad de integrarse a la familia. No creo que la rechace. -Tengo miedo, -le respondí, -pero si tú crees que puede hacernos y hacerle bien, vamos a traerla. Comenzaba el mes de septiembre y me puse en contacto telefónico con ella. Fui muy claro. Le expresé mis temores y que lo hacía por la insistencia de Norma. Que no me defraudara. ¡Que no la defraudara a ella! -Hijito. Te lo juro por lo que más quiera, que esta vez te sentirás orgulloso de tu mamá. Dale las gracias a la Normita. ¡Qué ganas de ver de nuevo a los mellicitos y conocer a la Andreíta y a los que vienen! 458

En fin, que estaba contenta. Pedí el dinero para el pasaje al director. Me lo ofreció para diciembre y se lo hice saber a mi madre a través de una carta. Una carta que no tuvo respuesta. El quince de octubre, en una de las esporádicas misivas de Juan Francisco, en la que me hablaba de las dificultades económicas que estaba confrontando, de su hija Alejandra, que cada vez iba mejor en los estudios y de su mujer Viola, que estaba día a día más alejada de él, dejó para el párrafo final lo más importante: “Y antes, que se me olvide, mi querido hermano, tengo que darte una mala noticia. Nuestra madre que estaba muy contenta porque se iba para España, murió el quince de septiembre, de un ataque al corazón. Me hice cargo de todo lo concerniente a su entierro”. Tanto se hizo cargo, que debió ser la caridad pública la que se ocupara de sus restos, que descansan en la fosa común del Cementerio General de Santiago, según él mismo me confesó nueve años después de su muerte. Apenas leí la carta, lo llamé por teléfono a Temuco, donde vivía en casa de sus suegros para que me diera más detalles. Eran las diez de la mañana en Fuenlabrada, las cinco de la madrugada allá. -¿Viola? ¿Está Juan Francisco? -¡Pero qué te crees tú llamar a estas horas a una casa decente? -Es que llamaba para preguntar por lo de mi madre. -Ya eso pasó hace mucho tiempo. Escríbele una carta al “chino” y él te va a contestar. -¡Coño, no jodas, Viola! ¡Ponme con Juan Francisco!

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-Ricardo, -escuché su voz muy baja, -Hablemos otro día, que mis suegros están durmiendo. -Pero es que yo quería saber qué le pasó a... –Ya la comunicación se había cortado. «En abril de 1995, cuando Federico y toda su familia decidieron venirse a vivir a España, desde Chile, pasaron tres días en nuestro piso de Fuenlabrada. Hacía once años que no veía a mi primo, pero en lugar de los saludos cordiales de rigor, me recriminó: -Tu engaño mató a tu madre. -¿Qué engaño? –quise conocer. -Juan Francisco me contó que le ofreciste un viaje a España y como no le cumpliste, la pobre vieja no lo pudo resistir. -¡Coño! Pero si apenas tuvimos tiempo de ofrecérselo y ella sabía que debía esperar hasta que yo obtuviera el préstamo. Es más, –quise justificarme, -cuando le escribí dándole la fecha, creo que ya estaba muerta. Días después, recibí una carta de Juan Francisco a quien escribí para pedirle explicaciones, a lo que escuetamente me respondió. “Efectivamente, querido hermano. Cuando estaba en el hospital, antes de su segundo y fatal infarto, tenía en la mano tu carta y, te lo confieso, murió feliz”».

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Dos meses hasta diciembre Capítulo I El cuatro de octubre del 91, cuando a Norma le quedaban casi tres meses para dar a luz, comenzó a sentir las primeras contracciones. Fue de madrugada cuando ambos notamos que el ya voluminoso vientre, se le endurecía con una frecuencia preocupante. Esa mañana, por lo tanto, en lugar de irme a la radio, la acompañé a la consulta de su ginecólogo, pero como el especialista sugirió que mi mujer estaba mintiendo, nos trasladamos sin demora a Urgencias del Hospital de Getafe. Desde las once de la mañana, hasta las siete de la tarde estuve en la sala de espera, sin poder obtener información acerca de lo que ocurría con mi esposa. Diez o doce veces intenté averiguar en recepción, pero el funcionario, escaso de humor y carente de educación, no cesaba de repetir una y otra vez: -Siéntese y espere. No moleste más. ¿Pero cómo no iba a molestar? Supuestamente estaban a punto de llegar los bebés, tres meses antes de lo que debían y nadie, en absoluto, pensó que yo también tenía derecho a saber algo. El tiempo me enseñó a conocer a ese Hospital de Getafe. «Meses después, un domingo, Alberto, uno de los dos gemelos, amaneció llorando y tenía unas décimas de fiebre, por lo que una de las vecinas de Parla nos aconsejó llevarlo al Hospital Universitario de Getafe. 461

Una vez allí, lo atendieron por Urgencias y en menos de cinco minutos, un médico joven y parco en palabras, informó a Norma: -Tenemos que ingresar al menor. Tiene meningitis. A partir de ese momento, comenzaron a sacarle durante los siguientes cuatro días, líquido raquídeo para confirmar la enfermedad, sin éxito, pero el facultativo no quería dar su brazo a torcer. Aunque el pequeño ya no tenía fiebre y solamente acusaba el agotamiento de los malos tratos que le significaba tener agujas clavadas en la fontanela y sacarle diariamente el líquido raquídeo, la institución se negaba a darlo de alta. Informado su pediatra de cabecera de la situación, nos aconsejó sacarlo inmediatamente de aquel lugar y aunque no lo había visto, afirmaba: -Según lo que me cuenta, señora, el niño tenía un simple malestar y no presentaba ninguno de los síntomas de una meningitis. Al cuarto día en la tarde, Norma cogió a Alberto y lo sacó del hospital. El médico que lo atendía, se puso a gritar como un loco: -¡Cuando el niño se le muera, va a ser su responsabilidad, porque en este hospital, se lo advierto, el niño no volverá a entrar! Además, el incompetente añadió: -Al niño que antes estaba en esa cuna, también se lo llevaron y murió. No demandamos al hospital, quizás por ingenuos o tal vez porque, influenciados por lo que ocurría en Venezuela en estas situaciones, en que los médicos jamás perdían un caso, aunque la negligencia estuviera absolutamente demostrada, dejamos las cosas como estaban.

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Pero esa no fue la única experiencia desagradable que tuvo como centro a ese hospital getafense y que de alguna forma me afectó. Una noche, durante “La hora del enseño y del amor”, me llamó una oyente llorando, para pedir sangre de cualquier tipo para un hermano que estaba hospitalizado en el Severo Ochoa de Leganés con una hemorragia múltiple, en una de las fases de una leucemia que padecía hacía algunos meses. A la mañana siguiente, me llamaron de la dirección del hospital para agradecer la gran cantidad de sangre que habían recibido la noche anterior. Pocos meses después y a raíz de un grave accidente de tráfico, en que dos de los heridos fueron a parar al Hospital de Getafe, las familias nos pidieron sangre, también de cualquier tipo, llamamiento que hicimos durante nuestro informativo central. ¡Bueno! Antes que éste terminara, me llamó por teléfono una funcionario de dicha institución hospitalaria: -¿Quién le ha dicho a usted que estamos necesitando sangre? -Familiares de unos afectados en un accidente de tráfico, le expliqué. -Pues sepa usted, que aquí lo único que ha ocasionado es un molesto colapso en nuestro banco de sangre. -De verdad lo lamento, pero como siempre se dice que falta sangre, jamás pensé... -Pues no piense tanto y no vuelva a hacer estupideces. – Dicho lo cual, colgó. Inmediatamente me puse en contacto con el Banco de Sangre, con otros hospitales de la Comunidad de Madrid y con la Cruz Roja para informarles que nunca más contaran ni conmigo ni con los servicios informativos para sus campañas de donación de sangre, pues el Hospital getafense había dejado muy claro, que les sobraba el plasma. 463

De nada valieron sus explicaciones. Salvo una vez y gracias a las buenas relaciones que manteníamos con la Cruz Roja local, rompí esa promesa». A las siete de la tarde, otro funcionario que había llegado a reemplazar al primero me hizo pasar a una habitación donde permanecía Norma acostada y rodeada de aparatos extraños. -¿Qué pasa, mi amor? –le pregunté -No sé. Creo que tengo síntomas de parto, pero los fetos todavía están inmaduros, por lo que hay que retenerlos. Pero pregúntale al ginecólogo que anda por ahí. Y efectivamente andaba por ahí y se me ocurrió preguntarle acerca de lo que estaba pasando. -Ya le informaremos oportunamente. Y a propósito ¿qué hace usted por aquí? ¡Hágame el favor de salir! El hombre desapareció y una enfermera tan agria como él, me invitó a marcharme. -Vuelva mañana, que la habremos pasado a maternidad. Cinco días después, una noche y sin avisarnos, sino media hora antes, se llevaron en ambulancia a Norma al Hospital Doce de Octubre. Allí las cosas cambiaron. Aunque estaba en lo que correspondería a una UVI de las embarazadas, podía entrar a verla a cualquier hora y además permitieron que los niños pudieran estar, aunque fuera a ratos, con su madre. El caso de Andrea, la más apegada a Norma, fue triste. Nada más ver a su madre, se puso a llorar abrazada a ella pidiéndole: -Vuelve a la casa, mamá. Te echo de menos. Y a partir de ese momento, fueron dos meses los que estuvimos sin Norma.

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Capítulo II Me iba de casa a las ocho de la mañana para estar en la radio a las nueve, salía a las cuatro de la tarde, después de terminar con un programa de sobremesa que seguía a las noticias, me dirigía al “Doce de octubre” y allí me marchaba a las siete de vuelta a casa, estaba hora y media con los niños y finalmente a las diez llegaba a la radio, donde a la una me regresaba en taxi a mi piso. Sólo los fines de semana podía dedicarme algo más a mis tres hijos, pero tampoco podía dejar sola a Norma, víctima de una gran depresión. Andrea fue la que más sufrió y no había forma de suplir la compañía de su mamá. Cada pequeña cosa que le sucedía, era un drama en su interior. Un día, al llegar del hospital, mi pobre hija me esperaba llorosa y con el cuello torcido. Tenía una fuerte tortícolis, añadida a una gran porción de soledad. La primera tenía remedio, para la segunda, solamente cabía esperar el día en que la madre regresara. Durante esos dos meses, los niños iban solos al cole. Más de algún día se quedaron dormidos. Gastaban lo que les daba para comida en bollos y refrescos. Y yo, que no supe combinar equitativamente mi tiempo libre, me daba el lujo de regañarlos como si fueran los culpables de lo que nos estaba ocurriendo. Afortunadamente había un elemento que nos unía a todos y ese era la espera de los peques que venían en camino. Nunca pusimos en duda que los niños serían Miguel y Estefanía y en los pocos momentos que estábamos juntos, hablábamos de ellos como si ya nos estuvieran acompañando. Nunca ninguno mostró el más mínimo asomo de celos. En el Hospital, las enfermeras ya me conocían bien y no había tarde que no me dieran una merienda igual a la de Norma

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o muchos días en que no le llevaron doble ración de comida para que me la guardara. En la radio, Gabriel Hernández, el director, quería a toda costa que Miguel se llamara Gabriel para ser él y su mujer los padrinos de bautismo. Nunca le dije que sí, pero tampoco que no, aunque en nuestra mente no pasaba que ellos fueron los padrinos, aunque a decir verdad, seguimos sin tener candidatos para ello. A todo esto, el tema del embarazo, centraba parte de mi programa con enorme cantidad de cartas dedicadas a Norma y que contenían poemas y dibujos. Asimismo, muchos de los diálogos en antena, rondaban también en torno al tema. A las conversaciones se unieron brujos que querían poner a prueba sus conocimientos. Ninguno de ellos dudó que sería una parejita, aunque uno de ellos, más osado que sus colegas, aseguró que había una segunda hembrita, o sea que serían tres. Una imbécil, poniendo el toque de diferencia con los demás, tuvo la osadía de asegurar que efectivamente eran dos, pero la niña moriría a las pocas horas de nacer. Lo que sí nos guardamos muy bien de decir, fue el hospital donde permanecía Norma, para evitar una avalancha de visitas.

Capítulo III Las semanas comenzaron a sumarse una tras otra y mi mujer ya estaba completamente estabilizada ocupando una habitación individual de la cuarta planta de Maternidad. Un par de fines de semana los pasó en la casa, lo que calmó a los niños, pero no a mí, que me temía cualquier cosa con el tamaño de esa barriga. Durante la semana, la rutina incluía una ecografía diaria y una amniosintesis semanal. 466

Así, llegamos al once de diciembre. Ese día entré a la radio mucho más tarde de lo habitual. Estaba muy cansado e Isabel, la secretaria, me detuvo en la recepción: -¡Ricardo! ¡Corre al hospital! ¡Llamaron hace una hora porque Norma está a punto de dar a luz! Hernández gritó desde su despacho: -¡Y no te vayas en tren, hazlo en taxi! Sin embargo, pensé que tardaría lo mismo en tren, que tenía una estación en el hospital, que en taxi y gastaría mucho más. Pero debía pasar obligatoriamente frente a la parada de los taxis que quedaba en el camino y cuando me acercaba, uno de los coches arrancó, se detuvo frente a mí y el conductor me invitó: -Sube, Ricardo, que nos vamos al hospital. Ya el director había llamado por teléfono, sospechando que al final optaría por irme en tren. La carrera estaba cancelada por el gremio, con el que tenía excelentes relaciones. Al llegar encontré a Norma paseando por los pasillos de la cuarta planta, reflejando en su rostro la evidente emoción, aunque muy hinchado. Estuvimos paseando un par de horas y a las dos en punto comenzó a sentir los primeros dolores. La pasaron a la sala de pre parto donde estuvo unas tres horas con fortísimos dolores, pero la matrona aseguraba que todavía no tenía suficiente dilatación. A eso de las seis la llevaron a la sala de partos, a la que la acompañé. El primer bebé, Miguel, vino raudo a este mundo y sus pulmones llenaron, en forma de llanto, los tímpanos de los que estábamos presentes. Mi emoción fue indescriptible al ver nacer por primera vez a uno de mis hijos. Me aprestaba a ver venir al segundo, o a la segunda mejor dicho. Sin embargo, los dolores seguían creciendo, pero no aparecía nada. Una matrona metió su mano en la vagina y alertó: 467

-Viene cruzado. Le he tocado el brazo. La mujer volvió a meter su mano y comenzó a tirar sin éxito. Entonces, con una tijera amplió la abertura de tal forma, que salió un gran chorro de sangre, que me empapó la cara, pese a que estaba detrás de mi esposa. En ese instante apareció un médico joven y gritó: -¡Deja eso, joder, que vas a matar al niño! Él también hizo tacto y chilló: -¡Que venga un ginecólogo! ¡Rápido! Y el especialista llegó dando órdenes: -¡A quirófano! ¡El marido que salga! ¡¡¡A correr, hostias!!! Esperé media hora, hasta que apareció el facultativo cariacontecido. -Hemos cometido un error, -reconoció. –Después de la cesárea hemos ligado a su mujer y no tenemos autorización para ello. -¿Cómo están Norma y la niña? -Su mujer bien, pero no hay niña, es otro niño –y sonrió. -Puede demandarnos judicialmente. La verdad es que yo tenía cita para hacerme una vasectomía el diez de enero del 92 y más bien le agradecí al médico lo del ligamento de trompas y no puse obstáculo para firmar a nombre mío y de Norma, la autorización para tal fin. Esa noche al llegar a la radio, me esperaba en la puerta del edificio una verdadera multitud que quería saludarme y darme la enhorabuena. Fue la primera vez que hubo una manifestación masiva de aprecio hacia mí o lo que tuviera algo que ver conmigo. «Pocos meses después del nacimiento de Miguel y Alberto, llegué a la radio a eso de las nueve de la noche, justo cuando en el programa que precedía al mío Adolfo Ramírez, el jefe 468

de programas y DJ, entrevistaba a David Santisteban, una joven promesa de la canción pop. La cosa es que tanto en las afueras de la emisora, como en el mismo local, las chicas que querían verle de cerca y hasta tocarle sumaban una enorme cantidad. Yo pasé a duras penas entre las muchachas que intentaban entrar y dando codazos subí por las escaleras, hasta llegar a las atiborradas oficinas. Ya cuando había cruzado la mitad del camino hacia la discoteca, una de las fans del intérprete gritó como una histérica: -¡Es Ricardo! Y el pobre Ricardo, que no era otro que yo, recibió tal embestida de jovencitas, que cayó al suelo. Desde el suelo trataba infructuosamente de zafarme, pero cada vez eran más las chicas que saltaban encima y comenzaban a arrebatarme la ropa. Primero los zapatos, los pantalones después y cuando ya me quitaban la camisa, la gente que acompañaba al cantante, salió en mi defensa. El taxista que cada noche me acompañaba a mi piso, no tardó en llegar con la ropa que me había enviado Norma para suplir mi inesperada e involuntaria semidesnudez. Y es que eso de la radio fue muy fuerte. Una mañana, mientras preparaba los informativos, llegaron unas chavalillas de unos catorce años a conocerme. Cuando le di un par de besos a la primera, primero chilló como una marranita a la que le están cortando el pescuezo y después se desmayó, tan desmayada, que hubo que llevarla al Severo Ochoa».

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Capítulo IV El nacimiento de Miguel y Alberto no solamente fue un acontecimiento para los oyentes de la emisora, sino especialmente en la casa. Por un lado significaba la llegada de dos nuevos hermanos y por otro, que Norma volviera a estar en familia. Los tres mayores que acogieron con inmensa alegría a los peques, les contaban una y otra vez los dedos de las manos y de los pies para asegurarse que no venían con fallos de fábrica. Nadie se percató en esa búsqueda de anomalías, de la hipermetropía que ambos habían heredado de mí, pero eso ya tendría en su momento una solución, con un par de buenas gafas correctoras. Pero no a todo el mundo alegró el nacimiento. Un día, cuando viajaba en autobús de Fuenlabrada a Parla, escuché a una señora de la parroquia que le decía a otra que iba sentada junto a ella. -Esos sudacas llegaron a la ciudad a pedir nuestra ayuda y ahora, los muertos de hambre, no solamente se olvidan de lo que los hicimos por ellos, sino que se dan el lujo de ponerse a parir niños. ¡Será para que se los alimentemos entre todas! -¡No chica! ¡Como él ahora trabaja en radio, se creen los dueños del mundo! No sé a cuento de qué venía esa crítica, ni siquiera si la hacían sabiendo que las estaba escuchando, pero no quise darles en el gusto de entablar una discusión si eso era lo que buscaban. Si eran felices criticando a su prójimo después de salir de golpearse el pecho, ¡que fueran felices! 470

La llegada de los niños, hacía más que necesario que yo viviera cerca de mi trabajo, pues perdía diariamente más de tres horas y media en viajes de ida y regreso en autobús entre Parla y Fuenlabrada. La misma dirección de la radio se puso en campaña para conseguir un buen piso lo más cercano posible. Al final alquilamos uno a solamente siete minutos y medio caminando.

Capítulo V Y en el tema de los hechos sobrenaturales que me han acompañado en diferentes etapas de mi vida, el piso de Parla no estuvo ajeno a la ocurrencia de cosas especiales, que no quisiera pasar por alto. La primera de ellas aconteció en la noche del 19 de septiembre del 90, mientras veíamos la tele y yo fumaba el cigarrillo número cincuenta el día. Había retomado el vicio el mismo día que puse un pie en Madrid. En ese momento alguien me llamó desde el dormitorio. Reconocí la voz de mi suegro muerto y acudí a su llamada. En la habitación no había nadie, ni siquiera luz, ya que el interruptor no obedecía y lo que sí sobraba era un frío intenso. La puerta se cerró tras de mí y comencé a escuchar aquella voz que parecía emerger de todas partes. -¡Deja de fumar que todavía debes vivir muchos años más para sostener a mis nietos! ¡No seas egoísta, vale, que tu vida no es sólo tuya! -Pero Antonio, es que tengo muchos problemas y el cigarrillo me ayuda a sobrellevarlos. -¡A sobrellevarlos, un carajo! ¡A la muerte, es donde te llevan esas mierdas!

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Ricardo José y Ricardo Antonio irrumpieron en la habitación y encendieron sin problemas la luz. -¿Con quién hablabas, papá? –preguntó uno de ellos. -Con el abuelo, -le respondí tranquilamente. Desde ese día no volví a llevar un cigarrillo a mi boca hasta diciembre del 97, en que lo hice por no más de tres semanas en un momento de fuerte presión laboral. Poco después y cuando ya trabajaba en la radio, las mismas figuras que habíamos visto en la casa de Villa Africana, comenzaron a circular por el pasillo del piso, al menos en un par de ocasiones. Más que temor, nos provocaron desconcierto. Quiso la casualidad que en esos días llegaran cuatro videntes colombianos a ofrecer sus servicios a la radio. Uno de ellos decía ser abogado, otro médico y los cuatro en conjunto, aparte de videntes, aseguraban ser empresarios inmobiliarios. Ni de abogados, ni de médicos, ni de empresarios inmobiliarios hubo jamás constancia, pero su videncia dejó pasmado a más de uno. Todos los días, durante quince minutos respondían preguntas telefónicas en el programa de la mañana y una vez a la semana, durante media hora, lo hacían en el mío. Un día, mientras hablaban en antena y yo esperaba que terminaran soportando un dolor de muelas espantoso, la chica del grupo se acercó y me preguntó: -¿Le duele mucho? -¿Se me nota? –le respondí con otra pregunta. Sin decirme nada más, puso los dedos de su mano derecha sobre el lado de la cara que soportaba el dolor y éste se esfumó como por arte de magia. A la mañana siguiente, antes de sus quince minutos, la misma chica se acercó a mí y me comentó: -A ustedes les sigue un espanto desde Venezuela. Es un duende que se multiplica las veces que quiere y se puede ver una, dos o tres veces al mismo tiempo. 472

Me quedé helado. -¿Y qué podemos hacer para sacarlo? -Dos cosas, -me explicó, -En primer lugar, tirar toda la ropa oscura que hayan traído de Venezuela, sobretodo, la que usaron mientras vivían en esa casa que con tanto miedo recuerdan. No sé quién le habría dado la información, porque era un tema que jamás habíamos tocado con nadie desde que habíamos llegado a España. -Luego, -prosiguió, -usted debe llamar a su madre que está allí y a la señora Concepción que en vida residió en ese piso y que piensa que es de ella, e invitarlas a que la acompañen a misa, el próximo domingo. -¿Qué? -Sí, Ricardo. Ahí están su madre y la señora Concepción. Las dos se niegan a abandonar esa casa y si se las lleva el domingo a misa, debe quedarse con ellas hasta después del Evangelio, e irse. Las dos se quedarán en el templo. -Pero ¿por qué? -Llámelas y verá que están ahí. Después haga lo que le digo y no me pregunte por qué. Como si no me tuviera suficientemente sorprendido, dio el puntillazo final: -Hay una amiga de su esposa que se llama Yajaira. Efectivamente, una de las mejores amigas de Norma se llamaba Yajaira. -Pues esa chica, es una envidiosa empedernida y les hizo un trabajo de magia el día que ustedes se casaron, para que las cosas no les fueran lo bien que podrían haberles ido. Contra eso no puedo hacer nada, pero los dos tienen buenas protecciones. Esa misma noche, antes de irme a la radio y de común acuerdo con Norma, me metí en nuestra habitación y llamé:

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-¡Señora Concepción! ¡Señora Concepción! –no esperando, lógicamente, tener ninguna respuesta. Pero de la nada y de pronto, apareció una dama bastante mayor y gorda, con el pelo gris peinado hacia atrás y terminado en una coleta. -¿Qué? ¿Ya se van de mi casa?, -quiso saber -No, señora Concepción. Lo que quiero es –respondí aterrorizado, pero clavado por una fuerza superior en aquel cuarto, -invitarlas a usted y a mi madre a misa, el próximo domingo. Creí ver el rostro de mi madre muy cerca del de la anciana. Estaba aparentemente sonriente y tranquila. Todo se esfumó en cuestión de segundos. El domingo previsto, Norma llevó a Alberto al hospital por la supuesta meningitis, así es que pedí a Ricardo José, Ricardo Antonio y Andrea, que llevaba en un cochecito a Miguel, que me esperaran fuera del edificio. -¡Señora Concepción! ¡Mamá! –llamé. Y ambas aparecieron sentadas en un sofá que estaba a la derecha de la sala. Los tres salimos rumbo a la parroquia. Detrás de nosotros iban los niños. Todos guardamos un sepulcral silencio. Una vez en la iglesia y terminado el Evangelio, salí sin que ni la desconocida señora Concepción ni mi padre me dirigieran una mirada. Como en muchas otras ocasiones en que me había visto enfrentado a fenómenos inexplicables, poco o nada se habló de ello en el futuro.

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Amistades que matan Capítulo I Durante mis cinco años en la radioemisora, conocí a mucha gente, entre ellos a muchos oyentes, que de una u otra forma se involucraron conmigo y con mi familia. En una ocasión, mientras viajaba por la mañana en el autobús que me llevaba a Fuenlabrada –les llamaban camionetas-, una chica muy guapa que se sentó delante de mí, se volteó exhibiendo una sonrisa radiante y me preguntó: -¿Tú eres Ricardo Salvatierra? La verdad es que al principio me halagaba que me reconocieran en la calle. Mejor dicho, siempre me halagó, pero hubo momentos en que también sentía que invadían mi intimidad. «Un mal día comprábamos Norma y yo en el supermercado Alcosto, cuando al llegar a una de las cajas en la que ocupábamos el tercer lugar, se nos coló alegremente una señora, gorda, bajita y con cara de “armas tomar”, con un carro de compras a rebosar. -Oiga señora, que nosotros estamos antes, -le dijo Norma. La mujer la ignoró. -Señora, por favor, que ese es nuestro puesto, -volvió a repetirle mi mujer. -Era, -dijo la muy tarada casi sin inmutarse. -Hágame el favor, -intervine yo, -de irse al lugar que le corresponde o tendremos problemas. 475

-¡Es Ricardo Salvatierra! –alzó la voz otra mujer que estaba detrás de nosotros. Entonces dos o tres damas, incluyendo la que estaba intentando quitarnos el puesto, me pidieron un autógrafo. Y aunque recuperamos nuestro lugar, no era el momento oportuno de sacar a colación mi oficio de locutor». La chica del autobús me pidió un autógrafo y luego varias veces me fue a visitar a la emisora durante el programa nocturno. Más adelante, cuando ya vivíamos en Fuenlabrada, la chica se las ingenió para obtener la dirección e ir a visitar a Norma. Lo cierto es que era una joven muy maja y su presencia no nos disgustaba. Lo que sí me disgustó fue el momento en que comencé a recibir cartas anónimas con su letra, declarándome el inmenso amor que sentía por mí. -Mira, Pilar, -le dije en una de sus visitas nocturnas. –Yo podría ser tu padre o también un sinvergüenza que quisiera aprovecharse de tu juventud y belleza. No soy ni lo uno ni, afortunadamente, tampoco lo otro. -No puedo controlar mis sentimientos, -reconoció con lágrimas en los ojos. –Lo único que te pido es que no me apartes de tu vida. No lo hice y siguió yendo a la casa a conversar y a la radio en las noches, pero del tema no se volvió a hablar. Muchas como ella, pero desconocidas, no perdían oportunidad de declararme epistolarmente su amor sincero y eterno. Eran chicas de entre trece y dieciséis años ninguna de las cuales seguramente se acuerda ni de ese amor pasajero, ni siquiera de mí.

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Capítulo II Cuando nos encontrábamos en plena tarea de encontrar un piso de alquiler en Fuenlabrada, María del Mar, la hija de uno de los clientes de la empresa y al mismo tiempo, oyente del programa de Adolfo, me comentó que su madre Remedios conocía a alguien que alquilaba un piso cerca del suyo. Así, me concertó una cita en su casa a la hora de la comida. Al llegar, estaban el padre, la madre, su hermana Sonia, el novio de la hermana y ella y una comida que evidentemente se había preparado para una ocasión especial. Tan especial que se habló de todo menos del piso en alquiler. Hubo tiempo para comentar que María del Mar cumpliría diecisiete años dos días después y lógicamente yo tenía que ir a la cena con la que lo festejarían. -No me gusta ir a fiestas sin mi familia, -comenté. Y todos quedamos automáticamente invitados y sentenciados. Sentenciados a ser amigos de ellos pesara a quien pesara y con la condición que nadie más pudiera entrar en ese círculo hermético que quisieron crear. La cosa es que dos días más tarde, llegaron por la noche a nuestra casa, con un peluche enorme de regalo para Andrea, para comunicarnos que nos pasarían buscando antes del mediodía, porque el cumpleaños había que celebrarlo en grande con una comida, una merienda y una cena. Para formalizar la invitación, fue necesario que concurriera toda la familia, incluido el novio de Sonia. El día de la celebración debo reconocer que lo pasamos muy bien. Esa gente se desvivió por agradarnos. Nos hicieron comer hasta no tener capacidad física posible ni para recibir un vaso de agua y Sonia y su prometido se llevaron a Ricardo José, Ricardo Antonio y Andrea a un parque cercano, en Leganés, 477

mientras el resto, incluidos los bebés nos quedamos recibiendo las más variopintas expresiones de cariño del matrimonio y su bordona. A partir de aquel día, todas las noches Sonia y Juan, el novio, algunas veces con la madre, otras con María del Mar y otras solos, me iban a buscar a la radio para llevarme a casa. No permitían, eso sí, que nadie llegara a visitarme. Esto creó conflictos con la Custo, una chica extremeña que iba a contarme sus problemas sentimentales al menos una vez a la semana y a quien lisa y llanamente la amenazaron con contarle a Norma que buscaba algo conmigo, si seguía yendo. Pero, con lo que no contaron es que Norma mantenía buenas relaciones con esta chavala residente en Alcorcón. Custo, antes de aparecer ellos, solía llevarme a Parla después de sus visitas. La “familia Telerín”, como nos dio por llamarla, copaba absolutamente nuestros fines de semana y no podíamos ir a ningún sitio sin que nos acompañaran, qué sé yo, al supermercado, al Corte Inglés, al cine. Para evitar una escapada, llegaban cada sábado a las siete de la mañana. Para Semana Santa, la última que pasamos en Parla, afortunadamente se fueron a su pueblo de Castilla La Mancha. Pensamos que podríamos descansar, pero en la radio el teléfono no cesaba de sonar cada media hora exacta. Eran ellos para saber: -¿Cómo van las cosas? Así fue de lunes a viernes y ese día les conté que: -Mañana nos vamos a Hipercor, a comprarles una bici a Andrea y una consola de videojuegos a los muchachos. -¿Y por qué no esperan que lleguemos, para que no tengan que pagar el pasaje del tren? -¡No, qué va! ¡A los muchachos les daría un “patatús”! El “patatús” estuvo a punto de dárnoslo a nosotros, cuando al salir de casa, a las nueve de la mañana, nos esperaban Juan y 478

Sonia para llevarnos a su casa primero y salir en dos coches, con la familia en pleno, después, hacia el Hipercor de San José de Valderas. El domingo nos escapamos de madrugada a Madrid y el lunes llamé a Remedios por teléfono y le supliqué: -¡Déjennos respirar, Remedios, por favor! La mujer se puso a bufar y cortó el teléfono. Acto seguido me llamó Sonia. -¿Qué le has dicho a mi madre, que está a punto de darle un ataque al corazón? -Traducido, Sonia, le he dicho que nos tienen hasta el culo. Que no nos dejan ni a sol ni a sombra. Que, en definitiva, nos dejen en paz. -¡Hijo‟puta, mal agradecido! –fue lo que se le ocurrió decirme y tras amenazarme con un: -¡No volveréis a saber nunca más de nosotros! –colgó el auricular. Pasamos un resto de semana de lo más tranquilos posible, hasta que el sábado al mediodía llegaron Juan y Sonia. Ella lloraba: -Mi papá está muy grave y quiere veros. Juan añadió: -Creo que por la amistad que os hemos brindado, David, el padre. –se merece unas palabras de aliento vuestras. -¡Después ya no os buscaremos más!, -remató la acongojada Sonia. Lógicamente les acompañamos y encontramos a David con una gripe de “padre y señor nuestro”, pero nada irremediable. Lo que sí pudo ser irremediable fue comer aquellos manjares que tenían preparados, porque las cosas volvían a estar en el sitio que ellos querían. Sin embargo, a pesar de no saber de la familia el domingo, el lunes en la noche se presentaron, a las once de la noche en la radio. Me acompañaba la Custo, que vestía aquel día una 479

minúscula faldita, que dejaba a la vista sus bien contorneadas y largas piernas. Los “Telerín” se acomodaron silenciosos en lo que llamábamos el “locutorio”, frente a mi cabina de control y transmisiones y conectadas por una doble ventana conocida como pecera. Juan y Sonia desaparecieron unos veinte minutos y regresaron con Norma y los niños. En el camino le habían advertido que me acompañaba una puta. Al ver a nuestra amiga, mi esposa se quedó desconcertada y me pidió: -¡Saca esta gentuza de aquí! Yo no podía arriesgarme a que formaran un escándalo en aquel momento y le pedí paciencia. Norma y la Custo se fueron a conversar a las oficinas, momento que aprovechó Sonia para entrar en la cabina, con los ojos enrojecidos, a preguntarme: -¿Por qué me haces esto a mí, Ricardo? Me quedé de piedra y no me quedó más remedio que exigirle: -¡Fuera de aquí! ¡Fuera de aquí tú, tu familia y el cabrón de tu novio! -No pienso moverme. Cogí el teléfono y le advertí muy seriamente: -¡O se largan o llamo a la policía! En treinta segundos estaban todos fuera sin decir ni “pío”. A la noche siguiente, Remedios me esperaba a la salida de mi trabajo y aprovechándose de su voluminosísima humanidad – era perdidamente gorda- me cogió del brazo e intentó arrastrarme hasta su vehículo. Afortunadamente apareció Agustín, el taxista que me llevaba diariamente a casa y gracias a su corpulencia, logró zafarme de aquellas garras.

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A la tarde siguiente, al terminar mi “Café, Copa y Puro”, un programa de sobremesa, me encontré con que a escasos metros de la puerta de la emisora, estaba la “familia Telerín” en pleno, evidentemente en pie de guerra. Mis compañeros que se habían dado cuenta de la situación, me habían esperado y salimos en grupo hacia una parada, que no solía utilizar, de la “camioneta” a Parla. Cuando el autobús llegó a mi parada habitual, pude ver justo a tiempo a toda la familia que se aprestaba a abordar el vehículo. Me agaché en uno de los asientos, mientras que Mari Carmen, una joven estudiante que solía viajar todos los días a la misma hora y con la que solía conversar, me tapó con su mochila. Miraron desde la entrada y al no verme, se apearon. No obstante, al llegar a Parla, me esperaban Remedios y su hija Sonia en la terminal. -¡Ven acá, hijo‟puta! –me exigió la madre. -Por el amor de Dios, dejen mi alma en paz. -¡Mal amigo! ¡Putañero! –aulló la hija, mientras la gente comenzaba a detenerse para ver un nuevo espectáculo en torno a mi persona y mi vida. Pensé que el mejor camino era el de mi casa y sin hacer caso a los insultos de grueso calibre que proferían las dos mujeres, llegué hasta el portal del edificio. Allí, Sonia comenzó a elevar el tono de su voz. -¡Te lo tienes muy creído y no eres más que un maricón! La madre no desaprovechó la oportunidad de tomar el testigo: -¡Óiganlo bien todos los vecinos! ¡Ricardo Salvatierra es un maricón! En este punto, mi cabreo era mayúsculo. -¿Por qué, gorda asquerosa? ¿Porque no quise follar contigo, saco de grasa? ¿O porque no quise hacerlo con tu hija? Después me enfrenté a la muchacha: 481

-Y tú, Sonia. ¡Respeta un poco a tu pobre novio, que no hace sino el papel de cabrón! –De algo me estaba sirviendo lo que me había enseñado la Yaya. Dicho esto, me metí en el edificio y tuvimos que soportar durante hora y media, hasta que se quemó, el timbre del telefonillo. Esa misma tarde puse una denuncia en policía por acoso contra cada uno de los miembros de la familia. Aunque nos cruzamos varias veces en la calle, nunca más volvimos a dirigirnos la palabra. María del Mar, linda chica hasta sus diecisiete años, engordó como su madre. Sonia se casó con Juan y también engordó como su madre. Juan, grueso por naturaleza, quedó seco como el suegro. Después de esa experiencia, tuvimos especial cuidado en escoger a nuestras amistades. Siempre intentamos que poco o nada tuvieran que ver con los oyentes, y afortunadamente no se volvió a repetir el caso de esa familia tan especial, aunque hubo ciertos matices en algunas parejas que se aproximaban a algo similar pero que supimos cortar de raíz.

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Días de radio Capítulo I Una vez que nos instalamos en nuestro piso de Fuenlabrada, comenzamos a disfrutar una sensación de estabilidad tal, como no recordábamos haberla tenido en los últimos años, al menos desde 1984. Esa sensación, nacía del hecho de tener un trabajo fijo, una casa bien situada en una ciudad agradable, a los muchachos estudiando en sus respectivos institutos y a Miguel y Alberto creciendo aceleradamente y sanos. Decidimos que de allí no nos movería nadie. Que aquel era el nido que habíamos estado buscando desde que salimos de Ciudad Guayana para afincarnos temporalmente en Puerto Píritu. El trabajo era el ideal, pues combinaba mis dos grandes pasiones, como lo han sido siempre la locución y el periodismo y además, me pagaban bien. Gozaba de cierto prestigio en la comunidad, aunque los políticos, especialmente los del PSOE comenzaban a desconfiar de mí, lo que no me preocupaba en lo más mínimo. Lo malo es que con relación a los políticos, uno nunca sabe qué se esconde tras una sonrisa o un palmoteo en la espalda. Nunca hay amistad, sino interés y al generalizar, creo que no me equivoco, pues en ningún sitio del mundo vamos a encontrar a un político que sea honesto consigo mismo. «En Ciudad Bolívar y gracias a mi página cultural en el diario “El Expreso”, tenía un numeroso grupo de políticos peloteándome para que hiciera lo propio con ellos. Al final, 483

más que por peloteo, simplemente para satisfacer sus necesidades egocéntricas en una ciudad capital de un gran estado, pero con mentalidad pueblerina, los alababa y hacía buenas críticas de sus trabajos, casi siempre en el campo de la poesía. En esa época en que el pueblo venezolano comenzaba a comprender que el sinónimo más aproximado para la palabra político, era el de corrupto, se puso de moda, que cada uno de esos presuntos corruptos, mostrara una faceta diferente, más humana, más sensible y descubrieron la poesía como una forma de alejar sus fantasmas, unos fantasmas que si se ponían a comerles votos, los dejarían en la calle, sin trabajo y sin los medios inagotables que ese trabajo les proporcionaba indirectamente. ¡Qué grandes amigos tuve en esos días! Casi diariamente se sucedían las cenas, comidas y reuniones donde abundaba la bebida más fina posible y los manjares más apetecibles. Un día, sin embargo, el mismo que presenté mi renuncia al cargo de director de “La Tarde” para marcharnos a España, a la misma hora, como por arte de magia, se enteraron todos esos políticos artistas y me quitaron el saludo. ¡Nunca más me hablaron! Excepción hecha cuando la entrevista acerca del senador soriano, que les podría dar proyección internacional. Sin embargo, provincianos y pedorros como eran, casi no los tomé en cuenta». La evidente antipatía de los socialistas por contar las cosas como eran y no como la emisora municipal decía que debían ser, preocupó al director, un hombre que había salido de la nada y ninguno de nosotros imaginaba siquiera por qué estaba ocupando aquel cargo en una radio que había adquirido tanta importancia gracias a la programación ideada por Angel Campodónico, su presidente. 484

-No debemos atacar tanto a los socialistas, que dependemos de la publicidad del Ayuntamiento. -Gabriel, yo no los ataco, simplemente recojo las denuncias que hay contra ellos y además, -le recordaba, -no tenemos publicidad del Ayuntamiento. -¡Claro, contigo atacándolos, cualquiera invierte en nosotros! Este factor y mi negativa a doblegarme a sus deseos de mediatizar las informaciones a fin de obtener un dinero que difícilmente llegaría a nuestras arcas, hicieron que el director me tomara ojeriza. Tampoco era ajena a esa nueva actitud, mi popularidad, una popularidad que provocó que a la empresa se la conociera como “la radio de Ricardo”. ¿Envidia? No lo creo. Más bien temor a que mi curriculum se conociera a nivel de presidencia, ya que mi historial profesional no aparecía en mi expediente. Dos veces desapareció y luego no hubo interés en llenar el vacío. La cosa es que Hernández y su hija mayor Nuria, que trabajaba –trabajar es un decir- vendiendo publicidad, es decir, se le entregaban todos los clientes que iban a poner alguna cuña a la radio para que se quedara con el quince por ciento de comisión; comenzaron a meter elementos extraños en mi espacio. Por ejemplo, un día fue un sicólogo a poner una cuña de mil quinientas pesetas para los días miércoles a las diez de la mañana y Nuria, con el beneplácito de su padre, le regalo cinco diarias en mi programa, más media hora para atender consultas de mis oyentes. Como ese apartado rompía el esquema, comencé a notar el descenso de la audiencia en esa franja. Se lo hice saber a Hernández. -Aquí yo soy el que decido qué se hace en cada programa, me respondió con su habitual brutalidad.

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Sin embargo, cuando llegó Angel, pues vivía en Barcelona y viajaba esporádicamente a Madrid, al sicólogo le dieron calabazas. El presidente de la empresa no podía enterarse que la radio se estaba manejando como lo hacía el director. Pero cuando Angel regresó a la ciudad Condal, Nuria vendió una cuña mensual a una tarotista-vidente, por ochocientas pesetas y le regaló diez diarias en mi programa, además de una hora tres veces a la semana, para atender consultas. Como el tema de la videncia gustaba a la gente, a pesar de ser aquella una tarotista de pacotilla, le propuse a Angel en su nueva visita –ya la bruja había recibido sus agradecimientos y estaba fuera- tener un apartado esotérico de una hora semanal. -¡Se llamará “La hora de las brujas”! –aceptó con entusiasmo.

Capítulo II Pero más que videntes y consultas acerca del futuro, Angel lo que quería era un espacio, los días lunes a las doce de la noche, en que se contaran historias de terror. Que yo contara las mías y la gente contara las suyas. Pero aquella “hora de las brujas”, se convirtió desde el primer día, en una verdadera hora de terror para mí. La primera noche, cuando con fondos musicales extremadamente tétricos y sonidos de cadenas, gritos y carcajadas enloquecidas, narraba a la audiencia mis experiencias en la mansión de Chiguayante, la pesada puerta de la cabina, se cerró con fuerza, siguiéndole la del locutorio. Levanté la sintonía y corrí a ver quién de mis compañeros me estaba haciendo una broma, pero las dos puertas de entrada estaban cerradas, una de ellas con pestillo desde adentro. Las luces comenzaron a parpadear y decidí no volver a salir de la cabina 486

hasta que llegara la hora finalizar, la que esperé reemplazando el misterio por música ligera. Al día siguiente pedí a Hernández autorización para no hacer más aquel apartado. -¿No quería terror, el sudaca? ¡Pues terror va a tener! Desde hacía un tiempo, el director había comenzado a tratarme de “sudaca” y se refería a mi mujer como “la negra”. Cada vez que discutíamos al respecto me recordaba: -A tu edad es muy difícil que puedas encontrar trabajo, así es que ¡respeta o te vas a la puta calle! La cosa es que el lunes siguiente tuve que prepararme psicológicamente para hacer un programa similar al primero. La fotografía de una fiesta de cumpleaños en donde aparecía, junto a la agasajada de 8 años, su abuela muerta dos antes, no es, desde luego una de las historias extrañas que más me haya impactado hasta la fecha, pero no es, tampoco, para dejar de recordarla. Aquel lunes, una oyente de la emisora, me entregó la fotografía por la mañana. A simple vista parecía una superposición de imágenes, así es que la cogí sin darle mayor importancia, aunque sí era un buen tema para "La hora de las brujas". A las nueve de la noche, la fotografía comenzó a inquietarme por lo que pedí a Adolfo Ramírez que la guardara en una pequeña caja fuerte empotrada en la pared junto a su mesa escritorio. Así lo hizo y una vez cerrada la caja, la foto se deslizó por la parte baja de la puerta como si se tratara de la reproducción de una cámara Polaroid. Tras revisar la puerta en busca de alguna ranura y comprobar que no la había, Adolfo, evidentemente asustado me pidió que yo mismo pusiera la gráfica y cerrara, pero se repitió el mismo fenómeno. Él salió corriendo de las instalaciones dejando a medias su programa y yo debí quedarme, terminándolo y preparando el mío. 487

Guardé entonces la fotografía en mi mesa, bajo llave y ahí se quedó. Sin embargo, cuando a las doce de la noche comenzó la lúgubre sintonía de "la hora de las brujas", la foto apareció como una pompa de jabón sobre la mesa de control, frente a mí. Huelga decir que aquella noche las emisiones se suspendieron a las doce en punto. El informe ante el singular abandono de labores, contó con el aval de Adolfo. La fotografía fue devuelta a su dueña al día siguiente. Como a pesar de eso, no logré que Gabriel Hernández Sobrinó, suspendiera “La Hora de las Brujas”, a la semana siguiente se fueron a acompañarme mis dos hijos mayores. La noche transcurrió tranquila hasta las doce. A esa hora y conjuntamente con la sintonía del espacio, unos gritos aterradores se dejaron escuchar por todos los rincones del local. Las luces volvieron a parpadear como el primer día y todas las puertas a golpearse contra sus marcos. Mis hijos habían tomado la previsión de poner una grabadora, la que al final no captó ninguno de esos sonidos, pero que escuchada al revés y en velocidad rápida, dejaba escuchar una extraña conversación, de corte absolutamente satánico. A mediados de semana llegó nuevamente Angel, quien se aterró al escuchar la grabación y ordenó suspender esa hora. En su lugar y para no quedarme solo a partir de la medianoche, momento al que cogí mucho respeto, llevé todos los días a cinco tarotistas diferentes, que respondían casi siempre a preguntas referidas al amor y que tuvo gran éxito entre los oyentes. Pero al director eso no le venía bien para nada. Llenó las tres horas de mi programa con publicidad no contratada o multiplicaba por cinco o por diez, las cuñas solitarias que rebotaban en su hija. 488

A pesar de eso, a lo que Angel se oponía rotundamente, el programa siguió encabezando la audiencia nocturna local.

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Un año de esperanzas y días de temor Capítulo I

Las vacaciones del año 95, terminaron con una gran decepción para todos. Norma estaba deseando ver a su madre después de seis años. La nostalgia era muy grande y a pesar que para el año siguiente teníamos previsto ir a pasar un mes en Ciudad Guayana, la presencia de doña Rufina, calmaría bastante la nostalgia de su hija. Pensando en ello, alquilé para los primeros quince días de agosto el piso vacacional de Eduardo en Torremolinos y pedimos un préstamo bancario para comprar un pasaje a mi suegra. El alboroto era grande en casa, porque a pesar de su genio, los nietos mayores la querían y los pequeños tenían la curiosidad por ver cómo sería una abuela. El 3l de julio teníamos previsto que apenas llegara doña Rufina, partiríamos rumbo a Málaga en tren. No obstante, la señora no llegó en el vuelo previsto, por lo que Norma la llamó desde el mismo aeropuerto: -¿Mamá? ¿Qué haces por allá? -Sí, ya sé que no viniste, pero ¿por qué? La expresión del rostro de mi mujer se demudó y sin alcanzar a colgar, soltó el llanto. Un llanto que contenía toda la decepción del mundo y que con el tiempo se convirtió en cabreo. 491

Sólo al llegar a casa pudo balbucear las primeras palabras: -Mamá no vino, porque ayer Narciso la invitó a pasar unos días en Los Pijiguaos y no le podía decir que no, porque es su hijo. ¡Se va mañana! –Y siguió llorando un largo rato, aunque calculo que su corazón lloró durante muchas semanas más. Al final, no nos fuimos de vacaciones. Ese duro palo, hizo que naciera en Norma una inquietud por irse a su tierra, una inquietud en que la secundaban nuestros dos hijos mayores. Mientras tanto, Hernández seguía en su operación de intento de acoso y derribo, pese a lo cual, me sentía muy seguro en mi puesto. “Nada puede ser perfecto”, pensaba y ya suficientemente hermoso era trabajar en la profesión y el oficio que adoraba. Un día, cuando viajábamos en su coche al Centro Penitenciario de Navalcarnero, atendiendo una invitación a un acto cultural, tras un largo silencio, aprovechó para escupirme: -Yo me cargo a tu programa y a ti. No le respondí y tras otro lapso de silencio, volvió a abrir la boca: -Hay una secta brasileña que quiere comprar tres horas diarias de programación y les voy a dar tu horario. Acostumbrado a ese tipo de amenazas, le recordé: -Pero eso significaría bajar la audiencia de la radio. -¡Me cago en la audiencia y en los oyentes! ¡Lo que yo necesito es dinero! Dos semanas después, vendió media hora, a partir de las once de la noche, a los evangélicos, lo que cortó por la mitad mi programa y el descenso en la audiencia se notó casi inmediatamente. Cuando Angel, alarmado por los resultados del Estudio General de Medios quiso indagar qué es lo que estaba sucediendo, Hernández simplemente le explicó: 492

-Es que Ricardo ya no está trabajando con el mismo entusiasmo del principio. El personal tenía prohibido, bajo la eterna amenaza de ir “a la puta calle”, hablar con el presidente de la emisora, pero se dio la circunstancia que Angel y yo coincidimos en un bar situado en los bajos de la emisora y me comentó: -A ver, Ricardo, si recuperas el entusiasmo inicial, para volver a tener la audiencia de hace unos meses. -Yo no he perdido la mística, -le dije, -pero mientras el director insista en meterme a esa secta de brasileños justo a la mitad del programa, partiéndolo en dos, poco o nada ... -¡¡¡¿Qué?!!! –casi aulló. Le expliqué lo que sucedía y a partir del día siguiente, los sectarios brasileños pasaron a ocupar la media hora que seguía a mi espacio, en las profundidades de la noche. Las relaciones con ellos, eran tensas, aunque yo me iba cuando ellos llegaban, pero las hostilidades se rompieron, no conmigo, sino con la audiencia, cuando un día, despedí musicalmente “La hora del ensueño y del amor” con el “Ave Rociera”, interpretada por Los Marismeños. Uno de los brasileños, comenzó su tiempo afirmando: -Es un pecado a los ojos de Nuestro Señor Jesucristo, endiosar a su madre, y una mentira tratarla de Virgen, porque ella tuvo un hijo y para tenerlo, debió conocer un hombre. La Madre del hijo de Dios, no estaba casada y además de eso, reconoce el Nuevo Testamento, que no era de José, su novio, el hijo, sino de otro, por lo que pudo ser, al igual que la Magdalena, una prostituta. Hasta esa noche le duraron a Gabriel sus evangélicos. Los oyentes que alcanzaron a escuchar tamaña ofensa, lo mismo que los clientes, protestaron agriamente ante la dirección, amenazando inclusive, con llevarse su publicidad a otro sitio.

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La reacción popular fue tal, que la secta brasileña tuvo que irse de la localidad primero y de la región después.

Capítulo II Situaciones como aquella me daban ánimos para seguir adelante. Me hacían sentir fortalecido, aunque la presión del trabajo era cada vez mayor. A medida que se acercaban las elecciones del 96, me aboqué exclusivamente a preparar las entrevistas con los candidatos y poder compaginar nuestros horarios con los de ellos, era una tarea en ocasiones, ardua. Diferentes personalidades de cada uno de los tres principales partidos, compartieron micrófono a partes iguales. El tratamiento fue imparcial y ecuánime, lo que me acercó al PSOE, sin apartarme de las otras dos formaciones, que me pidieron colaboraciones especiales en momentos determinados, como los textos de las cuñas locales de Izquierda Unida o la presentación del entonces candidato a la Presidencia de la Comunidad de Madrid, Alberto Ruiz Gallardón, en los actos públicos en la ciudad. Al finalizar el último programa de entrevistas políticas, me fui caminando al piso. Me sentía muy liviano, volátil diría yo. Pero no era esa sensación de libertad que se siente en aquellas oportunidades que se ha realizado un trabajo intenso y ya se sabe uno libre de él. Era algo indescriptible y que se explicaría por sí solo a escasos cien metros de llegar al portal del edificio. De pronto sentí como si se me inflaba de aire todo el lado derecho de mi cuerpo y cómo perdía el control sobre el brazo y la pierna de ese lado. Caí al suelo sin entender qué es lo que me sucedía. Ya una vez en urgencias, me enteré que había tenido una súbita subida de tensión. 494

-Tendrás que cuidarte mucho, me dijo e médico de cabecera, -y me dio un tratamiento de por vida, aunque ni tanto, porque ya me lo han cambiado un montón de veces. «De una de las cosas que me puedo quejar en la década de los noventa, es de la cantidad de enfermedades que se me acumularon. Un día, en julio del 92, mientras leía el informativo principal, me vino un acceso de tos, que no se me paró en más de un mes. Aquellos fueron treinta días en que además perdí la voz por completo y no cesaba de vomitar. Angel preocupado por que no le bajara la audiencia de la emisora, gastó casi un millón de pesetas en médicos y exámenes, sin que ninguno diera en el clavo acerca de lo que me aquejaba. La cosa es que me alivié sólo y fue mi antigua médico de cabecera de Parla, con la que mantenía una buena amistad, la que me dijo con la sencillez con que los recién graduados resuelven las cosas fáciles: -Eso que tuviste fue una simple tos ferina. –Y agregó riendo: -si en lugar de haberte ido a esos especialistas que buscan cosas graves, te hubieras acercado un momento por aquí, te habrías curado antes. La doctora no lo sabía, pero lo cierto es que fue lo primero que hice y mi nuevo médico de cabecera con toda soltura y tranquilidad me dijo: -Mientras no dejes de fumar, macho... Hacía un par de años que había vuelto a dejar el tabaco, pero el galeno no quiso escucharme y no me dio ningún medicamento. Al año siguiente, estando ya en Fuenlabrada, Norma me convenció que viera al médico por un bulto que me había salido a la altura de las glándulas tiroides hacía unos quince meses. 495

Yo con eso de “ojos que no ven, corazón que no siente”, me estaba arriesgando a dejar crecer algo muy grave dentro de mi organismo. La doctora que me chequeó, no tuvo empacho alguno en afirmar: -Eso es un cáncer de tiroides, -e inmediatamente quiso tranquilizarme, -pero no se preocupe, que las posibilidades de curación son bastante amplias. Dos meses tardé en recuperar la calma. Fueron sesenta días en que esperé los resultados de la biopsia y de los análisis de Medicina Nuclear. Pero el susto me quedó en el cuerpo. Tampoco las muelas me dejaron en paz. Una mañana de marzo del 96, a poco de pasar el susto de la hipertensión, amanecí con uno de los más dantescos dolores de muela que pueda recordar incluso hasta hoy. Aquello fue inenarrable. Enviado de urgencia al Centro Quirúrgico odontológico del barrio de La Fortuna, en Leganés, tuvieron que extraerme la pieza a trozos, rompiendo el hueso y sin anestesia, porque la infección impedía que hiciera efecto. Desde ese día, por terror, que no por temor, no he vuelto a pisar el consultorio de un dentista. Si por tener, tuve hasta una tremenda verruga en la nariz que también me la tuvieran que extirpar, no sin algo de dolor». Lo de los males, eran parte de la realidad. Parte de ese diario ir y venir, que iban conformando el día a día que se consolidaba en esa nueva vida, que, pese a los problemas, dejaba atrás aquellos tiempos en que levantábamos la tienda sin saber dónde amaneceríamos al día siguiente, o mejor dicho al año siguiente. Un tiempo que se inició con la partida a Puerto Píritu en 1984 y del que no habíamos podido desentendernos. 496

Volver a no saber cuál sería, después de algunos meses nuestro destino, me horrorizaba. Incluso, sólo pensar que algún día podríamos regresar a Venezuela a comenzar de nuevo, me parecía una pesadilla. Es más, en dos ocasiones desperté gritando, cuando había soñado que nos íbamos de vacaciones a Ciudad Guayana y allí perdíamos los pasajes y el dinero y debíamos quedarnos. Pero para Norma y los chicos mayores, excepto Andrea, aquella era una posibilidad cierta. No terminaban de sentirse cómodos en ese Madrid racista y xenófobo que se percibía en el instituto y en la propia calle.

Capítulo III Con relación al tema del racismo y la xenofobia, no era solamente Gabriel Hernández el que lo exteriorizaba. Muchos de los compañeros de Instituto de los mellizos, les hacían un notorio vacío e incluso su tutora, pretendiendo ignorar que llevaban años en España, siempre les repetía: -La educación que traen de esos países, está muy atrasada respecto a la nuestra. Eran a veces pequeñas cosas, que terminaban formando todo un drama. Un día, por ejemplo, acompañé a Norma a comprar cigarrillos y la esperé fuera del estanco. Cuando llegó me comentó: -Oye, me dieron diez pesetas menos en el cambio, -y entró a pedirlas. Un sujeto que estaba en la puerta conversando con el dueño del establecimiento, que atendía en ese momento una chica, chilló como si le hubieran pisado un callo:

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-¡Esta latina muerta de hambre, quiere robarte dos duros! ¡No se los des, María! A sabiendas que hablaban de Norma, intervine y le exigí respeto. -¿Y quién coño te crees que eres tú, gilipollas? -Soy el esposo de la señora... -Esta mierda se está llenando de extranjeros. ¡Dónde hostias vamos a parar! Como estaba en inferioridad numérica, amenacé con llamar a la policía. -Sí, llámala, imbécil, a ver si se llevan un par de indocumentados para que se vayan a joder a sus países. Me dirigí con Norma a la Comisaría y allí su jefe, conocido mío, me aconsejó: -Mira, Ricardo. Nosotros poco podemos hacer, pero tú tienes, en la radio, la solución en tus manos. Así lo hice, esa noche denuncié el hecho durante mi programa. Al día siguiente hice lo propio en los informativos y días después apareció una nota al respecto en una revista para la que escribía. El dueño del local me quiso denunciar judicialmente, pero yo ya había obtenido unos documentos que podrían significarle perder la licencia de su estanco, así es que finalmente terminó disculpándose ante mí y ante Norma. Al otro infeliz, no lo volví a ver, al menos cerca de aquel sitio. En otra ocasión, Norma entró en un supermercado de una conocida cadena madrileña y al pagar un pan de molde de veinte duros, por error lo hizo con una moneda de un dólar de plata, de mucho mayor valor, pero la cajera, se puso a dar voces: -¡Señor García! ¡Esta señora quiere pagar el género con una moneda extranjera! Llegaron raudos el mentado señor García, una vigilante jurada y un montón de “marujas” curiosas. 498

Norma quedó traumatizada. Cambió la moneda, pero no se le aceptaron las explicaciones de que se trataba de un error, ni que hubiera salido perdiendo al cambio. El dueño de la cadena de supermercados, cliente de la radio, envió a mi esposa una extensa carta de disculpas y obligó tanto al encargado como a la cajera, a disculparse y reconocer su error. Pero el daño moral sumaba y aumentaba. Mi trabajo era la garantía de mantener la estabilidad.

Capítulo IV Lo que costaba, sin embargo, era mantener la estabilidad laboral. Por esos días, abril o mayo, llevábamos dos meses sin cobrar, porque el director y su familia se habían ido de vacaciones a Francia, Italia y Bélgica y se habían cargado los sueldos. Ante esa situación, Adolfo Ramírez nos reunió a todos y nos expresó: -He estado conversando con Carmen Palomera acerca de la situación que estamos viviendo y hemos llegado a la conclusión que la única alternativa es paralizar nuestras labores hasta que la empresa nos pague el sueldo. Esa medida de fuerza me pareció extrema sin antes dialogar con Angel. -No podemos hablar con Campodónico, pues ya Gabriel nos ha advertido una y mil veces, que si ventilamos problemas internos con él, nos vamos a la calle. -Pero es que también nos vamos a la calle si hacemos una huelga. Creo, -dije, -que el camino más correcto es el del diálogo. Además no creo que Angel se cierre en banda ante un problema tan grave. 499

Ignoraron mi postura y Adolfo, con el apoyo de Carmen y el silencio del resto, decidió: -Esta noche a las doce en punto, vamos a paralizar las emisiones. -Oye, tío, -le comenté, -eso está dentro de mi horario y quedaré yo solo como el responsable de esto. Y si después la huelga no se secunda, pues se va un solo huevón a la puta calle. -Ya está decidido, -ratificó Adolfo. -Pues que comience el paro ahora, en el programa de la Palomera, porque yo no pienso hacerlo esta noche. Ya suficientes problemas tengo. El grupo se disolvió y una vez que llegó el director, Adolfo se cerró con él en su despacho. Se escucharon unas voces airadas y a la media hora, Adolfo volvió a reunirnos. -Gabriel me acaba de decir que si paramos la emisora, nos vamos todos al paro. -¿Pero quién te autorizó a hablar con él? -Yo soy el jefe de emisiones y tengo la obligación de mantenerlo informado acerca de las inquietudes del personal. ¡O sea toda una putada! Pero había más: -Cree que fuiste tú el promotor de la protesta, -me dijo. -¡Ah, no! Yo voy a aclarar esto inmediatamente. Carmen Palomera me detuvo. -Ricardo, Tú eres el favorito de Angel y de aquí nadie te moverá, pero si este fulano se entera que fuimos alguno de nosotros, sí que nos quedamos en la calle pidiendo limosna. No debí hacerle caso. Una vez más, tuve miedo de encarar la realidad, de pensar en mí. De ver con claridad la encerrona en la que había caído... Hernández, Adolfo y sobre todo Carmen, la chica que años antes yo mismo había llevado a la radio, me habían literalmente, fastidiado. 500

Capítulo V Fue el 28 de junio de 1996, cuando el director, al que acompañaba Adolfo Ramírez, me citó en su despacho. Ambos sonreían muy contentos. Muy satisfechos. El que habló fue el obeso director: -Ricardo, te comunico que oficialmente desde hoy, somos Radio Voz. Adolfo asintió, mientras Gabriel proseguía: -A partir de las nueve de la noche comienzan diariamente las emisiones continuas en cadena, por lo que desaparece una hora del programa musical juvenil y todo el tuyo. El suelo se tambaleó a mis pies, a pesar que estaba sentado. -¿Y entonces? –quise saber qué sería de mí. -Para que no andes diciendo que soy un sinvergüenza, te tengo un par de alternativas. Y comenzó a describirlas: -La primera es que te quedes con nosotros y que en las mañanas, seas el reportero de calle de los informativos. -Pero si soy el jefe, -le recordé. Entonces Adolfo aclaró: -Es que estos gallegos de Radio Voz, son ultra derechistas y no quieren sudacas en antena. -Pero si yo soy español. -Pero tu acento es poco serio y a mí tampoco nunca me ha gustado, –machacó el director. -¿Y la otra alternativa? –pregunté pensando que me habían transferido a otra emisora. -¡Hombre, no seas impaciente! –me atajó Hernández, que disfrutaba plenamente de la situación. –Aparte de eso, tienes que 501

estar diariamente ocho horas en los estudios, de lunes a domingo, por si falta alguien. -¿Y qué haría si no falta nadie? -Esperar. ¿O es que no te apetece cobrar por esperar? El infeliz me estaba humillando a placer y de eso también disfrutaba Adolfo. -¿Y la otra alternativa?, -volví a inquirir con la boca seca por la desesperación. -Simplemente que te doy un millón de pesetas, los billetes de avión para toda tu familia y te vas a tu tierra. -Mi tierra es esta. -¡Qué coño va a ser esta! ¡Aquí no nos gustan ni los sudacas, ni los que vienen de por allá! -No sé para qué me das a elegir, -le dije, -si ya sabes cuál es la alternativa menos ignominiosa. -¡Perfecto!, -concluyó, -pero antes de marcharte deberás firmarme un documento en que te comprometes a no trabajar para ninguna emisora madrileña en los próximos seis meses y darme tu palabra, como hombre de que no hablarás nada de esto con Angel. Luego me explicó: -Él piensa que te vas presionado por tu mujer y no quiere pagarte nada. Acto seguido, me amenazó: -¡Si hablas con él, te vas sin dinero, sin pasajes y sin nada! ¡A vivir como millones de españoles, o sea del paro! ¡Tú eliges!

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Epílogo El 16 de septiembre del 96, regresamos a Venezuela. Con ilusión mi mujer y los mellizos grandes, con curiosidad los más pequeños y con la amargura más grande que nadie pueda imaginar, Andrea y yo. Mientras para los que estaban contentos era el regreso a la querencia, para mí, no era sino el reinicio de un ciclo de nunca acabar. Un ciclo que cual maldición, nos impide echar raíces en algún sitio determinado. Los meses siguientes se fueron escribiendo en clave de fracaso, éxito y necesidad de volver a empezar, como siempre. Una vez más demostramos nuestra capacidad de reacción, pero no sería ni la primera ni la última vez. Habría una nueva ocasión de intentar demostrarlo, pese a llevar a cuestas más de cincuenta años y con esa edad uno se enfrenta a la posibilidad cierta de que en algún momento, alguien ponga en duda tu capacidad de asimilar experiencias nuevas y te quedes en el camino, dando paso a la juventud. Pese a eso, dos años más tarde, estábamos de regreso en esta tierra, con la esperanza que los hijos mayores tomaran el relevo en caso necesario. Cada día más, me pregunto: ¿Tendrían algo que ver aquellos golpes innecesarios que recibí durante mi niñez, en esta vida nómada, en la que no ceso de buscar quién sabe qué. Es probable que esos golpes de antaño, esas decepciones, esos odios, los estén cosechando nuestros hijos, con esas diecisiete casas en que han vivido los más grandes. -seis los

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pequeños- sin hablar de los institutos y colegios recorridos en todo este tiempo. ¿Pero tienen mis hijos, o mi mujer, la culpa de que yo vaya en pos de una hipotética tranquilidad o estabilidad sin tener el suficiente valor para enfrentar o modificar mi propio destino? Pero...¿es que la tengo yo mismo? Ya no sé si hay tiempo suficiente como para algún día encontrar una respuesta. Al final, puede servirme de consuelo el que la mayoría de los más de seis mil millones de seres humanos, tan desconocidos como yo, ni siquiera buscan una respuesta.

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