María, belleza de Dios y madre nuestra [1ª ed.] 8481696218

Armado con los recursos de la literatura y de la ciencia teológico-bíblica, Francisco Contreras ha seleccionado 15 poema

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Spanish; Castilian Pages 340 [343] Year 2004

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Índice

Comentario al icono dela Virgen de Vladimir
1. Historia del icono
2. Visión de conjunto
3. La belleza espiritual de María y el Niño
4. Contemplación de los primeros planos
4.1. María
4.2. El Niño o el prodigio del icono
4.3. La Madre y el Niño cerca, o la Iglesia y Cristo juntos
Comentario poético al icono:La Madre y el Niño
Presentación
1. El poeta deja hablar al corazón en su propio lenguaje
2. La belleza de María es «más joven que el pecado»
PRIMERA PARTE: Una amplia introducción
1. El camino de la belleza (via pulchritudinis) para llegar a María
2. La voz orientadora del papa Pablo VI
3. La belleza de María según el evangeliode Lucas: «María, la llena de gracia»
4. La belleza de María según el Nuevo Testamento: una aproximación
5. La belleza de María en la tradición de la Iglesia
6. Huellas de María diseminadas en la literatura universal
7. Poetas marianos de la España del siglo XX
8. No una recopilación, sino un comentario al poeta y al poema mariano
SEGUNDA PARTE: Comentario a los más hermosos poemas marianos de España en el siglo XX
I: La más divina cuanto más humana (Manuel Machado)
1. Introducción
2. Murillo, el pintor de la Inmaculada Concepción
3. Manuel Machado: el poeta
4. Poema o cuadro
5. Contemplación del soneto Las Concepciones de Murill
5.1. Primer cuarteto
5.2. Segundo cuarteto
5.3. Primer terceto
5.4. Segundo terceto
6. Conclusión
II: Y María..., igual que una azucena, se doblaba al anuncio celestial (Juan Ramón Jiménez)
1. Introducción
2. Vida
3. Obra poética
3.1. Etapas de su Obra poética
4. Poesía religiosa
5. El libro de nuestro poema:«Poemas impersonales»
6. Comentario al poema
6.1. La naturaleza, entrevista como ámbito (vv. 3-5a)
6.2. La Anunciación a María y la Encarnación divina (vv. 5b-8)
6.3. La naturaleza, partícipe del misterio realizado (vv. 9-14)
7. Conclusión
III: ¿Adónde va, cuando se va, la llama? (Gerardo Diego)
1. Gerardo Diego: poesía total
1.1. Una poesía que es música
1.2. Equilibrio poético: vino nuevo en odres viejos
2. Poesía religiosa
3. Comentario al poema
3.1. Primer cuarteto: ¿a dónde?
3.2. Segundo cuarteto: ¿quién, qué?
3.3. Primer terceto: las huellas de su vuelo
3.4. Segundo terceto: la ausencia del que queda
4. Conclusión
IV: Virgen María, madre, dormir quiero en tus brazos hasta que en Dios despierte (Dámaso Alonso)
1. Biografía de un poeta
2. Nuestro texto en su contexto de desencanto: Hijos de la ira
3. El poema: un grito en la noche
3.1. Abandono total, desolación
3.2. María, madre
3.3. María, madre: ¿una nueva tierra prometida que mana leche y miel?
3.4. María, humana: madre de carne sólo
4. Conclusión
V: Dios te salve, Anunciación. Morena de maravilla (Federico García Lorca)
1. Introducción
2. Nuestro poema en el Romancero gitano
3. El romance San Gabriel
3.1. Primera parte: presentación del arcángel Gabriel
3.2. Segunda parte: el misterio de la Anunciación
3.2.1. El saludo de Gabriel
3.2.2. Respuesta de Anunciación
4. Conclusión
VI: Toquen mis manos el cuadrado anzuelo–tu escapulario–, Virgen del Carmelo (Rafael Alberti)
1. Un poeta junto al mar
2. Rafael Alberti: el poeta
3. El libro Marinero en tierra
4. El soneto Día de tribulación
4.1. Invocación
4.2. Exposición y súplica
4.3. Petición
4.4. Voto o promesa propiciatoria
5. Conclusión
VII: Trillo es tu pie de la serpiente lista (Miguel Hernández)
1. Introducción
2. Miguel Hernández: la poesía como destino
3. Biografía del poeta Miguel Hernández
4. Nacen en el campo las flores: sus versos necesarios
5. Poesía religiosa
6. Nuestro soneto
6.1. Primer cuarteto
6.2. Segundo cuarteto
6.3. Primer terceto
6.4. Segundo y último terceto
7. Conclusión
Apéndice
VIII: Enlaza los sarmientos demis brazos en tu misericordia (Leopoldo Panero)
1. Introducción
2. Vida y obras
3. La presencia de Dios en su poesía
3.1. Búsqueda de Dios dentro
3.2. Búsqueda de Dios en las relaciones humanas
3.3. Búsqueda de Dios en la naturaleza
4. El poema a la Virgen de Leopoldo Panero
4.1. Todo es recuerdo: en busca del tiempo perdido
4.2. Tres corazones vibran al unísono
5. Conclusión
IX: ¡Y Dios puso su mano en la corriente! (Luis Rosales)
1. Introducción
2. «Me gusta recordar que he nacido en Granada»
3. El poeta Luis Rosales en Madrid; en Granada, la tragedia
4. Obra poética
5. El soneto: un mundo bien hecho por la gloria de María
6. Conclusión
X: Debió ser, de tan dulce, tu sonrisa, oh, Virgen santa, pura, inmaculada... (Rafael Morales)
1. Una vida que es su obra: Rafael Morales
2. El soneto: la arquitectura del gozo de María
3. La naturaleza se llena de adjetivos
4. Conclusión
XI: ¡Y ruega, gritando, Madre! (Pedro Casaldáliga)
1. Introducción
2. Pedro Casaldáliga o el evangelio de la poesía
3. Biografía del poeta o el itinerario de vida y poesía
4. Poeta misionero en un «mundo sin retorno»
5. La presencia de María en su poesía
6. El romance
6.1. La Virgen de Guadalupe
6.2. «Romance guadalupano»: un compromiso de la Madre por todos sus hijos
6.3. Ferviente plegaria a María en su advocación guadalupana (vv. 1-10)
6.4. La razón de la protesta (vv. 11-20)
6.5. Bloque conclusivo (vv. 21-26)
7. Conclusión
XII: Madre otra vez, madre de muchos (José Luis Martín Descalzo)
1. José Luis Martín Descalzo: el personaje y su obra
2. El poema: Diálogo al pie de la cruz
2.1. María, entre dos miradas: el mundo y su hijo
2.2. El «Ave, María» del Calvario o la subversión del saludo del ángel
2.3. María, madre universal
2.4. Últimos momentos: la consunción de la llama o la muerte de María
3. Conclusión: un poema que esun vivo pedazo del Evangelio
XIII: Sólo un nombre ojival puede nombrarte: Madre del pan de trigo (Miguel d’Ors)
1. Apuntes biográficos sobre Miguel d’Ors
2. Obra poética
3. Poeta esencialmente religioso
4. Dios creído y confesado: credo poético
5. Un poema sobre la Virgen
5.1. La sonora cadencia de una música o hermosa letanía mariana
5.2. María, madre del pan de trigo
5.3. La voz desarraigada de nuestro tiempo
6. Conclusión: lo que no es tradición es plagio
XIV: Recuerdo que temblaba y pensaba en mi Virgen (Andrés Trapiello)
1. Introducción
2. Andrés Trapiello, un poeta dentro de la nueva poesía española
3. Nuestro poema, o un largo recuerdo
3.1. Primer apartado (vv. 1-11): la ocasión propicia para el rezo del avemaría
3.2. Segundo apartado (vv. 12-35): desdoblamiento y coloquio
3.3. Tercer apartado (vv. 36-84): el recuerdo redentor
4. Conclusión
XV: Hijo, tendrás que andarla tan desfasadamente como puedas... (Rafael Alfaro)
1. Introducción: la poesía, cosa coloquial
2. Breve semblanza de una vida y una obra
3. El poema ¡Qué desfasado está tu Niño, Madre...!
3.1. Exhortación al camino
3.2. María: Haced lo que él os diga
4. Conclusión
XVI: El testamento de Jesús: María, su Madre, Madre de la Iglesia (Francisco Contreras Molina)
Conclusión final
«La belleza salvará al mundo»: la belleza de María nos rescata y conduce hasta Dios
1. Dios ha creado en María su obra de arte
2. La belleza de María en la poesía
3. La Iglesia se mira en María, virgen y madre
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María, belleza de Dios y madre nuestra [1ª ed.]
 8481696218

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Francisco Contreras Molina

María, belleza de Dios y madre nuestra Comentario literario-teológico a los más hermosos poemas marianos del siglo XX

EDITORIAL VERBO DIVINO Avda. de Pamplona, 41 31200 Estella (Navarra) 2004

Editorial Verbo Divino Avenida de Pamplona, 41 31200 Estella (Navarra), España Teléfono: 948 55 65 11 Fax: 948 55 45 06 Internet: http://www.verbodivino.es E-mail: [email protected]

© Francisco Contreras Molina © Editorial Verbo Divino, 2004. Printed in Spain • Impresión: Gráficas Lizarra, Villatuerta (Navarra). Depósito legal: NA 943-2004 ISBN: 84-8169-621-8

Este libro está dedicado a la memoria del papa Pablo VI. Él supo hablarnos de la belleza de María y nos invitó a transitar por el camino de la belleza (via pulchritudinis) para encontrarnos con Dios, quien derramó en María, a manos llenas, toda la gracia y hermosura que puede albergar el corazón humano. Y la hizo madre de su Hijo, y también madre nuestra. Con gratitud y afecto.

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Comentario al icono de la Virgen de Vladimir

Si existe alguna imagen que pueda representar por medio del arte la sobrenatural belleza de María es, sin duda, el icono de Vladimir o Virgen de la ternura. No se le ha dado a la humanidad ninguna pintura de María más sublime, ni se puede encontrar nada semejante que la supere sobre esta tierra. Contemplamos absortos el misterio de María, al mismo tiempo virgen y madre de Dios. Dios Trinidad es el origen y artífice de tanta belleza. Sólo él la crea hermosa. María aparece unida a su Hijo, a quien sostiene y levanta, en un abrazo entrañable. No está ausente de nosotros. María nos mira con sus ojos inmensos, como sólo las madres saben hacerlo, con esa mezcla de desvelo y de ternura... Mirándonos, nos dice a cada uno de nosotros: «A mi Hijo Jesús lo tengo en mi regazo, junto a mi corazón; está aquí, conmigo. Tú, hijo mío, ¿dónde estás?». Queremos invocarla con las últimas palabras de la tradicional Salve, pidiéndole: Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos y, después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre. ¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen María!

Por eso, su icono aparece en la portada del libro, pues ella es la puerta que nos abre a la suprema belleza de Dios.

8 / María, belleza de Dios y madre nuestra

Este libro quiere contemplar los rasgos de su hermosura como mujer virgen, Madre de Dios y nuestra, tal como la han retratado las estrofas y versos de los mejores poemas españoles del siglo XX.

1. Historia del icono Recordar brevemente la historia de este icono constituye una elocuente glosa de su título. La Virgen Hodigitria, o la que muestra el camino, ha hecho honor a su nombre; no ha dejado de caminar de una parte a otra, obligada por diversos avatares. Como si el icono no fuese sino un símbolo fiel de todo discípulo de Jesús, que debe huir de ciudad en ciudad a causa de la persecución, cumpliendo así la palabra del Evangelio (Mt 9,23). El icono fue pintado por un artista griego y pertenece al arte bizantino de la época macedonia. El cuadro fue donado como generoso regalo de la Iglesia de Constantinopla a la hermana Iglesia de Rusia, hacia 1113. Desde ese momento, cada movimiento del icono ha sido registrado puntualmente. Permaneció en Kiev hasta que la ciudad fue destruida por la Horda Dorada. En 1155 fue transportado desde Kiev hacia el norte de Rusia, a Vladimir (de ahí el nombre por el que se le conoce habitualmente). Es célebre por sus intervenciones milagrosas; ha salido indemne de muchos incendios e intentos de destrucción por parte de los tártaros. En 1395 fue llevado, por fin, a Moscú. Ha estado presente en todos los acontecimientos importantes de la nación, como un verdadero tesoro sagrado de la gran madre rusa. Actualmente, el icono se encuentra en el Museo Tretyakov de Moscú. No hay nada comparable a su visión in situ. Afirman quienes han tenido esa fortuna que su contemplación es un anticipo del cielo y que jamás podrán olvidar la hondura de esos ojos de María. En una ocasión reciente fue sacado, durante la crisis nacional de 1993, por el patriarca de la Iglesia ortodoxa rusa Alexei para bendecir la ciudad.

Comentario al icono de la Virgen de Vladimir / 9

2. Visión de conjunto En esta imagen confluyen dos tipos iconográficos: Hodigitria y Eleusa. Conforme al modelo pictórico Hodigitria, María es representada en posición frontal. Con un brazo sostiene a Jesús y con el otro le señala indicando gráficamente con su gesto: «El es el camino». El significado de la palabra griega Hodigitria es «la que muestra el camino». La Virgen Hodigitria es considerada patrona de los artistas de iconos. El acento del gesto de María recae, pues, directamente sobre Jesús, a quien se dirige, recalcando su divinidad. Los fieles suelen rezar delante de su imagen una estrofa extraída del oficio votivo de la Virgen: «Enmudezcan los labios de los impíos, que no se postran ante tu venerada imagen Hodigitria, pintada por el santo apóstol Lucas»1. El otro tipo es Eleusa. Esta palabra griega –adjetivo proveniente del verbo eleoo– significa «la tierna, compasiva, misericordiosa». Este icono pone de relieve el afecto que une a la madre y al hijo: ternura recíproca, proximidad de la mutua presencia, subrayando la humanidad de Jesús. También este modelo pictórico Eleusa se atribuye a san Lucas. Dos iglesias de Constantinopla le estaban consagradas. Nuestro icono ha fundido genialmente la tipología de ambos modelos. Une la humanidad de Jesús con su divinidad; la maternidad de María, que adora a su Hijo, con el tierno cariño que le profesa. El pintor ha realizado un doble prodigio. Ha creado una obra de arte insuperable –como es unánimemente considerado por la Iglesia rusa– y ha hecho una elocuente pieza que constituye toda una ofrenda de nuestra profesión de fe. La imagen invita a todo creyente que la contempla a adorar a Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, nacido de María Virgen. Incluso en el Museo Tretyakov, en donde hoy día se encuentra, es frecuente el espectáculo de personas orando, de

1

Texto tomado del oficio Paraklisis, cf. Horologion, Roma 1937, 919.

10 / María, belleza de Dios y madre nuestra

pie o de rodillas, ante la venerada imagen, que tanto ha padecido en su peregrinación 2.

3. La belleza espiritual de María y el Niño La composición posee forma de triángulo –enmarcado por las figuras de María y el Niño–, que se dibuja sobre un rectángulo. El vértice del triángulo lo ocupa la cabeza de la Virgen, y los dos lados lo forman la caída de sus hombros; la base está ocupada por la presencia conjunta del Niño con la Madre. El símbolo es claramente alusivo: posee su explicación, que nos viene dada conforme a la convención de los iconos. Quiere decirse que la Trinidad está presente y actúa. Toda la belleza de María se explica como una participación en la gracia de Dios Trino y Uno. Nos quedamos literalmente asombrados ante la hermosura de la Virgen. Un profundo texto de G. Palamas describe, como esclarecedor comentario, su sin par prodigio: Queriendo crear una imagen de la belleza absoluta y manifestar claramente a los ángeles y a los hombres el poder de su arte, Dios ha hecho verdaderamente a María toda bella. Ha reunido en ella las bellezas particulares distribuidas a las otras criaturas y la ha constituido común ornamento de todos los seres visibles e invisibles; o mejor, ha hecho de ella una síntesis de todas las perfecciones divinas, angélicas y humanas, una belleza sublime que embellece los dos mundos, que se eleva sobre la tierra hasta el cielo y que sobrepasa incluso este último3.

Se ha afirmado por parte de uno de los mejores conocedores del mundo de los iconos: Nuestro icono representa una de las cumbres del arte iconográfico por su sublime perfección y por una tal pureza de estilo que no se puede imaginar nada que pueda sobrepasarlo4.

Nos llama la atención el tratamiento aplicado tanto a la Madre como al Niño. La Virgen se encuentra en el polo Cf. J. Forest, Orar con los iconos, Santander 2002, 144. In Dormitionem; PG 151, 468ab. 4 P. Evdokimov, L’art de l’icône. Théologie de la béauté, París 1972, 221. 2 3

Comentario al icono de la Virgen de Vladimir / 11

opuesto del tipo de Virgen preconizado por nuestro arte occidental, que tanto insiste en el realismo anatómico, y acentúa la belleza terrestre por medio de la exhibición de facciones muy acusadas de humanidad. Esta Virgen, en cambio, aparece provista de rasgos espirituales, aunque no descarnados; representa ya una criatura totalmente deificada, investida de majestad y de una humanidad enaltecida. Al mismo tiempo, el Niño no refleja ciertamente la imagen del Bambino Gesù, de dulce mirada y cuerpo «chiquito» que suele acompañar con su ingenuidad a la Madonna. No sabemos el nombre del autor. El icono no regoge su firma. En realidad, ningún icono lo hace; el nombre queda diluido en la obra: el personaje se funde entre las líneas y colores, formando parte intrínseca ya de la representación. Sólo aparecen unas pocas letras, milagrosamente legibles en medio del evidente deterioro de las manchas rojizas y amarillas del contorno. Las letras superiores están a ambos lados de la cabeza de la Virgen. Son las iniciales de dos palabras: Meter Theou, a saber, Madre de Dios. Es el título principal de María y la fuente de todos sus privilegios, la causa de su belleza. Para hacerla digna Madre de su Hijo, el Padre la ha colmado de toda gracia y hermosura. Ser Madre de Dios, tal como la declaró el Concilio de Éfeso, es la más sublime diadema que puede portar María. Las otras letras se sitúan junto a la cabeza del Niño. Leemos las letras primeras de la expresión Iesous Khristos: Jesucristo. Es un título neotestamentario y litúrgico y hace referencia no ya a un niño pequeño, sino a quien ha realizado el misterio íntegro de su vida, el que ha muerto y resucitado. La Iglesia así lo confiesa en su fe y adoración.

4. Contemplación de los primeros planos 4.1. María María está recogida por un manto: el famoso maphorion, una especie de velo, que le cubre la cabeza y los hombros. El maphorion es la prenda que se ve con mayor frecuencia en los iconos de la Virgen. Está ornado, como en este caso,

12 / María, belleza de Dios y madre nuestra

por galones o franjas de oro a manera de dorados colgantes bajo los hombros. Su cabeza está rodeada por un velo (Pokrov). Una cenefa dorada circunvala su rostro, destacándolo. En la tradición oriental se cree que el maphorion era una de las reliquias que había dejado la Virgen en la tierra. Fue llevado desde Jerusalén, custodiado y venerado en el santuario más célebre de Constantinopla, el santuario de las Blanquernas. Hay tres estrellas. Dos son visibles: brillan en su frente y en su hombro. La otra se encuentra tapada por la presencia del Niño. Las estrellas son el signo dogmático de su virginidad perpetua5. Son tres estrellas que acentúan los tres momentos de su virginidad. María fue virgen antes del parto, durante el parto y después del parto de Jesús. También son una señal evocadora de la Santísima Trinidad. Una representa al Padre, otra al Espíritu, y la que no se ve –porque la oculta el cuerpo del Niño– es Jesucristo. Aunque en realidad no la tapa, pues él mismo es una estrella. Así lo declara en el libro del Apocalipsis: «Yo soy la estrella radiante de la mañana» (Ap 22,16). Nos llama la atención de forma muy poderosa la cabeza de María. Nos atrae. Nos reclama: está pletórica de misteriosa hermosura. Veamos de cerca sus facciones: el rostro es alargado, su nariz larga y prominente, la boca delgada y pequeña. El lector puede comprobar que estos rasgos no están de acuerdo con el canon de belleza de nuestra cultura occidental: la nariz aguda y aguileña de María, esa boca tan exigua... La cabeza se concentra en su rostro. Pero éste es algo más que la suma de sus facciones. Suele decirse que es el espejo del alma. En este rostro se refleja la hermosura de Dios. Un lago limpio refleja el cielo. María es lago limpio a los ojos de Dios. Como un lago reverbera la luz y el cielo, así María refleja el cielo luminoso de Dios. María es hermosa porque Dios así la ha hecho. Pero su belleza no perturba, sino que pacifica; no es deslumbrante, sino recatada. Quien contempla el icono tiene que rendirse a esta evidencia y consentir en esta belleza interior, que le brota 5

P. Evdokimov, L’art de l’icône. Théologie de la béauté..., 220.

Comentario al icono de la Virgen de Vladimir / 13

desde dentro, desde lo más hondo de su alma, habitada por Dios. Como un espejo sin manchas o un lago sereno, así es el rostro de María. No vemos un rostro solo, sino acompañado junto a otro; son dos caras unidas, la de una madre y su hijo; se dan calor, se contagian de amor («El niño mira a su madre / con los ojillos del alma...»). Más adelante contemplaremos despacio el milagro de esos dos rostros juntos. Ahora seguimos atendiendo al rostro de María. En su cara destacan sus dos ojos: inmensos, rasgados, palpitantes de vida. En el vestido o manto de María hay dos estrellas. Podemos afirmar –o evocar– que esas dos estrellas se han cuajado en los ojos de María, que las auténticas estrellas son sus ojos. La nota dominante emergente del rostro de María y que se impone a quien lo contempla es la paz serena de esos misteriosos ojos. Inmediatamente percibimos que estos ojos nos miran. Desde el primer momento nos están contemplando. ¿Qué dicen estos ojos silentes? No están mudos. No son dos piezas gélidas de negro carbón o azabache; comunican, conversan con nosotros. Como son tan hondos, nos hablan desde la profundidad y se dirigen a nuestra alma. Nos hablan de la infinita belleza divina. Dios ha mirado a María y la ha hecho hermosa. Los poetas suelen decir que los ojos son como dos pozos. En ellos se refleja el cielo estrellado. El cielo que es firmamento. Un firmamento algo inquebrantable y que permanece para siempre: la ternura infinita. Dios ha concentrado la compasión de su mirada en esos dos ojos de María. Por eso el icono es llamado con acierto «la Virgen de la ternura». Son ojos de alguien que ha sufrido, manifiestan una pena incontenible: la propia de la Virgen del Viernes Santo, que ha asistido a la pasión de su Hijo y lo ha contemplado moribundo y muerto en la cruz. Esa mirada está acrisolada por el sufrimiento. Se sabe que este icono procesionaba por las calles de Moscú en la tarde del Viernes Santo. Como la Virgen ha pasado por la prueba del dolor y conoce el tamaño y la dureza de la espada, que le profetizó Simeón, y que le ha atra-

14 / María, belleza de Dios y madre nuestra

vesado el alma, puede mirar con misericordia nuestra propia pena. Es experta y maestra: sabe de dolores. Es toda ella madre compasiva. Sus ojos muestran una densa aflicción. ¿Cómo no dejarse mirar, acompañar y consolar por esos ojos misericordiosos de María, nuestra Madre? H. J. M. Nouwen también contempló arrebatado este icono, y quedó prendado –él mismo lo confiesa– de los ojos de María. Escribió con acierto: «Sus ojos miran a la vez hacia dentro y hacia afuera. Hacia dentro miran al corazón de Dios y hacia afuera al corazón del mundo... Los ojos de la Virgen no son curiosos, investigadores, ni siquiera comprensivos: sus ojos nos revelan nuestro propio ser»6. Nos invitan a acercarnos a Jesús. Mas sus ojos se alargan. Obsérvese qué prolongado es el arco de las cejas y qué dilatada su pupila. Quieren mirar a todos sus hijos, sin que ninguno solo se extravíe por los oscuros rincones. Estos ojos nos hablan también con sus manos, se prolongan en sus dos manos. La mano derecha sostiene a Jesús. Pero si uno se fija con atención, más que sostenerlo, lo que hace la Virgen es auparlo. Su mano derecha –abierta desde el pulgar hasta los otros cuatro dedos, en forma de cuna– es como un trono para que su Hijo se asiente. María es, en efecto, trono de la Sabiduría. En ella reposa y descansa su Hijo, la Sabiduría de Dios. Lleva a su Hijo como un estandarte de gloria, lo porta como quien carga ufano un trofeo. El orgullo de una madre es su hijo. Para María no existe más gloria que Jesús, su Hijo. Por eso lo alza como un triunfo. María enarbola el tesoro de su Hijo, que es su bandera de victoria. También su mano se asemeja a un cáliz, debido a la forma que adopta y a la abertura con que se dilata. María es un cáliz completo para su Hijo: en donde ha fermentado el mejor vino, donde se consagra el vino alegre y amargo de la pasión de su Hijo, y que ella ahora ofrece como bebida que da la vida eterna a toda la humanidad.

6

38.42

Henri J. M. Nouwen, La belleza del Señor. Rezar con los iconos, Madrid 1988,

Comentario al icono de la Virgen de Vladimir / 15

Con la mano izquierda señala. Los cinco dedos como cinco flechas apuntan hacia su Hijo. Esta mano ocupa el centro del icono. María no es sino una flecha lanzada hacia el blanco de Jesús. Es su dirección personal. María nos devuelve a su Hijo. Nos dice que después de mirarla a ella, y ver en ella el primor de la gracia de Dios, es preciso mirar a su Hijo. Con este gesto reproduce lo que hizo en Caná y no ha dejado de realizar, señalar a Jesús: «Lo que él os diga, eso haced» (Jn 2,5). Representa la esencial función que desempeña en la historia de la salvación: ser mediadora entre la humanidad y su Hijo. Esta mano ocupa el centro del icono y expresa su mensaje. María proclama la grandeza del Señor y exulta en Dios (Lc 1,46). Toda ella es una invitación, ¡tan discreta!, sin forzar ni violentar nunca –tal como suelen hacer las madres– para que nos acerquemos a su Hijo. María siempre remite a Jesús. Desde que Dios la creó sin mancha, porque iba ser la madre de su Hijo, hasta ahora que está en el cielo, velando por los hermanos de su Hijo, no ha dejado nunca de mirar al Hijo de su corazón: Jesús. Ella es discípula de su Hijo: lo sigue como a su Maestro, lo adora como a Dios, lo quiere como a Hijo. Toda su existencia no tiene sentido sino en Jesús. Por eso lo señala y destaca. Observe el lector qué delicadeza en la mano de María, mostrando a su Hijo. 4.2. El Niño o el prodigio del icono ¿Quién aparece en el regazo de María? A primera vista, se trata del Niño Jesús. En efecto, en sintonía con toda la tradición evangélica y pictórica, hay que afirmar que es Jesús, su Hijo. María lo lleva entre sus brazos. ¿Cómo iba a decirse de otra manera, cuando existe toda una maravillosa pléyade del arte religioso que puebla nuestras iglesias y santuarios? ¡Tantos cuadros con la Virgen y el Niño nos contemplan! Pero observamos en este niño una sorprendente metamorfosis. Su figura no es la habitual de un niño pequeño. Sus proporciones se encumbran. Adquiere una magnitud insospechada. Asemeja una figura imponente. Parece una columna o una roca dorada, o una inmensa llama de fuego. Es decididamente

16 / María, belleza de Dios y madre nuestra

alguien grande. En el arte del icono, la figura del niño se transfigura en la de Jesús adulto. Sus vestiduras no son los acostumbrados pañales de un niño, sino que porta una túnica (hymation) dorada, propia de un sumo sacerdote. También lleva cinturón de oro en su talle. El libro del Apocalipsis aplica esta típica indumentaria a Cristo, como sumo sacerdote (Ap 1,13). El niño no se queda convertido en un perpetuo infante, sino que representa a Jesús, que crece, se desarrolla y pasa por la vida haciendo bien, que muere y resucita. Ahora lo vemos convertido en Señor de la vida, Jesucristo, tal como leíamos en aquellas letras iniciales que aparecían junto a su cabeza. Nosotros adoramos no a un niño, sino a Jesús muerto y resucitado, el que ha realizado su misterio pascual y que ahora vive gloriosamente. Este niño es imagen del Padre, sugerida en esa columna dorada, esa inmensa mole a la que se asemeja el ancho cuerpo de Jesús. Él lo ha dicho: «Quien me ve a mí ve al Padre» (Jn 14,9). Se cumple la palabra del profeta Isaías: «Nos ha nacido un niño, se nos ha dado un hijo que lleva sobre los hombros la soberanía, y que se llamará Consejero prudente, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de la paz» (Is 9,6). En ese niño descubrimos la presencia del Padre, que es Dios fuerte y Padre eterno. Seguimos contemplando y caemos en la cuenta de la desproporción del cuello. Es una hinchazón exagerada. Una garganta inmensa. No parece convenirle a un niño pequeño. Se nos está hablando con el símbolo del Espíritu Santo, que es la garganta de Dios –al modo de una bella sinécdoque–. Dios infunde su soplo vital, al comienzo de la historia, y crea al hombre (Gn 2,7). Cristo exhala el Espíritu Santo sobre sus discípulos reproduciendo el mismo gesto de Dios, soplando sobre ellos (Jn 20,22). Para mostrar la presencia del Espíritu Santo que Cristo nos comunica, el icono exagera de manera muy expresiva el cuello del niño, desde donde brota la brisa, la fuerza, el hálito del Espíritu. Asistimos a una prodigiosa metamorfosis. En ese niño pequeño se encuentra el misterio completo de Jesús: hijo de

Comentario al icono de la Virgen de Vladimir / 17

María, Cristo glorioso, Hijo e imagen del Padre, y donante del Espíritu Santo. El arte del icono, mediante su delicada sugerencia y sus rasgos alusivos, así nos lo muestra. 4.3. La Madre y el Niño cerca, o la Iglesia y Cristo juntos Cristo abraza a María. Admire el lector el movimiento. Con qué ímpetu se lanza todo su cuerpo sobre ella, con qué fuerza la rodea con su brazo izquierdo, como a la esposa del Cantar. Le mira a los ojos directamente y junta su cara a la cara de la Virgen. Ya sabemos de dónde brotan el misterioso brillo de los ojos de María, la hermosura de su rostro, la belleza de todo su ser. Vienen de su hijo Jesús, su Señor y su Rey, el más hermoso entre los hijos de los hombres, la plenitud de la divinidad hecha cuerpo. El Hijo la abraza entera, con suma delicadeza la rodea por el cuello; se enlaza a ella y la ciñe con ternura y calor, sin tregua, como si aconteciera una continua estación de los amores. La contempla arrebatado con sus dos ojos penetrantes, que clava como dos dardos en los ojos de su madre. Así la miró Dios desde el primer día que la creó; no ha dejado de mirarla y por eso ha hecho en ella maravillas. Asistimos a una profunda transformación. El rostro que vemos es el rostro de la Iglesia. Cristo se entrega a la Iglesia. Todo él se vuelca sobre toda ella: la ama, la alimenta con sus sacramentos, no cesa de mirarla y abrazarla, la quiere para sí santa y pura, sin mancha ni arruga. Se cumplen perfectamente las palabras de san Pablo: «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada» (Ef 5,25-27). Jesús exhala sobre la Iglesia su aliento más íntimo, en una continuada fiesta de Pentecostés: el don del Espíritu Santo. Acerca su cara a la cara de la Iglesia, la toca con ternura, la hace vivir, casi por ósmosis, en un sacramento de amor ininterrumpido.

18 / María, belleza de Dios y madre nuestra

La Iglesia nos sigue diciendo en qué fuentes tenemos que abrevar la verdadera belleza que no se marchita. María es imagen y prototipo de la Iglesia. Es madre del Señor, figura de la Iglesia. Virgen y Madre, tal como más adelante podremos ver. Tal es el prodigio del arte de este sublime icono. Quien lo contempla asiste a una profunda conversión. Entra en un dinamismo y en una corriente inimaginables: se deja transformar por el amor. También permite que la hermosura de Cristo le cambie y le impregne de su misma hermosura y belleza, que le comunique la revelación del Padre y le haga donación de su personal aliento, que es el Espíritu Santo.

Comentario poético al icono: La Madre y el Niño

El niño mira a su madre con los ojillos del alma. La madre le respondía con su corazón en ascuas: –Madre, déjame crecer como el sauce junto al agua, a tu orilla, por el aire, la luz de nieve en la rama. Madre, déjame apoyar mi cabeza en tu almohada, mis nubes en tus mejillas, mi corazón en tu llama. Su madre le respondía –la ternura enajenada–, derritiéndose sus ojos en miles de estrellas claras. –Cómo me llena, hijo mío, cuando te aprieto y me abrazas; eres mi tierno tesoro, la joya de mis entrañas. Tú eres mi mar y mi cielo, el balcón de mi mirada, partitura de mi risa, de mi silencio cantata.

20 / María, belleza de Dios y madre nuestra

El niño, siendo un lucero, se ha dormido en la mañana. Su madre le sonreía. Al amanecer, el alba... Tras la interpretación temática del icono, ahora se nos ofrece este comentario poético, asimismo elocuente. Este poema, tomado del libro La canción del Nacimiento7, es una glosa al célebre icono oriental de la Virgen de Vladimir o de la ternura. Si se me permite una pequeña confesión, he de decir que le tengo tanta gratitud como reconocimiento. El poema se me dio, como un regalo. Lo escribí, o me fue dictado al corazón, mientras miraba fijamente la imagen de la Virgen y el Niño. Toma su inspiración formal en el romancero tradicional, según la pauta de la canción popular. Su aportación no radica tanto en la forma del tema y la novedad del motivo, cuanto en el tono, el sentimiento y el modo de ser tratado. El romance despliega un entrañable coloquio, con alternancias respectivas entre las voces de los dos protagonistas: diálogo cordial entre la Madre y el Niño. El Niño aparece escondido, como en una maternidad de Picasso, replegado entre las líneas curvas de la Madre. Los cuatro primeros versos sirven de presentación. Se cruzan dos miradas. El niño mira a su madre con los ojillos del alma. La palabra ojillos se manifiesta como el típico diminutivo afectivo, que tanto gustaba a Fray Luis de Granada, y tal como justamente aparecen pintados en el icono. Es una mirada en donde el Niño se entrega por entero: los ojillos, más que de la cara, son del alma. La madre le contesta asimismo desde dentro, con un corazón tan ansioso que arde en ascuas. Corazón inflamado. Los ojos del niño susurran; los ojos de la madre exclaman. En este cruce y choque de miradas interiores, se produce un relámpago, un diálogo apasionado. Ambos anhelan fundirse en el fuego de la mutua compenetración amorosa. 7

Francisco Contreras Molina, La canción del Nacimiento, Madrid 21993, 53.

Comentario poético al icono: La Madre y el Niño / 21

El niño pide crecer como árbol junto a tu orilla. Nos vienen al recuerdo, como ecos de la fecundidad, algunas remembranzas bíblicas. La afirmación del salmo primero: «Como un árbol plantado junto a corrientes de agua» (verso 3). También retenemos la observación del evangelio: Jesús niño crecía en sabiduría, edad y gracia ante Dios y los hombres (Lc 2,52). Se acude a la geografía granadina, para que surta con limpias estampas que logren evocar el milagro de la vida: el agua, el aire, la luz, la nieve, la alta rama. Son imágenes trascendidas: el agua se convierte en luz, y la luz es vida de los hombres. El sauce se engalana en su rama con el fruto de nieve, como Granada se corona por Sierra Nevada. Todas estas realidades no son lejanas ni ajenas; están delimitadas y próximas. Quiere el Niño crecer a tu orilla: siempre junto a su madre, a la vera de su corazón. Mas no sólo anhela crecer junto a su madre, sino en intimidad con ella, en profunda simbiosis de cariño. No quiere dejar nunca de ser hijo de su madre María. Por eso la invoca por su nombre y le suplica: Madre, déjame apoyar mi cabeza en tu almohada, mis nubes en tus mejillas, mi corazón en tu llama. Le pide apoyar la cabeza en su almohada, que es su blando pecho de madre, en donde puede descansar. También implora que sus nubes –o preocupaciones, anhelos...– reposen, tal como aparece en el icono, en sus hermosas mejillas, en un contacto cálido. Y, por fin, suplica que su corazón de hijo se queme en la misma llama en que arde el corazón de su madre. Busca la fusión en el amor, arder los dos en un mismo fuego, consumirse. Viene ahora la respuesta de la Madre. Pero María casi no puede contestar. La ternura que siente por su hijo la ha dejado fuera de sí, enajenada, loca de amor. Apenas puede mirar a su hijo, porque sus ojos se derriten en miles de estrellas claras: la Virgen está llorando por su hijo.

22 / María, belleza de Dios y madre nuestra

Las estrellas claras son miles, son inmensas las lágrimas que vierte: la tremenda alegría y también el hondísimo dolor que experimenta mirando a su niño. Para una madre, un hijo constituye lo más grande y hermoso del mundo entero. Esto lo conoce muy bien cualquier madre por la sabiduría de su instinto, por la voz de la sangre, pero hay que decirlo con palabras. Obsérvese, en este contexto, qué calidad de requiebros pronuncia María para invocar a su niño. Sólo un corazón tan prendado y prendido de su hijo podía inventar tales piropos. Lo que más le embarga y llena es tenerlo, sentirlo tan cerca y tan adentro. El niño la aprieta en su cariño, ella le abraza con su amor: Cómo me llena, hijo mío, cuando te aprieto y me abrazas. Jesús es para ella un tesoro ni frío ni deslumbrante, sino tierno, y es la joya que le ha brotado dentro, el fruto viviente de sus entrañas. Sigue pronunciando la Virgen más requiebros. En enumeración polar –figura que abarca y condensa toda la realidad– le dice que es su mar y su cielo: su hijo es todo para ella. Se abre a la panorámica del paisaje, la madre ya no ve sino por los ojos de su hijo, y le llama el balcón de mi mirada. El niño se le aparece, tal como reza el célebre verso de san Juan de la Cruz, como música callada. Se transforma íntimamente, con más atrevida metáfora, en partitura de mi risa. Es, por fin, silencio o quietud que se torna cantata. Cuando la Virgen calla, el niño canta. Deja de hablar para que él hable. El silencio de la madre es la palabra o la música del hijo. María ya no va a hablar más. Todo el universo se concentra en su hijo. Es ya –como brevemente se ha señalado– el balcón desde donde mira al mundo, la letra y partitura de su risa, el canto de su feliz silencio (oxímoron). En la fusión con su hijo, la madre se complace y se extasía hasta el colmo de la dicha suprema. De nuevo escuchamos: Cómo me llena, hijo mío, cuando te aprieto y me abrazas.

Comentario poético al icono: La Madre y el Niño / 23

Llegamos a los últimos versos del romance. Ese niño, dormido en la mañana, es un lucero. ¿No recuerda el verso el niño siendo un lucero a éste del antiguo romance –siglo XVII– del ciego y las naranjas el niño como era niño? Este Niño es ahora un lucero, es la luz. Merced a esta nueva «luz», el poema queda transfigurado, contemplado desde otra perspectiva cabal. El romance se trasciende a sí mismo. Nos depara una grata e inesperada sorpresa. El Niño ya no es sólo aquel niño de Belén, el divino infante, sino que asume, por el poder evocador de la recreación poética, una nueva silueta y una condición de gloria. El lector creyente, conocedor de la experiencia evangélica y litúrgica, sabe que Cristo es el lucero de la mañana. De hecho, se ha convertido en lucero radiante de la mañana por el misterio de su resurrección. El poema insiste triplemente en la mención de ese tiempo señalado: la mañana, el amanecer, el alba (versos 26.28). ¿En qué otra mañana podría pensar su madre (de ahí esa sonrisa permanente de sus labios, que ya nunca se plegará), sino en la mañana de Pascua, cuando su Hijo resucitó de la muerte y se hizo luz de la vida y lucero del mundo? Esta interpretación encuentra su apoyatura en la misma sagrada Escritura. Cristo resucitado se autopresenta en el libro del Apocalipsis como «el lucero radiante de la mañana» (Ap 22,16). Esta hermosa denominación de Jesucristo se relaciona con el hecho de su resurrección, pues alude a la mañana de Pascua. El evangelio lo afirma categóricamente: «Jesús resucitó en la mañana del primer día de la semana» (Mc 16,2.9). Pueden leerse todos los relatos de la resurrección en los evangelios sinópticos, en donde se precisan el tiempo y las circunstancias; señalan de forma unánime el tiempo de la resurrección: era por la mañana, al alborear: Mt 28; Mc 16,2.9; Lc 24,1. María tiene ya en sus brazos a su hijo resucitado, al Jesús de la Pascua. Y el hijo la consuela con el poder de su gloria eterna y divina. El misterio, ya admirablemente realizado entre el Niño y la Virgen, entre Cristo y su Madre, reclama ser continuado y vivido por el lector cristiano.

24 / María, belleza de Dios y madre nuestra

Este poema no tiene final, sino puntos suspensivos: no termina ni se acaba. ¿Puede acaso acabarse una mañana que no hace sino empezar? El poema queda abierto, como el amanecer de un nuevo día, en la claridad total: al amanecer, el alba... Cada lector puede leer de nuevo el poema y, en cada ocasión, adoptar un nuevo registro y una inédita experiencia. Cabe hacer una lectura teniendo como protagonistas a Jesús niño y a su madre María. Los interlocutores pueden ser también Cristo resucitado y la Iglesia madre. Se nos invita a cada uno de nosotros a acercarnos con corazón de niño y a encontrarnos felizmente como un hijo en brazos de María, nuestra madre. Este diálogo mantiene su gradación ascendente. Por dos veces la madre contesta y asiente a las palabras de su hijo: «La madre le respondía» (versos 3.13). A la tercera vez ya no se repite la misma frase, sino otra, aún más entrañable: «Su madre le sonreía». Jesús, su hijo resucitado, le otorga una alegría que ya nadie podrá arrebatarle. «Volveré a veros y ya nadie os quitará vuestra alegría», había prometido el Señor a sus discípulos (Jn 16,22). Por eso, cuando lo ven resucitado, se llenan de alegría (Jn 20,20). Cada lector, cada nuevo hijo o nueva hija que lee el poema, debe acercarse a María, dejarse mirar y querer por ella. Va a ser causa de su gozo: acrecentará su perenne alegría como madre feliz ya de todos sus hijos.

Presentación

1. El poeta deja hablar al corazón en su propio lenguaje Es preciso dar gracias a Dios porque existen los poetas: «Sin los poetas nadie habría descubierto y comprendido esta misteriosa maravilla que es María»8. María encarna la belleza, más allá de las líneas de una anatomía concreta, más adentro de los sutiles rasgos de un canon estético prefijado. Es la llena de gracia, la favorecida. Ha sabido responder, rendirse a Dios con íntegra disponibilidad, para que la belleza divina no encontrara rémora ni resistencia, sino acatamiento y entera acogida. Cada uno de nosotros es hijo de María, y María es nuestra madre. ¡Feliz tautología que es preciso repetir muchas veces, inacabablemente, para ahondar en ella sin cansarse y poder saborearla con fruición! Me quedo prendado –al igual que tú, lector– cuando voy leyendo o paseando por los pasajes de la Biblia y de la poesía; cuando contemplo con los ojos del alma cómo es el corazón de nuestra madre. Corazón grande y pequeño al mismo tiempo. Grande, porque se ha abierto de par en par a Dios, quien la ha colmado con su gracia desmedida. Pequeño, porque es humilde –sin dobleces ni recovecos, transparente–, pues cabe entero en la mano acogedora de Dios. ¿Cómo podría relatar la belleza de María? ¿Se atrevería acaso algún hijo a referir la hermosura de su madre de la tierra? ¿No se dejaría llevar por la exageración, por la alabanza excesiva del amor que todo lo magnifica sin tasa?

8

D. M. Turoldo, Poi l´angelo cantò la melodia, Vicenza 1986, 6.

26 / María, belleza de Dios y madre nuestra

Pero leyendo el evangelio, los poemas..., se descubren rasgos tan llamativos que resultan más atrayentes paradójicamente por ser tan recatados. La belleza es lo que nos atrae y solicita. Siempre es llamativa. Lo bello se dice en griego kalos. Y llamar se dice kaleo. Se trata de algo más que de una paranomasia o juego de palabras. Lo bello es lo que nos llama irresistiblemente. La auténtica belleza no puede menos de atraer la inquietud de unos ojos que se abren limpiamente y miran con ansia. El corazón humano, que tiene hambre y sed, no ceja de latir hasta encontrar la fuente de hermosura que no se marchita. La belleza de María es reflejo de la gracia de Dios que la inunda, haciéndola madre de Jesucristo y, también, madre nuestra. Su hermosura nos conduce de la mano hasta Dios. Admiro a María, nuestra madre –cada vez más–, porque es flor humilde a ras de tierra humana, no rosa de esplendor deslumbrante que se pregona en la alta rama. Hay que contemplarla con delicada atención y cuidado para percatarse de su belleza escondida.

2. La belleza de María es «más joven que el pecado» La única belleza que salva al mundo es la belleza de Dios. Y Dios ha hecho a María totalmente hermosa, sin sombra alguna. En María se espejan, como en una limpia corriente, la bondad y el amor divinos. La contemplamos. Nos sentimos seducidos por su belleza, al mismo tiempo virginal y maternal. Es la obra primorosa de arte de Dios, el prototipo de lo que el Creador puede hacer en su criatura humana cuando no opone resistencia al poder de su gracia. María es el milagro operado en el sometimiento total a la bondad de Dios. El pecado mancilla la imagen de la belleza, la oculta y desfigura, la convierte en opaca y tenebrosa. María es sin pecado, sin mancha, inmaculada: la Purísima. La belleza de María es «más joven que el pecado». La afirmación está entresacada de Diario de un cura rural, de G. Bernanos, uno de mis autores favoritos y un libro, también, de mi mayor estima. La escena presenta un diálogo mantenido en el presbiterio entre dos sacerdotes, el cura de Torcy y

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un cura rural, protagonista de la novela, quien se encuentra enfermo y decrépito. Aquél le hace una revelación, una de las más hermosas descripciones que se han escrito en la literatura y la teología de todos los tiempos sobre María, ¡tal es el cariño y la devoción que personalmente profeso a estas líneas que vienen a continuación! La Virgen Santa no ha tenido ni triunfos ni milagros. Su Hijo no permitió que la gloria humana la rozara siquiera. Nadie ha vivido, ha sufrido y ha muerto con tanta sencillez y en una ignorancia tan profunda de su propia dignidad, de una dignidad que, sin embargo, la pone muy por encima de los ángeles. Ella nació también sin pecado... ¡qué extraña soledad! Un arroyuelo tan puro, tan limpio que ella no pudo ver reflejada en él su propia imagen, hecha para la sola alegría de Dios Padre –¡oh soledad sagrada!–... Los antiguos demonios familiares del hombre, dueños y servidores al mismo tiempo, los terribles patriarcas que guiaron los primeros pasos de Adán en el umbral del mundo maldito, la Astucia y el Orgullo, contemplan desde lejos a esa criatura milagrosa que está fuera de su alcance, invulnerable y desarmada. Es verdad que nuestra pobre especie no vale mucho, pero la infancia emociona siempre sus entrañas y la ignorancia de los pequeños le hace bajar los ojos, esos ojos que conocen el bien y el mal, esos ojos que han visto tantas cosas. ¡Pero no es más que la ignorancia al fin y al cabo! La Virgen es la inocencia. Date cuenta de lo que nosotros somos para ella, nosotros, la raza humana. Ella detesta el pecado, naturalmente, pero no tiene de él ninguna experiencia, esa experiencia que ni siquiera les ha faltado a los más grandes santos, hasta al propio santo de Asís, con lo seráfico que fue. La mirada de la Virgen es la única verdaderamente infantil, la única mirada de niño que se ha dignado fijarse en nuestra vergüenza y en nuestra desgracia. Sí, hijo mío... Para rezar bien las oraciones que a ella dirigimos tenemos que sentir sobre nosotros esa mirada que no es del todo la de la inocencia –pues la inocencia va siempre acompañada, siempre, de alguna amarga experiencia–, sino de tierna compasión, de sorpresa dolorosa, de no sabemos qué sentimientos, una mirada inconcebible, inexpresable, que nos la muestra más joven que el pecado, más joven que la raza de la que ella es originaria y, aunque Madre por la gracia, Madre de las gracias, la más joven del género humano9.

Ante esta belleza hay que tener la valentía de dar rienda suelta a nuestros sentimientos y dejar libre el corazón iluminado por la fe, como los hijos suelen hacer con su madre. En 9

G. Bernanos, Diario de un cura rural, Barcelona 1951, 202.

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gozosa contemplación, según nos recuerda este poema La Vierge à Midi. Paul Claudel (1865-1955) era un joven poeta francés, rebelde, ávido de sensaciones de todo tipo. No tenía fe. Una tarde, justamente el 25 de diciembre de 1886, entró en la catedral de Nuestra Señora de París. Era hacia el rezo de vísperas. Cuando se interpretaba el canto del Magníficat, ocurrió algo inesperado. He aquí el relato de aquel hecho, referido con sus mismas palabras estremecidas: Sucedió un acontecimiento que domina toda mi vida. En un instante, mi corazón fue tocado y creí [En un instant mon coeur fut touché et je crus]. Creí con una fuerza de adhesión tan grande, con una elevación de todo mi ser, con una convicción tan poderosa, con una certidumbre que no dejaba lugar a ninguna especie de duda que, desde entonces, ningún razonamiento, ninguna circunstancia de mi vida agitada, han podido sacudir mi fe. De manera imprevista, tuve el sentimiento lacerante de la inocencia, de la eterna infancia de Dios: una revelación inefable10.

Escuchamos un canto de sentida sencillez a María –nuestro Magníficat–, hacemos nuestras las palabras del poeta Paul Claudel, dejamos la palabra al corazón y damos gracias porque María existe: es la Madre de Jesucristo y, siendo la Madre de Jesucristo, se convierte también en nuestra propia madre: Las doce. Mediodía. Está la iglesia abierta. Necesito entrar. Madre de Jesucristo, yo no vengo a rezar. No te vengo a ofrecer ni a pedir nada. Vengo sólo a mirarte, Madre; a mirarte, llorar de gozo..., y saber que soy tu hijo, que tú estás ahí. Sólo por un momento, cuando todo se para a mediodía, estar contigo aquí donde tú estás y, sin decir nada, mirar tu rostro, dejar en su lenguaje cantar el corazón, sin decir nada, sólo cantar, porque rebosa... Porque tú estás ahí por siempre, simplemente porque tú eres María, simplemente porque tú existes, Madre de Jesucristo, ¡gracias!11 10 11

P. Claudel, Ma conversion, en Oeuvres en Prose, París 1965, 1009. B. Guégan, Le livre de la Vierge, París 1961, 168.

Presentación / 29

Permíteme confesar, en tono sincero de confianza, hermano lector –pues tanto tú como yo somos hijos de María–, que, gracias a la providencia, me vivo también públicamente mariano; dentro de la Iglesia me llamo por vocación «hijo del Inmaculado Corazón de María». Soy por mi trabajo profesor de Sagrada Escritura y, por innata inclinación, lector ferviente del Evangelio y de la poesía. Me siento trabajador del verso bíblico y poemático. En esta comunión íntima me esmero por descubrir en las palabras reveladas el rostro de nuestra madre, esas facciones únicas y verdaderas, que súbitamente reconocemos desde nuestro instinto de hijos que nunca nos engaña. ¿Cuál es mi precisa tarea en estos momentos: ser exegeta o ser poeta? Tengo dos manos para trabajar: la Biblia y la poesía. ¿Cuál de esas dos manos debería cercenar, cuántos de mis diez dedos cortar? Me siento intérprete y poeta al mismo tiempo. Ahora soy poeta ante la palabra revelada de la Biblia, y también soy biblista frente a la palabra emocionada que es la poesía consagrada a María. Trabajemos con las dos manos, sin distracción ni olvido; avancemos con los dos pies por esta senda. Con estas manos, con estos pies, con estos ojos y con este corazón de hijo laboro, camino, contemplo y me esmero por descubrir en los versos del evangelio y de la poesía, los destellos y los brillos..., las voces y los ecos, el alba de oro de la Anunciación y el ocaso de sangre del Calvario... cuantas huellas, en fin, palpitan por la hermosura que ha dejado en nuestro mundo el paso humilde de María, Madre de Dios y madre nuestra.

PRIMERA PARTE

Una amplia introducción

Una amplia introducción

1. El camino de la belleza (via pulchritudinis) para llegar a María La teología ha padecido la amputación estética. El exclusivo interés por el conocimiento de la verdad ha apartado la mirada de la contemplación de la belleza. Como resultado lamentable, el campo de la teología ha quedado reducido y empobrecido. Algunos autores –más bien escasos, habría que precisar– han intentado en teología colmar ese vacío, causado por una deserción generalizada. Las obras de H. Urs von Balthasar y de P. Evdokimov se han esmerado por recuperar la belleza como lugar teológico en donde Dios se revela1. Este sentimiento de queja o elegía se aplica también, e incluso con tintes más acentuados, al campo de la mariología. Pocos autores han tratado de la belleza de María2. Basta acer1 H. Urs von Balthasar, Gloria. Una estética teológica, Madrid 1985. En siete densos volúmenes, el sabio autor –alguien que bien lo ha conocido ha comentado que representa el pensamiento más culto del siglo XX– intenta recuperar esta dimensión estética en una mirada colosal, una verdadera panorámica de la historia, que abarca el Antiguo y Nuevo Testamento, el campo de la teología de todos tiempos, en donde resuenan muchas voces (santos padres, poetas, dramaturgos de diversas latitudes, teólogos de distintos signos...); se ha llamado a su obra, con merecida razón, una teología «sinfónica». También resulta sumamente original la aportación de P. Evdokimov, Théologie de la béauté, París 1972. El autor pretende acercar hasta Dios a través del arte de la belleza, en concreto de los misteriosos iconos, con fecundas sugerencias de todo tipo, pues Dios se comunica en la belleza. El camino –de ida y vuelta– de la belleza es la manera concreta en que se nos muestra Dios; él nos ofrece toda la verdad revelada y el bien de la salvación. 2 Cf. S. de Fiores, Belleza. Nuevo diccionario de mariología, Madrid 1988, 290-300. Afortunadamente, esta laguna se va colmando poco a poco. En Italia se han celebrado tres recientes encuentros sobre nuestro tema: vía pulchritudinis y mariología. Han sido promovidos por la Asociación Mariológica Interdisciplinar Italiana (AMI). La vía pulchritudinis es el camino más adecuado para hacer resplandecer la verdad teológica. Véase amplia información en Marianum 161-162 (2002), 6325-635.

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carse a sus libros. La inmensa mayoría de los tratados de mariología, publicados recientemente en España ignoran esta dimensión3. La belleza de María –preciso es insistir en ello– no alude a sus rasgos físicos, sobre los que la Biblia guarda un cauto silencio. En contraste con tan prudente reserva, el interés por una detallada fotografía de su humana silueta no ha dejado de surgir como delirio en la mente e imaginación de algunos osados autores. Su belleza mira, ante todo, a la obra de la gracia de Dios, que en ella se ha desplegado libérrimamente, de tal modo que la convierte en Virgen-Madre del Hijo de Dios, Jesús, a quien ella acoge con toda humildad. Hay bellezas seductoras, que embelesan con dulces cantos de sirena, ante las que sucumben la fuerza de la dignidad y el ideal del compromiso y la fidelidad (de todo tipo), es decir, que matan y asesinan. Existen bellezas marcadas con el estigma de la marchitez ya en su misma raíz, que se corrompen como la flor del campo: «Toda carne es hierba, y todo su esplendor como flor del campo. La flor se marchita, se seca la hierba» (Is 40,6-7). R. Guillén ha dejado sentenciado el destino de la belleza terrenal: «Todo lo hermoso es triste mientras exista el tiempo». El tiempo cruel deteriora y aja las flores pasajeras de la belleza humana. El libro del Apocalipsis señala que una misteriosa mujer –dentro de la lectura eclesial hacemos clara referencia a María– aparece pisando la luna o que la luna está bajo sus

3 C. Pozo, María en la obra de la salvación, Madrid 1974; A. Müller, Reflexiones teológicas sobre María, madre de Jesús. La mariología en la perspectiva actual, Madrid 1985; Ph. Ferlay, María, madre de los hombres. Orar a María en la Iglesia, Santander 1987; L. Pinkus, El mito de María, Bilbao 1987; A. González Dorado, De María conquistadora a María liberadora. Mariología popular latinoamericana, Santander 1988; Cristo Rey García Paredes, María en la Comunidad del Reino. Síntesis de mariología, Madrid 1988; X. Pikaza, La madre de Jesús. Introducción a la mariología, Salamanca 1989; A. Mª Calero, María en el misterio de Cristo y de la Iglesia, Madrid 1990; A. Maggi, Nuestra Señora de los herejes. María y Nazaret, Córdoba 1987; J. Espeja, María, símbolo del pueblo, Salamanca 1990; M. Navarro, Espiritualidad mariana del Antiguo Testamento, Madrid 1992; A. Aparicio, Las primeras generaciones cristianas hablan de María, Madrid 1994; Cristo Rey García Paredes, Mariología, Madrid 1995; D. Fernández, María en la historia de la salvación. Ensayo de una mariología narrativa, Madrid 1999. Para cerciorarse de la grave magnitud de este silencio y otras ulteriores reflexiones puede leerse con provecho el denso artículo de I. Murillo, «El camino de la belleza en mariología»: Ephemerides Mariologicae, XLV (1995), 193-206.

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pies (Ap 12,1). Tener algo o alguien «bajo los pies» indica –tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento (Sal 8,7; Mal 3,21; 4,3; Mt 22,44; Heb 2,8)– el dominio absoluto. No sólo asume una significación locativa «debajo», sino que expresa figurativamente una actitud de acatamiento4. La luna queda sometida por entero a la mujer. Hay que añadir que la luna desempeñaba la función de regular y determinar el tiempo, la sucesión de los meses y las estaciones5. Esta mujer posee poder omnímodo sobre la luna, es decir, sobre el tiempo. Ya no queda sometida ni a su devastación ni a su transitoriedad. Vive en una situación semejante de gloria a la descrita en la nueva Jerusalén, donde no existe la luna, porque el brillo lunar ha palidecido frente al resplandor de Dios y del Cordero (Ap 21,23)6. Según el libro del Apocalipsis, María es perpetuamente joven: no hacen en ella grietas irreparables las arrugas del tiempo. Está enaltecida en el estado más glorioso que imaginar se pueda: participa ya de la belleza y de la vida eterna de Dios. La senda de la belleza (via pulchritudinis) no representa una vereda ignota ni escarpada, no supone menor calidad respecto a otros caminos de acceso a María. No tiene por qué ser comparada con ellos y, tras el arriesgado ejercicio de la rivalidad, quedar en lamentable desventaja o en triste derrota. Es sencillamente otro camino junto a otros, una alternativa que se ofrece a los peregrinos, tal vez cansados de deambular entre las piedras secas de los conceptos y aburridos entre los grises párrafos de los tratados mariológicos. Su fin es noble y sincero. El camino de la belleza se nos abre, cuajado de halagüeñas promesas, a fin de conocer con más íntima penetración el misterio de María, amarla con más intensidad y saber imitar sus virtudes. 4

Cf. B. J. Le Frois, The Woman clothed with the sun (Ap 12), 109-110.

5

Cf. M. Lurker, Wörterbuch biblischer Bilder und Symbole, Múnich 1973, 209-210.

6 Como comentario ilustrativo del texto aparece un fragmento del salmo 89, pronunciado en contexto de alianza (cf. verso 35: «No violaré mi alianza») y que ilumina, aún más, la presente escena. Apocalipsis lo aplica en primer lugar a Cristo, «el testigo fiel» (1,5; 3,14); después, a la mujer de Ap 12,1: «Su descendencia durará por siempre, y su trono como el sol ante mí, como la luna será siempre estable, testigo fiel en el cielo» (versos 37-38).

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2. La voz orientadora del papa Pablo VI Procuramos avanzar guiados con la sabia orientación de nuestros pastores. Fundamentamos nuestra opción con unas palabras autorizadas que el papa Pablo VI dirigió a los miembros del Congreso Mariológico Internacional: Querríamos responder a un problema de gran actualidad pastoral y también doctrinal: «¿Cómo proponer de nuevo de forma adecuada a María ante el pueblo de Dios, a fin de que despierte en el mismo un fervor de renovada piedad mariana?». A este respecto se pueden seguir dos caminos. En primer lugar, el camino de la verdad, es decir, de la especulación bíblico-histórica-teológica, que concierne a la situación exacta de María en el misterio de Cristo y de la Iglesia; es el camino de los eruditos, el que vosotros seguís necesaria y ciertamente, del que se beneficia la doctrina mariológica. Pero además de éste, existe también un camino accesible a todos, incluso a las almas sencillas; es el camino de la belleza, al que nos conduce, al final, la doctrina misteriosa, maravillosa y estupenda, que constituye el tema del Congreso Mariano: María y el Espíritu Santo. En efecto, María es la criatura «toda hermosa»; es el «espejo sin mancha»; es el ideal supremo de perfección que, en todo tiempo, han tratado los artistas de reproducir en sus obras; es «la Mujer vestida del sol» (Ap 12,1), en la que los rayos purísimos de la belleza humana se encuentran con aquellos otros soberanos, pero accesibles, de la belleza sobrenatural. Y ¿por qué todo esto? Porque María es la «llena de gracia» (Lc 1,28), o sea, podemos decir, la llena del Espíritu Santo, cuya luz brilla en ella con un resplandor incomparable. Sí, tenemos necesidad de mirar a María, de señalar su belleza incontaminada, porque a nuestros ojos frecuentemente ofenden y casi ciegan las imágenes engañosas de la belleza de este mundo. ¡Cuántos nobles sentimientos, cuánto deseo de pureza, qué espiritualidad renovadora podría suscitar la contemplación de belleza tan sublime! Ya que en nuestros días la mujer avanza en la vida social, nada más beneficioso y más jubiloso que el ejemplo de esta VirgenMadre emitiendo destellos del Espíritu Santo, que, con su belleza, resume y encarna los auténticos valores del espíritu7.

Reconoce el papa que existen dos sendas para acercarnos a María: una pertenece a la ardua investigación, al estudio 7

«Congreso mariológico internacional»: Ecclesia nº 1.742 (31 de mayo de 1975).

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gnoseológico de la Palabra revelada: la exégesis bíblica y la profundización teológica. Es el camino de la inteligencia esclarecida y de la verdad (via veritatis). Otra senda se orienta hacia la belleza (via pulchritudinis). El papa Pablo VI invita a mirar a María y a fijarnos en su belleza sin mancha. Cree el papa que, en medio de un mundo donde la belleza es mancillada y ofendida sin pudor, la contemplación de María va a suscitar en todos una cosecha de nobles sentimientos, ansias de pureza y espiritualidad renovada. Esta belleza tiene sus antecedentes en la Biblia. Dios es designado «autor de la belleza» (Sab 13,3). El Antiguo Testamento reconoce la célebre hermosura de algunas mujeres. Recordamos de manera sucinta su mención: Sara (Gn 12,12), Rebeca (Gn 24,16); Noemí (Rut 1,20); Susana (Dn 13,2), Judit (Jdt 16,11), Ester (Est 2,15). En la literatura sapiencial es célebre el salmo 45, donde se canta al rey como «el más bello de los hombres» y a la reina «llena de esplendor». En el Cantar de los cantares, con profusión rayana en el preciosismo, se enaltece la hermosura del amado y de la amada; especialmente de ésta última, cuya beldad no admite parangón posible, engastada de cuantos encantos naturales (atrevida gama de flora y fauna, toda clase de frutas aromáticas y árboles frondosos...) y minerales (piedras preciosas) se puedan invocar: «Toda hermosa eres..., en ti no hay mancha alguna» (Cant 4,7). En cambio, el Nuevo Testamento mantiene un recatado silencio sobre la belleza de Jesús y de su madre. Este silencio es indicio prudente de que no debemos buscar la hermosura de María en su aspecto externo, sino en un lugar más hondo y recogido, en la verdadera raíz de la persona: en las regiones de su corazón. Pero la liturgia ha aplicado de manera señalada el encanto de estas mujeres bíblicas a María. Nos fijamos especialmente en el pasaje sobre el que el papa Pablo VI ha reclamado nuestra atención. Se pregunta: «¿Por qué todo esto?», ¿de dónde brota esta hermosura de María?, ¿cuál es su fuente perenne y su verdadero origen? Y responde con acierto: «Porque María es la llena de gracia» (Lc 1,28).

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3. La belleza de María según el evangelio de Lucas: «María, la llena de gracia» Esta expresión se encuentra inserta en un pasaje que representa, todo él, un recamado mosaico. Pertenece en exclusiva al evangelio de Lucas (1,26-38). Es un midrás, típico género literario de la producción judía que no significa cuento o leyenda, sino la iluminación de un hecho mediante el recurso constante a la Palabra de Dios que lo actualiza. Véase un sucinto muestrario de las diversas consideraciones que este pasaje ofrece8. Algunos autores creen que se trata del género literario de los anuncios, que pregonan un nacimiento9 o una misión10. Aparecen también en él menciones de relatos mesiánicos11. Otros autores piensan en el eco de los oráculos que los profetas dirigían a la «hija de Sión»12. Hay que decir que este pasaje tan conocido no es en rigor de anunciación, tal como desde antaño se ha pensado proverbialmente, sino de vocación. En la anunciación el relato culmina con la comunicación de un mensaje. En la vocación, la narración culmina en pedir una respuesta. Aquí Dios está solicitando la respuesta, el «sí» de María. Tenemos delante no principalmente el misterio de la Anunciación, sino el de la vocación de María13. No vamos a hacer una exégesis detallada del pasaje, sino tan sólo asomar nuestros ojos y asombrarnos ante el abismo de maravilla con el que el «evangelio de la gracia de Dios» describe la vocación de María. Nos concentramos en las palabras que el arcángel san Gabriel le dirige y que el papa Pablo VI nos ha recordado: «La llena de gracia». El relato de la Anunciación, redactado por el evangelista san Lucas, quien ha sido calificado por la tradición oriental 8

Cf. A. Serra, María según el evangelio, Salamanca 1988, 11-26.

Ismael (Gn 16,7-13); Isaac (Gn 27,1.3.15-22); Sansón (Jue 13,2-24); Juan Bautista (Lc 1,5-25). 9

10

Moisés (Ex 3-4); Gedeón (Jue 6,11-24).

11

Cf. R. Laurentin, Structure et théologie de Luc 1-2, París 41964, 71-73.

Cf. N. Lemmo, «Maria, “Figlia de Sion”, a partire da Lc 1,26-38. Bilancio esegetico»: Marianum 45 (1983) 175-258. 12

13

Cf. K. Stock, «Die Berufung Marias (Lk 1,26-38)»: Biblica 61 (1980) 457-491.

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como «el pintor de la Virgen», debido a su profunda descripción de los más vivos sentimientos de María, constituye una valiosísima joya que sigue deslumbrándonos. Los pintores de todos los tiempos y latitudes han recreado de mil maneras la escena. ¡Cómo no recordar los cuadros de Fray Angélico, de Philippo Lippi, del Greco...! Forman una inmensa pléyade, por su número y sus altas dotes de calidad. Algunos cuadros, evocando la escena del misterio de la Anunciación, representan a María de rodillas y al ángel de pie; otras pinturas, sin embargo, celebrando el don de la maternidad de la Virgen, presentan al ángel postrado y a María sedente. Por eso, san Gabriel se arrodilla ante la Madre de Dios bendita. Pero algunos artistas presentan a María sola. La película de Zeffirelli Jesús de Nazaret muestra a María en su habitación. Súbitamente, una luz esplendorosa, señal de la presencia de Dios, la envuelve, y queda arrobada en oración y en el misterio. Este preámbulo vale para confirmar que el evangelista san Lucas también ha escenificado el misterio de la Anunciación. El relato queda registrado en varias secuencias que, en aras de su más fácil comprensión, pueden ser puestas en orden con una breve ambientación. a) Saludo Aparece el arcángel san Gabriel, como directo mensajero de parte de Dios. También se señalan las circunstancias de lugar (Nazaret o la «florecida») y, sobre todo, el nombre de una joven virgen, que se llama María. El ángel la invita a la alegría. Resuenan voces de antiguos profetas que presagiaban el futuro gozo mesiánico (Sof 3,14; Zac 2,10). La llama con un nombre nuevo, la «llena de gracia», y también le asegura que el Señor la va a acompañar: Al sexto mes fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. Y entrando, le dijo: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”.

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Ante la magnitud de estas palabras, María se queda perpleja, desorientada y pensativa. Discierne qué alcance pueden tener tan insospechadas palabras de un saludo: «Ella se conturbó por estas palabras, y discurría qué significaría aquel saludo». b) Anuncio San Gabriel le recuerda un oráculo que ya había pronunciado, muchos años antes, el profeta Natán a David (2 Sm 7): un descendiente suyo sería el Mesías Rey. El ángel le confirma que ella será la madre de ese Rey prometido: El ángel le dijo: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin».

María conoce que va a ser madre, pero no entiende el cómo. Está desposada (aun no casada) con José. Por eso solicita una aclaración: «María respondió al ángel: “¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?”». c) Segundo anuncio Todo será obra del Espíritu. El poder de Dios, que es su Espíritu Santo, actuará en María, igual que se hacía presente la nube de la gloria de Dios en el templo de Jerusalén. El Espíritu se posará en María y la hará fecunda. Por eso el hijo participará del ser y de la vida del mismo Dios: será santo y será hijo de Dios. También el ángel le ofrece una señal: el embarazo –que ya se nota al exterior, pues está de seis meses– de su prima Isabel, una mujer anciana y estéril: El ángel le respondió: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios. Mira, también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en su vejez, y éste es ya el sexto mes de aquella que llamaban estéril, porque ninguna cosa es imposible para Dios».

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d) Aceptación María se fía de Dios y responde con toda su fe y desnuda pobreza. Dice «sí», con pleno consentimiento, al plan de Dios. Se pone en sus manos para que la voluntad de Dios –no la suya– se cumpla. Ella no es más que la esclava del Señor. Y dijo María: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». Y el ángel dejándola se fue.

De tan denso relato nos fijamos únicamente en las palabras primeras del arcángel san Gabriel, pues son la razón constituyente –tal como lo reconocía el papa Pablo VI– de toda la hermosura de María14. El ángel la saluda con un imperativo que no es un mero saludo banal o corriente, sino altamente teológico, eco de los anuncios dirigidos por los profetas a la Hija de Sión, que ya han sido recordados (Sof 3,12; Zac 2,10), porque el Mesías va a venir y habitar en el pueblo humilde. Entre las ruinas de una primitiva iglesia cristiana emergida entre las excavaciones de Nazaret mientras se edificaba la moderna basílica de la Anunciación, apareció el primer grafito dedicado a la Virgen. Sobre una piedra blanca, los primeros cristianos, admirados sin duda de la novedad y trascendencia de esta salutación, inscribieron las dos letras iniciales griegas (χ-µ) del saludo: «Alégrate, María». María debe alegrarse por haber sido colmada por la gracia. Existe una relación entre Lucas 1,28 y 1,30; es decir, entre el imperativo «alégrate» (khaire)» y el perfecto «la llena de gracia» (kekharitomene). En Lucas, la paronomasia –juego fónico de palabras– khaire y kekharitomene indica que la alegría de María está en relación directa con la gracia de Dios. Aún más, que toda su alegría posee solamente una causa fundante: la gracia de Dios. El ángel le dirige una palabra griega densísima: kekharitomene, o «la llena de gracia». Es preciso descubrir la riqueza de esta revelación. 14 Por fuerza hemos de limitarnos a esta muy reducida parte del relato. De otra manera, redactando un amplio comentario a la narración de la Anunciación de Lucas, escribiríamos un libro dentro de otro libro.

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El verbo va conjugado en «pasiva divina»: María ha sido colmada de gracia por Dios. Esta modalidad contiene profundas consecuencias. Significa que la acción remite al agente que actúa, que no es otro sino Dios. También muestra el resultado de la acción divina sobre María: llenarla de gracia y transformarla íntegramente. Y, por fin, indica el estado en que ésta queda investida: María es llena de gracia y así permanecerá para siempre. Estas tres fecundas dimensiones –Dios como sujeto protagonista, transformación íntegra de María por la gracia de Dios y permanencia en dicho estado– han de ser tenidas en cuenta y apreciadas como notas hilvanadas en una hermosa sinfonía. Oigamos más despacio, a fin de poderlos apreciar como se debe, estos tres acordes. El verbo está en «pasiva divina», lo que quiere decir que el sujeto-agente es Dios: únicamente de él brota toda la acción benefactora. No son el comportamiento de María ni sus propios méritos los causantes. Es definitivamente Dios quien la ha hecho hermosa y bella, la ha elegido y bendecido. María es un canto a la libérrima iniciativa divina. En segundo lugar, se trata de un verbo causativo –como todos los verbos griegos acabados en -oo– y muestra el efecto obrado en una persona15. María es la destinataria de la acción divina. Dios la transfigura totalmente. Hay que destacar el dinamismo de este verbo causativo, que evidencia sus resultados en María, quien ha sido «transformada por la gracia»16. Es preciso insistir en este milagro divino. María es totalmente obra de Dios, que la convierte en una mujer agraciada, agradable, atrayente, atractiva. El amor de Dios la ha hecho amable; la belleza de Dios la ha dejado íntegramente radiante. Dios se prenda de ella, y María queda del todo favorecida, hecha su «favorita»: el encanto de Dios, la «niña de sus ojos». En tercer lugar, el verbo está en perfecto, modalidad –peculiar del régimen verbal griego– que otorga un valor de 15 Cf. J. Fantini, Κεχαριτωµενη (Lc 1,28). Interpretación filológica: Sal 1 (1954) 760ss. 16 I. de la Potterie, «Κεχαριτωµενη (Lc 1,28). Étude philologique»: Biblica 68 (1987) 503.

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validez absoluta a la acción. Quiere decirse que la gracia concedida por Dios no se reserva para una ocasión, no es competente para un momento fugaz, sino que le concede un estado de permanencia. Desde el principio de la creación y por la eternidad, María es la llena de gracia. Una gracia que la preserva en su inmaculada Concepción y que culmina en su divina Maternidad. El ángel no se dirige a ella con su nombre propio, como debería, en coherencia lingüística con su intervención en el relato. No le dice «María», sino «llena de gracia». En cambio, en el relato anterior, el ángel llama al padre de Juan Bautista con su nombre, «Zacarías» (Lc 1,13). Ahora, de forma anómala, no sucede lo mismo. Y faltando el nombre de María, «la llena de gracia» se convierte en el nombre de la Virgen17. La palabra kekharitomene le conviene casi como un nombre propio, como a Simón el de Pedro, como a Saulo el de Pablo: «La Virgen es toda entera la expresión personal y la personificación del favor de Dios»18. La Virgen «ha caído en gracia a Dios». La traducción latina gratia plena, «llena de gracia», puede inducir a engaño interpretativo: «Lucas evoca claramente el favor concedido por Dios y no la gracia santificante concedida al ser humano»19. María ha encontrado gracia ante Dios. La palabra «gracia» o kharis es la traducción del vocablo hebreo hen. Posee un sentido amplio: significa «gracia-belleza, gracia-favor, hermosura, simpatía, atractivo, encanto, adorno, ornato, favor, estima, afecto, atracción, gusto, complacencia, agrado»20. En la Biblia se aplica sobre todo a la mujer. Recojamos algunos selectos ejemplos de tal uso: «Mujer llena de hermosura –hen– honra a su marido, mujer desabrida lo deshonra» (Prov 11,16). La mujer encuentra gracia –hen– a los ojos de su marido (Dt 24,1). La palabra se relaciona a menudo con la mujer, mas 17

M. Zerwick, Analysis philologica Novi Testamenti graeci, Romae 1953, 130.

M. Cambe, «La charis chez Saint Luc: Remarques sur quelques textos, notamment le “kekharitomene”»: Révue Biblique 70 (1963) 205). 18

19

F. Bovon, El evangelio según san Lucas I, Salamanca 1995, 110

Voz «hen»: L. Alonso Schökel, Diccionario bíblico hebreo español, Madrid 1999, 264. 20

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no es extraño el empleo para una designación masculina: «Eres el más bello de los hombres, en tus labios se derrama la gracia –hen–» (Sal 45,3). Pero la belleza puede ser falaz y esquiva: «Engañosa es la belleza –hen–, fugaz la hermosura» (Prov 31,30). Dios es el autor y el origen de toda gracia. Lo pregona el salmo: «Únicamente Dios concede esplendor y gracia –hen– auténticos» (Sal 84,12). Se trata de encontrar gracia –hen– a los ojos de Dios. Los grandes personajes bíblicos han sido dignos de hallar gracia a los ojos de Dios. Véase esta galería selecta: Noé (Gn 6,8), Abrahán (Gn 18,3), Lot (Gn 19,9), Moisés (Ex 33,34; Nm 11,11.15) y David (2 Sm 15,25). La mirada de Dios posee capacidad de imprimir gracia y hermosura21. Estos personajes del Antiguo Testamento «han encontrado gracia a los ojos de Dios», a saber, gozan de su favor, le agradan. Pero existe en la expresión bíblica un matiz de generosa benevolencia por parte de Dios y de cierta indignidad, la propia de una conducta que no se merece el favor divino. Se acentúa la libérrima gratuidad de Dios. Si estos egregios patriarcas, antepasados nuestros en la fe, han recibido el favor de Dios, «en María se han dado cita todos los favores de Dios. María es la favorecida de Dios»22. No la ha colmado con un carisma particular, con el don de la sabiduría, de la profecía..., sino con la abundancia de todos sus dones. Es la completamente llena de gracia. María tiene un nombre nuevo: «la llena de gracia». Se lo ha puesto el mismo Señor, que lo ha declarado con sus labios. Se cumple lo dicho por el profeta: «Y te llamarán con un nombre nuevo, pronunciado por la boca del Señor» (Is 62,2). Lucas presenta a María sin ningún título, para que comprendamos lo más radical y asombroso de su vida: que todo en ella proviene del favor de Dios, que su gracia la previene 21 «YHWH se autodefine así como Dios de ojos claros y limpios, que sabe hallar encanto –hen– incluso allí donde ojos menos penetrantes y menos benignos consiguen hallarlo por ser en realidad nulo o casi nulo o al menos muy oculto en la ganga» (Isidro Mª Sanz, Autorretrato de Dios, Bilbao 1997, 121). El autor se prodiga en una serie de penetrantes análisis sobre los vocablos que mejor cuadran el comportamiento de Dios en el Antiguo Testamento, conforme aparece en su clásica «definición», formulada en Ex 34,6b. Le debemos gratitud por sus sugerencias. 22

J. A. Fitzmyer, El evangelio según Lucas II, Madrid 1987, 114.

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(la hace Inmaculada) y que ella misma devendrá la manifestación más palmaria de la obra prodigiosa de Dios: será la Madre de Dios encarnado23. A este don y misterio de la gracia, María responde de manera ejemplar. Pronuncia un «sí» pleno de libre consentimiento y entrega total para que en ella actúe, sin estorbos ni distracciones, la gracia de Dios: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,45). «Un Dios que juega con la criatura humana como con un objeto muerto no es el Dios de la alianza, sino una divinidad pagana y extraña respecto a la buena noticia del Dios que se hizo hombre por nosotros y por nuestra salvación. Con su “aquí estoy”, la Virgen “cooperó” realmente en la historia del nuevo comienzo del mundo... En María, Dios no rivaliza con el hombre ni edifica su gloria sobre las cenizas de su criatura»24. María se ha dejado transformar íntegramente por Dios: le ha dicho«sí» siempre: «De la misma manera que la gavilla se comprime en su centro y se despliega en sus extremos, así también la vida de María se encuentra resumida en su “sí”; a partir de él esta vida adquiere su sentido y su forma, y se despliega hacia adelante y hacia atrás. Este “sí” central y único es asimismo el que la acompaña en cada instante de su existencia, ilumina cada recodo de su vida, confiere a cada situación su sentido específico y le concede en todas las circunstancias la gracia siempre nueva de comprender. Este “sí” confiere un sentido pleno a cada instante, a cada movimiento, a cada oración de la Madre del Señor»25. Miguel de Unamuno aporta un certero testimonio sobre este nombre de María, la «llena de gracia». Escribe así: «Toda la gracia que Dios había de derramar en los hombres la concentró en María, símbolo de la humanidad santificada. María 23 Véase este selecta y reducida bibliografía: C. Pozo, María en el Nuevo Testamento, Madrid 1974, 214-215. E. dalla Corte, «Kecaritwmenh (Lc 1,28). Crux interpretum»: Marianum 52 (1990) 101-148. I. de la Potterie, «Kekharitomene en Lc 1,28. Étude philologique»: Bib 68 (1987) 357-382, retomado en un segundo articulo, del mismo título, en Biblica 68 (1987) 480-508. M. Cimosa, «Il senso del titolo Kekharitomene»: Theotokos IV (1996/2) 589-597). El autor se prodiga en un sutil análisis y proporciona además una muy amplia bibliografía que nos evita a nosotros rellenar más apretadas líneas de citas de libros y artículos pertinentes. 24

Bruno Forte, María, la mujer icono del Misterio, Salamanca 1993, 193.

25

A. von Speyr, La esclava del Señor, Madrid 1991, 9.

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es el depósito de la gracia, llena de ella, vaso espiritual y madre de la divina gracia»26. La palabra griega kekharitomene no se fija en la apariencia de la hermosura externa, sino en la belleza con la que Dios la inunda y anega, de forma tan desbordante que debe por necesidad mostrarse al exterior. Del fondo íntimo de su corazón virgen y de madre, de mujer libremente elegida y favorecida pródigamente por Dios, de su intimidad recatada y habitada por Dios Trinidad, proviene la belleza exterior. Sobre este particular hemos de actuar con cautela y prudencia. No tenemos ningún retrato físico de la Virgen para poder contemplar sus facciones, ni siquiera los cuadros o iconos que la antigua tradición atribuyó a san Lucas. Sólo poseemos los sucintos rasgos que nos ofrece el Nuevo Testamento. A través de esa prosopopeya, podemos llegar a una etopeya, es decir, a lo más interior, a los sentimientos que alberga su inmaculado corazón.

4. La belleza de María según el Nuevo Testamento: una aproximación Como creyente (biblista y poeta, al unísono), admiro la belleza de María, que puede ser contemplada desde muy diversos escorzos. Podemos describir someramente esta mirada contemplativa y esta admiración ante su belleza. No es un estudio, tampoco un análisis de exégesis (para acometer esta tarea ni un libro ingente bastaría, ni siquiera una biblioteca, y nos saldríamos además irremisiblemente de los límites de nuestros planteamientos), sino un acercamiento. María representa la esperanza para todos nosotros, quienes, aherrojados en este valle de lágrimas, la miramos como mujer rescatada y que, siempre al lado de su Hijo Redentor, quiere rescatarnos. Significa el triunfo en ella de la gracia de Dios sobre el pecado y nuestras miserias. En su belleza contemplamos no unas facciones más agraciadas según el canon de la estética humana; reconocemos la 26

Diario íntimo, Madrid 1970, 55-56.

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victoria de Dios sobre el imperio del mal y la miseria de la muerte, el triunfo de su gracia contra las asechanzas y asaltos del Dragón y sus satélites. Ella ha estado sometida durante toda su vida a un continuo hostigamiento, a las amenazas del Dragón (Herodes buscaba al niño para matarlo: Mt 2), a la incomprensión, al dolor, a la soledad... En todas estas adversas circunstancias, María ha puesto su confianza en el Señor; se ha mantenido incólume, firme en la roca de su fe, como fiel discípula de su Hijo, Jesús. Ha estado de pie en el Calvario de todas las cruces. Por eso ha sido enaltecida por Dios y colmada de belleza. Mientras posamos nuestros ojos sobre los textos neotestamentarios que nos hablan de María, nuestra impresión y nuestra retina, sacudidas gratamente por su presencia, asumen una ininterrumpida serie de sensaciones que van de la admiración al asombro, del gozo al pasmo, de la gratitud a la alabanza a Dios, quien hizo a nuestra madre tan colmada de hermosura. Como afortunado testigo, no me canso de repetir una y otra vez, hasta con las misma palabras, como una insistente anáfora, mi inacabable asombro. Certifico fielmente lo que he visto. Admiro la belleza de su silencio profundo. Que el evangelio hable tan sobriamente de ella. Y que ella misma hable tan poco, pero con tan hondas palabras. El misterio de su discreción, ese pasar por la vida sin darse importancia, ese estar sin notarse, pero sabiendo todos sin excepción que ella, la madre, está aquí, con nosotros, sus hijos. La belleza constante de su contemplación. Dos veces nos dice san Lucas que María meditaba los acontecimientos en su corazón, que «les daba vueltas», es decir, que trataba de unirlos (eso significa la palabra symballousa) con el hilo misterioso de la fe. La abandonada belleza de dejarse ser y hacer por Dios. No oponerle resistencias. Rendirse por entero a la gracia de su amor y su poder. Saberse y sentirse barro amasado en las manos, a veces incomprensibles, otra veces rugosas y hasta hirientes, de Dios. Me cautiva su humilde belleza cuando dice: «Hágase en mí según tu palabra». No dice: «Yo voy a hacer, yo haré...».

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Nunca se erige en protagonista. María se dispone con toda su alma preparada para que Dios obre y actúe en ella, conforme a su designio. Me encanta la belleza «pronta» de María. En seguida, cuando se marcha el ángel, ella se levanta y se pone rauda en camino. Marcha deprisa, casi corriendo. Va a ayudar a su prima Isabel, ya anciana, a quien Dios le ha regalado el don de un hijo. Contemplo su belleza de ser «cristófora». Cuando va, alguien la lleva. Cuando camina, su Hijo la conduce. Y cuando habla, el Señor habla por sus labios. Es el arca de la alianza, que siempre porta dentro la viva presencia de Dios. Me seduce la alegre belleza de María. Siempre que se acerca, trae la alegría. Hasta un niño pequeño se da cuenta y se contagia. Si está dormido en el seno materno, se despierta. El niño da brincos de alegría en el vientre de su madre Isabel. Es que ha recibido este imperativo del parte del ángel Gabriel: «Alégrate», y ella se alegra en Dios, su salvador. Me pasmo ante la belleza de la «pequeñez» de María. Dios ha hecho en ella obras grandes porque ha mirado su humildad. Sólo de los pequeños es el Reino de Dios, y sobre los pequeños de corazón Dios reclina, prendado, su mirada. Admiro la profética belleza de María. Ha sabido entonar con valentía el canto de los más pobres, de los abatidos y desvalidos de la tierra, de aquellos a quienes ya no les queda sino un poco de esperanza –no más–, como un canto de resistencia frente al poder de los soberbios desalmados (es decir, sin alma) que roban, tiranizan, matan y siguen crucificando salvajemente, como crucificaron a su querido hijo en el Calvario. Me duele la belleza de su corazón atravesado por la espada, corazón que sangra de continuo, porque su pena es demasiado severa y la espada muy aguda. Le duelen tantos hijos que sufren, malviven y malmueren en esta tierra que debería ser de hermanos, en este valle infecundo regado por la sal de inmensas lágrimas como el mar. Me llena su belleza solidaria. Se encuentra en unas bodas: las personas presentes están pendientes de su plato, de su jarro y de su comida. Cada una, centrada en la mínima parcela de su propio interés. María levanta la cabeza, extiende su mi-

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rada y cae en la cuenta de los demás, observa con interés sus problemas y sus alegrías. Me cautiva la belleza de su atención y de su vigilancia. La mujer de los ojos abiertos para los demás, no de los ojos reconcentrados sobre sí misma. La mujer de los ojos blandos por la misericordia, no de los ojos duros y fijos, escrutadores e impasibles. Admiro su belleza acelerada para el arreglo de los conflictos. Quiere poner remedio al bochorno de unos recién casado (¡faltar el vino en unas bodas!, ¿alguna vez ocurrió tamaño disparate?). No se conduele inútilmente, aborda los problemas de frente. La belleza de saber quedarse en segundo plano. Ella no dispone, no insinúa que se vaya a la taberna del pueblo y que se compre... Se limita a presentar el problema ante su hijo: «No tienen vino». ¡Qué delicada forma de pedir! Sigo admirando su confianza absoluta en su Hijo, a pesar del rechazo inicial y de la distancia que le marca Jesús: «Mujer, ¿qué nos va a ti y a mí? Aún no ha llegado mi hora». María pone a los sirvientes a las órdenes de Jesús. Admiro la honda belleza de sus palabras, porque brotan de un corazón humilde, de alguien que sabe estar en su sitio y en su puesto. Ella no se pone en jarras y en actitud autoritaria, apoyada en que es madre de Jesús, sino quemanda a que hagan lo que Jesús dice. Leyendo con toda atención las palabras originales griegas del evangelio de Juan, María dice literalmente: «Lo que él os diga, eso haced». La traducción corriente en prácticamente todas las versiones dice: «Haced lo que él os diga». No es lo mismo. Hay matices sutiles que subrayar. Lo primero es la palabra de Jesús, su autoridad indiscutible. Jesús es el árbitro de la situación. Él decide. Si él lo quiere y si él habla –en caso de que quiera hablar–, los sirvientes tendrán que hacer y cumplir su palabra. María es y seguirá siendo la humilde esclava del Señor, la que cumplirá su palabra. Se pone a disposición del Señor, nunca se impone. Entro en comunión con la belleza de su angustia, de su hondísima pena, madre de la soledad y de los dolores, madre transida por la muerte de su hijo, tan joven e inocente, crucificado por todos aquellos por quienes él vino a la tierra. Una

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muerte humanamente absurda e injusta, tan sola y desnuda: la muerte de un hombre –su único hijo– abandonado de Dios y de los hombres. Admiro su estar de pie ante el dolor: no abdica, no se viene abajo, no claudica. Es mujer fuerte en el combate de la muerte. Ahí está velando, firme y enhiesta, como un mástil de dolor junto a la cruz de su hijo. Admiro en ella toda esa reciedumbre y fortaleza interior que posee misteriosamente el corazón de una madre. Las madres se crecen en el dolor. No se derrumban como los sauces; se yerguen enhiestas como los cipreses. Me complace su presencia –es la madre de Jesús– en medio del cenáculo, animando y consolando con su oración a toda la Iglesia, pidiendo con una oración unánime (a saber, hecha con toda el alma) para que venga pronto la promesa del Padre, la fuerza de Cristo: el Espíritu Santo. Y canto la bondad inaudita de Jesús, porque desde la cruz, moribundo, nos dio a su propia madre como madre, a mí, a ti, a todos... Y cada uno de nosotros debe acogerla «en su casa», admitirla como el bien más preciado e íntimo («eis ta hidia»), como el tesoro valioso que Jesús nos regala tan generosa y desprendidamente. Entre ambos formamos una viva alianza de amor materno-filial, que se expresa en el cariño mutuo y la devoción recíproca: «He ahí a tu madre, he ahí a tu hijo». La admiro porque es madre junto a su hijo Jesús. Siempre que aparece, se encuentra a su lado, con él. Así es la historia de una madre que tenía un hijo llamado Jesús. Madre para darlo a luz, primero, en su corazón; para alumbrarlo al mundo; para defenderlo y protegerlo; para verlo crecer en el silencio y en el trabajo; para escucharle de forma obediente; para obedecerle; para sufrir junto a él; para esperar su promesa. Porque es hija del Padre, quien la hace madre, le concede participar en su poder; porque en Dios se confía, a Dios canta, en Dios se alegra, en Dios pone la esperanza de nuestra humanidad, de todos los hijos de Eva. Porque es madre fecunda por la presencia del Espíritu Santo, que sobre ella desciende y la hace madre del Hijo;

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porque con toda la comunidad cristiana reunida suplica la venida del Espíritu consolador.

5. La belleza de María en la tradición de la Iglesia La Iglesia ha cantado la belleza de María en la liturgia, aplicándole las palabras de la Amada del cantar: «Tota pulchra es, María». En la segunda estrofa del «Ave Regina caelorum», se canta: Gaude Virgo Gloriosa super omnes speciosa, vale, o valde decora...

La belleza de María no significa el adorno externo o la simple armonía corporal, sino una actitud interior, animada por la plenitud de la gracia de Dios. En esta gracia de su ser se reúnen las cualidades naturales y sobrenaturales: la santidad, la confianza, la fe, la pobreza, la pureza: «Naturalmente hay que aceptar que desde esta gracia interior también toda su figura se transforma y resplandece, aunque de su aspecto externo no sabemos nada»27. San Agustín confiesa: «Nunca vimos el rostro de la virgen María... Salvada la integridad de nuestra fe, podemos decir: Quizás tuviera éstas o aquellas facciones, pero nadie, sin naufragar en sus creencias cristianas, puede decir: Quizás Cristo haya nacido de una virgen»28. Es preciso adoptar suma cautela, aunque convenimos con San Ambrosio en que «la belleza era propia de María, pues la misma belleza del cuerpo era imagen de su alma, una figura de su bondad»29. G. Nikomedias la ha llamado con osadía, hiperbólicamente, «la más bella belleza de todas las bellezas»30. Dentro de un desbordado frenesí por querer captar el encanto de María, se ha llegado incluso a una descripción física 27

H. M. Köster, Schönheit Marias, en MarienLexikon 6, Ottilien 1994, 51.

28

De Trinitate 8,7; PL 42,952.

29

De Virginibus II, 2; PL 16,220.

30

In SS. Deip. Ingressum in Tem.; PG 100, 1437.

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de su figura. En el siglo XI, Cedreno se atreve a afirmar: «María era de estatura media, morena, con los cabellos rubios, ojos castaños de tamaño mediano, nariz meridiana, manos y dedos largos»31. Tal descripción resulta un anacronismo, que busca la intromisión de un canon de belleza preestablecido en una raza meridional. Basta acudir a la pintura para cerciorarse de que el arte ha seguido una bifurcación de perspectivas. En Occidente ha prevalecido el aspecto realista, naturalista, y se ha insistido en la belleza física de María. Oriente, en cambio, ha acentuado la belleza honda y trascendente, mística. San Epifanio nos la describe grande y hermosa, los ojos como olivas, los párpados arqueados, muy negros, la nariz aguileña, la boca rosa, y la piel dorada. Tal es la visión ideal de una concepción de Oriente. La venerable madre María de Ágreda, por otra parte, dibuja a María con los cabellos negros, los ojos tirando al color verde oscuro, la nariz recta, los labios bermejos y la tez morena. Aquí se reconoce el ideal de belleza de una mujer latina; aún más, española32. El afán irrefrenable por captar de alguna manera la hermosura de María, por reducirla a algún canon plausible, aún no ha cesado. Tal es la pretensión más reciente de J. Colomina33. Merece toda nuestra atención y valoración, que ahora de manera muy sucinta reseñamos. Representa un loable intento, del todo legítimo. ¡Quién puede dudar de la sinceridad que le mueve!, que arranca «del deseo de todo hijo por conocer íntimamente a su madre». El trabajo va orientado a entender su fisonomía física, psíquica y moral. Trata de presentar un cuadro aproximado o esbozo de su personalidad. El estudio no es en absoluto banal, sino concienzudo y bien argumentado. No hay nada que oponer a su metodología, que entra en diálogo respectivamente –ardua tarea que se abre en espectro multicolor– con los datos de la 31

Comp. Hist.; PG 121, 362d.

Pueden cotejarse estos datos en J. K. Huysmann, Portrait de la Vierge, París 1974, 25. 32

33 «Datos para un estudio de la personalidad de María», Estudios Marianos XL (1981), 413-450.

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teología, de la antropología femenina y, más en particular, con las aportaciones de la antropología hebrea, los rasgos psíquicos y morales, los factores exógenos de la personalidad, las dimensiones geofísicas y socioculturales palestinenses y, por fin, con un apretado arsenal de datos históricos. El autor presenta la personalidad de María calcada en la de Jesús. Tal es el resultado final de su investigación: «María fue una mujer histórica, típicamente hebrea, mediterránea, alta, esbelta, fuerte, hermosa, morena, de gran fantasía e inteligencia, de tenaz voluntad, de gran sensibilidad estética, simpática y cariñosa, llena de gracia sobrenatural. Y con sentido del humor, como su hijo, que lo manifiesta en ciertos pasajes del evangelio»34. No es éste el camino correcto que nos traza el evangelio, por más que a la psicología humana le gustase recorrer y que a nuestra fantasía le encantara desbordar con la exageración que inventa el cariño. Ya avisaba, hace unos años, G. von Le Fort: «Su imagen humana y temporal [de María] en sus particularidades psicológicas no es accesible a ningún método histórico-crítico, ni a ningún ensayo, por muy sutil e ingenioso que sea, ni a ningún amor, por profundo que sea»35. El evangelio guarda un decoroso silencio sobre la apariencia externa. ¿No nos convendría a nosotros hacer lo mismo? Por eso, también el papa actual, Juan Pablo II, en aquel lugar donde la tradición oriental cree que vivió –y murió– la Virgen, pronunció unas palabras que nos sirven de orientación, recordando que la belleza de María no es reducible a un plano únicamente físico, naturalista; pertenece al orden de la fe y de la gracia de Dios, no mensurable con nuestras categorías y metros demasiado exiguos. Juan Pablo II, en la tarde del viernes 30 de noviembre de 1979, celebró la eucaristía en la Casa de la Virgen en Éfeso, rodeado de una gran muchedumbre. Pronunció una homilía cuyo contenido puede resumirse con estas palabras: «María 34

Ibidem., 450.

35

La mujer eterna, Madrid 1957, 21.

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engendró un Hijo único; nosotros, en cambio, se lo presentamos dividido». De la célebre homilía entresacamos unas frases selectas, que se refieren a la belleza de María: La Virgen ha sido la primera en cruzar las aguas del pecado, a la cabeza del nuevo pueblo de Dios, liberado por Cristo..., María sigue siendo ante todos los creyentes la criatura toda pura, toda hermosa, toda santa, capaz de «ser Iglesia» como ninguna otra criatura lo será jamás aquí abajo.

Más adelante, el papa Juan Pablo II anima a los cristianos a contemplar a María como nuestro modelo de belleza: «La miramos para sacar del suyo ejemplo para construir la Iglesia»36. Esta imitación se desarrolla en el ejercicio de la fe, de la caridad animosa y operativa. La belleza de María radica en un corazón habitado por la gracia de Dios; es interior y teológica, e invita al compromiso activo del amor. Este cuadro ofrecido por el papa queda resaltado por la voz de la poesía. Con el siguiente poema, Charles Péguy subraya la armonía que se da en María, superando en una síntesis prodigiosa las aristas de las antítesis. A todas las criaturas falta algo. A quienes son carnales, lo sabemos, les falta ser puras. Pero a quienes son puras, es preciso saberlo, les falta ser carnales. Una sola criatura es pura siendo carnal. Por ello Santa María Virgen no es la más grande bendición que haya caído sobre la tierra, sino que es la más grande bendición que haya descendido en toda la creación. No sólo es la primera entre todas las mujeres. No sólo es la primera entre todas las criaturas. Es una criatura única, infinitamente única, infinitamente singular37.

Interpretamos la voz o mensaje de la poesía. Se insiste en que María no ha caído del cielo; más bien, ha descendido como pura condescendencia del Creador. Es una criatura singular, pero no rara o extraña. La singularidad radica en que nadie se le asemeja. 36

Ecclesia nº 1.962 (15 de diciembre de 1979) 15.

37

Ch. Péguy, Le porche de la deuxième vertu, en Oeuvres poétiques, París 1955, 578.

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En María, el encanto de la pureza convive con la certidumbre de la miseria humana, y su sed de misericordia inagotable se dirige hacia los pecadores. En este equilibrio de contrastes se mueven las grandes corrientes de la literatura universal.

6. Huellas de María diseminadas en la literatura universal María ha cautivado desde siempre al espíritu humano. Atraídas por su esplendor, se han dado cita, sin que faltase ni una sola, las más nobles artes: literatura, pintura, escultura, música... Nosotros recogemos la mirada sobre la literatura y, dentro de ella, nos centramos en una parcela singular: la poesía. Si la poesía es el intento de penetrar en el misterio de la belleza, María se ofrece como motivo privilegiado, es «la creatura, símbolo de toda la creación que ama y adora; creatura de carne y hueso: Mujer, Virgen, Joven como todas, Madre; y también Alma Mater, la Tierra fecundada por la energía divina, el alma Mundi, destinada a concebir al que es Inconcebible, vientre fecundo de la Vida»38. María se ha mostrado, a lo largo y ancho de la historia, como fuente inextinguible de inspiración literaria. A ella se han dirigido los poetas, tanto ayer como hoy. La mayoría de ellos, inspirados por la fe. Recordamos a Dante, Petrarca, Eliot, Claudel, Dámaso Alonso... Otros pocos, increyentes. Señalamos a Byron, Hölderlin, Sartre, Trapiello... Ciertamente, ha ejercido un irresistible embrujo que se ha evidenciado en una galería interminable de obras de arte literaria, una polifónica música universal, con notas o versos que hablan todas las lenguas39. Pero María no representa un hermoso mito, el eterno femenino, el sublime arquetipo. No se presta para ser sólo ma38 «Senza di loro nessuno avrebbe scoperto e compreso questa numinosa Meraviglia che è Maria» (D. M. Turoldo, Poi l´angelo cantò la melodia, Vicenza 1986, 6). 39 Cf. F. Castelli, «Maria, ispiratrice di Letteratura»: Civiltà Cattolica 3555-35556 (1998) 213-226.

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teria que deba ser poetizada, o pretexto de un bello texto literario, y que el sueño de los poetas ha idealizado como ser inmortal o figura egregia. María no es el centro del cristianismo, pero sí es central. Es ante todo una figura histórica. De ella sabemos poco, pero conocemos lo esencial: «Esta mujer ha recibido el anuncio de un acontecimiento que ha cambiado el mundo y salvado a la humanidad, después de la larga preparación realizada entre los pobres de Israel, cuya experiencia culmina en ella. Al término de una honda ascesis, María es un don de Dios, nuevo como el alba que anuncia el sol sobre un horizonte nocturno»40. En todas las latitudes de la tierra han brotado estas flores a María, como si la historia emergiera en un multicolor mes de mayo ininterrumpido. ¿Podemos espigar algunas de esas creaciones? Habría que dilatar los ojos por los inmensos espacios. Sería preciso abarcar por medio de una contemplación panorámica los campos y las naciones. Pero la mirada se extravía por la vastedad inconmensurable. Afortunadamente, esas polícromas flores han sido recogidas en apretadas gavillas (podemos evocarlas con preciosos vocablos: atrayentes canastillas, hermosos ramos, bellos jarrones...). Conocemos las mejores antologías nacionales. Las podemos, aunque de forma breve, reseñar. En Italia hay que señalar la obra de G. de Luca, donde se recolectan pasajes bellísimos de los más célebres autores italianos que se han prodigado con su canto a María41. En Francia constituye una suma de arte, donde se combinan armónicamente la palabra y la pintura, la obra conjunta de Y. Jöberg y de B. Guégan42. Se seleccionan los más afamados poemas de autores franceses, que van desde el siglo XII hasta el XX. A los poemas le acompaña, como soporte gráfico inspirativo, una colección de 91 cuadros de pintores de talla universal.

40 R. Laurentin, Tutte le genti mi diranno beata. Due milleni di riflessioni cristiane, Bolonia 1986, 7. 41

Mater Dei, Roma 1972.

42

Le livre de la Vierge, París 1961.

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En Alemania es notable la obra de Karl-Josef Kuschell43. El autor recopila en un amplio trabajo la figura de María en la literatura alemana del siglo XX. Resulta ejemplar la visión de estos poetas y novelistas, pues marca una línea semejante en cuanto al tratamiento mariológico con otras naciones y culturas. Los poetas estudiados son Novalis y Eichendorff (siglo XIX), que ven a María como símbolo de amor eterno, de belleza supraterrenal, de cumplimiento de los ideales de la humanidad. En el siglo XX, Stefan George y Rainer Maria Rilke desconocen el trasfondo religioso-eclesial de María, prescinden de su realidad histórica y la consideran un mito o arquetipo. Configuran una lírica mariana estetizante, tal como hace el «primer» Bertolt Brecht. El célebre novelista Günter Grass recurre a los medios estilísticos de la sátira blasfema, que fustiga una forma de piedad tradicional. Hermann Hesse la sitúa junto a Venus y a Krishna, «como símbolo del alma, alegoría de la luz viviente y redentora». Últimamente se la ha visto como figura de liberación, imagen femenina que promueve el proceso de justicia entre los pueblos maltratados y los seres desvalidos. Los poetas han hecho solamente esto: dejar hablar a su propio corazón de hijos, que se estremece por María, su madre. Nosotros, sus testigos privilegiados, recogemos esos latidos y comprobamos su hondura y palpitación. Es lo que a continuación haremos. Nos fijamos en una parcela más próxima y conocida.

7. Poetas marianos de la España del siglo XX Existe una serie de escritores que, por generación, maestría u otras circunstancias diversas, aparecen en la primera línea de la cultura poética española de nuestro tiempo. Sólo algunos de ellos poseen el atractivo singular de acercarse al tema mariano. Nuestra pretensión es presentar al autor y comentar sus composiciones. ¿Una nueva antología mariana?, ¿la refundación de antiguas selecciones, actualizada para la mentalidad de hoy? El objetivo no parece, en principio, nuevo ni original. Sin embargo, no quiere ser una versión reiterada de un pasado 43

Maria in der deutschen Literatur des 20. Jahrhunderts, Ratisbona 1984.

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glorioso. ¿Para qué repetir cuanto ha sido sobradamente tratado en diversas antologías? Nuestro empeño se sitúa, más bien, en la estela de esa magnífica producción de antologías de poesía mariana ya publicadas. Todas ellas han sido tenidas en cuenta, estudiadas y valoradas. Justo es ofrecer aquí, en honor de una tarea rigurosa y científica, y en aras de la debida gratitud, un elenco de las principales antologías. También, con el fin de conocer con cierta amplitud otras perspectivas y surtir con diversas ofertas al lector interesado. Resulta ya clásica la obra Suma poética, seleccionada por José Mª Pemán y Miguel Herrero44. Contiene cinco grandes ciclos: el Viejo Testamento; los evangelios y sacramentos, en especial, la eucaristía; la temática mariana; la hagiografía; la dimensión ascética y mística. En lo relativo al «ciclo virgíneo» –así denominado por los autores–, ofrece un recorrido a través de la vida de María junto a su Hijo, formado por 85 composiciones. Representa lo más tradicional de nuestra producción lírica, pero, junto a poemas verdaderamente logrados y magníficos, muchos otros no contienen sino una calidad únicamente testimoniante –ser exponentes de una determinada época– y se mueven a ras de tierra, lastimosamente impenitentes, sin apenas conseguir levantar un digno vuelo poético. El valor de esta obra radica en el mérito innato de toda antología: reunir material, clasificarlo y ofrecerlo como mesa bien provista a un lector entregado. Nos hemos detenido con brevedad en esta primera obra antológica, porque evidencia una actitud que será seguida –como pauta habitual y casi obligada– por la inmensa mayoría de las producciones posteriores, genuinas obras de recolección poética. Un libro que ha gozado de reconocido prestigio por una gran masa de lectores es Poesía religiosa. Antología45. Incluye 44 Madrid 1944. Lleva como subtítulo Amplia colección de la poesía religiosa española. 45

Madrid-Barcelona 1969.

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la selección, prólogo y notas de Leopoldo de Luis. Reúne una serie de 38 autores. Aunque no explícitamente «religiosos» en el sentido devocional del término, sí lo son por su densidad humana, el acento tremendamente terreno, imprecatorio y hasta «blasfemo» de sus composiciones. Cada autor seleccionado presenta– él mismo en una confesión preliminar– la peculiar visión de su poesía religiosa. Resulta interesante comprobar la polivalencia de la expresión. Coincide la mayoría de los autores en que se es poeta religioso, más que por el tema propuesto, por la hondura y resonancia, por el vértigo y la apertura del poema a otras zonas del espíritu. La antología posee unos contornos precisos: abarca desde el año 1939 hasta 1964. Cabe también destacar Dios en la poesía actual (Selección de poemas españoles e hispanomericanos), libro escrito por Ernestina de Champourcin46. Esta vez, la antología se realiza atendiendo a los diversos movimientos en que se agrupan los poetas: el modernismo, la generación del 27 y la generación de la posguerra. Tan sólo se citan unos pocos poemas marianos. De obra verdaderamente colosal, enciclopédica –lo mejor sin duda que se ha escrito sobre el tema mariano–, hay que calificar el libro del mariólogo español Laurentino Mª Herán47. Se sale airosamente de las pautas hasta ahora seguidas. No quiere ser una antología de poesía mariana regida por los patrones que atienden a las diversas épocas cronológicas y movimientos poéticos; se presenta con la firme pretensión de ser un verdadero tratado de teología y ofrece una mariología que se explica no con la apoyatura de la revelación divina y la tradición eclesial, sino únicamente por la palabra poética. El autor, siguiendo la recomendación del esquema conciliar, inserta a María dentro del plan salvífico de Dios. Nos muestra el misterio mariano a lo largo de once densos capítulos, con algunos de estos fértiles epígrafes: «La Purísima e Inmaculada Concepción de la Virgen María», «Paraíso de Dios y huerto cerrado», «Santa María, Madre de Dios»... 46

Madrid 1972.

47

Mariología poética española, Madrid-Toledo 1988.

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Se escucha la voz de los poetas españoles antiguos y modernos más señeros. El poeta tipifica la voz genuina del pueblo creyente, puesto que la verdadera literatura brota del pueblo y al pueblo retorna renovada y enriquecida. En este mutuo influjo, la figura de María ha sido, hasta fechas recientes, una presencia constante y vivificadora. El libro, fruto maduro de muchos años de estudio y concienzuda investigación, está dotado de un encomiable aparato científico. Representa un inagotable arsenal de poemas, a donde debe acudir quien de veras se interese por el tema de María y su evolución histórica en el pueblo de Dios. Un libro escrito con intención de ser meditado y orado es el de Federico Delclaux, Antología de poemas a la Virgen48. Son seleccionados 80 autores de todos los tiempos: desde algún anónimo remoto, Gonzalo de Berceo, primer poeta castellano, y el Arcipreste de Hita hasta los más actuales y coetáneos. Cada uno aporta su propia composición mariana. No se nos dice, sin embargo, a qué obra pertenece el poema, ni tampoco se hace alguna glosa explicativa. El libro, pequeño y sugerente, sólo pretende ofrecer el desnudo camino de la composición poética para acercarse en actitud de fe y contemplación al misterio de la Madre de Dios. Finalmente, ha aparecido, escrito por Mª E. Soriano-P. Maicas y Mª D. de Asís, Hombre y Dios, I. Cincuenta años de poesía española49. El tratamiento ofrecido sirve de modelo a la triple producción de sus autores. El libro se abre con una iluminadora presentación y apunte histórico, que marca el contexto vital de nuestro tiempo, de donde brotan los poemas presentados. El ser humano busca abrirse, desde las raíces que lo nutren o lo ahogan («Definitivamente cantaré para el hombre», tal como reivindica el célebre verso de Blas de Otero), a Dios. Se recogen las latentes y confesionales inquietudes de la humanidad, que atraviesa peripecias sin cuento, y que también es zarandeada por diversos «movimientos» literarios, hondas sacudidas a lo largo de nuestra historia reciente, para arribar por fin hasta Dios. 48

Madrid 1991.

49

Madrid 1995.

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La obra ha sido escrita por profesoras de reconocido prestigio, conforme a una mentalidad moderna, que tiene en cuenta los avances imparables de la lingüística actual, y aporta un tratamiento renovado, omnicomprensivo y simbólico. Contiene seis grandes partes. En una de ellas aparece, aunque sucintamente, el tema con seis escasos poemas dedicados a María. Posteriormente se ha editado Hombre y Dios, II. Cien años de poesía hispanoamericana (1900-1995) 50, que contiene dieciséis poemas a María. Y, por fin, Hombre y Dios, III. Cien años de poesía europea. Siglo XX 51, con un apretado puñado de poemas marianos52. ¿No cree el lector que resulta demasiado exigua la producción poética de Europa dedicada a María durante todo un siglo? A la postre, sólo ofrece –tal es su pretensión– una apretada y selecta recolección de poemas. Únicamente, unos marcos de referencia muy genéricos. No hay comentarios iluminadores ni explicaciones para el lector interesado en el poema.

8. No una recopilación, sino un comentario al poeta y al poema mariano Nuestro trabajo conoce todos estos libros publicados e incorpora sus válidas aportaciones, pero registra una novedad y un avance: no agrupa simplemente autores o composiciones, nos los enracima conforme al canon del dogma o los epígrafes del contenido temático. Nuestro objetivo preciso trata de revelar al lector cómo a través de la belleza del poema –que se va desglosando, desnudando con respeto y mostrando sus más vivas entrañas– se puede presentir y barruntar el misterio de la Madre. Estudios antológicos de poesía, conforme a esta índole, creemos sinceramente que no existen. 50

Madrid 1996.

51

Madrid 2001.

En concreto, dos sonetos de M. Hernández (No se encuentra el que nosotros más adelante comentaremos), uno de F. García Lorca, dos de G. von Le Fort, y dos de los poeta franceses Charles Péguy y Paul Verlaine. 52

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Un poema no es una obra que crece autónoma, una creación silvestre. No está permitido separar al autor de su obra, desgajar la rama del tronco vital que la sustenta. Debajo de cada poema hay un poeta que lo escribe. En sus raíces palpita un hombre, una mujer, alguien que se siente sacudido y deja hablar su corazón tocado –en este caso– por la gracia de María. Ya es pacífica adquisición desde hace muchos años en el mundo de la literatura y de la exégesis bíblica tener en cuenta el Sitz im Leben o ambiente vital en donde nacen los dichos, los relatos, las tradiciones orales, las redacciones. Sin esta debida atención a la matriz ambiental, muchas producciones literarias se quedarían sin ser entendidas, consideradas sólo como dichos erráticos o meteoritos caídos de altos cielos para nosotros ignotos. En este libro, junto al poema seleccionado, se habla también de la vida y la obra del poeta. Ambas dimensiones constituyen el marco necesario. Se valora el poema como obra inspirada de un poeta concreto. Este poeta tiene una vida y un devenir que lo configuran, una cultura que lo forma, un movimiento literario que le condiciona. Inserto en su árbol viviente, el poema como fruto maduro queda situado y puede ser contemplado, aprehendido y saboreado. Por fin, armados con los recursos modernos de la literatura y de la ciencia teológico-bíblica, se interpreta el poema, se pretende hacer un verdadero comentario de texto. Aquí reside la aportación original de este libro. Evidencia cómo, a través de los vericuetos mágicos de la palabra poética, el lector puede acceder al misterio de la belleza de María. Cada estudio realiza un análisis minucioso del poema dedicado a María y tiene en cuenta la obra orgánica del poeta y el mundo cultural en donde vive. En el desempeño de esta tarea, el libro se muestra fiel y consecuente, mas no ofrece un esquema rígido aplicable a cada uno de los poetas y poemas comentados. El tratamiento no pretende ser una moderna versión del mito de Pocustro: no puede someter por la fuerza a cada uno de los poetas al mismo e inflexible denominador común «cueste lo que cueste». Eso, además de resultar una tarea tediosa e insufrible para el lector, sería injuria para la originalidad del poeta. El libro quiere ser respetuoso

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con cada uno de los poetas seleccionados. Pero cada poeta obliga a establecer su propia estrategia y su peculiar comentario. Para confeccionar el elenco poemático nos hemos valido sobre todo, aparte de la lectura de las obras reseñadas, del contacto directo (correspondencia epistolar, entrevistas con los propios autores, profesores...), logrando que poetas recientes, hasta ahora inéditos en las antologías, en compañía de otras voces consagradas, se incorporen a este remozado coro –espigadas las mejores muestras de nuestra historia coetánea más reciente– que al unísono entona las alabanzas a María. Mas una antología supone una determinada elección y también –ya se sabe, aunque se sufre– una necesaria acción de desechar y desestimar otras posibilidades, relegándolas a un segundo plano, aunque no al olvido. Queremos pensar que los poetas y poemas seleccionados reflejan un espectro, si no exhaustivo, sí al menos bastante completo en el panorama de la producción literaria del siglo XX. Se recogen los nombres más insignes y representativos. Debe añadirse que un sincero interés por la ecuanimidad y un respeto por la dignidad poética –no se hace en ningún momento obra de escuela ni de favoritismo– constituyen la pauta que ha marcado nuestro empeño y trabajo. Se renuncia a poner epígrafes y amplios rótulos para agrupar movimientos o tendencias, pues todo poeta genuino, por su compleja singularidad, los rompe y desborda al instante. Convenimos en que cada poeta se enlaza con su pasado más reciente y escribe su obra proyectándose hacia el futuro inmediato. ¿Dónde poner los limites? Se ha creído más oportuno situar a cada autor según su fiel cronología, atendiendo a su fecha de nacimiento53. Pero ya se ha dicho –y de sobra reiterado– que cada poema se estudia por sí mismo y teniendo muy en cuenta al poeta que lo redacta. Y que éste es incorporado vitalmente a su mundo y ambiente cultural.

53 ¿Dónde ubicar, por ejemplo, a Juan Ramón Jiménez, que ha transitado todos los estilos? ¿Dónde colocar a Miguel Hernández: con la generación del 27, él que ha sido llamado el «feliz epígono del 27», o en el apartado de la poesía de la posguerra, pues justo es reconocer que escribió la parte última de su obra en la cárcel?

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He aquí, en fin, el elenco de los poetas marianos seleccionados: Manuel Machado, Juan Ramón Jiménez, Gerardo Diego, Dámaso Alonso, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Miguel Hernández, Leopoldo Panero, Luis Rosales, José Luis Martín Descalzo, Pedro Casaldáliga, Miguel d’Ors, Andrés Trapiello, Rafael Alfaro, Francisco Contreras.

SEGUNDA PARTE

Comentario a los más hermosos poemas marianos de España en el siglo XX

I La más divina cuanto más humana (Manuel Machado)

Las Concepciones de Murillo De las dos Concepciones, la morena... La de gracia celeste y sevillana, la más divina cuanto más humana, la que habla del querer y de la pena. La pintada a caricias ideales... La toda bendición, toda consuelo, la que mira a la tierra desde el cielo, con los divinos ojos maternales. La que sabe de gentes que en la vida van sin fe, sin amor y sin fortuna, y en vez del agua beben el veneno. La que perdona y ve... La que convida a la dicha posible y oportuna, al encanto de amar y de ser bueno.

1. Introducción No es de extrañar que un sevillano sensible como Manuel Machado, educado en el aprecio del arte, descubriera la belleza de esta asombrosa pintura: la Inmaculada Concepción, que hoy se conserva en la Catedral de Sevilla. Tan singular estampa avivó su devoción, hasta el punto de trasladarla a su poesía. En su honor compuso el presente poema, pintó a la Virgen con sus versos.

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En nuestro soneto podemos constatar la conjunción armoniosa de tan ricas manifestaciones artísticas. Manuel Machado tuvo ángel, con su estilo personal e inconfundible, al dibujar con la palabra este hermoso cuadro de la Inmaculada Concepción. He de confesar mi admiración por esta pintura, que he podido contemplar y gozar durante largo tiempo, una entera mañana. Permítaseme esta pequeña digresión emotiva. He tenido la oportunidad de viajar recientemente a Sevilla para contemplar el cuadro. Fui raudo a la Catedral. Lamentablemente, durante ese día, la visita de esta parte arquitectónica estaba cerrada al público. Ante mis insistentes ruegos, un guía –vaya mi gratitud desde aquí a la cortesía sevillana– no sólo me abrió las puertas, sino que me condujo derecho a la sala capitular. Me dejó libre, a mis anchas, para disponer de todo el tiempo del mundo... Allí, abismado en el silencio y la soledad, pude contemplar el cuadro de Murillo, mientras meditaba con fruición sobre los versos de Manuel Machado, ya aprendidos de memoria. Como en un arrebato, se me desvelaba esta maravilla mariana. Rodeada de ángeles, que enarbolan flores y azucenas, aparece la Virgen triunfante, pisando victoriosa la luna; una luz dorada la envuelve en armonía sobrenatural. Viste de blanco purísimo y de azul intenso. Sobre el cuadro se destaca un letrero: «Inmaculada desde el primer instante de su ser». Pero dentro del cuadro se revela intacto el verdadero prodigio de la gracia de María: la Virgen morena se inclina hacia la tierra desde el cielo y nos contempla a todos nosotros con sus ojos misericordiosos. El título del soneto nos ofrece el tema que va a tratar: Las Concepciones de Murillo. Mediante el artículo determinado plural «las», nos acerca a ciertas imágenes previamente conocidas por el lector. Nos aproxima a los numerosos cuadros que Bartolomé Esteban Murillo, el gran pintor del siglo XVII, realizó sobre el misterio mariano de la Inmaculada Concepción. Pintura religiosa y literatura se funden en este hermoso soneto de Manuel Machado sobre las Concepciones de Murillo. Ambos aspectos, ya señalados por el rótulo del soneto, deberán ser comentados a continuación.

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2. Murillo, el pintor de la Inmaculada Concepción Si existe un tema con el que la piedad popular sigue identificando la obra de Murillo (1617-1682) ése es, sin ninguna duda, el de la Inmaculada Concepción. Pintó muchas obras con este tratamiento religioso, que, por otra parte, resultó muy polémico durante el siglo XVII. España intervino con decisión a lo largo de todo el proceso en ardorosa defensa de un dogma que será proclamado como tal ya en el tardío siglo XIX. Esta postura tan favorecedora del dogma explica que se convierta en asunto especialmente representado por los pintores españoles. Conocida es la polémica entre dominicos y franciscanos. Y no menos sabida es también la efervescencia religiosa que se despertó en el pueblo creyente. Aún se recuerda esta coplilla o reliquia, entre otras muchas dispersas, inagotable acerbo de la piedad popular: Aunque se empeñe Molina y los frailes de Regina con su padre provincial, María fue concebida sin pecado original. La devoción a la Inmaculada Concepción tuvo su origen en la Iglesia oriental. Sólo a comienzos del siglo XII se incorporó a la liturgia. La fiesta se conmemoraba en España desde el siglo XIII, en el día el 8 de diciembre. Los Reyes Católicos, con el franciscano cardenal Cisneros a la cabeza, apoyaron con decisión dicha celebración y doctrina mariológica. La forma de representación de este misterio mariano es una cuestión muy difícil de precisar en su concreta iconografía. Comenzó a iniciarse en el siglo XVI, al aparecer la imagen de la Virgen Tota Pulchra, rodeada de arquetipos simbólicos: sol, luna, estrellas, puerta del cielo, espejo sin mancha, huerto cerrado. El trasfondo bíblico de esta visión pictórica, la Virgen completamente bella e intacta, se toma sustancialmente en su origen de las páginas del Cantar de los cantares. La imagen de la Virgen, ataviada con deslumbrantes ropajes, coronada de estrellas y con la luna bajo sus pies, proviene

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ciertamente del célebre texto del capítulo 12 del Apocalipsis de san Juan. El maestro Pacheco, en el Arte de la pintura, señaló las normas precisas para plasmar con decoro el misterio mariano de la Inmaculada. Debía pintarse con edad de doce o trece años, vestida con una túnica blanca y un manto azul. Portaría una corona con doce estrellas formando un dorado nimbo en torno a su cabeza. Toda su figura debía asimismo estar rodeada con una aureola de luz. A sus pies reposaría la luna, en cuarto creciente, orientada hacia abajo. Los más afamados pintores españoles (Zurbarán, Roelas, Ribera) e incluso el extranjero Rubens plasmaron imágenes de la Inmaculada que se convirtieron en modelos para otras obras posteriores. Murillo fue uno de los que con más acierto e inspiración representó el tema, convirtiendo sus cuadros sobre la Inmaculada en la proverbial imagen que de inmediato viene a nuestra mente cuando pensamos en ella. El pintar un gran número de obras sobre este tema se debió, en gran parte, a la pasión que vivió Sevilla, lugar de su nacimiento. En el escudo de la ciudad figura actualmente una escritura que se ha convertido en legítimo orgullo de los sevillanos: «Sevilla: ciudad mariana». También es debido a la polémica de la época sobre si la Virgen había sido concebida o no sin pecado original. Ribera pintó en 1635 La Inmaculada para el conde de Monterrey, convento de Agustinas Descalzas, de Salamanca, imprimiéndole un dinamismo que retomará Murillo en las suyas. Valdés Leal plasmó asimismo extraordinarias imágenes pictóricas de la Inmaculada, en las que el movimiento sustituye a la serenidad y al estatismo. Las Inmaculadas de Murillo son exponentes vistosos de esta versión en movimiento, de empaque dinámico, que habían imaginado Ribera, Valdés Leal y Rubens. En la escultura y pintura Alonso Cano sigue el mismo diseño. Murillo, además, redujo drásticamente los atributos de aquella mujer que san Juan contempló como en un rapto visionario en el Apocalipsis (c. 12) y que los anteriores pintores mantenían. Sólo conservó algunos elementos expresivos: la luna –siempre en cuarto creciente–, el vestido blanco, el man-

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to azul y, sobre todo, esa luz dorada que nos avisa de que está ataviada por el sol. Puesto que los franciscanos eran defensores del dogma de la Inmaculada Concepción, para ellos pintó Murillo la famosa y así denominada Inmaculada Concepción grande o de los Franciscanos. La obra fue ejecutada en torno al año 1650 y se conserva en el Museo de Bellas Artes. El pintor tuvo muy en cuenta que el espectador iba a contemplar la imagen desde lejos y desde abajo. Estas circunstancias explican la rotundidad de su figura monumental, que se eleva hasta al cielo, llena de egregio movimiento. Dos diagonales la aúpan ante nuestras miradas: una, la que enlaza la luna con la nube y los ángeles; otra, la que delinea el manto, mientras el viento mueve sus oscuros cabellos y pliega el vestido a las formas de su cuerpo. Marca esta obra el inicio de una imparable sucesión de éxitos. Murillo se concentra en la fuerza que en sí misma posee la figura de la Inmaculada y la sitúa en un espacio celestial, habitado por menudos y vistosos ángeles e iluminada por una luz sobrenatural. Otra imagen famosa es la que se conoce como Inmaculada Concepción de El Escorial (hacia 1660-1665), por haber estado en dicho monasterio durante el siglo XVIII. Aparece la Virgen, hecha casi una niña, con el pelo rubio, envuelta entre rosas, con una rama de olivo. Se conserva en el Museo del Prado. En 1668 pintó la Inmaculada morena, tema de nuestro poema y de nuestra atenta contemplación, cuya figura se nos irá desvelando con mayor nitidez en la próxima confrontación con los versos del soneto de Manuel Machado. Murillo dibujó otros cuadros, como la Inmaculada de los venerables (hacia 1679-1680), que retornó al Prado desde el Louvre en 1941. Mattoni escribió en 1882 que Murillo era «el pintor de cámara de la Reina del Cielo». Esta fama le es ya consustancial a su persona y le asigna como el más célebre pintor de la Inmaculada Concepción1. 1 Los datos citados han sido puntualmente extraídos del libro de M. Sánchez de Palacios, Murillo. Estudio biográfíco y crítico, Madrid 1965.

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3. Manuel Machado: el poeta Manuel Machado (1874-1947) nace en Sevilla. Se ha pretendido empequeñecer la obra poética de Manuel frente a la de su hermano Antonio. En esta desvalorización, y hasta menosprecio, no han sido ajenas algunas consideraciones políticas, lejanas de los parámetros de estricta calidad poética. Hay que reconocer, no obstante, que en estos últimos años ha surgido una mayor consideración y simpatía por Manuel y, lo que es más importante, un profundo deseo de valoraciones poéticas en torno a esta gran figura de nuestras letras. Se elogia su gracia, profundidad y sencillez magistral, tan difíciles de alcanzar en toda obra literaria. Entre los fieles seguidores del modernismo en quienes los caracteres de la escuela se presentan más destacados o persisten por más tiempo, se encuentra sin ninguna duda Manuel Machado. Es el poeta de más acusada personalidad modernista2. De familia liberal y anticlerical, fue educado en el krausismo, bajo el influjo de Giner de los Ríos, en la Institución Libre de Enseñanza. Su posterior conversión religiosa parece que fue obra difícil y perseverante de su esposa, Eulalia, que supo poner, al mismo tiempo, su alma de mujer enamorada y su corazón paciente de madre creyente. Su lirismo, refinado en el sentimiento y elegante en la expresión, no nace de una vida interior intensa o apesadumbrada, como en su hermano Antonio o en Juan Ramón Jiménez, sino de estímulos externos. Se convierte en el gran poeta descriptivo, en quien el elemento parnasiano, colorista y musical –que caracteriza a los modernistas–, logra en la poesía castellana su expresión más perfecta y acabada en las evocaciones literarias y artísticas. Ahí están, como insuperables muestras, sus primeros libros: Alma, Museo, Apolo (Teatro pictórico). Nada superior en este aspecto a las recreaciones que el poeta refinado logra con los retratos de Carlos V y Felipe IV. Abunda en esta fase la nota galante, versallesca, pero lo que más le define es la variedad de asuntos temáticos. Hay

2 Aseveración de A. del Río, Historia de la literatura española II, Nueva York 1963, 293.

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también en su obra poesías de inspiración castellana y hasta poesía moral y sentenciosa como la de su hermano. Combina lo culto con lo popular, y lo francés con lo sevillano. Según confiesa exactamente en su Retrato, comulga con Montmartre (el célebre boulevard parisino) y con la Macarena (la popular Virgen sevillana). Prefiere –son palabras suyas– «a lo helénico y puro, lo chic y lo torero». Su andalucismo, que termina por prevalecer como motivo central de su inspiración, es visible tanto en los temas tratados como en las notas esenciales de su poética: gracia y arte en el verso; gesto de desgana y elegante hastío ante la vida, y, sobre todo, sabor, autenticidad y belleza. Adornado con este singular bagaje supo, sin caer en lo vulgar, recrear en parte su obra. Insufló en algunos de sus libros (Los cantares, El cante hondo) el estilo y el espíritu de la copla andaluza, abriendo así el camino por el que seguirán en la generación siguiente, dotada de una nueva técnica, otros afamados poetas, con la típica denominación con que ellos mismos se apodaron: duende (Federico García Lorca) y ángel (Rafael Alberti). Sintió siempre Manuel Machado un decidido deleite por lo patético y lo grandilocuente. Encontramos en él también un talante irónico, unos quiebros y movimientos en zigzag que revelan un alma convencida de la relatividad de sus opiniones. Perdura en él un carácter escéptico, que le impide entregarse del todo. Esta actitud sólo la abandona al recrear un objeto artístico. Frente a Poesía y Verdad de Goethe, Manuel Machado definió su obra como «semi-poesía y posibilidad »3. Publica por último una serie de libros con un talante religioso y patriótico: Horas de oro, Cadencia de cadencias, Horario. La recreación parnasiana de escenas y figuras históricas tiene en su libro Alma un aliento que le permite superar la reconocida frialdad del género. Antológicas resultan algunas muestras. En el poema Castilla (El ciego sol se estrella...) desarrolla un episodio del Cantar del mio Cid, estampa histórica de apasionante realismo. Otro tanto puede decirse de Felipe IV: 3 L. F. Vivanco, «El poeta de “Adelfos”. Homenaje a Manuel y Antonio Machado I»: Cuadernos Hispanoamericanos 304 (1976), 70-72.

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es un retrato (¿tal vez un autorretrato?) con «alma», no pura pintura externa al modo parnasiano4. Esta línea tiene una valiosa prolongación en Museo, que se publicó junto a Alma y Los cantares en 1907, y Apolo, Teatro pictórico (1911). Se ha puesto de relieve la solidaridad de Manuel Machado con las tendencias artísticas del prerrafaelismo. Sus versos son un intento de trasponer el mundo del color y de la línea a la palabra5. El propio poeta definió su obra: Es flor de estudio y de cultura, grata quizá únicamente a los que conocen bien y saben amar las grandes obras de mundial renombre a que se refiere, y aspira a reflejar en cada soneto un cuadro, una época y un estado de arte.

Y añade: Yo pinto esos cuadros tal como se dan y con todo lo que evocan en mi espíritu, no como están en el museo, teniendo muy buen cuidado de cometer ciertas inexactitudes que son del todo necesarias a mi intento6.

El modernismo de Manuel Machado no quebró ninguna tradición valedera; muy al contrario, marcó una reacción vital, salvadora, frente al acartonamiento de la poesía y de la prosa de finales del siglo XIX. Aportó una renovación literaria necesaria; fue un renuevo y revulsivo, como antes había sido el romanticismo respecto al neoclasicismo. Manuel Machado acentúa también el andalucismo y el ingenio en el verso, haciendo alarde de señoritismo y bohemia, tal como queda plasmado en este verso emblemático: Mi voluntad se ha muerto una noche de luna / en la que era muy hermoso no pensar ni querer. Enlaza la poesía de Manuel Machado con la de Rubén Darío y Paul Verlaine, pero puede rastrearse, asimismo, el influjo de Lope de Rueda y hasta de Campoamor. Uno de sus 4 R. Navas Ruiz, «Felipe IV. Notas a un poema»: Papeles de Son Armadans XLIX (1968) 84.87. 5

Cf. López Estrada, Los «primitivos» de Manuel y Antonio Machado, Madrid 1977.

Manuel Machado, La guerra literaria. Introducción y notas de Mª Pilar Celma y Fco. J. Blasco, Madrid 1981. 6

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mejores hallazgos consiste precisamente en poner de relieve el contraste prosaísmo-lirismo. Pero hallamos también nostalgia, humor y sentimiento religioso. Dámaso Alonso señala que «Manuel Machado expresó la gravedad por medio de la ligereza 7». Unamuno habla de la impresión que le causaron los poemas machadianos, sobre los cuales escribió: Esta cosa ligera, alada, sagrada... que es a la vez Manuel Machado, resulta un verdadero clásico. Clásico en un sentido más extenso y universal, y clásico en su sentido más restricto y nacional, es decir, castizo. Que algún impulso le haya venido de la literatura francesa es indudable; pero ese impulso cambió al entrar en el alma profundamente española8.

Ricardo Gullón afirma textualmente que «el talento de Manuel Machado es ése: hacer suyas las frases que no son de nadie, es decir, que son de todos»9.

4. Poema o cuadro Nuestro soneto pertenece a su poesía descriptiva, de carácter parnasiano, concretamente al libro Museo (1907). Machado se decidió a hacer en sus poemas retratos: He procurado la síntesis entre los sentimientos de la época y los del pintor; la significación y el estado del arte en todo tiempo; la vocación del espíritu de los tiempos: la sensación producida hoy en nosotros10.

Fue uno de los primeros poetas en dedicar un poema a un cuadro, siguiendo escrupulosamente el genuino movimiento del arte, que consiste en trasvasar una forma a otra. Es la suya, por tanto, poesía integradora de todas las artes. En rigor, puede afirmarse que nadie en España antes de él, con el interés en la fusión de las artes tan típico de la época, había centrado su atención exclusivamente en una obra pictórica. Obras completas IV, Madrid 1975, 550. En el prólogo a la edición de Pueyo, reproducido en Poesías escogidas (1910). 9 Manuel Machado, el poeta, en el periódico ABC (26 de marzo de 1989), 3. 10 G. Brotherston, «La poesía como pintura: Museo», en Francisco Rico, Historia crítica de la literatura española: Modernismo 98, Madrid 1993, 185. 7 8

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Machado se vio animado a esta tarea por dos razones: por su educación en la Institución Libre de Enseñanza y por los experimentos de los parnasianos y los modernistas hispanoamericanos. Las consideramos con más atención. Una de las facetas del método educacional de la Institución era la negativa a cualquier rechazo a priori de la historia y del arte, con miras a que los alumnos adquiriesen juicio y ponderación sólo a través de un refinamiento de la experiencia personal directa. Durante las asiduas visitas a galerías de arte y museos –comienzo de un hábito mantenido durante toda su vida por Manuel Machado–, los maestros Giner de los Ríos y Manuel Bartolomé Cossío permanecían impasibles ante un cuadro para no perjudicar la actitud de sus alumnos. Sólo cuando éstos hubieran reaccionado, informarían situando el cuadro en las coordenadas de su época y escuela. Esta experiencia e instrucción que recibió Machado se enriquecieron con su familiaridad con la poesía francesa, los parnasianos y Paul Verlaine; también, con la obra de los modernistas hispanoamericanos: el Rubén Darío de los Medallones y, sorprendentemente, G. Valencia y J. Casal. El primero, G. Valencia, a quien Machado había conocido en París, publicó en Ritos un poema sobre un grabado de Albert Durero y un soneto, muy en la línea de Machado, sobre el retrato de Erasmo pintado por Hans Holbein. El poemario Nieve (1893), de J. Casal, contenía una serie de diez sonetos, titulados Mi mundo ideal, inspirados en diez pinturas de Gustave Moreau. Théodore de Banville, en su tratado de versificación francesa, afirma que la poesía es a la vez música, escultura, pintura, elocuencia; debe encantar al oído, fascinar al espíritu, representar sonidos, imitar colores, hacer visibles objetos. Termina atribuyendo a la poesía el título del único arte completo, necesario, que contiene en sí a todos los demás11. Machado frecuenta los museos, se empapa del arte pictórico y utiliza la palabra para hacer un retrato entrañable a un cuadro famoso, como es el de Murillo, al que muestra una particular predilección. El poeta escribe, en fin, aproximadamente hacia 1907, su libro Museo. El poemario no llegó a constituir nunca un vo11

Citado por P. Salinas, La poesía de Rubén Darío, Barcelona 1975, 78.

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lumen suelto. Apareció como apartado en la edición príncipe de Alma. Los nueve poemas que bajo este epígrafe ofrece la edición de la Opera omnia 12 son estampas del pasado: Alvar Fáñez, Celosa, Don Carnaval, Un hidalgo, Don Miguel de Mañara, Jardín neoclásico... En ocasiones, el arcaísmo sugiere la procedencia medieval del asunto. En este libro aparece nuestro poema, Las Concepciones de Murillo, título que de antemano presenta el tema sobre el que va a versar.

5. Contemplación del soneto Las Concepciones de Murillo El lector se queda sorprendido al constatar la admirable ósmosis resultante entre el cuadro y el soneto. Se trata de un soneto «pictórico». La concisión, la economía lingüística, son los rasgos definidores de esta obra. Las rimas del soneto siguen un moderno patrón en donde no se corresponden los finales de los cuartetos: ABBA – CDDC – EFG – EFG. La acción es lenta en los dos cuartetos, sólo aparece un verbo en cada uno, mientras que los adjetivos se deslizan suavemente para indicar el porqué de la elección de esa pintura mariana. La yuxtaposición inconexa de frases tiene su fuente en el impresionismo. El artista se limita a sugerir la escena, para que el lector la imagine. 5.1. Primer cuarteto De las dos Concepciones, la morena... La de gracia celeste y sevillana, la más divina cuanto más humana, la que habla del querer y de la pena. El primer verso utiliza la elipsis verbal y el hipérbaton: De las dos Concepciones, la morena... Deja al lector sumido en la opción para elegir entre las dos Concepciones una, que resulta determinada. Añade unos puntos suspensivos para evocar algunas imágenes y decidirse por la morena. 12

Manuel Machado, Poesías. Opera omnia Lyrica, Barcelona 1940.

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Efectivamente, el adjetivo «moren»a se contrapone a rubia, y entre las Concepciones de Murillo se destaca la rubia Concepción de Aranjuez, que se conserva actualmente en el Museo del Prado. Es una figura esbelta y estilizada. Su cabello rubio le cae torrencialmente por los hombros y le cubre la espalda. La cabeza se recorta en un rompiente de rayos de luz, a manera de halo. Su manto azul desciende desde su hombro izquierdo y flota en el aire. Esta Concepción tiene las manos cruzadas sobre el pecho, y la mirada candorosa y pura no se dirige a la tierra, sino al cielo. Parece más bien una Virgen en trance de subida hacia lo alto13. Decididamente, no es ésta la que el poeta escoge, sino la morena. Con algunos de los mejores críticos, creemos que se trata de la Inmaculada que se encuentra en la Catedral de Sevilla14. Esta Inmaculada fue pintada en 1668. Tiene una melena morena suelta y abundante. No es una figura estática, como la Inmaculada de los Franciscanos, sino inclinada en leve movimiento del cuerpo. Mantiene las manos juntas en actitud de oración, la cabeza ligeramente ladeada, pero dirigida hacia abajo, como adelantándose para mirar y volcarse sobre la tierra, en contraste con la mayoría de las Concepciones, que mantienen la vista dirigida al cielo15. Si posamos nuestra atención, alternativamente, sobre el cuadro de Murillo y el soneto de Machado, nos sorprenderemos de la maestría con la que el poeta ha sabido captar los rasgos esenciales de esta pintura y de cómo ha logrado penetrar en el alma de la Virgen y traspasarlos a los versos. Es lo que el autor de estas líneas ha hecho durante algún tiempo: desplegar delante de los ojos una estampa de la Inmaculada Concepción de Murillo y también el soneto de Machado; mirar a una y otro, confrontar, descubrir, admirar hasta el asombro... Por eso, invito al lector a realizar la misma enriquecedora experiencia. Pero si puede ir a Sevilla, entonces será mayor la sorpresa, y la maravilla, mucho más gratificante... 13 Cf. M. Sánchez de Palacios, Murillo. Estudio biográfíco y crítico, Madrid 1965, 86. 14 Recémosle con los delicados y humanos versos que Machado compuso para esta Inmaculada: «De las dos Concepciones, la morena...». En efecto, también así lo reconoce I. Elizalde, En torno a las Inmaculadas de Murillo, Madrid 1955, 107. 15

F. Abad Ríos, Las Inmaculadas de Murillo, Barcelona 1948, 18.

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El poema comienza a enumerar los rasgos distintivos del cuadro. Ensarta una serie de piropos andaluces (La de gracia celeste... la más divina...la que habla del querer y de la pena), en donde el artículo «la», que más tarde será repetido anafóricamente diez veces en el texto, justifica la elección. En el segundo verso, una sinestesia o un desplazamiento calificativo, gracia celeste, relaciona la belleza de María con el color de su manto desplegado y airoso. Pretende captar la impresión subjetiva de la realidad que la lengua usual es incapaz de expresar. El verso tercero es breve y profundo: la más divina cuanto más humana. Por medio de una paradoja, acrecentada por una formulación de comparativos, presenta la alta dignidad de María. Sí, es la criatura más divina cuanto más se abisma en la humanidad. No se trata de dimensiones antagónicas, que rivalizan en ella y pugnan por descollar en detrimento de una de las dos. María es la cabal imagen de su Hijo Jesús, el Hijo de Dios encarnado, quien, siendo de categoría divina, se hizo hombre (Flp 2,6), y ha aparecido «en» su humanidad, «dentro» de la humanidad –no al margen de ella–, como la presencia más honda y visible de Dios. Jesús es tan humano, tan humano, como sólo Dios puede ser así de humano. Confesamos el misterio central de nuestra fe, por el que creemos que el Verbo, que era Dios, se ha hecho carne, y en la debilidad de su carne podemos contemplar la infinita gloria divina (Jn 1,14). Todos los dones excelsos de María, la gloria de su maternidad divina, la gracia de su purísima Concepción..., no la apartan de nosotros; al contrario, nos la acercan. De hecho, María nunca ha desertado de su condición humana: permanece anclada en nuestra orilla, está de nuestro lado, pues es de nuestra humana estirpe. Es la rescatada por Dios del pecado para velar con ojos limpios, maternalmente, por todos nosotros, sus hijos. Sobre esta Virgen humana el poeta posa, una y otra vez, su atenta mirada. Quiere arrancar de su imagen contemplada más motivos y razones para seguir invocándola. Ansía, en fin, prendado todo él de toda ella, consagrarle íntegramente su devoción filial.

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Así, parsimoniosamente, vuelve los ojos sobre la Inmaculada. Cada verso representa un original escorzo, una angulación distinta y complementaria... En el verso cuarto, contempla el poeta la imagen elocuente de María, la que habla del querer y de la pena, es decir, la que se expresa con todos los sentimientos de su corazón. Son frases extraídas del lenguaje coloquial, revestidas de matices y acentos populares, de tal manera que esos versos, sutilmente rimados, fluyen como prosa conversacional. 5.2. Segundo cuarteto La pintada a caricias ideales... La toda bendición, toda consuelo, la que mira a la tierra desde el cielo, con los divinos ojos maternales. En este segundo cuarteto prosigue la descripción de María, combinando en equilibro la dimensión celeste y terrestre, la divina y la materna. Su presencia se torna más divina, pero con la honda y secreta aspiración de llegar a ser para todos nosotros más humana. Ya en el primer verso trata de una pintura realizada en pinceladas de amor, mediante la expresión hiperbólica caricias ideales. El adjetivo «ideales» no pretende aupar a María al trascendente mundo de las ideas platónicas, sino que es típico del lenguaje andaluz. Expresa una exageración. Ya avisaba su hermano Antonio, en Proverbios: A las cosas del amor / les sienta bien su poquito / de exageración. Referida a la pintura, significa que el pintor, como un demiurgo, la ha hecho a base de trazos de cariño, mediante líneas excelentes, perfectas en su diseño. Serie binaria y paralelismo aparecen en el verso sexto: toda bendecida, toda consuelo. Ha sido María bendecida por Dios, por ser la madre elegida para Jesús: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre» –según le confiesa su prima Isabel (Lc 1,42)–, a fin de consolar y convertirse ella misma en una bendición incesante para todos. Los rasgos humanos y casi divinos de la Inmaculada se ofrecen en el verso siete mediante la antítesis espacial: la que

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mira a la tierra desde el cielo. De esta manera vence la dificultad de expresar sus dones sobrenaturales y su cercanía al hombre, del que se siente madre. Cuanto más alta y encumbrada aparezca María, más se abaja en su admirable misterio de humildad. Da la impresión de que mira desde el cielo, no por la distancia o lejanía, sino porque así puede contemplar en una completa panorámica a todos sus hijos, sin dejar a ninguno en el olvido. Una vez que se ha dicho que está para mirar desde el cielo a la tierra, en este preciso momento, el lector debe dejar el soneto y convertirse en espectador del cuadro de Murillo; entonces podrá contemplar, asombrado, los ojos de María, que no cesan de mirarle maternalmente. Cabe preguntarse: ¿cómo mira María? Un pleonasmo y una paronomasia se ofrecen en esta densa y feliz frase: Mira con los divinos ojos maternales, a saber, refuerza con su poderosa cualidad de «divinos» la acción maternal de su mirada. 5.3. Primer terceto Los dos tercetos del soneto, que vienen a continuación, ofrecen una particularidad en su rima, que se repite de forma invariable: EFG – EFG. El poema se caldea en ellos. Los verbos denotan rapidez y dinamismo. Recordamos el primero: La que sabe de gentes que en la vida van sin fe, sin amor y sin fortuna, y en vez del agua beben el veneno. En el verso nueve, la palabra «gentes», sin determinación alguna, amplía el sentido y ofrece el carácter popular o vulgar del vocablo. Esta designación genérica queda remarcada negativamente en el verso siguiente: van sin fe, sin amor y sin fortuna. Este verso diez ofrece una enumeración decreciente. Es uno de los logros de Machado el dominio de esta forma degradadora, concorde con la poesía de germanía. Pretende intensificar los rasgos que impiden vivir con gozo: sin fe, sin amor y sin fortuna. En el verso once, la expresión «beber agua» se refiere al agua de la vida, que Cristo ofrece a la samaritana en el evan-

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gelio de san Juan («el agua que yo le daré se convertirá en fuente de agua que brota para la vida eterna»: 4,14). Es imagen digna de atención por su originalidad sin estridencias. Pero existe una contradicción: no beben agua, sino veneno. La palabra «veneno» se emplea como metáfora para designar el pecado y la muerte. Aunque estas pobres gentes van si rumbo y deambulan a ciegas, abocadas al despeñadero de la muerte, tienen que saber que poseen un firme asidero, que hay alguien que sí sabe de ellos, los reconoce y los ama. 5.4. Segundo terceto La que perdona y ve... La que convida a la dicha posible y oportuna, al encanto de amar y de ser bueno. En los últimos versos, las acciones se suceden rápidamente –hay polisíndeton– y se abren a la esperanza, a la invitación de una vida plena. El optimismo es la nota final del texto, envuelto en bellos tópicos que resaltan el quiebro final. Con su perdón y su mirada, la Virgen invita, sugiere; jamás se impone. La Virgen convida discretamente no a una felicidad irrespetuosa, no a un frenesí, sino a una dicha posible y oportuna, a saber, dentro de lo que cabe. Esta dicha se cifra en dos mandamientos muy simples: el encanto de amar y de ser bueno. Uno de los altos logros de Machado es su maestría en el arte de acabar. El último verso puede desvelar el significado de lo descrito, mediante un alambicado juego de simetría.

6. Conclusión La poderosa intuición de nuestro poeta selecciona el rasgo esencial intensificador, y lo expresa con naturalidad. Como se trata de un retrato literario, podemos distinguir fácilmente los dos componentes del mismo mediante detalles sencillos. A través de la prosopografía, llegar a la etopeya. Se nos presenta una Virgen morena, sevillana, que habla del querer y de la pena, que ha sido pintada con cariño, que

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está mirando desde el cielo con ojos de madre. Esto constituye la prosopopeya. Pero la etopeya nos descubre el alma interior. María está llena de la gracia del cielo, es tan divina como humana, divina a fuer de humana, a fin de cumplir con más eficacia su vocación: ser definitivamente madre y estar más cerca de todos sus hijos. La presencia de María no es la reliquia de un pasado, sino un auxilio permanente para el creyente. Así lo ejecuta admirablemente nuestro poema con sus recursos expresivos. Los verbos en presente denotan la actualidad de estas amorosas acciones de María: habla..., mira..., sabe..., perdona..., ve..., convida. Este uso constante del presente –no hay ni un solo verbo en pasado o en futuro– muestra que no es el retrato frío lo que le interesa al autor, sino patentizar que la presencia de María prosigue en una acción incesante que no se detiene, en un despliegue de bondad inacabable para sus hijos. María es la que de continuo bendice y consuela; no cesa de mirar con ojos de madre, conoce el sufrimiento de todos sus hijos –en especial de los más desvalidos–, siempre perdona. Su presencia es una invitación a la única dicha posible en la tierra. Y esta dicha, entrevista con palabras llanas, rayanas en el prosaísmo, consiste en dos cosas: el encanto de amar y de ser bueno. No hay otra. Es un poema fácil de leer y muy difícil de escribir, en el que no abundan las voces exóticas ni las imágenes herméticas. Emplea por lo común frases breves, muy simples, de corte popular. Pero es preciso añadir que, tras esta aparente sencillez, se esconde su hondura. El misterio profundo queda maravillosamente sugerido. A través de la letra se llega al espíritu; por los caminos de la descripción se arriba a entrever el alma de María, nuestra madre. Manuel Machado es uno de los poetas que mejor ha logrado conjuntar elegancia y hondura, gracia y autenticidad: «Ligereza y gravedad... Nos da el alma de las cosas al pintar exterioridades».16

16 Así caracterizado con palabras de Dámaso Alonso (Obras completas IV, Madrid 1975, 554).

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El milagro del arte, sea éste pictórico o literario, consiste en transformar interiormente, producir una catarsis (Aristóteles). Cualquiera que contemple la Inmaculada Concepción, hecha traslación desde el cuadro de Murillo al soneto de Machado, queda transformado por la figura de María madre. Su sola presencia representa todo un consuelo para los que caminan extraviados: nos mira desde el cielo, vive para acordarse y pedir por nosotros. María constituye una invitación, ¡tan discreta!, a ser como ella: buscar la única dicha, que consiste en amar y en ser buenos.

II Y María..., igual que una azucena, se doblaba al anuncio celestial (Juan Ramón Jiménez)

Anunciación ¡Trasunto de cristal, bello como un esmalte de ataujía! Desde la galería esbelta, se veía el jardín. Y María virjen, tímida, plena de gracia, igual que una azucena, se doblaba al anuncio celestial. Un vivo pajarillo volaba en una rosa. El alba era primorosa. Y, cual la luna matinal, se perdía en el sol nuevo y sencillo, el ala de Gabriel, blanco y triunfal. ¡Memoria de cristal!

1. Introducción Dice Joan Maragall en su Elogio de la palabra que «la palabra es la maravilla mayor del mundo, porque en ella se abrazan y se confunden toda la maravilla corporal y toda la maravilla espiritual de nuestra naturaleza». Tal vez, ningún otro mejor ejemplo puede exhibirse como evidencia el poema anteriormente leído, donde se actualiza la

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escena evangélica en la que el arcángel Gabriel anuncia a María que ha sido elegida para ser la madre de Dios. Su autor es Juan Ramón Jiménez, poeta andaluz y universal, punto de arranque ineludible de la poesía española contemporánea y su más alto exponente. Jamás, en toda la historia de nuestra literatura, la palabra –como material artístico y elemento comunicativo– rozó tan cerca la pura Belleza. Esa Belleza que Juan Ramón intentó alcanzar durante su íntegra existencia y a la que doblegó amor, odio, entusiasmo... vida intensa, en suma, y hasta la muerte. Conviene hacer una sucinta semblanza del poeta, a fin de situarlo en las coordenadas históricas del tiempo y del espacio. En Juan Ramón su vida es inseparable de su poesía y, aunque cambiaron los escenarios y sucedieron diversos avatares, él siempre vivió y habitó en una sola casa, la que construyó para la poesía. Escribía con íntimo convencimiento: Yo tengo escondida en mi casa, por su gusto y el mío, a la Poesía. Y nuestra relación es la de los apasionados 1. Lo más completo y matizado que hemos podido leer acerca de la biografía del poeta, insertándola orgánicamente con su producción, haciendo ver la corriente fecunda entre existencia y producción poética, está escrito por G. Palau de Nemes, Vida y obra de Juan Ramón Jiménez. La poesía desnuda. II (Madrid 1974). Sólo por claridad expositiva, vamos a separar lo que para él constituía una sola pareja inseparable: su vida y su poesía.

2. Vida Juan Ramón, el «andaluz universal», nació en Moguer (Huelva) en 1881. Tuvo una infancia normal y una adolescencia piadosa: era congregante mariano en el colegio jesuita de El Puerto de Santa María. Su entrega a la poesía es temprana y completa. La muerte de su padre produce en él una penosísima crisis y el joven tiene que ser internado en un sanatorio mental 1 Tanto esta cita como otras que serán aportadas como fieles testimonios del poeta están extraídas del libro que será presentado a continuación de G. Palau. No lo citamos adrede a cada paso, para no caer en enojosa repetición.

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en Francia (1901), siguiendo su convalecencia en Madrid, donde frecuenta la Institución Libre de Enseñanza. Su depresión no cesa, y en 1905 se traslada a su pueblo, Moguer, donde vive retirado y entregado febrilmente a la poesía. Allí permanece seis años, hasta que en 1911 marcha a Madrid, solicitado por sus numerosos amigos con tan idealizado y poético destino: renovar el modernismo (“a luchar por el modernismo”, tal como le apremia con insistencia literal Rubén Darío). En 1916 se casa en Nueva York con Zenobia Camprubí, su fiel y abnegada compañera de toda la vida. Ella monta una tienda de recuerdos y abalorios para hacer frente a las duras condiciones económicas de la existencia. Es dependienta en el pequeño negocio, ama de llaves, amanuense..., la persona en fin que sostiene material y anímicamente al poeta. Residen en Madrid hasta que en 1936, obligados por el estallido bélico, abandonan España y se van alojando sucesivamente en varios países americanos. En 1951 se instalan definitivamente en Puerto Rico. En 1956 se le concede el Premio Nobel, la máxima distinción, que rubrica el reconocimiento de un poeta de excepcional importancia histórica y estética. El magno acontecimiento se tiñe, sin embargo, de dolor: coincide prácticamente con el fallecimiento de Zenobia, que apenas puede asentir y congratularse con el rictus de una dulce sonrisa desde su lecho de muerte. Dos años después, en 1958, el poeta, que únicamente había existido para la poesía, incapaz de enfrentarse a la vida, a sus sinsabores y complicaciones, muere, deshecho de dolor y consumido en la soledad, en Puerto Rico. Los restos del poeta, junto con los de su esposa, descansan en una hermosa tumba del cementerio de Moguer. Un día ardiente de julio pude visitar en su pueblo natal de Moguer, todo él convertido en viva memoria del poeta, su magnífica casa-museo, y también pude acercarme al cementerio para rezar sobre la tumba de ambos: Juan Ramón y Zenobia, unidos ya para siempre en el abrazo del amor y de la muerte.

3. Obra poética Su Obra –destacada con letra mayúscula, tal como a él le gustaba escribir– se desarrolló a lo largo de más de medio

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siglo y es fiel reflejo de la evolución de la lírica española desde el modernismo a las escuelas de vanguardia. Su producción fue enorme y vastísima, en hondura y extensión. La mayor parte la constituye la obra poética, sea en verso o en prosa; tampoco faltan estudios y ensayos sobre literatura y literatos (sus célebres retratos o semblanzas de personajes conocidos), más inclinados a la intuición lírica que al objetivo análisis documentado. La creación de Juan Ramón traza un amplio arco que ha resultado trascendental para la poesía española contemporánea. La evolución del poeta ha sido tan notable y al mismo tiempo tan coherente que podemos hablar de estilos no sólo variados, sino múltiples y heterogéneos (que no contrapuestos, como el eco de una voz única que se va transformando paulatinamente a lo largo de los años). El lector de sus «antolojías» quizás pueda comprobar con claridad el proceso de constante metamorfosis. Juan Ramón dejó reiterada constancia de los cambios operados en su poesía. Ya nos ha avisado Juan Ramón de que la poesía es su pasión dominante: Para mí la Poesía ha estado siempre íntimamente fundida con toda mi existencia. Repárese en que el poeta escribe la palabra «Poesía», con mayúscula, otorgándole un carácter casi divino. La singularidad resulta algo más que un capricho gramatical. Vive literalmente «consagrado» por entero a su Obra. Rafael Alberti habla justamente en La arboleda perdida del sacerdocio de Juan Ramón por la poesía. Desde la «torre de marfil» de su intocable soledad, aislado aún más por su aguda hiperestesia, sólo existe para la poesía en una obsesiva creación, entregado por entero a su culto, a la persecución cada vez más exigente de la belleza y de la palabra esencial. Prendado y maníaco de ella, como un loco enamorado. No se nos ha dado otro ejemplo más cabal de tanta dedicación, sin distracciones ni otras ocupaciones que mermaran su exclusiva ofrenda. El lirismo de Juan Ramón se inclina hacia la belleza y hacia la exaltación de la sensación. Es un sensitivo (antípoda de Antonio Machado, al que le cuadra certeramente la palabra meditativo). Podemos ampliar el horizonte poético, para ubicar a Juan Ramón. Nos valemos de tres palabras claves a fin de caracterizar a estos tres grandes genios, pues cada uno de ellos intenta aprehender el mundo desde diversos imperativos

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éticos y estéticos: «El tríptico está completo: Verdad de Unamuno, Alma de Machado, Belleza de Jiménez»2. La Belleza es para Juan Ramón expresión de un goce exaltado de lo bello, dondequiera que se encuentre; él está dispuesto a luchar y conseguirlo, pero se trata de un goce entreverado de una cierta melancolía y de un punzante dolor; el poeta, en su agónica persecución, no acaba de alcanzar nunca esa suprema Belleza. Hay en Juan Ramón un incansable afán de búsqueda. Él escribía: «La transición permanente es el estado más noble del hombre». El poeta alumbraba nuevos proyectos, que un poco más tarde abandonaba siguiendo su innato impulso que le guiaba por diversos derroteros. Su periplo poético resulta, por ello, muy difícil de rastrear. Por otra parte, el autor estuvo dotado de una rarísima fecundidad, tal vez sólo comparable a otro «monstruo de la naturaleza», Lope de Vega: como agua de la fuente perenne, le manaban incesantemente raudales de versos. Seis mil poemas, según propia confesión, escribió el poeta de Moguer. Pero luego sometía esta silvestre producción a una poda muy exigente: «Por cada página que depuro, creo veinte que no podré depurar». 3.1. Etapas de su Obra poética En esa larga trayectoria sin pausa, suelen distinguirse varias fases (hasta cuatro: inocente, modernista, depurada, desnuda), conforme a la exégesis del famoso poema: Vino primero, pura, / vestida de inocencia. / Y la amé como un niño... Más congruente resulta reducir su evolución a tres etapas: 1ª) Época sensitiva: desde sus inicios hasta 1915, aproximadamente. 2ª) Época intelectual: comienza con el Diario de un poeta recién casado (1916) y continúa hasta que abandona España en 1936. 3ª) Época verdadera (conforme a la definición de su palabra preferida): desde 1936 hasta su muerte. 2 Orestes Macrí, «El segundo tiempo de la poesía de Jiménez»: La Torre V, 28-29 (1957) 318.

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El cambio radical se opera en 1916, con el Diario. El amor y amistad literarias con Zenobia, la lectura de poetas de habla inglesa y, sobre todo, ese cansancio que experimentaba –como el insoportable martirio de una camisa de fuerza– atenazado por las viejas ataduras, los ropajes –según la propia expresión– con que había vestido a su poesía, hacen posible el alumbramiento de esta alteración total. Anota esta fecunda intuición en su Diario: «La verdad sencillamente, la mayor verdad y del modo más claro posible y más directo». Nos situamos en la primera etapa, de poesía sencilla, inocente o sensitiva. Pero hemos de convenir en que esta poesía primera –recuérdense los libros Almas de violeta y Ninfeas– responde a un modernismo sensorial. En 1903 publica su gran libro Arias Tristes, del que Antonio Machado, hondamente impresionado, en una carta le escribe: «Por él he pensado y he sentido y he llorado». Poesía sencilla de formas y transparente de emoción. En esta misma línea se encuentran, escritos entre 1903 y 1907, Jardines lejanos, Pastorales o Baladas de primavera. Entre 1908 y 1915, Juan Ramón escribe Elejías, La soledad sonora, Poemas májicos y dolientes, Sonetos espirituales 3. Ya no es una poesía fastuosa de tesoros, como la de Rubén Darío. Aparecen, sí, elementos típicamente modernistas, como el empleo del color, la adjetivación brillante, pero el modernismo de Juan Ramón se orienta hacia el comedimiento; es mucho más íntimo y contemplativo que rutilante. Desde 1909 hasta 1912, compone una serie de libros inéditos de poesía. Así los ha llamado la crítica, pues no fueron publicados por el autor en vida. Juan Ramón los consideraba borradores silvestres, aunque hoy nos resultan de sobra conocidos. Algunos de sus poemas fueron incorporados a sus Antologías preparadas por el autor, a saber, las Poesías escojidas (Madrid, 1917), la Segunda antolojía poética (Madrid, 1922) y en la Tercera antolojía poética (Madrid, 1957). Hoy se conocen estos libros gracias al minucioso esfuerzo de Francisco Garfias, que en dos volúmenes ha reunido más 3 Téngase en cuenta la peculiar ortografía de Juan Ramón. Es hombre de compleja personalidad y resulta «raro» hasta en la forma de escribir: nunca escribe la letra g cuando suena como j. De ahí que escriba elejía, májico...

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de 500 poemas, pertenecientes a 16 libros en total. Pese al trabajo ingente del compilador, aún continúan muchos poemas sin ordenar ni presentar, pues es abundantísimo el material que dejó el poeta4. Y, sin embargo –¡paradojas de la vida y de la poesía!–, en estos libros, no acogidos e incluso rechazados por el poeta, se reflejan algunas vetas de la producción de Juan Ramón que alcanzaron una altísima calidad poética: su poesía religiosa. Su incesante depuración, su afán de desnudez lírica, le hacían especialmente escrupuloso para aceptar un libro como suyo, reconocerlo como maduro para ser publicado5. En la época que va desde 1905 hasta 1911, el poeta reside en Moguer, entregado a su ejercicio incesante de creación. La vena de su chorro lírico no mengua; sigue produciendo ininterrumpidamente: Bonanza, Corazón en la mano y Poemas impersonales.

4. Poesía religiosa A partir del Diario de un poeta recién casado, el anhelo de inmortalidad va configurando una visión religiosa, incluso teológica, que asume elementos panteístas. El poeta exalta a un dios-naturaleza frente al Dios personal cristiano. El proceso culmina en Dios deseado y deseante (1948), donde este dios es la propia conciencia del poeta: el ansia de plenitud de la hermosura. Mucho se ha escrito y debatido en torno a las ideas religiosas de Juan Ramón, sobre el alcance cristiano de sus símbolos, especialmente en la etapa última de su producción poética, que culmina con el libro Dios deseado y deseante 6. 4

Así lo enjuicia A. González, Juan Ramón Jiménez. Estudio, Madrid 1973, 230.

Para el estudio y clasificación de tales libros, véase F. Garfias, Libros inéditos de poesía de Juan Ramón Jiménez II, Madrid 1964. En sendos volúmenes recoge y valora todos los poemas. 5

6 He aquí un elenco bibliográfico sobre la obra de Juan Ramón: C. del Sanz Orozco, Dios en Juan Ramón. Desarrollo del concepto de Dios en el pensamiento religioso de Juan Ramón Jiménez, Madrid 1966; A. Sánchez Barbudo, Dios deseado y deseante (Animal de fondo), Madrid 1964; C. Santos-Escudero, Símbolos y Dios en el último Juan Ramón Jiménez, Madrid 1975; E. del Río, La idea de Dios en la generación del 98, Madrid 1973.

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Como ha sugerido A. Sánchez Barbudo, «Juan Ramón llega a deificar lo bello, como poeta que es, y su conciencia, a deificarse él en lo bello. Pero no olvida nunca que todo ocurre dentro de él, fantaseado. Todo es una exaltación interna al contemplar el mundo, un mundo en sí carente de sentido. Todo es un ansia de plenitud, de escape, al contemplarse a sí mismo, perdido en ese mundo»7. No obstante, algunas afirmaciones, algunos versos, se constituyen como una invitación a la fe. Mas no nos dejemos cautivar por la música de unas pocas palabras. Para el poeta, la concepción e idea de dios era sólo inmanente, sólo un sueño o deseo innato del corazón humano. Y ese dios acontece únicamente en lo íntimo. La aparición de ese dios existe mientras dura la aparición de la belleza, resultando su existencia un tanto efímera8. Juan Ramón, en sus notas al libro Dios deseante y deseado, afirma: «No es que yo haga poesía religiosa usual; al revés, lo poético lo considero como profundamente religioso». A saber, Juan Ramón no escribe poesía religiosa; él escribe religión poética, da culto a la poesía, lo que equivale de hecho a convertir la poesía en su verdadero dios. Así lo indica ya en el primer poema: Eres dios de lo hermoso conseguido, / conciencia mía de lo hermoso9. Cuando escribía estos versos, Juan Ramón, el real de carne y hueso, contaba 67 años de edad, pero era ya un hombre decrépito. Vivía exiliado en Puerto Rico, pasaba las noches aterrado, insomne, esperando con pánico la llegada de la muerte, que él sabía ineluctable, mientras su más profundo yo se refugiaba en los poemas. Sólo entonces alcanzaba esos momentos de plenitud en el sempiterno reino feliz de la poesía10.

7

La segunda época de Juan Ramón Jiménez 1916/1953, Madrid 1962, 4.

A. Sánchez Barbudo, Juan Ramón Jiménez. Dios deseante y deseado, Madrid 1964, 44. 8

9 Véase el poema comentado por A. Sánchez Barbudo, Juan Ramón Jiménez, Dios deseante y deseado, 49-5. 10 El autor rememora estos bajísimos estados de ánimo con su indudable influjo en su altísima producción poética. Cf. A. González, Juan Ramón Jiménez. Estudio..., 191.

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El quinquenio 1908-1912 constituye desde el punto de vista literario una etapa de portentosa fecundidad. Resulta arriesgado hablar en bloque de todo lo producido en estos años. A este período pertenece mucha de su poesía más barroca, aunque en ciertos momentos podamos ver una búsqueda de lo sencillo, cosa más perceptible en los proyectos de libros como son Poemas impersonales y en algunos otros poemas (hasta doce seleccionados en sus dos Antolojías). El poeta abusa mucho del hallazgo sensorial de la palabra; asimismo, se propasa en su innata facilidad para crear formas brillantes y sonoras. La dimensión religiosa de su poesía durante esta época, en contraste con la última, no se ha estudiado suficientemente. Sólo hemos encontrado un atinado artículo de G. Mª Verd11. Paraíso Leal ha llamado la atención sobre la religiosidad sin raíces del poeta12. La religión que aflora, sobre todo en las primeras etapas de su obra, muestra una faceta decorativa, pintoresca, que apenas penetra en los estratos más íntimos de la conciencia; en cualquier caso –y esto representa un rasgo mantenido de por vida–, profundamente narcisista. El exaltado franciscanismo de muchos poemas se revela como una suerte de prolongación del caudaloso venero del autor, que propaga su animismo en los niños, los animales y toda clase de criaturas en un idealizado mundo mágico. De este fenómeno constituye una muestra señera el precioso y celebrado libro Platero y yo (1914). Tampoco puede olvidarse que, junto al deísmo íntimo y tolerante del krausismo, influyó decisivamente en Juan Ramón su conocimiento del hinduismo a través de las traducciones de Rabindranath Tagore, que acometió con la ayuda de su esposa, Zenobia. Fue una obra común, una especie de voz compartida o sinfonía (syn-phone, «voz conjunta»). Zenobia Camprubí, la esposa, ponía la nota técnica en la versión –el inglés era su lengua nativa–, y Juan Ramón le infundía la tonalidad lírica.

11 «La religiosidad de Juan Ramón Jiménez en sus “Libros inéditos de poesía” (1908-1912)»: Cuadernos Hispanoamericanos 376-378 (1981), 379-405. 12

El verso libre hispánico. Orígenes y corrientes, Madrid 1985, 339.

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5. El libro de nuestro poema: «Poemas impersonales» El poema se halla inserto en el libro Poemas impersonales y figura con el número uno de la parte titulada Dejos13. Conviene señalar que, dentro de la poesía religiosa de tema cristiano –años anteriores a 1911, fecha de redacción de nuestro texto–, podemos indicar varios poemas de Juan Ramón más o menos marianos. Se destaca el poema que hace el número 26 de Leyenda: Otra oración a la Virgen María, al que antepone un breve introito donde declara: Como yo quiero más a mi madre que a mi padre, pienso a veces, sintiéndome medieval, que la Virgen puede ser mi Diosa más que Jesús mi Dios. La Virgen mi Diosa, y Jesús, mi hermano.

En estos libros puede encontrarse el «único conjunto de poemas realmente religiosos, en el sentido más ortodoxo del término, que escribió Juan Ramón»14. Poemas impersonales (1911) es un interesante proyecto que en cierta forma deja adivinar los libros más tardíos y esenciales de 1918-1948. La poesía intenta aquí ser sencilla y concisa, esencial. La idea se condensa en el mínimo de versos y palabras. El poema se desnuda al máximo de elementos superfluos. Ya el poeta ha comenzado a sintetizar sus impresiones y sentimientos sin llegar a la depuración posterior. En 1911, año del alumbramiento de nuestro libro, una nota escrita por el autor nos revela el talante de sus producciones: Estas obras podrían muy bien llamarse Obras de juventud, Romanticismo. Ordeno y publico toda la labor hasta los treinta años. No es que me proponga «hacer otra cosa». Es que siento una nueva vida despierta en mí, más serena, más libre, más firme, más pura, más plena15.

Estos poemas, más preocupados por la temática, más hondos –aunque algunos versos contienen felice hallazgos–, permiten presagiar su segunda época: 13

F. Garfias, Libros inéditos de poesía..., 345.

14

Así sentencia A. González (Juan Ramón Jiménez. Estudio..., 232).

15

F. Garfias, Libros inéditos de poesía..., 20.

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Te he dado, sol insomne, latido por latido, todo mi corazón. De todos los poemas –hemos contado pacientemente hasta 49–, sólo una docena de ellos han sido rescatados por nuestro autor e incorporados a sus diversas Antologías. Una docena que nos presagian la desnuda delgadez del Juan Ramón de las esencias: Del amor y las rosas, no ha de quedar sino los nombres. ¡Creemos los nombres! Estos versos están transidos por un afán de perpetuidad, que será su más noble ansia y aspiración incesante en su producción posterior. Pero, junto a algunos selectos, abundan poemas malogrados o al menos incapaces de volar alto; están recargados torpemente de una vana palabrería modernista, adornados de efectos llamativos, suntuosos y externos16. Es el nuestro un poemario misceláneo, sin personalidad definida, con los serventesios característicos de esta época, construido con versos blancos que anuncian la poesía pura y «con panegíricos que se acercan al lirismo del abanico y dedicatoria »17. Comenzado en 1911, Juan Ramón fue agregando al libro en ciernes versos de ocasión hasta dejarlo configurado definitivamente en 1914. Consta este libro inédito de cinco partes: 1ª: Prosodias; 2ª: Versos a, por y para; 3ª: Iconolojías; 4ª: Al encausto; 5ª: Dejos. A la Virgen dedica una hermosa poesía en el misterio de la Anunciación, recogida en la Segunda antolojía (nº 203) y en la Tercera antolojía, bajo el apartado Dejos. Juan Ramón lo recogió también, aunque modificado con bastantes correcciones, en Leyenda (nº 422). El poeta terminó por estropearlo, pues con los añadidos posteriores, tan intelectuales y a contratiempo, perdió su prístino encanto, su

16

Cf. F. Garfias, Libros inéditos de poesía..., 25-26.

P. Jiménez y M. Rodríguez Cáceres, Manual de literatura española. Novecentismo y vanguardias líricas, Estella 1993, 172. 17

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frescor inicial, agostándose como un producto enrarecido y hermético18. Pero aun estamos en los años en los que la religiosidad de Juan Ramón se intensifica (1911-1912). Escribe Corazón en la mano y Bonanza. Son años que pueden calificarse justamente de una cierta bonanza espiritual, aunque no de honda conversión. El poeta, hastiado de oropeles, empezó a ver algo más que la belleza aparente que se le ofrecía en el lujo de las rosas, el amarillo del sol, las auroras y los atardeceres. Intentó trascender hacia la belleza originaria. Pero, tal como se trasparenta por las huellas felices de sus poesías religiosas, el poeta seguía con su voz atenazada, encadenado a su carácter ególatra, abismado en la bruma de su melancolía, en sus ansias de grandeza, por más que intentara sublimarla a veces en Dios. En la extensa nota, publicada en 1911, escribe –y uno, al leerla, no puede sustraerse a la extraña impresión de que sus palabras bien valen como un magnífico comentario a nuestro poema mariano–: La poesía debe ser universal, no atada por los pies a fronteras. Hija del cielo, viva en un cielo igual para todos. La poesía es como un pájaro de luz que nos viene del cielo al corazón. La virtud está en hacerla volver del corazón al cielo19.

6. Comentario al poema El poema presenta una emocionada interpretación del misterio mariano de la Anunciación. Todo él está esculpido por medio de una palabra fulgurante, en donde se adivinan las brasas de una penetrante intuición e inteligencia. Su título original reza así: Anunciación. Juan Ramón muestra su exquisita delicadeza y melancolía, como un redivivo Bécquer, ante lo inefable de la belleza. Su

18 En opinión de G. Mª Verd, «La religiosidad de Juan Ramón Jiménez en sus “Libros inéditos de poesía” (1908-1912)»: Cuadernos Hispanoamericanos 376-378 (1981), 402-405. 19

F. Garfias, Libros inéditos de poesía..., 20.

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lenguaje es predominantemente musical y preciso, rayano incluso en el preciosismo. El poema se compone de quince versos. La mayoría de ellos son heptasílabos y rimados en consonante. Leámoslo de nuevo: ¡Trasunto de cristal, bello como un esmalte de ataujía! Desde la galería esbelta, se veía el jardín. Y María virjen, tímida, plena de gracia, igual que una azucena, se doblaba al anuncio celestial. Un vivo pajarillo volaba en una rosa. El alba era primorosa. Y, cual la luna matinal, se perdía en el sol nuevo y sencillo, el ala de Gabriel, blanco y triunfal. ¡Memorial de cristal! El poema se abre y se cierra mediante una doble apóstrofe, presente en los dos versos iniciales: ¡Trasunto de cristal, / bello como un esmalte de ataujía!, y en el verso quince final: ¡Memoria de cristal! Actúan a la manera de un breve prólogo y un intenso epílogo que configuran la totalidad del poema, tal como un marco hace con un cuadro: lo señala y nos lo presenta ante los ojos. Podemos inquirir: ¿qué divisamos con nuestra mirada en este cuadro? Todo el poema es una contemplación de María a través del cristal, pero no de un cristal cualquiera, sino de uno muy preciado: es bello, esmaltado y repujado como una ataujía. El verso final incluso se atreve a revelar que el cristal es la memoria o el recuerdo que el poeta tiene de María. Prólogo y epílogo están separados por su disposición escrituraria –el autor así lo ha expresado gráficamente– del resto del poema. Van marcados con el signo de la admiración. Y consiguen dar el tono preciso (o más bien impreciso) de la contemplación, que es vislumbrar, a través del recuerdo, una atmósfera ligera, plena de delicadeza.

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En la composición poética hay que destacar la importancia de los sustantivos frente a las demás partes de la oración. Repárese en la abundancia de esta faceta sustantivadora muy al estilo de san Juan de la Cruz: cristal, esmalte, galería, jardín, María. Seguramente se debe a que la poesía juanramoniana es una «búsqueda de esencias»20. Los adjetivos, elegidos adecuadamente con primor, son numerosos, de acuerdo con la descripción de un instante trascendental. Sirven para realzar la objetividad del relato. Con frecuencia se escriben pospuestos al sustantivo: cristal, / bello; galería / esbelta; luna / matinal... Los verbos que aparecen en todo el poema siempre van conjugados en forma de pretérito imperfecto de indicativo, que, con su papel de «secante», hace perdurar en el presente lo que ocurrió en un tiempo pasado, ya histórico. Así el misterio, a través del cristal de la memoria, se verifica en la contemplación actual. El poema, además de su prólogo y epílogo, ya señalados, puede dividirse en tres partes principales: 6.1. La naturaleza, entrevista como ámbito (vv. 3-5a) Desde la galería esbelta, se veía el jardín. Podemos ya fijar nuestra vista en los versos desplegados, detenernos en sus pormenores y experimentar el gozo de la contemplación. Incorporamos también los dos primeros versos, que se erigen en umbral introductorio. Esta bina se engalana con los recursos de una metáfora y una comparación: ¡Trasunto de cristal, / bello como un esmalte de ataujía! La palabra «ataujía» insinúa que se trata de un dibujo o pintura primorosa, una labor delicada, de difícil combinación y engarce, una repujada obra de morería. El léxico resulta un

20 Tal como reivindica S. R. Ulibarri, El mundo poético de Juan Ramón. Estudio estilístico de la lengua poética y de los símbolos, Madrid 1962, 119.

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tanto modernista. Obsérvese la rara calidad de estos selectos vocablos: «trasunto», «esmalte», «ataujía». Se agudiza la capacidad de expresión. En la primera escena evangélica, contemplada por el poeta, la mirada se desliza armónicamente a través de la secuencia versificadora mediante encabalgamientos suaves, con un tono de delicada musicalidad. De desnuda sencillez, ligereza de formas y perspectivismo. Véase esta cadena de encabalgamientos. El poeta consigue así que nuestra mirada se detenga hacia el final de cada verso, como un abismo, buscando respuesta en el siguiente: galería/ esbelta; se veía /el jardín. 6.2. La Anunciación a María y la Encarnación divina (vv. 5b-8) Y María virjen, tímida, plena de gracia, igual que una azucena, se doblaba al anuncio celestial. En la segunda escena, tras el ambiente del jardín y la galería, aparece directamente María. Ahora los adjetivos se suceden casi en cascada: virgen tímida, plena de gracia. Para caracterizar a María se emplea una severa economía de medios. Tal es el mérito del artista. Le basta una palabra, una sola, que sea capaz de representar todo un símbolo, y un verbo que pueda desplegar su valor semiótico. Si la primera nota de María era virjen, ahora se la veía virjen. Para mostrarnos dicha virginidad se recurre al tópico literario y pictórico de la comparación: igual que una azucena / se doblaba. Aún más, el verbo doblar tiene carácter polisémico: ofrece el significado de ceder ante el nuevo peso que colma su vientre y de aceptar respetuosamente la voluntad divina con un gesto humilde. María se inclinaba vencida por el misterio de su Hijo, ante el cual asimismo se arrodilla en postración adorante. ¿No resulta un prodigio del arte poético la capacidad de insinuar esta actitud mariana de forma tan concisa como delicada?

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6.3. La naturaleza, partícipe del misterio realizado (vv. 9-14) Un vivo pajarillo volaba en una rosa. El alba era primorosa. Y, cual la luna matinal, se perdía en el sol nuevo y sencillo, el ala de Gabriel, blanco y triunfal. En la tercera escena o cuadro, la naturaleza se siente estremecida por lo acontecido. Intervienen varios agentes que muestran su consentimiento y alborozo: es el gorjeo de las criaturas ante el misterio de Dios encarnado. En primer lugar se destaca un vivo pajarillo. El epíteto «vivo», antepuesto al sustantivo, le otorga carácter subjetivo. Amplía el campo afectivo e intensifica la alegría del pajarillo, precioso diminutivo que pone una nota de simpatía y pequeñez. En los versos 10 y 11 (volaba en una rosa. / El alba era primorosa), la aliteración de la letra «a» indica la plenitud del momento, que instaura la claridad del amanecer. Estando tan cerca de parecerlos, no resultan, en absoluto, de relamida afectación. También la luna y el sol asisten con su resplandor a la novedad del misterio. Se trata de una luna matinal y de un sol nuevo y sencillo. No existe grandiosidad ni espectacularidad, sino transparencia y delicadeza. Estas grandes luminarias también se abajan con humildad para rendir un radiante tributo de adoración delante del misterio que se está gestando. Una nueva imagen, la metonimia de ala (para señalar la figura del arcángel Gabriel) en el verso 12, expresa el alejamiento del arcángel ya volando blanco y triunfal, tras haber terminado su misión. Pero san Gabriel se pierde y deja paso a un sol nuevo y sencillo que a cualquier lector cristiano evoca la presencia de Jesús, el sol que nace de lo alto, según refiere el cántico del Benedictus (Lc 1,78). Como ya se ha indicado antes, un epifonema, ¡Memoria de cristal! (verso 15), cierra la estructura de la composición en paralelismo sintáctico y sinónimico con los primeros dos versos del poema.

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7. Conclusión Cada poeta crea un mundo, una cosmovisión. Es preciso acercarse con cauto respeto, sin avasallar. Este mundo tan peculiar necesita ser explorado a fin de ser conocido. El típico mundo juanramoniano –en parte indagado por el conocimiento de su Obra y por nuestro somero análisis–, fielmente expresado en el poema, refleja una naturaleza transfigurada por la presencia de María, a través de palabras muy sencillas. Es importante señalar que para Juan Ramón el término «sencillo», en una nota de su Segunda antolojía, significa lo conseguido con menos elementos, es decir, lo neto, lo apuntado, lo sintético, lo justo. Tales facetas se dan, todas íntegramente, en esta composición mariana. El literato expresa lo fable, lo conocido, pero nunca lo desconocido, lo inefable. La función de penetrar en lo desconocido, de decir lo indecible, sólo está reservada al poeta; aún mejor, al legítimo poeta, tal como Juan Ramón nos lo muestra palmariamente en nuestro texto. La poesía es un recurso redentor. De aquí deriva la pasión poética, el ansia de belleza, el amor del arte por el arte. En Juan Ramón se encuentra la creencia en el carácter sagrado de la poesía como única defensa contra la temporalidad, concebida aquélla como verdadero instrumento de salvación. Alcanza, pues, la virtud de toda auténtica poesía, que consiste no en llamar a las cosas por su nombre («vocare»), sino en invocarlas y más aún en evocarlas. El poema nos permite avizorar e incluso penetrar en la región del misterio. He aquí una preciosa evocación del misterio de la Anunciación, de tal manera conseguida y hecha presente que no se diluye ni desaparece –de hecho y a nivel poemático sólo se va el arcángel–, sino que queda aún resonando en la retina y el corazón del lector. Hay que indicar, como acertado logro expresivo, que este poema en realidad no acaba ni finaliza; continúa su fluencia y persiste flotando en una sensación de luz y de belleza celestial; posee –en el sentido más literal del término– una función metapoética sublimadora. En resumen, tenemos un texto simple y sublime al mismo tiempo –tal como reivindicaba Juan Ramón–, sencillo.

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Este ámbito de la naturaleza entrevista, esta radiante atmósfera recreada por los versos, nos recuerda, desde su analogía pictórica, el tema de la Anunciación, convertida en cuadro por Fray Angélico. Y este cuadro se ha encarnado en luz envolvente, líneas preciosas, aire de pureza, insinuado misterio. Evocamos la célebre pintura, ya sea la de Cortona (Museo Diocesano), la de Florencia (Museo de San Marcos) o la de Madrid (Museo del Prado). Con una paleta altamente espiritual, Juan Ramón revela una lograda adhesión al naturalismo. Ha logrado la fusión de la espiritualidad con la naturaleza, mediante rasgos tan sencillos como evocadores. En esta composición, Anunciación de Nuestra Señora, de Poemas impersonales (1911), la palabra se hace parábola. En ella se abrazan la maravilla divina y la maravilla de nuestra naturaleza: el encuentro de lo divino con lo humano, el encuentro del arcángel san Gabriel con María, quien asiente como una azucena doblada, de la que nace Jesús, apenas insinuado si no es por la alusión sol nuevo y sencillo, capaz de transfigurar toda la naturaleza y creación, dejándolas completamente nuevas, redimidas. Y aquí acabamos –no insistimos más en el análisis–, avisados oportunamente por el sabio consejo que el poeta reclamaba con tan célebres versos: no la toquéis más, que así es la rosa. El poema nos ha dejado la fragancia de la presencia de María, mujer y madre. El poema, como una rosa o una azucena doblada, huele a María y a Jesús, su Hijo. Respiremos su aroma incontaminado y su perfume cristalino. Eso nos basta.

III ¿Adónde va, cuando se va, la llama? (Gerardo Diego)

A la Asunción de Nuestra Señora ¿Adónde va, cuando se va, la llama? ¿Adónde va, cuando se va, la rosa? ¿Adónde sube, se disuelve airosa, hélice, rosa y sueño de la rama? ¿Adónde va la llama, quién la llama? A la rosa en escorzo, ¿quién la acosa? ¿Qué regazo, qué esfera deleitosa qué amor de Padre la alza y reclama? ¿Adónde va, cuando se va escondiendo, y el aire, el cielo queda ardiendo, oliendo a olor, ardor, amor de rosa hurtada? ¿Adónde va el que queda, el que aquí abajo, ciego del resplandor, se asoma al tajo de la sombra transida, enamorada?

1. Gerardo Diego: poesía total La figura de Gerardo Diego resume, en cierta manera, la aventura de la poesía española del siglo XX, embarcada en el furor de formas y estilos de vanguardia y, a la vez, anclada sólidamente en la tradición. En él advertimos este ingente cúmulo de virtudes: la investigación de la imaginación poética, la búsqueda de acentos

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nuevos y registros expresivos, el rigor de una dedicación sin pausa a la poesía, concebida como un ejercicio de lenguaje y fenómeno absoluto en sí misma, como dan muestra sus versos creacionistas. También reconocemos al orfebre de las formas tradicionales, ceñido y sabio siempre. En el prólogo a la Antología de sus versos (1945), el mismo autor afirma: Yo no soy responsable de que me atraigan simultáneamente el campo y la ciudad, la tradición y el futuro, de que me encante el arte nuevo y me extasíe el antiguo, de que me vuelva loco la retórica hecha y me torne un poco más loco el capricho de volver a hacérmela –nueva– para mi uso particular e intransferible.

Sin duda, uno de los principales rasgos distintivos de Gerardo Diego es la versatilidad. Fue uno de los escritores que más cultivó el arte de vanguardias y, al mismo tiempo, supo ser un excelente poeta de corte clásico; la vena popular también tiene en él momentos afortunados. Sus versos obedecen a una pluralidad de estímulos estéticos y emocionales. Aunque no constituyen un conjunto rigurosamente sistematizado, el autor posee un lenguaje propio que les otorga unidad. Es importante tener en cuenta que las diversas modalidades no se dan en etapas cronológicamente sucesivas, sino que se superponen y enriquecen mutuamente. Así ha sido de forma unánime reconocido: Casi nadie tan conservador como él en los metros (usos del octosílabo, del endecasílabo, maestría en el romance y en el soneto), en los temas de siempre, amorosos, religiosos y humanos. Y en contraste, nadie tan innovador en formas y contenidos1.

Ya en sus días, Antonio Espina mostraba al poeta santanderino como ejemplo de «morbo intelectual de una generación a la que tiende igualmente lo nuevo y lo viejo».2 Al tiempo que promueve el redescubrimiento de Góngora, hace suyos los recursos expresivos del creacionismo, participa en sesiones ultraístas y en las principales publicaciones del momento: Reflector, Grecia, Cervantes... 1 S. Abril, «Gerardo Diego, poesía y crítica»: Cuadernos Hispanoamericanos 448 (1987), 7-24. 2

Gerardo Diego, «Soria»: Revista de Occidente 1 (1923), 118.

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Su gran papel histórico ha consistido en servir de puente entre las vanguardias europeas y la tradición española. Entre una y otra tendencia se producen, según se ha dicho anteriormente, frecuentes puntos de contacto. Como reconoce Leopoldo de Luis, no hay dos Gerardos, sino uno solo, que nunca abandonó del todo a las vanguardias: La palabra sigue siendo en su poesía esencial y máximamente activa. Su juego dentro del poema es la resultante exacta de una operación perfecta... La trascendencia de Gerardo Diego en la introducción del creacionismo en España es indiscutible. Asumió las aspiraciones de Huidobro al construir un poema autónomo, no copiado de la naturaleza, mezcla de audacia y de precisión3.

El papel histórico de Gerardo Diego ha consistido en servir de puente entre las vanguardias europeas y la tradición española, tanto la popular como la culta4. Sus versos están llenos de imágenes sugerentes, que estimulan nuestra imaginación y constituyen una realidad puramente verbal. No explican nada, son intraducibles a la prosa. Prescinde de la carga sentimental y de las preocupaciones trascendentes; lo que prevalece es la destreza lingüística, aunque a veces proyecta emociones subjetivas. 1.1. Una poesía que es música La música fue una de sus grandes aficiones. Muchos poemas suyos se convierten en paráfrasis de piezas musicales, en las que se pliega a las sugerencias de la melodía. Son modélicos, en este sentido, algunos sonetos de Alondra de verdad. Estos poemas referidos son, en confesión del mismo autor, «más musicales que plásticos, dejándose ir cauce abajo en un deleitoso entresueño cerebral. Aspiran a una perfección más tersa que construida, y más que forma quisieran ser materia pura»5. La dedicación de Gerardo Diego a la música influye en la creación de un ritmo peculiar. El poeta se vale del ritmo para

3

«Consideraciones sobre la poesía de G. Diego»: Nueva Estafeta 15 (1980), 39-44.

4

Así lo sostiene A. Villar en La poesía total de Gerardo Diego, Madrid 1984, 26.

5

Gerardo Diego, Obras completas I, Madrid 137.

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hacernos sentir el contraste entre ciertos momentos y acentuar la cadencia emotiva del poema. Esos principios se traducirán en una concepción del poema como equilibrio de fondo y forma, como íntima y excepcional armonía6. Quien esto escribe ha asistido en Granada a una doble manifestación pública de su arte. Gerardo Diego –presencia física muy estilizada, como un alto junco– recitaba sus propios poemas y después se sentaba al piano para interpretar algunas piezas musicales. Iba alternando, a lo largo de su actuación, la doble facultad de poeta y músico, para un disfrute más completo del público oyente. 1.2. Equilibrio poético: vino nuevo en odres viejos En su afán de mezclar lo nuevo con lo antiguo, nuestro poeta busca el compromiso entre la forma métrica tradicional y la estética creacionista. Él mismo explica el efecto que espera conseguir: Pensaba yo que el contraste entre el molde clásico o prerromántico o casi modernista, y la sustancia disparatadamente arbitraria sin más ley que la proporción interna y las sugestiones recíprocas de las imágenes, podrían dar resultados sabrosos7.

Sin duda, el ejercicio vanguardista debe de haber influido en esta capacidad de compaginar un indudable virtuosismo técnico con un toque expresivo que aleja el poema de los caminos trillados y nos permite hallar en él una perfección formal deliberadamente buscada. En la poesía de Gerardo Diego tiene gran importancia lo que Luis Felipe Vivanco llama «palabra imaginativa», que sobrepasa los límites de su obra creacionista: «Es el poeta de palabra artística más en vilo o de vibración más inesperada dentro de la estrofa»8. 6 Cf. M. Arizmendi, Gerardo Diego, Manual de espumas. Versos humanos. Prólogo, Madrid 1986, 24. 7

Gerardo Diego. Versos escogidos, Madrid 1970, 29.

8

Introducción a la poesía española contemporánea I, Madrid 31974, 177-220.

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Busca imágenes nuevas que constituyan en sí mismas una realidad y hace gala de un metaforismo complejo, que nos sorprende por su atrevida originalidad. Los poemas tradicionales están más engarzados con el tema. Su estilo ofrece una acabada perfección, brillantez, dominio absoluto de formas. El poeta distingue dos bloques en su obra: poesía relativa o tradicional y poesía absoluta o vanguardista. La primera constituye el núcleo más abundante de su producción. Sin abandonar el culto a la imagen, deja el puro alarde estilístico para expresar emociones personales. Nos transmite recuerdos y vivencias ligados a un paisaje o a una persona; también, sentimientos religiosos. De ahí que esté permitido el derecho a hablar dentro de su poesía tradicional con este doble epígrafe: versos humanos y divinos. En sus versos humanos procura escribir «una poesía directa, concreta, siempre vivida, y elaborada sólo en primer grado»9. D´Arrigo distingue dentro de la faceta de corte clásico tres bloques temáticos: el paisaje, el amor y los temas menores (la música y los toros)10. En los temas amorosos se coloca bajo la advocación de Lope, Juan Ramón e incluso Bécquer. En los paisajes despliega una amplia variedad que delata la mirada de un pintor que se detiene en paisajes interiorizados, a menudo simbólicos. La realidad externa puede dar pie a una reflexión trascendente. Así, al contemplar el ciprés de Silos, tienes ansias de regeneración espiritual. Sus versos divinos o poesía religiosa son reflejo de una fe sin fisuras. De la ligereza popular de muchos poemas pasa a temas teológicos y dogmáticos, que alcanzan su más alto vuelo en Ángeles de Compostela.

2. Poesía religiosa Importa tener en cuenta que Gerardo Diego es el único de los grandes poetas de su generación que escribe una poesía de 9 10

Gerardo Diego, Obras completas I, 484. Gerardo Diego, Il poeta di «versos humanos», Turín 1955, 37.

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sentido católico y de temática concreta, dentro de la liturgia y de los dogmas y misterios de la religión romana11. Explica el poeta que en la primavera de 1924 sintió, por vez primera, la necesidad no de cantar, sino de rezar en verso. Así nació su Via crucis (1931) y todos los poemas religiosos que fue escribiendo y que más tarde fueron reunidos y recopilados en Versos divinos (1971)12. Tienen una inspiración varia: beben en las fuentes de lo popular y también de lo culto. Se incluyen en una gran diversidad de formas estróficas. Presentan espléndidas lecturas de temas del Antiguo y del Nuevo Testamento, que se erigen en verdaderas cimas de la poesía española y de la hagiografía cristiana en general. Hay villancicos, invocaciones a la Virgen, al santísimo Sacramento, y composiciones dedicadas a diversos santos y personajes bíblicos. Dámaso Alonso, refiriéndose a la obra poética de Gerardo Diego, afirma que lo mismo el verso tradicional que el puro experimento lírico brotan humanamente de un solo corazón, son voces diversas de una total y única armonía13. El mismo poeta Gerardo Diego escribía en 1925: Toda arte es humano, hasta el divino, el que aspira a crear la forma pura. Para llegar a Dios no hay más camino que el del amor que vence y perdura. Del mismo corazón apasionado salen la voluntaria continuación de nuestra mejor poesía o la búsqueda frenética del jubiloso precepto: Cantate Domino canticum novum. Gerardo Diego conjuga la técnica de aunar lo humano y lo divino. Su maestría reside en conseguir que la palabra, la imagen, la escritura poética en definitiva, adquieran una extraordinaria originalidad, muy efectiva a la hora de crear una lírica moderna. Si usa metros clásicos, al mismo tiempo 11 Leopoldo de Luis, «Consideraciones sobre la poesía de Gerardo Diego»: Nueva Estafeta 15 (1986) 34-44. 12

Gerardo Diego, Versos escogidos, Madrid 1970, 29.

13

Poetas españoles contemporáneos, Madrid 1988, 236.

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asimila formas rítmicas modernas, más o menos cercanas al verso libre, con una variedad y modernidad muy relevantes14. Al publicar en 1971 su libro Versos divinos, el poeta reunía en un volumen, muy anunciado, la mayor parte de la poesía religiosa, por lo menos aquella que era estrictamente religiosa –en cuanto al asunto y tratamiento explícitos– y no estaba vinculada a un determinado paisaje, ambiente, ciudad o región. Carácter religioso alcanzan poemas de otros libros e incluso obras enteras, como es el caso de Ángeles de Compostela, pero Versos divinos posee específicamente otra dimensión. Ya no sólo la unidad del tema (lo religioso cristiano-católico) le otorga el significado, sino que también la temperatura, la posición anímica del poeta, conceden a esta difícil especialidad poética un sentido moderno y al mismo tiempo fiel a la ortodoxia requerida. Gerardo Diego supera con facilidad esa pretendida lírica religiosa, repetitiva y manida, que, una vez pasado el Siglo de Oro, ha proliferado en nuestras letras y ha mostrado, salvo pocas excepciones, tópicos gastados, manierismos arrumbados, pías y exangües exclamaciones, que hacen que el lector moderno se prevenga con razón en contra de la llamada poesía religiosa. Nuestro poeta salva estos escollos con grácil soltura y demuestra una recia personalidad de poeta y de cristiano que sabe interpretar los temas de la religión con visión serena y sorprendente originalidad. La seriedad de sus representaciones poéticas viene avalada también por un conocimiento profundo de la religión, aprendido en los libros más característicos, empezando por la Biblia, de la que proceden sus espléndidas imágenes del Antiguo y Nuevo Testamento, a las que se unen las canciones de tipo tradicional que, a la manera de su maestro Lope de Vega, enriquecen misterios de la fe, entre los que se destacan los navideños.

14 Así reconocida por V. García de la Concha, Maestría de Gerardo Diego, pp. 339-351.

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3. Comentario al poema Aunque «la poesía se explica por sí sola» –escribió Pedro Salinas en una Poética, hecha precisamente para Gerardo Diego y para su célebre Antología de 1932–, vamos a acercarnos a un poema mariano de este poeta. El poema se encuentra inserto en la obra Gerardo Diego, Antología de sus versos (1918-1983) y bajo el apartado de Versos divinos (1941-1967)15. El texto se presenta como el primero de un tríptico que el poeta, con el título A la Asunción de Nuestra Señora, dedica al padre R. Cué, famoso poeta religioso jesuita. Fue escrito con motivo de la proclamación dogmática del misterio mariano de la Asunción. En el segundo soneto, María sigue a Jesús en su ascensión al Padre. El tercero evoca el misterio mismo de la Asunción, declarado dogma de fe en Roma. Nadie disputa a Gerardo Diego el puesto de máximo sonetista de su generación, aunque debe compartir esta gloria con el Lorca de Los sonetos del amor oscuro. Le gusta introducir variantes en los moldes tradicionales; así, juega con las rimas de los tercetos: CCD - EED –como comprobamos fehacientemente en el soneto que vamos a comentar–, lo que le permite cierta ligereza, aunque es fiel a la estructura fundamental del soneto. Nuestro soneto habla sin decir expresamente, tan sólo se limita a señalar con el dedo. Y ni siquiera señala, sino que pregunta. Todo el soneto es una interrogante continua: desde el principio hasta el final, sin solución de continuidad. Habla de la asunción, pero la asunción no se menciona. Habla de la Virgen, y su presencia no se nombra. Hay formas de hablar sin hablar, a saber, sólo musitando, sugiriendo mediante los símbolos. A través de discretas alusiones. O por medio de la insinuación de los sentidos. O apoyándose en la contemplación elegíaca de la naturaleza. Tal es la originalidad y también el mérito conseguido por este estupendo soneto. El poeta, aun cuando se muestra creacionista, no vacila en mostrar sus sentimientos con una suave melancolía en la que

15

Edición preparada por F. J. Díez de Revenga, Madrid 1996, 317.

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es fácil advertir el paso del tiempo. Así inquiere mediante preguntas que recuerdan el clásico ubi sunt? medieval. Interrogaciones que revelan desconcierto y tristeza. Nada menos que diez veces surge la pregunta, en los catorce versos. Parece que sigue también a Fray Luis de León en su famosa composición A la Asunción. La anáfora, presente tanto en los cuartetos como en los tercetos, encadena todo el texto al sugerir mediante interrogaciones retóricas, repetidas paralelísticamente, a manera de estribillo o letanía. El hipérbaton las refuerza. La gracia musical de la aliteración en a produce una sensación de apertura y amplitud de miras. Es verdad que continúa la tradición de nuestros clásicos principalmente en el tema y en la forma métrica, pero –preciso es reconocerlo– los juegos y los atrevidos recursos literarios del texto ofrecen muchos rasgos distintivos de las vanguardias, especialmente del creacionismo. 3.1. Primer cuarteto: ¿a dónde? ¿Adónde va, cuando se va, la llama? ¿Adónde va, cuando se va, la rosa? ¿Adónde sube, se disuelve airosa, hélice, rosa y sueño de la rama? Por tres veces, de forma insistente, el poeta, convertido en atento contemplador de la naturaleza, pregunta por el destino de dos seres alados: la llama y la rosa. ¿Adónde va, cuando se va, la llama? ¿Adónde va, cuando se va, la rosa? Las dos están constituidas para alzarse y crecer, como fuga mundi, como rapto hacia una región superior. La llama es un símbolo, hecho creación inmortal, con evidentes resonancias místicas desde los escritos de san Juan de la Cruz, quien escribió La llama de amor viva. Véase el comentario que despierta en un conocido autor sanjuanista: Difícil encontrar un título más apropiado: Llama de amor viva. Tanto la experiencia mística a que alude como el poema y el

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comentario en que ha quedado consignada están hechos de materia incandescente16.

Mediante el símbolo de la llama, el poeta-místico alude a la transformación del alma atraída por Dios Trinidad, que vive en su más profundo centro. La rosa es un motivo literario de muy frecuente utilización. Se convierte en la reina de las flores. Por su deslumbrante belleza, se erige en la flor más augusta y lozana. Su misma existencia brinda oportunidad para la eterna pregunta acerca del tiempo y la belleza: collige, virgo, rosas... El tiempo es khronos, que todo lo devora. Se contrapone la belleza de la rosa a la brevedad del tiempo. Ambos viven en liza. Al fin, el tiempo se alza vencedor y despiadado. Se muestra cruel, pues todo lo marchita, aja y estropea, incluso la delicadeza de una rosa, símbolo de toda belleza. En las imágenes de la «rosa» y de la «llama» está implícito el paso del tiempo, de tema barroco, pero también puede sugerir la representación de la hermosura y el amor. El dinamismo del verso 3, patente en los verbos «sube» y «se disuelve», contrasta con la enumeración del verso 4, en donde las atrevidas imágenes del mundo del progreso (hélice) se cierran con la personificación, que llega a ser imagen visionaria: sueño de la rama. 3.2. Segundo cuarteto: ¿quién, qué? ¿Adónde va la llama, quién la llama? A la rosa en escorzo ¿quién la acosa? ¿Qué regazo, qué esfera deleitosa, qué amor de Padre la alza y reclama? La subida de la llama y la rosa plantea al poeta-contemplador una ulterior pregunta. Si tan decididas suben, cabe inquirir si ascienden empujadas por su propia fuerza o si alguien tira de ellas. ¿Se trata de una ascensión o de una asunción? 16

F. Ruiz Salvador, San Juan de la Cruz, Obras completas, Madrid, 31988, 759.

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La aparición del sujeto «quién» no podía ser más oportuna desde un punto de vista literario. También desde una consideración teológica, teniendo en cuenta que se está recordando el misterio de la Asunción de María: es asumida por Dios y conducida al cielo. De nuevo, es preciso valorar la eficacia expresiva del texto, cómo la poesía es capaz de decir las cosas más hermosas no explicando nada, sino sugiriendo casi todo. Aún más, la belleza literaria sigue sorprendiéndonos. Relacionamos el verso 5 con el verso 1 del primer cuarteto. Se descubre una muy clara correspondencia entre ambos. El juego de homónimos o dialogía –llama (fuego), llama (verbo llamar)– es patente. Su función fónica consiste en repetir las mismas sílabas o fonemas, a la manera de rima interna o eco. También hay que confirmar la musicalidad de algo previamente conocido, pues vuelve a aparecer otro juego musical en rosa y acosa. Los versos 7 y 8 constituyen el centro climático del poema: ¿Qué regazo, qué esfera deleitosa, qué amor de Padre la alza y la reclama? La presencia del Padre amoroso que reclama a María para el cielo, esfera deleitosa, ¿no nos recuerda un verso famoso de Fray Luis de León en la célebre oda A la vida retirada? Las aliteraciones en a reaparecen en la parte final del verso: la alza y la reclama. La plenitud de deleite es total. 3.3. Primer terceto: las huellas de su vuelo ¿Adónde va, cuando se va escondiendo, y el aire, el cielo queda ardiendo, oliendo a olor, ardor, amor de rosa hurtada? La rosa o la llama deja un reguero que mudamente dice que por aquí alguien ha pasado. Todavía se sienten sus efectos, las recientes huellas de su tránsito. El aire queda encendido; aún más, permanece ardiendo. Para hacer sentir más sus efectos olfativos, se insiste en esta manifiesta reduplicación: oliendo / a olor.

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En el primer terceto se mantiene el paralelismo sinonímico y antitético, así como las aliteraciones, creando una bella melodía fónica. Se descubre de nuevo la imagen visionaria rosa hurtada, y escuchamos una suave música celeste mediante la rima interna: ardiendo, oliendo, olor, ardor, amor. Así, las galas del lenguaje visten sus formas más expresivas para mostrar que el cielo se convierte en una luminaria de fiesta, en donde bullen todos los sentidos, transfigurados por la presencia de esa llama o esa rosa. A estas alturas del poema, o a estas alturas del cielo, ya sabe el lector que se trata de la presencia de la Virgen, que sube gloriosamente. 3.4. Segundo terceto: la ausencia del que queda ¿Adónde va el que queda, el que aquí abajo, ciego del resplandor se asoma al tajo de la sombra transida, enamorada? Estas sugerentes imágenes, que se precipitan en cascada, atraídas en su vorágine por sí solas, revelan una melancólica situación, seguramente de orfandad. El interrogativo ¿A dónde va?, que ha resonado en todas las estrofas, se reviste aquí de un sorprendente y añadido significado. Ahora no se pregunta por la llama ni por la rosa; el interrogante revierte sobre él mismo: ¿A dónde va, ahora, el que se queda aquí?, ¿a dónde acudir? La alusión el que queda, el que aquí abajo, del verso 12, es una perífrasis para dramatizar la taciturna orfandad del que permanece asomado a un tajo, casi precipitado en el vacío, y envuelto en la sombra de la soledad. La estrofa combina algunos fuertes recursos expresivos, que insisten en la nueva y adversa situación en que ha quedado postrado o proscrito el lector del poema. Toda la sintaxis oracional cabalga en un ritmo de arduo hipérbaton. Sorprende la atrevida hipérbole y encabalgamiento: se asoma al tajo / de la sombra transida. También el oxímoron: ciego de resplandor. Estas imágenes innovadoras, que delatan la inevitable vena creacionista del poeta, sirven para expresar la angustia de una

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situación. Queda flotando la ausencia del poeta creyente, que ya no ve a María. Pero también queda, aunque fatigado, expectante. La última palabra del poema, enamorada, le vale de asidero. El lector creyente espera, ciego del resplandor, el misterio de María subida al cielo, en sombra no aciaga, sino enamorada.

4. Conclusión Para terminar, se puede afirmar que nuestro poema es un salmo de transfiguración de lo material a la esencialidad más transparente. Los diversos modos literarios de este hermosísimo soneto son siempre plásticos, y estas expresiones plásticas resultan altamente musicales. Maleable el idioma, copioso y selecto el léxico, sonoridad de arpegio a lo largo del decurso expresivo y nítida claridad en el contenido. Debo admitir que quien esto escribe ha hecho la experiencia, el simple ejercicio de pronunciar alto y sonoro todo el poema, y ha de saber el lector –también invitado a realizar la experiencia– que el simple tarareo del soneto suena a música, y música elevada. El poema ofrece varias modalidades de lectura o ejecución interpretativa. Con él se deleitan prácticamente todos los sentidos. Participan los elementos del mundo, del alma y del cuerpo, del campo y del cielo. Permite ser aprehendido de forma diferente. Cada vez es propicia la ocasión para una inédita contemplación y goce: – Como una música. El poema puede cantarse y, aún mejor, susurrarse. Se desgrana con rimas internas y rimas finales. Hace melodía con las palabras. Juega con ellas, las toca y las deja palpitando. Música de arpa aguarda para acompañar a este soneto. – Como una llama. El poema sube, asciende, se enciende, brilla, se contonea, ondea, se alza y se pierde, al fin, en una alta esfera deleitosa. Se consume de amor en el regazo del Padre. – Como una rosa. El poema huele en toda su intacta fragancia. Es una rosa. La más fragante de las flores, des-

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florada. La más hermosa de las rosas, deshojada. Quedan esparcidas sus hojas o sus versos. Cada verso es un pétalo de perfume. – Como un canto de la naturaleza. La creación se regocija con el triunfo de su flor más hermosa y de su llama más ardiente. La naturaleza es llevada en volandas, al cenit de su más perfecta realización. – Como una doxología en el cielo, que queda ardiendo y oliendo, que ya se alegra al recibir en su esfera deleitosa a la Virgen y se regocija porque Dios la ha acogido en su regazo. – Como la oración de un desterrado, del «que queda, del que está aquí abajo». Es la triste letanía o elegía de la tierra que ha sido despojada de su criatura más hermosa, una oración de la rama que ha sido desprovista de su rosa. De nosotros, los desterrados hijos de Eva, que nos vemos aherrojados en este valle de lágrimas, huérfanos, privados de la contemplación de la dulce presencia de María. El poema ha logrado evocar el misterio de María, mediante la imagen intercambiable de la llama y la rosa. Consigue expresar el misterio de la asunción de María, que es aupada a lo alto mediante el sabio empleo de metáforas que nos insisten en el signo ascencional, propio de la liturgia cristiana. Esta altura o meta final de la carrera terrestre de María no es un cielo vacío, un empíreo lejano, sino el regazo amoroso del Padre. Pero el poema está atravesado por el sentimiento de una honda melancolía. Aquí abajo nos quedamos sus hijos, asomados a esa dicha, a ese tajo de sombra transida; nos quedamos mirando y esperando. Gerardo Diego, voz de una apasionada vibración central y única, de tonos y modos variados, extravagante y tradicional, se encuentra a sí mismo con exacta precisión cuando, tal como acontece en nuestro soneto, sus extraordinarias dotes, su ternura e intuición, su técnica tan ágil como arriesgada, le sirven para expresar la emoción del misterio de la Asunción. Tal como se ha visto, y también oído y olido –hay un derroche sensorial total en el soneto–, el lector puede asistir

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al júbilo de este misterio. Incluso más allá de la fiesta de los sentidos, le aguarda otro hondo despertar. Cualquier lector que se acerque al poema experimentará, asombrado, que en él se despierta lo más puro de su vida y, también, la asunción a lo alto, las ansias de superación de todo lo material. Podrá sentir que su corazón se enciende y hermosea, tocado levemente por esta llama y esta rosa, que no es otra sino María, la que no nos abandona nunca, sino que nos deja siempre y con delicada discreción la llama de su luz y el aroma de la rosa: su desvelo de madre.

IV Virgen María, madre, dormir quiero en tus brazos hasta que en Dios despierte (Dámaso Alonso)

A la Virgen María Como hoy estaba abandonado de todos, como la vida (ese amarillo pus que fluye del hastío, de la ilusión que lentamente se pudre, de la horrible sombra cárdena donde nuestra húmeda orfandad se condensa) goteaba en mi sueño, medidora del sueño, segundo tras segundo, mi corazón rompió en un grito, y era tu nombre, Virgen María, madre. (Treinta años hace que no te invocaba.) No, yo no sé quién eres: pero eres una gran ternura. No, yo no sé quién eres, pero tú eres luna grande de enero que sin rumor nos besa, primavera surgente como el amor en junio, dulce sueño en el que nos hundimos, agua tersa que embebe con trémula avidez la vegetal célula joven, matriz eterna donde el amor palpita, madre, madre. Hoy surjo, aliento, protegido en tu clima, cercado por tu ambiente, niño que en noche y orfandad lloraba

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en el incendio del horrible barco, y se despierta en una isla maravillosa del Pacífico, dentro de un lago azul, rubio de sol, dentro de una turquesa, de una gota de ámbar donde todo es prodigio. ¡Qué dulce sueño, en tu regazo, madre, soto seguro y verde entre corrientes rugidoras, alto nido colgante sobre el pinar cimero, nieve en quien Dios se posa como el aire del estío, en un enorme beso azul, oh tú, primera y extrañísima creación de su amor! ... Déjame ahora que te sienta humana, madre de carne sólo, igual que te pintaron tus más tiernos amantes; déjame que contemple, tras tus ojos bellísimos, los ojos apenados de mi madre terrena; permíteme que piense que posas un instante esa divina carga y me tiendes los brazos, me acunas en tus brazos, acunas mi dolor, hombre que lloro. Virgen María, madre, dormir quiero en tus brazos hasta que en Dios despierte.

1. Biografía de un poeta Dámaso Alonso nace en Madrid en 1898. Licenciado en Derecho y doctor en Letras, discípulo y colaborador de Menéndez Pidal en el Centro de Estudios Históricos, enseñó lengua y literatura españolas prácticamente en todo el mundo: universidades alemanas, inglesas y norteamericanas. Después de la guerra española imparte clases en la Universidad de Madrid, ya como catedrático de Filología Románica. En 1945 es elegido miembro de la Real Academia Española, de la que fue director (1968-1982). En 1978 obtiene el Premio Cervantes de Literatura. Fallece el 25 de enero de 1990. En nuestro autor se funden varias vocaciones, alimentadas por capacidades excepcionales: profesor, investigador y crítico, y eximio poeta.

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Como profesor ha dejado su impronta, magistralmente, en numerosas promociones de estudiantes españoles y extranjeros. Como investigador y crítico, es figura culmen dentro del amplio campo de la lingüística y la literatura. Su producción científica resulta fecunda en cantidad y calidad, y abarca desde la Edad Media hasta el siglo XX. Ha realizado estudios definitivos en la investigación literaria. No puede olvidarse su insuperable penetración en la lengua poética de Góngora, a quien rescató del olvido y lo acercó a la generación del 27. Ha introducido en España la nueva estilística literaria. En su labor crítica exhibe una colosal erudición junto a una aguda sensibilidad literaria. Sus estudios poseen la rara virtud de la cercanía, hecha posible porque nuestro crítico desentraña el mundo del autor, en una admirable ósmosis de connaturalidad y contemporaneidad. Como poeta, ha sido un astro intermitente, a ráfagas o rachas. Sus momentos de creación poética aparecen solitarios, son islas rodeadas de largos años de silencio. Acompañó a la generación del 27 más como crítico que como poeta. El mismo Dámaso Alonso comenta su desencanto: Las doctrinas estéticas de hacia 1927, que para otros fueron estimables, a mí me resultaron heladoras de todo impulso creativo. Nada aborrezco ahora más que el estéril esteticismo en que se ha debatido desde hace más de medio siglo el arte contemporáneo. Hoy es sólo el corazón del hombre lo que me interesa: expresar con mi dolor o con mi esperanza el anhelo o la angustia del eterno corazón del hombre. Llegar a él, según las sazones, por caminos de belleza o a zarpazos1.

Resulta muy ilustrativo recordar el itinerario de su producción creativa. Fue, en cierto modo, pionero de la poesía pura. Su primer libro (1918-1921) lleva el significativo título de Poemas puros. Poemillas de la ciudad. Su siguiente obra, El viento y el verso (1923-1924), posee el mismo carácter: su transparencia radica en su sencillez. Algunos poemas son juegos líricos, otros son pequeñas obras (de «poemillas» los califica el autor) de hondura religiosa. 1

Dámaso Alonso, Poetas españoles contemporáneos, Madrid 1952, 157.

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He aquí un elocuente botón de muestra. A través de una extremada sencillez formal, el poeta labra una meditación sobre el destino humano, anticipo de próximas angustias religiosas más tormentosas. Resultan magistrales el tono y la sugerencia del poema. En un gesto trivial, como coger un puñado (puñadito: escribe en diminutivo para hacerlo más inofensivo) de arena, es capaz de contemplar el misterio de la inevitable ruina propia. Desde esta postura de acabamiento se dirige a Dios (a modo de sorda protesta e increpación) para constatar con amargura cómo el gran viento de Dios se lleva no entre sus manos acogedoras, sino entre sus dedos, largos de siglos, su misma vida, que inexorablemente grano a grano se desmorona: Entre mis manos cogí un puñadito de tierra: soplaba el viento terrero. La tierra volvió a la tierra. Entre tus manos me tienes, tierra soy. El viento orea tus dedos, largos de siglos. Y el puñadito de arena –grano a grano, grano a grano– el gran viento se lo lleva. Viene más tarde, en 1944, en los epígonos de la Segunda Guerra Mundial, una serie de obras que son sin duda lo más característico del autor. Constituyen el revulsivo centro de lo que Dámaso ha llamado poesía desarraigada, a saber, ofrecida para quienes el mundo representa un caos y una angustia, y la poesía una frenética búsqueda de ordenación y de ancla. En un mismo año (1944) publica Hijos de la ira y Oscura noticia, libros traspasados por una religiosa desazón. El poeta explica el carácter de ambos libros: En los poemas de Hijos de la ira y en los de Oscura noticia se juntan un gran amor a la vida y su execración. La invocación de la primer causa y la negación de toda relación entre ella y nosotros2. 2 Dámaso Alonso, Poemas escogidos (Antología). Introducción y comentarios del autor, Madrid 1969,199.

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Hay que señalar que, coincidiendo en la época, Vicente Aleixandre publica La sombra del paraíso. Estos tres libros de la posguerra revolucionan el tratamiento y la temática poética hasta entonces usada. Son fundamentales y se erigen en claves imprescindibles que abren el acceso a la poesía de nuestro tiempo.

2. Nuestro texto en su contexto de desencanto: Hijos de la ira Hijos de la ira es un inmenso grito contra la podredumbre que el poeta contempla en derredor. Protestas y más protestas lanzadas a bocajarro contra un Dios que parece estar sordo. Una muda divinidad que de hecho no responde a tan angustiada provocación. De lenguaje apasionado, visceral, el poemario recuerda, dentro del mundo bíblico, al libro de los Salmos y a la desgarrada protesta de Job. El autor rompe de un zarpazo el palacio de cristal en donde se había refugiado el esteticismo, la llamada poesía a lo Garcilaso; se convierte en un poeta antiexquisito, antipreciosista. Dámaso Alonso ha forjado un nuevo lenguaje poético, hecho de nuevos ritmos y de un brío desconocido: «A pesar del énfasis, es poesía hablada, no cantada»3. El poeta buscaba una expresión para mover «el corazón y la inteligencia y no últimas sensibilidades de exquisitas minorías»4. El mismo Dámaso confiesa las razones para tan drástico cambio de voz y de asunto: Habíamos pasado por dos hechos de colectiva vesania que habían quemado muchos años de nuestra vida: uno español y otro universal, y por las consecuencias de ambos yo escribí Hijos de la ira, lleno de asco ante la estéril injusticia del mundo y total desilusión de ser hombre5.

El libro posee el valor objetivo de ser un testimonio literario, pero es también el diario íntimo de una generación, considerada víctima que rozaba el límite del escepticismo; E. L. Rivers, Dámaso Alonso. Hijos de la ira, Barcelona 1970, 17. Poetas españoles contemporáneos, 263. 5 Dámaso Alonso, Poetas españoles contemporáneos, 193. 3 4

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estaba abocada al nihilismo y pensaba que la única solución era la muerte 6. El poemario hinca sus dos pies en tierra firme. Uno se apoya en una vigorosa corriente de tradición mística, tomada de manera principal de autores españoles y franceses7: «La poesía de Dámaso Alonso sigue la mística del XVI: los ojos puestos en Dios»8. Este libro es esencialmente religioso y va en contra de la trivialización de su temática, en una época en que proliferaba una moda religiosa que decaía en el pietismo fervoroso. La obra «se opone a toda actitud poética religiosa meramente adjetiva... para derramar impetuosamente su voz desde una actitud sustantiva»9. E. L. Rivers califica el libro como «el prolongado monólogo de un salmista medio ateo»10. Otro pie avanza hacia el futuro. El libro va a marcar el sesgo de la poesía posterior: significa un punto de partida de toda una corriente antirretórica, existencial, libre, doloridamente humana11. No resulta ocioso ni redundante señalar este cúmulo de características, porque configuran el ámbito –palabra muy querida por nuestro autor– de nuestro texto, dedicado a la Virgen. En medio del naufragio total, el poema aparece súbitamente como tabla de salvación. En el cataclismo de un mundo desolado, donde el poeta siente su radical desamparo, acude a María. Este yo poético –desde un correlato significativo: el propio Dámaso o nuestra propia humanidad– llora en la noche y, en su abismada orfandad, invoca a María, matriz eterna en donde el amor palpita. Aparece más tarde –nótese el largo paréntesis de tiempo– otro libro, titulado Hombre y Dios (Madrid, 1955). Es un M. J. Flys, La poesía existencial de Dámaso Alonso, Madrid 1968, 37. Lo ha mostrado con acierto y pruebas elocuentes Ph. Silver, «Tradition as originality in “Hijos de la ira”»: Bulletin of Hipanic Studies (XLVI /1970), 124-130. 8 Así lo reconoce E. Alvarado, La obra poética de Dámaso Alonso, Madrid 1968, 33. 9 Es la declaración de una experta autoridad, Luis Felipe Vivanco, Introducción a la poesía española contemporánea, Madrid 1971, 98. 10 En el prólogo a Hijos de la ira, Barcelona 1971, 13. 11 Valoración de C. Zardoya, que hace suya M. J. Flys, La poesía existencial de Dámaso Alonso, Madrid 1968, 47. 6 7

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diálogo apasionado con el Creador, acerca de los eternos temas del vivir humano. Finalmente, Duda y amor sobre el Ser Supremo (1985), en donde el autor presta la voz de su lamento a sus congojas existenciales y en donde, a modo de telegrama urgente –la botella escrita de un náufrago–, resuena esta patética y tierna invocación-despedida de un anciano de 84 años: Amor, no sé si existes. Tuyo, te amo. Dámaso. En otra línea temática, apareció Gozos de la vista y Canciones a grito solo (Madrid, 1955), composiciones originales y a veces desenfadadas. Aún existe parte de su obra inédita. Dámaso Alonso ha sabido recoger las inquietudes de un mundo marcado por las ensangrentadas huellas de una contienda fraterna y una guerra mundial.

3. El poema: un grito en la noche El texto que estudiamos pertenece esencialmente a su libro fundamental Hijos de la ira. Estos hijos, sus criaturas poéticas, son una salvaje erupción de tanta angustia contenida. El autor paciente no tenía ya más remedio que hacer reventar su dolor que imperiosamente clamaba sanación y paz. Dámaso Alonso ha confesado sus amargas lamentaciones, ha llorado su personal desolación y la cruel injusticia de la humanidad. Con el llanto medicinal de estas lágrimas –sus propios versos– ha aliviado el peso de su alma y ha lavado de algunas manchas el rostro desfigurado del mundo. El presente poema encarna, de una manera vital y concreta, el conflicto entre una visión limitada y otra trascendente. Así queda marcada la andadura del poema desde el primer verso al último. Con acento profético y apasionado, con frenesí e ira apocalíptica en ocasiones, el poeta expresa al hombre desesperado que vive en él, dentro de un mundo corroído, que logra, al fin, encontrar un asidero seguro y hermoso: la Virgen María. Dámaso Alonso se eleva hasta un ascetismo de la más auténtica cepa española, cuando increpa a la miseria carnal o desciende a un fervor religioso que conmueve hondamente.

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Todo el poema es un diario íntimo, un proceso de indagación, absolutamente libre, y se pliega por completo a la carga interior que alienta cada verso. El lenguaje que lo sustenta podemos calificarlo de prosa, sí, pero de honda prosa conversacional, a fin de acercarse a la realidad hiriente y cotidiana, sin los impedimentos recargados de la retórica. No obstante, está equipado con las armas de un vocabulario elegido con sumo cuidado. Su objetivo es mover el corazón y la inteligencia y no la exquisita sensibilidad de una minoría aséptica. Su característico estilo sigue los típicos recursos de la poesía bíblica, basada en el frecuente paralelismo de ideas y en un metro de largos versos y demorada cadencia12. El tema del texto nos lo da el mismo título, A la Virgen María. Contiene una conmovedora súplica a la Virgen, rogándole poder descansar, al fin, en ella. 3.1. Abandono total, desolación El poeta habla en primera persona. Él es el protagonista. Más bien, la víctima. En todo caso, se conduele como portavoz de un mundo en descomposición. Ya en el primer verso confiesa su total desamparo: Como hoy estaba abandonado de todos. Es un grito o parodia del lamento de Jesús en la Cruz: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Después, abierta ya la herida, brota incontenible la sangre negra de la angustia. Supura todo el hedor de la gangrena. Hasta la vida misma, otrora hermosa y prometedora, se llena de connotaciones negativas. Se abre un paréntesis explicativo, donde el poeta ofrece una de las visiones de la vida más amargas con que uno se ha topado. La vida es ese amarillo pus que fluye hasta consumirse en hastío, imagen repugnante y grotesca. La vida es una llaga en putrefacción. Incluso la ilusión se acaba, lentamente se corrompe. 12 Un estudio formal de la poesía de Hijos de la ira se encuentra en el trabajo de R. Ballesteros, «Algunos recursos rítmicos de Hijos de la ira»: Cuadernos Hispanoamericanos 215 (1967).

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Es insufrible ya la podredumbre, insoportable el tedio. Tres adjetivos, «horrible», «cárdena», «húmeda», subrayan la carga repulsiva de los dos sustantivos a los que acompañan, como una mortaja al cadáver o unos buitres a un cuerpo en descomposición: «sombra» y «orfandad». Recordamos los versos: Como hoy estaba abandonado de todos, como la vida (ese amarillo pus que fluye del hastío, de la ilusión que lentamente se pudre, de la horrible sombra cárdena donde nuestra húmeda orfandad se condensa). En esta serie recargada de elementos negativos (amarillo pus, hastío, ilusión podrida, horrible sombra, húmeda orfandad) se resume la vida. Como sentencia –colocado en último lugar, a modo de recapitulación de todo el largo paréntesis–, aparece este verbo: se condensa. Es decir, la vida se reduce a esto. Punto. Ya se ha dicho todo. Pero cabe seguir preguntando e inquiriendo. ¿Ya se ha dicho todo? ¿No queda más salida que la muerte por asfixia o por náusea? ¿Habrá tal vez algún resquicio o portillo para la esperanza? Desde esta situación purulenta, habiendo tocado fondo, el poeta o el hombre angustiado rompe su corazón en un grito y se dirige a María. 3.2. María, madre Su relación con María, rota hace ya muchos años, no impide irrumpir en una larga enumeración de siete alabanzas y requiebros que se reúnen en una sola palabra: «madre». Este vocablo es el más insistentemente reiterado, a saber, mediante el simbólico número de «siete» repeticiones, se indica la plenitud de María. La madre se articula como el eje o clímax del poema. Y ser madre se convierte para María en la razón suficiente de su vida. El amor femenino se concentra en el amor de madre. Así aparece a lo largo de todo el libro. En especial, en el poema La madre. Aquí el poeta, en un inimaginable cambio de papel, ve a su madre como una niña pequeña. Nunca una madre

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llena de arrugas, llena de sueños. El poeta la consuela, la mima y la anima: No importa, madre, no importa. Tú eres siempre joven, eres una niña, tienes once años. Oh, sí, tú eres para mí eso: una candorosa niña Estos versos, en donde el poeta da rienda suelta a su ilusionado amor por su madre-niña «son, sin lugar a dudas, los más tiernos y conmovedores de todo el libro»13. Asistamos ahora, más despacio, al proceso de invocación dentro de nuestro texto. El poeta implora a María desde su olvido (Treinta años hace que no te invocaba) y también desde su reiterada ineptitud (en sendas ocasiones, confiesa su completa ignorancia, con la redoblada partícula «no»: No, yo no sé quién eres). Desde su postración se dirige a ella ensayando diversas alocuciones. Son éstas: Luna grande de enero que sin rumor nos besa, primavera surgente como el amor en junio, dulce sueño en el que nos hundimos, agua tersa que embebe con trémula avidez la vegetal célula joven. Estas advocaciones hablan con morosa parsimonia –como recreándose en su mención– de la naturaleza y del cielo, de la primavera, de un dulce sueño o del agua tersa. No es que sean falsas, pero en el contexto tan sincero del poema no suenan con voz legítima, no brotan directamente del hondo pozo de las entrañas, sino que advienen como prestadas, casi postizas. Se asemejan a broches literarios extraídos de algún piadoso libro. Sin arraigo natural en los versos o angustias precedentes. Parecen de cartón. Ninguna de estas advocaciones sirve, no son valiosas. Definitivamente, no le socorren. Hasta que el poeta o el creyente prueba un nombre. Sólo entonces funciona el ensalmo. Se abre súbitamente la 13 C. Zardoya, «Dámaso Alonso y sus “Hijos de la ira”», en Poesía española del siglo XX, III, Madrid 1961, 426.

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gruta del corazón. El creyente se queda prendado en el nombre propio de la Virgen, la invoca: madre, madre. Ésta sí que es la verdadera jaculatoria, el dardo con que el poeta atraviesa su noche y se queda traspasando el corazón de su madre. Asido a este sustantivo «madre», el poeta –niño también– podrá subsistir. Anhela descansar tras la pesadilla de la noche. En este regazo de madre, el poeta, mediante tres fuertes imágenes alusivas al extravío personal en el que se encontraba, se desbordará en un llanto de orfandad, podrá vencer el temor horrible de un incendio y superar la soledad de un barco a la deriva. 3.3. María, madre: ¿una nueva tierra prometida que mana leche y miel? El creyente descubre –los ojos abiertos por la maravilla del asombro– un mundo nuevo, un país encantado, poblado de una insondable belleza, adornado con la fantasía singular de una imagen onírica de una isla del Pacífico. Un país de prodigio se instaura. Es como un sueño, un dulce sueño: perlas y ámbar, aguas azules y soles amarillos. Sigue ensayando más piropos: un soto verde, un nido lleno de canciones, una blanca nieve y un grandísimo beso azul... Hay que escuchar de nuevo los versos cincelados del poeta, que también en la descripción primorosa se revela como una sabia mano que deja la caricia lírica en cuanto toca. Estos versos nos recuerdan más de una escena de Polifemo y Galatea o Las soledades de Góngora (Rafael Alberti confesaba en su libro La arboleda perdida que Dámaso Alonso sentía tanta admiración por Góngora que era capaz de recitar de memoria el libro íntegro de Las soledades): ¡Qué dulce sueño, en tu regazo, madre soto seguro y verde entre corrientes rugidoras, alto nido colgante sobre el pinar cimero, nieve en quien Dios se posa como el aire del estío, en un enorme beso azul, oh tú, primera y extrañísima creación de su amor!

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3.4. María, humana: madre de carne sólo Pero la fantasía puede dispararse en un torrente de palabras que son sólo fatuas luces de artificio, fuegos efímeros. El poeta necesita un asidero viviente, alguien de carne y hueso en donde agarrarse. Por eso, pone límite al derroche de imágenes de ensueño. Quiere a María humana, próxima, tan cercana como su propia madre (pide contemplar tras los ojos bellísimos de María los ojos apenados de su madre terrestre), a la que también cantó en este mismo libro: Déjame ahora que te sienta humana, madre de carne sólo, igual que te pintaron tus más tiernos amantes; déjame que contemple, tras tus ojos bellísimos, los ojos apenados de mi madre terrena; permíteme que piense que posas un instante esa divina carga y me tiendes los brazos, me acunas en tus brazos, acunas mi dolor, hombre que lloro. Todas las modulaciones de tono nos preparan para el cambio de actitud más positiva al final del poema. Los dos versos últimos actúan a manera de epifonema. La súplica ardiente del poeta se sintetiza en ellos. En los brazos de María madre, quiere reposar durante toda su vida. Y, remodelando uno de los versos cimeros de nuestra literatura: «mientras el tiempo muere en nuestros brazos» (Epístola moral a Fabio), pide quedarse dormido hasta despertarse en Dios. Virgen María, madre, dormir quiero en tus brazos hasta que en Dios despierte. En tiempos de guerra –ambiente preñado de pre y posguerra, con tan tristes secuelas–, cuando hasta los mismos hermanos se matan unos a otros salvajemente, el recurrir a la ternura no es sólo un dulce refugio que alivia en la inmensa desdicha fratricida, sino un remedio eficaz para que el recuerdo de la madre común –la Virgen María, nuestra madre– conjure el atroz exterminio y restañe tanta sangre derramada.

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4. Conclusión Volvemos nuestros ojos a la lectura íntegra del poema. A pesar de ser un texto tan coloquial, apasionado y directo, no está falto de recursos poéticos. Así, pueden destacarse algunas figuras, como la aliteración de la fricativa letra «r»: «Soto seguro y verde entre corrientes rugidoras». La presencia de la correlación, paralelismos, esquemas de gradación, concatenación, anadiplosis y sinestesias. Repeticiones constantes, en función de anáfora existencial, dan mayor fuerza de increpación y de realismo. El autor se vale de un verso libre, de fuerte matiz endecasílabo, pero marcado por la presencia de vestigios de asonancia. El lenguaje siempre se controla con extremada precisión, y el conjunto es una encarnación muy lograda de un tema significativamente mariano. Parece que el poema –aunque extenso, no es parsimonioso– ha sido escrito rápidamente, de un tirón, sin complaciente demora, más bien a borbotones. Se descubre en él una fuerte resonancia bíblica; los versículos crean un movimiento lento, que hace pensar en una oración salmódica. El salmo de un enfermo que, angustiosamente, pide la curación a María. Hay que recordar que todo el libro Hijos de la ira es un reflejo de nuestro mundo, que lentamente se corrompe en putrefacción, escrito desde el dolor de tanta sangre vertida. Dios aparece como un mysterium tremendum, sordo y egregio en su distante soledad y cuyo atributo es la ira. Se da una perversión religiosa de textos bíblicos para extraer de ellos la pus perniciosa del mal y la destrucción. En el Cantar de los cantares confiesa la amada: «En mi lecho, de noche, busqué al amor de mi alma; lo busqué y no lo encontré» (3,1). Así traduce Dámaso ese pasaje bíblico en el poema Insomnio, que abre el libro»: A veces en la noche yo me revuelvo y me / incorporo en este nicho en el que hace / 45 años que me pudro. El poeta se siente perdido, tal como escribió él mismo de otro poeta, Fray Luis de León, con quien ahora su alma se hermana e identifica: «El proscrito, que entrevé desde lejos su patria; sin unión, ni aún pasajera, con la divinidad».

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Mas, en medio de la vorágine, el poeta ha encontrado un asidero seguro donde afianzarse con firmeza antes de que las olas le arrastren. Ha hallado, a pesar de todas las desventuras de la noche, el amor de su alma: los brazos de María, su madre. El protagonista tiene una visión negativa de sí mismo: la acusación que se lanza contra él viene a ser, paradójicamente, su tabla de salvación, para encaramarse en su madre como un niño perdido. Lo que otorga fuerza dramática a su postura de abandono en María es saber de dónde viene; de qué angustia y perdición, de qué abismo de soledad. En definitiva, se trata de un valiente poema, incluso confesional, por sus características personales y anecdóticas; pero ante todo se erige en símbolo del hombre que trata de elevarse por encima de todas sus podredumbres y encontrar su salvación en el encuentro amoroso con María, la Virgen esencialmente Madre. El texto está tejido con una gran sinceridad, que nos devuelve a nuestras entrañas más verdaderas, a los dolores y esperanzas de nuestro mundo. Es verdad lo que leemos y no suena a la mentira de cartón de piedra. Nos rescata de toda afectación grandilocuente y de toda postura falsa en nuestra relación con María. Todo el poema se revela apto para ser leído y meditado. Vivencialmente consentido y hondamente asimilado. He de admitir que algunos de sus versos resultan antológicos. Por ejemplo: No, yo no sé quieres eres: / pero eres una gran ternura. O este otro: ... Déjame ahora que te sienta humana, / madre de carne sólo. Tengo, en fin, que confesar que la última invocación del poema ha calado tan hondo en el alma de nuestra gente y llena tanto que en algún pueblo de mi tierra, Granada –en Cozbíjar concretamente–, se reza siempre al acabar la celebración de la eucaristía del domingo. Yo soy testigo entusiasmado de esta invocación mariana. Me declaro responsable de este rezo, que lo vamos a escuchar en comunión con nuestro pueblo, ya por última vez: Virgen María, madre, dormir quiero en tus brazos hasta que en Dios despierte.

V Dios te salve, Anunciación. Morena de maravilla (Federico García Lorca)

San Gabriel (Sevilla) I Un bello niño de junco, anchos hombros, fino talle, piel de nocturna manzana, boca triste y ojos grandes, nervio de plata caliente, ronda la desierta calle. Sus zapatos de charol rompen las dalias del aire, con los dos ritmos que cantan breves lutos celestiales. En la ribera del mar no hay palma que se le iguale, ni emperador coronado ni lucero caminante. Cuando la cabeza inclina sobre su pecho de jaspe, la noche busca llanuras porque quiere arrodillarse. Las guitarras suenan solas para san Gabriel arcángel, domador de palomillas

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y enemigo de los sauces. San Gabriel: El niño llora en el vientre de su madre. No olvides que los gitanos te regalaron el traje. II Anunciación de los Reyes, bien lunada y mal vestida, abre la puerta al lucero que por la calle venía. El arcángel san Gabriel, entre azucena y sonrisa, bisnieto de la Giralda, se acercaba de visita. En su chaleco bordado grillos ocultos palpitan. Las estrellas de la noche se volvieron campanillas. San Gabriel: Aquí me tienes con tres clavos de alegría. Tu fulgor abre jazmines sobre mi cara encendida. Dios te salve, Anunciación. Morena de maravilla. Tendrás un niño más bello que los tallos de la brisa. ¡Ay san Gabriel de mis ojos! ¡Gabrielillo de mi vida! Para sentarte yo sueño un sillón de clavellinas. Dios te salve, Anunciación, bien lunada y mal vestida. Tu niño tendrá en el pecho un lunar y tres heridas. ¡Ay san Gabriel que reluces! ¡Gabrielillo de mi vida! En el fondo de mis pechos ya nace la leche tibia.

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Dios te salve, Anunciación. Madre de cien dinastías. Áridos lucen tus ojos, paisajes de caballista. El niño canta en el seno de Anunciación sorprendida. Tres balas de almendra verde tiemblan en su vocecita. Ya san Gabriel en el aire por una escala subía. Las estrellas de la noche se volvieron siemprevivas.

1. Introducción Mostramos un texto significativo de Federico García Lorca, en donde se reconoce al instante al genial poeta que lo escribe. Suyas –inconfundiblemente suyas– son las características palabras, el mundo mágico, el clima envolvente. Ese duende que le asiste y le sugiere la metáfora atrevida, sorprendente, surrealista. El autor se trasvasa y trasluce limpiamente a través de sus versos, con su imaginería más peculiar. Este poema pertenece por entero al universo lorquiano. Ha sido escogido porque es, ante todo, un reflejo original del misterio de María. Glosa una escena neotestamentaria, la Anunciación a María, de tanta raigambre popular, que él traduce al mundo gitano y trasciende a un clima de ensueño. La escena bíblica del evangelio de Lucas (1,26-35) se repite con un denso simbolismo religioso traspuesto a un plano de mágica realización. El arcángel San Gabriel situado en la alta torre de la Giralda se desdobla en un gitanillo de estilización cósmica y mítica vitalidad.

2. Nuestro poema en el Romancero gitano El poema se inserta en el afamado Romancero gitano. El libro fue publicado en 1928, impreso en las ediciones de la Revista de Occidente, que dirigía Ortega y Gasset. Su éxito

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fue inmediato y fulminante. «El libro de poesía más sonado, más triunfal del siglo XX», según frase de Pedro Salinas1. Ocupa un lugar definitivo dentro de la poesía española de todos los tiempos. Síntesis de lo tradicional y lo nuevo. La tradición clásica penetra a través del viejo romance, investido de inéditas formas estructurales y verbales. El poeta insufla un espíritu de vida sobre los huesos calcinados de las antiguas formas: el romance se levanta resuelto, empieza a caminar airoso y a existir con autonomía y belleza. El libro constituye el culmen de la lección vanguardista y su vertiente expresionista. Nuestro poema se encuentra vitalmente unido a una trilogía. Tres composiciones singulares aparecen en este libro que el autor denomina Tres romances históricos. Los poemas están dedicados a tres arcángeles o ángeles de alto rango: san Miguel, Rafael y Gabriel. Como si fuesen ángeles tutelares, cada uno de ellos lleva debajo de su nombre la ciudad que protege. Se trata de una dedicatoria o llamada al respectivo arcángel, por parte de la ciudad, para que la ampare y la lleve entre sus plumas y ruiseñores. San Miguel es un poema de amanecer en la ciudad de Granada. Confluye una inmensa algarabía para presenciar su procesión. Gentes de la ciudad y del campo, el arcángel de la catedral y la naturaleza entera, en estrecha simbiosis, se dan cita y compañía multicolor. El poema se organiza como una romería de gitanos. San Miguel, rey del aire (rey de los globos / y de los números nones), bendice la ciudad de Granada, vuela por sus torrentes y montañas: Y el agua se pone fría / para que nadie la toque. / Agua loca y descubierta / por el monte, monte, monte. En el segundo romance, dedicado a San Rafael, Córdoba aparece como una ciudad desdoblada en el río Guadalquivir. Una es la Córdoba reflejada en las aguas, y otra, la ciudad que emerge sobre las aguas del río: Pero Córdoba no tiembla / bajo el misterio confuso, / pues si la sombra levanta / la arquitectura del humo, / un pie de mármol afirma / su casto fulgor enjuto. 1 «El romanticismo y el siglo XX», en Ensayos de literatura hispánica, Madrid 1958, 348.

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De rígida armazón arquitectónica, el poema ofrece la figura mítica del arcángel sobre la torre de la catedral con un ritmo casi maternal, de canción de cuna. San Rafael es un arcángel peregrino; surge de la Biblia y también del Corán; es quizás más amigo de musulmanes que de cristianos, y pesca en el río de Córdoba: Un solo pez en el agua. / Dos Córdobas de hermosura. / Córdoba quebrada en chorros. /Celeste Córdoba enjuta. En los tres casos, García Lorca mitifica estatuas reales. San Miguel se encuentra en la torre de la ermita –que porta su nombre– situada en la cumbre del Sacro Monte de Granada. San Rafael se yergue sobre una soberbia columna, en el centro del puente romano de Córdoba. San Gabriel, arcángel, anunciador, padre de la propaganda, planta sus azucenas en la torre de Sevilla. Los tres enigmáticos arcángeles que irrumpen de pronto en el libro expresan las tres grandes Andalucías; son más bien espíritus emblemáticos o mitos que visiones ortodoxas de sus respectivas figuras. Juan López-Morillas afirma que Lorca «no es un poeta de ideas, es un poeta de mitos»2. El poeta cree que es preciso buscar el centro de gravitación de la vida o mito no sólo en los albores de la humanidad, sino en el presente actual. Gustavo Correa ha dedicado todo un libro para defender, mediante la abundante «mostración» de textos alusivos, la perspectiva mítica en la obra del poeta granadino3.

3. El romance San Gabriel Nuestro poema San Gabriel anuncia poéticamente a la gitana Anunciación que va a concebir un niño. Ella se encuentra en su casa, en actitud propicia y expectante bajo el signo mítico de la luna. La gitana, con su faz transformada, adquiere la categoría de lo maravilloso y recibe ansiosa la buena noticia pensando en el niño que ya adivina en su cuerpo conmovido. 2 «García Lorca y el primitivismo lírico: reflexiones sobre el Romancero gitano», Cuadernos Americanos 9 (1950), 238-250. 3

La poesía mítica de Federico García Lorca, Madrid 1975, 47.

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El autor, por medio de la magia alucinante de su poesía, va a producir el alumbramiento de un fenómeno singular: la gitanización de un tema mariano. A fin de poder orientarnos con fiabilidad en medio de tan extenso número de versos, vamos a seguir las pistas que se nos ofrecen. El mismo García Lorca ha dividido el poema en dos grandes partes, encabezadas con sus respectivos números romanos. 3.1. Primera parte: presentación del arcángel Gabriel Se encuentra la descripción del gitano o arcángel Gabriel. El texto se presenta con una bella relación de tipo juncal, es decir, un retrato perfecto, más dirigido al sentimiento que a la razón, de un joven gitano. Recuerda los retratos de Antoñito el Camborio y también el de Ignacio Sánchez Mejías. Resaltan la gracia y el señorío del gitano. Se destacan los rasgos faciales mediante repetidas enumeraciones y una sorprendente riqueza de adjetivos: bello niño, anchos hombros, fino talle, nocturna manzana. Como puede observarse, estos adjetivos van de manera uniforme antepuestos al sustantivo, mostrando así un matiz subjetivo. Abundan las imágenes visionarias: los zapatos de charol, pisando en la noche, son breves lutos celestiales. También sobresale la majestad del gitano. La naturaleza (la ribera del mar), la más alta dignidad posible del tiempo (emperador coronado) y el universo personificado (lucero caminante), insisten a porfía en mostrarnos la dignidad del gitano, que adquiere suprema categoría y un porte encumbrado. Un juego de atrevidas comparaciones se combina con una hiperbólica descripción mediante tres litotes o atenuaciones; más aún, negaciones: En la ribera del mar no hay palma que se le iguale, ni emperador coronado ni lucero caminante. Todos estos elementos tienden a crear una atmósfera de misterio que invade nuestro tiempo presente. Una imagen surrealista ofrece un clima religioso que envuelve en la oscuridad

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a la tierra, hincada de hinojos: La noche busca llanuras / porque quiere arrodillarse. El lenguaje juega con antítesis y contrastes: Domador de palomillas / y enemigo de los sauces. Este diminutivo afectivo (domador de palomillas) desarma la fuerza de la violencia con la ternura del determinante. Y el enemigo de los sauces es ahora portador de alegría, porque el sauce fue considerado en este tiempo como símbolo del llanto y no tiene en la escena lugar alguno. Más aún, el arcángel estrena traje (No olvides que los gitanos / te regalaron el traje), para indicar plásticamente que está viviendo un momento de fiesta, costumbre religiosa de tipo popular. 3.2. Segunda parte: el misterio de la Anunciación En el comienzo de esta segunda parte aparece, ya resaltado, el otro personaje, identificado con nombre propio entero: Anunciación de los Reyes. Es el símbolo ennoblecedor de la gitana. Se trata de un gracioso apelativo que alude a la Virgen y a los gitanos con el apellido tan frecuente entre ellos. La advocación puede también relacionarse con la Virgen de los Reyes, patrona de Sevilla. Se califica a la gitana mediante un símbolo polisémico y una antítesis: Bien lunada y mal vestida, que repetirá más adelante, a modo de estribillo o como recurso acústico de la poesía popular. Resulta evidentemente un logrado juego de palabras. La expresión bien lunada alude, en su denso simbolismo, a tres posibles referentes: quiere decir con lunares en la cara, que le prestan un especial toque de gracia, pero es también una referencia a la luna, como símbolo de misterio y embrujo, de fertilidad en el universo poético lorquiano4. Asimismo, 4 Puede recordarse el poema Romance de la luna, luna. Sobre una anécdota de la vida diaria –un churumbel muere en la fragua–, el poeta crea una atmósfera de fábula mítica. La luna aparece con un vestido de danzante: la luna vino a la fragua / con su polisón de nardos... el niño la mira, mira / el niño la está mirando. El niño sufre una fascinación irresistible. Asimismo, el romance Preciosa y el aire, construido sobre el mito antropomórfico de la luna y el viento: Su luna de pergamino / preciosa tocando viene. / Al verla se ha levantado / el viento que nunca duerme. Por fin, el Romance

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representa una indicación a la Virgen victoriosa, descrita en el libro del Apocalipsis, la mujer que domina el tiempo, pues tiene a la luna, señal de la fugacidad de los días y las noches (Gn 1,14), bajo sus pies (Ap 12,1). Como hiriente contraste, la expresión mal vestida indica la pobreza de la gitana, pobreza acentuada aún más en su penosa condición de mujer. Tras hacer esta breve presentación de Anunciación, el poema nos refiere la intervención del arcángel san Gabriel, que viene luminoso como el lucero. Si Anunciación es luna, el arcángel es lucero. Pero no son dos satélites estáticos en su alto firmamento, fríos y distantes. La luna abre su puerta al lucero. Ambos se van a fundir en un encuentro lleno de luz sobrenatural: Anunciación de los Reyes, bien lunada y mal vestida, abre la puerta al lucero que por la calle venía. Se va a dar la ansiada visita. Llega el arcángel y el poema menciona las circunstancias entre azucena y sonrisa. La expresión es hallazgo poético. Tiende a la magnificencia. El símbolo tradicional de la pureza virginal es la azucena; la sonrisa expresa el momento de felicidad y dicha que se vive. No hay que olvidar que la principal preocupación, rayana en la obsesión, de la raza gitana se cifra en la fecundidad. El gitano tiene que comportarse como «gitano legítimo», afirmación que da sentido a su vida. Para la gitana, la esterilidad es la peor desgracia que le puede suceder; por ello, el momento de la concepción produce la cumbre del goce y da paso a la mayor exaltación mítica: «El acto de la anunciación, que coincide con el de la concepción, se cumple en un ambiente de metamorfosis mágica»5. El texto se abre ahora a una narración en donde aparece por primera vez el pretérito imperfecto: se acercaba de visisonámbulo, en donde la luna es capaz de embrujo y, con su luz lunar, transforma míticamente a los seres y otorga una coloración mágica a todo el ambiente: Bajo la luna gitana,/ las cosas la están mirando / y ella no puede mirarlas. 5

Gustavo Correa, La poesía mítica de García Lorca..., 62.

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ta. Este uso verbal indica que la acción ya comenzó, pero tiene continuidad en el presente que se está viviendo y refiriendo. Y este presente actual se transforma, a su vez, en metáfora o alegoría. El arcángel san Gabriel se humaniza y se nos hace cercano, identificado como bisnieto de la Giralda. Se muestra, por tanto, como heredero de la tradición musulmana. La noche aquí evocada alude simultáneamente a la parte más oculta y baja de la naturaleza (los grillos) y, también, a lo más alto y vistoso (las estrellas). En secreto acuerdo le presta sus más vivos sonajeros para hacer audible la visita de san Gabriel: los grillos y las estrellas. Pero estos elementos no están ni debajo de la tierra ni en lo alto de los cielos, sino cercanos, humanos, domesticados. Los grillos están bordados en el chaleco, y las estrellas son fragantes campanillas, cuya tarea es repicar y hacer sonar. Brillo, luz y color en la ropa del arcángel son efectos visuales que se cruzan con los acústicos de los grillos y las campanillas, que se oyen en la noche: En su chaleco bordado grillos ocultos palpitan. Las estrellas de la noche se volvieron campanillas. Comienza ahora un vivo diálogo entre los dos personajes: el arcángel san Gabriel y Anunciación. El diálogo se encuentra saturado de trasposiciones bíblicas. Podemos detectar las más evidentes. Y podemos establecer el paralelismo entre la narración del poema y la anunciación hecha por san Gabriel a la Virgen María: Aquí me tienes

He aquí la esclava (Lc 1,38)

Tres clavos de alegría

La pasión de Jesús: sus heridas (Lc 24,40)

Dios te salve, Anunciación

Dios te salve, María (Lc 1,28).

La anunciación a la Virgen es el trasfondo bíblico en donde se mueve nuestro romance. Esta estampa bíblica es muy conocida por el pueblo gracias a la predicación y a la devoción mariana, merced a la frecuencia de alusiones pictóricas

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–cuadros, imágenes...– que decoran muchas iglesias y adornan tantas casas, haciéndola cada vez más presente ante los ojos de la gente. La escena configura el entramado de nuestro romance. Sobre este telón de fondo, el poeta recorta y presenta el poema. Mezcla lo popular –nunca lo vulgar– y lo culto. Es mestizaje de lo cristiano y lo folclórico. Confluencia de lo bíblico y lo gitano. Combinación de lo clásico y de la atrevida imagen. 3.2.1. El saludo de Gabriel Por tres veces, el arcángel declara su anuncio. Es mezcla de la salutación avemariana y de la del mundo gitano. El nexo o estribillo con el que llama a la protagonista nos sitúa claramente en el universo gitano. Nos topamos con la repetida y típica «buenaventura» gitana –traducción exacta de la «buena noticia» o eu-aggelion, «evangelio»–: Dios te salve, Anunciación. Véase el progreso en cada uno de los tres anuncios: I Dios te salve, Anunciación. Morena de maravilla. Tendrás un niño más bello que los tallos de la brisa.

II Dios te salve, Anunciación, bien lunada y mal vestida. Tu niño tendrá en el pecho un lunar y tres heridas.

III Dios te salve, Anunciación, Madre de cien dinastías. Áridos lucen tus ojos, paisajes de caballista.

El primer anuncio es, desde un punto de vista estrictamente poético, redondo, acabado, casi nos atreveríamos a decir recamado. Él solo vale por todo un poema. El arcángel la saluda y la nombra: morena de maravilla. Morena es una típica nota cromática perteneciente a la mujer gitana. Una gitana se caracteriza por su color moreno, el carbón de sus ojos, el azabache de su pelo y la oscura tersura de su piel. «Morena» es un apelativo referido a la mujer del Cantar de los cantares: Morena soy, pero hermosa, hijas de Jerusalén; como las tiendas de Quedar, como los pabellones de Salmás. No os fijéis en que soy morena: es que el sol me ha bronceado (Cant 1,5).

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Los cánones de la belleza femenina cambian con el tiempo. La amada del Cantar es morena: tiene la tez bronceada debido a los trabajos del campo a los que se ha visto obligada: «los hijos de mi madre, enfadados, me pusieron a guardar las viñas» (1,6). Se compara a las oscuras tiendas de los beduinos, hechas con pieles de cabra. En la poesía amatoria oriental se estima el cutis blanco, en comparación con el color de las esclavas expuestas a trabajar al sol y a la intemperie. Para el amado, sin embargo, la negrura no constituye impedimento, sino encanto, reclamo para su amor. Así ve a la amada y así la ansía: ¡Qué hermosa eres, mi amada, / qué hermosa eres! / Tus ojos de paloma a través de tu velo; / tu pelo es un rebaño de cabras / descolgándose por las laderas de Galaad» (Cant 4,1). Tal vez, la referencia bíblica le llegó a Lorca a través del Cántico espiritual –genial recreación poética y mística del Cantar– de san Juan de la Cruz, compuesto al menos en algunas de sus estrofas en el carmen granadino de los Mártires. La mirada del amor hace el milagro. Es capaz de cambiar la aparente fealdad del color moreno de su vergüenza en belleza. La amada se contempla de nuevo y se ve, una vez mirada, llena de gracia y hermosura: No quieras despreciarme, que si color moreno en mí hallaste, ya bien puedes mirarme después que me miraste, que gracia y hermosura en mí dejaste (Cántico espiritual, estrofa 24). Anunciación es morena de maravilla. Debe alegrarse por el portento que en ella va a acontecer. Morena transformada. Mujer resuelta en luna –con verso de Miguel Hernández–, será madre. El arcángel le va a otorgar el don de la maternidad, el don más preciado para una mujer gitana: va tener un niño precioso, alto y guapo –más alto que los tallos, más guapo que la luz–. Así le dice el ángel: tendrás un niño más bello que los tallos de la brisa. Asimismo, corresponde señalar la utilización de esta imagen metafórica como acatamiento de la lección gongorina. Lorca dictó varias conferencias en honor de Góngora y no

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ocultaba su admiración y estima por el poeta cordobés. ¿Cómo no recordar los versos de Góngora en donde el cíclope Polifemo se dirige a la ninfa, a la sorda hija del mar, que rehúye su presencia y es como muda roca al viento de sus gemidos? Obsérvese el requiebro, hecho de finísima ternura y elegante galanteo. La estrofa crea el mismo ambiente de dicha y embeleso en el que respiran los versos de nuestro romance. ¡Oh bella Galatea, más suave que los claveles que tronchó la Aurora; blanca más que las plumas de aquel ave que dulce muere y en las aguas mora! 6 En el segundo anuncio se vislumbra una premonición de dolor. Y este dolor será compartido entre madre e hijo. La profecía encontrará su correspondencia más adelante. La historia se encargará a su tiempo de rendir cuentas, y los acontecimientos del Calvario se adivinan en el horizonte como unos negros nubarrones que presagian la tristeza. El tercer anuncio habla de una promesa cumplida, por parte de madre e hijo. Ambos ven realizada la buena nueva evangélica. Anunciación es ya madre, y fecunda madre de cien dinastías. La figura de esta gitana bien lunada y «feliz» contrasta con la monja gitana por cuyos ojos galopan también dos caballistas, y es un caso excepcional en el «negro» escaparate femenino lorquiano. También el niño recibe su recompensa y su premio. El churumbel, como buen gitano, no sólo tendrá un caballo y será jinete por los paisajes que los ojos de su madre sueñan o inventan, sino que se convertirá en fundador de dinastías. 6 Del libro Polifemo y Galatea, estrofa 46. El gigante Polifemo enaltece a la bella Galatea; supera ésta por su exceso de hermosura a los claveles que la aurora, con el peso del rocío, dobla y troncha. Tiene una piel o cutis más blanco que el cisne, ese pájaro o ave que muere cantando dulcemente y mora en las aguas. El monstruo Polifemo, tan infame durante toda su aparición anterior, abre un ámbito de inmensa luz en medio de las terribles asperezas. El amor lo hace elocuente y sabio. Es portavoz de una pasión apretada de ternura, una bellísima cortesía cargada de los sentimientos más nobles que imaginarse pueda el lector. Véase el documentado comentario de Dámaso Alonso, «Góngora y el “Polifemo”», en Obras completas VII, Madrid 1984, 745-749.

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3.2.2. Respuesta de Anunciación A estos tres saludos la gitana responde con un triple asentimiento. El último registro (que correspondería al número IV) es la constatación objetiva del milagro. I San Gabriel: Aquí me tienes con tres clavos de alegría. Tu fulgor abre jazmines sobre mi cara encendida.

II ¡Ay, san Gabriel de mis ojos! ¡Gabrielillo de mi vida! Para sentarte yo sueño un sillón de clavellinas.

III ¡Ay, san Gabriel que reluces! ¡Gabrielillo de mi vida! En el fondo de mis pechos ya nace la leche tibia.

IV El niño canta en el seno de Anunciación sorprendida. Tres balas de almendra verde tiemblan en su vocecita.

La gitana se postra en pleno acatamiento. Sus primeras palabras son una rendición total al mensaje del arcángel: San Gabriel: Aquí me tienes / con tres clavos de alegría. Aun antes de recibir el anuncio y el mensaje, la gitana-virgen-madre se ofrece, toda ella en ofrenda íntegra, como el fulgor del jazmín, que hace palidecer el rubor de su cara encendida. Está disponible, pronta a la palabra fecunda del arcángel. En la segunda intervención de Anunciación, el diálogo se hace coloquial, aunque no faltan hipérboles y personificaciones. Se acude a la afectividad emocional del diminutivo con la fuerza del apóstrofe. Obsérvese la estructura de estos dos versos: ¡Ay, san Gabriel de mis ojos! / ¡Gabrielillo de mi vida! La gitana invoca a san Gabriel con el añadido de mis ojos, con lo que la apelación se carga con la fuerza del cariño más íntimo. Y se atreve a llamar a todo un personaje celeste, a un arcángel, con un diminutivo, lo que da una ternura entrañable a la invocación: ¡Gabrielillo de mi vida! El entorno se embellece y la naturaleza presta sus mejores galas, aunque sea en el mundo de la ilusión. La gitana inventa en su deseo un trono hecho de flores sencillas –con tallos, hojas y corolas más pequeñas que el clavel–: Para sentarte yo sueño / un sillón de clavellinas. En su tercera intervención, de nuevo el apóstrofe y el diminutivo son portadores de gran afectividad y énfasis amoroso: ¡Ay, San Gabriel que reluces! /¡Gabrielillo de mi vida! Los primeros síntomas de la concepción están latentes: En el fondo de mis pechos / ya nace la leche tibia. La gitana Anunciación se siente madre anunciada, no puede negarlo. Hasta su mismo cuerpo la delata: las fuentes de su maternidad se

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abren para amamantar a su niño. Sus ansias resultan tan vehementes que transforman su propia naturaleza: adelantan los efectos de la maternidad y ella misma se comprueba inundada de leche y miel. En el epílogo, el niño se siente feliz en el seno de la madre. Por eso canta. Pero su canto no es una dulce canción, sino una balada –tal vez nunca mejor dicho y atinado el vocablo–, pues tres balas de almendra verde / tiemblan en su vocecita. Las tres balas hacen referencia a la profecía del arcángel de que el niño tendrá en su pecho un lunar y tres heridas. Una vez más, la poesía se identifica con el mensaje bíblico. El hijo seguirá el destino de su madre: si ella es bien lunada, su hijo tendrá un lunar y tres heridas. La llaga del costado de Jesús será ese lunar, la señal de la muerte Se cumple lo que había predicho el anciano Simeón cuando tomó en brazos a Jesús y vio cumplida su esperanza. Y pudo contemplar en su vencido ocaso resplandecer de nuevo un limpio sol. Abrazó en su ancianidad a un niño, como si fuese éste su nieto más querido y el único lazo que aún le unía con la vida, al que se aferraba. ¡Cómo recuerdan los versos del romance el pasaje del evangelio de Lucas y cómo me gusta evocar la escena entre el abuelo ante la muerte y el niño frente a la vida! Ambos, vida y muerte, enlazados en un estrecho abrazo. Pero la vida es más fuerte que la muerte. Leemos la escena: Había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu, vino al templo y cuando los padres introdujeron al niño Jesús para cumplir lo que la Ley prescribía sobre él, lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz, porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel». Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él. Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: «Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción –¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!–, a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones» (Lc 2,25-35).

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San Gabriel, desdoblado mágicamente, ha cumplido su misión y se aleja. En el relato evangélico de la Anunciación se indicaba sobriamente que «el ángel dejándola se marchó» (Lc 1,38). En el romance, por contraste, la marcha se llena de embrujo. La naturaleza en esta noche fantástica es partícipe del momento de la iniciación de una nueva vida: Ya San Gabriel en el aire / por una escala subía. Las estrellas de la noche / se volvieron siemprevivas. Aquellas estrellas de la noche que se volvieron campanillas para festejar el misterio de la Anunciación, ahora se convierten en siemprevivas, que realzan la alegría que inunda el espacio sideral. Llegan hasta los cielos, que también se unen a fin de concelebrar ese misterio acontecido en la tierra. Surge entonces, por la magia del poema, el prodigio de una noche iluminada. Está alumbrada por la luz titilante de tantísimas estrellas; se convierte en perdurable noche (siempre) y animada por la fiesta (vivas) 7: una eterna noche de fiesta.

4. Conclusión En cuanto a la forma literaria, García Lorca ejercita sus plenas facultades de creación; usa una gama abundante de procedimientos clásicos y modernos y pone en juego las funciones sensibilizadoras e intensificadoras de la metáfora y del símbolo. Si la función de la poesía de Lorca consiste en ampliar la perspectiva y el contexto de la realidad, en este poema del Romancero gitano se hallan relaciones que apuntan a la esencia de la vida misma. Se combinan lo anecdótico, lo mítico y lo trascendente como modo de hacernos sentir el valor y el poder de la expresión poética. El lector puede apreciar la pluralidad de voces y registros que el texto contiene. Este romance de San Gabriel ofrece una versión gitana de la Anunciación mariana. San Gabriel viste y habla como un gitano al traer la buena nueva. La Virgen es entrevista en la 7 Esta planta siempreviva alude con su expresivo nombre a un extraño fenómeno: produce unas hermosas flores que duran sin alterarse ni marchitarse incluso mucho tiempo después de ser cortadas.

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gitana Anunciación de los Reyes. La semejanza en tan sugerentes detalles de esta anunciación con el misterio mencionado en el evangelio de san Lucas produce emoción y una ternura indecibles8. Lorca ha efectuado el milagro de una prodigiosa metamorfosis. Ha desdoblado mágicamente la realidad. Como si fuese una luz que se ha reverberado en una doble corriente cromática. Como si fuese un río abierto en dos orillas: una es la orilla del poema, otra la del evangelio. A nosotros, afortunados lectores, nos está permitido pasar de una a otra, transitar del poema al evangelio, y viceversa. Cada una de las lecturas se mejora e incrementa. La lectura del evangelio queda enriquecida con las sugerencias de este poema. Y el poema, ya interpretado, nos conduce con sus múltiples evocaciones a la contemplación más honda del misterio mariano de la Anunciación.

8 Acerca de la religiosidad cristiana de Federico García Lorca se ha escrito y debatido mucho, a favor y en contra. Cf. E. Martín, Federico García Lorca, heterodoxo y mártir, Madrid 1986, que es quien recoge las más dispares opiniones. No intentamos esclarecer esta difícil cuestión, sino que nos atenemos a la rigurosa interpretación del poema.

VI Toquen mis manos el cuadrado anzuelo –tu escapulario–, Virgen del Carmelo (Rafael Alberti)

Día de tribulación ¡Oh Virgen remadora, ya clarea la alba luz sobre el llanto de los mares! Contra mis casi hundidos tajamares, arremete el mastín de la marea. Mi barca, sin timón, caracolea sobre el tumulto gris de los azares. Deje tu pie, descalzo, sus altares, y la mar negra verde pronto sea. Toquen mis manos el cuadrado anzuelo –tu escapulario–, Virgen del Carmelo, y hazme delfín, Señora, tú que puedes... Sobre mis hombros te llevaré a nado a las más hondas grutas del pescado, donde nunca jamás llegan las redes.

1. Un poeta junto al mar El presente poema de Rafael Alberti se encuentra bajo el título Triduo del alba. Está compuesto en honor de la Virgen del Carmen y dedicado a la madre del poeta. El soneto forma parte de su más famoso libro Marinero en tierra. He aquí las palabras fidedignas del mismo autor:

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Mi libro comenzaba a ser una fiesta, una regata centelleante movida por los soles del sur. Hice un Triduo del alba –tres sonetos– a la Virgen del Carmen, patrona sonriente de la marinería, que dediqué a mi madre, la que se conmovió profundamente, deduciendo que con aquellas líricas oraciones mi ya advertida indiferencia religiosa se avivaba1.

El poema habla de la Virgen remadora, la que salva al atribulado que se hunde entre las olas de la muerte. Podía resumirse con estas palabras: la Virgen y el mar. Sí, el mar de la bahía de Cádiz, de El Puerto de Santa María, evocado desde tierra adentro, constituye el tema inspirador de este primer libro y modela –puede afirmarse sin asomo de exageración– toda la existencia del poeta. El mismo Rafael Alberti declara: Yo nací junto al mar. Yo sigo siendo siempre un poeta del mar, aunque pueda pasarme días y hasta años sin escribir su nombre, sin recordarlo siquiera. ¿Qué no deberé yo al mar, mi poesía primera y todavía la de hoy? ¿Qué no a su gracia, o sea, la sonrisa; a su juego, o sea, el ritmo; a su ritmo, o sea, la danza, el baile? Cuando apenas tenía quince años, me arrancaron del mar, convirtiéndome para siempre, desde entonces, en un marinero en tierra... De todo esto y de otras cosas profundas mías es hijo este mi hoy ya tan lejano marinero en tierra2.

Como estrella o sino, como patria afortunada o fatal, el mar representa para Rafael Alberti el ámbito en donde nace, crece y muere. Junto al mar de la bahía viene a la vida, con su añoranza existe y al profundo mar retornará al término de su existencia. El mar constituye para Rafael Alberti su verdadera patria, su tierra más segura y su postrer destino. Sus cenizas, por expreso deseo del poeta, reposan hundidas en el fondo del mar sereno de su querida bahía. Se cumple así, indefectiblemente, el sueño de la profecía que el mismo poeta había vaticinado años antes de su muerte y la celebración de su funeral marino:

1

La arboleda perdida, Barcelona 1977, 167.

Este prólogo lo escribe el poeta en 1967. Se encuentra en el más completo y moderno estudio de su obra poética: Obra completa I. Poesía 1920-1938. Edición, introducción, bibliografía y notas de Luis García Montero, Madrid 1988, 74. 2

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Si mi voz muriera en tierra, llevadla al nivel del mar y dejadla en la ribera.

2. Rafael Alberti: el poeta Resultan enriquecedores algunos breves datos del autor y de su vida. Inexcusable se hace no referir el contexto en el que aparece el poema, Marinero en tierra. Estas facetas alumbran –como faro que vierte luminoso sus haces sobre la noche del mar– la presencia de una barca en donde navega, amenazado por la tribulación, nuestro soneto mariano. Rafael Alberti nace en 1902 en el Puerto de Santa María (Cádiz). Allí mismo estudia en el colegio de los jesuitas. En 1917 se traslada con su familia a Madrid; abandona los estudios de bachillerato y se dedica a la pintura. Durante un período de reposo, por enfermedad, en la sierra de Guadarrama, descubre atónito el mundo de la poesía. Comienza a escribir versos. Desde entonces, la poesía fue su tarea primordial; aún más, su íntegra vocación, a la que se consagra en cuerpo y alma. Confesó en 1931: «No tengo ninguna profesión; es decir, soy poeta». En 1925 consigue el Premio Nacional de Literatura por su libro Marinero en tierra. Este galardón supone un espaldarazo público a su poesía. Alberti, hombre inquieto y apasionado, lleno de vitalidad, se vuelca por entero en la literatura. Dámaso Alonso lo muestra, junto a Lorca y Altolaguirre, como uno de los grandes focos de irradiante simpatía de su generación. En 1927, una honda crisis le hacer perder la fe. Cuatro años más tarde ingresa en el Partido Comunista y se entrega a la lucha social y política. Durante la guerra civil española tuvo una activa participación. Tras la contienda, se exilia: vive en Argentina y, después, en Roma3. 3 Es grato comunicar que el autor de estas líneas le pudo visitar en su casa del barrio romano del Trastevere y compartir una amigable conversación, merienda incluida, con él y su esposa María Teresa León. 4 Aún resuenan tristemente los ecos de su muerte y también las confusas –por lamentables– noticias del polémico cambio de testamento y disputada herencia del poeta.

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En 1997 regresa a España. En 1983 recibe el Premio Cervantes. Muere el 29 de octubre de 19994. Su vida, nacimiento, infancia, juventud y madurez (escribe estos recuerdos con la plenitud dorada –o plateada– de los 56 años) están bellamente descritos en su magnífica obra La arboleda perdida 5. A ella debemos remitirnos por fuerza6. El conjunto de la obra poética de Alberti revela una variada y profunda trayectoria: neopopularismo, gongorismo, surrealismo..., en la que actúa como factor unificador, de principio a fin, su prodigiosa facilidad de expresión. Caracterizan al gaditano la fluidez, la destreza con la que maneja el lenguaje, la exuberancia inagotable de imágenes. Representa todo un asombroso prodigio: oreja musical sutilísima, paleta repleta de colores y gamas. Carlos Bousoño condensa en tres palabras sus cualidades: «vuelo, sorpresa, magia»7. Entre sus versos iniciales ya puede detectarse toda clase de figuras retóricas Con frecuencia se deja embriagar por la palabra, de forma que unas arrastran a las otras, como una ola a otra ola, en un brillante juego de artificio. Después de unos tanteos emprende el camino del neopopularismo, que fructificará en uno de sus mejores libros, acaso el más completo, el que le ha dado fama y fortuna poética: Marinero en tierra (1924)8. En esta fase de su obra, Alberti representa una depuración de la escuela modernista, con ambiciones de dar al verso castellano la flexibilidad, elegancia y gracia de la poesía de Santillana o la de los Cancioneros.

5 La arboleda perdida, Barcelona 21977. Nos estamos, pues, refiriendo a la segunda edición. El autor no ha dejado de incrementar el libro con continuadas correcciones y sesgados matices, hasta la fecha de su muerte. 6 ¡Cómo vamos a pretender nosotros usurpar la palabra, ungida y plástica, del autor y pintor de su vida! Invitamos al lector a sumergirse en estas páginas para conocer, de primera mano, aquellos tiempos literarios, su efervescente atmósfera (preludio fecundo de la generación del 27) y la semblanza de algunos personajes muy populares (Lorca, Dámaso Alonso, Aleixandre...). 7 Seis calas en la expresión literaria española, Madrid 1970, 131. 8 No debemos seguir los pormenores de su trayectoria poética, ni enumerar la larga lista de sus libros –por otra parte, fácilmente localizables–, pues nos perderíamos lamentablemente y nos saldríamos de nuestro rumbo. Sólo queremos arribar hasta el puerto de Marinero en tierra.

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Entre los poetas, Alberti acude a Gil Vicente y a los cancioneros de los siglos XV y XVI. Estudia en ellos y aprende por ósmosis el tono de frescura y la concisión de los motivos tradicionales, mediante un léxico sencillo y los recursos de las repeticiones, los diminutivos y los estribillos. Ha sido célebre la ocurrencia, más tarde convertida en tópico, de comparar la poesía de García Lorca y Alberti con el toreo de Belmonte y Joselito, respectivamente: el primero, trágico, vibrante; el segundo, fácil, variado, dominador. Lorca encarnaría la Andalucía penibética, misteriosa, con embrujo; Alberti, la baja Andalucía, más abierta, luminosa y alegre. Lorca representaría el duende; Alberti, el ángel9.

3. El libro Marinero en tierra Para apreciar la génesis del libro y sus hondos titubeos10, su lenta depuración y su final publicación, nada mejor ni más fidedigno que la directa lectura de algunos pasajes selectos que Rafael Alberti le dedica en su magna obra La arboleda perdida, en donde el poeta evoca estos avatares. He aquí el testimonio de algunas de sus palabras: Me imaginé pirata, robador de auroras boreales por mares desconocidos. Entreví un toro azul –el de los mitos clásicos– por el arco perfecto de la bahía gaditana, a cuyas blancas márgenes, una noche remota de mi niñez, saliera yo a peinar la cauda luminosa del cometa Halley. Vi, soñé o inventé muchas pequeñas cosas más, sacadas todas de aquel pozo nostálgico, cada día más hondo, según me iba alejando de mi vida primera, tierra adentro. Y conseguí un conjunto de poemas de una gran variedad de colores, perfumes, músicas y esencias11.

En esta atmósfera de lo popular se va fraguando el libro12. 9 Así lo indican F. Pedraza y M. Rodríguez, Manual de literatura española XI, Pamplona 1993, 587. 10 El poemario se iba a llamar inicialmente con otro nombre: Mar y tierra. Así constata el poeta: «Aquel gran desvelo mío crecía, se estiraba, flotando al viento imaginado de mi alcoba la cinta aleteante de mi marinerillo». 11

La arboleda perdida..., 167.

Cf. R. Marrast, en Marinero en tierra. La amante. El alba del alhelí, Madrid 1980, 24-26. 12

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Una noche, de pronto, comprendí que mi libro Mar y tierra estaba terminado. No había más que añadir. La copia a máquina –tres ejemplares– era perfecta. Hasta parecía ya un libro impreso. Durante varias mañanas salí con él al campo... Lo medité antes mucho («A lo mejor te dan el premio»). Había que decidirse. Pasaba el tiempo y el plazo de admisión se cerraba. Una tarde, acabado el reposo del almuerzo, empaqueté dos copias, me fui al correo y con sellos de urgencia las envié a Madrid... Tranquilo, aunque no sin ciertos remordimientos de orden moral y estético por haber sucumbido a la tentación de presentarme –como un poetastro cualquiera– a un concurso oficial, eché tierra a mi audacia y me dispuse a comenzar un nuevo libro13.

Del libro ya sólo refiere una mención emocionada más adelante. Es un recuerdo entrañable del gran poeta de Castilla. Encuentra Alberti un papel medio roto y anota: escrito con una diminuta y temblorosa letra. Decía: Mar y tierra, Rafael Alberti. Es a mi juicio el mejor libro de poemas presentado al concurso. Lo firmaba Antonio Machado14. El 12 de junio de 1925, el jurado le otorga el primer Premio Nacional de Literatura15. Escribe Juan Ramón Jiménez en una célebre carta a Alberti –carta que este último siempre coloca en la cabecera de su libro– unas palabras que lo retratan certeramente: Ha trepado usted, para siempre, al trinquete del laúd, de la belleza, mi querido y sonriente Alberti. La retama siempre verde de virtud es suya. Con ella, en grácil galope, ha hecho usted saltar otra vez de la nada plena el chorro feliz y verdadero. Poesía «popular» pero sin el acarreo fácil: personalísima, de tradición española, pero sin retorno innecesario: nueva, fresca y acabada a la vez: rendida, ajil, graciosa, parpadeante: «andalucísima»16.

Se inaugura con Marinero en tierra uno de los motivos fundamentales de la lírica albertiana: el mar. Ya desde el principio se configura como símbolo del paraíso perdido. Su pre13

La arboleda perdida, 184.

14

La arboleda perdida, 202.

Léanse, para divertimento propio e inutilidad de la vanagloria humana, las peripecias del triunfo de Alberti y la humillación de Gerardo Diego, quien sólo consigue en el mismo certamen el accesit por su libro Versos humanos. Cf. R. Marrast, en Marinero en tierra. La amante, El alba del alhelí..., 32-34. 15

16 L. García Montero, Obra completa I. Poesía 1920-1938. Edición, introducción, bibliografía y notas de Luis García Montero, Madrid 1988, 118.

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sencia estará siempre ligada a la evocación melancólica del pasado. Contempla el eterno tema del mar «no en su magnitud épica, sino como un tesoro de sugestiones poéticas, breves, aladas y graciosas, como un sartal de cantares marineros»17. No se trata de un episódico cambio de residencia, del cambio de domicilio que experimenta un adolescente que tiene que dejar su orilla marinera y establecerse en Madrid: «La expresión poética se convierte en justificación y autoanálisis; el marinero en tierra es el sujeto desplazado que busca su definitivo asiento, su propia identidad»18. El poeta se considera como un desterrado del mar, un expatriado que desde la ciudad –donde no ve el mar– lo ansía y acaricia, evocándolo. Es el hombre desarraigado, sin tierra nutricia, el exiliado que ha perdido el paraíso de la libertad. Y así grita: El mar. La mar. El mar. ¡Solo la mar! ¿Por qué me trajiste, padre, a la ciudad? ¿Por qué me desenterraste del mar? El libro refiere una invasión no del mar hacia la tierra, sino de la tierra rumbo mar adentro. Éste queda anegado por la tierra. Los poemas superponen paisajes, oficios y experiencias que poéticamente se intercambian. Con ello se crea un estado de ensueño en el que el contorno de los elementos se vuelve impreciso. La realidad objetiva confunde sus límites. Se sitúa en un plano de evocación onírica, en un mundo idealizado, entretejido de recuerdos de infancia y de sensaciones imprecisas, sin orillas19. Por otra parte, la poesía del mar aparece con una significación de particular importancia en la literatura española del siglo XX. Cuatro poetas destacados, Miguel de Unamu17

P. Salinas Literatura española. Siglo XX, México 21949, 194-195.

18

R. Senabre, La poesía de Rafael Alberti, Salamanca 1977, 15.

Cf. J. L. Tejada, Rafael Alberti, entre la tradición y la vanguardia. Poesía primera (1920-1926), Madrid 1977, 255. 19

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no, Juan Ramón Jiménez, Rafael Alberti y Pedro Salinas han dedicado en un espacio de cincuenta años una porción sobresaliente de su obra poética al mar. Una proyección de carácter simbólico del mismo aparece también en Antonio Machado. ¿Cómo no recordar los imborrables versos de este último en torno al mar, pues no quiere sino morir «como los hijos de la mar», o su terrible dolor ante la muerte de Leonor, cuando ya apenas tiene fuerzas sino para rematar su pena confesando: «Ya estamos solos, Señor, mi corazón y el mar?». En Alberti, el mar se aglutina como mancha (es pintor) o página (es escritor) de una evocación de edades inmediatamente anteriores a la vida del poeta. El mar acogedor se alza en fuente de vigor espiritual o hace surgir la mitologización en la forma de figuras de animales. En nuestro poema, el poeta quiere ser delfín. El autor perfila la configuración de un fuerte símbolo que se revela, en un principio, en forma de paraíso especial correspondiente a una época que acaba de vivir, pero, a su vez, se halla en riesgo inmediato de hundirse definitivamente. El mar se despliega y deja escapar sus olas infinitas, y la parsimoniosa marea ofrece los escombros de su niñez y adolescencia dentro de un tono de íntima querencia y de velada religiosidad. Aunque hay un tema dominante, el libro no tiene una estructura totalmente unitaria. Lo encabeza un poema-prólogo en tercetos. Se divide en tres partes20.

4. El soneto Día de tribulación Podemos ofrecer, en aras de la claridad y comprensión, una prolepsis anticipativa: el breve sumario de su contenido. 20 La primera parte la forman doce sonetos dirigidos a amigos, antepasados y personajes imaginarios. La segunda consta de 33 «cancioncillas» populares que tienen todo el sabor de los viejos cancioneros; aluden a la tierra andaluza y castellana, esmaltada de continuas referencias al mar. La tercera parte está encabezada por la célebre carta de Juan Ramón Jiménez –ya citada– y contiene tres «poemillas», íntegramente dedicados a la visión idealizadora del mar. Esta última parte constituye lo más granado del libro. Dentro de las formas tradicionales emplea las populares y cultas. Son característicos los tercetos por su peculiar encadenamiento.

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El soneto es muestra meridiana de la técnica albertiana no sólo por la forma, sino también por la complejidad lírica, emotiva y estética. Debajo de las metáforas e imágenes detectamos significaciones más profundas. El poema nos hace sentir el deseo elemental, físico e intenso, del protagonista. El poeta invoca a la Virgen marinera en el día de la tribulación. Ya incluso el título, Día de la tribulación, simbolizado en la tormenta, participa del mismo tópico de religiosidad popular como la barca sin timón (verso 5) y el salvador escapulario (primer terceto). Semejantes lugares comunes se mezclan intrincadamente con imágenes nuevas y aciertos personales, patentes en el mastín de la marea (verso 4) y el caracolear (tomada del argot hípico). Sobre el tumulto gris de los azares (verso 6) se alza la figura de María, cumbre poética de toda la alegoría, que se remata con su anzuelo-escapulario (verso 10). A partir de los versos 10-11, el marinero recupera los fueros de la fantasía y, a merced de la magia de su sueño, espera convertirse en pescado para conducir a su Virgen a las grutas submarinas, donde, hasta ahora, sólo había situado a su sirenita hortelana. Hay en este soneto una perfecta adecuación al orden y a las partes de la fórmula tradicional de la plegaria. Usa también la técnica del correlativo objetivo, que consiste en que una imagen, una situación o un acontecimiento causan en el lector la misma emoción que la que el autor siente y trata de comunicarnos. El poema se erige en una verdadera oración de súplica a la Virgen del Mar21. Y así se despliega ante nosotros esta súplica, estrofa por estrofa, verso a verso: 4.1. Invocación ¡Oh Virgen remadora, ya clarea la alba luz sobre el llanto de los mares! Contra mis casi hundidos tajamares, arremete el mastín de la marea. 21 Cf. A. O. Debicki, Estudios sobre poesía española contemporánea, Madrid 1981, 265.

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En este primer cuarteto, se destaca el tono exclamativo. Comienza con una apelación a la Virgen, a la que el poeta otorga el título de remadora. La Virgen adquiere atributos y perfiles humanos. Como una más, se aúna a los marineros: ella también brega en las faenas y trabaja con el remo para impeler el agua. La esperanza se inicia con la luz del nuevo día. La aliteración de la letra «a», en el primer encabalgamiento, enlaza elementos acústicos y visuales que pueden representar la realidad física del litoral, ataviado de una blancura extremada. Deténgase el oído del lector para apreciar la clara melodía en las palabras escogidas de Alberti: «ya clarea / la alba...», en donde se escucha en cinco ocasiones la abierta vocal «a» y se utiliza el artículo femenino delante de «alba», como resorte fónico, a pesar de su dureza idiomática. El fino oído musical de Rafael Alberti, buen captador de ritmos folclóricos y cancioneriles, le lleva a descubrir en el mundo del mar –junto a las visuales y coloristas– variadas sensaciones de índole acústico. Súbitamente, nos topamos con un mar no en calma, sino embravecido. Se entabla la lucha de la luz contra el mar desatado en furia. Repárese que el soneto escribe no «mar», sino los mares, en un plural amplificador, que se vivifica angustiosamente con la metáfora de su llanto. Se trata de una angustia padecida con fuerte intensidad. Aflicción que el mismo Alberti nos comunicaba en otro poema, que escribió en recuerdo de Antonio Machado, tomado de su libro De los álamos y los sauces. Sorprendentemente, el poema empieza con una hipérbole semejante a la aparecida en nuestro soneto. El sintagma llorar a mares equivale al llanto de los mares. Se hace una resignada invitación al llanto, sin consuelo y sin medida, tan dramáticamente insinuado en las imágenes de los mares, los sauces, los álamos, el viento plañido. Aumenta esta sensación mediante el recurso de esos puntos suspensivos, de enorme expresividad lírica: Dejadme llorar a mares, largamente, como los sauces. Largamente y sin consuelo. Podéis doleros... Pero dejadme.

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Los álamos carolinos podrán, sin querer, consolarme. Vosotros... Como hace el viento... Podéis doleros... Pero dejadme. Un fuerte hipérbaton cierra el cuarteto, donde, en el campo semántico, la derivación mares-tajamares–marea produce efectos fónicos que recalcan la idea de magnitud. El poeta habla de una desgracia que está a punto de consumarse, pues se compara su situación a unos casi hundidos tajamares. En esta sinécdoque –la parte por el todo–, el poeta ve que se ahoga sin remedio, pues los tajamares, que son tablas recortadas situadas en la parte exterior de la proa y sirven para hender el agua, están casi sumergidos: su vida se dirige al naufragio. Además, contra él arremete –verbo de extrema dureza, denota arrancar y acometer con ímpetu y con saña– el mastín de la marea. En este último verso se animaliza la tormenta: el mastín. La marea adquiere mayor peligrosidad. El mastín es algo más que un perro; se aplica al perro de gran tamaño, muy fuerte, característico por su acometida, casi lobo (María Moliner). Sobre el poeta se cierne la voracidad del animal, la furia del mar y la marea. El mar ha sido considerado en la Biblia como el símbolo hostil del mal, surcado por monstruos devastadores, como el Leviatán (pueden leerse estos fragmentos de los salmos: 66,6; 74,13), aquí poéticamente aludido como el mastín de la marea. María representa la luz buena que combate a las aguas turbulentas, la luz clara que intenta vencer la mar negra, según se indicará en el verso octavo. La Virgen, en fin, quiere abrirse paso, detener y desbaratar el ímpetu negativo del mal y de todas sus asechanzas. 4.2. Exposición y súplica Mi barca, sin timón, caracolea sobre el tumulto gris de los azares. Deje tu pie, descalzo, sus altares, y la mar negra verde pronto sea.

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En estos versos enunciadores, en modo indicativo, el poeta expone su situación de peligro. Desde su grave estado de abandono, grita a la Virgen. La alegoría mi barca, sin timón constituye, dentro de la literatura española, un recurrido tópico literario: desarrolla la imagen de una situación humana atribulada. No le basta al poeta sufriente indicar ese peligro, genérico en su tratamiento y personal en su incidencia, sino que insiste en su queja y reclama una urgente ayuda. Gráficamente su vida caracolea. Este verbo proviene del argot hípico y alude a las «vueltas que el jinete hace dar al caballo» (RAE). Pero, situado en el mar, el verbo se especifica: no se trata de un elegante juego ecuestre, sino de un dar vueltas sin ton ni son, sin sentido, como un remolino o un vértigo. Así tenemos redoblada plásticamente la sensación de tribulación. La vida del poeta es como una barca sin timón, deambula a la deriva, y es también semejante a un caballo sin riendas, desbocado, que marcha a la perdición. La expresión el tumulto gris es una sinestesia que sugiere la magnitud del peligro envolvente, cerca sin escapatoria a una vida amenazada ante una muerte próxima. Ante tanto riesgo circundante, el poeta, solo en su desamparo, deja escapar su sentida súplica, mediante el imperativo: Deje tu pie, descalzo, sus altares (verso 7). Pero la Virgen ya está descalza, para hacerse a la mar a ruegos del poeta22. Las notas de color negra-verde (verso 8) se yuxtaponen como esperando así el súbito cambio de la mar, milagrosamente apaciguada. Un rasgo que caracteriza al autor y que perdura en toda su obra es el cromatismo. A su primitiva dedicación a la pintura se atribuye el hecho de que en sus poemas abunden las sensaciones visuales y que contengan notas de color, contrastes y gradaciones, delicados matices e intensos efectos. Pululan las pinceladas paisajísticas con el azul del mar como telón de 22 ¡Cómo no recordar los versos que el poeta más tarde escribió a la estatua de san Pedro, en el Vaticano! Ya dentro de la basílica, cerca del altar central, a mano derecha (la he podido contemplar muchas veces y he rezado como uno más de tantos fieles católicos), se yergue una estatua de bronce que representa a san Pedro sentado. Tiene los pies, aun siendo de metal tan duro como el bronce, gastados por el continuo beso de la gente, años tras año y siglo tras siglo. A esta conocida estatua sedente de san Pedro hizo Alberti el célebre poema.

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fondo, pero también cunden otras tonalidades, tal como veremos fielmente reflejadas en el texto. Los matices de la paleta albertiana animan con gracia y donaire el dibujo y la composición de una escena visual. El color se derrama con la fuerza del óleo, en una viva y dinámica pincelada, para dar realce a una especial significación metafórica y destacar un rasgo de la realidad evocada en el verso. El negro representa aquí la negación del color, para crear un contrapunto con la luz: el dolor y la tragedia, raras veces ausentes de la vida humana. El verde es usado para crear una imagen de la serenidad. Se trata, por tanto, de una atrevida imagen visionaria. A través de una suma concentración –dos sucintas notas de color–, Alberti pide que la Virgen amaine la tormenta, que acerque su pie y toque el mar, para que se produzca el milagro de la bonanza en medio del fragor. El milagro de la vida (el verde) sobre la muerte (el negro) constituye un logro literario en este juego pictórico-poético. 4.3. Petición Toquen mis manos el cuadrado anzuelo –tu escapulario–, Virgen del Carmelo, y hazme delfín, Señora, tú que puedes... Este primer terceto enlaza con la súplica de los dos últimos versos anteriores. Ahora dos nuevos imperativos, toquen mis manos, hazme delfín (versos 9.11), forman el nudo y centro de toda la alegoría del soneto. El poeta, como un náufrago hundido en las aguas procelosas, pide con urgencia un remedio, una tabla de salvación en donde poder agarrarse. Su súplica es doble y atrevida. Por una parte, pide esa tabla cuadrada de la salvación que es el escapulario de la Virgen del Carmen. Sabido es que la imagen del escapulario tiene justamente forma cuadrangular. La Virgen del Carmen, ataviada con su escapulario, posee un enorme eco y resonancia entre el pueblo fiel. En la iconografía carmelitana se ve a la Virgen en actitud de ayuda y socorro, salvando a los que yacen entre las llamas del fuego; éstos alzan sus brazos inquietantes e intentan agarrarse al escapulario que la Virgen,

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compasiva, les extiende. El escapulario, a modo de cuerda o maroma, los saca y los iza hacia la salvación. El poeta realiza un cambio de escenario. No se trata ya del purgatorio donde penan las almas, sino del mar. Ya no hay llamas, sino olas mortales, pero el mismo peligro acecha en ambos sitios. Su imaginación prosigue con una nueva y osada imagen. Pide, náufrago en su desolación –o delirio poético–, ser pescado y caer en el anzuelo de la Virgen. Existe, sin duda, un trasfondo bíblico en toda esta temática. Se trata de rescatar del fondo del mar a las personas hundidas. Ésta fue la misión que asignó Jesús a sus discípulos, que eran pescadores de peces en el mar de Galilea. Les cambió de trabajo y de destino. De ahora en adelante serán pescadores de hombres: deberán sacarlos de la oscuridad o de la muerte. He aquí los principales textos evangélicos: Bordeando el mar de Galilea, vio a Simón y Andrés, el hermano de Simón, echando las redes en el mar, pues eran pescadores. Jesús les dijo: «Venid conmigo y os haré pescadores de hombres» (Mc 1,16-17).

También le confía la misión apostólica expresa y personalmente a Pedro, con idénticas palabras: «Deja de temer, desde hoy serás pescador de hombres» (Lc 5,10). María, coronada como reina de los apóstoles, echa su escapulario a manera de anzuelo para salvar a sus hijos. La plegaria se dirige a la Señora que todo lo puedes..., para que realice una atrevida metamorfosis. Pide el poeta descaradamente ser delfín. Esta palabra contiene una larga historia, entretejida de motivos mitológicos y literarios. El delfín es proverbialmente un animal compasivo ligado a las aguas. El hombre rescatado se representa a menudo en el arte antiguo cabalgando sobre un delfín. Plutarco describe el viaje de Arión transportado y escoltado por delfines, que lo liberan de las amenazas de los marinos dispuestos a matarlo. Arión consigue pasar de este mundo violento a la región de la salvación por mediación de los delfines. Incluso en el arte cristiano se ha llegado a representar a Jesús en figura de delfín23.

23 Véase una detallada información sobre este animal mitológico, el «delfín», en J.Chevalier – A.Gheerbrant, Diccionario de los símbolos, Barcelona 1986, 405-406.

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No hay que olvidar que al delfín, como vehículo de salvación para el náufrago peregrino, alude Góngora, maestro en múltiples sugerencias de Alberti y tantas veces imitado por el discípulo, que incluso compuso en su honor un libro con el mismo título de Soledades. Del siempre en la montaña opuesto pino al enemigo Noto, piadoso miembro roto, breve tabla, delfín no fue pequeño al inconsiderado peregrino que a una Libia de ondas su camino fió, y su vida a un leño (Soledades I, 15-20). 4.4. Voto o promesa propiciatoria Sobre mis hombros te llevaré a nado a las más hondas grutas del pescado, donde nunca jamás llegan las redes. Aparece la única acción del soneto que se expresa en futuro. Aunque la palabra «delfín» se menciona en el anterior terceto, es ahora cuando el poema refiere su identificación y menciona su cometido. El mismo poeta, transmutado en delfín, quiere llevar sobre sus seguros hombros a la Virgen. Se opera un cambio sustancial. La víctima es ahora el protagonista activo del salvamento. Ya no es la Virgen quien le protege, sino que él va a salvarla. Quiere llevarla a un lugar recóndito y escondido, remoto e incontaminado: a las más hondas grutas del pescado. Nos detenemos unos instantes para gozar de la musicalidad del texto. La aliteración de la letra «s» nos sitúa en un lugar de paz y de belleza. Preciso es advertir que en el verso aparece en cinco ocasiones, al final de la palabra, la silabeante «s». La lectura en alta voz del verso produce una acusada impresión acústica; se llega a escuchar, a percibir con los sentidos, el suave paso de la Virgen a hombros del delfín, suavemente deslizándose por el mar. Alberti es uno de los poetas que posee un repertorio más variado de formas estróficas, usadas con pleno dominio y con un extraordinario sentido del ritmo. Pueden compararse sus

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versos con la música de Mozart, pues en ambos casos hay una gracia sabia que se convierte inmediatamente, desde las primeras notas (Mozart) o los iniciales versos (Alberti), en elegancia juguetona y seria a la vez. Una hipérbole produce la culminación de una bella impresión visionaria. Ese lugar ansiado, ese paraíso no terrenal, sino marino, será un lugar protegido, amparado. La paz está asegurada porque es –lo menciona expresamente el texto– allí donde nunca jamás llegarán las redes. No se desplegarán redes para atemorizar con su vuelo de muerte ni para apresar cautivos dentro de sus mallas. Se conjura cualquier peligro. Se insiste en la ausencia total de amenazas, doblemente recalcada por dos adverbios de tiempo: nunca jamás. El futuro ansiado se logrará con el gozo de una vida plena, sin tribulación, en compañía de la Virgen y cobijados por el mar. El soneto, mediante «la imaginación dinámica y el poder sugestivo del lenguaje poético, logra trasladarse a un mundo marino anacrónico y mágico, un paraíso perdido y encontrado por él»24.

5. Conclusión Nos hallamos con un poema de intensa súplica. Un soneto muy mariano y marinero, dentro de la mejor tradición de la Virgen del Carmen. Esta devoción existe hoy en muchos pueblos y ciudades, colindantes con el mar, que celebran su festividad el día 16 de julio. Se tiene la costumbre de sacar a la Virgen en una barca bien adornada y hacer una procesión por el mar, escoltada por otras embarcaciones de pescadores. Los temas y tópicos literarios están potenciados por la fuerza lírica del poeta. Suenan limpios y creíbles. Se trata de una auténtica oración, que puede ser rezada en momentos de tribulación. Incluso el motivo religioso-cultual queda trascendido y se hace universal: se invoca a la Virgen para hacer salir de toda angustia a quien la padece. 24

L. Salinas de Marichal, El mundo poético de Alberti, Madrid 1975, 119

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Esta oración es como una tormenta en el mar, pero mar henchido con las lágrimas del propio llanto o desesperación. Podemos rezarla. Todos los que sufren debieran hacerla suya. Padecemos en la vida el embate de las olas, la negra marea, la angustia de ver que nos hundimos sin remedio. Invocamos a la Virgen con fe... La Virgen se acerca, no tarda en acudir y anula con su sola presencia la acometida de la tempestad y enciende de luz nuestra oscuridad. Al final, queda un mar transparente y la bonanza de una nueva vida, compartida con la Virgen. Éste es el tema de la oración. Pero esta súplica se ejecuta con pasión y con belleza. Nos servimos de unas palabras que rezuman arte y armonía. Leyendo a fondo el poema, hemos sufrido con el fragor del mar y saboreado el poder de unas palabras musicales. Hasta las letras se han combinado, creando una melodía o juego fónico, como un arpegio. Aunque no entremos aquí en el problema de las posibles creencias de Rafael Alberti, parece interesante constatar que este islote de religiosidad, único en todo el libro, que el poeta escribió y que dedicó luego a su madre, ha sido conservado, incluso con su piadoso título Triduo, a lo largo de todas las ediciones, aun a pesar de que desaparecieron radicalmente todos los poemas con alusiones monárquicas y hasta las dedicatorias en su mayor parte. Preciso es señalar que Alberti, tocado de la gracia andaluza y del mar de su infancia, ofrenda al lector de todos los tiempos una hermosa y legítima oración, consagrada a la sonriente patrona de la marinería.

VII Trillo es tu pie de la serpiente lista (Miguel Hernández)

A María Santísima (En toda su hermosura) ¡Oh elegida por Dios antes que nada; Reina del Ala, propia del zafiro, nieta de Adán, creada en el retiro de la virginidad siempre increada! Tienes el ojo tierno de preñada; y ante el sabroso origen del suspiro donde la leche mana miera, miro tu cintura, de no parir, delgada. Trillo es tu pie de la serpiente lista, tu parva el mundo, el ángel tu simiente, Gloria del Greco y del cristal orgullo. Privilegió Judea con tu vista Dios, y eligió la brisa y el ambiente en que debía abrirse tu capullo.

1. Introducción El presente soneto fue publicado por Miguel Hernández en el número 2 de la revista El Gallo Crisis, al que añade el título y la fecha: Virgen de agosto, 1934. En él, su autor consigue plasmar no como una naturaleza muerta, sino vívida, el misterio naciente de María. Para ello

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recurre a experiencias del devenir diario del paisaje de su tierra (las faenas de la cosecha, el despuntar de la flor...). Logra una simbiosis entre la naturaleza de María y la del campo. Con acentos de una religiosidad sincera, emanada de la tierra, consigue rememorar la figura de la Virgen en su belleza silvestre. María es presentada como la más hermosa flor del campo. El soneto será analizado con detención, indagando en sus partes más expresivas y certificando sus logros literarios. No es sólo una admirable pieza literaria, sino la culminación de una existencia azarosa que vivió –o padeció– un hombre único. En este caso, de manera excepcional, nos hemos de esforzar para conocer al hombre Miguel Hernández. Bien merece la pena el empeño. Nos esmeramos en presentarlo con intensidad y cierta extensión, con los acentos veraces de una existencia que palpita. No nos limitamos a extraer una serie orquestada de unos datos fríos, tarea fácilmente rastreable en algunas de sus biografías ya escritas y estudiadas. Lo hacemos nuestro prójimo o, más bien, nosotros nos hacemos próximos a él. Para ello rescatamos noticias de primera mano de algunos de sus coetáneos, a fin de conocer más a fondo y de cerca a este personaje de carne y hueso. Escribimos, como al poeta mismo le gustaba, apasionadamente.

2. Miguel Hernández: la poesía como destino La existencia de Miguel Hernández (Orihuela, 1910-Alicante, 1942), tan intensamente vivida como tan inesperadamente acabada, se concentra en tan sólo treinta y dos años. A esta edad muere, dejando, a pesar de tan prematura muerte (utilizando uno de sus célebres versos: temprano madrugó la madrugada), una suma poética de tremenda fuerza expresiva. Aunque cronológicamente pertenece a la llamada generación de 1936, Miguel Hernández es un poeta precoz, que desarrolló su obra en el período de las vanguardias y mantuvo una estrecha vinculación personal con los poetas de la generación del 27 –en especial con Lorca, Aleixandre–, impregnándose de rasgos tan esenciales como son el neogongorismo, el surrealismo o el neopopularismo. Dámaso Alonso lo llamó con acierto el «genial epígono del 27».

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Su vida representa un denodado esfuerzo por superar su condición de pastor pobre, de joven ignorante, para responder con heroica fidelidad a una firme vocación que se le impone: la poesía. Le tocó en suerte (o sino irrevocable, mas nunca como desgracia) ser poeta. Y lo fue desde siempre, «desde el vientre de su madre», podría parafrasearse según la expresión del profeta Jeremías. Lo ha dejado escrito, sintiéndose él mismo encadenado a este irrevocable destino: ¿Por qué me pusieron alma de poeta? Hay en Miguel Hernández una porfiada obstinación por dar salida a su más íntimo instinto, al torrente que empuja por brotar –y tiene que borbotar, aun a su pesar– en versos. Confiesa como una rendición de cuentas: Por fuerza he tenido que cantar. Para conseguirlo luchó y sufrió, pero jamás renunció a las hondas realidades que labraron su destino, a sus orígenes tan humanos, hechos de cuerpo terrenal y de barro (Me llamo barro, aunque Miguel me llame). Nunca abdicó de su raza y reciedumbre humana; no quiso sino respirar con los hombres polvorientos el viento del pueblo. A manera de una incoercible metamorfosis –a la que podríamos calificar con sus mismas palabras, tomadas de su mejor poemario, El rayo que no cesa–, Miguel Hernández ha sido un rayo incombustible: no ha cesado de alumbrar y estremecerse. Su vida poética ha marcado un rumbo infatigable: se ha mostrado, en sucesivas etapas, gongorino, calderoniano, lopesco, quevedesco, nerudiano o aleixandrino. Este precipitado curso está impulsado por la urgente necesidad de domeñar el verso y arrancarle su más acendrada música. Resulta ilustrativo el testimonio de su mecenas y amigo de siempre, al inicio y al final de su vida, Luis Almarcha: Para Miguel, la poesía era un modo de realizar la belleza. Y esa realización era la que le atormentaba, sin pararse a reflexionar sobre las ideas que llevaba dentro. Sólo le obsesionaba la manera de darles objetividad en la creación artística1.

No importan los moldes en los que vierta el caudal de sus versos. Sea transparente o gongorino, sencillo o rebuscado, 1 Testimonio recogido por J. Cano Ballesta, La poesía de Miguel Hernández, Madrid 21973, 331.

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aporta a la poesía la fuerza, a fuer de pasión y apasionamiento. Le brota siempre el ímpetu del amor, cualesquiera que sean los destinatarios de su intenso brío amatorio. Ofrece de continuo al lector, por debajo de la apariencia lírica, la misma cosecha poética: todo mi corazón desmesurado. Como un inmenso abanico desgarrado, su amor se abre en múltiples facetas: Amor tierno por su hijo: En la cuna del hambre / mi niño estaba. / Con sangre de cebolla se amamantaba. Amor nupcial por su esposa, Josefina Manresa: Te me mueres de casta y de sencilla. Amor elegíaco por el amigo muerto, Ramón Sijé: Yo quiero ser llorando el hortelano / de la tierra que ocupas y estercolas / compañero del alma, tan temprano. Amor panteísta por la naturaleza: Troncos de soledad, / barrancos de tristeza / donde rompo a llorar. Solidario amor por el pueblo asolado por la guerra, la muerte y la injusticia; y así escribe con su última sangre Cancionero y romancero de ausencias (1938-1941), con verso depurado, en forma íntima de un diario doloroso.

3. Biografía del poeta Miguel Hernández Será preciso recordar, con toscas pinceladas y con notas de cierta urgencia –pues no es su biografía el tema que nos ocupa, aun siendo asunto tan decisivo–, la primera parte de su vida, hasta que alumbró el presente poema mariano. Noticias de su vida pueden encontrarse en algunos de los excelentes libros que sobre el poeta se han escrito. Podemos recomendar, por la fiabilidad de sus datos, por su panorámica vital y por el entusiasmo con que nos han ungido, tres2. Miguel Hernández Gilabert –he aquí registrado su nombre completo– nace el 30 de octubre de 1910 en Orihuela (Alicante). 2 J. Guerrero Zamora, Miguel Hernández poeta, Madrid 1955; C. Zardoya, Miguel Hernández. Vida y obra, Nueva York 1955; J. Cano Ballesta, La poesía de Miguel Hernández, Madrid 21973. Un excelente libro de Nicolás de la Carrera ha estudiado con penetrante visión la faceta religiosa o mística del poeta: El Dios de Miguel Hernández, Estella 1995.

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Padeció una infancia sumida en la más severa carencia. Las diversas biografías del poeta suelen referir el lado material, los inconvenientes más llamativos de esa pobreza, pero existe, para los niños desheredados, una pobreza más cruel que los zarpazos del hambre y la carencia del pan: el niño Miguel Hernández sufrió la falta del cariño y la indigencia de la incomprensión. Su padre fue un hombre rudo y autoritario, pastor y tratante de cabras; jamás entendió ni pudo entender que su hijo se aficionara por los versos; lo consideraba una vergüenza para la familia. Miguel nunca fue comprendido, no contó con la condescendencia paterna; al contrario, y muy a su pesar, sufrió la distancia y la amenaza, la reprimenda continua y el castigo físico. Refiere Josefina, la esposa del poeta: «Me contó Miguel que su padre le pegaba de pequeño... De pequeño Miguel llevó muchos golpes en la cabeza»3. Aunque Miguel Hernández más tarde sea reconocido poeta, el padre nunca se alegró con el triunfo clamoroso de su hijo. Y jamás lo visitó en la cárcel, cuando el hijo se consumía y enfermaba de muerte a pasos agigantados. Ni siquiera –lo que sobrepasa con creces el colmo de toda impiedad paterna– asistió al funeral por su hijo muerto. La madre era una mujer sufrida, que trabajaba en la casa e intentaba poner algo de paz en las contiendas familiares. De ella tenemos esta relación reveladora: La madre sufría consunción, era una mujer huidiza, pálida, atemorizada, mártir de su marido, sufría horrores en silencio. Miguel experimentó tanta hambre de amor, tanto vértigo de que se lo pudieran negar, que lo valoró tan tremendamente por haberle faltado4.

El mismo poeta se refiere a su madre: Mi madre ha sido, es una de las víctimas del régimen esclavizador de la criatura femenina. Enferma, agotada, empequeñecida por los grandes trabajos, las grandes privaciones y las injusticias, ella me hace exigir y procurar con todas mis fuerzas una justicia, una alegría, una vida nueva para la mujer.

3

Josefina Manresa, Recuerdos de la viuda de Miguel Hernández, Madrid 1980, 23.

4

M. Chevallier, Los temas poéticos de Miguel Hernández, Madrid 1978, 135.

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Consciente de los malos tratos que recibió, se dirige a ella con esta emotiva letanía de hijo preocupado. Le escribe en una ferviente apelación, entretejida con estos registros de cariño: Madre, mamá, madrecilla, madraza. ¿Y tú cómo estás? Quiero saber que no sufres, que el depósito del sufrimiento, o sea, el corazón se te ha vuelto alegre por fin también5.

Miguel, desde pequeño, saca el rebaño al campo, experimenta la dureza del trabajo, sufre las estrecheces. Más tarde evocará su infancia de niño pobre en una emotiva queja (Poemas sueltos, IV): Por el cinco de enero, cada enero ponía mi calzado cabrero a la ventana fría. Y encontraban los días, que derriban las puertas, mis abarcas vacías, mis abarcas desiertas. Nuca tuve zapatos ni trajes, ni palabras: siempre tuve regatos, siempre penas y cabras. El contacto inmediato con el campo, donde la vida irrumpe de continuo, le abre desmesuradamente los ojos. Miguel asiste atónito al ciclo fecundo de la vida, al rito nupcial de las ovejas, al nacimiento de un cabritillo, a la contemplación sana del misterio de la vida y la sexualidad. En su retina quedarán marcados estos recuerdos de la infancia agreste en el campo. A los ocho años ingresa en el Colegio de Santo Domingo, de los padres jesuitas. Es hijo de cabrero, pero se destaca por su aplicación. A los trece años pasa al Colegio de Jesús, donde permanece dos años. Obtiene extraordinarias calificaciones. El padre lo saca bruscamente del colegio a los quince años, para dedicarlo por entero al oficio de pastor. Lo encadena al duro horario de un cabrero: repartir leche desde las seis de la mañana, llevar el hato de cabras al campo y volver con la caída de la tarde. No hay tiempo ya para la escuela superior. Toda 5

Artículo «Compañera de nuestros días» (21-3-1937).

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su formación es la propia de un autodidacta que se toma muy en serio, a pecho y con tesón desmedido, la lectura de los libros y la pasión por la escritura. Su hermano refiere cómo se entregaba a la lectura a escondidas del padre: Leía sobre todo por la noche, cuando todo el mundo estaba acostado, en el cuarto aparte, en el patio que nosotros ocupábamos. A veces mi padre lo sorprendía y se levantaba para apagar la luz. Entonces se producían escenas terribles, que nos dejaban aterrorizados. A menudo, también Miguel se llevaba los libros a la huerta y leía mientras cuidaba las cabras6.

Miguel es hombre-silvestre, impregnado de la vida del campo. El hermano de Miguel sigue refiriendo: Mientras yo cuidaba las cabras para que no se alejasen, Miguel se sentaba junto al tronco de un árbol o tras una covachuela, si era en la sierra, y allí se pasaba horas y horas con un libro sobre las rodillas, o escribiendo en un cuaderno o en papel de estraza, de los que se usaban en las tiendas para envolver. Y le oía leer en voz alta, y a veces me llamaba y me leía alguna poesía o me la decía de memoria7.

Aprovecha los escasos retazos de tiempo para escribir. Así relata el mismo Miguel deliciosamente (Poema nº 3): En cuclillas ordeño una cabritilla y un sueño... Y en Piedras milagrosas, escribe: Tiro piedras a un cordero, y cada piedra que tiro deja en la brisa un suspiro y en el azul un lucero. Pero su vida no tiene nada de bucólica, no transcurre feliz en la dulce paz del campo. El joven malvive su adolescencia. Está al margen, sumido en un ostracismo laboral en donde se le arrincona. Se siente fuera de «clase», desclasado: Las chicas le dan la espalda, huele mal el cabrero, se corre en el pueblo la voz de que el muchacho pastor, el hijo del señor Miguel, se pone casi desnudo a tomar el sol en el monte, y anda siempre 6 7

Cf. C. Couffon, Orihuela y Miguel Hernández, Buenos Aires 1967, 19. P. Collado, Miguel Hernández y su tiempo, Madrid 1993, 36.

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con papeles y escribiendo, ¡sabe Dios las cosas que escribirá...! Y tiene la cara enrojecida, y la camisa fuera, desabrochada...8

Los ojos de Miguel son dos trozos ardientes como ascuas9. Han llamado la atención a todos los estudiosos de su obra. Así lo recuerda Vicente Aleixandre: Unos ojos azules, como dos piedras límpidas sobre las que el agua hubiese pasado durante años, brillaban en la faz térrea, arcilla pura10.

Un sacerdote, D. Luis Almarcha, ayuda al joven Miguel en su desvalimiento literario, le orienta y pone a su disposición los libros más útiles de su biblioteca. Él mismo refiere la aplicación de Miguel: «Las ovejas no han encontrado otro pastor más distraído, ni mis libros otro lector más atento»11. D. Luis Almarcha incluso tuvo que pagar una multa porque, mientras el poeta-pastor cuidaba las cabras, se distrajo leyendo versos y éstas habían invadido los campos ajenos y ramoneado en los árboles. El joven se lleva los libros: una apretada biblioteca, como un suculento manjar, viaja en su morral. En plena sierra o en la llana vega devora literalmente aquellos libros, que le saben a gloria del cielo. También visita con inusitada frecuencia la biblioteca de D. Luis, quien reconoce: «No he tenido discípulo a quien hayan causado sensación más profunda Virgilio y san Juan de la Cruz»12. Descubre los grandes maestros de la literatura del Siglo de Oro: Cervantes, Lope de Vega, Góngora; los autores modernos: Rubén Darío, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, y un escritor muy afín a su sensibilidad, Gabriel Miró. Imita a los grandes poetas y escribe muchísimo (se conservan más de un centenar de poemas de entonces). 8

P. Collado, Miguel Hernández y su tiempo..., 98.

He podido conocer en Orihuela a un familiar suyo que lo trató con bastante asiduidad; no puede por menos de recordar su mirada absorta, reconcentrada y turbadora. Hablaba con esta imagen incandescente: «Parecía que Miguel echaba fuego por los ojos». 9

10

V. Aleixandre, Los Encuentros, Madrid 1985,192.

11

J. Cano Ballesta, La poesía de Miguel Hernández..., 32.

J. Cano Ballesta, La poesía de Miguel Hernández. Apéndice: «Notas sobre Miguel Hernández». 12

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Al contacto con estos poetas, le brotan temas cristianos, escritos en versos ingenuos, muy tiernos. Combate su particular batalla en favor de su formación literaria con el empleo de tres armas: «Provisto de un diccionario de mitología, otro de la rima y el de la lengua, este trabajo vino a ser el sustituto de la escuela que le faltó»13.

4. Nacen en el campo las flores: sus versos necesarios En tan buena tierra, regada con abundancia de agua, tan ávida de simiente y generosa en su fecundidad, tenía que brotar al fin una pletórica cosecha poética. Miguel Hernández entra en el ambiente literario de Orihuela: ingresa en el horno de Efrén Fenoll, donde hay una concurrida tertulia literaria, cuyo maestro y director indiscutible es Ramón Sijé. Allí, en el cálido ambiente de la tahona literaria, el poeta-cabrero se siente acogido, rompe amarras, se suelta y deja escapar su entusiasmo acumulado: escribe y declama sus propias poesías. Se crece. Comienza a darse a conocer no sólo en el pueblo, sino por los alrededores, por el vasto paisaje de la provincia de Alicante... La obra poética del oriolano se halla estrechamente vinculada a la tierra, a su mundo natural. Se nutre de una concepción panteísta del universo y de la amorosa observación directa del entorno. Una y otra vez, alude a las plantas y a las flores, al ciclo anual de la vida que se despliega en el florecer de la primavera y en los frutos maduros del otoño, en las crías tiernas que nacen, en las ubres fecundas que alimentan, en el creciente misterio, en fin, de la inagotable fecundidad, que, para los ojos sorprendidos del poeta, queda preñado también de significado simbólico. Miguel Hernández se sabe íntimamente hijo de la tierra, la escucha gemir en su sangre, se siente religado por lazos esenciales a la madre tierra, que poderosamente le reclama. Plantado en ella extrae, cual árbol a la vera de las aguas (Sal 1,3), la savia que nutre su poesía, los armónicos latidos en donde materia y espíritu se confunden. 13

A. Sánchez Vidal, Miguel Hernández. Antología poética, Barcelona 1993, 45.

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Pero ansía abrirse a horizontes más cultos y amplios. Quiere, sobre todo, modelarse. Él mismo lo confiesa: Y sé pensar y llorar..., pero no sé ni escribir ni explicar. Se aventura a viajar a Madrid, animado por sus amigos. La metrópoli le recibe con gesto huraño, entre guiños de curiosidad y hasta de pena por aquel «simpático pastorcillo caído esta Navidad por este nacimiento madrileño» (E. Giménez Caballero). Padece un hambre extrema, tiene un único e impresentable traje, una sola corbata. Los testimonios son harto elocuentes e insisten en su severa pobreza. Las líneas que escribe a Ramón Sijé son estremecedoras: Tan pronto río lleno de alegría, como poseído de una feroz melancolía que arranca lágrimas de mis ojos, me acomete el desaliento; tan pronto creo que lo que hago vale un poquito la pena como que estoy haciendo el ridículo, me muerdo los puños de rabia e impotencia. ¿Por qué me pusieron alma de poeta? ¿Por qué no fui como todos los pastores, mazorral, ignorante?

Ha llamado al templo de la poesía y le han cerrado, a cal y canto, las puertas. Regresa de Madrid humillado, pero no hundido ni vencido. La conciencia de su tosquedad y su ansia de técnica le llevan a querer aprender de todos. Se da cuenta de que necesita mayor concentración e intensidad; trabaja con minuciosidad de orfebre los endecasílabos y la octava real. Tras impregnarse en Madrid de la oleada de neogongorismo, logra escribir –esfuerzo titánico– en solo seis meses Perito en lunas, imitando el estilo gongorino. La obra consta de 42 repujadas octavas reales, de enorme complejidad expresiva en su trayectoria poética. Ha asimilado la técnica de Góngora, el autor de Soledades. Ha remodelado el barroquismo a través de las recreaciones modernas de Gerardo Diego (Fábula de Equis y Zeda). El resultado es un auténtico alarde de virtuosismo verbal y conceptual, impecable ejercicio literario, asombrosa cascada de imágenes de gran plasticidad, siempre con el empeño de utilizar voces infrecuentes y de forzar la sintaxis mediante el empleo del hipérbaton, casi latino, y la imagen desaforada.

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El poeta maneja un código propio del que no poseemos las claves de interpretación. El mecanismo es arbitrario en exceso, hasta el punto de que no resulta nada fácil adivinar de qué trata el poema; su poesía se aventura hasta límites colindantes con la más hermética extravagancia, mas siempre dentro de los moldes poéticos. Confiesa Gerardo Diego: No creo que haya un solo lector –ni que lo hubiera en 1923 tampoco– capaz de dar la solución a todos los acertijos poéticos que propone14.

El libro se edita en enero de 1933, formando parte de la colección Sudeste del diario murciano La Verdad. La edición fue costeada por Luis Almarcha. Porfía con terrible voluntad por demostrar que es un poeta culto; por eso imita el estilo barroco, denso y hermético. Vemos en el texto metáforas que si bien beben en Góngora o en los gongoristas de su época (Rafael Alberti, Gerardo Diego...), poseen elementos personales innegables, a más de un arranque auténtico. Apunta A. Sánchez-Vidal que, para este poeta, el gongorismo supuso «mucho más que una moda pasajera; fue un auténtico calvario redentor» 15. La redención consistía para el silvestre vate, aún en ciernes, en el logro de dos objetivos capitales: adquirir una técnica capaz de domeñar la dureza del lenguaje, y convertir lo cotidiano en tema digno de ser cantado y enaltecido, vistiendo su fría desnudez con el cálido manto de la poesía. Pero la obra recibe el silencio de la crítica, y el poeta se hunde en el abismo de la melancolía, se siente incomprendido y se contempla marginado. En su pesadumbre escribe a García Lorca, quien intenta animarle a seguir luchando. El poeta granadino le alienta con palabras de hermano. Nadie ni nada podría barruntar que a ambos, tan pronto y tan jóvenes, les iba a unir y sellar, trágicamente, un mismo siniestro destino: Tu libro está en el silencio, como todos los primeros libros, como mi primer libro, que tanto encanto y tanta fuerza tenía. ¡Escribe, lee, estudia, lucha!16. 14

Mª de Gracia Ifach, Miguel Hernández, Madrid 1958, 181.

15

M. Hernández, Obra completa I, Madrid 1994, 32.

16

J. Cano Ballesta, La poesía de Miguel Hernández..., 29.

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5. Poesía religiosa Tras la publicación de Perito en lunas (enero de 1933) y antes de la de El rayo que no cesa (1936), Miguel Hernández, bajo la influencia de Ramón Sijé, vive un fervor católico. Como fruto de su creencia sincera, publica con sólo 23 años un auto sacramental, Quién te ha visto y quién te ve, y sombra de lo que eras. Es una obra muy bien construida, un drama teológico de 3.444 versos, con la pretensión de hacer regresar en el tiempo los temas y los versos del gran Calderón. En este tiempo crucial aparecen, como expresión de sus sentimientos religiosos, estos tres sonetos a la Virgen, que la crítica rebaja de categoría. Los califica como escritos de segunda clase, papeles sueltos, caídos o extraviados del alto vuelo poético de Miguel Hernández. Pero la vertiente religiosa de su obra no es asunto menor, una época periclitada de su cronología, sino que coincide en el tiempo con otros registros poéticos. En realidad, puede afirmarse que se trata de una dimensión esencial de su cosmovisión y su iconografía: Los poemas hernandianos publicados en El Gallo Crisis constituyen uno de los corpus poéticos de poesía religiosa más relevantes de nuestra literatura moderna. Incluso Pablo Neruda decía de su joven amigo y protegido Miguel Hernández: «Así como es el más grande de los nuevos constructores de la poesía política, es el más grande poeta nuevo del catolicismo español»17.

También en su libro capital, El rayo que no cesa (1936), pueden detectarse inquietudes morales y religiosas con atisbos de misticismo18. Pero nos concentramos ya en el corpus poético que va de 1933 a 1934. Existe una buena parte de composiciones donde prima, por influjo de Ramón Sijé, la orientación ética y religiosa. Es el momento en el que Miguel Hernández colabora en El Gallo Crisis, la revista de su mentor. Aquí ven la luz algunos de estos poemas. La revista se erige en órgano del movimiento neocatólico. En ella se publica casi la totalidad de los poemas religiosos de Miguel Hernández. 17

A. Sánchez Vidal, Antología poética..., 49.

Así lo reconoce J. Cano Ballesta, Miguel Hernández. El hombre y la poesía, Madrid 1974, 262. 18

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La lectura de escritores religiosos del Siglo de Oro, como Fray Luis de León, y de los místicos, en especial de san Juan de la Cruz, ha dejado honda huella en la metáfora de toda la poesía hernandiana. El gusto por lo enigmático, conceptual y abstracto, el empleo de determinadas construcciones sintácticas y la elección del material imaginativo dan una idea clara de influencias predominantemente calderonianas. Un conjunto de seis poemas fueron publicados en la revista de Ramón Sijé durante el año 1934. En la más reciente y completa publicación de su obra aparecen registrados bajo el epígrafe Poemas publicados en «El Gallo Crisis» y «Silbos» y corresponde al número 13019. La manifestación de su fervor mariano cristaliza en tres sonetos en torno a la figura de María en tres de sus misterios. Configuran un tríptico rotulado con la dedicatoria «A María Santísima». Contienen estos tres poemas: En el misterio de la Encarnación, En el de la Asunción, En toda su hermosura. Así se revela como uno de nuestros grandes sonetistas en lengua castellana, vertiendo su inspiración por medio de composiciones religiosas, no ya sólo en su fundamental obra amorosa, El rayo que no cesa. Sobre su oficio de orfebre sonetista puede afirmarse lo siguiente: Miguel Hernández se crece como poeta (igual que el toro ante el castigo) frente a la resistencia de la forma rígida del soneto, pero este molde que el autor se impone a sí mismo voluntariamente, no encarcela sus impulsos, sino que los encauza y permite una expresividad más intensa y concentrada. Se acoge al esquema clásico del soneto: ABBA ABBA CDE CDE. Hace gala de riqueza y variedad de rimas, rasgo común en toda su producción poética. En estos tres sonetos se muestra al gran sonetista que ya ha conseguido ser a estas alturas de su vida. Los sonetos discurren por el doble cauce de las formas cultas y populares. Son objeto de una cuidadosa elaboración. Basta ver cómo se disponen los versos en estructuras paralelísticas, correlativas, antitéticas al servicio de la eficacia expresiva. 19 Miguel Hernández, Obra completa I. Poesía. Edición crítica preparada por A. Sánchez Vidal - J. C. Rovira – C. Alemany, Madrid 21993, 368-369.

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La sintaxis refuerza la carga emotiva de las palabras. Subraya Guerrero Zamora que esta clase de recursos arquitectónicos, frecuentes en los sonetos, indica control inteligente de la inspiración20. Pero no se crea que son producto de cerebralismo, sino más bien eficaces intuiciones estilísticas. Es frecuente el uso de anáforas y peculiares adverbios que refuerzan la carga emotiva; en los versos más logrados imperan fórmulas de concentración expresiva. El léxico es sencillo en general, y podría llamarse lenguaje de la naturaleza. A veces, los vocablos artificiosos de tipo culto conviven con expresiones coloquiales y con una rica gama de léxico rural, mezcla del influjo de Góngora con los motivos y actitudes propios de la vanguardia.

6. Nuestro soneto Nos concentramos ya en la gozosa contemplación de nuestro poema mariano. El título genérico nos ofrece la referencia aplicada a la exaltación de María, pero el subtítulo, En toda su hermosura, nos da la clave exacta de su sentido: va a presentar la belleza sin par, en alma y cuerpo, de la Virgen, y con ello el misterio de su concepción inmaculada. Para lograr su intento, el poeta cuenta con una aliada, la naturaleza. Ésta le sugiere las mejores galas, que el poeta trastoca en sorpresivos hallazgos de material lírico. Los objetos más irrelevantes se nos ofrecen en lentas pinceladas y quedan iluminados estéticamente, portadores de intensa carga emotiva. Metáforas de gran osadía poética iluminan objetos vulgares: Trillo es tu pie... / Tu parva es el mundo... Adentrémonos –afortunados nosotros–, en el espectáculo maravillo de este soneto. 6.1. Primer cuarteto ¡Oh elegida por Dios antes que nada; Reina del Ala, propia del zafiro, nieta de Adán, creada en el retiro de la virginidad siempre increada! 20

Miguel Hernández, poeta (1910-1942), Madrid 1955, 242.

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Constituye, todo él, una grandiosa exclamación. Por medio de cuatro gritos amorosos, realiza una panegírica enumeración, a modo de una original y culta letanía mariana. En el primer verso destaca un bello apóstrofe, con el que el poeta se dirige directamente a María, a la que invoca, recordándole el misterio de su elección, realizada por Dios antes que cualquier otra cosa en la remotísima eternidad: ¡Oh elegida por Dios antes que nada! La hipérbole resalta, a todas luces, su elección privilegiada. Y en la elección por parte de Dios se adivina primordialmente el divino móvil oculto, que no es otro sino el inmenso amor con el que el mismo Dios la ha creado y escogido. La metáfora del segundo verso, Reina del Ala, propia del zafiro, se conceptualiza mediante una atrevida metonimia en donde el «ala» denota a los ángeles y el «zafiro» califica una piedra preciosa y deslumbrante. El contenido expresivo de ambos sintagmas, en llana prosa, parece hacer referencia a María como Reina de los ángeles, poseedora eminente de luz y de riqueza. En el verso tercero, María se destaca como un eslabón singular en la genealogía bíblica, y situada ya dentro de la estirpe humana. Consigue acercarnos el misterio de María a la orilla de nuestro mundo, al ser designada, de forma más coloquial, nieta de Adán. Repárese que esta última expresión «humaniza» a María, quien en los dos versos anteriores quedaba tan enaltecida, un tanto lejos de nosotros, por haber sido llamada elegida por Dios y Reina del Ala. Una antítesis final sirve para expresar el misterio de su virginidad mediante un juego de derivación patente: creada... increada. Así rezan los últimos versos: ...creada en el retiro / de la virginidad siempre increada! Obra de Dios es María, tanto su persona como el don de su virginidad increada, sin mancha ni menoscabo alguno. La palabra «retiro» alude discretamente a su virginidad, entreviéndola como un huerto cerrado (la liturgia de la Iglesia aplica esta expresión del Cantar de los cantares –4,12– a la virginidad de María) en donde nadie entró ni pudo entrar, sino el misterio creador de Dios, quien la hizo virgen intacta y madre fecunda.

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6.2. Segundo cuarteto Ofrece una apretada descripción mariana. Formas nominales se yuxtaponen en el verso cinco, como si fueran la secuencia de una proyección cinematográfica. Tienes el ojo tierno de preñada; y ante el sabroso origen del suspiro donde la leche mana miera, miro tu cintura, de no parir, delgada. Ya el primer verso se alza mediante el logro eficaz de una sinestesia. La ternura corresponde no al ojo, sino a su estado de madre embarazada. Pero el adjetivo se desliza suavemente sobre el ojo de María. Miguel Hernández, observador profundo, sabe bien que los ojos transparentan la vida interior, y en ellos descubre el delicado estado de la Virgen. De forma harto chocante, el poeta no habla de ojos, sino en singular, y concretiza: ojo tierno. Se consigue de esta manera una concentración máxima de su persona en esa mirada única. Se desvela quizás –nos atrevemos a evocar– el misterio del ojo de Dios llorando por nosotros, aquel ojo omnipresente, aquella pupila central en el triángulo de la Santísima Trinidad, imagen que Miguel habría visto tantas veces estampada en la iconografía de libros religiosos y decorando muros de las iglesias. El poeta prefiere hablar, con el símbolo ocular, no de los ojos, sino del ojo. La canción 48 del Cancionero y romancero de ausencias lo recuerda: Llueve, como si llorara raudales un ojo inmenso, un ojo gris, desangrado, pisoteado en el cielo. María se resume en un inmenso ojo de ternura. Toda su figura queda impregnada, debido a su embarazo, de honda dulzura. La palabra «preñada», que acompaña a la expresión «ojo tierno», normalmente atribuida al léxico de la naturaleza animal, es ahora aplicada a María, sin desdoro de su dignidad, rescatándola de un alto ensimismamiento, y la muestra compañera y cercana a toda mujer de la tierra. Añade otro síntoma de su maternidad próxima mediante una perífrasis y una hipérbole. Su pecho, en atrevida pero no

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fría descripción de corte gongorino, es designado como el sabroso origen del suspiro. Constituye el pecho de María una fuente de leche y de miel (miera). La palabra «miera» es un cultismo: proviene del mundo vegetal y significa «trementina de pino» o «brea de enebro». Con ello María se erige en símbolo arquetípico de la tierra. Según la escritura bíblica, la tierra prometida durante mucho tiempo al pueblo de Israel, peregrino en las secas estepas del desierto, es designada como «tierra que mana leche y miel». Desde una concepción psicoanalítica, María es contemplada como ideal de madre, capaz de nutrir al hijo con una doble sustancia: con el alimento de la leche y la dulzura de la miel, imagen del cariño. La paronomasia es evidente entre las palabras concomitantes del verso siete «miera», «miro». Con el último vocablo, situado en encabalgamiento abrupto, el poeta se convierte en testigo presencial. Comprueba que la cintura de María, delgada de no parir, no delata novedad alguna: ¡el milagro de su virginidad es patente antes del parto, durante el parto y después del parto! 6.3. Primer terceto Trillo es tu pie de la serpiente lista, tu parva el mundo, el ángel tu simiente, Gloria del Greco y del cristal orgullo. Retornan las metáforas relacionadas con la vida del campo: Trillo es tu pie. El trillo, instrumento que corta y separa la paja del grano, es una metáfora o símbolo para indicar cómo aparta lo que es valioso del desecho. También, el verbo «trillar» significa dejar a alguien maltrecho (RAE), y con ello trae otra connotación en el poema. Se presenta ahora una imagen muy conocida del demonio, como serpiente lista. Ya en los relatos de los orígenes, la serpiente es descrita como la imagen proverbial del ardid y la astucia: «Era la serpiente el más astuto de todos los animales del campo que Dios había hecho» (Gn 3,1). Es el animal parlante de los mitos cananeos que tienta para el mal y representa la encarnación de toda hostilidad hacia Dios, a la

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que la unánime tradición bíblica ha designado como el diablo o la serpiente primitiva, tal como reconoce el último libro, el Apocalipsis (12,9). Se da aquí una rememoración de la Virgen, entrevista por exegetas, pintores y místicos como la mujer prometida del Génesis: aquella que con su pie iba a pisar la cabeza de la serpiente, mientras que ésta inútilmente intentaba atentar contra su talón. Aparece su figura en el protoevangelio o primera promesa de la salvación, justamente cuando se acaba de cometer la primera rebelión contra Dios. Tras el hecho consumado del pecado de origen de nuestros padres, Adán y Eva, Dios anuncia un futuro venturoso por medio de una mujer bendita: María en el misterio de su Inmaculada Concepción. Dijo, pues, Yahvé Dios a la mujer: ¿Por qué lo has hecho? Y contestó la mujer: La serpiente me sedujo, y comí. Entonces Dios dijo a la serpiente: Por haber hecho esto, maldita seas entre todas las bestias y entre todos los animales del campo. Sobre tu vientre caminarás, y polvo comerás todos los días de tu vida. Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar (Gn 3,13-15).

La lectura tradicional latina, la Vulgata, ha leído en femenino la expresión «él te pisará la cabeza». Ha interpretado de esta manera: ipsa conteret caput, a saber, «ella pisará la cabeza». Será María la vencedora del demonio. Esta imagen victoriosa de la Inmaculada está representada profusamente en nuestra iconografía religiosa: puede contemplarse a María pisoteando la cabeza de la serpiente, que, vencida y humillada, vomita la manzana de la discordia. Con la mención del ángel se alude a la simiente o semilla de salvación. Existen diversos referentes: puede ser el ángel Gabriel, el que anunció a María que iba a ser la madre de Dios (Lc 1,26), o el arcángel Miguel, el que iba a derrocar al diablo y a sus huestes, conforme a la visión apocalíptica de una lucha primordial entre el bien y el mal: «Entonces se entabló una batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles combatieron con el Dragón... Y fue arrojado del cielo el gran Dragón» (Ap 12,7-9). En el verso diez aparece el mundo extendido como una parva: tu parva el mundo. La parva es la mies desbrozada en la era: el universo se extiende a los pies de María, tal como

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puede observarse plásticamente en un cuadro de Murillo o en una imagen de Alonso Cano. El poeta revive el anuncio del ángel teniendo presente la Virgen Hermosa de Toledo, mediante la rebuscada forma del quiasmo: Gloria del Greco y del cristal orgullo. Se alude a la virginidad de María, según la formulación tradicional que Miguel Hernández podía leer en cualquier catecismo de la época. La virginidad de María es reflejada como rayo de sol por el cristal sin romperlo ni mancharlo. El logro poético de este terceto estriba en que consigue evocar el misterio de la corredención de María, su victoria sobre el mal, su Inmaculada Concepción, mediante un léxico natural, querido y conocido por él, propio del campo. 6.4. Segundo y último terceto Privilegió Judea con tu vista Dios, y eligió la brisa y el ambiente en que debía abrirse tu capullo. Un hipérbaton y un encabalgamiento inician este terceto, ubicado en un tiempo pasado. Dios eligió dar gloria a Israel con María. Decidió el medio temporal y espiritual para su concepción inmaculada, y el poeta lo relaciona con la bella imagen bucólica del inicio pleno de una nueva vida: Dios, y eligió la brisa y el ambiente en que debía abrirse tu capullo. Estos dos últimos versos resultan bellísimos. Todo el poema descansa sobre ellos. Es un gran acierto situar el sujeto protagonista, Dios, al inicio del verso, en posición enfática, pues es él mismo Dios quien realiza todo el milagro en María. Como una inclusión semítica –a saber, subrayando la importancia de un nombre que aparece al principio y al final- se destaca la intervención divina. Al comienzo, Dios la elige antes que otra cosa (Oh elegida por Dios antes que nada), y ahora, en la conclusión del poema, Dios privilegia a la tribu de Judá (la tribu de la que iba a nacer Jesús, el Mesías prometido: cf. Mt 1,3.16), pues elige la brisa y el ambiente. La palabra «elegida» queda recalcada al principio y al final. Consecuentemen-

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te, Dios mismo es reconocido como autor de tanta maravilla, al escoger a María. Sin llegar a nombrarlo de manera explícita, Jesús es evocado y traído al recuerdo del lector. Se le ha designado, por medio del arte de la sugerencia, como la flor más escogida de María. Toda la descripción de la belleza de María, pormenorizadamente contemplada en los doce versos anteriores, tiene una razón básica: ser carne para el capullo divino de la rosa, dar acogida y calor al misterio de Dios que iba a nacer dentro de su ser: Jesús. La singular hermosura de María consiste en que ella va a ser el ámbito o ambiente vital fecundado por la brisa. La palabra «brisa» –o viento o soplo– designa en la Biblia de manera muy frecuente la presencia creadora del Espíritu Santo, ya sea con la palabra hebrea ruah o con el vocablo griego pneuma: Dios crea al primer hombre insuflando en sus narices el soplo o viento de vida (Gn 3,7); con el espíritu o viento de Dios reviven los huesos secos del pueblo (Ez 37,1-11); Cristo resucitado da vida a sus discípulos atemorizados infundiéndoles aliento o soplo de vida (Jn 20,22). Y así obtenemos, en el terceto final, toda una rememoración de la Santísima Trinidad en clave poética. Explícitamente expresado el Padre como Dios que elige y actúa; Jesús, evocado como el capullo de una rosa; y el Espíritu, como brisa que hace posible el nacimiento de esta flor. Incluso el misterio de la Inmaculada Concepción aconteció –conforme a la explicación teológica del dogma católico– teniendo en cuenta que ella sería la Madre de Jesús, la Palabra de Dios, y la Santísima Trinidad la debió preparar convenientemente. María, la elegida por Dios, brinda íntegramente su persona y hermosura; se dona ella misma y del todo para que en su seno nazca la más bella criatura.

7. Conclusión En definitiva, es un hermoso soneto mariano, bastante olvidado por la crítica, que nosotros debemos rescatar de la amnesia colectiva.

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Es muy hernandiano este culto a lo material y a lo humilde. El hervidero de vida de la huerta oriolana –su paisaje, rico de colorido, las faenas del campo...– sacude poderosamente la sensibilidad del poeta y lo trasciende en un canto singular a María. El origen de la elección, la intacta virginidad, la belleza maternal, su dimensión como mujer combatiente y vencedora..., he aquí desplegada una densa secuencia del misterio de María, que aparece en toda su hermosura. Para María, Jesús nace como su más bello capullo. En su hijo Jesús, María se mira con orgullo de madre. Es Jesús el más hermoso de los hijos de los hombres (Sal 44,3) y el Hijo único de Dios, nuestro Salvador. En la belleza de María contemplamos el designio de amor de Dios, quien, como familia trinitaria, vuelca sobre ella todo el derroche de su gracia, haciéndola pura, transparente, y ella tiene que cumplir un destino de gloria: ser la madre virgen de Jesús. Este soneto puede ser rezado como una hermosa oración teológica y mariana.

Apéndice Aquí podíamos terminar, dar por concluido nuestro comentario y cerrar la página que estamos leyendo. Pero la vida de Miguel Hernández –que con tanta vehemencia se expandía y que se nos ha permitido contemplar hasta ahora– siguió adelante. Bueno es recorrerla, aun con acelerados pasos, hasta los últimos días del infausto poeta. Hay que reconocer que Miguel Hernández no continuó por los derroteros que hemos evocado. Vuelve a Madrid, y este segundo viaje marca un radical viraje en su poesía, en su cosmovisión y en sus planteamientos esenciales. El estrecho ambiente de Orihuela, de neocatolicismo refundado, le resultaba ya demasiado asfixiante; ahora se le abren otros horizontes dilatados. Significativa es su preocupación por las cuestiones sociales cuando entra en contacto con artistas y escritores, como Pablo Neruda y Vivente Aleixandre, muy distantes de la actitud conservadora de los círculos oriolanos.

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Se ubica en un nuevo mundo, antípoda del que se reunía en la tahona de C. Efrén Fellol bajo el liderazgo del célebre Ramón Sijé, guía y maestro que en vano se esfuerza por retenerlo, todavía, en su redil de antaño, al amparo de su ideario de neocatolicismo. Especialmente, Pablo Neruda tuvo una enorme influencia artística e ideológica en el joven poeta. La admiración de éste por el poeta chileno se traducía en una especie de culto incondicional. Las concepciones políticas y anticlericales le van alejando de su religiosidad juvenil21. Su sentimiento religioso se vio trastornado y experimentó una sacudida. Pero es preciso ser honestos en aras de la más escrupulosa objetividad: la transformación del poeta gira, sobre todo, en la forma22. Él fue fiel practicante de una religión honda, solidaria, humana y hermana. Concibió su existencia –como si de un nuevo y doloroso parto se tratase– en ofrenda para cantar al pueblo y darle vida con su canto. El postrer testimonio sobre Miguel Hernández ha sido relatado por Miguel Almarcha, quien le visitó por última vez unos días antes de morir. El poeta le confiesa: Nos pudo separar la política, pero no la religión ni las aficiones artísticas. No me engañó nunca Miguel, ni le hacía falta engañarme. Él lo sabía23.

Turbulentos avatares de guerra marcaron con su determinación violenta el sesgo de una vida y truncaron la esperanza de un poeta con mucha vida por delante. Los últimos acontecimientos fueron tristes para todos. Están ya escritos. Evitamos repetirlos24. 21 Puede verse la tremenda fuerza de tal influjo, en el apartado Bajo el signo de Pablo Neruda, del libro ya mencionado de J. Cano Ballesta, La poesía de Miguel Hernández..., 36-40. 22 Léanse las sugerentes observaciones en el erudito estudio de N. de la Carrera, El Dios de Miguel Hernández, Estella 1995, 247-289. 23 Exmo. e Iltmo. Sr D. Luis Almarcha Hernández, obispo de León, Notas sobre Miguel Hernández. Manuscrito autógrafo y firmado. Mayo de 1957. Testimonio recogido en J. Cano Ballesta, La poesía de Miguel Hernández..., 331. 24 Víctima de la injusticia, Miguel Hernández fue en los últimos años de su triste agonía –deambulando por infames sanatorios antituberculosos– una imagen doliente. Me atrevería a decir –lejos de mí pronunciar estas palabras al modo de una irreverencia– que se arrastraba como un crucificado tras la sombra del Calvario. Daba

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El poeta muere el día 28 de marzo de 1942, a las cinco y media de la mañana. Sus últimos versos se levantan como un limpio canto a la hermandad y al encuentro con la naturaleza, que tanto amó: ¡Adiós, hermanos, camaradas, amigos: despedidme del sol y de los trigos! Miguel Hernández está enterrado en el cementerio de Alicante. No hace mucho, he visitado su tumba. La única escritura que hay encima de la lápida dice así: «Miguel Hernández. Poeta». Nada más. ¿Era necesario cincelar más palabras en memoria de aquel que concibió su vida enteramente como poesía y no quiso ser sino poeta? Entré en el cementerio. Era al mediodía. El sol ardía luminoso. El cementerio de Alicante se asemeja a un inmenso y silencioso jardín. He caminado por las angostas calles habitadas. Crecen muchas flores y se ven en las pequeñas hornacinas las amarillas fotos de los difuntos. Me he detenido en la añorada tumba de Miguel. He rezado sobre sus huesos largamente. También, encima de los huesos de su esposa, Josefina, y de los de su hijo, Manuel. Los tres yacen en la misma sepultura, unidos por la muerte. He rezado con fe para que también sigan unidos felizmente en la nueva vida.

lo que tenía con una generosidad sin límites. Un compañero de celda, A. Ramón Cuenca, que convivió con Miguel una larga temporada, hace una emocionada memoria de su magnanimidad: su generosidad y su bondad llegaban a límites increíbles... Va esparciendo su corazón como una gavilla deshojada: Vientos del pueblo me llevan, / vientos del pueblo me arrastran, /me esparcen el corazón / y me aventan la garganta...

VIII Enlaza los sarmientos de mis brazos en tu misericordia (Leopoldo Panero)

Virgen que el sol más pura Todo es recuerdo en el amor, y el alma mira lejanamente lo que sueña y ve en suprema libertad el aire que acompaña a tu cuerpo y que lo eleva. A través del amor, Virgen María, que es como una memoria donde pesa lo vivido por todos los humanos, mi corazón contempla con un suelo de alondras a tus plantas el diminuto mar de Galilea... Tú que estás a mi lado por las noches, velando oscuramente mi pureza, y meciendo mi trigo jubiloso y lavando mi risa en agua fresca, vuelve hacia mí, Señora, un poco tu hermosura, y que la vea mi corazón silente a través del amor con vista trémula. Enlaza los sarmientos de mis brazos en tu misericordia, y mi tiniebla cubre con tu mirada, y tenme en tu regazo la cabeza. Todo es recuerdo en el amor, y ahora estoy como mirándote de veras, sonando mis palabras,

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y el humano dolor que vive en ellas como vive la luz entre los párpados, y siento que mi sangre se silencia al pronunciar tu nombre, y oigo rota mi voz bajo las venas. Tú que mueves el gozo de los pájaros en círculos de luz que me rodean de espacio y de alegría; tú que el agua del mar y las estrellas. Tú, Virgen, que las hojas, y el ruido de la nieve cuando nieva, y el peso de las nubes en el campo, y todo lo que flota y lo que vuela. Yo sé que te he mirado, y que aún en mis pupilas tu presencia, humanamente desvalida, vive, y que mi fe en tus ojos se recuerda. Yo sé que es imposible, yo sé que te he mirado en lo más cerca que tiene el corazón, y allí te he visto, allí como azucena, sólo aroma y penumbra, tallo solo que tiembla. Yo sé, oscuramente, cómo nace la voz, cómo secreta nace la voz, María, todo es recuerdo en el amor, y espera.

1. Introducción Personalmente he de confesar mi admiración por este poeta, que he leído con intensidad e incluso fervor desde mi adolescencia. Tengo que añadir que, para muchos, es una de las voces más puras y profundas de la poesía que se escribió en la España de la posguerra. Pero el contraste con la acogida que se le dispensa hoy es hiriente, injustamente cruel. Su voz ha desaparecido de la estima colectiva. Apenas se menciona en los libros de texto de literatura, o se le alude en algunas inevitables citas. El gran público no lo conoce; la crítica le considera un poeta de tono menor, un epígono. Leopoldo

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Panero es en la actualidad un desterrado del mundo poético español. Quizás haya contribuido a este olvido la deformada imagen que se nos ha difundido. Convertido por las circunstancia azarosas de la vida en máscara política de intereses partidistas durante el franquismo, fue considerado el poeta oficial del momento, incansable actor en todo acto poético realizado en aquellos años. Posteriormente fue descalificado, acusado de desamor y desmitificado hasta la denigración por su propia familia en las pantallas de cine, en la película El desencanto, basada en la novela autobiográfica Espejo de sombras, escrita por su mujer, y dirigida por Jaime Chávarri. El filme constituye una exhibición patética, «un segundo enterramiento», según expresión del poeta leonés César Aller1. Nosotros nos asomamos al poeta y dejamos a un lado el personaje social, tan debatido y denostado. Es escritor egregio, equipado con una palabra que nace de lo interior. Admiramos su poesía, de esmerada forma, de timbre sereno y claro, preocupada por la naturaleza, el paisaje, la familia y la dimensión religiosa del hombre. Aún más, su poesía está penetrada y embebida de un sentimiento sobrenatural, absorta en la contemplación de Dios.

2. Vida y obras Leopoldo Panero nace en Astorga (León) en 1909. He aquí los datos escuetos de su existencia: estudia Derecho en Madrid, Salamanca y Oviedo; literatura francesa e inglesa en Tours, Poitiers y Cambridge. Durante sus estudios, comienza a escribir poesía y colabora en muchas publicaciones de la época, formando parte de la revista Escorial. Fue director del Instituto de España en Londres (1945-1947) y secretario general del Museo de Arte Contemporáneo de Madrid. Dirigió la revista Correo Literario y fue miembro y más tarde director del Instituto de Cultura Hispánica. Afamado crítico de libros españoles en la revista Blanco y Negro y director editorial de Selecciones del Reader’s Digest. Murió en su finca de Castrillo de las Piedras (León) en 1962. 1

Diario de León (28-12-1978), 3.

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Ha publicado algunos libros fundamentales: La estancia vacía, Madrid 1944; Versos al Guadarrama, Madrid 1945; Escrito a cada instante, Madrid 1947; Canto personal. Carta perdida a Pablo Neruda 2, Madrid 1953; Poesía, Madrid 19321960. Ha habido diversas antologías de su poesía. Su vertiente religiosa se recapitula en su libro póstumo: Cumplido a cada instante, Madrid 1969. Su hijo J. L. Panero ordena y edita Obras completas, Madrid 1973. Otras obras selectivas son: Antología, Barcelona 1973; Por donde van las águilas, Granada 1994. Leopoldo Panero se inserta, con voz original, en la mejor tradición lírica española. Sabe buscar su propio camino poético. Contempla con mirada lúcida y penetrante el espectáculo, siempre sorprendente, del mundo y del amor. Refiriéndose a Leopoldo Panero, autor del presente poema, Dámaso Alonso lo califica con este juicio encomiable: Poeta auténtico y hondo, con una autenticidad entrañable y una hondura rezumante, como quizá no lo haya en toda la poesía española de los treinta últimos años3.

El mismo Panero describe las características de su obra poética: La poesía corresponde espiritualmente y cronológicamente a aquel momento de retorno a lo humano, de vuelta al sentimiento, de regreso a los temas líricos tradicionales y eternos: el amor, la muerte, la tierra y el paisaje de España4.

Leopoldo Panero huye tanto de la expresión cotidiana y vulgar como del barroquismo y el colorismo fáciles, y, mediante una expresión desnuda de efectismo metafórico, acierta casi siempre con el tono justo, con el vocablo necesario. 2 Se trata de un extensísimo poema (1.455 versos) que Panero escribe como respuesta al Canto general de Pablo Neruda, en donde el poeta chileno fustiga despiadadamente a poetas españoles, con especial virulencia a Dámaso Alonso y Gerardo Diego. Panero toma partido, contraataca con ideas del régimen y se erige en defensor a ultranza de la extrema derecha. El libro fue muy mal acogido. Aquí empezó su declive. De ser poeta considerado pasó a ser objeto de burlas. Nunca se le perdonó por parte de la crítica especializada haber escrito estos poemas. Lamentablemente, se le juzgó y condenó por un solo libro. Este vergonzante silencio perdura hasta nuestros días. 3

Poetas españoles contemporáneos, Madrid 1965, 316.

L. Panero, «Unas palabras sobre mi poesía»: Cuadernos Hispanoamericanos 187-188 (1965), 7. 4

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3. La presencia de Dios en su poesía Destaca en sus versos una honda espiritualidad, una pureza de nieve y una altura que revela la proximidad de Dios. El paisaje cantado se baña en el sentimiento trascendido por una luz sobrenatural. En efecto, nos topamos de bruces con la presencia de Dios, quien se convierte en tema recurrente y central en su poesía. Lo podemos destacar en seguida: Entre las palabras que con mayor abundancia aparecen en la obra de Leopoldo Panero, y que imprimen a su poesía ciertas notas dominantes, quizá la más frecuente de todas –por lo menos en las que señalan denominaciones personales– es la palabra «Dios». Su natural determinación en mayúscula le cede una importancia visual y hace más resaltante esa repetición que no cansa, sino que acompaña con una constancia de anhelo, hecha de busca y encuentro, para constituir definitivamente una presencia5.

Con la emisión de este dictamen, efectuado tras un análisis directo y concienzudo de su obra, J. M. Souviron destaca la importancia de Dios en su poesía. Cabe señalar también una originalidad lexicográfica: e poeta llama a Dios con frecuencia con una serie de vocablos sustitutivos de su nombre, sus portadores. Muy a menudo, emplea el pronombre personal escrito con mayúscula: Tú; también, el posesivo: Su. Frecuentes también son las designaciones habituales de Cristo, Jesucristo y Señor. El poeta busca incesantemente a Dios6, pero Dios aparece y desaparece entre borrosas intermitencias. Este sincero afán de encontrar a Dios y no conseguir hallarlo del todo hizo concluir –tal vez demasiado precipitadamente a Dámaso Alonso– que «esa búsqueda lleva aparejado el fracaso»7. El poeta se manifiesta como un incansable buscador de Dios. Sigue principalmente tres caminos. Sus versos nos guiarán en estas rutas. Es preciso dejar decir al poeta sus más her-

5 J. M. Souviron, «Acerca de Dios en la poesía de Leopoldo Panero»: Cuadernos Hispanoamericanos 187-188 (1965), 173. 6

Cf. P. Garrido, Dios en la poesía de Leopoldo Panero, Granada 2001.

7

Dámaso Alonso, Poetas españoles contemporáneos, Madrid 1965, 333.

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mosas palabras. Nosotros nos hemos limitado a recoger las espigas y a poner unos breves epígrafes orientadores, unos lazos para atarlas y convertirlas en apretadas gavillas. 3.1. Búsqueda de Dios dentro Para inventar a Dios, nuestra palabra busca, dentro del pecho, su propia semejanza y no la encuentra, como las olas de la mar tranquila... ... Su nombre dentro del pecho está. Tus hijos somos, aunque jamás sepamos decirte la palabra exacta y Tuya, que repite en el alma el dulce y fijo girar de las estrellas 8. Existe entre Dios y el poeta una afinidad, pues éste ha sido creado a imagen de Dios. Pero algo más profundo todavía lo enlaza con Dios: se siente hijo y, desde este sentimiento de filiación, ensaya la palabra justa para invocarlo. La vida y el afán del poeta creyente se consumen inquiriendo vocablos hasta llegar a decir su nombre exacto, que siempre será, a la postre, inefable. Su tarea poética de indagador y zahorí es comparable a la teología apophatica: de Dios no podemos afirmar, sino tan sólo decir lo que no es. Al final, el poeta logrará susurrar un balbuceo, con verso prestado de san Juan de la Cruz: un no sé qué que queda balbuciendo. El poeta se halla en estado de incesante búsqueda. Ha de adoptar como ademán permanente la imagen del águila o la lechuza, siempre con los ojos dilatados, nunca cansarse de mirar con la pupila de par en par abierta, esperando que algún día Dios mismo le revele su misterio: Estamos siempre solos, siempre en vela, esperando, Señor, a que nos abras los ojos para ver, mientras jugamos 9. 8

Escrito a cada instante..., 143.

9

«A mis hermanas», Escrito a cada instante..., 180.

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Mis ojos buscan la oscura certidumbre enamorada que vigila, sin párpados, el mundo 10. Como en una noche oscura, el poeta busca a Dios: Todo mi corazón, ascua de hombre, inútil sin Tu amor, sin Ti vacío, en la noche te busca, lo siento que te busca, como un ciego que extiende al caminar las manos llenas de anchura y alegría 11. En medio de una noche oscura, el poeta avanza. Pero conviene matizar el sentido de la expresión aplicada a la poesía de Panero: Sin embargo, la atmósfera no es la misma de la tradicional noche oscura del alma, porque no la considera como una pasajera purificación personal, sino como un aspecto permanente y general de la condición humana. El hombre tiende sus manos hacia adelante como un caminante ciego; la luz le rodea, pero él no puede verla. Sin embargo, de algún modo está seguro de su existencia y sigue adelante hacia una vida futura12.

Su existencia se asemeja a la de un redivivo Jacob. Se trata de la célebre escena bíblica (Gn 32,23-33) en donde el patriarca lucha con Dios, lo agarra y no lo suelta hasta que le diga su nombre13. Asimismo, el poeta se enzarza en un singular combate con Dios; quiere saber cómo se llama, quién es en definitiva: Dime quién eres y qué agua tan limpia tiembla en toda mi alma; dime quién soy también; por qué bajas hasta mí, que estoy tan necesitado, y por qué te separas sin decirme tu nombre, ahora que la noche es tan pura y que no hay nadie más que Tú. 10

La estancia vacía..., 60-61.

11

«Las manos ciegas», Escrito a cada instante..., 165.

12

E. Connolly, Leopoldo Panero: la poesía de la esperanza, Madrid 1969, 147.

Este misterioso relato ha sido interpretado como imagen del combate espiritual y de la eficacia de la oración hecha con perseverancia, entre otros santos padres y célebres escritores eclesiásticos, por san Jerónimo y Orígenes. 13

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...dime quién eres, ilumina quién eres, dime quién soy también, ...dime quién eres 14. 3.2. Búsqueda de Dios en las relaciones humanas No sólo en lo interior; el poeta también quiere encontrarlo en la red social que trenzan los hombres: el amor, la comunicación, la alegría, la muerte... En el tejido abigarrado y de todos los colores con el que hilamos la existencia. Consignamos su importancia con el soporte de los versos del autor: En mi amor Te hago mío cuando abrazo a un amigo al reír, a un hombre muerto, a un corazón que late. Te descubro a través de los hombres, en sus ojos, en su secreta palidez. Puedo verte en los labios reír, como un hermano; puedo escuchar Tu voz, sentirte en eco de humana soledad, sentirte en todo; saberte aquí y allí 15. O esta densa confesión de amor, comunión y reconocimiento: Te amo a través de otros seres que me hacen ser yo mismo en su amor 16. 3.3. Búsqueda de Dios en la naturaleza En la poesía de Panero, el paisaje respira religiosidad. Percibe a Dios en toda la creación, que es la obra de sus manos. El mundo es epifanía divina. Valgan estas breves muestras: 14

«Tú que andas sobre la nieve», Escrito a cada instante..., 155-156.

15

«Juntos», Versos al Guadarrama..., 103.

16

«Cántico», Escrito a cada instante..., 158.

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Respiras, vives derramado en el mundo 17. Todo lo puedo ver, amar, mirarte en las cosas a Ti 18. ¡Señor, Señor, que nos hablas con la luz y con el viento y con la noche estrellada! 19. Pueden espigarse aún más muestras, porque, tal como sentencia finalmente un profundo verso, Lo que Dios ha mirado sólo existe 20, los múltiples seres, el viento, las cumbres, los pinos (sobre todo, los mencionados pinos del Guadarrama, que el poeta tan profusamente ha cantado), la nieve..., existen porque Dios los ha tocado con su mano creadora; son su regalo y dádiva para el hombre. El mundo, como un inmenso cristal, es transparente; refleja nítidamente y sin manchas la presencia de Dios, el autor de la vida. Léase este último fragmento: ...y contemplamos la dádiva de Dios, el viento lúcido, la quietud en fragancia del sol, su azogue rubio. Dios nos puso dentro del corazón la tierra entera, el agua, el sol más puro, la clara orilla del amor primero, la sal de su presencia, de algo Suyo 21.

4. El poema a la Virgen de Leopoldo Panero Dentro de esta amplia cosmovisión religiosa-divina, el poeta se ha acercado al tema mariano. Es una hermosa excep-

17

La estancia vacía..., 74.

18

La estancia vacía..., 74.

19

«Joaquina Márquez», Versos al Guadarrama..., 118.

20

«Noche de San Silvestre, Escrito a cada instante..., 157.

21

«El arrojado del paraíso», Escrito a cada instante..., 224.

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ción, un singular ejemplo de profunda contemplación de María. Constituye, sin duda, un verdadero modelo de su alta calidad poética. El título está tomado del primer verso del poema A Nuestra Señora de Fray Luis de León, una plegaria a la Virgen compuesta en la cárcel. El vate agustino imita una poesía de Petrarca, de la que traduce algunos versos, pero que resulta ser infinitamente más bella, sentida y teológica22. Esta composición poética es la única mariana de cuya autenticidad no puede dudarse. Ella sola bastaría para dar fama inmortal a Fray Luis. Los mismos rasgos se pueden atribuir a Panero: es el único dedicado a la Virgen, y por este poema merece ser recordado y celebrado como poeta. La composición es un canto a María. De estructura encuadrada, se abre con un verso que, a modo de estribillo, se repite casi a la mitad del poema (verso 23) y lo cierra (verso 52). El poeta insiste: Todo es recuerdo en el amor. Leopoldo Panero, sin desoír los modelos áureos que seguían sus compañeros de generación, se acercó al tono y timbre de Antonio Machado, anticipándose a la eclosión poética que iba a producirse: el valor del recuerdo, el sentimiento humano tan entrañable, la íntima compenetración con el paisaje. Estas características son de estirpe machadiana. También lo es el verso, de noble andadura –la silva asonantada–, más condensador de emociones que fulgurante de metáforas. Incluso podría pensarse en alguna concomitancia de su quehacer con el de César Vallejo. Pese a la leve apoyatura de muy pocas imágenes, la innegable categoría del mensaje se mantiene siempre, gracias al hallazgo pleno de la adjetivación, al rigor y cuidado de la palabra, que nunca depone su dignidad y su prestigio de instrumento de arte. 22 «Es una de las más hermosas poesías a la Virgen en lengua castellana y tal vez del mundo entero» (A. Custodio Vega, Poesías de Fray Luis de León, Barcelona 1970, 70).

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4.1. Todo es recuerdo: en busca del tiempo perdido El autor, a través del recuerdo, busca recuperar el tiempo perdido. Sigue de esta manera el recurso de Marcel Proust o la moderna técnica cinematográfica del flash-back. Desea encontrarse con la Virgen, pero no se trata de la fría estrategia de un simple recuerdo, sino que es recuerdo en el amor. No es una memoria lejana de un pasado, sino un activo acordarse, que posee poder de hacer presente la persona recordada. El amor realiza el milagro de revivir. Qué bien cuadra el célebre verso, origen de tantos fecundos debates, dirigido a Dios: No puedo definirte sino amándote. Sólo el amor permite definir a María y franquear el acceso a su insondable misterio. A través del amor, que es la memoria nunca olvidada, en donde la vida se adensa hasta constituir un peso que nos cimienta y un fondo que nos nutre, el poeta contempla interiormente todos los recuerdos. Las vivencias rescatadas se nos presentan grávidas de serenidad y transparencia. Esta concepción poética de Panero se patentiza de manera meridiana en nuestro poema. No se producen desgarraduras ni violencias, aunque tenga la contrapartida de ser un largo poema. No existe monotonía, aunque sea extenso en la forma, sino la cálida cadencia de un lenguaje intimista, a manera de un dilatado susurro. El poeta presenta sus sueños y su amor mediante la coordinación y yuxtaposición de oraciones. Insiste en la anáfora: velando oscuramente mi pureza / y meciendo mi trigo jubiloso/ y lavando mi risa... La escritura progresa modelada en versos endecasílabos de rima asonante. Es una poesía poco brillante, cargada de emoción, tal vez por eso más intensa. La sobria belleza de sus imágenes no se disfraza de un atrevido barroquismo. Más que imágenes, son comparaciones de una delicada fuerza entrañable: te he visto, / allí como azucena,/ sólo aroma y penumbra,/ tallo solo que tiembla. De pasión contenida, Leopoldo Panero es un poeta de insólita mesura ante los graves tirones del corazón.

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El autor canta la belleza de María, de la que quiere ser partícipe; con amor y fe la recuerda, y en ella espera. Ese verso todo es recuerdo en el amor, repetido tres veces en el texto, y en lugares muy destacados, ha logrado una magia léxica, con una fuerte carga subjetiva. El poeta acude, en primera instancia o plano de contemplación, al diminuto mar de Galilea, y allí se recrea. Desde aquel lago ve a la Virgen surcando el aire, como una nube, materia límpida y gloriosa transparencia. Todo el poema se desenvuelve luego en una larga cadencia de áureos y aéreos requiebros hacia la Virgen del Céfiro y Señora del Rocío. El objeto amado ha sido forjado por el lirismo que lo canta. En este caso, la Virgen ya no es en el poema pura idea, sino que a través del recuerdo se ha hecho viva realidad. María se revela como una presencia a la que el poeta interpela y llama. Véanse estas repetidas invocaciones: Tú que estás a mi lado por las noches... Tú que mueves el gozo de los pájaros... Tú, Virgen, que las hojas... La memoria del autor ha sido el lugar de una actividad espiritual intensa, una especie de crisol donde la realidad toma cuerpo. El pasado se ha sometido y tornado actualidad vigente en un hermoso trabajo de recreación. 4.2. Tres corazones vibran al unísono Pero ese extenso recuerdo –la mayoría cuantitativa de los versos– tal vez podría dejar frío al lector de hoy no acostumbrado a tan fina y sutil cortesía. En medio de la composición, espacial y afectivamente el centro vital, se encuentran de manera admirable unidos –en compenetrada fusión de amor– el corazón del poema, del autor y, de manera señalada, latiendo, el corazón de la Virgen. El poeta ya no pide agua fresca para lavar su risa, ni tampoco suplica ver un poco la hermosura de la Señora; reclama sentirse hijo junto a su madre, verse luminosamente acogido, misericordiosamente abrazado. Así reza la súplica ardiente, que enciende todo el poema en las llamas de un corazón inflamado:

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Enlaza los sarmientos de mis brazos en tu misericordia, y mi tiniebla cubre con tu mirada, y tenme en tu regazo la cabeza. Puede establecerse una comparación que nos va a permitir esclarecer nuestro texto. La explicación que se dará vale de manera simultánea para el relato bíblico y para nuestro poema, pues ambos pasajes ofrecen un idéntico paradigma. Para un lector creyente y lector de la Biblia, resuenan las palabras del profeta Isaías al rememorar el amor de Dios comparado al amor de una madre: Decía Sión: «Me ha abandonado el Señor, mi dueño me ha olvidado». ¿Puede una madre olvidarse de su criatura, dejar de querer al hijo de su vientre? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré jamás (Is 49,14-16).

A fin de hacer desistir al pueblo de la idea de que su Dios le ha olvidado, recurre al paradigma primordial, al ejemplo más conmovedor que la naturaleza ofrece: la imagen de una madre arrebujada con su criatura. Presenta la viva estampa de una madre que amamanta al hijo, que está criando a su niño de pecho, a su «mamoncillo o rorro» –dice literalmente la palabra hebrea ‘ul–, a quien está sosteniendo entre sus brazos, brindándole alimento y cariño, leche y miel. En esos momentos íntimos de lactancia, ¿puede olvidarse esa madre del hijo de sus entrañas? No puede ser; resulta impensable e imposible. Tal olvido sería una ofensa contra la ley de la sangre, un atropello infligido al amor más tierno y fuerte que existe. Aunque tal degeneración pudiese ocurrir –lo que resulta de hecho increíble–, Dios no se olvidará jamás de su amor, que roza los extremos de lo más arrebatador que se haya escrito en las tablas del corazón humano: el amor de una madre por la criatura de sus entrañas, por quien no puede dejar ya de enternecerse y estremecerse. Como este pasaje de Isaías es cumbre en su libro y –puede afirmarse por extensión– de toda la revelación veterotestamentaria, asimismo estos versos de Leopoldo Panero constituyen el clímax poemático. Desde este centro se transfigura íntegramente el poema. María protege con toda su persona al creyente que la invoca.

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La Virgen está presente: toda ella se hace omnipresencia para el hijo. Esta íntima cercanía se resuelve en el poema por medio de los órganos de la Virgen madre, que vibran hasta la conmoción, tocados por la miseria del hijo: su misericordia (entrañas), su mirada (sus ojos) y su amor (su corazón).

5. Conclusión El poema es un largo recuerdo. Todo es recuerdo en el amor, nos ha dicho tres veces. ¿Qué es el recuerdo, sino pasar por el corazón? Por el corazón transita y en él se queda la memoria de los hechos, la vivencia de las personas. Dejan su huella. Y esa huella ya no se puede borrar. El poeta creyente ha dejado transitar por su corazón el recuerdo del amor de María. Y la Virgen Madre ha dejado reclinarse en su regazo, palpitante de ternura, al alma atribulada del poeta. Pocas veces hemos podido admirar, dentro de la extensa producción de la poesía mariana, la contenida intensidad de esta súplica filial, este íntimo anhelo de ser protegido en la propia desnudez y defendido por el amor envolvente de María. La Virgen se presenta como una gran misericordia y es capaz de cubrir con su mirada –como un luminoso sol o unos cálidos pañales– la tiniebla de un corazón de hijo, aterido por el frío. Se ofrece como un íntimo regazo en donde poder descansar y encontrar seguro refugio. Para un lector de la Biblia llegan como un eco cercano los versos del salmo 136, en donde se concentra la confianza del creyente en Dios. Pueden ser aplicados también a los brazos de María, la Virgen Madre: «Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros, no pretendo grandezas que superan mi capacidad, sino que acallo y modero mis deseos, como un niño en brazos de su madre». El recuerdo se depura hasta mostrar el fondo del alma del poema: abandono confiado en la Virgen-Madre, que el sol más pura, en esta cárcel oscura de la vida humana.

IX ¡Y Dios puso su mano en la corriente! (Luis Rosales)

De cuán graciosa y apacible era la belleza de la Virgen Nuestra Señora ¡Venid alba, venid! Ved el lucero de miel, casi morena, que trasmana un rubor silencioso de milgrana en copa de granado placentero, la frente como sal en el estero, la risa con repique de campana y el labio en que despunta la mañana como despunta el sol en el alero. ¡Llegad, alba, llegad! y el mundo sea heno que cobra resplandor y brío en su mirar de alondra trasparente, aurora donde el cielo se recrea, ¡aurora tú que fuiste como un río y Dios puso su mano en la corriente!

1. Introducción El autor de este célebre soneto nace en Granada en 1910 y muere en Madrid en 1993. Su nombre estará vinculado indefectiblemente, para bien o para mal –como él mismo reconoció con cierta frecuencia–, a los últimos acontecimientos

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trágicos de Federico García Lorca. Fue redactor y secretario de la revista Escorial y dirigió Cuadernos Hispanoamericanos y Estafeta Literaria. Premio Cervantes (1983) y miembro de la Real Academia Española. Se le considera componente activo de la promoción poética del 36. Luis Rosales irrumpe en el universo poético de su tiempo como la metáfora de una savia que creció en vid y maduró en fecundo racimo. Ha logrado conciliar a poetas desparramados (si no enfrentados), a tendencias diseminadas y a generaciones turbulentas. Respira el aire de su época de posguerra, pero conserva una visión transparente y poética del mundo. Formó parte del grupo de intelectuales católicos que publicaron sus trabajos en la revista Escorial, fundada en 1940 por Dionisio Ridruejo. Estos autores estaban muy influidos por Ortega y doctrinalmente vinculados a la actividad filosófica de Zubiri. Entre los más importantes podemos recordar: C. Conde, Gabriel Celaya, Leopoldo Panero, Luis Felipe Vivanco, José María Valverde, José Luis Cano. De él escribió Dámaso Alonso: «Luis Rosales está hecho de una prolongada, densa sucesión de retrasos, discusiones, ternura, teorías, ilusiones, ensayos, delicadezas, ceceos, un corazón como una casa, poemas, amigos, inteligencia inventora, tabaco negro y coñac»1.

Nos adentramos con brevedad en su vida y en su poesía. Hemos de proceder así necesariamente, porque las dos –existencia y obra– en Luis Rosales van de la mano y se interpretan esclareciéndose mutuamente2.

2. «Me gusta recordar que he nacido en Granada»3 Luis Rosales –precisemos ya con cabal exactitud– nace en Granada el 31 de mayo de 1910. Cinco días más tarde, es bautizado en la iglesia parroquial del Sagrario. Dámaso Alonso, en el Prólogo de su libro Rimas, Madrid 1951, 5. Libro decisivo para interpretar lúcidamente, hasta los límites que señala, la vida y obra del poeta: Mª del Carmen Díaz de Alda, La poesía de Luis Rosales (desde el inicio a «la casa encendida»): de la biografía a la poética, Madrid 1989. 3 Se trata de un verso de nuestro autor: Luis Rosales, «Un rostro en cada ola», Poesías reunidas II, Barcelona 1981, 258. 1 2

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Pueden ponerse unas fechas a los acontecimientos más decisivos del poeta. Esta tarea no es difícil. Lo original es compulsar esa vida vista y sentida por el mismo autor. Sorprendente resulta comprobar cómo el poeta ha logrado revivir toda su infancia y su adolescencia, muchos años después, con una inmediatez asombrosa, tal como si estuviera presente en el instante y lugar precisos. Luis Rosales ha reunido sus recuerdos, que giran en torno a las emociones de la niñez y al ámbito familiar: los hermanos, la casa, la plazuela y, muy especialmente, el mundo de su madre. Todo ello ha cristalizado en un hermosísimo libro, El contenido del corazón 4. El poeta ha recordado el Generalife, esa canción de cuna del agua de Granada, y la Alhambra, tapias con asomos de cielo, una ciudad de contrastes sorprendentes. Llama la atención que los dos grandes poetas granadinos del siglo XX, Lorca y Rosales, tuviesen la misma percepción de Granada, la ciudad de la buena muerte. La que es, según acertada expresión de Soto de Rojas, «paraíso cerrado para muchos y jardín abierto para pocos». Rosales la evoca con nostalgia: ciudad bella, triste, polvorienta y aburrida 5. En Granada bulle por entonces una inquietud de proyectos artísticos, en contraste con la habitual estampa ya proverbial de la indolencia y la dejadez6. En este ambiente literario crece Luis Rosales, ávido de sensaciones. Frecuenta las tertulias, especialmente el Rinconcillo, en donde destacaba el alma o duende de Federico García Lorca. Se aficiona a la lectura: fue un incansable lector de las novelas de Verne y los clásicos. Él mismo confiesa su pasión devoradora: La lectura para mí, más que un acto de obligación, de vocación de aprendizaje –como ha sido después que empecé a leer autores para estudiarlos– era un acto de puro placer7. 4 Madrid 1969. El autor hacer retornar la infancia perdida y aquel olvidado mundo de los olores y sabores, por medio de una sensualidad inusitada, típicamente granadina. 5 Para apreciar la misma percepción de ambos poetas, cf. J. Cruset, «Luis Rosales: en el silencioso refugio de los recuerdos»: Vanguardia Española (17-9-1968), 3. 6 Ha estudiado esta efervescencia cultural, de manera documentada y con todo detalle, A. Gallego Morell, «Gallo, Granada 1928», en Poesía 70 (1968), nº 0. 7 J. E. González, «Entrevista a Luis Rosales», Baleares (4-9-1983), 3.

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Luis Rosales está entregado a la literatura, vibra por ella, y esto resulta lo más trascendente a la hora de emprender nuevos derroteros. Su verdadera vocación se le impone como un deber sagrado Y para estudiar seriamente literatura, tiene que ir a Madrid. Es lo que hace con absoluta decisión. Resueltamente. Es drástico y radical (incluso rompe con su novia Carmen), como hicieron en su tiempo Lorca o Fernández Almagro, quien le animaba imperiosamente: «Tú tienes que venirte conmigo a Madrid; no se triunfa en provincias, se triunfa en Madrid »8. En 1932 marcha a Madrid a estudiar, y sólo volverá de forma esporádica a su ciudad. Ha vivido una especie de exilio. Le han separado de su tierra acontecimientos muy dolorosos, la muerte de amigos entrañables; entre otros, de J. Amigo y Federico García Lorca. Rosales se aleja físicamente de Granada, pero nunca puede sacársela del alma: la lleva en la sangre, está siempre detrás de sus versos. Granadino hasta en su forma de hablar, que el poeta no ha desvirtuado nunca. Arraigado siempre en su tierra, pero lamentablemente desarraigado por las dolorosas circunstancias. Como recuerda en un hermoso verso, donde dibuja sus señas de identidad: su nombre, su vocación y sus raíces: me llamo Luis / Rosales, soy poeta y he nacido en Granada 9. Granada ha dado a su poesía una serie de logros definitivos: la estética del diminutivo (tan típico de Fray Luis de Granada), el detalle de las cosas pequeñas o el preciosismo de la taracea, la sensualidad oriental –árabe–, la honda interioridad, la riqueza verbal y la exquisita precisión.

3. El poeta Luis Rosales en Madrid; en Granada, la tragedia En Madrid, Rosales estudia Filología Moderna a base de español. Abandona, por tanto, la carrera de Derecho, que había iniciado en Granada; quiere dedicarse de lleno a su vocación literaria e intenta poner serios fundamentos. Pero el Madrid literario le aparece más atrayente e influyente que el universitario. Entabla amistad con Neruda, se encuentra con 8 Luis Rosales, «Autobiografía literaria improvisada ante un magnetófono»: Anthropos 2 (1983), 22. 9

«La carta entera», Poesías reunidas II, Barcelona, 1983.

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Machado y Juan Ramón, recibe apoyo de Guillén y de Salinas... Es afortunado receptor de unas circunstancias irrepetibles y extraordinarias. También es víctima de su edad, 22 años. Sucumbe a la juventud bulliciosa. Tras un tiempo de vida alocada, llega el arrepentimiento. El poeta –nos interesa su dimensión poética–, sumido en una profunda crisis, redacta de un tirón un poema de conversión –acaso uno de los mejores que ha escrito–, Misericordia. Se produce un hecho que le marca decisivamente: la muerte de su amigo Federico. Ésta ha constituido la experiencia más dramática de su existencia. De ello ha dado elocuente testimonio: Para mí fue terrible, fue un tremendo encontronazo con la esquina de la vida. Desde que mataron a Federico mi vida cambió de dirección... pensar que pudiera morir una persona como Federico, cómo murió y por lo que murió... Eso no se puede olvidar... Yo he vivido cara a la vida hasta 1936, y a partir de entonces ya no he vivido, ya voy de cara a la muerte10.

La muerte de Federico dejó en Luis, de forma irreparable, un tono desengañado11. El poeta ha intentado sobrevivir, ha buscado el optimismo desde el desengaño. Así lo retrata un amigo suyo que también sufrió parejos envites y avatares: Si yo tuviera que definir en tres palabras el temple de Rosales, que es a un tiempo la clave de su poesía y de su persona, diría: resignación alegre y melancólica. Rosales es una de las personas más resignadas que conozco12.

4. Obra poética Publica sus primeros versos en la revista Los Cuatro Vientos, integrándose después en la revista Cruz y Raya, dirigida desde 1927 por José Bergamín. 10 J. Soler Serrano, en el programa de TVE A fondo, emitido el 23-10-1977 y publicado en TeleRadio, nº 45. 11 Expresión sombría marcada incluso en su aspecto físico. Cuantas veces pude verlo, bien sea personalmente en Granada o en sus apariciones en la televisión, ofrecía un semblante gris, un rostro apesadumbrado, irremediablemente triste. 12 J. Marías, «Al margen de “la casa encendida”»: Cuadernos Hispanoamericanos, 257-258 (1971), 425.

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Presentamos el elenco de sus obras principales. Preferimos fijarnos con detención en las que juzgamos importantes. Abril, Madrid 1935: libro capital, en el que se consagra el nuevo frente poético. Poemario de amor, inserto en una realidad existencial. Va desde la soledad a la trascendencia; la religiosidad empapa sus páginas. Enlaza con la poesía anterior por su búsqueda estética, pero no exclusivamente vanguardista. Corresponde al gusto por la poesía de Garcilaso y Herrera. En este libro confluyen muchas voces. Se notan la influencia de la generación del 27, la corriente garcilacista y la religiosa, los simbolistas franceses y, sobre todo, el influjo de los clásicos españoles. Con Abril empieza seriamente la labor poética de Rosales. Retablo sacro del Nacimiento del Señor, Madrid 1940: representa, junto con Misericordia, las dos expresiones máximas de la poesía religiosa del católico poeta. Pero el autor no ha seguido luego por estos derroteros. Los abandonó definitivamente. A nuestro pesar. El contenido del corazón, Madrid 1941: es una elegía de la infancia. Escrito como una palpitación y en altísima prosa. El poeta indaga sobre la muerte, el tiempo y, muy especialmente tratada hasta el estremecimiento, la relación con su madre, a la que evoca desde su muerte. La casa encendida, Madrid 1949: obra culminante. La composición más lograda de Rosales. Fue escrita con impetuosidad, durante una semana. Le nació incontenible. Libro total, definitivo. Alegre, pero lleno de tristezas. Acaba con un verso célebre, un acto de gratitud a Dios, porque por su voluntad provienen todas nuestras penas y alegrías: Gracia, Señor, la casa está encendida. He aquí, ya simplemente señaladas, las otras producciones: Las rimas, Madrid 1951; Segundo abril, Madrid 1972; Canciones, Madrid 1973; Diario de una resurrección, Madrid 1979; La carta entera, Madrid 1980; Un rostro en cada ola, Madrid 1982; Oigo el silencio universal del mundo, Madrid 1984. Sus últimos libros tienen un tono de desolación; hablan del hombre actual, enfrentado al absurdo y abocado a su creciente desamparo.

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5. El soneto: un mundo bien hecho por la gloria de María El soneto presenta la recreación del mundo gracias a la presencia de María. Este tema nos impone el tono del comentario, que será asimismo una recreación del poema, sin ajustarse, como en otros casos, a una estructura demasiado estricta. El logro estético del soneto consiste en referir todos sus elementos a la pura unidad integrada: la belleza de la Virgen. No hay que decir que el autor, aun confesando su admiración por lo barroco, se sitúa tras la huella de los clásicos renacentistas. Luis Rosales muestra las dotes de quien ha sido considerado un hacedor de imágenes; no en vano han sucedido la restauración gongorina y los planteamientos creacionistas y surrealistas dentro de la poesía española. Se trata de una poesía en palabras, que quiere conservar su procedencia cordial dentro de la calidad de las imágenes. Según la poética del propio Rosales, el poema lo constituyen cuatro elementos: materia, invención, forma y expresión. La materia del texto es esencialmente descriptiva. El poema nos descubre en efecto, y por su título, un texto eminentemente descriptivo: De cuán graciosa y apacible era la belleza de la Virgen Nuestra Señora. Está sacado de su libro Retablo sacro del Nacimiento del Señor. La invención es el estado de actividad imaginativa, creada en metáforas con frecuentes sinestesias: lucero de miel, rubor silencioso... La forma es una estrofa clásica de la poesía tradicional de nuestro Siglo de Oro; en este caso, un soneto perfecto. La expresión es el aliento que procede del alma del autor, la palabra inquieta e imprevista en la que el poeta se refleja. Así, este soneto se adentra en el misterio, se encarna en el milagro por la iluminación de la realidad a partir de María. Contempla la huella que ha dejado en el mundo su hermosura. Se trata de un universo transfigurado, convertido en imagen y semejanza de la singular gracia o belleza de la Virgen. Más que acudir directamente a la persona de María y dibujar

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con parsimonia sus rasgos, el poema contempla sus efectos, la irradiación de su presencia en el universo. Se insiste en el apremio, en la increpación que se hace a la aurora (anafóricamente potenciada, junto a su sinónimo el «alba») para que acuda a la cita. Cuatro imperativos lo ordenan: ¡Venid, alba, venid! ¡Llegad, alba, llegad! Tiene que asistir para ver la belleza de la Virgen, Nuestra Señora. No se trata de una mera contemplación realista, ni de regodeo en la belleza aparente. El soneto funde lirismo y narración, racionalidad e irracionalidad, emoción cordial y riqueza metafórica, ahondamiento existencial y libertad imaginativa. Desde la memoria brota la palabra entrañable, cálida y vivificadora. El texto incorpora a su equipaje las poéticas de Antonio Machado y César Vallejo: lo cotidiano (miel, granado, sal, risa, sol, alondra) trascendido va a sustentar el poema. Se percibe la enumeración imaginista, pero en seguida –como se ha recordado antes– la petición apasionada: Venid, alba, venid!... ¡Llegad, alba, llegad! Con ello se logra formar un claro paralelismo entre el inicio del primer cuarteto y el primer terceto. El poema se ha construido desde fuera como figuración verbal objetiva o como universo cerrado y suficiente en sí mismo. La realidad viviente en cada verso empieza a disputarle su puesto al puro universo poético, y cada verso va un poco más allá que el anterior. Su lenguaje se está creando y conserva la calidad de palabra dentro de la exigencia formal del soneto. El logro del poema consiste en ir descubriendo lo que el ojo habitual no ve. Un torrente de imágenes y metáforas –prácticamente, el poema es una larga metáfora– y muy abundantes sinestesias (miel casi morena, rubor silencioso) nos golpean con la pretensión de que nos asombremos ante la hermosura de María. Se hace una convocatoria jubilosa –a fin de festejar la belleza de María– a todos los sentidos, hábilmente distribuidos a lo largo de los versos. Podemos convenir en que los cinco sentidos cantan la singular hermosura de María. El despliegue ininterrumpido de sensaciones de todo tipo resulta palpable:

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– Visuales: como despunta el sol en el alero, en su mirar de alondra transparente. – Gustativas: lucero de miel, en copa de granado placentero, la frente como sal en el estero. – Táctiles: el labio en que despunta la mañana. – Auditivas: la risa con repique de campana. – Olorosas: heno que cobra resplandor y brío. Estas impresiones sensoriales –el poema es visto pictóricamente como un cuadro impresionista– contribuyen a crear un ámbito intacto e incólume, sin mancha alguna, un clima de plenitud y goce. Un éxtasis de gloria potenciado por los sentidos. La composición se ha puesto en movimiento, fluye. Esta sensación obtenida de vivacidad, mediante los recursos arriba insinuados, se adensa en un momento con el hallazgo feliz del último verso. El poema termina, tiene por fuerza que acabar, pues un soneto tiene sólo catorce versos. La magia de su expresión, en realidad, no finaliza, ya que poéticamente se trata de la visión de un río. Y el río no interrumpe su curso, dando rienda suelta a la libertad del lector. Es logro del poema haber aguardado hasta su terminación para poner el mejor vino, como un brindis que celebra tanta belleza. Tras una larga enumeración de imágenes (el mundo comparado al heno, la mirada de la alondra transparente...), al fin se acude al símil de la aurora, que tiene resonancias del Cantar de los cantares: «¿Quién es ésta que sube como aurora, bella como la luna, refulgente como el sol?» (6,10) y que la liturgia de la Iglesia ha aplicado de manera privilegiada a María. Adviene un momento crucial, emotivo, en el que las comparaciones ya no sirven. Resultan lejanas, remotas. El poema, de manera atrevida, identifica a la aurora con María: ¡aurora tú que fuiste como un río! Es la primera y la última vez en que el soneto se dirige a María, la interpela en un personal vocativo y le pone un nombre nuevo. Pero el poema no se detiene parsimoniosamente en dicha imagen. En seguida, naciendo en el mismo verso como de su venero o fuente, surge la imagen del río.

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También, sin descanso en el poema ni remanso en su fluencia, el soneto nos desvela su secreto. ¿Dónde está la razón de la belleza de Nuestra Señora?, ¿quién ha hecho de este río un caudal de agua resplandeciente como el cristal que riega la nueva Jerusalén (Ap 21,1) –imagen última del Apocalipsis y conclusiva de toda la Biblia–? El poema lo señala, al fin: Y Dios puso su mano en la corriente. Dios es el autor de tanta y tan singular belleza. El lector, entre sorprendido y arrobado, queda saboreando la imagen luminosa y atrayente, la apoteosis conclusiva de un Dios bueno y creador que se digna poner su mano, fecundando este río de vida y hermosura que es María.

6. Conclusión Con la lectura del soneto se está haciendo una oración, el rezo del avemaría de las criaturas redimidas por la belleza de María, que agradecen, cantando con su existencia transfigurada –no hay más noble copla que la misma vida llevada a su culminación–, el don de la hermosura recibida. Pocas veces en la literatura se ha dibujado con trazos tan simples y delicados la belleza de María, tocada por la mano de Dios, creándola de nuevo como a Eva, rescatándola de las aguas como a Venus. María es hecha así por la gracia de Dios. En María, la naturaleza humana, ya preciosa y previamente anunciada en el poema, alcanza su máxima perfección. Plenitud humana porque Dios se digna poner su mano en esta agua para beber de ella, porque tiene deseo y sed de una Madre. Cuando María se convierta en Madre (maternidad apenas insinuada, aunque sugerida), entonces sí que resplandecerá por doquier su legítima belleza y podrá verse reflejada limpiamente en el cristal del río. Pero este río se transfigura en corriente. No deja de correr, sin desmayo ni intermitencias, de repartir generosamente su bondad y su paz por dondequiera que fluya.

X Debió ser, de tan dulce, tu sonrisa, oh, Virgen santa, pura, inmaculada... (Rafael Morales)

Al gozo de Nuestra Señora cuando se supo madre de Dios Igual que la caricia, como el leve temblor del vientecillo en la enramada, como el brotar de un agua sosegada o el fundirse pausado de la nieve, debió ser, de tan dulce, tu sonrisa, oh, Virgen Santa, Pura, Inmaculada, al sentir en tu entraña la llegada del Niño Dios como una tibia brisa. Debió ser tu sonrisa tan gozosa, tan tierna y tan feliz como es el ala en el aire del alba perezosa, igual que el río que hacia el mar resbala, como el breve misterio de la rosa que, con su aroma, toda el alma exhala.

1. Una vida que es su obra: Rafael Morales Este soneto canta la indescriptible alegría de la Virgen en el primer momento de la Encarnación. Su autor es Rafael Morales, nacido en Talavera de la Reina (Toledo) en 1919, que está presente en el mundo literario

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por haber dirigido algunos años la revista Estafeta Literaria. Nos interesa conocer, aunque con brevedad, su obra y su poética, a fin de encuadrar mejor el soneto. Éstos son sus poemarios principales: Poemas del toro, Madrid 1943: en este libro rechaza el encasillamiento en el neoclasicimo y reclama para sí el mérito del retorno hacia lo humano. Con frecuencia, su reflexión se hace metáfora, al referirse al dolor del toro, correlato del mismo dolor humano, sometido a la acometida de su profunda soledad. El corazón y la tierra, Valladolid 1946; Canción sobre el asfalto, Madrid 1954, en donde canta la resignada tristeza de los objetos humildes. Consigue el Premio Nacional de Literatura por este libro. Antología y pequeña historia de mis versos, Madrid 1958; La máscara y los dientes, Madrid 1962; Poesías completas, Madrid 1967; La rueda y el viento, Madrid 1971; Prado de serpientes, Madrid 1982. La expresión feliz y el acento apasionado con notas de ternura y suavidad caracterizan la poética de este autor, que ha sido con acierto descrita como «la búsqueda de la belleza expresiva, que afecta al aspecto formal; la atracción de la realidad del mundo, que afecta a los temas; el amor, que afecta al contenido esencial, al sentido más profundo y universal de toda ella». A esto se añade una positiva «preocupación por la claridad y un espíritu de libertad individual ajeno a cualquier clase de esclavizador compromiso»1. Desde una posición que recuerda bastante a Antonio Machado, nuestro autor, Rafael Morales, enjuicia su obra como la búsqueda de una rehumanización lírica, pero sin menoscabo alguno para la belleza, expresada por medio de la palabra sencilla, henchida de sugestión. Si hubiese que acudir a algún título que defina su posición y su talante poéticos, el mismo autor nos sugiere un calificativo crítico englobador: neohumanismo cristiano. En la brevísima Poética, que precede a una antología de su versos, el autor declara: 1 V. García de la Concha (La poesía española de 1935 a 1975 I, Madrid 1992, 21) toma textualmente los principios rectores de su poética de las palabras preliminares de sus Poesías completas.

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La mayor parte de mi poesía, incluso la que canta cosas inanimadas, y sobre todo la que se centra en el tema de los animales o en el del hombre individualizado o en la sociedad, va henchida de un sentimiento amoroso que nace de mi fe religiosa tanto o más que de mi propia sensibilidad. Es una religiosidad implícita, pero no explícita, y, sin embargo, es en ella donde estriba en todo caso el que yo pueda ser considerado como poeta religioso, es decir, ligado y religado a Dios por mi palabra poética2.

Desde este planteamiento humano-religioso consideramos el poema que nos ofrece.

2. El soneto: la arquitectura del gozo de María El título Al gozo de Nuestra Señora cuando se supo madre de Dios nos brinda el motivo temático. María se alegra en respuesta al imperativo-invitación con el que el arcángel Gabriel la saluda: «Alégrate, llena de gracia» (Lc 1,29). Su alegría mesiánica alberga hondas razones que la justifican: va a ser la madre de Jesús. Las palabras del poema nos transmiten esta gracia o sonrisa de María ante el don de su maternidad. Como existe un inefable misterio en María, también asistimos a otro milagro: cómo los versos son capaces de sugerir, de transmitirnos, el gozo íntimo de María y permitirnos vibrar con sus sentimientos. La palabra del soneto es asimismo una palabra encarnada. Son versos escritos con indudable preciosismo de artesano, que constituyen todo un hallazgo. Existe simbiosis entre el poema y el misterio evocado. Se produce tal unión porque existe la llegada del Niño Dios al vientre purísimo de María, a su lugar natural, las entrañas vivas de su madre. Este momento crucial, que llena de gozo a María, se traslada al soneto y se convierte asimismo en el centro climático del poema. Se da una íntima compenetración entre ambos. Desde este centro, vamos en busca del eco que se produce en medio de las palabras o seres de la naturaleza, que asisten maravillados a tal prodigio. 2 Leopoldo de Luis, «Consideraciones sobre la poesía de Gerardo Diego»: Nueva Estafeta 15 (1986), 210.

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El soneto presenta una singular arquitectura, cuya clave de bóveda descansa en los versos 5 y 9, donde aparece de manera reiterada la palabra «sonrisa» con sus adjetivos «dulce» y «gozosa». El poema se apoya temáticamente en el gozo de María. La estructura del poema responde a este motivo gozoso. Los versos paralelos están utilizados con suma originalidad. Véanse las marcadas correspondencias: v. 1. Igual que una caricia, como leve v. 5. Debió ser, de tan dulce tu sonrisa v. 9. Debió ser tu sonrisa tan gozosa v. 12. Igual que el río que hacia el mar resbala Las imágenes enmarcan el objeto comparado y forman la estructura de un cuarteto a la inversa, en el que resalta la fuerza de la anáfora: Igual que una caricia = igual que el río Debió ser, de tan dulce... = debió ser tu sonrisa También se destaca un patente quiasmo. El grafismo de la X señala de forma cuádruple en los extremos de sus puntas a los dos adjetivos: tan dulce, tan gozosa, y al sustantivo «sonrisa»: tan dulce tu sonrisa, tu sonrisa tan gozosa.

3. La naturaleza se llena de adjetivos La naturaleza se presenta como un extendido adjetivo que acompaña y realza un nombre. Aquí no existe otro sustantivo sino el gozo de María. En nuestro soneto, la naturaleza toda, con su traspasada presencia, canta el regocijo de María. Ya señalaba Borges que ser literato consistía tan sólo en una cuestión: saber escribir el adjetivo adecuado. Azorín avisaba sobre su riesgo: el adjetivo puede matar o dar la vida a un texto. En nuestro caso, hemos de reconocer con justicia que el sabio uso del adjetivo consigue insuflar vida al soneto. Rafael Morales confía casi siempre al adjetivo la función definidora de la imagen visionaria o simbólica: leve temblor,

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agua sosegada, dulce sonrisa, tibia brisa, sonrisa gozosa, alba perezosa, breve misterio. Si repasamos cada uno de los adjetivos, por otra parte tan frecuentes en el soneto, caemos en la cuenta de cómo éstos logran evocar la magia de ese momento sereno. El viento no es viento fuerte o recio (como en Pentecostés), sino domesticado, diminutivo: un vientecillo. E incluso este vientecillo queda amainado por el adjetivo leve y el sustantivo temblor, con función apelativa. El agua no brota a borbotones impetuosos del manantial, sino que es sosegada. Tampoco la nieve cae de manera precipitada, en copiosos copos, sino que desciende lenta y su fundirse es pausado. Para la sonrisa de la Virgen ensaya un adjetivo que supone un reto añadido a la imaginación. No dice que sea dulce, sino «debió ser, de tan dulce, tu sonrisa». Y el lector queda prendado del altísimo grado de dulzura, allende toda humana comparación, que debió estrenar María. Escoge tres adjetivos que realzan su elección divina y su privilegiada virginidad. Se dirige a María en vocativo, con un tono festivo y exclamativo: oh, Virgen Santa, Pura, Inmaculada. Jesús llega como Niño Dios. La grandeza infinita divina se rebaja, se torna limitada y temporal. El mismo Dios se hace infante, un niño pequeño, a fin de poder nacer de María. Esta venida es comparada a una «brisa», que es tibia. De nuevo, el poema insiste en la sonrisa de María y elige cuidadosamente tres adjetivos con partícula admirativa. Su repetición incide en el gozo cada vez más pleno: «Debió ser tu sonrisa, tan gozosa, / tan tierna y feliz». Todo un verso y medio emplea para ensayar una comparación que nos haga entrever esa sonrisa: como el ala / en el aire del alba perezosa. Se alude por medio de la sugerencia de estos vocablos y el deslizamiento del calificativo (el alba nunca es en rigor perezosa, pero se le aplica en el verso) al canto de un pájaro, de un ave mañanera, en un alba que se prolonga y no quiere acabar; por eso es perezosa 3. 3 Serían, por otra parte, muchos los recursos a señalar. Pero mencionamos el uso de la aliteración de letras líquidas («en el aire del alba perezosa»), para producir en el lector la sensación de ligereza e ingravidez.

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Como se observa, el término adyacente es el que especifica la vivencia y constituye la imagen. En la multiplicación de este recurso se trasluce la mano del poeta conformando un mundo renovado y en paz. Reciente universo que, al unísono con el gozo de María, hace destellar los rayos de su armonía. Nos hallamos inmersos en la contención clasicista, muy lejos del exuberante utillaje romántico. La naturaleza íntegra también se siente coprotagonista y presta su silencio y admiración al milagro gozoso del Niño Dios que nace en María. Pero aún hay más valores implícitos en el soneto. Estas imágenes de tan extremada hermosura sugieren un estado de plenitud afectiva. Podemos traducir, guiados por su resonancia mágica e iconológica, cada una de las imágenes con sus correspondientes adjetivos (todas, menos una, pertenecientes a la naturaleza) del poema a un plano existencial, a fin de apreciar el logradísimo efecto de plenitud gozosa que en María se da y que en el lector también debe producir. caricia (dulce) vientecillo (suave) agua (sosegada) nieve (pausada) brisa (tibia) ala (feliz) río (deslizado) rosa (breve)

sugiere ” ” ” ” ” ” ”

amor afectividad paz pureza ternura libertad vida belleza

Estas asociaciones literarias expresan un estado de pletórica felicidad anunciada, que se apoya en elementos hermosos del campo semántico y –no sólo «semántico»– de la naturaleza. Tales resonancias, envueltas en los pliegues de una primorosa sonrisa, constituyen el eco de la naturaleza ante el primer misterio gozoso de María: la Encarnación del Hijo de Dios, o la primera invocación del ángelus: «El ángel del Señor anunció a María y concibió por obra y gracia del Espíritu Santo».

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4. Conclusión El soneto de Rafael Morales no se revela frío ni decorativo, sino cálido y humano, recorrido por una honda emoción4. La configuración del poema recalca ese momento único, irrepetible en la historia de la humanidad, que desde entonces ha empezado a ser verdaderamente historia de salvación: la presencia en María del mismo Dios. La Encarnación está contemplada como un descenso de Dios a las entrañas de María. De manera magistral, el poema apoya incluso gráficamente esta condescendencia o bajada; los versos siete y ocho ofrecen esta llegada mediante el recurso del encabalgamiento: al sentir en tu entraña la llegada / del Niño Dios como una tibia brisa. El contenido poético y su forma son hechura tan trabajada que sólo un matiz de emoción lírica muy personal puede llevarnos al delicioso engaño que llamamos «novedad». Su voz se sintoniza con el tema; a su arquitectura de planos intensivos corresponden un vocabulario y una retórica plenos y sencillos. No desdeña Rafael Morales el primor verbal o el giro levemente artificioso, aunque está lejos de los delirios conceptistas y culteranos. Ni tiene nada que ver con posiciones surrealistas. Ya confesó nuestro poeta que, para él, el sentimiento era más atrayente que el nuevo esteticismo de corte neorrenacentista, pero buscando una rehumanización lírica, sin menoscabo de la belleza. Como fácilmente se observa, el texto pertenece al neorromanticismo, que unas veces con voz apasionada y ardiente se incendia, y otras con susurro quedo se remansa, tipo Pastor Díaz o G. Gómez de Avellaneda. En nuestro poema, claramente se aquieta y dulcifica. Este singular soneto ha conseguido acumular en sus catorce versos emoción, gozo y ternura. Ha creado la atmósfera de ese momento trascendental, único para una madre, en el

4 Con razón, A. Gallego Morel (Poesía española de posguera, Madrid 1972, 78) afirma: «En Garcilaso como en Escorial irrumpe una nueva primavera del soneto. Rafael Morales, en el primer número, ofrece su homenaje a la más fina arquitectura poética del Renacimiento».

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que, sin aviso, sin que nadie ni nada previamente lo señalase, siente ya, con la certidumbre del instinto, con el alborozo de la sangre que le riega las entrañas, que va a ser en verdad madre. Entonces entorna los ojos radiantes y se recoge en su vientre estremecido. Se inclina sobre la breve semilla o criatura, tan frágil, pero ya viva. Le reconoce. Dentro de ella se proclama la buena noticia. En María empieza el anuncio del Evangelio de la vida. El Evangelio, que no es otro sino Jesús, corre alborozado por sus venas inflamadas por la nueva sangre humana y divina que las está regando y alborotando. María adora el misterio de la nueva vida que a ella le ha sido dada para entregarla al mundo. Poema delicado, íntimo, sin ruidos que distraigan la eternidad de ese instante en que María supo que ya era la Madre de Dios. Resulta válido también para toda madre, que puede degustarlo con la memoria vuelta al pasado de gloria cuando a ella le llegó el momento singular de ser madre fecunda. Y para toda madre anunciada, para que pueda adelantar las mieles de su sabrosa maternidad. Oración-poema para ser leída por cualquier lector, con ademán de hijo, y apreciarla en el silencio y en el recuerdo agradecido hacia aquella que tomó conciencia por vez primera de que era nuestra madre y nosotros sus hijos. Poema precioso, inolvidable, en fin y sobre todo, para María, madre de Jesús y también madre nuestra.

XI ¡Y ruega, gritando, Madre! (Pedro Casaldáliga)

Romance guadalupano Señora de Guadalupe, patrona de estas Américas: por todos los indiecitos que viven muriendo, ruega. ¡Y ruega, gritando, madre! La sangre que se subleva es la sangre de tu Hijo, derramada en esta tierra a cañazos de injusticia en la cruz de la miseria. ¡Ya basta de procesiones mientras se caen las piernas! Mientras nos falten pinochas ¡te sobran todas las velas! Ponte la mano en la cara, carne de india morena: ¡la tienes llena de esputos, de mocos y de vergüenza! ¡La justicia y el amor: ni la paz ni la violencia! Señora de Guadalupe: por aquellas rosas nuevas, por esas armas quemadas,

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por los muertos a la espera, por tantos vivos muriendo, ¡salva a tu América!

1. Introducción Formulo honestamente, ya al inicio, una declaración de intenciones. He de reconocer que la extensión de este comentario sobrepasa con mucho a los restantes. No existe ningún motivo de oportunidad; no debería pensar el lector que estoy interesado, pues comento los versos de un querido hermano de la congregación claretiana. Este poema –debido a las hondas consecuencias que de él se desprenden– reviste una extraordinaria singularidad, muestra una vertiente digna de ser estudiada con esmero y recalcada con ahínco: la fuerza profética de la poesía mariana. ¡Lleva tanto tiempo arrinconada, postrada, desmayada en ayes hueros y malograda! Es hora ya de que se alce y grite el Evangelio de Jesús, con los labios de María, ante el dolor del mundo. También he tratado de hacer una síntesis en la obra poética y la vida de Pedro Casaldáliga. En su biografía se revela cómo la poesía es energía que se abre paso irremediablemente; no anula ningún carisma, sino que es capaz de acercar el evangelio a nuestra humanidad: es la suya decididamente una poesía al servicio del Evangelio. He espigado aquí y allí, en multitud de revistas y artículos, a fin de ofrecer un conjunto orgánico. Esta biografía es la historia de una existencia volcada en el evangelio de la poesía. Está viva, sostenida y potenciada por las personas que convivieron con nuestro poeta y nos ofrecen su testimonio directo. Y se encuentra palpitante, porque de manera privilegiada es interpretada con las mismas palabras y versos de nuestro poeta. El texto que comentaremos, Romance guadalupano, es obra del obispo claretiano Pedro Casaldáliga y se encuentra en el libro Llena de Dios y tan nuestra 1. Lo hemos escogido porque representa un latido veraz de su arraigada vivencia 1

Madrid 1991, 70.

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mariana; constituye una muestra ejemplar de su quehacer poético y misión evangelizadora. Se eleva como un auténtico botón de rosa, no flor aséptica de jardín sellado, sino rosa silvestre crecida en la inmensa selva o bosque del Mato Grosso –en donde actualmente vive el pastor y poeta Pedro Casaldáliga–, pues eso significa el nombre de la inmensa región brasileña del Mato Grosso, «bosque grande» y, también –desde la situación de injusticia que padece–, bosque arrasado y maltratado.

2. Pedro Casaldáliga o el evangelio de la poesía Pedro Casaldáliga promulgó su confesión de poeta cuando su nombre fue inscrito en la galería de los poetas del Mato Grosso, siendo obispo de Sâo Felix de Araguaia, en Brasil2. De tal confesión entresacamos –subrayándolas por la certidumbre de su revelación, pues nos adentran en la humanidad del poeta– las siguientes afirmaciones: Los grandes poetas castellanos, clásicos y modernos, desde san Juan de la Cruz y Lope de Vega hasta Machado y Lorca, y los poetas catalanes, como Verdaguer y Maragall, cantados, incluso, influenciaron mi estilo... Mi práctica poética es «sobre la marcha»: viviendo, tocado por un momento fuerte, emocionado por un encuentro, a partir de una lectura, evocando, soñando el mañana, orando. Como cristiano, como sacerdote, la poesía es para mí evangelización. Canto la Palabra de Dios, el Verbo hecho carne e historia humanas, Buena Nueva para los pobres, predicación eficaz de liberación. ¡Ay de mí si hiciera poesía no evangélica, no evangelizadora!... Tengo conciencia de ser un «servidor de la Palabra»... Uno, contra toda esperanza y a pesar de la realidad fatal, sigue emocionándose hacia la utopía...

Aquí se encuentra recogido su ideario, el sesgo inconfundible de su tarea poética. Si toda poesía es un arma cargada de futuro (Gabriel Celaya), la poesía de Pedro Casaldáliga es un arma llena de sentido evangelizador, en el más genuino sentido de la palabra y de su etimología: una buena noticia, 2 Esta confesión se encuentra en la antología poética de Pedro Casaldáliga que ha publicado la Fundación Cultural de Mato Grosso, Aguas do tempo (1989), 17.

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que promulga una definitiva salvación para todos y delata una injusticia que oprime el ansia de libertad. Pero –necesario es apresurarse para purificar su noble misión– no está su poesía ataviada de un barroco devocionismo, ni montada sobre un andamio publicitario, al modo de una arenga eclesiástica; no vehicula una vana predicación ni un pío sermón. Sus compañeros y amigos de siempre –asombrados testigos de su vida– lo han visto poeta, esencialmente poeta, por encima de otra consideración; no hay en él una dislocación o un vivir escindido, a manera de esquizofrenia, sino que la poesía le impregna, como linfa vital, y se le desborda en su palabra y acción apostólicas. Merece la pena espigar algunos testimonios, aunque breves3. Tales muestras están recogidas del excelente libro de T. Cabestrero, compañero en sus tareas evangelizadoras, amigo y hermano, escritor y también poeta, quien realiza una aproximación a su obra a través de la biografía de Pedro Casaldáliga: Daba cauce a la espiritualidad en la poesía; a través de la poesía vibraba espiritualmente (Miguel Molina). Pedro Casaldáliga como hombre es un poeta y, como creyente, un contemplativo; transfigura las cosas; utiliza el lenguaje de forma que las palabras significan su propia creación, más aún que el significado de ellas (Fernando Sebastián). Su palabra vital, hecha poesía y fe, juega un papel decisivo en la vida de Pedro Casaldáliga (Carlos Mª Ariz).

José María Valverde afirma que existe una plena identificación, una ósmosis entre su fe y sus versos, su vida se derrama en poesía: En términos kierkegaardianos diríamos que Casaldáliga escribe en «indicativo», mientras los demás solemos escribir en «subjuntivo» o «en condicional»: quisiéramos o querríamos que algo fuera o fuese, cuando en él «es» y lo respalda con todo su vivir. Por eso, su poesía es vivencial y testificante, expresión transparente de una vida por entero entregada a lo que dice. 3 Sueño de Galilea. Confesiones eclesiales de Pedro Casaldáliga, Madrid 1992, 111-113. Para no abrumar al lector con un hartazgo de notas repetitivas, se advierte que la cita en cuestión está extraída de este libro, verdadero arsenal de datos y de testimonios, del que nos hemos servido profusamente.

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Y añade Valverde que en los poemas lo más importante es «la rarísima calidad que puede dar a una expresión poética; la entrega absoluta de la fe y al amor divino es también amor al prójimo, incluso en su sufrimiento colectivo y en su rebeldía contra la tradicional opresión social y económica»4. Su poesía ha sido relacionada con la de Miguel de Unamuno y de Maiakovski5. Pedro Casaldáliga conecta su poesía con su experiencia espiritual, con el don a él confiado de su ministerio pastoral. No resulta extraña mezcla aleatoria, sino comunión que se muestra fecunda. El poeta debe transmitir un lenguaje original, tiene que dar a luz con la palabra, alumbrar regiones escondidas y vedadas al frío concepto, al simple dato lógico y racional. ¿Por qué fueron poetas Amós, Isaías, Jeremías? ¿Por qué fue poeta Jesús, Efrén el Sirio, san Juan de la Cruz...? El sacerdote, dispensador del misterio de Dios por su ministerio, está cerca de la poesía, tocándola con sus manos, pronunciándola con sus labios, merced al don divino de la Palabra6. El mismo autor se confiesa: ...¿Por qué sembraré versos delante de este mundo? Obispo, como un niño, sin embargo. Poeta, como un hombre simplemente. Siempre un poco en sola compañía. Siempre un poco extranjero en todas partes7.

En su palabra poética se funde y se torna carne la Palabra de Dios que proclama. Su voz se erige en eco fiel de la voz de Dios que le habla por dentro. Y él ya no puede separar lo que Dios ha unido venturosamente en él. Se reivindica con todo derecho, para calibrar en su justa medida la obra de Casaldáliga, no el título de poesía piadosa o pía, de ninguna manera academicista, sino el epígrafe de teología poética; se erige como un universo comunicativo lleno de símbolos y profundas vivencias, que son rayos luminosos 4

José María Valverde, en el prólogo a El tiempo y la espera, Santander 1986, 7.

5

Cf. C. Forner, Encara avui respiro en catalá, Barcelona 1987, 7.

6

Cf. K. Rahner, Sacerdote y poeta. Escritos de teología III, Madrid 1961, 331-354.

7

El tiempo y la espera, Santander 1986, 42.

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para un pueblo oprimido y a oscuras: poesía profética –podríamos muy bien rotular– «que, aunque para algunos es piedra de escándalo, para los pobres se convierte en clara luz, sencilla y liberadora»8. Ciertamente Casaldáliga no es, ni pretende ser, un teólogo profesional, ni éste es su carisma. Pero su poesía es realmente profética. Su visión de la tierra-sin-males es un anuncio no sólo del presente, sino del futuro escatológico de Dios, es una buena nueva anunciada poéticamente. El sufrimiento del pueblo es sufrimiento del profeta, quien como el Siervo de Yahvé carga con la pasión del pueblo, sufre con él, y adivina, misteriosamente, al Siervo Jesús, quien con su cruz quita el pecado del mundo. La esperanza es el anuncio profético de consolación y de una tierra nueva, sin fronteras ni cercas, en los momentos en que el pueblo sufre destierro y cautiverio... Casaldáliga sintetiza las funciones de profeta y vidente en medio de la noche con su palabra de fuego y con sus versos duros y transparentes9.

Su poesía es ante todo –nos importa mucho recalcar su condición sustancial– «poesía verdadera y legítima», un canto emocionado, bellamente expresado, que conmueve y nos hace estremecer. Bebe en la fuente fecunda de los clásicos, se ha henchido de muchas aguas hasta configurar un río original, que suena con notas propias, que alberga dentro las reliquias de todas las tierras que ha horadado con su rompiente cauce y que porta las coloraciones de todas las orillas que ha tocado o abrazado.

3. Biografía del poeta o el itinerario de vida y poesía Vamos a seguir ahora el curso de este río, a navegar río arriba; estamos prestos a remontarnos a sus orígenes y descubrir por dónde ha venido discurriendo el caudal de su vida. Afortunadamente, en esta labor indagatoria no nos aventuramos solos, sino acompañados. Podremos conocer los testimonios oportunos de quienes le conocieron –ya lo hemos hecho

8 Cf. dos excelentes artículos de Víctor Codina, «La teología poética de Pedro Casaldáliga»: Revista Latinoamericana de Teología 4 (1987) 265-289; 5 (1988) 45-65, en donde analiza con rara clarividencia la obra poética de Pedro Casaldáliga. 9 Víctor Codina, «La teología poética de Pedro Casaldáliga»: Revista Latinoamericana de Teología 4 (1987), 286.

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en parte– y con él convivieron un tiempo y un espacio marcados por la amistad. Así, el perfil trazado será más fidedigno y completo. Pedro Casaldáliga es misionero claretiano, nacido el 16 de febrero de 1928 en Balsareny, un pueblo de Cataluña a orillas del Llobregat. No lejos de la industriosa Manresa y a dos pasos de Sallent, villa natal del fundador de los misioneros claretianos, san Antonio Mª Claret. Entra en el seminario de Vic a la tierna edad de once años y sólo un año más tarde decide ingresar con los misioneros claretianos. Escribe a la familia dando a conocer este alegre anuncio: «Grande noticia tengo que deciros, y es que quiero ser misionero del Corazón de María, ya lo he pensado y pedido en la sagrada comunión y veo que es la voluntad de Dios»10. Él mismo ha comentado que se trataba de dar un paso adelante casi natural, espontáneo: «De seminarista diocesano a seminarista misionero, el paso me resultó normal. En Vic visitamos más de una vez el sepulcro de san Antonio María Claret. Y ahí se fraguó mi vocación de misionero hijo del Corazón de María».

Pareja a su vocación misionera marcha su vocación por la poesía. Ya garabatea sus primeros versos. Un día, con sólo trece años, al volver de vacaciones, declara en casa, irradiante de júbilo, como un presagio, con la certidumbre prematura de un elegido que se siente llamado imperiosamente para ocupar un destino: «Yo seré poeta». Puede afirmarse que las dos ilusiones nacieron juntas, crecieron de la mano, y ambas realidades caminarán fundidas durante toda su existencia. Ser misionero y ser poeta: he aquí los dos lados gemelos de una misma moneda, las dos caras de una única persona, de una vocación que fue llamada precoz y respuesta perserverante, que perdura hasta hoy. Más tarde pasa tres años fuera de Cataluña, en Alagón y Barbastro. Casaldáliga se muestra alegre y serio. Se destaca en él una espiritualidad muy mariana; le encantan las visitas a los santuarios consagrados a la Virgen Madre: al Pueyo, al Carro10

T. Cabestrero, El sueño de Galilea..., 76.

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dilla, a la Candelaria. En Barbastro queda fuertemente impresionado por el reciente testimonio de sus hermanos mártires, cuya sangre, derramada tan heroicamente y tan temprano, aún estaba caliente. Él lo ha dejado escrito como un recuerdo imborrable: Actas martiriales de lujo, como el propio martirio de esos hermanos nuestros en las tierras y calles y locales inolvidables de Barbastro, lugares de mis vivencias barbastrenses... Cuántos recuerdos y qué larga gratitud le arrancan a uno esas páginas martiriales. Tengo la estampa de los mártires de Barbastro y su reliquia, junto a los mártires latinoamericanos que me acompañan ahora tan de cerca: Romero, Angelelli, Joâo Bosco, Rodolfo...

Con 17 años hace el noviciado en Vic, junto al sepulcro del fundador. Estudia luego en Solsona filosofía y en Valls teología. Una anécdota contada por un compañero suyo, Alfredo Mª Pérez, revela su talante y su relación, casi inevitable y comprometida, con la poesía: Yo vi a Casaldáliga haciendo un poema para un personaje que iba a llegar: ¿Qué hace, señor Casaldáliga. A lo que éste respondió: Estoy cumpliendo mi vocación.

Fernando Sebastián, actual arzobispo de Pamplona, lo retrata así: En filosofía lo recuerdo muy piadoso y muy mortificado, austero. En teología, su gran sensibilidad artística. Siempre, la piedad mariana.

Otro compañero, poeta también, esboza esta semblanza: Pedro Casaldáliga era un hombre contagioso que nos dio una consigna, una clave: el optimismo sobrenatural operante... Él era un poeta. Yo hacía poesía; él hacía poesía y era el poeta. Pero sigue siendo lo que era. Él es una llama que se parece a la zarza inconsumible.

El mismo Casaldáliga recuerda aquellas fechas, marcadas por la intensidad de su escribir titánico, las vicisitudes por donde pasó su vocación poética, su victoria sobre las tentaciones que intentaban apartarle del verso, y su decisión ligada ya y ganada por fin a la causa de la poesía para siempre. Dios le llamaba con insistente voz a la poesía. La sentía vibrar

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en su sangre, poderosa como un instinto ¿Quién iba a hacerle desistir de esta vocación y de esta misión? Realmente, ya escribía mucho; en todas las revistejas internas y haciendo pinitos incluso para revistas impresas. La poesía fue un primer amor, un amor prematuro, un definitivo amor. Por las restricciones con que la encaraban algunos formadores y por mis propios escrúpulos mal superados, pensé renunciar a ella, en un abrupto celibato existencial. Ni Dios, que es poesía, ni yo, que sigo siendo yo, lo permitimos, y acabaré siendo poeta siempre. Posiblemente desde siempre, escribir ha sido para mí una necesidad vital. Soy palabra.

Fue ordenado sacerdote en 1952, durante un tórrido verano. No ha olvidado que celebró su primera misa, «nerviosamente feliz», en el camarín del Santuario del Corazón de María de Barcelona, «bajo las llamas de Pentecostés y del verano». Vive luego en varias comunidades claretianas. Un año de pastoral en Baltar (Galicia); después en Sabadell, durante seis años, donde es profesor y colabora en la dirección espiritual y el apostolado. Una frase suya resume su aspiración: «Ser Iglesia era hacer todos los apostolados, y el alma de todo apostolado era la oración». Un antiguo compañero suyo, J. Forns, comenta: «Siempre fue muy mariano. Lo más duro y lo más injusto que le podían decir a Casaldáliga es que no era amante de la Virgen». Es nombrado prefecto de postulantes en Barbastro, y sabe infundir en aquellos jóvenes seminaristas su amor al martirio, el sentido de familia, el amor por la Iglesia, por el inmaculado Corazón de María. En 1963 es destinado a Madrid, para dirigir la centenaria revista El Iris de Paz. Pedro la renueva profundamente, la abre a tres urgentes dimensiones: la actualidad de la Iglesia, la presencia de la Virgen y la vida de los hombres. Trabaja intensamente: por la mañana se dedica a la revista; por las tardes se vuelca en el apostolado, los cursillos, la dirección espiritual...

4. Poeta misionero en un «mundo sin retorno» Durante el capítulo general de la congregación claretiana celebrado en 1967, donde asiste como capitular, él mismo se ofrece para ir a las misiones. Es destinado por los superiores

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y marcha al año siguiente a la inmensa región de Sâo Félix do Araguaia, en Mato Grosso (Brasil). Pedro Casaldáliga llega –tal como él escribió sentenciosamente– «a un mundo sin retorno»: Los primeros pasos fueron lanzarnos a la inmensa geografía de los 150 mil kilómetros cuadrados en visitas de exploración misionera. No había comunidades. El pueblo era un conglomerado de procedencias, aunque todos a la búsqueda de una tierra de «sosiego». Desde aquel primer momento, la «tierra» nos entró en el alma. Y la tierra iba a ser, juntamente con el cielo, nuestra absorbente programación pastoral. Falta de escuela, falta de atención sanitaria, falta de carreteras y de todos los medios de comunicación, falta absoluta de organización social. La «ley del revólver 38» como ley suprema.

En esta tierra calcinada, de permanente lucha entre los grandes potentados, los facendeiros, y los pobres campesinos que defienden su tierra, la multisecular herencia de sus antepasados, Pedro Casaldáliga es consagrado obispo y pastor en 1971: Sí, me venía grande ser obispo. Yo sabía muy bien que a otros compañeros de misión no les parecía yo el obispo ideal. Confesando mis límites y mis disponibilidades, acepté. Iba a ser misionero con más anchas potencialidades desde el ministerio apostólico. San Antonio María Claret no dejó der ser misionero por ser obispo y hasta confesor de su majestad la reina. Una estimulante aventura evangélica, ésta de ser apóstol-obispo a zaga de los apóstoles, en medio de compañeros como Ignacio de Antioquía, Ireneo de Lyon y Agustín de Hipona; o Antonio Valdivieso de Nicaragua, Antonio María Claret de Santiago de Cuba; y Oscar Romero de El Salvador o Leónidas Proaño de Riobamba.

Pedro Casaldáliga aspiraba a ser obispo «de otro modo». Sus insignias episcopales tenían que ser «diversas», cercanos signos de los pobres con quienes convivía y de los muertos que caían a su alrededor, esas víctimas hermanas por quienes él quería ofrecer su vida y su servicio. Decidió no usar anillo, ni mitra, ni báculo. Así describe la «invitación-recordatorio» de su consagración episcopal: Tu mitra será un sombrero de paja sertanejo; el sol y el claro de luna; la lluvia y el sereno; la mirada de los pobres con quienes caminas y la mirada gloriosa de Cristo, el Señor.

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Tu báculo será la verdad del Evangelio y la confianza de tu pueblo en ti. Tu anillo será la fidelidad a la Nueva Alianza del Dios libertador y la fidelidad al pueblo de esta tierra. No tendrás otro escudo que la fuerza de la esperanza y la libertad de los hijos de Dios, ni usarás otros guantes que el servicio del amor.

Y en nombre del Evangelio, el obispo –en el fiel seguimiento de Jesús, el pastor bueno– defiende sus ovejas de la codicia de los lobos. Publica la primera carta pastoral, Una Iglesia en la Amazonia en conflicto con el latifundio y la marginación social. Junto a la doctrina de la Iglesia que pide denunciar las injusticias, reúne 80 páginas de testimonios espeluznantes, con nombres y apellidos concretos de víctimas atropelladas. No hay que aventurar mucho para apuntar que la persecución le cayó encima, como un temporal violento, en aquella América Latina de las dictaduras militares, en medio de los enormes latifundios que imponían su ley con la amenaza de sus pistoleros. Pero seguir el rumbo de esta historia llevaría mucho tiempo, nos exigiría recorrer muy extensos kilómetros –como esas inmensas distancias que separan el sertâo de Brasil–; sería aventurarse en una hermosa historia de Iglesia del Evangelio, hecha de testimonios escalofriantes de fe cristiana, erizada de conflictos y persecución, escrita con amenazas de muerte (un pistolero a sueldo que iba a matarle se le confesó y le entregó el revólver y el dinero), sellada con sangre martirial de los sacerdotes Rodolfo y Joâo Bosco (quien fue asesinado justo cerca de su obispo, por protestar contra la sangrienta tortura que la policía estaba infligiendo a una pobre mujer), regada con el dolor de muchísimos seglares, de familias enteras, de indios anónimos y heroicos. Esta historia está relatada sólo a retazos. Espero que algún día sea contada por entero. Hemos de detenernos forzosamente aquí. Y, desde esta atalaya, tratar de contemplar con una cierta perspectiva su obra poética. No todos han comprendido bien su misión y su poesía. Ha sido piedra de escándalo, pues su actuación se muestra, a

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veces, desconcertante. Escribe poemas en memoria del Che Guevara y de Sandino... Se muestra audazmente crítico, pero sólo desde un sincero amor fraterno, con las instituciones que detentan el poder, en las que a veces resulta difícil apreciar las señales claras de la misericordia. Fernando Sebastián escribe de él con amor de hermano, defiende su actuación ante la incomprensión de muchos dentro y fuera de la Iglesia: Pedro Casaldáliga no es por tendencia personal un luchador social; es más bien, como hombre, un poeta y, como creyente, un contemplativo. Las injusticias que hay a su alrededor, al chocar con la sinceridad y la entereza de su fe, lo han hecho luchador. Y lo será hasta la muerte, mientras no cambien las circunstancias.

Jon Sobrino, asimismo, ha dicho: Dom Pedro, un obispo materno; su espiritualidad trasciende las coyunturas y las ideologías; sigue en serio a Jesús y de Jesús ha sacado la libertad y la verdad... Un hombre que tiene el gran gozo de amar a los humanos. Un hombre humano, que dice las cosas más fuertes para hacer bien a los otros. Por humanidad va a visitar a las comunidades de las montañas en guerra en Nicaragua. Va a compartir con los refugiados guatemaltecos en México... Por humanidad... Es un hombre de Iglesia a quien la libertad ante Dios le ha hecho libre. Por eso, es una persona que pasa haciendo el bien, comunicando el Evangelio. Y para terminar, diré que me encantan sus poemas.

Pedro Casaldáliga se encuentra inmerso en esa situación de injusticia. La crueldad de este mundo le azota salvajemente. Y él se entrega entero y sin reservas –persona, fe y sensibilidad– al servicio incondicional de todos, para remediar tanta barbarie y devastación. En medio de esta vorágine, escribir versos puede parecer una tarea ociosa, acaso hasta irrespetuosa. Pero la poesía le es dada, providencialmente, como un sorprendente órgano que le capacita para ver con nuevos ojos, sentir con más hondura, compartir con lazos más íntimos el drama que vive y sufre el pueblo. La poesía le permite expresar estos sentimientos de dolor y de esperanza, de agonía y de victoria. Su verso los asume y enaltece. Las emociones no se quedan escondidas en la carne apaleada del pueblo, ni confinadas en el fondo del alma. Se levantan, surgen, crecen, se hacen canto. Por la poesía

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se le da voz a un pueblo que sufre y espera, que la necesita para contar sus vivencias más íntimas. El pueblo que carece de expresión no es pueblo. Por eso la poesía no es inútil, sino necesaria. Pedro Casaldáliga aparece ante nuestros ojos, esencialmente, como un poeta misionero y evangelizador. Permítaseme escribir ahora un recuerdo personal. Me comentaba de manera coloquial Alfredo Mª Pérez –amigo desde la infancia y, a la sazón, su provincial religioso– que una mañana iban caminando por la selva amazónica y que Pedro en un momento, súbitamente, se sintió inspirado y, sin poderlo remediar, escribió sus versos, a falta de papel, en el tronco verde de un árbol. Devorado por el frenesí de su arrobamiento, en la tierna corteza dejó inscrito su poema. Este recuerdo que transmito –tal como lo escuché de viva voz a un testigo presencial– resulta ser algo más que una anécdota. Se alza a la manera de un símbolo. Patentiza sus profundos motivos y el talante que han adoptado sus poemas. Pedro Casaldáliga escribe con este sesgo porque el clamor de la jungla y el grito de la selva humana le conmueven. Y él, literalmente, no «tiene más remedio que ponerse a escribir». La poesía, en él, no es algo episódico u ocasional; la poesía le brota, le llena y arrebata: es alma de su alma, más grande que él, más honda y alta que su enjuta persona. Más honda, porque expresa lo que de más profundo bulle en su corazón de cristiano creyente y pastor comprometido. Más elevada, porque es un arma desatada, una desnuda hacha de guerra. En la poesía combaten la espada del guerrero y la pluma del místico; con ella lucha y espera. Ya vislumbra en sueños y alumbra los horizontes, cada vez más inminentes, del Reino que se establece desbordándose, como una primavera silvestre, en toda su inmensa plenitud humano-divina. Él se siente llamado desde niño, como el profeta Jeremías, a ser poeta. Desde siempre, la poesía es su vocación y su destino. En un poema anota su certidumbre: Ratifico, en todo caso, que voy a darme el lujo de seguir siendo poeta. De creer en la utopía (que llamamos Evangelio). De morir en la esperanza.

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Él quiere, como Pablo, apóstol de la Palabra, «verter la vida en libación de canto». A fin de cuentas, qué puede hacer sino rendirse a la evidencia que le ha sido dada. Declara, por eso, como el más íntimo soliloquio: Desde niño supe y dije que iba a ser poeta. Sé que soy poeta. Ya a estas alturas sé que lo soy inevitablemente y que quizá no podía dejar de serlo, aunque a partir de una heroica o loca decisión lo hubiera pretendido definitivamente... La conciencia de ser «un servidor de la Palabra» –por ser sacerdote y por ser claretiano– le ponen a uno, con palabra y emoción, con canto y vida, al servicio del Evangelio. Si no hablase uno de Dios y de Jesús, su Hijo, se sentiría traidor a sí mismo, mudo, muerto. Salvadas las apostólicas distancias, «¡ay de mí si no evangelizare!», «¡de mí si hiciera poesía no evangélica, no evangelizadora!».

Su poesía entrelaza vitalmente fe y misión, al ritmo de la conciencia de la Iglesia de los sufrimientos y las esperanzas de los pueblos a quienes sirve. Pero su visión poética sufre una profunda modificación, una honda alteración. Él mismo así lo ha confesado: Más tarde, a este lado del mar, ha sido, es, todo el Mato Grosso y la Amazonia, el entero continente de la muerte y la esperanza, el condenado Tercer Mundo. Y aquí la emoción se ha hecho más airada, llanto a veces, largos silencios impotentes, oración de agonía también. Por los indios y los refugiados, por los niños y los peones. Contra el latifundio y su imperio. Por los muchos muertos, contra la mucha muerte. Entre los compañeros de misión y con los militantes revolucionarios. El Araguaia y las montañas de Centroamérica pueden servirme de testigos fraternos. Y espero que el Dios de Jesús me haya entendido. No sé si me habré hecho entender siempre de los hombres y las mujeres. Creo que los pobres sí me entienden. Y espero apasionadamente el entendimiento final. Allí uno dirá, en la Verdad y el Amor, lo que uno quería y/o debía decir.

5. La presencia de María en su poesía A lo largo de toda su existencia misionera, a través de su decir poético, destaca la figura de María. Su presencia maternal ilumina su fe, su palabra y acción con una luz nueva; llena por entero toda su vida, ungiéndola de consuelo y compromiso.

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En el Credo que ha dado sentido a mi vida (1975), confiesa Pedro su relación personal, íntimamente filial, con María. Arranca desde niño, desde que era muy joven seminarista, su pronta solicitud por visitar santuarios de la Señora; y continúa en una actividad frenética para dar a conocer el misterio mariano por medio de programas de radio, publicación de libros, conferencias e incontables charlas. Así lo declara: Entre los amigos tengo fama de «mariano». Y realmente he contado mucho con la Virgen en mi vida. Y he hablado y he escrito mucho de ella. He rezado mucho a la Virgen. He meditado bastante en ella. La he sentido muy presente. La amo. Confío en ella... Desde la ermita del castillo de mi pueblo, todas las ermitas y santuarios marianos de mis años de formación o de ministerio han merecido mis fervores de peregrino y hasta mis lágrimas... Cometí incluso locuras, de seminarista o de fraile, por visitar los santuarios de la Señora. Como las he cometido por escribir programas de radio, artículos, poemas y libros marianos, jugándome noches y descansos. Como las cometí en las grandes campañas de las peregrinaciones de Fátima, o del Año Mariano, o con ocasión de la definición dogmática de la Asunción, o en varias de las circunstancias significativas –congresos, conmemoraciones, peregrinaciones, consagraciones– de esta «Era de María» que en buena parte, y en hora buena, me ha tocado vivir.

María ocupa un puesto eminente dentro de su poesía. Su trayectoria lo revela. María es asunto constante de sus versos. Esta capital importancia se transparenta en sus escritos, siempre testimoniales, sean en prosa o en poemas. Son numerosos los libros marianos que delatan, por su temática y estilo, al apasionado obispo-cantor de la Virgen Nuestra Señora. Su primer poemario, Palabra ungida (1952), presenta a María como Virgen del Adviento, de Navidad, de Epifanía, de la huida a Egipto, la «Candelaria», la Virgen del Cenáculo y de Pentecostés. Entre 1960 y 1962, Pedro Casaldáliga escribe sobre María un libro en prosa poética –«mitad poesía, mitad oración y siempre gracia», decía en la presentación– que tituló Nuestra Señora del siglo XX. Ella es Nuestra Señora del Rosario, del 8 de diciembre, de Navidad... Y además de ser Santa María de Czestochowa y Nuestra Señora de Fátima, es Nuestra Señora de la bicicleta y del volante, Santa María de la «Expo»,

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Nuestra Señora de los golfos, de las modistillas, de los turistas, de la moda y de los no nacidos, de los sin albergue, de los emigrantes, de los negros, y de la vida interior, de la comprensión, de la expectación, del miedo, de todos los dolores y de los alegrones... En el poemario Llena de Dios y de los hombres (1965), María es niña del sí, mujer de cada día, negra, campesina, madre del suburbio, señora de la ciudad, madre de los ausentes, soledad, vencedora de la muerte, alegría y madre del mundo nuevo. Desde 1967 hasta nuestros días, en los sucesivos poemas del obispo Pedro Casaldáliga, desde los sufridos pueblos de América Latina, María es Señora de Guadalupe, Santa María de la Liberación, Señora de la Esperanza y causa de nuestra alegría. En fin, la presencia de María llena la totalidad de la obra poética de Pedro Casaldáliga a lo largo –como se ha visto– de toda su existencia, tan rica en matices. María se ha identificado con lo que hay de más humano y dolorido, encarnándolo en su hondo corazón como sólo esta «Mujer», tan divina y al mismo tiempo tan madre y humana, podría hacerlo y acogerlo. La imagen polivalente de María, tan llena de Dios y tan nuestra, le permite sintonizar con los sentimientos de sus hijos, en especial con aquellos que sufren la orfandad del desamparo por culpa de la opresión y la pobreza. Hay una clara presencia mariana en la obra poética de Casaldáliga, sin duda unida a su vocación cordimariana. Pero esta presencia es muy peculiar. Siempre materna, pero cada vez más identificada con el pueblo y sus sufrimientos11.

Pero, en un momento concreto de su existencia, toda su relación con la Madre, sufre una profunda purificación al contacto con la realidad hiriente de América. María es la madre de todos los crucificados de la tierra, la que sufre en carne propia –a saber, en la dolorida carne de sus hijos– la pasión y la que pide, a su Hijo y a Dios, vida y dignidad para todos sus hijos. Él lo ha dejado escrito:

11 Cf. Víctor Codina, «La teología poética de Pedro Casaldáliga»: Revista Latinoamericana de Teología 4 (1988), 50.

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Con la experiencia de la lucha social, con la pobreza del ambiente y del espíritu que le han cincelado a uno en este Mato Grosso, también mi fe en María se ha ido desnudando, más libre y verdadera. Y ella ha venido a ser cada vez más, en mi pensamiento y en mi corazón, la cantadora del Magníficat, profetisa de los pobres libertados; mujer marginada de Belén, en Egipto, en Nazaret y entre los grandes de Jerusalén; la que creyó, y por eso es bienaventurada; la que rumiaba, en el silencio de la fe, sin visiones, sin muchas respuestas previas, las cosas, los hechos y las palabras de Jesús, su Hijo; la madre del Perseguido por los poderes; la dolorosa madre del Crucificado; la testigo más consciente de la Pascua; la más auténtica cristiana de Pentecostés; una gran señal escatológica en medio del Pueblo de la Esperanza12.

6. El romance El poema que vamos a comentar, «Romance guadalupano», pertenece a su libro-antología Llena de Dios y tan nuestra13. Puede encuadrarse en el tipo de poemas escritos por su autor a partir de 1967 hasta nuestros días, en los que canta desde los sufridos pueblos de América Latina. En su soñar despierto, el poeta contempla a María con su rostro maternalmente inclinado hacia los indios. A esa Virgen guadalupana dirige su oración para que salve a América del hambre y la injusticia, de esa suma de miserias que, como cortejo fúnebre, desemboca fatalmente en la muerte. Poesía y dolorido sentimiento parecen fundirse casi imperceptiblemente. La voz expositora alude a su propia experiencia, labrada en tierras americanas, curtida en la aflicción de sus hermanos. Al presentar esta realidad nuestro asombro descubre íntimas concomitancias entre poetizar y evangelizar, profetizar y denunciar. 6.1. La Virgen de Guadalupe El poeta, como otro indio más, como Juan Diego –a quien se le apareció la Virgen–, se dirige a la Señora en sincera plá12

Pedro Casaldáliga, Llena de Dios y tan nuestra, 14.

13

Madrid 1991, 70.

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tica. El poema no sólo rememora la advocación de la Virgen de Guadalupe, sino que recrea su tono emotivo, a manera de vivo diálogo. Resulta muy oportuno, para entender nuestro romance, recordar al menos algunos pasajes alusivos al encuentro de la Virgen con el indio Juan Diego –recientemente llevado a los altares como ejemplo de santidad para el pueblo creyente–, pues hay entre ambos textos una lograda ósmosis espiritual. Así se narra la aparición de la Virgen: A la sazón, en el año de mil quinientos treinta y uno, a pocos días del mes de diciembre, sucedió que había un pobre indio, de nombre Juan Diego, según se dice, natural de Cuautitlán. Era sábado, muy de madrugada, y venía en pos del culto divino y de sus mandados. Al llegar junto al cerrillo llamado Tepeyácac, amanecía, y oyó cantar arriba del cerrillo: semejaba canto de varios pájaros preciosos; callaban a ratos las voces de los cantores, y parecía que el monte les respondía. Se paró Juan Diego a ver y dijo para sí: «¿Por ventura soy digno de lo que oigo? ¿Quizás sueño? ¿Me levanto de dormir? ¿Dónde estoy? ¿Acaso en el paraíso terrenal, que dejaron dicho los viejos, nuestros mayores? ¿Acaso ya en el cielo?». Estaba viendo hacia el oriente, arriba del cerrillo, de dónde procedía el precioso canto celestial. Y así que cesó repentinamente y se hizo el silencio, oyó que le llamaban de arriba del cerrillo y le decían: «Juanito, Juan Dieguito». Luego se atrevió a ir donde le llamaban; no se sobresaltó un punto; al contrario, muy contento, fue subiendo el cerrillo, a ver de dónde le llamaban. Cuando llegó a la cumbre, vio una señora que estaba allí de pie y que le dijo que se acercara. Llegado a su presencia, se maravilló mucho de su sobrehumana grandeza... Se inclinó delante de ella y oyó su palabra, muy blanda y cortés, cual la de quien atrae y estima mucho. Ella le dijo: «Juanito, el más pequeño de mis hijos, ¿a dónde vas?». Él respondió: «Señora y niña mía, tengo que llegar a tu casa de México-Tlatilolco, a seguir las cosas divinas que nos dan nuestros sacerdotes, delegados de nuestro Señor». Ella luego le habló y le descubrió su santa voluntad; le dijo: «Sabe y ten entendido, tú, el más pequeño de mis hijos, que yo soy la siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios por quien se vive; del Creador, cabe quien está todo; Señor del cielo y de la tierra. Deseo vivamente que se me erija aquí un templo, para en él mostrar y dar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa, pues yo soy vuestra piadosa madre, a ti, a todos vosotros juntos, los moradores de esta tierra, y a los demás amadores míos que me invoquen y en

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mí confíen; oír allí sus lamentos y remediar todas sus miserias, penas y dolores14.

Todo el relato respira el dulce encanto de un encuentro familiar, manifiesto en la manera tan cordial con la que la Virgen se dirige a Juan Diego. Se anuda una plática (típica palabra mexicana, que adrede escribimos), desarrollada en llano clima de sincera confianza. Ambos se tutean y se hablan con ingenuidad. Repárese en las palabras iniciales de la Virgen: –Juanito, Juan Dieguito... Juanito, el más pequeño de mis hijos, ¿a dónde vas?

Y Juan Diego responde con palabras transidas tanto de respeto cuanto de cariño filial: – Señora mía y niña mía, tengo que llegar a tu casa de MéxicoTlatilolco.

Juan Diego no ve en ella un personaje prepotente; sí reconoce la augusta autoridad («Señora mía»), pero la expresa de una manera cautivadoramente delicada, ingenua: «niña mía». La Virgen le llama con un diminutivo de afecto, pero que también puede significar: «Juan, tú eres digno de respeto». Es una expresión de cariño y, al mismo tiempo, exponente de una denuncia. En el lenguaje original apareció transcrita literalmente así: «No xocoyoug Iuantzin», que significa: «Juan, a ti, que eres digno, te han reducido, te han disminuido»15. Cuando en el Poema guadalupano se dice «indiecitos», el lector, ya avisado, debe recordar que así llamó la Virgen a Juan Diego. Y no sólo como señal de su afecto íntimo. Aparece manifiesto el mensaje de la Virgen de Guadalupe, la auténtica verdad de su presencia en el santuario y lo que pretende actualizar su imagen ante los ojos y el fervor de sus hijos: realizar una obra de piedad. La misma Virgen indica

14 El relato fue escrito en náhualt, un remoto dialecto indio, ya olvidado. Se le conoce por las dos primeras palabras: Nican Mophua. El libro –citado en esta nota– realiza una investigación lingüística y antropológica del relato según las pautas del modelo original. De su traducción y estudio nos hemos servido. C. L. Siller – P. F. Velázquez, Historia de las apariciones de Santa María de Guadalupe, México 1981, 33-51. 15 C. L. Siller – P. F. Velázquez, Historia de las apariciones de Santa María de Guadalupe..., 41.

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claramente que es «mostrar y dar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa». No usa únicamente palabras, sino que opera con hechos, pues quiere «mostrar y dar» toda su predilección amando a los indios pobres, sufrir junto a ellos (eso justamente significa com-pasión), ampararlos y protegerlos. Todo este amor arranca del desvelo de su corazón, tal como ella misma revela: «pues yo soy vuestra piadosa madre». Resulta, por tanto, muy exigente el mensaje de la Virgen de Guadalupe. Esta advocación mariana significa no sólo acoger la devoción de un pueblo que no cesa de encender velas, que camina de rodillas por el santuario..., sino oír maternalmente los lamentos y ponerse en camino para remediar activamente tantas miserias. 6.2. «Romance guadalupano»: un compromiso de la Madre por todos sus hijos Se presenta a la manera de un memorial a la Virgen de Guadalupe, un recordatorio de cuanto ella dijo y prometió y de su directo empeño de legítima madre por sus hijos. Esta preocupación de pastor comprometido no es nueva en nuestro autor; la encontramos reflejada también en muchos de sus poemas y en sus múltiples declaraciones, pero parece tener aquí una expresión más sincera que en otros textos suyos de este tipo. Constituye todo un sabio acierto expresivo haber utilizado el recurso del romance. Con la música sencilla de este metro, de su transparente fluencia y sentida raigambre popular, el poeta deja salir a borbotones –él no es sino un testigo que contempla y quiere acompañar y remediar– el dolorido martirio del pueblo. Si analizamos detenidamente los 26 versos del romance encontramos una gran riqueza de recursos estilísticos, con rasgos propios de la poesía tradicional del romancero. El mismo Pedro Casaldáliga ha afirmado que en su obra influyen los grandes poetas castellanos, clásicos y modernos, desde san Juan de la Cruz y Lope de Vega hasta Machado y Lorca, y los catalanes, como Verdaguer y Maragall, cantados incluso. Es interesante dejar constancia de la rotundidad del uso del presente como tiempo verbal único a lo largo del poema,

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lo que consigue dar una actualidad impresionante. Así como la limpia cadencia y su eufonía dinámica, su secreto ritmo interior y acústica musicalidad. Nuestro romance puede ser contemplado desde tres angulaciones diversas, cuya perspectiva se va polarizando sobre la Virgen. Otro poema suyo nos presta el escorzo oportuno de visión y comprensión adecuadas: Tengo tres amores, tres: el Evangelio, la Patria Grande y el corazón intacto de una Mujer: María de Nazaret, la llena de Dios, tan nuestra 16. En primer lugar, hay que decir que no es la suya una poesía meramente social, cuánto menos de panfleto o simplemente de protesta. No mira el mundo desde la sociología; lo contempla desde la fe comprometida, desde la buena noticia que el Señor ha traído a la tierra y que dentro de esta humanidad ha sembrado con su cruz y transformado con su resurrección. En segundo lugar, mira el ancho mundo, esa tierra inmensa, la Patria Grande. Cómo le habría gustado a Casaldáliga este neologismo de Unamuno, que a mí me encanta: la Patria no es patria, sino sobre todo Matria, como una gran madre que a todos nos engendra y cobija. Viendo nuestro mundo, no se llena el poeta ciertamente de entusiasmo, porque no está ya bien hecho, sino deshecho y malogrado. Se ha desviado de su bondad inicial. Es verdad que bueno salió de las manos de ese Dios que asentía con sus ojos complacientes a tanta maravillosa bondad: «Y vio Dios que era bueno»17. El hombre, con su egoísmo depredador y la fuerza corrosiva del pecado, lo ha desalmado y arruinado. Entonces, el poeta se llena de ira, se enciende su ternura en una hirviente llama de rebeldía. Y canta. No tiene más remedio que cantar. Y grita. Tiene por fuerza que clamar. 16

Pedro Casaldáliga, Llena de Dios y tan nuestra, Madrid 1991, 92.

La palabra hebrea tob, que aparece como cadencia sonora en los relatos de la creación (Gn 1,4.10.12.18.21.25.31), significa tanto «bueno» como «hermoso». 17

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En tercer lugar, a solas con su dolor, perdido en su desesperanza, vuelve los ojos a María, y a ella dirige su canto desconsolado. A María la ve tan llena de Dios y por él transformada y, por otra parte, tan a nuestro favor, que encuentra en ella el amparo y el remedio. María es la mujer a la que le ha llegado la hora del parto: tiene que dar dolorosamente a luz una nueva humanidad. El retrato de la Virgen que aparece ahora posee un rostro humano, moreno, efecto y huella de los soles y lluvias de la historia. Su tez morena no se debe a los rayos del sol; es más su identificación con la mujer campesina de esa tierra. Su hermosura es la propia de la mujer del Cantar de los cantares, bella no por estar incontaminada de los ardientes rayos del sol, sino por haber sido afectada por las inclemencias del dolor: morena y campesina. En contra de un estereotipo de belleza que aprecia la blancura, la mujer del Cantar proclama en tono de dulce protesta su origen y hábitat: ella trabaja en el campo –en las tareas de la viña–, expuesta al sol, y éste le ha tostado la piel. Por eso es morena y campesina: Tengo la tez morena, pero hermosa, muchachas de Jerusalén, como las tiendas de Cadar, los pabellones de Salomón. No os fijéis en mi tez oscura, es que el sol me ha bronceado: enfadados conmigo, mis hermanos de madre me pusieron a guardar sus viñas; y mi viña, la mía, no la supe guardar (Cant 1,5-6).

De manera sorprendente, nuestro autor ha enaltecido esta figura de María con las notas, ya apuntadas, de morena y campesina en sendos poemas. En primer lugar, la Virgen morena: Yo te saludo, Negra, divinamente hermosa... Déjame descargar en tus espaldas este niño africano, de tres meses de fuego, que ha crecido conmigo, poderoso como un clamor de mar, como un desierto, como la noche viva 18. 18

Pedro Casaldáliga, «Negra», en Llena de Dios y tan nuestra, 39.

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En segundo lugar, mujer campesina, casi identificada con la madre tierra: El pedazo de tierra, detrás de aquel otero por donde entraba el sol, lo trabajaban juntas tus manos y sus Manos... Sobre la tierra, núbil a pesar de los hombres desalmados, tarde o temprano llueve. Dios sigue amaneciendo cada día 19. En su poesía mariana, especialmente la más reciente, se detecta un aliento de solidaridad universal: se abren las manos de María en un abrazo cósmico que envuelve y cobija la angustia del mundo entero. La ve subida al cielo de la tierra, trasunta y presente en las mujeres que pueblan la tierra: Aldeana de una colonia siempre sospechosa, campesina anónima de un valle del Pirineo, rezadora sobresaltada de la Lituania prohibida, indiecita masacrada del Quiché, favelada de Río de Janeiro, negra segregada en el apartheid, harijan de la India, gitanilla del mundo, obrera sin cualificación, madre soltera, monjita de clausura, niña, novia, madre, viuda, mujer 20. En el corazón de María late el palpitar de Dios y resuena el clamor de la humanidad, esa larga caravana de dolor, de vida y de muerte. Sin ninguna duda, en este poema se advierte una desigualdad y un tono diverso respecto a sus primeros poemas marianos, más adornados de efectos esteticistas. Quedan ya muy distantes las perspectivas individualistas de su primera («primeriza y balbuceante») poesía. Ahora, el horizonte se ha ensanchado de manera gigantesca; el dolor le ha abierto los ojos, hasta el pasmo del asombro, hasta escocerle de tanta desmesurada desnudez sufriente. Los ojos dilatados es la postura normal desde donde contempla el mundo, y éste le

19

Pedro Casaldáliga, «Campesina», en Llena de Dios y tan nuestra, 39.

20

Pedro Casaldáliga, «Aldeana», en Llena de Dios y tan nuestra, 105.

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aparece en una inmensa panorámica dolorida, como una humanidad que debe de nuevo ser recreada y redimida. Nuestro romance está formado por tres bloques temáticos. Los seguiremos para mejor captar la fuerza y dinamismo del conjunto. 6.3. Ferviente plegaria a María en su advocación guadalupana (vv. 1-10) La Señora de Guadalupe no sólo es patrona, sino madre. El poema presenta los motivos de tan amarga queja: se sigue derramando la sangre de su Hijo en tantos hijos que viven muriendo. Jesús es nuevamente crucificado en patíbulos de miseria. Ella tiene que rogar o gritar a Dios: Señora de Guadalupe, patrona de estas Américas: por todos los indiecitos que viven muriendo, ruega. ¡Y ruega, gritando, madre! La sangre que se subleva es la sangre de tu Hijo, derramada en esta tierra a cañazos de injusticia en la cruz de la miseria. Se inicia el romance con un apóstrofe y con el uso de la forma dialógica, tan propia de este tipo de composición, dirigiéndose en segunda persona a la Señora de Guadalupe, patrona y madre de tan vasto continente como son las Américas. El discurso se hace cercano con el empleo del inusual vocablo «indiecitos» (verso 3). Esta palabra nos sitúa en el campo de los sentimientos y gana el corazón del lector hacia esos seres desprotegidos. El diminutivo logra el clima atrayente del afecto. La simple contemplación de estos «pequeños» –según el evangelio– es ya una súplica muda a la Madre, quien, viéndolos en su indefensión, no puede sino condolerse y rogar. Su condición resulta a todas luces dramática. El poema lo resalta mediante el recurso de un oxímoron que expresa con lacónica nota su situación paradójica: viven muriendo (verso 4). Por todos los indiecitos, que, a fuer de estar desvalidos, mal-

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viven, asomados ya sin remedio al precipicio de la muerte, el poeta expresa a la Virgen su ruego, mediante un atrevido hipérbaton: por todos los indiecitos / que viven muriendo, ruega (versos 3-4). Ella sabe de la muerte: ha padecido su tristísima experiencia, la ha visto en el Calvario junto a su Hijo. Así resuena como latido en otro poema de Pedro Casaldáliga: Tú sabes qué es la Muerte, como nadie en el mundo lo has sabido. Tú conoces las muertes, una a una, como las caras mismas de tus hijos pequeños, y las llamas, segura, por su nombre. Junto al Cuerpo de Cristo, recostado en tu seno por la muerte vencida, aquella tarde, todas las muertes de los hombres descansaron su grito en tu regazo 21. El apasionamiento del autor se comunica, otra vez insistente, con esta exclamación del verso 5: ¡Y ruega gritando, madre! Ya no sólo es ruego sin más, unos simples vocablos, sino que implora un gemido desgarrador que le salga de las entrañas, el grito de madre que vocifera y llena el aire con atronadora queja al ver que sus hijos se están muriendo. La palabra «madre» se resalta al final del verso, en posición enfática, tan breve como certeramente señalada. La metonimia de los versos 6 y 7 (la sangre que se subleva es la sangre de tu Hijo) potencia la fraternidad universal y, al mismo tiempo, la divina. Para conmover a la madre, el poeta le recuerda –a fin de que avive aún más su dolor agolpado en el corazón– que esa sangre sigue siendo la misma sangre de su Hijo derramada en esta tierra. No se trata de una muerte natural lo que les ocurre a estos indiecitos, no es una muerte que adviene en paz por la suma acumulada de los años, sino que, al emplear de forma reiterada la palabra «sangre», se está señalando una muerte cruenta y provocada, un verdadero asesinato. Con ello, el poema al21 Pedro Casaldáliga, «Vencedora de la muerte», en Llena de Dios y tan nuestra, 55-56.

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za su temperatura emocional; denuncia valientemente un doble crimen. Por una parte, ve en el drama de estos indiecitos, cándidas ovejas destinadas al degüello, el drama mismo de su Hijo, cuya pasión resurge en el corazón de la madre. El poeta lo ha afirmado claramente: La sangre que se subleva es la sangre de tu Hijo. Por otra parte, también se recuerda el asesinato de Abel, que murió inicuamente a manos de su hermano, Caín, tal como puntualmente refiere el libro del Génesis (4,8). Su sangre derramada por tierra también se subleva («La sangre de tu hermano me grita desde la tierra»: Gn 4,10). Tan abundante sangre vertida clama hasta el cielo. La historia de la humanidad no es sino la larga secuencia de un crimen perpetrado contra incalculables víctimas inocentes. De esta manera, nos encontramos de bruces, casi al comienzo del poema, enfrentados a un doble drama, cristológico y universal: el recuerdo de la muerte de Cristo, cuya sangre –afirma la carta a los Hebreos 9,14– sigue gritando como la de Abel, y la muerte de tantos inocentes, vilmente masacrados por sus hermanos. La expresión «cañazos de injusticia» (verso 9) sigue aumentando el grado de dolor. Este despectivo (que significa «golpe dado con una caña» y que en América también quiere decir «ser engañado o chasqueado») nos recuerda otros golpes que se prodigaron contra Jesús durante la pasión. También unos esbirros le golpeaban con una caña, entre risas y burlas. El evangelio afirma: «Le golpeaban en la cabeza con una caña, le escupían y, poniéndose de rodillas, le rendían homenaje» (Mc 15,19). Mediante esta sutil atribución se logra evocar, en la actual cruz de la miseria, todo un símbolo del dolor de Cristo sufriente en sus hermanos. Ante la contemplación de este drama, personal y cósmico, el poeta se torna airado profeta. 6.4. La razón de la protesta (vv. 11-20) Este bloque central expone la motivación de la súplica, encadenando las partes que componen la sórdida realidad americana: dolor, miseria, ritos vacíos de obras:

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¡Ya basta de procesiones mientras se caen las piernas! Mientras nos falten pinochas ¡te sobran todas las velas! Ponte la mano en la cara, carne de india morena: ¡la tienes llena de esputos, de mocos y de vergüenza! ¡La justicia y el amor: ni la paz ni la violencia! El verso se torna protesta airada, se hincha de cólera (la expresión «llenarse de cólera» en hebreo bíblico se dice literalmente «hinchársele a uno las narices de cólera»). ¿Cómo puede un culto vacío enmascarar el dolor, hacer olvidar el sufrimiento? El profeta Casaldáliga lanza una invectiva en estos primeros cuatro versos (11-14): ¡Ya basta de procesiones mientras se caen las piernas! Mientras nos falten pinochas ¡te sobran todas las velas! La fe externa o simplemente devocional de nada sirve cuando falta la efectiva compasión ante el sufrimiento del hermano. No sólo no sirve, sino que se torna una hiriente ofensa, una burla cruel, sin ningún asomo de respeto ante el dolor ajeno. Reaparece en el romance el diálogo y, con él, el tuteo. El léxico se hace coloquial y metafórico. La palabra «pinocha» significa en América una panoja de maíz, una comida frugal campesina. Se utiliza esta metonimia, la parte por el todo, para indicar los alimentos de los pobres. El vocablo «velas», asimismo como metonimia, señala cualquier signo externo de devoción. Ambas palabras, «pinochas» y «velas», guardan además un parecido físico notable: designan dos objetos manejables y pequeños. La devoción (velas) debe guardar una connotación con la comida de los más pobres (pinochas). Constituyen un sutil hallazgo poético, no exento de crítica a toda forma de culto desvitalizador.

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La anáfora (repetición en el verso del adverbio «mientras») intensifica y reitera el sentimiento del poeta. No dice el texto que sobran todas las velas, sino que te sobran todas las velas. La Virgen de Guadalupe no quiere ser honrada de esa manera, pues ella no es sino una víctima más, una madre que sufre en sus hijos, y resulta más injuriada al serlo en la misma carne dolorida de sus hijos. El poeta muestra a la Señora su identificación con el pueblo sufriente. Ahora, su bello rostro está mancillado. Una enumeración degradante y descendente, mediante unos vocablos nada poéticos, presenta la actual realidad dolorosa latinoamericana: Ponte la mano en la cara, carne de india morena: ¡la tienes llena de esputos, de mocos y de vergüenza! Mediante la arriesgada técnica del feísmo, aplica a la Virgen la situación de las víctimas, de aquellos indiecitos/as antes mencionados. La señala e identifica: su cara es carne de india morena (no es el rostro de nácar de una Virgen extraña subida en un lejano pedestal de flores), es la de una mujer maltratada. Sólo un profeta puede atreverse a aplicar a la Virgen estas palabras que respiran dolor. Únicamente un poeta-profeta, prendado hasta la locura de la Virgen, con una audacia rayana en la osadía (colindante con la falta de respeto, si no fuera un inmenso amor lo que en estas palabras late), se atreve a descubrir en su Madre estas vergüenzas. Le grita en un diálogo, henchido de confianza y movido por la urgencia, que se cubra, que está indecente, pues tiene su cara llena de esputos, de mocos y de vergüenzas. No hay nada hermoso en la cara de la Virgen. Se puede decir de ella lo que se decía del Siervo de Dios, que no es figura de hermosura, porque está identificada con tantas mujeres víctimas que sufren la indigencia, la burla y el menosprecio. Por eso el grito, en el corazón del poema, reclama una justicia y un amor, a partes iguales. Justamente, el núcleo de la composición lo forma el epifonema de los versos 19 y 20: ¡La justicia y el amor: ni la paz ni la violencia!

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Este paralelismo de binas queda plásticamente resaltado en el texto por su posición central en la denuncia. Están aisladas en la grafía del romance. En la amplia geografía del papel –de numerosos versos– ocupan una posición señalada, egregia. No es un alejamiento climático, no es una desviación o desinterés del drama que todo el poema va intensificando con su discurrir narrativo, sino la distancia precisa que permite al profeta-poeta alzar su grito con dos versos resonantes. El grito reclama por igual una justicia apoyada en el amor o un amor cuya primera palabra es la justicia. Este binomio excluye la paz o la violencia, es decir, un fácil conformismo, un irenismo o pacífica resignación. También descarta la violencia, que a la postre no es sino engendradora de más espirales de violencia en donde se ahogan, estériles, los frutos del amor. Es un grito blandido al modo de los testigos de Dios, arrebatados por su verdadero celo y santidad. El proceso climático ya se ha alcanzado. Se oye aquí el clamor airado de los profetas, que se enardecían contra la vaciedad del culto cuando se faltaba a la injusticia. Conviene escuchar este trasfondo bíblico para entender y dejarse conmocionar por el poema: ¿Qué me importa el número de vuestros sacrificios? –dice el Señor–. Estoy harto de holocaustos de carneros, de grasa de cebones; la sangre de novillos, corderos y machos cabríos no me agrada... No me traigáis más dones vacíos, el incienso me resulta execrable. Novilunios, sábados, asambleas... No aguanto iniquidad y festividad. Vuestras solemnidades y fiestas las detesto, se me han vuelto una carga que no soporto más. Cuando extendéis las manos en oración, cierro los ojos; aunque multipliquéis las plegarias, no os escucharé. Vuestras manos están llenas de sangre. Lavaos, purificaos, apartad de mi vista vuestras malas acciones, cesad de obrar mal, aprended a obrar bien. Preocupaos por la justicia, socorred al oprimido, defended al huérfano, proteged a la viuda (Is 1,10-17).

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No se trata de un sacrifico raquítico, de una donación mezquina, como cuando en tiempos de Malaquías se ofrecían al Señor «víctimas robadas, cojas y enfermas» (Ml 1,13). Ahora se ofrenda un sacrificio tan abundante como selecto. Pero Dios responde con su desaprobación. Pocas veces la Biblia presenta la imagen molesta de Dios, con tanto disgusto y pesadumbre, como en estos casos. Ese culto que mezcla irreverentemente la iniquidad y la festividad resulta sencillamente repugnante. Dios está harto, no aguanta más, detesta hasta la náusea esas fiestas. Cierra los ojos para no ver la maldad amparada en la devoción, y no quiere mirar las manos levantadas. Al rumor de las oraciones se tapa los oídos. Las manos que se alzan en súplica están llenas de sangre. Por eso Dios grita con denuedo que cesen en sus malas acciones y practiquen la justicia, que se concreta en defender a los más pobres, como son el huérfano y la viuda. Ésta es la mejor manera de agradar a Dios: velar y proteger a las personas desamparadas, que no tienen a nadie, sino sólo a Dios. Otros textos proféticos, antológicos, de enorme contundencia y denuncia contra el culto vacío, podrían citarse y comentarse, tales como un pasaje del mismo Isaías (58,1-12) y otro de Miqueas (6,1-8)22. Es importante recordar este ámbito profético, de fuerte denuncia contra la huera devoción, a fin de entender bien nuestro romance. Porque el tono vehemente del poema se radicaliza y se hace clamor atronador cuando se comprueba que el mismo culto (ese repetido gesto de querer agradar a Dios que el hombre inventa) está de hecho impidiendo que se le agrade tal como él pretende: en la imagen verdadera de sus hijos más pobres. Este culto no es sino una fácil coartada, un vano encubrimiento para acallar la conciencia y manipular al pueblo sencillo, para tratar incluso –lo que es el colmo de toda impiedad– de violentarlo, despojándolo de su dignidad más íntima y machacándolo como a una bestia hasta rematarlo con la muerte. De ahí el grito del epifonema, como una exigencia para todos: 22

Cf. J. L. Sicre, Los profetas de Israel y su mensaje, Madrid 1986, 114-129.

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¡La justicia y el amor: ni la paz ni la violencia!

6.5. Bloque conclusivo (vv. 21-26) Esta parte final aparece en estrecha conexión literaria con la primera a través de algunas menciones de nuevo reiteradas: el título Señora de Guadalupe, el oxímoron vivos muriendo y el humano continente que debe ser salvado: América. Configura una súplica martilleante, hecha a golpes (hasta cuatro veces se repite la intercesión: por aquellas rosas... por esas armas... por los muertos... por tantos vivos), para que la Virgen de Guadalupe salve, por fin, a América: Señora de Guadalupe: por aquellas rosas nuevas, por esas armas quemadas, por los muertos a la espera, por tantos vivos muriendo, ¡salva a tu América! Se repite, con gran fuerza y vigor, la plegaria que iniciaba el romance. La anáfora y el paralelismo sintáctico aumentan los motivos de la misma, como una insistente letanía. Hace memoria de aquellas rosas nuevas que portaba el indio Juan Diego en el rebozo, ante el obispo, como muestra de la aparición de la Virgen. En efecto, las flores son la «señal» que Juan Diego debe llevar al obispo incrédulo para que se convenza de la verdad de la aparición de la Virgen. Esta parte del relato de la aparición está descrita con un enorme encanto. Vale la pena la lectura del breve fragmento alusivo: La Señora del cielo le ordenó luego que subiera a la cumbre del cerrillo, donde antes la veía. Le dijo: «Sube, hijo mío, el más pequeño, a la cumbre del cerrillo; allí donde me viste y te di órdenes, hallarás que hay diferentes flores; córtalas, júntalas, recógelas; en seguida, baja y tráelas a mi presencia». Al punto subió Juan Diego el cerrillo, y, cuando llegó a la cumbre, se asombró mucho de que hubieran brotado tantas variadas exquisitas rosas de Castilla, antes del tiempo en que se dan, porque a la sazón se encrudecía el hielo: estaban muy fragantes y llenas del rocío de la noche, que semejaba perlas preciosas. Luego empezó a cortarlas; las juntó todas y las echó en su regazo. La cumbre del

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cerrillo no era lugar en el que se dieran ningunas flores, porque tenían muchos risos, abrojos, espinas, nopales, y entonces era el mes de diciembre, en que todo lo come y echa a perder el hielo. Bajó inmediatamente y trajo a la Señora del cielo las diferentes rosas que fue a cortar, la que, así como las vio, las cogió con su mano y otra vez se las echó en el regazo23.

Se subraya lo extraordinario del suceso, pero dentro de un marco de normalidad. Además, el tono tan corriente y natural, desprovisto de doblez y artificio, en que todo acontece le da un carácter de veracidad. Resulta extraño suceso –el texto lo va anotando ingenuamente–, pues el Tepeyac no es lugar de flores y, sin embargo, hay rosas antes del tiempo en que se dan, porque en esos días de diciembre se encrudecía el hielo. Las flores no son artificiales (en cuya confección son sabias expertas las manos mexicanas), sino que estaban fragantes, como si la noche anterior hubiera sido de primavera. Finalmente, todo este inmenso haz de motivos que constituye la paradójica vida del continente americano se extracta en un solo grito. Este último verso concentra todo el enardecido clamor del romance: ¡Salva a tu América! Ya no se habla de estas Américas –como al inicio del poema–, sino de tu América. Y ese posesivo tu impone el énfasis de la relación amorosa de María en su advocación guadalupana con toda América.

7. Conclusión A través del texto observamos que la composición comentada es poesía mariana, pero filtrada, desde el principio al fin, de dolor y humana solidaridad universal. Aguda sensibilidad y honda inquietud, en las que ni la ternura esconde el sufrimiento del mundo, ni el dolor ahoga la esperanza. Una esperanza que se convierte en combate, ardor de lucha en apoyo de la causa del Reino, en colaboración con todos los que pelean por la justicia y la fraternidad universal.

23 C. L. Siller – P. F. Velázquez, Historia de las apariciones de Santa María de Guadalupe..., 85-87.

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Su gran originalidad brota del prodigio de expresar su mensaje en los simples moldes de una forma métrica de romance, tan popular y sencilla y tan desprovista –sólo en apariencia– de toda fachada de artificios y recursos, pero que, leído y saboreado despacio, revela un ingente cúmulo de sentimientos y palpitaciones. Se obtiene la nítida impresión de estar escuchando un diálogo entre el poeta y María, del que nos llega su parte más humana y hasta la más dramática: un diálogo a lo divino desde lo humano, y a lo humano desde lo divino. Provoca esa ira profética, esa sed de liberación, ese combate por el Reino, como experiencia del ideal evangélico. El poema no se entretiene en un dibujo estético de la Virgen, sino que le presenta el cuadro de sus hijos y la compromete en su papel de intercesora ante su Hijo, quien revive el drama de todos los hijos maltratados. Esta mujer –es preciso recalcarlo con énfasis– no es la Señora de títulos y privilegios que, en un alarde de virtuosismo, la alejan de nuestra tierra y la separan irremisiblemente de nuestras preocupaciones. No es una mujer distante, en lontananza, sino cercana, cercanísima, arrimada a nuestra vera. No es asunta al empíreo (Fray Luis de León), al cielo de la ausencia, la mujer perdida en un horizonte poblado de remotas estrellas y lunas inalcanzables, en donde tan lamentablemente se ha extraviado nuestra devoción, sino la tan nuestra, nuestro con-suelo, es decir, la que habita en nuestro suelo y tierra, la que con nosotros camina y sufre, llevándonos de la mano. Se ha descubierto en este romance un eco fiel, entrelazado de afinidades textuales e idéntico clima dialógico, característico del encuentro de la Virgen de Guadalupe con el indio Juan Diego. Pecaría de inobjetivo quien no viese en este poema más que al poeta religioso-social contestatario de hoy. Es Casaldáliga más bien el místico y contemplativo de esa realidad desencarnada sobre la que proyecta la luz salvadora de María. Este poema no es un grito desaforado, una voz desacordada y en estampida, sino un verso embridado, lleno de ternura (porque María es ante todo ternura: un río de leche que sale de Madre hasta llenar el mundo), dotado de ritmo y de música, una poesía viva, una palabra cordial y verdadera.

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Podemos hoy rezar con este romance; aún más, deberíamos hacerlo. Y, al leerlo, experimentar la bienaventuranza: sentir hambre y sed de justicia, llenarnos de humano dolor, sublevarnos contra la injusticia del mundo y elevar hasta Dios una sentida oración por los oprimidos. Es un romance evangélico. Sus reiteradas imágenes, símbolos, metáforas, su trasfondo bíblico, profético..., no son sino formulaciones para transmitirnos los sentimientos de un creyente que se siente profundamente hijo de María de Nazaret y que vive en el mundo atormentado de hoy. Nos acerca a todos la presencia operante de esta mujer sencilla y humilde del Magníficat, la que no duda en proclamar a Dios como defensor y vindicador de los pequeños y los oprimidos; identificada, como madre y víctima al mismo tiempo, con su Hijo, víctima él también, y en comunión íntima con los hermanos desvalidos de su Hijo, esos indiecitos del pueblo sufriente. Si el nombre de Pedro Casaldáliga queda en la historia de la Iglesia, en la historia de la poesía latinoamericana y en la memoria pascual de América, una de sus razones profundas será, sin duda, la presencia de María, a la que él cantó e invocó con acentos acendrados de ternura, no ocultándole el drama de sus hijos más pobres y desgraciados, y pidiéndole que vuelva sobre todos ellos esos sus ojos tan morenos y misericordiosos.

XII Madre otra vez, madre de muchos (José Luis Martín Descalzo)

Lo que María guardaba en su corazón Magdalena Yo temí aun que te reconocieran y que alguien te insultara. María Nadie nos conoció. Cuando los hombres miran con odio no ven, no ven. Y pude pasar entre los gritos y las risas sin que nadie se acordara de mí. Él, sí, me vio. Podrán correr los siglos y no olvidaré nunca aquellos ojos, que al mismo tiempo herían y curaban. ¿Dónde –pensé– está ahora el ángel que en Nazaret me llamaba bendita? Y escuché que sus ojos respondían repitiendo las palabras del ángel: «Dios te salve, María, Dios te salve de esta hora terrible que ahora vives. Llena eres de gracia más que nunca, de gracia y de dolor que es otra gracia. El Señor es contigo. Estoy contigo, estamos juntos, más juntos y más solos que jamás. Y bendita tú eres porque ahora serás madre otra vez,

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madre de muchos, esta vez con dolores espantosos de parto». Oí su voz sin palabras y de pronto me sentí fuerte y llena, capaz de soportar siete calvarios. Por eso pude llegar hasta la cruz y mantenerme allí de pie, recogiendo su sangre y sus palabras. De su muerte nada os diré. Sería necesario abrirme el corazón para decirlo. Juan Aquel día tú perdías un hijo, nosotros te ganamos como madre. Un bien pobre consuelo para ti. María No fue un consuelo, fue una tarea. Una hermosa tarea, os lo aseguro. Yo, que nunca serví para otra cosa que ser madre, podía seguir siéndolo y todo el corazón que estiré para quererle tuvo un inmenso hogar para seguir amando Juan Después se hizo silencio. María no volvió a hablar. Vivía sin vivir en el mundo. Y esperaba. Y un día se nos fue calladamente lo mismo que se extingue el fuego de una llama. Ahora está con su Hijo, y en el mundo sólo queda el olor de su ternura.

1. José Luis Martín Descalzo: el personaje y su obra El autor de este poema mariano escenificado es el sacerdote y comunicador de la fe, de primera magnitud en la es-

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cena cultural española de nuestro tiempo, José Luis Martín Descalzo. Nació en Madridejos (Toledo) en 1930 y murió en Madrid en 1991. Pasó en Astorga toda su infancia, y en Valladolid, de donde era originaria su familia, su adolescencia. Concluyó sus estudios de teología e historia eclesiástica en la Universidad Gregoriana de Roma. En 1960, tras impartir clases de Literatura en el Seminario de Valladolid, inició sus estudios en la Escuela Oficial de Periodismo, lo que le condujo a realizar una brillante carrera en el mundo informativo, fundamentalmente como redactor religioso del diario ABC y director del espacio televisivo El pueblo de Dios. Escritor, poeta y periodista, puso siempre su pluma al servicio del bien. Los numerosos premios recibidos en estos campos avalan su labor: Conde de Godó, Luca de Tena, Ramón Cunill, González Ruano y José Mª Pemán. Fue ampliamente conocido y apreciado por el gran público como incansable periodista. También –él así lo quería–, como biógrafo de Cristo. Fue celebrado como novelista precoz, galardonado ya a los 26 años con el Premio Nadal por su novela La frontera de Dios. Pero él repitió siempre y sinceramente que donde de verdad se entregaba era en la poesía, que sólo en ella abría del todo su alma y daba rienda suelta a su afán creador. Poseía Martín Descalzo dotes innatas de percepción y de expresión, unidas a un tenaz trabajo. Escritor comprometido, habló y escribió como testigo de la fe. Le importaban las palabras, pero más el fuego que porta la palabra en sus entrañas y que quema por dentro y por fuera cuando se escribe y se lee, dejándose ambos –tanto el autor como el lector– abrasar por las mismas ascuas. Poeta arrebatado, existencial, al servicio de su inviolable y terco testimonio cristiano. Se sirvió de todos los medios de expresión inventados en la historia de la comunicación, vieja y contemporánea: verso, novela, reportaje, crónica, teatro, radio y televisión. Su modo exquisito de decir, su increíble subsuelo cultural, su noble sinceridad, consiguieron un atractivo de audiencia cautivador y un razonamiento más que convincente: fehaciente.

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Por los años cincuenta, junto a un grupo de poetas, intentó la renovación de la poesía religiosa española en torno a la revista Estría, que ha sido definida como «un estallido literario en la Iglesia española». Estos poetas o escritores fecundos y eximios –cuya vasta producción no es preciso ahora enumerar– fueron José Mª Cabodevilla, José Mª Javierre, Antonio Montero. A ellos se asomaban el conocido biblista, patriarca de los exegetas españoles y gran difusor del estilo literario Luis Alonso Schökel, y el grandísimo poeta comprometido José María Valverde. Lamentablemente, estos dos también han muerto. Sus libros poéticos principales son: Fábulas con Dios al fondo (1957); Caminos de cruz (1959); Querido mundo terrible (1970); Apócrifo y Apócrifo del domingo (Madrid, 1975); Diálogos de la pasión (1982); Lo que María guardaba en su corazón (Madrid, 1985); Testamento del pájaro solitario (Estella, 1991). Ese último representa ciertamente lo más logrado, sentido y autobiográfico de su obra, una auténtica confesión del alma pasada por la criba de su enfermedad mortal y por el gozo de su encuentro con el Resucitado. Al fondo late la iluminada presencia de los versos de san Juan de la Cruz. Quiero recoger el más reciente testimonio, hecho por el actual director de la BAC sobre nuestro poeta, quien le conocía tan a fondo como se conocen los buenos hermanos: La presencia pública de Martín Descalzo durante casi treinta años fue densa y poderosa. Y se convirtió en la referencia de mayor autoridad para el periodismo católico en tiempos tan revueltos como los del Vaticano II y su posterior aplicación, el final del franquismo y la Transición española. A pesar de su condición de hombre-orquesta en el cotarro de la comunicación, José Luis fue siempre y por encima de todo evangelizador. Hombre de fe y de Iglesia, consciente de su papel preponderante y de su misión sacerdotal. Tal faceta se reveló como prestancia en el último de sus experimentos profesionales: la televisión. Su programa –Pueblo de Dios– le hizo párroco de una parroquia virtual que seguía con afán sus enseñanzas desde la pantalla1.

1 Joaquín L. Ortega, «Estría, 50 años después»: Alfa y Omega 284/6 (6 de diciembre de 2001), 26.

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2. El poema: Diálogo al pie de la cruz El texto que presentamos, del libro Lo que María guardaba en su corazón, es un hermoso diálogo entretejido de narración, dramatización y lirismo. Lo mantienen tres personajes entrañables del evangelio de san Juan: Magdalena, María y Juan. El autor nos relata lo que pasó o pudo pasar, conforme a su propia interpretación de la realidad de aquellos días y noches santas. Se aferra a lo que líricamente está expresado, para descubrir, mediante un procedimiento complejo y literario, la vigente autenticidad de unos hechos narrados en las páginas del evangelio. Más que el desarrollo de una tesis, las orientaciones están diluidas en el diálogo, sin apenas denuncia de las lacras morales de la sociedad: el odio que ciega y mata. Hay que subrayar el espíritu emotivo y escénico que impregna el texto. Domina una singular ternura, lo que no impide que haya situaciones cargadas de angustia y fuerza trágica. Puede catalogarse el presente texto como teatro poético, debido a la unión de elementos realistas con los hechos más misteriosos de nuestra fe y al proceso de su forma poética, resuelta como un apasionado diálogo entre varios personajes. El lenguaje está cuidado con esmero, resulta coloquial, desgarrado y delicado a la vez, sin caer en lo artificioso. El poema progresa en versos libres, desligados de cualquier sujeción de medida y rima. Se presenta cautivadoramente claro y sencillo. No aparecen símiles, ni imágenes, ni metáforas, apenas adjetivos; pero, en cambio, la acción es muy intensa, y ofrece un gran dinamismo por el fluir incesante de los verbos. Son tres los protagonistas o sujetos que mantienen un diálogo al pie de la cruz, donde está Jesús. El poema será sometido a un tratamiento temático, en consonancia con el estilo del presente texto. Los temas que se deslizan en los versos son varios, pero están enlazados íntimamente. He aquí en sumario los asuntos o temas que serán luego comentados:

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– María, entre dos miradas: el mundo y su hijo. – El «Ave, María» del Calvario o la subversión del saludo del ángel. – María, madre universal. – Últimos momentos: la consunción de la llama o la muerte de María. 2.1. María, entre dos miradas: el mundo y su hijo La iconografía cristiana ha presentado de manera abrumadora a María y a Juan junto a la cruz. Los dos mantienen vivo el diálogo. La breve aparición de María Magdalena, casi como una intrusión, tiene por objeto abrir el diálogo con María. Expresa su temor a que ésta no pudiese estar presente en la escena del Calvario, ni se hiciera la encontradiza con su hijo crucificado. La respuesta de María disipa todas las dudas. María pasa invisible ante los ojos de los hombres. No pueden verla ni descubrirla: Cuando los hombres / miran con odio / no ven.../ Él, sí, me vio. La fuerza dramática del verbo «ver», negativa y afirmativamente expresada, tan próximas en el texto, manifiesta la antítesis que sólo el milagro del amor puede reconciliar. María se hace presente a su hijo, y Jesús la reconoce al instante. Tan penetrante fue su mirada que María ya no la olvidará aunque pasen los siglos. Lo asegura en verso corto, intenso, con un pronombre personal en posición enfática y una afirmación completa que queda resonando entre el pronombre y el verbo: Él, sí, me vio. La mirada de Jesús la ha herido aún más de lo que estaba, pero, al mismo tiempo, la ha curado. Se acrecienta el drama del dolor de la Madre por medio del antagonismo expresivo. María busca con ansias al hijo y, viéndolo, se cura de su pena, y también se llena con la herida de su mirada desvalida e inocente, la mirada de un moribundo. Así queda registrado su recuerdo: Él, sí, me vio. Podrán correr los siglos y no olvidaré nunca aquellos ojos, que al mismo tiempo herían y curaban.

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2.2. El «Ave, María» del Calvario o la subversión del saludo del ángel María se acuerda en tal trance de un día, lejano en el tiempo mas tan próximo en la intensidad, en que el ángel la llamó bendita. El recuerdo de la infancia perdida es un tema recurrente en los autores del siglo XX. ¿Cómo no recordar Aquellos días azules y aquel sol de infancia (último verso de Antonio Machado, encontrado en el bolsillo de su traje o mortaja, cuando el poeta evocaba o intentaba retener el paraíso perdido de su infancia)? Para María, aquel día y aquel sol de Nazaret se habían oscurecido repentinamente. Se pregunta qué fue de aquella felicidad, mientras sus ojos siguen clavados en su Hijo. Siente entonces que los ojos de Jesús le hablan, pronuncian de nuevo el «Ave, María», pero con distinto sesgo y tono. El saludo inicial Dios te salve, María se trasmuta en una súplica de auxilio: Dios tiene que salvarla (el verso juega con el valor ambivalente del verbo «salvar») de la hora terrible en que está sumida. Es la hora de la verdad, en donde se concentra el poder de las tinieblas y el imperio del mal se desata inconteniblemente. Con idéntico sentido dramático aparece en el evangelio de san Lucas. Jesús es hecho prisionero en el huerto de Getsemaní. Entiende que es ya inútil querer resistir. El intento de Pedro de defenderle con una espada se muestra inoperante y contraproducente. Ve la turba exacerbada, contempla a Judas, su apóstol, hecho un traidor, que le da un beso de engaño. Siente inminente su pasión y su muerte, y declara con lúcidas palabras: «Estando yo cada día en el templo con vosotros, no extendisteis la mano sobre mí; pero ésta es vuestra hora, el poder de las tinieblas» (Lc 22,53). Esta misma hora tenebrosa se abate inmisericorde sobre María. Aquella frase transida con la que el ángel le impuso nuevo nombre, la llena de gracia, debe ahora mudarse y corregirse. Ahora María es la llena de dolor, pero resulta ser, paradójicamente, otra gracia. María va a apurar con su Hijo todo el dolor del mundo, beberá íntegro el cáliz de la amargura, será fiel, como Jesús, a la voluntad del Padre, que se manifiesta

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dura, más terrible de lo que imaginarse pueda, porque una madre sufre más cuando ve sufrir a su hijo, que es también el Hijo de Dios. ¿Encontrará María un consuelo con la presencia del Señor? Aquella certidumbre de la compañía del Señor se muda en tremendo oxímoron. «El Señor está contigo» quiere decir en estos momentos: «Yo estoy contigo». Ese «yo» no es otro que Jesús, quien se apropia de la frase de la asistencia divina. Pero Jesús se revela no como un Señor poderoso, sino como un ser para la muerte inminente, un moribundo que sufre la extrema agonía. Este acentuado contraste expresivo del verso muestra la soledad de una madre junto a su hijo y la compañía con que mutuamente se arropan en su desvalimiento: estamos juntos, más juntos y más solos que / jamás. 2.3. María, madre universal Pero este Ave, María –en su acepción literaria pervertida– encuentra verdaderamente una bendición. Sin sarcasmos ni burlas. María va a ser bendita, porque será madre otra vez, y de muchos, aunque tal maternidad se consiga al precio de un altísimo coste, con tremendos dolores de alumbramiento. Cuando María oye la palabra «madre», los ojos y el corazón, antes apenados y tristes, se iluminan con vivos resplandores. Se mudan súbitamente. Entonces se llena de fortaleza; asume con realismo su durísima tarea de ser madre de muchos al pie de la cruz, junto a su hijo moribundo: Y bendita tú eres porque ahora serás madre otra vez, madre de muchos, esta vez con dolores espantosos de parto. Repárese en la fuerza expresiva del último verso, alejandrino: es como una larga cadencia, una intensa (por el grado de sufrimiento) y extensa (por la muchedumbre de hijos que deben nacer) agonía con la que María cumplirá su misión salvadora de dar a luz a los nuevos hijos de Dios. Las palabras de María se impregnan de valor mágico cuando le toca ser madre, se trasmutan maravillosamente. Por eso, María, poeta o profetisa, emplea palabras clave, que se cargan

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de connotación y simbolismo. Ella atestigua: oí su voz sin palabras..., oxímoron que subraya la compenetración de la madre y del hijo en esa escena. Una larga enumeración y de pronto me sentí fuerte, llena, capaz..., expresa el brío recibido de su nueva misión: la maternidad que le ha otorgado su Hijo desde la cruz. María se crece siendo madre. No se arredra, afronta la dificultad y el peligro, aunque le aguarden multiplicados por siete los peligros. La hipérbole siete calvarios evidencia un número incontable de dolor y muerte, porque cada agonía de un ser humano renueva para María ese momento de la pasión de su Hijo. En cada hombre ya no puede ver sino a su Hijo. María, convertida ya en madre de la humanidad, es capaz de soportar siete calvarios, un calvario infinito. La maternidad de María invade toda la escena. He aquí dos ejemplos de admirable concisión: una concatenación repetitiva: No fue un consuelo, una tarea. / Una hermosa tarea. Y también este otro, donde expresa su vocación íntima y su capacitación, es decir, su destino absoluto: Yo, que nunca serví para otra cosa que ser / madre. Esta dimensión –la maternidad universal de María– reviste una suma importancia en el poema, hasta convertirse en su núcleo significativo capital. 2.4. Últimos momentos: la consunción de la llama o la muerte de María Juan es testigo de la muerte de María. La mejor tradición sitúa estos momentos en Éfeso, concretamente en Selkut, a unos kilómetros de Éfeso. El nombre se dice así: Meryem Ana Evi. Hay que añadir que se trata de un lugar tan santo como recogido. Una pequeña casa y capilla, ambas tan pobres como desnudas, conmemoran la presencia de María y del discípulo amado. Es un lugar sagrado en donde hemos podido celebrar la eucaristía en sendas ocasiones. Permítaseme evocar un recuerdo mariano. En la casa-capilla de Éfeso ocurrió lo que nunca como sacerdote me había acontecido: la santa misa tuvo que ser interrumpida porque el llanto de la gente allí congregada, no sé si por la carga de la emoción, o por el peso ya insoportable de tantas

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vivencias acumuladas de todo tipo –la inevitable presencia o ausencia de una madre–, o por la misteriosa magia del lugar, o la misma huella de María... lo impedían. Literalmente, no podíamos seguir. Había que parar, descansar y restablecerse. Parecía una escena sacada de algunas páginas de los Hechos de los apóstoles. No he vuelto a tener una experiencia de este tipo, aunque las ocasiones a veces sí lo han propiciado. El poema sugiere que María vive ya en el silencio. Ha dicho su palabra de fidelidad hasta el final. Ha pronunciado todo cuanto debía pronunciar. Se ha quedado muda: María no volvió a hablar, nos confirma el poema. Ya ha entregado su Palabra al mundo, que es su Hijo. Lo ha dado en la Natividad y lo ha vuelto a entregar en la cruz. Ha cumplido su tarea, realizado su misión. Vive ya sin vivir en este mundo. ¿Cómo no recordar los célebres versos de nuestros místicos san Juan de la Cruz y santa Teresa de Jesús en sus poemas: Vivo sin vivir en mí / y tan alta vida espero / que muero porque no muero (santa Teresa), estrofa que el santo poeta vierte así: Vivo sin vivir en mí / y de tal manera espero / que muero porque no muero? En todo caso, se trata de un silencio místico, porque sólo se espera a vivir con el Señor, y todo lo que pertenece a este mundo se convierte en freno, rémora y lastre: privación de vivir y continuo morir. La Virgen sólo aguardaba. Dice el poema con lacónica frase: Y esperaba. Únicamente deseaba estar ya con su Hijo. Si hubiera que poner en forma fílmica estos instantes últimos de la vida de María, este trance de pasar de este mundo a la eternidad de su Hijo, la celebración de esta Pascua o paso definitivo, tendríamos que recurrir a una de las más hermosas películas que últimamente hemos podido contemplar –en este juicio valorativo no estoy solo; lo comparten los mejores entendidos en mariología y en cinematografía–. He podido ver la película en Italia y se titula Maria, figlia del suo Figlio (en español, María, hija de su Hijo). Es la vida de Jesús vista desde los inmensos ojos de una madre, María. ¿Quién mejor, qué atalaya o qué lugar de estrategia más ideal para ver un hijo, sino los ojos de su madre, que lo siguen y persiguen con tanta solicitud como ternura? Así ve María a Jesús, desde el momento de su anunciación hasta la muerte del hijo y, mientras ella siga viva, hasta su propia muerte.

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En consonancia con el filme (he vuelto a visionar la película para tratar de ser fiel a la secuencia y registrar las palabras precisas), he aquí el emotivo cuadro final, aunque desprovisto de la fuerza de las imágenes y del subrayado de la banda sonora. María está echada en su lecho de muerte, viste de blanco, el rostro delata paz profunda, tal vez cansancio; cruza sus brazos y espera. En estos momentos entra Jesús Resucitado. Se acerca a María y le dice: «Madre, hoy estarás en el cielo, con Dios». Le responde: «Yo no merezco estar en el cielo, no soy digna de Dios». «¿Por qué?», le pregunta Jesús subyugado. Y María contesta: «Porque te he amado a ti, hijo mío, más que a Dios». En este momento climático Jesús se sonríe feliz, la abraza con apretada dulzura y le musita tiernamente al oído del corazón: «Es lo mismo, madre, es lo mismo». Volviendo a nuestro poema, hay que convenir en que la muerte de María o su consunción está resuelta de modo tan simple como admirable. María se fue de esta tierra calladamente como el fuego de una llama. Y esa llama se extingue despacio –el poema nos lo hace ver y no ver al mismo tiempo, mediante un juego de claroscuro–. Como una desaparición, la imagen de la Virgen se va yendo y las palabras se apagan poco a poco, a manera de una dilatada puesta de sol. Existe una extraordinaria compenetración entre la suave cadencia de la estrofa y el irse muriendo de María, como si las palabras fuesen el correlato musical que registra los momentos decrecientes de su vida terrena. Hemos encontrado una fuente asombrosa de este recurso expresivo (a Martín Descalzo le encantaría conocer la noticia, él tan amante de san Juan de la Cruz) en los versos finales de la octava estrofa del poema la Noche oscura: Quedéme y olvidéme, / el rostro recliné sobre el Amado, / cesó todo y dejéme, / dejando mi cuidado entre las azucenas olvidado. La lenta repetición del sonido, tan acentuado y dulce, de la abierta letra «e» describe el momento de entrega amorosa y de fusión personal de la Amada en el Amado. Véase –o escúchese– el procedimiento en nuestro poeta: Y un día se nos fue calladamente lo mismo que se extingue el fuego de una llama. Ahora está con su Hijo, y en el mundo sólo queda

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el olor de su ternura. María, tras su partida, ha dejado un mundo más bueno, mejorado: el mundo impregnado con el aroma de su perfume, que es lo femenino y materno del amor, la ternura. Cuando estuve en Éfeso, en la casa de la Virgen, pude recoger tierra de la misma tierra que pisaron sus pies. Ahora mismo –mientras escribo estas líneas– tengo aquí, delante de mis ojos, un puñado de esa tierra, que sus pasos santificaron, una tierra pobre y humilde como su presencia.

3. Conclusión: un poema que es un vivo pedazo del Evangelio Martín Descalzo ha logrado vigorizar un tema recurrente –y por ende, tan frecuentemente desvirtuado y hasta gastado–, impregnándolo de honda humanidad. Le ha infundido nueva vida mediante el aliento del drama personal. Puede afirmarse –a la estela del título del libro del autor– que María ha abierto de par en par su corazón y ha revelado lo que tan dentro, celosamente, como un hermoso secreto, guardaba. Comunica con pasión al hombre y a la mujer de hoy, sumidos en el pozo de la angustia, una verdad consoladora: que ella sigue siendo madre. Por esa hermosa vocación existió, y para cumplir su providencial destino de madre continúa viviendo todavía. Nnos atrevemos a aventurar la congruencia del poema con el tema bíblico que se encuentra en el trasfondo y que marca su inspiración. El diálogo es fiel a la escena del cuarto evangelio. He aquí el texto y su breve comentario: Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego dice al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su intimidad (Jn 19,25-27).

Esta narración, tan propia y exclusiva del cuarto evangelio, debido a su alto contenido teológico, desborda los límites de un relato con un sentido estrictamente moral. Este

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episodio no describe sólo un acto de piedad filial de Jesús hacia su madre; Jesús, además de buscar para su madre un apoyo y una compañía en la persona del discípulo amado, le revela el don de su maternidad espiritual. María se convierte en madre no solamente del discípulo, sino de todos aquellos a quienes él representa: la Iglesia, la humanidad. Desde un punto de vista mariológico, últimamente ha cobrado mayor relieve considerar la escena del Calvario subrayando la maternidad espiritual de María. Véase esta nutrida serie de autores que la defienden. Entre los católicos, Gächter, Braun, Tyes, Dubarle, de Goedt, Gallus, Kerrigan, Leal, Mollat, Feuillet, Pozo, De Fioris; y entre los protestantes, Herberte, Hoskyns, Lightfoot, Thurian, Bampfylde2. La madre de Jesús se convierte en madre del discípulo; éste queda identificado y reconocido en el hijo de la madre de Jesús: María, en efecto, es figura de la Iglesia-Madre, la nueva Sión, en la cual ingresan los hijos de la Nueva Alianza. Ésta es la voluntad del Padre, manifestada por el Profeta-Mediador-Cristo, para la comunidad del nuevo Israel, la Iglesia3.

La maternidad es de orden espiritual. María es la madre de la vida de Cristo, ella genera esta vida en todo discípulo a quien Jesús ama. Y se llama mujer porque realiza la misión del nuevo pueblo de Dios, que es nombrado con frecuencia, pasando alternativamente del registro de pueblo al de mujer (Is 26,17; 43,5-6; 49,18; 56,6-8; 60,4; Jr 31,3-14; Bar 4,36-37; 5,5). María queda constituida en la mujer bíblica, la que da a luz con dolor al Mesías, y, desde Jesús, se convierte en madre universal del género humano: Al sufrir verdaderos dolores de parto en la pasión de su Hijo, la bienaventurada Virgen ha dado a luz al mundo a nuestra salvación universal; por eso es madre de todos nosotros4.

El discípulo, amado de Jesús, acoge a María, la madre de Jesús, como su misma madre. Y en él ve María la imagen de 2 Para un desarrollo de estas teorías, puede consultarse I. de la Potterie, María en el misterio de la Alianza, Madrid 1993, 256-257. 3

A. Serra, Maria a Cana e presso la croce, Roma 1978, 114.

Así, tan breve como certeramente, lo ha descrito Ruperto de Deutz, In Johann 119,1; PL 35,1950. 4

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Jesús, su Hijo. Tal es el sentido revelador que alcanzan estas palabras del evangelio para todo aquel que se llama discípulo de Jesús5. Es célebre, por su belleza y profundidad, el comentario de Orígenes: Nos atrevemos a decir que, de entre todas las escrituras, los evangelios son las primicias; y entre los evangelios, estas primicias corresponden al evangelio de Juan, cuyo sentido nadie puede percibir si antes no ha reclinado la cabeza sobre el pecho de Jesús y no ha recibido de Jesús a María como Madre. Y para ser otro Juan es preciso hacerse tal que, exactamente como Juan, lleguemos a sentirnos designados por Jesús como siendo Jesús mismo. Porque según aquellos que tienen de ella una sana opinión, María no tiene más hijos que Jesús. Cuando Jesús dice a su madre: «He ahí a tu hijo», y no: «He ahí a este hombre, que es también hijo tuyo», es como si le dijese: «He ahí a Jesús, a quien tú has alumbrado6.

Releído el poema desde el pasaje bíblico y el breve comentario exegético que lo acompaña, no podemos sino admirar cómo el evangelio es capaz de fecundar unos versos y cómo estos versos de José Luis Martín Descalzo han sabido beber con fidelidad de las aguas verdaderas del evangelio. Existe una mutua irrigación, un mutuo alumbramiento en la doble acepción del término: ambos se iluminan, proyectan una luz esclarecedora, y ambos se dan a luz, generándose en sucesivos partos de comprensión y verificación. Es preciso elogiar los extraordinarios valores poéticos, que residen no sólo en el lenguaje, sino en la propia atmósfera dramática del texto de Martín Descalzo. Su pasión evangélica prevalece sobre cualquier otro propósito y constituye su más logrado éxito.

5 Véanse estos densos artículos del conocido profesor de los escritos joánicos I. de la Potterie, «La parole de Jésus “Voici ta mère” et l’accueil du disciple (Jn 19,27b)»: Marianum 36 (1974), 1-29; «Et à partir de cette heure, le Disciple l’accueillit dans son intimité (Jn 19,27b)»: Marianum 42 (1980), 84-125. 6

Orígenes, Comm. In Johann. I,6; PG 14, 31.

XIII Sólo un nombre ojival puede nombrarte: Madre del pan de trigo (Miguel d’Ors)

Reina de los Cielos, Madre del pan de trigo (Gonzalo de Berceo, Milagros de Nuestra Señora, 659a) Qué música tus manos, fina corza del mayo más intacto, qué gesto de azucena, qué iluminada crece la hierba donde pisas. Eres la tesorera del silencio, el sauce que se inclina a toda pena; eres la que se queda fuera de las palabras; sólo un nombre ojival puede nombrarte: madre del pan de trigo, sí. La sombra de una sonrisa tuya iguala a mil cerezos, y es que hasta tu sandalia nazarena, alondra cristalina, arpa de lágrimas. Vienen del siglo XII los mejores ruiseñores y nimian tu aleluya. También aquí mi boca con sus costras, mi voz, acostumbrada a hurgar entre basuras con hambres vergonzosas, intenta un vuelo azul y esta ramera rancia también te dice Salve.

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1. Apuntes biográficos sobre Miguel d’Ors El autor de este hermoso texto nace en Santiago de Compostela el 25 de diciembre de 1946. Es hijo del jurista Álvaro d’Ors y nieto del gran humanista Eugenio d’Ors. Estudia bachillerato –rama de Letras– en el colegio La Salle, de Santiago, y en el instituto Ximénez de Rada, de Pamplona. Cursa la carrera de Filosofía y Letras, sección de Filología Románica, en la Universidad de Navarra, donde se doctoró en 1973. Actualmente es profesor titular de Literatura Española en la Universidad de Granada. Tres facetas principales confluyen en nuestro personaje: poeta, investigador, profesor. Es esencialmente poeta y autor fecundo, ha publicado los siguientes libros de poemas: Del amor y del olvido, Madrid 1971; Ciego en Granada, Pamplona 1975; Codex 3, Ciudad Real 1981; Chronica, Granada 1982; Es cielo y es azul, Granada 1984; De canciones, oraciones, panfletos, impoemas, epigramas y ripios, o cajón de sastre donde hallará el lector amigo todo cuanto deseare, y el no tanto sobradas razones para seguir en sus trece, Granada 1990; La música extremada, Granada 1991; Punto y aparte, Granada 1992 (obra antológica realizada por el mismo autor); La imagen de su cara, Granada 1994; Hacia otra luz más pura, Granada 1999; 2001 (Poesías escogidas), Sevilla 2001 (antología de sus poemas preferidos). En 1987 obtiene el Premio Nacional de Crítica por su libro Curso superior de ignorancia. Miguel d’Ors es lúcido investigador del hecho poético, ya sea como fenómeno acontecido en la historia pasada o como el que se desenvuelve en la actualidad palpitante. En el primer epígrafe podemos citar los siguientes títulos: El caligrama, de Simmias a Apollinaire. Historia y antología de una tradición clásica, Pamplona 1977; Aproximación histórica a la poesía navarra de la postguerra, Pamplona 1980; La «protohistoria poética» de Manuel Machado, Málaga 1994; Manuel Machado y Ángel Barrios. Historia de una amistad, Granada 1996; Manuel Machado, poesía de guerra y de posguerra, Granada 2 1994. Se ha asomado, entre atento y cauteloso, al mar o maremagnum de nuestra última poesía, revuelto por la confusa floración de poetas y nuevos –los llamados, novísimos–

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movimientos literarios tan fugitivos y oscilantes. Ha intentado poner orden y claridad en medio de las aguas turbulentas. Ha descrito con ponderado acierto la panorámica poética de la actualidad: La aventura del orden (poetas españoles del fin de siglo), Sevilla 1998; En busca del tiempo perdido. Aproximación a la última poesía española joven (1975-1993), Granada 1994. Por último, Miguel d’Ors es un profesor muy estimado por sus alumnos universitarios, realmente adornado con dotes de extraordinaria pedagogía. Quien esto escribe es testigo presencial del entusiasmo que suscitan sus clases, del rigor con que las prepara y la solvencia con que las imparte. Acuden incluso alumnos provenientes de otras ramas académicas para escucharle. Todos aprenden del sabio maestro.

2. Obra poética Su poética se halla diseminada entre sus múltiples poemas. Nada mejor que acudir al epílogo de su libro Punto y aparte, en donde el autor comenta sus mejores versos o –según propia confesión– «los menos detestables». Se convierte en exegeta de su propios libros, se mira en el espejo de su obra y explica puntos de vista, alusiones metapoéticas, los procedimientos creativos..., en fin, la urdimbre de su sabia artesanía. Para una ulterior comprensión –tal vez más global– de su poesía debo remitirme al lúcido prólogo con el que Enrique GarcíaMáiquez presenta su último libro1. En tres características claves –creemos, tras su lectura detenida y de crítica ponderada– podría concentrarse su poética: sencillez, calidez y capacidad de sorpresa2. La peculiaridad que primero salta a la vista, al leer la obra poética de Miguel d’Ors, es una absoluta e inusual sencillez del lenguaje, que responde al esfuerzo de hacer más asequible su palabra y, así, no poner obstáculo alguno a la plena comunicación de la misma.

1

2001 (Poesías escogidas), Sevilla 2001, 7- 30.

Véase el libro que trata monográficamente sobre el estilo, la temática y las influencias de nuestro autor: A. Cadelo – A. Esteban, Miguel d’Ors y los bachilleres del siglo XXI, Pamplona 1995. 2

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Esa palabra se apoya en motivaciones de orden íntimo y en una gran capacidad imaginativa y emocional. No faltan, sin embargo, rasgos cultos propios de un profesor universitario. El poeta contempla su poema o creación con los ojos con los que Dios mira la obra de sus manos, puesto que la palabra poética participa del don creativo de la palabra poderosa de Dios3. Los poemas dorsianos son inteligibles, se entienden a la primera, aunque luego su repetida lectura depare nuevas emociones. No es la suya, sin duda, una poesía hermética, hecha en clave esotérica, a manera de un acertijo, sólo apta para unos selectos eruditos. La calidez. No sólo alude a la calidad –que la posee y en alto grado–; es algo que tiene que ver más bien con el intimismo y la resonancia que despierta en el lector. El poema, que ha brotado del hondo manantial del corazón, llega certero y desemboca en el corazón del lector: Los poemas de Miguel d’Ors son mecanismos de una muy buena ajustada relojería interna, pero no artefactos inertes y fríos sino inteligentes y cordiales, llenos de sentimiento y de temblor, y en los que precisamente nada falta ni sobra para suscitar el efecto deseado y generar una emoción que traspasa limpiamente la página y se trasmite al lector4.

La capacidad de sorpresa. Siempre –he podido constatar de continuo este rasgo esencial en la atenta lectura de su obra– adviene un momento inesperado –toque o relámpago– que sacude al lector y deja el alma, recluida en su proverbial rutina, gratamente alterada. Acontece entonces el pasmo ante la extrañeza de lo insólito. Puede llamarse el milagro de lo maravilloso, que se produce incluso en el aparentemente más sencillo de sus versos. En especial, tratándose de los versos finales5. La escritura d’orsiana se sitúa de modo pleno dentro de lo que se viene llamando poesía de la experiencia, sin duda la 3

El autor así lo entiende: Miguel d’Ors, Nuestro Tiempo (junio 1993), 71.

C. Clementson, «D’Ors, la emoción inteligente»: Cuadernos del Sur (10 de junio de 1993), 4. 4

5 J. L. García Martín habla de «finales sorprendentes». Algún autor prefiere decir «conclusivos», pues constituyen la clave hermenéutica para interpretar y dar sentido completo al poema. Cf. A. Cadelo: «Miguel d’Ors: poeta “de oro”», Ideal (25 de abril de 1988), 31.

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corriente hoy hegemónica de nuestra lírica. Miguel d’Ors ha sido un adelantado de ella. Hacemos nuestro su hondo anhelo, expresado por el mismo autor, más allá de toda etiqueta que manipula o de todo tópico vulgar que neutraliza la originalidad: «Menos poesía de la experiencia y más experiencia de la poesía»6. Su poesía es una inmersión –no podía ser menos, dada la valía del autor– en la experiencia inefable de la belleza a él otorgada desde lo Alto y laboriosamente forjada. El conocido crítico Fancisco Rico califica así su contribución: Miguel d‘Ors ha acabado revelándose como uno de los líricos más radicalmente originales, más capaces de crear un universo propio, de su generación7.

No puede dejar de reseñarse el humor de esta poesía. Humor que se transmuta en ironía y en distanciamiento (cf. Bertolt Brecht) y, a veces, en burla o fino –nunca cruel– sarcasmo. Con qué frecuencia el lector acaba la lectura del poema con una inteligente sonrisa entre los labios, contemplando la futilidad de tantos asuntos graves de la vida8. Tal como acertadamente rezan unos versos de la contraportada del libro citado: Y se nos cae una lágrima /nacida de una sonrisa, / blancas y sueltas las dos.

3. Poeta esencialmente religioso Desde sus primeros escritos, Miguel d’Ors se manifestó como poeta de acento religioso: «Lo religioso es condición primordial de esta poesía, se formule o no en términos explícitos»9. Hay que añadir que el poeta no esconde su talante creyente y practicante, en estos tiempos de recatado pudor ante el hecho religioso. Se nos viene a la memoria, por la semejanza del comportamiento y vigente actualidad, la conducta vergon6 En busca del tiempo perdido. Aproximación a la última poesía española joven (1975-1993), Granada 1994, 84. 7

Poetas contemporáneos. Historia y crítica de la literatura española.

Pueden verse frecuentes ejemplos de esta ironía en A. Cadelo – A. Esteban, Miguel d’Ors y los bachilleres del siglo XXI, Pamplona 1995, 95-104. 8

9

M. García Posada, El País (27 de febrero de 1993), 10.

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zante de Nicodemo, quien visita a Jesús por la noche, para no ser visto por su grupo de fariseos (léase el evangelio de san Juan 3,1–2). Él proclama con entusiasmo su fe, da valiente testimonio –que no soberbia gala o vano alarde– de ella a lo largo de su obra. Este talante confesional había desaparecido de la poesía religiosa española. No se trata, sea dicho en bloque genérico que admite también sus matices, de la religiosidad existencial de Blas de Otero, que significa la atormentada ausencia de Dios, ni tampoco de una cierta poesía-teología de la liberación que sustenta los poemas de Ernesto Cardenal, que no cuadra con sus parámetros poéticos ni vitales. Dios no es, por supuesto, asunto o planteamiento lateral en su poesía. No se refiere a la elección gratuita de un epígrafe para poner título a un poema. Constituye el punto original, fecundo venero, a partir del cual el autor poetiza sobre los diversos asuntos. Dios se convierte en la luz necesaria desde la que el poeta ve el mundo y que asimismo esclarece toda su producción. No se da un mero cambio de tendencia, como de manera precipitada o injusta se ha dicho. José Luis Martín afirma que la moralidad ha cambiado de sesgo; ahora se hacen odas a la Virgen en vez de a Afrodita, y a la esposa en lugar de a bellos adolescentes10. El tema religioso apareció explícitamente desde su primer libro, y continúa todavía. El autor lo ha introducido con tal vigor –y mérito suyo es, que debe ser reconocido de forma unánime– que ha logrado renovar la lírica de nuestros días11. Miguel d’Ors continúa egregiamente una tradición de la lírica española que comienza con Unamuno y sigue posteriormente con los poetas de la posguerra: Panero, Rosales, Valverde, Vivanco...

4. Dios creído y confesado: credo poético Miguel d’Ors pone en esta visión creyente unas notas personales. Como poeta comprometido ha cantado su fe, ha dado alto y sonoro testimonio de ella. Contempla el universo como un reflejo del amor de Dios; la belleza de este mundo 10

Camp de L´arpa 5 (1981), 86.

11

Así lo reconoce Miguel García Posada, El País (27 de febrero de 1993), 10.

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como un mudo espejo donde se refracta la suprema Belleza de Dios, Splendor veritatis 12. Al dar acto público de fe, precisa la imagen del Dios en quien cree. No se pierde en un confuso panteísmo, ni en la idea de un dios literario deseante y deseado, que viene a confundirse con la pura creación de la belleza (Juan Ramón Jiménez). Así entona su canto creyente. Dios tiene un nombre. Se llama Padre. Es el creador de todas las cosas. El único Dios verdadero. Ha puesto en marcha una historia de salvación, ha elegido a los patriarcas y a los profetas. Ha dado energía a las débiles vírgenes (más fuertes que todas las legiones); ha conservado la sonrisa en el rostro herido de los mártires; ha iluminado a los sabios, guiado a los arquitectos, inspirado a los literatos (y también –dicho en tono de fina ironía por parte del autor– a los analfabetos como yo). Se encuentra tanto en lo ínfimo (amebas) como en lo colosal (las dominaciones). El poeta creyente acaba con una invocación: que este Dios ponga una chispa de su lumbre y de su fuerza en las palabras y en sus versos. He aquí el credo d’orsiano, que cualquier cristiano puede (y debería alguna vez) rezar, en comunión de fe y sentimientos: En el nombre de Dios –ojo: no del Gran Todo, no del Gran Manitú ni el Punto Omega ni del Dios (Dios me libre) deseado y deseante de ciertos camarotes de seda–, en el nombre del Padre que fizo toda cosa, en el nombre del solo Dios verdadero, el Dios de los profetas hirsutos y los vastos patriarcas, el de Inés y Cecilia, sexo débil más fuerte que todas las legiones, el Dios que sostenía la sonrisa de Tomás Moro bajo el hacha negra, el Dios de Louis Pasteur, el de Gaudí, de Chesterton, de los analfabetos como yo, el Dios de las amebas, de los Tronos y las Dominaciones, del simún y el Museo Británico, comienzo 12

Punto y aparte, 212.

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esta declaración, esta memoria del desolado tiempo que he vivido. Que él ponga en mis palabras una chispa de Su innombrable fuerza 13. Esta imagen de Dios se halla presente en las criaturas; el mundo ha sido hecho por su manos, en todas los seres hay ocultas semillas de Dios. La creación entera está en gemidos y se abre como una invitación para que todo hombre lo encuentre. Pero el autor, siguiendo el lamento de Pablo (Carta a los romanos, cc. 2-5), constata amargamente que los hombres han negado la evidencia, han rechazado al Dios que los buscaba detrás de cada cosa: Tropezaban con Dios en cada cosa: un niño: Dios; una gaviota: Dios; una mujer que dice «yo también»: Dios; un buen verso: Dios. Pero eran ciegos, sordos, inexplicables, y negaron a Dios como quien niega el mar o las manzanas 14. El poeta, armado de intrépido atrevimiento, no esconde su fe, la proclama a tiempo y a destiempo –contra viento y marea-; denuncia con vigor profético los males de nuestra época: el atroz fariseísmo, la pérdida consensuada de valores esenciales como el don de la vida, la invasión de la muerte inexorable por culpa de la otrora bendita droga y su lúgubre cortejo: A lo que no me apunto es a después de tanta historia con Mamá Natura asesinar 1.000 niños ustedes ya me entienden. A lo que no me apunto es a morir, igual que Jimi Hendrix, con catorce pinchazos diz que de paraíso debajo de la lengua. A lo que no me apunto ni borracho es a clamar pro la naturaleza con un dispositivo en la vagina, 13

Punto y aparte, 88.

14

Punto y aparte,90.

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una funda de plástico ya saben, un kilo de pastillas en el alma y millones de hermanos que no llegan a especie protegida 15. Estas Lecciones de historia –con las que Miguel d’Ors interpreta la reciente civilización de la segunda mitad del siglo XX– han sido calificadas como «una atrevida y arriesgada crónica... realizada por un poeta que decide poner sobre el tapete los desmanes a los que diariamente asistimos, denunciados desde una muy personal postura ideológica y religiosa»16. Miguel d’Ors se muestra como un poeta cristiano creyente, lúcido, profético y comprometido; poeta por vocación católico17. No podía faltar esta faceta esencial en su vida: poeta de María.

5. Un poema sobre la Virgen Éste es el tema que nos toca contemplar de cerca y comentar: su faceta mariológica, su sincera devoción por la Virgen, la Madre del Señor. El asunto poético que el autor ofrece es una recreación de un texto mariano de los Milagros de nuestra Señora, de Gonzalo de Berceo, está extraído de su libro Codex 3. Su estructura viene diseñada en tres partes bien diferenciadas: 1ª: Saludo a nuestra Señora. 2ª: Fiat. 3ª: Justificación del título. Aquí sólo presentamos el primer poema o cantiga. Creemos que resulta el más logrado18. 15

Punto y aparte, 91.

Tal es el juicio que merecen a J. Luna Borge: «Poemas para personas», Poesía por ejemplo, 2 (X-94/III-95) 27. 16

17 Para disipar cualquier duda –si es que aún persiste alguna –también se ha atrevido a hablar y a decir «Toda la verdad sobre Juan Pablo II», en un célebre poema. Punto y aparte, 112. 18 Y también el autor es del mismo parecer: «La estructura general del segundo poema me fue sugerida por “Spain 1937” de W. H. Auden. El último –lo admito– no está a la altura de los dos anteriores» (Punto y aparte, 210).

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5.1. La sonora cadencia de una música o hermosa letanía mariana En cuanto a la métrica, son versos libres con abundancia del endecasílabo con marcados ritmos. Los versos se deslizan con muy pocos verbos; domina la frase sustantiva, el objeto en sí. De esta manera se nos presenta un retrato de María con ropaje medieval, de la más pura cepa hispana; pero ahora el poeta lo recrea, lo hace suyo, lo vislumbra en su intimidad, lo enaltece al poner a María en contacto con la hermosura de la naturaleza. No se trata de una sarta –cuánto menos, vacua retahíla– de nociones abstractas, sino de precisas y preciosísimas advocaciones. Una lectura detenida del poema nos depara sorpresas. El poeta invoca a María con la ofrenda floral del trébol, procede con el reiterado recurso de un triple requiebro. A modo de insistente anáfora repite tres veces la exclamación qué. La reiteración redunda en la acentuación de la belleza de María. Obsérvese este mantenido compás de tres por uno: Qué música tus manos... qué gesto de azucena... qué iluminada crece la hierba. De nuevo se oye el mismo compás. Tres escogidas advocaciones refieren respectivamente tres atributos marianos. Su recogida vida interior: eres la tesorera del silencio. Su protección siempre al acecho de cualquier pena o sufrimiento humano para ampararlo: el sauce que se inclina a toda pena. Su inefable (a saber, más allá de las palabras) hermosura: eres la que se queda fuera de las palabras. Por fin, otros tres piropos (la sonrisa, alondra, arpa) continúan enalteciendo su sin par belleza. Una sonrisa de María, aunque sólo sea su sombra y no el destello resplandeciente del mediodía, no encuentra rival ni oposición ni siquiera en la misma nevada flor de los cerezos: La sombra / de una sonrisa tuya iguala a mil cerezos. Dos breves pero certeras jaculatorias, alondra cristalina, arpa de lágrimas, la elevan en una atmósfera de música y de transparencia, de dolor asumido y de incontaminada belleza:

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«De magistral hondura son las palabras con las que acaba la segunda estrofa: alondra cristalina, arpa de lágrimas; incluso fuera de contexto o exentas, guardan mucho de ese esplendor de la Belleza»19. En el aspecto sonoro –véase este nuevo escorzo que depara la lectura de los versos–, cabe señalar la aliteración de los versos 10 y 11: y es que hasta tu sandalia nazarena, / alondra cristalina, arpa de lágrimas. La repetición de la letra «a» es susceptible de simbolizar onomatopéyicamente la acogida de la madre. El tipo claro y abierto de esta vocal predominante en casi todos los versos ¿podría relacionarse con la claridad, atributo sustancialmente aplicable a la Virgen, a la que el poeta rinde este reconocimiento: qué iluminada crece la hierba donde pisas? 5.2. María, madre del pan de trigo En el centro del poema aparece explícita la invocación mariana que da origen al título. Aunque el poeta no halla vocablos ajustados, un nombre, sólo un nombre ojival (perteneciente a un estilo arquitectónico de la Edad Media, y por ende a este tiempo referido) puede serle apropiado. El poeta asiente en su descubrimiento, confiesa positivamente: sí. La interpela como una vez, hace ya mucho tiempo, la invocó Gonzalo de Berceo: Madre del pan de trigo. Este título está tomado de la estrofa 659, de los Milagros de Nuestra Señora. En concreto del milagro XXIII, en donde se habla «de cierta imagen de Jesucristo que dio testimonio en favor de un cristiano»20. He aquí transcrita la estrofa completa: Reina de l os Cielos, Madre de pan de trigo por quien fue confondido el mortal enemigo Tú eres mi fiança, esso misme te digo, lo que he regunzado, al que tienes contigo.

19 A. Cadelo – A. Esteban, Miguel d’Ors y los bachilleres del siglo XXI, Pamplona 1995, 69. 20 Para la interpretación del milagro y las diversas denominaciones en su historia, véase El libro de los milagros de Nuestra Señora. Edición crítica y estudio por J. Montoya, Granada 1986, 195-200.

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Berceo escribe con un arte nuevo en aquel tiempo, denominado cuaderna vía, con versos de catorce sílabas, formando grupos de cuatro versos, con una ligera pausa en medio, y todos ellos acabados con la misma rima. Bien merece la pena recoger una glosa a este título de María. Se trata de un arrebatado comentario, él mismo también convertido en poesía, sobre este verso de Berceo: Entre los requiebros dirigidos a la Virgen, ninguno menos previsto que el de este verso, tan justamente celebrado: «Reina de los Cielos, Madre del pan de trigo». Ahí se cifra el «mensaje» de Berceo. A ese verso genial asciende por espontáneo impulso. ¡Madre del pan de trigo! El pan ya partícipe en el salmo que glorifica la Creación de Dios: «Y el pan da valentía», traduce nuestro fray Luis. El pan da ese valiente sosiego, ese buen paso con que el poeta afronta el mundo y sus pecadores, Cristo y su Madre: Madre del pan, y del pan bueno, el pan de trigo, emblema de la sustancia verdaderamente sustancial21.

Miguel d’Ors ha sabido acercarse a este verso y voz primera –que es cifra y paradigma viviente– de nuestra literatura, y sobre todo literatura mariana, encarnada en Gonzalo de Berceo. Anhela entroncarse también con la tradición de los mejores cantores y monjes, de los más eximios vates de la lengua, para nimiar un aleluya, una alabanza a María. Así lo declara en verso: Vienen del siglo XII los mejores ruiseñores y nimian tu aleluya.

5.3. La voz desarraigada de nuestro tiempo Este clamor aparece en la parte final del texto comentado. El poeta se transforma no sólo en voz, sino también en portavoz y atalaya del mundo. Por eso toma tierra y se encarna en un concreto aquí y ahora. No puede ser infiel a las angustias y tristezas en que nuestra humanidad se debate a muerte. Tan hermosos y reiterados piropos a María podrían caer en un etéreo delirio de piedad, en un cromo multicolor; el poeta no puede desentenderse del dolor que a todos nos aqueja. El 21

Jorge Guillén, Lenguaje y poesía, Madrid 1962, 33.

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poeta, herido, grita. No se trata de un efectismo rebuscado. Su grito no suena de manera postiza –como un rictus cómplice, un apresurado tic para quedar bien con una moda de nuestro tiempo–, sino que se eleva con un tono verdadero, auténtico: «Lo sagrado se funde con la experiencia, y entonces la visión poética sobrevuela los abismos de la doctrina. En ese movimiento vibra lo mejor y más duradero de su obra»22. El poeta –a saber, el creyente postrado, el hombre o mujer herido– va a hablar aunque sus labios estén resecos y cubiertos de llagas mal cerradas. Confiesa: También aquí mi boca con sus costras. El poeta con palabras propias confiesa su desolada podredumbre: Mi voz, acostumbrada a hurgar entre basuras / con hambres vergonzosas. Con atrevido simbolismo apocalíptico –mundo alucinante en donde es frecuente el trueque literario entre la mujer y el pueblo–, el poeta es capaz –pocas veces se nos ha dado asistir a tan decidido ejercicio de confesión sincera– de contemplarse en la figura de una sucia mujer, usada y abusada, una prostituta ya marchita, ramera rancia. Desde esta situación, sin salida de abandono y desvalimiento, intenta un vuelo azul, una mirada hacia María. Finalmente se reconcilia y se dignifica al contacto con la mujer más pura y se decide a cantar en este valle de lágrimas: Salve.

6. Conclusión: lo que no es tradición es plagio El autor ha sabido hacer suyo un tema mariano de nuestra literatura del siglo XII. Lo ha acercado al hombre de hoy quien, atraído por los abismos existenciales de nuestro tiempo, pero más subyugado por el hechizo de la Madre, termina incorporándose al saludo del ángel y a la invocación de tantos cristianos fervientes. Lo que el autor confesaba, como declaración de intenciones, ha sido hecho. Admirablemente resuelto: «En las tres cantigas» me propuse aplicar al tema mariano los procedimientos irracionalistas de la lírica contemporánea. No encuentro justificación alguna para el conservadurismo estético 22 Así lo reconoce, como sentencia final de su comentario, el crítico Miguel García Posada, El País (2 de febrero de 1993).

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que suele caracterizar a la poesía religiosa de nuestros tres últimos siglos23.

El propósito ha sido llevado a la práctica, cumplido con satisfacción. D’Ors ha logrado vivificar estos materiales con la adopción de registros coloquiales que confieren a su poesía un atrayente tono confidencial. Hay que señalar como elementos fundamentales de este estilo el sabio uso de la intertextualidad –sabia combinación entre el pasado literario y el presente–, el diálogo con préstamos literarios mantenido con otros autores, y el manejo, cuando procede, de frecuentes enumeraciones y recursos expresivos. Todo ello es fruto de un riguroso trabajo de artesano que conoce bien su oficio y cuyo logro no obtura la comunicación ni enfría la cordialidad, sino que, aún más, potencia la sorpresa del lector y sacude su emoción religiosa. Este poema, además de sus méritos intrínsecos ya reconocidos, sugiere una mirada al futuro. ¿No se ha abierto aquí –con el poema que tiene una fecha precisa: 16 de junio de 1975– un inédito camino y orientación para vivificar el tratamiento de la poesía religiosa? ¿No es posible ya el milagro, con tan señaladas y hondas palabras, de un nuevo rezo mariano de tanta relevancia en el pueblo cristiano? Miguel d’Ors se presenta, bajo esta perspectiva, como un poeta enraizado en la historia literaria, anclado en la mejor tradición y en sintonía con nuestra actualidad. El poeta, como un río fecundo, ha sabido unir las dos orillas: el pasado remoto y el vértigo de nuestro presente. En ambas épocas apoya firmemente sus pies. Desde la lejanía de la historia, unida su voz al coro de tantos que han sabido cantar a María, y desde la postración del hombre actual, eleva en comunión con la humanidad y con la historia (veintiún siglos nos contemplan) un canto de amor y amparo a la Madre del pan de trigo, la que nos dio en Belén (Bait-Lehem: «casa del pan») el pan de la vida, a Jesús, para remediar el hambre que nos aqueja. Miguel d’Ors se ha mostrado obediente a la sabia consigna de su abuelo: «Lo que no es tradición, es plagio». Ha sido fiel a la tradición, y fiel también a los avatares del tiempo. 23

Punto y aparte, 210.

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Revive la tradición con los sentimientos de nuestros días. Recrea en odres nuevos el vino añejo. Para que nada se pierda. Ennoblece la tarea del poeta, y del poeta religioso ante todo. ¿No merece nuestro buen amigo poeta Miguel d’Ors, en tan encomiable afán y logro, nuestra admiración y, aún mejor, nuestra atenta escucha y leal seguimiento?

XIV Recuerdo que temblaba y pensaba en mi Virgen (Andrés Trapiello)

Virgen del Camino Estas noches de invierno hace frío en la casa, los techos son muy altos y las paredes viejas, cierran mal los balcones y la ventisca entra hasta la misma cama donde espero a que me venza el sueño y a que el sueño me arrebate de golpe el libro de las manos, y así, sobresaltado, me despierto en medio de las sombras. Y es entonces cuando comienzo un rito, un viejo rito íntimo, igual todas las noches: rezo un avemaría mentalmente. Durante muchos años esto me avergonzaba. «Qué buscas», me decía, «en oración tan simple. Eres un hombre ya, no crees hace mucho que el destino del hombre obedezca a unas leyes divinas ni que el orbe, engastado de estrellas en las ruedas del sol y de la luna, sea la maquinaria de un reloj, al que un ser bondadoso da cuerda cada noche en su vasto castillo esa vieja mansión que Nietzsche llamó Nada y Bergson llamó Tiempo. Es tarde para ti, me digo. Déjales esa oración a otros, a tus hijos tal vez, ignorantes aún de lo que sean

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las palabras antiguas del arcángel que anunciaron el Verbo y su silencio en misterioso griego, según cuenta san Lucas. No pienses otra cosa. Estás cansado. Ya es bastante de un día conocer su final y conocerlo en paz. Deja, pues, de rezar. Ese viático no puedes usurparlo, porque, di, ¿de qué te serviría? De qué sirve una llave de la que no sabemos a dónde pertenece». Son razones que habré dicho mil veces, pero al llegar la noche, me acuerdo de otras noches y el frío de mis pies entre las sábanas es un frío de infancia, de internado, cuando oía a mi lado el dulce respirar en otras camas, y en el cristal la escarcha. Y al recordar aquellas ya lejanas noches de la meseta, tan largas, oscuras y sin fondo, recuerdo las palabras de los frailes: «La Virgen del Camino guiará vuestros pasos dondequiera que estéis. No dejéis de rezarle y el camino no será tan difícil. Será para vosotros linterna en alta mar o una noche de luna». Y recuerdo que yo, para dormirme, imaginaba, acurrucado, debajo de las mantas que pesaban pero que calentaban poco, sin moverme siquiera de la parte más tibia que había caldeado con esfuerzo, incluso con mi aliento, imaginaba, digo, qué sería de mí y qué lejanos mares habría de cruzar, qué extrañas tierras. Otras veces pensaba si la muerte habría de llegarme como a aquel que labrando un buen día su viña, ni siquiera de recoger su manto tuvo tiempo, o en medio de una fiesta, o en el sueño...

Andrés Trapiello / 289

Al llegar a este punto recuerdo que temblaba y pensaba en mi Virgen, de modo que mis labios desgranaban aquel Ave, Maria, gratia plena, con el que yo me hacía un lecho de hojas secas, y luego me dormía... para llegar, muchos años después, a noches como ésta, noches frías de invierno donde a solas conmigo voy pensando y dejando en mi boca, una a una, las palabras antiguas de la Salutación, como si fueran el óbolo que habrá de franquearme los portales del manto hospitalario que unos llamaron Tiempo y otros llamaron Nada.

1. Introducción He aquí un poema actual –palabra que necesita más adelante algún correctivo– sobre la Virgen. Sorprendentemente, es la oración de un laico agnóstico. Se llama Andrés Trapiello. Bien merece una respetuosa acogida y un detenido estudio. El poema se presenta como una «dificilísima oración laica a la Virgen María, donde el autor ejecuta una especie de triple salto mortal poético y sale indemne», según la acertada valoración de Miguel García Posada1. Llama la atención también que se trata de una composición de muy amplio vuelo: 84 versos libres, largos en su mayoría. No estamos habituados a poemas tan extensos. Su dilatada espacialidad, sin embargo, permite mostrar la amplia fluencia del discurso y la expresión verbal en secuencias de rica orquestación. Andrés Trapiello se mueve a sus anchas y exhibe un tono muy personal.

1

Poesía española: la nueva poesía (1975-1992), Barcelona 1996.

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El poema es un prolongado vericueto; por las hondas galerías del recuerdo puede el autor arribar, no sin peligros, hasta el encuentro final y vital con María. En la lectura del poema se transparenta un cierto candor o ingenuidad. Nos viene a la memoria la blanca inocencia tan característica de Los milagros de Nuestra Señora, de Berceo. Lo advertimos en el lenguaje coloquial, en donde incluso el polisíndeton da un tono familiar, sencillo, de exemplum o relato milagroso. El poema –es preciso reconocerlo al instante– está admirablemente escrito; se halla repleto de felices recursos estilísticos que, en una primera lectura, tal vez puedan pasar desapercibidos. En él se oye una voz capaz de recoger las pulsaciones inquietantes del vivir, el paso del tiempo, la fe, la muerte. La misma voz posee innegables registros para convertirlas en materia poética de extremada depuración, andadura equilibrada y timbre elegante.

2. Andrés Trapiello, un poeta dentro de la nueva poesía española «Dejar constancia de sentimientos demasiado duraderos, para momentos demasiado fugaces», es una de las definiciones que Andrés Trapiello da a su creación poética. Este autor, nacido en Manzaneda de Torío ( León) en 1952, intenta recoger el legado de la tradición, contemplada con los ojos líricos de un poeta de hoy. Andrés Trapiello es un ejemplo del presente momento poético español, ya decantado, o de la nueva poesía, ya en parte consolidada. Repárese en que añadimos el inevitable matiz de apreciación, que alude a su asentamiento y hechura, porque la novedad, en lo que a poética se refiere, es flor fugaz e incesante que nunca deja de surgir con ímpetu. Resulta imposible perseguir de cerca su andadura y su crecimiento, debido a su continuo proceso de creación y metamorfosis2. 2 Si algo define el panorama poético actual es su complejidad y heterogeneidad. Puede trazarse esta amplia y variopinta panorámica, en donde cada uno de los epígrafes engloba diversas maneras de concepción, acercamiento y trabajo poéticos: poe-

Andrés Trapiello / 291

Mas hagamos un poco de historia interpretativa del momento actual o más reciente. Los poetas que se han dado a conocer a partir de 1975 han procurado crear, al margen de escuelas y normas, consignas y modas. Escasamente preocupados por las rupturas violentas, han sabido mirar con respeto la tradición poética para adaptarla a la nueva sensibilidad, tomarla como ejemplo o parodiarla. De las variadas tendencias que han seguido los caminos poéticos de esta época –iniciados o reforzados, a veces, por algunos poetas precedentes–, hay que destacar, en lugar preeminente, la tendencia al lirismo reflexivo, a un predominio de lo emocional sobre lo racional. La expresión de la intimidad, los tonos elegíacos, las meditaciones sobre las propias experiencias, las preocupaciones intelectuales y vitales, telúricas, hedonistas, metafísicas, místicas e incluso sociales pasan ahora a un primer plano. Progresivamente, ha ido cobrando espesor una veta neorromántica, meditativa, en la que mediante forma clásica, con ajustados procedimientos irracionales, se ha reivindicado la memoria y se han dibujado los más diversos paisajes interiores: la soledad, el amor, las inquietudes religiosas. Algunos han reivindicado con frecuencia el desaliño, el prosaísmo, las imperfecciones estilísticas. Se sirven del coloquialismo y de expresiones propias de los medios de comunicación y de la publicación; también, del humor y la ironía como elementos distanciadores. De esta manera han pretendido dar cuenta de sus vivencias cotidianas, ya de forma superficial o con más serias intenciones. Hay que destacar la revitalización del derecho a experimentar con el lenguaje. Se han caracterizado por una firme vocación de desprendimiento de todo aquello que pueda

sía de la experiencia, poesía metafísica, de la conciencia, experimental, post-vanguardista, poesía de la diferencia, neoexpresionista, neosimbolista, poesía en fin enfrentada al discurso dominante. La cuestión es que cada vez resulta más complicado moverse entre esta selva de etiquetas literarias, cuyo contenido conceptual suele ser más bien vago e impreciso. En el mejor de los supuestos, resultan una salida cómoda para los lectores ya enterados; en el peor de los casos, se convierten en categorías restrictivas o en armas arrojadizas.

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entorpecer la comunicación. Todos han puesto un extremado celo en el uso de la palabra que se requiere, esencial y tensa, depurada y concisa. M. Ríos escribirá que a los poetas jóvenes españoles «más que el culturalismo les subyuga la sensación vital, los gestos y sentires ante lo cotidiano, devolviéndole al poema, con su fervoroso tratamiento, entrañamiento humano, ternura, emoción». La nueva lírica española está desprendida tanto de alegatos o formulaciones sociales, políticas, éticas y morales, como de juegos artificiosos y frívolos. Las palabras claves que la definen son intimismo y esteticismo. Encarnan la continuidad de una tradición poética que no prescinde de la autenticidad humana ni deja de apuntar a la belleza. Si la relectura de la tradición es una de las características que definen el actual momento poético, pocos líricos ejemplifican esa relectura como Andrés Trapiello. La profunda tradición en la que bebe se extiende desde los clásicos, los simbolistas e impresionistas hasta los poetas de los cincuenta, en especial Francisco Brines y Jaime Gil de Biedma. El título de su libro, Las tradiciones (Madrid 1982), resulta muy representativo de esta actitud generacional que constituye nuestro patrimonio literario. En su caso, los modelos imitados han sido los simbolistas menores (Samaín, Laforque, Moréas, Jammes) y sus equivalentes españoles, es decir, el Antonio Machado de Soledades, el Manuel Machado de Alma o Caprichos y el Juan Ramón Jiménez de Arias tristes o Pastorales, sin olvidar a los últimos modernistas, como Rafael Sánchez Mazas, o a un postsimbolista menor como Luis Pimentel, a quien Trapiello ha editado. Esta imitación es particularmente visible en dos de sus libros más maduros, La vida fácil (1985) y El mismo libro (1989), que Junto al agua (1980) constituyen hasta ahora el corpus poético de este autor, que reúne su poesía en una reedición de las Tradiciones en 1991. El poemario Acaso una verdad le ha valido el Premio de la Crítica en 1993. En este libro se encuentra nuestro poema a comentar, La Virgen del Camino. Andrés Trapiello constituye en nuestros días un asombroso prodigio de fecundidad literaria, digno de ser reseñado. La

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abundantísima fertilidad se combina con la profundidad y la versatilidad de los frentes y diversos géneros literarios que frecuenta. No es escritor monotemático, sino sinfónico: en él resuenan muchas y distintas voces. Puede leerse abajo su completa bibliografía3. En 1998 realizó la publicación-antología de Poemas escogidos, donde también se encuentra nuestro poema. La opción literaria de Andrés Trapiello se sustenta sobre un difícil equilibrio entre innovación y tradición. Cuando consigue remontar el vuelo e insuflar el acento personal, el resultado suele ser feliz. Pero si no lo alcanza, hay que poner siempre en el haber del autor el buen gusto y el saber hacer con que procede. Los mejores aciertos suelen estar allí donde el poeta se libera de la guardarropía de época y expresa con más desnudez sus hondas preocupaciones.

3. Nuestro poema, o un largo recuerdo La dimensión clave de su lectura e interpretación estriba en que consiste esencialmente en un intenso y prolongado recuerdo. El tratamiento no es en absoluto inédito. El tema de la recuperación del paraíso perdido de la infancia aparece como una constante en la literatura española de los últimos tiempos: en Machado, Juan Ramón Jiménez, Vicente Aleixandre, Leopoldo Panero... Pero el texto que comentamos de Trapiello ofrece un matiz de tipo religioso cuyo más cercano antecedente puede vislum3 Trapiello sintió una temprana vocación literaria, que se orientó primero por la poesía. En 1980 publicaba su primer poemario, Junto al agua. Continuaría con Las tradiciones (1982), La vida fácil (1985), El mismo libro (1989), Acaso una verdad (1993) y Para leer a Leopardi (1995). También es conocido como narrador. Publica las siguientes novelas: La tinta simpática (1988), El buque fantasma (1992), La malandanza (1996). Es muy notable su contribución en los periódicos. Ha recogido su extensa producción diarística en ocho volúmenes publicados desde 1990 que comenzaron con El salón de los pasos perdidos y al que siguieron Gato encerrado y Locuras sin fundamento. También ha escrito como ensayista sobre nuestros clásicos: publica Las vidas de Cervantes (1993), Viajeros y estables (1993), Las armas y las letras (1995), Clásicos del traje gris (1997) y Los nietos del Cid (1997). Ha desarrollado, por fin, una encomiable labor como editor al frente de revistas como El Artefacto o la colección Veleta en la Editorial Comares de Granada. Recientemente, ha conseguido el Premio Nadal de Novela 2003 con su obra Los amigos del crimen perfecto.

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brarse ya en la Balada de la placeta, del Libro de Poemas (1919), de Federico García Lorca, en donde el autor manifiesta4: Se ha llenado de luces mi corazón de seda, de campanas perdidas, de lirios y de abejas, y yo me iré muy lejos, más allá de esas sierras, más allá de los mares, cerca de las estrellas, para pedirle a Cristo Señor que me devuelva mi alma antigua de niño madura de leyendas, con el gorro de pluma y el sable de madera...

El poeta granadino confiesa su nostalgia del candor de la infancia y todo lo que ella comporta. Andrés Trapiello dará un paso adelante, y, mediante el influjo de una oración mariana, logrará recuperar, solo, en medio de la duda y del agnosticismo, un canto de esperanza y de vida con la salutación del arcángel que aprendió en un internado religioso, siendo niño. En una lectura detenida del largo poema, la primera cualidad que sorprende es su lenguaje directo, natural, más hablado que literario. Poesía que es confidencia, confesión y depósito de intimidad. Dos módulos compositivos se muestran a lo largo del poema: el narrativo y el más estrictamente lírico. Ambos se imbrican en una mutua ósmosis y compenetración enriquecedora. Puede ofrecerse ahora, a manera de anticipo concentrado, el contenido del poema. Comienza con la descripción de una situación presente, transida de noche y sus oscuros presagios, que sirven para enmarcar el relato. Se ilumina con un monólogo interior: un recuerdo infantil cruza y da vida al poema. Éste desemboca, culminándolo, en el rezo del avemaría, que calma y otorga esperanza al incrédulo. La contradicción religiosa late en el poeta laicista. La fe y su contrario, la Nada, continúan su sorda y dramática lucha en el corazón del poeta, 4 Federico García Lorca, Obras completas I. Poesías (ed. Miguel García Posada), Barcelona 1996, 136.

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pero hay un hálito vital más poderoso, y a él se rinde: la invocación a María, la Virgen del Camino. El prolijo poema se puede estructurar fundamentalmente en tres grandes apartados, que iremos desglosando de forma sucesiva. 3.1. Primer apartado (vv. 1-11): la ocasión propicia para el rezo del avemaría Estas noches de invierno hace frío en la casa, los techos son muy altos y las paredes viejas, cierran mal los balcones y la ventisca entra hasta la misma cama donde espero a que me venza el sueño y a que el sueño me arrebate de golpe el libro de las manos, y así, sobresaltado, me despierto en medio de las sombras. Y es entonces cuando comienzo un rito, un viejo rito íntimo, igual todas las noches: rezo un avemaría mentalmente. El autor se refiere a un estado de soledad: frío y estremecimiento. Se hace patente la adversa situación, rodeada de continuo por circunstancias negativas, hasta siniestras. Ya en el verso inicial se nos informa del clima de nocturno malestar con la secuencia noche-invierno-frío. La doble adjetivación del siguiente verso completa el marco: los techos son muy altos y las paredes viejas, mancilladas por el tiempo. Sigue el deplorable estado de la casa; incluso los balcones no cierran bien, el viento se filtra como un agudo azote de frío y lame hasta la misma cama donde el niño intenta en vano descansar. El niño o poeta se despierta con un sobresalto en medio de la noche, rodeado de sombras. La larga aliteración sucesiva de la letra «s» (y así, sobresaltado, me despierto en medio de las sombras) nos sitúa en un fondo de silencio, soledad y desasosiego. Mediante un lenguaje coloquial, nada tremendista –que representa toda una técnica estilística en el uso del lenguaje–, Trapiello nos sumerge en una situación íntima, que se torna angustia opresiva, real ambiente de pesadilla.

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La concatenación o anadiplosis del verso 10 (comienzo un rito / un viejo rito íntimo...) sirve para enlazar el relato. Todo está a punto para comenzar un rito, que no es nuevo sino antiguo, acostumbrado: la costumbre de rezar, como todas las noches, el avemaría. 3.2. Segundo apartado (vv. 12-35): desdoblamiento y coloquio «Qué buscas», me decía, «en oración tan simple. Eres un hombre ya, no crees hace mucho que el destino del hombre obedezca a unas leyes divinas ni que el orbe, engastado de estrellas en las ruedas del sol y de la luna, sea la maquinaria de un reloj, al que un ser bondadoso da cuerda cada noche en su vasto castillo, esa vieja mansión que Nietzsche llamó Nada y Bergson llamó Tiempo. Es tarde para ti, me digo. Déjales esa oración a otros, a tus hijos tal vez, ignorantes aún de lo que sean las palabras antiguas del arcángel que anunciaron el Verbo y su silencio en misterioso griego, según cuenta san Lucas. No pienses otra cosa. Estás cansado. Ya es bastante de un día conocer su final y conocerlo en paz.» Sensación de agilidad y movimiento producen los verbos en el comienzo de este monólogo interior. Ya el pretérito imperfecto al final del verso 12 recoge la influencia de un pasado que se actualiza. El poeta elige la segunda persona para entablar un diálogo consigo mismo (versos 13 y siguientes). Confiesa, nada más iniciarse esta conversación interior, su vergüenza mantenida durante muchos años. Ya es un hombre, y rezar un avemaría pertenece a la edad de la infancia, es asunto de niños. En este punto del poema las metáforas y las imágenes se engarzan para formar una bella y original alegoría en la que el Divino Relojero hace funcionar la maquinaria del universo

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y de la vida (versos 14-20). ¿Cómo podrá el poeta creer que el destino del hombre acate obediente las leyes divinas o que el orbe siga sumiso a la cuerda de un reloj que un ser bondadoso hace andar cada noche en su vasto castillo? El poeta expone su lucha interior, busca apoyos en los criterios de autoridad de los existencialistas. Para Nietzsche, la casa de Dios es la Nada; para Bergson, el Tiempo. Su fe agónica (muy unamuniana) se agita entre Dios y la Nada, se debate entre la esperanza y la desolación, entre la claridad del día y la noche del alma. El texto se salpica de nuevo con el polisíndeton, que enlaza vivencias, recuerdos y angustias de ese tiempo pasado. Parece que no queda más remedio que ceder en la lucha. Es tarde. Tres formas verbales sucesivas: Es tarde para ti, me digo. Déjales (verso 23), expresan la zozobra de esa pesadilla nocturna y de ese saberse vencido por el tiempo. Rezar el avemaría es propio de los niños pequeños e ignorantes, ilusos o ilusionados por unas palabras obsoletas del arcángel. Los versos siguientes carecen de sintagmas verbales; esto produce lentitud e incomprensión, al interpretar el misterio de la Encarnación (versos 24-28). En el verso 29, el lenguaje coloquial se hace directo: No pienses otra cosa. En el verso 36, quiere autoconvencerse de la vanidad de su intento, y remata con este contundente abandono: Deja, pues, de rezar. No le está permitido usurpar ese viático. Una doble interrogación retórica cierra este discurso con una invisible y segura negación. Se pregunta torpemente por la inutilidad de su rezo: ¿De qué serviría? De qué sirve una llave /de la que no sabemos a dónde pertenece (versos 33-35). 3.3. Tercer apartado (vv. 36-84): el recuerdo redentor A causa de su prolija extensión –que excede en mucho a los otros apartados–, parece oportuno no escribirlo de nuevo, aunque citaremos explícitamente los versos comentados. El poeta profundiza en las razones con que se devana. Aparece entonces el recuerdo. Esta palabra preside estratégicamente todo el espacioso apartado. Podemos anotar fielmente

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su obstinada presencia: me acuerdo de otras noches (verso 38); y al recordar aquellas ya lejanas noches (verso 43); recuerdo las palabras de los frailes (verso 46); y recuerdo que yo para dormirme (verso 52); recuerdo que temblaba y pensaba en mi Virgen (verso 68). El recuerdo moviliza una inmensa serie de energías misteriosas –aún no devastadas por el paso del tiempo– que actúan en el presente. Esta parte final del poema es un magnífico canto a la riqueza del recuerdo, a su poder de rehabilitación, a su capacidad de despertar la conciencia. El lector asiste con creciente avidez a este admirable espectáculo, recuperado por la memoria, de tantas imágenes soterradas que recobran movimiento y vigencia. El presente aparece ya en el verso 36, para actualizar una situación, para reforzarla con la memoria del pasado. La hipérbole agranda esos momentos de lucha, mientras que el abundante polisíndeton enhebra los recuerdos que se acumulan en la mente del poeta: unos, tiernos, expresados por la metonimia: dulce respirar (verso 41); otros, crudos, reforzados por la enumeración decreciente de las noches de la infancia: aquellas ya lejanas / noches de la meseta, tan largas, / oscuras y sin fondo (versos 44-45). El estilo directo (versos 49-51) recoge las palabras de los frailes; se manifiesta lleno de metáforas lexicalizadas (por ejemplo, pasos = camino = vida), de larga y rica tradición literaria. Da un tono espiritual y afinidad léxica a su mensaje: La Virgen del Camino / guiará vuestros pasos dondequiera que estéis. El uso reiterado del imperfecto (imaginaba, que pesaban, que calentaban) refiere una vez más esta nostalgia del pasado que se hace patente (versos 53.54.55), y evidencia las vivencias y los sueños de la infancia, mientras que la adjetivación: lejanos mares, extrañas tierras (verso 59), todavía difumina el horror a un mundo desconocido y desconcertante. La reiteración de la conjunción «que» produce fonéticamente el tartamudeo del pánico nocturno. Los ejemplos, tal vez narrados por los frailes del colegio, se agolpan en la mente del poeta-niño, ahora expresados con una triple enumeración y reforzados por un expresivo hipérbaton: Otras veces pensaba si la muerte / habría de llegarme

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/ como a aquel que labrando / un buen día su viña, ni siquiera /de recoger su manto tuvo tiempo (versos 61-65). Con los versos 67 y siguientes, el poema ha llegado a su clímax. Las formas verbales expresan el estado interior, el miedo y la esperanza, las pulsiones más íntimas; pero la presencia del posesivo «mi» Virgen (verso 68) potencia la relación mariana del autor con ella. De nuevo, el posesivo «mis» labios (verso 69), mediante una metonimia, implica todo su ser y su conciencia. La memoria se torna presencia: Recuerdo que temblaba y pensaba en mi Virgen, / de modo que mis labios desgranaban (versos 68-69). El rezo del Ave, Maria, gratia plena, ahora en latín, con toda su sedimentación de evocaciones, tal como el niño la rezaba entonces, ya no es una oración tan simple, sino que se convierte en amparo y lenitivo durante la dura contienda. Los versos se agilizan y se desnudan de cualquier ornato para acercar el poema, que ahora se cierra con la salutación mariana. El poeta recupera el «tiempo perdido» (Marcel Proust), la edad de la niñez. Ya es un hombre maduro. No importa la edad. Acude sin vergüenza ni bochorno al rezo del avemaría. El poema queda marcado por un claro contraste. El poeta se decía inicialmente, con la desesperanza de un derrotado: Deja, pues, de rezar (verso 32). Siente que le vuelven las fuerzas y recupera su energía de antaño: Ahora voy pensando y dejando en mi boca, una a una, / las palabras antiguas / de la Salutación (versos 28-29). Se ha operado un cambio y se ha realizado el prodigio. El poeta es capaz de rezar el avemaría. Este dilatado poema nos revela a un auténtico poeta. Si observamos una nota vehemente en algunos versos, aparece al mismo tiempo refrenada por una brida poderosa, en un afán de acometer su impulso con rigor, belleza y lucidez mental, fiel reflejo de la más profunda intimidad. El poema se cierra aparentemente tal como se abrió, con una equivalente expresión: estas noches de invierno. Pero hay que añadir, corrigiendo, que por la noche de la duda y la incertidumbre ha pasado el milagro de la infancia recuperada, la maravilla del recuerdo (recordar quiere decir, en su etimología latina, pasar las cosas por el corazón, por ese filtro íntimo, para que, libres de vana escoria y de amargas aristas, de-

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salojen su hondura más noble). La noche, al final del poema, se abre con la esperanza de un futuro prometedor. El poeta maduro, a través de los felices caminillos y repliegues de la memoria, reconquista una dulce esperanza: la Virgen del Camino será la linterna en alta mar o una noche de luna (verso 51).

4. Conclusión Andrés Trapiello, en el prólogo a las Tradiciones (Granada 1991), afirma: Yo no sé qué le mueve a uno escribir. ¿Pervivir en el tiempo, permanecer, durar? ¿La belleza del mundo y su dolor? ¿Pasar el rato, como decía un Baroja cínico y sentimental? Tampoco sé qué te justifica. Tal vez el traer a la época que le ha tocado a uno en suerte un poco de claridad y el amor a la obra bien hecha.

También ha manifestado en el prólogo a Acaso una verdad (Valencia 1993): Impresionado por algún hecho externo o conmovido por algún sentimiento íntimo, se ve uno llevado a un papel en blanco, donde le espera quizá un primer verso. Y escribe de manera intuitiva, con la esperanza de que su meditación prenda en otros corazones y conciencias.

Ambas confesiones del autor ofrecen luz suficiente para dejar constancia de que en el poema Virgen del Camino laten (en la doble acepción del término: palpitan y están ocultos) unos sentimientos duraderos, el amor acendrado a la Virgen, para hacer frente a unos acontecimientos desconcertantes y unos momentos evanescentes como sombras que pasan. Es la suya una poesía válida para una vida amenazada por una angustiosa ventisca y frialdad (dudas, vergüenzas inconfesables, falta de fe), que se resuelve finalmente, merced al noble ejercicio de la memoria, en un luminoso encuentro. El poeta recupera el paraíso de su infancia perdida. El hombre se hace niño, y el niño sí puede entrar en el reino de la confianza y de la ilusión. Entonces experimenta, conforme va desgranando las palabras del avemaría, que ha ingresado en un mundo que le cobija, en un manto hospitalario. No importa que a ese manto, superado ya el abismo de la increencia,

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algunos le llamen Tiempo o Nada. Las palabras del avemaría son como una moneda u óbolo, humilde y escondido, que le permite franquear los umbrales del tiempo hasta llegar a tocar el borde del manto o experimentar la ternura de mi Virgen, un lecho de hojas secas, donde yo me dormía (versos 37-38). El olvido es el destierro, pero el recuerdo es el principio de la redención. Hemos «recordado» a un poeta laico y a su poema. Hemos recuperado una sentida y profunda oración mariana. Andrés Trapiello nos ha dicho –mediante la belleza del lenguaje sugerencia de sus versos– que, en este largo camino o éxodo de la memoria, María es nuestra madre, la Virgen del Camino. Nos acompaña siempre. Está en el punto de partida. Estará presente en la meta. Jamás nos dejará de su mano, sino que nos arropará de continuo en su solicitud maternal. Nunca se crece demasiado en la vida como para no sentirse niño necesitado que debe ser acogido maternalmente en los brazos de María.

XV Hijo, tendrás que andarla tan desfasadamente como puedas... (Rafael Alfaro)

¡Qué desfasado está tu Niño, Madre...! «¡Qué estrecha es la puerta y qué angosta la senda que lleva a la vida, y cuán pocos los que dan con ella!» (Mt 7,14)

–¡Qué desfasado está tu Niño, Madre! ¡Qué desfasado está! Hoy que tenemos anchas autovías se pone a hablarnos de la senda angosta por donde sólo iríamos a pie... ¡Está muy desfasado! Ya se ve, sus caminos no son nuestros caminos. Pero luego no te extrañe que lo dejemos solo por su senda. No te extrañe su inmensa soledad. María: –Lo que importa es llegar. Y sólo hay una senda, y pocos los sabios que la siguen. Hijo, tendrás que andarla tan desfasadamente como puedas...

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1. Introducción: la poesía, cosa coloquial Desglosando la célebre expresión de Antonio Machado para quien la verdadera poesía era cosa cordial, se ha intentado poner ya rótulo a este poema mariano. Sorprende al lector que por primera vez se topa con este poema de Rafael Alfaro su tono acentuadamente natural, su lenguaje directo, más hablado que literario, si se quiere hasta prosaico y antirretórico, pero no exento graciosamente de ese toque de una sutil ironía encantadora... Está ausente la grandilocuencia, la pose postiza, los adornos esteticistas. Existe también la depurada técnica, pero pasa desapercibida. No se advierte por ningún flanco la improvisación, la falta de disciplina y de rigor poético. El poeta ha visto en la composición que ofrecemos (extraída de su libro Dios del venir) el medio de comunicación (y salvación) más viable y directamente humano. En tan necesitada labor el autor se muestra acorde con su época y sus avatares, y canta con acentos genuinos lo que ocurre al cristiano de la calle, que es en definitiva lo que le acontece a él mismo. Se trata de una poesía solidaria, en conexión con la inquietud y congoja de nuestro mundo: el autor quiere conjurar la soledad que envuelve por doquier al hombre, busca rescatarlo de su postración con los lazos de las palabras.

2. Breve semblanza de una vida y una obra Rafael Alfaro, sacerdote salesiano, nace en El Cañavate (Cuenca). Es profesor de Literatura especializada en la Escuela Universitaria Don Bosco, de Madrid. Miembro fundador de la Real Academia Conquense de Artes y Letras, profesor también de Filosofía y Música, y periodista. Actualmente hace crítica de poesía en la revista Reseña. Ha conseguido valiosos premios de poesía, desde el Premio Nacional de Literatura en El Salvador (1961), hasta el más reciente, el Premio Nacional José Hierro (1994). Posee una vasta e ingente producción poética. Ha publicado unos 17 libros, entre los que destacan: El alma de la fuente, San José de Costa Rica 1971; Voz interior, Barcelo-

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na 1972; Vamos, Jonás, Salamanca 1974; Objeto de contemplación, Jaén 1978; Tal vez mañana, Madrid 1978; Cables y pájaros, Madrid 1979; Música callada, Cádiz 1981; Los cantos de Contrebia, Madrid 1985; Escondida senda (Antología), Madrid 1986; La otra claridad, Madrid 1989; Poemas para una exposición, Madrid 1993; Salmos desde la noche, Madrid 1994; Dios del venir, Madrid 1995; Los pájaros regresan a la tarde, Madrid 1995. Y venturosamente todo un libro consagrado a la Virgen: Xaire. Poemas marianos, Madrid 1998.

3. El poema ¡Qué desfasado está tu Niño, Madre...! El título del poema, ¡Qué desfasado está tu Niño, Madre...!, en figura exclamativa, a modo de epifonema, se trasmuta con frecuencia en el desarrollo del poema, y como inclusión semítica, al principio y al final (versos 1.14), dándole unidad temática. «Desfasado» es la palabra clave, pocas veces utilizada en el léxico poético, pero aquí reiteradamente expresa en los versos 1.2.6 y, en forma adverbial, en el verso 14: –¡Qué desfasado está tu Niño, Madre! ¡Qué desfasado está! ¡Está muy desfasado! Hijo, tendrás que andarla tan desfasadamente como puedas... Este desfase evidencia la diferente escala de valores morales que hubo en el tiempo de Jesús, respecto al aspecto decadente que actualmente presentan. Para dar mayor fuerza crítica, el autor utiliza un texto evangélico, puesto en boca del Señor (Mt 7,14) a manera de lema. De ahí parte la disgresión, mediante un lenguaje dialógico, de tuteo, que se hace profundamente humano. Podría ser dividido atendiendo a los diversos personajes que intervienen en el diálogo, cuya misma disposición gráfica queda marcada en el pasaje:

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1) Habla Jesús: texto bíblico (Mt 7,14). 2) Habla el autor. Dialoga con la Madre: contrapone los diversos valores de la sociedad, con una reflexión personal. 3) Mensaje de María: es la respuesta maternal, equilibrada y actualizada, a la altura del momento presente. Los versos son endecasílabos y heptasílabos blancos. Es de notar que en el texto no hay descripciones exteriores. No es paisajista. Hay una clara preferencia por la conducta humana. Lenguaje directo y comunicativo. Sólo quiere darse a entender, emocionar y mejorar aquello que le preocupa, gritar a los sordos y hacer pensar a los demasiados frívolos. 3.1. Exhortación al camino Todo el poema pretende ser una viva amonestación para tomarnos en serio las palabras del evangelio. Pero esta advertencia adquiere los rasgos propios de la poesía, pues no estamos delante de un sermón o un comentario exegético. El verso 11 (no se tiene en cuenta para la enumeración la cita del evangelio de Mateo) constituye el eje climático de la composición: Lo que importa es llegar. Y sólo hay una / senda. El poema reitera la importancia de la senda, cuya mención aparece explícita en muchos versos: Y qué angosta la senda que lleva a la vida (la cita del evangelio); se pone a hablarnos de la senda angosta (verso 4); que lo dejemos solo por su senda (verso 10); y sólo hay una senda, y pocos los sabios que la siguen (versos 11-12). La aliteración de la letra «s» diseminada a lo largo del poema: solo por su senda (verso 10); inmensa soledad (verso 11); senda, y pocos los sabios que la siguen (verso 12), contribuye a percibir –o escuchar– sigilosa y morosamente el mensaje mateano. También es elocuente el quiasmo formado por anchas autovías (verso 3) y senda angosta (verso 4). Un lenguaje expresionista contrapone el texto evangélico con la situación de nuestro tiempo, a manera de un juego léxico-semántico.

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El autor deja entrever que, a pesar de las anchas autovías que recorren la geografía del mundo, el hombre de hoy tiene que hacer una sola senda, y ésta se recorre –es preciso recorrerla, nada ni nadie le podrá reemplazar en su cometido– en desnuda soledad. Para subrayar esta idea, se destaca –estratégicamente distribuida en las cuatro partes del poema– el connotativo vocablo solo, bien sea como adjetivo o en forma adverbial. La adjetivación, no obstante, resulta escasa. La expresión inmensa soledad (verso 10), donde el adjetivo se antepone al sustantivo le da un matiz personal, subjetivo; y, leída tras las sucesivas menciones de la soledad, potencia la sensación de tremenda soledad que padece el hombre de hoy. También rastrea (especialmente en el verso 12) un tema de una gran tradición lírica universal que le da prestigio, el beatus ille horaciano, cercano a nosotros por los versos de Fray Luis de León y extendido por toda nuestra lírica. Resuenan ecos de pasajes bíblicos. Cabe mencionar el texto de Isaías, expresado en claro quiasmo: Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos (55,8). El poema lo describe, sin duda, para marcar la diversidad entre unas y otras escalas en abrupto encabalgamiento: Sus caminos no son nuestros / caminos (versos 7-8). 3.2. María: Haced lo que él os diga María, la Madre del Niño –título teñido de familiaridad–, aparece como la confidente en donde el poeta desahoga su quebranto. El mensaje central está asimismo puesto en labios de María, quien asume la condición de transmisora de las palabras de su Hijo. María, como buena madre –de Jesús y del lector creyente o no creyente–, amonesta para que éste emprenda el camino de la cruz que conduce a la vida (tema lucano por excelencia), a pesar del desfase que suponga. María se presenta como la fiel discípula de Jesús. Fue virgen caminante, tal como ella supo maravillosamente hacerlo: Levantándose, María se puso en camino y fue de prisa a la

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«región montañosa, a una ciudad de Judá» (Lc, 1,39). María predica con la palabra y el ejemplo. Ella sigue pronunciando ante el mundo las palabras que dirigió a los discípulos en Caná: haced lo que él os diga (Jn 2,5). A lo largo del poema se opera un trueque de relevancia. Al principio, María es invocada como la Madre del Niño (verso 1); al final, es María personalmente la que llama al lector «hijo» (verso 13). Queda así resuelta y sutilmente manifiesta –mediante el recurso de la sustitución lexicográfica– la consoladora presencia de María como madre para todo aquel que se decide a seguir, aun desfasadamente, los caminos siempre duros, siempre nuevos del Señor.

4. Conclusión Esta poesía, que parece oral, no es oscura ni difícil, ni cerebral. Se nos presenta en directo, espontáneamente, con una intensa brevedad, casi «un momento mágico». En resumen, Rafael Alfaro ha sentido una urgencia de nuestro tiempo y ha engendrado el poema con un recorrido: corazón, mente, dedos... Las circunstancias y emociones han sacudido al poeta y le han provocado la salida en estampida de las palabras más sentidas. Como tarea prevalentemente poética, importa subrayar el intento del autor por librarse de las trabas que ligan la imaginación, ha buscado un lenguaje que sea capaz de romper las convencionales ideas, cada día más anquilosadas, de generación en generación. La poesía verdadera, sea cual sea el objetivo que la nutre, no puede prescindir de la belleza de la palabra, pero no entendemos por belleza recargamiento, énfasis, imaginería barroca..., sino precisión, adecuación de la forma al fondo. Por tanto, no existen, a efectos poéticos, palabras bellas y feas, sino palabras oportunas. La forma modela y contiene exactamente el fondo, como la piel al cuerpo. El poema, entrevisto desde esta contemplación cabal, nos ha ofrecido un oportuno talante y una valiosa ayuda. Para acercarse a la Virgen no se precisan posturas extrañas, ni vocablos rebuscados, ni efectos especiales. ¡Qué lejos estamos

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ya de la plática solemne, del tono «altisonante» cuando hablamos de o nos referimos a María! Este poema ha logrado desterrar el empaque y la voz hueca. Nos revela una correcta perspectiva. Para dirigirse a María, la Madre del Niño (verso 1) y también Madre nuestra (verso 13), basta dejar susurrar al corazón. La mejor manera de hablar es con el lenguaje de los acentos cordiales, con lengua de la plena confianza, con el llano diálogo que se torna confidencia y coloquio, tan familiar y cercano, que parece que las palabras se tocan, igual que se tocan los corazones de la Madre y del niño que somos, en el fondo, cada uno de nosotros.

XVI El testamento de Jesús: María, su Madre, Madre de la Iglesia (Francisco Contreras Molina)

«Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego dice al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su intimidad» (Jn 19,26-27).

Ahí tienes a tu madre y madre mía Ahí tienes a mi madre. Una espada cruel la dejó maltrecha y malherida. Mírala intrépida, sin ser vencida por la muerte, la noche ni la nada. Ahí tienes a mi madre inmaculada, plantada al pie del árbol de la vida. ¡Qué bien supo ser madre, siempre uncida a mí, ¡ay, ya sin mí, qué desolada! Te doy aquella a quien yo más quería, la que es mi pan y paño de agonía. Mira su corazón: es ya tu casa abierta y encendida: ¡entra y pasa! Ahí tienes a tu madre y madre mía. Mírala. Es nuestra madre y es María1. 1 Francisco Contreras Molina, Sonetos de Jesús crucificado, Verbo Divino, Estella 2001, 85.

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Hemos llegado al final de los comentarios y de los poetas reseñados. Me ha tocado a mí cerrar la serie, convertido al mismo tiempo en poeta e intérprete del Evangelio y del propio poema. Doy gracias al cielo porque se me permite hacer lo que más me llena y gusta: explicar el Evangelio y escribir versos. De manera muy sobria comento los rasgos más sobresalientes del célebre pasaje de san Juan. No yo solo, sino unido y acompañado. Me siento en comunión dichosa con tantos hermanos que también se saben hijos de María, por voluntad de Jesús. Juntos contemplamos la escena del Calvario y con gozo fraterno acogemos las palabras del Crucificado. Digamos unas palabras, pocas y sustanciales. No conviene repetir cosas que ya se han dicho2. Estaban reservados para el final esta perícopa del Evangelio y este poema, porque representan la última palabra que dicta el corazón de Jesús: su testamento filial. Nos fijamos atentamente en la disposición de su designio. Ya no nos queda a nosotros, representados en el discípulo amado, sino obedecer su voluntad: acoger a María, su madre, como madre nuestra. En ese momento supremo de la vida y de la muerte –la «hora de la verdad», según expresión del cuarto evangelio– nos situamos a la vera de la cruz, acompañando con María y el discípulo amado a Jesús. Contemplamos a Jesús crucificado. ¡Qué infinita generosidad le ha llevado hasta este abismo de desprendimiento! Incluso a su propia madre, la que era su pan y paño de agonía, nos la entrega. Tenemos una madre, que se llama María. La invocamos y acudimos como hijos a su regazo maternal; nos sostiene en este valle de lágrimas, nos mira con sus ojos misericordiosos... porque, una tarde del Viernes Santo, Jesús desde la cruz nos la dio como madre. María es el don de Jesús crucificado a la Iglesia. Se trata de un detalle singular de Jesús. Pero no resulta extraño conociéndolo. Hace lo que siempre hizo: darse en vida y ahora donarse en muerte. Ha venido a este mundo para 2 Este comentario completa el ya realizado al poema de José Luis Martín Descalzo, en torno al pasaje del evangelio de san Juan. Insiste en la fuerza del testamento de Jesús.

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traer vida y vida abundante (Jn 10,10), y reparte el caudaloso río de su vida a manos rotas sin quedarse con nada. Es espléndido, infinitamente pródigo. Jesús representa el don del amor de Dios al mundo (Jn 3,16). Toda su vida ha consistido en un ir dando y donándose sin medida. ¡Ay, si conociéramos la generosidad de su corazón sin reservas!, como él mismo pedía a aquella mujer samaritana: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber...! (Jn 4,10). No se ha guardado nada: nos ha dado todo, absolutamente todo. Su existencia constituye una serie de entregas cada vez más plenas y decisivas. Nos entrega su cuerpo: «Yo soy el pan bajado del cielo, y el pan que yo voy a dar es mi carne para vida del mundo» (Jn 6,51). Nos dona hasta su sangre, derramada en la cruz: «Uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua» (Jn 19,24). En la cruz, muriendo por nosotros, realiza aquellas palabras proféticas pronunciadas durante la santa cena: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros... Ésta es mi sangre, que se derrama por vosotros». Jesús, en la cruz –la expresión es algo más que una frase bonita–, celebra la santa misa: sufriendo y muriendo por nosotros, entregando su vida por amor3. Nos da su mismo Espíritu. Cuando muere en la cruz, el evangelio registra unas palabras únicas en la literatura religiosa y profana de su tiempo. No dice simplemente «murió», sino literalmente «dio el espíritu» (paredoken to pneuma) (Jn 19,30). Jamás se ha hablado así de la muerte de un ser humano. 3 Me viene ahora a la memoria el sentido recuerdo de José Luis Martín Descalzo. De él hemos reseñado su vida y comentado un hermoso poema mariano. Fue un hombre maravillosamente dotado con el don de la palabra hablada y escrita. De su hermana religiosa recojo el siguiente testimonio. Refería que José Luis Martín Descalzo, por su enorme poder de oratoria, era capaz de convocar muchedumbres, llenaba iglesias y dejaba abarrotados los salones. Pero añadía la hermana que nunca lo vio tan sacerdote como cuando estaba postrado en la cama, sufriendo lo indecible –basta leer Testamento del pájaro solitario– llevando con paciente alegría la cruz de su enfermedad que le condujo a la muerte. Comentaba convencida: «Entonces mi hermano José Luis era verdaderamente sacerdote, en cuerpo y alma. Unido al Señor crucificado, estaba celebrando la mejor de las misas, la más fervorosa: entregando su vida».

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Alguien muere cuando se queda sin respiración. Jesús muere no porque le falta el aliento, sino porque nos da su aliento vital, para que nosotros vivamos ya de su misma vida divina. Jesús hace de su muerte una entrega completa. Muere no porque le quitan la vida, sino porque da vida. Muriendo nos da el Espíritu de la Vida. En su agonía, clavado en la cruz, nos da a su propia madre. Cuando alguien va a morir, se aferra con frenesí a su instinto de conservación, pues nadie quiere morirse del todo. Jesús es hijo y tiene delante a su madre. Ahora se siente hijo desvalido y su madre está con él. Dos miradas se cruzan desde lo más hondo del alma. Su instinto de hijo correría hacia su madre y la voz de la sangre de su madre le gritaría con todas sus fuerzas. En estos momentos, transidos de un gesto inaudito que no entendemos, que tal vez nunca lleguemos a comprender, Jesús, de manera lúcida y consciente, nos da a su misma madre como madre nuestra. Decir, tal como suelen traducir casi todas las Biblias, que el discípulo la recibió en su casa es hablar de forma indebida, sin llegar a captar el mensaje más hondo del evangelio. Algo más que una acogida material es lo que debe dispensar el discípulo. Apoyados en la mejor tradición de los santos padres, conforme a la más exacta significación de las palabras griegas de Juan, el evangelio afirma que el discípulo ha acogido a María entre sus bienes más preclaros (eis ta idia), en su intimidad, como su tesoro más valioso. En el soneto, Jesús habla a Juan y a cada uno de nosotros, representados en el discípulo amado. Son palabras dirigidas al testigo, caracterizado porque no se cansa de mirar y contemplar. Por eso, Jesús le insiste en que mire, para que viendo comprenda y se rinda a esta hermosa certidumbre, para que crea a través de los sentidos en esta donación que le está haciendo: María es ya también su madre. Si hubiera que poner algún cuadro o pintura que decorase ese instante en el que Juan entiende que es hecho hijo de María por voluntad expresa de Jesús, y que María es ya su madre, sin dudar escogería el icono del Cristo de san Damián4. 4

Francisco Contreras, El Cristo de san Damián, Madrid 2004.

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A la derecha del Crucificado están, de pie, María y Juan. ¡Qué mutua complacencia se anuda entre ambos! ¡Con qué ternura le mira la Virgen! ¡Qué gozo el de Juan al sentirse amado por María! ¡Cuánto daríamos por entrar y sumergirnos para siempre en esa corriente y en ese magnetismo! Saben que están ya unidos porque Jesús así lo quiere, y que su mutuo cariño es señal de que él sigue vivo y presente, de que está con ellos. Me asombra hasta la emoción el temple de María. No se rinde, no se viene abajo; permanece de pie, plantada al pie del árbol de la vida. Se muestra intrépida. No le vence ni la muerte, ni la noche, ni la nada. Su amor por Jesús y por nosotros es más grande que la muerte y su cortejo de males. Tiene que arropar a su Hijo. En estos momentos no puede claudicar. Sus entrañas de madre se hacen inquebrantables como la roca. Yo he conocido madres, a la vera de la cama de sus hijos enfermos de muerte, dotadas de una fortaleza que nunca se resiente. Más fuertes cuanto más débil se torna su hijo, cuanto más se acerca «el mastín de la marea» –como nos recordaba Alberti–. ¿De dónde sacan esa reciedumbre, de qué hondas entrañas brota esa perseverancia y esa ternura tan serenas y firmes? Así está María junto a la cruz de su hijo y junto a nuestras cruces: acompañándonos siempre. Toda ella se concentra en ser una dulce presencia. Es algo más: una casa abierta y encendida. María nos abre la puerta de par en par. En esta casa siempre hay luz y vida. Es el colofón permanente de un verso denso de Luis Rosales, que grita alborozado en medio de la noche: «¡la casa está encendida!». Sí, la Iglesia que nace al pie de la cruz de Jesús es una casa habitada e iluminada: una familia unida por el amor de Jesús. En nuestra casa, con nosotros, los discípulos, están Jesús, nuestro Señor, y María, nuestra Madre. Mantengamos la puerta abierta, las luces encendidas... Aún quedan muchos hermanos nuestros, hijos huérfanos de una madre a la que tristemente no conocen, expuestos a la intemperie y postrados en el frío de la noche. Tienen que entrar, hasta que la casa de la Iglesia se llene con la nueva presencia de nuestros hermanos perdidos.

316 / María, belleza de Dios y madre nuestra

Estamos llamados a formar la casa común y, también, a hacer entrar a nuestros hermanos en la casa. Pero la frase justa que pronuncia Jesús es «entra y pasa». Pasar, en la Biblia, quiere decir celebrar la pascua. «Pasa» es pascua. Ésta es la entrada definitiva que ansiamos celebrar: ingresar todos juntos, de la mano de María, nuestra Madre, en la pascua y el gozo de nuestro Señor por toda la eternidad.

Conclusión final

«La belleza salvará al mundo»: la belleza de María nos rescata y conduce hasta Dios

1. Dios ha creado en María su obra de arte Al acabar nuestro libro, a punto de cerrar ya las últimas páginas, se impone la necesidad de una conclusión. Pero, en honor a la verdad, no se trataría de clausurar, sino de empezar. Sería preciso saborear ahora el fruto de todas las páginas anteriores. Deberíamos estrenar un colofón de gloria, celebrar la apoteosis que festeja la hermosura de María, algunos de cuyos rasgos se nos ha dado contemplar impresos en versos inspirados. Puede parafrasearse el verso del salmo en clave mariológica: «Oh, María, que brille tu rostro y nos salve» (Sal 66,1). El rostro de María consigue su pleno esplendor cuando se convierte en rostro de madre, cuando ve con dicha infinita que todos sus hijos –sin excepción ninguna– se salvan. Conviene aquí recordar la célebre expresión de Dostoievski: «La belleza salvará al mundo». La belleza de María salvará a la humanidad. María es auténtica obra de arte, hecha por el supremo artífice, que es el mismo Dios. Al principio de la historia, tras producir cada una de sus obras, Dios miraba absorto y quedaba satisfecho: «Está bien», iba repitiendo. El libro del Génesis refiere este asentimiento con cabal puntualidad, como una cadencia (1,4.10.12.18.21.25). Cuando Dios creó a María, quedó satisfecho sobremanera y admiró con ojos de deleite su obra maestra: «Está muy bien» («tob meod»), exclamó. Así nació María, la Virgen inmaculada.

320 / María, belleza de Dios y madre nuestra

En ella, todo un Dios se ha derrochado y desbordado con su gracia, dotándola de un encanto tal que no se pasa ni se muda, que no se consume como la flor del campo, como la transitoria carne humana (Is 40,6). María es la criatura más transparente de la belleza divina. Es la «mujer» (Jn 2,4; 19,26), la nueva Eva en donde se encuentra el origen y la esperanza de la humanidad, porque es la madre que nos ha devuelto la vida verdadera: Jesucristo. La Palabra de la divina revelación y la unánime tradición de la Iglesia la pintan hermosísima porque así ha complacido a la Santísima Trinidad: Dios Padre la ha enriquecido, el Espíritu Santo la ha habitado y recreado, y Jesucristo ha nacido de sus entrañas purísimas, nos la ha dado en la cruz como madre nuestra, madre de la Iglesia, del Cristo total. Puesto que representa la síntesis de toda hermosura, María se convierte en reclamo atrayente para todos nosotros, que hemos sido creados para la belleza y hacia ella estamos irresistiblemente atraídos, puesto que «por naturaleza los hombres desean la belleza»1. Reanima el corazón humano ciego, el que yace sepultado por los suelos de miseria, abyección y muerte; el que está ya resignado al horizonte gris, cerrado en su desesperanza e incapaz de despertarse a la vida y ver la luz del día. Su hermosa presencia nos solicita: «Ella es la rehabilitación de todo lo que es auténticamente humano. María posee una identidad estético-teológica tal que nunca había sido conocida antes: una mujer cuya hermosura es concebida como principio de una humanidad a la que se le ha prometido el esplendor de una irradiación mesiánica»2. Un célebre autor, que ha convertido la belleza en auténtica categoría teológica, nos lo recuerda: «La belleza que salva al mundo se sitúa en la realidad de la que nos habla la oración que Dionisio, el pseudo-Areopagita, dirige a la Madre de Dios, la Theotokos: “Deseo que tu imagen se refleje en el espejo de las almas y las conserve puras hasta el final de los siglos,

1

San Basilio, Regulae fusius tractatae; PG 31, 912a.

A. Gouhier, «L´Approche de Marie selon la Via pulchritudinis et la Via Veritatis»: Etudes Mariales 32-33 (1975-1976), 74. 2

«La belleza salvará al mundo» / 321

que levante a los que están inclinados a la tierra y dé esperanza a los que consideran e imitan el modelo eterno de la belleza»3.

2. La belleza de María en la poesía Durante esta larga labor de indagación, análisis y comentario de poemas, hemos llegado a algunas evidencias. A María acuden todos los humanos en algún momento de su vida; concita la atención y atrae irresistiblemente la inquietud del espíritu. Es el regazo maternal en donde pueden descansar la zozobra y el vértigo de todo hijo perdido. Se convierte en la esperanza de nuestra raza. Los poetas cantan con sus versos estos sinsabores y anhelos, que se agitan como olas del alma y que sólo se aquietan en la playa serena de su misericordia de madre. No es posible esbozar una conclusión genérica sobre la aportación de los poemas ya presentados. No se pueden allanar los caminos, rellenar los valles, desmochar las alturas. El intento de trazar un denominador común empobrecería drásticamente los netos perfiles personales. Cada uno de los poemas anteriormente comentados es único; representa una perspectiva singular, un enfoque complementario con el que el poeta clava sus ojos prendados en María, rescatando algún destello de su hermosura. Y cada poema ha sido acompañado puntualmente de una conclusión esclarecedora. Cómo olvidar la gracia andaluza, la elegancia y la profundidad de Manuel Machado vertidas sobre María, «la más divina cuanto más humana». La Virgen que siempre está mirando a la tierra desde el cielo y que nos invita con palabras esenciales a la dicha posible que consiste en el «encanto de amar y de ser bueno». Hemos evocado la obra de orfebrería de Juan Ramón Jiménez, al pintar con trazos preciosistas el misterio de la Anunciación. María «se dobla» ante el misterio de Dios «como una azucena». Huele a aroma virgen y alumbra en su vientre un «sol nuevo y sencillo»...

3

P. Evdokimov, Théologie de la béauté..., 639.

322 / María, belleza de Dios y madre nuestra

De esta manera prolija, podríamos seguir enhebrando otro tejido poético. Redactar un segundo comentario sobre el comentario previo, ya realizado. Nos hemos detenido e incluso demorado con suficiente parsimonia en cada uno de los poemas y poetas. Hemos leído con asombro las palabras y aciertos, saboreado las maravillas de la composición. Nos hemos acercado e incluso penetrado a veces en el umbral del misterio de María. A cada uno de los poemas, como singular obra de arte, tenemos necesariamente que remitirnos, pues la poesía se teje con vocablos precisos, no con vanas ensoñaciones4. Hemos contemplado en cada poema un universo inédito, hecho de vocablos selectos y hallazgos literarios, en donde podemos recordar e invocar la presencia de María. No hay nada comparable a la lectura directa y personal del poema, del que ya sabemos su pretensión, su entronque vital, y conocemos su amplio comentario. Cada creación poética ha puesto una nota distinta y original (de humanidad, de ternura, de musicalidad, de grito en favor de la justicia, de hermandad, de nostalgia, de maternidad...) con la que la figura de María se enriquece soberanamente como madre y virgen. Todos juntos componen una «sinfonía,» esto es, una voz en común merecedora de ser cantada en su honor y memoria. Hay que constatar, no sin el asomo de una sentida pesadumbre por nuestra parte y también por la del lector cristiano, que el número de poetas que han escrito y escriben hoy sobre temas mariológicos resulta más bien exiguo, aunque en otros tiempos dorados fueron abundantes5. 4 Tal es una insistente reivindicación de Borges: en poesía vale la vida palpitante que crea; importa la creación de la fábula, no la triste moraleja del final. No podemos dejar de recordar la célebre anécdota ocurrida entre el poeta Mallarmé y el pintor impresionista Dégas. Éste albergaba un proyecto de soneto en la cabeza y le daba vueltas y más vueltas, pero no era capaz de expresarlo ni de escribirlo. Comentó su desazón a Mallarmé: «Tengo unas ideas estupendas; son una maravilla, pero no consigo darles forma en el soneto». El poeta Mallarmé le contestó: «La poesía se hace con palabras, no con ideas». 5 Sus composiciones, además, aparecen como algo marginal y episódico dentro del conjunto de su obra. Ha habido incluso algún poeta, al que reclamamos una producción mariana, que nos ha escrito –y hablado– con cierta distancia, contemplando dicho poema con la actitud –me atrevería a decir– de desdén y menosprecio que se dispensa a una obra considerada menor.

«La belleza salvará al mundo» / 323

Junto a esta desproporción señalada –sentimental y cuantitativa respecto a los poetas– hay que deplorar un contraste hiriente. El pueblo de Dios prosigue celebrando su fe, viviendo y proclamando su filial devoción a María con un fervor no menguado, sino renovadoramente creciente. Continúa recordando las advocaciones a la Virgen, se reúne en innumerables peregrinaciones. Nuevos romeros se añaden a la extensa procesión mariana, que recorre entusiasta diversas geografías. Ahora bien, en esta procesión de enormes latitudes, ¿por qué no repican las campanas de la poesía? ¿Dónde está la palabra del poeta, qué se hizo de su voz? ¿Se ha apartado el poeta del sentir del pueblo y no ha sabido conectar su aliento en los siempre fecundos veneros de la tradición y las vivencias populares? El pueblo cristiano, tal vez hoy más que nunca, reclama la presencia de la poesía mariana. La necesita con urgencia y apremio, tiene hambre y sed de ella. Pide una voz sincera, acendrada, sentida. Una palabra que ilumine, que dé calor a su vivencia mariana, que sea capaz de interpretar sus profundos gemidos inefables, que gritan por salir y expresarse. No quiere –aunque en la superficie de las cosas tal vez así pueda parecer– una sarta de palabras devotas sin unción, un rosario lacrimógeno de suspiros sin llanto, un vano sentimentalismo sin pasión que arrebate. Se ha constatado de manera abrumadora que sólo los poetas legítimos pueden ser poetas religiosos y poetas marianos. Únicamente desde la hondura de los sentimientos se puede invocar a María. No vale entonar un par de requiebros, no sirve ya una poesía pía y devocional, un arte kitsch de escaparate, cromo y estampa, sino una palabra verdadera, que surja desde las simas del corazón iluminado y que alcance, tocándolo de lleno, el corazón del lector: que le haga con-sentir y con-mocionarse con María, nuestra madre. En esta tarea urgente, la responsabilidad ha recaído sobre los poetas. Ellos son los vigías del pueblo. Los profetas de ayer son los poetas de hoy. Incluso la filología se convierte en aliada. Hasta las palabras son semejantes; sólo dos letras (la «r» y la «f») las separan. Ser profeta hoy equivale a ser poeta. Y ser poeta hondo quiere decir hablar como profeta. La tarea de ambos es análoga. Idéntico empuje los arrastra. El mismo compromiso los hermana.

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Los poetas debemos penetrar en la espesura de los avatares de nuestra historia y avizorar con esperanza los nuevos tiempos y la tierra nueva. Tenemos que gritar desde la atalaya un clamor de alerta y encender una antorcha que se convierta en faro para muchos. María, discípula y madre de Jesús y de los hombres, construye una presencia de salvación para todos, una providencia necesaria: la belleza de Dios hecha carne en una mujer sin mancha. La belleza que nos seduce y nos lleva hasta Dios. La belleza que nos salvará. Los poetas –principalmente ellos, acaso sólo ellos– tenemos hoy, para una humanidad errática, la responsabilidad de la luz y la palabra. Los poetas hemos de volver nuestros ojos hacia María, para que ella vuelva hacia nosotros –todos los hombres y mujeres, hijos de Eva– esos sus ojos, tan bellos y misericordiosos, que nos muestran a Jesús, la salvación del mundo.

3. La Iglesia se mira en María, virgen y madre Ya se ha recordado con gozo que todo cuanto Dios pudo hacer en una creatura humana lo ha realizado en María, la obra maestra de su predilección. Y que ella ha sido tierra virgen y fecunda, la mujer abierta de par en par a la gracia de Dios. María no es una figura interpuesta entre Dios y la humanidad, como si ella encarnase los valores de la misericordia y la bondad, dejando para Dios el papel de exigencia ética y de juicio moral. Nunca se ponderará suficientemente que su belleza es garantía para nosotros: nuestra prenda de salvación, nuestro amparo. Estamos llamados a ser como ella. María no se presenta como un modelo distante que debe ser admirado, sino como camino a nuestro alcance que deber ser seguido. Es prototipo y ejemplo de todo cristiano; puede, con toda razón, ser llamada el arquetipo de la Iglesia peregrina en la tierra6. Es preciso conjurar ya y desterrar de una vez por todas su «excelsa soledad». María no debe ser contemplada como una eximia figura aislada, que se destaca sobre un cielo vacío, como una luna remota. Su hermosura no la sitúa como una diosa altiva, no la eleva en la cúspide de un pedestal inasequi6

Cf. J. McHugh, La Madre de Jesús en el Nuevo Testamento, Bilbao 1978, 514.

«La belleza salvará al mundo» / 325

ble. Ni rival de Dios ni lejos de la humanidad. María no se presenta como una diosa mediterránea («Grande es Diana, de Éfeso») ni pretende ser Nuestra Señora, ni la Reina, títulos teñidos de cierta influencia de poder terrenal. Tales privilegios necesitan ser siempre purificados a la luz de la Palabra de Dios y despojados de toda ganga de grandeza humana7. Es la fiel discípula de Cristo: ha realizado en su vida lo que la Iglesia terrestre, entre los claroscuros de la fe y las dificultades de la historia, está invitada a hacer8. María no atrae nuestra mirada para quedar en su embrujo encandilada y cautiva. Nunca acapara. Es solidaria con la humanidad a la que con tanto desvelo acompaña. La miramos con esperanza; pertenece a nuestra raza, es descendiente de Abrahán. Providencialmente, de manera privilegiada, es nuestra madre. Su presencia remite siempre a Dios, su Salvador. Cuando acepta con su fiat ser madre de Dios, ella misma se postra ante el Señor como su esclava y sierva. La grandeza de su maternidad no la aleja, sino que la hace aún más próxima y samaritana de su prójimo. En seguida acude a la montaña en ayuda de su prima necesitada. Cuando su prima Isabel la proclama dichosa entre todas las mujeres, se dirige súbitamente hacia Dios, quien ha hecho en ella obras admirables; nos invita a entonar el canto del Magníficat y engrandecer al Señor (Lc 1,46-49). Mírese por donde se mire, es referencia explícita a su Dios y Señor: «Pues María, que por su íntima participación en la his7 Léanse las sugerentes páginas de C. Domínguez, «La vivencia mariana desde la perspectiva de un psicólogo»: Ephemerides Mariologicae LIII/I (2003) 96-116. Escribe con acierto: «María volverá entonces, además de modelo de creyente y de seguidora de Jesús, el rostro humano de esa maternidad de Dios, expresión de la misma, mediación que revela su rostro, y no figura que se interpone y lo eclipsa» (p. 116). 8 Para un estudio desarrollado de este aspecto esencial de María, véanse los siguientes epígrafes, que resumen el contenido de María como figura de la Iglesia. Cada una de estas densas anotaciones puede ser desglosada con detención, pero su comentario –propio de un tratado mariológico– no sería ahora pertinente: «María, principio de la Iglesia», «excepcional seguidora de Cristo», «prototipo de la Iglesia en su relación con el Espíritu», «figura de la Iglesia en su múltiple condición de Virgen, Madre, Esposa y Reina», «prototipo de la Iglesia en el ejercicio del culto», «figura de la Iglesia en su vocación apostólica», «prototipo y ejemplar de las principales virtudes que la Iglesia tiene que vivir». Cf. A. M. Calero, María en el misterio de Cristo y de la Iglesia, Madrid 1990, 114-117.

326 / María, belleza de Dios y madre nuestra

toria de la salvación reúne en sí y refleja en cierto modo las supremas verdades de la fe, cuando es anunciada y venerada atrae a los creyentes a su Hijo, a su sacrificio y al amor del Padre»9. No es cualquier belleza la que puede salvar al mundo, sino la belleza de Dios, que se ha desbordado deslumbrante en la carne de esta mujer de Nazaret, María, haciéndola madre virgen de su Hijo. Ella, en plena colaboración, sin asomo de sombra que se guarda algo, ha dicho «sí», nunca ha dejado de decir «sí» a la voluntad de Dios. Estas dos profundas dimensiones marianas de virgen y madre deben ser imitadas por la Iglesia, según el Concilio Vaticano II. Una Iglesia virgen, que «conserva virginalmente la fe íntegra, la sólida esperanza, la sincera caridad»10. Como la Virgen nos da a Cristo, el primogénito entre muchos hermanos, también la Iglesia da a luz a Cristo, por medio de la predicación y del bautismo. Y guarda, virginalmente, igual que María, la fe recibida, la alegre esperanza y el amor que nunca se cansa de hacer el bien11. La Iglesia, como virgen intrépida, no tiene por qué temer las amenazas ni quebrarse en las persecuciones; guarda íntegra la fidelidad prometida al Esposo. El ejemplo de María unge de entusiasmo y coraje a los testigos de Jesús, a los mártires de todos los tiempos que sufren a causa del Evangelio. Una Iglesia madre: «La Iglesia, contemplando su profunda santidad e imitando su caridad y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, se hace también madre mediante la Palabra aceptada con fidelidad, pues por la predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo»12. La Iglesia sigue «alumbrando» a Cristo al mundo, tiene que desempeñar un «munus maternum», cooperar en la regeneración de los hombres13. Todo discípulo de Jesús, como Pablo, «sufre dolores de parto, hasta ver a Cristo formado» (Gal 4,19). Lumen gentium, 65. Lumen gentium, 64. 11 Cf. Lumen gentium, 63-64, cuyo título es ya significativo: «María como virgen y madre, tipo de la Iglesia». Aquí se encuentra con más detalle el contenido de las anteriores afirmaciones. 12 Lumen gentium, 64. 13 Lumen gentium, 65. 9

10

«La belleza salvará al mundo» / 327

María es madre de los discípulos de Jesús, madre de la Iglesia, ya que engendra a Cristo, el Mesías, para salvación del mundo en cada uno de los discípulos de su Hijo. Ambos aspectos deben vivirse de manera íntima y asociados: «La Virgen fue en su vida ejemplo de ese amor maternal con que es necesario que estén animados todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres»14. La belleza de María empuja eficazmente a la santidad, pues la santidad de la Iglesia alcanza en María su más lograda realización: «El Señor no quiere ver a su Iglesia contrapuesta a Él, únicamente como un fracaso notorio, sino como esposa bella y digna de Él. El principio mariano de la Iglesia interviene aquí necesariamente. María es aquella subjetividad capaz de corresponder plenamente, en su manera femenina y conceptiva, a la subjetividad masculina de Cristo, por la gracia de Dios y por la obra del Espíritu Santo. La Iglesia que nace de Cristo encuentra en María su centro personal y la realización plena de su ideal eclesial»15. Inmersos en este valle de lágrimas, alzamos nuestra mirada a quien nos puede echar una mano o, más bien, las dos manos maternales de su ternura y de su ejemplo: «Mientras la Iglesia ha alcanzado en la Santísima Virgen la perfección en virtud de la cual no tiene ni mancha ni arruga (cf. Ef 5,27), los fieles luchan todavía por crecer en santidad, venciendo enteramente al pecado, y por eso levantan sus ojos a María, que resplandece como modelo de virtudes para toda la comunidad de los elegidos»16. María se convierte en la realización más pura y acabada del misterio de la Iglesia17. La Iglesia, pues, se mira en María. Resulta del todo legítimo hablar del «rostro mariano de la Iglesia»18. 14

Lumen gentium, 65.

15

H. Urs von Balthasar, Gloria 1, Madrid 1985, 151.

16

Lumen gentium, 65.

17

Cf. C. Journet, L´Église du Verbe Incarné II, París 1955, 393.

«Die marianische Prägung der Kirche». Feliz expresión de H. Urs von Balthasar, en Maria Heute Ehre (ed. W. Biener), Herder 1977, 263. La expresión alemana puede significar «rostro, aspecto, perfil, principio, dimensión mariana de la 18

328 / María, belleza de Dios y madre nuestra

Por ello se propone también como modelo, figura e imagen de la Iglesia. Modelo, cuando se nos presenta como fiel esclava del Señor (cf. Lc 1,38; 2,48) y perfecta discípula de Cristo. Figura, porque muestra que su vida prefigura la vida de la Iglesia, como virgen y madre, y guía sus pasos por el camino de la fe y el seguimiento de Jesús. Imagen, porque a María, del todo configurada con su Hijo, la Iglesia «la contempla gozosamente como una purísima imagen de lo que ella misma, toda entera, ansía y espera ser»19. A este respecto, todavía evocamos con gratitud la aparición de un libro «pontífice» –que hizo las delicias del papa Pablo VI– que tendió literalmente un puente de comunión entre hermanos separados. Algunas afirmaciones fueron proféticas y hoy resultan antológicas: «Es la figura de la Iglesia-madre. En adelante será imposible hablar de la Iglesia, de su maternidad, de su humildad, de su fe, de su alegría..., sin que aparezca María, madre del Señor, como imagen pura del nuevo pueblo, como su arquetipo, su realización primera. María-Ecclesia. Ecclesia-María. Estos dos nombres serán constantemente enlazados en la reflexión de los Padres de la Iglesia»20. Incluso glorificada en los cielos en cuerpo y alma, es imagen y principio de la Iglesia, que todavía peregrina. Su presencia es consuelo permanente, y no sólo camino, sino fuerza para el caminar de la Iglesia hasta el día de la Parusía21. El Concilio Mariológico de Malta (1983) ha puesto de relieve el papel de María en el misterio de comunión de la Iglesia, sirviéndose con toda razón del libro del Apocalipsis22. Iglesia». Véase un sugerente y actual estudio de B. Leahy, El principio mariano en la eclesiología de H. Urs von Balthasar, Madrid 2002. 19

Sacrosanctum concilium, 103.

Cómo no recordar la obra de este teólogo insigne que al final de su vida se convirtió a la fe católica y al amor, confesado ya sin reparos, de María, M. Thurian, María, madre del Señor, figura de la Iglesia, Zaragoza 1966, 232. 20

21 Certeramente lo ha declarado el Concilio Vaticano II: «Asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniendo los dones de la salvación eterna. Con su amor materno se cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria celestial» (Lumen gentium, 62). 22 Ciertamente, existe una profunda comunión entre los cristianos, los que viven aún en la tierra entre ellos mismos, y, sobre todo, con los que habitan ya con el Señor. Es la comunión entre la Iglesia terrestre y la celeste que tanto subraya el Apocalipsis. En este contexto la oración de los santos no se presenta como una «in-

«La belleza salvará al mundo» / 329

Ya debemos acabar. No se puede dejar de citar el certero requiebro que se ha hecho a María, el más bonito y hondo piropo que –como una flecha de cariño o jaculatoria– se le ha arrojado a su corazón. He aquí la causa y razón de toda su belleza: es hermosa porque –y éste representa el supremo elogio que se puede tributar a una madre– «María tiene el rostro que más se parece a Cristo»: Riguarda ormai ne la faccia ch´a Cristo più si somiglia, chè la sua chiarezza sola ti può disporre a veder Cristo. Contempla ahora el rostro que a Cristo se asemeja más, que sólo su claridad te puede disponer para ver a Cristo 23. El papa Pablo VI inspiró este libro. Con sus mismas palabras, mezcla de poesía ungida y de comentario bíblico –tal como se ha procurado hacer a lo largo de todas estas páginas–, queremos acabar. Pablo VI, escritor brillante y orfebre de la palabra literaria, nos brinda esta joya que recama múltiples motivos de alabanza a Dios y anuda múltiples lazos con los que María, «toda bella, toda pura», sigue dulcemente tirando de nosotros, sus hijos: formación» a Dios, que conoce todas nuestras necesidades, sino como una apertura a su voluntad. El vidente de Patmos (Ap 5,8) contempla que los 24 ancianos estaban postrados en adoración delante del Cordero, «teniendo cada uno una cítara y copas de oro llenas de perfumes», y él mismo interpreta diciendo que «son las oraciones de los santos». A saber, toda oración hecha por los cristianos es recogida y presentada ante la presencia del Señor, y en la trascendencia se convierte en perfume agradable a Dios. «Dentro de esta doctrina se comprende el puesto que corresponde a María, Madre de Dios. Precisamente la relación a Cristo le confiere en la comunión de los santos un papel singular de orden cristológico. Además, hay que considerar la oración de María por nosotros en el contexto cultual de toda la Iglesia celeste descrito en el Apocalipsis, al que la Iglesia terrena quiere unirse en su oración comunitaria. María ora en el interior de la Iglesia... Esta inserción de María en el culto en torno al Cordero inmolado (aspecto cristológico), asociada a toda la liturgia celeste (aspecto cristológico), no puede dar lugar a ninguna interpretación que atribuya a María un honor que no es debido más que a Dios». «Congreso Mariológico de Malta 1983, Declaración nº 5.6» [Traducción: C. Pozo], Ephemerides Mariologicae 34 (1984), 104. 23 «La divina comedia», «El Paraíso» XXXII, 85, en Obras completas de Dante Alighieri, Madrid 1951, 641. Podría citarse todo el canto XXXIII, que configura una preciosa oración, célebre pasaje por su belleza literaria y densidad teológica, y que empieza así: «Virgen Madre, hija de tu Hijo, / la más humilde y alta de las criaturas, / término fijo de la eterna voluntad.»

330 / María, belleza de Dios y madre nuestra

María santísima, Madre virginal del Hombre-Dios, el Salvador del mundo, Jesucristo. Nos alegramos: tú eres nuestra madre espiritual, la nueva Eva inocente, toda pura, toda bella, toda buena. El linaje humano reaparece en su primer y regenerado esplendor. Nosotros tenemos en ti, María, el «tipo», el modelo de la perfección humana; tenemos la «llena de gracia», la Mujer entre todas bendita que refleja en sí misma el designio íntegro y espléndido de Dios, que ha querido hacer del hombre, antes de la ruina del pecado original, su propia imagen y que, en previsión de los infinitos méritos de Cristo redentor, ha modelado en ti, María, una excepcional creatura que irradia su maravillosa semejanza. Tú eres, María, estrella que no se apaga; eres una flor que florece sobre la miseria humana, que no se mustia, sino que permanece virgen y pura, toda candor, toda bondad, para la gloria de Dios, para la conversión de nosotros, los mortales, como una invitación materna, como una hermana dichosa, ejemplar, amigable, todo ideal y todo real 24.

24

Pablo VI, Preghiere a Maria, Edizioni San Paolo, Cinisello Balsamo 1995, 170.

Índice

Comentario al icono de la Virgen de Vladimir............. 1. Historia ............................................................................ 2. Visión de conjunto.......................................................... 3. La belleza espiritual de María y el Niño ...................... 4. Contemplación de los primeros planos ....................... 4.1. María......................................................................... 4.2. El Niño o el prodigio de icono ................................ 4.3. La Madre y el Niño cerca, o la Iglesia y Cristo juntos.......................................

7 8 9 10 11 11 15

Comentario poético del icono: La Madre y el Niño ....

19

Presentación ....................................................................... 1. El poeta deja hablar al corazón en su propio lenguaje...................................................... 2. La belleza de María es «más joven que el pecado»......

25

17

25 26

PRIMERA PARTE Una amplia introducción ................................................. 1. El camino de la belleza (via pulchritudinis) para llegar a María........................................................... 2. La voz orientadora del papa Pablo VI.......................... 3. La belleza de María según el evangelio de Lucas: «María, la llena de gracia» ..................................

33 33 36 38

332 / María, belleza de Dios y madre nuestra

4. La belleza de María según el Nuevo Testamento: una aproximación...................................... 5. La belleza de María en la tradición de la Iglesia .......... 6. Huellas de María diseminadas en la literatura universal .......................................................... 7. Poetas marianos en la España del siglo XX ................. 8. No una recopilación, sino un comentario al poeta y al poema mariano..........................................

46 51 55 57 61

SEGUNDA PARTE Comentario a algunos poemas marianos de España en el siglo XX I. La más divina cuanto más humana (Manuel Machado) ........................................................ 1. Introducción.................................................................... 2. Murillo, el pintor de la Inmaculada Concepción......... 3. Manuel Machado: el poeta ............................................. 4. Poema o cuadro .............................................................. 5. Contemplación del soneto Las Concepciones de Murillo ......................................... 5.1. Primer cuarteto ........................................................ 5.2. Segundo cuarteto...................................................... 5.3. Primer terceto ........................................................... 5.4. Segundo terceto ....................................................... 6. Conclusión ...................................................................... II. Y María..., igual que una azucena, se doblaba al anuncio celestial (Juan Ramón Jiménez)................................................ 1. Introducción.................................................................... 2. Vida .................................................................................. 3. Obra poética.................................................................... 3.1. Etapas de su obra poética ........................................ 4. Poesía religiosa ................................................................ 5. El libro de nuestro poema: Poemas impersonales ........

67 67 69 72 75 77 77 80 81 82 82

85 85 86 87 89 91 94

Índice / 333

6. Comentario al poema ..................................................... 96 6.1. La naturaleza, entrevista como ámbito (vv. 3-5a): .......................................... 98 6.2. La Anunciación a María y la Encarnación divina (vv. 5b-8): ............................... 99 6.3. La naturaleza, partícipe del misterio realizado (vv. 9-14):............................ 100 7. Conclusión ...................................................................... 101 III. ¿A dónde va, cuando se va, la llama? (Gerardo Diego) .......................................................... 1. Gerardo Diego: poesía total........................................... 1.1. Una poesía que es música ........................................ 1.2. Equilibrio poético: vino nuevo en odres viejos ...... 2. Poesía religiosa ................................................................ 3. Comentario al poema ..................................................... 3.1. Primer cuarteto: ¿a dónde?........................................ 3.2. Segundo cuarteto: ¿quién, qué? .............................. 3.3. Primer terceto: las huellas de su vuelo ................... 3.4. Segundo terceto: la ausencia del que queda........... 4. Conclusión ...................................................................... IV. Virgen María, Madre, dormir quiero en tus brazos hasta que en Dios despierte (Dámaso Alonso)......................................................... 1. Biografía de un poeta...................................................... 2. Nuestro texto en su contexto de desencanto: Hijos de la ira .................................................................. 3. El poema: un grito en la noche...................................... 3.1. Abandono total, desolación ..................................... 3.2. María, madre............................................................ 3.3. María, madre: ¿una nueva tierra prometida que mana leche y miel? ........................................... 3.4. María, humana: madre de carne sólo..................... 4. Conclusión ......................................................................

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334 / María, belleza de Dios y madre nuestra

V. Dios te salve, Anunciación. Morena de maravilla (Federico García Lorca) ............................................... 1. Introducción.................................................................... 2. Nuestro poema en el Romancero gitano ...................... 3. El romance San Gabriel ................................................. 3.1. Primera parte: presentación del arcángel Gabriel .......................... 3.2. Segunda parte: el misterio de la Anunciación .................................. 3.2.1. El saludo de Gabriel...................................... 3.2.2. Respuesta de Anunciación............................. 4. Conclusión ...................................................................... VI. Toquen mis manos el cuadrado anzuelo –tu escapulario–, Virgen del Carmelo (Rafael Alberti)............................................................ 1. Un poeta junto al mar .................................................... 2. Rafael Alberti: el poeta................................................... 3. El libro Marinero en tierra............................................. 4. El soneto Día de tribulación ......................................... 4.1. Invocación ............................................................... 4.2. Exposición y súplica ................................................ 4.3. Petición...................................................................... 4.4. Voto o promesa propiciatoria .................................. 5. Conclusión ..................................................................... VII. Trillo es tu pie de la serpiente lista (Miguel Hernández) .................................................. 1. Introducción.................................................................... 2. Miguel Hernández: la poesía como destino ................. 3. Biografía del poeta Miguel Hernández......................... 4. Nacen en el campo las flores: sus versos necesarios....................................................... 5. Poesía religiosa ................................................................ 6. Nuestro soneto................................................................

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6.1. Primer cuarteto ........................................................ 6.2. Segundo cuarteto ..................................................... 6.3. Primer terceto .......................................................... 6.4. Segundo y último terceto ......................................... 7. Conclusión ...................................................................... Apéndice ..............................................................................

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VIII. Enlaza los sarmientos de mis brazos en tu misericordia (Leopoldo Panero) ................................................... 1. Introducción.................................................................... 2. Vida y obras..................................................................... 3. La presencia de Dios en su poesía................................. 3.1. Búsqueda de Dios dentro ........................................ 3.2. Búsqueda de Dios en las relaciones humanas........ 3.3. Búsqueda de Dios en la naturaleza........................ 4. El poema a la Virgen de Leopoldo Panero................... 4.1. Todo es recuerdo: en busca del tiempo perdido ..... 4.2. Tres corazones vibran al unísono............................ 5. Conclusión ......................................................................

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IX. ¡Y Dios puso su mano en la corriente! (Luis Rosales) .............................................................. 1. Introducción.................................................................... 2. «Me gusta recordar que he nacido en Granada» ......... 3. El poeta Luis Rosales en Madrid; en Granada, la tragedia................................................... 4. Obra poética.................................................................... 5. El soneto: un mundo bien hecho por la gloria de María ..................................................... 6. Conclusión ......................................................................

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X. Debió ser, de tan dulce, tu sonrisa, oh, Virgen Santa, pura, inmaculada (Rafael Morales)............................................................ 215 1. Una vida que es su obra: Rafael Morales...................... 215

336 / María, belleza de Dios y madre nuestra

2. El soneto: la arquitectura del gozo de María ............... 217 3. La naturaleza se llena de adjetivos ................................ 218 4. Conclusión ...................................................................... 221 XI. Ruega, gritando, Madre (Pedro Casaldáliga)..................................................... 1. Introducción.................................................................... 2. Pedro Casaldáliga o el evangelio de la poesía .............. 3. Biografía del poeta o el itinerario de vida y poesía ..... 4. Poeta misionero en un «mundo sin retorno»............... 5. La presencia de María en su poesía ............................... 6. El romance....................................................................... 6.1. La Virgen de Guadalupe......................................... 6.2. Romance guadalupano: un compromiso de la Madre por todos sus hijos............................... 6.3. Ferviente plegaria a María, en su advocación guadalupana (vv. 1-10) ...................... 6.4. La razón de la protesta (vv. 11-20) ....................... 6.5. Bloque conclusivo (vv. 21-26) ................................. 7. Conclusión ...................................................................... XII. Madre otra vez, Madre de muchos (José Luis Martín Descalzo) .................................... 1. Luis Martín Descalzo, el personaje y su obra ..................................................... 2. El poema Diálogo al pie de la cruz ............................... 2.1. María, entre dos miradas: el mundo y su hijo ....... 2.2. El «Ave, María» del Calvario o la subversión del saludo del ángel ......................... 2.3. María, madre universal .......................................... 2.4. Últimos momentos: la consunción de la llama o la muerte de María ........................... 3. Conclusión: un poema que es un vivo pedazo del evangelio.......................................................

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XIII. Sólo un nombre ojival puede nombrarte: madre del pan de trigo (Miguel d’Ors) .......................................................... 1. Apuntes biográficos sobre Miguel d’Ors ..................... 2. Obra poética.................................................................... 3. Poeta esencialmente religioso ........................................ 4. Dios creído y confesado: credo poético ....................... 5. Un poema sobre la Virgen ............................................. 5.1. La sonora cadencia de una música o hermosa letanía mariana......................................... 5.2. María, madre del pan de trigo ................................ 5.3. La voz desarraigada de nuestro tiempo ................. 6. Conclusión: lo que no es tradición es plagio ............... XIV. Recuerdo que temblaba y pensaba en mi virgen (Andrés Trapiello) .................................................... 1. Introducción.................................................................... 2. Andrés Trapiello, un poeta dentro de la nueva poesía española............................................ 3. Nuestro poema, o un largo recuerdo............................ 3.1. Primer apartado (vv. 1-11): la ocasión propicia para el rezo del avemaría........ 3.2. Segundo apartado (vv. 12-35): desdoblamiento y coloquio ...................................... 3.3. Tercer apartado (vv. 36-84): el recuerdo redentor................................................. 4. Conclusión ......................................................................

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XV. Hijo, tendrás que andarla tan desfasadamente como puedas... (Rafael Alfaro).......................................................... 303 1. Introducción: la poesía, cosa coloquial.......................... 304 2. Breve semblanza de una vida y una obra ..................... 304

338 / María, belleza de Dios y madre nuestra

3. El poema ¡Qué desfasado está tu Niño, Madre...! ....... 3.1. Exhortación al camino ............................................. 3.2. María: Haced lo que él os diga ............................... 4. Conclusión ......................................................................

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XVI. El testamento de Jesús: María, su Madre, Madre de la Iglesia (Francisco Contreras Molina) ............................... 311 CONCLUSIÓN FINAL «La belleza salvará al mundo»: la belleza de María nos rescata y conduce hasta Dios................... 1. Dios ha creado en María su obra de arte...................... 2. La belleza de María en la poesía.................................... 3. La Iglesia se mira en María, virgen y madre ................

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