Los poderes de la filología: dinámicas de una práctica académica del texto
 9688596744, 9789688596746

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Hans Ulrich Gumbrecht

LOS PODERES DE LA FILOLOGÍA Dinámicas de una práctica académica del texto

Traducción: Aldo Mazzucchelli

tAVEKOADNOSHARAUBRES @

UNIVERSIDAD IBEROAMERICANA CIUDAD DE MÉXICO

D e p a r t a m e n t o d e H i s t o r ia

UNIVERSIDAD IBEROAMERICANA BIBLIOTECA FRANCISCO XAVIER CLAVIGERO

Gumbrecht, Hans Ulrich. Los poderes de la filología : dinámicas de una práctica académica del texto. 1. Crítica textual. 2. Filología. I. Mazzucchelli, Aldo. Il.t.

P 47 G8618.2007

Traducción: Aldo Mazzucchelli. Diseño de la portada: Ana Elena Pérez y Miguel García

Título en inglés: The Powers o f Philology. Dynamics o f Textual Scholarship.

Licensed by The University of Illinois Press, Illinois, U.S.A. D.R © 2003 Board ofTrustees o f the University o f Illinois

la. edición en español, 2007 D .R ©

Universidad Iberoamericana, A.C. Prol. Paseo de la Reforma 880 Col. Lomas de Santa Fe 01219 México, D.F. [email protected]

ISBN 978-968-859-674-6

Impreso y hecho en México Printed an d made in México

para Sara que siempre está presente

ÍNDICE

Agradecimientos

11

¿Qué son los poderes de la filología?

13

Capítulo 1 I d e n t if ic a r f r a g m e n t o s

21

Capítulo 2 E d it a r t e x t o s

37

Capítulo 3 E s c r ib ir c o m e n t a r io s

53

Capítulo 4 H is t o r iz a r

65

Capítulo 5 E n señ a r

79

Indice analítico

99

AGRADECIMIENTOS

Este libro nunca habría sido realidad -pues nunca habría llegado a ser ni siquiera el más genérico proyecto intelectual- sin el optimismo y la confianza de mi amigo Glenn Most; no habría empezado a materializarse en una serie de apenas coherentes ensayos de no ser por aquellas intensas conversaciones, la mayor parte de ellas en mi oficina en Stanford, a las que dedicaron tanto tiempo Miguel Tamen y Joshua Landy; y esos incoherentes ensayos nunca se habrían reunido como libro sin el fuerte apoyo de Willis Regier, Trina Marmarelli y Valdei Lopes de Araújo. Por último, es muy posible que nunca hubiese intentado siquiera el tema filológico, de no haber sido admirador, y ocasional estudiante, del gran estudioso del periodo clásico Manfred Fuhrmann desde comienzos de los años setenta, y colega del gran filólogo Kart Maurer desde 1975. Tengo la esperanza de que Sara lea estas páginas como si fuesen una postal más.

¿Q u é so n l o s p o d e r e s d e l a f il o l o g ía ?

Por razones que con seguridad nunca entenderé, mi madre, que estudió me­ dicina, ha usado siempre, de modo consistente y terco, la palabra alemana Philologe para referirse a los maestros de escuela primaria. Pero la excéntrica creación semántica de mi madre no daba menos en el blanco de lo que lo hace el uso que, todavía hoy, muchos de mis colegas estadounidenses más competentes hacen de la palabra filólogo al aplicarla a algunos de sus gran­ des predecesores de la tradición alemana, como Ernst Robert Curtius, Leo Spitzer o Erich Auerbach. Pues ninguno de aquellos eminentes académicos fue nunca particularmente destacado en las prácticas que se supone que la palabra filología reúne. Ernst Robert Curtius sentó las bases de su reputación académica en los años veinte, cuando se hizo conocido como un eminente especialista en la literatura contemporánea española y francesa; a partir de allí, desde comienzos de los años treinta, comenzó a concentrarse en la his­ toria de las ideas poetológicas y las formas literarias de la Edad Media. Leo Spitzer se había educado, durante las primeras dos décadas del siglo veinte, como lingüista histórico, pero de pronto tornó hacia un estilo altamente subjetivo de interpretación inmanente de textos (para el cual resultó clave el concepto de “vivencia”). Erich Auerbach, finalmente, quien creó él solo un nuevo discurso dentro de la historia literaria, fue notoriamente débil en lo que se refiere a las habilidades filológicas básicas.1 Ni Curtius, ni Spitzer ni 1 Véase mi libro Vom Leben und Sterben der grofen Romanisten: Cari Vossler, Ernst Robert Curtius, Leo Spitzer, Erich Auerbach, WernerKrauss, Munich, Hanser, 2002. La versión original del ensayo sobre Auerbach apareció en Seth Lerer (ed.), Literary History and the Challenge ofPhilology: The Legacy o f Erich Auerbach, Stanford, Calif., Stanford University Press, 1996, pp. 13-15. Me he ocupado de las motivaciones subjetivas e institucionales de esa misma

Auerbach obtuvieron ningún logro mayor como editores de texto, o autores de un comentario histórico. No es claro, entonces, por qué mis colegas, con una terquedad equivalente a la de mi madre, se aferran a la tradición de llamarlos “filólogos”. Estimo que está allí en juego una reacción, más o menos pre consciente, frente a la diferencia entre el estilo alemán de ocupar­ se del pasado literario y la tradición, más interpretativa, del New Criticism angloestadounidense. Los trabajos de Curtius, Spitzer y Auerbach son, por cierto, bastante diferentes de los de Arnold, Richards o Singleton —aunque esta diferencia no debería ser suficiente como para llamar filólogos a los académicos mencionados en primer término. Por encima de todo, mis dos ejemplos sobre el uso de la palabra fi­ lólogo querían dejar claro el punto, sorprendente pero innegable, de que tal concepto, que pareciera predeterminado a funcionar de un modo simple y nada espectacular, ha desarrollado sin embargo un rango de usos y signifi­ cados que resulta a veces engañosamente amplio. El problema no mejora demasiado si usted comienza a consultar enciclopedias y textos de referencia muy generales o muy especializados. En un caso, encontrará definiciones de la palabra filología que, retrotrayéndose al significado etimológico de “interés o fascinación por las palabras”, hacen de la noción un sinónimo de cualquier estudio del lenguaje o, de modo aún más general, con casi cualquier estudio de cualquier producto del espíritu humano.2 Del otro lado, más específico y familiar, sin embargo, la filología se circunscribe estrechamente, para significar el cuidado de un texto histórico, referido exclusivamente a textos escritos. En el título de mi libro, y al correr de sus capítulos, la palabrafilología será usada siempre de acuerdo con el segundo significado, es decir, refirien­ do a una constelación de habilidades académicas orientadas a ocuparse del cuidado de textos históricos. Hay cuatro consecuencias de este concepto que pienso que merecen ser brevemente desarrolladas. Primero, la práctica filológica tiene una afinidad con aquellos periodos históricos que se perciben a sí mismos como siguiendo a un gran momento cultural, un momento cuya generación de académicos literarios en “Historians o f Literature -Where Do They Take Their Motivations From?“, en Werner Helmich, Helmut Meter y Astrid Poier-Bernhard (eds.), Poetologische Umbrüche: Romanistische Studien zu Ehren von Ulrico Schulz-Buschlaus, Munich, Fink, 2002, pp. 399-404. 2 Veáse el OxfordEnglish Dictionary, s. v. philobgist: “One devoted to learriing or literature; a lover of letters or scholarship; a learned or literary man”.[El Diccionario de la lengua española de la Real Academia Española define así a “filólogo”: “Persona versada en filología”, y “filología”: “Ciencia que estudia una cultura tal como se manifiesta en su lengua y en su literatura, principalmente a través de sus textos escritos.// Técnica que se aplica a los textos para reconstruirlos, fijarlos e interpretarlos”. N. del Ed.].

cultura estos periodos consideran más importante que la cultura presente. No es una coincidencia que la cultura helenística de los siglos m y 11 a. C. aparezca normalmente como el origen histórico de la filología como práctica académica (Platón, en contraste, empleó la misma palabra en el sentido de “charlatanería”). Otros momentos importantes en la historia de la filología fueron, siguiendo la misma lógica, la época de los padres de la Iglesia; el Renacimiento europeo, cuando los humanistas quisieron retornar al conoci­ miento y los textos de la Antigüedad clásica; y el romanticismo del siglo xix, con su nostalgia por la Edad Media. Segundo, debido a su aparición a partir de un deseo por el pasado textual, la tarea básica bipartita de la filología es la identificación y restauración de los textos del pasado cultural de que se trate.3 Basada en la conjetura, esto incluye la identificación de aquellos textos que nos han llegado como fragmentos; la documentación completa de textos para los cuales tenemos varias versiones no completamente idénticas, para presentarlos en su pluralidad o condensados en la propuesta de una versión original o más valiosa; y el comentario que provee información para ayudar a salvar la brecha entre el conocimiento que un texto presupone de sus lectores en su momento histórico, y el conocimiento típico de los lectores de una época posterior. Identificar fragmentos, editar textos y escribir comentarios históricos son las tres prácticas básicas de la filología. Para poder emplear estas prácticas y la competencia filológica que conllevan, sin embargo, tenemos que presuponer, además de las tres habilidades filológicas básicas, una conciencia de las diferencias entre distintos periodos históricos y distintas culturas, es decir, la capacidad de pensar históricamente. Y finalmente, la activación de estas habilidades también (y de modo inevitable) supone la intención de hacer uso de los textos y culturas del pasado dentro del contexto institucional de la enseñanza. En otras palabras, es difícil imaginar que la filología vendría a desempeñar cualquier papel sin mefas pedagógicas y una al menos rudimen­ taria conciencia histórica. Tercero, la identificación y restauración de textos del pasado -esto es, la filología tal como se la entiende en este libro- establece una distancia vis­ a-vis el espacio intelectual de la hermenéutica, y de la interpretación como la práctica textual que la hermenéutica informa.4 En lugar de confiar en la inspiración y las intuiciones momentáneas de grandes intérpretes, como por ejemplo lo hizo el New Criticism, la filología ha cultivado la imagen de un 3Véase la definición inicial en la Gran enciclopedia RIALP, Madrid, Ediciones r i a l p , 1972, s. v. filología. 4 Véase el Grande Dizionario Enciclopédico, Turín, u t e t , 1987, s. v. filología-. “La frontera que separa interpretación de filología es sutil, pero clara”.

oficio paciente, cuyos valores cardinales son la sobriedad, la objetividad y la racionalidad.5 En cuarto y último lugar, se desprende de cuanto he dicho hasta aquí sobre la filología, que tal oficio y competencia desempeñan un papel particularmente importante, y a menudo predominante entre aquellas disciplinas académicas que se ocupan de los segmentos del pasado cronoló­ gica y culturalmente más remotos (siempre y cuando tengamos a nuestra disposición ai menos algunas trazas de una tradición escrita que nos lleve a aquellos segmentos del pasado). La filología es por ende extremadamente importante para la asiriología y la egiptología, y la mayoría de los clasicistas todavía la ven como su competencia fundamental. Más aún, desde la época del romanticismo, la filología ha sido usada para reconstruir textos de la Edad Media, a la que se supuso el contexto de origen tradicional de las diversas culturas nacionales.

*** Aunque he comenzado mi propia vida académica como un medievalista, es decir, en una proximidad relativa a la tradición filológica, es seguro decir que nunca habría pensado en escribir un volumen sobre los “poderes de la filología” sin una provocación intelectual y, luego de ello, sin el espaldarazo que vino de cinco coloquios, reunidos en la Universidad de Heidelberg en­ tre 1995 y 1999, a los cuales había tenido la gentileza de invitarme mi muy admirado amigo, el clasicista Glenn Most. El proyecto de Most era revisitar la historia de los clásicos -ésta es su propia disciplina académica- siguiendo las historias de las cinco prácticas filológicas básicas: identificar fragmentos, editar textos, escribir comentarios, hacer historia y enseñar. Por supuesto, este múltiple regreso a las tradiciones de un pasado académico venerable tenía la intención de brindar inspiraciones y orientaciones para el futuro de los clásicos como disciplina. No siendo yo un clasicista, se me asignó la tarea de proporcionar mate­ riales contrastivos, tomados de la historia de mis propios campos académicos y sus disciplinas, es decir, de las historias de las literaturas en lenguas roman­ ce y alemana, y de la literatura comparada. Pese a mis mejores intenciones, sin embargo, en seguida me encontré descarrilado. Lo que me fascinaba cada vez más al hacer el análisis de las prácticas filológicas fundamentales para el coloquio de Heidelberg, era una cierta dimensión de inversión presente entre los académicos de esa disciplina, inversión acaso pre consciente, que parecía 5 Véase Kart Uitti, “Philology”, en Michael Graden y Martin Kreiswirth (eds.), TheJohns Hopkins Guide To Literary Theory and Criticism, Baltimore, Md., Johns Hopkins University Press, 1994, pp. 567-573.

contradecir la autoimagen de la filología como un oficio intelectual trabajoso, por no decir sudoroso. Ciertamente no era yo el primer observador que se daba cuenta de ello. Desde la antigüedad tardía, por ejemplo, las discusiones sobre la edición de textos habían incluido un costado liberal, que reconocía la importancia de la imaginación del editor en la tarea de la reconstrucción filológica. Lo que sentí que podía ser nuevo y provocativo respecto al foco de mi propio descubrimiento, sin embargo, fue la impresión de que, siendo un nivel de las prácticas filológicas fundamentales, éste no era meramente complementario a la interpretación de los textos en cuestión.6 Por lo tanto, al principio quise enfatizar la otredad de las actitudes y fenómenos en cuestión, subsumiéndolos bajo el concepto de “poética de la filología”.

*** Me di cuenta enseguida, sin embargo, que referir a observaciones de este tipo con la fórmula “la poética de” se había vuelto tan convencional durante la década pasada, que resultaba francamente aburrido.7 Al tiempo que repensaba mi elección, comencé también a entender que la noción de poética implica la connotación de una regularidad —acaso, incluso, un carácter predecible—que no encajaría con el carácter de mi descubrimiento. Pero, ¿qué fue exactamente lo que vi, y por qué terminé por llamar a lo que había visto los “poderes de la filología”? Permítaseme comenzar la respuesta que estoy debiendo a esta pregunta doble confesando que la noción de poder que empleo aquí está lejos de la que usó Michel Foucault, la cual goza hoy de interminable popularidad entre los humanistas. A diferencia de Foucault, yo pienso que perdemos de vista lo que es distintivo del poder, en la medida en que usemos la noción dentro de los límites cartesianos de las estructuras, producción y usos del conocimien­ to. Mi contrapropuesta es definir el poder como el potencial para ocupar o bloquear espacios con cuerpos. Al presentarlo como un potencial, implico que el poder —incluso el uso político activo del poder- no tiene siempre que producir violencia (la violencia sería, por supuesto, la transformación del poder visto como potencia, en acto). Insisto solamente en que el poder, por múltiplemente mediatizado que esté, tiene siempre que estar basado en la superioridad física -y que es, por lo tanto, inevitablemente heterónomo en 6 Para la posición contraria, véase la Enciclopedia Hispánica, Barcelona, Encyclopaedia Britannica, 1994-95, s. v. Filología-, “El filólogo trata de analizar el significado de un texto y, al mismo tiempo, de interpretarlo”. 7 Es gracias a la resistencia de Willis Regier como evité quedarme estancado en esa fórmula.

relación con cualquier cosa que pueda ser vista como un rasgo estructural o un contenido de la mente humana. Esto, sin embargo, no resuelve aún la otra y decisiva pregunta que se interroga por cómo es que las prácticas de la filología pueden relacionarse no metafóricamente con el concepto de poder (y con el concepto de violencia). Lo que veo operando en las prácticas filológicas -como su lado oculto, vivo, y verdaderamente fascinante—es un tipo de deseo que, sea como sea que se manifieste, siempre excederá las metas explícitas de las prácticas filológicas. Más aún, en cada caso específico, este deseo conjura el cuerpo del filólogo junto con una dimensión espacial que a primera vista parece ser ajena a cual­ quier clase de práctica académica dentro de las Humanidades. Lo que quiero discutir bajo el título de “poderes de la filología” es ciertamente disruptivo dentro de la imagen académica oficial y la autoimagen oficial de la práctica filológica. Al mismo tiempo, pienso que es completamente adecuado hablar de estos deseos como siendo “conjurados” por el trabajo filológico, pues estos deseos saldrán a la superficie inevitable e independientemente de las intenciones individuales del filólogo. ¿Y qué es exactamente aquello a lo que estos deseos se refieren, y lo que anhelan? Mi impresión es que, de modos diversos, todas las prácticas filológicas generan deseos de presencia,8 deseos de una relación física y espacializada con las cosas del mundo (incluyendo los textos), y que tal deseo de presencia es sin duda el fundamento sobre el cual la filología basa su capacidad de producir efectos de tangibilidad (y a veces incluso la realidad de ellos). Fue durante algunas discusiones con el historiador de arte inglés Stephen Bann cuando comprendí por primera vez cómo los fragmentos materiales de artefactos culturales del pasado podían disparar un deseo real de posesión y de presencia real, un deseo cercano al nivel del apetito físico.9 8 Esta es la perspectiva en la que mis ensayos sobre los “poderes de la filología” son complementarios con mi libro Production ofPresence: WhatMeaningcannot Convey, Stanford, Calif., Stanford University Press, 2004. [Tr. al español: Producción de Presencia. Lo que el significado no puede transmitir, tr. Aldo Mazzucchelli, México, Universidad IberoamericanaDepartamento de Historia, 2005]. 9 Este preciso aspecto sugirió el título para la versión inicial de lo que ahora se ha transformado en el capítulo “Identificar fragmentos”: “Eat Your Fragment” [Cómase su fragmento] en Glenn Most (ed.), Collecting Fragments/Fragmente sammeln, Gottingen, Vandenhoeck and Ruprecht, 1997, pp. 315-327. Los títulos de mis siguientes contribuciones a las actas de los coloquios de Heidelberg siguieron el mismo modelo sintáctico: “Play Your Roles Tactfully! About the Pragmatics of Text-Editing, the Desire for Identification and the Resistance to Theory” [“¡Actúe sus papeles con tacto! Acerca de la pragmática de la edición textual, el deseo de identificación y la resistencia a la teoría”], en Glenn Most (ed.), Editing Texts/Texte edieren, Gottingen, Vandenhoeck and Ruprecht, 1998, pp. 237-250; “Fill Up

La edición de texto, al contrario, conjura el deseo de corporeizar el texto en cuestión, el cual puede transformarse a su vez en el deseo de corporeizar al autor del texto corporeizado. La escritura de comentarios históricos está motivada por un deseo de opulencia y por su correspondiente dimensión geométrica, es decir, los márgenes vacíos alrededor del texto que se comenta. La historización significa transformar objetos del pasado en objetos sagrados, es decir, objetos que establecen al mismo tiempo una distancia y un deseo de ser tocados. La enseñanza bien entendida y académicamente exitosa, finalmen­ te, demanda del instructor que se abstenga de transformar todo contenido y todo fenómeno enseñado en un objeto preanalizado y preinterpretado, lo cual significa que esos contextos y esos fenómenos, como desafíos de una complejidad no domesticada, no pueden perder nunca su estatus de objetos físicos. La mayoría de estos diversos tipos de deseo de presencia, al ser con­ jurados por las prácticas filológicas, ponen también en juego la energía de la imaginación del filólogo. Esta coemergencia de la imaginación con el deseo de presencia no es para nada casual, pues la imaginación es una facultad de la mente comparativamente arcaica, lo cual implica que tiene una cercanía específica a muchas funciones del cuerpo humano.

** * Sorprendentemente, por no decir extrañamente, podemos afirmar tam­ bién que tales ambigüedades -la tensión, la interferencia y la oscilación que las prácticas filológicas son capaces de liberar entre efectos mentales y efectos de presencia—se acercan, tanto por su estructura como por su impacto, a algunas definiciones contemporáneas de la experiencia estética.10 Sin embar­ go, aunque la asociación entre filología y experiencia estética se agregará a la extrañeza respecto del concepto e imagen tradicionales de la filología, éste no es ciertamente el aspecto de mi reflexión sobre los poderes de la filología que más me fascina. Lo que me interesa especialmente en este libro (pero Your Margins! About Commentary and Copia” [“¡Llene sus márgenes! Acerca del comentario y la copia”], en Glenn Most (ed.), Commentaries/Kommentare, Góttingen, Vandenhoeck and Ruprecht, 1999, pp. 443-453; “Take a Step Back -and Turn away from Death! On the Moves of Historicization” [“¡Retroceda un paso -y regrese de la muerte! Acerca del movimiento de la historización”], en Glenn Most (ed.), Historicization/Historieserung, Góttingen, Vandenhoeck and Ruprecht, 2001, pp. 365-375; “Live Your Experience-and Be Untimely! What ‘Classical Philology as a Profession Could Have Become” [“¡Viva su experiencia -y sea intemporal! Lo que la ‘Filología clásica como profesión pudo haber sido”], en Glenn Most (ed.), Disciplining ClassicsIAlrertumswissenschaft ais Beruf, Góttingen, Vandenhoeck and Ruprecht, 2002, pp. 253-269. 10 Véase, para este aspecto, el capítulo 3 de Production ofPresence.

cada lector debe por supuesto sentirse libre de encontrar su propia trayec­ toria de lectura) son las formas nuevas y alternativas, sobre todo formas no interpretativas, de ocuparse de objetos culturales; deposito mis esperanzas en aquellas formas no interpretativas de ocuparse de objetos culturales que escaparían a la larga sombra de las Humanidades como Geisteswissenschaften, esto es, como “ciencias del espíritu” que desmaterializan los objetos a los que refieren y hacen imposible tematizar las diferentes inversiones que realiza el cuerpo humano en diferentes clases de experiencia cultural. Lo que las prác­ ticas filológicas conjuran como los múltiples deseos de presencia por parte del filólogo, son, después de todo, reacciones que difícilmente encajan en cualquier autorreferencia hecha por las Humanidades académicas. En este sentido, estar tan lejos como sea posible de la autoimagen disciplinar de la filología, incluso de modo programático, puede volverse el comienzo de la apa­ rición (acaso, incluso, de la creación) de un nuevo estilo intelectual. Este estilo sería capaz de desafiar los verdaderos límites de las Humanidades, los que vienen de su inscripción dentro del paradigma de la hermenéutica (lo que significa también dentro del legado metafísico de la filosofía de Occidente) en las décadas cercanas a 1900.11 Reconocer los poderes de la filología den­ tro —y a pesar de- el contexto de esa tradición académica es como disfrutar de algo disruptivo y fascinante, un despliegue hermoso e intelectualmente desafiante de efectos especiales.

11 Véase ibidem, capítulo 2.

Capítulo 1

I d e n t if ic a r

fra g m en to s

Una de las breves entradas en Dirección única (Einbahnstrafíé) refiere a un recuerdo visual del castillo de Heidelberg: “ C a s t i l l o d e H e i d e l b e r g : las ruinas cuyos restos apuntan al cielo lucen doblemente hermosas en esos días claros en que el ojo, por las ventanas o simplemente sobre ellas, se encuentra con las nubes pasajeras. A través del espectáculo móvil que se monta en el cielo, la destrucción de las nubes confirma la eternidad de estos restos”.1 Lo que provoca la reflexión de Benjamín es la percepción de un con­ traste entre dos temporalidades. De un lado, los rápidos cambios y continuo emerger de formas en las nubes que pasan sobre el castillo. Del otro, la eternidad, dada como un atributo a los restos del castillo; ese degré zéro de la temporalidad que, hablando estrictamente, excluye todo cambio temporal. Tantas veces como vuelvo a leer el breve texto de Benjamín (y con toda la reverencia que merece), simplemente no soy capaz de seguir la asociación que sugiere entre ruinas y eternidad. Más precisamente, no comprendo por qué una conciencia de los efectos progresivos de la destrucción (Zerstórun%) tendrían que llevar en último término a la impresión de eternidad (Ewigkeit) -incluso si ese proceso de destrucción está “redoblado y enfatizado por el espectáculo transitorio” (“bekráftigt durch das vergángliche Schauspiel”) de las nubes en el cielo. Hace poco tuve la oportunidad de ver las nubes pasando sobre las ruinas del castillo de Heidelberg, pero en lugar de recordarme la eternidad, 1 Walter Benjamín, Einbahnstrafíe, en Gesammelte Schriften, vol. 1, parte 1, Frankurt am Main, Suhrkamp, 1972, pp. 83-148, la cita, p. 123. [N. del T. La traducción es mía. Hay versión en español del libro: Dirección única, tr. de Juan J. del Solar y Mercedes Allendesalazae, Madrid, Alfaguara, 1988].

este espectáculo me hizo sentir la tensión entre un ritmo de cambio par­ ticularmente rápido (el de las nubes pasajeras) y otro ritmo de cambio (el de las ruinas) tan lento que sólo puedo evocarlo imaginando el castillo tanto en su esplendor pasado e intacto, como en ese posible futuro en el cual los restos ya no serán reconocibles como objetos que pertenecieron una vez a un edificio. Lo que la pasajera transformación de las formas de las nubes y la lenta transformación de la sustancia material del castillo comparten —y lo que quizá pueda haber llamado la atención de Benjamín, aunque éste se queda corto al dar cuenta de esa experiencia—es la connotación, o mejor dicho la sensación casi visceral de una carencia. De modo irresistible, las ruinas de un edificio nos hacen pensar en el ya inexistente estado completo de éste. ¿Qué clase de carencia evoca el espectáculo de las nubes pasajeras? Es la frustración que surge de un proceso que consiste nada más que en el continuo emerger y continuo desvanecerse de las formas, una transición en curso continuo, en la cual esas formas nunca adquieren estabilidad.2 Este juego de emerger y desvanecerse no incluye momentos que marquen un evento, porque la per­ cepción de un evento requeriría un contraste entre el evento y algo que no sea movimiento y transformación. Al no alcanzar nunca un estado que poda­ mos asociar con conceptos tales como “totalidad” o “descanso”, el juego de emerger y desvanecerse en el cielo también nos impide una correspondiente sensación de alivio.

* * * Benjamín no parece ver ninguna especificidad histórica en la experiencia inspirada por las nubes altas sobre el castillo de Heidelberg. ¿No podemos imaginar a, digamos, Empédocles observando las nubes que pasan sobre las ruinas de un templo, y pensando acerca del tiempo? ¿O a Abelardo siguiendo el mismo tipo de espectáculo sobre las ruinas de un monasterio abandona­ do? Por cierto que esto sea, trataré de argumentar que existe una específica afinidad entre el objeto de la reflexión de Benjamín (independientemente de la conclusión que extrae a partir de él), y un asunto clave dentro del re­ pertorio filosófico del intelectual occidental del siglo xx.3 Para argumentar 2 No estoy implicando aquí que “losfenómenos temporales en sentido propio” (“Zeitobjekte im reinen Sinn”, como los llama Husserl) sean incapaces de tener una forma. Su modalidad de alcanzar una forma es lo que percibimos como un “ritmo” (Véase mi ensayo “Rhythm and Meaning” en Hans Ulrich Gumbrecht y K. Ludwig Pfeiffer (eds.), Materialities o f Communication, Stanford, Calif., Stanford University Press, 1994, pp. 170-182). 3 En general, Benjamín estaba ansioso de hacer parecer contemporáneos los fenómenos y problemas de que se ocupa en Einbahnstrafíe. Véase la entrada “Ingenieros” en mi libro In 1926: Living at the Edge o f Time, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1997, pp. 93-101.

esto, tendré que formular una tesis muy general acerca de la cultura de la Edad Media. La cultura cristiana medieval estaba centrada en la creencia colectiva en la posibilidad de una presencia real de Dios entre los hombres y en una serie de rituales, especialmente la misa, que se entendía que constantemente producían y renovaban tal presencia real.4 La presencia, en este contexto, no pertenece exclusiva, ni acaso primariamente, a la dimensión del tiempo, pero en cambio conlleva un componente de proximidad espacial. Llamamos “presente” aquello que en un momento dado se nos aparece lo suficientemente cerca como para estar al alcance de nuestro cuerpo y de nuestra capacidad de tocar. La presencia real del Dios cristiano, por lo tanto, hace posible comer su cuerpo y beber su sangre. En la cultura moderna, en cambio, comenzando con el Renacimiento, la representación prevalece por sobre el deseo de la presencia real, en múltiples niveles de un fenómeno. La representación moderna no es pues un acto que “vuelva a hacer presente” lo que, luego de haberlo estado, está ahora ausente. La palabra, en cambio, subsume todas aquellas técnicas y prácticas culturales que reemplazan, a través de un significante a menudo complejo (y ponen disponible ante nosotros) como “referencia” aquello que no está presente en el espacio y el tiempo. Si, pese a todas las totalizaciones problemáticas que esto puede implicar, esta caracterización de la Edad Media y la modernidad pueden parecer convencionales, lo innovador de mi tesis está en decir que, desde el momento histórico que llamamos “crisis de la representación”,5 alrededor de 1800, nuestra cultura ha desarrollado una renovada nostalgia por la presencia real, una nostalgia a la cual múltiples dispositivos dedicados a la producción de presencia responden sin poder satisfacerla nunca por completo.6

[Tr. al español: En 1926: viviendo al borde del tiempo. Tr. de Aldo Mazzucchelli, México, Universidad Iberoamericana-Departamento de Historia, pp. 146-153]. 4 Para la tesis que sigue, véanse mis ensayos “Form without Matter vs. Form as Event”, Modem Language Notes 111,1996, pp. 578-592; y “Einfuhrung: Inszenierung von GesellschaftRitual-Tlieatralisierung”, en Jan-Dirk Müller (ed.), “Auffiihrung” und “Schrift” in Mittelalter undfrüher Neuzeit, Stuttgart, Metzler, 1996, pp. 331-337. 5 Véase Kerstin Behnke, “Krise der Repráesentation”, en Joachim Ritter y Karlfried Gründer (eds.), Historisches Wdrterbuch der Phibsophie, vol. 8, Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1992, cois. 846-853. 6 El fenómeno social que acaso más obviamente responde hoy a esta nostalgia de la presencia es la popularidad de los deportes (tanto como práctica activa y como espectáculo para ser mirado), mientras que los medios de comunicación en sus múltiples técnicas son, cuando menos, ambiguos a este respecto. Pues prometen (piénsese, por ejemplo, en la t v ) la presencia real, sin hacer nunca tangibles las cosas que presentan.

El esfuerzo siempre apasionado y a veces desesperado de la Revolución conservadora, durante la parte inicial del siglo xx, por recuperar un “territorio estable” para la experiencia humana; más específicamente, la insistencia de Heidegger en la cuestión del Ser como una cuestión ontológica, junto con el aspecto de aletheia, ese autodesocultamiento del Ser que no puede ser atribuido, como efecto, a la acción de ningún sujeto humano7 -todas estas intervenciones y posiciones atestiguan una renovada preocupación filosófica por la presencia en el seno de una cultura que confió (y sigue confiando) fundamentalmente en la representación institucionalizada. Pero ¿existe algo que haga, a nuestra nostalgia contemporánea por la presencia, diferente de la medieval? Mientras que la cultura medieval creyó en la posibilidad de satis­ facer el deseo de presencia real al proveer, una y otra vez, la certidumbre de la presencia real de Dios, nuestra relación contemporánea con la presencia es asintótica. Parecemos sentir que estamos constantemente en situaciones de incrementar o disminuir la presencia del mundo, sin nunca tener al mundo completamente presente ante nosotros. Jean Luc Nancy describe esta relación de doble mano con el mundo como el “nacer a la presencia”,8 una relación de inmediatez con un mundo que parece estar siempre emergiendo y desapare­ ciendo. Visto desde este ángulo, finalmente, el espectáculo a dos niveles de las nubes sobre el castillo de Heidelberg se convierte en una imagen del nacer a la presencia. Mientras que los restos del castillo son parte de una totalidad siempre en vías de desaparición que quizá nunca alcance ese punto de su propio y completo autoborrado, las nubes son una emergencia potencialmente infinita de formas que nunca producirán un efecto final de totalidad.9 Siendo parte de un proceso extremadamente lento de presencia que se desvanece, el castillo de Heidelberg, como lo vio Benjamín y como lo vemos nosotros, un pequeño paso más avanzado en su “destrucción”, tiene el esta­ tus de un fragmento. Sí recordamos que la fascinación occidental con las ruinas y los fragmentos soportó un momento de intensificación durante las déca­ das que siguieron a la culminación de la Ilustración, es decir, durante las 7 Martin Heidegger, Sein und Zeit, 15ch ed., Tübingen, Niemeyer, 1984, p. 44. [Tr. al español: El sery el tiempo, tr. de José Gaos, México, f c e ; Sery Tiempo, tr. de Eduardo Rivera, Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 1994/Madrid,Trotta, 2003]. 8 Véase Jean-Luc Nancy, The Birth to Presence, Stanford, Calif., Stanford University Press, 1993. 9 La relación entre compleción/totalidad y presencia requiere algo más de pensamiento sistemático. Por ahora, asocio a la presencia completa con la compleción/totalidad, mientras que supongo que los objetos temporales en sentido propio (las nubes, por ejemplo; véase nota 2), pese a su presencia, siempre nos dejarán con una sensación de carencia. Lo que debe ser elaborado es una distinción entre diferentes tipos de presencia.

décadas alrededor de 1800, y si consideramos luego que estas décadas han estado también caracterizadas como el momento histórico marcado por la crisis de la representación, entonces descubrimos un fundamento episte­ mológico -o al menos una resonancia epistemológica—por la fascinación que acompaña el trabajo filológico con ruinas y fragmentos. Pues podemos especular que fue la crisis de la representación, el colapso de la distancia entre representación y mundo, lo que volvió a despertar el deseo de la presencia. Desde esta perspectiva, el fragmento mismo aparece como metonimia de una presencia que se desvanece. El trabajo de restitución, en contraste, sea éste dedicado a un torso o a un fragmento textual, pertenecerá a ese continuo emerger y desvanecerse de la presencia-en-formas por el que las nubes sobre el castillo de Heidelberg fascinaron a Walter Benjamin.

*** ¿Cómo sabemos que algo es un fragmento? El término se aplica a cual­ quier objeto que podamos identificar como parte de una totalidad mayor sin implicar, sin embargo, que esta parte de una totalidad mayor se entienda como una metonimia, una representación de la totalidad. ¿Y cómo llegare­ mos a conocer esa totalidad a la que pertenece el fragmento? No podemos percibirla, por cierto, pues por definición no puede estar presente junto con el fragmento. Al principio tiene que existir la intuición de una carencia, que surge en nosotros a partir de la contemplación de un objeto que está presen­ te. Alguien tiene que haber sido el primero en percibir que los alrededores montañosos del valle central del parque Yosemite no son sino los fragmentos de un paisaje que existió antes en el mismo sitio. En el caso de un paisaje, la imaginación de la totalidad de aquello que sólo está presente como fragmento tiene que confiar en la probabilidad física y geológica, apoyada acaso por una cierta clase de juicio estético que puede venir del recuerdo de otras montañas y otros valles. Para el caso de cualquier artefacto que consideremos un frag­ mento, en contraste, el imaginar su estado de totalidad vendrá a partir de imaginar la intención de quien lo produjo. Una vez que hayamos imaginado, sobre la base de un fragmento, unagestalt que pensemos corresponda (aunque sea de un modo basto) a la intención primaria de quien lo produjo, podemos comenzar a establecer una tipología de diferentes clases de fragmentos, dis­ tinguiendo diferentes principios que pueden haber interferido en el producto de la intención original del productor. Todos sabemos, especialmente a partir de la historia cultural del ro­ manticismo, que hay textos que identificamos primero como fragmentos, sólo para descubrir luego que sus autores quisieron que fingiesen esa cualidad fragmentaria. De estos casos extraemos la frustrante conclusión de que el texto

identificado originalmente como un fragmento corresponde exactamente a la intención del autor. Imaginar, como hipótesis de trabajo, el estado de to­ talidad “virtual” que el autor mismo tiene que haber imaginado a efectos de desarrollar una forma textual capaz de producir ese efecto de fragmentariedad, puede ayudarnos a entender, entre otras cosas, por qué el autor se puso la meta de producir tal efecto. Sin embargo, no veríamos el “restituir” tal totalidad virtual (que nunca se pretendió alcanzar) como una tarea filológicamente valiosa. Al contrario, tal esfuerzo sería visto como ingenuo, pues después de todo, un fragmento destinado por su autor a parecer un fragmento, no es un fragmento. Esta primera reflexión, en el contexto de nuestra elemental tipología, deja en claro que presuponemos, para cualquier fragmento digno de tal nombre, un intervención violenta que ha causado la diferencia entre el texto (o más en general, la forma) pretendida por el autor, y el texto que ha llegado hasta nosotros. Tal violencia puede provenir de una intención que está en conflicto con la del autor, y que además tiene a su disposición un poder superior para imponerse. Es evidente que este segundo caso incluye e ilustra lo que llamamos “censura”. La fragmentación que produce la censura implica, primero, que el censor conoce claramente lo que quiere eliminar y, segundo, que normalmente no quiere que el texto censurado aparezca fragmentado. Esto significa que puede resultar particularmente difícil identificar tal texto como fragmento, pero también que, una vez que el censor y sus intenciones han sido identificados, tenemos una orientación particularmente rica para nuestra tarea de imaginar el texto completo. Finalmente, lo que con más naturalidad parecemos esperar como causas de la fragmentación son aconte­ cimientos físicos violentos o lentos procesos de destrucción, independientes de toda intencionalidad. Las razones para este tercer tipo de fragmentación son potencialmente infinitas: fuego y humedad; el desvanecerse de la tinta que fue empleada para producir un texto y el deterioro del papiro, pergamino o papel; la destrucción de edificios en cuyas paredes hay textos escritos; y (especialmente frecuente durante la Edad Media) el reciclaje de materiales usados para la producción de nuevos códices. *** Pero permítaseme poner entre paréntesis ahora la cuestión de si los miem­ bros de este tercer tipo deben ser canonizados como fragmentos en sentido propio, porque no es a donde va mi argumento. Lo que todos los fragmentos producidos por causas físicas comparten, es un margen -podemos llamarlo, con una formulación más dramática, una “cicatriz”- en la que el fluir de un texto se detiene de modo arbitrario, y donde normalmente podemos descubrir trazas de la causa física de tal fragmentación. Tales cicatrices son inevitables para los fragmentos del tercer tipo, y argumentaré que su existencia constituye

una diferencia importante en cuanto a cómo, sobre la base de un fragmento, imaginamos un texto completo. Pues la percepción de tales cicatrices cambia nuestra actitud vis-a-vis eí texto: llevan nuestra atención hacia su exterioridad o, para decirlo distinto, hacia su materialidad.10 En este sentido las conven­ ciones diacríticas con las que en una edición representamos los elementos no textuales de una fuente original (por ejemplo, los paréntesis que indican dónde termina el texto en el original) no pueden ser equivalentes a lo que vemos cuan­ do visualizamos el original. Para percibir la exterioridad de un texto, debemos suspender nuestro hábito automático de descifrarlo. En lugar de constituir el sentido que un autor ausente quiso transmitir, nos concentramos entonces en las cualidades sensuales del texto como objeto materialmente presente. Podemos tocar, acariciar y ulteriormente asimismo comernos el fragmento en su presencia material; podemos incluso tratar de destruirlo más de lo que ya está. Como lo he anunciado antes, estoy enfatizando tan fuertemente este aspecto, porque quiero mostrar que tal conocimiento del fragmento en tanto presencia material tiene importantes consecuencias para el funcionamiento de nuestra imaginación. Pues las presencias materiales estimulan tanto nuestra imaginación en la práctica de la restitución textual, como son el objeto del deseo que Jean-Luc Nancy llama “nacer a la presencia”. Aun otro modo, más metafórico, de describir la misma relación sería pensar en un conjuro mágico o hechizo. El texto, como objeto material, aumenta nuestra capacidad de imaginar un mundo del pasado, aunque por cierto que no hay una relación mimética entre aquel mundo y la forma del texto en tanto objeto material. Pero en lugar de intentar más metáforas, procuremos conceptualizar el juego mutuo entre la exterioridad de los objetos culturales (especialmente de los textos) y el funcionamiento de nuestra imaginación.

** * Dentro de una mirada estrictamente fenomenológica, es decir, en el con­ texto de un análisis que se restringe a las capacidades autorreferenciales de la mente humana, el clásico ensayo de Jean-Paul Sartre, L’Imaginaire, es poco menos que imbatible. Tanto la calidad de su análisis como los límites de su aproximación sirven para explicar por qué, más de medio siglo después de pu­ blicado, este tratado sigue siendo la referencia más importante para cualquier discusión filosófica sobre la imaginación como facultad humana.11 Uno de 10 Véase David Wellbery, “The Exteriority of Writing”, Stanford Literature Review, 9: 1992, pp. 11-24. 11 Véase “Namensregister” en Wolfgang Iser, Das Fiktive und das Imaginare: Perspektiven literarischerAnthropologie, Frankfurt am Main, Surkhamp, 1991, p. 521. El título completo del

los primeros temas de tipo descriptivo que Sastre desarrolla en cierto detalle es la experiencia de que las imágenes producidas por la imaginación siempre se nos presentan, desde el momento mismo de su aparición, como completas: “En nuestra percepción, una forma de conocimiento se va formando lenta­ mente; en una imagen, sin embargo, el conocimiento es inmediato. Vemos, pues, que la imagen [...] se ofrece en su totalidad desde el momento mismo en que aparece”.12 Podemos hacer uso de esta observación para determinar qué lugar estructural debe ocupar nuestra imaginación en la restitución de textos u otros artefactos. Desde el comienzo mismo la imaginación nos da una idea de totalidad, de un telos hacia el cual el trabajo filológico o arqueológico puede ser orientado. Sin embargo, es importante subrayar que la imaginación no es capaz de producir intrínsecamente ninguna ulterior concretización, diferenciación, o siquiera corrección de la primera imagen que proyecta: “Si usted juega y hace girar, en su mente, una imagen de algo que tiene una forma cúbica, como si mostrase sucesivamente sus diferentes lados, us­ ted no habrá progresado nada al final del ejercicio; no habrá aprendido nada”.13 Esto parece sugerir que, para ir más allá de la primera imagen que la imaginación nos presenta a efectos de restituir una totalidad original, necesitamos estimular constantemente nuestra imaginación con elementos de conocimiento contextual y con observaciones detalladas que se refieran a los fragmentos de los que parte la restitución. Pero si bien es así posible encender y alimentar nuestra imaginación, nunca podemos determinar qué es lo que la imaginación va a presentar finalmente ante nuestra conciencia. La imaginación escapa continuamente de nuestro control consciente. Sartre explica esta imposibilidad de guiar a nuestra imaginación (lo que él llama su spontanéité) como algo relacionado con el hecho de que la estructura intrínseca y la identidad de la imaginación no están disponibles a nuestra introspección. Sabemos de la imaginación tan sólo a través de sus productos: “La conciencia que percibe se aparece ante sí misma como pasiva. En contraste, una con­ ciencia que imagina se aparece ante sí misma como espontaneidad, es decir, como una espontaneidad que produce y preserva la imagen del objeto en cuestión” .14 Finalmente, nuestra imaginación deja en general sin especificar el estatus ontológico (podríamos decir también “el nivel de realidad”) de las imágenes producidas: • ensayo de Sartre es L'Imaginaire:psychologiephénoménologique de Vimagination, París, Gallimard, 1940. [Tr. al esapafiol: Lo imaginario, tr. de Manuel Lamana, Buenos Aires, Losada, 2005]. 12 Sartre, L’Imaginaire, p. 19. 13 Idem. 14 Ibidem, p. 26.

Cada estado de conciencia postula su objeto, pero cada una lo hace a su modo. La percepción, por ejemplo, postula su objeto como existente. La imagen, también, incluye un acto de creencia y un acto de postulación. Este acto puede adoptar cuatro y sólo cuatro formas: puede postular el objeto como inexistente, o como ausente, o como existente en algún otro lugar; puede también “neutralizarse” a sí misma, es decir, no postular su objeto como existente. Dos de estas formas son compromisos; la cuarta es una suspensión o una neutralización de lo que ha sido postulado. La tercera incluye una negación implícita de la existencia presente y real del objeto. Tales actos de postulación —y ésta es una observación crucial—nunca agregarán nada a la imagen (una vez ésta está constituida): lo que constituye la conciencia de una visión es el acto de postularla.15

Si las imágenes producidas por la imaginación implican pues una doble carencia, no sólo la recién mencionada carencia de especificación con respecto a su propio estatus ontológico, sino también la falta de diferenciación descriptiva y de desarrollo (“uno no habrá aprendido nada”), es plausible asu­ mir que ligar nuestra imaginación con la percepción de un fragmento en su materialidad dada nos dará cierta comprensión de tal carencia. Permítaseme enfatizar, una vez más, que en el caso de la restitución textual, el carácter concreto del fragmento del que partimos ofrece la posibilidad de alimentar nuestra imaginación con observaciones aún más detalladas, que pueden terminar brindando imágenes aún más detalladas del texto en su totalidad original. El estatus ontológico de un texto de tal manera restituido es muy complejo, y sin embargo claro, sin ambigüedades. Aunque postulemos la existencia del fragmento tanto en el presente como en el pasado (desde el momento de su origen), no postulamos análogamente la existencia de la parte conjetural del texto, la parte que hemos restituido con la ayuda de nuestra imaginación. Para la parte conjetural postulamos la existencia en el pasado, pero no postulamos, por supuesto, sú existencia en nuestro presente. Tiene que ser claro que estos dos aspectos de complementariedad entre los fragmentos como objetos de referencia, y nuestra imaginación como la facultad de restituir la totalidad de objetos mutilados, no es idéntica con la intensificación de nuestras capacidades imaginativas a partir de la presencia material de los objetos, una intensificación que he caracterizado metafórica­ mente como la acción de “conjurar”. En el mundo de la actuación teatral, por ejemplo, una técnica usual para intensificar la imaginación de los actores con­ siste en asignarles un ejercicio corporal y, sobre todo, darles objetos para que

15 Ibidem, p. 24.

jueguen.16 En The Philosophy ofthePresent George Herbert Mead inventa una narrativa impresionante, casi mitológica, en la cual hace plausible ese efecto intensificador de la presencia de objetos materiales en nuestra imaginación. Mead asocia la “imaginería” (ésta es la palabra que emplea para referir a la vez a la “imaginación” y a las “imágenes imaginadas”) con un estado temprano en la evolución humana. Los “estímulos a distancia” (percepciones de objetos que están espacialmente cercanos pero no en contacto físico con quien los percibe), despertarán, de acuerdo con Mead, imágenes de la situación, ya sea deseable o peligrosa, de tales objetos en contacto corporal inmediato con el sujeto (“experiencia de contacto”), y se supone que estas imágenes están —inmediatamente—conectadas con la actividad nerviosa motora eferente, y con el movimiento muscular (de lucha o agresión): los objetos perceptuales \perceptual\, con sus cualidades sensoriales, pertenecen al reino de la conciencia; pues la “experiencia de distancia” existe como la promesa o amenaza de la “experiencia de contacto”, y el modo en el cual este futuro llega al objeto es a través de la respuesta del organismo a sus propias respuestas [...] El objeto distante se vuelve así lo que podemos hacer de él o con él o a través de él o lo que él puede hacernos. Decir que existe instantáneamente tal como lo percibimos no es más que demandar confirmación de lo que es dado en la percepción. Estas respuestas que ocurren a propósito están en el organismo a la vez como tendencias y como el resultado de respuestas pasadas, y el organismo responde a ellas en su percepción. Llamamos frecuentemente a esto último imaginería de respuesta.17

La idea de Mead del “objeto distante” que llega a ser “lo que podemos hacer de él o con él o a través de él o lo que él puede hacernos” tiene una similitud interesante con el concepto de Heidegger de “a-la-mano”,18 esto es, la idea de que en nuestra práctica cotidiana experimentamos el mundo y sus objetos como ya interpretados. Están siempre ya interpretados desde el 16 Véase Andreas Bahr, Imagination und Korper: Ein Beitrag zur Iheorie der Imaginarían mit Beispielen aus der zeitgendssischen Schauspielinszenierung, Bochum, Alemania, Brockmeyer, 1990, especialmente pp. 63, 81. 17 George Herbert Mead, The Philosophy ofthe Present, La Salle, III, Open Court, 1959 (1932), p. 74. No es necesario aclarar que el valor, de la narrativa de Mead para mi propia argumentación tiene poco que ver con su valor desde una perspectiva empírica. Me estoy refiriendo a Mead porque a) reúne con coherencia una serie de observaciones sobre la imaginación que han sido cruciales para mi propia discusión de tal tema, y b) porque al hacerlo, desarrolla la explicación más plausible que conozco para la experiencia de que la cercanía y la percepción de los objetos materiales puede intensificar nuestra imaginación. 18 Heidegger, Sein undZeit, op. cit., pp. 15, 16.

punto de vista de nuestras posibles necesidades y de las posibles funciones que pueden cumplir. No vemos una bicicleta como una construcción llama­ tivamente geométrica hecha de metal y goma. La percepción de un objeto tal parece venir junto con la imagen de montar en bicicleta. Además, muchas, si no todas, de estas imaginaciones a través de las cuales el mundo en principio se interpreta implican, como en el ejemplo de la bicicleta, una participación de nuestros cuerpos. Aquí parece estar, pues, el nudo que liga la presencia tangible de objetos con una inspiración de la mente y una activación del cuerpo. Es la percepción sensorial de tales objetos materiales la que dispara nuestra imaginación, y es nuestra imaginación la que dispara los movimientos, ya sea para lograr una unión completa con tales objetos (agresión: cómase su fragmento) o una separación (corra: escápese de su fragmento). De acuerdo con Mead, sin embargo, tales reacciones pertenecen a una etapa temprana del desarrollo de la humanidad, una etapa que surge sólo en ocasiones específicas de la existencia del Homo sapiens. Normalmente los productos de nuestra imaginación son transformados en conceptos, y esos conceptos suspenden la relación de inmediatez entre la imaginación y el mo­ vimiento muscular. Acaso aquellas raras ocasiones en que sentimos nuestra imaginación y nuestro cuerpo con una vivacidad especial, tienen una afinidad específica con la dimensión de la experiencia estética. ¿No sería posible que lo que llamamos “lo sublime” tenga que ver con ciertos objetos de la percep­ ción que causan terror -no primariamente porque sean “objetivamente pe­ ligrosos”, sino porque (de acuerdo con la lectura que Jean-Fran^ois Lyotard hace de la Kritik der Urteibkrafi de Kant)19 nuestra imaginación no es capaz de darlas en una imagen estable, “sintética”? Del otro lado, el lado de la agre­ sión, el deseo y el hambre, los famosos comentarios de Jacques Lacan sobre “la voracidad del ojo humano” (“l’oeil plein de voracité”)20 nos brinda un repertorio de conceptos que tienen la virtud adicional de traernos de nuevo, desde consideraciones más generales, a la dimensión del fragmento. Pues la tesis de Lacan de acuerdo con la cual el objeto último del deseo humano es siempre el deseo del Otro, con el deseo del Otro manifestándose por gestos de autodesocultamiento (“une sorte de desir á l’Autre, au bout duquel est le donner-a-voir”), tiene la importante implicación de que el Otro nunca está completamente presente o completamente visible. Lo que de hecho vemos, 19 Véase Jean-Fran^ois Lyotard, Legons sur l ’analytique du sublime (Kant, Critique de la faculté dejuger, pp. 23-29), París, Galilée, 1991, p. 271. 20 Véase, para lo siguiente, “Qu est-ce que un tableau?” (lección ix), en Jacques Lacan, Le Séminaire, livre XI: les quatre conceptsfondamentaux de la psychanalyse (1964), París, Seuil, 1973, pp. 120-132, esp. 130-131.

y lo que motiva nuestro deseo, es siempre únicamente un fragmento, “un object petit a” en el lenguaje de Lacan, y aun así un fragmento, que es atrac­ tivo porque lo tomamos como parte de una totalidad y porque tememos que alguien más pudiese poseer tal totalidad. “Tal es la verdadera envidia. Hace que el sujeto se ponga pálido. ¿Frente a qué? Frente a una totalidad que parece estar cerrada, y esto explica por qué la pequeña “a” se separa de aquello a lo que está ligada, y puede volverse, para alguien más, una posesión y un objeto de satisfacción”. Estoy de acuerdo en que la riqueza de tales especulaciones puede parecer algo exagerada —especialmente en relación con lo que se supone es el campo de su aplicación, esto es, el laborioso y altamente técnico trabajo de la restitución textual. Acaso debiera ir aún más lejos con esta relativización de mi propio pensamiento, de no ser por la ampliamente documentada observación de Stephen Bann acerca de “la existencia del apetito oral como modelo para la apropiación de objetos y fragmentos”, especialmente durante los siglos x v i i i y xix.21 Bann nos anima a pensar que tiene que haber habido algo real (acaso real, incluso, en el sentido lacaniano) en la relación entre fragmento, cuerpo, imaginación y experiencia histórica, algo más válido que la mera atracción de un juego complejo con conceptos filosóficos. Es por esto que Bann puede emplear los resultados de su propia investigación de archivos, para hacer una descripción del “ejercicio de la imaginación histórica” en los términos siguientes: “comienza con lo que puede ser tocado, y sigue luego a través del poder talismánico del nombre, a la experiencia de la historia como otredad mediada”.22

*** Pese a toda la evidencia teórica y empírica que atestigua su existencia e importancia, la relación entre imaginación y reconstrucción histórica siem­ pre ha despertado sentimientos de incomodidad. Tales sentimientos están basados probablemente en la impresión de que el alto grado de reflexividad y autocontrol característicos de cualquier método profesional no deben ser tentados por la imaginación, es decir, por una facultad subjetiva que tiene una fuerte tendencia a escapar al control del sujeto. Incluso Hans-Georg Gadamer en Warheit und Methode, con su ya proverbial generosidad hacia toda clase de operaciones analíticas y estilos intelectuales que carezcan del 21 Véase Stephen Bann, “Clio in Part: On Antiquarianism and the Historical Fragment”, en The Inventions ofHistoty: Essays on the Representation o f the Past, Manchester, Manchester University Press, 1990, pp. 100-121 (cita en la p. 114). 22 Ibidem, p. 119.

clásico rigor del trabajo académico,23 no emplea la palabra imaginación (o ninguno de sus equivalentes alemanes) ni una sola vez a lo largo de las más de quinientas páginas de su argumento. Esto es aun más intrigante dado que las descripciones que hace Gadamer del “arte de la interpretación” parecen a menudo requerir de tal concepto. Véase por ejemplo este comentario, acerca de la libertad interpretativa del historiador: Para el otro lado, el lado del “objeto”, esto implica la participación y la explotación del contenido de una tradición —con todas sus nuevas posibilidades de significado y resonancia, y enriquecida por cada receptor. Cada vez que hacemos a la tradición hablar para nosotros, algo sale a la superficie que no estaba allí antes. Cualquier con­ tenido histórico sirve a ejemplificar esto. Sea un trabajo de poesía o el conocimiento de un acontecimiento importante, lo que se da en la tradición vendrá a la existencia como algo nuevo cada vez. Cuando la Ilíada de Homero o la campaña de la India de Alejandro Magno nos hablan en una nueva apropiación de la tradición, siempre serán más que algo por y en sí mismos. Más bien ocurre como en una conversación verdadera, donde siempre hay algo nuevo, algo que ninguno de nosotros queparticipamos en el diálogo podríamos haber entendido individualmente,24

No estoy diciendo ni que Gadamer evita deliberadamente el concep­ to de imaginación aquí, ni que comete un error al omitirlo. Lo que quiero enfatizar, simplemente, es que esta cita no contiene la palabra imaginación, aunque ésta parece estar apareciendo cada vez que hablamos de contenidos innovadores que no se deben a alguna clase de referencia al mundo, y aunque Hans-Georg Gadamer tiene mucho menos razón para evitar el asunto de la imaginación que muchos otros filósofos. La cautela de Gadamer puede tener que ver con la propiedad de la imaginación que Sartre llama su “espontaneidad”. Wolfgang Iser ha dedicado un análisis filosófico más detallado a este aspecto específico.25 Iser comienza su discusión destacando que, al no ser un “potencial activo” (“aktivierendes Potential”) en y por sí misma, la imaginación necesita siempre de un estí­ 23 Después de todo, el libro de Gadamer está explícitamente dirigido contra la opinión de que las Geisteswissenschaften!Humanidades sean capaces de tener un método propio. Véase su Warheit und Methode: Grundzüge einer philosophischen Hermeneutik, 2a ed., Tübingen, Mohr, 1965, p. 5: “No hay un ‘método’ propio de las Humanidades”. [Tr. al esapañol: Verdad y método. Fundamentos de una hermenéutica filosófica, tr. de Ana Agud y Rafael de Agapito, Salamanca, Ediciones Sígueme, 1991]. 24 Ibidem, pp. 437-438. Las cursivas son mías. 25 Véase, en particular, “Das Zusammenspiel des Fiktiven und des Imaginaren”, en Iser, Das Fiktive und das Imaginare, op. cit., pp. 377-411.

mulo externo para ponerse en movimiento. Esto significa que, en tanto la activación continúa, la imaginación sigue a la intencionalidad de un sujeto. Pero el mismo sujeto no puede controlar -al menos, no completamente- la dirección que la imaginación toma y los resultados que produce, pues una vez puesta en movimiento, se desarrolla por sí misma: Precisamente debido a que lo imaginario no tiene una intencionalidad, parece estar abierto a toda clase de intenciones. Es así como las intenciones se combinan con lo que han activado, y es esta la razón por la que siempre está ocurriendo algo a los impulsos activadores. Por lo tanto, lo imaginario nunca es idéntico con sus propias intenciones activadoras, sino que se desarrolla en un juego con sus impulsos -un juego, sin embargo, que siempre es más que las intenciones detrás de la activación o más que el contenido de lo imaginario en tanto éste desarrolla una forma. Don­ dequiera que este juego emerge de una activación intencional de lo imaginario, se convierte en una zona donde ocurrirán las diferentes interacciones de lo imaginario con sus impulsos activadores.26

Estas “interacciones entre lo imaginario y las instancias de su moviliza­ ción” (siendo una de estas instancias, por cierto, la intencionalidad individual) implica el riesgo de desparramarse más allá de los límites de control del sujeto —no sólo, como Iser parece asumir,27 en contextos tan lejanos de nuestras actividades cotidianas como “los sueños o alucinaciones”, sino también dentro de prácticas altamente racionalizadas, como la especulación económica o la edición de textos. No quiero, por cierto, negar una heterogeneidad básica entre el gesto necesario de la racionalidad y la “espontaneidad” de nuestra imaginación. Sin embargo, el uso activo de la imaginación y del autocontrol que los estándares de la racionalidad académica requieren del trabajo filoló­ gico, parece ser igualmente necesario para la restitución de textos a partir de fragmentos. Al menos en el caso de los fragmentos que están constituidos por lo que he llamado una cicatriz, no hay un modo perfectamente inductivo, por tanto perfectamente racional, de llegar, a partir del texto fragmentario, a un texto hipotéticamente completo. Por otro lado, nunca podemos estar seguros de que hemos eliminado todas las trazas heterogéneas que el uso de nuestra imaginación podría haber dejado en el texto restituido. ¿Sabemos, por ejemplo, si el ritmo que hemos reconstruido es algo diferente que el ritmo que nosotros deseamos? “Comerse nuestro propio fragmento” termina pues teniendo un doble significado. Es, por un lado, un estímulo para usar, no 26 Ibidem, pp. 377-378.. 27 Ibidem, p. 381.

sólo la imaginación, sino para disfrutar sus efectos secundarios no perfec­ tamente controlables. Si, por el otro lado, queremos resistir una aurización [auratization] de algún modo inocentemente no académica de lo imagina­ rio, es entonces imperativo que podamos referirnos (al menos de un modo oblicuo) al deber del filólogo -y su experiencia potencialmente catártica-, de limpiar todos los anacrónicos —y por tanto demasiado subjetivos—restos que quedan luego de su juego con la imaginación. Con o sin imaginación, la peor decepción posible vendría de la creencia en una solución limpiamente académica o profesional.

Capítulo 2

EDITAR TEXTOS

Pocos académicos han dominado una disciplina profesional tan completa­ mente como Ramón Menéndez Pidal lo ha hecho con la filología española por más de setenta años. Después de su monumental edición en tres volú­ menes de la épica nacional española, E l Cantar de mío Cid, publicado en la década de 1890, fue ampliamente reconocido como el fundador de la tradición filológica nacional española, de la cual permaneció como uno de los representantes más productivos hasta su muerte, en 1968. Aunque ha sido criticado más recientemente (no sin razón) por identificar España con su propia cultura castellana, y aunque sus visiones pueden parecemos acaso demasiado monolíticas, Ramón Menéndez Pidal hizo sin duda contribu­ ciones seminales a la historiografía de los lenguajes, literaturas y culturas de España. Además de ello, sus contribuciones a las historias de la literatura francesa medieval y la lengua latina medieval lo han hecho uno de los grandes humanistas del siglo pasado.1 \

1 Para una biografía de Menéndez Pidal véase Kart Schnelle, “Nachwort”, en Ramón Menéndez Pidal, Dichtung und Geschichte in Spanien, Lepizig, Reclam, 1984, pp. 258-282. La edición del Cid de Menéndez Pidal está disponible más fácilmente (con la importante introducción de 1908) en Obras completas de Ramón Menéndez Pidal, 4a ed., vols. 3-5, Madrid, Espasa-Calpe, 1964-1969. En cuanto al trabajo filológico de Menéndez Pidal en su contexto cultural, véanse mis ensayos “Lebende Vergangenheit: ZurTypologie der ‘Arbeit amText’ in der Spanischen Kultur”, en Ilse Nolting-Hauffy Joachim Schulze (eds.), Dasfremde Wort: Studien zur Interdependenz von Texten: Festchrift ju r Karl Maurer zum 60. Geburtstag, Ámsterdam, Grüner, 1988, pp. 81-110;“ ‘Las versiones que agradan a mi imaginación oder: von Menéndez Pidal zur postmodernen Editions-praxis?”, en Use Nolting-Hauff (ed.), TextüberlieferungTextedition- Textkommentar: Kolloquium zur Vorbereitung einer kritischen Ausgabe des “Sueño de la muerte” von Quevedo (Bochum, 1990), Tübingen, Narr, 1993, pp. 57-72; “A Philological

Dada su estatura en el mundo académico, uno no puede sino estar sorprendido por la peculiar actitud de Menéndez Pidal frente a los textos que editó y analizó, pues habla sobre ellos ante todo con las palabras de un entu­ siasta, quizá de un poeta: “Yo me encuentro así que soy el español de todos los tiempos que haya oído y leído más romances. Las versiones que agradan mi imaginación tan llena de recuerdos tradicionales, las que me gusta repetir, las que doy aquí al público, creo que son una partecilla de la tradición”.2 Menéndez Pidal estaba convencido de que al publicar romances (narrativas cortas en forma versificada) y textos pertenecientes a otros géneros dentro de la gran tradición española de poesía oral, podría, con la ayuda de la filología, volver a un estado de productividad literaria una práctica poética que había encontrado casi extinta en el mundo de sus contemporáneos: “Hoy la tradición está decaída porque sólo vive entre los rústicos, pero ¿acaso no podrá revivir también en un ambiente de cultura? Por lo menos ha revivido en mi ánimo; y en él se han producido variantes que juzgo de la misma naturaleza que aquellas con que Timoneda refundía los romances que publicaba”.3 Vemos que Menéndez Pidal se asigna un papel dentro de ese proceso de resurgimiento cultural que se acerca al papel clásico del cantante de folclor: él memorizará muchos textos, los recitará (los volverá a publicar), los enriquecerá con sus propias variantes y finalmente los devolverá a la nación que, de acuerdo con la concepción “neo tradicional” de Menéndez Pidal, había producido tales textos. Visto desde este ángulo, puede tener un interés más que anecdótico el hecho de que el momento culminante en la actividad de Menéndez Pidal como recolector de textos parece haber ocurrido a mediados de la década de 1920, cuando estuvo momentáneamente atacado de ceguera* corporeizando así una condición que se ha asociado siempre con el poder de la imaginación poética. Pero ¿es realmente posible actuar, a un tiempo, los papeles de filólogo y cantor —o poeta—, y más aun, ser simultáneamente el filólogo y el cantor de un mismo cuerpo de textos? ¿No está obligado el filólogo a mantenerse a distancia de la producción de nuevas variantes? ¿No debe estar su actividad restringida a registrarlas, en lugar de inventarlas? Por legítimas que sean tales preguntas críticas, pienso que en última instancia nos hacen comprender que

Invention of Modernism: Menéndez Pidal, García Lorca, and the Harlem Renaissance”, en William D. Paden (ed.), The Future o f theMiddle Ages: MedievalFrench Literature in the 1990s, Gainesville, University of Florida Press, 1994, pp. 32-49. 2 Ramón Menéndez Pidal, introducción a Ramón Menéndez Pidal (ed.), Fbr nueva de romances viejos, 6a ed., Madrid, Espasa-Calpe, 1984 (1926), p. 41. 3 Ibidem, p. 40.

el caso de Menéndez Pidal fue mucho menos excéntrico de lo que uno tiende a creer a primera vista. Es mi tesis, por cierto, que todo editor adopta papeles que están cerca de los de los cantores, poetas o autores (aunque típicamente lo hacen con menos conciencia que Menéndez Pidal), y que, sin dar ese paso, el papel del editor no comienza siquiera a existir. Cada uno de los papeles que los editores adoptan (en dos niveles distintos: papeles de autor, y papeles de editor) pueden incluirse bajo diferentes tipos de construcciones subjetivas, y tales afinidades de diferentes papeles del editor con diferentes construcciones subjetivas nos ayudarán a entender los diversos estilos filológicos que encon­ tramos en nuestro entorno profesional. Por ejemplo, dado que Menéndez Pidal se identificó con los cantores medievales y del folclor, su estilo editorial no pudo evitar enfatizar la multiplicidad de manuscritos y sus variantes, pues tal cosa es típica de la tradición oral de la Edad Media. Es precisamente ésa la razón por la que Menéndez Pidal contribuyó tanto con la que llamó “la vida de la tradición”. En este ensayo, por tanto, discutiré las relaciones entre tales papeles del sujeto, más o menos imaginarios, abiertos a identificación, diferentes papeles de editor, y diferentes estilos de práctica filológica, y lo haré siguiendo el rumbo de una “pragmática de la edición de textos”. Si es que hay algo verdaderamente excéntrico en Menéndez Pidal dentro de este contexto, no puede ser que haya desempeñado el papel de autor, pues eso es inevitable. Su excentricidad puede estar, en cambio, en el hecho de que Menéndez Pidal estaba, aparentemente, muy consciente de desempeñar un papel, y obviamente feliz con ello. Sin embargo, algunas escuelas filológicas más rigurosas que la de Menéndez Pidal siempre han postulado que editar debe ser algo indepen­ diente de los papeles o intenciones del editor (algunos filólogos han querido incluso excluir la intención del autor como punto de referencia, aunque, por otro lado, el papel de las decisiones subjetivas, e incluso del gusto subjetivo, ha sido un tema de discusión en filología desde la Antigüedad clásica). Al tratar de demostrar que las decisiones filológicas pueden tomarse dentro de los parámetros de una estricta lógica textual, se han acercado a una práctica que Paul de Man ha descrito y canonizado como “lectura teórica”4 —incluso aunque saber de esta cercanía habría perturbado a algunos filólogos más de lo que lo habría hecho con De Man.5 Sea como sea, es posible distinguir 4 Véase, sobre todo, Paul de Man, “The Resistance to Theory”, The Resistance to Theory, Minneapolis: University of Minnesota Press, 1986, pp. 3-20. [Tr. al español: La resistencia a la teoría, Madrid, Visor, 1990]. 5 De Man tuvo, por cierto, el hábito de presentarse él mismo como filólogo. Véase “El regreso de la Filología” en ibidem, pp. 21-26. Véase también la entrevista de De Man con

dentro de la tradición filológica dos concepciones diferentes de la edición de textos que muestra afinidades interesantes con las posiciones de la “pragmática textual” y la “lectura teórica” en la teoría literaria contemporánea. Si comien­ zo mi argumento optando por la pragmática textual y tratando de mostrar que un editor está obligado a elegir entre ciertos papeles y a actuarlos, esto puede parecer lo que De Man ha descrito como “resistencia a la teoría”. Sin embargo la opción contraria -tratar de restringir los problemas y la práctica de edición exclusivamente al dominio textual—parece igualmente inocente desde la perspectiva de la pragmática textual. Dado que no parece haber una solución fácil a la vista, volveré más tarde a esta cuestión, preguntándome si vale la pena, o si es siquiera posible, superar este antagonismo entre formas de edición más pragmáticas y más inmanentistas.

** * Todo el mundo sabe que la edición de textos es un proceso de elección en muchos niveles. Los editores eligen entre variantes de lo que han decidido ver como pasajes equivalentes en lo que identifican como textos pertenecientes a una y la misma tradición. En otros casos, eligen entre dejar intactos huecos en el texto, o llenarlos con conjeturas. Una vez que han tomado la segunda opción, tienen que elegir dentro de la infinidad de palabras potencialmente aceptables sugeridas por el sistema del lenguaje en cuestión. Aun corregir ciertos “errores” en un texto que ha llegado a nosotros sin variantes implica elegir una entre varias posibles formas que podrían encajar como gramati­ calmente correctas. Al hacer tales elecciones, la mayoría de los editores están guiados, muy normal y apropiadamente, por lo que piensan que pudo haber sido la intención del autor del texto. Volveré más tarde sobre los problemas relativos a las hipótesis de los editores acerca de las intenciones del autor. Lo que quiero enfatizar aquí, sin embargo, es que el sujeto-editor también se constituye él mismo en estos múltiples actos de elección, pues elegir entre una variedad de elementos es exactamente lo que puede llamarse “producción de sentido” -bajo la única condición de que los elementos no incluidos en la lectura que se da sigan presentes como posibilidades, en lugar de perderse, reprimirse, o incluso destruirse.6 Vista desde este ángulo, la edición de texto produce significado no sólo como efecto secundario, sino que por cierto es Stefano Rosso, en ibidem, p. 118. 6 Sigo aquí a Niklas Luhmann, Social Systems, Stanford, Calif., Stanford University Press, 1995, pp. 59-102. [Hay tr. al español directa del alemán: Sistemas sociales. Lineamientospara una teoría general, Ia ed., México, Alianza/Universidad Iberoamericana, 1991; 2a. ed. Barcelona, Anthropos/Pontificia Universidad Javeriana/Universidad Iberoamericana, 1998].

producción de significado por excelencia, pues la preservación y documen­ tación de lo que queda como no elegido constituyen funciones claves de la práctica filológica. Una vez que la producción de significado ha tenido lugar, sin embargo, es imposible para nosotros resistir a la tentación de buscar un agente que pueda haber sido su fuente. Por tanto no podemos involucrarnos con un texto editado sobre el fondo de su aparato de variantes sin comenzar a preguntarnos quién habrá sido el editor y qué principios habrá seguido al establecer el texto. Es aquí, en la imaginación filológicamente competente del lector, que el papel del editor se vuelve una realidad social, es decir, una realidad mutuamente aceptada. Pero ¿no debería uno conceder a un crítico no pragmático que la elección, la producción del sentido, y la aparición de papeles de sujeto no son necesarios donde existe “evidencia”, es decir, donde hay disponible una solución irrefutable a un problema filológico? La respuesta a tal pregunta depende de cómo uno entienda la noción de evidencia -y ausente una op­ ción más o menos “ontológica”, no puedo definir evidencia de otro modo que como aquella situación en la cual todos los especialistas coinciden con facilidad en argumentos específicos, y en las conclusiones a que tales argu­ mentos conducen. Esto implica que proponer o aceptar una solución basada en evidencia no contribuye demasiado al perfil de quien sea que lo hace, puesto que parece no haber alternativa, pero en modo alguno elimina ello las dimensiones pragmáticas de la edición. En otras palabras, la aparición de un papel de editor de perfil bajo no es sinónimo de la ausencia de tal papel. Es igualmente cierto, claro, que el papel de editor se vuelve mucho más visible y, por así decirlo, mucho más “heroico” cuando no hay soluciones obvias o evidentes a mano. Dentro de la práctica filológica, tales son las situaciones en las que, como lo ha dicho tan adecuadamente Sally Humphreys, se requiere “gusto y tacto”.7 El gusto desempaña un papel debido a que ciertas deci­ siones filológicas tienen la estructura de un juicio estético, la estructura de decisiones que deben ser tomadas en situaciones en las que no hay evidencia disponible, es decir, cuando el juicio no puede basarse en conceptos y crite­ rios compartidos. Al evocar el tacto, Humphreys quería referir a las legítimas expectativas que un editor, incluso y especialmente en situaciones en las que no hay evidencia disponible, se resistirá a producir textos que simplemente se transformen en unilaterales y consistentes manifestaciones de sus propias preferencias estéticas. Los editores no deben nunca cruzar el umbral entre filología y Nachdichtung (imitación poética) -pero esto no puede implicar 7 1996.

En un coloquio sobre edición de texto organizado en la Universidad de Heidelberg en

que estén siempre completamente dispensados de formular juicios estéticos, y mucho menos que puedan evitar producir efectos subjetivos.

*** A esta altura debe haber quedado claro por qué la coherencia de la larga serie de elecciones filológicas que cada edición de un texto presupone y con­ tiene, no debe emanar del gusto privado del editor. Pero ¿qué otras guías u orientaciones pueden seguirse? Pienso que uno debe evitar sobre todo hablar, en este contexto, de “la intencionalidad del texto” como una potencial fuente de orientación —como solía ser la convención casi popular dentro de la pro­ fesión literaria hace unos diez, o incluso veinte años atrás. Desde un punto de vista semántico, los sustantivos texto e intencionalidad son incompatibles, salvo que uno admita que la “intencionalidad del texto” se refiere tan sólo a las hipótesis acerca de las intenciones del autor que pueden ser extrapoladas de cualquier teixto. Dada la potencial infinitud de intenciones hipotéticas que han de ser derivadas de o atribuidas a cualquier texto, propongo concentrarse en las conjeturas más específicas desde un punto de vista histórico, y lo hago por razones puramente pragmáticas.8 Primero, en la mayor parte de los casos es comparativamente fácil emplear conocimiento histórico para hacer más complicada la imagen de un autor, de modo que tal imagen pueda ayudar a producir lecturas y ediciones más ajustadas. Segundo, existe, al menos para la mayor parte de los textos dentro del canon, ciertas imágenes de autor que, por un lado, han surgido de la necesidad de dar coherencia a las lecturas de tales textos, y que, por otro lado, a menudo han afectado el modo como normal­ mente los leemos. Homero, el aedo ciego, y Esopo, el esclavo jorobado, son probablemente los más famosos ejemplos dentro de un número interminable de tales proyecciones sobre un autor. Aunque los textos de origen anónimo dejan más espacio para tales proyecciones, Ío que tenemos en mente cuando usamos nombres como “Shakespeare”, “Goethe” o “García Márquez” no es algo principalmente diferente de lo que implicamos al decir “Homero” o “Esopo”. Todos estos nombres se refieren a imágenes de autores que tienen 8 Para una versión más detallada del mismo argumento, véase mi ensayo “Konsequenzen der Rezeptionsásthetik oder Literaturwissenschaft ais Kommunikationssoziologie”, Poética 7, 1975, pp. 388-413; una versión en inglés apareció en mi libro Making Sense in Life and Literature, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1992, pp. 14-29. La discusión más sofisticada acerca del estatus heurístico del autor en literatura académica, al menos hasta donde yo sé, es el capítulo de Miguel Tamen, “The Appeal to the Author”, en sus Manners of Interpretation: The Ends o f Argument in Literary Studies, Albany, State University of New York Press, 1993, pp. 69-108.

mucho más que ver con las proyecciones de los lectores, que con cualquier realidad históricamente documentada -aunque tales imágenes estén a me­ nudo suplementadas por cierta información sobre la vida de los autores, si ésta está disponible. En este sentido, es cualquier cosa menos extraño (y por cierto, no es equivocado) que los lectores de Goethe imaginen, por ejemplo, al autor imaginando a Frau von Stein, Christiane Vulpius, u otra potencial destinataria. En general, la existencia de tradiciones de lectura orientadas por el autor es otra buena razón para que los editores trabajen con imágenes de autor, pues tal cosa significa que las nuevas ediciones que emplean las imágenes del autor pueden por cierto resonar y vincularse con hábitos de lectura ya establecidos. Pero ¿no es la construcción histórica del papel (literario) de autor, como fue inaugurada y poderosamente ejemplificada por Michel Foucault,9 una fuerte razón en contra de hacer de la lectura y edición orientadas al autor una regla general? ¿No presupone tal práctica una generalización problemática del concepto de autor? La respuesta es no, pues el concepto de autor del que Foucault quería hacer la historia era mucho más específico que el concepto de autor al que me he venido refiriendo. El concepto de autor que he veni­ do discutiendo es por cierto cercano a uno universal, en la medida en que parece difícil, si no imposible, que no pensemos en un agente, un productor o un autor, toda vez que vemos cualquier clase de artefacto hecho por el ser humano —incluyendo, por ejemplo, textos. La elaboración histórica del con­ cepto de autor que hace Foucault, en contraste, enfatiza el carácter histórico de rasgos mucho más específicos, que pertenecen al concepto moderno de autor, tales como la inventiva, la originalidad, la propiedad intelectual, o el ser personalmente responsable de su obra. El argumento que quiero spstener y enfatizar, entonces, es que el tra­ bajo filológico produce inevitablemente un papel de editor, y que tal papel de editor presupone y en parte da forma a la producción de un hipotético papel de autor; en otras palabras, que el papel de editor siempre lleva encapsulado un papel de autor. Al mismo tiempo, no hace falta aclarar que el papel de editor contiene a su vez múltiples papeles de lector. Estos pueden ser papeles de lector en el sentido más histórico e individualmente específico, es decir, en el sentido de que imaginar a Goethe, autor de poemas de amor, no puede separarse de imaginar a Frau von Stein o a Christiane Vulpius como las destinatarias del poeta. Pero los papeles de lector existen también en un sentido más general, el cual a menudo parece convencer a los intérpretes y editores 9 Michel Foucault, “What is an Autor?”, en Josué Harari (ed.), TextualStrategies: Perspectives in Post-Structural Criticism, Ithaca, N.Y., Cornell University Press, 1979, pp. 141-160.

de que, a través de su mediación, ciertos textos son capaces de “dirigirse a la humanidad en general”.10 Me estoy refiriendo a aquellas situaciones en las cuales los intérpretes preguntan lo que Jacques Derrida, Karl Marx o Jesucristo quiso decirnos “a nosotros” —como si, al escribir o hablar, ellos “nos” hubiesen tenido en mente. Asumir tal lector universal es un movimiento problemático, porque además de generar muchas otras implicaciones no tan bienvenidas, termina atribuyendo un rasgo de divinidad a los autores en cuestión, pues solía ser un privilegio de la palabra de Dios (o de los dioses) incluir a todos los humanos como potenciales destinatarios. Pese a esta particular reserva, debe ser claro a esta altura de que cada papel de editor implica, como orientación necesaria para el trabajo filológico, un autor hipotético y al menos un papel de lector -en muchos casos, varios papeles de lector. Dentro de esta prolife­ ración general de papeles de editor, autor y lector, volveré ahora a una línea argumental que puede llevarnos a la posición opuesta, es decir, a la cuestión de si editar puede ser imaginado como una práctica exclusivamente basada en el texto.

*** Después de todo, no hay nada de particularmente sorprendente en la observación de que editar un texto no puede evitar producir sujetos de autor y sujetos de lectura. En un nivel muy general, esto puede ser dicho de todo tipo de lectura. Cada lectura constituye una huella entre su doble subproducto: papeles de autor cada vez más complejos, y papeles de lector cada vez más complejos. El tipo de papel de lector al que me estoy refiriendo aquí se acerca (y en muchos aspectos es idéntico) al que Wolfgang Iser ha descrito como el “lector implícito”.11 Pero si estoy de acuerdo con la tendencia de Iser de separar el lector implícito del lector empírico, el lector que estoy discutiendo no encaja dentro de la descripción que hace Iser del lector implícito como “un papel de lector inscrito en el texto”. Al contrario, me interesa ver có­ mo un papel de lector se activa y se constituye a través de cada lectura del texto, con la forma y el contenido del texto provocando y guiando este proceso -pero sin que el texto “contenga” sus resultados. Por lo tanto, si la producción de papeles de autor y de lector es una consecuencia inevitable de cualquier clase de lectura, ¿hay algo específico en 10 Sobre ésta y otras pretensiones universales hechas a nombre de los textos “clásicos”, véase Hans-Georg Gadamer, Warheit und Methode: Grundzüge einer philosophischen Hermeneutik, 2a ed., Tübingen, Mohr, 1965, pp. 269-275. 11 Wolfgang Iser, Der implizite Leser: Kommunikationsformen des Romans von Bunyan bis Beckett, Munich, Fink, 1972.

la lectura de un filólogo? Una de las descripciones que hace Paul de Man del discurso literario puede guiarnos en una dirección interesante aquí: ¿Qué quiere decirse cuando aseveramos que el estudio de textos literarios es nece­ sariamente dependiente de un acto de lectura, o cuando afirmamos que tal acto está siendo sistemáticamente eludido? Por cierto, más que la tautología de que uno tiene que haber leído al menos algunas partes, por pequeñas que sean, de un texto (o leído algunas partes, por pequeñas que sean, de textos escritos acerca de ese texto) a efectos de ser capaz de producir una frase sobre él [...] Destacar la de ningún modo evidente necesidad de leer implica al menos dos cosas. Primero que nada, implica que la literatura no es un mensaje transparente en el cual puede darse por sentado que la distinción entre el mensaje y el medio de comunicación está establecida claramente. Segundo, y más problemático, implica que la decodificación gramatical de un texto deja un residuo de indeterminación que tiene que ser, pero que no puede ser, resuelto por medios gramaticales, por extensamente que éstos sean concebidos.12

¿Qué quiere decir exactamente De Man con “lectura gramatical”? Se refiere a una lectura que está en último término orientada al contenido, una lectura capaz de “generalización extralingüística” (i. e., una lectura que cree en la referencia) y opuesta al tipo de lectura orientada a la forma y el lenguaje, que De Man llama “retórica”. De acuerdo con De Man, entonces, dado que una lectura gramatical (i. e., orientada al contenido) no es capaz de redimir completamente lo que los textos literarios tienen para ofrecer, puesto que un “residuo de indeterminación” permanece más allá o debajo del significado y la referencia, incapaz de ser completamente integrado en una cierta lectura, se supone que este residuo llevará,la atención de los lectores hacia el carácter formal del texto. Finalmente se vuelve claro que De Man pertenece a esos teóricos de la literatura que definen la literatura a través de su potencial autorreflexivo. En el sentido de material textual no redimido -y semánticamente imposible de redimir- que dispara una reflexión sobre las propiedades formales del texto, la lectura literaria y la lectura filológica tienen algo más específico en común que la automática producción de papeles de autor y de lector. Nada es fácil en la lectura literaria o filológica, pero las razones para ellos son diferentes en ambos casos, y las dos clases de lectura se enfrentan a lo que resiste la facilidad de modos muy distintos. El lector filológico y el lector literario confrontan ambos, constantemente, vacíos y variantes; luchan 12 De Man, TheResistance..., op. cit., p. 15-

con perspectivas convergentes pero no complementarias, o con pasajes que parecen tautológicos. Mientras trabajan con tales dificultades, las lecturas filológica y literaria parecen desarrollar una afinidad con el concepto que De Man tiene de teoría: “Puede decirse que la teoría literaria nace cuando la aproximación a los textos literarios deja de basarse en consideraciones no lingüísticas —es decir, históricas y estéticas -o, para decirlo más crudamen­ te, cuando el objeto de discusión no es ya el significado o el valor, sino las modalidades de producción y recepción del significado”.13 Esta definición captura un cambio dramático en el foco de la práctica literaria académica, un cambio que se aparta de la investigación sobre cómo el lenguaje se refiere al mundo y se acerca a la pregunta de cómo es que el lenguaje produce la impresión de referirse a l mundo. De modo natural, entonces, De Man describe la “resistencia a la teoría” como “una resistencia al lenguaje mismo o a la po­ sibilidad de que el lenguaje contenga factores que no pueden ser reducidos a la intuición” y, en otro pasaje, como “una resistencia a la dimensión retórica o tropológica del lenguaje, una dimensión que es acaso más explícitamente evidente en la literatura (considerada en sentido amplio) que en cualquier otra manifestación verbal”.14 Yendo tan solo un paso más allá -y aún confiando en De Man- uno puede agregar que lo que la resistencia a la teoría termina por producir es una “fenomenalización”,15 esto es, un hábito de confundir efectos de lenguaje con una cercanía a, si no una posesión de, lo que se toma como fenómenos del mundo real. Todo esto sugiere la siguiente pregunta: ¿no debe, la insistencia en aceptar e incluso desempeñar determinados papeles, ser etiquetado y criticado como una “resistencia a la teoría”?16 Una vez más, la respuesta depende en­ teramente de las premisas bajo las cuales tal actuación de papeles se practica y entiende. El único peligro que acecha en el negocio de la edición de textos es una identificación con los papeles del autor y del lector que tome tales construcciones, extrapoladas del texto, como formas, personajes o “voces” de personas reales. La práctica de editor de Menéndez Pidal, por ejemplo, es una evidencia de la existencia (para mí, ampliamente difundida) de tal deseo de identificación entre editores. Menéndez Pidal, sin embargo, no 13 Ibidem, p. 7. 14 Ibidem, pp. 12, 17. No me ocuparé aquí de otro ulterior (y ampliamente discutido) aspecto del argumento de De Man, es decir de la paradoja que afirma que la “teoría” implica inevitablemente una “resistencia a la teoría”. 15 Ibidem, p. 19. 16 Sería criticado, por cierto, sólo bajo el supuesto de que uno quiere apoyar el cambio en los estudios literarios, de la referencia al mundo, a un interés en la producción de efectos de referencia al mundo.

habría sido el gran filólogo que fue sin haber tenido conciencia de tal deseo, y sin una distancia del mismo que lo ayudó a transformar su identificación con cantores medievales y folclóricos en un lado libre y, en última instancia, productivo dentro de su investigación. Si hubiera sido inocente respecto de este deseo de identificación, habría derivado ciertos reclamos de autoridad a partir de él (en el sentido ingenuo de “quien se identifica con el autor es completamente consciente del significado que él o ella pretendió comunicar”). Luego, tal creencia en su propia autoridad podría haber seducido a Menéndez Pidal para que tomase su propio gusto como criterio de decisiones filológicas, rompiendo así los límites del tacto como editor. Cediendo al propio deseo de identificación como lector y como editor conlleva el riesgo de engañarse a uno mismo. Es el peligro de olvidar que el papel del autor “real” y la auto­ ridad inherente a tal papel puede no estar disponible con facilidad, y que no lo está en absoluto en el caso de autores muertos. Dada su distancia frente a la pragmática, y frente a la teoría de los actos de habla, ¿sobre qué base De Man habría resuelto problemas filológicos? ¿Habría excluido las posibilidades de emplear papeles de autor y papeles de lector en este contexto? Todo lo que sabemos es que, como lo he mencionado ya, De Man gustó de asociarse él mismo con el papel de filólogo, aunque probablemente no sin un toque de ironía. Otros adjetivos que empleó para la descripción de su técnica de lectura, aparte de filológica, fueron retórica y técnica. Claramente estaba De Man confiando en los múltiples y admirables ejemplos de tal lectura filológica, retórica y técnica que había dado en sus propios ensayos, y también en ocasionales aclaraciones, como por ejemplo en el siguiente pasaje: “Tal lectura aparecería sin duda como la destrucción metodológica del constructo gramatical y [...] sería teóricamente sólida y tam­ bién efectiva. Lecturas retóricas técnicamente correctas pueden ser aburridas, monótonas, predecibles y desagradables, pero son irrefutables”.17 ¿Tenemos que entender el concepto de una “lectura irrefutable” como convergente con el ideal de una evidencia basada exclusivamente en el texto? No descarto completamente la posibilidad de que De Man esté pugnando por un grado de racionalidad y conclusividad en el análisis textual que estaría cerca de una “lógica textual”, con sus propias reglas y técnicas. Sin embargo, pienso que es más probable que De Man usase la frase para significar una lectura que está consciente en el máximo grado de sus propias condiciones y limitaciones, una lectura, por lo tanto, que sería irrefutable porque haría afirmaciones sólo a partir de determinados parámetros específicos. Tal lectura no excluiría -y acaso incluso invitaría- a la posibilidad de trabajar con papeles de autor y 17 De Man, The Resístame..., op. cit., p. 19.

lector de carácter conjetural. Ella tendría que insistir, sin embargo, en que tales papeles no pueden ser el objeto de identificación, puesto que son constructos creados tan sólo para hacer más transparentes, y más competentes, las lecturas y los resultados del trabajo filológico, esto es, para hacerlas más capaces de ser aceptadas o refutadas. Las lecturas y las ediciones individuales pueden volverse irrefutables —y pueden ser refutadas- sólo en relación con, y sobre la base de, específicos (pero siempre heurísticos) papeles de autor y de lector. Resistencia filológica a la teoría, en cambio, sería el nombre para un deseo de identificarse con lo que no se da a identificación y, como consecuencia, un nombre para la carencia de tacto que amenaza transformar los textos que han de ser editados en los textos del propio editor.18

*** Retrocedamos por un instante. Mi discusión de la práctica filológica desde un ángulo pragmático {pragmático entendido en el sentido de “lingüística pragmática”) ha enfatizado cuán inevitable es para los editores de textos el adoptar una variedad de papeles en el curso de su trabajo. La confrontación de esta mirada pragmática con el concepto de lectura de Paul de Man nos ha brindado la especificación de que tales papeles tienen que ser interpretados como constructos heurísticos refractarios a todo deseo de identificación —al menos si queremos mantener una distinción clara entre edición de textos y Nachdichten. En suma, mi discusión mantiene una crítica del principio filológico tradicional de la evidencia basada en el texto, un principio cuyo impacto en la filología ha sido similar al de los conceptos de verdad en sen­ tido fuerte en filosofía. Mientras trabajemos bajo el refugio —o mejor dicho, bajo la limitación espistemológica—de la evidencia y la verdad, no podemos sino esperar que nuestro trabajo produzca respuestas “correctas” y soluciones “verdaderas” a nuestras preguntas y problemas. Una aproximación lingüísticopragmática a la edición de textos, en contraste, sugiere consecuencias que son similares a aquellas producidas por la crítica de los conceptos monolíticos de verdad por parte del pragmatismo filosófico. Allí, la expectativa de alcanzar la verdad (o la evidencia) se transforma en la expectativa de producir una pluralidad de diferentes posiciones.19 De modo similar, uno podría argumen­

18 Mi discusión de De Man, especialmente mi sugerencia tentativa sobre el modo en que éste podría haber resuelto problemas filológicos, debe sus intuiciones centrales a conversaciones con Miguel Tamen. 19 Véase, entre los muchos ensayos de Richard Rorty que problematizan el concepto filosófico de verdad, “Does Academia Freedom Have Philosophical Presuppositions?”, en Louis Menand (ed.), The Future ofAcademic Freedom, Chicago, University of Chicago Press,

tar, la práctica filológica podría abandonar la idea de una edición “correcta” como su finalidad última, y comenzar a conquistar un espacio intelectual de pluralidad, argumento y debate. Esta concepción filológica de pluralidad, sin embargo, es diferente del ideal liberal (¿o “neoliberal”?) de una infinidad abierta de opiniones indivi­ duales. Definitivamente, no estoy propugnando una situación en la que cada editor deba luchar por elaborar su versión “personal” del texto a editar. Antes bien, imagino que diferentes papeles de autor, empleados como dispositivos heurísticos, producen distintos tipos de lectura y distintas comunidades de lectores. Dentro de tales comunidades de lectores, y en referencia con idénticos papeles de autor, sería posible distinguir entre ediciones e interpretaciones más o menos adecuadas. Uno podría entonces afirmar, por ejemplo, que una aproximación romántica y una idealista a la lectura de Fausto de Goethe son mayormente inconmensurables, mientras que diferentes ediciones e inter­ pretaciones dentro de cada una de tales “escuelas” podría ser comparada y evaluada a través de criterios racionales. Las reflexiones sobre la estructura del espacio académico de Alasdair Mclntyre, de las que estoy tomando esta idea de una pluralidad de comunidades intelectuales producida por relacio­ nes de inconmensurabilidad,20 son también de ayuda para descubrir aun otra importante diferencia entre una situación de pluralidad en la práctica filológica y un tipo de pluralismo intelectual que está abierto a lo infinito. Mientras que no cuesta o presupone nada unirse a la opinión política, social o estética de alguien, pertenecer a una escuela —en nuestro caso, a la escuela de la edición- requiere el dominio de un conjunto de técnicas generales y de un conjunto de técnicas específicas, y obliga a aquellos que participan a tener tacto. Tener tacto, en este contexto, significa tener en mente que los estilos de edición deben ser típicos de escuelas filológicas, en lugar de serlo de los editores individuales. Desde un punto de vista sociológico, la filología en general y las escuelas filológicas comparten ciertos rasgos con los oficios y sus guildas, y puede ser una buena idea, incluso para la práctica de la in­ terpretación, trabajar a efectos de regresar a tal estatus de oficio, en lugar de abandonarse a una pluralidad individual sin límites. El movimiento “neofilológico”, que generó debates tan vivos durante los años 1990, sobre todo en el campo de los estudios medievales, es un caso ideal para ilustrar mi propuesta.21 La Nueva Filología se concentra en las 1996, PP. 21-42. 20 Alasdair Mclntyre, Three Rival Versions o f Moral Enquiry: Encyclopaedia, Genealogy and Tradition, Notre Dame, Ind., University ofNotre Dame Press, 1990, esp. pp. 216-236. 21 El número de 1990 de la revista Speculum es visto en general como el “documento

diferentes versiones correspondientes a textos individuales,22 y en la prolife­ ración de esas variantes intrínsecas a los textos. Tal énfasis en variaciones y variantes ha producido, del modo más natural, un interés renovado, entre los practicantes de la Nueva Filología, por los manuscritos y su estatus material. En general, la Nueva Filología corresponde con la proposición heurística de un sujeto-editor débil, y un sujeto-autor débil. Por supuesto que la palabra débil no implica ningún juicio de valor aquí. Se refiere simplemente, primero, a una práctica filológica en donde, en el nivel del papel de autor, el proceso de transmisión recibe más atención que los autores individuales, y donde, en el nivel del editor, la versión precisa de los textos constituye una tarea más importante que su manipulación y modificación. En segundo lugar, el concepto de un sujeto débil trata también de sugerir que puede existir una afinidad (aunque sea mínima) entre ciertas filosofías actuales (filosofías que, intrínsecamente, no podrían estar menos interesadas en los problemas de la edición)23 y el estilo de edición neofilológico. Además, un académico debe aprender técnicas específicas para pertenecer a la comunidad filológica dentro del oficio de la edición de textos. El o ella debe estar al menos mínimamente versado en paleografía, ser capaz de reconstruir situaciones de uso a partir de una evaluación del estado material de los manuscritos, y ser competente en el análisis de las relaciones entre los pasajes textuales de los manuscritos y sus iluminaciones. En este sentido, la Nueva Filología dentro de la edición de textos es como una guilda dentro de un oficio. Este ejemplo nos ayuda a entender que la relación entre un estilo neofilológico y un estilo de Lachmann para una edición crítica debe ser visto como de inconmensurabilidad. No pueden competir -ni deben ser comparados- entre sí, porque surgen de premisas heurísticas incompatibles, del sujeto débil de la Nueva Filología, y del sujeto autor-editor particularmente fuerte implicado en la tradición de la edición crítica.

fundacional” de la Nueva Filología. Para una discusión reciente e interesante de este movimiento, véase Zeitschrift fiir Deutsche Philologie, 116, 1997, número especial titulado “Philologie ais Textwissenschaft: Alte und Neue Horizonte”. 22 Si aún es posible seguir hablando de la identidad de determinados “textos individuales” en una situación intelectual que enfatiza las variaciones textuales. 23 El concepto de “sujeto débil” deriva del concepto de Vattimo de “pensamiento débil” (“pensíero debole”). Uno de los libros más recientes de Vattimo demuestra claramente cómo la presuposición de “subjetividad débil” afectaría la práctica de la interpretación: Beyond Interpretation: TheMeaningofHermeneuticsforPhilosophy, Stanford, Calif., Stanford University Press, 1997. Para mi propia experimentación con el concepto de “subjetividad débil”, véase V Coloquio UERJ: Erich Auerbach, Río de Janeiro, Imago, 1994, pp. 117-25.

Tales estilos filológicos diferentes pueden ser parte de diferentes cul­ turas nacionales, y a veces de diferentes culturas disciplinarias. La influencia de Menéndez Pidal en los estudios hispánicos, por ejemplo, estableció una concentración nacional en la edición de variantes textuales cuya contracara fue, hasta hace muy poco tiempo, la cuasi ausencia de ediciones críticas de­ dicadas a los textos canónicos de la literatura española. Se puede argumentar que, en este caso específico, el ejemplo de Menéndez Pidal convergió con la vitalidad de una tradición oral que siguió adelante mucho más allá de lo que lo hicieron sus contrapartes en la mayor parte de los restantes países euro­ peos. Si existen tales afinidades entre las culturas nacionales y los estilos de edición, algo similar es evidentemente cierto para la relación entre los estilos de edición y ciertos periodos históricos. Una aproximación neofilológica parece ser particularmente apropiada para textos provenientes de la cultura medieval del pueblo llano, mientras que ediciones críticas se ajustan mejor a contextos y géneros literarios que se concentran en el autor como genio. El género puede ser aun otra dimensión de la pluralidad filológica. No hay nada equivocado en dejar que el género del autor influya en decisiones filológicas de ciertas clases —aunque tal presuposición no es fácil de reconciliar con el criterio tradicional de evidencia filológica. Así, en el caso del poeta español moderno Federico García Lorca, el descubrimiento relativamente reciente de su identidad como hombre ha cambiado, por cierto, no sólo la lectura sino también la edición de algunos de sus textos.24 Esta innovación, sin embargo, no implica que una edición de Lorca que no tenga en cuenta el componente de género en la identidad del autor esté equivocada. Simplemente será una edición diferente, incompatible con ediciones que son sensibles a la diferencia de género. Pero ¿hay -o debe haber- papeles de editor específicos en términos de género? Pienso que la voluntad explícita de dar a los resultados de un trabajo filológico concreto un sabor específico en términos de género (o en términos de nacionalidad, o de edad), independientemente de la identidad del autor, crearían una situación problemática, al menos desde un punto de vista filológico. Una edición de los poemas de Lorca cuyo editor tratase de adaptar los textos al gusto específico de un lector gay (si es que tal gusto existe) estaría más bien del lado de la Nachdicbtung que del de la filología como oficio. Sin embargo, bien puede ocurrir que los estilos de edición y de papel de autor específicos en términos de género estén comenzando a emerger ahora. Si esto es así, les tomará probablemente otra década establecerse como 24 Acaso debería decir, la licencia disciplinaria sólo recientemente ganada para hablar y escribir acerca de la homosexualidad de García Lorca.

nuevas escuelas y estilos filológicos. Sus técnicas específicas de edición de texto pueden ser identificadas y transmitidas un día como papeles de autor y editor marcados por el género, y para que tales papeles alcancen el estatus específico de constructos heurísticos que he estado discutiendo, sería crucial que el editor “real” pudiese ser independiente del papel de autor y de editor en términos de género. Pues la edición de textos tiene que ver con papeles, y no con identidades auténticas, y esto sería casi una definición del tacto en filología.

Capítulo 3

ESCRIBIR COMENTARIOS

Por cierto, es plausible subordinar la tarea del comentarista a la del intérprete. En una infinidad de variaciones prácticas y permutaciones funcionales, la interpretación es inevitablemente y siempre la identificación del significado de determinado artefacto. Aunque la interpretación a menudo parece la proyección de un sentido que el intérprete ha inventado (y aunque en último término puede ser difícil distinguir claramente entre identificación de signi­ ficado y proyección de significado), asociamos el concepto y la práctica de la interpretación no con la libertad de proyectar significado, sino con la tarea de identificar el significado que está dado “en” un texto (o en cualquier otro objeto de referencia), independientemente del intérprete y previamente a la interpretación. En tanto el intérprete entienda la tarea que tiene planteada como la identificación de un significado dado, el mayor problema que enfrenta está en cierta asimetría entre el rango de conocimiento general y especializado que el texto presupone -como condición para la identificación de su (“su­ puesto”, “original”, “histórico”, “adecuado”, o “auténtico”) significado- y el conocimiento que tiene el intérprete a su disposición. Ha sido siempre la tarea del comentarista y la función del comentario superar tal asimetría, y mediar así entre diferentes contextos culturales (entre aquel que el autor del texto compartió con un primer grupo de lectores, y el de lectores que pertenecen a tiempos históricos posteriores o a culturas diferentes). Visto desde este án­ gulo, un comentario siempre provee conocimiento suplementario; al hacerlo, cumple con una función accesoria en relación con la interpretación. Nada de lo que he dicho hasta aquí excede las concepciones canónicas de dos de las más venerables y centrales prácticas filológicas, y la perspectiva sobre el comentario por la que ahora trataré de argumentar apuntará tan sólo a ciertas dinámicas discursivas que supongo han sido siempre inherentes al

comentario. Pero mi perspectiva se aparta de la pintura clásica del comentario como algo completamente subordinado a la interpretación, en la medida en que discute una tensión potencial entre los dos proyectos, una tensión que surge de dos movimientos inherentes al comentario y la interpretación, res­ pectivamente, que parecen ir en direcciones opuestas. Pese a todo lo que se ha dicho desde los años sesenta-con una dedicación especial y especialmente democrática para la libertad del lector- acerca de los múltiples significados como algo potencial a cualquier texto individual, y acerca de la interpreta­ ción como una tarea que nunca termina, pese a todas esas imágenes muy sofisticadas y a veces excesivamente complicadas del acto de la interpretación, pienso que en nuestra práctica cotidiana tomamos la interpretación como una tarea que normalmente puede ser llevada a una conclusión. Esperamos que, en el caso promedio de una interpretación, habrá un momento en que sabremos que hemos entendido el texto u otro artefacto, y normalmente asociaremos la comprensión con la impresión de que ahora sabemos lo que el autor quiso que fuese o significase ese texto. Esta asunción acerca del carácter normalmente finito de la interpretación, creo, explica su carrera triunfante como ejercicio central en términos de tareas y textos escritos en la educación secundaria. El comentario, en cambio, parece ser un discurso que, casi por definición, no tiene fin. Mientras que un intérprete no puede evitar extrapolar un sujeto-autor como punto de referencia para su interpretación (y no puede evitar dar forma a su referencia a medida que su interpretación progresa), un comentarista nunca está seguro de las necesidades (¿ e., las lagunas en el conocimiento) de aquellos que usarán su comentario. Por cuidadosamente que se provean las necesidades de sus contemporáneos entre los lectores potendales de un texto en cuestión, usted nunca podrá anticipar exactamente lo que tendrá que explicarse a los lectores de la generación siguiente, y es sobre todo esta condición la que convierte a un comentario en un ejercicio y un discurso constitutivamente inconclusos. No es una sorpresa pues que la historia de la palabra comentario muestre demasiados significados distintos -y por lo tanto un significado demasiado vago- como para que sea posible sugerir una definición más precisa.1Y este aroma general de vaguedad, ¿no va junto a la impresión que casi siempre tienen quienes emplean los comentarios, y que es (para exagerar sólo un poco) que un determinado comentario ofrece 1 Véase Manfred Fuhrmann, “Kommentíerte Klassiker? Über die Erklárungsbedfurftigkeit der klassischen deutschen Literatur”, en Gottfried Honnefelder (ed.), Warum Klassiker? Ein ÁLmanach zur Eroffnungsedition delBibliothek deutscher Klassiker, Frankfurt am Main, Deutscher Klassiker Verlag, 1985, pp. 37-57: “La palabra no es de mucha ayuda aquí pues tiene una cantidad casi infinita de significados en la antigüedad clásica”, p. 49.

toda clase de datos interesantes, pero que difícilmente tenga exactamente esa información que usted necesitaba y que fue precisamente la que le hizo consultar ese comentario?

* * * Este contraste entre ía tarea finita de cada interpretación y la tarea sin fin del comentario, un contraste que acaso se deba más al modo en que nuestra cultura ha venido enfocando ambas tareas, que a una diferencia “lógica” entre ellas, es el principal responsable de las muy diferentes topologías que han aparecido en torno a la interpretación y el comentario. La topología de la interpretación presenta la identificación de significado mayormente como un movimiento vertical. El intérprete penetra una “superficie”, una superficie material de significantes, a efectos de llegar al significado del texto en un ni­ vel que se presenta a sí mismo como el de la “profundidad”2 espiritual. Una topología alternativa para la interpretación es la de encontrar un significado o una intención del autor “detrás” de una superficie textual o de un “rostro” que bien podrían tratar de engañar al observador. Lo que comparten estas tipologías del debajo y el detrás, es una distinción categórica -por no decir drástica—entre un nivel primario de percepción, y un nivel siempre “oculto” de significado e intencionalidad, que es el nivel que se supone importa al intérprete. En contraste, los comentarios no apuntan a un nivel “debajo” o “detrás”, o incluso “más allá” de la superficie textual, pero sin embargo los comentaristas no ven los textos “desde arriba” o desde esa famosa “distancia” que tan fácilmente asociamos con la objetividad. Esperamos, no que los comentarios lleguen debajo, detrás o más allá, sino que sean “laterales” en relación con sus textos de referencia, y deseamos que los comentaristas se sitúen en una “contigüidad”, no tapto con un autor, sino con el texto en cuestión. Es esta contigüidad entre quien comenta el texto y el texto que se comenta, lo que explica por qué la forma material del comentario depende de —y tiene que adaptarse a—la forma material del texto comentado. Las glosas interlineares pueden considerarse, entonces, como la forma del comentario por excelencia, y por la misma razón, ninguna definición de diccionario de la palabra “comentario” deja de mencionar que el comentario “al margen del texto” constituye la norma.3 Subiendo un punto el nivel de abstracción de 2Véase mi ensayo “Das Nicht-Hermeneutische: Skizze einer Genealogie”, en Jórg Huber y Alois Martin Müller (eds.), Die Wiederkehr desAnderen: Interventionen 5> Basel, Stroemfeld/ RoterStern, 1996, pp. 17-36. 3Véase, como ejemplo, ClausTráger (ed.), Wórterbuch der Literaturwissenschaft, Leipzig,

esta discusión, podemos decir que el lugar del comentario -en las páginas de un manuscrito o de un libro impreso—es precisamente ese margen del texto que se comenta. Esto implica, insisto, que la forma y el orden discursivo del texto comentado den la forma y el orden discursivo del comentario. Perso­ nalmente, no puedo evitar asociar el concepto de comentario con un fuerte recuerdo visual de una edición impresa del siglo xvi de Las sietepartidas, que es la versión más antigua aún existente de un importante cuerpo de leyes establecidas para el rey de Castilla durante la última parte del siglo xm. El texto de las leyes ocupa menos de la mitad de la superficie de cada página, y está circundado por un comentario presentado en letra más pequeña y estruc­ turado por un sistema bastante complejo de referencias internas. Las páginas de Las siete partidas dan por ello una fuerte impresión de estar llenas, y uno podría preguntar si no llevaron a realización material un principio estructural (o quizá una paradoja estructural) que puede ser constitutiva del género del comentario. Por un lado, no hay un fin “necesario” para ningún comentario; por el otro, el espacio reservado para (y el tiempo que los lectores dedican a) los comentarios es siempre limitado —pues es, por definición, espacio (y tiempo) “en los márgenes”.

*** Este principio estructural producirá normalmente una impresión de pági­ na llena (en el caso de una bien balanceada distribución de texto y comentario, como la de Las siete partidas, que uno podría describir como una sensación de plenitud) o, si los márgenes no están llenos, una impresión de que falta algo, de ausencia, de un espacio que requiere ser llenado y un comentario que necesita ser ampliado. ¿Puede uno decir que un buen comentario es siempre un comentario rico, que hay una estética de la opulencia e incluso de la exuberancia que es inherente al género? La copia* es definitivamente importante para el comentario. Por cierto que un comentario rico todavía puede ser un mal comentario —por ejemplo, si la información que provee no interesa a ningún lector (¿pero alcanza esto para hacer ya un mal comentario?) o, peor, resulta poco confiable. De nuevo aquí, la cantidad del comentario

Bibliographisches Instituí, 1986, p. 270: “Comentar [lat. Commentarius: Notiz, Tagebuch, Denkschrift]: forlaufende sprachl. (grammat., stilist., auch metr.) sachl. Ásthet., history. Erláuterung eines Literaturwerks unter dem Text oder auch separat; ais Scholion (Pl., -ien) zu h o m e r usw. Bereits in der Antike -auch ais Interlinear-K.—existent”. * Se emplea la expresión aquí en su primera acepción, que es la de “Abundancia”. Véase Fernando Lázaro Carreter, Diccionario de términos filológicos, Madrid, Gredos, 1971, p. 116. N.delT.

puede terminar siendo tal que haga que el uso práctico del mismo sea casi imposible. Sin embargo, uno aún puede decir que, en general, esperamos de un gran comentario que sea opulento y rico (en la intersección semántica de esta riqueza y del espacio, siempre limitado, del margen de la página, la palabra alemanaprall [repleto] viene a la mente). Entre la gozosa y aparente­ mente inevitable tendencia del comentario a la copiosidad, y las obligaciones de los comentaristas de mostrar que su trabajo está orientado por la tarea que cumplen (i. e., que están deseosos de resolver problemas filológicos y proveer contexto histórico —en pocas palabras, mantener al lector a flote en su lectura sin distraerlo del texto que se comenta), entre una estética que tiende a la exuberancia y una estética que tiende a una funcionalidad estilizada de la lectura, los comentaristas tienden a desarrollar un ritmo específico que uno podría caracterizar como de avance y freno. De un lado, quieren por cierto que el lector aprecie la copia del conocimiento ofrecido, pero del otro, difícilmente olvidan insistir en la rigurosa funcionalidad de sus comentarios, como si anticipasen las protestas de los lectores que se pierden en los meandros de las referencias al texto en el margen. He aquí un ejemplo de ese ritmo, extraído del comentario sobre los principios del comentario que orientan la Bibliothek deutscher Klassiker. 1. Comentarios generales Los comentarios generales proveen comentarios para grandes contextos (“su­ perestructuras”). El comentario general no se limita a la presentación de un estado necesariamente transitorio de la investigación, ni es equivalente al género inter­ pretativo de una “introducción” o un “epílogo”. Tan sucintamente como sea posible, el comentario general presenta los aspectos mayores que abren la comprensión de un texto dado. En este sentido, las “superestructuras” tienen que referir a todos los detalles textuales que son importantes desde determinado punto de vista.4

Presentar todas las referencias textuales disponibles, pero restringir un potencial abigarramiento a través de ciertos puntos de vista seleccionados: tal parece ser el típico ritmo de avance y freno (o el principio discursivo suave­ mente paradójico) del comentario. La gran libertad -y el gran problema- del comentario es que, dada la imposibilidad de anticipar exactamente lo que los lectores presentes y futuros de un texto pueden necesitar saber, éste puede conectar con cualquier nivel y cualquier detalle del texto de referencia. Aquí existe la amenaza (¿y la potencial belleza?) de un comentario que se convierte en una “atomización” del texto que comenta, en algo falto de cohesión y 4 Honnefelder (ed.), Warum Klassiker?, op. cit., p. 315. Las cursivas son mías.

capacidad de conjunto. Los comentarios del siglo xvi sobre Las siete parti­ das, por ejemplo, podrían haber provisto (pero no proveyeron) información sobre el lenguaje del siglo xm, que visto desde el ángulo de la modernidad temprana, tiene que haber parecido tremendamente arcaico. Podrían haber presentado la biografía del rey Alfonso x, quien inició la compilación de las Partidas. Podrían también haber comentado (y comentaron) sobre el “conte­ nido dogmático” de las leyes individuales. La lista podría seguir. El principio estructural en operación es la atomización, una acumulación semánticamente ilimitada dentro de los márgenes que impone un espacio limitado. Puesto que siempre es posible agregar nuevos niveles de referencia a un comentario, y puesto que en cada uno de esos niveles se puede siempre agregar más información, los comentarios se han convertido, al menos en algunos eminentes casos históricos, en tesoros de conocimiento. Hay un movimiento de sedimentación en juego aquí, que puede compensar acaso la atomización causada por las múltiples conexiones que se abren al discurso del comenta­ rio. Me estoy refiriendo a casos en que los comentarios se vuelven lugares, verdaderos topoi -y la dimensión espacial de la metáfora importa aquí—para ser visitados y consultados en busca de conocimiento más allá de los confines de lo que es necesario para la comprensión de un texto determinado. Piénsese en los niveles de textos que rodean las escrituras de las grandes religiones, en la Commedia dantesca y sus volgarizzamenti, o en los comentarios que crecen alrededor de algunos de los textos científicos más ampliamente leídos de la antigüedad grecorromana. A través de los siglos, una cierta tradición de la lec­ tura Dantis ha funcionado siempre como introducción para subsecuentes concepciones cosmológicas, más que como una interpretación del poema de Dante. Sean cuales sean las tareas más específicas que tales textos y sus comentarios puedan haber cumplido originalmente, en cierto momento se volvieron topoi en los que conocimiento nuevo y viejo podía acumularse, absorberse e incluso a veces simplemente estibarse. Esta última función no debe subestimarse. Es confortante saber que cierta porción de conocimien­ to, una porción que uno quisiera preservar sin tener un uso inmediato para ella, puede hallarse en cierto lugar. Los comentarios de Dante son un buen lugar a visitar para un historiador de la ciencia -y éste no está en obligación de fingir que tal referencia está motivada por la expectativa de vivir cierta experiencia estética.

** * Hay razones para creer, por cierto, que la cantidad de comentario que rodea a un texto es un indicador de la importancia del mismo. Pero surge también la cuestión opuesta: ¿es esta importancia una función exclusiva de

los valores intrínsecos del texto comentado? ¿Hacen las auras materiales de los comentarios y su importancia intelectual una contribución sustancial (y por así decirlo, independiente) a la reputación del texto? Por cierto, ni siquiera Dante, Shakespeare, Cervantes y Goethe estarían entre ios autores más altamente canónicos de la cultura de Occidente si no estuviesen entre los autores más ampliamente comentados. La canonización a través del comentario significa también que las “escuelas” -tanto en el sentido más riguroso como en el más informal de la palabra- emergen de las instituciones del comentario textual. Aquí la selección canonizadora de textos primarios, el discurso específico del comentario y las vidas de las escuelas intelectuales entran en una relación de implicación mutua, apoyo mutuo y transformación mutua. Saber cómo es­ cribir una explication de texte es lo que lo convierte a uno en un catedrático de francés, y la explication de texte es diferente del geistesgeschicbtliche Einordnung en que esperamos que esté bien versado un catedrático de alemán. El hecho de que diversos estilos de comentario tengan mucho que ver con diferentes estilos intelectuales, o incluso con diferentes escuelas académicas, explica, al menos en parte, por qué el discurso del comentario tiende al anonimato. Al comentar un texto, uno puede (al menos parcialmente) superar la dificultad clave de no saber las necesidades que tendrán los futuros usuarios del co­ mentario, eligiendo qué incluir a partir de una idea general de lo que debiera ser una buena lectura. En otras palabras, el comentarista se inscribe en una tradición preexistente, en lugar de inventar criterios de relevancia nuevos o específicos para ese comentario. Otra razón para esa tendencia de los comentarios a permanecer anónimos viene de la condición, ya mencionada, de que un comentario está siempre abierto a la agregación de ítems, niveles y otras adiciones que pueden ser acomodadas alrededor del texto de referencia. Por lo tanto, los comentarios siempre son potencialmente multiautoriales, pues su intrínseca complejidad y su carácter abierto no requiere del poder estructurante de un solo y fuerte sujeto (-autor o -editor). Sabemos que, en cualquier momento dado, sería fácil descubrir los nombres de los académicos que escribieron los comentarios de Goethe para la Bibliotek deutscher KLzssiker, pero asociamos los diferentes rasgos de este comentario (sobre todo, los principios a través de los cuales estructura la información provista en un texto) con la aventura que representa esta publicación específica, más que con cualquier comentarista individual. Los comentarios no tendrían la flexibilidad y apertura relativa que necesitan para volverse fundacionales para determinadas escuelas, si una fuerte referencia de autor los convirtiese en inequívocos. ¿Qué discutirían entre sí los miembros de una escuela si fuese absolutamente claro cómo deben usar sus textos canónicos? Por otro lado, los miembros de una escuela se reúnen

alrededor de textos comentados y reglas para comentarlos sólo si tales tradi­ ciones excluyen más de lo que autorizan.

*** Cómo funcionará un comentario y cuán visibles se hará(n) su(s) autor(es) depende en gran medida del estatus del texto que comenten. Los comentarios sobre diferentes tradiciones de legislación brindan ejemplos particularmente claros a este respecto.5 Donde los textos relevantes constituyen un cuerpo de leyes claramente circunscrito, intrínsecamente estructurado y homogéneo, los comentarios se acercan a la interpretación, porque todo lo que les queda por agregar es una explicación del “significado” de tales leyes (y hay mucho que aprender del uso altamente reflexivo que tales textos hacen del “legislador” como punto de vista metodológicamente necesario -y por lo tanto “ficcional”-, cuya función es dar coherencia a la interpretación en cuestión). No es por coincidencia que la última edición del Brockhaus define el comentario legal como un tipo específico de interpretación (“Tatbestandmerkmale und Rechtsfolgen zergliedernd behandelnde Interpretation”). Los comentarios legales de este tipo aparecen bajo el nombre de sus autores porque, como intentos de identificación de los significados implícitos del texto, operan bajo la expectativa de alcanzar tal meta de modo definitivo, por empíricamente no realista que tal expectativa pueda ser. En cualquier caso, con independencia de la cuestión de si un comentario particular dentro de esta tradición se convertirá alguna vez en definitivo, hay razones para creer que el prestigio extremadamente alto (y las regalías aún más altas) que acompañan a ser el autor de un Kommentar resultan de la necesidad de crear la ficción de que es posible llegar a una interpretación definitiva y cerrada en el terreno legal. En lugar de trazar una línea divisoria igual de clara entre el cuerpo de las leyes y su interpretación, la tradición de la common-law es un proceso con­ tinuo de interpretaciones (y de interpretaciones de interpretaciones, etcétera) de ciertos principios legales. El equivalente del Kommentar alemán en este contexto —si puede haber un equivalente- es el esfuerzo de recolectar, estruc­ turar y sistematizar la multiplicidad de documentos legalmente relevantes. En los Estados Unidos tal tarea ha sido ejecutada durante tres cuartos de siglo por el American Law Institute. Es interesante que no puedan ser académicos individuales quienes ocupen el lugar de agentes en el cumplimiento de esta tarea interminable: una institución ha sido, en cambio, acreditada para tal papel.6 5 Agradezco a Gerhard Casper por su consejo en este contexto de mi argumento. 6Los Remarks andAddresses at the 75thAnnualMeeting ofthe American Law Institute, May

* * * Los comentarios debieran ser el sueño de todo deconstruccionista —y en elogio tanto de la tradición deconstructiva como del discurso del comentario (con su imagen de ser el hermano pobre dentro de los ejercicios filológicos fundamentales) podemos decir que la deconstrucción ha impulsado ciertos principios del discurso del comentario hasta sus posibles límites. Jacques Derrida basa sus críticas de lo que ha llamado el “logocentrismo” de Occi­ dente en la demostración de la imposibilidad, en cualquier momento indi­ vidual, de tener un texto completo presente en nuestra mente.7 En lugar de hacer cualquier argumento “totalizador” acerca de un texto en cuestión, la deconstrucción se obliga, por tanto, sabiéndolo o no, a una renovación de la tradición del comentario al margen del texto. Una lectura deconstructiva siempre será una lectura “a lo largo” de un texto primario, una lectura cuya manifestación textual estará formateada necesariamente por esta relación con el texto primario en cuestión. Es una lectura que tiene lugar en un estado de constante conciencia respecto de su propia “suplementariedad”, y de la del texto primario -esto es, de la siempre presente posibilidad de agregar más palabras al texto primario, o a la lectura deconstructiva. La deconstrucción ha hecho un hábito de lectura (y una actitud existencial[ista]) del descubri­ miento de que ningún texto está definitivamente terminado, de que su final tiene que ser indefinidamente “diferido”. Los conceptos de suplementariedad y différance, una palabra inventada por Derrida que juega con la distinción entre la insistencia lingüística en la reiteración de la diferencia y este principio de diferimiento, ha estado presente en las Humanidades tan sólo a partir del advenimiento del movimiento deconstruccionista. Aunque esta distinción estaría ya más que clara para un deconstruccionista ortodoxo, tiene que haber sido la cercanía entre textos primarios y el discurso de la deconstrucción como su comentario, lo que produjo dos metáforas favoritas de la autodescripción deconstruccionista: las metáforas déla deconstrucción que “habitan” el texto primario, y de la deconstrucción como un “parásito” en relación con el primer texto, al que se ve como su “huésped”. La cercanía entre el texto huésped y la práctica deconstructiva parasitaria llega a su culminación imbatible en la afirmación deconstruccionista de la mutua inseparabilidad de ambos. En otras palabras, el discurso deconstruccionista que se autodesarrolla, siempre afirmará ser el texto primario y su deconstrucción a la vez. Este principio de simultaneidad tiene que haber sido una razón importante para que el discurso 11-14, 1998, Washington, D.C., 1998 ofrecen una perspectiva interesante sobre los proyectos que ha llevado adelante tal institución. 7 Éste es el punto clave de la crítica a Husserl en el primer libro de Derrida, La Voix et le phénoméne, París, Presses Universitaires de France, 1967.

deconstruccionista, cuando recién aterrizó en las Humanidades, haya sido percibido como verdaderamente ilegible: el discurso deconstruccionista es, por así decirlo, el texto primario y su deconstrucción al mismo tiempo; eso no permite que se haga ninguna afirmación amplia, totalizadora (fácil-derecordar), y además puede despegarse (por no decir explotar) en cualquier momento del texto primario, hacia múltiples y atomizadores comentarios y digresiones. En último término, pienso, la práctica de la deconstrucción implica, por decir lo mínimo, un movimiento potencial hacia la opulencia textual y la proliferación, y hacia esa afinidad con los valores de la copia que he identificado como inherente a la práctica del comentario. La idea de algún modo “normativa” de la deconstrucción de presentar tal copia como simultáneamente presente en su propio discurso (pese a la inevitable secuencialidad que hace inevitablemente menos complejo a cualquier texto), puede ser responsable de algunas de las dificultades que los primeros lectores de la deconstrucción encontraron para atravesar el texto de Derrida y los textos de aquellos que lo siguieron. Acaso habría sido una ayuda leer el discurso de la deconstrucción y sus (siempre existentes) textos de referencia en yuxtaposición —tal como es típico para la lectura de cualquier comentario.

*** Desde un punto de vista histórico, parece plausible que una largamente establecida tradición de importancia indiscutida para el discurso del co­ mentario llegó a un final -un primer final, debo especificar- cuando, con la institucionalización del libro impreso, la copia de conocimiento disponible dejó de ser un deseo y un ideal de conocimiento, para transformarse en una realidad natural (y a veces algo amenazadora). En un tono familiar dentro de la crítica cultural, uno puede observar que, con el colapso de la Bildung humanística como condición homogeneizadora de la burguesía tradicional, la necesidad de una reaparición de la tradición del comentario crece, al me­ nos para aquellos que siguen estando interesados en visitar los sitios de la tradición canónica de Occidente. Esta necesidad bien puede haber sido una de las fuerzas que animaron la reformulación de las disciplinas filológicas en las universidades europeas a comienzos del siglo xix.8 Pero ¿no deberíamos admitir que la afinidad entre el discurso del co­ mentario y nuestra propia época es más intensa que esta relación funcional, basada en una demanda de Bildung suplementaria, que ha existido desde hace ál menos doscientos años? ¿No sería la deconstrucción, como encarnación 8 Aquí comienzo a apartarme de las tesis propuestas por Fuhrmann en “Kommentierte Klassiker?”, op. cit., pp. 49-54.

del principio textual del comentario, síntoma de una cercanía específica entre la tradición del comentario y nuestro propio momento cultural?9 ¿No podríamos asociar el comentario con una posición de autor débil, y una posición de autor débil, con la descripción como ese “pensamiento débil” que Gianni Vattimo ha propuesto como emblema para nuestra situación in­ telectual? ¿No deberíamos admitir que, por una vez, los medios electrónicos han desempeñado un papel importante en la llegada de esta situación? ¿No sería tentador, y probablemente adecuado, decir que todos estos instrumentos y formatos -hipo-, hiper-, y megatexto, o mega-, hiper- o hipofichas- son tanto los síntomas como los agentes de un históricamente acelerado “retorno al comentario”, o incluso de un “retorno a la filología” en transición hacia una filología de alta tecnología? ¿No puede uno decir finalmente -sin llevar la metáfora demasiado lejos- que la internet se ha transformado, con sus sitios de red y páginas siempre surgiendo, en un comentario “al margen del texto” del mundo mismo, producido electrónicamente? Y todas esas conversaciones e intercambios a través del correo electrónico que absorben tanto tiempo, sin jamás ahorrar nada del mismo -¿no terminan siendo un comentario “al margen del texto” de nuestras vidas profesionales? Tanto para el correo elec­ trónico como para la internet, una yuxtaposición material de los diferentes discursos existe sin duda, materializada en la cohabitación de tales discursos en los discos duros de nuestras computadoras. En ambos casos, las estructu­ ras (sobre todo, las estructuras secuencíales) de los mundos en los cuales se comenta, afecta las estructuras de la internet y del correo electrónico como discursos de comentario. Pero hay una única condición tecnológica a través de la cual la tra­ dición del comentario ya ha cambiado profundamente y cambiará aún más drásticamente en el futuro. Sabemos que, aunque ningún chip o disco duro ofrecerá nunca una capacidad de almacenamiento infinita, serán rápida­ mente capaces de ofrecer tanto “espacio” que todo nuestro conocimiento acumulado no podrá llenarlo. Este será el final de la situación —y acaso ya hemos alcanzado ese límite- en el cual el discurso del comentario viene con una implícita estética de la exuberancia, es decir, el final de una situación en la que no hay nunca espacio suficiente en los márgenes del texto primario para todo el comentario disponible. La visión del chip vacío constituye una amenaza, un verdadero horror vacui, no sólo para la industria de los medios electrónicos, sino también, supongo, para nuestra autoapreciación intelectual 9 La distancia de esta fórmula descriptiva con lo que la deconstrucción aceptaría como una posible autodescripción (concentrada, sobre todo, en la palabra encamación) es completamente deliberada.

y cultural. Podría promover, una vez más, una reapreciación del principio y la sustancia de la copia. Y puede traer una situación en la cual no estaremos más avergonzados de admitir que llenar los márgenes es lo que los comentarios hacen —y lo que hacen mejor.

Capítulo 4 HlSTO RIZAR

Imagine el mundo político e intelectual en las sociedades donde tuvieron lugar las revoluciones y reformas posburguesas de comienzo del siglo xix, como teatro para la aparición de la Neuphilologien, tal como éstas aún existen en universidades como Heidelberg o Tübingen, Munich, Colonia, Lieja o Kiel.1 Este entorno del siglo xix fue el primer sitio de establecimiento -al menos el primero desde la Antigüedad—en que una imagen normativa de la sociedad (cuya producción fue estimulada y ampliamente financiada por el Estado) entró en conflicto con la experiencia cotidiana de los ciudadanos. El concepto recién acuñado del ciudadano incluía como un elemento clave el derecho de éste a esperar la realización de cualquier situación o privilegio que les fuese prometido por la imagen normativa de la sociedad, y esto era aún más importante cuando tales promesas oficiales parecían divergir de la experiencia cotidiana en esa sociedad. Al mismo tiempo, una esfera de ocio, esparcimiento y pasatiempos emergía por vez primera (como derecho general al ocio, esto es, no meramente como un privilegio reservado sólo a algunos grupos específicos). El ocio o esparcimiento (o el pasatiempo) correspondían a un manojo de instituciones que ayudaban a aliviar las crecientes tensiones 1 Menciono aquí a Lieja, entre una importante cantidad de universidades alemanas, porque una forma institucional específica de la Neuphilologien, “filología romántica”, ha sobrevivido de modo suficientemente amplio como para que se la mencione sólo en Bélgica y en los países de habla alemana. Para una versión más detallada de la historia de la Nationalphilologien, véase mi artículo “ ‘Un soufflé d’Allemagne ayant passé’: Friedrich Diez, Gastón Paris, and the Genesis of National Philologies”, Romance Philology, 40, 1986, pp. 1-37. La concepción histórica de este ensayo se convirtió en la base de un coloquio cuyas actas fueron publicadas en Bernard Cerquiglini y Hans Ulrich Gumbrecht (eds.), Der Diskurs der Literatur -und Sprachhistorie: Wissenschajisgeschichte ais Innovationsvorgabe, Frankfurt, Suhrkamp, 1983.

entre la experiencia cotidiana y la imagen normativa de la sociedad. En las actividades relativas al ocio y esparcimiento (y la lectura literaria fue una de ellas) los ciudadanos actuaban y disfrutaban esos mismos papeles, situaciones, y derechos que la imagen normativa de la sociedad les había prometido, sin que su vida cotidiana llegase nunca a estar a la altura de tales ideales. De modo característico, los Estados para cuya estabilidad la esfera y la función del ocio se volvieron en seguida clave, contribuyeron a la existencia de estas instituciones de mediación con la fundación de ciertas disciplinas académicas. (No hay dudas de que la Neuphilologien pertenecía a estas dis­ ciplinas, pero cabe preguntarse si la hipótesis no funcionará también para otros campos, al menos dentro de las Humanidades). Estas nuevas disciplinas académicas operaron en un doble nivel. Primero, desarrollaron estrategias que aún podríamos identificar como pertenecientes a una “pedagogía de la lectura”. Tales nuevas instrucciones y orientaciones ayudaron a asegurar ciertos efectos compensatorios o reconciliatorios en la lectura literaria que intervinieron en la tensión entre la imagen normativa de la sociedad y la experiencia social cotidiana. La lectura, en el sentido compensatorio, proveería a los ciudadanos con la ilusión de estar desempeñando todos aquellos papeles que les habían sido prometidos por la imagen normativa de la sociedad y que les habían si­ do negados en el mundo cotidiano. La lectura en el sentido reconciliatorio, en contraste, trataría de persuadir a los consumidores de literatura de que la brecha y la tensión entre el ideal social y la realidad social no era tan dramática como originalmente habían dado por supuesto. Desde el principio, sin embar­ go, las nuevas disciplinas filológicas llenaron también la segunda función de contribuir al desarrollo de la imagen normativa de la sociedad. “Extrajeron” ciertas visiones, temas y valores de los textos “literarios”, y los “transfirieron” a la imagen normativa de la sociedad tal como ésta estaba presente, en múltiples niveles y formas, en la esfera pública; rápidamente aceptaron como “literario” cualquier texto que pudiesen usar en ese contexto. En todas partes en donde las reformas burguesas fueron reacciones a situaciones y sentimientos de derrota nacional, como en Prusia, la imagen normativa de la sociedad quedó escenificada bajo la forma de la imagen de un glorioso pasado nacional, el cual fijaría los estándares para el futuro deseado de la misma nación. Como consecuencia, cada una de las filologías nacionales existentes en este ambiente particular se concibió como “disciplina históri­ ca”, lo cual significó un campo de práctica intelectual con un amplio grado de habilidades específicas que debían adquirirse (por ejemplo, competencia para leer las formas arcaicas de un lenguaje nacional, paleografía y edición de textos) y que a su turno debían generar ciertos criterios de profesionalización académica. En otros casos, sin embargo, allí donde las reformas burguesas

habían sido impulsadas por revoluciones exitosas acaecidas en el pasado na­ cional inmediato (por ejemplo en Francia, Inglaterra y los Estados Unidos), la crítica literaria no emergió como disciplina histórica. En esos nuevos Estados victoriosos, la imagen normativa de la sociedad se constituyó no por supues­ tos recuerdos de un pasado nacional glorioso, sino por valores “humanos” generales sin ninguna particular referencia que les diese carácter histórico. La tendencia francesa, aún existente, de confundir la grande Nation con la raza humana y, en un nivel menos pretencioso, la agradable insistencia de Matthew Arnold en que los estudiantes ingleses debían aprender a leer todos los grandes textos de todas las literaturas nacionales, son solamente dos ejemplos de la lógica inmanente —no nacional—del modelo no histórico. Del otro lado de esta distinción, el lado “romántico”, es interesante ver que, a través del siglo xix, los sentimientos y situaciones de derrota nacional siguieron generando, de modo bastante regular, movimientos que le dieron una impronta histórica y nacional a la filología. Esto es verdad para el risorgimento italiano y Francesco de Sanctis, para Francia después de la guerra franco-prusiana de 1870-1871 (Gastón Paris se ocupó centralmente del campo de la historiografía nacio­ nal de la literatura sólo después de esa fecha), o para España luego de la pér­ dida de la última de sus colonias transatlánticas en 1898 (Ramón Menéndez Pidal es incluido generalmente entre los autores de la “generación del 98” que operó una resurrección dentro de la historia cultural del país, y su edición crítica del Cantar de mío Cid tiene la reputación de haber sido uno de los grandes logros culturales de tal movimiento).2

** * Al menos desde mi perspectiva externa de romanista y no de clasicista, este esquema de una historia de la disciplina sugiere una serie de preguntas interesantes sobre la historia de la histo rizado n dentro de la disciplina de los clásicos. Sobre todo, ¿debe uno considerar al comienzo del siglo xix como un momento de discontinuidad productiva (en el sentido de un “despegue histórico”) dentro de la historia de los clásicos? Tal visión se ha vuelto ver­ daderamente consensual para la historia de la Neuphilologien, hasta el punto

2 Acerca de Menéndez Pidal, véase el capítulo 2 de este libro, y mis ensayos “Lebende Vergangenheit: ZurTypologie der Arbeit am Text’ in der Spanischen Kultur”, en Ilse NoltingHauff y Joachim Schulze (eds.), Das firemde Wort: Studien zur Interdependenz von Texten: Festchriftfiir Karl Maurer zum 60. Geburtstag, Amsterdam, Grüner, 1988, pp. 81-110; “A Philological Invention of Modernism: Menéndez Pidal, García Lorca, and the Harlem Renaissance”, en William D. Paden (ed.), The Future o f the Middle Ages: Medieval French Literature in the 1990s, Gainesville, University of Florida Press, 1994, pp. 32-49.

de que difícilmente alguien afirmaría hoy la existencia de una prehistoria disciplinaria previa a 1800 —aunque pueden contarse diferentes historias para explicar por qué las Neuphilologien vinieron a la existencia sólo después de 1800.3 Otra pregunta específica en relación con los clásicos es dónde y con qué intensidad la cultura de la Antigüedad fue “cooptada” —y de modo para­ dójico, debe enfatizarse—como parte de ciertas imágenes nacional-específicas de la sociedad (éste fue definitivamente el caso en Alemania/Prusia,4 pero el caso del primer Imperio francés es acaso igual de interesante, y mucho menos investigado).5 Más aún, si es cierto que la presencia cultural de la Antigüedad soportó una ola de historización en el cambio del siglo xvm al xix (así es al menos cómo los historiadores de la literatura francesa proponen entender la Querelle des Anciens et des Modernes), ¿es posible decir entonces que la cultura histórica del siglo xix generó una segunda ola de historización con un im­ pacto similar? Y si esto es correcto, ¿produjeron ambas olas de historización algún efecto de interferencia? Finalmente, ¿qué influencia tuvo el entorno disciplinario específico de cada nación -por ejemplo, las filologías concebidas como disciplinas históricas en Alemania, versus el ideal de la crítica literaria de Matthew Arnold, en el desarrollo de los clásicos en los diferentes países?

*** Volviendo atrás a las Neuphilologien, discutiré ahora brevemente dos casos extremos (y similares) en la historia académica de la historización, los de Gran Bretaña y los Estados Unidos. Con respecto a las dos clases de formas discipli­ narias que he distinguido, ambos casos pertenecen al modelo no romántico (no prusiano), y ambos constituyen casos extremos porque, al menos en un nivel institucional amplio, la historización no se volvió realmente parte de sus prácticas filológicas profesionales antes de los años 1960. Mientras que las filologías nacionales continentales y su práctica de historización afrontaron una profunda crisis que comenzó con la última década del siglo xix, una crisis que terminó provocando la aparición de subdisciplinas tales como la

3Tal historia alternativa -que comienza todavía alrededor de 1800- es el merecidamente famoso libro de Bill Readings, The University in Ruins, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1996. 4Véase el capítulo 5 de este libro. 5Véase “ ‘Ce divan étoilé d’or -Empire ais Stilepoche/Epochenstil/Stil/Epoche”, en Zum Problem der Geschichtlichkeit ásthetischer Normen: Die Antike im Wandel des Urteils des 19. Jahrhunderts: Vortráge des III. Wemer Krauss-Kolloquiums, Sitzungsberichte der Akademie der Wissenschaften der DDR/Gesellschaftswissenschaften, núm. 1/G, Berlín, Akademie-Verlag, 1986, pp. 269-294.

“teoría literaria” y la “literatura comparada”,6 el modo alternativo de crítica literaria en Inglaterra y los Estados Unidos se vio mucho menos afectado por cambios en su ambiente cultural. El New Criticism y los debates acerca de diferentes cánones de lecturas literarias para los estudiantes universitarios que comenzaron durante la segunda y tercera décadas del siglo xx no ocasionaron cambios profundos en la práctica disciplinaria. Como máximo, fueron sín­ tomas de un nivel agudizado de autorreflexión —el primer paso, quizá, en la transformación de un estilo cultural en un método académico. Por expertos que algunos de los New Critics fueran acerca de la historia de la cultura y la literatura, la historización de los grandes textos literarios simplemente no fue parte de sus preocupaciones culturales o intelectuales. Uno de los signos más tempranos de un cambio en esta situación, al menos en el contexto de los Estados Unidos, fue la fundación a fines de los años sesenta de una revista académica que llevaba el programático nombre de New Literary History, y que buscó un alcance internacional a través de la elección de los académicos que en ella publicaron. El periódico fue premiado con un éxito prácticamente inmediato tanto en el ámbito nacional como en el internacional. Fue ése también el momento en que la “teoría francesa” comenzó a conquistar los departamentos de literatura en los Estados Unidos, juntando bajo su nombre engañosamente unificador dos estilos y prácticas académicas verdaderamente divergentes. Una de esas prácticas fue la de­ construcción, la cual, siendo entre otras muchas cosas una reinvención de la filosofía como técnica de análisis de texto, ofreció una transición aceitada para la cultura de lectura sofisticada del New Criticism. Distinta de otros estilos de análisis de texto, sin embargo, la deconstrucción siempre ha estado orgullosa de su capacidad para horadar la estabilidad semántica, y a veces la estabilidad institucional de los textos de los que se ocupa, y llena de deseos de hacerlo.7 La otra mitad de la “teoría francesa”,fue la versión modernizada de la historia intelectual y cultural que propuso Michel Foucault. Ahora bien, excepto por su origen francés, la filosofía deconstructiva y la historiografía foucaultiana compartieron realmente muy poco -se basaban en bases epistemológicas muy divergentes- pero tuvieron un impacto similar sobre la pragmática de las disciplinas literarias en los Estados Unidos. Los trabajos tanto de Derrida como de Foucault se emplearon para argumentar un cambio programático 6 Véase mi artículo “The Future of Literary Studies”, New Literary History, 26, Summer 1995, pp. 499-519. 7 En cuanto a la adaptación de la filosofía deconstructiva en los Estados Unidos, véase mi reseña “Déconstruction deconstructed: Transformationen franzósicher Logozentrismuskritik in der amerikanischen Literaturwissenschaft”, Philosophische Rundschau, 33, 1986, pp. 1-35.

en la función de las disciplinas literarias. De las tradicionales tareas que la enseñanza de la literatura había cumplido en Inglaterra y los Estados Unidos -es decir, contribuir a la continuidad de situaciones sociales bien establecidas (y probablemente a bien establecidos privilegios de clase)—se volvió hacia la “problematización” y “desestabilización” como sus nuevos valores “políticos” y su nueva misión. Esto explica por qué los New Historicists que cultivaron una versión estadounidense del estilo historiográfico de Foucault se reunie­ ron alrededor de dos nuevos sentimientos. El primero fue el sentimiento de que el carácter narrativo de la historia y la presentación de los “datos” en los textos históricos eran largamente arbitrarios (el desafío no fue ya identificar la verdadera historia, sino inventar una buena historia). Esto se complemen­ tó con el sentimiento de una libertad cuasiliteraria que el historiador debía disfrutar, y usar activamente. La nueva meta de ser “crítico” explica también por qué, más o menos simultáneamente con la teoría francesa, y sobre todo en el Reino Unido, la tradición de la escuela de Frankfurt, la versión blanda de la teoría marxista, comenzó a encontrar lectores entusiastas, para dar nacimiento durante los años ochenta al paradigma de investigación llamado “estudios culturales”. De los tres paradigmas en juego aquí, sólo la deconstrucción no disparó movi­ mientos de historización en Inglaterra y los Estados Unidos. Sin embargo, es llamativo que esos tres paradigmas críticos y potencialmente “subversivos” (un concepto muy empleado en aquellos años) fueran simultáneamente adoptados dentro de la tradición académica angloamericana, y que fuesen típicamente adoptados y propagados por esa generación de académicos que habían sido testigos y participado activamente en la revolución de los estudiantes euro­ peos, o la protesta contra la guerra de Vietnam en los Estados Unidos. Como había ocurrido en las universidades europeas de comienzos del siglo xrx, por tanto, la reforma de las disciplinas académicas y el interés en la historización surgen en el seno de una generación que estuvo comprometida en la crítica de una situación política en su tiempo. Queda por ver, especialmente en el caso de los Estados Unidos, si la ola de historización puede sobrevivir a esa generación y a su deseo de protesta política.

** * Si, al menos a comienzos dél siglo xix, la capacidad o necesidad de historizar se había vuelto un agente de profesionalización, ¿cuál fue exactamente la competencia que definió tal capacidad? ¿Qué determinó sus niveles inherentes de sofisticación? Primero, me gustaría enfatizar que, desde una perspectiva estrictamente fenomenológica, la historización no tiene ninguna relación con la identificación de estructuras temporales inherentes a determinados objetos.

“Objetos temporales en sentido propio” (“Zeitobjekte im eigentlichen Sinn”), de acuerdo con Husserl, son aquellos objetos que no pueden existir fuera de la dimensión temporal. Mientras esto es cierto para la música y para muchas, si no todas, las formas de comunicación verbal, es claro también que ser un objeto temporal en este sentido no es lo que hace “históricos” a una ópera de Mozart, o a un diálogo platónico. Lo que hace histórico a un objeto —y no veo otra forma de alcanzar la historización—es la disposición del observador para superar la inercia primaria de suponer que sabe lo suficiente como para hacer buen uso, o al menos un uso adecuado, de los objetos que encuentra. En tanto atribución de un objeto, esto parece ser sinónimo de la suspensión de la presuposición ingenua de que cualquier objeto con que nos topemos será de algún modo pertinente para nosotros. Por cierto, el potencial de disparar tal reacción no es exclusivo de los objetos que pertenecen al pasado. Sin embargo, debemos tenerlo en mente a modo de nivel intermedio, por así decirlo, con vistas a la identificación de aquello que es único en relación con la práctica y la actitud de historiar. La precondición del historiar es, así, un deseo de dar un paso atrás desde la opinión pragmática que penetra nuestra vida cotidiana, y tal paso atrás transforma el objeto en cuestión -para emplear una distinción heideggeriana—, de un objeto que está “a-la-mano”, en un objeto que “está-ahí”.8* Tener conciencia histórica es, así, similar a ser cosmopolita, pues cosmopolitas son aquellos que no se sienten completamente en casa en ninguna parte. Por cierto, las razones para suspender la perspectiva de lo “a-la-mano” son diferentes en los dos casos -es distancia temporal en el caso de la concien­ cia histórica, y distancia espacial (o cultural) en el caso de ser cosmopolita. Pero esta diferencia puede borrarse o incluso desparecer completamente en determinados contextos culturales (la “historiografía” medieval parece haber incluido regularmente fenómenos de otredad espacial).9 Pues el movimiento

8Desarrollado en el parágrafo 15 de Sein undZeitáe. Martin Heidegger, 15 ed.,Tübingen, Niemeyer, 1984. * Sigo aquí la terminología que propone Jorge Eduardo Rivera C. en su traducción al español de Ser y tiempo, entre los conceptos Vorhandenheit (estar-ahí) como algo que “simplemente está, sin afectarnos a nosotros por ello” (p. 462) y Zuhandenheit (estar a la mano), como “el modo de ser de aquello con lo cual nos las habernos en el uso cotidiano, un modo de ser que se caracteriza particularmente por no llamar la atención y por no mostrarse como enfrentado a nuestro propio ser” (p. 467). Véanse estas aclaraciones de Jorge Rivera en las páginas citadas de Sery tiempo, Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 1997. [N. delT.]. 9Véase “Vorwort der Bandherausgeber”, en Hans Ulrich Gumbrecht, Ursula Link-Heer y Peter-Michael Spangenberg (eds.), La Littérature historiographique des origines a 1500, Grundií? der romanischen Literaturen des Mittelalters, vol. 11, pt. 1, Heidelberg, Winter,

principal del historiar, después de la suspensión de lo “a-la-mano” no es -al menos no aún- una distinción entre la otredad temporal y espacial, sino an­ tes bien la reacción (“decisión” sería probablemente un concepto demasiado fuerte aquí) de no dejar de lado, ignorar o eliminar objetos para los cuales no tenemos un uso inmediato. Dado que la suspensión de lo “a-la-mano” no puede ser vista como algo exclusivo del historiar, tenemos aún que seguir buscando qué cosa es única y específica del historiar. Me gustaría agregar aquí que el identificar algo como klassisch en el sentido estrictamente gadameriano de perteneciente a objetos “mit überzeitlicher Sagkraft”, implica una doble suspensión.10 Sobre la base de la primera suspensión, esto es, la suspensión de la presuposición de que soy competente para manejar cualquier objeto que encuentre, identificar algo como klassisch implica la suspensión secundaria de esta misma reserva, o en otras palabras, un deshacer ese paso atrás que tomamos cada vez que historiamos. Identificar algo como klassisch implica reconocer que un objeto primariamente “extraño” se volverá importante o pertinente para mí, aunque no hago el esfuerzo, por otro lado necesario, de identificar las condiciones históricas específicas en que se volvería pertinente. Por lo tanto, no podemos realmente apreciar como klassisch lo que aún no hemos identificado como históricamente remoto. El modo en que Harold Bloom lee a Shakespeare, por ejemplo, su obsesión por hallarse a sí mismo en el personaje de FalstafF, es inmune a la crítica de que es una lectura naife n términos históricos, porqué deriva su provocación específica (y acaso su sofisticación específica) de la decisión de no historiar a Shakespeare y a sus personajes.11 Pero, ¿no debemos admitir que lo que nos motiva -como lectores profesionales—a poner entre paréntesis nuestras habilidades para historiar, es a menudo el observar que cierto texto o cierta obra de arte del pasado es capaz de fascinar incluso a aquellos lectores y contempladores que serían incapaces de restituirla a su contexto histórico original? Reflexión que podría llevarnos a preguntar: ¿qué tan klassisch son las imágenes de los antiguos textos y culturas que la disciplina de los clásicos acostumbraba producir, y continúa produciendo?

1986, pp. 17-25.

10 Hans-Georg Gadamer, “Das Beispiel des Klassischen”, en Warheit und Methode: Grundzüge einerphilosophischen Hermeneutik, 2a. ed., Tübingen, Mohr, 1965, pp. 269-275. 11 Véase, sobre todo, la obra de Harold Bloom Shakespeare: The Invention ofthe Human, Nueva York, Riverhead Books, 1998.

** * De modo nada sorprendente, he llegado nuevamente a la conclusión de que las habilidades del humanista no son tanto actitudes y procedimientos impuestos sobre nosotros por ciertos objetos, sino una voluntad de hacer más complejas las cosas, un deseo de hacer las cosas disfrutable y dolorosa­ mente complejas, localizado en la mente del humanista.12 Como he tratado de demostrarlo antes, el movimiento decisivo es no poner inmediatamente entre paréntesis, dejar de lado y eliminar objetos para los que no tenemos un uso inmediato ni obvio. Desde un ángulo inspirado por Bourdieu, podría­ mos sugerir la siguiente regla: cuanto menos obvia sea, a partir de nuestra relación con el objeto en cuestión, la necesidad de historiar, más tendemos a apreciar e incluso a admirar la voluntad de historiar como una prueba de sofisticación intelectual. Para la mayor parte de nosotros no es terriblemente meritorio darnos cuenta de que somos incapaces de descifrar un texto escrito en antiguos jeroglíficos egipcios, pese a que aún encontramos fascinantes tales caracteres. Pero me sentí inmediatamente incómodo por mi propia falta de sofisticación/historisches Bewufítein, cuando un renombrado periodista cultural mencionó recientemente al pasar que ya no le gustaban los textos de un importante académico, porque ellos no habían superado “el aroma estilístico de fines de los años noventa”. Mi hijo de diez años provocó una impresión análoga al calificar su pedido de Navidad de una tabla de skate con el comentario de que el skateboarding era una cosa de comienzos de los años noventa “ya totalmente antigua” (mientras que yo suponía que el skateboarding era algo aún de moda). Pero volvamos a la perspectiva fenomenológica del historiar, a la ob­ servación de que la historicidad es algo producido en nuestras mentes que para ello enfrentan una inercia considerable, y no algo inherente a ciertos sujetos de referencia. A través de Ja suspensión, al menos en algunos casos, de la presuposición primaria de que, sabemos cómo manejar los objetos que encontramos, individualizamos los objetos en cuestión y los rodeamos de un aura, y al enfatizar su carácter distante, los transformamos en objetos de deseo.13 Una vez que los hemos calificado como “objetos rodeados de un aura”, y como “objetos de deseo”, no estamos lejos del significado original de

12Para una descripción de la lectura como una oscilación entre una exposición placentera y otra dolorosa de la complejidad, véase el capítulo 5 de este libro. 13 Pienso que finalmente se ha vuelto legítimo emplear el concepto de “aura” sin referir a la producción en curso de los filólogos de Benjamín. Para una excelente “arqueología” de esta noción, sin embargo, véase el ensayo de Ursula Link-Heer en Hans Ulrich Gumbrecht y Michael Marrinan (eds.), Mapping Benjamín: The Work ofArt in the Digital Age, Stanford, Calif., Stanford University Press, 2003.

la palabra latina sacer y de decir que tales objetos son ‘ objetos sagrados”. Ésta es, por cierto, la dirección argumental a la que me estoy dirigiendo. Quiero decir que, a través de nuestras habilidades para historiar, producimos objetos sagrados, y quiero evitar toda nota metafórica en esta proposición (tanto como quiero evitar cualquier otro efecto que parezca académicamente imaginativo o sagaz aquí). Quiero, en cambio, afirmar que los objetos sagrados produ­ cidos por los historiadores culturales son tan legítimamente sagrados como aquellos producidos por cualquier otra religión. Pues no hay objetos sagrados sin marcos específicos que los presenten y les sirvan de andamios (tal como nuestros historisches Bewufítein, por ejemplo), sin sacerdotes, teólogos, his­ toriadores y especialistas en cualquier otro campo capaces de eximirlos de la esfera cotidiana y explicar por qué requieren (o, para decirlo de modo más sofisticado, por qué merecen) un tratamiento especial. Esto es tan verdadero para cierto vagón de ferrocarril que usted puede visitar en Compiégne, al norte de París (tanto la rendición del ejército alemán en 1918, como la del ejército francés en 1940, fueron firmadas en este vagón), como para los fragmentos de la Santa Cruz que mi madre guarda en un cajón; es cierto tanto para esos trozos de pan que los católicos practicantes creen es el cuerpo de Cristo, como para las botellas de cachaga que usted ve ofrecidas a los dioses de los cultos afrocristianos en las esquinas de las calles en las ciudades de Brasil cualquier viernes por la noche. Comprendo que las razones por las que esos objetos son sagrados son distintas de un caso al otro, pero el punto de convergencia que quiero subrayar es que todos ellos son producidos como objetos sacros por especialistas. En otras palabras, no hay objetos “primariamente” o “na­ turalmente” sagrados.

*** Resistiré la obligación, que viene de nuestra merecidamente reverenciada herencia Ilustrada (¡amarla es más una obligación que una tentación!), de decir o que los objetos sagrados que producimos no son realmente objetos sagrados, o que debemos cuidarnos de crear objetos sagrados, porque hacerlo no es algo muy racional. Al contrario, me gustaría afirmar (así como también me gustaría expresar mi lamento por ello) que una de nuestras funciones sociales más honradas por el tiempo y más religiosas en tanto historiadores, uno de nuestros pasados títulos de legitimidad -es decir, la expectativa de que seríamos capaces de producir alguna especie valiosa de prognosis- se ha vuelto obsoleta, por lo menos, desde el derrumbe del marxismo (fuera del marxismo, la misma afirmación ha sido historiada benignamente y relativizada mucho antes; piénsese, por ejemplo, en el trabajo de Reinhardt BCoselleck). Confron­ tados con el vacío que deja la ahora abandonada práctica de la pronosticación,

podríamos hacerlo mucho peor, por decir lo menos, que redescubrir la verdad de que meramente por el hecho de historizar cosas, ya producimos objetos sagrados, y volver a reclamar para nosotros el estatus de especialistas en esta práctica. Sólo mencionaré aquí la identificación, frecuentemente propuesta, de nuestros museos contemporáneos con “templos (post)modernos”, porque estoy demasiado de acuerdo con ella, pero además porque estoy en desacuerdo con el estatus metafórico que habitualmente acompaña a esta observación. La pregunta real que quiero hacer es ésta: ¿qué funciones religiosas específicas pueden cumplir nuestros objetos históricos sagrados? La respuesta es que los objetos históricos/historizados pueden ayu­ darnos a superar el umbral de la muerte, y esto me parece algo tan evidente que ni siquiera calificaré mi respuesta como tentativa. Ahora, al decir -como lo hacemos bastante a menudo en otros contextos- que una religión y sus objetos sagrados nos ayudan a superar el umbral de la muerte, normalmente o al menos primariamente nos referimos al umbral futuro constituido por el fin de nuestras propias vidas. Tanto Martin Heidegger como, más sorpren­ dentemente, Niklas Luhmann han explicado por qué imaginar el “más allá” de la propia consciencia es a la vez imposible y fascinante.14 Pero fue sólo Heidegger quien mostró, con conmovedora sobriedad, cuán fútil es confiar en la ilusión de que puede haber algo más que nada después de nuestra propia muerte. Visto desde este ángulo, la promesa ideológica de “seguir viviendo” en el futuro de la propia nación o de la propia clase, y los pronósticos de estilo hegeliano basados en observaciones de la historia se nos aparecen como ideas religiosas no del todo convincentes, que sobrevivieron el implacable diagnóstico de Heidegger apenas por medio siglo. Se ha dicho que la obsesión de hacer pronósticos basándose en la historia, tal como apareció durante el siglo xviii y se hizo popular durante el xix, puede sin duda haber sido el resultado de la secularización, del abandono, al menos entre los intelectuales, de una esperanza originalmente religiosa en una vida después de la vida.15 En otras palabras, “nuestra” cultura histórica y nuestra conciencia histórica pueden haberse desarrollado desde los tiempos en que los intelectuales pri­ mero comenzaron a perder su creencia en el horizonte religioso tradicional de la trascendencia; la conciencia histórica puede haber llenado el vacío de

14 Heidegger, Sein und Zeit, parágrafos 46-53; Luhmann, Social Systems, of. cit., pp. 262-267. 15Kart Lowith, Weltgeschichte ais Heilsgeschen, 5a ed., Stuttgart, Kollhammer, 1953. Véase también mi artículo “Die kaum artikulierte Prámise: volkspraliche Universalgeschichte unter heilgeschichdicher Perspektive” en Gumbrecht, Link-Heer y Spangenberg (eds.), La Littérature historiographique, op. cit., pp. 799-817.

una creencia en Dios que se desvanecía y en la vida después de la muerte que ésta parecía prometer. En el presente de los primeros años del siglo xxi, sin embargo, “noso­ tros los académicos” (como lo hubiera dicho Nietzsche) hemos abandonado casi completamente el esfuerzo de tratar de superar el umbral de la muerte a través de la anticipación del futuro.16 Nuestra fascinación reside, para citar a Stephen Greenblatt, el líder del New Historicism, en “hablar con los muertos”.17 Hay un estilo de escribir y escenificar la historia cuya mayor, si no única ambición, consiste en hacernos olvidar que el pasado no está ya presente.18 Hacer presentes y tangibles objetos materiales del pasado -o al menos apuntar a ellos- parece producir a menudo el efecto verdaderamente mágico de eliminar la distancia temporal que nos separa del pasado que deseamos; para ser más preciso, nos ayuda a producir la ilusión de tal efecto. Abandonarnos, entonces, en la ilusión de que podemos hacer que los muertos nos hablen -y, si se lo puede decir así, que podemos hacerlos hablar tan sólo para nuestro placer—es una forma de superar el umbral de la muerte, al per­ suadirnos de que las muertes de aquellos que vivieron antes no nos separaron de ellos, lo cual finalmente también significa que ignoramos las limitaciones temporales que nuestras propias muertes nos fijan. Ambos gestos —esto es, ambas direcciones en la superación del umbral de la muerte, la pronosticación y el hablar con los muertos—son trascendentales en un sentido estrictamente fenomenológico, pero también en uno convencionalmente teológico. Que las posibilidades perceptivas, de vivencia y de experiencia están en todos limitadas por las dos fronteras temporales de la vida, es una estructura del mundo-dela-vida humano.19 Trascender las fronteras del mundo de la vida -tratando de anticipar el futuro o tratando de hablar á los muertos- significa moverse imaginativamente dentro de una zona que queda más allá de los límites del

16 Esto es cierto no solamente para los académicos. Véase Niklas Luhmann, “Die Beschreibung der Zukunft”, Beobachtungen Modeme, Opladen, Westdeutscher Verlag, 1992, pp. 129-148. 17Stephen Greenblatt, “Towards a Poetics of Culture”, en H. Aram Veeser (ed.), The New Historicism, Nueva York, Routledge, 1989, pp. 1-14. 18Mi libro In 1 9 2 6 . op. cit., pretende producir este efecto en el lector. Véase sobre todo el capítulo “After ‘Learning from History’ ”. 19Acerca del concepto de Husserl de Lebenswelt para un análisis de la historiografía como género, véase mi ensayo “ ‘Das in vergangenen Zeiten Gewesene so resalen, ais ob es in der eigenen Weltwáre’: Versuch zur Antropologie der Geschichtsschreibung”, en R. Koselleck, H. Lutz y J. Ruesen (eds.), Formen der Geschichtsschreibung, vpl. 4, Theorie der Geschichte, Munich, Deutscher Taschenbuch Verlag, 1982, pp. 480-513. (Tr. inglesa en mi MakingSense in Life and Literature, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1992).

mundo-de-la-vida. Es ésa una zona que normalmente describimos o bien como lo “humanamente imposible”, o asociada con lo que imaginamos ser “cualidades divinas”. Anticipar el futuro y hablar a los muertos puede ser, en este sentido, el comienzo de la ilusión de volverse eterno. Si ésta es una descripción que hace justicia a una de aquellas fascinacio­ nes específicas que, en nuestro presente, comanda nuestro compromiso con el pasado, entonces podemos estar seguros de que Heidegger habría interpretado tal entusiasmo por hablar a los muertos como síntoma de nuestra “caída en el mundo”. Pues volver del pasado, haciendo hablar a los muertos a efectos de superar el umbral de la muerte, implica de modo inevitable una vuelta atrás desde aquel futuro en el cual están nuestras propias muertes. Volvernos a los mundos del pasado, “caer en ellos” (“ihnen verfallen sein”), puede ayudarnos a olvidar la insoportable nada que vendrá con cada una de nuestras muertes individuales, y que Heidegger quería que confrontásemos con tanto valor. Con toda seguridad, ha habido modos de ejercer la historia en un pasado no tan remoto que habrían estado a la altura del desafío existencialista de Heidegger -uno de ellos, quizá, el intento de Kojéve de pensar el fin de una historia en el sentido hegeliano. Por lo tanto, no hay una relación necesaria entre historiar el mundo y volverse atrás frente a la confrontación con la nada. Producir la ilusión de estar hablando con los muertos como un uso específico del historiar, sin embargo, debe ser calificado como perteneciente a un mundo heideggeriano de cobardía existencial. Pero ¿quién nos obliga a optar por el mundo de Heidegger? ¿No tenemos el derecho de volvernos atrás ante la dolorosa imposibilidad de imaginar nuestras propias muertes, y ante la dolorosa certeza de que ocurrirá de todos modos?

Capítulo 5

E n señ a r

Cuando hablamos acerca de enseñar en la Universidad de hoy, es muy claro lo que debemos tratar de evitar. Ya a nadie le sirve esa retórica dominguera que dice cuán maravillosas e indispensables, aunque subestimadas, pero a fin de cuentas vanguardistas, son las Humanidades. No es bueno seguir produciendo esas grandes frases sobre nuestra profesión, que todos quienes están dentro de las Humanidades usan de tiempo en tiempo (si no constantemente), y que todos quienes están fuera de las Humanidades aceptan e incluso apoyan tan fácilmente, por la simple razón de que de todas formas nadie —tanto dentro como fuera de las Humanidades- cree en ellas. Nadie necesita todavía más debates sobre si el objetivo de nuestras disciplinas debe ser la “compensación” (por ejemplo “compensación” por los horrores de la tecnología) o, más bien, “orientación” (sin saber quién resultará beneficiado por las bondades de tal guía). Nadie necesita más frases vacías, que de algún modo llevan a producir aún más frases vacías, para ser finalmente instruido acerca de que la verdadera naturaleza de nuestras disciplinas és ser “interdisciplinarias”, “integradoras” y “dialógicas”. No quiero oír nuevamente afirmaciones tales como que las Humanidades son “iluminadoras” porque, supuestamente, su oficio es resis­ tir, y si es necesario deshacer, los “efectos re-mitologizantes” de la sociedad contemporánea; tampoco quiero estar nunca más enfrentado a la distinción entre “cultura” (= bueno) y “civilización” (= malo).1Aveces, como sabemos (porque la evidencia empírica nos busca por correo y correo electrónico, sin 1 Encontré esta colección de lugares comunes en las primeras siete páginas y media de: Wolfgang Frühwald, Hans Robert Jauss, Reinhardt Koselleck, Jürgen Mittelstrass Burkhardt Steinwachs, Geisteswissenschajten heute. Eine Denkschriji, Frankfiirt am Main, Suhrkamp, 1991, pp. 7-14.

piedad), la calidad de las propias reflexiones de las Humanidades sobre su estatus y su futuro encuentra el nivel de aquellos (desagradablemente) bien intencionados prefacios a documentos, que de otro modo tendrían relevancia puramente administrativa. Es más preocupante, sin embargo, ver que incluso aquellas contribuciones al debate actual de las Humanidades que están carac­ terizadas por un nivel de complejidad innegablemente mayor y —si así puede decirse- por verdadera dignidad intelectual, simplemente no pueden escapar a ciertos efectos de lo trivial. ¿Necesitamos realmente que nos cuenten que la “fascinación por la historia, experiencia estética y sensibilidad lingüística” extraacadémicas son buenas y no malas condiciones para nuestro trabajo?2 ¿Es necesario que nos recuerden los valores de la Bildung, por ejemplo la creencia de que los años pasados en la universidad deberían llevar a los jóvenes a la “independencia” intelectual y personal?3 Desafortunadamente, el problema no es específico de Alemania o de cualquier otro contexto académico nacional. Ciertamente, nos topamos contra el mismo muro de desesperanza en los debates de la academia norte­ americana, y aún estoy por decidir si el mayor grado de ingenuidad de los académicos norteamericanos lo encuentro más encantador o más devastador que la discusión alemana, comúnmente bien empacada y producida en serie. Pero ¿cuál es entonces el problema académico internacional? ¿Por qué es que se produce tan profusamente un discurso que claramente empeora a medida que su volumen aumenta? El problema puede ser que no haya un problema real. Constantemente nos defendemos “contra” las administraciones estata­ les y la esfera pública, que no son realmente nuestros enemigos, porque no tienen intención seria de disminuir nuestro tamaño o importancia. Antes bien, por el contrario, y de modo un poco grotesco, están deseosos de coin­ cidir con cualquier argumento que podamos presentar a nuestro favor. ¿Es nuestra paranoia defender la existencia de un Romanisches Seminar en cada Gesamthocbschule -o es el hecho de que se esté cerrando uno de cada 25 Romanische Seminare, evidencia de las (escondidas pero) malvadas intenciones “de ellos”? En otras palabras, el problema parece ser que, a pesar de nuestra floreciente histeria, no tenemos enemigos realmente amenazantes. Creo, más bien, que nuestras expectativas son muy altas (¿necesita una edición crítica cada nuevo fragmento encontrado?). ¿Por qué, por ejemplo, los humanis­ 2Rüdiger Bubner, “Die humane Bedeutung der Gesiteswisenschaften”, en Zwischenrufe. Aus den bewegten Jahren, Frankfurt am Main, Suhrkamp, 1993, pp. 121-138, cita en la p. 138. 3 Dieter Heinrich, “Die Krise der Universitat im vereinigten Deutschland”, en Nach dem Ende der Teilung. Über Identitaten und Intellektnalitdt in Deutschland, Frankfurt am Main, Suhrkamp, 1993, pp. 125-56.

tas alemanes le hacen tan a menudo el juego a la tendencia y al deseo petit bourgeois de ciertos actores sociales de inventar funciones en serie para todas y cada una de las disciplinas humanísticas (culminando con la invención del Kulturwiri), en lugar de conectarse con aquellas fundaciones y políticos que están dispuestos a apoyar a las Humanidades como fin en sí mismas?4 ¿Por qué estamos volcando nuestros instintos socialdemócratas contra nosotros mismos? Mi respuesta, bastante segura, a esta pregunta, es que nosotros, los humanistas, sufrimos de un pesimismo mucho más profundo, tal vez incluso de una mucho mayor flagrante falta de entusiasmo sobre nuestro trabajo, que aquellos grupos con quienes interactuamos en la práctica de nuestra profesión. (Llamo “segura” a mi respuesta, en el sentido de que la encuentro altamente convincente -aunque me doy cuenta de que puede haber alguna presión académica para calificarla como “tentativa”). En lugar de tratar de probar mi punto con largas citas o engorrosas estadísticas,5 veamos cómo podríamos reaccionar a esta condición de depresión colectiva crónica. Si queremos volver a una actitud de confianza, si queremos -por así decir re-energizar nuestra autoimagen—entonces será importante no excluir, en nuestras reflexiones y debates, el peor escenario. En otras palabras: no deberíamos excluir la posibilidad de que las Humanidades puedan real­ mente haber alcanzado su final histórico.6 Después de todo, tuvieron su bien marcado comienzo, como instituciones, a comienzos del siglo xix, y su comienzo como programa explícito (formulado, entre otros, por Wilhelm Dilthey) alrededor del 1900. También sabemos que hay numerosas socie­ dades que existen felizmente sin disciplinas académicas como las nuestras. Por lo tanto, probablemente, luciremos más convincentes si admitimos que las Humanidades son una institución especial que algunas sociedades han llegado a ser capaces de tener, una institución especial que puede producir beneficios especiales (los cuales tendríamos que nombrar) en lugar de pre­ tender, poco convincentemente, que el final de las Humanidades sería el final de la Humanidad. Más importante, sin embargo, es que las formas en 4 Estoy siguiendo a Manfred Fuhrmann, “Klassische Philologie seit 1945. Erstarrung, Geltungsverlust, neue Perspektiven”, en Wolfgang Prinz y Peter Weingart (eds.), Die sog. Geistesivissenschaften: Innenansichten, Frankfurt am Main, Suhrkamp, 1990, pp. 313-328, la cita, en p. 327. 5 Véase “Dysphoria”, introducción a Hans Ulrich Gumbrecht y Walter Moser (eds.), Canadian Journal o f Comparative Literature, 9,2001, número especial, “The Future of Literary Studies/L’avenir des études littéraires”, donde presentamos treinta puntos de vista de colegas académicos sobre el futuro de la Crítica Literaria. 6 Véase mi ensayo “The Origins of Literary Studies-and Their End?”, Stanford Humanities Review, 6, núm. 1, 1998, pp. 1-10.

las que reflexionamos sobre nuestras situaciones profesionales deben ser lo más específicas posibles. En este ensayo, por lo tanto, trataré de pensar en la situación de los Clásicos (más que en las Humanidades en general); trataré sobre los Clásicos como profesión (y no sobre los Clásicos como campo de conocimiento), y lo haré estableciendo una relación entre la actual situación de esta profesión y su situación en Europa durante la segunda y tercera décadas del siglo xx. Dado mi diagnóstico inicial, de acuerdo con el cual lo que más necesitamos es auto-re-energizarnos (por lo menos, necesitamos esto más que una defensa pública contra acusaciones que no existen), hay un peligro específico inherente a la especificidad del enfoque histórico que he elegido. ¿Cómo puedo evitar que el pasado que trato de evocar se convierta en “una carga oscura e invisible”, como dijo Nietzsche,7 en lugar de volverse “relámpagos que centellean dentro de una nube”?8 ¿Cómo lograr no quedar atrapados en esa “autorreferencia irónica”9 que él describe como una actitud de su propio tiempo —y que ha permanecido (o se ha vuelto) tan nuestra? La respuesta, por supuesto, debe ser tan nietzscheana como la pregunta: trataré de mantener deliberadamente un estrecho enfoque histórico sobre un texto del pasado ( Wissenschaft ais Beruf, de Max Weberj y sobre una muy especí­ fica configuración contemporánea de posiciones, marcada por los nombres de Ulrich von Wilamowitz-Moellendorff, Friedrich Nietzsche, Wilhelm Dilthey, Stefan George y Werner Jaeger. Esto significa que tendré en mente tanto el poner entre paréntesis (en palabras de Nietzsche: “olvido”) algunas

7 Véase Vom Nutzen und Nachtheil der Historie ftir das Leben, en Sdmtliche Werke. Kritische Studienaugabe, vol. 1, Munich, 1980, p. 249: “die groí?e und immer grófiere Last des Vergangenen: diese drückt [der Menschen] nieder oder beugt ihn seitwárts, diese beschwert seinen Gang al seine unsichtbare und dunkle Bürde”. [“El cada vez mayor peso del pasado que presiona al hombre o lo inclina hacia uno de los lados, y agrava su paso con un peso invisible y oscuro”]. 8Ibidem, p. 253: “da£ innerhalb jener umschliefienden Dunstwolke ein heller, blitzender Lichtschein entsteht”. [“Dentro de cada neblina aprehensora hay apariciones de ráfagas de luz”]. 9Ibidem, p. 302: “Es darf zwar befremdend, aber nicht widerspruchsvoll erscheinen, wenn ich dem Zeitalter, da so hórbar und aufdringlich in das unbekümmertse Frohlocken Über seine historische Bildung auszubrechen pflegt, trotzdem eine Art von ironsichem Selbstbewufkscm zuschreibe, ein darüberschwebendes Ahnen, daí? hier nicht zu frohlocken sei, eine Furcht, dafi es vielleicht bald mit aller Lustbarkeit der historischen Erkenntnis vorüber sein werde.” [“Puede parecer extraño — aunque de ninguna manera contradictorio— que yo trate de irrumpir con una opinión, que se vuelve (como una especie de autoconciencia irónica) sobre esa época sobre la que tanto se oye y que impertinentemente se celebra: no veo en ella algo de lo cual alegrarse — temor que pronto terminará con todo el regocijo del conocimiento histórico”].

condiciones históricas de la Filología Clásica10 como profesión a comienzos de la década de 1920, como el invocar otras.11 Esto, espero, nos ayudará a situarnos —por un instante al menos—“en el umbral del momento actual”.12 Dentro del momento actual, sin embargo, trataré de encontrar una nueva forma, contemporánea, de concebir lo que Nietzsche proponía para la pro­ fesión de “Filología Clásica” en su propio tiempo: el programa de estar fuera de tiempo dentro de su propio presente.13

** * El famoso ensayo de Max Weber “ Wissenschaft ais Beruf ”, cuya publica­ ción original es de la primavera de 1919, se presentó como una conferencia, organizada por el Freistudentische Bund en Munich el 7 de noviembre de 1917,un año antes del final de la I Guerra Mundial.14 La reflexión sistemá­ tica de Weber sobre la profesión académica tiene lugar en un momento de 10 No haré distinción aquí entre las formas histórica y nacionalmente diferentes y las interpretaciones que esta disciplina ha adoptado por décadas. Más allá de los diferentes nombres que use (Klassische Philologie, Altertumswissenschaft, clásicas, etc.), está siempre implícito un componente filológico en el estricto sentido del término utilizado. 11Nietzsche, VomNutzen, op. cit, p. 330: “Mit dem Worte ‘das Unhistorische’ bezeiniche ich die Kunst und Kraft vergessen zu kónnen und sich in einen begrenzten //onawzíeinzuschliefien”. [“Con la palabra —‘unhistórico’— defino yo el arte y el poder de poder olvidar y colocarse en un horizonte delimitado”]. 12Ibidem, p. 250: “Wer sich nicht auf der Schwelle des Augenblicks, alie Vergangenheiten vergessend, niederlassen kann, wer nicht auf einem Punkte wie eine Siegesgóttin ohne Schwindel und Furcht zu stehen vermag, der wird nie wissen, was Glück ist und noch schlimmer: er wird nie etwas thun, was Andere glücklich macht”. [“Quien no se abandona a la oscilación del momento (olvidando todos los pasados), quien no puede sostenerse en el instante como diosa triunfal sin trampa y sin temor, ése no sabrá lo que es la felicidad y todavía peor: no sabrá hacer feliz a otro”]. , 13 Ibidem, p. 247: “So viel muí? ich mir aber selbst von Berufs wegen ais classischer Philologe zugestehen dürfen: denn ich wüíSte nicht, was die classische Philologie in unserer Zeit für reinen Sinn hátte, wenn nicht den, in ihr unzeitgemáS -das heifit gegen die Zeit und dadurch auf die Zeit und hoffentlich zu Gunsten einer kommenden Zeit -zu wirken”. [“Todo esto debo yo mismo aceptar de la profesión de filólogo clásico: no sabría yo lo que la filología clásica tiene de sentido puro, a no ser por todo aquello que — en su no-tiempo (esto es, contra el tiempo y sobre el tiempo)— es capaz de aportar; ojalá que para bien del tiempo venidero...”]. 14Toda la información biográfica (y más generalmente histórica) que sigue sobre el texto de Max Weber se extrajo del destacado “Einletung” y “Editorischer Bericht”, en vol. I, pt. 7 de Max Weber, Gesamtausgabe, ed. de Horst Baier, M. Rainer Lepsius, Wolfgang J. Mommsen, Wolfgang Schluchter y Johannes Winckelmann, Tübingen, Mohr, 1992, pp. 1-46, 49-69. El texto de Weber aparece en pp. 71-111. Las citas que siguen aparecen entre paréntesis en el texto.

su vida en el que, luego de años de enfermedad, luego de meses de servicio voluntario en la administración militar (que abandonó en septiembre de 1915), y luego de varios intentos sin éxito de ganar un cargo de influencia en la política nacional, estaba por regresar a la universidad: primero a través de visitas docentes en Viena y luego, definitivamente, aceptando un cargo en la Universidad de Munich en marzo de 1979. El Freistudentische Bund era una asociación nacional de estudiantes universitarios que, fundada a fines del siglo xix como una alternativa minoritaria a las corporaciones estudiantiles de esgrima y su pathos intemacionalista,15 encontró una aceptación rápi­ damente creciente durante los años de guerra. Una de sus preocupaciones programáticas era la crítica a las universidades alemanas contemporáneas por su enfoque exclusivo en la educación profesional (en evidente detrimento de una concepción humanística —y más holística—de la Bildung). Pueden haber sido las muy controvertidas reacciones a un ensayo escrito por Alexander Schwab, socio líder del Freistudentische Bund, que expresaba exactamente esta crítica, lo que sugirió la idea de una serie de conferencias acerca del “Trabajo intelectual como profesión” (Geistige Arbeit ais Berufj. Max Weber se convirtió en su primer orador.16 Lo que llama la atención del lector en los pasajes introductorios del texto de Weber, “Wissenschaft ais Beruf”, es una casi obsesiva insistencia en lo aleatorio —tal vez se debería decir en la “improbabilidad objetiva”- del éxito en la profesión académica (el mismo Weber reitera —y marca en itálica—en este contexto la poco usada palabra Hazard). Las interacciones entre la adminis­ tración del Estado y la institución académica, argumenta, hacen improbable un exitoso reclutamiento de profesores (77); no ve conexión entre los talentos del profesor carismático y aquellos del académico productivo (79); finalmente -y presuponiendo que el duro trabajo sistemático es la condición necesaria para cualquier intuición o descubrimiento académico- Weber clama que la diferencia entre tener tal éxito y el fracaso de por vida es un fenómeno aleatorio. Sin embargo, después de esta introducción provocadora que estaba obviamente dirigida a problematizar el aura con que las ideologías tradicionalmente román­ ticas y neorrománticas han adornado el papel del profesor alemán, se vuelve bastante difícil identificar las posiciones a cuyo favor Weber quiere argumentar -mientras continúa siendo evidente contra qué está argumentando. Con fuer­ tes dosis de ironía, por ejemplo, critica todas las diferentes versiones de la ex­ 15Weber abandonó la corporación de sus años de estudiante (Allemannia Heidelberg) en noviembre de 1918. 16 El 28 de enero de 1919, Weber dio una segunda conferencia en la misma serie, bajo el título “Politikals Beruf” (Gesamtausgabe, op. cit., vol. I, pt. 17, pp. 157-252).

pectativa Ilustrada en que investigación y aprendizaje brindarán orientaciones inmediatas para la vida diaria. De acuerdo con Weber, no debe ni puede ser el objeto de la institución académica “dar sentido al mundo”, ni sentar las bases para “la felicidad colectiva” (92), ni proveer de ninguna “respuesta práctica inmediata”, ni una mejor comprensión o “conocimiento de las condiciones de la vida humana” (87). Entonces, ¿qué daría, en ausencia de objetivos tan claramente circunscritos, identidad a la práctica académica “como profesión” (105)? Como respuesta, Weber parece referirse, sobre todo, a la especificidad de un estilo intelectual. Este estilo académico debe apoyarse en conceptos altamente abstractos y en experimentación (90), en pensamiento lógico, en procedimiento guiado por método y en una preferencia por resultados que marquen una diferencia, aunque ésta no tiene por qué necesariamente ser una diferencia práctica (93).17 En la segunda parte de su discurso, Weber realiza una crítica agresiva a aquellos valores neorrománticos cuya propagación estuvo en el origen de una serie de conferencias organizadas por el Freistudentische Bund. Sostiene que los fines políticos son incompatibles con la enseñanza académica (95-96, 100), y parece encontrar verdaderamente obsceno cualquier tipo de relación emocional entre el docente académico y sus estudiantes, como estaba entonces descrita y canonizada por conceptos tales como “docente como líder” (“Führer”, 101), “formación e impregnación de la mente del estudiante” (97), o la “fe” en papeles y contenidos académicos (108). Nuevamente, los respec­ tivos conceptos contrarios de Weber permanecen mucho más vagos que sus espectacularmente vehementes ataques. La institución académica, para él, es parte del “desencanto del mundo” [.Entzauberung] (87, 93), y entonces se le identifica como genuinamente no religiosa. A aquellas disciplinas que tratan sobre manifestaciones culturales {historische Kulturwissenschajieri) asigna la tarea de “entender las condiciones del surgimiento y la producción” de tales objetos (95).18 Ninguno de los temas que he mencionado hasta ahora excede las in­ terpretaciones más convencionales del discurso de Max Weber. Ciertamente convergen en el concepto normativo de “wertfreie Wissenschaft” —con el cual solíamos estar en desacuerdo hasta mediados de los años ochenta y al que 17 [...] dafi das, was bei wissenschaftlicher Arbeit herauskommt, wichtig im Sinn von ‘wissenswert’ sei”. [“Lo que resulta del trabajo científico es importante en el sentido de ‘valor del conocimiento”’]. 18 “Oder nehmen Sie die historischen Kulturwissenschaften. Sie lehren politische, künstlerische, literarische und soziale Kulturerscheinungen in den Bedingungen ihres Entstehens verstehen”. [“O tome usted las ciencias históricas de la cultura. Tratan de enseñar las manifestaciones culturales de la política, del arte y de la literatura en las condiciones de su surgimiento”].

tendemos a apoyar fuertemente hoy. Es mi impresión, sin embargo, que el texto de Weber contiene un número de pasajes que -tal vez contra las propias intenciones de su autor- no pueden ser fácilmente incluidos en un rango bajo la condición meramente negativa de “no tener valor” y que podrían entonces estar más cerca de ciertas ideas e ideales pedagógicos de lo que Weber hubiese querido admitir. Considérese, en este contexto, la metáfora que presenta conceptos analíticos como “hojas de arado” que rompen el “pensamiento contemplativo” y su contraste con lo que Weber condena usando palabras tales como “espadas contra nuestros enemigos” (96).19 La misma tendencia se vuelve más clara en la evocación de Weber a lo que él asevera que es el compromiso universitario con la “aristocracia intelectual”: Atraer mentes “no entrenadas pero receptivas” a la aventura del “pensamiento independiente” (79).20Tal pensamiento independiente, dice Weber, privilegia la aceptación de “hechos desagradables” (unbequeme Tatsachen [98]), es decir, la acepta­ ción de observaciones y resultados que complejizan —indefinidamente, pode­ mos agregar- ciertas opiniones y posiciones preconcebidas. Pero ¿no parece extraño asociar complejizaciones intelectuales sin fin con la profesionalidad de la investigación y enseñanza académica? Del mismo modo, tal énfasis en la independencia personal, la flexibi­ lidad intelectual y sus efectos complejizadores no coinciden completamente, creo, con lo que normalmente entendemos como “wertfreie Wissenschaft”. Este concepto programático (que puede ciertamente ser menos el punto de Weber en “Wissenschaft ais Beruf” que el de sus principales intérpretes), 19“Die Worte, die man braucht, sind dann nicht Mittel wissenschaftlicher Analyse, sondern politischen Werbens um die Stellungnahme des anderen. Sie sind nicht Pflugscharen zur Lockerung des Erdreiches des kontemplativen Denkens, sondern Schwerter gegen die Gegner: Kampfmíttel”. [“Las palabras que uno necesita no son medios científicos de análisis, sino la toma de posición política frente a la postura del otro. No son arados para aflojar la riqueza de la tierra del pensamiento contemplativo, sino para cambiar espadas contra el enemigo: un medio de lucha”]. 20 “Wissenschaftiche Schulung aber, wie wir sie nach der Tradition der deutschen Universitáten an diesen bertreiben sollen, ist eine geistesaristokratische Angelengenheit, das sollten wir uns nicht verhehlen. Nun ist es freilich andererseits wahr: die Darlegung wisenschaftlicher Probleme so, dafi ein ungeschulter, aber aufnahmefahiger Kopf sie versteht, und dafi er —was für uns das allein Entscheidende ist -zum selbststándigen Denken darüber gelang, ist vielleicht die pádagogisch schwierigste Aufgabe von alien”. [“No debemos ocultar que el adiestramiento de la ciencia (como nosotros lo entendemos según la tradición de la universidad alemana) es una ocasión aristocrática del espíritu. Pero —por otro lado— también es quizás cierto que la tarea pedagógica más difícil es que una cabeza no adiestrada (aunque capaz de entender) llegue a un pensamiento autónomo en la exposición de los problemas científicos”].

enfatiza la independencia de los resultados de la investigación académica con respecto a su posible valor y sus efectos prácticos fuera del sistema académico. Por ejemplo, los historiadores de arte, de acuerdo con la propuesta de Weber, deberían tratar de explicar las condiciones históricas para el surgimiento del arte abstracto a comienzos del siglo xx, independientemente del impacto que sus resultados puedan tener en el mercado del arte. A diferencia de este acento sobre los resultados de la investigación (en las interpretaciones más aceptadas del concepto de “Wertfreheit”), lo que me interesa más aquí es el énfasis de Max Weber en esos efectos que el proceso de investigación actual puede tener en la mente de los investigadores y sus estudiantes. De vuelta a un ejemplo ya utilizado, esto significaría: tratar de entender el surgimiento del arte abstracto les hará más sensible y más versátil intelectualmente, aun si aquéllos nunca logran tener éxito en la tarea. Pero ¿cómo sucede esto (si es que sucede)? ¿Cómo puede hacerse real el ideal de Weber de una Geistesaristokratiel ¿Cómo y por qué la participación en la investigación actual complejiza y fortalece las mentes de los participantes? Tal como yo lo veo, “Wissenschaft ais Beruf” no ofrece ninguna respuesta a esta pregunta. Pero sospecho que las posibles respuestas pueden estar exactamente en ese hori­ zonte de temas neorrománticós y discusiones que el ensayo de Weber trata de desechar.

* * * ¿Cuál era la situación académica a la que se refería el discurso de Max Weber? ¿Cuáles eran los problemas, debates y cambios dentro de las disci­ plinas humanísticas en Alemania y dentro de la “Klassische Philologie” en particular? Para el contexto de nuestra discusión, es importante, sobre todo, darse cuenta de que Weber dio su discurso sólo unos pocos años después del umbral histórico en que los escritos programáticos de Wilhelm Dilthey hubieran confirmado y consolidado la separación de la Geisteswissenschaften del resto de las disciplinas académicas. No fue hasta 1910 cuando su libro Der Aujbau der geschichtlichen Welt in den Geisteswissenschaften definitivamente entronizó a la interpretación (como Dilthey la propuso, esto es, como el movimiento desde la superficie material -y podemos agregar filológica- de los fenómenos, hacia la profundidad espiritual), como ejercicio central de las Humanidades: “He allí una tendencia específica, crecientemente fuerte en el grupo de disciplinas con las cuales tratamos, y esta tendencia reduce los aspectos físicos de los procedimientos al status de condiciones puras, ins­ trumentos de entendimiento puros. Este es el énfasis en la autorreflexión, el direccionamiento de nuestro entendimiento desde fuera hacia dentro. Esta tendencia utiliza tantas objetivaciones de vida como posibles puntos de partida

para el entendimiento de la interioridad de la cual surge”.21 Dilthey menciona dos fines ligeramente diferentes -aunque aparentemente inseparables- para el “procedimiento” de la interpretación: primero (y obviamente) aquellas estruc­ turas y formas intelectuales (o “espirituales”) que sólo se vuelven accesibles a los sentidos humanos a través de sus objetivaciones.22 Segundo, como punto de referencia mucho más difícil (¿o se debería decir “problemático”?), Dilthey señala el concepto de Erlebnis (“vivencia”), por ejemplo aquellos encuentros de la mente humana con el mundo circundante que están en el origen de todos los contenidos y formas “espirituales”.23 El programa de Dilthey de salvar la distancia entre las superficies materiales de los objetos culturales y una esfera de Erleben original presenta una promesa de inmediatez, de cercanía a la vida —una promesa, parece, que él siempre implicó como alcanzable pero la que, al mismo tiempo, pareció reticente a describir explícitamente. A esta altura, es importante enfatizar que “experiencia vivida”, la traducción convencional al inglés para Erlebnis,* es 21 “Der Aufbau der geschichtlichen Welt in den Geisteswissenschaften” (1910), en Wilhelm Dilthey, Texte zur Kritik der historischen Vemunfi, Góttingen, ed. de Hans Ulrich Lessing, Góttingen, Vandenhoeck and Ruprecht, 1983, pp. 248-56 (cita en p. 251): “Aber in der Natur der Wissenschaftsgruppe, über die wir handeln, liegt eine Tendenz, und sie entwickelt sich in deren Fortgang immer starker, durch welche die physische Seite der Vorgange in die blosse Rolle von Bedigungen, von Verstándnismitteln herabgedrückt wird. Es ist die Richtung auf die Selbstbesinnung, es ist der Gang des Verstehens von aufien nach innen. Diese Tendenz verwert jede Lebensáufierung für die Erfassung des Innern, aus der sie hervorgeht”. [“Pero en la naturaleza del grupo científico —sobre el que estamos tratando— se da una tendencia (que en este proceso se desarrolla cada vez de forma más fuerte) a través de la cual el lado psíqui­ co del proceso queda reducido al puro papel de ser condición del conocimiento. Es el camino del autojuicio, es el paso del entendimiento de fuera hacia dentro. Esta tendencia valora cada exteriorización de la vida para la aprehensión de lo interno — de donde se desprende”]. 22Ibidem, p. 254: “der Rückgang auf ein geistiges Gebilde,” y “ein geistiger Zusammenhang [...] der in die Sinnenwelt tritt und den wir durch den Rückgang aus dieser verstehen”. [“La pérdida de una construcción” y “un contexto espiritual que se desliza en el mundo del sentido —cosa que nosotros entendemos como pérdida del sentido”]. 23Ibidem, p. 249: “Das Náchstgegebene sind die Erlebnisse. Diese stehen nun aber [...] in einem Zusammenhang, der im ganzen Lebensverlauf inmitten aller Veránderungen permanent beharrt; auf seiner Grundklage entsteht das, was ich ais den erworbenen Zusammenhang des Sleenlebens früher beschrieben habe: er umfafít unsere Vorstellungen, Werbestimmungen und Zwecke, und er besteht ais eine Verbindung dieser Glieder”. [“Lo que sigue son las experiencias. Éstas, sin embargo, se dan en un contexto que — en el curso total de la vida en medio de todos los cambios— se mantiene permanente; sobre su base se alza eso que yo anteriormente he descrito como contexto de vida del alma: abarca nuestra representación, las determinaciones de los valores y de los fines, y se presenta como un enlace de estos componentes”]. * El concepto de Erlebnis es propio de la hermenéutica filosófica del siglo xix en Alemania, y en su desarrollo teórico posterior se ha vertido al español, a partir fundamentalmente de la

una expresión inadecuada, en la medida en que lo que sugiere es que lo que está siendo “vivido” (aquí está el aspecto de inmediatez) se ha convertido ya en una “experiencia”, es decir, algo interpretado y formulado en conceptos. El lexicón del alemán, en contraste (y la terminología filosófica parece seguirlo aquí), ubica Erlebnis entre el nivel de la “percepción” puramente física, por un lado, y el de la “experiencia”, es decir, el resultado de una interpretación, por el otro. Una Erlebnis, podría entonces uno decir, es un objeto de per­ cepción sobre el cual se enfoca la conciencia sin aún haber hecho sentido de él. Ahora, pienso que es ajustado decir que Wilhelm Dilthey tiene que haber sentido un potencial fascinante de in-domesticación en esta noción de Erlebnis (el mismo potencial que inspiró otras variantes de la contemporánea Lebensphilosophié) pero que, en lugar de desplegar ese potencial, prefirió mantener la Erlebnis bajo control tanto conceptual como metodológico. La Erlebnis original de un autor o de un poeta era el punto de partida al cual la interpretación se suponía que debía (ser capaz de) retornar, y por ello no es extraño que la escritura autobiográfica se convirtiese en el género de referencia favorito para Dilthey y su escuela, así como que la forma biográfica fuera la forma preferida de éstos para presentar los resultados de sus investigaciones. El libro más famoso de Dilthey, Das Erlebnis und die Dichtung, publicado en 1906, era por cierto una colección de ensayos biográficos sobre Lessing, Goethe, Novalis y Hólderlin. Es sabido que otro factor de importante influencia sobre la apenas emancipada Geisteswissenschaften vino del poeta Stefan George y del círculo estrictamente organizado de sus discípulos.24 Debido a sus estilos, dramática­ mente diferentes de autopresentación pública, sin embargo, los cuales termi­ naron atrayendo tipos de intelectuales completamente diferentes, a menudo se pasa por alto el hecho de cuán cerca estaban la hermenéutica de Dilthey y las posturas de la Georgekreis. Personalmente, pienso que los rituales alrededor de la poesía y la cultura en general que inventaron George y su Kreis son una versión más radical (o acaso, solo más consecuente) del culto a la Erlebnis de Dilthey. George se preocupó acerca de la integral “totalidad” de la vivencia y obra de Gadamer, como “vivencia”, siguiendo una sugerencia original de Ortega y Gasset, que hemos secundado también en esta traducción. Para un amplio desarrollo de la historia y significado del término, véase Gadamer, Verdady método, op. cit., pp. 96 y ss. [N. del T.] 24 Entre la abundante literatura sobre el Georgekreis, véase el excelente ensayo de Ernst Osterkamp, “Friedrich Gundolf zwischen Kunst und Wissenschaft. Zur Problematik eines Germanisten aus dem George-Kreis”, en Christoph Kónig y Eberhard Lammert (eds.), Literaturwissenschafi und Geistesgeschichte 1910-1925, Frankfurt am Main, Suhrkamp, 1993, pp. 177-198. Véase también Robert E. Norton, Secret Germany; Stefan George and His Cirde, Ithaca, N.Y., Cornell University Press, 2002.

de la experiencia, incluyendo al cuerpo humano.25 Quiso “corporeizar a Dios” y “divinizar el cuerpo”. Relaciones estrictamente jerárquicas y un compromiso cuasi religioso de “servicio” bajo la guía de un líder carismático caracterizaron a las estructuras internas de su círculo.26 Friedrich Gundolf, acaso el germanista más admirado en la década de los veinte, era discípulo de George, y para su consternación (¡y la de George!) se notificó, durante sus primeros años como profesor en la Universidad de Heidelberg, que él era menos talentoso como poe­ ta, menos talentoso “para configurar la vida en forma artística”, que como crítico. En las propias palabras de Gundolf: se dio cuenta de que su verdadera fuerza era “la vivificación de lo que ya tiene una forma”.27 Esta intuición que él gradualmente aprendió a aceptar -y que lo iría separando gradualmente de George mismo- fue la base de la famosa fórmula de Gundolf “Erlebnis ais Methode”28 que se esparció rápidamente entre los críticos literarios de su tiem­ po.29 Ahora bien, “la vivencia como método” es una idea que no corresponde exactamente con la canonización, por parte de Dilthey, de la Erlebnis como el último lugar de llegada de toda interpretación. La idea parece sugerir, en cambio, que los objetos culturales deben ser traídos de nuevo a la vida durante el proceso de su reapropiación. Esta idea normativa, sin embargo, no está tan lejos de la insistencia en los procedimientos de provocación del pensamiento por parte del análisis académico (más que en los resultados que éste arroja) que hemos visto en “Wissenschaft ais Beruf” de Max Weber. ¿Y dónde estaba la Klassische Philologie mientras estos debates esta­

25 Véase ibidem, p. 178. 26Ibidem, p. 184. 27Ibidem, p. 181: “[Gundolfs] Briefe an Curtius bezeugen einen schweren Rollenkonflikt in den Heidelberg Anfangsjahren 1912 und 1913, der auf der im wissenschaftlichen Alltag sich mehr und mehr bestátigenden Einsicht gründete, nicht die künstlerische Gestaltung des Lebendigen, sodern die wissenschaftlichen Verlebendigung des schon Gestalteten bilde sein eingentlichesTalent: ‘HalS gegen Bücher (die doch nun einmal mein Médium sein müssen und déren Vivifizirung mein bedeutendstes, mir nicht mehr wertvolles Talent ist) und Sehnsucht nach Lebendigen Anschauungen bei angerwachsener Denkbrille quált mich’ ”. [“Las cartas de Grundolf a Curtió testimonian —en los años de inicio de Heildelberg (1912-1913)— un fuerte conflicto de papeles, a partir del cual construye su propio talento en la cotidianidad científica, no la configuración artificial de lo vivo, sino la vivificación científica de lo ya configurado: ‘Contra los libros (que deberían ser mi médium y cuya vivificación no es precisamente el mejor de mis talentos) me atormenta la añoranza de contraponerles (mediante lentes de pensamiento más maduros) ideas realmente vivas’ ”]. 28 Ibidem, p. 184. 29 Uno de los colegas y lectores de Gundolf para cuyo desarrollo intelectual esta frase se convirtió por cierto en decisiva fue Leo Spitzer. Véase mi ensayo biográfico: Leo Spitzers Stil, Veróffentlichungen des Petrarca-Instituts Kóln, Tübingen, Narr, 2001.

ban ocurriendo en las universidades alemanas? Como en la mayoría de sus disciplinas vecinas, podemos observar, desde las últimas décadas del siglo xix, una coexistencia y, luego, una creciente tensión entre dos concepciones fundamentalmente diferentes de la profesión académica. Si bien nuevos mo­ dos de pensar -como aquellos representados por Whilhelm Dilthey, Stefan George, o Friedrich Gundolf- habían comenzado a emerger desde mucho antes de 1900, sólo fueron activamente asumidos, y vueltos contra posiciones más tradicionales, bajo la presión de las dudas y la general inseguridad insti­ tucional causada por la experiencia de la Guerra Mundial.30 En este sentido, la Wissenschaft: ais Berufde Max Weber—escrita en 1917—fue un documento verdaderamente emblemático de su tiempo. Para la percepción pública de los clásicos, sin embargo, Ulrich von Wilamowitz-Moellendorff continuó siendo el protagonista más visible, incluso luego de su retiro de la Universidad de Berlín, y durante la década que precedió a su muerte en 1931. El prefacio a la cuarta edición de su Reden und Vortráge, escrito en 1925, el día de la batalla de Sedan (es decir, el de la decisiva victoria del ejército prusiano en la guerra franco-prusiana de 1870), prueba que Wilamowitz vio decadencia sólo en el mundo político y cultural que lo rodeaba, y no en su propia disciplina. Tercamente, reiteró la dedicatoria original de este libro, hecho en 1890, a sus profesores del Gymnasium de Schulpforta (cuyo otro estudiante famoso había sido Friedrich Nietzsche). Renovó el juramento que le había hecho a Guillermo I, el primer emperador alemán y, sobre todo, no vio necesidad -ni en este prefacio ni en las publicaciones académicas que redactó en la década de los años veinte- de reaccionar a ninguna de las concepciones in­ novadoras que habían emergido entre tanto dentro de su disciplina, y de las cuales la filosofía de la cultura de Nietzsche era sólo una.31 Pero no fue tanto la esperanza de Wilamowitz de revivir a la juventud alemana a través de la 30 Véase Manfred Landfester, “Die Naumburger Tagung ‘Das Problem des Klassischen und die Antike’ (1930). Der Klassikbegriff Werner Jaegers: seine Voraussetzung und seine Wirkung”, en Hellmut Flashar, Altertumswissenschaft in den 20er Jahren. Neue Fragen und Impulse, Stuttgart, F. Steiner, 1995, pp. 11-40, la cita en p. 11: “Dieser Bruch war zwar geistig vorbereitet seit der Jahrundertwende, er wurde jedoch erst unter dem Eindruck der militárischen Niederlage Deutschlands im Ersten Weltkrieg und ihrer politischen und gesellschaftlichen Folgen in der ‘Weimarer Republik’ wirksam”. [“Este corte estuvo en realidad preparado espiritualmente en el cambio de siglo, aunque sus efectos se hicieron primero visibles con la impresión de derrota de la Alemania en la Primera Guerra Mundial, y después sus consecuencias políticas y sociales en la ‘República de Weimar’ ”]. 31Acerca de la reacción de Wilamowitz respecto de Nietzsche, véase Ulrich K. Goldsmith, “Wilamowitz y la Georgekreis", en William M. Calder, Hellmut Flashar y Theodor Linken (eds.), Wilamowitz nach 50Jahren, Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1985, pp583-612, esp. 595-599.

recepción de la antigua literatura griega lo que lo apartó de sus colegas más jóvenes, pues esta esperanza también estaba, por cierto, viva en las nuevas generaciones de filólogos clásicos. Lo que hizo a Wilamowitz aparecer como un monumento de un pasado intelectual e institucional totalmente remoto fue su ausencia de cualquier duda o cuestionamiento acerca de la posibilidad y confiabilidad de esta función educativa. Desde el ensayo que escribió acerca de las tragedias griegas (Trauerspiele) para su graduación en el Gymnasium en Schulpforta en 1867,32 a través de los discursos famosos en todo el país que pronunció para fin de año, o en el onomástico del Emperador alrededor del cambio de siglo,33 hasta su continua producción académica durante los años veinte, nunca cambió un credo muy elemental acerca de la utilidad de su profesión: Wilamowitz creía que la experiencia estética está necesaria­ mente subordinada al aprendizaje ético; que la intuición acerca de la propia obligación moral (Pflicht) era la orientación ética más importante a adquirir; que esa intuición acerca de la obligación moral llevaría en última instancia al autogobierno (Selbstverwaltung)34 y a una vida satisfactoria; y que no había un modo mejor de aprender estas lecciones que a través del estudio de las antiguas culturas y literatura griegas. En contraste con los principios que orientaron y estructuraron la vida profesional de Wilamowitz (es difícil no asociarlos con alguno de aquellos metales —hierro y acero- que fueron los más resaltados en la autorrepresentación del Estado Prusiano), el modo como entendió e imaginó la cultura griega antigua cambió considerablemente a lo largo de las décadas, lo cual es bastante sorprendente. Habiendo comenzado con una visión que tomaba su forma de los augustos valores y sobrias formas del clasicismo alemán, Wila­ mowitz —bajo la influencia creciente de los escritos de Herder—vino a desa­ rrollar una pintura más colorida y menos homogénea de la cultura griega.35 Era esta imagen “romántica” de Grecia la que, en la generación académica de los estudiantes de Wilamowitz durante los años veinte (y sobre todo en el trabajo de su sucesor en Berlín, Werner Jaeger), se volvería nuevamente más clásica, es decir, menos diversa, más normativa y más orientada a la aplicación. Significativamente, Jaeger no fue sólo el inmediato sucesor académico de Wila32Véase por ejemplo Joachim Wohlleben, “Der Abiturient ais Kritiker”, en Calder, Flashar y Linken (eds.), Wilamowitz nacb 50 Jahren, op. cit., pp. 3-30. 33Véase por ejemplo Reden undVortrage, reimpresión de la 4a ed., vol. 2, Dublin / Zurich, Weidmann, 1967 (1926), pp. 1-55. 34 Ibidem, p. viii. 35 Ernest Vogt, “Wilamowitz und die Auseinandersetzung seiner Schüler mit ihm”, en Calder, Flashar y Linken (eds.), Wilamowitz nach 50 Jahren, op. cit., pp. 613-631, cita en p. 627.

mowitz en Berlín, sino que en sus años de juventud también había ocupado la cátedra que había sido de Nietzsche en la Universidad de Basilea. Aunque trató arduamente (y según creo, muy exitosamente) de evitar toda tensión y confrontación pública con su predecesor, Werner Jaeger vio un potencial decisivo para la renovación disciplinaria de la Klassische Philologie en las obras de Nietzsche, en la filosofía de Dilthey y en el estilo cultural del círculo de George.36 Él conectó este potencial, que describió como una serie compacta y unificada de cuasiexistenciales “tensiones vividas por la cultura griega”,37 con la situación de crisis y miseria (Not) de la cultura alemana después de 1918, que él y sus colegas nunca cesaron de invocar. Esto permitió a Jaeger desarrollar, alrededor de la noción programática de paideia, un impresionante edificio de Clásicos, como pedagogía nacional. Refiriendo explícitamente a los autores más canónicos de la literatura nacional alemana, Jaeger volvió a enfatizar la creencia en una afinidad específica entre la cultura alemana y la cultura griega antigua; identificó la esencia de la cultura griega antigua (y también de la alemana) con una concepción metahistórica y normativa de la vida humana; y sostuvo que la propagación y expansión de tal humanismo (paideia) era el destino final y glorioso de la humanidad. Aunque el mismo Werner Jaeger dejó Alemania en 1936 para conver­ tirse en profesor de la Universidad de Chicago (y, en 1939, de Harvard), su concepción de lo Clásico —convertido en una ideología académica sofi—fun­ cionó notablemente bien en la Alemania posterior a 1933.38 Esto ocurrió, con seguridad, debido al propósito casi explícito -y en nuestra opinión, especialmente impracticable- de transformar parte de la Klassische Philologie en una National-Padagogik. En cualquier caso, la iniciativa de Jaeger había lanzado un nuevo e intenso debate acerca de la función de los clásicos -es decir, un debate sobre asuntos cuyas respuestas la generación de Wilamowitz aún había considerado obvias. La paideia había, además, vuelto a enfatizar precisamente aquellos valores de la Bildung que no podríamos encontrar en las líneas principales de la reflexión de Max Weber acerca de la moderna “Wissenschaft ais Beruf”. Pero es únicamente en el trabajo de algunos es­ tudiantes de Jaeger donde podemos descubrir una convergencia aceptable

36 Sobre Jaeger y el nuevo movimiento intelectual que inauguró en Klassische Philologie, véase sobre todo el ya mencionado ensayo de Landfester, “Die NaumburguerTagung”, pero también Uvo Holscher, “Strómungen der deutschen Grazistik in den Zwanziger Jahren”, ambos en Flashar y Vogt (eds.), Altertumswissenscha.fi in den 20erJahren.,.,op. cit., pp. 11 -40, 65-86; y Vogt, “Wilamowitz”, art. cit. 37 Véase Landfester, “Die Naumburger Tagung”, art. cit., p. 17. 38 Ibidem, pp. 29-40, esp. p. 38.

—acaso, incluso, placentera—entre una creencia en el potencial pedagógico de la cultura griega antigua y una visión más sobria de la esfera pública. En este sentido, una metáfora autodescriptiva propuesta por Karl Reinhardt es particularmente interesante. El vio a los clásicos como guías de sus estudiantes y lectores “hacia puertas que nunca van a atravesar”.39

*** Habiendo pasado (demasiado rápido, lo admito) a través de algunos de los escritos programáticos de Max Weber, Stefan George y Friedrich Gundolf, Ulrich von Wilamowitz-Moellendorf y Werner Jaeger, nos confrontamos ahora de nuevo con el desafío lanzado por Friedrich Nietzsche a toda obra histórica, en otras palabras: regresamos a la prescripción de que cualquiera que desee dar energía a su presente a partir de excursiones en su pasado, debe no sólo ser capaz de recordar, sino que también debe estar dispuesto a olvidar. Pero ¿qué es lo que debemos “mejor olvidar” cuando se trata de la historia de la filología clásica y de su autodefinición como profesión? Los textos que encuentro inútiles y a menudo vergonzosos, a lo largo de las décadas, son aquellos programas ansiosos por “educar” generaciones enteras, sociedades y naciones. Los discursos de Wilamowitz en el onomástico del Emperador, los protocolos y rituales religiosos de George acerca de la cultura de Occidente, la pedagogía de Jaeger para la Nación y la Humanidad, o los más recientes Denkschriften que recomiendan a las Humanidades por ser “integradoras” y “dialógicas” —todos estos escritos, ciertamente, no logran darme energía alguna. Lo mismo es cierto, debo admitirlo, para la invitación de Max Weber a reconstruir las circunstancias históricas que, caso a caso, hicieron posible los grandes logros culturales. Tal vez se trate simplemente de una confu­ sión el suponer que podemos vender, justificar o glorificar nuestro trabajo identificándolo por sus “funciones sociales”, esto es, ciertas funciones de las cuales se supone que dependen la “felicidad” o, incluso, la “supervivencia” de las sociedades. Pido perdón si no resisto a la tentación de decir esto de nuevo, pero por cierto todos sentimos que las sociedades contemporáneas sobrevivirían con toda facilidad sin las “funciones” de nuestro trabajo (y sin 39 Karl Reinhardt, Von Werken und Formen, 1948, citado en Hólscher, “Strómungen”, art. cit., p. 82: “Wer nur begeistert sein, wer aus den Quellen trinken will, deer greife nicht zu diesem Buch, in dem um alies imer nur herumgeredet, alies Unmittelbare umgebrochen, immer von Turen gefhürt wird, in die man nicht eintritt. Mit dem Unterschied von anderen Büchern hóchstens, das darum gewust wird”. [“El que sólo quiera impresionarse, el que sólo quiera beber de las fuentes, no lea este libro — libro en que se habla de todo esto, de lo roto de la discriminación, de ese llegar hasta las puertas y nunca poder pasar más adelante. La diferencia está en que este libro hace todo eso consciente”].

el sacrificio de las inversiones financieras que hacen posible este trabajo). Lo más fuerte es la impresión de que en muchos de esos textos cuyas declaraciones programáticas haríamos mejor en olvidar, hay una chispa (y a veces incluso una llama) de entusiasmo -chispas y llamas de entusiasmo, sin embargo, que apenas tienen conexión (si es que la tienen) con todas esas grandes declara­ ciones programáticas. Realmente no sé cómo decir esto sin sentirme, francamente, ridículo -pero después de medio siglo alemán de negar toda dignidad académica al concepto de Erlebnis (el medio siglo que, por ejemplo, cubre más que la totalidad de mi socialización profesional), es hora para las Humanidades de volver, precisamente, a ese concepto. Una de las razones por las que esta vuelta me parece tan plausible es la imposibilidad de compatibilizar la noción de Erlebnis con la esfera de lo colectivo o lo social. Podemos comunicar y “compartir experiencia” como aquello que está ya interpretado y moldeado en conceptos -pero la vivencia, como aquello que precede a tal interpretación, debe quedar como algo individual. Si alguien concuerda con la dirección general de mi propuesta, ¿por qué entonces de ésta no se sigue simplemente un volver atrás y reactivar el trabajo de Wilhelm Dilthey, quien, después de todo, fue el único filósofo de renombre que dio al fenómeno y a la noción de Erlebnis cierto prestigio intelectual?40 Mi punto de partida y de distinción está en que, para Dilthey, Er­ lebnis fue siempre el telos de un proceso de “retraducción”, esto es, de una “retraducción de objetivaciones de la vida a esa vitalidad espiritual de la cual emergieron”.41 Hemos visto también que Dilthey quiso que el punto inicial y final de esta “retraducción” fuese sobredeterminado por la dicotomía “ma­ terial vs. espiritual”. Desafortunadamente, no encuentro a ninguna de esas premisas pertinentes para una descripción de nuestro trabajo: ciertamente, no damos ningún estatus privilegiado, a la Erlebnis original de los grandes artistas, autores o filósofos (al menos, ya no lo hacemos); y, con el correr de los años, hemos aumentado nuestro interés en, y nuestra percepción para, los aspectos materiales de la cultura y la comunicación. En lugar de ubicar el concepto de “vivencia” en el lado objetivo de nuestro trabajo, debe ser relacionado con nosotros (los “profesionales”) y con nuestros estudiantes (e ignoraré, por el momento, la diferencia entre los estudiantes que buscan una profesión en las Humanidades y los que no). De nuevo, la vivencia sería aquello que, en 40 La siguiente (y final) discusión sobre el concepto de Erlebnis está basada en el impresionante subcapítulo de Hans-Georg Gadamer, “Der Begriffdes Erlebnisses”, en Warheit undMethode..., op. cit., pp. 60-66. 41 Ibidem, p. 62.

mi concepción, debería disipar la enseñanza en humanidades, y no aquello que la interpretación en las humanidades debiera reconstruir y establecer. Desarrollar el concepto de “vivencia” en esta posición significaría que podemos comenzar a entender por qué, en los (acaso infrecuentes) mejores casos, nuestra investigación y enseñanza son capaces de producir efectos de Bildung individual. ¿Cómo puede esto ocurrir? Puede ocurrir al enfrentarnos a nosotros mismos y a nuestros estudiantes con objetos de una complejidad que desafía una fácil estructuración, conceptualización e inter­ pretación -especialmente si tal confrontación ocurre en condiciones en que los plazos de tiempo no son un factor de presión. Esta fórmula: exponerse a una alta complejidad intelectual sin tener la necesidad inmediata de reducir esta complejidad, está probablemente cerca de un nuevo —y dotado de mu­ cha “aura”- concepto de Lectura, el cual es crecientemente usado hoy por los investigadores y estudiantes en Humanidades como una autorreferencia positiva.42 Lectura aquí claramente no es sinónimo de desciframiento (como era el caso en los buenos tiempos de la semiótica). En cambio, la palabra parece referir a una a la vez alegre y dolorosa oscilación entre ganar y per­ der orientación y control intelectual. Nuestra tarea pedagógica, creo, no es tanto vivir tales oscilaciones en conjunto con nuestros estudiantes (esto estaría demasiado cerca de los ideales psicoemancipatorios de fines de los años sesenta; en las menos polémicas palabras del clasicista Karl Reinhardt, nosotros no atravesamos esas puertas junto a nuestros estudiantes). En lugar de ello, debemos identificar y preparar objetos de estudio de tal compleji­ dad y luego, al menos parcialmente, escenificar los encuentros de nuestros estudiantes con ellos. Preparar demasiado tales interacciones o “compartir demasiada experiencia” con nuestros estudiantes, implica el riesgo de volverse lo opuesto de un profesional -debido a que implica también la tentación, para nuestros estudiantes, de simplemente seguir a sus profesores, en lugar de vivir este desafío individualmente. La filología, en el sentido más tradicional de la palabra, por cierto, puede ser un instrumento muy eficiente dentro de la producción de complejidad que se requiere aquí. Pues cuanto mayor es la calidad filológica de una edición, podríamos decir que más desorientadora, desafiante y compleja se volverá la lectura (y la Lectura) informada por ese trabajo filológico.

42 Éste fue el punto central de convergencia de la xx Stanford Presidential Lectures in the Humanities and Arts, en la cual, entre marzo de 1988 y abril del 2000, artistas y académicos de renombre mundial han desarrollado sus visiones acerca del futuro de las Humanidades y las artes en la educación superior.

Aunque decirlo pueda sonar a mal gusto intelectual en nuestra época, tengo la impresión de que la concepción no diltheyana de Erlebnis como complejidad difícil de domesticar (y a veces, incluso, mantenida artificial­ mente), se liga bien con la asociación hecha por George Simmel entre viven­ cia y “aventura”.43 Además de ello, estoy de acuerdo con Gadamer cuando subraya aún otra afinidad, esto es, la afinidad entre vivencia en general y la dimensión de lo “estético”.44 Esto significaría que cualquier trabajo académi­ co que cumpla con la fórmula de ser una confrontación con la complejidad en una situación de baja presión respecto de plazos temporales —un trabajo académico en todas sus diferentes dimensiones, ya sea como aprendizaje, enseñanza e investigación; incluso un trabajo académico diferente del que refiere o se inclina hacia la experiencia estética, tal como la investigación en física teórica y tal como el pensar (“filológicamente”, por ejemplo) sobre un fragmento presocrático—, estaría cerca de la experiencia estética. Pero, una vez más, es preciso insistir en dos diferencias. Primero, me atrevo a no estar completamente de acuerdo con las razones que da Gadamer para la afinidad general entre vivencia y experiencia estética. Por un lado, la observación de que tanto la vivencia como la experiencia estética nos separan (herausreifíen) de la “continuidad de la vida”, es obvio y obviamente importante. Por otro lado, la segunda razón de Gadamer para la cercanía postulada entre vivencia y experiencia estética, se apoya en la impresión de que ambas se relacionan con la totalidad de la vida, en lugar de con objetos específicos de referencia.45 Yo preferiría asumir que tanto con el concepto de vivencia como con el de experiencia estética nos referimos a situaciones que extraen —o al menos, hacen visible- un exceso de deseo “no funcionalizado”.46 Una segunda objeción potencial puede venir de Karl Heinz Bohrer, quien ha argumentado recientemente -y para mí, muy poco convincente­ mente- que existe una fundamental inconmensurabilidad entre lo que él llama “negatividad” de la experiencia estética, y la Universidad (al menos, la 43Simmel citado por Gadamer, WarheitundMethode..., op. cit., p. 65. 44 Gadamer, Warheit und Methode..., op. cit., p. 66: “Am Ende unserer begrifflichen Analyse von ‘Erlebnis’ wird damit deudich, welche Affinitát zwischen der Struktur von Erlebnis überhaupt und der Seinsart des Asthetischen besteht. Das ásthetische Erlebnis ist nicht nur eine Art von Erlebnis neben anderen, sondern reprasentiert die Wesensart von Erlebnis überhaupt”. [“Al final de nuestro análisis conceptual de la ‘experiencia’ se hará claro cuál es la afinidad entre la estructura y la experiencia en general —sobre lo cual se funda el ser de lo estético. La experiencia estética no es sólo una clase de experiencia junto a otra, sino aquello que representa es la esencia de la experiencia como tal”]. 45 Ibidem, p. 66. 46 Éste sería el “poder” implícito en todas las prácticas filológicas fundamentales.

Universidad del Estado, como institución) que, después de todo, se supone que produce y profesa la verdad.47 En lo que respecta a la pregunta más es­ pecífica del mismo Bohrer, la pregunta acerca de la experiencia estética y la Universidad, estoy de acuerdo en que la Universidad no puede, ciertamente, “profesar” la experiencia estética (¿qué significaría tal cosa, después de todo?), ni puede convertirla en un ítem específico de su currículo. Todo lo que la Universidad (y cualquier otra institución) puede hacer, es proveer un marco de condiciones que hagan posible que la experiencia estética ocurra. Lo mismo se aplica a la vivencia —y a la Bildung como su posible efecto. No hay garantía para un estudiante de que ningún poema, ningún tratado filosófico, ninguna ecuación lo lleve jamás a esa situación desafiante (a esa “puerta de la lectura”, según Kart Reinhardt). El costo de la carrera debe ser el pago (al menos en parte) para obtener la posibilidad de la Bildung, pero no puede comprar la vivencia ni la Bildung en sí misma. Y la condición de posibilidad para que ocurran la vivencia y la Bildung es el tiempo; más precisamente: el privilegio de que a uno se le permita exponerse a un desafío intelectual sin la obligación de tener que dar una reacción ni una “solución” rápida. Naturalmente, sin instituciones específicas y sin esfuerzos individua­ les específicos, tal “exceso de tiempo” no estará nunca a nuestra disposición. Necesitamos instituciones de Aprendizaje para producir y proteger el tiempo excesivo contra las temporalidades mucho más demandantes del día a día. En este nuevo sentido, no es sólo plausible creer que la “Filología clásica como profesión está desubicada”, como una vez dijo Nietzsche. Dando un signi­ ficado sólo ligeramente diferente a las mismas palabras, uno podría querer argumentar que la institución académica no se trata de otra cosa que de ese estar fuera de tiempo. Me doy cuenta de que la idea nos causa temor, pero no pienso que sea ni que deba ser percibida como tan atemorizante.

47 Bohrer dijo esto en su Stanford Presidential Lecture de noviembre de 1998.

ÍNDICE ANALÍTICO

Alfonso X (rey de Castilla), 56, 58 Alighieri, Dante, comentarios sobre la Commedia de, 58, 59 Arnold, Matthew, 14, 67, 68 Auerbach, Erich, 13, 14 Aufbau der geschichtlichen Welt in den Geisteswissenschaften, Der (Dilthey): 87 Autor: deseo de corporeizar, a través de la edición, 19; hipótesis del editor acerca de la intención del, 26, 38, 42-43, 54; intención del, 26, 38, 39> 55 Autor, concepto de: Véase Autor, papeles Autor, imágenes: complejizadas por el conocimiento histórico, 42; como proyecciones que guían la lectura, 43. Véase también Autor, papeles Autor, proyecciones: Véase Autor, imágenes. Autor, papeles, 39; peligro de la identificación del editor con, 46; y de Man, 47; historización de Foucault, 30; y género, 51,52; e interpretación, 54; y New Philology, 80; no requerido por los comentarios, 59; producido y

conformado por el papel de editor, 43; producido por el lector, 43-48; productivo de diferentes clases de lectura y diferentes comunidades de lectores, 48-49. Véase también Autor, imágenes Autor-sujeto: Véase Autor, papeles Bann, Stephen, 18, 32 Benjamín, Walter, 21, 22, 24, 25; y concepto de aura, 73n; One-Way StreetEinbaknstrafíe, 21, zin Bildung. humanística, 82-84; declina­ ción de la; como efecto posible de la vivencia, 98; Producida por la enseñanza y la investigación, 96; renovada demanda de, 62; valores de, 80, 93. Véase también Erlebnis Bloom, Harold, 72 Bohrer, Karl Heinz, 97 Bourdieu, Pierre, 73 Cantar de mío Cid, El, 37, 67 Censura, fragmentación de textos a través de la, 26 Castillo de Heidelberg: 21 y 22, 24 y 25 Clásicas (disciplina académica): historia de la, 16, 67; y la filología,

históricos, 51; e identificación con i 6; como profesión, 82-98; Véase los papeles de autor y lector, 46, también Filología clásica 47, 48; y cultura nacional, 51; Comentario: estética del, 56; anoni­ y New Philology, 49, 50; aproxi­ mato del, 59; como práctica de la mación pluralista a, 49; formas filología, 15, 16; y canonización, pragmáticas e inmanentistas de, 39, 59; reaparición contemporánea del, 40; como productiva de los sujetos 62-64; sobre la Commedia de Dan­ de autor y lector, 43, 44; como te, 58; y deconstrucción, 61, 62; y producción de significado, 41; uso deseo de presencia, 19; y medios de los papeles de editor y autor en electrónicos, 63; e interpretación, la, 38, 39,43. Véase también Autor; 54; legal, 60; como mediación imágenes de autor; papeles de entre diferentes contextos cultu­ autor; papeles de lector rales, 53; ritmo del, 57; principio Editor, papeles: y papeles de autor y estructural del, 56; topología del, lector, 43; constitución del, 39-41, 53; vaguedad del, 54 43; específica de género, 51, 52; y Commedia (Dante), comentarios sobre, New Philology, 49, 50; visibilidad 58 del, 40 y 41. Véase también Autor; Crisis de la representación, 23, 25 imágenes de autor; papeles de Curtius, Ernst Robert, 13 autor; papeles de lector Einbahnstraj?e. Véase One-Way Street; Deconstrucción: y comentario, 61-63; Benjamin, Walter efecto de la, sobre las disciplinas Enseñanza: función de los clásicos en, literarias en los Estados Unidos, 93; presupuesta por prácticas bási­ 69, 70 cas de la filología, x5 y 16; y pro­ De Man, Paul: sobre la lectura grama­ ducción de complejidad, 96; éxito, tical, 45; técnica de lectura de, 47; 19; de vivencia por, 96; visiones de sobre la “resistencia a la teoría”, 40, Weber sobre, 84-87. Véase tam­ 46, 48; y lectura teórica, 39, 40 bién Bildung, Clásicos (disciplinas Derrida, Jacques: crítica de Husserl por, 6in; y deconstrucción, 61, académicas; Erlebnis; Humanidades 62, 69 (disciplinas académicas; Filología clásica; Weber, Max de Sanctis, Francesco, 67 Erlebnis (vivencia): concepción de Dil­ Dilthey, Wilhelm: Der Aufbau der they de, 88, 89, 95; concepción no geschichtlichen Welt in den Geisteswis-senschajien, 87; y concepto diltheyana de, 91-96, 98; Erlebnis und die Dichtung, 89 de Erlebnis, 88-90, 95, 96; como Escuela de Frankfurt, 70 Erlebnis und die Dichtung, 89; y Experiencia estética: y trabajo acadé­ Werner Jaeger; programa para las mico, 97, 98; afinidad de, con con­ Humanidades de, 92 ciencia intensa de la imaginación y el cuerpo, 31; y aprendizaje ético, Edición: orientada al autor, 43; como 92; y filología, 19, 20 práctica básica de la filología, 15, 16; y género, 51, 52; y periodos

Filología: y experiencia estética, 19, 20; concepción de pluralidad en, 48, 49; definiciones de, 13, 14; asocia­ ción de De Man con, 42, 43; fas­ cinación con los fragmentos en la, 25; vs. hermenéutica, 15; funciones normativas de la, 66, 67; poderes de la, 16-20; prácticas de la, 15, 41, 53; y producción de complejidad, 96; producción del papel de editor por la, 43; reconformación de la, a comienzos del siglo xix en Europa, 62, 65, 66, 68; escuelas de la, 39; especificidad de la lectura en, 45, 46; estilos de la, 50, 51; uso de la imaginación y autocontrol en la, 34; usos de, 15, 16. Véase también Comentario; Fragmentos; Edición; Historización; Enseñanza Filología clásica: Werner Jaeger y la renovación de la, 92, 93; como profesión, 82; situación de la, a comienzos del siglo xx, 87-93; intemporalidad de la, 83, 98. Véase también Clásicas (disciplina académica) Filología hispánica, 37- 39, 51, 67 Filología románica, 65n Foucault, Michel: sobre el concepto de historización del autor, 43; histo­ riografía de, y disciplinas literarias en los Estados Unidos, 69; el poder tal como lo concibe, 17 Fragmentos: y la exterioridad del texto, 26; fascinación con, 24-25; identi­ ficación de, como práctica básica de la filología, 15, 16; e imaginación, 25, 28, 32, 33; apetito oral como modelo de apropiación de (Bann), 32; como productores del deseo de posesión y presencia real, 18; tipología de, 26 Freistudentische Bund, 84, 85

Gadamer, Hans-Georg: sobre cautela acerca de la imaginación, 32, 33; Erlebnis, 95; uso de klassisch por, 72 García Lorca, Federico, 51 George, Stefan: influencia de, sobre las humanidades en Alemania, 82, 90, 91; y Werner Jaeger, 92; proximi­ dad de, a la idea de Dilthey, 90; escritos de, 94 Greenblatt, Stephen, 76 Gundolf, Friedrich: y Stefan George, 90; y “Erlebnis ais Methode”, 90; escritos de, 94 Hegel, Georg Wilhelm Friedrich, 75, 77 Heidegger, Martin: sobre la muerte y la vida después de la muerte, 74-77; y lo “a-la-mano”, 30-71; y la reno­ vación de la preocupación filosófica respecto a la presencia, 24. Véase también Revolución conservadora Herder, Johann Gottfried, 92 Hermenéutica: Dilthey y el círculo de George, 89; inscripción de las Humanidades dentro del paradig­ ma de, 20; vs. filología, 15. Véase también Interpretación Historización: como complejización, 73; correlación de, con sentimien­ tos de derrota nacional, 66, 67; en la disciplina de los clásicos, 67, 68; y el concepto gadameriano de klassisch, 72; en las filologías na­ cionales de Inglaterra y los Estados Unidos, 68-70; como precondición para las prácticas básicas de la filo­ logía, 15, 16; precondiciones de la, 71 y 72; relación de, con la muerte y la vida después de la muerte, 74-77; y sacralización de los objetos del pasado, 19, 73, 74. Véase tam­ bién New Historicism; New Literary History; Escuela de Frankfurt.

Humanidades (como disciplina aca­ démica): énfasis de Dilthey sobre la interpretación dentro de las, 87, 88; evaluación de las, 79-81; influencia del círculo de Stefan George sobre, 89, 90; límites de las, 20; reacciones a la deconstruc­ ción dentro de, 61; y el retorno al concepto de Erlebnis, 94-98; la visión de Max Weber de las, 83-87; voluntad de hacer más complejo como característica de las, 73 Humphreys, Sally, 41 Husserl, Edmund: y el concepto de Lebenswelt, 76n; crítica de Derrida de, 61; idea de “objetos temporales en sentido propio”, 22n, 71 Imaginación: efecto intensificador de los objetos materiales sobre, 27, 29-32; exclusión de, de los métodos académicos, 32, 33; y fragmentos, 25; importancia de la, en la edi­ ción, 17; en la práctica filológica de Menéndez Pidal, 38, 39; del lector, 41; discusión de Sartre sobre la, 2730; espontaneidad de, 33, 34 Interpretación: comentario como secundario respecto de la, 53; como ejercicio central de las Humani­ dades, 87-89; carácter finito de la, 54; descripciones de Gadamer de la, 32, 33; como identificación de un significado dado, 83; como comentario legal, 60; como práctica textual informada por la hermenéu­ tica, 15 Iser, Wolfgang: sobre el concepto de “lector implícito”, 44; sobre la espontaneidad de la imaginación, 33» 34

Jaeger, Werner: sobre la filología clásica, 82, 92, 93; y el concepto de paideia, 93; escritos de, 94 Kant, Immanuel: Kritik der Urteilskrafi, 31 Klassisch. Véase Historización, y con­ cepto gadameriano de klassisch Klassische Philologie. Véase Filología clásica. Kojéve, Alexyre, 77 Koselleck, Reinhart, 74 Kritik der Urteilskraft (Kant), 31 Lacan, Jacques: y la “voracidad del ojo humano”, 31, 32 Lachmann, Karl, 50 Lectores: comunidades de, 48, 49; necesidades de, imposibilidad de anticipar, 53, 54, 58 Lectura: y deconstrucción, 69; gramáti­ ca, 45, 46; literaria, 46, 66; New Criticism y, 69; como oscilación entre perder y recuperar el control intelec­ tual, 72n, 96; pedagogía de, 66; filo­ lógica, 45, 46; teórica, 35, 40; uso de las imágenes de autor en, 40, 41 L'Imaginaire (Sartre), 27-29, 33 Lorca, Federico García: Véase García Lorca, Federico Luhmann, Niklas, 75 Lyotard, Jean-Fran