Los derechos fundamentales de los jueces [1 ed.]
 8497689348, 9788497689342

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LOS DERECHOS FUNDAMENTALES DE LOS JUECES

A. SAIZ ARNAIZ (Dir.)

LOS DERECHOS FUNDAMENTALES DE LOS JUECES

Generalitat de Catalunya Centre d'Estudis Jurídics i Formació Especialitzada

Marcial Pons madrid

|

barcelona

2012

|

buenos aires

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

©  De los autores ©­  Centre d'Estudis Jurídics i Formació Especialitzada © MARCIAL PONS EDICIONES JURÍDICAS Y SOCIALES, S. A. San Sotero, 6 - 28037 MADRID ( 91 304 33 03 www.marcialpons.es ISBN: 978-84-9123-335-0

NOTA PRELIMINAR El presente volumen recoge los trabajos presentados y discutidos en un Seminario celebrado en el Centre d’Estudis Jurídics i Formació Especialitzada, de la Consejería de Justicia de la Generalitat de Catalunya. Agradezco muy sinceramente a la Dirección del Centre toda la ayuda prestada en su momento para la organización del Seminario y, ahora, para su edición por Marcial Pons. Esta obra se enmarca en el ámbito de un proyecto de investigación sobre «Estatuto de los jueces e independencia judicial» (DER201129207-C02-00). Alejandro Saiz Arnaiz

ESTUDIO INTRODUCTORIO LOS DERECHOS DE LOS JUECES: ENTRE EL LEGISLADOR Y LA AUTORREGULACIÓN Alejandro Saiz Arnaiz

Catedrático Jean Monnet de Derecho Constitucional Universitat Pompeu Fabra

«Como la integridad de los jueces es el requisito más esencial para el buen desempeño de su cargo, es preciso asegurar en ellos esta virtud por cuantos medios sean imaginables» (Agustín de Argüelles, Discurso Preliminar de la Constitución de Cádiz)

El ordenamiento jurídico español recoge en fuentes de distinto tipo varias disposiciones referidas a los derechos fundamentales de los jueces. En primer lugar, la Constitución de 1978 excluye expresamente a los integrantes de la carrera judicial de la titularidad de los derechos de participación política (en concreto, del derecho de sufragio pasivo), de asociación en partidos y de sindicación. Lo hace en los arts. 70.1.d), cuando declara inelegibles para el Congreso y el Senado (e incompatibles con la condición de Diputado y Senador) a los «magistrados, jueces y fiscales en activo», y 127.1, en el que afirma que «no podrán desempeñar otros cargos

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públicos, ni pertenecer a partidos políticos o sindicatos», al tiempo que se remite a la ley «el sistema y modalidades de asociación profesional de jueces, magistrados y fiscales». La intensidad de este último régimen de prohibiciones dividió a las Cortes Constituyentes en dos bloques muy marcados: mientras que Alianza Popular y la Unión de Centro Democrático lo sostuvieron, las fuerzas políticas que se habían opuesto al franquismo votaron en contra. Nada más se dice en la Constitución acerca de los jueces y de sus (no) derechos. Nada más y nada menos, podría añadirse, ya que lo que se afirma va mucho más allá de lo que puede encontrarse en el constitucionalismo comparado y en nuestro propio constitucionalismo histórico. La Constitución contiene, también, una remisión a la «ley orgánica del poder judicial» para la determinación, entre otros aspectos, del «estatuto jurídico de los jueces y magistrados de carrera» (art. 122.1). En sentido subjetivo, el concepto de estatuto alude a la posición jurídica peculiar, singularmente en materia de derechos y deberes, que el ordenamiento, por razones de distinto tipo que pueden reconducirse en todo caso a la preservación de algún principio o bien constitucional, reconoce a determinados individuos o grupos de éstos. Como el Tribunal Constitucional tuvo ocasión de afirmar en la STC 108/1986, refiriéndose precisamente a los funcionarios que integran la carrera judicial, «su situación debe calificarse como estatutaria […de] forma que los derechos y deberes que componen el “status” de los jueces debe ser fijado por Ley y, más concretamente, por Ley orgánica (art. 122.1 de la Constitución) […]. El que el Estatuto de los jueces esté fijado por la Ley significa que la Ley define los elementos que lo componen, y que puede modificarlos dentro, naturalmente, del marco de la Constitución» (FJ 16). La Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) sería así la norma llamada en primer lugar a concretar el estatuto iusfundamental de los jueces. Un repaso al contenido de esta Ley lleva al lector a una conclusión inmediata: la regulación en la materia resulta ser de mínimos, claramente incompleta se podría pensar. Cabe preguntarse, así las cosas, si este resultado es consecuencia de una opción consciente del legislador orgánico, de un despiste o, quizá, de una falta de criterio sobre el particular. Creo que hay un poco de todo ello. Y algo más. Al margen de algunas referencias dispersas en otras partes de la LOPJ, como la referida a la obligación de residencia «en la población donde tenga su sede el juzgado o tribunal que sirvan», para la que se establece la posible excepción autorizada por la Sala de Gobierno (art. 370, apartados 1 y 2) —y que afecta al derecho fundamental enunciado en el art. 19 CE—, la práctica totalidad de las previsiones relativas a los derechos fundamentales de los miembros de la carrera judicial figuran en el título II («De la inde-

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pendencia judicial») del libro IV («De los jueces y magistrados»), en particular en su capítulo II, cuyas disposiciones se agrupan bajo el rótulo «De las incompatibilidades y prohibiciones» (arts. 389-397) 1. Se trata, puede avanzarse desde ahora mismo, de un modo poco amable de aproximarse a los derechos, en clave de impedimento o limitación. Recordemos lo que allí se dice; de nuevo y, también, reiterando lo ya fijado por la Constitución. —  Se declara la incompatibilidad del «cargo de juez o magistrado» con «cualquier cargo de elección popular o designación política del Estado, Comunidades Autónomas, Provincias y demás entidades locales y organismos dependientes de cualquier de ellos», así como con «los empleos o cargos dotados o retribuidos» por todas estas Administraciones, las Cortes Generales y la Casa Real (art. 389, 1.º y 2.º). La afectación a los derechos fundamentales del art. 23 CE, es evidente. —  Se impide («[n]o podrán los jueces o magistrados») la pertenencia a partidos políticos o sindicatos, así como «tener empleo al servicio de los mismos» (art. 395, inciso inicial). En este caso, padecen los arts. 22 y 28.1 CE. —  Se prohíbe «[d]irigir a los poderes, autoridades y funcionarios públicos o Corporaciones oficiales felicitaciones o censuras por sus actos» (art. 395, 1.º, primera parte), limitándose así la libertad de expresión del art. 20.1.a CE (un límite que se completaría por el natural deber de reserva presente en el art. 396 LOPJ). —  Se impide a jueces o magistrados, «en su calidad de miembros del Poder Judicial», la asistencia «a cualesquiera actos o reuniones públicas que no tengan carácter judicial», excepto para cumplimentar al Rey o si hubieran sido convocados o autorizados a asistir por el Consejo General del Poder Judicial (art. 395, 1.º, parte final). Así las cosas, parece que el derecho de reunión (art. 21 CE) se ve afectado restrictivamente a sus titulares sólo si se pretende su ejercicio en tanto que integrantes del Poder Judicial, no en su dimensión ciudadana. —  Se limita la participación en las elecciones legislativas o locales a la emisión del «voto personal» (art. 395.2.º). Se reafirma así el derecho de sufragio activo, se insiste implícitamente en la prohibición constitucional del sufragio pasivo y se impide, en una lectura posible de esta disposición de la LOPJ, cualquier otra actividad electoral de los jueces y magistrados, salvo el ejercicio de las funciones y el cumplimiento de los deberes «inherentes a sus cargos», en clara referencia a su eventual participación en los 1   El capítulo III del mismo título y libro regula la que denomina «inmunidad judicial» (arts. 398-400), que incide directamente en la libertad personal, en particular en las condiciones de la detención de jueces y magistrados.

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distintos órganos de la Administración electoral (véanse, al respecto, arts. 8 y ss. de la Ley Orgánica de Régimen Electoral General, LOREG). Hasta aquí la lectura de la LOPJ. La opción consciente que supone este breve y parcialmente reiterativo régimen regulatorio, y la falta de criterio que expresa por parte del legislador, se confirman cuando se constatan las coincidencias, o mejor, las identidades entre el texto aprobado en 1985 y la Ley Provisional sobre Organización del Poder Judicial de 1870. Es sorprendente, pero es así. La mejor prueba de cuanto se acaba de dejar escrito consiste en la reproducción de algunas partes de la Ley derogada ciento quince años después de su entrada en vigor por la LOPJ, aunque en esta concreta materia más que derogada habría que decir copiada tras más de un siglo de vigencia. Art. 7 de la Ley Provisional de 1870: «No podrán los jueces, magistrados […]. 3.º Dirigir al Poder Ejecutivo, a funcionarios públicos o Corporaciones oficiales, felicitaciones o censuras por sus actos. 4.º Tomar en la elecciones populares del territorio en que ejerzan sus funciones más parte que la de emitir su voto personal. Esto no obstante, ejercerán las funciones y cumplirán los deberes que por razón de sus cargos les impongan las leyes. 5.º Mezclarse en reuniones, manifestaciones u otros actos de carácter político, aunque sean permitidos a los demás españoles 2. 6.º Concurrir en cuerpo de oficio o en traje de ceremonia a fiestas o actos públicos, sin más excepción que cuando tengan por objeto cumplimentar al Monarca o al regente del reino o cuando el Gobierno expresamente lo ordenare». La conclusión no deja lugar para la duda: el art. 395 de la vigente LOPJ es una reproducción maquillada y adecuada en el lenguaje (se omite la alusión al regente y se sustituye la que allí se hace al Gobierno por la que ahora remite al Consejo General del Poder Judicial) de buena parte del art. 7 de la Ley Provisional. Una opción consciente (el legislador orgánico de 1985 conocía el texto histórico), que expresa una evidente falta de criterio propio (se limita en buena medida a copiar el ejemplar —para su época— texto ochocentista) y, en fin, se decía más arriba, que demuestra también el despiste (léase como error o como distracción, que ambas acepciones admite el Diccionario de la Lengua) de las Cortes que aprobaron la LOPJ. ¿O es que los diputados y senadores no eran conocedores de las transformaciones que el contenido de los derechos fundamentales, el papel de los jueces en la estructura constitucional de poder, España como Estado democrático, y la misma idea de Constitución habían padecido en los últimos ciento 2   Quizá sea ésta la diferencia más evidente entre los textos ahora comparados. En la LOPJ no figura una prohibición como la que resultaba de este apartado del art. 7 de la Ley de 1870, que, pura y simplemente, vedaba la asistencia de los jueces a cualesquiera actos de carácter político, a los que sí podrían asistir —se puntualiza— «los demás españoles».

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quince años? Es como si, a nuestros efectos, el reloj se hubiera parado más de un siglo atrás; como si nada hubiera cambiado en la condición de los jueces como titulares de los derechos fundamentales. Ni en los Boletines ni en los Diarios de Sesiones de ambas Cámaras queda traza de enmienda alguna o de debate que pretendiera modificar este aspecto del proyecto de ley. El paso por las Cortes no modificó sustancialmente el art. 418 de la iniciativa gubernamental, que se corresponde esencialmente con el actual art. 395 LOPJ 3… y con buena parte del art. 7 de la Ley Provisional de 1870. Ninguna duda puede caber acerca de cuál fue la voluntad de los autores de la Ley Provisional de 1870, que trae causa de una Constitución, la de 1869, que junto con la de Cádiz representa uno de los momentos más transformadores, auténticamente revolucionarios podría decirse, del Poder Judicial en nuestro país. En 1870 se quería alejar a la judicatura de la política, poniendo así término al estado de cosas que había caracterizado a la España constitucional hasta ese momento, una vez fracasado el intento superador gaditano. Los jueces formaban parte de la bolsa de cesantes que pasaban a integrar cada vez que sus amigos políticos eran desplazados del poder por uno u otro medio (más o menos pacífico, que nunca democrático). La revolución septembrina quería también acabar con esa realidad, trazando una «profunda línea de separación entre lo pasado y lo futuro», tal y como puede leerse en la Exposición de Motivos con la que el Gobierno presentó a las Cortes la Ley Provisional. También allí se lee que es conveniente «que los representantes del Poder Judicial se hallen alejados del terreno de la política activa, no tomando parte en sus ardientes luchas […], como jueces deben evitar cuidadosamente cuanto pueda coadyuvar a que su ánimo aparezca turbado por las revueltas pasiones de los partidos que aspiran a influir de una manera directa en la gobernación del Estado […]. El juez o magistrado que toma parte activa en determinadas candidaturas, y el que en manifestaciones públicas se declara partidario intransigente de una idea política, por más que a la puerta del Tribunal se despoje de su afección y de sus odios, no será creído por el que tenga que comparecer ante él en demanda de justicia, cuando su adversario pertenezca al bando político en que ese juez se haya afiliado». La (mala) política era, en la práctica, el peligro más relevante para la independencia de aquellos jueces; la política (corrupta) había sido hasta entonces el mayor obstáculo a la inamovilidad de quienes impartían justicia. Más de un siglo después, el constituyente y el legislador orgánico parecieron asumir esa misma idea. Al menos esa es la conclusión a la que se llega si se comparan los textos, como aquí se ha hecho. Es evidente que 3   Una disposición que no se ha modificado desde su entrada en vigor, aunque como es bien sabido han sido muchas las reformas parciales —más de cuarenta— que ha sufrido la LOPJ.

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las relaciones entre la política y la jurisdicción son, en el Estado constitucional y casi por definición, unas relaciones de conflicto; pero resulta muy difícil aceptar que los riesgos para la independencia judicial provengan únicamente… del ejercicio por parte de quienes forman el Poder Judicial de ciertos derechos fundamentales vinculados con la participación política. Puede que fuera así en la España de 1870, pero no creo que lo sea en la actualidad, aunque esa sea la impresión que puede dar la lectura de la vigente LOPJ. Esta impresión se confirma también si se repara en el desarrollo que se ha hecho de cuanto establece la Constitución en su art. 127.1, inciso final, del que resulta el reconocimiento del «derecho de libre asociación profesional de jueces y magistrados integrantes de la Carrera Judicial» (art. 401 LOPJ). A estos efectos se prevé la creación de asociaciones que tendrán «como fines lícitos la defensa de los intereses profesionales de sus miembros en todos los aspectos y la realización de actividades encaminadas al servicio de la justicia en general», al tiempo que se añade que «[n]o podrán llevar a cabo actividades políticas ni tener vinculaciones con partidos políticos o sindicatos» (art. 401.2.ª LOPJ). Una prohibición que resulta plenamente congruente con la disposición constitucional más arriba mencionada y que se completa con cuanto se dice en el art. 23.3 del Acuerdo del Pleno del Consejo General del Poder Judicial, de 28 de febrero de 2011, por el que se aprueba el Reglamento de asociaciones judiciales profesionales, a tenor del cual éstas no podrán «aceptar o recibir, directamente o indirectamente, aportaciones provenientes de partidos políticos o sindicatos». Por el contrario, sí que pueden recibir esas mismas aportaciones «para la realización de actividades concretas», de «personas físicas o jurídicas» (art. 23.1 del Reglamento). Y aquí, en esta diferencia de trato, está la confirmación de la impresión a la antes me refería: ¿por qué extraña e incomprensible razón se acepta como medio de financiación de «actividades concretas» de las asociaciones judiciales una aportación de un banco o de una gran empresa y se impide la de un sindicato o partido político? ¿Acaso estos últimos suponen naturalmente un riesgo para la independencia judicial, mientras que las contribuciones de los primeros no ponen en peligro la confianza de los ciudadanos en los tribunales? De nuevo la tenaz preocupación normativa por el (necesario) alejamiento de la política 4 y el patente desentendimiento respecto de cualquier otra fuente de (posible) contaminación de la independencia judicial. Hasta aquí los contenidos de la LOPJ en materia de derechos fundamentales de los jueces. Ha de añadirse que al tratar de su responsabilidad 4   Aunque en ocasiones esa relación entre política y judicatura puede mostrase como promiscua de la manera más descarnada e interesada cuando se trata de beneficiar a quienes se mueven entre una y otra. Me refiero a la reforma parcial de los arts. 351, 356 y de la Disposición transitoria octava LOPJ llevada a cabo mediante la LO 12/2011, de 22 de septiembre.

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disciplinaria la LOPJ sanciona como faltas muy graves la «afiliación a partidos políticos o sindicatos, o el desempeño de empleos o cargos a su servicio» (art. 417.2), y el ejercicio de las actividades incompatibles establecidas en el art. 389 LOPJ, entre las que se cuentan, como sabemos, los cargos de elección popular o de designación política (art. 417.6). Se castiga también, en este caso como falta grave, el comportamiento consistente en «[d]irigir a los poderes, autoridades o funcionarios públicos o corporaciones oficiales felicitaciones o censuras por sus actos, invocando la condición de juez, o sirviéndose de esta condición» (art. 418.3). De este modo, se evita la definición abierta o poco precisa de las conductas sancionables, cumpliéndose así las exigencias propias del Derecho sancionatorio, máxime una vez que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha aplicado también al ámbito disciplinario judicial el requisito de la «calidad» de la norma que prohíbe un determinado comportamiento y castiga su inobservancia (en la Sentencia N.F. c. Italia, de 2 de agosto de 2001). Ahora bien, es evidente que en hipótesis teórica los espacios no sancionables a tenor de las previsiones de la LOPJ, pero susceptibles de entrar en tensión con la necesaria apariencia de independencia e imparcialidad del Poder Judicial desde el ejercicio de algún derecho fundamental por parte de sus integrantes, pueden ser abundantes. Así, a título de ejemplo, la pertenencia a ciertas asociaciones, la participación en una huelga, la intervención en debates públicos o la exteriorización de convicciones de carácter ideológico o religioso. Y es aquí donde pueden estar llamados a intervenir, por ejemplo describiendo conductas impropias, los códigos de buenas prácticas o los principios deontológicos que los jueces y magistrados pueden darse a sí mismos. Sobre esto volveré más adelante. Nuestro repaso al ordenamiento jurídico español acaba con una muy breve alusión a algunas (dos, en concreto) leyes sectoriales que contienen también previsiones relativas al estatuto iusfundamental de jueces y magistrados 5. Se trata de legislación que nada nuevo añade a cuanto resulta de la Constitución y de la LOPJ, es decir, que no afecta a derechos fundamentales no tocados ya por estas dos normas. Me refiero, en particular, a la LOREG y a la Ley Orgánica de Libertad Sindical. La primera incluye en el largo catálogo de personas inelegibles a los jueces y magistrados en activo (art. 6.1.h); la segunda, por su parte, remite al art. 127.1 CE para recordar que éstos tampoco pueden «pertenecer a sindicato alguno» (art. 1.4); un recordatorio ausente, por cierto, de la Ley Orgánica de Partidos Políticos aprobada en 2002. Quede también apuntado que el Proyecto de Ley Orgánica de Huelga y de Medidas de Conflicto Colectivo, presentado en la cuarta legislatura, excluía a jueces y magistrados en activo del ejer5   Es preciso añadir que el Reglamento 1/1995, de 7 de junio, de la carrera judicial, aprobado por el Pleno del Consejo General del Poder Judicial, no contiene una sola disposición relevante a estos efectos.

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cicio del derecho de huelga; la disolución de las Cámaras en 1993 abortó la tramitación parlamentaria de dicha iniciativa gubernamental, que ya se encontraba muy avanzada por cuanto se había aprobado en el Senado con algunas modificaciones tras su paso inicial por el Congreso. Podemos ahora apuntar algunas conclusiones que resultan de cuanto hasta aquí se ha dejado escrito. 1.  En 1978 se adoptó en España una decisión muy poco frecuente en el constitucionalismo comparado, privando a los jueces de algunos derechos fundamentales desde la misma Constitución. 2.  La reserva a la LOPJ para la determinación del estatuto de los jueces y magistrados (art. 122.1 CE) se cumplimentó, tal y como se ha intentado demostrar más arriba, de manera parcial y nada original: se reprodujeron las prohibiciones constitucionales y se copiaron bastantes contenidos de la Ley Provisional de 1870. Al menos dos leyes orgánicas más han insistido en las previsiones del texto constitucional. 3.  En puridad de términos, y siempre en la materia aquí tratada, puede afirmarse que no hay nada en nuestro ordenamiento jurídico que no estuviera ya presente en la Ley de Organización del Poder Judicial de 1870 (los silencios de ésta en punto a los partidos políticos y los sindicatos se explican porque estas organizaciones no tenían en aquel tiempo existencia formal; no se encontraban legalmente reconocidas). 4.  Si se observa el conjunto de prohibiciones y limitaciones presentes en la Constitución y en la LOPJ, puede apreciarse una evidente ratio común: todas ellas se construyen desde una decidida voluntad de alejamiento del juez de la política. No pueden ejercer cargo de elección popular o designación política, no pueden militar en partidos y sindicatos ni estar al servicio de éstos, no pueden dirigir felicitaciones o censuras a las autoridades públicas, no pueden tomar parte (en su condición de miembros del Poder Judicial) en actos o reuniones públicas, sólo pueden participar en las elecciones mediante el ejercicio del derecho de sufragio activo. Quizá la opción de la Ley Orgánica de 1985 no fue más que el reconocimiento de las propias limitaciones parlamentarias para proceder a una regulación más completa y sistemática en una materia que no se presta fácilmente a semejante operación. Ese fue también el criterio del legislador francés en 2007, cuando propuso al Conseil Superieur de la Magistrature la elaboración de un Recueil des obligations déontologiques des Magistrats y no de un Code de déontologie, tal y como algunos sugerían. El Informe de la Comisión del Senado insistía en que la opción por el Recueil «traduce el deseo de no fijar el contenido de unas normas que por esencia son evolutivas, ni de detallarlas en un catálogo exhaustivo pero inevitablemente incompleto»; en consecuencia, se optaba por utilizar la «noción arrai-

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gada desde 1958 de enunciado de principios generales», relacionados en este ámbito con valores, se concluía, como la independencia y la imparcialidad 6. En el caso español, repetir el contenido sobre el particular de la más que centenaria Ley Provisional se convertía en la opción más inteligente, casi la única posible, una vez aceptado que toda pretensión de desarrollo del estatuto iusfundamental de los jueces estaba condenada al fracaso. En otros términos, era obligado decir algo ex art. 122.1 CE —aunque era imposible decirlo todo—, y así las cosas recurrir a una normativa que había resistido el transcurso del tiempo y la sucesión de regímenes políticos de muy distinto cuño no era obviamente la peor opción. En definitiva, una solución para salir del paso pero que no afrontaba el problema de fondo. Quizá, puede pensarse, se confiaba en el (futuro) legislador de los derechos fundamentales, es decir, en las leyes que desarrollaran cada uno de éstos como sede normativa apta para el tratamiento de las condiciones de su ejercicio por parte de los miembros de la carrera judicial. Una idea, puede decirse hoy, que aquel legislador no parece haber asumido, consciente, también él, de las muchas dificultades de la tarea incluso cuando se afronta en la perspectiva de cada concreto derecho fundamental. Y es que, podría concluirse, cualquier intervención parlamentaria en este terreno que pretenda ir más allá (rectius: quedarse más acá) de la pura y simple ablación de tal o cual derecho, que será siempre por definición una solución polémica, resulta ser de una notable complejidad. No ya desde el punto de vista de su fundamentación teórica como desde la perspectiva de su concreción, es decir, del dónde (¿qué derechos?) y del cómo (¿con qué intensidad?) actuar 7. 6   Esta discusión se produjo en el Parlamento francés con motivo del debate sobre el proyecto de ley orgánica de «reclutamiento, formación y responsabilidad de los magistrados». En definitiva, se rechazó la intervención legislativa en esta materia y se optó claramente por el establecimiento de principios generales cuya elaboración se encomendó al Consejo Superior de la Magistratura, que a estos efectos abrió un amplio debate apoyándose también en una encuesta («Los franceses, los magistrados y la deontología») específicamente encargada a una empresa de estudios de opinión. El resultado de este trabajo se concreta en la publicación titulada Recueil des obligations déontologiques des Magistrats, Dalloz, 2010 (las citas del texto lo son a su p. XI). 7   Cabe siempre la respuesta judicial, es decir, que sea a través de decisiones de tribunales como se conforme el estatuto iusfundamental de los integrantes de la carrera judicial. En un caso como el español el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional serían los llamados a intervenir en este ámbito. El primero, su Sala Tercera, conociendo de los recursos que los afectados podrían interponer contra decisiones sancionatorias adoptadas por el Consejo General del Poder Judicial; el segundo, decidiendo de los recursos de amparo que se plantearan contra estas sentencias del Tribunal Supremo, o de los que, en un contexto muy diferente, pudieran elevar terceros que se consideraran perjudicados en su derecho al juez imparcial (piénsese, por ejemplo, en la no aceptación de una recusación que se propone al hilo del ejercicio por parte del juez de su derecho de asociación o de su libertad de expresión). Este tipo de respuestas son siempre imaginables y, en ocasiones, hasta necesarias, pero no pueden convertirse en, y aceptarse como, fundamento de aquel estatuto, que se vería reducido

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La European Charter on the Statute for Judges 8 afirma, en su capítulo dedicado a los Principios Generales, que en cada Estado europeo «los principios fundamentales del estatuto de los jueces se establecerán en las normas internas del máximo nivel normativo, y su regulación se llevará a cabo al menos en normas con rango de ley» (1.2). La ya descrita realidad española parece adecuarse, al menos en parte, a esta sugerencia. Así, la Constitución enuncia los elementos que considera nucleares de ese estatuto, mientras que la LOPJ desarrolla tales previsiones, en cumplimiento del propio mandato constitucional, en su libro IV («De los jueces y magistrados», arts. 298-434). De este conjunto normativo, al que pueden sumarse las leyes «sectoriales» ya conocidas, resultan, tal y como ya sabemos, pocas previsiones específicamente dirigidas al tratamiento de los derechos fundamentales de los jueces, a las condiciones para su ejercicio, a sus posibles límites. Comportándose de este modo, es decir, evitando una regulación de detalle (y, en algunos casos, y respecto de ciertos derechos, evitando pura y simplemente toda regulación) el legislador español ha seguido la pauta de la mayoría de los legisladores de los países de nuestro entorno. En efecto, si más arriba se decía que no resulta fácil encontrar en otros ordenamientos prohibiciones de una contundencia equivalente a las que figuran en nuestro texto constitucional, ahora toca reconocer la proximidad entre las opciones de intervención normativa mínima en esta materia propias de la práctica totalidad de los Estados democráticos. La alternativa (o, más precisamente, el complemento) a la legislación emanada del Parlamento consiste en la definición de principios éticos o en la elaboración de códigos de buenas prácticas; en uno u otro caso se ve afectada la posición iusfundamental de los jueces porque se fijan criterios de comportamiento que inciden directamente en el ejercicio de tales derechos. Los Principios de Bangalore sobre la conducta judicial, elaborados en el seno de Naciones Unidas 9, son considerados como «the undisputed international benchmark» en la materia. En su Preámbulo puede leerse que los principios que allí se enuncian «pretenden establecer estándares para la conducta ética de los jueces. Están formulados para servir de guía a los jueces y para proporcionar a la judicatura un marco que regule la conducta judicial. Asimismo, pretenden ayudar a que los miembros del ejecutivo y del legislativo, los abogados y el público en general puedan comprender y apoyar mejor a la judicatura. Estos principios presuponen que a un mero decisionismo como expresión de respuesta a la dimensión (únicamente) conflictual del ejercicio de aquellos derechos. 8   Carta Europea sobre el estatuto del juez, adoptada en el seno del Consejo de Europa en julio de 1998, DAJ/DOC (98) 23. 9   La última versión de tales Principios se aprobó en la ciudad de La Haya en noviembre de 2002.

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los jueces son responsables de su conducta frente a las instituciones correspondientes establecidas para mantener los estándares judiciales, que dichas instituciones son independientes e imparciales y que tienen como objetivo complementar y no derogar las normas legales y de conducta existentes que vinculan a los jueces» 10. Los Principios de Bangalore proponen, al igual que otros documentos internacionales en la misma materia 11, una suerte de autorregulación complementaria de cuanto en cada caso, y para cada país, venga establecido en la legislación pertinente. Los propios jueces, a través de sus asociaciones profesionales (como ha sucedido en Italia) o de su órgano de gobierno (como ocurrió en Francia), debaten y acuerdan el establecimiento de criterios, de orientaciones éticas, de pautas de conducta, tanto en el ejercicio de la jurisdicción como también en la actividad particular o privada. La autoría, su contenido y la forma mediante la que se concretarían, así como las garantías para su observancia, marcarían las diferencias entre las reglas disciplinarias y estos principios éticos o códigos de buena conducta profesional. La normativa que regula la potestad disciplinaria a la que están sometidos los integrantes del Poder Judicial delimita con relativa precisión los comportamientos merecedores de sanción en los que pueden incurrir los jueces cuando actúan como poder del Estado. En nuestro caso, un repaso a los arts. 417, 418 y 419 LOPJ pone en evidencia que la práctica totalidad de los supuestos sancionadores allí descritos se refieren precisamente a actuaciones ilícitas del juez cuando ejerce la jurisdicción. Los treinta y nueve apartados de estos tres artículos de la Ley Orgánica del Poder Judicial están concebidos, salvo contadas excepciones, en esa perspectiva, pero casi nada se dice allí de lo que el miembro de la carrera judicial no puede (o, menos aún, no debe) hacer cuando, si se me permite la expresión, ejerce de ciudadano 12. Fuera de este ámbito punitivo, la propia LOPJ acepta   La cursiva está añadida. La declaración de Bangalore formula seis «valores», a saber: independencia, imparcialidad, integridad, corrección, igualdad y competencia y diligencia, y describe una serie de comportamientos en los que se concreta cada uno de dichos valores. Tal y como resulta del Preámbulo, la finalidad última de ese conjunto de valores no es otra que el mantenimiento y el aumento de la confianza ciudadana en el sistema judicial, en la autoridad moral e integridad de sus miembros, encargados, puede leerse, de la defensa de los derechos humanos, del constitucionalismo y del principio de legalidad. 11   Como el elaborado por el Consejo Consultivo de los Jueces Europeos, Sobre los principios y reglas que rigen los imperativos profesionales aplicables a los jueces y especialmente la deontología, los comportamientos incompatibles y la imparcialidad, CCJE (2002) OP n.º 3, o el Código Iberoamericano de Ética Judicial, aprobado en la XIII Cumbre Judicial Iberoamericana, reunida en Santo Domingo (República Dominicana), en junio de 2006. 12   Las citadas excepciones se reducen a dos. En un caso se alude explícitamente a los «motivos ajenos al ejercicio de la función jurisdiccional» al describir el comportamiento sancionable (art. 417. 3 LOPJ), en el otro ese carácter ajeno a la jurisdicción resulta de la actividad que se tipifica como falta muy grave, a saber, el «abuso de la condición de juez para obtener un trato favorable e injustificado de autoridades, funcionarios o profesionales» (art. 417.13 LOPJ). El 10

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implícitamente esta distinción cuando establece lo que el juez no puede hacer «en su calidad de miembro[s] del Poder Judicial», aceptando, a contrario, que podrá hacerlo cuando no actúe en esa calidad. Así, por ejemplo, y como ya sabemos, no puede asistir a actos o reuniones públicas que no tengan carácter judicial (art. 395. 1.º LOPJ), por lo que podrá asistir a esos mismos actos o reuniones en todos los demás casos, es decir, cuando no lo haga en su condición de juez. También el Reglamento de la carrera judicial parece asumir esta distinción, aunque no puede extraerse del mismo ninguna conclusión relevante porque limita sus efectos al «desempeño de un segundo puesto de trabajo» (arts. 262 y ss.) 13. En este limitado con­texto, el Reglamento establece que se denegará toda petición de compatibilidad de una actividad cuyo ejercicio «pueda impedir o menoscabar el estricto cumplimiento de los deberes judiciales o comprometer la imparcialidad o la independencia del juez o magistrado afectado» (art. 267). Esta última referencia supone la aceptación, desde una fuente de importancia no desdeñable como lo es el Reglamento de la carrera judicial, de la posible existencia de actividades (extrajudiciales, si se quiere) que pueden entrar en conflicto con unos genéricos «deberes judiciales» o comprometer la independencia e imparcialidad del juez. Tal y como se ha aclarado más arriba, las declaraciones de principios éticos o los códigos de buenas prácticas son instrumentos de autocontrol y, por ello, el resultado de una autorregulación. En los expresivos términos del Code of Conduct for United States Judges, los jueces «must comply with the law and should comply with this Code». En su elaboración no interviene el legislador parlamentario ni ninguna otra autoridad normativa estatal, pública. Son los propios integrantes del Poder Judicial los que aprueban aquel documento, y lo hacen después de un proceso deliberativo abierto en el que, si se estima pertinente, puede intervenir también su propio órgano de gobierno, al igual que otras autoridades, expertos y, en su caso, cualesquiera sujetos interesados en el buen funcionamiento de la Administración de Justicia. El resultado último de ese proceso depende únicamente de la voluntad de los llamados a someterse a esas pautas de comportamiento: solo ellos votan para decidir su aprobación o rechazo. ¿Cómo han de formularse estas normas de conducta? El Comité Consultivo de los Jueces Europeos se planteó a finales de 2002 esta pregunta 14 mismo art. 417 considera faltas muy graves, tal y como se ha recordado en páginas anteriores, la afiliación a partidos o sindicatos o el desempeño de cargos a su servicio, así como el ejercicio de las actividades incompatibles ex art. 389 LOPJ. 13   A cuyo propósito diferencia entre actividades públicas y privadas, siempre en el terreno de la docencia, la investigación y la producción y creación literaria, artística, científica y técnica y las publicaciones derivadas de aquélla, tal y como apunta el art. 263 del citado Reglamento. 14   Véase el Documento citado supra en la nota 11.

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y dio dos posibles respuestas. Una primera alternativa, inspirada en la «tradición jurídica continental», se afirma, llevaría a reconocer las ventajas de la codificación, que se concretarían —siempre a juicio del Comité— en tres: un código ofrece a los jueces respuestas claras a preguntas de deontología profesional; informa a los ciudadanos de las conductas esperables por parte de los jueces y garantiza a esos mismos ciudadanos que la justicia quiere ejercerse de modo independiente e imparcial. La segunda opción, por la que se inclina el Comité, parte de las dificultades que plantea la codificación de la deontología, como allí se la denomina: «puede suscitar especialmente la ilusión de que contiene la totalidad de las reglas y de que todo lo que no está prohibido está permitido. Un código deontológico tiende a simplificar demasiado las situaciones, puesto que sitúa la deontología en un determinado período cuando se trata de un materia evolutiva» 15. Por ello, se concluye, sería preferible «una “declaración de principios de conducta profesional”, en lugar de un código». Un repaso a los documentos de este tipo a día de hoy existentes muestra claramente una preferencia en su redacción por la técnica principialista, incluso allá donde se opta por la denominación formal de Código, lo que sucede en no pocos casos 16. Raramente se encuentran en estos textos definiciones o descripciones más o menos acabadas de conductas o comportamientos respecto de los que se predica de manera contundente su rechazo o aceptación; antes bien, es mucho más frecuente una aproximación abierta a situaciones que no ofrecen necesariamente una única respuesta correcta en términos de actitud ética. Un juez, puede leerse en los Principios de Bangalore, «deberá asegurarse de que su conducta está por encima de cualquier reproche a los ojos de un observador razonable» (3.1); en aplicación de esas pautas de conducta se trata de saber, para el Comité Consultivo de Jueces Europeos, si un miembro del Poder Judicial, «en un contexto social preciso, y a los ojos de un observador informado y sensato, participa en una actividad que podría comprometer objetivamente su independencia o imparcialidad»; la figura del «observador razonable» aparece también en el Código Iberoamericano de ética judicial (art. 54). En todos estos casos, queda constancia de la idea de apertura, de elevada indetermi  Sobre los principios y reglas que rigen los imperativos profesionales…, cit., p. 10.   Así en Italia, Codice etico della Associazione Nazionale Magistrati, en los Estados Unidos, Code of Conduct for United States Judges, o en el ámbito Iberoamericano, el ya conocido Código Iberoamericano de Ética Judicial. En este último caso, al igual que en el Codice etico italiano, los textos se redactan con apariencia normativa, en forma y con denominación de artículos con numeración sucesiva. Recuérdese que, en su momento, también en Francia se rechazó la idea de Código deontológico, optándose por el Recueil. Por su parte, el Comité Consultivo de Jueces Europeos elaboró en noviembre de 2010 la denominada Magna Carta of Judges (Fundamental Principles), un documento de dos páginas que, tal y como se afirma en su Introducción «resume y codifica las principales conclusiones de las Opiniones hasta el momento elaboradas» por el CCJE. 15 16

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nación, en la fijación de los parámetros de conducta 17. Se dice, mejor que en ningún otro lugar, en el Code of Conduct for United States Judges: «muchas de las restricciones que resultan del Código están formuladas necesariamente en términos generales, y los jueces pueden disentir razonablemente en su interpretación» 18. Un documento de esta naturaleza, se precisa en los Ethical Principles for Judges de Canadá, «no puede ser nunca considerado como la “última palabra” en una materia tan importante y compleja». La forma más habitual de presentación de estos textos suele consistir en la enunciación de una serie de principios o valores, cada uno de los cuales viene acompañado de una descripción o ejemplificación de comportamientos a los que se vincula. En el caso estadounidense se formulan cinco cánones (sic) a los que sigue un conjunto de detalladas explicaciones y ejemplos 19. En Europa, la expresión más acabada y reciente de este tipo de documentos de conducta judicial resulta del Judicial Ethics Report 20092010, elaborado con el apoyo de la Unión Europea por la European Network of Councils for the Judiciary. Se recogen allí un total de nueve valores del juez y siete virtudes judiciales 20; los primeros identifican aquello que los ciudadanos esperan de sus jueces, mientras que las segundas —se dice allí— son cualidades personales que han de combinarse para que pueda hacerse justicia. En todo caso, los valores y las virtudes se refieren, y así se explicita en este Report, al comportamiento profesional, a la vida privada y a la conducta en sociedad del juez 21. En éste, al igual que en todos 17   El CCJE reconoce que «no se pueden aplicar imperativos demasiado precisos para determinar las normas aplicables al comportamiento del juez en su vida privada» (en Sobre los principios y reglas que rigen…, cit.). 18   En este documento, elaborado por el Canadian Judicial Council, se aclara que tales principios se consideran «advisory in nature», puramente orientativos por naturaleza, y que su finalidad es «ayudar a los jueces a afrontar las difíciles cuestiones éticas y profesionales que se les plantean y ayudar al público en general a una mejor comprensión del papel de los jueces. No son y no podrán ser usados como un código o una lista de comportamientos prohibidos». No fijan, se añade, estándares disciplinarios. 19   Los cinco cánones se formulan en los siguientes términos: 1.  El juez debe preservar la integridad e independencia del Poder Judicial. 2.  El juez debe evitar comportamientos y actitudes impropias o aparentemente impropias en todas sus actividades. 3.  El juez debe cumplir las obligaciones de su cargo equitativamente, con imparcialidad y diligentemente. 4.  El juez puede desarrollar actividades extrajudiciales siempre que sean compatibles con las obligaciones del cargo judicial. 5.  El juez debe abstenerse de la actividad política. 20   Los valores son los siguientes: independencia, integridad, imparcialidad, reserva y discreción, diligencia, respeto y capacidad para escuchar, igualdad de trato, competencia y transparencia. Las virtudes que recoge el documento son: sabiduría, lealtad, humanidad, valor, seriedad y prudencia, trabajo y escucha y comunicación. 21   Todos estos textos recogen también algunas previsiones que se refieren a la familia del juez. Así, por ejemplo, los Principios de Bangalore establecen que el juez se deberá abstener de conocer un caso en el que él, o algún miembro de su familia, «tenga un interés económico en

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los demás textos que hasta aquí se han utilizado, se proponen criterios para orientar el comportamiento del juez en su actividad alejada de la práctica de la jurisdicción y ese es, precisamente, el espacio en el que pueden plantearse muchos de los problemas que tienen que ver con el ejercicio de los derechos fundamentales y de las eventuales restricciones a los mismos. Un espacio, el de la vida privada y la conducta en sociedad del juez, por emplear los términos del Judicial Ethics Report últimamente aludido, en el que la intervención del legislador, más allá de la pura privación del derecho, como antes se recordaba, es difícilmente concebible. Está fuera de discusión que el estatuto de los jueces, su «posición jurídica peculiar» en materia de derechos y obligaciones (que es lo que aquí nos interesa), se justifica en clave institucional, no individual. Es decir, no se concibe sólo como un conjunto de garantías personales, sino sobre todo como una técnica para dotar de contenido al derecho a la tutela judicial efectiva de todas las personas y para preservar dos bienes constitucionalmente relevantes como lo son la imparcialidad y la independencia del Poder Judicial; para preservar, en definitiva, la confianza de los ciudadanos en sus tribunales. En los términos de la European Charter on the statute for judges, «[E]l estatuto de los jueces tenderá a asegurar la competencia, independencia e imparcialidad que toda persona espera legítimamente de los Tribunales de Justicia y de cada uno de los jueces en quienes ha confiado la protección de sus derechos» (Principios Generales, 1.1). Es precisamente esta dimensión institucional la que puede llevar a impedir y, en todo caso, la que ha de llevar a prevenir a quien es Poder Judicial frente a actividades de carácter no jurisdiccional que pueden contaminar, siquiera sea aparentemente, la imprescindible confianza ciudadana en el ejercicio de su función. Tal y como se reconoce en el ya citado Código Iberoamericano, el juez «debe ser consciente de que el ejercicio de la función jurisdiccional supone exigencias que no rigen para el resto de los ciudadanos» (art. 55). En este sentido, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha reconocido que a menudo la vida profesional puede confundirse con la vida privada en el sentido estricto del término, de modo que no resulta fácil en ocasiones distinguir en condición de qué actúa una persona en un momento dado y esto incluso en el contexto público. El Tribunal ha justificado adicionalmente el deber de reserva y discreción de los jueces para preserel resultado del asunto sujeto a controversia» (2.5.3), o que el «juez y los miembros de su familia no pedirán ni aceptarán ningún regalo, legado, préstamo o favor en relación con cualquier cosa que el juez haya hecho o deba hacer o omitir con respecto al desempeño de las obligaciones judiciales» (4.14). Pueden consultarse, también, los apartados 4.4, 4.7, 4.8. y 4.9. El mismo documento define lo que a estos efectos se ha de entender por familia («incluye el cónyuge del juez, sus hijos, hijas, yernos, nueras y cualquier otro pariente cercano o persona que sea compañero o empleado del juez y que viva en la unidad familiar del juez») y por cónyuge («incluye una pareja privada del juez o cualquier otra persona de cualquier sexo que tenga una relación personal»).

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var la independencia y la reputación [sic] del Poder Judicial, una finalidad que puede explicar las injerencias en sus derechos fundamentales, siendo así, ha llegado a afirmar, que incluso en su vida privada el juez está sometido a sus «deberes deontológicos» allá donde su comportamiento pueda afectar a la imagen de la institución judicial (por todas, y como más reciente, STEDH Özpinar c. Turquía, de 19 de octubre de 2010). A nadie interesa un juez aislado socialmente, desconocedor del contexto en el que ha de ejercer su muy relevante función. En ese contexto, en el que actúa diariamente, el juez es titular de todos (o casi todos) los derechos que como ciudadano le corresponden. Ahora bien, el compromiso social del juez no puede poner en peligro los fundamentos del poder del Estado que ejerce; no puede mermar la necesaria confianza en los tribunales, que se desvanece en la medida en que lo hagan las apariencias de independencia e imparcialidad. Y es aquí donde se puede plantear la aconsejable restricción en el ejercicio de aquellos derechos. En todos los textos de ética judicial o de buenas prácticas profesionales citados hasta este momento, figuran previsiones sobre la posible contención de la actividad particular, personal, ciudadana, de los integrantes del Poder Judicial. Y la razón de ser de todas ellas es siempre la misma. La Carta Europea sobre el estatuto del juez lo expresa en los siguientes términos en su Explanatory Memorandum: «Se prevé que los jueces ejerzan libremente actividades externas a su mandato, incluyendo las que sean expresión de sus derechos como ciudadano. Esta libertad, que constituye el principio general, sólo podrá ser limitada en la medida en que las actividades externas fueran incompatibles, bien sea con la confianza en su imparcialidad y en su independencia, bien con la disponibilidad requerida para tratar con atención y en un plazo razonable los asuntos que le estén sometidos. […] el juez debe abstenerse de todo comportamiento, acto o manifestación que pueda alterar efectivamente la confianza en su imparcialidad y en su independencia. Respecto de lo que sea un riesgo de alteración efectivo, la Carta pretende evitar rigideces que conducirían a sacar al juez fuera de la sociedad y de la ciudadanía». La tercera de las diferencias entre las normas disciplinarias (elaboradas por el legislador desde los estándares exigibles al Derecho sancionatorio) y estos principios éticos (fruto de la autorregulación judicial concretada en enunciados abiertos) se refiere a las garantías para su observancia. Allí, entran en juego las previsiones que castigan la comisión de ilícitos definidos en normas jurídicas; aquí, se ofrecen a los destinatarios de las propuestas de conducta profesional instancias de orientación para la resolución de las dudas o conflictos que se les puedan plantear sobre el propio comportamiento. Son, queda claro, planos de intervención distintos. El Comité Consultivo de los Jueces Europeos lo explicita contundentemente: «no es justo asociar las faltas a las normas profesionales con las infracciones que conlleven sanciones disciplinarias. Las normas profesionales […], consti-

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tuyen las mejores prácticas. Son las normas que todos los jueces deberían (intentar) desarrollar y a las que debieran aspirar. El hecho de comparar dichas normas con infracciones que justifican un procedimiento disciplinario, entorpecería su desarrollo futuro y equivaldría a tener una visión errónea de su finalidad. Un procedimiento disciplinario tiene que justificarse por una conducta infractora grave y evidente, de modo que no pueda ser simplemente enunciada como la desobediencia a las normas profesionales definidas en líneas directrices […]» 22. La existencia de una comisión o de una autoridad a la que los jueces puedan dirigir sus consultas contribuye a la progresiva concreción del contenido de los principios éticos y a su puesta al día. El sistema ha de ser ágil, de respuesta rápida y relativamente informal, para incentivar su funcionamiento en beneficio de sus destinatarios. La contestación que se dé a la consulta no es vinculante; se trata de un dictamen u opinión directamente dirigido a quien la planteó con el propósito de orientarle en su conducta. Este mecanismo reposa mucho más sobre la auctoritas de sus intérpretes, aceptados y reconocidos como tales por la comunidad a cuyo servicio actúan, que sobre una potestas de la que aquéllos carecen por cuanto sus resoluciones no son de obligatorio cumplimiento, aunque nada impide que en la práctica puedan asumirse libremente por sus destinatarios como tales. El (explicable) silencio del legislador, la ausencia de una definición del estatuto iusfundamental de los jueces que vaya más allá de las contundentes prohibiciones constitucionales y de la emulación de los límites decimonónicos, puede colmarse en buena medida a través de una autorregulación que puede ir en la línea de las que hasta aquí se han comentado y que ya se practican en ordenamientos próximos al nuestro. La intervención normativa mínima y su complemento disciplinario se completan (y corrigen) mediante fórmulas elaboradas, aplicadas y aceptadas por los propios jueces para hacer compatible, hasta donde se pueda, el ejercicio de sus derechos fundamentales con la necesaria preservación de la confianza de los ciudadanos en la Administración de Justicia.

  Sobre los principios y reglas que rigen los imperativos profesionales…, cit. En el Code of Conduct for United States Judges se expresa esta misma idea en los siguientes términos: «No toda violación del Código debería provocar una acción disciplinaria. Para decidir si ésta es necesaria, así como su intensidad, se debería proceder a una aplicación razonable del texto y deberían tenerse en cuenta factores como la relevancia de la actividad impropia, la voluntad del juez, la eventual existencia un modelo de actividad impropia y el efecto de esta actividad sobre terceros o sobre el sistema judicial». 22

IMPARCIALIDAD JUDICIAL: SU PROYECCIÓN SOBRE LOS DEBERES (CÓDIGO DE CONDUCTA) Y DERECHOS FUNDAMENTALES DEL JUEZ Rafael Jiménez Asensio Profesor de Derecho Constitucional Universitat Pompeu Fabra

I. PRESENTACIÓN El objeto de esta ponencia es iniciar una labor de aproximación a un tema ciertamente complejo y, hasta la fecha, muy poco tratado por la doctrina en España. En la bibliografía de este breve estudio se contienen algunas referencias a este problema, pero bien se puede anticipar que, todavía hoy (en el año 2010), el juez como titular de los derechos fundamentales ha sido un tema que ha merecido muy poco tratamiento doctrinal. Hay que agradecer, por tanto, la especial sensibilidad del Centro de Estudios Jurídicos y Formación especializada, dependiente del Departamento de Justicia de la Generalidad de Cataluña, y al director de este ciclo, profesor Alejandro Saiz Arnaiz, la convocatoria de este interesante ciclo de reflexiones sobre los derechos fundamentales del juez. Un tema insisto, todavía, muy poco tratado en sede doctrinal. Tampoco ha merecido la atención que requiere el problema relativo a los deberes del juez o, si se prefiere, al código deontológico de los jueces

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y magistrados. A diferencia de la atención recibida en otros contextos comparados, los deberes del juez han sido analizados entre nosotros en clave estrictamente de responsabilidad disciplinaria o de derecho sancionador, no siendo conscientes de que ésta es una óptica del problema ciertamente pobre y, posiblemente, muy limitada. Y no cabe duda que en ambas cuestiones (deberes y derechos) hay una fuente inagotable de problemas. Pero mi intención aquí es encuadrar brevemente esta materia en el seno del principio de imparcialidad judicial. O, si se prefiere, pretendo analizar muy brevemente cómo incide el ejercicio de los derechos fundamentales del juez en el ámbito de la imparcialidad y, asimismo, de qué manera repercute la arquitectura de deberes y responsabilidades del juez sobre aquel principio. Ni qué decir tiene que lo que aquí sigue es un mero planteamiento de problemas que deberán ser desarrollados con más profundidad en otros momentos ulteriores. La única intención que persigo es, efectivamente, ofrecer un cuadro, más bien incompleto, de una problemática muy compleja y que ofrece soluciones muy dispares, pero al menos poder estructurar sistemáticamente una serie de cuestiones centrales en lo que es el estatuto constitucional del juez, desde la perspectiva del ejercicio de los derechos y del cumplimiento de los deberes recogidos en el bloque de la constitucionalidad y de los que se derivan, igualmente, de su delicada posición en el sistema constitucional. Obviamente, soy plenamente consciente de las limitaciones de espacio de este trabajo, así que disculpe el lector por el tratamiento muchas veces epidérmico de una batería de cuestiones de enorme complejidad y sobre las cuales se ha reflexionado muy poco entre nosotros. II. LA IMPARCIALIDAD JUDICIAL EN LA CONSTITUCIÓN DE 1978 Y DERECHOS FUNDAMENTALES DEL JUEZ A la hora de analizar este tema, la primera paradoja que se produce es que el texto de la Constitución no se refiere ni una sola vez a la imparcialidad de jueces y magistrados. Es más, la propia Constitución cuando desgrana las notas que caracterizan el estatuto constitucional de jueces y magistrados se refiere a la independencia, pero hace caso omiso de recoger la imparcialidad como principio o guía de actuación de los jueces y magistrados que integran el Poder Judicial. En principio, esto no debería sorprender, pues con la excepción de la Constitución de 1812 (y, especialmente, en el «Discurso Preliminar», atribuido a Argüelles), el resto de constituciones históricas españolas no hicieron nunca referencia, ni siquiera fuera de forma incidental, a la impar-

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cialidad como principio. En el constitucionalismo continental europeo el principio de independencia ha sido el eje fundamental a partir del cual se ha pretendido construir la posición institucional del Poder Judicial y el estatuto de los jueces y magistrados, junto con los principios de inamovilidad, responsabilidad y reserva de jurisdicción. Se podría, por tanto, presumir que el principio de imparcialidad está implícitamente recogido en el propio principio de independencia, pero lo cierto es que ambos principios, independencia e imparcialidad, siendo sin duda complementarios, disponen de proyecciones distintas. Y para constatarlo nada mejor que una larga cita de Rebuffa, que describe perfectamente los términos del problema y nos ahorra muchas palabras: «Tradicionalmente —dice este autor— se postula una relación estrecha entre independencia e imparcialidad y se subraya la función de la independencia para la construcción de una imagen de imparcialidad. Con esta última expresión me refiero aquí al modo en el cual el ejercicio de la función judicial, el papel institucional de árbitro entre las partes, viene percibido por la opinión pública, por los usuarios de la administración de justicia. La importancia de la imagen de imparcialidad deriva del hecho que a través de ella se proyecta la legitimación de la función judicial, el consenso previo y la aceptación de sus decisiones, la expectativa de que en cualquier caso sus decisiones serán observadas incluso por la parte perdedora. En conclusión, la imagen de imparcialidad del juez es decisiva para la seguridad de todo el orden jurídico, para el mantenimiento de su legitimidad». Estas reflexiones nos sitúan perfectamente ante la dimensión exacta del problema. Sorprende, por tanto, que el constituyente español no haya hecho mención alguna a la noción de imparcialidad, por mucho que se quiera insertar esa idea dentro del principio de independencia, tal como decíamos. Si bien es cierto que donde no hay independencia difícilmente se puede salvaguardar la imparcialidad, pues aquéllas actúan como una suerte de prius, no lo es menos que, tal como reconoció Heyde, «corresponde a la naturaleza de la actividad judicial ser ejercida por un tercero imparcial (…) La neutralidad judicial —concluye este autor— es presupuesto para la objetividad de la jurisdicción y, en concreto, un rasgo esencial de toda actividad judicial». En efecto, desde esta óptica, el juez no es más que un agente institucional para la resolución de controversias o conflictos en el Estado constitucional y, por tanto, su posición de tercero imparcial (no contaminado de la parcialidad con una de las partes) es la nota distintiva en el ejercicio de la actividad jurisdiccional. Y esta posición institucional —si se me permite la expresión— estratégica en la arquitectura del proceso conlleva, tal como veremos, una

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necesaria modulación de los derechos fundamentales que ejerce el juez en cuanto ciudadano que forma parte de un poder del Estado constitucional, así como pondrá el acento en un conjunto de deberes (o, mejor dicho, responsabilidades) derivados de su posición central en el sistema ju­ dicial. Esta omisión del constituyente resulta más paradójica aún si comprobamos cómo la Constitución de 1978 sí que recoge el principio de imparcialidad en otros pasajes, aunque aplicado a funcionarios públicos y a los miembros del Ministerio Fiscal. En efecto, sorprende sobremanera la preocupación del texto constitucional porque la actividad de los funcionarios públicos estuviera guiada por el principio de imparcialidad (art. 103.3 CE) o que el mismo principio se predique de la actuación del Ministerio Fiscal (art. 124 CE), y sin embargo guarde el silencio más absoluto en relación con la imparcialidad judicial. Tampoco la LOPJ fue muy receptiva inicialmente con este principio. Frente a la Ley Orgánica Provisional del Poder Judicial de 1870, en cuya exposición de motivos sí que se recogen unos excelentes párrafos dedicados a la imparcialidad de los jueces (aunque muy vinculados con la «separación» del juez de la política), el legislador orgánico del Poder Judicial, salvo una referencia incidental, no se hizo eco de la imparcialidad hasta las sucesivas reformas de ese texto legal que se produjeron a partir de mediados de la década de los noventa. Ciertamente esas ausencias poco a poco se van paliando. Al menos, aunque de forma muy poco sistemática, la imparcialidad ha ido encontrando acomodo en la propia LOPJ. Posiblemente en la necesaria reforma integral que de esta ley ha de hacerse, y estimo que de forma inmediata, sería muy oportuno que la imparcialidad de jueces y magistrados recibiera un tratamiento acorde con la importancia que el principio tiene como elemento estructural en el funcionamiento del Poder Judicial. La imparcialidad es no sólo un principio vertebral del funcionamiento del Poder Judicial, sino sobre todo una regla existencial de la propia función jurisdiccional, pues donde no hay juez imparcial no puede haber justicia ni juicio justo. La imparcialidad judicial, como decíamos, está estrechamente vinculada con el principio de independencia. Y, además, con el fin de garantizar ese principio de independencia, pero también con la finalidad de evitar la colusión de intereses que pueda estar en la raíz de una tacha de parcialidad del juez, es como se construye todo el sistema de incompatibilidades judiciales. En efecto, si se examina la Ley Orgánica del Poder Judicial, bien se podrá convenir que ese sistema de incompatibilidades y de «prohibiciones» (como reza de forma expresiva el enunciado del capítulo II del título II del libro IV de la LOPJ) tiene como finalidad principal salvaguardar la

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independencia de los jueces y magistrados, pero también proteger la imparcialidad en su actuación concreta. El sistema de incompatibilidad tiene un objeto prioritario, que es insertar una serie de impedimentos o prohibiciones en el estatuto del juez con la finalidad de que no se lleguen a producir colusión de intereses entre el objeto del conflicto que deba dirimir y su propia actuación o intereses. De ahí que se le impida que desempeñe alternativamente determinadas actividades y cargos. Pero sobre este tema no me interesa detenerme. Aunque sí quisiera hacer referencia aquí a una cuestión de indudable importancia en relación con el tema de la imparcialidad: me refiero a las complejas y difíciles relaciones entre juez y política, pero que lo podríamos encuadrar en un tema mucho más general y que, hasta la fecha al menos, no ha recibido toda la atención doctrinal que se merece: el estatus constitucional del juez como titular de los derechos fundamentales que la Constitución reconoce. En efecto, la sucinta referencia constitucional del art. 127.1 CE, que veda a los jueces y magistrados, así como a los fiscales, la pertenencia a partidos políticos y a sindicatos, puede suscitar interesantes reflexiones sobre su alcance y finalidad. Todo apunta a que se pretende salvaguardar la independencia (y, aunque nada se dice al respecto, también la imparcialidad del juez), pues el art. 127.2 CE precisamente se ocupa de la materia de incompatibilidades. David Ordóñez Solís llevó a cabo en 2004 un completo estudio sobre las complejas relaciones entre jueces y política, que ahorran ahora cualquier comentario adicional sobre este mismo tema. Igualmente, la profesora Serra Cristóbal en ese mismo año reflexionó sobre la libertad ideológica del juez y los problemas que se plantean en ese ámbito. En cualquier caso, a pesar de éstas y otras importantes reflexiones doctrinales, entre las que cabe citar aquí la magnífica contribución del profesor Delgado del Rincón (aunque escorada hacia el terreno de la responsabilidad no huye de afrontar algunos problemas que tangencialmente se tratan en esta sede, como es sin duda el del régimen disciplinario) o de la profesora Martínez Alarcón que, analizando el problema de la independencia judicial, se adentra, aunque sea tímidamente en las cuestiones relativas al alcance de las restricciones recogidas en el art. 127.1 CE. Pero esa interdicción constitucional no deja de suscitar innumerables dudas, pues la prohibición constitucional, como es obvio, no puede impedir que los jueces y magistrados tengan ideología e, incluso, de forma más o menos evidente, la expresen en su resoluciones judiciales. Pero las relaciones entre jueces y política plantean innumerables frentes de conflicto que no pueden ser tratados en esta sede (sobre algunos de ellos ya me ocupé

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en un trabajo publicado en 2002). Por sólo recordar algunos, podemos traer aquí a colación la configuración del órgano de gobierno del Poder Judicial cuya lógica de politización (o de colonización por los partidos políticos) ha sido hasta la fecha el lastre fundamental de su mal funcionamiento y de su pérdida creciente de legitimidad institucional. Los nombramientos discrecionales para órganos gubernativos y para magistrados del Tribunal Supremo y Constitucional han estado, por lo general, manchados de la impronta partidocrática que el órgano tiene o, en algunas ocasiones, de reflejos de amiguismo o (peor aún) de vetos evidentes de enemistades o conflictos larvados con el tiempo. Y esto también tiene serias consecuencias sobre la imagen de imparcialidad de nuestros tribunales de justicia que, guste más o guste menos, también se ve afectada por estos datos. Sinceramente no creo que el reciente Reglamento 1/2010, de 25 de febrero, del Consejo General del Poder Judicial, por el que se regula la provisión de plazas de nombramiento discrecional en los órganos judiciales, mejore en exceso las cosas. Ciertamente, se introduce la previsión de que los nombramientos «discrecionales» se ajustarán al principio de mérito y capacidad, lo cual es un paso importante, ya que la discrecionalidad debe quedar, al menos, condicionada por el vigor y entereza de tales principios. Asimismo, se establece un procedimiento dotado de una cierta publicidad. Pero los problemas parecen seguir subsistiendo, pues el reparto de cuotas o las filias y fobias de cada vocal siguen estando presentes en un alambicado y deslegitimado sistema de nombramientos judiciales, que en ocasiones —no pocas— produce sensaciones de auténtico bochorno cuando la prensa airea las preferencias de unos y otros por uno u otro candidato. Problema distinto, pero no menos importante, es el tránsito de la política a la judicatura o la marcha del ejercicio de funciones jurisdiccionales para desempeñar cargos públicos y el retorno al ejercicio de funciones jurisdiccionales. Ambos planos del problema no dejan de plantear en momentos concretos situaciones en las que se pone en tela de juicio la imparcialidad objetiva o subjetiva, según los casos, y han dado lugar a recusaciones de distinto carácter, algunas de ellas de notable importancia y recientemente resueltas por la importante sentencia del TEDH caso «Vera c. España», de 6 de enero de 2010 (y los importantes, asimismo, votos particulares). El cúmulo de problemas que se pueden suscitar en esta materia de las relaciones entre jueces y política son notables: desde el papel de las asociaciones judiciales en este terreno (como instrumentos sustitutivos de unas restricciones constitucionales innegables a los jueces de disfrutar el derecho de asociación política y de libertad sindical), hasta cuestiones más puntuales como son el acceso a la carrera judicial, sea a través de cualesquiera de los turnos de acceso) de personas que han tenido una militancia políti-

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ca contrastada (e incluso que han desempeñado cargos institucionales de cierta relevancia) o, asimismo, de la participación de los jueces en determinados actos públicos convocados por determinadas fuerzas políticas. El art. 395.1 LOPJ va más lejos, puesto que prohíbe a los jueces y magistrados concurrir «a cualesquiera actos o reuniones públicas que no tengan carácter judicial». Esta prohibición presenta un complejo encaje con la Constitución, salvo que sea interpretada de forma muy limitada en su alcance, y aun así se plantearían problemas. Otro ámbito en el que también la imparcialidad puede verse muy afectada, sobre todo en casos puntuales, es el relativo a las relaciones entre jueces y medios de comunicación social, más en concreto el ejercicio de la libertad de expresión por los jueces y magistrados. Es una cuestión que está directamente imbricada con el ejercicio de los derechos fundamentales de los jueces y magistrados, que en principio no tendría otras restricciones que las derivadas de su función y del deber de reserva que se anuda a la misma. Pero sus conexiones con la imparcialidad son también directas. Evidentemente un juez puede ser muy libre de opinar y emitir juicio sobre ámbitos muy diferentes de la realidad política, social y económica. Como cualquier ciudadano. Pero, en todo momento, debe ser consciente que es parte integrante de un poder constitucional del Estado, y asimismo que sus opiniones o juicios que vierta sobre determinados ámbitos pueden ser en un futuro más o menos inmediato esgrimidos como argumento para justificar su apartamiento de un caso concreto. Lo que evidentemente no debe hacer nunca un juez es introducirse en querellas dialécticas en los medios de comunicación con las partes en el proceso, ya sea a través de manifestaciones escritas o de opiniones vertidas oralmente y luego reproducidas. Las lecciones concretas que nos dan los casos de Hormaechea (STC 162/1999) y Buscemi (STEDH de 27 de septiembre de 1999) inciden de forma clara y precisa en el deber de reserva que debe rodear la actuación del juez en el caso concreto, lo que no debe ser interpretado como un rechazo a cualquier contacto del juez con los medios, sino únicamente a que no debe inmiscuirse en aquellos debates mediáticos que puedan poner en tela de juicio su necesaria imparcialidad o su condición de tercero ajeno a los intereses de las partes en el proceso. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha dictado algunas sentencias que han abordado temas relacionados con la justicia y los medios de comunicación, por ejemplo la STEDH de 24 de noviembre de 2005 (sobre publicación en prensa de actos del procedimiento) o la más reciente STEDH de 19 de enero de 2010 (Laranjeira Marques da Silva c. Portugal).

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Sin duda hay muchas otras cuestiones que pueden afectar directa o indirectamente a la imparcialidad en el ejercicio de la función jurisdiccional y que asimismo están vinculadas con el disfrute de derechos fundamentales (libertad ideológica y de creencias, derecho de asociación, por ejemplo, en organizaciones no gubernamentales, entre otras), pero que no pueden ser tratadas en esta sede. Dentro de esos derechos fundamentales del juez destaca sobremanera uno de ellos que requeriría una atención especial desde la óptica de su ejercicio, como es el derecho a la libertad de expresión. Algo ya se ha dicho antes, pero está todavía por construir dogmáticamente cuáles son los límites del ejercicio de ese derecho por parte de los jueces. Es obvio que, desde una perspectiva más general, el Convenio Europeo de Derechos Humanos prevé expresamente como límite al ejercicio de ese derecho «la imparcialidad del poder judicial» (art. 10.2 CEDH). Pero aquí particularmente nos interesa subrayar los complejos problemas que se pueden producir en el ejercicio de ese derecho por parte de jueces y magistrados por las opiniones y manifestaciones que emitan como ciudadanos. Más complejo aún es el caso de las opiniones técnicas, sobre todo si éstas se encuentran conectadas con el ejercicio de funciones jurisdiccionales en el Tribunal Supremo o en el Tribunal Constitucional. El tema ha sido atentamente estudiado por Lorena Bechmaier, pero conviene destacar en esta sede que recusar a un magistrado del Tribunal Constitucional por sus opiniones doctrinales (por mucho que éstas se hayan recogido en un Informe y hayan sido objeto de publicación por una de las instituciones parte en el proceso) es uno de los mayores despropósitos que se hayan podido dar en los tiempos recientes. El caso «Pérez Tremps» será, posiblemente, analizado con calma y distancia y se podrá fácilmente llegar a la conclusión que por esa angosta senda es por la que ha caminado el Tribunal Constitucional hacia su propio desprestigio como institución. Hay veces que poner mucho el acento en presuntas «parcialidades» puede tener el efecto contrario al deseado. Y ésta es una de ellas. Pero lo realmente importante a nuestros efectos radica en que la imparcialidad como principio de actuación de los jueces y magistrados debe conectarse con el ejercicio de la función jurisdiccional y con su proyección sobre un caso concreto, en el que, de modo efectivo o de forma indirecta, puede ponerse en tela de juicio la imparcialidad del juzgador. No obstante, para tener una proyección cabal del problema, se debería analizar de forma más detenida el «derecho fundamental al juez imparcial» (cosa que aquí no haremos), pues allí podríamos encontrar respuesta a alguna de las preguntas que someramente hemos formulado en esta parte. Tan sólo una referencia incidental a otro tema ciertamente «de moda», como es el ejercicio del derecho de huelga por los jueces y magistrados.

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No es mi intención detenerme en este complejo problema, cuyo correcto análisis requeriría un espacio y un conocimiento del que ahora carezco. El profesor Alejandro Nieto ha analizado el problema, pero no tanto desde la óptica constitucional del ejercicio del derecho sino desde un enfoque analítico de lo que fue su ejercicio durante las últimas convocatorias de huelga por parte de los jueces y magistrados. Mi percepción particular es que, vedado como está para jueces y magistrados el ejercicio de la libertad sindical y reconducida ésta a un «asociacionismo corporativo», difícilmente se les puede reconocer a tales funcionarios (miembros además de un poder constitucional del Estado) el ejercicio de tal derecho. La interdicción del art. 127.1 CE en lo que afecta al ejercicio de la libertad sindical reconocida en el art. 28.1 CE, se proyecta de forma diáfana —a mi juicio— sobre el derecho de huelga, que es —si se me permite la expresión— la manifestación más fuerte del ejercicio de la acción sindical cuando se dan por rotas las negociaciones correspondientes para alcanzar unos determinados acuerdos. III. IMPARCIALIDAD JUDICIAL Y DEBERES DE LOS JUECES Y MAGISTRADOS Si el aspecto relativo a los derechos fundamentales del juez y su conexión con la imparcialidad judicial ha sido objeto de un escaso tratamiento, menos atención ha merecido entre nosotros la conexión entre tal principio y el conjunto de deberes y responsabilidades que los jueces y magistrados deben desarrollar en el ejercicio de sus funciones. Como ha reconocido la profesora Bachmaier Winter, en la mayor parte de los documentos e instrumentos internacionales sobre independencia judicial se alude a la imparcialidad y a la conducta que deben adoptar los jueces para preservarla. Su trabajo, como hemos visto, se encuadra en el análisis de la libertad de expresión de los jueces, y es desde esa óptica desde la que lleva a cabo un detenido análisis de una serie de documentos y textos internacionales que hacen hincapié en el campo de la imparcialidad judicial, pero sobre todo, por lo que ahora interesa, determinan unas pautas o un código de conducta dirigido a salvaguardar tal imparcia­ lidad. Y entre ellos cita, por ejemplo, The Siracuse Draft Principles on the independence of the judiciary (1981); International Bar Association Standards of Judicial Independence (1982); la «Declaración Universal sobre la Independencia Judicial» (1983); The Universal Charter of the Judge (1999); American Bar Association Model Code of Judicial Conduct (2004), y, en fin, los «Principios de Bangalore sobre la conducta judicial» (2002).

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En estos últimos, por ejemplo, cuando se trata de la imparcialidad se recogen las siguientes reglas de conducta: «(…) 2.  Un juez garantizará que su conducta, tanto fuera como dentro de los tribunales, mantiene y aumenta la confianza del público, de la abogacía y de los litigantes en la imparcialidad del juez y de la judicatura. 3.  Un juez deberá, dentro de lo razonable, comportarse de forma que minimice las ocasiones en las cuales pueda ser necesario que el juez sea descalificado para conocer de o decidir sobre asuntos. 4.  Cuando un proceso está sometido o pueda estar sometido a un juez, el juez no realizará intencionadamente ningún comentario que pueda esperarse razonablemente que afecte al resultado de tal proceso y que deteriore la imparcialidad manifiesta del proceso. El juez tampoco hará ningún comentario en público o de cualquier otra forma que pueda afectar al juicio justo de una persona o asunto». Aunque muy sesgado hacia la problemática de la libertad de expresión de los jueces, las reglas de conducta citadas nos sitúan en algunos de los problemas centrales de lo que es la actuación de los jueces: a)  En primer lugar, como ya hemos visto en el caso de los derechos, los jueces ven limitado el ejercicio de su libertad por el desempeño del cargo institucional que ostentan, dado que su conducta personal es enormemente representativa de la institución a la que pertenecen. Dicho de otro modo, la conducta que adopte un juez no es indiferente a la institución del Poder Judicial, pues al fin y a la postre el juez es una suerte de «espejo» de la institución al que los ciudadanos dirigen sus miradas. Como ha sido magistralmente tratado por Javier Gomá en su libro La ejemplaridad pública, el juez, en este caso como funcionario cualificado del Poder Judicial, debe mostrar una conducta intachable desde la perspectiva personal, porque si no sus efectos pueden repercutir —como inmediatamente se verá— sobre la propia institución. b)  En efecto, como ha venido reconociendo el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en una dilatada jurisprudencia, de la salvaguarda de la imparcialidad judicial depende en buena medida la confianza que los ciudadanos mantengan en la Justicia y, en consecuencia, la propia legitimidad del Poder Judicial. La conducta del juez tanto en el proceso como fuera del proceso no es indiferente a esa acentuación o recorte de esa confianza que los ciudadanos muestran en su Administración de Justicia (rectius, Poder Judicial). c)  También de esas reglas de conducta se deriva la conclusión de que, sin perjuicio de que la actividad «privada» del juez o la que realiza fuera del proceso no es indiferente para la legitimación de la institución, lo cier-

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to es que la zona de mayor protección es la que se proyecta en la actuación del juez dentro del proceso o de las actuaciones que el juez realiza en relación con asuntos que conoce en la condición de tal. Es aquí efectivamente donde la imparcialidad juega en su pleno desarrollo o sentido, es decir, en su campo natural. El «deber de reserva» en este caso alcanza su máxima intensidad y el juez debe evitar, a toda costa, caer en las tentaciones o en las redes que le pueden tender las partes en el proceso para manchar su posición de imparcialidad. Pero estos aspectos son más conocidos o transitados, menos lo es el dato de que los jueces y magistrados deberían estar sometidos a un código deontológico o de conducta profesional que disciplinara su actuación como profesionales al servicio del Poder Judicial, pero en cierta medida regule asimismo cuál ha de ser su conducta «externa» en la medida en que ésta pueda influir en la credibilidad del propio Poder Judicial. Y los ejemplos pueden ser numerosos: ¿es indiferente al Poder Judicial la conducta de un juez que alcanza publicidad mediática por invocar la condición de tal cuando debía ser sometido a una prueba de alcoholemia?; ¿carece de efectos en la legitimación del Poder Judicial cuando un miembro del mismo es condenado por un delito de violencia de género o por cualquier otro delito? Sin embargo, no acudamos a situaciones «límite» o «tan fuertes» y vayamos a la cotidianeidad del trabajo judicial. ¿Tiene alguna repercusión sobre la imagen de la Justicia la conducta que el juez tiene con los abogados, testigos o con cualquier perito?; ¿cabe que un juez, por el hecho de serlo, se muestre arrogante, distante, frío, o trate con indiferencia o, incluso, con desprecio, a las personas que trabajan en la Oficina Judicial y que, al fin y a la postre, no son más que sus colaboradores?; ¿es, en definitiva, neutra la actitud del juez para con las personas que colaboran con la Justicia o la demandan?; ¿es neutra, asimismo, la actitud del juez respecto con el personal al servicio de la Administración de Justicia? Evidentemente nada de esto es indiferente. El juez, cada juez, marca un estilo propio de relacionarse con abogados, fiscales, secretarios, personal al servicio de la Administración de Justicia o con los propios ciudadanos (usuarios del servicio público de la Justicia; esos que despectivamente nuestro lenguaje judicial denomina «justiciables»). Estas reflexiones vienen a cuento porque de lo que se trata, en definitiva, no es tanto de cumplir debidamente con unos deberes y obligaciones profesionales en cuanto funcionarios públicos que son, que también, sino que creo que ha llegado el momento —tras más de treinta años de desarrollo constitucional— de poner el acento en la conducta de juez en relación con los demás actores institucionales del proceso y con los ciudadanos. Dejemos ahora de lado la relación del juez con la opinión pública a través

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de los medios de comunicación, que ha sido objeto de referencia en momentos anteriores de esta ponencia. Creo sinceramente que nuestro sistema judicial debería incorporar de forma definitiva un código de conducta de jueces y magistrados que incorpore las reglas de deontología básicas de la profesión de juez (pues al fin y a la postre es una profesión), así como las reglas de conducta que una persona debe respetar como juez que es, con el fin de salvaguardar la imagen del Poder Judicial y de reforzar la legitimidad de ese mismo poder frente a los ciudadanos. No vale, en consecuencia, alegar que ya disponemos de un régimen disciplinario convenientemente desarrollado desde la perspectiva legal y aplicado por los órganos del gobierno del Poder Judicial. Se trata, como veremos de inmediato, de algo cualitativamente distinto. Si se me permite la expresión se trata de una suerte de «prius»: hemos construido, curiosamente, un detallado régimen disciplinario en la función judicial sin haber previamente definido cuáles son los valores de la institución que merecen especial protección, así como sin definir también con carácter previo cuáles son los principios éticos y las reglas de conducta que deben rodear la actuación de tales profesionales. Es verdad que los códigos de conducta tienen honda raigambre en el mundo anglosajón, pero también lo es que con inusitada fuerza (aunque sea lentamente) están entrando, como veremos, en el ámbito de las Administraciones públicas continentales y, también incluso, en los sistemas judiciales de corte asimismo continental. No es menos cierto que en los diferentes ámbitos profesionales se han implantado códigos de conducta de indudable importancia para regular la deontología en la actuación profesional de cada colectivo. Ésta es hoy en día ya una constante. Pero recientemente, aunque todavía de forma un tanto tibia, esos códigos de conducta se han trasladado al mundo de la Política o, cuando menos, a la alta administración. Un ejemplo de esta tendencia, aunque sea muy limitado en su rango normativo, es la Orden APU/516/2005, de 3 de marzo, por la que se dispone la publicación del Acuerdo del Consejo de Ministros de 18 de febrero de 2005, por el que se aprueba el Código de Buen Gobierno de los miembros del Gobierno y de los altos cargos. En alguna Comunidad Autónoma, como es el caso de Galicia, se ha aprobado incluso una Ley con ese objetivo. Pero más relevante a nuestros efectos es el salto cualitativo dado en su momento (al menos desde la perspectiva formal) por parte del Estatuto Básico del Empleado Público (Ley 7/2007, de 12 de abril). En efecto, partiendo de un certero diagnóstico que en su día hiciera el «Informe para

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el Estudio y Preparación del Estatuto Básico del Empleado Público», de 2005, dirigido por el profesor Sánchez Morón, la citada Ley 7/2007 incorporó un capítulo específico dentro del título III denominado «Deberes de los empleados públicos. Código de conducta». El citado informe ponía de relieve cómo la legislación española había descuidado tradicionalmente esta materia, así como la propia OCDE y el Consejo de Europa han impulsado la asunción de tales códigos por los Estados miembros de esas organizaciones con la finalidad de fortalecer las relaciones e incrementar la confianza entre las instituciones públicas y los ciudadanos. Porque, efectivamente, el código de conducta si algo persigue es garantizar un mejor servicio a los ciudadanos y reforzar el principio de «buena administración», que está en el sustrato de toda la configuración del modelo de implantación de tales códigos. Inspirado en el propio Acuerdo del Consejo de Ministros sobre el Código de Buen Gobierno, el EBEP detalla en su art. 52 una serie de deberes de los funcionarios públicos (habría que reconocer que se tratan más bien de «principios», tal como inmediatamente reconoce el citado artículo), en el art. 53 se ocupa de lo que se denomina como «principios éticos» y el art. 54 tiene por objeto los principios de conducta. Sin perjuicio de que la técnica legislativa y los contenidos puedan ser objeto de algún reparo, lo importante en este caso es que por vez primera el empleo público en España (pues sus previsiones se extienden tanto a personal funcionario como laboral, así como al sector público empresarial) dispone de un código ético y de conducta de aplicación general. Por tanto, una vez más, el empleo público (o la función pública) va por delante de la propia estructura judicial o, incluso, del personal al servicio de la Administración de Justicia. La pregunta que cabe hacerse a partir de aquí es hasta qué punto es necesario o conveniente aprobar un código ético o de conducta para los miembros del Poder Judicial en España, teniendo en cuenta que su estatuto viene fijado en la propia Constitución y ha sido desarrollado por la Ley Orgánica del Poder Judicial. Es cierto que alguna reflexión ya se ha producido en España sobre este mismo tema. Efectivamente, en el 24 Congreso de la Asociación Jueces para la Democracia, celebrado en Tarragona el mes de mayo de 2009, se aprobaron unas bases para la discusión en la primera comisión sobre modelo de juez, elaboradas por Begoña López Anguita, Julio Martínez Zahonero y Carlos Gómez Martínez. Y en este importante documento se recogen una serie de interesantes consideraciones sobre el código ético y el modelo de juez, que no podemos

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repetir en esta sede, pero el citado texto comienza preguntándose por la trascendencia que en estos momentos ha adquirido la ética judicial y trae a colación para ello algunos recientes documentos. Dice así el citado texto: «El de la ética judicial es un tema de moda. El debate sobre la ética judicial se ha desarrollado, sobre todo, en los últimos años paralelamente al nuevo protagonismo del juez. Han surgido textos sobre esta materia donde no los había: Principios de Bangalore de Ética Judicial, de 2002; Opinión núm. 3 del Consejo Consultivo de los jueces Europeos del Consejo de Europa, de 10 de noviembre de 2002, sobre “principios y reglas que han de regir la conducta profesional de los jueces, en particular, la ética, el comportamiento incompatible y la imparcialidad”; Código Modelo Iberoamericano de Ética Judicial, aprobado en 2006, y Código de Ética de los jueces del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, aprobado el 23 de junio de 2008». Ciertamente existe una corriente cada vez mayor que intenta trasladar al sistema de justicia y, particularmente, a los jueces y magistrados, la elaboración y aprobación de códigos éticos o de conducta de tales profesionales. Aparte de la larga tradición que en estos temas tienen los sistemas anglosajones, conviene traer a colación aquí el Código Ético de los Magistrados ordinarios italianos, aprobado el 7 de mayo de 1994. Pero también resulta muy interesante bucear, siquiera sea epidérmicamente, por la situación existente en Francia, donde a partir del art. 18 de la Ley de 5 de marzo de 2007, relativa al reclutamiento, a la formación y a la responsabilidad de los magistrados (que modifica el art. 20 de la Ley Orgánica núm. 94, de 5 de febrero, sobre el Consejo Superior de la Magistratura), se suscita la elaboración de una Carta Deontológica de los magistrados (Recueil des obligations déontologuiques des magistrats). Este «Recueil» ha sido publicado recientemente por el Consejo Superior de la Magistratura (Dalloz, París, 2010) y contiene, sin duda, elementos de notable interés para abrir un proceso de reflexión en España sobre la utilidad de tales códigos éticos. Es una guía de conducta y no realmente un código disciplinario, lo cual es muy importante resaltar aquí, puesto que ensaya situar cuál es el papel de los magistrados (tanto jueces como fiscales: magistrats du siège y de parquet) en el Estado de Derecho, así como en un complejo sistema judicial en el que interactúan numerosos actores institucionales y, sobre todo, que debe prestar atención especial a las demandas e intereses de los ciudadanos. Los principios, comentarios y recomendaciones que se contienen en ese «Recueil» tienen por objeto garantizar el buen funcionamiento del servicio público de la Justicia. A tal efecto, la ley exige de los magistrados que sean independientes e imparciales, así como íntegros, y les reconoce los derechos y obligaciones

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que resultan de estos principios fundamentales, que son la base de la confianza de los ciudadanos en la institución judicial, pero asimismo de la dignidad y honor de la institución y de las personas que la forman. Todo ello implica que la conducta de los magistrados deba estar guiada por la probidad, por la lealtad, por el respeto a la ley, por la protección de los derechos fundamentales (derechos y libertades públicas), por el deber de reserva y, en fin, por el respeto y la dignidad de los que se dirigen a la Justicia o colaboran con ella, así como de la propia institución a la que prestan sus servicios profesionales. La reforma constitucional de 2008 ha incluido específicamente como competencia del Consejo Superior de la Magistratura «las cuestiones relativas a la deontología de los magistrados» (art. 65 Constitución de la V República Francesa), que pasa a ser una competencia propia del Pleno del Consejo Superior de la Magistratura. Pero llegar aquí no ha sido fácil, pues hizo falta la modificación de la Ley de 2007 y la reforma constitucional de 2008, pero sobre todo vencer algunas fuertes resistencias (que todavía están ancladas) en la magistratura francesa frente a la elaboración del citado código. En un interesante trabajo publicado ya hace algún tiempo, Guy Canivet y Julie Joly-Hurard exponían los primeros pasos de este largo proceso que se remonta a los primeros años de la primera década del siglo xxi e, incluso, que hunde sus raíces en tiempos pretéritos. Estos autores, dentro de lo que denomina «riesgos a evitar», ponen el acento en una cuestión en nada menor: «es importante que la deontología sea efectiva y convenientemente distinguida de la disciplina y del régimen disciplinario de los magistrados» (2004, 116). La conclusión que esbozan no puede ser más clara: «La deontología no debe servir únicamente a los objetivos disciplinarios; en otras palabras, el comportamiento no conforme a las exigencias deontológicas no debe necesariamente conducir a la sanción» (2004, 117). Ésta es, sin duda, una de las objeciones que más se invocan frente a los códigos éticos o de conducta de los magistrados: su relativa inutilidad, puesto que —se estima— el derecho disciplinario da cumplida respuesta a tales exigencias. Y aquí, en efecto, se comete un error importante de percepción: sin perjuicio del relativo parentesco que, en algunos casos, pueda haber entre códigos éticos y de conducta y el propio régimen disciplinario, lo cierto es que la finalidad y objetivos que tienen tales códigos es muy distinto y distante a la del régimen disciplinario, pues no se trata de otra cosa que de modelar conductas de los jueces y magistrados con el fin de reforzar la institución judicial y la confianza que los ciudadanos deben mostrar en su sistema de justicia. Un país continental acostumbrado a traducir en «sanción» cualquier incumplimiento (ilícito administrativo) no termina de digerir plenamente

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la trascendencia cultural, social e inclusive política que tienen tales códigos de conducta. Los autores citados apuestan por la creación de un órgano específico adscrito al Consejo que ejerza funciones de control del cumplimiento o incumplimiento del código ético, pero en estos casos lo fundamental es que se interiorice en la cultura judicial un sistema de valores que implican por parte de los actores privilegiados del sistema, como son los jueces y magistrados, una serie de conductas y de comportamientos éticos en el desarrollo de sus funciones. Para ello es enormemente importante la inserción de la ética judicial o de la deontología en la programación de la Escuela Judicial, tanto en lo que afecta a la formación en acceso como a la formación continua. La inversión en formación, en difusión de valores, así como en trasladar la importancia que los códigos de conducta y la ejemplaridad de los jueces tienen sobre el conjunto del sistema institucional, es un paso adelante. Una sociedad, como es la nuestra, que está —tal como dice José Antonio Marina— educada en la cultura de la queja, debe llevar a cabo un decidido empeño por difundir la cultura de la responsabilidad, de las obligaciones y de los deberes. Ser juez, guste más o guste menos, es una elección personal, y quien la adopta debe saber que su actuación profesional, así como en cierta medida también personal, va a ser mirada como una suerte de espejo de la institución. Por último no quisiera terminar esta breve ponencia sin hacer referencia al importante documento elaborado por el Grupo de Trabajo de la Red Europea de Consejos de la Justicia, titulado Judicial Ethics. Report 20092010, que en otro momento analizaré con más detalle, dada la trascendencia que el contenido del mismo tiene. Únicamente quisiera traer aquí a colación muy sucintamente algunas cuestiones que allí se tratan. A saber: a)  Se parte del criterio —tal como venimos indicando aquí— que los principios de conducta profesional de los jueces refuerzan la confianza de los ciudadanos en la institución y permiten que la sociedad conozca mejor el rol de tales jueces. b)  Las sociedades actuales reclaman cada vez más transparencia en el funcionamiento de las instituciones públicas y también del sistema judicial. c)  Los valores o principios deontológicos que deben guiar la actuación de los jueces (y que se analizan de forma detenida en el documento citado) son los siguientes: 1.  La independencia, que no se configura como privilegio de los jueces, sino como derecho de los ciudadanos a beneficiarse de un poder judicial independiente.

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2.  La integridad, que debe informar el desarrollo de la actuación del juez en interés de la justicia y de la sociedad, y que se concreta en la probidad, en la dignidad y en el honor. 3.  La imparcialidad, como ausencia de todo prejuicio o de ideas preconcebidas cuando se juzga o en los procedimientos previos al juicio. 4.  La reserva y discreción, que conlleva un complejo equilibrio entre los derechos del ciudadano-juez y las limitaciones ligadas a su función, que se manifiesta con mayor intensidad en la vida pública (relación con los medios de comunicación y motivación de sus decisiones, así como por el rol pedagógico que juega), así como en la vida privada. 5.  La diligencia, tanto en el tratamiento de los asuntos como en los plazos, sin perjuicio de la calidad de sus decisiones. 6.  El respeto y la «escucha», que se manifiesta, por un lado, en la consideración que el juez debe tener a las partes y a los ciudadanos, así como, por otro, en la capacidad de oír atentamente a las partes, testigos o a los propios ciudadanos. 7.  Igualdad y tratamiento, que implica tratar igualmente a todas las personas que comparecen en los juzgados y evitar cualquier tratamiento de menosprecio o desconsideración. 8.  La competencia profesional acreditada y actualizada. 9.  Y, en fin, la transparencia, importante en la sociedad actual, tal como se ha dicho, y de necesaria (y compleja) interiorización por nuestros jueces y magistrados. Junto a todo ello el citado documento incluye una serie de «cualidades o virtudes» que deben tener los jueces, tales como la sabiduría, la lealtad, la humanidad, el coraje, la seriedad y la prudencia, el trabajo, la capacidad de escuchar y la comunicación. Buena parte de ellas conforman una suerte de «competencias profesionales y personales» que deberían acreditar nuestros jueces antes de ingresar en la carrera judicial o, cuando menos, ser formados convenientemente para adquirir tales competencias. Pero el resto es una cuestión que trataré en otro momento. Dejémoslo aquí. IV. BIBLIOGRAFÍA Bachmaier Winter, L.: Imparcialidad judicial y libertad de expresión de jueces y magistrados. Las recusaciones de magistrados del Tribunal Constitucional, Pamplona, Thompson/Aranzadi, 2008. Cavinet, G., y Joly-Hurard, J.: La déontologie des magistrats, Paris, Dalloz, 2004. Conseil Superieur de la Magistrature: Recueil des obligations déontologuiques des magistrats, Paris, Dalloz, 2010.

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Delgado del Rincón, L. E.: Constitución, Poder Judicial y responsabilidad, Madrid, CEPC, 2002. Jiménez Asensio, R.: Imparcialidad judicial y derecho al juez imparcial, Thomson/ Aranzadi, 2002. Martínez Alarcón, M. L.: La independencia judicial, Madrid, 2004. Nieto, A.: El malestar de los jueces y el modelo judicial, Madrid, Trotta, 2010. Ordóñez Solís, D.: Jueces, derecho y política. Los poderes del juez en una sociedad democrática, Thomson/Aranzadi, 2004. Saiz Arnaiz, A.: La apertura constitucional al Derecho Internacional y Europeo de los derechos humanos. El artículo 10.2 de la Constitución Española, Madrid, CGPJ, 1999. Serra Cristóbal, R.: La libertad ideológica del juez, Universidad de Valencia, 2004.

LA INDEPENDENCIA JUDICIAL Y LOS DERECHOS DEL JUEZ Perfecto Andrés Ibáñez Magistrado del Tribunal Supremo

En su origen, se sabe, la judicial fue la forma del poder. Tanto es así que, en relación con el mundo medieval, en una referencia que, creo, podría también retrotraerse a etapas anteriores, se ha hablado con razón de un modo judicial de gobernar, en el que el rey ejerce su soberanía en esa clave, conforme al paradigma de un Dios-juez 1. Como no podía ser de otro modo, el asunto tiene que ver con las particularidades de la formación social en acto, en este caso articulada en una pluralidad de estamentos y corporaciones con derechos originarios, fuente de conflictos horizontales que hay que componer, caso a caso 2. Situados en este momento o modalidad del poder y pensando en la vertiente del mismo que aquí interesa, cabe decir que en su evolución es posible registrar tres procesos o dinámicas concomitantes. En efecto, pues, por un lado, administrar justicia en la clave aludida constituyó la forma 1   Cfr. al respecto M. García Pelayo, «El reino de dios, arquetipo político», Revista de Occidente, Madrid, 1959, p. 151, y «Del mito y la razón en el pensamiento político», Revista de Occidente, Madrid, 1968, pp. 86-88. 2   Lo explica muy bien L. Mannori, «Giustizia e amministrazione tra antico e nuovo regime», en R. Romanelli (ed.), Magistratura e potere nella storia europea, Bologna, Il Mulino, 1997, pp. 4 y ss.

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de ejercicio y de escenificación de aquél; pero, al mismo tiempo, en el desarrollo regular de esta actividad, tout court política, fue produciéndose una cierta diferenciación funcional por razón de especialidad, que, a partir de la delegación real, acabaría por introducir en la escena un tipo de operador normalmente encargado, aunque no sólo, de dispensar la que hoy es la ordinaria administración de justicia. Este proceso complejo daría a su vez como resultado la progresiva consolidación de un espacio institucional, más tarde individualizado y teorizado en el marco de la división del poder estatal. Para, finalmente, a mediados del pasado siglo y en el contexto de las constituciones de la segunda posguerra, concretarse en la separación de poderes propia del Estado constitucional de Derecho. Este dilatado curso de vicisitudes, aquí apenas sugerido de esta manera aproximativa y un tanto imprecisa, fue acompañado de una intensa preocupación y reflexión político-cultural, a cargo tanto de los interesados en los aspectos más organizativos como de quienes lo estaban preferentemente por las cuestiones que hoy diríamos de naturaleza procesal. En algunos casos, Filangieri 3 sería un ejemplo egregio, con ejemplar proyección en las dos vertientes; y, en lo relativo a la segunda, con particular dedicación a la administración de la justicia penal, no en vano la forma más inmediata y penetrante del poder, en la perspectiva del hombre común. En el marco de la reflexión teórica dirigida a dar sustento y a fortalecer la autonomía de la función de aplicar el derecho a los conflictos entre particulares, tiene un interés más que simbólico la histórica confrontación del juez Coke con Jacobo I, en la Inglaterra de los albores del siglo xvii, en la que aquél, en defensa de un ámbito de autonomía para la propia función, recordó al segundo que la misma tenía su fundamento en «la razón artificial y el juicio acerca de lo que es el derecho», frente a la prerrogativa regia asociada a la «razón natural» del poder 4. Como es de advertir, la posición de Coke presenta una inflexión por demás interesante, pues cifra la razón de ser de lo que ya es una suerte de reivindicación de independencia de la justicia, en la propia calidad de su cometido, consistente en dar respuesta exclusivamente desde el Derecho, y no en virtud de otro tipo de razones, como podría hacerlo el poder real en su dimensión no-judicial. 3   G. Filangieri, Ciencia de la legislación, trad. de J. Ribera, Madrid, Imprenta de D. Fermín Villalapando, 1821, en particular Libro III, vol. 3.º. 4   Cfr. R. Pound, El espíritu del «common law», trad. de J. Puig Brutau, Barcelona, Bosch, s. a., pp, 73-75; M. García Pelayo, Del mito, cit., pp. 109-110; N. Matteucci, Organización del poder y libertad. Historia del constitucionalismo moderno, trad. de F. J. Ansuátegui Roig y M. Martínez Neira, presentación de B. Clavero, Madrid, Trotta, pp. 88 y ss.

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Tal especificidad de la función de juzgar, perfilada ya expresamente como de naturaleza cognoscitiva, se hace presente en los principales ex­ ponentes del pensamiento jurídico ilustrado. De forma emblemática en Beccaria, con su conocida aspiración a hacer del juez un «indiferente indagador de la verdad» y del proceso un modo de operar de carácter «informativo» 5, persuadido de que sólo un buen conocimiento del hecho litigioso, como presupuesto de la decisión, podría conferir a ésta la legitimidad que precisa. A Montesquieu se debe de manera esencial la introducción de una inédita perspectiva política en el asunto, con la postulación de una instancia judicial separada (que en su marco de preocupación querría decir más bien imparcial) y su demanda de un juez en condiciones de mediar con equilibrio el conflicto de su estamento nobiliario con la realeza, aspecto relevante del fenómeno más general de la crisis, entonces en curso, del antiguo régimen. Con la particularidad de que Montesquieu, aun con un discurso en el que latía la explicable preocupación de un exponente de la aristocracia por el futuro del propio estamento, introdujo en su imperecedera reflexión un relevante ingrediente de modernidad, al asociar la garantía judicial a la generalidad de la ley y a su aplicación por un agente de poder, no político 6. Tal es el punto de vista en la materia que adquiere carta de naturaleza en el pensamiento liberal y que tiene traducción (formal) en las constituciones de esa inspiración. Traducción formal, pues en ellas la ubicación de la administración de justicia en la organización del poder responde al principio de división funcional dentro del ejecutivo, pero no al de separación de poderes; lo que hace de la misma una instancia en rigor no independiente sino hétero-gobernada, en la que los jueces forman un grupo políticamente homogéneo y de marcada homogeneidad política también con los demás integrantes de la función pública, todo dentro de un continuum. Por otro lado, la asunción del principio de libre convicción, en su versión psicologista, sub specie de intime conviction, contribuyó a reducir drásticamente la dimensión cognoscitiva en el ejercicio de la jurisdicción, consagrando el decisionismo inmotivado (y virtualmente incontrolado) de los jueces. El resultado es el bien conocido antimodelo, organizado internamente según el esquema napoleónico, que, en casos como el de nuestro país, llega hasta el umbral de la Constitución de 1978, y que, realmente, lo franquea, ya que en ésta hay claras supervivencias de ese nefasto paradigma, gravemente acentuadas, además, en la incalificable experiencia de gobierno, en este caso, gobierno político, por parte del Consejo General del   C. Beccaria, De los delitos y de las penas, trad. de J. A. de las Casas, introd. de J. A. Val, Madrid, Alianza, 1968, p. 59. 6   Sobre la relevancia de esta aportación de Montesquieu, cfr. G. Silvestri, La separazione dei poteri I, Milano, Giuffrè, pp. 305 y ss. 5

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Poder Judicial, endémicamente colonizado por su radical inscripción subalterna en las dinámicas partitocráticas. El constitucionalismo de la segunda posguerra, la Constitución italiana de 1948, de manera particular, significó una histórica ruptura con el estado de cosas recibido en materia de organización judicial. De un lado por la consagración de los derechos fundamentales al máximo nivel normativo, como elemento central de la democracia, ahora inconcebible sin ciudadanos con derechos realmente operativos y garantizados, frente a y como límite al ejercicio del poder. Tal es la bien caracterizada por Luigi Ferrajoli como «dimensión sustancial de la democracia» 7, que demanda la existencia de un garante en última instancia, un sujeto institucional tercero, situado, por tanto, al margen del arco y las dinámicas político-parlamentarias, y sujeto exclusivamente a la Constitución y a la ley. Un garante dotado de independencia fuerte y, así, en condiciones de ejercer su función desde un plano externo al del resto de la institucionalidad estatal, y en ese sentido separado y a salvo de la influencia de los intereses particulares. De este modo, es claro, en el Estado constitucional de derecho, la jurisdicción, como poder judicial, es función de los derechos fundamentales, ahora norma del máximo rango. Y debe ejercerse por el juez bajo una doble condición de garantía: la representada por lo que se ha convenido en llamar la verdad de los hechos (al margen de la cual sería impensable una decisión justa) y la que se resuelve en un buen conocimiento y una leal aplicación de la legalidad. Por eso el deber constitucional de motivar las resoluciones en las dos perspectivas, o lo que es lo mismo, de nuevo la dimensión cognoscitiva, que ha de ser adecuadamente atendida para que la decisión judicial cuente con legitimación bastante. Como es obvio, el desempeño del que, a tenor de estas consideraciones corresponde al juez en el Estado constitucional, reclama un estatuto que lo haga posible, esto es, que le permita operar con tendencial objetividad en esos dos planos sobre los que su quehacer tiene necesariamente que proyectarse. Tal es la razón de la independencia, que es independencia para la imparcialidad del juicio 8. Que, según señaló Bobbio, es el trasunto judicial de la neutralidad valorativa del científico 9. 7   L. Ferrajoli, Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, trad. de P. Andrés Ibáñez, J. C. Bayón, R. Cantarero, A. Ruiz Miguel y J. Terradillos, Madrid, Trotta, 92009, pp. 883884 y 934-935. También, del mismo autor, Principia iuris. Teoria del diritto e della democrazia, vol. II, Teoria della democrazia, Laterza, Roma-Bari, 2007, pp. 13-14 (trad. cast. en preparación por Editorial Trotta, Madrid). 8   Un amplio y riguroso tratamiento de la imparcialidad como atributo de la jurisdicción se encuentra en R. Jiménez Asensio, Imparcialidad judicial y derecho al juez imparcial, Cizur Menor, Aranzadi, 2002. De las relaciones entre independencia e imparcialidad judiciales me he ocupado en «Imparcialidad judicial e independencia judicial», en C. Gómez Martínez (ed.), de varios autores, La imparcialidad judicial, Consejo General del Poder Judicial, Madrid, 2009, pp. 41 y ss. 9   N. Bobbio, «Quale giustizia, quale legge, quale giudice», en Quale giustizia, 8/1971, p. 270. También en A. Pizzorusso (ed.), L’ordinamento giudiziario, Bologna, Il Mulino, 1974, p. 165.

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El par independencia-imparcialidad en su unidad/distinción exige que el juez no sea parte política, para asegurar su efectiva sujeción sólo a la ley; y tampoco parte en los intereses contrapuestos en la causa, de modo que pueda operar frente a éstos en la necesaria posición de equidistancia, presupuesto de la calidad de conocimiento y del equilibrio de la decisión. Se trata de la profunda razón de ser de la judicial como función constitucional; del poder judicial como jurisdicción, que se concreta en la existencia de un conjunto de espacios decisionales dotados de las garantías a que se ha hecho referencia, como condición de posibilidad del establecimiento de una sólida verdad de hecho y de la decisión sobre la misma (únicamente) en Derecho. Es por lo que todo lo que no sean rigurosas implicaciones de este modo de concebir la función, tendría que ser expulsado del marco jurisdiccional. En definitiva, el ejercicio de la jurisdicción constituye una actividad de naturaleza esencialmente cognoscitiva, no política, no representativa, tampoco de participación, sujeta exclusivamente a la ley, garante de los derechos fundamentales y, en esa medida, de ámbitos con una inevitable dimensión de contrapoder. No porque el juez encarne alguna suerte de contrapeso político en sentido fuerte, sino porque tiene encomendada la tutela de particulares momentos de autonomía frente a toda clase de legítimas injerencias, en particular las procedentes de quienes, por ostentar alguna forma poder, se encuentran en posiciones de superioridad, que son las que objetivamente predisponen al abuso. Tales rasgos caracterizadores de la función a examen reclaman una forma ad hoc de instalación de sus titulares en la geografía estatal. Una colocación peculiar, que al correcto decir de Luigi Ferrajoli los sitúa al margen del Estado-aparato 10. Y hace que su relación con la política y con la soberanía popular curse sólo a través del cauce de la sumisión a la ley. La exclusiva sujeción a ésta es lo que se denota, en términos constitucionales, como independencia. Así concebida, la independencia judicial es una garantía que sienta las bases, las condiciones de posibilidad, de todas las demás que configuran el estatuto del juez. Es, pues, una meta-garantía. En esta perspectiva, se ha hecho tópica la distinción entre una independencia externa, que es la que protege al poder judicial frente a las posibles interferencias invasivas de otros órganos de poder. Y otra interna, que, podría decirse, tutela a la jurisdicción frente a sí misma, esto es, frente a inmisiones que pudieran provenir de su propio campo institucional; y, con 10

  L. Ferrajoli, en Derecho y razón, cit., p. 580.

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ello, hace a cada juez o tribunal titular inmediato de la plenitud del poder de decir el Derecho. Ambas modalidades de independencia pueden ser vistas en una perspectiva institucional, como referida a la tutela del marco organizativo; o bien en una perspectiva funcional, es decir, bajo el prisma de la garantía del concreto ejercicio de la función. De la vigencia del principio de independencia en la totalidad de sus proyecciones, se siguen ciertas implicaciones necesarias, con traducción en otros tantos rasgos sine qua non de la jurisdicción en su sentido constitucional. Son atributos institucionales que contribuyen a delinear el perfil del juez como sujeto público, es decir, como juez en el sentido constitucional del término. El imperativo de independencia externa en la vertiente institucional reclama, en primer lugar, objetividad en el régimen de acceso a la función, que es una precondición de la garantía de la presencia efectiva del valor constitucional del pluralismo en la composición personal de la magistratura. De idéntica fuente procede el principio y consiguiente derecho del juez a la inamovilidad, es decir, a no ser removido de su condición de tal y tampoco del puesto concreto de desempeño de la función, si no es en presencia de determinadas condiciones legalmente previstas y por el cauce procedimental también legalmente establecido. Se trata de la primera y más antigua garantía del juez como sujeto independiente, que ha de estar, pues, sujeta a exigencias como la reserva de ley en su tratamiento; la taxatividad en la previsión de las derogaciones posibles; la reserva de competencia (en nuestro caso en favor del Consejo General del Poder Judicial) para la aplicación de estas últimas, y el respeto del procedimiento, que tendrá que ser contradictorio e incorporar el imprescindible régimen de garantías. En este contexto temático se inscribe el asunto de la retribución, que asimismo ha de quedar al margen de posibles intervenciones manipuladoras. El juez debe estar razonablemente bien retribuido 11 y su salario, tanto en el monto actual como en su evolución a tenor de la del índice del coste vida, determinado de una manera estable. La práctica de la negociación 11   Al respecto, debería hacerse uso de un criterio prudencial, tomando como referencia el estatuto salarial de profesionales de nivel equivalente y el dato de la rigurosa incompatibilidad de la dedicación judicial con otras posibles, no vedadas en cambio a los demás empleados públicos. Lo que nunca puede justificarse es la constitución de los jueces en una suerte de grupo privilegiado, por la percepción de sueldos estratosféricos, como es el caso de algunos, altos magistrados sobre todo, de ciertos países latinoamericanos. Que, además, gozan del injustificable privilegio de estar asistidos por un cuerpo de letrados —a veces, se habla incluso, como para que no haya duda de lo que hacen, de «secretarios de sentencia»—, con el resultado de delegar en éstos la propia redacción de las sentencias. En supuestos de esta clase, y más cuando, como es usual, la designación para tales cargos suele estar interferida políticamente, se impone la pregunta de si hay que hablar del coste de la independencia (que es el tópico de la retórica oficial) o más bien del precio de la sumisión, de la que abundan los ejemplos prácticos.

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salarial, que forma parte de la normalidad de las dinámicas reivindicativas de los grupos de profesionales, tendría que excluirse tratándose de la magistratura, ya que puede abrir la puerta a presiones y condicionamientos indeseables, eventual fuente de riesgo para la independencia. Al respecto, no cabe olvidar que, en el caso de España, los jueces tienen prohibida por la Constitución la pertenencia a sindicatos, de donde se sigue la tendencial improcedencia en su caso de intervenciones y actuaciones asimilables a las luchas propias de tales organizaciones. La independencia externa en la perspectiva funcional reclama la reserva de jurisdicción, como dispositivo orientado a la preservación del ámbito propio de ésta frente a posibles extralimitaciones, preferentemente del legislativo, aunque no sólo 12. Porque, lo expresa muy bien Muñoz Machado, la separación de poderes significa «también que la relación entre el legislador y el juez se lleve de forma que la ley deje sitio al juez para ejercer sus tareas» 13. Según Mortati, se trata de conseguir que «ninguna controversia que tenga por objeto la interpretación de normas jurídicas pueda ser sustraída a los jueces regularmente constituidos; que no sea admisible ninguna interferencia de los otros poderes en el curso de un juicio o después de que se haya producido un pronunciamiento sobre la controversia neutralizándolo u omitiendo su aplicación» 14. Como apunta Guastini, el legislador puede actuar invasivamente en esa esfera emanando leyes singulares o leyes dirigidas a intervenir sobre controversias ya instauradas, o, incluso, ya decididas en sede jurisdiccional. Las primeras son leyes cuyo contenido no sería «normativo», por defecto de generalidad, sino más bien un acto impropio del legislador; las segundas serán retroactivas y, en el último supuesto irían contra la cosa juzgada 15. 12   En rigor, también del ejecutivo en el ejercicio de la potestad reglamentaria. Es necesario poner de relieve que, aunque sea por analogía, igualmente puede suscitarse la cuestión en la relación con el ministerio fiscal, cuando como ocurre cada vez más, se trasladan impropiamente a esta institución atribuciones de índole jurisdiccional, mediante el recurso al llamado principio de oportunidad, por ejemplo, con objeto de «deflacionar» el proceso penal. Asimismo, por igual motivo, cabría considerar problemático, en esta perspectiva, el desplazamiento de la instrucción al fiscal. En efecto, pues aunque, en rigor, no se trate de una actividad de enjuiciamiento, lo cierto es tiene decisiva trascendencia para éste, sin contar con que en el ejercicio de la misma se adoptan decisiones que, como directamente afectantes a derechos fundamentales, demandan la intervención de un sujeto imparcial en su gestión. Esto cuando el fiscal, desde luego en nuestro país, es, si no un operador político stricto sensu, sí un instituto muy interferido políticamente, a partir del vértice de directa designación gubernamental. Por tanto, un instituto no apto para asumir cometidos de trascendencia jurisdiccional. 13   S. Muñoz Machado, La reserva de jurisdicción, Madrid, La ley, 1989, p. 21. 14   C. Mortati, Istituzioni di diritto pubblico, II, Padova, Cedam, 9.ª ed., 1976, pp. 12491250. 15   En R. Guastini y A. Pizzorusso, «Art. 101-103. La magistratura I», en Commentario della Costituzione, Bologna-Roma, Zanichelli-Il Foro Italiano, 1995, p. 163. En este punto resulta inevitable hacer referencia a Berlusconi como el paradigma del intervencionismo en el ámbito cubierto por la reserva de jurisdicción, mediante el recurso a las bien llamadas leyes ad personam, dirigidas directamente a neutralizar procesos en curso contra este multi-imputado,

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Según explica el propio Guastini, «la separación de las funciones legislativa o jurisdiccional puede ser entendida como la combinación de dos distintas reservas de competencia». Y sucede que «una reserva de competencia a favor de un cierto poder no es más que un conjunto de prohibiciones dirigidas a otros poderes del Estado. En particular, en lo que atañe a las relaciones entre poder legislativo y poder jurisdiccional: la reserva de legislación a favor de un «legislador» (el parlamento) se reduce a una serie de prohibiciones dirigidas a los jueces; y simétricamente la reserva de jurisdicción a favor de los jueces se reduce a una serie de prohibiciones dirigidas al legislador» 16. La exigencia de independencia interna en el plano institucional, ya se ha dicho, mira a tutelar a la magistratura frente a sí misma, esto es, al juez frente a cualquier modalidad de presión o condicionamiento debidos a la intervención de otros jueces situados en posiciones de poder político-administrativo dentro de la propia organización. Se trata de prevenir los bien vistos por Calamandrei como «peligros de la carrera» 17, es decir, favorecidos por el encuadramiento de los profesionales de la justicia en una estructura jerarquizada y vertical, determinante de un impulso hacia arriba, o sea, hacia el lugar del escalafón en el que se hallan ubicados los puestos más idóneos para satisfacer expectativas de promoción, tan legítimas como fácilmente manipulables. En el sistema de organización de estirpe napoleónica, este tipo de incidencias son algo más que una mera eventualidad, forman parte de la normalidad 18, genuina expresión de la propia lógica del sistema institucional en que, como empresario que es, ha llegado al extremo de convertir al legislativo en gabinete jurídico de su personalísimo negocio político al margen de la ley y contra las instituciones. Tanto es así, que se cuentan no menos de veinte supuestos de esa gravísima patología de la legalidad y de la política democrática, puestas en escena sin ningún pudor, con auténtica desvergënza, más bien, y con fines tan expresivos como los de acortar los plazos de prescripción de los propios delitos, inventarse el subterfugio del legitimo impedimento, que le habilitaría para invocar ineludibles obligaciones propias de la función al objeto de eludir las citaciones judiciales, la suspensión de las causas en marcha durante el mandato presidencial, la inutilizabilidad de comisiones rogatorias con resultados que le incriminarían... O, en fin, el acortamiento de los tiempos procesales para hacer prescribir una parte de los que le afectan; o para alargar, hasta límites que los hagan inviables, otra parte, según las iniciativas conocidas como del processo breve y del processo lungo, respectivamente, todavía en proyecto y de momento bloqueadas. 16   R. Guastini, Il giudice e la legge, Torino, Giappichelli, 1995, p. 26. Es ��������������������� por lo que, gráficamente, escribe Azzariti, «sería un exceso de poder el del juez que sub pretexto iurisdictionis pretendiera dictar normas generales y abstractas; pero igualmente cometería exceso de poder el legislador que bajo las apariencias de dictar normas generales y abstractas decidiera controversias concretas» (en Problemi attuali di diritto costituzionale, Milano, Giuffrè, 1951; p. 230, cit. por Guastini en op. y loc. anteriormente citados. 17   P. Calamandrei, Derecho y democracia, trad. de H. Fix Zamudio, Buenos Aires, EJEA, 1960, pp. 98 y ss. 18   Por su plasticidad, a propósito de lo que realmente significa la carrera como sistema de articulación de los jueces, vale la pena recordar las palabras de Cordero: «De algún modo, cada magistrado dependía del poder ejecutivo en cuanto a carrera; los seleccionadores eran altos

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acto, que, por esa vía del control de las expectativas, induce al conformismo, jurisprudencial y no sólo, con los criterios del vértice, inmediatamente conectado con un ministerio del ejecutivo, que, directa o indirectamente, dispone, a su vez, del poder de nombrar. En tal esquema organizativo, el régimen de instancias y recursos responde a idéntico criterio, de manera que, cada momento procesalmente supraordenado lo es también en el orden jerárquico, es decir, político-administrativo, por el superior rango funcionarial de quienes lo encarnan. El resultado es la existencia de una política de la jurisdicción que, elaborada en el vértice (político) de ésta, desciende y se difunde por los distintos planos de la pirámide organizativa, impregnando de manera capilar la jurisprudencia. Así, qué duda cabe, ésta se producirá con un estimable grado de regularidad y de coherencia, y las decisiones de los jueces gozarán, también, de una notable previsibilidad. Pero una y otra políticamente condicionadas y no fruto de la eficaz exclusiva sujeción de los jueces a la ley. Tal es la dudosa virtud del precedente en tales contextos de magistratura, rigurosamente observados, pero, precisamente, por venir, en última instancia, de donde vienen, aún sin la vigencia formal del stare decisis. La alternativa constitucional, por más funcional a los requerimientos del principio de independencia para la exclusiva sumisión del juez a la ley, en el plano orgánico, radica en un modelo horizontal de organización, que excluya el gobierno político de los jueces. Mejor, incluso, el gobierno sin más, que siempre implica un coeficiente de dirección política, la existencia de alguna forma de poder político-administrativo de unos jueces sobre otros. Cuando resulta que en la gestión del estatuto de jueces, externa e internamente independientes, no hay nada que gobernar y tampoco mucho que «administrar» 19. Y la articulación interna y la necesaria coherencia de los criterios jurisprudenciales y la razonable previsibilidad de las decisiones judiciales deberá quedar confiada a la dinámica estrictamente jurisdiccional, a la reducción de las legítimas diversidades interpretativas a través del régimen de instancias y recursos y de la función nomofiláctica, normalmente encomendada a la casación. En realidad se trata de eliminar la carrera 20, que, como su mismo nombre indica, pone a los jueces a correr hacia arriba, en competición por magistrados con el pie en la esfera ministerial; tal estructura piramidal orientaba el código genético; el imprinting excluía opciones, gestos, gustos no gratos a la bienséance filogubernativa; y siendo una calamidad ser discriminados, como en toda carrera burocrática, reinaba el impulso mimético» (en «I poteri del magistrato», L’indice penale, 1/1981, p. 31, cit. por E. Bruti Liberati y L. Pepino, Autogoverno o controllo della magistratura? Il modello italiano di consiglio superiore, Feltrinelli, 1998, p. 103). 19   En el correcto sentido de Pizzorusso, cuando se refiere a las «actividades administrativas instrumentales respecto al ejercicio de funciones jurisdiccionales» (en L’organizzazione della giustizia in Italia. La magistratura nel sistema politico e istituzionale, Torino, Einaudi, 1.ª ed. 1982, pp. 82-94). 20   No es, ciertamente, una pretensión irrealizable, cuando se cuenta con la experiencia italiana, desarrollada legislativamente a partir del art. 107.3.º de la Constitución: «los magistrados

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los puestos más cotizados del escalafón. De este régimen, dicen sus defensores, que estimula la profesionalidad, pero no es cierto: estimula el carrerismo y el espíritu de sumisión a quien dispone del poder discrecional de nombrar. El conjunto de mecanismos en que se concreta la carrera produce el efecto de superponer a cada momento propiamente jurisdiccional otro de poder de índole jerárquico-administrativa, político en último término, ajeno, por tanto, al poder judicial en sentido propio o como jurisdicción. Expresión de esa modalidad de poder no-jurisdiccional de unos jueces sobre otros son las diversas atribuciones presidenciales que se ejercen en régimen de discrecionalidad. La más obvia, por su recurrencia, y más perturbadora es la que confiere la posibilidad de incidir de este modo en la formación de las salas 21, ya mediante la asignación de uno u otro magistrado o bien por el simple hecho de presidirlas (con posible autoasignación o avocación de ponencias) cuando se trate de causas importantes, según una vieja y recusable praxis 22. Una vía más indirecta, pero no menos perturbadora en sus potencialidades es la de la atribución de suplencias, prórrogas de jurisdicción y comisiones de servicio, en las que suele quebrar por sistema la exigencia de automatismo u objetividad en la provisión de destinos y cuyo uso está, pues, abierto a la introducción de preferencias o criterios personales o de otro tipo. También afecta negativamente a la independencia interna en la perspectiva institucional, la creación de cierta carrera paralela administrada de forma ampliamente discrecional por el Consejo, en el uso del poder de se distinguen entre sí solamente por la diversidad de funciones». Sobre el particular, puede verse A. Pizzorusso, L’organizzazione, cit., pp. 41-44; también E. Bruti Liberati y L. Pepino, Autogoverno o controllo, cit., pp. 101 y ss. 21   Como bien indica Panizza, esa materia constituye «un momento esencial de la actividad de «administración de la jurisdicción», estrechamente ligada a problemáticas fundamentales, como la independencia, la inamovilidad, la preconstitución legal del juez» («Sistema tabellare e ordinamento giudiziario», ahora en S. Panizza, A. Pizzorusso y R. Romboli, Ordinamento giudiziario e forense. I Antologia di scritti, Pisa, Edizioni Plus-Università di Pisa, 2002, p. 171). La de asignación de ponencias y formación de salas en los organismos jurisdiccionales colegiados es una materia que, a pesar de su trascendencia, dada la evidente no-fungibilidad políticocultural de los jueces, padece entre nosotros una lamentable falta de rigor en la reglamentación, lo que abre estos asuntos a la posibilidad de muy perturbadoras intervenciones, con las que, curiosamente, se convive con llamativa tranquilidad o indiferencia. 22   Es un asunto muy mal tratado legislativamente en España, donde se está lejos del automatismo y el rigor que el mismo requiere, en lo relativo a la formación en concreto de las salas y la asignación de las causas dentro de ellas. Así, por ejemplo, fue significativo que en la de lo penal de la Audiencia Nacional, por ejemplo, las ponencias de casos como el (muy especial) del banquero Botín o el juicio del 11-M hubieran correspondido —salvo que fuese fruto de la pura casualidad— a su presidente; y que en la misma se siga ahora un turno estricto de reparto, pero sólo por haberse planteado una exigencia al respecto de algunos magistrados.

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atribuir a los jueces encargos extrajudiciales en el staff del propio organigrama. Se trata de cargos apetecibles en extremo, porque conllevan una mejora sensible en la retribución; su desempeño es, por lo general, incomparablemente más cómodo y con menos carga de responsabilidad que el propio de la jurisdicción; y, además, abren al favorecido con ellos un campo de relaciones que los sitúa en una posición privilegiada, por razón de proximidad y contacto personal, respecto de quienes gestionan la política de nombramientos; como se sabe, extraordinariamente abierta al juego del tráfico de influencias. La independencia interna en una perspectiva funcional mira a evitar posibles interferencias de unos jueces en la actividad jurisdiccional de otros, en los procesos en curso. Y es obvio que no cabe hablar de interferencias, como una alteración patológica de la relación del juez con la ley en el ejercicio de la jurisdicción, cuya genuinidad se trata de garantizar, cuando la intervención sobre la decisión resultado de un ejercicio jurisdiccional concreto proceda de otro juez o tribunal que haya actuado en uso de la propia competencia, dentro del régimen regular de instancias y recursos y en un momento procesal que legalmente lo permita. La experiencia española anterior a la vigente Ley Orgánica del Poder Judicial conoció la existencia de un instrumento perverso en este sentido, hoy abolido: el de la intervención disciplinaria intra-jurisdiccional, en la que el superior, procesal y jerárquico, podía incluir en el fallo de su sentencia una sanción de plano al inferior, por la falta de que hubiera tenido conocimiento en la tramitación del recurso, a tenor de lo que resultase de los autos 23. La necesidad de dar cumplida satisfacción a las exigencias derivadas del principio de independencia se traduce en el reconocimiento de ciertos derechos del juez, con la previsión de los correspondientes mecanismos de garantía ordenados a asegurar su efectividad. Pero el mismo principio de independencia reclama también algunas modulaciones y limitaciones en el ejercicio de otros derechos, de los propios del juez como ciudadano, con objeto de preservar la práctica de su cometido profesional del riesgo de ciertas influencias indeseables, que podrían comprometerlo. Situados en este plano, la primera cuestión, por razón de su relevancia, es la de las relaciones con la política, o, dicho de otro modo, de la posible implicación directa de jueces en las dinámicas propias de la democracia representativa. Concretamente, en partidos políticos y, como candidato, en procesos electorales. Precisando el asunto mediante una pregunta, ésta es si el sujeto institucional encargado de decidir, exclusivamente conforme a derecho y en posición de equidistancia, conflictos que enfrentan a los particulares entre sí o con el Estado, podría, sin riesgo de pérdida de la im23

  Art. 447 de la vieja Ley de Enjuiciamiento Civil.

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parcialidad, implicarse en actividades, desde luego legítimas, pero cuya realización se lleva a cabo con una perspectiva de parte, más precisamente, de parte política. Con una relevante particularidad, y es que las prácticas de que se trata, por razón de la diversidad de los intereses en presencia, cruzan las relaciones sociales en todas las direcciones posibles. Y, además, no sólo discurren por los cauces idealmente previstos, sino que asimismo, y por lo común, experimentan recusables desviaciones y caídas en lo que gráficamente se ha dado en llamar la partitocracia. Un marco complejo y nada transparente, integrado por multiformes relaciones de poder (político y económico) producidas en la informalidad, y, no raramente en la ilegalidad (ilegalidad penal incluida) que, con harta frecuencia, se superponen y desvirtúan las de carácter formal-legal que tendrían que prevalecer por imperativo constitucional 24. A tenor de esta circunstancia, hoy bien poco objetable, se impone a mi juicio la conclusión de que el juez, no sólo debería permanecer rigurosamente ajeno a esos espacios, sino que habría de preservar el suyo propio de eventuales contactos con el universo fuente de relaciones peligrosas a que acaba de aludirse. Y, desde luego, tendría que evitar constituirse en puente de comunicación de ámbitos tan rigurosamente heterogéneos. En España, al inicio de la transición se vio con cierta desconfianza el tránsito de los jueces a la política, por efecto de la negativa experiencia del uso de la «excedencia especial» que hizo posibles aquellas carreras judiciales de profesionales de la justicia que, tras largos años de desempeñar los más diversos puestos en la administración o en el gobierno, reingresaban en la administración de justicia por la cúpula. Pero pronto, con la normalización democrática, esa prevención fue dando paso a una actitud menos reticente, cuando no radicalmente distinta. Y, por parte de jueces con alguna connotación de partido, en particular tras las urnas del 82, para justificar la permeabilidad entre la administración de justicia y las principales instituciones políticas del Estado y, consiguientemente, la fluidez en el paso de la primera a las segundas y posterior regreso, se argumentó que la prevención aludida habría perdido su razón de ser en el nuevo marco constitucional, con la dignificación de la política y el nuevo tratamiento del estatuto del juez y de la independencia judicial 25. Lo cierto es que 24   Es lo que ha hecho de los actuales partidos máquinas electorales, centros de poder informal-clientelar, verdaderas agencias de gestión de intereses corporativos. Esto, a lo que se suma el carácter, cuando menos, tendencialmente oligárquico del poder interno y el dato bien contrastado de la opacidad de una parte sustancial de sus recursos, explica la necesidad de una ya bien acreditada lamentable tasa de ilegalidad en el desarrollo de sus actividades; ilegalidad que, cuando menos como humus, difícilmente podría dejar de contagiarse a todo su área de influencia. 25   Una línea argumental de parecido tenor a la puesta en juego para tratar de justificar la dependencia del fiscal del ejecutivo y la atenuación del control jurisdiccional de ciertos actos del poder, hasta la recuperación de los llamados «actos de dirección política del gobierno», en

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entonces se iniciaron algunas peculiares carreras judiciales de inequívoca coloración político-partidista, con significativas escalas en puestos ministeriales, en el Tribunal Supremo, en el Consejo General del Poder Judicial, en el Tribunal Constitucional y en el Consejo de Estado. Pero el argumento no se sostiene, precisamente, porque el reforzamiento de la independencia es un rasgo específico del Estado constitucional de derecho, que obliga —como bien explica Ferrajoli 26— a procurar, mediante los adecuados resortes institucionales, una efectiva separación de poderes como algo distinto de la mera división del poder, a fin de que el judicial, como institución de garantía, pueda desempeñar, desde la condición real de tercero, su función de fiscalización de posibles actos inválidos o ilícitos producidos en otras regiones de la geografía estatal. Esta manera de ver el asunto atribuye un nuevo sentido a la prohibición que establece el art. 127 de la Constitución, cuestionado en el momento de su introducción en el texto fundamental como expresivo de una —decíamos entonces, con patente ingenuidad— injustificada desconfianza frente a la política democrática; y, en efecto, de desconfianza se trata; pero, precisamente, de esa que al correcto decir de Schmidt nutre de manera esencial el fundamento mismo del Estado de Derecho, en tanto que verdadero sistema institucionalizado de desconfianzas 27. Y desconfianzas fundadas, tanto del poder político —cuya ejecutoria en la relación con el judicial difícilmente podría haber dado, incluso seguir dando, más motivos—, como del ejercido por el juez, cuya bondad no se presume, según lo prueba el hecho de que sólo se considera constitucionalmente legítimo si cuenta con una justificación expresa, adecuada y suficiente. Por otra parte, la abrumadora experiencia de estos años, propia y ajena, en materia de corrupciones de la política democrática, tendría que bastar como sólido argumento de cierre. Precisamente, porque en razón de la, ya endémica, universal presencia de esa exuberante fenomenología de gravísimas ilegalidades, la jurisdicción ha visto intensamente reforzada su condición de «oscuro objeto de deseo» como institución a controlar políticamente, debido a su papel controlador en última instancia, el más eficaz 28, un proyecto de Ley del gobierno, de 1996, que, por fortuna sólo quedó en eso. Como si, paradójicamente, tales mecanismos de garantía que cualifican al Estado constitucional fueran más bien propios de las dictaduras... (cfr. al respecto, E. García de Enterría, Democracia, jueces y control de la administración, Thomson-Civitas, 6.ª ed., 2009, en particular, pp. 27 y ss. y pp. 279 y ss.). 26   L. Ferrajoli, Principia iuris, cit., pp. 862 y ss. 27   E. Schmidt, Los fundamentos teóricos y constitucionales del Derecho procesal penal, trad. de J. M. Núñez, Buenos Aires, Editorial Bibliográfica Argentina, p. 24. 28   Como Ferrajoli pone acertadamente de manifiesto, la eficacia disuasoria del Derecho penal, del proceso y de la pena, que es mínima en el caso de los delitos contra el patrimonio ligados a la indigencia, es máxima para los delitos de corrupción y, en general, para los delitos del poder, no movidos por la necesidad (Principia iuris. 2 Teoria della democrazia, cit., p. 376). Y, a mi juicio, estimulados, en cambio, por la tradicional falta de respuesta, hecha en parte de

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cuando —precisamente por las mismas degradaciones de la política— han dejado prácticamente de funcionar las de carácter preventivo inscritas en el marco parlamentario y en los del ejecutivo y de la administración. Las estupefacientes vicisitudes del Consejo General del Poder Judicial, órgano gestor de la política de nombramientos judiciales, y espacio de una de las más bochornosas escenificaciones de la peor política partitocrática, obviamente dirigida a incidir en aquéllos, constituyen la mejor prueba de lo que acaba de decirse. Y, por lo mismo, una buena muestra de lo importante que resulta, para la garantía de la independencia judicial, la rescisión de cualesquiera posibles puentes entre los ámbitos de que se trata. Tal es lo que, a mi entender, justifica el veto constitucional de la afiliación a partidos políticos. Y no sólo, pues creo que, en la materia, debería imponerse un criterio más radical, con objeto de rescindir cualquier lazo posible del juez con la política activa de partido, debiendo llegarse hasta la prohibición de regreso a la magistratura de quien hubiera optado, legítimamente, no hay duda, por ingresar en ese otro campo. Un fenómeno contemporáneo que se ha proyectado, ejerciendo fortísima influencia sobre la administración de justicia, con riesgo para la independencia, es el de los medios de comunicación. Tanto es así que el ambiente generado por ellos en torno a la misma es hoy, por antonomasia, el habitual de la institución que, debido a esto, resulta ser también el factor externo con más posibilidades de afectar de manera perturbadora al curso de las actuaciones en las que incide, sobre todo de las de mayor interés público. No se diga cuando se trata de las que vierten directamente sobre algún grupo político o mediático, o cuando el proceso (preferentemente penal) en curso se inscribe en alguna de las que se conocen como «guerras de medios». Hay una forma de proyección de los media que debe considerarse fisiológica, por justificada y necesaria. Es la asociada a la objetiva relevancia pública del asunto eventual objeto de una causa, motivadora de un incremento del flujo de la información naturalmente inducida por la fuerte demanda y el interés social al respecto. Pero también es verdad que, con frecuencia, este solo hecho, al ampliar ilimitadamente, dotándolo de inusual visibilidad y transparencia, las dimensiones del espacio procesal, y, no se diga, las del juicio —en aquellos supuestos, cada vez más frecuentes, en los que la sala de audiencia se hace plató— se traduce de manera inevitable en una forma de presión sobre el juez o tribunal y sobre cuantos intervienen en la vista. Ciertamente, sería lo ideal que los medios practicasen alguna autocontención, acompasando el tratamiento de la información (en una cierta connivencia implícita, o de condescendencia, al menos, de las instituciones judiciales, particularmente clara en el caso del fiscal, por tradición gran ausente en la persecución de los delitos de sujetos públicos.

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cantidad y, muy especialmente, en calidad) sobre todo en los casos penales, al régimen de principios constitucionales que rige en la secuencia procesal, acomodándose al derivado de las exigencias del de presunción de inocencia. Al contrario, por tanto, de lo que normalmente ocurre, cuando lo noticiable es la denuncia criminalizadora o la primera actuación policial (a despecho de la entidad de la base de indicios) y el eventual sobreseimiento libre o incluso la sentencia absolutoria podrían llegar a pasar informativamente desapercibidos. Pues bien, con todo lo que de negativo puedan tener, como lo tienen, estas situaciones y lo deseable para esos casos de un clima distinto, lo cierto es que hoy pertenecen a una cierta normalidad en la que los profesionales de la justicia tendrían que aprender a moverse con una relativa indiferencia, aquí verdadera condición de independencia. Cosa bien distinta es la de las intervenciones mediáticas directamente manipuladoras, que se dan tanto en el acompañamiento del desarrollo de las incidencias procesales como, de la manera más perturbadora, cuando el medio que dispone del dossier judicialmente relevante lo administra en sus páginas en función de intereses (en tales supuestos nunca sólo informativos) que no suelen ser los de una objetiva clarificación del asunto conforme a Derecho. Las de este género son situaciones dotadas de una extraordinaria carga negativa, muy difíciles de evitar si no es merced a una reconversión responsable de las actitudes de quienes se hallen en posesión de los datos. Que es lo que hace especialmente perturbadores tales modos de operar. Pero, visto desde el lado del juez, hay otra forma de influencia del mundo de los medios particularmente odiosa y, seguramente, la de mayor carga destructiva en la perspectiva que aquí interesa. Me refiero a la indecente práctica de las filtraciones, siempre profundamente inmorales y antijurídicas; y que cuando lo son del contenido de una deliberación en curso constituyen verdaderos actos de sabotaje. En efecto, pues la de la filtración es una práctica desleal, desde luego, interesada, que, además, por lo general, responde a un intolerable ejercicio de do ut des 29 en el que el oscuro informante del informador da para recibir: seguramente un trato privilegiado en términos de imagen, de parte del medio favorecido. Semejantes formas de actuar han conocido en nuestro país, en estos años, una extraordinaria floración, de efectos demoledores. Lo que acaba de decirse evidencia, a mi juicio, la necesidad de una profunda reflexión orientada a producir un serio cambio cultural. De la 29   El Conseil consultatif des juges européens en avis, dirigido en 2002 al Comité de Ministros del Consejo de Europa, en materia de deontología judicial, ponía de relieve lo importante que resulta que el juez «sepa preservar su independencia e imparcialidad, absteniéndose de toda explotación personal de sus eventuales relaciones con los periodistas» (en D. Salas y H. Épineuse, con prefacio de G. Azibert, L’étiche du juge: une approche européenne et internationale, Paris, Dalloz, 2003, p. 198).

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cultura de los jueces y de la de los informadores. En el caso de los primeros, para ayudarlos a desarrollar una sensibilidad adecuada a demandas sociales a las que no podrían ser impermeables, y, al mismo tiempo, la necesaria capacidad de resistencia para hacer en cada caso lo que corresponda, en la exclusiva sujeción a la ley: que es lo propio del administrador de justicia independiente. En el de los segundos, para estimular la creación de un clima en el que los principios (como el de presunción de inocencia) que constitucional y culturalmente les obligan, operen —desde el plano deontológico— como un efectivo contrapunto de los intereses del mercado, sobre todo de los de cierto mercado subterráneo, a cuya prevalencia no deberían colaborar quienes aspiran a ser considerados y se consideran a sí mismos profesionales de la transparencia. Es ésta una materia en la que un Consejo General del Poder Judicial autorevole y con prestigio institucional (una hipótesis aquí, lamentablemente, contrafáctica) habría podido, más bien debido, jugar un papel relevante, a través de una labor continuada de relaciones con los medios, incluso con la suscripción de protocolos de buenas prácticas, y, en todo caso, favoreciendo la implantación de un ambiente propicio para el desarrollo de éstas. La independencia judicial es un valor difícil. Un valor de oposición, que los partidos políticos desfavorecidos por las urnas invocan, por lo menos, con tanta frecuencia como los que ejercen el poder actual (y ellos mismos, llegado el caso) lo conculcan. De nuevo la experiencia española de los años de la transición es un buen punto de referencia en el asunto. Pues, en efecto, si no todos, casi todos los partidos, especialmente si en posiciones de poder, han tenido la oportunidad de desarrollar vistosos ejercicios de acometimiento (por fuerte que resulte la expresión) a jueces en el ejercicio de su cometido constitucional. Casos tan emblemáticos como los de Elisabet Huerta 30 y Ruth Alonso 31 hablan por sí solos. La independencia judicial es, pues, un valor incómodo, por tendencialmente contramayoritario, en cuanto constitucionalmente previsto para ga30   Sobre este asunto, en el que una mayoría política, en esto, objetivamente prevaricadora, protagonizó un verdadero atentado contra la independencia de una juez de Instrucción en su papel constitucional, remito a mi «Independencia del juez pero autonomía de la Guardia Civil: A propósito del “caso Huerta”», ahora en P. Andrés Ibáñez, Justicia/conflicto, Madrid, Tecnos, 1998, pp. 206 y ss. También a mi «Reivindicación de la juez Huerta», en Jueces para la Democracia. Información y debate, núm. 19, 1993. 31   Ruth Alonso, juez de Vigilancia Penitenciaria de Bilbao, fue brutalmente coaccionada e incluso vilipendiada por la entonces mayoría política del Partido Popular, por haber dictado resoluciones —de legalidad nunca cuestionada— progresando a tercer grado a algunos presos etarras. Y no sólo, pues a raíz de esto se produjo una reforma legal, por Ley orgánica 5/2003, de 27 de mayo, que modificó la Ley Orgánica del Poder Judicial, la de Planta y la General Penitenciaria, creando el Juzgado de Vigilancia Penitenciaria de la Audiencia Nacional, para desplazar a él esa clase de decisiones.

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rantizar espacios de autonomía en los que tiene lugar el ejercicio de derechos fundamentales que representan otros tantos momentos de limitación del poder. Algo que también contribuye a hacer difícil, en ocasiones particularmente difícil, la prestación profesional de que aquí se trata. Los jueces tienen todos un estatuto de independencia, en España, razonablemente garantizado por el marco legal —¡ay!— a pesar de la catastrófica experiencia del Consejo General del Poder Judicial, que en lugar de garante de aquélla, ha sido una suerte de «caballo de Troya», cauce de penetración de la política partitocrática en el interior de la magistratura, obviamente, no sin consecuencias. Ahora bien, lo cierto es que, dado el marco estatutario, cada juez elige el grado de independencia que está dispuesto a ejercer, así como el ámbito de relaciones, incluidas, o sobre todo, las peligrosas, en el que quiere inscribirse 32. Por eso, a igualdad de posición en el orden legal, existen distintas calidades de independencia, en función de la sensibilidad con que este valor resulte efectivamente profesado. De aquí la relevancia del factor cultural, mejor ético-cultural 33, verdadero humus nutricio, determinante del perfil del juez en sus actuaciones. Más cuando, como aquí sucede, la independencia es un valor constitucional que, ya se ha dicho, no cotiza en la política general; ni en la política judicial; ni es, precisamente, el criterio tomado en consideración como referencia para la integración personal del Consejo; ni luce como debiera 32   Pienso, en particular, en los jueces que mantienen relaciones, obviamente, informales, pero de patente organicidad con algún partido. Circunstancia que, en el degradado mercado de la política judicial en acto, se ha convertido en el paradójico mejor aval para el acceso a un órgano como el Consejo General del Poder Judicial, constitucional garante de la independencia. Lo evidencian, entre muchos datos de posible cita, algunas emblemáticas carreras profesionales y, en un plano más anecdótico, pero nada banal, el hecho, ampliamente difundido por la prensa, de que los vocales del actual mandato (cabe suponer que como los de los precedentes) estuvieron reunidos con sus partidos de referencia antes de concentrarse en el primer pleno, con el efecto cantado del voto unánime al presidente pre-designado por Moncloa y pactado con el primer partido de la oposición. De parecido recusable perfil son las lamentables vicisitudes de la misma política que se desbordan sobre el Tribunal Constitucional, con similares degradantes efectos. Se trata de fenómenos complejos de la misma gravísima patología constitucional, que aquí sólo cabe señalar. Pero que ciertamente no se darían, desde luego no en los términos que conocemos, si en los medios de los implicados, en especial de los que provienen de la magistratura, tuvieran efectiva vigencia patrones ético-culturales de auténtica, exigente, inspiración constitucional, y en ellos no estuviera escandalosamente adormecida la tan saludable capacidad de escandalizarse ante espectáculos que tanto lo merecen. 33   Del que sobran los indicadores, de un penoso estándar de calidad, cuando se repara en que forman parte de cierta regularidad institucional prácticas como la constituida, por ejemplo, por el goteo o lluvia, desde hace años, de medallas policiales sobre las magistrados que ejercen, preferentemente, en la Audiencia Nacional; algunas, además, pensionadas; o encuentros festivos de los mismos jueces con la cúpula de Interior, como el celebrado el 29 de octubre de 2010 en Madrid. O cuando se considera tan normal que la fundación Pelayo —en realidad un grupo asegurador del mismo nombre— que litiga en todas las instancias, otorgue distinciones de relevante contenido económico a altos magistrados, que las aceptan; y que la ceremonia de entrega de las mismas resulte solemnizada con presencias como la del presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, del fiscal general del Estado y de numerosos magistrados.

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en las actuaciones de éste, sobre todo en el mercado de nombramientos. Y cabe preguntarse, incluso, por el grado en que resulta realmente asumido, más allá de la retórica, en las prácticas de las asociaciones judiciales; así como en las del peculiar asociacionismo implícito, ultracorporativo, de los no asociados, con su preocupante expresión a través del, tan frecuentado, medio virtual de intercomunicación. La independencia es (únicamente) para la exclusiva sumisión a la ley, y esto obliga al juez no sólo a imbuirse de una fuerte cultura constitucional de la legalidad, sino también —y diría que moral antes que jurídicamente— a un celoso ejercicio de la desobediencia a lo que no es la ley 34; lo que en el patético contexto institucional que acaba de diseñarse reclama un notable esfuerzo personal. Pues bien, esta exigencia forma la parte esencial de la imprescindible cultura de la independencia, una planta delicada, desde luego, que no puede cultivarse en los lugares en los que se tejen y destejen las relaciones, no siempre sutiles, de dependencia. Que es por lo que aquí podría valer —sólo que con bastante más y bastante mejor razón— la advertencia del viejo moralista acerca de la necesidad de evitar las ocasiones de pecado. En el caso del juez, las «amistades peligrosas», en las que, por las bien conocidas particularidades de la política en acto, son tan fértiles los medios institucionales, con conocida prolongación en cierto tipo de saraos, palcos, cotos de caza y otros lugares de riesgo. Y si hay una ética, hay también una estética de la independencia, que obliga a preguntarse por qué no habría de regir en este campo, con idéntico rigor, la atribución de un relieve singular a la apariencia, ya universalmente aceptada como valor cuando se trata de imparcialidad. Si al juez, por el imperativo de preservación de ésta, por razones de salud institucional, al fin, no le está permitido frecuentar los ambientes de las partes: ¿podrá prodigarse en aquellos otros en los que también peligra objetivamente su independencia? ¿Podrá frecuentar a la parte política, además, justo en los terrenos sabidamente transitados, en todas las direcciones, por las dinámicas del tráfico de influencias? Esos donde —por poner un ejemplo nada rebuscado— pueden gestarse caprichos tan incalificables como el de premiar con una alta magistratura a quien, a ojos vistas, no es el que más la merece o, incluso, carece ostensiblemente de méritos para desempeñarla. Giuseppe Borrè prolonga la afirmación aludida en otra no menos expresiva: la desobediencia que postula debe darse, en especial, frente al pasoliniano palazzo. Es decir, en relación con los lugares del poder, desde luego económico, pero también político, como, por hacer uso de otro ejemplo, los del partido amigo. 34   G. Borrè, «Le scelte di Magistratura Democratica», ahora en L. Pepino (ed.), L’eresia di Magistratura Democratica. Viaggio negli scritti di Giuseppe Borrè, Milano, Franco Angeli, 2001, p. 235.

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Si la lógica preponderante en los medios de referencia fuese la exquisitamente constitucional, no habría motivo alguno para criminalizar la empatía. Pero cuando, como es harto sabido, es, precisamente, esa lógica la que más padece con la clase de relaciones de que se trata, resulta legítimo preguntarse incluso si no existen buenas razones hasta para propugnar una cierta antipatía. Entiéndase: un matizadísimo estándar de autocontención en aquéllas, presidido por la sobriedad, que pudiera lucir como antitético del que se expresa en el indecoroso «más que amigos», tan lamentable como merecidamente famoso. La independencia judicial debe ser vivida como valor en acto, pero asimismo escenificada con convicción. Un preciso indicador del grado real de independencia judicial vigente en el (no del todo histórico) antimodelo de organización de estirpe napoleónica, fue el representado por la estrecha vinculación del vértice judicial con el poder político, un dato indisociable del que se expresa en la opción por los jueces en puestos de provisión discrecional para el enjuiciamiento de los aforados. E indisociable no sólo históricamente, pues, por regla, la discrecionalidad política interfiere de forma negativa en la independencia, y se sabe bien que, en las estructuras jerarquizadas, cuando la misma interviene en los nombramientos, la independencia no crece hacia arriba. La Constitución de 1978 supuso un avance que no cabe infravalorar, por grande que sea la degradación acumulada en las prácticas producidas al calor de alguno de sus desarrollos. Pero también es cierto que, fruto de una transición, incluyó, desde luego en materia de justicia, un pacto con la realidad heredada que es un verdadero gravamen. Ahora bien, con todo, queriendo, no existe ninguna dificultad para identificar la parte alta del edificio constitucional, como clave en la que tendría que leerse todo el resto. Tal esfuerzo de lectura es algo exigible al jurista-juez, aunque sólo sea por mor del rigor kelseniano de que cabe presumirle investido. Muy en particular en tema de independencia, ese valor difícil e incómodo, fuerte cuando goza de una consistente cultura constitucional de soporte, realmente vivida; frágil en extremo si no cuenta con el sustento de una convicción de ese mismo tenor. A la independencia judicial, como, en general a los grandes valores, les sucede lo que según el personaje de Sciacia, en Il contesto, sería predicable de los dogmas religiosos: no admiten quiebras ni cesiones menores sin resquebrajarse esencialmente como tales. Pero a mi juicio, con una marcada diferencia: en el caso de valores constitucionales como los de la jurisdicción, el daño que aquéllas producen incide directamente en la calidad de la vida civil. Por eso es real, actual y se da en perjuicio de todos.

EL DERECHO A LA LIBERTAD IDEOLÓGICA DE LOS JUECES Javier Hernández García

Magistrado. Presidente de la Audiencia Provincial de Tarragona

I. EL DEBER ÉTICO DE LOS JUECES DE TOMAR EN CUENTA SU IDEOLOGÍA: RAZONES E IMPLICACIONES No cabe duda que el derecho a la libertad ideológica constituye uno de los núcleos más complejos del bloque de iusfundamentalidad de los sistemas constitucionales avanzados. Y ello por los múltiples planos de análisis y de conflicto que se activan con las consiguientes dificultades tanto para su delimitación objetiva como, sobre todo, su adecuada garantía. Pero si a ello le añadimos la condición subjetiva que sirve de título a este texto, deberemos coincidir que se convierte, probablemente, en uno de los problemas de mayor calado constitucional. La libertad ideológica de los jueces se convierte en el núcleo duro de un estatuto iusfundamental lleno de singularidades y de enorme trascendencia en cuanto afecta o se proyecta, nada más y nada menos, sobre cómo y con qué límites debe ejercerse el poder trasferido por la propia Constitución a personas individuales, cada una de las cuáles lo ejerce y, valga la expresión, lo corporeizan. Sin embargo, pese a la importancia y complejidad constitucional de la cuestión resulta extremadamente llamativa la ausencia, sobre todo en nuestro país, de una reflexión

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sistemática y profunda sobre la misma. El estatuto iusfundamental de los jueces trascurre por una zona de sombra, escasamente regulada en términos normativos, casi inexplorada en la jurisprudencia constitucional, y en la ordinaria, y llamativamente orillada por la doctrina constitucionalista. Las razones de esta escasa visibilidad, pese a la trascendencia estructural de la materia, resultan poco explicables y responden a una singularidad española. El poder judicial en su conjunto sigue constituyendo un espacio del territorio constitucional escasamente explorado. Una primera razón cabría calificarla de orden histórico-ideológico. Sin perjuicio de las intensas trasformaciones que sobre el papel y las funciones del juez ha supuesto el modelo de constitucionalismo fuerte que irrumpe con la Constitución de 1978, lo cierto es que el legislador de la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985 1, parece todavía anclado en la tradición política legicentrista heredada de la Revolución Francesa por la que sigue presumiéndose que el juez ejerce un poder nulo. En dicho imaginario político los jueces se mantenían recluidos en una reserva o territorio secundario, apendicular del poder ejecutivo, de mera ejecución, de neutralidad ideológica severamente vigilada. En lógica consecuencia, ni la ideología de los jueces ni los problemas que podrían derivarse del ejercicio de su libertad ideológica se percibían como objetivos regulativos. Sencillamente, se ignoraba su propia existencia. Por tanto, en el momento legislativo en el que se abordaron todas las cuestiones relativas al estatuto judicial cabía presumir que todavía, pese a la vigencia de la Constitución, no se había aprehendido el rol protagónico del juez como, al menos, co-creador del sistema normativo y como agente activo de las políticas constitucionales. Pero si la razón histórica sirve para explicar el desinterés sincrónico del legislador orgánico de 1985 sin embargo resulta del todo inútil para explicar su mantenimiento. Es evidente que en estos más de treinta años de desarrollo del sistema constitucional se ha constatado con toda claridad el importante y trasformador papel asignado a los jueces. Éstos se han convertido en agentes activos del poder constitucional, asumiendo funciones de configuración política del ordenamiento jurídico, con inevitables consecuencias que se proyectan más allá de los conflictos intersubjetivos llamados a resolver. Los jueces, en afortunada expresión de Tarello, han pasado de una formal y acrítica lealtad al legislador real a una lealtad hacia un legislador potencial o ideal, que se identifica con el sistema de valores constitucionales. La aplicación de la norma ya no consiste en un mero ejercicio de 1   Resulta interesante comparar la redacción del art. 395 LOPJ de 1 de julio de1985, que regula determinadas prohibiciones de actuación del juez en la esfera pública, y la del art. 7 LOPJ de 15 de septiembre de 1870. Las coincidencias en el objeto de regulación y además en el lenguaje normativo utilizado son muy significativas.

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subsunción lógica, previa la determinación del hecho singularizador. El juez, antes, ha de validar la norma, el acto legislativo, mediante la utilización de estándares de adecuación constitucional. Además, las tendencias de reforma apuntan hacia un mayor protagonismo de la jurisprudencia de los órganos superiores introduciendo el precedente como instrumento de uniformización con una alta carga vinculatoria vertical. Es evidente, por tanto, la necesidad constitucional-funcional de abordar en términos sistemáticos los contenidos y los límites que deben configurar un estatuto iusfundamental decisivo para el adecuado desarrollo del propio estado constitucional. La pobre realidad española sobre esta cuestión contrasta, de manera abrupta, con la que cabe observar en los modelos comparados, en particular con los anglosajones. La diferencia, de nuevo, cabe hallarla en razones ideológicas. La posición del juez desde la más genuina tradición constitucional norteamericana aparece ya bien sintetizada por Marshall en la sentencia Marbury (1803) cuando afirmaba que «sin género de dudas, la función y la responsabilidad del poder judicial consiste en determinar qué es y cuál es el derecho». Los jueces, por tanto, son considerados como oráculos de la ley constitucional (Dawson) y sobre ellos recae, en una buena medida, la responsabilidad del desarrollo y adaptación de la Constitución a las exigencias de cambio y progreso social. Dicha posición central en el sistema político ha generado como lógica consecuencia que el derecho, en buena medida se explique desde las decisiones judiciales 2 y, por tanto, que se sitúe como núcleo del debate constitucional el problema de los límites del poder de los jueces y, también como consecuencia accesoria, los valores, actitudes, aptitudes y condiciones que éstos deben asumir para cumplir con la alta función constitucional atribuida. Los niveles de sofisticación del debate son inabarcables en los límites expositivos de estas notas. Pero sí resulta conveniente destacar que no sólo se concentra en los círculos de estudios constitucionales. El debate se extiende, también, a los ámbitos de la sociología, la historia, las políticas de género y protección de minorías y, naturalmente, de la filosofía. Tratamiento multidisciplinar que caracteriza la teoría y la reflexión sobre el derecho y, por tanto, sobre la práctica de los jueces en Estados Unidos y que constituye una sensible diferencia respecto al cómo se aborda la cuestión a este lado del Atlántico donde siguen vigentes empobrecedoras fronteras escolásticas. 2   J. Balkin y S. Levinson, «Los cánones en el derecho constitucional», en el libro El canon neoconstitucional, Carbonell y García Jaramillo (eds.), Madrid, Trotta, 2010.

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Las perspectivas de análisis son complementarias y todas coadyuvan a mantener vivo el interés sobre una cuestión que compromete el ser constitucional de la sociedad norteamericana desde su propia fundación hace más de doscientos años: ¿Qué juez, y cómo, debe decidir qué derecho y cuál derecho? Las aportaciones de Franck, muy influenciadas por el psicoanálisis, reclamando de los jueces una autocomprensión madura de la realidad a partir de una visión introspectiva que les permita mirar dentro de sí mismos e intentar comprender las fuentes no racionales de su propia conducta, se complementan con el análisis del papel y de la función de los jueces desde la teoría democrática en los términos complacientes defendidos por Saphiro; o con las exigencias de un método de síntesis intergeneracional propugnado por los deliberacionistas como Ackerman; o con las tesis sobre las necesidades representativas en el Tribunal de las minorías sociales o ideológicas que defiende Nedelsky; o con las polémicas interpretativas entre originalistas y activistas, entre Scalia y Blackmun, entre Rehnquist y Brennan; entre los liberales fundacionalitas, Herzog y los Galston, y los liberales sustancialistas como Fiss, o con el pragmatismo escéptico de Holmes; o con las proyecciones sobre los límites del derecho y sobre la normatividad final de las soluciones alcanzadas por los jueces que han marcado la discusión de la teoría del derecho de los últimos casi cuarenta años entre Hart y Dworkin. Todas las perspectivas de análisis sobre qué jueces se pretende que ocupen el lugar destacado que la Constitución les reserva vienen a confluir en la fórmula que Ackerman desbroza con especial riqueza descriptiva: La necesidad de que el modelo asegure que los escogidos dispongan de una profunda comprensión jurídica, una especial disposición a escuchar las voces del pasado, una gran receptividad a los principios distintivos emergentes, un prudencial reconocimiento de los límites del derecho. Una capacidad más reflexiva que la del político normal, pero más mundana que la del filósofo típico 3.Unos grandes hombres y mujeres del derecho que sean capaces de leer la Constitución como la mejor de las poesías, como de manera evocadora resume Neuborne 4. Si partimos, como difícilmente cabe cuestionar, que los jueces ya no son simples aplicadores de la norma y que por la constitucionalización del derecho éste se nutre tanto de reglas de textura cerrada como de principios de textura abierta cuya aplicación reclama comprometidas operaciones de tipo ponderativo, utilizando escalas axiológicas móviles, resulta evidente que tanto la ideología judicial como la forma en que ésta se proyecta en   B. Ackerman, La política del Diálogo Liberal, Barcelona, Gedisa, 1999, pp. 86 y ss.   N. Neuborne, El papel de los juristas y del imperio de la ley en la sociedad americana, Madrid, Civitas, 1995, p 50. 3 4

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los procesos de toma de decisión deben convertirse en un objetivo de análisis constitucional de primer orden. Pero es evidente, también, que la irrupción de la ideología judicial adquiere, también, una decisiva trascendencia endógena. Sobre la concepción y percepción de los propios jueces sobre su función de adjudicación. El juez viene obligado a reflexionar sobre el papel que ocupa su ideología en la toma de decisiones y en la argumentación de las mismas. La ideología judicial debe actuar como una suerte de precondición metodológica en los procesos decisionales. El juez debe tomar conciencia de sus eventuales prejuicios como un deber ético de primer orden. La reciente Declaración de Londres sobre Deontología Judicial, de junio de 2010, del Comité de Consejos de Justicia Europeos 5 —en adelante, Declaración de Londres— lo destaca como componente que presta contenido al deber de imparcialidad. La toma de conciencia del prejuicio ideológico es lo que, a la postre, obliga al juez a activar todos los mecanismos de protección de tipo institucional y procedimental que le permitan, pese a ello, decidir en condiciones de imparcialidad, generando confianza tanto a las partes del conflicto como a la sociedad en su conjunto. Sin embargo, pese a la trascendencia de dicho deber y de las sustanciales implicaciones y transformaciones que se derivan del mismo su efectivo cumplimiento no se resulta sencillo. La toma de conciencia del papel de la ideología no es siempre ni asumida ni aceptada por un buen número de jueces que siguen reivindicando, bajo fórmulas algo retóricas como la del sometimiento al imperio de la ley, la neutra tecnicidad como única razón de sus resoluciones 6. Las razones que lo explican son también varias. Una, la cultura formalística, institucionalista, del derecho en la que la mayoría de los jueces de este país se han formado y han sido, en buena medida, seleccionados estimula preconcepciones simplificadoras de su aplicación con un fuerte contenido desresponsabilizador. Para dicho imaginario, el juez formalista, aséptico, políticamente neutralizado, el juez de las reglas, es un juez que se refugia en el territorio de la irresponsabilidad. Las consecuencias de sus decisiones son opciones de resultado que traen causa directa del mandato normativo de otros, en las que participa como un simple agente del proceso de adjudicación del de5   Puede encontrarse en: http://www.conseil-superieur-magistrature.fr/userfiles/file/RECJdeclarationdeLondres.pdf 6   Buen ejemplo de lo afirmado cabe encontrarlo en F. J. HERNANDO SANTIAGO, Jurisprudencia vinculante: una necesidad del Estado de Derecho (discurso leído en el acto inaugural del Año Judicial el 13 de septiembre de 2005), Madrid, Tribunal Supremo, 2005. Como brillante contrapunto, J. Igartua Salaverria, «La fuerza vinculante del precedente judicial», en Isegoría, núm. 35 (2006), pp. 193-205.

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recho. En lógica consecuencia, poco, o nada, le pueden interesar deberes deónticos y de conducta relativos tanto a su comportamiento visible como a su manera de juzgar. Atienza identifica bien las razones de la despreocupación, cuando afirma que dicho [modelo de] juez no necesita preocuparse por la ética pues lo que tiene que hacer, en cuanto juez, es exclusivamente aplicar el derecho; en eso consiste su moral, en seguir el derecho 7. Una moral deóntica fuerte, que prima siempre lo correcto —la preeminencia de la regla— sobre lo bueno o sobre lo justo y que no se cuestiona más finalidades decisionales que las que vienen enmarcadas por los límites del conflicto intrasubjetivo del que conoce. Pero puede haber otras razones que expliquen el ocultamiento de la ideología de los jueces. Una de ellas, es psicológica. La necesidad de enfrentarse a sus propios prejuicios ideológicos, a decidir en condiciones, crecientes, de incerteza y mediante fórmulas justificativas que incorporan fuertes cargas axiológicas, genera o puede generar una notable tensión mental. Como de forma muy convincente apunta Duncan Kennedy 8, el juez en los sistemas jurídicos avanzados es, en el fondo, plenamente consciente de la imposibilidad ontológica de aplicar el derecho de forma políticamente neutral o coherente porque la lógica interna del mismo depende de principios y conceptos profundamente contradictorios. Los jueces conocen que en los procesos decisionales se utilizan argumentos deductivos pero también no deductivos, que numerosas decisiones se deciden en condiciones de altísima discrecionalidad y que no es infrecuente enfrentarse a supuestos en los surge una tensión entre la sentencia a la que quiere llegar y lo que el derecho parece indicar, al menos, a primera vista. Por tanto, la invisibilización de la necesidad de un tipo de virtud moral como la de toma de conciencia del propio perjuicio ideológico para llegar a una buena decisión bajo la falacia de la neutralidad y logicidad de las decisiones, lo que oculta es una tensión que genera angustia y a la que se responde mediante un método de ocultamiento de las razones. Omisión u ocultación de razones que compromete nuclearmente la legitimidad del juez en el estado constitucional como agente de la promoción de la confianza colectiva. En los procesos decisionales de tipo discrecional, la argumentación de las decisiones judiciales deber servir para su control externo por la sociedad en su conjunto y, en esa medida, para que el juez alcance tasas de legitimidad sustancial que no le vienen precisamente dadas por las fuentes que determinan su acceso a la función, sobre todo en los modelos de reclutamiento burocrático. Para alcanzar la tasa deseable de legitimidad social y democrática, entendida ésta como fuente de reconoci  M. Atienza, Cuestiones Judiciales, México, Fontamara, 2004, reimpr., pp. 152 y ss.   D. Kennedy, A critique of adjudication, Cambridge, Harvard University Press, 1997, p. 203; y Libertad y Restricción en la Decisión Judicial: una fenomenología crítica, Bogotá, Siglo del Hombre, 1999, pp. 96 y ss. 7

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miento socialmente compartido de autoridad, el juez está obligado a jugar con las barajas al descubierto, en sugerente expresión de Letizia Gianformaggio 9. Por otro lado, el juez en una sociedad compleja, que aplica textos normativos de textura abierta, muchas veces en posición de conflicto entre ellos, mediante la motivación de sus decisiones posibilita que lo decidido pase a formar parte de las reglas del juego, influyendo en las luchas entre grupos y concepciones de tipo ideológico sobre el alcance de los derechos. La justificación, por ello, también sirve para generar lo que Duncan Kennedy llama «efecto conversión», esto es, la creencia del público de que lo establecido en las sentencias es lo correcto. Planteamiento muy próximo, por cierto, a la idea de Raz sobre la autoridad del Derecho. Para éste, lo que permite reconocer a una persona o a una institución como autoridad en relación con una determinada materia práctica es que los ciudadanos tengan claro que es mejor intentar seguir las directivas impartidas por dichos agentes que intentar descubrir por sí mismos qué debe hacerse respecto a una determinada materia. Los jueces, como decisores institucionales jerarquizados, vienen obligados también a ser promotores de la confianza colectiva. Las sentencias no son sólo piezas formales del ordenamiento jurídico sino que constituyen el vehículo mediante el cual se procura que agentes sociales que tienen intereses muy diferentes y aun antagónicos logren construir un espacio de convivencia colectiva mediante el uso de recursos racionales. Esta dimensión institucional colectiva de la decisión judicial hace necesario que aquélla trasmita no sólo una sensación de corrección normativa. También resulta indispensable que responda a exigentes estándares de transparencia decisional. La idea de transparencia permite, además, identificar el ethos decisional del juez. La justificación como actividad y como resultado constituye un excelente objeto de observación del modo en el que los jueces desarrollan sus deberes profesionales y, en particular, lo que Scarpelli 10 llama su disposición ética, la virtud republicana básica que les es exigible. Una motivación aséptica, limitada a fórmulas subsuntivas basadas en la lógica fuerte, elusiva de secuencias decisionales, que no muestra, también, las opciones de tipo valorativo/ponderativo/ideológico, que invisibiliza contenidos alegados o resultados probatorios…, patentiza un juez autoritario, que ejerce el poder de forma oculta y ocultándose, evitando de esta manera la exposición y la responsabilización. 9   La expresión se recoge por A. Rentería, Discrecionalidad judicial y responsabilidad, México, Fontamara, 2002, p. 229, dando cuenta el autor que la expresión procede de conversaciones académicas con la gran filósofa del Derecho, ya fallecida. 10   U. Scarpelli, «Responsabilità politica o virtù repubblicana», en Garanzie processuali o responsabilità del giudice, Milano, Franco Angeli, 1981, pp. 167 y ss.

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Es evidente, a mi parecer, que la dimensión consecuencialista de la justificación constitucional en el Estado constitucional genera para los jueces retos muy relevantes que no se agotan, sólo, en la construcción del discurso motivador. Éstos trascienden al modo de ser y de estar en la función jurisdiccional. La disposición ética, a la que se refería Scarpelli, como metavirtud republicana de los jueces, se nutre de virtudes personales de tipo funcional entre las que destacan de forma prioritaria la honestidad intelectual y, por tanto, la necesidad de que metabolicen de forma seria y rigurosa sus propias concepciones y opciones ideológicas sobre el núcleo del conflicto y de los intereses sobre los que debe resolver. La ideología judicial, como punto de arranque, exige del juez, como contrapeso, lo que Perfecto Andrés 11 define como un punto de mala conciencia, que le permita ser consciente en todo momento del alto componente de poder personal que comporta decidir. Como precisa la mencionada Declaración de Londres, cuando aborda el deber de reserva y discreción, el juez viene obligado a evitar todo comportamiento que haga creer que sus decisiones están inspiradas en móviles que no respondan a una aplicación justa y razonada de la ley. Y es evidente que dicho deber se incumple no solo cuando el juez de forma indiscreta o descuidada se convierte, aprovechando su posición institucional, en actor del debate ideológico en la esfera pública, sino también cuando de forma intencionada en la esfera estrictamente jurisdiccional oculta su ideología y las razones axiológicas de la decisión. En particular, cuando las partes del proceso o la sociedad en su conjunto consideran que precisamente dichas razones ocultas y ocultadas determinan el sentido de lo decidido. II. LOS LÍMITES A LA LIBERTAD IDEOLÓGICA DE LOS JUECES Pero es obvio que el deber ético que incumbe a los jueces de tomar conciencia de sus propios prejuicios ideológicos no agota, ni mucho menos, el catálogo de los problemas que plantean, en el Estado constitucional, la titularidad y el ejercicio del derecho fundamental a la libertad ideológica. Sin duda, los más importantes, los que atienden a los límites. Límites que no sólo se refieren a la dimensión externa, al agere licere, al cómo debe ejercerse la libertad, sino también, y ello es mucho más delicado, a los propios contenidos ideológicos que se sitúan como objeto de la libertad constitucionalmente protegida. 11   P. Andrés Ibáñez, «Para una ética positiva del juez», en el libro En torno a la jurisdicción, Buenos Aires, Ediciones del Puerto, 2007, pp. 55 y ss.

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¿Es compatible cualquier ideología con la función judicial? ¿Deben establecerse límites y por qué? ¿Qué límites constitucionalmente compatibles con el contenido esencial del Derecho pueden fijarse? ¿Qué proyección pueden adquirir respecto a la necesaria independencia que debe reconocerse y garantizarse a los jueces? ¿Cómo debe ejercerse la libertad ideológica por cada uno de los jueces? ¿Qué mecanismos de control cabe diseñar? El propósito de estas líneas es, al menos, apuntar algunas respuestas a las anteriores cuestiones que sitúen al lector en el epicentro de los graves y complejos problemas constitucionales que sugieren. El intento de análisis sistemático de las cuestiones enunciadas obliga a situarse en un punto de partida: el juez es al tiempo agente institucional del poder constitucional y ciudadano. Por tanto, cabe plantearse si dicha doble condición sugiere círculos diferenciados de reconocimiento del derecho a la libertad ideológica en atención al contexto en el que éste se ejerce. En línea de principio, tanto la Constitución como el Convenio Europeo de Derechos Humanos, así como la mayoría de las declaraciones deontológicas y códigos éticos 12, internacionales o nacionales, reconocen expresamente el derecho a la libertad ideológica del juez como ciudadano, en particular en su proyección a la opinión libre y a participar en la esfera pública. Pero al tiempo, tanto los pronunciamientos de los tribunales de garantía como las propias declaraciones deontológicas previenen de la necesidad de establecer un marco de coexistencia compatible con los deberes institucionales que vinculan al juez como agente público. En particular, con los de reserva, lealtad, imparcialidad e independencia. El diseño de dicho marco de compatibilidad requiere de determinadas modulaciones tanto del contenido como del ejercicio del derecho fundamental en atención a los riesgos que pueden derivarse sobre el adecuado cumplimiento de la función jurisdiccional. Los textos éticos y los pronunciamientos de los tribunales inciden, sobre todo, en la mesura y prudencia con la que deben ejercer dicho derecho los ciudadanos-jueces. Estándares específicos de actuación que no resultan exigibles a otros ciudadanos, no jueces, sin perjuicio de los límites constitucionales genéricos que se derivan de texto constitucional. En consecuencia, y en línea de principio, si bien cabe trazar dos círculos de ejercicio constitucional del Derecho en atención a los contextos en los que se manifiesta, en su dimensión externa, ello no quiere decir que puedan desenvolverse en condiciones aislantes. De forma necesaria, se sustentan sobre una relación de mutua dependencia que obliga a diseñar reglas y estándares de compatibilidad. 12   Vid. Código Modelo Iberoamericano de Ética Judicial; CCJC (2002) OP núm. del Consejo Consultivo de Jueces Europeos; Principios de Bangalore sobre la conducta Judicial.

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El problema, por tanto, se traslada a identificar en el caso concreto cuándo el juez-ciudadano que ejercita su derecho a la libertad ideológica ha traspasado los límites, comprometiendo el adecuado cumplimiento sus deberes jurisdiccionales. III. LOS LÍMITES EN EL PROCESO EN CURSO La respuesta es difícil, aun cuando, es cierto, hay supuestos en los que la identificación de la zona de fricción se presenta más sencilla. Ésta se daría cuando, por ejemplo, el juez en el ejercicio de su libertad de expresión o de opinión anticipa valoraciones sobre las partes o sobre los intereses que integran el objeto del proceso del que está conociendo, fuera del contexto procesal. La Jurisprudencia del Tribunal Constitucional suministra un caso paradigmático. Me refiero al asunto Hormaechea contra Movilla 13. El que fue presidente de la Comunidad Autónoma de Cantabria promovió un incidente de recusación contra el juez Claudio Movilla, presidente del Tribunal Superior de Justicia de Cantabria, en el que se seguía el proceso penal abierto contra aquél por presuntos delitos de corrupción. La razón de la recusación residía en que el juez Movilla contestó públicamente a las imprecaciones —graves— que le había dirigido el acusado, cuestionando su catadura moral (sic) y su capacidad para presidir una Comunidad Autónoma. En este caso, el Tribunal Constitucional sí identificó un menoscabo sensible de la imagen de imparcialidad del juez, incompatible con la garantía del derecho al juez imparcial que se decanta de la Constitución. En síntesis, consideró que las declaraciones del magistrado en cuanto comportaban una descalificación de la persona acusada podía sugerir una legítima sospecha de prejuicio negativo. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en el caso Buscemi contra Italia 14, en el que el presidente del tribunal que conocía del proceso contestó en los media a las críticas vertidas también en la prensa por una de las partes, estimó lesionado el derecho al juez imparcial en cuanto se había puesto en entredicho socialmente el deber de reserva que incumbe a todo juez respecto al asunto sobre el que debe decidir. En este punto, la Declaración de Londres previene expresamente que el juez debe cumplir con su deber de reserva en su relación con los media. Y, en consecuencia, no puede, en el nombre de la libertad de opinión, aparecer como parcial o próximo a una de las partes del proceso. Cara a las críticas o a los ataques el juez debe guardar mesura y prudencia en su defensa 15.   STC 162/1999.   STEDH de 16 de noviembre de 1999. 15   Dicha recomendación coincide con la doctrina del TEDH sobre el deber de «silencio» o de discreción reforzada de los jueces en supuestos de ataques provenientes de los medios o de 13 14

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IV. LÍMITES Y EJERCICIO DE LA LIBERTAD IDEOLÓGICA FUERA DEL PROCESO El problema, sin embargo, se hace más difícil de resolver cuando las opiniones de los jueces, vertidas en el ejercicio de su libertad ideológica, preceden al proceso del que conocen pero en el que concurren intereses políticos, ya sea por la naturaleza de la acción o pretensión ejercitada, ya sea por el perfil ideológico de las partes que intervienen en el mismo. En este punto, la Declaración de Londres, cuando se refiere a los principios de reserva y discreción, precisa que en el espacio político el juez, como todo ciudadano, tiene el derecho de tener una opinión política. Si bien esta vez, en términos mucho más difusos, previene que el juez debe velar, simplemente, de que los justiciables puedan seguir confiando en la justicia, sin inquietarse subjetivamente por las opiniones de los jueces. La Jurisprudencia del Tribunal Constitucional se ha pronunciado en términos poco convincentes sobre esta cuestión. En el caso Castells contra el Tribunal Supremo, ATC 195/83, el Tribunal Constitucional rechazó la pretensión de amparo del senador interpuesta contra la inadmisión a trámite de un incidente de recusación contra los jueces del Tribunal Supremo que debían conocer de la causa seguida contra el recurrente como presunto autor de un delito de injurias al ejército. El recurrente consideraba que el origen ideológico de los jueces del Tribunal Supremo, todos los cuales habían accedido a dicho órgano durante la época franquista, les situaba en una posición ideológicamente incompatible para juzgar los hechos en condiciones de imparcialidad objetiva y subjetiva. El fundamento sobre el que el Tribunal Constitucional rechazó la demanda fue el siguiente: «El problema que, desde el punto de vista constitucional, plantea el incidente de recusación propuesto por el demandante es el de si, aun estimando que concurriese la «enemistad ideológica» que denuncia, podría afirmarse que tal actitud anímica constituiría el «interés directo o indirecto» al que se alude en el núm. 9 del art. 54 de la LECr. Ésta es, sin duda, una pura cuestión de Derecho que, de contestarse negativamente, vuelve ocioso todo recibimiento a prueba y pone de manifiesto la improcedencia de la recusación y, con ella, la corrección del Auto impugnado desde el punto de vista constitucional. Tal respuesta negativa es, justamente, la adecuada al caso. En el sistema de valores instaurado por la Constitución de 1978, la ideología es un problema privado, un problema íntimo, respecto al que se reconoce la más amplia libertad, como se desprende de los núms. 1 y 2 del art. 16 de la propia CE. Las ideas que se profesen, cualesquiera que sean, no pueden someterse a enjuiciamiento, y las partes durante el desarrollo del proceso de que están conociendo. SSTEDH, Caso Haes y otros, de 20 de mayo de 1998 y, caso Worm, de 29 de agosto de 1997.

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nadie, como preceptúa el art. 14 de la CE, puede ser discriminado en razón de sus opiniones. Hallándose pues sustraída la ideología al control de los poderes públicos y prohibida toda discriminación en base a la misma, es claro que las opiniones políticas no pueden fundar la apreciación, por parte de un Tribunal, del interés directo o indirecto que el art. 54.9 de la LECr conceptúa como causa de recusación». La misma doctrina se contiene en los AATC 62/1983 y 358/1983, si bien en este último se añade que «reduciéndose el problema a la existencia o inexistencia de una “enemistad ideológica” entre jueces y encausados, ha de afirmarse que, aun cuando hipotéticamente se admitiese su existencia, no podría otorgársele relevancia a efectos de recusación, pues, como dijimos en el Auto antes citado en el sistema de valores instaurado por la Constitución, la ideología se halla sustraída al control de los poderes públicos, prohibiéndose toda suerte de discriminación en base a la misma. Nadie puede, pues, ser descalificado como juez en razón de sus ideas y, por tanto, en el caso presente no resultaría constitucionalmente posible remover a los magistrados recusados, aun cuando fuesen ciertas las actitudes que se les atribuyen. Y, en consecuencia, toda prueba acerca de la certeza o incerteza de las mismas, resulta impertinente y ociosa. De todo ello se desprende que no ha habido vulneración del derecho al juez ordinario predeterminado por la Ley ni del derecho a utilizar las pruebas pertinentes». Posición del Tribunal que ha sido sustancialmente renovada en decisiones posteriores, por ATC de 6.3.2003, por el que se rechazaba la recusación promovida por el Parlament de Catalunya contra el presidente del Tribunal Constitucional, Jiménez de Parga, y, aun con matices, en la sentencia 64/2001, caso Marey, por el que los demandantes de amparo, Vera y Barrionuevo, denunciaban vulneración del derecho al juez imparcial por la actuación investigadora desarrollada por el juez de Instrucción, Baltasar Garzón. A mi parecer, la doctrina trascrita plantea varias y graves objeciones. La principal, la de haber construido una suerte de falacia constitucional con vocación canónica. Me explico. Es cierto, en términos generales, que la ideología es un problema privado —aunque más que un problema debería haberse calificado como una opción de libertad personal, excluida del control del Estado—. También lo es que, prima facie, nadie puede ser discriminado por razones ideológicas. Pero de dichas dos afirmaciones resulta difícil concluir que, desde las exigencias de protección del derecho a un proceso justo y equitativo, la ideología de los jueces constituye siempre y en todo caso un problema privado y que por ello no pueden ser discriminados —cabe entender la referencia como excluidos por las vías de recusación— del conocimiento de un caso o que «nadie puede, pues, ser descalificado como juez en razón de sus ideas».

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Y ello por varias razones. La principal es que si bien la dimensión interna de la libertad ideológica no puede ser objeto de control estatal, resulta muy difícil identificar un supuesto, sobre todo cuando el titular del derecho es un agente público, en el que la ideología hiberne en condiciones que la hagan invisible o desapercibida en la esfera pública. De alguna manera, cabe presumir una suerte de tasa mínima de agere licere en el ejercicio de la libertad ideológica consustancial al propio contenido del derecho. El recurso del senador Castells identificaba un contexto de externalización suficientemente significativo de la ideología de los jueces que le iban a juzgar. No resulta fácil presumir que accedieron al Tribunal Supremo durante la dictadura en atención a su ausencia de ideología o por mantenerla oculta, en la estricta esfera de la vida privada. La segunda razón es que a diferencia de otros ciudadanos respecto a los que el test de exclusión o de discriminación de funciones públicas o de acceso a las mismas por razones ideológicas debe someterse a estrictísimos estándares de compatibilidad constitucional —no debe olvidarse que el art. 14 CE no impide, desde una lectura sistemática, fórmulas de exclusión por razones ideológicas, cuando éstas, por ejemplo, socaven los fundamentos del orden constitucional— en el caso de los jueces dicho estándar, si bien ha de ser también estricto, debe tomar en cuenta otros valores y otros intereses en conflicto, lo que justifica soluciones diferentes. Por tanto, resulta difícil admitir como canon constitucional que ningún juez puede ser descalificado por razón de su ideología. No olvidemos que la recusación no puede concebirse como un mecanismo de discriminación constitucionalmente proscrita, sino como una herramienta funcionalmente vinculada a fines de máxima dignidad constitucional como lo es garantizar el derecho de toda persona a que su causa sea conocida por un tribunal imparcial. En un momento de transición —1982— de la dictadura a la democracia la incompatibilidad ideológica planteada por el senador Castells como fundamento supralegal del incidente de recusación promovido contra el tribunal que tenía que juzgarle por un delito de opinión —por injurias al ejército— no podía, ni mucho menos, calificarse de manifiestamente infundada. En todo caso, lo que resulta, al menos, paradójico es que se llegue a afirmar que aun cuando fuesen ciertas las actitudes que se les atribuyen —de prejuicio ideológico— no cabría la recusación. Y, en consecuencia, toda prueba acerca de la certeza o incerteza de las mismas, resulta impertinente y ociosa. Precisamente, si constatadas las actitudes ideológicas que se reprochan al juez pudiera en términos cognitivos y comunicativos identificarse un pronóstico razonable de pérdida o afectación sensible de su imagen de imparcialidad parece consecuencia constitucional necesaria que el mismo se aparte o sea apartado de la causa.

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Sobre esta cuestión, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos se ha pronunciado en términos mucho más deferentes con el derecho al juez imparcial y mediante una técnica de ponderación más refinada. Dos casos pueden servir de ejemplo. Me refiero a los resueltos por las Decisiones de inadmisión de 8 de diciembre de 2009, caso Previti contra Italia, y de 28 de junio de 2003, caso MDU contra Italia. Ambos responden a circunstancias similares. En el primero, entre otros motivos, el demandante Cesare Previti, senador, ex ministro y abogado de Silvio Berlusconi, condenado por delitos relacionados con la corrupción pública, denunciaba violación del derecho al juez imparcial garantizado por el art. 6.1 CEDH. El fundamento fáctico de su demanda hacía referencia a que tanto el juez de la Audiencia Preliminar (GUP) que conoció del caso, Rossato, como el del Tribunal penal de Milán, Carfi, así como el juez de la Casación, Ambrosini, pertenecían a la asociación Magistratura Democratica (MD). Para el demandante, dicha circunstancia determinaba un marco de animosidad ideológica. Y ello porque, según se afirmaba en la demanda, dicha asociación judicial había mantenido una beligerante oposición a leyes aprobadas por el parlamento a iniciativa del partido al que pertenecía el propio Previti. En la demanda se citaban artículos doctrinales publicados en la Revista de Magistratura Democrática Questione Giustizia en los que no sólo se criticaban de forma contundente reformas procesales sino que se calificaban algunas de ellas como leyes ad personam que solo pretendían proteger al demandante y al primer ministro Berlusconi de sus presuntas responsabilidades penales contraídas antes de acceder al gobierno. En la demanda ante el TEDH se precisaba, además, cómo el magistrado Carfi, en una entrevista al periódico Il Messaggero, había afirmado que con la conclusión del proceso en su instancia se había quitado una espina del pie —expresión que en italiano sugiere una valoración muy negativa— y cómo el juez Ambrosini había dirigido una carta a la Ministra de Educación exponiéndole su consternación personal por algunas de las leyes que estaban en trámite de aprobación parlamentaria y que según los términos del debate político y social suscitado podían afectar al propio Previti. El segundo caso se refiere, igualmente, a una demanda por vulneración del derecho al juez imparcial. El Sr. MDU, miembro destacado del Partido Forza Italia, había sido condenado por delito fiscal. En la demanda reprochaba también enemistad ideológica a dos de los jueces del Tribunal de Casación que confirmó la condena, los Sres. X e Y —en la Decisión no se identifican los nombres—. Ambos pertenecían a la corriente judicial Magistratura Democrática y entre los años 1977 y 1999 cada uno de ellos había realizado manifestaciones públicas, en forma de intervenciones orales o artículos doctrinales, por las que se apostaba ideológicamente por la necesidad de que los jueces se comprometieran con la democracia socia-

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lista en coordinación con los partidos de clase obrera —en el caso del magistrado X— y de asumir un compromiso público con las políticas de izquierda que permitan remover los obstáculos para alcanzar la igualdad social —en referencia al magistrado Y—. En ambos casos, de conformidad a la doctrina contenida en la STEDH, Caso del juez Wille contra Luxemburgo, de 28 de octubre de 1999, la Corte de Estrasburgo consideró que si bien las dudas del interesado deben ser tenidas en cuenta, aun cuando no jueguen un papel decisivo en la valoración de la imparcialidad del tribunal, sin embargo en los respectivos supuestos no se identificaban razones objetivas que permitan pronosticar que las decisiones adoptadas no respondieron a una recta aplicación de la norma. Para ello se tomó en cuenta el desarrollo del proceso y la naturaleza de los hechos que constituían su objeto —delitos de corrupción y contra la Hacienda Pública—. Aun cuando en ambos casos se pudieron patentizar posiciones ideológicas contrapuestas entre los jueces y las partes, no se identificó ninguna proyección influyente en la decisión ni tampoco un cuestionamiento intenso de la imagen social de imparcialidad de aquéllos. No obstante, en el caso Previti, y en relación con las actuaciones extraprocesales de los magistrados Corfi —las declaraciones a la prensa— y Ambrosini —la carta remitida a la ministra de Educación—, el Tribunal apuntó que los jueces deberían haber sido más prudentes. En resumen, el estándar aplicado por el Tribunal de Estrasburgo, a diferencia del Tribunal Constitucional, sí toma en cuenta la opinión de la parte que afirma la merma de imparcialidad, como punto de partida; sí reclama la necesidad de analizar el conflicto que puede derivarse del ejercicio de la libertad ideológica por los jueces, aun fuera del marco concreto del proceso donde intervienen; y sí considera que atendidas las circunstancias del caso y el desarrollo del proceso puede llegarse a la razonable conclusión de que la imparcialidad o la imagen de ésta ha podido quedar lo suficientemente afectada como para lesionar el derecho de la parte a un juez imparcial. V. EL PROBLEMA DE LOS LÍMITES SUSTANCIALES A LA LIBERTAD IDEOLÓGICA DE LOS JUECES En todo caso, al hilo de la propia jurisprudencia constitucional a la que antes se ha hecho referencia, debemos retomar algunas de las cuestiones enunciadas. En concreto, la relativa a si cualquier ideología es compatible con la función judicial y si cabe establecer límites fuertes, por ejemplo en forma de sanciones disciplinarias derivadas del ejercicio de dicha libertad. Los pronunciamientos del Tribunal Constitucional parecen sugerir una suerte de cláusula de prohibición de toda valoración negativa de la ideolo-

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gía personal de los jueces y, en consecuencia, de que puedan ser descalificados por razones ideológicas para el ejercicio de la función. ¿Es ello mantenible casi treinta años después, consolidado ya el Estado constitu­ cional? Anticipo mis serias dudas. Como apuntaba, la doctrina constitucional parte de un punto de observación particularmente débil en cuanto parece situarse en el plano más recóndito, valga la expresión, de la dimensión interna del derecho a la libertad ideológica. Es obvio que en los estrictos límites de la conciencia personal el Estado no debe interferir. Por tanto, el juez ideológicamente xenófobo, homófobo o machista merece la misma protección que se dispensa a cualquier ciudadano. Pero ¿puede despreocuparse el Estado de que los jueces puedan tener ideologías de odio, discriminatorias o antidemocráticas? ¿Es constitucionalmente aceptable, y conveniente, que se prevean barreras de protección adelantadas contra riesgos de manifestaciones externas de dichas ideologías por parte de los jueces? A mi parecer, ni el Estado puede despreocuparse ni puede permanecer inactivo ante manifestaciones o actividades ideológicas que comprometan de forma nuclear los valores constitucionales. Los jueces vienen obligados por reglas deónticas de raigambre constitucional que pueden limitar sustancialmente, al menos, la dimensión externa de su libertad ideológica. La Declaración de Londres, tantas veces citada, exige que el juez desempeñe su función con integridad, en el interés de la justicia y de la sociedad. Ello comporta exigencias también en su conducta en sociedad y en su vida personal. En concreto, se precisa que la probidad con la que debe conducirse no sólo le prohíbe realizar comportamientos sancionados por la ley, sino también todos los comportamientos indelicados. Por otro lado, el deber de imparcialidad le obliga a prevenir de forma activa conflictos de intereses entre deberes judiciales y vida social. Así mismo, le es exigible una especial lealtad en relación con la Constitución, a las instituciones democráticas, a los derechos fundamentales, a la ley y al procedimiento y a las reglas de organización del sistema judicial. Lealtad que pasa también por el deber de indignarse cuando, precisamente, la democracia y las libertades públicas están en peligro. El problema es cómo identificar dichos límites sustanciales al ejercicio de la libertad ideológica y cómo proyectarlos en términos normativos mediante cláusulas de prohibición o de sanción. La Ley Orgánica del Poder Judicial en su art. 417.1.º previene como falta muy grave la infidelidad consciente a la Constitución cuando así se apreciare en sentencia firme. Sin embargo, la fórmula ha trascurrido en condiciones tan sigilosas, casi ocultas, que hasta la fecha nunca se ha aplicado, sin perjuicio de las escasísimas condenas habidas por prevaricación

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dolosa en las que se ha identificado como razón de la resolución injusta prejuicios ideológicos incompatibles con la Constitución 16. Salvo dicha indicación, el estatuto orgánico de los jueces guarda silencio sobre dicho espacio de fricción. A diferencia de otros ordenamientos próximos como el francés 17 o el italiano 18, en los que los regímenes disciplinarios incluyen cláusulas de textura abierta que permiten sancionar comportamientos exteriorizados, públicos o privados, de los jueces que comprometan los valores sobre los que debe asentarse el ejercicio de la función jurisdiccional y a los que antes nos hemos referido, la ley española renuncia de forma consciente, y por ello aún más injustificable, a toda regulación disciplinaria que permita sancionar, por ejemplo, la pertenencia de un juez a una asociación racista u homófoba o acudir a una manifestación portando símbolos nazis o de sesgo totalitario. En la trayectoria del Consejo General del Poder Judicial, no obstante, debe destacarse la declaración 14 de septiembre de 2000, de propuesta de reforma de la justicia por la que se instaba, por diez votos a favor, de los dieciocho vocales presentes, a que se introdujera en la Ley Orgánica «la prohibición de los jueces y magistrados, mientras se hallen en servicio activo, de pertenecer a organizaciones secretas o que funcionen sin transparencia pública, cualquiera que fuera la forma jurídica que adopten, que puedan generar vínculos ajenos a los mandatos del ordenamiento jurídico constitucional». La propuesta del Consejo General del Poder Judicial se relacionó con la intención de prohibir la pertenencia de los miembros de la carrera judicial a grupos o entidades religiosas específicas 19. A mi parecer, la fórmula utilizada, en el caso de que se hubiera plasmado en un texto normativo, sugiere alguna duda de constitucionalidad. Sin perjuicio de la necesidad normativa de definir qué es una sociedad secreta 20 y de precisar con más detalle qué significa en términos asocia16   Vid. STS de 30 de octubre de 2009, por la que, casando la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Murcia, se condenó al juez Ferrín Calamita como autor de un delito de prevaricación dolosa. En la identificación de los elementos normativos reclamados por el tipo de prevaricación pesaron las argumentaciones de claro contenido homófobo que el juez utilizó en las resoluciones, tachadas de injustas, adoptadas en un proceso de adopción. 17   Vid. art. 43 de l’Ordonnance relative au statut de la magistrature, du 22 décembre 1958, reformeé por la Loi Organique 830 du 22 de juillet de 2010: «Todo incumplimiento por un magistrado de los deberes correspondientes a su estado, al honor, a la delicadeza o a la dignidad de la función, constituye una falta disciplinaria». 18   Vid. art. 18 del Decreto Legislativo núm. 511 de 31 de mayo de 1946, en el que se previene como falta disciplinaria «el magistrado que falte a sus deberes en el marco de sus funciones o fuera de ellas, desarrolle un comportamiento que le haga indigno de la confianza y de la consideración de la que debe gozar o que atente al prestigio del orden judicial». 19   El eco de la noticia en los mass media hizo referencia concreta al Opus Dei. 20   En este punto cabe recordar la opinión de I. Otto y Pardo, en «Defensa de la Constitución y partidos políticos», en Obras Completas, Madrid, coedición del Centro de Estudios Constitu-

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tivos funcionar sin transparencia pública, el problema esencial reside en identificar qué tipos de vínculos ajenos a los mandatos constitucionales justificarían la prohibición de pertenencia y, sobre todo, si bastaría que sean ajenos o debería exigirse, también, que sean contrarios. No es lo mismo, desde luego, la pertenencia a asociaciones secretas que a asociaciones de carácter reservado ni el cariz religioso de las mismas o la necesaria asunción de reglas de conducta privada supone, sin más, que éstas no sean compatibles con los mandatos de probidad, imparcialidad, integridad y lealtad constitucional exigibles a los jueces. En particular, el deber de fidelidad de los jueces al sistema constitucional no se traduce en la necesaria asunción o alineación con concepciones o ideologías mayoritarias ni exige, tampoco, que incorporen a su vida privada los mandatos de neutralidad religiosa que reclama el estado laico o aconfesional. Es cierto que el juez en el ejercicio de su libertad religiosa, como proyección específica de su libertad ideológica, viene obligado a las mismas modulaciones precisadas en la Declaración de Londres, pero éstas, de entrada, no le limitan la posibilidad de entablar relaciones privadas de pertenencia intensificadas a asociaciones o grupos religiosos en cuyo ideario o praxis exteriorizada no se identifique una negación del propio pluralismo constitucional y de los otros valores básicos sobre los que se funda la convivencia pacífica y democrática. Precisamente, la dimensión fundacional del pluralismo en los sistemas constitucionales avanzados reclama una particular tutela de las minorías y de las expresiones ideológicas que respetando el sistema constitucional se sitúen, incluso, a una distancia crítica del mismo. Dos buenos ejemplos de lo que pretendo defender nos lo suministra Erhard Denninger 21 al hilo de dos decisiones jurisdiccionales alemanas. Una, la adoptada por el Tribunal Administrativo Federal Alemán, en el que por sentencia de 27 de noviembre de 2002 se confirmaba la decisión de prohibición como corporación de Derecho público de un grupo que se denominaba Estado Califal por no identificarse la exigible lealtad al Estacionales y la Universidad de Oviedo, 2009, pp. 651 y ss. En su estudio, Otto pone de relieve las dificultades normativas para el adecuado desarrollo del art. 22.5 CE donde se establece la prohibición de sociedades secretas, relacionadas con la dificultad de determinar en qué consisten tales asociaciones. Previene, en todo caso, que la calificación de secreta no puede decantarse de la simple condición de asociación no inscrita en el registro correspondiente. A su parecer, que comparto, la condición de secreta de una asociación, como presupuesto para limitar el ejercicio del derecho fundamental ex art. 22.5 CE reclama las siguientes condiciones: primera, que no sólo se eluda el conocimiento oficial sino también el de cualquier persona que no pertenezca al círculo de los concernidos; segunda, que el secreto sea buscado de propósito y abarque a la existencia de toda la asociación y de sus actividades; tercera, que mediante dicho mecanismo de secreto absoluto se pretenda incidir o influir en asuntos públicos de forma o con finalidad ilícita. 21   E. Denninger y D. Grimm, Derecho Constitucional para la sociedad multicultural, Madrid, Trotta, 2007, pp. 39 y ss.

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do constitucional democrático. En esencia, los fundamentos utilizados ponían el acento en que para dicho grupo la única ley vinculante es la que procede exclusivamente de Alá. El estado califal, como un estado de Dios dirigido de modo autoritario, debe ocupar el lugar del poder democrático conforme a Derecho tan pronto como las relaciones políticas de poder y de mayorías lo permitan, lo que resultaba incompatible con los fundamentos constitucionales del Estado. El otro caso trae causa, también, del rechazo del reconocimiento de la condición de corporación de Derecho público que previene la ley alemana sobre la libertad religiosa a una asociación de Testigos de Jehová. El Tribunal Administrativo Federal identificó en este caso la ausencia de la necesaria lealtad al Estado atendidas las objeciones religiosas que de la pertenencia a dicha iglesia se derivan para cumplir obligaciones públicas como las de formar parte del ejército o participar en las mesas electorales. El caso, sin embargo, llegó al Tribunal Constitucional Federal alemán, que, por sentencia de 19 de diciembre de 2000, estimó lesionado el derecho de asociación y de libertad religiosa. El estándar aplicado parte de que dicha asociación religiosa «no pretende suplantar al estado democrático aspirando a una sociedad apolítica solo orientada al servicio de dios... [así, se precisa textualmente]. Lo que resulta esencial... para la pacífica convivencia democrática de los ciudadanos (...)». Por otro lado, el Tribunal precisa que es suficiente con el acatamiento a la ley que prestan por principio y con el respeto a los principios constitucionales básicos y a los derechos fundamentales. Lo decisivo, además, está en valorar el comportamiento efectivo de los titulares del derecho fundamental no en investigar sus convicciones: «[la ley fundamental] no exige una lealtad al Estado que vaya más allá de esto. Porque el acuerdo de los ciudadanos con el ordenamiento estatal establecido por la Ley Fundamental, sin el que no puede sobrevivir la democracia liberal, no es susceptible de ser impuesto mediante una obligación de obediencia o incluso mediante sanciones. El elemento vital de la democracia es el libre debate intelectual... de él surgen las fuerzas motivadoras que garantizan de modo suficiente y seguramente también óptimo, la disponibilidad de los ciudadanos a participar en las elecciones democráticas...». Es cierto, no obstante, que el deber de fidelidad a la Constitución exigible a los jueces debe ser más exigente que el que puede reclamarse de los otros ciudadanos. Pero de ahí no cabe concluir que por profesar convicciones religiosas o vivir en sociedad conforme a las mismas, adscribiéndose a sociedades que respondan a dicha ideología, se comprometa de manera irreductible dicha tasa exigible de fidelidad a la Constitución. Insisto, el test de limitación debe arrojar resultados claros y concluyentes de incompatibilidad. Y éstos sólo se producen cuando se pertenece a una determinada asociación que, por los fines que persigue o que le prestan sen-

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tido, niegue de forma directa y nuclear valores esenciales sobre los que se funda el orden constitucional 22. El Tribunal Europeo de Derechos Humamos ha tenido oportunidad de pronunciarse sobre esta cuestión en varias resoluciones, tres de las cuales afectaban nuclearmente a jueces. 22   El caso italiano es muy interesante. Con motivo de algunos escándalos políticos y financieros de finales de los años setenta se comprobó que una buena parte de los principales implicados pertenecían a una logia masónica denominada P2. La sede, en el curso de un proceso penal, fue registrada y sus dirigentes principales detenidos. Las investigaciones arrojaron que dicho grupo había conspirado seriamente para alterar el orden constitucional. Por la Ley núm. 17, de 25 de enero de 1982, se disolvió la logia P2, se introdujo un tipo penal que castigaba la pertenencia a la misma y se prohibía, en general, para todas las autoridades y funcionarios públicos la pertenencia a asociaciones secretas. Merece la pena transcribir parte del articulado, en especial los que definen qué debe considerarse como asociación secreta y las prohibiciones de pertenencia. L. 25 gennaio 1982, n. 17: «Norme di attuazione dell’art. 18 della Costituzione in materia di

associazioni segrete e scioglimento della associazione denominata Loggia P2»

1. Si considerano associazioni segrete, come tali vietate dall’art. 18 della Costituzione, quelle che, anche all’interno di associazioni palesi, occultando la loro esistenza ovvero tenendo segrete congiuntamente finalità e attività sociali ovvero rendendo sconosciuti, in tutto od in parte ed anche reciprocamente, i soci, svolgono attività diretta ad interferire sull’esercizio delle funzioni di organi costituzionali, di amministrazioni pubbliche, anche ad ordinamento autonomo, di enti pubblici anche economici, nonché di servizi pubblici essenziali di interesse nazionale. 2. Chiunque promuove o dirige un’associazione segreta, ai sensi dell’art 1, o svolge attività di proselitismo a favore della stessa è punito con la reclusione da uno a cinque anni. La condanna importa la interdizione dai pubblici uffici per cinque anni. Chiunque partecipa ad un’associazione segreta è punito con la reclusione fino a due anni. La condanna importa l’interdizione per un anno dai pubblici uffici. La competenza a giudicare è del tribunale. 3. Qualora con sentenza irrevocabile sia accertata la costituzione di una associazione segreta, il Presidente del Consiglio dei Ministri, previa deliberazione del Consiglio stesso, ne ordina con decreto lo scioglimento e dispone la confisca dei beni. Il decreto di cui al comma precedente è pubblicato nella Gazzetta Ufficiale della Repubblica. In qualunque stato e grado del procedimento, qualora vi sia pericolo nel ritardo, il procuratore della Repubblica presso il giudice competente per il giudizio, anche su istanza del Governo, può richiedere che sia cautelativamente disposta la sospensione di ogni attività associativa. Il provvedimento è adottato dal giudice competente per il giudizio, in camera di consiglio in contraddittorio delle parti, entro dieci giorni dalla richiesta. Avverso il provvedimento di cui al comma precedente è ammesso ricorso, anche per motivi di merito, alla Corte di cassazione, che decide, in camera di consiglio e in contraddittorio delle parti, entro dieci giorni dalla presentazione dei motivi del ricorso stesso. Il ricorso non sospende l’esecuzione del provvedimento impugnato. Il Governo riferisce immediatamente alle Camere sulla presentazione dell’istanza prevista dal terzo comma. 4. I dipendenti pubblici, civili e militari, per i quali risulti, sulla base di concreti elementi, il fondato sospetto di appartenenza ad associazioni segrete ai sensi dell’art. 1, possono essere sospesi dal servizio, valutati il grado di corresponsabilità nell’associazione, la posizione ricoperta dal dipendente nella propria amministrazione nonché l’eventualità che la permanenza in servizio possa compromettere l’accertamento delle responsabilità del dipendente stesso».

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Así, en la Decisión de inadmisión, de 15 de junio de 2000 23, el Tribunal descarta la violación del derecho al juez imparcial alegado por el demandante. Éste fundaba su pretensión en que en el juicio de impugnación de un testamento ológrafo, tanto el abogado del demandado como un juez de la primera instancia como dos del tribunal de apelación pertenecían a la masonería. Dicho vínculo, a su parecer, comprometía de forma notable la imagen de imparcialidad, sobre todo si se ponía en relación con el resultado del juicio que, en atención a lo que a su parecer resultaban razonamientos extravagantes, desestimaba la demanda. El caso reveló, en efecto, que los jueces concernidos pertenecían a la masonería. Sin embargo, el Tribunal de Estrasburgo rechazó la demanda en cuanto no identificó que por dicha sola circunstancia los jueces comprometieran su imparcialidad. El Tribunal también descarta que del dato de la pertenencia a una sociedad no secreta sino reservada pueda presumirse la existencia de vínculos de solidaridad o de ayuda entre sus miembros que les impidiera decidir en Derecho. Además, en el caso, no se acreditó que el propio demandado perteneciera a dicha asociación 24. En las sentencias de 12 de diciembre de 2001, Caso N.F contra Italia, y de 17 de febrero de 2004, caso Maestri c. Italia —en ambos casos los demandantes eran magistrados—, se abordó si la pertenencia a la masonería podía justificar, en el primer caso, una sanción disciplinaria y, en el segundo, una limitación en la progresión en la carrera judicial del demandante. En ambas sentencias, la Corte de Estrasburgo consideró que la ley italiana, en cuanto al régimen disciplinario de los jueces, no preveía con la suficiente predecibilidad, al tiempo de los hechos, que de la simple pertenencia a asociaciones masónicas legales podrían derivarse perjuicios o sanciones disciplinarias para los jueces. El Tribunal, no obstante, sí identifica fin legítimo en la prohibición establecida por la Ley núm. 17, de 25 de enero de 1982, de pertenencia a sociedades secretas, donde además se ordenaba la disolución de la logia P2 y se castigaba penalmente la adhesión a la misma. Por otro lado, el Tribunal en sus sentencias, casos Grande Oriente d’Italia Palazzo Giustiniani contra Italia, de 12 de diciembre de 2001 y de 31 de mayo de 2007, consideró que se había vulnerado el derecho de asociación. En el primer supuesto, una ley de la región del Marche establecía una prohibición de acceso a función pública a personas asociadas a la masonería y en el segundo se prevenía por una ley de la región del   Caso Salaman contra Reino Unido.   El caso Salaman, aun cuando la demanda no fue admitida por el Tribunal de Estrasburgo, suscitó un alto interés en el Reino Unido. El Lord Chancellor aprobó en 1999 una ordenanza por la que se creaba un registro de pertenencia de los jueces a asociaciones masónicas previa la declaración voluntaria de éstos. El 96 por 100 de los jueces profesionales contestaron al cuestionario. Un 6 por 100 declararon su pertenencia a alguna de las logias masónicas existentes en el Reino Unido. El registro voluntario fue suprimido por decisión del ministro de Justicia Straw en 2010. 23 24

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Friuli Venezia Julia, la obligación de toda persona que aspirara a un puesto en la administración regional a revelar su pertenencia a sociedades secretas o masónicas. En ambos casos, el Tribunal consideró que las dos regulaciones limitaban de manera desproporcionada el derecho de asociación. Sin perjuicio del fin legítimo que pudiera guiarlas —tomando en cuenta los antecedentes relacionados con la actividad de la logia P2—, sin embargo no se acreditó que dichas limitaciones respondieran a una necesidad objetiva de protección en una sociedad democrática. Además, en la segunda de la sentencias citadas, el Tribunal considera, desde la perspectiva del art. 11 CEDH, que exigir la declaración de pertenencia a una asociación masónica no prohibida, en los términos de la Ley núm. 17, de 15 de enero de 1982, y no exigirlo respecto al resto de asociaciones, cuando puede darse el caso que por los fines o ideologías de éstas —xenófobas u homófobas, por ejemplo— el interés de protección podría resultar más evidente, carece de toda justificación. Lo dicho hasta ahora sirve para patentizar las dificultades de regulación de la materia, pero también la necesidad de abordarla. Los límites sustanciales al ejercicio de la libertad ideológica de los jueces, si se conviene que existen —y hay buenas razones para mantenerlo—, sólo pueden activarse de forma eficaz mediante una expresa intervención del legislador. Es obvio que ello reclama delicadas operaciones ponderativas y un particular respeto por el pluralismo ideológico que debe garantizarse en toda sociedad democrática. Pero también un decidido compromiso con las finalidades constitucionales: la principal, garantizar los valores sobre los que debe desarrollarse la función judicial para de este modo obtener la confianza de la sociedad en sus jueces. No parece cuestionable que ésta puede verse absolutamente afectada si del modo en que un juez ejerce su libertad ideológica se lesionan de forma clara los deberes de lealtad constitucional, probidad, honestidad e imparcialidad. Tal vez la técnica legislativa no puede basarse en la previsión de todas las conductas limitables posibles, entre otras cosas, como afirmó el Tribunal Constitucional italiano en su sentencia de 8 de junio de 1981 25, porque una regulación de detalle puede comportar, como consecuencia, legitimar los comportamientos no mencionados pero que sean igualmente reprobables por la conciencia social. Pero aun partiendo de las exigencias que impone el principio de legalidad sancionatoria en una materia con tanta relevancia constitucional, lo cierto es que existe un margen descriptivo respetuoso con dicho principio que contemple una definición suficientemente precisa y, al tiempo, operativa sobre cuándo puede considerarse incompatible con los 25   La sentencia avaló la constitucionalidad del art. 18 del Decreto legislativo núm. 511, de 31 de mayo de 1946, que previene la cláusula general de responsabilidad disciplinaria de los jueces y magistrados a la que antes se ha hecho referencia.

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mandatos constitucionales que conforman la función judicial el ejercicio de la libertad ideológica de la que gozan los jueces. Sigue resultando inexplicable que un juez que como ciudadano participa de grupos o asociaciones no partidistas que tienen como finalidad explícita socavar los fundamentos y los valores sobre los que se asienta el Estado constitucional no pueda ser sancionado e incluso excluido del ejercicio de la carrera judicial, sin necesidad de tener que acudir a una condena penal por pertenencia a asociación ilícita 26. La ideología del juez puede que sea una cuestión privada, vedada a la intervención del Estado. Pero su proyección externa, no. Adquiere dimensión pública y, en esa medida, puede y debe valorarse si se ajusta a los límites —amplios pero firmes— que se derivan de la Constitución. Conclusión a la que llegó el Tribunal Constitucional, ya en su STC 101/1983 27, en la que se pronuncia sobre el conflicto surgido por la negativa de varios parlamentarios a acatar públicamente, mediante la fórmula de juramento o promesa, la Constitución. El Tribunal afirmó «que la sujeción a la Constitución que proclama su art. 9.1 es una consecuencia obligada de su carácter de norma suprema, que se traduce en un deber de distinto signo para los ciudadanos y los poderes públicos; mientras los primeros tienen un deber general negativo de abstenerse de cualquier actuación que vulnere la Constitución, sin perjuicio de los supuestos en que la misma establece deberes positivos (arts. 30 y 31, entre otros), los titulares de los poderes públicos tienen, además, un deber general positivo de realizar sus funciones de acuerdo con la Constitución, es decir, que el acceso al cargo implica un deber positivo de acatamiento entendido como respeto a la misma, lo que no supone necesariamente una adhesión ideológica o una conformidad a su total contenido». VI. OTRO PROBLEMA DE LÍMITES: ¿CABE RECONOCER UN DERECHO A LA OBJECIÓN DE CONCIENCIA DE LOS JUECES? Muy vinculado con el contenido del derecho a la libertad ideológica de los jueces y, en particular, con el problema de los límites sustanciales a su ejercicio aparece la cuestión relativa a si cabe reconocerles un derecho a la objeción de conciencia. 26   Ni tampoco, dada la regulación vigente, un juez que defrauda a Hacienda por debajo de la cuota penalmente relevante; o que se embriaga con frecuencia en su vecindario; o que se endeuda en exceso por juegos de azar o para consumir drogas. Vid. al respecto, J. Malem, «¿Pueden ser las malas personas buenos jueces?», en La Función Judicial, Madrid, Gedisa, 2006. 27   Caso de los Parlamentarios de Herri Batasuna contra la Mesa del Congreso.

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La cuestión tampoco ha merecido una especial atención doctrinal identificándose un único pronunciamiento jurisprudencial sobre la misma 28, que niega con rotundidad tanto la titularidad del derecho por los jueces como, en lógica consecuencia, su eventual ejercicio. Varios son los argumentos que fundan la negativa. El principal, de alcance general, se basa sobre dos ideas vinculadas por una fuerte relación de consecuencias aparentemente necesarias: una, la relativa a que el agere licere que se deriva del derecho a la libertad religiosa e ideológica tiene su límite en el orden público; la segunda, que dicha idea de orden público se nutre de un mandato general de obediencia al derecho que se contempla en el art. 9 CE cuando precisa que tanto los poderes públicos como los ciudadanos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento. Tesis que se enriquece acudiendo al argumento sistemático de que el derecho a la objeción de conciencia sólo se encuentra recogido expresa verbis en el art. 30.2 CE y que, por tanto, si el legislador lo hubiera querido extender como contenido reaccional del derecho a la libertad ideológica del art. 16 CE lo habría hecho. Y otro de autoridad constitucional, basado en las SSTC 160/87 y 161/87, por las que se descarta el reconocimiento constitucional de un derecho general a la objeción de conciencia derivado del art. 16 CE. La tesis denegatoria, a mi parecer, se funda en una suerte de aporía que parece partir de la idea de un solo mandato con un único objeto: sujeción, equiparando ley y Constitución. Se insiste en la idea de que un sistema político avanzado no puede desarrollarse si se admitiera que los ciudadanos pueden desatender por motivos de conciencia los mandatos normativos que determinan, a la postre, el espacio de convivencia. El planteamiento parte de una idea marcadamente vertical de las relaciones entre el ciudadano y el Estado y sugiere que los límites constitucionales al ejercicio de derechos pueden nutrirse incluso de normas desconectadas de fines de adecuación a los valores constitucionales. Incluso, algún autor 29 cierra el círculo afirmando que el mandato de sujeción sólo puede ser alterado en sus consecuencias por los mecanismos institucionales normativos de promoción de los efectos abrogativos de las normas, ya sea mediante el recurso de inconstitucionalidad, la cuestión de inconstitucionalidad o el recurso contencioso-administrativo cuando la norma tenga naturaleza infralegal. En mi opinión, dicha postura presenta las siguientes debilidades: 28   Vid. STS de 11 de mayo de 2009, por el que se resolvía el recurso contencioso-administrativo interpuesto por un juez encargado del Registro Civil contra el Acuerdo del Consejo General del Poder Judicial que le denegó el reconocimiento del derecho a objetar para la celebración de matrimonios entre personas del mismo sexo. 29   L. M. Díez-Picazo Giménez, «Las Libertades de la conciencia en el Ordenamiento Jurídico español», Repertorio Aranzadi del Tribunal Constitucional, núm. 2/2003.

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—  Primera, la objeción de conciencia no pretende la derogación de la norma que, por esencia, no tiene como destinataria a personas singulares, sino la excusa o suspensión de las consecuencias o deberes que respecto a una persona pueden derivarse de la misma. —  Segunda, la sujeción a la Constitución supone, al tiempo, la po­ sibilidad de no sujetarse de forma legítima a consecuencias o mandatos legales que si bien no la contradicen en términos generales pueden, no obstante, en un juicio de ponderación ad casum, lesionar derechos fundamentales de altísimo rango protegidos por aquélla —causas de justificación, ejercicio de un derecho o cumplimiento de un deber—. —  Tercera, la fórmula de sujeción puede ser interpretada como deber de fidelidad a los fundamentos del Estado que se decantan de la Constitución y de las leyes que traen causa de ella y que a la postre la desarrollan. Pero no como equivalente a cualquier fórmula de sometimiento a todo efecto normativo derivado de cualquier norma. Una cosa es someterse y otra muy diferente son las consecuencias que en términos de deberes públicos se dimanan de las normas vigentes en un sistema político determinado 30. —  Cuarta, el legislador ordinario, como consecuencia del fundamento pluralista del orden político y social, tiene mandatos de diferenciación que debe administrar de manera proporcional y razonable. Por tanto, la objeción puede ser interpretada como una forma de acción en defensa de los propios fundamentos constitucionales 31. —  Quinta, en términos empíricos no cabe afirmar que del reconocimiento general del derecho a la objeción como expectativa de diferenciación pueda originarse en todo caso un riesgo de negación de la misma idea de Estado 32. —  Sexta, no resulta tan claro que el Tribunal Constitucional descarte con la contundencia exigible 33 la iusfundamentabilidad de la objeción como contenido reaccional del derecho a la libertad ideológica. Las contradiccio30   M. Gascón Abellán, Obediencia al derecho y objeción de conciencia, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1990. 31   J. Estévez Araujo, La Constitución como proceso y la desobediencia civil, Madrid, Trotta, 1994, pp. 130 y ss. 32   Para las elecciones municipales de mayo de 2011, la Junta Electoral Central dictó la Instrucción 6/2011, vinculante para todas las juntas provinciales y locales, de interpretación del art. 27.3.º de la LO Régimen Electoral General, sobre impedimentos y excusas justificadas para los cargos de presidente y vocales de las mesas electorales, estableciendo en el apartado 5.º del parágrafo segundo, dentro de los supuestos de casos que pueden justificar la excusa, (…) La pertenencia a confesiones o comunidades religiosas en las que el ideario o el régimen de clausura resulten contrarios o incompatibles con la participación en una mesa electoral. El interesado deberá acreditar dicha pertenencia y, si no fuera conocido por notoriedad, deberá justificar los motivos de objeción o de incompatibilidad. 33   M. Atienza, Tras la Justicia, Barcelona, Ariel, 1993, p. 168, donde cuestiona la lectura desfundamentalizadora del derecho a la objeción de conciencia que se contiene en las SSTC 160 y 161/1987.

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nes entre los diferentes pronunciamientos habidos, en particular entre las SSTC 15/82, 53/85 y las SSTC 160/87 y 321/1994, no permiten identificar un claro supuesto de overruling explícito sino de oscilación entre dos líneas en conflicto lo que sumerge la cuestión en una zona de penumbra 34 . —  Séptima, la técnica de la intertextualidad permite el descubrimiento de derechos fundamentales. La Constitución, entendida en su dimensión material como regla de reglas, se proyecta, gráficamente, como una suerte de línea perimetral que delimita el campo de juego, precisando lo que se puede mandar, quién lo puede mandar y, sobre todo, cómo se debe mandar, estableciendo reglas o vínculos de sustancia, en expresión de Ferrajoli, que no pueden desconocerse, como son los derechos fundamentales. Por ello, la importancia del rango constitucional de un determinado interés o bien jurídico no es graduable solo en atención al espacio formal o capitular donde se ubique. Una de las características esenciales de las constituciones radica, precisamente, en su capacidad de autogenerar soluciones cumulativas, de autointegrarse a partir de la activación de los propios valores-guías que contienen. Como defienden de forma convincente los intratextualistas —Akhil Reed Amar y Ely a la cabeza— norteamericanos, la Constitución responde a un todo íntimamente coherente, antes que a un set confusamente ensamblado de cláusulas surtidas. Un todo dotado de un léxico y un código lingüístico provisto de una peculiar identidad y de una unidad de sentido. La simetría y la armonía del texto constitucional, que sustenta su estructura interna, aun la textura abierta o vaguedad con que se formulan algunas de sus cláusulas, permite que sea ese conjunto el que de manera decisiva contribuya a determinar el significado de cada uno de los enunciados que la componen y a proporcionarles una coherencia global. Los enunciados no acceden a la Constitución de forma estanca, sino que se insertan en el lenguaje constitucional sirviendo, por tanto, al desarrollo de los derechos y a la interpretación extensiva de sus cláusulas de atribución 35. Por ello, la mención textual a la objeción de conciencia en un apartado de la CE no impide, como consecuencia necesaria, identificar su relevancia constitucional en otro apartado de la CE aunque no se mencione de forma 34   A. Ruiz Miguel, «La objeción de conciencia a deberes cívicos», en Revista Española de Derecho Constitucional, núm. 47, mayo-agosto de 1996. Por su parte, la última decisión al respecto, la STC 216/99, aun cuando inadmite la demanda de amparo por extemporánea planteada por un candidato a jurado que alegaba imposibilidad por razones de conciencia, el Tribunal no descarta, ab initio, la relevancia constitucional de la pretensión. 35   «El horizonte general representado por los valores guías contenidos en la Constitución debe convertirse en la precomprensión propia del intérprete del derecho positivo al aproximarse a los textos. Sobre todo si es un juez, dicho intérprete no pude dejar de considerar la referencia y el vínculo a los valores positivizados como contenidos sustanciales del derecho positivo, puestos como fundamentos de la comunidad civil a la que institucional y formalmente pertenece», en G. Zaccaria, Razón Jurídica e interpretación, Madrid, Civitas, 2004, p. 253.

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expresa. La intratextualidad permite extraer nuevos significados y tipos de aplicación constitucional siempre que pueda identificarse una relación de medio a fin de suficiente entidad constitucional a una determinada cláusula para dotar de mayor sentido y contenido reaccional a un determinado derecho. A ello hemos de añadir instrumentos iusfundamentales de necesaria relevancia prescriptiva ex art. 10 CE, como la Recomendación R (87), de 9 de abril, del Consejo de Europa, al hilo del alcance del art. 9 CEDH 36 y el art. II.70 de la Carta de Derechos fundamentales de la Unión Europea por el que se reconoce el derecho a la objeción de conciencia de acuerdo con las leyes nacionales que regulen su ejercicio. Al respeto, cabría oponer que dicha previsión lo único que hace es reafirmar la necesaria interposición del legislador ordinario para activar el derecho lo que le priva de iusfundamentalidad originaria. Sin embargo, dicho argumento puede ser combatido afirmando que aquélla viene de la mano de su propia mención, pues ningún legislador constituyente necesita nominar derechos no iusfundamentales, dentro del capítulo dedicado a ellos. Y que, en todo caso, la interposición del legislador no lo es para su reconocimiento sino para regular su ejercicio, por lo que nunca podría privar de su contenido esencial que en términos reaccionales fue destacado por el Tribunal Constitucional en su STC 53/85. De alguna manera, la expresa mención y la invocación que se hace a labor intermediadora del legislador adquiriría el mismo sentido funcional que se ha atribuido de forma unánime al derecho a la huelga que se contempla en el art. 28 CE. Por tanto, hay buenas razones para afirmar que el derecho a la objeción de conciencia comparte la naturaleza de fundamental en cuanto cabe identificarlo como un contenido reaccional del derecho a la libertad ideológica, lo que reclama especiales tratamientos deferenciales por parte tanto del legislador como de los jueces. Ello se traduce, desde luego, en la necesidad de diseñar una compleja red de condiciones y estándares destinados, por un lado, a racionalizar constitucionalmente su contenido y, por otro, a garantizar su eficacia. Y es aquí donde la intermediación del legislador adquiere una importancia decisiva. La propuesta de actuación giraría sobre tres ejes: primero, el mandato de diferenciación; segundo, la necesaria interpretación constitucional del contenido de la cláusula de orden público, como límite, distinguiendo o 36   Vid. STEDH, caso Bayatyan contra Armenia, de 7 de julio de 2011. El Tribunal considera vulnerado el art. 9 CEDH por la condena de un objetor de conciencia al servicio militar obligatorio.

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precisando qué tipo de fidelidad, y respecto a qué, debe exigirse al ciudadano; tercero, el rechazo de objeciones que pongan en entredicho de forma relevante los fundamentos de la convivencia pacífica, de la igualdad, de la justicia y del propio pluralismo político y social. Los estándares ponderativos, en consecuencia, deberían responder, a mi parecer, a los siguientes: — Tomar en cuenta la perspectiva del objetor, si bien ello no implica que el Estado no pueda pretender garantizar que las razones aducidas sean suficientemente serias, precisamente, desde dicha perspectiva. —  Los derechos básicos de terceros que puedan verse afectados. —  Las consecuencias de generalización de la desobediencia o de banalización de ciertas obligaciones jurídicas. —  La necesaria proporción razonable que debe existir entre la mayor protección de la libertad religiosa o ideológica, en su manifestación como derecho a comportarse en las relaciones institucionales o con el Estado según la conciencia, y los derechos y valores, sociales e individuales, en juego. Pese a la debilidad que, a mi parecer, presenta la tesis de la inexistencia de un derecho general a la objeción de conciencia, debe reconocerse la intensa dificultad que concurre para su reconocimiento a los jueces. La razón denegatoria específica se nutre, principalmente, del argumento sobre la exigibilidad de un deber cualificado e inexcusable de fidelidad al ordenamiento jurídico que se desdobla en un una obligación promocional, de actuación conforme a los valores jurídicos, y de una obligación de no trasgresión. La sujeción al derecho de los poderes públicos forma parte de su misma definición 37. A primera lectura, cabe afirmar que el juez, por el simple hecho de serlo, asume, en efecto, no sólo una obligación moral sino también jurídica de obediencia al Derecho, de la que extrae, además, su legitimidad democrática. Deber de obediencia que no puede verse expuesto a cualquier atisbo de justificación de desobediencia. En esa medida, prima facie, el conflicto entre ley y conciencia resultaría una suerte de imposible lógico. De entrada, nada que objetar al presupuesto y a la consecuencia. Pero una aproximación más reflexiva permite descubrir algunas cuestiones o no contestadas o contestadas de forma no particularmente convincente. En efecto, lo primero que debemos cuestionarnos es si el mandato de sujeción se traduce sólo en un mandato de obediencia. Creo que no. El principio de 37   R. Asis Roig, Jueces y normas: la decisión judicial desde el ordenamiento, Madrid, Marcial Pons, 1994, pp. 88 y ss.

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sujeción sugiere, al menos, las siguientes proyecciones 38, no siempre cumulativas: —  Primera, los jueces están sujetos a la ley en el sentido que toda decisión debe estar fundada sobre una específica previsión normativa. Pero éstas pueden ser expresas o implícitas. En este caso, la ley ordena al juez buscar criterios normativos del juicio fuera de la ley misma. —  Segunda, los jueces están sujetos a la ley en el sentido que las decisiones deben materialmente ser conformes con aquélla, leída a la luz de la Constitución. No basta, por tanto, la conformidad formal. —  Tercera, los jueces están sujetos a las leyes en el sentido que deben limitarse a aplicarlas sin que estén autorizados a crear normas ni erga omnes ni fuera de los propios límites de la ley. —  Cuarta, los jueces están sujetos a la ley en el sentido que tienen la obligación de conocerla, pues ello constituye un presupuesto de su aplicación. —  Quinta, los jueces están sujetos a las leyes en el sentido que en ningún caso están autorizados a rechazar su aplicación, salvo leyes abrogadas o mediante su cuestionamiento constitucional o comunitario. —  Sexta, los jueces están sometidos al imperio de la ley, en el sentido que se entienda incluida en dicha cláusula la Constitución, lo que se traduce en la obligación de elaborar interpretaciones adecuadoras entre la ley ordinaria y la norma constitucional y de controlar la validez formal y material de normas infralegales. —  Séptima, la sujeción sólo a la ley implica que los jueces deben gozar de total autonomía de juicio sin que puedan estar sometidos a órdenes o directrices políticas externas. —  Octava, el principio de sujeción a la ley implica que el juez, como operador, debe procurar que el proceso aplicativo se ajuste a magnitudes de justicia y, además, su decisión genere confianza colectiva. De ahí que le sean exigibles deberes de motivación, de respeto y protección al proceso justo y, en particular, al derecho de las partes a un juez imparcial. Precisamente, el adecuado cumplimiento de dichos deberes es lo que permite controlar la específica eficacia del principio de sujeción. Lo anterior permite apuntar algunas conclusiones aproximativas: —  Primera, la cláusula de sujeción tiene un contenido complejo. —  Segunda, la cláusula comporta deberes institucionales y facultades de identificación de su contenido. —  Tercera, la cláusula, si bien impide, desde todo punto de vista, que los jueces inapliquen la norma o contradecirla en sentido formal y material en términos irreductibles o desplazarla por argumentos no normativos basados en la conciencia o en concepciones ideológicas, no se traduce de 38

  R. Guastini, Il Giudice e la legge, Torino, G. Giappichelli Editore, 1995, pp. 120 y ss.

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forma necesaria en una prohibición constitucional absoluta de expectativas de disculpa de la obligación de aplicarla. La cláusula dice y comporta muchas consecuencias, pero no excluye la relevancia constitucional de todos los problemas que sugiere su aplicación. Por otro lado, la negación del derecho a la objeción de conciencia de los jueces también parte de un cierto idealismo constitucional. Ello se traduce en que el juez no puede objetar su conciencia, pues no tiene razones para hacerlo cuando de lo que se trata es de aplicar el derecho y sus consecuencias en el Estado constitucional. El juez, en este contexto, siempre puede hacer justicia con el Derecho. Ya sea identificando la única respuesta correcta u optando por los diferentes argumentos que ofrecen los juicios de ponderación entre derechos y principios el juez razonable podrá cohonestar exigencias de conciencia y de justicia. La ductilidad de los materiales normativos que caracteriza a los sistemas constitucionales permite operaciones argumentativas compatibles. Por tanto, el juez que, pese a ello, arguya un problema de conciencia tiene un problema grave. No sería el modelo normativo el que le impide pronunciar una decisión justa en conciencia, sino que ésta se nutriría de valores no contemplados en la Constitución. La tesis de la compatibilidad ofrece algunos puntos discutibles: El primero, partir de la presunción de que el derecho en los Estados democráticos configura de forma necesaria el mejor de los mundos jurídicamente imaginables. Es obvio que la realidad no siempre lo confirma. El segundo, tomar en cuenta, sólo, un escenario de casos difíciles en los que la tasa de elasticidad y ductilidad del material normativo se presenta siempre particularmente alta. Dicho punto de observación deja fuera el problema que plantean los casos sencillos, incluso los más sencillos, en los que la regla contempla exactamente el supuesto de hecho sometido a la decisión del juez estableciendo las consecuencias necesarias del proceso de adjudicación, no modificables por juicios de oportunidad, proporcionalidad o adaptación mediante criterios generales de racionalidad. El tercero, obviar o mejor dicho construir la presunción de compatibilidad entre conciencia y justicia a partir de criterios exclusivamente normativos, esto es, en atención al mayor o menor grado de definición y precisión de las reglas y principios aplicables al caso, sin tomar en cuenta la experiencia concreta del juez. Ésta comporta un cambio radical de perspectiva. Desde la experiencia concreta del juez ya no puede hablarse, en términos normativos, de casos intrínsecamente fáciles y difíciles. Así, un caso puede ser difícil aunque exista una única regla que le sea aplicable, si el juez considera que el resultado al que conduce dicha regla es arbitra-

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riamente injusto. Precisamente, debido a que el resultado dictado por el Derecho parece obvio, es especialmente difícil el trabajo del juez que desea construir una argumentación convincente en favor de la sentencia contraria, surgiendo, en consecuencia, los problemas agudos de conciencia. De la misma manera, un caso puede ser fácil justamente porque las reglas que le son aplicables son ambiguas, dado que, en estas circunstancias, el material jurídico se muestra muy dúctil y el juez puede llegar sin inconvenientes al fallo que en conciencia desea. Por otro lado, muy vinculada a las previas objeciones, la tesis de la compatibilidad no contempla el escenario en el que se produce la decisión judicial que no siempre se explica bajo la fórmula lo que puedo hacer sino de lo que debo hacer. Por tanto, resulta difícil negar que aun en el Estado constitucional, si bien de forma excepcional o residual, el juez puede enfrentarse a problemas de conciencia —que no puede aparcar— que le impiden llegar a la sentencia que desea dictar en conciencia y lo que la norma aplicable le indica que debe dictar. Los argumentos en contra del reconocimiento del derecho a la objeción de conciencia de los jueces a la luz de las razones críticas que cabe oponer a los mismos permiten reconstruir algunos presupuestos básicos:   1. El juez es titular del derecho a la libertad ideológica.   2. El juez, como cualificado agente del poder público, no puede de manera alguna desobedecer la ley.   3. El juez debe aplicar la ley de manera conforme y compatible con su dimensión material.   4. El juez cuando aplica la ley no puede recibir indicaciones o directrices políticas.   5. El juez cuando aplica la ley debe garantizar un proceso justo y equitativo y debe ofrecer razones, buenas razones, que permitan, por un lado, controlar que, en efecto, se ha sometido a la ley y, por otro, generar confianza colectiva.   6. Por lo general, el juez en el Estado constitucional y en los casos difíciles para cuya resolución intervienen materiales normativos de textura abierta podrá con mayor o menor facilidad interpretar aquéllos de conformidad a su conciencia, que debe nutrirse, en todo caso, de valores constitucionales.   7. El juez debe someter su decisión, en los casos difíciles, a un exigente equilibrio reflexivo en diálogo con todas las razones expuestas, respetando el programa que impone la ética procedimental.   8. En ocasiones, en procesos de adjudicación normativamente fáciles, o muy fáciles, las consecuencias necesarias que se derivan de

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la decisión pueden comprometer, sin escape, algunos núcleos de la conciencia del juez.   9. Ante determinados conflictos, generalmente de relevancia iusfundamental, la ideología religiosa, o no, del juez puede ser percibida por las partes como un riesgo para su derecho al juez imparcial. 10. En ocasiones, el juez debe ser consciente que su posicionamiento público sobre determinadas cuestiones puede mermar la confianza colectiva en la decisión que adopte. A mi parecer, algunos de los supuestos problemáticos enunciados sugieren la necesidad de reflexionar si caben posibilidades reaccionales mediante fórmulas de objeción. Al respecto, y en línea de principio, no resultaría admisible en aquellos supuestos en los que el ejercicio del derecho a la objeción de conciencia comporte un impacto notable en el fundamento constitucional de la función del juez —adjudicar conforme a la ley y generar confianza en el sistema normativo—. En particular, en los casos en los que el juez dispone de un marco amplio de argumentación que le permita hacer patente que el conflicto de conciencia no desborda los fundamentos pluralistas de los valores y principios constitucionales. El juez, en todo caso, debe ser consciente de los límites éticos que le obligan a evitar una excesiva intervención pública mediante manifestaciones ideológicas que puedan comprometer su imagen de imparcialidad subjetiva. Por tanto, en conflictos de los que deba conocer de especial densidad constitucional y axiológica puede estar justificada la recusación de las partes por razones ideológicas. En supuestos en los que la decisión de consecuencias adoptada por un juez traiga causa de la mera subsunción silogística o de algún tipo de intervención reglada, no declarativa o identificativa del Derecho —por tanto, sin consecuencias sobre la función promocional de la ley que incumbe específicamente a los jueces como obligación— en cuanto dicha intervención se aproxima materialmente a la de cualquier otro funcionario, cabe reconocer espacio a la objeción 39. No obstante, para dicho reconocimiento deberían aplicarse, en todo caso, estándares restrictivos derivados, precisamente, de su condición de autoridad y no de simple ciudadano —acreditación de la seriedad de las razones, desde un punto de vista interno 39   Éste fue el supuesto resuelto en la STS —Sala Tercera— de 5 de mayo de 2009. En el caso, el juez que pretendió el reconocimiento del derecho a la objeción de conciencia cumplía funciones de encargado del Registro Civil y, por tanto, el acto del que pretendía ser excusado de realizar poco tenía que ver con funciones estrictamente jurisdiccionales. La decisión del Tribunal Supremo no identifica dicha singularidad, ofreciendo, a mi parecer, razones denegatorias escasamente ponderativas a la luz de las circunstancias del caso.

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[SSTC 160/1989, 154/2002] y adeudada valoración de las consecuencias sobre los derechos de protección de los ciudadanos y de los costes sobre el modelo de organización—. En supuestos excepcionales, el juez que considere que su ideología socialmente proyectada puede comprometer su imagen de imparcialidad en el caso concreto podría acudir a la vía de la abstención sobre la base de una causa supralegal para solicitar el apartamiento del caso. Las posibilidades enunciadas surgen al hilo de la necesidad de profundizar sobre la utilidad constitucional de establecer excepcionales, racionales y ponderativas cláusulas de escape partiendo de una realidad insoslayable: que la conciencia del juez no pude colgarse en el perchero 40 al tiempo que se pone la toga. La conciencia del juez siempre debe acompañarle. Y no puede ser de otra manera. Como también afirma Muguerza, hay algo mucho más indeseable para un sistema político que la ausencia del Derecho: la aplicación inanimada y deshumanizada del mismo. La cuestión es determinar si cabe autorizar, desde los fines a los quede debe responder cualquier sistema constitucional avanzado, y para su efectiva preservación, que en alguna ocasión la conciencia del juez pueda justificar no la desobediencia del Derecho sino la posibilidad de dispensarle de la obligación de aplicarlo en el caso concreto con la consecuencia de transferir la función de adjudicación a otro juez. La respuesta es, sin duda, compleja pero, al tiempo, trascendente, pues sirve para identificar qué lugar debe ocupar la libertad ideológica en el espacio de ejercicio del poder reconocido a los jueces en el Estado constitucional.

40   J. Muguerza, «El Tribunal de la conciencia y la conciencia del tribunal: una reflexión ética-jurídica sobre la ley y la conciencia», DOXA, núm. 15-16, vol. II, 1994, pp. 555 y ss.

LIBERTAD DE EXPRESIÓN DE JUECES Y MAGISTRADOS Jorge F. Malem Seña

Catedrático de Filosofía del Derecho Universitat Pompeu Fabra

I. INTRODUCCIÓN La libertad de expresión es un derecho fundamental en una democracia que debe ser protegido y garantizado de la forma más eficaz y amplia posible. Protegido frente al ataque y la interferencia de los demás y no sólo del Estado. Hay que construir murallas que supongan una defensa adecuada para los intentos de limitarlo de un modo ilegítimo. Garantizado para potenciar su disfrute con la máxima amplitud que sea compatible con un esquema de derechos iguales para todos los ciudadanos. Pero esto no supone, naturalmente, que el derecho a la libertad de expresión, como ocurre con cualquier otro derecho, sea incondicionado o que su disfrute no pueda ser restringido. En primer lugar porque la libertad de expresión se inserta en un entramado de diferentes derechos y deberes con los que puede colisionar y no siempre salir triunfante. La libertad de expresión, aunque merezca ser bien atrincherada, no opera en un marco de solitud normativa. Los derechos a la intimidad o al honor, por ejemplo, parecen adversarios dignos a ser tomados en consideración en el juego de ponderación entre derechos que

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ameritan ser necesariamente sopesados. Y en segundo lugar, porque el disfrute de ese derecho puede limitarse por la posición, el cargo o la función que tiene o cumple un determinado ciudadano. La libertad de expresión puede ser entendida, en un sentido amplio, como aquel derecho que permite expresar y manifestar ideas que ayudan a que los ciudadanos puedan informarse con el fin de contribuir mejor al autogobierno colectivo. Esto no supone que la libertad de expresión proteja únicamente las emisiones de contenidos estrictamente políticos; tales contenidos pueden tener también un carácter social, cultural, mercantil, etc. Tampoco supone que cualquier expresión de ideas pueda ser amparada por la libertad de expresión. Este derecho no implica, por tanto, que se proteja cualquier opinión basada en el ejercicio de la autonomía personal. A través de la libertad de expresión y de información se protege la formación de una opinión pública libre y el pluralismo político que debe caracterizar a una sociedad democrática. Si la libertad de expresión garantiza y protege el derecho de los ciudadanos a comunicar sus ideas en público para mejorar el autogobierno colectivo, alguien podría pensar, pues, que la libertad de expresión ampara sólo la transmisión de opiniones emitidas verbalmente. Sin embargo, tal no es el caso. Comunicar no queda reducido aquí a formular expresiones mediante enunciados proposicionales, sino que incluye también actos de expresión simbólicos realizados con la intención de llegar al menos a parte del público. Por esa razón, una de las peculiaridades del ejercicio del derecho a la libertad de expresión consiste en que el contenido de los mensajes que se manifiestan no requiere ser presentado en un lenguaje natural, oral o escrito, sino que puede formularse a través de acciones o de comportamientos diversos. Son bien conocidos los ejemplos de aquellos que quemaban la cartilla de alistamiento como un modo de manifestar su oposición a la guerra del Vietnam o realizan sentadas o marchas para hacer saber su oposición a acciones políticas o empresariales. En determinados contextos, el comportamiento de una persona denota no sólo cómo es esa persona, sino que se transforma en un vehículo idóneo mediante el cual se exponen ideas que al menos parte del auditorio capta sin mayores dificultades. Con estas consideraciones en mente, la pregunta acerca de cuál es el grado de disfrute que tienen los jueces y magistrados del derecho a expresar libremente sus opiniones no es fácil de precisar de un modo general. En primer lugar, porque los modelos de jueces han cambiado históricamente y por ello la amplitud o restricción del goce de derechos que tienen y que incluso les afecta como ciudadano no siempre ha sido el mismo. Y en segundo lugar, porque en países como el nuestro, con una democracia constitucional, no conviene olvidar que el juez también es un funcionario

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público sujeto a normas específicas que le son aplicables debido únicamente a su estatus. Los derechos de los jueces y el nivel de su disfrute dependen por completo, entonces, del sistema jurídico aplicable al juez y del entramado institucional, que es del todo contingente. En lo que sigue, presentaré de un modo sucinto cuál es la principal labor de jueces y magistrados, en qué marco institucional deben realizar dicha labor y qué papel debería jugar la libertad de expresión en esa labor. Posteriormente haré unas breves referencias a las manifestaciones que las personas que detentan el cargo de jueces y magistrados podrían hacer sin comprometer las exigencias institucionales en las que desarrolla su actividad profesional, esto es, qué puede hacer en tanto que funcionario. Por último, terminaré con unas breves reflexiones acerca de cómo queda afectada la libertad de expresión de los jueces en su calidad de ciudadanos 1. II.  LA FUNCIÓN JURISDICCIONAL El ordenamiento constitucional español establece que la primera tarea de los jueces y magistrados consiste en juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, siendo lo propio de jueces y magistrados decidir en todos los casos que competencialmente les corresponden y hacerlo conforme a derecho. En ese sentido, les está vedada cualquier otra actividad no autorizada por las leyes. Pero éstos no son los únicos imperativos que han de guiar la función jurisdiccional. El juez no tiene un poder libérrimo para decidir los casos que conocen sino que por el contrario su capacidad para juzgar y hacer ejecutar lo juzgado está reglada y por ende sometida a exigencias y límites diversos. De entre estas exigencias convendría señalar, sin ánimo de exhaustividad, las siguientes. El juez ha de decidir motivadamente y ha de hacerlo en un marco de independencia y de imparcialidad, reconociendo para sí la exclusividad y el cuasi monopolio de la tarea de juzgar. Y lo que es también importante, el juez ha de contribuir a afianzar la confianza de los ciudadanos en la justicia y abstenerse de cualquier conducta que vaya en contra de la función que el Estado le tiene encomendada. Para garantizar éstas y otras obligaciones el Estado hace responsable a jueces y magistrados civil, disciplinaria y penalmente. El juez tiene además cierta capacidad discrecional para actuar otorgada por el legislador en algunos casos y por la propia estruc1   Obviamente la vinculación entre libertad de expresión y jueces puede analizarse desde al menos otra perspectiva distinta; esto es, cómo deben tratar los medios de comunicación a los jueces y a las cuestiones jurisdiccionales en general. Y las restricciones a la libertad de expresión que ello comporta para tales medios. No prestaré atención aquí a ese aspecto.

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tura del derecho en otras. Este entramado legal parece configurar, de un modo general, la actividad del juez en tanto que juez. A continuación presentaré qué papel juega la libertad de expresión en la tarea de juzgar y hacer cumplir lo juzgado, siempre motivadamente y conforme a Derecho que, como se ha señalado, son obligaciones fundamentales que han de cumplir jueces y magistrados.

III. DE LA MOTIVACIÓN DE LAS SENTENCIAS Y LA APLICACIÓN DEL DERECHO La constitucionalización del deber de motivar las decisiones judiciales por parte de jueces y magistrados no hizo sino situar dicho deber en un nivel jerárquico superior al que ya existía legislativamente. Sin embargo, tal prelación o estatus jerárquico no resolvió cómo se ha de entender y cumplir dicho deber. Motivar, aunque en algún sentido pueda significar «ofrecer motivos», ha de entenderse en este contexto como justificar. Si ofrecer motivos es explicar o describir el itinerario sicológico o el proceso intelectivo seguido por el juez para alcanzar un veredicto, justificar supone ofrecer razones a favor de una decisión que resultan aceptables 2. Pero la justificación de una decisión judicial ha de hacerse también según los cánones legales vigentes en el momento de esa decisión. Las restricciones, tanto formales como materiales, impuestas legalmente respecto de cómo se han de ofrecer dichas razones, son una cuestión empírica y su imposición absolutamente contingente, aunque nadie ignora por ello su importancia. En general, el legislador suele establecer cómo será la estructura de una decisión, qué se debe justificar y el valor de las pruebas acreditativas. Según una determinada versión estándar, para que una decisión esté justificada ha de estarlo tanto interna como externamente. La justificación interna supone la correlación lógica entre los enunciados fácticos y normativos de la decisión y el fallo de la misma. Esto es, el fallo de una decisión ha de ser una consecuencia lógica de las premisas de hecho y de derecho. La justificación externa, por otra parte, tiene dos vertientes. Según la primera, se han de justificar los enunciados de hecho de una sentencia. Según la segunda, se han de justificar los enunciados normativos de la misma. 2   Vid. A. García Figueroa, «De lo que el derecho dice a los jueces», Jueces para la democracia, núm. 36, noviembre de 1999, p. 59.

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Para que un enunciado de carácter fáctico esté justificado ha de ser verdadero. Es decir, las premisas empíricas que forman parte del fundamento de hecho de las decisiones judiciales deben ser verdaderas. Existen muchos argumentos a favor de esta tesis, que no reproduciré aquí. Basta señalar por todos que la aplicación del Derecho supone que los enunciados acerca de los hechos objeto del proceso son verdaderos. Si la norma establece «el que mata a otro será reprimido con ocho años» y se castiga a Juan por haber matado a Pedro con la pena de ocho años de prisión, la única forma de entender que se ha aplicado correctamente el Derecho en ese caso es que efectivamente Juan haya matado a Pedro. Si no lo hizo, no se aplicó el Derecho independientemente de su condena. El juez cometió una arbitrariedad o hizo un acto de magia, pero no aplicó el Derecho, porque el Derecho establece esa pena para «el que mata…». En cuanto a la justificación externa normativa, no conviene olvidar que el juez ha de resolver las controversias aplicando el Derecho. Esto es, para solucionar las cuestiones planteadas ha de invocar una o más normas jurídicas generales y ha de ofrecer razones de por qué las ha escogido, aunque goce de cierto margen de discrecionalidad para realizar esa tarea. Y aunque se reconozca que la identificación de la norma aplicable y su aplicación propiamente dicha no sea una tarea simple y que las operaciones que tiene que realizar el juez en el proceso de toma de decisiones sean complejas, no se debe opacar el hecho de que la construcción de las razones por las cuales se aplica una norma es una cuestión técnica-jurídica, sujeta a un razonamiento en gran parte reglado donde no todo vale. La pregunta es qué papel juega la libertad de expresión de los jueces y magistrados en el contexto de la justificación de sus decisiones. Desde luego, por las propias características del razonamiento lógico-deductivo, la libertad de expresión no tiene lugar en la justificación interna. Opinar lo contrario sería como decir que la libertad de expresión tiene un papel determinante en la formulación de las operaciones matemáticas. Cuando el matemático sostiene que 2 + 2 = 4 no está haciendo uso de su libertad de expresión, sino siguiendo las reglas de las matemáticas, ni tampoco el juez lo hace cuando sostiene que su fallo es consecuencia lógica de lo contenido en las premisas fácticas y normativas. Él sigue las reglas de la lógica. En cuanto a la justificación de carácter fáctico. El juez debe formular enunciados verdaderos acerca de los hechos del proceso. Si el juez decide adjetivar los hechos o realizar algunas valoraciones políticas o morales acerca de los hechos objeto del proceso no agrega ni una pizca de verdad a los enunciados fácticos que tiene la obligación de formular. Es más, sus propias opiniones causadas por sus convicciones religiosas, políticas, morales o ideológicas pueden llegar a conspirar contra la verdad del enunciado u oscurecer su significado. Si un hombre mata a su ex pareja sentimen-

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tal golpeándola repetidamente con un hueso de jamón hasta destrozarle por completo el cráneo, nada agrega a la descripción de ese hecho que la jueza califique esa muerte como «crimen atroz y execrable fruto de la vorazmente aniquiladora violencia machista». Al verter sus personales opiniones se aparta del cumplimiento de sus obligaciones y sale de su cerco competencial, aunque se comparta la idea de que sea un «crimen atroz y execrable». Y lo mismo ocurre con la justificación de las premisas normativas. El juez ha de explicar las razones de por qué resuelve la controversia planteada en virtud de la aplicación de una norma y no de otra, atendiendo a las técnicas jurídicas que rigen la interpretación y aplicación del Derecho. Pero esta actividad nada tiene que ver con las idiosincráticas visiones u opiniones que el juzgador tiene sobre la solución dada al caso por el legislador. Ni con sus opiniones acerca de la justicia de la norma, ni con la evaluación ideológica, política o moral de la misma. El juez tiene la obligación de aplicar la norma que corresponde incluso aunque le disguste. Y si pone de manifiesto su disgusto, se equivoca. Tal manifestación no agrega nada a la correcta aplicación de la norma, labor que tiene la obligación legal de cumplir. Aquí tampoco la libertad de expresión de jueces y magistrados juega papel alguno. El Estado no paga al juez para que muestre su adhesión, conformidad o disconformidad ante el sistema jurídico en general o hacia una norma particular. El Estado le paga para que juzgue y haga ejecutar lo juzgado aplicando el derecho no para que opine libremente sobre los hechos que le toca juzgar o sobre las normas que le toca aplicar. Estas exigencias vienen determinadas por el derecho a la tutela judicial efectiva de los ciudadanos y que los jueces y magistrados deben garantizar y no por la libertad de expresión de los jueces 3. IV.  EL JUEZ FUNCIONARIO El juez es además un funcionario del Estado. Como tal ha de cumplir con ciertas obligaciones y restricciones que le son particularmente impuestas. Y que no valdrían respecto de un ciudadano que no fuera juez-funcionario. En palabras de Requero Ibáñez, «quien accede en la forma jurídicamente prevista a la condición de juez, voluntariamente se somete a un estatuto que modula su condición de ciudadano en el sentido de que es titular en exclusivo de ciertos poderes, pero por razón de los mismos queda sometido a un régimen de deberes y limitaciones más intenso respecto del que cabe predicar de cualquier otro ciudadano» 4. 3   De esta misma opinión parece ser M. Carrillo; vid. «Cuando los jueces se expresan», El País, sábado 26 de junio de 2010, p. 29. 4   Vid., J. L. Requero Ibáñez, «Libertad de expresión y de opinión de los jueces», La Ley, núm. 5700, 20 de enero de 2003, p. 1507.

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Las limitaciones a la libertad del juez como funcionario son de variado signo, según los concretos sistemas jurídicos de referencia. Así, por ejemplo, en España el juez no puede pertenecer a partidos políticos o a sindicatos. No puede participar en actividades políticas partidistas exceptuando su derecho al voto, aunque haya sentencias que sostengan que el juez puede expresar sus ideas políticas. Ni tampoco puede dirigir felicitaciones o censuras a los poderes, autoridades o funcionarios públicos. En algunas le­gislaciones, como la argentina, además, se le prohíbe incluso asistir a salas o recintos donde se practican juegos de azar y algunas otras prohibiciones semejantes. Entre las exigencias comunes a las cuales el juez está sometido en su calidad de funcionario se encuentra el deber de sigilo o secreto. El juez debe abstenerse de hacer público los datos relativos al objeto, las personas y las circunstancias que rodean el caso que está sometido a su jurisdicción. Debe obviar todo comentario, cualquiera que sea el medio empleado, que suponga el conocimiento por parte del público de sus actuaciones pasadas o presentes, o sobre sus intenciones futuras en la causa 5. Dada esta prohibición, el juez no puede referirse a un caso que juzga mientras imparte una conferencia en una sede universitaria, actividad académica en principio permitida, ni tampoco puede hacerlo en los corrillos formados en los pasillos universitarios después de dicha conferencia ante los medios de comunicación. Mientras más silencioso sea el juez a este respecto, tanto mejor. Por ese motivo, además, los jueces no pueden filtrar a la prensa partes del expediente judicial, ya sea de forma cuasi anónima o a través de persona interpuesta. En determinadas jurisdicciones y en algunos países ésta suele ser una práctica más habitual de lo que cabría pensar y sería deseable. Por eso estoy de acuerdo con quienes propugnan que la filtración a la prensa por parte de los jueces de aspectos sometidos a su jurisdicción debería ser establecido como delito específico 6. Tanto las declaraciones encubiertas como conferencias universitarias o de otro tipo, como las filtraciones de diferentes calibres a los medios de comunicación pueden tener diversas explicaciones. Desde la más espuria a las loables. Desde la intención de congraciarse con el poder político o de hacerle daño, a la voluntad de informar a los ciudadanos sobre determinados aspectos del proceso que les causan conmoción. Informar en detalle 5   Vid. art. 417.12 LOPJ. Un caso algo diferente ocurre cuando un juez se refiere a una causa que estuvo bajo su jurisdicción una vez transcurrido un largo periodo, digamos treinta años. Aquí la prohibición se atenuaría siempre que sus manifestaciones no afecten los derechos de terceros y sean datos o aspectos contenidos en el expediente judicial. 6   Existen ya en los códigos penales tipo delitos de revelación de secretos de funcionario público y otros afines; aquí se propugna el establecimiento de una figura penal específica para el caso de un juez.

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sobre las maquinaciones realizadas en un caso de corrupción que implican a funcionarios o políticos como forma de entrar en el debate público es un ejemplo del primer tipo de motivaciones. Hacer conocer a la prensa, y por su intermedio al público, qué operaciones de rastreo en un río o en zonas adyacentes se llevan a cabo para la búsqueda del cadáver de una joven supuestamente violada y muerta es un ejemplo del segundo tipo de motivaciones. Sean cuales fueren las motivaciones, subyace la idea por parte de algunos de estos jueces que se manifiestan ante la prensa o ante el público en general de que su misión es participar en una especie de batalla o guerra y que deben «ganar» el conflicto que le toca dirimir, ya sea contra la droga, la corrupción, el crimen organizado o la violación de los derechos humanos. Y pretenden además alcanzar una «legitimación» popular distinta de la que tienen por obedecer el mandato constitucional de juzgar y hacer cumplir lo juzgado conforme a derecho en una sociedad democrática. De ahí que les guste decir que luchan contra la corrupción y el crimen organizado, por ejemplo, o necesitan el aliento del público y la legitimación de los ciudadanos para alcanzar un mayor apoyo institucional para sus fines o simplemente una excusa para seguir adelante en su empeño 7. Pero la misión de los jueces no consiste en luchar en ninguna guerra particular ni en «ganar» conflicto alguno, aunque el supuesto enemigo que se dibuja sea tan odioso como el crimen organizado o la corrupción. La única misión del juez es resolver los conflictos aplicando el Derecho; fuera de ello se comporta al margen del sistema jurídico y equivoca sus razones y función. Y tampoco tiene sentido que busque la legitimación popular, el juez no es un político, estrictamente hablando, que hace gala de representación popular cualquiera que sea su definición, aunque encarne un poder del Estado. Su fuente de legitimidad surge en una democracia del cumplimiento de sus obligaciones legales, y no del apoyo popular a sus acciones. Si esto fuera así, nada avalaría que el juez participe intencionadamente en el debate político o social a través de sus decisiones, presentando su cometido profesional como el de un buen soldado justiciero que además goza del fervor popular. Nada le autoriza a presentarse de ese modo. No es, simplemente, su función. Y estos excesos nada tienen que ver con la libertad de expresión 8, a pesar de que algunos jueces hacen referencia a ella en sus dichos y acciones con la excusa de que están ejerciendo ese derecho. 7   En cualquier caso, queda claro que, como una cuestión de hecho, los jueces pueden llegar a participar en el debate público con sus decisiones. Las decisiones del juez Baltasar Garzón sobre el «caso Pinochet» provocaron, de hecho, un debate público amplio y abierto en la comunidad internacional acerca de los límites de la capacidad punitiva del Estado y sobre el alcance de la justicia universal. Y lo hubieran provocado aun en el supuesto que el propio juez no lo hubiera querido. 8   Vid., en ese sentido, J. L. Requero Ibáñez, «Libertad de expresión y opinión de los jueces», op. cit., p. 1507.

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En general, por lo demás, existe un régimen de incompatibilidades muy severas para que el juez pueda desarrollar tareas diversas a las jurisdiccionales donde fuera de la docencia y de las actividades artísticas, científicas o técnicas, poco más le está permitido. Y muchas de estas actividades previa autorización del organismo competente que le gobierna. Así lo piensa también el Tribunal Constitucional, que admite que en el contexto de esas limitaciones la libertad de expresión de ciertos funcionarios pueda limitarse por la función que cumplen, el grado de jerarquización o disciplina interna a los que están sometidos o por otros factores que dependen de cada caso. De modo que expresiones o informaciones que en otros contextos pueden ser legítimas se ven restringidas en el ámbito de relación funcionarial. En ese sentido, la limitación de derechos de un juez no puede ser la misma que la de un cartero o la de un profesor de universidad, ambos también funcionarios. Tan es así, que el juez debe abstenerse de hacer declaraciones a la prensa como respuesta al ataque de algún medio de comunicación, de una de las partes de un proceso que conozca, de otro juez o de miembros del foro donde ejerce la jurisdicción. Precisamente debido a su deber de reserva y discreción propio de su profesión, dice el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, «los magistrados no pueden defenderse de la misma manera, por ejemplo, que un hombre político cuando un cierto tipo de prensa, aparentemente ávida de sensaciones lucrativas, los ataca y los arrastra por el lodo… ya que… un juez no puede discutir en público un caso pendiente ante él a fin de justificar así su conducta…» 9. V.  EL JUEZ CIUDADANO Pero el juez también es un ciudadano que reclama para sí los mismos derechos que cualquier otro ciudadano. Demanda en ese sentido que sus derechos, y su ejercicio, que le corresponde en tanto ciudadano no sean limitados, porque al quitarse la toga el juez deja de ser un servidor del Estado y recupera plenamente su condición de normal y anónimo ciudadano. Exige la mayor cantidad posible de libertad de expresión en ejercicio que sea compatible con un esquema similar de disfrute de libertad de expresión de los demás. Sin embargo, no hay que olvidar que, además de funcionario, el juez ocupa una posición singular dentro del Estado y personaliza uno de los poderes del mismo. Esto supone que su estatuto personal comprende dos grupos de deberes: el primero común a todo funcionario y que se refiere a 9

  STEDH/1997/12, De Haes y Gijsels contra Bélgica.

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su ejercicio profesional, y el segundo que abarca determinados deberes que le son específicos o singulares y que van unidos a la especial relevancia constitucional que ocupa dentro del Estado 10. Hice referencia a algunos de esos deberes en el apartado anterior. Pero a los efectos que aquí interesan mencionaré adicionalmente, entre otros, los siguientes deberes. El juez tiene la obligación de lealtad constitucional, de afianzar la confianza en la justicia y de abstenerse de realizar cualquier acción que pueda ser percibida como una afectación a su independencia e imparcialidad o que vaya en desmedro de la consideración que el ciudadano debería dispensar a la justicia y a sus servidores. Y estos deberes no se satisfacen únicamente en el ejercicio de la función jurisdiccional, ni con el cumplimiento de las obligaciones de funcionario. En ese sentido, todas las tareas ajenas a la actividad jurisdiccional realizadas por la persona que ocupa un cargo de juez no pueden perder de vista tales deberes bajo la excusa de que son realizadas en su papel de ciudadanos. Dicho de otra manera y en palabras del Tribunal Supremo, «no es lícito al juez o magistrado quitarse la toga a su antojo y tratar de convertirse en “ciudadano” para llevar a cabo conductas que supuestamente solo le estarían prohibidas con ella puesta…» 11. Por esa razón no se puede establecer una diferencia tajante entre determinadas actuaciones de un individuo en tanto que juez y en tanto que ciudadano, porque el ciudadano-juez siempre tendrá que cumplir con cierto tipo de obligaciones impuestas al individuo-juez. Las restricciones en el ejercicio de determinados derechos que estarían injustificados en el ciudadano común quedarían así justificadas en el ciudadano-juez. Esto explica en parte que el ciudadano-juez vea restringida su libertad de expresión no sólo por el contenido de sus manifestaciones, sino también por el modo de hacerlas y por el medio utilizado. El ciudadano-juez debe ser sumamente cuidadoso al emitir juicios con contenidos políticos o sociales controvertidos, sobre todo si lo hace prevaleciéndose de su cargo, esto es, si vierte sus opiniones mencionando su cargo de juez o dejando constancia de que lo hace dada su experiencia en el ejercicio de la función jurisdiccional. Y su cautela debe ser aún mayor si se piensa que puede llegar a juzgar sobre lo que opina y que su actitud puede arrojar un mar de dudas acerca de su independencia e imparcialidad. 10   Vid., por ejemplo, STS de 14 de julio de 1999. «Esto explica que su estatus jurídico personal comprenda dos grupos de deberes: unos, comunes a los de los funcionarios, y referidos a la vertiente puramente profesional de su dedicación; y otros que les son específicos o singulares, y que van ligados a la relevancia constitucional del cometido que les corresponde dentro del Estado». 11   STS de 23 de enero 2006, RJ/2006/4321.

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Tal fue el caso de las declaraciones de quien fuera presidente del Tribunal Constitucional español Manuel Jiménez de Parga, que al referirse a la idea de nación y de nacionalidades hizo alusión despectivamente a supuestos hábitos higiénicos de carácter histórico de los pobladores de Catalunya. En palabras del ex magistrado, «en el año 1000, cuando los andaluces teníamos y Granada tenía varias decenas de surtidores de agua de colores distintos y olores diversos y en alguna de esas llamadas comunidades históricas ni siquiera sabían qué era asearse los fines de semana». Estas opiniones fueron formuladas en el marco de un debate sobre el Estado autonómico patrocinado por varias empresas privadas y al que fue invitado en virtud de su cargo 12. En un contexto donde Catalunya reclamaba para sí ser una nación y no una mera nacionalidad, cuestión que en algún momento debía decidir el Tribunal Constitucional. El escándalo que causaron estas palabras fue enorme y provocaron un aumento de la crispación en la vida política e institucional que contribuyeron a desacreditar al propio Tribunal Constitucional y a minar la confianza de los ciudadanos en la justicia. Y más allá de si los conceptos de nación, nacionalidad, comunidades históricas y tantos otros puedan y deban ser debatidos en ámbitos académicos, políticos o periodísticos. Jiménez de Parga no debió entrar en ese debate por el cargo que ostentaba, el contenido de la discusión en juego vedaba su participación, aunque hablara sin la toga puesta. Pero la libertad de expresión de los jueces queda limitada no únicamente por los temas que pueden abordar, sino también por la forma cómo lo hacen. Resulta obvio que el juez, por sus especiales conocimientos, está en una posición idónea para opinar sobre cuestiones técnico-jurídicas, ya sean éstas dogmáticas-científicas, de análisis de casos o de aspectos jurídicos de la actualidad. Puede referirse críticamente por ello a algunas decisiones judiciales o a la labor que desempeñan algunos de sus colegas. Pero debe hacerlo de modo tal que no afecte la dignidad de la justicia o disminuya la confianza del ciudadano en la misma. Por ello, la forma elegida para formular una opinión es importante. El juez no puede, por ejemplo, aludir a otros compañeros u opinar sobre ellos y sus respectivas tareas profesionales de cualquier forma. Que un juez llame «caracol» a otro para significar su lentitud en el desarrollo de una causa no parece ser la mejor manera de expresarse 13. Ni tampoco lo es que en un medio de comunicación un juez manifieste respecto de una decisión 12   Vid. para analizar el contexto y las declaraciones de Jiménez de Parga, el trabajo de Á. Luna Yerga y S. Ramos González, «El honor de Catalunya», Indret, working paper, núm. 201, enero de 2004. 13   Esa fue la expresión utilizada por Santiago Vidal, magistrado de la Sala Penal 10 de la Audiencia de Barcelona, para referirse a Juli Solaz, juez instructor del llamado caso Palau de la Música de Barcelona.

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judicial que es «cainita, mendaz, cínica, prevaricadora» o «inicua e infame que ha pasado por derecho propio a la peor historia de la prevaricación celtibérica» 14. Y tampoco resulta indiferente el contexto o el medio utilizado por el juez para formular una opinión. No es lo mismo un seminario universitario de pocas personas, todas ellas especialistas, sin la presencia de periodistas donde el juez puede explayarse con una mayor libertad, que las declaraciones o artículos firmados en la prensa, donde el potencial lector es el conjunto de la ciudadanía. Y esto cobra una mayor relevancia si se piensa que los medios de comunicación social se han transformado en grandes centros económicos, con intereses políticos propios, cuya objetividad, búsqueda de la verdad y contribución a un debate desinteresado y abierto suele brillar por su ausencia. En este contexto es usual que se practique una especie de «periodismo de trinchera», cuyo objetivo, más que informar, es hacer el mayor daño posible a su oponente político-ideológico o simplemente económico 15. La elección de un medio de comunicación en lugar de otro no suele ser fruto del azar o de la casualidad, suele responder a una posición o estrategia meditada por parte del juez que le sitúa también, o que puede ser interpretada como una toma de posición en este juego de trincheras. Y más si se piensa que los propios jueces suelen mantener canales abiertos y fluidos de comunicación con determinados medios o periodistas para que corran opiniones, informaciones o comentarios interesados en ambas direcciones. Y esto puede contribuir a que se ponga en duda su ecuanimidad o que se merme la confianza del ciudadano en una justicia que comenzará a percibir como parcial o partidista. Y la cuestión se complica un poco más aún, si cabe, si se recuerda que a través de las acciones que tienen un valor simbólico también podemos manifestar opiniones. Esto no supone eliminar la distinción entre «decir» y «hacer». Supone en cambio admitir que cuando actuamos en determinados contextos, nuestros comportamientos comunican mensajes no verbalizados de relativamente fácil comprensión. Tal es el caso de un juez que comulga diariamente en la parroquia de su domicilio, asiste puntualmente a determinadas procesiones y manifiesta fuertes convicciones antiabortistas y a quien le toca juzgar ahora una cuestión vinculada al aborto. ¿Generaría confianza en el ciudadano? ¿Sus ideas expresadas a través de sus actos serían percibidos como una afectación a su imparcialidad? Y lo mismo cabe preguntarse sobre un juez que manifiesta públicamente su homosexualidad   TC, Auto núm. 100/2001, de 26 de abril.   La expresión «periodismo de trinchera» fue mencionada por José María Ridao en una conferencia que impartió en la Universidad Pompeu Fabra sobre periodismo y corrupción dentro del seminario organizado por dicha universidad y la Oficina Antifrau de Catalunya. 14 15

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junto a su actual pareja. ¿Supone este desvelamiento de su sexualidad una actitud militante a favor de los homosexuales que podría sesgar su juicio aunque sea en apariencia? 16. Si el Tribunal Federal alemán de lo contencioso, por ejemplo, condenó en 1990 a un profesor de enseñanza media por acudir a clase con un distintivo antinuclear muy visible con el fundamento de que el funcionario no mantuvo, en el servicio, la imparcialidad y la neutralidad política exigida, y además, porque utilizó su puesto de trabajo para hacer propaganda política en el ejercicio de sus funciones 17, con más razón deberíamos ser capaces de exigir a los jueces la prudencia y la mesura acorde con la dignidad de su cargo. VI. CONCLUSIÓN La visión del juez como un sacerdote —asumiendo que sea una visión positiva— alejado de las pasiones mundanas es un mito en el Estado moderno. Los jueces son personas ancladas en la realidad, con sus propias ideologías y prejuicios. No sería razonable pensar en un juez neutro, políticamente aséptico e ideológicamente impoluto. Pero esto no puede hacer olvidar que el juez es un profesional del ámbito de lo jurídico, además de ser un funcionario del Estado que desarrolla su labor dentro de un marco institucional que le asigna como labor primaria y cuasi exclusiva juzgar y hacer cumplir lo juzgado con sujeción al Derecho. Como profesional, el juez adquiere compromisos morales específicos que le distingue del ciudadano común. Y también contrae otros por el hecho de ser funcionario. Nada obliga a nadie a ser juez. Se entra en el oficio libremente. Pero al hacerlo se aceptan sus cargas. Una de ellas es la reducción del goce de algunos derechos, tesis ésta aceptada aun cuando se piense que la limitación de derechos, sobre todo si son fundamentales, deba interpretarse restrictivamente. Es evidente que los jueces no han de comparecer ante la opinión pública a petición propia, como lo podría hacer cualquier ciudadano, porque esa acción genera compromisos informativos de difícil solución. Los magistrados que lo hagan asumen demasiado rápido el riesgo de desvelar secretos o de adelantar opinión sobre acciones u omisiones de los asuntos bajo sus respectivas jurisdicciones. Y no deben incluso solicitar tal comparecencia ni tan siquiera para defenderse sobre imputaciones o críticas a su persona o a sus decisiones. Y nada más lejos de la función jurisdiccio16   La cuestión aquí no es el derecho del juez y de cualquier otro ciudadano a ejercer libremente su sexualidad, sino la conveniencia de mantener una actitud fuertemente militante incluso a favor de derechos reconocidos. 17   Citado por R. García Macho, Secreto profesional y libertad de expresión del funcionario, Tirant lo Blanch, 1994, p. 137.

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nal que mantener canales abiertos con periodistas afines con el objetivo de intercambiar favores informativos por una parte con notas o artículos de adhesión o de apoyo por la otra. Los jueces han de abstenerse siempre de decir o de hacer algo que ponga en entredicho su independencia e imparcialidad ante el caso concreto que les toca juzgar. Pero esta actitud con ser necesaria no es suficiente. Los jueces tienen un especial deber de lealtad constitucional, como lo tienen también de afianzar la confianza del ciudadano en la justicia, a la vez que han de evitar cualquier manifestación impropia de su profesión. «El síndrome del micrófono o del asalto informativo ha llevado en ocasiones a algunos jueces a situaciones desairadas, cuando no de revelación indebida de datos. Prudencia, pues, precedida de una actitud de abstención. Lo que deba y pueda comunicarse habrá de serlo por los canales usuales y, a ser posible, establecidos» 18. Cuando se jura el cargo de juez se asume una serie de obligaciones para el cumplimiento de su función que excede el ámbito de la actividad estrictamente jurisdiccional y funcionarial y que alcanza a su vida privada. No se puede ser juez únicamente de 8,00 horas de la mañana a 14,30 horas de la tarde. Se es juez todo el día. Esto hace que algunos de los derechos que le corresponderían al juez en tanto que ciudadano pueden ser restringidos en su goce. La libertad de expresión no es una excepción. Por ese motivo los jueces tienen que adiestrarse en el ejercicio de la autocontención, y no únicamente respecto de las opiniones formuladas por escrito u oralmente, sino que deben practicar también la mesura en la realización de actos con fuerte contenido simbólico. Y, por tanto, deben ser cuidadosos con los temas que públicamente abordan, cómo lo hacen y los medios que emplean. Si las formas que deben utilizar los jueces han de ser exquisitamente respetuosas, no es menos cierto que los contenidos de sus expresiones deben ser sopesados cuidadosamente. Incluso si hacen referencia a cuestiones técnico-jurídicas, ya que a veces es difícil separar lo jurídico de lo político e ideológico. Y deben tener especial precaución con los medios de comunicación. En tiempos de crispación y de manifiesta rivalidad periodística-empresarial no es conveniente que el público perciba la figura del juez como formando parte de uno de los contendientes en liza. Legislar sobre estas cuestiones no es tarea fácil. No se puede comprometer la independencia y la imparcialidad judicial. Pero esto no ha de servir de coartada para que los legisladores hagan dejación de funciones. 18   Vid., J. López Gabaldón, «Estatuto judicial y límites a la libertad de expresión y opinión de los jueces», Revista del Poder Judicial, número especial XVII: Justicia, información y opinión pública, p. 8, en la Colección Digital.

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Mientras tanto, y como una manera más de enfrentar esta situación, cabría pensar que los códigos deontológicos de la judicatura podrían indicar cuáles son las aspiraciones de excelencia, las prohibiciones más comunes y los ejemplos más significativos para que los jueces guíen sus conductas respecto del adecuado disfrute de sus derechos, incluido el de la libertad de expresión. No hay jueces totalmente mudos, ni hay comportamientos totalmente neutros desde el punto de vista político-ideológico, por ello tal vez sería poco plausible pensar en un juez que nunca afectara en modo alguno los deberes propios de su profesión. Pero esto obliga a los jueces a un mayor ejercicio de prudencia, mesura y autocontención. Los cargos implican cargas. Y pocos cargos como el de juez implican tantas cargas que no están obligados a padecer los ciudadanos comunes.

EL DERECHO DE ASOCIACIÓN DE LOS JUECES Luis Rodríguez Vega

Magistrado. Juez de lo Mercantil

I. INTRODUCCIÓN Ingresé en la carrera judicial en 1989 y al poco tiempo me asocié a la Asociación Profesional de la Magistratura, de la que llevo formando parte creo unos veinte años. Casi desde el principio he tratado de participar en las diferentes actividades de la asociación, lo que me ha llevado, por diferentes motivos, a ser profesor ordinario de la Escuela Judicial, miembro de la directiva de la Sección de Cataluña, vocal de la Sala de Gobierno del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, miembro de la Comisión de Selección de Jueces y Fiscales e intervenir en diferentes foros, cursos y comisiones. Unas veces he estado cerca de mi asociación y otras me he sentido en las antípodas de sus posiciones, pero nunca he dejado de sentir que podía influir positivamente en sus decisiones. Lógicamente mi ponencia no se va a centrar en relatar mis particulares experiencias; con esta introducción lo que he tratado es de advertir que, en parte, he querido hacer una reflexión personal sobre el derecho de un juez a asociarse, reflexión que, como no podría ser de otra forma, está cuajada de subjetivismo. Espero que al me-

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nos en parte mis opiniones sea mayoritariamente compartidas, lo que tornará en objetivas unas valoraciones personales. II. EL DERECHO DE ASOCIACIÓN La Constitución de 1978 reconoce en su art. 22 el derecho de asociación, con una fórmula muy sencilla en la que se dice precisamente eso: «se reconoce el derecho de asociación». El art. 11.1 del Convenio de Roma de 4 de noviembre de 1950, para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales (CEDH), dispone que: «toda persona tiene derecho a la libertad de reunión pacífica y a la libertad de asociación, incluido el derecho de fundar, con otras, sindicatos y de afiliarse a los mismos para la defensa de sus intereses». Por último, el art. 20 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, de 10 de diciembre de 1948, dice que: «1. Toda persona tiene derecho a la libertad de reunión y de asociación pacíficas. 2. Nadie podrá ser obligado a pertenecer a una asociación». Históricamente el derecho de asociación sufre una incorporación tardía a los catálogos de derechos fundamentales 1. «El primer constitucionalismo, probablemente como reacción frente al orden estamental del Antiguo Régimen, sintió una marcada aversión hacia los “cuerpos intermedios” y las “facciones” por utilizar la terminología de la época; es decir, tendió a mirar con desconfianza —cuando no abiertamente a prohibir— cualesquiera entidades privadas que distorsionaban la correcta visión del interés general» 2. Por ello, en Francia, este derecho no se reconoce hasta una Ley de 1901 y en Estados Unidos su desarrollo ha sido laborar de la jurisprudencia, ya que no está expresamente reconocido en su Constitución, de tal manera que la doctrina ha señalado que se trata de un «producto del constitucionalismo del siglo xx» 3. Como es sabido, el derecho de asociación tiene dos facetas, una positiva y otra negativa. La faceta positiva de este derecho consiste en el derecho a crear asociaciones y a incorporarse a las ya creadas, mientras que en su vertiente negativa consiste en el derecho a no asociarse. En este sentido se pronunció el Tribunal Constitucional en su temprana sentencia 5/981, del Pleno de 13 de febrero 1981 (FJ 19.º), reiterando dichas características en numerosas ocasiones, como en la sentencia núm. 183/1989 de la Sala 1.ª, de 3 de noviembre de 1989. 1   L. Aguiar de Luque, y A. Elvira Perales, en Comentarios a la Constitución española de 1978, dirigida por O. Alzaga, Madrid, Cortes Generales-Editoriales de Derecho Reunidas, t. II, 1997, p. 610. 2   L. M. Díez Picazo, Sistema de Derechos Fundamentales, Madrid, Civitas, 2003, p. 309. 3   L. M. Díez Picazo, op. cit., p. 310.

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III. EL DERECHO DE ASOCIACIÓN DE JUECES Y FISCALES: LA PROHIBICIÓN DE MILITAR EN PARTIDOS POLÍTICOS Y SINDICATOS El derecho de asociación de jueces y fiscales, que no es sino una manifestación concreta de aquel derecho general 4, se encuentra recogido en el art. 127.1 Constitución española en el que se dice que «los jueces y magistrados así como los fiscales, mientras se hallen en activo, no podrán desempeñar otros cargos públicos, ni pertenecer a partidos políticos o sindicatos. La ley establecerá el sistema y modalidades de asociación profesional de los jueces, magistrados y fiscales». El precepto comienza con una prohibición dirigida a los jueces, magistrados y fiscales, de desempeñar otros cargos públicos, pertenecer a partidos políticos y a sindicatos. El primer texto de la ponencia constitucional no incluía a los fiscales ni se refería a los sindicatos, pero tampoco se incluía alguna referencia a las asociaciones judiciales 5. De los votos par­ ticulares que acompañaron el primer texto destaca que Alianza Popular ofreciera un texto alternativo, que limitaba la prohibición a «actuar públicamente en nombre de un partido o figurar en la dirección del mismo». En el mismo sentido los votos particulares de Minoría Catalana y el Grupo Socialista también limitaban la prohibición a la actuación pública como miembro de un partido político, aunque expresamente proponían el reconocimiento del derecho a formar asociaciones y sindicatos profesionales. Por el contrario, UCD proponía ampliar la restricción a sindicatos. El texto que salió de la ponencia ampliaba la prohibición a sindicatos y asociaciones profesionales. Curiosamente, en la comisión constitucional este precepto «originó uno de los debates más enconados de todo el proceso constituyente» 6, en el que se definieron dos posturas, la primera, la de prohibir toda afiliación a sindicatos y partidos políticos (UCD, AP) y, la segunda, limitar la prohibición a desempeño de cargos directos en un partido político y a la actuación pública como miembros de éstos (Grupo Minoría Catalana, Grupo Socialista, Partido Comunista), permitiendo la afiliación de jueces y magistrados a partidos políticos, así como a sindicatos y asociaciones profesionales. 4   G. Fernández Farreres, «Las asociaciones profesionales de jueces y magistrados», en El Poder Judicial, Dirección General de lo Contencioso del Estado, Instituto de Estudios Fiscales, vol. II, p. 1225. 5   Í. Cavero Lataillade, en Comentarios a la Constitución española de 1978, dirigida por Ó. Alzaga, Cortes Generales-Editoriales de Derecho Reunidas, art. 127, p. 619. 6   Ó. Alzaga Villaamil, Comentario Sistemático a la Constitución española de 1978, Madrid, Ediciones del Foro, 1978, p. 752.

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Básicamente la primera de dichas opciones defendía evitar el recelo y la desconfianza que podía generar en los ciudadanos la adscripción política de un juez 7, mientras que la segunda consideraba injustificable esta limitación, ya que se basaba en una ilusoria apoliticidad de jueces y magistrados 8. El debate concluyó con una enmienda transaccional propuesta por Miquel Roca Junyent, aceptando la prohibición, pero recociendo el derecho de jueces y magistrados a formar asociaciones judiciales 9. Es destacable que esta prohibición constitucional no tenga parangón en los textos constitucionales de Alemania (Ley Fundamental de Bonn, 1949), Francia (Constitución de 4 de octubre de 1958), Austria (1920/1929), Bélgica (1831), Dinamarca (1849), Grecia (1975), Holanda (1972), Irlanda (1937), Islandia (1944), Italia (1947), Portugal (1976), Suecia (1974), Suiza (1874) y Turquía (1961) 10. Jiménez Asensio mantiene que «el art. 127 CE parece estar pensado en clave de crear unos jueces que ni existían antes ni tampoco existirán después: unos magistrados asépticos ideológicamente, no contaminados políticamente y sin vinculación sindical aparente» 11. Comparto plenamente con este autor que «los jueces también tienen una ideológica política» e incluso «que la expresan a través de sus resoluciones» 12, aunque algunos parece que pretendan repudiarla. Ahora bien, en mi opinión, del debate constitucional no se desprenden que la mayoría que apoyó la prohibición defendiera que los jueces renunciaran a su ideología política, como la minoría les achacaba, a pesar que algún famoso político rememoraba el aislamiento social que éstos debían de buscar 13, sino que trataban de impedir que esa ideología se trasformara en compromiso político público mediante la afiliación a un partido o a un sindicato 14. 7   J. M. Gil-Albeder Valverde, intervención en la Comisión del Congreso, Diario de Sesiones, núm. 84, pp. 3130 y 3131, citado por Alzaga, op. cit., p. 758. 8   P. Castellanos Cardallia Guet, intervención en la Comisión del Congreso, Diario de Sesiones, núm. 84, pp. 3128 a 3130, citado por Alzaga, op. cit., p. 754. 9   Í. Cavero Lataillade, op. cit., p. 621. 10   Í. Cavero Lataillade, op. cit., p. 619. 11   R. Jiménez Asensio, imparcialidad judicial y derecho al juez imparcial, Aranzadi, 202, p. 89. 12   R. Jiménez Asensio, op. cit., pp. 89-90. 13   Manuel Fraga Iribarne, intervención en el Pleno del Congreso el 13 de julio de 1978, Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, núm. 109 pp. 4258 y 4259: «Yo recuerdo en mi Lugo natal, paseando, el presidente en el centro, el fiscal a la derecha y el resto, según su antigüedad, separados de los demás, porque este sacrificio les impone su servicio al pueblo». 14   La prohibición de sindicarse se explica por razones históricas: en el momento en que se elabora la Constitución, los dos grandes sindicados son CCOO y UGT, ambos estrechamente vinculados a dos partidos políticos, el Partido Comunista y el Partido Socialista, en consecuencia, si se prohibía pertenecer a partidos políticos, ésta se tenía que extender a los sindicatos vinculados.

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Los estudios sociológicos actuales demuestran que «la proporción de jueces que se autoposicionan, en una escala ideológica, en valoraciones de izquierda, centro o derecha, resulta ser prácticamente paralela a la que se registra para el conjunto de la población nacional» 15. Pero es que además, la percepción de los ciudadanos coincide con esa situación, «en efecto, en nuestra sociedad son mayoría (en proporción de 45 por 100 frente a 29 por 100) quienes opinan que “entre los jueces hay aproximadamente la misma proporción de personas de derecha, de centro y de izquierda que en el conjunto de la sociedad”» 16. Esta situación, que lógicamente podemos calificar de normal por lo previsible, no ha redundado en daño alguno para la independencia de los tribunales. Así, «entre los jueces existe la creencia prácticamente unánime de que el grado de independencia de la Justicia en el desempeño de sus funciones, respecto de los poderes políticos y sociales, es ahora, en conjunto, difícilmente mejorable. Los propios abogados parecen compartir esta idea. Y un observador tan fino como Tomás y Valiente (1996) ha podido certificar que nunca antes ha habido en nuestro país un grado de independencia de la Justicia como el del actual sistema democrático» 17. Aun cuando la opinión que tienen los ciudadanos sobre la Administración de Justicia es mala 18, 19, al menos parece que éstos también perciben que la justicia española es independiente. A pesar que «resultan ser más numerosos los españoles que piensan que los jueces no gozan, en general, de total independencia a la hora de ejercer sus funciones: el 48 por 100 expresa esa idea, frente a un 41 por 100 que sí cree, en cambio, que sean plenamente independientes. Es ésta una respuesta que debe ser analizada con cautela. Lo que esa mayoría del 48 por 100 de los entrevistados parece, en efecto, estar diciendo no es que no exista independencia   J. J. Toharia Cortés, CGPJ, Colección Manuales de Formación Continuada, 2004.   J. J. Toharia Cortés, op. cit. 17   J. J. Toharia Cortés, La imagen ciudadana de la Justicia, Fundación BBVA, 2003, pp. 3 y ss. 18   J. J. García de la Cruz Herrero, «La calidad de la Administración de Justicia española: valoración de los ciudadanos inmersos en asuntos judiciales», Revista Poder Judicial, núm. 71, 2003: «Vistos los datos (2003), la interpretación parece clara, una parte importante, el 41 por 100, opina que funciona mal —mal o muy mal— otro 27 por 100 considera que regular y, finalmente, sólo un 27 por 100 valoran su funcionamiento como bien o muy bien. Dicho de otro modo, a la luz de los datos del cuadro 1 se podría entender que la mayoría de los usuarios estiman que los Tribunales de Justicia funcionan mal (opinión que después es matizada). 19   Décimo barómetro del CGPJ (25 de septiembre de 2008). La imagen de la Administración de Justicia entre la opinión pública nunca ha sido mayoritariamente positiva (véase el apartado cuadros retrospectivos, al final del Informe). No obstante, hay que constatar que este año 2008 hemos empeorado. Si observamos el cuadro 1 apreciamos que el porcentaje de ciudadanos que nos han dicho que la Justicia en España funciona mal o muy mal se ha incrementado de un 44 por 100 en el año 2005 a un 57 por 100 este año (2008). Esto equivale a que cerca de seis de cada diez españoles tienen esta opinión negativa. En el informe definitivo matizaremos estas afirmaciones. 15 16

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judicial, sino que no perciben que ésta sea absoluta. Es decir, que o no alcanza por lo general el nivel máximo posible o que en determinados casos lo pierde. Si a ello se añade que, en cambio, un sustancial 41 por 100 sí considera que exista un grado total, es decir, casi óptimo, de independencia, cabe llegar a una conclusión de conjunto más positiva que negativa. En todo caso, y teniendo en cuenta todos los factores contextuales apuntados, difícilmente cabría imaginar una distribución de las respuestas muy distinta de la obtenida. Por supuesto, sería irreal esperar tanto que la práctica totalidad de la ciudadanía creyese en la existencia de una independencia total como que no dijese creer en ella nadie o casi nadie. El concepto mismo de independencia es sumamente elástico y subjetivo y, por tanto, especialmente propicio para generar opiniones divididas. Resulta, por ello, aventurado tratar de determinar de antemano cuál pueda ser el rango verosímil de fluctuación de las opiniones al respecto. En todo caso, la opinión pública española sobre este punto resulta ser llamativamente coincidente con la que se registra en países como Francia o Italia» 20. En consecuencia, a pesar que los ciudadanos creen que los jueces tienen una ideológica política de derechas, centro o izquierda, no por ello dejan de opinar que en general los tribunales siguen siendo independientes, aunque eso no ayude a mejorar la opinión que tienen. Ahora bien, creo que pertenecer a un partido político no solo significa identificarse con un pensamiento conservador o progresista, liberal o autoritario, sino que implica un compromiso efectivo con el «proyecto político» del partido 21, que comprende no solo ideas sino también personas, comprometerse supone obligarse con otros a apoyar y defender ese proyecto. Lo que el juez debe, en mi opinión, es renunciar a ese compromiso; es indudable que personalmente cada juez se puede identificar con uno o con otro proyecto político, de hecho así, hemos visto, que sucede, pero lo que no puede es obligarse públicamente con ese proyecto. Ese compromiso es un plus frente a la mera simpatía o incluso la identificación ideológica, que puede crearle problemas importantes de imparcialidad objetiva y subjetiva. La función del juez es juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, de acuerdo con el ordenamiento jurídico. Aunque las leyes responden originariamente a un 20   J. J. Toharia Cortés, La imagen ciudadana de la Justicia, Fundación BBVA, 2003, pp. 3 y ss. 21   El art. 8.4.a) y c) de la Ley Orgánica 6/2002, de 27 de junio, de Partidos Políticos, establece: «Los afiliados a un partido político cumplirán las obligaciones que resulten de las disposiciones estatutarias y, en todo caso, las siguientes: a) Compartir las finalidades del partido y colaborar para la consecución de las mismas; c) Acatar y cumplir los acuerdos válidamente adoptados por los órganos directivos del partido».

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proyecto político, los intereses de las partes en un litigio puede chocar legítimamente con esos intereses y propugnar una interpretación diferente de la norma jurídica, el compromiso del juez con aquel proyecto lesiona su imagen de independencia, mientras que por el contrario su renuncia a asumir ningún compromiso, a pesar de no renunciar a su ideología, le coloca frente a las partes, a mi juicio, en una mejor posición de imparcialidad. Sin embargo, creo conveniente precisar que es ingenuo o cínico creer que esta prohibición constituye una garantía suficiente de la imparcialidad, frente a los prejuicios ideológicos de un juez, como parecen entender algunos, que creen que los jueces son siempre neutrales. La prohibición de militar en un partido o sindicatos no hace independiente a un juez de cualquier influencia política ni de sus propias creencias. El primero de los valores reconocido por el Código Ético de Bangalore es la independencia, pues bien, dentro de este principio ético que debe de guiar la función del juez, se incluye su deber no sólo de mantenerse libre de influencias o conexiones inapropiadas con los miembros del poder legislativo o ejecutivo, sino también de aparecer libre de dichas conexiones o influencia a un observador razonable 22. En el mismo sentido el Código Ético Iberoamericano proclama en su art. 4 que «la independencia judicial implica que al juez le está éticamente vedado participar de cualquier manera en actividad política partidaria». Parece que, en definitiva, los defensores de la prohibición no iban en absoluto desencaminados, en tanto que la misma parece que ha sido refrendada por los códigos éticos más importantes 23. El derecho de asociación de los jueces se reconoce expresamente en nuestra Constitución, pues, como fruto de la transacción entre los partidarios de prohibir toda participación política y los defensores de la posible militancia de los jueces en partidos y sindicatos. 22   THE BANGALORE PRINCIPLES OF JUDICIAL CONDUCT (The Bangalore Draft Code of Judicial Conduct 2001adopted by the Judicial Group on Strengthening Judicial Integrity, as revised at the Round Table Meeting of Chief Justices held at the Peace Palace, The Hague, November 25-26, 2002), punto 1.3: «A judge shall not only be free from inappropriate connections with, and influence by, the executive and legislative branches of government, but must also appear to a reasonable observer to be free therefrom». 23   Es cierto que en EEUU la cuestión se trata de forma distinta, debido a la diferente forma de selección de jueces, para la American Bar Association. MODEL CODE OF JUDICIAL CONDUCT FEBRUARY 2007: punto 4.1: «Political and Campaign Activities of Judges and Judicial Candidates in General; “public confidence in the independence and impartiality of the judiciary is eroded if judges or judicial candidates are perceived to be subject to political influence. Although judges and judicial candidates may register to vote as members of a political party, they are prohibited by paragraph (A)(1) from assuming leadership roles in political organizations”».

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IV. LAS ASOCIACIONES DE JUECES Y FISCALES: ANTECEDENTES Y RÉGIMEN LEGAL Los antecedentes de las asociaciones judiciales hay que buscarlos en el movimiento «Justicia Democrática», cuyo primer documento está fechado en 1971 y su primer congreso se celebró en 1977 24; en este colectivo se integraron unas pocas decenas de jueces, fiscales y secretarios judiciales 25. En 1980 se crea la primera y, en su momento, única asociación con el nombre de Asociación Profesional de la Magistratura, de la que en 1983 surgen dos diferentes corrientes, Jueces para la Democracia y Francisco de Vitoria, que a su vez se independizan al año siguiente, en 1984, creando otras dos asociaciones. En el año 2002 se crea la tercera asociación, Foro Judicial independiente, y recientemente se ha refundado la cuarta asociación profesional, Asociación Nacional de Jueces. El citado art. 127 CE concluye diciendo que «la ley establecerá el sistema y modalidades de asociación profesional de los jueces, magistrados y fiscales». La primera regulación de esta materia se hace en la Ley Orgánica 1/1980, de 10 de enero, del Consejo General del Poder Judicial, en cuya disposición adicional segunda establece el régimen para el ejercicio de este derecho; esta norma disponía: «El régimen de asociación profesional de los jueces y magistrados, previsto en el art. 127.1 de la Constitución, se ajustará a las reglas siguientes: Uno. Las asociaciones de jueces y magistrados tendrán personalidad jurídica y plena capacidad para el cumplimiento de sus fines. Podrán tener como fines lícitos la defensa de los intereses profesionales de sus miembros en todos los aspectos y la realización de estudios y actividades encaminados al servicio de la justicia en general. No podrán llevar a cabo actividades políticas ni tener vinculaciones directas o indirectas con partidos políticos o sindicatos. Dos. Las asociaciones de jueces y magistrados deberán tener ámbito nacional, sin perjuicio de la existencia de secciones cuyo ámbito coincida con el de una audiencia territorial o con el de un tribunal superior de justicia donde lo hubiere.

24   M. J. Añon, E. Bea, C. López, J. de Lucas y E. Vidal, «Las asociaciones profesionales en el ámbito de la administración de justicia (jueces, magistrados y fiscales)», Anuario de Filosofía de Derecho, 1988. 25   J. A. Belloc Julbe, «Notas sobre el Asociacionismo Judicial», Revistas del poder Judicial, núm. especial V: «Sistema judicial español: poder judicial, mandatos constitucionales y política judicial», p. 3.

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Sólo podrán formar parte de las mismas quienes ostenten la condición de jueces y magistrados, sin que puedan integrarse en ellas miembros de otros cuerpos o carreras. Para su válida constitución, las asociaciones deberán contar con la adhesión de al menos el 15 por 100 de quienes, conforme al párrafo anterior, pudieran formar parte de las mismas, quienes promuevan una asociación profesional en número no inferior a quince, y que cuenten con un proyecto de estatutos, estarán legitimados durante el plazo de seis meses para llevar a cabo cuantas actividades sean necesarias para su definitiva constitución, computados desde el momento en que hubieran anotado en el registro el proyecto de estatutos. Ningún juez o magistrado podrá estar afiliado en más de una asociación profesional. Tres. los jueces y magistrados podrán libremente afiliarse o no a asociaciones profesionales. Éstas deberán hallarse abiertas a la incorporación de cualquier miembro de la carrera judicial. Cuatro. Las asociaciones profesionales quedaran validamente constituidas desde que se inscriban en el registro que será llevado al efecto por el consejo general del poder judicial. la inscripción se practicara a solicitud de cualquiera de los promotores, a la que se acompañara el texto de los estatutos y una relación de afiliados. Sólo podrá denegarse la inscripción cuando la asociación o sus estatutos no se ajustaran a los requisitos legalmente exigidos. Cinco. Los estatutos deberán expresar, como mínimo, las siguientes menciones: Primera. Nombre de la asociación, que no podrá contener connotaciones políticas. Segunda. Fines específicos. Tercera. Organización y representación de la asociación. Su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos. Cuarta. Régimen de afiliación. Quinta. Medios económicos y régimen de cuotas. Sexta. Forma de elegirse los cargos directivos de la asociación. Seis. Cuando las asociaciones profesionales incurrieren en actividades contrarias a la ley o violaren sus estatutos, el ministerio fiscal podrá instar, por los tramites del juicio declarativo ordinario, la disolución de la asociación. la competencia para acordarla corresponder a la sala primera del tribunal supremo que, con carácter cautelar, podrá acordar la suspensión de la misma».

Actualmente la regulación de la asociaciones judiciales hay que buscarla en el art. 401 LOPJ, en la redacción dada por la LO 19/2003, de 23 de diciembre, en el se dice que: «De acuerdo con lo establecido en el art. 127 de la Constitución, se reconoce el derecho de libre asociación profesional de jueces y magistrados

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integrantes de la carrera judicial, que se ejercerá de acuerdo con las reglas siguientes: 1.ª  Las asociaciones de jueces y magistrados tendrán personalidad jurídica y plena capacidad para el cumplimiento de sus fines. 2.ª  Podrán tener como fines lícitos la defensa de los intereses profesionales de sus miembros en todos los aspectos y la realización de actividades encaminadas al servicio de la Justicia en general. No podrán llevar a cabo actividades políticas ni tener vinculaciones con partidos políticos o sindicatos. 3.ª  Las asociaciones de jueces y magistrados deberán tener ámbito nacional, sin perjuicio de la existencia de secciones cuyo ámbito coincida con el de un Tribunal Superior de Justicia. 4.ª  Los jueces y magistrados podrán libremente asociarse o no a asociaciones profesionales. 5.ª  Sólo podrán formar parte de las mismas quienes ostenten la condición de jueces y magistrados en servicio activo. Ningún juez o magistrado podrá estar afiliado a más de una asociación profesional. 6.ª  Las asociaciones profesionales de jueces y magistrados integrantes de la carrera judicial quedarán válidamente constituidas desde que se inscriban en el registro que será llevado al efecto por el Consejo General del Poder Judicial. La inscripción se practicará a solicitud de cualquiera de los promotores, a la que se acompañará el texto de los estatutos y una relación de afiliados. Sólo podrá denegarse la inscripción cuando la asociación o sus estatutos no se ajustaren a los requisitos legalmente exigidos. 7.ª  Los estatutos deberán expresar, como mínimo, las siguientes menciones: a) Nombre de la asociación. b) Fines específicos. c) O  rganización y representación de la asociación. Su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos. d) Régimen de afiliación. e) Medios económicos y régimen de cuotas. f) Formas de elegirse los cargos directivos de la asociación. 8.ª  La suspensión o disolución de las asociaciones profesionales quedará sometida al régimen establecido para el derecho de asociación en general. 9.ª  Serán de aplicación supletoria las normas reguladoras del derecho de asociación en general.

La diferencia más significativa entre ambas regulaciones es la desaparición del numero mínimo de miembros que se establecía en la norma de 1980, el resto permanece inalterado. En general todos los códigos éticos judiciales más importantes reconocen este derecho de asociación de los jueces, aunque prohíben conductas de adhesión o rechazo a organizaciones políticas 26. 26

  F. Sospedra Navas, Análisis Comparado de los Códigos Éticos Vigentes, CGPJ.

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En el vigente régimen legal destacan dos exigencia que no encuentro plenamente justificadas. La primera es el ámbito nacional de las asociaciones. No encuentro explicación a que los jueces no puedan defender sus intereses dentro de ámbitos territoriales más limitados, como el de una comunidad autónoma, en donde se den intereses particulares que defender. La segunda es la prohibición de militar en más de una asociación, aunque sus fines no sean incompatibles, por ejemplo, con una asociación profesional especialista en una materia. Mientras las asociaciones defiendan los mismos intereses es lógicamente incompatible pertenecer a varias simultáneamente, pero si los intereses que defienden son específicos no veo la razón por la cual un juez no puede pertenecer a la APM y al mismo tiempo a una asociación de especialistas de mercantil en la que se integren miembros de diversas asociaciones nacionales para la defensa de intereses profesionales muy concretos. Curiosamente no se prevé una limitación como esa de forma específica ni en la Ley Orgánica 11/1985, de 2 de agosto, de Libertad Sindical, ni en la Ley Orgánica 6/2002, de 27 de junio, de Partidos Políticos, ni, lógicamente, tampoco en la Ley Orgánica 1/2002, de 22 de marzo, reguladora del Derecho de Asociación. V. LAS ASOCIACIONES COMO UNA FORMA DE FORTALECER EL CAPITAL SOCIAL En opinión de Putnam, «por analogía con las nociones de capital físico y capital humano —instrumentos y formación que mejoran la productividad individual—, la idea central de la teoría del capital social es que las redes poseen un valor. De la misma manera que el destornillador (capital físico) o una formación universitaria (capital humano) pueden aumentar la productividad (tanto individual como colectiva), así también los contactos sociales afectan a la productividad de individuos y grupos (…) Está estrechamente relacionado con lo que algunos han llamado la virtud cívica» 27. «Las organizaciones de carácter laboral, tanto sindicatos como organismos empresariales y profesionales, constituyen elementos importantes del capital social. Este tipo de organizaciones se suelen contemplar desde dos prismas diferentes. Desde el punto de vista económico, los sindicatos y las asociaciones profesionales son criticados a veces como una forma de cártel monopolista, como estamentos modernos por medio de los cuales los trabajadores de una rama o profesión particular pueden unirse para impedir la competencia y aumentar sus ingresos. No obstante, desde un punto de vista sociológico, estas organizaciones son un foco importante de 27   R. D. Putnam, Solo en la bolera. Colapso y resurgimiento de la comunidad norteamericana, Barcelona, Galaxia Gutemeberg, 2002, p. 14.

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solidaridad social, un mecanismo de ayuda mutua y experiencias compartidas» 28. Nadie discutiría que este tipo de organizaciones laborales son un elemento importante del capital social, de esas redes que estructuran una sociedad. Las asociaciones judiciales, como asociaciones profesionales que son, desempeñan un papel fundamental para estructurar a sus miembros, que además son titulares de uno de los poderes del Estado, y alimentar el capital social de una sociedad avanzada. Por las características de la función y propia de nuestra organización judicial, los jueces, sobre todo al inicio de su carrera, están profundamente solos. Como sabemos, son titulares de un Juzgado y son independientes, no sólo de las partes y demás poderes del Estado, sino de los demás jueces, que no les pueden corregir salvo por vía de recurso. Esta situación, en parte inevitable, crea un importante aislamiento, que, en ocasiones, el compañerismo o la amistad pueden paliar, pero cuya respuesta institucional debería buscarse en las asociaciones judiciales, que tendrían que saber crear el marco adecuado para que sus afiliados pudieran compartir experiencias y trasmitir conocimientos profesionales, lo que permitiría tener una judicatura más eficiente. No se trata de hacer una defensa irracional de un corporativismo detestable, sino de reivindicar el olvidado compañerismo, como una virtud cívica, que te obliga a ayudar y apoyar a tus colegas de una forma responsable, con los valores que has jurado defender, pero que pueden encontrarse demasiado solos frente a ataques injustificados o desproporcionados. Sólo comparto parcialmente las palabras de Alejandro Nieto cuando dice que «la versión ingenua del corporativismo es la del viejo compañerismo del que tan orgullosos estaban los jueces y que ahora, aparte de encontrarse muy debilitado, se mira con bastante suspicacia» 29. No puedo aceptar que el compañerismo sea la versión ingenua del corporativismo, creo que el corporativismo es el «producto degenerado del compañerismo». Ahora bien, también creo que desgraciadamente los jueces han perdido el compañerismo que les caracterizaba y que indudablemente se encontraba entre sus virtudes, y los han sustituido por el aislamiento, el recelo y la desconfianza, como una forma equivocada de entender la independencia. VI. LOS FINES DE LAS ASOCIACIONES JUDICIALES El art. 401.2.ª LOPJ establece que las asociaciones «podrán tener como fines lícitos la defensa de los intereses profesionales de sus miembros en todos los aspectos y la realización de actividades encaminadas al servicio 28 29

  R. D. Putnam, op. cit., p. 101.   A. Nieto, El desgobierno Judicial, Madrid, Trotta, 2004, p. 253.

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de la Justicia en general. No podrán llevar a cabo actividades políticas ni tener vinculaciones con partidos políticos o sindicatos». Así pues, sus objetivos pueden ser, tanto la defensa de los intereses profesionales de sus miembros, como la realización de las actividades encaminadas al servicio de la política en general. La Ley deja un amplio margen de actuación a las asociaciones, los únicos límites son las actividades políticas o las directamente vinculadas con partidos políticos o sindicatos. Las asociaciones deben identificar sus fines en sus Estatutos, pero tampoco analizándolos encontramos mucha más concreción. La Asociación Profesional de la Magistratura tiene por finalidad 1.º)  La defensa y promoción de los principios, derechos y libertades consagrados en la Constitución. 2.º)  Formular las propuestas más convenientes en orden a una más eficaz Administración de Justicia, dándolas a conocer al Consejo General del Poder Judicial y demás Órganos y Entidades Públicas que se estime oportuno, así como a la opinión pública, emitiendo, en su caso, los informes que se le soliciten en el proceso de elaboración de las disposiciones legales. 3.º)  Velar por la independencia, autonomía y prestigio del Poder Judicial, así como de la función en sí, incluso mediante la denuncia pública de cuantas actuaciones puedan afectar a dichos valores. 4.º)  Defender y velar por los intereses y derechos profesionales de todos sus asociados y, en general, de los miembros del Poder Judicial, sirviendo de cauce a las pretensiones de los mismos. 5.º)  Promover el mejor desarrollo científico y cultural de sus miembros, mediante publicaciones y la celebración de cursos, conferencias, congresos y actos similares. 6.º)  Promover candidatos para el nombramiento de cargos, de acuerdo con lo establecido en la legislación aplicable al respecto. Se adoptarán las medidas oportunas para obtener la máxima promoción de las mujeres asociadas. 7.º)  Establecer relaciones e intentar aunar criterios con cualesquiera otras asociaciones profesionales de jueces y magistrados, así como con aquellas otras que se constituyeren por los demás participantes en la Administración de Justicia. 8.º)  Procurar la adecuada dotación de medios personales y materiales a las órganos judiciales. 9.º)  Informar acerca de las materias que por su naturaleza deban trascender a la opinión pública y recabar cuanta información fuera de interés para los asociados. Jueces para la Democracia A)  Contribuir decididamente a la promoción de las condiciones que hagan efectivos los valores de libertad, justicia, igualdad y pluralismo político que la Constitución proclama para reforzar el Estado social y democrático de Derecho y la defensa de los Derechos Humanos universalmente conocidos.

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B)  Promover la satisfacción del derecho fundamental a la justicia que garantice a todos el derecho de protección jurídica y el acceso a los Tribunales de Justicia en condiciones de igualdad. C)  Impulsar la revalorización de la independencia, la imparcialidad y la responsabilidad del juez como referentes constitucionales de la Administración de Justicia. D)  Procurar la expansión de la legitimación democrática del juez por su acción jurisdiccional de salvaguarda de las libertades y los derechos fundamentales y de tutela de los derechos e intereses legítimos. E)  Favorecer el control democrático del Poder Judicial por la opinión pública y por los órganos de gobierno de la magistratura y asegurar el principio de transparencia en las actuaciones y prácticas procesales y facilitar el conocimiento de las resoluciones jurisdiccionales. F)  Realizar estudios y actividades encaminadas a la mejora del servicio y administración de justicia, en general. Elaborar propuestas de reformas orgánicas y procesales tendentes a lograr una administración de justicia más próxima al ciudadano, más comprensible, más rápida, más eficiente, con mayor participación popular, menos jerarquizada, más independiente y, en definitiva, más democrática. G)  Impulsar la justicia de proximidad, enraizada en la justicia de paz y en la justicia consuetudinaria, como justicia de la convivencia civil. H)  Asegurar la composición representativa y plural del Consejo General del Poder Judicial y en todos los órganos de gobierno del poder judicial, y reivindicar el ejercicio autónomo del poder ejecutivo de sus funciones constitucionales y su sujeción al control parlamentario. I)  Destacar la función de la Escuela Judicial como instrumento de formación inicial y permanente del juez y de su inserción en la sociedad como servidor público, y custodio de los derechos y libertades. J)  La defensa de los intereses profesionales de sus asociados, la promoción de actividades formativas y la reivindicación de mejores condiciones de trabajo en el ejercicio de la función jurisdiccional. K)  Impulsar las relaciones con otras asociaciones democráticas de jueces y de juristas en el ámbito nacional e internacional y fomentar la participación de la asociación en aquellos foros sociales que promuevan valores constitucionales de progreso, y especialmente cuando tengan por objeto la defensa de grupos de personas socialmente desfavorecidas. L)  Incentivar la participación efectiva y plural de los asociados en los Órganos de la Asociación. M)  Editar publicaciones periódicas. La Asociación Francisco de Vitoria enumera los siguiente fines a)  Defender y promover los valores y principios constitucionales. b)  Potenciar la justicia como función al servicio de la comunidad. c)  Garantizar la independencia judicial. d)  Intensificar la inserción de los jueces en la realidad social, y e)  Salvaguardar y reivindicar los intereses profesionales de sus aso­ ciados.

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Para el Foro Judicial Independiente sus fines son a)  La defensa de los principios constitucionales, con especial incidencia en la independencia judicial. b)  Defender los intereses profesionales de sus miembros y la realización de actividades encaminadas al servicio de la Justicia en general.

Podemos sintetizar los fines definidos en los estatutos de las cuatro principales asociaciones en los siguientes: la defensa de los derechos y libertades constitucionales, en especial garantizar la independencia judicial; la defensa de los intereses profesionales de sus miembros, promover su formación y, en general, la realización de cualquier actividad que pueda mejorar la Administración de Justicia. Entre todos esos fines compartidos, cada una de ellas pretende diferenciarse de las demás por el énfasis que ponen en algunos de sus fines, sin tener porqué olvidar los demás, por ejemplo, en mi opinión la APM pretende destacar la defensa de los intereses profesionales de los asociados como su objetivo primordial, mientras que para JD parece que se haga más hincapié en la formación de los jueces, por la especial referencia que hace a la Escuela judicial, mientras que Francisco de Vitoria hace referencia especial a la necesaria inserción de los jueces en su realidad social. No deja de sorprender que las cuatro asociaciones hagan una declaración de su compromiso con los derechos y libertados constitucionales, ya que hoy dicha declaración parece superflua. La respuesta hay que buscarla en los debates de los estatutos de la primera Asociación (APM), única existente hasta 1984, durante los cuales, nos recuerda Marín Castán, en su momento portavoz de Francisco de Vitoria, que su inclusión llegó a discutir, no precisamente por lo que ahora consideramos evidente, sino porque había jueces que no creían que debiera incluirse, ya que había entre ellos personas que no habían votado la Constitución 30. Además de la defensa de los intereses profesionales del colectivo, las asociaciones pueden tener por fin la realización de cualquier actividad relacionada con la Administración de Justicia, en el sentido más amplio que podamos imaginar. La Ley prohíbe a las asociaciones llevar a cabo actividades políticas o tener vinculaciones con partidos políticos o sindicatos, en coherencia con la prohibición constitucional dirigida a los jueces de desempeñar otros cargos públicos (representativos o no) o formar parte de partidos políticos y sindicatos. 30   F. Marín Castán, «Funciones de las Asociaciones de Jueces y Magistrados», Revista del Poder Judicial, núm. especial V: «Sistema español: poder judicial, mandatos constitucionales y política judicial».

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Esta prohibición debe entenderse limitada a la función que el art. 6 CE reserva fundamentalmente a los partidos políticos, encauzar la participación de los ciudadanos en los asuntos públicos (art. 23 CE), concurrir a la formación de la voluntad popular y ser expresión del pluralismo político. Las asociaciones no pueden intervenir como sujetos pasivos en los procesos electorales y, en mi opinión por prudencia, no deberían intervenir como sujetos activos a favor o en contra de opciones políticas, con el fin de evitar una indeseable identificación de los asociados (jueces y magistrados) con un concreto proyecto político, incluso traspasar los límites de la prohibición legal de mantener vínculos con los partidos. Las asociaciones tampoco deberían intervenir en los asuntos de política general del Estado, cuya dirección corresponde al gobierno (art. 97CE) y cuya critica corresponde a los partidos políticos, sin perjuicio de reconocer su derecho a expresar libremente sus ideas y opiniones [art. 20.1.a) CE], Ahora bien, lo que no tendría sentido es entender que esta prohibición se extiende a la política judicial, a las propuestas de los partidos sobre el Poder Judicial y la Administración de Justicia, las leyes que se aprueben en este ámbito, a las decisiones del Gobierno sobre estas materias y, por supuesto, a las decisiones del CGPJ, ya que éste es el ámbito natural de actuación de las asociaciones judiciales, cuyos fines no sólo son la defensa de los intereses profesionales de los jueces y magistrados, como cualquier otro relacionado con la Justicia. VII. LA PARTICIPACIÓN INSTITUCIONAL DE LAS ASOCIACIONES La vigente LOPJ prevé la intervención de las asociaciones en cuatro aspectos fundamentales de la actividad del Consejo, en primer lugar, la asociaciones han de estar presentes en el Consejo Rector, órgano rector de la Escuela Judicial, con lo que tiene un destacado papel en la formación judicial, art. 110.2.a). En segundo lugar, el art. 110.3 LOPJ les atribuye la función de informar los proyectos de reglamento que vayan a ser sometidos a su aprobación por el Consejo. En tercer lugar, han de proponer al Congreso y al Senado, en proporción a sus afiliados, los candidatos a ser elegidos vocales del CGPJ, art. 112 LOPJ. En cuarto lugar, se les reconoce legitimación para recurrir las resoluciones que se dicten en expedientes disciplinarios, art. 425 LOPJ. Por último, aunque la LOPJ no lo prevé expresamente, han participado en la elaboración del régimen retributivo de la carrera judicial, Ley 15/2003,

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pero además deben de participar en su futura adecuación (DA 1.3 Ley 3/2003). Resumidamente, la Ley les da una importante participación en la formación de los jueces, en la elaboración del los reglamentos competencia del Consejo, un papel fundamental en la elección de los vocales y, teóricamente, el presidente del Consejo, la defensa de los jueces incursos en expedientes disciplinarios y la negociación del régimen retributivo. VIII. LA POLÍTICA JUDICIAL La judicialización de la política, en palabras de Alejandro Nieto, «consiste en la renuncia de los demás poderes constitucionales a resolver conflictos que terminan trasladándose a una sede jurisdiccional», «en tales ocasiones, ante la necesidad de dar una salida a la cuestión, ésta se traslada al Poder Judicial, aunque no sea éste ciertamente el lugar más adecuado para abordarla, puesto que los jueces están para decidir de acuerdo con parámetros legales, no políticos» 31. Si se someten a los jueces cuestiones políticas, su influencia en un ámbito, que le debería estar vedado, es cada vez más importante. Esa influencia opera de reclamo del poder político, que de forma natural tiende a invadir todo ámbito real de poder inicialmente libre de su influencia, la consecuencia lógica es que la justicia se politiza, ésta se infiltra en los tribunales con la ilegítima intención de controlarlos, para lo que ha contado con la impagable colaboración de un puñado de jueces y la absoluta indiferencia de los ciudadanos. La política judicial parece haberse reducido a la política de nombramientos, pero ¿cómo ha podido ocurrir esto? Realmente a los políticos lo único que les interesa es controlar determinados nombramientos, por ejemplo la Sala Segunda del Tribunal Supremo, el TC y en algunos casos los presidentes de los TSJ, pero para ello tienen que controlar el CGPJ. Con el fin de garantizar ese control, frente a un primer Consejo levantisco, se modificó la forma de elección de sus vocales previsto en la LOPJ, atribuyendo a las Cámaras (Congreso y Senado) la elección de los vocales judiciales que inicialmente se atribuía a los propios jueces. Actualmente el sistema prevé la intervención de las asociaciones judiciales proponiendo candidatos a las Cámaras, candidatos que se proponen realmente a los partidos políticos, entre los que los partidos seleccionan libremente los que consideran más afines y excluyen caprichosamente a otros. 31

  A. Nieto, op. cit., p. 248.

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La prueba irrefutable de este absoluto sometimiento es la forma en que se hace el nombramiento del presidente del Tribunal Supremo y CGPJ, que debe de hacerse entre juristas, de reconocida competencia, de más de quince años de experiencia profesional. La LOPJ atribuye la competencia de este nombramiento a los vocales reunidos en pleno (art. 123), sin embargo es notorio que la elección la hace el Presidente del Gobierno, previa negociación con el líder de la oposición. Pues bien, a pesar que esa imposición carece de toda legitimación constitucional, el primer acto de todos los vocales es someterse a dicha decisión y elegir al ungido. Después de ese primer acto de obediencia al poder político, ningún observador imparcial puede considerar que el Consejo sea un órgano independiente capaz a su vez de defender de forma efectiva la independencia de los jueces, que es su esencial razón de ser 32. Como decía, una vez controlado el Consejo y perpetrado el acto de vasallaje, realmente a los políticos sólo les interesa controlar ciertos nombramientos judiciales, pero para obtenerlos el sector interesado ha de ofrecer algo a cambio al otro grupo, y allí entran ya todos los demás nom­ bramientos, empieza el intercambio de cromos. El cáncer inicial se ha extendido a todos los demás nombramientos, con los que se trata de buscar la justificación del pecado original ante los jueces y magistrados que, ligeramente abochornado pero indiferentes, contemplan el espectáculo de su órgano de gobierno. El desprestigio es tal que las demás actividades que emprende el Consejo son duramente criticadas, a pesar de que estén perfectamente justificadas y, algunas ocasiones, brillantemente ejecutadas. El sistema es tan perverso que las sombras se extienden, algunas veces de manera injusta, a los elegidos. Las asociaciones son las primeras en aceptar este juego, cuando deberían ser las primeras en plantarse y negarse a proponer candidatos a vocales, si los partidos no se garantiza su independencia, renunciando de inicio a imponer el nombre del presidente. Fernández Seijo ha dicho que «al ciudadano se le traslada con demasiada frecuencia la imagen de que la judicatura está politizada y que sus asociaciones son “correa de transmisión” de los partidos políticos. El impacto de estos mensajes es indudable, pero no es real, ya que se confunde la necesidad de que las asociaciones y partidos políticos abran cauces de entendimiento, e incluso de colaboración, con la conversión de las asocia32   La única vez que me consta que en la encuesta que se realiza a la carrera judicial se preguntó a los jueces su valoración del Consejo como garante de su independencia fue en el año 2006. En esa ocasión los datos fueron muy malos, por lo que parece que no se ha tenido curiosidad por ver cómo evoluciona la opinión; por destacar un dato, alrededor de un 60 por 100 de los jueces con más de seis años de carrera consideraban negativa su actuación.

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ciones en meros testaferros de los partidos 33». Lamentablemente no puedo estar de acuerdo con tan benigna valoración del comportamiento de nuestras asociaciones; estaría de acuerdo si éstas se limitaran a colaborar con los partidos, algo perfectamente lógico. Sin embargo, no se puede hablar de colaboración cuando las relaciones se limitan, como de hecho ocurre, a un solo partido político y cuando la relación entre asociación y partido es perfectamente asimétrica. Son los partidos los que acumulan el poder político, tanto del ejecutivo y del legislativo, pero es que además, a través del órgano de gobierno de los jueces, lo único que desgraciadamente le pueden ofrecer las asociaciones es la coartada que necesitan para ocupar el poder judicial. IX. LA POLÍTICA DE CUOTAS Como sabemos, determinados nombramiento judiciales han de hacerse por una mayoría cualificada de vocales; parece lógico pensar que la razón de ser de esa exigencia legal es que dicho nombramiento sea apoyado por el mayor número posible de vocales, lo que debería de responder al mayor consenso alcanzado por el candidato debido a su especial mérito. Pues bien, en lo único que aparentemente ha sido posible llegar a un acuerdo es en la distribución de cuotas en los nombramientos entre las diferentes asociaciones, de tal manera que, en función de su representatividad, los grupos del Consejo se distribuyen los cargos. Eso hace que si un determinado cargo corresponde a la cuota de un grupo, formalmente será votado por sus adversarios, pero no por convencimiento de los meritos del candidato, sino a cambio de los votos del grupo que lo propone. De esa forma, cada candidato sólo goza realmente del apoyo del grupo que le propone, y se ve privado, a pesar que lo pueda merecer objetivamente, del reconocimiento del otro grupo. En definitiva, los candidatos que debían de reunir el mayor consenso, son lo que tienen menos apoyos reales. Tristemente en unas negociaciones de este tipo no hay lugar para los romanticismos. Lo más perverso del sistema es que, primero, los jugadores están satisfechos del juego; segundo, ningún candidato sabe con qué otros candidatos se enfrenta realmente; y tercero, que el elegido, además de tener que soportar este innoble procedimiento, carga con la injusta sospecha de no haberlo sido exclusivamente por su mérito y del oculto precio pagado. Las asociaciones tienden de esta forma a apropiarse de la carrera judicial, copando los nombramiento discrecionales del Consejo, provocando el 33   J. M.ª Fernández Seijo, «Poder Judicial y asociaciones judiciales. El mito de la politización de los jueces», Temas para el Debate, núm. 124 (2005), p. 56.

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rechazo y la desconfianza de los jueces, asociados o no, que no forman parte de la camarilla dirigente 34. En mi opinión un sistema como ése obedece a que las asociaciones no son realmente pluralistas, sino profundamente sectarias en su comportamiento como colectivo. Para Giovanni Sartori el pluralismo «consiste en descubrir y comprender que la disensión, la diversidad de opiniones, el debate, no son enemigos de un orden político-social». «La génesis ideal de las democracias liberales —continua diciendo el autor— está en el principio de que la diferenciación y no la uniformidad constituyen la levadura y el alimento más vital para la convivencia»  35. Aunque en este país no es un mal exclusivo de la asociaciones judiciales, si éstas asumieran la importancia de este principio, no tendrían tanto miedo a examinar objetivamente los méritos de cualquiera de los candidatos, estén o no afiliados a la asociación propia. Sin embargo, desgraciadamente seguimos viendo a los «otros», en el mejor de los casos, como «los equivocados»; si partimos de este punto de vista es lógico que consideremos sus propuestas como inaceptables. X. LA REGENERACIÓN DE LAS ASOCIACIONES JUDICIALES Dicho esto, lo que sí comparto plenamente con Fernández Seijo es que «aunque las asociaciones judiciales fueran apartadas de este tablero, su espacio no desaparecería y podría ser ocupado por iniciativas personales o por grupos de presión con menor legitimidad dentro de la judicatura, se dejaría el paso franco a aventuras individuales» 36. Por ello, defiendo la regeneración de las asociaciones, no su abolición. Las asociaciones tienen la responsabilidad de romper con este malévolo juego que está acabando con el crédito de los tribunales ante los ciudadanos y extendiendo de forma alarmante el descontento con su profesión entre los jueces y magistrados 37. Esta situación de malestar se hizo patente durante los primeros meses del llamado movimiento del 8 de octubre, pero también se hizo evidente la inexistencia de alternativas válidas. Las asociaciones se vieron superadas por el «movimiento» que venía impulsado por un profundo y justificado 34   En la encuesta a la carrera judicial de 2006, el 73 por 100 de los jueces consideraban que para progresar en la carrera judicial había que pertenecer a alguna asociación. 35   G. Sartori, ¿Qué es la democracia?, Madrid, Taurus, 2007, p. 179. 36   J. M.ª, Fernández Seijo, op. cit., p. 57. 37   El grado de satisfacción con el trabajo como juez ha ido descendiendo desde el 80 por 100 que en 1999 se consideraban muy o bastante satisfechos, al 59 por 100 en 2010. V Encuesta a la carrera judicial, junio 2010, CGPJ.

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resentimiento hacia los políticos y las propias asociaciones. Tuvieron que defender importantes reivindicaciones asamblearias, poco meditadas y absolutamente interesadas, como ha sido la desaparición del ascenso forzoso, que tendrán en el futuro un importante coste para la carrera judicial como cuerpo nacional. Los jueces y magistrados no deben de confundir las asociaciones, como instituciones necesarias para defender sus justas reivindicaciones profesionales, con las conocidas organizaciones actuales. Necesitan reconocer las virtudes de la institución, para poder criticar, si es necesario, el comportamiento del aparato burocrático de la organización. Lo que es imprescindible es que asuman la esterilidad y puerilidad ese repudio general al movimiento asociativo, como si fuera el único comportamiento ético posible y se decidan, de una vez, a participar en las existentes o a formar otras nuevas. Los jueces y magistrados, asociados o no, debemos reforzar nuestro pensamiento institucional sobre el poder judicial, del que nosotros somos, como máximo, usufructuarios 38 y, por tanto, temporales. Lo que no debe de mermar un ápice nuestro aprecio sobre la institución. Sobre todo siendo conscientes que defendemos un legado que hemos recibido de jueces anteriores y que debemos entregar a los futuros mejorado. Tenemos que saber responder a nuestros predecesores cómo queremos mejorar su legado, cuál es nuestro proyecto, y a nuestros sucesores cómo lo hemos hecho con él. Las asociaciones deben recuperar su crédito, primero, haciendo transparente el procedimiento para la designación y elección de candidatos al Consejo; segundo, garantizando la libertad de sus candidatos a votar libremente al presidente del Consejo y cualquier otro nombramiento judicial denunciando las injerencias políticas de todo signo; tercero, comprometiéndose a luchar contra la política de cuotas, a ser neutrales en el proceso de elección y a establecer un sistema objetivo de valoración de méritos, y cuarto, a confiar en sus compañeros aunque pertenezcan a una asociación diferente.

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  H. Heclo, Pensar Institucionalmente, Paidós, 2010, p. 179.

EL ACCESO EN CONDICIONES DE IGUALDAD A LOS CARGOS JUDICIALES Juan Pedro Quintana Carretero

Magistrado. Gabinete Técnico del Tribunal Supremo

I. EL MODELO DE JUEZ CONSTITUCIONAL Y EL SISTEMA DE NOMBRAMIENTOS DISCRECIONALES PARA MIEMBROS DE LA CARRERA JUDICIAL El Consejo General del Poder Judicial, configurado como un órgano autónomo con funciones de gobierno del Poder Judicial, en garantía de su independencia respecto de los otros poderes del Estado, tiene reconocida constitucionalmente competencia en materia de nombramientos y ascensos de la carrera judicial, ex art. 122.2 CE. El régimen jurídico de los llamados «nombramientos discrecionales» aparece escasamente regulado en la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial (en adelante LOPJ), y en el Reglamento 1/1986, de Organización y Funcionamiento 1 y ha sido objeto de tratamiento jurisprudencial con consecuencias dispares que merece la pena destacar. En la actualidad también rige en la materia el Reglamento 1/2010, de 25 de febrero, que regula la provisión de plazas de nom1   Tan sólo se ocupan de regular la competencia y el procedimiento para llevar a cabo los nombramientos discrecionales los arts. 107, 127, apartados, 1 y 2, 135 y 136 de la LOPJ, y los arts. 72 a 74 del Reglamento 1/1986, de Organización y Funcionamiento del CGPJ.

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JUAN PEDRO QUINTANA CARRETERO

bramiento discrecional en los órganos judiciales, que será objeto de examen más adelante. Ésta es una atribución que se encuentra entre las de mayor relevancia del órgano de gobierno del Poder Judicial, como se pone de manifiesto al constituir parte del llamado «núcleo duro» de su régimen competencial, que goza de garantía constitucional. Más allá de su relevancia como una de las notas que definen y hacen reconocible ese órgano constitucional, se trata de una función cuyo ejercicio presenta notable incidencia en el correcto funcionamiento del sistema judicial, afecta a la motivación y estímulo de la corporación judicial e incide en la imagen que proyecta el Poder Judicial sobre la sociedad y, por tanto, en la confianza de los ciudadanos en la Justicia. De ahí la importancia que adquiere el hecho de que su ejercicio se lleve a cabo con escrupuloso respeto a los principios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad, inherentes al modelo de carrera judicial que prevé nuestra Constitución. Su extraordinaria importancia se pone especialmente de manifiesto ante el protagonismo que el Poder Judicial ha adquirido en nuestro Estado social y democrático de Derecho, al atribuírsele el control sobre la legalidad de la actuación de los poderes públicos, la tutela de los derechos y libertades de los ciudadanos y, en definitiva, la condición de garante de la aplicación del ordenamiento jurídico, en cuya cúspide se encuentra la Constitución, cuya supremacía normativa también salvaguarda. Junto a lo anterior debe tenerse presente la evolución del papel del Poder Judicial en nuestro sistema constitucional, mostrando ciertas características en el ejercicio de la función jurisdiccional que la alejan de los parámetros meramente aplicativos de la letra de la ley que la definían bajo el modelo del Estado liberal. Los contornos bajo los que se lleva a cabo la interpretación de las normas por los jueces y el margen de apreciación con que cuentan en tal función, previa a la aplicación de la ley, introduce el debate acerca de su participación en la creación del Derecho, a través de la jurisprudencia, y la consideración de ésta como fuente del Derecho que obliga a jueces y tribunales, con el consiguiente acercamiento entre las posiciones de los modelos del civil law o continental y common law o anglosajón. Resulta obvio que en nuestro modelo constitucional el juez integra un poder del Estado independiente y sometido única y exclusivamente al imperio de la ley. De ahí que el sistema de nombramientos para los más altos cargos judiciales deba articularse sobre la base de dos exigencias elementales: en primer lugar, la idoneidad del candidato elegido para el ejercicio de las responsabilidades propias del cargo de que se trate, determinada sobre la base de criterios objetivos y en atención a su formación jurídica, cualificación y experiencia, y, en todo caso, bajo la preeminencia de los

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principios de igualdad mérito y capacidad, y en segundo lugar, el respeto a la independencia e imparcialidad que caracterizan el ejercicio de la función jurisdiccional. Recordemos que el Tribunal Constitucional en su sentencia 108/1986, de 29 de julio, al examinar las funciones que obligatoriamente había de asumir el Consejo, situaba la relativa a nombramientos y ascensos entre aquellas que podían servir al Gobierno para intentar influir sobre la actividad de los tribunales, a través de la promoción de algunos jueces, razón por la cual consideraba que se hallaba plenamente justificada su atribución al Consejo. No conviene olvidar que el modelo de juez que impone nuestra Constitución resulta predicable de todas las instancias jurisdiccionales y sus cualidades se proyectan también sobre los cargos de naturaleza gubernativa o directiva, cuyo ejercicio está orientado a la mejora del funcionamiento del sistema judicial y que, en mayor o menor medida, comprenden también el desarrollo de funciones jurisdiccionales. Este modelo exige un juez profesional, responsable, independiente, imparcial, sometido única y exclusivamente al imperio de la ley, profundamente comprometido, por ello, con los valores y principios constitucionales, y, por tanto, la consecución de una sociedad más justa, más libre y más igualitaria. Se trata de un modelo de juez donde éste es consciente de que se encuentra al servicio de los ciudadanos y de que consolida día a día la legitimidad que le otorga nuestra Carta magna a través del ejercicio de la función jurisdiccional, afrontando la tarea de interpretar y aplicar las leyes con honestidad profesional e intelectual, e incluso, cuando en tal labor cuente con un cierto margen de apreciación, sometiendo a juicio crítico sus propias convicciones ideológicas. Por ello, el modelo de juez propuesto rechaza el llamado uso alternativo del Derecho y no esconde bajo una aparente «profesionalidad» designio alguno moralizador de la sociedad al servicio de sus propias convicciones éticas o religiosas. Partiendo de estas consideraciones debe abordarse el examen del sistema de nombramientos discrecionales que rige en la carrera judicial y los presupuestos que deberían inspirarlo. Dejaremos a un lado, por tanto, las distintas vías de acceso a la carrera judicial por sus diferentes categorías —categorías de magistrados y magistrados del Tribunal Supremo para juristas de reconocida competencia y magistrado de la Sala de lo Civil y Penal del Tribunal Superior de Justicia a propuesta del Parlamento autonómico— y los sistemas ordinarios de ascenso vinculados a la antigüedad o a la superación de pruebas de especialización, y nos adentraremos en el sistema de ascenso a la categoría de magistrado del Tribunal Supremo y en los nombramientos para los diferentes cargos de designación discrecional, reservados a los miembros de la carrera judicial, sin desconocer que los que presentan básicamente

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naturaleza gubernativa, en mayor o menor medida, comparten tareas meramente gubernativas con otras netamente jurisdiccionales. Con arreglo a estas premisas, de conformidad con lo previsto en el art. 127 LOPJ, el Pleno del CGPJ tiene facultades discrecionales para la designación entre miembros de la carrera judicial, a través de la correspondiente propuesta de nombramiento, de los siguientes cargos judiciales: — Presidente del Tribunal Supremo, entre miembros de la carrera judicial de reconocida competencia, con más de quince años de antigüedad en su carrera o en el ejercicio de su profesión (art. 123 LOPJ). — Presidentes de Sala del Tribunal Supremo, por un periodo de cinco años, entre magistrados de dicho Tribunal que cuenten con tres años de servicios en la categoría (art. 342 LOPJ). — Magistrados del Tribunal Supremo, entre miembros de la carrera judicial, de diez años al menos de servicios en la categoría de magistrado y no menos de quince años en la carrera (art. 343 LOPJ). — Magistrado del Tribunal Supremo, competente para conocer de la autorización de las actividades del Centro Nacional de Inteligencia que afecten a los derechos fundamentales, y de su sustituto para el caso de vacancia, ausencia o imposibilidad, por un periodo de cinco años entre magistrados de ese tribunal que cuenten con tres años de servicios en la categoría (art. 342 LOPJ). — Presidente de la Audiencia Nacional, por un periodo de cinco años, entre magistrados con quince años de servicios prestados en la categoría, que reúnan las condiciones idóneas para el cargo, en los términos previstos para los presidentes de los Tribunales Superiores de Justicia (art. 335.2 LOPJ). — Presidentes de Sala de la Audiencia Nacional, por un periodo de cinco años entre magistrados que hubieran prestado diez años de servicios en esta categoría y ocho en el orden jurisdiccional de que se trate (arts. 333.1 y 335.1 LOPJ). — Presidente de la Sala de Apelación de la Audiencia Nacional, por un periodo de cinco años entre magistrados con más de quince años de antigüedad en la carrera, que hayan prestado servicios al menos durante diez años en el orden jurisdiccional penal, prefiriéndose entre ellos a quien ostente la condición de especialista (art. 333.1 LOPJ). — Presidentes de los Tribunales Superiores de Justicia, por un periodo de cinco años, entre magistrados que hubieran prestado diez años de servicios en la categoría y lleven al menos quince años perteneciendo a la carrera judicial (art. 336.1 LOPJ). — Magistrados de las Salas de lo Civil y Penal de los Tribunales Superiores de Justicia, entre magistrados que lleven diez años en la categoría y en el orden jurisdiccional civil o penal y tengan espe-

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ciales conocimientos del Derecho Civil, Foral o Especial, propio de la Comunidad Autónoma (art. 330.4 LOPJ). — Presidente de Sala del Tribunal Superior de Justicia, por un periodo de cinco años, entre magistrados que hubieran prestado diez años de servicios en esta categoría y ocho en el orden jurisdiccional de que se trate (art. 333.1 LOPJ). — Presidentes de las Audiencias Provinciales, por un periodo de cinco años, entre magistrados que lleven al menos diez años de servicios en la carrera (art. 337 LOPJ). La designación de estos cargos judiciales discrecionales requiere una mayoría cualificada de 3/5 de los miembros del Pleno cuando se trate de los cargos del Tribunal Supremo y las Presidencias de los Tribunales Superiores de Justicia, de conformidad con lo previsto en el art. 127, reformado por la Ley Orgánica 2/2004, de modificación del sistema de designación de determinados cargos judiciales. Reforma que, aunque decía inspirarse en la necesidad de que determinados nombramientos para altos cargos judiciales concitaran una mayoría reforzada y tenía como finalidad procurar que en dicho proceso de selección se aplicara la fórmula del consenso como medio idóneo para la adopción de los respectivos acuerdos, no parece haber alcanzado tales fines, pues no es inusual que su fruto se limite en buena parte de las ocasiones al acuerdo sobre un mero reparto de cuotas entre los dos grupos político-ideológicos que conforman el CGPJ, dominados a su vez por las asociaciones judiciales con mayor representación en su seno, en cuya consecución no se duda en emplear la presión que supone el bloqueo del procedimiento de nombramientos. II. LA EVOLUCIÓN DE LA JURISPRUDENCIA EN TORNO AL SISTEMA DE NOMBRAMIENTOS DISCRECIONALES DE CARGOS JUDICIALES POR EL CONSEJO GENERAL DEL PODER JUDICIAL 1. El deber de motivación Pues bien, como decíamos, ante la creciente relevancia social y polí­tica de las decisiones judiciales de nuestro modelo constitucional y su aportación a la conformación del ordenamiento jurídico bajo las notas de independencia e imparcialidad, la política de nombramientos judiciales discrecionales adquiere una particular trascendencia. Pese a su innegable trascendencia, puede afirmarse que prácticamente sin solución de continuidad, el Consejo General del Poder Judicial desde sus orígenes ha abordado la política de nombramientos desde una mal

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entendida «discrecionalidad» más próxima a la arbitrariedad y al puro voluntarismo que a aquel concepto jurídico que define una categoría de potestades administrativas, en cuyo ejercicio han primado sobre cualquier otra consideración las afinidades personales, la adscripción asociativa o razones ideológicas e incluso meramente políticas, quedando absolutamente desplazados como criterios rectores de los nombramientos discrecionales los principios de igualdad, mérito y capacidad 2. Tal actitud ha socavado el prestigio del Consejo y ha deteriorado el sistema de nombramientos hasta límites absolutamente inasumibles en las coordenadas que inspiran el funcionamiento de nuestro Poder Judicial y del Estado de Derecho. El desarrollo de esta política de nombramientos no encontró obstáculo alguno en el control de legalidad que incumbía realizar a la Sala Tercera del Tribunal Supremo sobre los actos y disposiciones emanados del Consejo General del Poder Judicial. Así, el Tribunal Supremo, concretamente la Sección 7.ª de su Sala Tercera, venía sosteniendo hasta recientes fechas que los nombramientos para la provisión de los más altos destinos en la carrera judicial no debían ser motivados. Y ello debido a que, por un lado, dichos nombramientos se fundaban en motivos intrínsecamente no susceptibles de control jurisdiccional y, por tanto, no sujetos al deber de motivación, pues se amparaban en meras razones de confianza que no eran susceptibles de ser fiscalizadas o revisadas. Por otro lado, dado el carácter colegiado del órgano que realiza la propuesta de nombramiento como expresión de una voluntad conjunta del mismo, a través de un sistema de votaciones que reflejan un criterio mayoritario, que hacía imposible e innecesaria una motivación expresa y pormenorizada de cada uno de sus componentes, pues no podía ser jurisdiccionalmente revisada, fiscalizada o controlada (STS, Sala 3.ª, de 30 de noviembre de 1999, recurso contencioso administrativo 449/1997, FJ 5.º y 6.º, interpuesto contra el nombramiento del presidente de la Audiencia Provincial de Pontevedra). 3 2   Son muchas las voces que se han alzado denunciando tal situación, proponiendo una profunda reforma en el sistema de nombramientos de altos cargos judiciales. Éste parece ser un clamor general entre los miembros de la carrera judicial, y algunos de sus miembros han decidido plasmar por escrito y publicar sus propuestas al respecto. En este sentido se han manifestado, entre otros: P. Andrés Ibáñez, «Racionalizar (y moralizar) la política de nombramientos», en Jueces para la democracia. Información y debate, núm. 52, 2005, pp. 12-15; J. Hernández García, «La inaplazable necesidad de reforma del sistema de nombramiento de altos cargos judiciales», en Jueces para la democracia. Información y debate, núm. 57, 2006, pp. 71-78; M. L. Martínez Alarcón, «El nombramiento de los magistrados del Tribunal Supremo: a propósito de la reciente reforma del art. 127 LOPJ», en Jueces para la democracia. Información y debate, núm. 52, 2005, pp. 31-40. 3   En el mismo sentido se pronuncian las SSTS de 10 y 11 de enero de 1997, 12 de diciembre de 2000, 14 y 20 de octubre de 2003 y 20 de octubre de 2004.

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Afortunadamente, quedó atrás la jurisprudencia que asignó al CGPJ la potestad de hacer los nombramientos discrecionales sin exigencia de motivación expresa, equiparándolos a los supuestos de «libre designación», fundados en la confianza del órgano constitucional en él designado. Culminándola, se dictó la STS, Sala 3.ª, de 3 de marzo de 2005 (recurso 260/2004), en la que se anunciaba el alumbramiento de una nueva jurisprudencia al respecto, al afirmarse que sobre el problema de la motivación de los nombramientos discrecionales, aquella se hallaba «en tránsito, entendido este término con el significado de que es probable que todavía no se haya arribado a una conclusión firme y consolidada». Con posterioridad, se ha impuesto una nueva doctrina jurisprudencial que impone el deber de motivación de estos actos y somete tales nombramientos a las exigencias de igualdad, mérito y capacidad, aunque distingue entre los nombramientos para cargos directivos dentro del sistema judicial y los que implican el acceso al Tribunal Supremo. Esta nueva línea jurisprudencial se inició con la STS, Pleno de la Sala 3.ª, de 29 de mayo de 2006 (recurso contencioso-administrativo 309/2004, interpuesto contra el Real Decreto por el que se nombra presidente de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional) y los Autos que se dictaron en su ejecución, y se desarrolló más adelante en las SSTS, Pleno de la Sala 3.ª, de 27 de noviembre de 2006 (recurso contencioso-administrativo 117/2005, interpuesto contra el Real Decreto por el que se nombra presidente de la Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña), de 27 de noviembre de 2007 (recurso contencioso-administrativo 407/2006, interpuesto contra los Reales Decretos por los que se promueve a la categoría de magistrado del Tribunal Supremo a un magistrado y una magistrada) y de 23 de noviembre de 2009 (recurso contencioso-administrativo 372/2008 interpuesto contra el Real Decreto por el que se promueve nuevamente a la categoría de magistrado del Tribunal Supremo a la misma magistrada, cuyo nombramiento se anuló por la sentencia de 27 de noviembre de 2007), y la STS, Sección 8.ª, de 5 de febrero de 2010 (recurso contencioso-administrativo 72/2005, interpuesto contra el Acuerdo del Pleno del CGPJ por el que se nombra al presidente de la Audiencia Provincial de Santa Cruz de Tenerife), mostrando su naturaleza evolutiva y tal vez inconclusa. No en vano, el art. 137.5 de la LOPJ exige la motivación de los acuerdos de los órganos del Consejo, exigencia que se corresponde con la que se establece con carácter general para los actos administrativos que se dicten en ejercicio de potestades discrecionales en el art. 54.1.f) de la Ley 30/1992, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas. Asimismo, el art. 127 de la LOPJ (en su redacción dada por la LO 2/2004) indica que el Pleno del CGPJ velará, en todo caso, por el cumplimiento de los principios de mérito y capacidad en los nombramientos a que hace referencia

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dicho precepto, al tiempo que el art. 326.1 LOPJ establece que el ascenso y la promoción profesional de los jueces y magistrados dentro de la carrera judicial estará basado en los principios de mérito y capacidad, así como en la idoneidad y especialización para el ejercicio de las funciones jurisdiccionales correspondientes a los diferentes destinos. De manera que el soporte normativo de tal jurisprudencia parece sólido. Dicha jurisprudencia gira en torno a una idea central que preside el sistema: la potestad discrecional otorgada al Consejo para realizar los nombramientos no estrictamente reglados debe ejercerse con transparencia y exteriorizar una justificación que resulte jurídicamente aceptable y asequible, razonable y suficiente, desde la perspectiva de los principios de mérito y capacidad. Y ello es así porque, en palabras del Tribunal Supremo, «el margen de libertad de apreciación de que dispone el Consejo General del Poder Judicial, no reconducible a parámetros objetivados y determinados, no puede implicar en modo alguno que la decisión sobre la cobertura de una vacante devenga fruto de un voluntarismo inmotivado y carente de cualquier posibilidad de control» (SSTS de 29 mayo y 27 abril de 2006, FJ 5.º). La razón de tal exigencia es que el art. 122.1 CE recoge las notas rectoras de un sistema de carrera judicial entendido como un cursus honorum en el que se desarrolla una progresión o promoción profesional vinculada a los principios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad. Se trata de una opción «decidida y plenamente consciente» de la Constitución que tiene por objeto reforzar las notas de profesionalidad, independencia y sometimiento exclusivo al imperio de la ley que definen el ejercicio de la jurisdicción, como medio para garantizar la eficaz satisfacción del derecho fundamental a la tutela judicial efectiva, consagrado en el art. 24 de la Constitución (STS de 29 de mayo de 2006, FJ 5.º). Ello supone que los nombramientos discrecionales han de producirse con sujeción a los principios expresados y de manera que se excluya todo atisbo o apariencia de que se deben a la pertenencia o proximidad a una determinada asociación profesional, o a una particular formación política. Ahora bien, matiza la jurisprudencia que no resulta suficiente la enumeración general de datos sustancialmente comunes a todos los candidatos por encarnar «jalones normales de cualquier trayectoria profesional» o constituir «requisitos imprescindibles para el acceso a la carrera judicial» a través de las distintas vías establecidas al efecto, ni la mera expresión de juicios de valor, como podría ser: «el elevado carácter técnico de sus resoluciones», «la amplia cultura jurídica», «la acreditada trayectoria», «la calidad científica» o que las sentencias cuya calidad técnica se proclama están «motivadas» o son «fundadas», formulados en términos genéricos y sin referencia concreta a determinados soportes objetivos, pues ello no

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supondría establecer singulares rasgos o características tomadas en consideración para hacer acreedor al finalmente designado de una superior estimación cualitativa sobre el resto de los candidatos para acceder a la plaza de que se trate (STS de 27 noviembre de 2007, FJ 7.º, y STS de 23 noviembre de 2009, FJ 10.º). No basta una simple apariencia de motivación, sino que se exige una verdadera motivación. 2. Los límites de la potestad discrecional del CGPJ: su delimitación negativa La jurisprudencia expresada establece una serie de límites a la capacidad discrecional del CGPJ en la realización de estos nombramientos, imponiéndose la recta observancia de los trámites procedimentales que preceden a la decisión y el respeto a los elementos objetivos y reglados, y proscribiéndose la eventual existencia de desviación de poder, arbitrariedad o cualquier motivación que incida en una argumentación ajena a los criterios de mérito y capacidad, entendiendo el primero en el sentido de valores acontecidos y acreditados en el currículo del candidato y el segundo en el de aptitudes específicas de desempeño eficaz del destino atendido (STS de 29 de mayo de 2006, FJ 6.º). Dichos límites se exponen sistemáticamente en la STS de 27 de noviembre de 2007, FJ 8.º, en los siguientes términos: a) el acto de nombramiento no ha de ser mero voluntarismo y debe cumplir con el imperativo constitucional de interdicción de la arbitrariedad (art. 9.3 CE); b) debe respetarse el derecho fundamental de todos los aspirantes a acceder a las funciones y cargos públicos en condiciones de igualdad (art. 23.2 CE), y c) el criterio material que decida el nombramiento ha de ajustarse a las pautas que encarnan los principios de mérito y capacidad para el ascenso y promoción profesional de jueces y magistrados dentro de la carrera judicial, expresamente proclamados en el art. 326.1 de la LOPJ y presentes en el art. 122 de la Constitución. Si bien, tales límites se proyectan de forma diferente, según se trate de nombramientos para cargos meramente jurisdiccionales o para cargos gubernativos, como veremos más adelante. Ahora bien, lo expuesto no impide subrayar que el sistema de nombramientos discrecionales no se ha transformado jurisprudencialmente en un mero concurso de méritos. Así, se ha enfatizado el amplio margen de decisión que ostenta el Consejo para determinar los criterios de mérito y capacidad conforme a los que va a efectuar el nombramiento, aunque deba identificarlos claramente, señalando el perfil profesional que considere más adecuado para cubrir la plaza afectada y las fuentes de conocimiento o materiales de las que se va a servir para comprobar la solvencia y excelencia profesional de los candidatos, con recta observancia del principio cons-

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titucional de igualdad. En definitiva, se han de precisar las concretas circunstancias tomadas en consideración respecto de las personas nombradas para individualizar en ellas el superior nivel de mérito y capacidad que las hace más acreedoras para el nombramiento que al resto de los candidatos. Ello exige contrastar las actividades jurisdiccionales y extrajurisdiccionales de los diferentes candidatos que han sido tenidas en cuenta entre sí, para poder expresar cuáles son las razones por las que se otorga prioridad o superior valor a las de los incluidos en la relación de candidatos propuesta por la Comisión de Calificación al Pleno, y a las del candidato finalmente designado. Recuerda la jurisprudencia que para cumplir con tales exigencias, el CGPJ, a través de la Comisión de Calificación, podrá recabar información de los distintos órganos del Poder Judicial y tener en cuenta los datos que sobre la laboriosidad, capacidades y formación técnica de los jueces y magistrados resulten de la actividad inspectora del Consejo, que aparecen anotados en los respectivos expedientes, conforme establece el art. 73 del Reglamento de Organización y Funcionamiento. Precisamente es en el informe de la Comisión de Calificación y en la propuesta que debe elevar al Pleno, donde han de cumplirse las exigencias sustantivas formales necesarias para dotar a la decisión que adopte el Consejo de motivación imprescindible, pues suministra parte sustancial de los datos que permiten a cada uno de los vocales orientar su voto, aunque en ese informe no sea necesario relacionar y valorar los méritos de todos y cada uno de los aspirantes que han solicitado la plaza (STS de 29 de mayo de 2006, FJ 6.º). Dicho informe razonado, que acompaña a la propuesta, ha de recoger las circunstancias individuales de los candidatos seleccionados entre los presentados, y hacer visibles los criterios o razones que han guiado su selección, con el fin de dejar constancia de que el sentido de su propuesta guarda coherencia con esas razones y criterios (STS de 27 de noviembre de 2006, FJ 3.º). Concretamente, el informe razonado, que acompaña a la propuesta, o, si se quiere, la decisión que adopte el Pleno del CGPJ, como expresión de los límites que encuentra su libertad de apreciación, ha de cumplir una exigencia sustantiva y tres exigencias formales. La primera consiste en identificar a la vista de las plazas convocadas y de las circunstancias constatadas en los aspirantes la clase de méritos que ha considerado prioritarios para decidir la preferencia del nombramiento, es decir, reflejar los criterios de mérito y capacidad en virtud de los que va a establecer la preferencia para adjudicar la plaza convocada. Las tres exigencias formales consisten en: expresar las fuentes de información utilizadas para comprobar en qué medida concurren en cada aspirante esos méritos o capacidades profesio-

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nales; observar rectamente el principio constitucional de igualdad y precisar las razones extraídas de su labor jurisdiccional y de sus actividades extrajurisdiccionales y sus cualidades personales que permitan concluir que los candidatos incluidos en la propuesta elevada al Pleno reúnen mayores méritos y capacidad profesional para la adjudicación de la plaza, lo que exigirá su contraste con los méritos de parecida índole concurrentes en los otros aspirantes, aunque, como ya dijimos, no resulte necesario relacionar los méritos de todos los peticionarios en el informe razonado (STS de 27 de noviembre de 2007, FJ 8.º). En definitiva, debe lograrse que la valoración profesional realizada tenga un soporte material que la sustente, y que los datos y hechos que encarnen ese soporte material se establezcan con criterios objetivos de selección que sean aplicados por igual a todos los aspirantes (STS de 27 de noviembre de 2007, FJ 9.º). En el curso del procedimiento de designación el Pleno no se encuentra vinculado por el informe de la Comisión de Calificación, pues puede aceptarlo o separarse del mismo, expresando con claridad suficiente en este último supuesto las concretas razones que justifican tal decisión, que habrán de reflejarse en el acta. Ahora bien, conviene reparar ya en la dificultad que supondría exigir una exhaustiva motivación objetivada del Pleno, al adoptar sus decisiones mediante votación secreta de sus miembros, sin sumisión al principio de «non liquet» y cuyas deliberaciones se documentan en un acta en el que se reseñan sólo de forma sucinta los debates (art. 43 y 46 del Reglamento de Organización y Funcionamiento). Además, no resulta en absoluto inusual que para alcanzar los consensos necesarios tengan lugar sucesivas votaciones, donde los miembros del Pleno varían su voto en favor de uno u otro candidato, sin que resulte posible conocer las verdaderas razones que han determinado la votación final de cada uno de ellos. De ahí que en la mayor parte de los casos, el acta se limite a recoger el criterio o criterios básicos que fundamentan su decisión mediante su remisión al informe de la Comisión, a fin de cumplir las exigencias de motivación, lo que revela la importancia de este informe, calificado como «trámite nuclear en el conjunto del sistema» (STS de 29 de mayo de 2006, FJ 7.º). Como decíamos, el Pleno puede aceptar informe y si, según el mismo, todos los candidatos propuestos presentan un grado equivalente de excelencia, elegir sin necesidad de ulterior explicación al que entre ellos prefiera. En el caso de que la propuesta establezca fundadamente una preferencia puede aceptarla y escoger al que ha destacado ya la Comisión de Calificación, pero también podrá optar por alguno de los otros candidatos, aunque habrá de motivar por qué se separa de la propuesta en este punto. En este último supuesto la validez de la motivación del acuerdo del Pleno

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dependerá de que del acta de la deliberación plenaria puedan extraerse las razones concretas que han llevado a la mayoría a apartarse de los planteamientos de la Comisión con claridad suficiente. Recordemos que el presidente y los vocales tienen la facultad de someter al Pleno la candidatura de peticionarios que la Comisión no propuso o, incluso, de magistrados que no pidieron la plaza pero que cumplan los requisitos exigidos y hayan prestado su consentimiento al efecto (art. 16.6 del Reglamento 1/2010 de provisión de plazas de nombramiento discrecional en los órganos judiciales) 4. Ahora bien, como antes señalamos, matiza la jurisprudencia que no resulta suficiente la enumeración general de datos sustancialmente comunes a todos los candidatos, formulados en términos genéricos y sin referencia concreta a determinados soportes objetivos, pues no basta una simple apariencia de motivación, sino que se exige una verdadera motivación. 3. Algunas especialidades en relación con cada clase de nombramientos discrecionales La jurisprudencia ha establecido algunos rasgos diferenciadores en relación con los méritos y capacidades de los candidatos a considerar en los nombramientos discrecionales, según se trate de cargos jurisdiccionales o gubernativos, y el margen de apreciación del Consejo en su valoración. 3.1. Nombramientos discrecionales para proveer plazas jurisdiccionales entre magistrados Cuando se trata de nombramientos discrecionales para proveer plazas jurisdiccionales entre magistrados, se debe otorgar preferencia a la valoración de los méritos jurisdiccionales, lo que entraña llevar a cabo una valoración mínima del trabajo jurisdiccional de los candidatos, es decir, de un número significativo de sus sentencias, indicándose qué concretas sentencias de las presentadas por los aspirantes de la terna resultan más significativas para valorar dicho mérito y las razones de tal valoración. Éste es precisamente «el principal elemento de juicio a tener en cuenta» en los nombramientos jurisdiccionales no directivos, sin perjuicio de considerar otras fuentes de información, entre las que se mencionan a título significativo los currícula, los informes de las Salas de Gobierno de los Tribuna4   Recordemos que el presidente y los vocales tenían la facultad de someter al Pleno la candidatura de solicitantes que la Comisión no propuso o, incluso, de magistrados que no pidieron la plaza pero que cumplían los requisitos exigidos y hubieran prestado su consentimiento al efecto (art. 74 del Reglamento de Organización y Funcionamiento).

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les Superiores de Justicia en que estaban destinados los solicitantes de la plaza y la antigüedad o el puesto que se ocupa en el escalafón; mérito este último que no tiene porqué resultar determinante de la decisión. En definitiva, en los nombramientos para cargos jurisdiccionales y, en especial, para las plazas de magistrado del Tribunal Supremo, a proveer entre magistrados, «el mérito vinculado al ejercicio de la función jurisdiccional o de aquellas otras que sean materialmente asimilables a ella», adquiere una especial preponderancia, pues revelan la solvencia y excelencia en la función jurisdiccional, y éste es precisamente el mérito sobre el que «casi exclusivamente» debe sustentarse el nombramiento (STS de 29 de mayo de 2006, FJ 5.º). Rigen, por tanto, en estos nombramientos «con el mayor nivel de exigencia» los principios de mérito y capacidad (STS de 27 de noviembre de 2007, FJ 7.º) 3.2. Nombramientos discrecionales para cargos judiciales directivos o gubernativos Por otro lado, en relación con los nombramientos discrecionales para cargos judiciales directivos, donde junto con la labor técnico-jurídica propia del ejercicio de la función jurisdiccional del puesto, concurren tareas de dirección, coordinación y gestión de medios materiales y humanos, el Consejo cuenta con un amplio margen de libertad para apreciar y valorar méritos de diversa índole, tales como virtudes personales que trascienden a los puros conocimientos técnicos. Estas plazas presentan un perfil mixto, pues en su cobertura debe apreciarse elementos objetivos y reglados, junto con otros susceptibles de valoraciones subjetivas y de difícil encaje de módulos o parámetros preestablecidos. Sin embargo, la idoneidad del candidato designado no podrá basarse en apreciaciones de oportunidad política, afinidad personal o adscripción ideológica, sino en razones exclusivas de aptitud profesional para el desempeño del puesto concernido, con referencia a criterios siempre reconducibles a las nociones de mérito y capacidad (STS de 29 de mayo de 2006, FJ 3.º y 5.º). Esta aptitud ha de fluir de un grado de formación y experiencia técnico-jurídica que lo habiliten para dirigir con «auctoritas» el Tribunal o Sala que hubiere de presidir, y de su actitud personal para la labor de dirección y gestión inherente al desempeño del puesto, aceptándose que la circunstancia relativa a la posible ulterior buena aceptación de cada uno de los candidatos por el órgano judicial concernido tenga notable y razonable relevancia en la valoración positiva de sus méritos.

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Precisa la jurisprudencia que estos cargos directivos no pueden configurarse como puestos de libre designación en su acepción tradicional, pues la confianza que fundamenta esta clase de puestos conlleva la libertad de cese o remoción del así designado, notas éstas ajenas a los cargos directivos jurisdiccionales, caracterizados por la profesionalidad, la independencia y la imparcialidad, que cuentan con garantías de permanencia en el cargo de su titular durante el periodo de mandato. No obstante, tampoco son puestos de concurso, dado que la valoración de la idoneidad de los candidatos no puede reducirse a un baremo preestablecido (STS de 29 de mayo de 2006, FJ 3.º). 4. La libertad de apreciación reconocida al CGPJ: su delimitación positiva Hemos enunciado, con alguna diferencia entre cargos meramente jurisdiccionales y gubernativos, las líneas básicas de nuestra jurisprudencia en lo que a las exigencias de motivación y sometimiento al procedimiento se refiere. Ahora bien, debe precisarse que los límites y exigencias impuestos jurisprudencialmente a la libertad de apreciación reconocida al CGPJ no pueden soslayar algunas observaciones que justifican y preservan un cierto margen de apreciación con evidentes consecuencias prácticas, a las que hace referencia la STS de 23 de noviembre de 2009. Así, en primer lugar, el CGPJ, dada su configuración constitucional, al ejercer su potestad de nombramientos para cargos judiciales podrá ponderar, junto a otros méritos de los candidatos, aquellas circunstancias dirigidas a dar satisfacción al perfil, la configuración o las necesidades de los órganos jurisdiccionales que, en ejercicio legítimo de esa función constitucional de gobierno, juzgue el Consejo merecen ser atendidas en cada momento. Consecuencia de lo cual, tiene libertad para decidir la clase de méritos que deberán ser ponderados en cada caso y la proporción que en cuanto a su dimensión y entidad haya de darse a los que así hayan sido acotados. En segundo lugar, cuenta el Consejo con un amplio margen de apreciación en la ponderación y valoración de aquellos méritos y capacidades. Este margen de decisión comprende también la facultad de elegir libremente a aquel candidato que prefiera de entre aquéllos que acrediten igual grado de solvencia y excelencia en el ejercicio de la función jurisdiccional y presenten méritos extrajurisdiccionales que cuenten con una consideración equivalente. De modo que las únicas cargas que debe asumir el Consejo son las de operar de manera transparente en la elección entre los mejores profesionalmente de los magistrados que considere más idóneos a partir de las premisas por él fijadas y de ofrecer la correspondiente explicación en los términos expuestos (STS de 23 de noviembre de 2009, FJ 13.º).

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En tercer lugar, a través del control jurisdiccional del cumplimiento de los límites expuestos no pueden establecerse rígidas directrices que reduzcan esa libertad para establecer méritos y capacidades que sirvan de criterio para decidir cada nombramiento, ni se podrá privar al Consejo del margen de apreciación que es consustancial al juicio de discrecionalidad que significa la selección y estimación cualitativa de las circunstancias individuales de los aspirantes que deban encarnar esa clase de méritos y capacidades, previamente elegidos y definidos como prioritarios. En sintonía con lo expuesto, el Tribunal Supremo no podrá indicar al Consejo los méritos susceptibles de ser o no valorados en cada caso, aunque sí imponerle la carga, sustantiva y formal, de dejar claramente explicitadas y objetivadas las concretas circunstancias de mérito y capacidad con las que justifique su decisión de nombrar a una determinada persona con preferencia sobre los demás aspirantes a la misma plaza (STS de 27 de noviembre de 2007, FJ 7.º). 5. El valor de la reciente jurisprudencia sobre nombramientos discrecionales Hasta aquí la exposición de los criterios empleados por la más reciente jurisprudencia del Tribunal Supremo en el control jurisdiccional de la conformidad a Derecho de los actos del Consejo General del Poder Judicial en materia de nombramientos judiciales discrecionales, fruto de los contados y aislados casos en que dicho control ha sido posible por haber sido objeto de recurso jurisdiccional aquellos actos de gobierno del Poder Judicial. Aunque no sin dificultades, como ponen de relieve los fundamentados votos particulares emitidos frente a las sentencias expresadas, y las ajustadas mayorías 5 que, en ocasiones, han avalado esta esperanzadora línea jurisprudencial, se ha abierto paso una jurisprudencia comprometida con la observancia de los principios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad en la designación de cargos judiciales discrecionales por el CGPJ, que ilumina el sendero a transitar por nuestro órgano de gobierno en el ejercicio de dicha potestad discrecional, que consecuentemente limita, ante un escenario presidido por la progresiva devaluación de aquellos principios y la correlativa preeminencia de afinidades personales, asociativas o políticas como criterio rector de dichos nombramientos. 5   Resulta revelador observar que frente a la sentencia de 29 de mayo de 2006 se emitieran cuatro votos particulares discrepantes; frente a la sentencia de 27 de noviembre de 2006 los votos particulares discrepantes fueran siete, cifra que se mantuvo en relación con la sentencia de 27 de noviembre de 2007, y que frente a la sentencia de 29 de noviembre de 2009 el núm. de votos particulares discrepantes se elevara a once, aventajando la posición mayoritaria en tan sólo un voto a la minoritaria y contraria al fallo de la sentencia.

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La valoración de lo que esta jurisprudencia ha supuesto en la limitación de la potestad del Consejo en materia de nombramientos, tanto por lo que se refiere a la exigencia de su motivación, como por lo que supone su sujeción a los principios de igualdad, mérito y capacidad, desterrándose su consideración como nombramientos de confianza o de libre designación, debe hacerse atendiendo a la evolución que la misma ha experimentado a través de las diferentes sentencias expresadas, que ha supuesto una progresiva restricción del amplio ámbito de discrecionalidad que afirmaba ostentar nuestro órgano de gobierno. Sin duda, surge y se desarrolla esta jurisprudencia ante la percepción de que la degradación de la política de nombramientos discrecionales había alcanzando cotas insostenibles, y en la creencia de que no cabía otra opción para detenerla. Percepción que es acompañada de la convicción de que la confianza social en la Administración de Justicia constituye un elemento esencial de nuestro sistema de convivencia y que aquélla se afianza sobre la idea de que los jueces presentan alta solvencia profesional y actúan con sometimiento exclusivo al Derecho y neutralidad política. De modo que cualquier sombra de sospecha acerca de que la proximidad ideológica, partidaria o simplemente asociativa, pueda ser el componente principal de los nombramientos judiciales pondría en grave riesgo aquella confianza, sin la cual no puede hablarse de Estado de Derecho. Asimismo, tal y como afirma la jurisprudencia, la justificación y objetivación de los nombramientos judiciales en términos de profesionalidad ahuyentan aquel riesgo y favorecen la confianza social en la Justicia (STS de 27 de noviembre de 2007, FJ 11.º). No obstante, quienes reclamaban del Tribunal Supremo la enunciación de concretos criterios objetivos que pudieran operar para valorar la idoneidad y capacidad de los candidatos, así como la determinación del especifico valor que debería atribuírseles en el proceso decisional, a fin de precisar las exigencias que habría de conllevar la correcta motivación del acuerdo de nombramiento, han mostrado su decepción ante lo que consideran tímidos avances de la jurisprudencia en el control de los nombramientos discrecionales de cargos judiciales 6. Ahora bien, conviene recordar que dicha jurisprudencia no pretende vaciar de contenido el amplio margen de apreciación que caracteriza el ejercicio de esta potestad, sino limitarla a niveles razonables y compatibles con la preeminencia de los principios de igualdad, mérito y capacidad. De hecho, insiste en negar la 6   J. Hernández García afirma que la sentencia de 29 de mayo de 2006 «se separa del objetivo que se propuso generando una doctrina fácilmente manipulable, como se ha podido comprobar de forma escandalosa en la designación, nuevamente, de Gómez en la sesión de 27 de junio de 2006 del Pleno del CGPJ», en «La inaplazable necesidad de reforma del sistema de nombramientos de altos cargos judiciales», op. cit.

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asimilación del procedimiento a los cauces de un mero concurso de méritos, idea ésta recurrente en las sentencias examinadas. No tiene por objeto esta jurisprudencia, sino iluminar el camino a seguir por el Consejo en la regulación del proceso selectivo propio de estos nombramientos discrecionales, imponiendo determinadas exigencias formales y sustantivas tendentes a la salvaguarda de los tan citados principios de igualdad, mérito y capacidad. Sólo desde esta perspectiva cabe valorar con justicia su alcance y trascendencia. III. UN NUEVO MARCO NORMATIVO ANTE LA DEGRADACIÓN DEL SISTEMA DE NOMBRAMIENTOS DISCRECIONALES Ciertamente, las sentencias examinadas resuelven recursos frente a nombramientos llevados a cabo por el anterior CGPJ, pero recientes acontecimientos, que han tenido notable eco en los medios de comunicación, muestran, nuevamente, una preocupante imagen de la política de nombramientos discrecionales, en este caso del presente CGPJ, calificada de «mercadeo de nombramientos» y «cambio de cromos» entre las asociaciones judiciales en claro beneficio de aquellas asociaciones judiciales que cuentan con mayor representación en el Consejo, responsabilizándose del «mercadeo en el reparto de altos cargos» a los vocales de extracción judicial 7. 7   En estos términos se manifiesta un artículo publicado en el diario El País el 3 de febrero de 2010, refiriéndose a las asociaciones judiciales Asociación Profesional de la Magistratura y Jueces para la Democracia (APM y JpD). Más revelador resulta por los términos en que se pronuncia el editorial del diario El País, publicado el 15 de febrero de 2010, titulado «Agencias de colocación», donde se hace recaer la responsabilidad del «mercadeo en el reparto de altos cargos» sobre los vocales de extracción judicial del CGPJ con hiriente ironía. Se expresaba dicho editorial del siguiente modo: «(…) Para que JpD pueda colocar a los suyos, la conservadora APM hace lo propio con sus asociados en una rutina más basada en el amiguismo que en criterios profesionales. Es tremenda esa sensación de mercadeo de altos cargos en los tribunales, los órganos a los que nuestra sociedad ha encargado la administración de la justicia. Sólo así, con esta más que preocupante premisa de cambios de cromos a la hora de la elección —uno para ti, dos para mí—, se entiende el desastre que actualmente viven algunos tribunales superiores, con presidentes incompatibles con el sentido común: están a la espera de acuerdo en el reparto. Son más que justas las críticas a una justicia que comete demasiados errores o a la vergonzante politización del Consejo del Poder Judicial. Pero poco ayuda la carta de la vocal a quienes se quejan de que los nombramientos judiciales se hagan de esa guisa y abogan por la absoluta independencia de los jueces en los nombramientos». Continúa afirmando el artículo que esta actitud «ha desnudado la imparcialidad, la rectitud y la probidad con la que actúan sus señorías cuando tienen la oportunidad de ser ellos quienes eligen y distinguen entre sus iguales, sin las denostadas presiones políticas. El resultado parece asemejarse más al funcionamiento sindical de los muelles de Baltimore, tal y como lo muestra la magnifica serie The Wire, que al exigible a las muy respetables asociaciones judiciales».

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En verdad, las asociaciones judiciales de entre cuyos candidatos han sido elegidos los vocales del actual Consejo ostentan gran parte de la responsabilidad de la degradación de la política de nombramientos discrecionales, ya sea por su activa intervención en su desarrollo, ya sea por su pasividad ante la constatación de que el clientelismo asociativo y la afinidad política o personal rigen aquella actividad. La penetración paulatina e incesante de las prácticas que presiden la política partidista en el seno del Consejo ha trascendido al funcionamiento de los grupos políticos que en los sucesivos Consejos desde 1985 han venido conformando los vocales elegidos por los partidos políticos a través del Parlamento y ha calado de lleno en las asociaciones judiciales que no dudan en utilizar a sus representantes en el Consejo como mera correa de transmisión de sus intereses corporativos con un sectarismo de tal magnitud que en no pocas ocasiones ha sonrojado a determinados miembros del Consejo de extracción no judicial. Pese a que las asociaciones APM y JpD, que representan el 40 por 100 de la judicatura, copan el 75 por 100 de los nombramientos de altos cargos judiciales y casi todos los nombramientos de magistrados del Tribunal Supremo que ha decidido el Consejo en el último año y medio (El País, 24 de febrero de 2010), este órgano ha negado que la pertenencia a determinadas asociaciones judiciales constituya un criterio valorado en los nombramientos, que justifica en el amplio consenso de que son fruto, como si lo que sólo constituye un loable método de trabajo tuviera la virtud de garantizar el acierto y legalidad de su resultado. Ante ello, una vez más, hemos venido asistiendo con perplejidad a un curioso fenómeno que, desgraciadamente, nos es ya demasiado familiar: parece ser que la excelencia profesional alberga con notable intensidad entre los privilegiados miembros de tales asociaciones, mientras que la insolvencia y la mediocridad profesional se extienden sin remedio entre los restantes miembros de la carrera judicial. No cabe mensaje más claro para quienes deseen alcanzar la aptitud necesaria para progresar profesionalmente. Ante estas circunstancias, debe hacerse una profunda reflexión acerca del papel que de las asociaciones judiciales cabe y debe esperarse en el control de legalidad de la política de nombramientos discrecionales, al De singular interés resultan también las aseveraciones realizadas por uno de los vocales del Consejo de extracción no judicial en un diario nacional, donde al abordar la profunda crisis institucional que padece este órgano y, en particular, su política de nombramientos de altos cargos judiciales, presididos por criterios de afinidad política y clientelismo asociativo, afirma que «los nombramientos por afinidad política y clientelismo se producen fundamentalmente por la influencia de las asociaciones de jueces que siempre han estado más representadas en el Consejo General del Poder Judicial es decir, la Asociación Profesional de la Magistratura y Jueces para la Democracia» (J. M. Gómez Benítez, El País, 22 de mayo de 2010).

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menos de aquellas que no se encuentren comprometidas en el «reparto de cargos» denunciado o que, habiéndolo estado, decidan contribuir a la regeneración moral del sistema. Sin duda, como legítimo instrumento de defensa de los intereses profesionales de los miembros de la carrera judicial, ex art. 127.1 CE, ha de guiar su actividad, entre otros fines, hacia la salvaguardia de la preeminencia de los principios de igualdad, mérito y capacidad en dicho sistema de nombramientos, haciendo uso si fuera necesario de su legitimación que para interponer recursos contencioso administrativos frente a tales actos. Dicha legitimación fue reconocida por nuestra jurisprudencia de forma indirecta en la STS, Pleno de la Sala 3.ª, de 27 de octubre de 2008 (recurso 366/2007), interpuesto por la APM frente al Acuerdo del Consejo de Ministros que propuso a la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa la terna de candidatos para el puesto de juez del TEDH, donde expresamente se aproxima la posición constitucional de las asociaciones profesionales de jueces y magistrados a la asignada a los sindicatos, rebasando las consecuencias inherentes al mero ejercicio del derecho de asociación del art. 22 CE. En este mismo sentido se justifica la amplia legitimación activa de las asociaciones judiciales en materia de nombramientos de forma directa en la STS, 3.ª, de 5 de febrero de 2010 (recurso 72/2005), donde la asociación FJI recurrió el Acuerdo del Pleno del CGPJ por el que se nombraba al presidente de la Audiencia Provincial de Santa Cruz de Tenerife, corroborándose tal legitimación más tarde por la STC 102/2009, de 27 abril (recurso de amparo 2389/2007). En fin, una y otra vez la política de nombramientos judiciales socava el ya debilitado prestigio de nuestro órgano de gobierno y degrada la deteriorada imagen de la Justicia, ante el inevitable y erróneo paralelismo que los ciudadanos hacen entre el funcionamiento del CGPJ y el propio de los Juzgados y Tribunales. Situación ésta que recientemente ha adquirido, si cabe, mayor gravedad ante el eco que los medios de comunicación han tenido las indeseables prácticas del sistema de nombramientos discrecionales. Las circunstancias expuestas, inevitablemente, han mermado las esperanzas en el anunciado cambio de modelo en materia de nombramientos discrecionales de quienes, ataviados tan sólo con su experiencia profesional, judicial y extrajudicial, albergan legítimas expectativas de promoción profesional, pues, sea cual fuere el procedimiento a seguir, su sustento sólo se encuentra en los principios constitucionales que han de regir dicho modelo: igualdad, mérito y capacidad. Es en este escenario y como consecuencia de la doctrina jurisprudencial expuesta donde es objeto de aprobación el Reglamento 1/2010, de 25 de febrero, que regula la provisión de plazas de nombramiento discrecional en los órganos judiciales. Dicho reglamento, aprobado por el Pleno del

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CGPJ, se orienta, según expresa su exposición de motivos, a garantizar la observancia de imperativo constitucional de interdicción de arbitrariedad de los poderes públicos y el respeto al derecho fundamental de acceso en condiciones de igualdad a las funciones y cargos públicos, favoreciendo la transparencia en la provisión de plazas judiciales de carácter discrecional. La evidente influencia de aquella doctrina sobre la elaboración de dicho reglamento se anuncia ya en su exposición de motivos, donde se recogen, incluso literalmente, algunas de las afirmaciones realizadas en las sentencias antes referidas, al igual que se pone de manifiesto en su articulado. En particular, bajo la exigencia general de motivación de los acuerdos en materia de nombramientos, tras expresar en su artículo tercero, entre los principios rectores de la provisión de plazas de carácter discrecional, los principios de mérito y capacidad para el ejercicio de la función jurisdiccional y, en su caso, de la función gubernativa propia de la plaza de que se trate, y entre los principios que han de presidir el procedimiento a seguir, los de objetividad, transparencia e igualdad en el acceso a las mismas de quienes reúnan las condiciones y actitudes necesarias, recoge en sus arts. 5 a 11 los méritos que han de ser objeto de valoración para la provisión de plazas de carácter jurisdiccional, por un lado, y de plazas de carácter gubernativo y de carácter jurisdiccional y gubernativo, por el otro. Así, el art. 5, en relación con la provisión de plazas reservadas a los miembros de la carrera judicial en las Salas del Tribunal Supremo, afirma que se valorarán con carácter preferente los méritos reveladores del grado de excelencia en el estricto ejercicio de la función jurisdiccional, y concretamente considera que merecen tal calificación los siguientes: el tiempo de servicio activo en la carrera judicial, el ejercicio de destinos correspondientes al orden jurisdiccional de la plaza de que se trate, el tiempo de servicio en órganos judiciales colegiados, las resoluciones jurisdiccionales de especial relevancia jurídica y significativa calidad técnica dictadas en el ejercicio de la función jurisdiccional y, de forma complementaria, el ejercicio de profesiones o actividades jurídicas no jurisdiccionales de análoga relevancia. En relación con las plazas de carácter gubernativo y de carácter jurisdiccional y gubernativo se establecen como méritos con carácter general los mismos antes contemplados en el art. 5 y, además, la participación en órganos de gobierno del Poder Judicial, en especial de órganos de gobierno de Tribunales, y el programa de actuación que cada candidato presente para el desempeño de la plaza solicitada. Asimismo, como méritos específicos para las Presidencias de Sala del Tribunal Supremo se establecen el tiempo de servicio activo en la categoría de magistrado del Tribunal Supremo y el tiempo de ejercicio en el orden jurisdiccional propio de la vacante.

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En relación con los méritos específicos para la Presidencia de la Audiencia Nacional y de sus Salas se contemplan el tiempo de servicio activo en órganos jurisdiccionales de la Audiencia Nacional, especialmente en lo relacionado con el orden jurisdiccional al que corresponda la vacante, el conocimiento de la situación de los órganos jurisdiccionales comprendidos en el ámbito de la Audiencia Nacional, la experiencia en órganos colegiados y, en su caso, la experiencia en cooperación judicial internacional. Por lo que respecta a los méritos específicos para las Presidencias de Tribunales Superiores de Justicia y de sus Salas se señalan el conocimiento de la situación de los órganos jurisdiccionales comprendidos en el ámbito territorial del respectivo Tribunal Superior de Justicia y la experiencia en órganos colegiados. En lo que atañe a las Presidencias de Salas se valorará también el tiempo de servicio activo en el orden jurisdiccional al que pertenezca la vacante. Además, en la provisión de las Presidencias de Tribunales Superiores de Justicia se valorará también, en su caso, la especialización en Derecho Civil Especial o Foral y el conocimiento del idioma propio de la Comunidad. Por último, para la provisión de las Presidencias de Audiencia Provincial se contempla como méritos específicos la experiencia en órganos jurisdiccionales colegiados, especialmente en aquellos relacionados con los órdenes civil y penal y el conocimiento de la situación de la respectiva Audiencia Provincial. Igualmente se valorará, en su caso, la especialización en Derecho Civil Especial o Foral y el conocimiento del idioma propio de la Comunidad. Expuestos los aspectos sustantivos, nos referiremos a continuación a los aspectos procedimentales de especial relevancia para la provisión de plazas de nombramiento discrecional. Como primera consideración debe destacarse que la correspondiente convocatoria deberá determinar los requisitos que se estimen adecuados a la plaza anunciada, referidos a la naturaleza de las funciones atribuidas a la misma, de conformidad con lo establecido en la LOPJ y en el Reglamento objeto de estudio, dibujándose lo que podríamos considerar el perfil de la plaza ofertada. En segundo lugar, se contempla la posibilidad de que la Comisión de Calificación recabe información de los órganos técnicos del Consejo y de los distintos órganos del Poder Judicial, en particular de las Salas de Gobierno, y, a través de su presidente, de la Sala o las Salas correspondientes del Tribunal Supremo que hubieran resuelto en última instancia los recursos frente a la resoluciones dictadas por los peticionarios acerca de la suficiencia técnica de la motivación de las mismas, para el caso de que la plaza convocada sea del Tribunal Supremo (en términos análogos a lo previsto en el art. 136 de la LOPJ y en el art. 73 del Reglamento de Organización y Funcionamiento del CGPJ).

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En tercer lugar, cuando no se trate de plazas del Tribunal Supremo o de plazas de magistrado de las Sala de lo Civil y Penal de los Tribunales Superiores de Justicia correspondientes al turno de la carrera judicial, la Comisión de Calificación convocará a todos los solicitantes no excluidos a una comparecencia ante los vocales del CGPJ que deseen asistir, que tendrá por objeto la explicación y defensa por los aspirantes del currículo, con especial referencia a los méritos previstos en la convocatoria y, en su caso, del correspondiente programa de actuación, pudiendo solicitarse al respecto aclaraciones o realizarse preguntas por los vocales. Dichas comparecencias se celebrarán en audiencia pública, pudiendo seguir su desarrollo los profesionales de los medios de comunicación social acreditados, quienes podrán también hacer uso de medios técnicos de captación o difusión de imagen y sonido, sin perjuicio de las limitaciones que pudieran establecerse por el Consejo atendiendo a criterios de proporcionalidad y ponderación de derechos, intereses y bienes objeto de protección. El desarrollo de las comparecencias se documentará en soporte de grabación apto para su reproducción, que se incorporará al expediente administrativo. En cuarto lugar, se prevé que la propuesta de la Comisión de Calificación al Pleno habrá de incluir una relación de, al menos, tres candidatos, salvo que sea menor el número de solicitantes, ordenados alfabéticamente, a menos que concurran méritos en circunstancias que justifiquen la confección por orden de preferencia. Esta propuesta habrá de ser motivada mediante valoración en conjunto de los méritos, capacidad y circunstancias de cada aspirante, que tendrá en cuenta, al menos, la descripción de los méritos adecuados a la plaza anunciada, la descripción de los materiales empleados como fuentes que se hubieren manejado para conocer dichos méritos, el resumen de los trámites cumplidos y la justificación de la propuesta que fundamente la superior idoneidad de los integrantes de la terna para desempeñar la plaza convocada respecto a los demás aspirantes. No obstante, una vez esté difundida la propuesta de la Comisión de Calificación entre los vocales, dentro de los cuatro días hábiles siguientes, cada uno de ellos podrá proponer otros candidatos de entre la lista de peticionarios admitidos, de forma motivada, comunicándolo a la Comisión, que los incluirá en la relación. Finalmente, el Pleno que decida la propuesta de nombramiento dejará constancia de la motivación del acuerdo, con expresión de las circunstancias del mérito y capacidad que justifiquen la elección de uno de los aspirantes con preferencia sobre los demás, si bien dicha motivación podrá hacerse por remisión a la contenida en la propuesta de la Comisión de Calificación. En todo caso, hemos de considerar que tanto el Reglamento como la jurisprudencia otorgan diferente trato a la propuesta de la Comisión de

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Calificación y el acuerdo del Pleno, incrementando las exigencias formales y materiales de motivación respecto de la primera en relación con el segundo. De manera que se pretende garantizar que la terna elaborada por aquel órgano comprenda aquellos candidatos que presenten mayor idoneidad para ocupar la plaza ofertada por razón de sus méritos y capacidad. Esta diferenciación parte de la convicción de que las exigencias de motivación imputables al Pleno no pueden alcanzar el mismo grado de intensidad, ni formal ni materialmente que las impuestas a la Comisión de Calificación, pues las reglas de funcionamiento de uno y otro órgano así lo determinan. De hecho, aunque desde la jurisprudencia, con carácter general, se hace recaer sobre la Comisión de Calificación con mayor rigor el deber de exteriorizar una justificación de la decisión que resulte jurídicamente aceptable y asequible, razonable y suficiente, desde la perspectiva de los principios de mérito y capacidad, al mismo tiempo se reconoce un cierto margen de libertad de apreciación al Consejo no reconducible a parámetros objetivados y determinados. Es más, llega a afirmar la jurisprudencia que si los candidatos propuestos en la terna presentan equivalente nivel de excelencia, el Pleno podría elegir entre ellos al que prefiera sin necesidad de ulterior explicación, reconociéndose así un margen de apreciación que aumentará en el caso de nombramientos para cargos gubernativos o directivos. Parece lógico que así sea, dadas las reglas que rigen el funcionamiento del Pleno, donde el voto es secreto, que dificultan enormemente la expresión con precisión de la razones concretas que han llevado a la conformación de la mayoría suficiente para la realización de nombramiento de que se trate, máxime ante la compleja y subjetiva apreciación que supone la valoración de determinados méritos. Desde el punto de vista de las carencias del sistema, cumplidas las exigencias de determinación de los méritos valorables en relación con cada plaza, atendiendo a las características y competencias de ésta, y establecida la necesidad de motivación de los nombramientos, con independencia de la escasa precisión con que se aborda la fijación de aquéllos en el Reglamento y la ausencia de criterios para ponderar su trascendencia relativa en la decisión final, queda insuficientemente resuelta la cuestión relativa a la capacidad técnica del órgano encargado de la evaluación de los méritos. Esta reflexión se hace especialmente patente cuando se trata de evaluar la excelencia profesional de los candidatos para ocupar una plaza como magistrado del Tribunal Supremo, pues resulta evidente que la valoración de sus méritos habrá de llevarse a cabo mediante un órgano constituido a tal efecto con un elevado grado de especialización en la materia de conocimiento propia de la Sala a la que opten los candidatos, cuya reglas de funcionamiento y composición garanticen su autonomía e imparcialidad. Parece evidente que ni el Servicio de Inspección del Consejo ni su Comi-

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sión de Calificación por sí solos cuentan con el grado de especialización suficiente en la materia de que se trate para acometer tal labor con el rigor técnico exigible. Ésta es una asignatura pendiente en el procedimiento de nombramiento de altos judiciales que tal vez podría superarse a través informe de las Salas de Gobierno y de la Sala del Tribunal Supremo que hubiere conocido de recursos dirigidos frente a resoluciones de los candidatos a que se refiere el Reglamento, para lo que sería imprescindible que se asumiera la responsabilidad de abordar su elaboración con el compromiso de contribuir decididamente al juicio valorativo que requiere el nombramiento discrecional con arreglo a los principios de mérito y capacidad, es decir, de resultar útil como elemento de juicio dirimente, como antes apuntaba. El Consejo cuenta en materia de nombramientos discrecionales con un cierto margen de libertad de apreciación en cuanto órgano constitucional con un claro espacio de actuación reconocido, inherente a su condición de órgano garante de la independencia judicial, mayor cuando se trata de la designación de cargos directivos, pero siempre condicionado por los principios de mérito y capacidad que se encuentran en la base del sistema de carrera que para jueces y magistrados prevé el art. 122 de la Constitución. Este margen de apreciación le permitirá elegir con cierto grado de libertad entre los que presenten mayor idoneidad por razones de mérito y capacidad para ocupar el cargo de que se trate, cuando dicha idoneidad sea equivalente entre los finalmente seleccionados, siempre y cuando su decisión se encuentre razonablemente justificada a través de la motivación exigible. Por contra, cuando el contraste entre los méritos de los diferentes aspirantes revele diferente grado de idoneidad en los mismos, la elección deberá inclinarse en favor de quien resulte merecedor de la misma por estrictas razones objetivas de mérito y capacidad. Así parece haberlo querido nuestra jurisprudencia, reconociendo implícitamente la dificultad que entrañaría el control judicial sobre el nombramiento efectuado en el primer supuesto, y reafirmando los límites del margen de apreciación atribuido al Consejo en el segundo. Conviene precisar que dicha libertad de apreciación no debe confundirse con la discrecionalidad técnica que se reconoce por razones de especialización e imparcialidad a determinados órganos administrativos, respecto de cuestiones que deben resolverse por un juicio estrictamente técnico, que limita también el control judicial sobre los actos emanados del ejercicio de tal potestad 8. 8   El control judicial en estos casos no alcanza a la sustitución del criterio del tribunal calificador, tal y como señala la sentencia impugnada, puesto que forma parte de la discrecionalidad técnica otorgada al mismo. Recuerda el Tribunal Constitucional en el FJ 6.º de su sentencia 219/2004, de 29 de noviembre, lo afirmado en su STC 39/1983, de 16 de mayo, FJ 4.º, en que sostuvo que la existencia de

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Contempla el Reglamento de forma singular en su disposición adicional única la provisión de plazas de magistrado de las Salas de lo Civil y Penal de los Tribunales Superiores de Justicia correspondientes al turno de la discrecionalidad técnica «no supone naturalmente desconocer el derecho a la tutela judicial efectiva recogida en el art. 24.1 de la Constitución, ni el principio del sometimiento pleno de la Administración pública a la Ley y al Derecho (art. 103.2), ni la exigencia del control judicial sobre la legalidad de la actuación administrativa y su sumisión a los fines que la justifican (art. 106.1). Tampoco supone ignorar los esfuerzos que la jurisprudencia y la doctrina han realizado y realizan para que tal control judicial sea lo más amplio y efectivo posible. Pero no puede olvidarse tampoco que ese control puede encontrar en algunos casos límites determinados. Así ocurre en cuestiones que han de resolverse por un juicio fundado en elementos de carácter exclusivamente técnico, que sólo puede ser formulado por un órgano especializado de la Administración y que en sí mismo escapa por su propia naturaleza al control jurídico, que es el único que pueden ejercer los órganos jurisdiccionales, y que, naturalmente, deberán ejercerlo en la medida en que el juicio afecte al marco legal en que se encuadra, es decir, sobre las cuestiones de legalidad». Adiciona que «si el órgano judicial diera por buena, sin más, la decisión administrativa sin realizar el control exigible de la misma que impone el art. 24.1 CE, vulneraría el derecho fundamental a la tutela judicial (SSTC 97/1993, de 22 de marzo, y 353/1993, de 29 de noviembre, FJ 5.º)». Con mención de la doctrina elaborada por el citado Tribunal (por todas STC 86/2004, de 10 de mayo, FJ 3.º), insiste en que «lo que no pueden hacer los Tribunales de Justicia es sustituir en las valoraciones técnicas a los órganos administrativos calificadores; está vedada, por tanto, la nueva valoración de un ejercicio de un proceso selectivo, salvo circunstancias excepcionales». Avanza en su razonamiento argumentando que «ni el art. 24.1 ni el 23.2 CE incorporan en su contenido un pretendido derecho de exclusión del control judicial de la llamada discrecionalidad técnica» (SSTC 86/2004, de 10 de mayo, FJ 3.º; 138/2000, de 29 de mayo, FJ 4.º), pero además declara (STC 86/2004, de 10 de mayo, FJ 3.º) que «la determinación de si un concreto curso cumple o no los requisitos exigidos en las bases de la convocatoria... no se incluye en el ámbito de la discrecionalidad técnica, de suerte que el Tribunal con su decisión de excluir determinados cursos por incumplimiento de los requisitos necesarios se limitó a fiscalizar desde el plano de la legalidad la actuación del órgano calificador». Subraya también que «la determinación de si la fórmula empleada para la corrección de determinados ejercicios de un proceso selectivo ha sido aplicada correctamente o no, tampoco entra dentro del ámbito de la discrecionalidad técnica, y por tanto dicha circunstancia, que en absoluto implica sustituir la actividad de la Administración, debe ser controlada por los jueces y tribunales cuando así sea demandado por los participantes en el proceso selectivo». Por todo ello, la discrecionalidad técnica expresada conduce a partir de una presunción de certeza o de razonabilidad de la actuación administrativa, apoyada en la especialización y la imparcialidad de los órganos establecidos para realizar la calificación. De modo que dicha presunción iuris tantum sólo puede desvirtuarse si se acredita la infracción o el desconocimiento del proceder razonable que se presume en el órgano calificador, bien por desviación de poder, arbitrariedad o ausencia de toda posible justificación del criterio adoptado, entre otros motivos, por fundarse en patente error, debidamente acreditado por la parte que lo alega. Por ello, la discrecionalidad técnica reduce las posibilidades de control jurisdiccional sobre la actividad evaluadora de los órganos de la Administración prácticamente a los supuestos de inobservancia de los elementos reglados del ejercicio de la potestad administrativa y de error ostensible o manifiesto, quedando fuera de ese limitado control aquellas pretensiones de los interesados que sólo postulen una evaluación alternativa a la del órgano calificador, moviéndose dentro del aceptado espacio de libre apreciación, y no estén sustentadas con un posible error manifiesto. Doctrina ésta recogida, entre otras, en la STS de 15 de septiembre de 2009 (rec. 4739/2006), en relación con la concesión de un título de médico especialista, y por las SSTS de 17 de febrero de 2010 (rec 1212/2008) y de 8 de marzo de 2010 (rec. 4194/2008) en relación con procesos selectivos de personal funcionario al servicio de las Administraciones públicas.

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la carrera judicial, al establecer que su provisión se hará por el procedimiento previsto para los concursos reglados, si bien se amplía el plazo de presentación, modificación y desistimiento de instancias a veinte días naturales y se establece que la solicitud se acompañará de la documentación que acredite el conocimiento del Derecho Civil, Foral o Especial, propio de la Comunidad Autónoma. Igualmente se aplicará en este caso el procedimiento previsto en este reglamento para la intervención de la Comisión de Calificación y del Pleno del Consejo, a excepción de la celebración de la comparecencia de aspirantes a que antes se hizo referencia. A estas plazas de designación discrecional les resulta aplicable también la doctrina antes expuesta, de modo que sus nombramientos se rigen por los principios de mérito y capacidad, tal y como ha expresado la STS, 3.ª, de 29 de enero de 2008 (recurso contencioso-administrativo 247/2004). En lo que atañe al mérito relativo a la posesión de «especiales conocimientos en Derecho Civil, Foral o especial, propio de la Comunidad Autónoma», ha matizado esta sentencia que, aun partiendo de la necesidad de procurar un especial reconocimiento y sensibilidad hacia la pervivencia y operatividad jurídica de los regímenes forales, ello no puede conducir a sobredimensionar los conocimientos en cualquier régimen foral, fuere cual fuere la trascendencia práctica de éste en el territorio de la Comunidad Autónoma en el que rige. Por ello, afirma que sólo será valuable dicho mérito cuando la Comunidad Autónoma correspondiente contenga un régimen jurídico foral que requiera una verdadera «especialización jurídica», lo que no ocurre cuando tenga carácter puntual y aislado en el conjunto del sistema, reducido en su contenido y alcance, carezca de complejidades dogmáticas y presente un limitado ámbito de aplicación geográfica —así ocurre con el Fuero de Baylio, que rige en un limitado y reducido ámbito territorial de la Comunidad Autónoma extremeña y tiene por contenido un solo precepto que contiene una regla puntual sobre la disolución de la sociedad conyugal que opera en el momento de su liquidación—. Por lo que respecta a la promoción de medidas tendientes a compensar el desequilibrio de mujeres en las altas instancias judiciales, pese a que el Acuerdo del CGPJ de 22 de junio de 2005 instaba a los órganos del Consejo a impulsar y desarrollar políticas que favorezcan la promoción de las mujeres con méritos suficientes y capacidad en los procesos de nombramientos de cargos gubernativos de la carrera judicial (Presidencias de Tribunales Superiores de Justicia y sus Salas y Audiencias Provinciales) y magistrados del Tribunal Supremo, indicando que cuando concurrieran varios candidatos con similares méritos, habría de procurarse facilitar el nombramiento de mujeres para estos puestos (punto 36.3), lo cierto es que el Reglamento 1/2010 se limita a expresar en su art. 3.º, dedicado a los principios rectores, que en la provisión de las plazas a que se refiere dicho Reglamento se impulsarán y desarrollarán medidas que favorezcan la pro-

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moción de la mujer con méritos y capacidad. A lo que se añade en su art. 16 que la propuesta de la Comisión de Calificación elevada al Pleno deberá expresar los elementos que permitan controlar que no se haya producido discriminación por razón de género. De manera que no se contempla en el nuevo Reglamento ninguna medida de discriminación o acción positiva para favorecer la presencia de mujeres en los altos cargos de la carrera judicial. IV. PERSPECTIVAS DE FUTURO Expuestos los aspectos esenciales de la jurisprudencia sobre nombramientos discrecionales del Consejo y el nuevo régimen normativo tributario de aquélla, conviene primero hacer algunas reflexiones esperanzadoras acerca de las características más relevantes de este nuevo régimen, susceptibles de encauzar la política de nombramientos por el sendero iluminado por aquella jurisprudencia, siempre flanqueado por los principios de igualdad, mérito y capacidad, y segundo, apuntar algunas de las más graves carencias que presenta el nuevo sistema. El nuevo Reglamento parece cumplir escrupulosamente las indicaciones de la jurisprudencia, sin voluntad alguna de profundizar más en la elaboración de una serie de concretos criterios objetivos de valoración coherentes con los principios de igualdad, mérito y capacidad, y acordes a las cualidades y capacitación exigibles para el adecuado desempeño de los diferentes cargos judiciales en atención a su perfil propio. Además, tampoco establecer regla alguna que permita determinar el específico valor de cada uno de aquellos méritos en relación con los demás en la apreciación de la idoneidad de los candidatos. Pretende así el Consejo preservar un alto grado de discrecionalidad en el ejercicio de su potestad de nombramiento de altos cargos judiciales. No obstante lo expuesto, el Reglamento prevé la posibilidad de que el Consejo se instruya a través de la información que recabe de sus órganos técnicos y de los distintos órganos del Poder Judicial. Sobre este particular debe destacarse la potencial trascendencia del informe que pudiera emitir la Sala del Tribunal Supremo que hubiere conocido de recursos frente a las resoluciones judiciales de los candidatos, acerca de la suficiencia técnica de su motivación, pues el rigor técnico y compromiso institucional con el que se ejerza esta facultad de informe entrañaría notable importancia para contribuir a limitar considerablemente el margen de apreciación con que, indudablemente, el Consejo ha contado tradicionalmente en esta clase de nombramientos, potenciando la preeminencia con que operarían los principios de igualdad, mérito y capacidad. Asimismo, debe atribuirse singular importancia a las comparecencias de los candidatos ante los vocales del Consejo en audiencia pública que

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contempla el Reglamento, ante la transparencia que aporta al proceso. Afirmaba Louis Brandeis, juez del Tribunal Supremo de Estados Unidos en la primera mitad del siglo pasado, que la transparencia es el mejor de los desinfectantes («Sunlight is said to be the best of disinfectants»). Probablemente sea ésta una de las características del nuevo procedimiento de nombramientos que mejor pueden contribuir a regenerarlo, impulsando el desarrollo del proceso bajo principios éticos que destierren las irregularidades prácticas que han caracterizado el modelo hasta ahora. Así parece desprenderse de los nombramientos discrecionales realizados por el CGPJ desde la entrada en vigor del Reglamento 1/2010, que han contado con un elevado grado de aceptación en la corporación judicial y no han sido objeto de impugnación 9. Por todo ello, aunque no cabe desconocer que se han dado pasos importantes en la limitación de la discrecionalidad del Consejo en la realización de nombramientos de altos cargos judiciales, aún queda camino por recorrer. Sin duda será necesario incrementar las exigencias sustantivas de motivación de los nombramientos, a fin de eludir que las exigencias de motivación se salven con una justificación meramente formal, más o menos elaborada, del nombramiento, lo que defraudaría las esperanzas puestas en la eficacia de esta nueva línea jurisprudencial y en la aplicación del nuevo régimen normativo. Además, resulta necesario un mayor nivel de compromiso con la prevalencia de los principios de igualdad, mérito y capacidad por parte de las Salas de Gobierno y de las Salas del Tribunal Supremo, concretamente en la elaboración de los informes que le solicitara el Consejo, asumiendo con responsabilidad la función técnico-jurídica que le asigna el régimen de nombramientos discrecionales, con el propósito de poner a disposición de este órgano de gobierno información sobre los candidatos que permita dirimir los méritos y capacidades de unos y otros. Sin duda, debe reivindicarse una actitud vigilante por parte de las asociaciones judiciales que tengan entre sus metas la regeneración moral del modelo de nombramientos, haciendo uso, si fuera necesario, de su legiti9   Destacan especialmente los nombramientos del presidente de la Sala Tercera del Tribunal Supremo, el presidente del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco (especialmente éste contra todo pronóstico) y el presidente de la Sala de lo Contencioso-Administrativo de la Audiencia Nacional, los dos primeros no asociados y el tercero perteneciente a una asociación diferente a las que ostentan el control en el seno del CGPJ. Además, de las catorce Presidencias de Audiencia Provincial cubiertas tras la entrada en vigor del Reglamento, la mitad se han adjudicado a magistrados no asociados, cuatro a magistrados pertenecientes a JpD y tres a magistrados pertenecientes a APM. Veremos si la polémica que rodea en estos días los nombramientos pendientes de presidentes de Tribunales Superiores de Justicia (Cataluña, Comunidad Valenciana y Andalucía) y su resultado final alientan las esperanzas depositadas en el nuevo procedimiento de nombramientos o, por el contrario, las aniquilan.

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mación activa en los procesos de impugnación de los mismos, pues no cabe fin más noble en su actividad que el de procurar que las legítimas expectativas de promoción profesional de los jueces y magistrados no se vean frustradas, contribuyendo a desterrar de la política de nombramientos discrecionales prácticas repudiables que debilitan la confianza de los ciudadanos en la justicia y ponen en serio riesgo la fortaleza con que los principios de independencia e imparcialidad deben inspirar el funcionamiento del Poder Judicial en un Estado de Derecho. Por último y sobre todo, resulta imprescindible la regeneración moral del sistema de nombramientos discrecionales, inspirada en la presencia de principios éticos generalmente ausentes en su gestación, acordes al modelo de juez que proclama nuestra Constitución. Esta consideración adquiere especial importancia en tanto no se modifique el sistema de elección de los vocales del CGPJ o, al menos, no cambien los criterios seguidos hasta hoy en su aplicación, carentes del más elemental sentido del pluralismo, donde cada uno de los grupos parlamentarios trata de obtener la mayor representación política posible en el seno de aquel órgano, tanto a través de la cuota extrajudicial como de la judicial, potenciando hasta extremos inasumibles la presencia de candidatos de las dos asociaciones tradicionalmente consideradas próximas a esos grupos políticos, aun cuando no cuenten con representatividad suficiente en la carrera judicial para justificarlo, en detrimento del resto de las asociaciones judiciales y de los jueces no asociados 10. Romper con esa dinámica e introducir mayor pluralismo en nuestro órgano de gobierno pondría fin a la formación de bloques políticos e ideológicos o asociativos que monolíticamente se posicionan, entre otras, en materia de nombramientos en el Consejo bajo la consigna de hacer acopio del mayor número y mejor rango de cargos judiciales en su provecho. V. CONCLUSIONES A la vista de la jurisprudencia expuesta y del régimen normativo examinado, recapitulando, cabe alcanzar algunas conclusiones que caracterizan el ejercicio por el CGPJ de su potestad discrecional para realizar nombramientos respecto de determinados cargos judiciales, ya sean directivos o jurisdiccionales: — Esta potestad debe ejercerse con transparencia y exige motivación de los acuerdos, donde se exteriorizará una justificación del nom10   En el presente Consejo APM y JpD acaparan once de los doce vocales de extracción judicial; la AJFV sólo cuenta con un vocal, pese a ser la segunda asociación en implantación en la carrera judicial, y los jueces no asociados no cuentan con representación, que suponen prácticamente casi la mitad de los miembros de la carrera judicial.

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bramiento jurídicamente aceptable y asequible, razonable y suficiente, desde la perspectiva de los principios de igualdad, mérito y capacidad. — Entre los límites que presenta la potestad sobre los nombramientos discrecionales debe destacarse, al margen de la observancia de los trámites procedimentales que precedan a la decisión —en particular, el informe de la Comisión de Calificación—, la exigencia de que el criterio material que decida el nombramiento deba ajustarse a los principios de mérito y capacidad, aunque se proyecten de manera distinta según se trate de nombramientos para cargos jurisdiccionales o gubernativos. De manera que el Consejo debe expresar los criterios de mérito y capacidad que servirán para establecer la preferencia del aspirante seleccionado sobre los restantes e identificar las fuentes de conocimiento o materiales hábiles para comprobar la solvencia y excelencia profesional de los candidatos, o, lo que es lo mismo, su grado de idoneidad para resultar adjudicatario de la plaza ofertada, con observancia del principio de igualdad y, por último, debe contrastar los méritos jurisdiccionales y extrajurisdiccionales de los diferentes aspirantes para poder expresar cuáles son las razones por las que se otorga prioridad a uno de ellos sobre los restantes, que en todo caso habrán de ser razones exclusivas de actitud profesional para el desempeño del puesto concernido. No nos encontramos ante cargos de libre designación, pero tampoco ante un mero concurso de méritos. — Entre las atribuciones propias de su libertad de apreciación, corresponde al Consejo establecer los méritos y circunstancias que deberán ser ponderados para justificar la idoneidad exigida para acceder al cargo ofertado y los criterios que permitirán ponderar la incidencia de cada uno de ellos en la valoración final de la aptitud profesional de los aspirantes, en cuya apreciación y aplicación cuenta con un indudable amplio margen de libertad, sin perjuicio del deber de justificar motivadamente en los términos antes expuestos su decisión de nombrar a una determinada persona con preferencia sobre los demás candidatos. — El nuevo régimen normativo pudiera propiciar la regeneración del sistema de nombramientos, al implantar las entrevistas públicas a los candidatos que proporcionarán transparencia al proceso decisional y prever la emisión de informes técnico-jurídicos por las Salas de Gobierno y las Salas del Tribunal Supremo, cuyo valor dirimente, anudado inseparablemente al grado de compromiso y rigor con que se aborde su elaboración, podría resultar decisivo en aras a garantizar la preeminencia de los principios de igualdad, mérito y capacidad.

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Ahora bien, el Reglamento 1/2010 establece, desde el punto de vista sustantivo, algunos de los méritos y capacidades susceptibles de valoración para acreditar la idoneidad para el desempeño de determinados cargos judiciales, en función de su naturaleza y competencias, y desde el punto de vista procedimental, las exigencias y facultades que conlleva el ejercicio de esta potestad en materia de nombramientos, sobre cuya aplicación la jurisprudencia está aún pendiente de pronunciarse. De manera que, establecidos estos criterios generales, sustantivos y procedimentales, la apreciación de los méritos y su concreta ponderación en cada caso, a través del procedimiento reglamentariamente previsto, es susceptible de ser sometida a control judicial que habrá de determinar si la explicación o justificación del nombramiento efectuada resulta jurídicamente aceptable y asequible, razonable y suficiente, desde la perspectiva de los principios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad. Es en el ejercicio de tal control judicial y ante la amplitud con la que se lleve a cabo donde se hacen visibles con mayor nitidez los límites del margen de libertad de apreciación reconocido al Consejo en la realización de nombramientos discrecionales de cargos judiciales. Obviamente, el control judicial sobre la razonabilidad y suficiencia de la justificación permitirá al Tribunal considerar insuficiente o irrelevante la apreciación de uno u otro mérito o circunstancia para fundamentar el nombramiento en términos ajustados a los principios de mérito y capacidad. Por contra, ante la concurrencia de méritos que determinen igual grado de solvencia y excelencia entre los aspirantes, el Consejo dispondrá de libertad para elegir entre los así calificados, sin perjuicio de la necesidad de justificar su decisión, mediante el correspondiente juicio motivado, limitándose considerablemente el alcance de aquel control judicial. En relación con esta cuestión queda aún por definir el grado de penetración de tal control judicial en el exigible juicio de contraste entre los diferentes méritos de los distintos candidatos que se impone al CGPJ en el proceso decisional, pues hasta la fecha tan sólo se ha materializado en la exigencia jurisprudencial de individualización personalizada y comparativa de tales méritos, con entidad suficiente para justificar la prioridad de uno de los aspirantes sobre los demás, ante cuya inexistencia se ha procedido a anular el nombramiento en cuestión y acordar la retracción del procedimiento a fin de que se resuelva nuevamente el proceso selectivo. De modo que, por ahora, el Tribunal Supremo no ha dado el paso de contrastar los méritos de los candidatos en sustitución del Consejo, ni ha admitido la posibilidad de hacerlo, ante una hipotética adjudicación de un cargo judicial de forma arbitraria o irrazonable desde la perspectiva de los principios de mérito y capacidad. La cuestión que surge es qué ocurrirá cuando de la comparación entre los méritos y capacidades de los diferentes candidatos

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se desprenda con nitidez la prioridad de uno de los aspirantes que ha resultado preterido sobre los demás y si, planteado así el debate en el litigio, el Tribunal Supremo considerará procedente realizar un pronunciamiento en tal sentido. La naturaleza evolutiva de la jurisprudencia alumbrada en esta materia tendrá ocasión de ponerse nuevamente de manifiesto en breve, pues se encuentran pendientes de resolución en la Sala Tercera del Tribunal Supremo los recursos contencioso-administrativos interpuestos contra los nombramientos de magistrados de las Salas Tercera (dos plazas), Quinta, Primera y Cuarta del Tribunal Supremo, realizados por el presente CGPJ con anterioridad a la entrada en vigor del Reglamento 1/2010.

LOS JUECES Y EL DERECHO DE HUELGA Antonio García Martínez Magistrado de la Sala de lo Civil y de lo Penal del TSJPV

I. LOS ACONTECIMIENTOS DEL 18 DE FEBRERO Y EL 8 DE OCTUBRE DE 2009 El 9 de febrero de 2009 el Pleno del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), reunido en sesión extraordinaria para tratar de las peticiones y comunicaciones recibidas con relación al seguimiento de una jornada de huelga para el día 18 siguiente, acordó «no haber lugar a las pretensiones formuladas», resolviendo por ello que no procedía «tener por anunciada la convocatoria de huelga» ni «fijar servicios mínimos ni tener por tales los que pudieran señalar los que suscriben los diferentes escritos». Las peticiones y comunicaciones en cuestión habían sido remitidas por las Asambleas de jueces y magistrados de Murcia, Extremadura, Castilla la Mancha, Almería, Huelva, Málaga, Teruel, Las Palmas, Santa Cruz de Tenerife, Alicante, Ciudad Real, A Coruña, Pontevedra, Cuenca, Tarragona e Ibiza; la Junta Provincial de Jueces de Girona; la Asamblea de Jueces de Majadahonda; el juez de 1.ª Instancia e Instrucción único de Solsona, y las Asociaciones Judiciales «Francisco de Vitoria» y «Foro Judicial Independiente». El escrito de las Asociaciones Judiciales (que ilustra sobradamente sobre las circunstancias del caso) comunicaba, a los efectos previstos en los

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arts. 3.3.º y 4.º del Real Decreto-Ley 17/1977, de 4 de marzo, su decisión conjunta de convocatoria de huelga en la carrera judicial (extensiva a todos los jueces y magistrados del territorio nacional) desde las 00.00 horas hasta las 24.00 horas del día 18 de febrero de 2009. La decisión se amparaba «en el ejercicio del derecho fundamental de huelga que contempla el art. 28.2 de la Constitución, del que también somos titulares los jueces y magistrados»; así como en la legitimación de las asociaciones judiciales para convocar huelga en este ámbito, según resulta «de lo dispuesto en el art. 127 de la Constitución, que reconoce el derecho de libre asociación profesional de los jueces y magistrados; art. 401.2 de la LOPJ, que incluye entre los fines de las asociaciones judiciales la defensa de los intereses profesionales de sus miembros en todos sus aspectos y la realización de actividades encaminadas al servicio de la justicia en general, y STC 11/1981, de 8 de abril, de la que se desprende la legitimación de las organizaciones profesionales para convocar huelga en el ámbito territorial y funcional que le es propio». El contenido del escrito también daba cuenta: a) de los objetivos de la huelga y motivos de su convocatoria (partiendo de las graves carencias de medios materiales y personales que sufre la Administración de Justicia y de la falta de respuesta a las reiteradas demandas planteadas por jueces, magistrados y asociaciones judiciales, para conseguir su mejora y modernización, se planteaban reivindicaciones en materia de oficina judicial, señalamiento de juicios y vistas, nuevas tecnologías, inversión presupuestaria, vacantes e interinos, planta judicial, sustituciones, conciliación de la vida laboral y familiar, traslado forzoso, excedencia voluntaria, jornada laboral, prevención de riesgos laborales y contingencias profesionales, jubilación y retribuciones); b) de las gestiones realizadas para resolver las diferencias, c) y de la composición del comité de huelga. Señalando en relación con los servicios mínimos, que al afectar la huelga a un servicio público, debían fijarse por el CGPJ los imprescindibles, para atender debidamente a los ciudadanos durante el día de huelga, en «las actuaciones del servicio de guardia; las actuaciones en causas con presos o detenidos puestos a disposición judicial; la celebración de juicio con Tribunal de Jurado; el resto de actuaciones de cualquier orden jurisdiccional, legalmente calificadas de tramitación preferente o urgente, y en la participación de jueces y magistrados en las Juntas electorales». Tras todo lo cual se solicitaba al CGPJ que, admitiendo el escrito, tuviera por convocada en forma y plazo legal la huelga que se determinaba en su contenido. La respuesta del CGPJ, más arriba anticipada, vino precedida de los siguientes fundamentos jurídicos, que reproduzco de forma literal: «1. El

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Consejo General del Poder Judicial, como establece el art. 122.2 de la Constitución, es el órgano de gobierno del mismo, y en cuanto tal, ejerce y ejercerá las competencias que le son legalmente atribuidas. 2. Con independencia de las cuestiones que pudieran suscitarse en relación al reconocimiento del derecho de huelga de jueces y magistrados, lo cierto es que el ejercicio de ese posible derecho carece, en el momento actual, de soporte normativo. Ninguno de los escritos presentados contiene una referencia al marco regulador del referido ejercicio, limitándose a una simple mención a los arts. 3 y 4 del Real Decreto-Ley 17/1977, de 4 de marzo, cuya posible aplicación a las peticiones que se efectúan, aparece huérfana de cualquier motivación. Esta norma se refiere a un tipo distinto de relaciones jurídicas, sin que por tanto puedan encuadrarse en ella las medidas que se pretenden. 3. La conclusión obligada de lo expuesto se traduce en que el Consejo no puede acceder a las peticiones que se le formulan y consiguientemente no puede proceder a la fijación de servicios mínimos, ni a tener por tales aquellos que pudieran señalar quienes suscriben los escritos. 4. El Consejo, en el cumplimiento de sus funciones, velará siempre para que mediante el ejercicio de la función jurisdiccional, se garantice el derecho a la tutela judicial de los ciudadanos». Al propio tiempo el Pleno aprobaba la siguiente declaración institucional: «Los jueces trabajan con un grado de dedicación y esfuerzo personal encomiable y digno de todo respeto, y en muchas ocasiones se realiza en condiciones humanas y materiales que no responden a las necesidades exigibles para el ejercicio de un poder del Estado. Por ello, el CGPJ reitera, una vez más, que comparte y apoya las peticiones de los jueces relativas a la modernización de la justicia, a las condiciones en que se administra y a la mejora del estatuto orgánico, en el convencimiento de que se trata de propuestas cuya consecución es necesaria para la justicia rápida y de calidad que demandan y se merecen los ciudadanos. El CGPJ constata que la respuesta efectiva a tales peticiones no se inscribe en el ámbito de sus medios propios, ya que la cobertura presupuestaria de las medidas a adoptar está en manos del Ministerio de Justicia y de las Comunidades Autónomas a las que se ha trasferido la competencia en esta materia. Ello no obstante, el CGPJ estima que el debido funcionamiento de la Administración de Justicia y el debido respeto al derecho a la tutela judicial efectiva exigen una decidida toma de posición por parte de todos e imponen al CGPJ la obligación de liderar este proceso de modernización y velar por su buen fin. Desde ese convencimiento, el CGPJ ha impulsado diversas actuaciones de choque, así como el diseño y desarrollo de un plan integral de modernización y el análisis de reformas legales urgentes, todo lo cual se ha traducido en compromisos y medidas concretas por parte de las administraciones competentes y que, aunque todavía no suficientes, se orientan a la obtención de una justicia mejor. El CGPJ entiende que ese objetivo común

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de prestar el mejor servicio posible a los ciudadanos sólo puede lograrse con una voluntad real de buscar puntos de encuentro, mediante el diálogo y la negociación sinceras y efectivas, por lo que llama a todos los jueces a apoyar ese diálogo y a colaborar con una actitud crítica, pero responsable y constructiva, para que continúe con éxito. Ante las convocatorias de paro anunciadas para el próximo día 18 de febrero, el CGPJ considera que dichas medidas, por su gravedad y efectos en la prestación de un servicio público fundamental, resultan difícilmente conciliables con los objetivos que persiguen y carecen de justificación cuando está abierta la vía del diálogo con el Ministerio de Justicia y las Comunidades Autónomas y se aprecia una voluntad clara de profundizar en el proceso. El CGPJ, como órgano de gobierno del Poder Judicial, por tanto, no comparte medidas de presión que perjudiquen el derecho de los ciudadanos a obtener la tutela judicial efectiva y cuyo ejercicio no tiene una específica cobertura legal. El CGPJ confía en el constatado sentido de la responsabilidad y del cumplimiento del deber de los jueces y continuará trabajando para la inaplazable solución de los graves problemas que afectan a la Administración de Justicia». El final es de sobra conocido, el 18 de febrero de 2009, según los datos hechos públicos por el CGPJ, de un total de 4.624 jueces ejercientes, 1.640 (el 35,47 por 100) se declararon en huelga. Y la cosa no quedó ahí, pues, como también se sabe, el 8 de octubre volvió a repetirse el fenómeno. La convocatoria de huelga, realizada en esta ocasión por la Junta de Jueces de Ibiza, la Asamblea de Magistrados de la provincia de A Coruña y la Asociación Profesional de la Magistratura (que como fundamento legal de la huelga se refería, tras reconocer las importantes funciones y responsabilidades encomendadas a los jueces y magistrados como integrantes del Poder Judicial, a su condición de titulares del derecho fundamental a la huelga que consagra el art. 28 de la Constitución, sin perjuicio de la ineludible atención de aquellos servicios que puedan considerarse esenciales para la Comunidad), a la que esta vez respondió la Comisión Permanente del CGPJ con un acuerdo fechado el día 6 anterior reiterando lo ya manifestado por el Pleno con ocasión del primer llamamiento, fue secundada, otra vez según los datos difundidos por el CGPJ, por 1.071 jueces (el 23,57 por 100) de un total de 4.543 ejercientes. Lo significativo de estos sucesos no es que la huelga se produjera en el ámbito de la Administración de Justicia, viéndose afectado por ello un servicio esencial. Circunstancia que nada tendría de particular, pues la experiencia nos permite constatar la existencia de huelgas en dicho ámbito llevadas a cabo por colectivos diferentes al de los jueces y magistrados. No siendo anormales ni extravagantes tampoco las huelgas en las que se han visto afectados servicios esenciales de la comunidad.

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Y tampoco creo, atendida la repercusión en el servicio y sus usuarios, que sus consecuencias merezcan ser destacadas por sus efectos especialmente perturbadores o perjudiciales. Se trató, en ambos casos, de huelgas de un solo día, que no provocaron un elevado nivel de paralización, que no impidieron atender y despachar las actuaciones urgentes e inaplazables y que tampoco consta hayan generado daños graves o desproporcionados ni, mucho menos, irreparables. Lo verdaderamente llamativo y peculiar vino dado por la condición de jueces y magistrados de los huelguistas. Fue esta circunstancia, verdaderamente insólita, y el disenso existente sobre la titularidad por los jueces del derecho fundamental a la huelga, junto con el contexto en el que se produjeron los hechos, caracterizado por el severo desencuentro entre el Ministerio de Justicia y las Asociaciones de Jueces, así como la circunstancia, también innegable, de desbordar el conflicto el marco de las reivindicaciones puramente profesionales, trayendo al primer plano las relaciones entre el Judicial y los demás poderes —especialmente el ejecutivo— y la discusión sobre el alcance de principios trascendentales como el de independencia judicial y el de separación de poderes, lo que, provocando una gran ola de opinión, atrajo la atención en masa de los medios de comunicación y colocó durante unos días en la cabecera del debate público la cuestión que sirve de título a esta ponencia. Queda claro de esta forma que una mera posibilidad a la que no se había prestado hasta entonces más atención que la teórica, derivada de las investigaciones llevadas a cabo por algunos profesores y juristas, casi siempre con ocasión de trabajos o análisis dedicados al estudio del derecho a la huelga de los funcionarios públicos y muchas menos veces como cuestión objeto de separado y específico abordaje, se ha manifestado ya, al menos en esas dos ocasiones, como una realidad innegable. Y ello, aunque algunos hayan querido disfrazarla, por eso de no hablar por derecho y a las claras de huelga de jueces, recurriendo a usos terminológicos con menos carga semántica o más dosis de ambigüedad como los de «simple paro» o «jornada de protesta». Ahora bien, la mera constatación del suceso, que sociológicamente presenta un indudable interés —que también ofrecería, sin duda, analizado en su vertiente psicológica o política—, no resuelve nuestro problema. Es claro que los días 18 de febrero y 8 de octubre de 2009, 1.640 y 1.071 jueces, respectivamente, secundaron una huelga. Lo que ya no resulta tan obvio es que lo hicieran ejercitando un derecho. Siendo esta cuestión normativa, de naturaleza jurídica, la que centra nuestro interés. Pues todo el mundo percibe, de forma puramente intuitiva, la diferencia que hay entre «hacer algo» y tener «derecho a hacer algo». Comprendiendo, sin dificultad, que hacer una huelga simplemente no es lo mismo que hacerla ejerci-

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tando un derecho. Y, por tanto, que tampoco pueden ser las mismas las consecuencias jurídicas a derivar de uno y otro caso. II. DERECHO DE HUELGA Sin entrar ahora en la polémica acerca del concepto del derecho subjetivo que ha enfrentado tradicionalmente a los partidarios, en sus diferentes variantes, de la teoría de los intereses con los defensores de las teorías de la voluntad, lo que sí quiero decir es que no se puede sostener la titularidad de un derecho subjetivo en un determinado sistema jurídico sin apoyarse en una norma que en ese mismo sistema confiera o reconozca dicha titularidad. Por tanto, afirmar que los jueces en nuestro sistema jurídico tienen derecho a la huelga presupone que en nuestro sistema jurídico existe alguna norma que confiere o atribuye a los jueces la titularidad de dicho de­ recho. En este planteamiento, que relaciona el derecho subjetivo con un hecho positivo concretado en la existencia de una norma en la que se reconoce o atribuye su titularidad (hay derecho a… porque hay alguna norma que…), no tiene cabida el parecer de los que sostienen, también sobre un hecho positivo, pero no de naturaleza normativa y jurídica sino descriptiva y sociológica, el reconocimiento del derecho por la mera existencia del hecho (alguien tiene derecho a la huelga, porque hace huelga). Y tampoco el de los que sostienen, sobre una relación de estructura negativa, que los jueces tienen derecho a hacer huelga, porque no hay norma alguna que se lo prohíba (hay derecho a…, porque no hay ninguna norma que…). El enunciado jurídico «lo que no está prohibido está permitido», que constituye el trasfondo de ese grupo de opiniones, no justifica la conclusión. La huelga, contemplada como simple fenómeno, consiste en una cesación del trabajo por parte del trabajador, en cualquiera de las manifestaciones o modalidades que puede revestir. Y, en este sentido, constituye un ilícito, al no cumplir el trabajador su principal obligación contractual, que no es otra que trabajar. Lo que también resulta predicable de los funcionarios, obligados a cumplir cuanto resulta exigible a tenor de su relación estatutaria o de servicio. Las cosas son distintas si la huelga es contemplada no sólo como fenómeno sino también como derecho. Como ejercicio del derecho por su titular, el acto de la huelga deja de ser ilícito. Pero la titularidad, que constituye la cualidad que a la persona le confiere el hecho de ser titular del derecho subjetivo, tiene que asentarse, necesariamente, en una norma jurídica.

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Es cierto que el derecho a la huelga presupone la libertad de huelga entendida en el sentido negativo de que al sujeto titular del derecho no le está vedada ninguna de las alternativas de acción a la hora de decidir si hace o no hace huelga. Pero ello no nos debe llevar a equiparar la libertad de huelga y el derecho a la huelga. Ni a confundir tampoco las categorías —distintas— de la libertad no protegida y la libertad protegida. Dado que la primera es el resultado exclusivo de la conjunción de una permisión de hacer con una de no hacer (en nuestro caso, libertad de hacer huelga y libertad de no hacerla). Mientras que la segunda añade a la conjunción permisiva la atribución del derecho (en nuestro caso a la huelga). Como señala Alexy, «la posición de la libertad jurídica no protegida, que consiste simplemente en la permisión de hacer algo y en la permisión de omitirlo, no incluye en tanto tal ningún aseguramiento a través de normas y derechos que protejan tal libertad»; «las libertades no protegidas no implican el derecho a no ser obstaculizado en el goce de estas libertades. Un derecho tal es un derecho a algo y se diferencia fundamentalmente de una combinación de permisiones. Cuando se añade un tal derecho, la libertad no protegida se convierte en una libertad protegida». Desde luego que si hablamos de libertades jurídicas no protegidas de rango iusfundamental, ello no significa una falta total de protección. En este caso, como también significa Alexy, «las normas subconstitucionales que prohíben u ordenan algo cuya realización y omisión están permitidas por normas de rango constitucional son inconstitucionales. Sin embargo, la protección iusfundamental de la libertad no se limita a eso. Ella consiste en un haz de derechos a algo y también de normas objetivas que aseguran al titular del derecho fundamental la posibilidad de realizar las acciones permitidas». Y también, «toda libertad iusfundamental es una libertad que, por lo menos, existe en relación con el Estado. Toda libertad iusfundamental que existe en relación con el Estado está protegida directa y subjetivamente, por lo menos, por un derecho de igual contenido a que el Estado no impida al titular del derecho hacer aquello para lo que tiene la libertad iusfundamental». Todas estas consideraciones están o formuladas explícitamente o presupuestas en la trascendental sentencia 11/1981, de 25 de abril, del Tribunal Constitucional. Así, cuando en el fundamento de derecho séptimo se señala que «la Constitución lo que hace es reconocer el derecho de huelga, consagrarlo como tal derecho, otorgarle rango constitucional y atribuirle las necesarias garantías». O cuando se afirma en el fundamento noveno que «el art. 28.2 CE, al decir que “se reconoce el derecho a la huelga de los trabajadores para la

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defensa de sus intereses”, introduce en el ordenamiento jurídico español una importante novedad: la proclamación de la huelga como derecho subjetivo y como derecho de carácter fundamental. La fórmula que el texto emplea (“se reconoce”) es la misma que la Constitución utiliza para referirse al derecho de reunión o al derecho de asociación. De todo ello hay que extraer algunas importantes consecuencias. Ante todo, que no se trata sólo de establecer, frente a anteriores normas prohibitivas, un marco de libertad de huelga, saliendo, además, al paso de posibles prohibiciones, que sólo podrían ser llevadas a cabo en otro orden jurídico-constitucional. La libertad de huelga significa el levantamiento de las específicas prohibiciones, pero significa también que, en un sistema de libertad de huelga, el Estado permanece neutral y deja las consecuencias del fenómeno a la aplicación de las reglas del ordenamiento jurídico sobre infracciones contractuales en general y sobre la infracción del contrato de trabajo en particular. Hay que subrayar, sin embargo, que el sistema que nace del art. 28 CE es un sistema de “derecho de huelga”. Esto quiere decir que determinadas medidas de presión de los trabajadores frente a los empresarios son un derecho de aquéllos. Es derecho de los trabajadores colocar el contrato de trabajo en una fase de suspensión y de ese modo limitar la libertad del empresario, a quien se le veda contratar otros trabajadores y llevar a cabo arbitrariamente el cierre de la empresa, como más adelante veremos». O, en fin, cuando se manifiesta, en el fundamento décimo, que: «... en el ordenamiento jurídico español actual la huelga es un derecho subjetivo, lo cual significa que la relación jurídica de trabajo se mantiene y queda en suspenso, con suspensión del derecho de salario. Significa, sin embargo, más cosas, como son que el empresario no puede sustituir a los huelguistas por otros trabajadores... y significa también que el empresario tiene limitado el poder de cierre... El derecho de los huelguistas es un derecho de incumplir transitoriamente el contrato, pero es también un derecho a limitar la libertad del empresario». Resulta inconveniente, por todo lo hasta ahora expuesto, hablar de un derecho a la huelga reconocido por la vía de los hechos; sostener la existencia de un derecho subjetivo a la huelga axiomáticamente deducible del enunciado jurídico «lo que no está prohibido está permitido»; equiparar la libertad de huelga y el derecho a la huelga; o, en fin, no diferenciar las categorías —distintas— de la libertad no protegida y la libertad protegida. En este sentido, acabo este segundo punto como lo empecé, no se puede sostener la titularidad de un derecho subjetivo en un determinado sistema jurídico sin apoyarse en una norma que en ese mismo sistema confiera o reconozca dicha titularidad.

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Por tanto, para aceptar que los jueces son sujetos portadores del derecho a la huelga es indispensable identificar la norma que en nuestro sistema les confiere o atribuye dicha titularidad. Y puestos a indagar la existencia de una tal norma conviene diferenciar el ámbito de la legalidad ordinaria del marco de la legalidad constitucional. III. LEGALIDAD ORDINARIA Y LEGALIDAD CONSTITUCIONAL 1. Legalidad ordinaria La huelga de los funcionarios públicos no se incluyó en su día en el Real Decreto 17/1977, de 4 de marzo, marco jurídico del derecho de huelga. Éste, según resulta de su art. 1, regula el derecho de huelga en el ámbito de las relaciones laborales, de cuya delimitación se ocupa a su vez el Real Decreto Legislativo 1/1995, de 24 de marzo, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley del Estatuto de los Trabajadores, que expresamente excluye de su ámbito de aplicación la relación de servicio de los funcionarios públicos, que se regulará por el Estatuto de la Función Pública, así como la del personal al servicio del Estado, las Corporaciones locales y las entidades públicas autónomas, cuando, al amparo de una ley, dicha relación se regule por normas administrativas o estatutarias —art. 1.3.a)—. La Ley 7/2007, de 12 de abril, del Estatuto Básico del Empleado Público, en el art. 15.c), entre otros derechos individuales de ejercicio colectivo, reconoce el derecho a la huelga, con la garantía del mantenimiento de los servicios esenciales de la comunidad, a los empleados públicos. Pero entre éstos no cabe estimar incluidos a los jueces y magistrados, considerados por el art. 4.c), junto con los fiscales y demás funcionarios al servicio de la Administración de Justicia, personal con legislación específica propia al que sólo cabe aplicar directamente las disposiciones del Estatuto cuando así lo disponga dicha legislación. Legislación que viene constituida, por imperativo constitucional —art. 122.1 CE—, por la LO 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial, que en lo concerniente a jueces y magistrados nada dispone al respecto. A diferencia de los funcionarios al servicio de la Administración de Justicia, que tienen reconocido por el art. 496 LOPJ, entre otros derechos colectivos, el de huelga, en los términos contenidos en la legislación general del Estado para funcionarios públicos, garantizándose el mantenimiento de los servicios esenciales de la Administración de Justicia. E incluso de los secretarios

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judiciales, a los que igualmente debe considerarse incluidos en el ámbito subjetivo de aplicación de tal norma, atendido lo dispuesto por el art. 444.1 LOPJ, conforme al cual «Los funcionarios del Cuerpo de Secretarios Judiciales tendrán iguales derechos individuales, colectivos y deberes, que los establecidos en el libro VI de esta ley orgánica». 2. Legalidad constitucional Las referencias normativas basilares (sin dejar de reconocer la importancia del papel que en la tarea interpretativa pueden llegar a jugar los arts. 7, 9.2, 10.2, 22, 24.1, 35, 37 o 53), vienen representadas en la Constitución española por los arts. 28 y 127. El art. 28 CE establece en su núm. 1.º: «Todos tienen derecho a sindicarse libremente. La ley podrá limitar o exceptuar el ejercicio de este derecho a las Fuerzas o Institutos armados o a los demás Cuerpos sometidos a disciplina militar y regulará las peculiaridades de su ejercicio para los funcionarios públicos. La libertad sindical comprende el derecho a fundar sindicatos y a afiliarse al de su elección, así como el derecho de los sindicatos a formar confederaciones y a fundar organizaciones sindicales internacionales o afiliarse a las mismas. Nadie podrá ser obligado a afiliarse a un sindicato». Y, en su núm. 2.º: «Se reconoce el derecho a la huelga de los trabajadores para la defensa de sus intereses. La ley que regule el ejercicio de este derecho establecerá las garantías precisas para asegurar el mantenimiento de los servicios esenciales de la comunidad». Disponiendo por su parte el art. 127 CE, en su núm. 1.º: «Los jueces y magistrados, así como los fiscales, mientras se hallen en activo, no podrán desempeñar otros cargos públicos, ni pertenecer a partidos políticos o sindicatos. La ley establecerá el sistema y modalidades de asociación profesional de los jueces, magistrados y fiscales». Y, en su núm. 2.º: «La ley establecerá el régimen de incompatibilidades de los miembros del poder judicial, que deberá asegurar la total independencia de los mismos». A la vista de lo anterior no considero arriesgado afirmar que en el ámbito de la legalidad ordinaria, hoy por hoy, no hay norma en la que apoyar el reconocimiento a los jueces del derecho a la huelga. Y, por añadidura, que, así las cosas, tan sólo cabe plantear su reconocimiento en el plano constitucional. Lo que racionalmente sólo alcanzo a representarme como posible a través de alguna de las siguientes vías, que constituirían, de esta manera, las hipótesis a explorar:

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La primera, a través del art. 28.1 CE. Si se considera que los jueces tan sólo tienen prohibida la afiliación sindical, más no la acción sindical, lo que les permitiría ejercitar el derecho a la huelga. La segunda, a través del art. 28.2 CE. Si se considera que los jueces están incluidos en la expresión «los trabajadores» que utiliza la norma para delimitar su ámbito subjetivo de aplicación. La tercera y última, a través del art. 127.1 CE. Si se considera que el derecho de asociacionismo profesional comprende dentro de sus facultades, como instrumento de acción reivindicativa y defensa profesional, el derecho a la huelga. El problema en los tres casos, aun siendo distintas las situaciones planteadas en cada uno de ellos, es de naturaleza normativa. Se trata de saber en última instancia si alguna de esas tres normas confiere a los jueces el derecho subjetivo a la huelga. IV. POSICIONAMIENTOS DOCTRINALES 1. La vía del art. 28.1 CE Éste podría ser el camino de llegar a considerarse, como antes se decía, que los jueces tan sólo tienen prohibida la afiliación sindical, mas no la acción sindical, lo que les permitiría ejercitar el derecho a la huelga. Constituye un buen exponente de esta posición Rodríguez-Piñero Royo, para quien al parecer —mayoritariamente sustentado por la doctrina— de que los jueces y magistrados carecen de libertad sindical se pueden contraponer argumentos favorables a su reconocimiento. El razonamiento, siguiendo lo señalado por este catedrático de Derecho del Trabajo y Relaciones Laborales, se formularía de la siguiente manera: el art. 127 dice que no pueden pertenecer a sindicatos mientras se encuentren en activo; no que no tengan libertad sindical. La afiliación constituye un contenido esencial de la libertad sindical, que no la agota. El art. 28.1 dispone que tienen esta libertad, aunque con posibles peculiaridades establecidas por ley; en este caso, la peculiaridad es no poder afiliarse a sindicatos, y nada más, manteniendo por el contrario el derecho a la acción sindical, lo que incluiría el derecho de huelga. La argumentación no resulta convincente. La prohibición, mientras se hallen en activo, de que los jueces y magistrados puedan pertenecer a sindicatos no puede ser considerada una concreción de las peculiaridades regulatorias del ejercicio del derecho a la

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libertad sindical que el art. 28.1 CE, en relación con los funcionarios públicos, dejaría a la decisión legislativa. Debe de ser necesariamente entendida como una exceptuación del ejercicio del derecho por los jueces prevista directa y expresamente por el propio constituyente, quizás, eso sí, un tanto asistemáticamente, en el art. 127 CE. Es claro que establecer peculiaridades para ejercitar un derecho no es lo mismo que exceptuar su ejercicio. Ni siquiera es lo mismo que limitarlo. Hay que aceptar que el contenido esencial del derecho fundamental a la libre sindicación no se agota en los aspectos organizativos o asociativos, sino que también comprende los funcionales o de actividad ordenados a la defensa, protección y promoción de los intereses de los trabajadores, lo que significa, en suma, desplegar los medios de acción necesarios al efecto dentro de un amplio marco de libertad de actuación, una de cuyas vertientes más significativas viene constituida por el derecho a la huelga. Y también se debe aceptar que quien tiene reconocido el derecho a la libre sindicación no queda privado de la acción sindical, en todo caso, por el hecho de no estar sindicado. Ahora bien, no es lo mismo no estar sindicado, pudiendo, lo que forma parte del propio derecho de libertad, que, como tal, permite sindicarse y también permite no hacerlo. Que no estar sindicado al tener vetado el hacerlo, lo que significa que se carece del derecho de libertad, por no estar permitida, aun queriendo, la libertad misma que constituye su objeto. De lo que ya se sigue, sin dificultad, que no teniendo reconocido el derecho resulta inconsecuente atribuirse alguna de sus facultades o de sus aspectos, ya se refieran o formen parte de su contenido esencial ya se incluyan o se integren en su contenido adicional. 2. La vía del art. 28.2 CE Si se considera, conforme a lo señalado con anterioridad, que los jueces están incluidos en la expresión «los trabajadores» que la norma utiliza para delimitar, en lo subjetivo, su ámbito de aplicación. Lo que constituye una cuestión normativa que plantea un problema de interpretación en el que el marco de posible significado iría desde el entendimiento de la expresión trabajador en el sentido más restringido de sujeto de una relación contractual de naturaleza laboral que presta sus servicios retribuidos por cuenta ajena dentro del ámbito de organización y dirección de otra persona, física o jurídica, denominada empleador o empresario, hasta el más amplio concebible de persona que trabaja.

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La doctrina ha descartado sin discusión que el término trabajadores pueda dar cabida a quienes carecen de la condición, aun trabajando (trabajadores independientes, autopatronos o profesionales…), de trabajadores asalariados por cuenta ajena. Sin embargo, discute si ha de comprenderse en él a los funcionarios públicos en cuanto que trabajadores asalariados por cuenta ajena, pero en el marco de una relación de carácter administrativo o estatutario al servicio de las Administraciones Públicas, que resulta claramente diferenciable de la de naturaleza laboral en la que prestarían sus servicios retribuidos por cuenta ajena y dentro del ámbito de organización y dirección de otra persona, física o jurídica, denominada empleador o empresario, los trabajadores entendidos en sentido estricto. Lo que tiene relevancia en el caso que nos ocupa, pues aunque cabría la posibilidad, incluso admitiendo incluidos a los funcionarios públicos en el término «trabajadores», de que se siguiera negando el derecho a la huelga de los jueces bajo el argumento de que éstos no son funcionarios. No considero que cupiera plantear la inclusión de los jueces si ni siquiera se considera el término «trabajadores», susceptible de dar cobijo a los funcionarios. Por lo que la cuestión, amén de relevante, es manifiesto también, por elementales razones de claridad expositiva y orden lógico, que debe ser analizada y respondida previamente. A favor de la inclusión de los funcionarios públicos en el término «trabajadores» utilizado por el art. 28.2 CE se aduce: 1.  Que es a lo que conduce la interpretación sistemática de los arts. 7, 28.1 y 28.2 CE. Pues, aunque el art. 7 CE se refiere a los «sindicatos de trabajadores», hay que tener en cuenta que el art. 28.1 CE reconoce la libertad sindical a «todos», mencionando expresamente a los funcionarios públicos. Al tiempo que la Ley Orgánica de Libertad Sindical, a sus efectos, considera trabajadores tanto aquellos que sean sujetos de una relación laboral como aquellos que lo sean de una relación de carácter administrativo o estatutario al servicio de las Administraciones públicas. Lo que significa que los funcionarios públicos, a salvo las excepciones que la propia ley establece, son titulares de la libertad sindical. Y, por tanto, que el art. 7 CE usa el término «trabajadores» en un sentido amplio. De lo que ya se puede concluir que el art. 28.2 CE, que reconoce el derecho de huelga de los «trabajadores», también lo utiliza con la misma amplitud. 2.  Que así resulta, igualmente, de una interpretación finalista de los elementos en juego. Pues formando parte el derecho a la huelga del contenido esencial del derecho a la libertad sindical, el derecho de libre sindicación de los fun-

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cionarios públicos perdería gran parte de su sentido si no se les reconociera a éstos el derecho a la huelga. 3.  Que el derecho a la huelga es un derecho constitucional de carácter fundamental que no admite más limitaciones en su contenido esencial que las deducibles del propio texto constitucional. Siendo así, que del art. 28.2 CE no se infiere ningún tipo de limitación. 4.  Que el principio de igualdad reconocido en el art. 14 CE impide todo tipo de discriminación arbitraria. Como la que se produciría si se denegara a los funcionarios públicos, a diferencia de los (demás) trabajadores, el derecho a la huelga. 5.  O que en los textos internacionales y europeos en materia de derechos fundamentales (Pacto Internacional de Derechos Económicos Sociales y Culturales, Carta Social Europea y Convenios de la OIT) se hace un amplísimo reconocimiento del derecho de huelga. Y que este dato debe ser obligatoriamente tenido en cuenta en la interpretación del art. 28.2 CE, de conformidad con lo dispuesto por el art. 10.2 del propio texto constitucional. Aunque a lo anterior también se puede oponer de forma correlativa: 1.  Que la contraposición entre el art. 28.1 CE y el art. 28.2 CE es clara. Pues el primero reconoce la libertad sindical a «todos», pero estableciendo a continuación la posibilidad legal de fijar limitaciones o excepciones a las Fuerzas o Institutos armados o a los demás Cuerpos sometidos a disciplina militar y regular las peculiaridades de su ejercicio para los funcionarios públicos. Contemplándose asimismo una excepción a la libertad sindical en otro precepto distinto, el art. 127.1 CE. Mientras que el segundo restringe el reconocimiento del derecho de huelga a los «trabajadores» sin establecer ninguna excepción, al no haberla considerado necesaria el constituyente, ni en el propio art. 28.2 CE ni en el art. 127.1 CE, en el entendimiento de que el derecho a la huelga por la vía del art. 28.2 CE se reservaba a los «trabajadores» estrictamente entendidos. De lo que resultaría, en definitiva, que en algunas ocasiones la CE utiliza el término «trabajadores» en sentido amplio (art. 7 CE) y otras en sentido estricto (arts. 35.2 y 37.1 y 2 CE). Siendo el dato decisivo que cuando el art. 28.1 CE reconoce la libertad sindical se cuida mucho de establecer excepciones, mientras que el art. 28.2 CE omite cualquier limitación subjetiva del derecho a la huelga.

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2.  Que interpretar el término «trabajadores» del art. 28.2 CE en sentido estricto y excluyente de los funcionarios públicos no significa desnaturalizar el derecho a la libertad sindical que estos últimos pudieran tener reconocido ni vulnerar en forma alguna su contenido esencial. Dado que no cierra la posibilidad de que el derecho a la huelga de los mismos pueda encontrar acomodo, precisamente, en el art. 28.1 CE como manifestación o derivación del derecho de sindicación. Esa interpretación supone, única y exclusivamente, rechazar que el derecho a la huelga de los funcionarios públicos tenga encaje constitucional en la norma contenida en el art. 28.2 CE. 3.  Que la configuración de la huelga en el ordenamiento español como derecho fundamental reconocido en la carta fundamental constituye una particularidad de nuestro sistema, sin parangón en los ordenamientos constitucionales de los países de nuestro entorno, explicable por la importancia que tuvo atribuida en la etapa de la transición democrática, tras lustros de lucha sindical clandestina por sacar el conflicto colectivo laboral de los códigos penales y del ámbito de lo ilícito. Y, además, que el problema no es de limitación del contenido esencial del derecho, sino de delimitación de su ámbito subjetivo o, dicho con más claridad, de identificación de sus titulares. No pudiendo partirse del principio apodíctico de que el término «los trabajadores» utilizado por el art. 28.2 CE incluye necesariamente a los funcionarios públicos, cuando ésta es, precisamente, la cuestión que se debe de justificar, a través de una argumentación válida y correctamente elaborada, sin incurrir en la falacia de la petición de principio. 4.  Que no cabe establecer una plena y total equiparación entre los regímenes de trabajo asalariado funcionarial y laboral ni entre los derechos y deberes de los trabajadores y de los funcionarios públicos. La Constitución distingue nítidamente entre el Estatuto de los Trabajadores y el de los funcionarios públicos en los arts. 35.2 y 103.3, respectivamente. Y es más que razonable que la salvaguardia de los intereses generales que la Administración Pública ha de servir con objetividad y de acuerdo con los principios de eficacia y jerarquía justifique, cuando se trata del ejercicio de derechos laborales colectivos, la existencia de peculiaridades y diferencias entre los funcionarios públicos y (el resto de) los trabajadores. A lo que se suma, como también se ha puesto de manifiesto por Sánchez Pego, a mi juicio, con indudable acierto, que «la diversa naturaleza que tienen y el distinto tratamiento que merecen en materia de derechos colectivos las prestaciones de servicios funcionarial y laboral no se asienta solamente en principios y criterios jurídicos, sino que conoce también un

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notorio origen, de matiz idiosincrático, en las acentuadas disparidades entre los estilos de gestión de la Administración Pública y de la empresa privada, hondamente influyentes en las características de sus respectivas relaciones de empleo. La estabilidad y la seguridad retributiva de los funcionarios, su reglada carrera administrativa, la incapacidad transaccional —normativa y también de hecho— de la Administración, el nivel de exigencia en rendimientos y tiempos de trabajo y la lenidad sancionadora son, entre otros, elementos determinantes de una operatividad de los derechos colectivos más atenuada que en las relaciones laborales». 5.  Y que el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 19 de diciembre de 1966 se limita a garantizar el derecho de huelga, pero ejercido de conformidad con las leyes de cada país (art. 8.1) y, además, sin que ello impida someter a restricciones legales el ejercicio de tales derechos por los miembros de las Fuerzas Armadas, de la Policía o de la Administración del Estado (art. 8.2). Que la Carta Social Europea, hecha en Turín el 18 de octubre de 1961 y ratificada por nuestro país por instrumento de 29 de abril de 1980 con la declaración de que España interpretará y aplicará los art. 5 y 6 en relación con el art. 31 y el anexo a la Carta de manera que sus disposiciones sean compatibles con las de los arts. 28, 37, 103.3 y 127 de la Constitución española, se limita en el art. 6.4, dentro del marco regulador del derecho de negociación colectiva, al reconocimiento genérico del derecho de los trabajadores y empleadores, en caso de conflicto de intereses, a emprender acciones colectivas, incluido el derecho de huelga, sin perjuicio de las obligaciones que puedan dimanar de los convenios colectivos en vigor. Que ni el Convenio núm. 151 de la Organización Internacional del Trabajo sobre la Protección del Derecho de Sindicación y los Procedimientos para determinar las condiciones de empleo en la Administración Pública, ni la Recomendación núm. 159 del mismo año se refieren de forma expresa al derecho de huelga de los empleados públicos. Y que el Comité de Libertad Sindical, en atención a las previsiones contenidas en el Convenio núm. 87 sobre Libertad Sindical y Protección del Derecho de Sindicación, ha declarado que el derecho de huelga puede limitarse o prohibirse en la función pública en el caso de los funcionarios que ejercen funciones de autoridad en nombre del Estado, y llegado a admitir, en el caso de los funcionarios de la Administración de Justicia, que su derecho de huelga pudiera ser objeto de restricciones o incluso de prohibición. Debiendo añadirse a las anteriores, otras dos objeciones trascendentes y, sobre todo la segunda de ellas, de singular significación.

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La primera haría referencia a la voluntad del constituyente de utilizar en sentido restringido y estricto el término «los trabajadores». Esta voluntad se deduciría, atendido lo ocurrido durante el proceso de elaboración de la Constitución, del rechazo por parte de la ponencia de las enmiendas que al art. 31.3 del Anteproyecto («Se reconoce el derecho de huelga de los trabajadores para la defensa de sus intereses. La ley regulará el ejercicio de este derecho, que no podrá atentar al mantenimiento de los servicios esenciales de la comunidad») presentaron la minoría catalana y el grupo socialista («Se reconoce el derecho de huelga. La Ley regulará el ejercicio de este derecho» y «Se reconoce el de derecho de huelga, que no tendrá otro límite que el respeto a los principios generales y derechos fundamentales reconocidos en la Constitución», respectivamente) con la evidente intención de no introducir limitaciones a la titularidad del derecho de huelga. De la ausencia de referencias en los debates, explicaciones de voto, discusiones y enmiendas ulteriores al derecho de huelga de los funcionarios públicos. O de la significativa explicación de voto que realizó el Sr. Herrero y Rodríguez de Miñón, en representación de Unión de Centro Democrático, al derivar el derecho de huelga de la libertad sindical reconocida en el mismo precepto y no dudar de que las limitaciones subjetivas que de acuerdo con su núm. 1 podían introducirse en la libertad sindical, igualmente podían y debían suponer otras tantas limitaciones en el derecho de huelga recogido en su núm. 2; también de acuerdo con la más reciente doctrina de la OIT. Y la segunda apelaría a la necesidad de elaborar un discurso argumental acorde y respetuoso con los principios de consistencia y coherencia interna que necesariamente deben inspirar la arquitectura y definición de nuestro ordenamiento jurídico y, más concretamente, de nuestro sistema constitucional. Lo que no parece posible cuando se sostiene que el art. 28.2 CE utiliza el término «trabajadores» en sentido amplio, comprensivo de los funcionarios públicos. Pues necesariamente (art. 53.1 CE) habrá que admitir entonces que no cabe que el legislador ordinario les deniegue, so pena de flagrante inconstitucionalidad, lo que por la propia Constitución se les reconoce (el derecho a la huelga). Y esto pugna abiertamente con la realidad, conocida por todo el mundo y admitida con naturalidad, de funcionarios (miembros de las Fuerzas Armadas, policías…) a los que la ley excluye de forma expresa el derecho a la huelga. Quedando conjuradas las contradicciones y eliminadas las dislocaciones, sí en cambio se considera que el derecho a la huelga de los funcionarios públicos no se enmarca en el art. 28.2 CE (que omite cualquier limitación subjetiva y no reconoce más facultades al legislador que las referidas a las garantías que en el ejercicio del derecho a la huelga pueda establecer para

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asegurar el mantenimiento de los servicios esenciales de la comunidad), sino en el art. 28.1 CE (que además de autorizar el establecimiento de peculiaridades en el ejercicio del derecho a la libre sindicación por los funcionarios públicos, facultaría al legislador ordinario para limitarlo o exceptuarlo a los funcionarios expresamente mencionados) como derivación del derecho a la libre sindicación. Con lo que se haría manifiesta de esta manera la necesidad de poner en correlación los derechos fundamentales a la libre sindicación y a la huelga, para concluir que en nuestro sistema, sólo los que tienen reconocido el derecho de sindicación pueden llegar a ostentar el derecho a la huelga. Y que la prohibición de sindicación no puede razonablemente significar otra cosa distinta que la negativa a la posibilidad de ejercicio de derechos de actividad que forman parte del contenido, además esencial, del derecho que presta sustento a la misma. Dicho de otra forma, la exclusión del posible empleo de herramientas y medios de acción sindicales, como el derecho a la huelga. Si se llegara a admitir que el término «los trabajadores» utilizado por el art. 28.2 CE comprende a los funcionarios públicos, lo que ya no vería muy factible es que se pudiera seguir discutiendo el derecho a la huelga de los jueces negándoles dicha condición o apelando a otros principios o derechos como los de independencia, imparcialidad, interés público o tutela judicial efectiva. Catalogar a los jueces como simples funcionarios resulta reductivo y, por tanto, inconveniente. Tan inconveniente como negarles aquella faceta caracterizándolos en exclusiva como un poder, desde una posición igualmente extrema y reduccionista. No es éste el momento de analizar si los jueces constituyen o no un poder. Sobre esto, que no puede ser despachado con un simple brochazo, me basta con señalar ahora que esa caracterización sigue siendo discutida y que el verdadero sentido y alcance de la relación juez-poder aún no ha sido esclarecido de forma unánime y definitiva. Lo que al efecto de este trabajo me interesa destacar es que los jueces, aun siendo algo más, son indudablemente también funcionarios (empleados si se quiere) públicos, aunque sólo sea, como dice Belloch Julbe, en el concreto sentido de que prestan al Estado unos servicios profesionales a cambio de una retribución que constituye su medio de vida, ejercitando así un derecho-deber al trabajo. Siéndoles aplicables, y haciéndolo así el propio texto constitucional, conceptos típicos de la relación funcionarial como los de Cuerpo, ascensos y régimen disciplinario, jubilación o servicio activo. Manifestándose en el mismo sentido Sánchez Pego cuando sostiene que los jueces tienen la condición de funcionarios y que no lo sean de la Ad-

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ministración Pública, sino del Poder Judicial, esto es, del Estado, no altera los términos de la cuestión. El debate está ya bien zanjado mediante razonamientos cuya síntesis es la concurrencia en su relación de servicios de cuantas notas configuran la de los funcionarios en los arts. 1 y 4 del texto articulado de la Ley de Funcionarios Civiles del Estado. La Constitución misma viene a conceptuar bastante explícitamente a la profesión judicial como lo que realmente es: un trabajo personal desempeñado al servicio del Estado, dentro de una carrera profesional, a cambio de una remuneración que, al margen de irrelevantes circunstancias económicas individuales, se entiende medio de vida de quien la percibe. Así lo muestran las alusiones constitucionales a la carrera y Cuerpo único de jueces y magistrados (art. 122.1), a los nombramientos, ascensos, inspección y régimen disciplinario (art. 122.2), servicio activo (art. 127.1), asociación profesional (id.) y jubilación (art. 117.2). Todo ello regulado por un estatuto jurídico (art. 122.1), tal como han de tener el suyo los funcionarios (103.3) y trabajadores (art. 35.2), y separadamente de entre aquellos las Fuerzas y Cuerpos de seguridad (art. 104.2). En cuanto a los principios de independencia e imparcialidad no es dudosa ni discutible su toma en consideración por el constituyente en el proceso de decantación y definitiva definición del modelo constitucional del Poder Judicial. Es cierto que la solución constitucional puede ser objeto de cuestionamiento ideológico. Pero también lo es, que entre las alternativas que se ofrecían a la opción legítima del constituyente estaba la que finalmente acabó siendo adoptada. Y ésta fue el asociacionismo profesional, reconocido de forma expresa por la Constitución en sustitución, Monereo Pérez habla de «alternativa compensatoria», del derecho a la libre sindicación, excluido de forma expresa por el constituyente a los jueces, al igual que la posibilidad de pertenecer a partidos políticos, para salvaguardar, manteniéndolos al margen de posiciones partidistas o sindicales, la imagen de independencia e imparcialidad tan necesaria en el ejercicio de su función. Aunque la prohibición de sindicación en el caso de los jueces pudiera llegar a considerarse justificada por las razones expuestas, todavía cabría contestar que no lo estaría en cambio la prohibición de la huelga, como simple instrumento de defensa de los intereses profesionales, que no tiene por qué implicar toma de postura partidista, sindical o ideológica algunas. Pero creo, sin embargo, que el argumento es más de corte político que jurídico y, en cualquier caso, que lo mismo podría decirse al contrario. La huelga no es un simple instrumento de defensa de intereses profesionales, como demuestran las huelgas de solidaridad. Siendo altamente significativo y ciertamente esclarecedor, por el subyacente axiológico, que reve-

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laría en la mentalidad del legislador la relación de oposición que, en el caso de algunos colectivos, se daría entre imparcialidad y neutralidad y pertenencia a sindicatos o partidos políticos, así como ejercicio del derecho a la huelga, el preámbulo de la LO 11/2007, de 22 de octubre, reguladora de los derechos y deberes de los miembros de la Guardia Civil, al señalar que: «El régimen jurídico por el que se regulará el asociacionismo profesional en la Guardia Civil será el que recoge la propia Ley —que comparte algunos rasgos con el de otros colectivos, éstos sí previstos en la Constitución, como los jueces, magistrados y fiscales—, y permitirá la creación de asociaciones profesionales integradas, exclusivamente, por miembros de la Guardia Civil para la promoción de los intereses profesionales de sus asociados, sin que, en ningún caso, sus actuaciones puedan amparar o encubrir actividades que les están expresamente vedadas, como las de naturaleza sindical, la negociación colectiva, la huelga o la adopción de medidas de conflicto colectivo». Así como, también, el propio tenor del art. 18, rotulado Neutralidad e imparcialidad, cuando dispone: «1. Los miembros de la Guardia Civil no podrán fundar ni afiliarse a partidos políticos o sindicatos ni realizar actividades políticas o sindicales. 2. En el cumplimiento de sus funciones, los guardias civiles deberán actuar con absoluta neutralidad política y sindical, respetando los principios de imparcialidad y no discriminación por razón de sexo, origen racial o étnico, religión o convicciones, discapacidad, edad, orientación sexual, lengua, opinión, lugar de nacimiento o vecindad o cualquier otra condición o circunstancia personal o social». Pese a lo cual no creo, insisto, que se pudiera negar en absoluto el derecho fundamental a la huelga de los jueces. Pues, admitido que el término «los trabajadores» utilizado por el art. 28.2, al abarcar a los funcionarios públicos, también comprende a los jueces, nada de lo anterior serviría para desvirtuar que es la propia Constitución la que directa y expresamente les reconoce como titulares del derecho fundamental a la huelga. Sin perjuicio, reconocida tal titularidad, de que el ejercicio del derecho titularizado, que como cualquier otro, sea o no fundamental, no es un derecho absoluto, pudiera llegar a ser objeto de limitaciones, restricciones o peculiaridades al entrar en colisión con otros valores, principios, derechos o intereses de naturaleza constitucional. O de las repercusiones que pudieran derivar del establecimiento, conforme a la previsión constitucional, de las medidas precisas para asegurar el mantenimiento de los servicios esenciales de la comunidad. 3. La vía del art. 127 Según sostienen quienes defienden está posibilidad, el reconocimiento del derecho de asociación profesional sería puramente nominal si al tiem-

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po no se reconoce a los jueces el derecho a la huelga, al privarles del instrumento de acción reivindicativa más importante. Negarles el derecho a la huelga existiendo intereses profesionales susceptibles de reivindicación colectiva sería una incongruencia. Sin embargo, tampoco en este punto el parecer es unánime. Al sostenerse, contrariamente, la imposibilidad de equiparar asociación y sindicato y, por tanto, la inconveniencia de asimilar el contenido del derecho de asociación al del derecho a la libre sindicación. En este sentido se manifiesta, por ejemplo, Martínez Moreno cuando afirma con contundencia que constituye un argumento falaz sostener que la atribución por el ordenamiento de la posibilidad de asociación con fines profesionales lleva anudado de modo natural o consustancial el uso de herramientas como la negociación y las medidas de presión colectiva, como si de cualquier sindicato de trabajadores se tratase. Que el asociacionismo profesional de quienes están privados del derecho de afiliación y acción sindical en ningún momento podrá tener perfiles material o funcionalmente sindicales, ni implicar, por tanto, una defensa de intereses equivalente o con ese mismo carácter, o el ejercicio de acciones colectivas o análogas a las que pueden desplegar o poner en práctica organizaciones de carácter sindical. Y que resulta difícil pensar o concebir asociaciones constituidas al amparo del derecho genérico contemplado en el art. 22 CE y desarrollado en la LO 1/2002 que tengan reconocidos derechos como la negociación colectiva, la adopción de medidas de conflicto, menos aún el derecho de huelga. Todo lo más, se les permite recurrir a medios o instrumentos de acción colectiva que pretenden asimilarse a aquéllos, pero que nunca tienen el mismo alcance. V. LOS PRONUNCIAMIENTOS DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL Creo poder afirmar con convencimiento que quienes sostienen el reconocimiento constitucional del derecho a la huelga de los jueces no pueden apoyarse a tal efecto en la doctrina del intérprete supremo de la Constitución. A mi juicio, dicha doctrina tan sólo da pie a lo contrario. Es más, si mi apreciación es correcta, el Tribunal Constitucional, de tener que pronunciarse al respecto, no sólo no admitiría el reconocimiento constitucional del derecho a la huelga de los jueces, sino que también negaría la posibilidad de su reconocimiento legal, mientras se hallen en servicio activo, al tener constitucionalmente vedado el derecho a la libre sindicación. Manteniendo el mismo esquema de análisis señalaré ahora, en relación con las tres vías de indagación que habían quedado trazadas, lo que sigue.

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1. La vía del art. 28.1 Quedaría inutilizada teniendo en cuenta que: 1.  El derecho a la sindicación se niega expresamente a los miembros de la Magistratura por el art. 127.1 del texto constitucional. Así resulta de la STC 108/1986, de 29 de julio, cuando señala (FJ 16.º) que: «… la situación estatutaria de los jueces es más rigurosa que la de los funcionarios de la Administración Civil del Estado, a los que se reconoce el derecho a la sindicación (art. 103.3 CE), con los efectos que ello puede acarrear, derecho que se niega expresamente a los miembros de la Magistratura (art. 127.1 CE)». 2.  El único cauce que tiene la carrera judicial para defender sus intereses profesionales es la autorización constitucional especial para constituir asociaciones establecida por el señalado art. 127.1 CE. Así resulta de la STC 24/1987, de 25 de febrero, al señalar (FJ 3.º) que: «… la Asociación de Fiscales viene especialmente contemplada en un precepto específico de la CE —art. 127—, que prohíbe a los fiscales pertenecer a partidos políticos o sindicatos y, por tanto, esa autorización constitucional especial para constituir asociaciones es el único cauce que tiene la Carrera Fiscal para defender sus intereses profesionales». Siendo evidente que lo establecido por esta sentencia en relación con la Carrera Fiscal y las asociaciones profesionales de fiscales también resulta de aplicación mutatis mutandis en el caso de la carrera judicial y las asociaciones profesionales de jueces. 2. La vía del art. 28.2 Quedaría inutilizada también teniendo en cuenta que: 1.  La igualdad de trato de funcionarios y trabajadores no se infiere de la Constitución. Así resulta de las SSTC 57/1982, de 27 de julio, cuando declara (FJ 9.º) que: «tampoco surge el derecho de la negociación colectiva de las condiciones de empleo, de la igualdad de tratamiento de los trabajadores y los funcionarios deducida de la Constitución y desde la perspectiva del derecho de sindicación […] toda vez que prueba lo contrario el expresivo contenido de los arts. 28.1 y 37.1 de la Constitución y la propia dicción de sus arts. 35.2 y 103.3, que remiten respectivamente a la Ley para la regulación, por un lado, del Estatuto de los Trabajadores y por otro, al Estatuto de los Funcionarios Públicos, pues sin duda la Carta fundamental parte del hecho de tratarse de situaciones diversas por su contenido, alcance y

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ámbito diferente de función y actuación, y por eso independiza y diversifica su regulación legislativa, sometiéndolos a regulaciones diferenciadas que no parecen irrazonables»; y 99/1987, de 11 de junio, al señalar, en el mismo sentido, (FJ 6.º), que: «... la igualdad de trato de funcionarios y trabajadores no se infiere de la Constitución, y de ello es prueba la también distinta regulación y previsión constitucional, cuyo art. 35.2 remite al Estatuto de los Trabajadores, y el 103.3 al Estatuto de los Funcionarios, lo que justifica las regulaciones diferenciadas, que no parecen irrazonables. Si la distinción entre ambos regímenes es una opción constitucionalmente lícita del legislador, también lo será la diferencia en los elementos configuradores de los mismos […]». 2.  El derecho a la huelga de los funcionarios públicos no tendría otro encaje constitucional que el mediato y limitado que se halla en el art. 28.1 CE. Las dudas sobre el posible acomodo constitucional en el art. 28.2 CE del derecho a la huelga de los funcionarios públicos provocadas por una jurisprudencia vaga e, incluso en alguna ocasión, elusiva (SSTC 11/1981, de 8 de abril; 90/1984, de 5 de octubre; 99/1987, de 11de junio; 126/1992, de 28 de septiembre; 80/2000, de 27 de marzo; 219/2001, de 31 de octubre; 193/2006, de 19 de junio, y 80/2007, del 19 de abril), hay que considerarlas definitivamente esclarecidas tras el ATC 99/2009, de 23 de marzo, en el que el Tribunal Constitucional, de forma expresa, indubitada y, por primera vez, directa, se manifiesta en sentido negativo, al señalar que dicho derecho no tendría otra cobertura en la norma suprema que la mediata que, como manifestación de la vertiente de actividad del derecho de sindicación, le da el art. 28.1. Se trata de un Auto en el que se inadmite el recurso de amparo promovido por la Junta Rectora del Sindicato Er.N.E. (Sindicato Independiente de la Policía Vasca) contra la sentencia dictada el 11 de septiembre de 2006, por la Sala de lo Contencioso Administrativo del TSJ del País Vasco, desestimatoria del recurso de apelación interpuesto frente a la dictada a su vez por el Juzgado de lo Contencioso Administrativo núm. 1 de Bilbao resolviendo procedimiento especial de protección de derechos fundamentales. La cuestión planteada por el recurrente en la vía judicial previa al proceso constitucional y reiterada en éste era que el art. 6.8 de la Ley Orgánica 2/1986, de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, según el cual «los miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad no podrán ejercer en ningún caso el derecho de huelga ni acciones sustitutivas del mismo o concertadas con el fin de alterar el normal funcionamiento de los servicios», lesionaba el derecho a la huelga (art. 28.2 CE) y el derecho a la igualdad (art. 14 CE), por lo que solicitaba en el recurso de amparo,

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como antes lo hiciera en las dos instancias de la vía judicial previa, el planteamiento de la cuestión de inconstitucionalidad. Para el recurrente el concepto «trabajadores» con el que el art. 28.2 CE define el ámbito subjetivo del derecho de huelga, a diferencia de lo sostenido por las sentencias impugnadas, no excluye a los funcionarios, de suerte que el derecho de huelga de éstos, en contra de lo que expresamente negaban aquellas sentencias, tiene una consagración constitucional directa, y no mediata, como una manifestación del derecho a sindicarse reconocido en el art. 28.1 CE, lo que a su vez significa que no está afectado por la limitación del derecho de sindicación previsto en el 28.1 CE, según la cual «la Ley podrá limitar o exceptuar el ejercicio de este derecho a las Fuerzas e Institutos armados... y regulará las peculiaridades de su ejercicio para los funcionarios públicos», por todo lo cual el art. 6.8 de la Ley Orgánica 2/1986, al anularlo por completo, en lugar de hacer una regulación limitativa del mismo, lesiona el derecho fundamental de huelga constitucionalmente amparado por el art. 28.2 CE. Por el contrario el Ministerio Fiscal sostenía, de un lado, que la Ertzainza tenía la consideración de Fuerza y Cuerpo de Seguridad [art. 2.b) de la Ley Orgánica 2/1986] y de Instituto armado (art. 25 de la Ley autonómica 4/1992, de 17 de julio, de policía del País Vasco), y, de otro, que el art. 28.1 CE, que comprende la dimensión de ejercicio colectivo del derecho de huelga como parte integrante de la vertiente de acción del derecho de sindicación, prevé que «la Ley podrá limitar o exceptuar el ejercicio de este derecho a las Fuerzas e Institutos armados... y regulará las peculiaridades de su ejercicio para los funcionarios públicos», concluyendo que «como recoge la sentencia impugnada en amparo y se apreció por el Tribunal Supremo en su sentencia de 26 de septiembre de 1996, cuando ni tan siquiera existe la consagración constitucional de un pleno derecho de sindicación —pues puede no sólo ser limitado, sino exceptuado— el hecho de que al derecho de sindicación, limitadamente reconocido en la Ley Orgánica 2/1986, no le siga un derecho de huelga —y cabe añadir— o la posibilidad de medidas sustitutivas o concertadas al efecto de alterar el normal funcionamiento de los servicios, constituye una opción reguladora del legislador orgánico que parece absolutamente indiscutible desde la clave del art. 28.1 y 2 CE». Pues bien, el Tribunal Constitucional, tras considerar delimitada la cuestión en los términos anteriormente expuestos, señala que lo que procede verificar es si, tal como alega el recurrente, el art. 6.8 de la Ley Orgánica 2/1986 lesiona el derecho de huelga. Alcanzando la conclusión de que la privación del derecho de huelga en este caso no vulnera la Constitución española. El Tribunal asume, de esta forma, la tesis del Ministerio Fiscal y, tal y como éste sostenía, declara que: «el derecho a la huelga de ese colectivo

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funcionarial no tendría otra cobertura en la norma suprema que la mediata que, como manifestación de la vertiente de actividad del derecho de sindicación, le da el art. 28.1 CE, lo que significa que, puesto que este precepto constitucional prevé expresamente la posibilidad de “limitar o exceptuar el ejercicio de este derecho a... Institutos armados”, la prohibición genérica del derecho de huelga y de cualesquiera acciones sustitutivas que el art. 6.8 de la Ley Orgánica 2/1986 impone a los miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, entre ellos la Ertzainza en tanto policía dependiente de una Comunidad Autónoma [art. 2.b) de la Ley Orgánica 2/1986 y art. 25 de la Ley autonómica 4/1992, de 17 de julio, de policía del País Vasco], muy lejos de vulnerar su derecho fundamental a la huelga constituye una opción reguladora del legislador orgánico, no importando si esta regulación se instrumenta a través de la legislación específica del derecho de huelga o por medio de la legislación que regula el régimen propio de este especial cuerpo de funcionarios públicos». Alguien podría contestar que la decisión del TC se está refiriendo a un determinado colectivo funcionarial y que no hay por qué presuponer que su razonamiento debiera alcanzar o extenderse o otros. Pero no alcanzo a vislumbrar, máxime atendido el planteamiento del recurrente que más arriba he dejado expuesto, cuál pudiera ser la razón para considerar que la argumentación utilizada por el Tribunal en este Auto no resulta aplicable más que a una determinada clase de funcionarios. O qué motivo podríamos encontrar, dentro de la clase de funcionarios que ejercen funciones de autoridad en nombre del Estado y prestan un servicio esencial a la comunidad, para discriminar entre unos y otros. Ni, mucho menos, que justificaría, en orden al ejercicio del derecho a la huelga, que un funcionario que no tiene vedado el derecho a la libre sindicación (un policía), estuviera en peor situación que otro que sí lo tiene prohibido (un juez). 3. La vía del art. 127 Quedaría inutilizada igualmente teniendo en cuenta que: 1.  El derecho de huelga no forma parte del contenido esencial del derecho de asociación. El Tribunal Constitucional ha venido destacando que el contenido fundamental de ese derecho se manifiesta en tres dimensiones o facetas complementarias: la libertad de creación de asociaciones y de adscripción a las ya creadas; la libertad de no asociarse y de dejar de pertenecer a las mismas, y, finalmente, la libertad de organización y funcionamiento internos sin injerencias públicas. Junto a este triple contenido, el derecho de asociación

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tiene también una cuarta dimensión, esta vez ínter privatos, que garantiza un haz de facultades a los asociados, considerados individualmente, frente a las asociaciones a las que pertenezcan o en su caso a los particulares respecto de las asociaciones a las cuales pretendan incorporarse [SSTC 56/1995, de 25 de marzo, y 104/1999, de 14 de junio (FJ 4.º)]. 2.  La huelga es una de los medios específicos de los sindicatos que son una especie cualificada del género asociación. Como señala la STC 152/2008, de 17 de noviembre (FJ 4.º), entre asociación y sindicato existe una relación de género y especie. «Efectivamente, la asociación, a la que el art. 35.1 del Código Civil (CC) reconoce personalidad jurídica junto a las corporaciones y fundaciones, está formada por una pluralidad de personas (universitas personarum) que se vinculan jurídicamente para la consecución de un fin de interés común. La finalidad de su constitución puede ser variada siempre y cuando el fin al que obedezca sea determinado, lícito, posible y (en las asociaciones stricto sensu, o no societarias) no lucrativo. Dentro del género “asociación”, previsto en el art. 35.1 CC, destacan aquellas entidades que cumplen fines de relevancia constitucional, como es el caso de los partidos políticos (instrumento para la participación política conforme al art. 6 CE) o los sindicatos y las asociaciones empresariales, que según el art. 7 CE contribuyen a la defensa y promoción de los intereses económicos y sociales que les son propios. El sindicato es, por tanto, una manifestación asociativa con relevancia constitucional (SSTC 18/1984, de 7 de febrero, FJ 3.º; 121/1997, de 1 de julio, FJ 9.º, y 7/2001, de 15 de enero, FJ 5.º), cuya constitución y funcionamiento suponen el ejercicio de los derechos de asociación (art. 22 CE) y de libertad sindical (art. 28.1 CE), y que tiene como finalidad propia la promoción y defensa de los intereses económicos y sociales de los trabajadores, utilizando para ello medios de actuación específicos. Ciertamente, como señalábamos en la STC 219/2001, de 31 de octubre (FJ 10.º), entre los rasgos que, tanto histórica como legalmente, caracterizan al sindicato, figura muy destacadamente su esencial vinculación con la acción sindical que se plasma en el ejercicio del derecho de huelga (art. 28.2 CE), en la negociación colectiva (art. 37.1 CE) y en la adopción de medidas de conflicto colectivo (art. 37.2 CE). En definitiva, son esos fines y medios de actuación los que distinguen al sindicato del resto de las agrupaciones de índole asociativa a las que la ley reconoce personalidad para actuar en el tráfico jurídico». VI. OTRAS CUESTIONES PENDIENTES De considerarse que los jueces resultan titulares del derecho a la huelga, serían varias las cuestiones que aún quedarían pendientes. Fundamentalmente las concernientes a las razones o posibles causas de la huelga, a

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sus formas y modalidades, a las exigencias formales y procedimentales, a las limitaciones y los servicios mínimos y al control. Y de entenderse, contrariamente, que no lo son, igualmente habría que esclarecer y determinar la capacidad real de acción de las asociaciones de jueces, más allá de las posturas puramente voluntaristas, testimoniales o simbólicas, en «la defensa de los intereses profesionales de sus miembros en todos los aspectos» y los mecanismos a los que poder recurrir para el ejercicio eficaz y legítimo de tal función. VII. CONCLUSIONES   1.  Cuando hablamos de los jueces y el derecho de huelga planteamos una cuestión normativa de naturaleza jurídica y no una cuestión de hecho de naturaleza sociológica, psicológica o estrictamente política.   2.  No cabe hablar de un derecho a la huelga reconocido por la vía de los hechos. Una cosa es que las huelgas de jueces (dos hasta el momento) se produzcan o tengan lugar de facto y otra, muy distinta, que simplemente por eso haya que reconocer a los jueces el derecho a la huelga.   3.  No cabe sostener la existencia de un derecho subjetivo a la huelga axiomáticamente deducible del enunciado jurídico «lo que no está prohibido está permitido».   4.  No cabe equiparar la libertad de huelga y el derecho a la huelga.   5.  No se pueden identificar las categorías —distintas— de la libertad no protegida y la libertad protegida.   6.  Sólo cabría afirmar el derecho de los jueces a la huelga identificando la norma que les confiere su titularidad y les permite y garantiza su correspondiente ejercicio.   7.  En el ámbito de la legalidad ordinaria, hoy por hoy, no hay norma en la que apoyar el reconocimiento a los jueces del derecho a la huelga.   8.  Así las cosas, tan sólo cabe plantear su reconocimiento en el plano constitucional, a través del art. 28 CE, apoyándose en cualquier de sus dos números, o al amparo del art. 127 CE, considerándolo integrado en el derecho al asociacionismo profesional.   9.  La doctrina científica está polarizada y claramente dividida entre los que defienden —aun por diferentes vías— el reconocimiento constitucional del derecho a la huelga de los jueces y los que lo niegan rechazando la virtualidad justificante tanto del art. 28 CE como del art. 127 CE.

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10. Quienes sostienen el reconocimiento constitucional del derecho a la huelga de los jueces no pueden apoyarse a tal efecto en la doctrina del intérprete supremo de la Constitución. 11. A mi juicio, dicha doctrina tan sólo da pie a lo contrario. Es más, si mi apreciación es correcta, el Tribunal Constitucional, de tener que pronunciarse al respecto, no sólo no admitiría el reconocimiento constitucional del derecho a la huelga de los jueces, sino que también negaría la posibilidad de su reconocimiento legal, mientras se hallen en servicio activo, al tener constitucionalmente vedado el derecho a la libre sindicación. 12. De considerarse que los jueces tienen reconocido constitucionalmente el derecho a la huelga, aún habría que esclarecer las muy importantes y variadas cuestiones que quedarían pendientes en relación con las formas y modalidades de la huelga, sus exigencias formales y procedimentales, sus limitaciones y servicios mínimos y su control. 13. Y de entenderse, contrariamente, que no lo son, igualmente habría que esclarecer y determinar la capacidad real de acción de las asociaciones de jueces en «la defensa de los intereses profesionales de sus miembros en todos los aspectos» y los mecanismos a los que poder recurrir para el ejercicio eficaz y legítimo de tal función. VIII. BIBLIOGRAFÍA Alexy, R.: «Teoría de los Derechos Fundamentales», Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1993. Altares Medina, P. J.: «La huelga de los funcionarios públicos en el ordenamiento jurídico español», La Ley: Revista jurídica española de doctrina, jurisprudencia y bibliografía, núm. 2, 1986. Belloch Julbe, J. A.: «Notas sobre el asociacionismo judicial», Revista del Poder Judicial, núm. especial V, 1989. Castiñeira Fernández, J.: «El derecho de huelga de los funcionarios públicos», Thomson/Aranzadi, 2006. Castro Argüelles, M. A.: «Titularidad y ejercicio del derecho de huelga», Relaciones laborales: Revista crítica de teoría y práctica, núm. 2, 1994. Díez Sánchez, J. J.: «El derecho de huelga de los funcionarios públicos», Cuadernos Civitas, 1990. Durán López, F.: «Titularidad y contenido del derecho de huelga», Relaciones laborales: Revista crítica de teoría y práctica, núm. 1, 1993. Jiménez Cruz, J. M.: «La huelga de los funcionarios públicos», Documentación Administrativa, 1982. Martín Valverde, A.: «Los límites del derecho de huelga en la Administración Pública», Revista Española de Derecho Constitucional, núm. 18, 1986. Martínez Moreno, C.: «Algunas reflexiones sobre el hipotético derecho de los jueces a la huelga», Diario La Ley, núm. 7258, 2009.

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Monereo Pérez, J. L.: «Límites subjetivos al derecho de huelga: algunas reflexiones críticas», Relaciones laborales: Revista crítica de teoría y práctica, núm. 2, 1993. Monereo Pérez, J. L. y Gallego Morales, A. J.: «La asociación profesional y el derecho de huelga de jueces, magistrados y fiscales», en Comentario a la Constitución socioeconómica de España, Comares, 2002. Muñiz Muriel, C.: «Titularidad funcionarial del derecho a la huelga», Actualidad Administrativa, núm. 35, 2002. Ojeda Avilés, A.: «El derecho de huelga de jueces, magistrados y fiscales», Actualidad Laboral, núm. 6, 1993. Palomeque López, M. C.: «Ámbito subjetivo y titularidad del derecho de huelga», en Estudios sobre la huelga, coord. por A. P Baylos Grau, 2005, pp. 15-28. Rodríguez-Piñero Royo, M. C.: «La huelga de los jueces», El Cronista del Estado Social y Democrático de Derecho, núm. 2, 2009. Sánchez Morón, M.: «De la huelga de los jueces y otras cuestiones conexas», El Cronista del Estado Social y Democrático de Derecho, núm. 3, 2009. Sánchez Pego, F. J.: «La huelga en la función pública y las huelgas judiciales», Cuadernos de Derecho Judicial, 1993.

DERECHOS, DEBERES Y DISCRECIÓN JUDICIAL José Juan Moreso

Catedrático de Filosofía del Derecho Universitat Pompeu Fabra

I. Voy a comenzar mi exposición con una célebre anécdota, en el ámbito jurídico norteamericano, con la que también comienza el último libro de teoría jurídica del filósofo del Derecho más influyente de las últimas décadas, me refiero a Ronald Dworkin 1: «Siendo Oliver Wendell Holmes magistrado del Tribunal Supremo, en una ocasión de camino al Tribunal llevó a un joven Learned Hand en su carruaje. Al llegar a su destino, Hand se bajó, saludó en dirección al carruaje que se alejaba y dijo alegremente: “¡Haga justicia, magistrado!”. Holmes paró el carruaje, hizo que el conductor girara, se dirigió hacia el asombrado Hand y, sacando la cabeza por la ventana, le dijo: “Ése no es mi trabajo!”. A continuación el carruaje dio la vuelta y se marchó, llevándose a Holmes a su trabajo, supuestamente consistente en no hacer justicia».

1   R. Dworkin, Justice in Robes, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 2006, trad. al castellano de M. Iglesias e I. Ortiz de Urbina, La justicia con toga, Madrid, Marcial Pons, 2007, p. 11.

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Dos elementos son destacables de este pasaje. En primer lugar, que muchos años después de esta anécdota, cuando el juez Hand estaba a punto de jubilarse, Ronald Dworkin fue clerk (letrado, podríamos decir) del juez Hand. En segundo lugar, y más relevante, cuando esta anécdota se cuenta suele añadirse que Holmes completó su frase para añadir a la afirmación de que su trabajo no consistía en hacer justicia, que consistía en «aplicar el derecho» («it is my job to apply the law») 2 y, en algunas versiones de la historia, añadiendo algo: «mi deber es hacer que las personas se comporten conforme a las reglas» («they play by the rules»). De hecho, la Constitución española (en su art. 117.1), como es más que sabido, cuando se refiere a los jueces y tribunales, afirma que están «sometidos únicamente al imperio de la ley». Sin embargo, no siempre es claro qué es aquello que el Derecho requiere en una determinada situación. Volvamos a un ejemplo hipotético de Ronald Dworkin: la señora Sorenson tomó durante años un medicamento cuyo nombre genérico es Inventum, pero que fue producido por diversas empresas farmacéuticas bajo diversos nombres comerciales. Inventum producía graves efectos secundarios, como resultado de los cuales la señora Sorenson tuvo graves lesiones vasculares. Los fabricantes conocían los riesgos del producto y actuaron con negligencia al comercializarlo. Ahora bien, la señora Sorenson no puede probar de qué empresas tomó las píldoras que le produjeron las lesiones. Si Sorenson demanda a todas las empresas conjuntamente, ¿tiene la demandante derecho a ser indemnizada? 3 Hay una respuesta tradicional y clara a esta cuestión, una respuesta que podemos llamar formalista. Nuestro Derecho, en concreto el art. 1902 de nuestro Código Civil, regula esta situación del siguiente modo: «El que por acción u omisión causa daño a otro, interviniendo culpa o negligencia, está obligado a reparar el daño causado». Y, entonces, si la señora Sorenson no puede probar la relación de causalidad entre sus dolencias y los productos que tomó, la señora Sorenson no tiene derecho a ser indemnizada. 2   Vid., por ejemplo, recientemente R. M. George, «Brennan Lecture. Challenges Facing and Independent Judicary», New York University Law Review, 80 (2005), 1345-1365, en p. 1350, nota 19 y las referencias que allí se encuentran. 3   Vid. Justice in Robes, caps. I y VI. Se trata de un caso hipotético pero claramente evoca una decisión del Tribunal Superior del Estado de California [Sindell v. Abbott Laboratories 26 Cal 3d 588; 607 P.2d 924, 163 Cal. Reptr. 132 (1980)] que condenó a los laboratorios Abbot a indemnizar por daños por haber fabricado y comercializado el dietilestilbestrol, que producía daños a las hijas de las mujeres embarazadas que lo tomaron para reducir el riesgo de aborto, con la particularidad de que —dada la imposibilidad de probar qué marca concreta del producto produjo el daño— los laboratorios son condenados a una indemnización a las víctimas en proporción a su cuota de mercado. Vid., por todos, esta doctrina y la situación en España en A. Ruda González, «La responsabilidad por cuota de mercado a juicio», Working paper n. 147, Indret 03/2003. www.indret.com.

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O pensemos en otro caso hipotético. En la novela de Philip Kerr, Una investigación filosófica 4, se describe el Londres de 2013 como una ciudad insegura, con un alto grado de delincuencia. Entre las medidas que se toman para reducirla, se encuentra la imposición de un nuevo tipo de pena: dado que la ciencia médica ha conseguido inducir y revertir el estado de coma en los humanos, se sustituye la pena de prisión por el denominado coma punitivo. De este modo, a los condenados a dicha pena se les induce el coma por el tiempo de la condena y son confinados en una especie de hospitales en donde, como es obvio, no hay peligro de fugas ni de motines, sólo hay que conservarlos con alimentación y respiración asistida. Por otro lado, el art. 15 de la Constitución española prohíbe los tratos inhumanos y degradantes. Si el coma punitivo se introdujera en el Código Penal español, ¿sería esta pena una medida conforme con nuestra Constitución? O, dicho en términos dworkinianos, entre las condiciones de verdad de la proposición según la cual el coma punitivo está (o no) excluido por la Constitución española, ¿se halla la adecuación a la moralidad de dicho castigo?, ¿cómo debe determinarse si el coma punitivo es o no un trato inhumano y degradante? 5. Un tipo especial de respuesta formalista, que en la doctrina anglosajona de los últimos años se conoce como originalismo, consiste en tratar de recuperar las intenciones (la voluntad, dicho en los términos tradicionales) del legislador: se trata de averiguar si los constituyentes españoles tenían la intención de excluir el coma punitivo de las penas permitidas constitucionalmente. Y muchos añaden a esta reflexión la afirmación de que los constituyentes no querían excluir el coma punitivo, por tanto el coma punitivo no es, a efectos del art. 15 de la Constitución, un trato inhumano ni degradante. O pensemos en un caso real y discutido entre nosotros. ¿Veda o no nuestra Constitución los matrimonios entre personas del mismo sexo? Como bien sabemos, el art. 32.1 de nuestra Carta Magna reza así: «El hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica». Otra vez, la respuesta intencionalista podría ser (y es la de algunos): la intención de los constituyentes sólo cubre el matrimonio entre personas de distinto sexo, por tanto el matrimonio entre personas del mismo sexo está excluido constitucionalmente 6. 4   P. Kerr, A Philosophical Investigation, London, Chatto & Windus, 1992, traducida al castellano por M. Bach como Una investigación filosófica, Barcelona, Anagrama, 1996. Creo que escuché por primera vez relacionar este caso con este problema constitucional a Juan Carlos Bayón en agosto de 1996 en una conferencia en la Universidad de Buenos Aires. 5   He usado este ejemplo con fines semejantes al de este trabajo en J. J. Moreso, «La lectura moral del Derecho», Revista de Libros, 142 (octubre de 2008), pp. 11-13. 6   He usado este ejemplo para referirme a los desacuerdos en el derecho en J. J. Moreso, «Legal Positivism and Legal Disagreements», Ratio Juris, 22 (2009), pp. 62-73.

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II. Si la respuesta que he llamado formalista fuese la que captase los deberes de los jueces, entonces tendríamos virtualmente una respuesta para cada caso ante los jueces y tribunales y, por otro lado, la certeza y la seguridad jurídicas quedarían preservadas. Este aspecto del formalismo lo hace inmensamente atractivo 7. No obstante, es obvio que no hay acuerdo entre los juristas acerca de las respuestas a los casos presentados. No todos, ni muchos menos, aceptarían que la demanda de la señora Sorenson debe ser desestimada, ni que el coma punitivo es un castigo autorizado por nuestra Constitución ni que el matrimonio entre personas del mismo sexo está excluido por ella. De hecho no lo aceptan. Hay civilistas que piensan que en nuestro Derecho de daños cabe algo como la responsabilidad proporcional a la cuota de mercado cuando la causalidad no puede probarse; hay penalistas que nos argumentarían que la Constitución excluye el coma punitivo y hay constitucionalistas y especialistas en Derecho de familia dispuestos a argumentar que la constitución autoriza al legislador a regular los matrimonios entre personas del mismo sexo. Esta situación llevó a parte del pensamiento jurídico al otro extremo: al escepticismo, según el cual todas las cuestiones jurídicas son controvertidas y nunca hay respuestas correctas en Derecho. Antes de las decisiones judiciales, por así decirlo, hay sólo expectativas, predicciones, pero los derechos jurídicos sólo se perfeccionan en el contexto de las decisiones judiciales firmes 8. En medio de estos dos extremos se sitúa gran parte del positivismo jurídico contemporáneo de corte hartiano. De hecho, Hart llamó a estos dos puntos de vista: el noble sueño y la pesadilla 9. Para Hart, en estos casos el derecho está indeterminado, puesto que ni el lenguaje de los textos ni las intenciones de los que los elaboraron son suficientemente nítidos   Pueden verse estas dos atractivas presentaciones del formalismo: N. Bobbio, «Formalismo giuridico e formalismo etico», Rivista di filosofia, 45 (1954), pp. 235-270, y F. Schauer, «Formalism», The Yale Law Journal, 97 (1987), pp. 509-548. 8   Como es sabido, ésta es la posición del realismo jurídico americano de entreguerras. Pueden verse las presentaciones de G. Tarello, Il realismo giuridico americano, Milano, Giuffrè, 1962; R. S. Summers, Instrumentalism and American Legal Theory, Ithaca, NY, Cornell University Press, 1982, y B. Leiter, «Legal Realism and Legal Positivism Reconsidered», Ethics, 111 (2001), pp. 278-301. Más recientemente es la posición de Critical Legal Studies: dos buenas presentaciones en M. Kelman, A Guide to Critical Legal Studies, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1987, y A. Altman, Critical Legal Studies. A Liberal Critique, Princeton, NJ, Princeton University Press, 1990. A ello puede sumarse lo que podemos denominar el realismo jurídico italiano y francés. Vid., respectivamente, R. Guastini, «Lo scettecismo interpretativo revisitato», Materiali per una storia della cultura giuridica, 36 (2006), pp. 227-236, y M. Troper, «Une théorie réaliste de l’interprétation», en O. Jouanjean (ed.), Dossier Théories réalistes du droit, Strasbourg, PU de Strasbourg, 2001, pp. 51-78. 9   H. L. A. Hart, «American Jurisprudence Through English Eyes: The Nightmare and the Noble Dream», Georgia Law Review, 11 (1977), pp. 969-989. 7

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para resolver estas controversias. Por tanto, hay que distinguir los casos claros de los casos difíciles en el Derecho. En los casos claros, el derecho determina la solución y los jueces tienen claramente el deber de resolverlos conforme al Derecho; en los casos difíciles, por el contrario, el Derecho no determina la solución y, por tanto, los jueces tienen discreción 10. III. Sin embargo, hay un aspecto de esta posición iuspositivista muy inquietante: arroja las controversias y los desacuerdos en el Derecho más importantes, los que se debaten en las aulas de nuestras Facultades de Derecho, los que levantan grandes pasiones en el foro y en las Cortes, fuera del Derecho. Son discrepancias, para los defensores de la discreción de los jueces, cuya naturaleza va más allá del Derecho. Son discrepancias tal vez ideológicas, de naturaleza política o moral, pero no son resolubles jurídicamente. Por esta razón, ya hace más de veinte años, Ronald Dworkin atacó al positivismo jurídico como una concepción que era incapaz de dar cuenta de los desacuerdos teóricos en el Derecho 11. Algunos juristas parecen pensar que las discrepancias jurídicas son una especie de lo que los filósofos han llamado recientemente desacuerdos irrecusables («faultless disagreements»). Los filósofos llaman faultless disagreements a aquellos desacuerdos (en cuestiones del gusto principalmente, pero también en cuestiones éticas, estéticas, epistémicas, etc.) en donde no es claro cómo ha de establecerse que una de las partes está en un error (una discrepancia acerca de si los caracoles están gustosos, por ejemplo) 12. 10   Ésta es la posición defendida en el célebre capítulo VII de H. L. A. Hart, The Concept of Law, Oxford, Oxford University Press, 1961. Tal vez, era también la posición de H. Kelsen con su idea de que los textos legales sólo definían un marco (Rahmen) en el que siempre caben varias concreciones, a veces incompatibles entre sí. H. Kelsen, Reine Rechtslehre, 2.ª ed., Wien, Franz Deuticke, 1960, cap. VIII. 11   Ésta es tal vez la cuestión central de R. Dworkin, Law’s Empire, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1986. 12   Vid. C. Wright, «On Being a Quandary: Relativism, Vagueness, Logical Revisionism», Mind, 110 (2001), pp. 45-98; M. Kölbel, «Faultless Disagreement», Proceedings of the Aristotelian Society, 104 (2003), pp. 53-73; J. MacFarlane, «Relativism and Disagreement», Philosophical Studies, 132 (2007), pp. 17-31; D. López de Sa, «The Many Relativisms and the Questions of Disagreement», International Journal of Philosophical Studies, 15 (2007), pp. 269-279, y una aplicación a los desacuerdos en el Derecho, en el ya citado, J. J. Moreso, «Legal Positivism and Legal Disagreements», Ratio Iuris, 22 (2009), pp. 62-73. Es M. García-Carpintero quien ha traducido faultless disagreements como desacuerdos irrecusables. La traducción hará fortuna seguramente (aunque a mí no acaba de gustarme, porque convierte una expresión ligera en inglés en una pesada en español), vid. M. García-Carpintero, «Verdad relativa», en D. Quesada (ed.), Cuestiones de teoría del conocimiento, Madrid, Tecnos, 2009, cap. VII.

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Una cosa semejante a ésta ha sido defendida recientemente por algunos autores iuspositivistas. Los desacuerdos en el Derecho, como los desacuerdos acerca de si son mejores las variaciones de Goldberg o las variaciones de Diabelli, tal vez carecen de solución. Brian Leiter ha defendido, por ejemplo, que los juristas o bien actúan bajo el error (formalista) de creer que hay respuestas objetivas a estos casos o bien, no ingenuamente, fingen para sus propósitos que el Derecho ofrece respuestas allí donde saben que están dejando aflorar sus convicciones personales. 13 IV. En realidad sólo hay tres respuestas posibles al problema de los desacuerdos en el Derecho. La primera consiste en reconocer que son genuinos desacuerdos, pero que no son irrecusables. Uno de los modos de defender una posición como ésta sería un regreso al formalismo. Pero hay otras: algún tipo de realismo objetivista de carácter iusnaturalista podría valer también. 14 La segunda consiste en negar que sean verdaderos desacuerdos. Cuando mi hija Julia y yo discrepamos acerca de lo sabrosos que están los caracoles, en realidad no discrepamos realmente. Sencillamente a ella no le gustan los caracoles y a mi sí. Cuando reconocemos que nos referimos a nuestros gustos, a nuestras predisposiciones genéticas, entonces no hay realmente discrepancia. Yo bien puedo decir, «para Julia los caracoles no están sabrosos, porque no le gustan». Aceptar esta posición en el Derecho es aceptar un punto de vista realmente relativista: lo que el Derecho requiere se bifurca en multitud de senderos de acuerdo con el punto de vista de cada uno. La tercera respuesta acepta que hay desacuerdos y que, algunas veces, son irrecusables. Se trata de aceptar el desafío de Dworkin y tratar de hallar, tras nuestros desacuerdos, los presupuestos comunes; Dworkin los llama grounds of law 15, que pueden ayudarnos a disiparlos. Si mi discrepancia acerca de los caracoles no es con mi hija Julia, a la que no le gustan los caracoles, sino con mi amigo Álex, al que le gustan, como a mí, los caracoles; entonces tal vez estoy sugiriendo que la salsa que los acompaña 13   B. Leiter ha tomado esta posición como respuesta a la literatura, procedente como sabemos de Dworkin, acerca de los desacuerdos téoricos. Vid. B. Leiter, «Explaining Theoretical Disagreement», University of Chicago Law Review, 76 (2009), pp. 1215-1250. En donde contesta al trabajo de S. J. Shapiro, «The “Hart-Dworkin” Debate: A Short Guide for the Perplexed», en A. Ripstein (ed.), Ronald Dworkin, Cambridge, Cambridge University Press, 2007, pp. 22-55. 14   Así es interpretado Dworkin de vez en cuando, V. Rodríguez-Blanco, «Genuine Disagreements: A Realist Interpretation of Dworkin», Oxford Journal of Legal Studies, 21 (2001), pp. 649-671. 15   R. Dworkin, Law’s Empire, supra nota 11, pp. 4-6.

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no es la adecuada y, sobre ello, puede haber una discrepancia resoluble, Álex puede decirme: «De acuerdo, son mejores del modo que tú dices». Es lo que hacemos en el Derecho a menudo. Para determinar si es aceptable la responsabilidad proporcional a la cuota de mercado debemos acudir a la noción de responsabilidad civil que manejamos y a sus fundamentos. Para saber si el coma punitivo es una pena inhumana debemos, posiblemente, esbozar una determinada justificación del castigo y mostrar que es la más compatible con la noción de dignidad humana presupuesta por nuestra Constitución, y algo similar ocurre con los matrimonios entre personas del mismo sexo, debemos tratar de establecer qué noción de familia y de realización personal presupone la Constitución. ¿Pueden los presupuestos comunes salvar todos nuestros desacuerdos? Creo que no. Creo que esta posición hay que tomarla como un ideal. Pero este ideal es compatible con el hecho de que, algunas veces, nuestros presupuestos sean final e irremediablemente incompatibles. No creo que haya un modo de evitar esta conclusión, pero lo que sí creo que hay es razones para seguir presentando siempre argumentos a la búsqueda de presupuestos comunes. V. Sea lo que fuere de nuestras polémicas acerca de la naturaleza del Derecho, parece que podemos aceptar que el Derecho es un objeto transparente para nosotros, apto para ser conocido y que el objetivo del conocimiento jurídico consiste en la identificación de los deberes y derechos de los ciudadanos conforme a las pautas que integran el Derecho. En este sentido, el conocimiento jurídico se obtiene de enunciados como «Jurídicamente, todos los F tienen la obligación de pagar el impuesto T» o «Jurídicamente, x tiene el derecho a ser indemnizado por los daños D». Estos enunciados expresan proposiciones normativas. Las proposiciones normativas son los significados de los enunciados normativos, en el sentido en que se dice que dos enunciados normativos tienen el mismo significado, expresan la misma proposición. Las proposiciones normativas tienen una naturaleza descriptiva, son expresadas por enunciados que se refieren a la existencia de normas 16. En contraposición, las normas tienen una naturaleza prescriptiva, son los significados de los enunciados prescriptivos, de las formulaciones normativas. Podemos denominar a las proposiciones normativas que se refieren a la existencia de normas jurídicas «proposiciones jurídicas».   G. H. von Wright, «The Foundations of Norms and Normative Statements», en G. H. Wright, Practical Reason. Philosophical Papers. I, Oxford, Basil Blackwell, 1983, pp. 67-82. 16

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Pues bien, de este modo estamos en condiciones de establecer una tesis sustantiva de la aplicación del Derecho y que, por razones que pronto serán obvias, denominaré la doctrina Julia Roberts: «Al menos algunas veces hay una respuesta correcta a los casos jurídicos y, en dichos casos, los jueces deben aplicar el Derecho creado por los órganos legislativos. Por tanto, los jueces pueden equivocarse cuando deciden cuáles son los derechos y los deberes de los ciudadanos; o, en otras palabras, “las proposiciones jurídicas singulares tienen un valor de verdad previo a la decisión de los tribunales en dicho caso”» 17.

Conforme a la tesis sustantiva de la aplicación del Derecho, el Derecho no está absolutamente indeterminado. Un análisis de esta tesis requeriría ocuparse de muchas cuestiones controvertidas acerca de la interpretación del Derecho, pero creo que puede aceptarse que ciertas proposiciones jurídicas puras son indiscutiblemente verdaderas, como la proposición que la Constitución española prohíbe la pena de muerte y determinados enunciados jurídicos aplicados, como «X tiene el derecho a votar en las elecciones generales» expresan también proposiciones verdaderas. Su verdad no depende de las decisiones de los tribunales. En realidad, los tribunales mismos parecen aceptar esta tesis, por ejemplo en un caso relativamente reciente, Lawrence v. Texas 18, el Tribunal Supremo de los Estados Unidos decidió anular Bowers v. Hardwick 19 y revocar la sentencia de la Corte del Tribunal de Apelación del Distrito de Texas, al considerar que las imputaciones penales por relaciones sexuales entre adultos en el domicilio vulneran intereses fundamentales como la libertad y la intimidad protegidas por la cláusula del debido proceso de la enmienda catorce de la Constitución americana. El Tribunal afirma: «Bowers was not correct when it was decided, and it is not correct today. It ought not to remain binding precedent. Bowers v. Hardwick should be and now is overruled» 20. Si se me permite una frivolidad, podríamos decir que Julia Roberts tenía razón, porque al comienzo de la película El informe pelícano, el personaje interpretado por la actriz Julia Roberts, una estudiante de Derecho, discute con su profesor de Derecho Constitucional acerca de Bowers, y arguye que la ley de Georgia que califica la sodomía como un delito penal era inconstitucional. El profesor replica: «Well, the Supreme Court disagree with you, miss Shaw. ����������������������������������������������������������� They found that the state did not violate the right of privacy. Now, why is that?», y la estudiante contesta: «Because, they are wrong». 17   M. Moore, «Legal Reality: A Naturalist Approach to Legal Ontology», Law and Philosophy, 21 (2002), pp. 619-705, en p. 625. 18   539 U.S. 558 (2003). 19   478 U.S. 186 (1986). 20   Supra nota 18.

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Es decir, la tesis según la cual los jueces pueden equivocarse es aceptada por el Tribunal Supremo y puede, con razón, ser denominada la doctrina Julia Roberts 21. Sin embargo, nuestros sistemas jurídicos no son de tal modo que las cuestiones quedan siempre abiertas, y entonces, como ocurre con las cuestiones teóricas, nunca se cierran definitivamente. Es más, como es sabido, la decisión de Lawrence anulando Bowers no tiene consecuencias para Bowers. Es más, si ahora el Tribunal Supremo de los Estados Unidos decidiera que la pena de muerte, como castigo cruel, es una pena inconstitucional y dijera que los Tribunales que lo precedieron se habían equivocado, ello no haría dichas decisiones ilegales y a los que las ejecutaron culpables. Como Hart señala con agudeza 22, hay que distinguir la definitividad de las decisiones finales de los Tribunales (la doctrina de la res iudicata) y su infalibilidad, es decir, las decisiones firmes de los Tribunales son definitivas pero en ningún caso son infalibles. Hart compara las reglas del Derecho con las reglas de los juegos y arguye que aunque la afirmación de que un juez está equivocado carece de consecuencias para los derechos y los deberes de los ciudadanos, sirve para distinguir el juego del fútbol del juego de la discreción del árbitro. Del mismo modo, el Derecho no es una práctica de acuerdo con la cual «es Derecho aquello que los jueces dicen que es», aunque los jueces tengan, en algunos casos, la última palabra. VI. Sólo la doctrina Julia Roberts puede dar cuenta de los desacuerdos en el Derecho. Si los jueces pueden equivocarse, entonces hay, al menos en algunos casos, una respuesta a las discrepancias, y los desacuerdos son posibles. Ahora bien, si nuestras discrepancias jurídicas pudieran versar sobre cualquier cosa, sería legítimo preguntarnos cómo es posible que el Derecho rija nuestra conducta de un modo razonable. Ha de haber algunos elementos del Derecho que expliquen esta estabilidad. La propia teoría de Hart al concebir el Derecho como la unión de reglas primarias y secundarias tal vez nos puede ofrecer una pista de la línea a seguir 23.

21   Sigo aquí las ideas que había expuesto en J. J. Moreso, La Constitución: modelo para armar, Madrid, Marcial Pons, ensayo 9. 22   H. L. A. Hart, The Concept of Law, supra nota 10, pp. 141-147. 23   Sigo aquí las ideas que había expuesto en J. J. Moreso, La Constitución: modelo para armar, Madrid, Marcial Pons, ensayo 14.

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No me parece razonable considerar que todo lo que el Derecho requiere es controvertido y depende de consideraciones valorativas. Algunos aspectos de la práctica han de estar protegidos de esta controversia. En mi opinión —y expuesto de modo muy provisional— al menos el contenido de las reglas jurídicas de las siguientes clases ha de poder identificarse sin controversia ni recurso a valoraciones 24. a)  Las reglas que confieren poderes y las reglas de adjudicación en aquello que se refiere a la determinación de los órganos jurídicos y de los procedimientos. b)  Las resoluciones judiciales y administrativas que establecen las decisiones individuales. c)  Las reglas que establecen qué decisiones judiciales son definitivas y los procedimientos para hacerlas cumplir por el resto de órganos judiciales y administrativos. Los tres puntos merecen algún comentario. En relación con el primero, es obvio que las reglas que confieren poderes son controvertidas también por lo que refiere al contenido, a la competencia material, que suele estar limitada por disposiciones superiores ampliamente controvertidas: así el Parlamento limitado por las disposiciones constitucionales. Sin embargo, la determinación de quién sea el Parlamento o el Tribunal Constitucional puede determinarse sin recurrir a juicios de valor 25. Las decisiones individuales que ponen fin a las controversias han de atribuir derechos y deberes de un modo claro. Una sentencia penal debe condenar a X por haber cometido el delito D, no puede condenar a X bajo la condición de que no estuviera amparado por una causa de justificación (lo que seguiría siendo controvertible). Respecto del último punto es importante notar que, por ejemplo, aunque la sentencia del Tribunal Constitucional 89/2007 26 sobre la constitucionalidad de determinados artículos de los Acuerdos entre España y la Santa Sede, en virtud de la cual no es inconstitucional que los profesores de religión contratados por la administración educativa pública puedan ver rescindido su contrato al no obtener el certificado de idoneidad de la autoridad eclesiástica por sus convicciones o acciones contrarias a la doctrina católica, es muy controvertida, y destacados juristas opinan que no es acorde con la Constitución; nadie pone en duda que —dado que la decisión es, 24   Obviamente que así se concede una parte de la razón a los denominados positivistas exclusivos, que sostienen que la existencia y el contenido del Derecho se determina sin recurrir a la moralidad. Vid., recientemente, J. Raz, «Incorporation by Law», Legal Theory, 10 (2004), pp. 1-17. 25   Es cierto que habría que hacer una precisión: los supuestos de abstención y recusación de jueces y magistrados pueden conllevar discrepancias sobre cuestiones sustantivas. 26   STC 89/2007, de 19 de abril de 2007.

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según el Derecho español, definitiva— el Tribunal Superior de Canarias que planteó la cuestión de inconstitucionalidad debe resolver el caso considerando los artículos de los Acuerdos como constitucionales. O, en un supuesto más relevante, la Corte Suprema de los Estados Unidos decidió en Bush v. Gore 27 que la decisión del Tribunal Supremo de Florida que establecía la necesidad de recontar los resultados de la elección presidencial en el Estado de Florida era inconstitucional y, de este modo, permitió que George Bush fuera proclamado presidente. Fue una decisión muy controvertida y destacados juristas piensan que es equivocada 28, pero nadie ha defendido, hasta donde yo sé, que Bush fue proclamado presidente de los Estados Unidos de modo ilegal. VII. He defendido la posición que en el Derecho hay desacuerdos genuinos, resolubles mediante la argumentación jurídica. Por tanto, los jueces pueden equivocarse y aunque, a veces, sus decisiones son finales, no son infalibles. He defendido, también, que tal vez algunos de nuestros desacuerdos son irrecusables; pero he apostado por no dejarnos vencer por esta pesimista conclusión en los casos concretos. Lo que he defendido tiene consecuencias para la polémica, acrecentada por un caso famoso que está pendiente en nuestro Tribunal Supremo, acerca del alcance y los límites de la prohibición que pesa sobre los jueces de tomar resoluciones a sabiendas que son injustas, es decir, contrarias al derecho. Pero esta cuestión deberá aguardar a otra ocasión.

  531 US 98 (2000).   Vid., por ejemplo, R. Dworkin (ed.), A Badly Flawed Election. Debating Bush v. Gore, the Supreme Court, and American Democracy, New York, The New Press, 2002. 27 28

ÍNDICE

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NOTA PRELIMINAR............................................................................

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ESTUDIO INTRODUCTORIO. LOS DERECHOS DE LOS JUECES: ENTRE EL LEGISLADOR Y LA AUTORREGULACIÓN (Alejandro Saiz Arnaiz)...........................................................................

9

IMPARCIALIDAD JUDICIAL: SU PROYECCIÓN SOBRE LOS DEBERES (CÓDIGO DE CONDUCTA) Y DERECHOS FUNDAMENTALES DEL JUEZ (Rafael Jiménez Asensio).................. I. PRESENTACIÓN......................................................................... II. LA IMPARCIALIDAD JUDICIAL EN LA CONSTITUCIÓN DE 1978 Y DERECHOS FUNDAMENTALES DEL JUEZ.............. III. IMPARCIALIDAD JUDICIAL Y DEBERES DE LOS JUECES Y MAGISTRADOS...................................................................... IV. BIBLIOGRAFÍA...........................................................................

27 27 28 35 43

LA INDEPENDENCIA JUDICIAL Y LOS DERECHOS DEL JUEZ (Perfecto Andrés Ibáñez)..................................................................

45

EL DERECHO A LA LIBERTAD IDEOLÓGICA DE LOS JUECES (Javier Hernández García)..............................................................

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I. EL DEBER ÉTICO DE LOS JUECES DE TOMAR EN CUENTA SU IDEOLOGÍA: RAZONES E IMPLICACIONES............

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II. LOS LÍMITES A LA LIBERTAD IDEOLÓGICA DE LOS JUECES............................................................................................... III. LOS LÍMITES EN EL PROCESO EN CURSO.......................... IV. LÍMITES Y EJERCICIO DE LA LIBERTAD IDEOLÓGICA FUERA DEL PROCESO.............................................................. V. EL PROBLEMA DE LOS LÍMITES SUSTANCIALES A LA LIBERTAD IDEOLÓGICA DE LOS JUECES............................ VI. OTRO PROBLEMA DE LÍMITES: ¿CABE RECONOCER UN DERECHO A LA OBJECIÓN DE CONCIENCIA DE LOS JUECES?............................................................................................. LIBERTAD DE EXPRESIÓN DE JUECES Y MAGISTRADOS (Jorge F. Malem Seña)............................................................................ I. INTRODUCCIÓN........................................................................ II. LA FUNCIÓN JURISDICCIONAL............................................. III. DE LA MOTIVACIÓN DE LAS SENTENCIAS Y LA APLICACIÓN DEL DERECHO................................................................ IV. EL JUEZ FUNCIONARIO........................................................... V. EL JUEZ CIUDADANO.............................................................. VI. CONCLUSIÓN............................................................................. EL DERECHO DE ASOCIACIÓN DE LOS JUECES (Luis Rodríguez Vega) ............................................................................................... I. INTRODUCCIÓN........................................................................ II. EL DERECHO DE ASOCIACIÓN.............................................. III. EL DERECHO DE ASOCIACIÓN DE JUECES Y FISCALES: LA PROHIBICIÓN DE MILITAR EN PARTIDOS POLÍTICOS Y SINDICATOS........................................................................... IV. LAS ASOCIACIONES DE JUECES Y FISCALES: ANTECEDENTES Y RÉGIMEN LEGAL.................................................. V. LAS ASOCIACIONES COMO UNA FORMA DE FORTALECER EL CAPITAL SOCIAL........................................................ VI. LOS FINES DE LAS ASOCIACIONES JUDICIALES.............. VII. LA PARTICIPACIÓN INSTITUCIONAL DE LAS ASOCIACIONES............................................................................................... VIII. LA POLÍTICA JUDICIAL........................................................... IX. LA POLÍTICA DE CUOTAS.......................................................

72 74 75 79 87

99 99 101 102 104 107 111

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X. LA REGENERACIÓN DE LAS ASOCIACIONES JUDICIALES...............................................................................................

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EL ACCESO EN CONDICIONES DE IGUALDAD A LOS CARGOS JUDICIALES (Juan Pedro Quintana Carretero)..........................

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I. EL MODELO DE JUEZ CONSTITUCIONAL Y EL SISTEMA DE NOMBRAMIENTOS DISCRECIONALES PARA MIEMBROS DE LA CARRERA JUDICIAL......................................... II. LA EVOLUCIÓN DE LA JURISPRUDENCIA EN TORNO AL SISTEMA DE NOMBRAMIENTOS DISCRECIONALES DE CARGOS JUDICIALES POR EL CONSEJO GENERAL DEL PODER JUDICIAL...................................................................... 1.  El deber de motivación.......................................................... 2. Los límites de la potestad discrecional del CGPJ: su delimitación negativa....................................................................... 3. Algunas especialidades en relación con cada clase de nombramientos discrecionales...................................................... 3.1. Nombramientos discrecionales para proveer plazas jurisdiccionales entre magistrados............................... 3.2. Nombramientos discrecionales para cargos judiciales directivos o gubernativos............................................. 4. La libertad de apreciación reconocida al CGPJ: su delimitación positiva........................................................................... 5. El valor de la reciente jurisprudencia sobre nombramientos discrecionales.........................................................................

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141 141 145 148 148 149 150 151

III. UN NUEVO MARCO NORMATIVO ANTE LA DEGRADACIÓN DEL SISTEMA DE NOMBRAMIENTOS DISCRECIONALES.......................................................................................... IV. PERSPECTIVAS DE FUTURO................................................... V. CONCLUSIONES........................................................................

153 163 165

LOS JUECES Y EL DERECHO DE HUELGA (Antonio García Martínez)...........................................................................................

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I. LOS ACONTECIMIENTOS DEL 18 DE FEBRERO Y EL 8 DE OCTUBRE DE 2009.................................................................... II. DERECHO DE HUELGA............................................................ III. LEGALIDAD ORDINARIA Y LEGALIDAD CONSTITUCIONAL.............................................................................................. 1.  Legalidad ordinaria................................................................

169 174 177 177

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ÍNDICE

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2.  Legalidad constitucional........................................................

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IV. POSICIONAMIENTOS DOCTRINALES...................................

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1.  La vía del art. 28.1................................................................. 2.  La vía del art. 28.2................................................................. 3.  La vía del art. 127..................................................................

179 180 188

V. LOS PRONUNCIAMIENTOS DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL.......................................................................................

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1.  La vía del art. 28.1................................................................. 2.  La vía del art. 28.2................................................................. 3.  La vía del art. 127..................................................................

190 190 193

VI. OTRAS CUESTIONES PENDIENTES....................................... VII. CONCLUSIONES........................................................................ VIII. BIBLIOGRAFÍA...........................................................................

194 195 196

DERECHOS, DEBERES Y DISCRECIÓN JUDICIAL (José Juan Moreso).............................................................................................

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