Marx, Freud y la crítica de la vida cotidiana: Hacia una revolución cultural permanente

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El ascenso del fascismo luego de la Primera Guerra Mundial llevó a algunos intelectuales europeos a cuestionar la validez de ciertos postulados marxistas interpretados en forma mecanicista y reduccionista por la Tercera Internacional, y a plantear la necesidad de que el hombre se liberara también de las garras alienantes de la cultura en que era gestado. El dadaísmo alemán en 1919 y luego el surrealismo francés fueron expresiones todavía difusas de esa necesidad presentida por los radares más sensibles del cuerpo social. Paralelamente, en la década de 1920 Wilhelm Keich buscaba un nuevo proyecto de «revolución cultural» que, siguiendo la ruta abierta por Freud, demostrara en qué grado las formas de dominación de clase impuestas a las masas por la sociedad represiva se vinculaban con un proceso concomitante de represión psicológica y sobre todo sexual, impuesta al individuo en el seno de la familia patriarcal. Estas ideas fueron retomadas en el plano teórico por Erich Fromm, Max Horkheimer y los demás integrantes de la «Escuela de Francfort», hasta Jürgen Habermas, Reimut Reiche y Herbert Marcuse, y en la práctica política (Brown lo destaca especialmente) por la Nueva Izquierda norteamericana de la década de 1960. También esta corriente percibió que el nuevo tipo de capitalismo «burocrático de consumo» de nuestros días implica una tendencia casi irresistible a universalizar la alienación y a convertir la totalidad de la vida en objeto de dominación; «no es solo (Continúa en la segunda solapa.)

cuestión de una crisis política o económica —decía Marcuse en 1932— sino una catástrofe de la (Viene de la primera solapa.) esencia humana».

La conclusión es esta: la lucha contra el poder político y económico librada por las minorías radicales solo llegará a ser realmente revolucionaria si al mismo tiempo se produce, una «reforma de la conciencia» en el seno del pueblo. Si el único objetivo es apoderarse del aparato del Estado e implantar cambios de carácter socialista sin liberar la psique del individuo, se tendrá un proceso mistificador, que apenas ofrecerá una catarsis temporaria, o, peor aún, un instrumento de nuevos y más bárbaros modos de represión, enmascarados en una mitología y una retórica seudopopulistas. La unificación de la «crítica activa» ejemplificada por la Nueva Izquierda y la tradición del marxismo crítico a que se pasa revista en esta obra puede sentar las bases de una praxis que ligue los contextos micro y macroso-cial. y trasforme la «realidad interna» no menos que la «realidad externa».

Marx, Freud y la crítica de la vida cotidiana Hacia una revolución cultural permanente

Bruce Brown

Amorrortu editores Buenos Aires

Director de la biblioteca de filosofía, antropología y religión, Pedro Geltman Marx, Freud, and the Critique o f Everyday Life. Toward a Permanent Cultural Revolntion, Bruce Brown © Bruce Brown, 1973

Traducción, Flora Setaro Revisión, Jorge A. Zarza

Única edición en castellano autorizada por Monthly Reuiew Press, Nueva York, y debidamente protegida en todos los países. Queda hecho el depósito que previene la ley n° 11.723. (C) Todos los derechos de la edición castellana reservados por Amorrortu editores S. A., Esteban de Luca 2223, Buenos Aires. La reproducción total o parcial de este libro en forma idéntica o modificada, escrita a máquina por el sistema multigraph, mimeógrafo, impreso, etc., no autorizada por los editores, viola derechos reservados. Cualquier utilización debe ser previamente solicitada. Industria argentina. Made in Argentina.

pour la liberté

1. El marxismo, la Nueva Izquierda y la problemática de la vida cotidiana

Uno de los elementos más importantes de la tradición radical que atrajo en todo Occidente a la Nueva Izquierda, en su búsqueda de una perspectiva intelectual y de una política apropiada para las tareas que planteaba la lucha por la liberación humana en las sociedades industriales más avanzadas de Europa y América, fue esa corriente de pensamiento crítico identificada con autores como Wilhelm Reich, Erich Fromm, Herbert Marcuse y sus colegas de la escuela alemana de Francfort y, en menor medida, con la tradición surrealista francesa y con marxistas revolucionarios que, como Henri Lefebvre, llevaron adelante en sus trabajos el proyecto originario de aquellos. No es necesario dar pruebas acerca de la influencia ejercida por Marcuse en la Nueva Izquierda;1 pero debemos admitir, para ser totalmente sinceros, que si bien dicha influencia fue considerable, quizá no haya sido tan significativa como quisieron hacemos creer los medios de comunicación al apodarlo el gurú intelectual del movimiento estudiantil. Sin embargo, sus obras están muy difundidas, incluso en Italia, y los estudiantes revolucionarios lo saludan como una de las «tres M» (Marx-Mao-Marcuse). Aun cuando los demás marxistas de Francfort —en particular Max Horkheimer y Theodor Adorno, de la generación de Marcuse, y Jürgen Habermas, de la generación más joven— se apartaron, a diferencia de Marcuse, de las luchas estudiantiles, tuvieron empero gran importancia en la for1 La mejor explicación acerca de la influencia ejercida por Marcu se en la Nueva Izquierda quizá pueda encontrarse en dos ensayos de Paul Breines, «Marcuse and the New Left in America», en Jürgen Habermas, ed., Antworten auf Herbert Marcuse,& Francfort, 1968, y «From Gurú to Spectre: Marcuse and the Implosión of the Movement», Liberation, vol. 15, n" 5, julio de 1970; puede consultarse, además, Jean-Michel Palmier, Présentation d'Herbert Marcuse, & París, 1969. [Agregamos el signo*** cuando se cita por primera vez, en las notas de cada capítulo, una obra que tiene versión castellana. La nómina completa se encontrará en la Bibliografía en castellano al final del volumen.]

mación intelectual de los estudiantes alemanes. Ahora, cuando sus obras han empezado a publicarse finalmente en lengua inglesa, cabe suponer que también ejercerán una influencia significativa en los intelectuales de la Nueva Izquierda norteamericana. Si bien los surrealistas y sus continuadores —p. ej., los situacionistas— no son aún particularmente influyentes en los círculos de la Nueva Izquierda de Alemania, Italia y Estados Unidos, representaron fuentes muy importantes para el desarrollo político e ideológico de la Nueva Izquierda francesa en el período que precedió a los grandes acontecimientos de mayo de 1968. No fue producto del azar que, como lo hizo notar Jean-Louis Houdebine, «en mayo de 1968 algunos muros (siempre los mismos, a decir verdad) estuvieron cubiertos de slogans "surrealistas" o "surrealísticos", lo que atestiguaba la reactivación masiva de esta ideología».2 Por último, y en fecha más reciente, el renacimiento del marxismo crítico se puso de manifiesto en el marcado interés que existe actualmente por la obra de Wilhelm Reich. En Francia —donde Reich era prácticamente desconocido antes de 1967, fecha en que empezaron a publicarse en lengua francesa varios trabajos suyos que datan de su «período marxista»—, sus ideas despertaron enorme entusiasmo; en realidad, la inclusión de cursos sobre Reich en el plan de estudios de la Universidad de Nanterre fue una de las exigencias básicas del movimiento del 22 de marzo de 1968, en las jornadas que culminaron en los acontecimientos de mayo. En la propia patria de Reich, Alemania, este renacer de su pensamiento (en forma de ediciones piratas ampliamente difundidas de obras antes inaccesibles) fue aún más espectacular debido a la repercusión que tuvo en el movimiento estudiantil, y constituyó la fuente ideológica fundamental que nutrió a las comunas experimentales I y II de Berlín. Poco después empezó a manifestarse un interés igualmente entusiasta en Estados Unidos, a raíz de la traducción o la reimpresión de los escritos de Reich en ediciones en rústica. Aunque es difícil encuadrar el rico pensamiento de autores como Marcuse, Reich o los surrealistas dentro de una sola categoría, todos ellos comparten ciertos temas e inquietudes 2 Jean-Louis Houdebine, «André Bretón et la double ascendance du signe», La Nouvelle Critique, n q 31, febrero de 1970, pág. 43. Para un examen exhaustivo de la influencia del surrealismo en el Movimiento de Mayo, véanse los dos capítulos escritos por Pierre Gallisaires en Alfred Willcner, The Action Image of Society: On Cultural Politicization, Nueva York, 1970, caps. 7-8.

característicos. Podemos considerar sus ideas como contribuciones complementarias dentro del marco general de un proyecto cultural revolucionario común que explica, a su vez, su significación e influencia en la era contemporánea. Estos hombres no solo comparten la determinación de reconstituir el marxismo como crítica de la vida cotidiana? y el interés por el psicoanálisis como instrumento indispensable para llevar a cabo esta renovación teórica, sino que también participan en un proyecto emancipador común, reencarnado tardíamente en las luchas de la Nueva Izquierda en todo Occidente. En este sentido, no puede asombrarnos el hecho de que Reich, los marxistas de Francfort y los surrealistas hayan anticipado de manera tan notable muchos de los problemas y preocupaciones fundamentales que caracterizaron los movimientos más recientes que identificamos con la Nueva Izquierda. Pese a la enorme brecha histórica que separa a los dos «momentos» de la historia de la lucha de clases que produjeron las primeras teorías del marxismo crítico y la Nueva Izquierda de la década de 19603 existe un profundo paralelismo entre los problemas y situaciones que enfrentaron los revolucionarios de ambas épocas y las respuestas suscitadas por esas circunstancias. Aunque centrándose específicamente en los factores que condicionaron el desarrollo del marxismo de Georg Lukács, Paul Breines describió la analogía existente entre la situación y la actividad de los intelectuales revolucionarios de las décadas de 1920 y 1930, y las luchas llevadas a cabo en la década de 1960, en términos aplicables a los autores antes mencionados: «En ambos casos, la crítica al capitalismo se origina en una rebelión "subjetiva" contra el menoscabo universal (considerado en términos culturales más que materiales) de que es objeto la existencia [...]; definida y elaborada al principio mediante conceptos idealistas, existencialistas y de crítica cultural, la concientización empuja en uno y otro caso hacia una totalización nueva y coherente de la sociedad moderna; ambas se oponen al dogma y las categorías de la "Vieja Izquierda", superados hace mucho tiempo por los procesos históricos reales [...] En cada caso la situación histórica se caracteriza por el surgimiento de crisis y movimientos orgánicos dentro del sistema vigente; los hábitos y ortodoxias del statu quo 3 Véase Karl Klare, «The Critique of Everyday Life, Marxism, and the New Left», Berkeley Journal of Sociology, vol. 16, 1971-72.

se hallan en proceso de rápida disolución, por lo menos para quienes mantienen sus ojos y oídos abiertos. En los años cercanos a la Primera Guerra Mundial, así como en la década de 1960, la historia mundial se abrió paso a través del período revisionista y reformista precedente; la lucha de clases y las contradicciones sociales pasaron del estado latente a la expresión manifiesta; la sociedad es notoriamente dialéctica, y la concientización se apresura para no quedar a la zaga [. . .] La concientización histórico-teórica adopta [en ambos casos] una postura crítica y autocrítica, la teoría revolucionaria prospectiva (el conocimiento de la sociedad como un todo y, simultáneamente, la autoconciencia de la praxis trasformadora del mundo) se contrapone a la ideología "revolucionaria" (que trata de legitimar una organización, una secta o un poder estatal en particular) [.. .] A nuestro juicio, los comienzos de la crítica cultural, idealista, subjetiva, existencialista, de la teoría y la actividad revolucionarias constituyen, en ambos casos, una etapa vital en el desarrollo del espíritu revolucionario».4 ¿Qué une a estos dos «momentos» de la historia de la lucha de clases y explica su notable semejanza? La respuesta reside probablemente en la tendencia de las relaciones e instituciones sociales a «cosificarse» durante los períodos de estabilidad relativa;5 es decir, las relaciones transitorias e históricamente concretas entre las personas tienden a parecer «hechos naturales», verdades eternas que sencillamente expresan cómo es, cómo fue y cómo será siempre el mundo. De este modo, los roles e instituciones sociales asumen un carácter ontológico (la familia, para tomar un ejemplo característico, «deja de ser una empresa humana para convertirse en una revalidación de actos prototípicos fundados en la voluntad de los dioses, el derecho natural o la naturaleza humana»).6 El indivi4. P. Breines, «Notes on Georg Lukács' "The Oíd Culture and the New Culture"», Telos, n* 5, primavera de 1970, págs. 7-8. 5. El locus classicus para cualquier estudio del concepto de cosificación es el famoso ensayo de G. Lukács, «Reification and the Consciousness of the Proletariat», en History and Class Consciousness: Studies on Marxist Dialectics, **# Cambridge, Mass., 1971, págs. 83-222. Otros enfoques importantes de este concepto incluyen el ensayo de Lucien Goldmann, en Recherches díale etiques,*?* París, 1959, y Joseph Gabel, La fausse conscience, París, 1962. 6. Peter L. Berger y Stanley Pullberg, «Reification and the Sociological Critique of Consciousness», New Lejt Review, n' 35, enero-febrero de 1966, pág. 67.

dúo que percibe el mundo a través de esta máscara cosificadora nunca cuestiona las relaciones explotadoras y opresivas que rigen su vida, porque es incapaz de imaginar que existe alguna otra alternativa ante esta situación. Solo durante los periodos en que se quiebran las estructuras cosificadoras de las instituciones —en épocas de profunda crisis y desintegración social— puede percibirse con claridad la verdadera naturaleza de la sociedad y de las relaciones estructurales que la caracterizan. Marx vivió en uno ele esos períodos de fermentación política en que la trasformación socioeconómica adquirió un ritmo sin precedentes, y pudo discernir la índole real del sistema social en que le tocó vivir (esto es, el capitalismo competitivo) con más claridad que la que hubierae sido posible para las generaciones que precedieron o siguieron a la suya, caracterizadas por un medio social mucho más estable. Desde los tiempos de Marx, el capitalismo competitivo fue reemplazado por un capitalismo de nuevo cuño, el capitalismo monopólico o de la gran empresa, que desarrolló sus propias formas de explotación y opresión, enmascaradas a su vez por nuevas formas de cosificación y mistificación ideológica. Las experiencias de las décadas de 1920 y de 1960 son muy similares porque ambos períodos representan épocas en que la naturaleza normalmente invisible u oculta de esta nueva etapa del capitalismo llegó a «descosificarse» y a ser macroscópicamente visible como resultado de una profunda crisis social: la primera representaba, en cierto sentido, el trauma de nacimiento del nuevo capitalismo; la segunda, los primeros-estertores de su agonía mortal. Los revolucionarios culturales* de la década de 1920 tanto como la Nueva Izquierda de la década de 1960 percibieron que el capitalismo de nuevo cuño, comparado con el capitalismo de laissez-faire —vigente en la época de Marx, cuando la problemática de la situación humana se expresaba principalmente en términos de explotación económica y opresión política— implicaba una tendencia casi irresistible a unlversalizar la alienación. En otras palabras, tendía a convertir la «totalidad de la vida y la existencia sociales en un objeto de dominación, con el "propósito" de trasformar toda subjetividad y actividad en objetividad cosificada» 7 (proceso que * Adoptamos esta expresión para traducir cultural revolutionaries. empleada por el autor en toda la obra. Análogamente, cultural Marxists se tradujo «marxistas culturales». (A'', del E.) 7 P. Breines, «Notes on Georg Lukács ...», op. cit., pág. 15.

antes estuvo más o menos restringido a la esfera de las relaciones comerciales y no había penetrado en la vida privada) y a todos los seres humanos en espectadores pasivos de su propia existencia alienada. Como resultado de este proceso —que implica la integración paulatina del conjunto social, la creciente interpenetración de la base y la superestructura y la limitación cada vez mayor del espacio psíquico del individuo— se infiere que, como lo expresó (el joven) Marcuse en 1932, «la situación del capitalismo no es solo cuestión de una crisis política o económica sino una catástrofe de la esencia humana»; desde el principio, la comprensión de este hecho «condena a la futilidad cada una de las reformas meramente económicas o políticas, y exige incondicionalmente la catastrófica eliminación de las condiciones ahora existentes mediante la revolución total».8 Puesto que el requisito previo para tal «cuestionamiento global» parece ser el claro reconocimiento del carácter amplio y ubicuo de la alienación y de la opresión en el nuevo sistema, se infiere también que «la crítica teórica y práctica del capitalismo moderno será una crítica de la totalidad o no será nada [. . .] salvo una reproducción de la totalidad».9 Los revolucionarios culturales, provistos de estas ideas, que les permitieron discernir la necesidad de elaborar una teoría contemporánea amplia y antirreduccionista10 de la revolución, empezaron por criticar las insuficiencias y el empobrecimiento de la tradición marxista que les había sido trasmitida por las generaciones anteriores de revolucionarios. Sin duda, el propio Marx había tratado de unir la teoría y la prác8. Herbert Marcuse, «Ncue Quellen zur Grundlegung des historischen Materialismus», en Philosophie und Revolution: Aufsátze von Herbert Marcuse, Berlín, 1967, págs. 9697.

1 9. P. Brcines, «Notes on Georg Lukács...», op. cit., pág. 15. 10 La concepción de reduccionismo utilizada en este libro corresponde a Henri Lefebvre, que la define como la tendencia a llevar al límite la especialización, a dividir el trabajo y fragmentar la actividad, a tratar los problemas de manera estrechamente analítica (en contraposición con el enfoque sintético), a aislar entre sí las esferas del trabajo, de la política y de la vida privada. «Reducir —escribe Lefebvre— significa no solo simplificar, esquematizar, dogmatizar y clasificar. También significa retener y fijar, trasformar lo total en parcial, aspirando, empero, al mismo tiempo, a la totalidad mediante la extrapolación; implica trasformar la totalidad en un círculo cerrado. Significa, por último, usar la lógica para abolir, sin resolver los conflictos y la conciencia de la contradicción». H. Lefebvre, The Explosión: Marxism and the French Upheaval, Nueva York, 1969, pág. 28.

tica, de conciliar lo intelectual con lo afectivo y de cerrar la brecha que separaba lo personal de lo político, pero la mayoría de sus seguidores abandonaron o diluyeron su impulso emancipador originario, reduciendo la complejidad de sus ideas a un determinismo económico o sociológico groseramente mecanicista.11 En las teorías de la Segunda Internacional, el marxismo quedó restringido a uno solo de sus elementos —la economía política—; por ende, la idea primitiva de Marx acerca de la interacción dialéctica entre base y superestructura se redujo a la concepción unilateral de la sociedad como un mecanismo económico con respecto al cual todos los demás fenómenos — grupos sociales, instituciones políticas y productos culturales— serían meras manifestaciones secundarias. De acuerdo con esta concepción, la revolución socialista se produciría sencillamente a consecuencia del desarrollo inevitable de las contradicciones, inherentes a la economía capitalista, entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción, hasta llegar al colapso del sistema. Los líderes de la Tercera Internacional, al par que criticaron tales perspectivas economicistas porque fomentaban la estrategia fatalista de «esperar la revolución», tendieron, sin embargo, a reemplazar el «economicismo» por un voluntarismo igualmente reduccionista, que no hacía más que poner al economicismo «cabeza abajo», y al postular las precondiciones objetivas ya existentes para la transición hacia el socialismo, redujeron los problemas de la revolución a una concepción maquiavélica de la lucha política. Los bolcheviques, a la vez que criticaban con razón a los social-demócratas, acusándolos de pasar por alto la necesidad de librar una lucha específicamente política contra el poder de Estado, tendían a tomaren cuenta solo ese aspecto del poder estatal que se manifiesta como poder de policía, como fuerza físicamente coactiva, ignorando las formas mucho más profundas de hegemonía cultural e ideológica en las cuales descansaba el Estado. Fueron incapaces de comprender la necesidad de que el proceso re11 Los mejores análisis de las raíces y consecuencias de esta tendencia del marxismo a degenerar de crítica emancipadora en diferentes formas de positivismo siguen siendo el ensayo escrito en 1923 por Karl Korsch, traducido al inglés como Marxism and Philosophy*% (Nueva York, 1970), y las diversas observaciones hechas al respecto por Antonio Gramsci en Prison Notebooks, especialmente la parte incluida en «Problems of Marxismx. Véase Quintín Hoare y Geoffrey Nowell Smith, eds., Selections from the Prison Notebooks of Antonio Gramsci, Nueva York, 1971.

volucionario en los niveles material y político estuviese acompañado por una «reforma de la conciencia» similar a la que había reclamado el joven Marx, reforma mediante la cual el proletariado «se emanciparía intelectual y emocionalmentc del sistema existente». Gomo señaló Lukács en 1922, «esta emancipación no se lleva a cabo en forma automáticamente paralela y simultánea con los avances económicos»; por el contrario «se anticipa a estos y es anticipada por ellos».12 De lo dicho se deduce que la lucha contra el poder político y económico librada por las minorías radicales solo llegará a ser realmente revolucionaria si se produce al mismo tiempo una lucha tendiente a provocar una «reforma de la conciencia» en el seno de las masas. El especial carácter de la situación rusa enturbió en forma parcial y transitoria el hecho de que los bolcheviques no tuvieran en cuenta esa dimensión del proceso revolucionario, dado que las superestructuras ideológicas y culturales del antiguo régimen estaban allí mucho menos desarrolladas que en la mayoría de las naciones capitalistas avanzadas. Pero sus consecuencias de más largo alcance, que solo se harían sentir en Rusia algo más tarde, empezaban ya a ponerse de manifiesto, por un .lado, en que la revolución del proletariado, pese a un comienzo promisorio, no pudo extenderse al mundo occidental en los años que siguieron al triunfo bolchevique, y, por el otro, en el éxito ulterior de la contraofensiva capitalista. Esta contraofensiva, provocada por la situación imperante en 1917, empezó a consolidar sus fuerzas en la década de 1920, y continuó avanzando hasta el presente a través de una serie de metamorfosis, aplastando todo cuanto encontraba a su paso. Sin duda, el éxito de la contraofensiva capitalista no eliminó en modo alguno las contradicciones objetivas del sistema. Por el contrario —y de acuerdo con lo pronosticado por el marxismo—, los factores objetivos de la situación revolucionaria prosiguieron madurando con el creciente desarrollo de las fuerzas de producción, hasta tal punto que las relaciones sociales burguesas se convirtieron en una traba cada vez más obvia para su expansión. Empero, si bien los capitalistas fracasaron en su intento de superar las irracionalidades objetivas del sistema, al mismo tiempo consiguieron impedir decisivamente que las masas desarrollaran una conciencia subjetiva acerca de la naturaleza de esas irracionalidades y de la necesidad de trascenderlas mediante la 12 G. Lukács, «Legality and Illegality», en op. cit., pág. 257.

transición hacia un. nuevo modo de organización socioeconómica. La falta de dicha toma de conciencia subjetiva determinó la imposibilidad de llevar a cabo la acción revolucionaria, pese al desencadenamiento de crisis económicas catastróficas. ¿Por qué motivo el proletariado no es revolucionario?, se preguntaba Lukács en 1920. Porque, concluyó, «aun en medio de las agonías mortales del capitalismo, amplios sectores del proletariado sienten todavía que el Estado, las leyes y la economía burgueses son el único contexto en que les resulta posible vivir».13 Frente a la incapacidad de las masas para lograr una toma de conciencia racional de sus propios intereses y conquistar el poder, incapacidad que existía a despecho de la superioridad numérica y económica de aquellas con respecto a la burguesía, los marxistas críticos sostuvieron que era necesario volver a evaluar la interpretación marxista tradicional de las relaciones entre la estructura socioeconómica de la sociedad y los procesos mediante los cuales se forman la ideología y la cultura. ¿Qué procesos permitieron a la burguesía, en virtud de su control sobre la producción y de su dominio económico sobre la sociedad, legitimar esta dominación económica imponiendo a la sociedad y la conciencia del individuo formas paralelas de dominación ideológica y erigiendo, por lo tanto, barreras destinadas a impedir que el. proletariado llegara a ser consciente de sus intereses y de su misión? Una de las consecuencias de esta incapacidad del marxismo para comprender las inhibiciones subjetivas que impedían el desarrollo de una conciencia de clase fue el desarme de la izquierda frente a la contrarrevolución que resurgía. Como señaló Ernst Bloch en 1931. «los marxistas corrientes no observan con suficiente atención qué ocurre con las tendencias primitivas y utópicas. Los nazis ya están ocupando este territorio, que tendrá importancia en el futuro».14 Debido a esta incapacidad para tomar en cuenta los factores psicológicos que apuntalan el proceso revolucionario — señaló Wilhelm Reich años después—, se produjo en 1932 una situación compleja, y pese a que treinta millones de alemanes, si no más, querían el socialismo, y casi todo el país era anticapitalista, triunfó el fascismo, salvador del capitalismo. A juicio 13. Ibid., pág. 262. 14 .Ernst Bloch, Erbschaft dieser Zeit, citado en Reimut Reiche, Sexuality and Class Struggle,* Nueva York, 1971, pág. 18.

de Reich, la victoria de la contrarrevolución no podía ser la simple resultante de la manipulación de las masas por parte de los grupos dirigentes que controlaban los medios de comunicación de masas y la opinión pública, ni podía ser atribuida exclusivamente a la traición de los líderes burocráticos y corruptos de los partidos tradicionales de la clase obrera, aunque es indudable que ambos factores desempeñaron un papel importante. Para explicar por qué las masas cayeron presas de esa propaganda descarada y se sometieron a un liderazgo tan traicionero, se debía admitir que esa subordinación respondía, por lo menos parcialmente, a una necesidad hondamente sentida por aquellas. Este análisis del triunfo fascista —triunfo que habría sido imposible si la percepción racional de las masas acerca de sus intereses económicos hubiera demostrado ser tan eficaz como habían supuesto antes los socialistas— llevaba a formular la pregunta que planteó el gran poeta y revolucionario húngaro Attila József: «Mientras las facultades emocionales —aunque sabemos muy poco de ellas— sean bastante poderosas para enrolar a los hombres en campos opuestos a sus intereses humanos, ¿cómo es posible creer que, motivados por su discernimiento económico, se dedicarán a construir un mundo nuevo?».15 Empero, este interrogante no podía encontrar respuesta en un marxismo que reducía todos los fenómenos subjetivos a la condición de meros derivados de procesos económicos, reduccionismo sociológico en el cual incluso el elaborado marxismo de un Lukács parecía haber incurrido en cierta medida. En 1923, Bloch señaló: «Si todo se homogeneiza y se reduce a una cuestión puramente social (reducción que predomina en Lukács, pese a su deseo de abarcar la totalidad), no es posible comprender adecuadamente la vida».16 La contrarrevolución que resurgía en el mundo occidental demostraba con creces que la preservación de la hegemonía capitalista se fundaba (con un grado de venganza que esta15. Citado por Istvan Mészáros en Marx's Theory of Alienation, Londres, 1970, pág. 268. Para una introducción al pensamiento político de József, particularmente el que desarrolla en su ensayo de 1932, Hegel, Marx y Freud, véanse Jean Rousselot, Attila József 1905-1937: sa vie, son oeuvre, París, 1958, y Andras Sandor, «Attila József», Tri-Quarterly, n' 9, primavera de 1962. 16. Véase E. Bloch, «Aktualitát und Utopie: Zu Lukács' "Geschichte und Klasscnbewusstsein"», en Philosophische Aufsátze zur Objektiven Phantasie, Francfort, 1969, citado por James Miller en «Marxism and Subjectivity: Rcmarks on Gcorg Lukács and Existential Phenomenology», Telos, n9 6, otoño de 1970, pág. 178.

ba lejos de ser una expresión figurada),* no solo en la coacción física o en la mistificación ideológica, sino también en la incorporación del dominio capitalista a la estructura misma de la personalidad —factor ignorado por el marxismo clásico—; a la vez, la degeneración de la democracia proletaria en las postrimerías de la década de 1920 y la subsiguiente experiencia del stalinismo indicaron que el intento de crear una nueva sociedad sobre la base de un marxismo exageradamente reduccionista y economicista podía ser tan peligroso como el mal que la revolución quería remediar. Si bien los marxistas culturales de la década de 1920 apoyaron casi universalmente la revolución bolchevique, les preocupó desde un principio la tendencia del marxismo soviético a definir de la manera más estrecha imaginable el proyecto revolucionario (es decir, como la eliminación de la anarquía del mercado capitalista y de la explotación del trabajo por el capital, y su reemplazo por el planeamiento racional de la producción y la colectivización de la vida económica). Los revolucionarios culturales consideraban que esta concepción, según la cual la liberación solo se definía en términos de la emancipación respecto de la explotación económica, dejaba dé lado el complejo carácter multidimensional de la existencia humana y, por ende, las necesidades del hombre. No tomaba en cuenta el hecho de que, en la sociedad de clases, las masas no solo eran víctimas de la explotación económica y la opresión política, sino también de formas específicas de opresión en la esfera psicológica, de las cuales podía y debía liberarlas cualquier revolución auténtica. Al rechazar la concepción de alienación desarrollada por el joven Marx,17 el marxismo so* Juego de palabras: with a vengeance es un modismo que significa «en alto grado», aunque literalmente sería «con una venganza». (N. del E.) 17 H. Lefebvre, por ejemplo, recuerda que en el preciso momento en que los marxistas occidentales —como él mismo— descubrían los primeros escritos de Marx sobre la alienación y empezaban a comprender la enorme importancia política de este concepto, a comienzos de la década de 1930, una serie de acontecimientos (la Gran Depresión y el comienzo de la planificación económica en la URSS) tendían a reforzar las tendencias del comunismo ortodoxo en la dirección opuesta, hacia el economicismo. En particular, los dogmáticos del «marxismo institucional» —comprendiendo que algunos conceptos pasados por alto hasta entonces, como alienación, praxis, el «hombre total», etc., no solo proporcionaban un instrumento para mostrar numerosas formas de alienación en las sociedades burguesas, sino que también podían ser utilizados para revelar nuevas formas de alienación ideológica y política dentro de la llamada sociedad socialista— optaron por rechazar el enfoque de los primeros trabajos de Marx antes que correr semejante riesgo. Véase H. Lefebvre, «Forward to the 5th Edition», Dialectical Materialismo* Londres, 1968.

viático se vio privado de la profunda y esclarecedora comprensión que podría haber logrado aplicando ese concepto al estudio de problemas como el trabajo, el consumo o la situación de la mujer. Así, por ejemplo, el marxismo soviético podía ofrecer la emancipación a la mujer eliminando la opresión a que estaba sujeta en el plano económico, por ser un sector de la fuerza laboral especialmente explotado, pero no era capaz de considerar los demás aspectos (psicológico, sexual, estético, etc.) de la opresión femenina. En la medida en que el marxismo economicista admitía por lo menos la existencia de esta clase de problemas, definiéndolos como efectos residuales y derivados del capitalismo, estaba en condiciones de inferir que su solución real o inminente dependía de la destrucción del capitalismo. Cuando algunos grupos femeninos o juveniles empezaron a cuestionar esta ecuación simplista, exigiendo que la revolución fuera más allá de la mera reorganización económica para llevar a cabo una liberación más completa, dicha ecuación tendió a ser reafirmada en grado creciente por el poder de policía que ejercía una incipiente élite burocrática. Al considerar que solo eran válidas las necesidades económicas, la ideología marxista llegó a ser un medio apropiado de legitimar la represión de cualquier exigencia extraeconómica de las masas que implicara cuestionar el poder de esa élite. Una vez que se adaptó de este modo a las necesidades de la burocracia, el marxismo economicista se convirtió en un instrumento represor casi perfecto: cada nueva usurpación podía presentarse como si estuviera al servicio de un interés colectivo concebido en forma abstracta, un interés «superior» dentro del cual todos los, intereses particulares o personales debían subordinarse al bien común; por supuesto, este bien común se convierte en pura mistificación cuando se excluyen de él todos los intereses parciales e individuales. Así como la abyecta capitulación del movimiento proletario occidental frente a la contrarrevolución fascista demostró la bancarrota de las inferencias economicistas del marxismo, el hecho de que la democracia soviética degenerara en forma ininterrumpida en el totalitarismo stalinista sugiere ciertas conclusiones acerca de la naturaleza y los fines del proceso revolucionario. Los revolucionarios culturales de las décadas

de 1920 y 1930 fueron los primeros en extraer esas conclusiones, retomadas y profundizadas en fecha mucho más reciente por la Nueva Izquierda. Las reflexiones de los revolucionarios culturales sobre estas experiencias los llevaron cada vez con más fuerza a este corolario: el proyecto original del marxismo era una condición necesaria para una política revolucionaria moderna, pero no bastaba por sí solo para llevar a cabo esa tarea. Puesto que el marxismo clásico surgió y elaboró su concepto de socialismo en una época en que las revoluciones burguesa e industrial destruían las antiguas normas de solidaridad comunal y de vida colectiva características de la sociedad preindustrial, y puesto que el egoísmo de la nueva clase capitalista amenazaba con aniquilar la vida de las masas, aquel tendió naturalmente a considerar que la restauración de los derechos comunitarios en general era prioritaria con respecto a los derechos del individuo. En cambio, la experiencia stalinista —al mostrar que, según las palabras de David Cooper, «la revolución, en cuanto trasformación socialista de la vida económica y de las formas sociales, no implica automáticamente cambios en el ser humano real, pues persisten las mismas alienaciones y la misma burocracia sanguinaria» 18— puso de manifiesto, tanto para los revolucionarios culturales como para la Nueva Izquierda, que cualquier movimiento revolucionario que sólo trata de apoderarse del aparato del Estado e implantar cambios de carácter socialista en la sociedad sin liberar la psique del individuo es, en el mejor de los casos, un proceso de mistificación de masas, que apenas les ofrece a estas una catarsis emocional transitoria, sin otorgarles una realidad liberadora permanente, o, en el peor de los casos, un mero instrumento de nuevos modos de represión más bárbaros aún, enmascarados por una mitología y una retórica seudopopulistas. Toda política revolucionaria moderna digna de tal nombre debe esforzarse desde el principio por alcanzar una concepción más amplia del programa revolucionario, capaz de salvar esta disyuntiva paralizante entre «liberación en el nivel social de las masas (es decir, liberación de todas las clases en términos políticos y económicos) y liberación en el nivel del individuo y de los grupos concretos en los cuales actúa».19 Aquí reside una de las fuentes fundamentales de la gran re18 David Cooper, «Beyond Words», en D. Cooper, ed., To Free a Generation: Dialectics of Liberation, & Nueva York, 1969, pág. 197. 19 D. Cooper, «Introduction», en D. Cooper, ed., op. cit., pág. 9.

levancia que tienen hoy para la Nueva Izquierda los marxistas culturales de las décadas de 1920 y 1930: ellos, más que cualquier otro grupo de pensadores revolucionarios (por lo menos desde los tiempos de Fourier), comprendieron con claridad meridiana la necesidad de borrar la dicotomía existente entre lo individual y lo político. Dicha concepción, afirmaban, no renunciaba al marxismo sino que trataba de preservar y enriquecer su núcleo radical originario, en la medida en que lo integraba dentro de una dialéctica más amplia, capaz de captar los acontecimientos fundamentales de nuestro tiempo y de influir en ellos de una manera que deja intacta toda su originalidad. De acuerdo con los revolucionarios culturales que aceptaron este análisis, lo menos que podía exigirse a esa dialéctica más amplia era que fusionara la conciencia económica crítica del marxismo (esto es, su percepción de la macrodinámica de la vida sociohistórica) con una comprensión dinámica de los factores subyacentes en la vida cotidiana y de las fuerzas que condicionan el desarrollo psíquico de la personalidad. Esta perspectiva ampliada volvería a poner los problemas del individuo concreto en el lugar fundamental que merecen ocupar junto a los de la colectividad, y permitiría a ese individuo controlar su vida cotidiana sin estar sujeto a coacciones externas. Solo de este modo podría redefinirse el proyecto revolucionario, restableciendo la identificación del socialismo con la libertad humana a la luz del desarrollo posterior del capitalismo desde sus primeras formas de laissez-faire hasta sus formas monopólicas y burocráticas por un lado, y de la degeneración de los intentos de construir el socialismo fuera del mundo industrial avanzado, bajo formas de colectivismo burocrático o de capitalismo de Estado, por el otro. Varias corrientes tendieron a converger en este proyecto de revolución cultural destinado a fusionar los mundos interno y externo, el plano personal y el político. Ya en 1919 los dadaístas de Berlín trataron de conciliar la liberación política con la liberación estética. El Manifiesto que publicaron aquel año pedía: 1) La unión revolucionaria internacional de todos los artistas e intelectuales, hombres y mujeres, sobre la base del comunismo radical; 2) la introducción del desempleo gradual por medio de la mecanización creciente en cada campo de actividad; 3) la inmediata expropiación de la propiedad y la alimentación comunitaria para todos, y 4) la construcción de jardines y ciudades llenas de luz que pertenecerían al conjunto de la sociedad y darían al hombre la

posibilidad de vivir en plena libertad.20 Pocos años después, sus sucesores en Francia, los surrealistas, «ofrecieron sus servicios a la Revolución», mientras afirmaban que el traspaso del poder de manos de la burguesía a las del proletariado debía estar acompañado por un proceso paralelo tendiente a emancipar las formas estéticas y liberar la imaginación creadora.21 En su opinión, la crisis de la civilización exigía una respuesta global, «una revolución increíblemente radical que se extendiera realmente a todas las esferas». Para alcanzar esta meta «debían utilizarse todos los medios que permitieran destruir las ideas de familia, nación y religión». «Trasformad el mundo, decía Marx. Cambiad la vida, decía Rimbaud»; para André Bretón y los surrealistas, «estas dos consignas son solo una». Los surrealistas buscaban un método de revolución cultural basado en una nueva concepción de las posibilidades humanas, que pretendía derribar todas las barreras, tanto físicas como psicológicas, entre lo consciente y lo inconsciente, entre el mundo interno y el mundo externo, con el fin de crear una sur-realité donde lo real y lo imaginario, el pensamiento y el sentimiento, se fusionaran y dominaran la totalidad de la vida. Esta praxis, que no tendía a una utopía abstracta sino a la libertad permanente de la creatividad humana, comenzaba para los surrealistas por una serie de liberaciones muy concretas: todos los elementos, facultades o tendencias que han sido reprimidos, encubiertos o desnaturalizados deben ser liberados. De acuerdo con esta concepción, el deseo, la esperanza y la imaginación están latentes en todos los hombres y mujeres y se inscriben en la historia de cada individuo; sin embargo, para llegar a realizarse deben «tener el poder». Conferirles ese poder —liberando el inconsciente, poniendo a disposición de cada ser humano la posibilidad de crear, llevando la imaginación al poder— se convirtió para los surrealistas en la finalidad permanente de la actividad revolucionaria. Solo de este modo —sostenían— sería posible liberar la imaginación colectiva de las masas, aherrojada por la organización represiva de la vida cotidiana, y el impulso creador ahogado e inhibido hasta ahora en cada

22 De los numerosos trabajos sobre Reich me resultaron más útiles los siguientes: Constantin Sinelnikoff, L'oeuvre de Wilhelm Reich,£* París, 2 vols., 1970; André Franklin, «Wilhelm Reich et l'économie scxuelle», Arguments, n' 4, 1960; R. Reiche, «Wilhelm Reich: Die Sexuelle Revolution», Neue Kritik, n" 48-49, agosto de 1968; M A U -rice Brinton, Authoritarian Conditioning, Sexual Repression and the Irrational in Politics, Solidarity Pamphlet n9 33, junio de 1970; Bertell Ollman, «Wilhelm Reich% en Dick Howard y Karl Klare, eds., The Unknown Dimensión: Euro pean Marxism Since Lenin, Nueva York, 1972.

individuo por las exigencias de una civilización organizada para servir a los intereses de la represión. En Europa central, mientras tanto, Wilhelm Reich22 (entre otros) buscaba un nuevo proyecto de revolución cultural basándose en sus ideas acerca del grado en que las formas de dominación de clase impuestas a las masas por la sociedad represiva se relacionaban con un proceso paralelo de represión psicológica y sobre todo sexual, impuesta al individuo durante la etapa de socialización primaria llevada a cabo en el contexto de la familia patriarcal. A su juicio, la sociedad de clases producía la personalidad de tipo autoritario que necesitaba para asegurar su supervivencia. Reich afirmaba, al mismo tiempo, que esta represión psicológica, si bien perpetuaba la dominación, creaba también explosivas fuentes de conflicto que el marxismo no tuvo en cuenta, fuerzas que podrían ser utilizadas por un nuevo movimiento revolucionario cultural en favor de la liberación, ayudando a los individuos a vencer las fijaciones autoritarias que les impedían efectuar la revolución social. Reich sostenía que, en las condiciones de escasez material características de todos los períodos históricos anteriores, la energía libidinal de la mayoría de la gente necesariamente debió ser sublimada en la eterna e incesante lucha por la supervivencia. Ahora, sin embargo, ese trabajo, esa negación de la persona, han dado lugar a un nivel tecnológico que hace innecesaria la represión en el futuro. El resultado es un choque violento entre los reclamos instintivos del ser humano y una civilización que continúa negándose a reconocerlos. En estas circunstancias, la gratificación de las pulsiones libidinales antes reprimidas —expresadas libremente, de acuerdo con la necesidad propia del individuo de tener un desarrollo personal creativo, en vez de estar restringidas por la necesidad de reproducir dentro de las masas la dominación de clase— llevará inevitablemente a extender las demandas de gratificación y felicidad a otras esferas de la vida. Así como la inhibición sexual es un com

ponente fundamental de la inhibición en general, la emancipación sexual es también una de las etapas básicas de la emancipación general de la humanidad, que trascenderá la sociedad capitalista. Lo que tanto Reich como los surrealistas trataban de hacer al reformular la tradición heredada del pensamiento revolucionario —Reich, mediante una síntesis original de Freud y de Marx, del psicoanálisis y del socialismo; los surrealistas, mediante una integración menos sistemática, pero igualmente original, de la política, la psicología, la antropología y el arte dentro de un marxismo de características propias— era ec har los cimientos intelectuales de una nueva definición de la política radical, que no solo superase las limitaciones y la insuficiencia del marxismo que acabamos de examinar, sino que también ligara las luchas del movimiento obrero marxista con las de ciertas fuerzas, recientemente radicalizadas o proletarizadas que hasta ese momento habían permanecido fuera de dicha tradición. Los surrealistas y Reich fueron los primeros en reconocer el potencial revolucionario que encerraba la crisis de la vida cotidiana a lo largo y a lo ancho de Occidente, tal como empezó a ponerse de manifiesto durante la década de 1920 en el colapso de la familia patriarcal, de la moral sexual tradicional y de las viejas pautas culturales; en las incipientes luchas de las mujeres y los jóvenes en procura de una mayor independencia, y en la búsqueda de nuevos estilos de vida y nuevas formas de experiencia estética.23 Si bien el marxismo constituía aún un instrumento indispensable para comprender críticamente la crisis del capitalismo como sistema socioeconómico, tenía poco que decir con respecto a esas crisis de la vida cotidiana. En consecuencia, tampoco podía decir mucho acerca de las nuevas fuerzas de la rebelión juvenil, de los movimientos por la liberación de la mujer y del vanguardismo cultural surgidos precisamente de tales crisis. Fue muy natural que revolucionarios culturales como Reich y Bretón buscaran fuentes adicionales de esclarecimiento que permitieran complementar la crítica marxista; al ampliar de este modo su poder analítico y su marco conceptual, facilitaron la incorporación a su proyecto revolucionario de la problemática planteada por los nuevos fenómenos. 23 Véanse Christopher Lasch, The New Radicalism in America: 1889-1963, Nueva York, 1965, y Martin J. Sklar, «On the Proletaria Revolution and the End of PoliticalEconomic Society», Radical America, vol. 3, n* 3, mayo-junio de 1969.

La naturaleza auténticamente radical de este nuevo proyecto de revolución cultural selló su destino. En efecto, pese a que los revolucionarios culturales afirmaban su fidelidad a los partidos de la izquierda marxista, era evidente que el proceso de liberación total que trataban de poner en marcha no solo desafiaba el criterio estrecho de las tradicionales estrategias político-económicas de la izquierda, sino también la autoridad de las élites que, en nombre de la revolución, habían impuesto su hegemonía institucional sobre el movimiento proletario. Incapaces de vencer la activa hostilidad de esas élites, el movimiento surrealista en Francia y el movimiento alemán Sex-Pol inspirado en la teoría de Reich prácticamente corrieron la misma suerte que los grupos similares surgidos en Estados Unidos durante ese período. Paul Buhle y Carmen Morgan sostienen: «A lo largo de las décadas de 1920 a 1940, la Izquierda Política sofocó en forma resuelta y con resultados satisfactorios las actitudes liberadoras personales de aquellos que actuaban dentro y en torno de sus círculos de poder. Mientras que los líderes ortodoxos del Partido Socialista debsiano* desconfiaban, sencillamente, de las actitudes individualistas con respecto a la cultura y la sexualidad (pero las toleraban), los dirigentes comunistas prohibían públicamente incluso la liberación sexual que los afiliados comunistas practicaban en privado. Cada uno de los intentos de introducir un componente cultural autónomo dentro de la actividad política revolucionaria fue resistido por la totalidad de la Izquierda en nombre de un "proletariado" al que los líderes solo conocían en abstracto».24 Como consecuencia de esta campaña represiva dirigida por las burocracias atrincheradas en las organizaciones izquierdistas tradicionales contra el proyecto de revolución cultural, este siguió siendo una mera pasión utópica. Sus primeros voceros quedaron excluidos de la izquierda organizada, o, como ocurrió con Lukács —según lo admitió él mismo antes de su muerte—, se los obligó a hacer la autocrítica, real o fingida, de su posición original para evitar ser expulsados de ese par* Por Eugene Víctor Debs (1855-1926), quien fue candidato a la presidencia de la república por el Partido Socialista (social-demócrata) en cinco oportunidades. (N. del E.) 24 Paul Buhle y Carmen Morgan, «Notions of Youth Culture», Radical America, vol. 4, n9 6, setiembre-octubre de 1970, pág. 85.

(ido que había aislado de la actividad política a muchos intelectuales contemporáneos (p. ej., Karl Korsch). Aquellos que, como los marxistas de Francfort,25 permanecieron fieles a sus ideales de revolución cultural, pagaron el precio de ese compromiso, no solo con la inactividad política, sino también con un aislamiento intelectual que se reflejó inevitablemente en la tendencia a adoptar en sus escritos una postura cada vez más abstracta y académica. Empero, si teniendo en cuenta este aislamiento y «academizar ion» del proyecto de revolución cultural durante las tres dríadas ulteriores a su primera formulación —período en el Qualj como base para una nueva forma de movimiento revolucionario de masas, sencillamente «se retiró del campo de juego» político—, no puede decirse que haya tenido éxito, tampoco es cierto que haya fracasado por completo. En rigor, después de permanecer en estado latente durante décadas, el primitivo proyecto de revolución cultural se reencarnó recientemente en una «nueva» izquierda surgida en el decenio de 1960 en todo el mundo industrializado de Occidente; en ella «el empuje y el significado inmanente» del proyecto inicial «retornaron con renovado vigor, claridad y realismo».2" La evolución de esta Nueva Izquierda muestra que, a raíz de la colonización ulterior de la sociedad civil determinada en las últimas tres o cuatro décadas por las relaciones de mercancía y el poder jerárquico, y como resultado de la subsecuente intensificación de la tendencia a la descomposición de la vida cotidiana —tendencia que en la década de 1920 solo se esbozaba—, esta revolución cultural fue dejando de ser gradualmente un deseo utópico para convertirse cada vez más en una necesidad objetiva. Pero hay algo más notable aún: el rápido desarrollo del nuevo radicalismo demostró que la base social potencial de este proyecto, más o menos limitada en los tiempos de Reich y los surrealistas a grupos 25. A lo largo de este libro he estudiado a los marxistas de Francfort (en especial a Horkheimer, Adorno y Marcuse), y en esta esfera estoy particularmente en deuda con el trabajo de Martin Jay, The Frankfurt School: An Intellectual History of the «Instituí für Sozialforschung (1923-1950)», tesis de doctorado, Universidad de Harvard, 1971, publicada en forma de libro bajo el título de The Dialectical Imagination, Boston, 1973. Otros enfoques útiles de la Escuela de Francfort y su influencia incluyen a Goran Therborn, «The Frankfurt School», New Left Review, n" 63, setiembre-octubre de 1970; G. E. Rusconi, La teoría critica della societá,& Bolonia, 1968; Albrecht Wellmer, Critical Theory of Society, Nueva York, 1971. 26 .P. Breines, «Notes on Georg Lukács . . .», op. cit., pág. 15.

particularmente críticos de intelectuales combativos, se ha ampliado en forma considerable bajo las condiciones del capitalismo contemporáneo, a medida que una población cada vez más proletarizada descubre que su supervivencia misma, si bien ya no está amenazada de modo directo por problemas puramente cuantitativos de escasez e inestabilidad económicas, está cuestionada en forma aún más directa por nuevos problemas, relacionados con la «calidad de la vida», y por la obliteración total de su autonomía debido a la expansión universal del poder jerárquico. Desde esta perspectiva, puede considerarse que los movimientos estudiantiles antiautoritarios (la «cultura de los jóvenes», las revueltas de las minorías colonizadas en los países industriales avanzados, los movimientos en favor de la liberación femenina y sexual, etc.) constituyen respuestas potencialmente revolucionarias frente a ,1a opresión y la explotación capitalistas dentro de sus respectivas esferas. La politización de estos sectores significa que el proyecto de revolución cultural penetra hoy en la conciencia de una generación entera y promete adoptar cada vez más el carácter de un movimiento de masas que se rebela contra un mundo cosificado y alienado. Desde este punto de vista hay que evaluar el renovado y creciente interés que demuestran hoy los partidarios de la Nueva Izquierda por los trabajos teóricos de los revolucionarios culturales originarios; lejos de tener mero interés académico, estas corrientes del marxismo cultural representan nada menos que un momento anterior de nuestra propia situación. En tal sentido, el intento de estos revolucionarios culturales de sintetizar el marxismo y el psicoanálisis reflejaba en el plano teórico la misma inquietud que la Nueva Izquierda llegó a manifestar por su actividad práctica —a medida que surgía de la silenciosa alienación de la década de 1950 y del escalofriante horror de la carrera armamentista para enfrentar el autoritarismo de las instituciones existentes y la hipocresía de una sociedad que se burlaba todos los días de los ideales democráticos y humanitarios que pretendía defender—. En ambos casos existe el reconocimiento, nacido de un profundo trauma cultural, de la importancia básica de defender los reclamos del individuo frente al poder cada vez más abrumador de un aparato administrativo burocrático que fragmentó la actividad social, desintegrando a la sociedad en mónadas individuales aisladas. Lo enunciado en un principio sobre la base de las primitivas investigaciones teóricas emprendidas por la antigua generación de revoluciona

culturales fue redescubierto por la Nueva Izquierda merced a una dialéctica espontánea de los sentimientos, que la llevó a trasformar una repulsa originariamente individualista y emocional en una repulsa organizada, y a lanzar una nueva f uerza subversiva basada en el reconocimiento de que, como escribió en 1940 Max Horkheimer, «el individuo plenamente desarrollado es la consumación de una sociedad plenamente desarrollada. El hecho de que el individuo se emancipe no implica emanciparse de la sociedad; significa, en cambio, que la sociedad se libera de la atomización, una atomización que puede alcanzar su punto culminante en los períodos de colectivización y de cultura de masas».27 Si bien esta tendencia hacia una fusión de las luchas en los niveles micro y macrosociales, de lo personal y lo político, está claramente implícita en la dinámica de la politización de la Nueva Izquierda, por desgracia solo es aún una tendencia, una meta fervientemente anhelada más que un hecho consumado. Esto es particularmente cierto en los niveles teórico e ideológico, donde la indiferencia y la desconfianza que el movimiento manifestó al principio por el trabajo intelectual —actitudes que hace diez, o incluso cinco años, constituían hasta cierto punto una ventaja— han llegado a ser un impedimento que paralizó su desarrollo político ulterior. Incapaz de reunir los diferentes hilos y corrientes antagónicas dentro de una perspectiva general apropiada y de una estrategia revolucionaria que pueda explicar los reveses e incoherencias, así como discernir nuevos caminos y oportunidades, el movimiento es cada vez más vulnerable a las técnicas de manipulación destinadas a dividir y conquistar, absorber y/o cooptar, mediante las cuales el sistema procura sofocar la oposición potencial y reprimir la toma de conciencia de sus contradicciones. En la actualidad, el éxito de esta estrategia represiva es evidente, sobre todo en la creciente dificultad de fusionar lo personal y lo político en cualquier nivel —fusión que fue buscada antes con mucho empeño—, y la consecuente y cada vez más aguda disyunción entre ambos. Durante el apogeo del estallido de entusiasmo que se produjo en el movimiento en las postrimerías de la década de 1960, se creyó fugazmente que todo era posible, que el radicalismo cultural y el radicalismo político eran idénticos. Pero tras la represión y las esperanzas frustradas reapareció el desennos

27 Max Horkheimer, The Eclipse of Reason, Nueva York. 1947, pág. 135.

canto, y esta unidad se hizo añicos, dejando por un lado a los radicales políticos con sus banderas ideológicas, programas y organizaciones, y, por el otro, a los revolucionarios culturales convencidos de que todo trabajo político organizado era una pérdida de tiempo. En suma, según las palabras de Murray Bookchin, «los dos bandos se polarizaron en proposiciones del tipo "X o Y", como si la opresión solo pudiera ser definida de una manera y no de otra: espiritual o material, psíquica o económica, alienante o explotadora».28 El movimiento atraviesa ahora por una crisis. A medida que se intensifican las contradicciones del capitalismo, la profunda inhumanidad y la bancarrota moral del sistema se hacen notorias para un número cada vez mayor de personas, pero la Nueva Izquierda no dispone de ninguna teoría o estrategia de la revolución cultural capaz de orientar y encauzar este caudal siempre en aumento de malestar y revulsión. La actual fragmentación del movimiento suscitó confusión, desorientación e incluso desesperación, pero para muchos significó también una toma de conciencia más aguda de las insuficiencias inherentes a las formas de organización y las actividades desarrolladas en la década de 1960. Al parecer, ha comenzado la búsqueda de nuevos rumbos y proyectos, de nuevas identidades revolucionarias colectivas. Pero, sobre todo, parece aflorar el tardío reconocimiento de que es imperiosamente necesario ir más allá de las recientes «guerras de citas» entre sectas rivales —que reemplazan la labor teórica por la exégesis textual de las autoridades, desde Mao hasta Metesky— e imbuir a la espontaneidad de una crítica consciente y una conciencia crítica, restableciendo las distinciones entre acuñación de consignas y análisis radical y rehabilitando la labor teórica. Solo de este modo será posible salvar la brecha entre las corrientes políticas y revolucionarias culturales que existen dentro del movimiento y tornar explícito el proyecto emancipador planteado ya implícitamente por el desarrollo concreto que ha tenido la Nueva Izquierda. Muchos miembros de la Nueva Izquierda reconocen en grado creciente que, si bien deben evitar la trampa representada por el renacimiento fetichista de lo que Marx denominó «lenguaje prestado» del pasado, mediante el cual «la tradición de todas las generaciones desaparecidas agobia como una 28 Murray Bookchin, «Youth Culture: An Anarcho-Communist View», en Hip Culture: Six Eswys on its Revolutionary Potential, Nueva York, 1970, pág. 53.

pesadilla el cerebro de los seres vivientes», es necesario elaborar la nueva teoría revolucionaria redescubriendo esas corrientes de pensamiento realmente críticas que incorporan la experiencia de lucha revolucionaria acumulada por muchas generaciones; asimismo, es preciso basar la auténtica reasunción de la lucha revolucionaria en la reafirmación y la profundización «de todos los antiguos esfuerzos liberadores», teniendo en cuenta su carácter incompleto o su recuperación parcial. Admitido el grado en que el restablecimiento del vínculo entre la teoría y la práctica implica recuperar el pasado y tomar conciencia de esta dimensión en el acto de moldear el futuro, solo cabe deducir que el interés despertado en un número creciente de miembros de la Nueva Izquierda por la tradición del marxismo crítico (Reich, Marcuse o los teóricos de Francfort) no es un pasatiempo ocioso, sino un prerrequisito integral para dar origen a una nueva praxis emancipadora. En el encuentro de esta Nueva Izquierda con esas corrientes de pensamiento revolucionario podemos discernir la coexistencia de una crítica activa de la sociedad moderna, representada por las luchas de la Nueva Izquierda, con una crítica teórica de la sociedad represiva, representada por los intelectuales críticos de la escuela «marxista freudiana». Estas dos críticas paralelas, que aún están separadas, «avanzan hacia la misma realidad y hablan de las mismas cosas, son mutuamente esclarecedoras, y la una no puede ser comprendida sin la otra».29 Así como su divorcio determinó hasta ahora la fragmentación de la Nueva Izquierda en una serie de corrientes contestatarias no coordinadas y mutuamente excluyentes, cuya existencia corre hoy peligro debido a su aislamiento ante la represión y a la «academización» de la teoría crítica por falta de un sujeto revolucionario capaz de realizar su proyecto, del mismo modo la unificación de ambas críticas puede sentar las bases que permitan una reintegración de las fuerzas fragmentadas de la Nueva Izquierda en una fuerza revolucionaria coherente y, en consecuencia, la reunificación de la teoría y la práctica en una praxis revolucionaria que una los contextos micro y macrosociales, la tras-formación de la «realidad interna» y la «realidad externa». De lo dicho se deduce que el examen de la tradición marxista crítica que nos proponemos realizar no es un mero ejercici o de hagiografía revolucionaria sino un intento, modesto 29 Le déclin et la chute de l'économie spectaculaire-marchandc», Inh inationale Situationniste, n* 10, marzo de 1966, pág. 4.

y parcial, de recuperar nuestro pasado y la conciencia de ese pasado, no en el sentido de un historicismo académico que reduzca el pensamiento a la genealogía de sus componentes,, sino en términos de su conexión con nuestra situación histórica, como un momento anterior de nuestra toma de conciencia de esa situación y de nuestra propia lucha para recuperarla. En suma, es un componente clave, que debe ser preservado y superado, en la nueva síntesis revolucionaria que debemos efectuar si queremos forjar el futuro con nuestras manos. Apuntando a esta meta, el presente estudio abordará sucesivamente las siguientes cuestiones básicas: 1

2

3

4

5

6

La crítica radical de la teoría y la práctica psicoanalíticas y el intento de quebrar la identificación de la teoría freudia-na de los instintos con el orden social establecido. La tentativa de integrar el núcleo crítico y antropológico de la teoría psicoanalítica freudiana en una teoría crítica general, cuyo punto de partida es el marxismo y cuyo objetivo fundamental es una nueva totalización de las interrelacioncs entre las trasformaciones históricas de la naturaleza humana y de la organización social que se producen dentro del marco establecido por los procesos materiales de la vida, en el curso de la lucha librada por la sociedad para imponer su dominio colectivo sobre la naturaleza. La psicología de las masas como base de la revolución y de la reacción en la fase del capitalismo monopólico: las crisis de la vida cotidiana, de la familia y la sexualidad, en cuanto se relacionan con el fracaso de la democracia revolucionaria en la Unión Soviética y el éxito de la reacción fascista en el mundo occidental. La política sexual y la lucha por la trasformación de la vida cotidiana: la teoría de Reich sobre la revolución cultural como prerrequisito esencial para la liberación social. La problemática de la «desublimación represiva» y el análisis efectuado por Marcuse de la «obsolescencia del psicoanálisis» a la luz de la trasformación de las sociedades occidentales después de la Segunda Guerra Mundial, al pasar de las antiguas formas del «capitalismo en crisis» a los tipos actuales de sociedades burocráticas de consumo manipulado. El surgimiento de la Nueva Izquierda contemporánea y la búsqueda de un nuevo proyecto revolucionario cultural y de un nuevo método para trasformar en forma consciente la vida cotidiana, bajo las condiciones del

capitalismo vigentes.

burocrático

de

consumo

actualmente

2. Psicoanálisis y pensamiento revolucionario

Habiendo situado las corrientes revolucionarias culturales de lucha y pensamiento en el contexto histórico de su desarrollo, así como en su relación con la problemática contemporánea planteada por el desenvolvimiento de la Nueva Izquierda en Occidente, podemos examinar ahora, como preludio para nuestro objetivo último de actualizar este proyecto, su contenido y sus fuentes intelectuales específicas. Empezaremos por considerar por qué los primeros revolucionarios culturales recurrieron sobre todo al psicoanálisis para remediar la manifiesta insuficiencia del marxismo clásico y ofrecer los fundamentos de una nueva teoría crítica. Hoy, cuando el psicoanálisis es atacado casi desde todos lados como instrumento de represión y de conformismo impuesto, es fundamental evaluar el enorme atractivo ejercido por las ideas de Freud en las antiguas generaciones de marxistas culturales. Podemos empezar por recordar el carácter profundamente revolucionario del impulso original del psicoanálisis y de su repercusión inicial en la cultura occidental; solo de este modo podremos saber en qué medida mantiene, pese a todos los intentos de cooptarlo para fines conservadores, cierto núcleo antropológico crítico, indispensable si se quiere efectuar una crítica revolucionaria de la civilización contemporánea. Así como Darwin y Marx revolucionaron completamente las ideas acerca de la naturaleza y la sociedad de mediados del siglo xix, hacia 1920 la gente empezó a pensar, con buenas razones, que con Sigmund Freud había ocurrido algo decisivo en la historia de la sociedad humana. Mientras que con Marx la sociedad humana llegó a ser por primera vez histórica y sociológicamente autoconsciente, con Freud la tendencia paralela hacia un nuevo autoconocimiento del individuo, que tenía sus raíces en la protesta romántica contra la civilización industrial, alcanzó finalmente la categoría de ciencia. Sin duda, esta tendencia ya había empezado a asumir, con Nictzsche, la forma explícita de una «psicología de la develación», poniendo en claro que la percepción consciente y las racionalizaciones de los individuos con res

pecto a las motivaciones de su conducta constituyen, en realidad, distorsiones y mistificaciones de sus deseos y motivaciones reales. Nietzsche, basándose en una crítica histórica de la civilización, atribuía esta concientización deficiente a la decadencia que ha podido observarse desde el advenimiento del cristianismo y que se manifiesta en una psicología de autonegación y ressentiment, que intenta representar la impotencia y la servidumbre como ideales éticos y ascéticos; en cambio, Freud descubrió, mediante análisis psicológicos individuales, que las raíces de este proceso de autoengaño se hallaban en un nivel aún más profundo, en la existencia de una dimensión inconsciente de la vida psíquica. Como fruto de este descubrimiento y de la comprensión fundamental —derivada de él— de que la autorreflexión acerca de la compulsión patológica ofrecía la posibilidad de aboliría, Freud fue capaz de delinear, por lo menos implícitamente, un método de investigación psicoanalítica que es científico y crítico, a la vez, puesto que establece, en el corazón mismo de la experiencia terapéutica, una dialéctica entre la teoría y la práctica (v. gr., la integración teórica del conocimiento antropológico de que dispone el analista se refleja en la práctica terapéutica, que al liberar las estructuras cosificadas de la conciencia del paciente produce una realimentación en forma de nuevos datos relativos a la experiencia de este; dichos datos deben ser descifrados con ayuda del analista, de manera de desenmascarar las racionalizaciones crecientemente ficticias del paciente, y, por último, asimilados a la teoría antropológica para facilitar al paciente !a integración última de su propia experiencia). En contraste con todas las formas de ciencia positivista, el psicoanálisis ha conseguido incorporar a su método la autorreflexión metodológica. De ello se desprende que la teoría psicoanalítica freudiana redescubrió y retomó el intento específico y el ideal metodológico autoconsciente de la teoría crítica en general inaugurada por Hegel, y sobre todo por Marx, en el siglo xix. Dentro del proyecto global de esclarecimiento que caracterizó el desarrollo general del pensamiento crítico en los dos últimos siglos, la recuperación freudiana, característicamente moderna, de las vivencias espirituales y emocionales más íntimas del hombre señaló un momento decisivo. Su surgimiento puso de manifiesto lo expresado por Alexander Mitscherlich: «El hombre ha desarrollado una nueva función —la de alcanzar una comprensión de sí mismo que le permite controlar, guiar y moldear sus actos— que pone a lo consciente en relación dialéctica

con funciones biológicas más antiguas, cuya naturaleza hereditaria explica la conducta inconsciente que se impone como algo natural».1 En consecuencia, proporcionó un componente de importancia fundamental que hasta entonces no había intervenido en el proceso más amplio de autoformación histórica de la especie humana y de crítica emancipadora de dicho proceso; este, al vincular las dimensiones vivenciales perdidas del pasado individual y del pasado colectivo, se propone lograr la liberación de una praxis social trasformada.2 No es raro, pues, que en la década de 1920 intelectuales revolucionarios como Reich, Bretón, Attila József y Karel Tei-ge recurrieran al psicoanálisis en cuanto componente fundamental de una perspectiva revolucionaria más general.3 Consideraban que el psicoanálisis, con su concepción dinámica de la vida psíquica y del desarrollo de la personalidad individual, agregaba una dimensión nueva y vital a la «revolución 1. Alcxander Mitscherlich, Society Without the Father, **« Nueva York, 1970, pág. 10. 2. Véase el capítulo de Trent Scbroyer titulado «The Idea of Eman-cipatory Critique», en su obra The Critique of Domination, Nueva York, 1973. Para enfoques algo diferentes de la posición según la cual existe una «complementariedad» intrínseca entre el materialismo histórico y el psicoanálisis como momentos mutuamente dependientes de una antropología dialéctica (todavía no plena y claramente enunciada), pueden verse J.-P. Sartre, Search for a Method,*** Nueva York, 1963; Edgar Morin. «L'hommc revolutionné et l'hom-mc revolutionnaire: l'homme mavxien, l'hommc freudien et la revo-lution du XX e siécle», Socialism.il Socialism.il ou Barbarie, n9 39, marzo-abril de 1965, págs. 1-15; Robert Kalidova, «Marx et Freud», L'Homme et la Société, n9 7, enero-marzo de 1968, págs. 99-114, y n9 8, abril-junio de 1968, págs. 135-47. 3. Aunque los enfoques centrados en esta problemática pueden discernirse ya en 1909 en los escritos de Ernst Bloch sobre psicoanálisis, los intentos más significativos de lograr una síntesis de Marx y Freud datan de las postrimerías de la década de 1920, con la aparición de Sicgfricd Bernfeld, «Sozialismus und Psychoanalyse», Der Klas-senkampf, n9 2, 1928, y W. Reich, «Dialcktischer Materialismus und Psychoanalyse», Unter dem Banner des Marxismus, n9 3, 1929. En el último trabajo, en particular, se argumentaba que, «así como el marxismo era, desde el punto de vista sociológico, la expresión del hombre que toma conciencia de las leyes de la economía y de la explotación de la mayoría por parte de una minoría, del mismo modo el psicoanálisis es la expresión del hombre que toma conciencia de la represión sexual ejercida por la sociedad». Solo tres años después, Horkheimer inauguró, de modo similar, el interés permanente de la Escuela de Francfort por los problemas concernientes a la unificación del materialismo histórico y el psicoanálisis, en su artículo «Ges-chichte und Psychologic», Zeitschrift für Sozialforschung, vol. 1, n9 1, 1932. [Incluido en Teoría crítica, *% págs. 22-42.]

desenmascaradora» inaugurada por Marx en su crítica de la ideología. Tomando como punto de partida el descubrimiento de que los síntomas neuróticos, las irracionalidades de la vida cotidiana y de los sueños, tienen un sentido si la conducta consciente del individuo es interpretada en relación con su vida psíquica inconsciente, y que esta relación entre la conducta consciente y la esfera inconsciente es de naturaleza conflictual, Freud prosiguió su investigación hasta formular un enfoque dialéctico destinado a estudiar la vida mental en función de los conflictos, interacciones y ajustes mutuos entre las pulsiones instintivas y las exigencias de la realidad externa, tal como estas se expresan en las condiciones sociales y los códigos morales. Su descubrimiento de que la conducta y las actitudes mentales están arraigadas en conflictos y son, por ende, intencionales —en otras palabras, que en lo más profundo de la conducta del individuo existe cierta lógica subterránea, similar a la «astucia de la razón» hegeliana, que planifica, dirige, censura y a menudo engaña a aquel— llevó a Freud a elaborar una psicología dialéctica que considera la vida psíquica como producto del conflicto mental, casi del mismo modo en que el materialismo de Marx considera dialécticamente la vida histórica como producto del conflicto social. Gomo señaló Arnold Hauser, «la realidad biológica del instinto desempeña en la teoría freudiana un papel similar al de la realidad económica de la producción en el materialismo histórico; el psicoanálisis es, al igual que la filosofía marxista de la historia, una doctrina [.. .] materialista; se apoya en la biología, así como el marxismo se apoya en la economía».4 Ambas teorías se mueven claramente en el mismo terreno, concibiendo a hombres y mujeres como seres físicos y espirituales que libran una lucha a muerte y tienen que utilizar todas sus facultades y habilidades para mantener un estado de equilibrio entre las fuerzas antagónicas que rigen sus vidas. Al mismo tiempo, Freud comparte con Marx, además del enfoque dialéctico, el énfasis puesto en la dimensión histórica. Así como Marx hizo hincapié en la especificidad histórica de los sistemas sociales y en la necesidad de comprender las instituciones desde la perspectiva de un estructuralismo genético, es bien conocida la importancia fundamental atribuida por Freud al estudio de la historia psicológica del paciente como clave para descifrar la estructura 4 Arnold Hauser, «The Psychological Approach: Psychoanalysis and Art», en The Philosophy of Art History, Cleveland, 1963, pág. 76.

de su personalidad; asimismo, también es evidente —y en grado mayor aún— el énfasis puesto por Freud en sus escritos metapsicológicos {Tótem y tabú, entre otros) en la necesidad de ofrecer una explicación histórica de carácter «global» para los fenómenos psíquicos (énfasis que está en contradicción absoluta con los calificativos de biologista y psicologista asignados a algunos de sus trabajos) .5 Por último, y una vez más de manera muy similar al marxismo, el psicoanálisis ofrece una crítica radical de la sociedad alienada que torna trasparentes las diversas estructuras cosificadoras y mistificadoras —en el primer caso, las estructuras del legalismo jurídico, y en el segundo, las de la civilización—, y revela, como categoría básica común a ambas, las realidades subyacentes de la represión socioeconómica y psicosexual. A la crítica socioeconómica del capitalismo formulada por Marx, el psicoanálisis añadió un ataque inflexible contra los valores tradicionales de la sociedad burguesa y sus instituciones, proclamando la muerte de todo cuanto esta sociedad consideraba sagrado y reduciéndolo a su génesis profana e irracional. Ofreció un instrumento único de liberación que no solo erradicaba todo el complejo de ideales, mitos y pautas morales heredados, sino que, al abrir un camino que permitiría explorar las misteriosas profundidades que determinan la conducta del hombre, haciendo caso omiso de las intenciones conscientes de este, proporcionaba los fundamentos de un nuevo sistema de creación y autoesclarecimicnto individual. Pese a estos comienzos ejemplares, la perspectiva psicoanalítica contenía una ambivalencia casi fatal que más tarde permitiría a la mismísima civilización burguesa cuya naturaleza opresiva fue la primera en denunciar, buceando en sus profundidades más recónditas, asimilarla bajo una forma esterilizada y despojada de la mayor parte de su carácter crítico originario. En la raíz de esta ambivalencia estaba el hecho de que, aunque los insights más profundos de Freud derivaban en gran medida del carácter dinámico de su pensamiento, algunas de sus peores fallas se debían a que, después de todo, este no era suficientemente dinámico.6 Si bien se ha sostenido que Freud no consideraba inmutables los instintos, es indiscutible que sostenía su «naturaleza conservadora» 5. Véase Boris Fraenkel, «Le freudo-marxisme», L'Homme et la So-eiété, n" 11, enero-marzo de 1969. 6. Véase A. Hauser, op. cit., págs. 66-71, 77-83; véase también Igor Caruso, «Psychoanalysis and Socicty», New Left Review, n* 32, julio-agosto de 1965, págs. 24-31.

y los concebía modificándose tan lentamente que en la práctica manifestaban un carácter ahistórico e invariable. Por lo tanto, en la práctica, y en medida considerable también en su teoría, el psicoanálisis ortodoxo tiende a tratar los instintos y la constitución biológica de la personalidad como esencialmente estáticos; asimismo, tiende a considerar que la configuración de las pulsiones reprimidas y el contenido básico del inconsciente constituyen un factor inmutable e invariable de la psicología humana —la denominada naturaleza animal indestructible del hombre—. Del mismo modo, para los freu-dianos ortodoxos las fijaciones y experiencias infantiles siguen influyendo en forma inmutable y permanente en la conducta del adulto, y determinan de manera irreversible incluso tendencias tan tardías como la inclinación del individuo hacia una modalidad particular de sexualidad. Como consecuencia más o menos directa de esta tendencia de los freudianos ortodoxos a considerar que la naturaleza humana es fundamentalmente ahistórica y a identificar erróneamente su estado actual con la condición humana per se, el desarrollo de la práctica y del pensamiento psicoanalíticos en las décadas inmediatamente anteriores y ulteriores a la Primera Guerra Mundial se alejó de sus funciones críticas y subversivas originarias, orientándose hacia un creciente ajuste con el orden social existente y con el sistema de valores predominantes. Puesto que en los últimos escritos de Freud y en los de sus seguidores ortodoxos esta perspectiva ahistórica llevó a postular la existencia de las pulsiones destructivas (los «instintos de muerte») como hechos biológicos que rigen de manera inexorable el destino humano, el psicoanálisis tendió a evaluar de modo profundamente pesimista las posibilidades de que el ser humano se liberara de la ignorancia, la esclavitud y la agresividad, y a identificar en forma cada vez más directa el progreso de la civilización con el aumento de la represión. En El malestar en la cultura, Freud sostuvo —en contra de los marxistas, que esperaban la eliminación inevitable de la agresividad y de la represión de los instintos como resultado de la eliminación de la estructura de explotación social y de las condiciones de escasez material en la cual está enraizada— que el desarrollo y la preservación de la civilización exigían renunciar a la búsqueda del placer y regular las pulsiones instintivas, regulación que es necesariamente dolorosa y represiva. En el mejor de los casos, la humanidad solo podía tener la esperanza de preservar una tensión precaria.entre el sistema represivo y la pro

ductividad requerida para sostener a la sociedad por un lado, y la gratificación libidinal y la libertad psicológica que el individuo desea alcanzar en esta sociedad por el otro. En consecuencia, a juicio de Freud las metas revolucionarias de los socialistas y los anarquistas estaban condenadas a seguir siendo, hasta el fin de los tiempos, meros sueños utópicos: «Abolir la propiedad privada implica despojar a las tendencias agresivas del ser humano de uno de sus instrumentos, sin duda uno muy potente, pero de ningún modo el más potente de todos; sin embargo, con ello no modificamos en absoluto las diferencias de poder e influencia que la agresividad utiliza en forma abusiva o impropia, ni cambiamos en nada su naturaleza. La agresividad no es una consecuencia de la propiedad. Reinaba prácticamente sin limitaciones en épocas primitivas, cuando la propiedad era muy exigua aún, y se manifiesta ya en los primeros años de vida, casi antes de que la propiedad pierda su forma primaria, anal; constituye el fundamento de todos los vínculos afectivos y de amor entre los hombres [.. .] Si suprimimos el derecho personal a poseer bienes materiales, seguirán subsistiendo las prerrogativas en el campo de las relaciones sexuales, destinadas a convertirse en fuente del más intenso rencor y de la más violenta hostilidad entre seres humanos que, en otros aspectos, están en las, mismas condiciones. Si también se aboliera este factor, permitiendo una vida sexual completamente libre y eliminando, por lo tanto, a la familia, célula embrionaria de la civilización, no sería fácil prever qué nuevos rumbos tomará la evolución de esta; pero, eso sí, nunca desaparecerá esta característica indestructible de la naturaleza humana».7 Por consiguiente, Freud y sus seguidores terminaron por resignarse a que la represión fuera algo inevitable. El freudismo, incapaz de proporcionar una praxis revolucionaria, se vio obligado a aceptar una práctica «reformista» de adaptación individual a un sistema represivo, negándose incluso a 7 Sigmund Freud, Civilization and Its Discontents, *** traducido al inglés por J. Strachey, Nueva York, 1962, págs. 60-61. Es interesante observar el hecho poco conocido -— por lo menos de acuerdo con el relato de Reich— de que Freud escribió El malestar en la cultura en respuesta a la orientación cada vez más radical hacia la que empezó a apuntar el pensamiento de Reich, como lo demostró su participación en los seminarios especiales que se efectuaban todos los meses en la casa de Freud, en 1929 y 1930; véase W. Reich, The Function of the Orgasm, *\ Nueva York, 1961, págs. 165-68.

fomentar la liberación sexual. Una vez que hizo las paces con el orden establecido, renunciando a interesarse por el cambio sociopolítico, el psicoanálisis no pudo resistirse a las nuevas demandas, que le exigían ajustarse de una u otra manera a la moral burguesa. El psicoanálisis, cargado por Freud de una crítica fundamental a la sociedad actual —y, a decir verdad, a todas las sociedades— se ha trasformado cada vez más en la antítesis total de este proyecto originario, en un medio para adaptar al individuo a las demandas de una sociedad opresora. La sesión analítica ha dejado de apuntar a la disolución de las fuerzas represivas interiorizadas por el individuo y se ha convertido en un proceso de recuperación mediante el cual el paciente, víctima de esta sociedad represiva, aprende a aceptar su condición de hombre reprimido.8 A lo largo del proceso, el psicoanálisis mismo ha llegado a ser una mera ideología de la sociedad existente, que mistifica su naturaleza opresiva y contribuye a su reproducción. Shulamith Firestone hizo notar un hecho irónico: el freudismo, que nació junto con el feminismo y prácticamente en respuesta a las mismas realidades (la decadencia de la moral victoriana y la crisis de la sociedad de esa época centrada en grado extremo en la familia), en vez de convertirse en un instrumento de toma de conciencia que inspirara la experiencia feminista, llegó a ser un poderoso instrumento destinado a que el orden establecido recuperara para sí la causa feminista. La terapia freudiana fue aplicada, particularmente en Estados Unidos, para poner fin a la brecha producida por la crisis que empezaba a resquebrajar la autoridad patriarcal, y luego, «acicalada otra vez para cumplir su nueva función de "ajuste social", se la utilizó para destruir la revuelta feminista».9 Después de haber absorbido de manera tan eficaz al feminismo, quedó en condiciones de prestar un servicio similar como sustituto del marxismo, socavando la revuelta más general de los intelectuales contra la civilización y los valores burgueses durante el período interbélico. A medida que los intelectuales pasaban de las barricadas al diván, el determinismo económico orientado hacia el marxismo, tan 8. Véanse Herbert Marcuse, «Critique of Neo-Freudian Revisionism», apéndice de Eros and Civilization: A Philosophical Inquiry into Freud, A Nueva York, 1962, págs. 217-51, y T. W. Adorno, «Socio-logy and Psychology», New Left Review, n9 46, noviembre-diciembre de 1967, y n9 47, enero-febrero de 1968. 9. Shulamíth Firestone, The Dialectic of Sex: The Case for Femi-nist Revolution, Nueva York, 1970, pág. 70.

popular en la década de 1930, dio paso al determinismo psicológico cuasi-freudiano de las décadas de 1940 y 1950. No es raro que André Bretón, en un escrito de 1942 —solo tres años después de la muerte de Freud—, lamentara que su desaparición «hubiera sido suficiente para tornar problemático el futuro de las ideas psicoanalíticas y amenazara una vez más con convertir un instrumento ejemplar de liberación en un instrumento de opresión».10 Es indudable que esta recuperación del psicoanálisis por parte de la sociedad represiva nunca fue completa. Institucionalizado, desecado, cooptado, el freudismo jamás pudo desprenderse totalmente de su proyecto originario; de este modo, la posibilidad de redescubrir y desarrollar ese impulso original existió por lo menos en forma latente. Incluso dentro del campo freudiano, en la década de 1920 ya empezaron a manifestarse ciertas presiones hacia el renacimiento y el desarrollo del contenido crítico del psicoanálisis, como respuesta al fracaso de la teoría y la terapia ortodoxas, o de las corrientes aún más diluidas del revisionismo freudiano, de hacer frente a los problemas humanos generados por la crisis de la civilización occidental después de la Primera Guerra Mundial. El surgimiento de una nueva generación de psicoanalistas de posguerra, como Wilhelm Reich, Erich Fromm y Siegfried Bernfeld, nos permite discernir una profunda tendencia, nacida de los problemas concretos que encontraban en su trabajo clínico con enfermos mentales, hacia el redescubrimiento de las implicaciones radicales de la concepción originaria de Freud acerca de la misión del psicoanálisis; al mismo tiempo, dicha tendencia trata de liberar al psicoanálisis de las distorsiones ahistóricas que enturbiaron hasta ese momento el contenido crítico y sociológico latente en él. «El psicoanálisis trabajó en un tiempo en las raíces de la vida —declaró Reich en 1937—; el hecho de no haber tomado conciencia de su naturaleza social fue el principal factor de su decadencia catastrófica».11 Junto con el reconocimiento de que se había eliminado el contenido social del freudismo y de las consecuencias que tuvo esta supresión, se descubrió el medio de poner de manifiesto ese impulso suprimido: la renovación de la teoría y la práctica psicoanalíticas requiere 10. André Bretón, «Prolegomena to a Third Surrealist Manifestó or Not», en Manifestoes of Surrealista, Ann Arbor, 1969, pág. 282. 11. 'W. Reich, «On Freud's Eightieth Birthday» ■ (1936), en Reich Speaks of Freud, *** Nueva York, 1967, pág. 267.

renovar y ampliar sus funciones críticas y su oposición a las formas prevalecientes de la sociedad y la cultura. Hacia esta meta tendía ese pequeño grupo de psicoanalistas radicales, esa nueva «izquierda psicoanalítica», al criticar a Freud y sus seguidores más ortodoxos por ser demasiado burgueses, por tener una moral demasiado victoriana.12 No solo la clásica norma freudiana acerca del rol del analista era demasiado autoritaria, sino que el célebre relativismo moral de Freud se basaba en una tolerancia hipócrita, en un ejemplo concreto de «tolerancia liberalburguesa». Tras las actitudes tolerantes de los analistas, sostenían, acechaba el oculto consentimiento de los tabúes sociales del sistema burgués. En contraste con este concepto paternalista de la terapia, y siguiendo la ruta abierta por Sandor Ferenczi, Fromm y otros afirmaron la necesidad de que el analista no estableciera una relación negativa sino positiva con el paciente. Esta nueva concepción del rol del analista se caracterizaba sobre todo por la «ratificación incondicional de la demanda de felicidad del paciente» y, en consecuencia, por la exigencia de «liberar a la moral de sus tabúes».13 Al mismo tiempo, la búsqueda de estos fines —particularmente en el caso de Wilhelm Reich— tendía a cuestionar en grado creciente la noción entera de «cura individual». Era obvio que «la demanda de felicidad» solo tenía verdadero sentido en la medida en que determinaba un conflicto agudo con una sociedad cuya organización y estructura negaban sistemáticamente dichas demandas. En suma, el psicoanálisis carecía de una existencia auténtica propia fuera de una praxis intelectual y social más amplia, de la cual no era más que un momento. Para mantener este compromiso y fundamentarlo en una evaluación teórica de las condiciones que hacen posible su realización y de las coacciones que se ejercen sobre ellas, era necesario que la nueva izquierda psicoanalítica reformulara las antiguas categorías freudianas de modo de liberarlas de su identificación con el sistema social vigente y agudizara su comprensión de las conexiones entre las estructuras instintual 12. Una buena descripción del desarrollo de esta izquierda psicoanalítica puede encontrarse en Martin Jay, The Frankfurt School: An Intellectual History of the «Instituí für Sozialforschung (1923-1950)», tesis de doctorado, Universidad de Harvard, 1971, publicado como The Dialectical Imagination, Boston, 1973, cap. 3. 13. Erich Fromm, «Die Gesellschaftliche Bedingheit der psychoana-lvstischen Therapie», Zeitschrift für Sozialforschung, vol. 4, n' 3, 1935, pág. 395.

y socioeconómica. «Nuestra critica psicológica a Freud — afirmaba Reich— (empezó) con el hallazgo clínico de que el infierno inconsciente no es algo absoluto, eterno o inalterable, y que un determinado desarrollo y una determinada situación social crearon la estructura caracterológica actual, que de este modo se perpetúa».14 La izquierda psicoanalítica pasó luego a criticar el intento freudiano de dar fundamentos antropológicos a su supuesto de que el complejo de Edipo es universal. En realidad, la teoría freudiana del llamado «mito científico del Padre Primitivo» equivalía, sencillamente, a lo que Norman O. Brown denominó «postulación de la agresividad y la superioridad masculinas como un hecho inmutable de la naturaleza (el Padre Primitivo, si bien es causa de la cultura, se halla en estado natural) y el uso de este supuesto para explicar la psicología de la familia humana».15 En contraste con esta concepción patricéntrica y autoritaria de la cultura, los psicoanalistas de izquierda recurrieron a la teoría de un primer estadio matriarcal de la evolución social, estadio que, tal como está representado en los escritos de antropólogos como Bachofen y Lewis Henry Morgan, se caracterizaba por la cooperación, la permisividad y la igualdad social.16 Al desarrollar el razonamiento, opuesto a los supuestos freudianos, de que en realidad el matriarcado constituía la organización familiar de la «sociedad natural» — correspondiente a la era del comunismo primitivo en el esquema marxista del desarrollo social—, Reich en particular tuvo ocasión de referirse a los hallazgos revolucionarios del antropólogo Bronislaw Malinowski, quien en su estudio acerca de los isleños de Trobriand no encontró ningún vestigio del síndrome edípico familiar ni de los habituales mecanismos de inhibición, represión y sublimación libidinal.17 Dado que la regulación social de la vida sexual y de la reproducción se ejercía entre los habitantes de la isla de Trobriand a través de medios no represivos, se desprendía que los fenómenos de 14. Reich, «On Freud's ...», op. cit., pág. 260. 15. Norman O. Brown, Life Against Death: The Psychoanalytical Meaning of History,*** Middletown, Conn., 1970, pág. 124. 16 .Véanse E. Fromm, «The Theory of Mother Right and Its Rele-vance for Social Psychology» (1934), en The Crisis of Psychoanaly-sis: Essays on Freud, Marx, and Social Psychology, *% Nueva York, 1970, págs. 84-109, y W. Reich, The Invasión of Compulsory Sex-Morality, Nueva York, 1971. 17. Véase Bronislaw Malinowski. The Sexual Life of Savages in Northwestern Melanesia, *** Londres, 1930, y Sex and Repression in Savage Society,& s. d., 1927.

represión e inhibición edípica debían tener causas y funciones definibles y, por ende, limitadas. Esto significaba, por lo menos para Reich y Fromm. que el uso del sistema patriarcal represivo era necesario, no tanto para facilitar el desarrollo de la civilización como para crear el contexto psicológico indispensable para preservar ¡a dominación y la explotación de clase. En suma, la inhibición sexual es un instrumento fundamental en la producción de la esclavitud económica.18 Mientras las condiciones económicas requieran que una minoría domine a la mayoría, la represión de las pulsiones libidinales será necesaria para adaptar la estructura psíquica de las masas a esta estructura económica como uno de los factores que confieren estabilidad a las relaciones de clase. Mediante la introducción del concepto de cultura matricéntrica originaria (prescindiendo del grado en que la subsecuente investigación histórica y antropológica invalidó objetivamente esta teoría), la izquierda psicoanalítica dio un paso importantísimo hacia el desarrollo de la teoría psicoanalítica y la asimilación de su crítica a la civilización en cuanto producto de la represión instintiva dentro de la crítica marxista de la civilización capitalista. En la medida en que vició la identificación freudiana del «principio de realidad» con las demandas de una eterna cultura adquisitivapatricéntrica, pudo sugerir una reformulacíón de este concepto en términos de una secuencia histórica de diferentes principios de realidad correspondientes a los diferentes resultados colectivos de la socialización de las pulsiones libidinales y agresivas características de los niveles de desarrollo alcanzados en diversos momentos del proceso de interacción entre el hombre y la naturaleza, y a la formación resultante de necesidades apropiadas para cada nivel en particular. Era posible, por ejemplo, formular un principio de realidad característico de la sociedad capitalista. Como lo expresó Reich en 1927: «Para ser concreto, el principio de realidad de la era capitalista impone al proletario limitar al máximo sus necesidades, mientras que apela a valores religiosos como la modestia y la humildad; también impone una forma de sexualidad monógama, etc. Todo esto está basado en condiciones económicas: la clase gobernante tiene un principio de realidad que le permite perpetuar su poder. Educar al proletario para que acepte este principio de realidad, mostrárselo como principio 18 W. Reich, The Function of the Orgasm, op. cit.

absolutamente válido (v. gr., en nombre de la cultura), implica convalidar la explotación del proletario y la sociedad capitalista en general».19 Sin duda, como escribió Erich Fromm en 1932, «el aparato instintivo es, en algunos de sus fundamentos, un dato biológico»; no obstante, está sujeto a un alto grado de modificación a través de un «proceso de adaptación activa y pasiva [. ..] a las condiciones socioeconómicas de vida de la sociedad».20 A diferencia de los etnólogos psicoanalíticos —como Roheim, que había investigado las culturas de los pueblos «primitivos» hasta sus orígenes en una constelación instintual particular y hablaba, por ejemplo, de culturas anal-sádicas—,21 los psicoanalistas de izquierda tendían a destacar el grado en que las formas particulares adoptadas por las estructuras instintuales de la sociedad eran moldeadas por procesos sociales —más típicamente, en las civilizaciones patriarcales—, por la restricción impuesta a la genitalidad y por el condicionamiento e intensificación de las pulsiones parciales pregenitales. A ello se debe que el deseo de acumular, característico de las sociedades modernas, tenga un origen principalmente social, aunque, debido a que se instaura en la conformación psíquica de los miembros de esas sociedades, hace uso de la analidad producida por la represión sexual. Este reconocimiento del grado en que cada sistema social históricamente específico tiende a producir una pauta de organización libidinal estrechamente relacionada con su estructura socioeconómica, mostraba un agudo contraste con la concepción freudiana relativamente ahistórica de que la estructura instintual era una constelación más o menos estática de pulsiones; además, debía alentar a que se reevaluara la interpretación psicoanalítica de la familia como organismo central mediante el cual el sistema social dominante imprime sus perfiles a la conformación psíquica del niño. Los psicoanalistas de izquierda coincidían con Freud en identificar a 19. W. Reich, «Dialectical Materialism and Psychoanalysis», Studies on the Left, vol. 6, n* 4, 1966, pág. 16. 20. E. Fromm, «Über Methodc und Aufgabe einer analytischen So-zialpsychologie», Zeitschrift für Sozialforschung, vol. 1, 1932. La cita corresponde a la traducción inglesa de este ensayo en E. Fromm, The Crisis of Psychoanalysis, op. cit., pág. 134. 21. Véase particularmente el ensayo de Reich sobre «Roheim's Psychoanalysis of Primitive Cultures», incluido como apéndice en su obra The Invasión of Compulsory Sex-Morality, op. cit., págs. 171-210.

la familia como el principal escenario en que se desarrollan las primeras etapas decisivas de la formación de la personalidad del individuo y, al mismo tiempo, como el locus fundamental en que se produce la transición de la naturaleza a la cultura: la confrontación edípica entre el niño y el padre es no solo el contexto en el cual se libra primero la lucha entre el individuo y la cultura, sino también el punto en que se establece el primer compromiso entre las fuerzas antagónicas de los instintos (esto es, de aquellas demandas planteadas a ,1a mente en virtud de su conexión con el cuerpo) y los reclamos de la civilización en general. Puesto que todo el proyecto formulado por Freud comenzó por esta concepción básica de la manera en que las interacciones y las disyunciones que se producen en los diferentes niveles de la vida psíquica están signadas y, en grado significativo, determinadas por el contexto familiar y las relaciones existentes en su seno, se deducía que el enfoque psicoanalítico respecto de los orígenes de la personalidad tenía un carácter implícitamente sociológico. Al mismo tiempo, al interesarse por la situación del niño en relación con la familia, Freud y sus seguidores ortodoxos no pudieron comprender las dimensiones sociales de esas relaciones: desde el punto de vista del psicoanálisis ortodoxo, «el adulto es siempre un niño grande».22 Mientras que el psicoanálisis revelaba correctamente las relaciones existentes dentro de la familia en un tipo particular de sociedad, su incapacidad para incorporar a este análisis la comprensión de las relaciones sociales más amplias que preceden a dichas relaciones familiares llevó a confundir esas relaciones históricamente específicas con un conflicto edípico eterno y universal. Asimismo, no pudo descubrir que el superyó, el cual se configura a partir de este conflicto, sólo es un reflejo interno de la sociedad en general y de los principios de autoridad que la rigen. De igual modo, el «principio de realidad» que expresa se refiere a la sociedad más amplia dentro de la cual existe el medio familiar, y todos los hechos inexorables que frustran, censuran o aniquilan al individuo que busca el placer son convenciones e instituciones sociales cuyas demandas acumulativas, amenazas imperativas y sanciones constituyen el patrimonio principal que la familia, en su celo «civilizador», lega al niño. Por lo tanto, la sociedad, sobre todo a través de la familia, genera neurosis por medio de sus instituciones básicas y se ins22 I. Caruso, op. cit., pág. 28, y J.-P. Sartre, op. cit., págs. 60-62.

taura en la personalidad individual. De aquí se infiere que los vínculos familiares que determinan el futuro desarrollo del niño son relaciones sociales que no solo estructuran a la familia como un grupo social discreto, sino que constituyen prolongaciones de relaciones sociales más amplias que preceden a aquellas. El paralelo formalista trazado por los freudianos ortodoxos entre la impotencia del niño pequeño dentro de la familia y la del adulto frente a las fuerzas sociales naturalistas carece de validez. Como señaló Fromm, la impotencia biológica del niño no es el factor decisivo de su necesidad concreta de contar con una forma definida de autoridad; la impotencia social del adulto, determinada por su subordinación a las formas predominantes de organización socioeconómica, es la que moldea las manifestaciones concretas de la impotencia biológica infantil, e influye en el modo que adopta el desarrollo de la autoridad en el niño. Se deduce, pues, que la crítica psicoanalítica a la familia contiene una sociología implícita; la propia institución familiar, cuya dominación imprime su sello en el futuro desarrollo del niño al sembrar las semillas de la neurosis, está marcada por la estructura de dominación del conjunto de la sociedad que funciona para trasmitirla.23 Cuando esta comprensión microsociológica de la vida familiar está divorciada de su contexto social más amplio e hipostasiada —como ocurre en la mayor parte de la literatura freudiana ortodoxa— en forma de una conceptualización ahistórica (es decir, como una institución universalmente monógama y patriarcal, cuyo equilibrio es precario y dentro de la Cual se repite siempre el mismo drama edípico, a despecho ilc las fuerzas que modifican su carácter a lo largo del tiempo), la perspectiva psicoanalítica pierde todo significado y contenido. Por lo tanto, esta microsociología psicoanalítica solo es válida en la medida en que se integra en un análisis macrosociológico —como el marxismo— capaz de explicar en términos históricos la relación dialéctica entre la familia y la sociedad. Al respecto, Althusser declara: «El estudio de las formas de ideología familiar y el papel limdamental que ellas desempeñan al poner en funcionamiento la instancia que Freud denominó "el inconsciente" [.. .] 23. Véanse E. Fromm, «Psychoanalytic Characterology and its Re-levance for Social Psychology», The Crisis of Psychoanalysis, op. cit., I > págs. 148-49, e I. Caruso, op. cit., págs. 27-28.

(v. gr., la ideología de paternidad-maternidad-matrimonioinfancia y sus interrelaciones) es decisiva, porque implica llegar a la conclusión [...] de que no es posible formular ninguna teoría psicoanalítica sin basarla en el materialismo histórico (del cual depende, en última instancia, la teoría ¡referente a las formaciones de la ideología familiar)».24 Solo el análisis de la historia de esta institución familiar en su relación dialéctica con la historia de la sociedad y la cultura en su conjunto permite comprender la compleja interrelación entre el proceso histórico-mundial de desarrollo socioeconómico y político determinante de la actual sociedad represiva y el proceso de socialización subyacente en el desarrollo de la personalidad reprimida de hoy. Al respecto, es conveniente recordar la olvidada concepción de Friedrichs Engels sobre la importancia de considerar las relaciones familiares como un elemento fundamental de lo que Marx denominaba relaciones de producción: «De acuerdo con la concepción materialista, el factor determinante de la historia es, en última instancia, la producción y la reproducción de los elementos esenciales de la vida. Este factor tiene un doble carácter: por un lado, la producción de los medios de subsistencia, artículos alimentarios y de vestir, viviendas y las herramientas necesarias para esa producción; por el otro, la producción de los seres humanos mismos. La ¿organización social bajo la cual vive la población de una época histórica concreta y de un país particular está determinada por ambas clases de producción: la etapa de desarrollo del trabajo y la de la familia».25 Si bien en las sociedades agrarias relativamente primitivas solía existir una correspondencia entre la organización familiar y la económica, estas dos esferas se separaron mucho más con el desarrollo de las fuerzas de producción, la complejidad creciente de la división del trabajo y la separación cada vez mayor entre la producción y el consumo. Bajo el régimen capitalista, el divorcio entre lo público y lo privado, entre el 24. Carta de Louis Althusser a Ben Brewster, del 21 de febrero de 1969, citada en «Publisher's Note to "Freud and Lacan"», en L. Althusser, Lenin and Philosobhy, and Other Essays,*% Nueva York, 1972. 25. Friedrich Engels, prefacio a la primera edición de Origin of the Family, Prívate Property and the State, & Nueva York, 1942, pág. 5.

trabajo y el hogar, y entre la sociedad y el individuo, oculta la coexistencia de dos sistemas de dominación. Por un lado, el sistema de producción material, caracterizado por el dominio de la burguesía y la explotación del proletariado; por el otro, el sistema familiar, caracterizado por la dominación patriarcal y la opresión de las mujeres y los niños. De acuerdo con los marxistas freudianos, Marx y Engels comprendieron las funciones económicas cumplidas por el sistema de dominación patriarcal frente al sistema de clases dominante, pero el hecho de carecer de una perspectiva psicológica apropiada les hizo pasar por alto su función sociopolítica cuya importancia es aún más fundamental en la reproducción de la sociedad de clases. Como afirmó Reich: (En la fase precapitalista de la industria doméstica y en los comienzos del capitalismo industrial, la familia estaba directamente arraigada en la economía familiar [. . .] Con el desarrollo de los medios de producción y la colectivización del proceso laboral se produjo un cambio en la función de la familia. Su fundamento económico inmediato llegó a ser menos significativo en la medida en que la mujer fue incorporada al proceso de producción, y ese lugar fue ocupado por la función política que la familia comenzó a desempeñar entonces. Su función fundamental, aquella por la cual es apoyada y defendida principalmente por la ciencia conservadora y la ley, consiste en servir de fábrica de ideologías autoritarias y estructuras [mentales] conservadoras. Configura el a p a r a t o educacional a través del cual debe pasar prácticamente cada individuo de nuestra sociedad, desde el momento en que nace. Influye en el niño inculcándole una ideología reaccionaria, no solo como una institución autoritaria, sino tam bién por la fuerza de su propia estructura; es la correa de trasmisión que comunica la estructura económica de la sociedad conservadora con su superestructura ideológica; su imperativa atmósfera reaccionaria debe implantarse inextricablemente en cada uno de sus miembros».26 Para Reich y los marxistas freudianos, pues, en la medida en que la sociedad moderna está basada en grado significativo en actitudes psíquicas específicas parcialmente arraigadas en pulsiones inconscientes y que complementan con eficacia la 26 W. Reich, The Sexual Revolution, & Nueva York, 1969, págs. 71-72

coacción externa del sistema de clases dominante, la familia patriarcal, además de cumplir funciones económicas, constituye el entorno más importante donde se establece en los individuos la estructura psíquica indispensable para mantener la estabilidad de la sociedad de clases existente. Esta función represiva de la familia —como lo demostró Reich y como lo probaron empíricamente varios investigadores (Erich Fromm, Max Horkheimer, etc.) que compilaron la voluminosa colección de trabajos de la escuela de Francfort, Studien über Autoritat und Familie—27 es ejercida ante todo por medio de la relación entre la esposa y los hijos y el padre patriarcal, que actúa en mayor o menor medida como «exponente y representante de la autoridad del Estado en la familia». En cuanto a la estructura típica que Reich denomina «familia de clase media» —pero que a su juicio se extiende mucho más allá de los límites objetivos de esa clase en particular, penetrando en las clases altas y en la clase trabajadora—, el padre, «a raíz de la contradicción existente entre la posición que ocupa en el proceso de producción (subordinada) y la función que cumple en la familia (la de amo o jefe) [.. .] desempeña el papel de un sargento primero: se postra sumisamente frente a los de arriba, asimila las actitudes prevalecientes (a ello se debe su tendencia a imitar) y domina a los de abajo; [por último,] trasmite los conceptos gubernamentales y sociales [prevalecientes] y los pone en vigor».28 Además de llevar a cabo este análisis sociológico del grado en que la estructura patriarcal de la vida familiar está estrechamente relacionada con el carácter clasista de la sociedad, los marxistas freudianos reexaminaron, en el contexto de esta perspectiva más amplia, los fundamentos específicamente psicológicos de la familia patriarcal. En sus investigaciones pusieron el énfasis en el papel desempeñado por la represión de la creatividad infantil en general y de 'ía sexualidad infantil en particular, al sofocar el desarrollo espontáneo de la personalidad del niño, volviéndola vulnerable al proceso de socialización represiva mediante el cual se «imprimen» en el carácter del individuo las formas externas de dominación. Reich sostiene al respecto: 27. Publicado en París en 1936. [El trabajo de Horkheimer figura en Teoría crítica, op. cit., págs. 76-150.] Un resumen de algunas de esas investigaciones puede encontrarse en M. Jay, op. cit., págs. 231-99. 28. W. Reich, The Sexual Revolution, op. cit., pág. 73.

«La represión de las necesidades sexuales produce un debilitamiento general en las esferas emocional e intelectual; en particular, hace que la gente carezca de [capacidad para tener] autonomía, fuerza de voluntad y facultades críticas. 11 )e este modo, la familia compulsiva y patriarcal, mediante] la implantación de la moral sexual y de los cambios que produce en el organismo, crea esa estructura psíquica específica que configura la psicología de masas que está en la base de Cualquier orden social autoritario. La estructura del vasallo es una mezcla de impotencia sexual, desamparo, anhelo de un Führer, temor a la autoridad, miedo a la vida y misticismo [. ..] El temor a la sexualidad y la hipocresía sexual caracterizan a "Babbitt" y su medio. Las personas con esa estructura son incapaces de llevar una vida democrática».29 Es evidente que el proceso de represión individual y de estructuración de la neurosis llevado a cabo en la familia patriarcal real de acuerdo con la constante necesidad de la sociedad represiva de inhibir el desarrollo libidinal y creativo del niño y de dotarlo de un permanente sentimiento de culpa y de inhibición, sin el cual jamás se sometería a la autoridad, se i invierte en un instrumento fundamental de la ulterior esclavitud social, económica y política. «El sufrimiento sexual v psicológico de los niños —afirma Reich— es consecuencia directa, en primer término, de la represión sexual ejercida por los progenitores, a la cual se suma más tarde la represión intelectual ejercida en la escuela, el embrutecimiento espiritual producido por la Iglesia y, por último, la opresión y explotación material de los patrones». 30 El respeto hacia la autoridad en general, hacia la ley, el orden y el Estado, depende en última instancia de la eficacia con que los padres, i limpien la tarea de someter a sus hijos, así como de la mutilación psicológica específica y las inhibiciones generales inducidas por el proceso de socialización represiva. Según Fromm, la familia cumple esta función psicológica produciendo ese típico complejo emocional que él describe como complejo «patricéntrico», el cual suele incluir estos rasgos: Dependencia afectiva de la autoridad paterna que implica Una mezcla de ansiedad, amor y odio; identificación con la autoridad paterna frente a otros más débiles; un superyó po2 9 , Ibid., págs. 78-79. 3 0 , I D W . Reich, La lutte ssxuelle des jeunes, $** París, 1966, pág. 124.

deroso y severo que establece como principio que el deber es más importante que la felicidad; sentimientos de culpa, reproducidos una y otra vez por la discrepancia entre las exigencias del superyó y las de la realidad, cuyo efecto es mantener a la gente dócil ante la autoridad».31 Por lo tanto, «no ha sido producto de la casualidad que el psicoanálisis se concibiera primero en el contexto de la vida privada, de los conflictos familiares o, en términos económicos, en la esfera del consumo»,32 porque en el contexto familiar, e independientemente de sus funciones económicas, se desarrolla el juego de fuerzas específicamente psicológicas a través de las cuales el sistema social más amplio define y crea el tipo de personalidad requerido para que esa sociedad funcione sin fricciones y se reproduzca. Aunque el aparato institucional entero de la sociedad colabora finalmente para asegurar el éxito de este proceso de socialización represiva, todo el intento depende de la eficacia de las primeras etapas de esta operación llevada a cabo, fundamentalmente, en el medio familiar. Dado que «la totalidad de las relaciones en nuestra época, la trama universal de las cosas, se fortalecen y estabilizan merced a la acción de un elemento particular —o sea, la autoridad—, y que el proceso de fortalecimiento y estabilización prosigue esencialmente en el nivel particular y concreto de la familia», se deduce que «la familia es la célula embrionaria de la cultura burguesa».33 Por ejemplo, el hecho de que ciertas ideologías o formas culturales estén arraigadas en el marco de referencia afectivo constituido por el síndrome psicosocial de la familia patriarcal, el matrimonio monógamo y la represión sexual, nos permite explicar principalmente por qué se mantienen con tenacidad pese a su aparente obsolescencia en comparación con el desarrollo socioeconómico. «En la medida en que no consisten en costumbres e intereses relacionados de manera más o menos estrecha con la existencia material, sino en lo que denominamos ideas espirituales, carecen de realidad propia»,34 pero su persistencia se debe al hecho de que corresponden a las pautas 31. E. Fromm, «The Theory of Mother Right...», op. cit., pág. 97. 32. T. W. Adorno, «Sociology and Psychology», op. cit., págs. 75-76. 33. M. Horkheimer, «Authority and the Family». Mis citas corresponden a la traducción publicada por Herder and Herder como parte del primer volumen de la edición inglesa de su obra Critical Theory, Nueva York, 1973, pág. 128. 34. Ibid., pág. 65.

emocionales y motivacionales profundamente sentidas que han llegado a convertirse en normas en los grupos e individuos,como consecuencia de su situación y su historia, y que determinan cómo reaccionarán dichos grupos frente a los cambios socioeconómicos. El análisis de la forma en que estas pautas constitutivas de la conformación psíquica de los grupos e individuos actúan para «cimentar» la cultura de una época en particular permite explicar el famoso fenómeno del «atraso cultural» —la disyunción característica del proceso histórico entre la trasformación objetiva de los procesos sociales y económicos y los modos subjetivos mediante los cuales los seres humanos responden a esas trasformaciones en un momento histórico cualquiera—. Por último, la perspectiva marxista freudiana desarrollada por Reich, Fromm y Horkheimer, además de demostrar hasta qué punto eran puntales esenciales de un orden social represivo la moral sexual represiva vigente en el contexto de la familia patriarcal y la formación de una estructura caracterológica compulsiva, reveló también cómo estos procesos caracterológicos creaban contradicciones específicas que, en contradicciones apropiadas, podrían cumplir una función progresista y aun revolucionaria, en vez de su habitual función conservadora. Pese a que todos los rasgos caracterológicos del individuo reprimido se desarrollan en íntima conexión con la coacción y con diversos tipos de necesidades, y que —como afirma Horkheimer— «han de interpretarse, en gran medida, como una fuerza interiorizada, como una ley externa que se mantiene dentro de la psique misma [. . .] en la economía psíquica del individuo son, en último análisis, poderes específicos que llevan a los hombres no solo a aceptar las condiciones existentes, sino también, a veces, a combatirlas».35 Esta perspectiva marxista freudiana considera que, «en todos los planos de la vida, los procesos y disposiciones culturales, en cuanto influyen de alguna manera en el carácter y el comportamiento de los hombres —como factores que mantienen o desequilibran la dinámica social—. proporcionan la argamasa del edificio en construcción, el cemento que mantiene artificialmente unidas las partes que tienden hacia la independencia, o bien forman parte de las fuerzas que destruirán la sociedad».36 35. Ibid., pág. 58. B6 36. Ibid., pág. 54.

Desde esta perspectiva, la represión sexual, por ejemplo, demuestra ser, no solo un factor que fortalece cualquier clase de dominio autoritario —sobre todo inculcando a la juventud una estructura caracterológica que tiende a establecer la sumisión compulsiva respecto de la autoridad—, sino también una fuerza que puede socavar simultáneamente el régimen autoritario por medio de la miseria sexual que provoca, en particular, según Reich, generando la rebelión sexual de la juventud. «Por lo tanto, la represión social del sexo se socava a sí misma al generar una divergencia creciente entre la tensión de las necesidades sexuales por un lado, y la posibilidad externa y la capacidad interna de gratificación por el otro».37 Si esta «crisis sexual» se produjera al mismo tiempo que-el aumento de las contradicciones objetivas en el seno de la sociedad y la desintegración de las relaciones de clase existentes, las energías libidinales llegarían a liberarse para nuevos usos y nuevas funciones sociales: «No servirían ya para preservar a la sociedad, sino que contribuirían al desarrollo de nuevas estructuras sociales: dejarían de ser "argamasa" para convertirse en dinamita».38 En 1934, cuando su posición concordaba sustancialmente con la de Reich, Fromm declaró: «La sexualidad ofrece una de las oportunidades más poderosas y elementales para el logro de la satisfacción y la felicidad. Si se le permitiera expresarse con toda la amplitud que requiere el desarrollo productivo de la personalidad humana, en vez de limitársela porque ello es necesario para mantener el control sobre las masas, la realización plena de esta importante oportunidad de ser feliz llevaría inevitablemente a intensificar las demandas de gratificación y felicidad en otras esferas de la vida. Puesto que la gratificación de estas nuevas demandas tendría que ser obtenida a través de medios materiales, ellas determinarían por sí solas la ruptura del sistema social predominante».39 Por consiguiente, aunque se justificaba el temor de Freud por el «caos sexual» que sobrevendría si se liberaban las pulsiones instintivas reprimidas de las restricciones de la moral civilizada, este fenómeno es propio de un período histórico 37. W. Reich, The Invasión of Compulsory Sex-Morality, op. cit., pág. 166. 38. E. Fromm, «The Mcthod and Function of Analytic Social Psychology», en The Crisis of Psychoanalysis, op. cit., pág. 133. 39. E. Fromm, «The Theory of Mother Right...», op. cit., pág. 99.

definido, el de la sociedad de clases. En condiciones sociales diferentes, decía Reich, basándose en su labor terapéutica, «sería posible regular de otra manera la vida social».40 Este intento exploratorio de la primera generación de marxistas freudianos por vincular la teoría psicoanalítica de la represión con la de su abolición terminó por demostrar la profundidad de la crítica psicoanalítica y el grado en que trasciende el sistema social vigente. A partir de este reconocimiento de la naturaleza social del psicoanálisis, de la necesidad de liberarlo de la deformación ahistórica de la filosofía cultural reaccionaria de Freud y de la relación esencial entre formas de represión psicosexual y el desarrollo de modos de explotación socioeconómica, se infieren ciertas necesidades teóricas y prácticas fundamentales. En primer lugar, así como la inhibición sexual es un instrumento básico de la esclavitud económica, la lucha por la emancipación psicosexual es también un aspecto básico de la lucha general por la liberación humana, que va más allá de la civilización represiva en general y de la sociedad capitalista en particular. El psicoanálisis muestra, a través de su análisis de la miseria psíquica, de la relación entre esta miseria y la familia, y de su origen en la represión sexual, que para eliminar aquella es indispensable abolir la familia patriarcal y desarrollar nuevos medios de crianza y educación colectiva de los niños. Ciertos lemas de esta sociología sexual basada en el psicoanálisis coincidían en un punto con la psicología política: demostrar que cualquier sociedad autoritaria —y, en especial, la sociedad capitalista— se apoya necesariamente en la represión sexual, y que, en consecuencia, la revolución sexual requerida para suprimir la miseria psíquica es también un prerrequisito esencial para desterrar la opresión social. En segundo lugar, al demostrarse que la concreción del proyecto psicoanalítico mediante la liberación de las pulsiones instintivas reprimidas no puede ser separado del problema más amplio referente a la revolución social, se puso de manifiesto que la profundización adicional del contenido social de los conceptos psicoanalíticos y la agudización de sus funciones críticas solo eran posibles si se integraban al análisis más amplio de la sociedad en general proporcionado por el materialismo histórico —alianza muy apropiada para que participe en ella el psicoanálisis, puesto que también él es crítico y revolucionario en muchos aspectos—. 40 W. Reich. «On Freud's ...», op. cit., pág. 266.

«Es evidente que la psicología analítica tiene su lugar dentro del marco del materialismo histórico. En efecto, estudia uno de los factores naturales operante en la relación entre la sociedad y la naturaleza: el dominio de las pulsiones humanas, y el papel activo y pasivo que estas desempeñan en el proceso social. Por lo tanto, investiga un factor que actúa como mediador decisivo entre la base económica y la formación de ideologías. De este modo, la psicología social de orientación psicoanalítica nos permite comprender plenamente la superestructura ideológica en función del proceso que se desarrolla entre la sociedad y la naturaleza humana. Ahora podemos resumir sin dificultad los hallazgos de nuestro estudio sobre el método y la función de una psicología social de orientación psicoanalítica. Su método es el del psicoanálisis freudiano clásico, tal como se lo aplica a los fenómenos sociales. Este método explica las actitudes psíquicas compartidas y social-mente pertinentes en términos del proceso de adaptación activa y pasiva del mecanismo pulsional a las condiciones socioeconómicas de vida de la sociedad. Su tarea consiste, ante todo, en analizar los esfuerzos libidinales socialmente pertinentes, es decir, en describir la estructura libidinal de una sociedad dada y explicar el origen de esta estructura y la función que cumple en el proceso social».41 41 E. Fromm, «The Method and Function .. .», op. cit., págs. 133-34. Si bien esta formulación de Fromm acerca del rol del psicoanálisis frente al materialismo histórico se asemejaba mucho, en casi todos sus aspectos, a la de Reich, y también representaba —aunque con ciertas limitaciones mayores— el pensamiento de los otros marxistas de Francfort de la época, debe advertirse que durante la década siguiente Fromm se alejó cada vez más de estas posiciones, orientándose hacia un rechazo total de la teoría de la libido y hacia un punto de vista más conservador respecto de la sexualidad. Por ende, fue criticado, primero por Horkheimer y después por Adorno y Marcuse, quienes lo acusaron de tratar de producir la crisis de la .psicología en la esfera de la sociología y convertirla, por medio de su desexualización, en un instrumento de adaptación social. «En cierto sentido, la psicología sin libido —escribió Horkheimer en una carta a Leo Lowcnthal fechada el 31 de octubre de 1942 y citada en la tesis de Martin Jay— no es psicología», ya que solo si se postulaba la existencia de un nivel humano que está más allá del control social inmediato era posible evitar la prematura (y, por lo tanto, represiva) conciliación del individuo con la sociedad. Además, argüían, mientras que Fromm afirmaba con razón que el freudismo no comprendía en forma apropiada los determinantes sociales, no estaba en lo cierto cuando afirmaba que la teoría freudiana de los instintos constituía una división mecanicista de la psique en pulsiones fijas e inmutables. Por el contrario, la teoría instintiva de Freud.

Empero, el hecho ele admitir la necesidad de realizar una síntesis de esta índole no elimina en absoluto algunos obstáculos y problemas de gran envergadura que impiden su realización. Pese a que la lógica fundamental, aunque implícita, subyacente en el desarrollo interno de las dos corrientes de pensamiento se manifestaba a través de la mutua atracción entre ambas, cualquier intento real de llevar a cabo este enlace entre el «historicismo» marxista y el «psicologismo» o «biologismo» freudiano era recibido invariablemente por la hostilidad absoluta de los voceros «oficiales» y los custodios de la ortodoxia.42 Si bien a comienzos de la década de 1920 empezó a aflorar en Rusia un movimiento psicoanalítico, debido en parte al apoyo activo de Trotsky, en las postrimerías de esa década los stalinistas estaban ocupados en sofocar cualquier manifestación de interés por esa corriente. La izquierda juvenil que se desarrollaba en esa época dentro del movimiento psicoanalítico de Occidente tropezó con una oposición similar, que culminó en 1933, cuando se expulsó a Reich de la Asociación Psicoanalítica Alemana, al mismo tiempo que se lo expulsaba del KPD (Partido Comunista Alemán). Como resultado de estas tentativas de sofocar el desarrollo de una nueva teoría crítica y de la subsecuente aniquilación —en manos del fascismo— de toda la vida intelectual y científica independiente en la Europa central, la perspectiva marxista freudiana, pese al comienzo muy promisorio hecho por teóricos como Reich, Fromm y Horkheimer, se vio obligada a llevar una existencia en gran medida subterránea entre pequeños grupos de exiliados e intelectuales críticos, fuera de los partidos de izquierda existentes. Aunque en este terreno continuó realizándose una obra importante, no se le prestó mayor atención y ejerció escasa influencia hasta diez años después de terminada la Segunda Guerra Mundial, cuando lejos de hipostasiar las pulsiones biológicas, implicaba en realidad una derivación altamente dinámica de la conformación psíquica a partir de la interacción —casi infinitamente variable — de las motivaciones de búsqueda del placer y de autopreservación. 42 En Hans Jórg Sankühler, ed., Psychoanalyse und Marxismus: Dokumentation einer Kontroverse (Francfort, 1970, págs. 7-45), puede encontrarse una introducción histórica detallada, junto con los documentos intelectuales más importantes de esta controversia entre marxistas y freudianos por un lado, y aquellos que buscaban una síntesis de las dos perspectivas y los «Establishments» institucionales de ambas escuelas por el otro. Véase también Constantin Sinelnikoff, «Early "Marxist" Critiques of Reich», Telos, n* 13, otoño de 1973, págs. 13137.

de pronto se señalaron en forma explícita los vínculos entre el psicoanálisis y el marxismo, y se retomó el estudio de los temas originarios de los marxistas freudianos, en el más alto nivel en los trabajos de Herbert Marcuse, así como en el nivel de autores más jóvenes como Jürgen Habermas y Reimut Reiche. En manos de esta nueva generación de marxistas freudianos se profundizó el intento inicial de profundizar el contenido crítico de los conceptos psicoanalíticos y de elucidar su carácter sociológico, integrándolos en una nueva teoría crítica de la sociedad, a través de nuevos esfuerzos destinados a lograr una síntesis coherente y mediante la extensión de los alcances de este análisis a nuevas áreas problemáticas (v. gr., al análisis crítico de las funciones del habla y el lenguaje en la estructura de la personalidad y sus relaciones con el mundo, a una comprensión mas crítica de los fenómenos afectivos que surgen de las relaciones de determinados grupos sociales con la naturaleza, a la formulación de la antropología marxista inspirada en la perspectiva psicoanalítica, etc.). Pese a todos los obstáculos que se interpusieron en su camino, este proyecto continuó hasta ahora y sigue siendo una corriente vital del pensamiento revolucionario. Sobre la base de los hallazgos proporcionados por sus estudios sobre la interacción de los determinantes sociales y las estructuras instintivas prevalecientes en la formación del carácter y la conciencia, no solo trató de elaborar una explicación más global de la totalidad de los procesos económicos, culturales y psicológicos que contribuyen al desarrollo histórico de las sociedades, sino también de echar los cimientos para una nueva teoría crítica de la sociedad.

3. Hacia una nueva teoría crítica

la luz de estos avances conducentes a la convergencia del marxismo y el psicoanálisis podemos considerar los perfiles reales y la naturaleza auténtica de la nueva teoría crítica que surgía de la interacción de estudios específicos y de análisis parciales de los determinantes sociales y las estructuras instintuales que constituían el móvil principal del esfuerzo realizado por los marxistas freudianos. Sin duda, los aspectos generales de esta teoría permanecieron implícitos durante largo tiempo o, a lo sumo, solo fueron conceptualizados de manera parcial e incorrecta en la obra de las dos primeras generaciones de marxistas freudianos. Aun hoy, su objetivo de concebir la sociedad como una totalidad que interconecta los procesos económicos, institucionales y psicológicos, está muy lejos de ser una realidad. No obstante, pese a la presencia permanente de ambigüedades, de desarrollos divergentes y de formulaciones contradictorias, es posible discernir en la diversidad de puntos de vista ciertos temas y esferas de interés convergentes que sugieren la naturaleza de la nueva síntesis teórica inherente a esta convergencia. Podemos discernir, por ejemplo, en todos aquellos que se encuentran empeñados en los estudios marxistas freudianos, un unto de partida común: el reconocimiento de que entre os dos polos del análisis marxista —la estructura socioeconómica de la sociedad y las superestructuras ideológicas— hay varios niveles intermedios que deben tomarse en cuenta, tanto en su «interrelación» como en su especificidad, si se quiere alcanzar una comprensión correcta de las verdaderas fuerzas que «sobredeterminan» el movimiento histórico de las sociedades. El hecho de reconocer la especificidad de diversos elementos «superestructurales» y de admitir que poseen una realidad propia no se reduce, sencillamente, a repetir la admonición que Engels hiciera en los últimos años de su vida contra la actitud de «sobreacentuar el factor económico». Implica, por el contrario, una ampliación enteramente nueva de la dialéctica destinada a abarcar las representaciones culturales

y la conformación psíquica de los individuos como factores que, en vez de ser meros «reflejos» de coacciones materiales, son aspectos integrales y definitorios de una situación histórica y pueden actuar, sea para impedir el desarrollo de los procesos materiales, sea para anticipar nuevas posibilidades materiales en estas situaciones.1 Por último, el esfuerzo de los marxistas freudianos apunta al desarrollo de una teoría unitaria acerca de dos tipos de interacción: la que tiene lugar, por un lado, entre los procesos materiales de la vida subyacentes en el desarrollo de los modos específicos de producción y las trasformaciones históricas de la naturaleza humana producidas en el contexto de esas trasformaciones de la organización social, durante el proceso de lucha que la sociedad realiza para establecer su dominio colectivo sobre la naturaleza, y, por el otro, la interacción de estos factores, que condicionan la formación de dicha estructura psíquica, con las diversas fuerzas culturales de la época; en esa medida, implica también la necesidad de reducir el énfasis exclusivo puesto por el análisis materialista en el proceso de trabajo como determinante de la totalidad de la existencia humana, y de reemplazarlo por un enfoque menos unilateral.2 Este enfoque considera que el proceso mediante el cual se configuró históricamente la especie humana se expresa no solo en el trabajo, sino también en la creatividad y la acción histórica, en la imaginación y el juego, en el lenguaje y la comunicación. Esta dicotomía entre la cultura y los procesos materiales de la vida no debe convertirse en un hecho ontológico; no es eterna sino que representa la forma adoptada por el desarrollo histórico de la civilización represiva. En una sociedad realmente racional, el trabajo y la cultura podrían volver a integrarse; pero, puesto que esta integración no es más que una esperanza utópica en las actuales condiciones de irracionalidad capitalista, sólo un enfoque bilateral parece capaz de aprehender y comprender fenómenos como la persistencia de formas socioculturales objetivamente anacrónicas o, en términos más generales, de restaurar la posibilidad de hacer inteligibles los acontecimientos y procesos sociales. 1. Véase Norman Birnbaum, «The Crisis in Marxist Sociology», en H. P. Dreitzel, ed., Recent Sociology N" 1: The Social Basis o f Po-litics, Nueva York, 1965, págs. 29-31. 2. Véanse Martin Jay, «The Frankfurt School's Critique of Marxist Humanism», Social Research, vol. 39, n* 2, verano de 1972, y Trent Schroycr, «The Dialectical Foundations of Critical Theory», Telos, n« 12, verano de 1972, págs. 93-114.

De ahí la pertinencia del psicoanálisis. Mientras que el marxismo puede explicar el desarrollo de estructuras socioeconómicas en términos de su concepto de autoconstitución de la especie humana en la historia natural como un proceso de autoproducción a través del trabajo, su modelo de actividad productiva no puede ofrecer una reconstrucción igualmente apropiada de la forma en que se estructuran las diversas esferas superestructurales, es decir, de los procesos de autoformación, poder y comunicación.3 En cambio, el psicoanálisis está en condiciones de proporcionar un marco de referencia que permita conceptualizar los orígenes de las instituciones y el rol y la función del poder y la ideología mediante el análisis de una estructura que Marx no desentrañó. La asimilación de la crítica psicoanalítica reveló que la clave para descifrar estos complejos procesos reside en el hecho de reconocer que, por debajo de las relaciones de producción y de la organización socioeconómica de la sociedad, existen estructuras igualmente fundamentales de relaciones afectivas; por ende, debemos concebir a esas sociedades como totalidades funcionales caracterizadas por una determinada división social y técnica del trabajo y un modo de explotación, y, al mismo tiempo, como totalidades afectivas cuyos elementos pulsionales son sentimientos y deseos, temores y ansiedades, fantasías y sueños, etc. Marx no comprendió que estas modalidades del deseo y la compulsión interna mediante las cuales se organizan los esfuerzos libidinales y psicoafectivos de los seres humanos se encuentran en la base de la organización de la actividad socioeconómica. Esto se explica porque, como señaló Habermas,4 Marx suponía que los hombres se distinguían de los animales sencillamente en virtud de su capacidad para producir por sí mismos los medios de subsistencia: consideraba que el hombre es, en esencia, un animal que fabrica herramientas. Por el contrario, Freud partió del supuesto de que los hombres se distinguían de los animales cuando conseguían crear un medio de socialización para su progenie biológicamente en peligro, sujeta a una larga dependencia infantil; por lo tanto, sólo él pudo captar las dimensiones afectivas que falta3. Véase Jürgen Habermas, «Knowledge and Human Interests: A General Perspective», en Knowledge and Human Interests, Boston, 1971, págs. 301-17, y «Technology and Science as "Ideology"», en Toward a Rational Society, Boston, 1970. 4. Véase J. Habermas, «Psychoanalysis and Social Theory», en Knowl e d g e . . . , op. cit., págs. 281-82.

ban en el análisis marxista. Más específicamente, Freud no se centró en el sistema de trabajo social sino en la familia, y de este modo sostuvo, según Habermas, que «la especie humana se eleva por encima de las condiciones de existencia animal cuando trasciende los límites de la sociedad animal y es capaz de trasformar la conducta regida por los instintos en acto comunicacional».5 De lo dicho se infiere que, a juicio de Freud, la clave para comprender los fundamentos naturales de la historia reside en analizar «la organización corporal propia de la especie humana bajo la categoría de pulsiones excedentes y su canalización».6 El hombre, en vez de ser definido exclusivamente como animal que fabrica herramientas, es considerado aún más primordialmente como el animal que se distingue de todos los demás animales por su capacidad potencial para controlar las pulsiones instintivas y volver a canalizarlas hacia otros fines, es decir, como «el animal que inhibe sus impulsos y que, a la vez, puede entregarse a la fantasía».7 Desde la perspectiva psicoanalítica, «el desarrollo en dos etapas de la sexualidad humana, que es interrumpido por un período de latencia debido a la represión edípica, y el papel desempeñado por la agresión en el establecimiento del super-yó hacen que el problema básico del hombre no sea la organización del trabajo sino la evolución de las instituciones, que resuelven permanentemente el conflicto entre las pulsiones excedentes y las restricciones impuestas por la realidad externa».8 De acuerdo con esta orientación, se hace hincapié principalmente en «el destino de los potenciales de las pulsiones primarias en el curso de la interacción del niño en crecimiento con un medio determinado por su estructura familiar, del cual depende durante el largo período de la crianza».0 Puesto que este proceso de socialización represiva —realizado sobre todo por la familia a través de la autoridad paterna, que inhibe, frustra y reorienta las pulsiones del niño hacia la búsqueda del placer— proporciona una base «natural» a la autoridad institucional, en cuanto forma colectiva mediante la cual la sociedad organiza la búsqueda adicional de gratificaciones sustitutivas correspondientes a las compulsio5. 6. 7. 8. 9.

Ibid., pág. 282. Ibid. Ibid., págs. 282-83. Ibid., pág. 283. Ibid.

nes internas ya establecidas durante la socialización primaria; y puesto que, al asociar estas impresiones más tempranas con pautas vivenciales ulteriores, en las cuales hay un elemento más amplio de control consciente, prolonga la dependencia infantil trasformándola en dominación social, se desprende que existe una conexión fundamental entre el proceso «ontogenético» por medio del cual se crea el individuo reprimido y el proceso «filogenético» mediante el cual se produce la civilización represiva. Esta conexión, sin embargo, se halla implícita en la formulación original de Freud, debido al carácter ahistórico de algunos conceptos freudianos. Por consiguiente, la primera tarea de una teoría crítica de inspiración psicoanalítica consiste en dilucidar cómo el carácter «"ahistórico" de los conceptos freudianos contiene los elementos de su opuesto» y, en consecuencia, en derivar «de la teoría de Freud [aquellas] nociones y proposiciones implícitas en ella solo en forma cosificada, en la cual los procesos históricos aparecen como procesos naturales (biológicos)».10 Al plantear el interrogante de cómo la dinámica psíquica inherente a la familia humana podría producir, en la plenitud de los tiempos, la antinomia entre amo y esclavo y la institución del Estado, Freud «alcanza el nivel donde se unen realmente las instituciones sociales y naturales»;11 al mismo tiempo, como mostró Marcuse, su argumentación sobre los orígenes edípicos y la perpetuación de los sentimientos de culpa solo tiene sentido si se la considera un momento psicológico dentro de una dinámica sociológica más amplia, en la cual los procesos de represión instintiva del individuo están anónimamente generalizados a través de su incorporación a una división socioeconómica jerárquica del trabajo. En otras palabras, la lógica de la dominación, que Freud sitúa en los procesos instintivos, debe concebirse también como un proceso histórico en el cual los complejos psicoafectivos estudiados por el psicoanálisis y los conflictos socioeconómicos analizados por el marxismo constituyen, en su relación con los procesos materiales de la vida mediante los cuales la sociedad trata de ejercer su dominio organizado sobre la naturaleza, momentos diferentes de una dialéctica más amplia. Dentro de esta dialéctica triádica de naturaleza-hombre-cultura (sociedad) me10. H. Marcuse, Eros and Civilization. A Philosophical Inquiry into Freud,*** Nueva York, 1962, pág. 32. 11. Norman O. Brown, Life Against Death: The PsychoanalyticaJ Meaning of History,*** Middlctown, Gonn., pág. 125.

diante la cual, según Marcuse, la dominación rigió el desarrollo de la civilización, «la trasformación represiva de los instintos llega a ser la constitución biológica del organismo: la historia gobierna incluso en la estructura instintual; la cultura se convierte en naturaleza tan pronto como el individuo aprende a confirmar y reproducir el principio de realidad desde el interior de sí mismo, mediante sus instintos».12 Como resultado, el individuo deviene, «en su naturaleza misma, el sujeto-objeto del trabajo socialmente útil, de la dominación de los hombres y la naturaleza». 13 Para Marcuse, «no bien se establece la sociedad civilizada, la trasformación represiva de los instintos se convierte en fundamento psicológico de un triple dominio: primero, el dominio sobre sí mismo, sobre la propia naturaleza, sobre las pulsiones sensuales que solo buscan placer y gratificación; segundo, el dominio del trabajo alcanzado por dichos individuos disciplinados y controlados; y tercero, el dominio de la naturaleza externa, la ciencia y la tecnología».14 Aquí reside, pues, «la clave psicoanalítica para una teoría social que coincide, de manera asombrosa, con la reconstrucción de la historia de la especie [humana] postulada por Marx, mientras que en otro aspecto propone específicamente nuevas perspectivas».15 Si esta antropología psicoanalítica fuera desarrollada de modo coherente consideraría la «civilización» de la misma manera en que Marx concibe la sociedad, es decir, «como el medio mediante el cual la especie humana se eleva por encima de las condiciones de existencia animal» y como «un sistema de autopreservación que cumple dos funciones en particular: autoafirmarse frente a la naturaleza y organizar las interrelaciones humanas».16 «Al igual que el marxismo, pero en términos diferentes», esta perspectiva distinguiría las fuerzas de producción —esto es, el nivel de control técnico alcanzado por la sociedad sobre los procesos naturales— de las relaciones de producción. En consecuencia, desarrollar las implicaciones antropológicas del pensamiento freudiano no significa conferir a la perspectiva psicoanalítica la posibilidad de generar una concepción materialista de la historia. 12. H. Marcuse, «Frccdom and Frcud's Theory of Instincts», en Five Lectures, Boston, 1970, pág. 11. 13. Ibid. 14. Ibid., pág. 12. 15. J. Habermas, «Psychoanalysis. .op. cit., pág. 276. 16. Ibid., págs. 276-77.

Marcuse, en particular, trató de reformular la dialéctica marxista de necesidades-trabajo-satisfacción (o consumo) en el proceso de dominio gradual que la sociedad ejerce sobre la naturaleza, proceso que constituye la esfera específica de la economía política, en su relación con la dialéctica, más propiamente psicosocial, de necesidades-trabajo-deseo, mediante la cual las necesidades instintivas o naturales que relacionan a los hombres con la naturaleza se trasforman en deseos humanos realizados que vinculan entre sí a los hombres, dentro de un mundo social humanizado que difiere por completo del mundo natural. Marcuse propuso dos conceptos originales: primero, el principio de rendimiento [performance principle] —forma histórica predominante del principio de realidad-—•, a través del cual se produce la socialización y trasformación de las energías instintivas en trabajo social, en favor de la autopreservación de la sociedad; segundo, la sobre-represión [surplus repression], o sea, las restricciones que surgen de este proceso además de la «represión básica» necesaria para la autopreservación de la sociedad y que sirven, en cambio, para reproducir la dominación social. Según Marcuse, la tendencia natural hacia la búsqueda del placer en forma de gratificación inmediata fue «interrumpida» por el funcionamiento del principio de rendimiento o de productividad —que caracterizó hasta ahora la existencia histórica de la humanidad y dentro del cual el trabajo constituye un acto personal de autopreservación que ocupa prácticamente teda la vida del individuo—, creándose de este modo el fundamento psicosomático» que daría lugar al desarrollo del dominio humano sobre la naturaleza. Marcuse destaca cómo la dialéctica de la civilización se manifiesta históricamente bajo el gobierno de este principio en términos de desarrollo del sí-mismo en su lucha contra la naturaleza en general, contra otros individuos en particular y contra sus propias pulsiones, por un lado, y del desarrollo de la organización del trabajo mediante este proceso, por el otro. Señala los pasos siguientes: «Primero, las modificaciones represivas de la sexualidad permiten

que el organismo sea usado como instrumento para un trabajo carente de placer pero socialmente útil. Segundo, si este trabajo es la principal ocupación de toda la vida —esto es, [si] se convierte en el medio universal de vida—, la orientación original de los instintos se distorsiona de tal manera que el contenido de la vida ya no es la gratificación, sino mas bien trabajar para obtenerla. Tercero, de este modo la

civilización se reproduce en una escala cada vez más amplia. La energía sublimada obtenida de la sexualidad aumenta constantemente el "fondo de catectización" psíquico para la creciente productividad del trabajo (progreso técnico). Cuarto, la creciente productividad del trabajo aumenta la posibilidad de goce y, por ende, la reversión potencial de la relación de trabajo y tiempo libre. Pero la dominación reproducida en las relaciones existentes también reproduce en escala cada vez mayor la subordinación: los bienes y servicios producidos para obtener goce siguen siendo mercancías, y gozar de ellos presupone un trabajo adicional dentro de las relaciones existentes. La gratificación es un derivado del trabajo no-gratificante. La productividad creciente se convierte en la necesidad que se iba a eliminar. Y, quinto, los sacrificios que los individuos socializados se impusieron a sí mismos desde la caída del padre primitivo se vuelven cada vez más irracionales, cuanto más obviamente cumplió la razón su propósito, eliminando el estado de necesidad originario. Y la culpa que los sacrificios debían expiar mediante la deificación y la interiorización del padre (religión y moral) sigue sin ser expiada, porque con el restablecimiento de la autoridad patriarcal, aunque en forma de universalidad racional, permanece vivo el deseo (inhibido) de aniquilarla».17 Con respecto a este proceso —el logro de un creciente dominio sobre la naturaleza por medio de la interiorización creciente de la represión—, Marcuse introduce la noción de sobre-represión para explicar cómo el principio de realidad (en este caso, el principio de rendimiento) puede incorporarse también, en cada punto del desarrollo histórico de la civilización, a un sistema específico de instituciones y relaciones sociales, de leyes y valores que influyen en el contenido del propio principio de realidad. De este modo, «los procesos que dan origen al yo y el superyó también moldean y perpetúan las instituciones y relaciones específicas de la sociedad»,18 las cuales son perpetuadas por las disposiciones básicas de los individuos que muestran estos rasgos, representados por el principio de realidad vigente en una época concreta. Así pues, el principio de realidad se materializa en un sistema institucional, y «el individuo, que crece dentro de este sistema, aprende que los requerimientos del principio de realidad 17. H. Marcuse, «Freedom...», op. cit., págs. 21-22. 18. H. Marcuse, Eros and Civilization, op. cit., pág. 180.

son los de la ley y el orden, y los trasmite a la generación siguiente».19 De lo dicho se infiere que la evolución del principio de realidad como principio de rendimiento adoptó varias formas históricas con respecto a la evolución simultánea de los diversos modos de dominación (del hombre y la naturaleza) . Por ejemplo, el principio de rendimiento industrial bajo el capitalismo clásico es, desde el punto de vista psicoanalítico, un principio de rendimiento anal que se manifiesta en la proliferación de una personalidad que se asemeja de manera general a lo que Freud denominó «tipo obsesivo-anal».20 Como resultado de la dirección impresa al carácter y la conciencia, a las necesidades y los deseos mediante el remoldeamiento de las pulsiones instintivas bajo el dominio de esta personalidad obsesiva-anal, el sistema de dominación socioeconómica complementó las fuerzas externas que tenía a su disposición con una poderosa forma de compulsión interna que no solo centró las energías psíquicas de los individuos en el logro del dominio racional sobre la naturaleza, sino que también fomentó la identificación compulsiva del individuo con las metas del sistema, borrando el recuerdo de los estados previos de satisfacción relativamente mayor de las necesidades (v. gr., la antigua identidad de la producción y el consumo, en las economías estacionarias). A medida que el capitalismo imponía a los individuos estos rasgos obsesivo-anales, pudo garantizar que por medio de su actividad compulsiva reproducirían, a su vez, las formas del poder económico privado en las cuales se basaba el sistema, aun frente a los desequilibrios objetivos de la reproducción económica producidos por las crisis periódicas 21 En síntesis, al agregar los «insumos internos» indispensables para mantener en marcha este proceso a los «productos externos» suministrados por la innovación técnica y la ra19. Ibid., pág. 15. 20. Véase E. Fromm, «Psychoanalytic Characterology and its Relevan-ce for Social Psychology», en The Crisis of Psychoanalysis: Essays on Freud, Marx, and Social Psychology, *% Nueva York, 1970, págs. 154-55. De acuerdo con este autor, la personalidad de tipo obsesivo-anal muestra estos rasgos: 1) la restricción del rol del placer como fin en sí mismo (particularmente el placer sexual) ; 2) la actitud de apartarse del amor haciendo hincapié, en cambio, en la acumulación, la posesión y el ahorro como fines en sí; 3) la atribución del valor más alto al cumplimiento del propio deber; 4) la búsqueda compulsiva del «orden» y la falta de compasión por los demás. 21. Véase Reimut Reiche, Sexuality and Class Struggle,*!* Nueva York, 1971, págs. 37-40.

cionalización de la vida económica, mediante las cuales se revoluciona continuamente el modo de producción capitalista — es decir, al crear «una personalidad social capaz de guiar el proceso, mientras que al mismo tiempo permanece enteramente subordinada a él»—,22 el principio de rendimiento anal fue, durante la primera era industrial, un componente básico de la adaptación del individuo a las prioridades de la acumulación del capital bajo los auspicios de la producción económica privada, orientada hacia la obtención de beneficios. Como es natural, el principio de rendimiento industrial adoptaría formas distintas en una etapa ulterior del proceso de industrialización, en una sociedad orientada hacia el conr sumo individual y no hacia la obtención de beneficios, o en un sistema regulado por la planificación y no por el mercado. Estas diferencias de organización socioeconómica no solo influyen en el contenido mismo del principio de realidad incorporado a sistemas particulares de las instituciones sociales, como se expresa a través de la pertinente modificación represiva, sino que, además del alcance y del considerable grado de control represivo sobre los instintos engendrado por cualquier forma del principio de realidad, «las instituciones históricas específicas del principio de realidad y los intereses específicos de dominación [también] introducen controles adicionales, además de aquellos indispensables para la asociación humana civilizada». 23 Estos controles adicionales, provenientes de instituciones específicas de dominación, constituyen para Marcuse la sobre-represión: «Las modificaciones y desviaciones de la energía instintiva requeridas para perpetuar la familia monógamo-patriarcal, para realizar la división jerárquica del trabajo, o para ejercer el control público sobre la existencia privada del individuo, son casos de sobre-represión relativos a las instituciones de un principio de realidad particular. Se añaden a las restricciones (filogenéticas) básicas de los instintos que caracterizan el proceso de desarrollo del hombre, desde el animal humano hasta el animal sapiens».24 El análisis de Marcuse representa un gigantesco avance en el camino de incorporar el psicoanálisis al marxismo dentro de 22. Ibid., pág. 37. 23. H. Marcuse, Eros and Civilization, op. cit., pág. 34. 24 Ibid., págs. 34-35.

una nueva teoría crítica de ia sociedad. Al mismo tiempo, este análisis revela que el grado en que los procesos a través de los cuales se puso de manifiesto la lógica de la dominación en el desarrollo de la civilización no puede reconstruirse únicamente en términos de la represión necesaria para autopreservarse frente a la escasez material, sino que también exige tener en cuenta la evolución de sistemas institucionales específicos y modos de dominación de carácter relativamente estable. Sugiere la necesidad de ir más allá de la reconstrucción que Marcuse ha hecho de este desarrollo histórico en términos de una simple dialéctica, dentro de la cual los procesos ontogenéticos de autoformación del individuo reprimido se vinculan con los procesos filogenéticos que originan la civilización represiva en su conjunto, exclusivamente por medio de la organización del trabajo. Si bien Marcuse admite que la esfera sociocultural es un subsistema autónomo, creado por medio de la emergencia de un proceso de organización y de acción comunicacional dentro de un sistema social más amplio, adopta al mismo tiempo una concepción demasiado naturalista de la dinámica de Jos instintos en su confrontación con la realidad como móvil principal de este proceso de autoconstitución humana. A la vez que especifica la necesidad de un principio organizador (el padre primitivo) para este desarrollo, Marcuse es incapaz de reconocer que la. verdadera importancia de este principio no reside en su enunciado acerca de la historia o la realidad como tal, sino en su función simbólica.'25 En este sentido, debe aclararse —como lo expresa John O'Neill— que «la trasformación del vínculo madre-hijo en el sistema de división social del trabajo, sujeta a su vez en forma variable a los vínculos de parentesco / las sanciones legales racionales, es posible debido precisamente a la naturaleza en gran medida simbólica de la corporeidad y la reproducción humanas: los traumas de la unión y la separación [p. ej.] se repiten en los lenguajes simbólicos correspondientes a los planos psíquico y político, y de este modo ofrecen las categorías fundamentales de alienación, intercambio y comunión».26 25. Véase Anthony Wilden, «Marcuse and the Freudian Model: línergy Information and Phantasie», Salmagundi, invierno de 1969, 65p. págs. 216-22. 26. John O'Neill, «On Body Politics», en II. P. Dreitzel, ed., Recent Sociology n" 4: Family, Marriage, and the Struggle of the Sexes, Nueva York, 1972, pág. 254.

Así, nunca tropezamos en el nivel humano con necesidades que no hayan sido «interpretadas primero en el plano lingüístico y fijadas simbólicamente a formas específicas de actividad; por consiguiente, y a diferencia de la energía de las pulsiones no reconstituidas arraigadas en la esfera biológica o natural», ellas pueden ser conocidas precisamente en la medida en que «definen la situación del conflicto a raíz del cual ha luchado la especie humana» 27 —esto es, en la medida en que adoptan las formas culturaímente condicionadas de trabajo, lenguaje y poder por medio de las cuales se manifiesta este conflicto—. En consecuencia, no podemos considerar que la cultura surge directamente de pulsiones instintivas o de conflictos entre ellas, sino solo de la acción singular de una conciencia caracterizada por su capacidad de producir representaciones simbólicas. Es necesario reconocer que las mediaciones entre un grupo humano o una sociedad y la naturaleza se caracterizan por una organización dualista de estas relaciones. Las primeras son, en realidad, económicas, y están organizadas de acuerdo con determinaciones causales susceptibles a un efecto sobredetermmado: las segundas son simbólicas y están organizadas conforme a sistemas de signos y a sus propias relaciones internas. Solo en virtud de esta segunda serie de relaciones los procesos de autoformación que permiten a la especie humana asegurar su existencia en sistemas de trabajo e instituciones sociales pueden volver a consolidar, en el nivel de la comunicación verbal corriente, la toma de conciencia del individuo acerca de las normas del grupo, y configurar las identidades yoicas apropiadas a cada etapa particular del proceso de individuación a través del conflicto entre los fines instintivos y las restricciones sociales. En contraste con la tendencia de Marcuse a incluir dentro de una dialéctica del trabajo los problemas de la interacción mediada simbólicamente, Habermas destacó el carácter irreductible de ambas esferas.28 En tanto que la primera implica la autoproducción de la especie humana mediante la trasformación de la energía instintiva excedente en trabajo social, el segundo proceso, gracias al cual toman forma las instituciones y la cultura, sólo surge sobre la base de la trasformación de las necesidades instintivas en deseos humanos cuyo único 27. J. Habermas, «Psychoanalysis...», op. cit., pág. 286. 28. Véanse J. Habermas, «Technology ...», op. cit.; véase también Je-remy Schapiro, «From Marcuse to Habermas», Continuum, vol. 8, n9 1, primavera-verano de 1970, págs. 65-76.

punto de referencia es un contexto social, no biológico, y que por lo tanto se desarrollan a través de una dinámica que es discontinua en relación con la dinámica de los instintos. Si bien la noción de sobre-represión puede ser fundamental para explicar el origen de la esfera sociocultural como un sistema de interacciones mediadas simbólicamente, no alcanza en y por sí misma para reconstruir la dialéctica institucional (es decir, de las estructuras «instituidas» y de las prácticas «instituidoras») que sustenta el subsecuente desarrollo y trasformación de esta esfera, por intermedio de la cual encuentran expresión efectiva en la vida social los conflictos entre la energía de las pulsiones excedentes y las condiciones de auto-preservación colectiva. Se requiere un marco de referencia nás general para reconstruir la autoformación de la especie humana, un marco de referencia que pueda incorporar los hallazgos de Marcuse en una totalidad más amplia que englobe la especificidad de esta esfera sociocultural. Un análisis de esta índole tendría que recurrir sobre todo a la obra de Habermas (o, desde una perspectiva algo diferente, a la de Jacques Lacan) ,29 obra que, sin negar la base biológica de los instintos, considera no obstante las pulsiones instintivas tal como se manifiestan por medio del inconsciente; y no lo hace basándose en una vaga analogía con mecanismos orgánicos sino, por el contrario, en términos de sus manifestaciones conflictuales, ante todo como formas de error lingüístico, de comunicación sistemáticamente distorsionada (v. gr., los sueños, lo que Freud denomina actos fallidos, los síntomas neuróticos, etc.). Desde esta perspectiva, los síntomas neuróticos y psicóticos se muestran como formas de comunicación distorsionada o recesiva que el paciente adopta normalmente en respuesta a una incapacidad infantil para resolver algún conflicto libidinal y a la consecuente necesidad que tiene el niño —y a su vez el adulto— de excluir de la comunicación pública el objeto de este conflicto. De este proceso de desimbolización y formación de síntomas que se origina cuando el individuo adopta un lenguaje personal y utiliza «reglas lingüísticas distorsionadas» surgen todas las formas típicas de psicosis y neu29 Sobre Lacan, véanse el ensayo de L. Althusser, «Freud and La-can en Lenin and Philosophy, and Other Essays,^ Nueva York, 1972, (PAGS. 189-219, y Anthony Wildcn, The Language of the Self, Bal-timore, 1968, que incluye una traducción de la obra de Lacan «The Function of Language in Psychoanalysis» junto con un detallado co-mentario de Wilden.

rosis, de compulsión de repetición y, finalmente, las disociaciones entre el yo, el superyó y el ello como esferas correspondientes a diversos niveles de comunicación.30 Esta estructura multiestratificada de comunicación represiva no se limita al plano interno del individuo sino que también es un factor que determina la relación de aquel con la sociedad, como lo señaló Claus Mueller. «En el nivel individual, cualquier incongruencia entre lenguaje interno y externo, entre significado interiorizado y exteriorizado, cualquier disociación de los símbolos utilizados, cualquier incapacidad para integrar simbólicamente la propia experiencia vital, no solo determinará un monólogo distorsionado consigo mismo sino también una comunicación distorsionada con los demás. Esta distorsión configura la naturaleza represiva de la comunicación. La característica común de la comunicación represiva es que el sistema lingüístico interiorizado no permite enunciar con claridad necesidades subjetivamente experimentadas fuera de la esfera emocional, ni realizar al máximo el proceso de individuación [...] En el nivel psíquico, el lenguaje utilizado reprime algunos fragmentos de la historia vital simbólica del individuo e inhibe la toma de conciencia. En el nivel de clase, el lenguaje empleado incapacita al individuo para situarse en la historia y en la sociedad».31 Puesto que estas formas de conducta comunicacional descansan, no solo en el lenguaje, sino también en el trabajo y en las relaciones de poder, se deduce que, a medida que los esquemas tipificadores del lenguaje van configurando las reglas más fundamentales de la vida cotidiana, encuentran su expresión social en la formación de instituciones. A este respecto, es evidente que el lenguaje, como medio fundamental de apoyo de las instituciones —las cuales son, en realidad, una suerte de lenguaje, así como el lenguaje mismo es una institución—, proporciona un eslabón esencial, que hasta ahora no fue tenido en cuenta, en nuestro análisis de la relación existente entre las esferas «ontogenética» y «filogenética». Habermas reformuló esta relación afirmando que no solo 30. Véase J. Habermas, «Toward a Theory of Communicative Com-petence», en H. P. Dreitzel, ed., Recent Sociology n" 2: Patterns of Communicative Behavior, Nueva York, 1970, csp. págs. 117-29. 31. Claus Mueller, «Notes on the Rcprcssion of Communicative Behavior», en H. P. Dreitzel, ibid., pág. 105.

implica el medio por el cual la especie humana asegura su supervivencia mediante la creación de sistemas de trabajo social y de autoafirmación coactiva, sino también la creación de formas relativamente estables de vida en común tradicionalmente expresadas en la comunicación lingüística coloquial. A juicio de Habermas, las instituciones se caracterizan por su parecido con las formas psicopatológicas: representan recursos que permiten cambiar una gran fuerza externa por las compulsiones internas permanentes de la comunicación distorsionada y autolimitada, y que funcionan como soluciones colectivas para el problema de la autopreservación, al igual que las soluciones neuróticas en el plano individual. «Como la compulsión de repetición desde adentro, la compulsión institucional desde afuera determina una reproducción relativamente rígida de comportamiento relativamente uniforme que no está sujeto a la crítica». 32 Al igual que los actos individuales de represión, las interiorizaciones colectivas de compulsión que originaron las instituciones históricas y las tradiciones culturales habrían surgido en condiciones de escasez material, como resultado de la necesaria inhibición de las pulsiones instintivas excedentes, en la medida en que la prosecución de estas entraba en conflicto con las restricciones impuestas por la realidad externa y debía desviarse hacia canales sustitutivos de gratificación. Esto «sugiere la posibilidad de comparar el proceso históricomundial de organización social con el proceso de socialización del individuo».33 Así como la neurosis y la psicosis son modos de existencia que el individuo adopta en respuesta a alienaciones biológicas y sociales, las formas de cultura predominante y el aparato institucional de la sociedad se apoyan en la sustitución de compulsiones internas ocultas por coacciones externas, de manera de prohibir e inhibir la gratificación de las necesidades fuera de los canales sancionados por la cultura. «La motivación y la estructura institucional se acoplan —según palabras de Philip Slater— como el erizo y su hembra en el cuento popular».34 Ambas constituyen, como la tecnología, materializaciones de las fantasías de generaciones pasadas impuestas a las actuales en forma de normas obligatorias; estas, a su vez, se ponen en vigor mediante procesos circulares de compulsión que tienen por efecto inhibir la ca32. J. Habermas, «Psychoanalysis . . .», op. cit., pág. 276. 33 ibid. 34 Philip Slater, The Pursuit o f Loneliness, B o s t o n , 1970, pág. 125.

pacidad del individuo para interpretar sus disposiciones básicas y prohibir, inhibir y sancionar las necesidades interpretadas, con el fin de crear un sistema simbólico de gratificaciones sustitutivas impuestas cuyo carácter se torna rígido, opaco y carente de reciprocidad. De este modo, el marco institucional de una sociedad de clases llega a constituir un sistema de poder autorreproductor que es impuesto a todos sus miembros y que sirve para censurar y encauzar las pulsiones y energías instintivas excedentes hacia fines predefinidos como «legítimos». Si se considera que la base natural de la especie humana está esencialmente determinada por la recanalización de las pulsiones excedentes y por la prolongada dependencia infantil, y si interpretamos sobre esta base el origen de las instituciones, llegamos a la conclusión de que las esferas de la cultura y de las «superestructuras» desempeñan un papel diferente y mucho más decisivo que en el análisis marxista convencional relativo al marco institucional; dicho análisis las considera sencillamente como un ordenamiento de intereses que dependen de modo directo del sistema de trabajo social, de acuerdo con las relaciones entre las recompensas sociales y las obligaciones impuestas, las cuales están, a su vez, arraigadas en la fuerza y distorsionadas conforme a la estructura de clases. Aunque estas formas culturales y relaciones institucionalizadas de poder dependen, en último análisis, de las posibilidades objetivas planteadas por el desarrollo de las fuerzas de producción, no es posible reducirlas directamente a la organización de estas fuerzas. Si bien es cierto que el marco institucional del sistema de trabajo social sirve a las necesidades funcionales del sistema, organizando la cooperación de los trabajadores en la esfera de la producción y la distribución de los bienes y servicios en la esfera del consumo, también debe contribuir a estabilizar institucionalmente la división social y técnica del trabajo surgida de este proceso. «En efecto, bajo la presión ejercida por la realidad externa, no todas las necesidades interpretadas hallan gratificación, y no todas las motivaciones para la acción socialmente trascendentes pueden justificarse mediante la conciencia, sino solo con la ayuda de fuerzas emocionales».35 En la medida en que el princi35 J. Habermas, «Psychoanalysis...», op. cit., pág. 279. Tengo una profunda deuda de gratitud con Trent Schroyer, en cuyo estudio The Critique of Domination, de próxima aparición, me he basado para describir la nueva conceptualización de Habermas acerca de la teoría crítica.

pió de regulación social, al privar a estas pulsiones de una gratificación directa y espontánea, encuentra una gratificación compensatoria en otra parte, crea una nueva realidad, una realidad «espiritual» o «imaginaria» que configura una esfera ideal para la gratificación de las pulsiones, es decir, una esfera de compensaciones. De este modo, surge un nivel secundario de existencia humana que es, al mismo tiempo, «ideología» y «estructura», y que confiere a las instituciones su carácter singular, por encima de los determinantes socioeconómicos de sus formas, como frutos del simbolismo y como contextos para la simbolización permanente.36 La dinámica de la interacción simbólicamente mediada es, por consiguiente, un mecanismo irreductible, si bien siempre se entrelaza con la dinámica de la autoproducción a través del trabajo. La tradición cultural surge de este proceso de formación de símbolos como la suma de esas formas y proyecciones específicas que surgieron «como sublimaciones que representan gratificaciones no obtenidas, y garantizan las compensaciones públicamente sancionadas para hacer posible el renunciamiento cultural requerido».37 Dado que, a diferencia de las fantasías individuales, «no son privadas sino que determinan, en el nivel de la comunicación pública, una existencia disociada que permanece ajena a toda crítica, se convierten en interpretaciones del mundo y permiten racionalizar la autoridad».38 Estos símbolos, imágenes y fantasías materializados en instituciones y preservados por la tradición cultural no son estáticos: van trasformándose de continuo, a medida que los cambios ocurridos en el aparato psíquico de la sociedad interactúan con los procesos históricos que tienden a trasformar el mundo natural. La función básica de la esfera cultural, como red simbólica organizada de gratificaciones sustitutivas, sigue siendo la misma, pero los modos en que se expresa sufren trasformaciones profundas. En las sociedades primitivas, por 36. En este sentido, la interpretación de la dinámica de la institu-cionalización ofrecida por Habermas parece coincidir con la de Paul Cardan, quien, en su artículo «Marxisme et theorie revolutionnaire» (Socialisme ou Barbarie, n9 39, págs. 60-61), basándose en las teorías de Jacques Lacan, define la institución como «una red simbólica, Hocialmente sancionada, en la cual un componente funcional y uno imaginario se combinan en diversas proporciones y relaciones»; véa-HC también Rene Lourau, «Marxisme et institutions», L'Homme et la Société, n9 14, octubre-diciembre de 1969. 37. J. Habermas, «Psychoanalysis . . .», op. cit., pág. 276. 38. Ibid., pág. 279.

ejemplo, la cultura en general tiende a quedar encerrada casi exclusivamente dentro de los límites del simbolismo religioso. Para los miembros de esas sociedades, «este simbolismo es, en realidad, total, cosmológico y antropológico a la vez; trata de regir la relación del hombre con el universo, las relaciones mutuas entre los hombres y el equilibrio inmanente al ser humano en cuanto parte del mundo y miembro de la sociedad».39 Dentro de su función de culturalizar los grandes acontecimientos de origen natural, el simbolismo religioso de las sociedades preindustriales tiende a vincularse con el conjunto de las prácticas sociales. En virtud de su carácter universal, esos símbolos religiosos y fantasías colectivas tienen una ventaja fundamental sobre los sueños y fantasías individuales, ya que la mente consciente los percibe como si fueran reales; como dice Fromm, «una ilusión compartida por todo el mundo se convierte en una realidad».40 Por otra parte, puesto que el comportamiento del ser natural (es decir, instintual) liega a trasformarse en la conducta normal y socializada del hombre en cuanto ser cultural por medio de la religión, en primer lugar, el simbolismo religioso no solo santifica la vida, la procreación y la muerte, sino que ofrece la base sociocultural para todas las presiones y represiones que la sociedad impone a los individuos y que estos terminan por interiorizar. Por lo tanto, en la esfera religiosa aparece primero el carácter sustitutivo que suele ser característico de las formas seculares ulteriores del simbolismo cultural: «Puesto que la sociedad no permite obtener gratificaciones auténticas [estas] son sustituidas por gratificaciones imaginarias que se convierten en un sostén poderoso de la estabilidad social».41 Con este propósito fundamental de racionalizar la represión y la dominación se crearon, no solo los rituales y puntos de vista del mundo religioso, sino también las obras artísticas, los valores y códigos morales, etc., a partir de los contenidos proyectados correspondientes a deseos-fantasías que expresan pulsiones censuradas en diversos grados y vueltas hacia afuera, hacia canales sustitutivos socialmente establecidos; se trata de un proceso fortalecido y acelerado por las actividades corrientes de las minorías gobernantes y sus ideólogos, que, para orientar las pulsiones agresivas de las masas hacia cana39. Pierrc Fougeyrollas, La révolution freudienne,*% París, 1970, pág. 87. 40. E. Fromm, «The Dogma of Christ», en The Dogma of Christ and Other Essays,f* Nueva York, 1963, pág. 20. 41. Ibid.

les socialmente inocuos, cumplen la tarea de sugerir a tales masas nuevas formas de gratificación simbólica. El sacrificio y la represión de la vida inmediata y real de las masas encuentran en el plano simbólico su imagen invertida, es decir, se convierten allí en un sistema de recompensas y compensaciones míticas que reemplazan las privaciones reales. Sin duda, las ideologías hedonistas de la burguesía en ascenso parecían defender los reclamos de felicidad humana y de gratificación real frente a los antiguos ideales religiosos de sufrimiento, renunciación y sacrificio; pero en realidad solo se oponían a las viejas formas de represión para inventar otras nuevas, más racionales pero también más difundidas. El protestantismo parece señalar una nueva etapa en el complejo proceso de desarrollo cultural mediante el cual la compulsión fue siendo igualmente interiorizada en forma de restricciones internas. Aunque tales formas de compulsión interna no surgieron con el protestantismo, o, más concretamente, con el ascenso del capitalismo, sino que pueden ser encontradas en todos los períodos históricos precedentes, el desarrollo del protestantismo en relación con el sistema capitalista de producción sigue siendo excepcional, por cuanto implicó la creación de un «principio de rendimiento» cuyo arraigo en la estructura mental del individuo fue tan firme que ya no necesitó ser reimpuesto continuamente desde afuera: funcionaba generando la compulsión desde adentro, de manera de reproducirse en el plano interno. En este sentido, puede considerarse que el protestantismo respondió a las insuficiencias del catolicismo medieval frente a los imperativos de la nueva burguesía. «El protestantismo, mucho más astuto y racional que el catolicismo —observa Henri Lefebvre— desempeñó con mayor sutileza la función represiva de la religión; Dios y la razón eran la dote de cada individuo, cada cual era su propio mentor, responsable de la represión de sus deseos y del control de sus instintos; esto llevaba al ascetismo sin que hubiera un dogma ascético, sin que nadie lo pusiera en vigor; la víctima propiciatoria era la sexualidad».42 El protestantismo proporcionó las imágenes y el lenguaje que el capitalismo adoptó sin oposición: «[A medida que] la intención reemplazaba el ritual y la fe suplantaba las obras, esta religión fomentó la proliferación de la industria y el comercio, que se apropiaron de sus valores apa42 Henri Lefebvre, Everyday Life in the Modern World, Londres, 1971, pág. 146.

rentando respetarlos (conciencia, fe, contacto personal con Dios) ».43 De conformidad con estos mismos lincamientos, Marcuse mostró en sus primeros ensayos cómo estos cambios provenientes de un nuevo desarrollo socioeconómico no solo determinaban que las formas más primitivas y mágicas de la religión se trasformaran en otras más complejas y racionales, sino también cómo la cultura en general se hacía más diferenciada y cómo, junto con el desarrollo de la religión, surgían las adquisiciones más refinadas de la cultura superior —la poesía, el arte, la filosofía— como expresiones de todos los valores qiíc la nueva sociedad burguesa negaba en la esr fera de la vida cotidiana. Según Marcuse, esta «cultura afirmativa»— como denominó a la cultura burguesa sublimada, con su moral antisexual y patricéntrica y su condenación del hedonismo y la felicidad en general en favor de una «virtud superior» abstracta— ofrecía una contraparte espiritual indispensable para configurar el triángulo represivo de Reich: patriarcado, monogamia y represión sexual. En esta cultura afirmativa, la felicidad y el espíritu, segregados de la vida material, son confirmados solo entonces, en forma sublimada e hipostasiada, como el reino puramente espiritual llamado Kulchur. Más concretamente, «por cultura afirmativa se entiende esa cultura de la época burguesa que condujo en el curso de su propio desarrollo a segregar de la civilización el mundo psíquico y espiritual como un área de valor independiente que también es considerado superior a la civilización». 44 La característica fundamental de esta cultura es, para Mar-cuse, «la afirmación de un mundo umversalmente obligato,-rio, eternamente superior y más valioso, que debe ser convalidado de modo incondicional: un mundo que difiere esencialmente del mundo fáctico de la lucha diaria por la existencia, pero que cada individuo puede realizar por sí mismo "desde adentro", sin trasformar en manera alguna el estado de hecho». Las funciones represivas de estos reclamos planteados al individuo por el «mundo interno» de valores espirituales se reflejaron, ante todo, en el reemplazo de la felicidad o la «bondad» como meta existencial por la noción de deber y disciplina, especialmente en lo tocante a la actividad económica, como forma más elevada de autorregulación ética. La creciente 43. Ibid. 44. Véase H. Marcuse, «The Affirmative Character of Culture», en Negations: Essays in Critical Theory, Boston, 1968, pág. 95.

disociación del placer sexual de la concepción burguesa del amor estaba estrechamente relacionada con las nuevas actitudes hacia el trabajo y la propiedad. El amor sexual fue despojado de su carácter espontáneo, de conformidad con las exigencias de la actividad económica burguesa, y reducido a una mera cuestión de deber y de hábito; su principal función llegó a ser la de mantener un contexto físico y espiritual apropiado para la reproducción del aparato económico durante el período de acumulación individual del capital. Esta des valorización de la sexualidad correspondía, como observó Fromm, a la cosificación de todas las relaciones humanas dentro de la sociedad burguesa: «Junto con esta cosificación, la indiferencia por el destino del prójimo caracterizó las relaciones burguesas; no había un ápice de responsabilidad por la suerte de los otros, ni indicios de amor respecto de los semejantes como tales, sin que se estableciera alguna clase de condición».45 Al mismo tiempo que intenta impedir la realización del potencial revolucionario implícito en la liberación de la sexualidad, imponiendo a la sociedad una moral sexual puritana, la cultura afirmativa funciona con miras a ofrecer canales alternativos por donde se encauzen las energías libidiales reprimidas así creadas; dichos canales adoptan la forma de una red de gratificaciones sustitutivas que van de la religión y los deportes a los entretenimientos populares. Por último, en términos de las estructuras de los actos comunicacionales podemos decir que esta clase de sociedad y de cultura se caracteriza por una discrepancia profunda entre los lenguajes público y privado, esto es, entre las expresiones-de símbolos y predefiniciones oficiales que emanan de las instituciones del poder clasista y las expresiones de la necesidad individual y los significados privados que surgen de la vida cotidiana del individuo.46 45. E. Fromm, «Psychoanalytic Charactcrology ...», op. cit., pág. 153. 46. «El individuo puede responder a esta situación con lo que H. Arcndt denomina privatización del significado. A medida que la realidad sociopolítica es mistificada por los paradigmas que cuentan con el apoyo oficial, el individuo se aleja del público y deja de interactuar simbólicamente, mediante el lenguaje, en la esfera política. La posible comunicación acerca de la política se torna represiva a medida que se excluyen del lenguaje público la información pertinente y los conceptos y paradigmas apropiados que se requieren para comprender la política. Esta exclusión es funcional para el sistema político dado, puesto que las predefiniciones disponibles sustentan r l modo de dominación al reducir el potencial reflexivo implícito en las dimensiones semántica y sintáctica del lenguaje corriente. La restricción de los campos semánticos realizada mediante la eliminación de la conciencia pública de categorías y asociaciones relacionadas con los símbolos claves estabiliza las predefiniciones» (C. Mueller, op. cit., pág. 104.)

En todos estos sentidos, la cultura afirmativa proporciona una base que permite estabilizar la sociedad de clases y refuerza los privilegios de clase mediante un proceso ininterrumpido de represión y evasión, compulsión y adaptación que difunde las presiones y represiones surgidas de las relaciones socioeconómicas a lo largo de todos los niveles y esferas vivenciales que configuran la vida cotidiana: la experiencia sexual y emocional, la vida privada y familiar, la infancia, la adolescencia y la madurez, etc.; en suma, todos esos planos que parecerían hallarse al margen de los mecanismos socioeconómicos de represión en virtud de su carácter «espontáneo» y «natural». Esta constelación cultural reemplaza cada vez más —merced a los éxitos que ha obtenido en cuanto a la modificación de las condiciones de represión— sus métodos, medios y fundamentos; además, mediante una hábil compulsión destinada a encauzar la adaptación por canales de experiencia personal y a través de una imagen de la libertad como algo puramente espiritual e ideal, también reemplaza la compulsión abierta por formas de persuasión y de auto-compulsión que complementan perfectamente la opresión material y refuerzan la función represiva del poder central —que impone sanciones y tabúes—, confiando cada vez más sus deberes a grupos íntimos, a la familia, al padre y a la conciencia individual. Henri Lefebvre definió esta sociedad —una sociedad donde la decadencia aparente de las antiguas formas de compulsión, más violentas y brutales, fue reemplazada por el surgimiento de formas menos evidentes pero incomparablemente más difundidas de terror cuya función es hacer converger en un solo punto la compulsión y la ilusión de libertad— como sociedad «sobre-represiva»: «Podemos definir la sociedad sobre-represiva como aquella que, para evitar conflictos abiertos, adopta un lenguaje y una actitud disociados de los conflictos, debilitando e incluso suprimiendo a la oposición; su resultado y su materialización serían cierto tipo de democracia (liberal) donde las compulsiones no son percibidas ni sentidas como tales; o bien se las reconoce y justifica, o de lo contrario se escamotea su significado, explicando que son condiciones necesarias para la libertad (interior). Este tipo de sociedad mantiene en reserva

la violencia, y solo hace uso de ella cuando las circunstancias lo exigen, pues confía más en la autorrepresión inherente a la vida cotidiana organizada; la represión se vuelve redundante en relación con el cumplimiento de los deberes de la autorrepresión (individual o colectiva). Una sociedad puede proclamar que el Reino de la Libertad está cerca cuando la espontaneidad reemplaza a la compulsión y no existe ya la adaptación como palabra ni como concepto».47 Desde esta perspectiva, según la cual la determinación dual de la autoconstitución de la especie humana surge de las configuraciones históricas de los sistemas de interacción instrumental y simbólico, es posible comprender en qué medida las restricciones impuestas por las relaciones sociales capitalistas al desarrollo de las fuerzas de producción solo se apoyaron en las coerciones de que fue objeto, a su vez, la interacción comunicacional; asimismo, podemos entender bajo una nueva luz la índole de las posibilidades surgidas de esta dialéctica del movimiento que va de la naturaleza al hombre, y de este a la cultura, lo cual nos permitirá elaborar análisis que. a partir de la autorreflexión sobre las condiciones alienadas de la existencia, y pasando por la práctica revolucionaria, desemboquen en la libertad no alienada. Al reconstruir la manera en que la sociedad y la civilización de nuestros días surgieron a través de la subordinación interiorizada de los individuos a las restricciones impuestas por la necesidad de autopreservación colectiva, y de la subordinación externa de la gran masa de individuos a los intereses de los grupos dirigentes, la nueva teoría crítica no solo pone de manifiesto hasta qué punto todas las culturas existentes hasta ahora se organizaron en beneficio de la dominación, sino que muestra nuevas fuentes de resistencia a estas formas de dominación y nuevos conflictos entre las exigencias del deseo humano y los renunciamientos impuestos a esas exigencias. Puesto que la lógica de la nueva teoría crítica implica claramente que este conflicto básico con las restricciones que la realidad impone se define por las condiciones de trabajo material y de escasez económica, los renunciamientos que exige también deben ser un factor históricamente variable. En consecuencia, las coacciones representadas por el principio de realidad con las que tropieza el individuo en el marco social del poder institucionalizado aparecen para él como una realidad inamo47 H. Lefebvre, op. cit., pág. 146.

vible, como una barrera insuperable que impide la realización de deseos incompatibles con sus sanciones, los cuales, por ende, solo pueden manifestarse en forma de fantasías y se desvían hacia la gratificación sustitutiva; pero para la sociedad humana en su conjunto, estas fronteras son, en realidad, móviles. Puesto que «el monto de represión requerido por la sociedad —declara Habermas— puede medirse por el grado variable del poder ejercido por el control técnico sobre los procesos naturales», se deduce que, «con el desarrollo tecnológico, puede hacerse más flexible el marco institucional que regula la distribución de obligaciones y recompensas y estabiliza la estructura de poder que mantiene vigente el renunciamiento cultural».48 El proceso mismo mediante el cual el sistema de poder institucionalizado mantiene represiones generales e impone renunciamientos a la sociedad es, por consiguiente, contradictorio, por cuanto esta autonegación, indispensable en siglos pasados para asegurar el desenvolvimiento de la civilización bajo condiciones de escasez material, determina que las energías instintivas se reorienten en tal grado hacia el trabajo social que da por consecuencia el logro de un nivel de desarrollo tecnológico gracias al cual dichas represiones serán innecesarias en el futuro para la reproducción ininterrumpida de la civilización humana. La acumulación masiva del capital posibilitada por esta disciplina en el trabajo y por esta auto-negación culminó, en décadas recientes, en el desarrollo de una tecnología automatizada y cibernética que finalmente cerró ese largo período que abarca la historia de la humanidad hasta el presente, durante el cual el carácter inevitable de la escasez y del trabajo duro e incesante de la mayoría de los seres humanos como precio de la supervivencia era el hecho vital básico. De este modo, «nuestra época se diferencia de todas las anteriores porque en los países capitalistas avanzados el mecanismo de represión ha cumplido ya su misión histórica».40 La civilización tiene ahora posibilidades emancipadoras ajenas al carácter represivo de una cultura afirmativa justificada por la escasez y por un elitismo cultural que Freud y sus seguidores ortodoxos consideraban una necesidad objetiva de la vida civilizada. La vieja cultura represiva produjo, aunque a un precio terrible, los medios cuantitativos que per48. J. Habermas, «Psychoanalysis...», op. cit., pág. 280. 49. Paul A. Baran y Paul Sweezy.. Monopoly Capital, Nueva York, 1966, pág. 352.

mitirían llevar a cabo el cambio cualitativo de la cultura y la vida humanas. En estas circunstancias, y a medida que «los adelantos tecnológicos abren la posibilidad de reducir la represión requerida por la sociedad hasta límites que se hallen por debajo del nivel de represión exigido institucionalmente», 50 los elementos de las tradiciones culturales, que antes solo tenían un contenido «proyectivo» en cuanto gratificaciones sustitutivas que estabilizaban las instituciones existentes, pueden llegar a convertirse en fuerzas subversivas si los seres humanos tratan de hacer realidad estas fantasías colectivas construyendo nuevas formas alternativas de organización social. Las ilusiones más grandes de la humanidad —los deseos y esperanzas relegados a la esfera puramente «espiritual» durante la época de escasez— no son simples formas de falsa conciencia; también albergan sueños utópicos que, a medida que dicha época se pierde en el pasado, podrían encontrar expresión en la exigencia de trasladarlos de la esfera de la gratificación virtual al plano de la gratificación real (p. ej., en la fusión de los opuestos clásicos de la cultura afirmativa: «sensualidad y razón, felicidad y libertad», dentro de una sociedad donde todos son libres). De este modo, el contenido utópico reprimido de la cultura «se liberaría de su fusión con los componentes ideológicos engañosos de la cultura, moldeados como legitimaciones de la autoridad, para convertirse en una crítica de las estructuras de poder que se volvieron históricamente obsoletas».51 En este contexto podemos enfocar el problema referente al lugar que ocupa la lucha de clases; en efecto, mientras que el aumento de las posibilidades objetivas de liberación determinado por el desarrollo de las fuerzas de producción hace que todo el mundo, virtualmente, se interese en cierto sentido por la abolición de formas históricamente anacrónicas de represión, al mismo tiempo el sistema de poder institucionalizado fragua, no solo represiones generales de las cuales son víctimas todos los miembros de la sociedad, sino también negaciones y privaciones específicas de clase impuestas a las estructuras de represión general como resultado de la dominación de una clase gobernante concreta. Puesto que las tradiciones y gratificaciones sustitutivas que legitiman a la autoridad institucional también deben «compensar al grueso de la población por esos renunciamientos específicos que tras50. J. Habermas, «Psychoanalysis...», op. cit., pág. 280. 51. Ibid.

cienden las privaciones generales»/'2 en estas masas oprimidas se manifiesta primero la fragilidad y la capacidad integrado-ra declinante de las legitimaciones prevalecientes. Y también ellas son las primeras en descubrir el contenido utópico inhibido de la cultura, volviéndolo con sentido crítico contra el orden establecido. Pero, así como no todas las masas oprimidas son víctimas en igual grado y de la misma manera de la civilización de clases, del mismo modo el proceso mediante el cual el esclarecimiento y la autoliberación llegan a coincidir con los intereses conscientes de la gran masa de la humanidad se produce con suma desigualdad. Este creciente interés por la autoemancipación surge primero en esos sectores del proletariado que experimentan de manera más aguda las restricciones impuestas a las gratificaciones con el objeto de permitir la expansión de las gratificaciones accesibles a los grupos gobernantes, y/o que, por una u otra razón, tienen una estructura psíquica menos estable y, por ende, han interiorizado en menor medida la dominación de clases. Por otra parte, la posibilidad de alcanzar esta toma de conciencia, que surge cuando el creciente dominio de la sociedad sobre la naturaleza hace que se otorgue menos crédito a las legitimaciones existentes, solo se convierte en realidad para uno u otro sector del proletariado merced a las estructuras mediadoras de una cultura cuyos diversos elementos se desarrollan de manera diferente y que en cualquier momento pueden actuar para agudizar o enturbiar las contradicciones objetivas. Dentro de esta compleja interacción del desarrollo cultural, caracterológico e institucional que media entre los desarrollos socioeconómicos objetivos y las respuestas subjetivas de los individuos, grupos y clases a estos desarrollos, cada grupo o individuo sólo consigue responder activamente, en vez de adaptarse pasivamente, en la medida en que logra trascender desde el principio y en cada momento todas las restricciones impuestas a esta acción y esta toma de conciencia mediante la institucionalización de las relaciones de poder; la cual, aunque proveniente de la escasez e indispensable para que la sociedad la venciera, también contribuyó, en el proceso de expansión del dominio ejercido por la sociedad sobre la naturaleza, a ampliar los poderes disponibles para dominar a los miembros de dicha sociedad, poderes concentrados en manos de los grupos dirigentes y a los que estos podían acceder como medio de prolongar dicha dominación pese a su obso52 Ibid.

lescencia. En consecuencia, no existe certeza alguna de que la emancipación seguirá, a partir del desarrollo tecnológico, la tendencia a romper los límites de las instituciones existentes y a movilizar hacia la lucha opositora a la mayoría de los individuos sometidos a estas coacciones. Solo se vislumbra un horizonte de posibilidades y oportunidades para que los individuos y las clases que vencieron las restricciones impuestas por la legitimaciones culturales e institucionales planteen el problema de la emancipación y hagan valer sus reclamos en una lucha cuyo resultado es imprevisible aún. Si no se produce en las masas la ruptura subjetiva con las formas de dominación existentes, las potencialidades utópicas representadas por el desarrollo de las fuerzas de producción no solo seguirán sin concretarse ( y sin ser reconocidas), sino que se trasformarán en provecho de los intereses de la dominación. Como observó Habermas, cualquier intento de ofrecer una justificación racional respecto de las prescripciones culturales se lleva a cabo teniendo en cuenta que el experimento puede fracasar.

4. Revolución y contrarrevolución en la sociedad capitalista moderna

Puesto que la nueva teoría crítica consiguió encuadrar las tendencias socioculturales del capitalismo moderno dentro del contexto de una nueva totalización que unía la dialéctica de la vida psíquica y sus relaciones recíprocas con la dialéctica de la vida histórica, proporcionó una base singular para renovar la teoría marxista de la revolución y la lucha de clases a la luz de la problemática planteada por la evolución de la civilización después de la Segunda Guerra Mundial. En el primer capítulo examinamos ya la naturaleza de esta problemática, pero podemos volver a exponerla aquí en términos de las dos hipótesis básicas del materialismo histórico: ninguna sociedad se fija tareas hasta que ha producido los medios para resolverlas, y ninguna sociedad desaparece antes de agotar todas sus potencialidades. Como Antonio Gramsci observó de manera muy lúcida en la década de 1920, mientras que el «marxismo vulgar» solía identificar estas dos proposiciones, existe en realidad una profunda divergencia entre ambas, la cual se expresa como una especie de oscilación polar dentro del proceso histórico. La clave para comprender el proceso de cambio histórico y trasformación social se encontrará analizando esa divergencia dentro del marco del materialismo histórico. Lejos de limitarse a formular una concepción cualquiera acerca de las «leyes generales de la historia» y prescindir, de ese modo, del análisis concreto de coyunturas históricas particulares dentro del desarrollo de la lucha de clases, la perspectiva de la nueva teoría crítica nos obliga a actualizar de continuo nuestro análisis a la luz de cada nuevo avance. 1 A decir verdad, solo si nos basamos en un análisis de esta índole podremos identificar el alineamiento de las fuerzas sociales —de las clases antagónicas— en un momento concreto. Tan pronto como se capta la complejidad fundamental de los procesos de cambio histórico, resalta con claridad que la lucha de clases nunca aparece en forma de una simple opo1 Antonio Gramsci, Opere di Antonio Gramsci, vol. 8, págs. 58-59. y vol. 4, pág. 114.

sición polar entre burguesía y proletariado, gobernantes y masas, según es definida por la contradicción social básica entre capital y trabajo. El «pueblo» o las «masas» jamás constituyen una categoría objetiva y estable sino que corresponden a una identidad cambiante y coyuntural, que se redefine continuamente a lo largo del desarrollo histórico real de la práctica social. Lenin y Trotsky ofrecieron un enfoque provisional de este problema al formular la ley del desarrollo combinado y desigual en cuanto se aplica a la estructura social y al desarrollo económico (esto es, en lo tocante a la desigualdad del crecimiento económico cuantitativo, la desigual racionalidad de este crecimiento, los retrasos y distorsiones entre sectores de la vida económica y entre el desarrollo económico en general y las instituciones sociales) ? Mediante este análisis del desarrollo combinado y desigual de las contradicciones y su «sobredeterminación» en una escala global, el leninismo trató de descubrir «los eslabones más débiles» del sistema imperialista en cualquier momento dado. En cambio, la nueva teoría crítica sugería la necesidad de extender el principio del desarrollo combinado y desigual más allá del ámbito socioeconómico, para abarcar las esferas de las «superestructuras», de la cultura, la vida cotidiana, etc., y los diferentes niveles de conciencia. Dada la formulación más amplia de la ley del desarrollo desigual implícita en la síntesis freudo-marxista, se torna evidente que el desarrollo de determinadas esferas institucionales o culturales, la conformación psíquica de grupos específicos o las modalidades de la vida y la interacción cotidianas no solo no avanzan inevitablemente siguiendo una dirección y de acuerdo con un tiempo idénticos a los de la producción material, sino que estos elementos «superestructurales» no reflejan necesariamente de modo absoluto las determinaciones materiales, ya que pueden contener, en cierta medida, una negación espiritual de estas, y por lo tanto anticipar también su eventual desaparición.3 Dentro de este análisis, es evidente 2. Sobre el uso que hace Lenin de este concepto, véanse Henri Le-febvre, Pour connaítre la pensée de Lénine, París, 1957, esp. págs. 230-48, y Louis Althusser, «Lenin and Philosophy», en Lenin and Phi-losophy and Other Essays,& Nueva York, 1972, págs. 23-70. 3. Tanto Henri Lefebvre como Louis Althusser llegaron (en este sentido) a conclusiones similares; véase H. Lefebvre, Critique de la vie quotidienne,& París, 2 vols., 1958 y 1961, y L. Althusser, «Contra-diction and Overdetcrmination», en F O T Marx, A Nueva York, 1970.

la necesidad de ampliar la noción de contradicción para dar cuenta de la posibilidad de que surjan contradicciones específicas, además de la contradicción fundamental del sistema entre las fuerzas de producción y las relaciones sociales — contradicciones que se manifiestan dentro y entre cada uno de estos sectores y que, a su vez, pueden originar nuevas fuentes de trasformación histórica y conflicto social—. También es cierto que el análisis de esta desigualdad en la temporalidad de diferentes subsistemas dentro del movimiento histórico total de los sistemas socioculturales exige utilizar una concepción referente a la ambivalencia de estas divergencias, es decir, al grado en que tales atrasos y divergencias entre subsistemas pueden interactuar para anular esas contradicciones secundarias, en vez de reforzarlas, y fortalecer la coherencia del sistema o facilitar la reproducción de estructuras que de otro modo podrían correr el riesgo de desintegrarse. Respecto del último caso, podría argumentarse, por ejemplo, que así como sabemos hasta qué punto la colonización y el subdesarrollo representan, en el nivel de la economía mundial, dos caras del mismo proceso —un proceso mediante el cual el capitalismo imperialista trata de utilizar las desigualdades regionales del desarrollo para justificarse racionalmente a sí mismo y para atenuar sus contradicciones económicas, creando economías satélites y mercados manipulados—, del mismo modo sabemos que este proceso opera en el nivel de la vida cotidiana de los países centrales para preservar ficticiamente áreas retrógradas y formas arcaicas en beneficio de las estructuras de poder. Según Horkheimer, a pesar del auge del capitalismo clásico en d1 siglo XIX, «la familia seguía siendo una institución esencialmente feudal basada en el principio de la "sangre"; por lo tanto, era enteramente irracional. La sociedad industrial, en cambio (aunque encierra en su misma esencia elementos irracionales), proclama la racionalidad, el dominio exclusivo del principio de calculabilidad y de libre intercambio, ateniéndose solamente a [la ley de] la oferta y la demanda. La familia moderna debe su significación social y sus dificultades internas a esta incongruencia [. . .] No existe familia burguesa en el sentido estricto del término; la familia es, en sí misma, una contradicción —necesaria, sin embargo— del principio del individualismo. Desde el período de su emancipación adoptó una estructura jerárquica seudofeudal. El hombre, liberado

de la condición de siervo en casa ajena, se convirtió en amo de su propio hogar. Los niños, para quienes el mundo había sido una cárcel a lo largo de la Edad Media, continuaron siendo esclavos hasta bien entrado el siglo XIX».4 Lejos de ser un mero anacronismo fortuito, esta tenaz supervivencia de la familia, «cuya estructura binaria escapa de la regulación mediante la equivalencia del intercambio» 5 y cuya función es preservar la dependencia personal directa en el hogar hasta mucho tiempo después de haberse completado la separación burguesa del Estado y la sociedad, de la vida política y la vida privada, es en realidad una necesidad vital para la reproducción de las relaciones sociales capitalistas. Junto con otros innumerables remanentes o enclaves pre-capitalistas, constituye una irracionalidad necesaria para la preservación de una sociedad racional en cuanto a sus medios, pero no en cuanto a sus fines. A medida que el poder jerárquico y las relaciones de mercancía colonizan la vida cotidiana de la sociedad, las instituciones más antiguas —como la familia, o la religión institucionalizada—, aunque en cierto nivel filosófico siguen oponiéndose a las instituciones más modernas de la vida política y económica, se ven artificialmente forzadas a establecer relaciones complementarias con ellas. Como expresó Henri Lefebvre: «Las primeras reprimen los deseos, las segundas cuidan de las necesidades; aquellas regulan e! inconsciente, y estas, la conciencia; [de este modo] las instituciones más antiguas refinaron sus manifestaciones y prácticas de acuerdo con la "profundidad" que manejan, al par que se mantienen convenientemente alejadas de los asuntos mundanos; las otras, en cambio, apuntan a lo que está en la superficie, a las actividades físicas (consumo, vida cotidiana, etc.). [Finalmente] las instituciones "espirituales" rigen la vida privada de cada individuo (su política consiste en suscitar el terror en la esfera de la sexualidad), mientras que la autoridad de las instituciones modernas difunde el terror en la vida cotidiana».6 4. Max Horkheimer, «Authority and the Family Today», en Ruth Nanda Anshen, The Family: Its Function and Destiny, Nueva York, 1949,. págs. 359-60. 5. Theodor W. Adorno, «Societys, Salmagundi, invierno de 1969, pág. 149. 6. H. Lefebvre, Everyday Life in the Modern World, Londres, 1971, págs. 16061.

Este proceso de intervención del poder jerárquico en la vida

cotidiana y la colonización de sus diversas esferas en beneficio de la dominación constituyen precisamente la práctica de la «hegemonía» mediante la cual, según Gramsci, la clase dirigente refuerza su poder material con formas de dominación cultural e institucional que, en última instancia, son más importantes aún que la mera fuerza coactiva para preservar el dominio de clases.7 Puesto que estas intervenciones consiguieron restablecer la coherencia entre la cultura y la vida cotidiana —coherencia que, de lo contrario, habría sido destruida por la tendencia del desarrollo capitalista a unlversalizar el sistema de mercancía—, los desequilibrios sectoriales crónicos y las contradicciones secundarias dentro de y entre los diversos sectores que expresan las irracionalidades objetivas ddl desarrollo capitalista, en vez de unificar sus esfuerzos para agudizar los antagonismos de clase dentro del sistema, se sobredeterminarán mutuamente de manera de enturbiar y disipar esos conflictos. De este modo, el ejercicio de la hegemonía burguesa permite recuperar todas esas tendencias que en la vida cotidiana tienden hacia la independencia —y que de otra manera podrían llegar a formar parte de las fuerzas que destruirían el sistema de poder de clase— y, por lo tanto, aglutina a la sociedad frente a las tendencias objetivas que tratan de llevarla a su desintegración. De aquí se infiere que, en oposición a la práctica de la hegemonía, la práctica revolucionaria también debe basarse en una comprensión de cómo interactúan las regularidades simultáneas y opuestas que caracterizan a las diversas esferas de la cultura y la vida cotidiana, para disolver la seudocoherencia impuesta a esas esferas por el poder clasista y socavar las pretensiones cuestionables del poder objetivamente anacrónico de obtener legitimidad dentro de dichas instituciones. Tal práctica inver tiría la jerarquía de las mediaciones entre los diferentes niveles o contextos que componen la vida social y permitiría una nueva unificación de los procesos objetivos y subjetivos, en forma de una fuerza contrahegemónica. El análisis y la práctica de los revolucionarios culturales, basados en una comprensión dialéctica del papel desempeñado 7 Sobre los conceptos de Gramsci acerca de la hegemonía, véanse John Merrington, «Theory and Practice in Gramsci's Marxism», en Socialist Register 1968, Nueva York, 1968, págs. 145-76; Jean-Marc Piotte, La pensée politique de Gramsci, París, 1970; Cari Boggs, «Gramsci's Prison Notebooks», Socialist Revolution, n* 11, setiembre-octubre de 1972, págs. 79-118.

por determinadas esferas culturales e institucionales y de sus cambiantes interrelaciones para preservar o disolver una forma de sociedad dada, no son igualmente significativos en todos los períodos históricos; por otra parte, la necesidad de tal intervención en estos procesos tampoco se muestra de igual manera en cada punto del espacio y el tiempo a lo largo de la historia de la lucha de clases. Hay momentos en que una catastrófica conjunción de circunstancias da origen a una situación revolucionaria, como ocurrió en Rusia en 1917, o en que el colapso abrupto de un modo específico de organización económica socava hasta tal punto las formas existentes de autoridad institucional y de legitimación cultural «que las necesidades de la mayor parte de la sociedad se convierten fácilmente en rebelión».8 Empero, como observó Horkheimer en 1934, «esos momentos son raros y de corta duración: el sistema en vías de decadencia es saneado de inmediato allí donde esto es necesario, y, aparentemente, resulta renovado; los períodos de restauración duran largo tiempo, y en el curso de los mismos el aparato cultural obsoleto, así como la conformación psíquica de los hombres y el cuerpo de las instituciones interconectadas, adquieren nuevo poder».9 Durante esos cortos momentos de desintegración social y política en los que el simple instinto de supervivencia es suficiente para movilizar a las masas hacia la oposición, una minoría resuelta, como el partido bolchevique, puede explotar la situación abatiendo el poder de la vieja clase gobernante, despojada transitoriamente de su legitimidad ideológica. Pero, a falta de un «cambio ulterior de largo alcance en la vida emocional e instintual» de las masas, el mismo proceso de restauración es inevitable, pese a las intenciones de los líderes revolucionarios; la supervivencia de rasgos autoritarios en la conformación psíquica de las masas se convierte en la base para el «retorno de lo reprimido» a través de la reproducción de instituciones igualmente autoritarias y, por ende, de una nueva clase dominante. Y así, pese al derrocamiento del régimen zarista y de la toma del poder en Rusia por una minoría revolucionaria, en nombre de la trasformación comunista de la sociedad, la estructura psíquica y la capacidad de libertad de las masas trabajadoras estaban demasiado inhibidas para que cumplieran la misión revolucionaria que les había asignado la teoría mar8. M. Horkheimer, op. cit., pág. 59. 9. Ibid., págs. 59-60.

xista —y que Lenin volvió a confirmar en su obra El Estado y la revolución—, es decir, para que las propias masas reorganizaran y manejaran activamente las fuerzas de producción. Hacer esto habría exigido una trasformación radical de su estructura psíquica autoritaria, pero los líderes bolcheviques no comprendieron las raíces psicológicas y sexuales de estos rasgos autoritarios, ni las fuerzas que podrían haber utilizado para promover el surgimiento de estructuras capaces de autorregularse plenamente. Esta revolución cultural requiere por lo menos, como lo reconoció Reich, una trasformación radical de las relaciones prevalecientes entre hombres y mujeres y, sobre todo, de las formas de vida familiar, especialmente en lo tocante a sus funciones socializadoras; más específicamente, en lo concerniente a la necesidad de contar con una nueva estructura familiar (como señalaron Agnes Heller y Mihály Vajda), para que una solución revolucionaria de este problema sea significativa debe tener estas características por lo menos: «1. Debe ser una comunidad democráticamente estructurada que permita el temprano aprendizaje de las tendencias democráticas. 2. Debe garantizar relaciones humanas multifacétieas, incluidas las relaciones entre niños y adultos. 3. Debe garantizar el desarrollo y la realización plena de la individualidad, cuyo prerrequisito básico es la libre elección y re-elección de los vínculos humanos, incluso en la infancia. 4. Debe eliminar los conflictos originados en la monogamia y los producidos por su disolución».10 Es cierto que los bolcheviques, siguiendo a Engels en su identificación de la familia patriarcal y el matrimonio monógamo con la propiedad privada y la dominación de clase, abolieron todas las antiguas leyes familiares del régimen zarista y decretaron la igualdad de las mujeres, estableciendo asimismo un programa para su inmediata y plena incorporación a la vida económica.11 Al mismo tiempo, sin embargo, el hecho 10. Agncs Heller y Mihály Vajda, «Family Structurc and Communism», Telos, n' 7, primavera de 1971, pág. 106. 11. Alexandra Kollontai admite que la construcción de una sociedad socialista implica necesariamente, no solo la simple igualdad formal entre mujeres y hombres, sino también la independencia económica de las mujeres frente al sexo opuesto y a las compulsiones que la dependencia económica con respecto a los hombres hacía inevitables. De este argumento (que, junto con el ensayo de Riazanov, Communisme et mariage, marca el punto más alto de la reflexión bolchevique sobre estos problemas) se desprende que el manejo del hogar y otras tareas domésticas deben socializarse y mecanizarse para que no monopolicen el tiempo de las mujeres o ahoguen su autoexpresión creadora. De manera similar, la crianza de los hijos debe confiarse en grado creciente a las guarderías, jardines de infantes y otras instituciones comunales. A Kollontai, Communism and the Family, Bristol, Inglaterra, 1972, y D. Riazanov, Communism et mariage, París, 1927.

de carecer de una comprensión real de las profundas funciones psicosexuales de la familia y del papel que esta desempeña en la estructuración psíquica del individuo no les permitió proponer un programa coherente para establecer formas no compulsivas de autorregulación destinadas a reemplazar a la familia y la moral antiguas. Tampoco comprendieron el potencial emocionalmente explosivo y socialmente peligroso que contenía la profunda contradicción existente entre la desintegración de viejas formas de vida familiar y de moral sexual y el hecho de que la nueva sociedad revolucionaria estaba formada principalmente por ex miembros de familias cuyas estructuras psíquicas se habían configurado casi por entero en el contexto rígidamente patriarcal de la era zarista.12 De este modo, mientras que en setiembre de 1919 Lenin pudo afirmar sin vacilaciones que «en la República Soviética nada quedaba de las leyes que [en un tiempo] relegaron a las mujeres a un segundo plano», 13 y siendo también cierto que se había abolido legalmente la familia patriarcal, persistían las actitudes y las estructuras motivacionales en las que se basaban la opresión impuesta a la mujer y la autoridad pa

12. No se comprendió, por ejemplo, en qué medida el éxito de los experimentos de Makarenko con niños socializados en un contexto comunitario dependía principalmente del hecho de que esos niños (que eran, en su mayor parte, huérfanos de la guerra civil que se habían asociado en pandillas y llevaban una vida semisalvaje para poder sobrevivir durante los años de caos y desorganización) eran los únicos que habían escapado de las influencias formativas de la familia prerrevolucionaria. En consecuencia, pronto se demostró que el optimismo inicial con que los bolcheviques evaluaron este experimento en relación con las perspectivas de «forjar un hombre nuevo», como decía Makarenko, no tenía fundamentos cuando se lo puso a prueba con los valores patriarcales arraigados mucho más profundamente y con los rasgos autoritarios que caracterizaban a la gran mayoría de la población rusa. Véase A. Heller y M. Vajda, op. cit., pág. 105. 13. Citado por Maurice Brinton en Authoritarian Conditioning, Sexual Repression and the Irrational in Pclitics, Solidarity Pamphlet n' 33, junio de 1970, pág. 29.

triarcal. En consecuencia, las nuevas formas de vida —las nuevas relaciones entre hombres y mujeres, o entre padres e hijos—, en vez de arraigarse en las estructuras psíquicas de las masas, entraron en un conflicto cada vez más agudo con los antiguos valores compulsivos y patricéntricos de las masas, enraizados como estaban en los viejos estilos de vida.31 Los bolcheviques, carentes de una perspectiva o análisis teórico capaz de comprender estas restricciones al desarrollo de «la revolución de la superestructura cultural», y coartados además por las cicatrices de su propia socialización represiva, tendieron a seguir el camino de la menor resistencia. Hablaban de revolucionar la vida cotidiana, pero no examinaban la realidad de esta vida; como era inevitable, interpretaron erróneamente el caos existente en lo cotidiano como una «crisis moral» (usando el término en el mismo sentido en que lo hicieron los representantes de la reacción política}, en vez de comprender que se trataba del factor necesariamente caótico que acompaña a la trasformación profunda de un sistema de vida. En consecuencia —y pese a las dificultades económicas y el virtual estado de sitio impuesto por las potencias imperialistas—, se volvieron aún más conservadores y dieron pasos conscientes para restaurar o fortalecer la estructura familiar compulsiva y, por último, para volver a instituir los aspectos más represivos de la moral sexual burguesa. Lenin, por ejemplo, denunció que el movimiento juvenil «se preocupaba exageradamente por lo sexual»; la generación más joven —sostuvo— estaba contagiada «por la enfermedad del modernismo en cuanto a su actitud hacia los problemas sexuales».15 Hacia 1934, se reimplantó en Rusia la prohibición legal de realizar prácticas homosexuales, y dos años después se prohibió el aborto. Desde luego, estas restricciones impuestas a la revolución de la superestructura cultural, así como la restauración de la familia y de la ideología patriarcal, tuvieron consecuencias que trascendieron la esfera inmediata de la vida doméstica. A falta de un efecto de largo alcance sobre la vida emocional e instintual de las masas, como el que podrían haber producido un nuevo modo de socialización para los niños y un nuevo tipo de moral sexual, la toma del poder por parte de los bolcheviques y el subsecuente reemplazo del control de los 14. Véase Wilhelm Reich, The Sexual Revolution, *** Nueva York, 1969, esp. págs. 153-211. 15. Citado por M. Brinton, op. cit., pág. 33.

capitalistas privados sobre la producción por un sistema de planificación estatal racional, «no modificaron en absoluto la típica, irreversible y autoritaria estructura caracterológica del pueblo [ruso]».16 En este sentido, la inhibición de la revolución sexual y cultural, además de perpetuar la subordinación de la mujer y del niño, también reforzó considerablemente las tendencias al autoritarismo en toda la sociedad soviética. Como señaló Trotsky en 1936, el motivo más apremiante para reavivar el culto a la familia y la autoridad patriarcal era, «indudablemente, la necesidad que tenía la burocracia de contar con una jerarquía estable de relaciones y de disciplinar a la juventud por medio de 40 millones de puntos de apoyo para la autoridad y el poder».17 Prescindiendo de la naturaleza del programa y la ideología revolucionarios, la persistencia de estructuras autoritarias en las masas anuló todos los intentos de establecer o mantener organizaciones que funcionaran sobre la base de principios realmente democráticos. Por lo tanto, fue inevitable que correspondiera a las burocracias del Estado y del partido llevar a cabo las tareas que el proyecto revolucionario de Marx había reservado a las masas proletarias, cuya estructura mental y capacidad de autorregulación estaban demasiado inhibidas para responder al rápido desarrollo de la organización social y económica. Otras tentativas ulteriores de establecer regímenes socialistas según el modelo soviético, sobre todo en Europa oriental, mostraron las mismas tendencias regresivas. Pese a la toma del poder estatal, la revolución de la superestructura cultural no se produjo en ninguna parte «porque el portador y custodio de esta revolución, ia estructura psíquica de los seres humanos no había cambiado».18 En todos los casos, la estructura familiar compulsiva y la ideología patriarcal solo se modificaron en lo tocante a los aspectos vinculados de manera directa con el modo de dominación específicamente burgués, mientras que los mecanismos generales mediante los cuales estas instituciones reproducen la dominación quedaron prácticamente intactos. Asimismo, el moldeamiento del hombre nuevo, indispensable para la formación de una nueva sociedad, se abordó por entero sobre la base de modelos auto16. W. Reich, prefacio a la tercera edición de The Mass Psychology of Fascism,*? * Nueva York, 1945, pág. xxiii. 17. León Trotsky, La revolución traicionada (1936), citada en M. Brinton, op. cit., pág. 37. 18. W. Reich, op. cit., pág. 159.

litarías de socialización;19 estos modelos tratan de cambiar el contenido de la educación enseñando algunos principios socialistas, pero no modifican en absoluto las formas educacionales «verticalistas» orientándolas hacia una mayor autonomía de las bases. Por extraordinarios que hayan sido los logros de tales revoluciones, que eliminaron en el nivel más alto el sistema burgués de las relaciones de propiedad, el hecho de que todas ellas continúen desechando la «dimensión humana» al dejar intacta la moral represiva de la vida cotidiana determina que puedan ajustarse fácilmente a casi cualquier forma de degeneración psicológica y cultural —el renacimiento de la familia patriarcal, la represión sexual, la organización escolar represiva, etc.—; junto con la preservación de estos mecanismos destinados a hacer que las masas interioricen ideologías reaccionarias en su estructura caracterología, surgen los inevitables procesos de degeneración social y política —v. gr., la despolitización y atomización de las masas, lo cual lleva, como ocurrió en Rusia, a reemplazar la democracia del proletariado por la eficiencia burocrática, a Lenin por Stalin—.20 El hecho de que la revolución bolchevique fracasara en su intento de desarrollar en las masas soviéticas la capacidad para ser libres —para automanejar en forma consciente la producción y autorregular la vida cotidiana— se debió en parte a la inmadurez objetiva de las fuerzas de producción rusas, que condenaron al régimen revolucionario a emprender, con los auspicios del Estado, el proceso de acumulación industrial ya realizado en Occidente por la burguesía. 19. Véase A. Heller y M. Vajda, op. cit., pág. 105. 20. Aunque esta tendencia al retorno de lo reprimido se manifestó en forma más aguda durante el período stalinista en Rusia, la experiencia rusa no es la excepción sino la regla en los países donde gobierna el socialismo de Estado. Aun en Cuba es posible discernir una penosa tendencia hacia la degeneración burocrática del régimen a medida que disminuye el élan revolucionario original de los primeros años y, junto con esta regresión, una tendencia paralela hacia la reimplantación de una moralidad represiva en la esfera de la vida cotidiana, una moralidad que sirve para santificar la represión sexual, preservar la monogamia, perpetuar la esclavitud de las mujeres y fomentar la inhibición de los homosexuales. De modo similar, comprobamos que en China la represión sexual alcanza tal intensidad que, en su intento de obliterar casi por completo cualquier manifestación de sexualidad activa, sugiere la reencarnación del puritanismo propio de la burguesía del siglo xvu en una nueva forma colectiva. Kostas Axelos, «Sur la révolution sexuelle», Praxis, n" 3-4, 1970, págs. 457-67.

En realidad, Lenin esperaba el triunfo de la lucha revolucionaria en los países capitalistas más avanzados de Occidente, como medio indispensable de superar las restricciones inevitables que el atraso de la nación rusa imponía al desarrollo del comunismo. Sin embargo, en las postrimerías de la década de 1920 y en los primeros años de la de 1930 se observó que la democracia soviética degeneraba en el stalinismo, y que, al mismo tiempo fracasaba el movimiento revolucionario occidental, incapaz de desarrollar en las masas los prcrrequisitos subjetivos que permitirían pasar a una organización socialista de la sociedad, pese a que en todos esos países existía la base objetiva —a decir verdad, la necesidad objetiva— para dicha transición. En vez de responder con una afirmación racional de sus propios intereses personales a acontecimientos tales como las dos guerras mundiales y la Gran Depresión, que demostraban con claridad sin par la obsolescencia y la bancarrota moral de las relaciones sociales burguesas, las masas se entregaron a una política irracional y desastrosa que era la antítesis misma de sus intereses. Este fenómeno requería, evidentemente —aun con más urgencia que la catástrofe del stalinismo—, un análisis que no se limitara a establecer los fundamentos objetivos de los movimientos sociales, sino que englobara todos los procesos culturales y caracterológicos que median entre estas tendencias y contradicciones objetivas y su auténtica toma de conciencia. Desde esta perspectiva, el análisis del fascismo y de otros tipos de dominación del capitalismo moderno no desecha, de ningún modo, la interpretación marxista más ortodoxa de estos fenómenos, según la cual estos últimos son respuestas políticas a una nueva etapa del desarrollo del sistema capitalista. En ella, el monopolio ha reemplazado a la competencia, y la preservación del poder de clase, para atenuar las contradicciones cada vez más agudas de la superproducción y la inestabilidad económicas concomitantes con esta trasformación, llega a depender en medida creciente de la expansión económica agresiva y del militarismo en el exterior, y de la creciente sustitución del parlamentarismo liberal por formas más directas de dictadura de clase en el ámbito nacional. Gomo dijo Horkheimer, «aquel que no habla de capitalismo, tampoco debería hablar de fascismo».21 Aunque en ciertos aspectos este desarrollo necesitaba romper con las legitima21 M. Horkheimer, «Die Juden und Europa», Zeitschrift für Sozial-forschung, 1939, pág. 115.

ciones racionales del sistema liberal de mercado y del Estado de laissez-faire y ser reemplazado por un sistema de «Gangsterherrschajt» —es decir, por la dictadura abiertamente terrorista de los elementos más reaccionarios, dictadura que carece de toda justificación racional—, al mismo tiempo representaba también, en otro nivel, una extensión lógica de tendencias ya existentes en el sistema liberal. Como sostuvo Mar-cuse en «The Struggle Against Liberalism in the Totalitarian View of the State»,22 la transición «del Estado liberal al Estado autoritario-totalitarista se produce en el marco de un sistema social peculiar». En particular, la fuente principal del fascismo es «la interpretación naturalista de la sociedad y el racionalismo liberal, que termina en irracionalismo».23 La justificación racional liberal del sistema socioeconómico capitalista se limitaba fundamentalmente a la esfera privada (a la actividad del individuo en el sistema de mercado); la extensión de este criterio de racionalidad a la esfera pública (a la determinación de metas sociales) cuestionaría directamente los privilegios de una clase gobernante que depende de la apropiación privada de la producción. Por lo tanto, cuando la obsolescencia de los mecanismos competitivos del mercado libre determinada por el creciente predominio de la organización monopólica exige que el poder público intervenga en forma sistemática para compensar la tendencia del capitalismo moderno hacia la depresión económica crónica, la mitología liberal referente a la armonía de los intereses se desmorona como medio de legitimar el privilegio y el poder, siendo necesario buscar explicaciones irracionales para justificar la dominación capitalista. Por consiguiente, con respecto al problema de la continuidad de la base socioeconómica podemos decir que el «liberalismo» produce por sí mismo el Estado totalitario, como si fuera su propia consumación en una etapa más avanzada de desarrollo. Pese a todos los cambios, la seguridad del beneficio, por ejemplo, sigue siendo el motivo subyacente del sistema en sus fases fascista y liberal. Cuando, verbigracia, la ideología fascista parece atacar la idea de la propiedad privada, en realidad solo ataca el sistema burgués de la era competitiva. Este análisis de las tendencias objetivas que refuerzan dentro del capitalismo la trasformación del sistema liberal en faseis22. Traducido en Herbert Marcuse, Negations: Essays in Critical Theory, Boston, 1968, págs. 3-42. 23. Ibid., pág. 12; véase también M. Horkheimer, «Egoismus und Freiheitsbewegung», Zeitschrift für Sozialforschung, 1936.

ta, aunque necesario para llevar a cabo una interpretación válida de los fenómenos apuntados, no era suficiente desde el punto de vista de la nueva teoría crítica. Si bien explicaba la disposición evidenciada por la burguesía para abandonar el liberalismo y adoptar las formas autoritarias de la dictadura de clase, no podía comprender las tendencias subjetivas de la cultura y la conformación psíquica de diversos grupos que permitieron a esta burguesía encontrar una base de masas para su golpe de Estado. Los marxistas ortodoxos consideraban correcto referirse al fascismo como si se tratara de una conspiración de los grandes capitalistas monopólicos que explotaban los prejuicios, valores y convicciones ideológicas de las masas para su propios fines, pero el capitalismo monopólico no puede crear de la nada las creencias y emociones que explota; tampoco controla necesariamente los actos futuros del movimiento que llevó al poder. En contraste con estas interpretaciones conspiratorias o economicistas, que solo encubrían la situación real y el alineamiento de fuerzas que enfrentaba la izquierda en ese tiempo, y, en consecuencia, desarmaban sus intentos de aglutinar al proletariado para resistir la amenaza fascista, los marxistas de Francfort, en particular, insistieron en la necesidad de comprender las fuentes culturales del fascismo y los antecedentes de la moral fascista contenidos en la cultura afirmativa de la era precedente, con su característica hostilidad burguesa hacia la felicidad.24 En el período prefascista, esta cultura se caracterizaba porque cada individuo «interiorizaba», bajo la forma de un ideal ascético de deber y servicio, el deseo de lograr gratificaciones sensoriales y alcanzar la felicidad. En el 'fascismo, ese ideal de deber y servicio para todos a costa del sacrificio de la felicidad individual no fue abandonado, pero se expresó de otra manera. La comunidad «interna» abstracta (abstracta porque no resolvió los antagonismos reales y fundamentales a través de los cuales se manifestaba la dominación capitalista —p. ej., las oposiciones entre individuo y sociedad, vida pública y privada, ley y moral, economía y política—, salvo en un nivel puramente espiritual) se trasformó en una «comunidad externa» igualmente abstracta. De este modo, el vacío espiritual y moral creado por el desarrollo de la sociedad burguesa y por el progreso de la racionalización y la secularización inherentes al programa liberal lleva al individuo a 24 Véase H. Marcuse, «The Affirmativc. Concept of Culture», en Negations ..., op. cit., págs. 88-133.

buscar recompensa frente a todos los antagonismos aun no resueltos de la era liberal por medio de su inserción en colectividades ficticias, basadas en una identificación regresiva con el grupo en términos de una comunidad simbólica de raza, nación, sangre, terruño, etc.25 En este sentido, Horkheimer y Theodor Adorno consideran que el antisemitismo fascista es, sencillamente, un índice de la tendencia más general del capitalismo tardío hacia el pensamiento estereotípico, que surge a medida que las contradicciones agudizadas de este sistema revelan que el principio liberal acerca de la unidad potencial de la humanidad es un fraude en las condiciones socioeconómicas prevalecientes. El individuo masificado, incapaz de tolerar ya las dicotomías entre lo interno y lo externo, entre la apariencia y la esencia, entre el destino individual y la realidad social, busca la armonía mediante el sacrificio de su propia autonomía, reemplazando las proyecciones individuales por otras colectivas, como el antisemitismo, el racismo, la xenofobia, etc.20 Pese al colapso del mercado liberal como sistema autorregulador de los intercambios económicos y como mecanismo integrador fundamental del sistema clásico, las potencialidades latentes en este proceso desintegrador para el desarrollo de la conciencia revolucionaria en las masas estaban sujetas, en todos los modos antes mencionados, a inhibiciones en la esfera cultural. Esta esfera cultural mantenía su unidad como sistema integrador de gratificaciones sustitutivas y, en consecuencia, podía funcionar como un instrumento de adaptación mediante el cual se restauraba el sistema económico decadente y volvían a establecerse los vínculos rotos con la cúspide del poder institucional. Sin embargo, esta manipulación de legitimaciones culturales, a través de la cual la reacción política trataba de aislarse de las tendencias hacia la disolución de la autoridad institucional generadas por la crisis económica, habría carecido de significado si no hubiera encontrado eco en la estructura psíquica de las masas, que sentían con mayor intensidad el peso de esta declinación de la esfera económica. El problema no es que «la reacción política, con el fascismo y la Iglesia a la cabeza, exija a las masas renunciar a la felicidad terrenal» en nombre del deber, la autonegación y el sacrificio por la madre patria, sino, por el contrario, co25. Ibid., pág. 125. 26. Véase «Elements of Anti-Semitism», en M. Horkheimer y T. W. Adorno, Dialectic of Enlightenment,*** Nueva York, 1972, págs. 168-202.

mo señaló Reich, «que las masas, al acceder a estas exigencias, apoyan a los reaccionarios y les permiten enriquecerse y ampliar su poder».27 Para comprender cómo fue posible esto, era indispensable, según los freudo-marxistas, dar un paso más en el análisis. Este debía explicar el efecto producido por dichos desequilibrios económicos y trasformaciones culturales en las estructuras caracterológicas de los grupos sociales que configuran la sociedad, y de que manera facilitaron el sometimiento de las masas a una política que, en vez de representar una afirmación racional de sus intereses humanos, se basaba en llamamientos a sus deseos latentes de muerte, a sus arraigados sentimientos de culpa, a su buena voluntad para tolerar en silencio, y con alegría a veces, sacrificios exagerados. Este análisis empezaría por reconocer que frente a cada manifestación de los deseos de libertad, o de felicidad, que surgen en tales situaciones en el individuo masificado, debe establecerse la inercia de estructuras caracterológicas profundamente arraigadas que inhiben esos impulsos. Así, «si se investigan las ideologías eclesiástica, fascista y otras de corte reaccionario para encontrar su contenido inconsciente —observa Reich—, descubriremos que son, en esencia, reacciones defensivas [...] determinadas por el temor que suscita el infierno inconsciente que todo ser humano lleva en su interior». Ahora bien, como señaló Fromm en Escape from Freedorn, «si las condiciones económicas, sociales y políticas de las cuales depende por entero el proceso de individuación humana no ofrecen un punto de apoyo para la realización de la individualidad [. . .], y si, al mismo tiempo, la gente ha perdido esas ligaduras que le daban seguridad, este atraso convierte a la libertad en una carga intolerable».211 En los años que siguieron a la Primera Guerra Mundial, este sentimiento, que está en la raíz del «miedo a la libertad» de las masas, adquirió mayor intensidad debido al nuevo desarrollo del capitalismo monopólico y el crecimiento concomitante de nuevas formas de integración características de la llamada sociedad de masas. La expansión del proceso de individuación y de la racionalidad burocrática, junto con la ruptura de los vínculos primarios en las pautas tradicionales de la vida individual y comuni27. W. Reich, «What Is Class Consciousness?» (1934), Liberation, vol. 16, n* 5, octubre de 1971, pág. 23. 28. W. Reich, The Sexual Revolution, op. cit., pág. 20. 29. Erich Fromm, Escape {rom Freedorn, ,?* Nueva York, 1941, pág. 52.

taria, originaron todas las tensiones psicosociales que llegaron a ser corrientes en esta sociedad: sentimientos de alienación, aislamiento, inseguridad y temor. Como resultado del surgimiento de una sociedad dominada por gigantescas empresas y de la importancia decreciente o la desaparición de las estructuras intermedias, «se acrecentó el sentimiento de impotencia y soledad del individuo, se intensificó su "libertad" con respecto a todos los vínculos tradicionales, se redujeron sus posibilidades de logros económicos individuales, [y ahora] se siente amenazado por fuerzas incontrolables».30 Cuanto más se agudizan las contradicciones de la sociedad y más incontrolables se vuelven las fuerzas sociales, catástrofes como la guerra y el desempleo ensombrecen en grado creciente la vida del individuo; al mismo tiempo, se fortalece y amplía cada vez más la tendencia de este último a reaccionar frente a su aislamiento e inseguridad mediante diversos mecanismos destructivos de defensa, los cuales intensifican las tendencias irracionales, destructivas y autoritarias presentes en la estructura carácter ológica general. La personalidad de este individuo autoritario masificado es todavía, esencialmente, de tipo obsesivo-anal, como era característico en el capitalismo clásico. Empero, mientras que esta tipología era en principio la más difundida y estaba altamente desarrollada en la burguesía, con la transición del capitalismo clásico al capitalismo monopólico llegó a ser cada vez menos típica de la clase burguesa (para la cual ya no es realmente funcional) y se convirtió cada vez más en rasgo distintivo de la pequeña burguesía. En términos de sus funciones socializadoras, la familia pequeñoburguesa típica refleja las presiones externas experimentadas en general por los miembros de este estrato (que está casi totalmente privado de la independencia que distinguió anteriormente a la burguesía) en la tendencia a que la antigua personalidad de tipo obsesivo-anal regrese en grado creciente hacia lo que Fromm denominó «carácter masoquista-autoritario». Este tipo de familia, ansiosa por su status y aferrada rígidamente a valores que ya no siente en forma espontánea, se sobrecompensa en general reforzando de manera casi frenética una estructura autoritaria que parece cada vez más irracional. Cuanto más se destruyen las funciones socioeconómicas de la familia, más desesperadamente subraya esta sus sistemas obsoletos y convencionales, y con esta regresión estructural tiende a repro30 Ibid., pág. 144.

ducir tipos de personalidad inestable pero crecientemente autoritaria.81 Desde el punto de vista político, esta personalidad masoquistaautoritaria, sometida a las presiones de la inseguridad económica, la creciente monopolización y la ansiedad por el status suscitada por la amenaza de proletarización, puede tender cada vez más a abandonar el conservadorismo individualista de la vieja burguesía para encontrar panaceas más extremas. El individuo, «un siervo que se rebela y sin embargo sigue siendo siervo», está buscando en parte una nueva autoridad que reemplace la imagen debilitada del padre, que carece cada vez más de una auténtica autoridad interna. Como lo demostró Reich, la política y la propaganda fascistas canalizaron a su vez la angustia generada por las crisis de la vida privada y familiar, con el fin de movilizar eficazmente a grandes sectores de las masas hacia objetivos contrarrevolucionarios. Las fijaciones familiares —arraigadas, en el caso de la mujer, en el temor a la libertad sexual y a la desaparición de la seguridad monógama; en el caso de los jóvenes, en el sentimiento de culpa edípico; y en el caso de los adultos de sexo masculino, en el espectro amenazador representado por la desintegración de la autoridad patriarcal, con todas sus implicaciones en términos de temores inconscientes de castración, etc.— son reforzadas para fortalecer la base emocional del sistema autoritario prevaleciente. La tendencia hacia la regresión infantil y las pautas obsesivo-anales que suelen acompañar a este proceso de formación reactiva vuelve a las masas especialmente susceptibles a la propaganda que apela a los anhelos orgiásticos inconscientes y a la identificación con la «figura del Führer», cuyo «amor por el pueblo» les sirve como sustituto para una satisfacción real de sus necesidades. «He tratado de mostrar en los escritos de Hitler las dos tendencias que ya hemos descrito como fundamentales para el carácter autoritario: el ansia de poder sobre los hombres y el anhelo de someterse a un poder exterior abrumadoramente fuerte. Las ideas de Hitler coinciden casi por completo con la ideología del partido nazi [. ..] Esta ideología provenía de su personalidad, que, con su sentimiento de inferioridad, su odio por la vida, su ascetismo y su envidia hacia aquellos que disfrutan de la vida, era el caldo de cultivo de los afanes 31 Véase M. Horkheimer, op. cit.

sadomasoquistas; se dirigía a personas que, debido a su estructura caracterológica similar, se sintieron atraídas ) entusiasmadas por estas doctrinas y se convirtieron en ardientes seguidoras del hombre que expresaba lo que sentían. Pero no solo la ideología nazi satisfacía a la clase media baja: la práctica política concretaba las promesas ele la ideología. De este modo se creó una jerarquía en la cual cada persona tenía por encima de ella a alguien que la sometía, y por debajo suyo, a alguien que estaba sujeto a su poder; el hombre que está en la cúspide, el líder, tiene arriba suyo el Destino, la Historia, la Naturaleza, como poder en el cual sumergirse. Por lo tanto, la ideología y la práctica nazis satisficieron los deseos surgidos de la estructura caracterológica de una parte de la población, dirigiendo y orientando a aquellos que, si bien no gustaban de la dominación y la sumisión, estaban resignados y habían perdido la fe en la vida, en sus propias decisiones, en todo».32 Aunque sin duda la pequeña burguesía mostró de manera más pronunciada estas características y constituyó, por lo tanto, la base masiva para la contrarrevolución fascista, resulta innegable que muchos aspectos del síndrome masoquista-autoritario también caracterizan la estructura psíquica de la clase trabajadora. Erich Fromm y E. Schachtel lo demostraron empíricamente en un estudio que llevaron a cabo a comienzos de la década de 1930, con el patrocinio del Institut für Sozialforschung de Francfort.33 Partiendo de la observación de que en 1930 la clase trabajadora, según un examen superficial, parecía oponerse firmemente al fascismo y estar alineada del lado de la democracia, de acuerdo con ciertos indicios —como sus preferencias en las elecciones políticas y gremiales—, el estudio trató de explorar la profundidad psicológica real de esta postura antifascista para determinar la resistencia potencial a la amenaza siempre creciente de un golpe fascista. Fromm escribió: «En ese momento planteamos esta pregunta: ¿En qué medida los trabajadores y empleados alemanes tienen una estruc32. E. Fromm, op. cit., págs. 261-62. 33. En realidad, el estudio original nunca fue publicado porque gran parte de la documentación se perdió durante la huida de los marxistas de Francfort de la Alemania nazi. Sin embargo, los resultados se resumieron en varios artículos de Fromm y en la tesis de Martin Jay, capítulos 4 y 5.

tura caracterológica opuesta a la idea autoritaria del nazismo? Y esta pregunta implicaba una segunda: ¿En qué medida los trabajadores y empleados lucharán, en la hora crítica, contra el nazismo? [. . .] Se realizó un estudio que arrojó estos resultados generales: el 10 % de los trabajadores y empleados alemanes tenían lo que denominamos una estructura caracterológica autoritaria, alrededor del 15 % tenía una estructura caracterológica democrática, y la gran mayoría (aproximadamente el 75 %) mostraba una estructura formada por la combinación de las dos anteriores. El supuesto teórico establecía que los autoritarios se convertirían en nazis fanáticos, los «democráticos», en militantes antinazis, y la mayoría restante no sería una cosa ni la otra. Estos presupuestos teóricos resultaron más o menos exactos, como lo demostraron los acontecimientos ocurridos en el período 1933-1945».34 De este análisis se desprende que la incapacidad de la izquierda para aglutinar a las masas contra la reacción fascista fue resultado directo de su incapacidad para comprender los factores culturales y las contradicciones psicológicas internas que condicionaron la respuesta de la clase trabajadora a la embestida fascista y a la situación socioeconómica en que se produjo, es decir, el hecho de que «el elemento revolucionario en la estructura psíquica [del proletario] estaba parcialmente subdesarrollado y contrarrestado por los elementos reaccionarios antagónicos contenidos en su estructura».35 Puesto que hombres y mujeres aceptaron tan ansiosamente la espuria comunidad étnica propuesta por el nacional-socialismo porque se sentían alienados y desarraigados, podemos deducir que estos fenómenos de anomia podrían haber llegado a ser en circunstancias diferentes, fuentes de lucha revolucionaria antes que de irracionalismo fascista. El hecho de que triunfaran los fascistas y no la izquierda se debió, en última instancia, a que comprendieron mucho mejor que sus adversarios que las relaciones sociales burguesas frustraban las capacidades emocionales más ricas, los impulsos más tiernos y la necesidad de comunidad y comunicación, y que esa frustración empujaba a hombres y mujeres a todas las formas de religión y chauvinismo, al sentimentalismo de filmes y festivales que expresan en la esfera de la imaginación el amor 34. E. Fromm, «The Revolutionary Character», The Dogma of Christ and Other Essays,*% Nueva York, 1963, págs. 152-53. 35. W. Reich, The Mass Psychology . . ., op. cit., pág. 57.

del que estaban privados en la vida cotidiana. Los mismos factores continúan siendo hoy responsables de la autoinmer-sión contemporánea del hombre «masificado» en la cultura trivial y prostituida que le ofrecen los medios de comunicación de masas y el sistema de consumo masivo creado para manipular las necesidades de individuos alienados y desarraigados; de ello se infiere, pues, que el hecho de ignorar y pasar por alto las inhibiciones que contrarrestan el deseo de libertad generado por la posición socioeconómica de clases y grupos subordinados frente a la obsolescencia objetiva de las relaciones sociales burguesas —y que llevan a las masas a la irracionalidad en vez de conducirlas a la praxis revolucionaria— no solo desarmó a la izquierda en la década de 1930, sino que continuó haciéndolo hasta el presente. Y esta candidez cultural y psicológica también malogrará en el futuro las luchas revolucionarias, a menos que estas luchas tomen en cuenta lo que ocurre «en la cabeza de la gente» y en las diversas esferas de la cultura y de la vida cotidiana; es decir, a menos que, basándose en la comprensión de la naturaleza de «los deseos, ideas y pensamientos progresistas latentes en individuos de diversos estratos sociales, ocupaciones, grupos etarios y sexos», así como de los elementos arraigados en múltiples aspectos de la vida cotidiana que «impiden el desarrollo de estos deseos, ideas y pensamientos progresistas»,36 y que son incomparablemente más fuertes que la mera propaganda política, adopten la forma de un proyecto de revolución cultural que apunte a la «cristalización de los elementos revolucionarios contenidos en las masas».37

36. W. Reich, «What Is Class Consciousness?», op. cit., pág. 22. 37. W. Reich, The Mass Psychology . . . , op. cit., pág. 57.

5. Nueva definición de la política

Como ya hemos visto, la izquierda marxista tradicional no pudo desarrollar una teoría crítica de la sociedad capitalista moderna ni un análisis que explicara la relativa facilidad con que los gobernantes de los países occidentales pudieron enrolar repetidas veces a las masas en causas fundamentalmente opuestas a sus intereses humanos básicos. Como consecuencia de estos fracasos, tampoco fue capaz de formular claramente una nueva política revolucionaria basada en el reconocimiento de las fuerzas, existentes ya en estas sociedades, que podrían ser utilizadas para combatir esas tendencias hacia el irracionalismo e impulsar una trasformación de la estructura caracterológica de las masas, que les permitiera llevar a cabo el acto social de la revolución. Esto no es raro, dadas las condiciones que determinaron la formación y el desarrollo de esta izquierda. La obra de Marx contenía, sin duda, una teoría general acerca del sistema mediante el cual el pueblo crea las condiciones que hacen posible una existencia libre; también incluía una concepción del proletariado según la cual este no era sencillamente una clase revolucionaria sino una clase que, aboliendo las clases per se, tenía la misión de establecer las condiciones que darían a cada individuo la oportunidad de vivir una existencia sin ataduras. No obstante, al menos en lo referente al cuerpo principal de los escritos de Marx, la teoría de la emancipación individual sigue siendo, en realidad, una teoría sobre las clases, que solo capta los aspectos de la existencia humana que atañen a la posición económica del individuo. Por lo tanto, pone casi todo el énfasis en aquellas facetas de la alienación a las que está sujeto el individuo como resultado directo del sistema económico de la clase dominante: «La teoría marxista de la sociedad presupone una conexión inmediata entre la estructura de la personalidad y la totalidad de las relaciones sociales. Supone como un hecho natural que la trasformación de las relaciones de producción y de

propiedad, de las estructuras políticas, etc., de una sociedad dada producirán el tipo de hombre adecuado a la nueva sociedad, [pero no] intenta examinar los mecanismos concretos que moldean los tipos caracterológicos correspondientes a las condiciones sociales».1 En suma, solo ponía de relieve «esos vínculos de la estructura social con la estructura caracterológica que debían ser comprendidos si se quería que los proletarios se unieran formando una clase-para-sí, mientras que dejaba a un lado el papel desempeñado por el aspecto individualizador y potencialmen-te liberador de las relaciones sociales».2 Este énfasis, pese a ser reduccionista, era no obstante razonable en tiempos de Marx; pero «lo que este pudo haber omitido respecto de las condiciones existentes en los albores del capitalismo fue activamente sofocado» 3 por las ulteriores generaciones de marxistas. Desde la muerte de Marx hasta 1914, los partidos social-de-mócratas de la Segunda Internacional identificaban el marxismo casi exclusivamente con la economía política y con una interpretación determinista de la historia, de carácter esencialmente positivista. De acuerdo con este punto de vista, puesto que la revolución es fundamentalmente resultado de un mecanismo objetivo mediante el cual el desarrollo de las fuerzas de producción exigirá tarde o temprano la transición a un nuevo sistema de relaciones sociales, la predisposición subjetiva desempeña un papel insignificante. En otras palabras, se suponía que los cambios en la conciencia y en el carácter de las masas que podrían ser necesarios para establecer este nuevo sistema de organización socioeconómica se producirían automáticamente, como un reflejo de la trasformación de los procesos materiales. El partido socialista de masas cumplía principalmente la función de anticipar este desarrollo 1. Más concretamente, como dice Gramsci, «la realidad es rica en combinaciones extrañas, y al teórico le corresponde encontrar en esta confusión la prueba de su teoría: verbigracia, traducir al lenguaje teórico los elementos de la vida histórica; en cambio, no debe mostrar la realidad que estudia de acuerdo con esquemas abstractos». Esto se debe a que la conjunción de factores que determinan las condiciones en las cuales se libra la lucha de clases es «fruto de una combinación única y original que debe ser comprendida e interpretada, a su vez, en el contexto de esta originalidad si se quiere dominarla y trascenderla». Agncs Heller y Mihály Vajda. «Family Struc-ture and Gommunism», Telos, n9 7, primavera de 1971, pág. 102. 2. Gerald Gilí, «Armed Insurrection», Arena, n" 27, 1971, pág. 9. 3. Ibid.

constituyéndose en un Estado-dentro-del-Estado, el cual intervendría, cuando la inevitable crisis económica llevara a la desintegración del régimen burgués, para cerrar la brecha convirtiéndose en Estado proletario. No se reconocía la necesidad de que el socialismo efectuara un cambio cualitativo en las relaciones humanas, ni que el hecho de abolir la alienación económica mediante la reorganización social fuese concomitante con la abolición de la alienación política por medio de la destrucción del Estado como entidad separada de la sociedad civil y situada por encima de ella, y con la reasunción de sus funciones por parte de la sociedad misma. Huelga decir que esta concepción solo podía conducir a una organización tal de la vida que, al estar basada en los principios de autoridad, eficiencia, etc., vigentes en la sociedad burguesa, reproduciría inevitablemente, en el seno de estos partidos, las mismas formas de organización jerárquica que caracterizaban a la sociedad en general. De manera similar, mientras que en la esfera cultural las organizaciones socialdemócratas fomentaban actividades culturales diferenciadas y hablaban sin cesar de «cultura proletaria», la mayoría de dichas actividades no diferían, en esencia, de las que desarrollaba la cultura afirmativa burguesa en general. La historia de la socialdemocracia alemana ilustra a la perfección, como lo señaló Horkheimer, los peligros que implica adoptar semejante actitud hada la cultura: «En vez de desarrollar una actitud crítica hacia la cultura dominante, que habría proporcionado la única oportunidad para preservar en el futuro sus elementos, este esfuerzo sólo servía a menudo para adornarla con la sabiduría burguesa del pasado, de la misma manera que los campesinos estaban acostumbrados a ponerse las ropas pasadas de moda de sus señores».4 Como consecuencia de la incapacidad de las organizaciones social-demócratas para trascender la cultura dominante, su evolución no solo tendió a reproducir la imitación de esa cultura sino que también tendió, irónicamente, a estabilizar la cultura que presuntamente debía invalidar, desviando las energías y actividades que los proletarios habrían volcado probablemente en la lucha revolucionaria hacia formas sustitutivas de gratificación en la esfera cultural, puesto que la cultura dominante no les ofrecía ninguna válvula de escape equivalente para canalizar tales energías. 4 Max Horkheimer, «Die Philosophic der absoluten Konzcntration», Zeitschrift für Sozialforschung, vol. 7, 1938, pág. 300.

Aunque los bolcheviques trataron de evitar, en cambio, estas formas de recuperación y cooptación poniendo el énfasis en el carácter de vanguardia del partido proletario, y no en su base de masas, prevalecieron al mismo tiempo, dado el atraso del nuevo régimen revolucionario ruso y el bloqueo que enfrentaba, los imperativos del trabajo duro, el sacrificio y las gratificaciones postergadas, es decir, todas las cualidades de la personalidad anal y de la cultura afirmativa, antes que las del individuo liberado y las de una auténtica superación de la sociedad represiva. El marxismo de vanguardia, que debía contribuir a la unificación de los campesinos y los obreros revolucionarios, se vio obligado a ponerse al servicio de una retórica que hacía hincapié en el deber, la subordinación compulsiva del individuo a la colectividad y, en última instancia, al Estado. En la época en que se fundaron los partidos comunistas de Occidente, estos adoptaron una postura más independiente, expresando claramente, de una u otra forma, todas las tendencias auténticamente revolucionarias que habían sido sofocadas en la social-democracia y que solo saltaron al primer plano durante la gran ola de huelgas espontáneas masivas que sacudieron a Europa después de la Primera Guerra Mundial. Estas tendencias fueron reprimidas nuevamente por la «stalinización» de los partidos comunistas de Occidente en las postrimerías de la década de 1920, y el marxismo de la Tercera Internacional llegó a ser indiscernible de la ideología del Estado soviético. Lo que en cierta medida era una falla inevitable para los bolcheviques de la primera época se convirtió en virtud universal del proletariado para los comunistas que los siguieron, que tendieron a fundar casi exclusivamente la actividad organizativa de sus respectivos partidos, así como su práctica política cotidiana, en una noción de «disciplina revolucionaria» tomada del modelo ruso y que, de acuerdo con las circunstancias, solo podía reforzar los rasgos compulsivo-anales y autoritarios que los miembros del partido ya habían adquirido en su socialización anterior. Esta «resocialización represiva» en el seno de la izquierda comunista, junto cor: sus síntomas subjetivos — elitismo reprimido, sumisión masoquista a las figuras autoritarias, culto del proletariado, intensificación del dogmatismo— encontraron su expresión objetiva en las formas doctrinarias del marxismo-leninismo, que se convirtió en la moneda corriente básica del comunismo internacional (y en grado considerable, también del trotskismo) en esos años. Michael Schneider, entre otros, describió el síndrome patológico me

diantc el cual la actividad organizativa típica del partido leninista refuerza los rasgos masoquistas y autoritarios presentes ya en sus miembros: «Los síntomas psicológicos del dogmatismo "izquierdista" y sus expresiones políticas —o, más bien, sus síntomas políticos— se condicionan mutuamente: cuanto mayor es la inhibición subjetiva y la autocensura psicológica de los camaradas, tanto más triste y penoso es su estilo personal de vida y de trabajo, y tanto mayor su predisposición a aceptar una concepción dogmática de la organización y la educación».5 Estas organizaciones, dentro de las cuales el elitismo y la arrogancia pequeñoburguesa de sus miembros coexisten con su odio masoquista e igualmente pequeñoburgués dirigido contra sí mismos, según se manifiesta en la forma inversa de su «culto del proletariado», eran, por supuesto, orgánicamente incapaces de representar los intereses del auténtico proletariado. Por otra parte, puesto que la autoridad de las élites que en nombre de la causa revolucionaria habían asumido el liderazgo de la organización del proletariado dependía de su posibilidad de cercenar la iniciativa y la autonomía de los afiliados comunes, una política tendiente a desarrollar la expresión espontánea y la capacidad de autoorganización de las masas amenazaría realmente sus intereses. Debemos acreditar a los marxistas críticos como Reich o Horkheimer el mérito de haber reconocido en esa época que, como resultado de esas tendencias, los partidos de la Tercera Internacional, sea de Alemania o de otros países, no estaban más capacitados que los partidos social-demócratas de la Segunda Internacional para servir ni siquiera de instrumentos destinados a defender los derechos existentes de las masas; y mucho menos podían constituir medios para la lucha revolucionaria. En ambos partidos, la comunidad de los afiliados, los líderes y las masas como única unidad combatiente iba declinando a medida que las organizaciones comunista y social-demócrata se perpetuaban en forma de maquinarias cada vez más autoritarias. Aunque estas maquinarias hubieran intentado realmente representar los intereses de las masas, en vez de representar el interés de engrandecimiento de 5 Michael Schneider, «Vanguard, Vanguard, Who's Got the Vanguard?», la. parte, Liberation, vol. 17, n* 2, mayo de 1972, pág. 28.

su propia organización y de su autopreservación institucional, no habrían podido hacerlo porque ya no eran ni siquiera capaces de comprender la naturaleza de los intereses y necesidades de la gran masa proletaria. En suma, ambos partidos —el socialdemócrata de masas y el bolchevique de vanguardia— representaban instrumentos igualmente inapropiados para la lucha revolucionaria: el partido de masas no era la negación del Estado burgués sino su competidor, y el partido de vanguardia tendía hacia un elitismo que reproducía el autoritarismo de la sociedad burguesa. En ambos casos, el efecto de esas clases de política y de organización no solo inhibiría la movilización de las masas frente a la reacción sino que las desmovilizaría, ahogando su espontaneidad y abriendo virtualmente el camino para el triunfo de la reacción. Según Horkheimer, «el hecho de que los trabajadores mantengan una actitud neutral hacia el régimen totalitario después de haber sido traicionados por su propia burocracia a partir de 1914, después de que los partidos [proletarios] se trasformaron en aparatos mundiales destinados a destruir la espontaneidad, y después del asesinato de revolucionarios, no es un signo de estupidez».6 De este análisis se deduce que el medio de lucha representado por las formas tradicionales de organización proletaria, y los fines de la lucha representados por el modelo soviético o por el ideal economicista social-demócrata, no eran apropiados para las tareas que debían llevar a cabo los revolucionarios. Así, habiendo creado originariamente el movimiento Sex-Pol como un grupo dentro del Movimiento de Trabajadores Comunistas Alemanes (que había aumentado de 20.000 miembros a más de 40.000 en un solo año, a partir de su fundación en 1932), Wilhelm Reich descubrió —aun antes de su repentina expulsión del partido en 1933— que sus propósitos liberadores no eran compatibles con las formas de política y la agitación partidarias comunes en el Partido Comunista alemán y el Partido Social-demócrata de Alemania. Al igual que otros revolucionarios culturales de su época, Reich se vio obligado a admitir que el hecho de trabajar dentro de las formas existentes del movimiento proletario y de luchar sólo «por el mejoramiento de la propaganda al servicio de los viejos líderes» ya no era deseable ni útil. Se había vuelto indispensable tratar de organizar el movimiento revoluciona6 M. Horkheimer, «Die Juden und Europa», Zeitschrift für Sozialforschung, 1939.

rio sobre una base totalmente nueva y, al hacerlo, «encontrar y preparar de antemano los medios que impidieran [más tarde] la burocratización de una organización revolucionaria activa».7 Este nuevo tipo de movimiento revolucionario —que constituiría desde el comienzo un contexto cultural y psicológico favorable para la cristalización de personalidades sanas, no autoritarias, y para el desarrollo de la capacidad de autorregulación autónoma de las bases— implicaba concebir la revolución como un proceso a través del cual, como dijo Horkheimer, «las modalidades de la nueva sociedad han de encontrarse ante todo en el curso de su trasformación».8 La organización surge, pues, de la praxis emancipadora, a medida que las masas vuelven a apoderarse de lo que se Les arrebató, es decir, a medida que ejercen el control de los medios de producción, representativos de su trabajo social alienado, y que suprimen la separación entre Estado y sociedad reapropiándose democráticamente de los procesos alienados de toma de decisiones de la sociedad que estaban en manos de las minorías gobernantes, al mismo tiempo que trasforman su propia naturaleza interna con el fin de superar las formas interiorizadas de dominación que bloquean la gratificación de las pulsiones del individuo e impiden que este logre auto-rregularse. En esta perspectiva estaba implícito el reconocimiento de la naturaleza bilateral del proceso revolucionario, que entraña la trasformación de la «estructura interna» de la conciencia de las masas y requiere, simultáneamente, revolucionar el mundo externo para que esta emancipación psíquica inicial llegue a ser fructífera. Implicaba, asimismo, que la lucha para trascender las estructuras políticas y económicas represivas debe crear el tipo de individuo requerido para establecer formas no represivas de organización, y que esta trasformación indispensable del hombre y de la sociedad solo puede llevarse a cabo si las intenciones revolucionarias conscientes de las masas también apuntan a trasformar la vida cotidiana. Sobre la base de estas ideas, Reich, en particular, trató de reformular los principios del radicalismo político del pasado dentro del marco de una nueva concepción ampliada del proyecto revolucionario. Aunque Reich aceptaba el argumento macrosociológico del marxismo relativo a la necesidad absoluta 7. Wilhelm Reich, «On Revolutionary Organization» (1934), Liberation, vol. 17, n* 1, abril de 1972, pág. 23. 8. M. Horkheimer, Authoritárer Siaat, Amsterdam, 1968, pág. 68.

de derrocar el Estado capitalista y el sistema de relaciones burguesas de propiedad, también creía que era posible luchar para destruir la influencia reaccionaria ejercida por instituciones como la familia, la escuela y la Iglesia, sin esperar que se produjera la gran revolución social y política que destruiría los cimientos mismos de la explotación y la necesidad de contar con estas instituciones, que manufacturan ideología en el sentido lato del término. En realidad, sostenía Reich, esta lucha no solo era posible sino absolutamente necesaria para que las luchas libradas por la izquierda no suscitaran «reacciones defensivas», o incluso una contrarrevolución fascista por parte de esas mismas masas a las que el movimiento revolucionario pretende representar. Para Reich, por lo tanto, la política revolucionaria cultural enfrenta este problema fundamental: movilizar a esta mayoría pasiva de la población —que, de lo contrario, siempre llevará al triunfo a la reacción— mediante la politización de la vida cotidiana y la lucha librada en este aspecto para socavar las inhibiciones que contrarrestan el deseo de libertad generado en las masas por su subordinación socieconómica. Con respecto a esa meta —precipitar una toma de conciencia revolucionaria en las masas «no politizadas» aún—, Reich argumentó, en su fundamental ensayo «What Is Class Consciousness?», que, en contraste con el interés abstracto otorgado por el marxismo doctrinario a los procesos históricos mundiales de desarrollo socioeconómico, las masas tropiezan con las realidades de las relaciones sociales capitalistas en los niveles más concretos de la vida cotidiana, es decir, en los problemas referentes al trabajo, el tiempo libre, la vivienda, las relaciones familiares, la vida vecinal y, por supuesto, la sexualidad. Mientras que para el marxismo la contradicción entre capital y trabajo existe como un dato objetivo, en realidad esta contradicción solo se convierte en motor del cambio histórico si puede expresarse subjetivamente en la conciencia de clase y sus luchas —las que solo existen en la medida en que hay lugares donde se libran realmente—. Por consiguiente, si bien bajo el régimen capitalista la lucha de clases es virtualmente posible en todas partes, en realidad solo existe allí donde se libra esa lucha. Puesto que estas preocupaciones cotidianas configuran el ámbito real en el cual las masas experimentan más directamente la ubicua naturaleza represiva de las relaciones sociales capitalistas, se deduce que también en el terreno de la vida cotidiana se desarrollan o se reprimen las formas elementales de la conciencia de

clase. En consecuencia, solo después que empiece a librarse en este nivel «microsocial» el combate contra la represión, mediante la lucha de las masas por sus ventajas subjetivas en la esfera de la vida cotidiana (incluido el nivel de las relaciones concretas de la gente en su trabajo, en su tiempo libre, en su vida privada), aquellas llegarán a tener conciencia del contexto «macrosocial» más amplio y de los procesos objetivos que determinan en última instancia el carácter de la vida cotidiana. En suma, mientras que la contradicción de clase sigue siendo fundamental, se manifiesta indirectamente en la lucha de clases real a través de luchas que se originan en las trasformaciones producidas en las diversas modalidades de la cultura y la vida cotidiana. De este modo, la lucha revolucionaria se lleva a cabo en forma tanto difusa como específica. Se expresa a través de los diversos contextos institucionales y esferas culturales, en los conflictos concretos y en las múltiples trasformaciones de los individuos, en vez de hacerlo por medio de una oposición radical entre el capital y el trabajo. En las circunstancias presentes, la lucha del proletariado por liberarse eficazmente de la dominación de clase requiere no solo un ataque colectivo contra el poder del capital, sino también un concepto y una práctica de la revolución cultural y la autoliberación psicológica. Los ensayos de Reich de comienzos y mediados de la década de 1930 9 —incluidos «The Sexual Struggle of Youth» y «What Is Class Consciousness?»— muestran lo que quizá fue el intento más positivo de alcanzar una formulación programática tendiente a unificar las luchas del proletariado contra el poder y las instituciones de la clase dominante con un proyecto de revolución cultural destinado a debilitar la influencia inhibidora ejercida por la estructura caracterológica autoritaria de los adultos y a prevenir su desarrollo en los jóvenes, facilitando así la formación de «personas cuya estructura caracterológica les permitiría autorregularse».10 En el marco general de esta política de la vida cotidiana, la lucha del proletariado por el poder de los trabajadores, llevada a cabo 9 Una traducción al inglés de los ensayos más importantes figura en la recopilación de L. Baxandall de los escritos políticos de Reich, Wilhelm Reich, Sex-Pol Essays: 19291934, Nueva York, 1972. Otros escritos de Reich y sus camaradas del movimiento Sex-Pol, publicados en su revista, Zeitschrift für politische Psychologie und Sexual-ókonomie, se reimprimieron en Hans-Peter Gente, ed., Marxismus, Psychoa-nalyse, Sexpol,*?* Francfort, 1971. vol. 1. 10 W. Reich, The Sexual Reuolution,& Nueva York, 1969, pág. 26.

en el lugar de trabajo, siguió siendo un elemento básico y vital; Reich, al formular su concepto de «democracia del trabajo», solo reafirmaba el énfasis puesto por la anterior generación de anarcosindicalistas y comunistas de los consejos obreros en la lucha por el control de los trabajadores como el elemento fundamental de todo el proceso revolucionario, su forma y contenido, su medio principal y su fin irreductible.11 De acuerdo con esta concepción, el moldeamiento de un «hombre nuevo», libre de fijaciones autoritarias, no se produce como resultado de la influencia ideológica de la propaganda socialista, ni como efecto secundario derivado automáticamente de la trasformación de las relaciones sociales en general, sino que implica «el desarrollo de un nuevo carácter psíquico en relación con [la lucha por] la trasformación democrática de las unidades de producción social»}2 En relación con esto, Reich sostuvo: «Una de las promesas de la revolución social es que socializará las grandes fábricas, esto es, las pondrá bajo el control directo de los trabajadores [. ..] El trabajo revolucionario en las fábricas sólo puede producir resultados positivos si despierta los intereses objetivos de los trabajadores en la producción y proviene de allí. Pero hoy los trabajadores no tienen ningún interés en la producción como tal, y esto es sin duda cierto con respecto a la forma actual de producción. Para adquirir un interés revolucionario en la producción deben pensar en ella como si fuera algo que les pertenece y que ahora está en manos del capitalismo [...] Nuestra propaganda debe poner en claro que los verdaderos dueños de las fábricas no son los actuales propietarios del capital y los medios de producción sino los trabajadores [. . .] [De lo contrario] el obrero industrial corriente no politizado, o políticamente deformado, reaccionará [frente al intento de expropiar a los grandes capitalistas] con un sentimiento de culpa y cierta inhibición, como si estuviera apoderándose de lo que no 11. Del conjunto de exposiciones más importantes acerca de la posición adoptada por los «comunistas de los consejos obreros» mencionamos las de Hermán Gorter, Réponse a Lénine (1920), París, 1960; Antón Pannekoek, Workers' Councils, Melbourne, 1947; Antonio Gramsci, «The Soviets in Italy» (1919), New Left Review, n° 51. setiembreoctubre de 1968, págs. 25-58. En fecha más reciente, después de la Segunda Guerra Mundial, esta perspectiva encontró su exponente más importante en la revista francesa Socialisme ou Barbarie. 12. A. Heller y M. Vajda, op. cit., pág. 105.

os suyo [.. .] [En cambio], una vez que toma conciencia de su legítima propiedad, basada en su propio trabajo, el punto de vista burgués acerca de la naturaleza "sagrada" de la propiedad privada deja de influir en él [. ..] Por lo tanto, los obreros de las fábricas deben empezar a prepararse ahora a tomar posesión de estas fábricas. Deben aprender a pensar por sí mismos, disponerse a buscar lo que será necesario y pensar en cómo tendrán que organizado [.. .] Este es, sin duda alguna, el único medio para que los trabajadores se interesen por la revolución social [. ..] La toma de posesión real del poder en las fábricas debe ser precedida por la predisposición mental concreta para llevar a cabo esta toma de posesión».13 La lucha por el poder del proletariado realizada en el lugar de trabajo, pese a su fundamental importancia para el desarrollo de la autoorganización de los trabajadores, era según Reich, a diferencia de lo que opinaban los anarcosindicalistas y los comunistas de los consejos, una condición necesaria, pero no suficiente, para el surgimiento de la conciencia revolucionaria. Reich estaba en lo cierto porque, como resultado del desarrollo mismo de las fuerzas productivas, existe la tendencia a acortar la jornada de trabajo y a que una parte creciente de la actividad de los trabajadores sea absorbida por problemas de la vida cotidiana que solo se relacionan indirectamente con la producción. Y, al mismo tiempo, se observa la tendencia paralela y conexa a que el individuo postergue sii ingreso en la esfera laboral y a que los jóvenes empiecen a trabajar contando con una estructura caracterológica ya muy desarrollada y profundamente inhibida en cuanto a su capacidad de resistir la manipulación autoritaria. Se deduce que, como nos recordaron en fecha reciente Agnes Heller y Milhály Vajda, «en la esfera de la producción la democracia solo llegará a ser natural y a liberarse de la manipulación si la vida democrática y las normas de acción son naturales para el individuo antes de que este se incorpore a la producción».14 En otras palabras, la lucha por debilitar las influencias inhibidoras de la estructura caracterológica en los adultos mediante el constante estímulo de su responsabilidad social y de su capacidad de autorregulación es fundamental, pero es más importante aún la lucha por impedir la formación de una 13. W. Reich, «What Is Class Consciousness?» (1934), Liberation, vol. 16, n* 5, octubre de 1971, págs. 48-49. 14. A. Heller y M. Vajda, op. cit., pág. 106.

estructura caracterológica autoritaria en los jóvenes, aun antes de su ingreso en la producción, por medio de un ataque contra las instituciones represivas de la familia, la Iglesia y la escuela, que no solo son los instnrmentos básicos mediante los cuales se impone primero el imperio de la clase dominante sobre la estructura caracterológica del individuo, sino que también refuerzan de continuo, por medio de la manipulación de los temores, ansiedades y fijaciones creados de este modo, esa dominación interiorizada. Sin esa lucha contra las fijaciones autoritarias fundamentales inculcadas por la familia, la lucha del proletariado para conquistar el poder resultará ilusoria, porque su enemigo de clase permanecerá oculto, por así decirlo, dentro de su propio ser. En términos psi-coanailíticos, los valores de la clase dominante continuarán representando una especie de yo ideal cultural para el proletariado, que, en consecuencia, permanecerá fijado a una actitud de oposición puramente simétrica a aquel. La lucha por vencer a la burguesía constituye una misión histórica y personal —el equivalente, para toda una clase social, del proceso de maduración que comenzaba para Freud en la interiorización del yo ideal parental, o superyó, y terminaba en el parricidio simbólico y en la fusión con el espíritu paterno—. A juicio de Reich, despojar a la clase dominante de su poder significa, «al mismo tiempo, eliminar el poder ejercido por el padre sobre los miembros de la familia y la representación del Estado dentro de la familia compulsiva como célula formadora de las estructuras de la sociedad de clases».15 Desde esta perspectiva podemos comprender el papel fundamental asignado por Reich a la lucha que libra la juventud para crear un nuevo movimiento revolucionario cultural, el cual incorporaría la política sexual a la política revolucionaria y ligaría la comprensión de los conflictos surgidos en la vida cotidiana con una amplia perspectiva política tendiente a trasformar en forma radical la sociedad. Este movimiento, razonaba Reich, ofrecería a la izquierda un arma que le permitiría responder apropiadamente a los intentos —exitosos hasta entonces— que había realizado la reacción política para explotar las posibilidades sexuales inhibidas de las masas y, recíprocamente, un medio de incorporar a la lucha del proletariado el enorme potencial revolucionario latente representado por la contradicción entre las exigencias de los instintos humanos y las restricciones impuestas a la gratificación de es15. W. Reich, The Sexual Revolution, op. cit., pág. 106.

tos por las instituciones autoritarias de la civilización patriarcal. Esta contradicción es enfrentada en primer lugar, en su forma más explosiva, por los jóvenes en el seno de la familia, y explica por qué cada ser humano se siente obligado en la adolescencia a ofrecer una resistencia más o menos violenta a la autoridad y a todo aquello que parezca amenazar el desenvolvimiento de su propia personalidad. Dicha resistencia puede tener significación social y política, pero solo si la meta del joven rebelde no es el poder personal —participar de la autoridad ejercida por sus mayores— sino, por el contrario, la emancipación personal, la abolición de la autoridad. En este caso, la rebelión del adolescente puede tener implicaciones que trascienden lo individual, pues el derrocamiento de la autoridad demuestra que los poderosos son vulnerables y que la sumisión no es natural, ni inevitable. Por consiguiente, para el proletario joven, como señaló Reich en «The Sexual Struggle of Youth», «el camino que lleva al estallido de la lucha de clases pasa por la lucha contra el contexto familiar».16 Para avanzar por este camino, desde la rebelión del adolescente hasta la lucha anticapitalista, es indispensable fomentar las tendencias naturales del joven hacia la autorregulación y de defenderlas contra los ardides de la política sexual reaccionaria y la manipulación desde arriba: «Los jóvenes de la clase trabajadora participarán de las actividades concretas del sindicato. Otros se ocuparán de organizar sus propias vidas, enfrentar sus conflictos con los progenitores y resolver los problemas relativos a la vivienda y la pareja sexual. Crearán así nuevas formas de vida social (al principio solo en el plano mental), más tarde discutirán estas nuevas formas y lucharán por ellas; por último, nada los detendrá. Las conversaciones sobre la situación política o incluso sobre "el problema sexual de la juventud" son inútiles. Esto es control desde arriba. La juventud debe comenzar a partir de ahora a organizar su propia vida en cada esfera. Cuando comience a hacerlo no podrá prestar mucha atención a las autoridades ni a la policía, y no debemos esperar que lo haga; debe marchar hacia adelante, hacer lo que considera justo y realizar lo que le parece posible. Pronto comprenderá que está rígidamente cercada por todos lados, que el sistema le impide organizar aun las cosas que son más sencillas y obvias en la vida de la gente joven; por consiguiente, 16 W. Reich, La lutte sexuelle des jeunes,g% París, 1966, pág. 124.

su propia práctica les mostrará qué son la política y la necesidad revolucionaria».17 Al igual que la rebelión de la juventud, la rebelión de las mujeres «contra el matrimonio como servidumbre económica y restricción sexual solo se convertirá en un valioso capital del movimiento revolucionario si ofrecemos exposiciones objetivas y veraces acerca de estos espinosos problemas».18 Más concretamente: «La experiencia nos enseña por ejemplo, que la relación sexual extramarital o el deseo de tener esa clase de relación es un factor que podría ser sumamente eficaz en la lucha contra las influencias reaccionarias. Pero, puesto que siempre es concomitante con el deseo de seguridad en el matrimonio, no podemos desarrollarlo en la dirección apropiada limitándonos a decir a las mujeres que en la Unión Soviética se abolió la distinción entre actividad sexual marital y extramarital».19 Por esta misma razón, según Reich, los slogans que afirman el derecho de la mujer a «integrarse en el proceso de producción», a «poner fin a su dependencia con respecto a los hombres», o a «conquistar el control de su propio cuerpo», lograron avances concretos relativamente insignificantes para las mujeres soviéticas. Aun cuando «el deseo de alcanzar la independencia económica, de independizarse del hombre y, sobre todo, de obtener independencia en el plano sexual son los componentes más importantes de las conciencia de clase de las mujeres [.. .] la fuerte tendencia de la mujer hacia la servidumbre es reforzada por algunos temores característicos: temor a la legislación matrimonial vigente en Rusia, que entraña la pérdida del esposo como proveedor, temor a carecer de un vínculo sexual legalmente sancionado y, finalmente, temor a la vida libre en general». Estos son, «por lo menos, elementos inhibidores igualmente poderosos en cuanto al aspecto negativo».20 Por último, «el temor a que la crianza colectiva de los hijos los "separe" de 17. W. Reich, «What Is Class Consciousness?», op. cit., págs. 48-49. 18 Ibid., pág. 28. 19. Ibid. 20 Ibid.

sus madres actuó como un freno potente para el esclarecimiento de su pensamiento político».21 En este sentido, «el principal problema que enfrenta el movimiento femenino es, indudablemente, el futuro de la familia y la crianza de los hijos. En el movimiento Sex-Pol de Alemania conseguimos ganar a muchas mujeres explicándoles que el socialismo sólo propone nuevas formas de vida comunal para los hombres, mujeres y niños, y que la llamada abolición de la familia bajo el régimen bolchevique no significa nada más que separar los intereses sexuales de los económicos».22 Reich admitió que estos esfuerzos por complementar la lucha por la revolución social con un movimiento paralelo en favor de la emancipación sexual que podría socavar las tendencias autoritarias de la estructura psíquica media de las masas eran necesariamente parciales, y estaban limitados porque su realización total «dependía, en última instancia, del control de todo el aparato educacional e ideológico de la sociedad»,23 y este aparato permanecía en manos de la burguesía. No obstante, consideraba que podía hacerse mucho por alcanzar esta meta si se contaba con un programa intermedio de «reformas estructurales» como las delineadas por el movimiento Sex-Pol a comienzos de la década de 1930. Del conjunto de estas demandas mencionamos las siguientes: «1. Mejores condiciones habitacionales para la población en general. »2. Abolición de las leyes contra el aborto y la homosexualidad. »3. Modificación de las leyes referentes al matrimonio y el divorcio. 21. Ibid. 22. Ibid., pág. 29. Para una descripción del verdadero intento de fundar una forma comunal de crianza de los niños de acuerdo con los lincamientos «reichianos», llevado a cabo en fecha bastante reciente por miembros del movimiento estudiantil alemán, véase el artículo «Kommune 2: A Radical Approach to Family and Child-Rcar-ing», Liberation, vol. 17, n° 8, enero de 1973. 23. W. Reich, «Antwort auf einige Einwánde der Anarchisten Ge-nossen», Zeitschrift für politische Psychologie und Sexual-ókonomie, vol. 3, 1936, pág. 47. Esta nota, escrita en respuesta a un grupo de anarquistas españoles, aunque publicada con la firma de ¡Karl Teschitz, es atribuida a Reich por Constantin Sinelnikoff, L'oeuvre de Wilheltv Reich, A París, 2 vols., 1970, vol. II, pág. 113.

»4. Información y provisión de anticonceptivos para el libre control de la natalidad. »5. Protección de la salud materno-infantil. »6. Creación de guarderías en las fábricas y otros grandes centros ocupacionales. »7. Abolición de las leyes que prohíben la educación sexual. »8. Otorgamiento de permisos a los prisioneros para visitar sus hogares».24 La lucha por estas metas intermedias, si bien no implica que las masas concreten en forma inmediata y total su liberación sexual, les ofrecería por lo menos la posibilidad de aliviar parcialmente sus necesidades e «impediría su aburguesamiento psicosexual»,20 lo cual las haría vulnerables a la manipulación reaccionaria. Más aún: para Reich, esta lucha debía fomentar un proceso de toma de conciencia de las masas que «llevaría inevitablemente a cuestionar la sociedad actual y a entrar directamente en conflicto con la autoridad del Estado». A juicio de Reich, «lo revolucionario no era el grado demasiado limitado de liberación sexual posible en nuestros días, sino ese conflicto».26

Lo implícito en este programa de metas intermedias o de transición —de «reformas revolucionarias», como las denominaría André Gorz treinta años después—27 es el intento de desarrollar un modo de lucha cuya meta no es la transición pacífica hacia el poder sino la conquista del frente cultural o ideológico, como exigía Gramsci. A través de esta lucha, las masas se prepararán para el enfrentamiento definitivo con la burguesía por la toma del poder estatal, desarrollando en primer término la conciencia subjetiva acerca de la existencia real de una alternativa para el modo prevaleciente de organización socioeconómica; una vez que comprendan la necesidad y la posibilidad de contar con una alternativa, promoverán la capacidad de autorregulación en el seno del proletariado, lo cual es de importancia decisiva para llevar a cabo esta trasformación. En contraste con el reformismo social-demócrata o con las organizaciones de los cuadros 24. Véase Use Olmendorf Reich, Wilhelm Reich: A Personal Biogra-phy,A Nueva York, 1969, págs. 21-22. 25. W. Reich, «Antwort auf einige Einwánde ...», op. cit., pág. 48. 26. Ibid., pág. 49. 27. Véase André Gorz, Strategy for Labor, Boston, 1967, y su ensayo «Reform and Revolution», en Socialist Register 1968, Nueva York, 1968, págs. 111-14.

leninistas, con sus tácticas de agitación y propaganda, dicha práctica no considera la «conciencia de clase como algo que debe enseñarse a las masas al igual que las lecciones en la escuela — como un conjunto doctrinal—; por el contrario, la considera como algo que debe ser fomentado, extraído de la propia experiencia de las masas [en cuanto] descubrimiento de la política de todas las necesidades humanas».-8 El trabajo político debe trascender necesariamente la mera crítica propagandística de la sociedad existente para asumir también un carácter positivo, constructivo y preventivo, es decir, para contribuir a la toma de conciencia dentro de los diferentes grupos y estratos a través del enfrentamiento de problemas concretos en bien de la lucha por la autoorganización de uno u otro aspecto de la vida cotidiana. Un nuevo enfoque relativo a los problemas de organización revolucionaria, estrechamente relacionado con esta concepción de la conciencia revolucionaria y con la dinámica de la politización de las masas, se funda más en la autonomía de las bases que en directivas «verticalistas». Este enfoque no niega, por cierto, la necesidad de contar con un líder o un partido revolucionario, pues se estima que la revolución precisa todavía coordinación y dirección; pero lo que se rechaza de plano es cualquier tipo de «sustitucionismo» del partido como sujeto de ese proceso revolucionario que expresa claramente y administra para las masas lo que su propia inmadurez estructural les impide formular por sí mismas. Esta nueva noción de liderazgo responde a la tradición «luxemburguista», por cuanto se niega a dar soluciones dogmáticas a los problemas organizativos de la lucha revolucionaria y hace hincapié en la tarea de fomentar en las masas la capacidad de autoorganizarse, considerando que esta es la me28 W. Reich, «On Revolutionary Organization», op. cit., pág. 22. De manera más general, Reich esclarece las diferencias entre la política del Sex-Pol y la del bolcheviquismo o de la social-democracia en la carta dirigida a los anarquistas españoles (véase nota 23), en la cual define sus objetivos generales como la asimilación de los principales preceptos del anarquismo en el marxismo; en cuanto a sus objetivos específicos, estos incluyen: «a) la incorporación de la política sexual a la política revolucionaria; b ) la creación de una nueva actitud de los líderes revolucionarios hacia las masas (a partir de sus necesidades y no de las directivas fijadas "desde arriba") ; c ) el reconocimiento de que el proceso cultural está socialmente determinado por la trasformación de la energía sexual; d ) la asunción del trabajo teórico y práctico relativo a [la naturaleza de] la educación apropiada para los hombres libres en una sociedad socialista».

ta básica de dicha lucha. En la formulación originaria de Rosa Luxemburgo queda, sin embargo, un problema no resuelto, cuya solución solo es posible a la luz de esta nueva concepción del proyecto de revolución cultural. Se trata del problema de determinar de qué modo el partido puede cumplir la función insoslayable de dar coherencia a las luchas fragmentadas del proletariado («socializar su conciencia»), sin institucionalizar al mismo tiempo alguna forma de hegemonía organizacional sobre estas luchas que daría, a la postre, origen al desarrollo de una élite revolucionaria. El concepto de organización formulado por Rosa Luxemburgo no puede superar el dilema planteado por el carácter aparentemente inevitable de la tendencia hacia la formación de oligarquías dentro de todas las organizaciones en gran escala caracterizadas por una división del trabajo entre líderes y masas, entre «pensadores» y «trabajadores», etc. En consecuencia, sólo puede oscilar perpetuamente entre los imperativos antitéticos constituidos por la prioridad dada a la espontaneidad, la autonomía y el rechazo de cualquier delegación del poder, y la necesidad de dirigir, coordinar y educar en la esfera política.29 En cambio, la perspectiva revolucionaria cultural —por el hecho de admitir que el proceso cultural está socialmente determinado por la trasformación de la energía psicosexual excedente— sugiere por lo menos la posibilidad de establecer una relación dialéctica entre una vanguardia y el proletariado, dentro de la cual la tendencia oligárquica a institucionalizar la relación líder-masas es contrarrestada por un proceso compensatorio de emancipación psicocultural que apunta a la eliminación de las compulsiones interiorizadas en la estructura psíquica del individuo, ya que estas proporcionan los puntos de apoyo afectivos para la formación de relaciones dependientes con los líderes y las élites institucionales, relaciones que configuran la psicodinámica fundamental de la ley de hierro de la oligarquía, de Michels. Por ende, se permitirá que exista la autoridad en dicho medio sólo si ella es realmente racional —esto es, en la medida en que provenga de la capacidad real del líder para enfrentar los fines concretos y los objetivos conscientes determinados por las propias ma29 La presencia implícita de esta problemática en el enfoque luxemburguista está particularmente bien ilustrada por los recientes debates entre los luxemburguistas y los maoístas dentro de la ul-traizquierda italiana. Véase, por ejemplo, el debate entre Adriano Sofri y Romano Luperini, «Quelle avant-garde? Quelle organisa-tion?», Les Temps Modernes, n' 279, octubre de 1969, págs. 435-54.

sas y corresponda a una verdadera comunidad de luchas e intereses— y si no amenaza trasformarse en una autoridad usurpada fundada en la incapacidad de las masas para comprender racionalmente sus propios intereses y en su infantil e irracional apego a figuras carismáticas y a camarillas dirigentes. Dicha organización se basaría, en suma, en la incorporación de la política sexual a la política revolucionaria. En contraposición con la tradicional estructura partidaria marxista, que oscila entre una disciplina monolítica de tipo autoritario y la lucha de facciones por medio de la manipulación de asambleas, grupos y filiales, constituiría un medio verdaderamente humano, una contracomunidad que brindaría la gama más amplia posible de comunicación y experiencia colectivas así como el prototipo de la sociedad libre que quiere concretar.

6. Del capitalismo en crisis a una sociedad burocrática de consumo manipulado

Aunque la propuesta del movimiento Sex-Pol de introducir una nueva dimensión revolucionaria cultural en las luchas libradas por la izquierda durante la década de 1930 no tuvo éxito, su importancia debería ser obvia en nuestros días (cuando una Nueva Izquierda revolucionaria empieza a hablar una vez más del problema de la liberación personal y de su relación con la revolución social más amplia), puesto que corresponde a los antiguos revolucionarios culturales el mérito imperecedero de haber sido los primeros en plantear esos problemas. Ellos expusieron, ante todo, el problema global referente a la significación política de la represión sexual y a la forma en que la dominación social es interiorizada en la personalidad, revelando el gran potencial revolucionario latente representado por las luchas de la mujer y la juventud. Pese a esto, sería ingenuo y políticamente regresivo suponer que el movimiento puede hoy restablecerse y levantar vuelo partiendo simplemente del punto en que lo dejaron Reich o los surrealistas, o que la estrategia reichiana enunciada en «What Is Class Consciousness?» proporciona por sí misma una base estratégica y programática capaz de superar la discrepancia mutiladora entre revolución sociopolítica y emancipación personal que enfrenta ahora la Nueva Izquierda. Las perspectivas que pudieron ser apropiadas para las circunstancias en que se 'libró la lucha de clases en la década de 1930, y que incluso pueden constituir un punto de partida indispensable para futuros avances teóricos, no son una base intelectual suficiente para reanudar la lucha revolucionaria. Tampoco nos permiten hacer caso omiso de la obligación de todos los revolucionarios de estar al tanto de la realidad mediante la continua revisión y modificación de las antiguas categorías y/o la introducción de otras nuevas, a la luz del desarrollo histórico real. Esta necesidad de actualizar en forma permanente la teoría y la práctica revolucionarias se funda en el hecho de que actualmente enfrentamos uno de los procesos de trasforma

ción más extraordinario y masivo de toda la historia de la humanidad, incluso más profundo y desequilibrador que los que se desarrollaron en períodos como el Renacimiento o la primera Revolución Industrial. Esta trasformación, fomentada por la revolución técnica y científica producida en el siglo xx y por la unificación simultánea del mundo, da origen a una civilización totalmente nueva: nueva con respecto a su medio ecológico, a sus fundamentos técnico-económicos, a su estructura social, su superestructura mental, sus medios de comunicación y sus modos de percepción. Solamente es necesario mencionar aquí sus principales atributos y sus consecuencias contradictorias. Estos son: el efecto de la automatización y de la cibernética, que trasforma las relaciones entre el trabajador y la máquina, tanto como la naturaleza de la trasmisión y la producción de conocimientos; la expansión explosiva de las ciudades y la urbanización de los distritos rurales; la desaparición casi total de la clase campesina o de la clase del agricultor independiente en los países industriales y, al mismo tiempo, la radicalización del campesinado del Tercer Mundo. Junto con estos procesos, concomitantes con la transición del capitalismo competitivo o en «crisis» al capitalismo organizado o de Estado, se produce una segunda revolución en la esfera de la vida cotidiana. Entre las características de esta segunda gran trasformación de nuestra era podemos mencionar la disolución de la familia patriarcal, la emancipación parcial de los jóvenes y la mujer, la liberación de la sexualidad y la oferta de nuevas oportunidades para incrementar el tiempo libre, el consumo y la educación de las masas proletarias. Reich, situado en los umbrales de esa trasformación sin precedentes, reconoció que ella implicaba «una profunda revolución de nuestra vida cultural», revolución que, si bien avanzaba «sin desfiles, uniformes, redoble de tambores ni salvas de cañonazos», reclamaba no obstante «el mismo número de víctimas que las [revoluciones] de 1848 o 1917», puesto que «llegaba hasta las raíces de nuestra existencia social, económica y emocional».1 Sobre la base de la comprensión de estos procesos, Reich orientó sus esfuerzos hacia una reformulación del proyecto revolucionario, incorporando las metas de liberación sexual y revolución cultural. En consecuencia, pudo desarrollar, como ya dijimos, una perspectiva singularmente 1 Wilhelm Reich, prefacio a la tercera edición de The Sexual Revo-lution ,S.' Nueva York, 1969, pág. xx.

apropiada para las condiciones en que se libró la lucha de clases durante el período interbélico. Si esta perspectiva hubiera sido capaz de romper la intransigencia y rigidez del movimiento proletario institucionalizado, podría haber señalado, en vez de la reacción fascista, el camino de la revolución proletaria en Occidente. El hecho de que ella haya fracasado y de que la sociedad, en el período posterior a la Segunda Guerra Mundial, evolucionara en direcciones que Reich no pudo prever, requería nuevos esfuerzos teóricos y prácticos. A medida que el primer período de optimismo ilusorio que siguió a la derrota del fascismo fue dando paso a la certeza de que la caída del fascismo no había producido un nuevo contexto vital en los países industriales avanzados, también se hizo cada vez más claro que los avances científicos y tecnológicos sin precedentes realizados en ese período presagiaban nuevas posibilidades espectaculares para liberar al ser humano de las cargas del trabajo duro y la escasez; pero, además, fue evidente que tales adelantos encubrían medios ignorados hasta entonces para perpetuar la dominación y la represión. La enorme expansión de las especializaciones científicas, dedicadas directa o indirectamente a la producción, fue acompañada por la aplicación creciente de los conocimientos técnicos a la esfera de la organización social y por el desarrollo de una mentalidad tecnoburocrática que reemplazó la antigua perspectiva liberal. Mediante el fetichismo cada vez más grande de que eran objeto el poder, el conformismo y la alienación, «las potencias que habían derrotado al fascismo en virtud de su superioridad técnica y económica fortalecerían y facilitarían — como expresó Marcuse— la estructura social que dio origen al fascismo».2 El establecimiento ulterior de una sociedad de consumo deshumanizada, con sus medios manipulativos de comunicación de masas y su aparato burocrático presente en todas partes, no solo permitió a la burguesía mantener su hegemonía en todo Occidente —restaurando el mundo de la vida cotidiana burguesa allí donde había sido desorganizado y fortaleciéndolo en otros lugares—, sino que facilitó en grado creciente la integración, dentro de un consenso manipulativo, incluso de aquellas mismas fuerzas (el proletariado industrial, en particular) consideradas hasta entonces los principales representantes de la lucha anticapitalista en un sistema capitalista en evolución. 2 Herbert Marcuse. prólogo a Negations: Essays in Critical Theory, Boston, 1968, pág. xi.

Y los trabajadores industriales no fueron los únicos en manifestar su aquiescencia: las mujeres, por ejemplo, que lucharon por la igualdad de derechos durante las décadas de 1920 y 1930, y que, bajo las condiciones imperantes en tiempos de guerra, especialmente en Estados Unidos, terminaron por ingresar en medida impresionante en las esferas económica e intelectual, volvieron a desempeñar sus antiguos roles de madres y amas de casa en sus nuevos guetos suburbanos. Las masas oprimidas de Occidente se mostraban cada vez más conformistas en un sistema de dominación crecientemente manipulativo que, en vez de ofrecerles la posibilidad de superar su alienación y explotación, se limitaba a prometerles niveles cada vez más altos de compensación material en forma de un consumo individual siempre en aumento; al mismo tiempo, la construcción del socialismo en el Este se efectuaba en condiciones de acumulación industrial obligatoria y de creciente burocratización que solo podían menoscabar el proyecto marxista. Esta reorganización y estabilización de las sociedades industriales avanzadas en la era de posguerra no eliminaba en absoluto las contradicciones objetivas del sistema capitalista; por el contrario, las agudizaba más que nunca. Reflejaba, sin embargo, un nuevo avance en la capacidad del sistema para suprimir o atenuar las formas tradicionales y explosivas con que se habían manifestado previamente esas contradicciones y, sobre todo, para sofocar el desarrollo de la toma de conciencia subjetiva acerca de las potencialidades liberadoras latentes en la evolución de las fuerzas de producción del capitalismo moderno. El capitalismo de posguerra respondió al desarrollo objetivo de sus contradicciones básicas, y a las fuerzas sociales potencialmente explosivas puestas en marcha por esta agudización, con una movilización represiva aún más eficaz de todos los recursos del sistema. En particular, el nuevo papel desempeñado por los conocimientos y la técnica en la esfera de la producción se extendió también a las funciones de poder, lo cual determinó la extinción gradual de la diferencia funcional entre la base y la superestructura.3 Por ende, 3 Véanse H. Marcuse, One-Dimensional Man: Studies in the Ideo-logy o f Advanced Industrial Society, & Boston, 1964; Jürgen Ha-bermas, «Technology and Science as "Ideology"», en Toward a Ra-tional Society, Boston, 1970; Trent Schroyer, «Toward a Critical Theory of Advanced Industrial Society», en H. P. Dreitzel, ed., Recent Sociology, n* 2: Patterns o f Communicative Behavior, Nueva York, 1970.

la clase dominante consiguió fusionar 'Dos procesos políticos, administrativos y económicos dentro de un solo y vasto aparato de control e imponer su dominio institucionalizado en todos los aspectos de la vida cotidiana. El trabajo, el tiempo libre, la educación, el consumo, las relaciones personales e incluso la sexualidad se integraron a la lógica represiva de la totalidad, y todos los conflictos surgidos dentro de estas esferas se reducían, a su vez, a la jerarquía de problemas técnicos que debían ser tratados por medio de medidas administrativas. La necesidad de una nueva «legitimación» del poder —necesidad creada por el colapso de la economía de mercado autorreguladora del capitalismo de laissez-faire y por la incapacidad del irracionalismo fascista para reemplazar eficazmente la ideología liberal en cuanto racionalización de la dominación de clase— llevó en grado creciente a una ideología tecnocrática de «programación sustitutiva» como principal justificación ideológica para perpetuar el poder de la clase capitalista. De un extremo al otro del mundo capitalista avanzado podemos discernir el surgimiento de una nueva sociedad capitalista, una sociedad burocrática de consumo manipulado 4 caracterizada por una interpenetración cada vez más completa entre el poder político y el poder económico, junto con la tentativa de institucionalizar la lucha de clases mediante la creciente burocratización, cooptación e integración de las fuerzas potenciales de oposición. Dentro de esta sociedad burocrática de consumo controlado, la diversión y los juegos de la opulencia represiva, en los cuales el individuo participa como consumidor, le exigen pagar como cuota de ingreso la entrega continua al aparato cuasi-totalitario del control sobre esferas cada vez más amplias de su vida. Como consecuencia de esta desaparición gradual de las esferas restantes de elección o de autonomía, se produce una doble pérdida: en la esfera privada se pierde el sentido de identidad personal, y en la esfera pública, no es posible ya 4 He tomado la expresión utilizada por Lefebvre, que la considera superior a otras, porque define «el carácter racional de esta sociedad [...] tanto como los límites fijados a su racionalidad (burocrática) ; el objeto de su organización (consumo en vez de producción) [tanto] como el nivel en que opera y en el cual está basado (la vida cotidiana)». En un sentido más general, Lefebvre sostiene que «esta definición tiene la ventaja de ser científica y de estar formulada en términos más precisos que otras [como el capitalismo monopólico de Estado]». Henri Lefebvre, Everyday Life in the Modern World, Londres, 1971, pág. 60.

realizar una actividad política significativa. Incluso la autonomía de organizaciones creadas en épocas más tempranas de la lucha de clases y consagradas formalmente a defender los intereses de los oprimidos contra la clase dominante y el Estado se vuelve ilusoria frente a la amplitud adquirida por el aparato administrativo del sistema. El surgimiento de este proceso manipulativo de sustitución de los procesos de selección propios del individuo por los objetivos y metas impersonales de la sociedad para lograr que las necesidades individuales coincidan con las sociales está arraigado, por supuesto, en la necesidad del capitalismo moderno de preservar las condiciones de escasez, desigualdad y opresión frente a un desarrollo de las fuerzas productivas que las torna obsoletas. A medida que el desarrollo de estas fuerzas genera un creciente excedente social, la lógica inherente a las relaciones de mercancía exige con premura penetrar en nuevas esferas de la vida social. El aparato de la gran empresa debe crear necesidades ficticias, abrir nuevos mercados y colonizar aún más a la sociedad; ello no se debe a un déficit de capacidad productiva o de conocimientos técnicos sino a la carencia de un móvil «natural» que lleve a expandir esa capacidad. Con la tendencia creciente a eliminar la base «natural» de la escasez, con la creación de excedentes en cada sector —excedentes de bienes, de mano de obra, de capital, de conocimientos, etc.—, se impone cada vez más la necesidad de condicionar la expansión capitalista a la creación ficticia de nuevas formas de necesidad y escasez: escasez de empleo, de recursos y servicios colectivos, de tiempo libre, falta de seguridad y libertad, etcétera.5 Puesto que esta reorganización de la producción y la reproducción económicas en el capitalismo moderno requiere el progresivo reemplazo de la producción de bienes de uso por la producción de bienes superfluos, la creciente obsolescencia de las antiguas técnicas y mercancías, junto con la creación de cantidades cada vez más grandes de nuevos productos y la penetración del mercado comercial en esferas más amplias de la vida, debe desarrollar también en grado creciente nuevas técnicas para asegurar el acatamiento de las masas a estos nuevos imperativos. En contraste con el énfasis puesto por el capitalismo competitivo en la restricción del 5 Este fenómeno de escasez creada artificialmente en las condiciones de producción del capitalismo moderno fue estudiado en forma sumamente lúcida por André Gorz en Strategy for Labor, Boston, 1967, págs. 89-94.

consumo como principal medio de imponer la disciplina social, el capitalismo moderno debe forzar prácticamente a los ciudadanos a consumir todo cuanto dicta la necesidad de absorber los crecientes excedentes económicos del sistema. Por otra parte, dado que estas formas de consumo y el trabajo que la gente está obligada a realizar para tener acceso a ellas se vuelven cada vez más irracionales, la relación entre la esfera de la producción y las restantes esferas de la vida tiene que mantenerse lejos del escrutinio o de la percepción del individuo. Las sanciones puramente económicas pierden parte de su eficacia como medio de disciplinar a la población trabajadora debido al nuevo nivel de abundancia material obtenido gracias a la revolución técnico-científica, al crecimiento de una fuerza laboral cada vez más culta y al proceso de colectivización de la vida a través de la urbanización, así como a la desintegración de las viejas estructuras y los símbolos tradicionales de legitimación. Las formas más antiguas de dominación de clase, aunque no desaparecen de ningún modo, se complementan en grado creciente —como principal sostén del poder de clase— con nuevas formas de dominación institucional sobre todos los aspectos de la vida cotidiana y con instrumentos cada vez más eficaces, que han sido creados con el objeto de manipular ú comportamiento y la conciencia de los hombres. «La manipulación no ha reemplazado ni suprimido la explotación. Pero cuando observamos la manipulación de las necesidades y de las situaciones que producen seudogratificaciones en el mercado comercial, en las comunicaciones y la sexualidad, se hace evidente que la explotación no se limita ahora a su forma física directa sino que descansa en un gigantesco aparato de necesidades creadas que se manipulan constantemente para conseguir que la gente obre de acuerdo con metas sociales carentes de sentido. Incluso ha cambiado la estructura de la explotación. La estructura clásica consistía en minimizar las necesidades primarias (alimentos, indumentaria, sexualidad) tanto como las secundarias (tiempo libre, deportes, etc.) y en maximizar, en contraste, la explotación (remuneración baja, largas jornadas de labor, aceleración del ritmo de trabajo, trabajo de las mujeres y los niños, escasos beneficios sociales, o ninguno). La estructura actual consiste en la optimización manipulada de las necesidades que con-cuerdan con las necesidades del sistema, la abolición de la

diferencia existente entre necesidades primarias y secundarias y, junto con ello, la intensificación al máximo de la explotación».6 Esta trasformación de los mecanismos de producción y reproducción económica, y de la naturaleza y el grado de la hegemonía de clase, fue acompañada necesariamente por una modificación igualmente profunda del contexto psicológico del sistema. El mismo proceso de «colonización interna» mediante el cual el aparato neocapitalista se extendió por toda la sociedad, creando y satisfaciendo necesidades redituables —proceso que se ha convertido en un componente esencial del sistema de dominación—, tuvo consecuencias profundas para el desarrollo psíquico de los individuos y la naturaleza de la sociedad formada por ellos. Adorno lo expresó correctamente cuando observó que «esta regimentación, resultado de la socialización progresiva de todas las relaciones humanas, no se limitó a enfrentar la mente desde afuera sino que penetró en su consistencia inmanente».7 Como consecuencia de la expansión creciente del ámbito de las relaciones de mercancía y del poder jerárquico, se produjo la correspondiente destrucción de los antiguos medios de formación del carácter que habían sido objeto de 'la investigación psicoanalítica. Ellos fueron reemplazados por otros medios, a los cuales hace referencia Marcuse en este párrafo: «1) Primero, el modelo psicoanalítico clásico, en el cual el padre y la familia dominada por este eran los agentes de socialización mental, es invalidado por la manipulación directa del yo incipiente por parte de la sociedad, a través de los medios de comunicación de masas, la escuela y los deportes, las pandillas, etc. 2) Segundo, esta decadencia del rol del padre sigue a la decadencia del rol de la empresa privada y familiar; el hijo depende cada vez menos del padre y de la tradición familiar para elegir y encontrar empleo, y para ganarse la vida. Las represiones y comportamientos requeridos por la sociedad ya no se aprenden —ni interiorizan— en la larga lucha contra el padre: el yo ideal influye de modo directo y "desde afuera" en el yo, antes de que el yo se estruc6. Reimut Reiche, Sexuality and CAass Struggle,^ Nueva York, 1971, pág. 20. 7. T. W. Adorno, «Cultural Criticism and Society», en Prisms,^ Londres, 1967, pág. 21.

ture realmente como sujeto de mediación personal (relativamente) autónomo entre él-mismo y los otros».8

y

Reich había previsto esa desintegración de la autoridad patriarcal y las funciones socializadoras de la familia compulsiva, pero, según Marcuse, ello se debe a que sólo percibió el potencial liberador de dicho proceso y no pudo prever las consecuencias contradictorias que' tendría en. las condiciones actuales de organización represiva impuesta por el poder jerárquico y su poderoso aparato de manipulación y control. Reich no comprendió el proceso mediante el cual esa liberación parcial del niño respecto de las restricciones impuestas por la familia a su desenvolvimiento perdería sentido a raíz de la inmediata trasferencia de estas funciones familiares al ámbito de organismos extrafamiliares, y debido al sometimiento ulterior del niño a un proceso aún más riguroso de socialización represiva a través de esos organismos. Según Marcuse y los marxistas de Francfort, Reich no previo estos desarrollos porque al hacer hincapié en el papel desempeñado por la forma familiar compulsiva clásica —«una fábrica donde se reproducen personalidades autoritarias»— pasó por alto el hecho de que también contenía, en cierto grado y ocultas bajo sus funciones represivas más obvias, ciertas posibilidades antiautoritarias. La familia, como unidad independiente y (relativamente) aislada, ofrecía por lo menos la posibilidad de un «espacio» protegido en alguna medida, en el cual el individuo podía desarrollar su yo contra la sociedad externa; es decir, proporcionaba un refugio intelectual, y a veces físico, que hacía posible la resistencia. Por lo tanto, aunque dentro de ese espacio las relaciones familiares participaban de la inhumanidad predominante, al mismo tiempo preservaban por lo menos la posibilidad de desarrollar algo más humano.9 Puesto que, según Horkheimer, «dentro de la familia, y a diferencia del ámbito público, las relaciones no se establecían a través del mercado ni sus miembros competían entre sí, el individuo tenía allí la posibilidad de vivir como un ser humano y no como una máquina que cumple una función».10 8. H. Marcuse, «The Obsolescence of the Freudian Concept of Man», en Five Lectures, Boston, 1970, pág. 47. 9. Véase Russ Jacoby, «The Politics of Subjectivity: Notes on Mar-xism, the Movement, and Bourgeois Society», Telos, n° 9, otoño de 1971, pág. 120. 10. Max Horkheimer, «Authority and the Family», en Critical Theory,*** Nueva York, 1973, pág. 114.

La eliminación de este «espacio libre», vital para el autodesarrollo del individuo, significa que esos cambios en el proceso y en los organismos de socialización socavaron la autonomía del yo, y constituyen la base psicológica para lo que Marcuse denomina «formación de masas» —un proceso mediante el cual la mediación entre el Yo y el Otro da paso a la identifición inmediata—. Dos son las consecuencias de este proceso: «En la estructura social, el individuo se convierte en el objeto consciente e inconsciente de la manipulación, y obtiene libertad y gratificación en la medida en que se desempeña como dicho objeto; en la estructura psíquica, el yo se reduce a tal punto que ya no parece capaz de sostenerse como un sí-mismo diferenciado del ello y del superyó».11 En suma, el individuo pierde la capacidad de tener un desarrollo multidimensional —como el que buscaba el psicoanálisis— que mantendría el equilibrio entre autonomía y heteronomía, libertad y falta de libertad, placer y dolor; se vuelve unidimensional a través del proceso por el cual el aparato de dominación social le infunde, desde afuera, el contenido de su yo. «Ejercer el control del aparato —afirma Marcuse— implica controlar a las masas de tal modo que, en realidad, este control parece provenir automáticamente de la división del trabajo, aparenta ser su resultado técnico, la justificación racional del funcionamiento del aparato que abarca y mantiene a la sociedad entera».12 Un «código técnico» reemplaza al antiguo código moral y la «dominación aparece como una cualidad técnico-administrativa»,13 como expresión de una razón objetiva. Dado el éxito obtenido por el aparato de regulación total en esta producción de «masas» mediante la cual cada faceta del desarrollo técnico se reorienta hacia el máximo aislamiento pasivo del individuo, hacia su control absoluto a través de la trasmisión directa, permanente y unilateral de directivas emanadas desde arriba, el sistema pudo superar las discrepancias entre los crecientes niveles de consumo individual y de producción superflua requeridos para absorber los excedentes económicos por un lado, y las estructuras libidinales del carácter obsesivo-anal, con su predisposición hacia la economía, la gratificación postergada, la antisexualidad, etc. Para asegurar que los individuos consumirán todo lo requerido por las necesidades del sistema económico, el carácter anal clásico se 11. H. Marcuse, «The Obsolescence . . .», op. cit., pág. 47. 12. H. Marcuse, «Freeclom ...», op. cit., pág. 15. 14. Ibid.

hizo menos estricto, relajándose en favor de una estructura «más floja», caracterizada por el deseo de gratificación inmediata, por el predominio de las emociones sobre el estado consciente y la conciencia.14 Esta trasformación, que implica una nueva «pre-configuración» de la personalidad y su desarrollo hasta el nivel instintual más profundo en provecho del sistema socioeconómico dominante, corresponde, según afirma Marcuse, a un abandono «regulado» de las restricciones impuestas a la gratificación de las pulsiones libidinales, en una escala que Reich habría considerado incompatible con la preservación de la dominación de clase. Con respecto a este fenómeno, Marcuse introdujo la idea de una desublimación «represiva» o «controlada», a través de la cual la liberación de las coacciones ejercidas sobre las gratificaciones libidinales reales y aparentes, proporcionada por la nueva capacidad productiva del sistema, no solo realza su legitimidad ideológica sino que es canalizada hacia formas que responden a la necesidad del sistema de incrementar el consumo.15 Para Marcuse, la desublimación represiva amplía la libertad, pero al mismo tiempo intensifica la dominación. Mientras que en las sociedades antiguas las restricciones a la gratificación sexual eran necesa14. Véase R. Reiche, op. cit. Sin embargo, debe observarse que mientras la tesis central de este libro postula que «los problemas de sobreproducción siempre presentes exigen relajar el carácter obsesivo-anal clásico», en contraste con algunos investigadores de la sociedad industrial avanzada, de inspiración psicoanalítica (como Mitscherlich, que en Society Without the Father,& Nueva York, 1970, habla de la difusión de un nuevo carácter «oral, exigente»), Reiche sostiene que esa «relajación» del carácter anal no significa que haya desaparecido por completo. Aunque en la esfera del consumo existe, sin duda, una tendencia hacia los modelos de conducta «oral» caracterizados por una especie de «pubertad perpetua», en el campo de la producción, en cambio, «cuentan —con escasas excepciones— las antiguas leyes "anales" de orden, economía y rígida moralidad sexual». Como resultado de la existencia de estos modelos de conducta opuestos en las respectivas esferas de la producción y el consumo, surge, a juicio de Reiche, algo así como una tendencia colectiva hacia la división yoica: «Los individuos deben cultivar dos rasgos de carácter contradictorios y demostrar diariamente los modos correspondientes de conducta: rigidez, autoritarismo clásico y antisexua'Jdad en el trabajo; "relajación", fetichismos sin objeto y sexualidad "aparente" durante el tiempo libre». 15. Véanse H. Marcuse, One-Dimensional Man, op. cit., págs. 72-80, y David Ober, «On Sexuality and Politics in the Work of Herbert Marcuse», en Breines, ed., Critical Interruptions, págs. 101-35. Vio-lette Morin y Joseph Majault elaboraron un análisis similar en Un mythe moderne: l'erotisme, París, 1964.

rías para la supervivencia de la civilización —dado que las condiciones de escasez exigían a la mayoría dedicarse por entero al trabajo—, en nuestros días, «en cambio, la sociedad industrial avanzada democratiza la liberación de las represiones, compensación que sirve para fortalecer al gobierno que la permite y a las instituciones que regulan la compensación».16 Por lo tanto, aun cuando se amplían las oportunidades de libertad sexual, al mismo tiempo se orienta esta desublimación hacia canales institucionales preestablecidos; uno de los efectos consiste en restringir la libertad de la sexualidad a modos y formas que mitigan y debilitan la energía erótica. La sexualidad, aislada de esos componentes eróticos más amplios que fundamentan una relación humana civilizada, puede integrarse al comercio y la industria, el entretenimiento y la publicidad, la política y la propaganda. «En la medida en que la sexualidad adquiere un valor de venta definido, o llega a ser un símbolo de prestigio o de aceptación de las reglas del juego —concluye Marcuse— se trasforma en un instrumento de cohesión social».17 Puesto que la desublimación represiva ofrece una forma indispensable de liberación y compensación a los individuos que no pueden utilizar sus propias facultades creadoras en el trabajo y en el tiempo libre, «[ella] acompaña a las tendencias contemporáneas hacia la introyección del totalitarismo en las actividades cotidianas y el tiempo libre del hombre, en su trabajo y en su felicidad. Se manifiesta en las múltiples formas de diversión, relajación y actividades sociales que llevan a cabo la destrucción de la privacidad, el desprecio por la forma, la incapacidad para tolerar el silencio, la orgullosa exhibición de crudeza y brutalidad».18 Como consecuencia del éxito del sistema en movilizar y regular la liberación de la energía libidinal mediante un proceso de desublimación controlada, es menester evaluar de nuevo dos premisas básicas del análisis y la estrategia de Reich. Ante todo, parece cada vez más difícil aceptar las funciones económicas, fisiológicas y utópicas que Reich atribuía a la liberación de la sexualidad genital dentro de su concepción referente a 16. H. Marcuse, prefacio a la edición Vintage de Eros and Civiliza-tion: A Philosophical Inquiry into Freud,.¿# Nueva York, 1962, pág. ix. 17. Ibid., pág. x. 18. Ibid.

la manera en que se alcanzó la emancipación general del ser humano: «si bien para Wilhelm Reich fue posible en su época vincular cada demanda de liberar a la sexualidad del complejo de fuerzas que la oprimían bajo el sistema capitalista con una demanda política que golpeaba explícitamente en las raíces económicas del sistema», hoy, cuando la esfera de la sexualidad tiende a orientarse hacia el sistema, «resulta mucho más difícil distinguir cualitativamente entre la libertad sexual real y la aparente».19 En segundo lugar, los mismos procesos que llevaron a la integración parcial de la sexualidad en la sociedad represiva también ponen en duda la expectativa de Reich de que el fortalecimiento de la sexualidad y la gratificación parcial de los impulsos libidinales implicarían un debilitamiento de la agresividad. Herbert Marcuse criticó la noción «indiferenciada» de liberación sexual formulada por Reich porque dejaba de lado «la dinámica histórica de los instintos sexuales y de su fusión con las pulsiones destructivas».20 En un trabajo publicado en fecha más reciente (Counter-Revolution and. Revolt), Marcuse ha aclarado su crítica a la perspectiva política de Reich. «Si bien Reich no se equivocó al destacar que el fascismo está arraigado en la represión de los instintos —sostiene—, cometió el error de considerar que el factor fundamental para derrotar al fascismo era la liberación sexual». Bajo las condiciones imperantes en el capitalismo avanzado, «aquella puede llegar bastante lejos sin poner en peligro [. ..] el sistema». Además, una vez que esta etapa de desarrollo ha sido alcanzada y que «el sometimiento, la agresión y la identificación de la gente con sus líderes» han llegado a tener «un fundamento instintivo, más que racional», esto también se convierte en la base para organizar el odio y la agresión contra los rebeldes que buscan la liberación de los instintos. Se deduce, pues, que «la liberación de los instintos configura una fuerza de liberación social solo en la medida en que la energía sexual se trasforme en energía erótica, esforzándose por cambiar el modo de vida en una dimensión política y social».21 Según Marcuse, a la luz de los fenómenos contemporáneos de desublimación represiva y controlada, es indispensable considerar «la posibilidad de que se produzca una liberación si19. R. Reiche, op. cit., pág. 17. 20. Véase el apéndice titulado «Critique of Neo-Freudian Revisio-nism», Eros and Civilization, op. cit., pág. 218. 21. H. Marcuse, Counter-Revolution and Revolt,s% Boston, 1972, págs. 130-31.

multánea de la sexualidad reprimida y de la agresividad».22 El capitalismo organizado sublima en una escala sin precedentes la frustración y la agresividad primaria, y, mediante la identificación de los individuos con sus propias metas agresivas, intenta movilizar corporal y mentalmente a la población contra la eventualidad de su propia sustitución. Y lo hace, en primer lugar, creando un enemigo «contra el cual es posible liberar la energía agresiva que no puede ser canalizada a través de la lucha cotidiana normal por la existencia».23 Este enemigo institucionalizado (v. gr., la «amenaza comunista») no es sencillamente una amenaza externa: también representa el potencial inhibido propio del sistema. Al movilizarse para enfrentar esta amenaza por medio de la producción acelerada de bienes y servicios que no aumentan el consumo individual sino que constituyen un consumo inútil y destructivo (p. ej., el complejo militar-industrial, la carrera armamentista y espacial, etc.), el sistema también se moviliza contra su propia obsolescencia en cuanto modo de producción y de explotación de la mano de obra. En las esferas privadas y nacional, «la energía destructiva se convierte en energía agresiva socialmente útil, y el comportamiento agresivo fomenta el desarrollo del poder tecnológico, político y económico».24 Es indudable que esta sublimación se apoya aún en la frustración, la infelicidad y la enfermedad, pero la productividad y el poder brutal del sistema incrementan su capacidad para contener ese resentimiento: «En la medida en que la propia estructura social se vuelve agresiva, la estructura psíquica de los ciudadanos se ajusta a ella: el individuo se convierte en un ser más agresivo y, al mismo tiempo, más dócil y sumiso, porque se somete a una sociedad que, en virtud de su opulencia y su poderío, satisface sus necesidades instintuales más profundas (y, en otras circunstancias, fuertemente reprimidas)».25 La estructura psíquica del individuo llega a reflejar las contradicciones características de la estructura social del capitalismo avanzado. En el seno de esta sociedad, la contradicción entre la necesidad de preservar el sistema establecido de poder y privilegio por un lado, y la obsolescencia histórica de esta 22. H. Marcuse, One-Dim.ensional Man, op. cit., pág. 78. 23. H. Marcuse, «The Individual in the Great Society», en Bertram M. Gross, ed., A Great Society?, Nueva York, 1968, pág. 63. 24. H. Marcuse, «Aggressiveness in Advanced Industrial Society», en Negations . . . , op. cit., pág. 257. 25. Ibid., pág. 262.

necesidad por el otro, requería la creciente «trasferencia del poder del individuo humano al aparato técnico o burocrático, de la mano de obra viviente al trabajo inanimado, del control personal al remoto, de una máquina (o grupo de máquinas) a un sistema mecanizado».26 Otro resultado de esta trasferencia del poder es también una trasferencia de la responsabilidad, del sentimiento de culpa: «Libera al individuo del hecho de ser una persona autónoma en el trabajo y en sus horas libres, en sus necesidades y gratificaciones, en sus pensamientos y emociones».27 Al mismo tiempo, esta liberación no es acompañada por una liberación del trabajo alienado: «Los hombres deben seguir gastando energías físicas y mentales en la lucha por la existencia, el status y las ganancias; deben tolerar, servir y disfrutar del aparato que les impone esta necesidad». La alienación se intensifica incluso cuando se vuelve más obviamente anacrónica; sin embargo, en la medida en que la sociedad logra ofrecer un estándar creciente de consumo material, se reprime esta conciencia de la alienación en tanto los «individuos se identifican con su «ser-pa-ra-otros».28 Puesto que los individuos permanecen atados, desde el punto de vista libidinal, a los bienes y servicios, a las seudogratificaciones que brinda el sistema, no llevan sus frustraciones al terreno real oponiéndose a la sociedad misma. Dentro de este sistema, «no es posible la experiencia interpersonal directa; la vida se reduce a un espectáculo destinado a promover el lucro, a un despliegue de mercancías. Esto no quiere decir que la experiencia sea vicaria sino que se convierte en un acto de autoconsumo. La publicidad trasforma la imagen en una fantasía consciente, y la vivenciamos conscientemente en nuestra existencia cotidiana. Entramos en el entorno como consumidores, y el entorno del cual formamos parte se convierte en la mercancía última. Dado que la seudoexperiencia no es gratificante como experiencia, hallamos nuestro placer en su "seudo-idad", en el proceso de fabricación de imágenes, de manipulación tecnológica. Por esta razón la publicidad contemporánea no glorifica el producto sino el sistema: la imagen de la gran empresa y, finalmente, la publicidad misma».29 26. H. Marcuse, «The Individual . . .», op. cit., pág. 62. 27. Ibid., pág. 63. 28. Ibid. 29. Sherry Weber, «Individuation as Praxis», en Breines, ed., Critical Interruptions, op. cit., págs. 36-37.

Así como la transición del capitalismo liberal al capitalismo organizado presenció el reemplazo del mercado autorregulador en el que competían numerosísimos productores individuales, del mismo modo, en un desarrollo similar en la esfera del consumo, la mercancía individual aislada es incluida dentro de lo que Henri Lefebvre y los situacionistas denominan «espectáculo»,30 o sea, un proceso de consumo manipulado que complementa la integración y concentración de la producción en gigantescas estructuras monopólicas al fusionar todos los actos individuales de consumo en estilos de vida «espectaculares». De este modo, el capitalismo moderno no se limita a tratar de encubrir, mediante el control que ejerce sobre los medios de comunicación de masas, la obsolescencia de las relaciones sociales capitalistas y las posibilidades materiales de liberación que estas encierran, creando la apariencia de una continua innovación a través de la presentación de una serie interminable de espectáculos, seudodramas, modas, diversiones e incluso seudorrebeliones difundidas por los medios de comunicación de masas; también intenta reemplazar los tradicionales sistemas culturales de tabúes, gratificaciones susti-tutivas y símbolos de legitimación, que en un tiempo justificaron el poder institucional y se desmoronaron como resultado del capitalismo moderno, por una organización sistemática de las apariencias que trasforma en nuevas relaciones objétales y semióticas todos los rituales, pautas y compromisos en que los conflictos sociales encontraban antes estabilidad. Elementos de la cultura popular y burguesa tradicional, por ejemplo, se convierten en la materia prima que permite a la industria de la cultura crear nuevas y lucrativas modas y manías. Los procesos de consumo espectacular convierten a los objetos más corrientes de la actividad cotidiana en elementos de utilería para este festival universal en el que el fetichismo de las mercancías triunfa por completo sobre su valor de uso. Así, los bienes de consumo masivo y las vidrieras de los negocios, el comercio y la publicidad, las grandes tiendas y las boutiques, los deportes y la política, la arquitectura y la programación de los medios de comunicación de masas, las noticias y la forma de presentación de los artículos «se unen formando una totalidad, un teatro permanente, que domina no 30 Véanse H. Lefebvre, Critique de la vie quotidienne,& París, 2 vols., 1958 y 1961, vol. II, págs. 307-13; Guy Debord, Socvsty o f the Spectacle, Detroit, 1970, y Norman Fruchter, «Movcment Propaganda and the Culture of the Spectacle», Liberation, vol. 16, n* 3, mayo de 1971, págs. 4-17.

solo los centros públicos de las urbes, sino también los interiores privados».31 A medida que el ethos y la modalidad del espectáculo penetran en grado creciente en todos los planos de la cultura, los procesos de consumo espectacular llevan a su fin lógico la usurpación tecnológica de la imaginación y del inconsciente —el reemplazo de la experiencia real por la seudoexperiencia y de la comunicación auténtica por la difusión unilateral de directivas y símbolos desde arriba— iniciada mediante los procesos de desublimación represiva. En esta sociedad burocratizada y su cultura del espectáculo, no solo se niega a los seres humanos la posibilidad de comprender la totalidad social o de integrar sus experiencias en un marco de referencia coherente que podría darles sentido, sino que sufren nuevas represiones impuestas a sus pulsiones instintivas y libidinales y el bloqueo de la imaginación, bloqueo que parece ejercer un efecto distorsionante sobre su condición humana básica, e imposibilita una nueva humanización de la cultura, pues 'la despoja de toda dimensión de trascendencia. Dado el éxito de esta movilización contrarrevolucionaria de las fuerzas represivas de la sociedad —que se extiende incluso al abandono regulado de los renunciamientos libidinales y al reemplazo de la cultura tradicional por una organización «espectacular» de la vida cotidiana, tendiente a promover una falsa conciencia inmunizada contra su propia falsedad—, ya no es posible compartir las perspectivas demasiado optimistas de antiguos movimientos revolucionarios culturales, como el Sex-Pol o el de los surrealistas, con respecto a las probabilidades inmediatas de un proceso de emancipación humana total que aune la revolución social con la liberación estética, sexual y psicológica. Al mismo tiempo, es igualmente erróneo el pesimismo extremo de la visión de Marcuse acerca de un sistema totalmente unidimensional que excluye cualquier posibilidad de llevar a cabo una praxis emancipadora. Esta sociedad, que aspira a la estabilidad, la consolidación, la preservación de su propia supervivencia, la integración de la clase trabajadora y la supresión de su tradicional antagonismo de clases, consigue alcanzar parcialmente tales metas (por medio de la organización represiva de la vida cotidiana, por la compulsión, por su ideología de exaltación del consumidor, más que por el consumo real que proporciona), pero solo al precio de maximizar la represión. 31 Hans Magnus Enzenbergcr, «Constituents of a Theory of the Media», New Left Review, n* 64, noviembre-diciembre de 1970, pág. 24.

Dado que el consenso que rodea innegablemente a la sociedad capitalista moderna no es el fruto espontáneo de una organización de la vida social que ha eliminado todas las causas reales de conflicto sino, por el contrario, el resultado de la imposición de un gigantesco aparato represivo que ahoga todos los intentos de expresión y comunicación humanas, dicha sociedad sigue desgarrada por contradicciones. Aunque estas quizá no encuentren expresión inmediata en las luchas de masas, podrían, en circunstancias apropiadas, sentar las bases de una nueva toma de conciencia de las masas.32 La intensificación de las contradicciones de este sistema puede percibirse incluso en la esfera económica, pese a la presencia de instrumentos destinados a estabilizar la economía y promover el crecimiento económico. Con los avances tecnológicos característicos del capitalismo moderno, el desplazamiento de mano de obra producido por la automatización progresiva solo puede ser contrarrestado mediante la absorción aún mayor del excedente de mano de obra en trabajos parasitarios y en servicios relacionados con la producción de bienes superfluos y de medios de destrucción. Al mismo tiempo, el incremento de los gastos improductivos, combinado con los costos de las guerras neocolonialistas, priva al sistema de los recursos necesarios para mitigar los desequilibrios del entorno social creados por el desarrollo económico. Surge una discrepancia entre las prioridades del desarrollo económico, por un lado, y Illas del social, por el otro, la cual produce el conocido síndrome del capitalismo moderno: pobreza en medio de la opulencia, creciente consumo individual en medio del colapso de los servicios públicos, y desintegración del contexto urbano.33 En el seno de la sociedad, las tensiones se exacerban debido a las contradicciones aún más evidentes entre la enorme riqueza social producida por el capitalismo moderno y el uso despilfarrador y destructivo de esta riqueza, entre las prioridades de la acumulación capitalista y las necesidades sociales, entre el potencial emancipador de las fuerzas de producción y la realidad de la represión, entre la posible abolición del trabajo alienado y su preservación mediante las relaciones sociales existentes. Asimismo, dichas tendencias contradictorias ponen de manifiesto que esta sociedad superorganizada y su espectáculo tienen límites en cuanto a su capacidad 32. Véase H. Lefebvre, Everyday Life ..., op. cit., págs. 78-80. 33. Véanse A. Gorz, op. cit., y James O'Connor, «The Fiscal Crisis of the State», Socialist Revolution, n08- 1-2.

de sofocar indefinidamente la conciencia de tales contradicciones y del poder creativo oculto bajo la miseria y pobreza de la vida cotidiana. En realidad, «la intensidad misma del proceso de manejo y manipulación, la necesidad de controlar en forma permanente la conciencia» dentro del sistema «es la mejor prueba de la fragilidad esencial de la estructura social que requiere».34 La estafa perpetuada por los «festivales» que son característicos de los procesos de consumo espectacular, si bien sigue siendo una estafa, podría ser también el presagio de otra cosa: «El consumo como espectáculo encierra la promesa de que desaparecerá la indigencia. Las características engañosas, brutales y obscenas de este festival derivan del hecho de que no hay duda alguna acerca del cumplimiento real de esa promesa. Pero mientras rija la escasez, el valor de uso seguirá siendo una categoría fundamental, que únicamente podrá ser abolida mediante un ardid. Sin embargo, semejante ardid sólo es concebible si se funda en una necesidad compartida por las masas. Esta necesidad —de carácter utópico— existe. Es el deseo de que haya una nueva ecología, de que caigan las barreras ambientales, de que la estética no se limite a la esfera de lo "artístico". Estos deseos no son —principalmente, por lo menos — reglas interiorizadas del juego, tal como lo juega el sistema capitalista. Tienen raíces fisiológicas y su inhibición ya no es posible. El consumo como espectáculo es —en forma de parodia — la anticipación de una Utopía».35 La misma ambivalencia puede observarse también en otros ámbitos. Las promesas de los medios de comunicación de masas, por ejemplo, serían respuestas a la necesidad de las masas de una diversidad y una movilidad no materiales, necesidad que el sistema represivo explota mediante formas fetichistas como el turismo o el automóvil propio. Sin embargo, aunque sea posible ponerle música y orquestarla para el espectáculo, la soledad persiste y contrasta aun más dolorosa-mente con la multiplicación de mensajes, información, noticias, etc. Asimismo, existe «un extraordinario contraste entre los increíbles esfuerzos de carácter técnico y social realizados para salvar a un niño enfermo o un hombre herido o para 34. William Leiss, «The Critical Theory of Society», en Brcincs, ed., Critical Interruptions, op. cit., pág. 99. 35. H. M. Enzenberger, op. cit., págs. 24-25.

prolongar la agonía de los moribundos, por un lado, y los genocidios, las condiciones que reinan en nuestros hospitales y en la medicina en general, y las dificultades con que se tropieza para obtener remedios, por el otro».36 Como la gratificación y el descontento van juntas, la contradicción —no siempre evidente— está implícita por doquier y puede llegar a ser explícita prácticamente en cualquier momento, con la expresión clara de deseos inmanentes que, pese a los intentos del capitalismo por absorberlos y despojarlos de su fuerza explosiva, siguen siendo potentes e inequívocamente emancipadores. Estos deseos suelen implicar la necesidad de participar en el proceso social en los niveles local, nacional e internacional, la necesidad de establecer nuevas formas de interacción humana, de liberarse de la ignorancia y el tutelaje y, por último, de poder autodeterminarse.37 Existe una inestabilidad inherente a la sociedad burocrática de consumo manipulado, y esta inestabilidad debe incrementarse inevitablemente como consecuencia de la incapacidad innata de dicha sociedad para satisfacer, en el contexto de las formas sociales existentes, cualquiera de las necesidades de las que depende para reproducirse y que intensifica de manera continua por medio de los mecanismos de consumo espectacular. Puesto que los productos y las gratificaciones ilusorias que proporciona no pueden colmar realmente, en ninguna circunstancia, las expectativas que crean, las frustraciones y los deseos insatisfechos se acumulan en un fondo de resentimiento reprimido. Por ende, cuando esta sociedad parece alcanzar sus metas —cuando la integración tiende a ser completa, incorporando al aparato todas las viejas formas de oposición— también tiende a explotar: «Al fragmentar y multiplicar las vejaciones llega, tarde o temprano, a un átomo de realidad inhabitable, y súbitamente libera una energía nuclear que había pasado inadvertida bajo tanta pasividad y triste resignación». 38 La imagen de una integración social completa se desmorona. A medida que la oposición estudiantil surge y —para citar a Andrew Feenberg— «muestra a los individuos el modo de descargar la agresión sobre su verdadera fuente, el "sistema"»,39 la oposición en general se hace una 36. H. Lefebvre, Everyday Life. . ., op. cit., pág. 78. 37. H. M. Enzenberger, op. cit., pág. 25. 38. Raoul Vaneigem, Traite de savoir-vivre á l'usage des jeun£s gé-nérations, París, 1968, pág. 30. 39. Véase Andrew Feenberg, «Technocracy and Rebellion», Telos, n' 8, verano de 1971, pág. 23.

vez más posible y, por lo tanto, necesaria. Se crean nuevas formas de lucha y de conflicto, y surge una nueva izquierda basada en una crítica inmanente de la sociedad represiva formulada en términos de las promesas no cumplidas en las que esta descansa y que dan origen a necesidades que después quedan frustradas. Esto define a su vez un nuevo proyecto ele revolución cultural a través del cual se otorga contenido real al contenido utópico de dichas necesidades. Por último, con la tentativa de llevar a cabo este proyecto mediante las luchas de los estudiantes, los negros y otras minorías, y del movimiento por la liberación de la mujer, un desafío cualitativamente distinto empieza a romper el círculo embruteoedor con que el sistema y su consenso represivo habían rodeado a la oposición tradicional de la clase trabajadora. La actividad de esta nueva oposición no se reduce, sin embargo, a una mera oposición: es también la afirmación de un estilo de vida cualitativamente diferente. Ante la postergación de las gratificaciones y el ocio reales impuesta por el sistema, ante la perpetuación del trabajo inhumano al servicio de la expansión cada vez mayor de necesidades ficticias, afirma, sobre la base de la actual capacidad tecnológica para crear abundancia y disminuir el trabajo, el derecho a disfrutar de un modo de vida racional. Atestigua, asimismo, el surgimiento de una nueva y singular sensibilidad para percibir la inautenticidad de las legitimaciones prevalecientes, los costos —pagados en términos de un desarrollo individual y colectivo distorsionado— que implica preservar una sociedad dominada por el afán de producir con fines de lucro, por la rivalidad para alcanzar status y por la burocratización de cada esfera de la vida social, y los peligros de un sistema que necesariamente intensifica la agresión, desde los puntos de vista militar y económico, en vez de mitigarla. Estos costos parecen prohibitivos a la luz de un desarrollo tecnológico que los vuelve superfluos.40 Si bien esta nueva oposición solo es todavía una minoría relativamente aislada, alcanza una importancia mucho más grande que el número de sus miembros, puesto que sugiere la posibilidad de «romper con el continuo conservador autopropulsado de necesidades [reprimidas]» e incluye, en virtud de su tendencia a unir «la rebelión política e instintual», la posibilidad de liberación.41 Dentro de esta nueva sensibili40. Véase J. Habermas, «Student Protest in the Federal Republic of Germany», en Toward . . . , op. cit., págs. 24, 29. 41. Véase H. Marcuse. prefacio a la edición francesa de El hombre unidimensional,** París, 1967.

dad, la lucha contra la sociedad represiva alcanza una dimensión de «profundidad» entre minorías activas todavía difusas y atomizadas, «que en virtud de su conciencia y de sus necesidades funcionan como catalizadores potenciales de la rebelión dentro de las mayorías a las cuales [...] pertenecen. Lo que parece un fenómeno superficial es indicativo de tendencias básicas que señalan, no solo diferentes perspectivas de cambio, sino también una profundidad y extensión del cambio que va mucho mas allá de las expectativas de la teoría socialista tradicional».42 Desde esta perspectiva, la difusión de las fuerzas negadoras y su desplazamiento «de su base tradicional entre la población subyacente» pueden no ser un signo de su debilidad frente a la capacidad integradora del sistema, sino, sencillamente, las primeras manifestaciones de un proceso que representa la «lenta formación de una nueva base» y «el surgimiento de un nuevo Sujeto histórico de cambio, que responde a las nuevas condiciones objetivas, con necesidades y aspiraciones cualitativamente diferentes».43

42 H. Marcuse, An Essay on Liberation, 43. Ibid., pág 52.

A

Boston, 1969, pág. 51. •13 Ibid., pág. 52.

7 . Hacia un método para la reconstrucción revolucionaria de la vida cotidiana

El resurgimiento de la oposición en las sociedades capitalistas avanzadas no significa retornar a la política de clases característica de la era profascista. Exige, por el contrario, elaborar nuevas formas de acción y de perspectivas estratégicas eme se ajusten a los nuevos modos de dominación y a las potencialidades internas propias de la última etapa del desarrollo capitalista. Si bien el progreso de las nuevas técnicas destinadas a manipular el comportamiento y a regular por entero la sociedad no consiguió, como se ha sugerido, mitigar las contradicciones del sistema, ni prever la aparición de nuevas y explosivas fuerzas de oposición, esas técnicas modificaron de manera decisiva, y en forma no prevista por la teoría marxista tradicional, ni por las reformulaciones de Reich y Marcuse, las bases para el desarrollo y organización de esas fuerzas potencialmente revolucionarias. Dichas modificaciones plantean varios problemas teóricos y prácticos a las nuevas fuerzas de oposición, los cuales deben ser resueltos a fin de que fructifiquen en una nueva praxis emancipadora; si no se los resuelve, implicarían a la postre una amenaza para la existencia misma de tales fuerzas. En este estudio investigaremos, sin tratar de ser sistemáticos, la naturaleza de esos problemas y señalaremos algunas de las posibles maneras de resolverlos o trascenderlos. El primer problema que enfrenta la Nueva Izquierda se refiere a la exigencia de concientizar las necesidades «no represivas» y de liberar nuevos deseos dentro de sus propias filas y de la población en general. Como mostraron los marxistas de Francfort, el capitalismo burocrático y «consumidor», mediante el control ejercido sobre la formación y la satisfacción de las necesidades individuales y la eliminación de todas las oportunidades para el desarrollo individual autónomo dentro de su omnímodo aparato institucional, alcanzó en la mayoría dominada un grado de integración instintiva o primaria suficiente para reprimir su capacidad de trascendencia subjetiva o de negación espontánea. De este modo, el desarrollo

capitalista reduce no solo el contexto de libertad y el «espacio libre» necesario para la existencia de la individualidad, sino también el deseo mismo y la necesidad de asegurar ese contexto. En estas circunstancias, «el individuo, y junto con él sus derechos y libertades, es algo que aún debe crearse; y ello sólo es posible mediante el desarrollo de relaciones e instituciones sociales cualitativamente diferentes».1 Si bien «todas las fuerzas materiales c intelectuales [requeridas] para hacer realidad una sociedad libre están al alcance de la mano» 2 y, por ende, las sociedades industriales avanzadas están maduras para una revolución que se extienda más allá de la mera reorganización de la producción, es necesario desarrollar y refinar la psique humana para que concuerde con el nivel ya alcanzado por el desarrollo tecnológico y las potencialidades implícitas en ese desarrollo. Existe un círculo vicioso: «La ruptura con el continuo conservador autopropulsado de necesidades debe preceder a la revolución que anunciará el advenimiento de una sociedad libre, pero dicha ruptura solo puede ser concebida en un contexto revolucionario, en una revolución que sería impulsada hacia adelante por la necesidad vital de liberarse de las comodidades reguladas y de la productividad destructiva de la sociedad explotadora».3 Es indispensable que se produzca un cambio cualitativo en el carácter de las necesidades humanas, un cambio que llegue a las raíces más profundas de la infraestrucutra biológica de la personalidad y que exija la trasformación de los contenidos y formas existentes de la vida humana en estilos de vida cualitativamente nuevos. La búsqueda de estos fines — liberar las necesidades, las posibilidades y los deseos humanos previamente inhibidos y permitir que afloren en la conciencia mediante un nuevo tipo de revolución cultural permanente—1 indica el alcance y la profundidad de la problemática que debemos enfrentar. En efecto, para que se produzca la «ruptura del continuo histórico» implícita en el proceso es necesario sortear estas tres dificultades: «En primer lugar, esta ruptura solo puede ser teorizada de antemano en categorías, modos de pensamiento y sueños que 1. Herbcrt Marcuse, prefacio a la edición Vintage de Eros and Ci-vilization: A Philosophical Inquiry into Freud,& Nueva York, 1962, pág. T Í Ü . 2. H. Marcuse, «The End of Utopia», en Vive Lectures, Boston, 1970, pág. 64. 3. H. Marcuse, An Essay on Liberation, A Boston, 1969, págs. 18-19.

llevan el sello de la sociedad existente y de la opresión, explotación y privación de la libertad ejercidas en ella; en segundo término, tendrá que ser realizada por personas que, aunque sufren bajo estas condiciones de opresión, explotación y falta de libertad, las perciben tal como son y desean extiparlas de raíz, están marcadas y mutiladas por ellas incluso en sus hábitos y sentimientos más insignificantes; y, en tercer lugar, la sociedad libre solo puede construirse sobre la base del aherrojamiento y mutilación de las capacidades y facultades de sociedades donde la libertad no existe».4 Frente a estos obstáculos, el proyecto de «trasformar la vida» no se llevará a cabo por arte de magia, por medio de una suerte de acto poético, como creían los surrealistas. El proyecto de revolución cultural no se desarrollará hoy —ni puede hacerlo— en abstracto; tampoco será concretado por medio de la mera espontaneidad de un sistema de negación o rechazo total. Una práctica que trata de liberar aquello que hasta ese momento permaneció en la esfera de lo inconsciente no puede ser inconsciente; por el contrario, exige más análisis y reflexión que los movimientos revolucionarios que le precedieron. Así como el capitalismo actual convirtió la manipulación de la conducta y de las necesidades individuales en una ciencia aplicada, la revolución cultural que combate al aparato represivo del sistema sólo puede ser llevada a cabo si se funda en una ciencia revolucionaria crítica capaz de dominar, tanto teórica como prácticamente, la dialéctica de la represión y la integración mediante la cual el sistema se infiltra en el ámbito de la vida cotidiana. Esto implica elaborar un proyecto revolucionario multidimensional que esté basado en las síntesis de Reich y Marcuse pero que las trascienda para incorporar las nuevas complejidades representadas por la realidad actual y lo que se le opone. Este proyecto de revolución cultural, si bien tiene mucho en común con el del movimiento Sex-Pol, debe empezar por tomar en cuenta las nuevas dimensiones que llegaron a caracterizar la experiencia individual de la opresión desde la época de Reich. Las neurosis y fijaciones edípicas que estudiaba Reich son reemplazadas en grado creciente por los síndromes contemporáneos de alienación: lo absurdo, el sentimiento de náusea, lo superfluo, la falta de sentido, la esquizofre4 Reimut Reiche, Sexuality and Class Struggle,*% Nueva York, 1971, págs. 165-66.

rúa, etc.5 Estas nuevas formas de represión psicológica, al igual que las formas más antiguas, bloquean el desarrollo de la conciencia individual y, por consiguiente, la capacidad del individuo para actuar de modo revolucionario, pero sus efectos son mucho más paralizantes e incalculablemente más graves. En nuestros días, por lo tanto, el proyecto de revolución cultural debe trascender el énfasis estrecho puesto por Reich en la necesidad de vencer la represión sexual, y encontrar métodos de lucha que representen un desafío total a la manera en que la organización represiva de la vida cotidiana limita la experiencia y autenticidad del individuo. Dada esta «totalización» de la alienación —esta interiorización de la sociedad represiva externa —, «una contraestrategia puramente sexual, o una contraestrategia que le asigna primacía a este aspecto, no es suficiente por sí misma para eliminar la explotación».6 El proyecto y la estrategia apuntadas deben tomar como punto de partida un nivel mucho más profundo y fundamental que el adoptado por Reich, ya que el viejo yo freudiano producido por la familia patriarcal, si bien era innatamente autoritario y neurótico, ofrecía por lo menos un sujeto al proyecto reichiano de superar las represiones que lo habían deformado. En la etapa actual de desarrollo de la sociedad represiva, aun el sí-mismo se ha vuelto problemático, pues en el seno de esta sociedad cada individuo no es idéntico a sí mismo. En vez de la anterior unidad del sí-mismo, solo hay una sucesión e incluso una simultaneidad de percepciones fragmentadas en un entorno fragmentado. En estas circunstancias la unificación de las experiencias individuales en un contexto capaz de conferirles significado se vuelve aún más difícil, si no imposible. El individuo —incapaz de encontrar un medio de identificarse a sí mismo dentro del marco de una experiencia segmentada donde la familia, el hogar, el trabajo, el tiempo libre, el consumo, la política, etc., están completamente separados— se aleja aún más de una comprensión dialéctica de la realidad, de la participación en una praxis creadora. Merced a una «sistematización de la confusión», como podría haberla denominado André Bretón, el individuo debe descubrir los principios de orden que subyacen ocultos en la existencia caótica. 5. Jercmy Schapiro, «Üne-Dimensionality: The Universal Seraiotic of Technological Expericncc», en Breines, ed., Critica! Interruptions. pág. 175. 6. R. Reiche, op. cit., pág. 25.

Hay una enorme cantidad de energía disponible para esta tarea, porque los términos de la supervivencia definida por esta sociedad —la rendición incondicional de la persona a la lógica del poder burocrático, la aquiescencia del individuo a su propio desmembramiento, la interminable búsqueda de la seudogratificación mediante la cual el consumidor es, él mismo, consumido— convierten la existencia cotidiana en algo intolerable y determinan que un número cada vez mayor de personas rechacen por completo esa fragmentación reductiva. Sin embargo, esta negativa, y el deseo de alcanzar autonomía subjetiva y restaurar la totalidad esencial de sí-mismo implícita en aquella, se oponen a la movilización total de los formidables poderes de absorción y manipulación de la sociedad represiva. En estas circunstancias, están predestinadas a fracasar a menos que desde el principio se liberen y rompan el «bloqueo» que les impone el sistema manteniendo al individuo en completo aislamiento. De lo contrario, las energías creadoras liberadas por esta negativa, confinadas a la soledad monádica de la imaginación del individuo, solo pueden encontrar una válvula de escape en la fantasía, a medida que el individuo trata de descubrir el «sí-mismo» que ha perdido mediante un viaje hacia adentro, hacia lo interior, viaje que conduce a la pasividad o aun a la locura. Como lo expresó Murray Bookchin, retirarse es, en este sentido, «entrar».7 Un sistema capaz de facilitar la autotrasformación del individuo, sorteando los peligros de la soledad y la autodestrucción, debe ser subversivo y, al mismo tiempo, terapéutico; debe poder socavar los tres pilares representados por la jerarquía, la especialización y la incomunicación, mediante los cuales se mantiene al individuo en un estado de subordinación pasiva; y debe ser capaz de favorecer la cristalización de personalidades nuevas e integradas, con confianza en sí mismas y autonomía subjetiva. ¿Dónde ha de encontrarse este método bilateral de conflicto y terapia? En la búsqueda de una respuesta para esta problemática, la práctica realizada por la Nueva Izquierda llevó a redescubrir, en la capacidad espontánea de los pequeños grupos, un instrumento potencial de lucha al cual no se le ha dado su merecido valor desde la época de Proudhon. En sus diversas manifestaciones contemporáneas (grupos afines, colectivos, comunas, microsocieda-des, etc.), el pequeño grupo proporcionó a la Nueva Izquier7 Murrav Bookchin, «Desire and Need», Anarchos, n' 1, febrero de 1968, pág. 40.

da un contexto indispensable fuera del marco del aparato represivo del sistema, dentro del cual puede recrear el único medio «interhumano» que puede hacer posible el difícil proceso de conciliar la necesidad individual con las metas sociales. A medida que el individuo escapa de la resignada desesperación de su existencia monádica y aprende a identificarse con esferas más amplias correspondientes a las metas sociales, la práctica del grupo puede promover el surgimiento del sí-mismo social embrionario sepultado bajo las defensas (o, para emplear la terminología de Reich, bajo la «coraza caracterológica») que el individuo ha tenido que erigir para sobrevivir en una sociedad atomizada. Además de su eficacia terapéutica en el proceso de autoformación y evolución, el grupo «cara a cara» ofrece la posibilidad provisional de atravesar la brecha que separa al símismo y su mundo personal de necesidades, deseos y sueños, del Otro, proporcionando también un medio para acumular nuevas experiencias intersubjetivas (nuevas modalidades de relación humana, de vida emocional y de percepciones estéticas). Si bien estas nuevas relaciones no pueden alcanzar plena expresión social dentro de la sociedad existente, constituyen un punto de partida fundamental para trascender la falsa conciencia social y crear nuevas exigencias y deseos utópicos. Por último, el sistema del grupo, al recrear el «espacio libre» necesario para el desarrollo psíquico, permite al individuo llegar a ser «consciente de que las estructuras sociales vivenciadas por el niño como absolutas, ya que no participa en su formación, pueden ser modificadas realmente por influjo de su voluntad»,8 y redescubrir, de este modo, la iniciativa creadora innata, inhibida desde la infancia. En la formación y multiplicación de estos agrupamientos espontáneos de personas, cuyo propósito es superar la atomización y las limitaciones de la vida cotidiana por medio de nuevas experiencias de solidaridad colectiva, podemos discernir la creación de una base micropolítica destinada a dar lugar a la formación de una nueva cultura y una nueva conciencia revolucionaria. Al mismo tiempo, la indudable eficacia que el pequeño grupo tiene en tal sentido no debe impedirnos reconocer, no solo sus limitaciones, sino también el abuso potencial que puede hacerse de él para reprimir y manipular —esta recuperación debería ser obvia a la luz de las estrechas 8 Gcorge Benello, «Group Organization and Socio-Political Struc-ture», en Benello y Roussopoulos, eds., The Case for Participatory Democracy, Nueva York, 1971, pág. 41.

conexiones entre el desarrollo de varias escuelas de dinámica de grupo y la práctica de las relaciones industriales—. 9 Más específicamente, aun en Francia, donde surgió una dinámica de grupo o «psicosociología» explícitamente «izquierdista» de inspiración marxista que adoptó como proyecto el «fermento» de las tensiones sociales,10 el rol de tales intervenciones en cuanto medio de poner al descubierto contradicciones y desencadenar conflictos demostró ser, en el mejor de los casos, 'ambiguo. En particular —como sostiene Joseph Gabel en su artículo «Marxisme et dynamique de groupe» (Arguments)—, la dinámica de grupo, a menos que se sitúe en el marco de una crítica y una práctica mucho más amplias que la del pequeño grupo, corre inevitablemente el riesgo de promover, pese a sus intenciones, una nueva conciencia falsa, esto es, de sugerir «la posibilidad de trascender desde una perspectiva no política la cosificación capitalista». (Cf. la nota 10.) La búsqueda de relaciones interpersonales no alienadas y de nuevos estilos de vida, búsqueda que confiere a la existencia de estos grupos su carácter experimental, no solo genera una sensibilidad diferente respecto de los modos atrofiados de vivenciar la interacción y de las formas reguladas de vida y de trabajo que definen el sistema macropolítico existente, sino que también origina nuevos conflictos y contradicciones en el seno de ese sistema. El más típico de estos nuevos antagonismos es quizá la contradicción entre el deseo de alcanzar autonomía subjetiva en las decisiones que influyen en la vida del individuo y la necesidad de adaptarse a las demandas de superorganizaciones burocráticas, de aceptar las limitaciones impuestas a la responsabilidad y la iniciativa personales por las definiciones restrictivas que esas instituciones de gran envergadura hacen acerca de los roles. El rechazo de este control jerárquico encontró su expresión programática en el principio de «democracia participante» de la Nueva Izquierda norteamericana, método de autoorganización dentro del movimiento y, a la vez. base para un proyecto utópico tendiente a trasformar la sociedad en general. Sin embargo, junto con este conflicto y por debajo de su superficie surgen otros, de mayor importancia aún, entre las necesidades psíquicas y las exigencias prácticas, entre lo imaginario y lo real, entre el pensamiento y el sentimiento, entre el deseo y 9 Véase Lorcn Baritz, Th.e Servants o f Power,Nueva York, 1965. 10 Véanse G. Lapassade, Groupes, Organisations et Jnstitutions, París, 1967, y el número especial de Arguments, titulado «Vers une psycho-sociologie politique», vol. 6. n0' 25-26, 1962.

la realización, etc. Como consecuencia de percibir el contraste entre la humillación extrema, el hastío y la pasividad impuesta de la vida cotidiana, junto con el resultado de su subordinación al poder jerárquico, por un lado, y el desarrollo de la capacidad productiva de la sociedad que vuelve anacrónico ese poder, por el otro, surge la profunda necesidad de expresar en el plano social la creatividad y de recuperar toda la energía y la riqueza creadoras perdidas por causa del empobrecimiento y la superorganización de la vida cotidiana. Frente a la lógica cuasi-impcrialista mediante la cual el sistema burocrático de consumo controlado se ha extendido, no solo espacialmente, por medio de la unificación del mercado mundial, sino también a través de la colonización de todas las esferas de la vida cotidiana, el intento de trasformar los nuevos grupos de simpatizantes en «enclaves liberados» o contrasociedades (comunas rurales, comunidades terapéuticas, etc.) que tratan de trascender, en forma parcial o localizada, la alienación y la cosificación, es frenado o fagocitado por el sistema global con tanta facilidad como los intentos individuales. Nada atestigua mejor la índole quijotesca de este empeño que la implosión regresiva y autodestructiva que caracterizó la decepcionante historia de la llamada Nación Woodstock. En cambio, si el espíritu utópico realmente auténtico y fundamental en que se apoyó la cultura de los jóvenes en un comienzo ha de salvarse de las «recuperaciones» que le han preparado el aparato represivo del sistema y su «espectáculo» ubicuo, deberá actualizarse por medio de una nueva praxis que no persiga la evasión de la vida cotidiana, sino su trasformación. (El concepto de recuperación, que fue introducido por los situacionistas, se refiere a la manera en que el sistema represivo trata de contrarrestar o frenar los ataques de que es objeto absorbiéndolos en el «espectáculo» o proyectando sus propios significados y metas en estas actividades de oposición.) Esta praxis debe ser total, en el sentido de que tiene que intentar recuperar todo cuanto se lleva el sistema. Hombres y mujeres produjeron el sistema mediante su propia actividad, pero como resultado de la apropiación de esta actividad por el poder jerárquico, ahora vi vencían su producto (es decir, el producto de su propia creatividad) como una fuerza ajena (un sistema «dado» de coacciones incorporado a ideas, a un lenguaje, a instituciones cuyos orígenes fueron olvidados) en la cual no pueden reconocerse a sí mismos. Esta praxis trata de destruir todas las coacciones impuestas a la autoactividad

creadora de los hombres por ese mundo de objetos extraños y formas cosificadas, mientras que, simultáneamente, crea un mundo nuevo donde estos hombres y mujeres pueden reconocerse, un mundo en que el dominio de lo «dado» es encarado como un «regalo gratuito» de la creatividad humana del pasado y como el prerrequisito para su propia creatividad futura. Esta afirmación de los derechos de la creatividad humana contra todo cuanto la degrada no debe utilizarse para justificar el tipo de maximalismo abstracto o de impugnación pura que presupone una concepción totalmente abierta e ilimitada de las posibilidades disponibles para la práctica revolucionaria. Si todo es posible, entonces nada es posible. Esta falsa conciencia, nacida del legítimo temor a la cooptación o a la absorción, apunta en la práctica a una negación nihilista que a lo sumo puede desorganizar transitoriamente la rutina de la vida cotidiana, sin permitir la expresión auténtica de la creatividad. Si se deja que siga su curso, terminará lógicamente en la autodestrucción, pues tiende a enfrentar un poder al que no puede ganar debido a que ese enfrentamiento se produce en el propio terreno y según los propios términos fijados por dicho poder. Para evitar los dos escollos de la integración y la autodestrucción por medio de la elaboración de un método destinado a trasformar en forma consciente la vida cotidiana, se requiere un nuevo tipo de intervención práctica y teórica que proceda a unir el análisis conceptual con lo que Henri Lefebvre denomina «experiencia socioanalítica».11 una especie de crítica permanente de la acción centrada incluso en los detalles más insignificantes de la vida cotidiana. Esta crítica pretende, ante todo, descubrir, mediante el análisis y la exploración práctica, las coacciones y alternativas específicas que definen la dialéctica de posibilidad-imposibilidad en cualquier momento dado. El ejercicio de esta crítica de la vida cotidiana en las actuales condiciones, representadas por la «totalización» de la alienación y por «la integración de lo consciente y lo inconsciente y la exteriorización de este», sugiere la necesidad de recurrir a lo que Jeremy Sha1 1 En términos más generales, según Lefebvre, esta práctica socioanalítica presupone «intervenir en un situación real, la vida cotidiana de una comunidad». En particular, «la intervención socioanalítica disocia en el espacio y el tiempo las orientaciones de la situación, combinadas como están con una realidad falsa; [de este modo] asocia experiencias que antes le eran extrañas, y procede luego por inducción y trasducción». H. Lefebvre, Everyday Life in the Modern World, Londres, 1971, págs. 188-89.

piro definió como «psicoanálisis del mundo externo».12 En otras palabras, intentaría hacer, con respecto a los otros contextos institucionales dentro de los cuales se organiza la vida cotidiana, lo que Freud y después Reich empezaron a hacer respecto de la familia patriarcal, y relacionar cada uno de estos medios interpersonales con la totalidad social en la que ellos surgen y que está condicionada, a su vez, por sus efectos acumulativos o «sobredeterminados». En consecuencia, este «socioanálisis» de la vida cotidiana debe avanzar simultáneamente, como el propio psicoanálisis, a lo largo de varios niveles separados. En primer lugar, empieza por reconocer que en una sociedad cuyo aparato burocrático invadió tan profundamente incluso las raíces más profundas de la experiencia individual, los proyectos de auto-trasformación puestos en marcha por los grupos cara-a-cara solo pueden avanzar en la medida en que consiguen subvertir simultáneamente los contextos institucionales donde surgieron. Esto implica analizar, desacreditar y desarmar a esas instituciones de manera de minar su aparente universalidad y racionalidad, y, despojándolas así de su máscara de cosificación y mistificación, poner de manifiesto sus verdaderos orígenes como objetivación de los propósitos y actividades del ser humano. Esto significa que, aun antes de enfrentar y combatir en el nivel político o económico al poder jerárquico, es preciso atacarlo en la esfera de la imaginación social, en ese plano que los situacionistas denominan «el espectáculo», o sea, la organización sistemática de apariencias a través de las cuales se expresa la dominación del poder jerárquico cerrando los campos de percepción socialmente disponible, la cual se extiende de la definición de lo posible y lo imposible, lo útil y lo inútil, lo bueno y lo malo, hasta la de lo racional e irracional, lo futuro y lo pasado. Esta percepción se introduce en toda la trama de relaciones sociales bajo la forma del futuro objetivo que determina su persistencia y su resistencia al cambio. Sin embargo, se expresa fundamentalmente en el nivel específico del lenguaje y la comunicación, mediante la incorporación de la fantasía, la imaginación y la estética al espectáculo manejado por la sociedad represiva. De ahí se infiere que una toma de conciencia revolucionaria que apunte a trasformar totalmente la vida cotidiana debe comenzar por abrir el campo de las posibilidades recuperando esa esfera de la imaginación y la fantasía para incorporarla a la práctica 12 J. Schapiro, op. cit., págs. 179-80.

social. Como observó Paul Cardan, es erróneo creer que «lo imaginario» interviene sólo cuando es imposible resolver problemas «reales». La distinción es completamente falsa, porque esos problemas «reales» son resueltos cuando la gente pone en práctica sus poderes «imaginarios». Por otra parte, la identificación misma de las cosas como «problemas reales» depende del complejo «imaginario» específico que define un tiempo o un lugar determinado.13 No existe nada «dado por Dios» acerca de la realidad; pero la imaginación que palpita en ella está oculta para nosotros por las falsas imágenes del espectáculo. A la luz de esta necesidad de atravesar la frontera entre lo posible y lo imposible, lo real y lo imaginario, podemos captar la importancia de algunas de las nuevas formas de lucha cuyo surgimiento espontáneo caracterizó el desarrollo de la Nueva Izquierda. El concepto de «impugnación», «contestación» o «cuestionamiento» [contestation], por ejemplo, puede ser considerado en primer lugar como un método destinado a «derribar» las barreras levantadas por el espectáculo contra la expresión social, la imaginación y la comunicación. Al introducir la «libertad de palabra» y el diálogo ininterrumpido, al promover la tensión y el desorden, la participación y la festividad, estas acciones (originadas en iniciativas de minorías militantes de las universidades, pero que después se propagaron también a otros contextos institucionales) atacan, no tanto el poder jerárquico mismo, como sus mitologías seudouniversales —su intento de aislarse dando a las degradaciones que impone a la sociedad la apariencia de verdades «normales», eternas y naturales, de hechos inmutables inherentes a la vida—. Del mismo modo, la concepción afín de «acciones ejemplares» constituye un intento original de abordar el problema de la difusión de temas y aspiraciones revolucionarios en una sociedad donde el uso manipulativo de los medios de comunicación de masas tiende a trasformar cualquier acción en un espectáculo neutral. La acción ejemplar lucha contra este nuevo tipo de censura con un acto simbólico de liberación que rechaza «las reglas del juego», y representa un desafío para toda la lógica del sistema. Estas acciones, si bien se llevan a cabo dentro de un contexto institucional particular y localizado, tratan de trascender sus orígenes estrechos me1 3 Véase Paul Cardan, «Marxisme ct théorie révolutionnaire», Socialis-me ou Barbarie, n* 30, marzo-abril de 1965, págs. 63-64.

diante su eficacia simbólica para trasmitir a otros grupos, que pueden identificar sus propias circunstancias con las de los actores originales, el secreto de cómo tomar las cosas en sus propias manos en la causa de su liberación. Por último, las luchas emprendidas por los nuevos grupos de oposición ofrecen, aunque con resultados ambiguos, cierta idea acerca de los métodos que permitirían trascender la fragmentación y la esterilización del lenguaje tendientes a encubrir y legitimar el poder jerárquico y a desarmar a sus adversarios políticos. Uno de los aspectos de este método liberador del lenguaje es la recuperación de los significados que el aparato ha tomado para sí en provecho del poder, reduciéndolos a meras señales destinadas a trasmitir órdenes desde arriba e imponiéndolas a las masas, que de este modo se convierten en simples receptores de dichas órdenes. Los acontecimientos producidos en Francia en mayo y junio de 1968 sugieren cómo podría llevarse a cabo esta reconquista del lenguaje: mediante una redistribución del poder de expresión a quienes este les fue arrebatado, o que nunca lo tuvieron. La crisis institucional desatada por el conflicto estudiantil fue acompañada por el derrumbe de las estructuras de comunicación represiva mediante las cuales el poder jerárquico impone al lenguaje de la vida pública sus predefiniciones políticas y sus símbolos oficiales. En el vacío creado por la ausencia de estos símbolos de legitimación se libró una batalla en torno de las reglas de interpretación con las cuales iba a reconstruirse el sistema simbólico, una batalla que se reanudaba cada mañana, cuando de un extremo a otro de París grupos de personas se reunían en calles y teatros para analizar el significado de los sucesos ocurridos en la noche anterior. El Barrio Latino, por ejemplo, se convirtió en un vasto foro donde la «palabra», sofocada durante el período previo de represión y estabilidad, estalló con fuerza para «tomarse una venganza devastadora —según Henri Lefebvre — contra las restricciones impuestas por el lenguaje escrito». 14 Sin duda, esta plétora de lenguaje fue a menudo demagógica o pueril, y, en el nivel teórico, poéticamente metafísica, pero señaló la posibilidad de unificar el lenguaje de la conciencia crítica con el lenguaje de la acción, lo cual permitiría la toma insurreccional del poder de la palabra —el poder del intelecto y de la comunicación— por parte de aquellos que hasta ahora no habían 14 H. Lefebvre, The Explosión: Marxism and the French Upheaval, Nueva York, 1969, pág. 119.

tenido derecho a ejercerlo.15 En términos más generales, como sostuvieron los situacionistas, la destrucción del sistema represivo requiere trascender simultáneamente el lenguaje que lo oculta y lo garantiza. Según Mustapha Khayati, «la crítica del lenguaje dominante, su détournement, está en vías de convertirse en el método permanente de la nueva teoría revolucionaria». En particular, «debido a que cada nueva interpretación es para las autoridades una interpretación falsa», ellos intentan «legitimizar la llamada interpretación falsa y denunciar la impostura de la interpretación garantizada por la estructura de poder».16 Al mismo tiempo, el proceso revolucionario cultural puesto en marcha por estas acciones no puede permanecer sólo en la esfera de lo imaginario. La revolución cultural no es, como señaló Peter Schneider, «un ersatz estético de la revolución, ni un putsch de museo, ni un ataque en un parque, ni un escándalo en un teatro: estas aplicaciones equivalen a dejar la cultura en el gueto donde la encerró, en primer lugar, el capitalismo».17 La nueva cultura utópica que constituye el objeto ele la reconstrucción revolucionaria de la vida cotidiana no es algo que primero puede ser imaginado en su totalidad y después creado; debe crearse e imaginarse al mismo tiempo. Esto exige, no solo ocupar el «espacio mental», sino también un «espacio» material y simbólico. La liberación del lenguaje de todo cuanto lo ha degradado es necesaria y fundamental, pero no suficiente. Las nuevas imágenes de la utopía no pueden dar fruto a menos que se materialicen formando parte realmente de la división social del trabajo. De lo contrario, el proceso de desalienación llevado a cabo por medio de la negativa y la impugnación, las festividades y los actos callejeros, solo ejercerá efecto en las imágenes «espectaculares» del poder, dejando incólumes las cúspides del poder burocrático y sus raíces económicas. A medida que el entusiasmo decae y la espontaneidad llega a sus límites, estos pilares del régimen se convertirán en los ejes en torno de los cuales tenderán a solidificarse nuevamente las estructuras de la vida cotidiana. Un proyecto revolucionario cultural que apunte 15. Véanse Horia Bratu, «Happenings for Real», Partisan Review, otoño de 1969, págs. 534-35, y Peter Brook, «The Fourth World», Partisan Review, invierno de 1969, págs. 34-38. 16. Mustapha Khayati, «Les mots captifs», Internationale Situation-niste, n' 8, primavera de 1968. 17. Peter Schneider, «Die Phantas¡e im Spátkapitalismus und die Kul-turrcvolution», Kursbuch, n* 16, 1969, pág. 3.

a producir una trasformación real y no se limite a poner entre paréntesis la existencia cotidiana debe ser capaz de oponerse a esos intentos de imponer desde arriba la reorganización de la vida cotidiana, mediante la adopción de un proyecto concreto propio que se proponga reconstruir desde abajo la vida social. Las funciones específicamente utópicas del cuestionamiento culturalista deben complementarse con una estrategia de lucha antiinstitucional y con «la larga marcha a través de las instituciones», único camino para hacer realidad la nueva cultura utópica. En términos generales, esto significa fusionar las revoluciones cultural y política en una nueva concepción de la política, en el contexto de una lucha «destinada a extender las esferas de opción y decisión de la comunidad a la totalidad de la vida social, en favor de necesidades que no requieren dominación».18 De este modo surge un nuevo modelo de proceso revolucionario que incluye, al mismo tiempo, la destrucción y la creación, la negación y la afirmación, y que, además, une 'la autorrealización individual con la conciencia social. Esta nueva praxis se caracteriza por tener un desarrollo teóricopráctico que puede ser descrito en los siguientes términos: su punto de partida es la vivencia que tiene el individuo acerca de la opresión y fragmentación de la experiencia que impiden a esta última ser auténtica; pasa del descubrimiento de esta alienación a su negación mediante un proceso que puede describirse apropiadamente como politización de sí mismo, y que apunta a la retotalización de la experiencia individual; y se desarrolla ulteriormente merced al choque del individuo (en su búsqueda de autenticidad) con la inercia de la realidad social opresiva; este reconocimiento de las fuentes sociales del malestar del individuo lleva a una impugnación radical de las instituciones existentes en el nivel de la vida cotidiana, realizada por pequeños grupos y entidades colectivas, y difundida mediante su multiplicación espontánea como centros microsociales de resistencia; por último, alcanza una dimensión verdaderamente social, que aúna la lucha por la creación de un nuevo yo con la lucha por la creación de una nueva sociedad, a través del despertar de nuevas necesidades y capacidades de autoorganización, dentro de amplios sectores de la población, y del intento por parte de esos grupos de establecer nuevas formas de autoadministra18 J. Schapiro, o p . cit., págs. 181-82.

ción (o, como lo llaman los franceses, de autogestión) * en todas las esferas de actividad social. Por consiguiente, en todos lados, la erupción de centros localizados de impugnación y la politización adicional de estas corrientes contestatarias determinan la demanda de una nueva autorregulación colectiva de la existencia, de una generalización de la autogestión personal a toda la sociedad. En este sentido, la autogestión se convierte en el medio principal y en el método para reconstruir la vida cotidiana, y, simultáneamente, en la meta fundamental de esta reconstrucción. «La autogestión presagia la súbita oleada de un proceso que se difundirá por toda la sociedad. Sería erróneo limitar este proceso al manejo de los asuntos económicos (empresas, ramas de la industria, etc.). La autogestión implica una pedagogía social. Presupone una nueva práctica social en todos los niveles y etapas. Este proceso entraña la destrucción de la burocracia y de la dirección estatal centralizada, y la creación en la base [de la sociedad] de una compleja red de cuerpos activos. Su práctica y su teoría modifican el concepto clásico [de democracia representativa]. Los numerosos intereses de la base deben estar presentes, y no solo «representados» por delegados ajenos a la base. La participación y autogestión eficaz no pueden ser separados de un «sistema» de democracia directa que se asemeja más a un movimiento continuo y permanentemente renovado, que extrae de sí mismo sus capacidades organizacionales, que a un «sistema» formal. Las relaciones cambian en todos los niveles. Las antiguas relaciones entre individuos activos y pasivos, entre gobernantes y gobernados, entre decisiones y frustraciones, entre sujetos y objetos: todas ellas desaparecen».19 La noción de autogestión generalizada ofrece, de este modo, una base para formular una estrategia de «poder dual» que, al establecer nuevas formas de vida y de trabajo, de «festividades», de autoexpresión colectiva y de diálogo no institucionalizado, despojaría al poder centralizado de su función de «unificador represivo» de la sociedad. Naturalmente, cristalizar esa «fuerza contrahegemónica» fuera de la estrategia del * En inglés selj-management; lo traduciremos en lo sucesivo como «autogestión», que es la expresión más corriente también en castellano. ( N . del E . ) 19 H. Lefebvre, o p . cit., págs. 85-86.

poder dual implica subvertir el aparato social de comunicación. 20 La organización piramidal sometida a un control central de los medios de comunicación de masas, que difunde mensajes desde arriba a individuos masificados y fragmentados, debe ser reemplazada po>- líneas de comunicación «horizontales» y descentralizadas, en las que cada grupo o individuo ya no sea un mero receptor pasivo sino un trasmisor potencial de información. En este sentido, Vaneigen señaló que la misma «complejidad de las técnicas de comunicación (que podrían ser un pretexto para la supervivencia o el retorno de los especialistas) es precisamente lo que hace posible el control permanente de los delegados [a las asambleas revolucionarias] por parte de la base —la confirmación, rectificación o rechazo de sus decisiones en todos los niveles—». En suma, la organización del poder dual exige que los diversos grupos de base se apropien de los principales medios de comunicación para usarlos en beneficio propio: plantas trasmisoras de radio y televisión, teléfonos, estaciones repetidoras, etc.21 Dado que cuestiona a toda la sociedad existente, es posible discernir una nueva contradicción entre Ja extensión general de esos intentos y demandas de poner en práctica la autogestión, por un lado, y las formas vigentes de poder estatal y autoridad institucional, por el otro. Al mismo tiempo, la batalla librada para establecer dicho sistema de poder dual como método de lucha revolucionaria conducente a la liberación total de la vida cotidiana enfrenta ciertos obstáculos y plantea nuevos problemas teóricos y prácticos. La autogestión es un slogan vacío si se lo separa de los problemas concretos que plantea y se lo desliga de un proyecto teórico concreto. Sólo se vuelve significativo cuando su contenido político y social se encuadra en el contexto de un programa revolucionario para toda la sociedad y de una estrategia omnímoda que ajuste este programa a las verdaderas fuerzas sociales que están ahora en marcha. Esta es la problemática última y, en muchos sentidos, la más formidable con que se enfrenta el movimiento. En efecto, mientras que el proyecto de restaurar un orden social que reprime desde arriba encuentra su base social en una minoría 20. Véase Hans Magnus Enzensberger, «Constituents of a Theory of the Media», New Lefí Review, n9 64, noviembre-diciembre de 1970, págs. 25-26. 21. Véase Raoul Vaneigem, «Avis aux civilisés relativement á l'auto-gestion generalisée», Internationale Situationniste, np 12, 1969, págs. 74-79.

pequeña, pero altamente unificada, la exigencia de una reconstrucción revolucionaria de la vida cotidiana, de una autogestión generalizada, cuenta con una base social potencial que, si bien es incomparablemente más amplia, está al mismo tiempo muy dispersa y atomizada. Las razones de este fenómeno son complejas, pero en general parecen ser una consecuencia de las formas de politización a través de las cuales se desarrollaron inevitablemente las diversas corrientes de impugnación para oponerse a un capitalismo cuyo grado de integración es tal que su dominación se universaliza cada vez más y tiende hacia la autorregulación totalitaria. Frente a una organización represiva de alcance mundial y a su «espectáculo» igualmente ubicuo, que tiende a obliterar cualquier clase de diferencia y autonomía a través de la implantación universal de las relaciones de mercancía, el resurgimiento de la oposición ha tenido que empezar, necesariamente, por un retorno a lo básico y a lo específico; en otras palabras, ha debido lanzar impugnaciones explosivas fuera y por debajo del «aparato», haciéndolo en nombre de particularismos raciales, culturales, lingüísticos y sexuales. El desarrollo de movimientos revolucionarios en el Tercer Mundo y entre las minorías colonizadas de los países metropolitanos confronta, pues, la teoría marxista con las luchas paradójicas contra todo el sistema imperialista, luchas que no se libran en nombre del internacionalismo proletario sino en el de la independencia nacional y la solidaridad étnica.22 De este modo, la población negra, al exigir su independencia en nombre de la «négritude» y mediante la creación del «poder negro», convierte un símbolo de inferioridad en un caudal de valores positivos y en un poderoso instrumento de lucha: la afirmación de una nueva identidad revolucionaria y su puesta en práctica con la formación de nuevas (y casi siempre exclusivistas) organizaciones revolucionarias. En los países industrializados de Occidente, la subsecuente politización y autoafirmación de los jóvenes primero, y de las mujeres luego, se produjo a través del mismo proceso de rechazo de ideologías seudouniversales en nombre de particularismos revolucionarios. Los tres grupos empiezan su búsqueda de nuevas identidades revolucionarias diferenciándose de la imagen de una civilización occidental —elaborada primero conforme a criterios aristocráticos y reproducida después para el adulto 22 Véase Edgar Morin, Introduction á une politique de l'homme,& París, 1965, 3a. parte.

euronorteamericano burgués, de sexo masculino, que la «consume»— en cuya formación habían participado hasta ahora superficial y marginadamente, y en la cual, por lo tanto, solo se reconocían como «objetos», nunca como «sujetos». En contraste con este despojamiento de su existencia histórica, con esta limitación de su experiencia, las concepciones de «cultura juvenil» y «feminismo» —al igual que las de «negritudes v «nacionalismo negro»— afirman el deseo de estos grupos de convertirse en forjadores de su propia historia y, al hacerlo, en modalidades de la humanidad en general de las cuales podrían extraerse todos los valores humanos posibles. Las nuevas identidades así formadas proporcionan una matriz mediante la cual se atraviesa el puente entre el sí-mismo y el otro, y las posibilidades de identificación con la totalidad social más amplia se vivencian en términos de una esfera de 'acciones e intereses compartidos. Por otra parte, al unir a los grupos oprimidos en el nivel de su opresión total, las nuevas identidades colectivas echan los cimientos para una impugnación «global» —para un ataque total contra un complejo específico de opresión que sirve para articular un proyecto y un predicamento humano universal que se encuentran en la condición particular de cada grupo—. Al mismo tiempo, esta suerte de práctica «totalista», que expresa una protesta contra todas las condiciones opresivas, exigiendo la liberación completa y el derrocamiento de la sociedad capitalista, sigue estando fatalmente signada por la incoherencia de su origen y la fragmentación «monádica» de su desarrollo. La tentativa de reconstituir al hombre o la mujer «total» como preludio para la confrontación cabal con el poder conduce, casi inevitablemente, y en caso de ser acometida por una fuerza social parcial, aislada de otras fuerzas similares, a un proceso de encapsulamiento lingüístico y organizacional de la corriente opositora dentro de microsociedades o contraculturas: la fragmentación de la revolución sería el precio que debe pagarse para superar la fragmentación de la experiencia individual y restablecer la comunicación. (P. ej., en el movimiento feminista, el período durante el cual las mujeres trabajan exclusivamente entre ellas para trascender sus antiguos roles y forjar nuevas identidades suele ser considerado como prerrequisito para cualquier movimiento revolucionario sexualmente integrado. Se afirma que sin esta experiencia particular de toma de conciencia solo se reafirmarían las pautas ya vigentes de dominación y sumisión.) Dado el actual desarrollo tecnológico de la sociedad

moderna, por medio del cual su estructura y los problemas que plantea adquieren un carácter cada vez más internacional o incluso universal, y exigen, en consecuencia, soluciones «planetarias» o universales, el hecho de cumplir las demandas de autogestión general dentro de las definiciones restringidas de esas fuerzas sociales parciales podría constituir solamente una autogestión de la explotación y la confusión. Puesto que estas demandas son formuladas en todas partes de manera incoherente, esto no solo impide su realización total sino que representa incluso una amenaza para su supervivencia inmediata. En efecto, cualquier lucha —v. gr., el movimiento estudiantil— que se defina a sí misma como revolucionaria y total, mientras que en realidad es parcial y aislada, no tendrá que enfrentar los eslabones más débiles del sistema sino los más fuertes. Estas impugnaciones parciales se hallan doblemente amenazadas: en primer lugar, movilizan todas las fuerzas del aparato represivo internacional contra lo que solo es, en realidad, una parte de las fuerzas que se oponen a dicho aparato; en segundo término, corren el riesgo de alienar a otros grupos de la constelación opositora: algunos movimientos de liberación —p. ej., el de los negros y el de la mujer— tienden a exigir la liberación en una esfera de la sociedad que les es negada a las masas oprimidas en general en otras esferas (lo cual determina, para citar un ejemplo, que la clase trabajadora blanca oponga resistencia a las demandas de los trabajadores negros). Una perspectiva que solo incluya la liberación de una parte dentro del todo aparecería para aquellos que están fuera como una liberación conseguida a sus expensas. Si las nuevas corrientes revolucionarias quieren salvar este impase, es fundamental que trasciendan las limitaciones de su particularidad y que elaboren, en la teoría y en la práctica, una nueva perspectiva unificadora que vincule las luchas parciales y las opresiones concretas a sus raíces comunes objetivas y las incorpore en un proyecto revolucionario totalizador. No hay ninguna fórmula simple para crear este tipo de proyecto y de estrategia. En la vieja perspectiva marxista clásica, la división del mundo en dos clases cuyos antagonismos se agudizarían hasta producir la ruptura revolucionaria final hizo posible ofrecer a una de estas clases —la clase trabajadora— una visión total del mundo y un proyecto utópico que servía como fuente de esperanza permanente y como un poderoso incentivo para la rebelión. En la actualidad, ya no tenemos una concepción general de la unicidad de la civili

zación capaz de impulsar a la rebelión a un sujeto revolucionario unificado y de guiar sus luchas. Por el contrario., tenemos una praxis revolucionaria multifacética, que se ejerce simultáneamente en todos los niveles y se compone de una multiplicidad de proyectos utópicos e inclinaciones distintas, cada uno de los cuales tiende hacia lo universal y crea, en el curso de su lucha, nuevas instituciones, identidades y órganos de democracia directa. Dada esta experiencia de lucha heterogénea, el proyecto revolucionario no puede comenzar a partir de fórmulas a priori: tiene que desarrollarse mediante un continuo proceso de síntesis, fermentación y totalización dialéctica. El carácter de esta totalización está determinado por el constante esfuerzo por tomar en cuenta los requerimientos opuestos de unidad y multiplicidad, de antagonismos reales y no derivados, para llevar a cabo su unificación dentro de un proyecto para la trasformación de la sociedad en general, un proyecto que no reduce la coherencia a lo parcial, ni es re-ductible a un punto de vista parcial. Para que la totalidad esté exenta de toda tendencia totalitaria, solo puede ser considerada un proceso que apunta a reconstruir la sociedad sobre fundamentos de alcance mundial.23 Aunque solo son visibles los esbozos más sencillos de este nuevo proceso de socialización horizontal y universal de la humanidad, es posible que avance en dirección a lo que Jacques Berque denominó «modalización del hombre»,24 es decir, a través de una especie de sincretismo universal en el nivel cultural (el intercambio recíproco de elementos originados en la experiencia negra y de aquellos que tienen su raíz en la contracultura de la juventud blanca —v. gr., de los blues y el acid rock, representados en un polo por Jimi Hendríx y en el otro por los Rolling Stones— es un ejemplo bastante ilustrativo de este proceso, que parece asumir dimensiones universales). Una inmensa fecundación cruzada de culturas, de modalidades vivenciales, de estilos de vida, etc., quizá podría dar nacimiento a una nueva civilización que, a raíz de la homogeneización de la vida impuesta por la lógica casi imperialista del poder jerárquico, recrearía en escala universal lo que Lévi-Strauss llamó ese «cierto grado óptimo de diversidad» que anteriormente definía a las sociedades humanas y con respecto al 23. H. Lefebvre, op. cit., págs. 127-29. 24. Véase Jacques Berque, «Quelques problémes de la décolonisation», L'Homme et la Société, n* 5.

cual, según él, las sociedades no pueden ir más allá, ni más acá, sin correr peligro. A modo de conclusión, solo quisiera subrayar, a la luz de lo que acabo de expresar, que el concepto de revolución cultural no significa perder ele vista proyectos más antiguos, como los de la revolución política y económica. La lucha por una revolución cultural, lejos de reemplazar conflictos ya existentes —como la lucha de clases—, solo es significativa en cuanto proyecto acumulativo, es decir, en cuanto proyecto que incorpora todos los propósitos liberadores no realizados, o realizados en forma incompleta, de las antiguas luchas, confiriendo de ese modo un nuevo poder de expresión a todas las necesidades y energías revolucionarias que antes habían permanecido más o menos implícitas o encubiertas. Lo que hoy denominamos revolución cultural no es más que la totalización y revigorización de todos los esfuerzos liberadores emprendidos por las generaciones de revolucionarios del pasado, así como de los recientes problemas planteados por la crisis mundial contemporánea, los cuales fueron recogidos de manera más o menos subjetiva por las luchas que asociamos con la noción de Nueva Izquierda y planteados por esta en un nivel que aún está limitado, en gran medida, a la esfera estética o «imaginaria». Por lo tanto, los problemas son acumulativos, y debido a ello exigen que desarrollemos de continuo nuevas hipótesis que tengan en cuenta su complejidad. En la medida en que estas luchas por un mundo nuevo sigan avanzando hacia su meta, nos plantearán, con cada paso hacia adelante, nuevas exigencias y problemas. Estos incluyen, entre otros, recuperar la integridad de nuestras dimensiones individuales, sociales y universales: la dimensión individual, a través de la liberación de las pasiones y necesidades creativas que hemos reprimido hasta ahora; la dimensión social, por medio de la liberación del lenguaje, el renacimiento del espíritu colectivo de festividad y juego espontáneo, la reafirmación de todos esos modos de comunidad y comunión inhibidos hasta el momento por la lógica reductiva del poder jerárquico; la dimensión universal, mediante la expansión del intercambio recíproco entre civilizaciones y modos de experiencia subordinados, ignorados o evitados hasta ahora, y que llegarán a ser las nuevas modalidades que darán origen a los hombres y mujeres del futuro. Si queremos llevar a cabo nuestro proyecto de revolución cultural, debemos permanecer continuamente abiertos a nuevas experiencias y problemas imprevistos, y extender sin desmayos nuestra práctica con vistas a la realización de una vida colectiva donde cada individuo pueda ejercer todas sus facultades creativas y en la cual lleguen a liberarse todas las valencias —individuales, sociales, universales— que han de constituir, en su cabal plenitud, una nueva civilización.

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índice general

1. El marxismo, la Nueva Izquierda y la problemática de la vida cotidiana 2. Psicoanálisis y pensamiento revolucionario 3. Hacia una nueva teoría crítica 4. Revolución y contrarrevolución en la sociedad capitalista moderna 5. Nueva definición de la política 6. Del capitalismo en crisis a una sociedad burocrática de consumo manipulado 7. Hacia un método para la reconstrucción revolucionaria de la vida cotidiana Bibliografía en castellano