Los Marxismos del nuevo siglo [First ed.]
 9507865608, 9789507865602

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Altamira, César Los marxismos de fin de siglo – 1ª ed. - Buenos Aires: Biblos, 2006. 376 p. ; 23 x 16 cm. ISBN-10: 950-786-560-8 ISBN-13: 978-950-786-560-2 1. Teorías Políticas - Marxismo. I. Título CDD 320.531 5

A mi padre quien, a pesar de su temprana muerte, me cuidó con enorme sensibilidad social y alegría manifiesta. A mi madre, quien afrontó la vida con la dignidad que obtura toda resignación, con la fortaleza suficiente para contraponerse a sus tribulaciones; por quien sentí un noble y puro afecto, que ella cultivó celosamente.

Diseño de tapa: Luciano Tirabassi U.p Coordinación: Mónica Urrestarazu Armado: Ana Souza © César Altamira, 2006 © Editorial Biblos, 2006 Pasaje José M. Giuffra 318, C1064ADD Buenos Aires [email protected] / www.editorialbiblos.com Hecho el depósito que dispone la Ley 11.723 Impreso en la Argentina No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.

Esta primera edición de 2.000 ejemplares se terminó de imprimir en Primera Clase, California 1231, Buenos Aires, República Argentina, en noviembre de 2006.

A mi hermano Carlos Felipe, para quien, como otros tantos treinta mil, el tiempo se acabó tan temprano; porque está muy presente en mi interior, tras un silencio que a veces se vuelve insoportable, y porque resultaría casi indecente no recordarlo.

Me parecía además que esos males provenían de poner toda la felicidad o infelicidad en una sola cosa, es decir, en la cualidad del objeto a que estamos ligados por amor. En efecto, lo que no se ama no engendra nunca disputas, ni tristeza si se pierde, ni envidia cuando otro lo posee, ni terror, ni odio; en una palabra, ninguna conmoción del alma. Pero ocurre todo esto cuando amamos cosas perecederas. BARUCH SPINOZA, Tratado de la reforma del entendimiento

Agradecimientos

Las críticas, sugerencias y propuestas de mis amigos Giuseppe Cocco, Alejandra Corvalán, Carlos Morera Camacho, Toni Negri y Antonio Rojas Nieto me fueron de gran provecho. Les estoy cálidamente agradecido. De cualquier manera soy el único responsable de las interpretaciones, errores y otras debilidades que puedan acompañar al libro. Un reconocimiento particular a Mónica Urrestarazu por su cuidadosa lectura, corrección e indicaciones realizadas para una mejor comprensión del texto. C.A.

Índice

Prólogo, por Toni Negri .......................................................................... 15 Introducción............................................................................................ 21 Marxismo y revolución informática.......................................................... 27 Marxismo y lectura crítica ........................................................................ 32 El capitalismo posmoderno ...................................................................... 40 Hacia una teoría del antagonismo de clase ............................................ 50 La composición de clase y los ciclos de lucha .......................................... 53 Capítulo 1 La escuela francesa de la regulación ................................................ 73 De la variabilidad en el tiempo y en el espacio de las leyes económicas… ........................................................................ 76 … a los diferentes modos de desarrollo.................................................... 79 Del carácter particular de la crisis de los 70… ...................................... 84 … a la crisis de la teoría de la regulación................................................ 89 Capítulo 2 El obrerismo italiano ............................................................................ 95 Introducción .............................................................................................. 95 Antecedentes políticos del obrerismo .................................................... 102 Los Quaderni Rossi ............................................................................ 102 El obrerismo propiamente dicho: Classe Operaia.................................. 118 Romano Alquati, la subjetividad obrera y Classe Operaia .................. 125 Teoría y práctica ...................................................................................... 127 Potere Operaio y el fin de Classe Operaia ............................................ 129 John Maynard Keynes y el Estado-plan ................................................ 140 El autonomismo obrero .......................................................................... 142 Ciclos de lucha y composición de clase .................................................. 169 Presente y futuro del obrerismo ............................................................ 175

Capítulo 3 El open marxism .................................................................................. 181 Introducción ............................................................................................ 181 Marxismo como emancipación: relación entre teoría y práctica .......... 190 El estado de los estudios del Estado en la época .................................. 197 El Estado en el open marxism ................................................................ 201 La periodización del Estado.................................................................... 204 Simon Clarke y la escuela de la regulación .......................................... 210 Estado, mercado y capital global............................................................ 216 Werner Bonefeld, Joachim Hirsch y la “reformulación” ...................... 221 John Holloway ........................................................................................ 226 Bob Jessop y su crítica al open marxism .............................................. 231 De la lucha de clases a las formas del valor...................................... 231 De la forma valor a la lucha de clases .............................................. 234 Estrategias de acumulación y proyectos hegemónicos .................... 240 John Holloway: forma Estado y globalización ...................................... 244 Totalidad, forma y crítica en el open marxism: una crítica .................. 253 Capítulo 4 Open marxism versus autonomismo obrero.................................. 265 Teoría crítica y autonomismo: subjetividades encontradas .................. 265 Excursus 1: open marxism y organización política .......................... 276 Excursus 2: Autonomismo y organización política............................ 280 La relación capital-trabajo...................................................................... 286 De la dialéctica engelsiana a la negación no dialéctica ........................ 307 Capítulo 5 Hacia una teoría del conocimiento materialista.......................... Sobre las diferencias y coincidencias entre Louis Althusser y Gilles Deleuze .......................................................................................... Teoría y práctica en Toni Negri .............................................................. Del antagonismo (versus dialéctica) a la constitución del “comunismo” ..................................................................................

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Bibliografía .......................................................................................... 367

Prólogo* Toni Negri

“Cualesquiera sean las vicisitudes del presente, un capitalismo posmoderno exige necesariamente que se le oponga un marxismo posmoderno”, dice Fredric Jameson. El libro de Altamira interpreta esta afirmación. En efecto, el autor nos ofrece, en primer lugar, una cartografía del marxismo contemporáneo renovado en la polémica contra el capital posmoderno. En la cartografía se han señalado y estudiado los bloques del pensamiento económico y político, de origen marxista, que desarrollan su análisis adoptando la especificidad del posmodernismo; en segundo lugar, se describen los bloques de pensamiento que sostienen una práctica colectiva revolucionaria en este nivel de enfrentamiento. De tal modo la genealogía se transforma (siguiendo un criterio que va desde la interioridad al posmodernismo hasta el enfrentamiento con éste) en topología; es decir, en un cuadro de dimensiones cognoscitivas políticas que sirven ya para comprender y desarrollar, ya para criticar y excluir las posiciones teóricas asumidas por la cartografía. ¿Qué excluye Altamira de su análisis? Las arqueológicas (aunque se hayan renovado) teorías del pensamiento crítico que fueron válidas hasta 1968: vale decir, el marxismo crítico de Frankfurt y el marxismo tercermundista (o más bien las teorías de la dependencia, las teorías antisistémicas del imperialismo, etcétera). Por cierto, Altamira tiene en cuenta su contribución y la integra (citando o no las fuentes; poco importa) en su trabajo crítico. Obsérvese que esta exclusión marca un cambio de época, una cesura que no sólo debe ubicarse en la realidad sino también en el pensamiento. No es fácil decidir con fuerza polémica y dignidad teórica si el pensamiento de Adorno-Horkheimer, de WallersteinArrighi o de Samir Amin no valen más como argumentos para comprender el presente. Es preciso agregar que el pensamiento de todos ellos, se-

* Traducción del italiano: Rosa Corgatelli. [ 15 ]

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leccionado con esmero, puede incluirse en un nuevo proyecto teórico. Altamira así lo considera, y asume la seria tarea de comenzar a desarrollar un análisis del marxismo presente sopesando, aceptando y/o excluyendo estas grandes tradiciones. Era necesario hacerlo, y Altamira lo hace. En el marxismo que se opone al posmodernismo, el pensamiento de los autores de los que hablamos hasta ahora se presenta en un horizonte insuficiente para construir una crítica eficaz. Habían interpretado el desarrollo y la crisis como algo que trascendía el terreno de la lucha: hoy se trata de restituir esa interpretación de la lucha. Porque la lucha se ha tornado posible también en la posmodernidad. ¿Qué comprende, qué incluye el análisis de Altamira? “Nuestro propósito es avanzar en una caracterización de las principales corrientes teóricas marxistas que se han desarrollado y extendido en los últimos veinte años, contemporáneamente al estancamiento crítico del capitalismo hacia la mitad de la década de 1970. Nos referimos a la escuela de la regulación francesa, a la escuela de Edimburgo vinculada con las revistas Capital & Class y Common Sense, y finalmente al operaismo1 italiano y su continuación en la autonomía obrera.” Todas estas teorías son hijas, de una u otra forma, de la gran crisis capitalista que puso fin a los denominados veinticinco “años gloriosos” del desarrollo capitalista. Si sólo se tiene presente esta referencia topológica, se comprende que la elección de Altamira es de orientación teórica. Razona a partir de la crisis del capital, o, mejor dicho, del concepto de capital como crisis. Lo que le interesa es considerar el capital como relación conflictiva –o más bien antagónica–, y seguir este antagonismo y su dinámica desde el ámbito de la fábrica hasta lo social. Digamos, del primero al tercer tomo de El capital. Este concepto de capital es también argumento del análisis genealógico, interpretación real del desarrollo de las teorías. Tomemos, en primer lugar, la escuela francesa de la regulación, que evoluciona en el seno de la fase fordista del desarrollo económico capitalista. La crítica de este desarrollo es su fundamento; el modelo de análisis es conflictivo y antagónico: se percibe lo nuevo del desarrollo capitalista después de 1968, es decir, su crisis. Altamira nos ubica dentro de esta situación y dentro de la riqueza de las aperturas que ella ofrece, en el nivel tanto del análisis económico como del análisis del Estado, y desde luego en relación con el proyecto de las políticas de emancipación. El análisis es atento y amplio. Da la impresión de que Altamira ve la escuela de

1. Operaismo (traducido literalmente, “obrerismo”): término que designa un movimiento político y filosófico que surgió en Italia en la década de 1960, impulsado por la clase obrera (operaia) industrial. (N. de la T.)

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la regulación como un momento de transición entre una crítica objetivista de la relación capitalista de producción y una apertura teórica más allá del fordismo. Sin embargo, esta transición no se da en la escuela de la regulación. Su conciencia crítica no es adecuada a las tareas de la transición crítica. La segunda escuela que considera Altamira es ese bloque de experimentación teórica que, a partir de Edimburgo y del encuentro de intelectuales críticos de origen inglés y alemán, se expresa en las revistas Capital & Class y Common Sense. Altamira expone esta propuesta teórica en open marxism. Un cambio muy interesante, y me parece que el autor nos ofrece aquí un análisis teórico agudo y competente, una reseña exhaustiva. Siguiendo su argumentación, se capta con bastante claridad la alternancia –en la neblinosa Edimburgo– de los diversos puntos de vista (y el enfrentamiento entre ellos), entre el althusserismo teórico, por un lado, y por el otro, las primeras resonancias del operaismo italiano en el debate internacional. Altamira opina que la crítica y la superación de la escuela de la regulación han actuado con extrema coherencia en el seno de esta escuela. Advierte, además, cuán bien entendidas e interpretadas se hallan, en la teoría de la “forma-capital” (de origen germánico), muchas nuevas aperturas e intuiciones de la transición del fordismo al posfordismo, del modernismo al posmodernismo en la continuidad de la crítica marxista. La evaluación que se da en open marxism es fundamentalmente positiva: concordamos con este punto de vista. Pero, en el sucederse de las nuevas tendencias críticas y políticas, en la tercera posición que se analiza, queda claro que son el operaismo italiano y ese autonomismo obrero los que más parecen interesar a Altamira. En el operaismo hay dos conceptos (mejor dicho, dos estructuras de pensamiento crítico) que le parecen válidos: el primero es el de composición de clase, que permite analizar el desarrollo histórico de la relación entre tecnologías y subjetividad, y por lo tanto vincular la estructura del capital constante y la independencia relativa del capital variable, es decir, de la fuerza de trabajo, y caracterizar esta relación en las diversas formas que asume; el segundo concepto es el de la ciclicidad de la lucha, o bien el descubrimiento de la célula productiva del proceso histórico de transformación de la subjetividad y de la instancia tradicional. Altamira trabaja mucho a partir de estos conceptos. Los sitúa, por así decirlo, en el centro de la crítica y del proyecto de reconstrucción teórica que recorre el libro. Ahora, sobre la base de las exhortaciones de Altamira, volvamos a los tonos fundamentales del discurso operaista, tomemos ese núcleo de producción y libertad que es tan importante para el análisis. No es casual que, a partir de la percepción de este núcleo libertario de pensamiento –mejor dicho, de crítica y de acción política–, Altamira subraye aquí la colusión ob-

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jetiva que pensadores críticos como Bonefeld, Holloway o Jean-Marie Vincent han encontrado en las corrientes más vivas del operaismo italiano. Si miramos el libro desde este punto de vista –esto es, desde el punto de vista de la relación entre las escuelas–, podemos comprender que estos choques objetivos representen también un agencement teórico riguroso y políticamente eficaz. La regulación francesa y el open marxism se nos presentan coherentemente, no sólo como simples materiales criticados, sino como líneas de desarrollo y de creatividad teórica, también y sobre todo dentro del operaismo. Si luego hacemos cuentas no sólo con el desarrollo teórico de estas escuelas de pensamiento sino también con su actuación política y militante, veremos que es en la coherencia militante del operaismo que el desarrollo del pensamiento revolucionario pudo encontrar un alma. En efecto, aquí la matriz conflictiva de la subjetividad obrera en la organización del trabajo ha logrado reconocerse y mostrarse como lucha de clases en la relación social y ahora se propone como fuerza multitudinaria en la relación global de lucha contra el capitalismo. El deseo de libertad que vive en las páginas de Altamira, el odio por los regímenes militares (el argentino que ha escrito este libro sabe bastante del tema), las idiosincrasias polémicas en lo que atañe a todo esto obligan a la historia a repliegues represivos... Yo los he encontrado en este libro, transformados y/o comprendidos en la línea teórica. El carácter fundamentalmente “teórico” de este libro se articula con una apertura “didáctica”. Ya hemos señalado, por ejemplo, cómo el análisis del open marxism representa una transición en extremo útil, incluso desde el punto de vista de la información. No son cosas que se puedan olvidar al evaluar y presentar una obra. También para mí –aunque he participado de la discusión de los compañeros ingleses, y en particular en la Convención de Coventry (punto de apertura de una nueva fase de análisis)– esta actitud didáctica de Altamira es importante (y grata). Sin embargo, no se trata de insistir demasiado sobre este aspecto (didáctico) de la obra y del discurso de Altamira. Comenzamos diciendo que se trataba de una cartografía útil de algo que, debatido en el terreno político y de la crítica económica en los últimos veinte años, había asumido el posmodernismo como su objeto polémico; hemos comprendido que existía dentro y fuera del contexto y, por ende, de este análisis. Resta ahora decir que este libro no es sólo un libro universalmente útil, que puede circular en forma global; se trata de añadir que también introduce temáticas específicas y una elevada calidad de debate político, que hoy es propia de América Latina. La crítica del capital y las escuelas marxistas deben ya ceder (transitando de la crítica de la acumulación capitalista a la crítica del welfare capitalista) a la identificación del biopoder y su crítica a partir del terreno biopolítico. Si son correctas las conclusiones del operais-

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mo autónomo, que reúnen y completan las de la escuela de la regulación y las de open marxism, entonces el análisis debe adentrarse en el terreno social y criticar las condiciones sociales del desarrollo capitalista. La relación de capital no es simplemente lo que se extiende entre el trabajador y el patrón en la industria. Es, además, lo que se extiende entre capitalista colectivo y trabajador social. En América Latina el proceso político que ha llevado al surgimiento de un sujeto social en la lucha anticapitalista ha sido rápido e impetuoso. Al describir las condiciones actuales de la lucha, no describimos sólo el presente: nos abrimos, en el presente, a aquellas tendencias y tensiones que el colonialismo y el capitalismo nacional y fascista habían bloqueado durante siglos. Son las tendencias de la alter-modernidad, las fuerzas –a menudo obreras, a veces indígenas, siempre anticapitalistas– de un nuevo proletariado, de una multitud que quiere construir la liberación y la emancipación del régimen capitalista. En el biopoder (que en América Latina comprende una historia pasada, antigua y moderna) estamos de todos modos sumidos en la era del posmodernismo. Debemos saber reconocer la vida como sometida, interior, dominada por el capital. Pero debemos hacer emerger la ruptura en la vida. También aquí se enfrenta a la patronal posmoderna, con todos los que nos dicen que el biopoder es insuperable o, peor aún, que el biopoder es inevitable. No, el colonialismo y la colonización capitalista de la vida común no son inevitables. En América Latina todo esto es evidente. Quiero decir que también en otros lugares está claro, pero en América Latina esta claridad adopta niveles masivos. Allí el siglo XXI es algo verdaderamente nuevo. Altamira nos ha mostrado las bases teóricas de la evidencia de un antagonismo global. Otros elementos dignos de subrayar en este libro son la lealtad y la corrección con que Altamira introduce a los autores sobre los que trata. Incluso cuando critica, su lenguaje y su juicio son en extremo respetuosos. No es éste hoy un detalle secundario en el tono y el desarrollo del debate. El capitalismo se halla en una gran crisis; además, se multiplican las propuestas de revolucionar este mundo; el retorno a la esperanza del comunismo se ha extendido entre muchos. Al observar el desarrollo de otros grandes regímenes de pensamiento en la historia de la humanidad, se puede decir que hoy estamos en una fase de construcción “patrística” del comunismo. No se trata de “padres” cristianos, ni islámico-árabes, ni liberal-calvinistas: se trata de militantes comunistas. El estilo de lectura y de crítica de César Altamira se mueve en el seno de una genuina y fuerte construcción común de pensamiento revolucionario. Venecia, julio de 2006

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Un consenso parece haberse consolidado últimamente entre los estudiosos de la economía y de los diversos campos sociales: la sospecha de que algo nuevo está efectivamente sucediendo; que el mundo tal como se nos presenta se está desmaterializando; o, como planteó Karl Marx en otros tiempos, que “todo lo sólido se desvanece en el aire”. Simultáneamente sobrevuela la idea de que de alguna manera este proceso cuestiona de conjunto el modelo conceptual desarrollado y que dio sentido al viejo mundo material. Se nos dice que estamos frente a un universo paradójico: geografías sin distancias, historia sin tiempo, valor sin materia, transacciones sin efectivo. Se trata de un mundo económico asentado cómodamente sobre una estructura filosófica del tipo de la sustentada por Jean Braudillard, donde toda la realidad ha devenido simulacro y los actos humanos se reducen a manipulación de abstracciones. En ese contexto se ha gestado una nueva ortodoxia que considera al conocimiento como la única fuente de valor, donde el trabajo es una contingencia deslocalizable y la globalización, un proceso inexorable e inevitable que vuelve inútil toda resistencia social. Se trata de la emergencia de un sentido común que tras la incorporación de espacios como los de la legislación laboral, el nivel del gasto social del Estado, la validez de los derechos privados y las políticas de medio ambiente intenta legitimar una agenda política nueva ante el escenario de una nueva fase de acumulación de capital. Paralelamente no fueron pocos quienes, ante el colapso del socialismo real reconocido en la desintegración de la ex Unión Soviética y su bloque europeo y la posterior integración de China al mercado mundial,1 sellaron el destino del marxismo como teoría acabada, obsoleta y errónea. La lar1. Desde 1980 el peso de China en el mercado mundial se triplicó y pasó de menos de 1 a 3 por ciento. China se ha convertido en el segundo país destinatario de los flujos de inversión directa (FDI) extranjeros después de Estados Unidos (Centre d’Études Prospectives et d’Informations Internationales, 2000). [ 21 ]

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ga serie de acontecimientos –rebeliones populares, creciente inestabilidad política, crisis económicas, represiones sangrientas, enfrentamientos directos con las fuerzas de seguridad en todas las latitudes– que anticipaban una probable victoria de la izquierda y el colapso capitalista fueron rápidamente desplazados y trastocados por un capitalismo que, lejos de agonizar, se paseaba ahora mundialmente triunfante mientras se proyectaba como sistema social eterno. El “fin de la historia” proclamado por Francis Fukuyama proyectaba la supuesta superioridad innata de un capitalismo moderno asentado en una moderna tecnocracia que lo catapultaba como sistema por excelencia para el desarrollo de la humanidad. Sin embargo, el trabajo de Fukuyama habría de generar una sorprendente defensa del marxismo como teoría aún socialmente válida. En efecto, tras una mordaz crítica a las tesis del “fin de la historia” de Fukuyama, Jacques Derrida (1995) salió al cruce de aquella concepción de moda que veía en el fin del socialismo real la conjura del espectro de la revolución que había obsesionado al capitalismo durante tanto tiempo. Tras la idea de un marxismo múltiple y maleable que contrastaba con aquella lectura que veía y ve en el marxismo un cuerpo de pensamiento monolítico, Derrida antepuso una lectura basada en una multiplicidad de entrelazamientos e hilos radicalmente contradictorios, desafiando en ese acto toda creencia acerca de que la tradición bolchevique hubiera agotado de manera definitiva la herencia marxista. Antes de considerar al marxismo un campo de ideas obsoletas en tiempos de la revolución informática, Derrida planteará que sólo a la luz de ciertos desarrollos informáticos es como podemos revalorizar algunos temas en el trabajo de Marx, como su énfasis en la automación e internacionalización de la producción. De ahí que Derrida pudiera concluir en una lectura del marxismo como espectralidad proyectado en su extraño rechazo a permanecer muerto y enterrado, concepción profundamente vinculada al entorno inmaterial y crecientemente espectral de la naturaleza virtual del tecnocapitalismo contemporáneo. Más allá de la originalidad de Derrida sobre la herencia marxista, sus puntos de vista han resultado relevantes: la concepción del marxismo como diversidad permitía discutir, aunque más no fuera en clave posmoderna, de marxismos antes que de marxismo. En realidad esta heterogeneidad estructural se remonta a la obra del propio Karl Marx, en la medida en que escribió y expuso cosas diferentes en tiempos diferentes y no todas consistentes; este abordaje significa acordar en que no todas las lecturas marxistas pueden ser acomodadas de manera coherente. En el desarrollo histórico del marxismo estos puntos de vista han sido seleccionados, permutados y combinados de las más diversas formas, cuando no de manera francamente antagónica. La veta leninista, como manifestación de una de estas formas de marxismo, mantuvo una particular preferencia histórica

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en el siglo pasado, como resultado de los cambios alcanzados en la relación de los movimientos comunistas y el capitalismo contra el que lucharon. La guerra irremediable establecida entre los combatientes anticapitalistas y el capital está sujeta a una permanente transmutación que refleja las diversas maneras a que echan mano los contrarios para hacer frente a las estrategias del enemigo, tras un movimiento helicoidal, de malicia infinita y reforma permanente, que puede ser quebrado sólo cuando uno de los contendientes elimina al otro. Inherente al proceso mismo se manifiesta una problemática relacionada con la introyección y el espejamiento producido en el comportamiento social de los dos contendientes. Visto así, bien puede entenderse el leninismo como un marxismo fatalmente sobreadaptado a un particular momento en el desarrollo del capitalismo que, sustantivado en el fordismo, adquirió características propias: división taylorista del trabajo, mecanización industrial, énfasis en la organización de masas, etcétera. Sin embargo, más allá de la falsa proyección de intentar identificar el fin del marxismo con la desintegración del bolchevismo, es posible aceptar (igualmente) una lectura de espacios abiertos en los cuales sea posible pensar el surgimiento de nuevas genealogías marxistas, capaces de imaginar un horizonte crítico diferente. Lo que convierte esta proyección en realidad viviente es precisamente el hecho de que el capitalismo posfordista, en la era del conocimiento, traza simultáneamente tendencias más catastrofistas y conflictos sociales de mayor amplitud y densidad social que los experimentados durante el fordismo. La liberación alcanzada por la computarización, las telecomunicaciones y los sistemas de redes informáticas de control de la producción, en un contexto de mercantilización generalizada, está generando masivas crisis de desempleo tecnológico, monopolización de la cultura, privatización de los campos del conocimiento, vitales para la subsistencia de la especie humana, y últimamente la transformación de los seres vivos guiada por el mercado. En respuesta a estos desarrollos emergen nuevas formas de resistencia y contrainiciativas. Y en la medida en que la fuerza de choque ante estos movimientos siga siendo el capitalismo cualquiera sea la adjetivación que le demos –posfordista, informacional o posmoderno–, los trabajos de Marx siguen siendo pertinentes para su análisis, al tiempo que proveen a los contendientes de una fuente vital para una lectura crítica del proceso. Como Fredric Jameson (1996) formuló en un contexto diferente: “Cualesquiera sean las vicisitudes, un capitalismo posmoderno necesariamente llama a un marxismo posmoderno contra él”. A lo largo de los últimos veinticinco años de posfordismo y moderna reestructuración del capitalismo, los elementos teóricos del marxismo metamorfoseado se han recompuesto lentamente y provisto de una insospe-

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chada audacia a pesar de la descomposición social que ha acompañado a la derrota. Se trata de un marxismo que, aprendiendo del fracaso del experimento bolchevique, pretende dibujar, a partir de la multiplicidad de los escritos de Marx, caminos diferentes de los ensayados por el leninismo, al tiempo que transforma la materialidad absorbida en las condiciones de explotación y en la propia rebelión promovida en la era de la información. De cualquier manera, consideramos que la reconstrucción del marxismo no podrá hacerse sin confrontar simultáneamente con aquella otra línea crítica que proviene ya no de los modernos partidarios del mercado, sino que se nutre y abreva en los denominados nuevos movimientos sociales: el feminismo, el movimiento gay y de lesbianas, los “verdes”, los grupos antirracistas, los defensores de los derechos humanos, etc. En efecto, en el mundo de estos movimientos sociales se proyecta con fuerza la idea de que éstos, a partir de los 60, habrían desplazado la vieja lucha de clases –con la que el marxismo se sentía tan identificado– como la fuente de mayor disenso y enfrentamiento en las sociedades capitalistas avanzadas. El fenómeno se encontraría igualmente relacionado con las nuevas condiciones informáticas de la automatización, la computarización y la relevancia alcanzada por los medios. Para los teóricos de los movimientos sociales, como Alain Touraine (1973) y Alberto Melucci (1989), las nuevas formas de agitación y rebelión social se encuentran relacionadas específicamente con el surgimiento de un nuevo orden posindustrial, donde la mano de obra desempeña una función secundaria y la emergencia de formas de poder tecnocrático sin precedentes ha promovido nuevas formas de lucha, más allá de la reconocida existencia de las luchas convencionales. Si bien es cierto que tal interpretación sobre el carácter antitecnocrático de las luchas puede no reflejar la comprensión y el acuerdo de los núcleos del activismo de esos movimientos, cierto es también que, originada en éstos y en sus voceros académicos, se ha alentado una devastadora y descalificante acusación a las pretensiones marxistas por dar cuenta de las luchas sociales. Estos grupos y sus portavoces académicos critican el análisis marxista de los procesos sociales por el carácter reduccionista que revela al tener en cuenta solamente los términos de la lucha de clases; es decir, cuestionan aquel abordaje de los sujetos sociales basado en el lugar que ocupan en el sistema de producción; lectura que deja de lado todo sondeo en términos de raza, género, cultura o relación significativa con la naturaleza. Reduccionismo y oquedad teórica que, a ojos de estos críticos, se ven reforzados por la naturaleza totalizante de la teoría marxista, esto es, por su convocatoria a incorporar y considerar la totalidad de las relaciones sociales. En definitiva, la perspectiva reduccionista y totalizante del marxismo ha provocado, según estos críticos, infortunadas omisiones y rechazos. Prueba de ello

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es la ceguera que observa ante el racismo y el patriarcado, la negativa a incorporar en sus análisis la diversidad cultural y el triunfalismo científico que proyecta. Simultáneamente, esta lectura crítica del marxismo pretende acreditar la perseverancia demodée y el error del marxismo a la presencia descalificante del sexismo y a la represión política en los partidos y regímenes del socialismo real. Como resultado de estas críticas se fortalecieron aquellos enfoques posmarxistas apoyados entre otros por Ernesto Laclau y Chantal Mouffe. En efecto, ambos autores proponen un lenguaje y un discurso diferentes en reemplazo del determinismo y el mecanicismo económico asentado en la determinación clasista. Las relaciones de clase, según ellos, no deben ser vistas como relaciones privilegiadas sino como una relación más entre un conjunto de identidades semióticamente construidas. La extracción de plusvalía se debe incluir simplemente como un rango de la opresión y dominación capitalista, compartiendo las jerarquías espaciales con el sexismo, el racismo, la homofobia y el industrialismo, sin que ninguna de estas condiciones posea prioridad sobre las otras. Las políticas progresistas impulsadas por estos autores deben repensarse, a partir de una base más popular y plural, como una serie de luchas heterogéneas contra diversas relaciones de subordinación que, si bien distintas, pueden vincularse en un proyecto aunque no revolucionario, sí de democracia radical (Laclau y Mouffe, 1987: 199). No puede negarse la pertinencia de algunas de las críticas formuladas con relación a las omisiones de Marx: la ausencia en sus escritos de análisis en términos de sexo, etnias, e incluso de destrucción de la naturaleza. Sin embargo, ello no autoriza a suscribir y defender aquellas creencias posmarxistas donde el análisis de clase y de la explotación, lejos de ocupar una posición significativa, ha sido desplazado de manera ecléctica por otras aproximaciones. Nuestra negativa se sustenta en una razón decisiva: la permanencia del capitalismo en las sociedades modernas como organización social dominante. En realidad los posmarxistas han equivocado el blanco de sus ataques. La mayor fuente de reduccionismo y el nivel más elevado de totalización en el planeta no pertenecen al marxismo sino al mercado mundial. Circunstancia que en los tiempos que corren se ha visto facilitada y hecha realidad gracias a las redes de computadoras, las comunicaciones satelitales, la modalidad de producción just in time y la diversificación mundial de la producción, entre otros fenómenos. Nos encontramos ante un sistema fundado sobre la imposición de la mercantilización universal, proceso que incorpora de manera particular la compra y venta del tiempo de vida. Su tendencia es la subordinación de toda actividad a la ley del valor, ley del cambio impuesta socialmente y relacionada con un metarrelato, donde sólo el dinero tiene la palabra.

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Tal sistema opera efectivamente mediante un proceso de masivo reduccionismo que percibe y analiza el mundo sólo en función de factores económicos. Bajo este tamiz clasificatorio los sujetos humanos son incorporados al sistema de relaciones sociales a partir de su capacidad de consumo y de la facultad que poseen para el ejercicio de su fuerza de trabajo; por su parte la naturaleza se integra sólo como proveedora de materias primas. Este reduccionismo capitalista adquiere hoy características totalizantes, en toda la extensión del planeta, sobre la base de la generalización de la producción de mercancías. Cierto es que otros tipos de dominaciones son igualmente fuentes generadoras de reduccionismos: mientras el sexismo reduce a la mujer a un objeto del hombre, el racismo niega la humanidad de los hombres de color. Sin embargo, ni el patriarcado ni el racismo han sido capaces de tejer y desarrollar en el planeta un sistema social coordinado de interdependencias e integrado. Sólo el capital, como relación social antagónica, ha sido capaz de promover y alcanzar ese nivel de integración y organización social interdependiente. En efecto, apoyado en las nuevas tecnologías, la masiva incorporación del trabajo femenino y el creciente impulso a los flujos migratorios, hoy se observa cómo hasta los genes humanos y del conjunto de las especies han sido incorporados a las coordenadas que fija el valor. Contrariamente a las creencias de los posmarxistas, para quienes diferentes formas de dominación pueden ser alcanzadas de una manera pluralista y no jerárquica, sin ofender la sensibilidad política de nadie, el capitalismo es un sistema de dominación que efectivamente domina. Esto no implica afirmar que el poder corrosivo de la mercantilización anule o suprima el patriarcado o el sexismo, aunque resulta hoy más transparente que en épocas de Marx ver cómo la división internacional del trabajo depende de la discriminación por género y etnias para establecer sus jerarquías de control. Sin embargo, a pesar de ello, tanto el sexismo como el racismo no operan como el principio organizativo principal para la producción y la distribución mundial de bienes y servicios. A pesar de que tanto la lógica del patriarcado como la del racismo son más antiguas que la del propio capitalismo, hoy se encuentran lanzados socialmente de una manera particularmente virulenta debido a la utilización económica que hace de ellos el capitalismo. Al estar obligados a manifestarse mediados por la estructura de dominación capitalista adquieren una impronta particular tras las figuras de un mercado racista y un sexo mercantilizado. El abordaje de los recursos humanos bajo la pátina de una clasificación inspirada en la relación de clase capitalista no implica afirmar la eternidad de este abordaje ni significa otorgar a este poder social un carácter definitivo. El privilegio alcanzado no está fundamentado en alguna razón ontológica esencial que otorgue prioridad a la economía sobre el sexo o el ra-

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cismo, sino en la subordinación a un sistema que exige a la sexualidad, al racismo y a la propia naturaleza girar alrededor del beneficio capitalista. Visto desde este punto de vista la convencional división entre la vieja clase política y los nuevos movimientos sociales parece cuando menos desdibujada. El capital como sistema de relaciones sociales no sólo es enemigo de los movimientos que luchan por mejores salarios, por la ampliación del tiempo libre o por mejoras en las condiciones laborales, clásicas reivindicaciones del movimiento obrero, sino también de todo movimiento que presione por la igualdad en la diferencia, por la paz y la preservación de la propia naturaleza. Y no porque sea este particular sistema de relaciones sociales el que haya creado el racismo, el sexismo o la rapiña ecológica, fenómenos cuya existencia antecede a la aparición del capitalismo, sino más bien porque los aborda sólo como oportunidades o como impedimentos para la acumulación.

Marxismo y revolución informática En el epílogo del siglo XX la acepción predominante asignada a la palabra revolución estaba, y en alguna manera continúa estando, vinculada a la agitación de la frontera tecnológica que ha generado la penetración de la informática en la producción. Podemos decir que la acepción se encontraba y se encuentra actualmente asociada a términos diversos aunque homogéneos: posindustrialismo, superindustrialismo, sociedad sin cables, revolución del control, sociedad de la alta tecnología, segunda ruptura industrial, posfordismo, revolución informática, etc. Términos todos que modelaban y aún lo hacen, a ojos de los nuevos teóricos, las esperanzas y ansiedades del futuro. De acuerdo con los teóricos de esta revolución de nuevo tipo el conocimiento tecnocientífico cristalizado en las computadoras, la biotecnología y las telecomunicaciones ha provocado una irresistible transformación de la civilización con consecuencias dramáticas y surgimientos de nuevos traumas en el corto plazo. Los marxistas en general compartieron aquella creencia que depositaba en la revolución informática el origen de profundas transformaciones sociales; aunque debemos reconocer que han diferido con relación al potencial liberador y dominante de las máquinas en comparación con las luchas libradas entre capital y trabajo. Según los teóricos de la revolución informática el marxismo se muestra incapacitado de analizar e incorporar la revolución social inducida, en la medida en que la ley del valor ha sucumbido ante el avance de la era informacional y las máquinas inteligentes, y el modelo social de base-superestructura se vuelve obsoleto ante el significado simbólico del dato. En

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ese contexto el modelo de revolución se ve superado por el progreso tecnológico. Hacia fines de los 50 y comienzos de los 60 la aparente calma y las prósperas condiciones en que se desenvolvían las modernas sociedades norteamericana y europeas sugirieron que éstas habían alcanzado nuevos espacios de estabilización duradera. La institucionalización de los convenios colectivos de trabajo y del Estado de bienestar se mostraba responsable sustantivo del destierro de los conflictos de clase de la superficie social mientras promovía a esas sociedades como los modelos socioeconómicos exitosos hacia los que convergerían de manera incontestable las sociedades del Tercer Mundo e incluso del propio mundo socialista de la época. Ese contexto de triunfalismo capitalista habría de dar pie al surgimiento del fin de las ideologías (Bell, 1961), entendido como final de las alternativas al capitalismo liberal y, consecuentemente de manera puntual, el fin del marxismo como fuerza y teoría revolucionaria. Pero en pocos años la paz aparente y la estabilidad capitalista alcanzada se vieron violentamente conmocionadas por el despertar impetuoso de los disensos sociales hacia fines de los 60 y comienzos de los 70. La sociedad industrial, pináculo insuperable del avance tecnológico, de la modernidad y la prosperidad, entró en el paroxismo cuando su maquinaria de guerra se empantanó en la jungla de Vietnam, sus guetos urbanos ardieron en los veranos calientes, sus fábricas automatizadas se paralizaron por los conflictos laborales, sus campus universitarios se transformaron en espacios de rebelión, su cultura fue subvertida por la música y las políticas de una juventud rebelde que no detenía su avance mientras sus relaciones domésticas y su vinculación con la naturaleza se vieron sacudidas por los movimientos feministas y ecológicos. En ese contexto, y ante el surgimiento de convulsiones sociales inesperadas en las sociedades industriales avanzadas, no fueron pocos los intelectuales que buscaron una explicación convincente de los acontecimientos en los miedos que generaba la emergencia de un nuevo orden social radicalmente distinto. La versión más sofisticada e influyente de esta lectura debe buscarse entre los think tank y los proyectos de investigación promovidos por el gobierno federal de Estados Unidos y las estrategias de las corporaciones. Así es como nacieron representaciones como la de la sociedad tecnológica fomentada por la IBM de Harvard y patrocinada por el Programa Nacional de Ciencia y Tecnología (1971), la sociedad del conocimiento proyectada por el gurú Peter Drucker en 1968, la era tecnotrónica inspirada por el secretario de Seguridad de Estados Unidos Zbiginiev Brzezinski (1970) así como el conocido trabajo de Daniel Bell El advenimiento de la sociedad posindustrial, publicado en 1978. Japón habría de suscitar el mejor recibimiento a los teóricos de la sociedad posindustrial:

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los textos americanos traducidos fueron retrabajados por futuristas japoneses para transformar la sociedad posindustrial en la “sociedad de la información” o “sociedad informacional” (Morris-Suzuki, 1988). Según Suzuki, Japón introdujo cambios significativos en los métodos de producción industrial con niveles de integración sin precedentes entre la oficina, la fábrica y el consumidor. Transformaciones que fueron articuladas con una visión idealista de una futura sociedad emergente, donde la disponibilidad de información y de tiempo libre derivaría en un materialismo decadente, una mejora del autoconocimiento, una mayor participación cívica voluntaria, una renovada conciencia global y ecológica y, finalmente, en una revitalización espiritual. El Ministerio de Industria y Comercio Mundial japonés alentó esta estrategia social y de esta manera la sociedad de la información se constituyó en una pieza central de la planificación económica japonesa. En Estados Unidos y Europa el interés por estos conceptos se reavivó con la recesión económica de comienzos de los 70, cuyos primeros síntomas habían surgido hacia fines de los 60. El desencadenamiento de la crisis a mediados de los 70 provocó un redireccionamiento de la mirada occidental: la búsqueda de las soluciones a la enfermedad que sufrían las sociedades occidentales debía encontrarse ahora en el “milagro japonés”. Se necesitaba redescubrir la sociedad informacional como estrategia de crecimiento y perspectiva social. Tanto el informe de la Oficina de Telecomunicaciones del gobierno federal de Estados Unidos como la publicación francesa de la obra de Simon Nora y Alain Minc (1980) promovían la constitución de la nueva sociedad. El primero sugiriendo que una importante proporción del producto bruto interno dependía ahora de la actividad informática y que una creciente proporción de los trabajos debía buscarse en el trabajo informacional; el segundo, al argumentar que la convergencia de la computadora y la telecomunicación alteraría completamente el sistema nervioso de la organización social. La tercera ola de Alvin Toffler (1980) culminaría esta interpretación al replantear la lectura de la época posindustrial como una época de transición, otorgándoles un marco adecuado a las teorías prevalecientes. Si el posindustrialismo había definido la nueva era en cuanto a superación de la crisis industrialista, la teoría de la sociedad de la información proveía al desplazamiento descripto una proyección convincente: la informatización como continuadora de la industria. La frontera tecnológica entre las eras bien puede situarse como el paso de la mecanización a la digitalización, del acero al chip, en fin, del ferrocarril a la red comunicacional. A medida que la tesis de la sociedad posindustrial se metamorfoseaba en la teoría de la revolución informática, simultáneamente se remodelaba el antimarxismo. Se hablaba ahora de una nueva clase tecnocrática que

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mediaba las tensiones entre el capital y el trabajo, mientras que, según los teóricos oficiales, el direccionamiento que permeaba el desarrollo tecnológico se contraponía más abiertamente con las concepciones marxistas. El trabajo de Toffler adoptó una narrativa que continuaba los esquemas de Daniel Bell formulando ahora una teoría del desarrollo de las sociedades en clave de olas: una primera ola de carácter agraria, una segunda ola de tipo industrial y finalmente una tercera ola –en curso– esencialmente informática. Para Toffler la revolución informática estimula el surgimiento de una nueva civilización que poco tiene que ver con la lucha de clases y mucho con las computadoras. Para éste la llegada de la nueva ola será suficiente para superar la explotación del trabajo, la alienación, la deshumanizante mecanización, la centralización y concentración de la riqueza así como la miseria social, características todas de un capitalismo industrial al que se encontraban atadas las premisas del marxismo. Toffler achaca a los principios teóricos del marxismo su incapacidad para responder a las nuevas realidades. Para él el materialismo de Marx se había construido –asentado en la reacción contra el idealismo hegeliano– sobre la oposición entre el mundo material y de los objetos –ligado a la producción– y el mundo abstracto de las ideas. Este contraste binario, según Toffler, subyace en la concepción dicotómica base/superestructura que ve en la información, en la cultura, en el arte y en las leyes –en fin, en las teorías– productos intangibles a la mente formando parte de una superestructura que flota sobre la economía de la sociedad. Si bien el marxismo, dice Toffler, admite un cierto retorno entre ambos, es la base la que determina la superestructura. Lectura que lo vuelve ciego ante la nueva sociedad: el poder simbólico de los datos informáticos, la manipulación simbólica y la expansión del conocimiento. Para Toffler ahora será el conocimiento el que dirigirá la economía, y ya no la economía que había subordinado el conocimiento. Si Marx puso a Hegel de cabeza al resaltar la primacía de lo material, la gran ironía de la historia, dice Toffler, es que el nuevo sistema de creación de riqueza pone a su vez a Marx de cabeza: la figura de la dialéctica produce ahora la desmaterialización del materialismo histórico. Sin embargo, donde Toffler encuentra el mayor anacronismo del marxismo es en su concepto de proletariado industrial como agente del cambio social. Con la desaparición de las chimeneas industriales ante el avance de las nuevas tecnologías y el lento desvanecimiento de legiones completas de trabajadores industriales frente al avance de la economía informática, el marxismo perderá, a ojos de Toffler, su principal protagonista social. Este adiós al proletariado, compartido por no pocos teóricos de la izquierda en los 80, adquirió dos modalidades diferentes en la teoría de la revolución informática. Una primera, más directa y brutal, argumenta que la automación liquidará progresivamente al trabajo. La

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tendencia es hacia menos trabajo y por tanto menos clase trabajadora. Las primeras interpretaciones de esta versión hablaban de la liberación y el aumento del tiempo libre como contrapartida. Sin embargo un problema sustantivo acompañó a esta idea: el hecho de que en una economía asalariada este fenómeno se manifiesta en desempleo. La posición de Toffler es alejarse de toda relación que pudiera establecerse entre el avance de la automatización y el desempleo. Según él, no nos encontramos ante el fin del trabajo sino ante su transformación, de ahí que su énfasis esté puesto no tanto en la reducción del trabajo sino en su mejoramiento cualitativo. La disminución de los puestos de trabajo en la industria, según Toffler, será más que compensada por la creación de nuevos puestos en los sectores de alta tecnología y en las industrias informático-intensivas. En este contexto la computación aparece como esencialmente diferente de las primeras formas de mecanización. En efecto, la transformación de la actividad laboral manual en intelectual y la manipulación de símbolos en lugar de objetos abrió simultáneamente nuevos espacios en la rutinización laboral, promoviendo otras capacidades de cooperación social y la reintegración de tareas anteriormente fragmentadas, tendencias todas que buscaron revertir la simplificación y la fragmentación del trabajo taylorista. Paralelamente permitió y continúa demandando la disolución de las estructuras de mando y las jerarquías tradicionales, y la introducción de nuevas dimensiones de autonomía y satisfacción. Según Toffler la introducción de las nuevas tecnologías y de los nuevos lugares de trabajo habría de provocar la vaporización de la clásica hostilidad entre los trabajadores y los managers de la producción. Su lugar sería cubierto por un ethos compartido de participación y profesionalismo reforzado y asentado en los beneficios comunes, la opción por las acciones y los círculos de calidad laboral. Las clases como entidad colectiva basadas en relaciones de producción opuestas tenderán, en este contexto, a disolverse. Pero la tercera ola irá más allá, según Toffler, avanzando sobre el régimen de propiedad. Como la información no se elimina por su uso, podrá ser reproducida fácilmente y constituirá el recurso central de la nueva era, modificando el régimen de propiedad y volviendo a la sociedad más igualitaria y cooperativa. Es posible extraer algunas conclusiones. La doctrina de la revolución informática tal como se desarrolló en el último cuarto de siglo ha mostrado ser mucho más que una simple especulación futurista o una descripción sociológica. Se ha convertido más bien en un ingrediente indispensable para la reorganización de las sociedades capitalistas avanzadas modeladas por la introducción de las nuevas tecnologías. Al tiempo, ha provisto el elemento racional para esta reestructuración: la legitimación de la fractura social y la exhortación hacia un futuro luminoso. Pero en su desarrollo esta idea se mostró competidora y enemiga de otra teoría revolu-

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cionaria que buscaba convertirse en fuerza material de masas: el marxismo. En ese sentido bien puede abordarse como la respuesta a una crisis no prevista de estas sociedades, crisis asentada en las insurgencias nacionales e internacionales e inficionada por un supuesto Marx ya muerto y enterrado para la época. El enunciado de una etapa nueva no era simplemente una predicción sino un proyecto, un esfuerzo para poner en marcha medidas tecnológicas y sociales necesarias para recuperar la estabilidad de un orden amenazado por fuerzas subversivas y caóticas. Éste es el sustrato último subyacente en las teorías de la revolución informática y el capitalismo virtual. Por ello podemos decir que la relación de estas teorías con el marxismo no era tanto de antagonismo real sino de reapropiación del marxismo “oficial”. Más aún, podemos afirmar que muchas de estas concepciones resultaron familiares y nacieron emparentadas con escritos marxistas de la época. Para éstos se trataba de ideas y concepciones relacionadas con la noción de progreso histórico hacia una sociedad sin clases, donde los avances tecnológicos se inscribían en los conflictos de clase como fuerza conductora en transformación, y por lo tanto como anexo a la idea de la revolución. El colapso del socialismo real a manos de las revueltas populares íntimamente relacionadas, según los teóricos de la revolución informática, con la capacidad de los medios para transmitir los mensajes occidentales que perforaron las barreras levantadas por los países del este constituye en esta perspectiva la justificación de ese proyecto, marcando así el final de los intentos por exorcizar el fantasma de Marx.

Marxismo y lectura crítica El pensamiento de Marx constituye un verdadero quiebre en la historia de la teoría. Quiérase o no, existe un antes y un después de Marx. Y un después de Marx que no quiere ni puede plantearse como acabado. A pesar del derrumbe del socialismo realmente existente y la crisis de las organizaciones políticas que se reivindican herederas del autor de El capital, su obra es aún motivo de controversias y de enfrentamientos recurrentes, más allá de los fenómenos de moda. Existe algo de paradójico en esta constante recurrencia a Marx, en la medida en que es un hombre del pasado, del siglo XIX, y en la medida en que existen discípulos que han buscado proyectar su pensamiento bajo dogmas con pretensiones universales (Vincent, 1997). En los tiempos de la globalización, el mundo que la nueva izquierda ascendente en los países centrales construye es un mundo posindustrial, un mundo posmoderno, en fin, un mundo donde las clases se han disuelto y

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ha asumido definitivamente el carácter de un mundo de posclases. Se podrá argumentar que las recientes teorías de la “nueva izquierda” sobre globalización y posindustrialismo estaban ya presentes en Marx, o que su estudio se realiza aún desde la óptica de la crítica de la economía política. Pero lo cierto es que en su gran mayoría las nuevas concepciones reniegan de lecturas en términos de “crítica de la economía política”, mientras ganan paralelamente adeptos en los círculos académicos y políticos exitosos. La visión totalizadora de Marx, su acento en la mercancía como fetiche, así como sus consideraciones sobre las categorías económicas, fueron cuestionados en su momento por la nueva izquierda por estar inficionados de marxismo economicista. El discurso de la nueva izquierda suponía el surgimiento de nuevos y significativos procesos sociales que no podían ser adecuadamente analizados en el marco de la tradición teórica marxista. La teoría marxista –en el peor de los casos– aparece superada por los acontecimientos y por tanto fuera de época; en el mejor, necesitada de una sustancial revisión para adecuarse a los nuevos tiempos. Mientras tanto asistimos a una importante proliferación de estudios sobre identidad política y estilo de vida, producto de la relevancia asignada a estos espacios. Enfatizado durante los 90, este proceso ha abierto las puertas igualmente, de manera peligrosa, a un claro respaldo a las nociones individualistas de autodeterminación y autonomía del individuo, tan caras a las proyecciones de la derecha neoliberal. Cierto es que los individuos deberían comprometerse en su propia autodeterminación. Sin embargo, nos asalta una gran duda: en una sociedad cuya riqueza se expande imponiendo la pobreza a quienes no detentan propiedad alguna salvo la de su fuerza de trabajo, la autodeterminación de los individuos ¿no contribuye exclusivamente a fomentar la competencia individual? Fue la caída del muro de Berlín en 1989 el fenómeno que condujo a numerosos marxistas a sostener que ya no había alternativa al capitalismo. Estaban entre ellos fundamentalmente quienes, de una u otra manera, habían visto en los países del socialismo real la utopía a realizar. En realidad no deberíamos sorprendernos si el fin de la historia o el fin del socialismo fuera pregonado por los partidarios del capitalismo; se trata en última instancia de su profesión y negocio. Pero si el fin del socialismo, así como el respaldo a los fantasmas capitalistas, fuera proclamado por quienes reconocieran pertenecer a la izquierda, entonces nuestra preocupación debería aumentar. Así, podemos leer cómo Claus Offe (1996) sugiere que no existe alternativa a la democracia liberal y los sistemas de producción de mercado; cómo Joachim Hirsch nos convoca a dejar de lado la crítica negativa demodée, mientras los nuevos tiempos nos imponen impulsar propuestas políticas positivas, como la renovación de los valores de-

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mocráticos, y nos convocan desde esta perspectiva, a una transformación de la sociedad civil existente... tras la estrategia de un “reformismo radical” (Hirsch, 1997: 68). En reemplazo del concepto de sociedad de clases, Ulrich Beck (1992) introducirá el de sociedad de riesgo. Para Beck el viejo antagonismo entre capital y trabajo basado en la acumulación y en la explotación dio lugar a un juego de suma positiva, donde las riquezas de las naciones aumentaban permitiendo a todo el mundo disponer de un pedazo mayor de la torta. Pero la consecuencia de ello fue la desaparición de la sociedad de clases. En su reemplazo se ha construido un juego de suma negativa donde emerge un colectivo autoperjudicado, donde el riesgo trata a todos por igual y donde parece no haber escapatoria. Todo el mundo parece estar afectado. Si bien algunos miembros de la sociedad presentan ventajas con relación a otros, estas ventajas son mínimas. Por ello se trata de reducir las desventajas antes que escapar a los peligros que proyecta la sociedad de riesgo. En todo caso nadie puede escapar al riesgo presente que aparece irresistiblemente institucionalizado. El sustento de Hirsch para el abandono de toda lectura crítica reside en que la actual sociedad capitalista existe en y a través de una pluralidad de antagonismos como el racismo, el sexismo, los conflictos del trabajo asalariado, los planteos ecológicos, etc. Estas luchas han individualizado la sociedad y la han vuelto peligrosamente permeable a los impactos de la globalización. Hirsch considera que el único sujeto social realmente existente es el capital y que las relaciones sociales se encuentran tan fragmentadas y se presentan tan manifiestamente antagónicas que vuelven inviable toda alternativa. Mientras la oposición al capital se reduzca solamente a esa pluralidad de intereses sociales de distintos grupos y los conflictos que genera, la izquierda deberá aceptar la dificultad para construir una alternativa al capitalismo. Se trata entonces de trabajar por una política de redemocratización de la sociedad que, para Hirsch, adquiere la modalidad de un reformismo radical. La globalización no sólo ha impuesto cambios sustantivos en la intervención estatal, volviendo al Estado capitalista un Estado nacional competitivo cada vez más sujeto a satisfacer las necesidades del capital internacional, sino que simultáneamente ha socavado las instituciones liberal-democráticas, por lo que nos convoca a generar esa política de democratización desde una sociedad civil democrática (Hirsch, 1997: 66). Nadie puede negar los cambios profundos que han sacudido las concepciones de la izquierda desde mediados de los 70. Trátese ya de la sociedad de riesgo, bien de la moralidad económica o de la aceptación de un único sujeto –el capital–, todos coinciden en rechazar aquella idea primaria del viejo Marx que postula que para determinar la existencia social debemos negar inicialmente la independencia de lo particular para rescatarlo lue-

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go, en un segundo momento, como pluralidad en la unidad. Mientras tanto se abre paso la idea de una totalidad bajo la forma de riesgo universal, de la racionalidad moral universal, o del sujeto universal del capital, dejando de lado en ese momento toda aproximación de lo universal en términos de su constitución social e histórica. Pero si el rechazo de toda teoría crítica por la nueva izquierda ha denotado la impugnación de un análisis totalizador, este punto de vista ha significado simultáneamente privilegiar en el abordaje de la realidad social las instancias particulares y extraer desde esos espacios conclusiones generales. Su metodología se ha constituido en una rara mezcla de epistemología inductiva, conexiones causales y una perspectiva de investigación desprovista de valores (Bonefeld, 1998: 152). Como si adoptar este punto de partida no implicara en ese mismo acto asumir determinados valores. El rechazo de la totalidad como totalidad antagónica abrió las puertas al tratamiento de las relaciones de clase ya como relaciones de género, ya como relaciones de sexo, ya como relaciones de naturaleza, como relaciones de trabajo asalariado, etc. Todo se circunscribió al análisis y la noción de las circunstancias y casos individuales; casos que fueron traídos bajo situaciones de existencia separadas, independientes uno del otro. En definitiva, como si las relaciones sociales no fueran otra cosa más que la sumatoria de múltiples casos individuales. Ésta es la conclusión a la que se arriba después de haber separado su “génesis” de su “existencia”, separación que, de acuerdo con Max Horkheimer, constituye el punto ciego del pensamiento dogmático (ídem: 153). De esta manera la nueva izquierda terminó perdiendo su centro teórico confeccionando sus concepciones y agenda según los dictados del enemigo; no cabe duda de que existen diferencias entre el neoliberalismo y el proyecto de Offe que busca, tras la racionalidad moral, otorgar universalidad a su concepción teórica. Pero no es menos cierto que la extensión y el crecimiento que han tenido estas ideas bloquearon el camino a la posibilidad de recrear la teoría crítica en los 90. Nuestro propósito es avanzar en una caracterización de las principales corrientes teóricas marxistas que se han desarrollado y extendido en los últimos veinte años, contemporáneas al estallido de la crisis capitalista de mediados de los 70. Nos referimos a la escuela de la regulación francesa, la escuela de Edimburgo ligada a las revistas Capital & Class y Common Sense y finalmente al obrerismo italiano y su continuación, el autonomismo obrero. Todos, de una u otra forma, son hijos de la gran crisis capitalista de mediados de los 70 que terminó con los “veinticinco gloriosos años” de crecimiento capitalista. Sustentamos una idea base –que subyace como tesis en nuestro análisis– y que puede sintetizarse de la siguiente manera: históricamente, los

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desarrollos teóricos alcanzados en el campo del marxismo y que operaron como verdaderos turn over en el desarrollo de la teoría se han visto referenciados en procesos de dinámicas sociales que conmocionaron el sistema capitalista sin que necesariamente hayan podido perdurar en el tiempo. Dicho de otra forma, los desarrollos teóricos se encuentran asociados a comportamientos y direccionalidades sociales particulares y la magnitud de sus avances y saltos cualitativos se corresponde con la profundidad y el cuestionamiento que esos procesos sociales alcanzaron con relación al sistema capitalista. Veamos. La última gran crisis del capitalismo, cuya explosión bien puede situarse hacia mediados de los 70 –y que se extiende hasta nuestros días–, comenzó a manifestarse hacia mediados de los 60 cuando una multiplicidad de conflictos sociales aparentemente inconexos golpearon, debilitando, las instituciones sociales del capitalismo. En efecto, en un primer momento, la lucha por los derechos sociales de la población negra en Estados Unidos, el creciente descontento de estudiantes y mujeres en las más diversas geografías, así como las renovadas luchas campesinas en América Latina, Asia y África, contra la hegemonía estadounidense y la modalidad de desarrollo capitalista de posguerra, aparecieron inicialmente como simples actos independientes e inconexos de resistencia. En este proceso, la discriminación racial, la crisis de la educación de masas y la minuciosa reglamentación académica, la explotación y la alienación, el imperialismo y la deshumanización, la represión sexual, el consumismo y la destrucción ambiental, verdaderos males endémicos de la moderna sociedad capitalista, fueron transparentados por los sucesivos conflictos que amenazaron desintegrar la sociedad. Pero a medida que estos conflictos encontraron expresión social y política en el crecimiento de los movimientos sociales, su independencia aparente se mostró como lo que era: una ilusión superficial. En Estados Unidos la revuelta contra la discriminación racial se extendió desde el sur rural para explotar en los guetos negros urbanos del norte bajo la forma de verdaderas guerrillas urbanas de la mano del movimiento por los derechos civiles. Cuando la represión consiguió erradicar al movimiento negro de las calles, entonces éste llevó su militancia al interior de las fábricas, alimentando el ya creciente proceso obrero de rechazo laboral. Pero las revueltas negras no se detuvieron ahí. Alcanzaron las escuelas, el ejército y la universidad-fábrica, engrosando las movilizaciones contra la guerra de Vietnam. El movimiento pacifista unificó las más diversas resistencias sociales y su vinculación con las guerras del sudeste asiático tomó cuerpo en la consigna de “Victoria al Frente de Liberación Nacional” estampada en las banderas que ondeaban en los campos y edificios universitarios estadounidenses.

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Por su lado, la Revolución Cultural China acaparaba la atención mundial mientras extendía su influencia a las revueltas populares gestadas en el campo socialista. Junto con la guerra de Vietnam, el fenomenal proceso de masas chino se referenciaba en las revueltas de Budapest y presagiaba los sucesos de Praga. Japón, considerado hasta ese momento un país de verdadero milagro capitalista, fue objeto de un doble movimiento de pinzas: cayó preso de la Ofensiva de Primavera que unió a estudiantes, obreros y campesinos, y fue vapuleado por el accionar del Ejército Rojo; procesos que dieron por tierra con el mito de la estabilidad japonesa. Mientras tanto en Europa se incubaban tensiones, que presagiaban explosiones no muy lejanas. Las demostraciones de simpatía estudiantil con la resistencia vietnamita al imperialismo estadounidense alimentaron las revueltas estudiantiles de mayo del 68, cuando millones de estudiantes y obreros, portadores de banderas rojas y negras en las barricadas parisinas, se levantaron contra la opresión y la moderna sociedad de consumo. Por su lado el descontento obrero-estudiantil en los países del este ante la dominación soviética provocaron primero las reformas política y económica y, cuando éstas no alcanzaron a detener la marea, entonces llegó el turno de los tanques. El “otoño caliente” italiano de 1969 fue solamente una explosión en una ya crónica, y en ascenso, emergencia social. Portugal repetía para esa época la experiencia de Estados Unidos aunque de manera trágica: las guerras de liberación de sus colonias africanas desgarraron a la sociedad portuguesa y su ejército, y empujaron la revolución doméstica como respuesta a las señales exteriores. En la medida en que estos conflictos, atravesados por diversidades sectoriales y globales, circularon y se fusionaron, se constituyeron entonces en una verdadera amenaza para el sistema capitalista mundial. Conformaron así un nuevo ciclo de luchas globales, complejo conjunto imbricado que sacudió por completo el orden social capitalista hasta sus raíces y lo arrojó precipitadamente a una crisis de proporciones históricas. De alguna manera la globalidad de las luchas y la profundidad de la crisis se tornaron reales cuando en los 70 el mundo capitalista fue conmovido por sucesivos cataclismos mundiales. En junio de 1971 la apertura de Richard Nixon a China y la détente marcaban el final de un largo ciclo de Guerra Fría bipolar al tiempo que se abrían las puertas para las negociaciones diplomáticas con Japón. En agosto de ese mismo año, el abandono de la convertibilidad del dólar en oro destruyó el sistema monetario internacional gestado luego de la Segunda Guerra tras los acuerdos alcanzados en Bretton Woods. La ruptura de Bretton Woods y su reemplazo por el mercado monetario desregulado globalmente minó la autoridad monetaria nacional (Strange, 1997) debilitando las soberanías monetarias al punto de

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que los mercados de créditos globales comenzaron a dictar las políticas a los Estados nacionales (Bonefeld, 1993). Junto con las imposiciones de austeridad impulsadas hacia el interior del país del norte, este proceso global preanunciaba el fin de la ideología del crecimiento y de la “gran sociedad”, de las “nuevas fronteras” y del “desarrollo” de la década. Bajo la prosperidad se incubaba la crisis. Las luchas revelaban por doquier el agotamiento progresivo de dos decenios de crecimiento, bloqueando la profundización del fordismo, cada vez más impotente para sostenerlo. Pero los cambios no se detuvieron en este punto. En 1972-1974 estalla la gran crisis alimentaria mundial, que provoca un alza masiva de los precios en Occidente y las hambrunas masivas en Asia y África. En 19731974 la crisis del petróleo –expresión de la crisis mundial energética– estimuló el alza desmesurada del barril mientras proyectaba ingenuamente el desplazamiento del crecimiento capitalista hacia los países de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) al tiempo que Estados Unidos, Gran Bretaña y la mayoría de los países capitalistas de la Europa occidental entraban en la prolongada recesión global de 1974-1975. Finalmente hacia 1975-1976 las crisis energética y alimentaria emergieron en la propia Unión Soviética causando un alza desmesurada de los precios que extendieron el descontento en la sociedad. En este punto el ciclo se completaba. Ya nadie dudaba de los alcances globales y la profundidad de la crisis capitalista. Es en medio de este ciclo de conflictos sociales y de crisis global del sistema cuando se produce el surgimiento de las escuelas mencionadas. Aunque distantes en el tiempo, son producto del estallido de la crisis así como del ciclo de luchas abierto hacia mediados de los 60. Este proceso se vio potenciado por un reanimamiento de vuelta a los clásicos, en especial a Karl Marx. El interés en Marx bien puede ser visto como un elemento constitutivo de los enormes esfuerzos realizados para gerenciar y comprender la crisis, bien como el pivote que permitiría, a los hacedores del conflicto social, avanzar en la investigación de su estrategia y clarificación de las luchas por encima de cualquier experiencia previa. Fue precisamente este camino el que dio nacimiento al estudio de Marx en grupos independientes, en universidades, facultades y fábricas, y en la gran variedad de organizaciones de activistas sociales. Enfrentados por lo general a la esterilidad que había manifestado tanto el marxismo oficial y las políticas socialdemócratas, estos grupos retornaron al análisis de Marx de la lucha de clases y de la revolución anticapitalista. Así, el movimiento pacifista impulsó el revisionismo histórico, la sociología insurgente y la radicalidad en economía. El movimiento feminista, por su lado, forzó la creación de programas de estudio con relación a la mujer.

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De cualquier manera sería un error considerar el resurgimiento del marxismo solamente en términos de las necesidades y los problemas propios de los diversos grupos y organizaciones que crecieron en el corazón de las revueltas de los 60 y 70. La crisis era también, por sobre todo, una crisis del sistema capitalista y por tanto una crisis de los planificadores e ideólogos del sistema. Para comprender el verdadero alcance del colapso teórico capitalista debemos recordar que esta crisis adquirió las dimensiones y profundidades de la Gran Depresión de los años 30, período que constituyó una verdadera bisagra en el desarrollo histórico del capitalismo en la medida en que mostró que las relaciones de poder entre las clases y por tanto la estructura básica social habían sido modificadas a tal punto que el viejo ciclo económico ya no podría proveer solución a las agitaciones sociales mediante el clásico método de crecimiento del desempleo y caída de los salarios. La calidad de las luchas obreras durante los años 20 y 30 demostró la imposibilidad de continuar con las prácticas políticas de contención, resistiendo toda caída sustancial de los salarios mientras crecía la demanda por mayores gastos del Estado que –actuando como capitalista colectivo– fomentaba el empleo y satisfacía las demandas de mayores servicios sociales. La supervivencia del capitalismo exigía una nueva estrategia y una nueva ideología para reemplazar al laissez faire. Así fue como emergió la ideología del pleno empleo y del crecimiento, articulada tras una estrategia de contención de las luchas obreras a cambio de mayores salarios negociados con aumentos de productividad, todos sancionados en las convenciones colectivas de trabajo. En otras palabras, la respuesta estadounidense a la última gran crisis capitalista fue el keynesianismo como estrategia y como ideología (Negri, 1988). Lo cierto es que el ciclo de luchas sociales de los 60 marcó el derrumbe de la estrategia keynesiana en los diferentes países tomados aisladamente, mientras el colapso del sistema monetario internacional asentado en la convertibilidad del dólar-oro en 1971 mostraba que la crisis alcanzaba dimensiones de verdadera desearticulación global de la era keynesiana. Somos testigos de tiempos de ruptura sistémica general, donde las políticas de ajuste fiscal y monetario se han vuelto impotentes para administrar la crisis, luego del fracaso, también estrepitoso, del relanzamiento keynesiano de mediados de los 80. Trátese de economistas tanto neoliberales como poskeynesianos, lo cierto es que sus propuestas de política económica han fracasado unas tras otras. Los hacedores de políticas del capitalismo se encuentran huérfanos de teorías. Durante decenios el Occidente capitalista buscó obstinadamente el derrumbe de los regímenes comunistas del este y la destrucción de la Unión Soviética. Los objetivos se alcanzaron ante el desmoronamiento comunista y la implosión de la Unión Soviética. La atmósfera debería ser de triunfo y de euforia. Nada

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más alejado de ello. Es que los cataclismos sociales y políticos vividos en el último decenio han conducido a las sociedades al borde de la desintegración. Un gran desorden enturbia el paisaje geopolítico posguerra fría. Las sociedades constatan la incapacidad de la dirigencia para analizar y explicar las dimensiones y la naturaleza de la crisis contemporánea. Ninguno de los teóricos del capitalismo parece identificar el principio fundador de un mundo poscomunista. Mientras, acontecimientos de gran amplitud se suceden casi a diario: la unificación alemana, la desaparición de los regímenes comunistas del este, la desaparición de la Unión Soviética, la abolición del apartheid, el fin de las guerras de “baja intensidad”, los cambios radicales en países como Etiopía y Guinea, el reconocimiento mutuo de israelíes y palestinos, las reformas capitalistas en China, el resurgimiento de los nacionalismos y del islamismo. Vivimos tiempos de verdaderos cambios de era que provocan francas angustias en las sociedades enfermas de malestar, acosadas por un desempleo masivo y perdurable. El dualismo social aparece como la característica común: mientras se agrupa de un lado una minoría hiperactiva, del otro se concentra una muchedumbre de precarios, desempleados y de excluidos. En ese contexto surgen, se desarrollan y avanzan las teorías marxistas mencionadas, sufriendo las influencias de coyunturas cambiantes que las terminan sometiendo a críticas cruzadas y a polémicas internas y externas influenciadas más por los hechos externos que por el desarrollo en sí de polémicas sustantivas.

El capitalismo posmoderno En el mismo momento en que el capitalismo como ideología, práctica y economía penetra todas las dimensiones de la vida social anunciando su victoria, la crítica del capital, de la economía política, tiende a desaparecer. Términos como clases, lucha de clases, mercantilización y explotación resuenan como un cascarón vacío, cual si pertenecieran a otros tiempos y geografías. Desaparición explicada por las propias voces de esta celebración: en última instancia, no había nada para criticar. La producción capitalista ha alcanzado profundas mutaciones en los últimos treinta años. Básicamente ya no es posible separar el capital como productor de mercancías y bienes de la llamada superestructura, es decir, la producción de ideas, creencias, percepciones y gustos. La producción capitalista no sólo se ha apropiado de la producción de cultura, creencias y deseos sino que –y aquí está el verdadero turn over– los ha vinculado de manera directa con la producción y circulación de mercancías. Hoy resulta difícil pensar en una mercancía separada de su componente “esti-

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lo de vida” o subcultura asociada. Pero esta transformación ha incorporado igualmente una mutación fundamental en la naturaleza del trabajo. No es solamente el desgaste y la tarea física lo que se pone en juego en el proceso laboral sino los conocimientos, afectos y deseos. Brevemente, la producción capitalista ha asumido una dimensión que bien puede definirse como micropolítica, insertándose en la textura de la vida diaria y últimamente en la producción de la propia subjetividad. En ese sentido los viejos términos suenan huecos, ya no porque marquen su disonancia con un objeto que ha cambiado sino también porque los términos de la crítica se han visto modificados. Ya no es posible criticar al capital desde los grandes esquemas de la historia universal u oponérsele desde los últimos vestigios de deseos y valores que aún permanecen, aunque aislados de las grandes mutaciones en curso. La crítica debe incorporar en ese sentido la dimensión micropolítica del capital, devenir en lo que Michel Foucault (2002) denominó la “ontología crítica de nosotros mismos”. Sin embargo, se debe avanzar en la resolución de la selección del nivel de pensamiento crítico más adecuado para confrontar con esta realidad. Poner el foco del análisis en la transformación del proceso productivo parece conducir rápidamente a una discusión económica o sociológica, en cuyo caso las transformaciones aludidas deberían ser ratificadas o impugnadas empíricamente tras un abordaje y estudio de lo que se conoce hoy como la new economy; esto es, la preeminencia de la comunicación, la información y los servicios sobre todo otro tipo de producción en la economía. Aunque también es posible abordar el estudio desde las mutaciones producidas en la relación entre subjetividad y producción, en la medida en que esta última afecta la actividad humana fundamental de la percepción, el pensamiento y el actuar, proponiendo, en ese sentido, un análisis que va más allá de la simple alteración de las tareas y las prioridades en los espacios identificados como económicos (cantidad de personas empleadas produciendo bienes y servicios), para ingresar en las transformaciones fundamentales de la propia estructura de la existencia humana. Suponiendo que tal pensamiento crítico debe confrontar las transformaciones producidas, todo parecería indicar que resulta insuficiente el simple despliegue de las categorías preexistentes para la constitución y el armado de un proyecto crítico. En otras palabras, mantener la clásica división entre análisis económicos y análisis filosóficos parecería actuar como una barrera fundamental para aprehender las transformaciones en curso. Para algunos los cambios operados en los últimos veinticinco años son demostrativos de una mutación de gran envergadura. Según esta lectura nos encontramos ante una gran transformación histórica: trátase del pasaje de lo moderno a lo posmoderno. Sin embargo, ¿dónde encontrar los elementos significativos que caractericen y den sustento a este cambio?

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¿Dónde sus causas últimas? Toni Negri ensaya una respuesta heredera de la tradición autonomista: auscultar las causas endógenas más profundas en el gran ciclo de luchas de resistencia del trabajo contra el capital protagonizadas desde 1968 en adelante. Proceso que continuó con la ruptura de la paridad dólar-oro en 1971 y culminó con la gran crisis del petróleo en 1973. El encadenamiento de estos fenómenos determinará para el capital la imposibilidad de garantizar, como lo había hecho hasta ese momento, el desarrollo capitalista por medio de instrumentos de regulación interna, potenciando en ese momento nuevas formas de control en el plano supranacional. El Consenso de Washington encarna la constitución de esta nueva modalidad de la relación capitalista en la perspectiva del capitalismo estadounidense, aunque no la única. Los niveles de insubordinación del trabajo requerían de manera urgente alcanzar un nuevo tipo de comando supranacional sobre el trabajo de la clase obrera. En realidad, el término posmoderno comporta una inestabilidad semántica intrínseca. En efecto, en la medida en que está encadenado a su referente, lo moderno es portador de las diversas acepciones, modulaciones y equívocos interpretativos que caracterizan a la modernidad (Vakaloulis, 2001). La condición posmoderna, a pesar de que designa un conjunto de fenómenos socioculturales distanciados radicalmente vis à vis del proyecto moderno, admite una definición basada en la exaltación de las diferencias antes que en la valoración identitaria de sus elementos constitutivos. Hablar en términos posmodernos significa hablar del pasaje de lo moderno a lo posmoderno, absorbiendo e incorporando en esta lectura todas las caracterizaciones “post” que se han difundido últimamente: posfordistas, poskeynesianas, postayloristas, postsocialistas, etc. Históricamente el llamado capitalismo posmoderno reenvía a un proceso social ligado a la crisis de la civilización fordista. Analíticamente representa un conceptohorizonte que permite denominar una serie de evoluciones convergentes que se afirmaron con fuerza en el seno de las formaciones sociales avanzadas, asumiendo connotaciones particulares, aunque no menos similares, en los países menos desarrollados. Sin despreciar o dejar de lado los elementos de estabilidad sistémica de la fase actual, el análisis del capitalismo posmoderno supone analizar y rescatar las nuevas figuras del antagonismo social, las potencialidades de la acción colectiva de los dominados, ciertamente obstaculizadas aunque no menos dinámicas y en permanente movimiento. Antonio Negri reconoce y adhiere a una lectura de tránsito de capitalismo moderno a posmoderno. Sin embargo debemos subrayar la sustancial diferencia que existe entre la concepción que Negri asigna a la posmodernidad y aquella sustentada por los filósofos del último cuarto de si-

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glo: Jean-Claude Lyotard, Jean Baudrillard, incluso el mismo Jürgen Habermas, entre otros. En primer lugar, a diferencia de Lyotard y Baudrillard, Negri sostiene la existencia de una gran narrativa, del metarrelato. Además, reafirma el análisis marxista sustentado en la guerra permanente entre capital y trabajo, reinterpretando este antagonismo bajo un horizonte que enfatiza ahora la ampliación de los espacios (fábrica social) sobre los cuales este antagonismo se desarrolla, asignando particular importancia en este conflicto a las prácticas comunicacionales. El desarrollo del capital social y con él de la nueva era de la información conforma el espacio de coincidencia entre el posmodernismo y Negri. Salvo que mientras para éste la era del conocimiento y la información da lugar al surgimiento de un nuevo tipo de sujeto antagónico arrojando al capital a posiciones de debilidad nunca vistas hasta ahora, abriendo así nuevas formas de resistencia y posibilidades de constitución de un comunismo posmoderno, no resulta ser éste el caso para los posmodernistas, quienes ven en la etapa abierta los síntomas de una descomposición de las clases y la fragmentación de las subjetividades. Sea que se trate de la escuela de Baudrillard –“banal y pesimista” (Negri, 1989: 200)– para quien ahora, en la circulación de valores, toda mercancía se vuelve dinero y toda singularidad pierde su significado, provocando que el sentido de la existencia devenga pura paranoia. Sea que se trate de Lyotard, quien reconoce la pluralidad de los lenguajes. Sea finalmente que se invoque a Habermas, para quien la economía y el lugar de trabajo caen fuera del ámbito de la acción comunicativa y se hallan sujetos por tanto a una lógica instrumental que encuentra su razón de manera inexorable en la racionalización capitalista. En todos estos casos, no existe un ápice de perspectiva de liberación del trabajo en su confrontación con el capital; todos muestran una incredulidad manifiesta ante la mirada de los metarrelatos y conducen a caminos sin salida desprovistos de todo tipo de resistencia y lucha. La condición posmoderna, al modificar las espacialidades y las temporalidades de la modernidad, las proyecta hacia la ubicuidad y lo efímero. En ese sentido los valores impulsados por la posmodernidad, lejos de ser una aberración ideológica de gran envergadura, son portadores de una positividad apropiada y de una significación histórica en tanto manifestación y elemento constitutivo de la crisis de la modernidad capitalista avanzada. Son, pues, una suerte de posmoderno en lo moderno. Sin embargo, el carácter de la crisis fordista no puede remitir a una consideración puramente económica. Fue el conjunto de las políticas keynesianas de relanzamiento de la demanda y su expresión política más avanzada, el compromiso socialdemócrata –en tanto modo de regulación de los conflictos sociales basado en la multiplicación de arreglos bilaterales o trilaterales, entre patrones, sindicatos y Estado–, el que se tornó ineficaz

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para contener las luchas y la resistencia obrera. Se opera, en esa ocasión, una verdadera revolución intelectual que conmociona el juego de las propias representaciones políticas, contribuyendo a desacreditar el rol regulador de las políticas públicas del Estado-nación a partir de las mutaciones operadas en el plano de la economía mundial. Es en ese contexto donde se produce la crisis de las funciones sociales del Estado de bienestar. Por ello nos encontramos igualmente ante una crisis profunda de la representación política. En momentos en que se proclama a todos los vientos que el capitalismo ha vencido (luego de la caída del Muro y la implosión de la Unión Soviética), que el horizonte está marcado de manera decisiva por el sello del matrimonio democracia-mercado, la crisis del Estado de bienestar no augura un buen pasar a la democracia capitalista. En efecto, si el concepto de representación es consustancial al de democracia y si la noción de democracia constitucional es inseparable del concepto de representación política, la crisis –que avanza y se despliega como elefante en un bazar– se manifiesta de manera brutal, a pesar de la opinión de muchos, sobre los espacios de la mismísima representación política. Ante este panorama se abre un gran interrogante: ¿cuál es la modalidad de representación política capaz de superar el hiato y de rearticular nuevamente los espacios de democracia y mercado? Han sido tiempos donde igualmente el paradigma mercantil, en tanto restauración cultural, se ha impuesto como el vector civilizatorio de la modernización neoliberal en curso. En efecto, en el transcurrir de los 80 la empresa, como institución comunitaria y lugar de identificación subjetiva del conjunto de sus agentes, devino un tema ideológico central. La promoción de una nueva cultura del individuo generalizó y banalizó los comportamientos y las aspiraciones más innovadores de los 60 y 70. El espacio intelectual se transformó con la llegada de un nuevo discurso que rechazaba los grandes relatos de emancipación humana que acompañaron, en el plano de la confrontación, la puesta en movimiento de la modernización. Este dispositivo intelectual que tomó forma hacia fines de los 70 bajo el paraguas de la posmodernidad adquirió, hacia fines de los 80, un carácter más operativo. Las ideologías de la modernización flexible del trabajo asalariado conforman la cristalización, al menos en parte, de esta tendencia. Pero el surgimiento de un nuevo tipo de capitalismo permitió alcanzar una lectura particular del capital alejada de toda ortodoxia marxista. En efecto, el pensamiento marxista clásico había encorsetado la categoría capital tras una lectura objetiva y estática; detenida, sin vida, sin proceso. Aislada. Considerar, por el contrario, el capital como una relación exigía incorporar en el análisis quién manda y quién obedece, quién explota y quién es explotado. Sólo a partir de la adhesión a estos presupuestos me-

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todológicos es posible dejar atrás aquella idea de globalización entendida como la simple expansión del mercado capitalista que en su dinámica erosiona al Estado-nación, mientras abre la posibilidad de suscribir a aquella otra lectura que considera la globalización como la consecuencia directa de la dificultad del Estado-nación por mantener el control de la relación del capital, como la incapacidad del Estado-nación para controlar los mecanismos de reproducción de la sociedad capitalista, lo que fue cuestionado de manera sustantiva por el avance de las luchas nacionales y de liberación antiimperialistas desplegadas en el plano mundial. Esta lectura del capital como relación implica también la ruptura con aquella lectura mecanicista y filológica propia de la II y la III Internacional, que consideraba los movimientos del capital verdaderos movimientos sociales, es decir, la emergencia de elementos disruptivos. Pero abordar la temática del nuevo sujeto exige algunas aclaraciones metodológicas previas. En primer lugar se trata de un sujeto que se constituye no de manera negativa sino que se habla de una subjetividad constitutiva. Este supuesto exige pensar en términos de discontinuidad, lo que supone desterrar aquella idea de abordar los procesos históricos de manera lineal, definidos de modo determinista. El desarrollo histórico no resulta previsible desde el lugar en que nos ubicamos. Depende en todo caso de la acción de los sujetos, proceso que siempre concluye en una acción desmedida. En el doble sentido: sea que no se puedan controlar los movimientos, sea que la potencialidad de éstos plantee la imposibilidad de establecer previsibilidad alguna. Desde esta perspectiva será posible acceder al análisis de la relación entre composición de clase, categoría que acepta la variabilidad temporal del sujeto, y capital. Relación que, reconociendo el antagonismo presente, permite en Negri el desarrollo de un marxismo posmoderno no trascendental. Esto es, la permanente insistencia negriana en el análisis del poder constituyente referido a toda política del modo de producción capitalista; perspectiva de poder construido desde abajo, intentando entender los desplazamientos en el poder establecido como resultado del poder creativo, generativo y constitutivo del propio trabajo. En la base de la crisis y de las propuestas de lo que se ha dado en llamar “la superación del fordismo” es posible detectar una creciente inadecuación de las actitudes y los comportamientos sociales con relación a las circunstancias en las cuales estamos inducidos a vivir. Así, es posible observar una permanente contribución académica e intelectual orientada al estudio de la transformación de modos de vida y trabajo asentado en análisis de contenido inflacionista, demostrativos de una recurrente incorporación de esquemas de interpretación conservadores, mientras se dejan de lado los cambios gestados en la organización del trabajo. La utopía del

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fin del trabajo, que muchos creyeron posible asentada en las nuevas tecnologías que economizan trabajo, es un ejemplo de esa inadecuación de las categorías políticas. El trabajo, cuya reducción es interpretada como técnicamente posible por los partidarios del fin del trabajo, es de hecho idéntico al trabajo que el capital ha reducido, a su manera, con la reestructuración y reorganización de los procesos productivos. Sin embargo, en la categoría trabajo utilizada por los teóricos del fin del trabajo se encuentran ausentes las características lingüísticas, comunicativas y relacionales que han modificado los modos y las formas de los procesos de valorización. En lo esencial estos teóricos han mantenido la misma representación del trabajo constituido históricamente en el fordismo y en el taylorismo, desechando en ese mismo acto las nuevas modalidades que adopta el trabajo en el capitalismo posmoderno. La supervivencia en la historia de este siglo del trabajo en el lenguaje monetario bajo su acepción clásica de trabajo socialmente necesario nos ha conducido en otro lugar a las utopías del fin del trabajo. Este otro lugar no es necesariamente peor que el expuesto por los teóricos del fin del trabajo, es simplemente diferente. Por de pronto es un otro lugar aquí y ahora con el cual debemos enfrentarnos realmente. El desafío particular que encara el marxismo en los tiempos que corren exige dar cuenta de la reestructuración en curso del capitalismo y del nuevo tipo de capitalismo emergente. En ese contexto resulta casi una exigencia el desarrollo de nuevas categorías y análisis que permitan dar cuenta de la teoría y la práctica de los nuevos sujetos sociales así como de la nueva naturaleza del trabajo acorde a la dinámica actual del capitalismo. Aunque este proceso haya sido visto por algunos autores como un capitalismo desorganizado, como ha sido el caso de Clauss Offe (1985), ha engendrado igualmente un importante proceso de reorganización descripto por otros como posfordismo (Harvey, 1989). No son pocos quienes ven en el posfordismo el desplazamiento de una sociedad caracterizada por el empleo garantizado en el largo plazo a otra marcada por relaciones laborales flexibles, móviles y precarias. Cuestiones referentes a la naturaleza y el carácter del desarrollo histórico, las causalidades, el conocimiento y el poder, las subjetividades y los deseos han sido puestas nuevamente en la mesa de discusión, de maneras muchas veces provocativas, desafiando una ortodoxia marxista cuyos lazos filosóficos se encuentran anclados en el discurso modernista. En esa perspectiva las nuevas teorías posestructuralistas (Deleuze, Guattari, Foucault), operando de manera conjunta con las teorías feministas, han presentado verdaderos desafíos al marxismo tradicional que ha mostrado ser permeable a algunas concepciones de la teoría feminista en sus tradicionales análisis de la división del trabajo, la reproducción de las relaciones de clase y la mer-

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cantilización de la vida social. En ese sentido las nociones de género y sujeto han dejado de ser periféricas al marxismo tradicional para incorporarse de una manera mucho más frecuente en sus análisis. Cualquier renovación del marxismo deberá dar cuenta de los sugestivos desplazamientos operados en la composición de los grupos que constituían el viejo proletariado luego de la emergencia de la llamada fase posfordista de acumulación. Nuevo proceso de acumulación que no sólo alteró la composición de clase sino que paralelamente modificó las relaciones del enfrentamiento con el capital. El marxismo debe dar cuenta de situaciones donde los tradicionales alineamientos y disposiciones de clase se hayan visto alterados, fenómeno extendido no sólo en los países de capitalismo avanzado sino también en los países capitalistas menos desarrollados. En esta nueva división internacional del trabajo las clases ya no constituyen bloques homogéneos claramente identificables (el proletariado, la burguesía) siguiendo la ortodoxia de la II Internacional.2 Hoy en día la disposición del trabajo, como fenómeno que ha sido descripto de diversas maneras por Toni Negri, James O’Connor y Saskia Sassen, así como por los diversos adherentes a la teoría de la regulación, sigue una lógica de tipo centro-periferia aun en los países de capitalismo avanzado. Es decir, altos salarios y altas calificaciones en centros de trabajo garantizado, envueltos por una fuerza de trabajo de bajos salarios y baja calificación, desplegada fundamentalmente en los sectores de servicios y domésticos, caracterizados por un alto grado de informalización, precarización y casualización propios de una fuerza de trabajo “sin garantías”. En el interior de esta estructura laboral existen múltiples y polivalentes relaciones sociales generadas por las diversas configuraciones del capital, que al mismo tiempo producen, de manera antagónica con el capital, sus propios espacios específicos de agenciamientos, fuentes de potenciales cambios sociales e históricos. La dispersión de las fuerzas de producción y la reorganización social y espacial que le siguió, producto de la transnacionalización del capital, hicieron posible el acceso a zonas diferenciadas de ofertas de trabajo.3 Una de las consecuencias de este tipo de reestructuración ha sido mantener tales mercados de trabajo periféricos en ese estado, aun cuando fueran utilizados por las corporaciones multinacionales. En este nuevo mercado de trabajo transnacionalizado los trabajadores encuentran dificultades de nuevo tipo para alcanzar acuerdos políticos que pue-

2. Una excepción a esta lectura la constituye Samir Amin (1988: 24-52) para quien existe un nuevo proletariado y una nueva burguesía producto de que el capitalismo ha devenido un sistema mundial. 3. Habría de ser Christian Palloix (1978) uno de los primeros en analizar este fenómeno.

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dan dar cuenta de la defensa de sus intereses. Por su parte las calificaciones tayloristas exigidas a los trabajadores inmersos en estas zonas de subcontratación de bajos salarios han dejado de ser cotos cerrados exclusivos de la clase obrera tradicional. Como lo señala Alain Lipietz (1982: 41), las viejas funciones laborales soportadas por las mujeres en su trabajo doméstico constituyen hoy una importante base material para la conformación de este tipo de explotación taylorizada en las zonas periféricas. Se debe resaltar, sin embargo, que a pesar de la existencia de marcos de superexplotación en estos trabajos, el antagonismo constitutivo entre capital y trabajo permanece dinámico en la medida en que el conflicto es intrínseco a la relación de poder prevaleciente: los trabajadores concurren a esta relación portando una estructural disposición al conflicto que debe y exige ser controlado permanentemente por el capital, si se trata de explotar el trabajo vivo. La convergencia de funciones y calificaciones entre el llamado trabajo doméstico y el trabajo en los espacios taylorizados del mercado de trabajo para la sustitución de exportaciones adquiere una importancia significativa para la teorización de la categoría trabajo y de la fuerza de trabajo. Tanto Lipietz como Sassen han planteado que las diferencias entre ambas formas de explotación han sido fuertemente relativizadas, especialmente en los países de la periferia o menos desarrollados. Sin embargo esta modalidad de trabajo no es exclusiva de estos países. En los últimos veinte años se han producido igualmente en los países de capitalismo avanzado importantes alteraciones en el mercado de trabajo. A este fenómeno han concurrido igualmente una serie de escenarios de nuevo tipo como: 1) el crecimiento acelerado de una serie de servicios típicamente aptos para el empleo de mano de obra femenina (hoteles, enfermeras a domicilio, cuidado de niños, hogares de ancianos), y 2) el desarrollo del trabajo a domicilio, fenómeno que tiende a diluir las fronteras entre la fábrica-oficina y la casa-hogar. Simultáneamente al desarrollo de los sistemas de producción flexible basados en el uso intensivo y extensivo de las computadoras se ha modificado aquel concepto taylorista de diseño y producción separados, reubicando y revalorizando la capacidad del trabajador para comandar la cooperación social productiva, ahora de nuevo tipo, acorde con la nueva naturaleza del trabajo. Mientras proyecta una fragmentación mayor del comando capitalista sobre el proceso de trabajo, este fenómeno promueve mayores posibilidades para el desarrollo de una autovalorización antagónica por parte del trabajador (“State and class in the phase of real subsumption”, en Negri, 1989: 176-190). De esta manera la reconfiguración del trabajo como categoría exige previamente un análisis de la estructura de la cooperación social productiva en la medida en que esta estructura constituye la base ontológica en el actual modo de producir. Conforma un

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error creer que el trabajo, en las actuales condiciones del capitalismo, deriva su carácter de otra cosa que no sea la directa relación con el modo de producir. Si así fuera, la resistencia a la opresión patriarcal debería haberse iniciado en el nivel de la cooperación social y no del proceso de trabajo. La necesidad de conducir y dirigir esta resistencia en la esfera de la cooperación social resulta sin embargo una necesidad política ahora que la lógica de la cooperación social, basada en el trabajo hogareño, ha saltado la esfera doméstica y se ha instalado a nivel fabril en las zonas libres periféricas. En la medida en que este análisis supone la imposibilidad de aislar el modo de producción del carácter social –cultural– permite observar la importancia de disolver la tensión muchas veces existente entre aquellas aproximaciones marxistas conocidas como culturalistas de aquellas otras reconocidas como de la economía política o ancladas en la historia del trabajo como sus focos. Si los espacios culturales y económicos se solapan, resulta inútil pensar o dar cuenta de una de ellas en competencia con la otra. No cabe duda, entonces, que ante el proceso de reestructuración capitalista las categorías utilizadas por el marxismo exigen cuando menos una actualización; cuando no la incorporación y el desarrollo de otras nuevas. Todo parece indicar la existencia de una tendencia del capitalismo, aun en su manifestación más corriente, hacia una mayor abstracción, ya que sólo de esta manera puede asegurar que toda producción sea mediada y puesta a disposición de la acumulación. Igualmente el desarrollo del capitalismo de los últimos veinte años y las transformaciones alcanzadas, independientemente del nombre asignado –capitalismo tardío, capitalismo avanzado, capitalismo globalizado, capitalismo mundial integrado, etc.– como puntos de partida significativos para el desarrollo de cualquier análisis, conforman condiciones económicas sociales sustancialmente diferentes de las enfrentadas por Marx en su época. En ese contexto se requiere de una reformulación del contenido de los análisis marxistas ante el surgimiento de nuevas fuerzas y relaciones de producción. La lógica de la actual coyuntura nos coloca frente a aspectos y modalidades del proceso de acumulación del capital sin precedentes. Esto es así porque las transformaciones asociadas a la actual fase hacen posible la interactuación compleja de momentos dispersos y desorganizados con aquellos centralizados y organizados, y da como resultado una dinámica caótica y refractaria que envuelve formas del capital constitutivamente desorganizadas, formas que modulan lo flexible con lo rígido.4 Como la crisis

4. Saskia Sassen (1991) da una buena aproximación a esta temática en la primera parte de su libro Global City.

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que ha producido esta transformación fundamental del capitalismo reconoce diversas dimensiones, reposicionar al marxismo exige hacerlo a partir del relanzamiento de diversos ejes. Numerosas lecturas de la crisis ubican su dimensión en al menos dos lugares fundamentales. Retomando a Negri (1988: 205) en su lectura sobre la crisis, podemos afirmar que su dinámica ha afectado de manera sustantiva la constelación de características del sujeto laboral que se construyera en: 1) la organización del proceso de trabajo que tuvo como base al taylorismo; 2) el gerenciamiento de la jornada laboral y la regulación de la relación salarial por el fordismo; 3) el sistema de relaciones político-económicas construidas desde el año 30 y referenciado en el keynesianismo, y 4) las relaciones sociales generales y las relaciones con el Estado mediadas por el Estado-plan. La emergencia de la fase posfordista de acumulación provocó sustantivas modificaciones en la composición de la fuerza laboral y sus relaciones con el capital. La teoría marxista se enfrenta con situaciones donde las tradicionales modalidades de alineamientos de clase y oposición han sido trastocadas o superadas, vaciadas en otros casos, no sólo en los países capitalistas más avanzados donde este fenómeno se hace más evidente, sino también en los menos desarrollados.

Hacia una teoría del antagonismo de clases Según la concepción del autonomismo marxista, el sistema capitalista se desarrolla atendiendo a una dinámica de comportamiento sustentada en una lógica de enfrentamiento permanente entre capital y trabajo, dinámica que le otorga al capitalismo una determinada “racionalidad”. Es una lógica que proviene del choque permanente entre las necesidades de valorización del capital y los deseos y las manifestaciones políticas de los trabajadores expresados en las luchas sociales y políticas que se oponen y neutralizan la lógica del capital. Del choque de ambas dinámicas surgen resultantes socioeconómicas que otorgan una impronta particular a las etapas del desarrollo capitalista. De esta correlación de fuerzas históricas, tensionamiento esencial entre “lucha de clases” y “leyes objetivas dictadas por el capital”, propia de determinados períodos, resultan entonces códigos particulares de expresión de las relaciones sociales capitalistas fundamentales, estatutos que, según el vocabulario utilizado por la escuela de la regulación francesa, son conocidos como las formas institucionales. Éstas son, en última instancia, portadoras de la manera particular que adoptan las relaciones sociales fundamentales en cada período histórico. Tras esta dinámica más general, es posible auscultar particulares modalidades de enfrentamientos y disputas, que dan lugar a lo que se ha da-

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do en llamar “modos de regulación” como el marco más particular en el que se desenvuelve la lucha de clases, otorgándole así al proceso de acumulación un carácter “histórico” aunque sin determinar sus características cualitativas. Este marco teórico establecido nos permitirá analizar la dinámica que asume la crisis en la Argentina a partir de ese contexto más general brindado por la teoría del obrerismo italiano. Partimos de considerar que el mundo capitalista ha entrado en una crisis larga de acumulación que exige y suscita simultáneamente un acomodamiento del régimen de acumulación de capital cuyo corazón y nudo están constituidos por un lado por el conjunto de las mediaciones institucionales que giran alrededor de la disputa entre capital y trabajo, y por el otro por las diversas reacciones que el trabajo ensaya para oponerse a la sujeción capitalista. Formando parte de la dinámica mundial, la crisis del capitalismo argentino presenta especificidades propias de nuestra sociedad. Concebimos la crisis del capitalismo argentino como la de un modo de desarrollo, lo que significa plantear que no sólo incluye el régimen de acumulación sino el modo de regulación. Significa aceptar el fracaso de las estrategias y tácticas que el capitalismo puso en funcionamiento durante casi veinticinco años (modo de regulación), así como la crisis simultánea de una forma particular de organizar la lucha de clases (régimen de acumulación). El colapso de un modo de regulación debe ser interpretado como el fracaso del capital para imponer una determinada forma de organización del trabajo ante la resistencia del movimiento de los trabajadores. En este sentido el drama manifiesto del posfordismo debe ser visualizado a partir del rápido crecimiento alcanzado por la nueva figura obrera, el obrero social, y la dificultad del capital para contenerlo. Atravesamos pues una etapa de transición, nexo entre un modo de acumulación con fuerte inspiración fordista y otro cuyas características no están aún delineadas. Somos conscientes de que nuestro análisis incorpora categorías propias de la escuela de la regulación francesa que en algún aspecto podrían considerarse antitéticas con la teoría del obrerismo italiano. La razón principal de este eclecticismo se asienta en los beneficios y la claridad que proyecta su utilización para el desarrollo de nuestro razonamiento. Por lo demás, las categorías regulacionistas han sido utilizadas en numerosos escritos autonomistas. Si tuviéramos que explicitar las diferencias entre la escuela de la regulación y el obrerismo italiano, más allá de sus mutuas influencias, deberíamos señalar que mientras para la primera la dinámica del fordismo fue siempre abordada tras las permanentes formas de mediación entre el capital y el trabajo –por ello el énfasis puesto en el desarrollo de las formas institucionales–, desde el obrerismo italiano el fordismo fue analizado siempre como dinámica social alimentada

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por la conflictividad permanente, por un antagonismo que nunca dejó de atravesarlo. En esta perspectiva, la regulación terminará reduciendo la subjetividad obrera a las determinaciones institucionales que pautan las relaciones industriales para culminar en la búsqueda de las posibles salidas a la crisis. En esta representación la relación salarial, categoría típicamente regulacionista, incorporará contenidos diametralmente diferentes de la relación capital-trabajo. No sólo no la contiene sino que representa solamente un aspecto de esa relación, privilegiando los momentos de armonía por sobre los del conflicto. Por el contrario, a ojos del obrerismo la relación capital-trabajo se funda en la determinación específica del antagonismo de clase obrero/capital, en última instancia en las subjetividades que constituyen el polo. La constitución y la transformación cotidiana de las relaciones de fuerza entre capital y trabajo trascienden siempre la aproximación económica, cuyo horizonte social es histórico y terriblemente restringido a una visión claramente formalista de los juegos institucionales, donde su incorporación queda acotada al análisis de las formas de organización sindical y al de las contradicciones sociales expresadas en el nivel de las instituciones. En el espacio que nos ocupa las mutaciones sociales mencionadas estimulan también alteraciones de la figura obrera característica. Es la composición de clase la que se ve alterada debido no sólo a cambios originados en las relaciones capitalistas de producción sino también a modificaciones alimentadas desde la misma subjetividad obrera: la nueva figura obrera, el obrero social, es portadora de la agresividad y la modalidad de lucha pertenecientes al obrero anterior, fenómeno que, veremos, adquiere particular significación y simultáneamente otorga a la etapa una impronta particular de lucha. En su desarrollo el capitalismo va reestructurando a la clase obrera, la que reacciona oponiéndose; éste es un proceso que se acelera y potencia en las épocas de crisis. En efecto, la particular reproducción del capital posibilita que un sector de la clase obrera, en tanto expresión de las contradicciones del capital, se alce como el “sujeto social” de la etapa. Simultáneamente, el proceso de acumulación va generando contradicciones y tensiones sociopolíticas y como tal determinando al “sujeto histórico” en tanto expresión de las contradicciones políticas de la etapa. De esta manera se va perfilando una fracción obrera hegemónica, articuladora de los diversos estratos obreros mediante un verdadero proceso social, y que asume así la condición de dirección de las luchas del conjunto de la sociedad. Esta figura de sujeto histórico puede coincidir o no con la figura del sujeto social. Cuando esta discordancia se presenta, entonces las luchas adquieren un carácter fragmentario, parcial y de profundo aislamiento. Sin embargo, cada régimen de acumulación, con las tensiones sociales que origina, no sólo es proveedor de un sujeto histórico singular sino que

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es también portador de una particular intervención obrera en la sociedad, de una modalidad de lucha propia, en fin, de una estructuración de alianzas también particulares en una dinámica global que da lugar a la conformación del “ciclo de lucha obrera”. En este sentido estamos también transitando un período de cambio entre dos ciclos de luchas obreras protagonizadas por sujetos históricos diferentes: uno el obrero masa producto del período de acumulación con fuertes rasgos de inspiración fordista de la década de los 60 y 70. Otro el obrero social, producto de la crisis y de la reestructuración capitalista de nuestros días, con una táctica de intervención en la sociedad que incorpora algunos rasgos del pasado en el actual escenario sociopolítico. Podemos afirmar, pues, que el obrero social como figura obrera producto de la crisis y de la reestructuración es doblemente continuador del obrero masa: primero, en tanto es producto de la reestructuración productiva capitalista; y segundo, en tanto promotor de luchas obreras de características similares a las del obrero masa.

La composición de clase y los ciclos de lucha Se trata de avanzar en un análisis de la dinámica del capitalismo en términos de la contradicción entre capital y trabajo. Esta concepción significa aceptar que el elemento articulador y central de la dinámica capitalista se condensa en la tensión siempre presente entre estructura y lucha. Implica comprender el capitalismo como colisión permanente entre dos vectores opuestos: la explotación del trabajo por el capital y la resistencia de los trabajadores a esa explotación. ¿Qué significa este posicionamiento primario? En primer lugar, el rechazo a todo tipo de economicismo que emprenda el estudio de la economía en términos de relación entre cosas, privilegiando en este sentido el análisis en términos de relación social. La lectura economicista ha ejercido una nefasta influencia sobre vastos sectores de intelectuales que vieron en el desarrollo de las fuerzas productivas el pivote fundamental de la dinámica social y abordaron el estudio de las tecnologías como elemento neutro en el desarrollo de la humanidad. En algún punto esta concepción se encuentra emparentada con aquella otra idea que ha abordado el desarrollo del capitalismo en términos de cumplimiento de leyes inexorables que “se imponen por encima de la voluntad de los hombres”. En este sentido la autonomización y el reino de lo objetivo –en cuanto leyes objetivas– se contraponen con una lectura dinámica donde se privilegia la construcción de las subjetividades. Resaltar el fenómeno objetivo y las leyes como mecánica de funcionamiento significa, por lo pronto, rescatar en nuestro análisis los términos de la dominación, perci-

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bir en todo caso sus mecanismos, relegando en ese momento los términos y aspectos que hacen a la liberación, aquellos fenómenos ligados directamente a la construcción del elemento subjetivo. En segundo lugar, crea las condiciones teóricas para realizar una lectura política de la Crítica de la economía política de Marx, proceso que significa indagar y rescatar, detrás de cada categoría marxista, su relación con la totalidad, entendida como aquella naturaleza antagónica presente en la lucha de clases. Significa considerar que no existe en Marx una esfera política diferente de otra esfera económica o sociológica sino que todas las categorías deben ser abordadas como esencialmente políticas. En contraposición, el marxismo tradicional ha intentado siempre separar los espacios económicos y políticos; ha abordado el espacio político en sí mismo, como un sujeto entre otros especial y particularmente distinto del campo económico, y de alguna manera escondido en la llamada superestructura política. Durante largos años el marxismo redujo su crítica de la crítica de la hegemonía capitalista y sus leyes de funcionamiento. Es que la fascinación que había generado a los ojos marxistas el despotismo fabril capitalista, el mecanismo de dominación cultural y la instrumentalización de las luchas obreras impidió ver la actividad y el despliegue social del otro sujeto antagónico. En esta perspectiva las luchas obreras fueron incorporadas de manera subordinada y derivadas de las características que asumía el desarrollo del capitalismo. Funcional a esta idea la dinámica del capitalismo se incorporó, casi invariablemente, como resultado de las disputas intercapitalistas, como el fruto de la competencia entre capitales. Bajo esta óptica las políticas capitalistas ajustan su accionar a situaciones condicionadas y movidas por las llamadas leyes de funcionamiento de la economía sin incorporar en estas decisiones el movimiento y la dinámica de comportamiento de la clase antagónica. Quienes han expresado con mayor nitidez estas concepciones son un conjunto de intelectuales y teóricos marxistas que, ligados inicialmente al obrerismo italiano desarrollado en los tiempos del “otoño caliente” de Italia, habrían de alcanzar luego a diversos países europeos y americanos. Nos referimos a teóricos como Antonio Negri, Yann Moulier Boutang, Sergio Bologna, Jean Marie Vincent, Mauricio Lazzaratto, Carlo Vercellone, Giusseppe Cocco, Paul Virilio, Michael Hardt y Harry Cleaver, entre otros. Muchos de ellos, inicialmente agrupados alrededor de revistas como Potere Operaio y Primo Maggio, habrían de congregarse posteriormente en la revista francesa Futur Antérieur para finalmente recalar en su actual versión, Multitudes, y en la revista italiana Posse. Lo que el autonomismo resalta en sus análisis es la tensión presente y creciente entre la dialéctica del capital y la lógica antagónica de la clase obrera. En la óptica del autonomismo la dialéctica es la manera como el

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capital busca maniatar las luchas obreras; cuando la política del capital consigue integrar las luchas obreras al sistema capitalista, poniéndoles límite y resolviendo por lo tanto la contradicción, entonces, dice el autonomismo, se ha impuesto la unidad contradictoria de la relación dialéctica. Si esta etapa se alcanza, entonces el capital ha derrotado al otro sujeto, la clase obrera, que se mueve con una lógica de separación antagónica respecto del capital. Es una lógica que no es dialéctica, donde la clase no busca controlar al otro, no busca subsumirlo, sino en todo caso destruirlo para liberarse. Esta lectura significa reconocer la existencia de dos lógicas diferentes, antagónicas. El desarrollo histórico de la sociedad capitalista ha producido un movimiento obrero que, en tanto sujeto separado y antagónico, construye su propio poder, y en esa construcción termina lanzando el sistema a la crisis y su potencial destrucción. Este aspecto es central en el abordaje de la concepción de crisis que maneja el autonomismo marxista. La crisis no puede ser considerada una expresión de leyes inmanentes que conducen el sistema al estancamiento y la parálisis del desarrollo, sino que debe ser incorporada a partir del accionar obrero enfrentado al capital como sujeto antagónico. En este aspecto el análisis de Marx, según el autonomismo, se proyecta desde la dominación formal capitalista de la producción a través del dinero hacia la dominación directa de la producción y la circulación como etapa intermedia, para alcanzar finalmente el nivel del mercado mundial. Las modalidades de crisis, vistas como niveles y situaciones límite de enfrentamiento antagónico, se desarrollan y recrean de manera paralela al crecimiento y la modificación que experimenta la clase trabajadora. Desde una etapa cuando la fuerza de trabajo viva –bajo la forma del proletariado industrial– estaba dominada por el capital, hacia un plano de desarrollo avanzado mayor en el que como obrero social manifiesta su antagonismo político en el ámbito de la reproducción social. En este sentido el autonomismo nos dice que el desarrollo capitalista ha conducido a una sociedad en la que el trabajo obrero industrial, como trabajo inmediato, se transforma en un elemento secundario en la organización del capitalismo cuando el capital subsume a la sociedad organizándola a su imagen y semejanza. En ese momento el trabajo productivo deviene trabajo inmaterial, cooperativo, intelectual. En la actualidad vivimos, según el autonomismo, en una sociedad con hegemonía del trabajo intelectual, inmaterial, científico-tecnológico, y donde los nexos establecidos entre la producción de las mercancías –incluso con alto grado de informatización– y su distribución –es decir, las relaciones sociales que se incorporan a la producción y a la circulación– presentan un sesgo marcadamente inmaterial. Esto significa decir que en la constitución de la producción y la distribución el trabajo inmediato es cada vez más se-

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cundario y que éstas son efectivamente organizadas según la cooperación tecnológica y comunicativa. En un mundo donde coexisten dos sujetos antagónicos la única objetividad posible es el producto de sus conflictos; por ello la hegemonía como categoría política no forma parte del horizonte teórico autonomista. Así como en la física la resultante de dos fuerzas es otra fuerza cuya dirección y sentido son distintos de los de las otras dos, en el plano de la dinámica social el resultado inesperado de la confrontación constituye el verdadero determinante del desarrollo de las leyes del movimiento del capital. En el desenvolvimiento de este enfrentamiento de subjetividades, el continuo desarrollo de la clase obrera y el crecimiento paralelo producido en el poder relativo del vector de clase socavan y minan de manera permanente el poder capitalista. Por ello la competencia intercapitalista debe ser vista antes bien como una disputa de tipo familiar que como el vector sustantivo del desarrollo capitalista. En realidad el poder capitalista sustancial se reduce a su habilidad para forzar a los obreros al trabajo, para incorporarlos al mercado de trabajo y poder succionar plustrabajo y convertirlo luego en ganancia. En esta disputa con el trabajo el capital nunca puede ganar de una vez y para siempre ya que ello implicaría la desaparición de la clase obrera. Cuando la plusvalía, bajo la forma de dinero, se convierte en beneficio, en plusvalía socializada a nivel del capital social, se trastoca en ese momento en uno de los polos del antagonismo social y, al mismo tiempo, en la medida del desarrollo antagónico del capital. En este punto hace su aparición la crisis capitalista entendida como la contradicción presente entre una clase trabajadora que se aparece como trabajo necesario y el capital que adopta la forma del plustrabajo. La dinámica fundamental de este antagonismo produce una tendencia a la baja de la tasa de ganancia, proceso largamente mistificado por los marxistas, y constituye la forma como las luchas obreras bloquean el desarrollo capitalista. En efecto, al disputar una porción mayor del trabajo necesario empujan al capital a incrementar la composición orgánica como manera de extraer una mayor plusvalía relativa. La presión obrera es la que genera la respuesta capitalista que busca renovar el capital fijo expandiéndolo y buscando reorganizar el proceso de trabajo. Este proceso provoca al mismo tiempo una recomposición política de la clase, proceso que generará un nuevo ciclo de luchas. Hemos descripto sucintamente el mecanismo de enfrentamiento entre las clases; se trata de avanzar en su análisis detallado. El autonomismo se diferenció del resto de las corrientes teóricas marxistas al menos en tres aspectos sustantivos. Sostuvo la existencia de una potencial libertad o autonomía del movimiento obrero con relación al poder de dominación

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del capital. Este punto de partida, asumido por el autonomismo como articulador de su concepción, implicó el reconocimiento de una potenza cuya manifestación se renueva de manera permanente en la recreación constante de las luchas obreras en su disputa con el capital. Asentada en la idea primaria de Mario Tronti sobre la necesidad de invertir la polaridad en el análisis de la sociedad capitalista desarrollado hasta ese momento, es decir, comenzar con la lucha de la clase obrera, el autonomismo rescató la idea de que, lejos de ser un elemento pasivo de los designios capitalistas, el trabajador es de hecho el sujeto activo de la producción, la fuente de la innovación, la cooperación y la calificación de las cuales depende el capital. Si bien en el ciclo de valorización el capital busca integrar el trabajo como el objeto fuerza de trabajo, aunque esta inclusión es simplemente parcial, nunca alcanza a ser definitiva. En realidad, el trabajo implica para el capital un problema permanente que debe ser controlado y dominado. No es el capital el que les da la impronta a los trabajadores, sino que es la lucha lo que los constituye como clase. Esta afirmación habría de plantear significativas diferencias con el marxismo oficial, ya que al negar toda taxonomía que circunscribiera los trabajadores reales a los trabajadores de cuello azul, obrero fabril u obrero calificado, el autonomismo privilegió una lectura de clase obrera como polo contendiente, como sujeto que se constituye en la lucha, en su predisposición para dejar de ser considerado como clase trabajadora, como clase unidimensional. Para analizar tal lucha el autonomismo habrá de echar mano a la categoría composición de clase. El autonomismo enfatizó de manera particular el espacio de estas luchas que se extienden más allá de la fábrica para incorporar el espacio social en su conjunto. En este sentido no sólo incluye las luchas de los trabajadores ligados a la esfera reproductiva –nos referimos a la circulación, transporte por ferrocarril, etc.– sino también a las luchas de los desempleados no asalariados, amas de casa, estudiantes, etc. Si bien cada una de estas luchas adquiere una dinámica y un curso particulares, el conjunto de ellas se organiza y se subordina a través de la forma salarial. Cada sujeto particular define su organización y sus niveles de autonomía en relación con la dominación del capital. El análisis autonomista no supone, por lo demás, la centralización de las luchas a través de algún partido u organización política particular que jerarquice el movimiento y lo subordine. Por el contrario, rescata el entrelazamiento de las luchas como producto de lo que denomina la circulación de las luchas. El autonomismo rechazó de manera categórica tanto el socialismo real autoritario existente hasta fines de los 80 como el reformismo socialdemócrata, proponiendo en su reemplazo la búsqueda de la construcción de una alternativa social contra el capital y su Estado. En esa perspectiva ante-

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puso a las fórmulas ortodoxas la expresión “Marx más allá de Marx”, rescatando en ese sentido la idea del ciclo de luchas. La composición de clase constituye en realidad el punto decisivo de la inversión de las categorías de clase mencionada. Mientras Marx enfatizó los cambios en la composición orgánica del capital derivados de las modificaciones e innovaciones tecnológicas, como la manera como el capital fortalece su poder en la producción, los autonomistas invierten el análisis tentando determinar tras la categoría composición de clase el fortalecimiento del poder de la fuerza de trabajo viva para disputar y arrancar de manera violenta al capital el poder y la dominación sobre el trabajo. Si bien ambas categorías se referencian en la organización del proceso de producción, mientras la categoría marxiana hace hincapié en la dominación del capital constante sobre el capital variable, el autonomismo busca incorporar un panorama desagregado de la estructura del poder de clase existente en la producción, correspondiente a una particular división del trabajo asociada a una particular relación entre el capital constante y el capital variable. La categoría composición de clase incorpora no sólo las luchas de los trabajadores, su desarrollo y crecimiento, sus niveles de aislamiento y/o relación con las luchas del resto de los trabajadores, sino también su capacidad y potencialidad para poder subvertir el poder del capital. Tiene en cuenta el nivel de las necesidades y los deseos de los trabajadores expresados en la organización política, cultural y social alcanzada para ese momento; en fin, lo que Negri ha denominado el sujeto dinámico, aquella fuerza antagónica que busca construir su propia identidad independiente. Por lo demás, la utilización de esta categoría no significa desestimar en el análisis la debatida ley de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia. Por el contrario, el análisis que desarrollamos impulsa su incorporación como línea de combate permanente entre el capital y el trabajo. En la óptica del autonomismo la incorporación del capital constante en el proceso de producción no debe ser vista como producto de la competencia capitalista sino esencialmente como originada en la necesidad del capital por controlar, a través de la automación, las amenazas proyectadas por los conflictos de clase. De la misma manera la habilidad del capital para evitar ser asfixiado por la innovación tecnológica depende de cuánto pueda poner en marcha las contratendencias previstas. En cada caso el elemento crítico en toda composición orgánica de capital es la composición de clase del trabajo que enfrenta su grado de resistencia o de complacencia que el capital encuentra para imponer su disciplina laboral y ejercer el comando. Esta tendencia a la caída de la tasa de ganancia, mistificada por los marxistas durante largo tiempo, debe ser vista como la forma en que las luchas obreras bloquean el desarrollo capitalista. En efecto, en la medida en que las luchas obreras disputan una porción mayor del trabajo ne-

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cesario, empujan al capital a incrementar la composición orgánica como forma de extraer una plusvalía relativa mayor. Es la presión obrera la que genera una caída de la tasa de ganancia y por lo tanto la respuesta capitalista para renovar el capital fijo y buscar reorganizar el proceso de trabajo; simultáneamente se genera una recomposición política de la clase que impulsa así un nuevo ciclo de luchas. El proceso de robotización y reemplazo de capital vivo por capital muerto provoca una amenaza social incrementada en relación con el capital en tanto existe una creciente dificultad para poner gente a trabajar y controlarla socialmente. Cuando los asalariados en su proceso de cuestionamiento al control y dominio del capital se movilizan y alcanzan algún grado de unidad –es decir, algún grado de composición de clase–, el capital responde mediante innovaciones tecnológicas, organizacionales y políticas diseñadas para descomponer estos movimientos, sea por cooptación sea por eliminación. Como el capitalismo es esencialmente un sistema de dominación de una clase por otra, el capital, en tanto depende del trabajo asalariado, no puede eliminar el sujeto antagónico; debe constantemente recrear un nuevo proletariado cuyo desarrollo y movimiento amenaza a su vez la dinámica capitalista mediante procesos de ataque y resistencia parciales y coyunturales, en el marco del surgimiento de nuevos modos de resistencia. De esta manera la composición de clase como tal se encuentra en permanente cambio, en la medida en que ante la resistencia obrera el capital busca descomponer la composición de clase alcanzada mediante la llamada reestructuración capitalista, es decir, aquellos cambios organizacionales en la producción consecuencia de las innovaciones tecnológicas que eliminan, descalifican y debilitan los núcleos de trabajadores más dinámicos. A su vez, cada reestructuración capitalista, como no puede terminar definitivamente con el sujeto antagónico asalariado, provoca una nueva recomposición de clase que incorpora nuevas camadas y estratos de trabajadores con renovadas capacidades de resistencia y contrainiciativas. De esta manera se gesta un proceso de composición, descomposición y recomposición como momentos del ciclo de luchas. El concepto de ciclo de luchas es importante porque permite diferenciar entre un ciclo y otro las calidades de los diferentes liderazgos ejercidos a su vez por distintos sectores de trabajadores en el proceso de lucha, las estrategias particulares asumidas, en fin, la organización particular alcanzada. La clase obrera en ese sentido no se constituye de una vez y para siempre, sino que en todo caso se encuentra en una permanente constitución mediada por un proceso de transformación constante. Debe ser vista enmarcada en un proceso de mutación permanente de su cultura, sus costumbres y sus capacidades estratégicas y tácticas, matizado todo por el enfrentamiento permanente entre el capital y el trabajo conside-

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rado como un proceso de espiral uno dentro del otro, dibujando una doble helicoide implacable. En este proceso de disputa constante los trabajadores asalariados y no asalariados no pueden ser percibidos como meras víctimas pasivas del proceso de cambio tecnológico, sino como agentes activos en disputa constante con el capital. Esta respuesta puede adoptar diversas formas. Una es lo que los autonomistas han denominado el rechazo directo al trabajo, el sabotaje, el tortuguismo, la detención de la línea de producción. Otra es la reapropiación donde el propio poder inventivo del trabajo es usado para recuperar, refuncionalizar y/o desviar la maquinaria de clase apartándola del gerenciamiento capitalista y poniéndola al servicio de propósitos subversivos. Ya en los comienzos del autonomismo Rainiero Panzieri (s/f b) nos había advertido que los cambios tecnológicos no podían ser vistos como elementos progresivos. En efecto, Panzieri había roto con aquella lectura que veía en el desarrollo técnico-científico una propuesta de por sí progresiva. En realidad la revolución científico-técnica constituye un campo de disputa permanente y de lucha permanente contra el movimiento obrero. Negri enfatiza en sus trabajos la primera respuesta y reserva a trabajos posteriores la segunda; de cualquier manera cada una puede ser utilizada en ciclos de luchas distintos y en coyunturas diferentes. Visto históricamente es posible hablar de tres ciclos de luchas en este siglo: 1. Un primer ciclo perteneciente a la era del obrero profesional, que corre desde mediados del siglo XIX hasta la Primera Guerra Mundial, cuando los trabajadores altamente especializados y ligados a algún oficio usaron todo su bagaje de conocimientos en el proceso de trabajo desde comienzos de siglo para hacer frente a la autoridad del capital en la fábrica. El obrero especializado se constituye en el sujeto político de las luchas de la etapa que buscan alcanzar el control de la producción y la preservación de la dignidad del valor del trabajo. Este particular sector de clase habría de proveer los cuadros políticos más importantes para los movimientos revolucionarios de la época, y se constituía de esa manera en el sujeto político de la etapa. La actividad del capital por fuera de la fábrica es escasa mientras la intervención del Estado en la sociedad se encuentra más ligada bien al expansionismo imperialista, bien a una administración del mercado libre. Se trata igualmente de una etapa de fuertes fluctuaciones cíclicas en la economía y con altas dificultades para la coordinación entre la producción y el consumo. Cuando luego de 1917 esta particular composición de clase se convirtió en una virtual amenaza, el capital habría de generar un profundo proceso de reestructuración.

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2. Un segundo ciclo de luchas que, referenciado en el obrero masa, se inició con posterioridad a la revolución de octubre. En efecto, el proceso de reestructuración capitalista impuso una virtual división taylorista del proceso de trabajo en tiempos y movimientos, acompañada de un proceso de descalificación de la fuerza de trabajo y del gerenciamiento de la línea de producción fordista; mientras surgían simultáneamente el welfare state y las políticas keynesianas. Se trataba de descomponer el poder de control del obrero profesional destruyendo su base técnica profesional. La organización científica del trabajo daba cumplimiento a ese objetivo. Esta reestructuración capitalista habría de generar una nueva figura obrera, el obrero masa, nacido a partir de la concentración de los obreros semiespecializados en el ensamblado y la producción de fábrica, así como en las fábricas de proceso continuo. La descalificación obrera se combinó mecánicamente con la línea de ensamblaje. Este proceso estuvo acompañado por una sustancial participación del Estado en el gerenciamiento social de la fuerza de trabajo y la moneda así como en las áreas de bienestar social y educación que permitieron acoplar la producción de masas al consumo de masas. De esa manera se buscaba atenuar las fluctuaciones cíclicas características del período anterior. El nexo construido entre salario y productividad sirvió para impulsar simultáneamente la innovación tecnológica y contrarrestar la resistencia obrera. Eran tiempos de la institucionalización de las relaciones industriales y del surgimiento y la consolidación de los planes y gerenciamientos sociales. Como producto de las presiones obreras el salario de fábrica será complementado por el salario social, nacido de los pagos aportados por los diferentes planes sociales responsabilidad del Estado keynesiano: coberturas en salud, educación, pensiones, jubilaciones y asistencia social forman parte de ese paquete global. Este conjunto de medidas estatales contribuyó a soportar un nuevo régimen de acumulación como forma de prevenir y contener las luchas sociales e integrar al grueso de los trabajadores en el circuito de consumo del capital. El proceso de integración del consumo obrero al circuito de acumulación condujo a una fuerte valoración de la vida y el trabajo doméstico. La radio y la televisión cumplieron una tarea importante al inducir en la vida doméstica normas de consumo y preferencias mercantiles. Lo cierto es que hacia el final de la Segunda Guerra Mundial nada hacía prever el cuestionamiento al régimen de acumulación alcanzado. Las minorías étnicas y los fuertes procesos migratorios ayudaban a conformar un importante ejército industrial de reserva que era funcional para trabajos allende las fronteras fabriles. Simultáneamente el sistema de educación de masas desplegado garantizaba la preparación de los futuros cuadros técnico-burocráticos que demandaba el sostén del Estado-plan. De verdad el autonomismo

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vio al obrero masa como una figura de transición hacia otra todavía no perfilada con nitidez. 3. Pero hacia mediados de los 60 y 70 la revuelta del obrero masa terminó con el disciplinamiento que proyectaba la línea de producción. La reacción obrera fue inicialmente respondida con una mayor disciplina interna e intensificación del trabajo en la línea. Si bien el obrero masa no disponía de la capacidad propia del obrero oficio para controlar la producción, sí tenía posibilidades de detenerla. Fue el momento de la emergencia del rechazo al trabajo, del tortuguismo y del sabotaje que paralizaron las líneas de producción. La ola de huelgas salvajes recorrió Europa afectando sustancialmente a las plantas automotrices, volviendo el control capitalista prácticamente inmanejable desde Detroit hasta Turín pasando por Dagenham. Este proceso de lucha habría de converger con aquel otro derivado de los tensionamientos generados por el Estado benefactor: la lucha de los estudiantes y de las amas de casa, la irrupción masiva de la mujer en el mercado de trabajo y las insurrecciones de las minorías de los guetos, proceso de conjunto que provocó el desencadenamiento de una crisis global en la sociedad. Los estudiantes rechazaban la integración social que los preparaba para integrarse a las líneas de ensamble; las comunidades de inmigrantes y los guetos negros se rebelaban contra los bajos salarios y las tareas peligrosas. Las mujeres abandonaban el trabajo doméstico para integrarse al mercado de trabajo capitalista y demandar salarios similares a los pagados a sus maridos. Si bien el conjunto de luchas apareció las más de las veces de manera dispersa, no pueden interpretarse como negación de las luchas de los obreros sino en todo caso como el florecimiento de una enorme exfoliación y diversificación de las demandas sociales creada por las revueltas previas de los sectores fabriles. Este proceso resultó en una importante circulación de las luchas que, comenzadas en los más diversos puntos, amenazaron definitivamente el conjunto del equilibrio social alcanzado por la fábrica social. Este proceso de recomposición obrera desencadenó la respuesta capitalista de los 80 y 90 que, adoptando la modalidad de un verdadero contraataque, tras la reestructuración capitalista buscaba la recuperación del control y del dominio en el interior de la fábrica. El Estado benefactor fue reemplazado por el Estado-crisis; las garantías keynesianas, desmanteladas a favor de la disciplina y las restricciones; y las políticas monetaristas, recreadas para bajar los salarios y generar desempleo. En este proceso, calificado en algunos ámbitos académicos como de transición del fordismo al posfordismo, habría de jugar un rol central la alta tecnología que, materializada en la modalidad de comando cibernético, promovió la desestructuración del movimiento obrero. En ese sentido las masi-

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vas inversiones en microelectrónica y biotecnología, abordadas las más de las veces como la punta de lanza de una revolución científico-técnica emancipatoria, deben ser vistas más bien como parte del ataque directo y de la ofensiva capitalista ante el poder del trabajo. Si la automatización diezmó la base fabril del obrero masa, las telecomunicaciones permitieron a las grandes empresas globalizar su búsqueda de mano de obra y obtener regulaciones más laxas. Si el cronómetro y la línea de producción fueron las armas de ataque del capital contra el obrero especializado, el robot y la red computadorizada jugaron el mismo rol en el caso del obrero masa. En las plantas fabriles los sistemas de control de flujos computadorizados: Flexible Manufacturing Cells (FMS), Flexible Manufacturing System (FMS), Computer Aided Process Planning (CAPP) y Just in Time (JIT), permitieron romper la cadena de solidaridad de la línea de producción mediante la creación de equipos de trabajo que competían entre sí alimentados por cadenas de robots que reducían la fuerza de trabajo utilizada, aproximándose en algunos casos a escenarios propios de la planta automatizada. Mientras tanto las tecnologías de la información monitoreaban y regulaban la vida ciudadana, se demolían los beneficios del Estado de bienestar y se daba paso al disciplinamiento de la austeridad que imponía el Estado-crisis. Junto a las políticas de privatización, la legislación represiva y las de desregulación, la robótica y la fibra óptica aniquilaron el poder de negociación de los sindicatos desagregando los movimientos sociales mientras condenaban al fracaso a las políticas socialdemócratas. Muchos han visto en este proceso la victoria definitiva del capitalismo apuntalado por la caída del muro en diciembre de 1989. Los dispositivos de microelectrónica y comunicación inicialmente diseñados para cumplir roles militares contra el enemigo externo en la década de los 50 fueron endocolonizados, al decir de Paul Virilio (1980), para derrotar al enemigo interno fabril. La red electrónica originalmente desarrollada para la guerra nuclear recibirá su bautismo civil en el gobierno de Nixon cuando se resuelve monitorear los salarios congelados y los piquetes de huelga que desató el conflicto de camioneros en Estados Unidos. Estábamos en presencia de la transición del welfare state al warfare state. Los efectos sobre la composición de clases son devastadores al tiempo que proporcionan al capital cartas verdaderamente ganadoras. La fortaleza de los obreros de las automotrices italianas se ve debilitada casi hasta la extinción luego de la introducción de los sistemas de automatización total de Robogate y Digitron, los mineros británicos se ven amenazados definitivamente por el robot minero Minos, los especializados obreros gráficos británicos pierden su peso sindical cuando se ponen en servicio las imprentas computadorizadas. Simultáneamente se produce un importante retroceso y desmantelamiento de los principales movi-

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mientos que habían surgido en los 60. El autonomismo obrero italiano es diezmado; los Panteras Negras barridos y las minorías étnicas acorraladas. La desesperanza y la sensación de un triunfo definitivo del capitalismo ondean en todas las geografías. El autonomismo, en particular Negri, ante la emergencia planteará por el contrario la aparición de un nuevo sujeto obrero, trabajador posfordista, que bajo distintas designaciones, “obrero social”, “trabajador socializado”, “intelectual de masas” o “trabajador inmaterial”, se constituye como producto directo de la interacción continua entre la actividad científico-técnica y el duro trabajo de la producción de mercancías. Se trata de la potencialidad emergente de una nueva clase trabajadora ahora extendida al conjunto de la producción y reproducción capitalista, concepción adecuada al ensanchamiento y a las nuevas dimensiones que alcanzaba para esa época el control capitalista sobre la sociedad y sobre el trabajo social. El obrero social se convierte en el sujeto de un proceso productivo que ha devenido coextensivo a la propia sociedad. Si en la era del obrero profesional el capital se concentraba en la fábrica y en la era del obrero masa la fábrica se había vuelto el eje articulador de la sociedad, en la era del obrero social la fábrica, con la ayuda de la tecnología informativa, se diseminará en la sociedad, desterritorializando, dispersando y descentralizando las operaciones, para constituir lo que el autonomismo llamó la fábrica difusa. En efecto, el obrerismo italiano observó un conjunto de cambios alcanzados en la organización tecnológica y productiva de las metrópolis industriales italianas cuyas características provocaron: 1) la descentralización de la fábrica para extenderse por el conjunto del territorio (conjunción de un núcleo central, sede del mando, cerebro dirigente, y de una multiplicidad dispersa de unidades subordinadas); 2) el salto tecnológico (informatización, robotización...), y, por último, 3) la modificación de la composición técnica con la introducción de nuevas formas de cooperación productiva (amalgama de trabajadores estables, eventuales, trabajo en negro, utilización masiva del trabajo autónomo, a domicilio...). Estas transformaciones se inscriben en el marco de la reestructuración capitalista de los 70, uno de cuyos objetivos iba a consistir en la desarticulación de la fuerza estructural del obrero masa (trabajador de la línea) y de ese contrapoder que ilustrara el ciclo de luchas precedente (en el caso italiano fueron las luchas del obrero masa de Fiat en 1968-1969, Milán y Porto Marghera). El trabajo abandona la fábrica para encontrar en la sociedad un lugar adecuado a las nuevas funciones de actividad productiva concentrada y su transformación en valor. La difusión de ese trabajo se desarrolla a través de su flexibilización, su terciarización y su socialización. En la medida en que los grandes centros de producción se automatizan, las empresas se organizan según modelos flexibles basados en un pe-

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queño núcleo de empleados permanentes y una periferia fluctuante de trabajo contingente, precario, de medio tiempo y dependiente de las operaciones de subcontratación. Es el trabajo en negro, informal y externo. El trabajo asalariado se desconcentra temporal y espacialmente en la sociedad entrelazándose con tiempos no pagos tras nuevos e irregulares ritmos. Simultáneamente, mientras el capital reduce su fuerza de trabajo industrial busca nuevas áreas de inversión en el sector de servicios. Este proceso inducirá la entrada masiva de la mujer en el mercado laboral, reconvirtiendo el trabajo femenino doméstico en los nuevos servicios de fast food, cuidados de salud, maternidades, trabajo a domicilio; provocará una extraordinaria diversificación de la industria cultural donde el conocimiento, la estética y la comunicación se vuelven materiales incorporados por los medios, la música, el entretenimiento, la propaganda y la industria de la moda. Esta expansión del trabajo asalariado va a provocar un salto cualitativo en el orden de magnitud en la mercantilización de la vida humana. Sin embargo el aspecto más significativo asociado a esta socialización del trabajo estará referido a la forma difusa que adoptará de aquí en más la división entre el tiempo de trabajo y el tiempo de vida. Las diversas actividades que despliega la gente, no precisamente como trabajadores sino como estudiantes, consumidores, compradores y televidentes, estarán ahora directamente integradas al proceso de producción. Si en la era del obrero masa el consumo de las mercancías y la reproducción del trabajo estaban organizados como esferas adjuntas de la producción, aunque diferentes, en la era del obrero social estas fronteras se borran. En el área educativa la escolaridad es explícitamente incorporada como entrenamiento laboral, el aprendizaje como la recalificación a largo plazo para el cambio tecnológico y las universidades aparecen como corporaciones donde las investigaciones se facilitan. En el área del consumo la integración de la propaganda con la investigación de mercado, los diversos puntos de venta así como con el control just in time de los stocks vuelven el monitoreo del consumidor, de la misma manera como el trabajador directo-integral, al ciclo de la producción. El trabajo, la escuela y las tareas domésticas son integrados formando una sola constelación. El mundo del obrero social se ha transformado en un mundo donde el capital baña todas las formas de vida. La socialización del individuo exige que sea un individuo productivo, mientras su validación como sujeto significa estar atado al valor no sólo en tanto empleador sino como padre, comprador, estudiante, trabajador a domicilio flexibilizado o como miembro de una audiencia en una red comunicativa. La demarcación entre producción, circulación y reproducción del capital se diluye en una red de varios mecanismos diferenciados aunque confluentes. En estas condiciones, cuando la ubicación espacial de la explotación deja de ser la fábrica y se convierte

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en una red, cuando el tiempo de trabajo deja de ser la clásica jornada laboral para extenderse a todo el espectro de la vida, en ese momento Negri habla ya no de trabajador sino de operador y/o agente. Se trata de un trabajador de nuevo tipo caracterizado por su compromiso con la producción informatizada y computadorizada, por su relación e inmersión en las redes comunicacionales, por su presencia en las más diversas estaciones de trabajo difundidas en la sociedad, y por la fuerte y cada vez más próxima recomposición y combinación de los tiempos de trabajo y tiempos de vida. Es un trabajador que frente a la tecnología con la que se topa adopta una reacción diferente de la asumida por el obrero masa anterior. En efecto, mientras el obrero masa sólo podía detener la línea de producción, el obrero de fin de milenio está de tal manera relacionado con el mundo de la alta tecnología que se divierte y siente cierto placer cuando alcanza una mayor reapropiación de la ecología de máquinas para propósitos subversivos. Capacidad por lo demás evidente si uno detecta cuán vital es para el capitalismo contemporáneo el sistema de comunicaciones. No se trata de la emergencia de una inteligencia selecta propia de trabajadores técnicos, sino de una forma generalizada de fuerza de trabajo exigida por un sistema ahora bañado por la tecnociencia. Para Negri, las nuevas capacidades comunicativas y competencias tecnológicas, manifiestas en la nueva fuerza de trabajo, no se constituyen como atributos exclusivos de este grupo sino que más bien existen de una manera virtual en la fuerza de trabajo contingente y desempleada. No son en ese sentido el producto de un particular entrenamiento o de un específico trabajo ambiental, sino más bien los prerrequisitos y las premisas diarias en un sistema de tecnociencia altamente integrado permeado por las máquinas y los medios. El capitalismo avanzado expropia directamente la cooperación del trabajo: para asegurar la cooperación el capital debe apropiarse de la capacidad comunicativa de la fuerza de trabajo permitiendo que fluya por los canales administrativos y tecnológicos estipulados. Esta particular composición de clase es la que emergió en Francia en las revueltas estudiantiles de 1986 y las movilizaciones conjuntas de estudiantes, inmigrantes y trabajadores contra la propuesta de reducción del salario mínimo para los nuevos ingresantes al mercado laboral en 1994. Y se referencia igualmente en la masiva huelga de los veintiún días de los servicios de ferrocarriles franceses ante los planes neoliberales de Alain Juppe en 1996. Debemos reconocer que las posiciones de Negri han sufrido en este aspecto innumerables críticas tanto por el apego sobredeterminado a la nueva figura de obrero social como por la dificultad que ha manifestado en dar cuenta de la división de intereses y la segmentación manifestada entre los asalariados, así como por el particular énfasis puesto en las nuevas luchas a expensas del viejo movimiento. Incluso la sugerencia lanza-

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da por Negri sobre el comienzo de un nuevo ciclo de luchas, donde la alta tecnología aparece no sólo como un instrumento de dominación capitalista sino como un recurso de contrapoder en manos del nuevo sujeto productivo, admite cuando menos la duda. Así, el propio Lipietz ha catalogado las ideas de Negri en este sentido como de “voluntarista zambullida en el futuro” (Lipietz, 1983: 141).Pero no solamente se trata de críticas provenientes de escuelas teóricas diferentes. Compañeros teóricos de Negri han formulado importantes críticas y tomado distancia de las posiciones de este último con relación al nuevo sujeto social. La persistente adhesión del revolucionario italiano a evidencias del despertar de un nuevo ciclo de luchas generó, casi de manera simétrica, una desconfianza particular sobre el verdadero poder alcanzado por un movimiento que asumía ya para esa época de manera evidente signos de indudable segmentación, fragmentación y jerarquización. Las críticas en este aspecto son comprensibles, casi razonables, en la medida en que están generadas en las dificultades y los vacíos que se producen cuando se intenta dar forma a una periodización de la lucha de clases. En efecto, muchas veces, cuando se está a la búsqueda de ejes articuladores de las luchas, se termina dejando de lado los intentos y las tendencias del capital por imponer en los sistemas de producción muy diferentes clases y modalidades de trabajo. George Caffentzis (1992), en este sentido, ha observado cómo la descomposición del obrero masa por el capital durante la segunda mitad de los 70 fue acompañada simultáneamente por una redistribución del trabajo en dos direcciones: por un lado, el crecimiento de sectores organizados alrededor de una alta tecnología, de la energía-información, como la del petróleo, la eléctrica, la de las plantas nucleares y la microelectrónica que promovió un tipo de asalariado de perfil particular. Por otro, el desarrollo del sector de servicios asentado en una tecnología pobre y fundado a partir del ingreso masivo de la mujer en el mercado de la fuerza de trabajo, que desarrolló una particular composición de clase, de características cualitativamente diferentes de los trabajadores calificados del sector high tech. Tanto uno como otro sector se comportan de manera funcionalmente complementaria a la dinámica del capital aunque sustancialmente diferentes en cuanto a las condiciones laborales: el primero proveyendo el campo sustantivo de extracción de plustrabajo para el engrosamiento de los beneficios capitalistas; el segundo dando sustento a un empleo de masas necesario para estabilizar la relación salarial. Mientras los trabajadores del sector “alto” son trabajadores tecnológicamente calificados, con puestos de trabajo relativamente seguros, los del sector servicios muestran salarios pobres, puestos de trabajo descalificados y trabajos precarios. Además estos sectores están igualmente atravesados por diferencias de raza, género y edades: los sectores de alta tecnología integrados por trabajadores masculi-

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nos y blancos; los de baja tecnología por trabajadores de color, jóvenes y en su mayoría mujeres. La vieja división existente que reservaba al sector servicios una tipología de trabajo no asalariado se ha visto modificada al inducir la entrada plena de ese sector en el espacio del trabajo asalariado, fenómeno que provocó, a partir de la integración de la mujer en el mercado de trabajo, la transformación parcial del trabajo doméstico de la mujer en el campo de explotación directa, como hemos dicho. En la perspectiva de Negri tal polarización del mercado laboral parece cuando menos minimizada en el abordaje del nuevo sujeto, el obrero social, cuya tesis parece anular las diferencias mencionadas al registrar una composición de clase moderna mucho más homogénea. En este sentido, la posibilidad de reapropiación tecnológica que Negri plantea sería una cualidad exclusiva de aquellos trabajadores ligados a la alta tecnología prescindiendo del grueso de los nuevos trabajadores de servicios. También debemos mencionar en este sentido la escasa relevancia que Negri ha otorgado a las luchas de los “viejos” trabajadores: nos referimos a los mineros británicos y canadienses y los mismos camioneros estadounidenses. Todos estos fenómenos indican que las divisiones en la fuerza de trabajo posfordista son mucho más importantes de lo que el propio Negri sugiere. Con relación a los “nuevos sujetos sociales” propios de países capitalistas menos desarrollados, pensamos en los integrantes del Movimiento Sin Tierra brasileño, en los indígenas zapatistas mexicanos, en los indígenas ecuatorianos, en los piqueteros argentinos, entre otros. Éstos han sido integrados al análisis en sus últimos trabajos (Negri y Hardt, 2004; Negri y Cocco, 2006). Particular importancia otorga Negri al rol que juegan la comunicación y la información en el desarrollo de las luchas de los trabajadores asociados al sector de la high tech. La fábrica “sin muros”, la fábrica informatizada, es concebida por Negri como un sistema cuya operatividad manifiesta una particular observancia de la “identidad creciente entre proceso productivo y formas de comunicación” (Negri, 1988: 239); en pocas palabras, nos referimos a las nuevas realidades que presentan el sistema fabril informatizado y el sector terciario avanzado. Fueron precisamente, según el autonomismo, los conflictos en la era fordista los que impulsaron al capital a interconectar y relacionar las computadoras, las telecomunicaciones y los medios gracias a una extensa y más efectiva red aun para subordinar a la sociedad en su conjunto y quebrar la resistencia obrera. Mientras la productividad del obrero masa estaba ligada a la línea de montaje, lugar donde desarrollaba sus tareas, en la era del obrero social la productividad se encuentra asociada con terminales de fibra óptica, como es el caso de los auxiliares de medicina que monitorean los electrocardiogramas en las pantallas, de los empleados bancarios o financieros que cierran las transacciones bancarias vía telefónica o a través de internet,

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así como el del programador y el técnico de video. En todos estos casos la productividad del trabajador depende de una elaborada y compleja red de sistemas informáticos. Alejado de los teóricos de la sociedad de la información, que ven en el almacenamiento, el procesamiento, la transmisión y el control de datos el pivote moderno de las relaciones económico-sociales a expensas de la transformación de la materia y la energía; saliendo al cruce de quienes promueven la obsolescencia de un marxismo que hace pivote sobre la contradicción entre capital y trabajo, el análisis de Negri referido a la comunicación se asienta definitivamente en Marx cuando retoma el concepto marxista de la cooperación laboral. En efecto, para Marx la tarea central capitalista en la época de la “subsunción real del trabajo por el capital” consiste precisamente en la apropiación de la cooperación colectiva y de todas aquellas ventajas emergentes de la división del trabajo. A partir de esta temática Negri planteará que la emergencia de la fábrica social estimulará una constitución social específica: la de la cooperación o cooperación intelectual-comunicación, sin cuya base la sociedad ya no podrá ser concebida (Negri, 1989: 51). Para Negri este entramado tecnológico no implica solamente una potencial subyugación y sumisión del trabajo social. Así como el sistema de máquinas se volvió familiar al obrero masa, el obrero social “disfruta” también de una relación orgánica creciente con la tecnociencia (Negri, 1989: 93; 1992a: 86). A medida que el sistema crece se vuelve para el obrero social algo enteramente total, global, una verdadera ecología de máquinas. En la perspectiva de Negri la elaboración y los cambios introducidos en este tecnohábitat son tan fuertemente socializados que ya no pueden ser manejados por el capital. Mientras en la era del obrero masa las condiciones laborales –propias de la fábrica y gerenciadas por el capital– indujeron y apuntalaron un fuerte rechazo a la ciencia por parte de los trabajadores, en la era del obrero social esta situación se ve superada en la medida en que el capital se ve obligado a difundir y transmitir el conocimiento tecnológico hacia la fuerza de trabajo. Es la naturaleza social creciente del aparato tecnológico la que vuelve obsoleto el sabotaje, particular método de lucha utilizado por el obrero masa de los 70, mientras potencia, según Negri, la reapropiación del poder asentado en la tecnociencia. En ese sentido Negri sostiene, con relación a la creciente informatización de la producción, que mientras más abstractos e inmateriales se vuelven los instrumentos de producción, mayor es la implicancia que adquieren en las luchas sociales y más vulnerables se presentan determinados sectores; basta pensar en la potencial autonomía que puede adquirir la cooperación social y en la autovalorización de los sujetos proletarios. Debemos destacar, de cualquier forma, que para Negri no se trata de la emergencia de un sector de trabajadores portadores de una selecta inteligencia tecnoló-

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gica sino, en todo caso, de la existencia de una fuerza de trabajo generalizada requerida por un sistema, ahora bañado por la tecnociencia, considerando al mismo tiempo que las nuevas capacidades comunicativas y las competencias tecnológicas manifestadas no son atributos exclusivos de estos trabajadores sino que existen de manera virtual en el contingente de la fuerza de trabajo social (Lazzaratto y Negri, 1991). Se trata antes bien de las premisas y los requisitos pertenecientes a la vida que diariamente se desarrolla en un sistema tecnocientífico altamente integrado y permeado por máquinas y redes que del producto de determinado entrenamiento o ambientación laboral adecuada. Es en este punto donde Negri sugiere la construcción social específica de la comunicación. Pero para asegurar esta cooperación el capital debe apropiarse de la capacidad comunicativa de la fuerza de trabajo promoviendo su fluencia por los canales administrativos y tecnológicos pertinentes. Según Negri (1989: 116), la apropiación de la comunicación es la forma que adquiere la expropiación en el capitalismo avanzado. Sin embargo, para concretar esa expropiación, el capital debe rodear al obrero socializado con una densa red de canales y dispositivos comunicativos. Llega a afirmar que la comunicación es al obrero socializado lo que la relación salarial es al obrero masa. Por supuesto que esta afirmación no implica sostener que los programas de televisión reemplazan el pago salarial; en todo caso Negri parece estar sugiriendo que los recursos comunicacionales forman parte del conjunto de bienes y servicios que el capital debe entregar a los trabajadores para su desarrollo. Así como en el keynesianismo el capital institucionalizó el incremento salarial para convertirlo en motor del crecimiento económico y generalización del consumo de masas, en la era poskeynesiana el capital institucionaliza la estructura informática como forma de tonificarse, conectando la fuerza de trabajo socializada, multiplicando los puntos de contacto con las redes y facilitando y familiarizando el trabajo con un hábitat que oficia de medio de realimentación para las instituciones. Sin embargo esta analogía va más allá. En el keynesianismo los intentos por domesticar las demandas salariales como parte del crecimiento económico capitalista fracasaron y ello derivó en un foco de lucha permanente. De igual forma Negri ve en el control de los recursos comunicacionales un campo de tensionamiento permanente. Si bien por un lado mediante la producción informatizada el capital parece aumentar su poder de control, simultáneamente estimula aquellas fuerzas y capacidades que buscan escapar a su control y volcarse a espacios que se muestren independientes del beneficio capitalista. De esta manera, mientras la creciente textura comunicacional de las modernas sociedades revela e intensifica la naturaleza social cooperativa del trabajo, del mismo modo se constituye en un punto friccional cuestionando el mando y el control del capital. El antagonismo puede ser presen-

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tado de manera esquemática como el conflicto presente entre la comunicación y la información, de manera similar a la oposición establecida entre trabajo vivo y trabajo muerto. Desde esta perspectiva la actividad comunicacional –que es actividad comunicativa en acto– es vista como un flujo, mientras la información permanece clausurada dentro de los mecanismos inerciales de lo real, una vez que la comunicación ha sido expropiada de sus agentes (Negri, 1989: 115). Podemos afirmar que mientras la información es centralizada, vertical y jerárquica, la comunicación es distribuida, transversal y dialógica. Negri concluye afirmando que las formas de dominio del capitalismo maduro y de expropiación de la comunicación representan un nivel muy elevado de mando. En el nivel de la comunicación se desplazan pues el contraste, la lucha, la diferencia. Ahí es donde el capital querría preconstituir con la comunicación las determinaciones de vida. Pero no sólo se trata del análisis en el ámbito de la producción. La circulación es el tendón que organiza y enlaza no sólo los momentos desplazados de la producción sino también todas las condiciones sociales para la reproducción. La circulación incorpora la socialización del capital, su emergencia como capital social. El autonomismo va a resaltar de manera particular las luchas de los trabajadores como las que marcan la dinámica del desarrollo capitalista. En su afán de conquistar nuevos espacios de control y comando, como manera de emanciparse del trabajo, el capital dará lugar a la creación de la fábrica social. Dicho de otra manera, en la medida en que el capital tiene la tendencia a controlar y comandar los más diversos espacios sociales, se transita un escenario donde el avance de las relaciones capitalistas subsume al conjunto de la sociedad: la sociedad entera funciona ahora como momento de la producción en tanto que la distribución y el consumo han sido puestos bajo la órbita del control del capital. Esta lectura encontró un fuerte impulso en los enfoques feministas que comenzaban a ver en la reproducción de la fuerza de trabajo un lugar esencial para el capital social, aunque sin reconocimiento real. Se volvía cada vez más claro que la fuerza de trabajo masculina no estaría en condiciones diarias de concurrir a la fábrica sin el acompañamiento del conjunto de tareas domésticas imprescindibles. La vital tarea de reproducción de la fuerza de trabajo, tradicionalmente femenina, no asalariada y no remunerada, había estado subordinada hasta ese momento a la del sostén masculino de la casa. Por lo que el salario, mediatizado por la autoridad patriarcal, era el que dirigía y disfrazaba el tiempo de trabajo no pago no solamente en el lugar de trabajo sino también por fuera de él. Al extender el concepto de composición de clase al conjunto de las tareas reproductivas como aquella de las trabajadoras amas de casa y de los desempleados, el autonomismo obrero habría de revolucionar el horizonte teórico y organizativo del marxismo. De acá en más el martilleo perma-

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nente de las bases del capitalismo ya no sería obra de un solo topo. Se trata ahora de una tribu de topos (Bologna, 1977). El autonomismo del marxismo autonomista se reafirmaba no sólo en la alteridad del otro como trabajo frente al capital, sino que al mismo tiempo reconocía una variedad de trabajos pertinentes. Por lo demás, en la circulación aparece el doble carácter del salario. Por una parte el intercambio entre fuerza de trabajo y salario; por el otro el salario funcionando para satisfacer las necesidades obreras, como poder de la clase obrera para satisfacer sus necesidades y para imponer sus necesidades. Resulta obvio que en el marco de este análisis la extensión de ese poder está solamente determinada por la lucha de clases. De esta manera el autonomismo alcanza aquella lectura inusual pero no menos reconfortante de un capital esforzándose para contener el desarrollo autónomo del sujeto obrero que se proyecta generando sus necesidades a satisfacer, al tiempo que expresa su rechazo a la vía capitalista del trabajo basada en el plustrabajo. Si los 60 y los 70 fueron testigos de la explosión de ambos procesos, los 80 y los 90 marcan por el contrario una renovada ofensiva capitalista para contener y acotar esa explosión de necesidades y generar un retroceso mediante el ataque al consumo a través del salario. Se trata del movimiento de una doble hélice: la composición de clase y la reestructuración capitalista, una envuelta en la otra ensanchando sus campos de acción. El análisis alcanza su máxima expresión a escala mundial. En el mercado mundial capitalista el imperialismo, huyendo de los obstáculos generados en el ámbito nacional por la lucha de clases, despliega su antagonismo de clase a lo largo del globo. Es el momento del mercado mundial, de la fábrica mundial y de la internacionalización de la clase obrera. El capital responde reorganizando el proceso de trabajo a escala internacional mediante el proceso de reestructuración o reindustrialización, buscando desarticular al movimiento obrero. Pero la crisis se mantiene porque el capital no alcanza ese objetivo. La lucha de los trabajadores se encuentra modelada por dos aspectos centrales y sustantivos: 1) Una, que es el puro rechazo, tesis elaborada por Negri en 1978 en “El dominio y el sabotaje. Sobre el método marxista de transformación social” (en Negri, 2004b) y donde coloca el sabotaje obrero como una de las armas favoritas para enfrentar los grandes sistemas de control semiautomático introducidos en las grandes fábricas automotrices italianas. Esta lectura acerca en alguna medida el autonomismo obrero a las posiciones neoluddistas o luddistas primitivas. 2) Otra, que está referenciada en la capacidad creativa obrera de la que depende el capital para su incesante innovación tecnológica y puesta bajo la forma de la reapropiación productiva del trabajador.

Capítulo 1

La escuela francesa de la regulación

La constitución de la escuela francesa de la regulación debe situarse en el marco de la coyuntura socioeconómica abierta en 1973 y que significó, para el conjunto de los países europeos, la ruptura irreversible del modelo de crecimiento de los “treinta gloriosos años”. En ese contexto los encadenamientos de la crisis aparecían completamente originales, si buscamos darle un marco histórico. En particular, la presencia simultánea de la inflación y el desempleo dio nacimiento a un conjunto de fenómenos muy diferentes del modelo de la gran crisis de 1929, marcada por el derrumbe acumulativo de los salarios, los precios y la demanda. Durante los 70 las tentativas de relanzamiento keynesiano devinieron en stagflation y restricciones externas, y se revelaron incapaces de reabsorber un desempleo cuyo origen se derivaba no solamente de la demanda efectiva sino también de la oferta; de los desvíos que se manifestaban entre salarios crecientes y una productividad en baja. Esta dinámica hizo entrar en crisis la teoría keynesiana al menos en su versión reduccionista que, formalizada en el esquema IS-LM1, buscaba dotar a los Estados de instrumentos de regulación contracíclicos que permitieran estabilizar una partición adecuada del valor agregado y alcanzar el crecimiento en las proximidades del pleno empleo. Pero la impotencia del keynesianismo abriría las puertas a las concepciones neoclásicas que leían el estancamiento a partir del desarrollo de alteraciones exógenas, autorreguladoras del mercado y ejercidas sustan1. El modelo IS-LM (por sus siglas en inglés, ingreso-ahorro-trabajo-dinero) da cuenta de una representación matemática de inspiración neoclásica del paradigma keynesiano formulado por Hicks y Hansen, que busca establecer las condiciones de equilibrio entre el mercado de dinero (LM) que depende de la tasa de interés y un mercado de bienes (IS) referido a la demanda agregada (ingresos) para evitar el desempleo y la inflación. El equilibrio se encuentra mediante una apropiada política fiscal (ingresos {Y}) y monetaria (tasa de interés {i}) que determinan el gasto. [ 73 ]

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cialmente por las intervenciones perturbadoras del Estado e instituciones como los sindicatos. De alguna manera los keynesianos y los neoclásicos reproducían las controversias que a la salida de la crisis de los 30 sobre el laissez faire y el rol del salario habían culminado con la victoria de las ideas de John Maynard Keynes (Coriat, 1994). Ante la crisis del fordismo las tesis neoliberales se tomaban su verdadera revancha histórica, tanto en el plano teórico como en el de las políticas económicas. Con posterioridad a la segunda mitad de los 70 asistimos a un redespliegue de las políticas neoliberales coronadas por el triunfo del reaganismo y el thatcherismo. En Francia en particular esta coyuntura toma cuerpo con la política del franco fuerte de Raymond Barre, que así se distancia abiertamente de la filosofía de distribución de los frutos del crecimiento que había inspirado la experiencia de la planificación francesa, modelo que luego la regulación buscará poner nuevamente en práctica. Frente a la ofensiva neoliberal, la teoría marxista tradicional se mostró incapaz de ofrecer una explicación dinámica del pasaje del crecimiento a la evidente desaceleración y caída de la producción. En general permaneció prisionera de una interpretación de la crisis como producto inevitable de las contradicciones de acumulación del capital. Abordaje determinista, catastrofista y dogmático, que en política se traducía en la incapacidad que mostraron los diversos partidos obreros para responder a las visibles dificultades del capitalismo para mantener su crecimiento y a las dimensiones antitayloristas que habían alcanzado las luchas obreras. Tal fue la característica del programa común del Partido Comunista Francés (PCF) que retomaba como estandarte un keynesianismo abandonado por la derecha, proponiendo el relanzamiento de un modelo fordista en crisis. No cabe duda de que el reformismo radical de la escuela regulacionista, en este contexto, contenía instancias progresivas con relación a quienes habían pasado del impulso al desarrollo de una izquierda que alcanzara el poder por el protagonismo social a la adhesión al “realismo” de las políticas neoliberales de desinflación competitiva (Coriat y Taddei, 1993). En realidad, estrictamente hablando, en el interior de la teoría de la regulación existe una variedad de posiciones entre autores que reclaman pertenecer a la escuela regulacionista: desde las posturas de Alain Lipietz, hoy vocero de los “verdes” franceses, pasando por Robert Boyer, quien adopta lecturas más de tipo keynesiano, ligado a la tecnoburocracia del Partido Socialista Francés, hasta las posiciones de Gérard Destanne de Bernis, con una lectura de la regulación en términos de equilibrio biológico, donde las instituciones adquirirían el rol que los códigos genéticos juegan en la biología, dan cuenta de la amplitud de líneas de trabajo e investigación. Partiendo de una matriz inicial que se encontraba en las convergencias de ciertas intuiciones comunes a Marx y Keynes, la escuela de

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la regulación está atravesada hoy en día, pues, por influencias muy diversas. De cualquier manera no trataremos las particularidades de la teoría de la regulación sino más bien aquellos puntos comunes en su surgimiento y posterior desarrollo. El grupo iniciador regulacionista está constituido en realidad por la conjunción de un grupo sesentayochista ligado al Ministerio de Planificación francés, donde coexisten reformistas que vienen impregnados por la renovación del marxismo crítico de los años 60 (Althusser y Bettelheim), imbuidos de una fuerte crítica a la “versión pobre del marxismo” representada por el programa común, y un conjunto de economistas pragmáticos de origen keynesiano que habían ya participado en experiencias estatales de políticas económicas en años anteriores. Este encuentro, en el seno de los aparatos de planificación, del neomarxismo y de la tradición keynesiana, estructura, desde un comienzo, la manera como la escuela regulacionista definirá su abordaje de la economía en el campo de las relaciones sociales y la intervención del Estado. Su representación de la dinámica económica y social parte de un punto de vista macrorracionalizador con relación a una dinámica estructuralmente inestable del mercado que hace del plan el instrumento privilegiado para la necesaria “coherentización” de los comportamientos y de las anticipaciones de los diferentes agentes económicos y sociales. Este punto de vista macro se conjuga con una concepción del Estado que se referencia en una lectura neogramsciana, donde el pivote fundamental se estructura alrededor de la autonomía relativa del Estado: el poder político puede divergir del poder económico jugando en la ocasión un rol motor en la concreción de los compromisos entre las diferentes clases y en la reorientación de los códigos de la economía y las relaciones sociales. De esta manera la articulación operada entre la problemática de las teorías de la autonomía relativa y aquella de la tradición económica aplicada, propia de la planificación, plantea entonces una aproximación original del rol del Estado. Así, con relación a la tradición keynesiana esta concepción contribuye a conformar una idea que relativiza tanto el poder como el carácter funcional de las políticas económicas de corto plazo. A la inversa, conduce a extender el campo de análisis de la intervención económica del Estado, cuando pone el acento en las estructuras y la codificación de las relaciones sociales como el origen de las regularidades del proceso de acumulación. Arribamos así a la noción central de compromisos institucionales que encuentra sus raíces en la extensión de la problemática planteada por Nicos Poulantzas (1976, 1969) de la reproducción de las relaciones sociales a la de los encadenamientos económicos. Así, si bien el Estado no es prisionero de los monopolios, su grado de libertad relativa permanece limitado, frente a un vasto campo socioeconómi-

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co, estructurado de manera autónoma por la dialéctica de las relaciones sociales en la “sociedad civil”. Es ella la que segrega de manera endógena los compromisos entre las clases e instituciones –como las convenciones colectivas– que juegan un rol decisivo en los mecanismos de regulación de la reproducción económica y de las relaciones sociales. Desde esta concepción el Estado permanece, pues, como la institución garante última de la permanencia de todas las otras instituciones porque es el que materializa una totalidad compleja de compromisos no sólo entre él y las clases dirigentes, sino entre éstas y las clases dominadas (Coriat, 1994). Este lugar central del Estado emerge durante los períodos de crisis cuando “la miopía y la anarquía de las estrategias de los diferentes grupos sociales es incapaz, sino por aproximaciones sucesivas y aleatorias, de restablecer las compatibilidades necesarias para poner en marcha un nuevo modo de desarrollo” (Boyer y Mistral, 1983: 274). En este tipo de coyunturas, gracias a su punto de observación económico-social, es que el Estado puede jugar eventualmente un rol político de impulsión de nuevas formas de coherencia económicas y sociales. “Sólo el poder político puede y debe proponer ciertos ejes estratégicos de recomposición de los compromisos institucionales entre grupos sociales y una restauración de una coherencia dinámica entre transformación de las condiciones de producción y vida” (ídem: 276). Estos pasajes sintetizan de alguna manera la apuesta que la escuela de la regulación en su nacimiento hacía a los aparatos del Estado como lugar desde donde dar cauce a la gran esperanza colectiva depositada y que se traduciría posteriormente en el triunfo socialista de 1981.

De la variabilidad en el tiempo y en el espacio de las leyes económicas… La teoría de la regulación se constituye, en realidad, para hacer frente a un desafío particular: explicar el paso del crecimiento a la crisis, rechazando en este intento toda recurrencia a factores exógenos para dar cuenta del tránsito. Hasta ese momento la crisis era explicada siguiendo dos líneas de interpretación particulares: 1) la crisis nacía de un shock externo que perturbaba los mecanismos naturales del equilibrio, y podía localizarse tanto en una crisis monetaria (disolución del sistema de Bretton Woods) o bien del shock petrolero que provocaba el encarecimiento de un bien base en la economía; 2) la otra línea proponía una interpretación de la crisis provocada no por factores externos sino por rigideces institucionales construidas en el mercado y que impedían que los procesos de ajuste se desarrollaran hasta alcanzar el equilibrio.

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Si se quisiera avanzar en este aspecto, se tendría que plantear que para los neoclásicos existían (y existen) tres tipos de rigideces que daban (y dan) cuenta de la crisis: 1) la rigidez de los salarios a la baja, y de aquí el desempleo, motivado por la presencia de los sindicatos en un mercado de trabajo distorsionado; 2) la administración de los precios de las mercancías que impide la tendencia a la baja y por tanto genera inflación, y 3) la existencia de contratos colectivos, causa fundamental del desempleo, idea recreada por Milton Friedman en 1976. Dicho de otra forma, para los neoclásicos las instituciones son siempre un elemento perturbador pues impiden el retorno al equilibrio y por ende constituyen uno de los orígenes de la crisis. Para los keynesianos de la época la segunda mitad de los 70 constituyeron verdaderamente tiempos difíciles: se asistía al fracaso de las políticas de relanzamiento keynesiano ya en los países europeos, ya en Estados Unidos. Por su lado la ortodoxia marxista presentaba una línea de explicación de la crisis a todas luces insuficiente para dar cuenta de la calidad y complejidad de los fenómenos. La tesis de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia se mostraba incapaz de responder a los interrogantes que comenzaron a plantearse a un conjunto de intelectuales franceses, muchos de ellos herederos del 68, “hijos rebeldes del althusserianismo” (Lipietz, 1993a: 99). Por lo demás, la tesis hegemónica para esa época en el marxismo oficial francés, sustentada por Paul Boccara, adoptaba una interpretación en términos de sobreacumulación y desvalorización. Boccara ponía el acento en las formas de la competencia, en la centralización financiera y por sobre todo en la relación entre el Estado, la concentración industrial, los monopolios y la centralización financiera. A todas luces esta concepción se mostraba insuficiente para satisfacer los principales interrogantes. En efecto, se trataba de dar cuenta de manera endógena del pasaje de crecimiento a la crisis, tránsito que planteaba simultáneamente otros interrogantes: 1) ¿por qué fue posible un crecimiento sostenido durante casi veinticinco años?; no se trataba sólo de explicar la crisis. Había que dar cuenta también del crecimiento de los “treinta gloriosos”. 2) Si bien la tendencia decreciente de la tasa de ganancia jugaba un papel nada despreciable, ¿por qué, si su decrecimiento se observaba desde 1960, la explosión de la crisis se produce en 1974 y 1975? 3) ¿Por qué la crisis de los 70 adoptaba la forma de la stagflation –es decir, desempleo con inflación– si la crisis de los 30 se había manifestado como una depresión acumulativa acompañada de una caída general de los precios? ¿Por qué mientras la salida de la crisis de los 30 implicó cierre de los mercados, proteccionismo y reducción drástica de los intercambios internacionales, la crisis que se de-

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sarrollaba adoptaba la forma de crecimiento lento y con intercambios internacionales que se mantenían? Las tesis del Partido Comunista Francés no sólo no satisfacían los interrogantes sino que decían poco y nada sobre las relaciones de trabajo y explotación, las que se enlazaban con el núcleo duro de la explicación de manera externa, sin jugar un rol central en la explicación. Por su parte la escuela althusseriana se mostraba igualmente incapaz de dar cuenta de la crisis. Más allá de la importancia que el althusserianismo había otorgado a las relaciones de producción en oposición a las fuerzas productivas, abordaje que lo acercaba al papel que juegan las instituciones en la regulación macroeconómica, también es cierto que la búsqueda de las invariantes, en el modo de producción capitalista, lo alejaba para dar cuenta del movimiento y del pasaje del crecimiento a la crisis, de sus diferencias y formas específicas. Más aún, la búsqueda de las invariantes se presentaba casi antinómica con la búsqueda de los cambios, las diferencias y las formas particulares que adoptaba la crisis. Pero ahí no terminaban las limitaciones del estructuralismo francés. Su debilidad mayor, para los regulacionistas de la época, estaba puesta en aquella interpretación de sujetos sociales como simples portadores (tagger) de las estructuras, dejando de lado el hecho de que los sujetos sociales se encuentran siempre en conflicto. Y que si las estructuras pueden existir, es porque de alguna manera se ha alcanzado algún acuerdo entre los sujetos bajo la forma de un gran acuerdo o compromiso. Los althusserianos habían trabajado fundamentalmente el período de crecimiento de posguerra, de ahí que fuera casi natural para ellos tener una lectura de funcionamiento del capitalismo de manera rígida y fuertemente centralizado por el Estado, y no contradictoria. Para los regulacionistas el problema era comprender el paradigma societal que le otorgó precisamente la forma rígida de funcionamiento a las estructuras en el período de gran crecimiento. Para completar el espectro del marxismo francés quizá debamos agregar el aporte realizado por teóricos que como Suzanne de Brunhoff trabajaban de manera solitaria. Sus libros Estado y capital (1978a) y La política monetaria (1978b) habían abierto una línea de análisis de la crisis en términos de mecanismos de seudovalidación o de antevalidación de los trabajos privados por el mercado, línea de investigación que sería posteriormente retomada por autores como Lipietz (1983) para el análisis de la inflación. La regulación buscó teorizar sobre tres grandes paradojas: 1) ¿Por qué en una formación socioeconómica se puede pasar de un crecimiento fuerte y regular a un casi estancamiento y a la inestabilidad de los encadenamientos coyunturales?

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2) Tratándose de una misma época histórica, ¿cómo explicar que la crisis y el crecimiento adopten formas nacionales significativamente diferentes?, ¿cómo explicar que los desequilibrios se profundicen en determinados países, mientras en otros se afirma una relativa prosperidad? 3) Más allá de ciertas invariantes generales que permanecen, ¿cómo explicar el carácter contrastante que adoptan las crisis en tiempos diferentes? ¿Cómo era el comportamiento que expresaba la crisis de los 70 en comparación con la de los 30? (Boyer, 1986). De hecho estas tres paradojas bien podían resumirse en un interrogante central: dar cuenta de la variabilidad en el tiempo y en el espacio de las dinámicas económicas y sociales, proceso que llevaba a la intersección de dos disciplinas tradicionalmente distintas: la historia y la economía. De ahí que numerosos trabajos de los regulacionistas hayan adquirido un abordaje de largo plazo. Frente a este desafío de la historia, la escuela de la regulación realiza, ante el cuerpo de la economía política, una formidable inversión metodológica que funde la impronta principal de su heterodoxia y la riqueza de su contribución. Se trataba de alcanzar no una nueva teoría que diera cuenta de leyes universales que rigen el desarrollo capitalista sino de una aproximación que fuera capaz de dar cuenta de su variabilidad en el tiempo y en el espacio así como de la dinámica de su transformación.

…a los diferentes modos de desarrollo En este proceso la escuela de la regulación buscó operacionalizar una jerarquización entre los conceptos más abstractos (modo de producción, asalariados, etc.) y aquellas nociones que podían y debían ser confrontadas en las evoluciones observadas (la estabilidad o no de las regulaciones parciales, el carácter cíclico o estructural de la crisis, etc.); entre una relación social en general y la forma particular que ella adoptaba en el tiempo. Estas categorías intermedias debían dar cuenta de los niveles de realidad y pertinencia necesarios para comprender y explicar tanto las formas adoptadas por el crecimiento y la crisis así como el pasaje de uno a otra. Se trataba de construir diferentes nociones y/o categorías que permitieran pasar de los grados de abstracción más elevados a proposiciones susceptibles de ser confrontadas tanto con los materiales recogidos en el campo cuanto con las vivencias más inmediatas de los actores sociales. Para la escuela de la regulación era necesario analizar las relaciones mercantiles de manera endógena dejando de lado el peso otorgado al Estado tanto en el desencadenamiento de la crisis cuanto en su salida. Y este proceso re-

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quería de un segundo nivel de análisis que permitiera pasar de las relaciones sociales en general a su configuración específica para un país en una etapa histórica. De esta manera la escuela de la regulación se constituye sobre la base de la búsqueda de aquellas condiciones bajo las cuales se forman ciertas regularidades que aseguran una regulación macroeconómica de conjunto de las fuerzas esencialmente divergentes. El trabajo fundador de la escuela será sin duda el libro de Michael Aglietta (1986) Regulación y crisis del capitalismo americano, publicado en 1976. Es Aglietta quien introduce el concepto de las llamadas formas estructurales que son a la vez económicas y no económicas. Cuando ellas alcanzan un cierto nivel de coherencia, entonces aseguran las famosas regularidades de la economía en su conjunto, permitiendo la convergencia de las fuerzas sociales y económicas, y por ende el crecimiento continuo durante un período relativamente largo. Estas formas estructurales habrían de adquirir en la teoría de la regulación el estatuto de verdaderas categorías intermedias, en tanto son las que garantizan, más allá de los cambios, las permanencias y las especificidades, las relaciones entre invariantes de un lado y los hechos del otro, que dan sustento al crecimiento sostenido. En la construcción de estas categorías, así como en la elección de las relaciones sociales capitalistas fundamentales codificables, la regulación parte de una relectura crítica de las principales corrientes de pensamiento económico. En primer lugar es heredera del keynesianismo, tras la fidelidad a la herejía del principio de la demanda efectiva; recoge también una lectura en términos kaleckianos2 al apoyarse en la acumulación de capital como principio estructurante de su concepción. Y, cuando se vuelve casi imperativo sortear las limitaciones de una elaboración esencialmente descriptiva, entonces aparece la escuela institucionalista, retomando la problemática central del derecho, las convenciones, los contratos y las formas de organización como sustento de las regularidades económicas y sociales opuestas a aquellas del equilibrio general. Finalmente es heredera también de la teoría marxista de la reproducción bajo una aproximación que bien puede acercarse a los estudios del tomo II de El capital en términos de sectores de la producción (Bertrand, 1986). Diríamos, una aproximación seccional de la acumulación. Éste es un punto de quiebre con el keynesianismo, que veía el crecimiento en términos abstractos y atemporales. La regulación, por el contrario, va a establecer una variedad y una pluralidad de regímenes de acumulación –primera gran categoría intermedia– observables históricamente y caracterizables a partir de relaciones diferentes que se establecen en2. Nos referimos a las concepciones sustentadas por el economista polaco Michael Kalecki, precursor y continuador de las ideas keynesianas.

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tre el sector I y el sector II.3 Lectura que rescata, como centro de la dinámica de las contradicciones de la reproducción en su conjunto, el doble carácter de la mercancía como valor de uso y valor de cambio. De manera complementaria, y apoyado en el otro conjunto de contradicciones, el régimen de acumulación es definido en términos de las condiciones en las cuales son obtenidas, divididas y difundidas las ganancias de productividad. Esta manera de definir el régimen de acumulación pone en el centro de la caracterización la contradicción entre capital y trabajo. Cada una de estas definiciones del régimen de acumulación requiere de la complementariedad de las formas estructurales esenciales y de la ubicación que ellas tienen en la dinámica de conjunto. Así Boyer (1986) va a definir cinco formas institucionales como la codificación de las relaciones sociales fundamentales en el capitalismo: 1) La moneda y su restricción monetaria, como la relación más englobante. 2) La relación salarial esencial por cuanto caracteriza un tipo particular de apropiación de la plusvalía. 3) La competencia en tanto describe las modalidades de relación entre los capitalistas. 4) Modalidad de integración al régimen internacional. 5) Formas de Estado. Con relación a la moneda, la aproximación de Aglietta está lejos de incorporar un abordaje en los términos del tratamiento dado por Marx en El capital. En realidad Aglietta se maneja con una definición de moneda acorde con las determinaciones institucionales específicas que necesita generar para volverla coherente con su construcción histórica. La realidad social en este caso se construye sobre la base de sistemas formales de reglas y leyes. La aproximación de la moneda que realiza Aglietta hace pivote sobre el sistema monetario más allá de que exista un tratamiento inicial en términos de equivalente general. En esta dinámica se termina abordando las contradicciones del dinero antes que la constitución contradictoria del mundo capitalista. La moneda, el dinero, es también poder y por tanto una relación de clase. Pero Aglietta la aborda desde las funciones que cumple en el sistema capitalista, por tanto como objeto y no como expresión de una relación social. De ahí que la comprensión del trabajo como sustancia del valor y del trabajador como creador del valor y por tan3. Aludimos a la clasificación utilizada por Karl Marx en los esquemas de reproducción ampliada postulados en el tomo II de El capital, donde el sector I de la producción corresponde a productos de medios de producción y el sector II, a productos de medios de consumo.

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to del plusvalor sea vista como algo externo al rol contradictorio del dinero en sí mismo. Influenciado por las concepciones elaboradas por Carlo Benetti (1976) y Jean Cartelier (1976), Aglietta privilegia la categoría forma del valor como modo de existencia del valor, por lo que no podía poner distancia entre la relación monetaria –que es la relación bajo la cual aparece el valor– y el valor mismo. En este desarrollo, Aglietta terminará concibiendo la relación monetaria como previa al desarrollo de la sociedad mercantil. En este sentido tal relación deja de ser mercantil. Ya no se puede derivar la moneda a partir de la mercancía, en tanto es la propia relación monetaria la que constituye la relación fundacional. De esta manera la moneda adquiere una característica institucional, no mercantil, y termina siendo abordada bajo la forma de relacionarse de los centros de acumulación, de los asalariados y de los otros sujetos mercantiles. La restricción monetaria adoptará diferentes formas según el carácter materializado o desmaterializado de la moneda, del desarrollo alcanzado por sus funciones, de la dominación de una lógica privada o pública, nacional o internacional. Por su lado la relación salarial incorpora aquellas relaciones que se constituyen entre los diferentes tipos de organización del trabajo, el modo de vida y las modalidades de reproducción de los asalariados. Analíticamente en la configuración histórica de la relación capital-trabajo intervienen cinco componentes: 1) el tipo de medio de producción; 2) la división social y técnica del trabajo; 3) la movilización y el apego de los asalariados a la empresa; 4) la conformación del ingreso salarial –directo o indirecto–, y 5 ) los modos de vida de los asalariados según estén más o menos ligados al consumo de mercancías, a la utilización de los servicios públicos por fuera del mercado (Boyer, 1986). La escuela de la regulación distinguirá históricamente tres modalidades de relación salarial: a) una relación salarial de tipo competitivo caracterizada por una débil inserción de los trabajadores en el mercado de consumo; b) la relación salarial taylorista que conlleva una reorganización del trabajo sustantiva, sin mutaciones equivalentes en el modo de vida de los asalariados, y c) finalmente la relación salarial fordista acompañada por modificaciones simultáneas en las normas de producción y de consumo de los asalariados. De hecho los regulacionistas establecen una correspondencia entre la relación salarial y las modalidades de acumulación de capital, al menos en las economías capitalistas dominantes. Asimismo la categoría formas de la competencia intenta dar cuenta de la relación establecida entre diferentes centros de acumulación con decisiones iniciales independientes unas de las otras. La escuela de la regulación incorpora en este sentido dos modalidades de competencia competiti-

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va y monopólica, según si es la confrontación ex post en el mercado la que define la validación de los trabajos sociales o si prevalecen determinadas reglas ex ante de la socialización de la producción. El acento en esta codificación no está puesto tanto en los fenómenos de concentración y centralización de capital sino más bien en la contribución que estos cambios realizan en el pasaje de un régimen de acumulación a otro. La cuarta forma codificada –esencial para el análisis de las dinámicas macroeconómicas– está conformada por las modalidades de inserción internacional de las economías nacionales. En este aspecto la teoría de la regulación incorpora diversos elementos como los intercambios comerciales, la localización de las producciones, las inversiones de capitales, el financiamiento y los flujos y saldos exteriores, etc. La escuela de la regulación deja de lado el abordaje, en términos de desarrollos autónomos o subordinados, de economías abiertas o cerradas, de autonomías nacionales y restricciones externas. En ese contexto general muestra especial preocupación por las fuerzas que aseguren la cohesión del régimen internacional considerado en su conjunto. Finalmente, la discusión de las tres primeras formas institucionales plantea el debate respecto del espacio sobre el cual operan, esto es, el Estado-nación esencialmente. La regulación está interesada en un abordaje del Estado en su relación e influencia con las dinámicas económicas. En este sentido se define al Estado como el espacio contradictorio de un conjunto de compromisos institucionalizados, que generan a su vez reglas y regularidades en la evolución de los gastos e ingresos públicos. De esta forma se establece una estrecha relación entre las formas y los compromisos institucionales. Así, la regulación va a establecer una estrecha relación entre regímenes de acumulación y formas de Estado. De ahí entonces que el Estado forme parte del establecimiento, el desarrollo y la crisis de todo régimen de acumulación. Así definido, el Estado adopta una lectura funcionalista a las políticas económicas. No obstante, debemos resaltar que la escuela de la regulación, en ruptura con el marxismo oficial, sitúa en el corazón de su aproximación, entre las formas institucionales, las diferentes configuraciones de la relación capital-trabajo. Esta centralidad reposa sobre dos referencias básicas que combina: a) la aproximación kaldoriana4 sobre el rol motor de la industria manufacturera y b) la concepción marxista-estructuralista de trabajo productivo fundada en la distinción entre clase asalariada y clase obrera fabril como centro de la producción de plusvalía. Empero, su abordaje del trabajo vivo conduce a ubicarlo como integrado al capital. 4. Nos referimos a las concepciones del economista húngaro Nicholas Kaldor, integrante de la London School of Economics, reconocido por haber elaborado un “modelo de crecimiento”.

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Su emergencia está pensada, de un lado, como una forma económica estructurada por las transformaciones materiales de la organización capitalista del trabajo, y por la otra como una forma no económica resultado de la codificación jurídico-contractual, esto es, de las convenciones colectivas de trabajo. Su rol está representado en el modelo canónico por el compromiso entre capital y trabajo que garantice al mismo tiempo la interacción de las normas de consumo y las normas de producción, y donde la lucha de clases se encuadra en el interior de esta configuración. Más allá de las críticas que puedan realizarse con relación al contenido de las formas institucionales, el punto importante está asentado en el hecho de que estas formas institucionales entran en resonancia las unas con las otras, alcanzando una disposición particular que permite tipificar un régimen de acumulación determinado. Así, en el afán de definir tipos diferentes de regímenes de acumulación la escuela de la regulación ha impuesto una periodización nueva en el capitalismo articulada por la estabilidad relativa de cada régimen de acumulación, conferida a su vez por la interacción de las formas institucionales consideradas típicas del régimen en cuestión. Este razonamiento nos permite abordar la segunda gran categoría intermedia, esto es, el modo de regulación; definido como el conjunto de codificaciones de las relaciones sociales fundamentales que, al reafirmar y realzar las modalidades de compromiso asumidas en los diversos espacios institucionales, de división y difusión de las ganancias de productividad, aseguran en el largo plazo la reproducción de la sociedad en su conjunto: Designa el proceso dinámico de adaptación de la producción y de la demanda social que resulta de la conjunción de los ajustes económicos asociados a una configuración dada de las formas institucionales. (Boyer, 1986: 54)

De esta manera la escuela de la regulación ha propuesto una periodización fundada en la sucesión de numerosos modos de desarrollo definidos por la conjugación de un régimen de acumulación y un modo de regulación.

Del carácter particular de la crisis de los 70... Los regulacionistas han negado sistemáticamente toda relación con el funcionalismo. Así, para Benjamin Coriat los regímenes de acumulación, y más aún los modos de regulación, son verdaderos hallazgos históricos, producto del ensamble de las formas institucionales fundamentales, resultado a su vez del juego de los actores, por tanto del movimiento de las

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clases y sus enfrentamientos en una sociedad que hace pivote sobre un conjunto de contradicciones esenciales. De donde se desprende que la perennidad de un régimen de acumulación o de un modo de regulación no se adquiere jamás. Cualesquiera sean las condiciones determinadas por las formas institucionales, los actores individuales o los colectivos no cesan por el juego mismo de las iniciativas desarrolladas de defender o hacer fructificar sus intereses, procesos que no impiden las rupturas tanto de los regímenes de acumulación como de los modos de regulación. Arribamos así a la concepción de crisis que subyace en la teoría de la regulación. La aproximación regulacionista distingue entre pequeñas y grandes crisis según sea la importancia de las rupturas que afecten a las formas estructurales. Cuando las rupturas que afectan a la regulación son relativamente marginales, sin necesidad de ajustes reales o institucionales, se dice que estamos en presencia de una pequeña crisis. Por el contrario, cuando para retomar el sendero de crecimiento se requieren reacomodamientos reales e institucionales fundamentales, entonces decimos que estamos en presencia de una gran crisis. Finalmente, en relación con las grandes crisis o crisis estructurales la regulación plantea que éstas son por naturaleza esencialmente distintas unas de otras y que se presentan bajo formas cada vez más inéditas y originales. Tratándose de una crisis de regulación, es obvio que las formas institucionales que le sirven de soporte –por lo demás, históricamente originales– no pueden disolverse sino bajo maneras cada vez más específicas. La crisis de la regulación competitiva no puede asimilarse a la crisis de un modo de regulación monopólica; es decir, la crisis de los años 30 no puede asimilarse a la de los 70. Los regulacionistas encuentran el pasaje del crecimiento a la crisis a partir del análisis de las condiciones del crecimiento. A grandes trazos el crecimiento de la posguerra se explica por la puesta en práctica de la secuencia Taylor, Ford y Keynes (Coriat, 1982). El punto de vista articulador puede resumirse en que una larga serie de mutaciones conjuntas en el aparato productivo, en las convenciones colectivas de trabajo y en la gestión estatal de la fuerza de trabajo y de la moneda (de curso forzoso) van a permitir, en un contexto de apertura internacional creciente pero que no compromete la eficacia de las políticas económicas nacionales, un potente destrabe de las ganancias de productividad, la partición de esas ganancias entre beneficios y salarios, y su difusión entre las empresas y los sectores de la economía social, siguiendo reglas compatibles con el mantenimiento de un crecimiento que así adquiría las características de virtuoso. Después de Taylor y Ford, Keynes viene así a terminar el edificio. Tras la teoría y práctica de la producción en masa en el taller, la teoría y práctica del tipo de Estado y de regulación que le corresponden. (Coriat, 1982: 88)

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Pero ¿por qué entró en crisis el sistema? Para los regulacionistas, en general, el sistema entra en crisis ante el agotamiento de las ganancias de productividad y de los mecanismos de extracción de plusvalía que, desde Taylor y Ford, habían prevalecido; agotamiento determinado por el límite histórico que alcanzó el fordismo. Lipietz (1984, 1989) y Coriat (1982) comparten en gran medida las causas últimas de la crisis. Para ambos la razón de fondo debía buscarse en el corazón del modelo de organización laboral del fordismo: esto es, en la crisis de la implicación o del compromiso paradójico de los trabajadores, proceso que había cuestionado su iniciativa y dignidad laboral bajo el mando taylorista. La onda mundial de revueltas y microconflictos que se extendieron durante los 60 y 70 transparentaron la debilidad de los principios de organización del trabajo. Hasta ese momento, los cambios operados en la composición del movimiento obrero –incorporación al mercado laboral de jóvenes, mujeres y trabajadores inmigrantes provenientes del Tercer Mundo– habían permitido el mantenimiento de la disciplina fabril. Pero la educación de masas, de manifiesto en un alza del nivel general de instrucción, la conciencia adquirida por el colectivo de trabajadores, la aspiración universal al tiempo libre y a la dignidad en el trabajo derivaron en una revuelta más y más abierta contra aquella negación de la persona expresada en las groseras divisiones entre trabajadores que proyectaban y otros que ejecutaban. Esta situación motivó una urgente renovación tecnológica, densidad de inversiones que por lo demás provocaban un aumento de la composición orgánica de capital y por tanto una caída en la tasa de ganancia no contrarrestada. Así, el fordismo –que había sido históricamente eficaz desde los años 70– alcanza límites a la vez técnicos, sociales y económicos. La disminución de ganancias de productividad provocó, como era lógico, tensionamientos por su distribución mientras generó importantes diferencias de productividad entre las firmas, como efecto o resultado de la mala locación intersectorial o interempresarial de la inversión, mientras hacía su entrada un período de crecimiento lento. Boyer (Boyer y Mistral, 1983) comparte los razonamientos anteriores: las luchas obreras habrían alcanzado una incidencia mayor sobre la distribución de las ganancias que sobre una degradación de la eficiencia técnica productiva, presionando así sobre la rentabilidad del capital. De cualquier manera, Boyer concentra su análisis más en la génesis de los encadenamientos del proceso depresivo que en la búsqueda de las causas últimas de la crisis. Sin embargo, en la caracterización del modo de regulación, los diversos autores terminan relegando los conflictos sociales al rango de simples luchas de clases en el interior de una jerarquía fijada. Así, Boyer les otorga a las luchas, de manera intempestiva, un rol determinante tanto en el desen-

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cadenamiento de la crisis cuanto en la salida a ella. “De la forma como se desenvuelvan las luchas sociales surgirán nuevas formas institucionales capaces de expresar una nueva regulación social y económica” (Boyer y Mistral, 1983: 37). En ese sentido, ¿no se acerca esta concepción a aquella aproximación neoschumpeteriana según la cual la crisis correspondería a una fase de destrucción creadora en una dinámica histórica signada por sucesivos procesos de afirmación y agotamiento de paradigmas tecnológicos igualmente sucesivos? Cierto es que la regulación rechaza todo determinismo tecnológico aunque privilegia las formas institucionales que son las que viabilizan nuevos regímenes de acumulación signados por nuevos paradigmas productivos. De ahí pues que para la escuela regulacionista la salida de las grandes crisis permanezca como procesos abiertos: por ensayo y error se montan las nuevas funciones del Estado que pueden acelerar la salida. Sobre estas ideas la regulación desarrolló una interpretación de la crisis del fordismo desde su especificidad y manifestación en comparación con las dos crisis estructurales anteriores. Nos referimos a la gran crisis de fin del siglo XIX y a la de 1929-1930. Esta última habría encontrado su causa principal en la inadecuación entre un modo de regulación todavía competitivo, fundamentalmente en relación con la conformación de los salarios, y el desarrollo de normas de producción de masas. La acumulación intensiva, sin transformación paralela de las normas de consumo, tropezó con límites claros ligados a una autoacumulación en el sector productor de medios de producción y los obstáculos ligados a la demanda de bienes de consumo. Para la regulación, las recetas keynesianas de relanzamiento contracíclico de la demanda no habrían podido resolver la amplitud de los desequilibrios estructurales sin que esta política fuera acompañada por una reforma radical de la relación salarial que permitiera el crecimiento de los salarios con la productividad. El fordismo habría así de caracterizarse por la intervención directa del Estado en el armado de las nuevas formas institucionales –esto es, canalizando ex ante las condiciones socioeconómicas de un crecimiento autosostenido–, antes que por el ejercicio de políticas de relanzamiento keynesianas. Por lo demás, el carácter autocentrado de la acumulación, para la que la tasa de cambio y el plano internacional jugaban un rol instrumental, constituyó la otra coherencia estructural del nuevo modo de desarrollo. Sobre esta coherencia interna reposaba la eficacia de la autonomía de las políticas presupuestarias y monetarias. Más aún, la miopía presente en la base del keynesianismo consistirá justamente en la inversión de la representación de esta relación entre el motor, el régimen de acumulación, y el freno y acelerador, las políticas keynesianas. La crisis del fordismo –a diferencia de la del 29– encuentra su origen principal en el agotamiento endógeno del régimen de acumulación que

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afectará simultáneamente su regulación. Es la maduración misma del fordismo la que conduce progresivamente a su propia crisis ligada a tres tendencias principales: 1) La más importante se referencia en el agotamiento de la reserva taylorista-fordista de las ganancias de productividad, asentado en un proceso de saturación esencialmente técnico ligado a la pérdida del impulso y la eficacia de la mecanización fordista a medida que en su avance se hacía cada vez más difícil mantener las tendencias anteriores. No se trataba del pasaje de los métodos tayloristas al fordista. Esta tendencia se traducirá en un alza de la composición orgánica del capital y en la disminución de la productividad del trabajo provocando una baja de la tasa de beneficio. 2) La segunda está ligada con el agotamiento paralelo de las normas de consumo fordistas ya que el fordismo había alcanzado a integrar en la reproducción del capital las condiciones de reproducción de los asalariados. Esta tendencia, latente siempre en el ámbito de la demanda, repercutió luego sobre la organización fordista del trabajo haciendo emerger otro factor de la crisis en el nivel de la oferta: la rigidez de la cadena de montaje frente a una diversificación e inestabilidad de la demanda. 3) Una tendencia, en estrecha correlación con esta última, que habría inducido a las empresas fordistas nacionales a la búsqueda de nuevos mercados necesarios para la realización de economías crecientes de escala y que habría pulverizado así los mecanismos de acumulación autocentrados. Frente al rol motor de estas tendencias objetivas, el impacto de las luchas obreras no habría provocado más que una aceleración puramente coyuntural, incapaz de explicar la crisis de la productividad a fines de los 70. Es que la tesis fundamental defendida por los regulacionistas supone que existió una estabilidad sustancial hasta el desencadenamiento de la crisis en 1973. En ese sentido, para el caso francés, las luchas de 1968 habrían operado como paracaídas del compromiso fordista sentando las bases de la fase más virtuosa del desarrollo de la producción y el consumo de masas. De esta manera la explicación de los mecanismos que condujeron de una crisis latente –con ritmos acordes a la lenta evolución de tensiones objetivas ligadas al agotamiento del régimen de acumulación– a los movimientos brutales propios del pasaje a una crisis abierta se ubica en los cataclismos internacionales de la época: el derrumbe del sistema de Bretton Woods, la crisis interna del modelo fordista estadounidense –hegemónico en todo el mundo– y por supuesto el alza de los precios del petróleo. Fue la violencia de los desórdenes monetarios y financieros la que desestabilizó desde entonces la economía mundial e impactó sobre la economía francesa –cual verdadero shock externo–, afectando el compromiso fordista, cuestionando las bases nacionales de acumulación e impulsando la maduración de las tendencias internas de la caída de la tasa de ganancia.

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Ante el desaceleramiento del crecimiento y la afirmación de una lógica de competitividad internacional que tomaba el lugar de las economías autocentradas, la fórmula fordista tradicional de formación de los salarios apareció, ex post, como un acelerante de la crisis al disminuir los beneficios y afectar las inversiones. Fue precisamente el impulso de políticas de tipo keynesiano –una vez desatada la crisis– lo que da cuenta de la crisis fiscal del Estado benefactor keynesiano: mientras las tentativas de relanzamiento chocaban con las nuevas restricciones externas y la stagflation, la separación creciente entre empleo y desempleo socavaba las bases del financiamiento del salario indirecto y la seguridad social, provocando un endeudamiento creciente del Estado que culminará con la llamada crisis fiscal del Estado. Contrariamente a las tesis neoliberales, la ruptura de los mecanismos socioinstitucionales –que otorgaban rigidez a los salarios– se mostró incapaz de ofrecer una salida a la crisis, ya que lo que estaba en juego era la construcción de un nuevo paradigma técnico organizacional capaz de reemplazar a la producción de masas. El programa neoliberal representaba una salida defensiva e ineficaz a la crisis. Por su lado, la regulación habría de proponer la constitución de un modelo posfordista de flexibilidad ofensiva. La estrategia de salida ante la crisis de la cadena de montaje consistía en: 1) favorecer el desarrollo de un sistema tecnológico capaz de conjugar a la vez flexibilidad y productividad, lanzando una nueva generación de productos como respuesta al agotamiento de las normas de consumo fordista; 2) este cambio técnico-organizacional no era posible sino sobre la base de una refundación antitaylorista de la organización del trabajo asentada en la implicación colectiva de los trabajadores en la batalla de la productividad y la calidad, y 3) este nuevo compromiso motorizado por el Estado debía significar una adaptación y no un desmantelamiento de los pilares institucionales de la regulación fordista de los salarios y del empleo.

...a la crisis de la teoría de la regulación Si bien existía consenso entre los regulacionistas para modelar las respuestas nacionales, las divergencias comenzaban cuando se trataba de dar respuesta a la crisis en el marco internacional. Así, mientras Lipietz afirmaba que el desarrollo de toda política radical reformista en un solo país exigía la salida del sistema monetario europeo y una política neoproteccionista, Aglietta, apoyado en la inevitabilidad de la globalización financiera, sostenía un punto de vista esencialmente europeísta. La escuela de la regulación se verá conmocionada por dos procesos so-

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ciales que transparentarán su impotencia operatoria y acelerarán el paso hacia una segunda fase de elaboración teórica: a) los socialistas franceses, que habían alcanzado el gobierno en Francia en 1981, rechazaron las políticas regulacionistas y se inclinaron por un relanzamiento keynesiano. Su fracaso los arrojaría casi irremediablemente en 1983 a la opción neoliberal, y b) el rechazo del sindicalismo francés para alcanzar compromisos posfordistas y la posterior división sindical que desató una crisis de representatividad sindical impensada debilitaban la noción misma de compromiso institucionalizado y de sus actores como los principios constitutivos de nuevos lazos sociales en transformación. Asistimos así a la explosión de la unidad política interna de la regulación, consecuencia de las divergencias surgidas con relación a Europa y las políticas de desinflación competitiva. Así, Lipietz (1992, 1993b) se desliza en este derrotero de la crítica de las políticas económicas de la izquierda a nuevos espacios de elaboración articulados ahora por la problemática de la ecología política. Por su lado Aglietta opondrá una Europa unida como respuesta posible ante la crisis del Estado-nación privilegiando el análisis de la moneda y el contenido teórico e histórico de un espacio monetario europeo. Simultáneamente detonaba una crisis que minaba la unidad teórica interna focalizada en la noción de los compromisos institucionalizados como sustrato de la ligazón social. En tanto núcleo del vínculo social se constituye en disparador de un creciente distanciamiento inicial y posterior decantación de dos concepciones que se irán delineando en el tiempo. La primera de ellas –fiel a los modelos canónicos del compromiso fordiano– desarrollará análisis comparativos en diferentes espacios nacionales confrontando con una fuerte variabilidad en las configuraciones de la relación salarial, las que estructuran formas de regulación y crisis también particulares. De estos estudios surgirán las distintas calificaciones de fordismos nacionales. Desde el fordismo obstaculizado, en Gran Bretaña, pasando por el fordismo atípico o retrasado de Italia, hasta llegar al fordismo flexible de Alemania, como variantes nacionales del modelo canónico. La segunda de ellas –apoyada en una paulatina pérdida de interés de las urgentes definiciones de política económica ante las derrotas políticas– paralelamente llevaba a dejar de lado los análisis ex post del fordismo y su reemplazo por una tentativa de determinación de las condiciones ex ante del surgimiento de nuevas formas institucionales capaces de sustentar un sistema estable y viable de salida a la crisis. Así aparecen en este ejercicio de macroeconomía ficción escenarios hipotéticos y deseables como los de la democracia salarial de Coriat (1992), los modelos neotayloristas anglosajón de Michael Piore y Christian Sabel (1990) de la especia-

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lización flexible hasta aquel otro de la implicación o compromiso obrero de tipo kalmariano5 de Alain Lipietz (1989) y Danièle Leborgne. En realidad, en la base de las divergencias se encontraba la dificultad para identificar aquellas formas institucionales coherentes que fueran capaces de alcanzar compromisos base para un nuevo modelo de desarrollo. La crisis de los actores sociales que dieron contenido a las formas institucionales del fordismo empujaba hacia nuevas definiciones. En ese sentido la teoría de la regulación termina mordiéndose la cola. Si las formas institucionales básicas dieron consistencia al fordismo y sustentaron su fortaleza teórica, la dificultad para encontrar nuevas formas institucionales sería causal de una verdadera diáspora y pérdida de brújula teórica que conduciría a la crisis de la teoría de la regulación. Es precisamente esta dificultad la que empujará a Boyer a recurrir a las herramientas neoclásicas de la teoría de las convenciones y a transformar el método regulacionista en otro holístico-individualista, como forma de construir una teoría de los mecanismos de constitución de las reglas del juego y de las instituciones capaces de superar los límites de la aproximación estructural-marxista tradicional en términos del compromiso capital-trabajo. En el caso de Aglietta (Aglietta y Orlean, 1990; Aglietta y Brender, 1984), es la insuficiencia y el déficit demostrado por los contratos de arbitraje lo que lo lleva a criticar y apartarse de la noción de compromiso institucional y de la teoría marxista del valor, que habían sido pilares teóricos de su obra fundadora, Regulación y crisis de 1976. La forma monetaria es repensada ahora como el fundamento constitutivo y esencial de la relación social y de sus transformaciones, reemplazando de alguna forma el rol jugado en otro momento por el compromiso institucionalizado de las convenciones colectivas. Eran éstas las que garantizaban, para un estadio de la lucha de clases, la reproducción de las relaciones sociales. Y al mismo tiempo eran las que otorgaban a la ley del valor una centralidad estructurante en la dinámica de acumulación de capital. Esta ruptura adquirió verdadera dimensión tras la reinterpretación radical de la crisis del fordismo, transformada ahora en crisis del desarrollo de la sociedad salarial. Esto es, el proceso de integración a título “vitalicio” del asalariado en el capitalismo –que el fordismo exitosamente había desarrollado– había socavado la sociedad burguesa y su escala de valores fundadas en la ley y el enriquecimiento. De ahí había emergido la

5. Hacemos referencia a Kalmar, la fábrica sueca de automóviles Volvo sita en la ciudad homónima, donde se inició el proceso de implicancia obrera, inspirador del llamado “modelo sueco”.

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sociedad salarial, cuya característica consistía en un trastocamiento de la naturaleza de los progresos de productividad que revestían un carácter más y más social. Se rompía así toda ley de proporcionalidad entre esfuerzo individual y remuneración. Su permanencia como norma no era más que una concesión, vestigio del capitalismo del siglo XIX. El reconocimiento del carácter colectivo del desarrollo de las fuerzas productivas imponía una desconexión entre el ingreso y el trabajo individual tras la idea del salario universal garantizado. La ley del valor había entrado en crisis. El porvenir previsible en este caso pertenecería, según Aglietta, siempre a la sociedad salarial. Y derivaría más de las transformaciones internas del asalariado, impregnadas de un crecimiento generalizado del individualismo, que de un proceso inacabado de desarrollo social de la productividad. La emergencia de este modelo cultural tendría sus raíces en los comportamientos que estuvieron en la base de la respuesta del fordismo y su tipo de compromiso. Pero, a partir de allí, el desarrollo del individualismo habría terminado por socavar las propias bases de la homogeneidad social sobre las que reposaban a la vez la representatividad de los sindicatos y las relaciones de pertenencia capaces de permitir la constitución del asalariado para sí. En Aglietta el análisis de la moneda como el fundamento de la ligazón social puede ser interpretado entonces como la única norma que puede garantizar la supervivencia de la ley del valor y por tanto de la reproducción de la relación salarial como horizonte insuperable de la sociedad. Esta nueva subjetividad posfordista desliza a Aglietta hacia el individualismo metodológico. Es la desagregación del asalariado en una pluralidad de sujetos diferenciados lo que conduciría al agotamiento de la concepción marxista del antagonismo capital/trabajo, proceso que cedería su lugar a las simples luchas de clases en el interior de la clase asalariada. Bajo esta caracterización los individuos se comportan como átomos iguales entre ellos y con idénticas aspiraciones; así se alcanza una dinámica de polarización de los unos con los otros a través de los mecanismos de la rivalidad mimética. Dicho de otra manera, no hay estructura que los separe a priori –y Aglietta lo dice explícitamente– entre dominados y dominantes, entre explotadores y explotados. De esta manera comulga en ideas con Boyer en el espacio de la teoría de las convenciones, situada en un mundo donde son válidas todas las críticas que Marx hacía con relación a las robinsonadas. Se parte de un mundo sin estructuras, se introducen las rivalidades miméticas y posteriormente se ensaya reducirlas mediante la introducción de todas las convenciones posibles entre ellos. De esta manera, en el devenir de su crisis la escuela de la regulación dejó de lado sus concepciones fundantes para adquirir connotaciones diversas. Quizá sea Lipietz (1996) quien mantenga una mayor fidelidad a

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las posiciones iniciales de los regulacionistas. En este proceso las nuevas investigaciones de la regulación van a concentrarse en los aspectos microeconómicos de los cambios en curso. La razón última de esta inflexión de lo macro a lo micro, acicateada por las condiciones sociales, se traducirá en la necesidad de bucear en los comportamientos individuales de los agentes las codificaciones en gestación. Se busca ponerse al día en las nuevas microrregularidades nacidas de las relaciones entre los agentes, susceptibles de constituir formas elementales de futuras formas estructurales de los regímenes de acumulación posfordianos. En esta perspectiva la microeconomía comienza a adquirir relevancia abriéndose así un espacio común con las aproximaciones individualistas heterodoxas. De esta manera, la escuela de la regulación –que se había constituido como una teoría de la transformación social al servicio del reformismo radical– deviene en la confluencia con la teoría convencionalista simplemente una teoría académica con relación a lo existente.

Capítulo 2

El obrerismo italiano1

Introducción Cualquier evocación social de Italia nos remite no sólo a la exuberancia mediterránea, la buena mesa, el papado y la mafia, sino también –en el plano político– a la perpetuación de la Democracia Cristiana sobre un trasfondo de escándalos e inestabilidades; al impensado resurgir de una derecha vernácula y secesionista personificada en el zar de los medios, Silvio Berlusconi; a las luchas obreras, al desarrollo desigual, al colonialismo del norte sobre el sur, a la crisis, al desempleo y a la ausencia de porvenir. Sin embargo, la Italia de los 70 era el lugar donde los marginales, las mujeres y los desempleados, los jóvenes y los trabajadores en negro que producían bienes y servicios, y también luchas, se negaban a acomodarse, como lo deseaba el Partido Comunista Italiano (PCI), bajo la dirección de los obreros tradicionales. La Italia de esa época devendrá el terreno de luchas sociales que proponían una nueva vía, diferente en política, por fuera de los partidos, más cerca de los deseos individuales, de los problemas sociales, de las aspiraciones específicas y concretas, sin delegación de poder ni representación. Este pensamiento constituye el sustrato del llamado obrerismo italiano y autonomismo obrero. En general el conocimiento sobre la saga del marxismo italiano ha dejado mucho que desear en los países al norte de los Alpes. Se ha limitado en general a rescatar la figura de Antonio Gramsci, algunas pocas pala-

1. Si bien estrictamente hablando el obrerismo italiano y el autonomismo obrero representan dos momentos diferentes de la escuela italiana, por razones expositivas designaremos indistintamente con cualquiera de estas dos denominaciones o simplemente como “obrerismo” o “autonomismo” a ese espacio teórico. De manera similar que para con el open marxismo y John Holloway, el autonomismo u obrerismo será asimilado, por las razones expuestas, a las ideas y concepciones de Antonio Negri. [ 95 ]

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bras sobre Galvano Della Volpe, incluyendo a Lucio Colletti, en especial su trabajo “From Rousseau to Lenin” (en Colletti, 1975). Quizá demasiadas alusiones aunque poca sustancia. El pensamiento británico no ha escapado a esta tendencia. Perry Anderson en Consideraciones sobre el marxismo occidental (1979) no dedica un solo renglón a la tradición del obrerismo italiano que alumbró con los Quaderni Rossi en 1960 y con los grupos de la izquierda extraparlamentaria que –cierto es– nunca se reclamaron herederos de las ideologías oficiales del movimiento obrero (trotskismo, anarquismo o maoísmo). Más de dos décadas después de su publicación en 1971, el libro de Mario Tronti Obreros y capital (2001) –uno de los mayores trabajos en el desarrollo de esta escuela– no había sido totalmente traducido al inglés. Con relación a la difusión de las ideas de uno de sus principales integrantes, Toni Negri, recién en 1989 habrían de aparecer una serie de sus trabajos en Revolution Retrieved. A estos obstáculos habría que sumarle el uso permanente en esta escuela de diversos niveles de abstracción fuertemente emparentados con espacios filosóficos –forma de marxismo tan atípica y diferente de otras escuelas– que de conjunto explican el vacío existente con relación al desarrollo teórico y político de esta corriente de pensamiento marxista. ¿Dónde reside la originalidad de esta forma de marxismo que coexistió contemporáneamente con modalidades más extendidas y conocidas en otros países europeos, como el trotskismo, el propio marxismo-leninismo, o las diversas versiones pro chinas que proliferaron luego de la Revolución Cultural de los Guardias Rojos? Su originalidad parece descansar, en parte, en su constitución como alternativa teórica frente a la ortodoxia marxista prevaleciente en los partidos comunistas, a la teoría crítica producida por la escuela de Frankfurt, al existencialismo humanista de JeanPaul Sartre y al estructuralismo de Louis Althusser. Para esa época, en la Europa de posguerra, la excelente salud que mostraba el capitalismo era interpretada por aquellos que creían en la inevitable superioridad del socialismo como un contratiempo desgraciado, como una contratendencia secundaria a la tendencia al derrumbe del capitalismo. No cabía duda de que los días del sistema estaban contados y que las catastróficas condiciones de su derrumbe emergerían tarde o temprano. Sin embargo, durante la década del 50 la tasa de crecimiento del capitalismo se mantuvo, el proceso de internacionalización del capital no se detuvo, la clase obrera mejoró su estándar de vida y la innovación tecnológica floreció. En suma, las fuerzas productivas se desarrollaban sin contratiempos. Mientras tanto, las rebeliones en Polonia y Hungría, acompañadas por la revisión teórica que se producía en China y la Unión Soviética, daban cuenta del cuestionamiento a la causa socialista. Por su lado, los partidos socialistas de la Europa del norte se asumían admiradores de las virtudes

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de la economía mixta –también llamada economía social de mercado controlada–, abandonando el marxismo canónico y reemplazándolo por la nueva tesis de la transformación socialista. El desorden era aun más dramático en los partidos comunistas europeos ante el revisionismo que los envolvía. El marxismo revolucionario del Partido Comunista Francés (PCF) se disolvía en la humanización del progreso técnico propuesto por Roger Garaudy. Y el determinismo tecnológico oficiaba de soporte a las nuevas alianzas planteadas por los partidos comunistas europeos que abandonaban la tesis de la dictadura del proletariado. En efecto, de la mano de la revolución tecnológica, el concepto de trabajo productivo se ampliaba, alcanzando ahora a los técnicos, ingenieros y al staff de supervisores y tecnócratas del aparato del Estado, quienes, tras la reunificación con el movimiento obrero en un solo partido, volvían inviable social y políticamente la tesis de la dictadura del proletariado. La doctrina del capitalismo monopolista de Estado de Paul Boccara y la transición pacífica al socialismo, tras una política de control democrático y de nacionalizaciones, constituían la correspondencia teórica y la referencia política de los nuevos vientos. En las distintas geografías europeas las izquierdas se hallaban controladas ya por el compromiso histórico italiano, ya por la transición posfranquista o el salazarismo portugués. Las luchas sociales por fuera de estas políticas de apertura a las reformas estructurales quedaron relegadas a la esfera de los sindicatos, únicos opositores en momentos en los que, precisamente, perdían influencia ante la reestructuración capitalista y el peso creciente de los trabajadores sin calificación y las migraciones en ascenso. Estas concepciones estaban tan enquistadas que, a pesar de las revueltas de 1968-1969, los partidos políticos de izquierda permanecieron fieles a sus intentos de reformas estructurales, mientras las condiciones de trabajo fabriles empeoraban y los salarios se rezagaban con relación al crecimiento de la productividad. Frente a una lectura ortodoxa de la crisis imperante, ya como resultado del subconsumo de los trabajadores, ya como desequilibrio en el ciclo de acumulación –esto es, una crisis de sobreacumulación de capital–, el obrerismo italiano vio en la naciente crisis del Estado keynesiano el efecto directo de las luchas obreras en el terreno económico salarial. La preocupación de los marxistas instalados en los partidos comunistas de Occidente estaba a años luz de esta lectura, coincidente con Nikita Krushchev que, desde la Unión Soviética, hablaba de la convergencia de modos de vida a ambos lados de la Cortina de Hierro y de la disminución de las tensiones internacionales. En este contexto no resultaba extraño entonces que el “revisionismo” de Moscú atacara al stalinismo, mientras se diseñaba en el plano internacional una política de coexistencia pacífica a expensas de las luchas de un

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Tercer Mundo cada vez más influenciado por las ideas de Franz Fanon y de Mao Tsetung. El conjunto de estas tendencias internacionales, guevarismo incluido, buscaba de alguna manera constituir un cuerpo teóricopolítico alternativo al marxismo de la III Internacional, sin abandonar la ética revolucionaria del proceso. A tono con ese marco, la izquierda europea adoptaría una política de renuncia implícita a la táctica de confrontación, a la lucha de clase contra clase, de bloque de poder contra bloque de poder, a la necesidad teórica de la revolución violenta y a la lucha armada mientras privilegiaba las condiciones objetivas de desarrollo de las fuerzas productivas. En ese contexto el obrerismo italiano produjo una verdadera ruptura teórica coincidente en muchos puntos con la crítica al revisionismo formulada por Althusser. Ruptura que presuponía la vuelta al Marx científico de El capital, priorizando la lucha de clases y rechazando el abandono del concepto de dictadura del proletariado. Fue éste un período cuando los jóvenes que engrosaron los grupos extraparlamentarios de la izquierda italiana se sintieron atraídos por el comunismo chino –mediatizado fundamentalmente por la Revolución Cultural–, por la guerra de Vietnam y por la Revolución Cubana, mientras declaraban la guerra al oportunismo y al determinismo economicista que olvidaban la lucha de clases y privilegiaban el desarrollo de las técnicas y los avances en la producción. El obrerismo representa hoy en realidad una “escuela de pensamiento” y no una línea política excluyente y perteneciente a alguna organización política en particular. Quienes defienden sus principales tesis hablan en general de una matriz obrerista, opuesta a las posturas ligadas al PCI e incluso, en algunos casos, a las emparentadas con el propio autonomismo. Si hablamos del obrerismo en cuanto matriz, es posible distinguir dos etapas diferenciadas en su evolución: una primera, que se extiende desde su nacimiento –y que atraviesa las revistas Quaderni Rossi y Potere Operaio–, hasta las insurrecciones y tomas de fábrica del verano de 1973, con la disolución del grupo Potere Operaio;2 y una segunda etapa ligada directamente a la evolución y el desarrollo del llamado autonomismo obrero. Una primera etapa ligada a una composición de clase estructurada alrededor del obrero masa, y una segunda que tuvo como pivote el desarrollo del obrero social. Una primera etapa con una concepción de centralidad 2. Este grupo, cuyo nombre deviene del nombre de su revista órgano, habría de conformarse luego del “otoño caliente” en marzo de 1969, a partir de la confluencia de escisiones producidas en Quaderni Rossi con grupos autónomos provenientes de Turín y Milán. Su nombre estaba inspirado en el grupo francés Pouvoir Ouvrier, agrupación de izquierda proveniente de una división de Socialismo o Barbarie.

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en la fábrica como espacio principal de las luchas, y una segunda donde la concepción prevaleciente en el obrerismo moderno extendería la lucha al conjunto de la sociedad. Es la época de la consigna “sitiemos la ciudad” (“Take over the city”), popularizada por Lotta Continua. A pesar de ello, el obrerismo no fue un fenómeno de elite intelectual, como se lo ha intentado presentar muchas veces. Por el contrario, fue esencialmente el producto de un fenómeno de masas. Sus orígenes no deben bucearse solamente en los grupos políticos de la izquierda extraparlamentaria de los años 60 sino también en la tradición del movimiento obrero italiano, su historia, cultura, tradiciones e influencias políticas. Las luchas de los obreros de Fiat en Turín en el “otoño caliente” de 1969 constituyen en realidad el parto definitivo del llamado obrerismo italiano organizado. Verdadero crisol de discusión política para los diversos grupos obreristas reunidos tras Lotta Continua y Potere Operaio, el “otoño caliente” constituyó la reafirmación del obrero masa y su proyección contra el Estado. Es el momento de constitución formal del grupo Potere Operaio que, por ser un producto directo de la dinámica de masas, estará recorrido hasta su disolución –en 1973– por la tensión constante del dualismo entre los pesos y las ponderaciones otorgados a la subjetividad y a los momentos de la lucha como tal. Su preocupación central estuvo orientada a resolver la relación entre la subjetividad teórica militante y el movimiento de masas, entendida ésta como una relación interna y no de externalidad, como lo planteaba la concepción leninista de construcción del sujeto político. Éste es el aspecto medular de diferenciación del obrerismo italiano y el leninismo y que da cuenta de la presencia constante de un dualismo que el obrerismo de la primera etapa no alcanzó a resolver y que motivó su autodisolución. La búsqueda casi permanente de una teoría de la organización que diera cuenta, simultáneamente bajo condiciones de reestructuración capitalista, de la nueva composición de clase; de la capacidad de desarrollar el movimiento revolucionario excluyendo las mediaciones institucionales. Mientras el proceso de masas no se masificó, esta tensión se resolvió en el ámbito de los pequeños grupos políticos existentes. Pero cuando el proceso alcanzó masividad, cuando se planteó el problema de la organización de masas dentro del movimiento, entonces las dimensiones del problema fueron similares a las enfrentadas en el Qué hacer de Lenin. Las razones de la disolución de Potere Operaio deben buscarse en su dificultad para resolver esta tensión política que habría de agudizarse cuando, producto de la dinámica que adquirieron las luchas enfrentadas a la reestructuración capitalista en marcha, el tensionamiento se desplazó a la relación entre autonomismo y contrapoder. Contrapoder entendido como la construcción del espacio político en el interior de la fábrica y que a juicio de los obreristas se sintetizaba en la apropiación de la cadena pro-

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ductiva, y la autonomía como forma de evitar el enfrentamiento entre la centralización táctica y la rigidez impuesta por el corsé sindical; construcción subjetiva acorde a la nueva composición de clase. Paralelamente este paso al discurso de la autonomía y el contrapoder estará mediado por una reinterpretación sobre la ley del valor,3 sobre la crisis del Estado-plan y las nuevas características que asumía el Estado en la etapa. El concepto de obrero social es inseparable del nacimiento y el desarrollo de la tendencia política conocida como autonomismo obrero. De cualquier manera, analizarlo como un todo no resulta tarea fácil. Ideológicamente heterogéneo, territorialmente disperso, organizativamente fluido y políticamente marginal, el autonomismo como tal constituyó un verdadero archipiélago político. Nunca alcanzó a conformar una organización política nacional; menos aún pudo constituirse en la fracción de masas de las organizaciones armadas italianas de los 70. Por lo demás, habría de comenzar a disolverse casi tan pronto como alcanzara la hegemonía de la izquierda italiana. En realidad el autonomismo cristalizó como entidad política distintiva en marzo de 1973 cuando unos cuantos centenares de militantes provenientes de toda Italia –escindidos de las distintas organizaciones de izquierda ante la creciente relación de éstas con los sindicatos y la política institucional– se dieron cita en Bolonia para acordar las bases de una nueva organización política de la izquierda revolucionaria. Sin embargo, el autonomismo como expresión política del conjunto de agrupaciones a las que dio lugar el proceso en los 70 tampoco pudo dar cuenta de la contradicción presente. Esto es, de la dificultad para encontrar la forma adecuada de organización para la fase, para la nueva composición de clase que emergía de la transformación global de las relaciones de poder experimentadas. En ese sentido las formaciones de la izquierda extraparlamentaria repitieron casi litúrgicamente los criterios de organización de la III Internacional, formales y burocráticos para la época. La crisis en la que se sumergen posteriormente, expresión por lo demás de su derrota política, responderá a la dificultad para hacer frente a los cambios producidos en la composición de clase, ante la socialización de las fuerzas productivas, proceso que impondrá la ampliación de las necesidades obreras. Durante los dieciocho años siguientes el programa del autonomismo habría de ejercer una influencia decisiva en la izquierda italiana. Así, a fi3. “Por otra parte en la medida que el proceso de producción iba distendiéndose socialmente, la ley del valor comenzaba a funcionar sólo formalmente, es decir, no funcionaba sobre la relación directa entre trabajo individual y determinado y plusvalía arrancada, sino sobre el conjunto del trabajo social” (Negri, 1980: 134-135).

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nes de 1973 el grupo Potere Operaio se disolvía en el autonomismo y sería seguido en este accionar por un importante número de pequeñas organizaciones políticas de izquierda. Reconstituido como Colletivi Politici Operai, originariamente agrupados también en el Grupo Gramsci, este sector habría de producir la más profunda autocrítica de todas las corrientes leninistas que se incorporaron al autonomismo. Su documento liminar en la revista Rosso rompía con la lógica de los grupos de la izquierda. Influenciado sustancialmente por las concepciones anarquistas y libertarias, Rosso encaró el análisis de cuestiones relacionadas con la dominación social y emocional, con la naturaleza de la familia y la marginación de aquellos considerados socialmente anormales. Un año más tarde Negri y sus seguidores se unirían a Rosso para constituir la organización autónoma más importante del norte de Italia. El período 1973-1977 significará para el autonomismo una relectura de las categorías marxistas: “Modificación real de nuestro modo de entender el marxismo” (Negri, 1980: 150). Si el período anterior podía interpretarse como de apego teórico a las grandes categorías marxistas, en adelante se tratará de la reconstrucción sistemática de esas categorías. Era la época de la comprobación práctica y de la construcción teórica del obrero social, así como de los descubrimientos de la generalización de los comportamientos obreros en la sociedad sea en los movimientos feministas, sea en los grupos homosexuales. Época del reconocimiento del proletariado difuso, como sujeto de la nueva composición de clase, íntimamente ligado a la expansión de la producción a la esfera de la circulación; donde el proceso circulatorio ya no funcionará como elemento externo a la producción, sino como un componente interno, razón por la cual los gastos de circulación deberán asumirse ahora como costos productivos. El autonomismo debe ser entendido entonces no sólo como la búsqueda de la independencia obrera frente a los sindicatos y partidos sino también como el resultado de la extensión de la fábrica en la sociedad; proceso que elevará los niveles de cooperación a cooperación autónoma, como calificación comunista de la independencia proletaria. En ese sentido debe ser abordado también como un proceso de recomposición política que hizo pivote sobre la autovalorización, es decir, la reconstrucción de las relaciones subsumidas por el capital mediante la reapropiación obrera. Proceso de reapropiación que tomó cuerpo en la actitud de los obreros de la cadena de montaje de la fábrica Alfa Romeo por conocerla y dominarla así como por ejercitar todos los sistemas posibles de bloqueo y sabotaje. Se trataba en definitiva de la transformación del conocimiento en un sistema de bloqueo y obstrucción del flujo de producción capitalista. Esta transformación supondrá, para el autonomismo, la conversión de la cadena de montaje en valor de uso obrero, siguiendo los cambios producidos en la organización

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del trabajo, al tiempo que plasmará la capacidad de subordinar la producción a las exigencias del dominio político. Este fenómeno que conllevaba el reconocimiento de un nuevo sujeto será interpretado por Negri como la muerte del obrerismo (ídem: 155). La derrota política del autonomismo puede comprenderse si consideramos que para esa época subsistía aún una centralidad política de las luchas articulada alrededor de la figura del obrero masa, en discrepancia con una recomposición técnica que se operaba, y a cuyo nuevo sujeto político el autonomismo apostaba. Se trataba simplemente de la dificultad para transformar en recomposición política una recomposición técnica en desarrollo. La dinámica social, propia de un período de transición, si bien disolvió la centralidad material del obrero masa, no pudo hacer lo mismo con su centralidad política, al dejar incólume la continuidad de la acción política del obrero masa sobre el territorio nacional.

Antecedentes políticos del obrerismo Los Quaderni Rossi Con la publicación de Storming Heaven en 2002, Steve Wright produjo el primer trabajo histórico sobre el obrerismo y el autonomismo italianos que rompía con un abordaje de tipo memoria autobiográfica tradicional realizado hasta esa época, a la par que transparentaba la superficialidad y carencia de lectura crítica y rigor de un amplio grupo de ensayos y trabajos publicados hasta el momento sobre esta escuela italiana. Utilizando la categoría composición de clase como hilo explicativo, Wright da cuenta de las peculiares políticas y las controversias intelectuales que generó el obrerismo no sólo interna sino también externamente en la geografía política italiana. Para el desarrollo de la saga política obrerista y autonomista nos hemos apoyado en gran parte en el texto mencionado. Hacia fines de los 70 las ideas del obrerismo italiano y su prolongación en el tiempo, el autonomismo, ocupaban aún un lugar central en la vida intelectual y política de la izquierda italiana. En efecto, las discusiones referidas a la cambiante naturaleza del Estado y la estructura de clase, a la reestructuración económica en curso, así como las respuestas apropiadas que debían construirse ante ellos, estaban en general atravesadas y llevaban la impronta de la concepción obrerista. Los orígenes del obrerismo italiano pueden situarse a comienzos de los 60 cuando jóvenes disidentes del Partido Socialista Italiano (PSI) y del PCI buscaron aplicar la Crítica de la economía política de Marx a un espacio geográfico-político que, como el de su país, se encontraba en un momento

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de rápido pasaje hacia la maduración industrial. Impulsados por un afán no sólo filológico –de una mayor comprensión de sus lecturas sobre Marx– sino también, y fundamentalmente, por el deseo político de desbrozar y transparentar las relaciones de poder fundamentales en la moderna sociedad de clases, los obreristas buscaron confrontar El capital con el estudio real de la fábrica italiana. En esa perspectiva el obrerismo, asignándole un significado y una relevancia particular a la lucha de clases, buscó dar cuenta de las nuevas instancias de acción independiente que desarrollaba para esa época la clase obrera italiana. En esa perspectiva el obrerismo, según Harry Cleaver (1979: 30), evitó toda teorización y abstracción detallada en favor de la aprehensión de conceptos que dieran cuenta esencialmente de la totalidad concreta de la lucha y cuya determinación estuviera designada de antemano. ¿Cómo es posible caracterizar al obrerismo? En el léxico del marxismo podemos decir que prima facie se trató de un espacio político que privilegió con particular obsesión el trabajo sobre los asalariados industriales, al considerarlos la fuerza sustantiva del cambio social, mientras cultivaba simultáneamente miradas y lecturas despectivas hacia las otras capas y sectores sociales. Sin embargo esta definición sería también aplicable al conjunto de la generación del 68, si dejáramos de lado las características específicas del obrerismo. Como ala herética del movimiento obrero italiano, el obrerismo repensó el marxismo a la luz de las luchas de los 60 y 70, mientras mantenía una relación paradójica con el marxismo tradicional y el movimiento obrero oficial. Mientras el análisis marxista oficial consideraba que el factor que volvía alienante el trabajo era la explotación capitalista, el obrerismo, al rechazar abordar el trabajo como el factor que define la vida humana, consideraba que la alienación capitalista consistía precisamente en reducir la vida al trabajo en la sociedad capitalista. En esta perspectiva los obreristas se mostrarán contrarios al propio trabajo distanciándose en ese momento de toda ética socialista que resaltaba “la dignidad” que proporciona el trabajo. Por ello es que los obreristas no propusieron nunca la apropiación de los medios de producción sino, en todo caso, la reducción de la jornada laboral. En la perspectiva obrerista los sindicatos y partidos, en la medida en que se relacionan con los salarios y las condiciones de trabajo, no luchan por cambiar la suerte de los trabajadores sino, tan sólo, por volverla más tolerable. En esa línea teórico-política los obreristas presionaron por la reducción del tiempo de trabajo y la transformación de la producción mediante la aplicación del conocimiento tecnológico y la inteligencia socializada. El “obrerismo italiano” que emerge hacia fines de los 60 se nutrirá de la insurgencia obrera nacional que manifestó no sólo un fuerte rechazo a las modalidades de trabajo de la llamada organización científica del tra-

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bajo, sino también una muy aguda confrontación con la política y la ideología del Partido Comunista y sus principales organizaciones sindicales; confrontación que iría creciendo a medida que la dinámica de las luchas, desde las fábricas a las calles, escapaba del control del partido y sus órganos. Si en Francia el punto de ruptura lo corporizó mayo de 1968, cuando millones de trabajadores y decenas de miles de estudiantes ocuparon las fábricas y levantaron barricadas en una sublevación verdaderamente autónoma, que tomó por sorpresa al gobierno y al partido, en Italia la rebelión fue menos dramática: gestada desde comienzos de los 60, escapó tanto al control cuanto a la comprensión de la ortodoxia marxista. En efecto, 1962 marcará el comienzo de la insurgencia con la huelga salvaje en Turín, corazón de la producción fabril de Fiat, fenómeno que habría de terminar ese año en los violentos enfrentamientos en Piazza Satuto donde se saqueó la sede del amarillista sindicato socialdemócrata. Por lo demás, el proceso de conformación de la corriente obrerista estará marcado por la permanente confluencia y fusión del movimiento obrero con el movimiento estudiantil italiano. De esta manera el conflicto desatado entre la clase obrera italiana y la intelectualidad militante, por un lado, con las organizaciones oficiales de la clase por el otro, habría de conducir en el tiempo a rupturas y formaciones de nuevas organizaciones así como a un muy importante desarrollo teórico, contrapartida que gestaba la dinámica de masas. Las diversas organizaciones políticas de izquierda –por lo general extraparlamentarias, en tanto se oponían a los partidos socialdemócratas y comunistas comprometidos con la actividad legislativa– fueron sujetos activos en sustantivas polémicas y avances teóricos desatados detrás de sus órganos de prensa. Entre las primeras debemos mencionar a Potere Operaio, Il Manifesto y Lotta Continua. Los Quaderni Rossi (1960-1966), Classe Operaia (1964-1967), Lavoro Zero (1975-), Contropiano (19671972), Primo Maggio (1973-) y Quaderni del Territorio (1976-) figuran entre los principales periódicos de la izquierda obrerista de la etapa. La característica más importante del obrerismo, en su evolución siguiente a las dos décadas posteriores de su surgimiento, fue la importancia asignada a la relación entre la estructura material de la clase obrera y su comportamiento como sujeto autónomo de los dictados del capital y del propio movimiento obrero institucional. El obrerismo designará a esta relación como el nexo entre la composición técnica y la composición política de la clase. Comprometido con el asalto al cielo de las clases dominantes, la única teoría válida aceptable, según el obrerismo, para todo cuerpo de ideas que se preciara de revolucionario, debía referenciarse en el análisis del comportamiento de los sectores de clase pertenecientes a los espacios productivos más avanzados de la economía. Bien puede decir-

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se en ese sentido que buscaba determinar las leyes de movilidad política de la mercancía fuerza de trabajo. De hecho el desarrollo de la categoría composición política buscaba dar cuenta del comportamiento de clase en términos largamente ocultados por el marxismo oficial, comenzando por la lucha contra la doble tiranía de la racionalidad económica y la división del trabajo. La categoría “composición de clase” habría de jugar, tanto en el obrerismo como en su sucesor el autonomismo, el mismo rol que la categoría “hegemonía” en el comunismo italiano (Wright, 2002: 5). Según Negri (1980: 31), el obrerismo italiano surgió como respuesta política a la crisis que sacudió al movimiento obrero durante los 50. Dos factores internacionales contribuyeron a acelerar la crisis en la izquierda italiana: por un lado, el estallido de la revolución húngara; por otro el colapso del mito stalinista en el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS). El año de la invasión soviética a Hungría, 1956, constituyó, al decir de Pietro Ingrao (citado por Wright, 2002), un año inolvidable para los comunistas italianos. A pesar de las denuncias de Palmiro Togliatti sobre los peligros que acechaban ante la degeneración burocrática soviética, el PCI se vio conmocionado cuando la revelación de la verdad sobre el stalinismo indujo al éxodo político a numerosos intelectuales pertenecientes hasta ese momento al partido. Por su parte el PSI, de la mano de Pietro Nenni, consiguió suplantar en 1956 los veintidós años de unidad en la acción que lo habían ligado al PCI, y lo hizo por una política de consulta. Cuando seis meses después de esta declaración, al culminar el 32º congreso del PSI, Nenni alcanzó la dirección del partido, el PSI comenzó a explorar nuevos cursos de acción política que culminarían, a principios de los 60, con el regreso de los socialistas a la coalición de gobierno encabezada por la Democracia Cristiana. Si bien el colapso de la Unión Soviética contribuyó a consolidar un perfil socialdemócrata hacia el interior del PSI, abrió igualmente un espacio, aunque por breve tiempo, de investigación crítica para la izquierda. En ese espacio habría de descollar Rainiero Panzieri, cuya respuesta ante las incertidumbres de la etapa fue avanzar en la investigación de la relación entre la clase y su organización política. Al igual que la mayoría de los intelectuales del partido, Panzieri aceptaba las tesis del llamado “camino italiano” –esto es, “democracia más pacificación”– apoyadas en la excepcional experiencia histórica de la política unitaria. Estrategia política que, entendida como una lectura de la acción de las masas, se basaba en el presupuesto de la coincidencia necesaria y concreta de la lucha de las masas con los objetivos proyectados de una visión democrática, crítica y constructiva de los problemas nacionales. Panzieri habría de canalizar sus ideas, luego de dejar el comité cen-

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tral del PSI en 1957, en la revista Mondo Operaio, que durante sus dieciocho meses de existencia se convirtió en un foro vivo de debate abordando tanto los acontecimientos de la época como los diversos autores marxistas (Gÿorgy Luckács, Rosa Luxemburg, León Trotsky) obturados por el socialismo italiano. Las concepciones de Panzieri iban más allá de las enunciadas oficialmente por el partido. Si bien no renegaba de la experiencia política institucional, la lucha por el socialismo exigía, según él, la renovación desde abajo del movimiento obrero bajo formas de democracia total (Wright, 2002: 18). Se requerían nuevas instituciones que echaran sus raíces en la verdadera fuente del poder: la esfera económica. De lo contrario, el camino democrático se convertiría bien en una tardía adhesión al reformismo, bien en un simple cascarón cobertor de una dogmática concepción del socialismo. Fue precisamente el colapso del dogma comunista el que hizo posible con todo su vigor la reafirmación del autonomismo como el principio de acción de las clases explotadas y oprimidas en la lucha por su liberación. Apoyando fuertemente esta posición Panzieri habría de romper con el PSI, el que, de la mano de Togliatti, se encolumnaba hacia una alianza con la Democracia Cristiana. Asentado en la idea de que la crisis de los partidos y sindicatos italianos estaba sustentada en su alejamiento del movimiento real de las luchas y necesidades de los obreros, Panzieri planteó el retorno a la plena y directa acción política de la intelectualidad en las bases obreras, como manera de superar la crisis política abierta. Surgían de esta manera los Quaderni Rossi (1960-1966). Desde un comienzo los Quaderni Rossi habrían de registrar sus estudios teórico-políticos en dos espacios diferenciados. Uno de ellos articulado por el rescate de la categoría autonomía acuñada inicialmente por el marxismo disidente de los 50. El otro, referenciado en la utilización de la sociología burguesa como instrumento de trabajo para comprender la realidad de la moderna clase obrera. En ese sentido Panzieri habría de plantear un interrogante que habría de ser retomado luego: ¿es posible poseer una sociología del trabajo y de la industria que no esté al servicio del desarrollo tecnológico y sí de las luchas de los trabajadores? La novedad de los Quaderni Rossi consistía en el desarrollo de la encuesta obrera. A la pregunta por dónde empezar, los Quaderni Rossi respondían:

Las reflexiones de Panzieri habrían de estimular los diversos proyectos de investigación, muchos de ellos construidos sobre la base de entrevistas directas con los obreros de fábrica, fundamentalmente con los trabajadores de la Fiat en Turín, así como en aquellos lugares de trabajo dotados de importantes avances tecnológicos, como era el caso de la planta de Olivetti en Ivrea y la textil Valdilusa (Negri, 1980: 58). Estas tareas se convirtieron en el verdadero punto de partida sobre la investigación obrera de Marx, así como en el renacimiento de la sociología del trabajo. El desarrollo teórico de Panzieri constituía un verdadero avance con relación a la Escuela de Frankfurt, preocupada solamente por la planificación capitalista,4 así como en relación con aquellos que habían enfatizado el desarrollo autónomo de las luchas de clases respecto de la planificación, pero que no habían alcanzado a concretar el desarrollo de una teoría propia. En efecto, si el poder de los trabajadores es el que fuerza la reorganización y los cambios en el capital, éste no puede ser entendido como una fuerza externa independiente de los trabajadores. Debe ser entendido entonces como una relación de clase en sí misma. Esta idea condujo a Tronti (otra de las figuras de Quaderni Rossi y de Classe Operaia) a la yuxtaposición teórica de la fuerza de trabajo y la clase obrera. En otras palabras, mientras el capital busca incorporar a la clase trabajadora en sí como simple fuerza de trabajo, el movimiento obrero se autoafirma como clase independiente para sí, solamente a través de las luchas que rompen el proceso de autorreproducción capitalista. Alessandro Pizzorno argumentaba ya en esa época sobre la necesidad de modernizar el análisis en la medida en que mucho había cambiado desde la época de Marx y Lenin para privilegiar sus pensamientos. Otros en el PSI se mostraban reacios para tentar nuevos caminos de estudio e investigación. Por su lado, el marxismo disidente de los 50 había hecho de la encuesta sociológica el medio para establecer una nueva relación orgánica entre los intelectuales y la clase trabajadora, asentada en la producción conjunta de conocimiento social “desde abajo”. Para Danilo Montaldi5 las historias de vida y las entrevistas jugaban igualmente un rol central contra la cultura de las “clases” del marxismo oficial. En este camino los Quaderni Rossi recibirán también el aporte de aquellos grupos que, abandonando el espacio del trotskismo, habían resuelto abordar la verda-

Desde una comprensión de la clase obrera, de la nueva clase obrera y más precisamente de la mentalidad de las nuevas generaciones que peleando con la policía en las calles en julio de 1960 habían defendido la democracia del nuevo avance del fascismo. (Bologna, 2004)

4. “El francfortismo es una concepción en la que el totalitarismo de la producción capitalista no ve la presencia de un antagonismo obrero, niega totalmente el hecho de que este proceso de explotación sea el proceso de una relación” (Negri, 1980: 68). 5. Quien había abandonado el liación nacional”.

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en 1946 en oposición a la línea de Toggliatti de “reconci-

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dera experiencia proletaria mediante el estudio de su comportamiento. Nos referimos a Socialismo o Barbarie de Cornelius Castoriadis y Claude Lefort6 en Francia, y al grupo que en Estados Unidos conformaron Raya Dunayevskaya y C.L.R. James. Las encuestas habrían de arrojar algunas conclusiones de importancia para el desarrollo del obrerismo. En primer lugar se constataba que el antagonismo de clase con relación a la organización capitalista del trabajo, aunque contradictorio en su forma, era permanente y universal. En segundo lugar, mostraban que la separación entre la clase y los partidos o sindicatos, que buscaban convertirse en sus representantes, se asentaba en una profunda separación estructural. De cualquier manera, la falta de unanimidad en el interior del grupo impidió el avance sostenido del estudio propuesto. Romano Alquati, figura principal que apoyaba la encuesta obrera con aproximación marxista, sentó las bases de la metodología de la investigación juntamente con Romolo Goggi y Gianfranco Farina.7 Alquati, como integrante de Quaderni Rossi, manifestó desde un comienzo diferencias con Panzieri, aceptando incorporar la sociología sólo como un espacio interno, sólo como una primera aproximación a la autoinvestigación que la organización autónoma de la clase estaba demandando. Con posterioridad, habría de hacer responsable a Panzieri de las transgresiones producidas a partir de una confianza desmedida en la ciencia social tradicional antes que en el desarrollo de la reconstrucción marxiana desde la óptica de la crítica de la economía política. De cualquier manera, el grupo que se conformó alrededor de Panzieri luego de su partida a Turín –Tronti en Roma con militantes del PCI, Luciano Dela Mea en Milán con militantes del PSI y Negri en el Véneto, también con militantes del PSI– era consciente de las limitaciones que conllevaba este trabajo de investigación-encuesta al tratar las percepciones subjetivas como simples espejos superficiales de las relaciones sociales capitalistas. En todo caso se encontraban prevenidos y buscaban insertar su trabajo de investigación en una estructura similar a la encuesta obrera de Marx de 1880, con énfasis en la construcción de un cuadro que pudiera dar cuenta de la composición técnica y política de la fuerza de trabajo.

6. La revista Socialismo où Barbarie era una publicación francesa portavoz del grupo homónimo, proveniente del trotskismo heterodoxo que, a través de una crítica al stalinismo, construyó una interesante revisión crítica del marxismo. Su principal teórico fue Cornelius Castoriadis. 7. Gianfranco Farina formó parte de la experiencia de Classe Operaia pero no se incorporó a Potere Operaio. Mantuvo relaciones con los grupos anarquistas de 1970. Encarcelado, murió en 1981.

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Panzieri abrió el camino para nuevos desarrollos teóricos con su relectura sobre el tomo I de El capital. Fruto de ello son sus trabajos “El uso capitalista de la máquina: Marx versus los objetivistas” y “Plusvalía y planificación, notas a lecturas sobre el tomo I”. El primer número de Quaderni Rossi apareció en la segunda mitad de 1961 y generó una enorme controversia en el movimiento laboral. Un año más tarde se producía la incorporación del núcleo romano ligado a Tronti. Sin embargo, en octubre de 1964 el grupo fue sacudido por la muerte inesperada de Panzieri, de la cual la agrupación nunca se recuperaría hasta su desaparición definitiva cuatro años más tarde, en 1968. La polarización y las diferencias en su interior no disminuyeron; pudieron más las diferentes interpretaciones sobre el comportamiento de clase que la perspectiva común de impulsar una práctica política compartida. En realidad la corriente obrerista propiamente dicha no habría de desarrollarse sino hasta la aparición de Classe Operaia en 1964. A pesar de ello puede decirse que en los tres primeros números de Quaderni Rossi se habían delineado los principales ejes que habrían de conformar los temas centrales del obrerismo italiano. Una primera tarea se referenció en el significado asignado al desarrollo del capitalismo. Hasta ese momento no eran pocos quienes, amparados en la relación binaria fuerzas productivas-relaciones sociales de producción, y a pesar del ciclo económico exitoso de posguerra, postulaban la existencia de una oposición excluyente entre capitalismo y desarrollo. Frente al milagro italiano, los teóricos del PCI y del PSI adhirieron a una lectura del crecimiento basado en el desarrollo tecnológico interno y propulsor de una autónoma e innata fuerza progresiva. Quaderni Rossi rechazaría la tesis asentada en esa falsa relación binaria, avanzando en el estudio de la relación entre clase obrera y desarrollo tecnológico alcanzando conclusiones fuertemente críticas para la cultura sindical de la Confederación General del Trabajo Italiana (CGIL) y su aceptación subalterna con respecto al desarrollo capitalista. En su primer aporte a Quaderni Rossi, “La fábrica y la sociedad” –de 1962–, Tronti (2001), en busca de una depuración marxista del marxismo, tentó dar cuenta de los cambios que la generalización de la plusvalía relativa, bajo la forma de capital social, había forzado en la sociedad capitalista. El obrerismo intentaba, desde la óptica del marxismo, avanzar en el análisis de la relación entre lucha de clases, desarrollo y formas de explotación. El ejemplo histórico de la lección británica de mediados del siglo XIX se sintetizaba, según Tronti (2001: 51), en que “la presión de la fuerza de trabajo es capaz de constreñir al capital al modificar su composición interna, interviniendo en el interior del capital como componente esencial

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del desarrollo capitalista”. Para él la relación social no está nunca separada de la de producción y ésta se identifica cada vez más con la relación social de fábrica. Y la relación social de fábrica adquiere cada vez más un contenido directamente político (ídem: 58). El segundo objetivo planteado por Tronti en “La fábrica y la sociedad” era describir las dimensiones que adquiría el proceso de socialización capitalista. Ya en 1923 György Luckács en Historia y conciencia de clase había argumentado que el destino de los trabajadores se volvía el destino de la sociedad en su conjunto en la medida en que la fábrica contiene de una manera concentrada la totalidad de la estructura de la sociedad capitalista. La llegada de la industria en gran escala significaba para Tronti que la fábrica ahora no sólo se enfrentaba a la sociedad sino que la tendencia era absorberla completamente. Mientras que la subsunción de todas las relaciones sociales al capital creció con la generalización de la relación salarial, la creciente proletarización de las nuevas capas sociales adquiría una forma mistificada. “Cuando la fábrica se apodera de toda la sociedad –toda la producción social se convierte en producción industrial–, entonces los rasgos específicos de la fábrica se pierden dentro de los rasgos genéricos de la sociedad” (Tronti, 2001: 57). Cuando toda la sociedad es reducida a fábrica, la fábrica en cuanto tal tiende a desaparecer. Esta manifestación constituye para Tronti uno de los fenómenos invertidos que se presentan ante el surgimiento de la llamada “fábrica social”. El desarrollo de la categoría “capital social” permitirá al obrerismo italiano sentar las bases de uno de los grandes aportes que realizó con relación a la modalidad de trabajo que adquieren las fábricas capitalistas modernas. Nos referimos al carácter esencialmente social que asume el poder del capital, lo que Negri dio en llamar, desde el punto de vista del Estado, el Estado-plan, y que ya Tronti había adelantado en su libro. En efecto, partiendo de reconocer que el capital incorpora en sí mismo a la clase obrera, Tronti retomó al Marx de El capital donde éste analiza el proceso de acumulación de capital como un proceso esencialmente de acumulación de clases, de la clase capitalista y de la clase obrera. Y en ese direccionamiento analizará las formas como Marx abordó la circulación y reproducción el capital en el tomo II de El capital, incorporando simultáneamente la reproducción de las clases sociales. A partir de aquí inferirá que aquella concepción, propia de la economía política, que ataba el capital a la fábrica, se volvía inapropiada, errónea. Y que la reproducción de la clase obrera incorporaba no sólo el trabajo en la fábrica sino también el trabajo doméstico y en las comunidades obreras. La acumulación de capital implicaba entonces no sólo la acumulación del ejército de reserva –concepto desarrollado en el tomo I en el capítulo dedicado a la acumulación– sino también la acumulación del ejército activo, es decir de quienes traba-

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jan para reproducir la clase y de quienes trabajan produciendo otro tipo de mercancías junto a la fuerza de trabajo. Según Tronti, la fábrica moderna donde trabaja ahora el obrero no podrá remitirse de aquí en más a la fábrica clásica sino que ésta ha extendido sus fronteras incorporando al conjunto de la sociedad. Nacía así la categoría de fábrica social. Y con ello la categoría obrero debía ser redefinida para incorporar a los trabajadores fuera de la fábrica. El obrero masa se convertía en el obrero social. Esta concepción habría de jugar igualmente un papel central en el reconocimiento de las luchas desarrolladas por los nuevos movimientos sociales, en particular el de las mujeres, como forma de expresión de las luchas anticapitalistas. Por lo demás, el paraguas del capital social invalidaba toda derivación sustantiva de la competencia intercapitalista, por lo que la contradicción intercapitalista pasó a ocupar el lugar de categoría subordinada, mientras el capital desplegaba su poder sobre el conjunto de la sociedad. A partir de ese momento la planificación socialista, como organización social contrapuesta a la anarquía capitalista, quedaba demodée ante el avance de la planificación capitalista. Y en ese mismo acto el socialismo existente quedaba desechado. No menos importante resulta la lectura que, a partir del análisis de Tronti, el obrerismo hará del Estado. Para esta corriente la máquina del Estado político tendía a identificarse cada vez más con la figura del capitalista colectivo; se convertía cada vez más en propiedad del modo capitalista de producción operando por lo tanto en función del capitalista. De ahí que, en el camino de la muerte del capital, la maquinaria del Estado burgués debiera ser destruida juntamente con la fábrica capitalista. En realidad, Panzieri había adelantado análisis similares. La novedad en Tronti descansaba en las implicancias políticas que asumía ahora el doble carácter del trabajo. A partir de este punto Tronti analizaba la clase obrera en su lucha contra el capital ya no como elemento externo al propio capital. “La clase obrera debe descubrirse a sí misma su materialidad como parte del capital, si quiere después contraponer todo el capital a sí misma. Debe reconocerse como un elemento particular del capital si quiere presentarse luego como su antagonista general.” Agregaba después que “el trabajo deber ver como propio enemigo a la fuerza de trabajo en cuanto mercancía, de manera de poder descomponer la íntima naturaleza del capital en la potencialidad antagónica de sus partes que orgánicamente lo componen” (Tronti, 2001: 60). El aspecto más interesante de este argumento se refiere a las consecuencias que trae aparejadas la superación de las relaciones sociales capitalistas, incorporando ahora una orientación completamente diferente de la tradicionalmente impulsada, dirigida esta vez a la construcción de

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la autoorganización productiva obrera. Si, como todos los descubrimientos de Tronti, la lucha contra el trabajo provenía de una deducción lógica, este proceso nos remitía a un escalón superior del marxismo, relacionado con los problemas que el trabajo parcelado de la gran industria planteaba a las fuerzas que lo resistían. Y si bien este punto nunca fue motivo de discusión con Panzieri, la defensa que realizó Tronti del antagonismo existente entre trabajo y fuerza de trabajo constituyó, de hecho, un signo temprano a incorporar en el vasto campo cultural que pronto dividiría a Quaderni Rossi. Al enfatizar en “La fábrica y la sociedad” que las relaciones de producción eran primero y principalmente relaciones de poder, Tronti recuperaba el espíritu político de la Crítica de la economía política de Marx, mientras que la identificación de la contradicción política bajo la forma de mercancía promovía una nueva y genuina estrategia política anticapitalista. De cualquier manera, la particular importancia que Tronti asignara, juntamente con Panzieri, a la gran industria y a la fuerza de trabajo empleada en esos espacios productivos habría de generarle no pocas contradicciones y desajustes teórico-metodológicos para avanzar en el desarrollo de la categoría fábrica social. Para Tronti la noción de clase obrera se encontraba íntimamente ligada a los trabajadores de las grandes empresas y sólo a aquellos que ejecutaban tareas manuales. De manera que si este reduccionismo contribuyó a poner la atención sobre las fábricas de una manera pocas veces vista hasta ese momento en Italia (desde las notas sobre americanismo y fordismo de Antonio Gramsci), paralelamente vaciaba de contenido aquella imagen obrerista de un proletariado que se ampliaba tras la fábrica social. Habiendo argumentado que la fábrica, lejos de ser una simple aglomeración de hombres y máquinas, constituía el más alto grado de desarrollo de la producción capitalista, la mayoría de los obreristas dedicarían poco estudio al mundo por fuera del proceso inmediato de producción. Significativa consideración adoptó en el desarrollo del obrerismo el abordaje sobre el papel de la tecnología en el proceso de desarrollo capitalista. Una de las principales contribuciones de Panzieri (s/f a) fue desafiar y diferenciarse de aquella lectura, compartida por gran parte de los marxistas italianos, que consideraba al progreso tecnológico separado y desprendido de toda relación de clase. Incapaces de visualizar que una lectura asentada en una supuesta racionalidad objetiva e indiferenciada no podía ser nunca utilizada para analizar la producción capitalista, no acertaban a asumir que era (es) precisamente el despotismo capitalista el que toma la forma de la racionalidad tecnológica. El uso capitalista de la máquina no constituye, afirma Panzieri en primer lugar, una desviación o deformación de algún desarrollo objetivo que sea en sí mismo racional. Por

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el contrario, el capital ha determinado tecnológicamente el desarrollo. En segundo lugar, las gigantescas fuerzas naturales y la masa de trabajo social están incorporadas en el sistema de maquinaria conjunto que en su globalidad constituye el poder del amo. De ahí que vis à vis el trabajador individual desprovisto de todo elemento de producción, el desarrollo tecnológico se presenta a sí mismo como desarrollo del capitalismo, como capital. A medida que el proceso de industrialización avanza incorporando nuevos niveles de progreso tecnológico se verifica un crecimiento continuo de la autoridad capitalista. En realidad, en la mente del capitalista, el comando y la dominación del trabajo muerto, bajo la forma de ciencia y maquinaria, eran uno y el mismo (ídem). Simultáneamente, mientras el flujo continuo de la producción ofrecía al capital, en esa época, nuevas posibilidades para consolidar su poder, fortalecía, a ojos del obrerismo, el brazo subversivo del obrero colectivo, en la medida en que potenciaba su poder disruptivo en el propio proceso de producción. Esta lectura suponía aceptar que el proceso de recomposición unitaria no podría ser alcanzado si la conexión entre los elementos tecnológicos y las políticas organizacionales (el poder) en el proceso de producción capitalista eran negadas o dejadas de lado. “El nivel de clase se expresa a sí mismo no como progreso sino como ruptura. No como revelación de la racionalidad oculta inherente al moderno proceso productivo sino como construcción de una nueva racionalidad radicalmente contrapuesta a la racionalidad practicada por el capitalismo”; concluye diciendo que lo que “caracteriza al proceso en las grandes fábricas donde los trabajadores adquieren la conciencia de clase no es la demanda de expansión de su personalidad en el trabajo, sino una demanda motivada estructuralmente para ejercer el poder económico y político en la empresa y a través de ella en la sociedad” (Panzieri, s/f a). Pero Panzieri no sólo habría de salir al cruce de la concepción objetivista que reificaba la racionalización de la producción contraponiendo a ella la idea de que “las relaciones de producción están presentes en las propias fuerzas productivas”, sino que simultáneamente habría de cuestionar la concepción prevaleciente en el PCI y PSI así como en la izquierda sindical italiana, que ataba el desarrollo del capitalismo nacional a la consolidación de la racionalidad que éste ejercía en el ámbito de la planta fabril, aunque ahora a escala nacional. Su trabajo “Plusvalía y planificación, notas a la lectura de El capital” (s/f a) buscaba demostrar que el desarrollo del planeamiento capitalista está fuertemente relacionado con el uso capitalista de la máquina, y que en el maduro mundo de la fábrica social el planeamiento de la izquierda se había convertido en la expresión fundamental de la ley de la plusvalía. Crítico de la concepción que Lenin había asumido con relación a los méritos de la planificación, Panzieri ha-

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bría de concluir en que la repetición de las formas capitalistas de producción, tanto en el nivel de la fábrica como en el de la producción social en su conjunto, habían continuado, sin prisa pero sin pausa, en la Unión Soviética, juntamente con la doctrina del socialismo en un solo país, oficiando como una enorme pantalla ideológica. Panzieri combinó un análisis del crecimiento del fordismo en Italia y la emergencia del obrero masa descalificado con una reevaluación del trabajo de la escuela de Frankfurt y una relectura de Marx sobre la dominación tecnológica. En este proceso descubrió –como lo habían hecho antes teóricos relacionados con Socialismo o Barbarie– que la organización capitalista del trabajo promovida por el capital era indisoluble del objetivo capitalista de búsqueda permanente de división y control sobre el movimiento obrero. En esa perspectiva Panzieri formulará la idea de que la evolución tecnológica del capital se encuentra modelada sustantivamente por la respuesta que éste debe promover ante las luchas obreras permanentes. En ese sentido, para Panzieri 1930 marcó el comienzo de una nueva fase de planeamiento capitalista, como respuesta a la original dinámica que asumía la lucha de clases en el marco de la revolución tecnológica capitalista y la respuesta de la organización obrera. Lo que emergía de este trabajo era el carácter inmanejable que, para la planificación capitalista, asumían las luchas obreras. La incorporación de la autonomía obrera en la teoría del desarrollo capitalista implicó una nueva forma de aprehender y relacionar la lucha de clases con el desarrollo de la estructura de la división capitalista del trabajo. La división del trabajo dejaba de ser vista de manera excluyente como el arma jerarquizada utilizada por el capitalista para debilitar al obrero, al tiempo que se incorporaba la idea de que las luchas obreras contra el uso capitalista de la tecnología podían conllevar simultáneamente una recomposición de las relaciones de poder en favor de la clase trabajadora. De hecho, significaba una nueva manera de comprender tanto la naturaleza del capital como su relación con la organización de la clase obrera. Tras una reinterpretación del “Fragmento sobre las máquinas” de los Grundrisse, Panzieri formularía una aguda crítica a la visión fatalista y objetivista de los sindicatos italianos con relación al progreso tecnológico. En efecto, tras esta lectura los sindicatos terminaban limitando sus demandas a la corrección de los excesos que conllevaba el desarrollo tecnológico, sin comprender que éste al mismo tiempo fortalecía la estructura autoritaria en la fábrica. En palabras de Panzieri: “El despotismo capitalista toma la forma de la racionalidad tecnológica” (citado por Bologna, 1991). Bajo esta comprensión era poco lo que hacían los sindicatos para corregir las distorsiones y disfunciones, mientras aceptaban el orden im-

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puesto por el capital fijo como una suerte de imperativo ajustado a la racionalidad tecnológica. De cualquier manera, habiendo criticado de modo correcto a todos aquellos que pronosticaban un desarrollo italiano condenado al estancamiento, Panzieri habría de caer en el error opuesto de sobrevaluar las perspectivas de crecimiento sin contratiempos bajo planificación capitalista, equivocando en ese momento la tendencia en general del capital con una manifestación concreta de su accionar. Pero Panzieri iría más lejos aún cuando, al sostener que la única amenaza al capital provenía de algo legítimamente externo, dejaba de lado las lecturas de Tronti quien veía en el capital una relación de clase asentada en la unidad forzada de elementos no idénticos y potencialmente antagónicos. En su análisis del planeamiento capitalista Panzieri habría de confundir el desarrollo lógico de El capital con el curso histórico asumido por la relación social, proceso que lo conduciría al error de pretender elaborar una nueva teoría a partir de los lazos que asumían en ese momento histórico la racionalidad instrumental del capital en la fábrica, la sociedad y el Estado. A pesar de ello no puede negarse el aporte invalorable de Panzieri al desarrollo del obrerismo italiano. Otro de los temas que recorrió la mayoría de los ensayos publicados en Quaderni Rossi, relacionado directamente con el desarrollo de la categoría composición de clase, fue la apuesta a la existencia de una nueva clase obrera con necesidades y comportamientos que no se correspondían con aquellos que habían caracterizado al viejo movimiento obrero. Basados inicialmente en los trabajos que Romano Alquati realizara en dos de las mayores firmas de Italia –Olivetti y Fiat–, habrían de registrarse problemáticas no detectadas por la izquierda sindical tradicional. Se asistía a fuertes cambios en la composición de clase asentados en un proceso de descalificación y recalificación de la fuerza de trabajo, mientras se incorporaba al proceso de producción una nueva fuerza de trabajo aunque de menor calificación que la existente. Este proceso de socialización masiva de la descalificación provocó paralelamente el vaciamiento del trabajo de su contenido concreto, mientras se potenciaba su carácter abstracto, común a todos los trabajadores. Si bien el informe de Alquati sobre Fiat no mencionaba de manera explícita la categoría composición de clase, en los hechos daba cuenta de ella al abordar las variadas formas que adoptaba el comportamiento de la clase en momentos en que se insertaban particulares formas de fuerza de trabajo en procesos específicos de producción. El informe de Alquati no sólo dejaba de lado cualquier etiqueta sobre una clase mitologizada como objeto de estudio por numerosos intelectuales de izquierda que habían rechazado vehementemente cualquier comportamiento que la alejara de la ideología socialista y la acercara al esponta-

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neísmo sino que, al mismo tiempo, reposicionaba a éste y adoptaba una lectura del Qué hacer donde la espontaneidad era vista como la forma embrionaria de la conciencia. No se trataba de desechar las acciones espontáneas. Por el contrario, Alquati reconocía en ellas un significado político innato. Abordado de esta manera, el término espontaneidad otorgaba significado a la ya existente aunque invisible forma de organización alcanzada por los trabajadores en ausencia de una formal organización obrera. Si bien la tensión entre ser y conciencia, entre condiciones materiales y subjetividad, habían sido lugares comunes en Marx, sus seguidores habían congelado esa relación abordando este tensionamiento a partir de rígidos preconceptos inmutables en el tiempo y en el espacio. Si bien Alquati coincidía con Lenin en que la conciencia de clase provenía desde afuera, rechazaba la idea de que ella pudiera hacerlo por fuera del proceso productivo. Finalmente Alquati no consideraba, a diferencia de Lenin, la organización política como mero reflejo de la división capitalista del trabajo. Más bien ésta debía ser vista como respuesta al irracionalismo del propio proceso de producción. Alquati se aproximaba a lo que él denominaría en su informe “el tema fundamental del marxismo leninismo”, aquel de la transformación de las fuerzas objetivas en fuerzas subjetivas, es decir, la problemática de la organización política. Planteaba que la organización política debía responder a la actual realidad de la explotación de clase. Igualmente, en el repórter de Fiat, Alquati se mostraba influenciado por la ideología de la autoorganización productiva tan defendida por Panzieri y la ultraizquierda de la época. Su lectura, en este aspecto, recogía las ideas de Socialismo o Barbarie que veía en la división social del trabajo tanto la expresión de un sector que dirigía el trabajo y la vida social como la de un sector mayoritario que simplemente ejecutaba. De cualquier forma sus análisis obviaban las ideas de Panzieri, para quien, en determinadas circunstancias, las relaciones de clase podían ellas mismas tomar la forma de maquinaria. Es posible concluir en que, a pesar de que el primer trabajo de Alquati sobre Fiat sirvió para profundizar algunos aspectos y cambios en la clase obrera italiana, no dejó de ser el producto de una mirada política tradicional, aunque disidente. Por el contrario, el trabajo sobre Olivetti habría de mostrar una notable influencia de las ideas avanzadas por Tronti y Panzieri. Comparado con el informe sobre Fiat, el trabajo sobre Olivetti mostró un particular énfasis en el análisis de la relación entre obreros y máquinas. Para Alquati ahora la introducción de nueva maquinaria era una muestra del nivel general y la calidad de las relaciones de fuerza entre las clases para ese momento. De igual forma que Taylor había desintegrado políticamente al proletariado como fuerza política, el comando capitalista, mediante la introducción de maquinarias, podía alcanzar igual objetivo. Por ello la ma-

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quinaria era vista ahora como parte integral del edificio de dominación capitalista socializado (Wright, 2002: 55). Para Alquati hablar del desarrollo capitalista en términos de fuerzas productivas socialmente neutras inmersas en relaciones de producción decadentes ya no era adecuado. Se debía reemplazar esta visión por una lectura de oposición de clase contra clase de final abierto. Surgía así una nueva corriente marxista fundada en la relación establecida entre la autonomía de la clase con relación al poder del capital y la organización que la propia clase podía construir, mostrando cómo los obreros forjaban y descartaban formas de organización de acuerdo con el carácter concreto que asumía la relación de clase. Sindicatos, partidos socialdemócratas, consejos obreros, partidos leninistas, constituyen en ese sentido, para la corriente obrerista, productos históricos particulares de organización de la clase. De esta manera se desplazaba el foco de estudio del autodesarrollo del capital al autodesarrollo de la clase trabajadora, desnudando en ese acto el idealismo de aquellos marxistas que asignaban un carácter permanente y eterno a las relaciones establecidas entre la forma del capital y las formas de organización de la clase obrera. De esta manera se elaboró un cuerpo teórico que buscaba dar cuenta de la paulatina desafectación –en acto– de los obreros italianos con relación a sus organizaciones oficiales así como el desplazamiento de sus puntos de referencia hacia nuevas modalidades de organización. Paralelamente se desarrolló una corriente de pensamiento que avanzó en determinar la relación entre la dinámica de las luchas obreras europeas contra la planificación capitalista y los diversos términos de unidad y organización que la clase asumía en su confrontación con el capital. Se establecía así una relación entre la composición de clase y las formas de organización de las luchas. Así, en su estudio sobre los procesos de sovietización y las formas consejalistas de organización de los obreros alemanes Sergio Bologna (1977) estableció una correlación entre las modalidades particulares que asumía la organización impulsada en términos de apropiación de los instrumentos de trabajo, con la alta concentración de trabajadores calificados y el control preexistente sobre los instrumentos de trabajo. Dicho de otra manera, una relación entre la composición de clase y las formas de organización adoptadas. Este abordaje intentó dar cuenta no sólo de las luchas fabriles sino también del rol del Estado keynesiano en el milagro económico italiano de posguerra. En este punto se expresaba, una vez más, la ruptura y el distanciamiento con la escuela de Frankfurt. En efecto, la escuela de Frankfurt abordó el keynesianismo como el intento capitalista de control e integración del movimiento obrero ajustado a una lógica de consumo, en la medida en que buscaba satisfacer sus necesidades de consumo.

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Los análisis de Toni Negri referidos a este tema constituyeron una importante respuesta a esta concepción.

El obrerismo propiamente dicho: Classe Operaia Es posible situar el nacimiento del obrerismo en los hechos de Plaza Statuto en 1962 cuando decenas de militantes obreros metalmecánicos y estudiantes asaltaron e incendiaron las oficinas en Turín de la Unión Italiana del Trabajo (UIL), la más pequeña y conservadora de las tres mayores confederaciones sindicales italianas. La protesta contra la organización sindical, que contó incluso con el apoyo de miembros de esa central, se originó en el sabotaje que la propia UIL había realizado a la primera gran huelga emprendida por los trabajadores de Fiat, quienes se proponían firmar un convenio con la empresa que no estuviera tutelado por la UIL. Los hechos de Plaza Statuto arrojaron a una crisis casi terminal a Quaderni Rossi a pesar de los intentos de Panzieri por desprender a su grupo de los acontecimientos y mantener los ya debilitados lazos de la publicación con la CGIL y la izquierda italiana. En realidad el objetivo político de Panzieri era influenciar y provocar un desplazamiento político del movimiento de trabajadores, de la CGIL, del PSI (de cuyo Comité Central había sido miembro) y del propio PCI, para reposicionarlos políticamente, aunque sin rupturas. Sin embargo, también integraban Quaderni Rossi quienes pugnaban por crear un nuevo movimiento que, desarrollándose en la era del poscomunismo, fuera capaz de experimentar una nueva forma de hacer política con la clase trabajadora. En este aspecto, el rol que jugó Antonio Negri fue central y decisivo. Más que ningún otro de los miembros, impulsó fuertemente esta última línea de trabajo y buscó convencer a Panzieri de que ése era el camino correcto (Bologna, 1991). Plaza Statuto implicó el abandono definitivo de todo intento de racionalización y trabajo en común con el sindicalismo organizado por parte del activismo obrerista ligado a los grupos autónomos. A partir de entonces, apoyado en la iniciativa de grupos del Véneto que, desde la organización de comités de base en Porto Maghera, impulsaban el reanimamiento del trabajo político industrial entre los metalmecánicos y en la disposición favorable del grupo romano de Tronti, se abría una nueva etapa de impulso a una intervención, ahora concentrada y de carácter nacional, de los grupos autónomos presionados por la necesidad de mejorar su propaganda agitativa. Comenzaba en el grupo ligado a Quaderni Rossi una época de discusión sobre los métodos de lucha apropiados, de diferenciaciones con relación al comportamiento obrero, donde el sabotaje, como arma ofensiva de manifestación abierta antagónica con el capital, recorría las

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diferencias cada vez más profundas hacia el interior de la revista. Para esa época, Panzieri caracterizaba el sabotaje como la expresión permanente de la derrota política de los trabajadores. Estábamos en la antesala de la separación definitiva entre Quaderni Rossi y los nacientes obreristas propiamente dichos, que comenzaban a consolidarse en el ámbito nacional. Es posible afirmar que la fase de desarrollo del obrerismo clásico comenzó con la aparición del periódico de Tronti Classe Operaia. El nuevo grupo conformado se asentó fundamentalmente en Roma y en el Véneto, regiones donde las defecciones de Quaderni Rossi habían sido casi totales. El nuevo periódico obrerista unificó a los diversos componentes del obrerismo italiano tras las ideas de: a) la identificación de la clase obrera con el trabajo subsumido en el proceso inmediato de producción; b) el énfasis en la lucha salarial como llave clave del conflicto político, y c) la resistencia de la clase obrera como la fuerza motriz de la sociedad capitalista. De cualquier manera, a pesar de los esfuerzos realizados y la importancia que les asignara a las concentraciones obreras del norte italiano, el nuevo grupo no alcanzó una significativa penetración política fabril. En enero de 1964 habría de aparecer en el primer número de Classe Operaia el artículo de Tronti “Lenin en Inglaterra” (en Tronti, 2001: 93-99) que se convirtió en un verdadero punto de ruptura, al plantear claramente por primera vez la inversión de la primacía entre el trabajo y el capital. En ese texto Tronti advertía que “hemos trabajado con un concepto que pone primero al desarrollo capitalista y a los obreros en segundo plano. Esto es un error. Y ahora debemos poner el problema en su lugar. Comenzar por el principio y el principio es la lucha de clases” (ídem: 93). En esta perspectiva la reestructuración capitalista mundial sólo podía ser comprendida como respuesta al movimiento de la clase trabajadora que hoy se ha vuelto una masa social que posee las mismas actitudes colectivas, las mismas prácticas básicas y el mismo crecimiento político unificado. Para Tronti se trataba de construir una nueva mirada política capaz de incorporar la totalidad del punto de vista obrero, llevando adelante el proyecto político de Lenin de la toma del poder en la maduración del desarrollo capitalista analizado por Marx (ídem: 99). El punto de partida de Tronti se asentaba en el ciclo de luchas inaugurado en la época, proceso que indicaba ahora el rechazo de importantes sectores a toda restricción salarial y a los excesivos disciplinamientos laborales que exigían e imponían las innovaciones tecnológicas en curso. Para el capital se trataba de introducir un elemento de flexibilidad en las relaciones industriales mientras se mantenía la relación de funcionalidad garante del régimen de acumulación. En la práctica, para Classe Operaia, este eslabón garantizaba una política salarial que institucionalizara la relación entre los incrementos de salarios y los de pro-

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ductividad. Para Tronti los incrementos salariales debían ser llevados más allá de la relación de productividad aceptada, provocando así su desbalance y asumiendo esta acción como hecho político que debía ser entendido como tal y utilizado en ese sentido. Bajo esta perspectiva la clásica distinción entre lucha económica y lucha política quedaba diluida, dejaba de tener razón de ser en la medida en que las principales relaciones de poder nos remitían al espacio de la producción. “De acuerdo con los fundamentos del capitalismo moderno, desde el punto de vista obrero, la lucha política es aquella que tiende conscientemente a provocar la crisis del mecanismo económico de desarrollo capitalista” (ídem: 116). Para Tronti el desarrollo capitalista debía ser entendido como una serie de ciclos políticos que no necesariamente deben coincidir con los ritmos económicos: “El desarrollo del capitalismo camina sobre una cadena de coyunturas. Afirmamos que cada eslabón de esta cadena ofrecerá la ocasión de un enfrentamiento abierto, de una lucha directa, de un acto de fuerza; y que el eslabón en el que la cadena se romperá no será aquel en el que el capital es más débil sino aquel en el que la clase obrera sea más fuerte” (ídem: 105). La lógica de este análisis rechazaba de plano, desde el obrerismo clásico, la tesis leninista de que el capitalismo se derrumbaría allí donde el eslabón de la cadena fuera más débil, y ello incluía la vía tercermundista al socialismo tan en boga en la nueva izquierda occidental. En este aspecto, referido al papel central otorgado a las luchas obreras en la dinámica de la producción capitalista, se condensa uno de los principales aportes del obrerismo italiano. Echando mano a la analogía de la revolución de Galileo, podemos decir que se trataba de una verdadera revolución copernicana donde el papel de Ptolomeo le estaba reservado a la concepción sustentada en el materialismo dialéctico. En efecto, el materialismo dialéctico, en clave del marxismo oficial, suponía que las relaciones sociales de producción –es decir, las relaciones de clase– son dependientes de las relaciones de producción; las que a su vez juegan un papel determinante en el desarrollo de las fuerzas productivas. Este abordaje de la dinámica capitalista llevaba (lleva) implícito igualmente que en el juego de las tensiones entre relaciones económicas y relaciones sociales, los determinantes en última instancia eran (son) los aspectos económicos. Por lo que las relaciones de clase asumían (asumen) un rol dependiente y subordinado en esta dinámica implacable. El complemento de este discurso es ya conocido: el feudalismo está relacionado con el molino de agua; la burguesía con la máquina de vapor y los soviets con el motor eléctrico. Y el modo socialista de producción deberá continuar al modo capitalista de producción cuando el desarrollo de las fuerzas productivas –esto es, la ciencia, la tecnología y la acumulación de capital– rompan la crisálida de las obsoletas superestructuras, esencialmente las jurídicas y las políticas.

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Pocas dudas existen hoy de que este marxismo oficial, de tan pobre calidad –verdadera fábula para niños, como lo describió Tronti en Obreros y capital–, jugó un papel de poderoso extinguidor de toda racionalidad política, bajo las apariencias de favorecer los intereses del líder obrero mundial, mientras se volvía funcional al mantenimiento del statu quo en los países desarrollados y a la construcción de un socialismo en etapas, proceso que para muchos se asemejaba a una acumulación de capital disfrazada. Si en los 60 estas tesis obreristas aparecían como provocadoras, treinta años después, a los ojos de sus principales oponentes, esta inversión –pivote central de las ideas obreristas– constituye aún un punto de fricción importante, generador de un sinnúmero de problemas que acompañan el abordaje de sus concepciones. Dificultades por lo demás mucho más agudas que las imaginables con relación a ciertas categorías obreristas que han sido incorporadas casi como un dogma religioso. En ese aspecto se puede mencionar el concepto de obrero masa como opuesto al de obrero calificado y que ha sido tomado como un fragmento de su edificio teórico, a pesar de ser completamente ajeno, casi extraño a su espíritu. Para el obrerismo se trataba de comprender una de las más complejas formaciones que hayan existido, el capitalismo mundial integral (Negri y Guattari, 1985: 47) desde una óptica particular que diera cuenta de las brutales recesiones capitalistas, aun de su irracionalidad más incomprensible. ¿Cuál es la tesis principal sustentada por el obrerismo? Allí donde la historicidad académica contemporánea, recatada, prudente e igualmente escéptica, se regodea enfatizando la pluralidad de causas generadoras de la crisis; allí donde el marxismo gramsciano historiza la contradicción y donde el marxismo althusseriano sobredetermina la contradicción por la vigencia de una estructura ausente, el obrerismo regresará al casi increíble nivel más simple de explicación. En “Lenin en Inglaterra” Tronti formuló esta concepción cuando hizo de la clase el motor dinámico del capital mientras volvía simultáneamente al capital dependiente de la clase; concepción que significaba una verdadera inversión de las perspectivas políticas. Desde este punto de vista la única lectura capaz de darle sentido al mundo de la producción capitalista de manera profunda y exhaustiva y que permita alcanzar su corteza ontológica es examinar la historia de lo que los obreristas llamarán la articulación de la clase obrera. Este proceso de articulación de la clase obrera hizo pivote sobre dos aspectos centrales: 1) el lugar prioritario otorgado a las relaciones de clase vis à vis con las relaciones de producción, y 2) la particular asimetría resultante de la socialización producida y el poder ejercido por las dos clases fundamentales, mediante el intercambio de equivalentes trabajo-dinero, en beneficio de la clase obrera.

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El primer aspecto se relaciona con la constitución de las mismísimas relaciones capitalistas, a partir de la separación de los productores directos de sus instrumentos de trabajo. La unidad contradictoria constituida por la confluencia de la venta de la fuerza de trabajo por el obrero y la carencia de instrumentos de trabajo en tanto condiciones propias de trabajo da lugar, según el obrerismo, a la relación de clase. De hecho las clases no existen previamente a esta unidad contradictoria. Son el producto de esta unidad de los polos, por lo que en algún sentido puede afirmarse que las clases son anticipadoras. El segundo aspecto –igualmente crucial para el obrerismo– destaca que en la génesis del modo de producción capitalista no existe nacimiento simultáneo de la clase obrera y la clase capitalista. Históricamente, es posible demostrar en la saga que recorre desde el trabajador que vende individualmente su fuerza de trabajo, luego el proletario, pasando por la clase obrera y sus distintas formas de negociación –desde la gran fábrica propia del fordismo hasta la fábrica automatizada–, en todos estos casos, según el obrerismo, es posible afirmar que el movimiento obrero ha mostrado siempre grados de socialización superiores a los de su clase antagónica. En todo caso, ¿dónde radica según el obrerismo la superioridad del modo capitalista de producción con relación a los modos de vida anteriores? En que la forma valor de cambio del salario deja su forma valor de uso indeterminado. Esto es, a nivel microeconómico, en el corto plazo, los trabajadores asalariados desconocen el valor de uso de su fuerza de trabajo y su propia productividad, que serán determinadas posteriormente de manera retrospectiva por la mecanización que las enfrenta. A largo plazo será posible alcanzar algún equilibrio cuando el trabajador, sobre la experiencia pasada, pueda pronosticar el uso de su fuerza de trabajo y modificar así su valor de cambio. Mientras tanto a nivel macro lo esencial es el surgimiento de la plusvalía absoluta y relativa. Oponiéndose al dinero –condición del trabajo– como condición del capital y poseyendo simultáneamente la cualidad de rechazar toda valorización del capital, los trabajadores aceleran la socialización de la relación, mientras sus luchas potencian la subsunción real del trabajo por el capital. La clase obrera aportará a las relaciones sociales de producción una tendencia casi permanente al conflicto quedando en manos del capital la capacidad para poder autoorganizarse, reaccionar y sortear las dificultades manifiestas. ¿Qué otro significado podemos darle a aquella afirmación de Tronti cuando plantea que la particularidad de la mercancía fuerza de trabajo es su valor de uso, en tanto es su valor de uso el que la constituye como clase obrera? Dicho de otra forma, sin las luchas de la clase trabajadora el capitalismo hubiera permanecido como un vulgar sistema asentado en la generación de plusvalía absoluta, ofreciendo una perspectiva de

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futuro tan triste y desoladora como la de la esclavitud. Sin la continua presión interna subyacente, no hubiera habido nuevos mecanismos, inventos ni incorporación progresiva de la ciencia a las cambiantes condiciones laborales, y la acumulación de capital hubiera permanecido más próxima a la acumulación de castillos y joyas antes que de máquinas y equipos. De esta manera la ley de la acumulación no puede ser entendida como un mecanismo económico dotado de algún grado de autonomía para la generación suficiente de plusvalía absoluta o relativa. La acumulación representa la única vía consistente para controlar y contener el antagonismo en donde reside todo el misterio de la generación de plusvalía. Las modalidades propias de la acumulación –esto es, sus ritmos, sectores, períodos, dinámicas, etc.– son formas de reacción capitalista frente a una composición de clase dada, buscando la descomposición del poder político y técnico de la composición de clase alcanzada. En este momento se produce la inversión de la perspectiva marxista existente hasta ese momento. En la sección central de Obreros y capital, “Marx, fuerza de trabajo, clase obrera”, Tronti (2001: 127 y ss.) argumentará que las llamadas leyes económicas debían ser redescubiertas como fuerzas políticas, por detrás de las cuales ofician de motor las luchas de la clase obrera. Igual planteamiento debía extenderse para la piedra angular marxista de la Crítica de la economía política, la ley del valor. Para Tronti resultaba falso interpretar esta ley como prueba de que los trabajadores producen toda la riqueza en la sociedad rechazando tal argumento por moralista e incorrecto. El aspecto crucial debía verse, según Tronti, en el hecho de que al aceptar el capital que el trabajo es la medida del valor, el capital reconocía su dependencia de la única mercancía que disponía del potencial suficiente para destruirlo completamente. Para Tronti, “valor trabajo quiere decir por lo tanto primero la fuerza de trabajo y después el capital; quiere decir capital condicionado por la fuerza de trabajo, movido por la fuerza de trabajo; en este sentido valor medido por el trabajo. El trabajo es medida del valor porque la clase obrera es condición del capital” (Tronti, 2001: 234). Rechazar tal función en el proceso de valorización implicaba para Tronti la forma más coherente para desestimar la relación de clase. En tiempos donde la generalización de la producción mecanizada proyectaba la dilución del carácter individual del trabajo, la estrategia de oposición al trabajo asalariado encontraba su sustento material en el hecho de que la clase obrera moderna “sólo tiene que mirarse a sí misma para destruir al capital. Debe reconocerse como potencia política. Debe negarse como fuerza productiva” (Tronti, 2001: 270). En esta perspectiva Tronti habría de otorgarles particular importancia a quienes estuvieran ligados al proceso de producción. “No podemos comprender qué es la clase obrera si no vemos cómo lucha” (ídem: 209). Para él, será precisamen-

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te en el terreno de la producción como espacio privilegiado donde, a través de la lucha, la composición de clase podría experimentar un salto político.8 En esa dirección rescataba toda oposición obrera al capital en el proceso productivo, incluso la pasividad, entendida, a diferencia de Panzieri –para quien era muchas veces el producto de una derrota política–, como una opción posible de resistencia obrera frente a un nuevo proceso de desarrollo capitalista,9 como la opción planteada desde afuera expresada en la “renuncia de la clase obrera a sentirse parte activa de la sociedad del capital”, para abordarla luego como la organización sin organización, espontaneidad de la pasividad entendida como organización obrera sin institucionalización burguesa (ídem: 271). Quizá la importancia mayor de “Marx, fuerza de trabajo, clase obrera” resida en la solicitud lanzada a la nueva izquierda italiana impulsándola a investigar sobre “qué ha sucedido dentro de la clase obrera después de Marx” (ídem: 2001: 272). Hablar de modificación en las relaciones sociales de producción significaba de por sí un abrupto corte con las concepciones del marxismo oficial que las abordaba como categorías rígidas e invariantes en el tiempo. De cualquier manera, el camino a recorrer en esta transformación de la socialización, subyacente en la constitución y reconstitución de las relaciones sociales de producción a las que iba (va) modelando, estaba (está) lleno de riesgos. La clase capitalista no brotó formada de la cabeza de Taylor o de Marx. Su experiencia y respuesta sólo fueron posibles a partir de la dinámica social que imprimía el movimiento de masas. Es esta disimetría, la falsa homología de las relaciones de clase tan pregonada muchas veces, la que puede echar luz sobre el carácter milagroso de los acontecimientos que han devenido en revolución y permitir un abordaje igualmente novedoso en relación con los procesos contemporáneos. Así como permitir una lectura enriquecedora y original relativa a fenómenos contemporáneos, tal el caso de la fase de internacionalización del capital abierta bajo la época del imperialismo. En efecto, fieles a esta concepción los obreristas interpretaron la exportación de capitales no como simple exportación de productos, de mercancías, sino esencialmente de relaciones sociales, esto es, de lucha de clases, como forma del capital para controlar a su propia clase obrera. Esta interpretación les permitiría dar cuenta –de manera distinta– ya de las concepciones asentadas en el llamado ciclo pro-

8. “El obrero sale del proceso de producción distinto de cómo entró en él. [...] Esta diferencia supone un auténtico y verdadero salto político” (Marx, 1975a, I: 212). 9. “La pasividad de masas es consecuencia siempre o de una derrota política de los obreros imputable a las organizaciones oficiales, o de un salto del desarrollo capitalista en la apropiación de las fuerzas productivas sociales” (Tronti, 2001: 271).

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ductivo de Vernon, ya de la dinámica schumpeteriana de los empresarios, ya de las vicisitudes del sistema monetario internacional con posterioridad a la ruptura de la convertibilidad oro-dólar en 1971. En fin, de la moderna fase de internacionalización del capital en la era del capitalismo global, como reacción ante la homogeneización de la composición de clase, por lo demás mucho más unificada en su comportamiento individual que lo que se le reconoce normalmente.

Romano Alquati, la subjetividad obrera y Classe Operaia Dando continuidad a los grupos de estudio iniciales de Panzieri, Classe Operaia prolongó la tarea de investigación con relación al comportamiento de la clase obrera apoyada en los estudios de Alquati. En efecto, Romano Alquati y otros, en particular quienes trabajaban en ciudades con altas concentraciones obreras –Milán, Turín, Porto Maghera–, intentaron comprender la dinámica de los movimientos de los trabajadores y prevenir los tiempos de huelgas y revueltas como manera de poder establecer conexiones entre ellos. Se trataba de un pensamiento netamente obrerista puesto al servicio de la recomposición de clase. En su primera contribución a la revista Alquati focalizó su estudio en las huelgas salvajes de Fiat de 1963, portadoras de una nueva y compacta vanguardia de masas en movimiento. La característica más importante de estas luchas se asentaba en el rechazo a jugar cualquier rol mediatizado por las normas de las relaciones industriales establecidas. En este contexto, las luchas se volvieron impredecibles mientras excluían al sindicato como dirección de las mismas. Por lo demás Alquati tampoco compartía aquella idea que asignaba a las formas de las luchas características transicionales hasta tanto se alcanzaran nuevas modalidades de organización. Los aspectos más interesantes del informe de Alquati “Lucha en la Fiat” están relacionados con su explícito rechazo a la ideología de la autoadministración y sus intentos por identificar el hilo que recorre las formas de lucha abierta, como la huelga salvaje, a las formas de resistencia más subterráneas. Para Alquati las suspensiones y los paros en la línea de producción eran significativos de los deseos y la conciencia revolucionaria de los trabajadores, expresión sobre todo del rechazo a toda demanda del patrón. Tales acciones independientes eran demostrativas de que los trabajadores habían comenzado a afrontar metas enteramente diferentes de las planteadas por la CGIL. Esto es, la organización en la perspectiva de una autoadministración política por fuera de la producción capitalista y contra el poder político del capital en general.

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Desarrollando la temática de la composición de clase a partir de esta concepción, el grupo de Tronti tendía a rechazar toda noción de conciencia de clase como un agregado externo a la filosofía de vida de cada trabajador. La lucha era vista como el mejor educador de la clase obrera, en la medida en que ligaba a los diversos estratos de la fuerza de trabajo y transformaba al conjunto de las fuerzas de trabajo individuales en una masa social, el obrero masa. Era precisamente la lucha la que diferenciaba la autonomía de la clase de los movimientos del capital, así como de la articulación objetiva de la fuerza de trabajo. Decía Negri: “La clase obrera se presenta cada vez más cerca y compacta internamente y busca, en sí misma, articularse con mayores niveles de unidad en la organización. [...] Hoy el conjunto de la clase obrera en lucha es la vanguardia”.10 Sin embargo, los límites de esta aproximación teórica de Classe Operaia se mostraban evidentes cuando argumentaba que “la espontaneidad de la pasividad debía ser entendida como una instancia del antagonismo de clase, una forma de organización sin organización” (Tronti, 2001: 271). De cualquier manera los argumentos de Alquati plantearon la contradicción que recorrería el obrerismo clásico. La insistencia, por un lado, en la naturaleza del permanente antagonismo de la fuerza de trabajo en las relaciones de producción capitalista mientras simultáneamente se hablaba, por otro lado, del camino tecnológico de la represión (Negri, 2002: 14), por el cual el capital podía exitosamente destruir la calidad política de las concentraciones de poder alcanzadas de la clase obrera. A diferencia de muchos marxistas, los editores de Classe Operaia nunca creyeron que la constitución de la clase obrera en una formación social particular fuera un acontecimiento acotado a un período. Era más bien el resultado del desarrollo de un interjuego entre las articulaciones de la fuerza de trabajo producidas por el desarrollo capitalista y las luchas de la clase obrera por superarlas. Pero ¿cuál de los elementos era más fuerte: la continuidad de la lucha o la habilidad del capital para descomponer el antagonismo? La reorganización productiva que seguía a todo conflicto industrial ¿implicaba la destrucción del sujeto político? ¿O nos encontrábamos frente a una criatura monocelular que podía ser infinitamente dividida mientras mantenía su código genético? ¿Era suficiente plantear junto con Negri y Tronti en esa época que la reestructuración del capital simplemente desplazaba el conflicto hacia niveles cada vez más elevados de socialización? Finalmente, ¿qué rol, si alguno debía jugar, se asignaba al problema de la memoria en la reproducción del antagonismo de clase?

10. T. Negri, “Obreros sin aliados”, Classe Operaia, 3 de marzo de 1964, citado en S. Wright (2002).

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Estos interrogantes habrían de alcanzar suma importancia al final de la década siguiente. Hacia mediados de los 60, sin embargo, la mayoría de los obreristas consideraban suficiente plantear, de manera reduccionista, una determinada relación entre la articulación material de la fuerza de trabajo en la composición orgánica del capital, es decir la composición técnica de clase, y su lucha para sobrepasar tal subordinación tras nuevos espacios de unidad política. Sin embargo Alquati, ya en los Quaderni Rossi, había ido más allá de tal reduccionismo relacionando la hostilidad inherente del trabajo hacia el capital con los problemas que planteaba el amplio distanciamiento cultural entre los millones de nuevos trabajadores producidos por el milagro italiano y la vieja mano de obra industrial. En Classe Operaia Alquati profundizará su comprensión de la cultura de fábrica al poner especial énfasis en la importancia que los filtros y las transmisiones de la memoria entre generaciones sucesivas de trabajadores proporcionaban a la experiencia inmediata de la producción. A partir de los estudios realizados en Classe Operaia Alquati comenzó a alejarse tanto de la convencional noción leninista de organización de la vanguardia como de la simplificadora caracterización de una clase obrera como masa única y homogénea tan propia de aquella publicación. De esta forma su temática de formas invisibles de organización de la clase adquirió sustancia al resaltar aquellos elementos de resistencia obrera que, basados en la organización del trabajo y redes sociales, habían sido explorados por algunos norteamericanos radicales. La clase obrera italiana no podía ser abordada como una masa social compacta desde una mirada donde tal homogeneidad fuera una meta a alcanzar y por la que luchar. La lectura de Alquati era diametralmente opuesta a la del viejo consejalismo comunista. A partir de la categoría “fábrica social” argumentaba que ningún aspecto de la vida del obrero podía escapar al alcance de la dominación capitalista directa. Sin embargo, juntamente con ello la resistencia de Classe Operaia sobre la centralidad del trabajo productivo en el proceso de producción directo plantearía serias restricciones a las lecturas sobre las relaciones de clase por fuera del mundo de la producción inmediata.

Teoría y práctica Para el obrerismo clásico la teoría se asentaba tanto en el conocimiento científico como en la propia práctica. Para Tronti, “el conocimiento está ligado a la lucha. Conoce verdaderamente quien verdaderamente odia” (Tronti, 2001: 19). El punto de vista de la clase obrera es pues “una cien-

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cia social no objetiva, que no pretende serlo” (ídem: 242), donde su motivación está apoyada en el odio de clase, por aquella parte que desea derrocar en la sociedad. Cuando las contribuciones de Tronti en Quaderni Rossi y Classe Operaia fueron reeditadas en el libro Obreros y capital, allí también publicó su trabajo “Marx, fuerza de trabajo, clase obrera” (en Tronti, 2001: 127 y ss.) escrito en el mismo año en que se publicaba Para leer “El capital” de Louis Althusser. Buscando delinear las premisas metodológicas para una ciencia de clase y tomando como punto de partida las dos categorías centrales en Marx, Tronti intentaba dar cuenta de una lectura de Crítica de la economía política. Para disgusto de los partidarios de Althusser, Tronti no creía que tal ciencia pudiera depender de pruebas internas verificables. Si la teoría informa a la práctica, permitiéndonos ordenar necesariamente los hechos y penetrar en el mundo de la nueva apariencia, era igualmente cierto que algunos adelantos teóricos sólo eran posibles a través de avances en la práctica. Desde esta óptica Tronti se propuso filtrar una lectura de Marx tras las luchas de comienzos de los 60 tentando escapar al marxismo vulgar fosilizado que dominaba al movimiento comunista oficial. En la primera parte del trabajo mencionado, intentó demostrar que era posible hallar la gestación de la categoría fuerza de trabajo en los primeros escritos de Marx. Con ello intentaba dar sustentabilidad a su concepción de desarrollo de la teoría asentado en una práctica social específica. Según Tronti, su origen puede rastrearse en los Manuscritos económico-filosóficos de 1844, pieza que ansiosamente intentaba rescatar de manos del humanismo y del existencialismo que había conducido Althusser. “Antes de 1848 ya encontramos en Marx el trabajo abstracto como fuerza de trabajo. Encontramos ya la fuerza de trabajo como mercancía. Pero únicamente el recorrido revolucionario de 1848 perfila con nitidez en la cabeza de Marx el proceso teórico que lo llevará a descubrir el contenido particular de la mercancía fuerza de trabajo no ligada solamente –a través de la alienación del trabajo– a la figura histórica del obrero, sino ligada, a través de la producción del plusvalor, al nacimiento mismo del capital” (Tronti, 2001: 135). Fue precisamente este catalizador práctico el que permitió a Marx fusionar y sobreponer el pensamiento de Hegel y Ricardo. En este sentido Tronti se referencia en Raya Dunayevskaya, cuyo texto Marxismo y libertad había enfatizado la dialéctica entre teoría y actividad de clase. Classe Operaia no fue solamente un extraordinario laboratorio de ideas que luego crecerían en otros ambientes, sino que constituyó simultáneamente un espacio que echó a andar nuevas experiencias políticas en ciudades con alta concentración obrera. En 1964 los panfletos de Classe Operaia eran distribuidos y discutidos en quince centros fabriles en la zo-

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na de Milán, lugares de producción donde el obrerismo había alcanzado penetración política. Eran estas mismas ideas las que encenderían la chispa en las luchas de Innocenti (fábrica de automóviles y motocicletas livianas), cuyos obreros habrían de invadir la ciudad. Gracias a su iniciativa política y sus innovadoras ideas, el obrerismo habría de ganar variados círculos intelectuales –arquitectos, urbanistas, planificadores de territorios–, quienes introdujeron estos temas en sus disciplinas. En los últimos tiempos de Classe Operaia en 1966 su generación joven estaba integrada por un cuerpo de militantes que habrían de tener un rol decisivo en 1968 y durante los 70 (Bologna, 1991).

Potere Operaio y el fin de Classe Operaia El reflujo de masas durante 1964 llevó a Tronti a través de Classe Operaia a rescatar opiniones y concepciones que habían sido anticipados en Quaderni Rossi: desde el papel de los sindicatos hasta la valorización de la organización política. En efecto, si anteriormente la integración orgánica de los sindicatos, en el programa de la sociedad capitalista, había sido considerado un verdadero retroceso en la lucha contra el capital, como lo había explicitado el propio Tronti: “El sindicato, la lucha sindical, no puede por sí sola salir fuera del sistema, se halla inevitablemente destinada a ser parte de su desarrollo. Un sindicato que como tal, sin partido sin organización política de clase, pretenda ser autónomo del plan del capital, no consigue nada más que ser la más perfecta forma de integración de la clase obrera dentro del capitalismo” (Tronti, 2001: 85),11 ahora en Classe Operaia insistirá en aquellos aspectos contradictorios que contiene la lucha sindical. Por un lado, la posición que asume la clase obrera alrededor del conflicto entre trabajo necesario y plusvalía; por otro, el papel del sindicato, fundamentalmente en lo referido a la constante racionalización del capital estimulada por el trabajo. En este proceso revitalizará la necesidad de la organización política cuando “en estas circunstancias, unir el sindicato al partido como correa de transmisión parece ser el camino más práctico para la lucha de clases” (ibídem), incluso en el caso de partidos de izquierda tradicionales. Como se trataba entonces de mantener la continuidad de la lucha abierta, la espontaneidad continuaba siendo interpretada como un indicador positivo de la irreductible naturaleza antagónica de capital y trabajo, de la inagotable combatividad de la clase obrera.

11. La cita pertenece a “El plan del capital”, publicado originalmente en Quaderni Rossi con el nombre “El capital social”. Citamos de Tronti (2001).

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De cualquier manera, y presagiando su futura ruptura con el obrerismo, Tronti ya se mostraba pesimista con relación a la posibilidad de que la clase alcanzara una actividad autónoma capaz de quebrar el ritmo impuesto por las luchas contractuales y constituir un espacio político, una nueva organización ante el estancamiento del Partido Socialista de la Unidad Proletaria (PSUP). En ese contexto no desentonaba su propuesta de reflotar el PCI desde una perspectiva reformista. Sin embargo, a la luz de esta orientación, el grupo romano se volvería incapaz de formular en el interior de Classe Operaia un análisis estructural coherente del reformismo comunista. En ese contexto la política oficial lanzada por Classe Operaia que proponía abiertamente el entrismo en el PCI se asentaba en la necesidad de evitar ahora toda socialdemocratización del comunismo italiano. Simultáneamente, el grupo romano decía sentirse alejado de toda práctica trotskista en la medida en que no lo alentaba la necesidad de dirimir la relación entre Togliatti y Stalin, mientras aducía que el principal problema a resolver era la relación entre la clase obrera y el PCI. En el fondo la tesis política sustentada giraba en torno de la posibilidad de que el reagrupamiento de izquierda pudiera dejar a la socialdemocracia en minoría, en cuyo caso el balance de fuerzas se desplazaría hacia los obreros. Durante 1965 Tronti plantearía que la existencia de Classe Operaia debía ser interpretada como un síntoma de debilidad de las luchas obreras mientras apuntaba sobre la posibilidad de su corta vida. Dos años más tarde, al evaluar el ciclo de luchas, reafirmaba esta posición al afirmar que las luchas del movimiento no amenazaban seriamente al capital. Por el contrario, el sistema, basado en la acumulación de valor para su propia satisfacción, se encontraba próspero: la incorporación al trabajo asalariado de miles de campesinos en el Tercer Mundo así lo atestiguaba. La clase no estaba madura para superar el capitalismo. Se abría la etapa del entrismo en el Estado. Para la clase obrera era posible la utilización de la socialdemocracia: no hay solución, decía Tronti, que no pudiera ser fácticamente desechada; tácticamente, cualquier solución podía ser aceptable, agregaba. A diferencia de las posiciones de Tronti, el grupo del norte italiano continuaba apostando a la construcción de la organización política desde los centros productivos. Frente a esto la posición entrista de los romanos abría una brecha irreconciliable. Un año antes del último número de Classe Operaia en 1967 se había concretado la división política. Más allá de que la separación no implicaría para el conjunto de los obreristas radicales la ruptura con el movimiento obrero oficial y la colaboración teórica con el círculo de Tronti, era obvio que se privilegiaba la agitación industrial al desarrollo de la política hacia el interior del partido.

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El ciclo de luchas abierto a comienzos de 1967 fue mucho más profundo que cualquier otro anterior, pues en su dinámica incorporó a miles de universitarios y estudiantes residentes en las ciudades italianas quienes paralizaron el sistema educativo. El nuevo movimiento buscó redefinir la noción de política, construyendo formas de organización fundamentalmente asamblearias, que dejaran de lado y cuestionaran la clásica organización estudiantil. Juntamente con los nuevos obreros industriales, el movimiento estudiantil constituyó la característica más importante del conflicto social italiano en el bienio 1968-1969. El conflicto social que acompañó la revuelta mundial de 1968 en Italia, a diferencia de otras sociedades capitalistas avanzadas, se prolongó en el tiempo y generó una ola que alcanzó su pico en el “otoño caliente” de 1969 de la mano de las luchas de los obreros industriales del norte. El efecto del mayo francés en Italia se prolongaría, mientras su movimiento estudiantil, que había surgido atado a las estructuras oficiales, superaría a sus contrapartidas extranjeras en poco tiempo, colocando en la agenda política de la época la necesidad de la alianza obrero-estudiantil. Debido a que su actividad no podía ser reducida a la de un simple trabajo, la acción estudiantil y de los técnicos planteó para el obrerismo importantes interrogantes para su comprensión de la composición de clase. La dificultad experimentada inicialmente por los obreristas para comprender la relación entre los nuevos técnicos y el movimiento estudiantil marginó en un comienzo al obrerismo del movimiento estudiantil.12 Este aislamiento inicial habría de ser superado hacia mediados de 1968, cuando el propio movimiento se sintió preocupado por la clase obrera industrial y una importante cantidad de sus líderes romanos hizo suyo el credo obrerista. En realidad el aislamiento habría de ser efectivamente superado con la migración de los cuadros estudiantiles a la Fiat de Mirafiori en la primavera de 1969, época para la cual numerosas fábricas industriales del norte se encontraban en conflicto. Con la disolución de Classe Operaia, la presencia de los obreristas puros en el movimiento quedó confinada prácticamente al noreste italiano alrededor del Potere Operaio de la zona del Véneto-emiliana. Aunque rápidamente habría de extender su influencia sobre el movimiento estudiantil de la zona, las relaciones políticas establecidas por este grupo di-

12. Particular importancia adquirieron las “tesis de Pisa” en 1968. En ese documento generado por el Potere Operaio toscano se planteaba la existencia en la sociedad italiana de nuevas figuras de asalariados al margen de la clase obrera: los intelectuales en general, quienes, ante el nuevo tipo del capitalismo que se inauguraba en Italia, entraban a formar parte del circuito de reproducción del capital. Debemos ver en esta tesis el antecedente de la posterior formulación obrerista de extensión del proceso de producción más allá de las fronteras fabriles.

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ferían bastante de las alcanzadas por el de Pisa. En su trabajo “Del obrero masa al obrero social” Negri buscó dar cuenta de las diferencias que separaban al grupo veneciano del grupo toscano a partir de la diferente composición de clase que los constituía. Mientras unos, los toscanos, mostraban un fuerte componente estudiantil, el grupo del Véneto presentaba un particular componente obrero. Más allá de esta interpretación todo parecería indicar que para Potere Operaio véneto-emiliano el único problema político significativo no resuelto desde la experiencia de Classe Operaia se refería a la relación entre la clase y el movimiento obrero. Con estos antecedentes no resulta extraño que el periódico de los venecianos no prestara inicialmente atención al desarrollo del movimiento estudiantil con anterioridad a mediados de 1968. Sin embargo, a partir del viraje realizado por importantes sectores del movimiento estudiantil, que dejaron atrás la concepción de poder estudiantil ante las visibles dificultades que se observaban para alcanzar una verdadera reforma educativa, el sector veneciano comenzó a hacer público su interés en el desarrollo de ese movimiento. En estas circunstancias el objetivo principal del Potere Operaio véneto-emiliano se asentaba en la búsqueda de medios que efectivamente pudieran dar cuenta de las relaciones entre obreros y estudiantes por fuera del espacio académico. La unidad obrero-estudiantil sólo podía ser alcanzada en las inmediaciones de la fábrica donde el plan del capital está más organizado y donde muestra efectivamente su fortaleza. La propuesta obrerista del Véneto suponía por tanto la subordinación de los intereses estudiantiles al desarrollo de las luchas obreras, posición que lo distanciaba de importantes sectores del movimiento estudiantil de la época. La lucha de los trabajadores de la Petroquímica Montedison en Porto Maghera en el verano de 1968 habría de oficiar de bisagra con respecto a la relación que el grupo mantenía con el movimiento sindical y los partidos de izquierda. La dinámica de las luchas de los obreros químicos era reveladora del surgimiento de una nueva forma organizativa articulada sobre la relación obrero-estudiantil que se había consumado en el enfrentamiento al capital. En la práctica esta unidad implicó que el movimiento estudiantil oficiara de correa de transmisión obrera contra los patrones y las direcciones sindicales. Práctica social que congeniaba con las ideas de Sergio Bologna, quien para esa época valoraba y potenciaba el rol estudiantil del mayo francés, al presentar a los estudiantes como la fuerza de choque detonante del conflicto. De cualquier manera el acercamiento de Potere Operaio al movimiento estudiantil prefiguraba la práctica general que asumirían luego los grupos extraparlamentarios en la organización formada en el “otoño caliente”. En pocos años, hacia 1972, Potere Operaio iba a alcanzar amplia legitimidad en las luchas estudiantiles, impensada en esos momentos por sus grupos rivales.

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Sólo a partir de la crisis de la extrema izquierda de mediados de los 70 algunos obreristas habrían de repensar enteramente la relación entre los intelectuales y la clase. La figura obrera de los técnicos, ocasional en los comienzos de los 60, habría de adquirir particular importancia en la segunda mitad de 1968 a partir precisamente de dos importantes focos de lucha, uno de ellos localizado en el sector electrónico de Milán, y el otro en las oficinas de investigación del norte de Italia. Para numerosos obreristas, cautelosos de las teorías y las prácticas de vanguardias externas a la clase, estos técnicos, con sus huelgas y ocupaciones de los lugares de trabajo, parecían encarnar, al menos momentáneamente, el sector ideal, el puente necesario entre la lucha de los trabajadores fabriles y los estudiantes universitarios. Igualmente esta temática ponía en discusión la elección del sector obrero vanguardia de las luchas así como la relación entre vanguardia y masa. En esa perspectiva, Bologna rechazaría aquella lectura sociológica que, reproduciendo las discusiones de la II Internacional, que consideraban a los técnicos la expresión más avanzada de la fuerza de trabajo del capital, los había transformado simultáneamente en la expresión política más avanzada del comportamiento de la clase. Bologna se oponía igualmente a aquella lectura que asociaba la descalificación técnica y la masificación obrera a la despolitización obrera y a la carencia de toda lectura integral sobre el mecanismo de producción. Por el contrario, para él ninguna distinción sociológica entre los diversos estratos y/o niveles de la fuerza de trabajo podía conducir de manera automática a un discurso y lectura determinada sobre los técnicos, ya que los sectores políticamente avanzados no podían ser deducidos a priori de la estructura del propio proceso de trabajo. Sólo un análisis ex post que siguiera el camino trazado por las luchas obreras podía determinar esta relación. Para ese momento el rol de los técnicos en el proceso de lucha contra el capital permanecía aún abierto. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos de Bologna y otros por avanzar en una caracterización y de la ubicuidad política del nuevo proletariado, lo cierto es que sus observaciones habrían de ser dejadas de lado ante el “otoño caliente”. Presionado políticamente por la temática de la insurrección, el obrerismo terminaría disolviendo las diferencias específicas de los técnicos en aspectos del trabajo industrial en su conjunto. Todo trabajo sería abordado como trabajo simple, mientras los técnicos se enfrentaban con la disyuntiva, bien de reforzar el comando del capital, bien de actuar como agente en el campo enemigo. La problemática del trabajo complejo debería esperar las incertidumbres de mediados de los 70 para un balance valorativo de la corriente obrerista. En diciembre de 1967, con el fin analizar varias de las afirmaciones y tesis adelantadas por Tronti en su Obreros y capital, publicado hacía po-

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co, se realizó en la Universidad de Padua13 un importante encuentro de intelectuales relacionados con el ala radical del obrerismo. La reunión rescató la experiencia obrera en Estados Unidos como la más importante de la época, donde los trabajadores se habían enfrentado con un capital que había sido capaz de dar un salto social a pesar de la inexistencia de un partido socialdemócrata. En esta perspectiva, a ojos de los obreristas, el New Deal rooseveltiano había concretado para la época, en la práctica, lo que John Keynes había avanzado en Teoría general del empleo, el interés y el dinero, de 1936, bajo una forma mistificada. El salario será abordado desde ese momento como una variable independiente, y ninguna política de ingresos, asentada en la regulación y organización legal de la clase trabajadora, podría, esperanzadamente, prevenir la repetición de un desastre como el de la crisis del 29. El análisis y el estudio del obrero masa y el salario se volverían a partir de este momento temáticas inseparables en el espacio del obrerismo renunciante a Classe Operaia. Si hasta la conferencia de Padua esta figura de clase permaneció oculta, con escasa relevancia, luego de Padua el obrero masa comenzaría a perfilarse como una figura de carne y hueso. Era portador de tres atributos decisivos: estaba extendido y por tanto masificado, daba cuenta del trabajo simple y finalmente estaba localizado en el corazón del proceso inmediato de producción. Individualmente intercambiable, aunque colectivamente indispensable y carente de todo lazo de unión similar al que había unido al obrero especializado con el proceso de producción, el obrero masa personificaba la subsunción del trabajo concreto al trabajo abstracto, como característica de la sociedad capitalista moderna. Con una presencia organizacional restringida al noreste de Italia durante 1967 y 1968, era natural que el trabajo político y la discusión sobre la composición de clase se focalizaran finalmente en la Emilia-Romagna y en el Véneto. El norte industrial se hallaba inmerso en un proceso de reestructuración industrial basado en la intensificación del trabajo antes que en inversiones significativas en las plantas industriales. La creciente homogeneización del trabajo en la mayoría de las plantas de producción industrial grandes y medianas de la Italia de los 60 reforzaba el carácter compacto alcanzado por la difusión de las técnicas de producción de masa. De igual forma se modificaban las escalas salariales, respetuosas hasta ese momento de las diferenciaciones asentadas en las calificaciones laborales. Eran tiempos en los que el proceso de modificación de la composición de clase se reflejaba igualmente en las modificaciones graduales que afec-

13. Reunión realizada con motivo de que Negri asumiera la cátedra Doctrina del Estado.

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taban el pago de los salarios. Si anteriormente la diferencia del pago por oficio había servido para defender las condiciones salariales de los obreros profesionales y calificados, esta racionalidad había sido sacudida por la fragmentación de las tareas producto del avance de la mecanización. Los acontecimientos de 1968 habrían de terminar y destruir toda creencia del grupo sobre cualquier posible renovación del sindicalismo oficial o del papel que pudiera asignársele al PCI. El mayo francés galvanizó a los grupos de la extrema izquierda italiana, fueran éstos leninistas o anarquistas, lanzándolos hacia la verificación en la práctica de las políticas que impulsaban. En ese camino se fortalecía aquella lectura que asentaba el proceso francés en la carencia de una organización política revolucionaria. Sobre esta concepción se potenció la idea del abandono definitivo en el obrerismo de toda táctica que implicara el uso político del PCI. El abierto enfrentamiento entre la autonomía real de los movimientos de clase y el control oportunista asentado en las clásicas organizaciones políticas y sindicales estaba en la raíz del fracaso del mayo francés, a ojos del obrerismo. Mientras tanto la riqueza creciente que iba brindando la militancia obrera y el estímulo político que alcanzaron las organizaciones autónomas incentivaron al obrerismo a lanzarse a la búsqueda de impulsos individuales y propios en las huelgas y conflictos. Es así como, asentado en iniciativas autónomas de luchas, surgió en Pirelli de Milán el Comité Unitario de Base (CUB), destinado a marcar una nueva etapa en los conflictos industriales italianos. La característica más importante de este proceso fue el trabajo a desgano que limitó la producción. Este go and slow alteró el balance entre el costo de la huelga para la firma y para los trabajadores, balance que la práctica había establecido y legitimado. Dejándole poco espacio de maniobra al sindicato, este método de lucha probó ser un arma exitosa para la CUB en su conflicto contra la patronal de Pirelli. Ante la declinación del movimiento estudiantil el grupo nordestino juntamente con otras fracciones obreristas nacionales –pequeños grupos de Milán y Turín, más algunos importantes sectores del movimiento estudiantil romano– lanzaron un nuevo periódico nacional, La Classe, en marzo de 1969, desplazando la atención a su fuente inicial de inspiración: la planta de Fiat en Mirafiori. En efecto, Fiat había implementado durante los 60 un sistema de producción asentado en la aceleración de los ritmos de la línea que conduciría a una importante resistencia obrera hacia fines de la década liderada por obreros comunes –semicalificados–, a diferencia de las luchas que hasta ese momento habían sido impulsadas por los obreros especializados. Estos obreros semicalificados hacían su debut como protagonistas directos de las luchas empujando una profunda transformación de las relaciones en la clase trabajadora,

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así como el rechazo hacia la división del trabajo existente para esa época. Nos encontrábamos frente a una nueva etapa donde el protagonismo de las luchas estaría en manos del nuevo sujeto social: el obrero masa del obrerismo. Para La Classe como para su antecedente Classe Operaia, la materialidad de las demandas sostenidas por las más bajas categorías de los obreros de la producción corrieron el velo de quienes en la izquierda habían hablado del “nuevo hombre socialista”. Para los obreristas, la clase obrera carecía de ideología a realizar. El punto de partida de sus luchas debía buscarse en las necesidades materiales antes que en la realización de cualquier ideología. Al igual que Classe Operaia, La Classe centrará su comprensión de la composición política de la clase sobre la cuestión del salario, aunque sin tener claridad sobre el objetivo último perseguido en esta disputa: en algunos casos era sinónimo de más dinero y menos trabajo, buscando desenganchar los incrementos de salarios de la productividad. Desde esta perspectiva los incrementos de ingresos terminaban cuestionando la velocidad de la línea y los ritmos de trabajo. En otros términos, se rechazaba la división del trabajo propuesta y se privilegiaba la lucha por la apropiación de la riqueza social por fuera de la lógica de las relaciones mercantiles. En otros casos la disputa por el salario tomaba la forma de la obtención de un salario igual para todos, independientemente de que los puestos de trabajo estuvieran comprometidos en trabajos productivos o no. En este esquema el salario relativo se convertía en una medida del poder, un indicador de la relación de fuerzas existente entre las clases. Tal lectura del salario se apoyaba a su vez en una lectura innovadora de Keynes, según la cual el salario asumía su condición de variable independiente en la sociedad capitalista (Negri, 2002). Lo cierto es que la apertura de un nuevo ciclo de luchas, protagonizado ahora por un nuevo sujeto social, exigía, para los obreristas, la constitución de una organización revolucionaria a nivel nacional capaz de descubrir, generalizar y transformar el contenido político emergente de las luchas obreras en violencia revolucionaria ordenada. La carencia de esta organización potenciaba la posibilidad de un contraataque del enemigo de clase que arrojaría al autonomismo a un espacio de derrota política de consecuencias impensables. Hacia fines de 1969, luego del fracaso para unificar la izquierda antirrevisionista encarado por la Unión de los Comunistas Italianos (UCI), surgieron en Italia una serie de agrupamientos provenientes del movimiento estudiantil que darían lugar a otros tantos grupos políticos de nuevo tipo, entre ellos Avanguardia Operaia (proveniente de la universidad estatal), Il Manifesto (periódico editado por los militantes sociales provenientes del PCI), Lotta Continua (sector obrero-estudiantil de Turín fuertemente crítico del discurso salarial autonomista) y el mismo Potere

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Operaio, todos grupos de izquierda que habrían de tener participación política destacada en los años siguientes. A pesar de su corto período de existencia, la organización revolucionaria Potere Operaio representó un momento único en el desarrollo del obrerismo. En una época en que en Occidente muchos jóvenes buscaban repetir el éxito del bolchevismo, la adhesión y el desarrollo de un leninismo muy particular por parte de Potere Operaio bien puede compararse con la experiencia de la extrema izquierda alemana en los comienzos de la República de Weimar. Profundamente antiparlamentarios, refractarios al trabajo en los sindicatos y comprometidos con una línea política claramente insurreccionalista, la línea política de Potere Operaio iba a ser puesta rápidamente en el ojo del huracán. Pero así como este grupo personifica al obrerismo en carne y hueso, sus dificultades y fracasos darían cuenta también tanto de la teoría de los 60 como de los intentos del obrerismo para implementarla. La energía y la creatividad del obrero masa del 69 habrían de aparecer, bajo la forma de una permanente conflictividad, en los comienzos de los 70. Eran tiempos cuando decenas de miles de trabajadores comprometidos con el cuestionamiento práctico de las organizaciones sindicales existentes buscaban transformar el movimiento obrero italiano. En esa dinámica de enfrentamiento Potere Operaio apostó al enfrentamientos en la calle antes que al desarrollo de una lucha que hiciera pivote sobre la figura del obrero masa. Desplazamiento teórico que, al igual que otros tantos propio de Potere Operaio, estaba fuertemente influenciado por la dinámica del conflicto. El surgimiento y la consolidación del Black Power en Estados Unidos así como el desarrollo de las luchas feministas en Italia, promovidas entre otras organizaciones por Lotta Femminista, conformaban dos baluartes empíricos sobre los que se asentaba el estudio teórico. Relacionados con la Liga Obrera Revolucionaria Negra, organización política de activistas negros en la industria automovilística en Detroit, Potere Operaio vio en el Black Power la organización autónoma revolucionaria de los negros en acto. De esta forma, para el grupo italiano el racismo se constituía en la nueva faceta del antagonismo social. Los negros americanos eran, para esta lectura, el proletariado del Tercer Mundo que surgía en el propio corazón del sistema capitalista. Habían aprendido desde la guerra de Vietnam que el proletariado no podía esperar indefinidamente por una clase blanca como la estadounidense dominada como estaba por un sindicalismo reaccionario. La emergencia de las mujeres como nuevo sujeto colectivo del cambio social ya estaba presente en el movimiento estudiantil de finales de los 60. Sin embargo, para esa época ni el movimiento estudiantil ni los grupos extraparlamentarios pudieron hacer otra cosa que prometer de pala-

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bra su apoyo contra la opresión de la mujer. Para Potere Operaio el problema habría de ser incorporado en febrero de 1970 cuando Fiat empleó a un importante contingente de mujeres en su planta de Mirafiori. Lotta Femminista era un grupo con peso político en el Véneto y una de sus impulsoras era Maria Rosa Dalla Costa, cuyo artículo “El poder de la mujer y la subversión de la comunidad” habría de alcanzar notoriedad internacional en los círculos feministas. Allí Dalla Costa se proponía demostrar que en el desarrollo del trabajo doméstico la mujer no sólo contribuía a reducir el costo de la fuerza de trabajo, sino que igualmente producía plusvalía. En ese sentido ella resultó ser una de los primeros obreristas que planteó la posibilidad de extracción de plusvalía por fuera del ámbito fabril productivo. Sobre este importante supuesto teórico se montaría la reivindicación de Potere Operaio con relación al salario doméstico como soporte del salario social. De cualquier manera la condición de la mujer era vista sólo como apéndice para la comprensión de la composición de clase. Estímulo, en el mejor de los casos, útil para el abordaje de la problemática de la reproducción de la fuerza de trabajo, pero no para que se expresaran afirmaciones específicas y avances sobre el género y la sexualidad. Sin duda que el factor que impulsó de manera más clara e intensa la incorporación de las percepciones de vida de la clase trabajadora en Potere Operaio fue el creciente descontento que se observaba en la población del sur italiano, aunque viniera nuevamente encapsulada en una lectura fabriquista que terminaba privilegiando el espacio productivo como el locus del antagonismo por excelencia. Desde esta perspectiva se dejaba de lado la posibilidad de incorporar y confrontar con cualquiera de los peculiares problemas sociales con los que se enfrentaban quienes habían emigrado del campo a la ciudad. El estudio que realizó Potere Operaio sobre la cuestión meridional permitió poner al día la creciente preparación del obrerismo para dar cuenta ahora de la fábrica social y extender las relaciones capitalistas más allá del salario. A pesar de ello la estructura teórica respondía a una sociedad polarizada alrededor del trabajo asalariado y el capital, y mantenía su lealtad a la hegemonía de los trabajadores industriales ya que la revuelta y espontaneidad del campo sólo podían desarrollarse, según Potere Operaio, bajo la guía de la organización y la lucha de los obreros fabriles. Para Potere Operaio en el “otoño caliente” la lucha de clases se había independizado de la acumulación quebrando y fracturando la relación entre la dominación de clase y el desarrollo. Al rechazar funcionar como simple actor económico, el obrero masa cuestionaba de manera directa el funcionamiento de la ley del valor, forzando al capital a depender cada vez más de la intervención directa del Estado para sostener las relaciones de clase. Pero al no poder trascender las fronteras fabriles, las luchas obre-

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ras habían quedado aisladas mientras las mejoras salariales fueron absorbidas lentamente por la inflación y el desempleo creciente. Si se mantenía en la tesitura de las luchas fabriles, la dinámica del enfrentamiento conducía inevitablemente a una derrota. En tales circunstancias Potere Operaio echaría manos a las categorías leninistas de lucha económica y lucha política como espacios diferenciados de enfrentamiento, lo que permitía al grupo reorientar su táctica de enfrentamiento. Si la lucha económica estaba atada a una actitud defensiva de esfuerzos de la clase obrera para mejorar su nivel de vida y relación con el capital, la lucha política afectaba directamente las relaciones de producción. En épocas de crisis la fábrica se alzaba como un espacio hostil a los trabajadores impidiendo toda comunicación entre las luchas económicas y las políticas. Sólo la intervención consciente de un partido constituido externamente pero no extraño a la clase permitiría dar un salto cualitativo en el enfrentamiento. Volviendo a sus argumentos de 1969, Potere Operaio abandonó la temprana identificación de la categoría obrero masa con los obreros de las grandes fábricas. Caracterizando como oportunista el énfasis que Il Manifesto otorgaba a las luchas fabriles, el grupo obrerista rechazó lo que consideró la concepción de una clase obrera atada a la estructura de la producción estadísticamente sujeta al empleo. La crisis en su devenir había proletarizado y simultáneamente desestructurado la fuerza de trabajo, potenciando una objetiva recomposición de clase que se extendía más allá de la minoría de los trabajadores productivos. Por primera vez en la historia del obrerismo toda relación necesaria entre el proceso de trabajo fabril y el comportamiento de la clase iba a ser desechada. La subjetividad revolucionaria se ponía ahora por fuera y contra el capital de manera que el problema central de la recomposición se transformaba en la relación entre los obreros de fábrica y el creciente número de desempleados. El principal peligro para la recomposición se identificaba con el fabriquismo, es decir, la defensa que los obreros productivos hacían de su puesto de trabajo frente al peligro del desempleo. En la medida en que la resistencia del trabajo quedara confinada a la fábrica, los riesgos de una derrota ante el capital se incrementaban. Pero para Potere Operaio la solución no estaba tampoco en el apoyo a las demandas izquierdistas de trabajo para los desempleados, ya que este cuadro implicaba poner en manos del capital cualquier solución mientras se ligaba el ingreso al empleo; lo que se necesitaba era una política salarial para todos, es decir, un salario garantizado. Si en los 60 la lucha de los obreros buscó desenganchar los aumentos de salario de la productividad, en los 70 se remitía a separar el salario del empleo, del trabajo, afirmando una reproducción del proletariado sobre y contra los requerimientos del capital.

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John Maynard Keynes y el Estado-plan En 1968 Negri publicó en la revista Contrapiano (“Antiplán”) dos artículos14 que, a pesar de su aparente forma académica, habrían de influenciar notablemente a los activistas obreros y estudiantiles de la época formados en las luchas de masas de las fábricas, escuelas y universidades, trabajos que constituyeron una importante respuesta a la concepción frankfurtiana del keynesianismo.15 En primer lugar, porque abordó el keynesianismo como aquella estrategia capitalista en marcha para dar respuesta al poder demostrado por el movimiento obrero, modelado en las exitosas luchas que habían dado al traste con los intentos capitalistas de disminución salarial. Es indudable que esta lectura desechaba en ese mismo acto todo abordaje del keynesianismo en clave de astuta respuesta capitalista. En segundo lugar, porque una relectura de los trabajos de Marx con relación a las crisis y la producción de plusvalía relativa permitió a Negri transparentar el corazón de la estrategia keynesiana: esto es, los aumentos salariales, que operaban como contrapartida proporcional de los incrementos de la productividad, buscaban integrar las luchas obreras, bajo la forma de un aumento del consumo, a una perspectiva de desarrollo capitalista. Cuando esta lectura se enfrentó con la insurgencia obrera italiana de los 60, las conclusiones fueron casi obvias: las demandas de aumentos salariales habían provocado el estallido de los acuerdos de productividad y desatado la tormenta económica. En ese contexto las políticas keynesianas del Estado italiano se mostraron impotentes para sortear la crisis.

14. Se trata de A. Negri, “Keynes and the capitalist theory of the state post 1929” (“John M. Keynes y la teoría capitalista del Estado en el 29”), y “Marx on cycle and crisis” (“Marx sobre el ciclo y la crisis”), reeditados en Negri (2002). Ambos trabajos fueron el producto de investigaciones que el autor realizara en la Universidad de Padua. 15. Recordemos que la escuela de Frankfurt había abordado el keynesianismo como integración y control del movimiento obrero ajustados a la lógica de consumo que lo acompañó. Esta escuela, constituida hacia 1923 como centro de estudio de la teoría marxista en la República de Weimar, contó entre sus principales integrantes a Max Horkheimer, Theodor Adorno, Herbert Marcuse y por último a Jürgen Habermas. El desarrollo de la teoría crítica de la sociedad realizado por Horkheimer y Adorno constituye el hilo conductor de los estudios de la escuela, que juega un significativo papel en el resurgimiento de la sociología marxista de fines de los 60. Ganados por un pesimismo cultural luego del ascenso del nazismo y el fascismo, y luego por una crítica filosófica neohegeliana de la ideología, sus principales exponentes fueron alejándose de la teoría marxista, en el marco de una importante crítica a la irracionalidad cultural y social del capitalismo moderno. Traducen el desencanto de una gran parte de la intelligentsia europea ante la evolución del mundo contemporáneo acompañado de su pesimismo frente a los resultados del compromiso político revolucionario (Vincent, 1976, Bottomore, 1984).

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Simultáneamente, y en tercer lugar, esta lectura que asimilaba el keynesianismo a la respuesta política que el capitalismo ofrecía ante la crisis del 30 y del 40 terminó cuestionando casi frontalmente aquella concepción de separación de los espacios políticos y económicos, extendida en la izquierda desde tiempos de la II Internacional, y volvió más dramática la crisis de los partidos políticos de la izquierda italiana. En el primero de los trabajos mencionados Negri elaboró una crítica a la teoría política del keynesianismo planificador, extendido y desarrollado en Italia para esa época. Negri (2002: 622) abordará el Estado keynesiano –lo denominará Estado-plan– como la nueva modalidad del Estado capitalista orientada a generar una novedosa forma de control político sobre el trabajo persiguiendo regular el proceso de acumulación; forma de Estado-plan construido como respuesta a la amenaza revolucionaria surgida tras la crisis capitalista del período de entreguerras. El taylorismo y el fordismo constituyeron las dos “innovaciones capitalistas” que, a ojos del obrerismo de los 60, contribuyeron a modificar sustantivamente los términos de la lucha de clases. El taylorismo, como técnica eficiente destinada a descomponer las tareas laborales en un conjunto de movimientos y a su posterior recomposición, lo hizo sobre la base de índices precisos de producción, proceso que permitió la descomposición de la fuerza de trabajo y su posterior masificación. El fordismo, al descubrir el valor y la función dinámica de los salarios, incorporará a éstos ya no como simple dato ligado a la específica posición que el trabajador ocupa en la empresa sino como cuota agregada de ingreso a ser utilizada de manera virtuosa en la nueva dinámica de desarrollo planificado. Uno y otro, taylorismo y fordismo, conformaron las armas sustantivas que desarrolló el capitalismo americano y que permitió que la industria manufacturera de vanguardia en Estados Unidos alcanzara un importante salto tecnológico que revolucionaría la relación de la fuerza de trabajo con el capital, alterando su composición orgánica mientras sentaba las bases para una rápida socialización global de la producción capitalista. En efecto, el taylorismo y el fordismo fueron interpretados por Negri como la respuesta capitalista a la revolución de 1917. Para Negri, 1917 significó tanto la aparición definitiva de una clase obrera convertida ahora en variable independiente como la transformación de la Unión Soviética en el punto de identificación política interna para la clase obrera internacional, objetivo indicador de la posibilidad presente de construcción del socialismo. En ese acto el socialismo había pasado de la utopía a la realidad. La interiorización de este dato político en el movimiento obrero dará cuenta de una nueva composición política, expresada para la época en la explosión de los movimientos sindicales y la experiencia consejalista, aunque bajo una dirección política asentada en la aristocracia

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obrera, a pesar de su carácter de masas. Frente a estos fenómenos la política del capital debía orientarse a batir y derrotar a la vanguardia obrera, destruyendo toda posibilidad de confluencia entre vanguardia y masa proletaria. En esa perspectiva el taylorismo y el fordismo, al modificar el proceso de trabajo masificando la producción y descalificando la fuerza de trabajo, buscaron fisurar a la vanguardia obrera. Estábamos en presencia de lo que Negri (2002: 60) denominará la vía capitalista de la represión tecnologizada. Represión que, a su vez, lanzará a niveles superiores los términos de recomposición política del movimiento. El reconocimiento de la emergencia política de la clase y la necesidad de reestructurar los mecanismos de extracción de plusvalía relativa exigirán el control político de la clase. En ese sentido, para Negri, 1929 fue el contragolpe de las técnicas represivas que repercutieron sobre la estructura del Estado capitalista. Fue 1917 devenido ahora momento capitalista (ídem: 61). En la hipótesis de la periodización del desarrollo capitalista 1920 tendría para el obrerismo un significado particular. Serán los años en que el capital se vio forzado a entrar en el campo de batalla de la propia clase obrera, de la lucha de clases. La tarea central será doble: por un lado aislar a la Unión Soviética, símbolo internacional de la victoria obrera sobre el capital y de reconstrucción de la base material para el desarrollo de la clase obrera; por otro debilitar de manera permanente a la clase obrera y prevenir su constitución como fuerza revolucionaria. En el caso de Estados Unidos, donde luego de la guerra el movimiento fue reducido a expresiones casi insignificantes, el proceso de socialización de la producción dio un formidable salto hacia adelante a partir del taylorismo y el fordismo. Sin embargo, a diferencia de la salida británica, en la cual la política del capital estuvo orientada a gestar un pacto político con la clase, en el caso estadounidense el capital optó por la “revolución gerencial” y puso a producir al obrero colectivo. A ojos del obrerismo, será precisamente la dificultad capitalista para reconocer el impacto de la particularidad política obrera lo que provocará el debilitamiento y el fracaso del proyecto de los 20 y su explosión en la crisis del 29. El momento dialéctico del desarrollo capitalista comenzaba a evidenciarse de manera más intensa. 1929 representa de hecho el fracaso capitalista para intentar recomponer y encontrar un espacio de relación política con la clase obrera de una manera funcional a su desarrollo. En términos estratégicos, para el obrerismo, asistíamos al fracaso de la ofensiva capitalista que se había mostrado incapaz de poder congeniar y combinar en un solo espacio su política confrontativa con la Unión Soviética, en el terreno internacional, y la necesidad de reorganizar, en los espacios nacionales, una nueva relación de poder. Será Keynes, según Negri, quien visualiza esa doble tarea proponiendo un nuevo tipo de inserción de la clase

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en el desarrollo capitalista así como una nueva forma de Estado sobre la base del reconocimiento del irreductible antagonismo de clase. Ante la política de frente único antifascista propiciada por el marxismo oficial y los destacamentos políticos ligados a la II Internacional, para quienes la clase obrera era un elemento político más en la alianza frentista, el obrerismo argumentará que la existencia de un nuevo sujeto de clase, el obrero masa, había provocado un verdadero desplazamiento político de la confrontación con el capital más allá del planteo del socialismo y de todo objetivo de planificación democrática así como de cualquier negociación sindical sin control obrero, hacia un verdadero desafío de la organización capitalista del trabajo y de la sociedad como un todo. El laissez faire, la ley de Say, perdían vigencia en la medida en que no reconocían el problema planteado para el mantenimiento del orden capitalista, amenazado para esa época, en tanto postulaba un orden construido de manera espontánea, sin ver la negación fundamental que representaba, ahora en acto, la clase obrera. La crítica a Jean-Baptiste Say estaba implícita cuando Negri proponía que la sociedad se configuraba como fábrica. “El 29 representa [...] un momento de ruptura largamente incomprendido por las tradiciones económicas del marxismo. Lo que resulta transformado es el fundamento material de la vida constitucional”, para agregar que “se marca el fin del «Estado de derecho» en tanto figura histórica de una máquina de poder estatal orientada a proteger formalmente los derechos individuales mediante la salvaguardia burguesa del due proces, en suma, de un poder estatal establecido como garantía de la hegemonía social burguesa sobre la base de la ciudadanía: es el entierro final del mito liberal clásico de la separación del Estado y el mercado. Es el fin del laissez faire” (Negri, 2002: 15). La crisis había destruido la confianza y la certidumbre en el futuro; de ahí que uno de los imperativos de Keynes fuera precisamente recuperar la confianza en el futuro. En ese sentido, el New Deal, el pacto, corporizaba la eliminación del miedo al futuro; aunque la intervención estatal no garantizaba la concreción del pacto y del desarrollo capitalista, sólo la certeza del pacto. Sobre la base de la incorporación de lo económico en lo jurídico el Estado despliega ahora su actividad planificadora. El Estado sólo puede dar cuenta de un presente proyectado en el futuro. ¿Qué otro significado podemos darle a aquella famosa frase de Keynes: “en el largo plazo estaremos todos muertos”, sino el reconocimiento en acto de la amenaza latente de una clase obrera que presagiaba el fin de un capitalismo que ahora se intentaba renovar? La intervención estatal, ante el “partido de la catástrofe” –entendido como la lucha de la clase obrera que se impone al proyecto reconstructivo keynesiano– terminará convirtiendo al Estado definitivamente en el representante colectivo del capital productivo. Sin embargo no alcanzará sólo con

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la garantía del Estado. Éste deberá convertirse igualmente en capital, deberá volverse él mismo estructura económica y por tanto sujeto productivo de sí mismo. El Estado debe convertirse en el centro ordenador de la actividad económica (Negri, 2002: 27). Mientras el Estado garantiza el nexo entre el presente y el futuro, se encuentra al servicio de los capitalistas. Sin embargo, cuando se planta como capital productivo, en ese momento busca superar las fricciones propias de una economía de mercado y su vinculación con los capitalistas individuales. En ese momento el Estado deviene el Estado del capital social. Momento que coincide con la formulación teórica keynesiana de ahorro igual a inversión; es decir, con el tránsito hacia un modelo prescriptivo en la medida en que estas condiciones sólo podían ser garantizadas por el Estado. En esta ecuación económica, A = I, se condensa la nueva figura del Estado como sujeto totalizante de la actividad económica (ídem: 28). En este sentido el devenir capitalista estará siempre abierto, en tanto es el resultado de una dinámica de enfrentamiento. Según Negri, fue el propio movimiento sindical y político de comienzos de los años 20 el que le impuso al Estado capitalista la necesidad de su intervención. Por ello es que el formidable salto hacia delante que provocó Keynes en la ciencia del capital fue precisamente “el reconocimiento de la clase obrera como momento autónomo dentro del capital” (Negri, 2002: 29). La demanda efectiva en cuanto concepto teórico debe ser interpretada como la búsqueda keynesiana del equilibrio de poder entre las clases en lucha. Equilibrio que sólo podría ser alcanzado de manera coyuntural e inestable, postergando hacia el futuro la posibilidad de esta utopía. Sin embargo, tras la búsqueda de estabilización del sistema asentada precisamente en la teoría de la demanda efectiva, Keynes se vio forzado a reconocer que la clase obrera era el motor del desarrollo capitalista, análisis que adquiriría implicancia política para el movimiento obrerista. En efecto, este particular desarrollo teórico cuestionaba de raíz la base específica del reformismo, así como las políticas laboristas que confiaban en la estructura del plan y veían en las políticas de desarrollo keynesianas una alternativa progresista ante un capitalismo desregulado. La izquierda, en este sentido, era globalmente keynesiana. Para Negri el Estado-plan, representado teóricamente por Keynes, reconocía y asumía el antagonismo de clase en el proceso de acumulación al potenciar la variable salarial, mientras buscaba regular este proceso dinámicamente, teniendo como pivote central el planeamiento del desarrollo. Por ello el Estado-plan debe ser abordado no sólo por el intervencionismo que lo acompañó, sino también y fundamentalmente por la particular dinámica de clase resultante del desarrollo particular que impulsó. En efecto, según Negri, la forma Estado, al registrar en el ámbito de la sociedad

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el impacto obrero, reproducía socialmente en la figura del Estado la modalidad del control de la clase. La nueva forma de Estado se verá impulsada a organizar socialmente la explotación y el despotismo anteriormente limitados a la fábrica. Por ello el Estado-plan reproducirá socialmente la figura de la fábrica. En términos de la teoría keynesiana, este salto de calidad se produce con la incorporación del estudio de la tasa de interés. La búsqueda de la coincidencia de la tasa de interés –“i”– con la eficiencia marginal del capital, condición en la que existe, según Keynes, el pleno empleo, implicaba de hecho la integración de la teoría monetaria y la teoría de la producción a nivel del capital social. Pero este proceso de subordinación monetaria a la esfera productiva en la teoría keynesiana significará de hecho el reconocimiento de la doctrina del valor-trabajo de los clásicos y la subordinación de todos los aspectos a la ley del valor-trabajo. Por ello Negri afirma que “el Estado social es igual a un Estado basado en el trabajo”. La integración de la teoría monetaria en la producción significará políticamente la reducción a cero del beneficio e interés y la desaparición de la relación monetaria, como constituyente de la esfera autónoma del poder capitalista, dejando de lado en ese momento los motivos para preferir el dinero, proyectando simultáneamente la existencia de un interés social por encima de todo interés individual.16 Al apoyarse en la realización plena de la ley del valor, el keynesianismo no suprimía la explotación; sólo su figura anárquica y concurrencial, ya que “beneficio e interés unificados y reducidos a cero no son en realidad más que la figura en la que se expresa la tasa media de plusvalor de la producción social del capital” (Negri, 2002: 33). Un Estado-plan que, según Negri, “supera y recupera la noción de revolución permanente para su propia conservación […] exaltando su propia esencia de clase como Estado capitalista […] imponiendo un reformismo capitalista lejos de todo plañidero socialdemócrata con relación a los desequilibrios del sistema” (ídem: 344-345). La teoría general de Keynes, verdadero manifiesto político, constituyó la culminación concreta del desarrollo de una teoría que incorporará la reconstrucción del Estado capitalista moderno, como medio de relanzamiento del desarrollo capitalista, asentado ahora en un nuevo, necesario y exigido equilibrio político del poder. Esta concepción es la que se encuentra en la base de la demanda efectiva. La genial intuición del fordismo se extenderá ahora al nivel de la economía social. En ese contexto la necesidad de la sindicalización de la fuerza de trabajo se volvía imperiosa no sólo para mediar la relación entre el Estado y la figura social del obrero, relación

16. “El capital se hace comunista: es precisamente a esto que Marx llamaba el comunismo del capital” (Negri, 2002: 33).

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intrínsecamente explosiva, sino porque las organizaciones sindicales son las que estimulan y garantizan la reanudación y aceleración del desarrollo, comenzando por el único punto donde esta reanudación podía ser reconocida y alcanzarse de manera estable. En ese sentido la sindicalización devenía una exigencia y una necesidad capitalistas. La crisis de 1929 adquiriría un particular significado: conformar la primera gran crisis del capital social. En estas circunstancias, el capital colectivo confrontando con el obrero colectivo reconocerá su precariedad, en la medida en que el carácter cíclico del desarrollo conduce siempre a una explosión de mayor nivel de su naturaleza contradictoria. El otro trabajo mencionado, “Marx sobre el ciclo y la crisis”, más allá de que es una continuación del anterior documento publicado en Contrapiano, significó la ruptura política definitiva de Negri con algunas figuras de la cultura obrerista de la época; nos referimos fundamentalmente a Mario Tronti. Dando continuidad a las críticas que el obrerismo manifestara desde un comienzo a las categorías objetivadas y economicistas del marxismo ortodoxo y de sus llamadas “leyes de la acumulación”, Negri desarrolló en ese artículo una crítica al objetivismo en su más alto nivel, tras una reinterpretación particular del ciclo capitalista, del desarrollo capitalista y de su crisis. Para ello echó mano a una interpretación de la relación entre crisis y desarrollo capitalista orientada según una relación dialéctica de tipo esencialmente político. En efecto, para Negri las crisis capitalistas no pueden inferirse de la anarquía del mercado, ni de la desproporcionalidad en la esfera del cambio o de los déficits de alguna planificación capitalista. Deben, en todo caso, auscultarse en el antagonismo y la lucha siempre presente entre el trabajo necesario y el trabajo excedente. Por ello el manejo capitalista de la crisis debe ser abordado como la respuesta capitalista ante la crisis del trabajo y de la relación de valor como tal. La experiencia de la crisis de 1929 plantearía a la ciencia del capital la urgente necesidad de controlar el carácter cíclico que asumía el desarrollo del capitalismo. En efecto, la dinámica del proceso indicaba que el movimiento agregado de los componentes del sistema conducía a un equilibrio donde las contradicciones inherentes del sistema debían ser contenidas. Y que esa contención podía alcanzarse a través de dos caminos posibles: 1) ya mediante la programación del desarrollo como alternativa a la crisis –lectura keynesiana–, y 2) a través de una lectura que la abordara como un movimiento particular y esencial del desarrollo cíclico del capital que debía ser recuperado y transparentado en términos de su desarrollo –lectura schumpeteriana–. En ambos casos la conciencia crítica del capital reconocía que el desarrollo del capitalismo se asentaba sobre relaciones de poder que exigían una dominación permanente, constante y ab-

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soluta del capital sobre el desarrollo. En esta perspectiva Negri demostrará cómo la intuición de Joseph Schumpeter iba más allá que la de Keynes: mientras en este último encontramos esencialmente una articulación formalista tras la búsqueda de un hipotético equilibrio, en Schumpeter tenemos una invocación a la crisis como trampolín para la reactivación e innovación del proceso económico. Crisis entendida como campo de batalla que da pie a la nueva relación cualitativa entre el capital y los elementos agregados de la producción, por lo que se constituye en un proyecto político que reexamina la relación. La similitud entre Schumpeter y Marx es sorprendente con relación al abordaje de la relación entre crisis y desarrollo, según Negri. Sin embargo mientras el primero conduce a los típicos modelos mistificadores del institucionalismo disolviendo el antagonismo de clase, la teoría de Marx –como lo demuestra Negri detalladamente– conduce a la relación fundamental subyacente en la realidad del capital: la relación antagónica entre capital y clase obrera, entre fuerza de trabajo y beneficio. Negri elabora la relación entre crisis y desarrollo a nivel del capital social caracterizado por la existencia del beneficio social que se ve constantemente amenazado por la presión obrera. En esta perspectiva desarrollo y crisis son vistos como polos complementarios en la nueva integración resultante a partir de considerarlos partes del ciclo capitalista de control y de dominación sobre el trabajo. Sea que se tratare de una lectura schumpeteriana, donde la crisis es reconocida como la condición necesaria para el desarrollo, o de una concepción kaleckiana,17 donde la crisis se reconoce integrando el ciclo político comercial, la crisis capitalista habría de incorporarse de aquí en más en el horizonte teórico burgués. De ahí la referencia de Negri al “uso capitalista de la crisis”. Estado-crisis como contrapartida al Estado-plan que busca controlar la crisis como condición para el desarrollo. Estamos, bajo estos supuestos, en presencia de una lectura asentada en la sobredeterminación política de la crisis, concepción que habría de permanecer de lleno en los escritos posteriores de Negri. Esta lectura, de raíz esencialmente política entre crisis y desarrollo, llevará a Negri a distanciarse de Tronti quien, para esa época, aceptaba la posibilidad de congeniar políticamente el autonomismo obrero y el reformismo político keynesiano, posición que se sintetizaba en la consigna “dentro y contra” como constitución del poder dual. En su estudio sobre desarrollo y crisis Negri planteará un recorrido particular: partir de la abstracción determinada desde el punto de vista capitalista, pasando por un abordaje del desarrollo como tendencia, para

17. Nos referimos a las concepciones sustentadas por el economista Michel Kalecki, tanto precursor como continuador de las ideas keynesianas.

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terminar en el factor concreto determinante, es decir, la insurgencia obrera contra el capital. Como abstracción el capital es presentado bajo la forma del ciclo, como el resultado cíclico de un movimiento global. Desarrollo, expansión de la base económica, perfeccionamiento del proceso de trabajo, profundización de la valorización y de la explotación, constituyen el verdadero ciclo del capital según Negri. Visto como movimiento cíclico su desarrollo va de la mano con las crisis. “El progreso cíclico es lo que caracteriza al movimiento del capital y la crisis es la forma característica por la cual ese ciclo es periodizado” (Negri, 2002: 51). Pero según Negri no se trata de analizar la crisis desde la apariencia capitalista (desproporcionalidad vertical –entre producción y consumo–, crisis de subconsumo; o desproporcionalidad horizontal –entre sectores productivos y distributivos–, crisis de desproporcionalidad), ambas consideradas por Marx como lecturas tautológicas, sino que resulta imprescindible incorporar el punto de vista de la clase obrera en ese análisis, lo que significa llevar el análisis de la abstracción a la posibilidad y forma actual de la crisis, o sea, el estudio de la dialéctica de su desarrollo. Pero al moverse desde la posibilidad formal del ciclo a la ley general de la acumulación capitalista, el ciclo deber ser visto en términos de un ciclo de explotación, es decir, dominado por la necesidad de la explotación. Por ello el desarrollo estará atravesado por el mismo antagonismo de clase congénito a la producción capitalista. Desde este punto de vista la totalidad de la relación de clase deberá ser leída dentro del desarrollo. Este proceso de lectura del desarrollo en términos del antagonismo de clase es presentado por Marx cuando asocia la teoría del ciclo a la ley general de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia. Negri planteará en este momento dejar de lado toda lectura acotada a los meros términos académicos para pasar a incorporar una lectura en clave de la clase obrera, en tanto índice del progreso total de la relación social de explotación. Vista en estos términos, la forma esencial del desarrollo se transforma en una constante colisión entre la existencia de la clase obrera dentro del capital y la necesidad del capital no sólo de contener esa relación, sino también de reprimirla. La forma esencial de esta confrontación se mostrará en última instancia en la crisis. La forma del ciclo debe ser vista, según Negri, como la forma de una relación de poder entre dos clases en lucha. En ese momento el análisis del ciclo de desplazará hacia el despliegue del conflicto entre dos estrategias: la de la clase obrera y la del capitalista colectivo que se ve obligado a movilizar todo el potencial político y económico para poder alcanzar la relación de clase. Negri, en el análisis del desarrollo del ciclo, se mueve desde la mera fenomenología de Marx hacia una teoría de la lucha de clases. El análisis de Negri proponía una conclusión importante: la demostración de la inmensa precariedad en la que se debatía el nuevo tipo de desa-

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rrollo capitalista. Será la conciencia crítica capitalista, la nueva economía keynesiana, la que se verá forzada a regular el ciclo para poder contener el antagonismo ante los nuevos contenidos que presentaba el propio ciclo. En efecto, los permanentes esfuerzos del capital por incrementar su capacidad productiva se veían amenazados por la constante presión obrera y obligaban al capital ya a ampliar la base de sus inversiones, aunque sin aumentar su composición orgánica, ya a avanzar claramente sobre sus beneficios en la medida en que las demandas obreras superaban los incrementos de productividad. Como consecuencia de esta situación social la tasa de ganancia permanecía relativamente estable cuestionando el desarrollo capitalista y colocando al estancamiento en el horizonte económico. Sin embargo, la propia reestructuración capitalista podía, según Negri, dar pie potencialmente a una mayor resistencia obrera, por lo que el llamado uso capitalista de la crisis podía de por sí revolucionar la composición política de la clase y sentar las bases para la posterior agudización del antagonismo de clase. El desarrollo capitalista era analizado desde el capital atado a una dialéctica de crisis y desarrollo que se apoyaba en una permanente precariedad política. El capital intentará superar esta precariedad destinando esfuerzos para reestructurar el Estado y conformar un Estado de nuevo tipo: “Garantizar el desarrollo económico ante la presión social de un poder de la clase obrera que actúa con fuerza antagónica y contradictoria dentro de ese desarrollo” (Negri, 2002: 60). En contraposición a la reacción marxista operada en épocas de Lenin y de Rudolf Hilferding, donde el nuevo escenario planteado, la nueva organización del trabajo, propuso una correcta estrategia obrera asentada en la organización bolchevique, los tiempos que siguieron a la crisis del 29 encontraron un marxismo incapacitado de ir más allá de una espasmódica repetición de viejos modelos y polémicas propias de la edad del monopolio y ajenas a los nuevos antagonismos que florecían llevados por las apariencias del estancamiento capitalista. ¿Dónde anclar el análisis que justificara la intervención del Estado, entonces? La respuesta que encuentra Negri va más allá de la clásica lectura orientada por la idea de la necesidad de contrarrestar la caída de la tasa de ganancia. Debemos encontrarla, plantea, en una redefinición de la forma de la ganancia que desde ese momento deberá ser vista simplemente, antes que como función económica, como una función política de la dominación y la violencia. En ese proceso la nueva forma Estado jugará un rol central de represión política, funcional a una tasa de ganancia por lo demás estabilizada. Asistimos entonces a una verdadera reformulación de la concepción de desarrollo capitalista que, presionada por la necesidad de contener la presión obrera, adquirirá rasgos esencialmente políticos. Es el mecanismo de regulación del ciclo el que adquiere rasgos definitivamente políticos. Bajo estas características el institucionalismo alcanzado buscará traducir la re-

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lación desarrollo-crisis en la de organización-violencia. Dicho de otra manera, si hasta ese momento el Estado había sido visto como el garante de la relación fundamental en el desarrollo, ahora se presentará como la fuerza capaz de organizar el propio desarrollo. Simultáneamente, y para hacer frente al peligro que significa ahora la presencia amenazante de la clase obrera, el desarrollo capitalista exigirá, como respuesta a la crisis, el uso de la violencia del Estado. Momentos que tienden a manifestarse uno después del otro, mientras la presión obrera fuerza al capital a volverse “político”. Precisamente a partir de esta respuesta violenta del Estado Negri planteará su disidencia fundamental con Tronti. En efecto, el desarrollo capitalista y el poder antagónico de la clase obrera no podrán manifestarse políticamente de manera paralelamente indefinida. Ante la violencia manifiesta del capital para superar la crisis, la clase deberá redescubrir en el desarrollo del antagonismo la capacidad para destruir al capital, so pena de prolongar una situación estéril, peligrosamente dramática y dolorosa para ella. De ahí la necesidad, planteará Negri, de una ruptura violenta con el sistema capitalista. Resulta manifiesta la oposición a aquella lectura de Tronti que, amparándose en la consigna de “dentro y contra”, proyectaba una alianza con el reformismo keynesiano. El proyecto obrero debe ser destruir el desarrollo capitalista en su punto más débil, destruir la forma Estado que organiza el desarrollo general y permanece como el último bastión de defensa del sistema. (Negri, 2002: 71)

En ese contexto, no resulta extraño que las concepciones keynesianas asumidas por la izquierda oficial acarrearan considerables consecuencias políticas al permitir que grupos como Potere Operaio cuestionaran abiertamente la participación del PCI en los esfuerzos gubernamentales para reforzar los acuerdos de productividad keynesianos con los obreros, proceso que lo convertía, a ojos del obrerismo, en verdadero cómplice de la estrategia capitalista para encorsetar las luchas de los trabajadores. La crítica central de la izquierda antiparlamentaria en esa época se condensaba en el ataque al Estado-plan, en tanto la primera coalición parlamentaria buscaba poner en práctica políticas de Estado de corte keynesiano. Ante la política de frente único antifascista propiciada por el marxismo oficial de la época y los destacamentos políticos nacionales de la II Internacional, para los que la clase obrera era un elemento político más en la alianza frentista, el obrerismo argumentaba que la existencia de un nuevo sujeto de clase, el obrero masa, había desplazado políticamente toda confrontación con el capital más allá del planteo del socialismo y de todo objetivo de planificación democrática y de cualquier negociación sindical

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sin control obrero. Y que este desplazamiento implicaba de hecho el desarrollo de un verdadero desafío de la organización capitalista del trabajo y de la sociedad como un todo. Era evidente que la izquierda obrerista se oponía frontalmente a aquella concepción que ubicaba los males del capitalismo en la carencia de planificación, y buscaba corregirlo tras una adecuada planificación. La confluencia del movimiento estudiantil y la insurgencia obrera, especialmente aquella ligada al sector automotor, habrían de dar lugar a los principales grupos políticos de la época. Ante el compromiso histórico Potere Operaio proponía aumentos salariales con disminución del trabajo y de la productividad, estrategia que minaba directamente toda política keynesiana. Por lo demás, su consigna de rechazo al trabajo en esa época sintetizaba en el terreno político una práctica social obrera que, mediante el ausentismo y el sabotaje en fábrica, resistía el despotismo capitalista (Negri, 1980: 68). Práctica de lucha que a ojos de Potere Operaio implicaba también el rechazo político a la ley del valor, en tanto intercambio de equivalentes entre horas pagadas y trabajo realizado, dando sustento así a la otra consigna de la etapa de salario social o político llamada a independizar los salarios de la productividad. En realidad la concepción de rechazo al trabajo ya estaba presente en Quaderni Rossi, previamente a la constitución de Potere Operaio. Esta estrategia política se vio apuntalada también por un verdadero turn over gestado en el abordaje teórico de la concepción sobre el trabajo. En efecto, hasta ese momento el acuerdo tácito en el interior de la izquierda hacía pivote –a partir de la experiencia de los trabajadores calificados– en el impulso a las luchas obreras con el objetivo de liberar al trabajo del capital, proceso que permitiría alcanzar un trabajo no alienado. Tronti sostendrá que los obreros masa no calificados se enfrentaban al trabajo en tanto medio de control social capitalista, por lo que su perspectiva no podía ser mejorar su carácter sino en todo caso abolirlo. Vistas así, las luchas obreras no constituían en sí mismas un escape al capital sino en todo caso la condición de escape de su propia condición obrera. En estas condiciones el objetivo obrero era negarse a sí mismo, terminar de ser obrero y no hacer del trabajo una religión. El obrerismo italiano, en su devenir, cuestionaría igualmente aquella vieja concepción de la escuela de Frankfurt que visualizaba los cambios tecnológicos ya como consecuencia de la competencia capitalista, ya como producto de la llamada racionalidad tecnológica capitalista. En este contexto la alternativa era profundizar en la búsqueda de abordajes que incorporaran los conceptos de autonomía y de dominación capitalista. Dicho de otra manera, la comprensión dialéctica del proceso de lucha de clases desde la perspectiva de las necesidades estratégicas de la clase obrera re-

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quería la integración de los factores tecnológicos, de la estrategia capitalista y de la autonomía de las luchas obreras. Fueron numerosos los estudios realizados –petroquímica italiana, automotor italiano y británico– que buscaron determinar la particular integración alcanzada, cuya dinámica sólo era posible aprehenderla si al mismo tiempo se daba cuenta de la construcción del poder de los obreros en el diario enfrentamiento entre el poder de la clase obrera y el poder capitalista

El autonomismo obrero Las polémicas internas habrían de debilitar al Potere Operario como fuerza política un año antes de su disolución en 1973. Ya Lotta Continua le criticaba a aquél haber abandonado la categoría central, obrero fabril, reemplazando a los protagonistas del “otoño caliente” por los desempleados del sur. Cuando el debate posicionó nuevamente la significación política del obrero masa, un puñado de adherentes impulsó el abandono de esa categoría. Necesitamos, decían, una figura obrera que sea expresión de la crisis, de la naturaleza clásica represiva de la producción, y que sufra la explotación todo el día. Sin embargo existía enorme dificultad para dar cuenta de esta figura. Habría que esperar hacia mediados de la década cuando Negri alumbrara su obrero social y con ello el cuestionamiento del conjunto del obrerismo. Para Potere Operario pesaba enormemente la fallida experiencia del “otoño caliente”; su superación, según su lectura, sólo podía alcanzarse si era posible conformar el partido de la insurrección, como condición necesaria para evitar otra gran derrota del movimiento, achacando la insuficiencia de las luchas de fábrica a una férrea centralización de las fuerzas obreras radicalizadas, antes que a la inexistencia de una organización separada. En esta perspectiva Potere Operario confió en la constitución de comités políticos de base en las fábricas como manera de dar continuidad a las luchas y canalizar los descontentos en el momento preciso. Así, Potere Operaio junto con Il Manifesto lanzaron a comienzo de 1971 la constitución de los comités fabriles que pronto habrían de fracasar. En realidad desde un comienzo ya en Classe Operaia el punto político de referencia del obrerismo había oscilado constantemente, y no siempre con coherencia, entre los polos del obrero masa y el partido de vanguardia. Es decir, entre los dictados de una composición de clase contemporánea y las restricciones impuestas por el enemigo de clase. A fines de los 60 Tronti comenzó el abandono del obrerismo cuando privilegió las restricciones capitalistas. Ahora, un año luego de su formación, el grupo se mostraba obsesionado por la política del enemigo, dejando pocas opciones para

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quienes encontraban en esa elección una lectura inadecuada, como fue el caso de Sergio Bologna y Franco Berardi (“Bifo”). Negri habría de delimitar los contornos del partido de vanguardia visualizado por Potere Operaio en su trabajo de 1971 “Crisi dello Stato piano” (“Crisis del Estado-plan”, en Negri, 1988: 73 y ss.). Ante un Estado arbitrario y temporal en su comportamiento sostenedor de un odioso y desesperado deseo de supervivencia de clase, sólo un retorno a la problemática leninista de la insurrección era capaz de dirigir la lucha de masas hacia resultados satisfactorios. Negri retomaba de esta manera las ideas que provocaron la ruptura con Tronti. Mientras la materia prima de este proceso estuviera formada por los militantes preparados en el último ciclo de luchas, subsistía el peligro de que ante la ausencia de un salto hacia adelante esta vanguardia pudiera ahogarse en manos de los niveles preconstituidos de autonomía y espontaneidad de clase. Si la estructura formal del partido propuesto no hubiera seguido el modelo bolchevique, su función, como objeto privilegiado de la recomposición, no hubiera despertado dudas. Para Negri, “la acción de la vanguardia por sí sola desprendida era vacía; mientras que la acción solitaria de los organismos de masas era de por sí ciega” (ídem: 103); aunque para él resultaba “igualmente peligroso mezclar los dos momentos en una vanguardia de masas unificada” (ídem: 103-104). En realidad la concepción política que subyace detrás de Potere Operaio era la teoría de la ofensiva que había florecido brevemente en el movimiento comunista de comienzos de los años 20 antes que toda noción puramente leninista (Wright, 2002). La estrategia de forzar el paso de la lucha de clases a través de acciones ejemplares del partido, condenada por el propio Lenin como insana y perjudicial, encontró su más inteligente defensor en Luckács, para quien operaba como un medio para sacudir el letargo menchevique del proletariado. Sin embargo, el llamado a la constitución de un partido de vanguardia habría de fracasar cayendo en el vacío en las distintas fracciones obreristas, mientras que las diferencias en el interior del grupo se profundizarían alrededor de la temática de la organización política. En efecto, si por un lado el ala negriana de la organización impulsaba la revisión del significado de la autonomía de la clase obrera y el modelo insurreccional, el sector sustentado en las figuras de Franco Piperno y Oreste Scalzone promovía la urgente construcción del partido. La coyuntura abierta en 1972 habría de encontrar a Antonio Negri releyendo a Lenin tras una propuesta de adaptar la forma partido a la nueva época abierta de la subsunción real del trabajo por el capital (Negri, 2004a). Se proponía derivar de la particular composición de la clase de la época el tipo de organización política acorde, diferente, sin duda, de la planteada por Lenin en su momento. Aunque en el fondo subyacía la idea que

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Lenin desarrollara en el Qué hacer (1905) aggiornada a los nuevos tiempos. Esta posición se distanciaría de la sustentada por aquellos para quienes la autonomía de clase vivía en y para las relaciones capitalistas de producción, por lo que sólo una organización político-militar, comprometida con la destrucción del Estado, era capaz de quebrar el estancamiento de la lucha. La forma y la función de la organización revolucionaria, para este sector, no podían ser dictadas por la naturaleza de las luchas, sino por la tarea que significaba arrebatar violentamente el poder político al enemigo de clase. Era erróneo por tanto hablar de dirección partidaria como lo planteaba Negri, ya que el partido era una organización voluntaria cuyos miembros se incorporaban a partir del compromiso que asumían con el comunismo. No obstante, ambas fracciones coincidían en la necesidad de la lucha armada como momento necesario en la transición al comunismo. Profundamente dividido con relación al significado del comportamiento de la clase y la función de la organización política, Potere Operaio colapsó a mediados de 1973. Mientras los partidarios de Negri se movieron inmediatamente para dar lugar a lo que se llamaría luego Área de la Autonomía, o Autonomía a secas, sus oponentes intentaron mantener viva en los primeros tiempos la organización para finalmente integrarse también a la Autonomía. Otros, siguiendo el camino de Mario Tronti, Alberto Asor Rosa y Massimo Cacciari, se integraron nuevamente al PCI. Cualquiera de estas variantes ofrecía alternativas diferentes de la problemática del obrerismo. En todos los casos el estudio atento del comportamiento de clase, que había sido motivo de preocupación especial en el obrerismo de los 60, iba a ser sacrificado en mayor o menor grado a la impaciencia política y ante un aparato conceptual crecientemente rígido. Hacia mediados de la década eran pocos quienes quedaban dispuestos a estudiar las vicisitudes de sectores más amplios de la población obrera. Con posterioridad al colapso de Potere Operaio la corriente obrerista que habría de alcanzar mayor influencia política y suscitar grandes controversias teóricas en la extrema izquierda italiana fue aquella asociada a los análisis sobre el Estado y las clases desarrollados por Negri. La hipótesis sobre el surgimiento de un nuevo proletariado diseminado en la sociedad y ligado a las esferas de producción y reproducción del capital, el denominado obrero social, constituyó el aporte sustantivo de Negri en esa época. En realidad, el desarrollo de la Autonomía como tendencia política continuadora del obrerismo se encuentra indisolublemente asociado con la argumentación negriana sobre la nueva figura obrera de la época: el obrero social. Como grupo político la Autonomía habría de constituirse a comienzos de 1977 cuando algunos cientos de militantes provenientes de distintos lugares de Italia se convocaron en Bolonia para constituir una nueva organización revolucionaria de la extrema izquierda italiana. Planteando que

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el “único camino posible era la ofensiva”, la Autonomía debía sumir su trabajo a partir de las necesidades reales de la clase impulsada desde la fábrica y el barrio. Durante su año y medio de existencia se planteó la comunicación e integración con una serie de pequeños grupos y organizaciones de la izquierda italiana, algunos de los cuales se autodisolvieron para integrarse de pleno a la Autonomía. Primero se incorporó un importante sector de Potere Operaio; luego sería el turno del Grupo Gramsci de Milán, que editaba un periódico llamado Rosso y planteaba fuertes críticas a las concepciones leninistas sustentadas por algunos de los nuevos integrantes de la Autonomía promoviendo una nueva práctica política que rompiera con las lógicas de los grupos de izquierda. Tras ideas libertarias, Rosso sostenía una perspectiva que incorporaba respuestas a la dominación sexual y a los marginados, quienes eran considerados anormales por la explotación capitalista y la vida impuesta por el capital. A pesar de Rosso, el conjunto de los integrantes de Autonomía ponía el acento en el trabajo fabril como lugar privilegiado de ataque al capital y su plusvalía (Negri, 2004b). El trabajo de Negri “Partido obrero contra el trabajo”, escrito en 1973 (en Negri, 2004b), marcaría la etapa política inicial de la Autonomía abordando la relación entre las luchas obreras y el proceso de acumulación. Si hasta ese momento Potere Operaio había concebido esa relación como un juego de suma cero entre salarios y beneficios, en “Partido obrero contra el trabajo” Negri habría de realizar un abordaje de la relación ente composición de clase y crisis, asentado en un largo aunque homogéneo camino de disputas en el terreno de la producción y en el proceso de reproducción del capital. De hecho, en su trabajo “Marx sobre el ciclo y las crisis” Negri había adelantado parte de los argumentos que habrían de consolidarse luego en el obrerismo. Tentaba realizar una lectura política de la crítica de la economía política de Marx alejado de toda óptica objetivista. Al abordar los esfuerzos de Keynes y Schumpeter para proporcionar una salida a las dificultades que el capital enfrentaba en su dinámica de reproducción, Negri –siguiendo a Tronti en su polémica con Luckács– no consideraba que tal empresa fuera imposible para la “conciencia crítica” del capital. Más aún, mostraba en ese trabajo un particular respeto por Schumpeter para quien la economía política carecía de una tendencia interna que la llevara al equilibrio. Al visualizar el desarrollo de la crisis como un momento de estímulo del sistema para producir beneficios, Schumpeter bosquejaba que las relaciones de fuerzas entre las clases subyacen en el aparentemente autónomo movimiento de las categorías económicas.18

18. “Una buena parte de los análisis de Schumpeter intentan moverse a partir de consideraciones enteramente internas al proceso económico, en otras palabras excluyendo referencia a todo factor externo a la dinámica económica pura y simple” (Negri, 1988: 47-48).

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“Partido obrero contra el trabajo” implicó una mejor aproximación de Negri a la problemática de las crisis. Asentado en los Grundrisse y en el “Resultado inmediato del proceso de producción” (capítulo VI, inédito)19 Negri se enfrentó con el problema central de la acumulación capitalista, esto es, la disminución permanente de la parte de la jornada de trabajo necesaria para la reproducción del valor de la fuerza de trabajo. Para Negri la disputa planteada alrededor del tiempo de trabajo necesario y el tiempo de trabajo excedente en la época de la subsunción real había conducido a una lucha entre variables independientes. No sólo el rechazo al trabajo visible en una amplia franja de la juventud italiana cuestionaba el funcionamiento y la validez del ejército industrial de reserva, sino que al mismo tiempo el salario presentaba una indiferente rigidez a las necesidades de la acumulación. Es indudable que tales concepciones poco tenían que ver con los preceptos del marxismo convencional. Si bien esta idea del salario como variable independiente estaba reñida con el capítulo VI sobre el salario del tomo I de El capital, lo acercaba a Marx si nos remitíamos al tomo III. Sin embargo, más significativo que la comprobación y el contraste con los “textos sagrados” era el elocuente testimonio que presentaba la economía italiana enfrentada a problemas de productividad y beneficios. En un trabajo posterior, “Marx más allá de Marx” (en Negri, 2001a) habría de avanzar con relación a esta problemática. En efecto, al analizar la tendencia decreciente de la tasa de ganancia y abordarla desde la relación entre tiempo de trabajo excedente y tiempo de trabajo necesario, resultaba claro que la expresión de la ley se derivaba de la rigidez propia de la magnitud tiempo de trabajo necesario: “La rigidez de la parte necesaria de la jornada de trabajo constituye siempre el límite de la valorización” (ídem: 118). De ahí que Negri pudiera concluir en la “absoluta extrañidad radical, la autonomía de la clase obrera respecto al desarrollo del capital” (ídem: 119). Pero irá más allá al plantear que “la parte necesaria de la jornada de trabajo no sólo es cada vez más rígida, sino que tiende a valores superiores y por consiguiente a disminuir subjetiva, activamente, el plusvalor extraíble”. En el Marx de los Grundrisse “la desvalorización de la fuerza de trabajo como compresión de la jornada de trabajo no sólo es indefinida sino que es en realidad delimitada y reversible” (ibídem). De esta forma en el proceso de trabajo la clase obrera es capaz de recortar el beneficio potencial del capital. Ya en 1973 –en “Partido obrero contra el trabajo”– esta idea estaba subyacente cuando se describía la jornada de trabajo como campo de per-

19. Se trata del libro de Marx El capital, Libro I capítulo VI (inédito), “Los resultados del proceso de producción”, México, Siglo Veintiuno, 1975 (5ª ed.).

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manente lucha civil entre las dos mayores clases. Lejos de desarrollar este punto, ese artículo retomó el análisis realizado en “Crisis del Estadoplan”, de 1971, donde sostenía que a pesar de la existencia de un proceso de valorización normal el capital empujaba permanentemente hacia una socialización creciente del trabajo, conduciendo a una redefinición del trabajo productivo. De manera que las verdaderas dimensiones de esta categoría sólo podrían ser abordadas desde un punto de vista histórico, es decir, de acuerdo con el avance o grado de subsunción del trabajo por el capital. Podemos afirmar ahora que el concepto de trabajo asalariado y el concepto de trabajador productivo tienden hacia la homogeneidad y resultan en una nueva figura social del proletario unificado. “Partido obrero contra el trabajo” debe ser visto como un artículo de transición en la concepción de Negri sobre el capital y la clase que, asentada en la particular lectura que realizara con relación a los Grundrisse, habría de culminar posteriormente en la figura del obrero social. En esta perspectiva, si bien la sociedad y la fábrica, así como la producción y la reproducción, no eran idénticas, existían bajo una relación dialéctica, donde el capital buscaba mantener esta relación aislando la caída de la tasa de ganancia (de sus agentes) del proceso de socialización del trabajo productivo desarrollado en la sociedad. Como consecuencia de ello, los obreros de las grandes fábricas, en tanto sujetos privilegiados de la explotación, seguían siendo absolutamente hegemónicos, teórica y políticamente, con relación al resto de la clase. Esta lectura de Negri se asentaba sustancialmente en la experiencia inmediata de huelga y ocupación masiva de la planta industrial de Fiat en Mirafiori en marzo de 1973. Ante las dificultades observadas en la vanguardia de masa formada durante el “otoño caliente” por llevar el conflicto más allá de las puertas de la fábrica, conjugando el proceso de la lucha por la reapropiación social, Negri asumió una lectura de recomposición de la clase asentada en la unidad del trabajo social abstracto; lectura que dejaba de lado toda diferencia específica entre los obreros fabriles y el resto de los trabajadores sociales: mujeres y jóvenes marginales. Esta lectura se asentaba a su vez en una visión de crisis de la ley del valor como crisis de comando del capital que había sido desarrollada por Potere Operaio. El valor lo remitía directamente al problema del poder. De ahí que el contenido de las necesidades no satisfechas incitara a la formación de organizaciones en sitios y lugares que sólo podían ser subsumidos en una perspectiva de constitución de proyecto de contrapoder contra el Estado. Durante 1974, mientras la crisis exacerbaba la inflación doméstica, la sociedad italiana era testigo de la explosión de luchas que llevaban la impronta de una socialización del trabajo anticipada por Negri. Asistíamos a la constitución de un importante movimiento de masas que, iniciado en

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Turín en la planta Rivalta de Fiat, donde la negativa de los obreros a convalidar los aumentos en los billetes de ómnibus se extendería rápidamente a otras zonas de esa ciudad y a la propia Roma tras la consigna de la autorreducción de los precios. Aunque ya no se trataba en estos casos solamente del aumento del boleto de transporte, sino que la lucha incorporaba ahora también todo incremento en el precio de los servicios de electricidad y teléfono. Simultáneamente las amenazas de recorte en el presupuesto educativo generaron un nuevo movimiento asentado en la respuesta de los estudiantes de la escuela superior, con ocupaciones de edificios y manifestaciones callejeras. Contemporáneamente cobraba auge el movimiento de ocupas, desde Roma hasta Turín, ciudad esta última donde trabajadores fabriles participaron también en el proceso de ocupaciones de viviendas impulsado por los marginados. Finalmente, en octubre de ese mismo año se inauguraba un nuevo método de lucha, el de la political shopping, cuando manifestantes entraron en un supermercado de Milán forzando la venta de mercaderías a precios reducidos. Ante tal dinámica social, para esa época se generó en el interior de la Autonomía un debate acerca del salario garantizado, revelador por lo demás de importantes diferencias dentro del Área. Así, los obreros de la fábrica Alfa Romeo –para quienes el desarrollo de la conciencia de clase y la potencialidad humana era inseparable de la experiencia del trabajo– se oponían a quienes planteaban el rechazo al trabajo como base de la estrategia revolucionaria. Las dificultades para aunar posiciones provocaron que el equipo de Alfa Romeo dejara al poco tiempo la Autonomía. Hacia 1975 los miembros organizados de esta agrupación, que se extendían desde el sector próximo a Negri pasando por los restos del ala de Potere Operaio orientada por Scalzone hasta un importante número de organizaciones marxistas-leninistas romanas, comenzaron su transformación organizativa hacia pequeños grupos políticos cuyo particular trabajo político los llevó a diferenciarse de la triplice, es decir, del terceto que conformaban Lotta Continua, Avanguardia Operaia y el Partito di Unità Proletaria (PDUP), todas organizaciones al margen del PCI. Uno de los principales aportes de la Autonomía a la cultura de la extrema izquierda italiana fue la negativa a separar las esferas de la lucha económica y de la lucha política, y con ello el rechazo a todas las normas organizativas de la izquierda articuladas alrededor del partido y del sindicato. A pesar de representar un novedoso y significativo experimento de organización política que se diseminó en los distintos espacios laborales –la autoorganización en su lugar de trabajo de la militancia surgida de las luchas de los 60–, la Autonomía fue incapaz de otorgarle continuidad a esta estrategia política. Atrapada por la crítica virulenta al leninismo lanzada por algunos grupos feministas radicalizados y some-

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tida a los vaivenes políticos propios de una organización que sumaba militantes desde distintas opiniones sociopolíticas, no pudo mantener la continuidad de su proyecto político. Distanciada cada vez más de la política de la triplice, la Autonomía formulaba una posición política que, si bien era fuertemente crítica del accionar de los grupos armados, no dejaba de considerar la lucha armada como la culminación de la de clases. Ante la política del Estado italiano de criminalización de la protesta social, que a mediados de 1975 había cobrado la vida de seis manifestantes de izquierda, muchos jóvenes activistas de la escuela superior formados en la lucha de la autorreducción y el combate en las calles habrían de asumir el leninismo armado. Este proceso debilitó sobremanera las bases políticas en las grandes fábricas y generó una verdadera sangría política para la Autonomía. Por lo demás subsistían internamente dos líneas políticas claramente diferenciadas: por un lado aquellos que buscaban un modelo de organización que privilegiara el “movimiento”; por otro, quienes desde una posición ortodoxa adherían a una concepción leninista de organización. Evitando actuar como partido, siguiendo la tradición de Potere Operaio y Lotta Continua, pensando en la superación de los errores cometidos, las fuerzas dominantes de la Autonomía se lanzaron a una nueva apuesta política. En ese contexto, mediados de 1975, apareció el trabajo “Proletari e statu” (“Proletarios y Estado”; en Negri, 2004b), donde Negri, retomando la línea obrerista de Tronti, sostenía que los esfuerzos del capital por retomar el comando del trabajo, ante el “otoño caliente”, a través de su política de descomposición técnica de la clase, no habían sido exitosos. Por el contrario, despuntaba afirmándose una nueva figura obrera, el obrero social, cuyo nacimiento había sido alumbrado por la propia crisis capitalista. Al igual que en “Partido obrero contra el trabajo”, en “Proletarios y Estado” Negri tentaba ubicar el análisis de la composición de clase en el contexto de la caída tendencial de la tasa de ganancia. Siguiendo los análisis que en el periódico Primo Maggio había adelantado Christian Marazzi, como parte de las políticas del capital para contrarrestar la caída de la tasa de ganancia, el capital echaba mano ahora a las peculiares propiedades de la forma dinero para restablecer una correcta proporción entre la masa y la tasa de ganancia. Entrábamos en la era de la función del dinero como mando, fenómeno que significaba extender la crítica de la economía política. A pesar de que la reestructuración capitalista había desestructurado al obrero masa “generando un trabajo socialmente difuso y predispuesto para la lucha” y que la categoría clase obrera había entrado en crisis, Negri plantearía, en su nuevo trabajo “Proletarios y Estado”, que “la clase obrera continuaba proyectando todos sus efectos sobre el terreno social, como un proletariado”.

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En realidad había sido Alquati quien acuñara la expresión obrero social un año antes, ante la evidencia de una masificación del trabajo que superaba las fronteras del trabajo fabril identificándose con el trabajo intelectual. Negri habría de ampliar las fronteras del obrero social extendiéndolas más allá de la intelectualidad. El obrero social como figura obrera no pertenecía a ningún sector industrial en particular. Representaba en todo caso al conjunto del proletariado que, sometido al trabajo abstracto, se constituía a lo largo del proceso de valorización. En ese sentido la concepción alumbrada por Negri en “Proletarios y Estado” con relación al obrero social representaba una ruptura radical con la genealogía de las figuras de clase especificadas por el obrerismo italiano hasta ese momento. Éste no era el producto de una reestructuración cualitativa en el proceso de producción inmediata. Antes que un accidente tecnológico, la nueva composición de clase debía verse como la confluencia de la generalización de las luchas con la socialización de la relación capitalista. Negri abordó la figura del obrero social de manera general, profundizando poco sobre los cambios que se habían producido en el obrero masa, que habían conducido a la nueva figura obrera. Su análisis buscaba en todo caso resaltar la potencialidad revolucionaria del obrero social y rescatar el proceso de recomposición social extraordinario abierto en amplitud e intensidad. Por lo demás, la existencia de una única ley de explotación capitalista proporcionaba el marco social que potenciaba la unidad de las luchas en aumento. Los conflictos que se desarrollaban para esa época daban sustento a las posiciones de Negri. En efecto, mientras se asistía a la autoorganización de los jóvenes obreros empleados en los pequeños talleres de Milán y Turín, a través de los círculos proletarios de la juventud, y se movilizaban paralelamente los desempleados de Nápoles, el movimiento feminista cobraba relevancia social al compás de las luchas por el divorcio, mientras cuestionaba todos los aspectos de la dominación social. Según Negri, todas estas luchas buscaban satisfacer la necesidades de sus protagonistas por fuera de las relaciones sociales capitalistas. Si bien las necesidades se encuentran históricamente determinadas, las necesidades del obrero social sólo podían constituirse dentro del universo del capital. En ese contexto sólo un valor de uso determinado, retomando al Marx de los Grundrisse, podía ser capaz de romper el círculo vicioso de la reproducción capitalista: el trabajo vivo. Sin embargo éste sólo es capaz de subvertir la relación de clase cuando deviene rechazo del trabajo, cuando su creatividad se dirige directamente contra la reproducción del proletariado como sujeto antagónico. En este sentido el sistema de necesidades existentes debía ser sustituido por un sistema de luchas cuya promoción exigía la existencia de un partido revolucionario. Nuevamente Negri analizaba el proceso

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dialéctico entre fuerzas productivas y relaciones de producción desde el antagonismo puro: cuando la vieja contradicción parecía diluirse debido a la subsunción del trabajo vivo en el capital, la fuerza del trabajo social, y en ese sentido la fuerza encarnada en el trabajo vivo social, se oponía como lucha a las relaciones de producción y por tanto a las fuerzas productivas incorporadas en ellas. A partir de ahora la tradicional fórmula de Marx iba a transformarse en el antagonismo directo entre capitalistas y Estado. “Proletarios y Estado” igualmente subvertía otra de las categorías marxianas, el salario, como vieja categoría del obrerismo. Por un largo tiempo el salario y los objetivos de la reapropiación de la riqueza habían marchado juntos golpeando simultáneamente al capital. Empero, en tiempos del obrero social el salario debía subordinarse al proceso de reapropiación de las fuerzas productivas de la riqueza social que era el objetivo perseguido por la clase en ese momento. El proletariado pugnaba ahora por la disminución del trabajo necesario como forma de acelerar la caída de la economía. Sin embargo, a pesar de las prefiguraciones sociales avanzadas por Negri en “Proletarios y Estado”, las luchas sociales no se correspondían enteramente con las previstas por el autor. En primer lugar, no se produjo el acercamiento esperado de las luchas de los obreros de las plantas industriales del norte con las de las mujeres, estudiantes y desempleados del sur. Por el contrario, luego de casi cinco años de lucha los protagonistas del “otoño caliente” habían entrado en una tregua productiva a cuyo compás los sindicatos habían recuperado el terreno fabril perdido, por lo que las demandas obreras ahora resultaban más funcionales al proceso de acumulación. Si bien “Proletarios y Estado” fue recibido en algunos círculos de la Autonomía como el nuevo programa político a impulsar, tampoco fueron pocas las críticas recibidas, en especial de aquellos sectores que habían permanecido fuera del “ala organizada” de la Autonomía, entre ellos, la de Sergio Bologna quien, como editor de Primo Maggio, continuaba trabajando con Negri en varios proyectos de investigación. Así, si bien decía Bologna que Negri había incorporado algunos de los mecanismos objetivos de la composición política de la sociedad italiana, había dejado de lado igualmente considerables tendencias que la recorrían.20 Bologna, diferenciándose de Negri, reconocía cambios en la composición política de la clase pero no en la dirección apuntada por Negri en “Proletarios y Estado”. Lejos se estaba, planteaba Bologna, de la unidad que presentaba Negri: se asis-

20. S. Bologna, “Proletari e stato di Antonio Negri: una recesione”, Primo Maggio, Nº 7, p. 27, citado por S. Wright (2002).

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tía en todo caso a una enorme división, ya no entre la fábrica y la sociedad, sino dentro de la propia fábrica, donde se había producido una importante recuperación de la ideología reformista. Criticaba a Negri por haber asumido la posición de teórico, inventando una figura social diferente a la cual imputar el proceso de liberación de la explotación. Negri, según Bologna, se había lavado las manos frente al proceso político de descomposición y desconcierto que mostraba la Autonomía y ante las dificultades crecientes con que tropezaba el obrero masa. La fracción romana de la Autonomía criticaba igualmente a Negri ante el abandono que éste hacía de la esfera de la producción como terreno central de la lucha de clases, llamando a redoblar los esfuerzos para confirmar con datos e investigaciones empíricas las figuras teóricas avanzadas. Para el mismo Romano Alquati el obrero social constituía una sugestiva categoría aunque advertía sobre los peligros de construir una ideología alrededor de una figura de clase que todavía tenía que aparecer como sujeto político maduro. Había incluso quienes reprochaban a Negri la falta de un análisis crítico hacia los comportamientos de la lucha y las actitudes políticas de muchos obreros formados en el “otoño caliente”: entre la práctica crítica de la organización del trabajo palpable en las fábricas y el apoyo de la clase obrera al PCI que veía como naturales las relaciones de producción existentes. Sin embargo, a pesar de las fuertes críticas planteadas, Negri habría de avanzar en la definición de la figura obrera creada. En 1977 en “Dominio y sabotaje. Sobre el método marxista de la transformación” (en Negri, 2004b) planteaba que el equilibrio de poder había sido la causa por la que el poder capitalista se tornaba cada vez más vacío ante una insubordinación obrera de enorme racionalidad y valor. A pesar de la creciente complejidad que mostraba la clase política italiana, Negri sobrevaloraba el potencial político de la clase. Al no incorporar las determinaciones contradictorias que mostraba el panorama político italiano, aquella noción de clase autovalorizando sus propias necesidades se diluía y caía en saco roto. A pesar de las nociones de unidad y pluralismo que incorporaba como elemento positivo de los movimientos autónomos, la concepción de obrero social prescindía de todo lo específico y contradictorio que lo distinguía, quedando relegado como encarnación del trabajo abstracto. Ante tal triunfalismo político la Autonomía fue rápidamente doblegada por los arrestos masivos de 1979-1980 que supusieron un inmenso golpe. En noviembre de 1981 Negri rompería definitivamente con la Autonomía acusándola de ser un modelo bolchevique de organización fuera del tiempo y del espacio y sostener un sujeto –el obrero masa– que, si bien no era anacrónico, al menos era parcial y corporativo (Wright, 2002: 174).

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El año 1977 habría de ser decisivo para la extrema izquierda italiana. Habiendo sido consideradas por la juventud como intérpretes privilegiadas de la oposición italiana ante el creciente descontento que la recorría, las tres mayores organizaciones a la izquierda del PCI se encontraron ellas también contaminadas, o bien sobrepasadas por una política de nuevo tipo que rescataba las necesidades sobre los deberes, las diferencias sobre las homogeneidades, lo personal y lo local sobre las amplias luchas de clases. Lotta Continua fue la primera en entrar en crisis y se disolvió hacia fines de 1976. A PDUP no le iría mejor: tensionada entre su rol de conciencia crítica del PCI y las posibilidades de ampliar su influencia por fuera del partido, se dividió en dos. Poco tiempo después Avanguardia Operaia tampoco escaparía de la crisis. Simultáneamente 1977 fue un año decisivo para el obrerismo. Las diversas organizaciones pudieron reemplazar por poco tiempo la crisis de la triplice. La multitud de problemas que el nuevo humor político ejemplificaba empujaría al aparto conceptual del obrerismo “hacia límites extremos” (Negri, 1980: 161-162). Sin embargo el movimiento de 1977 habría de inspirar en la revista Primo Maggio un importante debate al replantearse, una vez más, las características de los nuevos sujetos que nutrían la fuerza de trabajo de la Fiat y la discusión sobre la intensificación de los conflictos industriales en los sectores de servicios y transporte italianos. Para Bologna, el movimiento de 1977 habría de plantear una serie de contenidos y valores políticos por fuera de la agenda política reconocida hasta ese momento. Más allá de haber transparentado la crisis de las formas políticas, forma partido incluida, 1977 debe ser considerado una de las mayores anticipaciones sobre las formas y los contenidos de la vida social y política que habría de constituirse en los años siguientes. Luego de 1977 no habrá retorno a pesar de los errores cometidos. 1977 fue un año de enorme riqueza y complejidad política, a pesar de que la forma política capaz de contener los problemas planteados y organizarlos de manera adecuada no pudo concretarse. En febrero la Universidad de Roma fue ocupada por los estudiantes durante catorce días para protestar ante los intentos del gobierno por restringir el acceso a la educación superior. Durante ese tiempo el campus de la universidad se convirtió en una verdadera zona liberada donde floreció una cultura alejada de todo espacio político que simpatizara con los jóvenes círculos obreros de Milán. Aunque muchos de los nuevos militantes diferían fuertemente de las Brigadas Rojas,21 el uso de la fuerza

21. Constituida inicialmente por jóvenes militantes obreros y activistas estudiantiles integrados ya a los comités fabriles, ya a los grupos marxistas leninistas de Milán, y comprometidos con el desarrollo de un aparato militar clandestino de propaganda, las Brigadas Rojas

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no fue ajeno a importantes sectores del movimiento y en algunos casos adoptó la forma del saqueo de masa, expresión epidérmica de una violencia común a una serie de actos ilegales que se desencadenarían luego de 1976. La toma de la Universidad en Roma habría de terminar con una violenta represión policial luego de que los estudiantes hubieran expulsado del campus ese mismo día al líder de la CGIL. En los primeros días de marzo la revuelta se movió hacia la Universidad de Bolonia, corazón de la Emilia-Romana dominada en ese momento por el comunismo, luego de que un militante de Lotta Continua fuera muerto por un policía. Dos días seguidos de enfrentamiento estudiantil provocaron la extensión del conflicto en el ámbito nacional con una masiva demostración de fuerza en Roma. La muerte de un policía romano en abril, el asesinato de un militante romano en mayo, seguido por la muerte de otro policía en Milán, presionaron a miembros de la Autonomía para pasar del arma de la crítica a la crítica de las armas, pero buscando apoyar la política en una correcta evaluación de las fuerzas antes que en la desesperación voluntarista. Escribiendo en las páginas de L’Unittà Asor Rosa describía la Italia de la época como un país disociado, constituido por dos sociedades: una, basada en la clase obrera organizada y comprometida con las instituciones existentes; la otra, asentada en los marginales y desempleados de la nación cuyo comportamiento era sintomático de la desintegración del viejo orden. Desde esta perspectiva el levantamiento de la nueva generación de estudiantes italianos los colocaba como los ejecutantes de una nueva forma del anticomunismo oficial. A diferencia de la izquierda de 1968, los rebeldes de 1977 catalogaban como contrarrevolucionarios

se conforman a mediados de 1970. Su núcleo primario de dirigentes participó del “otoño caliente” y, acorde con esa práctica, las primeras acciones de la agrupación mostraron un particular interés por acompañar los conflictos y las luchas fabriles y sindicales (sabotajes industriales, atentados a directivos de las empresas, etc.). Obligadas a entrar definitivamente en la clandestinidad en 1972 ante la represión estatal desatada, e incorporando en sus filas a militantes provenientes de la crisis de Potere Operaio para esa época, se embarcaron de manera paulatina en un profundo viraje de sus primitivas concepciones políticas y acciones armadas hacia una abstracta guerra contra el Estado de las multinacionales. Luego del encarcelamiento masivo de su dirigencia en 1974 –con posterioridad al juzgamiento y ejecución del juez Mario Sossi–, recomponen su estructura con el ingreso de nuevas camadas de activistas al calor de las movilizaciones de 1976-1978. La persecución y el aislamiento social habrían de aumentar después del secuestro y posterior ejecución en 1978 del político democristiano Aldo Moro, gestor del “compromiso histórico”, acuerdo de gobierno entre el PCI y la Democracia Cristiana. A pesar de ello, la crisis que sacudía para esa época a la Autonomía contribuyó al crecimiento de las Brigadas Rojas; no fueron pocos los militantes de la primera que engrosaron las filas de las segundas. El accionar de éstas habría de continuar bajo nuevo nombre: Brigadas Rojas para la Construcción del Partido Comunista Beligerante, hasta bien entrados los 90.

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no sólo a los líderes de la izquierda histórica sino también a sus seguidores. Las revueltas estudiantiles y la magnitud sociopolítica del enfrentamiento colocaron en un primer plano la discusión, otra vez más, relativa a las nuevas características de una composición de clase que hacía pivote sobre las universidades y que reposicionaba la problemática, abandonada por el obrerismo luego del “otoño caliente”, acerca de la naturaleza y la función de la fuerza de trabajo intelectual. En efecto, Franco Piperno, quien había abrazado para esa época la tesis del obrero social junto con Oreste Scalzone, y apoyado en la peculiar fuerza productiva de los sujetos políticos organizados en los nuevos movimientos que habían alcanzado protagonismo político, describía esta figura de clase como el emergente de un trabajo no obrero, entendido como el trabajo productivo indirecto que, si bien era extraño a la producción física de la mercancía, incorporaba en su desarrollo el “intelecto general” de la fuerza de trabajo; nueva figura que debía ser considerada tanto expresión de la creciente incorporación de la ciencia del capital como del rechazo de miles de jóvenes a seguir los pasos de sus padres en la línea de producción. En este sentido Asor Rosa tenía razón cuando sostenía la existencia de una división cultural y política fundamental de hecho en la Italia de esa época entre aquel sector de la clase obrera que aceptaba la lógica de la producción mercantil y la de un movimiento de valor de uso que desafiaba la legitimación social de la forma dinero. Para esa época Alquati, fiel a la tradición obrerista, enfatizaba el proceso tendencial de proletarización desarrollado en la sociedad capitalista moderna, que en el caso de Italia había emergido de manera tardía. Si el trabajo intelectual se concentraba en espacios alejados y diferentes de los habitados por el obrero masa, decía Alquati, la gradual fabriquización del proceso de trabajo al que pertenecía ese trabajo intelectual apuntaba a una convergencia con el comportamiento de los más tradicionales sectores de la población obrera. Por ello resultaba imprescindible no mistificar los atributos específicos del trabajo intelectual. Después de todo, era una forma de trabajo que, en cierto sentido, era como los otros. Quizá el aspecto más novedoso del discurso de Alquati, al menos en términos del aparato conceptual tradicional del obrerismo, fue su intento de dar cuenta en su análisis de las capas medias de la sociedad italiana moderna. Según Alquati, se había configurado un sistema complejo de estratificación social que, lejos de desacreditar la centralidad que El capital de Marx había asignado a la relación entre trabajo y capital, la había promovido, por acción del propio capital, hacia una excepcional agudización de las luchas entre las dos clases fundamentales. Este proceso permitió a los marxistas hablar de “clase media”, en cuanto capa social, ya que el concepto de “media” se asociaba con el verbo “mediar”, fundamental en el lenguaje políti-

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co. En la Italia de los 70 la función estabilizadora de esa capa social había sido cuestionada al forzar la polarización entre el capital y el trabajo. En ese sentido Alquati creía que la universidad podía ser vista como el sitio privilegiado de la crisis, donde las capas medias, al ser ganadas por el bloque político de la clase obrera, podían jugar el papel de aliados integrando y promoviendo nuevas fuerzas que contribuyeran a la recomposición de la clase. Los intentos de la revista Primo Maggio por otorgarle peso y significación al nuevo movimiento tuvieron su bautismo en el trabajo de Bologna (1977) “The tribe of Moles”. Para Bologna, a diferencia de Asor Rosa, el comportamiento observado en el nuevo protagonista social no podía ser achacado a una ubicación material que fuera ajena al mundo productivo. Por el contrario, para él era un error concluir que el sujeto de la lucha debía ser asociado a la figura del estudiante, a pesar de que el espacio de conflicto se hubiera situado en las universidades. El error adquiría consecuencias políticas graves al inferir de esta caracterización comparaciones y balances confrontados con los conflictos de 1968. Esta tesis era considerada por Bologna definitivamente falsa por cuanto “habíamos asistido al arribo de una composición de clase completamente nueva proveniente de los alrededores universitarios” (citado por Wright, 2002: 203). Para Bologna, si bien las raíces del movimiento de 1977 estaban fuertemente asentadas en el mundo del trabajo, se trataba de un mundo laboral radicalmente diferente del conocido de la planta de Mirafiori. Distanciada de los protagonistas sociales de la década anterior, la nueva composición de clase no estaba configurada para detectar y encontrar salida a sus necesidades individuales y/o colectivas en estructuras organizativas promovidas por el marxismo-leninismo de la época. Mientras la militancia de los 70 adhería a una lectura de la política en términos de choque de aparatos contestatarios, el nuevo activismo político promovía una lectura que aceptaba e internalizaba la esfera personal en el espacio de la política. Según Bologna, los desplazamientos sociales observados eran el producto de profundas alteraciones alcanzadas en la reproducción de las clases, proceso que ahora había devenido “un problema de legitimación política antes que una cuestión material: una cuestión de identidad social y cultural, de aceptación o rechazo de las normas de comportamiento social requeridas y dejadas de lado por la forma Estado. Las clases han tendido a perder características objetivas y se han vuelto ahora definidas en términos de subjetividad política. En este proceso, la mayor fuerza de definición ha venido desde abajo: esto es, con la continua reproducción e invención de sistemas de lucha y contracultura en la esfera de la vida diaria, lo que ha devenido más ilegal” (Bologna, 1977). Esta nueva subjetividad no estaba exenta de determinaciones materiales; entre ellas, la den-

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sa red de pequeñas fábricas que habían florecido desde comienzos de los 70 las que, junto con el sector servicios, habían visto crecer significativamente su número de trabajadores. En este caso, la estructura y el comportamiento de la fuerza de trabajo ligada a los servicios estaba lejos de ser homogénea. Por el contrario, abarcaba desde la militancia de los empleados de hospitales sujetos a condiciones laborales primitivas hasta los relativamente privilegiados trabajadores de los bancos estatales; desde los empleos garantizados a través de relaciones laborales convencionadas hasta los precarios y casuales ofrecidos por las empresas subcontratistas. Si algún elemento de homogeneidad existía en estos casos, era la presión política constante a la que varios de los componentes del sector servicios estaban sujetos por la crisis italiana que se agudizaba. Particular importancia asignaba Bologna a los contratistas y subcontratistas. En estos casos, indicaba, la firma, como lugar de producción de mercancías, tendía a diluirse permaneciendo como simple jefe dependiente, como mera administradora de un trabajo descentralizado, disolviéndose como sujeto protagonista del conflicto, como una institución de la lucha de clases. La infinita cadena de descentralización productiva rompería la rigidez de la geografía, de la edad y el sexo, así como del background social en tanto factores de peso en la constitución de la nueva composición de clase. “Esta cadena de infinitas descentralizaciones es uno de los elementos más progresivos del capitalismo de hoy en día; es un arma de masificación mucho más poderosa que la línea de montaje” (ídem). En esta composición de clase los grupos autonomistas habían alcanzado rápidamente un rol hegemónico gracias a su habilidad para anticipar una temática política totalmente diferente de la de los 60. Ante este panorama social, el error fundamental de la Autonomía para forzar el peso de la lucha se hizo claro cuando, contra las nociones vanguardistas previas de la política de clase, “la organización estaba obligada (ahora) a medirse día a día contra la nueva composición de clase y debía encontrar su programa político sólo en el comportamiento de clase y no en algún conjunto de estatutos” (ídem). Los argumentos de Bologna habrían de generar diversas reacciones críticas, desde los teóricos cercanos al PCI quienes rechazaron el énfasis particular que había puesto en la determinación subjetiva para la identidad de clase, hasta de los adherentes al periódico Primo Maggio, para quienes pecaba por imponer una abstracta relación fabril a los sujetos sociales en formación. Al intentar aplicar las categorías marxistas más allá del espacio de una coherente aplicabilidad, Bologna cayó en un formalismo donde sólo pudo describir al obrero masa como precursor del nuevo movimiento. Mientras el Estado jugaba ahora un rol central en la vida social, la identidad de clase estaba cada vez menos relacionada con lo creado en el espa-

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cio productivo. Por el contrario, el punto de partida de la proletarización política caía ahora de manera más extensiva por fuera del lugar de trabajo, propio de áreas como el mismísimo sistema educativo. Tras esta nueva articulación entre fábrica y sociedad, el movimiento molecular emergente se constituía a sí mismo por sobre todos los sectores, desafiando la legitimación que otorgaba hasta ese momento la sociedad de clases (Wright, 2002: 208). Una aproximación crítica similar iba a plantear Christian Marazzi. En efecto, según Marazzi, al observar Bologna que las pequeñas fábricas y el sector servicios eran los lugares privilegiados de formación del nuevo movimiento, éste continuaba analizando la lucha de clases de manera exclusiva desde la confrontación entre capital y trabajo (ídem: 209). Bologna no acertaba en ver que el Estado, con su estrategia de “bypasear” la fábrica como elemento privilegiado de comando a favor de la regulación del ingreso, había comenzado a inducir la formación de un nuevo sujeto por fuera de la relación de producción. Si el lugar social de la reproducción del antagonismo, y por tanto el determinante del comportamiento de la clase, había dejado de ser la fábrica y se había transferido al campo del territorio, este fenómeno significaba igualmente que la organización capitalista sobrepasaba la funcionalización del sistema político. El sistema de relaciones políticas entre las clases debía volverse productivo; la política debía actuar como si fuera el capital fijo en su relación con el trabajo vivo. Ya no bastaba con la fetichización de la maquinaria; ésta había dejado de ser suficiente. Ahora era el turno de la política, que debía ser igualmente fetichizada, mientras aparecía como relativamente autónoma. En esas circunstancias se requería una nueva definición del trabajo productivo que tuviera en cuenta, o al menos incorporara, el rol central que jugaba en la reproducción del capital la fuerza de trabajo intercambiada con el sistema político y bajo el comando directo del capital. Para otros, el error de Bologna se encontraba en el sobredimensionamiento de la subjetividad a expensas de un análisis material de las relaciones de producción, proceso que lo condujo a enterrar prematuramente al obrero masa en tiempos en que todavía era posible alcanzar elementos comunes según sus enfrentamientos con el capital. Bologna calificará las críticas de sus oponentes de poco optimistas. Olvidan, decía, que “la autonomía del sujeto no puede pasar por alto el poder, su realidad”, mientras reiteraba su convencimiento de que todo esfuerzo para entender el comportamiento proletario contemporáneo requería focalizar el estudio en un sector concreto de fuerza de trabajo. Mientras tanto, a medida que avanzaba 1978 el movimiento de 1977 entraba en crisis. Los enfrentamientos con los carabineros y la policía demostraron rápidamente la existencia de un reducido espacio político de acción. Cercado por la represión estatal y por la determinación del PCI pa-

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ra legitimarse como partido del gobierno a expensas de las fuerzas sociales, el movimiento comenzó a vacilar. Se mostró incapaz de encontrar un camino provechoso que pudiera contener y dar cabida a sus propias tensiones internas y extender su base de sustentación a otros círculos obreros. En ese contexto el reemplazo de la política por las armas era sólo una cuestión de tiempo. Este proceso habría de conducir a la división del movimiento. Por un lado, quienes enfatizaban los temas libertarios de autonomía y desarrollo personal, rechazando confrontar con aquellos obstáculos que limitaban la ampliación del movimiento. Por el otro, aquellos que encubrían tanto las implicancias políticas de la crítica a la corriente libertaria por el tradicional antirrevisionismo italiano, así como de toda discusión seria sobre la composición de clase promoviendo por el contrario debates relacionados con la factibilidad de la guerra civil. Esta división terminaría de consumarse en la conferencia de septiembre de 1977 en la ciudad de Bolonia, reunión que habría de transparentar el aislamiento político de la Autonomía, fenómeno que se manifestaría al poco tiempo cuando, desairados por los organizadores de una marcha nacional metalmecánica en Roma, el contingente autónomo habría de ser apresado por la policía en el campo universitario. El secuestro de Aldo Moro en 1978 mostrará la determinación de las Brigadas Rojas para llevar la lucha de clases al corazón del Estado. A pesar de las críticas ensayadas por los distintos sectores autonomistas, el Área continuó perdiendo militantes y activistas ganados por la lucha armada, proceso que se agudizó cuando grupos fascistas comenzaron a operar, sobre todo en la ciudad de Roma.

Ciclos de lucha y composición de clase En contraposición a las hipótesis ortodoxas que hacían del movimiento de masas un movimiento dependiente del proceso de acumulación y de sus leyes objetivas, el obrerismo dará cuenta también de las discontinuidades y los cambios producidos en los diversos regímenes de acumulación, diferenciándose igualmente en este aspecto del punto de vista asumido por la escuela de la regulación francesa. Esta inversión será también responsable del carácter esencialmente político que asumen para el obrerismo las llamadas “leyes objetivas de la acumulación”, como la de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia, en contraposición a la ortodoxia marxista contagiada de economicismo y objetivismo. En ese mismo acto de rechazo al objetivismo se planteará una reevaluación del papel del subjetivismo obrero propiamente dicho, alejándose de toda institucionalización del movimiento obrero.

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Analizado desde la propia subjetividad proletaria cada régimen de acumulación construye la figura obrera característica de la etapa. Por ello es que regímenes de acumulación no pueden ser abordados correctamente si no es en consonancia con el accionar y la respuesta obrera. El obrerismo italiano asoció la cambiante dinámica capitalista al particular comportamiento que asumían las luchas obreras, de donde surge la estrecha relación entre acumulación del capital y ciclos de lucha. Y, además, cuando se coloca en el centro del régimen de acumulación a la subjetividad obrera, entonces su comprensión global sólo será posible a partir de analizar las también cambiantes composiciones de clase. La composición de clase está sustancialmente referenciada en el proceso de socialización del movimiento obrero. Y da cuenta de la extensión, unificación y generalización de la tendencia antagónica de la clase obrera con el capital. La categoría composición de clase buscó reemplazar el concepto estático, académico y en general manoseado de “clase social”. En ese sentido Negri (1988: 71) afirmará: “Sólo la composición de clase nos da la complejidad material y política de la figura del sujeto. Un análisis materialista del sujeto sólo puede pasar a través del análisis de la composición de clase”. El análisis de la composición de clase incorporará no sólo la composición técnica del capital, es decir, el estado de desarrollo de las fuerzas productivas, sino también la composición técnica obrera que hace al grado de cooperación y división social del trabajo. Este nivel de análisis no puede ser separado del de la composición política, verdadera razón de su existencia, y que atañe a la construcción de las necesidades y deseos subjetivos colectivos así como a su proyección en las particulares formas de organización políticas, culturales y comunitarias que se constituyen. De igual manera puede pensarse que la categoría composición de clase intentó, de alguna forma, reemplazar la categoría hegemonía en la medida en que esta última otorgaba a la clase un papel estático y pasivo en su relación con el capital, como lo expresa el manejo de esta categoría en la versión del PCI (Togliatti). Vista desde la subjetividad obrera la dinámica capitalista puede ser entendida como un proceso de constitución de la composición y la descomposición, y la posterior recomposición política de clase, proceso que de conjunto perfila el ámbito particular de los ciclos de lucha. En efecto, el proceso de constitución de la composición de clase está estrechamente ligado al particular régimen de acumulación conformado. Su descomposición se vincula a la reacción capitalista; mientras la recomposición política posterior debe entenderse a partir de las respuestas obreras a los cambios tecnológicos y a la división del trabajo. El capital busca alcanzar una determinada composición de clase, una distribución de poder determinada inter e intraclase que garantice el control sobre el movimiento obrero y la

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acumulación. Sin embargo, el movimiento obrero puede romper esa política, minar las alianzas establecidas con sus luchas y alcanzar así un proceso de recomposición política. Esta ruptura de políticas sólo es posible alcanzarla en aquellos sectores capaces de invertir la distribución dada de poder, provocando cambios cualitativos en la relación de poder con el capital, lucha que puede trascender el marco fabril y prolongar una recomposición de poder mayor hacia el interior de las clases. Cuando los cambios modifican también las relaciones interclases, entonces nos hallamos ante un cuestionamiento global del sistema, momento que puede conducir a situaciones revolucionarias. El capital por su lado busca la descomposición política mediante la introducción de nuevas tecnologías, nueva organización de las máquinas y de los trabajadores, minando los alcances de sus luchas e intentando reducir sus efectos a la compra y venta de la fuerza de trabajo. Estos tres conceptos formulados, el de la composición de clase (técnica y política), la recomposición política y la descomposición política, otorgan una impronta particular a los ciclos de lucha, los mediatizan y hacen a su configuración. Por lo demás, todo ciclo de luchas da lugar a una figura obrera característica, “una especial figura obrera” (Negri, 1980: 70) que asume la dirección hegemónica22 del proceso de enfrentamiento al capital. Si el concepto de recomposición política articula el rol central del movimiento obrero, de sus luchas en el corazón de los cambios tecnológicos ante la reestructuración capitalista, los conceptos de composición de clase y descomposición proveen el vehículo para repensar el resultado de la dominación tecnológica en términos de los esfuerzos del capital para hacer frente a un sujeto histórico opuesto y autónomamente activo. Para el obrerismo el capital en cuanto relación social es primero un poder social en lucha. Las debilidades del capitalismo, siguiendo su razonamiento, no deben buscarse en sus contradicciones internas ni tampoco en sus crisis, sino que están determinadas por las dinámicas de las luchas de la clase obrera. Comprender esa dinámica y el ciclo de luchas requiere de un análisis que opera en cuatro niveles interconectados: 1) Un primer nivel, el de las luchas en sí mismas: su contenido, dirección, cómo se desarrollan y circulan. No se trata de una investigación sobre la estratificación ocupacional, ni de los niveles de empleo y de22. Obsérvese la acepción o connotación diferente que tiene en este caso el concepto de hegemonía a la manejada por el PCI en la figura de Togliatti, más próxima a una lectura social estática y referida a la dirección y dominio social del capital. En efecto, en referencia a la resistencia y movilidad obrera, adquiere en este caso un significado dinámico, de enfrentamiento y antagonismo de clase, mucho más cerca de la concepción leninista de hegemonía.

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sempleo. En este punto el obrerismo rechaza aquella lectura del estudio de la estructura de la fuerza de trabajo basada en la organización de la producción capitalista. Por el contrario, demuestra interés por determinar la forma como los trabajadores pueden sortear las restricciones técnicas de la producción y afirmarse como clase con poder político propio. 2) Un segundo nivel relacionado con las dinámicas que asumen los diferentes sectores del movimiento, la manera como interactúan entre sí y por tanto su relación con el capital. Las diferencias entre los sectores hacen a los diferentes niveles y organización que adoptan en la lucha. Estas diferencias se expresan centralmente en las desigualdades salariales y en particular en las disparidades entre los asalariados y los no asalariados. El capital dirige y domina sobre la base de la división social que genera. En este sentido la clave para la acumulación capitalista se encuentra en las permanentes creación y reproducción de las divisiones entre asalariados y no asalariados. La cultura de izquierda imperante ha perpetuado esta política en la medida en que identifica a la clase trabajadora directamente con los productores o con los asalariados. Para el obrerismo, por el contrario, la clase obrera será definida no por su función productiva sino por su capacidad para disputar al capital el control social. 3) El tercer nivel incorpora la relación entre el movimiento y sus organizaciones “oficiales”, sean los sindicatos, los partidos obreros o las mismas organizaciones ligadas a la asistencia, como las obras sociales. En este sentido el obrerismo rechazará cualquier intento de identificar a la clase con sus organizaciones. Más aún, para el obrerismo las luchas de los 70, generadoras de la crisis capitalista, se desarrollaron por fuera y contra esas mismas organizaciones. Aunque con igual criterio desestima aquellos análisis que, autoproclamados bajo una pureza de clase, analizan las luchas independientemente de las organizaciones de la clase. Al margen de que impulse o no un punto de vista de clase en el proceso de lucha, toda organización del movimiento desempeña un papel en la relación entre clase obrera y capital. 4) Finalmente todos estos aspectos deben relacionarse con las iniciativas capitalistas en términos de planificación general social, inversiones, innovaciones tecnológicas, políticas de empleo y el conjunto de instituciones de la sociedad capitalista. Es en el terreno de las relaciones entre las dinámicas de luchas de la clase obrera y los cambios institucionales donde el análisis de la recomposición de clase alcanza su nivel más significativo porque pone en evidencia el poder de la clase obrera para transformar el capitalismo.

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A través de estos niveles de análisis de clase interdependientes podemos comprender, según el obrerismo, la relación entre clase obrera y capital, proceso que nos permite especificar la llamada composición de clase y observar cómo la clase obrera va cambiando su relación con el capital y reconstruyendo su composición en niveles de enfrentamiento superiores; esto es, alcanzando niveles superiores de recomposición política. Por recomposición política estamos significando los niveles de homogeneidad y unidad que la clase se da durante el ciclo de luchas y en el tránsito de una composición de clase a otra. Esencialmente incorpora la superación de las divisiones inducidas por los capitalistas, la creación de nuevos lazos de unión entre los distintos sectores y la expansión de la propia frontera de clase. Este abordaje en términos de composición de clase conducirá al obrerismo a una lectura de la crisis opuesta a las ensayadas por la izquierda tradicional, a las que calificará de economicistas y emparentadas con el punto de vista capitalista. Es precisamente este pecado original el que le impedirá, a juicio del obrerismo, aprehender al marxismo tradicional, tanto en sus connotaciones teóricas como prácticas, que la lucha de la clase se desarrolla contra el trabajo y que, al mismo tiempo, debe ser vista como fuente de la crisis y punto de partida de toda organización. En contraposición, la interpretación ortodoxa ha buscado ver en las luchas reacciones de la clase para con el trabajo, de donde se deduce una lectura de la crisis en clave de dificultades del capital para planificar la producción. Es la anarquía de la producción, como irracionalidad externa del modo capitalista de producción, el factor desencadenante de las crisis, las que adoptan formas variadas ya de competencias intercapitalistas, ya de guerras imperialistas. A ojos de la izquierda la clase obrera no es la generadora de la crisis sino en todo caso una inocente víctima de las contradicciones internas del capital, un elemento subordinado en la contradicción global. Por ello la izquierda está preocupada por la defensa de la clase obrera. Esta lectura y análisis de la crisis por parte del obrerismo lo conducirá al rechazo de la propuesta básica ensayada hasta ese momento: el socialismo. El obrerismo planteará la necesidad de liberarse de viejas concepciones y terminologías obsoletas ante los niveles modernos de confrontación de las clases. El socialismo en este sentido significará, bien encontrar solución a la degradación del trabajo en pequeña escala, en cuyo caso resulta absolutamente inútil, bien una estrategia capitalista de planificación a la que debemos oponernos. De cualquier manera, en este punto de la composición de clase el obrerismo se diferenciará igualmente de los análisis de Luckács descriptos en Historia y conciencia de clase, a quien vinculan con la tradición subjetiva

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hegeliana tras su análisis del pasaje de conciencia en sí a conciencia para sí. Se aparta igualmente de la construcción subjetivista de E.P. Thompson en La formación de la clase obrera inglesa al considerar que éste, tras la acumulación de hechos subjetivos, termina asumiendo la domesticación progresiva del proletariado; distanciamiento similar adopta con relación a Michel Foucault con referencia a su teoría del disciplinamiento de los asalariados.23 Por el contrario, el análisis del obrerismo de los 60, extraído de la acumulación de hechos objetivos, entrega una imagen de clase obrera que es explotada pero no sometida, y que en todo caso significa siempre una amenaza para el capital. Las diversas manifestaciones del obrerismo concluirán diferenciándose de las corrientes contemporáneas marxistas así como de la escuela del pensamiento crítico. En efecto, a pesar de compartir con el althusserianismo la crítica al revisionismo y el retorno al Marx científico de El capital, el obrerismo rechazará la propuesta estructuralista de articulación de lo económico y lo político, su línea de trabajo de continuidad y ruptura entre Marx y Hegel y el papel otorgado a las ideologías. El tema del rechazo al trabajo que el obrerismo enfatiza sobremanera como una dimensión fundamental de la lucha de clases y el rechazo a la utopía del trabajo liberado separarán al obrerismo de aquella crítica radical al trabajo propuesta por teóricos como Stephen Marglin (1996) y André Gorz (1989, 1991). En todo caso, el argumento de que en el corazón del sistema capitalista todavía existe otra forma de trabajo corresponde, para los obreristas, ya a la utopía, ya al embalaje ideológico que gesta la nueva productividad social del trabajo asalariado. Finalmente, con relación a la escuela de Frankfurt, si en un comienzo tomaron distancia, posteriormente, cuando la problemática de la subjetividad revolucionaria y el análisis del proceso de legitimación adquirieron importancia para el autonomismo en los 70, las diferencias se acortaron. En el ámbito teórico el obrerismo sostiene que la capacidad de integración del capitalismo tiene límites internos y estructurales. De hecho para el obrerismo la clase obrera debe moverse en el capital y por sobre todo contra el capital, porque de otra manera el capitalismo no podría funcionar. De ahí entonces que el capital no pueda alcanzar un control unilateral sobre la clase. Tanto la revolución cuanto la subversión constituyen una posibilidad permanente que subyace en el corazón del sistema y no en sus márgenes culturales, esto es, en aquellos excluidos del trabajo asalariado por la crisis, como lo supone Herbert Marcuse (1972).

23. Si bien Foucault no hace mención explícita al disciplinamiento de los asalariados en obras como Vigilar y castigar (1988) y particularmente en su conferencia en la Universidad de Brasilia en 1976 (Foucault, 1981).

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Presente y futuro del obrerismo ¿En qué ha devenido hoy el obrerismo en Italia? Contestar esta pregunta exige tomar en consideración algunos de sus elementos constitutivos. En primer lugar, una extraña paradoja envuelve su historia. En efecto, a pesar de que renegó de manera explícita del rol de la vanguardia, no resulta difícil rastrear en su desarrollo el papel fundamental jugado por la intelligentsia –es decir, el cuadro político–. La práctica social constante y la permanente lucha política que impregnaban su dinámica lo empujaron a modificar continuamente sus fronteras, tras los intentos por reconocer y desarrollar las tendencias futuras; por descubrir las grandes corrientes de la historia, aun cuando éstas se mantuvieran todavía subterráneas. En ese sentido el obrerismo no se apoyó jamás en las fuerzas inerciales del movimiento, ni en los condicionamientos de la memoria, ni siquiera en el planteo de lo ya vivido y actuado históricamente. La función de la intelligentsia en la sistematización de las teorías sociales y en la producción del imaginario colectivo constituyó para el obrerismo poco más o menos que una actitud vital. Al mismo tiempo, casi como un reflejo compensatorio, el intelectual asumía los oscuros avatares de la Realpolitik, de lo mundano y concreto; en fin, los resultados tangibles de la acción política de la organización, con el riesgo de convertirse en ideólogo milenario. En este aspecto residió la función esencial y contradictoria del cuadro político. Por lo demás, es en esta actitud donde el obrerismo se distanció de las estructuras partidarias del marxismo oficial, a las que les achacó siempre mantener un rechazo y desprecio por la intelligentsia, para requerir y demandar, como contrapartida, la constitución de una burocracia que, apoyada en los reflejos que proyectaba la inercia de las masas, impulsaba el permanente reciclaje de lo ya vivido. De esta manera, para el obrerismo se terminaba subordinando la política a las necesidades e intereses del partido. Sin embargo, y en segundo lugar, debemos recordar que el sistema teórico del obrerismo habría de transformarse en 1977 al contacto con el movimiento de masas. La centralidad obrera fue reemplazada por la centralidad del nuevo “obrero social”; enseguida, una construcción política asentada en la “toma del poder” dio paso al desarrollo de una contrasociedad que se sustraía al poder, tras la jerarquización ahora de las emociones, los deseos y el subjetivismo pertenecientes a la nueva centralidad. Finalmente este planteo de emociones potenciadas y prioridades subjetivas terminó desplazando el anterior acento puesto en la violencia espontánea de las masas en su diario enfrentamiento con el capital. A pesar de ello, subsistieron numerosos conceptos y categorías propios del viejo andamiaje teórico, como la noción de la identidad de clase constituida según la traza de las líneas de división del trabajo y del espacio ur-

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bano; como la categoría rechazo al trabajo en tanto forma de liberación del asalariado y simultáneamente de sabotaje a la producción; como la idea de la defensa del trabajador del tiempo para sí, de su tiempo de vida; en fin, como la importancia asignada a las luchas con relación a los términos monetarios del cambio así como la fidelidad al pensamiento de Marx, considerado verdadera frontera teórica para cualquier análisis crítico de la sociedad. Pero esta continuidad observada no excluyó un proceso de ruptura irreversible con el pasado. En efecto, serán sus propios padres fundadores –para esos tiempos– los que abandonarán las ideas centrales, mientras una minoría –casi como un ritual de veneración– se parapetaba cuidadosamente en sus contenidos primarios. Se repetía con el obrerismo italiano una experiencia similar a la sufrida por las ideas obreristas, revolucionarias y de acción directa que, pertenecientes al primer movimiento comunista, habían sido dejadas de lado a expensas de la constitución de los frentes populares de 1935. Luego de 197724 el obrerismo habría de caer en las tinieblas teóricas. Mientras las minorías obreristas se aglutinaban para rendirle culto al obrero masa, la mayoría de los cuadros políticos se lanzaban a una búsqueda difícil y confusa para dar cuenta de los nuevos problemas que planteaban el desarrollo de la crisis capitalista y la reestructuración en marcha. En esos tiempos de parate y oscurantismo teórico fueron sorprendidos por la represión. Finalmente el 7 de abril de 197925 se abría una nueva etapa en el desarrollo del obrerismo, modelado de aquí en más por la coerción judicial y la supervivencia material. Quizá uno de los efectos más importantes producidos por la represión sobre la naturaleza del autonomismo tenga que ver con el aislamiento a que fueron sometidos los cuadros políticos. La tesis sustentada por el juez Pietro Calogero y la Justicia romana sostenía que en el individuo social y político producido por Potere Operaio residían los códigos genéticos subversivos de las Brigadas Rojas. La suposición de que la mera pertenencia a una organización, independientemente de las condiciones

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24. Nos referimos a la eclosión del movimiento de los marginales (emarginali) en todas las ciudades italianas a partir de la primavera de 1977, proceso donde los movimientos culturales postsesentayochistas conocieron una expansión sin precedentes. Los violentos enfrentamientos en Bolonia, que asumía para esa época el papel de vitrina política del compromiso histórico alcanzado, precipitaron la ruptura definitiva de los movimientos sociales y de la izquierda extraparlamentaria.

históricas particulares en que ésta hubiera surgido, era razón suficiente para considerar a estos individuos como engranajes de un tramado mayor de organización subversiva vestía a esta concepción con ropajes verdaderamente racistas. De esta manera la ligazón entre los cuadros políticos no fue considerada por la Justicia como una vinculación mediada por la organización política sino como una relación en sí misma. Ante tales acusaciones los obreristas reaccionaron primero reivindicando cada uno de ellos su historia personal, y luego identificándose con una línea de defensa colectiva que adoptó el nombre de disociación. Bajo el paraguas de la liberación de los detenidos y el retorno de los exiliados, y como manera de acercar posiciones en un diálogo con el “sistema de partidos” para salir de la emergencia, la disociación emprendió una crítica sin reparos a los postulados primarios, promovió la destrucción de la memoria e incluso el rechazo de la experiencia obrerista como tal. El obrerismo entraba así en una nueva fase de su historia. De todos los comportamientos políticos adquiridos durante la prisión sin duda que la disociación fue el único capaz de generar algún aglutinamiento político. Aun aquellos que la consideraron una traición permitieron que ella representara al conjunto de los prisioneros políticos. Se podría decir que después de la centralidad de los marginales el obrerismo eligió la centralidad de los prisioneros políticos. En este proceso de oscurantismo teórico y marginalidad política el obrerismo se sumergió en una profunda crisis que finalmente devino en su fracaso político. Las diversas corrientes internas de la Autonomía comenzaron a cuestionar, a partir de 1977, aquella línea de trabajo político y de enfrentamiento con la patronal que lo había caracterizado. De ahí que 1977 se convirtiera en un momento de quiebre en el desarrollo del obrerismo. Eran los tiempos en que los sindicatos apoyaron la colaboración con la patronal, burocratizaron sus estructuras y alcanzaron acuerdos laborales que, al resguardar celosamente la disciplina fabril, terminaron rechazando de plano las perspectivas políticas obreristas. Bien podemos afirmar que las últimas luchas permeables a la influencia obrerista pueden remitirse a la huelga de treinta y cinco días en octubre de 1980 en la Fiat de Turín, contra los despidos generados por la patronal. De esta manera, abandonado por sus padres, el obrerismo se prolongó como una cultura subterránea, una suerte de patología de la clase obrera fabril italiana. El proceso que siguió marcado por la crisis de negociación en todos los niveles, los despidos, la expulsión de los militantes sindicales por la Cassa Integraziones,26 el cierre de fábricas y las divisiones en-

25. Fecha de la detención de Toni Negri y una treintena de militantes de la Autonomía en Milán, acusados de conformar el brazo político de las Brigadas Rojas, que había dado muerte, luego de su secuestro, al ex primer ministro italiano y presidente de la Democracia Cristiana Aldo Moro.

26. Institución que sostenía temporariamente al trabajador desocupado y/o a la empresa con dificultades productivas.

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tre las fuerzas sindicales habría de alimentar aun más la marginalidad del obrerismo. De cualquier manera, el obrerismo representa la memoria de una época cuya experiencia fue lo suficientemente intensa y creadora como para dejar una pesada herencia en la memoria colectiva y constituirlo hoy en un cultura residual aunque no por ello minoritaria. Luego de su crisis, del encarcelamiento y exilio de sus cuadros, comenzó un período sombrío de abstencionismo político de masas y de pasividad conflictiva que profundizó su diáspora. El problema de transformar al obrerismo de cultura residual en nuevo motor de la transformación es una tarea pendiente. A ello han contribuido sin duda los últimos trabajos de Antonio Negri, Sergio Bologna, Paolo Virno, Franco Berardi, Christian Marazzi, Giuseppe Cocco, Maria Rosa Dalla Costa, entre otros. Si de lo que se trata es de recomponer una perspectiva de supervivencia y de continuidad de una historia política, entonces el obrerismo debería retomar aquel proceso de reflexión social que le permitió ser el vehículo político, el contacto de las más diversas experiencias de lucha en las distintas geografías y productor de imaginarios colectivos. Cuenta para ello con la sedimentación de una cultura obrerista que devino casi sentido común en otros tiempos, tras las experiencias de las luchas obreras. Cultura fundamentada en la firme convicción de que la clase obrera era capaz, bajo relaciones de fuerzas favorables, de imponer mejores condiciones de trabajo, de comprender, aprehender y mejor utilizar en provecho propio las armas de la tecnología, de asumirse como el motor del proceso de reorganización sindical y fiel de la balanza del equilibrio político general. La centralidad obrera del obrerismo italiano se materializó en realidad en el protagonismo obrero, pivote de esa cultura política. Cultura que desarrolló un universo de signos típicos, que no se limitó a proponer reivindicaciones sino que proporcionó una metodología de discusión y de encuentros colectivos: las asambleas en fábrica testimonian el desarrollo de estos gestos característicos. La dinámica social de movilización y marchas, la desarticulación creciente de la disciplina en la línea, la capacidad para alterar las relaciones de fuerza con la patronal, la práctica de huelgas que con poca energía provocaban el máximo de caos en la producción, todo ello impregnó durante largos años la cotidianidad sindical en las fábricas italianas de los 70. Por lo demás, si observamos lo nuevo que ha sucedido bajo el cielo político europeo y americano en estos últimos años, percibimos que los mitos y las prácticas de los nuevos movimientos han traducido y recogido las ideas del movimiento italiano previo a 1977. Que el análisis de clase y de división del trabajo producido en su momento por el obrerismo así como la importancia adjudicada a los problemas de identidad colectiva y a la

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autovalorización siguiendo las líneas de clase, resultan todavía válidos. Que la lucha contra la polución, contra la droga y contra la destrucción física de la clase obrera operada por el proceso de desindustrialización, así como la presión por el mantenimiento del Estado de bienestar, fueron todos temas propuestos en su oportunidad por el obrerismo. En cuanto a los análisis del desarrollo capitalista, de la gestión imperialista de la moneda y del dólar, de la desreglamentación, de la prosecución sistemática del empobrecimiento social y del desempleo creciente, del fin de las ideologías y de las prácticas integracionistas, todos ellos pertenecen en realidad al patrimonio del obrerismo con posterioridad a 1977.

Capítulo 3

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Introducción Uno de los primeros trabajos del open marxism,1 In and Against the State (1980), asocia los orígenes de esta escuela a dos fenómenos de la época. Por un lado, la crisis de la nueva izquierda británica que se desencadena con posterioridad a la neutralización de la ofensiva obrera de fines de los 60. Por otro, la necesidad de dar una respuesta desde el espacio socialista a la embestida thatcherista desplegada en la segunda mitad de la década de los 70. Por ello sus inicios no nos remiten de manera directa a la crisis capitalista de los 70; tampoco responden linealmente a alguna respuesta de masas ante la política de reestructuración capitalista. Sus raíces están más próximas, en términos generales, al intenso debate sobre el Estado promovido en el seno de la izquierda marxista, frente a la crisis del Estado de bienestar y su reestructuración thatcherista. Y en particular más cercanas a las contradicciones que generó en un conjunto de intelectuales marxistas –algunos de ellos ligados al campo académico– su doble condición simultánea de agentes estatales y militantes socialistas. Este proceso primario de discusión habría de culminar con la aparición de In and Against the State. Si en Francia la lucha de clases alcanzó un pico particular en 1968 y en Italia adquirió una dinámica de fuertes enfrentamientos que modelaron el “otoño caliente” de 1969, en Inglaterra se gestó desde 1969 una cre-

1. Designamos con este nombre el espacio teórico-político de reflexión marxista que contó entre sus principales exponentes a autores como John Holloway, Werner Bonefeld, Posmas Psychopedis, Richard Gunn y Simon Clarke. Su denominación proviene de los tres volúmenes que, con autoría de Open Marxism, aparecieron en los primeros años de la década del 90. Siendo Holloway su integrante más conocido en la Argentina y en todos los países de habla hispana, por razones expositivas el open marxism aparecerá homologado muchas veces con este autor, aunque no lo refleje de manera unívoca. [ 181 ]

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ciente ola de luchas, que habría de culminar en la primavera de 1974. El proceso se inició con las revueltas obreras de 1969 en oposición a las disposiciones de gobierno tendientes a controlar la actividad sindical que crecía al margen de las direcciones oficiales de los sindicatos. Sufriría una tregua después de la derrota de la huelga de los trabajadores postales a comienzos de 1971, se reanimaría en el verano de ese año con la intransigencia de los trabajadores de los astilleros ante el cierre de las fuentes de trabajo, para prolongarse en las ocupaciones fabriles de 1972, la primera huelga nacional minera luego de cuarenta y seis años, la huelga nacional de los portuarios y constructores y la movilización de los trabajadores de los servicios públicos y hospitales en 1973 (Harman, 1998). En realidad hacia los 60 el capitalismo británico daba muestras de haber perdido claramente la batalla ante el capitalismo alemán y el japonés en la disputa por mayores porciones del mercado mundial. Las sucesivas crisis de su balanza de pagos testimoniaban este fenómeno. El gobierno y el empresariado británico apostaron entonces al disciplinamiento de las bases de la poderosa central de trabajadores británica Trade Union Congress (TUC) como manera de aumentar la productividad del capital. En ese contexto más general de enfrentamiento se gestó el ciclo de luchas antes mencionado. Fue en ese marco de ofensiva obrera de fines de los 60 y comienzos de los 70 cuando la nueva izquierda británica se dividió en dos grandes grupos. Por un lado aquellos reconocidos militantes y activistas de los nuevos movimientos sociales: feminismo, ecologismo, movimiento de liberación homosexual, de liberación negra y de ocupación urbana (squatters). Por otro, los sobrevivientes del 68, que viraron de manera casi irresistible hacia la convergencia con las tradicionales organizaciones de izquierda. Eran tiempos en que el conjunto de los movimientos alternativos combinaban una visión utópica de transformación de la sociedad y preservación de las esperanzas comunistas ante la ofensiva obrera, con una intensa actividad social militante, al tiempo que adoptaban una ideología y una práctica política antiestatal que los conduciría a convertirse en lo que posteriormente se llamaría la izquierda libertaria. A su vez, el viraje de la nueva izquierda significó no sólo el reanimamiento de las diversas variantes trotskistas sino que otorgó también un renovado impulso al Partido Comunista Británico (PCB). Como una enorme ironía de la historia, muchos de quienes engrosaron hacia los 60 la nueva izquierda –como reacción a la política stalinista que derivó en la invasión a Hungría– se reintegraron, menos de veinte años después, al PCB con proyectos de modificarlo y rehabilitarlo. En este aspecto eran coincidentes con la variante que presentaba la vergonzante política del eurocomunismo, que pretendía superar la dependencia política de los partidos comunistas europeos con

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relación a la Unión Soviética, en el distanciamiento del compromiso con la revolución proletaria. De esta manera los estudiantes del 68 iniciaron su larga marcha por las instituciones de la izquierda en sus diversas variantes. Algunos, de planificadores del comportamiento del movimiento obrero, se convirtieron en profesores y maestros universitarios, proceso que otorgó al marxismo el certificado de teoría académica respetada. Otros retomaron el antiguo camino para convertirse en funcionarios de nuevo tipo. Sin embargo, este marxismo académico fue hegemonizado por el estructuralismo althusseriano, esto es, por el arco renovado del PCF que veía en el partido de los intelectuales el único portador de la verdad científica. A medida que el marxismo althusseriano desplazaba todo el espectro marxista anterior, acompañado en esta política por la vanguardia intelectual marxista de New Left Review, simultáneamente Nicos Poulantzas se erigía como su representante en la ciencia política y adquiría trascendencia la polémica con Ralph Miliband. Pero hacia fines de los 70 ambas corrientes de izquierda se encontraban en crisis. En Gran Bretaña, la ofensiva proletaria había sido exitosamente contenida y limitada a espacios políticos y económicos previamente establecidos. El giro trascendente de la contraofensiva capitalista habría de producirse cuando el Partido Laborista, en el congreso partidario de 1976, abandonara definitivamente el keynesianismo como ideología para adherir al monetarismo (Bonefeld, Brown y Burnham, 1995: 36). De ahí en más el núcleo del programa laborista estaría conformado por una política de recortes sucesivos del gasto público y el progresivo abandono de todo intento por alcanzar una redistribución progresiva del ingreso. El colapso de los acuerdos socioeconómicos de posguerra hacia fines de los 60 habría de significar un verdadero turn over en la historia política y social de los países capitalistas occidentales. La respuesta de la nueva derecha fue un llamado a la superación de toda restricción a la acumulación del capital y el inmediato reemplazo de las decisiones gubernamentales de política económica por las decisiones soberanas del mercado. Esta nueva derecha pronto habría de hacer pie, crecer y ganar las estructuras del Partido Conservador británico. Por su lado, como respuesta a la revolución thatcherista, la Nueva Izquierda convocó a la socialización del capital y la democratización de la economía y el Estado. Entre sus integrantes más destacados debemos mencionar para esa época a Stuart Hall, Ralph Miliband, Leo Panitch, Colin Leys, Edward Thompson, entre otros. El crecimiento de la nueva derecha y el afianzamiento del monetarismo habrían de agudizar la crisis en la Nueva Izquierda. En realidad, lo que en Gran Bretaña se dio en llamar nueva izquierda hacia los 70, había emergido realmente en la década de los 50, como intento de generación de

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una alternativa socialista ante el centralismo democrático comunista y el parlamentarismo socialdemócrata. Si bien la Nueva Izquierda nunca alcanzó a conformar un partido político que vehiculizara este proyecto, sus principales figuras permanecieron escépticas simultáneamente con relación a la posibilidad de convertir al propio laborismo en el portador político de esas posiciones. A pesar de las dificultades para convertirse en una alternativa orgánica, la Nueva Izquierda habría de crecer en el interior del Partido Laborista pese a las casi petrificadas posiciones sustentadas oficialmente. No sólo se propuso superar aquella visión laborista que veía en el Estado el simple proveedor de servicios a ciudadanos, por lo demás excluidos de su control, sino que presupuso la necesidad de cambiar al partido como requisito previo para la reforma del Estado, acercándolo a las masas y democratizándolo como forma de alcanzar también una solución democrática a la crisis capitalista. De cualquier manera la reacción interna del laborismo fue tan visceral que las propuestas no pudieron avanzar, sucumbieron en el intento y sólo pudieron presentar a la sociedad los conflictos intrapartidarios. Esta nueva izquierda será así, de alguna manera, precursora del nuevo laborismo de los 90 de Tony Blair. Por su parte, la izquierda anarquista visualizaba en el nuevo clima político y económico una verdadera amenaza para la construcción de espacios alternativos de vida, al tiempo que el crecimiento del poder de la derecha transparentaba la debilidad y carencia de unidad de los movimientos sociales ocupados cada uno en la defensa de su propio proyecto. Pero la embestida de la derecha y el impacto de la crisis estimuló un proceso de intensa autocrítica que culminaría en sucesivos llamados a la unidad de la izquierda. Una de las más significativas reacciones en ese sentido estuvo encarnada por el documento de 1979 “Beyond the fragments”. Lanzado originalmente como un paper de discusión, portador de la experiencia de tres mujeres activistas en los movimientos de izquierda, en el trotskismo y en los grupos de la vieja izquierda, el documento daba cuenta del fracaso del movimiento feminista y de los llamados trotskistas “blandos”, en su intento por movilizar los movimientos sociales tras estructuras organizativas de tipo leninista. En realidad hacia fines de los 70 el movimiento feminista se encontraba en una profunda crisis, cruzado por tensiones nacidas del choque entre las llamadas feministas socialistas y el ala radicalizada del feminismo. Si por un lado esta última se había encerrado en un misticismo que fomentaba su aislamiento, las otras veían que el movimiento, cual gueto de clase media desfalleciente, se deslizaba hacia una dinámica peligrosa, por lo que se encontraban particularmente interesadas en la reafirmación de su pertenencia diaria a la clase obrera femenina. En este contexto ge-

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neral surge “Beyond the fragments”. Tanto Simon Clarke como John Holloway y Werner Bonefeld –todos integrantes destacados de la futura escuela del open marxism– habrían de participar en la discusión de este documento que buscó proyectar su acción más allá del fracaso del movimiento feminista y la izquierda leninista. Buceando en las propias experiencias, el texto constituyó una seria crítica a ambos grupos en particular y a la Nueva Izquierda en general. Sin embargo, mostró sus limitaciones. No sólo fracasó en su intento de proponer una nueva forma de práctica política alternativa a la Nueva Izquierda para la recuperación de sus luchas, sino que tampoco avanzó en la crítica formulada al centralismo democrático y a las políticas socialdemócratas partidarias. Por lo demás, rechazaba las políticas de los movimientos autonomistas que se desarrollaban en ese momento en Italia y, tras su convocatoria a unirse al Partido Laborista, reveló manejar una concepción acrítica sobre la unidad de la izquierda. Otra de las respuestas ensayadas ante la crisis de los 70 fue el ya mencionado trabajo del London-Edinburgh Weekend Return Group In and Against the State. Echando mano a la categoría forma de Estado o forma Estado como concepto teórico central, Holloway y otros, presionados por su doble condición de impulsores de las políticas de Estado de bienestar –en cuanto trabajadores estatales– y su práctica política de lucha contra el Estado, en tanto militantes socialistas, buscaron demostrar cómo era posible para los trabajadores del Estado luchar en (in) y contra (against) el Estado (London-Edinburgh Weekend Return Group, 1980: 5). El trabajo posee un mérito particular porque avanza sobre aquella respuesta, tan común en el campo de la izquierda, que limitaba su accionar a la simple defensa del Estado de bienestar, y porque denunciaba igualmente que la forma de Estado de bienestar había servido durante mucho tiempo para desmovilizar a la clase obrera. Comparado con “Beyond the fragments”, In and Against the State es un texto mucho más agudo y crítico en relación con los peligros que significaba el entrismo en el Partido Laborista para hacerse cargo de los gobiernos locales y revelar una mayor comprensión acerca de la problemática que la lucha de los trabajadores estatales adquiría en su doble contenido: en y contra el Estado. De cualquier manera, más allá de los avances teóricos incorporados, In and Against the State no pasó de representar un simple llamado a la lucha contra el sectarismo, sin capacidad para transparentar cómo el proyecto socialdemócrata de construcción del socialismo era necesariamente parte de la forma Estado y requería de la desmovilización de la clase obrera. No extrañó pues que terminara en otro fracasado planteo de unidad de la izquierda que contribuyó a engrosar la estampida de cuadros hacia el Partido Laborista.

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Casi simultáneamente con la divulgación de los textos mencionados se constituyó en 1969 la Conference of Socialist Economists (CSE), entre cuyos integrantes fundadores se destacaban Simon Clarke, John Holloway, Andrew Glynn, entre otros. Iniciada como una conferencia anual, la CSE reconoce sus orígenes en el desencantamiento socialista provocado por la política socialdemócrata del gobierno laborista de James Callaghan (19661970). Originalmente establecida como un foro de economistas, sus debates pronto habrían de dejar atrás los excluyentes espacios económicos para incorporar lecturas que percibían el desarrollo económico como un aspecto más del desarrollo capitalista global, puesto que en un contexto de crisis económica y creciente agudización de los conflictos políticos e ideológicos, no había margen teórico que permitiera aislar las temáticas económicas de las referencias políticas. A medida que la crisis avanzaba y se instalaba en las principales economías capitalistas, quedaba más claro que el futuro curso del desarrollo económico y social dependía antes bien de las resultantes de las luchas político-sociales que de leyes económicas inmanentes, fueran éstas de inspiración marxista o neoclásicas. Quedaba igualmente evidente que el resultado último de esas luchas no podía ser visto simplemente como producto del deseo y la determinación de las fuerzas en juego, sino que su devenir último debía enmarcarse en la estructura política, económica e ideológica en la que se desenvolvían. La dinámica de masas había potenciado ya durante los 60 la necesidad de debatir la relación entre los espacios económicos y políticos, entre estructura y lucha, cuando se persiguió comprender el rol del Estado capitalista. Ahora bien, la historia de la CSE puede dividirse en dos fases marcadamente diferentes. Una primera etapa, que se extiende hasta el congreso en Coventry en 1976 (Simon, 1994), intenta alcanzar una comprensión acabada de El capital de Marx que permitiera analizar el comportamiento de la economía capitalista en la segunda mitad del siglo XX. Una segunda etapa, marcada sustancialmente por la aparición de la revista Capital & Class, que significará el abandono del perfil sustantivamente economicista de sus integrantes junto con la incorporación de un sinnúmero de historiadores, sociólogos, anarquistas y militantes sociales que habrían de darle una nueva impronta. Debemos recordar que los avances en la teoría marxista hasta el momento de la fundación de la CSE se habían circunscripto casi exclusivamente a la historia y la filosofía (Anderson, 1979), sin que se destacaran teóricos marxistas que polemizaran con el predominante keynesianismo de izquierda. La formación de la CSE atrajo igualmente a un conjunto de economistas no marxistas, con incidencia académica, quienes rechazaban la economía burguesa y buscaban simultáneamente auscultar el porqué de la desacreditación del marxismo; grupo de intelectuales que

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encontró en la CSE un ámbito que les permitió inicialmente superar su aislamiento. Si observamos los distintos momentos en el desarrollo de la CSE es posible señalar siempre un punto de tensionamiento característico para cada etapa. Así, durante los primeros tiempos la discusión se referenció en los intentos por determinar las diferencias existentes entre la economía marxista y la burguesa. Para los keynesianos radicalizados, en la medida en que la economía marxista podía ser fácilmente reformulable en términos keynesianos, el asunto era simple. Para ellos el mérito de Marx se remitía a haber sido antecesor de Keynes. Pero sus defensores pronto habrían de separarse de la CSE. De cualquier manera rápidamente pudo comprobarse que el eclecticismo keynesiano, por más virulento que apareciera, se mostraba impotente para oponerse a la socialdemocracia laborista así como para generar una alternativa socialista de nuevo tipo. Por ello el principal debate durante esta primera fase no opuso a keynesianos y marxistas sino que se orientó, ya a intentos de formulación de conclusiones de la economía marxista en términos de alguna variante de la teoría del equilibrio general, ya a la afirmación explícita de las incompatibilidades absolutas entre uno y otro cuerpo teórico. El debate fue de por sí fructífero por cuanto no sólo incorporó cuestiones técnicas y económicas sino que puso en el centro de la discusión una cuestión fundamental: ¿que era (es) la economía marxista? Desde 1972 hasta 1976 y aun con posterioridad, aunque esporádicamente, los esfuerzos estuvieron encaminados a la elaboración de lo que debía considerarse economía marxista. Este movimiento aceleró el interés por las principales categorías marxistas desatando controversias alrededor de la ley del valor, el trabajo productivo e improductivo, la acumulación y la crisis así como sobre la teoría del imperialismo. El intento de reformular la economía marxista como una modalidad de la teoría del equilibrio general suponía implícitamente que el objetivo de Marx había sido proveer una determinada teoría de los precios –incluyendo salarios, tasa de beneficios y, bajo condiciones determinadas, la tasa de acumulación– formulada en términos de un conjunto de ecuaciones simultáneas con solución determinada. Esta percepción resultó coincidente con la crisis de la versión dominante del equilibrio general, cuerpo teórico que para muchos economistas burgueses se había constituido en la base del marxismo. La crisis de la teoría general del equilibrio impuso a la economía burguesa un enorme desafío. En ese marco general surgieron aquellas teorías cuantitativistas que basan la determinación de los precios en el conocimiento de los coeficientes técnicos de producción, suplantando así aquella vieja regla de oro según la cual los precios eran arbitrados por el juego de la oferta y la demanda (Sraffa, 1975).

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No pasó mucho tiempo antes de que el debate pusiera en el centro de la discusión las distintas concepciones con relación a la teoría del valor, piedra angular del cuerpo teórico marxista. Así, para los “ricardianos” el valor era concebido como una categoría de carácter técnico-económico, fundante material de la economía que quedaba así definida como una ciencia cuantitativista y esencialmente de carácter material. En términos de David Ricardo el valor era identificado con la cantidad de tiempo de trabajo necesario para la producción de la mercancía. Para los ricardianos este concepto constituía el fundamento de la explotación capitalista. En el caso de los “neorricardianos” el concepto de valor estaba asociado a la categoría de un mero coeficiente técnico, por lo demás, redundante. De esta manera, las teorías asentadas en la determinación física de los coeficientes técnicos terminaron proclamando que toda tecnología o conjunto de discontinuidades tecnológicas era siempre compatible con tasas estables y en equilibrio de salarios y beneficios. En algún punto estas concepciones convergían con las conocidas lecturas que la economía marxista hacía de la producción donde salarios y beneficios se relacionan de manera inversa. Se abrió así un debate entre ricardianos, neorricardianos y marxistas ortodoxos que no se redujo solamente a las controversias acerca de la naturaleza del análisis marxista de la economía sino que incorporó también el estatuto de la ciencia económica como tal. Por lo demás, los distintos abordajes con relación al valor denotaban concepciones diferentes en este sentido.2 Así, aquella radical interpretación de la teoría del valor que otorgaba a la forma del valor importancia primordial en la aprehensión de la categoría valor perforó todo intentó de formular la dinámica de acumulación capitalista en términos de leyes inmanentes. Para esta corriente el concepto de valor no daba (da) cuenta solamente de la base material sobre la que se levanta la explotación capitalista, sino también, y de manera inseparable, de su forma social. En el campo de la economía marxista esto significa plantear que el valor no es simplemente un coeficiente técnico; implica afirmar que el proceso de producción, apropiación y circulación del valor es un proceso social donde las magnitudes cuantitativas están socialmente determinadas por el curso de las luchas entre y en el interior de las clases. De donde la suma del valor contenida en una mercancía particular no puede ser expresada por la cantidad de tiempo necesario para su producción ya que el valor referenciado en esa cantidad de tiempo socialmente necesario de la mercancía está referido al trabajo abstracto y no al tra-

2. Véanse en este aspecto las diferencias desarrolladas entre ricardianos, neorricardianos y marxistas ortodoxos en Clarke (1988); también en Bianchi (1975).

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bajo concreto, cantidad que por lo demás sólo puede ser determinada cuando los trabajos privados se validen socialmente mediados por la circulación de las mercancías y del capital. De ahí que el concepto de valor sólo deba ser considerado en relación con el circuito global del capital y no referido exclusivamente a la producción (Clarke, 1988: 133). Si bien esta concepción del valor no adquirió relevancia durante esta primera etapa de formación de la CSE, sentaría las bases para un futuro abordaje del desarrollo capitalista como proceso social desprovisto de toda fetichización de las formas, y por tanto alejado de toda lectura que sobrevalorara el aspecto cuantitativo de las magnitudes económicas. Esta percepción, incorporada posteriormente de lleno en la escuela del open marxism, considera que el estudio de la economía no puede detenerse en el análisis de las categorías fetichizadas de la economía sino que debe penetrarlas para dar a luz a la crítica de la economía, revelando los orígenes del desarrollo económico en las actividades concretas de los hombres y las mujeres en la producción social de sus vidas. Sobre esta idea central hizo pivote el punto de quiebre de la primera etapa de la CSE en la llamada Conferencia de Coventry en 1976. La característica más importante de la segunda etapa que se abría fue la aparición de la revista Capital & Class, la partida de quienes sostenían posiciones economicistas y el desarrollo de una corriente de pensamiento donde El capital dejó de ser considerado definitivamente un texto de carácter exclusivamente económico, aunque sí vital para quienes estuvieran comprometidos en la lucha contra el capital. Se sostenía que el análisis de la acumulación no podía ser dejado en manos de técnicos económicos especializados y que era posible conciliar lo diverso y concreto de las luchas contra el capital en sus distintas formas con la unidad del movimiento para derrocar al capital. El capital de Marx era (es) visto por el open marxism como el estudio de la subordinación de la diversidad de las actividades prácticas concretas a los imperativos de la acumulación del capital, impuestos a medida que el capital se mueve en su circuito de autoexpansión. Este abordaje de El capital abonó un camino nuevo, equidistante de aquella lectura dogmática que veía (ve) toda lucha particular como expresión inmediata de la lucha permanente entre el trabajo y el capital, y de aquel pluralismo ecléctico que considera igualmente como oportunista y pasajera toda unidad alcanzada a partir de las luchas individuales. De ahí la importancia teórica y política que adoptó el desarrollo de la CSE en esta segunda fase. Según el open marxism, Marx provee las categorías fundamentales para pensar las relaciones sociales de la sociedad capitalista, pero no entrega un análisis de la lucha de clases para cada país y cada época. Aplicar las categorías marxistas para la comprensión de las

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luchas en el capitalismo contemporáneo implica, para el open marxism, un doble proceso: por un lado la confrontación de las categorías marxistas con la experiencia diaria del capitalismo contemporáneo en sus distintas variantes, y por otro el contraste con las experiencias obtenidas en las diversas formas de lucha diaria contra las distintas formas que asume el capital. Sin embargo, si en la primera etapa la CSE tendió a olvidar y despreciar la dimensión esencialmente crítica de El capital de Marx, mientras sus análisis permanecían en el ámbito de la economía fetichizada, el viraje impuesto en la segunda fase la condujo a despreciar toda consideración económica con relación a los procesos de acumulación y crisis del capitalismo, abordándolos como meros aspectos fetichizados. Este proceso ahogó todo intento de comprender las relaciones existentes entre la economía y las otras dimensiones sociales de la crisis. Más aún, diríamos que impidió comprender la crisis como una crisis de carácter capitalista. La separación generada entre economistas y no economistas –que perdura hoy– constituye una peligrosa actitud en tiempos en los que el Estado intenta limitar su rol en la resolución de la crisis cargando toda la responsabilidad sobre las espaldas del capital.

Marxismo como emancipación: relación entre teoría y práctica Si bien la mayor parte de los trabajos de polémica del open marxism están referidos a la controversia abierta con la escuela francesa de la regulación y la escuela alemana de la derivación,3 no menos importantes son los artículos de polémica con el marxismo analítico y la escuela del 3. También conocida como escuela derivacionista alemana o de la lógica del capital. Con epicentro en la Universidad de Berlín, surgió a comienzos de los 70 con el trabajo de Wolfgang Müller y Christel Neussus (en Holloway y Picciotto, 1978). Engrosada con una serie de trabajos (Alvater, 1978; Sonntag y Valecillos, 1977; Hirsch, 1978; entre otros), sus miembros intentaron derivar de las condiciones de existencia del modo de producción capitalista la forma general y las funciones principales del Estado capitalista. Criticando a aquellos autores como Clauss Offe y Jürgen Habermas que divorcian el estudio de la política de las condiciones de acumulación, intentaron fundar lógica e históricamente el origen de la separación entre economía y política –que aceptan como un supuesto importante– en la naturaleza del modo de producción capitalista. Buscaron derivar el Estado y por ende justificar esta separación a partir de la lógica del capital. La “relativa autonomía” del Estado, y su separación y “particularización” en relación con lo económico sólo pueden entenderse a partir de la estructura básica de las relaciones capitalistas de producción. En otros términos, la relación entre dos cosas puede ser comprendida recién a partir de comprender su unidad. En esta perspectiva el derivacionismo construyó una teoría del Estado a partir del tratamiento simultáneo del conjunto de las relaciones capitalistas y la forma fetichizada que asumen en la sociedad. Más allá de los problemas de concepción que acarrea el hecho de separar economía y políti-

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realismo crítico. En relación con este debate en particular, nos limitaremos a presentar, de manera sucinta, los lineamientos de ambas escuelas y las críticas más generales ensayadas por el open marxism. Nuestra tarea primordial estará focalizada en una presentación más detallada de la polémica con el regulacionismo y la derivación. El marxismo analítico o de la elección racional, originado como escuela de pensamiento en los 70, se desarrolló rápidamente durante los 80. Su cuerpo teórico exhibía (y exhibe) tres características fundamentales. En primer lugar, una preocupación inusual por la búsqueda de la claridad y el rigor en el tratamiento de la teoría marxista, cualidad que dio origen a su denominación: marxismo analítico. Esta escuela evaluó críticamente el significado del clásico postulado del materialismo histórico, aquel que hace mención a las trabas que las relaciones sociales de producción ponen en el desarrollo de las fuerzas productivas, prestando especial atención al exacto significado de los conceptos, al proceso de deducción que conducía a sus conclusiones y a cuánto sustento daban sus proposiciones a los enunciados del marxismo tradicional. Motivo de especial preocupación para sus adherentes constituyó la determinación del significado último del materialismo histórico, de sus elementos más sensibles, así como cuán actuales eran (son) sus postulados. En segundo lugar, en su análisis sobre los trabajos de Marx esta escuela no escatimó la incorporación de conceptos e ideas claramente alejados del marxismo, en especial aquellos provenientes de la filosofía analítica, de la psicología moderna y de la economía neoclásica así como la construcción de modelos matematizados. Bien puede decirse entonces que el marxismo racional alcanzó en ese sentido connotaciones incontestablemente revisionistas, fundamentalmente en sus postulados metodológicos. En tercer lugar, el marxismo racional presentó una particular tendencia a deducir las proposiciones marxistas relacionadas con los sistemas socioeconómicos a partir del comportamiento racional de los tomadores de decisiones. De ahí la designación del marxismo analítico como marxismo de la elección racional. Esta característica permitió entonces nominarlo ya como alternativa crítica al estructuralismo althusseriano, dominante hacia la década de los 60, ya como opción a la economía política de Sraffa que convertía al marxismo en una teoría del sobreproducto económico, igualmente fundada en principios estructuralistas. Sus principales escritos teóricos ventilaron aspectos relacionados con la economía marxista. Tales fueron los casos de Gerry Cohen (1978, 1988),

ca, la escuela derivacionista significó un importante avance en la construcción de una “teoría marxista del Estado a partir del desarrollo materialista histórico de las categorías que Marx avanzó en el estudio de la anatomía del capitalismo, es decir, en la Crítica de la economía política” (Holloway y Picciotto, 1978: 7).

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de Robert Brenner (Ashton y Philpin, 1988), de Jon Elster (1991) y de John Roemer (1981, 1989). A pesar de pertenecer a una misma escuela, sus trabajos diferirían no sólo en relación con los temas de estudio sino también con la importancia otorgada ya a las formas individuales, ya a la elección racional o a la invocación al recurso de razonamientos típicamente neoclásicos. En el caso de Cohen, tras una versión tecnologizada del llamado “materialismo histórico”, el autor se muestra partidario de la existencia de límites impuestos por la racionalidad como fuerza predominante del comportamiento humano, la que, en condiciones de escasez, operaría impulsando el desarrollo de las fuerzas productivas. De cualquier manera en su análisis deben incorporarse también comportamientos no racionales y funcionales. Cohen adhiere a aquella versión de materialismo histórico que ve en el desarrollo de las fuerzas productivas el motor del desarrollo y el determinante en última instancia (Cohen, 1978). En el caso de Brenner, serán las relaciones de producción capitalistas las que conduzcan al sistemático desarrollo de las fuerzas productivas, vinculación que no se cumpliría para las sociedades de producción precapitalistas. Según él, dos son las relaciones que determinan el capitalismo: la dependencia de los agentes económicos del mercado y el trabajo asalariado. Como los productores individuales no pueden producir todo lo que consumen y deben por tanto procurárselo, entonces existiría un incentivo “natural” para ser eficientes. Más aún, estarían forzados a ser eficientes por la propia competencia. La existencia del trabajo asalariado aceleraría, a su vez, los continuos cambios en la escala y organización laboral para alcanzar la eficiencia demandada socialmente. Desde esta lectura, las relaciones precapitalistas no serían en sí mismas impulsoras del incentivo, ni impulsoras del mejoramiento constante de la eficiencia, a pesar de la extracción coercitiva o la existencia de un sobreproducto producido por los productores directos. En su crítica a la teoría del subdesarrollo Brenner argumentará que el elemento determinante para su calificación no debe ubicarse en el atraso de las economías dependientes sino que los pivotes tienen que buscarse en las distintas estructuras de clase. A partir de esta formulación, Brenner rechazará aquellas concepciones sobre el subdesarrollo asentadas en el mercado mundial –como la relación centro-periferia–, o bien en la transferencia del sobreproducto entre diversas áreas geográficas. El motor primario de la transición del feudalismo al capitalismo debería buscarse, entonces, en las luchas de los campesinos contra los lores; de igual forma toda variación y/o diferencia entre los países capitalistas debería rastrearse en ese nivel. Brenner fijará en la lucha de clases el factor inicial determinante para las distintas formas de desarrollo capitalista defendiendo la

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idea de que es la estructura de clases de las regiones periféricas la que da cuenta de su lugar en el mundo, negando que la explotación de las regiones atrasadas haya sido necesaria para el desarrollo de los países capitalistas avanzados en la medida en que el capitalismo posee su dinámica interna de crecimiento. Según Brenner el motor que genera el desarrollo capitalista actuando como una fuerza compulsiva es la propia competencia capitalista. Recordemos que para Marx la competencia externaliza una tendencia más profunda: la apropiación de más y más riqueza como sustrato último; sin este antecedente no hay competencia posible. El distanciamiento de Brenner en este aspecto con relación al economicismo lo conduce a incorporar rasgos culturales para la comprensión del desarrollo del sistema. Roemer y Elster conformarán, a su vez, el ala más extrema de la escuela del marxismo de la elección racional. Para el primero, la teoría marxista cuenta entre sus tradiciones la de haber asociado de manera errónea los fenómenos económicos y sociales cuando de hecho conceptualmente son distintos y se encuentran separados históricamente. Así, sostiene que la distribución de las fuerzas productivas, las relaciones de producción específicas, las “posiciones” de clase y las formas de explotación pueden ser en principio aisladas las unas de las otras, y su combinación sólo es posible en términos de la elección racional de los individuos involucrados. Provee en ese sentido una serie de situaciones abstractas que soportan e ilustran estas aseveraciones. A partir de ellas Roemer llegará a conclusiones tales como que es posible alcanzar condiciones de explotación, definida en términos del valor trabajo de Marx, sin producción de plusvalor, o sin la existencia de clases. O que es posible la existencia de clases sociales sin explotación. Si bien no concluye en que la explotación capitalista carece de importancia, su base debe encontrarse en la desigual distribución de los activos. A su vez, si bien el trabajo asalariado no es accidental en este proceso, el predominio del mercado de trabajo sobre el de crédito devendría de ciertas ventajas que derivan los capitalistas del ejercicio de los medios de explotación, como su habilidad para intensificar el proceso de trabajo. Sin embargo, Roemer estima que el marxismo ha sobrevalorado el proceso de trabajo tras la idea de que es la dominación en la producción la responsable de la explotación y de los antagonismos de clase. Por el contrario, para él la desigualdad asentada en la propiedad de los medios de producción es el factor clave en cada caso y afirma que las fuentes de la explotación deben buscarse en la propiedad de los medios de producción y no en el proceso de trabajo. Esta condición restringe a tal punto la elección racional de los agentes que éstos terminan generando relaciones de clase capitalista que envuelven la explotación y el conflicto aun estando ausente la dominación en el proceso de trabajo.

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Las críticas al realismo crítico y al marxismo analítico ensayadas por el open marxism forman parte, en realidad, del cuerpo global de críticas formuladas por esta escuela a las distintas corrientes de pensamiento contemporáneo. Ya vimos cómo, para el caso del estructuralismo, el open marxism tomó rápidamente distancia de aquella premisa estructuralista fundamental que, al aceptar la existencia de regiones sociales diferentes –corporizadas en los espacios económicos y políticos–, terminó sustentando un principio metodológico fetichista, al cual decía combatir. Caso similar es el del realismo crítico que, al echar mano al argumento kantiano central (Psychopedis, 1992), termina reemplazando la crítica del fenómeno a analizar por su consolidación. De igual manera el marxismo analítico o de la elección racional adhiere a una concepción de individualismo burgués y sostiene una separación entre la economía y la política similar al estructuralismo. Tanto una como otra escuela, según el open marxism, adhieren a una frustrada concepción en su abordaje sobre la relación entre teoría y práctica. En efecto, si para el estructuralismo se trataba de hacer teoría de la práctica, el realismo crítico abordará la relación entre teoría y práctica como externa, casual. Lo que subyace tanto en una como en otra escuela es una concepción de la teoría de y en la práctica. En este aspecto el open marxism adherirá a una concepción sustancialmente opuesta echando mano a la categoría de forma, que veremos a continuación. Para la escuela británica la forma de una relación social en particular no debe ser entendida como el carácter específico que ella asume, como lo habían interpretado las diversas escuelas de pensamiento, sino que debería ser vista como su modo de existencia. Dicho de otra manera, las relaciones sociales existen sólo y a través de las formas que adoptan. Así la mercancía existe solamente a través de la forma dinero, de la forma crédito y del mercado mundial. Las diferencias teóricas y prácticas con las diversas escuelas hacen pivote sobre estas dos concepciones de la forma: como el dato específico o como el modo de existencia. Desde una óptica teórica más amplia es posible observar, según el open marxism, cómo aquella idea de la forma como especie, es decir como la expresión de algo más general, ha servido para apuntalar tanto aquella concepción que aborda las dinámicas sociales desde la ley general4 que necesita ser aplicada a toda instancia específica social, como aquella otra donde la aproximación coyuntural requiere de conceptos intermedios que permiten salvar el bache entre el análisis genérico y el específico de cada situa-

4. Base a su vez de una particular concepción del materialismo dialéctico.

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ción particular. Se termina adhiriendo, según el open marxism, a una concepción dualista: de separación entre lo genérico y lo específico, entre lo abstracto y lo concreto, y que exige algún puente o enlace para su vinculación. Por su lado, la idea de la forma como modo de existencia, tesis a la que adhiere el open marxism, explicita un planteo de otro tipo: si la forma es la existencia, entonces lo abstracto puede ser concreto y lo específico puede ser genérico. De donde lo genérico es parte de lo específico, y lo abstracto inherente de lo concreto (Bonefeld, Gunn y Psychopedis, 1992a). Quienes ven la forma en términos de especie tratan de ir más allá auscultando la esencia detrás de las variadas formas sociales. Por su parte, quienes ven la forma como modo de existencia buscan decodificar las formas en y desde ellas mismas. Si los primeros tienden a emparentarse de manera más o menos directa con el reduccionismo económico, los segundos buscan apoyarse en la crítica y el movimiento de las contradicciones para echar luz sobre las formas que adopta la lucha de clases; ellos se oponen con virulencia tanto al viejo estilo dialéctico como al nuevo estilo sociológico. Durante los 80 unos se referenciaron en los análisis coyunturales gramscianos para dar cuenta de la transición de un modo de desarrollo fordista a otro posfordista (Hall, 1988). Quienes así lo hicieron creyeron apartarse de aquella lectura que interpreta los cambios históricos como producto del funcionamiento de las propias leyes dialécticas. Sin embargo, según el open marxism, su abordaje no dejó de ser muy diferente, ya que toda aproximación sociológica del cambio social como tal busca siempre identificar variables clave que clarifiquen los procesos: basta pensar en las numerosas referencias al desarrollo tecnológico de las líneas de producción masivas o en los desplazamientos de las articulaciones entre la economía y la política para comprobar tal supuesto. Simultáneamente, la crítica de la categoría forma permitirá al open marxism abordar la propia existencia social como el modo de existencia de su movimiento contradictorio. De esta manera, la crítica, como arista sustantiva de la teoría, se desarrolla en su objeto y es al mismo tiempo un momento del objeto. De ahí que la crítica como tal suponga la unidad de la teoría y la práctica. Esta concepción conducirá al open marxism a criticar igualmente aquellas concepciones que ven ya en las estructuras, en los hechos empíricos y en las ideologías, formas fetichizadas asumidas por las relaciones sociales. Para el open marxism, el objeto de la crítica se sitúa precisamente en las formas asumidas por las relaciones sociales. Y en esta dinámica la crítica se presentará siempre como un proceso abierto, en la medida en que resulte imposible, bajo estos supuestos, pensar en una externalidad de la forma asumida por la relación social. Y la crítica será, al mismo tiempo, esencialmente práctica, en tanto teoriza la forma dada de las relaciones sociales. “La crítica significa el análisis de la forma y vi-

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ceversa en tanto todas las relaciones sociales son esencialmente prácticas” (Bonefeld, Gunn y Psychopedis, 1992b: XV-XVI). En la tradición marxista “ortodoxa” la unidad dialéctica de la teoría y la práctica nos remite de manera casi inmediata al campo de su aplicación; lo que implica afirmar que el significado práctico de la teoría es concebido en términos de “guía científica” para la práctica política. Bajo este paraguas la práctica social es asumida como algo por fuera del reino de la teoría e, inversamente, la teoría es concebida como existente por fuera del espacio de la práctica, de donde se deriva el dualismo entre pensamiento y práctica social, entre filosofía y mundo vivido. De esta manera la teoría se transforma, como en las construcciones burguesas, en una epistemología que puede ser aplicada desde afuera a un mundo social externo a los juicios teóricos. La concepción dualista de la relación entre teoría y práctica no sólo presupone la validez social de los conceptos teóricos, sino que asume simultáneamente que la comprensión del mundo social exige la aplicación de esos conceptos teóricos. Por ello la capacidad de la teoría en sí se deriva del abordaje epistemológico encarado y de su lógica reificada, que ha sido construida. Los juicios de valor sobre el bien y el mal, calificados como no científicos, son reemplazados por una explicación de carácter neutro de los eventos, asumida, por lo demás, como el único criterio de verdad para la calificación de todo trabajo científico. El positivismo y su anverso, el relativismo, les otorgan a las contradicciones –cuya existencia, cierto es, reconocen– un carácter puramente formal. En la tradición marxista “ortodoxa”, el dualismo entre teoría y práctica ha tomado cuerpo igualmente en aquella distinción que propone la existencia de una lógica del capital por un lado y una práctica social, por el otro. Desarrollo teórico que conduce a analizar las contradicciones del capitalismo independientemente de la práctica social, concebidas, ahora sí de manera definitiva, como leyes objetivas del capital. Y donde el desarrollo de esas contradicciones define el espacio en el que se desenvuelve la práctica social. Finalmente, la contribución del marxismo a la comprensión del mundo social quedará circunscripta a la comprensión de las condiciones objetivas de la práctica social. De esta manera llegamos a la explicitación de las grandes preocupaciones del open marxism. En primer lugar, despegar a Marx y al marxismo de toda herencia sociológica o económica alimentada desde el llamado marxismo científico, y en segundo lugar la necesidad de superar el enorme peso e influencia del positivismo cientificista y economicista sobre el conjunto de la teoría social, como forma de alcanzar un mundo social emancipado y desfetichizado. Para el open marxism el marxismo conforma en realidad una teoría emancipatoria y como tal debe criticar de manera permanente no sólo una

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falseada existencia social sino también, y al mismo tiempo, el propio falseamiento a través del cual existe. En ese sentido el marxismo debería asumir una posición crítica permanente con relación a las premisas de la propia teoría crítica. Para el open marxism la condición de ser de toda teoría es su crítica permanente. Dejar de lado esa cualidad significará para el open marxism ingresar en el mundo fetichizado. Para el open marxism el marxismo debe ser considerado una teoría “contra” la sociedad así como una teoría focalizada en la ruptura de la sociedad capitalista. Esta doble vertiente sólo será posible construirla desde la negatividad, desde aquellas teorías radicales que constituyen su punto de partida en el rechazo de la sociedad existente. La tarea, para el open marxism, se remitirá en este sentido a mostrar, no un marxismo intelectualmente respetado sino, por el contrario, un marxismo investido por su falta de respeto. Sólo a partir de la concepción contra se puede entender el marxismo como una teoría de la sociedad (Holloway, 1995b: 158). El carácter esencial que diferencia al marxismo de toda otra teoría negativa, de toda otra teoría radical, es, precisamente para el open marxism, su idea de disolver toda externalidad y quedarse sólo con el “nosotros”. Entender que el capital no es externo al trabajo permite dar cuenta de la vulnerabilidad de la dominación capitalista, dar cuenta de la fragilidad de la opresión (ídem: 159). Precisamente es a partir de esta idea central que el open marxism rechazará aquella lectura que buscó posicionar al marxismo como una teoría superior, asentada en el carácter científico que denotaba desde la explicitación engelsiana formulada en Del socialismo utópico al socialismo científico.

El estado de los estudios del Estado en la época Hacia fines de los 60 comienza a prevalecer en el espacio de las teorías económicas una idea que luego se convertiría en dominante. Nos referimos a aquella concepción según la cual el crecimiento de los gastos estatales, lejos de solucionar la crisis capitalista, se había constituido en el componente propulsor de la crisis económica y política en desarrollo. Este supuesto aceptado proyectaba a su vez densos nubarrones sobre las variantes “funcionalistas” del Estado, fueran éstas “instrumentalistas” o “estructuralistas”, “keynesianas” o “marxistas”. Una alícuota importante del crecimiento de los gastos estatales durante los 60 les había cabido a los llamados gastos de tipo social: gastos en salud, educación y bienestar en general. Para la izquierda socialdemócrata este incremento estaba asociado de manera directa a las luchas obreras. Y como los gastos so-

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ciales fueron puestos inmediatamente bajo presión política, la lectura primaria que la izquierda realizara sobre la crisis se limitó a ver en ella sólo el pretexto capitalista para recortar los salarios obreros. Sin embargo, el posterior desarrollo de la crisis habría de mostrar que los recortes presupuestarios no se trataban de una simple jugarreta sino que eran expresión de profundas contradicciones presentes en la dinámica de acumulación capitalista. La crisis provocó igualmente un replanteo en el pensamiento de algunos sectores socialdemócratas. En efecto, si bien el gasto social creció como respuesta a las demandas obreras, parte de éstos habrían servido igualmente a los intereses del capital en tanto mejoraron el nivel de educación de la fuerza de trabajo y facilitaron su movilidad. Es más, lejos de ser una concesión obtenida por la fuerza de las movilizaciones, el costo de los gastos sociales, según esta lectura, habría recaído finalmente sobre la clase obrera, por lo que las miradas sobre el Estado abarcaban desde una lectura donde las políticas estatales estaban determinadas por la lucha de clases hasta otras, de tipo funcionalista, según las cuales el rol del Estado estaba determinado primordialmente por las necesidades de la acumulación del capital. Esta lectura funcionalista reconocía, por lo demás, que las necesidades del Estado no eran estrictamente de carácter económico sino que incorporaban las necesidades políticas que hacían a la provisión de los gastos adecuados para el mantenimiento de la estabilidad social. Por lo tanto, el nivel de estos gastos reflejaba en cierta forma, aunque de manera indirecta, los alcances de la presión obrera. Si bien había acuerdo respecto de la funcionalidad del Estado con relación al capital, existían desacuerdos en cuanto a los límites impuestos a esta funcionalidad que colocaban a los neorricardianos en contra de los fundamentalistas.5 Para los neorricardianos, los límites estaban determinados políticamente, como resultado de la lucha de clases. Para los fundamentalistas, eran inherentes al carácter contradictorio de los gastos sociales: simultáneamente necesarios e improductivos. Las diferencias entre unos y otros estaban fuertemente relacionadas con distintas interpretaciones de la crisis, sustentadas a su vez en evaluaciones disímiles sobre el significado de la ley del valor en Marx. Los neorricardianos colocaban el origen de la crisis de rentabilidad capitalista en la fortaleza de los convenios colectivos alcanzados por el movimiento obrero, producto a su vez del largo período de pleno empleo. Desde esta óptica, la crisis respondía a una irregular distribución del in-

5. Entre los neorricardianos debemos mencionar a Ian Gough (1975) y James O’Connor (1978). Entre los fundamentalistas, a Yaffe David y Paul Bullock (1972).

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greso, motivada por un aumento excesivo de los salarios con relación a los incrementos obtenidos en la productividad del capital. Así, la lucha contra los gastos estatales adquiría connotaciones similares y corría paralela a los cuestionamientos contra los incrementos salariales, en la medida en que habían sido las demandas obreras las que habían presionado por mayores gastos estatales, descargando sobre los capitalistas costos mayores a partir de impuestos crecientes. Los fundamentalistas insistían en que los salarios no estaban determinados políticamente sino que su nivel respondía a leyes objetivas del modo de producción capitalista. Por ello los orígenes de la crisis no podían buscarse en los espacios de la circulación sino en la producción, específicamente en la ley de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia. La resolución de la crisis dependía entonces de la restauración de la productividad, solamente posible si se intensificaba el proceso de trabajo y se reestructuraba la producción. Los aumentos en los gastos estatales, aunque eran requeridos para la acumulación capitalista y el mantenimiento de la paz social, solamente servían para exacerbar la crisis en tanto constituían un drenaje de gastos improductivos extraídos de la plusvalía social generada. Los neorricardianos terminaron rechazando la teoría del valor y su extensión, la del trabajo productivo e improductivo derivado de ella. Era la lucha de clases la determinante en la incidencia sobre la fiscalidad y la funcionalidad de los gastos estatales para el capital, y no la teoría del trabajo productivo o improductivo. Este planteo implicaba, a su vez, que el Estado jugaba un rol activo en la disputa diaria entre el trabajo y el capital, lectura que significaba el rechazo inmediato de aquella otra visión que veía en el Estado un instrumento pasivo en manos de la burguesía. En cierto modo el análisis de Gough se emparentaba con el abordaje de Poulantzas (1976), en la medida en que éste abona aquella idea que ve en el Estado la condensación material de una relación de fuerzas donde las luchas de las clases dominadas y las relaciones de fuerza están presentes en los aparatos estatales. En este ambiente, la problemática del Estado fue tempranamente incorporada en la primera conferencia de la CSE en enero de 1970 cuando Robert Murray (1971) presentó un polémico trabajo sobre la internacionalización del capital y el Estado-nación, que argumentaba que el proceso de internacionalización del capital había minado el papel del Estado para servir a los intereses del capital nacional. No sólo provocó una rápida respuesta de Bob Warren (1971), quien sostenía que el contraste aparente entre territorialidad de las firmas capitalistas y Estado-nación era un aspecto de la autonomía relativa del Estado sin la que éste no podía cumplir eficientemente sus funciones en nombre del capital, sino que la temática

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del Estado habría de convertirse casi en una constante para las futuras conferencias de la CSE. Ya en la segunda conferencia el mismo Warren avanzaba sobre la polémica afirmando que la autonomía del Estado para nada implicaba su independencia del capital. En todo caso el carácter de clase del Estado estaba inscripto en su propia estructura, como expresión de sus funciones para el capital. De ahí que para Warren la expansión de las funciones del Estado implicara una creciente integración de sus estructuras con los sistemas culturales, sociales, económicos y políticos de la sociedad imperialista. En la tercera conferencia Hugo Radice y Sol Picciotto (1971) introdujeron una variante diferente en la aproximación a la teoría del Estado al analizar las relaciones contradictorias entre Estado y capital, en especial las cuestiones que hacían a la relación entre la lucha de clases ante la reestructuración capitalista y su proyección sobre las formas apropiadas del Estado para el socialismo. Uno de los aspectos sustantivos del análisis de Radice y Picciotto, y que habría de ser recogido posteriormente, consistió en rechazar la abierta separación sostenida hasta ese momento entre luchas y estructura; afirmaban que la estructura, en particular la forma institucional que adoptaba el Estado, no podía ser tomada como dada, sino que ella era en sí misma un producto de la lucha de clases. Ya en el trabajo del Grupo Urbano de la CSE a mediados de los 70 quedaba claro que la separación entre lo económico y lo político no podía ser vista como una característica estructural del modo capitalista de producción, ni la forma de la separación y las fronteras entre ambos espacios pudiera ser interpretada como una constante del modo de producción capitalista. Tanto el hecho en sí como la forma de la separación entre lo económico y lo político son, según el open marxism, objeto permanente de la lucha de clases, en cuyo contexto el Estado busca confinar las luchas obreras a los límites impuestos por la propiedad privada y la reproducción del capital. A su vez, la fragmentación de las luchas impuesta por las formas mercancía, dinero y por la propia legalidad burguesa se vincula con esta separación de los espacios económicos y políticos. Para esa época las conclusiones de los estudios desarrollados sobre el curso que asumía el proceso de trabajo en la producción capitalista –inspirados por el crecimiento de las luchas y la resistencia obrera de mediados de los 70– eran coincidentes. Los trabajos del autonomismo italiano, de André Gorz y Christian Palloix en Francia, así como la importante obra de 1974 del estadounidense Harry Braverman, Trabajo y capital monopolista (1983), abordaban no sólo los mecanismos de conformación salarial sino también la reestructuración del proceso de trabajo, e incorporaban la problemática de la forma social de la producción.

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El trabajo en cuestión de la CSE sostenía que la subordinación del trabajador al capital en el proceso de producción no venía impuesta de una vez por la tecnología capitalista –más allá de que todo diseño tecnológico capitalista buscara la subordinación del trabajo al capital–, sino mediatizada por los permanentes intentos del capital para subordinar la actividad productiva del trabajador colectivo a la reproducción ampliada del capital. Este proceso no implicaba solamente luchas de carácter económico sino fundamentalmente sociales: luchas que sobrepasaban la reproducción del obrero como tal y donde el capital buscaba descomponer al obrero colectivo como sujeto organizado consciente del proceso de trabajo y recomponerlo como objeto de la explotación capitalista. El trabajo presentado por los grupos de análisis del proceso de trabajo –que habían desarrollado su tarea teórica vinculada al estudio de la relación entre la economía y la política desde el punto de vista de las luchas– pareció encontrar un camino alternativo ante la impasse del debate abierto con relación a la crisis de los gastos del Estado. Así la conferencia de 1976 preparó el camino para la temática de la de 1977: lucha de clases, el Estado y la reestructuración del capital. Los cinco años siguientes estuvieron marcados por el examen crítico de las teorías propuestas por Poulantzas y el llamado debate alemán sobre la derivación del Estado.

El Estado en el open marxism En su desarrollo, la escuela del open marxism otorgó particular importancia al estudio y la crítica de las distintas teorías y concepciones sobre el Estado, en particular las representadas por la reformulación del Estado y la lectura regulacionista. Deben destacarse en esta dirección los trabajos de Simon Clarke (1991a, 1991b, 1992) en polémica con la escuela regulacionista; los artículos de Werner Bonefeld (1991) polemizando en general con la escuela de la regulación y en particular con Bob Jessop, así como diversos textos de John Holloway (1991a, 1991b, 1991c; Holloway y Bonefeld, 1991; Holloway y Picciotto, 1991), partenaire de Bonefeld en la polémica entre éste y Jessop. Ya Holloway y Picciotto habían planteado en “Capital, Crisis and the State” una aguda crítica a la categoría economía marxista por divorciar el estudio de la economía de la lucha de clases y del Estado, abordaje que a su entender suponía aceptar una relación de externalidad entre ambos espacios, economía y Estado, similar a la relación proyectada entre economía y política. Lectura que, por lo demás, implicaba dejar de lado aquella otra que veía en esa desvinculación la expresión de formas de dominación de clase.

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Por su parte, Radice y Picciotto (1971) habían adelantado en su momento, cuando la discusión sobre el proceso de internacionalización del capital y el Estado-nación, un abordaje de la forma Estado como objeto de la lucha de clases. En efecto, buscando superar la oposición estéril entre el ultraizquierdismo y el reformismo en relación con la utilización socialista del Estado, sometieron las estructuras estatales a una crítica teórica y política radical, desplazando la problemática de quién detenta el poder a aquella otra relativa a cómo abolimos las formas capitalistas alienadas del poder económico y político. Si la separación entre economía y política (entre Estado y sociedad) debe ser vista como una forma de la dominación de clase, entonces no serán ni la economía ni el Estado los que determinen la dinámica de esas formas de dominación sino la propia lucha de clases. Sin embargo no se trata, dicen Holloway y Piccioto (1991: 112), de correr el velo de la economía y la política para revelar la realidad más profunda de la lucha de clases envuelta tras ellas, sino que se debe auscultar por qué la explotación de clases en la sociedad capitalista aparece bajo esas formas mistificadas y “qué es lo que hace que en el capitalismo las relaciones de producción asuman separadamente las formas política y económica”. Esta tesis conforma el punto de polémica central y de ruptura con la escuela de la derivación que buscaba derivar el Estado a partir del desarrollo lógico e histórico del capital. En ese sentido Holloway y Picciotto no pueden considerarse integrantes de la escuela derivacionista, como buscarían más tarde asimilarlos Jessop (1982: 96) y en especial Hirsch (1978). La igualdad de los individuos que supone su interpelación por el Estado oculta la desigualdad económica que constituye el sustento de la explotación de clase, al tiempo que permite disimular la desigualdad y fragmentar la lucha de clases. Las contribuciones alemanas han permanecido prisioneras de una visión funcionalista del Estado tras una lectura de límites externos a su accionar, sea bajo la forma de la resistencia obrera o bajo la presión de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia, mientras buscaban una explicación de la forma capitalista de Estado como lógica respuesta a las necesidades del capital, o como resultado histórico de luchas de clases pasadas (Altamira, s/f). Por el contrario, Holloway y otros resaltarán el proceso de lucha de clases no sólo en sino también contra la forma Estado, retomando en este sentido el hilo del viejo trabajo del London-Edinburgh Weekend Return Group. De manera que el Estado debe ser interpretado como objeto y resultado directo en todo momento de la lucha de clases. La reproducción del Estado como forma de dominación de clase se encuentra constantemente amenazada por las luchas obreras, de donde la reproducción del capital depende, para Holloway, de la lucha permanente por mantener la se-

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paración de los espacios económicos y políticos en contra de las luchas obreras. De cualquier manera existen coincidencias entre Holloway (entre otros) y Hirsch en la crítica ensayada a integrantes de la escuela de la derivación por el énfasis que ésta pone en la lógica del capital para el desarrollo histórico y lógico de la forma Estado. Sin embargo, Hirsch adoptará como punto de partida de la derivación del Estado la violencia de la relación trabajo-capital presente en la forma Estado y correspondientemente adoptará como primer momento histórico en este desarrollo la imposición de la estructura de clase capitalista. Holloway y otros parten de la generalización de la producción de mercancías aunque sin puntualizar las diferencias que esta modalidad de producción lleva consigo con relación a la separación de los medios de producción del productor e individualización de la propiedad privada. Para Hirsch el surgimiento del Estado capitalista se constituye en la precondición estructural para el establecimiento de la relación capitalista de clase. En este sentido Holloway y otros criticarán a Hirsch por desarrollar una explicación del Estado a partir de la adaptación de sus formas a sus funciones. El Estado en todo caso, según Holloway, debe ser explicado en términos de la lucha de clases asociada a las contradicciones del modo de producción capitalista, luchas presentes más allá de los límites de las formas en las que se desarrollan, es decir, las formas de la producción de mercancías desarrolladas en la sociedad feudal. Por lo demás, mientras Hirsch adopta una periodización histórica basada en las contratendencias a la tendencia decreciente de la tasa de ganancia, etapas del imperialismo y de la revolución tecnológica casi sin relación con la lucha de clase, Holloway relaciona las etapas de desarrollo de las formas históricas del Estado con la producción de plusvalía absoluta y relativa. El trabajo de Holloway y Picciotto adquirió relevancia por el abordaje que realizaron de la relación entre la economía y la política, presente ya en el debate alemán. En su crítica a la concepción que Hirsch incorpora sobre el fetichismo, Holloway y otros van a insistir en el significado ideológico y político que adquiría (adquiere) una connotación de estas características. Mientras Hirsch tendía a ver la separación entre la economía y la política como un acto histórico que, alcanzado por única vez, habría de mantenerse en el tiempo, Holloway considera la separación como proceso, producto de una permanente disputa: las formas económicas y políticas fetichizadas de la relación social capitalista, ilusión y realidad simultáneas, se modifican constantemente como producto del enfrentamiento diario entre trabajo y capital, de manera que la solidez de esa realidad no puede interpretarse como un hecho dado sino como objeto cambiante derivado de la lucha de clases.

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Estas diferencias teóricas asumieron en su momento importancia política central en la disputa con el “nuevo realismo” que tomó cuerpo hacia mediados de los 70. Demandaba que los socialistas reconocieran en la realidad las restricciones estructurales impuestas al Estado por el capital, ignorando que la realidad no es un dato objetivo, sino en todo caso un objeto de la lucha de clases. No se trataba simplemente de que la realidad del nuevo realismo fuera falsa, sino que se la presentaba como una inversión mistificada. Al aceptar la separación de los espacios económicos y políticos el nuevo realismo contribuía a que la explotación capitalista como tal permaneciera oculta a los ojos de los explotados y oprimidos. La limitación esencial de la derivación se sintetiza en que aceptaba la fetichización de la lucha de clases tras una dinámica que transcurría (transcurre) por canales económicos y políticos separados y que percibía (percibe) la posibilidad de transformar la sociedad a través de la mera conquista de las instituciones políticas. La separación de los espacios económicos y políticos en el capitalismo no es un producto objetivo de la estructura impuesta por la lógica del capital, dirá el open marxism, sino un marco institucional impuesto a través de la lucha de clases en el espacio de las relaciones sociales capitalistas, permanente objeto de disputa, reproducido y transformado a través de esa lucha.

La periodización del Estado En realidad la polémica sobre el Estado en los 70 intentó avanzar en un análisis simultáneamente lógico e histórico del Estado, como forma de llegar a una correcta periodización, aunque el intento nunca se alcanzó. En especial porque era imposible encontrar un principio coherente como base de tal periodización. En su momento Hirsch (1978: 27-28) propuso una periodización de las formas de Estado capitalista cuyas fases estuvieran relacionadas con la movilización de las contratendencias a la ley de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia, aunque nunca pudo alcanzar su propósito. Holloway y Picciotto, haciendo hincapié en la lucha de clases, resaltaron tres etapas vinculadas a la relación establecida entre capital y proceso de trabajo. Una primera asentada en una relación externa; una segunda referida a la producción de plusvalía absoluta, y finalmente una tercera relacionada a la etapa de generación de plusvalía relativa. Si bien esta periodización en principio puede asimilarse a la propuesta por la teoría de la regulación (Aglietta, 1986), Holloway y Picciotto (1991) la utilizaron como base para la explicación histórica del desarrollo progresivo de los distintos aspectos de la forma del Estado capitalista. Pero el debate no avanzó, y se terminó estancando

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cuando entró en escena la discusión acerca del carácter absolutista del Estado. Hirsch (1979: 8) habría de retomar la posta más adelante echando mano a una periodización funcionalista: “Hay que deducir las definiciones concretas de las funciones de aquél [el Estado] a partir de las condiciones, variables históricamente del proceso de acumulación capitalista, a partir del desarrollo de las fuerzas productivas conllevado por este proceso” (ídem), que sería criticada a su vez por Bonefeld (1991). Hirsch afirma más adelante: Tal método de deducción de las funciones del Estado, a partir de las condiciones y de las normas del proceso de reproducción capitalista, tomado en tanto proceso de acumulación, se encuentra en clara oposición con las teorías burguesas de izquierda del Estado, que reconocen, por supuesto, la importancia fundamental de las condiciones económicas, pero que no están en condiciones de investigar la anatomía de la sociedad burguesa en la economía política. (Hirsh, 1979: 8-9)

En realidad tanto la escuela de la regulación como la de la lógica del capital basaron su periodización en una concepción funcionalista del Estado y abordaron su estudio como expresión funcional de las necesidades de la acumulación capitalista, expresada en los intereses del capital. Por lo demás, esta estrecha concepción del Estado está asociada a una inadecuada lectura de la acumulación, en tanto supone que éste es capaz por sí mismo de superar las contradicciones propias de la acumulación de capital. Por su lado, Simon Clarke (1991a) verá en los intentos de periodización del Estado la búsqueda de un camino intermedio que salde las tensiones entre aquel empirismo que extrema las contingencias históricas como manera de legitimar el oportunismo político y el reduccionismo que potencia las leyes inmutables de la dominación capitalista para legitimar el fundamentalismo dogmático. Para Clarke, el mayor problema de los intentos de periodización ensayados hasta ese momento residía en que si bien se había tomado como elemento determinante para su clasificación las formas cambiantes de los regímenes de acumulación, el carácter simplista con que fue abordado el Estado determinó no sólo el fracaso de esas explicaciones sino su incoherencia teórica, su inaplicabilidad empírica y la inutilidad política de sus conclusiones. Clarke va a atacar el problema en dos etapas: 1) buscando un acercamiento teórico adecuado a los aspectos contradictorios de los regímenes de acumulación, y 2) ajustando los términos para una adecuada teorización sobre el Estado capitalista. Clarke fundamenta su periodización del Estado a partir de determinar las contradicciones inherentes en la acumulación de capital. En ese sentido, para él la fuerza impulsora dinámica del proceso de acumulación im-

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puesta por la presión de la competencia es la tendencia sin límites del capital a desarrollar las fuerzas productivas (Clarke, 1988: 143). Es decir, la tendencia a una producción sin límites que deja de lado la magnitud del mercado necesario para realizar esa producción constituye el elemento disparador de la sobreacumulación de capital y del desigual desarrollo capitalista. Según Clarke la forma de Estado opera como mediador entre el Estado y la forma contradictoria que asume la sobreacumulación. El carácter de clase del Estado capitalista está definido previamente por la separación del Estado de la sociedad civil y la correspondiente subordinación de uno y otra al dominio de la ley y del dinero (Clarke, 1988: 126-127). La subordinación del Estado al dinero define la forma económica a través de la cual la crisis de sobreacumulación aparece y pone límites a la respuesta del Estado a la crisis. Pero de cualquier manera esta subordinación no determina la forma política específica de éste a través de la cual las tendencias contradictorias de la acumulación son políticamente mediatizadas ni tampoco sus respuestas específicas ante la crisis. La forma política del Estado la determina la lucha de clases (Clarke, 1988: 142). Si bien el Estado está definido nacionalmente por su forma política, su carácter de clase no está definido nacionalmente. Las leyes capitalistas de la propiedad trascienden el marco nacional legal y el dinero mundial trasciende la moneda nacional. La subordinación al dominio del dinero y la ley lo impulsan a fronteras definidas por las modalidades contradictorias de la acumulación de capital global. Sin embargo su estabilidad es nacional, por lo que el Estado debe ser capaz de asegurar la reproducción ampliada nacional. Esto supone por un lado que la población relativa flotante pueda ser reabsorbida y así reconciliar la reproducción social y física de la clase obrera con su subordinación al capital, y por otro, que el Estado debe asegurarse sus ingresos y promover la demanda creciente de sus recursos. De esta forma la contradicción inherente en la acumulación de capital aparece en el Estado bajo la forma de los límites que, a una sostenida acumulación de capital doméstico, presenta la sobreacumulación de capital a nivel mundial. Si bien el Estado no puede resolver la contradicción inherente a la acumulación de capital, puede al menos amortiguar el impacto político de esa contradicción buscando asegurar la integración de la acumulación nacional a la acumulación mundial (Clarke, 1988: 148). Los límites para esta cualidad no están definidos solamente por la forma Estado sino fundamentalmente por la forma del sistema internacional de Estados y los correspondientes modos de integración al capital global. La periodización de los modos de integración de la acumulación global correspondiente apuntala la periodización de las formas del Estado capitalista.

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La sobreacumulación del capital provee a Clarke la base sustantiva para una periodización de la forma Estado, en la medida en que esta sobreacumulación define no sólo relaciones cuantitativas condensadas en el movimiento de la tasa de ganancia sino también relaciones cualitativas tras las formas cambiantes de la lucha de clases a que dan lugar la sobreacumulación y la desigualdad sectorial y geográfica propias de la sobreacumulación. Así diferenciará cinco estadios en el desarrollo de la forma Estado correspondientes al: 1) Mercantilismo: propio del siglo XVIII, basado en la expansión mundial del comercio y donde la sobreacumulación del capital comercial exacerbó la competencia internacional, desencadenó guerras comerciales y coloniales; la penetración del capital en la producción terminó minando los fundamentos ideológicos, políticos y económicos de la forma de Estado mercantilista. 2) Liberalismo: perteneciente a la primera mitad del siglo XIX, asentada en la división internacional del trabajo que se estableció entre la manufactura, en respuesta a una acumulación de carácter intensivo, y la agricultura, que descansaba en una acumulación de tipo extensiva, y donde la forma Estado nunca pudo contener la lucha de clases. Este tipo de Estado se desarrolló hasta la gran crisis de 1870. 3) Imperialismo: forma de Estado que emerge cuando éste detecta la necesidad de sostener la acumulación nacional incorporando para ello a la clase trabajadora nacional, proceso que se gesta en el marco de una activa regulación del comercio e inversión internacional. Es el momento de la separación definitiva del Estado de la sociedad civil y su subordinación a la ley y al dinero, transformación que inducirá la separación de los poderes, la independencia del sistema judicial y del banco central, la racionalización del sistema de finanzas y las cuentas públicas, así como la instauración de los principios constitucionales de un presupuesto balanceado. 4) Socialdemocracia: forma de Estado desarrollada sistemáticamente en el período de reconstrucción de posguerra, cuando se alcanzó una acumulación sostenida de capital a nivel mundial en un contexto de liberalización del comercio. Esta forma de Estado permitió la contención de las luchas obreras a partir de la generalización de las relaciones industriales y las reformas sociales. Sin embargo, el intento por contener la creciente resistencia del trabajo a través de la expansión fiscal y las políticas monetarias devino en sucesivas crisis inflacionarias, mientras simultáneamente estimulaba el desarrollo de nuevas formas de lucha dirigidas ya no solamente contra el capital sino contra el Estado.

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5) Monetarismo: es la etapa de poscrisis de los 70 cuando se reafirma la subordinación del Estado y la sociedad civil al poder del dinero y del capital global. Sin embargo, para Clarke no queda claro si la etapa abierta por el monetarismo representa en realidad una nueva fase en la periodización del Estado o si por el contrario representa solamente un momento de crisis de la forma Estado socialdemócrata. Para Clarke la reconstrucción de la economía mundial y del sistema internacional de Estados en el despertar de la Segunda Guerra se basó en principios similares a los que había generado la reconstrucción capitalista luego de la Primera. Las lecciones de entreguerras, según Clarke, habían sido aprendidas. Se partió de reconocer que la estabilización política dependía de la integración política y social de la clase obrera, razón por la cual se implementaron importantes reformas sociales y se abrieron nuevos espacios en las relaciones laborales. Por el lado del capital, las condiciones para esa integración suponían una sostenida acumulación de capital nacional. Sin embargo, el libre movimiento internacional del dinero y el del capital-mercancía no podían por sí solos superar las barreras a la acumulación que presentaban la sobreacumulación y el desarrollo desigual. De ahí entonces que se generara una reconstrucción planificada destinada a superar ese escollo y se diera un fuerte impulso al desarrollo de un sistema internacional de crédito que permitiera superar las barreras limitantes del patrón oro financiando los desbalances de los pagos internacionales. Para Clarke, el keynesianismo de posguerra se apoyó en un colosal crecimiento del crédito nacional e internacional como sustento de su desarrollo. Pero a medida que la sobreacumulación de capital encontraba límites en las barreras de los mercados de los 60, la competencia internacional erosionaba las ganancias, las inversiones productivas comenzaban a caer y la lucha de clases se intensificaba a medida que los patrones buscaban reducir los salarios o intensificar el trabajo y cerraban plantas industriales despidiendo trabajadores. El sistemático desarrollo de formas socialdemócratas de integración de los trabajadores había institucionalizado expectativas de estándares de vida crecientes, adecuados beneficios sociales y garantías en el empleo que a su vez se habían sustentado en un notable expansionismo fiscal y monetario. Este proceso que había estimulado a su vez la acumulación capitalista y el desarrollo desigual terminó arrojando al capital a canales cada vez más especulativos e inflacionarios, volviendo inevitable el desencadenamiento de la crisis. Desde esta perspectiva, para Clarke la crisis del keynesianismo debe ser vista como producto de la confrontación entre la integración de los asalariados al bienestar social ofrecido –al que no estaban dispuestos a

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renunciar– y los límites que la inflación y la crisis fiscal del Estado impusieron para esa época. Sin embargo, más allá de lo que podía preverse, la crisis no resultó en una mayor polarización de las clases ni en confrontaciones revolucionarias de la clase obrera y el Estado capitalista. Más bien implicó fuertes divisiones en la clase obrera institucionalizada bajo la forma de Estado socialdemócrata, proceso que derivó a su vez en la desmovilización y desmoralización de los trabajadores. La nueva derecha utilizó el descontento popular de los trabajadores para con el Estado de bienestar en la medida en que éstos visualizaron en el Estado al responsable de la inflación y de los mayores impuestos que debían pagar. El mérito del monetarismo radica precisamente en haber podido transformar este descontento en apoyo a la subordinación del Estado y la sociedad civil al poder omnímodo del dinero y el saneamiento fiscal. El programa de la derecha buscó así subordinar la sociedad civil y el Estado al dominio pleno del dinero mundial. Que la nueva derecha haya seguido incrementando los gastos del Estado, fortalecido su poder y ampliado sus funciones represivas no significa que haya traicionado sus creencias. Sin embargo, el hecho de que no se hubieran producido cambios sustanciales en las funciones del Estado no significa dejar de lado los logros alcanzados por el neoliberalismo a nivel de la forma Estado, en especial la subordinación de éste y la sociedad civil al poder del capital dinero, proceso al que se terminaron sumando también las relaciones políticas y sociales. De cualquier manera el triunfo del neoliberalismo no deja de tener características endebles. Mientras la base del crecimiento se sustente casi exclusivamente en la inflación de crédito, mayores serán los peligros de una crisis catastrófica así como de una depresión devastadora. A pesar del análisis desarrollado, Clarke no se contenta con la periodización propuesta para los días del Estado monetarista y replanteará el problema desde tres niveles diferentes: 1) El nivel más abstracto en el que el carácter de clase del Estado es definido, independientemente de la etapa de su existencia, a partir de la separación entre Estado y sociedad civil, y su subordinación al poder del dinero. Se corresponde con el nivel más fundamental de la lucha de clases sobre la forma Estado. La crisis de ésta significa que el desafío de la clase obrera al poder del capital se ha extendido al cuestionamiento de la autoridad constitucional del Estado en su relación con la sociedad civil. 2) Subyacente en el desarrollo de la forma Estado se manifiesta una tendencia progresiva relacionada con la respuesta que éste ofrece a los desafíos de la clase obrera. Las cambiantes condiciones de lucha que responden al contradictorio desarrollo de las relaciones de producción

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capitalista conducen a un progresivo incremento de las funciones del Estado. 3) Es posible definir una tipología de los modos de integración de la acumulación mundial: liberal, imperialista y keynesiana, que definen las formas de competencia capitalista mundial y estructuran las relaciones entre Estados, aunque no queda claro que esta cualidad defina una sucesión de etapas ni un crecimiento progresivo de la intervención del Estado, ni menos aún que el imperialismo o el keynesianismo, como formas del liberalismo en crisis, entren en conflicto con el poder mundial del dinero y conduzcan a una reestructuración global entre dinero y Estado dentro de los límites de la forma liberal del Estado. Es posible agregar otra tipología con relación a los modos de intervención del Estado en la regulación nacional de la acumulación y que afecta a la competencia interna. Modalidad de intervención que no debe confundirse o tomarse como una tendencia progresiva. La forma y la extensión de la intervención del Estado se regulan según la relación de fuerzas existente.

Simon Clarke y la escuela de la regulación Clarke (1991a: 111) había criticado a la escuela de la regulación por considerar que adoptaba un enfoque “basado en un modelo estructuralfuncionalista de etapas sucesivas de integración y desintegración estructural, el cual ha sido utilizado como base para una periodización de los grandes ciclos de acumulación capitalista”. La crítica no sólo cuestionaba los momentos de la funcionalización6 sino que simultáneamente difería del abordaje de Aglietta con relación al régimen de acumulación, como conjunto de formas institucionales que estructuran la tendencia a la sobreacumulación y la crisis para la regulación. En este punto Clarke antepondrá su idea de régimen de acumulación como medio para superar las tendencias a la crisis inscriptas en la propia acumulación; por lo que la estabilización alcanzada gracias al régimen de acumulación, y limitada sólo a ese régimen en particular, también definirá para Clarke nuevas formas de lucha de clases. Es el momento en el que el open marxism tuerce su análisis otorgando una ponderación particular a la dinámica de luchas que se

6. Para Clarke no hay ninguna evidencia de que la crisis de 1929 haya sido la de un régimen de acumulación extensiva y que marcara por tanto la transición a un nuevo régimen de acumulación intensivo, pues existían elementos de régimen intensivo con anterioridad a esa fecha.

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abría. Cierto es, dice Clarke, que la escuela de la regulación reconoce la existencia de luchas políticas y de clase como detonadores del proceso de desestructuración o desintegración de un régimen de acumulación. Pero el carácter estructural-funcionalista de la regulación, según Clarke, se expresa en que para esta escuela la estabilización de las relaciones sociales supone la institucionalización de un régimen de acumulación como condición objetiva, más allá de que éste pueda ser obtenido de manera contingente, producto de la lucha de clases. La regulación define las condiciones para la estabilidad social pero no incorpora la posibilidad de su concreción si las condiciones estructurales no se presentan o si se quebrantan. De esta manera, en este juego de la estabilidad, la regulación supedita la lucha a la estructura, “subordinando la regulación de las relaciones sociales a las necesidades funcionales de la reproducción ampliada del capital” (Clarke, 1991a: 111). De esta manera el enfoque de la regulación deriva hacia “una crítica sociológica de la economía y no alcanza a desarrollarse al nivel de la crítica marxista de la economía política” (ídem: 112). De ahí que Clarke rechace aquella lectura de la crisis del modo de regulación como crisis de desproporcionalidad. Las crisis, según él, deben ser vistas como crisis de una forma de dominación capitalista. Cuestiona incluso el carácter fordista del régimen de acumulación vigente inmediatamente posterior a la Segunda Guerra: “La explosión de la posguerra no fue iniciada por un modo de regulación fordista. El período de reconstrucción inmediato a la posguerra estuvo marcado no por el fordismo sino por la austeridad, por las luchas de clases políticas e industriales” (Clarke, 1991a: 117-118). Y la aparentemente inevitable recesión de posguerra fue evitada no por el alza desmedida de los salarios, como le gusta decir a la regulación, sino por el Plan Marshall, el rearme y la guerra de Corea. No sería sino hacia los años 50 cuando comienzan a perfilarse elementos de acumulación fordista, para recién a comienzos de la década del 60 establecerse de manera institucional un modo de regulación típicamente fordista. Pero en ese caso, continúa Clarke, si el fordismo se institucionaliza a comienzos de los 60, entonces su crisis se desarrolla tan pronto aparece. Así, en Gran Bretaña la primera crisis de la balanza de pagos se produce durante el gobierno de Harold Wilson en 1963, y se expresó en la creciente presión de los trabajadores entre 1967 y 1971. Frente a esta presión la acumulación habría de sostenerse gracias a la expansión inflacionaria del crédito hasta su culminación en 1974. Hacia fines de los 60 la crisis emergente del keynesianismo condujo al abandono progresivo del pleno empleo en favor de la estabilidad de precios como objetivo primario y luego, durante los 70, al auge del monetarismo. Para Clarke la escuela de la regulación sobreestimó la contribución del fordismo a la explosión de posguerra y por tanto el grado en que éste real-

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mente puede ser considerado un régimen de acumulación sistemático. Según Clarke, habría sido fundamentalmente la expansión del crédito a una escala histórica sin precedentes lo que motivó el boom de posguerra. Por lo demás, esta expansión inflacionaria del crédito no era, en realidad, inherente a las formas de funcionamiento de la inversión ni al establecimiento de precios monopólicos propios del régimen de acumulación fordista, sino que fue el resultado global de la adopción de políticas keynesianas. Estos supuestos condujeron a Clarke a cuestionar aquella idea de la escuela de la regulación que terminaba reconociendo en el consumo la fuerza motriz de la acumulación; el dinamismo de la explosión capitalista de posguerra debería buscarse en la magnitud de las ganancias. Más aún, dice Clarke, la crisis del keynesianismo y el ascenso monetarista cuestionaron en sí mismos la funcionalidad inflacionaria para sostener la acumulación de capital y por tanto la capacidad del sistema de crédito, regulado por el Estado, para modificar la tendencia a la sobreacumulación y la crisis. Las políticas expansionistas intensificaron la lucha de clases, estimularon nuevas formas y precipitaron la crisis del Estado. Por ello el inflacionismo keynesiano no fue dictado por la estructura del propio régimen de acumulación sino por el equilibrio de las fuerzas de clases institucionalizado en el sistema de relaciones laborales y el Estado de bienestar. De ahí que, para Clarke, la fuerza del fordismo deba buscarse no en los frenos a la tendencia a la sobreacumulación y la crisis sino en el hecho de que fue portador de una ideología prometedora de una vida mejor. No obstante, según Clarke, en la concepción de Aglietta subyace una particular valoración de la sobreacumulación asentada en la exigencia de cierta proporcionalidad entre los sectores I y II de la economía como manera de alcanzar una expansión en equilibrio. Cuando esta situación no se alcanza, entonces aparece el crédito como manera de prolongar la acumulación. En Aglietta subyace, de cualquier manera, una tendencia a considerar al mercado como el límite objetivo para la expansión del sector I, mientras asienta el origen de la sobreacumulación en “la esperanza de beneficios excedentes proporcionados por la explotación de oportunidades temporales del mercado” (Clarke, 1991a: 123). De subsistir la proporcionalidad entre los sectores, entonces será posible una acumulación sostenida. No son las ganancias ofrecidas por el mercado en expansión las que acicatean la sobreacumulación, sino la presión competitiva la que obliga a los capitalistas individuales a una búsqueda constante para revolucionar los medios de producción, presión competitiva que se vuelve efectiva en la sobreacumulación de capital y sobreproducción de mercancías. Podemos sintetizar el pensamiento de Clarke como sigue. El error fundamental del keynesianismo fue suponer que la sobreacumulación y el

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subconsumo son dos caras de la misma moneda, de donde se dedujo que la expansión del mercado resolvería la crisis de sobreacumulación. Si la crisis de sobreacumulación respondía a la forma social de la producción capitalista, la expansión del mercado reforzaría la tendencia a la sobreacumulación. Cuando el mercado se erigió en limitante bajo la forma de la restricción monetaria, entonces apareció el crédito, despejando la frontera que limitaba la acumulación. El crecimiento del crédito en realidad postergó el estallido de la crisis, mientras sostenía las ganancias y distendía la lucha de clases. Por ello, lejos de superar la sobreacumulación, la expansión crediticia la exacerbó más, reduciendo el peligro inmediato de una crisis deflacionaria mientras socializaba los costos de una devaluación del capital trasladando el estallido de una crisis mucho mayor a futuro. Por lo que mal puede hablarse de círculo virtuoso de la acumulación: según Clarke, ésta, en sí misma, exacerba las contradicciones. Pero si bien es cierto que el desarrollo histórico de la tendencia a la sobreacumulación y crisis es inherente al modo de producción capitalista, el desarrollo de esa tendencia está mediado por las formas institucionales de las relaciones sociales capitalistas. Formas institucionales que no son ni el régimen de acumulación ni el modo de regulación sino las formas institucionales de la lucha de clases. La sobreacumulación de capital, para Clarke, aparece bajo la forma de la lucha competitiva entre los capitalistas y entre capitalistas y obreros. El resultado de estas luchas está condicionado por las formas institucionales de la competencia, el crédito y las propias relaciones laborales alcanzadas, detrás de las cuales está la forma institucional Estado. Sin embargo, la lucha no está aprisionada por estas formas sino que es una lucha por transformarlas o reproducirlas. “El Estado no se coloca por arriba de esas luchas sino que es un aspecto de las formas institucionales de la relación capitalista de clase y por tanto el objeto mismo de la lucha” (Clarke, 1991a: 127). De esta manera el Estado no resuelve ninguna contradicción política sino que las reproduce de manera política, por lo que va a concluir diciendo que “las formas institucionales de las relaciones sociales capitalistas no son modos de regulación que institucionalizan cierto tipo de compromiso social democrático de clase acorde con los imperativos estructurales de un régimen de acumulación, sino formas institucionales de dominación de clase, que expresan una configuración particular de la lucha de clases” (ibídem). Según este análisis el desarrollo de las formas institucionales dependerá sustancialmente del desarrollo de la lucha de clases y será extraño a todo imperativo funcional que descanse en el régimen de acumulación. De cualquier forma no puede dejar de mencionarse el peligro inherente que conlleva todo análisis centrado en la lucha de clases en la medida en que se limita a ver el antagonismo de clase como

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una relación entre opuestos sin auscultar las relaciones internas dentro de ambos opuestos. Para Clarke la década del 70 no puede ser vista como un proceso de reestructuración capitalista que condujo a un régimen de acumulación de tipo posfordista. Se trató, más bien, de una ofensiva capitalista sobre la clase obrera que buscó la destrucción de las formas institucionales propias del Estado keynesiano. Si el keynesianismo, dice Clarke, fue la expresión ideológica de los intentos del capital y el Estado para responder a las demandas generalizadas de la clase trabajadora en la explosión de la posguerra, el neoliberalismo puede ser visto como la subordinación de las aspiraciones de la clase trabajadora a la valorización del capital. Por ello la discusión debería ser planteada en los siguientes términos: ¿representaba la ofensiva thatcherista la respuesta capitalista a la crisis estructural del régimen de acumulación fordista, como Hirsch y Jessop formulaban, y por lo tanto se trataba de los intentos de construcción de un nuevo régimen de acumulación, o debía interpretarse el surgimiento de la derecha británica como el resultado de la derrota del movimiento obrero? En el contexto de los 70, si la primera lectura abría las puertas para un adiós a determinadas formas de interpelación política y participación social, calificadas como anacrónicas ahora por los teóricos de la nueva izquierda, la segunda suponía un explícito rechazo a cualquier imposición del capital en el espacio de la lucha de clases y la inmediata exigencia de concentrar energías y esfuerzos en la construcción y reconstrucción de aquella organización colectiva que permitiera superar la fragmentación de las luchas del movimiento obrero. En realidad entre una y otra posición (la de la escuela de la regulación y la de Clarke) existen diferencias metodológicas sustantivas. Mientras la aproximación estructural-funcionalista, imposibilitada de distinguir en sus análisis los distintos niveles de abstracción, termina derivando la esencia del Estado de su propia necesidad funcional, el abandono del esencialismo funcionalista, en Clarke, le permitirá distinguir diferentes niveles de abstracción: de este modo, si bien para la escuela de la derivación el Estado es una institución específicamente capitalista, será posible reconocer que algunas tareas del Estado son comunes a distintas épocas históricas, sin comprometer el reconocimiento de la especificidad que adopta la forma capitalista del Estado. Para Clarke, en ese sentido, el aspecto esencial de la forma Estado radica en su carácter de clase; en el caso del Estado capitalista será la autonomía estatal la que de manera superficial da cuenta del carácter de clase en su papel en la lucha de clases; es ella la que corporiza la fetichización del Estado. Sin embargo, para Clarke el Estado no debe ser visto como una necesidad lógica sino más bien histórica, como el emergente de

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la lucha de clases. Sin embargo, aun en ese contexto, el desarrollo del Estado no es meramente contingente, sino que está gobernado por leyes históricas que deben ser descubiertas en la base del análisis de Marx sobre las leyes históricas que gobiernan el desarrollo del modo de producción capitalista (Clarke, 1991b: 189). Este abordaje no debe interpretarse como el reemplazo de una forma lógica por otra. Esto es, el reemplazo del estructural-funcionalismo por un funcionalismo instrumentalista de clase. El desarrollo histórico de la forma Estado no debe ser entendido, según Clarke, como el desarrollo lógico de las estructuras sino como el producto de la lucha de clases, donde la reproducción del Estado, como la reproducción de toda relación social, es objeto y resultado permanente de la lucha de clases. En este aspecto radica para Clarke la interrelación indisoluble entre estructura y lucha. Esto es, cómo a partir de las contradicciones fundantes del modo de producción capitalista, tan pronto son creadas las condiciones de reproducción de las estructuras de las relaciones sociales, simultáneamente son destruidas por el propio proceso de reproducción y recreadas o transformadas a través de la lucha de clases. Para Clarke el capitalismo “no es una estructura con una fundación establecida, sino un proceso cuya reproducción depende de la reproducción de sus propias condiciones fundantes. Es sin embargo un proceso contradictorio en el sentido de que esta reproducción envuelve la suspensión repetitiva de las propias condiciones fundantes, razón por la cual la propia reproducción está marcada por la lucha de clases” (ídem: 190). Será solamente en el curso de esta lucha de clases que el Estado adquiere, se desarrolla, reproduce y transforma las formas institucionales particulares y sus funciones judicial, administrativa, política, social e ideológica igualmente particulares. Para Clarke el producto de la lucha de clases no está predeterminado ni restringido por ninguna ley estructural o histórica, lo que no significa decir que el producto sea meramente contingente sino que depende solamente de la conciencia, el deseo y la determinación de las fuerzas contendientes. Significa plantear que las restricciones materiales en la lucha de clases nos son externas a la propia lucha sino un objeto constante de esas mismas luchas. La separación de los productores de sus medios de producción, precondición de la explotación capitalista, así como su permanente reacción, condición a su vez del avance de la clase obrera, no son presupuestos externos de la lucha de clases sino condiciones, fundantes y al mismo tiempo objeto, de la lucha de clases. De igual manera el carácter de clase del Estado no puede ser visto como una característica estructural inherente a su forma capitalista, en tanto esa forma es transformada y reproducida a través de la propia lucha de clases. Por ello la teoría del Estado no puede permanecer restringida por el análisis de las estruc-

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turas sino que debe localizar el análisis de la forma y las funciones del Estado en el contexto del desarrollo de la lucha de clases. Clarke realiza un abordaje similar en Keynesianism, Monetarism and the Crisis of the State, donde determina cómo la forma liberal del Estado capitalista se corporiza en las formas regulativas del dinero y de la ley, responsables de la constitución de la frontera entre los espacios económicos y políticos al tiempo que dan cuerpo a la independencia existente entre el Poder Judicial y el banco central. La permanencia de esta separación entre la ley y las normativas de la regulación del dinero asegura la dependencia de la sociedad civil y el Estado con relación al dominio del capital. De esta manera el Estado liberal capitalista proyecta a la clase obrera como el objeto del poder estatal. Así, para Clarke (1988), el desarrollo histórico de la forma del Estado capitalista debe ser analizado como la respuesta al desarrollo de la lucha de clases; intentando determinar en ese mismo acto cómo el Estado busca canalizar esas luchas bajo nuevas formas políticas de dominación; trátese ya de las llamadas “relaciones industriales”, ya de la “representación electoral”, del “bienestar social” o de la “política económica”. Sin embargo, a pesar de ello, para Clarke la institucionalización de la lucha de clases tras tales formas políticas alienadas será siempre provisional y objeto permanente de la lucha de clases, en la medida en que esta disputa tiende a desbordar permanentemente las formas provistas para ella.

Estado, mercado y capital global Si bien la forma particular de separación entre la economía y la política constituye una característica determinante del Estado capitalista, esta separación no le provee más que una débil garantía al carácter capitalista del Estado. Este fenómeno induce a pensar que tal carácter puede ser fácilmente sorteable por un gobierno de tipo socialista, el que con voluntad, deseo y determinación para intervenir en la economía podría reemplazar el funcionamiento de la ley del valor por una regulación política consciente. Pero este punto tropieza a su vez con los límites de intervención del Estado que no pueden entenderse sin referencia a los límites de su forma nacional. Entramos así en la problemática de la relación entre Estado nacional y capital internacional. Como hemos mencionado, ya en los primeros debates en la CSE, sobre la relación entre la internacionalización del capital y los Estados-nación, había quedado explicitado aquel argumento central según el cual el carácter global del capital imponía un límite al poder del Estado-nación. En realidad, para Claudia von Braunmühl (1978) no se

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trataba de un fenómeno moderno sino que la forma nacional de Estado, en el contexto del sistema internacional de Estados y la acumulación de capital a nivel mundial, había sido una característica esencial de la forma capitalista del Estado en sus inicios. Tanto Holloway (Holloway y Picciotto, 1991) como Bonefeld (2003) tratarán esta temática de manera indirecta, casi superficial. El poco convincente abordaje inicial sobre el carácter nacional del Estado –expresado en términos de aquella frontera geográfica que se construye luego de que el cambio haya disuelto las unidades sociales basadas en la producción para el uso– sería rápidamente cuestionado por Colin Barker (1991), quien criticará a Holloway y Picciotto el haber considerado al Estado de manera singular, dejando de lado el Estado en tanto sistema internacional de Estados. El problema radica en que el Estado nacional no puede enfrentarse al capital en tanto éste es un fenómeno global. No puede, por tanto, anteponerse a la ley del valor para alcanzar alguna forma política de regulación de la producción capitalista, como lo propone Hirsch, ya que esta ley se impone sobre los Estados-nación así como se impone sobre los capitalistas individuales a través de la competencia internacional. Según Barker, por ello Holloway y Picciotto terminan exagerando la separación entre lo económico y lo político, atribuyendo al Estado un grado de autonomía que no tiene, y exageran el punto para el cual la regulación política puede reemplazar la ley del valor. Serán precisamente los límites nacionales del Estado los que confinen sus posibles acciones a los límites del capital y le aseguren que no puede resolver las contradicciones inherentes de la acumulación capitalista. Este fenómeno no puede ser interpretado como una restricción económica externa sino que es inherente a la propia forma Estado como Estado nacional. Sería recién hacia 1994 cuando Holloway en “Global Capital and the National State” (1996), retomando las críticas de Barker, hará una distinción entre lo político y el Estado nacional. Lo político como momento de la relación capitalista es un momento de la totalidad global, donde la contingencia absoluta del espacio es resumida en la existencia del capital como dinero. Encuentra expresión en la pluralidad de Estados-nación distintos territorialmente. Históricamente la liberación de las relaciones de explotación de la restricción espacial fue acompañada por el desarrollo de nuevas territorialidades bajo la forma de Estados-nación. Lo que resulta significativo en este análisis de Holloway es su punto de partida para analizar el Estado-nación. La relación de éste con el capital es una relación de Estado fijado nacionalmente a un capital globalmente móvil. No resulta fácil congeniar una visión del Estado definido según una estructura de clases interna con aquella otra que lo aborda desde el sistema internacional de Estados, ni determinar una correcta relación entre Estados-nación y la acumulación capitalista mundial implica partir de las re-

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laciones sociales de producción y mercado y proseguir luego con la interacción de esas relaciones a nivel internacional. No alcanza con destacar la conexión histórica entre el sistema de Estados y la economía mundial, como dice Giovanni Arrigi (1994) sino que se trata de ver la forma que adopta y cómo se transforma en el curso del tiempo. Sin embargo, para una comprensión más acabada se trata previamente de resolver el problema de la constitución del Estado. Aquella lectura que ubica el primer momento del Estado capitalista en el establecimiento y la producción generalizada de mercancías nos ofrece una forma particular de comprender el desarrollo y la dinámica de la política económica internacional. Los partidarios del world system, como Immanuel Wallerstein, si bien enfatizan la dependencia entre Estados y mercado mundial, ven en el mercado y en la división internacional del trabajo los factores que determinan el rol particular de cada región, desde donde fluyen las relaciones de capital y Estado. Sin embargo no fue el comercio el que transformó las relaciones de producción sino las contradicciones entre las relaciones feudales y posfeudales de producción las que transformaron el mercado mundial y las formas de Estado. La emergencia de la forma capitalista del Estado no puede interpretarse como una respuesta automática al desarrollo del mercado y el comercio mundial, ni tampoco como una consecuencia de los efectos perjudiciales del dinero. El cambio histórico del Estado fue en realidad un cambio gradual gestado en el marco de sucesivas revoluciones políticas y de diversas formas de luchas sociales –expresión ambas de los cambios en las relaciones de producción– que socavaron y removieron el poder soberano y constituyeron al Estado político como de interés general. Estas luchas sacudieron la estructura política social medieval y terminaron por desintegrar la servidumbre como institución que fusionaba la explotación económica y la coerción política en la ciudad y que traía como corolario la unidad orgánica entre economía y política. En el Medioevo el mapa internacional no era el de un sistema internacional de Estados, más bien se trataba de un conglomerado amorfo de instancias jurídicas diseminadas, geográficamente interconectadas y estratificadas según diversos enclaves de poder y alianzas. Al ser los señores los que unificaban el poder político y económico, las monarquías medievales eran portadoras de una elevada inestabilidad. De ahí que para Marx la sociedad civil medieval adoptara una forma directamente política en la medida en que los elementos de la vida civil, la familia, la propiedad, el mercado de trabajo, habían sido elevados a elementos de la vida política en la forma de señoríos, dominios o corporaciones. La posición individual en un dominio estaba determinada por la relación política mediante su separación y exclusión del resto de los otros componentes sociales.

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Las relaciones capitalistas de producción se establecieron como consecuencia de las luchas del campesinado y la naciente clase media. Fueron estas luchas las que disolvieron los fundamentos corporativos y personales del poder feudal y produjeron la separación formal del Estado y la sociedad civil, lo que subraya la dependencia del Estado de la producción y reproducción de las relaciones sociales capitalistas. En este sentido el Estado otorga meramente forma a las relaciones sociales cuya sustancia está determinada en la sociedad civil. La actividad formal y reguladora del Estado es sostener las bases de las nuevas relaciones sociales que componen el entorno de la sociedad civil. Desde nuestro punto de vista el hecho esencial radica en que ahora, con la generalización de la producción de mercancías, el plustrabajo es extraído al productor directo bajo la forma de plusvalía sustentada en una coerción exclusivamente económica. Si bien en el capitalismo existe una clara separación entre el momento de la coerción y el momento de la apropiación, la propiedad privada y las relaciones establecidas entre productores y propietarios son mantenidas a través de formas políticas y legales. Por ello a pesar de la diferenciación en la sociedad civil burguesa lo económico se apoya en lo político (Wood Meiksins, 1996). La separación forzada entre Estado y sociedad civil en la sociedad capitalista es una ilusión institucionalizada. La existencia institucional del Estado como esfera política presupone la despolitización de la sociedad civil, acto detrás del cual el Estado se oculta institucionalmente y que se funda en la existencia de la propiedad privada. En la sociedad capitalista el poder del Estado se expresa de esta manera en el derecho y el dinero; el Estado media entre los intereses generales y los particulares. Y esta disciplina debe ser impuesta de manera independiente y divorciada de los intereses individuales. El interés común es presentado como un interés ajeno a los intereses individuales e independiente de ellos bajo la forma Estado. De esta manera éste se constituye en la forma más apropiada para servir a la expansión de las relaciones sociales capitalistas, en la medida en que el poder social de la burguesía está expresado de manera abstracta en el dinero. Resuelto entonces el problema de la constitución del Estado y de la relación entre el mercado y el Estado y Estado y sociedad civil, es decir determinado el secreto del porqué de la separación entre economía y política en la sociedad capitalista, avancemos en la relación entre Estado y acumulación de capital mundial. Si bien nos encontramos en un estadio donde las condiciones de explotación se definen nacionalmente de manera homogénea, la tasa de cambio conecta entre sí a los distintos Estados-nación mediante la jerarquiza-

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ción del sistema de precios. Una situación similar ocurre para el caso de la moneda. La moneda mundial trasciende la moneda nacional, por lo que los Estados se fundan sobre la regla de la ley y de la moneda. Sin embargo los Estados-nación, además de confirmar su autoridad sobre los mercados mediante la regulación de la ley y la moneda, responden a la crisis mediante políticas diversas. En ese sentido los gobiernos toman medidas a nivel nacional para contrarrestar el poder del trabajo y están igualmente obligados a lidiar con las consecuencias que proyecta la lucha del capital-trabajo a nivel global. Pero aunque el Estado nacional se muestre incapaz de resolver la crisis generada por el desarrollo del capital global, debe ser capaz de movilizar recursos y renovar las relaciones políticas internacionales que le permitan alcanzar posiciones favorables en el sistema de precios internacionalmente establecidos. De esta manera si nacionalmente los Estados aseguran los derechos de propiedad internacional, internacionalmente median en la tensión que se manifiesta entre los espacios nacionales y globales. La tensión global-nacional enfrenta a los Estados con el dilema de acumular y acumular de la economía global mientras desarrolla políticas nacionales para retener el capital en su territorio. En ese contexto una política puede resultar perjudicial, contrapuesta o contradictoria con la otra. Para Peter Burnham (2001) las relaciones de clase afectan al Estado en tanto éste actúa internacionalmente, no a un nivel nacional. El Estado es una forma de la relación de clase que constituye las relaciones capitalistas globales. En el capitalismo contemporáneo la tensión mayor se da entre la constitución política nacional de los Estados y el carácter global de la acumulación. Si bien las relaciones de explotación –como forma de la relación capitalista global– son mundiales, sus condiciones se establecen a nivel nacional y los Estados se integran a la economía política global a través del mecanismo de los precios. En ese sentido, para Burnham la estrategia de autonomía nacional es un absurdo, un imposible. No se hace política en ausencia de la economía global, sino en un contexto internacional. Es la acumulación global de capital la que limita las formas en que las autoridades políticas contienen el conflicto; en ese contexto se desarrollan las políticas nacionales. La relación entre Estado y capital global no puede ser abordada como un problema de pérdida de soberanía ni tampoco el capital global puede estudiarse como un fenómeno externo al Estado. Por el contrario, para Burnham las relaciones internacionales deben ser vistas como el procesamiento en el ámbito nacional de las relaciones globales de clase y el estudio de las formas de resistencia a estos procesos. Si enfocamos el problema sólo a nivel nacional de la organización capitalista no podremos dar cuenta de la restricción monetaria sobre los Estados-nación en balanza de pagos, presiones inflacionarias, deuda ex-

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terna, tasas de cambio, etc. Pero si lo vemos como forma del capital global, entonces los Estados-nación no se verán afectados por la globalización en la medida en que forman parte de ella, es decir, de la acumulación de capital a escala global. La crisis de posguerra no provocó la disolución de los Estados sino el mantenimiento y la transformación de los espacios políticos a través de nuevos esquemas que apuntaban a la regionalización del mercado mundial. Este movimiento debe ser visto como una reducción de la tensión entre Estado nacional y economía global, así como la crisis de las relaciones de clase se expresa como crisis del sistema internacional de Estados. De ahí que el sistema internacional de Estados pueda ser visto como la fragmentación del momento político de la relación capital-trabajo. El Estado no se encuentra, entonces, separado del mercado. Las formas de las relaciones sociales son las que dan unidad a la fragmentación que proyecta el mercado. La ley del mercado aparece como independiente pero es sólo un momento de la reproducción de las relaciones sociales capitalistas. La economía mundial aparece como una sumatoria fragmentada pero en realidad es un único sistema donde las relaciones globales de clase se procesan nacionalmente. El Estado con alcance nacional siempre se necesita para la gestión de la fuerza de trabajo y de la moneda.

Werner Bonefeld, Joachim Hirsch y la “reformulación” La crítica de Bonefeld estará dirigida a los trabajos que, bajo el nombre de la reformulación de la teoría del Estado, buscaron “dar una explicación materialista de las transformaciones ocurridas en el Estado y su relación con la economía” (Bonefeld, 1991: 35). Se trata esencialmente de los trabajos de Joachim Hirsch, Joseph Esser y Roland Roth en Alemania y de Bob Jessop en Inglaterra. En realidad, la reformulación de la teoría del Estado tiene sus antecedentes teóricos en el debate sobre la derivación del Estado. El planteo central de la derivación ubicaba la comprensión de los límites y los determinantes de la acción del Estado sólo a partir del análisis de la relación entre Estado y capital; es decir, si se abordaba el Estado como una forma particular de la relación capitalista. Esta concepción fue atacada muchas veces por funcionalista en la medida en que interpretaba la acción del Estado como simple requerimiento del capital. A pesar de pertenecer a la escuela de la reformulación, Hirsch (1978) formulará la idea de que tanto el desarrollo del Estado como la dinámica de la acumulación de capital sólo podrían ser conceptualizados en términos de la lucha de clases. Este abordaje exigía discutir el Estado capitalista más allá de las generalidades teóricas e incorporar comportamientos específi-

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camente históricos. El intento de Hirsch por introducir conceptos de Poulantzas en su análisis terminó reforzando la tendencia funcionalista presente en él desde un comienzo. A pesar de rechazar la concepción poulantziana sobre la autonomía relativa del Estado, Hirsch terminará acercándose a Gramsci y Poulantzas cuando polemiza sobre el llamado desarrollo del modelo de Estado alemán hacia fines de los 70. En efecto, allí finaliza discutiendo los distintos tipos de aparatos de Estado y la constitución del propio aparato estatal, conceptos que lo emparientan con Poulantzas y Gramsci. En realidad ya en su contribución al libro de Holloway y Picciotto (1978), Hirsch había resaltado la tensión permanente existente entre el funcionalismo y el proceso histórico de antagonismo de clase. La incorporación de Poulantzas en su análisis no hacía otra cosa que reforzar la tendencia funcionalista presente desde un comienzo en su análisis. Jessop, por su lado, siguió en Gran Bretaña un desarrollo más o menos similar buscando combinar las conclusiones del debate sobre la derivación con algunas ideas de Poulantzas y llevando su estudio sobre el Estado a un proceso de mayor refinamiento, tras la incorporación en su análisis de las estrategias de aparatos desarrolladas en Gran Bretaña durante los 70, proceso que según el autor conformó el Estado corporatista. Holloway y Picciotto adoptaron una línea distinta en el curso del debate sobre la derivación. Fueron más allá del funcionalismo y el estructuralismo prevaleciente, enfatizando que el desarrollo del capitalismo y del Estado capitalista no seguía ninguna ley objetiva de desarrollo. Más bien esas leyes eran en todo caso “formas” bajo las cuales y a través de las cuales existía (existe) el antagonismo de clase. En ese sentido, el LondonEdinburgh Weekend Return Group discutiría el desarrollo del Estado en términos de las cambiantes condiciones de la lucha de clases y de la dominación de clase. Desde esta óptica el Estado bien podía ser visto como parte de una forma específica y determinada de un modo de dominación, patrón específico de integración y represión de la clase obrera. La forma institucional del Estado es vista así por Holloway y Picciotto como un modo histórico a través del cual y en donde se expresaba la lucha de clases en el Estado. Éstas constituyeron, sin duda, dos líneas de pensamiento diferente por fuera de la teoría de la derivación. Por un lado, aquella concepción que busca asentarse en la generación de categorías intermedias y el refinamiento de concepciones generales que proveía una base para operacionalizar el cuerpo teórico general. Por otra, aquella que enfatiza la importancia de la comprensión del capital como una relación de lucha de clases y el Estado como momento de la dominación. “Fordism and postfordism” fue escrito por Hirsch (1991) en 1982, luego del desplazamiento de la socialdemocracia y el ascenso de la democra-

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cia cristiana al gobierno alemán. En ese contexto Hirsch desarrolla la idea de un punto de partida novedoso para la sociedad donde se trata de comprender el significado de este cambio como un camino donde las relaciones sociales de producción se encuentran políticamente reguladas en el marco global del desarrollo de la crisis de acumulación capitalista en ascenso. Analiza el Estado fordista como una forma política apropiada del régimen de acumulación fordista, de ahí que la crisis del fordismo signifique la crisis de su sistema político. En este aspecto Hirsch ve al Estado respondiendo al proceso de desintegración social inherente a la crisis de acumulación, penetrando todos los espacios de la sociedad civil como manera de reestructurar las relaciones sociales ante la emergencia de un nuevo régimen de acumulación posfordista. Esta estatización de la sociedad se expresa en el Estado de seguridad fordista visto como la forma del Estado posfordista y donde la regulación estatal no se alcanza mediante los modelos de integración política de inspiración keynesiana ni a través de mecanismos represivos tradicionales, sino mediante una regulación estatal mercantilizada de la sociedad civil. Según esta concepción el Estado posfordista no implicaría el retiro del Estado de la regulación económica, sino una nueva y diferenciada forma flexible de regulación estatal apropiada a la segmentación de la clase trabajadora y a la mayor flexibilidad productiva de la acumulación posfordista. Hasta aquí la concepción de Hirsch a grandes rasgos y los postulados de la llamada escuela de la reformulación del Estado. Bonefeld critica a Jessop por desarticular en su análisis la relación interna entre lucha y estructura al terminar reduciendo la lucha de clases a un “pero también”, posición que termina subordinando la lucha a las leyes objetivas de la acumulación capitalista. Según Bonefeld, el análisis debería asentarse en la prioridad histórica y conceptual de la lucha de clases. Para este autor la “reformulación” teoriza por un lado el desarrollo de las formas y funciones correspondientes al Estado y por otro las formas históricas sociales de la represión e integración. En este abordaje la reformulación tomará los cambios operados en la producción como el punto de partida para el desarrollo de la comprensión del Estado. Hirsch parte de constituir una sola estructura unificada bajo formas económicas, políticas e ideológicas, y cuyo desarrollo estaría determinado por las leyes de desarrollo capitalista y también por la lucha de clases. En ese camino, en contraste evidente con el debate sobre la derivación, Hirsch terminará introduciendo un concepto intermedio y más específico que el del Estado capitalista en general, el Estado fordista y el Estado posfordista, como expresión histórica diferenciada de la subordinación del trabajo a la organización del capital. Dos son las categorías centrales que articulan la teoría de la reformulación: la regulación y la correspondencia. Ambas tienden a enfatizar las

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leyes objetivas del desarrollo capitalista por encima de la lucha de clases. Así, la regulación y la correspondencia están determinadas por su función en la estructura más general del capitalismo, compuesto a su vez por diferentes niveles: político, económico, ideológico. De esta manera la conformación histórica de los modos de regulación y la correspondencia en el nivel del Estado serían producto de las transformaciones estructurales del desarrollo económico determinado por leyes (Bonefeld, 1991). La correspondencia estaría referida a una articulación estable entre una forma de producción de plusvalor y una forma característica de regulación.7 Para Hirsch la correspondencia no adquiere una connotación funcionalista sino más bien de relación estable basada en un particular equilibrio de clases. La correspondencia entre modo de dominación y régimen de acumulación es caracterizada como un bloque histórico, siguiendo a Gramsci. Bonefeld va a criticar la concepción de la reformulación por invertir la relación entre el desarrollo de la acumulación capitalista y la lucha de clases; si la acumulación capitalista es la que determina el contexto para el desarrollo de la lucha, para la reformulación, entonces, el desarrollo capitalista sería un “proceso sin sujeto”. La causalidad que adopta en este contexto el desenlace remitiría a la impredecibilidad de la lucha, que se convertiría así en retardataria o acelerante, pero sin ninguna capacidad para desafiar al desarrollo. De esta manera, la lucha de clases deja de ser el motor de la historia. Para Bonefeld (1991: 45), Hirsch termina promoviendo un “análisis normativo del desarrollo capitalista constituido por la supuesta necesidad funcional de la trayectoria determinada por leyes del desarrollo capitalista”. Simultáneamente Bonefeld va a censurar las concepciones gramscianas cuando observa que la estatización de la sociedad está funcionalmente determinada para la reformulación en la medida en que es necesaria para la reproducción de las relaciones sociales. Esto supone, según Bonefeld, subordinar las contradicciones de la lucha de clases y su reemplazo por contradicciones en distintos niveles de la estructura global capitalista. El proceso de penetración del capital, de desintegración social y de estatización son conceptualizados por la reformulación como procesos determinados por leyes dentro de las cuales se mueve la lucha de clases. Según Bonefeld, esta idea puede observarse también en las categorías de “proyectos hegemónicos” y estrategias de acumulación que maneja Jessop. En efecto, para Bonefeld estas categorías suponen la idea de una incoherencia del cuerpo social que, constituido por fragmentos carentes de unidad,

7. Nótese la familiaridad de este planteo con el desarrollado por la escuela de la regulación.

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necesitan ser coordinados, aunque no se mencione nunca la agencia de coordinación. El “proyecto” en Jessop implica un Estado en cuya estructura se inserta un amplio abanico de intervenciones alternativas aunque este autor no pueda diferenciar la estrategia del proyecto. En ese sentido, según Bonefeld, Jessop retoma a Poulantzas cuando entiende el Estado como un campo de batalla estructuralmente determinado por distintas estrategias de las fracciones del capital. En su análisis Jessop se mostrará partidario de la separación entre estrategias de acumulación y proyectos hegemónicos cuando afirma que “hay lógicas alternativas del capital, de modo que puede haber proyectos hegemónicos alternativos”.8 En el razonamiento de Jessop, como un proyecto hegemónico exitoso se refleja en resultados siguiendo una estrategia de acumulación dada, este análisis abriría las puertas a una visión funcionalista de la reproducción capitalista. En efecto, en la medida en que, en Jessop, los proyectos hegemónicos dependen de la acumulación, ambas categorías, proyectos hegemónicos y estrategias de acumulación, no serán abordadas como formas de la misma relación de clase y por tanto relacionadas. Por su parte, Hirsch y Robert Esser desvinculan el proyecto hegemónico de la dinámica de acumulación y en ellos la crisis es considerada una disfunción del modo de regulación para contrarrestar la caída de la tasa de ganancia. Bonefeld va a criticar igualmente el análisis que la reformulación hace con relación a las formas regulatorias. En efecto, si para él las formas regulatorias deben ser vistas como formas de mediación de la presencia del trabajo en el capital, la reformulación termina sustituyendo la forma específica de las relaciones sociales por la articulación entre el Estado y la acumulación, lectura que, según Bonefeld, adquiere un carácter estructural-funcionalista. Cuando la reformulación (Hirsch y otros) habla de estatización, continúa Bonefeld, politiza su análisis, mientras enfatiza sobremanera el papel del Estado al señalarlo como la fuerza primaria para la recomposición capitalista. Esta centralidad otorgada al Estado supone que el capital por sí mismo es incapaz de autorreproducirse; sostienen estos autores que la distribución de la plusvalía está subordinada a la política del Estado, razón por la cual éste será considerado el principal generador de las luchas y la resistencia, relegando en este acto la relación capital como origen y fuente de toda lucha. En este sentido la reformulación omite abordar al Estado como objeto y resultado de la lucha de clases y termina reemplazando el análisis del desarrollo del capitalismo por una

8. B. Jessop, Nicos Poulantzas, marxist theory and political strategy (1985), citado por W. Bonefeld (1991: 46-67).

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informada descripción teórica del capitalismo contemporáneo. En ese contexto, el papel y el poder del Estado se ha mistificado y sobrepolitizado. Si para Bonefeld (1991: 49) el Estado “debe ser reubicado en el centro de la dialéctica del aspecto organizacional y represivo de la presencia del trabajo dentro del capital”, las categorías fordistas y posfordistas utilizadas por la reformulación responden a una lógica donde termina derivándose la historia de la teoría (y no a la inversa), conduciendo este proceso a la desarticulación entre lucha y estructura. Hirsch, en contraste con Jessop, planteará que el giro conservador adoptado por el poder supone cambios cualitativos y una ruptura profunda en el desarrollo capitalista que aparece bajo la forma de desestatización y desintegración social. El problema, según Bonefeld, está en colocar al thatcherismo en ese turn over. Si bien históricamente el fordismo tuvo sus orígenes en el 20 y su consolidación fue facilitada y mediada por la crisis del 30 y la Segunda Guerra Mundial, si se considera, dice, que a fines de los 60 estaba en crisis, entonces la permanencia del fordismo quedaría limitada sólo a unos quince años. La transición al posfordismo sería entonces, según la reformulación, muy corta y suave. Y en este camino el nuevo realismo impuesto en los distintos órdenes de la sociedad se aborda como el inevitable desarrollo capitalista, sin contemplar su evolución como producto de la lucha. Por lo demás, continúa Bonefeld, el debate sobre el fordismo y su transición al posfordismo se ubica con relación a la mayor o menor aproximación de las sociedades a formas canónicas preestablecidas como modelos de funcionamiento social, colocando el análisis social al borde de la tautología. Bastaría con suponer su relación con la lucha como resultado de ella, ya que las tendencias marcadas por la reformulación son reales. Se trata, en todo caso, de relacionarlas con la lucha. De ahí que el futuro sea impredecible: “La herejía de la realidad desafía siempre al materialismo abstracto” (Bonefeld, 1991: 65).

John Holloway Por su lado, Holloway (1991a) replanteará nuevamente el problema de la relación entre lucha y leyes objetivas del desarrollo del capitalismo, aunque ahora con una connotación particular. Si en los 70 el objetivo perseguido por las teorías tras el resaltamiento de las leyes objetivas era enfatizar la naturaleza inherentemente inestable del capitalismo, marcando el carácter ineluctable de la crisis, en los 90 el llamado a las ineludibles leyes tendenciales ha devenido el argumento favorito del reformismo para adaptarse a una inevitable reestructuración capitalista. Para Holloway el posicionamiento que se asume con relación a la tensión entre lu-

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cha y estructura aparece cuando se analiza la crisis. Uno de los artículos más importantes de Hirsch (1978) estuvo dedicado a establecer la centralidad de la crisis como forma de comprender el desarrollo del Estado. En ese sentido Holloway criticará a Hirsch por aceptar la separación entre las dos categorías, cuando afirma que “en el marco de las leyes generales, el desarrollo capitalista está determinado más bien por las acciones de los sujetos actuantes y las clases, el resultado de las condiciones concretas de la crisis y sus consecuencias políticas” (Hirsch, 1978; Holloway, 1991a). Por el contrario, para Holloway las leyes no expresan más que el movimiento de la lucha de clases. El análisis del capital no puede ser separado del análisis de la lucha de clases porque el capital es lucha de clases, afirma. En este aspecto Holloway desarrolla su tesis sustantiva: el trabajo está en el capital. La propia relación capital es en sí misma lucha de clases en la medida en que el trabajo como tal está contenido en la misma relación capital. De ahí que el capitalismo como modo de producción sea portador intrínseco de una inestabilidad particular por su tendencia histórica al incremento de las ganancias, tendencia que toma cuerpo en la contradicción entre el aumento del capital constante y la expulsión permanente de trabajo vivo, único generador de valor. Contradicción que económicamente se expresa a su vez en la tendencia decreciente de la tasa de ganancia a pesar de que el problema de fondo parte de la presencia del trabajo vivo en el capital. Las leyes o tendencias del desarrollo capitalista no constituyen un cuerpo o estructura donde se desarrolla la lucha de clases, como dice Hirsch, sino que marcan los ritmos de la lucha que resulta de las particulares condiciones de dominación y resistencia obrera. Por ello la crisis no es una estructura externa impuesta a la lucha de clases sino que es precisamente la crisis de la relación de clase. Se trata de la crisis de una forma de dominación9 y por tanto es vivida como ruptura de la dominación. Superar la crisis significa reestructurar la dominación y la autoridad del capital. Pero este fenómeno no es un proceso cerrado, como lo supone la reformulación al pasar del fordismo al posfordismo sino que es un proceso de final abierto. El nudo de la polémica puede sintetizarse en que tanto Bonefeld como Holloway les achacan a la reformulación y a la regulación: a) un tratamiento de la lucha de clases restringido y limitado por las llamadas leyes objetivas del desarrollo del capitalismo. Las leyes serían el canal a través del cual se expresan y se realiza la lucha de clases, y b) un abordaje de la clase obrera como objeto pasivo de la historia y por tanto un comporta-

9. En este sentido Holloway retoma el planteo realizado por S. Clarke (1988) al caracterizar la crisis como una crisis de dominación.

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miento de clases de acomodamiento o sumisión a la nueva cara del capitalismo. Critican a la regulación su planteo de una forzosa recuperación capitalista asentada en leyes objetivas y por tanto apoyada en la supresión de la lucha de clases. Holloway considera que enfatizar que el capital es lucha de clases implica atacar la separación existente a menudo entre lucha de clases por un lado y capital o leyes objetivas del capitalismo por otro. En la historia del marxismo esta separación ha conducido a distintos “tipos de determinismos en el desarrollo social” (Holloway, 1991c: 170) “asentados en los límites determinados en indiscutibles líneas de tendencias y dirección establecidas por el mundo real” (Hall, 1988: 244). Esta separación igualmente debe ser tenida en cuenta cuando al enfatizar el término de la lucha de clases muchas veces se alcanza como contrapartida el oportunismo en política. En ese sentido el voluntarismo y el determinismo son teóricamente complementarios, ambos productos de la separación entre lucha y capital, dice Holloway. La afirmación de que el capital es lucha tiene doble significado. Por un lado, connota un indiscutible posicionamiento contrario a todo determinismo al tiempo que insiste en la naturaleza antagónica de la relación capital. En ese sentido, el espacio de la extracción de plusvalía, verdadero corazón del capitalismo, es presentado como un territorio antagónico, de permanente disputa. Para Holloway (1991c: 171) “bajo el capitalismo la relación de explotación asume una forma específica, la forma de la relación capital”. De esta manera el capital es asumido como una relación de explotación, de renovación diaria y permanente en la lucha por la extracción de plusvalía. Bajo esta consigna, la lucha de clases se aparece de manera transparente, lo que significa afirmar que no hay leyes objetivas sino lucha de clases intersujetos. Por otro lado, conduce a referenciar la lucha de clases en la forma particular de extracción de plusvalor. En ese sentido si bien el capital es lucha de clases, esta última asume también la forma de capital en la sociedad en la que vivimos.10 Por ello, para Holloway, en el capitalismo la lucha de clases no aparece como tal sino como capital, como relación capitalista, como una realidad objetiva con sus propias leyes de movilidad ineludibles. Y que en su dinámica exuda dinero, beneficio, renta, interés; en fin, todas las formas particulares adoptadas por el capital y analizadas por Marx. Holloway (ídem: 171) no las conside-

10. La concepción de que capital es lucha de clases y lucha de clases es capital adquirirá una importancia sustantiva en el análisis posterior. Esta idea supone sellar una unidad interna indestructible entre los polos, que se reflejará luego, cuando llegue el turno de la dialéctica, en la disolución de uno de los polos en el otro.

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rará formas aparienciales sino expresión o “modos contradictorios de existencia del antagonismo de clase”. De esta manera la lucha de clases se desarrolla en y contra estas formas y no puede ser entendida como una secuencia amorfa sometida a vaivenes que la conducen de aquí para allá. Se desarrolla contra esas formas específicas del capital, formas históricas, y no puede ser entendida al margen de ellas. Si el dinero, el crédito, el interés, etc., son formas de existencia de las relaciones del capital, parecería correcto afirmar que son distintas “formas de las relaciones sociales”. Sin embargo, si esas relaciones sociales son la expresión de una sociedad inherentemente antagónica, son por tanto antagónicas; por lo que queda claro que la afirmación “formas de relaciones sociales” es en sí misma contradictoria. La relación social no puede detenerse bajo una forma. La turbulencia de la vida no puede ser atada alegremente a las alienadas y fetichizadas formas de la relación social capitalista. Estas formas alienadas contienen en sí mismas su propia antítesis. Valor, dinero, interés, son formas proceso, formas capitalistas de lucha, y no simplemente formas de las relaciones sociales capitalistas. “Proceso de formación de relaciones sociales en un camino compatible con la reproducción de las relaciones capitalistas de explotación” (Holloway, 199c: 172). Nos preguntamos: cuando Holloway hace esta afirmación, ¿no termina subordinando las luchas a esa compatibilización con la reproducción de las relaciones capitalistas, y por tanto adoptando una posición similar a la de Jessop, aunque ahora en un segundo nivel de análisis? Es posible observar cómo Holloway, en su crítica a Jessop, deja traslucir una concepción de valor que poco tiene que ver con la concepción de Marx. En efecto, a manera de ejemplificación de la forma como forma proceso, Holloway echa mano al argumento de cómo la imposición social del valor “es alcanzada gracias a la necesidad que manifestamos por los productos útiles alcanzados por el trabajo de otros” (Holloway, 1991c: 172). El valor (en realidad el valor de uso, según nuestra lectura) es la forma dominante mediante la cual nuestra necesidad de productos útiles fabricados por el trabajo de otros es satisfecha, continúa. Concluye afirmando que, sin embargo, el valor no está siempre dado. Es una forma impuesta y reimpuesta en nuestro deseo para hacernos de productos hechos por otros. La imposición del valor es alcanzada sólo a través de un inmenso aparato de coerción y educación. El valor, como forma de dominación, inevitablemente genera resistencia, lucha en y contra el valor, sin que existan claras líneas demarcatorias entre la lucha consciente y la inconsciente. Pero ¿qué concepción del valor maneja en este caso Holloway? ¿No está cerca de la idea keynesiana de la propensión al consumo? Diríamos que confunde la categoría valor con el valor de uso cuando lo define como

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aquella expresión de deseos que busca hacerse de los productos de otros. En la concepción del open marxism las categorías marxistas como formas fetichizadas de la relación social capitalista no están establecidas de aquí para siempre sino que son objeto permanente de lucha y por tanto están constantemente abiertas, indeterminadas. Así, de esta manera, Holloway podrá formular su diferencia sustantiva con Bob Jessop. Para éste las categorías valor, dinero, etc., si bien son formas de las relaciones sociales capitalistas, están dadas, firmemente establecidas y mantienen una lógica autónoma propia. “El capital tiene una particular forma de relación social y una lógica institucional y dinámica direccional propia” (Jessop, 1991b: 149). Para Holloway esta idea es funcionalista y determinista, ya que la lucha de clases queda relegada a los orígenes del capitalismo, al período de la acumulación originaria entendida como fase histórica pasada y con un desarrollo capitalista presente de manera casi autónoma. No se niega la existencia de la lucha de clases en el presente pero tiene lugar en el contexto de esa lógica casi autónoma. De esta manera, según Holloway, en su lectura Jessop termina rechazando la concepción del marxismo como una teoría de la lucha y es reemplazada por una idea de lucha sólo en el marco estructural de los albores del capitalismo. Una vez asumida esta idea, la reproducción de las diferentes formas que tienen como meta la forma del valor estará asegurada, y en ese caso el marxismo devendrá una teoría de la reproducción del capital. Ha dejado de ser una teoría de la ruptura del capital. La clase obrera es objeto y no sujeto y la transformación revolucionaria aparece exógenamente provocada. Esta concepción, según Holloway, termina reproduciendo el dualismo leninista entre reforma y revolución, entre sindicatos y partido revolucionario. Claro que en esta perspectiva, dice Holloway, si la lucha es permanente, si la lucha de clases obviamente está presente en todo momento de resistencia pero también en la dinámica de las distintas formas del capital, dinero, mercancía, crédito, interés, el capital terminará siendo aquello que ha sido presupuesto, es decir, lucha de clases. En ese caso resultará inocuo e inútil proyectar distinción alguna entre luchas económicas y políticas. No puede haber diferenciación alguna ni siquiera entre luchas anticapitalistas conscientes o inconscientes. Toda protesta resulta ser constitutivamente anticapitalista, desde la lucha de los obreros en General Motors (United Auto Workers) hasta la del Movimiento Sin Tierra brasileño, los indios totziles en Chiapas y la de los indígenas lacandones en Guatemala. De aquí que a renglón seguido pueda plantearse que el capital financiero no invertido en la producción es una manifestación de la huida del capital de su otro polo, el trabajo. El desempleo en esta dinámica será visto como el rechazo del obrero al trabajo: en efecto, si la relación

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de explotación no puede consumarse, el problema radica en el rechazo del trabajo al capital. Nos preguntamos: en esta idea del rechazo del trabajo vista como una resolución voluntaria individual, ¿no subyace también una concepción de trabajo individual, que recoge aquella idea marginalista que da cuenta del desempleo a partir de que los trabajadores no están dispuestos a trabajar por el salario ofrecido? ¿No existe igualmente en el análisis de la categoría valor un componente de subjetividad individualizada muy fuerte en esta determinación de las formas de las relaciones sociales capitalistas?

Bob Jessop y su crítica al open marxism De la lucha de clases a las formas del valor Jessop (1991b) orientará sus críticas al open marxism hacia dos problemáticas diferentes: 1) la relación dialéctica que existe entre las formas de dominación y la lucha de clases, y 2) la necesidad de rescatar en el análisis de la dominación del capital la existencia de mediaciones y/o formas institucionales. Estos dos aspectos se recogen en aquella afirmación de Holloway sobre que a) la forma histórica de dominación de clase bajo el capitalismo adopta la configuración de la separación entre economía y política, y b) la forma histórica que asume la lucha de clases en el capitalismo es el capital y por tanto éste no es externo a la lucha de clases. Según Jessop, la problemática de Holloway aborda dos aspectos diferentes. Uno vinculado a la relación dialéctica entre las formas de la lucha de clases y las formas de dominación política y económica y su transformación en y a través de la lucha de clases. El otro implica suponer que todo es explotación, pura dominación, pura lucha de clases, puro antagonismo sin mediaciones ni formas institucionales. Visto así, se diría que Holloway llega a una falsa e ineludible elección: bien la distinción entre estructura y lucha suprime la efectividad histórica de la segunda, bien se reduce el capital a la forma histórica que asume la lucha de clases y por lo tanto se concluye afirmando aquella verdad preconcebida de que la primacía en la historia la tiene la lucha de clases. Según Jessop, las alternativas que plantea Holloway son falsas, por lo que intentará desarrollar una tercera opción. Para él, en El capital Marx formuló una crítica radical a la economía política al determinar, mediante un análisis científico, las leyes que rigen su dinámica. Sin embargo, según Jessop, cuando Holloway, buscando el

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núcleo de la sociedad capitalista, se enfrenta con la opción de elegir entre las formas de dominación de clase o la mera afirmación de que el capital es lucha de clases y opta por esta última, bloquea toda posibilidad de analizar la propia lucha de clases de manera dialéctica. Elimina toda perspectiva de analizar cómo la lucha se inscribe en las formas de la relación del capital, y cómo estas formas perfilan el producto y las modalidades que asume la lucha de clases.11 Más aún, Holloway tampoco podrá ver cómo la dominación de clase burguesa va más allá de la simple habilidad del capitalista para imponer sus obligaciones al trabajo. Sometido a las reglas de la competencia, el capitalista no sólo está subordinado a la dominación del trabajo muerto sobre el trabajo vivo, sino que incluso en esta tarea deberá eliminar a otros capitalistas. Para Jessop, el gran paso gestado por Marx con relación a la teoría burguesa significó revelar la existencia de la lucha de clases y el verdadero secreto de la producción capitalista, esto es, la forma económica específica de extracción de plustrabajo entregada por el productor directo sin retribución alguna: la plusvalía. Fue precisamente este descubrimiento el que permitió descifrar la anatomía de la sociedad civil y la forma Estado, y no la lucha de clases. Es el dominio de la forma valor, es decir de las formas que adopta el valor en un sistema de producción generalizada de mercancías, el que determina la identidad de las clases, la naturaleza de sus relaciones, las formas de sus luchas, la dinámica totalizante de la lucha de clases y la competencia en el modo de producción capitalista. Según Jessop, Marx mostró cómo en la sociedad la lógica del trabajo abstracto se impone a los trabajadores y a los capitalistas en general. En ese contexto el capital como tal se constituye como una forma particular de relación social y posee, según Jessop, una lógica institucional y una dinámica direccional propia. Una vez que se ha generalizado la producción de mercancías y el desarrollo de la plusvalía relativa como forma dominante de extracción de plusvalor, entonces la dominación capitalista se termina asentando en una red de conexiones sociales, impersonales y emergentes, que se reproduce a través de los agentes humanos y que no puede ser aprehendida sin referirse a sus acciones (Jessop, 1991b: 149). Pero la dinámica de la relación capitalista se encuentra también fuera del control de los productores, al menos en dos aspectos: 1) en tanto la relación capitalista preexiste a estas acciones, es percibida de manera feti-

chizada, como condición de su existencia y de la acción, y 2) porque al operar a espaldas de los productores de manera sistemática produce consecuencias inesperadas con implicancias sobre la acumulación. De esta manera la forma de la relación capitalista domina las acciones individuales de manera anárquica. La lucha de clases, para Jessop, es una de las mediaciones a través de las cuales Marx analiza la acumulación capitalista. Y sólo será introducida luego de haber definido las categorías de la economía política que subtienden las relaciones de clase y los intereses puestos en juego en la lucha de clases. De ahí que si se trata de analizar la dinámica y la naturaleza de la lucha de clases, Jessop plantee que se necesita de un criterio objetivo que establezca la relevancia de clase del antagonismo social y de las luchas, independientemente de los niveles de organización de las fuerzas sociales envueltas en ellas, así como de su conducción en términos de identidades o intereses de clases. Identidades que a su vez deberán ser derivadas de la naturaleza de la relación capitalista y sus implicancias sobre los antagonismos de clase.12 La lucha de clases en la sociedad capitalista juega el rol que juega precisamente porque la sociedad está organizada como tal (Postone, 1996). El conflicto de clase es una fuerza pujante en el desarrollo capitalista porque está estructurado e inserto en las formas sociales de la mercancía y el capital. Para Jessop el antagonismo de clase existe porque el capital es inherentemente una relación antagónica de explotación y dominación de clase. El capitalismo no es antagónico, dice Jessop, porque los conflictos se suceden entre fuerzas identificadas como de clase. La dinámica y el carácter totalizante que Holloway y otros atribuyen a la lucha de clases como tal dependen en realidad de las formas como se estructuran estos hechos y de cómo se determinen sus direcciones y efectos, más allá de la voluntad de las fuerzas de clases. Esto implica decir que no se puede tomar a los sujetos de clase, a las identidades de clase subjetivas y a las demandas de la conciencia de clase como el único punto de referencia para interpretar el significado de la lucha de clases. Los sujetos más significativos, las identidades más importantes y las demandas más cruciales no necesitan ser expresados en términos de clase; lo crucial es la repercusión que tienen sobre la reproducción del capital, sobre la capacidad del capital para autovalorizarse en el marco complejo de las condiciones necesarias para una acumulación continuada. Por ello se debe empezar, dice Jessop,

11. Nótese en este aspecto el acercamiento de esta concepción con la autonomista para el caso de las respuestas diferentes del capital ante sujetos distintos asentados a su vez en composiciones de clase diferentes.

12. Esta posición de objetividad será largamente criticada por Holloway en su libro Cambiar el mundo sin tomar el poder (2002: 98 y ss.). Igualmente rechazará toda alusión a la identidad (pp. 102 y ss.).

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por categorías tales como mercancía, valor, dinero, capital y sus articulaciones antes que aprehender el significado de las luchas de clases particulares.

De la forma valor a la lucha de clases Analizar en detalle la relación entre la forma valor y la lucha de clases significará, para Jessop, pasar revista a las distintas formas que asume el valor en la circulación –esto es, analizar la mercancía, el dinero y el precio–, así como las que adopta en el proceso de producción. Es en este último lugar donde la organización capitalista intenta extraer el máximo posible de valor en el proceso de valorización subordinado a las presiones competitivas, a las exigencias de la disminución de los costos y a los incrementos de la productividad. Por su parte la fuerza del trabajo se subordina al control capitalista en el proceso de trabajo, donde es remunerada y reproducida a través de la forma salario. De manera más general, la forma valor se relaciona con la ley del valor, proceso que determina la distribución de los tiempos del trabajo entre las distintas actividades productivas, según las fluctuaciones de los precios de mercado en torno de los procesos de producción, determinados por el tiempo de trabajo socialmente necesario para su producción. En la sociedad capitalista la ley del valor está mediada por las fluctuaciones de los beneficios y las discrepancias entre los capitalistas, afirma Jessop. Asumiendo que las formas distintas que adquiere el valor (metaformas) son reproducidas de manera que la dominación del valor está asegurada, entonces ellas –las formas del valor– definen los parámetros de la acumulación capitalista y delimitan las posibles formas de crisis. Sin embargo, aun cuando la forma del valor como tal sea una forma dominante, tampoco determina por sí sola el curso de la acumulación capitalista. Según Jessop, como momentos formales de la relación del capital, las categorías del valor están indeterminadas. Su significado pleno emerge sólo cuando categorías más sustantivas se suman; categorías que pueden también ser analizadas en niveles de abstracción que oscilan entre las formas fetichizadas de las categorías objetivas y los modos específicos de cálculo y de acción estratégica.13 Es el balance de las fuerzas de clase comprometidas en las luchas económicas el que sobredetermina las formas y les provee un contenido específico dentro de los límites impuestos

13. Aquí es donde Jessop se acerca a la teoría de la regulación tras la búsqueda de categorías intermedias.

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por las formas valor. Dicho de otra manera, los distintos momentos de la forma valor propiamente son reproducidos en y a través de la lucha de clases. En este contexto la contribución de la lucha de clases sigue teniendo un valor relativo menor en la determinación de la categoría valor, que el otorgado a la forma valor en sí misma. De cualquier manera, no se trata de la construcción de un discurso donde la contribución de la lucha de clases se manifieste de manera separada: una fracción de la misma que afecta a la forma valor como tal, y otra confinada en esa forma. Sin embargo, dice Jessop, debe hacerse una distinción analítica, trabajo que Holloway no hace, pues confunde la resistencia a aspectos específicos o a consecuencias de la forma valor con resistencia a la relación capital como un todo. A pesar de ello, es posible analizar las luchas en y contra las distintas formas institucionalizadas del modo de producción capitalista, como plantea Clarke.14 Basado en este argumento central, Jessop analizará el significado de la afirmación de Holloway: el capital es lucha de clases. Aunque el conflicto de clase sea un momento esencial en la reproducción ampliada del capital, como tal, afirma Jessop, no da lugar a la totalidad capitalista ni tampoco origen a su comportamiento dinámico. En realidad, focalizar el análisis en demasía en el conflicto de clase implica dejar de lado otros elementos esenciales de la relación capitalista. Puesto que el concepto de relación de clase como tal deviene de la propia relación del capital, no puede ser interpretado como categoría construida por las clases que dan forma a la propia lucha de clases. Esta interpretación de alguna manera se opone a la idea de que sean las clases las que modelan la relación capitalista. Siguiendo a Moishe Postone (1996: 281-282), Jessop apoya el argumento de que la producción capitalista está caracterizada por una dinámica peculiar, asentada en la expansión constante del valor como momento central del capital y por las diversas inversiones producidas en el proceso de valorización señalado, materializadas en la forma concreta del proceso de trabajo industrial. Marx, según Postone, referencia este rasgo característico en la forma valor de riqueza y por tanto en el plusvalor. Formas que no pueden ser comprendidas adecuadamente sólo en referencia a las circunstancias en que los medios de producción y el producido pertenecen a los capitalistas y no a los obreros. En otras palabras, la concepción de relaciones sociales constituidas en la esfera de la producción no

14. “Aunque la unidad y la complementariedad de estas formas diferenciadas [de dominación] puedan ser articuladas teóricamente, su desarrollo es el producto de la historia de la lucha de clases en y contra las formas institucionalizadas del modo de producción capitalista, cuya resolución histórica es siempre provisional” (Clarke, 1988: 16).

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puede ser comprendida en términos de relaciones de clase de explotación solamente. Argumentar de otra forma sería reducir la crítica de la economía política de Marx a una sociología de la lucha de clases desde el punto de vista de la clase trabajadora. Precisamente esta suerte de crítica corre el riesgo de quedarse como crítica sociológica de la economía y de no alcanzar a desarrollar la crítica de la economía política planteada por Marx. En el límite esta concepción reduccionista termina abordando la conciencia de clase per se en la lucha, no sólo como una evidencia de la explotación y la dominación sino también como el único principio de explicación de todos los fenómenos provenientes de las relaciones de clase. Si bien esta concepción no es enteramente adjudicable a Bonefeld y Holloway, tampoco resulta suficiente afirmar que “capital es lucha de clases”, como si las distintas formas de lucha, las tendencias y contratendencias emergentes en la acumulación de capital, la orientación estratégica y las formas de organización asumidas por las distintas fuerzas no importaran para el curso y el resultado de la lucha de clases. Por el contrario, si se acepta que importan, entonces la acumulación de capital está en alguna forma determinada por la lucha de clases. Cómo esta forma se reproduce, bajo qué condiciones extraeconómicas y cuánto hay de sobredeterminación o subdeterminación debe ser definido aún. Pero al menos existe una base para el debate. Jessop acuerda con Holloway en que el desarrollo histórico del capitalismo no puede ser entendido simplemente como el producto del desarrollo de leyes objetivas modeladas por la lucha de clases, pero disiente cuando Holloway atribuye esas ideas a la escuela de la regulación. Para Jessop, la escuela de la regulación investiga la dialéctica de las formas y el contenido en la relación del capital, igual que antes lo había hecho Marx, atribuyendo importancia tanto a las formas como a su contenido. Para Jessop, Holloway y Picciotto sostienen que el desarrollo del Estado capitalista queda determinado por la dialéctica entre las formas de resistencia económica y política de la lucha de clases y su cambiante contenido. La particularidad del Estado reside precisamente en que por un lado genera una forma de dominación de clase distinta aunque, sin embargo, relacionada con la dominación de la forma mercancía en la economía. Y por otro provee la base material para aquella práctica política e ideológica que fetichiza el espacio económico y político como esferas internamente independientes. Dada la separación en las esferas económica y política de las formas de la lucha de clases, el contenido de las luchas específicas reflejará las contradicciones inherentes y las tendencias de la crisis de la relación capital. Es a través de esta dialéctica de las formas y el contenido, afirman Holloway y Picciotto (1991), como la complejidad histórica de las precondiciones económicas, sociales, políticas e ideológicas de la acumula-

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ción de capital, como relación social de explotación, es renovada y reorganizada permanentemente. Pero si bien Holloway y Picciotto empiezan su análisis de la forma de la relación capital como un todo –retomando en este sentido el concepto de totalidad–, terminan abordando las esferas económicas y políticas como momentos diferentes de esa relación del capital. El abordaje inicial de la forma estaba limitado a la separación fetichizada de las luchas económicas y políticas explicada en términos de los esfuerzos capitalistas para mantener la ilusión de un Estado neutro e independiente de la economía. Pero el análisis, según Jessop, culmina ignorando la pluralidad de formas sociales que tienen lugar en cada una de estas esferas y que afectan incluso su naturaleza, de manera que en el interior de cada esfera es posible encontrar una dialéctica de formas y contenido. De esta manera la totalidad de la lucha económica debería incorporar, como dice Clarke (1988), la forma dinero, la forma salario, los sistemas de relaciones industriales, etc. Y la lucha política debería incorporar la representación política, el entorno del Estado (la articulación de los distintos aparatos) y las formas de motivación. Y esto es precisamente lo que hace la escuela de la regulación, dice Jessop. Analizando la concepción de Clarke, Jessop planteará que este último tiene una posición distinta a la de Holloway, a pesar de su pertenencia al open marxism. Para éste, si bien la lucha de clases mantiene la primacía, está siempre articulada con la lógica contradictoria de la acumulación, inscripta a su vez en la relación del capital. Clarke es consciente de que se requiere algo más que las sucesivas victorias capitalistas para asegurar la acumulación capitalista cuando se exploran las distintas lógicas asumidas por los diferentes modos de acumulación capitalista extensivo e intensivo. De cualquier manera para Jessop existen diferencias entre Simon Clarke y la escuela de la regulación, que pueden resumirse en: 1) Los partidarios de la escuela de la regulación están más preocupados por especificar los límites inherentes de los caminos posibles de crecimiento capitalista, mientras que los teóricos clasistas están más interesados en las diversas coyunturas de clase, independientemente de que éstas sean consistentes en el largo plazo con la acumulación del capital o con la dominación capitalista. 2) Mientras la escuela de la regulación busca periodizar el desarrollo capitalista en términos de los regímenes de acumulación integrados a fases de transición más desorganizadas, los teóricos de clase distinguen los modos de regulación en términos de etapas de luchas de clases y rechazan el tratamiento bajo formas de regímenes de acumulación distintos.

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3) Mientras la escuela de la regulación busca modelizar las etapas de crecimiento, los teóricos de clase prefieren los análisis históricos en términos de crecimiento y compromisos de clase institucionalizados. Incluso, en términos de la escuela de la regulación, dice Jessop, estamos en mejores condiciones para abordar la relación dialéctica entre la estructura de la acumulación adoptada y las modalidades de la lucha de clases, si incorporamos el análisis de las formas institucionales, expresión de las metamorfosis del valor, en principio sustancialmente indeterminadas. La especificación de estas formas institucionales y sus modos de cálculo y conductas estratégicas asociadas destapa, según Jessop, la estructura formal del capitalismo y define las modalidades de la lucha de clases. Y desde el punto de vista de la separación radical entre leyes objetivas y lucha de clases subjetiva, no introduce mayor distanciamiento que el que puede delinear el análisis en niveles más abstractos. En realidad nos encontramos en mejores condiciones para estudiar su interacción dialéctica, ya que las formas sociales abstractas, y sus tendencias y contratendencias asociadas, se manifiestan harto indeterminadas para explicar el curso de la acumulación capitalista. Sólo pueden explicar su dinámica y direccionalidad general, por lo que los regulacionistas no estarían apartándose de la lógica general marxista de crítica del capitalismo. De igual forma como Marx analiza los cambios producidos en el pasaje de la manufactura a la gran industria, los regulacionistas analizan el paso del predominio del sector I sobre el sector II para dar cuenta de su crecimiento, en un sistema con predominio de la producción de masa y consumo de masas. Este proceso implica de por sí analizar las formas institucionales específicas asumidas por la relación salarial en el proceso de trabajo, tras la formación de precios, así como las estrategias de acumulación y las distintas formas de resistencia de la clase obrera con las que están asociadas estas formas. Analizar el capitalismo en términos de formas institucionales nos aleja, para Jessop, de aquella impronta de estudio tan criticada por el open marxism en términos de leyes de hierro objetivas separadas de la lucha de clases, subjetiva. Sin embargo, continúa Jessop, nada garantiza que este tipo de análisis viciado no pueda repetirse en aquellos estudios encarados a nivel del capital en general, es decir, el campo de análisis propio del open marxism. Jessop plantea que no busca subordinar la lucha a las leyes objetivas, ni tampoco considerarla el medio a través del cual operan las leyes objetivas (Jessop, 1991b: 162). Nada más que en esta respuesta Jessop no sólo incorpora ahora el par estructura-estrategia (en reemplazo del estructura-lucha) sino que simultáneamente recoge la influencia de Claus Offe tras la llamada “selectividad estratégica” inscripta en la estructura y la

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“transformación estructural” producida en y a través de la interacción estratégica. La dialéctica estructura-estrategia se recoge en el condicionamiento estructural de la estrategia y la transformación estratégica del conjunto de las estructuras, quizá un análisis demasiado simplificado que le quita riqueza teórica y proyección política. Jessop considera que los teóricos de la escuela de la regulación enfatizaron efectivamente el papel de la lucha de clases, pero en ese camino el conflicto de clases asociado a la producción y reproducción capitalista fue abordado solamente en términos de la dominación de clase, dejando de lado toda aproximación en términos de la lucha de clases. En efecto, cuando Clarke, dice Jessop, analiza la dominación de clase, lo hace de una manera analítica: lejos de privilegiar una manera amorfa o informe de lucha de clases, aborda una dominación ordenada de clase expresada en términos de dinero y Estado, como formas vinculadas al poder social del capital y que reproducen la dominación capitalista mediante la separación de las esferas económicas y políticas, imponiendo de esta manera lógicas distintas en ambos espacios: la racionalidad del mercado por un lado, y la competencia electoral por otro. Pero este último razonamiento de Clarke, ¿no significa contagiar de fetichismo su análisis, al legitimar la división de los espacios políticos y económicos? En este sentido Clarke desarrolla una concepción particular de la lucha de clases y muestra cómo una falla en la disputa contra la imposición de estas formas concluye subordinando las luchas obreras a la dominación del capital. Por lo demás, Jessop considera estéril focalizar el análisis en la lucha de clases sin detectar sus formas y modalidades específicas. La idea de potenciar las luchas, afirma Jessop, únicamente resulta productiva si se analizan las luchas y sus estrategias no sólo en relación con su contribución al afianzamiento del fordismo, sino también con su cuestionamiento y el aceleramiento de su transición. En ese contexto se vuelve necesario analizar cuidadosamente cuán marginales o relevantes puedan ser las estrategias de lucha en su cuestionamiento al régimen de acumulación en particular, o incluso cómo pueden contribuir a apuntalarlo. Referenciar los análisis simplemente en la lucha de clases de manera general resulta, en ese sentido, absolutamente inútil. Similares errores se introducen si en el análisis se privilegian el sujeto-clase y las subjetividades a costa de las formas específicas, las relevancias de clase, las estrategias y las acciones. Enfatizar la relevancia de clase exige referenciarse en criterios que no se asienten en subjetividades de clase abstractos sino en aquellos supuestos intereses existentes tras las estrategias alternativas económicas. Si se trata de analizar los ritmos y las particulares direcciones de la acumulación de capital, de alguna manera debe darse sustento a la relación capital que se presenta como una relación indeterminada. En ese sentido, para Jessop, la

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trayectoria particular que adquiere la acumulación de capital, sea que esté referida a nivel nacional, regional o global, sea que se trate de ramas o sectores, dependerá de las estrategias y alianzas que prevalezcan en el curso de la competencia y de la lucha de clases. Entramos así de lleno en su análisis sobre estrategias de acumulación y proyectos hegemónicos.

Estrategias de acumulación y proyectos hegemónicos Jessop se propone resolver el problema que arrastraba la teoría del Estado en su versión estructural-funcionalista. Recordemos que establecía una determinada, aunque no reduccionista, relación entre las relativamente autónomas esferas económicas y políticas y los mundos ontológicos de la estructura y de la lucha. Para Clarke el error principal de Jessop surge cuando, buscando dar cuenta de la unidad contradictoria del proceso de reproducción capitalista, deposita en el Estado el peso mayor que otorga unidad y coherencia a la formación social en estudio. El capital es una forma determinada de la relación social, afirma Jessop. Y la acumulación de capital es una resultante compleja del cambiante balance de las fuerzas de clase en pugna que interactúan en el marco determinado por la forma del valor. En ese sentido la forma valor es la relación social fundamental que define la matriz del desarrollo del capitalismo. Comprende un número de elementos interconectados orgánicamente relacionados como diferentes momentos de la reproducción global de la relación del capital. En la esfera de la circulación comprenden la mercancía, el precio y las distintas formas de dinero a través de las cuales se realiza el intercambio de mercancías. En la esfera de la producción, la forma del valor está corporizada por la organización del proceso de trabajo como proceso de valorización y su subordinación, bajo las presiones competitivas, a las exigencias de la reducción de costos y aumento de lo producido. Con relación a la fuerza de trabajo, el valor está asociado con su mercantilización, su subordinación al control del capital en el proceso de trabajo, y su remuneración y reproducción a través de la forma salario. De manera más general la forma del valor está relacionada a la ley del valor. Si bien es imposible comprender la especificidad histórica del capitalismo sin alusión a las complejas ramificaciones de la forma valor, esta última de por sí tampoco determina plenamente el curso de la acumulación. La probabilidad de que la forma del valor en el proceso de valorización alcance su máxima expresión dependerá del control que se ejerza sobre el trabajo en la producción, que a su vez depende del contexto más general de enfrentamientos de las clases, proceso social mediatizado por un conjunto de factores que en última instancia se encuentran por detrás de

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la forma valor. El conjunto de las metaformas del valor, esto es, de sus diferentes momentos, se unifica solamente de manera formal como modo de expresión general de la producción de mercancías. Y la reproducción continuada del capital dependerá de la exitosa coordinación de las diferentes formas y momentos del valor, coordinación que de por sí es intrínsecamente anárquica en el capitalismo. De ahí resulta que no existe unidad sustantiva en el circuito del capital ni camino predeterminado de acumulación. La forma valor despliega de por sí variados caminos para la reproducción de la relación capital y la naturaleza de la acumulación dependerá del fracaso o del éxito en el camino elegido. Los intentos implican entonces un análisis de las estrategias económicas. Jessop rechaza la llamada “lógica del capital” que subsume los caminos posibles en leyes generales económicas y/o reduce aquéllos a luchas corporativas económicas. En su reemplazo apelará a conceptos teórico-estratégicos capaces de establecer una significativa relación entre las leyes que intervienen en la dinámica de la forma del valor vistas desde la matriz del capital y las modalidades concretas que asumen las luchas socioeconómicas analizadas en términos de matriz de clase, dejando de lado en ese acto las formas y rescatando los contenidos. En este momento introduce el concepto de estrategias de acumulación. Una estrategia de acumulación define un modelo de crecimiento económico caracterizado con sus precondiciones extraeconómicas y perfila una estrategia general apropiada para su realización. Para que el modelo sea exitoso, deberá ser capaz de unificar los diferentes momentos del circuito del capital-capital industrial, bancario o dinero, comercial, bajo la hegemonía de una fracción cuya composición resulta cambiante según las etapas del desarrollo del capitalismo. El ejercicio de la hegemonía económica a través de la exitosa elaboración de tal estrategia debe ser diferenciado de la simple dominación económica y de la determinación económica en última instancia del circuito del capital industrial. En efecto, si el corazón del circuito del capital es el proceso de producción en sí mismo, entonces será la performance del capital productivo el determinante económico último del proceso de acumulación, por lo que las tasas reales de retorno bajo la forma de capital dinero o de capital comercial dependerán en el largo plazo de la continua valorización del capital productivo (industrial). La dominación económica puede ser alcanzada por diversas fracciones del capital y tiene lugar cuando una fracción es capaz de imponer sus intereses particulares sobre el conjunto y a expensas de las demás. Esta dominación puede derivar de la ubicación privilegiada de tal fracción en el circuito del capital en una coyuntura económica específica y/o indirectamente mediante el uso de alguna forma de coerción extraeconómica. Por el contrario, la hegemonía económica deriva del liderazgo alcanzado por alguna fracción del capital a partir de la aceptación general de su

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estrategia de acumulación, la que deberá promover el interés inmediato de las otras fracciones, integrando el circuito del capital al cual están implicadas, así como asegurar el interés a largo plazo de la fracción hegemónica en el control de la distribución del capital dinero en las diferentes áreas de inversión ventajosas para sí. Por ello, mientras la dominación económica puede mostrarse incompatible con la continua integración del circuito del capital y desembocar en el largo plazo en una desvalorización del capital social, la hegemonía económica alcanza el éxito mediante la expansión continua del capital industrial y su integración al circuito del capital, aun cuando la fracción hegemónica no sea la industrial. Es entonces a través de una sistemática consideración de las formas complejas de articulación y desarticulación de la determinación económica en última instancia, de la dominación económica y de la hegemonía económica como Jessop explicará la compleja dinámica de la economía capitalista. De cualquier manera vale la pena aclarar que la aceptación de cualquier estrategia de acumulación no anula la competencia ni los conflictos de intereses planteados entre capitales particulares y fracciones distintas del capital. En todo caso, una estrategia de acumulación exitosa exige el sacrificio simultáneo de ciertos intereses inmediatos de clase para alcanzar un equilibrio garante del compromiso entre las distintas fracciones del capital y del sostenimiento a largo plazo del interés del capital en general. Cuando las distintas fracciones de capital no están dispuestas a sacrificar parte de sus intereses, entonces se abren períodos de tensionamientos sociales y de crisis latente que pueden desembocar en crisis de hegemonía cuando la posibilidad de extender la dinámica de acumulación sólo puede alcanzarse sobre la base del ejercicio de la dominación económica (Jessop, 1991a: 160-161). Empero, toda estrategia de acumulación debe tener en cuenta la forma dominante del capital, interna e internacionalmente, la coyuntura internacional específica que perfila la confrontación de los capitales nacionales e internacionales, el balance de las fuerzas sociales económicas y políticas, nacionales e internacionales en este contexto, así como los márgenes de maniobra posibles de alcanzar a partir del potencial productivo nativo y de las subsidiarias extranjeras, de donde se deduce que existen varias estrategias posibles de alcanzar en el marco de los conflictos generados por la adopción de alguna de ellas; son diversas las estrategias de acumulación nacionales compatibles con la acumulación a escala global. No obstante, toda estrategia de acumulación deberá incorporar igualmente el balance de fuerzas entre las clases dominantes y dominadas del país en cuestión. Ahora, si bien es cierto que para Jessop la forma valor determina el esqueleto estructural en el que se desarrolla la acumulación, no determina plenamente el curso de la acumulación, producto de la lucha de clases eco-

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nómica y donde el balance de fuerzas está modelado por numerosos factores que operan por detrás de la propia ley del valor. Sin embargo, para Jessop las excentricidades de la lucha de clases y la anarquía del mercado impiden la unidad sustantiva del circuito del capital y volatilizan todo camino predeterminado para la acumulación (Jessop, 1991a: 159). De ahí que para Jessop se necesite de un poder externo capaz de imponer mecanismos de regulación que aseguren una acumulación sostenida de capital; el más importante es el Estado en cuanto institución regulatoria totalizadora. Finalmente, el camino de la acumulación estará determinado por las estrategias de acumulación adoptadas por el Estado. Sin embargo, no hay una sola estrategia de acumulación posible sino un conjunto de estrategias y alternativas que expresan distintas alianzas e intereses de clase, aunque toda estrategia de acumulación deberá conciliar las posiciones de los intereses sectoriales con la acumulación de capital como un todo. La estrategia de acumulación que adopte el Estado deberá tener en cuenta las condiciones políticas requeridas y estará sometida a la representación política de las formas institucionales, a la organización administrativa y a la intervención económica del Estado. La estrategia de acumulación deberá igualmente garantizar las bases sociales y políticas de apoyo para su concreción. Por ello la adopción exitosa y la implementación de una estrategia de acumulación particular dependerán de sus consistencias con un proyecto hegemónico viable que asegure su soporte. Vista en detalle, la concepción de Jessop se presenta como un particular y sofisticado estudio estructural-funcionalista derivado de Poulantzas, que permanece maniatado por esa concepción y donde la forma valor termina jugando un papel externo a las estructuras económicas. Sólo se incorpora para definir de manera pasiva los límites dentro de los cuales se mueve la lucha de clases y las contingencias históricas que determinan el curso de la acumulación. Si por un lado este análisis termina sobredimensionando la restricción que los aspectos materiales de la producción capitalista ejercen sobre la lucha de clases, considerándolos una fuerza externa, por el otro subestima el hecho de que la lucha de clases es una lucha que se ejerce en el campo de la reproducción de las relaciones capitalistas de producción. Por ello la línea divisoria entre lucha y estructura queda indeterminada. Será su base estructural-funcionalista la que le impedirá a Jessop dar cuenta de que la lucha de clases no es un medio para resolver las contradicciones del capital sino una expresión de esas contradicciones. En ese sentido no puede existir una estrategia de acumulación porque no hay agente, ni siquiera el propio Estado, capaz de ponerse por encima del proceso de acumulación para darle unidad, coherencia y resolver sus contradicciones. El Estado no puede ponerse por encima de la relación de valor

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por el simple hecho de que está inserto en esa relación como momento particular del desarrollo de la lucha de clases en el proceso de reproducción de las relaciones sociales capitalistas.

John Holloway: forma Estado y globalización En la tradición de la ciencia política el Estado ha sido incorporado como una categoría de análisis esencialmente incuestionable. No sólo se ha dado por sentada su existencia, sino que su estudio ha presupuesto hipótesis con caracteres extendidos y comunes. En efecto, los límites de su investigación estuvieron siempre restringidos a las fronteras nacionales; incluso hasta los 80 y 90 era usual escuchar hablar del “reaganismo” y del “thatcherismo” como fenómenos nacionales. Esta lectura “acotada” a las fronteras nacionales del Estado se ha impuesto largamente sobre aquella otra que veía y ve en estas políticas el emergente de una nueva relación entre Estado y mercado. Tomar como punto de partida para el análisis al Estado-nación supone aceptar implícitamente que el mundo es una sumatoria de Estados-nación, hipótesis que tendrá fuertes incidencias en los análisis posteriores. Presupone que las políticas estatales y sus dinámicas deben ser abordadas desde las relaciones interestatales que conforman a su vez relaciones de poder ejercidas ya de manera directa, ya mediadas por los organismos financieros internacionales. Esta concepción está fuertemente vinculada con la lógica de la escuela de la regulación, cuerpo teórico que, luego de incorporar y validar las categorías fordista y posfordista en sus estudios a nivel nacional, buscó extender su aplicabilidad a geografías y fenómenos diferentes. Si el estudio del Estado está orientado a bucear la profundidad de los cambios alcanzados en los últimos años como respuesta a las presiones ejercidas por los Estados hegemónicos u organismos internacionales del tipo del FMI, entonces el paso siguiente debería dar cuenta del porqué de esas políticas estatales. Afrontar el estudio de la categoría Estado desde la forma de la relación social implica para Holloway (1996: 119) “abordarlo científicamente” ya que en realidad, según él, el Estado es una relación social entre personas, una relación social que existe bajo la forma de algo separado de las relaciones sociales como forma fetichizada. Este punto de partida permitirá abordar la unidad entre Estados y simultáneamente superar aquella lectura que los ve como formas aparentemente autónomas de las relaciones sociales. Pero ¿por qué las relaciones sociales aparecen fetichizadas y cómo es posible que luego de reconocer este problema podamos avanzar en la

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comprensión del Estado? La escuela de la derivación en los 70 se planteó resolver este problema pero no pudo dar cuenta de él debido a “la oscuridad del lenguaje” y porque “no alcanzó a desarrollar las implicancias del debate” (Holloway, 1996: 120). Esta polémica inconclusa motivó que la “derivación” fuera vista como una teoría económica del Estado o como la aproximación al Estado en términos de la lógica del capital, que analiza el desarrollo político como expresión funcional de la lógica del capital, obturando de esa manera el espacio ocupado por la lucha de clases. En sus estudios Holloway rescatará el debate que permitió romper con el determinismo economicista y el funcionalismo presente en no pocas discusiones. Afrontar el debate sobre el Estado como una forma de la relación social significará entonces para el open marxism la ruptura con el determinismo economicista que, comprometido con el análisis del capitalismo basado en el modelo base-superestructura, abordaba el Estado de manera dependiente y determinada, en última instancia, por la base económica. Aproximarse al Estado desde sus funciones supone darle una existencia garantizada previamente, el Estado “haciendo” en función del capital. La dificultad para el abordaje del Estado en el capitalismo se vuelve evidente porque en la sociedad capitalista éste adopta una forma social rígida, externa a la sociedad. Ahora bien, para Holloway ver el Estado como una forma de la relación social implica que su desarrollo sólo puede ser comprendido como un momento del desarrollo de la totalidad de las relaciones sociales, como parte del antagonismo presente en las relaciones sociales. Su existencia dependerá de la reproducción de las relaciones sociales; por lo que no se trata de un Estado en la sociedad capitalista, sino de un Estado capitalista. Pero si existe una forma fetichizada del Estado, es decir, si es visto como algo separado, externo, desentrañar la relación social entre Estado y reproducción del capital resulta una tarea compleja. Esta separación no puede ser superada de manera funcionalista; exigirá del open marxism hablar de la unidad y la separación con la sociedad como un proceso permanentemente repetido. En este punto el open marxism se diferenciará de Jessop, quien considera que esta separación se produce de una vez y para siempre en el propio nacimiento del Estado. Por el contrario, precisamente el hecho de que las relaciones sociales y por tanto las formas de las relaciones sociales sean abiertas significa que están en un proceso permanente de constitución y reconstitución, según el open marxism. Por ello para Holloway el Estado se disolverá dos veces: 1) cuando deja de ser estructura para conformarse como una forma de la relación social, y 2) cuando deja de ser una forma congelada, una totalidad fetichiza-

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da, y se convierte en un proceso constitutivo de formación y reconstitución de las relaciones sociales. Este planteo de Holloway sale al cruce de aquella lectura que ve la relación capital-Estado ya bajo la forma de Estado-capital nacional, ya bajo la forma de una asociación Estado-capital monopólico, ya bajo la lectura de la conformación de Estados capitalistas competitivos (Barker, 1991).15 La competencia entre Estados y las cambiantes posiciones de los Estadosnación con relación al capital global pueden no ser adecuadamente abordadas en términos de competencia entre Estados y capital. Por ello se debe invertir el punto de arranque: no partir del capital inmovilizado sino del móvil (Holloway, 1995a).16 Como la existencia de todo Estado-nación depende de la reproducción capitalista en el interior de sus fronteras, es lógico suponer que los distintos Estados-nación busquen anclar los capitales a sus territorios. Las luchas entre Estados-nación no es entre capitales nacionales sino entre Estados que buscan atraer o retener una porción del capital global mundial debiendo para ese efecto generar condiciones internas para la normal reproducción capitalista. La existencia de Estados hegemónicos y subordinados no libera a los países hegemónicos de generar condiciones internas para la atracción y o retención de los capitales. Las posiciones hegemónicas relativas están basadas en las mejores o peores condiciones internas para la acumulación de capital. Las condiciones para la acumulación de capital dependen a su vez de las condiciones de la explotación del trabajo por el capital, sin que existan en este caso condiciones territoriales específicas. El capital puede acumular a partir de la explotación de trabajo en otro territorio. Y los Estados se disputan los capitales buscando su inversión o anclaje territorial. Bajo esta idea, el antagonismo entre los Estados no puede entenderse como el producto de la explotación de los Estados periféricos por los países centrales, sino que expresa la competencia para atraer a su territorio una porción de la plusvalía global generada. De ahí que todo Estado esté interesado en la explotación global del trabajo. Los Estados-nación, dice Holloway, deben ser abordados en términos de su inserción en un mundo bipolar de explotación. Esta idea supone rechazar aquella visión que, anclada en la explotación de unos Estados por otros, proyectaba una concepción de bipolaridad expresada en términos de centro y periferia, rechazando en 15. Si bien las críticas de Barker a la escuela de la derivación son correctas, para Holloway su conclusión de analizar los Estados-nación en términos de bloques de Estado-capital competitivos es errónea. 16. Holloway analiza la globalización en términos de la incapacidad del capital para hacer frente a la insubordinación del trabajo; de ahí el permanente desplazamiento del capital bajo la forma de capital dinero.

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ese mismo acto la bipolaridad expresada en términos de capital-trabajo, esto es, una bipolaridad de clases. De ahí que la relación entre los Estados-nación no pueda entenderse como una relación externa. Si el Estado nacional, dice Holloway, es un momento de la relación global capitalista, entonces ni la relación global capitalista, esto es el capital internacional, ni cualquier Estado pueden ser vistos como exteriores. Esta concepción implica rechazar igualmente aquella lectura que analiza el Estado como el resultado de condiciones de fuerzas internas y externas (Dabat, 1992). Holloway va a recoger en este trabajo la diferente problemática existente entre el espacio político –“lo político”– referenciado en la teoría de la derivación y el Estado nacional como tal. En ese sentido acotará que la relación capitalista es de carácter global, de totalidad mundial. Como el capital en su expansión no conoce fronteras, la localización geográfica de la relación social se vuelve absolutamente contingente. Y esta contingencia absoluta del espacio se sintetiza en la existencia del capital como dinero. Cada vez que el capital se mueve, el dibujo espacial de la relación entre capital y trabajo se modifica. Debe quedar claro que la naturaleza global de la relación social capitalista no es el resultado del actual proceso de interacción o globalización del capital, sino que es inherente a la propia relación entre explotadores y explotados. Conforma una característica esencial constitutiva del capitalismo. Y lo político como momento de esta relación global capitalista es un momento de esta relación, que se expresa no en la constitución de un Estado global sino en la existencia de múltiples y aparentes Estados-nación autónomos. Por su lado, la liberación de la fuerza de trabajo del suelo y la coerción política que la acompaña, de manera independiente del proceso económico, implican un doble movimiento: 1) por un lado, la liberación de la relación de explotación de las leyes espaciales, y 2) por otro, una territorialidad necesaria determinada por la propia coerción política. De esta manera el espacio político, “lo político”, se ha fracturado en innumerables Estados. Desde esta óptica, el mundo no puede abordarse como la sumatoria de los diversos Estados-nación, fracturas a su vez de lo “político”, sino que la existencia fracturada de lo político como Estado-nación implica la descomposición del mundo en numerosas unidades autónomas. La diferencia entre lo político y el Estado-nación otorga una nueva dimensión a la fetichización del Estado como externo a la sociedad. La descomposición del mundo en Estados-nación no se alcanza luego de delinear las fronteras sino que es al contrario: todo Estado-nación está permanentemente comprometido con un proceso de descomposición global de las relaciones sociales sea mediante la soberanía nacional, los símbolos nacionales, a través de la guerra

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o la discriminación de los inmigrantes. Mientras más débil sea la base social de la descomposición social nacional, más obvia se vuelve su forma de expresión. Esta descomposición de las relaciones sociales globales es un elemento crucial en la fragmentación de la oposición a la dominación capitalista, en la descomposición del trabajo como clase. En esta perspectiva el Estado nacional es entonces una forma fracturada de la sociedad global. No existe coincidencia territorial entre la sociedad y el Estado correspondiente. Esta aseveración implica decir que cada Estado es un momento de la sociedad global, una fragmentación territorial de una sociedad extendida globalmente. Con este planteamiento Holloway se opondrá, pues, a la clásica distinción entre Estados ricos y pobres, dependientes y no dependientes, centro y periferia, etc. Todos los Estados-nación se definen según sea su relación con la totalidad de la relación social capitalista. Sin embargo esta afirmación no implica plantear que la relación entre los distintos Estados y el capital global sea igual. Por el contrario, aunque los primeros se constituyan como momentos de una relación global, para Holloway serán momentos distintos y no idénticos de esa relación. La fragmentación territorial implica precisamente que todos los Estados tienen una definición territorial y una relación particular con la sociedad perteneciente al territorio determinado. Es esta “definición territorial” la que otorga a cada Estado una relación distinta con la relación global capitalista. El contraste entre el espacio liberado del proceso de explotación mediado a través del flujo del dinero y la definición acotada espacialmente de la coerción –expresada en la existencia de los Estados-nación– se presenta como contradicción entre la movilidad del capital y la inmovilidad de los Estados. Aunque la reproducción efectiva del capital dependerá de su transitoria inmovilización como capital productivo, la relación de los Estados con el capital es entre un Estado fijado nacionalmente y un capital de movilidad global. Esta concepción es importante porque la izquierda siempre ha considerado inmóvil al capital a la hora de abordar la relación entre éste y el Estado. En este punto Holloway va a diferenciarse de la posición de Barker (1991), Miliband (1985) y tantos otros para quienes la relación entre Estado y capital está mediatizada por vínculos de tipo familiar, institucionales, de ramas industriales –es el caso de los complejos industriales militares– o bien incluso la han abordado en términos de la fusión entre Estado y capitales, como lo hace Barker, quien habla de Estados-capital competitivo. Incluso Holloway también se alejará de aquellos que ven el Estado como resultado de la combinación de fuerzas endógenas y exógenas (Dabat, 1992). Todos estos análisis de la relación capital-Estado suponen un capital fijo: la posibilidad de movilidad del capital queda fuera de los marcos de estas aproximaciones.

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De todas maneras la existencia de cualquier Estado nacional depende indudablemente de la acumulación capitalista hacia el interior de sus fronteras y no de la reproducción del capital mundial, por lo que los Estados, dice Holloway, deben procurar de alguna manera “atar” el capital. De ahí que la lucha competitiva entre los Estados capitalistas no deba ser vista, afirma Holloway, como una lucha de los Estados contra el capital sino como una competencia entre Estados que buscan anclar el capital en sus territorios.17 En este punto Holloway va a diferenciarse igualmente de los teóricos de la dependencia para quienes la relación entre países periféricos y países centrales implica una relación de explotación. Se trata entonces de ver al Estado como “un momento de la relación capitalista global” (Holloway, 1996: 129). Por su lado, “el desarrollo de estas relaciones global-capitalistas no debe ser visto como un desarrollo lógico sino como un proceso histórico de un conflicto que, aunque fragmentado, es global”. La estructura de tal conflicto, es decir, la dependencia del capital con relación al trabajo, así como la producción de plusvalía, dice Holloway, “otorga a las relaciones sociales capitalistas una inestabilidad característica expresada en la tendencia del capitalismo a la crisis”. Por ello “el desarrollo de los Estados-nación, la relación entre ellos y su existencia como momentos del capital global deben ser comprendidos sólo en el marco del desarrollo de la crisis montada sobre la lucha de clases capitalista” (ídem: 129; subrayado nuestro). De cualquier manera, la relación entre el Estado-nación y el desarrollo global capitalista para Holloway adquiere características complejas. Si bien todos los Estados-nación son momentos de la misma relación global,18 las relaciones existentes de los diferentes Estados con el capital global están significando que las formas de la lucha asumida a nivel global y por tanto el desarrollo de los Estados-nación pueden variar enormemente, por lo que muchas veces aquello que parece proyectarse como elemento común a la relación global puede significar, para los Estados, caminos y estrategias diferentes para alcanzar una definida relación con el capital global. Sin embargo, a pesar de las críticas que el open marxism hace al funcionalismo, los planteos de Holloway no están exentos de una lectura cercana a éste cuando afirma: “Los cambios en la modalidad del capital son crucialmente importantes para el desarrollo del Estado-nación” (Holloway, 1996: 130). En ese sentido, para él, “los cambios alcanzados en la organización y

17. Esta concepción resulta particularmente sugestiva para analizar las relaciones de Brasil y la Argentina en el marco de los acuerdos y el desarrollo del Mercosur. 18. Véase en ese aspecto, por ejemplo, la extensión urbi et orbi de políticas estatales como la reforma del Estado.

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conceptualización del Estado en los últimos quince años son una respuesta a los cambios radicales en el flujo del río del capital” (ídem: 131). Pero entonces, ¿cuál es la interacción del Estado sobre el capital, en este caso? ¿Dónde queda relegada la lucha de clases en este sentido? Los problemas se agudizan más aún cuando Holloway intenta una aproximación al desarrollo capitalista de la posguerra “alcanzado gracias a la relativa estabilidad del capital que creó las bases para el desarrollo de un cierto tipo de relación entre Estado nacional y capital global, dando credibilidad a un mundo compuesto de economías nacionales” (ibídem; subrayado nuestro). Nuevamente la lucha de clases está ausente mientras se define de una manera vaga y general la relación alcanzada para esta época entre los Estadosnación y el capital mundial. “Estabilidad alcanzada” (¿entre quiénes?) que permitió conseguir acuerdos para regular las relaciones económicas entre Estados. ¿Qué categoría es ésta de la credibilidad para dar cuenta del largo período de crecimiento capitalista de posguerra? En ese contexto, dice Holloway, fue la estabilidad del capital productivo a nivel nacional la que “permitió el relativo aislamiento de los Estados-nación respecto del capital mundial” así como “la creación de alianzas razonablemente estables entre los Estados-nación y grupos de capitalistas” (ibídem; subrayado nuestro). Es indudable que si el Estado es una forma de relación social capitalista, entonces se debe dar cuenta de la forma como se construyó y perduró esa relación, cómo fue posible que se mantuviera durante un largo cuarto de siglo a pesar del cambio permanente que supone la fetichización. Holloway remite a Bonefeld para dar cuenta de estas generalidades manifiestas. Si fuéramos coherentes con el análisis de Holloway, la crisis entonces habría de sobrevenir cuando se perdió la credibilidad. Sin embargo, cuando se trata de dar una explicación a la crisis capitalista, Holloway echa mano en este caso a la concepción marxista ortodoxa de caída tendencial de la tasa de ganancia y la consiguiente sobreacumulación de capital que le sigue para dar cuenta del derrumbe capitalista. La crisis a su vez determinará cambios sustantivos en la movilidad del capital, dice, induciendo su transformación en capital dinero. Es esta transformación sustantiva del capital lo que originará un comportamiento diferente entre los Estados capitalistas nacionales. Concluye con una crítica a la caracterización de la etapa actual como de globalización de la economía. Nada más equivocado que ello: “Nos encontramos ante un cambio en la existencia global del capital” (ídem: 133). Holloway terminará rescatando el análisis de Christian Marazzi (1996: 134), para quien los desplazamientos en la relación de los Estadosnación y el capital global significan igualmente cambios en los modos de la dominación capitalista global. El problema se agudiza cuando Holloway, buscando insertar su teoría en el análisis de la relación Estado-capital, deja de lado todo su rigor teó-

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rico para echar mano a categorías y/o conceptos ausentes en su cuerpo teórico, desvirtuando así todo el peso y la importancia de la teoría. Similares concepciones se pueden observar cuando analiza el fetichismo del capital y la ley del valor. Veremos estos aspectos más adelante. Por ahora detengámonos en el análisis sobre el Estado. Holloway considera que el desarrollo del Estado debe ser abordado como una forma particular de manifestación de la crisis de la relación capital,19 es decir, la forma histórica de dominación de clase. Pero el manejo de esta categoría en Holloway generará un sinnúmero de dificultades y contrasentidos. Veamos. Para Holloway la relación capital es una relación globalizadora, una categoría totalizante. Es la forma fenoménica de la relación social de explotación, y la utiliza como manera de superar y descalificar aquella idea que ve en el capital una relación meramente económica. Sin embargo, es posible percibir diferentes concepciones de este autor en torno de la relación del capital. En efecto, en algunos momentos ésta es vista como la forma particular de una forma histórica específica de la dominación de clase (Clarke, ed., 1991: 122). En otros momentos es considerada una forma contradictoria de la lucha de clases,20 ya que la relación capital (Holloway y Picciotto, 1991: 122, 110) debe ser derivada de una concepción histórica materialista del capital rechazando toda derivación lógica del capital y rescatando en ese acto una lectura del capital como lucha social. En este momento caben tres observaciones. En primer lugar, si el capital es la forma particular que asume la explotación en la sociedad capitalista, ¿cuál es la diferencia y/o relación entre relaciones sociales de producción y relación capital? Si para Marx el capital es una relación social de producción específicamente determinada, hablar de la relación capital implicaría una doble calificación, errónea y redundante. El segundo aspecto está vinculado con el abordaje del capital en tanto relación de clase. La lucha de clases asume formas históricas particulares en cada sociedad y está históricamente determinada por la forma asumida por la relación de explotación, que en el capitalismo toma la forma de la producción de plusvalía. En este razonamiento sería el carácter de clase el que le otorga al capital el carácter contradictorio. Pero si siempre

19. En inglés, capital relation. “La crisis actual debe ser entendida como una crisis de la relación capital” (Holloway y Bonefeld, 1991: 110). 20. “La importancia de comenzar por la relación capital impide reducir el análisis del Estado a la lógica del capital [...] no se acentúa suficientemente que es una relación de la lucha de clases” (Holloway y Bonefeld, 1991: 122).

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existieron clases sociales, ¿cuál es la particularidad específica del capital en tanto relación de clase? La respuesta nos remitiría a la forma particular que asume el excedente en la sociedad capitalista, es decir, la plusvalía. Pero entonces, con este razonamiento, Marx terminaría siendo Ricardo más plusvalía. Tras la asimilación del Estado a una forma de la relación capital, Holloway busca diferenciarse de aquella concepción de Estado neutro, reafirmando la idea del estudio del Estado en tanto Estado capitalista, es decir, como una forma particular de la relación capital.21 De esta manera el open marxism aborda el Estado como una relación de producción, como la forma fenoménica particular de la relación capital; en ese sentido identifica la relación de producción con el capital. Sin embargo, y ésta es nuestra tercera observación, no se trata de extender de manera simple la Crítica de la economía política a las otras esferas de la sociedad capitalista, en este caso al Estado, sin realizar previamente un examen y un análisis de los límites metodológicos y conceptuales que subyacen y vuelven inválida esta proyección. En efecto, el valor en cuanto categoría social es una categoría histórica; es una categoría propia del capitalismo, en tanto forma transfigurada del capital; implica plusvalía y subjetivación de los casos (en este sentido, es una forma de la subsunción real y forma del poder). Cierto es que el Estado constituye una relación social de producción, pero no se lo puede asimilar con el valor en cuanto forma social de producción. Por lo demás, si el valor y el Estado son formas de existencia distintas de las relaciones sociales en el capitalismo, ¿de dónde provienen las relaciones sociales capitalistas? ¿Cuál es el elemento determinante en el modo de producción capitalista? El valor es la forma transfigurada del capital y el capital como tal se constituye como poder en proceso: es decir que su reproducción implica resistencia, lucha de clases (autovalorización). El capital es valor que succiona la fuerza de trabajo que crea valor, los medios de producción usados para crear valor y los medios de subsistencia para la producción y reproducción de la fuerza de trabajo. Su espacio conceptual de reproducción puede representarse en el ciclo del capital mercancía: M... P... //...M’... P... //...M’’, donde // significan el paso de un proceso de producción a otro. La constitución en mercancía del producto del trabajo, así como la existencia de la forma mercancía del trabajo –fuerza de trabajo–, exige previamente la existencia de productores separados de sus productos. Pero el ciclo de

21. “No se trata de ver cómo el Estado reacciona frente a la crisis. Sino que el desarrollo del Estado debe ser visto como una forma particular de manifestación de la crisis de la relación del capital” ((Holloway y Bonefeld, 1991: 110).

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la reproducción del capital, con los pasajes de una forma a otra transformada del capital, no está dado ni teórica ni prácticamente. Debe ser reproducido, fenómeno que implica y llama al ejercicio del poder. En este aspecto reside el sentido de que la reproducción capitalista no está dada y por tanto existe la posibilidad de la revolución. El Estado, bajo su forma fetichizada, es uno de los centros constituidos del poder, producto de la lucha de clases, y reproducido si el ciclo del capital se reproduce. Esto implica decir que el poder constituyente-constituido está imbricado con el ciclo del capital. Dicho de otra forma, el Estado es una forma del poder constituido del capital producido e impulsado contra toda resistencia de clases y fuerzas sociales a la reproducción del capital. De ahí que, si bien el valor es la forma transfigurada del capital y éste debe ser entendido como una relación social, el Estado deberá ser concebido como una relación social, pero no como una relación capital, como el capital. Es una de las formas del poder constituido del capital, una condición para su existencia, pero no una de las determinaciones del capital.

Totalidad, forma y crítica en el open marxism: una crítica Para Holloway enfatizar que el capital es lucha de clases significa criticar aquella idea que sustenta la separación entre lucha de clases y capital, o entre lucha de clases y leyes objetivas del capitalismo. Esta separación ha conducido, en diversos momentos de la historia del marxismo, a distintos tipos de determinismos en el análisis del desarrollo social. El problema fundamental del marxismo, según Holloway, se condensa en esta lectura dualista que han sustentado las diversas escuelas y/o corrientes marxistas, trátese ya del “marxismo ortodoxo”, que adhirió a un dualismo objetivista, ya del “marxismo autonomista”, que también incorporó una lectura dualista, pero en clave subjetivista. Si en un caso la manifestación de ese dualismo apareció bajo la forma de un determinismo economicista, en el otro, el núcleo de esta deformación teórica adquirió la forma del politicismo. Para el open marxism, superar el dualismo implica dar cuenta en última instancia de la relación sujeto-objeto. Sin embargo, en esta perspectiva, Holloway resolverá la problemática disolviendo uno de los polos en el otro. La conclusión que alcanza resulta, por lo demás, previsible a partir del desarrollo de su discurso. Todo será finalmente relación monádica, única;22 y de acá en más todo será lucha de clases sin resultantes externos.

22. Se trata de disolver el objeto en el sujeto, “realizar la subsunción del objeto al sujeto” (Holloway, s/f: 16).

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En este desarrollo, orientado a la superación del dualismo marxista, el análisis de la forma constituirá el núcleo básico que dará sustento al esqueleto teórico del open marxism (Holloway) y que, según su lectura, subtiende a todas las categorías de la crítica de la economía política. Será precisamente mediante este análisis como se propondrá superar el dualismo existente en el marxismo. El concepto del análisis de la forma que incorpora Holloway no puede comprenderse sino a partir de su relación con los conceptos de totalidad, de forma y de crítica, como veremos más adelante. Según él, para Marx, el dinero, el capital, el valor, son formas de relación social, es decir, deben ser vistos como forma dinero, forma valor, forma capital. Por ello, en este sentido, rescatar la categoría forma implicará enfatizar la naturaleza interna de la relación entre valor, dinero, trabajo y relaciones sociales. Así pues, para el open marxism todos los aspectos de la sociedad deben ser considerados formas (aunque no cristalizadas) de las relaciones sociales; donde estas relaciones sociales son momentos de esa totalidad social globalizante que Holloway –como hemos visto– designa como la relación capital. Sin embargo, adoptar como punto de partida el análisis de la forma para el open marxism no garantiza llegar a buen puerto. En efecto, si se aborda las categorías de la “forma” como “modo de existencia” de la relación social, ello implicará afirmar la transitoriedad de lo que se presenta como lo permanente y, así, como la unidad de lo que aparenta separación. Incorporado de esta manera, el concepto de forma denota una idea de totalidad. Si todos los aspectos de la sociedad deben ser vistos como formas de las relaciones sociales, entonces, añade Holloway, forman parte de una totalidad internamente relacionada. Pero en esa perspectiva, si aquellas cosas que se aparecen como separadas forman parte, en realidad, de un todo, es decir son formas discretas de una totalidad, esta situación va a conducir a que el proceso de comprensión suponga una crítica de las conexiones internas. Significará la disolución de una realidad “dura” en un flujo de cambiantes formas de relaciones sociales. De esta manera, la separación del sujeto respecto del objeto se reconfigura en una separación en la unidad. Sin embargo, también es posible alcanzar un análisis de la forma desde las conceptualizaciones del tipo especie-género, es decir desde la subdivisión, lo que para el open marxism significa perder el carácter crítico del abordaje que supone la forma como parte de una totalidad dada. De cualquier manera, privilegiar el análisis de la categoría forma permitirá abordar dos problemáticas diferentes: en primer término rescatar la trascendencia histórica, presentando la permanencia como transitoriedad; en segundo, enfatizar la naturaleza interna de la relación entre categorías como valor, dinero, trabajo, bajo la forma de relaciones sociales.

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Si bien el open marxism toma partido por el segundo de los acercamientos, Holloway nos alerta que la adopción de este camino resulta aún insuficiente, ya que la referencia a la forma como totalidad social puede permanecer en un plano meramente formal si se consideran las relaciones sociales siguiendo un camino lógico previsto. Bajo estas circunstancias el dualismo reaparece, aunque ahora como la separación entre la lógica del capital entendida como el desarrollo preordenado de relaciones sociales y la lucha de clases como un espacio distinto y externo a las relaciones sociales. Se alcanza de esta manera un dualismo de nuevo tipo entre relaciones sociales y lucha. Para Holloway, la superación de este dilema implicará la supresión de uno de los polos al concluir que toda relación social es lucha de clases. Hablar de totalidad como totalidad de relaciones sociales es hablar de una totalidad de relaciones sociales antagónicas (lucha de clases) (Holloway, 1995b: 167). Por ello las formas son formas de una lucha de clases (y así se deja de lado la lectura lógica, asentada en un camino de desarrollo previsto). De esta manera la dualidad se ha superado sobre la base de un tratamiento monádico: dinero como lucha de clases, valor como lucha de clases, trabajo como lucha de clases. No hay desarrollo lógico de las relaciones sociales sino proceso de lucha en contraposición al proceso lógico. De aquí en más para el open marxism todas las categorías deberán ser tratadas como modos de existencia de la lucha de clases. En el marco de desarrollo de su concepción de marxismo como teoría contra la sociedad, hemos visto que el concepto de totalidad deviene central para el open marxism. Sin embargo, en esta confrontación el análisis de Holloway fluctuará entre una conceptualización histórica y otra provista de un ropaje ahistórico. Es posible observar esta dualidad cuando hacemos uso de un discurso basado en “nosotros y ellos” adoptado ahora como la categoría-sujeto que determina las clases enfrentadas.23 Holloway (Holloway y Peláez 1998: 183) se muestra contrario a la introducción de toda externalidad afirmando que la relación nosotros-ellos no es una relación externa sino interna: “el capital no es externo al trabajo” (ídem: 184). Visto así, ese trabajo interno al capital está tomado como una categoría ahistórica, como un trabajo humano en general. En este punto Holloway comete el error de confundir el trabajo humano abstracto, en tanto sustancia del valor, con el trabajo humano, práctica humana creativa, incorporada como categoría ahistórica. Esta confusión significa considerar el

23. “La lucha de clases en este punto es un conflicto que permea la totalidad de la existencia humana. Nosotros todos existimos en ese conflicto, así como el conflicto existe en todos nosotros” (citado por Holloway y Peláez, 1998).

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trabajo abstracto como una categoría ahistórica, error en el que Holloway incurre en diversas oportunidades y que comentaremos más adelante. Para Holloway, una adecuada lectura marxista significará abordar el capitalismo a partir de la forma antagónica en como está organizada la práctica social humana, dejando de lado aquella lectura del antagonismo basada en la oposición entre dos grupos de personas. Se trata de un antagonismo que descansa en la manera como se organiza centralmente el carácter distintivo de la humanidad: la actividad creativa. En la sociedad capitalista el trabajo se vuelve contra sí mismo, alienado (enajenado de sí mismo), por lo que “nosotros perdemos el control sobre nuestra actividad creativa. La negación de la actividad humana tiene lugar a través de la sujeción de la actividad humana al mercado” (Holloway y Peláez, 1998: 182-183), proceso que se logra cuando la capacidad de trabajo creativo, fuerza de trabajo, se vuelve una mercancía para ser vendida en el mercado a aquellos que la compran con capital. El antagonismo, dice Holloway, entre creatividad y su negación, antagonismo entre capital y trabajo, no resulta de un conflicto entre fuerzas exteriores sino entre el trabajo (creatividad humana) y el trabajo alienado. Es un conflicto entre la humanidad y su negación, entre la trascendencia de los límites (creación) y la imposición de los límites (destrucción). Sin embargo, el conflicto, para Holloway, no se produce luego de que se haya establecido la subordinación, luego de la constitución de las formas fetichizadas de las relaciones sociales, sino que es un conflicto sobre la subordinación de la práctica social, sobre la fetichización de las relaciones sociales.24 El conflicto es entre subordinación e insubordinación. La lucha de clases, para Holloway, no se manifiesta, no tiene lugar en el marco de formas ya constituidas y permanentes de las relaciones sociales capitalistas, sino que, en todo caso, es la constitución de esas formas de relaciones sociales. Y, así, toda práctica social deberá ser vista como un antagonismo sin cesar entre la sujeción de la práctica a ser fetichizada definiendo formas de capitalismo, y los intentos de vivir contra y más allá de esas formas. En esta lectura, la lucha de clases permea la totalidad de la existencia humana: se trata de un antagonismo polar del que no podemos escapar. Esta naturaleza irreductible del antagonismo se refleja, para Holloway, en la polarización de las dos clases, aunque el antagonismo debe ser visto como anterior a la existencia de éstas y no como una consecuencia. Dicho de otra manera, para el open marxism las clases se constituyen a través del an-

24. Esta lectura implica considerar la acumulación primitiva no como un proceso histórico particular del desarrollo del capitalismo sino como una característica permanente y central del sistema capitalista (Bonefeld, 1988).

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tagonismo.25 Y como este antagonismo se encuentra en permanente cambio, se sigue que las clases no pueden ser definidas. Por ello para Holloway el concepto de clases es no definicional (volveremos sobre este punto más adelante). Igualmente, si se abordan las formas de las relaciones sociales como proceso de producción, de formación de las relaciones sociales (fetichización como proceso), entonces queda claro que las categorías que maneja el open marxism son abiertas: si el valor no es una categoría económica, ni una forma de dominación, sino una forma de lucha, entonces su significado dependerá del curso de la lucha. Pero si las categorías son entendidas como abiertas, son igualmente impredecibles y el marxismo como teoría de lucha debe ser abordado como una teoría de la incertidumbre (Holloway, 2002: 150). No hay manera de conocer la realidad; no hay manera de conocer la totalidad. No se puede adoptar el punto de vista de la totalidad, dice Holloway, en oposición a la formulación luckácsiana: “Nadie puede pararse allí; la totalidad sólo puede ser una categoría crítica: el flujo social del hacer” (Holloway, 2002: 151). Pero en este caso el mundo que nos presenta el open marxism es el mundo de las tinieblas. Ahora bien, ¿qué es lo que le da sentido a la totalidad en el análisis del open marxism? ¿Qué es lo que da unidad a la totalidad? ¿Cómo debe interpretarse la totalidad a la que hace referencia Lukács? Contestar a esta pregunta conducirá a Holloway a investigar la génesis de la totalidad, a buscar una respuesta a este sentido de la totalidad alejada de todo razonamiento lógico, para asentarlo en una derivación genética, de origen. Y en este caso la génesis sólo podrá entenderse “como génesis humana, como poder de la creación humana” (Holloway, 1995b: 171), exclusivo poder de la práctica creativa humana. Para el open marxism el método de Marx de la abstracción determinada sólo puede ser asumido como científico una vez que todas las conexiones sociales, incluido el proceso de abstracción, sean consideradas como prácticas. El concepto de totalidad (forma y crítica) adquiere significado como concepto de poder político científico solamente cuando está fundado genética y prácticamente en el trabajo. Pero en este momento Holloway da el “salto mortal”: partió de las relaciones sociales capitalistas, incorporó la problemática de la “forma” como manera de otorgar coherencia a su planteo y, cuando intenta dar contenido al análisis de la forma, a la totalidad de la relación social capitalista, relación por lo demás históricamente determinada, lo encuentra en “exclusivo poder de la práctica humana creativa” (ídem: 171), categoría que cae fuera de la histo-

25. Obsérvese el punto de confluencia con el autonomismo, para el que las clases se constituyen en la lucha.

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ricidad. Se termina reemplazando una totalidad de carácter social con una lectura antropológica de la relación social capitalista. En efecto, para el open marxism la clave para superar el dualismo reside en la categoría trabajo humano, práctica creativa humana que da sustento genético a la totalidad que presupone la forma. Tras la idea del trabajo como la determinación más simple, la teoría del valor termina siendo reducida por Holloway a “la teoría de la subordinación del trabajo al capital y simultáneamente a la teoría del poder exclusivo del trabajo” (Holloway, 1995b: 172). Nada se dice del valor de uso, del valor de cambio; ni del trabajo abstracto o del trabajo concreto. Se omiten las categorías centrales del doble carácter del trabajo y el doble carácter de la mercancía, pilares de la teoría del valor marxista, de la teoría del fetichismo. Queda solamente en pie la subordinación del trabajo aunque ni siquiera acotada históricamente. ¿Acaso no existió igualmente subordinación del trabajo durante el feudalismo? Como Holloway necesita demostrar que la teoría marxista es una teoría contra la sociedad capitalista debe comenzar por el sujeto actor de ese accionar negativo. Si se trata de culminar en términos del poder subjetivo del trabajo, no se puede empezar el análisis suponiendo un distanciamiento del sujeto respecto de la sociedad. De esta manera, si el concepto de trabajo como subjetividad práctica es la determinación más simple, entonces sólo será posible recomponer la sociedad desentrañando el proceso de objetivación del sujeto. Toda una profecía de autocumplimiento. Definido el trabajo como subjetividad práctica, como la determinación más simple, será posible recomponer la sociedad, reescribir el proceso de objetivación del sujeto, la existencia del sujeto como objeto. Proceso que nos introduce en el fetichismo, entendido como la inversión de las relaciones sociales: “Las relaciones entre la gente (las relaciones prácticas, las relaciones de trabajo) toman la forma de relación entre las cosas” (Holloway, s/f: 27, subrayado nuestro). En realidad el objetivismo en algún punto está emparentado con el fetichismo: la consideración de la existencia de la gente como objetos conduce a entender el capitalismo en términos del despliegue lógico de leyes objetivas. En este enfoque la lucha de clases aparece como lucha contra la lógica del capital y el fetichismo se presenta como un hecho consumado, alcanzado: las formas fetichizadas constituyen el modo exclusivo de la relación entre la gente. La pregunta surge casi naturalmente: si la gente existe sólo como objeto, ¿cómo es posible acceder a la revolución? Diversas han sido las respuestas que desde el marxismo se han dado a este interrogante. Desde el pesimismo de la escuela de Frankfurt, que negó la posibilidad de la revolución, pasando por la salida leninista articulada por el concepto del partido como sujeto portador de la conciencia emancipada, para finalmente llegar a la revolución pensada en

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términos del desarrollo de leyes objetivas. En todas estas concepciones el fetichismo es incorporado como un hecho consumado. Dicho de otra manera, si las relaciones sociales son entendidas como objetivadas, las formas de existencia de esas relaciones sociales serán igualmente objetivadas y su desarrollo será visto como el despliegue de una lógica cerrada. Esta lógica conduce, según Holloway, a considerar el valor como una categoría económica y no como una forma de la lucha de clases. La tradición marxista, comenta Holloway, entendió el valor, el dinero, como categorías cerradas, autocontenidas; concepción que condujo a una lectura analítica en desmedro de un abordaje genético y, por tanto, más cercano a los estudios sobre la magnitud del valor que a las aproximaciones en términos de la sustancia del valor. Debemos decir que en este punto Holloway omite todos los estudios que sobre la forma, la teoría del valor y el fetichismo desarrollaron los teóricos franceses. Nos referimos a Jean Cartelier (1976), Carlo Benetti (1976) e incluso el mismo Isaak Rubin (1974). Según Holloway, en el tratamiento de la relación entre forma y génesis el marxismo tradicional le asignó importancia a la categoría forma sólo porque ésta le permitía rescatar la historicidad del capitalismo, y en ese contexto adquirió una connotación esencialmente histórica. Desde esta perspectiva el valor será entendido como una forma de dominación, excluyendo la idea del open marxism de producción de valor como un proceso de lucha. Sin embargo, dice Holloway, existe otra forma de ver el fetichismo. Apoyado en la dialéctica negativa adorniana abordará el problema del fetichismo desde el “no fetichismo”, idea que supone el fetichismo como proceso y no como algo acabado, completo. En sus palabras, se trata de entender el fetichismo como fetichización. Desde este punto de vista las formas del valor no están establecidas de una vez y para siempre sino que se encuentran en permanente proceso de formación y por tanto de lucha: “Las formas de relaciones sociales son procesos de formación de relaciones sociales” (Holloway, s/f: 30). Pero si las formas de las relaciones sociales son procesos de formación, entonces se vuelven impredecibles y las categorías marxistas serán abiertas. De ahí el nombre de open marxism: marxismo abierto. Será precisamente esta característica la que autoriza a la escuela británica a calificar las categorías marxistas como revolucionarias. Pero esta concepción, nos preguntamos, ¿no lo emparienta con el estatuto de las categorías hegelianas, sin historicidad? Ya que en todo caso el calificativo del marxismo como teoría crítica del capital, crítica de la economía política, está condensado precisamente en su carácter limitado, histórico, específico. Siguiendo este razonamiento nos preguntamos: si las categorías propias de la Crítica de la economía política son producto de la lucha, ¿qué

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grado de validez tienen entonces?, ¿mutan?, ¿perduran? Y, en todo caso, ¿cuál es el tipo de lucha que provoca su mutación? Si no se avanza en esta caracterización, entonces la digresión teórica carece de significación política y su desarrollo se vuelve un verdadero sinsentido. Es cierto que Holloway no habla de la mutación de las relaciones sociales, pero ¿no subyace una concepción de este tipo cuando afirma que las formas sociales son luchas? Dicho de otro modo, ¿cuánto afecta la lucha a las relaciones sociales? ¿Cuánto modifica de ellas? ¿Subsiste algún núcleo central de las relaciones sociales que no se vea afectado por las luchas? Digamos, por ejemplo, la forma dinero, ¿cuánto muta o cambia? Aunque sin plantearse esta pregunta, parecería ser que lo que subsiste como núcleo de esta totalidad social es lo que Holloway da en llamar relación capital. Pero el inglés redobla la apuesta cuando afirma que la reacción capitalista debe ser vista como la refetichización del poder del trabajo. Pero, en este caso, ¿no se confunden los campos: el ideológico-social propiamente fetichizante, de la apariencia e inversión propio de la sociedad capitalista, y el del enfrentamiento de clase contra clase de manera directa, sin mediaciones y esencialmente político? Si esto es así, entonces este último –el del enfrentamiento directo– ha desaparecido del escenario y de lo que se trata es de “interpretar la historia reciente como la lucha por parte del capital para refetichizar el poder del trabajo” (Holloway, s/f: 34). De esta manera el open marxism aborda la categoría trabajo de una manera ahistórica y con un fuerte contenido antropológico. Creemos que esta desviación se asienta en la carencia de un análisis del proceso de producción. Más allá de que se enfatiza –tras el análisis de la crisis, del fetichismo o de la composición de clase– que el corazón del problema se referencia en la forma y/o la manera en que se extrae el plusvalor, no se avanza en el análisis de las distintas formas de extracción del plusvalor. Ya que sólo cuando alcanzamos a descifrar el sustrato mismo del comando y la dominación capitalista en el proceso de producción podemos comprender cómo subsiste la relación de alienación y cosificación capitalista y cómo la clase obrera se desarrolla desde ella como sujeto antagónico. La socialización del trabajo, es decir la cooperación productiva de los trabajadores, es un proceso histórico y, si bien es posible sostener que el capital huye del poder insubordinado del trabajo, sólo puede hacerlo en dirección a una mayor socialización que a su vez potenciará nuevos poderes sociales antagónicos. Al inscribir el antagonismo de clase en el espacio de las relaciones sociales, el open marxism antepone las relaciones sociales a la estructura y a la autonomía. Simultáneamente coloca el centro del antagonismo en el campo del fetichismo. Pero se trata igualmente de abordar la relación social desde su constitución social, razón que exige dar cuenta de la constitución de las clases sociales.

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¿Cuál es la lógica de análisis de las clases sociales? En primer lugar el open marxism rechaza todo acercamiento al concepto de clases sociales en términos de definición: “El concepto de clase es esencialmente no definicional. Más que ello, como la definición impone límites, cierra aperturas, niega la creatividad, es posible decir que la clase capitalista, aun cuando pueda no ser definida, es la que define, identifica, clasifica” (Holloway y Peláez, 1998: 184). Por tanto, su determinación a partir de preguntas como quién vende la fuerza de trabajo o quiénes son directamente explotados no es pertinente. En segundo lugar, esta perspectiva de análisis comporta el rechazo de todo análisis relacional, es decir, de clases sujetas al capital. El análisis de las clases sociales debe partir, según Holloway, del antagonismo y no de la pertenencia. Evitar la pertenencia significa eludir el concepto de clase como objeto de la política. Más allá de las múltiples derivaciones y frentes de lucha que pueda presentar el conflicto social, la clave para la comprensión de la sociedad capitalista, plantea Holloway, está en entender cómo está organizado el carácter distintivo de la actividad creativa humana, es decir, el trabajo. Puede decirse que en la sociedad capitalista el trabajo se vuelve contra sí mismo: al perder el productor directo el control sobre su actividad, el trabajo deviene alienado, con la consiguiente pérdida de la actividad creativa. Esta contradicción entre la creatividad del trabajo y su negación en el mismo acto es leída por el open marxism como la manifestación del antagonismo entre capital y trabajo, por lo que no puede considerarse como un conflicto entre fuerzas externas sino entre el trabajo –actividad humana– y trabajo alienado. A pesar de que los hombres producen ellos mismos las condiciones en que viven, son dominados por esas mismas condiciones. El dilema está en responder por qué el mundo se aparece de manera invertida. La respuesta que ensaya Holloway escapa, una vez más, al espacio de la producción. Para el open marxism la negación de la creatividad humana es posible en el capitalismo porque toda actividad humana está sujeta al mercado. En esta lógica de razonamiento la definición de las clases se vuelve un imposible: como su constitución se da a través del antagonismo presente entre trabajo humano creativo y trabajo alienado, y como éste se encuentra en permanente mutación, entonces la definición de las clases se torna improbable. Pero cuando el open marxism coloca en el mercado el espacio donde se produce la sujeción humana, ésta se convierte en pura forma. Se trata de dar cuenta en todo caso del contenido específico histórico del trabajo bajo el capitalismo. Como el open marxism esquiva esta exploración, reduce el problema a la producción de una subjetividad residual, abstracta y ahistórica: la “humanidad contra el neoliberalismo” (Holloway y Peláez, 1998).

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Características similares asume aquella lectura del marxismo como “grito contra la sociedad” (Holloway, 1991d). El antagonismo histórico concreto queda sujeto a una rebeldía cuya forma carece de contenido histórico. Grito siempre hubo. ¿Cuál es la característica particular del grito contra el capitalismo que lleva a diferenciarlo del grito campesino medieval? En este contexto el sujeto histórico termina adoptando un carácter esencialmente antropológico: la negación que nos vuelve a nosotros humanos. Pero en ese momento se pierde toda referencia al carácter histórico concreto de la lucha en la sociedad capitalista. El concepto de dignidad humana o de humanidad puede ser aplicado a cualquier contingencia histórica. El error tiene su origen precisamente en haber reducido el concepto de clase a la contradicción humana presente en cualquier individuo entre alienación y no alienación; entre creatividad y su subordinación al mercado. En ese momento la categoría clase termina siendo vaciada de contenido y adquiere una impronta de carácter moral. Ese antagonismo está siempre presente independientemente del tiempo histórico. Y la revolución se termina abordando como una recuperación de la dignidad y el control sobre nuestras vidas, proceso improbable de alcanzar en el capitalismo. Por lo demás, el concepto de dignidad que maneja Holloway, ¿no resuena como forma narcisista del individuo propia del sujeto sartreano?, ¿no nos emparienta esta idea con una figura de hombre transhistórico? Es cierto que superar la cosificación impuesta en el capitalismo y desmitificar las relaciones sociales requieren trascender aquella concepción que proyecta una dinámica del capitalismo asentada en leyes y estructuras inamovibles. Sin embargo la utilización de categorías como trabajo, práctica creativa, práctica humana, aleja toda posibilidad de avanzar en una crítica profunda y sustantiva en torno de las formas mercancía, dinero, capital. La desmitificación no puede consistir en la simpleza de relacionar estas formas con la actividad humana; en todo caso, deberá abordarse desde los cambios en las formas y los procesos de producción. Por lo demás si el trabajo está definido simplemente como actividad humana, el compromiso proyectado con ésta deviene tautológico porque por definición toda actividad humana es considerada trabajo. La teoría revolucionaria exige dar cuenta de cómo una perspectiva histórica de emancipación y liberación aparece contenida en las luchas más allá de su fragmentación. Y este razonamiento no puede prescindir de una definición de las clases. Sin embargo, el marxismo igualmente pudo gestar concepciones donde la subjetividad fuera rescatada a un primer plano y contrapuesta a las llamadas condiciones objetivas. Entre estas corrientes, Holloway destacará el autonomismo obrero, para el cual el desarrollo del capitalismo está subordinado al movimiento de la clase trabajadora y donde la dinámica del

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capital adquiere un comportamiento esencialmente reactivo, defensivo. Tal es la concepción explicitada por Negri cuando aborda el análisis de las políticas keynesianas desarrolladas con posterioridad al 30: éstas debían ser enmarcadas en la respuesta global que el capitalismo ofreció a la revolución de octubre (Negri, 1988). De cualquier manera, según Holloway, cuando el autonomismo pone de manifiesto en su análisis la exterioridad del sujeto con relación al objeto termina por magnificar el poder de ambos polos. Al desechar de su horizonte de estudio la relación interna entre capital y trabajo, el autonomismo terminó relegando la existencia del trabajo como contradicción interna del capital, subestimando la capacidad del capital para contener al trabajo y sobreestimando como contrapartida el trabajo. Si el marxismo ortodoxo entendió las luchas entre capital y trabajo como sujetas a las condiciones objetivas, el autonomismo, dice Holloway, liberó la lucha de clases de su papel subordinado al capital, pero mantuvo una lógica de confrontación externa con éste. En tal caso, la lógica del capital dejó de ser interpretada en términos economicistas e incorporó un perfil de tipo politicista.

Capítulo 4

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Teoría crítica y autonomismo: subjetividades encontradas Se puede afirmar que una de las diferencias sustantivas entre el autonomismo obrero y el open marxism reside en el tratamiento otorgado a la dialéctica y en la interpretación de la relación capital-trabajo. Mientras Negri, fundando sus escritos en Baruch Spinoza, desarrolló de manera casi permanente –en especial luego de Marx beyond Marx– la crítica a la aproximación dialéctica, Holloway y los teóricos del open marxism no ocultaron su predisposición favorable a un análisis basado en la dialéctica negativa de Adorno. En efecto, según el open marxism la omnipresencia de la lucha de clases se asienta en un cuerpo teórico particular donde sustenta su análisis: nos referimos a la dialéctica adorniana. Se trata de la presencia del sujeto negado en el objeto a negar, donde la relación entre sujeto y objeto no se resuelve mediante el distanciamiento y la separación autónoma del sujeto en relación al objeto –óptica spinociana en Negri–, sino mediante la disolución de esa relación (Aufhebung). La presencia del sujeto en el objeto, negada de manera permanente por el objeto, aparece como una manifestación permanente de violencia, de antagonismo dinámico, subversivo y destructivo. Nos enfrentamos, en esta perspectiva, a una dinámica que no acepta normatividad alguna para ajustarse a leyes. Más aún, el open marxism no sólo niega toda sistematicidad ajustada a normas, sino que rechaza aquella lectura de la dinámica social que tiene en cuenta sólo las luchas visibles y abiertas. No se requiere ver las luchas para aceptar que ellas están presentes, nos dice Holloway. Para el open marxism todo análisis no dialéctico de las luchas se manifiesta ciego ante aquellas que no se expresan de manera visible. Es en este aspecto donde centra sus críticas al autonomismo obrero, en la medida en que la escuela italiana no alcanza a ver en el capital, en el dinero y en el valor la manifestación de la lucha de clases. Para el open marxism el aspecto esencial de la dialéctica [ 265 ]

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reside en la comprensión del antipoder del sujeto negado a pesar de que su presencia resulte invisible a la investigación empírica. En este sentido planteará que nuestra existencia como tal es lucha contra el capital; comportamiento que es percibido por éste cuando ataca de manera permanente nuestras condiciones de vida. Se trata de una presencia del sujeto en, contra y más allá del capital, dice Holloway, y resulta muchas veces difícil poder diferenciar estos tres estadios. Si bien el autonomismo habla de insubordinación, para el open marxism la insubordinación debe ser entendida como una continuidad entre la in y la no subordinación, donde la no subordinación se relaciona con circunstancias que hacen a la vida diaria y que son igualmente blancos de ataque del capital. Comprender la continuidad entre la in y la no subordinación es imprescindible, según el open marxism, para comprender el carácter de la actual crisis capitalista y su persistencia. Esta continuidad entre la in y la no subordinación nos remite no sólo a las diversas formas de lucha abierta contra el capital sino también a sus intentos para vencer los hábitos diarios de la clase obrera. Esta lectura de la dialéctica pone la contradicción sujeto-objeto en el centro del análisis y de la dinámica social, aunque, como hemos señalado, sustentada en una concepción de la dialéctica como dialéctica negativa. En su análisis sobre la sociedad capitalista, sostiene el open marxism, tanto en los Manuscritos de 1844 como en los Grundrisse y en El capital, Marx criticó al capitalismo por ser un sistema social que suprime al sujeto activo;1 porque la sociedad capitalista es una sociedad donde las relaciones sociales entre las personas se aparecen como relación entre las cosas.2 Según el open marxism el método dialéctico consiste precisamente en potenciar la vida denegada por el capital, mostrando la centralidad del sujeto en la lucha por su emancipación real. Lo que nos proporciona la esperanza es precisamente el hecho de conocer que existimos no sólo contra sino también en el capital como contradicción. Ya en los Manuscritos económico-filosóficos de 1844, afirma el open marxism, Marx resaltaba la violencia que la externalidad, la objetividad de la mercancía implicaba sobre nuestra existencia, en la medida en que contenía de hecho la negación de nuestra propia subjetividad. Este descubrimiento de la subjetividad negada en la mercancía significa, para el open marxism, mostrar que la sustancia del valor de la mercancía es el trabajo abstracto que la produce, lo que implica recono-

1. “La crítica central de Marx al capitalismo es que deshumaniza a las personas, privándolas de lo que las convierte en humanos” (la libre actividad consciente) (Holloway, 1995b: 172). 2. Como veremos más adelante, Holloway ve en el trabajo subjetivo la sustancia que relaciona “estas cosas”.

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cer desde un comienzo que existe un antagonismo presente entre el sujeto y el objeto, entre la deshumanización del trabajo y su potencial alteridad. De ahí que el open marxism pueda plantear que la existencia de las clases como tal se manifiesta en El capital desde un comienzo, independientemente de su explicitación, cuando, tras una aproximación dialéctica, Marx rechaza la aparente objetividad de las cosas y busca su comprensión tras los antagonismos de clase. Tras esta lectura el open marxism rescatará la concepción adorniana de dialéctica como la consecuente percepción de la no identidad, como la conciencia de que aquello que aparentemente es está en realidad inmerso en sus propias contradicciones, en la lucha de clases. En realidad para el open marxism no hay nada que no sea lucha de clases. La presencia del sujeto en el objeto que niega esa presencia es de por sí –ya lo mencionamos– un antagonismo dinámico, destructivo, subversivo. Este proceso de existencia y su dinámica no puede ser reducido a la existencia de leyes, aunque tampoco puede ser reducido de manera excluyente, dice, a las luchas abiertas. Dicho de otra manera, para el open marxism no se necesita ver las luchas para que ellas existan. Toda lectura no dialéctica se encuentra de por sí descalificada para ver las luchas invisibles; por ello, según Holloway, también el autonomismo obrero está inhibido para verlas. Cuando Engels, dice Holloway, identifica la dialéctica con el movimiento general de la naturaleza a través de la negación, deja de lado una perspectiva que Luckács retomará posteriormente: el rescate del sujeto y el consiguiente recentramiento de la dialéctica a través del sujeto. Fue esta interpretación engelsiana de la dialéctica la que terminó arrojando la propia vida fuera del marxismo “oficial”. En efecto, al reemplazar la causalidad unilateral y rígida, propia de la metafísica, por la interacción, Engels terminó contraponiendo la dialéctica a la metafísica al considerar que la primera disuelve la rigidez de los conceptos y se constituye en un proceso de permanente transición de una determinación a otra. Pero en este devenir discursivo dejó de lado la relación histórica del sujeto con el objeto, vacío que más tarde habría de ser cubierto y reparado por la dialéctica luckácsiana de los primeros tiempos. El open marxism se manifiesta partidario de aquella dialéctica negativa expresada por Adorno en el prefacio a la dialéctica negativa, cuando afirma que si en el pasado la dialéctica se asoció a un final feliz, síntesis dichosa que resolvía las contradicciones, luego de Auschwitz no hay final bienaventurado posible. No hay optimismo posible, por lo que resulta necesario pensar la dialéctica no en términos de un proceso de síntesis sino como movimiento de la negación. ¿Cuál es el punto de vista del autonomismo obrero con relación a este espacio de la crítica?

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Si alguna característica puede asignársele al pensamiento de Negri es la permanente modificación del marco de análisis en el intento de adaptar sus investigaciones a las necesidades y los desarrollos de los movimientos sociales contemporáneos, por lo que las dinámicas de lucha ejercieron una fortísima influencia sobre sus indagaciones e interrogantes. En ese sentido la teoría del sujeto político, ligada estrechamente a la de la organización política, adquirió importancia en Negri después del “otoño caliente”, cuando la clase obrera se convirtió en el sujeto activo de la etapa, mientras proyectaba una sociedad a partir de la nueva dinámica que asumían sus necesidades y deseos. Esta concepción implicaba de hecho asignarle a la clase obrera un papel de sujeto activo, de sujeto del poder, en oposición a aquella idea que veía a una clase sujetada por los más diversos mecanismos de dominación, que la convertían en sujeto pasivo. En este sentido el Negri de 1968 representó una ruptura con el marxismo crítico de la escuela de Frankfurt. Veamos. El obrerismo y el autonomismo obrero comparten con el marxismo crítico posiciones afines referenciadas en una estructura básica teórica. En efecto, más allá de las diferentes corrientes que puedan diferenciarse en el interior del marxismo crítico –escuela de Budapest,3 escuela de Frankfurt, corriente de la nueva escuela anglonorteamericana (por ejemplo, Fredric Jameson) y el estructuralismo francés–, lo que distingue al marxismo crítico de toda otra teoría social o teoría crítica no es solamente que el objeto de la crítica se asiente en la sociedad capitalista sino, y fundamentalmente, que ubica a la clase trabajadora en el punto de partida de todo esfuerzo e intento crítico. Punto de partida que adopta a su vez distintas plataformas teóricas. En algunos casos se trata de los estudios que hacen del trabajo y la alienación su foco crítico; en otros, los análisis fenomenológicos de la conciencia y la economía política conforman su objeto crítico. Pero el marxismo crítico no se distingue solamente por la importancia y el papel asignado a la clase trabajadora sino también, y esto con relación a otras escuelas marxistas, por su concepción del desarrollo, es decir por la forma como se aproxima al proyecto revolucionario. No se trata sólo de construir el proyecto sobre la base de la negación del estado actual

3. La llamada escuela de Budapest se constituyó alrededor de la figura de Lukács en sus últimos años de vida. Formaron parte de ella destacados intelectuales húngaros como Agnes Heller, Ferenc Feher, Mihaly Bajad y György Markus, la mayoría de los cuales tuvo que exiliarse luego de la muerte de Lukács en 1971. Su característica más importante fue su orientación crítica hacia la teoría y práctica del socialismo de los países del socialismo real, críticas asentadas esencialmente en un marxismo ético y en el análisis de la realidad objetiva (Telos, Nº 17).

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de cosas, concepción extendida en el campo del marxismo. En el caso del marxismo crítico, la propuesta positiva del poder del proletariado emerge solamente luego y como resultado de la negación de la sociedad capitalista; significa reconocer un análisis de lógica progresiva necesariamente dialéctica. Este abordaje es coherente con el estudio analítico de la escuela del open marxism donde el momento primario de la teoría crítica está referido a la investigación; supone reconocer que todos los esfuerzos teóricos deben permanecer afines y subordinados a la crítica al capital, en consonancia con la idea de una sociedad capitalista que se edifica alrededor de las contradicciones internas de la propia lógica del capital. Es posible representar esquemáticamente la trayectoria de análisis del marxismo crítico según momentos secuenciales separados por una línea de puntos: punto de partida ------ crítica ------ proyecto; o también, afirmación proletaria ------ negación del capital ------ mayor afirmación proletaria. En un primer momento la fuerza del trabajo debe reconocerse como fuerza en el capital, como objeto creado por el capital; como su centro dinámico y fuente productiva material. De esta forma el trabajo es asumido como el lugar de la fuerza productiva sólo mientras esté situado en el capital; sólo en la medida en que se lo analiza en la relación capitalista. Sin embargo, aunque la clase obrera reside en el capital, su percepción es de vivencia contra el capital, como contradicción del propio capital. Tan pronto como el producto del trabajo es expropiado, alienado por el capital, la clase obrera se sitúa en oposición a éste. La paradoja que caracteriza la relación capital-trabajo y que constituye la base del marxismo crítico se resume en este en y contra. La fortaleza del marxismo crítico reside precisamente en esta paradójica posición del trabajo con relación al capital. La categoría trabajo, tan pronto se independiza del capital, provee el punto material para una crítica, pero ahora distante del objeto. Se constituye, de esta manera, en un importante punto de partida para la crítica del capital. Sin embargo, mientras el trabajo como categoría de análisis permanece encerrado en el capital provee una base para la crítica inmanente, aunque paradójica. La paradoja se expresa en que tan pronto el trabajo es visto en el capital su oposición al capital es oposición a sí mismo. Será precisamente esta posición paradójica la que impulsará al obrerismo a alcanzar una crítica inmanente y total al capital desde otra posición. Así planteado el problema hasta ahora, el trabajo, como punto de partida, es abordado como contradicción en el capital de una manera estática o sincrónica. Debemos analizar la contradicción en movimiento, es decir, el desarrollo capitalista de manera dinámica, diacrónica. Visto de manera diacrónica el trabajador asalariado es creado y recreado por el capital como parte de una dinámica histórica, proceso donde los trabajadores crean permanentemente el capital. Diacrónicamente el trabajo “está” en el capi-

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tal en el sentido de que están los dos relacionados en esta dinámica causal recíproca. Pero se trata de una relación dirigida por un antagonismo inherente. En efecto, todo momento de enfrentamiento crítico entre el capital y el trabajo puede ser visto como un momento donde la clase obrera se presenta como fuerza social independiente y organizada contra las relaciones capitalistas de producción. En un primer momento, la estructura de las relaciones capitalistas de producción brinda las condiciones de existencia del trabajo; esas mismas condiciones engendran el antagonismo obrero, el rechazo de la propia relación por el trabajo. En un segundo momento este antagonismo, ahora externo, desestructura el control capitalista. En un tercer momento posterior el capital está obligado a reestructurar las relaciones de producción para reafirmar el control y recuperar el trabajo a través de la dialéctica del Aufhebung. El objetivo del desarrollo capitalista es contener el antagonismo obrero en la “elasticidad” de su progresión dialéctica: estructuración capitalista ------ antagonismo proletario ------ reestructuración capitalista. Debemos notar que aquí la dialéctica está dirigida por el poder de lo negativo; en otras palabras, si la construcción de la relación puede ser vista provisoriamente desde el lado del capital, una vez establecida, la clase obrera cumple el rol de estímulo al desarrollo, constituye la fuerza creativa que promueve la innovación capitalista (inversión del punto de vista de clase). Por ello la relación social establecida no puede abordarse según una secuencia que arranca en la aspiración del capital por imponer sus deseos seguida de la reacción obrera; por el contrario, una vez que la clase obrera ha emergido como fuerza independiente, la dinámica sigue un ordenamiento ajustado a la acción proletaria y la posterior reacción del capital. El capital debe ser visto, según esta lectura, como una fuerza conservadora que ve estimulado su desarrollo e innovación por el antagonismo de la clase trabajadora. Esta propuesta asume las características de una tesis verdaderamente fundante de un leading rol.4 El verdadero motor del desarrollo de la sociedad capitalista no se esconde en el espíritu emprendedor schumpeteriano del capitalista sino más bien en el antagonismo puesto en juego por la clase trabajadora tras el rechazo a las relaciones capitalistas de producción. Esta tesis no debe entenderse como el eslogan de una futura sociedad comunista, sino como el producto de la relación presente, actual, del trabajo con el capital. Sin embargo, estas tesis no alcanzan a definir el obrerismo o el autonomismo como escuela particular del marxismo crítico. El obrerismo está

4. Se trata de la inversión del análisis de la dinámica social del capitalismo donde el corazón de su comportamiento debe referenciarse en las características del sujeto obrero (Cleaver, 1993).

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basado en un principio abarcativo de cualquier concepción: no proporcionar ningún margen que pueda dar lugar a la presencia de un dualismo –cualquiera fuera su tipo– entre la crítica y la composición de la clase realmente existente. Esta proposición implica decir que la crítica debe apuntar a consolidar una rigurosa fundación materialista de la práctica concreta de la clase trabajadora, significa combatir toda abstracción en el proceso crítico que se aparte de la práctica concreta diaria de los trabajadores, supone localizar todo el discurso teórico directamente en el espacio fabril.5 La característica que afirma al obrerismo es su insistencia en el punto de vista del trabajo, es su esfuerzo por leer en la práctica de las masas el surgimiento y la consolidación de una poderosa subjetividad. A pesar de que la escuela de Frankfurt aborda de manera prioritaria la problemática del sujeto, las tensiones que surgen entre ésta y el obrerismo italiano se basan precisamente en las diferentes aproximaciones que realizan a esta temática. No cabe duda de que la escuela de Frankfurt ha realizado importantes contribuciones para la comprensión sobre la forma como se constituyen los sujetos a través de los complejos mecanismos y apuestas de la sociedad capitalista. Sin embargo, su abordaje de la teoría del sujeto se encuentra más orientado hacia un sujeto receptivo y plástico que a rescatar el comportamiento espontáneo que éste pudiera manifestar. El sujeto abordado por la teoría crítica es el sujeto de la explotación, de la alienación; el sujeto del autonomismo obrero es el sujeto del poder. En un caso se trata del sujeto constituido por la sociedad capitalista; en el otro estamos frente al sujeto que constituye la sociedad. Sin duda, el obrerismo italiano y la escuela de Frankfurt abordan distintos sujetos: uno se refiere al sujeto del proyecto; el otro se referencia en el sujeto de la crítica. Uno aborda el sujeto de la explotación, la otra el sujeto del poder. Se trata de distintas concepciones de subjetividades, relacionadas a su vez con concepciones teóricas diferentes. En efecto, si se compara la lectura de Adorno y Horkheimer (1987) en su análisis sobre la cultura de masas y la propuesta de Negri sobre el obrero masa, más allá de que ambos análisis culminen en la crítica a la masificación alcanzada por la producción social e industrial, lo hacen desde diferentes direcciones y con distintos enfoques. Horkheimer y Adorno investigan la plasticidad del sujeto y las capacidades del capital para destruir la individualidad y construir un sujeto social homogéneo. El objetivo de Negri, por el contra-

5. “En estas lecciones mi propósito es precisamente desarrollar una filosofía de la praxis, un materialismo de la praxis insistiendo sobre la dimensión de la temporalidad como tejido ontológico del materialismo; la potencia afirmativa del ser; la subjetivación del devenir” (Negri, 2001b: 28).

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rio, está orientado a la elaboración del proyecto político proletario. En efecto, Negri vio en el obrero masa el sujeto característico de una fuerza de trabajo autónoma y organizada que expresaba su rechazo al sindicalismo de la época y toda otra forma de mediación con el capital. De esta manera el proceso ascendente de masificación productiva daba lugar a un sujeto social capaz de construir una organización social más democrática y afín a los proyectos de poder de los trabajadores. Sin embargo, debemos reconocer que ambos abordajes del sujeto no se oponen; más aún, en algunos casos son complementarios, aunque los respectivos sujetos son portadores de aproximaciones diferentes. Las diferencias entre los sujetos abordados se vuelven más transparentes si ahondamos en la estructura tripartita propuesta por la teoría crítica. El primer momento del análisis crítico, el de la afirmación del punto de vista del trabajo, muestra la búsqueda de una activa y espontánea subjetividad en la complejidad de las necesidades, los deseos y las prácticas de la clase obrera. El segundo momento, relacionado con la crítica al capital, invierte el foco del análisis; nos enfrentamos ahora con el sujeto que produjo la sociedad capitalista. En el tercer momento, el del proyecto proletario, la teoría crítica vuelve al sujeto espontáneo inicial, aunque ahora de una forma coherente con la propuesta de una nueva sociedad creada a través del nuevo poder. Lo cierto es que existen dos concepciones de sujeto en los distintos momentos del modelo. La tensión entre estos dos sujetos pone el desequilibrio en el corazón del proyecto crítico. El obrerismo, quizá por su insistencia en perseguir el punto de vista de la clase obrera realmente existente, a través de la crítica destapa de manera más clara la tensión entre estos dos sujetos. Mientras la escuela crítica –de conformidad con su lógica– construyó el programa proletario luego de haber realizado la crítica al capital, el proceso de masas del 68 interpeló a Negri de una manera tan violenta que provocó la inversión del análisis crítico en su investigación: de esta manera el marxismo crítico se verá reemplazado por un marxismo proyectual (Hardt, 1993). El obrerismo italiano, aunque participaba en cierta forma de esta lectura crítica, había comenzado a diferenciarse de la teoría crítica a partir de su aporte vinculado a la categoría composición de clase. Es posible abordar el carácter dual que expresa el marxismo crítico haciendo hincapié en el enlace generado entre el punto de partida crítico (la clase trabajadora) y la propia crítica. Así, el desarrollo y la elaboración relacionados con el punto de partida, la clase obrera, en el marxismo crítico se revelan como esfuerzo sociológico por comprender y describir sea la composición de clase, sean los problemas y las necesidades reales de los trabajadores. En realidad todas las escuelas pertenecientes al marxismo crítico manifiestan esfuerzos en ese sentido. Por el contrario, la crítica (segundo momento) se orienta a dar cuenta de las funciones y capacidades de

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los capitalistas, a buscar soluciones para aquellas contradicciones de la sociedad capitalista desarrolladas de manera “racional” a partir del propio capital. De acuerdo con este razonamiento existe, por lo tanto, un vacío considerable entre el punto de partida que se referencia en la clase obrera actual y el punto de partida de la crítica, como segundo momento, referenciado en el capital. Este gap ha intentado ser cubierto de diversas maneras haciendo abstracción de la composición real de la clase obrera e incorporando un punto de partida de clase obrera ideal, próximo a una concepción racional del sujeto. Si bien en este caso el enlace del punto de partida y la crítica tiende a disminuir, aparece una nueva tensión entre una clase obrera ideal y la clase obrera realmente existente; entre la conciencia real de la crítica y la falsa conciencia de los trabajadores. El ejemplo más claro de esta concepción se revela en Historia y conciencia de clase de Lukács. Los trabajadores considerados de manera concreta y directa en cuerpo y alma parecen estar ausentes en esta lectura. De ahí que podamos preguntarnos hasta dónde el punto de partida asentado en la clase obrera constituye realmente el punto de partida aceptado por la crítica. Éste es un problema que no deja de tener su importancia: la diferencia sustantiva entre el marxismo crítico y la teoría social con ascendencia en el hegelianismo parece situarse en este punto de partida diferente, es decir, en la materialidad asignada a la clase obrera. En el caso del autonomismo obrero, Negri buscó dar cuenta de la crítica marxista persiguiendo una doble estrategia: investigando por un lado la composición de clase del momento6 y desarrollando por otro lado la crítica del capital. La crítica del obrerismo al capital estuvo animada por una enorme expectativa revolucionaria asentada en la creencia de que el íntimo conocimiento de los mecanismos de control capitalista abriría la puerta al sabotaje obrero. Al igual que con los “técnicos” altamente especializados, era posible determinar aquellos puntos críticos del sistema cuyos desbalances podían originar una verdadera catástrofe. En realidad el conjunto de teóricos del obrerismo italiano (autonomismo obrero) ligó la crítica al capital a algún campo social adyacente en sus investigaciones. Mario Tronti se recostó sobre la filosofía política; Romano Alquati sobre la investigación sociológica; Alberto Asor Rosa sobre los estudios culturales y, para la época, Negri trató de avanzar a partir de la ligazón con el análisis del Estado moderno y los mecanismos jurídico-políticos del control capitalista.

6. A este objetivo concurrieron las investigaciones obreras desarrolladas por el obrerismo italiano de la época. Se trataba de trabajos de campo sobre la práctica, las necesidades y los deseos de la clase obrera encarados por los propios trabajadores con el objetivo de determinar su propia composición de clase y subjetivación.

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Cuando el autonomismo obrero comienza a priorizar los estudios sobre la composición de clase, en ese momento, bajo esta dinámica de trabajo social, el proyecto dejó de estar subordinado a la “crítica”; ahora era ésta la que se subordinaba al proyecto. Dicho de otra forma, el proyecto de la clase obrera como sujeto histórico subordinaba la lectura crítica, entendida como la lectura objetiva de las contradicciones capitalistas y tendencia histórica de la sociedad. Es entonces cuando Negri abandona la dialéctica para abrazar el antagonismo. Este momento histórico de “mutación del análisis objetivo a la propuesta subjetiva, de la crítica al proyecto” es coincidente con la fundación de Potere Operaio y con el momento en que las luchas alcanzan el umbral del cuestionamiento al modelo de desarrollo capitalista de la época. Luego sobrevendría el quiebre del proceso de acumulación y la posterior desestabilización del plan del capital. Michael Hardt (1993: 41) ha calificado este giro en la teoría de Negri como “la creatividad de la proyectualidad del sujeto social, es decir [por] la capacidad de las masas para crear continuamente nuevas formas de y direcciones para la organización”.7 ¿Cuál era el sendero de análisis de la teoría crítica? Primero, negar el capital a partir de la crítica, para posteriormente, como resultado de la dialéctica de la negación, incorporar la dialéctica en la afirmación del proyecto positivo de la clase obrera. Por su parte, el enfoque de Negri en términos proyectuales supondrá la existencia de la afirmación a partir de los deseos y las prácticas de cooperación y constitución existentes en la clase obrera. La negación, pero ahora sin su función dialéctica, iluminará el terreno para la constitución positiva del proyecto político (Hardt, 1993). Sin embargo, el relegamiento de la dialéctica en Negri no significará una desviación del marxismo sino, por el contrario, el reconocimiento de la emergencia del sujeto clase obrera como momento central del Marx maduro. En efecto, según el autonomismo obrero la dialéctica negativa siempre culmina en una negación que sustituye, mantiene y/o preserva aquello que es sustituido, por lo que de alguna manera esa negación sobrevive a su propia supresión (Hardt, 2004). En ese sentido siempre culmina en una suerte de resurrección. Dicho en otros términos, para el autonomismo obrero recuperar la dialéctica implica de alguna manera aceptar la posibilidad de reproducir aquella identidad a la que decimos oponer-

7. Para Hardt (1993: 41) los trabajos de Negri “Crisis del Estado-plan”, “Partido obrero contra el trabajo” y “La fábrica de la estrategia” revelan una fuerte impronta de búsqueda de la subjetividad obrera.

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nos, permanecer atados a aquello que decimos combatir.8 Por su parte la negación no dialéctica es más simple y absoluta: no supone fe en lo que hay más allá, sino que significa expresamente una convocatoria a la muerte del otro. Negri rechaza la negación dialéctica de Hegel en la medida en que se convierte, dice, en algo supersticioso cuando Hegel supone esa muerte como el señor absoluto. Se trata de reemplazar entonces el elemento supersticioso de la negación dialéctica por un elemento concreto de nuestro mundo que dé sustento a la negación no dialéctica. La negación no dialéctica, la negación pura de Negri, puede considerarse el primer momento de una concepción precrítica de la crítica donde la esencia reside en la autonomía de los dos momentos críticos (pars destruens, pars construens) que excluye un tercer momento síntesis. La negación limpia el terreno para la creación. El pars construens9 (práctica constructiva) afirma una negación radical no dialéctica que enfatiza la idea de que no hay orden alguno preestablecido capaz de definir la organización de la sociedad ni del mismo ser. Ese poder creativo se sintetiza en el arte de la insurrección y de la organización. Existe una interdependencia entre los dos momentos, el de la construcción y el de la destrucción. El pars construens permite a Negri plantear una distinción sin restricciones del presente y de esa manera se ve liberado para construir un mundo nuevo con total creatividad. En este punto se produce la ruptura subjetiva y la refundación de la ontología. El ser es destruido y reconstruido continuamente según los movimientos de las fuerzas subjetivas. Si en Althusser se habla de ruptura epistemológica, en Negri bien se puede decir que se trata de una ruptura ontológica; es la práctica la que hace posible la constitución del ser. Se trata ahora de una práctica “práctica” –en reemplazo de la práctica “teórica” de Althusser– orientada hacia el terreno ontológico antes que epistemológico. Se da así la paradoja del nacimiento de una ontología materialista, donde los seres son anteriores, lo preceden y son constitutivos del ser que los hace posibles. La existencia precede a la esencia que la funda. Por lo demás, el desarrollo del pars construens y del pars destruens no implica para nada un desarrollo dialéctico, aunque sus momentos supongan una relación de exclusión donde no hay síntesis sino constitución positiva. 8. Cuestión que constituyó el clásico argumento del estructuralismo para justificar su inacción. 9. “Lo negativo, el momento destructivo de la crítica (pars destruens) que pone en cuestión el horizonte total y desestabiliza el poder existente previo, debe despejar el terreno para permitir el momento productivo (pars construens) para liberar o crear un nuevo poder; la destrucción abre el modo de la creación” (Hardt, 2004: 82).

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Será en La anomalía salvaje. Poder y potencia en Baruch Spinoza donde Negri postulará un acercamiento a la teoría de la subjetividad en términos ontológicos dejando de lado los términos dialécticos. Si bien estas concepciones habían sido avanzadas en su trabajo de Marx beyond Marx, la separación del sujeto político obrero social y el abandono del instrumental dialéctico no se generarán sino hasta esta época, 1982, a la luz de la contraposición spinociana entre poder y potencia. Bien puede decirse que el dislocamiento de la subjetividad respecto de los mecanismos del poder constituye el verdadero quiebre de Negri. Finalmente, cuando habla de relaciones sociales no lo hace respecto de un simple juego de lenguajes y/o simulacros sino con relación a la pluralidad del ser, al ser de un sujeto colectivo.

Excursus 1: open marxism y organización política Mención especial exige el abordaje y la manera como el open marxism resuelve la cuestión de la organización política de quienes son portadores del poder-hacer. Esta temática adquiere relevancia por las consecuencias políticas que proyecta en una coyuntura matizada por un sinnúmero de propuestas organizativas, ante la crisis evidente de un modelo organizativo que ya no resulta acorde a una nueva composición de clase que se proyecta socialmente tras su fortalecimiento político y su dinámica antagónica. Asentado en el concepto de fetichización como proceso, de producción de relaciones sociales de manera constante; apoyado en una lectura donde las luchas de clases no tienen lugar dentro de las formas constituidas de las relaciones capitalistas, antes bien, la constitución de esas formas es, en sí misma, lucha de clases (Holloway, 2002), el open marxism adoptará un particular posicionamiento frente al sujeto revolucionario, lectura que recoge ya la deshumanización presente del capitalismo, ya la constante fetichización de las relaciones sociales, así como la penetración persistente del poder-sobre (poder del capital) en el núcleo de aquellos que están sujetos a ese poder. ¿Cómo concibe el open marxism la salida revolucionaria ante el mutilamiento permanente del sujeto por medio de la penetración del poder-sobre? Desechando la salida posmoderna, porque ésta se asienta básicamente en el abandono de la esperanza; descartando igualmente todo razonamiento que reflexione sobre una naturaleza binaria del antagonismo entre la clase proletaria y la clase de los capitalistas, lógica de análisis, por lo demás, próxima a la lectura del marxismo tradicional, el open marxism se asentará en la búsqueda y la comprensión de la naturaleza del poder

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capitalista como camino para apuntalar la esperanza (Holloway, 2002). Holloway nos convoca a “comprender y participar en la fuerza de todo aquello que existe en antagonismo, en la forma de ser negado” (ídem: 121). Puesto que toda “expresión diferente de la emancipación humana, imágenes de una sociedad basada en el reconocimiento mutuo de la dignidad humana, todas ellas existen sólo en la forma de su negación” (ibídem), entonces “la esperanza necesaria para la transformación debemos buscarla en la existencia de la forma del ser negado” (ibídem) para concluir afirmando que “ésta es la sustancia del pensamiento dialéctico”. De esta manera nos convoca a una resistencia asentada en la sustancia de una esperanza que aparece generada de manera impoluta en la negatividad de nuestro ser y respondiendo al poder-hacer. La perspectiva de transformación se condensa en un accionar que, si bien es social, se asienta esencialmente en esfuerzos individuales. Nada nos dicen Holloway y el open marxism sobre la importancia y la necesidad de la organización política. Más aún, cualquier discusión y abordaje acerca de la importancia de la organización política están ausentes en su horizonte discursivo. Y cuando los incorporan lo hacen para denostar y descartar todo tipo de organización política del sujeto alienado contra el capital, sea cuando critica al leninismo y su concepción de partido de vanguardia como elemento consciente del proletariado explotado (ídem: 193), sea que se trate de la concepción luckácsiana en su “segundo momento”, cuando Luckács propuso superar la fetichización a través del partido. Pero, acaso, ¿es posible pensar que el open marxism elaborara una posición diferente?, si para Holloway y otros sólo es factible plantearse la emancipación “en cuanto no somos clase trabajadora” (Holloway, 2002: 212). Ya Susan Buck-Morss (1981) había descripto claramente que “Adorno se había diferenciado fundamentalmente de Marx porque su filosofía jamás incluyó una teoría de la acción política. Aunque continuó insistiendo en la necesidad del cambio social revolucionario, esta afirmación continuó siendo abstracta en la medida en que la teoría de Adorno no incluía concepto alguno de sujeto revolucionario colectivo que pudiera llevar a cabo tal cambio” (ídem: 70; subrayado nuestro). Fiel seguidor de la concepción adorniana, el open marxism manifestará una particular aversión al tratamiento del problema de la praxis revolucionaria. Con otros interlocutores, diferentes de los de su maestro Adorno, Holloway avanzará con una crítica radical hacia Lenin al evaluar el leninismo ya como “el dilema trágico de la revolución” (Holloway, 2002: 194), ya como el “abanderado de un aceptado realismo de la tradición revolucionaria profundamente irreal. Este realismo es el realismo del poder y no puede hacer más que reproducir poder” (ídem: 37). Críticas similares contra la organización política, aunque disminuidas en el tono, las encontramos en Bonefeld:

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Hay que olvidarse de la idea del partido revolucionario como la forma de la organización de la revolución [...] porque sólo las propias masas dependientes pueden lograr su emancipación. (Bonefeld y Tischler, 2002: 18)

El open marxism concluye desechando toda discusión sobre la organización en la medida en que el sujeto a analizar es el sujeto de la dominación, el sujeto alienado; “la lucha contra el fetichismo y el antifetichismo (como negación interna) existe dentro de nosotros colectiva e individualmente” (Holloway, 2002: 213). Y para negar la necesidad de la organización, aunque el ataque vaya dirigido a la concepción vanguardista de organización, Holloway remata diciendo: “En virtud del hecho de vivir en una sociedad antagónica todos estamos fetichizados como en lucha contra el fetichismo”. Ya hemos destacado la insistente negativa de Holloway para aceptar una definición de las clases. Esta idea se desplegará luego en la manifiesta dificultad que expone para incorporar a la clase dentro de la fundamentación de su teoría10 y consecuentemente permitir que la validez de la teoría fuese, de algún modo, dependiente de la posibilidad de su aplicación directa a la praxis política. Este rechazo y esta prescindencia de toda organización son comprensibles en el open marxism de Holloway si se consideran la creatividad, el poder-hacer, el trabajo a secas (despegado de todo trabajo alienado, enajenado) como el sustrato de la práctica de la emancipación, de cualquier discusión sobre la revolución. Si el poder es ubicuo, la resistencia también lo será; y en ese antagonismo resultará posible prescindir de la organización. Esta posición, sostenida por el open marxism en general y profundizada por Holloway, puede parecer a primera vista razonable y realista, en el marco de la configuración mundial del antagonismo: constitución de nuevos sujetos, desmembramientos y fragmentación de los viejos movimientos, crisis de las organizaciones políticas existentes, desarrollo y crecimiento de los nuevos sujetos sociales, surgimiento de variados espacios antiglobalización, etc. En fin, la existencia de un nuevo paisaje antagónico global y nacional referenciado en Seattle, Génova, Barcelona y Porto Alegre. Ese contexto aparece especialmente funcional a ideas como las del open marxism, en la medida en que los nuevos movimientos sociales buscan a tientas otras formas de organización política, de prácticas de resistencia, en fin, nuevos caminos de autovalorización. A partir de la coincidencia de la teoría esbozada por el open marxism con la realidad de vida presente en los di-

10. “No es posible definir el sujeto crítico-revolucionario porque es indefinible. El sujeto crítico-revolucionario no es un quien definido, sino un que indefinido, indefinible y antidefinicional” (Holloway, 2002: 218).

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versos movimientos las concepciones de la escuela británica adquieren proyección particular, hecho que da lugar a una peligrosa confusión. En efecto, la coexistencia de esta idea y una dinámica social acorde proyectan una supuesta correcta adecuación entre el concepto y la praxis social presente, mientras siembran un específico desprecio por toda forma organizativa, desvalorizando y criticando fuertemente toda voluntad y deseos puestos en juego por los movimientos para la construcción de una herramienta política. Ante la ubicuidad del poder, afirma Holloway, se debe desarrollar una resistencia que resulta igualmente ubicua. La teoría es entendida como parte de la lucha: se trata de pelear por medio de la crítica para recuperar el hacer. La crítica, para el open marxism, adquiere un doble movimiento: uno, analítico, que implica ir más allá de las apariencias, y otro, genético, que intenta trazar el origen o la génesis del fenómeno criticado. Este último recorre un camino para detectar el origen de las apariencias (que Holloway ubica en el hacer humano) y ocasiona su propia negación. El conocimiento para Holloway debe ser entendido como reapropiación del objeto, como la recuperación del poder-hacer, ya que el objeto se nos enfrenta como algo separado de nosotros, algo que está afuera. “El proceso de conocimiento es por lo tanto crítico: negar la exterioridad del objeto y al mismo tiempo mostrar cómo nosotros, el sujeto, lo hemos creado” (Holloway, 2002: 165). La crítica es entendida por él como el comienzo de la reunificación del sujeto con el objeto. El objeto de la crítica es recuperar la subjetividad, revertir la subjetividad y colocarla en el lugar de la subjetividad perdida. Holloway rescatará el método de Marx entendido como aquel que sigue en el pensamiento (y por lo tanto forma parte conscientemente en) el movimiento del proceso del hacer. La génesis es entonces génesis humana, como poder-hacer humano. Como Holloway ve en la negatividad crítica una fuerza creativa en sí misma, en realidad, cuando plantea que el movimiento de desfetichización es la voz teórica del grito, está afirmando que, a través de la propia fuerza de la negatividad, se puede alcanzar el conocimiento de la verdad y que en esa dinámica la transformación resultante en la “conciencia” conducirá de alguna forma a la praxis social. Queda claro que en Holloway y el open marxism el núcleo de la relación entre teoría y práctica, entre praxis intelectual y praxis política, resulta ser vago y abstracto, sin ninguna explicación referida al medio social que pudiera servir para conducir esta mediación, una vez rechazado el papel del partido. En el open marxism el intermediario para la mediación sigue siendo tan misterioso como el intermediario entre los espíritus y la carne en el mundo. Sin duda en Holloway y en el open marxism existe aversión respecto de la idea de un sujeto colectivo. En Holloway subsiste aquella precondi-

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ción adorniana de interpretar el mundo, no como sustituto del cambio, sino como su precondición y como elemento preventivo para una praxis falsa. En la teoría del open marxism no hay lugar para la conciencia de clase como experiencia política. Por el contrario, todo parece indicar que Holloway desarrolla una concepción de la conciencia individual como sujeto de la experiencia cognitiva. Si para Luckács el contraconcepto de la reificación es la conciencia de clase, para Holloway será el de la experiencia.

Excursus 2: Autonomismo y organización política Ya hemos hecho mención de cómo el nuevo ciclo de luchas abierto en 1968 marcó el comienzo de la ruptura definitiva de Negri con el marxismo crítico. Distanciamiento definitivo que alcanzaría su punto máximo con el surgimiento de una nueva subjetividad obrera que, demandante de un proyecto político inmediato, se mostraba ajena a la estructura teórica del tipo de marxismo que predicaba la teoría crítica. Habría de ser con la intensidad de las luchas sociales hacia mediados de los 70 cuando la cuestión de la subjetividad trepó al punto más alto de la agenda política del autonomismo. En ese contexto la teoría de la organización política apareció como la forma más práctica y volátil de la teoría del sujeto. Negri se alejará definitivamente de la teoría crítica: la clase obrera, en el contexto de lucha y enfrentamiento de la época, no podía seguir siendo vista como sujeto pasivo de la explotación construido a través de los mecanismos de dominación capitalista. Esta lectura exigía un cambio drástico: recuperar aquella lectura de Marx sobre la Comuna de París y la revolución de 1848 donde el sujeto activo se constituía sobre la base de sus necesidades y deseos, mientras proyectaba una nueva sociedad. Esta ruptura en el pensamiento de Negri, esta inversión en la aproximación que era propia del marxismo crítico, no significará un alejamiento de Marx: por el contrario, avanza en la perspectiva de profundizar en la problemática marxista intentando reconocer la emergencia del sujeto clase obrera como el pensamiento central del Marx “maduro”. Es en ese momento cuando Lenin habría de convertirse en un importante punto de apoyo para Negri, a la par que se afianzaba en una perspectiva fuertemente antialthusseriana. En efecto, para el italiano la diferencia entre el joven y el viejo Marx, como expresión de la tesis althusseriana, no podía remitir a una ruptura epistemológica, sino que, en todo caso, convocaba a una ruptura referida a las subjetividades. Pero así como Negri se vio forzado a reconocer el rol central del sujeto en la concepción marxiana, también debemos reconocer que la importancia del sujeto en Negri no se alcanzó al margen de Lenin. Más aún, diríamos que la distancia entre Negri y Althusser bien puede medir-

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se por las apreciaciones que ambos tuvieron con relación a Lenin. Si Althusser critica a la academia por no haber reconocido en Lenin al filósofo tras su consigna de que “sin teoría revolucionaria no hay acción revolucionaria”, Negri rescatará aquel concepto leninista: es más útil o interesante hacer la revolución que escribirla. Por lo demás, la invitación que nos hace Althusser para rescatar a Lenin no se asienta en la práctica revolucionaria del dirigente ruso sino, más bien, en el rescate del genio de Lenin tras sus intentos de subordinar la práctica revolucionaria al desarrollo del horizonte teórico. Althusser buscaba introducir a Lenin en la academia. Negri, por el contrario, lo convocaba para moverse desde la academia hacia la fábrica. El estudio de Lenin provocará en Negri una verdadera ruptura subjetiva donde el sujeto se aparecerá como la fuerza conductora que subvierte y reorienta las estructuras que constituyen el horizonte conceptual. De ahí en más la concepción de organización en Negri estará fuertemente sostenida en una teoría de la subjetividad de los trabajadores antes que en la crítica de la economía política. Es posible plantear que la recuperación de la perspectiva leninista, tal como la desarrolla Negri, representa otro de los puntos que lo diferencian de la aproximación del open marxism. Negri incorporará a Lenin para avanzar en sus análisis sobre la composición de clase y sobre la organización de la clase. Sin embargo, la figura de Lenin que rescata no es la clásicamente difundida; en este aspecto, Negri desarrolla una lectura marxista de Lenin, diferente de la usualmente divulgada. Comparando ambas concepciones –autonomista y leninista– surgen dos observaciones importantes. Una primera observación conduce a puntualizar el hiato que existe entre la intensidad y la densidad de la exaltación de la subjetividad obrera, propia del autonomismo, y que remata en la inversión de clase mencionada, y el postulado leninista que, al hacer hincapié en el eslabón más débil del capitalismo como elemento fundante de la transformación social, termina relegando a un segundo plano la subjetividad obrera. Una segunda observación enfatiza que, mientras Lenin asienta su teoría de la organización en la crítica de la economía política, Negri lo hará basándose en una teoría de la subjetividad de los trabajadores que desarrolla a ese fin. En efecto, Negri construirá una teoría de la subjetividad obrera basándose en dos aportes leninistas: 1) la categoría formación social económica, que Lenin utilizara para su análisis del desarrollo del capitalismo en Rusia, y 2) la orientación particular que Lenin imprime hacia la investigación de las condiciones reales de comportamiento del movimiento obrero, y que orienta su teoría de la organización. En esta perspectiva Negri se moverá desde los postulados de la Crítica de la economía política a la teoría de la organización. Orienta su análisis del sujeto incorporando aque-

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llos trabajos de Lenin basados fundamentalmente en la espontaneidad de las masas y el carácter economicista de las luchas que las orientaba. Confluyen en ese sentido también análisis de trabajos de Lenin como Quiénes son los amigos del pueblo, donde la espontaneidad de las masas es caracterizada por Negri como el primer momento de la organización leninista. Esta particular lectura sobre Lenin le permitirá rescatar la importancia política que éste asigna a las luchas espontáneas de los trabajadores más altamente calificados y el hecho de que las luchas obreras, a pesar de su inmadurez organizativa, siempre manifiestan una intuición política, aluden a alguna meta política. Podemos concluir afirmando que la espontaneidad y el economicismo, que luego serán criticados frontalmente por el leninismo, son analizados por Negri como el momento primario de la subjetividad obrera emergente y como los primeros momentos de la organización por venir. Lejos de dejar de lado el carácter espontáneo y el perfil economicista de las luchas, Negri considerará que la emergencia de la subjetividad obrera así como los elementos asociados a esta espontaneidad constituyen los primeros momentos de la organización futura, así como la organización de la propia subjetividad obrera. De cualquier manera, el particular sesgo que alcanzan los análisis de Lenin en textos como el Qué hacer, con fuertes críticas al espontaneísmo de las masas, es considerado por Negri como la lógica conclusión de un proceso que lleva la subjetividad de masas al nivel de la verdad, y otorga identidad interior a la clase obrera. En la medida en que el partido leninista asume el modelo de la fábrica taylorista como la materia prima de la subjetividad espontánea de los trabajadores para transformarla luego en un arma coherente y subversiva, esta concepción de partido delimita, junto con la categoría mencionada de formación social económica, que el partido, la organización política de la clase, se encuentra emparentado con lo que el autonomismo designa como composición de clase. Esta concepción leninista resultará por lo demás fuertemente crítica tanto hacia las concepciones anarcosindicalistas como hacia aquella otra que rechaza cualquier construcción política que estuviere o se hallara apoyada en la espontaneidad de las masas. La paradoja de la teoría de la subjetividad leninista descansa en la perfecta identidad de los dos momentos de la organización: la libertad de actividad y la prefiguración posible. Ahora, ¿cuál es la lógica de esa prefiguración?, ¿qué es lo que lleva a Lenin y Negri a pensar que la expresión espontánea de las masas va a concluir en el programa político consciente? La semilla de la subjetividad de clase leninista debe buscarse en el modo de producción específico, en la forma de organización que adopta el comando capitalista. La subjetividad no puede quedar restringida al producto de las luchas económicas espontáneas derivadas de los deseos de los trabajadores; por el contrario, las luchas de

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los trabajadores son el resultado de los deseos determinados formados por las relaciones materiales de trabajo en el proceso de producción. La espontaneidad reside en el hecho de que la expresión de los trabajadores no proviene de ninguna organización externa sino que nace directamente de las propias condiciones materiales. Dicho de otra forma, la afirmación leninista de “luchas económicas como expresión espontánea del trabajador” no debería ser interpretada como una definición idealista de la subjetividad; por el contrario, en Lenin el sujeto se define a partir de su composición material de lucha, del salario, de su ubicación institucional. En otras palabras, los sujetos se definen en el marco de condiciones específicas y a partir de su relación con el trabajo. Cuando Lenin ve en el obrero calificado ruso al sujeto paradigmático de la etapa, formula esta apreciación como una abstracción, aunque en términos marxistas se trata de una abstracción determinada. No estamos, por lo tanto, frente a una categoría basada en una especulación idealista, sino frente al reconocimiento de una tendencia real en el mundo material, en este caso, de la composición de clase. El paradigma de subjetividad obrera se asienta pues en el modo específico de producción, mientras que la composición particular de esta subjetividad es la que otorga sustento al modelo de organización revolucionaria. En este sentido la organización revolucionaria está prefigurada ya en el propio proceso de trabajo. Asentado en una determinada subjetividad el Partido Socialdemócrata ruso terminó delineando en su interior la organización jerárquica de la producción capitalista, cuando reproducía la misma relación entre la vanguardia y las masas fabriles. El carácter externo que asumía el partido de vanguardia representativo de la clase trabajadora encontraba su correlato productivo en la separación que el propio proceso de producción realizaba con los obreros profesionales al apartarlos de los obreros abocados a la fabricación propiamente dicha cuando los retiraba de la línea de producción. La fuerza y las limitaciones de la teoría leninista descansan en esta fuerte relación establecida entre forma de organización y modo de producción específico capitalista. El partido revolucionario fue efectivo como forma de organización de los trabajadores en la Rusia prerrevolucionaria, porque recuperó la forma específica de organización inmanente al proceso de producción industrial contemporáneo. Aunque su arquitectura debe restringirse precisamente porque adoptó una forma que se referenciaba en el modo de organización productivo específico de la Rusia de la época. Por ello es que debe ser considerado único. Una de las lecciones más importantes que extrajo Negri (2004a) en su estudio sobre Lenin fue la necesidad de relacionar la discusión y la práctica de los problemas de organización con la materialidad real de los movimientos de clase; enseñanza que significa afirmar que el modelo de orga-

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nización leninista ya no resultará apropiado para la subjetividad obrera emergente del modo de producción de nuestros días. Establecer una correspondencia del modelo organizativo leninista con los tiempos actuales previamente exige encontrar similitud entre la composición de clase de la época leninista y la actual configuración. En este aspecto, lo que observamos son formidables puntos de discontinuidad y heterogeneidad. La fragmentación, el comportamiento autónomo, las huelgas salvajes, las ocupaciones de fábrica, muestran una significativa diferencia con aquellas manifestaciones espontáneas de los trabajadores que expresaban un alto grado de verticalismo. Comparada con la dinámica de luchas de la Rusia zarista, la dinámica de las luchas de resistencia de nuestros días, la relación entre la dirigencia y las bases, adoptan un fisonomía mucho más horizontal. Si la producción especializada rusa proveyó las condiciones para el surgimiento del trabajador profesional, como el paradigma de la subjetividad obrera, luego del 30 la reestructuración capitalista destruiría las condiciones de producción del obrero profesional, mientras se pulverizaban las jerarquías entre los trabajadores y se allanaba la relación entre la vanguardia y las masas que había caracterizado la anterior organización de los trabajadores. Negri reconoce este cambio histórico, que lo separa de Lenin en términos marxistas, como el pasaje de la subsunción formal a la subsunción real del trabajo por el capital. En la fase de la subsunción formal existía un desfasamiento entre la producción social y el capitalismo: en efecto, persisten aún, en esa época, ciertas formas de cooperación social en espacios de producción externos al capital que serán formalmente subsumidos en la estructura global de dominación capitalista. En la subsunción real la fuerza de trabajo y las relaciones capitalistas de producción se extenderán horizontalmente a través de la sociedad. Más tarde Negri reconocería en toda su importancia el pasaje de una etapa a la otra. A esta altura el razonamiento era más simple: Lenin reconoció en condiciones de subsunción formal la existencia de un desfase entre las particularidades que asumían las luchas económicas y la generalidad de las luchas políticas que necesitaban ser afirmadas o recuperadas por la organización del partido. Este pasaje de lo particular a lo general entre las luchas económicas y las luchas políticas constituyó la base de la propuesta leninista de un partido externo a la clase obrera. Hoy, en los marcos de la subsunción real, en la medida en que esta separación se diluye, no existe base para una organización política “externa”. En realidad, para Negri el aspecto más innovador del pensamiento de Lenin es su metodología de masa, su teoría de la inteligencia de masa, su habilidad para diluir la teoría en la práctica de las masas y cristalizarla en una lectura central. En manos de Negri el leninismo es una propuesta para la reorientación del esfuerzo marxista, la subordinación e incorpora-

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ción de la crítica del capital en el proyecto revolucionario de la clase trabajadora. El proceso de reestructuración capitalista y las modificaciones alcanzadas a nivel de la subjetividad obrera van a provocar en Negri una modificación con relación a la organización política. El surgimiento del obrero masa devendrá en una adecuación de la organización política: el partido profesional de vanguardia será reemplazado por el partido de vanguardia de masas. Es que las diferenciaciones entre luchas económicas y luchas políticas teorizadas por Lenin ya no resultaban aptas para un análisis de los antagonismos sociales. Apoyada en el poder de la subjetividad de masas, la clase obrera rechazará toda forma de representación externa, y se presentará ella misma como el sujeto de poder inmediato. Sin embargo, este primer componente del concepto parece desvirtuarse cuando Negri reconoce, no pocas veces, la necesidad de una vanguardia que unifique y dirija: en aquel caso eran los obreros masa de las grandes fábricas quienes tenían la tarea política de constituirse en vanguardia, en la medida en que conformaban el corazón de la producción capitalista. Similar mención realizará con respecto al cyborg de la época del Imperio. En este sentido, Negri replantea la centralización revolucionaria y la necesidad política del partido. Propondrá en su momento que el partido sea interno y externo a la masa de manera paradójica en la medida en que ambas luchas, la de las masas como lucha económica y las de la vanguardia como lucha política por el poder, se encuentran dialécticamente unidas en el partido de vanguardia de masas. En la lectura de Negri el pasaje de las luchas económicas a las políticas implicará un salto de la cantidad a la calidad. De cualquier manera este concepto de vanguardia-masa no terminó nunca de convencer totalmente a Negri, quien buscará una síntesis social que le permita alcanzar la definición de un sujeto revolucionario lo suficientemente fuerte como para satisfacer las necesidades de la clase. Queda claro que el open marxism y el autonomismo plantean puntos de vista absolutamente distintos con respecto a la organización política. Mientras el primero rechaza tout court la toma del poder, reniega de las posiciones leninistas, minimiza la problemática de la organización política, supedita la construcción del proyecto político a la crítica del capital privilegiando el análisis del sujeto explotado y oprimido sometido a la lógica fetichizante, el autonomismo obrero, por el contrario, rescatará al Lenin que asienta la construcción de la organización en la producción de la subjetividad obrera en las condiciones materiales particulares de producción; al Lenin que tomó la materia prima de la subjetividad espontánea de los trabajadores de fábrica y la transformó en un arma coherente y subversiva; al Lenin que plantea que la subjetividad de clase debe bucearse en el modo de producción específico, en la forma de organización que

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adopta el comando capitalista; al Lenin que adapta la organización política a la particular composición de clase.

La relación capital-trabajo La relación capital-trabajo constituye otro de los puntos en que el open marxism se aparta, discute y polemiza con el autonomismo obrero. El marxismo tradicional esterilizó durante décadas el pensamiento vivo de Marx al reducirlo ya a la crítica de la hegemonía capitalista ya al examen de las “leyes” de su movimiento. La seducción que en los marxistas tradicionales ejercieron los mecanismos de opresión y autoritarismo del capital en la fábrica y su dominación cultural, que se extendía como sostén de la instrumentalización de las luchas obreras, impidió la incorporación de la presencia activa del sujeto antagónico en este proceso. En este derrotero la clase capitalista terminó siendo el único sujeto reconocido, mientras la incorporación del sujeto obrero en esta confrontación lo remitía al papel de elemento derivado del propio desarrollo del capitalismo. Como culminación de este análisis su dinámica fue casi invariablemente analizada a partir de las contradicciones internas generadas entre los propios capitalistas y que se canalizaban mediante la competencia. Para el autonomismo la relación trabajo-capital adquiere las características de una relación externa, donde el segundo depende del movimiento obrero y donde la historia del capital es la de la reacción de éste contra el trabajo. En la versión del open marxism, si bien el capital depende del trabajo, del producto del trabajo, la relación establecida es interna, en la medida en que la constitución de un polo es producto de la actividad del otro. En la versión del autonomismo el trabajo es visto contra el capital, mientras éste es incorporado como límite o restricción al poder del trabajo vivo, es decir, a la creatividad y la energía humanas. Según el autonomismo obrero, el análisis que Marx realiza sobre el capital, en tanto trabajo muerto, debe ser abordado en un contexto donde el dinamismo social hace pivote precisamente sobre el espacio que el capital busca dominar; y donde precisamente este dinamismo es el que permanentemente saltea las barreras y provoca la crisis. El poder como comando, terminología que Negri toma de Spinoza, depende de la vigencia de la habilidad del capital para comandar nuestro poder para constituir la sociedad. Toda teoría de la crisis debe estar referenciada en un análisis de la dinámica de esta lucha antagónica. Por su lado, en la versión del open marxism el trabajo debe ser abordado desde el en y contra. En el caso del autonomismo obrero, la dinámica del capital es interpretada como una reacción; en el caso del open marxism, la dinámica capita-

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lista es entendida como un producto. Si bien ambas concepciones están presentes en el autonomismo, Holloway observa que al encontrarse éste imposibilitado de analizar la relación interna capital-trabajo, la escuela italiana concluirá subestimando el grado de existencia de la clase obrera en las formas capitalistas. Sin embargo, razona Holloway, entender la lógica del capital sólo a partir de la lucha política y relegar la consideración de las leyes objetivas tendenciales conducirá al autonomismo, en la persona de Negri, a considerar redundante la ley del valor (Negri, 1992b), razón por la cual para el autonomismo la disputa quedará planteada en términos de juegos de acción y reacción: a mayor fuerza de las luchas de la clase obrera, mayor reacción defensiva capitalista, mayor componente totalitario en la respuesta. En la perspectiva del open marxism, la relación capital-trabajo no debe abordarse desde la inversión de la relación. Por el contrario, se trata de disolverla. Es en este momento cuando el open marxism introduce el análisis de la forma. En esta perspectiva teórica reconocer la forma dinero como forma del valor y la forma valor como forma del producto del trabajo significa aceptar que dinero y valor son formas de las relaciones sociales, proceso que supone la existencia de relaciones internas entre valor, dinero y trabajo. Por ello valor, dinero y trabajo deben ser analizados como relaciones sociales. Desde esta óptica el Estado, el dinero y el capital no pueden ser abordados como cosas separadas en la sociedad capitalista. Por el contrario, deben ser analizadas como formas de las relaciones sociales que mantienen conexiones internas. Este proceso implica contraponerse a toda lectura donde la relación es analizada como externa. Cuando se hace hincapié en las externalidades se adopta, según el open marxism, una lectura de las relaciones sociales en términos causales; privilegiar las conexiones internas, por el contrario, para los británicos, nos remite a su metamorfosis. Según Bonefeld (1994), a diferencia del estructuralismo, el autonomismo coloca en el centro de su análisis la propia actividad de la clase obrera (autoactividad del trabajo). En ese sentido aborda las relaciones sociales como esencialmente prácticas, manifestando así sus diferencias con el estructuralismo. Sin embargo, continúa Bonefeld, el autonomismo, a pesar de considerar la lucha de clases como el dato primario, no alcanza a desarrollar esta noción en una perspectiva radical. Según el open marxism, el autonomismo tiende a dividir la existencia social en dos esferas: una, la de la máquina, donde impera la lógica del capital, y otra, la del poder trascendente de la práctica social propia de la clase antagónica. De esta manera el énfasis puesto en la autoactividad del trabajo se funda en la inversión de la perspectiva de clase, desplazando el punto nodal del análisis en el desarrollo del capitalismo hacia las luchas de la clase obrera.

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Partiendo del análisis que Mario Tronti realizara en “El rechazo al trabajo” (en Tronti, 2001: 248) donde afirma que “la clase de los capitalistas nace subordinada a la clase obrera. De ahí la necesidad de la explotación [...] la explotación nace históricamente de la necesidad del capital de evitar la subordinación a la clase de los obreros productores”, Bonefeld concluye que tal afirmación destruye toda posibilidad de considerar el trabajo como un poder constitutivo. En el autonomismo obrero, continúa Bonefeld, el capital es considerado un sujeto que tiene derecho y que no sólo reacciona contra la fuerza del movimiento obrero sino que vive engañando la autoactividad del trabajo. El trabajo, en la versión autonomista, no es considerado el productor de las formas pervertidas sino algo externo al propio mundo social pervertido; el poder constitutivo del trabajo se posiciona externamente frente a su propia perversión, denominada capital. Simultáneamente el énfasis puesto en el componente lucha en el espacio abierto de disputa entre estructura y lucha impide superar la propia separación teórica. El autonomismo, según Bonefeld, no se cuestiona por qué la práctica humana existe en la forma pervertida de la dominación capitalista. Menos aún se plantea el autonomismo el problema de la forma. Invocando simplemente la proximidad revolucionaria del trabajo, el autonomismo tiende a externalizar la estructura del sujeto, induciendo de esta forma una concepción subjetivista, que es, para el open marxism, la otra cara del determinismo. Bajo esta lectura, dice el open marxism, la lucha de clases permanece externa al objeto y el capital aparece construido según una lógica de dinámica que se cierra sobre sí misma y cuyas inconsistencias –tratadas de manera separada a las contradicciones constitutivas de la relación entre capital y trabajo– proveen puntos de ruptura para la autonomización revolucionaria. La relación capital-trabajo es abordada por el autonomismo obrero, continúa Bonefeld, como una lógica sistémica represiva que se contrapone a las fuerzas subjetivas de manera dualista y externa. En ese sentido, el autonomismo reproduce el pecado dualista del estructuralismo. Si en el estructuralismo la contradicción adopta la forma de inadecuación o disfuncionalidad estructural entre regiones distintas –como entre la economía y la política–, en el autonomismo la contradicción se expresa entre la autonomía del sujeto revolucionario y el sistema capitalista. Según Bonefeld, el análisis deber ser capaz de dar cuenta tanto de las conexiones internas entre los fenómenos sociales como de establecer igualmente la naturaleza interna de su relación. En el caso de las conexiones internas, continúa, debe teorizar sobre el contenido humano que constituye la realidad social interconectada, que, si bien crea formas complejas diferentes unas de otras, posee una unidad interna. Hablar de interconexión significa explicitar aquel poder constitutivo que vuelve dife-

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rentes los fenómenos sociales unos de otros en la unidad. En realidad los diferentes fenómenos existen unos a través de los otros; cada fenómeno es la presuposición del otro. Por ello el open marxism rechaza toda diferencia entre construcciones abstractas de lógicas económicas y políticas y la existencia de estas lógicas en un mundo real. La estructura y la lucha se envuelven entre sí como momentos de un proceso. Ambas existen como formas de existencia de la relación que las constituye. En este sentido, la noción de objetividad social puede ser comprendida sólo cuando la objetividad es abordada como una abstracción existente, una abstracción que existe en la práctica. Las relaciones sociales son así, para el open marxism, prácticas. El concepto de que las relaciones sociales están fundadas en y a través de la práctica implica un punto diferente de partida con relación a aquellos para quienes el mundo se presenta fragmentado. Y ese punto de partida es la constitución social del movimiento histórico del trabajo (Bonefeld, 1994: 45). La clave para comprender la historia de la sociedad debe asentarse en el desarrollo histórico del trabajo; clave contenida en la abstracción mencionada, es decir, en aquel contenido humano que en la sociedad capitalista existe como forma negada. Pero en la sociedad capitalista el poder productivo del trabajo social adopta la forma pervertida del valor. El punto de partida no puede ser, entonces, el capital. Y esto es así porque en Marx lo que se afirma como objetividad lógica, objetividad o existencia objetiva es considerada subjetividad alienada (ibídem). El análisis de Negri, por su parte, induce a resaltar la existencia de dos sujetos en la historia del capitalismo. Su lectura política acompañó el desarrollo cronológico de los hechos asentado en dos niveles interconectados: por un lado avanzó en el análisis del contenido político de las categorías marxistas; por el otro examinó el método de Marx en el desarrollo de su trabajo. Negri observa una creciente tensión entre el comportamiento dialéctico del capital y la lógica antagónica de separación ejercida por la clase trabajadora, proceso donde la dialéctica no es incorporada como una ley metafísica asociada a un desarrollo cosmológico sino, más bien, como la forma que impulsa el capital para atar las luchas de la clase trabajadora (Hardt, Prefacio a Negri, 2001a). Dicho de otra forma, cuando el capital consigue amañar exitosamente las luchas de la clase obrera sometiendo la subjetividad de la clase al yugo capitalista, ha impuesto la unidad contradictoria de la relación dialéctica. Pero para que ello ocurra el capital debe vencer al otro sujeto, clase obrera, que se mueve y desarrolla según su propia lógica separada. Esta lógica no es una dialéctica sino de antagonismo, de separación; lógica que caracteriza la dinámica obrera no para controlar su opuesto sino para destruirlo y así alcanzar su liberación. Dos lógicas diferentes correspondientes a dos clases diferentes y opuestas.

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Tal es la lectura de Negri con relación al análisis de Marx: la lógica dialéctica del capital y la lógica antagónica de la clase obrera (Negri, 2001a). En Marx más allá de Marx Negri intenta demostrar cómo el filósofo alemán abordó el desarrollo de la sociedad capitalista simultáneamente con el desarrollo de la clase trabajadora como sujeto separado y antagónico, como sujeto que desarrolla su poder empujando al sistema a su crisis y extinción. Señala cómo, en los Grundrisse, Marx fue capaz de trazar el desarrollo simultáneo de ambos sujetos: mientras examina, por un lado, los pasos del capital desde su dominación formal mediante el dinero, hasta su dominación directa en la producción y circulación culminando a nivel del mercado mundial; por otro echa luz sobre el crecimiento de la clase trabajadora. En este caso su análisis traza un camino que parte de la fuerza del trabajo viva dominada, pasa por la etapa del proletariado industrial para alcanzar su pleno desarrollo como clase revolucionaria en la época de la reproducción social. Dos sujetos confinados juntos por el poder de uno de ellos para dominar al otro, aunque se trata de dos sujetos con poder para actuar, diseñar y modelar su propia iniciativa en la lucha de clases. Desde esta perspectiva es indudable que la categoría de hegemonía capitalista queda cuando menos opacada. En efecto, desde el punto de vista del desarrollo del sujeto clase obrera, la categoría hegemonía es, en el mejor de los casos, un mecanismo de control momentáneo, permanentemente superado una y otra vez por las luchas obreras. No se puede confundir en ese sentido el hecho de que los capitalistas hayan sido capaces de retomar el control con posterioridad a alguna disputa o crisis superada con el concepto de hegemonía sin desafío. El resultado de la lucha de clases como producto de la confrontación de dos sujetos antagónicos es impredecible. Esta perspectiva de análisis vuelve igualmente oscuro aquel concepto de objetividad de las leyes capitalistas. En un mundo de dos sujetos antagónicos la única objetividad es el producto de sus conflictos. Sin embargo, en el proceso de este choque de subjetividades el desarrollo continuo de la clase obrera desde su condición de sujeto dominado a la de clase revolucionaria significará un cuestionamiento y un desgaste permanente del control capitalista. Por ello para Negri la competencia entre capitales tiene el significado de constituir más bien una disputa primitiva y sórdida antes que el vector resultante del desarrollo del capitalismo. El poder como comando, según lo entiende Negri –lo desprende de Spinoza–, para subsistir depende de su habilidad para comandar, del poder para constituir la sociedad. De ahí que toda teoría de las crisis deba estar anclada en el análisis de la dinámica de este antagonismo. En esa perspectiva la crisis, incluso la actual, debe ser vista como el fracaso capitalista por controlar la lucha combinada y complementaria de la clase trabajadora mundial que, operando al más alto nivel de socializa-

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ción, se proyecta simultáneamente sobre la producción y reproducción del capital. Según Harry Cleaver (1979), el aspecto básico de la teoría marxista se condensa en la idea de una clase obrera constituida en fuerza fundamental de la sociedad capitalista. Si bien la creatividad, la cooperación y la innovación son características propias del género humano que facilitan el normal desarrollo de las tareas, en el capitalismo estas cualidades se encuentran acotadas, de manera que sólo pueden instrumentalizarse como poder o como poder de comando. La particular organización social que modela la sociedad capitalista exige acotar y restringir el poder de la clase obrera, si se trata de impulsar el normal desarrollo del capitalismo. De manera que es posible pensar la dinámica capitalista como la dinámica que asume esa relación antagónica y que obviamente envuelve innumerables formas de relación entre el poder de comando (capital) y el poder (trabajo). ¿Cuál es la dinámica de la crisis, según Cleaver? En realidad para él nunca hay ausencia de poder en la sociedad; sin poder para restringir, el poder de comandar se volvería sin sentido. Si bien es cierto que el trabajo muerto comanda al trabajo vivo, la dinámica del capitalismo, la dinámica de esta relación antagónica, es muy variada y cambiante. En esa dinámica de fondo el desarrollo de la crisis puede ser interpretado según una secuencia con un primer momento en que el poder precipita la crisis a partir de su fortaleza y las restricciones que impone su desarrollo. Es el momento de la apertura de los espacios de confrontación y de las luchas. Se trata de circunstancias en las que es posible actuar de manera autónoma y rechazar la instrumentalización capitalista. En ese sentido la crisis del keynesianismo significó la ruptura de los hilos de control que había tejido la fábrica social11 en el conjunto de la sociedad. Un segundo momento de la crisis está relacionado con el intento capitalista por superarla, proyectando la crisis en el interior de la clase obrera mientras el capital busca impulsar las mejoras que han sido cuestionadas por los trabajadores en este proceso, ahora mediante la reestructuración productiva. Se alcanza así un mayor control sobre el trabajo mientras se avanza en la reestructuración técnico-política, motorizada por la disminución de los ingresos reales, la generación de mayor desempleo y los intentos de subordinar las distintas expresiones sociales de resistencia al poder capitalista. Ejemplo de estas luchas sociales son las de las mujeres y de los estudiantes en el espacio de confrontación que se abrió desde mediados de los 60.

11. Para una discusión sobre la categoría fábrica social, véase M. Tronti, “La fábrica y la sociedad” (en Tronti, 2001: 43 y ss.).

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Podemos concluir diciendo que para Negri el capitalismo es un sistema social con dos subjetividades, donde una de ellas, el capital, controla a la otra, la clase obrera, a través de la imposición del trabajo y el plustrabajo. La lógica de ese control es una lógica dialéctica que restringe el desarrollo humano a los límites de la valorización del capital (Hardt, Prefacio a Negri, 2001a). De ahí que la lucha central de los trabajadores como sujeto independiente signifique superar y quebrar el control del capital a través de lo que el autonomismo ha denominado el rechazo al trabajo.12 La lógica de este rechazo es antagónica, de separación, cuya realización mina y destruye la dialéctica del capital. En ese espacio ganado de destrucción la clase construye su propio proyecto independiente, su propia autovalorización.13 La revolución, dice Negri, es un acto simultáneo con dos escenarios: el de la destrucción del capital y el de la constitución de una nueva sociedad, el comunismo. Cuando Negri se refiere al capital lo hace como modo de existencia dialéctica, puesto que en su disputa con el trabajo toda lucha es recuperada desde su lógica. Para la teoría autonomista la lógica de la acumulación de capital no está separada de la manera como la clase obrera puede enfrentar esa lógica y luchar contra ella. La acumulación de capital es en este sentido más bien acumulación de clases y por tanto de las luchas entre ellas. Pero si la acumulación de capital es lucha de clases, el poder de la clase obrera estará ahí siempre presente como amenaza en algunos casos y será exitoso en otros al provocar la ruptura del sistema y precipitar la crisis. La teoría de la composición de clases retoma la lectura de Marx con relación a la composición del capital, aunque ahora explicitada en térmi-

12. Entendido como una consigna contra la concepción difundida y ampliamente aceptada en distintos círculos socialistas y marxistas de exaltación del trabajo (el trabajo dignifica, en versión vernácula), el autonomismo entiende que la destrucción del capitalismo implica también la disolución del trabajador como tal. No puede ser confundida como negación o minusvaloración de las capacidades creativas y productivas de cada uno. Es en todo caso el rechazo del comando capitalista en cuanto estructura y relaciones de producción que ligan y distorsionan esta capacidad, y al mismo tiempo afirmación de la capacidad productiva y creativa autónoma e independiente de las relaciones capitalistas de producción. 13. En la lógica de la inversión del punto de vista de clase, frente a la valorización capitalista abordada por Marx, como el proceso creador de plusvalía en el proceso de trabajo, el autonomismo promueve la categoría autovalorización, tomada de los Grundrisse y fundada, en este caso, en las necesidades y deseos colectivos de la comunidad productiva. En el proceso italiano, el autonomismo designó muchas veces con esta denominación aquellas formas organizativas sociales, locales y comunitarias, relativamente autónomas de la relación de producción capitalista y del control del Estado. Referida a la estructura filosófica, la autovalorización es concebida igualmente como el conjunto de aquellos procesos sociales que conforman una subjetividad colectiva alternativa y autónoma dentro y contra la sociedad capitalista.

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nos de la división de las relaciones de poder gestadas en y entre las clases en el proceso de acumulación de capital. Según Cleaver, no es posible hablar en el autonomismo de una lógica de separación propiamente dicha de la clase obrera con relación al capital sino más bien de una lucha permanente para separarse del capital. Se trata de una lucha contra la subordinación de la vida al modo capitalista de organización de la sociedad, para que las vidas del trabajo no queden reducidas exclusivamente a simple fuerza de trabajo y trabajo vivo, y no se vean sometidas a la forma capitalista de organización de la sociedad. Esa lucha permanente por la separación sugiere que la clase obrera desarrolla en ese antagonismo nuevos métodos de organización y lucha contra el capital, aunque no todas las luchas adquieren un carácter de separación del capital. No son pocos los sectores sociales que pelean y dan batalla dentro del sistema por alcanzar niveles superiores en la jerarquía social existente sin amenazar ni generar separaciones con relación al capital. Sin embargo, cualquier disputa social que cuestione el sistema salarial debe ser vista como un cuestionamiento a la subordinación de la vida a la forma capitalista de organización de la sociedad. En este sentido el carácter asignado a las luchas de ir detrás (beyond), más allá de, es revelador de esa tendencia a la separación, al tiempo que simultáneamente significa moverse hacia alguna alternativa, en la perspectiva de la construcción de esa alternativa. La lógica de la separación sugiere que la clase obrera desarrolla nuevos métodos de organización mientras lucha contra el capital: es la manera como se desarrolla el “más atrás de”. Las categorías utilizadas por Negri referenciadas en la autovalorización y el poder constituyente14 testimonian los esfuerzos del filósofo italiano por teorizar sobre tales luchas y sus límites. Y cualesquiera sean los límites que les asignemos, han tenido la virtud de plantear el problema, a pesar de los esfuerzos esquivos en la mayoría de los teóricos marxistas. Para oponerse a la dialéctica del capital, Negri parece sugerir entonces que la clase obrera tenga su propia autonomía, su propia lógica de separación, que resiste a la dialéctica del capital y que, lejos de reproducir como espejo su contrario, se expande en complejidad y multiplicidad.15

14. Extraído del análisis de Maquiavelo sobre las modernas revoluciones políticas, en la lectura de Negri esta categoría se referencia en las formas de poder que crean y animan de manera continua un conjunto de estructuras jurídicas y políticas. Contrastando con el carácter cerrado y estático del poder constituido, se trata de un proceso abierto. La dinámica revolucionaria del poder constituyente es la propia constitución de la república. La lógica de enfrentamiento se resume en el choque de poder constituyente versus poder constituido. 15. El abordaje de Negri con relación al sujeto revolucionario está asentado en la pluralidad asignada, entendida como multiplicidad.

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Quizá podríamos preguntarnos sobre la validez de su corolario. Es decir, ¿por qué al final de cada ciclo de lucha, luego de cada acto de reestructuración capitalista, no se constituye el sujeto social antagónico al capital? Las respuestas pueden ser también múltiples: bien porque aún no estamos en la fase de reestructuración del ciclo, bien porque en realidad está emergiendo una nueva composición de clase, aunque ahora plural y múltiple. En realidad, no existe constitución inmediata del sujeto al final de cada ciclo de reestructuración capitalista. Ninguna corriente política que se considere perteneciente al autonomismo marxista plantea la constitución de manera automática del sujeto antagónico producto de la crisis y su reestructuración. Sin embargo, el open marxism interpretará esta ausencia como manifestación de un lenguaje positivista que estaría presente en el análisis autonomista en la medida en que: 1) el autonomismo obrero “vería” la constitución del nuevo sujeto como expresión de una ley de cumplimiento automático, y 2) liga la construcción de la subjetividad a la reestructuración capitalista. La pregunta que debemos responder es, según Holloway, quién es el sujeto de la crisis. La “formal” separación entre lo económico y lo político que genera el autonomismo, al aislar el ciclo de reestructuración capitalista por un lado y la nueva composición política de clase por el otro, es motivo de crítica por el open marxism. ¿Hasta qué punto, según el open marxism, no existe en este análisis una peligrosa fetichización del sujeto en la medida en que la propia categoría composición de clase nos impulsa a esperar al nuevo sujeto? En ese sentido para Holloway sería la propia vida la que constituye el sujeto social antagónico del capital; se trataría de una constitución de la subjetivación como proceso. Sin embargo, y en relación con este cuestionamiento del open marxism, baste recordar los esfuerzos que Negri y diversos autonomistas realizaron durante largo tiempo desde la revista Futur Anterieur16 para avanzar en la determinación de las nuevas subjetividades, así como en el análisis de las diversas respuestas que el capital ha ofrecido ante la cambiante evolución de la subjetividad obrera. En ese sentido, la preocupación manifiesta con relación al desarrollo del trabajo inmaterial encuentra su impulso no sólo en el nuevo carácter social del trabajo, y por tanto en la nueva subjetividad obrera, sino también en las posibilidades de lucha en este período. De ahí que podamos decir que la teoría de la composición de clase debe ser entendida como una teoría de la constelación de las relaciones de poder en y entre las clases: en un caso la recomposición está referida a las luchas –siempre políticas– de la clase obrera para recomponer las relaciones de poder

16. Y que se prolongan hoy en la revista francesa Multitudes y en la italiana Posse.

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según su propio interés. En otro caso se trata de la descomposición referida a los intentos capitalistas por descomponer precisamente ese poder, ya mediante reestructuraciones, ya mediante el ejercicio de la violencia directa para restablecer su comando y control. Con relación a las ausencias manifiestas de nuevas subjetividades políticas al final de cada ciclo, el problema mayor se suscita precisamente cuando se busca dar cuenta del enlace existente entre los efectos que genera la reestructuración en el ámbito de la división social del trabajo, mediante procesos variados de causalización o precarización del trabajo, de flexibilización de la jornada laboral, de desplazamientos de los horarios, etc., por un lado, y la definición de las formas más adecuadas de subjetividades políticas para interactuar con esos procesos, por el otro. La importancia asignada a tales procesos deriva precisamente de las alteraciones que se producen en las formas de mediación social preexistentes entre la identidad y sus niveles de organización, fenómeno que modela la constitución del poder antagónico (potenza) y su transformación en formas visibles de poder. La subjetividad política en este caso implica no sólo organización, teoría e inteligencia, sino también y especialmente formas de socialidad, interacción, imaginación y comunicación. Se vuelve evidente entonces que las crisis capitalistas y la reestructuración asociada17 no son capaces de promover de manera inmediata un nuevo sujeto antagónico, sino que se limitan a socavar las fuentes materiales trascendentales de la subjetividad obrera presentes hasta ese momento, horadando de esta manera las bases de la vieja subjetividad. El cuestionamiento al Estado de bienestar, la conmoción que afectó la tan particular modalidad que había adoptado la unidad familiar fordista basada en el pleno empleo y el trabajo de tiempo completo, la profundización y la extensión de las críticas dirigidas al Estado como herramienta de transformación progresiva, en fin, la crítica a la tecnología como fuerza de cambio progresista, conformaron los espacios para la remodelación de las viejas subjetividades políticas. En realidad se trataba del cuestionamiento de todas aquellas categorías que habían constituido históricamente el espacio discursivo e ideológico articulador entre la clase obrera fordista y las organizaciones del movimiento obrero. En este aspecto el gran mérito de Tronti fue precisamen-

17. La reestructuración capitalista debe ser entendida como los cambios originados en la composición orgánica del capital, reflejo de la reestructuración emprendida en el proceso productivo: incorporación de nuevas técnicas de producción, nuevas maquinarias, nueva organización del trabajo, etc. De cualquier manera, para Cleaver (1979) la verdadera innovación en el proceso de producción es aquella reorganización que envuelve la búsqueda de un mayor control del trabajo en el proceso productivo. El capital es trabajo muerto, de ahí que la única y verdadera innovación provenga del trabajo vivo.

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te desmitificar la neutralidad y el potencial progresivo de tales terrenos que se articulaban muy especialmente en el discurso del marxismo oficial. Por lo que la construcción de una nueva subjetividad, de una nueva identidad, lenguaje y organización portadores del antagonismo, se transformaba en una compleja tarea que no podía simplificarse tras la idea tout court de la construcción inmediata del nuevo sujeto antagónico. El obrerismo italiano buscó remediar esta dificultad impulsando el método de la investigación obrera como coinvestigación o interacción entre el investigador comprometido de un lado y la cambiante clase trabajadora del otro; interacción que buscaba definir de una manera discursiva la naturaleza política de la cambiante composición técnica de clase, alejándola de todos los mitos y estereotipos sociológicos y de positivismo social.18 De cualquier manera podemos afirmar que en el pensamiento autonomista no queda clara la adecuación o inadecuación entre la forma y el contenido de la organización política y la situación coyuntural de la clase, es decir, la composición de clase particular que asume. Privilegiar la adecuación, ¿no implica caer en el empirismo? Por el contrario, rescatarla, ¿no significa pecar de idealismo? ¿Cómo debe pensarse entonces una relación adecuada entre las formas políticas y las bondades de la organización política? No se trata de incorporar la lucha de los trabajadores contra el capital en el desarrollo de la teoría sino del orden lógico como esas luchas son incorporadas en la teoría. El open marxism, por su lado, rechaza la idea de abordar el comportamiento de la clase obrera según una dinámica de separación en relación con el capital. Colocar la dialéctica en el centro del análisis capital-trabajo supone para el autonomismo la permanencia de un núcleo sustantivo de totalidad, donde la negación dialéctica se parece más a la forma que adopta el milagro de la resurrección. Ya hemos anticipado que la negación dialéctica es, para el autonomismo, una negación que suplanta de una manera tal, que preserva y mantiene aquello que suplanta y que sobrevive a su propia supresión (Hardt, 2004). El open marxism sostendrá, contrariamente, que el proceso de rechazo al capital es un proceso que existe integrado al capital, porque éste se desarrolla precisamente sobre la base de la integración del rechazo. Ahora bien, esta integración del trabajo en el capital nada tiene que ver, dice el open marxism, con una lectura dialéctica de la relación “en” y “contra”. Por el contrario, la aproximación dialéctica busca explicitar y transparentar la idea de que la oposición tiende a reproducir aquello a lo que se opone precisamente. Por su parte este proceso de inte-

18. Es relevante en este sentido recordar el trabajo de Negri, “Interpretación sobre la situación de clase hoy: aspectos metodológicos” (en Negri, 1999).

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gración del rechazo termina constituyéndose en un verdadero cáncer del propio capitalismo.19 Holloway y el open marxism, al entender el no como el corazón de la dialéctica, buscan apartarse de la circularidad infinita a la que conduce todo análisis basado en la dialéctica positiva. De ahí su insistencia en la dialéctica negativa y la dificultad para aceptar una clase social que asuma una lógica de separación del capital opuesta a toda lógica dialéctica. Holloway critica y rechaza toda idea que suponga la separación de la clase obrera con relación al capital. La clase obrera sólo puede existir contra, y este papel de contra debe ser tomado como el punto de partida para cualquier análisis. La dialéctica, dice Holloway, es el sentido del poder de nuestro rechazo, de la presencia de nuestro no en todas las cosas. Sin embargo como plantea Cleaver, este posicionamiento “contra” implica también una lectura “en” así como una visión “detrás de” o “más allá de”. Nada más que este ir “más allá de” debe estar anclado en ese “contra”, si se trata de sortear cualquier concepción utópica. Una vez más, para Holloway, la superación del dualismo objetivista y de la tradición subjetivista es posible a partir de resolver la relación sujeto-objeto; es decir, entre nuestra existencia contra y nuestra existencia en la sociedad capitalista. El punto de partida de toda teoría negativa, dice, es nuestro rechazo a la sociedad, nuestra existencia contra la sociedad. El problema teórico y político que toda teoría negativa confronta es ese dualismo implícito existente en la frase “existencia en y contra la sociedad”. La lectura negativa afirma precisamente una existencia contra lo extraño, a lo que rechazamos; una oposición del sujeto –nosotros– al objeto –sociedad capitalista–. Tanto el radicalismo político como el socialismo utópico, dice Holloway, remiten sus análisis al sujeto, esperando que algún día el objeto se incline ante el sujeto. El marxismo oficial, por su lado, se postra ante el objeto sosteniendo que las contradicciones inherentes al objeto abren la posibilidad –en la versión voluntarista– o la inevitabilidad –en la versión determinista– de la victoria del sujeto. En un caso se trata de nuestra existencia contra la sociedad; en el otro se trata de la sociedad contra nuestra existencia. Las dos lecturas coinciden en la misma oposición dualista aunque desde diferentes ángulos y con conclusiones políticas igualmente disímiles; sin embargo, ambas comparten la misma concepción dualista. Sin embargo, dice Holloway, este dualismo también puede ser visto en términos de nuestra existencia contra y nuestra existencia

19. En efecto, dice Holloway, una forma de manifestación de la integración del rechazo es el desarrollo del crédito, en la medida en que pospone el estallido de la crisis. Pero la expansión del crédito ha alcanzado tales niveles de magnitud que ha generado discontinuidades y rupturas crónicas en la reproducción del capital.

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en la sociedad. En este contexto lo que se afirma como oposición es nuestra existencia en la sociedad. Las teorías subjetivistas enfatizan nuestra existencia contra la sociedad –el autonomismo–; las más objetivistas rescatan nuestra subordinación a la sociedad, somos considerados víctimas de ella. En realidad, afirma Holloway, toda teoría revolucionaria debe dar cuenta de cómo nuestra existencia en la sociedad se relaciona con nuestro proceder contra la sociedad, de manera que pueda ser transformado en una existencia más allá de la sociedad capitalista. En términos del marxismo ortodoxo esta relación entre en y contra adquiere connotaciones opuestas diferentes: reforma-revolución, clase en sí-clase para sí, conciencia sindical-conciencia revolucionaria. Se trata, dice Holloway (s/f), de superar este dualismo simétrico e ingresar en un dualismo asimétrico. “Nosotros no nos ponemos fuera del dualismo para teorizar sobre su contenido desde afuera; sino que lo hacemos desde dentro del dualismo.” Nuestra problemática como sujeto no es comprender la relación entre sujeto y objeto como unidad, sino realizar la subsunción del objeto en el sujeto, problemática que para Holloway resulta ser específicamente práctica. Para el open marxism el capital está sometido, conducido por su dependencia del trabajo vivo (verdadero sustrato de la ley del valor) y busca permanentemente liberarse de esa dependencia echando mano al desplazamiento del trabajo vivo por el trabajo muerto, proceso que provoca un incremento de la composición orgánica del capital, un aumento de la plusvalía y simultáneamente una caída en la tasa de ganancia, formas todas distintas que dan cuenta del ataque permanente e insaciable del capital contra nuestra existencia. Desde esta perspectiva, dice el open marxism, no existe ninguna necesidad de ir más allá de El capital (concepción que adjudica erróneamente al autonomismo) para descubrir y encontrar la lucha de clases. Sin embargo, creemos que esta crítica no se ajusta a la concepción de Negri, sino en todo caso a ideas como las expresadas por Michael Lebowitz (1992, 1997). Más aún, dice Holloway, el capital es lucha de clases. Pero en ese contexto, si el capital huye del trabajo –como le gusta calificar a los períodos de crisis al open marxism–, entonces huye de la lucha de clases, lo que implica caer en un contrasentido. Sólo podemos aceptar la idea de que “el capital huye del trabajo” cuando en el proceso de descomposición de clase se aporta capital bajo la forma de trabajo muerto para suplantar trabajo vivo. Incluso si fuera el caso de una fábrica totalmente automatizada, este proceso sólo se daría en el ámbito del capital individual, ya que en el nivel del capital social el capital continuaría organizando la sociedad sobre la base de la imposición generalizada del trabajo. Los trabajadores desplazados son igualmente puestos a trabajar en la producción y reproducción del capital. La afirmación de Holloway “el capital huye del trabajo” parecería significar

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la tendencia a la exclusión, al abandono de la sociedad por el capital, fenómeno que no se observa ni en la práctica ni en la teoría, y mucho menos en la historia. Con referencia a la relación capital-trabajo, ya mencionamos que hacia comienzos de los 60 Tronti provocó una verdadera inversión en el análisis del desarrollo del capitalismo cuando sustentó una posición absolutamente novedosa e identificatoria del autonomismo obrero. Frente a lecturas que, impregnadas de términos y apreciaciones ortodoxos, abordaban las categorías desarrollo y capitalismo como excluyentes, ante quienes veían en el milagro italiano la expresión de un desarrollo tecnológico autónomo portador de una fuerza progresiva innata, Tronti habría de cambiar drásticamente los términos del análisis. Para él será la presión de la fuerza de trabajo la responsable de forzar al capital a modificar su propia composición interna. Al intervenir así “en” el capital como componente esencial, la fuerza de trabajo terminará convirtiéndose en el factótum del desarrollo capitalista italiano. Pero si la presión de la clase obrera forzaba al incesante desarrollo de las fuerzas productivas en el capital, este proceso implicaba simultáneamente el desarrollo incesante de una mayor fuerza revolucionaria en la clase obrera. En este proceso de interactuación dialéctica, el capital se veía forzado a la reorganización productiva, ya que “solamente desde el interior del trabajo se puede lograr desintegrar al obrero colectivo para integrar después al obrero aislado” (Tronti, 2001: 59). La dinámica de este proceso provoca un desplazamiento del antagonismo de clase, más allá de los éxitos que pudiera cosechar el capital en este camino, en niveles cada vez más altos, de manera que “la relación social de producción se identifica cada vez más con la relación social de fábrica y esta última adquiere un creciente contenido político directo” (ídem: 58). Este análisis de Tronti se encuentra muy próximo al que posteriormente desarrollará Negri a la hora de cuestionar la vigencia de la ley del valor. Ahora bien, sea que analicemos la categoría fuerza de trabajo o la de trabajo vivo, ambas son categorías fetichizadas del capital, es decir, pertenecen a la relación social capitalista. Si el obrero debe reconocerse como mercancía (fuerza de trabajo) o identificarse como una determinación del capital (trabajo vivo), esa posibilidad de reconocimiento propio sólo es posible si adopta una posición de externalidad respecto de la propia relación. En el análisis de tipo leninista será el partido revolucionario el que cumpla esa función de externalidad requerida. Negri por su lado resuelve el problema de la separación formal entre la economía y la política, de la separación entre el sujeto obrero y el capital, echando mano a las diferencias existentes entre composición técnica y composición política de clase; si bien la última es una categoría eminentemente política, está fundada

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en condiciones materiales referenciadas no sólo en el proceso productivo sino también en las condiciones que hacen al contexto constituyente-constituido del proceso de valorización, es decir, a la lucha de clases. De ahí que la composición de clase pueda entenderse como una lectura que prioriza en su análisis las relaciones internas de poder pertenecientes a los diversos sectores de la clase obrera y su vinculación con las relaciones de poder entre clase obrera y capital. Para el open marxism, el centro de la aproximación dialéctica debe ubicarse en la crítica, entendida como criticismo genético, cuestión que, planteada en cuanto a la categoría forma social, implica adherir a una concepción que va más allá del pensamiento marxista ortodoxo (engelsiano) sobre la revolución. Se trata de la crítica de la forma social que se presenta como final abierto. Para Holloway, el rechazo de la dialéctica como totalidad por parte del autonomismo obrero parece indicar en todo caso la manera como el autonomismo obrero termina siendo cooptado por aquella ortodoxia muerta que dice rechazar.20 Parecería ser que la crítica central del open marxism al autonomismo obrero está referida a su cuasipermanente apartamiento y crítica de toda manifestación relacionada con la dialéctica. En otras palabras, el problema fundamental del open marxism reside en la frecuente dificultad que expresa para incorporar a su discurso todo análisis que de alguna manera se contraponga a su hegeliana preocupación por abordar la problemática social desde el punto de vista de una dialéctica totalizadora, dificultad lógica si se piensa que bajo el paraguas totalizador de la dialéctica no existe posibilidad de incorporar la separación. La dialéctica disuelve la totalidad a través del juego de las contradicciones, reapareciendo ahora como una nueva forma, aunque menos “odiosa” que la pasada. Por ello es que en el pensamiento del open marxism no pueda pensarse en una externalidad, en la medida en que la dialéctica es asumida como una verdadera cosmología. Ésta es la razón última de su permanente negativa a hablar de poder constituyente o de autovalorización, ya que estas categorías suponen externalidades; así como que haya eludido sistemáticamente todo análisis asociado a posiciones consideradas y asumidas por sus autores como antidialécticas: nos referimos a los trabajos de Spinoza, Negri, Deleuze, Guattari, etc. Desde la lógica del open marxism, suponer la existencia de estas externalidades se convierte en un verdadero contrasentido. Como según el open marxism todo aspecto de la sociedad es un momento de la relación de explotación, se deduce que todo espacio social debe ser

incorporado como una forma del proceso de valorización. Para el open marxism toda acción que contribuya a la explotación capitalista o bien que la perturbe es un acto que pertenece a la lucha de clases.21 De ahí, entonces, que todos los espacios vitales sean considerados como espacios de confrontación de clases por el open marxism, lógica que conduce a absolutizar la categoría, por lo que la vida es lucha de clases. Pero este razonamiento de absolutizar la lucha de clases, ¿no implica fetichizar la propia lucha de clases? ¿No significa naturalizar la lucha de clases? Dado que ésta, como fenómeno histórico de nuestros días, debe entenderse en el marco del desarrollo del capitalismo, en ese sentido, ¿hasta qué punto el open marxism –tras el rescate que hace de la subjetividad como manera de enfatizar los peligros del funcionalismo– no deja de lado la estructura y termina reafirmando el carácter binario del análisis, aunque ahora bajo la forma de nuevos actores: sujeto-objeto? Si bien el open marxism coincide con el autonomismo obrero en considerar que el capital es una teoría de la lucha de clases, adhiere a una lectura donde la lucha está más referenciada en la lucha del capital por mantener su existencia que en la lucha abierta de la clase trabajadora. La dinámica del capital, según el open marxism, está marcada por su dependencia con relación al trabajo vivo –teoría del valor– y su búsqueda por evadir esta dependencia, proceso que, como hemos visto, provoca un aumento de la composición orgánica de capital y la baja de la tasa de ganancia. Ésta es precisamente la dinámica del capital, según la lectura del open marxism. Por su parte, el abordaje del autonomismo y en particular de Negri referido a la relación capital-trabajo merece algunos comentarios. ¿No existe en cierta forma algún pecado monista cuando Negri, apoyado en Spinoza, considera todos los aspectos emanados de la misma sustancia? ¿Cómo es posible separar en este caso la sustancia en dos términos, en dos formas, positiva y negativa: autonomía de la clase obrera en relación con el Estado-capital? La respuesta no puede construirse sin referenciarse en la crítica spinocista al dualismo cartesiano. En su análisis Spinoza no niega la existencia de contradicciones, sólo afirma que son parte de una misma sustancia. Únicamente en una lógica de pensamiento binario la sustancia está impelida a resolver las contradicciones o bien a permanecer sin contradicciones. Para Spinoza los pares-términos binarios como cuerpo-mente no son estrictamente binarios; son formas históricas específicas de expresión y manifestación de la misma sustancia. En vez de asumir que la

20. Holloway se refiere a la permanente crítica del autonomismo en relación con el stalinismo y toda otra concepción teórica política deformante del marxismo.

21. Sin que ello implique que tal actividad produzca valor. No son actividades productivas, dice Holloway.

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contradicción exige su resolución, el monismo spinociano permite pensar la existencia de la contradicción en ambos extremos, lo que sólo es pensable si se los considera partes de una misma sustancia. El atractivo despertado por Spinoza y explicitado en algunas lecturas marxistas radicalizadas no está depositado en su éxito por resolver las aporías de la filosofía occidental: cuerpo-mente, trabajo-capital, uno-muchos, sino en el hecho de que plantea una salida precisamente de horizonte abierto para esos pares. Diversos autores –Negri, Deleuze, Guattari– rescatan a Spinoza precisamente por haber acentuado la contradicción y no por haberla resuelto. En ese sentido no existe en Spinoza, a diferencia de Hegel, ningún manejo dialéctico que permita resolver la contradicción, por lo que es posible afirmar que el potencial liberador no dialéctico de la lectura de Negri sobre Spinoza se asienta en la presentación del capital y el trabajo como contendientes en un plan de infinitas posibilidades que carece de componente teleológico en una respuesta prevista de antemano. ¿Cuál es la relación entre la lógica de la separación (autonomista) y el en y contra (del open marxism)? Creemos que a partir de la lectura de Negri, de Hardt y de Cleaver, la “lógica de la separación” no puede ser reductible o asimilable a “lucha para separarse de”. En realidad hay una lucha que persigue separarse del capital cuando nos oponemos a que nuestras vidas queden reducidas a fuerza de trabajo y al simple trabajo en el capital. Éstas son luchas contra la subordinación de la vida al modo capitalista de organización de la sociedad. Tampoco debe verse la lógica de la separación como una manera de distinguir las prácticas políticas de integración de aquellos movimientos sociales orientados hacia una integración conformista, en contraposición con aquellas otras posiciones políticas que ven en toda dinámica social la constitución definitiva del sujeto anticapitalista. El hecho de ir detrás (beyond) (más allá de) bien puede ser entendido como otro aspecto de la separación. En la separación uno se mueve desde el capitalismo luchando contra éste, proceso que implica moverse hacia alguna parte, construyendo en esa dinámica esa alternativa. Así en Marx más allá de Marx, Negri plantea: “La autovalorización del sujeto proletario contrariamente a la valorización capitalista se despliega en autodeterminación”. Agrega más adelante: Debemos ir al corazón del problema: la ciencia incorporada al trabajo, su fuerza productiva, subsumida por el capital, deben ser liberadas con más radicalidad únicamente en la medida en que el proceso contradictorio que constituye su desarrollo alcance su final. Es sólo a muy alto nivel de integración que existe la posibilidad de la ruptura suficientemente profunda y eficaz para construir una perspectiva de autodeterminación. [...] no una operación de ruptura, pero sí una operación de constitución. (Negri, 2001a: 183-184)

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Por ello el punto crucial para Negri consiste en que la transición al comunismo supone un muy alto nivel de integración. La lógica de la separación paradójicamente se trastoca para permanecer no como una lógica de autonomización de la clase obrera en el capitalismo sino más bien como un proceso de integración que, alcanzado el punto más alto, lleva a su contrario: la posibilidad histórica de la autodeterminación. Es un esquema paradójico pero de una paradoja spinociana. Recordemos en ese sentido que todo lo que para Spinoza es, es parte de la sustancia.22 Negación y afirmación son siempre partes de la misma cosa, de manera que transformando esta idea en la concepción marxista se sigue que el punto de integración completa es también al mismo tiempo punto de máximo rechazo. Es como si el desarrollo de Negri pudiera verse como la última etapa del desarrollo de las fuerzas productivas en términos spinocistas. Este análisis denota claras diferencias con el marxismo clásico oficial en la medida en que no incorpora la distinción entre fuerzas productivas y relaciones sociales de producción como imagen de la distinción hegeliana entre esencia y apariencia. Más aún, diríamos que esencia y apariencia no son categorías propias de Spinoza. No estamos en presencia –como podría suponerse– de un costado de la dialéctica que en su desarrollo expresa el carácter real-esencial de la sustancia; tampoco se trata, como el credo hegeliano podría pensarlo, de la dialéctica que permanece subordinada a la esencia como epifenómeno. El futuro, en la óptica spinocista, no está referenciado en el manejo antagónico de los opuestos; la respuesta spinocista a la antinomia filosófica supone un movimiento de características dinámicas inestables porque la separación entre los atributos de la sustancia no se cierra sino que permanece abierta. Sabemos que en Spinoza los atributos son irreductibles unos a otros y no existe contradicción, ni siquiera relación directa entre ellos en términos de opuestos; hay singularidades que existen como atributos de una sustancia infinita. En Spinoza no hay un antes y un final, ya que lo que existe, existe como sustancia infinita; no hay “primero” y “último” como en Hegel; no hay una cronología de la dialéctica sino en todo caso un dar cuenta, en Negri, de la identidad del trabajo como comunismo. El desarrollo teórico posterior de Negri al tomar de Spinoza la relación entre Estado y multitud, la diferencia entre poder y potencia, provocará una ruptura tanto con la teoría contractual estatista de Hobbes como con

22. Para Spinoza la sustancia debe ser concebida como aquella cosa cuya existencia no depende sino de sí misma y donde todo está contenido. Nuestro conocimiento de la sustancia se alcanza a través de sus atributos; en ese sentido Spinoza reconocerá sólo dos atributos: la extensión (su espacio) y el pensamiento (su contenido).

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el estatismo hegeliano, ambos emparentados de alguna manera con ciertas versiones del socialismo. De cualquier modo, nos surge también una duda: ¿hasta qué punto la lectura de Spinoza que realiza Negri no manifiesta proximidad con la insistencia de Adorno relativa al mantenimiento de la tensión de ambos términos como parte de una misma sustancia?, aunque posteriormente difiera de la dialéctica de Adorno al adoptar una visión nietzscheana en la importancia de la afirmación. De cualquier manera, pareciera ser que cuando nos enfrentamos a las diferentes versiones del marxismo nos encontráramos ante una encrucijada, ante un verdadero dilema. En un caso si las fuerzas de la producción son incorporadas como el momento progresivo de la dialéctica, nuestra lectura adopta aquella versión marxista fuertemente emparentada con la dialéctica hegeliana. Si por el contrario optamos por la distinción entre esencia y apariencia como conceptos sustantivos, nos precipitamos en un camino que manifiesta de por sí una fuerte inclinación teleológica acompañada por la desvalorización de los fenómenos, como si éstos carecieran de esencia. Frente a estas opciones la concepción teórica de Spinoza se presenta como herética. Privilegiar uno de los polos en un mundo binario conduce a repetir nuevamente una nueva forma binaria, aunque ahora de manera diferente. Negri, ante esta disyuntiva, adopta una salida apoyado en Nietzsche para superar la dialéctica positiva. Podríamos pensar que Negri aparentemente rescata a Spinoza precisamente porque no separa implícitamente –como sí lo hace Hegel– los dos polos, uno de los términos de la dialéctica del otro. En todo caso lo que resulta atractivo en Spinoza es precisamente ese carácter de inestabilidad que proyecta. ¿Cómo encara Spinoza el problema de la escisión? ¿Cómo es posible, desde el monismo de Spinoza con relación a la sustancia, proveer una respuesta a la relación entre trabajo y capital? Simplemente no se lo puede hacer. Hay dos opciones frente a esta situación: 1) incorporar el trabajo como sustancia infinita, lo que significa incorporar el trabajo y el capital como atributos de la sustancia, pero sin relación entre ellos, y 2) incorporar el trabajo como un atributo de la sustancia, digamos el capital. En el primer caso, si el capital y la fuerza de trabajo son considerados atributos de la sustancia, no existe entre ellos ninguna relación; situación similar se plantearía en el segundo caso, por lo que no habría teoría de la plusvalía en ninguno de los dos. En este punto se trata de abandonar bien la comprensión del capital como plusvalía, bien la lógica spinociana. Pero dejar a Spinoza no implica desestimar o secundarizar sus planteos. De cualquier manera si hay superficie sin profundidad, si todo está presente en el plano de la inmanencia acordada por la sustancia infinita, si hay diferencia sin jerarquía, entonces el capital no es plusvalor. Sin embargo, este abordaje significa tener una lectura de puro capitalismo. Negri (2000:

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71) dice que “en la era posindustrial la crítica spinociana a la configuración del poder capitalista del capital corresponde más a la realidad que lo que lo hace el análisis relativo a la crítica de la economía política”. Negri no aconseja abandonar la Crítica de la economía política, pero le da un status de nota de pie de página. En Spinoza, el sujeto burgués se está constituyendo; lo que provoca que el filósofo holandés ofrezca una versión de la filosofía occidental en momentos de crisis. Sin embargo, en su caso esta crisis no está resuelta. Las antinomias de un capitalismo emergente están todas allí, en el ámbito de pensamiento y extensión, pero no están conectadas de manera de proporcionar una solución. No existe en Spinoza, a diferencia de Hegel, un horizonte representado para su resolución. Ya sabemos que en la concepción spinocista los atributos son realmente distintos, ninguno necesita del otro para ser concebido. Expresan cualidades sustanciales absolutamente simples. ¿Dónde están los límites del pensamiento spinociano? ¿Podemos afirmar, como dice Hegel en su lectura de Spinoza, que éste resucita las antinomias de cuerpo y mente tras sus atributos de pensamiento y extensión? Veamos. Para Spinoza los atributos de la sustancia son infinitos puesto que ésta ocupa todo lo que es y no está limitada. Aunque de los infinitos atributos conocemos sólo dos, la extensión y el pensamiento, porque no podemos concebir como infinitos más que las cualidades que englobamos en nuestra esencia (cuerpo y mente). En efecto, el atributo se refiere al entendimiento no porque resida en él sino porque es expresivo, y lo que se expresa requiere del entendimiento para que se lo perciba. Por ello para Spinoza existen dos únicos atributos percibidos por un intelecto finito que se enfrenta a una sustancia infinita.23 Por lo demás, como en Spinoza los atributos son realmente distintos, este planteo significa ya de por sí una ventaja en la medida en que deja el horizonte abierto. Pero ello no significa que Spinoza resuelva una alternativa a la dialéctica. Nunca podría hacerlo en tanto no era su objetivo. Es posible suponer que sólo percibimos dos atributos de los infinitos que califican a la sustancia porque en nuestra época las antinomias están en la existencia y no en la mente. De cualquier manera, puede afirmarse que el potencial liberador, no dialéctico, de la lectura de Negri sobre Spinoza se asienta en la presentación del capital y el trabajo como contendientes en un plan de infinitas posibilidades que carece de una composición teleológica en la respuesta

23. En ese sentido no puede aceptarse aquella lectura que Hegel realizara sobre Spinoza donde le achacaba a éste no haber avanzado lo suficiente en una ruptura con Descartes en tanto que, según Hegel, pensamiento y extensión serían las formas bajo las cuales el holandés terminaba reproduciendo la antinomia.

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imprevisible de antemano. No obstante, pensar en la perspectiva de Negri y de Spinoza no autoriza necesariamente a considerar la relación capital-trabajo sólo en términos de la coexistencia de las diferencias como atributos de la sustancia, ni tampoco que conceptos como plusvalía y explotación sean impensables en esa perspectiva. De la misma forma que el surgimiento del intelecto general como incorporación creciente del conocimiento y la comunicación en la práctica de trabajo –sin perjuicio de su contenido en términos de calificación laboral, tiempo, salario, subordinación, repetitividad– que Negri ha definido recientemente como trabajo inmaterial o trabajo afectivo no significa tampoco la desaparición de la plusvalía o el valor. Tal idea implicaría sostener una concepción de contribución de factores individuales en el proceso de valorización, que es precisamente lo que termina cuestionando el concepto de trabajo inmaterial. Para resolver esta antinomia entre valor y su imposibilidad de cuantificación Negri, como hemos visto, parece prestar atención a los aparatos político-administrativos que mantienen el proceso de valorización como el término de confrontación-integración entre capital y trabajo. Esta circunstancia parecería otorgar, en la lectura de Negri, una atención particular a factores extralaborales, como la permanencia de las convenciones colectivas de trabajo en tanto dispositivo que permite reforzar el sistema corporativo de “paz social”, la adaptación del Estado de bienestar a nuevas tareas de coerción-aceptación, como el de los trabajos a cuenta de subsidios, nueva ética laboral que incluye también la posibilidad de trabajo masivo de los presos. Estos procesos sustentan una lectura del Estado como fuerza autoritaria crecientemente parásita tendiente a reforzar la valorización capitalista en un contexto donde la idea del cálculo económico racional y la planificación declinan. Parece ser que existe un desplazamiento en la atención hacia el Estado como terreno crucial de la respuesta económica y política en relación con la reapropiación de los recursos sociales expropiados mediante la imposición de la desregulación y la precarización laboral. Tanto el capital como el trabajo emergen uno en relación con el otro mediante una escisión y a su vez cada uno de ellos con una escisión interna: trabajo como clase obrera y fuerza de trabajo, y capital como plusvalía y dinero. Además, si uno de los atributos es considerado verdaderamente separado del resto, no formando más parte de la sustancia, esta lectura implicará un regreso a concepciones subjetivistas monádicas que tanto Negri como Spinoza rechazan. La insistencia de Holloway en que la estructura y el sujeto no pueden ser separados es correcta. En Miseria de la filosofía Marx plantea que el dualismo de la sociedad capitalista no puede ser superado en la teoría; la versión de que ha sido superado en la teoría se puede demostrar como fal-

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sa, ya que el dualismo siempre reaparece de cualquier forma. Así como resulta necesario mostrar los límites de la dialéctica negativa y del deconstructivismo, que anuncian la infinitud de la negación, es importante también resaltar sus virtudes. Si bien Adorno y Derrida pueden ser asimilados a concepciones teoricistas, en un sentido paradójico y con ojos materialistas pueden ser leídos igualmente como quienes ponen límites a la teoría, tras la aceptación de un intelecto finito –verdadero obstáculo en el razonamiento de Spinoza– como principio explícito de análisis de un mundo finito que sostiene promesas infinitas. De ahí que el aspecto que resulta verdaderamente liberador en Spinoza sea esta falla que permite que el horizonte permanezca abierto, aun bajo condiciones de crisis. Todo planteamiento que asiente la crisis de la filosofía occidental en los intentos por evadir los riesgos dialécticos conduce a una salida donde el horizonte se cierra y el potencial liberador de Spinoza desaparece.

De la dialéctica engelsiana a la negación no dialéctica Hacia fines de los 80 fuimos testigos del renacimiento de un marxismo de clara raíz hegeliana, que buscó oponerse al desarrollo del llamado marxismo analítico de la época. En efecto, el marxismo analítico –asentado precisamente en una reformulación analítica de la teoría marxista, mediante el empleo de herramientas metodológicas propias de la economía neoclásica– achacó sistemáticamente a la herencia dialéctica hegeliana aquellas ideas de Marx que, a su entender, resultaban poco comprensibles. Entraban en esta tipología tanto la “crítica de la economía política” como la “teoría del valor”, considerada, según la lectura analítica, como una anticuada teoría de la determinación de los precios. Este marxismo analítico, formado más en la lectura de Joseph Schumpeter y de Joan Robinson, nunca pudo desarrollar una lectura sistemática y crítica con relación a la filosofía hegeliana. Si bien el marxismo analítico habría de demostrar muy rápidamente lo que realmente prefiguraba –un marxismo sin Marx–, el nuevo hegelianismo marxista buscó reivindicar sistemáticamente los legítimos aspectos hegelianos del marxismo. Quizá en esta particular característica deba situarse la diferencia sustantiva con el anterior marxismo hegeliano historicista (Luckács) (Rosenthal, 1999). Así, el nuevo hegelianismo absorbió e hizo suyo el postulado de Lenin: “Es imposible comprender El capital de Marx sin haber previamente estudiado la Lógica de Hegel”. En este sentido es posible identificar algunos trabajos británicos (Christopher, 1991; Smith, 1990; Shamsavari, 1991) que rescatan esta concepción hegeliana así como la influencia que sobre algunos autores británicos alcanzó el alemán Hans George Bachaus (1992).

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En Dialéctica de la naturaleza, en el Anti-Duhring y en Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana Engels había reinterpretado la crítica de Marx a Hegel, al extender el análisis que había desarrollado en El capital a un sistema filosófico universal que englobaba no sólo la totalidad de la historia humana sino incluso la totalidad del cosmos, es decir, el mundo natural como tal. En esta extrapolación engelsiana debe rastrearse tanto el origen del llamado materialismo histórico como el del materialismo dialéctico. El proyecto engelsiano significaba de hecho un retorno al debate con el idealismo alemán, que Marx ya había superado largamente después de La ideología alemana y que había cerrado con la conocida tesis 11: “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”. En efecto, ante la afirmación de Marx acerca de que la “dialéctica hegeliana estaba parada sobre su cabeza y que debía ser dada vuelta si se trataba de alcanzar el núcleo en la mística armazón”, Engels supuso que era posible aislar el núcleo racional (la dialéctica) de la propuesta de Hegel del idealismo (alemán) –su envoltura mistificante– y aplicarlo luego en una estructura materialista: he ahí el surgimiento del materialismo dialéctico. La lectura engelsiana suponía reducir el idealismo hegeliano a un cuerpo teórico cuya falla sustantiva consistía en considerar solamente a las ideas como reales y a la realidad material como un pálido reflejo de esas ideas. Pero este abordaje de Engels revelaba de verdad una total incomprensión de la teoría hegeliana acerca del concepto de real en Hegel, que por lo demás no está referido a la existencia sino a la lógica. De verdad, el carácter idealista del hegelianismo debe buscarse, fundamentalmente, en la infinita capacidad asignada al capital, cualidad que le permitiría resolver de manera lógica las contradicciones en la sociedad capitalista. En ese sentido la formulación hegeliana sólo cabría aplicarla a la dialéctica del capital. Por el contrario, Engels pensó que era posible adoptar la dialéctica para alcanzar un correcto análisis del mundo. ¿Cuál es la sustancia de la formulación engelsiana? Suponer a la dialéctica como un método lógico y universal a ser adoptado, antes que como una característica del capital que la clase obrera busca destruir. Una vez que Engels divorcia la dialéctica del capital, una vez que el materialismo deja de ser comprendido como la habilidad de la clase trabajadora para destruir el idealismo del capital y se asume como un hecho en abstracto, es decir, cuando la dialéctica se ha divorciado de su contenido, recién entonces Engels puede aplicar la fórmula a cualquier espacio, sea el de la actividad humana o el de la naturaleza. Lucio Colleti (1975: 185-186) en su oportunidad había criticado la pretendida intención de Engels de retrabajar a Hegel. Así, para Colleti la Dialéctica de la naturaleza de Engels devino de una distorsionada adap-

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tación de la Filosofía de la naturaleza de Hegel, perdiendo de vista que todo el trabajo de este último estaba basado en una dialéctica de la materia en un infinito movimiento totalizante.24 Para Engels la dialéctica de Hegel era una dialéctica de los conceptos; de ahí que se tratara entonces de recuperarla como método y rechazar el sistema idealista hegeliano. En el caso de la historia humana, Engels retrabajó las ideas formuladas en La ideología alemana y en el Prefacio a la Contribución a la crítica de la economía política para incorporarlas en el concepto de materialismo histórico, donde la dialéctica del capital es proyectada retrospectivamente sobre las viejas sociedades. El resultado culminó con un análisis de las sociedades basado en los pares estructura-superestructura, donde la cultura y la superestructura política estaban determinadas por la base económica fundada a su vez en un modo de producción dado, y donde el desarrollo de los modos de producción era explicado en términos de la interacción dialéctica entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción. Esta simple formulación –no menos simplificatoria y degradante de la propia daléctica– fue adoptada por el marxismo de la II Internacional: Kautsky en La cuestión agraria y Lenin en El desarrollo del capitalismo en Rusia. Esta formulación contagiada de un enorme determinismo económico no resuelve la interacción existente entre capitalismo y socialismo como manera de dar cuenta de las sociedades en transición. Stalin habría de adoptar esta posición para justificar su política de desarrollo acelerado del capitalismo en la época posrevolucionaria. En Para leer “El capital” y Pour Marx Althusser habría de revitalizar la idea del materialismo dialéctico como aquella ideología capaz de mediar en la práctica política del ampliamente desacreditado PCF. Con estos antecedentes, retomemos nuestro análisis. En numerosos pasajes de sus escritos Marx planteó la necesidad de refundar una concepción materialista de la dialéctica. A pesar de ello, tanto Jürgen Habermas como Toni Negri, que expresan las dos formas de marxismo más pertinentes en el debate filosófico actual, han hecho abandono de la dialéctica. En Habermas, la dialéctica figura como una hipoteca hegeliana propia de la obra de 24. “Pero en la realidad las cosas son distintas. No sólo el sistema de Hegel contiene una filosofía de la naturaleza que es enteramente idéntica a la dialéctica de la naturaleza de Engels, sino que toda la filosofía de Hegel está basada en la «dialéctica de la materia», dialéctica de las cosas y de lo finito, hasta el punto que se puede demostrar con los textos en la mano que desde el primero de sus enunciados hasta el último el «materialismo dialéctico» no es más que una transcripción mecánica de la filosofía de Hegel. [...] El punto realmente crítico no ha sido sin embargo planteado nunca ni por el Diamat ni por sus críticos, y es más bien distinto: qué significa realmente una «dialéctica de la materia» y si ésta, como se ha dado siempre por sentado, implica efectivamente una concepción materialista” (Colletti, 1975: 177).

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Marx, que puede dejarse de lado cuando Marx retoma el materialismo o cuando reemplaza la noción de espíritu por trabajo, cuya racionalidad técnica encuentra su límite y complemento en la razón comunicativa. El giro lingüístico que genera la teoría crítica coloca a la dialéctica en el lugar del paradigma abandonado de la filosofía de la conciencia. Deviene entonces importante poner límites a la razón instrumental, esa razón que optimiza los medios sin tener en cuenta los fines y que corresponde al modelo de aplicación tecnológica de las ciencias que Hegel había ubicado en un estadio anterior a la dialéctica, propio del “pensar de la comprensión”. Para reemplazar el lugar de la dialéctica, Habermas necesita recurrir a una solución de recambio que permite la crítica de la racionalización opresiva. Por ello elabora la noción de razón comunicativa, la que termina absorbiendo, al menos, una parte de la función que tenía la dialéctica en el paradigma clásico. Si en Marx la inversión materialista de la dialéctica hegeliana aparece en la Crítica de la economía política que realizara a la economía política clásica de Smith y Ricardo, en Habermas será la razón comunicativa, como postulado de la sociología de la acción en la esfera del mundo vivido, la que condense la crítica al sentido kantiano de la validez de la racionalidad de los sistemas. La tarea de la crítica kantiana era trazar una carta de la razón, mientras que la de la crítica marxiana, según una lectura hegeliano-marxista, es la de detectar la contradicción en el seno del subsistema económico para situar la práctica transformadora. Sin embargo, para la concepción marxiana de la relación entre la noción de praxis y el modo de concebirla y ejercer la teoría crítica, el abandono de la dialéctica no resulta neutro, más aún si consideramos que la inversión marxista del pensamiento hegeliano y de la filosofía tradicional está relacionada con una inversión de la perspectiva teórica a favor de una perspectiva práctica antes que con una cuestión de inversión del idealismo por el materialismo. Sin embargo, a la hora de las comparaciones entre Negri y Habermas, lo que está en juego en este proceso de análisis no dialéctico entre ambos no es tanto la radicalidad del análisis político como la distribución de los conceptos. El pensamiento de Habermas no está referido a un cambio de sistema sino más bien a permitir que las esferas del mundo vivido se organicen según otra lógica, la de la acción comunicativa y de la razón comunicativa, que se constituyen en limitantes de la lógica habermasiana. Negri, por el contrario, negará la viabilidad del capitalismo y detectará en la aparición del obrero social las condiciones presentes, en este fin de siglo, del comunismo como movimiento real. La posición habermasiana puede asociarse filosóficamente a una concepción de la razón que supone un kantismo renovado. La posición de Negri se asocia a una ontología materialista de inspiración spinociana y hace depender de este com-

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promiso ontológico de la política la posibilidad de un análisis radical. El proyecto de Negri explícitamente se presenta como un materialismo sin dialéctica continuador de Spinoza. Ahora bien, ¿qué significa para algunos conceptos y categorías marxianas el abandono de la dialéctica? Veamos esta problemática brevemente. Las Tesis sobre Feuerbach implican el punto de partida de la teoría crítica marxiana en la medida en que enuncian tres postulados teóricos fundadores: 1) partiendo de la crítica de Feuerbach a Hegel, Marx pretende tomar distancia en relación con todo el materialismo pasado; 2) esta distancia está medida por la ruptura que introduce –a partir de la noción de práctica– con la concepción hegeliana objetivista de la epistemología materialista, y 3) la forma concreta en que Marx elabora la noción de praxis depende del sentido del proyecto transformador que enuncia en su tesis 11. En efecto, lo que Marx rechaza del materialismo anterior es la concepción objetivista de la realidad donde no hay lugar para la actividad humana concebida como práctica. Esta concepción elaborada por el idealismo es retomada por Marx aunque liberada de su carácter abstracto. Se trata de investir la actividad real en tanto actividad objetiva, es decir actividad que produce los objetos y transforma el mundo. De ahí que podamos pensar que la tesis fundamental de Marx no es sólo ontológica sino esencialmente epistemológica, generando así un punto de ruptura absoluto con el materialismo de la filosofía anterior. Este punto de ruptura adquiere todo su contenido tras la idea de que los filósofos anteriores no comprendieron el significado de la praxis,25 la relación del hombre con el mundo; en fin, la importancia de la actividad revolucionaria. Para Marx, según ojos hegeliano-marxistas, la actividad revolucionaria no depende tanto del materialismo como tesis ontológica sino de la comprensión de la actividad prácticocrítica. Es esencial resaltar la diferencia del concepto de crítica marxista con relación a las escuelas previas, en especial al uso que le da el sistema kantiano: la crítica ya no será más la actividad metateórica que mide la amplitud y la validez de una teoría científica enunciando sus condiciones de posibilidad. Recordemos que la tarea de la crítica kantiana era trazar un mapa de la razón; era entendida como la reflexión sobre los límites, en cuyo interior resulta válida una lógica determinada. Pero una vez que he-

25. De los tres tipos de actividad delimitados por Aristóteles (teoría, práctica, poiesis) la tradición filosófica, incluida la materialista, privilegiaba la teoría. Pero si se concibe la relación del hombre con el mundo a través de la praxis, entonces cambiarán las relaciones de las nociones filosóficas entre ellas y con el mundo. Por no haber concebido así la relación, por no haberla comprendido así, el materialismo anterior a Feuerbach no entendió la importancia de la actividad revolucionaria, de la actividad práctico-crítica (primera tesis sobre Feuerbach; Marx, 1975c).

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mos dejado de lado la primacía de la teoría sobre la práctica, entonces la crítica deviene práctica-crítica. Asistimos a un cambio en su contenido conceptual y en el modo de su ejercicio, deviniendo sinónimo de actividad revolucionaria. La filosofía será de ahora en más práctica crítica; acompañará su transformación práctica con relación al mundo. La filosofía crítica no es el búho de Minerva que levanta vuelo al atardecer; no es un saber retrospectivo que observa lo adquirido, lo dado, como un hecho objetivo, sino que la filosofía como crítica deviene la constitución de los nuevos objetos, la transfiguración de lo ya dado, donde el sujeto instaura objetos y estados de las cosas que no existirían sin su actividad. La primera conclusión que Marx extrae de este análisis es de carácter epistemológico y se refiere al cambio de lugar del problema de la verdad. No hay nada de extraño en recordar que, de manera similar, el primer efecto de la revolución copernicana que tomó cuerpo en la primera crítica de Kant estaba referido a la temática de la verdad. En ese sentido la revolución kantiana había vuelto la verdad dependiente de un juicio de la actividad constituyente del sujeto. La revolución de Marx consistió en situar esta actividad fuera del cuadro lógico-trascendental del idealismo para ubicarla en lo concreto de la acción real del hombre: la prueba de la verdad no es una cuestión lógica sino que se trata de mostrar en la práctica la potencia del pensamiento (segunda tesis sobre Feuerbach).26 Todo este nuevo cuerpo teórico modifica la concepción preexistente del sujeto, del objeto y de la acción. La revolución marxista consiste precisamente, en este aspecto, en reconocer el giro copernicano conservando de él sólo aquello que encuentra eficaz: el carácter constitutivamente activo del sujeto racional una vez superada la concepción abstracto-idealista que lo concibe únicamente como racional. En este sentido los marxistas hegelianos afirman que la tesis materialista no puede concebirse –en un sentido precrítico– como afirmación ontológica sobre la materialización de un mundo ya dado, objetivo e independiente del sujeto. Es sólo en la perspectiva de la acción del sujeto como constitutiva que resulta posible reapropiarse del materialismo en sentido crítico. Según los hegeliano-marxistas, en su tercera tesis sobre Feuerbach Marx reformula la tesis materialista a partir de la importancia que otorga a la acción de los hombres para cambiar las circunstancias. Esto sitúa la teoría crítica en la perspectiva del sujeto activo, lo que obliga a romper con el idealismo y a situar el mate26. “El problema de si al pensamiento humano se le puede atribuir una verdad objetiva no es un problema teórico sino un problema práctico. Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento. El litigio sobre la realidad o la irrealidad de un pensamiento que se aísla de la práctica es un problema puramente escolástico” (Marx, 1975c).

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rialismo como tesis dependiente, reformulada en términos poskantianos. Esta nueva perspectiva práctico-crítica implica dar otro rol al concepto de verdad y objetividad; ésta ya no podrá entenderse como algo preexistente y que captamos con el concepto sino como algo que nosotros producimos y que es transformado por nuestra acción. La teoría de la objetividad se ha transformado en teoría de la objetivación. Para los hegeliano-marxistas deviene esencial, indispensable, en este momento, liberar la dialéctica hegeliana del idealismo que la estructura. Podría parecer que para Negri este aspecto constituye, en principio, un obstáculo en su rechazo de la dialéctica y su necesidad de formular una epistemología materialista de nuevo tipo. Por lo demás, debemos anticipar que no puede establecerse una correlación entre la presencia-ausencia de la dialéctica y el nivel de radicalidad política alcanzada por la teoría crítica. Es cierto que Marx en numerosas ocasiones buscó extraer el nudo racional de la dialéctica hegeliana para alcanzar una formulación prácticocrítica de la dialéctica. Éste es el sentido que sostiene la reivindicación que, con relación a la dialéctica hegeliana, hace Marx en el prólogo a la segunda edición de El capital cuando se considera heredero de la dialéctica hegeliana y de su nudo “racional” como elemento indispensable en su crítica al capitalismo.27 El siglo XX fue testigo de numerosas controversias que buscaron definir las diferencias entre el uso marxiano de la dialéctica y su formulación hegeliana (Luporini, 1971; Della Volpe, 1971; Kosik, 1989). Sin embargo, la debilidad política y metodológica expuesta por las conclusiones de estos debates, así como el uso escolástico que el stalinismo dio al materialismo dialéctico, volvieron comprensible el abandono de la dialéctica en aquellos espacios teóricos relacionados sea con la perspectiva teórica política de la escuela crítica –Habermas– sea con el materialismo spinocista y la construcción deleuzeana de Negri. En el esquema de Negri la dialéctica es una concepción histórica teleológica y cerrada, sustituible por una conceptualización histórica que procede sustancialmente de Spinoza. El gran mérito de Negri consistió en haber podido contextualizar histórica e intelectualmente la concepción spinocista que buscaba dar cuenta de una ontología materialista de la constitución de la práctica política. Sus conclusiones, coincidentes en muchos aspectos con Deleuze, aludieron a Baruch Spinoza como el filósofo que con más insistencia había buscado dar cuenta de esta tarea filosófico-política. En

27. “Me declaré pues abiertamente discípulo de aquel gran pensador [Hegel]. [...] En él la dialéctica está puesta al revés. Es necesario darla vuelta, para descubrir así el núcleo racional que se oculta bajo la envoltura mística” (Marx, 1975a, I, 1: 20).

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efecto, Spinoza se propuso en su momento articular una respuesta metafísica a la crisis del Renacimiento y de la utopía posrenacentista, utopía burguesa que había sido construida en Europa sobre la base del mito del mercado, en tanto mito por excelencia del capitalismo, y que buscaba consolidar una nueva y plena subjetividad humana. La creación de esta subjetividad se convirtió, en realidad, en la aspiración sustantiva impulsada por el humanismo renacentista. En el caso de Negri, fundamentalmente, y en menor medida de Deleuze y Guattari, la centralidad de Spinoza adquirió una connotación particular ya que todos intentaron dar cuenta para la misma época de la crisis generada ante el fracaso de la utopía de octubre de 1917 y la posterior revuelta de mayo de 1968 (Negri, 1988, 1989). En realidad 1968 debería ser visto como la crisis de la utopía de 1917, mientras la crisis de la utopía de 1968 habría de producirse años más tarde, en la época de Ronald Reagan y Margareth Thatcher. Si en el caso de Spinoza la crisis de la utopía burguesa se situó en la coyuntura marcada por la transición de la sociedad mercantil capitalista a la forma de capitalismo industrial, la crisis actual, como forma de reconstrucción del proyecto negriano, se sitúa en el pasaje de la forma socialdemócrata capitalista sponsoreada por el keynesianismo a la crisis que sobrevive en el mundo capitalista, lo que Guattari y Negri (1999) han llamado el capitalismo mundial integrado y que Negri ha denominado “el Imperio” (Negri y Hardt, 2001). Esta transición particular de una fase del capitalismo a otra se expresa en numerosos registros: la reconstitución del sujeto del trabajo, la creación de nuevos regímenes de acumulación, la inauguración de una nueva semiótica del valor, la transformación del Estado capitalista, la generación de nuevos antagonismos de lucha, etc. Estos y otros desarrollos serán incorporados por Negri para señalar la necesidad de nuevas y diferentes lecturas de Marx. Sin embargo, la reconstitución del proyecto marxista, impulsada sustancialmente a partir de la crisis de la utopía socialista (aunque no comunista), es una apuesta que, a sus ojos, exigirá dar cuenta de la constitución de una ontología de la práctica política, temática esencialmente spinociana. Negri recupera esta mutación a través de dos elementos centrales: 1) la necesidad de desplazar la lectura marxista desde El capital, con su énfasis en la irresoluble naturaleza contradictoria de la producción capitalista, hacia los Grundrisse, con su hincapié en la capacidad constitutiva de los trabajadores para apropiarse de la riqueza social, y 2) el retorno a Spinoza como búsqueda de la fundación ontológica de la nueva subjetividad revolucionaria que emerge en 1968. La publicación conjunta de Negri con Guattari de trabajos –alguno ya mencionado– merece algunos comentarios, con el objeto de deslindar campos y explicitar diferencias entre Negri y las autores de Mil mesetas: capitalismo y esquizofrenia. La perspectiva de Deleuze y Guattari (1997) se en-

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cuentra desenfadadamente enmarcada por una lectura de historia universal en cuyo despliegue se hace uso de un esquema de periodización que sitúa el surgimiento del desarrollo capitalista en una compleja red de subjetivaciones, conjunciones y apropiaciones que se extienden hasta llegar a abarcar el Paleolítico y el Neolítico. Según ambos autores, el capitalismo surgió cuando una cantidad de flujos sustanciales de trabajo, dinero y propiedad privada pudieron escapar a los arcaicos códigos normados y controlados por el vetusto Estado medieval. Este devenir habría de continuar hasta que se alcanzó un punto de conjunción generalizado y abstracto que provocó un quiebre en la forma de existencia del Estado y creó el capitalismo de un solo golpe. Si bien ni Deleuze ni Guattari explicitan claramente el momento de surgimiento del capitalismo, cuando discuten la forma Estado consideran que el capitalismo se desarrolló en algún momento hacia fines de la Edad Media. Diríamos que para ambos la presencia del capitalismo es la condición de emergencia de la moderna forma Estado. Negri, por el contrario, no se encuentra particularmente interesado en la determinación del momento de surgimiento del capitalismo, menos aún por la relación del capitalismo con los modos de producción y regímenes de acumulación anteriores. Pero sí lo está en la periodización histórica del capitalismo atento al desarrollo de su concepción. En este aspecto Negri considera que Marx estudió dos grandes períodos de desarrollo capitalista: el primero, que llega hasta 1848, nominado como la etapa de la manufactura –capitalismo manufacturero–; el segundo, bajo el nombre de la gran industria, y que habría de prolongarse –según Negri– hasta 1968. Este segundo período admite, a juicio de Negri, una subdivisión: una primera etapa, que se extiende desde 1848 hasta 1914, con predominio del obrero profesional y donde la fuerza de trabajo calificada domina el mismísimo ciclo de trabajo, gracias a sus conocimientos; una segunda etapa –la época llamada de la gran industria propiamente–, con predominio del obrero masa, donde la fuerza de trabajo es reorganizada mediante principios tayloristas de producción, de una forma que vuelve totalmente abstracta su relación con la actividad productiva. Esta etapa corresponde al surgimiento y la evolución del fordismo que incorporará, por primera vez, al salario como un instrumento específico de promoción y aliento del consumo, modalidad de desarrollo capitalista que puso en marcha un proyecto de forma Estado intervencionista, intentando regular los ciclos económicos con el objetivo de mantener el pleno empleo y garantizar simultáneamente la asistencia social. Con posterioridad a 1968, la crisis del keynesianismo cierra una fase a la par que se inaugura otra en el desarrollo del capitalismo. Llegaba la hora del obrero social, con quien la cooperación productiva se diluía en la sociedad y las redes productivas alcanzaban una naturaleza definitiva-

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mente social. Eran momentos en que el Estado-plan keynesiano daba lugar al Estado-crisis, promoviendo de manera explícita la intervención social ante el discurrir de la crisis, ya bajo la intervención en los conflictos de baja intensidad, ya generando y promoviendo el pánico moral como forma de restablecer la dominación. En ese contexto el posmodernismo se constituyó en la ideología adecuada para esta nueva forma social de producción. Esta mutación capitalista será definida por Negri como la etapa de la subsunción real del trabajo por el capital; proceso mediante el cual la organización capitalista, la fuerza de trabajo y el comando capitalista se extienden al conjunto de la sociedad, que conduce a que la producción se vuelva inseparable de la comunicación (Negri, 1996). Dinámica social en un todo coincidente con la integración de la economía mundial, la expansión del comercio mundial y el inicio de la mundialización del capital. A pesar de que Deleuze y Guattari, cuando vuelven su mirada sobre Spinoza, siguen esa trayectoria, una y otra mirada no resultan totalmente divergentes en este aspecto. En el caso de Negri el proceso de subsunción real del trabajo por el capital implicará la extensión del antagonismo social capitalista al conjunto de la sociedad, adjudicándole máxima continuidad y flexibilidad. Si el comando capitalista deviene universal, el antagonismo se vuelve omnipresente, por lo que los sitios o espacios de lucha se tornan fluidos, generalizados y difusos. En la fase de la subsunción real el antagonismo ya no podrá ser entendido dialécticamente a la manera hegeliana, ya que ahora el proletariado se opone al capital desde un inicio; es constitutivamente antagónico. La relación capital-trabajo ya no puede ser comprendida según las líneas de negación-superación típicamente hegelianas. La explotación capitalista se convierte en puro comando y el capital necesita alcanzar una nueva dimensión, el estadio político, para asegurarse y mantener este comando. El sistema de cooperación social que impregna al conjunto de la sociedad debe incorporar de manera permanente el poder del trabajo promoviendo una densificación de la composición de clase y una masiva extensión de su potencialidad. En este nuevo escenario la dialéctica resulta incapaz de abarcar las distintas formas de antagonismo que provienen de esta extensión e intensificación del proletariado. Las luchas políticas ya no pueden ser definidas en términos de contradicción.28 Negri retomará a Spinoza porque éste presenta la metafísica del ser concebida como una física del poder (potentia) y una ética de la constitución. En es-

ta metafísica “el ser y el no ser se afirman y se niegan uno al otro de manera simple, discreta, inmediata. No hay dialéctica: el ser es ser y el no ser no es nada: fantasma, superstición, sombra. Es un obstáculo para el proyecto constructivo” (Negri, 1993: 361). Negri utiliza los lineamientos de la metafísica para entender el capitalismo como obstáculo del proyecto constructivo. Sin embargo, tiene otras razones para recurrir a Spinoza. En efecto, para la tradición político-filosófica fiel a una línea de razonamiento que puede trazarse entre Hobbes, Rousseau y Hegel, la relación entre el poder coercitivo del Estado y el poder aislado de los individuos se conforma según una relación esencialmente dialéctica. Esta línea de trabajo teórico supone abordar el Estado soberano como zona trascendental donde el poder contradictorio e ineficaz de los individuos es recuperado como poder colectivo, potestas. Contra este mito burgués, Spinoza planteó la fuerza –potentia– de la multitud, la fortaleza de quienes se oponen y contrarrestan el poder negativo y dominante del Estado soberano. En la etapa de la subsunción real, cuando el conjunto de la sociedad es incorporado a la reproducción del capital, el Estado no puede ser visto ni como el agente político capaz de modelar la relación entre las clases ni como el agente neutro capaz de servir al conjunto de la sociedad; en esta etapa el Estado es incapaz de procesar algún poder en provecho propio. Es, más bien, el sitio primario, campo de ejercicio del comando capitalista. En esta etapa el trabajo del Estado se vuelve esencialmente negativo, es un trabajo de descomposición, es decir, de modificación y neutralización de la resistencia que manifiestan los sujetos sociales en la producción y ante las políticas capitalistas de crisis. En la sociedad moderna, dice Negri, no hay cabida para resolver los principales deseos contradictorios de los individuos, como lo expresa la tradición Hobbes-Rousseau-Hegel, porque en un capitalismo integrado mundialmente, que es esencialmente paranacional en su forma, no hay Estado, no hay un nuevo Estado donde las contradicciones de la sociedad puedan ser exaltadas por algún poder negativo.29 En una situación donde el Estado y la sociedad civil se disuelven en una unidad compleja es posible pensar en la existencia de una zona donde la fortaleza de la multitud permanezca intacta. Spinoza formuló una física del poder de esta multitud, aunque en su tiempo no había posibilidad de desarrollo de esta física en la medida en que no estaba presente la política de esa multitud, la política de una nueva subjetividad revolucionaria, que

28. “En nuestro nivel de desarrollo la viga dialéctica de la fuerza de trabajo en y contra el capital es dejada de lado, se ha vuelto obsoleta, es sólo un interés arqueológico” (“Arqueology and project: The mass worker and the social worker”, 1985, en Negri 1988: 225).

29. En numerosos trabajos Samir Amin plantea que el Estado tiene un rol a jugar en el gerenciamiento democrático de la producción y que existe una dialéctica genuina entre el Estado y la sociedad civil, oponiéndose a todo planteamiento que vaya más allá del Estado.

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habría de llegar recién luego de 1968, tiempos en los que la multitud se ha vuelto efectivamente actual como algo real e irreducible. La motivación fundamental de Negri para rechazar y dejar de lado la dialéctica se funda en una resolución específicamente política. Para él no hay posibilidad de síntesis política alguna entre trabajo y capital; sólo existe puro antagonismo. Si existe síntesis, ésta sólo es posible desde la perspectiva del capital que requiere y/o necesita del trabajo para su supervivencia, debiendo contener o incorporar de manera permanente en un movimiento sin fin al antagonismo político. El proletariado, por su parte, no está impelido a alcanzar ninguna síntesis. Para Deleuze y Guattari, por el contrario, el rechazo de la dialéctica se funda más en un razonamiento de tipo filosófico antes que en una necesidad política. Se trata de una exigencia filosófica donde la contradicción hegeliana se subsume en una lógica de la identidad. Deleuze y Guattari se apoyan en dos elementos centrales desarrollados en diferentes registros y distintos planos de pensamiento para liberarse de toda influencia hegeliana: una concepción absoluta de la negación y una teoría constitutiva de la práctica. Más allá de que Deleuze se encuentre más comprometido con los caminos de la especulación filosófica y Negri con las polémicas que definían la estrategia política del momento en Italia, es posible considerar los análisis de estos autores como complementarios y confluentes en un proyecto común. La negación radical genera una ruptura definitiva con la tradición hegeliana mientras que la práctica mental y corpórea, los caminos del comportamiento, así como los poderes de un horizonte inmanente, proveen el punto material de partida para la constitución de un nuevo horizonte. Negación y práctica conforman los elementos fundantes del nuevo terreno filosófico-político. Deleuze, Guattari y Negri coinciden en la necesidad de la construcción de una ontología constitutiva de la práctica política. En Negri la superación de la dialéctica está asociada a las nuevas características que asume el capitalismo luego de 1968. En efecto, para él la época abierta para esa fecha pertenece a una etapa en la que el trabajo material es sustituido por el inmaterial, la organización de la fábrica por la sociedad informatizada, y el mando directo sobre el trabajo por el control de la cooperación social productiva, proceso que significó un cambio sustantivo en los paradigmas del poder. La modernidad ha devenido posmodernidad porque ha surgido un nuevo sujeto productivo radicalmente distinto. Por su parte el tránsito de una sociedad disciplinaria a una de control modificará la sustanciación del poder, es decir, la relación que el poder establece con su adversario, con el antipoder, considerado este último como la negación creativa del poder.30 La propia intelectualidad y la

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cooperación devendrán valor de uso fundamental en el proceso de producción en el momento en que el trabajo inmaterial quede sometido a la cooperación colectiva. Bajo estas circunstancias la base exclusiva de la productividad queda delimitada al trabajo vivo. Es indudable que el surgimiento y la consolidación del nuevo sujeto productivo alterarán la composición de clase: la clase obrera pierde ahora su centralidad fabril, mientras el sujeto productivo, al identificarse con el conjunto del trabajo comandado en la sociedad por el capital, se extiende al conjunto de la sociedad. La condición para que el nuevo sujeto devenga sujeto político es que encuentre en su constitución lo absoluto de su expresión. El nuevo sujeto, al asumir que su propia subjetividad constituye el sustratum ineludible de todo trabajo vivo, provocará una verdadera revolución: ya no necesitará de otras funciones que lo completen o complementen fuera de sí. Ya no se requieren mediaciones; la democracia representativa dejará de tener sentido. Igual destino se proyecta sobre la democracia directa. En estos marcos, sólo será concebible la democracia absoluta de Spinoza (“Reliqua desiderantur. Conjetura para una definición del concepto de democracia en el último Spinoza”, en Negri, 2000). La primera característica del obrero social como nuevo sujeto productivo reside en su capacidad para apropiarse del mando del trabajo. Pero para Negri esta reapropiación supondrá la ruptura de la dialéctica de la confrontación en la sociedad capitalista. En efecto, hasta ese momento las luchas obreras constituían el acicate para provocar la reestructuración del mando capitalista; la nueva figura subjetiva de clase construirá una dinámica particular de enfrentamiento al otorgar al proceso características indefinidas. Veamos. ¿Cuál es la forma como aborda Negri la nueva subjetividad? Para él las dinámicas de construcción subjetivas no cristalizan; son cambiantes, mutantes, dinámicas, por lo que no se puede hacer referencia a momentos inmodificables. Por lo demás, la construcción subjetiva, la relación ontológica, no tiene necesidad de fundamentos que vayan más allá de la experiencia humana, por lo que los sujetos se configuran como agencements (disposiciones, combinaciones). En ese marco, el abordaje de Negri con relación al sujeto revolucionario apunta a su pluralidad, entendida como multiplicidad. En este contexto no hay lugar para ontologías sustancialistas ni para un materialismo dialéctico; sin embargo, la exclusión de una ontología sustancialista no significa la exclusión de toda ontología. Por el contrario, los elementos ontológicos de la personalidad derivan precisamente del entramado que adquieren las direcciones de las lu-

30. Negri (Negri y Hardt, 2001) se refiere al Imperio.

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chas, la intencionalidad y las voluntades que las animan. Así es como se constituyen elementos ontológicos antagónicos. Y son antagónicos porque hacen a la elección de problemas radicales en el ser, como el referido al problema de la expropiación de la cooperación laboral. Es un antagonismo que no simplifica sino que perfecciona las complejidades que constituyen los sujetos, al mismo tiempo que esta complejidad, constituyéndose, constituye antagonismo. Es una forma particular de ontología: la ontología constitutiva. Simultáneamente, tanto Deleuze como Negri se limitan de manera estricta a un discurso de contenido materialista ontológico que rechaza toda profundización o fundación encubierta del ser. No hay nada velado, oculto o negativo en el ser. Todo está totalmente expresado en el mundo. En ese sentido son numerosos los proyectos que se han desarrollado en el campo de la filosofía en la perspectiva de la construcción de un pensamiento ontológico materialista: Spinoza, Marx, Nietzsche. En ese contexto Negri y Deleuze construyen una concepción constitutiva de una práctica fundante de una ontología. La negación radical que proyecta una par destruens no dialéctica resulta ser lo suficientemente enfática como para dejar de lado cualquier orden preconstituido, accesible o alcanzable, a la hora de definir la organización del ser. Por su parte, la práctica provee los términos para una par construens material; es la práctica la que vuelve posible la constitución del ser. En ese camino de análisis será la investigación de la naturaleza del poder lo que permitirá a Deleuze y Negri incorporar la sustancia al discurso materialista y llevar una teoría de la práctica al nivel de la ontología. Es posible distinguir tres momentos diferentes en la evolución del pensamiento de Deleuze y Negri: un primer momento de fuerte crítica al hegelianismo; un segundo momento de desarrollo de la concepción no dialéctica de la negación, y finalmente, un tercer momento de articulación de la naturaleza constitutiva de la práctica. Sin embargo, los desarrollos teóricos de ambos se mueven en direcciones opuestas. Deleuze comienza con una crítica filosófica en el plano más elevado de la especulación ontológica y trabaja progresivamente hacia espacios de discusión sociales y políticos. Negri, por el contrario, comienza con una crítica política de la dialéctica asentada en cuestiones prácticas y estratégicas de organización y reconoce gradualmente la necesidad de plantear la problemática en planos más elevados de generalidad ontológica. Negri parte de una crítica económica y jurídica de la naturaleza dialéctica del capital, de su capacidad para subsumir la verdad innovadora de la fuerza social productiva y recuperar la oposición de los trabajadores en el orden unificado de su propio desarrollo. Sus análisis teóricos se mueven al compás de la dinámica de las luchas sociales italianas marcando y formulando las fortalezas y limitaciones de las prácticas en el plano teórico. Negri interpreta estos mo-

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vimientos sociales no solamente como una crítica práctica de la concepción del Estado en la determinación de la organización social sino también como una proposición positiva para una constitución alternativa de la sociedad. La teoría de la insurrección es seguida por la lógica de la separación, una lógica autónoma de la nueva organización social. Así como Deleuze intenta una fundación autónoma de la filosofía por fuera de la problemática hegeliana, Negri se esfuerza por identificar aquellos elementos existentes de la constitución democrática de la sociedad que se vuelven independientes del poder de recuperación del capital y del Estado. Las prácticas de los nuevos movimientos sociales plantean sistemas alternativos de organización y valorización indicando el camino para la constitución de una nueva existencia social. Negri plantea que es posible intervenir en el proceso social de constitución ontológica a través de la dinámica de la organización política. ¿Cuáles son los cambios operados en la posmodernidad desde el punto de vista filosófico, más específicamente epistemológico, para Negri? Si en la etapa primitiva del Ancien Régime la búsqueda de la verdad debía realizarse tras la apariencia, y en la segunda etapa la función heurística se presentaba como mediación de la verdad en los acontecimientos, lo que permitía al filósofo alcanzar compromisos de transformación, en la etapa abierta luego del 68 francés la búsqueda de la verdad se ha transformado en producción de la verdad. El siglo XXI se caracteriza, según la concepción de Negri, por el surgimiento y la consolidación del “pensamiento constitutivo que se superpone y elimina el pensamiento de la mediación” (Negri, 1992a: 42). La mediación reduce, dice Negri, la posibilidad –entendida como creación– a un esquema trascendental de la disciplina. Hasta ese momento, la singularidad era reducida a un proceso dialéctico que reconducía el devenir del poder. Pero para Negri la historia del poder como historia del renacimiento continuo del sujeto como oposición a la estabilización del poder no es dialéctica, no es una historia hegeliana. Por el contrario, es una historia siempre abierta cuyas alternativas posibles son solamente comprensibles desde la genealogía y no desde la síntesis. Esta historia no tiene dialéctica ni continuidad teleológica: es historia de sujetos, de genealogías, de agencements implantados en lo real, definidos por lo real del desarrollo de la historicidad y por las relaciones de fuerza que recorren la historicidad. (Negri, 1992a: 39)

Sin embargo, el abandono de la dialéctica no resultará neutro para la concepción marxista de la práctica-crítica si consideramos, siguiendo el razonamiento hegeliano-marxista, que la inversión del pensamiento hegeliano y de la filosofía tradicional provocada por Marx no se asienta

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tanto en el reemplazo del idealismo por el materialismo sino más bien en una inversión de la perspectiva teórica a favor de una perspectiva práctica. Un primer interrogante nos surge de manera precipitada: ¿es posible sostener que el abandono de la dialéctica implique necesariamente el abandono y la separación de la concepción sostenida por Marx sobre la práctica-crítica? Dicho de otra manera, ¿es posible concebir un abordaje de la relación teoría-práctica similar a la desarrollada por Marx por fuera de la concepción hegeliano-marxista? Negri definitivamente desarrolla todo un camino en este aspecto (véase el capítulo siguiente) al retomar una lectura y un trabajo de investigación que se referencia en la línea teórica Maquiavelo-Spinoza-Marx. Y simultáneamente también nos preguntamos, ¿es posible abordar la historicidad de las sociedades por fuera del marco dialéctico? Queda claro que el abandono de la dialéctica no dejará de tener su importancia y de proyectar su incidencia cuando rescatamos las ambivalencias presentes en la dialéctica. Es posible identificar un primer aspecto referido al vínculo creado por la propia dialéctica entre la crítica al objetivismo –en tanto concepción estática del mundo– y la tesis de un saber absoluto. Marx invierte de manera definitiva este segundo aspecto, verdadero núcleo del idealismo hegeliano, hecho que se convierte así en uno de los puntos de ruptura de Marx con Hegel. Sin embargo, esta ruptura no significará renunciar a la primera perspectiva, es decir aquella que dinamiza los pensamientos estáticos de la comprensión, aunque sí romper con aquella actitud que consentía un mundo derivado espontáneamente de las ciencias sociales entendida como “teoría tradicional”. ¿Cómo entendía la “teoría tradicional” la explicación del mundo? Dando cuenta de una conexión causal presentada como necesaria (inevitable). En el caso de Hegel esta conexión estable de tipo causaefecto se designa como “necesidad externa”, y excluye la categoría de “posibilidad”, es decir, la perspectiva de transformación del mundo explicado.31 La dialéctica introduce una perspectiva de evolución, aunque derivada de una necesidad interna, y en ese momento considera el mundo social explicado como histórico y por tanto transformable. Ésta es la perspectiva que Marx asume en la Crítica de la economía política cuando realiza su crítica a las concepciones aceptadas por Adam Smith y David Ricardo, al concebir al capitalismo como fase histórica susceptible de ser trascendida.

31. La posibilidad lógica es la ausencia de toda contradicción: todo lo que puede ser pensado es posible, aunque no se cumple la inversa.

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Veamos cómo Negri, a pesar de su apartamiento de la dialéctica, resuelve esta problemática. En primer lugar, la idea de cambio histórico no necesariamente debe asentarse en una concepción monocausal o dialéctica que, imaginando una representación final e imbuida de una fuerte carga teleológica, deje de lado las dinámicas conflictivas y las luchas que efectivamente producen estos cambios. En ese sentido el pensamiento dialéctico es definitivamente pobre en su análisis, en la medida en que limita su estudio a una matriz conflictiva ya dada, prevista y muchas veces perversa, encastrada y asentada en alternativas rígidas. Negri, por el contrario, sin dejar de lado una dinámica histórica de cambio, rechazará fuertemente toda deriva teleológica y asentará su análisis en una perspectiva donde serán las diversas alternativas de lucha las que modelen y perfilen la propia dinámica del desarrollo capitalista. Al recoger la genealogía de los conflictos en su fase constitutiva, privilegiará tanto los momentos de resistencia como aquellos que son expresión de la potencia que los anima. Dicho de otra manera, debemos incorporar, siguiendo el análisis de Negri, tanto la capacidad de resistencia a la objetividad del poder como la potencia de la expresión de las nuevas realidades. Serán las luchas obreras las que toman cuerpo en esta capacidad de expresión de la potencia antagónica, en la medida en que son las luchas, dentro y contra el comando capitalista, las que hacen la historia. Este desarrollo teórico analítico nos remite nuevamente a la autonomía trontiana. Recordemos. En El capital el concepto de clase obrera está formado a partir de un determinado refinamiento político del concepto de fuerza de trabajo. Por su parte, ésta es presentada como la representación social del concepto económico de capital variable. Fuerza de trabajo y capital variable son, en ese sentido, nociones surgidas o formadas en el capital, dentro del capital. Cierto es que la función histórica del capital es precisamente la de la construcción de la fuerza de trabajo; pero a ojos de la economía política clásica y del marxismo ortodoxo esta función se abordó y se continúa abordando de manera estática: si la clase obrera es la proyección mecánica de la fuerza de trabajo, luego será analizada como una figura interna del capital. Bajo estos presupuestos resultaba imposible abordar a la clase obrera como variable independiente del capital, de la relación capitalista. Será, en ese aspecto, el autonomismo (obrerismo) el que provocará el gran giro, la llamada inversión del punto de vista de clase, al considerar a la clase obrera como el motor fundamental del desarrollo capitalista, y abordar este último como la respuesta que el capital construye para hacer frente a la resistencia y lucha de los obreros. La clase obrera es definida en este marco por su modo subjetivo, por su capacidad de expresión, por su potencia constituyente. Simultáneamente, el autonomismo se mostraba como una alternativa ante cualquier determinismo economicista, cau-

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sal, clásico, del viejo dogma marxista. En esta perspectiva la revolución dejaba de ser vista con ojos objetivistas teleológicos, como un objetivo a cumplimentar, según un trazo dado, como el punto de quiebre ante el que se desmorona la tasa de ganancia y su inevitable tendencia decreciente, para resolverse en la acumulación de un conjunto de procesos subjetivos de masas. Toda política efectivamente anticapitalista debe, de alguna manera, forzar al capitalismo a superar determinados límites, que representan el punto de su destrucción. Sin embargo, no existe ninguna automaticidad en esta superación, ni “leyes históricas” capaces de generar tales políticas, ni “clases elegidas” portadoras de tales objetivos. Las sociedades cambian solamente a partir del accionar social de aquellas subjetividades capaces de provocar y forzar el cambio social; mientras que la política capaz de provocar el reemplazo y la superación del capitalismo es una política por venir, por arribar, no en un sentido peyorativo, utópico, sino en un sentido de cambiantes contornos de un proyecto pensable, como opuesto a uno realmente existente, actualmente existente. En ese sentido, Negri planteará la necesidad de repensar el concepto de materialismo histórico dejando de lado aquella doctrina que ve en la materialidad de las fuerzas productivas el determinante de la conciencia, para poner en su lugar una noción, acorde a un materialismo histórico menos doctrinario, donde es la conciencia colectiva, a través de su consolidación, la que organiza la dimensión material del desarrollo del sujeto productivo,32 distinción saludable entre lo pensado y lo actualmente existente que realizará también Foucault en su abordaje sobre los distintos regímenes de prácticas. Pero llegados a este punto estamos impelidos a un abordaje de las subjetividades que dinamizan el proceso, que motorizan y corporizan las luchas. Y en ese momento el análisis de Negri ya no será negativo sino afirmativo (profundamente spinociano). Éste supone reconocer una lectura en términos de discontinuidades, contra todo determinismo y toda preformación o imaginación del devenir sociohistórico, sujeto sólo a la acción de los sujetos en el mismo proceso. Pero esta sujeción incorporará también la posibilidad del desarrollo de acciones fuera de toda previsibilidad o medida, y también por fuera de toda medida previa. Este análisis supone, así, pasar de una concepción cerrada de la relación capitalista a una concepción abierta, antagónicamente abierta, aunque sin la eliminación del tra-

32. “No es la materialidad de los movimientos la que genera la conciencia, sino que es la conciencia colectiva la que, desenvolviéndose, forma los movimientos mismos de la figura productiva en su materialidad. Este paso rompe la tradición, pero innova el materialismo. La autovaloración viene después de la autoorganización y no antes [...] la organización es el elemento material central fundamental de la constitución del sujeto” (Negri, 1992a: 149).

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bajo, que sigue siendo el centro del proceso productivo y de lucha. En la perspectiva de Negri este razonamiento último supondrá la crisis de la ley del valor, entendida como el cuestionamiento al funcionamiento de la medida del valor y del equilibrio en el desarrollo de la relación mencionada tal como había sido pensada hasta ese momento. Existe una segunda consideración a tener en cuenta para la superación de la dialéctica y está referida a la relación naturaleza-libertad. Veamos. La dialéctica hegeliana buscó resolver el conflicto que arrastraban las ciencias positivistas que proyectaban una lectura donde el objeto explicado se asumía como objeto natural y el sujeto como observador externo. En este contexto positivista la separación entre el sujeto y el objeto resultaba inevitable y conducía a un determinismo incontestable. La dialéctica hegeliana, decíamos, buscó superar este conflicto transformando la noción de libertad en ley esencial del proceso histórico. Significaba pensar la historia humana como un proceso libre y racional ligado a la dialéctica alienación-reapropiación. En este sentido el carácter inseparable de la acción libre y de la acción racional constituye otro de los nudos racionales de la dialéctica, del que también hay que dar cuenta, si de superación de la dialéctica se trata. Las sociedades modernas controladas por la tecnociencia se habrían de encargar de disipar los sueños de equivalencia entre racionalización social y emancipación, como lo anticiparon en su momento Adorno y Horkheimer (1987). Dos consideraciones pueden mencionarse como supuestos cuestionamientos al abandono de la dialéctica considerada como teoría de la razón fundada en la posibilidad de la transformación. La primera se refiere a la sustitución de la poiesis (creación) de la razón práctica como noción del proceso histórico. Más allá de que Negri reafirma como noción central del proceso histórico al potencial (poder) constituyente,33 acordando en ese mismo momento un gran valor a la praxis como acción transformadora, la categoría central de posibilidad (creación) no puede por ella misma, según la óptica marxista-hegeliana, dar cuenta en términos racionales de un proceso de transformación liberador. ¿Cuál es el razonamiento de los marxistas hegelianos?: si imaginamos que la acción transformadora es el único punto de apoyo (desprovisto de una lógica racional), la concepción de la revolución se vuelve ahistórica y al mismo tiempo la dirección de la transformación, imprevisible. Sin una lógica de emancipación es probable que las revoluciones instalen lógicas no desea-

33. Ya veremos cómo Negri, en su compromiso ontológico spinociano, sitúa la noción del poder constituyente en una posición creacionista a semejanza de una auténtica natura naturans.

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das. La segunda consideración en cierta forma complementa la primera. La introducción marxista de la noción de práctica crítica modifica la concepción dialéctica de la actividad al tiempo que la absorbe. En efecto, el quiebre marxista-hegeliano se produce al insistir en el carácter objetivo natural y terrestre del sujeto que produce, así como en el del objeto que no puede ser considerado como un dato sino como una objetivación. Marx, según esta lectura, mantiene la comprensión dialéctica de la relación entre el sujeto que produce, la alienación, y la necesidad de reapropiarse de la cosa alienada como acto de producción del hombre por sí mismo, de la misma forma que cuando lo producido es el propio sistema de relaciones sociales. El acto de la reapropiación incluye, incorpora, la lógica del sistema y para que ello sea posible debe encontrar esa posibilidad en el cuadro de esa misma lógica, proceso que nos lleva a las problemáticas nociones de las contradicciones y superaciones dialécticas. Desde el punto de vista estrictamente dialéctico, con ojos marxistas hegelianos, para la teoría crítica resulta casi imposible dejarlas de lado, en la medida en que indican situaciones problemáticas reales y estrategias de salida. Por lo que la renuncia a toda contradicción sistémica ubicaría a la teoría crítica en una situación comprometida para dar cuenta de su propio estatuto teórico. Renunciar a pensar la transformación del sistema como efecto basado en la contradicción interna se alcanzaría, para la teoría crítica, al precio de una reducción significativa del giro prácticocrítico en el doble sentido en que, según el marxismo hegeliano, Marx lo concibiera: por un lado, la acción transformadora tendría su esfera de validez por fuera de la lógica del sistema sin afectarlo; por otro, la crítica se volvería ahora hacia su posición metateórica, para preservar el límite entre “sistema “ y “mundo vivido”, indicando así la esfera de validez de las dos tradiciones sociológicas combinadas. Desde una perspectiva hegeliano-marxista el lugar de la dialéctica podría revalorizarse y adquirir relevancia a condición de profundizar ciertas posiciones de Marx que juzgan necesario mantener: 1) Cualquier giro práctico (en la concepción práctico-crítica) que intente dejar de lado la dialéctica debe ser capaz de formular una nueva teoría de la verdad y una reformulación de la racionalidad teórica y práctica. La premisa primaria capaz de sustentar el desarrollo de estas dos teorías tendría que poder proveer una nueva formulación de la objetividad como objetivación, como forma de salvar la relación de producción del objeto por el sujeto y de éste por la apropiación de su propia producción. 2) Una teoría práctico-crítica no puede anular la perspectiva de una transformación sistémica ni extender la noción de transformación o

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creación de las relaciones sociales más allá de la portada lógica de la categoría posibilidad. Por ello es que la búsqueda de la contradicción (antagonismo) en el interior del sistema por oposición a la interpretación homeostática de su funcionamiento es la condición de posibilidad de una teoría de la transformación. 3) Como el concepto de superación dialéctica necesita en cada caso de una determinación lógica y una concreción empírica, no se encierra de ninguna manera en un universo teleológico finito como se produce con el idealismo. Liberado de este cuadro de referencia, deberá funcionar como un dispositivo inherente a la noción de una práctica crítica y emancipatoria, pues de otra forma permanecería diluido en el magma de las transformaciones que igualmente podrían provocar objetivos contrarios. Una teoría que transforma la acción social en creación reduce su valor explicativo en la exacta medida en que aumenta su ambigüedad política (determinismo de la razón).

Capítulo 5

Hacia una teoría del conocimiento materialista

Sobre las diferencias y coincidencias entre Louis Althusser y Gilles Deleuze La alternativa epistemológica que Negri propone consiste básicamente en la superación de la concepción dialéctica hegeliana y en la apertura hacia un materialismo no dialéctico que permita dar cuenta de una teoría del conocimiento y por tanto de la relación de la teoría con la práctica. En este desafío el italiano seguirá las concepciones de Baruch Spinoza y los estudios que sobre éste desarrollara el posestructuralismo francés, en especial los ofrecidos por Gilles Deleuze, y que le permitieron a este último el desarrollo de la negación no dialéctica y el de una teoría constitutiva de la práctica. En esta perspectiva Negri rescatará como elemento articulador de su concepción el eje teórico conformado por Maquiavelo-Spinoza-Marx en contraposición al ya clásico y difundido en la concepción marxista tradicional: Hobbes-Rousseau-Hegel-Marx. Propone una epistemología materialista asentada en la concepción de negación absoluta no dialéctica que da cuenta de una concepción teórico-práctica acorde a los postulados de Marx. No debe asimilarse el materialismo con aquella escuela filosófica edificada sobre la simple prioridad del cuerpo sobre el espíritu o de lo físico sobre el pensamiento. En realidad el materialismo aparece en la historia como una corrección o negación de la prioridad de la mente sobre el cuerpo. En ese sentido se puede sostener que así como Spinoza corrigió a Descartes, Marx hizo lo propio con Hegel, aunque esta corrección no implicara invertir la prioridad primaria sino, en todo caso, proponer una igualdad entre lo corporal y lo intelectual. En el caso de Spinoza, rechazar la prioridad del intelecto significará reforzar al ser sobre los atributos, de los que Spinoza solamente reconoce el pensamiento y la extensión. En esa perspectiva, la ontología que considera es materialista; por lo que priorizar el materialismo significará igualmente la necesidad de priorizar el ser y al hacerlo se terminará resguardando una perspectiva ontológica. Lo corporal y lo intelectual son expresiones iguales del ser. En este aspecto radica el principio de la ontología materialista. [ 329 ]

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Deleuze y Negri tendrán particular cuidado en deslindar posiciones respecto de aquel pensamiento francés que rescataba hacia mediados de los 60 una línea de trabajo asentada en la trayectoria Marx-NietzscheFreud que, si bien se mostraba antihegeliana, adhería a una concepción subjetivista de los atributos spinocianos. Cuando Althusser convoca en Para leer El Capital a ver en Marx al artífice de una verdadera revolución en la teoría del conocimiento, se convierte en el mejor representante de los partidarios que priorizaban la ratio cognoscendi con relación a la ratio essendi. En este sentido Althusser estaba mucho más cerca de una especulación fenomenológica1 que de una teoría del conocimiento marxista, al insistir en la centralidad de una ratio cognoscendi. Eran momentos cuando toda la academia francesa se mostraba partidaria de la naturaleza productiva del conocimiento. La lectura althusseriana se manifestaba opuesta a la teoría deleuziana en la medida en que Deleuze relegaba la aprehensión del intelecto a un rol reproductivo y se manifestaba en principio partidario de una concepción “especular”.2 A partir de una particular interpretación de los atributos de Spinoza, Deleuze construirá una ontología materialista. En efecto, para él la relación de los atributos con la sustancia es un a priori de la aprehensión que pudiera hacer el intelecto de tal relación. La deleuzeana lectura objetivista de los atributos de Spinoza sostiene que hay ciertos principios del ser anteriores al poder productivo del pensamiento e independientes de él y que son estos principios los que corresponden al campo de la especulación (teoría). Deleuze mantiene la ontología, en ese aspecto, en su esfera específica y tratará todo lo que queda fuera de ella en términos prácticos. Es ésta la base de la concepción deleuzeana de la práctica. El intelecto sólo puede reproducir en términos cognitivos la relación ontológica primaria, esto es, la relación entre la sustancia y los modos. En este marco teórico la ratio essendi es anterior a la ratio cognoscendi, interpretación objetivista que preserva la entidad ontológica del sistema.3 Por lo demás, no cabe achacarle a Deleuze una concepción de tipo especular en su teoría del co-

1. De acuerdo con la fenomenología, antes de poder considerar las cosas reales es necesario considerar cómo se presentan a nuestra conciencia, a nuestro intelecto. Tanto la lectura de Althusser como la especulación fenomenológica coinciden en otorgarle al atributo spinociano una lectura subjetiva, invalidando en ese momento toda lectura especular en la medida en que “no hay lectura inocente del mundo, ni tampoco objetiva”. 2. “El intelecto sólo reproduce objetivamente la naturaleza de las formas que aprehende”, dice Deleuze. 3. De cualquier manera esta concepción no deja de resultar en alguna medida cuestionable si nos atenemos a la propia definición del atributo spinociano: “Lo que el intelecto percibe de una sustancia”. En este aspecto no deja de atribuírsele al intelecto un papel fundamental.

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nocimiento por cuanto la especulación (teoría) en él se refiere sólo a las cuestiones ontológicas. La sociedad, el capital, la economía y el Estado caen fuera de la órbita de la teoría. Es posible preguntarse, entonces, qué tipo de concepción materialista subyace en la teoría althusseriana cuando se lleva la producción cognitiva al centro de la filosofía, ocultando, en ese mismo desplazamiento, la dinámica productiva del ser, que es por lo demás anterior al pensamiento, sea que lo analicemos en términos lógicos o en términos ontológicos. Según la concepción althusseriana materialista, el conocimiento y su distinción de la realidad exigen una producción. Si no fuera así, caeríamos bien en el idealismo especulativo, bien en el idealismo empirista. Como la interpretación objetivista de los atributos de Deleuze excluye la práctica del campo especulativo, estaría expuesta, siguiendo a Althusser, a cualquiera de estos dos idealismos. Tratándose de una especulación independiente de la práctica, Deleuze, desde la óptica de Althusser, sólo buscará interpretar al mundo sin modificarlo. Siguiendo los lineamientos de la teoría spinocista, el punto esencial de la cuestión está centrado en el desarrollo de una concepción esencialmente materialista en lo referido a la relación entre la especulación o teoría y la práctica. Deleuze interpreta que Spinoza, en la primera parte de la Ética, investiga al ser desde una perspectiva especulativa descubriendo principios ontológicos fundamentales; y que luego, en una segunda parte de la Ética, tras una perspectiva práctica, nos conducirá a la constitución real del ser en términos corporales y epistemológicos. Comparemos las ideas base de Spinoza con las formuladas por Althusser. 1. En ambos autores la teoría se sustenta en la práctica; en ambos ésta funciona como inspiradora de la teoría. Referido a Althusser, basta recordar que aquella famosa frase de Lenin “sin teoría revolucionaria no hay acción revolucionaria” constituyó su cita preferida. Para Spinoza, una vez que la Forschung (especulación ontológica) haya puesto de manifiesto todas las distinciones del terreno, recién entonces será posible atravesar nuevamente ese terreno, pero ahora con una disposición diferente. En este punto es posible trazar un paralelismo entre los dos momentos históricos de Spinoza –uno, referenciado en la escritura de las partes I y II de la Ética y el otro, referido al momento de los desarrollos de las partes V y VI– y los dos momentos que Marx plantea con relación al método de investigación (Forschung) y al método de exposición (Darstellung). Así, el Forschung de Marx puede ser comparable a la primera etapa de la Ética que, basada en la teoría de los atributos, otorga prioridad al pensamiento para determinar las conexiones interiores del ser. El momento de la consti-

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tución del ser, perteneciente a la segunda parte de la Ética, que deja atrás los atributos, se corresponde con la Darstellung marxiana, donde una vez puestas de manifiesto las distinciones en el terreno, será posible volver a atravesarlo, aunque ahora con una “disposición práctica” presentando adecuadamente las conexiones internas y el movimiento real del ser en el proceso de su propia constitución. En este aspecto, a medida que nos deslizamos de la Forschung a la Darstellung desaparece toda prioridad del pensamiento. En Spinoza, el paso de la especulación a la práctica se realiza articulado por la temática del poder. En el lenguaje del holandés, hemos pasado del plano ontológico al plano epistemológico. Hasta ese momento histórico la tradicional teoría de la correspondencia de la verdad se asentaba en el pluralismo epistemológico: esto es, que la idea verdadera era aquella que coincidía o se correspondía con su objeto (res ideata). Para Spinoza, una definición de la verdad debía comprender la expresión de causalidad, de producción y de poder. Para él la concepción de verdad de una idea descansa esencialmente en la relación interna de una idea con su causa. Ésta es la idea adecuada (idea que expresa su causa: principio de adecuación). Por ello se dice que Spinoza termina aplicando a la epistemología sus principios ontológicos. Se trata, en ese caso, de una ontologización de la epistemología o de una verdad ontológica. 2. Sin embargo, cuando profundizamos en la concepción althusseriana es posible observar cómo Althusser termina concediendo, en la instancia final, prioridad a la teoría al postularla como la esencia de la práctica. Althusser considera la “práctica teórica” como la forma política central, arquetipo de la práctica; síntesis de teoría y práctica donde la prioridad está puesta en la teoría. Cuando tiempo después buscó responder a las críticas que le habían hecho sobre su concepción de la “práctica teórica” por no haber dado suficiente entidad a la lucha de clases al no incluirla en esa “práctica teórica”, lo hizo extendiendo la filosofía al campo de la política y postulando, en ese momento, que la filosofía es la propia lucha de clases en la teoría. 3. Deleuze por su lado pondrá énfasis en que las dos actividades son autónomas e iguales. No existe síntesis de la teoría y la práctica, ni prioridad de una sobre la otra. Para él toda filosofía materialista exige dejar de lado toda desviación teoricista. La relación de la teoría con la práctica no plantea una relación causal directa y ninguno de los ámbitos tiene prioridad sobre el otro (de igual forma como se relaciona la actividad del espíritu con la actividad del cuerpo; nuevamente ontologización de la epistemología). Aunque es cierto que no se puede considerar una relación de identidad en los dos pares que conforman el espíritu/cuerpo por un lado y el de la teoría/práctica por el otro. La investigación teórica se propo-

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ne, por su parte, avanzar en el estudio de los principios del ser referenciado en los atributos reconocidos: en el terreno del pensamiento y en el de la extensión. De la misma forma, la constitución práctica del ser incorporará en su desarrollo tanto la mente como el cuerpo. La relación común posible a establecer entre los pares se manifiesta en la autonomía y la igualdad. La concepción de autonomía que introduce Deleuze expresa el rechazo a toda subordinación de uno de los espacios con respecto al otro. El fundamento o la causa de algún hecho práctico debemos buscarlo, dice Deleuze, en la acumulación de deseos, imaginarios y poderes que se hubieran vuelto coincidentes y necesarios en algún momento (como fue el proceso desatado en 1917); dicho de otra manera se trata de indagar sobre aquellas nociones comunes que transforman las pasiones alegres del encuentro revolucionario en acciones. Para Deleuze la práctica adquiere una total autonomía. ¿Qué otra conclusión puede extraerse de su afirmación sobre el hecho de que “nadie ha delimitado o determinado aún lo que la práctica puede hacer”? En Spinoza la “noción común” adopta una función práctica particular: constituirse en el canal apropiado para descubrir el poder de la práctica social. 4. Althusser, al subsumir la práctica en la teoría y otorgar permanentemente prioridad a la teoría, adopta en este aspecto concepciones próximas al hegelianismo. El proyecto central de la filosofía materialista, por el contrario, es combatir esta prioridad y oponerse a toda interrelación como subsunción. Se trata, en todo caso, de apartar la práctica de la sombra de la teoría y otorgarle toda su autonomía y dignidad. Por su lado Deleuze, con su práctica de “nociones comunes”, se aparta definitivamente del terreno hegeliano oponiéndose a toda absorción, por la teoría, de la práctica materialista de la constitución. La lógica de la constitución es reveladora de una progresión que crece desde abajo hacia arriba, con una lógica abierta de organización. Se trata de una constitución no teleológica, imprevisible, creativa. Por el contrario, el movimiento de toda práctica hegeliana siempre termina absorbido por la lógica del orden detectado desde arriba. Pero adherir a una filosofía de contenido materialista no significa solamente rechazar toda subordinación del cuerpo a la mente, de la extensión al pensamiento –en términos spinocistas–, sino también una exaltación del ser con respecto a estas dos esferas. El ser no sólo debe anteceder y contener al pensamiento sino que debe ser igualmente anterior a la extensión. Se trata en ese sentido de una prioridad lógica. En ese aspecto la dignidad del ser es precisamente su poder, su capacidad de producción interna. En términos hegeliano-dialécticos, si el ser está determinado por la negación, sólo será posible definirlo a partir de su negación activa de la

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nada para marcar su diferencia con ella.4 Pero así definido el ser hegeliano se convierte en un ser abstracto, ya que se muestra incapaz de comprender su poder de producir y su poder de ser producido o de ser afectado (la producibilidad deleuzeana). Sólo el materialismo será capaz de captar esta particular lectura ontológica: la realidad de un ser que se define a partir de ser diferente en sí mismo, sin ninguna referencia externa. En este aspecto decimos que el ser spinocista es un ser singular. El ser no sólo es causa de sí mismo sino también diferente en sí mismo; lo que equivale a decir que se sostiene sobre la base de una diferencia interna o una diferencia eficiente. Diferencia interna que no es otra cosa que el movimiento del ser. Tal es el concepto de la ontología spinocista, sustancialmente diferente de la ontología hegeliana. De esta manera en el desarrollo de una ontología materialista nos hemos desplazado de la negación a la diferencia. Y desde esta diferencia eficiente, que reside en el corazón mismo del ser, surgirá la multiplicidad real del mundo; multiplicidad por lo demás impensable de producir en el ser hegeliano. Para la filosofía materialista no tiene sentido considerar el ser en la naturaleza en la medida en que no existe separación entre el ser y la naturaleza. El ser siempre está expresado en el cuerpo y en el pensamiento. Pero si esta ontología materialista, que se reconoce en los trabajos de Lucrecio y Duns Scoto hasta Spinoza y Bergson, en contraposición a aquella ontología de carácter idealista que transcurre siguiendo la línea de Platón, Hegel y Heidegger, pone de manifiesto nuestro poder de producir, de actuar, y nuestro poder de ser afectados (producibilidad deleuzeana), entonces será posible concluir que una ontología materialista de este tipo resulta, ante todo, una ontología del poder. ¿Cuál es la base sobre la que Deleuze construye su concepción de práctica constitutiva en tanto fundamento de ontología? La negación no dialéctica de Deleuze es absoluta5 “porque todo lo negado es objeto de un ataque total y desenfrenado” (Hardt, 2004: 20). “La negación pura es el primer momento de una concepción precrítica pars destruens, par construens (momento destructivo, momento constructivo), si la situamos

4. “Omnis determinatio est negatio” (“toda determinación es negación”). De acuerdo con la Ciencia de la lógica de Hegel una cosa debe ser en sí misma la negación de alguna otra cosa para poder tener, al menos, alguna característica determinada. Para la filosofía dialéctica, resulta absolutamente imposible que toda cosa no se encuentre determinada negativamente o mediada por la negación. 5. “No contiene ninguno de los efectos mágicos de la dialéctica” (Hardt, 2004: 20). Recordemos que para Hegel la negación dialéctica es aquella que contiene, preserva y mantiene lo que ha sido suplantado.

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dentro de las proposiciones metodológicas de ciertos autores escolásticos como Roger Bacon. Nos encontramos frente a la afirmación del ser. Pero en nuestro caso no se tratará de una afirmación pasiva al estilo de la considerada por la escuela de Frankfurt sino de una vinculada firmemente al antagonismo. Una afirmación que incorpora una crítica devastadora y una negación absoluta no dialéctica. Una crítica que implica el ataque irrestricto a todos los valores establecidos y poderes dominantes que sostienen esos valores. Se trata de una “destrucción sin reservas y que crea el campo para el surgimiento de fuerzas creativas, libres y originales” (ídem: 219). Lo fundamental es la pureza y la autonomía de los dos momentos críticos. La negación absoluta, en estos términos, allana el terreno para la creación. Es un encadenamiento bifronte que excluye toda tercera instancia. La pars construens construye un nuevo horizonte sin ninguna referencia a un punto de apoyo metafísico externo; está basada estrictamente en el carácter constructivo de las fuerzas subjetivas inmanentes. La negación radical de la pars construens no dialéctica enfatiza que ningún orden preconstituido es capaz de definir la organización de la sociedad ni del mismo ser. La afirmación se encuentra estrechamente ligada al antagonismo mediante la negación absoluta. Para Deleuze, si la crítica kantiana preservaba el espacio suprasensible protegiéndolo de las fuerzas destructivas de la crítica, esto es, si la trascendencia preserva el orden esencial de cualquier destrucción radical, Nietzsche liberará todas las fuerzas críticas de manera que los valores del orden establecido corran el riesgo de su reprobación. Pero la afirmación deleuzeana no implica aceptación de lo que es. Por el contrario, se referencia en la creación del ser, producción del ser que, en el caso de Deleuze, se encuentra ligada a la ética del ser, y por tanto al campo de la práctica. A partir de los encuentros casuales de cuerpos que concuerdan en su naturaleza, el poder de éstos se ve aumentado, proceso que en términos spinocistas equivale a plantear que los encuentros han provocado un aumento de las pasiones alegres. En tanto pasión, y proveniente de una causa externa, no resultará posible, para Spinoza, alcanzar la idea adecuada a partir de ella; pero en la medida en que la pasión es alegre, entonces abrirá el camino hacia la adecuación. Por ello podemos afirmar que la pasión alegre conforma la materia prima de la construcción de la idea común. Y es la alegría del encuentro la que provoca la composición de otro cuerpo nuevo más potente. En ese momento la afección alegre deja de ser pasiva para convertirse en activa. De esta manera es posible afirmar que construir la noción común significa comprender las causas de la afección, la que, al expresar su causa, deja de ser pasiva y se convierte en activa. La noción común es el mecanismo mediante el cual el espíritu pasa de una pasión a la acción, de una idea ina-

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decuada a una idea adecuada, de la imaginación a la razón.6 Por ello podemos concluir diciendo que la formación de la noción común es la constitución práctica de la razón. Pero en ese momento la alegría, basada ahora en la noción común, será una alegría que retorna. Y cuando la noción común incluye la causa de un encuentro alegre volviéndolo adecuado está practicando una nueva incisión en el ser, construyendo una nueva combinación en su estructura. Comprender la causa permite elevarnos al nivel del ser: ya que la sustancia es aquello que es causa de sí misma. La causa sui (causa de sí misma) ha adquirido una connotación práctica. De esta manera podemos concluir en que la práctica de la alegría resulta en la constitución activa del ser. Sin embargo, debemos aclarar que la noción común nunca puede conectarse a milagro alguno. En primer lugar, se refiere a una física de los cuerpos y no a una lógica del pensamiento. En segundo lugar, no puede pasarse por alto su función práctica y otorgarle importancia a su contenido especulativo. La noción común es un instrumento práctico de constitución. En el pensamiento spinociano las nociones comunes marcan una ruptura ontológica, la transformación de la especulación a la práctica. Esto significará que en el desarrollo de Spinoza el ser ya no será más un orden dado, sino que será la combinación de relaciones componibles. Aquella concepción que sustenta la idea de una epistemología construida en la práctica se asienta en una materialidad del intelecto que considera al pensamiento spinociano dentro de la tradición filosófica materialista y en la era del nacimiento de la industria moderna. La operación de noción común aparta la constitución en el proceso spinociano de toda relación con la dialéctica. El movimiento progresivo hacia otro estadio superior no se logra mediante la negación del estado presente sino mediante su composición. En el plano epistemológico la noción común es el mecanismo por el cual la práctica constituye un orden de conocimiento, como paso práctico de la afección pasiva a la afección activa; de igual manera el paso de la imaginación a la razón se desarrolla a través de la noción común. La teoría del paralelismo ontológico nos dice que aquello alcanzado en el plano del pensamiento es posible extenderlo a la extensión. Debemos poder descubrir alguna noción común corporal, y ésa será precisamente la multitud.

6. La noción común tiene su origen en la imaginación, la que afirma la presencia de un objeto pero sólo de manera posible. “Las nociones comunes son bloques levantados en el terreno de la imaginación para constituir la razón” (Hardt, 2004: 198). Esta última considera las cosas como necesarias.

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¿Qué puede proporcionarnos el pensamiento de Deleuze, se interroga Hardt? ¿Cuáles son aquellos instrumentos útiles que nos permiten encauzar y desarrollar nuestras propuestas políticas? En este caso Hardt rescatará de Deleuze la importancia de la construcción de una democracia radical.

Teoría y práctica en Toni Negri En el pensamiento de Negri el antagonismo juega un rol particular: significa desestabilizar y cuestionar tanto los presupuestos y concepciones estándares del pensamiento como las clásicas proposiciones que sostienen la relación del pensamiento con la política, es decir, de la teoría con la práctica. En Negri el antagonismo no adquiere el estatuto de un concepto clásico, en el sentido tradicional del término, capaz de proporcionar apoyo a sus análisis políticos o históricos y escritos filosóficos, es decir, proveer sustento y fundamento para una investigación de los comportamientos sociales y políticos en el contexto de la formulación de una ontología del poder. Suponer que el antagonismo juega en la teoría de Negri un rol de estas características implicaría aceptar por dados determinados protocolos sobre los conceptos de producción, sobre las posibilidades del pensar y de los compromisos políticos; en fin, sobre una determinada relación entre pensamiento y praxis. Por el contrario, en Negri el antagonismo está significando un desplazamiento, o cuando menos una desestabilización del concepto como tal. Para él el movimiento de la especulación a la práctica, es decir de la ontología a la política, en la medida en que la realidad no es lineal,7 debería dar cuenta de este desplazamiento. Es precisamente el antagonismo el que propone esta desestabilización necesaria para alcanzar un pensamiento de la materialidad como poder de lo social, y un pensamiento como relacionalidad y praxis. Si sentar las bases de una filosofía materialista exige una lucha pertinaz contra aquella idea que otorga prioridad al pensamiento, no deja de volver al propio materialismo, en tanto juego de conceptos, un imposible o cuando menos una paradoja. Precisamente, cabalgando sobre esta para-

7. “Por el contrario, la realidad se mueve continuamente e implica en su movimiento el antagonismo de las fuerzas que ejercitan, con el conocimiento, el poder. [...] Los criterios estudiados hasta el momento deben recomponerse en un ulterior principio que capte las grandes mutaciones [...] y la participación de los sujetos como causas y producto de este desarrollo” (Negri, 2001a: 71).

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doja, se hace posible otra relación entre el pensamiento y la materialidad de su práctica; de una praxis del pensar diferente a aquella que se cierra sobre la articulación y el mantenimiento del concepto. Bien podemos afirmar que el centro de la lectura que realiza Negri sobre Spinoza se referencia en aquel espacio que se abre entre la imposibilidad del materialismo como filosofía (según lo ya planteado) y la posibilidad de otra praxis del pensamiento, de otro pensamiento de la praxis. Para Negri, todo emprendimiento especulativo no puede quedar reducido al simple desarrollo de un sistema teórico, cuya forma y lugar queden fijados e inscriptos de manera definitiva e irremediable en el repertorio de la reflexión filosófica. Por el contrario, la tarea teórica deber ser movimiento, filosofía en acto, filosofía de la práctica; que es lo mismo que decir práctica, proceso o historia. Toda empresa teórica no puede ser comprendida sino a partir de su desarrollo inmanente, a partir del propio proyecto que aparece y que le confiere su carácter innovador. Dar cuenta de ese proceso, de un esfuerzo de esas características, literalmente de un conatus que acompañe toda reflexión concreta, exige profundizar en este proyecto, hasta el límite donde este proceso devele lo que constituye su esencia, superando la sucesión de momentos que conducen hasta ese punto y resaltando la progresión que es también su verdad. En Negri la relación del pensamiento con la práctica se resuelve mediante una lectura y rearticulación de la relación entre el momento crítico destructivo, negativo, del pensamiento (pars destruens) y el momento crítico afirmativo, creativo de la práctica del pensamiento (pars construens) en Spinoza. Nos enfrentamos a una paradójica unidad de ambos momentos articulada alrededor del inestable mantenimiento del pensamiento en el límite del concepto y el eje de la invención o de la praxis. En el pensamiento spinociano la relación entre la pars destruens y la pars construens no se ofrece para una lectura casual o para ocupar un lugar pasivo. En el lugar y el manejo que da Negri en la lectura de Spinoza al antagonismo le servirá para iluminar la tensión creativa entre los momentos negativos y afirmativos del pensamiento –pars destruens, pars construens–; desarrollo que significa rechazar toda resolución simplista en el abordaje de la práctica propia del pensar. La lectura de Negri sobre Spinoza combina una compleja conjunción de prácticas interpretativas. Negri investiga tanto las condiciones históricas del pensamiento de Spinoza como la articulación del pensamiento spinociano con ese contexto, aunque alejado de toda dialéctica convencional en el análisis del contexto histórico. Para Negri el pensamiento spinociano no puede abordarse como simple reflejo del período histórico en cuestión y de su articulación; aunque esta irreductibilidad no debe interpretarse como una cuestión de simple trascendencia del descubrimiento de Spinoza hacia

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una verdad universal. Esta irreductibilidad del pensamiento spinociano con sus condiciones históricas se funda, según Negri, a partir de su relación con lo que Negri identifica como la crisis. En tiempos de Spinoza ésta se fundaba en la tensión entre el desarrollo emergente de las fuerzas científicas y productivas y la organización emergente del mercado como la fuerza organizadora y moderadora de lo social. Crisis que implica más que una precondición para interpretar el pensamiento spinociano, y esto por dos razones: 1) se funda en la complejidad de la respuesta de Spinoza a esta crisis; en la manera como el antagonismo histórico entre la productividad y el orden se vuelve un problema y una tensión interna en el proyecto de Spinoza, y 2) esta crisis no está limitada a los escritos de Spinoza de la época sino que es extendida y desplazada en su repetición hacia el presente. La relación o el antagonismo entre la multiplicidad de relaciones inmanentes de constitución y producción y las órdenes mediadoras de leyes, Estado y mercado (lo que Marx llamó las fuerzas de producción y las relaciones de producción) es la crisis sin estancamiento entre la historia y la historicidad. Esta idea de crisis permea y modela las tensiones y divisiones de los diversos textos spinocianos que Negri aborda. En la lectura de Negri, Spinoza deja de lado toda referencia a la dialéctica, toda sugerencia que pudiera ser inscripta en la jerga hegeliana de una filosofía de la mediación, para orientarse hacia una filosofía de la constitución a todas luces irreductible indudablemente a tal asimilación. En ese sentido Spinoza debe ser apartado de aquella línea directriz de pensadores de la mediación y de la doctrina de la potestas, esto es: Hobbes-Rousseau-Hegel, y ubicado genealógicamente en la línea de los pensadores de la potencia, que comparten una nueva lógica de la constitución: Maquiavelo-Spinoza-Marx. Para Negri la filosofía spinociana se debate tanto en su metafísica como en su política, entre el neoplatonismo, que la conduce hacia la afirmación de un orden trascendente, en la primera fundación de la Ética, y una filosofía materialista de constitución como organización, en la segunda fundación.8 El desarrollo de la relación pars destruens-pars construens se presenta en Spinoza como la condición habilitante para el desarrollo de esta crisis y, simultáneamente, como la inhabilitación y destrucción de toda mediación trascendente de esta crisis. Si la crisis hace posible una lectura de las tensiones y divisiones en el texto de Spinoza, de la misma ma-

8. Como Hardt (2004: 25) indica, debemos hacer una distinción entre “orden” y “organización”. El orden del ser, de la verdad o de la sociedad es una estructura que está siempre arriba, por encima, externa a las relaciones materiales que organiza, mientras la organización es el desarrollo de las relaciones accidentales e inmanentes entre varias fuerzas y relaciones.

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nera éste hace igualmente posible una lectura de la crisis. Es decir Spinoza hace posible una investigación y reconsideración de nuevo tipo acerca de las dimensiones ontológicas, subjetivas y políticas de la contradicción entre fuerzas productivas y relaciones de producción (Negri, 1993). Según Negri la Ética de Spinoza está sometida a una paradoja fundamental en la medida en que contiene la afirmación absoluta de la sustancia como ser infinito y como el poder de la existencia. La paradoja se manifiesta en la tensión a la que se someten dos campos de la ontología: dos maneras de concebir la relación entre la unidad y la multiplicidad, o entre la sustancia y sus modos.9 Esta paradoja constituye desde un comienzo la cuestión central para toda la lectura de Spinoza ya que plantea todos los viejos temas desde la relación entre lo infinito y lo finito, la sustancia y los modos o lo que Negri llama la organización del infinito. Pero es también, al menos en la lectura de Negri, la relación entre los variados campos del pensamiento y la práctica. La paradoja es la división entre orden y organización, entre la emanación que procede de la sustancia hacia los modos y la constitución que se dirige desde los modos hacia la sustancia. En La anomalía salvaje Negri despliega el itinerario filosófico de Spinoza desde el Tratado de Dios y el hombre y su felicidad (conocido como Pequeño tratado) al Tratado teológico-político de una manera tal que las etapas sucesivas se ordenan según una trayectoria que, aunque discontinua, sobrepasa el propio sistema hasta llevarlo a concluir en una filosofía de la práctica, promesa que en realidad estaba ya formulada desde un comienzo y que, según Negri, constituye su verdad profunda. En realidad Negri accede a Spinoza en el curso de la crisis del marxismo abierta hacia fines de los 60, con posterioridad a 1968. En efecto, ante el desencanto que provocaban los filósofos del devenir; frente al resurgimiento de los apologistas de la mediación del poder; en fin, frente a los nuevos aires que corrían asentados en los pensadores de la dialéctica, Negri terminará abrazándose a Spinoza. Eran tiempos coincidentes con momentos de reflexión crítica con relación al marxismo, a partir del estrepitoso fracaso de un marxismo ortodoxo, sea en su versión stalinista, neostalinista o trotskista, que se había presentado como verdaderamente hegemónico. La crisis del marxismo de la época había crecido de la mano de una conciencia casi indestructible sobre el fracaso del llamado socialismo real, mientras paralelamente hacía suyo el convencimiento sobre el irre-

9. “En Spinoza no encontramos nunca una decisión entre dos puntos de vista: uno dinámico según el cual la sustancia es una fuerza; otro, estático, según el cual la sustancia es una pura coordinación lineal” Negri, 1993: 146).

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cuperable destino inhumano en el marco de un capitalismo, sea que se tratara de su sistema político y civil, sea de su espacio ético. 1968 había operado como una toma de conciencia universal (Negri, 2000). En ese contexto, la recuperación de Spinoza está íntimamente ligada a la necesidad de proponer, a través de la recuperación ontológica, una filosofía del porvenir que, asentada en el ser, fuera capaz de recrear y dar sustento a la imaginación del comunismo. Recuperar a Spinoza en ese aspecto es provocar un verdadero turn over para la época, al depositar el máximo de la confianza en la razón y en la praxis colectiva humana. Pocas otras filosofías han generado tan divergentes y opuestas interpretaciones y lecturas como las obras de Baruch Spinoza. Quizá la frase más famosa de Spinoza “Deus sive natura” (“Dios, es decir –o de donde se sigue– la naturaleza”) en el Prefacio de la Ética fue interpretada por sus contemporáneos ya como que Dios no es otra cosa más que naturaleza, ya como que Dios es una cosa. Un siglo más tarde Spinoza fue leído como un hombre intoxicado de Dios y la frase Deus sive natura, como el significado de la presencia de Dios en todas las cosas, piedra fundante de una doctrina mística o panteísta. Pero de lo que no debe quedar duda es sobre la revolución generada por el pensamiento spinociano. El mismo Althusser, a pesar de sus escasas referencias a Spinoza en Para leer “El capital”, al buscar ejemplificar los “hechos filosóficos” o “acontecimientos filosóficos de envergadura histórica” generadores de mutaciones reales en “las relaciones estructurales filosóficas existentes” se referirá a la filosofía de Spinoza como “una revolución teórica sin precedentes en la historia de la filosofía y, sin lugar a dudas, la mayor revolución filosófica de todos los tiempos, hasta el grado que podemos considerar a Spinoza, desde el punto de vista filosófico, como el único antepasado directo de Marx”. Para continuar: Sin embargo esta revolución radical fue objeto de un prodigioso rechazo histórico, y con la filosofía spinocista sucedió más o menos lo que aún sucede en ciertos países con la filosofía marxista: sirvió de injuria importante para el cargo de inculpación de ateísmo. (Althusser y Balibar, 1974: 113)

Históricamente Spinoza es la ontología. Se trata del ser que funda el saber, donde ser y saber son el producto de la ética colectiva, de las fuerzas físicas y morales que configuran el horizonte humano.10 Desde esta mirada, si toda acción orientada es capaz de producir ser, entonces será posible rescatar un horizonte de nuevo tipo frente a una modernidad que abreva en la ausencia de toda referencia al ser, que se despliega hacia la causalidad y el

10. “Spinoza propone a los filósofos un nuevo modelo: el cuerpo” (Deleuze, 1984: 27).

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acontecimiento, inficionada por el poder y el devenir.11 Ante un marxismo que se muestra languideciente frente al despliegue de la alienante eficacia de la producción capitalista y el aturdimiento que le genera el posmodernismo, el rescate de Spinoza abre un nuevo horizonte donde dar un nuevo marco a la actividad humana se hace posible mediante el sostén ontológico y la productividad de lo ético. La ontología profundamente materialista de Spinoza otorga el sustento para una reivindicación del ser como ser material, revolucionario; de esta manera la posibilidad y la voluntad revolucionaria pueden sobrevivir a la crisis del marxismo. En la historia de la ontología, es decir del ser, la posición de Spinoza es única. En él hay continuidad entre física y ética, entre ética y política, como indisoluble continuidad de las manifestaciones del ser. Circularidad de superficie que diferencia y antepone el pensamiento spinociano a toda otra visión anterior y posterior de la ontología. En Spinoza el fundamento es el ser; se trata de un fundamento concebido como la superficie. La superficie aparece como el ser determinado prácticamente por el cruce y las dislocaciones experimentadas en el terreno físico y en el histórico. Se trata incluso de una ontología diferente de la moderna filosofía de los países donde la subversión del ser se despliega subordinada al racionalismo, sometido a una razón instrumental que termina convirtiendo la transformación en utopía. Spinoza excluye toda utopía; en el marco spinociano la esperanza de transformación revolucionaria se nos presenta como superficie de la vida. Estamos definitivamente frente a una ontología materialista. En el caso de Spinoza propiamente dicho, otra gran crisis lo precede. En efecto, la Holanda de la segunda mitad del siglo XVII es una nación distanciada del orden político, social y económico imperante en Europa. Se encuentra, en efecto, sometida a los tensionamientos generados entre los liberales del partido republicano de Jan de Witt (quien era ministro de la República para esa época) y que solicitaba la disolución de los grandes monopolios, fomentando una organización provincial y el desarrollo de una economía liberal, y el calvinismo, comprometido con la guerra y con la formación de un Estado centralizado y cercano a la casa de Orange (verdadera anomalía histórica). El asesinato de los hermanos De Witt y la crisis económica y política que lleva a la restauración de los Orange precederán al tendencial acercamiento de la Holanda del siglo XVII a la situación europea.

11. Referenciado en Heráclito, el ser no es más que devenir: tras la estable apariencia de las cosas, hay una realidad oculta que no es sino un cambio continuo, devenir universal propiciado por una lucha de contrarios que somete las cosas a un flujo circular del morir y del renacer. El resultado final no deja de ser una armonía ya que el devenir está gobernado por el logos, la ley, la medida, la racionalidad.

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“Contra la familia de los Orange que representa una potestas conforme a la Europa monárquica, la Holanda de los hermanos De Witt intenta promover un mercado con espontaneidad de las fuerzas productivas de un capitalismo como forma inmediata de socialización de las fuerzas” (Deleuze, 1993: 58). En esta disputa Spinoza apoyó la causa republicana corporizada en el liderazgo de los hermanos De Witt y en múltiples representantes de la burguesía urbana y marítima que se mostraban partidarios de la tolerancia intelectual y religiosa así como de la predominancia del Estado sobre la Iglesia. Pero las masas urbanas le quitaron el apoyo y desplazaron su horizonte hacia la apoyatura de la alianza entre el príncipe de Orange y la Iglesia calvinista. En 1672 los republicanos fueron derrocados tras una sublevación que restituyó el poder a la Iglesia y a la monarquía. Esta crisis que precede a Spinoza se resuelve en la negación del ser, en la afirmación de una política de dominio que termina sometiendo la libertad al poder y encuentra en Thomas Hobbes su instrumento teórico más idóneo. Ante ello Spinoza opone una filosofía del porvenir, reafirmación absoluta del ser, sometiendo el poder a la libertad al identificar potencia y libertad. En esto reside la verdadera anomalía spinociana: tras un proyecto metafísico-político se opone a todo aquello que la época y el siglo teorizan y realizan. Por ello “se presenta como una desmesura ante el concreto histórico y como desmesura ante la organización absoluta que la conciencia de la crisis impone al proyecto de su superación” (Negri, 1993: 212-213). Filosóficamente esta doble anomalía se traducirá en el tránsito de lo que Negri llama la primera fundación, caracterizada por un panteísmo y naturalismo de raíces neoplatónicas, así como de idealismo, ambas representativas de la utopía revolucionaria de la burguesía naciente, a una ontología materialista revolucionaria –segunda fundación– donde el ser como fundamento es concebido como la superficie (Negri, 2000), lo que significa plantear que la sustancia no es nada sin la totalidad de sus modos. Sin ellos no hay sustancia; ésta no es concebible. A la primera fundación le antecede la “utopía” del círculo spinocista, objeto de análisis en el capítulo 2 de La anomalía salvaje, donde son abordados un conjunto de textos escritos entre 1660 y 1663 que conforman el Tratado sobre la reforma del entendimiento (o Tratado corto). Spinoza recogerá en estos escritos elementos propios de una formación surgida del cruzamiento de las diversas tradiciones judías con el humanismo reinante, la escolástica y el cartesianismo. Estos elementos se van a fusionar en una ontología sustancialista de carácter panteísta, posible de ubicar en la línea del neoplatonismo. Aunque en realidad esta fusión de elementos dispares será provisoria: lejos de generar una unidad indisociable, estos elementos crearán las condiciones para el surgimiento y desarrollo de una tensión interna, coexistencia de misticismo y racionalismo que provocará,

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como veremos más adelante, la crisis del círculo spinocista. Negri lee en el Tratado corto una orientación panteísta, casi mística, aunque no exclusiva de Spinoza, sino compartida por los amigos de su círculo spinocista. “Principios de la filosofía cartesiana” y “Pensamientos metafísicos” (incluidos en el Tratado corto) son analizados por Negri como una significativa etapa de separación del primitivo planteamiento neoplatonizante, preparando el pasaje del pre Spinoza al primer Spinoza; esos textos insisten en las potencialidades materialistas de la ontología y, mediante una crítica radical de los universales, permiten alejar toda trascendencia con relación al conocimiento. El Tratado sobre la reforma del entendimiento constituye la primera tentativa para superar el horizonte panteísta originario. La ontología panteísta porta en sí la promesa de una teoría del ser como potencia, y por tanto de una “estrategia de la constitución” (Negri, 2000: 76) pero al mismo tiempo impide que esta promesa sea cumplida; ella hace fracasar esta estrategia. Esta impasse tiene la significación de un síntoma.12 Es, según Negri, “la exposición más acabada de la utopía del círculo spinocista bajo la forma de la paradoja ontológica” (ídem: 91). Ha llegado el momento para que la doctrina revierta sobre sí misma, tras un esfuerzo de refundación, dando lugar a lo que Negri denomina la primera fundación expresada en las partes I y II de la Ética. En el capítulo 3 de Spinoza subversivo Negri describe la primera fundación del sistema spinocista como aquella efectuada por Spinoza en las dos primeras partes de la Ética. Se corresponde con el trabajo de construcción de una primera filosofía, remodelada y reeditada entre 1661 y 1665, donde se esfuerza por sintetizar el panteísmo del círculo spinocista desarrollando hasta su extremo límite una ontología de la productividad. La primera fundación de la Ética que Negri localiza en las partes I y II no es solamente la exposición de la paradoja mencionada, sino también su parcial e incompleta resolución a través del orden mediado de los atributos; “los atributos (pensamiento y extensión) es lo que el intelecto percibe como esencia de la sustancia”, dice Spinoza. La primera fundación tiende hacia la emanación13 antes que a la constitución.

12. “Tal es la crisis del Tratado. Ella se abre a partir del contraste entre productividad del saber y capacidad de mostrarla obrando. Se determina en torno del hecho de que la idea de verdad –definida en la totalidad, intensiva y extensiva, de la ideología panteísta– no tiene capacidad de darse definitivamente como potencia física” (Negri, 2000: 79). 13. La emanación designa una forma de causación donde lo causado procede necesariamente de la causa, con lo que se establece una continuidad o gradación, aunque el efecto es inferior a la causa (degradación). Existe en ese sentido una degradación ontológica, aspecto que ocupa un lugar central en el neoplatonismo (causación por emanatismo).

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¿Qué es lo que caracteriza a las dos primeras partes de la Ética y les asigna la función de un momento singular en el proceso del pensamiento spinociano? Es el hecho de que ambas están marcadas por una problemática de la mediación que recién desaparecerá en la ruptura o cesura teórica encarada por el Tratado teológico-político. Negri plantea que entre la sustancia que expresa la causalidad absoluta del ser y el modo, expresión de su realidad efectiva, es decir el resultado de esta productividad, se presenta el atributo. En este razonamiento es el atributo el que es requerido. Pero pasar de una ontología intensiva de la natura naturans a una ontología extensiva de la natura naturata14 exige la intersección entre la sustancia y el modo (Macherey, 1992). Para que esto se produzca se requiere de una mediación, de un principio de articulación y de organización que permita diferenciar el infinito sin alterar su univocidad.15 Sin embargo esta tentativa de mediación no llega a buen puerto, ya que en sí misma, como mediación, ella contradice la propia productividad del ser al cual pretende darle los medios para realizarse, sometiéndolo a un orden abstracto que sólo tiene sentido desde el punto de vista del entendimiento. Bajo estas condiciones la especulación ontológica es remitida a las condiciones lógicas poseídas en y por la conciencia. Recordemos que en Spinoza no hay comienzo. La espontaneidad del ser es un a priori; es su apología. En ese contexto suponer un comienzo implica generar una aporía de la mediación. Esta argumentación y la condición de atributo que la sostiene deben desaparecer para que Spinoza pueda, al cabo de una segunda fundación, liberar el ser de una restricción teórica de ese tipo para darle una realización ética en el horizonte de la problemática de la constitución.16 Pero hablar de una extinción de ese tipo exige interpretar las sucesivas partes de la Ética en la perspectiva de

14. La natura naturans se identifica con el Dios creador, con la fuerza creadora. La natura naturata, con el ser creado. Para Spinoza la natura naturans es la sustancia infinita; la natura naturata son los modos de los atributos de Dios, es decir, todo lo que se sigue de la naturaleza de Dios. La natura naturata, por tanto, está incluida en la natura naturans. 15. “El atributo es pues el intermediario por medio del cual lo absoluto se dirige hacia el mundo y se organiza en él” (Negri, 2000: 107). “Plantearse como el criterio de organización de la espontaneidad significa pues, bajo una forma u otra, ejercer una mediación, ser portador de alguna trascendencia o al menos de alguna diferencia” (ídem: 109). 16. “El atributo debería organizar el conjunto de potencias: en realidad simplemente las pone en relación. Éste lleva consigo una indicación de deber ser, de normatividad ontológica: pero eso no se demuestra, es sólo enunciada, hipostasiada. Desde ese punto de vista, tras este primer estrato de la Ética, la figura del atributo aparecerá en vías de extinción: de hecho en la medida en que la Ética se abre al problema constitutivo en cuanto tal, la función del atributo se convierte en algo cada vez más residual” (Negri, 2000: 115).

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una cronología, donde lo que se dice más adelante está separado de lo dicho anteriormente, según el orden irreversible de un desarrollo progresivo que no avanza más que apartándose, siempre hacia delante, de su punto de partida (Macherey, 1992). Según Negri, en la primera parte de la Ética el atributo es presentado como un trámite de la organización del absoluto hacia el mundo. Atributo que en esta lectura es visto como degradación del ser, como interpretación de las cosas; recorre un camino que va desde la unidad del ser inmanente a la multiplicidad, a la totalidad. En esta perspectiva degradación y pluralidad son coincidentes: la degradación del ser medida por el atributo es la emergencia de los modos del mundo. Y sin embargo la contradicción no se resuelve, el atributo no se acaba. En esta primera fundación el atributo funciona como la norma de la organización, la regla expresa del proceso de transformación de la espontaneidad en organización. El atributo insiste en degradar la homogeneidad ontológica inicial funcionando como mediación hacia las cosas. Es la mediación entre el ser y el ser-el mundo; es organización de flujos emanativos de arriba abajo. Este flujo emanativo entre sustancia y modos donde la mediación está representada por el atributo conforma la aporía de la primera fundación. Resolver la aporía exigirá quitar a la mediación, dejarla de lado. Desplazada al registro político, Negri se refiere a esta primera fundación como la utopía. Pierre Macherey (1992) subraya el error de Negri, coincidente con el error interpretativo de Hegel, quien ve en los atributos la mediación y la degradación de la sustancia. Tal error, según Macherey, se asienta en dejar de lado la “fuerza” del concepto spinociano de sustancia como causa de sí misma (causa sui). En efecto, para Hegel, sustancia, atributo y modo son momentos de un proceso gradual, en el curso del cual se realiza el Absoluto: este proceso, tal como está organizado, a partir de su sucesión, es un movimiento de degradación que convierte el ser inicial de la sustancia en los últimos efectos donde él se borra, aquellos que corresponden a la realidad modal. Ahora bien, ésta pasa por la intermediación de los atributos, que son la condición del pasaje de uno al otro. El análisis propuesto por Hegel, dice Macherey, coincide con el de Negri en al menos dos puntos: expone la relación de la sustancia con el modo por intermedio del atributo sobre la base de un proceso evolutivo, donde la función de los conceptos le es asignada por el orden de su sucesión, según un desarrollo cíclico en el que el atributo ocupa la posición de término medio, es decir, de la mediación. Por otra parte, este proceso, así mediatizado por los atributos, representa el pasaje de la sustancia al modo como una suerte de movimiento de emanación, poniendo sucesivamente al día todo aquello que estaba encerrado en el punto de partida en el absoluto primitivo, según un razonamiento inspirado en el platonismo.

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Sin embargo, continúa Macherey, para que este análisis sea sostenible se requiere: a) admitir que el atributo viene antes que el modo y luego de la sustancia, según un orden de pasaje que es la llave clave de su fecundidad (o de su esterilidad teórica), y b) asumir la significación que implica despegar la sustancia de la unidad que la liga inicialmente de manera íntima a sí misma, lo que se logra explicitando con categorías abstractas, tomadas prestadas del trabajo reflexivo del entendimiento, por lo que es este último el que le confiere el carácter de exterioridad (Macherey, 1990). Según Hegel, el proceso expuesto por Spinoza es una caricatura del proceso dialéctico porque hace falta la negatividad inmanente que haría coincidir el movimiento progresivo de su efectuación con la marcha de un retorno a sí y en sí de la sustancia, así devenida sujeto. Inversamente, para Negri, el desarrollo spinocista es todo lo contrario de una auténtica dialéctica en la medida en que se enfrenta con aquel aspecto de la dialéctica definido por la subordinación de lo real a la búsqueda de las mediaciones que permitan su organización: es precisamente por esta razón que la concepción de Spinoza se encuentra en falta con relación a sus propias exigencias internas, que son aquellas de una efectiva constitución de lo real, libre completamente de toda manipulación dialéctica. Según Macherey uno y otro, a partir de premisas comunes, alcanzan resultados opuestos: mientras Hegel condena en bloque las insuficiencias del proyecto spinocista, Negri nos induce a disociar de ese sistema capas teóricas sucesivas, de manera que se deba atravesar la primera para poder llegar a la segunda. Estos dos razonamientos aparentemente antagónicos, en la medida en que Hegel otorga a la dialéctica un privilegio teórico que Negri rechaza, se apoyan en interpretaciones muy cercanas de la noción de atributo, al que asignan el papel de intermediario entre sustancia y modo, restringiéndolo así a un contenido reflexivo y subjetivo, dado por fuera del ser en el solo conocimiento. Si se vuelve al texto de la Ética se percibe que esta interpretación no va de suyo. Según Macherey, como lo ha demostrado Martial Gueroult, no es posible considerar la noción de atributo en el razonamiento demostrativo luego de la noción de sustancia con el objetivo de reflejar su contenido tras una forma externa. Por el contrario, la noción de atributo precede a la de sustancia: la sustancia infinita es ella misma constituida a partir de una infinidad de atributos. Asimismo, si los atributos expresan la esencia de la sustancia, no lo hacen en cuanto manifestación arbitraria y subjetiva, cumpliendo con una función ideal o formal, sino a partir de pertenecer, de manera específica, a la conciencia o al conocimiento. Por lo demás, aquel discurso de la Ética que interpreta su avance como un desarrollo evolutivo, en el que se supone que cada noción alcanza su lugar y su tiempo sin poder anticiparse a esta restricción o su-

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primirla, supone una lectura del atributo como forma refleja del absoluto en el entendimiento, abordaje que resulta común a Negri y Hegel. Inversamente, el poder disociar en el texto de la Ética capas teóricas sucesivas, disponiendo las unas sobre las otras según un orden progresivo, exige restringir los atributos a esta función mediatizante y ante cuyo fracaso se concluye, bien en la insuficiencia de la filosofía spinocista, al estilo de Hegel, bien en la necesidad, como plantea Negri, de superar este punto de vista espontáneo de la primera fundación para convertirlo en un nuevo punto de vista, en el que no habrá lugar para los atributos ni para ningún tipo de mediación. Sin embargo, para que se efectúe una nueva fundación debe abrirse primero una crisis en el desarrollo del sistema. Es esto lo que Negri lee en la segunda parte de la Ética como el desarrollo y el aumento de una tensión interna a través del enfrentamiento de dos perspectivas incompatibles.17 Esta base crítica es alcanzada en 1663-1664 cuando Spinoza descubre la imposibilidad de reconciliar la utopía del círculo panteísta con el análisis del mundo según la constitución real de su potencia. Estamos en tiempos cuando el Spinoza real toma el lugar del Spinoza de la ideología. El Spinoza real es aquel que renuncia al proyecto dialéctico de una investigación de las mediaciones y a la empresa de una manipulación de lo real, empresa que caracteriza la utopía burguesa de la potestas y que obstaculiza el desarrollo de un pensamiento materialista de la potentia (Macherey, 1992). Ya hemos anticipado anteriormente que la resolución de la aporía de la primera fundación exigirá quitar del medio al atributo. En esa perspectiva la constitución del sujeto plantea la posibilidad de anular todo residuo emanativo. Cuando Spinoza plantea que “por realidad y perfección entiendo la misma cosa” (Negri, 1993: 117), abre las puertas para que Negri comente que la existencia del mundo como validación ontológica no exige en este caso ninguna mediación. La inmediatez ontológica valoriza la inmediatez de la multiplicidad y el mundo es por tanto el conjunto versátil y complejo de las singularidades. Pero esta inmediatez plantea el problema de la concordancia de la sustancia y de los modos: la mediación del atributo entre sustancia y modo, entre absoluto y mundo, estalla en el aire. La paradoja explota: Dios es todo, todo es Dios. El modo es el mundo y es Dios.

17. “Cuando el acento cae sobre el modo y el análisis se dirige a la singularidad [...], el enigma mismo de la mediación de la espontaneidad debe ser considerado como un problema” (Negri, 1993: 118). “La espontaneidad del proceso no sirve ya para mostrar la fuerza centrífuga de la sustancia y la fuerza centrípeta del modo como elementos superpuestos y concordantes. Su relación es el problema. El mundo es una paradoja de diversidad y coincidencia; sustancia y modo se rompen la una sobre el otro y viceversa” (ídem: 119-120).

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De esta manera sustancia, absoluto y mundo constituyen una pluralidad radical. Estamos frente al agotamiento de la hipótesis emanatista y el surgimiento de la hipótesis constitutiva. Ya no debemos recorrer el camino desde la sustancia hacia los modos, demostración de su fuerza centrífuga, sino que en el mundo hallamos la homogeneidad ontológica. Así la cesura teórica que va a preparar la refundación del sistema está precedida por esta crisis interna de la utopía en el seno del discurso de la Ética debido al desarrollo de las tendencias contradictorias que la acosan desde un comienzo.18 Esta cesura del sistema es realizada por el Tratado teológico-político que, según Negri (1993: 164), “juega un rol extraordinariamente central en la historia del pensamiento de Spinoza”. Éste implicará considerar la realidad modal del mundo, tal como ella es vivida y abordada por la imaginación: por lo que esta confrontación implica una ruptura con relación a la tradición anterior.19 Al mismo tiempo se elabora una nueva lógica que describe la función históricamente constitutiva de la “imaginación” (Macherey, 1992). La crítica de la imaginación profética afirma la positividad de la voluntad y de la libertad; en ese sentido la acción humana deviene potencia constitutiva. Los seis primeros capítulos del Tratado teológico-político no desmitifican sólo la imaginación en una perspectiva crítica sino que muestran, a través de la génesis de las instituciones políticas, que ella, la imaginación, es, en sí misma, una potencia productiva de lo real.20 Si la imaginación es productiva implica decir que no pertenece al reino de la apariencia: por lo que la realidad modal, en la que ella interviene, no puede ser considerada como una forma degradada del ser absoluto; deberá ser abordada, por el contrario, como la expresión de su potencia infinita. Pero en este momento la perspectiva metafísica heredada del neoplatonismo y que modelaba su horizonte hacia una ideología panteísta es invertida.21

18. “Desde este punto de vista no es nada sorprendente que a mitad de la elaboración de la Ética Spinoza deje todo e inicie el trabajo político. Ahora es la historia la que debe fundar la ontología o si queremos es la ontología la que debe diluirse en la condición ética e histórica para convertirse en una ontología constitutiva” (Negri, 1993: 155). 19. “Aquí los fundamentos teológicos y físicos de la primera y segunda parte de la Ética son, por así decirlo, dejados de lado” (ídem: 165). 20. ”De manera que se identifican dos niveles: el primero estático sobre el que la imaginación propone una definición parcial pero positiva de sus propios contendidos; uno segundo, dinámico, sobre el que el movimiento y los efectos de la imaginación adquieren validez en función de la constitución ética del mundo. Lo político valida lo teológico. Y así se plantea en términos modernos el problema de la falsa conciencia” (Negri, 1993: 170). 21. “El Tratado teológico-político es el lugar donde se transforma la política de Spinoza. Es justo decir que la política es un elemento fundamental del sistema spinocista, pero a condi-

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La segunda fundación,22 entonces, se corresponde con el momento en el que la paradoja de la relación modo-sustancia es llevada a su punto extremo, es decir, a la destrucción de cualquier mediación previa. No se trata de la resolución de la paradoja, sino del rechazo de todo campo mediador para la conciencia, de todo orden del ser previo o finalista. Negri encuentra el desarrollo de esta segunda fundación (que es también una destrucción, pars destruens, de todo remanente de la emanación) en el desarrollo spinocista de la relación entre poder, conatus y corporeidad. Esta última conceptualización de la Ética, que marca las partes III y IV, desarrolla la doble exigencia de la relación pars destruen-pars construens. En primer lugar constituye la destrucción de toda ontología oculta, estática, destrucción necesaria para pasar a un pensamiento riguroso de poder constitutivo, es decir, a un pensamiento de la praxis, y en segundo lugar, la conjunción disyuntiva pars destruens-pars construens significa también un compromiso crítico con relación a la prioridad del pensamiento y simultáneamente preponderante con relación al cuerpo y a su actividad. Estas dos demandas convergen con relación al problema de los atributos que había instalado la primacía del pensamiento sobre el ser. De acuerdo con Negri, la eliminación de los atributos en las partes III y IV forma parte de un movimiento destructivo y crítico. La pars destruens es la destrucción de la ontología como cosificación del mundo; como orden, así como de la prioridad del pensamiento, como del conocer sobre el hacer. El momento de la segunda fundación es analizado por Negri en el capítulo VII de La anomalía salvaje, consagrado a las tres últimas partes de la Ética. Es el momento cuando se efectúa realmente el pasaje de la problemática de la mediación –propia también de la teoría de los atributos así como de la del contrato– a aquella de la constitución que se sitúa “en el horizonte bello y bien materialista”.23 Es el momento del estallido de la

ción de no olvidar que la política es ella misma metafísica. Esto no es un oropel, sino el alma de la metafísica. La política es la metafísica de la imaginación, es la metafísica de la constitución por el hombre real del mundo” (Negri, 1993: 174). 22. Esta hipótesis de la segunda fundación será criticada por Emilia Giancotti. En la Introducción a Negri (2000: 17) dice Giancotti: “No hay escrito en Spinoza en el que se pueda encontrar como forma preeminente y característica ningún panteísmo y naturalismo de origen neoplatónico que hubiera resultado posteriormente abandonado”. 23. “La primera redacción de la Ética no es criticada: es simplemente invertida. Es posible leerla como un texto donde se elaboran de manera problemática una representación de superficie, es decir materialista, y una reconstrucción práctica del mundo. Si el primer estrato de la Ética contenía una alternativa, aquí está resuelta: sólo es recorrible la vía ascendente, el camino constitutivo [...] Este segundo estrato de la Ética y su figura conclusiva (aquella al menos consignada en la obra elaborada entre 1670 y 1675) son el sello de este

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desmesura y la anomalía salvaje del pensamiento spinociano que rompe así toda ligazón con las tradiciones filosóficas de las cuales ha emergido y se proyecta hacia delante, hacia esa filosofía del porvenir de cuya promesa es portadora. Si el neoplatonismo del primer Spinoza enfatizaba la prioridad de la unidad sobre la diversidad, de lo uno sobre los muchos, de la igualdad sobre la diferencia, donde la unidad, lo uno y lo mismo eran asumidos como el producto de una mediación que vence la diversidad y la diferencia, el Tratado teológico-político exhibirá la tensión entre la ideología jurídica del contrato social y el reconocimiento del poder (y simultáneamente del derecho) de la multitud. Tensión filosófica que encontrará su resolución en el materialismo de Spinoza de la parte III a la V de la Ética junto con el inacabado Tratado teológico-político, materialismo de superficie y singularidades que, dejando de lado toda mediación o trascendencia, culminará en una teoría política del poder constitutivo de la multitud. Spinoza, en la segunda fundación, sienta las bases de la noción de individuo como sujeto soberano. Denuncia aquella ilusión que ve al individuo humano como un reino dentro de otro reino, por fuera de todo orden natural y dueño de sus propios deseos y pensamientos. En este aspecto Spinoza invertirá dos jerarquías, ambas históricamente constitutivas de la noción de sujeto. La primera referida a que es la mente la que gobierna y determina el cuerpo. Spinoza arremete contra esta noción al objetar que el hecho de haber asumido que sea la mente la que gobierne el cuerpo nos ha impedido preguntarnos qué puede dar el cuerpo solo, determinado sólo por la acción de los otros cuerpos, sin la intervención de la mente. En segundo lugar, Spinoza niega que la mente pueda dominar las pasiones o emociones, las que a su vez deben ser estudiadas según relaciones de fuerzas y de necesidades propias de ellas, sin referencia a causa alguna trascendente. La doble ilusión pergeñada tras un individuo en tanto sujeto dueño de sí mismo y autor de sus propias acciones no resulta ser simplemente un efecto de la imaginación (el primero de los tres tipos de conocimiento, según Spinoza). Es también el centro del sistema supersticioso24 que determina e impulsa al pueblo no sólo a obedecer a los frailes y a los déspotas, sino también a vivir su obediencia como libertad y a no desear nada que no esté comandado. proyecto [...] Con la segunda fundación de la ética la Natura naturata conquista una hegemonía total sobre la natura naturans. ¿Cómo puede ser si no ésta la obra del demonio?” (Negri, 2000: 223-224). 24. A partir de este razonamiento de Spinoza, Althusser (1988) identificará más adelante, en su Ideologías y aparatos ideológicos del Estado, a Spinoza como el primero en concebir el concepto de disciplina en clave foucaultiana.

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Este pensamiento nuevo comienza a formarse en la tercera parte de la Ética. Los elementos indispensables para la realización del nuevo proyecto constitutivo van a fusionarse con la teoría de las pasiones. En este aspecto Spinoza va a contracorriente del pensamiento de su siglo, para el que la definición de las pasiones suponía aceptar un criterio de mediación, que las subordinaba a una norma racional que iba más allá de ellas mismas. En efecto, la ideología burguesa del capitalismo naciente sustituyó en este punto al finalismo tradicional de la religión como una nueva forma de condición de la existencia humana, sometiéndola a las restricciones de una organización económica y política verdaderamente exterior a su propia tendencia. Fundando, por el contrario, su concepción de la existencia humana sobre una dinámica del deseo como expresión de una potentia, es decir de una potencia natural, y escapando a la mediación impuesta por aquel orden artificial de la potestas, poder en el sentido jurídico-político del término (Macherey, 1992), Spinoza invalidará la dialéctica de las pasiones que buscaba trascender la necesidad inmanente tras un sistema de racionalidad abstracta. “El rechazo del concepto mismo de mediación es el fundamento del pensamiento de Spinoza” (Negri, 1993: 240), es el sentido que está expresado al comienzo de su refundación. Esto es, el de una doctrina de la libertad humana, última expresión de la productividad del ser infinito. La afirmación de la potencia natural culmina entonces no en un orden dialéctico sino en la disolución de toda mediación. Por ello ya no hay más lugar para la búsqueda de mediaciones, como lo hacen los teóricos del contrato, para reconciliar los intereses del individuo y de la sociedad, es decir, para someter los primeros a los segundos. En realidad, desde un comienzo de la Ética la exposición del poder se alinea con el movimiento destructivo de la pars destruens. Por ello es posible afirmar que la exposición de Spinoza sobre el poder es tanto una crítica política como una transformación ontológica. En el Libro 2 de la Ética, Spinoza distingue entre el poder de Dios como potencia, inseparable de su actualidad, y el poder legislativo de la potestas, que es analizado en el marco de la separación entre deseo e intelecto. La negativa de Spinoza a considerar análogos el poder (potestas) de Dios y el del príncipe producirá, según Negri, el requisito para el desarrollo de una condición ontológica inmanente opuesta a todo orden trascendente. Negar toda prioridad especulativa al poder (potestas) abre la posibilidad, según Negri, de un nuevo campo para la ontología: en palabras del italiano, se trata del desplazamiento de la teología u ontología hacia la política. Es éste el nuevo campo desarrollado en la segunda fundación de la Ética, en el horizonte práctico y material de los modos. Esta segunda fundación, como Negri indica, es una radical inversión o

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destrucción de la física de la emanación que nos conduce hacia una física de las relaciones materiales de los modos, inversión hecha posible por la univocidad del ser, así como por el rechazo spinocista a mantener toda jerarquía entre pensamiento y extensión o, dicho de otra forma, toda teleología o finalismo del ser. La segunda fundación se inaugura con la teoría del conatus, que al asegurar el pasaje del ser al sujeto realiza una verdadera conversión doctrinal: “La versatilidad del ser matafísico es hecha exuberancia en el ser ético” (Negri, 1993: 258), según un camino que resulta ser mayormente proyectivo antes que progresivo. Pues su dinámica, más allá de todo presupuesto teleológico, busca desarrollar al máximo la productividad del ser causal que le precede en las condiciones antagónicas impuestas por la socialización de los afectos, antes que ganar de manera progresiva un espacio libre que terminará por conquistar en su totalidad al término de su esfuerzo. Esta propagación se efectúa a través del movimiento de la cupiditas (pasión, deseo) donde se expresa la esencia afirmativa del sujeto, sin que entre la potencia y las formas materiales de su actualización se interponga alguna negatividad: “La potencia constitutiva confronta con la tensión de la esencia dinámica y no con el vértigo de una exterioridad cualquiera” (ídem: 265). Así, la sustancia se expresa en sus modos, no por el artificio de una Aufhebung mediatizante, sino a través de un proceso constitutivo que se da sobre sí mismo, poco a poco, en el espacio que llena o cubre absolutamente; sin referencia alguna con un vacío o con un no ser, en donde buscaría progresivamente (según la dialéctica) realizar aquellos fines que le son propios. La cupiditas, forma que toma el conatus en el apetito (deseo) del sujeto dotado de conciencia, “no es una posibilidad, no es algo implícito: es una potencia; su tensión es explícita, su ser pleno, real, dado” (ibídem). Es posible ver en qué sentido se puede hablar de liberación: ella consiste en la afirmación radical de su potencia causal, que tiende a realizar todos sus efectos en tanto que éstos son constitutivos de su propio ser. Es aquí donde, según Negri, comienza verdaderamente la Ética en el sentido estricto de este término.25 La liberación no puede ser entendida como la simple manipulación de la realidad por un sujeto que, por propia iniciativa, se ubica más allá de la organización que él se impone y que le imponen. Por el contrario, debe ser

25. “El horizonte de la potencia es el único horizonte metafísico posible. Pero si esto es cierto, sólo la ética –como ciencia de la liberación, de la constitución práctica del mundo– puede indagarlo de manera adecuada. El infinito activo, hasta el presente manifestado como potencia, debe ahora ser organizado por la acción ética” (Negri, 1993: 266).

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vista como la expresión directa, sin mediaciones, de la potencia ontológica que define el sujeto en sí, constituyéndolo, no como un elemento individual independiente, sino como parte cautivante del sistema relacional colectivo en el que se inscribe dinámicamente su acción. La fórmula “la cupiditas es un mecanismo de liberación” (Negri, 1993: 267) significa precisamente la eliminación de toda relación teleológica entre el sujeto y los posibles ideales, el movimiento que él sigue realmente, procediendo a la inversa de la potencia que efectivamente lo constituye y a la afirmación de los valores que él identifica con su existencia (Macherey, 1992: 262). La bisagra entre la III y IV parte de la Ética significa para Negri (1993: 262) que “hay una nueva forma de contacto con el horizonte metafísico construido en la primera parte”. En efecto, ahora el horizonte metafísico es profundamente remodelado, en la medida en que se deja de lado el aporte que constituía la noción de atributo y ahora es la práctica humana la que realiza lo absoluto de la relación entre sustancia y modalidad. Se opera, pues, un desplazamiento esencial, al asignar a la acción humana una posición central en la ontología. Para Negri este movimiento inaugura un proceso constitutivo original tendiente a identificar la verdad profunda del proyecto spinocista. La tesis negriana de la segunda fundación hace de la práctica humana como tal el fin dominante de una nueva construcción teórica y no sólo la prolongación, efecto o resultado de un desarrollo causal, cuyas condiciones habían sido puestas anteriormente a su intervención. Univocidad y poder (potentia) son las condiciones para una afirmación de la singularidad y la materialidad como el único campo posible. El ser es solamente en sus múltiples e inconexas organizaciones. En este caso la potentia (poder), como razón de la singularidad, constituye un terreno esencialmente diferente al del pensamiento, considerado, en la primera fundación, como emanación o como una ontología de la trascendencia. Es rigurosamente materialista en la medida en que el accionar, el cuerpo, la fuerza, en fin, la organización, son expresión de la prioridad sobre la reflexión, sobre la universalidad y sobre el orden. No existe una jerarquía original del ser, ni forma ideal desde donde juzgar las distintas expresiones singulares del poder (potentia). El horizonte de la singularidad, del poder, es anárquico, no sólo en el sentido de que no hay un orden a priori de su organización, sino en el hecho de que esta manifestación es originaria. Sobre este razonamiento podemos afirmar que el conatus resulta así en un esfuerzo o preservación que se manifiesta radicalmente indiferente a las afecciones que lo determinan. Por lo tanto no hay armonía natural o predeterminada, ni sentido común en la base de las relaciones, sino más bien una diferencia ética o anarquía de

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lo social. La diferencia, incluso el antagonismo, son primarios. A partir de estos esfuerzos (conatus) y de los afectos que acompañan a estos esfuerzos (placer, dolor, amor, odio, miedo, esperanza) se constituye la sociabilidad. Por ello podemos afirmar que la sociabilidad está dada sólo en el sentido de que no hay existencia sin afectos y relación (incluso un individualismo hobbesiano es ontológicamente imposible) y está constituida en el sentido de que los diferentes afectos desarrollan continuamente antagonismos, identificaciones y sociabilidad. Estamos en condiciones de aprehender en su totalidad aquella lectura de Negri sobre los dos Spinoza. Dice Negri: Son dos Spinoza que participan de la cultura contemporánea. El primero expresa la más alta conciencia que la revolución científica y la civilización del Renacimiento hayan producido. El segundo constituye una filosofía del porvenir. El primero es el producto del más alto grado y extenso desarrollo de la historia cultural de su tiempo. El segundo es dislocación y proyección de las ideas de crisis y de revolución. El primero es autor del orden del capitalismo; el segundo es, tal vez, el autor de una constitución futura. El primero es el más alto desarrollo del idealismo. El segundo participa de la fundación del materialismo revolucionario, de su belleza. (Negri, 1993: 25)

A partir de este horizonte, de este campo de la singularidad y de este horizonte existencial de los modos Negri articula la idea del poder constitutivo. Lo que es “constituido” en el poder constitutivo de Negri es la propia sociabilidad. Pero si en Negri el antagonismo juega el papel de rechazo de toda simplificación en el abordaje de la práctica propia del pensar, el poder constitutivo nombra el lugar donde el pensamiento tropieza con la materialidad del poder y del deseo, el momento cuando el pensamiento se inserta en la historia y la política, el momento en que las demandas de la especulación ontológica se encuentran con las de la actividad política práctica. Según Negri el “tratamiento geométrico” de los afectos en Spinoza tiende hacia una mayor y más grande complejidad e irreversibilidad de las relaciones sociales. La “alegría”, la “tristeza”, el deseo y los diversos antagonismos e imitaciones que están presentes en los afectos abarcan y constituyen a más y más individuos.26 Los conceptos y la ontología que están siendo articulados a través de los conceptos de pars destruens-pars construens no pueden ser alcanzados si

26. “El nexo composición-complejidad-conflictividad-dinamismo es un nexo continuo de sucesivos desplazamientos no dialécticos, no lineales sino discontinuos” (Negri, 1993: 258).

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nos quedamos en el campo de la especulación. Las tensiones ya señaladas entre irreversibilidad y teleología no pueden ser contestadas de manera especulativa (teóricamente), aunque esto no implica una falla o un inconveniente. Como Negri señala: “Después del desarrollo de una pars destruens tan radical, después de la identificación de un sólido punto de apoyo desde el que reabrir la perspectiva metafísica, la elaboración de la pars construens requería un pasaje práctico. La ética no podía constituirse en proyecto, en metafísica del modo y de la realidad, sin insertarse en la historia, en la política, en la fenomenología de la vida singular y colectiva para nutrirse y tomar fuerzas” (Negri, 1993: 154-155). Pars destruens/pars construens deben ser abiertas a la diferencia entre el pensamiento y su acción (teoría y práctica). Esta diferencia, esta exposición a la historicidad y lo social, es lo que la afirmación de la potentia –el poder en su momento práctico constitutivo– demanda, solicita. Este desplazamiento (hacia la práctica) no es exterior a la relación pars destruens-pars construens, como si se adoptara alguna connotación explicativa; aunque tampoco es enteramente interior, como si fuera su fundación especulativa, sino que es el movimiento donde la práctica del pensar se encuentra a sí misma intersectada con la materialidad del poder y transformada, precisamente, por su encuentro con la misma materialidad del poder y del deseo. Este desplazamiento y esta desestabilización del concepto de antagonismo no pueden remitirse a simples gestos negativos, sino que tienen efectos verdaderamente positivos: indicaciones de una relación dinámica entre las demandas de la especulación ontológica y de la actividad política. Negri encuentra el soporte de esta práctica del pensar remitiéndonos a las reflexiones que Marx realizara sobre la investigación. En efecto, Marx en los Grundrisse insiste de manera obstinada sobre la diferencia, quizá irreductible, entre la apropiación del mundo por el pensamiento y la relación material práctica con ese mundo. En la lectura de Negri esta diferencia tiene como consecuencia el continuo desplazamiento desde el terreno de la investigación, lo que Marx describe como la diferencia entre la investigación (Forschung) y la exposición (Darstellung). Esta diferencia es el movimiento desde la diferencia entre potestas y potentia como diferencias en el campo ontológico, a la diferencia entre potestas y potentia de la forma en como se relacionan en el terreno sociohistórico del antagonismo y la constitución. Este desplazamiento del terreno envuelve una aparente inversión de prioridades entre potestas y potentia. En efecto, mientras resulta factible localizar las articulaciones inmanentes de los cuerpos y deseos en puntos donde reinen la trascendencia y el orden, el mundo político sociohistórico parece resistir tal reducción o inversión. Nuestra propia existencia diaria, aunque no sólo ella, sino los propios textos de historia, parecerían recordar-

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nos continuamente acerca de la primacía práctica y material del poder constituido (o instituido) (potestas) por sobre el poder constitutivo (potentia). En este sentido el poder constitutivo parece bloqueado por el peso muerto del poder constituido o instituido, es decir, por el capital y el Estado. Si la lógica del pars destruens-pars construens conforma la destrucción de la trascendencia ontológica así como la imagen de la potestas divina, destrucción que hace posible el reconocimiento del poder constitutivo, el antagonismo constituye el vehículo de esta lógica y de esta crítica en el mundo práctico social.

Del antagonismo (versus dialéctica) a la constitución del “comunismo” El desarrollo de la idea del poder constitutivo en Negri crea la posibilidad de una exposición rigurosa del antagonismo como campo histórico y social del poder. La distinción entre potestas y potentia en el interior del poder proporciona el camino ontológico para una rigurosa exposición del antagonismo en tanto conflictiva composición del poder en el mundo. La idea del antagonismo comienza a articular la mediación histórica, política y tecnológica y las condiciones para el poder constitutivo. Estas condiciones y mediaciones impulsan la idea del poder constitutivo más allá de todo residuo teleológico en el terreno especulativo, y lo ubican en el terreno conflictivo del antagonismo y de las luchas de la subsunción real de la sociedad por el capital. Negri desarrollará el concepto de antagonismo a partir de una particular lectura de los Grundrisse, dejando de lado toda idea que pudiera sugerir un tratamiento filológico (lingüístico) referenciado en una historia intelectual sobre los escritos de Marx. Al igual que la lectura que realizaran Althusser, Balibar y Macherey en Para leer “El capital”, Negri considera que las cuestiones filológicas y de interpretación deben ser abordadas como inseparables del terreno político y polémico de su propia articulación. En su caso la práctica textual se asienta en la práctica política y en los acontecimientos históricos que protagonizara la izquierda política italiana de los 70. El italiano incorpora en su elaboración la coyuntura política y filosófica, doble exigencia que, en el caso particular que nos ocupa, el desarrollo del antagonismo, converge hacia el análisis de las condiciones políticas y ontológicas que abren las puertas al desarrollo de una idea del antagonismo y hacia la posibilidad de reconocer el despliegue del propio antagonismo en la coyuntura. Negri repite en este caso su lectura sobre Marx cuando avanza simultáneamente sobre estos dos campos filosóficos –el ontológico y el histórico-social– intentando llevar ambos al mismo

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tiempo, dibujando sincrónicamente la investigación ontológica del poder constitutivo y el análisis del trabajo inmaterial y de la subsunción real. En este punto es posible observar el “desplazamiento de la investigación” sobre el trabajo, en conceptos que, desde la ontología de Spinoza, son amplificados y transformados por el desplazamiento del ser hacia el terreno histórico y social. Como Negri indica, el método de Marx en los Grundrisse busca localizar el antagonismo práctico primario de toda fundación categorial. Las diversas categorías y relaciones que constituyen la economía o, mejor dicho el modo de producción (tales como el valor, plusvalor, beneficio, etc.), son desmitificadas o interpretadas como relaciones de fuerzas.27 Las aparentemente unificadas categorías de la economía política ocultan y simultáneamente indican una tensión antagónica. Toda categoría es dual: se escinde en dos “lógicas”, dos “sujetos”. Esta “lógica” del antagonismo puede ser ilustrada con relación a la plusvalía, concepto antagónico central de Marx. La plusvalía es la diferencia entre el plustrabajo con relación al trabajo necesario (trabajo necesario para la producción y reproducción de la fuerza de trabajo). El capital lucha por incrementar el plustrabajo, sea mediante la plusvalía absoluta, sea mediante la plusvalía relativa, mientras los trabajadores permanentemente buscan ensanchar la esfera del trabajo necesario. La objetividad y cuantificación del valor, o del plusvalor –ya que en realidad se trata de una unidad conceptual–, puede ser sólo temporariamente estabilizada en la medida en que se trata de una relación antagónica.28 Sugerir que cada categoría y la relación que la engloba es una relación de fuerzas o de antagonismo es considerar la Crítica de la economía política de Marx inseparable de una relación de poder, de una relación política. De ahí que para Negri (1996: 153) la explotación debe ser abordada como una relación de control antes que como una categoría económica cuantificable. Puesto en otros términos: lo económico no es nunca un activo en su estado puro; está siempre sobredeterminado por lo político (Althusser, 1999: 93 y ss.). Debemos remarcar de cualquier manera que el uso que hace Negri de la categoría “sobredeterminación” es diferente del asignado por Althusser. O, en todo caso, destacar que el objetivo compartido es el

27. “La categoría de la producción, en los términos fundamentales que la distinguen y en la totalidad que la caracteriza –verdadero nexo social de la realidad– puede constituirse únicamente como categoría de la diferencia, como totalidad de los sujetos, de las diferencias, del anatagonismo” (Negri, 2001a: 60). 28. “No hay una sola categoría del capital que pueda sustraerse de este antagonismo, y de su fluir hacia separaciones continuas” (Negri, 2001a: 149).

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de la crítica a todo economicismo. Para Negri la sobredeterminación reside en la inseparabilidad de la política, del poder político, con relación a la economía. El reconocimiento del antagonismo “cortocircuita” todo intento por mantener la economía y la política separadas como categorías de análisis y esferas de la actividad. La “crítica de la economía política” incluye tanto los efectos “económicos” sobre los “políticos” en términos de la formación de la ley y del Estado, así como los efectos de lo “político en lo económico” en términos de las relaciones de poder y disciplinas internas en el proceso de producción. Este cortocircuito expande y pliega al mismo tiempo los términos con los cuales se intersecta permanentemente. Lo “político” debería incluir no sólo aquellas relaciones de poder directas e inmediatas y los conflictos que tienen lugar en toda relación de trabajo, sino también aquellas relaciones establecidas de manera más o menos indirecta entre el proceso de trabajo y los diferentes tipos de leyes y la propia forma Estado. Lo que resulta esencial en el análisis negriano es que esta intersección sobredeterminada entre lo político y lo económico incorpora la idea de la materialidad del poder. En ese camino el poder reenvía el análisis a la cuestión ontológica de la relación entre la potestas y la potentia. Lo que Negri llama trabajo o trabajo vivo (como algo diferente al trabajo abstracto –este último, socialmente normalizado y subordinado a la norma del valor–) y materializado en la subjetividad y cooperación del proceso de trabajo es el poder constitutivo, la potentia (Negri y Hardt, 1996). El trabajo, al decir del Marx de los Grundrisse, es la transitoriedad de las cosas, su temporalidad, su formación por el tiempo de vida. La subjetividad de este trabajo está constituida por su posición y relación con el proceso de trabajo y se ve transformada por la historia de las relaciones laborales (tal sería el caso de la necesidad de la cooperación y el conocimiento en el trabajo inmaterial) (Lazzaratto, 1996a). Pero el trabajo vivo es también constitutivo en el sentido de que no constituye o produce mercancías solamente sino que constituye relaciones, construye en la esfera de las necesidades y del deseo. El trabajo, el trabajo vivo, está constituido pues por estructuras, relaciones y ensambles, y es constitutivo de la subjetividad y de la socialidad. Como Negri (2001a: 86) plantea, “la abstracción, la colectividad abstracta del trabajo es la potencia subjetiva”. El trabajo vivo es poder constitutivo (potentia). El capital depende del poder del trabajo vivo y lo desarrolla como fuente de su propia productividad, mientras lo sujeta permanentemente a su comando. El capital subordina permanentemente la singularidad del trabajo vivo a la disciplina y normalización del trabajo abstracto: el trabajo que produce valor. La fundación de esta subordinación es la división entre trabajo abstracto definido a partir de lo que crea, el valor, y toda otra

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actividad que está dada por la definición negativa del no trabajo o trabajo no productivo (que incluye el trabajo doméstico y todo otro trabajo definido como no productivo).29 Mientras la distinción entre trabajo valorizado y trabajo juzgado como no productivo es en sí misma un lugar de contienda y antagonismo, en una sociedad capitalista esta división entre trabajo valorizado y no valorizado estará definida en última instancia por las demandas de la acumulación capitalista. Si en primera instancia el comando capitalista diferencia y separa la esfera del trabajo del no trabajo, en segunda instancia establece una jerarquía y una disciplina interna en su interior, que resulta necesaria para la producción de plusvalía. Como Marx indica en el capítulo XIII de El capital, mientras la producción capitalista se vuelve más dependiente de la cooperación y de la subjetividad del trabajo (como en la producción de plusvalía relativa), mayor debe ser la imposición de las estructuras del comando y disciplina para controlar las fuerzas productivas que requiere para producir. Es posible afirmar que el capital es una suerte de potestas mundana que funciona separando el poder (potentia) de lo que éste puede hacer. El capital continuamente subordina la subjetividad y socialidad del trabajo vivo a las restricciones y demandas de la plusvalía. El conflicto entre comando capitalista como forma mundana de la potestas y el trabajo vivo no está limitado al conflicto directo e inmediato que tiene lugar entre el trabajador y el capitalista en el proceso de trabajo; incluye también los efectos políticos y sociales y las mediaciones de esta relación tales como la ley y el Estado. Estas “mediaciones y efectos” son transformados por el pasaje de la subsunción formal a la subsunción real del trabajo por el capital y el efecto más notable de esta transformación es la ruptura en la división temporal y espacial entre los sitios de producción y reproducción. La fábrica como sitio aislado de la producción da lugar a la fábrica social donde la cooperación social y la comunicación, sin mencionar las fuerzas productivas del trabajo inmaterial como la subjetividad, el conocimiento, los estilos y los afectos, se vuelven directamente productivas. La producción se vuelve coextensiva con lo social. Por ello la organización y la subordinación del trabajo hacia el capital se extienden igualmente a lo largo y lo ancho de la sociedad. Esta socialización intensifica y multiplica los contornos del antagonismo. Intensifica el antagonis-

29. “Si el trabajo es la base del valor, entonces el valor es igualmente la base del trabajo. Lo que cuenta como trabajo, o valor creado en la práctica, siempre depende de los valores existentes en un contexto histórico y social dado. En otras palabras, el trabajo no debería ser definido simplemente como actividad, como cualquier actividad, sino como aquella actividad específicamente reconocida socialmente como productora de valor” (Negri y Hardt, 1996: 8).

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mo elevando y transformando los golpes; coloca a la cooperación, a la socialidad y aun al lenguaje y la subjetividad en el centro del antagonismo con el capital. En adelante las luchas contra el capital envuelven no sólo las luchas en el terreno de la distribución y la producción sino incluso en el de la cooperación y de la comunicación (Negri, 1992a, 1989). Esta intensificación es igualmente una multiplicación. El antagonismo contra el capital se extiende desde un punto central –como es el de la fábrica– y se diluye en su lucha contra un objeto central, el de la lucha contra la explotación, para volverse coextensivo con las luchas que tienen como objeto la producción de nuevas subjetividades y relaciones de cooperación, tales como el feminismo y los movimientos ecologistas. En este fenómeno radica esencialmente el antagonismo posmoderno. La introducción de la socialización y de la subjetividad como momentos internos del antagonismo nos permitirá: 1) identificar la lógica específica y la constitución de las luchas que subyacen en el pensamiento de Negri sobre el antagonismo, y 2) trazar la distancia que separa al antagonismo de la dialéctica, como lógica de la transformación y de la constitución. En su dinámica de socialización el capital localiza y deslocaliza al propio capital y a las relaciones de poder que subtiende mediante prácticas y procesos sociales diferenciados; fenómeno que vuelve difícil determinar una única y central contradicción. Para Negri, así como para otros marxistas antihegelianos, tal el caso de Althusser, este abordaje de la contradicción conduce a “totalizar” lo social como expresión de una contradicción así como de sus fenómenos aparenciales. Según Negri (2001a: 28), Marx rechaza toda oposición metodológica entre pluralidad y dualidad. La relación entre la pluralidad de las instancias y la dualidad del antagonismo se articula en y a través de la práctica social.30 La socialización del capital, su localización y desplazamiento en prácticas y relaciones, produce múltiples antagonismos moleculares que se vuelven dualísticos y molares cuando se trata de la vida social o de la propia existencia ante una coyuntura determinada. La subjetividad y la práctica política también juegan un rol importante en la segunda y más importante diferencia que Negri establece entre

30. “La historia no es historia de la lucha de clases si se la mira a través de los mecanismos genéticos de las determinaciones individuales, pero sí cuando estas determinaciones se acumulan y devienen formaciones colectivas singulares, cúmulos de aspectos individuales, umbrales ideológicos, máquinas –precisamente– colectivas. [...] Ahora bien, las alternativas devienen molares, dualistas, antagonistas, cuando el contraste se focaliza en torno de los puntos centrales de la relación, aquellos que imponen elecciones radicales en el ser, en el tiempo de las relaciones sociales; en el caso en cuestión, cuando se toca el problema de la expresión de la cooperación laboral” (citado por Negri, 1989: 128-129).

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antagonismo y dialéctica, esto es, la posibilidad de una radical separación y división del poder constitutivo y la subjetividad de los trabajadores con relación al propio capital; en una palabra la autonomía. Negri rechaza la dialéctica tan pronto ésta se presenta ya como la narrativa del desarrollo político y social del comando del capital, ya como la relación entre la clase obrera y el capital, relación que ubica la lucha de la clase obrera tanto “en” el capital aun cuando se dirige “contra” el capital (Negri, 1996). La separación mencionada (autonomía) se asienta precisamente en el desarrollo del poder constitutivo surgido del “nuevo” proceso de producción que, al depender cada vez más de la cooperación del trabajo, desarrolla paralelamente subjetividades y relaciones que explicitan y transparentan la naturaleza coercitiva y la simulación del comando capitalista. El desarrollo de esta fuerza poderosa de la subjetividad y de la cooperación, separada ahora del comando capitalista, es lo que hace posible una transición o negación sin compromiso.31 La pars destruens como crítica, destrucción o evacuación de las relaciones capitalistas es una forma de crítica que es al mismo tiempo total e inmanente. Es total en el sentido de que no tiene compromiso en su destrucción crítica (pars destruens), aunque, más importante, es también inmediatamente creativa (pars construens) en la medida en que crea otras formas de cooperación y valorización a las mantenidas en y por la plusvalía. Y es inmanente en el sentido de que la fuente y el movimiento de esta crítica y la práctica crítica no son exteriores a las relaciones sociales sobre las cuales ellas actúan (Negri, 1996). El antagonismo no es sólo una fuerza de destrucción contra la actual estructura de poder; es también una fuerza interna del propio proceso de constitución. Si, como Negri afirma, el pensamiento de Spinoza puede ser entendido como el cruce de la pars destruens y la pars construens (de destrucción crítica y creación), será posible afirmar que en el terreno de la práctica social la “destrucción es la condición interna de la liberación” (Negri, 1989: 161). El nombre que Negri da a la socialidad constituida por y en el juego de pars destruens-pars construens, como crítica simultánea y creación de nuevos valores, es “comunismo”. Comunismo es el movimiento crítico inmanente o, según las palabras de Marx y Engels más cercanas al sentido proyectado por Negri, “comunismo es el movimiento real que cancela el presente estado de cosas”. Para Spinoza la convergencia de la pars des31. “Debemos inmediatamente subrayar que en esta perspectiva la lógica antagónica deja de tener un ritmo binario, deja de aceptar la fantástica realidad del adversario en su horizonte. Rechaza la dialéctica, aun como simple horizonte. Rechaza toda fórmula binaria. El proceso antagónico tiende aquí a la hegemonía, tiende a destruir y suprimir a su adversario” (Marx, 2001a: 210).

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truens y la pars construens es el poder, en el sentido de la destrucción de la potestas y la invención de la potentia. Para Negri, la fuerza de la destrucción y de la creación convergen igualmente en el poder; sin embargo, éste no es simplemente el poder abstracto de la ontología sino el poder de una nueva subjetividad social, de una nueva socialidad. Negri hereda el riguroso impulso antiutópico de Marx; es decir, todo pensamiento que constituya el comunismo debe estar localizado en la materialidad de las relaciones existentes, instituciones y procesos que estructuran la colectividad. Negri sortea toda idea de que estas instituciones o procesos puedan constituirse como telos, dialéctico o no, aunque insiste en la irreversibilidad fundamental de ciertas transformaciones socioeconómicas. Estas transformaciones irreversibles, lo que Negri denomina los “requisitos del comunismo”, incluyen la centralidad de la cooperación, la socialidad y la subjetividad o “trabajo inmaterial”, y persisten como una suerte de comunismo latente en la subsunción real de la sociedad por el capital. Los requisitos de Hardt y Negri incorporan las más reconocidas y frecuentemente discutidas transformaciones sociohistóricas, como el pasaje de las regulaciones y garantías fordistas a la producción posfordista, y la descentralización de la producción industrial taylorista por la nueva economía de la información y de los servicios. Antes de ver en estas transformaciones simples momentos de aparentes transformaciones y modificaciones sin fin del capitalismo, Hardt y Negri las reconocen como los “requisitos”, como la simultánea destrucción de una vieja constitución y la creación de un nuevo orden. En cada caso estas transformaciones indican la persistencia de la subjetividad y la cooperación en el proceso de trabajo. En este punto estos “requisitos” constituyen una suerte de “revolución pasiva” que persiste calladamente más allá del ruido y la redundante celebración de victoria total del capitalismo. La irreversibilidad y colectividad de estas transformaciones no conforman aún las bases para una explícita y manifiesta política, al menos, en el nivel de la organización “molar”. Esta nueva colectividad, en este punto, sólo se hace sentir en el nivel molecular. Ha demandado y recibido una reestructuración masiva del trabajo, que ha puesto la subjetividad, la flexibilidad y la cooperación en el centro del “trabajo inmaterial”. Ha producido nuevas formas de subjetividad y nuevos estilos de vida. Pero estas transformaciones están bloqueadas por la fuerza del comando del capital, la semiótica de las jerarquías y la ideología del mercado que limitan la fuerza de esta socialidad a una nueva elite (Negri, 1992a, 1989). Bloqueos y limitaciones que sólo podrán ser removidos cuando estas revoluciones moleculares se vuelvan organizadas y sujetas a organizaciones molares. La organización de esta nueva socialidad, en su transformación desde las proliferaciones moleculares hacia los antagonismos molares, constitu-

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ye una política diferente de las temáticas tradicionales de constitución y legitimación mantenidas en la “tradición burguesa”. Lo que Negri identifica como la “tradición burguesa”, es decir, aquella línea de pensamiento político que se desenvuelve desde Hobbes, pasa por Rousseau y llega a Hegel, es aquel pensamiento que asume el poder constitutivo primariamente como el punto de vista de lo constituido, sea la ley, el Estado, la soberanía o la necesidad de la mediación trascendental. La pregunta política ha estado referenciada, de una forma u otra, en la necesidad de determinar la fundación legítima del poder (potestas) como autoridad trascendente. El orden ha sido pensado y mantenido, sea bajo la forma de la ley, del interés general, del Estado o del mercado, como el otro absoluto del desorden. El comunismo, definido como la socialidad del poder constitutivo, tal como Negri, juntamente con Guattari y Hardt, lo ha articulado, desarrolla una cuestión diferente en el plano de la metafísica, de la economía política y de la política. Pero en este punto, ¿cuáles son las posibilidades de una socialidad del poder constitutivo? O como Negri y Hardt se preguntan: ¿Cómo es posible en este punto, de una vez por todas, abandonar la concepción del poder constituyente como necesariamente negándose a sí mismo en plantear la constitución, y reconocer un poder constituyente que ya no produce constituciones separadas de ellas mismas, pero que es en sí mismo constitución propia? (Hardt y Negri, 1996: 308)

La cuestión del comunismo, de una política del poder constitutivo, liquida el estilo “burgués”, es decir la tradición dominante del pensamiento político. Como Guattari y Negri (1999) indican: el comunismo demanda una articulación u organización entre las luchas moleculares y los antagonismos molares diferente de aquéllas y opuestas a la completa subsunción de las primeras por las segundas. El comunismo rechaza toda estructura, todo partido donde las revoluciones moleculares y el antagonismo subordine y las aliene hacia fines molares. Rechaza toda separación entre deseo colectivo y ejecución, rechaza erigir una nueva potestas. Como ellos plantean: Desde un punto de vista molecular, cualquier tentativa de unificación ideológica es una operación absurda y reaccionaria. El deseo en el terreno social rechaza dejarse circunscribir en zonas de consenso, en áreas de legitimación ideológica. ¿Por qué pedir a un movimiento feminista que llegue a un acuerdo doctrinal y programático con grupos de iniciativa ecológica o con una experiencia comunitaria de gente de color o con un movimiento obrero? […] Lo esencial es que cada movimiento se revele capaz de desencadenar revoluciones moleculares irreversibles y de asociarse con luchas molares li-

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mitadas o ilimitadas en el terreno político, sindical, de defensa de los derechos generales de la comunidad nacional-internacional. (Guattari y Negri, 1999: 63)

A su vez la organización o el vínculo donde las luchas moleculares confluyen para formar organizaciones molares y duales donde lo múltiple y lo uno coexisten, multiplicando e intensificando una a la otra como terrenos de lucha, demanda la reinvención de prácticas sociales y nuevos tipos de organización. Negri ha sugerido que la semilla de estas nuevas prácticas puede ser comprendida desde la historia de la ontología y la política, en una contratradición que subsiste a lo largo del pensamiento burgués. Por ello el poder constitutivo o el comunismo, como problema de organización, envuelven una genealogía de entrelazamientos divergentes de pensamientos ontológicos y políticos en orden para buscar alternativas a la tradición burguesa. Esta genealogía implica un retorno a la discontinuidad y heterogeneidad de la modernidad y a las diferentes respuestas ensayadas ante la repetición de la crisis en orden al desenvolvimiento de éstas en el futuro. Como Negri ha argumentado, las dos figuras que se encuentran fuera de este terreno son Spinoza y Marx. Aunque no se trata del colapso inevitable del capitalismo según sus leyes, es decir el Marx de El capital, sino del Marx de los Grundrisse, que reconoce el poder y la subjetividad del trabajo vivo. Y no justamente el Spinoza de la Ética, sino el Spinoza del Tratado teológico-político, aquel incompleto manuscrito que termina con la multitud como idea, pensamiento apenas articulado, de absoluta democracia, o del absoluto como democracia, lo que Negri denomina la “república del poder constituyente”.

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