Literatura peruana hoy: Crisis y creación 9783954879809

Este libro reúne contribuciones de autores y críticos peruanos y de especialistas europeos que reflexionan sobre los dif

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Spanish; Castilian Pages 260 [336] Year 2019

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INDICE
A manera de prólogo
Introducción. Literatura peruana hoy: crisis y creación
I. Narrativa I. Crisis y experiencia del caos (tradiciones, grupos, compromisos)
Profecía y experiencia del caos: la narrativa peruana de las últimas décadas
Novela y utopía
Ficción y crisis: una mirada a la narrativa peruana contemporánea
Sobre el Grupo Narración
II. Narrativa II. Exilios y retornos (Mario Vargas Llosa y Alfredo Bryce Echenique)
Erotismo y humor en Vargas Llosa y Bryce Echenique (Elogio de la madrastra y Tantas veces Pedro)
La ventriloquia y el otro en El hablador de Vargas Llosa
"Peruanos en el extranjero": el exilio en Permiso para vivir de Alfredo Bryce Echenique
III. Narrativa III. Violencia y paisaje urbano (Cronwell Jara y Miguel Gutiérrez)
Mitos de los sectores emergentes en la narrativa peruana actual
Visión de la violencia y del paisaje urbano de Lima en dos nuevas novelas
Cronwell Jara y la nueva novela de la ciudad
Miguel Gutiérrez - La violencia de la historia: olvidar y recordar
IV. Poesía I. Padres pródigos e hijos fecundos
Padres pródigos e hijos fecundos: continuidad y renovación de la poesía peruana actual
Javier Heraud y sus contemporáneos
El territorio de la poesía
V. Poesía II. La lacerante ironía: hacia una poética femenina
Poetas peruanas: ¿Es lacerante la ironía?
La poesía del eco en la escritura de los años 80: Blanca Varela, Giovanna Pollarolo y Carmen Ollé
"Escritura femenina" y estrategias de auto-representación en la "nueva" poesía peruana
VI. Teatro y cine. Directores y creación colectiva
Las distintas caras del teatro: entre Nuevo Teatro y Tercer Teatro
Apuntes sobre el cine y la novela
El cine en el Perú: ¿la luz al final del túnel?
VII. El arco iris peruano: la difícil convivencia de las culturas
Perú, mestizos sin mestizaje
¿Una modernidad etnocida? El ensayo de interpretación cultural desde 1980
Voz andina y comunicación literaria en el Perú contemporáneo
Gregorio Martínez: entre diablos y músicos, el vals de la historia (sobre minoría negra y zamba)
Documentación
Indice onomástico
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Literatura peruana hoy: Crisis y creación
 9783954879809

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Karl Kohut / José Morales Saravia / Sonia V. Rose (eds.) Literatura peruana hoy Crisis y creación

©DuDQtPÖGaDDa Editores: Karl Kohut y Hans-Joachim König

Publikationen des Zentralinstituts für LateinamerikaStudien der Katholischen Universität Eichstätt Serie A: Kongreßakten, 17 Publicaciones del Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Católica de Eichstätt Serie A: Actas, 17 Publicares do Centro de Estudos Latino-Americanos da Universidade Católica de Eichstätt Série A: Actas, 17

Akten des internationalen Symposiums »Literatura peruana hoy. Crisis y creación« vom 19. bis 22. Januar 1994 Actas del Simposio Internacional »Literatura peruana hoy. Crisis y creación« del 19 al 22 de enero 1994 Actas do Simposio Internacional »Literatura peruana hoy. Crisis y creación« do 19 até o 22 de janeiro de 1994

Karl Kohut / José Morales Saravia / Sonia V. Rose (eds.)

Literatura peruana hoy Crisis y creación

Frankfurt/Main • Madrid

1998

Secretaria de redacción: Composición tipográfica:

Dr. Sonja M. Steckbauer Jutta Spreng

Impreso con el apoyo de la Universidad Católica de Eichstätt

Die Deutsche Bibliothek - CIP-Einheitsaufnahme Literatura peruana hoy : crisis y creación ; [actas del Simposio Internacional "Literatura peruana hoy. Crisis y creación" del 19 al 22 de enero 1994] / Karl Kohut... (eds.). - Frankfurt am Main : Vervuert; Madrid : Iberoamericana, 1998 (Americana Eystettensia : Ser. A, Actas ; 17) ISBN 3-89354-918-8 (Vervuert) ISBN 84-88906-79-X (Iberoamericana)

© Vervuert Verlag, Frankfurt am Main 1998 © Iberoamericana, Madrid 1998 Reservados todos los derechos Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico blanqueado sin cloro. Impreso en Alemania

INDICE A manera de prólogo

9

Introducción Karl Kohut: Literatura peruana hoy: crisis y creación

I

11

Narrativa I. Crisis y experiencia del caos (tradiciones, grupos, compromisos) Antonio Cornejo Polar ( | ) : Profecía y experiencia del caos: la narrativa peruana de las últimas décadas

23

Alonso Cueto: Novela y utopía

35

Guillermo Niño de Guzmán: Ficción y crisis: una mirada a la narrativa peruana contemporánea

39

Miguel Gutiérrez Correa: Sobre el Grupo Narración

47

II

Narrativa II. Exilios y retornos (Mario Vargas Llosa y Alfredo Bryce Echenique)

Walter Bruno Berg: Erotismo y humor en Vargas Llosa y Bryce Echenique (Elogio de la madrastra y Tantas veces Pedro)

61

Mark I. Millington: La ventriloquia y el otro en El hablador de Vargas Llosa

73

Sonia V. Rose: "Peruanos en el extranjero": el exilio en Permiso para vivir de Alfredo Bryce Echenique

80

III

Narrativa III. Violencia y paisaje urbano (Cronwell Jara y Miguel Gutiérrez)

James Higgins: Mitos de los sectores emergentes en la narrativa peruana actual

99

Cronwell Jara Jiménez: Visión de la violencia y del paisaje urbano de Lima en dos nuevas novelas

106

José Morales Saravia: Cronwell Jara y la nueva novela de la ciudad

120

Horst Nitschak: Miguel Gutiérrez — La violencia de la historia: olvidar y recordar

135

IV

Poesía I. Padres pródigos e hijos fecundos

José Miguel Oviedo: Padres pródigos e hijos fecundos: continuidad y renovación de la poesía peruana actual

155

Marco Martos: Javier Heraud y sus contemporáneos

170

Abelardo Sánchez León: El territorio de la poesía

180

V

Poesía II. La lacerante ironía: hacia una poética femenina Carmen Ollé: Poetas peruanas: ¿Es lacerante la ironía?

187

Vittoria Borsó: La poesía del eco en la escritura de los años 80: Blanca Varela, Giovanna Pollarolo y Carmen Ollé

196

Susana Reisz: "Escritura femenina" y estrategias de auto-representación en la "nueva" poesía peruana

218

VI

Teatro y cine. Directores y creación colectiva

Kati Róttger: Las distintas caras del teatro: entre Nuevo Teatro y Tercer Teatro

237

Giovanna Pollarolo: Apuntes sobre el cine y la novela

252

Jorge Zavaleta Balarezo: El cine en el Perú: ¿la luz al final del túnel?

262

VII El arco iris peruano: la difícil convivencia de las culturas Jorge Díaz Herrera: Perú, mestizos sin mestizaje

269

William Rowe: ¿Una modernidad etnocida? El ensayo de interpretación cultural desde 1980

276

Martin Lienhard: Voz andina y comunicación literaria en el Perú contemporáneo

285

Roland Forgues: Gregorio Martínez: entre diablos y músicos, el vals de la historia (sobre minoría negra y zamba)

296

Documentación

309

Indice onomástico

325

En memoria de Antonio Cornejo Polar (1936-1997)

A manera de prólogo El presente volumen reúne contribuciones de autores y críticos peruanos y de especialistas alemanes y de otros países que discuten y reflexionan sobre los diferentes aspectos de la cultura y literatura peruana actual. Con el subtítulo "crisis y creación", los editores quieren señalar la encrucijada en la que se encontraron y encuentran los autores de estos años. Que el Perú ha vivido, en los últimos decenios, una crisis dolorosa y profunda en todos los niveles, es un hecho indiscutible y conocido; la controversia sólo puede presentarse en el análisis de las causas de esta crisis y de los caminos a seguir para resolverla. Como todos los peruanos, los escritores e intelectuales sufrieron (y sufren) la experiencia de la crisis. Sin embargo, en esta situación, pareciera esperarse de ellos algo más que del común de la gente. ¿Deben los escritores denunciar la crisis, convertirla en tema central de sus obras? ¿Les es posible no comprometerse con la circunstancia histórica? Y, suponiendo que la respuesta a esta pregunta fuera negativa, ¿qué modalidades puede tomar el compromiso? ¿Debe limitarse el mismo a la vida personal o debe abarcar la obra literaria? Estos interrogantes (y las discusiones que generan) vuelven a surgir con nueva fuerza en cada crisis y provocan nuevos planteamientos. No es de sorprenderse, pues, que reaparezcan en muchas de las contribuciones que publicamos, dando lugar a respuestas nuevas, variadas y frecuentemente divergentes. A pesar de estas divergencias, hay un consenso entre los autores de este volumen respecto de la actitud de los intelectuales peruanos ante la crisis, a saber, que éstos no han permanecido indiferentes, sino que han sabido buscar y encontrar respuestas, enfrentando esta situación angustiante con una intensa actividad creadora. De allí, tal vez, la riqueza de que da muestras la literatura peruana actual. Es a esta "nueva" literatura, escrita durante los últimos veinte años, ya sea en el país o en el extranjero, a la que se quiso dedicar el simposio "Literatura peruana hoy. Crisis y creación", siguiendo así el principio que ha regido la serie de congresos dedicada a la literatura latinoamericana más reciente que lleva organizando el Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Católica de Eichstätt. El simposio no podría haberse realizado sin el generoso auspicio del Consejo Alemán de Investigación Científica (Deutsche Forschungsgemeinschaft). Agradecemos igualmente a la Casa de las Culturas del Mundo (Haus der Kulturen der Welt) que organizó en Berlín sesiones de lecturas a cargo de los escritores y mesas redondas abiertas al público. El simposio tampoco habría sido posible sin una estadía previa de Karl Kohut en Lima, durante la cual gozó de la hospitalidad limeña que le prestaron escritores e intelectuales. Va, pues, su agradecimiento a ellos, a la Pontificia Universidad Católica del Perú y a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.

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Antonio Cornejo Polar y José Miguel Oviedo, con sus conferencias de apertura, sentaron las pautas que habría de seguir el simposio durante las sesiones de trabajo. Nada hizo prever entonces la muerte inminente de Antonio. Su presencia humana e intelectual es un recuerdo indeleble para los que asistieron al simposio. A su memoria va dedicado este volumen.

Eichstätt, Berlín, París marzo de 1998

Karl Kohut José Morales Saravia Sonia V. Rose

Introducción Literatura peruana hoy: crisis y creación Karl Kohut La imagen de la literatura peruana en el contexto de las letras latinoamericanas es curiosamente ambigua. Por un lado, pertenece sin duda alguna a una de las literaturas que más han contribuido al desarrollo cultural del subcontinente, con autores de la talla de Mariátegui, Vallejo, Alegría, Arguedas, Salazar Bondy, Westphalen, Sologuren, Eielson, Belli, Varela, Cisneros, Vargas Llosa, Ribeyro y Bryce Echenique, entre otros. Igualmente, la crítica literaria latinoamericana cuenta con académicos peruanos de primera línea, como Alberto Escobar, el recientemente fallecido Antonio Cornejo Polar, Julio Ortega y José Miguel Oviedo. Sin embargo, la literatura peruana es relativamente poco conocida fuera del país, opinión compartida por Julio Ortega quien sostuvo en un coloquio reciente que "la literatura peruana es la peor difundida de América Latina"1. No sé si se justifica el superlativo, dado que, en cuanto a la mala difusión, otras literaturas entrarían en competencia, por ejemplo la venezolana, sin hablar de las literaturas más pequeñas. Sin embargo, la frase tiene su parte de verdad. El desconocimiento de la nueva literatura del Perú parece equivalente, de modo inverso, a la fama que tuviera su literatura en el pasado. Las causas son de índole internacional y nacional. En las últimas décadas, el Perú ha compartido con todos los países del subcontinente, una crisis política y económica que hizo cada vez más difícil el intercambio cultural. Esta situación general se vio agravada, en el caso del Perú, por una profunda crisis de la sociedad con consecuencias nefastas para su cultura, que se ha volcado, como lo señala José Miguel Oviedo, "hacia dentro, encerrándose en sí misma en un explicable gesto de afirmación y sobrevivencia" (157)2. Sin embargo, el aislamiento de la cultura peruana ha sido menos radical de lo que parece, tal como lo demuestra su recepción por la crítica literaria internacional, recepción limitada tal vez, pero real. Quiero señalar brevemente

1

Cito según el artículo-reseña de Svarzman 1997. El coloquio "Writing Today in Perú: A Colloquium" tuvo lugar en Nueva York en la Americas Society, el 14 de noviembre de 1997; las actas se publicarán en la revista Latín American Literature and Arts. Tal como señala Ortega, el coloquio reunió sobre todo a autores peruanos que viven en los Estados Unidos (Mariela Dreyfus, Isaac Goldemberg, Gregorio Martínez, José Mazzotti, Julio Ortega y José Miguel Oviedo), y a cuatro radicados en el Perú (Fernando Ampuero, Eduardo Chirinos, Pablo Guevara y Carmen Ollé). 2

En lo que sigue, las páginas indicadas sin especificación particular remiten a los artículos del presente volumen.

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algunos trabajos. El punto de partida dentro del período que me interesa es el N° 64 de la revista Casa de las Américas (1971), titulado Literatura peruana, hoy. En la Presentación, José Miguel Oviedo aclara que es la literatura peruana de los últimos veinte años la que constituye la materia central del libro. En este sentido y hasta cierto punto, el presente volumen constituye una continuación de aquél, que apareciera hace más de cinco lustros. Es muy instructivo comparar la lista de autores incluidos en ambos volúmenes, y observar que varios de los autores que Oviedo señalara entonces, entre los más recientes, se han convertido en autores centrales del presente volumen, lo que da fe del juicio crítico del estudioso. Así Miguel Gutiérrez, Alfredo Bryce, Marco Martos, Abelardo Sánchez León. Más breve y mucho más crítico es el balance del estado de la literatura peruana a principios de los años 80 que publicara Julio Ortega en 1981. Para una reseña crítica de la literatura peruana de las últimas dos a tres décadas, habría que comenzar con la historia de la misma que James Higgins publicara en 1987, cuyos dos últimos capítulos están dedicados al desarrollo reciente del teatro, la narrativa y la poesía. El Manual de literatura peruana (1990) de César Toro Montalvo es, en realidad, una antología con breves notas bio-bibliográficas sobre los diferentes autores3. Para la década de los 80, es muy valioso el volumen colectivo editado por Carlos Arroyo, en 1992. Son, por otra parte, fuente inagotable los cuatro volúmenes que bajo el título de Palabra viva publicara Roland Forgues (I-III, 1988; IV, 1991) y en los cuales reúne entrevistas con una lista prácticamente exhaustiva de autores4. A estas obras generales habrá que añadir algunas dedicadas a un género en particular; así Salazar del Alcázar 1990 para el teatro, y Higgins 1982 y 1993 para la poesía. Esta breve lista se cierra con el coloquio de Nueva York citado anteriormente y sus respectivas actas. Un complemento importante a los trabajos críticos lo constituyen las antologías aparecidas en estos años, algunas de difusión internacional, como lo fuera la antología de la narrativa peruana de los años 1950-1970 que Abelardo Oquendo publicara, en 1973, en la editorial Alianza de Madrid, o la Antología general de la literatura peruana que Javier Sologuren publicó en 1981, en la prestigiosa editorial Fondo de Cultura Económica de México. No puedo hacer justicia a las antologías que aparecieron en el Perú; baste mencionar el volumen editado en 1987 por Antonio Cornejo Polar y Luis Fernando Vidal para el cuento, y aquéllos editados por Eduardo Chirinos (1992) y Marco Martos (1993) para la poesía. Tampoco puedo hacer justicia al proceso crítico que ha acompaña-

3 Un complemento a las historias de la literatura y, al mismo tiempo, un instrumento de trabajo de primer rango, lo constituye la bibliografía que Foster publicara en 1982. 4

Los volúmenes están repartidos de la siguiente manera por géneros: I Narradores, II Poetas, III Dramaturgos, IV Poetas mujeres. En 1993, Forgues publicó otro libro de entrevistas a políticos e intelectuales. Como indica el título, las preguntas van más hacia los temas de política y sociedad que hacia los literarios.

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do a la literatura en el país, dentro del cual cabe mencionar hueso húmero, revista editada por Mirko Lauer y Abelardo Oquendo, y las columnas literarias de El Comercio. El objetivo del presente volumen es hacer avanzar el conocimiento crítico de la literatura peruana de las últimas décadas. Me explico. Está de más decir que los autores de renombre internacional citados al comienzo forman parte de la literatura peruana hoy, en realidad, esta literatura sería impensable sin ellos, y es por eso que se encuentran estudios sobre ellos en este volumen. Sin embargo su obra ha sido recibida, analizada y difundida por la crítica internacional. El objetivo de este volumen (como de toda la serie de las "literaturas hoy" que he venido publicando), por el contrario, se centra en la nueva literatura y prioriza, por ello, a autores que han empezado a publicar en las últimas décadas, o autores cuya obra todavía no ha recibido la atención debida por la parte de la crítica internacional. Desde luego, cada selección conlleva una parte de arbitrariedad, a la cual se suman las inevitables casualidades que forman parte de la organización de cualquier congreso: razones personales, enfermedades, otros compromisos, etc. que impiden la participación de ciertas personas. Si bien los editores de este volumen están convencidos de la representatividad de los autores incluidos, no cabe duda de que no todos los autores significativos están presentes. Después de estas aclaraciones, necesarias pero tal vez algo puntillosas, quiero presentar a continuación algunas reflexiones generales que se inspiran en las contribuciones que reúne este volumen. La literatura peruana actual se sitúa en dos ejes: por un lado, el de la tradición nacional; por el otro, el de la literatura latinoamericana, presentando en ambos casos rasgos distintivos. Un elemento constitutivo de las ponencias de este volumen es la relación entre la expresión artística y la realidad del país. En este sentido, la historia políticoeconómica de los últimos decenios constituye el trasfondo común de estos estudios tanto de los literarios como de los culturales. Es significativo el hecho de que la pregunta que forma la segunda frase de Conversación en La Catedral aparezca como un leitmotiv secreto de varias contribuciones a este volumen: "¿En qué momento se había jodido el Perú?" José Miguel Oviedo constata la justeza de la pregunta al hablar "de la crisis peruana, que comenzó a hacerse aguda ya a mediados de los años 70, durante la llamada 'revolución militar' iniciada en 1969, y que desde entonces no ha hecho sino empeorar" (155). En efecto, la crisis, en el sentido más radical, constituye el contexto de la literatura escrita en los últimos decenios, determinando tanto la existencia física de los autores como las obras que escriben. ¿Cómo reaccionan ante ella, cómo la reflejan? ¿Cómo es posible la creación artística en esta situación? Son éstas las reflexiones que determinaron el título tanto del simposio como de este volumen: crisis y creación. La crisis está al fondo de otro fenómeno que caracteriza la escena literaria del país: la emigración, sobre la cual reflexiona en este volumen Sonia V. Rose. En efecto, muchos autores y críticos se fueron del país, sobre todo a los

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EE.UU., pero también a Europa. Aunque a menudo la estadía en el extranjero es percibida por los autores como algo forzado, no se trata de un exilio en el sentido político, como lo fueron los exilios argentino, chileno, uruguayo o paraguayo en los años de las dictaduras militares. Los autores y críticos peruanos no tuvieron que huir de una represión física y cultural, sino que optaron por mejores — o al menos distintas — condiciones de vida y trabajo. Sea como fuere la literatura peruana se ha convertido en un fenómeno mundial en cuanto a que se escribe en Londres, París, Ginebra, Brown o Filadelfia. A diferencia de los exilios políticos mencionados, los intelectuales peruanos emigrados no permanecen separados del país, sino que hay un constante vaivén entre los lugares de emigración y el Perú. De este modo, las letras peruanas ofrecen esta doble perspectiva de distancia y cercanía, de cosmopolitismo y arraigamiento. Sin embargo, la situación ha comenzado a cambiar desde hace unos años. Si José Miguel Oviedo escribe que desde la muerte de Arguedas, "la porción más significativa de la novela ha sido escrita fuera del país" (156), señalando a Vargas Llosa, Ribeyro y Bryce Echenique (podríamos añadir a Loayza), parece que esta tesis vale más para los años setenta y ochenta que para los noventa. En efecto, en los últimos años, la escena literaria limeña ha recobrado fuerzas. Para James Higgins, Patíbulo para un caballo (1989), de Cronwell Jara, y La violencia del tiempo (1991), de Miguel Gutiérrez, son "las dos novelas más importantes de los últimos años" (105), juicio obviamente compartido por otros autores de este volumen. Más aún, estas dos obras no son casos aislados sino que forman parte de una larga lista de novelas importantes publicadas en los últimos años, y cuyos autores habían permanecido en el país. La diferencia de perspectiva entre ambos grupos (grupo en sentido metafórico) corresponde, tal vez, a una diferencia generacional. Es interesante notar en este contexto que tanto Ribeyro como Vargas Llosa y Bryce Echenique han publicado, casi al mismo tiempo, sus autobiografías, indicio seguro de haber llegado al fin de una etapa importante de su vida, en el caso del primero, una etapa que sería la final. Si la realidad político-económica del país constituye el trasfondo de la escena literaria en general, ésta es de particular importancia para la novela. "La revelación y crítica de la realidad del país ha sido y sigue siendo una tenaz obsesión de la narrativa peruana desde, por lo menos, el siglo pasado", escribe Antonio Cornejo Polar5. Empero, ¿de qué realidad se trata? Cada autor construye su propio mundo sobre la base de una cierta fracción de la realidad; así, son muy distintos los mundos de Vargas Llosa, Ribeyro, Bryce Echenique, Loayza, Scorza, Rivera Martínez, Jara, Gutiérrez, Cueto y Ampuero, para no alargar demasiado la lista. Para Miguel Gutiérrez, la problemática del realismo está íntimamente ligada a la del compromiso social, representado en el Perú por el

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Esta constatación de Cornejo Polar (27) coincide con observaciones similares en los artículos de Gutiérrez (53) y Morales Saravia (124).

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grupo Narración, cuyo "pensamiento estético-narrativo" se fundó, como escribe, "en una adhesión general al realismo, pero distinto y distante del llamado realismo social y del realismo socialista" (53). En el pasado, la literatura peruana ha sido muchas veces identificada con la literatura indigenista. La obra de José María Arguedas sigue siendo un punto de referencia6. En los últimos años, podemos observar dos movimientos aparentemente opuestos. Por un lado, parece que el epicentro de la narrativa se ha trasladado a Lima. Es en este sentido que José Morales Saravia (120, 122) habla del traspaso de la literatura de la provincia a Lima. La literatura habría seguido las enormes corrientes migratorias de estos años que llevaron a millones de habitantes de la sierra a la capital, de modo que las viejas antítesis de "sierra" y "capital" o "sierra" y "costa" han cambiado su significación, puesto que ahora la "sierra" forma parte de la "capital" y de la "costa". La narrativa ha empezado a reflejar esta nueva realidad del país, siendo Patíbulo para un caballo, hasta ahora, su expresión literaria más importante. Por otro lado, no cabe duda de que hay un movimiento inverso, señalado por Horst Nitschack, quien habla del "abandono de Lima como escenario principal" (141) por autores como Rivera Martínez, Gregorio Martínez, Díaz Herrera y el propio Vargas Llosa. Tal vez tendremos que abandonar la vieja oposición entre literatura urbana capitalina y literatura andina, constatando que las provincias peruanas, y no sólo las andinas, están en vías de recobrar una voz propia, o de creársela. La importancia de la narrativa de Vargas Llosa reside, aparte de sus méritos literarios en el sentido más restringido, en el hecho de que ha prestado atención a estos procesos contradictorios, presentando y analizando la sociedad tanto de la capital como de las provincias, de modo que su vasta obra aparece como un intento totalizador de la realidad de su país. Pasando a las tendencias recientes, el género fantástico está representado por Alonso Cueto y Fernando Iwasaki, el policial por Fernando Ampuero, Cueto y Goran Tocilovac, hijo adoptivo de la literatura peruana. Si la experimentación novelesca está presente en la mayoría de las obras publicadas en estos años, es tal vez Mario Bellatín quien ha ido más lejos en esta dirección. Finalmente, es digno de notar la incursión de poetas en el campo de la novela, así Carmen Ollé y Abelardo Sánchez León que han apropiado de nuevos medios de expresión. Dentro del contexto latinoamericano, cabe señalar sobre todo dos fenómenos. Primero, son muy pocas las narradoras peruanas cuya obra ha tenido una repercusión internacional, mientras que en la novelística latinoamericana las escritoras ocupan, por su número y calidad, un papel cada vez más importante.

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D e la vasta bibliografía sobre la literatura indigenista en general y la obra de Arguedas en particular, me limito a señalar algunas publicaciones recientes que han tenido una amplia recepción, a veces controvertida: Cornejo Polar 1997 [1973] y 1993, Lienhard 1990 y Vargas Llosa 1996.

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Entre las muy contadas excepciones habría que señalar a Laura Riesco y a la ya mencionada Carmen Ollé. La otra particularidad es que la novela histórica, género cuya importancia en el campo latinoamericano sería ocioso acentuar aquí, no ha llegado a cobrar la misma importancia que en otros países. Sin embargo, llama la atención que entre las novelas más notables de los últimos años se encuentren algunas de índole histórica: así La violencia del tiempo, de Miguel Gutiérrez, Crónica de músicos y diablos, de Gregorio Martínez, y hasta cierto punto País de Jauja, de Edgardo Rivera Martínez, sin hablar de La guerra del fin del mundo, de Mario Vargas Llosa. Un rasgo particular de la literatura peruana actual en el contexto latinoamericano es, como lo escribe José Miguel Oviedo, "la abundancia y persistencia de la poesía" (155), poesía que tiene como punto de referencia la preciosa tradición de Vallejo, Westphalen, Sologuren, Eielson, Belli, Heraud y Varela. También los poetas comparten la tendencia transhumante de los narradores, como lo atestiguan las biografías de Vallejo, Sologuren, Eielson y Cisneros, si bien es cierto, como observa el mismo autor (156), que los poetas más recientes han permanecido más en el país que los narradores. Oviedo explica esta diferencia entre novelistas y poetas aduciendo la situación económica del país, a la cual pudo la poesía adaptarse mejor, encontrando espacios propios para sobrevivir. En cierto sentido, la poesía habría conquistado para sí temas y campos que tradicionalmente pertenecen a la novela, publicándose así "poemas narrativos, poemas-fábulas, poemas-ensayos antropológicos, etc." (157). Marco Martos señala el mismo fenómeno desde otro ángulo: "Los poetas en sus vidas están en los intersticios del sistema. Su poesía no puede evitar, incluso en los más cerebrales, expresar la sombría vida de los peruanos de estos días" (177). Las opciones elegidas por los poetas varían entre dos polos opuestos: desde la sustitución del acto privado de escribir por el acto público de tomar las armas, como dice Marco Martos refiriéndose a Heraud (171), hasta el "proceso de desrealización y transfiguración" que José Miguel Oviedo constata en la poesía de Sologuren (161). Entre los dos extremos se situaría el grupo Hora Zero de los años 1970-1973 cuyos miembros quisieron conquistar, como campo de la poesía, la vida cotidiana de los peruanos. En este sentido, este grupo puede considerarse, en poesía, un fenómeno paralelo al grupo Narración en la narrativa, siendo tal vez la poesía de Enrique Verástegui la mayor expresión de este vuelco hacia la realidad de enconces. Sin embargo, no está ausente la evocación del pasado, lo que atestiguan Antonio Cisneros con "Comentarios reales", de 1964, y Blanca Varela con "Crónica", de 1993. Habría que compaginar estas obras con las novelas históricas mencionadas antes para determinar la visión del pasado por los autores presentes. Si bien es cierto que es una banalidad decir que la poesía es más subjetiva que la narrativa, también es cierto que la poesía peruana actual se caracteriza por este empeño de definir el lugar de la vida personal dentro de la crisis que

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se vive. De este modo, la política penetra por todos lados los mundos poéticos construidos por sus autores, lo que vale sobre todo para el mundo poético masculino. Es curioso notar que en los tres ensayos dedicados a la poesía escritos en este volumen por autores masculinos, son muy escasas las referencias a la poesía escrita por mujeres. ¿Estaríamos ante un caso paralelo al que relata Miguel Gutiérrez sobre los comienzos del grupo Narración, cuando se consideraron a las mujeres "como integrantes de segunda categoría"? (49). Tal vez, la explicación para dicha actitud se encuentre en otro fenómeno, al que se refiere Susana Reisz cuando escribe que "sea cual fuere la explicación más plausible, lo cierto es que la poesía femenina de hoy en el Perú [...] no parece interesada en reflejar la compleja dinámica social" (230). Según los ensayos ya mencionados sobre la poesía femenina, ésta giraría más que la masculina alrededor de la propia persona y de los nexos que contrae con el "otro" amado. Carmen Ollé habla de la mujer sado-masoquista que "construye un cerco alrededor de la pareja" (194) y en otro lugar señala el deseo como "tema recurrente" que es "una cápsula en la que se encuentra cautiva" (193). Para Susana Reisz, Carmen Ollé y Giovanna Pollarolo representan dos formas de lucha "contra los estereotipos androcéntricos": la lucha de esta última sería más suave y desde dentro, la de aquélla, más provocativa y desde afuera (219). De este modo, los mundos poéticos masculino y femenino serían dos mundos que se tocan y que a veces se sobreponen, pero que nunca se confunden. Sin embargo, tanto la poesía masculina como la femenina constituyen dos respuestas auténticas a la situación del país, y para ambas vale lo que formula Marco Marios: "El Perú, castigado por la naturaleza, por los apetitos de los poderosos, por la desigual distribución de la riqueza, ha tenido en este siglo XX un rincón privilegiado que es la poesía" (178). Una novedad en el panorama literario peruano lo constituye un fenómeno que Martin Lienhard llama "la irrupción, sin duda modesta todavía, de la poesía quechua en el terreno de la literatura escrita" (291)7. Este fenómeno me parece significativo en varios sentidos. Primero, porque implica que se empieza a borrar la oposición tradicional entre lo que suele llamarse, en la jerga actual, literatura escrita hegemónica en español, y literatura oral subordinada en quechua. Segundo, porque se borra también la oposición entre el mundo rural andino y el mundo urbano costeño, proceso ya mencionado antes, dado que, como señala Lienhard, se trata de una "práctica urbana", dirigida a lectores urbanos o/y migrantes. Valdrá la pena observar con atención los futuros avatares de este proceso que todavía se encuentra en sus comienzos. Unas pocas palabras sobre el teatro y el cine que, estando sin duda siempre relacionados con la literatura, evolucionan por caminos particulares. En el teatro, llama la atención la ausencia, después de la muerte de Salazar Bondy, del teatro

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Lienhard había estudiado este fenómeno con anterioridad al final de su libro La voz y

su huella,

de 1990 (355-362).

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de autor. Es cierto que Vargas Llosa ha escrito algunas piezas, pero el centro de su creación sigue siendo la narrativa. El mayor aporte peruano al desarrollo teatral, pues, lo han dado los diferentes grupos teatrales que se definen por la creación colectiva. Kati Róttger explica las dos líneas opuestas del Nuevo teatro y Tercer teatro que han determinado la vida teatral de los últimos años. A pesar de que el Perú no pertenece a los grandes países de cine latinoamericanos, cabe señalar algunos fenómenos que confieren importancia a su cine no sólo en el contexto nacional, sino también continental. En la llamada Escuela de Cuzco, colaboraron los cineastas con escritores, poetas y pintores, dedicándose a llevar a imágenes el mundo indígena, con lo que se aproximaron a la narrativa indigenista. De modo similar a la narrativa, también en el cine se opone al cine andino el cine nucleado en Lima. Giovanna Pollarolo destaca la labor de Francisco Lombardi como director, cuya producción cinematográfica sobresale por sus adaptaciones de obras literarias. El volumen se cierra con artículos dedicados a la difícil convivencia entre las diferentes culturas. Como escribe William Rowe, es "el respeto por la diversidad cultural" el problema de fondo (278). Su ensayo es una reflexión sobre las diferentes culturas que conviven en el Perú y en él opone, de modo particular, el discurso occidental (Vargas Llosa) a la utopía andina, "ya que [esta última] parecería ofrecer la forma más coherente de proponer una modernidad alternativa" (280). Rowe discute el concepto de "ciudadanía étnica" que parece ofrecer un camino para reunir las diferentes etnias en una sola nación, pero que, sin embargo, conlleva varias dificultades que problematizan su uso, recuérdese sino la violencia que devastara al país en la década de los ochenta (28 ls.). Lienhard se concentra en su artículo en el mundo andino y su expresión literaria, mientras que Forgues se dedica a la minoría negra, partiendo de la novelística de Gregorio Martínez. Desafortunadamente, otras culturas que forman parte del arco iris peruano no están representadas en este volumen: la cultura judía, evocada en la narrativa de Isaac Goldemberg, la china con Siu Kam Wen, la japonesa con una parte de la obra de Fernando Iwasaki, para limitarme a un solo autor por caso. Un problema central de la aproximación étnica a la multiculturalidad del Perú es el problema del mestizaje, señalado por Jorge Díaz Herrera, y el de la migración, que aparece en prácticamente todas las contribuciones. Ni el mundo andino ni el costeño son puros, étnica y culturalmente — como tampoco lo es el tantas veces conjurado discurso occidental que oculta en sí mismo una gran diversidad de discursos particulares. Esta diversidad — Cornejo Polar prefiere el término "heterogeneidad" (1993, 13)8 — constituye, sin duda alguna, un problema en la formación de una nación;

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Este término debe comprenderse en el contexto de las discusiones posmodernas donde constituye uno de los puntos centrales.

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sin embargo, constituye también una fuente de riqueza indiscutible. En este sentido, el Perú presenta de manera muy puntual, como en un crisol, una de las problemáticas centrales de la gran mayoría de los países modernos, para quienes la multiculturalidad toma la forma de un verdadero reto. La convivencia de las diferentes culturas étnicas ha estado, en el Perú como en otros países, marcada por los criterios de hegemonía y marginación, lo que ha dado lugar, como es sabido, a un sinfín de luchas a menudo violentas. En el presente, podemos observar una creciente conscientización de la problemática y el intento de lograr lo que hasta ahora ha parecido imposible: una convivencia que, en su totalidad, conformaría la nación peruana, sin que los distintos componentes pierdan, por ello, su propia identidad. ¿Se trata de una utopía más que reemplazaría las viejas utopías superadas?9 Sea como fuere, es éste el proceso apasionante que caracteriza tanto la realidad peruana de hoy como su literatura. La literatura y la cultura peruana han sido, en los últimos decenios, la historia de una creación en la crisis. Para todos los géneros y todas las expresiones culturales vale lo que José Miguel Oviedo postula para la poesía que es, en sus palabras, una "respuesta creadora a la barbarie de la destrucción" (155).

Bibliografía Arroyo, Carlos (ed.). 1992. Hombres de Letras. Historia y crítica literaria en el Perú. Lima: Ediciones MemoriAngosta (Serie Crítica Literaria). Chirinos, Eduardo (ed.). 1992. Infame Turba. Poesía en la Universidad Católica. 1917-1992. Presentación, selección y notas de E. C. "De la Soledad Confusa", prólogo de Luis Jaime Cisneros. Lima: Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Cornejo Polar, Antonio. 21997 [1973]. Los Universos Narrativos de José María Arguedas. Lima: Editorial Horizonte. —. 1993. Escribir en el aire. Ensayo sobre la heterogeneidad socio-cultural en las literaturas andinas. Lima: Editorial Horizonte. —; Luis Fernando Vidal (eds.). 1984. Nuevo Cuento Peruano (Antología). Lima: mosca azul editores. Forgues, Roland. 1988-1991. Palabra viva. I. Narradores; II. Poetas; III. Dramaturgos; IV. Las Poetas se desnudan. Lima: Librería Studium Ediciones (I-III); Editorial El Quijote (IV).

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Habría que discutir en este contexto los libros de Cornejo Polar y Vargas Llosa sobre

la utopía andina. Si bien el libro de aquél data de 1973, la edición de 1997 contiene un apéndice en el cual actualiza su pensamiento.

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—. 1993. Perú, entre el desafio de la violencia y el sueño de lo posible. Lima: Minerva. Foster, David William. 1981. Peruvian Literature. A Bibliography of Secondary Sources. London - Westport: Greenwood Press. Higgins, James. 1982. The Poet in Peru. Alienation and the Quest for a SuperReality. Liverpool: Francis Cairns (Liverpool Monographs in Hispanic Studies, 1). —. 1987. A History of Peruvian Literature. Liverpool: Francis Cairns (Liverpool Monographs in Hispanic Studies, 7). —. 1993. Hitos de la poesía peruana. Edición e ilustración de Carlos Milla Batres. Lima: Editorial Milla Batres. Lienhard, Martin. 1990. La voz y su huella: Escritura y conflicto étnico-social en América Latina (1492-1988). La Habana: Casa de las Américas. Literatura peruana, hoy. 1971. Casa de las Américas 64. Martos, Marco (ed.). 1993. Llave de los sueños. Antología poética de la generación 40/50. Documentos de Literatura (Lima) 1 (abril-mayo-junio). Oquendo, Abelardo (ed.). 1973. Narrativa peruana 1950-1970. Prólogo y selección de A.O. Madrid: Alianza (Libro de Bolsillo, 462). Ortega, Julio. 1981. Sobre el estado de la literatura peruana a comienzos de los 80. En: hueso húmero 9, 108-117. Salazar del Alcázar, Hugo. 1990. Teatro y violencia. Una aproximación al teatro peruano de los '80. Lima: Centro de Documentación y Video Teatral. Sologuren, Javier (ed.). 1981. Antología general de la literatura peruana. Introducción y selección de J.S. México: Fondo de Cultura Económica. Svarzman, Norberto. 1997. Establecen diálogo norte sur. Escritores y poetas peruanos en Nueva York. En: El Comercio, 18 de noviembre, C 8. Toro Montalvo, César. 1990. Manual de literatura peruana. Lima: A.F.A. Editores. Vargas Llosa, Mario. 1996. La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo. México: FCE.

I NARRATIVA I CRISIS Y EXPERIENCIA DEL CAOS (TRADICIONES, GRUPOS, COMPROMISOS)

Profecía y experiencia del caos: la narrativa peruana de las últimas décadas Antonio Cornejo Polar (t) Imagino que nadie lo duda: el Perú vive la más incisiva y englobante crisis de su historia republicana, y supongo que muy pocos consideran que el descalabro comenzó en los 80 cuando la violencia lo hizo trágicamente obvio. Me parece evidente que es una historia que viene de lejos, pero ciertamente no pretendo ni rastrear el oprobioso linaje de esta desdichada época ni explicar su entreverada, enloquecida y sangrienta faz. Apenas intento ofrecer una imagen muy parcial y fragmentada de este tiempo convulso (convulso hasta en sus erráticas y difusas esperanzas) a través del siempre desplazado, oscilante y ambiguo discurso literario, enmarcado — en este caso — dentro de los límites de la narrativa. I Este año (1994) se cumple el 25 aniversario del suicidio de José María Arguedas. En uno de sus estremecedores textos finales dijo: Quizá conmigo empieza a cerrarse un ciclo y a abrirse otro en el Perú y lo que él representa: se cierra el de la calandria consoladora, del azote, del arrieraje, del odio impotente, de los fúnebres 'alzamientos', del temor a Dios y del predominio de ese Dios y sus protegidos, sus fabricantes; se abre el de la luz y de la fuerza liberadora invencible del hombre de Vietnam, el de la calandria de fuego, el del dios liberador, Aquel que se reintegra. Vallejo era el principio y el fin (Arguedas 1990, 245s.). Sin duda, el segmento profético de la cita, en el que se articulan y solapan las pulsiones del deseo y los atributos del mito, resultó drásticamente escarnecido por la realidad; en cambio, la razón última del suicidio, que fue tanto una trágica opción existencial como un oscuro pero legítimo ritual de redención colectiva, quedó como ominosa recusación de una época atroz. Para Arguedas, como se sabe, se trataba de una malformación y oscurecimiento del mundo tan radical que terminaba por hacerlo ininteligible, innombrable e insufrible. Al romperse el "vínculo (que une al hombre) con todas las cosas", el sujeto pierde la energía que le permite ejercer los atributos más íntimos, poderosos y sutiles del lenguaje. Esa energía es la "chispa" o la "candelita" a la que se refiere con nostalgia, como a un bien perdido, en el Ultimo Diario. Aludo a El zorro de arriba y el zorro de abajo (1969) porque sospecho que es una de las más audaces, turbadoras, intensas e innovadoras propuestas de la literatura peruana de todos los tiempos, tal vez sólo comparable — en sus

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respectivos términos y épocas — con Trilce o la Nueva crónica; pero, sobre todo, porque leo en ese texto el signo exacerbado de lo que pudiera ser una de las condiciones del discurso literario peruano de las últimas décadas: su enfrentamiento con un mundo, no sólo mal hecho sino incomprensible por su hirsuta opacidad, y a la vez su tenaz decisión de decirlo, esto es, de conferirle un sentido, lo que implica en último término la aporia de humanizar lo que se percibe, desde múltiples perspectivas, como radical y definitivamente inhumano. Tal vez esta trágica paradoja marque buena parte de la última narrativa peruana, aunque no deja de ser tentador recordar (en los tiempos lejanos) eso que se ha dado en llamar la "afasia colonial", como condición radicalmente disturbada de un discurso que enmudece, pierde sentido o se equivoca frente a una catástrofe vivida en términos de apocalipsis. Sin embargo, la novela postuma de Arguedas no es sólo ese signo extremo que acabo de referir; es también, a lo largo de su entreverada andadura y de la masiva y proliferante intertextualidad que convoca, la ficcionalización de un larguísimo proceso histórico que desembocó — contra todo lo que había esperado su autor — en una modernidad a la vez poderosa y depredadora, obvia y específicamente contradictoria, no con respecto a la "utopía arcaica" — que Vargas Llosa cree leer en la obra de Arguedas — sino a la modernidad andina, que es, pese a sus dudas y oscilaciones, el proyecto más consistente de todo su extenso y sutil ejercicio literario e intelectual. El apasionado examen del "hervidero" que es Chimbóte, como emblema de aquella modernidad hechiza y degradada, y la agónica producción de un discurso que insiste en ser mimètico y hermenéutico (aunque en realidad no lo sea del todo) crean un espacio tenso sobre el que se orientan o desgalgan rumbos semánticos de la más variada índole: desde la revitalización de antiguas conciencias míticas hasta la configuración de sujetos, como el migrante andino moderno, que — junto con otros más obvios — presidirán buena parte de la última narrativa peruana. Intuyo que con este texto — cronologías aparte — comienza nuestro nuevo relato.

II Obviamente no trato de enlistar los nombres y títulos, ni siquiera las tendencias que configurarían esa nueva narrativa; prefiero (y soy consciente de la arbitrariedad de mis omisiones) hilvanar algo desordenadamente, unas pocas e hipotéticas reflexiones sobre aquellos espacios discursivos donde creo percibir las tensiones y conflictos de mayor relieve. Por lo pronto, quisiera recordar dos novelas que, poco antes del 70, intentaron revelar la insensatez y corrupción de un orden social que destrozaba al sujeto que caía en él como en un voraz remolino sin tregua y sin escape; en ambas, con obvias diferencias con respecto a la última de Arguedas, se establece una tensa dinámica que desplaza constantemente el asunto de la defectividad de la sociedad, unifórmente condenada, a las carencias de una élite

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letrada cuya frivolidad le resta pertinencia a su juicio. En tono paródico, Julio Ramón Ribeyro relata en Los geniecillos dominicales (1965) el fracaso y la degradación de una generación intelectual que, desde su óptica, había perdido — incluso antes de intentarlo en serio — toda alternativa de inscribirse productivamente en una sociedad intelectualmente grosera y éticamente insalubre hasta sobrepasar los límites del esperpento, y que había perdido, también, su fuerza creativa. Algo similar se podría decir de Las noches hundidas (1968) de José Antonio Bravo, aunque aquí la estrategia paródica sea sustituida por una ironía tal vez más desilusionada pero probablemente menos corrosiva. Son, curiosamente, versiones contemporáneas de la "novela de artista" en la que se complacieron los modernistas finiseculares, sólo que ahora la desventura del héroe no produce el tono trágico de entonces, sino una desencantada y burlona apreciación de la condición del letrado que ni vive su deseo ni logra rescatar su propia escritura del naufragio en el que se desvanece el sujeto y su discurso. En ambas novelas, y en muchas otras, el asunto de fondo compromete, más o menos directamente, la opción del lenguaje: no porque se evoque la romántica fascinación por lo inefable, sino — mucho más concretamente — porque el fracaso referido es también el fracaso de todo un lenguaje y de las estructuras simbólicas y cognitivas que subyacen en él. Después de todo, si de la "generación del 50" se trata, no deja de ser sintomático que varios de sus narradores se silenciaran muy pronto. Ciertamente las razones son múltiples, pero entre ellas cabe incluir la incertidumbre acerca de una lengua que — al parecer — no satisface ni las exigencias del sujeto que la enuncia ni la función representativa que debería tener para revelar la índole de una realidad que desconcierta por su sombría insignificancia o su escandalosa malformación. Años después, y por cierto bajo otra red de causas y circunstancias, la narrativa peruana — salvo escasas excepciones — enmudece igualmente frente a la violencia sin límites que desangra al país, tal vez porque también en este caso — cierto que en otro nivel — no se encuentra un lenguaje capaz de referir el horror de tantas y tantas desdichas. No se trata, como se ve, de un asunto que pueda asignársele sólo a una promoción. En efecto, aunque con muy evidentes diferencias entre sí y con los textos que acabo de mencionar, otras dos novelas — éstas mucho más recientes — reflexionan narrativamente sobre la misma materia: en Secretos inútiles (1991), de Mirko Lauer, el énfasis está puesto en la ruptura de la dinámica de la comunicación, obturada por el inasible transformismo del protagonista y su memoria, la equívoca borrosidad de referentes y motivaciones y las ambigüedades del propio emisor; mientras que en ¿Por qué hacen tanto ruido? (1992), de Carmen Ollé, el punto problemático es más bien introspectivo y su tensión primera, pero no única, se genera en la contienda entre el ruido, que puede perturbar el mensaje y tal vez anularlo, y la producción del sentido, todo referido a la angustiosa dificultad — que tiene evidentes referencias extralingüísticas — de decir lo que se quiere decir. De aquí que el texto sea — en trazos gruesos — la novela de una novela que no se puede escribir. Pese a su

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brevedad, tal vez sea Enunciación (1979), de Edgardo Rivera Martínez, sea la tematización más esclarecedora de la extremada conflictividad de un lenguaje que ha perdido la inocencia y está acosado por la inminencia del silencio, aunque — a la par — sea capaz de expresar las tramas que por quebradizas u oscuras parecen indecibles. Quiero sugerir, entonces, que un primer nivel de análisis de la última narrativa peruana bien pudiera situarse en la rispida y perturbada relación del sujeto y su discurso — que sin duda remite al vínculo decisorio con el mundo — que delatan algunos textos de muy diferente signo. Así se formularía un espacio problemático que pone en cuestión la materia misma de la literatura e inquiere, no sólo sobre la eficiencia y legitimidad del lenguaje en sí mismo, sino también, acerca de sus articulaciones con el emisor y con su universo referencial. En términos generales se tendría una visión escéptica y desilusionada que deriva hacia el mutismo, la concisión ascética, casi defensiva, o la enunciación que autoreflexiona bajo la inquietante sospecha de que la lengua podría traicionar al sujeto, a sus estrategias de representación y — tal vez — traicionarse a sí misma. En algún punto podrían descubrirse ciertas convergencias con lo que se llamó la "novela de lenguaje", dentro de la que cabrían ciertos textos excepcionales de González Viaña o Belevan, por ejemplo, pero en el caso que me ocupa lo que queda detrás es precisamente lo contrario: no la celebración de un lenguaje que se dice a sí mismo y que asume el rol protagónico del ejercicio literario, a su vez pensado en términos autoreferenciales, sino, más bien, el desengaño ante una lengua rota, entorpecida y poco confiable. Casi como si se tratara de escribir contra el lenguaje. Un caso aparte, porque ni asume este conflicto ni pretende autoreferirse, sería el de la caudalosa prosa de Alfredo Bryce con su alegre, irónica (y nostálgica) reivindicación del puro arte de contar.

III Habría que mencionar ahora, en aparente contraste con lo anterior, otro texto: Conversación en La Catedral (1969), de Mario Vargas Llosa. Como varias de las novelas mencionadas, insiste en las mutilantes limitaciones y en la erosiva corrupción de la sociedad nacional, de nuevo observada desde la perspectiva de un personaje intelectual condenado a la mediocridad de un periodismo ramplón, pero sitúa en primera línea — no porque se le rastrée específicamente sino porque su formulación es impactante — lo que pudiera ser uno de los diagnósticos más agrios de la nación. La pregunta "¿en qué momento se había jodido el Perú?" da por descontado que el país ya está sumergido en esa condición, que detrás de ella hay una historia y por consiguiente una o muchas causas y — por el sentido global de la novela — que no hay manera de clausurar tan aciago signo: "no hay solución", se lee desde la primera página. Eso, sintomáticamente, sólo puede expresarse con una "mala palabra", la única que realmente le corresponde, tal vez en tangencial pero esclarecedor diálogo

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con la "chingada" mexicana que Octavio Paz examinara, con arbitrariedad y brillo, en El laberinto de la soledad. Sucede, sin embargo, que el sutil y casi maniático virtuosismo de esta novela, tal vez la más compleja de las escritas por Vargas Llosa, ofrece una contraimagen de los desencuentros con el lenguaje que he mencionado antes. Aquí, al revés, el lenguaje parece desplegar libérrimamente todas sus virtualidades, recorrer sin tregua los tonos y temples más variados, sugerir que se pierde y descarría sólo para reencontrarse después al amparo de una estructura tan expansiva y abierta como rigurosamente disciplinada, y todo con tal firmeza que el lector imagina que nada le es imposible a un discurso tan poderoso. Si la tentación de acudir a los tiempos lejanos se hace otra vez presente, se tendría la sospecha de estar ante un imprevisible resurgimiento del barroco cuya torrencialidad verbal pudo vencer las trabas de la "afasia colonial", aunque en cierto modo repitiera — por debajo de su masiva locuacidad — una aguda desazón frente a la lengua. En todo caso, la impecable factura formal y estructural de Conversación en La Catedral contrasta significativamente con el caótico desarreglo y con el sinsentido profundo de su universo de representaciones. Alguna vez sugerí que esta trasmutación del imposible caos de la realidad en una forma perfecta del arte reproducía ciertos atributos de la modernidad; especialmente, su capacidad de ofrecer productos finales perfectos que — por su propia perfección — ocultan o anulan las contradicciones y conflictos de su proceso de producción. De cualquier manera, pese a la solvencia de esa trasmutación, la condición del país, malogrado y escarnecido desde un tiempo imprecisable, queda como la imagen fuerte de la que tal vez sea la última novela sartreana de Vargas Llosa. En ella la grosera corrupción de la realidad está inequívocamente ligada al poder, social y/o político, pero su drástico enjuiciamiento se articula sobre todo con una posición ética. Sólo bastante tiempo después Vargas Llosa intentará explicar el asunto desde una conciencia general de la historia, profundamente descreída, que es la que expresa La guerra del fin del mundo (1981), o desde una ingeniosa y casi acrobática manipulación del proceso político nacional en Historia de Mayta (1984). Para entonces el primer acto de la tragedia no tendrá como protagonista al Poder sino, estrictamente a la inversa, a los ilusos y fanáticos actores de una subversión que — paradójicamente — pierde toda consistencia histórica al englobar en un solo curso sucesos de filiación muy distinta y hasta contradictoria.

IV La revelación y crítica de la realidad del país ha sido y sigue siendo una tenaz obsesión de la narrativa peruana desde, por lo menos, el siglo pasado. Como es evidente, tales funciones implican, a veces de manera soterrada o tangencial, la construcción de una imagen y de un proyecto de nación.

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En este orden de cosas es notorio que durante largas décadas primara la versión indigenista en alguna de sus muchas versiones. Debería advertirse sin embargo, contra lo que suele suponerse, que los mejores indigenistas no propusieron una interpretación cerradamente indígena de lo nacional; más bien, aunque con vacilaciones, prefirieron construir (o reconstruir) una imagen que integraba lo indígena — aunque fuera prevalente — en una categoría mayor: lo andino; o desplegaron las múltiples variantes del mesticismo, a veces pensado en términos que más tarde serían reconocidos como propios de la transculturación. Arguedas intuyó inclusive, en algunos momentos, que el asunto no consistía tanto en subsumir las diferencias en un todo más o menos coherente, sino — casi al revés — en ofrecer una opción plural e igualitaria que respetara la multiplicidad real del país, aunque — por supuesto — nunca dejó de poner énfasis en que la matriz histórica y socio-cultural de la nación fuera la indígena. La figuración del imaginario andino o mestizo-transcultural está presente sin duda alguna en los narradores del 50 que suelen ser calificados como neoindigenistas — estoy pensando en Vargas Vicuña, en la parte pertinente de los relatos de Zavaleta o en La guerra silenciosa (1971-1979) de Manuel Scorza, por ejemplo —, pero también aparece con nitidez en narradores posteriores, a veces como reiteración de modelos más o menos tradicionales y a veces con definidos signos renovadores, que van desde la masiva insistencia en lo mítico hasta la ficcionalización de materias históricas puntuales, siempre con un arsenal técnico novedoso, según puede advertirse en textos como los de Oscar Colchado, Dante Castro o Enrique Rosas Paravicino, que representan bien a una amplia tendencia cuyo género privilegiado es el cuento. Habría que mencionar aquí, asumiendo la escurridiza categoría de "literaturas étnicas", los relatos que se nutren de la experiencia de las comunidades negras — como es el caso de las obras de Gregorio Martínez o Antonio Gálvez Ronceros — y los que se afincan en el vasto universo amazónico, trabajado entre otros por César Calvo o Panaifo Texeira, por ejemplo. Sin embargo, más que rastrear esta continuidad — por lo demás evidente — me interesa ahora anotar un punto de ruptura: en efecto, aunque hegemónico, el indigenismo (y sus variantes) compartió con la narrativa "urbana" el espacio de ese género sin beligerancias excesivas ni de una ni de otra parte, a pesar de que desde la segunda alternativa fuera frecuente condenar la aparente desactualización, sobre todo formal, de la primera. Sin beligerancias excesivas — digo — porque cada cual parecía reconocer la legitimidad de la otra opción y porque las disparidades, harto obvias, no eran consideradas contradictorias. Un notable ejemplo de lo que acabo de decir sería la cordial y respetuosa polémica de Arguedas y Sebastián Salazar Bondy en el I Encuentro de Narradores Peruanos. Lo que sucede ahora es, al menos en casos específicos, distinto: la interpretación de la nación que subyace en el indigenismo es explícita, global y polémicamente invalidada. Señalo al respecto tres niveles del debate, todos

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protagonizados por Vargas Llosa. En sentido estricto, el primero es ideológico y sin duda excede por largo el campo literario: consiste en oponer la reivindicación de lo indígena/andino, curiosamente caracterizado como un intento destinado a preservar las "culturas primitivas", con un proyecto modernizador que no admite mayores disidencias. En "El nacimiento del Perú" (1992) Vargas Llosa afirma lo siguiente: Sólo se puede hablar de sociedades integradas en aquellos países en los que la población nativa es escasa o inexistente. En los demás, un discreto, a veces inconsciente, pero muy efectivo apartheid prevalece. En ellos la integración es sumamente lenta y el precio que el nativo debe pagar por ella es altísimo: renunciar a su cultura — a su lengua, a sus creencias, a sus tradiciones y usos — y adoptar la de sus viejos amos. Tal vez no haya otra manera realista de integrar nuestras sociedades que pidiendo a los indios pagar ese alto precio; tal vez, el ideal, es decir, la preservación de las culturas primitivas de América, es una utopía incompatible con otra meta más urgente: el establecimiento de sociedades modernas (Vargas Llosa 1992, 811). Es una formulación tan explícita que hace inútil todo comentario, pero conviene anotar, eso sí, que ella abastece de argumentos a una segunda operación: al ejercicio crítico que cuestiona con creciente acritud lo que sería la formulación literaria de esa utopía; esto es, el indigenismo — en términos generales —, la obra de Arguedas de manera más específica, y finalmente — en un tercer nivel — explica uno de los sentidos de El hablador (1987), obvia parodia de los textos de aquella filiación y abierta ficcionalización de las ideas a que me he referido antes. El idealismo del protagonista no obvia la deformación física que lo marca y esa deformación como que rebalsa sobre lo que el personaje significa en relación a la defensa — primero — y a su propia integración — después — a la sociedad y cultura de los machiguenga; de la misma manera que su seudónimo, "Mascarita", sobrepasa la descripción de su rostro y se abre a connotaciones que tienen que ver con el ocultamiento de la identidad, la farsa y — de algún modo — la hipocresía. La artificiosidad lingüística de las "transcripciones" de los relatos del protagonista, que a ratos son remedos burlescos de fragmentos arguedianos, es tan evidente que su fracaso (por supuesto anunciado) arrastra consigo a las propuestas materia de la parodia. Aunque no excluyente, la contraposición entre la narrativa urbana y la indigenista hace tiempo que dejó de ser satisfactoria, pero el modo como la cancela Vargas Llosa implica un desplazamiento sustantivo del espacio de la discusión: de una parte se repone lo ideológico en un primer nivel (aunque las ideologías estén muertas), y de otra, en sus nuevos términos, sí que resulta excluyente. Por supuesto, ya no se trata sólo del contraste entre la representación de lo andino-rural y de lo citadino, sino de la oposición inconciliable

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entre arcaísmo y modernidad, oposición que cobija a muchas otras, todas las que refluyen, en su conjunto, sobre un modo de imaginar la nación (y su futuro) y también, como es obvio, sobre una determinada manera de concebir y practicar la literatura. Tal vez todo esto no sea más que la desdichada acumulación de malas lecturas — de textos y de historias — pero sin duda se trata de un profundo replanteamiento de las bases mismas del debate, ahora situado — creo que artificialmente — en una falaz disyuntiva: a la larga, en efecto, ni existe una sola modernidad ni las sociedades y culturas de raíz nativa son "primitivas". Lo asombroso es que en nombre de esa modernidad algo abstracta, que por cierto se proclama democrática y liberal, se propicie la desaparición de formas muy concretas de existencia colectiva. Mucho más moderna es — utopía y todo — la muy conocida imagen arguediana: [En el] Perú [...] cualquier hombre no engrilletado y embrutecido por el egoísmo puede vivir, feliz, todas las patrias (Arguedas 1990, 246).

V Hay que reconocer que la gozosa celebración de la espléndida pluralidad de la sociedad y cultura del Perú es un sesgo del pensamiento de Arguedas que no prevalece en sus obras, inclusive en otros fragmentos de El zorro de arriba y el zorro de abajo, que es de donde he extraído la cita anterior. Con frecuencia, pero no siempre, Arguedas se interna más bien en la azarosa problemática del mestizaje y en ocasiones también celebra — como apuntaba Angel Rama — la "gesta del mestizo". Es éste un asunto que no sólo no ha perdido importancia sino que — bajo distintas formas — preside la construcción de varias de las más importantes novelas peruanas de los últimos años, aunque entre ellas — no es necesario decirlo — haya más diferencias que semejanzas. Relaciono primero dos, tal vez incomparables: Crónica de músicos y diablos (1991) de Gregorio Martínez y País de Jauja (1993) de Edgardo Rivera Martínez; y lo hago porque una y otra, cada cual a su sazón y manera, afirman la plenitud que contendrían, en un país ancestralmente desgarrado, las imprevisibles hibridaciones de razas, conciencias, culturas e historia diversas; y porque — pero tal vez esto sea apenas una sutileza — ambas insisten en el recurso a la música, a la armonía que conjuga — sin forzarlas — múltiples y discordantes voces, con lo que repiten, seguramente sin intención, la devoción arguediana por esa "materia" — la música — que es la que constituye el orden vivo del universo cuando adquiere su verdadero sentido y su auténtica condición de gozosa maravilla. En los "Guzmanes", protagonistas de la primera novela mencionada, han desembocado tres tradiciones étnicas: la hispánica, la indígena y la africana ("estirpes trasconejeadas por la existencia", en palabras del narrador), y de alguna manera cada una de ellas ha enriquecido y fortalecido a las otras. La prolífica fecundidad, la exaltación de la sensualidad y del cuerpo, la

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acumulación de saberes, comportamientos y valores de varia procedencia liberan su incontenible vigor en la atronadora y bella fanfarria que forma la innumerable familia y con la que los músicos de Cahuachi deslumhran — con alegría frenética y entrañable, con goce íntimo y colectivo — a pueblos costeños y serranos. Aunque la novela destaca los conflictos y las malogradas rebeliones que tensan la vida social de la vasta región por la que se desplazan estos músicos peregrinos, la verdad es que su vibrante júbilo ofrece la imagen poderosa, pero desplazada, de la fuerza y el saber que se encarnan en la base de la compleja pirámide de la sociedad peruana. Como Candelario Navarro, figura central de Canto de sirena (1975), los "Guzmanes" forman algo así, extremando un poco las cosas, como una élite alternativa, portadora de tradiciones culturales marginadas y al mismo tiempo productora de redes simbólicas complejas, con estrategias cognitivas, estéticas y pragmáticas suficientes para organizar significativamente una cierta experiencia del mundo que el país oficial ha decidido desapercibir o despreciar. País de Jauja también puede leerse como una celebración del mestizaje, pero es del todo evidente que el espacio en que instala su ficción y desde el cual genera sus significados tiene poco que ver con lo que acabo de reseñar. Por lo pronto, el entrecruce de los linajes étnicos queda en un segundo plano para situar en el primero los insólitos pero intensos y deslumbrantes vínculos entre la cultura andina, sobre todo sus hermosas canciones, y destacados atributos de la alta cultura occidental, desde la tragedia griega hasta la música religiosa europea, sin obviar formas disidentes como las de una suerte de anarquismo más o menos sacralizado, todo al amparo de una pequeña ciudad donde confluyen hombres y mujeres de muchas latitudes en busca de salud y cuyos habitantes nativos experimentan, entre azorados y felices, el inesperado flujo de lo propio y lo ajeno y sus enriquecedoras confluencias cuando se descubre que la vida misma, en esa remota villa, puede llenarse de sentidos trascendentes al ser interpretada con la articulación de uno y otro código cultural, que, en esta instancia, resultan igualmente legitimados por su notoria pertinencia con respecto a los requerimientos de la semantización y humanización de tal mundo. Después de todo — y se trata de un sólo ejemplo — la experiencia de las viejas damas provincianas, enclaustradas en sus recuerdos innombrables, sólo puede adquirir sentido mediante la evocación de antiquísimos rituales trágicos y el dolor frente a su muerte obliga a fundir, en la liturgia funeraria, las hermosas melodías católicas con otras andinas, ciertamente no menos hermosas. Tal vez entonces, País de Jauja, desde su parsimoniosa solemnidad provinciana, sea también un canto a esta otra opción de plenitudes: la que engarza sin conflicto vigorosas tradiciones culturales de origen diverso y — sin embargo — unimismadas en la hondura del misterio de existencias iluminadas sólo por obra de imprevisibles y pujantes diálogos transculturales. A la inversa de lo que proponen las dos novelas anteriores, cuyas amenazantes regiones de sombra he omitido, La violencia del tiempo (1991), de

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Miguel Gutiérrez, es una desgarrada y hasta condenatoria imagen del sentido último del mestizaje. Obsesivamente se insiste en la maldición que pesa sobre un linaje indio-hispano y en la abismal tragedia en la que sin remedio debe caer por culpa — cierta — de una vieja afrenta social nunca pagada, pero — y tal vez sobre todo — de una afrenta anterior, primigenia, que estaría en el origen mismo de la desdichada historia de los Villar: la violación de una mujer india, que es la figuración de la madre fundadora de la estirpe, por el conquistador o sus múltiples reencarnaciones, casi como en una evocación tardía pero ardiente de la infamia colectiva de la brutal invasión europea. Así, el ser mestizo queda encerrado dentro de los límites de una conciencia trágica que si por una parte exige la autoidentificación, y en ella algún recodo de paz para encontrarse consigo mismo, por otra — complemento inevitablemente trágico — no puede olvidar que es lo que es porque en algún momento — tal vez en el origen del origen — sucedió un hecho abominable. Confieso que me sigue turbando la lectura de uno de los hilos arguméntales de la novela: que el protagonista decida acabar con su linaje, haciendo abortar a su compañera, que parece repetir la imagen de la mujer fundadora del linaje, podría leerse como la recusación más visceral que se ha hecho a la mitología del mestizaje, como armonía entre los contrarios, en la literatura peruana de todos los tiempos. La afilada exacerbación con que se niega lo que fue — y sigue siendo — una de las grandes claves interpretativas de la índole heteróclita del país me permite abrir la reflexión hacia un tema que aunque parezca afín puede ser al contrario — al menos en ciertos puntos — sustitutorio. Aludo a la figuración narrativa de la migración y del migrante. Puede tener, como es obvio, variantes muy encontradas; sin embargo, ahora quisiera detenerme en una, la del migrante rural, casi siempre andino, que invade y se apropia de grandes espacios urbanos, de manera especial de la periferia y las zonas pauperizadas de la capital. Tal vez su magnitud sea hoy el rasgo definidor — junto con la violencia, que se le articula incisivamente — del Perú contemporáneo, pero sería un grave error restarle su vieja historia, historia tan antigua que su imagen literaria fundadora bien podría estar inscrita en "El autor camina", fragmento casi ígneo de la Nueva coránica de don Felipe Guamán Poma de Ayala, y su configuración moderna — otra vez — en los hervores de El zorro de arriba y el zorro de abajo sin contar (para no ser prolijo) con las incisiones en esta temática de varias obras de Zavaleta o ciertas de Congrains Martín y de varios escritores más recientes. En cierto sentido, para decirlo en grueso, la figura del migrante compite con la del mestizo, aunque el migrante también lo sea, porque la fábula de aquél apuesta por la integración de lo diverso en lo único, bajo un paradigma de simultaneidades que desvanecen los rasgos peculiares de sus orígenes distintos en un horizonte de síntesis radicalmente nueva, mientras que éste atraviesa, sin cancelar, tiempos y espacios diversos y preserva, nostalgioso o triunfante, los episodios de un viaje cuya culminación no insume, porque más bien pone de relieve los múltiples tránsitos que

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conducen a la construcción de una identidad tan fluyente como el curso de sus desplazamientos. La novela de Cronwell Jara, Patíbulo para un caballo (1989), es dentro de este contexto ejemplar; no sólo porque varios de los personajes de su nutrido elenco efectivamente viven entreveradas las muchas estaciones de sus desarraigos y luchan con denuedo por obtener un nuevo lugar en una sociedad que los desconoce, sino, también, porque relata desde perspectivas múltiples, que van de la evocación mítica al naturalismo, la formación de lo que en buena parte es el locus de la "gesta del migrante": la barriada y su complejísimo modo de funcionar en fugaces puntos de equilibrio, y siempre bajo el riesgo de una desvastadora violencia estatal. La épica plebeya de esta nueva Lima fundada tiene el mérito de indagar en los enredados sistemas de pertenencia, legitimidad y filiación que se preservan en algo y en algo se modifican con la experiencia sobre un nuevo territorio sin historia pero sobre el cual renacen tercamente antiguas memorias regionales y se afincan imágenes de futuro. Entre esas adhesiones y las urgencias de una modernidad pauperizada pero exigente, el universo de la barriada va encontrando paulatinamente no sólo sus estrategias de sobrevivencia sino también — casi al mismo tiempo — los modos de realización de un orden social y simbólico alternativo, sin duda precario y confuso pero, también, excepcionalmente vigoroso y creativo.

VI Dije hace un momento que sólo excepcionalmente la narrativa peruana estaba dando cuenta de la violencia que corroe y destruye al país; pensaba sobre todo en algunos cuentos de Luis Nieto Degregori o de Dante Castro y en Historia de Mayta. Obviamente los ritmos de la historia no son los de la literatura, y a veces la estremecida densidad de aquéllos exige la producción de un nuevo lenguaje, cuya fábrica puede ser lenta y difícil, pero también es posible que un asunto que interpela tan agudamente a los peruanos tenga en otros géneros — o simplemente fuera de la literatura — sus propias configuraciones simbólicas. De hecho, para mencionar un caso similar, la narrativa de la migración es harto más escueta que la copiosa producción de canciones criollas y andinas sobre el tema. Habría que añadir, claro, que los relatos orales, reconfigurados o no según los usos del "testimonio", ofrecen una impresionante masa discursiva que queda aún por estudiar. De cualquier manera, si la violencia política está escasamente tematizada, la insufrible defectividad social, la inopia y la parálisis política, la corrupción invasora y depredante, el caos inasible y desbordado, es decir, todo lo que la hace posible y todo lo que ella misma produce está minuciosamente referido, casi hasta la obsesión, en un ejercicio de ficción que no pierde sus múltiples anclajes en la realidad. Quienes la lean más tarde seguramente encontrarán señales que no vimos: sin duda anunciaban la desdicha, pero tal vez — con

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signos ilegibles — indicaban también dónde y cómo encontrar un destino de fraternal y compartida dignidad.

Bibliografía Arguedas, José María. 1990 [1969], El zorro de arriba y el zorro de abajo. Edición crítica de Eve-Marie Fell. Madrid: Archivos. Vargas Llosa, Mario. 1992 [1990]. El nacimiento del Perú. En: Hispania 75, 4, 805-811.

Novela y utopía Alonso Cueto En 1609, iba a aparecer la primera gran obra de la literatura peruana: los Comentarios Reales de los Incas. Su autor había nacido en el Cusco en 1539. Se llamaba Gómez Suárez de Figueroa y era hijo de Sebastián Garcilaso de la Vega y de Chimpu Ocllo. Su padre no hablaba el quechua y su madre no hablaba el español. El joven Suárez de Figueroa vivía con la familia de su madre pero visitaba con frecuencia la casa de su padre. Según todo indica, fue un bilingüe activo desde niño. La dualidad de los idiomas quechua-español preside su vida cultural desde muy temprano. Antes de cumplir los veinte años, el joven perdió a su padre. Con la herencia, embarcó a España, donde buscó que los servicios de su progenitor fueran reconocidos. Cuando el Real Consejo de Indias rehusó su petición, rechazado y humillado, se fue a la ciudad de Montilla. Cambió su nombre por el de Garcilaso de la Vega. Peleó en la guerra de las Alpujarras, y luego se dedicó al estudio. Cuando publicó su traducción de los Diálogos de amor de León Hebreo, escribió su nombre como "Garcilaso Inca de la Vega, de la gran ciudad de Cusco, cabeza de los reinos y provincias del Perú". Casi cuatro siglos después del nacimiento del Inca Garcilaso, en 1911, nacía en Andahuaylas otro escritor peruano. De origen andino y quechuahablante, José María Arguedas, huérfano de madre desde los 3 años, iba a aprender el castellano pronto y a viajar desde muy temprana edad por todo el país. Hay una simetría entre ambos destinos. En 1931, es decir a los veinte años, Arguedas ya había hecho un viaje a Lima. Desde ese año estudia en la Universidad de San Marcos y, según confesó después, iba a sentirse como un recién llegado o un recién bajado, es decir como un forastero provinciano en una capital por entonces todavía ajena al mundo andino, de donde él procedía. Tanto para Arguedas como para Garcilaso, la literatura es una compensación. Las palabras aparecen para recordarle al mundo las verdades y bondades de la cultura andina de donde el autor viene. En ambos casos, escribir es un acto que busca materializar en palabras un espacio y un tiempo perdidos. Del mismo modo que para el Inca Garcilaso, la utopía juega para Arguedas un papel esencial. Ambos escriben en castellano sobre un mundo de quechuahablantes, que perciben como un modelo utópico. El renacimiento en uno y el marxismo en el otro los hace partir de modelos fijos, inmóviles, ideales. En Arguedas, la filiación utópica al mundo quechua es el punto de partida de la visión de la realidad peruana. A lo largo de Los ríos profundos y de Todas las sangres, la presentación de la superioridad moral de los andinos y la visión panteísta de la naturaleza de los Andes, son ejemplos del peso que tiene la utopía. Esa utopía iba a problematizarse en El zorro de arriba y el zorro de abajo, en el que, como ha afirmado Roland Forgues, el sueño de la integración

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cede a la comprobación de la tragedia: el encuentro de culturas en Chimbóte no se resuelve en una sociedad y una cultura integradas. Forgues se ha referido a este proceso en Arguedas como un tránsito del "pensamiento dialéctico al pensamiento trágico". La literatura latinoamericana ha estado signada por el tema de la utopía. A la versión utópica del Inca Garcilaso y de Arguedas, puede sumarse la utopía risueña, idílica, amable con la que Ricardo Palma, en el siglo XIX, dotó a la colonia. Ese impulso a la utopía, en el caso de Palma, fue contrarrestado en su tiempo con el énfasis que Manuel González Prada puso en la realidad circundante. Utopía, evasión, aspiración al ideal. La promesa histórica del marxismo creó también una literatura utópica. El marxismo, una filosofía utopista, se emparentaba en ese sentido con las utopías renacentistas de More y Campanella para las cuales la humanidad finalmente podría llegar a un mundo perfecto en el que la historia se congelara. Esa sociedad final para los marxistas, suponía la negación del tiempo, el abrazo inmóvil de todos los hombres en el estado final, definitivo de la historia, como ocurre en algunos episodios de los muralistas mexicanos. El indigenismo también crea una literatura utópica. Julia Codesido y José Sabogal crean en el campo de la pintura una versión utópica de la realidad. Ciro Alegría primero y José María Arguedas después prolongan esta versión utópica, enriqueciéndola y matizándola con personajes vivos y reales, que se convierten, sin embargo, en paradigmas, en arquetipos. Otras obras de la literatura latinoamericana pueden ser consideradas ejemplos de literaturas utópicas. La América Latina, tierra fundada por un viaje, ha producido novelas de viajeros en busca de utopías y paraísos perdidos. Las décadas de los años cincuenta y sesenta muestran ejemplos de novelas de la utopía. Me refiero concretamente a Los pasos perdidos de Alejo Carpentier, Pedro Páramo de Juan Rulfo, Rayuela de Julio Cortázar, y Cien años de soledad de Gabriel García Márquez. En la novela de Carpentier, el protagonista renuncia a la "civilización" y llega a la selva venezolana en busca de una pureza original, que encuentra simbolizada en el personaje de Rosario. Tanto la conducta de la tribu que encuentra allí como las descripciones de la naturaleza y de Rosario coinciden en un rasgo, el de la inocencia. En esta novela, sin embargo, el protagonista comprende hacia el final que no puede vivir sin la cultura y la letra escrita, y decide volver a la ciudad. En Pedro Páramo, el personaje principal — narrador — viene a Cómala en busca de su padre, Pedro: la primera piedra, el gran patriarca. El padre en esta novela supone el origen, la explicación, el comienzo. La búsqueda del personaje de Rulfo es la de su propia identidad. Esta búsqueda también se diluye finalmente en un coro de voces de los muertos. En Rayuela, Horacio Oliveira viaja a París buscando una forma del paraíso: la disolución de las reglas, la expresión de la otredad. Cien años de soledad, por su parte, es la historia de la fundación de un pueblo por una familia, la historia de generaciones de hombres que pelean en guerras civiles, las pierden todas y

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siguen luchando. El sesgo utópico de Cien años de soledad está remarcado por los nombres del personaje que fundan Macondo: José Arcadio Buendía. Hacia el final, sin embargo, la búsqueda de la utopía se ve frustrada por la convicción a la que llega Melquíades, la de una soledad colectiva. En todas estas novelas, el viaje de sus protagonistas es un intento por recuperar una arcadia, una utopía perdida. Todas están fundadas en búsquedas de un absoluto que identifican con una zona geográfica: la selva venezolana, París, Cómala, Macondo, el Cusco de Los ríos profundos. Sin embargo, todas terminaron por hacerse la misma pregunta: la utopía, la salvación, el fin, ¿es acaso posible? Sin embargo, este panorama iba a cambiar. En el Perú, con la aparición de algunos novelistas urbanos, esta literatura utópica llega a su fin. En los años cincuenta, dos autores, Julio Ramón Ribeyro y Enrique Congrains Martín, escriben libros con protagonistas que dejan de buscar paraísos, que no están seguros de la existencia de una arcadia. Son personajes que terminan por convencerse de que la utopía no es posible, que no tienen sentido la búsqueda ni, por lo tanto, la salvación. Este proceso llena en los años sesenta a novelas que describen una realidad donde no tiene lugar la utopía. Es el caso de La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa. La superposición dramática es esencial a La ciudad y los perros, cuyo escenario — el Colegio Militar Leoncio Prado — reproduce a un nivel microcósmico la sociedad peruana y, con ello, sus conflictos de clases sociales y razas. Aunque Vargas Llosa comparte el tema del conflicto cultural con Arguedas, su universo sin embargo no está signado por la utopía. Para los cadetes del Colegio Militar Leoncio Prado, el mundo no está dividido en relación a un modelo utópico. Vargas Llosa, a diferencia de Arguedas, no está influido por una visión ideal de ninguna cultura particular. La ciudad en la novela de Vargas Llosa es el punto de encuentro y de disolución de los mundos culturales, su pulverización. Es el espacio de Dionisio y no de Apolo. La indentidad individual busca su propia realización a espaldas del sistema social e institucional, con reglas y códigos particulares. La búsqueda de la identidad entre dos mundos que había iniciado Garcilaso de la Vega y que en cierto modo había repetido Arguedas, no tiene ya sentido para Vargas Llosa. Sus personajes no se plantean la vida como un espacio en el cual preservar su identidad cultural. Buscan sobrevivir con sus anhelos privados. La ciudad, el punto de encuentro de los habitantes de todo el Perú, es en La ciudad y los perros el fin de esa aspiración de integración que utopías clásicas como la renacentista de Garcilaso o la marxista de Arguedas formularon. La pregunta que se hace Santiago en Conversación en la Catedral — ¿en qué momento se había jodido el Perú? — es la negación de la tradición utópica. Supone un mundo cultural esencialmente contaminado, incapacitado, "jodido", sin esperanza. Escritores como Ribeyro y Bryce pertenecen a esta corriente

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aunque en el caso del segundo la importancia del amor y el humor dinamizan a sus personajes desencantados. Las novelas de Vargas Llosa marcan el fin de la tradición de la literatura utópica en el Perú. Sin embargo, tanto sus novelas como las de Arguedas (y las de Alegría, Bryce y Ribeyro) dramatizan conflictos esenciales de la sociedad peruana. En este sentido, todos estos escritores reflejan lo que el Inca Garcilaso llamó "la escena primordial de nuestra nación".

Ficción y crisis: una mirada a la narrativa peruana contemporánea Guillermo Niño de Guzmán El Perú es un país que se halla en crisis. Sin embargo, ¿podría afirmarse que la literatura peruana logra o pretende reflejar esta situación de crisis? ¿Cuáles son las búsquedas, preocupaciones e intereses de los narradores peruanos de los últimos años? Estos son algunos de los interrogantes que intentaré despejar con el presente trabajo. Antes de abordar la realidad de nuestro tiempo me gustaría echar un vistazo rápido al pasado. Como bien dice Miguel Gutiérrez en su prólogo a Tierra de Caléndula de Gregorio Martínez, "el surgimiento y desarrollo de una forma artística no se debe a razones estéticas o puramente inmanentes, sino a complejas razones histórico-sociales" (Gutiérrez 1975, 11). A continuación voy a citar un fragmento de una novela que alude a la problemática nacional: Estaba escribiendo una novela situada en la época del general Manuel Apolinario Odría (1948-1956), y en mi mes de vacaciones limeñas iba, un par de mañanas cada semana, a la hemeroteca de la Biblioteca Nacional, a hojear las revistas y periódicos de esos años, e incluso, con algo de masoquismo, a leer algunos de los discursos que los asesores (todos abogados, a juzgar por la retórica forense) le hacían decir al dictador. Al salir de la Biblioteca Nacional, a eso del mediodía, bajaba a pie por la avenida Abancay, que comenzaba a convertirse en un enorme mercado de vendedores ambulantes. En sus veredas, una apretada muchedumbre de hombres y mujeres, muchos de ellos con ponchos y polleras serranas, vendían, sobre mantas extendidas en el suelo, sobre periódicos o en quioscos improvisados con cajas, latas y toldos, todas las baratijas imaginables, desde alfileres y horquillas hasta vestidos y temos, y, por supuesto, toda clase de comidas preparadas en el sitio, en pequeños braseros. Era uno de los lugares de Lima que más había cambiado, esa avenida Abancay, ahora atestada y andina, en la que no era raro, entre el fortísimo olor a fritura y condimentos, oir hablar quechua. No se parecía nada a la ancha, severa avenida de oficinistas y alguno que otro mendigo por la que, diez años atrás, cuando era cachimbo universitario, solía caminar en dirección a la misma Biblioteca Nacional. Allí, en esas cuadras, se podía ver, tocar, concentrado, el problema de las migraciones campesinas hacia la capital, que en ese decenio duplicaron la población de Lima e hicieron brotar, sobre los cerros, los arenales, los mulada-

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res, ese cerco de barriadas donde venían a parar los millares y millares de seres que, por la sequía, las duras condiciones de trabajo, la falta de perspectivas, el hambre, abandonaban las provincias (Vargas Llosa 1977, 432s.). Tanto Mario Vargas Llosa como otros escritores peruanos coinciden en situar la crisis en la desmedida expansión urbana motivada por las migraciones campesinas a la costa en busca de mejores oportunidades. Asimismo, abordan en sus obras el problema social originado por la confrontación de clases y estratos, la opresión y marginación, así como la invasión de la capital por parte de un sector del pueblo peruano que, abandonado a su suerte, no tuvo más remedio que emigrar para ingresar en un infierno aún peor, el de la selva de asfalto de la gran urbe. El fragmento seleccionado se refiere a la década de los cincuenta y principios de los sesenta, período en el que narradores como Julio Ramón Ribeyro, C. E. Zavaleta, Enrique Congrains Martín y Sebastián Salazar Bondy abrieron el camino para una vertiente neorrealista que daba cuenta en la ficción de lo que acontecía a diario en el ámbito de la ciudad. Desde luego, algunos de ellos también incursionaron en el ámbito rural, sobre todo Zavaleta y Eleodoro Vargas Vicuña, pero la complejidad inherente al medio capitalino hacía de Lima una suerte de microcosmos capaz de concentrar el macrocosmos del país entero. En esa perspectiva, me siento tentado a decir que, en circunstancias en que la crisis peruana germina, la narrativa de la época parece estar más atenta o dispuesta a reflejar directamente sus aspectos y complicaciones. De allí la gran importancia que tienen los miembros de la Generación del '50, no sólo como fundadores de las bases de una narrativa moderna sino como observadores acuciosos de una realidad crítica como la del Perú de entonces. Pero, ¿qué ocurre ahora, en la narrativa de los últimos años? Evidentemente, la crisis que afecta a la sociedad peruana se ha agudizado en extremo y, si bien, a mi juicio, la raíz fundamental es la discriminación racial y la falta de identidad en un país que en el fondo es la suma de varias naciones, cada una con su lengua, identidad propia, cultura y sistema de valores, existen otros aspectos políticos y económicos que un sociólogo sabría explicar mejor. En fin, nadie ignora que la violencia se ha apoderado de la sociedad peruana y que desde comienzos de la década de los ochenta un movimiento subversivo como Sendero Luminoso se enfrentó al estado en una cruenta guerra que ha cobrado unas veinticinco mil víctimas. Asimismo, la crisis propiamente económica, secuela de la dictadura militar del general Velasco y acrecentada durante los gobiernos de Belaúnde Terry y García Pérez, ha suscitado un enorme desempleo y agravado la pobreza en la que se debate la gran mayoría de peruanos. Y si a ello le sumamos la corrupción gubernamental, el auge del narcotráfico y el incremento de la delincuencia nos encontraremos con un país

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que afronta la crisis más profunda y dramática de su historia desde la guerra con Chile en el siglo pasado. Pues bien, ¿cuáles son las opciones creativas de los escritores peruanos en medio del caos? Una opción es la de recrear lo que ocurre a su alrededor, plasmar ese retrato de la sociedad en crisis así como en otros tiempos lo hicieron los autores de los años 50 y 60. La otra posibilidad es la de incidir en la problemática individual, en la del individuo que hurga en los recovecos de su conciencia. Y una tercera sería la opción libresca, que implica tomar a la literatura como referente para crear a partir de ella. Asimismo, podría hablarse de una tendencia experimental. Enseguida me referiré a algunas novelas publicadas en los últimos años y trataré de establecer en qué medida responden a las opciones mencionadas. Obviamente, no puedo cubrir todas las publicaciones que se han realizado en el período que transcurre a partir del año 1980 y hasta el día de hoy. Me limitaré a abordar algunas novelas que me han interesado particularmente, lo cual no significa que no existan otras obras relevantes que, por una u otra razón, no he llegado a conocer. Debo aclarar también que he puesto énfasis en la novela, aun cuando reconozco que el Perú es esencialmente un país de cuentistas. Después de los primeros libros de los miembros de la Generación del '50, en la década de los sesenta surgieron varios cultores destacados del género breve como Antonio Gálvez Ronceros, Edgardo Rivera Martínez, Alfredo Bryce Echenique y otros autores como Gregorio Martínez y Miguel Gutiérrez que se agruparon en torno a la revista Narración. Luego vendría otra pléyada de narradores en los años setenta, entre estos Harry Belevan, quien dio un impulso a lo fantástico, una vertiente poco transitada en el Perú. Por otra parte, en el segundo lustro de la década de los ochenta, empiezan a divulgar sus primeros cuentos jóvenes narradores como Alonso Cueto, Siu Kam Wen y Cronwell Jara, quienes pertenecen a una generación signada, en mi opinión, por una sensación de desencanto y de profundo escepticismo. Este sentimiento de desilusión prevaleció, sobre todo, en aquellos cuya adolescencia y juventud tuvo como marco el espíritu de libertad y renovación de valores que primó en los sesenta. Una época de conmoción social en la que los jóvenes tuvieron un rol preponderante en la escena mundial. En cuanto al Perú, la coyuntura histórico-social se caracteriza por la irrupción, en el año 1968, del general Velasco Alvarado y la denominada Revolución Peruana que arremetió contra el poder oligárquico e hizo un esfuerzo por crear una conciencia popular. Pese a ello, las reformas no fueron suficientes para aquella gran transformación social que se deseaba y paulatinamente la esperanza y el entusiasmo se fueron trastocando en decepción al comprobar que la Revolución Peruana sólo era un rótulo muy feliz, demasiado fabuloso como para lograr escamotear

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lo que en verdad era: una dictadura militar, con todo el autoritarismo, censura y restricciones de libertad que ésta implica. Y, por cierto, a la crisis política es preciso añadir la debacle económica a la que me he referido antes, lo cual originó una auténtica depresión no sólo económica sino moral, una sensación insobornable de miseria y desesperanza que llevó a nuestro país a sumergirse en un pozo sin fondo. Retomando el tema de esta ponencia, señalaré que no pretendo desdeñar la riqueza del cuento hoy en día en el Perú. Ocurre simplemente que noto, en los últimos años, un creciente interés por la novela. Este es un hecho importante en un medio como el peruano en donde el mercado editorial se ha reducido considerablemente y en el cual los lectores de las novelas solían preferir obras de autores extranjeros. De cualquier manera, los narradores peruanos han aprendido a crear en medio del caos y, curiosamente, se han empeñado en llevar a cabo proyectos novelísticos pese a los pocos alicientes de un mercado estrecho y los escasos editores dispuestos a invertir y arriesgarse con obras de mayor aliento (lo cual resulta comprensible en un país en donde los costos de impresión e impuestos convierten al libro en un artículo de lujo). Como anoté anteriormente, una de las opciones es la tentación libresca. En esa línea, tenemos una vertiente que podríamos definir como policial. Una de las novelas rescatables de los últimos años es Secretos inútiles (1991) de Mirko Lauer. Quizá resultaría un tanto fácil encasillarla dentro del género policial. El estilo que Lauer despliega revela a un buen lector de las llamadas novelas de non-fiction, una vertiente en la que escritores norteamericanos como Truman Capote y Norman Mailer han obtenido sendos logros. No obstante, cabe hacer aquí una precisión: a diferencia de aquella vertiente y pese a que Lauer apela al recurso de introducirse como personaje en el relato, los hechos contados son ficticios. En todo caso, la forma empleada para narrar — diálogos precedidos por los nombres de los interlocutores como si fueran parlamentos teatrales aunque sin acotaciones del narrador — es similar al recurso técnico usado por Capote en su notable libro Música para camaleones. Con unas pocas pinceladas, se traza una imagen de la época del presidente Leguía, la vida en las haciendas de la costa peruana, la confrontación entre los personajes ingleses y los coolies, los fumadores de opio de la Lima de entre guerras, el corrosivo poder de la maledicencia de sus habitantes, el esplendor y deterioro de un puerto como Cerro Azul. Se consigue así dar cuenta del espíritu de decadencia social que, en lo individual, tiene su epígono en el transvestismo del protagonista. Otro novelista, Fernando Ampuero, ha incursionado en la novela negra. La marea del centro de Lima, ese infierno urbano en donde se refleja la situación del país, se impone en su novela Caramelo verde (1992). Ambientada en la era de Alán García, con su crisis inflacionaria que origina que centenares de desocupados se lancen a las calles como cambistas de dólares, esta obra narrativa tiene la virtud de dar una imagen muy vivida de la descomposición sociopolítica sin recargar las tintas. Se vale de una historia de amor para desvelar

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una intriga criminal cuyas implicaciones son un espejo de lo que acontece en el país en general. Una realidad en la que la gente ha ido perdiendo su capacidad de asombro ante la violencia cotidiana y que en su afán de sobrevivencia ya no tiene reparo alguno en asestar golpes bajos al menor descuido del vecino. Acertado el retrato del centro de la ciudad que traza Ampuero, el mundo de la informalidad con su pulular incesante de ambulantes, huelguistas, policías, vagos, ladrones, mendigos, locos y prostitutas, seres marginales que deambulan en medio de un olor a orines, basura y fritangas. Las peripecias de su protagonista — un loser acosado por los fantasmas de una infancia desgraciada y con una situación económica precaria que se ve obligado a trabajar como cambista en la calle Ocoña — están narradas con una prosa que se caracteriza por su economía expresiva y por imprimir un ritmo que no da tregua. Además de la preocupación por retratar la época, se advierte una marcada inclinación por sacar adelante una novela por una senda tan poco recorrida en el Perú como es la del policial. Y si bien es una obra de tono menor, es preciso reconocer que intenta transmutar la realidad urbana — esa Lima caótica de hoy — en ficción. Por otro lado, con su novela Deseo de noche (1993), Alonso Cueto también incurre en el género policial, no en el negro pero sí en el clásico (o, en todo caso, dentro del cauce de la novela de misterio y suspense). La historia permite vislumbrar un sector de la ciudad como Miraflores, aunque a diferencia de Ampuero, es evidente que Cueto no pretende ahondar en la problemática social de la urbe. La novela está planteada, más bien, como un thriller, con constantes referencias cinematográficas. Resulta interesante por el conflicto dramático que plantean sus personajes, el tratamiento psicológico del narrador que ausculta en sus oscuras motivaciones, sin perder de vista al lector, el cual se atrapa como si estuviera contemplando una película de suspenso. Sin duda, en Lauer, Ampuero y Cueto persiste cierta vocación libresca y fílmica, un deseo por incorporar la novela de misterio e intriga policial a la narrativa peruana. Probablemente, tanto las novelas de Cueto como las de Lauer ofrecen una imagen indirecta o soterrada de la situación del Perú actual, pero la obra de Ampuero es la única que pretende, deliberadamente, poner a un país en crisis al descubierto. Otra tendencia, la experimental, tiene a Mario Bellatín como un firme baluarte. Este joven narrador se ha esforzado en consolidar una voz personal, sin mayor vinculación con la corriente dominante en la novela peruana. Tanto Efecto invernadero (1992) como Canon perpetuo (1993) nos descubren a un escritor empeñado en buscar una salida menos convencional para contar una historia y que está más preocupado por incidir en la problemática del individuo que por reflejar la crisis social. Su prosa, de la que están excluidos los diálogos, revela a un cuidadoso artesano que prefiere instaurar una determinada atmósfera y que no hace la menor concesión al lector. No es posible dejar de lado a los escritores que cultivan el tema rural. En ese sentido, País de Jauja (1993) de Edgardo Rivera Martínez es una obra de corte intimista y evocativo que muestra una profunda sensibilidad. En mi

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opinión, Rivera Martínez ha logrado una novela lírica, con un aliento poético que impregna una serie de situaciones realistas. Más allá del registro de los actos cotidianos y banales que rigen la vida de los personajes, se nota un énfasis por rastrear el ser interior, un afán introspectivo que le imprime un aura proustiana, un deseo de recuperación de un período ideal. Otro caso destacado es el de la última novela de Jorge Díaz Herrera, ¿Por qué morimos tanto? (1992), cuya historia ubicada en un medio rural desafía todo lo que se ha hecho en esa vertiente en el Perú. Aparentemente realista, también tiene vinculaciones con el realismo mágico. Su estructura poco convencional y el mundo intemporal que recrea, hacen de esta obra un producto atípico que escapa de toda clasificación. Se puede notar tanto la imprenta de Faulkner y Rulfo, sin que ello implique perder una identidad, un estilo peculiar, claramente diferenciable del que caracteriza a otros narradores peruanos. La violencia del tiempo (1991) de Miguel Gutiérrez es una novela muy ambiciosa. En sus tres tomos se entrecruzan diversas historias relacionadas con los Villar, un linaje mestizo que nos remite a los tiempos de la conquista y cuyas peripecias discurren a través de varias generaciones. Sin duda, es una obra única en circunstancias en las que la novela total ha dejado de ser una meta para los escritores latinoamericanos. Es posible que no refleje de manera directa la situación actual del Perú, pero el examen del pasado permite hacerse una idea de la marea trágica que ha ido arrinconando al pueblo peruano a lo largo de su historia. Gutiérrez es un escritor con bríos inusitados, que vuelve a la carga después de más de tres lustros de silencio. Su devoción a la literatura es similar a la entrega política que durante muchos años guió a un militante que prefirió, finalmente, entregarse de nuevo a la utopía de la ficción. Su más reciente novela, Babel, el paraíso (1993), revela la amplitud de su registro así como la apertura de sus intereses. En los últimos años han aparecido dos novelas que atacan frontalmente el problema de la urbe. Abelardo Sánchez León se propone hacer una radiografía de la sociedad peruana en Por la puerta falsa (1991). Tal como ocurre con su poesía — Sánchez León es uno de los mejores representantes de la generación del '70 —, su sequedad y dureza revelan una conciencia lúcida y terrible que pelea por darle vuelta a la realidad y mostrarnos sus forros. En ese sentido, su novela encierra una mirada aguda y penetrante, contaminada de amargura, pero que se arriesga a explicar el deterioro de nuestra sociedad. No sólo rastrea las raíces de la conmoción, sino que quiere hacernos comprender por qué se fue hundiendo un país cuya estructura social ya estaba resquebrajada y que terminó sucumbiendo bajo el imperio del terror y la miseria. No obstante, debo señalar que la mirada del sociólogo prevalece demasiado sobre la del fabulador. La visión del autor es muy lúcida y racional, lo cual tiende a socavar el efecto emocional del relato novelesco. La otra novela urbana es Al final de la calle (1993) de Oscar Malea, la cual se ampara en dos ejes narrativos. El primero es el mundo de la "collera", aunque diferente al que pintaron en su momento escritores como Oswaldo

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Reynoso; el segundo está conformado por las andanzas de un joven marginal, marcado por la alienación y la droga. Su enfoque es muy claro y atractivo, ya que cumple con el doble cometido de indagar en la compleja realidad de hoy, así como en el drama existencial del individuo. Suerte de novela-cuento, hubiera sido más efectiva si el autor hubiera puesto un poco más de espontaneidad y frescura en su discurso narrativo, siempre muy controlado. De cualquier forma, en tanto ficción encierra una mirada abierta y certera a una ciudad en crisis como Lima. Aparte de Ribeyro y Bryce Echenique, quienes han preferido en los últimos tiempos dedicarse a una literatura de tipo intimista (diarios, memorias), Vargas Llosa se aproximó a la problemática nacional en los ochenta con su novela Historia de May ta (1984). Allí anticipaba a un país sumido en el caos, azotado por una guerra civil y sometido a una intervención extranjera. Ahora acaba de publicar una nueva novela, en donde la violencia que asóla al pueblo peruano es uno de los sustentos de la ficción. Sin embargo, me parece que Lituma en los Andes (1993), como se titula esta obra, no llega a satisfacer las expectativas de ver recreada en el ámbito narrativo la situación de barbarie del Perú contemporáneo. Ante todo, su visión del mundo andino no resulta muy convincente, lo cual le resta verosimilitud a una intriga esencialmente policial. Desde luego, aun cuando Mario Vargas Llosa es nuestro mayor novelista y posee un gran conocimiento del métier, tengo la impresión de que todavía no ha absuelto esa pregunta fundamental que se planteara hace un cuarto de siglo en Conversación en La Catedral (1969): "¿En qué momento se había jodido el Perú?" Pero, ¿alguien tiene la respuesta hoy en día? No lo creo. Mi conclusión es que un escritor no tiene que dar las respuestas. Esa tarea corresponde más bien a los historiadores y sociólogos. La ficción no va a resolver nada. Quizá, a lo mejor, tan sólo contribuya, en un plano exclusivamente individual, a que cada lector tenga una mayor comprensión como ser humano de su razón de ser y estar. La ficción puede ayudar a modelar la sensibilidad personal transmitiendo diversas emociones suscitadas por hechos de la realidad. Pero su poder es limitado. Y lo asombroso, en el caso del Perú, es que los escritores no se rinden. Para ellos, continuar con el ejercicio de la ficción, es una forma de resistencia. Una manera de decir que todavía estamos vivos: nos puede atenazar la violencia, la miseria, la corrupción, pero no nos pueden anular la imaginación. Quizá ésta sea la única respuesta válida que un escritor es capaz de dar ante el desafío de la crisis, tal como sucede actualmente en el Perú.

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Bibliografía Ampuero, Fernando. 1992. Caramelo verde. Lima: Jaime Campodónico/Editor. Bellatín, Mario. 1992. Efecto invernadero. Lima: Jaime Campodónico/Editor. —. 1993. Canon perpetuo. Lima: Jaime Campodónico/Editor. Cueto, Alonso. 1993. Deseo de noche. Lima: Editorial Apoyo. Díaz Herrera, Jorge. 1992. ¿Por qué morimos tanto? Lima: Salgado Editores. Gutiérrez, Miguel. 1975. Prólogo. En: Gregorio Martínez. Tierra de caléndula. Lima: Editorial Milla Batres, 11-24. —. 1991. La violencia del tiempo. Lima: Editorial Milla Batres, 3 tomos. —. 1993. Babel, el paraíso. Lima: Editorial Colmillo Blanco. Lauer, Mirko. 1991. Secretos inútiles. Lima: Hueso Húmero Ediciones. Malea, Oscar. 1993. Al final de la calle. Lima: Ediciones El Santo Oficio. Rivera Martínez, Edgardo. 1993. País de Jauja. Lima: La Voz Ediciones. Sánchez León, Abelardo. 1991. Por la puerta falsa. Lima: Ediciones Noviembre Trece. Vargas Llosa, Mario. 1969. Conversación en La Catedral. Barcelona: Seix Barral. —. 1977. La tía Julia y el escribidor. Barcelona: Seix Barral. —. 1984. Historia de Mayta. Barcelona: Seix Barral. —. 1993. Lituma en los Andes. Barcelona: Seix Barral.

Sobre el Grupo Narración Miguel Gutiérrez Correa A la memoria de Vilma Aguilar Fajardo

I Pequeña crónica La iniciativa de editar una revista dedicada de manera exclusiva a la narrativa y al debate ideológico correspondió al narrador Oswaldo Reynoso y tuvo como centro de reunión el bar Palermo, bar un tanto legendario por haber sido por los años 50 el principal lugar de confluencia de los integrantes de la denominada Generación del 50. Reynoso nos hizo la propuesta a Eleodoro Vargas Vicuña, el mayor de todos nosotros, a Antonio Gálvez Ronceros, coetáneo de Reynoso, y a mí, el más joven de este núcleo inicial. La convocatoria contó con nuestra aceptación inmediata. La revista se llamaría Agua en homenaje al primer libro de relatos de José María Arguedas e implicaba ya una voluntad de inserción en una tradición literaria que hacía del mundo popular peruano el objeto de su labor creativa. Por diversas razones, esta propuesta inicial (el propio Arguedas intentó persuadirnos de la inconveniencia de que el nombre de la revista aludiera a la obra de un narrador que se hallaba en plena producción) no prosperó, pero la idea estaba sembrada y dos años después, en 1965, se reactualizó el proyecto. Del núcleo inicial faltaba Gálvez Ronceros; en cambio se había incorporado Vilma Aguilar Fajardo, que desde entonces habría de desempeñar un rol importante por su sorprendente capacidad de trabajo y persistencia. Después de no pocas deliberaciones decidimos llamar Narración a la revista, nombre si se quiere neutro y opaco pero que definía con precisión los alcances y límites de nuestra actividad creativa.

II Los contextos En los primeros años de la década de los 60 la suerte y destino de la Revolución Cubana y las guerras de liberación contra el colonialismo en diversas partes del mundo habían puesto en primer plano en los círculos intelectuales de Europa occidental y América Latina el tema del compromiso del escritor, del cual se venía ocupando Jean-Paul Sartre desde la inmediata segunda postguerra. Acontecimientos como la polémica y ruptura del PCUS (Partido Comunista de la Unión Soviética) y el PCCh (Partido Comunista Chino), la escisión del movimiento comunista internacional, el inicio de la Revolución Cultural en la China Popular y la divulgación de las obras de Mao Tsetung determinaron que el mencionado debate adquiriese hondas resonancias políticas. Dentro o ligados a la polémica sobre el compromiso social (que en las posiciones más radicales demandaba la renuncia a la condición de artista o intelectual para convertirse en guerrillero y cuyo paradigma lo constituyó el

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Che Guevara) se discutían otros temas como la relación entre existencialismo y marxismo, marxismo y humanismo, la vigencia del realismo y el problema de la modernidad literaria considerada por filósofos como Lukács como manifestación de la decadencia de la burguesía en la etapa del imperialismo. Pese a las discrepancias y contradicciones existentes había un elemento de unión: la aceptación misma del llamado compromiso social del escritor. Así, por ejemplo, los nuevos novelistas latinoamericanos (Fuentes, Vargas Llosa, García Márquez, Donoso), fervientes defensores de la novela como estructura verbal autónoma, participaban activamente en las discusiones políticas y sociales y fueron ardorosos defensores de la Revolución Cubana hasta el gran cisma a raíz de los sucesos de Praga y el llamado "caso Padilla". Era, pues, la hora del compromiso social de los escritores latinoamericanos y el Perú, país de formación histórica compleja y con graves problemas por resolver, no podía ser la excepción. Poderosos movimientos sociales en las ciudades y zonas rurales y la experiencia guerrillera en 1965-66 por obra del MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria) y el ELN (Ejército de Liberación Nacional) prepararon las condiciones para el establecimiento del Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas, pues de esta manera se autodenominó. Dentro de este contexto ningún escritor de alguna significación, aunque su credo estético estuviera por encima de la Historia y desdeñara las contingencias políticas, dejaba de manifestar su adhesión por Cuba, el cambio social y el progreso. Sin embargo, desde los años 40 y en especial en los 50, los escritores y artistas desplegaban su actividad creativa de manera individual y las revistas que se editaban tenían por objeto exclusivo la divulgación de sus textos, como ocurrió con la Generación del 50 que careció de un órgano de expresión propio en el que se expusiese un plan o proyecto colectivo aunque solo fuera de carácter popular. En cambio la revista Narración, que luego se transformaría en el medio de divulgación de un grupo de narradores, retomaba una tradición que estuvo en boga desde los años de la primera guerra mundial hasta 1930, en que existieron el Grupo Resurgimiento del Cusco, el Boletín Titicaca de Puno, Colonida de Lima, el Grupo Norte de Trujillo, el Grupo Aquelarre de Arequipa, grupos que fueron abriendo el camino para ese proyecto mayor de cultura democrática del Perú que fue Amauta. Y como todos estos grupos y revistas, Narración surgió como oposición y alternativa a la cultura oficial vigente, pero a tenor de los tiempos que se vivían con un lenguaje más beligerante y con una perspectiva de clase más acentuada. Un proyecto similar o equivalente en el campo de la poesía sería, por ejemplo, el Grupo Hora Zero, de gran influencia en la década de los 70.

III Composición social. Integrantes Todos los integrantes, colaboradores y amigos cercanos del Grupo Narración (en adelante GN) tenían en común estas dos características: socialmente pertene-

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cían a las capas medias y bajas de la pequeña burguesía y procedían en su gran mayoría de las provincias de la sierra y costa del Perú. A tres de sus miembros (que estuvieron ligados a Narración en su primera etapa), José Watanabe, Augusto Higa y Félix Toshihiko Arakaki por su condición de niseis (esto es, hijos de japoneses nacidos en el Perú) les era familiar el sentimiento de marginalidad y obraba en ellos un recuerdo traumático: el saqueo del que fue víctima la colonia japonesa en los primeros años de la segunda guerra mundial por parte del populacho instigado desde las altas esferas del poder y los medios de comunicación a su servicio. Sólo dos de sus integrantes, Carlos Gallardo (colaborador cercano en el primer número) y Roberto Reyes (de destacada participación en la última etapa del grupo) eran limeños de nacimiento o, para emplear cierta jerga, eran criollos, aunque una de las ramas de la familia de Roberto Reyes fuera de procedencia andina. En un país como el Perú, nacido de una conquista, con abismales diferencias sociales y desmesurado en sus prejuicios, saber el origen social de sus escritores no es irrelevante pues determina el grado y sentido de su resentimiento, porque el resentimiento, creo yo, es parte del ser del hombre peruano, sea cual sea la clase social a la que pertenezca, aunque habrá que agregar que el resentimiento de las capas señoriales lleva grabado el desprecio de carácter racista. A diferencia de lo que suele ocurrir con los grupos culturales — y este es otro factor de la mayor importancia — nuestro grupo desde su fundación no tuvo un carácter generacional. Junto a escritores que pertenecían a la Generación del 50 y con obra publicada, como Reynoso y Gálvez Ronceros, se hallaban jóvenes narradores que empezaron su actividad creativa a mediados de los 60 y otros más jóvenes aún que publicaron sus primeros textos en la década de los 70. A excepción de Félix Toshihiko que era autodidacta, los restantes miembros tenían formación universitaria y la gran mayoría había estudiado en las facultades de educación de universidades y provincias. Así, por ejemplo, Eleodoro Vargas Vicuña y Gregorio Martínez se desempeñaron como maestros primarios en escuelas fiscales y Gálvez Ronceros hizo buena parte de su carrera docente como profesor de nivel secundario en una gran unidad escolar. Yo mismo, a comienzos de los 60, fui profesor de segunda enseñanza en un colegio comunal de una pequeña comunidad del valle del Mantaro perteneciente a la provincia de Jauja. Una mención aparte merece la participación de las mujeres en el grupo. No sé si los otros miembros de Narración suscribirían la autocrítica que voy a formular, pero me parece justo hacerla. Para decirlo en forma algo brutal: las mujeres, por lo menos al comienzo, fueron consideradas como integrantes de segunda categoría, indispensables e incluso excelentes como fuerzas de apoyo y trabajo. De modo que estas compañeras debieron conquistar su propio espacio mediante su participación activa no sólo en las tareas más pesadas y tediosas sino en las reuniones de trabajo donde se discutían cuestiones de principios, se decidía acerca del material que se publicaría en cada número de la revista o se planificaban las labores de divulgación, especialmente ante organizaciones

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obreras y campesinas. Y ahora, al escribir estas líneas, me pregunto si el GN hubiera verdaderamente existido sin el trabajo tenaz de las compañeras, entre las que destacaba la figura ejemplar de Vilma Aguilar. Terminaré este apartado mencionando a los integrantes y colaboradores del GN en sus dos etapas. Primera etapa: Oswaldo Reynoso, Eleodoro Vargas Vicuña, Juan Morillo, Miguel Gutiérrez, Vilma Aguilar, Andrés Maldonado, Carlos Gallardo, José Watanabe, Eduardo González Viaña y Javier Montori. Segunda etapa: Gregorio Martínez, Augusto Higa, Andrés Maldonado, Antonio Gálvez Ronceros, Oswaldo Reynoso, Vilma Aguilar, Félix Toshihiko, Nilo Espinoza, Ricardo Ráez, Hildebrando Pérez Huaranqa, Georgina Cabrera, Ana María Mur, Roberto Reyes Tarazona, Julio Carmona, Miguel Gutiérrez y Rosa Carbonel. Es preciso aclarar que en el proceso de preparación del tercer número se apartaron de forma voluntaria o por haber adquirido otros compromisos: Antonio Gálvez Ronceros, Andrés Maldonado, Nilo Espinoza y Juan Morillo. Este cuadro de integrantes y colaboradores resultaría incompleto si no se aludiera a los amigos de Lima y provincias que sin pertenecer al grupo hacían suyos buena parte de sus principios, como, por ejemplo, el narrador Luis Urteaga Cabrera y el poeta Julio Nelson.

IV Las dos etapas Como se ha señalado en un apartado anterior, el GN se gestó sobre un complejo trasfondo de sucesos sociales, políticos, ideológicos, culturales y literarios. Sin embargo, fueron dos acontecimientos relativos a la historia del Perú contemporáneo los que plantearon la necesidad urgente de pasar de una amistad más o menos bohemia a la conformación de un grupo que desde una perspectiva de clase tuviera un medio de expresión propio. El primer acontecimiento lo constituyó la experiencia guerrillera del 65/66 y el segundo la situación existente entre diversos sectores de la intelectualidad ante medidas sociales que desde octubre del 68 estaba llevando a cabo el gobierno militar presidido por el general Velasco Alvarado. La primera etapa, que fue breve, correspondió a la salida del primer número de la revista Narración en el mes de noviembre de 1966. Si el grupo, aún no del todo cohesionado, no pudo continuar con su labor se debió a la dispersión del núcleo inicial cuyos miembros, en su mayoría, fueron a trabajar a universidades del interior del país. Sin embargo, la importancia de Narración 1 fue decisiva por su declaración de principios en los que destacaba su adhesión al socialismo y su solidaridad con las luchas de las masas y los pueblos de dentro y fuera de nuestra patria. Asimismo confirió un tono antiacadémico y de beligerancia a su lenguaje que habría de continuarse y profundizarse en el sentido clasista en la siguiente etapa. Por último se crearon las secciones que, salvo una

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modificación notable, se mantuvieron en los números que el grupo preparó al reiniciar el trabajo. La segunda etapa abarcó los años de 1971-76, lapso en el cual editaron los Nos. 2 y 3 de Narración y se prepararon y dejaron estructurados los Nos. 4 y 5, que no pudieron salir a la luz por razones de orden económico y, en especial, por el viaje de algunos de sus integrantes al extranjero y de otros a distintas regiones del país. Desde el punto de vista cualitativo, los números correspondientes a esta segunda etapa fueron los mejores, en particular el No. 3, en el cual la revista y el propio grupo alcanzó su definitiva fisionomía, tanto que la crítica oficial y académica, que hasta entonces había ignorado o pretendido ignorar nuestra existencia, empezó a considerar al grupo y a su órgano de expresión no como un fenómeno fugaz y extraño, sino como un acontecimiento importante en la historia de la narrativa y de la cultura popular del Perú, tanto que llegó a establecerse una filiación entre Narración y Amauta. Las modificaciones en la estructura de la revista a las que aludí líneas arriba se refieren a la sección "Nueva crónica" que en el primer número estuvo dedicada a la divulgación de documentos o textos como la "Carta abierta" que los escritores cubanos, entre los que se hallaban Alejo Carpentier y Nicolás Guillén, dirigieron a Pablo Neruda a propósito de su participación en las reuniones del Pen Club. Pues bien: en el No. 2 la sección se transformó en el Suplemento (en forma de tabloide) "Nueva crónica y buen gobierno" en la que el homenaje al cronista indio Guamán Poma de Ayala se hacía más explícito, y que tuvo entonces como tema una crónica sobre la lucha en 1969 de los pueblos de Huanta y Ayacucho en defensa de la gratuidad de enseñanza y que fuera reprimida sangrientamente por las fuerzas del orden. En el tercer número se dio un paso más al convertir "Nueva crónica y buen gobierno" en parte de la estructura de la revista que esta vez se publicó con el nombre de Narración, Nueva crónica y buen gobierno.

V Opciones ideológicas Creo que el problema central que nos llevó a pasar de la actividad creativa individual a la formación de un grupo fue el siguiente: ¿Cómo intervenir en el proceso social o, para decirlo en términos ahora inusitados, en la lucha de clases del Perú y el mundo, sin renunciar a nuestra condición de narradores, de creadores de ficciones? Y asimismo este otro: ¿Cómo conferir a la noción un tanto abstracta del "compromiso social" un carácter de clase que lo diferenciara de posiciones anárquicas o de la noción puesta entonces en boga por los novelistas del boom latinoamericano, según la cual el escritor, por naturaleza, era un ser rebelde y como tal un francotirador? Nuestra opción general, lo he sostenido antes, fue una apuesta por el socialismo, lo que nos impuso la necesidad de estudiar, de forma más o menos sistemática, el marxismo en sus diferentes vertientes. Así, por ejemplo, en el primer número, en la sección "Divulgación y debate" se publicaron por primera vez,

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junto a un texto de Lucien Goldmann, las conclusiones del foro de Yenan "Sobre arte y literatura" de Mao Tsetung, pero además textos relativos a la revolución cubana. Y en la segunda etapa del grupo, la revista dedicó espacios centrales a la figura y pensamiento de José Carlos Mariátegui. En estas circunstancias resultaba inevitable que las ideas ligadas a las líneas ideológico-políticas en pugna dentro del marxismo se reflejaran en el seno de nuestro grupo. Sin embargo, nunca se debatió el asunto de las militancias partidarias, pues quedó establecido de manera definitiva que, en todo caso, esta era una opción estrictamente personal y reservada. Y si bien entre nosotros podían existir diferencias y matices en la comprensión del marxismo (incluso se podía no ser marxista o ajeno al mismo), había un elemento común que nos unía por encima de cualquier contingencia: nuestra adhesión al mundo popular, dado nuestro origen social, había sido anterior al conocimiento de cualquier teoría o filosofía política. Y por mi cuenta añadiré: que esta adhesión es y será posterior al fracaso y hundimiento de los sistemas controvertidos de socialismo y al fracaso y defección de los partidos, líderes y caudillos.

VI El combate social. Las crónicas Nuestra lucha — permítaseme expresarme en términos premodernos — se libraba en tres frentes: 1) en el frente cultural; 2) en el frente de las luchas populares y 3) en el frente de la creación narrativa. Los puntos 2) y 3) serán el objeto del siguiente y presente apartados. En cuanto al punto 1) bastará con señalar que nuestro combate se centraba en actuar en contra de los organismos oficiales de cultura así como de las élites que por entonces monopolizaban la crítica literaria y que, a su vez, ejercimos la crítica desde una perspectiva deliberadamente ideológica. Las crónicas, que de manera colectiva escribimos sobre luchas populares desplegadas contra el orden capitalista y el régimen militar imperante, respondieron a la necesidad de encontrar un medio de participar en el proceso social de nuestro país sin renunciar a nuestra condición de narradores. Fueron varias las crónicas que escribimos, pero sólo alcanzamos a publicar tres, de las cuales la aparecida en Narración 3 con el título de " 1971, Gran huelga minera" fue sin duda la más completa y tal vez la de más alta calidad por su composición y lenguaje. La preparación de las crónicas comprendía varias fases, desde la recopilación de documentos de todas las fuerzas en pugna, entrevistas, viajes a la zona del conflicto, hasta la redacción final a cargo de una comisión propuesta por el grupo. Es necesario destacar que en los trabajos de campo con los sectores populares no nos limitábamos a la relación con los dirigentes de las organizaciones generalmente comprometidas con líneas políticas partidarias, sino que privilegiábamos el contacto con los combatientes de bases, con los obreros y campesinos comunes y con sus familiares, en especial sus mujeres, de pasmoso coraje y combatividad. Pero cuando el movimiento se había desarrollado en las

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zonas andinas, este contacto no hubiera sido posible sin el trabajo de las compañeras del grupo que dominaban el quechua. Las crónicas — y de esto éramos perfectamente conscientes — no eran literatura, eran documentos cuyo valor debía residir en su veracidad y objetividad clasista. Sin embargo, aspirábamos a que se leyeran como relatos interesantes en sí mismos por su estructura, variedad de recursos técnicos tomados de la tradición narrativa y del cine y por el trabajo con las diversas formas del lenguaje popular, cuidando al mismo tiempo de no abusar de las complicaciones formales que resultasen un obstáculo para la comprensión por parte de un público constituido en su mayor porcentaje por obreros, campesinos y masas pobres de las ciudades y las zonas rurales para quienes estaban principalmente dirigidas. No sé si esto lo logramos de manera cabal, pero ciertas experiencias que tuvimos entre organizaciones de masas nos permitieron pensar que nuestro trabajo no había sido en vano. La crítica que aún se negaba a aceptar la existencia del GN — las pocas menciones en diarios y revistas, siempre irónicas, aparecían de manera anónima — empezó a cambiar de actitud con la publicación del tercer número de la revista y consideró a las crónicas como un aporte en la historia de la narrativa peruana contemporánea. Y lo que es más importante, las crónicas de Narración ejercieron un considerable influjo en los medios de comunicación y en las ciencias sociales. Entre 1975 y comienzos de los años 80 se publicaron diversos informes de movimientos sociales redactados según el modelo propuesto por nosotros.

VII La concepción narrativa El pensamiento estético-narrativo del GN — aunque, es verdad, no formulado de manera orgánica — se funda en una adhesión general al realismo, pero distinto y distante del llamado realismo social y del realismo socialista, cuyos postulados y práctica creativa estudió y tuvo en cuenta desde una perspectiva crítica. Esta manera particular de entender el realismo, que lenta y trabajosamente fue cristalizando en los textos de los integrantes del grupo, contemplaba los siguientes aspectos: 1) defensa de los fueros de la imaginación y la fantasía en la exploración de lo real; 2) libre aplicación de los aportes de la modernidad literaria de acuerdo a nuestra filiación de clase (como sostuvieran en algún momento, Sartre, Proust, Joyce, Kafka, Faulkner y en general los movimientos de vanguardia, constituían una tradición irrenunciable); 3) del mismo modo, aprovechamiento de los logros de la moderna novela latinoamericana, aunque a diferencia de los novelistas del boom no sólo no desdeñábamos la novela tradicional, sino que rescatábamos sus valores, como los del indigenismo y los de la muy modesta narrativa del realismo social peruano;

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4) superación de la dicotomía rural-urbano; cada quien, de acuerdo con sus propias experiencias, ubicaba sus relatos en la ciudad o en el campo, pasaba de un escenario a otro o bien trabajaba de manera simultánea en ambas realidades; 5) respeto por la forma en los niveles de la composición, las técnicas y el lenguaje, todo lo cual implicaba una actitud experimental en torno al espacio narrativo; 6) destacado rol conferido a la historia o fábula que se traducía en el placer de narrar; 7) atención preferente a la norma oral en el empleo del lenguaje, buscando que el discurso narrativo tuviese un tono coloquial; 8) búsqueda del humor de carácter festivo y celebratorio propio del mundo popular y de las tradiciones orales; 9) pero todo lo anterior desarrollado mediante temas y motivos relacionados con los grandes problemas del Perú como formación histórica.

VIII La década de los 80: reflexión, crisis y opciones individuales A partir de 1976, con la salida fuera del Perú de varios de sus miembros, el GN entró en receso y en la práctica dejó de existir, por lo menos en el aspecto formal y organizativo. A principios de la década de los 80 hubo intentos de reunificar el grupo, mientras narradores de promociones más jóvenes comenzaron a interesarse en lo que constituyó un proyecto por una narrativa que reconciliara el requerimiento social con una estricta práctica creativa. Sin embargo yo (y seguramente otros de sus integrantes) pensaba que el GN ya había cumplido con sus objetivos y que frente a la nueva situación que empezaba a vivir el Perú nuestras formas de combate social resultaban insuficientes. Por ejemplo, nuestras crónicas habían narrado luchas populares que se desarrollaban dentro del orden legal, mientras que más tarde las acciones que conmovían los andes y las ciudades se efectuaban en abierto enfrentamiento con el Estado. La violenta década de los 80 significó, pues, una etapa de reflexión, de crisis y de opciones individuales. La mayoría elegimos, no sin dudas y angustias creo yo, el camino de la creación narrativa, pero algunos compañeros, como la compañera a cuya memoria está dedicada esta ponencia, optaron por la crítica de las armas. Con este trasfondo dramático y con conciencia problemática — por lo demás consustanciales al espíritu de la novela — nos decidimos a llevar a la práctica creativa aquellos postulados que habíamos sostenido en las páginas de Narración.

IX La creación narrativa La crítica adversa al GN le hizo un cargo que fue justo y pertinente hasta poco antes de promediar la década de los 70. Con verdad se sostuvo que las posiciones teóricas que defendía no estaban a la altura de sus creaciones y, más bien con prejuicio, se añadía que las posiciones ideológicas asumidas habían destrui-

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do el talento creativo que se reconocía en algunos de sus integrantes. En relación a la segunda parte de la aseveración — no, por cierto, en lo relativo al talento, pues es prueba de sensatez el dudar permanentemente de las improbables cualidades artísticas — a título personal debo declarar que mi drama íntimo residía en evitar que mis convicciones ideológico-políticas constriñeran mi libertad de imaginación y el júbilo que confiere el acto de contar una historia. En cuanto a la primera parte del veredicto, éste empezó a dejar de ser válido desde que a partir de 1977, Gregorio Martínez, Augusto Higa, Roberto Reyes y el inolvidable Hildebrando Pérez Huaranqa publicaron sus primeros libros. La producción narrativa del grupo ha continuado con mayor profusión en la década de los 80 y principios de los 90 y tengo la convicción y la esperanza de que, sobre todo, los más jóvenes de entre nosotros crearán obras de aún más alta calidad antes de finalizar el siglo XX. Me permitiré concluir este apartado con una brevísima reseña de los libros publicados a partir de 1975 por los integrantes del GN y de dos amigos cercanos a nosotros como son Luis Urteaga Cabrera y Julio Nelson. — Antonio Gálvez Ronceros: Monólogo desde las tinieblas (1975); Historia para reunir a los hombres (1988). — Gregorio Martínez: Tierra de caléndula (1975); Canto de sirena (1977); Crónica de diablos y músicos (1990). Tiene concluida otra novela. — Augusto Higa: Que te coma el tigre (1977); La casa de Albaceleste (1986); Final del Porvenir (1992); Japón no da dos oportunidades (crónica testimonial, 1994). — Hildebrando Pérez Huaranqa: Los ilegítimos (1980). Dejó inconclusa una novela. — Nilo Espinoza: Azaroso inventario de las visiones, testimonios y recordatorio de Chin Chin Chin en la ciudad de los reyes (1987); Sonata de los espectros (1990). — Roberto Reyes Tarazona: Infierno a plazos (1978); Los verdes años del billar 1986); En corral ajeno (1992). Ha concluido otra novela: El vuelo de la harpía. — Miguel Gutiérrez: Hombres de caminos (1988); La violencia del tiempo (1991 La destrucción del reino (1992); Babel, el paraíso (1993); La generación del 50: un mundo dividido (ensayo, 1988); Celebración de la novela (ensayos sobre la situación actual de la novela; 1996). — Luis Urteaga Cabrera: El universo sagrado (1990); Fábulas de otorongo, el oso hormiguero y otros animales de la Amazonia (1992); Fábulas de la tortuga, el otorongo negro y otros animales de la Amazonia (1996); El arco y la flecha (1996); Una llama en el viento (1996). — Julio Nelson: Finalista en dos ocasiones en el concurso internacional de cuento "Juan Rulfo". Tiene un libro inédito de cuentos y su novela Cordillera nevada, también inédita.

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— Oswaldo Reynoso, nuestro querido fundador y exuberante contador de historias, requiere una mención especial. Después de veinte años de silencio, años seguramente de reflexión y sin duda de secreto trabajo, ha publicado el relato En busca de Aladino (1993) y la novela Tienamen y los eunucos inmortales (1995), con los que ha iniciado una nueva e incitante etapa en su producción narrativa, mientras trabaja en una serie de cuentos ambientados en la Lima de nuestros días.

X Autocrítica y balance provisional La severidad mordaz y la irreverencia con que Narración ejerció la crítica irritaron y ofendieron a ciertos sectores de la intelectualidad peruana y la palabra envidia se pronunció a menudo al aludir a los integrantes del grupo. Envidia, se dijo en voz baja, propia de escritores menores y frustrados que no resistían la comparación frente a los narradores consagrados, en especial frente a aquellos que habían accedido al gran público internacional no sólo de habla hispana. Ahora bien. No es improbable que el discurso que pretendíamos, fundado en los principios asumidos, estuviese interferido por pasiones demasiado humanas que determinaban cuestionables excesos verbales. Sin embargo, si alguna vez emitimos juicios errados o incluso fuimos injustos, nunca llegamos a la diatriba que lesionara la dignidad de las personas y ningún cargo se hizo basado en la mentira. Como dije antes, la lectura que hicimos de las obras fue deliberadamente ideológica, opción en sí legítima a condición de aceptar que una lectura de esta naturaleza no agota ni mucho menos la riqueza simbólica del texto literario y quizá el olvido en algunos casos de esta condición nos hizo caer en la unilateralidad valorativa. En cuanto al juicio que emitimos sobre determinadas conductas, éste se basaba en el reclamo de la coherencia entre el ser y el pensar, coherencia por desgracia infrecuente entre los intelectuales de nuestro país. Este reclamo hizo que también fuéramos severos con nosotros mismos y pienso que la gran mayoría de nuestro grupo se esforzó para que sus actos no estuvieran demasiado reñidos con su pensamiento. En suma, con todos sus excesos y carencias, que yo personalmente asumo, considero que el combate de Narración en este campo fue necesario, por lo menos para llamar la atención sobre formas de expresión y de conducta lastradas de señorialismo aristrocratizante y de inconsecuencia de muy larga tradición en nuestro país. Corresponderá a la historia social, cultural y literaria hacer el balance definitivo del GN, pero para esto tendrá que pasar todavía algún tiempo, mucho más si, como he procurado mostrar en esta ponencia, los integrantes del grupo que aún conservan su espíritu se hallan en pleno proceso creativo. Entre tanto, me arriesgaré a señalar los siguientes puntos que juzgo positivos en relación a nuestro trabajo: 1) el fundar un grupo no basado en la pertenencia a una generación sino en la adhesión a algunos principios; 2) el haber formulado un proyecto para la vida y la creación artística; 3) el haber demostrado en la prác-

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tica que era posible un trabajo colectivo sin menoscabo de la propia personalidad, lo cual rompía con aquella tradición narcisista de raigambre romántica que consideraba a los escritores como seres eminentemente solitarios y marginales; 4) el haber reintroducido en nuestra narrativa el género de las crónicas; y 5) el haber mostrado que las convicciones ideológicas, políticas y la perspectiva de clase no necesariamente son un impedimento para la producción de textos con un decoroso nivel artístico.

II NARRATIVA II EXILIOS Y RETORNOS (MARIO VARGAS LLOSA Y ALFREDO BRYCE ECHENIQUE)

Erotismo y humor en Vargas Llosa y Bryce Echenique (Elogio de la madrastra y Tantas veces Pedro) Walter Bruno Berg Du jour où notre sexualité s'est mise à parler et à être parlée, le langage a cessé d'être le moment du dévoilement de l'infini; c'est dans son épaisseur que nous faisons désormais l'expérience de la finitude et de l'être. C'est dans sa demeure obscure que nous rencontrons l'absence de Dieu et notre mort, les limites et leur transgression (Foucault 1966, 767s.).

I El erotismo como vindicación del humor Humor y erotismo: he aquí los rasgos sobresalientes que se desprenden de una primera lectura de dos novelas que se cuentan entre las obras destacadas de la última narrativa peruana. Quiero hablar de Tantas veces Pedro (1987), de Alfredo Bryce Echenique, y de Elogio de la madrastra (1988), de Mario Vargas Llosa. Si el título de la ponencia, pues, apenas es de mi propia invención, sino que — en cierta medida — se impone desde los textos mismos, la tarea del crítico consiste en elucidar el fenómeno. La afirmación de la evidencia deberá ser transformada por el crítico en pregunta. ¿Humor y erotismo? ¿Cuáles son los modelos que nos permiten entender el sintagma? ¿No es que — según los modelos generalmente en uso —, en vez de yuxtaposición, lo que se evidencia, es la contradicción de los términos? Voy a dejar aparte el aspecto retórico de la cuestión. No voy a tratar el problema de las definiciones — la delimitación, por ejemplo, entre "humor" e "ironía", entre "sátira" y "sarcasmo", etc. Tampoco voy a aventurarme a enumerar las diferentes "figuras" de humor o ironía tal como los manuales suelen clasificarlas. Mi meta es otra. Es el aspecto filosófico del fenómeno lo que me interesa. La hipótesis consiste en afirmar que el humor no es sólo una figura retórica, sino también una forma de vida, incluso una de las formas fundamentales de la existencia humana. El humor, en este sentido, es un concepto general, capaz de englobar el conjunto de las diversas formas de la manifestación "cómica" que acabo de mencionar. La fuente histórica del concepto es el romanticismo alemán. Después obtiene un lugar privilegiado en la filosofía existencial de Kierkegaard y vuelve a encontrarse, por ejemplo, en las reflexiones estéticas de Baudelaire1.

1 "J'appellerai désormais le grotesque comique absolu, comme antithèse au comique ordinaire, que j'appellerai comique significatif. Le comique significatif est un langage plus clair, plus facile à comprendre pour le vulgaire, et surtout plus facile à analyser, son élément

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Si se deja aparte la explicación psicoanalítica de lo cómico hecha por Freud, elementos del concepto romántico del humor se trasmiten hasta bien entrado el siglo XX. Lo que mantiene viva esta tradición, no es otra cosa — por decirlo así — que la fuerza de la vieja metafísica. En efecto, el sujeto humorístico — en la medida justamente en que se reconoce como "finitud", incapaz de cumplir con la promesa de la totalidad — es paradójicamente un sujeto metafísico. A través del humor, la tradición de la metafísica, pues, se mantiene en la forma de la negación. Por eso Baudelaire, cuando habla de lo "cómico absoluto", subraya que "le comique ne peut être absolu que relativement à l'humanité déchue" (1962, 214). "Au point de vue de l'absolu définitif, il n'y a plus que la joie" (ibíd.), pero no la risa, o sea, que "Dios no ríe", como dice un viejo adagio (véase Ritter 1974, 67). Es aquí donde hay que hablar del segundo factor que me interesa: el "erotismo". ¿No es también evidente que el erotismo — por lo menos al aceptarse las premisas del concepto propuesto por Georges Bataille (1957) — sigue siendo un residuo de experiencias metafísicas? No puedo extenderme aquí sobre la teoría de Bataille. Sólo quiero manifestar que la teoría del erotismo entendida como dialéctica entre "continuidad" y "discontinuidad", entre "prohibición" y "transgresión" — o sea, "interdit" y "transgression" — me parece una teoría metafísica no sólo en virtud de su carácter rigurosamente universal, sino también porque — según Bataille — esta dialéctica es hoy en día, la única forma en la que todavía es posible una experiencia auténticamente religiosa2. Siguiendo esta línea de lectura, los dos términos — humor y erotismo — parecen contradictorios, si no antinómicos. ¿Qué tiene que ver el erotismo con el antes discutido "humor"? Nada... El erotismo de Bataille, al parecer, carece de humor. Podría parecer osada la hipótesis, si el autor, en los últimas páginas de su libro, no afirmara, de la manera más tajante: Le rire nous engage dans cette voie où le principe d'une interdiction, de décences nécessaires, inévitables, se change en hypocrisie fermée, en incompréhension de ce qui est en jeu. L'extrême licence liée à la plaisanterie s'accompagne d'un refus de prendre au sérieux — j'entends au tragique — la vérité de l'érotisme (Bataille 1957, 294).

étant visiblement double: l'art et l'idée morale; mais le comique absolu, se rapprochant beaucoup plus de la nature, se présente sous une espèce une, et qui veut être saisie par intuition. Il n'y a qu'une vérification du grotesque, c'est le rire, et le rire subit; en face du comique significatif, il n'est pas défendu de rire après coup; cela n'arguë pas contre sa valeur; c'est une question de rapidité d'analyse" (Baudelaire 1962, 254). 2

Sigo mi propia lectura de Bataille que difiere de aquella a la cual vamos a volver más adelante, propuesta por Michel Foucault (véase nota 5).

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No extraña, por eso, que sólo una minoría de los escritores latinoamericanos, al parecer, hayan sido fieles lectores de Bataille3. Nada más alejado del hondo sentido trágico que exhalan las descripciones de Bataille que el erotismo triunfal y hasta jubilante que se encuentra en Cien años de soledad de García Márquez o en Paradiso de Lezama Lima. También los dos autores que voy a presentar ahora siguen esta línea: Tantas veces Pedro (1987) de Bryce Echenique y Elogio de la madrastra (1988) de Vargas Llosa — dos novelas aparecidas con sólo un año de diferencia — tratan el tema erótico. Lo tratan ampliamente, con tal prolijidad que se nos promete, en la contraportada de la Madrastra, una "audaz incursión" en un género hasta ahora todavía excluido del canon de la "buena" literatura, "la novela erótica". Lo tratan, sin embargo, con desenvoltura, con humor. Llama la atención el fenómeno que se nos presenta, hasta ahora, en términos de lo que, en filosofía, se llama, "aporía". Según ésta, los términos se excluyen mutuamente: el humor al erotismo y el erotismo al humor, si bien es cierto — según Bataille — que "l'extrême licence liée à la plaisanterie s'accompagne d'un refus de prendre au sérieux [...] la vérité de l'érotisme" (ibid.). Ahora bien, la única manera de escapar de la aporía consiste en cuestionar los términos mismos que la constituyen. Pues bien: ¿quién nos asegura al fin y al cabo que el "verdadero" erotismo siempre y en todas sus facetas excluye al humor? ¿No es posible pensar que la verdad se encuentra justamente de los dos lados? ¿No sería posible, tal vez, concebir una forma de humor que al mismo tiempo se presentara como transgresión? ¿No sería posible, pregunto, que el humor verdadero, "lo cómico absoluto" en el sentido de Baudelaire, fuera uno de los posibles actos de transgresión inherente a lo que Bataille ha llamado la "expérience intérieure" del erotismo (1957, 35ss.)? El verdadero erotismo, podríamos decir entonces, parafraseando a Pascal4, sería aquel que se burla del erotismo5.

3 Entre ellos, sin embargo, se encuentra Julio Cortázar. El Gran Cronopio, cuando de amor se trata, súbitamente se vuelve ceremonioso. Aconsejo, al respecto, releer las respectivas páginas en 62. Modelo para armar y Libro de Manuel. 4 "La vraie éloquence se moque de l'éloquence, la vraie morale se moque de la morale [...] Se moquer de la philosophie, c'est vraiment philosopher" (Pascal 1974, 75). 5

Es cierto, por otra parte, que la risa — desde el punto de vista filosófico — sí que tiene un lugar privilegiado en las reflexiones de Bataille. En un texto interesantísimo titulado "Préface à la transgression", Michel Foucault ha tratado de circunscribir el lugar histórico de las reflexiones de George Bataille acerca del "erotismo". Estableciendo un puente con sus propias investigaciones, Foucault llega a la conclusión de que la experiencia del erotismo — en cuyo centro Bataille ha colocado la "transgresión" — corresponde a una experiencia situada históricamente más allá de aquella marcada por la "formación discursiva del sujeto". La experiencia del erotismo supone, pues, la "muerte del sujeto", es decir, la experiencia fundamental del sujeto de su propia finitud, de su incapacidad, por ende, de seguir representando la totalidad, es decir, lo que tradicionalmente se llama Dios. La "muerte del

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Según esta hipótesis, lo que hay que examinar, pues, sería un doble movimiento transgresivo, una transgresión en dos pasos, por decirlo así: la transgresión erótica propiamente dicha, por un lado, y la transgresión cómica por el otro; con la salvedad, sin embargo, que la primera siempre aparezca acompañada de la segunda. En el caso contrario, sin embargo, cuando en el mismo texto lo erótico humorístico está alternando con lo erótico serio, hay peligro de caer en la mera "plaisanterie" mencionada por Bataille o que lo cómico sólo sirva para expresar "l'idée de supériorité" (Baudelaire 1962, 248 y 254) a la que ciertos teóricos han tratado de reducir la significación de la risa. Cuando prevalece la idea de la superioridad, salimos del terreno de lo "cómico absoluto" y entramos más bien, en el de lo "cómico significativo" — para citar los conceptos de Baudelaire —, propio al gesto retórico de la ironía. El paso puede observarse — esa es la hipótesis que voy a desarrollar a continuación — al comparar las novelas de Vargas Llosa y de Bryce Echenique.

II Elogio de la madrastra No cabe duda de que la concepción de las categorías "interdit" y "transgression" en la teoría de Bataille, es transhistórica; el modo de su manifestación, sin embargo, no puede ser sino histórico (cf. 1957, 58). Las muy diversas reacciones suscitadas por Elogio de la madrastra son un signo elocuente de esta variabilidad. La razón de estas variables hay que buscarla no

sujeto" — en la perspectiva de Foucault —, por eso, no es sino otra expresión para hablar de la "muerte de Dios". Lo que le interesa a Foucault, sin embargo, es el "discurso" de la sexualidad, lo que la sexualidad nos dice históricamente: "Ce qu'à partir de la sexualité peut dire un langage s'il est rigoureux, ce n'est pas le secret naturel de l'homme, ce n'est pas sa calme vérité anthropologique, c'est qu'il est sans Dieu; la parole que nous avons donnée à la sexualité est contemporaine par le temps et la structure de celle par laquelle nous nous sommes annoncés à nous-mêmes que Dieu était mort" (Foucault 1966, 752). Es aquí donde surge, en el centro mismo de la experiencia erótica, la risa: "Mais que veut dire tuer Dieu s'il n'existe pas, tuer Dieu gui n'existe pas? [subrayado por Foucault] Peut-être à la fois tuer Dieu parce qu'il n'existe pas et pour qu'il n'existe pas: et c'est le rire [subrayado mío], [...] La mort de Dieu ne nous restitue pas à un monde limité et positif, mais à un monde qui se dénoue dans l'expérience de la limite, se fait et se défait dans l'excès qui la transgresse" (ibid., 753s.). Nos enfrentamos, pues, a dos problemas. Una cosa es la deducción filosófica del humor y de la transgresión. Véase, al respecto, también el artículo de Bataille (1956) "Hegel, la mort et le sacrifice", donde expresa que ya "el mito [cristiano] de la muerte de Dios" debe ser concebido esencialmente en tanto que "comedia" (ibíd., 25). Otra cosa es, sin embargo, el problema de su realización estética. Referiéndose justamente a este problema, Helga Finter, a propósito de un análisis de las "estrategias de la risa" en Le bleu du ciel, subraya la multiplicidad de las formas históricas de una "representación de lo heterogéneo" (1992, 28). He aquí también la problemática del presente trabajo, donde observaremos que tanto la categoría de la transgresión como la del humor no se presentan sino como variables históricas.

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sólo en los lectores, sino también en el texto mismo. De modo general, la novela tiene tres niveles donde lo erótico se desenvuelve: la narración propiamente dicha, las descripciones de las seis pinturas intercaladas en el texto y los tres capítulos descriptivos del protagonista don Rigoberto. Veamos, primero, la narración. Una vez más, Vargas Llosa se muestra fiel seguidor de Flaubert. La trama de la historia que se cuenta es un fait divers: un chico de doce o trece años se enamora de su madrastra cuarentona, consigue tener relaciones íntimas con ella; por pura inocencia se hace descubrir por su padre; éste, asustado tanto por la maldad repentina de su hijo como por la infidelidad de su — hasta entonces — idolatrada esposa, decide divorciarse de ella. Es cierto que la trama en sí no tiene nada de transgresivo: la pasión de un chico de trece años por una mujer adulta; la pasión, en un principio reprimida, después correspondida voluptuosamente — son cosas que ocurren — como se dice; cosas que tal vez no deberían ocurrir — igual que el adulterio —, pero que cuando ocurren, no queda más remedio que aceptarlas. Además, el tema de Elogio de la madrastra no es el "elogio de la madre". La pasión de Alfonso no es incestuosa. Lo único que se le puede reprochar es que se manifiesta prematuramente. Por otra parte, la casi inocencia del chico es demostrada por el hecho de su autodelación. La culpa, pues, incumbe a la mujer. La conformidad del desenlace con la moral machista, confirmada tanto por la separación de los esposos como por el diálogo admirativo entre Justiniana y Alfonso en el "epílogo" — cuya función no es sino una invitación a una nueva aventura por parte del pequeño macho —, casi es completa. Desde el punto de vista del argumento, pues, Elogio de la madrastra — tan poco como, en su tiempo, Madame Bovary — constituye un peligro para la moral pública. Estamos lejos de la total puesta en juego de la existencia que está en la base de la "experiencia interior" del erotismo, según George Bataille. Hasta ahora, sin embargo, hemos visto sólo un primer nivel: la acción propiamente dicha. Veamos ahora los capítulos descriptivos donde, en efecto, Vargas Llosa despliega todos los resortes del arte erótico de su escritura. Ahora bien, llama la atención el hecho de que el erotismo provocador de estas páginas casi siempre vaya emparejado con el humorismo. La combinación — dicho sea de paso — ha producido unas de las mejores páginas de Vargas Llosa que yo conozco. Preguntémonos, sin embargo, ¿cuál es la función del humor en este contexto? La respuesta puede darse — ya lo hemos visto — en forma de una alternativa: o bien el humor está del lado de los interdits, o bien está del lado de las transgressions. Si bien, entonces, los criterios son claros, su aplicación lo es mucho menos. Hay, en total, nueve capítulos descriptivos: tres de ellos dedicados a la personalidad de don Rigoberto y otros seis dedicados a la evocación de cuadros y motivos eróticos de la historia del arte. Digamos por lo pronto — y de modo general — que la función de los capítulos descriptivos, frente a la narración, no sólo es complementaria, sino valorativa. Ahora bien, el papel del humor como

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elemento valorativo por excelencia me parece evidente. "Las orejas del miércoles", "Las abluciones de don Rigoberto", "Tuberosa y sensual"; incluso los títulos de los capítulos dedicados a la descripción de las rarezas higiénicas de don Rigoberto indican una intención satírica. Las descripciones del cuidado exagerado de su cuerpo, del narcisismo meticuloso con que don Rigoberto se prepara para el acto sexual que suele ejecutar cada noche, ritual y puntualmente, con su esposa no son sino, a mi juicio, una sátira soberana del comportamiento burgués. No sé si Vargas Llosa es un lector atento y competente de Bataille, pero no cabe duda de que ha leído los tratados de caracterología de Wilhelm Reich. Por eso, no voy a resistir la tentación de citar un pasaje donde el autor explora la erótica del excusado: Dio un pujo final, discreto e insonoro, por si tal vez. ¿Sería cierta aquella anécdota según la cual el erudito bibliógrafo don Marcelino Menéndez y Pelayo, que padecía de constipación crónica, pasó buena parte de su vida, en su casa de Santander, sentado en el excusado, pujando? [...] A don Rigoberto lo emocionaba imaginarse al robusto intelectual, de frente tan despejada y creencias religiosas tan firmes, encogido en su inodoro particular, arropado tal vez con una gruesa manta a cuadros sobre las rodillas para resistir el helado fresco de la montaña, pujando y pujando a lo largo de las horas, a la vez que, impertérrito, proseguía escarbando los viejos infolios y los polvorientos incunables de la historia de España en pos de heterodoxias, impiedades, cismas, blasfemias y extravagancias doctrinales que catalogar (VLL, 85s.). Cito otros pasajes donde don Rigoberto está escrutinando la erótica del oído y de las orejas: "Flores abiertas, élitros sensibles, auditorios para la música y los diálogos", poetizó don Rigoberto. Examinaba cuidadosamente con la lupa los bordes cartilaginosos de su oreja izquierda (VLL, 42). "Esta noche no haré sino oiré el amor", decidió. Era posible, él lo había conseguido otras veces y a Lucrecia también la divertía, al menos como prolegómeno. "Déjame oír tus pechos", musitaría, y, acomodando amorosamente, uno primero, otro después, los pezones de su esposa en la hipersensible gruta de sus oídos — calzaban el uno en la otra como un pie en un mocasín —, los escucharía con los ojos cerrados, reverente y extático, reconcentrado como en la elevación de la hostia, hasta oír que a la aspereza terrosa de cada botón ascendían, de subterráneas profundidades carnales, ciertas cadencias sofocadas, tal vez el resuello de sus poros abriéndose, tal vez el hervor de su sangre convulsionada por la excitación (VLL, 43s.).

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¿Es transgresivo el pasaje o no lo es? Para mí — para mi expérience intérieure, digo siguiendo a Bataille —, no lo es. No quiero excluir que haya gente que reaccione diferentemente6. Para mí, el empleo del estilo indirecto libre — "musitaría" — ya es un signo suficiente para que el texto nos presente la experiencia de una conciencia ajena, con intenciones claras de ironización. No intenta sugerirnos que la hagamos nuestra. El humor que se ejerce a través del texto, por lo tanto, no es "transgresivo". Estamos frente a un caso de lo llamado por Baudelaire "cómico significativo". El que habla — el narrador — no deja de hablar en nombre de la "norma". El lector que cierra los ojos ante estos signos, el que sigue creyendo — junto con don Rigoberto — que "la felicidad existe", que tal vez, "se esconde en el hueco de [sus] orejas" (VLL, 47s.), corre el riesgo de compartir el desengaño del héroe, de hacerse víctima — como él — de la ironía objetiva del destino narrativo que se cumple, en el capítulo 13, con la traición de doña Lucrecia. Para terminar, veamos brevemente los capítulos descriptivos restantes. Estos se refieren a seis ilustraciones insertadas en el texto, en donde Vargas Llosa se empeña en seguir el rastro de la temática erótica en sus formas más diversas a lo largo de la historia del arte, desde la Edad Media hasta la pintura abstracta del siglo XX, desde el machismo grosero del rey mitológico Candaules, pintado por Jacob Jordaens, hasta las sublimaciones religiosas de Fra Angélico. No cabe duda de que la función de los cuadros — que ya está indicada en la homonimia de la protagonista con la mujer del rey de Lidia representada en el primer cuadro — consiste en entonar, a su modo, el "elogio de la madrastra", es decir, la apología del erotismo, lectura que se sugiere a lo largo de la "narración", al menos hasta la peripecia del capítulo 13. Dejo aparte el problema de saber en qué medida Vargas Llosa, gracias a esta apología del erotismo por parte del narrador, consigue efectivamente escribir un texto que corresponde a la categoría del texto "erótico". Lo que me parece evidente, en cambio, es el hecho de que la escritura de Vargas Llosa, cuanto más "transgresiva" intenta ser, tanto menos tiene de humorística. Para apoyar la tesis, tengo que volver al problema de la relación entre los capítulos descriptivos y la narración. Hemos visto que la acción se concluye con el gesto de un doble desengaño: tanto la "felicidad" (VLL, 47; cf. 138), en cuya realización había creído Rigoberto, como la "utopía" (VLL, 150) que Lucrecia había creído entrever, por un momento, en el apogeo de su amor por Alfonsito, son desmentidas por la llamada realidad. "Las cosas sólo ocurrían así en las películas y en las novelas," se había dicho a sí misma la madrastra. "Sé realista: tarde o temprano, acabará mal. La realidad nunca era tan perfecta como las ficciones, Lucrecia" (VLL, 150).

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Véase, al respecto, el epílogo de este trabajo.

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En las novelas realistas, las cosas tampoco ocurren así, podemos añadir. Por eso, al final de la Madrastra, quedan evacuados tanto el humor como el erotismo. A quien le parezca exagerada la afirmación, tiene que comparar el primero de los comentarios con el último. Si bien el primero — Candaules, rey de Lidia, muestra su mujer al primer ministro Giges — no es erótico, tiene por lo menos la ventaja de ser un buen ejemplo, si eso no fuera una contradicción en sí de escritura pornográfica; por otra parte, el último — un comentario de la famosa Anunciación de Fra Angélico — se pierde en lo anodino de una cotidianidad completa: la Virgen Inmaculada — eje de un misticismo transgresivo milenario desde la patrística hasta Georges Bataille — se ve transformada en la heroína de un melodrama de pequeña burguesía.

III Tantas veces Pedro Detengámonos ahora, por ley de contraste, en la obra de Bryce Echenique. Tantas veces Pedro es también una novela erótica pero, al mismo tiempo, es una novela humorística. Explicaré, brevemente, por qué: Nous sommes des êtres discontinus, individus mourant isolément dans une aventure inintelligible, mais nous avons la nostalgie de la continuité perdue. [...] cette nostalgie commande chez tous les hommes les trois formes de l'érotisme [...], à savoir l'érotisme des corps, l'érotisme des coeurs, enfin l'érotisme sacré (Bataille 1957, 21s.). El erotismo, al menos en sus dos primeras formas, es el tema de la novela: Pedro Balbuena, un acaudalado joven peruano que vive en París, tiene una enamorada que se llama Sophie. Por razones de familia, la chica lo abandona (BE, 146) y se casa con el alemán bonachón Hans. Desesperadamente — durante años — Pedro trata de anular la separación. Para eso, se sirve de una doble estrategia: el olvido y la representación. Con la primera trata de borrar el hecho, con la segunda de borrar el tiempo. Interviene, sin embargo, un tercer elemento, una tercera estrategia, por así decirlo, que es el humor. Llamo "humor" a la mezcla intrínseca y continua de las dos primeras estrategias. El humor se desenvuelve en dos planos: uno real y otro, por así decirlo, imaginario. Por una parte, al mismo tiempo que Pedro trata de olvidarse de Sophie buscando nuevos amores — entre ellos la norteamericana Virginia, la bretona Claudine y por fin una belleza encantadora que se llama Beatrice —, no deja de poner a prueba la indulgencia de sus nuevas enamoradas al pormenorizarles continuamente lo que considera el paraíso perdido que se ha llevado Sophie. Por otra parte, exento de la necesidad de ganarse la vida, Pedro se dedica a "escribir". Ahora bien, el único tema de esa literatura — verdadero "work in progress" (BE, 154) que todavía no ha cuajado en una obra, sino que queda suelto en "fragmentos, notas, y materiales trabajables" (ibíd.) — es la vida pasada con su anterior enamorada. Esta paradoja — indicio fundamental de

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la escritura humorística de Bryce Echenique — no sólo es el elemento constitutivo de la personalidad de Pedro Balbuena, sino también del texto mismo. Me explico: lo que estamos leyendo siempre se presenta como un montaje — una mise en abyme clásica — de dos textos diferentes: la narración en un plano real, por decirlo así, con Pedro Balbuena como protagonista, y el borrador de la novela que Pedro está escribiendo cuyo tema es, ya lo hemos visto, la vida pasada con Sophie. Otro indicio de la duplicidad del protagonista Pedro es Malatesta, un perro en bronce que Sophie, en otros tiempos, le había regalado a Pedro. Malatesta, en este momento, desempeña la función de alter ego (BE, 45) con quien Pedro suele celebrar largos soliloquios. El perro, sin embargo, no es el único personaje que pasa de un plano al otro. Si, al principio, la separación de los dos planos de la narración parece clara — debida, sobre todo, al cambio de nombre del protagonista que se llama, en el borrador, en vez de "Pedro", "Petras" —, paulatinamente, el límite se vuelve borroso. Pedro, al cabo de sus diferentes aventuras (todas terminan como la primera, es decir, en un fracaso) debe constatar que es imposible, en efecto, olvidar. Así, el reencuentro con Sophie, que se concretizará en el último capítulo, se hace imperioso. Ahora bien, el paso de la discontinuidad a la continuidad se manifiesta, conforme a la teoría de Bataille, por un acto de violencia: Le sonó un disparo en la nuca... — ¿Sophie? — preguntó Pedro. — No me duele, Sophie. Debe ser porque estoy muy borracho. Después recordó que hacía tres meses, cinco días, y veinticuatro horas atroces que había llegado a Italia. Lo recordaba todo, pero aún no entendía nada (BE, 185). Pedro sobrevive al ataque. Al final del capítulo, sin embargo, la escena se repite con las mismas palabras y continúa. No cabe duda de que Sophie ha disparado: ¿por qué? ¿por qué has hecho eso, Sophie?, ¿dime por favor por qué?, morirá enamorado, Hans, no habría podido vivir de otra manera, Hans, así sí es posible quererlo, Hans, vivo era imposible, Hans, ahora sí podré quererlo (BE, 244). La que habla — la que ha actuado — es Sophie. Paradójicamente es ella quien asume lo que a Pedro, el verdadero protagonista de la experiencia erótica, le había faltado asumir. Los roles, pues, han sido invertidos. Pedro, expirando ya, "no había cesado de repetirse demasiado tarde, trop tard, troppo tardi, too late, zu spät" (BE, 244f.), y sólo cuando Sophie estaba a punto de ponerle una pistola en la mano que se dirigía al dormitorio... sólo entonces Pedro Balbuena lo comprendió todo y movió lo más que pudo los

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labios porque era mentira y ella esta vez no le volvería a dar jamás otra cita en el bar del «Ritz», Sophie (BE, 244). La última frase no es la última del libro, ni siquiera la última del protagonista. Sin el epílogo que sigue, el final del capítulo cuarto que hemos citado equivaldría solamente a un sarcasmo: Pedro, el protagonista de la experiencia erótica, se ha trasformado definitivamente en la víctima de aquélla a la que adora. Todavía es capaz de reconocer que todo ha sido "mentira". Es igualmente capaz de reconocer que la continuidad no existe. Es por eso que va a morir. La que sobrevive — Sophie la adorada — aparece, por ende, como la que detenta el poder, la que posee el discurso, es decir, la "mentira" o la fantasía. La "verdad", es cierto, se encuentra del lado de Pedro, es decir, del lado de la víctima. Pero se trata de una verdad a la que le falta la Gracia — jesuíticamente hablando — "eficaz". Simplemente, se muere. Desde el punto de vista de la víctima, pues, no hay más allá. No hay un más allá de la mentira — claro está —, pero tampoco hay un más allá de la verdad... Yo no sé qué tipo de "más allá" habrá. Bryce Echenique tampoco pretende saberlo. Es cierto, sin embargo, que hay un más allá del sarcasmo que acabamos de comentar. Consiste en que la misma víctima también asume la "mentira", es decir la "fantasía". Pues bien, el epílogo no sólo refiere que la víctima sobrevivió; no sólo refiere que Pedro, por primera vez en su vida, ha escrito un cuento que no va a romper, sino que además — y más allá de todo eso — vuelve al tema erótico, es decir que hace resurgir a la misma Sophie, la asesina. Es con ese toque de humor "absoluto" que se acaba la novela. Ese humor es transgresivo en la medida en que no acepta la violencia, es decir las consecuencias, en última instancia, letales1 de la experiencia del erotismo. Es ese tono, creo yo, el que da al último párrafo de la novela su gracia y su ligereza: De pronto, Sophie cruzó los brazos sobre el pecho como si fuera a exclamar ¡Dios mío!, pero en cambio soltó la carcajada al ver que su perro le arrancaba los papeles que Pedro llevaba en la mano. La risa que le dio, la prisa que no tenía, el acento tan divertido del

7 Dejo al lector decidir en qué medida esta conclusión corresponde a la "definición" del concepto de transgresión propuesta por Foucault: "La transgression [...] prend, au coeur de la limite, la mesure démesurée de la distance qui s'ouvre en celle-ci et dessine le trait fulgurant qui la fait être. Rien n'est négatif dans la transgression. Elle affirme l'être limité, elle affirme cet illimité dans lequel elle bondit en l'ouvrant pour la première fois à l'existence. Mais on peut dire que cette affirmation n'a rien de positif: nul contenu ne peut la lier, puisque, par définition, aucune limite ne peut la retenir. Peut-être n'est-elle rien d'autre que l'affirmation du partage. Encore faudrait-il alléger ce mot de tout ce qui peut rappeler le geste de la coupure, ou l'établissement d'une séparation ou la mesure d'un écart, et lui laisser seulement ce qui en lui peut désigner l'être de la différence" (1966, 756s; subrayado mío).

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barbudo. También Pedro soltó entonces la carcajada, en cambio. Y mientras atravesaban la rué Git-le-Coeur para empezar a mirar antigüedades, el mastín terminó de destrozarle su cuento (BE, 253).

Epílogo La discusión suscitada por la puesta en escena del texto que precede me extrañó, no tanto por su intensidad, sino por los puntos que se discutieron. No se discutió el análisis de Tantas veces Pedro. Tampoco se discutió la legitimidad de hablar sobre dos novelas latinoamericanas partiendo de un discurso tan intrínsecamente europeo como el de Georges Bataille. Lo que sí se discutió, en cambio, fue mi análisis del Elogio de la madrastra. Pronto se formaron dos grupos: los que le reprochaban a Vargas Llosa el haber tomado demasiado a la ligera el problema de la sexualidad al comportarse en su Madrastra, según ellos, como un niño grande incapaz de transmitirle al lector la esencia de la sexualidad... La otra fracción, en cambio, me reprochó a mí el haber tomado demasiado a la ligera al mismo don Mario porque, según ellos, no todo en la Madrastra era sátira social, no todo, pues, pertenecía a la categoría de lo "cómico significativo". Así, por ejemplo, el pequeño Alfonsito era — ¿verdad? — "un gran perverso; eso es lo importante..." Si mi interlocutora de Eichstätt (Carmen Ollé) tenía razón, me dije más tarde, mi interpretación de la Madrastra, si no era simplemente equivocada, por lo menos era limitada en la medida justamente en que yo había subestimado la carga transgresiva de un texto, al cual, conforme a las reacciones de mis interlocutores, sí que debía aplicársele la categoría de "texto erótico". Dos conclusiones son imprescindibles. La una: la "carga transgresiva" de la Madrastra es el resultado de todo un conjunto de estrategias literarias específicas. En otro lugar he demostrado8 que se trata de las mismas estrategias, en parte por lo menos, de las que el autor se sirve en la obra precedente. Por eso, no es necesario insistir en ellas. La otra: de hecho, con la Madrastra, estamos frente a un caso de "transgresión", porque no cabe duda de que el autor ha conseguido dar la palabra a la sexualidad, en el sentido mismo que se atribuye al término en la cita que nos sirve de epígrafe. La prueba se presenta en la discusión a la que me refiero: es transgresivo el lenguaje de la sexualidad no sólo porque tiende a derogar las leyes de un lenguaje regido por la "lógica", sino porque es portador de un existir humano, cuya forma es la experiencia rigurosa de la finitud.

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Véase Walter Bruno Berg: "Elogio de la madrastra:

Mario Vargas Llosa" (publicación prevista para 1998).

Humor, Erotik und Polyphonie bei

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Bibliografia Bataille, Georges. 1956. Hegel, la mort et le sacrifice. En: Deucalion. Cahiers de Philosophie (Neuchâtel) 5, 21-43. —. 1957. L'érotisme. Paris: Editions de minuit. Baudelaire, Charles. 1962. De l'essence du rire et généralement du comique dans les arts plastiques. En: id., Curiosités esthétiques. L'art romantique. Paris: Garnier, 241-263. Bryce Echenique, Alfredo. 1987. Tantas veces Pedro. Barcelona: Plaza & Janes. [citado como BE] —. 1991. Instalar el humor en el corazön mismo de la tristeza. En: Nuevo texto critico (Stanford), IV, 8, 55-72. Finter, Helga. 1992. Heterologie und Repräsentation: Strategien des Lachens. Zu Georges Batailles Le bleu du ciel. En: Helga Finter y Georg Maag (eds.). Bataille lesen: Die Schrift und das Unmögliche. München: Fink, 1331. Foucault, Michel. 1996. Préface à la transgression. En: Critique. Revue générale des publications françaises et étrangères XXII, 229, 751-769. Pascal, Biaise. 1974. Pensées. Texte de l'édition Brunschvicg. Ed. de CharlesMarc des Granges. Paris: Garnier. Ritter, Joachim. 1980. Über das Lachen. En: id.: Subjektivität. Frankfurt a.M.: Suhrkamp (Bibliothek Suhrkamp, 379), 62-92. Vargas Llosa, Mario. 1988. Elogio de la madrastra. Buenos Aires: Emecé Editores, [citado como VLL]

La ventriloquia y el otro en El hablador de Vargas Llosa Mark I. Millington

Este ensayo se propone acceder a una lectura de El hablador precisamente a través del habla. El punto de partida será específicamente la pregunta que enuncia Gayatri Spivak en el título de su ensayo: "Can the Subaltern Speak?", es decir, en castellano, "¿Puede hablar el subalterno?" Pero ante todo quisiera aclarar que utilizo el término "subalterno" en su más estricto sentido sin matiz peyorativo alguno. El sentido de la pregunta de Spivak tiene que ver con la representación, es decir: ¿Puede el subalterno representarse ante los otros y ante sí mismo? La preocupación básica de Spivak son las mujeres subalternas del Tercer Mundo y está claro que su pregunta no es literal sino que busca determinar si una mujer en una condición de desigualdad múltiple puede hablar, o sea, puede participar en una práctica discursiva audible. Spivak contesta su propia pregunta con un "no" definitivo, e insiste en que las subalternas son representadas por otros, los cuales las dominan mediante sus discursos. Sin embargo, no se trata de una opresión monolítica, sino que, por el contrario, Spivak describe posiciones subalternas diversas y fragmentadas. Es esta misma multiplicidad lo que agrava el problema de las subalternas al crear divisiones entre ellas, lo que impide la actualización de cualquier unión potencial para actuar contra la opresión. Dicho ensayo y el debate que ha provocado recientemente sugieren ciertas preocupaciones que abren una perspectiva importante sobre El hablador y que crean un contexto crítico para leerlo. No se trata de aplicar las ideas de Spivak directamente a la novela, sino de dejar que estimule cierto proceso de análisis. Sobre todo, después de lo que dice Spivak, parece fundamental prestar atención a la condición de los indígenas respecto a otras fuerzas culturales y económicas, y analizar su representación dentro de la forma de la novela. En mi ensayo las preguntas básicas van a ser: ¿Quién o qué habla por el hablador?, e igualmente importante: ¿Quién o qué habla por el narrador? Según la información presentada en la novela, los machiguengas son un grupo de unos cuatro o cinco mil indígenas nómadas del Amazonas, que en los años ochenta se dividieron en dos subgrupos. Uno de estos subgrupos se ha arraigado y ha empezado un proceso de aculturación; el otro ha mantenido su aislamiento y sus tradiciones culturales. El primer grupo ha sucumbido a la influencia de misioneros protestantes de Estados Unidos que proporcionan importante información sobre la cultura machiguenga. El segundo grupo está muy disperso, se desplaza constantemente, y por eso resulta difícil de contactar. Pero los dos grupos comparten por lo menos una característica con

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relación a los que son intrusos en su territorio y cultura: los dos existen en un estado de subalternidad efectiva o potencial. La palabra "subalternidad" describe su posición con respecto a otros grupos o fuerzas dentro del Perú. Y la novela contiene un debate acerca de esta posición y la ética de su asimilación paulatina a la vida nacional. En este debate las voces provienen del narrador y de Saúl Zuratas. El narrador considera que los machiguengas son primitivos y que su cultura no puede mantenerse ajena al contacto con la poderosa y expansionista cultura capitalista del Perú. Cree que el proceso de su asimilación a la economía de mercado es inevitable y deseable, y califica su propio punto de vista de pragmático. En cambio, Zuratas denuncia vehementemente la asimilación de los machiguengas. Declara que los misioneros están tratando de destruir la lengua y la cultura machiguengas como formas vivientes y que es evidente que el grupo ha elaborado una vida en perfecta armonía con su ambiente. Zuratas reitera constantemente el contraste entre las costumbres machiguengas y la destrucción ambiental producida por la cultura occidental, e insiste en la necesidad de mantener su absoluta separación para preservar su integridad y cultura. El narrador califica esta perspectiva de idealista y nada práctica. Pero a pesar de la crítica del narrador sobre la opinión de Zuratas y la insistencia sobre la "moderación" y el pragmatismo de la suya, las dos posiciones en el debate se definen claramente. Sin embargo, ya es evidente que los que se articulan son los puntos de vista de los que no son machiguengas: éstos no hablan en este debate, y esto tiende a confirmar la opinión de Spivak. Para entender la manera en que se elabora este debate es necesario considerar quiénes son los participantes. Primero se analizará la posición de Zuratas, y al final del ensayo la del narrador. La identidad de Zuratas está determinada por dos factores, el físico y el cultural/religioso. Aparece desfigurado por su melena roja y caótica y una marca de nacimiento roja oscura en la mitad derecha de la cara. Su otredad se subraya diariamente en la reacción hostil de los limeños que lo tratan como si fuese un monstruo. Su hibridismo físico (medio desfigurado, medio normal), se complementa con sus raíces en una familia judía de Lima. Siente que sus antecedentes judíos lo marginalizan en la sociedad limeña, predominantemente católica, a pesar de que sus raíces blancas le presten cierto privilegio en términos raciales. En efecto, está claro que la caracterización de Zuratas como marginado tiene algo de excesivo, un exceso que corresponde al extraño proceso por el que pasa en la selva. La marginalización del judío Zuratas por parte de los limeños le permite al narrador sacar unas conclusiones bastante obvias acerca de las razones de su profunda dedicación al estudio de los machiguengas y de su identificación con ellos; los dos viven al margen del poder y en un estado de diàspora: los judíos sin raíces y errantes; los machiguengas nómadas y constantemente "andando." Pero si bien, por una parte, los judíos pertenecen en cierto sentido al mundo de Lima, la verdad es que, por otra parte, los machiguengas tampoco se encuentran en un estado de otredad absoluta. La existencia de estudios etnográficos

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indica que ya ha habido cierto contacto con ellos, y, de hecho, la novela se refiere a una serie de forasteros que han irrumpido en su vida; forasteros interesados en el caucho, los metales preciosos, la madera, la producción de drogas y en la propia salvación de sus almas, que además han producido diferentes tipos de impacto en la cultura machiguenga. En definitiva, los machiguengas no constituyen el Otro puro: ya se han adaptado y han aprendido quienes son sus Otros. Lo significativo es que la marginalidad de los machiguengas y del mismo modo la de Zuratas es parcial, y se define fundamentalmente por el esfuerzo de otras culturas en intentar comprenderlos. Sin embargo, establecer una analogía entre la marginalidad de Zuratas y la de los machiguengas no equivale a justificar un cruce cultural. Hay que insistir en que el evento dramático que forma el eje de la novela — y que es el punto culminante del argumento cuando se confirma — es la incorporación de Zuratas a los machiguengas. Desaparece de Lima y veinte años más tarde el narrador descubre que ha estado viviendo con los machiguengas como hablador. Los habladores son personas importantes para los machiguengas. Como grupo disperso y nómada, están en permanente riesgo de perder el contacto y su identidad colectiva, y para evitar la disgregación, los habladores se mueven entre los subgrupos comunicando noticias y repitiendo y reinventando la mitología machiguenga. Los habladores son conductos para que la comunidad general mantenga su cohesión. Ahora bien, la facilidad con la que un blanco de clase media y con un alto nivel educacional se asimila a los machiguengas sugiere ciertos problemas, sobre todo, porque asume un papel central, el de hablador. Y es aquí donde el argumento de Spivak puede servir de estímulo para explorar algunos de los problemas sin resolver que crea la novela, aparentemente sin ser consciente de ellos. En primer lugar, parece desconcertante que este tipo de individuo sofisticado pueda realizar este cruce cultural para encontrarse (literal y metafóricamente) en el Amazonas. Además, es bastante revelador el hecho de que, a pesar de haberse integrado en la selva, Zuratas no pierda aquella capacidad de hablar que había tenido en Lima. Dado el escepticismo de los machiguengas con respecto a los forasteros (incluso con respecto a otros grupos indígenas), la acogida de este individuo parece, por lo tanto, incongruente. En segundo lugar, en un momento dado el mismo Zuratas critica la aculturación y dice que la cultura es el destino, declarándose en contra de la adquisición de otras culturas: Antes de nacer (es decir, antes de juntarse con los machiguengas) pensaba: "Un pueblo debe cambiar. Hacer suyas las costumbres, las prohibiciones, las magias, de los pueblos fuertes. Adueñarse de los dioses y diosecillos, de los diablos y diablillos de los pueblos sabios. Así todos se volverán más puros," pensaba. Más felices, también. No era cierto. Ahora sé que no. Lo aprendí de ustedes,

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sí. ¿Quién es más puro y más feliz renunciando a su destino, pues? Nadie. Seremos lo que somos, mejor (Vargas Llosa 1987, 21 ls.). No parece muy claro cómo este tipo de declaración puede aplicarse a Zuratas, ya que lo que parece realizar es precisamente una renuncia a su propia cultura. La declaración de este principio abre serias dudas acerca de Zuratas. Parece posible que esté usando, e incluso explotando, a los machiguengas en la lucha contra sus propios problemas de identidad surgidos en el contexto de Lima. La cuestión de la persistencia de un elemento de diferencia irreducible en su relación con los machiguengas se concreta en el capítulo siete, en el que Zuratas, actuando como hablador, se dirige a los machiguengas a propósito de su desfiguración. En la lógica de la novela, este rasgo físico pretende lograr la analogía entre las marginalidades, no obstante surge una contradicción cuando se explica que los machiguengas destruyen a los niños imperfectos: según este criterio Zuratas no hubiera sobrevivido a la niñez. Por eso Zuratas es una anomalía dentro de las prácticas sociales de los machiguengas. Sin embargo, trata de justificar su apariencia como la voluntad insondable de los dioses machiguengas, o en términos de otro principio machiguenga: algunas cosas simplemente se producen y tienen que aceptarse. Estas dos explicaciones lo harían menos visible y por eso más aceptable. Pero sus oyentes rechazan las dos explicaciones airadamente, puesto que subvierten su sistema de valores. Parece que están más dispuestos a creer que una fuerza maligna es reponsable de la apariencia de Zuratas, y esto no sólo le incomoda, sino que le da el papel de una persona sospechosa que no puede asimilarse completamente a ellos. El narrador mismo siente cierto escepticismo acerca de la posibilidad del cruce de Zuratas, pero finalmente parece aceptar el supuesto hecho de que ha ocurrido. En efecto, parece que la novela busca sostener simultáneamente dos perspectivas distintas al respecto. Establece el hecho del cruce y su viabilidad (después de todo, Zuratas ha estado en la selva durante veinte años), pero también quiere mantener la duda acerca de lo que ha pasado y por eso hace que el narrador explique su escepticismo. Es como si la novela no estuviera completamente convencida de su propia lógica. Este tipo de problema se encuentra también en el área del habla relacionada con Zuratas. En este área se consolida la posición manipulada y desigual de los machiguengas en cuanto a su capacidad para hablar y representarse. La implicación es que las palabras que utiliza Zuratas como hablador se han traducido de la lengua machiguenga, y esa traducción evidentemente supone otro cruce cultural: devuelve a Zuratas a su lengua de origen. Pero no es una traducción sencilla: trata de reproducir ciertos ritmos y cierto tono aparentemente machiguengas, y por eso desarrolla una versión idiosincrásica del castellano que se contrasta con el castellano estándar del narrador. El castellano traducido de Zuratas utiliza ciertos giros (por ejemplo, frases con "antes" y "después"), y formas gramaticales (por ejemplo, participios de presente para identificar a los que hablan) que constituyen una forma bastante particular de

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hablar. Es más, ciertos elementos léxicos tienen un fuerte sabor regional, aunque corresponden a la región de Iquitos, que no es la de los machiguengas1. En resumen, los capítulos en los que habla el hablador se identifican como lingüísticamente ajenos a la casi transparencia del castellano del narrador. La forma lingüística de estos capítulos, aunque pretende crear una diferencia entre las voces de la novela, efectivamente crea una identidad subalterna para los machiguengas. Los capítulos del hablador hacen que el representante de los machiguengas hable una lengua que refuerza su otredad. Pasando por alto, por el momento, la presencia de Zuratas como hablador, la novela practica un tipo de ventriloquia sobre los machiguengas de una manera que está cargada con implicaciones de poder. Como queriendo mitigar la ventriloquia practicada sobre los machiguengas, la novela introduce la imagen del loro, y así incluye otro tipo de actuación lingüística. En Lima y en el Amazonas, Zuratas se asocia con un loro. La historia que cuenta a los machiguengas explicando cómo encontró su loro subraya que es un pájaro análogo a él: los dos son débiles e imperfectos. Según la filosofía machiguenga, el loro es el animal que le corresponde. Además, Zuratas dice que ha tratado de imitar el habla de los loros, a quienes se refiere como habladores. Lo esencial entonces es que Zuratas se ha modelado a partir de los habladores, repitiendo como un loro lo que ha escuchado, y así implica que no hay una diferencia perjudicial entre sí mismo y el papel de hablador. Sin embargo, esta metáfora de la identidad por medio de la repetición como un loro no parece adecuada para realizar su objetivo puesto que los loros no alcanzan un nivel de imitación muy sofisticado, y ciertamente no necesitan usar el tipo de argumentos especiosos que presenta Zuratas al intentar justificar su marca de nacimiento entre los machiguengas. En suma, parece que la novela quiere adoptar una posición afirmativa acerca de la posible continuidad entre las culturas y el movimiento entre ellas. Sin embargo, existe la duda de que se haya recurrido a una supresión de diferencias y a la explotación de la imagen de los indígenas para expresar la crisis de identidad occidental de Zuratas. Mis observaciones acerca de las dificultades inherentes a la relación entre una cultura y otra me confrontan con el muy complejo tema teórico de cómo el Otro puede ser representado. Lo fundamental es cuál es la relación con la otra cultura y cómo puede preservarse su diferencia evitando la asimilación a un proceso de comprensión ajena y distorsionada. En El hablador, esta cuestión se presenta en dos niveles: en el primero, respecto a Zuratas, analizando si es posible aceptar que éste represente a los machiguengas; en el segundo, respecto a la novela misma, comprobando si está usando a Zuratas simplemente como el ventrílocuo de los machiguengas para explorar su propia preocupación con los que inventan ficciones y la importancia de su papel social. Al principio, la

'Esta información se la debo a mi colega peruano Juan Carlos Machicado.

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novela crea la ilusión de que los machiguengas están hablando directamente al lector, hasta que llega el momento en que se confirma que Zuratas y el hablador son la misma persona. Una vez confirmados esa identidad y el silencio de los machiguengas, los propósitos del personaje y de la novela tienen que ponerse en tela de juicio. ¿Es posible que una novela o las formas de representación de cualquier cultura respeten la diferencia del Otro sin asimilarla a sus categorías? ¿Cómo se puede preservar su diferencia mientras que uno busca promover la proximidad y la reciprocidad? Estos son problemas bien conocidos por la hermenéutica en su esfuerzo por teorizar la comprensión de lo radicalmente nuevo u otro. El riesgo es apropiarse del Otro como una pieza dentro de un sistema de comprensión ajeno a él — rehaciendo al Otro en función del propio saber, dentro de una novela, por ejemplo, o de un ensayo de crítica. Y a este respecto, está claro que los individuos, las sociedades y las culturas se constituyen y se reconstituyen mediante la negación de sus Otros. Por eso, calificar a alguien de forastero indica ya que el Otro ha sido asimilado (por parcialmente que sea) y categorizado como ajeno dentro de un sistema propio. De esta manera, el saber de sus Otros cultivado por una cultura sirve a sus propósitos narcisistas de autodefinición. En términos ideales, sería posible proponer una relación dialógica como una manera de evitar estas dificultades: la creación de una estructura de interlocutores más o menos iguales en un diálogo abierto de culturas y pueblos, sin la necesidad de absorber al Otro en programas preconcebidos. Esta no sería una relación de oposición sino una relación negociada capaz de respetar la diferencia del Otro y capaz de dejar que se escuche al Otro. Pero esto implicaría que el Otro ya hubiera podido hablar, lo cual a veces no es tan fácil según demuestra El hablador. Pero si hay dudas acerca de cómo El hablador representa la cultura del Otro en una forma tan fundamentalmente occidental como la novela, también surge una ambigüedad importante acerca de la posición cultural del narrador mismo. Existe implícitamente en la novela la idea de que el narrador forma parte de la tradición europea y, en cierto sentido, internacional. Su posición no se pone en tela de juicio explícitamente. Escribe su texto en Florencia adonde ha ido para olvidarse del Perú y de los peruanos, y para sumergirse en la cultura visual y literaria de Europa. En los primeros capítulos hay varias referencias a su interés por escritores europeos y norteamericanos y a su entusiasmo por conocer Europa. En definitiva, se siente mucho más cómodo en Europa que en la selva peruana y es divertido ver cómo en la selva le resulta muy fácil tomar el té y charlar con los misioneros norteamericanos. Es evidente que estas preferencias ayudan a explicar la posición que adopta en el debate con Zuratas acerca de la asimilación de los machiguengas. Pero, a pesar de todos sus esfuerzos para asimilarse a esta red cultural, en Florencia experimenta la vuelta del pasado reprimido. Y este momento clave es el punto de partida de la novela. Inesperadamente, el narrador se ve confrontado por una exposición de

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fotos sacadas por un italiano en la selva amazónica. Las fotos representan a los machiguengas y desencadenan una serie irreprimible de asociaciones y pensamientos: es decir, lo Otro interrumpe violentamente su asimilación tranquila a Florencia. A continuación, el período que pasa allí se divide entre la lectura de los grandes escritores italianos y la recuperación de sus ideas acerca de Zuratas y los machiguengas. Esta combinación de preocupaciones resume la posición del narrador: puede ser que esté en Europa en un sentido, pero también está en América Latina en otro; puede ser que conozca profundamente el arte europeo pero también forma parte de la invasión de Florencia por los turistas, forasteros por antonomasia; puede ser que haya visitado a los machiguengas en la selva, pero es con los misioneros con quienes se comunica más fácilmente. Cuando está en Florencia representa una parte muy particular del Tercer Mundo en el Primer Mundo; cuando está en la selva es una parte del Primer Mundo en el Tercer Mundo. El narrador y Zuratas ocupan posiciones igualmente complejas y culturalmente híbridas, y a este respecto sería apropiado replantear la cuestión de Spivak, ¿puede hablar el subalterno? Si la novela parece contestar a esta pregunta con una negativa — en este contexto los machiguengas no pueden hablar —, la pregunta que tiene que dirigirse al narrador es: ¿quién o qué habla cuando habla él? La respuesta, como hemos visto, es una multiplicidad de fuerzas e intereses. A estas alturas del siglo veinte, hay pocas posiciones culturales puras: poca continuidad cultural no problemática, pero también pocas rupturas absolutas. Al encontrarse las culturas, éstas se redefinen en procesos complejos en los que el poder del habla es decisivo, pero raras veces distribuido igualmente.

Bibliografía Spivak, Gayatri C. 1988. Can the Subaltern Speak? En: Cary Nelson y Lawrence Grossberg (eds.). Marxism and the Interpretation of Culture. London: MacMillan, 271-313. Vargas Llosa, Mario. 1987. El hablador. Barcelona: Seix Barral.

"Peruanos en el extranjero": el exilio en Permiso para vivir de Alfredo Bryce Echenique Sonia V. Rose L'exil c'est le saut hors du cercle; de ce recul on ne revient plus. José Echeverría La literatura peruana del siglo XX no ha sido una literatura inclinada a la autoreflexión, tal vez por haber estado teñida por la preocupación social y dominada por el Realismo y, en un sentido más amplio, el Indigenismo. Dentro de una concepción esencialmente pragmática de la narrativa que considera que la labor esencial del escritor es la de retratar la realidad circundante y denunciar la injusticia social, es difícil para un autor encontrar (o poder crear) un espacio para la reflexión sobre el sentido de la propia vida, incluso cuando éste fuera buscado en la relación del autor con la sociedad. Si bien, dentro de un proyecto de este tipo, la biografía puede por su función ejemplar jugar un papel, no ocurre lo mismo con el yo autobiográfico, autoreflexivo por definición. Tomando en cuenta lo anterior, no es pues sino curioso que los tres escritores peruanos contemporáneos de mayor renombre internacional se hayan consagrado — aunque de modos muy distintos — a la reflexión personal. Me refiero a la obra de Julio Ramón Ribeyro, quien abre la serie con La tentación del fracaso. Diario personal 1950-1960 (1992), siguiéndole El pez en el agua de Mario Vargas Llosa y Permiso para vivir (Antimemorias) de Bryce Echenique (ambas de 1993). Además del retour sur soi propio a las tres obras, las une otra constante: el exilio. Existen, sin embargo, ciertas diferencias en este sentido: mientras que las memorias de Vargas Llosa (o al menos la serie de capítulos que narran su vida hasta la veintena) acaban precisamente con su viaje a Francia, y el diario de Ribeyro cubre tan sólo la primera década de su alejamiento del Perú, las memorias de Bryce (escritas en Barcelona) abarcan todo el período de su ausencia del país y reflexionan sobre el exilio, uno de los grandes temas de su narrativa, cuyos personajes (tanto centrales como secundarios) suelen ser "peruanos en el extranjero". La distancia lleva a Bryce a una meditación sobre su propio exilio y, desde el mismo, a una reflexión sobre la sociedad limeña y el sentimiento de peruanidad. Son estos elementos de la autorreflexión los que nos decidieron a concentrarnos en sus memorias. Alfredo Bryce dejó el Perú en 1964; ha vivido desde entonces en Europa (Francia y España) y desde allí ha viajado a las Américas, instalándose por períodos más o menos prolongados en distintos países. Sin embargo, exista o no una situación real de exilio o de expatriación, el intelectual puede sentir una mayor o menor distancia entre su yo y la sociedad a la cual pertenece: la

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(auto)marginación, la incapacidad de integrarse al medio, la imposibilidad de sentir como propios los valores y la historia de sus compatriotas, lo pueden llevar al exilio metafórico. Es desde ese punto (a menudo unpoint of no return) que el exiliado "mira": su propia vida, la relación de ese yo individual con el devenir histórico de su patria y el lugar que ocupa dentro de ese cuadro social e histórico al cual alguna vez (sintió que) perteneció y que parece haber cambiado hasta hacerse irreconocible. Son estos algunos de los aspectos que nos proponemos estudiar a continuación.

I Reflexiones sobre el exilio peruano En el marco latinoamericano, el número de exiliados de los últimos veinticinco años (principalmente entre 1973 y 1983 para el caso argentino, chileno y uruguayo1) y la importante producción literaria de un grupo de ellos, podrían llevar a interrogarse sobre la existencia de un "discurso del exilio". Cabría preguntarse si se produce una transformación de la escritura debido al exilio, si existen rasgos específicos que designen a la literatura de exilio y que la diferencien de otras y si ésta podría constituir un sub-género literario con sus propios clichés y estereotipos2. En el caso de los intelectuales peruanos, no podemos sino preguntarnos sobre la pertinencia de la palabra exilio para denominar su situación. Pasando revista a la bibliografía sobre el exilio, hay un consenso en la definición del mismo como "expatriación, separación de una persona de la tierra en que vive, generalmente por motivos políticos". El exiliado debe generalmente dejar el país abruptamente, a menudo por motivos de seguridad personal, sin posibilidad de elección en cuanto a su lugar de destino y sin la opción de regresar. Los escritores chilenos, argentinos y uruguayos exiliados escriben a partir de un hecho histórico definido, la dictadura, que los obligó a emigrar, lo cual no es el caso de los peruanos. Sería, pues, más exacto hablar de emigración o de éxodo. Sin embargo, una serie de intelectuales (Bryce entre ellos) prefiere hablar de su situación como de exilio, dada la imposibilidad que sienten de regresar y de integrarse a la sociedad de origen, situación que examinaremos más adelante.

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Se trata de una diàspora particular, motivada por cambios políticos, y que cuenta con un importante núcleo de personas pertenecientes a un nivel cultural y económico superior, y caracterizada por los siguientes rasgos: a) invierte la tendencia de inmigración europea hacia América; b) siendo muchos de los exiliados hijos o nietos de inmigrantes europeos, el exilio puede tomar, en ellos, un cariz de viaje de retorno; c) no se trata de un salto fronterizo sino de viajes transcontinentales. 2 En nuestro siglo, los exilios latinoamericanos se insertan en una larga serie (ruso, alemán, español, entre otros), cuya importancia literaria ha dado lugar a una rama especializada de la investigación. En cuanto al exilio literario, es de particular importancia la investigación centrada en París como lugar de exilio. Cf. nuestra bibliografía.

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Aunque el éxodo peruano no sea cuantitativamente comparable al de otros países latinoamericanos, no por ello es menos digno de atención. El número de emigrados es importante entre los intelectuales. Más aun, en lo que hace a los escritores, aunque el núcleo que permaneció en el Perú cuenta con autores de talla, los tres que habrían de adquirir mayor renombre internacional han vivido la mayor parte de su vida en Europa, aunque siempre con períodos durante los cuales han regresado y permanecido en el Perú. Todo ello, pues, justifica plantearse si existe un discurso del exilio en el caso peruano y, de haberlo, estudiar sus caracteres y su actualización en autores concretos. ¿Por qué parten los intelectuales peruanos? Para responder a esta pregunta, dos fuentes sonde particular interés (aunque se limitan a las décadas 1970-1980): el libro de Roland Forgues con el significativo título Bajo el puente Mirabeau corre el Rímac (1978) y la encuesta que hiciera y publicara en dos números la revista Hueso húmero (1981) entre una serie de intelectuales peruanos que estaban entonces viviendo en el extranjero. De las respuestas dadas a la pregunta "¿Por qué no vive usted en el Perú?", surgen una serie de constantes3: • Las razones de haber dejado el Perú y el porqué de haberse quedado en el extranjero varían desde la partida forzada de un Manuel Scorza al caso de José Miguel Oviedo ("yo no me quedé en este país: me fui quedando", 9, 101). El factor push parece en la mayoría de los casos equivalente al factor pulí: muchos sostienen que, cuando intentaron regresar al Perú, se toparon con la indiferencia, cuando no el rechazo, del medio. Tal el caso del pintor Hermán Braun, quien afirma: "cuando hice una exposición en el instituto de Arte Contemporáneo, se me silenció totalmente en la prensa local" (9, 96); cuando regresa de París, luego de una exitosa exhibición: "tampoco tuve la menor acogida" (9, 96). El escritor Manuel Scorza narra detalladamente sus vicisitudes profesionales y conyugales en el Perú, sus vanos intentos por permanecer en su tierra y concluye que: "El hombre que se revela contra una sociedad, en especial contra la peruana, si sobrevive, se enfrenta a una disyuntiva: someterse o alejarse" (9, 104). Este rechazo de la patria hacia sus hijos pródigos contrasta con la acogida que reciben los encuestados en el extranjero. El crítico José Durand revela su imposibilidad de trabajar en la Universidad de San Marcos, contrariamente a lo que le ocurre en Francia o Estados Unidos, concluyendo que "de no retirarme en mi patria, lo haré en México, donde no me miran como extranjero y me comprendieron siempre mejor que en Lima" (9, 98)4. Scorza intentó quedarse en el Perú, pero se vio obligado a partir a París: "Así escribí Redoble por Raneas y, siendo peruano, me asombró recibir, en vez de insultos, elogios" (9, 105).

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Todas las citas en lo que resta del apartado provienen, salvo indicación contraria, de Hueso húmero (1981). Colocamos en paréntesis el número de la revista y de página. 4 A pesar de esta afirmación, es sabido que Durand, profesor en la Universidad de Berkeley, pasaba el verano académico norteamericano en Lima, donde falleció.

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• Otra causa que se repite en las entrevistas para explicar el alejamiento prolongado, es la carencia de una atmósfera idónea o de medios económicos que permitan el trabajo intelectual o creativo. Durand declara que "nunca me dieron en mi patria oportunidades serias para ejercer mi profesión universitaria [...]. No veo lugar estable en el Perú donde tuviera cabida" (9, 96). Tampoco pudo desarrollar una incipiente vocación de escritor; al dejar México: "perdí también una carrera de narrador joven, que por alguna razón no tuvo para mí el ambiente apropiado en Lima" (9, 97). Oviedo destaca la dificultad de encontrar un lugar dentro del medio que le permita continuar con su labor: A veces creo que me quedé aquí [los Estados Unidos] porque el deterioro económico, político, moral y cultural del Perú era atroz a mediados de los 70; pero también creo que eso no me habría prevenido regresar [...] si hubiese encontrado la forma de hacerlo (9, 101). • Otro motivo aducido, relacionado con el anterior, es la estrechez de miras del ambiente limeño y el aislamiento geográfico del Perú. Para muchos escritores, la idea de vivir en el Perú equivale a la marginalidad. Lima, que fuera la perla del Pacífico durante la época colonial, aparece pues en los años setenta de nuestro siglo como un páramo intelectual. Así lo resume José Carlos Rodríguez: Los muchachos de acá [...] van a querer siempre estar dentro del ambiente intelectual. Y ¿qué es el ambiente intelectual en Lima? No hay editoriales, no se puede trabajar (en: Forgues 1987, 71). Esto nos lleva a un aspecto importante del exilio y que es la división entre "los que se van" y "los que se quedan". Aunque entre los peruanos no se produjo una confrontación, dado que el éxodo no tuvo causas políticas como en el caso del Río de la Plata o Chile, sí existió la tensión. Julio Ramón Ribeyro alude a ella en la encuesta de Hueso húmero, cuando dice llamarle la atención que la pregunta haya sido formulada negativamente, es decir, "¿por qué no vive usted en el Perú", ya que pone a los encuestados en la necesidad de justificarse. Para Ribeyro, "vivir en el extranjero no es siempre una ventaja"; irse no es una culpa, quedarse no es un mérito (9, 103). En lo que hace a la antigua polémica sobre si se conoce mejor la realidad latinoamericana desde América Latina o desde Europa, Ribeyro opina, como toda una serie de escritores en la encuestra, que "se puede estar fuera de su país, pero más dentro de él que quienes no lo han dejado" (9, 103). Bryce retoma la cuestión en sus Antimemorias, como veremos más adelante. La encuesta, llevada a cabo antes de 1980, revela la situación de las décadas del 60-80, situación que no parece ser válida hoy en día. Para empezar, los focos de atracción se han multiplicado y desplazado y Europa (en particular París) parece haber perdido su antigua hegemonía. En segundo lugar, si pasamos revista a los nombres más destacados de la literatura peruana de los últimos diez años, nos percatamos de que la mayoría de ellos radica en el Perú, aunque muchos

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viajen a menudo al extranjero, a veces por largos períodos, pero sin llegar a instalarse allí. Son los escritores que Sánchez León (1987) ha denominado "allerretour".

II El salto fuera del círculo: exilio real y metafórico Permiso para vivir, subtitulado Antimemorias5, no abarca un período determinado de la vida del autor, sino su integridad: la familia, el colegio, la crisis religiosa, su decisión de ser escritor, su paso por la Universidad de San Marcos, su vida de escritor pobre en París, la publicación de sus cuentos y de Un mundo para Julius, la redacción de Tantas veces Pedro, algunos de sus viajes como escritor reconocido, su alcoholismo, su timidez, la amistad, continuada o traicionada, sus amores, además de reflexiones sobre la paternidad, el exilio, sus gustos literarios, la escritura6. La redacción de las Antimemorias, según testimonio del autor, habría sido comenzada en Barcelona, en 1986 (13). Se acababa entonces de mudar a España y pensaba compartir su vida entre el viejo continente (siete meses de trabajo anuales) y el Perú (el resto del tiempo). Cuando termina la obra, Bryce ha pasado la mitad de su vida fuera del Perú. Dada esta ausencia real, no es de extrañar que el tema del exilio se plantee ya en la "Nota del autor que resbala en capítulo primero" cuando asevera, citando a Sarduy, que su situación se ha ido convirtiendo en la de exiliado, con "esa i, de rigurosa estirpe académica [que] añade al exilio una condición de aristocracia o de rigor" (13); y no en la de exilado, que rima con refugiado, emigrado, apátrida. El exilio no es necesariamente negativo. Para José Miguel Oviedo, su consecuencia es la "sensación de libertad vacía de saberse extranjero, la de no pertenecer a donde uno está" (Hueso húmero 9, 101). La necesidad de distancia para poder escribir sobre un tema que le es demasiado cercano es aducida por una serie de autores. Caso emblemático es Julio Cortázar, para quien el distanciamiento es indispensable para la escritura: Dudo de que exista un solo gran poema que no haya nacido de esa extrañeza o que no la traduzca; más aun, que no la active y la potencie al sospechar que es precisamente la zona intersticial por donde cabe acceder [sic]7.

5 Todas las citas de Bryce del presente apartado pertenecen, salvo indicación contraria, a esta obra. 6

La acción se centra en Francia, España, Puerto Rico, Estados Unidos, el Perú y Cuba, donde transcurre un tercio del libro. 7 Del sentimiento de no estar del todo, en Cortázar 1984 [1967], I, 32-38; la cita está en 37. La polémica entre Cortázar y Arguedas sigue siendo el episodio más conocido y tal vez más importante de esta problemática. Cf. la edición abreviada de 1969.

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Cortázar hace el elogio del exilio, en cuanto él considera que la condición poética requiere no pertenecer a un lugar específico, sino ir y venir entre dos mundos, ser a la vez traductor y traidor, explorador que hace resonar lo múltiple, dentro y fuera de sí mismo. "Mucho de lo que he escrito se ordena bajo el signo de la excentricidad [sic] [...]. Precisamente escribo por no estar o por estar a medias" (ibíd., 32). En el quinto capítulo de sus memorias, Bryce, toca el tema de la necesidad de distancia para poder escribir: Hace ya más de diez años que estoy fuera del Perú. Sí, ya tomé la famosa distancia que, según tantos escritores latinoamericanos, permite escribir mejor sobre lo que vieron, oyeron y vivieron en su país (44). El mismo confiesa haber reclamado en algún momento, la necesidad de distancia, pero añade: "Y también debo de haberme asustado [...] al pensar en la innecesaria distancia que puede llevar al desarraigo total" (44). La pérdida de la identidad puede comenzar por la pérdida de la memoria, del propio pasado. Signo alarmante de haber cruzado el umbral es el no poder recordar una palabra o más aun, el reconocer, al escucharla, una palabra que se conoció una vez, pero que se olvidó. Tal es lo que ocurre en "De cómo y porqué los monos me devolvieron la palabra" donde, gracias a su correspondencia con un profesor de la Universidad Católica del Perú, recupera la palabra "comediado": "Y yo, que tantas veces la había escuchado, pero que con la distancia y el tiempo la había perdido tal vez para siempre, recupero la palabra" (47). Como habíamos observado al referirnos al éxodo peruano, la posibilidad de volver existe siempre y, en efecto, muchos han vuelto, tal vez porque, como lo expresa en una entrevista radial el dramaturgo Alonso Alegría, "aquí [en el Perú] está la vida, aquí se hace la historia y se puede contribuir al desarrollo del país." (en: Sánchez León 1987, 100) Sin embargo, volver físicamente no implica sentirse integrado a los intereses y aspiraciones del cuerpo social, lo cual resume el poeta Elqui Burgos: "acá [en Europa] me siento muy desarraigado, tanto social como culturalmente. Pero en mi país también me sentía un solitario" (en: Forgues 1987, 145). Extranjeros en su tierra, quienes se quedan pueden presentar las marcas del exilio con mayor profundidad que quienes se van, ya que el exilio es también una actitud del individuo hacia su propia sociedad, los valores que ésta sustenta y las posibilidades que ofrece. Echeverría, en su artículo "L'exil de la conscience" (1980), reflexiona sobre la esencia del exilio. Hay algunos hombres que se acomodan a lo dado, tal como ha sido dado, que se conforman, que se adaptan a las formas sociales aceptadas. Actúan, pero lo hacen dentro de pistas que ya han sido trazadas y sancionadas. Frente a estos hombres, existen otros que no aceptan lo dado, que lo interrogan y descubren una mentira, una inconciencia deliberadamente cultivada. Son éstos los que descubren el vacío, la nada. Estos dos hombres no son seres diferentes,

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ambos coexisten, en diferente grado, en el interior de nosotros mismos. Los hombres en los cuales predomina uno de los elementos señalados se oponen a los otros; como son los primeros quienes detentan el poder, los otros se colocan fuera de la sociedad, extranjeros a sus normas, y desafían su normalidad. Los hombres del poder declaran que los otros están perturbados y los condenan a ser internados en asilos, en prisiones o los expulsan: L'exil de la conscience va de pair avec la conviction intime de ne jamais pouvoir être en tour comme les autres, même quand on le voudrait (Echeverría 1980, 49). L'exil est une condition ambigüe: intra ou extra muros, à l'intérieur ou à l'extérieur de la patrie, il est vécu comme un conflit personnel, comme un duel intérieur [...]. [L'exilié] porte en lui son adversaire sans pour autant le reconnaître comme tel. [...] Il ne résout pas son conflit en étant acceuilli par une autre communauté (ibid., 50). Las marcas del exilio de la conciencia o exilio metafórico, están presentes en la narrativa de Bryce: la fragmentación y disociación del yo, el sentimiento de pérdida, de marginación, la distancia entre él y el resto de los hombres, su incapacidad de pertenecer a un grupo determinado (véase Grinberg 1984). Bryce ha partido voluntariamente del Perú, ya que Europa parece ser su única posibilidad de concretar su vocación de escritor y, tal vez, con la esperanza de encontrar un medio intelectual y artístico más afín a sus propios intereses. La estadía europea se prolonga: "los tres años de la idea o programa inicial se convirtieron en estos 25 que llevo de escritor y de peruano en el extranjero" (199), y se convierte en exilio. "Un exilio voluntario, entonces, y punto, nuevamente" (200); voluntario pero que la concretización de la vocación de escritor hace que deje de serlo. Bryce evoca el momento mismo cuando toma conciencia de la imposibilidad del regreso. Estando en Perugia, termina el primer párrafo del primer cuento y rompe a llorar: El párrafo lo convence y el estudiante de literatura italiana, que es peruano en Europa desde hace casi un año, pierde por completo su libertad. Un gran adiós a toda la familia y a todos los amigos, también a los mayordomos y a las empleadas y a los perros, allá en la limeña casa familiar [...]. Good-bye to all that. Sí, adiós. [...] Ya no era, pues tan voluntario el exilio (200). El temor de que, si regresa a Lima, no podrá salir nuevamente, hace que permanezca en el extranjero ocho años, no volviendo incluso cuando muere su padre ("Temía que un enorme todo sentimental y financiero me retuviera en Lima" (201). En la persona, el exilio, incluso cuando sea voluntario, puede traer consigo angustia y desorden y provocar un sentimiento de desarraigo. Esto podría ser positivo, ya que implica una crisis de lucidez y la búsqueda de un nuevo arraigo,

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pero en la realidad la integración en la sociedad de adopción se hace difícil. El vaivén es un desgarramiento y el sujeto comienza a perder pie: París se había convertido en el lugar en que uno hablaba de las cartas que hablaban de la casa de uno en Lima. Y las cartas que uno enviaba a Lima hablaban de literatura y de la gente que frecuentaba la vida de uno en París (201). La crisis, es sabido, no es benéfica sino cuando es superada, de no ser así, el individuo sucumbe, eventualmente a la locura. Luego de veinte años de vida en Francia, Bryce deja la enseñanza y parte para España. La primera etapa es desastrosa y decide pegarse un tiro: "Estaba harto de la gente y sobre todo estaba harto de mí. [...] Bebía demasiado y le tenía verdadero espanto a la gente" (194). Comprende sin embargo que no desea acabar con su vida, sino pasar los años que le queden en un hospital. Aparece entonces como modelo posible la figura del poeta Rafael de la Fuente Benavides, cuyo exilio interior ha sido estudiado por Mirko Lauer (1983): Martín Adán, que se había arrastrado a punta de no poder con este mundo, encontró finalmente la paz en un cuarto de hospital en el que sólo recibía a personas totalmente incapaces de hacerle daño alguno. Una idea genial (195). La posibilidad de escape está allí pero Bryce no la toma. Es a partir de esta situación límite que surge como una revelación una visión positiva de esa imposibilidad de pertenecer a un lugar: España es el país amado [...] el país que te impide regresar al Perú. Más un súper viceversa [...]. Lo mucho que lloro por el Perú en España, lo festejo. Lo mucho que en el Perú lloro por París y Peruggia [sic] y Grafrath y Barcelona, lo festejo feliz en España por culpa de España (202). El exilio no es ya la separación física de un lugar al cual se añora volver y ese lugar no está ubicado en un espacio real sino metafórico: la patria, el lugar al cual se pertenece, es la persona amada, la escritura o el amigo, es la recuperación de ese pasado a través de la memoria y de la narración de ese recuerdo: No es una pesadilla este recorrido. Más la maravilla de reconocer, en óptimos despertares, al ser amado. Uno está de regreso al amor de la misma manera en que la noche anterior estuvo de regreso a casa en el país en que ahora vive o de la misma y exacta manera en que visita por carta a un amigo en el país en que ayer vivió o de la misma y exacta manera en que ayer por la tarde se instaló en su despacho, colocó la página en blanco, y se dijo que ya muy pronto serían 25 los años que llevaba lejos de casa. E inmediatamente siente uno que no está lejos de una casa, que nunca ha estado más cerca de una casa, que no está en su casa, en realidad. Voltea, entonces,

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donde la mujer o el amigo queridos, y les habla de aquella casa de veraneo e infancia en la península de La Punta o la casa que ya casi no queda de Chosica para pasar el invierno (202). El balance del exilio, emitido desde un "allá" real y metafórico, es positivo: Yo no creo haber perdido nada, llegada la hora 25. Creo haber añadido mucho, para que llegara la hora 25. Fue un exilio voluntario, tal vez, en algún momento. Después vinieron los sinembargos. Después han llegado esos momentos puente-túnel-río profundo. Y también aquellos otros momentos [...] en que se habla de exilios y uno voltea a ver de qué se trata y va de la mano con una mujer por Madrid (203).

III El yo y su circunstancia Permiso para vivir, a pesar de rechazar las pautas de la autobiografía o de las memorias tradicionales y de inscribirse en la tradición de anti-memorias cuyo prototipo es la de Malraux8, no escapa a la postura discursiva propia del género autoreflexivo: un ego-hic-nunc desde el cual el yo se repliega y narra hechos del pasado. Aunque en el caso de la obra de Bryce, el "aquí y ahora" de la narración y el "allá y entonces" de la acción no dan a la obra una estructura bipolar rigurosa, sí crean, en los capítulos referidos al Perú, un juego de vaivén entre este "aquí" de la escritura y aquel "allá" referencial. El número de capítulos dedicados al Perú (de forma total o parcial) es escaso, lo que hace la selección más relevante9. Si los reordenamos cronológicamente, observamos que estos capítulos forman una unidad y que tanto las anécdotas y las situaciones narradas, como las reflexiones independientes o en torno a ellas, son etapas en el camino de formación del yo y: a) contribuyen a construir la persona narrativa; b) reflexionan sobre la relación entre el individuo y su sociedad. Las Antimémoires de Malraux (en las cuales se inspira explícitamente Bryce) se nutren de la conciencia que tiene el autor de la relación (aunque ésta sea fragmentaria y trunca), entre los acontecimientos de su vida y un proceso

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Malraux explica el título de sus memorias con las palabras: "J'appelle ce livre Antimémoires, parce qu'il répond à une question que les Mémoires ne posent pas, et ne répond pas à celles qu'ils posent; et aussi parce qu'on y trouve, souvent liée au tragique, une présence irréfutable et glissante comme celle du chat qui passe dans l'ombre: celle du farfelu dont j'ai sans le savoir ressuscité le nom" (1972, 23). Mientras que existe una larga bibliografía sobre la autobiografía en general, escasean investigaciones sobre el género en la literatura latinoamericana. Cf. Molloy 1991; para el Perú, Castillo 1994. 9

D e los 71 capítulos de la obra, 18 se refieren de modo directo al Perú. Dentro de éstos, 13 pertenecen a la época anterior al exilio (infancia, adolecencia, juventud) y cinco a la época posterior.

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histórico del cual, de algún modo, es actor10. En el caso de Bryce, por el contrario, el sujeto no halla un lugar, ni en la historia nacional pasada ni en la que le toca vivir. Sus memorias, son, en última instancia, la historia de un desencuentro: entre él y ese Perú que lo vio crecer y que ya no es; entre él y eso en lo que el Perú (o Lima) se ha convertido. Castillo, en un interesante artículo, sostiene que el conflicto que los escritores intentarán superar a través de la escritura es "el desencuentro [...] que ellos experimentan— entre subjetividad e historia, entre la trama significante de la propia individualidad y el espacio donde se elaboran los significados colectivos" (1994, 38)". Tanto por la rama paterna como por la materna, la historia personal de los Bryce Echenique se halla íntimamente relacionada con la historia del Perú. Jugando al "último descendiente", Bryce pasará revista a su genealogía — parodiando uno de los topos de la autobiografía tradicional. Retomando las preguntas tipo que suele sufrir un peruano en el extranjero, asegura que no desciende de ningún inca ni de ningún conquistador (sus antepasados, aunque se cuente entre ellos un virrey y un presidente, "no llegaron hasta esos extremos" (17). No niega el ancestro aristócrata, pero construye su persona narrativa en torno al topos del noble arruinado, elegante, refinado, y totalmente incapaz de manejar o invertir dinero (Jaime Dibós y el Gordo Massa dicen que, a pesar de los banqueros y hacendados que hubo en su familia, "el pobre Alf nació comercialmente cero" (32)12. Su familia pertenece a la geníry, a una oligarquía terrateniente cuya imagen de sí misma está construida sobre códigos de raigambre caballeresca, que carece de lugar y función dentro de una sociedad volcada al capitalismo: Claro que hubo antepasados ilustres llegados para fundar la casa Bryce, que después fue Bryce and Grace, después Grace and Bryce, hasta que nos quedamos sin casa (18). De niño ya, le enseñan que los "Bryce Echeniques o Echeniques Bryce andábamos como perdidos en Indias, eso sí, con gran refinamiento" (39). Aprende igualmente que hay algo mucho más importante que el dinero:

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Compárese la actitud de Bryce con la de Malraux: "Que répond donc ma vie à ces dieux qui se couchent et ces villes qui se lèvent, à ce fracas d'action qui vient battre le paquebot comme s'il était le bruit éternel de la mer, à tant d'espoirs vains et d'amis tués?" (1972, 12) " No estamos de acuerdo con Castillo en su hipótesis central, a saber, que dicho desencuentro es una particularidad del peruano o del hispanoamericano, cuya raíz se hallaría en la situación colonial. 12 Ante la acusación perpetua de ser un aristócrata, Bryce no deja de justificarse en más de una oportunidad, aunque risueñamente: "sólo tengo de niño bien y de oligarca podrido en sentido literal y en sentido de dinero, cosas ambas que se me han atribuido, un ligero toque de todo aquello" (21), acentuando en más de una oportunidad el hecho de que siempre ha tenido que trabajar para vivir.

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Para mi madre [...] los apellidos italianos, por muchísimo más dinero que nosotros que tuviesen, no andaban perdidos en Indias y, tarde o temprano, hallarían el lugar que siempre les correspondió en Buenos Aires (40). Los blasones, las tradiciones, la afirmación de su abuelo, que explica que Echenique, quiere decir "casa antigua" son suavamente ironizados al recordar que para Ricardo Palma, Echenique quiere decir "sin casa" y que para Nicomedes Santa Cruz: De ingleses sin un penique y vascos sin una pela nació para la novela Alfredo Bryce Echenique (24). La construcción de la persona narrativa se basa en la auto-comparación — siempre irónica — del autor con los dos grandes exiliados peruanos: Pablo de Olavide, "el afrancesado"13, y el Inca Garcilaso de la Vega, uno de los iconos fundacionales del sentimiento nacional en el Perú: "Melancólico y nostálgico era el Inca y lo soy yo. Emotivo hasta dejarse arrastrar por la simpatía y la pasión de defender cosas queridas era el Inca y lo soy yo" (21). De las cualidades personales que lo acercan al autor de Los Comentarios pasa al Inca como encarnación del desgarramiento que sería propio de la identidad latinoamericana: "Aquel hombre insigne padeció la tragedia, propia de nuestros escritores, de tener gustos europeos y seguir siendo americano de sentimiento" (21). Es curiosamente el Inca quien le sirve de eslabón para el lamento por la ciudad perdida: Al Inca se le acabaron el Imperio Incaico y la estirpe de los conquistadores como su padre. A mí se me acabó la Lima de Chabuca Granda y La flor de la canela [...] y esto no es poca cosa. Salí de una Lima en que nunca pude aprender quechua en ninguna parte y hoy vuelvo a una Lima que es la primera ciudad quechuahablante del país. Mis valsesitos, mis bolerachos, mis tangos y rancheras, ¿dónde están? Oligárquica y minoritariamente enguetados ya. Se canta, se baila, se toca la chicha y hay 'chichódromos' por todas partes. Quedamos un 5% de aquellos de pura cepa, ya. Lo cual no es poca ni poco dolorosa cosa en poco más de veinticinco años (22).

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Si éste fue '"por antonomasia, el afrancesado hispanoamericano del siglo XVII' [sic]", dice, citando a Estuardo Nuñez, él es "un desafrancesado peruano del siglo X X . M e afrancesó mi madre en el Perú y me latinoamericanizó Francia a partir de los veinticinco años de edad"; si éste tuvo, en el Madrid de Carlos III, inquietudes de nuevo rico, él se volvió un nuevo pobre.

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El lamento que, utilizando paródicamente el motivo del ubi sunt, enumera los símbolos del criollismo, es más un llanto ante lo irrecuperable que la nostalgia del exiliado por la patria que existe y que, eventualmente, recuperará. La expresión del deseo de retorno se vuelve angustiante cuando esa "patria" ha dejado de existir. El yo es consciente de pertenecer a una especie en vías de extinción14, la ciudad que era su espejo ya no lo es, y ello hace el retorno imposible: Yo represento a esa Lima que olía a Yardley mejor que la Comunidad Europea y por donde hoy circulan suicidamente unos informales microbuses que vienen de barrios que no conozco y van hacia barrios que ya jamás conoceré. Y así es, mi querido Inca Garcilaso, el serrucho de la historia no huele a Yardley sino que huele como mierda. Pero esto es lo que se llama la peruanización del Perú (23)' 5 . Hay dos motivos que corren paralelos: el de la decadencia de la familia ("cuántos retornos imaginarios a la ciudad natal [...] cuando visito y visitaba lo ya casi nada que queda de la casa de invierno en la deteriorada Chosica" (200); el de la decadencia de la ciudad cuya faz ha sido transformada, ciertamente por los inmigrantes (los "nuevos limeños"), pero también por su propia clase, poseída por un capitalismo dentro de cuyos valores (o falta de valores) el yo no creció y con los cuales no se identifica. Bryce pone en evidencia la dolorosa fragmentación de la sociedad peruana y la quiebra que existe entre el proyecto de nación heredado y la realidad nacional. Uno de los capítulos iniciales ("Primeros contactos con el pueblo") narra una estadía del joven Bryce en la hacienda de sus tíos, "El Cortijo". Estando en ella, es protegido y se hace amigo de un arriero, se enamora de la hija de unos japoneses que manejan el tambo de la hacienda y sufre una caída del caballo, luego de la cual se arrastra entre los campesinos procurando no ser visto: "Alcé la vista y nos miramos con la más cruel indiferencia. Hasta creí ver odio en esos ojos que me vieron seguir" (64). El capítulo es la primera etapa en ese camino de aprendizaje que recorre el personaje en los capítulos consagrados al Perú y que es uno de los hilos más significativos de las Antimemorias: el despertar del niño a emociones universales, pero también su percepción de un mundo — extraño, incomprensible y amenazante — más allá de las paredes del "huerto cerrado" donde está creciendo: "Aun me veo sentado en la enorme mesa

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"mis amigos limeños de siempre me quieren siempre tanto: 'Llegó el quedado...' Yo represento el pasado para esos entrañables seres que son el pasado" (23). 15 Es curioso que Castillo afirme que "no son suyos la razón, el imaginario y la historia oligárquicos" y que "ningún reclamo 'reaccionario' puede encontrarse en estas líneas ni en toda la obra. Es simplemente su 'yo afectivo' otra vez confrontado a un orden que no siente como suyo" (1994, 43).

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del comedor y recuerdo [...] nadie se dio cuenta de que en tan poco tiempo había conocido la amistad, el amor, y el odio" (66). Si en la temprana adolecencia toma conciencia de una separación social y étnica entre él y "los otros", su "diferencia" dentro de su propia clase social se hace evidente más tempranamente. De niño, sus compañeros de colegio lo interrumpen cuando narra historias, para pedirle pruebas de lo que cuenta: Cuánta pena sentía yo entonces, qué enorme vacío interior, qué falta de inteligencia y sensibilidad a mi alrededor. Sentía que, mediante un feroz empujón, me habían obligado a descender de un lugar privilegiado, a caer de narices en el inmenso territorio de la banalidad y el lugar común [...]. Ignoraban, además, [...] que la literatura corrige las incomodidades de la realidad (78). Este sentimiento de distancia entre él y sus congéneres y de quiebra se intensificará durante la adolecencia y, al ser percibido como un problema específico de Lima en general y del medio de dónde él proviene, hace concebir el viaje a Europa como la posibilidad de realización de su destino personal que el medio le niega: Deseaba tanto embarcarme un día rumbo a París y olvidar aquel mundo al que parecía condenado de nacimiento y en el cual mis mejores amigos se perfilaban ya como grandes hombres de negocios, terratenientes, abogados, ingenieros y qué se yo. Todos habíamos nacido con un porvenir brillante bajo el brazo, qué duda cabe, y yo mismo llegaba a maldecirme al notar, cada día más, que nunca lograría encajar bien en los mecanismos del dinero y el poder (149). La ambigüedad lo acompañará siempre, su deseo de pertenecer y su imposibilidad de hacerlo. Cuando sus amigos Dibós y Massa lo visitan en París, anota: Contemplo al Gordo Massa, gozo con él, veo nuevamente el mundo que fue mío, o sea el duro, y el que nunca ya volverá a ser mío, o sea el entrañable. [...] Vuelvo a pensar en mi cuento y en lo duro que he sido con el personaje llamado el Gordo, con su mundo, con sus valores (34). La voz narrativa ironiza a veces sobre un sentimiento de cohesión nacional que sólo parece revelarse en el extranjero. Una vez, de regreso a su casa en París, lo abordan unos peruanos que dicen ser amigos de unos amigos suyos. Bryce termina con ellos en un restaurante, "ejerciendo el agotador y cursi deber del compatrioterismo" (159). Estos encuentros, ampliamente desarrollados en una serie de sus novelas, se resumen en una frase del cuento "Dos indios", en el cual el narrador conoce a Manolo "por la misma razón por la que todos los peruanos se conocen en el extranjero: porque son peruanos" (8). La reflexión se centra en ciertos caracteres nacionales: la melancolía ("Claro que, como todos los peruanos, tengo algo de Vallejo empozado en el alma" (14);

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la dificultad de comprometerse con una causa ("los peruanos hemos sido siempre totalmente incapaces de ser argentinos hasta la muerte" (15); "Y héme aquí quedado, ni tan radical ni tan radicado, sino en la eterna posición ecléctica que adoptamos siempre los peruanos" (19); un cierto sentimiento trágico de la vida ("Me he detenido en este esfuerzo de desdramatización por lo dramáticos que solemos ser los peruanos" (15); los rastros, en el imaginario nacional, de la situación colonial (somos incapaces, dice Bryce, retomando la frase de Héctor Velarde, de "establecer diferencia alguna entre un clásico desnudo griego y un miserable calato peruano" (15). El exilio en Bryce parece llevar a la toma de conciencia (metafísica) de que el hombre no posee un lugar en este mundo, y de que sus (patéticos) intentos por "pertenecer" están condenados al fracaso. De su alejamiento, que no es táctico, sino inevitable, no puede regresar, y de allí la nostalgia, elemento constitutivo de esta obra sin posibilidad de regreso. Es en la amistad y el amor que encuentra una tregua, pero es sólo en la creación literaria que hallará un "lugar" a partir del cual recrear su identidad. Bryce narra y escribe desde una posición ex-céntrica, y es desde allí que estudia la comedia humana. A pesar de que, cuantitativamente, son pocas, es sobre todo en las referencias al pasado peruano que surge el desgarramiento de ese exilio voluntario y ese querer volver sin poder hacerlo, tal vez porque no se trata de una vuelta geográfica sino temporal, a un pasado que en realidad nunca fue, pero que de ningún modo puede ser repetido, salvo a través de la escritura.

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III NARRATIVA III VIOLENCIA Y PAISAJE URBANO (CRONWELL JARA Y MIGUEL GUTIERREZ)

Mitos de los sectores emergentes en la narrativa peruana actual James Higgins En el Perú, las últimas décadas han visto un proceso de apertura social que ha ido derribando las jerarquías tradicionales. Donde se nota más claramente este proceso es en el campo de la educación, cuya expansión ha permitido que los sectores populares accedan a la universidad. Gracias a este acceso a la educación y a la cultura, han surgido escritores de origen popular que han roto el monopolio que la clase media había ejercido sobre la literatura. El ejemplo más dramático se da en la poesía con el grupo Hora Zero, que viene a ser la expresión literaria de los emergentes sectores populares de provincias que reclaman una voz y un lugar en la sociedad nacional. Pero el mismo fenómeno se nota también en la narrativa. Este trabajo se centra en dos autores — Cronwell Jara y Miguel Gutiérrez — y examina una tendencia que he detectado en la narrativa peruana actual. La premisa de la cual parto es que todo grupo social necesita una mitología para forjar un concepto positivo de sí y para legitimar su derecho al espacio que pretende ocupar. Así, en el Perú contemporáneo, escritores pertenecientes a las capas emergentes crean sus propios mitos para convalidar el derecho de los suyos al espacio que se están abriendo en la sociedad nacional. Las dos novelas de las cuales voy a hablar refieren experiencias diferentes, ya que La violencia del tiempo de Gutiérrez tiene como protagonista a un individuo que ha dejado atrás el mundo humilde donde se crió, mientras que Patíbulo para un caballo de Jara es la historia de una comunidad de inmigrantes. No obstante, ambos textos recurren a la misma estrategia mitificante. Como Cien años de soledad, La violencia del tiempo (1991) es una historia de familia que abarca varias generaciones, pero mientras que los Buendía constituyen la élite de Macondo, los Villar, como peones y yanaconas, pertenecen a las masas rurales. Miguel Villar, el fundador de la línea, es un soldado español que en vísperas de la Independencia deserta del ejército realista y se refugia en el campo piurano, donde vive como bandido, asediando a las comunidades indígenas de la región. Monta casa en el pueblo de Congará con una muchacha india, Sacramento Chira, para luego abandonarla a ella y a sus tres hijos. Su hijo Cruz venera una imagen idealizada del padre ausente, desprecia a la madre india y vive resentido de que la pobreza le obligue a labrar la tierra como un indio en vez de ocupar su debido lugar entre los blancos. Más tarde concibe el proyecto de utilizar a su hija Primorosa para elevar el rango de la familia y la entrega como concubina al terrateniente Odar Benalcázar, el blanco más poderoso de la región, para "desaguar la mala casta" (Gutiérrez 1991, III: 27), o sea, para deshacer el proceso de mestizaje. Pero su

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plan se ve frustrado, subvertido por el resentimiento de Primorosa, quien aborta y luego humilla al hacendado, fugándose con un artista de circo. Cuando Benalcázar responde castigando a Cruz en la plaza pública ante todo el pueblo, los Villar juran cobrar venganza. Isidoro se vuelve bandido y persigue al hacendado hasta meterle un tiro que lo deja paralizado. Santos entra en un pacto con el Demonio para maldecir a Benalcázar y al pueblo y, cuando una serie de catástrofes naturales, políticas y económicas arruinan al hacendado y convierten Congará en un pueblo fantasma, la imaginación popular atribuye el desastre a su maldición. La violencia del tiempo se diferencia de Cien años de soledad no sólo por la procedencia social de sus protagonistas, sino porque no es una crónica propiamente dicha. Se trata más bien de la novela de una novela, en cuanto se centra en el proyecto de Martín Villar de investigar y novelar el pasado de su familia. En efecto, la historia de los Villar está presentada en función de su descendiente, quien, como miembro de la emergente generación moderna, ha dejado atrás el mundo de sus antepasados. A principios de la década de los 60, Martín Villar ingresa en la Universidad Católica de Lima becado por la Iglesia, un hecho significativo en sí, ya que la entrada de un humilde mestizo a este claustro privilegiado apunta a un clima social que paulatinamente va cambiando. Pero la resistencia de la élite hispánica a renunciar a su monopolio del privilegio se manifiesta en la discriminación racial y clasista que Martín sufre a manos de sus profesores y compañeros de clase, quienes lo tratan como un intruso. Además, él mismo se siente un intruso. Experimenta un sentido de inferioridad que lo lleva a avergonzarse de su aspecto mestizo y de su traje aldeano, y se refugia en la anonimidad, procurando pasar desapercibido. De hecho, su experiencia en la Católica destaca los obstáculos que dificultan el ascenso de los sectores populares emergentes, quienes tienen que enfrentarse no sólo con barreras impuestas desde arriba, sino con su propio condicionamiento social, el cual los lleva a abrigar un concepto negativo de sí que los inhabilita psicológicamente. Aunque su talento le brinda la oportunidad de forjarse un futuro brillante, Martín opta por abandonar sus estudios y por regresar a su tierra, donde se dedica a servir a una comunidad indígena como maestro rural y, en su tiempo libre, a escribir la historia de su familia. Esta decisión nace de un reconocimiento de que en el orden imperante ascender socialmente implica asimilarse a un sistema injusto y discriminatorio, negando lo que uno es, y que, por lo tanto, la emergencia social es una traición si no forma parte de un proceso colectivo que abarque todos los sectores marginados. Nace también del reconocimiento de que para reclamar un espacio en la sociedad nacional las masas anónimas necesitan una historia que las libre de su complejo de inferioridad y les confiera un sentido de su propio valor. Es significativo que la experiencia universitaria de Martín se centre en el Departamento de Historia. Porque allí, bajo la influencia de Riva-Agüero, se ve institucionalizada una mitología del pasado que legitima el dominio de la élite

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hispánica y descalifica las pretensiones sociales de las demás clases, propagando una versión de la Conquista que representa a las masas no hispánicas como inferiores por naturaleza. Según esta mitología, las mujeres indígenas, obedeciendo a la ley de la selección natural, reconocieron a los españoles como ejemplares de una humanidad superior y se entregaron a ellos voluntariamente, produciendo así una casta mestiza y bastarda. Tal insistencia en la bastardía del mestizo funciona como arma de doble filo, porque, por un lado, acomete el amor propio de las masas populares, reforzando así su complejo de inferioridad, y por otro, niega la legitimidad de su pretensión de compartir la herencia nacional. Por eso, uno de los propósitos de Martín al escribir la historia de su familia es desmitificar una mitología hispánica que ha sido interiorizada por las masas mestizas. Cruz Villar abriga una visión de sus padres que remeda la versión de la Conquista que Martín escucha en la Católica. Toma como modelo a su padre español, a quien concibe como el mítico conquistador noble y heroico, y desprecia a su madre india, que encarna para él la servilidad del indígena. Pero Martín da otra imagen del fundador de la familia, representándolo como un delincuente común, un desertor, un bandido, y sobre todo, como un patético fracaso, uno de "los comemierda del mundo" (I: 222), que además maltrató a su mujer y abandonó a la familia. Y cuando Santos denuncia su legado a la familia como "nada más que porquería y mierda" (III: 39), sus palabras implican que lo único que los españoles han legado al pueblo peruano es la miseria y la injusticia, y que es tiempo de librarse del dominio psicológico que lo hispánico ejerce sobre él. Al mismo tiempo, al novelar el pasado de su familia, Martín está reclamando un lugar en la historia para las masas mestizas cuya marginación social se ve sancionada por su marginación en la historia oficial. Como la historia oficial que pretende combatir, esta historia alternativa es más mítica que verídica, privilegiando lo legendario para realzar la estatura de sus protagonistas. Ciertos miembros de la familia están representados como héroes populares, como es el caso de Isidoro, el bandido noble, o Silvestre, el militante obrero. La historia de otros personajes repite modelos arquetípicos de la mitología universal. Sacramento Chira, por ejemplo, se entrega a Miguel Villar para salvar a la comunidad de sus estragos, y de esta manera desempeña el papel de las doncellas de la mitología griega sacrificadas para aplacar al monstruo. Asimismo, la historia de Santos repite un clásico motivo de la mitología, la expiación mediante el castigo. Después de vender su alma al Demonio para vengarse y de saciar su rencor destruyendo el pueblo de Congará, Santos se redime al hacerse curandero para dedicarse a servir a la comunidad, pero primero tiene que expiar su culpa mediante un ataque de sífilis que ocasiona la pérdida de su virilidad. La historia de esta humilde familia mestiza se convierte en una saga de dimensiones heroicas, sobre todo gracias a las pasiones desmesuradas que caracterizan a los Villar. Devorado por un rencor, impotente contra el mundo, Cruz desahoga su rabia castrando a sus animales, y su

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obsesión por librar a la familia de la ignominia de su condición mestiza es tan fuerte que lo lleva al extremo de prostituir a su hija. Por su parte, Primorosa mantiene hasta la muerte un odio implacable hacia los que la han maltratado, y en su madurez regresa a Congará para seguir cobrando venganza, prostituyéndose públicamente para mortificar a la familia que la prostituyó y humillando la hombría del terrateniente haciendo el amor al aire libre a vista de su ventana. Asimismo, el rencor de Santos es tan implacable que para vengarse está dispuesto a vender el alma al Demonio y a destruir el pueblo entero. En efecto, los plebeyos Villar están presentados de tal manera que cobran una grandeza trágica que los equipara con los protagonistas del teatro griego o shakespeariano. Hay que recordar que, dentro de la novela, esta historia está siendo escrita en los años 60 por un representante de la nueva generación emergente, que la escribe para sí y, presumiblemente, para un público que también es de esa generación. Mediante ella, esa nueva generación se arma de una tradición histórica que otorga justificación moral a sus reclamaciones sociales y, además, la fortalece psicológicamente, enalteciendo su concepto de sí misma. En efecto, toda la historia de los Villar ha de leerse teniendo en cuenta la experiencia de esta generación. El agravio público sufrido por Cruz y el indomable espíritu de resistencia personificado por Santos, Primorosa, Isidoro y Silvestre vienen a ser paradigmas, metáforas épicas de las humillaciones experimentadas por Martín en la vida diaria y de su lucha contra la discriminación racial y clasista. La lucha de la generación emergente por reclamar un lugar en el Perú moderno cobra así un carácter heroico al ser enfocada como una nueva fase en una larga guerra social protagonizada por sus antepasados. Es de notar también que, si bien su proyecto original es escribir la historia de su familia, Martín amplía su foco para abarcar toda la historia de la región piurana y refiere rebeliones y actos de resistencia por parte de comunidades indígenas, esclavos negros y coolíes chinos. De esta manera, la historia de los Villar se inserta en un contexto más amplio, como parte de la lucha de los sectores no hispánicos contra el orden dominante. Por otra parte, mediante personajes como el Dr. González, quien dedica su vida al servicio de sus semejantes como médico rural, y el padre Azcárate, un sacerdote radical que denuncia la injusticia social, destaca una tradición disidente entre la comunidad hispánica. Además, al establecer un paralelismo entre la rebelión de los comuneros chalacos y la Comuna parisiense, enfoca la resistencia de las masas peruanas como parte de la lucha de clases que se está librando a nivel mundial. Así, la historia alternativa que Martín se pone a escribir se va ampliando cada vez más, dejando de ser la historia de una sola familia para abarcar todo el Perú no hispánico y las clases trabajadoras del mundo e invocando a los sectores progresistas de la sociedad nacional y occidental para legitimar las aspiraciones sociales de los marginados. De esta manera, si Martín, como representante de los sectores emergentes, se halla marginado e inseguro de sí mismo en el mundo privilegiado de la élite hispánica, su historia alternativa

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invierte esta situación, demostrando que los verdaderos marginados son la minoría hispánica, que constituye un anacronismo desfasado del resto de la sociedad y acosado por la marcha de la historia. Patíbulo para un caballo (1989) es la historia de la lucha de la nueva barriada de Montacerdos por defenderse y sobrevivir frente a los intentos de la policía de desalojar a sus pobladores del terreno que han invadido. El cerco tendido alrededor de la comunidad viene a ser una metáfora ambivalente. Los pobladores, inmigrantes venidos de todas las regiones del país, representan los sectores no hispánicos de la sociedad peruana, mientras que las autoridades representan la élite tradicional que procura conservar su dominio de la nación y su monopolio del privilegio. Por lo tanto, el cerco es un símbolo de exclusividad y exclusión, en cuanto constituye un intento de contener las masas y mantenerlas en la marginalidad. Pero al mismo tiempo, el cerco es un símbolo invertido, porque si la novela se centra en la resistencia de Montacerdos frente a un estado opresivo, en realidad es el orden establecido el que se ve asediado. Los pobladores son la avanzada de los desheredados que reclaman su parte del patrimonio nacional, de los marginados que reclaman su lugar en la sociedad, y las autoridades están luchando a la defensiva por repulsar un movimiento masivo que amenaza con destruir el orden tradicional y transformar el carácter racial y cultural de la sociedad peruana. En efecto, la novela puede leerse como un mito fundador. Montacerdos constituye una brecha en las defensas del orden establecido, la conquista de un espacio en una nación que siempre ha sido la propiedad exclusiva de la élite, y los pobladores están luchando por defender este espacio conquistado. Con el levantamiento del cerco, el futuro de Montacerdos queda asegurado y esta conquista se ve legitimada. Esto no significa, por suspuesto, que los inmigrantes hayan salido de la marginalidad, pues como barriada, Montacerdos sigue representando la miseria, el subdesarrollo y la discriminación. No obstante, en cuanto consolida la conquista de un lugar en la ciudad, la defensa de Montacerdos asienta el derecho de las masas no hispánicas a compartir el patriminio nacional. Además, dado que la historia del cerco, ocurrido en 1948, es narrada unos veinte años después por Maruja, una joven que creció en la barriada y ahora sigue estudios universitarios, esta victoria se ve como el inicio de una dinámica de apertura y movilidad social. La doble forma de la narración tiene el efecto de prestigiar la historia de Montacerdos. Por un lado, se basa en los testimonios de pobladores y policías que participaron en el cerco y a quienes Maruja entrevista para recoger material para una tesis, lo cual indica que los que, unas décadas atrás, eran vistos como intrusos e indeseables ahora son considerados dignos de un lugar en la historia nacional. Por otro lado, su narración se basa también en sus recuerdos de infancia, y el hecho de que los acontecimientos estén vistos a través de ojos infantiles permite y justifica un discurso narrativo que mitifica el cerco y a sus protagonistas. En efecto, la victoria de los pobladores de Montacerdos, evocada a una distancia de unos veinte años, se ve transformada en un

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mito que sirve de modelo para los sectores emergentes y va encaminado a inspirar nuevas conquistas. La dimensión mítica de la novela se centra en el personaje de Pompeyo Flores, apodado Gorilón. Un elefantiàsico, Pompeyo sufre de una enfermedad que causa un descomunal crecimiento del cuerpo, convirtiéndolo en un monstruo gigantesco. El atribuye su condición al maltrato que ha sufrido a manos de su padrastro y se establece una afinidad entre él y Yococo, el hermano de Maruja, quien está cubierto de llagas purulentas. Así, su deformidad viene a ser emblema de la miseria ocasionada por la injusticia y por las condiciones de subdesarrollo en que viven las masas peruanas. También es emblema de la marginación, porque al principio la comunidad lo trata como un paria, reaccionando ante su monstruosidad con los mismos prejuicios y temor con los que la ciudad responde a los inmigrantes. Anhelando ser aceptado, llega a amistarse con Maruja y su familia, y su integración en la comunidad remeda el proceso mediante el cual los inmigrantes se incorporan a la ciudad. Así, Maruja, refiriendo cómo ha conquistado la amistad de su familia, lo describe como un invasor que ha alzado una choza en sus corazones. Como gigante, Pompeyo se presta a ser una figura mítica y heroica, portadora de los valores del grupo. Tiene un apetito pantagruélico que en una ocasión lo lleva a devorar un burro entero. Este aspecto de su personalidad se ve duplicado en don Chayo, un cocodrilo que guarda en un hoyo en su casa. El cocodrilo tiene la misma voracidad que su dueño, quien dice que si lo hubiera de soltar, se comería al Cardenal y al Ministro de Gobierno e iría creciendo hasta provocar guerras civiles y golpes de estado. En efecto, el cocodrilo representa a los inmigrantes venidos de todas partes del país, desarraigados de su habitat natural y cercados por la miseria y por una sociedad injusta, y cuya hambre social amenaza con trastornar el orden establecido. Pompeyo es también un visionario cuyas dos visiones recurrentes — la de un mundo terrestre donde muelen a palos a un infeliz y la de un arco iris que forma un puente hacia el cielo — reflejan la realidad injusta vivida por los inmigrantes en la actualidad y su anhelo de un futuro mejor. Hombre culto y de fina sensibilidad, él vislumbra la posibilidad de una existencia no circunscrita a las necesidades cotidianas y una de sus funciones en la novela es expresar y alentar las aspiraciones de la comunidad. Cuando aparece por primera vez, le regala un libro a Maruja para satisfacer y estimular su amor a la lectura, que posteriormente la ha de llevar a la universidad. A Yococo le obsequia con un libro de Leonardo sobre el vuelo de los pájaros, que el muchacho aprovecha para construir una máquina voladora con la cual logra volar sobre Montacerdos, señalando así que el sueño de superar la miseria de las barriadas es capaz de ser realizado. Con el regalo de estos libros se introduce un motivo que recorre toda la novela. Es tan voraz el hambre cultural de Maruja que devora literalmente las hojas de los libros. Más tarde, cuando dos camiones logran burlar la vigilancia de la policía para traer comestibles encargados por la maestra Celia Ordóñez,

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se descubre que en realidad vienen cargados de libros y materiales escolares escondidos debajo de una capa de verduras. Lo que se destaca mediante este motivo es que la privación sufrida por el pueblo no es sólo material, sino que vive atrapado en la miseria por la ignorancia y que para salir de la marginación lo que más necesita es la educación. La portadora de este mensaje es, sobre todo, otra figura mítica, la maestra linchada, Celia Ordóñez, quien está evocada a lo largo de la novela como una mártir por la causa de la educación, vista como el vehículo para despertar y formar la conciencia del pueblo y librarlo de su condición de marginado. Pompeyo viene a ser una especie de campeón de la comunidad, porque, aunque es temeroso, el miedo le da un coraje desesperado que lo lleva a la audacia. Durante el cerco se enfrenta con dos adversarios. El primero es Toro, un perro salvaje que ataca indistintamente a policías y a pobladores y que parece simbolizar el odio indiscriminado, un rencor antisocial que amenaza con destruir la comunidad desde adentro. El otro adversario es la policía y, sobre todo, el sádico comandante Pflucker, y el heroísmo que muestra en combatirlos inspira entre los pobladores una solidaridad colectiva que supera la antedicha tendencia antisocial. En el primer asalto, los policías le disparan tres balas y lo llevan prisionero, pero escapa del hospital donde lo habían dado por muerto y regresa a Montacerdos, donde no sólo sobrevive a pesar de llevar una bala en la cabeza, sino que sigue comiendo y creciendo, personificando así la fuerza incontenible que es la comunidad inmigrante. En el asalto final, los policías le meten dos balas más y nuevamente lo dejan por muerto, pero otra vez burla a la muerte mientras que el comandante Pflucker, personificación de un opresivo orden social, muere en el conflicto. En un episodio simbólico que evoca el poema "Masa" de César Vallejo, los pobladores lo rodean y lo animan a levantarse y a seguir viviendo como si su propia existencia dependiera de ello. Y es que Pompeyo representa el espíritu de la comunidad, y la tenacidad con la que se resiste a morir simboliza la voluntad de los marginados de resistir la opresión y de abrir un espacio en la sociedad nacional. Al levantarse el cerco, su papel de personaje mítico queda destacado, porque entonces, tras haber asegurado la supervivencia de la comunidad, Pompeyo desaparece misteriosamente para seguir presente como leyenda en la memoria colectiva de los pobladores. No sé si la tendencia que he señalado en este trabajo se da en otros narradores, pero su presencia en las dos novelas más importantes de los últimos años atestigua que la mitificación del proceso de emergencia social constituye un aspecto fundamental de la narrativa peruana actual.

Bibliografía Gutiérrez, Miguel. 1991. La violencia del tiempo. Lima: Milla Batres. 3 tomos. Jara, Cronwell. 1989. Patíbulo para un caballo. Lima: Mosca Azul.

Visión de la violencia y del paisaje urbano de Lima en dos nuevas novelas Cronwell Jara Jiménez Antecedentes de la violencia La historia peruana, como la de todos los países latinoamericanos, jamás ha estado carente del drama de la violencia. Hoy en día, mucho menos y, como vemos, lo mismo ocurre en diversos países del mundo. La violencia, ese monstruo de miles de ojos y de miles de tentáculos que de muchos modos nos compromete a todos, como bien suponemos, no es invento de este siglo vertiginoso y atolondrado — que como jamás en la historia del mundo ha inventado miles de aparatos, sabia o irresponsablemente, desde un televisor a colores, una computadora, un precioso racimo de bombas atómicas, hasta una vanguardia de locos artistas con sus disparatados "ismos" proclamando una nueva escala de valores, una nueva moral, un nuevo orden, un nuevo concepto de la vida y del arte —. El drama de la violencia lo arrastra el hombre desde la época de las cavernas. En el Perú al menos yo veo la cosa así. La violencia es cosa de todos los días, convivimos con la violencia, la respiramos a diario, nos acostamos y nos levantamos con ella. Y hasta cuando dormimos, la soñamos. Y la tenemos muy presente también cuando nos cepillamos los dientes. O cuando el odontólogo trata de salvarnos una muela. O cuando subimos a un bus. O cuando vamos a una farmacia a comprar una medicina y, de repente, descubrimos que nos falta el dinero. Como un ser humano común, en lo que a mí se refiere, no soy admirador de la violencia. La temo, y será que por ello muchas veces, para dominar este pánico, trato de describirla para deshacerme de ella y hacerme la vida más grata, y así también hacerle la vida más placentera a otros. Pero, en el Perú de ahora, contrariamente a lo que piensan muchos jóvenes narradores o poetas, la violencia no es pan de hoy en día. Tampoco es invento de las luchas del pequeño ejército del MRTA (Movimiento Revolucionario Tupac Amaru) ni de las fuerzas senderistas, que tantas vidas han truncado en este país, aniquilando a miles de niños, mujeres e inocentes y desarmados campesinos a fuerza del filo de un cuchillo o de una hacha decapitadora. Tampoco únicamente proviene de las fuerzas represivas del Estado, expertas en misteriosas desapariciones de dirigentes estudiantiles, hombres de negocios, políticos, o en construir cárceles cada vez más sofisticadas o en subir cada día el costo de vida con el ánimo de deshacer o destruir la violencia; que también, a costa de sangre y terror, promueven. La violencia en el Perú, cada día más refinada, tiene raíces profundas, complejas — como nuestra variedad de razas, idiomas, visiones de mundo;

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como nuestra maravillosa geografía y la multiplicidad de paisajes que nos hacen a los peruanos diferentes en nuestras idiosincrasias, filosofías de vida, costumbres —; la violencia, aquel drama del hombre peruano común, es parte de nuestra historia, nuestra larga historia, o mejor, sabemos ya de ella desde nuestra prehistoria. Y sus orígenes principales casi siempre serán los mismos: la ambición y lucha por el poder, la imposición injusta de una economía enajenadora, brutal, inhumana y que desequilibra no sólo espíritus sino además divide, desalienta y desangra naciones, provocando réplicas de los partidos organizados, de los estudiantes universitarios, de los sindicatos obreros, de políticos, artistas e intelectuales.

La violencia y la historia En el Perú, el reino de la violencia se estableció desde antes de la llegada de los conquistadores españoles. Los incas también tenían sus formas de esclavitud. Empezaban a construir un gran imperio y sabían imponerse a otras naciones americanas a fuerza de guerras y astucias. Pero con la presencia del conquistador europeo el mundo se transformó con mayor crueldad y codicia. Los conquistadores arrasaron pueblos y saquearon todo lo que eran piedras preciosas y oro. Y así eliminaron millones de vidas, vidas con sus doctrinas, idiomas, visiones de mundo, filosofías, artes, ciencias. Ciencias y artes que hasta hoy sorprenden al antropólogo y a otros científicos. Las manifestaciones de la brutal violencia de los conquistadores en el mundo andino las conocemos todos a través de las crónicas y otros legajos, en donde podríamos observar las mil formas de dominio y control que tuvo la colonia y el virreinato; a través de la esclavitud, los despojos de tierras de que eran víctimas los indios y a través de la Santa Inquisición, imponiéndose el terror con la hoguera, horcas y mil tormentos; en fin, con los denigrantes y permanentes maltratos durante 400 años. Se calcula que antes de la llegada del conquistador europeo había aproximadamente unos diez millones de indios. Y que sobrevivieron apenas unos dos millones luego de las guerras de la independencia. Pasadas las guerras independentistas tampoco nos liberamos de los derramamientos de sangre. Todo lo contrario. Sin la experiencia de gobernar, sin una tradición de política y espíritu republicano, la ambición por el poder de muchos militares que se sentían iluminados por un ser divino, provocó que ante cada nuevo gobierno legalmente constituido se dieran durante los 79 años de nuestra etapa republicana, en el siglo pasado, más de medio millar de motines, alzamientos y golpes de estado, con sus correspondientes réplicas sangrientas, en donde más de un amotinado o golpista fue a parar a la horca, fue fusilado o murió en prisión. Con tan pésimos gobernantes — salvo la respetable presencia del dos veces presidente Mariscal Ramón Castilla —, la nueva república del Perú,

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incrementaba la más calamitosa de sus crisis, la estatal, social y económica. No había gobierno que no estuviese en bancarrota. Razones, entre otras, por las que, a pocos años de la separación de la corona española del Perú, un puñado de barquichuelos ibéricos, dirigidos por algún demente y parapetados con algunos cañoncillos que más parecían de juguete que de combate, quisiera retomar nuevamente en América las riendas perdidas del control político. Situación que por un instante unificó a los americanos y a los hombres de nuestro país, al volver a enfrentarse a España y a sus ambiciosas pretensiones, de las que los republicanos salieron victoriosos.

Luego vino la nefasta guerra con Chile, 1879 Chile se había preparado muchos años atrás para luchar contra el Perú. Necesitaba ampliar sus riquezas y territorios. Luego de las guerras de la independencia, sus ricos terratenientes crearon industrias alentados por un espíritu de progreso. En el Perú no sucedió esto porque el hacendado prefirió no invertir, resultándole más cómodo explotar la mano de obra barata de los negros e indios que habían sido sus esclavos, sin preocuparse por el progreso del país, ni por multiplicar sus negocios. Se dio la guerra cuando menos preparados estaban los peruanos para ella. El Perú no la esperaba aunque ya estaba advertida por Ramón Castilla. Miles de muertos en docenas de combates, generaciones arrasadas, y parte de un territorio del que nos despojan. La crisis y sus secuelas fueron calamitosas.

Así ingresamos en el siglo XX Con grandes desórdenes en nuestra economía, en el Estado y con muchas hambrunas, rencores y heridas aún sagrantes y también con mayores necesidades. El Perú nunca dejó de vivir en permanente crisis. Pero ésta era la peor de su historia. Ocurren las llamadas Primera y Segunda Guerra Mundial, y es a mediados de este siglo — si no es desde sus inicios —, cuando aparecen las obras literarias más notables — paradigmáticas en el sentido de vanguardia, de arte contemporáneo —, que hoy dan que hablar mucho en nuestro país y algo en el mundo. Aparecen entonces los escritores más representativos de su tiempo. Con Enrique López Albújar, Ventura García Calderón, José Diez-Canseco, Ciro Alegría y José María Arguedas, apreciamos a través de sus obras diferentes formas de violencia en el mundo andino: la recia presencia del terrateniente, gamonal o hacendado, representando los valores y aspiraciones del mundo occidental ante los miles de indios humillados y explotados, soñando justicia — en los casos de José María Arguedas y Ciro Alegría fundamentalmente —; o una aparente resignación y conformismo — en el caso de García Calderón —; siendo López Albújar el escritor que nos ofrece una visión más distorsionada, brutal y desalmada del indio — el indio delincuente, vicioso, asaltante de caminos, ladrón, que él como juez trató siempre desde su escritorio de hombre

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de leyes —; sin percatarse de sus aspectos positivos en la vida de la comunidad, ni de sus leyes diferentes pero más prácticas y útiles que las suyas, ni de sus concepciones del mundo en niveles más trascendentes. Pero es Diez-Canseco con sus relatos "El trompo" y "El kilómetro 83", quien mejor nos ubica en la urbe: una urbe paupérrima en un argumento de situaciones dramáticas, violentas. Los autores mencionados — salvo Diez-Canseco — representan más el mundo andino, así como los años anteriores a la década de los 50.

La generación del 50 A partir de este medio siglo, con la importación de nuevas visiones del hombre contemporáneo — Kafka, Sartre —, como de las técnicas narrativas llegadas sobre todo del mundo norteamericano — Ernest Hemingway, William Faulkner — e irlandés — Joyce —, gracias en este caso al estupendo traductor como escritor Carlos Eduardo Zavaleta, aparecerán nuevos autores que bien aprovecharán no sólo las técnicas sino además las nuevas perspectivas de observar al hombre en su medio social. Joyce, con Ulises, asombra y da cátedra a los escritores peruanos, incentivándoles la confianza en sí mismos y ofreciéndoles la posibilidad de novelar inmensos espacios intocados, nuevos: la conciencia atormentada y apabullada por la monótona cotidianidad del hombre de este siglo y la urbe de Lima, la capital del Perú y sus habitantes de clase media o baja, turbados por una infinidad de problemas propios de una ciudad que crece desordenadamente, en sus extramuros, sin planificación alguna. Aparecen las barriadas o suburbios que se fomentarán en cientos de diversos espacios en torno a la atrayente capital, la que trata de modernizarse y ponerse al día según el avance del capitalismo norteamericano y su cada vez más sofisticada tecnología e industria, de las cuales se hace dependiente; y aparecen nuevas y desesperadas formas de vida, de vidas angustiadas y miserables. Empezando, a la vez, un proceso de tugurización también en el interior de la ciudad misma, debido en gran medida al incontenible avance migratorio de los hombres y mujeres provenientes de todos los sectores del interior del país, sobre todo de la zona andina, debido también a la pobre solvencia económica de los gobiernos de turno, a la carencia de puestos de trabajo; ahondándose las crisis en los diversos sectores laborales e institucionales, motivando huelgas, marchas de protesta populares, persecuciones políticas, exilios, muerte y otras formas de violencia. Lima recibe entonces, como nos refiere el escritor y crítico literario Miguel Gutiérrez, entre los años 1958 y 1965, las novelas No una, sino muchas muertes (Congrains Martín), Crónica de San Gabriel (Ribeyro), La ciudad y los perros (Vargas Llosa), Los Geniecillos Dominicales (Ribeyro), Una piel de serpiente (Loayza) y En octubre no hay milagros (Reynoso). Obras que — con excepción de Crónica de San Gabriel, que es una novela que nos revela un mundo andino —, nos describen, en su conjunto, por primera

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vez, la visión terrible y cruda de una urbe en caos, la miseria, explotación y locura de su gente más desamparada; el derrumbe de falsos valores institucionales que ceden a las tentaciones de la inmoralidad y la corrupción; la mediocridad o la pereza de sus jóvenes intelectuales soñadores, bohemios, que no cumplirán jamás sus más caros proyectos; los azares de las inquietudes políticas de un grupo de jóvenes universitarios que van gradualmente de la rebeldía al conformismo; más la hipocresía de la gente fanática y mojigata, quienes bajo una apariencia de santidad, bien ocultan en los laberintos de su ser, oscuras intenciones, lascivia y otras bajas pasiones.

Así llegan los escritores de la década de los 60 Nominados "Grupo Narración", quienes, adoptando una posición radicalmente clasista y socialista, por el año 65 asumen como intelectuales y artistas la ineludible defensa de los intereses del pueblo, de un pueblo minero, obrero, campesino, siempre en el Perú tan explotado y oprimido. Transcurren los años de las dictaduras de dos gobiernos militares que habían llegado al poder — desde 1967 — gracias a las prepotencias de sus fusiles y sus tanques de guerra. Del Grupo Narración, sin embargo, aunque entregado con auténtica honestidad a sus propósitos políticos, no surgió una novela en cuya trama se describiera y analizara, desde una pespectiva conflictiva y de ideología marxista, la situación crítica de un país que avanzaba hacia el desastre económico. Maduraban, eso sí, narradores, cuentistas y novelistas, cuyas calidades literarias irían a demostrarse casi en seguida: Gregorio Martínez con Tierra de caléndula, Canto de Sirena, Augusto Higa con Que te coma el tigre, La casa de Alva Celeste y Final del Porvenir, Roberto Reyes Tarazona con Infierno a Plazos, Los Verdes Años del Billar y En corral ajeno; Antonio Gálvez Ronceros con Monólogo desde las tinieblas, Historias para reunir a los hombres y Miguel Gutiérrez, que publicó primero la novela El viejo saurio se retira en 1969 para reaparecer 19 años después con las novelas Hombres de caminos (1988), La violencia del tiempo (1991), La destrucción del reino (1992) y Babel, el paraíso (1993), que empiezan a ser leídas en estos días en el Perú. Son, entre otros, los escritores más representativos de esta notable agrupación quienes, habiendo asimilado las lecciones y experiencias de los escritores de la anterior generación, luego asumirían además una conciencia crítica y cuestionadora de la realidad política y social del país, reflexionando a la vez sobre la posición del escritor en la sociedad y los compromisos con su obra literaria. El Grupo Narración había surgido seis años después del inicio de la revolución cubana, cuando en el Perú se acababan de vivir movimientos revolucionarios (Javier Heraud, poeta y guerrillero, había muerto en 1963) y se hablaba del Che Guevara en América. Adquirió mayor resonancia cuando se opuso ideológicamente a las dictaduras de los gobiernos militares, golpistas, del general Juan Velasco Alvarado y de Francisco Morales Bermúdez, respectiva-

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mente. Eran también épocas polémicas en torno a las revoluciones rusa y china.

Las nuevas novelas: violencia y paisaje urbano de Lima Las dos novelas que comentaré han sido elegidas por mí al azar; podría, además, comentar otras pero creo que dos novelas son más que suficientes para ofrecernos la idea de cuál es el paisaje urbano de Lima en estos últimos 40 años, y cómo y con qué rostros es descrita la violencia en este tiempo y espacio geográfico y, además, en qué circunstancias de la vida diaria se presenta ésta, según los novelistas que he elegido. Final del Porvenir (1992) de Augusto Higa y Los verdes años del billar (1986) de Roberto Reyes Tarazona — escritores jóvenes del Grupo Narración — son dos novelas que comentaré brevemente y que se enmarcan entre los años 50 y 70. Previamente a todo comentario que yo formule, sostengo la hipótesis de que pese a que el Perú vive y sufre en los últimos trece años la violentísima y sanguinaria presencia de dos organizaciones políticas: Sendero Luminoso y la del Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA), cuyas acciones han ocasionado miles de muertes, dejados a miles de niños en la orfandad y la más penosa miseria, decenas de edificios derribados por coche-bombas e innumerables torres de alta tensión despedazadas a lo largo y ancho del país; sin embargo, observo que la presencia y las acciones nefastas de tan importantes agrupaciones subversivas aún no han motivado, a su vez, la aparición de novelas que traten estos temas donde observemos los errores y horrores de este pavoroso mundo de destrucción y sangre, como constataremos, sino más bien otros rasgos y otras manifestaciones de la crisis y la violencia. Atendamos a la primera novela: Final del Porvenir, de Augusto Higa, es una novela que nos describe el destino de muchos hombres y mujeres pobres, sin un trabajo fijo, sin profesión que no sea la de peluquero, carretillero, vendedor de baratijas, efímero peón de una ladrillera, regente de un kiosko, cantinero, o bien gente de vida extraña ejerciendo trabajos dudosos por su moral, o ladrones, viciosos, pandilleros, vagos, prostitutas, estafadores, sin ser necesariamente hampones o criminales; pues los inquilinos y la cercana vecindad del edificio de la esquina Giribaldi, si bien carecen de nobles aspiraciones, tampoco anhelan vivir al margen de la ley. Aspiran a una vida tranquila, con algunas diversiones, aunque la permanente inseguridad económica diariamente los acometa con sus zozobras. Corre el año 1954, y la modesta vida familiar en el edificio de la esquina Giribaldi se altera. Los propietarios del edificio — poderosos accionistas del Banco Popular — desean que los inquilinos desocupen los departamentos o que los compren. No hay otra alternativa.

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Los inquilinos se ven en apremios porque, para colmo, el valor del precio adquisitivo del dólar ha subido, acrecienta la inflación, el costo de vida encarece, y de ningún modo podrían pagar ahora las nuevas tarifas de alquiler y mucho menos adquirir los departamentos. "No había dinero. ¿De dónde lo iban a sacar?" El Banco Popular, con su representante el Dr. Vargas, amenaza entonces con el definitivo desahucio. Los inquilinos asumen la amenaza de deshabitar los departamentos del edificio como una declaración de guerra. Y deciden primero suplicar comprensión, reclamando por la supuesta injusticia de subir el costo del alquiler sin que los señores del Banco Popular consideren que las instalaciones sanitarias del edificio están averiadas, que las veredas y postes de luz los puso el Estado, que ellos son gente muy pobre; pero todo reclamo resulta inútil. La obsesión del desahucio los amenaza cada vez con mayor fuerza. Y los habitantes del edificio, aún incrédulos, vacilantes, todavía no saben cómo enfrentarse a una lucha frontal si en un caso llegase ese día. Pero esa batalla no llega al inicio. Los accionistas del Banco Popular tienen una estrategia en la que no pensaron los inquilinos. Manipulan a cientos de "descamisados" o "matones" (delincuentes que realizan una tarea por un pago), es decir, a muchos hombres y mujeres pobres para que invadan en una madrugada el edificio. Y así lo hacen, siendo sorprendidos los residentes al ver cómo cientos de hombres y mujeres ingresan con sus esteras, maderos, sogas y tablas con intenciones de instalarse en la azotea como nuevos invasores. Motivando a que los inquilinos y los nuevos invasores, días después, se enfrenten en una lucha campal. Comandados por el joven comerciante y delirante filósofo Matías, los inquilinos, si bien ganan la primera batalla, finalmente son derrotados y expulsados del edificio; perdiendo los inquilinos, de esta forma, todas las esperanzas de recuperar sus antiguas habitaciones. Siendo luego los "descamisados" quienes reemplazarán a los vencidos — ante la vista y paciencia de la policía que ha sido testigo de la gresca, sin intervenir, sospechosamente, en ningún momento —. Pero, finalmente, los nuevos invasores también serán desalojados del edificio por las tropas del ejército, como era de esperarse, triunfando los accionistas del Banco. Es el argumento de la novela Final del Porvenir. Entonces vienen las preguntas: ¿Qué visión de la violencia nos presenta la novela y cómo se expresa ella en el paisaje urbano que nos describe? Abreviando diremos: Que la violencia en este universo narrativo tiene diferentes niveles en su forma de manifestarse. Primero, a nivel del lenguaje, donde fundamentalmente resaltan dos aspectos: a) el uso de un lenguaje vigoroso y dinámico que nos estremece por su tono realista un tanto exacerbado, implacable y que nos acondiciona a un obsesivo sentimiento de desesperanza y pesadumbre por la vida de miseria, desorden y

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desencanto que vive cada uno de los personajes, así como por la historia misma que nos precipita a la pesadilla del desahucio, sin dejar de incluir el uso muchas veces de imágenes agresivas o violentas: Sonámbulo, zigzagueante, torpe. El tío Américo avanza por la acera, por la pista. La cabeza gacha, hundido en las sombras. No distingue nada. El sacón empolvado. Las manos entumecidas. No escucha el ruido del comercio. No se da cuenta de los autos, de los camiones. No siente el hedor de los basurales. Insomne, busca paredes oscuras, callejones inciertos. Y sólo encuentra el ojo clavado de la noche (45). b) por el uso de las enumeraciones descriptivas, sofocantes pero infatigables en cualquiera de las páginas de la novela; veamos el inicio: Ahora lo veo así — al tío Américo—, entre nubes de polvo y humo, y me parece inmenso, magnífico, invulnerable, arrastrando su pesada carretilla azul. La figura inamovible, el gorro encasquetado, rabioso, vidriado, corriendo en la reverberante Bolívar, las manos sujetas a los manubrios corroídos, eludiendo automóviles y camiones, trasponía los puestos de frutas, los quioscos de la comida, las ferias de ropa vieja, y los abigarrados paraderos de ómnibus (7). Segundo, a nivel de la historia, la violencia resalta también en base a dos características fundamentales: a) por las acciones violentas que acometen los personajes comprometidos en los dramas de sus destinos, en donde los vemos agredirse unos a otros, sobre todo, cuando se trata de los tradicionales pleitos entre jóvenes pandilleros, de una calle con otra, por manifestar los celos por una muchacha, o peor aún, por sentir una brabuconada machista: La noticia sorprendió a todos: le pegaron a Pelelén, lo dejaron inconsciente, sangraba la cabeza, tenía heridas en la espalda y en las piernas. Fueron los chicos de la Giribaldi, incluso bajaron atrevidamente al patio, ejecutaron las tropelías, e insultaron a las mujeres. Era una declaración de guerra (151). Otros ejemplos, que son inevitables porque justifican el sentido y la razón de toda la novela, son los desplazamientos de violencia a que se ven obligados a ejecutar los muchos protagonistas de la historia, acicateados por un criterio de autodefensa más que de ecuanimidad y justicia, viendo que tendrán que verse obligados a pelear, a palo y piedra, contra quienes los obligan a un desahucio involuntario: [...] los vecinos de Giribaldi y los de América, acometieron violentos, una vez en la azotea, destrozaban las casuchas, volcaban pilotes, echaban mesas y rompían colchones.[...] ¿En qué instante comenzó la desbandada? Nunca lo supimos. Después de saciada la

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venganza, quedamos confusos, sin decidirnos a avanzar, nos miramos asustados. Los desarrapados se orientaban en la oscuridad, se conocían entre ellos, lanzaban chillidos como locos, y llevaban palos encendidos con querosén. Nos volcaron a ladrillazos. Recuperaron cada metro del terreno, aparecían de sorpresa, rodeaban entre cuatro al señor Goyeneche, lo tumbaban, y en el suelo, lo inmovilizaban a garrotazos, lo amarraban y lo conducían al cobertizo (184). b) por la estructuración sicológica de los personajes, quienes por sus condiciones de miseria, abandono físico, enfermedades o malnutrición, aunándose la amenaza del desahucio, son proclives a caer en visiones de pesadilla, en delirantes signos de locura o desquiciamiento: Cierra los ojos. Aturdido ríe. Se tapa el rostro, le salen lágrimas. Eructa. Pasan los minutos. Vuelve en sí. Alguien lo llama nuevamente. Escucha su nombre en el mostrador. Trata de mirar. Sólo observa al enano bamboleándose. La figura se acerca. Es un jorobado, piensa Matías. A la luz sesgada de la cera, lo siente desplazarse. No comprende. Asombrado sospecha. Es una caricatura de rostro. Aquella masa de hombre estira sus muñones, le deja un recipiente en la mesa. No es un enano. No es un jorobado. Sino un mutilado, sin piernas ni manos. Adolorido. Grita horrorizado. Se resbalan sillas. Se choca en la puerta. Se revuelca en el suelo. Se aleja dando tumbos (114). En un tercer nivel nos encontramos entonces con la visión de la urbe; es la visión que va a depender del ángulo de la conciencia del personaje que narra siempre en primera persona del singular; la novela es un largo monólogo y esta conciencia, que nos describe cada detalle del universo ficcional de la novela, es la del personaje que observa todos los acontecimientos, dramáticos o no, y que ocurren en el interior de la misma; y es la misma conciencia la que nos presenta de igual forma a todos y cada uno de los protagonistas; pero posee una particularidad, esta conciencia del personaje narrador nunca se encarna en un personaje que actúe dentro de la historia, únicamente participará como testigo pasivo. De él como personaje no dependerá ninguna acción. Es como un ser invisible. Nunca tampoco nadie opina de él. El es sólo la conciencia que todo lo espía, observando el horror de vivir en cuanto a los seres humanos; y él es quien también, frecuentemente con un profundo sentimiento de desesperanza y desamparo, donde nadie podría alcanzar ni un ápice de felicidad — pues la vida y todo lo hecho por el hombre es deterioro, suciedad, depresión, abandono — nos presenta la urbe, en una visión de monotonía y hastío, pero además animalizada, enfermiza, desquiciada o mejor dicho, su peculiar visión violenta de la urbe: Afuera en la calle, un cielo lánguido, la humedad plomiza, el paisaje somnoliento sin calor ni frío. La escurridiza Bolívar, como

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siempre, larga y ruidosa con sus autos desesperados. Brillan los muros sin rigor. Los bazares abren sus puertas. Gente cruzando la vereda. El polvo baja triste y sin fuerza. Brumosa se estira la carpa del coliseo Mundial. Los ómnibus interprovinciales ruedan incontenibles. Gruñe la Parada. Los ropavejeros recorren los tenderetes de la Aviación. El señor Goyeneche no sabe en qué momento escuchó el bramido. Pero fue el estruendo. El animal dormido en la avenida, pareció levantarse furioso, lenguas de fuego se extendieron en el parque Cánepa. Remolino iracundo, el monstruo tragó cemento, devoró comercios, incendió talleres, destruyó edificios. Lloraron las verduleras. Las pescadoras bailaban sobre el abismo. Una llama encubrió el cielo. Humo negro cegaba los ojos. Alguien rezó en voz alta. Corrían los yerberos. Todos estaban locos. Todos gemían. Los caminos se llenaban de especuladores. Séptimo Goyeneche avanzaba pesaroso, el vientre prominente, el trasero monumental, en el hombro cargaba un saco de infortunios (134). Párrafo que sintetiza muy bien el carácter y el espíritu, como la visión de la vida y del mundo, de la conciencia del personaje narrador. Para esta conciencia vivir es una pesadilla, el peor tormento, es de uno y de otro modo "cargar un saco de infortunios"; no hay alternativas. Nadie se salvará de los horrores y pesadillas que nos impone la vida en una urbe como la Parada y su entorno. Para colmo, en ese espacio todos están condenados al fracaso, el final de la historia de esta novela lo demuestra con la contundencia de la derrota de los inquilinos. Los verdes años del billar es el título de la novela de Roberto Reyes Tarazona. El argumento de esta obra es como sigue: Ricardo, el joven protagonista de la historia, en una gran narración, nos relata el gran drama de su existencia; el insufrible periplo de su vida en la escuela religiosa — donde no hay juegos ni alegrías —, dirigida por el cura apodado Sapito, en donde tiene que padecer innumerables humillaciones debido al reglamento riguroso y marcadamente católico: teniendo que rezar, confesarse, arrepentirse de sus pecados, amar a Dios, a sus padres, a los ángeles; siéndole exigida una intachable conducta incontaminada de pecados o de malos pensamientos y sentimientos que lo oprimen, que le hacen sentir el vacío de su destino, la irrespirable hipocresía de los demás, la frustrante convicción de saberse un ser inútil en una sociedad brutalmente violenta en la marcha de su historia y en el destino que les toca cumplir a los hombres que en ella se sindicalizan y se movilizan por sus reivindicaciones, como era el caso del magisterio en pie de lucha y el de su profesor — con quien inicialmente discrepa — en ese combate de participación militante a partir de una concepción ideológica marxista.

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En el centro de la incertidumbre, sin saber por qué visión de la vida optar: o la idealista cristiana y mojigata — en la que estaba comprometida su familia, Sapito y su amigo Pellejo que no cesa de tentarlo como su alter ego hacia el cristianismo —, o la crudamente realista, aquella del sindicato y el apoyo al magisterio. Corren los años del "gobierno militar revolucionario". Ante tal vacilación, de repente descubre el mundo del billar, al que se entrega con toda la pasión posible, estudiando sus reglas, cada jugada, el sentido de triunfar hasta experimentar la sensación de ser el mejor de todos, como lo logrará su genial amigo apodado el Gato, quien triunfará realmente al vencer al campeón de los campeones, el Capazote. Billar, ocio, vicio, dedicación que le cuesta no asistir a clases, castigos, amenazas de expulsión de la escuela, la bofetada de su padre y los gritos de la madre. Pero que no hacen mella en su espíritu de "oveja negra y descarriada." Descubre también, en estos años de adolescencia, la confusa y misteriosa vida del Maese Diego y los secretos amores con la tía Queta. Se enterará de que ella se entregó por amor y que fue una injusticia que la familia los condenara recriminando su "pecado", que la tía Queta arrastraría, en soledad y abandono, hasta su muerte. Entre un Maese Diego, idealista honesto pero soñador, romántico y profundo conocedor de libros y de la vida, y la presencia e imagen del profesor de Ricardo, dirigente sindical consecuente, le estimulan a definirse en su destino: pensando como socialista. Entonces dejará el billar, los triunfos, el posible éxito de ser el mejor, para decidirse por apoyar las marchas del magisterio. Tal es el argumento de esta segunda novela, Los verdes años del billar, de Reyes Tarazona. La presencia de las diversas formas de violencia en esta obra se acentúan en lo fundamental en tres niveles: Primero, en el nivel del lenguaje: aunque la obra está escrita en un tono denso y reflexivo, coadyuvando a perfilar la sicología del adolescente personaje Ricardo — permanentemente opreso en sus dudas, vacíos metafísicos y confuso en el vértigo de una maraña de preguntas con respecto a él mismo, a su destino futuro, a la misteriosa y bella tía Queta y al sabio y fino Maese Diego —; también, paralelamente, participa en la construcción escrita de la historia narrada, un lenguaje de carácter rudo y agresivamente familiar, coloquial, donde la replana es mordaz y provocadora de discusión o pleito, la coprolalia fácil, y donde la metáfora es proclive a la procacidad y es expuesta con natural desparpajo y frescura: "Por ahí debe andar, estirando la pata." Yo le quedé mirando detenidamente para ver si su respuesta era una broma o qué. "Por mi madre", dijo el Rolo con una nueva sonrisa. "Tú siempre tan pendejo." "Puta que no me crees. ¿Así que no puede estirar la pata? Es Supermán o qué cosa" (40).

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Segundo, en el nivel de la historia narrada: la presencia de la violencia, en su forma más contundente, se nos ofrece desde las iniciales líneas del primer capítulo, con una imagen de agresivo desorden a partir de la comparación del gas con "la embestida de un animal acorralado", que nos predispondrá a entender posteriormente el espíritu de represión de las fuerzas del Estado contra las aspiraciones magisteriales. No alcancé ni a trasponer el umbral de la habitación. Al abrir la puerta me recibió el mismo tufo picante que refregó mis narices y pulmones apenas bajé del micro, pero esta vez no como algo difuso flotando en el ambiente, sino como la embestida de un animal acorralado. Requinté en voz alta al maldito turbión de gas que tan mala sorpresa me daba (7). Imagen de una forma de violencia un tanto similar, de uno u otro modo, al párrafo final de la novela, aunque observada por Ricardo desde la perspectiva del joven que ya volteó su oscuro destino, encontrando el anhelado camino de su verdad, el desvelamiento de sus incertidumbres, en virtud de haberse afirmado en una visión de mundo — donde el juego, una partida de billar, el reto buscando el triunfo y el éxito, tienen cabidas porque dan satisfacciones y alegrías, aunque no son prioritarios —, con una filosofía de vida cuestionante y crítica, y acorde con la trascendencia de sus aspiraciones políticas y sociales: Ya en dirección al núcleo de la movilización empecé a pensar al revés de como lo había estado haciendo hasta ahora: luego, cuando termine la marcha, iré a presenciar el duelo. O no. Mejor una vez que concluya la huelga. De seguro todavía continúan, me decía. Nada había cambiado, sólo el orden de prioridades. ¿Después? Después vendrían otros rivales, otros ambientes, otras partidas (249). En el tercer nivel nos encontramos ante el paisaje de la urbe, en donde apreciamos que los personajes se desplazan en cinco espacios: la ciudad, la calle, la escuela, la casa y el billar; lugares donde la violencia también manifiesta su tormentosa presencia. En la ciudad: ocurren las marchas, los enfrentamientos; es el área desde donde los hombres reclaman contra las injusticias, el lugar donde aparecen los armamentos de combate y en donde se dan las grandes batallas: Alrededor del Ministerio de Educación, hasta donde podía ver, se había establecido un cordón de uniformes verde botella y no menos de dos rochabuses esperaban el momento de descargar sus tanques de agua sobre quien osara abrir la boca en favor de la huelga (29). En la calle: se encuentran los muchachos, cada quien con sus preocupaciones y opiniones, que no son siempre acordes; es el lugar de los pleitos callejeros; es la tierra de nadie, donde nadie es en el fondo amigo de nadie; lugar de

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desconfianza y agresión; también el sendero de la fuga, de la vagancia, del paisaje depresivo por su deterioro: En mi búsqueda de un lugar donde fumar tranquilo y tomar algo caliente, recién fui verdaderamente consciente de que las casas eran contrahechas y estaban mal pintadas, que abundaban los corralones y las quintas despostilladas, que en los terrenos baldíos se amontonaba la basura que los perros vagos después de husmear desparramaban a su antojo, que las pistas y veredas parecían haber sufrido un bombardeo. ¡Una reverenda cojudez mi pera! Y así caminé y caminé al borde de la depresión, achacando la culpa de cuanto me fregaba al Maleño (17). La escuela: es el lugar donde impera la férrea disciplina; donde los alumnos son tratados poco menos que como reclusos o delincuentes merecedores de violentas reprimendas: Y cuando el Loco — el profesor — saltó como un energúmeno y le encajó un par de cachetadas a los primeros que encontró riendo en su camino, gritando como una bestia que se callaran, balbuciendo borrosas maldiciones, comprendí que la cosa no era, no podía ser gratuita. Toda la clase calló espantada (53). La casa: es el lugar de las eternas prohibiciones y castigos, como de la tiranía de los padres: "en esta casa jamás vuelvas a mencionar ese nombre. Te lo prohibo" (125). El billar: es evidentemente el espacio de las competencias entretenidas; pero también de las grescas, de la explotación, los maltratos, las estafas, la suciedad, el sexo: Ya estoy harto de toda esta basura: barro y limpio la mierda todos los días, atiendo a las mesas, me peleo con los perromuerteros, me acuesto tarde, y ¿qué?: unos miserables centavos. El gordo en cambio, manya: cobra, me gramputea cuando le viene en gana, traga de lo mejor y encima se refriega con la Ofelia todos los días (20). Concluyo con que en esta novela, Los verdes años del billar, las diversas formas de la violencia se infiltran y aparecen en los lugares menos esperados; se la respira en todo ámbito y nadie escapa de su sombra poderosa aunque aparentemente inadvertida.

Conclusiones Si bien ambas novelas, Final del Porvenir, de Augusto Higa, y Los verdes años del billar, de Reyes Tarazona, tienen como espacios referenciales la década de los 50, y la de los 60 con parte de los 70, respectivamente; sin embargo no

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necesariamente se ocupan, por lo mismo, de los años en que fueron editadas: Final del Porvenir, en 1992; Los verdes años del billar, en 1986. Los autores bien pudieron Accionar temas que nos hieren o comprometen en estos días de agobiante y opresiva violencia. No considero esta actitud como un defecto sino como una cabal expresión de una absoluta libertad interior, por la cual ninguno se siente obligado a expresar — según su visión estética, su filosofía de vida — lo que no le es imperativo. Otra de las razones podría ser que, si bien existe una violencia que se traduce en una aparatosidad de coches-bombas, torres dinamitadas, ejércitos terroristas y paramilitares y tumbas clandestinas, también es cierto que existe otra forma de violencia, engendradora de la anterior, y que tiene raíces más profundas y silenciosas, produciendo más muertes sin derramamientos de sangre, quebrando valores, deshumanizando, siendo más terrible aún desde que no sólo destruye la vida física sino además nuestras posibilidades de hacernos y sentirnos más humanos, más solidarios. Es la que resulta de la codicia y lucha por el poder, dentro de un sistema político y económico, que favoreciendo a unos pocos, desplaza y condena a la mayoría. Por lo mismo, no es extraño observar la presencia en la narrativa peruana de novelas que, aunque recientemente publicadas, no tratan en sus temáticas necesariamente el fenómeno de la subversión en el Perú, por lo menos hasta el momento. Tampoco debe llamar la atención el hecho de que estas novelas describan al gran monstruo urbano que es Lima y no a otras urbes en el interior del país; indicio de otra forma de violencia: el terrible y despiadado fenómeno social llamado "centralismo", por el cual el complejo de inferioridad del provinciano o la soberbia del hombre de la capital hace creer que "el Perú es Lima".

Bibliografía Higa, Augusto. 1992. Final del Porvenir. Lima: Ed. Milla Batres. Reyes Tarazona, Roberto. 1986. Los verdes años del billar. Lima: Amaru Editores.

Cronwell Jara y la nueva novela de la ciudad José Morales Saravia

I

Uno de los rasgos que expresan la modernidad del subcontinente se encuentra en el hecho de que la mayoría de la población vive en ciudades1. El caso peruano presenta, por supuesto, este rasgo2. Desde los años cincuenta se conoce en este país un intensísimo proceso de traslado del campo a los diferentes centros urbanos, sobre todo a la capital Lima3. Políticos, urbanistas, artistas y escritores se han ocupado de este fenómeno; pero han sido sobre todo las ciencias sociales las que le han prestado, prácticamente desde el inicio, atención tratando de reflexionar y estudiarlo. Ellas han centrado su interés de estudio predominantemente en torno al problema de las "barriadas", ya que éstas han sido la forma espontánea de crecimiento urbano que han tenido las ciudades. Lima no ha conocido un planteamiento urbanístico al estilo de Haussmann en

' Durand/Peláez 1965, 189 afirman: "Latin America, on the whole, is considerably more urbanized than the average of the world's regions. It is more urbanized than either Africa or Asia and somewhat more urbanized than southern Europe. Only North America, northwestern Europe, Australia, and New Zealand are very far ahead of it in urbanization [...]. Urbanization in a majority of Latin American countries is megalocephalic." 2 Presentamos cifras y porcentajes siguiendo tres fuentes. La primera señala que en 1989, el 69.3% de la población peruana vivía en ciudades mientras que el 30.7% en áreas rurales. El proceso de crecimiento urbano en por cientos se puede observar siguiendo el siguiente cuadro (Statistisches Bundesamt, Lánderbericht Peru 1990, 23): población

1965

1972

1981

1989

urbana

47.4

59.5

65.2

69.3

rural

52.6

40.5

34.8

30.7

La segunda fuente (Webb/Fernández Baca 1993, 101) presenta cifras con estimaciones hasta 1995. En 1993 se estimó que vivían 16.346.600 personas en ciudades mientras que en áreas rurales lo hacían 6.580.400. Para 1995 se estimó respectivamente 17.246.400 y 6.607.600. La tercera fuente (INEI 1995, 161) presenta después del censo de 1993 las siguientes cifras: área de residencia urbana con 15.458.599 habitantes; área de residencia rural con 6.589.757 habitantes, siendo el porcentaje de la población urbana el 70.1. 3 Las cifras para el crecimiento de la Lima metropolitana suministradas por Webb/Fernández Baca 1993, 101 según los censos de 1971, 1972 y 1981, son respectivamente las siguientes (en miles): 1.836; 3.295 y 4.608. La población de Lima, estimada según estos autores para 1993, asciende a 6.753.000 habitantes, es decir más del conjunto de la población rural en todo el país. El INEI 1995, 161, señala según el censo de 1993, una población de 6.386.308 para Lima.

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el París de mediados del siglo pasado — por mencionar un ejemplo citado frecuentemente como paradigmático y que tuvo seguidores en Argentina y Chile en las figuras de Torcuato de Alvear y Benjamín Vicuña Mackenna respectivamente4 — y buena parte de la discusión entre arquitectos y urbanistas hoy en día se resume en la pregunta de si tal planteamiento hubiera sido pertinente y realizable en las condiciones sociales, políticas y económicas de un Estado como el peruano. Las diferentes posiciones en esta discusión han sido presentadas hace poco por Julio Calderón en un libro cuyo título, Las ideas urbanas en el Perú (1958-1989), muestra ya el amplio, sostenido y determinante carácter de esta discusión en los problemas que han hecho y hacen el Perú de la segunda mitad del siglo XX. Estas posiciones pueden aceptar diversos ordenamientos. Julio Calderón las divide entre las que juzgan las barriadas positivamente y las que tienen una visión crítica de ellas. Yo quiero ahora más bien presentar las diferentes líneas de este discurso. Una línea tradicional de pensamiento ha negado permanentemente el crecimiento urbano a través de las barriadas por considerar a éstas improcedentes desde diferentes e incluso contradictorios puntos de vista: desde el meramente urbanístico por sus deficiencias de planeamiento y de higiene, desde el político porque el Estado tenía la obligación de construir nuevas urbanizaciones tomando todas las medidas y previsiones del caso, desde el punto de vista estético porque los habitantes de Lima sentían que les estaban afeando su ciudad capital. Otra línea de pensamiento ve en el problema de las barriadas un problema "estructural" y opina que mientras éste no se supere, el problema de la vivienda, como se manifiesta de manera palpable en la deficiente constitución urbana a través de barriadas, no se podrá solucionar. Una tercera línea de pensamiento evalúa la barriada desde la perspectiva del usuario, sus medios y sus necesidades — y no como se ha hecho frecuentemente desde políticas "externas" o desde el lugar del Estado — y concluye que si las políticas urbanísticas desde "arriba" resultan "caras" y "opresivas" para los usuarios, y sus construcciones "malos productos", las barriadas constituyen soluciones altamente satisfactorias para el problema de la urbanización masiva en el Perú (Calderón 1990, 44). Otra línea de pensamiento parte por considerar el crecimiento urbano según el patrón de la barriada como un hecho dado y que en tanto tal tiene que ser visto como el producto de una búsqueda alternativa a situaciones existentes en el campo de la vivienda. Estas diferentes posiciones muestran la existencia en el Perú de lo que bien se puede llamar un discurso urbano complejo y de ya larga tradición que ha sido fomulado y desarrollado sobre todo en una literatura académica, política y científica.

4 Cf. Glusberg 1991, I: 99ss. para la creación de la Intendencia de Buenos Aires y la labor de T. de Alvear como primer intendente entre 1883 y 1887. Véase Munizaga Vigil 1977 y 1992 para la labor de intendente de Santiago de B. Vicuña Mackenna entre 1872 y 1875.

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Pero el discurso urbano se puede encontrar también en la literatura de ficción y está por hacerse un estudio comprensivo de las diferentes posiciones o líneas de pensamiento que son de aislar en ella. La expresión "literatura urbana" que algunos críticos literarios y periodistas acuñaron para describir un cierto tipo de textos de ficción que empezaron a aparecer a partir de los años cincuenta no ha tenido sino validez descriptiva. Su carácter operatorio y conceptual resulta problemático dada la multiplicidad de fenómenos dispares que pretende abarcar: temas, personajes, estilos, géneros. Esta denominación fue acuñada, sin embargo, como contrapartida a otra que describía la literatura que hasta ese momento imperaba en el Perú: un conjunto de textos conocidos como "novela de la tierra"5, cuyos exponentes máximos narraban episodios vividos por personajes que habitaban el campo, enfrentados a las despiadadas o protectoras fuerzas de la naturaleza y cuyas descripciones pintaban críticamente las instituciones sociales típicas del agro que explotaban a dichos personajes: la tópica triada del hacendado, del sacerdote y del juez de paz. Julio Ramón Ribeyro, Congrains Martín, Reynoso, Zavaleta, Vargas Llosa son autores dispares en sus temas, personajes, estilos y visiones como para ser ordenados bajo el mismo rótulo. ¿Hay que llamar de igual manera "urbana" a toda la literatura posterior a estos autores que tienen personajes que viven en la ciudad? ¿No habría que emplear esta noción de manera más estricta? En la literatura de ficción el problema del crecimiento urbano y de la urbanización vertiginosa ha sido apenas tocado de manera directa. Salvo la novela No una, sino muchas muertes (1985) de Congrains Martín que presenta la vida en una barriada, la novela El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971) de José María Arguedas que busca reflexionar sobre el fenómeno de la migración a la ciudad de Chimbóte y algunos pocos textos más, es recién la novela Patíbulo para un caballo (1989) de Cronwell Jara la que tematiza literariamente este problema que — como ya se esbozó más arriba — ha sido acompañado por un discurso ya de larga trayectoria existente en las ciencias sociales. Es este hecho, pero sobre todo su especial elaboración literaria, el que hace de esta novela un hito en la literatura peruana.

5

La expresión "novela de la tierra" se encuentra, por ejemplo, en Rodríguez Monegal 1965, 54s., quien opone a ella la "novela urbana"; los autores que encarnan aquí la oposición son Ciro Alegría y Juan Carlos Onetti, respectivamente, con sus obras de 1941 El mundo es ancho y ajeno y Tierra de nadie. Entre otros Sánchez 1982, 434ss. emplea la expresión "novela regional". Bellini 1985, 502ss. emplea también este término junto al de "novela indigenista". Vargas Llosa 1969, 29ss. habla de "novela primitiva" que él opone a "novela de creación". Franco 1969 diferencia entre "novela regionalista" y "novela realista" y sitúa dentro de la segunda a la novela indigenista: Icaza, Alegría, pero también Asturias, Castellanos y José María Arguedas.

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II Ya quedó dicho más arriba que la denominación de "literatura urbana" surgió en contraposición a lo que se llamaba entonces "novela de la tierra" en sus diferentes modalidades realistas, indigenistas, neoindigenistas, mágico-realistas, etc. Más que ocuparnos ahora de demostrar si esta contraposición resulta pertinente o no6, queremos buscar lo que se encuentra detrás de ella. Así como la denominación "literatura urbana" puede ser vista dentro de un discurso más amplio llamado urbano, de manera similar se podría buscar en el nivel de los discursos uno dentro del cual pudiera verse la "literatura de la tierra" y de esta manera a ese nivel contraponerlo al discurso urbano; este discurso podría recibir el nombre algo vago y general de discurso étnico. Simplificando necesarias diferenciaciones entre discurso étnico propiamente dicho y discurso etnológico ficcionalizado7, en este momento no tan pertinentes para nuestro uso operativo del concepto, podemos definir el discurso étnico en el Perú por lo menos con los siguientes rasgos: (1) es un discurso rural o sobre lo rural desde la ciudad; (2) apela a un espíritu comunitario basado en lazos de solidaridad dados por el parentesco, el grupo local, la región; (3) es por esto un discurso fundamentalmente telurista; (4) es en la mayor parte de los casos un discurso de resistencia que busca legitimar valores que los discursos no étnicos, frecuentemente nacionales, quieren manipular y (5) por lo mismo tiene una existencia datada en coyunturas históricas determinadas que se pueden caracterizar por ser momentos agresivos de modernización. En la "novela de la tierra" el discurso étnico subraya los valores de las comunidades del Ande, su solidaridad, su integridad, su moral, frente a la sociedad "moderna", "capitalista", cuyos valores mezquinos desenmascara y cuyas instituciones civiles, militares y religiosas muestra como perniciosas, explotadoras e injustas. Tal vez el mejor ejemplo es aquí la novela de Ciro Alegría El mundo es ancho y ajeno de 19418. Por su parte, en la así llamada narrativa neoindigenista, el discurso étnico subraya enfáticamente no sólo su crítica a la modernidad, su visión positiva de los elementos telúricos, sino que pone el acento en describirlos desde la forma de sentir y percibir el mundo de los personajes. Se trata aquí de lo que algunos estudiosos han llamado la

6 Para esto cf. Earle 1967, 204ss. que pasa revista a esta oposición y sus orígenes. Los críticos allí considerados son Torres-Rioseco, L.A. Sánchez, Zum Felde, Fernando Alegría entre otros. 7

Lienhard 1989, 131 señala cinco posibilidades de acercarse al otro y diferencia los textos que estas posibilidades producen como etnografía, etno-testimonio, etnología, ficción (al estilo del indigenismo) y etnoficción (invención total de la forma de hablar del otro). 8

Cf. Losada 1975, 75 que escribe sobre esta novela: "no presenta un mundo como una proyección de la subjetividad sino como una interpelación que pone en cuestión las certidumbres y las expectativas de los grupos urbanos" y Cornejo Polar 1994, 200-207 que presenta esta novela como excepción en relación al problema del entrabamiento del indigenismo frente a la historización de la realidad indígena.

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"interiorización" del indigenismo. El discurso étnico ya no hablaría en este caso desde "fuera" sino desde "dentro" del mundo narrado9. Así definido, el discurso étnico puede ser encontrado en las obras de Cronwell Jara. Su colección de cuentos Las huellas del puma de 1986 reúne veinte textos que, según se lee en la contratapa, "testimonia[n] experiencias vividas por la colectividad de Morropón", ubicada en el departamento de Piura. La lectura de ellos hace pensar que Jara no sólo conoce los tópicos de la "literatura de la tierra" sino que los maneja con virtuosismo. No hay texto que no emplee o transcriba el lenguaje oral y regional ni texto que no dosifique con mano maestra las descripciones de la naturaleza y del paisaje del lugar — éstas también tópicas. Estos cuentos saben, además de reproducir la ficción de la oralidad y la filigrana paisajística, hacer uso de técnicas narrativas más "modernas" que las que empleaba la "literatura de la tierra": juegos con la identidad de los personajes o de los narradores, construcciones paralelas, manejo artificioso de la dramaticidad y del suspenso, trastocamientos de los tiempos narrativos. En cuanto a los temas, éstos son rurales y se apoyan frecuentemente en la crítica tópica presente en la "novela de la tierra"; negativamente representados aparecen los miembros de la policía y el clero. Pero en estos cuentos abundan también personajes misteriosos, malignos, perversos y violentos, que proceden de la región, y que parecen estar condenados — en la perspectiva de Cronwell Jara — a un destino que ellos apenas pueden manejar. En estos textos no faltan, por lo demás, temas y perspectivas más "modernas": el tratamiento de lo erótico, el recurso al humor10. En un comentario a uno de los cuentos incluido en esta colección, "La fuga de Agamenón Castro", ganador del Premio Copé 1985 (lo mismo vale para "Hueso duro", cuento también de esta colección que fue ganador del Premio Nacional de Cuento José María Arguedas), se escribía que "nuestra narrativa última opta por viejos moldes" (Llaque Minguillo 1987, 249). En ese comentario se señalaba que predominaba en los jóvenes escritores una vuelta al realismo y que éste, a diferencia del de los años cincuenta, ya no era de tema urbano sino rural. Yo agregaría, teniendo en cuenta los textos de la colección Las huellas del puma, que Cronwell Jara hace uso repetidas veces también de los tópicos del realismo mágico y su criterio de verosimilitud, pero matizaría la afirmación de que la más nueva narrativa opta por viejos moldes. Según mi parecer, Cronwell Jara echa mano de todos los tópicos ofrecidos por la tradición de la "literatura de la tierra" en sus diferentes variantes y crea, a base de

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Cf. la descripción de Bellini 1985, 575: "Sustituye el nativismo intelectual y emotivo, carente de un conocimiento cabal de la realidad indígena, por la experiencia directa, el conocimiento desde dentro." 10

Léase, por ejemplo, "La fuga de Agamenón Castro" para comprobar el juego con los diferentes tiempos narrativos o "Los dos maridos de doña Raquel Santos" para el tema del erotismo.

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ellos, textos perfectos que evocan permanentemente en el lector — más allá de lo magnífico y original de las propias historias narradas — otros textos, sean éstos de Ciro Alegría, José María Arguedas, López Albújar, por sólo mencionar las referencias más visibles. El placer de la lectura se ubica aquí también en la forma de citar — poco importa en este momento que sea voluntaria o involuntaria — la tradición anterior y en hacer con ella cuentos redondos y "más modernos". La expectativa del lector peruano no habría aceptado estos temas sino tratados de esta manera. Los dos premios recibidos muestran tal vez los dos lados de estas expectativas". Ellas exigían, por una parte, escribir dentro de una tradición literaria "nacional" codificada (paradojalmente, la tradición literaria nacional tiene en este siglo como espina dorsal un discurso étnico no nacional)12. Ellas pedían, por otra parte, estar a la altura de las exigencias del lector peruano de finales del siglo XX. Cronwell Jara parece haber respondido a estas dos expectativas larga y exitosamente. Un relato de 1990, "Don Rómulo Ramírez, cazador de cóndores", muestra con toda claridad el retrabajo del discurso étnico realizado por Cronwell Jara y permite, a la vez, ver de qué elementos está compuesto éste. El personaje principal, que da el título al texto, recibe el encargo de las autoridades civiles y eclesiásticas de cazar un cóndor para la celebración del centenario de la Independencia, pues con él se le dará realce a dichas celebraciones; se sabe, sin embargo, que esto significará el sacrificio y la muerte del ave. Rómulo Ramírez, miembro de la antigua familia Condorcunde, accede a realizar el encargo, luego de haber obtenido la promesa del sacerdote de que el cóndor no será matado. Las celebraciones tienen lugar con mucho brío; ellas presentan, sin embargo, más elementos paganos de los que hubiera querido y puede permitir el cura del pueblo. Éste, arrepentido de prestarse a la "idolatría", rompe su palabra y manda matar al cóndor. Rómulo Ramírez logra salvarlo, pero en el intento pierde los ojos debido a un zarpazo del ave. Apaleado por las autoridades por no haberse prestado al sacrificio del cóndor, Rómulo Ramírez muere contento de no haber traicionado al ancestro mítico de su familia. El cóndor aparece en este relato no sólo como representación de la naturaleza en toda su plenitud, sino como el representante mítico de una etnia. Este grupo familiar se diferencia de los "otros" pobladores porque todavía conserva la creencia de los antepasados. Rómulo Ramírez, uno de los Condorcunde, se pregunta en un momento del relato por su identidad y esta pregunta no puede ser sino una pregunta por la identidad étnica: " ¿Por qué tiene que sucederme esto si no soy indio?" (16). El se responde: "Será que somos medio indios, con sangre de

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Estos dos premios son los más importantes en el Perú y el segundo sitúa de alguna manera la línea de tradición narrativa a la que se adhieren sus concursantes. 12 Cornejo Polar 1989, 105-155 ha tratado este tema del surgimiento de una nueva tradición a principios de siglo; él señala como pilares de ella a Mariátegui y a Vallejo. Cornejo Polar ve más bien la integración de lo étnico en el discurso nacional.

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gentiles. Y así estos nombres como Rómulo y Pedro o Teodoro nos caigan incómodos; medio gentiles y por eso la sangre, el espíritu de los indios todavía, oigan lo que otros ya no oyen" (16). En este relato los valores nacionales, representados por las fiestas patrias, por la celebración del centenario de la Independencia, son opuestos a los valores étnicos que el cóndor y la creencia en él muestran. La acción del relato está construida de tal manera para que el representante mítico de la familia logre seguir viviendo. El relato apuesta por la existencia del discurso étnico en un país o en una región donde lo étnico empieza a desaparecer (hay que recordar que la acción del relato está situada en 1921, año del centenario de la proclamación de la Independencia y de la fundación de la Nación). El texto mismo señala, por lo demás, que los jóvenes de Santo Domingo — lugar de la celebración — ya no conocen la tradición y piensan hoy en día de otro modo13. ¿No parece aquí cumplir Cronwell Jara a cabalidad con el programa literario que caracterizó la producción neoindigenista?

III Volvamos a nuestro punto de partida sobre el discurso urbano. ¿Es posible hablar dentro de él de un nuevo momento? En la última década, tres estudios parecen responder de manera afirmativa a esta pregunta. Uno de ellos, El otro sendero (1987) de Hernando de Soto, hace uso de la noción de "informalidad" para describir el surgimiento masivo de barriadas, la vertiginosa urbanización y el movimiento dinámico de una sociedad que ha buscado un sistema alternativo al de la construcción formal de viviendas y cuyo vehículo para acceder a la propiedad inmobiliaria es la invasión de terrenos14. Un segundo estudio, Conquistadores de un nuevo mundo. De invasores a ciudadanos en San Martín de Porres (1986), de Degregori, Blondet y Lynch, privilegia el aspecto político del fenómeno y ve en él un proceso de democratización social en busca de conse-

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Cf. 14. Los polos puestos en juego aquí se pueden referir a los conceptos de secularización y ancestralismo. Rith-Magni 1994 ha mostrado para el arte visual peruano y latinoamericano, que el ancestralismo ha sido un recurso reiterativo dentro del discurso de la búsqueda de la identidad peruana y latinoamericana que ha atravesado todo el siglo X X y que este concepto permite un mejor acercamiento a lo que se conoce como indigenismo abstracto en las artes plásticas. 14 De Soto 1987, 17 da los siguientes datos: "En las últimas cuatro décadas el espacio urbano de Lima ha crecido en un 1.200%. Este hecho es impresionante, pero lo es más si consideramos que ese enorme crecimiento ha sido fundamentalmente informal [...]. Hechas estas precisiones, hay que señalar que del total de viviendas de Lima en 1982, el 42.6% pertenece a los asentamientos informales". De Soto explica qué se entiende por esto: "todas las áreas pobladas que en el Perú se conocen como barriadas, barrios marginales, áreas similares, urbanizaciones populares de interés social (UPIS), áreas de recepción, albergues, pueblos jóvenes, asentamientos humanos marginales, asentamientos humanos municipales, asociaciones y cooperativas" (1987, 17 nota 1).

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guir la ciudadanía; lee en el proceso de migración un acto de modernidad singular y opina que la acción organizada de invasión de terrenos y establecimiento de una barriada genera conciencia e identidad. Según estos autores, en este proceso se limarían diferencias de etnia o capa social para crear una identidad popular, un modo de unidad en la diversidad15. El tercer estudio, Los caballos de Troya de los invasores. Estrategias campesinas en la conquista de la Gran Lima (1987) de Golte y Adams, enfatiza la importancia del lugar de procedencia para la articulación del migrante en la ciudad, en la medida en que son sus lazos de parentesco y de paisanaje los que le van abriendo las puertas en su inserción a la economía y sociedad urbanas16. Estos tres estudios constituyen el último momento en relación al estado de la cuestión sobre lo urbano. Ellos explican, complementándose, el fenómeno de la migración, el de la constitución de barriadas, el del crecimiento urbano17. Muchos de los aspectos descritos por estos estudios aparecen tematizados en la novela de Cronwell Jara Patíbulo para un caballo de 1989. Sin embargo, Jara adelantaba ya en 1981 el relato Montacerdos que tenía como escenario una barriada situada en el Rímac, cerca de la Pampa de Amancaes, lugar al que los personajes principales — mamá Griselda, su pequeña hija Maruja, la narradora de las acciones, y el hijo Yococo — llegaban para hacerse de un lote como "invasores". El relato está narrado desde la perspectiva ingenua de la niña en

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Este trabajo coincide en muchos puntos con el de De Soto, pero toma una posición crítica frente a los planteamientos de éste que considera neoconservadores: "Porque éste [De Soto] visualiza a los sectores populares como una infinidad de individuos atomizados, compitiendo unos con otros en pos de una misma meta: el éxito económico individual. A través de nuestra historia [del barrio Cruz de Mayo], sin embargo, lo que aflora es una tensión constante entre lo individual y colectivo, con predominio de este último aspecto en los momentos decisivos: la fundación, por ejemplo. La clave del éxito de nuestros protagonistas ha estado principalmente en sus experiencias asociativas, que no son tomadas en cuenta por la visión conservadora" (Degregori et alia 1987, 295). 16 Golte/Adams 1987, 72, hablan de la "ética protestante" que caracterizaría al migrante y coinciden en muchos puntos con De Soto: "Los migrantes, lejos de conformarse con la estrechez de la oferta de empleo, empezaron a generar un tipo de economía a partir de sus propias reglas, en parte reproduciendo formas de capitalismo temprano, aparentemente arcaicas, tanto en la organización de la producción como en sus procedimientos técnicos, con los cuales se sitúan en la estructura económica urbana, produciendo, vendiendo, comprando y así dinamizando el crecimiento urbano". Golte/Adams 1987, 78, ponen el énfasis, a diferencia de Degregori et alia, más en los lazos y estructuras traídos del campo que en los nuevos vínculos de asociación creados y surgidos en el espacio urbano: "De ahí que la cohesión 'paisana', con referencia a lo étnico y a una disposición abstracta de confiar más en otro migrante del mismo origen, es muy grande". 17 Ellos son también — legítimo o no — un arreglo de cuentas con posiciones que miran el "problema del mundo andino" como un autosacrificio de él en aras de la modernidad o que juzgan dicho mundo desde posiciones elegiacas o paternalistas, donde los sujetos del dinamismo histórico se sitúan en instituciones formales, el Estado o el partido. Sobre esto cf. Cornejo Polar 1994, 187ss., especialmente la nota 63.

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un registro que busca agotar el tópico de lo feo, de lo bajo y de lo vil. Más allá de los criterios realistas de verosimilitud, Cronwell Jara no escatima medios para describir a sus personajes en un estado extremo de degradación física, intelectual y moral. Los personajes ya citados se alimentan de ratas, juegan y conviven con cerdos, comen excrementos, están tuberculosos y locos. El tratamiento que recibe el hijo de mamá Griselda, Yococo, sirve aquí de buen ejemplo para ver la elaboración literaria de los personajes; él ha sido construido de manera expresionista: posee una picadura de araña infectada y llena de pus en la cabeza, es capaz de someterse a las pruebas más inverosímiles y no sentir dolor, colecciona arañas, moscas y alacranes que guarda en una botella y es considerado por sus amigos de juego como algo especial, como inmortal, siendo que está desquiciado y es tenido por loco por los habitantes de la barriada. Yococo muere en una de las intervenciones de la policía; ésta lo atrepella con sus caballos y le rompe los huesos. La madre Griselda fallece al abortar luego de haber sido forzada y embarazada. El relato concluye en el momento en que la niña narradora se encuentra sola, abandonada a su suerte, escondida en una caseta, sintiendo el chillido de las ratas por todas partes, mientras ella trata de soñar que unas palomas blancas la llevan al cielo a reencontrarse con sus familiares muertos. Cronwell Jara asume en este relato de 1981 un registro y recurre ahí a un tópico que volverá a retomar en su novela de 1989. En este relato se contenta solamente con la plasmación del nivel más bajo de humanidad como condición de miseria y marginalidad social: sus personajes principales no tienen ya cabida ni entre los más pobres de la barriada; ellos no tienen pasado; no existe para ellos la posibilidad de huida a algún idilio rural previo; sólo la muerte se les ofrece como salida. Esta visión estática, tremendista, extrema, es corregida en buena parte en Patíbulo para un caballo. En esta novela, Cronwell Jara ha dejado que el narrador principal sea el mismo del relato de 1981, la niña Maruja de Montacerdos, y ha mantenido en gran medida la perspectiva ingenua de ella, pero ha enriquecido y diversificado, sin embargo, la narración con la introducción de otras voces. El lector se entera así al final de la novela que toda la historia que él acaba de leer no es otra cosa que la recopilación posterior realizada por Maruja de testimonios de los participantes en la creación de una barriada con vistas a escribir un estudio sociológico: "¡Tiene que resultarme una tesis universitaria perfecta! A las ciencias sociales les interesa este acelerado proceso de migración en los Andes y la selva hacia Lima, en estos años de posguerra y fundaciones de barriadas" (1989, 375). Cronwell Jara inserta fragmentos narrativos relatados muchos años después por personajes que tomaron parte en los sucesos, hace empero que Maruja reconstruya, en tanto narrador omnisciente, los eventos principales y permite que ella hable repetidas veces en primera persona también en el tiempo de los acontecimientos. Este procedimiento permite crear la impresión de muchos puntos de vista, de un canto coral con muchas voces, y sirve para ir completando los relatos parciales. Muchas veces sigue a la presentación de un hecho, páginas después, la opinión de un persona-

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je sobre este mismo hecho que corrige y completa la información o incluso justifica su proceder en el tiempo de los sucesos. Sin bien la explicación ficticia del origen de Patíbulo para un caballo es referida al deseo de escribir una tesis universitaria — lo que lo sitúa en la comentada tradición de estudios sociales y dentro del discurso urbano que se ha revisado más arriba — el texto que leemos es una novela. La relación discurso urbano y literatura urbana queda aquí señalada de manera explícita. Patíbulo para un caballo se compone de doce acápites que se suceden siguiendo el orden cronológico de los acontecimientos. Excepción a este orden es el primero, escrito en tiempo posterior, y que introduce — desde la voluntad de reconstrucción de "aquellos años turbios" — al personaje principal Maruja que da unidad a la novela. Los acontecimientos narrados se sitúan un poco antes del golpe militar del general Odría el 27 de octubre de 1948 y concluyen algunos días después de esta fecha. El momento ficticio de la recopilación de testimonios de la ficticia escritura del estudio social se puede situar, tal vez, veinte o veinticinco años después, a finales de los años sesenta o principios de los setenta, en que el interés por el tema de la barriada en las ciencias sociales ya ha producido varios textos. Los sucesos se refieren a la formación de una barriada en el Rímac, especialmente al momento en que los pobladores resisten los intentos de la guardia civil que sin éxito quiere desalojarlos de los terrenos ocupados haciendo un cerco. Cronwell Jara ha desarrollado varias líneas episódicas que le han permitido crear en el lector la impresión extensiva de un mundo total, característica de la gran novela. Los destinos presentados son muy diversos; las acciones relatadas tocan desde el mundo de los niños con sus juegos inocentes y menos inocentes, sus curiosidades e ilusiones, pasando por las disputas políticas de la época entre los pobladores (comunistas y apristas), las peleas por razones económicas de algunos personajes que quieren sacar provecho de la situación de aislamiento, la organización de la defensa de la barriada, los enfrentamientos violentos con la policía, la presentación de los diferentes discursos sobre lo urbano, hasta las fiestas, diversiones, comidas, que incluyen la descripción de un circo, de un prostíbulo, de los más diversos objetos y animales, de las múltiples relaciones amorosas entre los personajes, etc. La galería de personajes populares de diversos oficios y características no es menos vasta: carniceros, criadores de cerdos, retablistas, curanderos, médicos, sacerdotes, policías, prostitutas, rufianes, músicos, mecánicos, electricistas, alfareros, guardaespaldas, vagos, orates, tenderos, jardineros, comerciantes, tullidos, locos, místicos, etc. Importante resulta aquí señalar que estos personajes, a diferencia de los del discurso étnico, buscan darse una identidad diferente de la regional, grupal o familiar. El narrador emplea denominaciones regionales, departamentales, étnicas, cuando quiere referirse a los pobladores de manera general. Así se habla de los piuranos, cajamarquinos, etc. y en un pasaje hace él a un personaje expresar la duda de la existencia de un país, señalando que el Perú es la suma de muchas naciones: "Somos quechuas, aymaras, culíes, angoleños, shipibos,

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huitotos, cashibos, condoshis, ashanincas, amahuacas, aguarunas, cocamas, taushiros, tupíes, piros, resígaron, y no acabaría nunca" (1989, 99). Sin embargo, hace llamarse a los personajes entre ellos con el apelativo de "vecino". En un pasaje clave de la novela, donde las mujeres y niños salen en marcha hacia el Palacio de Gobierno para protestar por el cerco y se enfrentan con la represión policial, responden estos personajes a la pregunta del capitán de policía "¿quién dirige esta indiada?" diciendo: "No somos endias" (1989, 50), "— Endias ya no sernos. Sernos de Santoyo, caballero, de Cantagallo, Mendocita y de los Barrios Altos" (1989, 51), "— Peruanas" (1989, 52). En otro pasaje clave de la novela — el de la asamblea de organización de la defensa — un personaje parece convocar a la resistencia apelando en su arenga a un discurso étnico, apelación que resulta ser más un recurso retórico poético que una referencia a lo étnico y que es reemplazado por lo que se podría denominar un espíritu vecinal cívico perteneciente más bien a un discurso urbano. Cito el pasaje en extenso: Nacimos de las águilas, y vivimos sobre estas peñas de cerros. Las águilas no le temen a los caballos ni a los fusiles porque nuestro lugar es el viento, la altura, y no la tierra, que es lugar de árboles y de fieras. Pero hemos alzado ya el nido. Y vivimos con los hombres, entre los hombres. Dicen que esto se llama civilización. ¿Por eso le hemos de temer? No, si no los molestamos. No estamos aquí para eso. Estamos aquí para vivir. Para alzar ese nido y disfrutar de su paz. Pero... ahora, vecinos, nos cercan [...] ¿qué justicia, qué razón tomar vecinos sino defendernos? [...] ¡Organizando defensas! Casa por casa, calle por calle y ver manera de salir comitiva a Palacio de Gobierno (1989, 30s.). Pero lo particular y novedoso de la novela Patíbulo para un caballo no es sólo el registro extremo, expresionista, del tópico de lo vil y lo bajo como ya se anunciaba en el relato Montacerdos, sino además y sobre todo la ruptura paródica con los cánones del realismo y del realismo mágico hasta hace poco reinantes. El desafío al que los escritores que escribían en los años ochenta se tenían que enfrentar, era cómo hacer obras que se insertaran en la tradición heredada, asumiéndola, pero dando un paso adelante. ¿Cómo hacer narrativa peruana sin repetir los logros de la novela de la tierra, el indigenismo, el neoindigenismo y el realismo "urbano"? Ya se señaló más arriba que Cronwell Jara había dado una respuesta a esta pregunta con su libro de cuentos Las huellas del puma en la medida en que, retomando esas formas narrativas, las recreaba citándolas. En la parodia de códigos de verosimilitud, en su registro hiperbólico de acciones y personajes que adquieren pronto caracteres alegóricos, en su fantasía autoirónica y popular, en su mezcla del disparate, lo imposible, lo estrambótico, lo cursi, lo culto, lo dispar parece la novela Patíbulo para un caballo tomarle el pelo a la tradición inmediatamente anterior y tomarse el pelo a sí misma sin que el grado de los eventos narrados ni la vinculación con

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los procesos que constituyen la sociedad peruana de finales de siglo se desmaye o pierda su tremenda fuerza. Pasajes como los del circo con el asno políglota que habla en portugués con el personaje principal, figuras como el endemoniado e imparable perro Toro que viola a Liliana Leyva, la amada de Pompeyo Flores, personajes como el tullido Jer Bruckman con sus tatuajes imposibles y su sabiduría o los arranques de misticismo de la Santísima (parodia de personajes garcimarquianos) o la descripción del prostíbulo Salón Recreo El Paraíso (un tópico de la narrativa latinoamericana) son un buen testimonio de esta parodia y autoparodia que pinta las cosas muy en serio. Probablemente existan en la tradición literaria peruana pocos antecedentes que hayan presentado de manera tan amplia y matizada el carácter popular de la cultura de la ciudad, de la nueva ciudad, en este país. Pero lo que hace aún más original a esta novela es su registro alegórico apenas utilizado hasta hace muy poco en la narrativa peruana. Este registro puede ser visto con mayor nitidez en el tratamiento que ha recibido el personaje Pompeyo Flores. La novela se inicia con la constatación de su desaparición; es ésta la que hace que se recuerde todo el momento de la defensa de la barriada frente a las fuerzas policiales. La novela termina también con el recuerdo de la partida de Pompeyo, luego de que el nuevo gobierno de Odría — en una medida populista — suspende el cerco y les otorga el derecho de asentamiento a los pobladores. Este personaje inmenso, que está más allá de todo criterio de representación mimética, aparece por primera vez repartiéndoles a los niños de la barriada libros como el Kamasutra y el Códice sobre el vuelo de los pájaros de Leonardo da Vinci, de quien afirma él que inventó el mundo moderno (con ese códice construirá Yococo una máquina voladora). Esta función esclarecedora e iluminista del personaje Pompeyo Flores se ve complementada con la descripción de su permanente mala conciencia y de su melancolía debidas a los muertos en el cerco de la barriada que su cobarde actitud le impidió salvar. El es también la representación del hambre que sufren los pobladores durante el cerco; Pompeyo crece de tamaño conforme va aumentando el hambre. Es declarado varias veces muerto y regresa cada vez con los balazos recibidos en el cuerpo y en la cabeza para seguir viviendo. Funda una Casa de Poesía y luego reniega de ella para abocarse a escribir de nuevo la historia del Perú, América y el mundo desde la perspectiva de los pobres (esto es, por lo demás, una alusión a las discusiones literarias, educacionales y filosóficas de los años cincuenta, sesenta y setenta). Está enamorado de Liliana Leyva, una prostituta bellísima y tuberculosa, a quien transfigura con su mirada idealizante en el ideal amoroso. Pompeyo Flores aparece así como una alegoría de la modernidad en la novela de Cronwell Jara, de la modernidad peruana y latinoamericana. El hecho de que al final del texto se le haga desaparecer en busca utópica de su amada para que ella, una vez encontrada, regrese a seguir dando "el orden de los astros y la armonía del universo" (1989, 377), muestra con claridad que para Cronwell Jara, a pesar de su visión negativa de la historia — en el texto presentada como degolladora de gallinas —, las utopías no han muerto y que el

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mundo moderno — a pesar de andar con una bala en medio de la frente como Pompeyo y a pesar de la mala conciencia de sus muertos — aún está por cumplirse. El siguiente pasaje de las páginas finales de la novela podría servir como resumen de esta posición que se inserta en el nuevo momento del discurso urbano que se constataba más arriba: Luego, con la certidumbre de la libertad de acción y de desplazamiento, muchos vecinos se desperdigaron y cruzaron el cerco y la chacra para largarse a la gran ciudad de los tranvías, mercados, palacios y cines, yendo para abastecerse y aplacar la sed y las hambres; después volverían al barrio y reingresarían como buhoneros, emolienteros, anticucheros, obreros en las textilerías, alfareros del Mercado Mayorista, carniceros, maestros de las ruedas de esmeril para afilar cuchillos, pájaros fruteros, mecánicos, peluqueros de peine y tijera y de pordioseros y vendedores de diez mil cachivaches (1989, 373). A los elementos señalados del nuevo discurso urbano — informalidad, adquisición de la ciudadanía y migración — agrega esta novela de Cronwell Jara un paradigma estético popular que no sólo arregla cuentas con la tradición anterior, sino que la lleva un paso adelante. Tal vez sea ésta una de las posibles maneras de hacer literatura en el Perú, asumiendo el discurso étnico, pero yendo también más allá de él.

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Miguel Gutiérrez — La violencia de la historia: olvidar y recordar Horst Nitschack Mestizaje y violencia "¿En qué momento se había jodido el Perú?" (Vargas Llosa 1983, I: 13). Esta pregunta de Santiago Zavala que sirve como leitmotiv a la obra Conversación en La Catedral (1969) de Mario Vargas Llosa, no encuentra respuesta en la novela misma. La búsqueda de las razones de la decadencia de la sociedad peruana, de la corrupción, de la amoralidad y de la violencia durante el ochenio de Odría (1948-1956) se convierte en una historia de familia sin dimensión histórica. Mario Vargas Llosa sigue perfectamente el programa que le indica el lema de la novela: "'Il faut avoir fouillé toute la vie sociale pour être un vrai romancier, vu que le roman est l'histoire privée des nations' (Balzac, Petites misères de la Vie Conjugale)" (9). En Conversación en La Catedral, la historia del Perú se convierte en una "histoire privée" en la cual, finalmente, las deficiencias morales de los personajes, es decir, los enredos homosexuales (del padre), el voyeurismo sadomasoquista (de Cayo Bermúdez), las tentativas de chantaje (de Hortensia) y las aspiraciones individuales al poder, parecen ser las responsables de la decadencia de la sociedad peruana. En Sobre Héroes y Tumbas (1961), de Ernesto Sábato, Bruno plantea una pregunta similar a la de Santiago Zavala: "Pero ¿qué es nuestra patria sino una serie de enajenaciones?" (507) Es además con este interrogante con el que parece vincularse la confirmación amarga de Martín en los primeros capítulos de esta novela: "Este país ya no tiene arreglo" (140), lo cual refleja una evaluación de la situación argentina similar a la de Santiago Zavala con respecto al Perú. Martín no busca las razones para este desarreglo del país, pero a través de su pasión por Alejandra él se confronta con su historia familiar y a través de ella con la de Argentina, la que, desde su perspectiva, es más una historia de barbarie que de civilización. Las antiguas familias tradicionales no han sido exoneradas de este proceso y están arruinadas internamente. Fernando, el penúltimo de los descendientes de los Olmos, vive con sus bizarras ideas fijas, tiene una relación incestuosa con su hija Alejandra y la historia culmina en la escena que da inicio a la novela: el asesinato del padre por parte de Alejandra y el acto de quemarse viva. El horizonte histórico es más amplio que el de Conversación en La Catedral, pero esto es así porque esta novela tampoco pretende narrar el origen de la violencia en última instancia. Comparando estas dos novelas se encuentra un rasgo común (el que veremos perfilarse aún más nítidamente en nuestro

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próximo ejemplo): se trata, en efecto, dentro del discurso estético y literario, de escribir la "histoire privée", es decir, descubrir como la historia nacional marca las experiencias subjetivas, el proceso de socialización y el mundo imaginario de los protagonistas. Se trata de una historia familiar, pero no en el sentido individual sino en su dimensión estructural: se trata de los padres y de las madres, de sus pasiones y méritos, deficiencias y fracasos y de las relaciones que éstos tienen con sus hijos. Esto se confirma en el tercer ejemplo que citaremos a modo de contexto literario y que servirá como trasfondo para una lectura de la novela de Miguel Gutiérrez: la novela de Carlos Fuentes La Región más transparente (1958). Aquí es el escritor Manuel Zamacona el que plantea la pregunta significativa: después de llenar una primera y en seguida una segunda página con la palabra "México" se da cuenta de que ésta es en el fondo una pregunta por el origen: No saber cuál es el origen. El origen de la sangre. ¿Pero existe una sangre original? No, todo elemento puro se cumple y consume en sí, no logra arraigar. Lo original es lo impuro, lo mixto (196). La afirmación enfática del mestizaje por parte de Zamacona, mestizaje que parecía haberse vuelto realidad en el México de la Revolución, es puesta en cuestión por la novela. Esta deshace el mito de la Revolución, mito sostenido e impulsado por las novelas de Revolución, afirmando que se traicionaron y olvidaron los ideales de esta época. Esta generación se ve otra vez frente a la tarea de crearse su propia identidad: [...] hay que crearnos un origen y una originalidad. Yo mismo no sé cuál es el origen de mi sangre; no conozco a mi padre, sólo a mi madre. [...] El padre permanece en un pasado de brumas, objeto de escarnio, violador de nuestra propia madre. El padre consumó lo que nosotros nunca podremos consumar: la conquista de la madre. Es el verdadero macho, y lo resentimos (197). La cuestión del padre desconocido, o de la ausencia de un padre verdadero y confiable, que es un tema central de la novelística hispanoamericana, es retomada en la novela de Miguel Gutiérrez La Violencia del Tiempo, y está relacionada con otros dos temas: el mestizaje y la violencia. No es el padre en sí mismo el que está ausente en la construcción literaria de esta novela, sino el padre blanco, el que no asume la paternidad de los hijos que procreó con la mujer indígena. Este acto violento, este agravio primero, es considerado como la escena originaria que está en la base de todo un encadenamiento de crecientes actos violentos. La novela fue presentada en 1991 en Lima y retomó estos temas de la literatura hispanoamericana bajo condiciones históricas extremadamente dramáticas: el motivo por el cual los personajes de las novelas citadas formulan sus preguntas, la decadencia cultural y moral de sus países, es aún más actual en el Perú de

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los años 80 que en el de los años 50 y 60, años en los que se ubican los ejemplos antes citados. Los años 80 se caracterizaron en el Perú por un aumento de la violencia, en sus más diversas manifestaciones, en todos los ámbitos sociales. En una compilación, Violencia y Crisis de \hlores en el Perú (Klaiber 1987), aparecida en 1987, esto es, antes de que la violencia alcanzara su punto más crítico 1 , señalan los autores que las áreas que de manera relevante reflejan este aumento son: — el caos cotidiano en las ciudades: especialmente en Lima, el cual afecta de manera particularmente crítica a niños (niños de la calle); — la violencia en las calles y plazas de Lima (robos, asaltos, secuestros), la que no solamente está asociada a motivos políticos sino que en la mayor parte de los casos se trata puramente de violencia criminal; — el aumento del tráfico de drogas y el consiguiente deterioro de la moral; — los frecuentes casos de abusos de poder y la corrupción en las fuerzas del orden; — el decaimiento significativo de las instituciones sociales (familias, escuelas, universidades); — el empeoramiento de la situación familiar en la clase media, y sobre todo en las zonas marginales; — la ruptura del "ethos cultural" en el país. La migración de la población campesina hacia la ciudad de Lima tuvo como consecuencia un aguzamiento de la problemática social (vivienda, alimentación, educación de los niños). A las condiciones impuestas por la miseria respondieron los afectados en su lucha por la sobrevivencia con violencia. A ella reaccionó a su vez la parte contraria, en defensa de la propiedad y del status quo cultural, también con violencia. La actualidad dramática que tenía el tema de la violencia en este momento en el Perú contribuyó, con certeza, al éxito inmediato de la novela. A pesar de que — es indispensable resaltarlo — ninguna de las áreas donde se refleja en efecto el aumento de violencia son tema de la novela. En Lima fue considerada de manera unánime como la novela más importante de los últimos años y evaluada como una de las principales novelas de la literatura latinoamericana de los últimos decenios 2 .

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Se puede señalar el año 1992 como el momento en el que la violencia alcanzó su punto más crítico en Lima. En este año se registraron una gran cantidad de atentados con explosivos que culminaron con el atentado en la calle Tarata (Miraflores) en el cual murieron aproximadamente 2 0 personas. La reversión de esta situación de tensión psicosocial empieza con la captura del jefe del movimiento terrorista Sendero Luminoso en septiembre de 1992. 2

El evento literario más destacado en el Perú del año 1991 fue, si confiamos en las reseñas de la crítica literaria, la publicación de la novela en tres tomos La violencia del tiempo de Miguel Gutiérrez. Tanto en el periódico El Comercio (5.1.1992) como en el Diario

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La tematización de la violencia no es novedad para la literatura peruana. Relaciones sociales teñidas de un carácter violento son ya tema de la literatura indigenista de los años 30 y 40 (por ejemplo, en los cuentos de López Albújar y las novelas de Ciro Alegría), como lo son también de la literatura urbana de los años 50 (cf. Nitschack 1992). La novela indigenista se caracteriza por el hecho de que en ella la violencia es interpretada como el resultado de un conflicto con el mundo de los blancos en el plano histórico (las consecuencias de la Conquista y el sometimiento y despojamiento del pueblo indígena), en el plano económico, el que a su vez es un producto de los eventos históricos (la relación con la propiedad) y en el plano cultural y étnico (los conflictos entre mentalidades y valores culturales diferentes). La pluralidad de las posiciones en el interior del movimiento indigenista de los años 20 y 30 respecto al rol histórico y cultural del pueblo indígena se revelan cuando atendemos a dos planteamientos, los que podemos considerar como extremos: por un lado, al boliviano Alcides Arguedas, para el que el pueblo indígena es una "raza pura y madre" pero al mismo tiempo una "raza débil" (Hinterhäuser 1989, 207), por otro lado, al peruano Luis E. Valcárcel, el que en su obra Tempestad en los Andes anuncia: "La cultura bajará otra vez de los Andes" (Nitschack 1990, 222). Igualmente plurales son las posiciones respecto al mestizaje: o bien el mestizo es, como en la obra de Alcides Arguedas, una figura fragmentada y conflictuada y, consecuentemente, cuestionable (el administrador Troche en La Raza de Bronce), o es, en el marco de una nueva y empática valorización ideológica del mestizaje, la nueva raza del futuro, planteamiento que el mexicano José Vasconcelos (La Raza Cósmica) representa de manera ejemplar. Pero también en la inteligencia peruana se encuentra representada esta tendencia: L.A. Sánchez (Nitschack 1990) y Ciro Alegría (el mestizo Benito Casto en El mundo es ancho y ajeno) son ejemplos de ella. Ambos intelectuales estaban estrechamente vinculados con el APRA y su ideología populista del mestizaje, un proyecto que fracasó de manera manifiesta en la segunda mitad de los años 80 con el gobierno aprista de Alán García.

Expreso se juzgó esta novela como la mejor novela del año 1991. El juicio de los críticos fue unánime; en el diario La República se pudo leer: "Si bien es cierto que para poder dar con objetividad una opinión acerca de una nueva obra literaria se necesita de un distanciamiento temporal adecuado, por la importancia de este libro no podemos dejar de manifestar [...] que renueva de modo fundamental la historia novelística peruana y enriquece el amplio contexto novelístico latinoamericano. Su transcendencia es notable no sólo como hecho literario, sino c o m o una indagación y explicación de los problemas esenciales de la condición humana desde una perspectiva actual" (23.2.92, Julián Pérez H.). El Diario Expreso habló de "la novela peruana más importante de esta década" y Ricardo González Vigil en El Comercio ( 1 5 . 1 2 . 1 9 9 1 ) festejó los tres volúmenes declarando: "Se trata de una de las mejores novelas del idioma."

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A pesar de que el ciclo de la literatura indigenista alcanza con José María Arguedas al mismo tiempo, como sostiene la crítica de la literatura hispanoamericana, su cúspide y su final (cf. Hinterhäuser 1989, 213), debido a la realidad social del país, se mantiene el tema del mestizaje actual. La invasión de Lima por el mundo andino y la "cholificación"3 de la metrópolis, son los grandes temas de la etnología y sociología de los años 80 (cf. Gölte/Adams 1987 y Nugent 1992). Con esto comprueba esta realidad social que el problema del mestizaje no desaparece naturalmente en la medida en que las mezclas étnicas forman parte de la cotidianidad del país. No es de soprender, entonces, dado este trasfondo cultural e histórico, que sea el mestizaje un tema central de La Violencia del Tiempo, lo que sí puede soprender es en qué grado el tratamiento del tema se ha emancipado del discurso sociológico y etnológico y se plantea bajo los signos de la narración literaria. El nuevo giro que toma el tema en Gutiérrez, comparándolo con la novela indigenista de Ciro Alegría y de José María Arguedas, se debe a su nuevo horizonte histórico, a que la narración parte de la búsqueda obstinada de la escena originaria — el acto fundador con el que todo comenzó —, la cual — siempre desde nuestra lectura de la novela — de manera lenta, casi imperceptible, es abandonada, esto es, en la medida en que Martín, el narrador de la novela, percibe que su búsqueda desencadena una infinitud de cuentos e historias. Es lo de siempre: las grandes preguntas no se resuelven sino que dejan de ser actuales por el hecho de ser substituidas por otras. Esto ya vale para la pregunta inicial de la novela — "¿Quién castró al gran padrillo?" (I: 13) — y las siguientes, provocadas por esta primera: una pregunta provoca otra hasta encontrarse con una última pregunta sin respuesta posible: "¿por qué, [...] mi bisabuelo [...] se ataba aquel trapo rojo en la cabeza?" (15). Pero esta búsqueda de la escena originaria, que significa la pregunta por la "verdad", por lo "real", no es solamente un proyecto abandonado en la medida en que otras preguntas la substituyen, sino que en la tentativa de encontrar una respuesta se revela al mismo tiempo — superando de esta manera claramente las posiciones tradicionales indigenistas — la imposibilidad de diferenciar claramente entre agresores y víctimas. Para interrumpir esta tradición fatal de odio y rencor, que provoca permanentemente nuevos actos de violencia, la novela propone — Martín figura como modelo — el acto de narrar sin censura y sin condenaciones definitivas: es decir, la narración como un recurso que contribuye a conjurar los fantasmas del pasado.

3 El "cholo" es un concepto sociológicamente difuso. La palabra "cholo" se usa en el Perú actual para designar entre otros al mestizo y al migrante indígena de las ciudades. Es utilizado también como designación peyorativa general.

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Se conjugan y se superponen en La Violencia del Tiempo varios subgéneros de la tradición novelística creando, por lo menos para la literatura peruana, un nuevo tipo de novela: 1) Una novela familiar sobre cuatro generaciones: Miguel Francisco Villar llega al país en los años veinte del siglo XIX como soldado español para luchar contra los movimientos independendistas. Luego de desertar se afinca en Congará y se amanceba con la india Sacramento Chira. Resultado de esta unión es Cruz Villar Chira, el cual funda una familia con dos mujeres (hermanas) y se convierte en padre de once hijos4. Uno de estos hijos, Santos Villar, tiene con Isabela Victoriano N. un único hijo, Cruz Villar V., el cual muere antes del nacimiento de su hijo Martín Villar Flórez. Este último es el protagonista principal de la novela. 2) Una novela de adolescencia: la novela cuenta la historia de Martín Villar y deja a Martín contar su historia. El comienza sus estudios de historia en la Universidad Católica de Lima en los años cincuenta, interrumpe su carrera universitaria y va hacia un pueblo vecino a Congará, el lugar de donde proviene su familia, para trabajar allí como maestro de escuela y buscar su propia identidad a través de la (re)construcción de su historia familiar. 3) Una novela histórica-, la historia familiar de los Villar se encuentra siempre entrelazada con la del Perú, especialmente con la Guerra del Salitre con Chile (1879-1883), la guerra civil entre Cáceres e Iglesias (mediados de los años ochenta del siglo XIX) y la construcción del Canal de Panamá (hasta 1914). Con el personaje Baumann de Metz, con las amistades internacionales del terrateniente Odar Benalcázar y Seminario y con el padre Azcárate logra la novela conectar la historia peruana con la Comuna de París (1871) y con la Semana Trágica de Barcelona (1909). Sin embargo, esta novela es también desde otra perspectiva una novela de historia: en ella compiten diferentes modelos de historia. De un lado, la historiografía oficial de los hispanistas tal como era enseñada en particular en la Universidad Católica en los años cincuenta, una historiografía interesada básicamente en la geneología de las grandes familias peruanas y en honrar sus servicios al país. En oposición a ella se hallan una variedad de historias y narraciones orales sobre las familias de los alrededores de Piura, es decir, sobre los alrededores en donde está ubicada Congará, escenario principal de la novela. El más importante representante de esta subhistoria oral es el Ciego Orejuela (I: 83). El introduce a Martín y a sus amigos de juventud a la historia local de Piura y con ello a la historia de sus propias familias. Esta subhistoria oral del ciego es, sin embargo, también una historia que se identifica con los poderosos de la región. Contra estas dos historias, la historia oficial y las voces

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Relación de los hijos de Cruz Villar Chira: Miguel (muere poco después de nacer); Catalino; Santos; Luis; Román; Primorosa; Inocencia; Jacinto; Isidoro; Tomás; Silvestre; Práxedes.

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de la historia oral, propone la novela una tercera fuente histórica: la historia fantástica contada por las voces que oye Martín bajo el influjo del cactus alucinógeno San Pedro. Aquí se conecta la novela con la tradición hispanoamericana del realismo mágico, especialmente, como intertexto, al Pedro Páramo de Juan Rulfo y a las voces que Juan Preciado oye en Cómala (también él un adolescente, también él a la búsqueda del mundo de su padre). 4) Una novela total, la crítica literaria expresó de manera repetida ante la aparición de la novela la opinión de que ella retomaba la escritura de la novela total (continuando el camino de Carlos Fuentes, Ernesto Sábato y Mario Vargas Llosa). Si en efecto se trata de una nueva y compleja forma de novela total o si, por el contrario, la escritura de esta novela va más allá de ella haciendo necesaria una nueva denominación, será discutido posteriormente. Caracteriza esta novela además un fenómeno típico también para otros autores actuales: el abandono de Lima como escenario principal5. El viraje hacia la provincia, considerada como un espacio histórico y social importante para la comprensión del país, sigue una tendencia tanto histórica como literaria de los años 80 e inicios de los 90. Del mismo modo, la provincia consigue un nuevo valor histórico a través de la presencia de Sendero Luminoso en la escena política peruana (cf. Flores Galindo 1987).

Cómo nace la violencia: la escena originaria La pasión de Martín Villar por la historia se frustra muy rápidamente en los cursos de la Universidad Católica. La historiografía oficial, que se dedica casi exclusivamente a la investigación de las filiaciones genealógicas de las grandes familias peruanas y excluye la historia oral, descuida precisamente aquella parte de la realidad histórica por cuya revelación y reconstrucción Martín se interesa para esclarecer el pasado reprimido de su propia familia, el que se manifiesta sólo a través de actos de odio, rencor y locura. La sospecha de la existencia de una espantosa historia familiar escondida, que él se propondrá descubrir, se intensifica en el transcurrir de su adolescencia. Según la reconstrucción de Martín, el acto fundador de la familia a comienzos del siglo XIX, la posesión de la joven india Sacramento Chira por parte del desertor español Miguel Villar, constituye la escena originaria traumática, la cual, debido a la violencia que encierra, va a repetirse adoptando modos diferentes en las siguientes generaciones. Miguel Villar, aquel rubio y lujurioso anti-cristo que como un viento maligno había aparecido por la región y se había entregado a una estrafalaria guerra contra los pacíficos habitantes de todos esos contornos (I: 38s.).

5 Entre otros: Edgardo Rivera Martínez. País de Jauja (1993); Gregorio Martínez. Canto de Sirena (1975); Jorge Díaz Herrera. ¿Porqué morímos tanto? (1992); Mario Vargas Llosa. ¿Quién mató a Palomino Molerol (1986); Lituma en los Andes (1993).

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A este diablo rubio le entregan los habitantes indígenas a Sacramento Chira casi como una ofrenda para apaciguarlo: [...] la india Sacramento Chira, todavía púber, siendo ungida por las indias viejas con yerbas de amor y flores del diablo, aquellas flores bermejas incitadores de las pasiones sin reposo, para ir a apaciguar la intemperancia y la ira del soldado godo Miguel Villar [...] (ibíd.). Aún cuando en esta construcción es, sin duda, Miguel Villar el agresor, la novela rompe con una trivializante oposición maniqueísta en la medida en que tematiza igualmente las relaciones de poder y de opresión entre los oprimidos mismos: los miembros de su tribu entregan a la indefensa Sacramento para conservar su libertad6. Una generación más tarde, en una repetición conpulsiva, su hijo Cruz Villar entregará a su hija Primorosa al Terrateniente Odar Benalcázar y Seminario para intentar colocarse, de este modo, en las cercanías de los señores blancos. Sin embargo, el escenario originario no se completa con el acto de posesión de la india por el conquistador blanco. Más decisiva aún que la violencia del antiguo soldado contra su mujer india, es el hecho de que niegue todas las obligaciones que a través de esta relación contrajo y abandone a Sacramento y a sus hijos, entre ellos a su hijo Cruz, para fundar en otro lugar con una blanca una familia "legal". El hijo Cruz, primer mestizo de esta filiación, va a transferir este desprecio de su padre por su madre tanto a sus dos mujeres como a su hija Primorosa. Cruz Villar es, entonces, el primero de un linaje de cuatro generaciones que crece sin padre y cuya vida está signada por la búsqueda permanente de éste. El es para sus propios hijos opresor y tirano, pero nunca un verdadero padre. Santos, el preferido de sus hijos, quien lo odia y desprecia profundamente, imita, sin embargo, su violencia y tiranía: en un acto de violación procrea su único hijo, también un Cruz Villar. Este es abandonado por su padre y posteriormente adoptado por el doctor Gonzáles, el cual se ocupará de su formación escolar. Es de este modo como el segundo Cruz Villar, padre del protagonista Martín Villar, es arrancado de la cadena fatal de odio y rencor; una condición para que su hijo Martín pueda dar un nuevo giro a la historia a través de la búsqueda y elaboración de recuerdos. Martín va a compartir el destino familiar, creciendo en la ausencia real y simbólica de su padre, pero esta vez sin que a éste le toque ninguna responsabilidad, puesto que muere antes del nacimiento de su hijo. La interrupción simbólica de la filiación en la biografía de Martín permite la

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La entrega de Sacramento Chira por su tribu está interpretada en la novela como acto violento de sometimiento a pesar de que en la sociedad quechua "el intercambio de mujeres [...] jugó un papel fundamental", y se creaban alianzas políticas selladas por el intercambio de mujeres. Cf. Mannarelli 1993, 36s.

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posibilidad de un reinicio completo bajo la condición de que se lleve a cabo el esfuerzo de recordar y de hacer reaparecer lo olvidado, tarea que asume Martín Villar desde el comienzo de la novela. Las madres son colocadas en esta filiación al margen, pero el acto de recordar se realiza significativamente bajo el signo de mujeres (no de madres): contrastan en sus recuerdos infantiles lo espantoso de la casa de sus abuelos con la proximidad sensual de su compañera de juegos Mika; cuando va a estudiar a Lima, la habitación que alquilará será aquélla en la cual su tía Regina (en algunos capítulos de la primera edición llamada también Dioselina) se ahorcara algunos años antes; como maestro de escuela rural, la redacción de su historia familiar será acompañada por su amante Zoila Chira; la reconstrucción de la vida de su tía abuela Primorosa toma de manera creciente la función de pivote de todo el drama familiar; y, finalmente, la figura más importante: Deyanira Urribarri, la interlocutora real e imaginaria de Martín, de la cual sólo se menciona el nombre a lo largo de toda la novela, a pesar de que ésta está dedicada a ella: el autor rinde homenaje a la gloriosa memoria de Deyanira Urribarri, muerta en el combate por sus ideales de justicia y de dignidad humana. (Dedicatoria de la novela) El nombre Deyanira Urribarri parece ser el punto de contacto entre la ficción y la no-ficción, el personaje a través del cual la novela asume su compromiso más inmediato, el que no es esclarecido en toda su complejidad, con la realidad. Muchas cosas no pueden ser dichas todavía, demasiada es aún la violencia en el país como para que él, como formula Walter Benjamín, pudiera tener completamente a su disposición su propia historia.

La historia de los agravios La historia de los Villar se presenta como una cadena de agravios: los agravios primeros de Sacramento Chira y de su hijo Cruz por Miguel Villar dan motivo a reacciones de odio y rencor y conducen así a una violencia siempre renovada. Interpretado de esta manera, lo problemático del mestizaje no reside en la dimensión puramente étnica del mismo, sino en el agravio que sufrieron la madre india y el hijo mestizo por el abandono del padre blanco, el que no está dispuesto a asumir la responsabilidad y las consecuencias de sus actos. El hijo mestizo perdió la instancia paterna con la cual podría identificarse y que le indicaría su lugar en la cultura y en la sociedad. Se desprende de este modelo que las expectativas de un mundo mestizo que funcionara como intermediario entre los blancos y los indios (como en las novelas de Ciro Alegría) son completamente gratuitas: la condición mestiza está signada por este agravio, lo que le causa un odio profundo. El mundo de los Villar como mundo de los mestizos es, desde una perspectiva sociológica, el mundo de los pequeños propietarios campesinos y

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trabajadores del campo. Frente a él se encuentra el mundo de los terratenientes, de las antiguas familias españolas, orgullosas de la pureza de su sangre. Martín Villar invierte mucha energía y esfuerzo en mostrar durante sus estudios de historia de qué modo estas familias están pobladas de mestizajes que intentan ser mantenidos en la clandestinidad, para lo cual el reconocimiento de los bastardos, producto de alguna aventura del jefe de familia, es una vía (cf. especialmente capítulo II: Los Benalcázar León y Seminario). Odar Benalcázar León y Seminario es el propietario de todo Congará y de él dependen también los Villar. La incorporación a este mundo de los blancos, de cualquier manera, es una condición para deshacerse del estigma de pertenecer al mundo de los mestizos. Así como sus antepasados maternos, los Chira, hicieron con su hija, así también Cruz Villar está dispuesto a entregar al terrateniente a su hija Primorosa como amante. Como recompensa recibe diez gallos de pelea — ellos son su pasión — una chacra considerable, un mulo bayo, dos becerros y algunos quintos de oro y plata (cf. II: 129). A Primorosa, la víctima, le queda como única posibilidad de reacción el arma eterna de los oprimidos: odio y rencor. En apariencia acepta su destino, pero en realidad se trata solamente de una estrategia que le permitirá a largo plazo ejecutar su venganza. Logra hacer a Odar Benalcázars erótica y sexualmente dependiente de ella, para humillarlo después de la manera más profunda escapándose con un artista de circo. Con ello desencadena una serie de actos de venganza que tienen una intensidad y gravedad creciente, lo que recuerda a las tragedias griegas. Ellos provocan no sólo el ocaso de Odar Benalcázar y de toda la familia Cruz Villar, sino también la ruina de Congará misma. Al acto de odio y vindicación de Primorosa, su huida escenificada para humillar a Benalcázar, le sigue la reacción rencorosa de Benalcázar: la destrucción de la casa de los Villar, la matanza de todos los animales y la afrenta pública de Cruz Villar. Como consecuencia, el bandolero Isidoro Villar, otro hijo de Cruz Villar y hermano de Primorosa, dispara sobre Benalcázar no con la intención de matarlo sino de provocarle una parálisis generalizada. Benalcázar, a su vez, manda quemar el bosque que protege Congará contra las dunas migratorias del desierto de Sechura, generando, de esta manera, el ocaso lento de todo el pueblo. La población, ahora expuesta al viento continuo del desierto, será atacada por la peste, lo que hace necesario incendiar una parte del pueblo. Además, las dunas movidas por el viento provocan que el río Chira cambie su lecho, a consecuencia de lo cual éste se lleva otra parte del pueblo. La construcción novelística transforma el agravio sufrido en una dinámica de odio y rencor sin salida, que — y aquí también tenemos una nueva dimensión en la narración — no se agota en la confrontación entre Odar Benalcázar y la familia Villar, es decir en la confrontación "clásica" entre el terrateniente blanco y los peones mestizos, puesto que esta dinámica de agresiones corrompe y causa el ocaso de la propia familia Villar. Contra la declaración del propio autor en una entrevista, según la cual "este agravio no

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es un sentimiento enteramente negativo, en la medida que implica también resistencia, lucha y rebelión" (Gutiérrez 1992a, 103), la narración muestra una familia Villar que se destruye a sí misma. Por otro lado, el tematizar la ausencia de padres en esta historia ficticia del Perú significa escoger la percepción subjetiva y, con ello, la perspectiva de Thistoire privée", la que describe cómo viven los sujetos las condiciones objetivas de una época y cuáles son sus deseos, temores y expectativas. Es, entonces, una posición estética, es decir, la posición de la "subjetividad objetiva", la que ofrece los paradigmas para el discurso literario. Una perspectiva objetiva, la de los discursos científicos, escoge otros paradigmas significativos, los que no dependen de la experiencia subjetiva inmediata y son de valor secundario para el discurso literario y estético. Así, en la novela que nos ocupa, la ausencia de la Ley y la arbitrariedad de las leyes son apenas un tema subordinado, ya que los sujetos lo experimentan sólo indirectamente en sus relaciones con los personajes reales de su cotidianeidad, mientras que desde un punto de vista histórico y sociológico la ausencia de una ley objetiva, fiable y con valor general, es un criterio básico para la descripción de la realidad peruana, y latinoamericana, de la época. Ello era la condición que permitía que el ejercicio del poder (del padre sobre los hijos, pero también del terrateniente sobre los campesinos) se convirtiera en un acto de arbitrariedad.

El San Pedro o narrar la historia / las historias No hay duda de que la novela está caracterizada por una identificación con las clases populares y con los reprimidos y vencidos, como hace constar una parte de la crítica, en el sentido que la narración cuenta, contra lo olvidado y lo reprimido, sus historias. Pero no se trata de una identificación ideológica, como la exigida por el realismo socialista, en la cual los reprimidos representan la Historia verdadera. Ellos no son aquí exonerados de toda culpa: ni Cruz Villar Chira, ni Primorosa Villar son exclusivamente víctimas, ambos se convierten en agresores violentos. Pero todavía más significativo resulta el que entren en competencia diferentes testigos y testimonios históricos en forma de historias oficiales de los representantes del poder, de tradiciones orales y de las voces provocadas en Martín por el cactus de San Pedro. A través de los representantes del poder se escucha la historia oficial. Para develar la historia de su familia, Martín tiene que recurrir a los recuerdos de su infancia, a las evocaciones y relatos del Ciego Orejuela en Piura, a los testimonios de los últimos sobrevivientes en Congará y a los manuscritos de su padre, él que ya había comenzado con la reconstrucción de la historia familiar. Una polifonía de voces, que pugnan entre sí y se contradicen, se articula así en la novela ofreciendo una imagen de la realidad tan contradictoria como fragmentaria. Martín se expone a estas voces y busca que ellas se condensen para proveerlo de una imagen coherente de la realidad. Pero lo radicalmente

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reprimido, los actos y víctimas tachados sin dejar rastros en la historia, no tiene una voz que pueda testificar sobre él. Para recuperar este trozo de historia suprimida la novela apela a una construcción literaria que partenece a la tradición del "realismo mágico": la bebida alucinógena producida a partir del cactus de San Pedro que toma Martín bajo los cuidados de Asunción Juares y que le deja oir las voces que la historia acalló. Pronto, bajo la protección del anciano sentado a mi lado, amurallado de chontas, sables y las más diversas artes, acudió un tumulto de visiones y de voces que me llenaron de espanto y de exaltación jubilosa. Pero antes de evocar la turbulencia de imágenes que se impusieron a mi vista y de escuchar la voz sacramental del cactus dorado, diré que me fue revelado todo lo que atañe a las razones que llevaron a Primorosa Villar a practicar aquella execrable inmolación, porque, en efecto, el San Pedro me mostró la veracidad del pavoroso rumor del pueblo (II: 10). Se trata de una tercera realidad, de la realidad "mágica", la que se opone tanto a la representación de la realidad de la historia oficial, como completa aquella que está representada en informes, narraciones y cuentos. Se encuentra en el ritual del cactus de San Pedro el tertium datur del mundo mágico que es consecuencia de la interrupción de la causalidad: las cosas y las voces pueden estar desaparecidas y sin embargo ser perceptibles para Martín en este momento. Con la introducción del San Pedro logra el autor crear una instancia que no tiene ni un carácter dogmático (leyes históricas objetivas) ni populista (la voz de los humildes), pero que, sin embargo, se confronta con las otras instancias y las somete a crítica. Las voces que escucha Martín bajo la influencia del cactus de San Pedro se intercalan con las otras voces y las relativizan sin pretender ser omniscientes ni omnipotentes ya que no tienen, de ninguna manera, la posibilidad de callar y censurar los otros testimonios. De este modo, con la instancia del San Pedro logra crear el autor una autoridad histórica ficticia que le permite comprender a Martín cómo la catástrofe de Congará tiene sus raíces en los conflictos del propio lugar. El destino de Congará y de la familia Villar no se interpreta, entonces, como la consecuencia del desarollo objetivo y necesario de la historia universal ni como resultado de una intervención externa (como la intervención de la compañía bananera en Macondo en Cien años de soledad), sino como consecuencia de las contradicciones y conflictos internos. El recuerdo constituido a través del cactus de San Pedro crea la condición para la comprensión de los acontecimientos regionales desde dentro y permite, al mismo tiempo, escapar a una actitud afirmativa que justifica lo acontecido como necesario e inevitable. Recordar los agravios y los sufrimientos que el desarrollo histórico exigió significa también insistir en el hecho de que otro camino de la historia debería ser pensable — sin estos agravios y sufrimientos

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— lo que supone además una crítica de la actualidad que es su resultado. La recuperación de lo reprimido permite el distanciamento necesario para colocarse en una posición crítica sin adaptar criterios ajenos a este contexto social y histórico.

La novela total — la novela delirante El mismo autor reveló en varias entrevistas cuáles son sus deudas literarias con otros autores e indicó algunos intertextos de su novela. [...] como modelos a seguir, más que a autores peruanos tuve a autores de la tradición occidental. Por ejemplo Dostoievsky. Leí a Dostoievsky entre los catorce y los diecinueve años y como solamente se lee en la adolescencia. Más adelante fue mi encuentro con Tolstoi, que descubrí que todavía era un artista más amplio, capaz de reflejar mayores movimientos de la vida. Entonces, mis paradigmas no han sido, debo admitirlo, autores peruanos. Tengo mucho respeto por los autores peruanos; sé que les debo mucho [...]. Mis modelos a seguir fueron más bien de la literatura occidental. Los rusos primero, y más adelante Joyce, que es una influencia permanente en mí, como también Proust (Gutiérrez 1992b, 79s.; cf. también Gutiérrez 1994). Refiriéndose directamente a la novela La Violencia del Tiempo, Gutiérrez repite en otra ocasión:

Miguel

Indudablemente que Joyce es una presencia, es uno de los paradigmas. Y para mí, Joyce sobre todo es un gran estímulo en el orden estilístico, en el orden técnico, para mí el magisterio de Joyce es también de tipo moral, porque me hizo ver que en la literatura, en la narrativa, todo puede entrar, no hay campos vedados (Gutiérrez 1992b, 109). Homenajes se encuentran a autores españoles, principalmente a Miguel de Unamuno y Antonio Machado (a través de su heterónimo Abel Martín). Pero relaciones intertextuales existen también con autores latinoamericanos, ante todo con Jorge Luis Borges, "[...] el capítulo, 'El cactus dorado', empezó como una parodia de El Aleph de Borges" (ibíd.) y con Juan Rulfo. A los autores peruanos se les rinde un homenaje particular a López Albújar a través del personaje de Sansón Carrasco. Naturalmente, no se pueden hacer homenajes sin un poco de ironía, de distanciamento (Gutiérrez 1992b, 80). La narración sobre la familia peruana mestiza Villar, que se inicia en el siglo pasado, se hace con técnicas literarias de la tradición occidental y la novela abre un espacio para la historia peruana en esta literatura. El tema podría ser considerado de puro interés regional o como máximo nacional, si la escritura

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no le ortorgara un lugar en la novelística occidental. La pregunta que se plantea es, cómo un país o, más exactamente, cómo los autores de un país comparten un discurso literario con los demás países y hacen escuchar sus historias en el concierto múltiple de las historias de los otros países. La novela no solamente transgrede, de una manera consciente e intencionada, los límites literarios nacionales por medio de la intertextualidad, sino que ella se permite también abrir un horizonte y relacionar la historia de Congará con otras escenas históricas grandes de la época: la Comuna de París, la Guerra con Chile, la Semana Trágica de Barcelona, la construcción del Canal de Panamá. Cierto es que Miguel Gutiérrez puede citar acontecimientos históricos documentados que le permitieron, según una afirmación suya, o que legitimaron estas transgresiones narrativas: por ejemplo el hecho de que en un movimiento comunero de Piura, del año 1883, hubo un francés a quien se le sindicó como el instigador del alzamiento y que por él, por su influencia, los comuneros de Chalaco, de las alturas de Morropón, entraron a Piura gritando "¡Viva la Comuna!" (Gutiérrez 1992a, 106). Pero lo que importa no es este hecho fortuito, sino, como lo formula él mismo, que "esto estaba de acuerdo con un pensamiento mío: la importancia de la historia en la formación de la conciencia de los hombres" (ibíd.). A través de la Comuna, de la Guerra con Chile, la construcción del Canal de Panamá y de la Semana Trágica de Barcelona, las historias de Congará se enredan con historias de grandes acontecimientos históricos sin que exista una interdependencia "verdadera", es decir real. Congará no puede pretender figurar como microcosmos del mundo, pero sus historias son equivalentes — en criterios literarios — a las historias de París y Barcelona. No existe ninguna relación dialéctica en el sentido de lo general y de lo particular entre ambas. Pero tampoco se trata de una pura arbitrariedad literaria, sino de un hecho que insiste en nuestra experiencia: en nuestro imaginario cualquier historia es capaz de enredarse con cualquier otra. Las historias se "contaminan". Asi, por medio de los acontecimientos trágicos de París y Barcelona, resultados de la lucha de clases representativa del proceso de capitalización y modernización, se presentan los eventos de Congará en un contexto discursivo (no en el contexto de una historia universal a la cual al fin y al cabo ellos también pertenecerían — eso sería demasiado hegeliano), en el cual ellos, los eventos de Congará, tienen que sustentarse, y lo que es más importante: literariamente ellos se autovalidan en este contexto. Por eso propongo substituir la noción de "novela total" para esta novela y reemplazarla por la nocion de "novela delirante". ¿Qué significaría este concepto? En primer lugar, la necesidad de narrar la historia, que no es — como vemos en la novela de M. Gutiérrez una (1) historia, sino que son historias

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múltiples, historias infinitas7. No se puede pretender — y la novela no lo pretende — que Congará sea de pronto un núcleo totalizador del mundo en el sentido lukácsiano de la particularidad que representa lo general, es decir, un pueblo en el cual se cristaliza la historia universal, pero — y en eso esta novela significa un cambio literario — Congará está vinculada de las maneras más accidentales e imprevisibles con grandes historias del siglo XIX y del siglo XX. En segundo lugar: substituir la lógica de la totalidad por una lógica de la dispersión 8 , lo que implica que la narración necesaria de la historia nos libera de la ilusión de una (1) narración totalizante. Estoy convencido, inclusive, que un análisis más detallado del texto lograría comprobar que el autor mismo cambia su conceptualización en el transcurso de la redacción de la novela: comparando el primer tomo con el último se podrá constatar cómo la búsqueda de la reconstrucción de una (1) escena originaria y de una (1) historia de Primorosa está substituida por el acto de narrar historias, momento en el cual Martín mismo ya no puede decidir más si existen o cuáles son las historias "verdaderas". Se propone aquí la noción de "novela delirante" en el mismo sentido en que los delirios tienen un núcleo delirante, la idea delirante, la que puede transformarse casi infinitamente, adornándose o cambiando de personajes, una idea que está presente en todos los extremos y partes del delirio sin que por ello se pueda hablar de una totalidad orgánica, estructurada y coherente. En este sentido es posible describir la escritura de la novela: el texto sigue una trayectoria circular alrededor del núcleo de la narración, la escena originaria y el agravio a ella asociado, ora en circuitos más cercanos, ora en circuitos más lejanos. Siempre se escuchan nuevas voces, que confiables o no, tienen el derecho a ser oídas. Pero es al mismo tiempo una novela que se pierde en la historia/prehistoria y en el espacio, en la medida en la que la mirada hacia Congará, la búsqueda de Martín Villar de su pasado, abre los horizontes históricos y espaciales hasta la infinitud: Spinoza y su idea de la substancia infinita; el establecimiento de la relación con los elementos míticos: aire, agua, tierra, fuego: así termina la novela (III, último capítulo). Consecuentemente no hay ninguna voz dominante: ni la voz del autor, ni la del narrador, ni la de ninguno de los personajes. Lo que hay es una variedad de voces que se cruzan, se mezclan, se superponen y yuxtaponen.

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"En La violencia del tiempo el hilo conductor, la lógica interna que ordena y unifica la diversidad, que da coherencia a la totalidad del material narrativo es, creemos, la pasión por narrar", escribió R. Reyes Tarazona en La República y el mismo crítico habla un poco más adelante de esta novela "como una novela espejo, es decir una novela que [...] se mira si misma en su proceso creativo, ofreciéndolo a su vez como parte del resultado final, un resultado que indiscutiblemente enriquece la novela latinoamericana" (La República, 7.2.1992). 8

Cf. Luiz Costa Lima. Pós-modernidade: Contraponto tropical. En: id. 1991, 119ss.

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Como hemos señalado antes, la novela se caracteriza también por rasgos de la novela de aprendizaje. El aprendizaje de Martín Villar consiste tanto en investigar y aprender a narrar su propia historia como en el descubrimiento de que el resultado es una narración infinita. No existe al final una (1) historia de Primorosa Villar, sino que incluso las versiones rechazadas de su historia forman parte del proceso de narrar y son necesarias (cf. III, cap. XIII). Narrar las historias, este trabajo de recordar, significa luchar contra el olvido. No importa tanto cuáles son las imágenes que surgen de las tinieblas del olvido, lo que importa es que surjan y permitan la lucha contra el olvido mismo, es decir, que animen y reactiven el trabajo de recordar. Narrar se presenta entonces en esta novela como una posibilidad de liberarse del peso de lo olvidado y de aquello de lo que se alimentan nuestras pesadillas. Lo literario no pretende con eso entrar en competencia con otros discursos y otras prácticas sociales liberadoras, pero él reclama (de nuevo) su lugar entre ellas. En este sentido la novela retoma la tradición presente en los cuentos de Boccaccio y explícitamente retomada por Goethe en Cuentos de emigrantes alemanes: crear un espacio narrativo que nos permita distanciarnos de otras realidades que nos amenazan y reivindicar el lugar que le corresponde al acto de narrar en la multiplicidad de discursos paralelos, complementarios y excluyentes, a través de los cuales una cultura toma conciencia de sí misma, para, de este modo, participar en la construcción de un imaginario cultural en el cual todos los grupos étnicos y sociales de una sociedad encuentren su lugar. Sin embargo, hay también otra tradición presente en esta novela: Walter Benjamin formula en sus Tesis para un concepto de la Historia, que el pasado porta "un índice temporal a través del cual es señalada su salvación", y "Nosotros tenemos, como cualquier generación antes de nosotros, un débil poder mesiánico, sobre el cual el pasado tiene exigencias" (Benjamin, 694, 2da tesis). El acto de narrar de Martín Villar puede ser entendido también como un trabajo de resurrección y de salvación del pasado, resurrección de la cual depende su propia salvación. Análogamente a la idea de Benjamin, según la cual la salvación del presente no debemos esperarla del futuro, sino del pasado, el camino de Martín Villar es un camino de regreso. Martín Villar libera al pasado del olvido. El renuncia a la carrera universitaria y a la ascensión social. El toma el camino de regreso de la ciudad al campo, él se pone a descubrir la historia, es decir las historias de Congará que son las historias (reprimidas) de su estirpe. Hemos colocado, al inicio, La Violencia del Tiempo en el contexto histórico y social del aumento de la violencia en el Perú en los años 80 y hemos leído la novela, cuya acción principal, la búsqueda de Martín de su historia, se sitúa en los años 50, como una indagación literaria y un aporte de la literatura a la discusión sobre la violencia en el Perú. Esta posición nos parece acertada a pesar de que la novela no tiene ningún carácter testimonial ni tampoco incluye las diferentes formas de la violencia

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histórica real (violencia de la instituciones, violencia de la subversión, violencia económica, etc.). En ello se diferencia de manera fundamental de la Novela de la Violencia colombiana de los años 50 y 60 (cf. Arango). La búsqueda literaria delirante de esta novela, por lo menos como se propone aquí, no depende de una mirada totalizante para la cual todas las instituciones responsables del aumento de la violencia deberían aparecer literariamente representadas. Ella rechaza, como se subrayó, entrar en competencia con los (indiscutiblemente necesarios) discursos políticos, sociológicos, económicos y demás discursos científicos sobre violencia. Para ella, lo que es relevante, es narrar, con los medios literarios a su disposición, la historia del surgimiento de las condiciones subjetivas de la disposición hacia el ejercicio de la violencia, es decir, escribir una historia del odio y del rencor que perturbe y agite la imaginación de sus lectores.

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IV POESIA I PADRES PRODIGOS E HIJOS FECUNDOS

Padres pródigos e hijos fecundos: continuidad y renovación de la poesía peruana actual José Miguel Oviedo A la memoria de Beba Uno de los fenómenos más interesantes — y quizá inexplicables — en la realidad cultural del Perú de hoy es la abundancia y persistencia de la poesía. Sin duda, hay en ese país una sólida tradición poética moderna fundada por Manuel González Prada, José María Eguren y César Vallejo entre los primeros, cuya riqueza sólo puede comparase con las de países como Chile, México o Nicaragua. Pero que esa tradición no se haya perdido y, mejor aún, que se haya renovado en las difíciles circunstancias por las que atraviesa el Perú, no deja de ser tal vez asombroso. En todo el mundo se sabe de la crisis peruana, que comenzó a hacerse aguda ya a mediados de los años 70, durante la llamada "revolución militar" iniciada en 1969, y que desde entonces no ha hecho sino empeorar; se sabe (o al menos se tiene una idea) de los males políticos, sociales y económicos que nuestro colapso histórico ha desatado en terrible conjunción; se sabe sobre todo del fenómeno de la doble violencia terrorista y contraterrorista que creció hasta convertirse en una verdadera guerra civil, en un cataclismo que ha devastado no sólo vidas y bienes, sino — lo que es peor — la fe de los peruanos en su propio destino. Pero muy poco o nada se sabe fuera de sus fronteras sobre los efectos que la crisis ha producido en la actividad creadora e intelectual del país; es decir, en esa parte de su vida espiritual que no se mide por estadísticas, ni preocupa a los medios de información. La resistencia de la literatura a desaparecer en una sociedad en estado de emergencia es un fenómeno que no ha recibido suficiente atención. Mi intención en estas páginas es reflexionar un poco sobre el tema — olvidado pero sin embargo trascendente — del quehacer literario peruano que, en medio de una situación nacional que ha hecho de la anomalía la norma, representa algo fundamental: lo que llamaré "la respuesta creadora a la barbarie de la destrucción". Mis reflexiones tienen varias limitaciones, entre ellas las de tiempo y espacio, pero la más importante quizá sea el hecho de que la perspectiva que ofreceré es la de un lector y crítico que ha permanecido casi 20 años fuera de su país y que, aunque no ha perdido ciertamente el interés por la producción literaria peruana, sí ha tenido que leerla — salvo breves contactos periódicos — al margen del contexto específico en el que esa producción se fermenta y surge. Hablo, pues, desde la perspectiva de alguien que, habiéndose exiliado físicamente, tiene que hablar de muchas cosas que le son entrañables, pero que, a pesar suyo, debe contemplar a cierta distancia. Soy perfectamente consciente de ese riesgo y lo asumo no sin vencer antes algunos escrúpulos. Pero tengo la esperanza de que, convirtiendo el defecto en virtud, la

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marginalidad de mi mirada contenga visos de la objetividad que, los que hablan desde adentro, no siempre alcanzan precisamente por eso. Tratando de pisar un terreno que me sea más conocido, elijo como tema uno que liga el reciente pasado con el presente inmediato; es decir, las relaciones de la tradición poética establecida antes de la crisis con la que surge a partir de ella. Y lo trataré del mismo modo como he iniciado estas primeras páginas: combinando el esbozo testimonial con la actitud crítica. Espero que eso muestre, siquiera en parte, el por qué de la continuidad, la dirección y las variantes del proceso de nuestro lenguaje lírico. Comenzaré señalando una primera gran diferencia entre el modo cómo se producen la narrativa y la poesía peruanas. Desde hace unos 25 años (es decir, desde la muerte de Arguedas, en 1969), la porción más significativa de la novela ha sido escrita fuera del país; aunque muy pocos lo hayan advertido, nuestra narrativa ha sido esencialmente una "literatura exiliada". Los tres mayores narradores activos en estos años son indiscutiblemente Julio Ramón Ribeyro, Mario Vargas Llosa y Alfredo Bryce Echenique; los tres han operado desde diversos centros europeos: Paris, Londres, Barcelona o Madrid. Un par de aclaraciones: aunque Vargas Llosa vivió en el Perú entre 1974 y 1990, incluso parte de su obra literaria de ese período fue realmente fruto de sus extensas residencias en Italia, Alemania y varias ciudades de Estados Unidos; y todo parece indicar que seguirá siendo así en el futuro. Por su parte, Ribeyro ha decidido retornar recientemente a su país, quizá de modo definitivo, después de una ausencia de unos 40 años1. Su caso es curioso: de los tres exiliados, es el único que continuó publicando sus obras en Lima, aunque a partir de los años 80 fue también editado en Barcelona. Pero hasta el momento casi todo lo que ha publicado es todavía obra europea, incluyendo su diario personal (Ribeyro 1992). Bryce sólo ocasionalmente ha publicado en el Perú o fuera de Barcelona y Madrid, donde es un autor enormemente popular, quizá en un grado aún mayor que en su propio país. Todo esto quiere decir que el sector más conocido de la narrativa peruana ha crecido fuera de sus fronteras y que, desde allí (con la notable excepción de Ribeyro), sus obras llegan al público local, lo que plantea un interesante tema para la sociología literaria. No hay que olvidar tampoco que las tres últimas novelas del desaparecido Arguedas se publicaron por primera vez en Buenos Aires, lo que sin duda ayudó a establecer su prestigio nacional, que hoy alcanza una altura casi mitológica. Debido a razones editoriales y de otro orden que no puedo detallar aquí, el proceso "interno" de la novela peruana ha sido discontinuo, accidentado y precario. Aunque no es éste mi tema, diré al menos que esas condiciones se transparentan en ella misma de modos muy diversos, pero sobre todo en su tendencia endocéntrica; es decir, en su doble conciencia de ser primariamente un producto de consumo interno y de estar separada en cierta medida del resto

1

Ribeyro murió en Lima a fines de 1994.

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de la producción novelística peruana e hispanoamericana. Una de las cosas que más me impresionó en uno de mis retornos al Perú a comienzos de los años 80, fue descubrir el modo intenso en que la cultura peruana se había volcado hacia dentro, encerrándose en sí misma en un explicable gesto de afirmación y sobreviviencia. Como esas plantas suculentas que florecen en el desierto, la vida cultural hundía ávidamente sus raíces en el polvo, confiando en que la propia humedad almacenada en sus ramas le permitiría subsistir por su cuenta. El viejo dilema entre nacionalismo y cosmopolitismo que ha alimentado tantas polémicas en nuestro continente, cobró entonces una inquietante actualidad. Si, por un lado, la quimera de una cultura nacional autónoma parecía volver a fascinar a muchos, por otro, había una marcada curiosidad por las novedades literarias y estéticas que lograban filtrarse desde fuera. Pero una vasta y profusa cultura popular había capturado el centro de la vida espiritual peruana, desplazando otras manifestaciones tenidas como obsoletas o elitistas. La improvisación, la sustitución o la rápida adaptación criolla — artes en las cuales los peruanos hemos sido siempre hábiles — eran practicados ahora con un aire de urgencia y pasión que no dejaba lugar a dudas. Ocupando los espacios vacíos que le dejaba el proceso entrecortado de la novela, la poesía empezó a cumplir papeles que antes le habían sido ajenos. Empezaron a aparecer poemas narrativos, poemas-fábulas, poemas-ensayos antropológicos, etc. El campo social de su significación también creció y se profundizó. En una situación de emergencia, el género que mejor sobrevivió fue el más flexible y proteico, capaz de adaptarse a las carencias y limitaciones de la vida cultural peruana. Si publicar una novela o un libro de cuentos resultaba poco menos que imposible, la actividad poética podía refugiarse y prosperar en las páginas de suplementos y revistas dedicadas al género, en los socorridos recitales de aulas universitarias o centros culturales, en modestos cuadernillos de tirada limitada que, más que venderse, circulaban de mano en mano. (Otro fenómeno que descubrí en los 80 fue el de las librerías donde la gente no iba a comprar libros, sino a leerlos, a veces con la amigable comprensión del librero.) Así, como necesitaba menos para existir, la poesía pudo resistir mejor los embates de la crisis. No quiero, ni por un momento, sugerir que no hubo — dentro del país — buenos novelistas en el período del que me ocupo, ni que los poetas gozaron de una situación privilegiada: nadie que se dedique en el Perú a menesteres literarios, artísticos e intelectuales la tiene. Lo que trato de señalar es que la narrativa y la poesía peruana adoptaron, simplemente por razón de las circunstancias, distintos módulos para su producción y comunicación: mientras una sección importante de la primera florecía en el extranjero y desde allí nos llegaba, oscureciendo la local, la poesía — con una sola gran excepción, que señalaré luego — era fruto de un quehacer doméstico que se diseminaba sólo desde dentro. Lo interesante es que, pese a las condiciones precarias en que esta difusión se realizaba, la producción poética, que bien pudo desaparecer y

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perder el favor de su pequeño público, no sólo lo mantuvo sino que lo amplió y aseguró así su propia continuidad. Esta continuidad, que le ha permitido ser ella misma y a la vez cambiar al compás de los tiempos, es el notable fenómeno que quiero destacar. En la compleja articulación que lleva de una generación a otra, el rechazo o la negación de la anterior es un elemento que casi nunca está ausente. Tampoco en el caso de la poesía peruana, donde reacciones violentas, como las que representaron los grupos Hora Zero y Estación Reunida en los años 70, no han faltado. Pero no importa cuán feroces fueron los ataques que los jóvenes lanzaron sobre sus antecesores, el lazo literario que los unía nunca se rompió del todo. Los hijos rebeldes dieron un fecundo giro a las lecciones recibidas de padres pródigos que resistieron sorprendentemente bien el paso de los tiempos. De hecho, mientras los nuevos poetas mantenían vivo el fuego de la poesía y provocaban grandes cambios, un buen grupo de los mayores siguieron conservando su posición rectora y contribuyeron a la transición con sus propios modelos, innovaciones y prácticas. Una serie de figuras claves — clásicas o marginales — fueron definiéndose en el panorama poético de este siglo y orientando su proceso. El mayor, en todos los sentidos de la palabra, es indudablemente Vallejo. Cuando murió, en 1938, era un poeta cuya obra era poco o mal conocida. La publicación postuma de sus Poemas humanos (Vallejo 1939) mostró que lo que ignorábamos de él era una porción sustancial para establecer su enorme trascendencia en la poesía de nuestro siglo. Pero esa edición parisina era cortísima de tirada (250 ejemplares) y puede imaginarse que también lo fue el número de sus lectores. Es sólo 10 años después, gracias a la edición Losada de sus Poesías completas (Vallejo 1949), que el influjo nacional y el prestigio internacional de Vallejo realmente empiezan. Recuérdese que los libros de Monguió y Coyné corresponden a una época inmediatamente posterior (Monguió 1952; Coyné 1958). Es decir, Vallejo sólo empieza a ser una figura establecida a partir de mediados de siglo, lo que explica su impacto sobre la generación de esa década. Entre los que empezaron a escribir cuando Vallejo estaba vivo o poco después, hubo un grupo notable de poetas, que son figuras fundamentales en nuestra tradición poética contemporánea. Esos poetas eran mejor conocidos por sus nombres que por sus obras, pues habían sido publicadas, desde fines de los años 20, en ediciones que poco después se volvieron inaccesibles, rarezas que los lectores más devotos consultaban en la Biblioteca Nacional u hojeaban en colecciones privadas: eran parte de una tradición que por entonces se encontraba incomunicada y dispersa. Dos antologías vinieron a remediar esa situación y fueron para muchos fuentes de información obligada. Es significativo que esas antologías sean obras de poetas pertenecientes al grupo activo en los años 50, ansiosos por dar a conocer quiénes eran sus padres literarios, y que ambos sean trabajos de colaboración. La primera es La poesía contemporánea del Perú (Eielson/Salazar Bondy/Sologuren 1946); y la segunda

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es la Antología general de la poesía peruana (Romualdo/Salazar Bondy 1957), que cubría desde la poesía quechua precolombina hasta el presente. Son, sin duda, las mejores recopilaciones de su tipo. A estas obras cabría agregar el importante estudio de Monguió La poesía postmodernista peruana, que difundió éstos y otros nombres fuera del Perú (Monguió 1954). Todos estos trabajos revitalizaron el nexo entre los protagonistas de la época y sus antecesores inmediatos. Dos décadas más tarde otra antología, Vuelta a la otra margen, de Mirko Lauer y Abelardo Oquendo, se propuso recoger las obras de seis poetas (Moro, Oquendo de Amat, Martín Adán, Westphalen, Eielson y Chariarse) por "el magisterio que ejercen sobre la poesía posterior" (Lauer/Oquendo 1970, 8). Este fue otro libro de lectura indispensable entonces porque incorporó a nuestra tradición poética algunos nombres que habían permanecido hasta entonces un poco en la periferia. De los seis de Vuelta a la otra margen por lo menos dos habían recibido, por diversas razones, cierta atención antes de aparecer esta antología. Uno de ellos es Oquendo de Amat. Tras escribir un único libro, 5 metros de poemas (1927), un plegable en forma de acordeón, cuyo depurado lirismo, encanto imaginístico y agilidad experimental resultan incomparables, este poeta murió a los 31 años en medio del caos de la guerra civil española, a donde lo llevaron sus convicciones políticas. Sus rastros físicos desaparecieron durante mucho tiempo y lo mismo ocurrió con su brevísima obra, hasta que en 1967, en su célebre "Discurso de Caracas" al recibir el Premio Rómulo Gallegos, Vargas Llosa lo expuso, por primera vez, a la luz de un público internacional y provocó un renovado interés por él. Luego de eso, el libro de Oquendo de Amat fue reeditado en Lima (dos veces), Madrid y México (cf. bibliografía); su obra y persona estudiadas por la crítica; y su ejemplo retomado por los jóvenes que entonces empezaban a escribir. El caso de Westphalen es distinto y singular. En Las ínsulas extrañas y Abolición de la muerte (1933 y 1935), había explorado las aguas más profundas del lenguaje lírico, de donde emergió trayendo retazos de imágenes y visiones eróticas de poderosa sugestión. Esos dos breves libros no se reeditaron durante mucho tiempo y alcanzaron así una dimensión casi legendaria, que mantuvo vivo el nombre de su autor como parte de un culto que compartían sólo unos pocos. Pero Westphalen fue, durante ese mismo tiempo en el que guardó silencio poético, el director de las dos revistas literarias peruanas más importantes después de Amauta de Mariátegui: Las Moradas (1947-1949) y Amaru (1967-1969), que fueron grandes focos de lo mejor que se produjo en esas respectivas décadas en literatura, artes e ideas en el Perú, América y Europa. El infalible gusto de Westphalen y sus lazos personales y espirituales con el movimiento surrealista le permitieron incorporar valiosísimos textos poéticos, narrativos y ensayísticos a nuestra tradición literaria, pero sin ignorar a escritores que estaban en las antípodas de esa línea, como José María Arguedas y Julio Ramón Ribeyro. Es difícil exagerar el papel fundador y

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renovador que cumplieron estas publicaciones en nuestra cultura literaria. Sólo mucho tiempo después, en 1980, Westphalen reunió bajo el título Otra imagen deleznable... (1980) los textos de sus libros de la década de los 30 y les agregó lo que secretamente había escrito en sus últimos años. En 1986 y 1991 aparecieron dos nuevas antologías de su poesía, desde sus inicios hasta la actualidad: Belleza de una espada clavada en la lengua y Bajo zarpas de la quimera2. Todo esto explica que los poetas y grupos generacionales que fueron apareciendo después del 50 tuviesen una visión bastante clara y orgánica de la poesía escrita en la primera mitad del siglo, y que su respectiva articulación con ella (o contra ella) fuese un estímulo poderoso y real. Lo que quiero señalar aquí es que algunos poetas que formaban entonces la parte más reciente de esa tradición (pues habían comenzado a escribir en los años 40 y 50), fueron grandes modelos de la renovación que los más jóvenes protagonizarían en nuestros días. La continuidad y las alternativas que se plantearon frente a ella garantizaron la solidez del proceso poético y le dieron un perfil característico, que asimilaba a modelos y seguidores, a padres e hijos, a maestros experimentados y nuevos practicantes en el mismo esfuerzo por crear la poesía peruana. El reciente trabajo del poeta Marco Martos, titulado Llave de los sueños, Antología poética de la generación 45/50 (Martos 1992), parece subrayar ese nexo entre el pasado y el presente. Por su persistencia, trascendencia y por la significación intrínseca de su tarea poética, destacaré sólo a tres grandes poetas todavía activos hoy y que, siendo completamente diferentes entre sí, son responsables tanto de esa continuidad como de esa innovación; hablaré de ellos, pero dejo claro que no son seguramente los únicos. Esos tres son Javier Sologuren, Jorge Eduardo Eielson y Carlos Germán Belli. Javier Sologuren (*1922) ha hecho de la persistencia, el rigor y la depuración verbal los pilares fundamentales de su ejemplar arte poético. Al poner el conjunto esencial de su obra bajo el título de Vida continua (sacado de un poemario suyo de 1966) nos ha dado la clave de ella: constancia y fidelidad a sí mismo como artista y como hombre. En un poema de esa misma colección alude a ello con su habitual melancolía y certeza: Ignoro otro paso que no sea como un vuelo reposado y profundo, ignoro otro paso lejano, ola que fuese más clara que la vida en mi pecho. Sepan que estoy viviendo, nubes, sepan que canto, bajo la gloria confusa de la tarde, solitario (Sologuren 1989).

2

En 1995, José Morales Saravia publicó una edición bilingüe (alemán-español) de

Abolición

de la muerte y otros poemas tempranos de Westphalen.

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Las palabras claves allí son "reposado y profundo" y esa orgullosa afirmación "sepan que canto, [...] solitario." Todo en Sologuren es calmo, equilibrado, nostálgico: una lenta meditación sobre cosas que fueron o que, siendo todavía, son contempladas a través de una bruma que las disipa. No sólo no hay otra actividad que la imaginística del recuerdo y el pensamiento, sino que incluso las emociones aparecen como aplacadas: no su fuego, sino su rescoldo. Todo sufre un proceso de desrealización y transfiguración. La poesía no refleja directamente ni la realidad, ni la vida personal ni la historia concreta: es otra realidad, otra vida, otra historia que el poeta cuenta mediante abstracciones, signos y símbolos que forman un diseño puramente estético. Se diría que responde idealmente a la propuesta de Byron: "Form an inner world [...] where the outward fails." El encanto y la magia que sus poemas brindan es principalmente "tonal": provienen de la inflexión de una voz serena que recrea ante nuestros ojos algo que es a la vez impalpable e indeleble. En Otoño, endechas (1959) hay un poema titulado "Paisaje" que no describe tanto una realidad objetiva como una interior, que sólo podemos ver si escuchamos esa voz con los ojos cerrrados: Está la niebla baja, el mar cercano, blancas aves se anuncian. El tiempo una más vez se halla tejiendo, la tela del engaño. Todo invita al descenso y a la ofrenda: el bosque crepitante, la resaca, y el dulce, el hechizado crepúsculo de hojas que se enciende entre mi corazón y el tuyo (ibíd., 67). Sologuren vivió un tiempo en México y en Suecia (de lo que parece haber un vago eco en el poema que acabo de citar), y esas experiencias fueron decisivas. De sus años en El Colegio de México, rodeado de profesores como Raimundo Lida y de compañeros como el poeta nicaragüense Ernesto Mejía Sánchez, y de los que pasó en Suecia, entre paisajes helados, días sin luz y noches blancas, trajo, aparte de una familia, otras cosas: un alto sentido de la pulcritud literaria, un excelente conocimiento de las formas poéticas castellanas tradicionales, una cierta afinidad con el lenguaje surrealista (que pronto abandonará) y un dominio de varias lenguas que le abrieron el campo de la poesía moderna europea. Su más tardía experiencia en Japón completará su formación intelectual. Sus cuidadas traducciones de poetas franceses, suecos e italianos, sus versiones de haikus y otras obras japonesas, han ilustrado e inspirado a muchos. Pero a partir de 1960 y durante muchos años, Sologuren ejerció su magisterio de otro modo: como editor, tipógrafo y diseñador de La Rama

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Florida, una colección en la que publicó pequeños y muy cuidados libros de poetas peruanos, hispanoamericanos y de otras lenguas, antiguos y modernos, prestigiosos, y desconocidos. Usó en esa tarea una antigua imprenta, una "minerva" con cuyos tipos de madera hacía a mano la paciente composición de los pequeños volúmenes que luego él mismo encuadernaba. La colección alcanzó más de un centenar de títulos; esta labor fue complementada por la revista Creación & Crítica, que también dirigía por los mismos años. Es difícil encontrar un buen poeta que escribiese por ese tiempo y que no alcanzase (o no aspirase) a publicar en la colección o en la revista. Sologuren los descubrió, los estimuló, los difundió, los comunicó entre sí, les creó un círculo estable de lectores. El benéfico efecto que La Rama Florida tuvo sobre todos ellos contribuyó al auge que la poesía tuvo en esa década y a comienzos de la siguiente. El múltiple papel que así cumplió Sologuren — creador, traductor, editor, crítico también — creó un estándar para disfrutar y entender la poesía entre nosotros, lo que puede notarse en la obra y la conducta intelectual de muchos poetas que nacieron literariamente bajo su influjo. Sus herederos son numerosos; Marco Martos ha confesado que escuchó de sus labios por primera vez los nombres de Mallarmé y Baudelaire (1993, 15), y yo tardíamente descubrí la poesía de Francis Ponge gracias a sus traducciones. Pero quizá baste para señalar el grado de su influencia, los nombres y las obras de dos poetas cuya fisonomía espiritual puedo llamar sologureniana: Armando Rojas, tempranamente fallecido en París donde dirigía la revista Altaforte, y Ricardo Silva Santisteban; sobre todo el último parece un fiel discípulo suyo, por su dicción poética, su rigor intelectual y su notable obra crítica y de traductor, una de cuyas últimas muestras es La música de la humanidad (SilvaSantisteban 1993), una antología de los poetas románticos ingleses. Que un poeta, viviendo en un país devastado por la violencia y la anarquía moral, dedique sus horas a traducir a Blake, Shelley y Keats no deja de ser aleccionador. Jorge Eduardo Eielson (*1921) representa la gran excepción a la que me referí antes: es el único poeta peruano importante que escribe fuera del país. Lo hace por lo menos desde 1949, cuando se encontraba ya en París; su largo exilio, que dura hasta hoy, lo llevaría luego en una especie de vagabundeo por Ginebra, Roma, Cerdeña y otras ciudades europeas. Reinos (1945), la primera colección poética que publicó, era apenas una separata impresa curiosamente como parte de la revista Historia, una publicación limeña dedicada a esa disciplina, no a la poesía. Asombra pensar que era un joven de menos de 24 años quien había escrito esos poemas, de inigualable perfección y musicalidad, en los que no se sienten los naturales tanteos de un principiante, sino la presencia segura de un verdadero maestro. Este es, por ejemplo, el memorable, magnífico comienzo de "Nocturno terrenal":

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Amo cierta sombra y cierta luz que muy juntas, creo yo, azulan Las casas profundas de los muertos, amo la llama y el cabo de la sangre, porque juntas son el mundo y hacen de mí un muro que separa la noche del día (Eielson 1989, 25). No menos admirable es otro poema temprano, "Canción y muerte de Rolando", que el crítico colombiano Ernesto Volkening, descubrió años después de haber sido escrito y al que llamó sin ambages uno de los grandes poemas del siglo XX. Toda esta primera etapa limeña de su creación tiene un marcado tono simbolista, sobre todo rilkeano, entrecruzado por ecos de la poesía mística española y ráfagas de la imaginería surrealista. Su largo período europeo provocará grandes y profundos cambios en esta poesía suntuosa y altamente refinada, que se anuncian en Tema y variaciones (1950) y Habitación en Roma (1952). Progresivamente, la poesía de Eielson se va desnudando de su opulencia verbal, buscando una expresión de gran astringencia, pues está hecha de fórmulas simples, repeticiones, palabras sueltas, obsesiones y fijaciones sombrías; y, al mismo tiempo, la visión se vuelve escéptica, ganada por un sensación nihilista de vivir en un mundo sin sentido, inhumano y condenado a la destrucción. Un gran motivo de este período es el de la percepción del propio cuerpo como una materia oscuramente reclamada por el doble demonio del placer y la muerte. Hay que hacer dos advertencias al lector de Eielson. La primera es que las fechas de redacción y de publicación de sus obras no siempre coinciden; por ejemplo, "Canción y muerte de Rolando", que fue escrita en 1943, se publicó en forma de libro en 1959; y "Mutatis mutandis", de 1954, apareció sólo en 1967. Eso contribuyó a dar la impresión de que el poeta había dejado de escribir por un largo tiempo; al recopilar su obra por primera vez bajo el irónico título de Poesía escrita (Eielson 1976), se restauró la continuidad y la secuencia cronológica de la misma y se hizo evidente que sólo había dejado de publicar, no de escribir, durante ciertos períodos. La segunda advertencia ayuda a explicar precisamente la ironía de aquel título: escribir poesía no es la única actividad de Eielson, porque es también un artista visual, que realmente no "pinta" telas, sino que las "anuda", en una recreación del lenguaje simbólico de los quipus incaicos. Ha experimentado además con la música electrónica y con formas de creación espontánea, efímera y colectiva, como la que llevó a cabo en un metro de París. Todo eso es para él "poesía", lo que revela su filiación vanguardista y el radicalismo de sus propuestas. En verdad, lo que busca es una integración de las artes y, a través de ella, una recuperación de la vida misma, la que solemos perder mientras vivimos. La concepción del poema como un organismo visual y fonético revela el influjo que la poesía concreta — ese movimiento internacional que tiene cultores en todas partes, desde el Brasil hasta Japón — ha tenido sobre él. En la primera edición de Poesía escrita incluyó una serie titulada simplemente Papel (1960) — ausente en la segunda

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edición de 1989 —, que lleva al extremo esa constante voluntad de experimentación: la serie reproduce fotográficamente las hojas de papel en las que el poeta ha dejado apenas un rastro de su intervención, unas pocas palabras, un doblez, una quemadura, un agujero; cada poema es, tautológicamente, el soporte material indicado por su título y nada más. No es ésta la fase que considero más interesante de Eielson, pero creo que era inevitable que pasase por ella: es una manifestación de la conciencia hipercrítica e insatisfecha de un vanguardista avant la lettre. Ese gesto no tiene, entre los poetas de los últimos 20 años, mejor heredero que Enrique Verástegui (*1950), poeta que surgió hacia los años 70 entremezclado con los rebeldes de Hora Zero. De sus compañeros de entonces es el que ha llegado más lejos, el que se ha atrevido a concebir las empresas poéticas más ambiciosas y complejas. Empezó a hacerlo en las circunstancias menos favorables para ello: aunque había nacido en Lima y estudiado en la Universidad de San Marcos y luego en París, vivía y sigue viviendo en un pobre y pequeño pueblo costeño al sur de Lima, donde por cierto no hay libros ni actividades literarias de ninguna especie. En ese desierto cultural, aún más deprimido ahora por la violencia y el deterioro general, estimulado por sus ávidas lecturas de los formalistas rusos, la moderna teoría literaria y el Tractatus Logico-Philosophicus de Wittgenstein, Verástegui ha creado una obra desconcertante, muchas veces asfixiante e impenetrable, sobresaturada de sofisticadas referencias culturales que él trata de organizar en un sistema total de interpretación de la historia pública y su vida privada. Aunque se diferencia profundamente de Eielson por su ardor político y su romántica concepción de la función poética, se le parece en cambio por el carácter irreductible y absolutista de su obra, que inscribe cada una de sus partes dentro de un gran designio: la interpretación estética e ideológica de la cultura humana vista por los ojos de un hombre que vive a los márgenes de esa órbita, o como lo dice el título de su primer libro, En los extramuros del mundo (Verástegui 1972). Verástegui considera que ese desmesurado proyecto constituye una ética, un código moral para sobrevivir en este fin de siglo, cuyos evidentes modelos son nada menos que Dante y Pound. El uso integrado de los mitos prehispánicos, las estructuras musicales (de Mozart a Cari Orff), las alusiones plásticas (Bruegel, Leonardo, Kandinsky), la disposición espacial de los versos y varios elementos gráficos, las fórmulas matemáticas, el multilingüismo y el simultaneísmo del juego metafórico, dan a su obra una densidad extrema que desborda los límites habituales del ejercicio poético y lo confunde con la narración mágica, la experiencia mística o la reflexión ensayística. Verástegui ha completado recientemente, después de una década de trabajo, su Etica, que se compone de tres grandes partes o poemas publicados en distinto orden: Monte de goce, Taki Ongoy y las dos series de Angelus Novus (1981, 1989, 1990, 1993). Eielson y él comparten la actitud del artista como provocador irreductible e intransigente, que se niega a aceptar la seguridad de lo ya conocido. "La función última de la literatura es la

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destrucción de lo viejo", ha dicho Verástegui (Verástegui 1987, 172), pero cualquiera de los dos suscribiría ese desafío. Carlos Germán Belli (* 1928) comenzó del modo más oscuro posible, publicando a fines de los años 50 pequeños cuadernos con muestras de poesía letrista y fonética de sabor dadaista, que muy pocos leyeron o apreciaron a pesar de que contenían algunos poemas espléndidos y extraños, como aquél que comienza: Nuestro amor no está en nuestros respectivos y castos genitales, nuestro amor tampoco en nuestra boca, ni en las manos: todo nuestro amor guárdase como pálpito bajo la sangre pura de los ojos (Belli 1971, 9). Pero ya en 1961, con una breve colección bellamente titulada ¡Oh, Hada Cibernética!, aparece manejando con maestría un lenguaje auténticamente original que de inmediato fue reconocido como la innovación más profunda desde los tiempos de Vallejo. Paradójicamente, el lenguaje de Belli era un retorno arcaizante a la poesía castellana más venerable — la del cancionero, la pastoril —, pero distorsionando sus fórmulas con neologismos, tecnicismos, vulgarismos (plexiglás, celofán, supersónico, chasis, feto, lonjas, bofes) y otras rarezas que le permitían reflejar el horror del mundo contemporáneo, las condiciones de la sociedad peruana y las miserias de su vida privada. En el poema titulado precisamente "¡Oh, Hada Cibernética!" hace este ruego: ¡Oh Hada Cibernética, ya líbranos con tu eléctrico seso y casto antídoto, de los oficios hórridos humanos, que son como tizones infernales encendidos de tiempo inmemorial por el crudo secuaz de las hogueras [...] (ibíd., 50). La plegaria a la nueva diosa de nuestros tiempos tecnológicos es una forma de protesta contra el gris mundo del trabajo, la rígida estratificación social, la indiferencia humana y la insolencia del poder. Estos eran justamente los temas de la "poesía social" dominante cuando Belli comenzó a escribir, pero que él recreó encajándolos dentro de estrictos moldes literarios con una pátina de siglos; en su caso la protesta no era un fácil slogan o una repetición mecánica de un dogma aceptado, sino un grito visceral, exasperado y a la vez metafísico, intensamente estilizado y de poderoso impacto sobre el lector. Puede decirse, sin exageración, que la poesía de Belli vino a poner fin al dilema "poesía social"/"poesía pura", pues él hizo una audaz síntesis de ambas, que le permitiría usar el prestigioso vocabulario pastoril para aludir a la injusticia

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social de un país dividido entre amos y siervos. Como humilde amanuense del Congreso, Belli sufrió en carne propia el destino del "rezagado" — esa palabra es clave en su obra —, condenado a un trabajo embrutecedor y a una vida mezquina, que denuncia a través de comparaciones zoológicas e imágenes de imperfección o degeneración física: "cual un feto no amado,/ por tartamudo o cojo o manco o bizco" (1992, 68). El mundo de Belli parece atacado por el mal calderoniano: "el delito mayor del hombre es haber nacido". Todo en él es privación, humillación, burla, ofensa, castigo sin perdón ni alivio. Después de una primera etapa en la que trató de articular su propio lenguaje a partir del irracionalismo de la vanguardia y de practicar el escándalo surrealista — participó en el asalto que capitaneó Rodolfo Milla contra la ANEA en diciembre de 1950 (Lauer 1992, 43) —, descubrió el poder explosivo que había en cargar formas literarias fosilizadas con un nuevo contenido; es decir, descubrió la virtud de la parodia lingüística, por la cual uno destruye incongruentemente lo que copia y entrega el resultado con un gesto crítico. Poco a poco fue evolucionando hacia otras fórmulas estéticas de la tradición castellana: el romancero, la poesía barroca, el neoclasicismo dieciochesco, etc., que iba hallando en sus lecturas en bibliotecas públicas. El uso de formas arcádicas y académicas, que antes le servían para la denuncia de una existencia intolerable, se ha adaptado posteriormente a la celebración de su modesto paraíso, fruto del trabajo y de los años: la vida retirada y en familia. Esta es una de sus silvas recientes: Yo caudillo al fin de mi voluntad y el tiempo entero en una sola cosa en beneficio del tesoro íntimo: el paso hacia adelante gobernado por el ocio fecundo cuando llegan las horas de la plena libertad en el iluminado y tibio nido [...] (ibíd., 225). Como puede verse, la manera alegorizante ha devenido en parábola, que le permite usar el verso como un vehículo para narrar una historia o ejemplo. El estilo de Belli — que es, él mismo, una admirable forma de préstamo literario, según los usos del Renacimiento — es literalmente inimitable, una forma de alquimia que no se puede repetir. Encontrarle discípulos directos es difícil o imposible, lo que no quiere decir que el influjo de su obra no haya permeado la de muchos que comenzaron a escribir después que él, en una época muy marcada por su presencia literaria. No me parece casual que en la poesía peruana de los últimos años haya habido un interés tan intenso por la parodia de los lenguajes y de toda forma de codificación social, como el mito y la historia. De hecho, éste ha sido un tema recurrente por las razones que señalé antes: la actividad poética ha usurpado y ocupado funciones y campos que antes le eran ajenos.

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Uno de los poetas que mejor encarnó ese sesgo en los años 60 y que ha seguido haciéndolo hasta ahora, es Antonio Cisneros (* 1942). El de Cisneros es el arte de hacer crítica de actualidad a través de discursos antiguos (las crónicas de Indias, las parábolas evangélicas, las tradiciones populares) para mostrar la persistencia de ciertas actitudes o la vana pretensión de creer que nuestra época es distinta de las pasadas. Aunque el tono de este poeta es más irónico y ligero, más travieso que el desolado de Belli, ambos pisan un terreno común: el de la poesía que recurre a la tradición para descentrarla, contradecirla e innovarla. Cisneros ha parodiado varios discursos: el de los salmos en su cuaderno titulado David (1952), el cronístico en Comentarios reales (1964), el de la cultura y la política en Canto ceremonial contra un oso hormiguero (1968), etc. En un libro más reciente, Monólogo de la casta Susana y otros poemas (1986) retoma al personaje ejemplar de la tradición popular, y lo transforma en otro: una mujer que se niega al martirio, elogia los placeres de la mesa y prefiere este mundo al otro. Es decir, es una mujer como cualquiera, cotidiana y razonable, sin hazañas ni gloria. La doméstica Susana de nuestros días se presenta como una alternativa al modelo original; ésta es su modesta pero disonante plegaria: Y de Dios ¿qué más puedo decir que El no sepa? Casta soy pero no hasta el delirio. Me preocupé (como muchos) por los pobres del reino. Y veo (como todos) el paso de la nave de los muertos. Y temo. Y bebo valeriana. Recíbeme con calma mi Señor (Cisneros 1989, 251). Ambos poetas han forjado un lenguaje propio a partir de lenguajes ajenos, provenientes de otra época, y así los han hecho válidos para expresar los dramas contemporáneos. Otros han perfeccionado lenguajes estéticos ya bien evolucionados cuando ellos los adoptaron; Sologuren lo ha hecho con el lenguaje simbolista y Eielson con el de la vanguardia. En verdad, la historia literaria no es otra cosa que una serie de retos en los que el creador debe escoger quiénes son sus antecesores y quién es él mismo; es decir, lo que hereda de otros y lo que hace con ello para transformarlo (y transformarse) en algo distinto. Y es ese juego de afinidades y discrepancias el que quería proponer como un modo posible de entender la singular coherencia del proceso poético peruano, en circunstancias más aparentes para interrumpirlo que para continuarlo.

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Javier Heraud y sus contemporáneos Marco Martos En 1971, un poeta peruano de la llamada generación del cincuenta, Alejandro Romualdo, publicó un extenso poema titulado "El movimiento y el sueño" que resumía bien su estética. El texto recogía formalmente la lección de Mallarmé de desplegar las palabras en todo el espacio de la página en blanco y aludía en columnas paralelas a dos experiencias disímiles, la de las exploraciones de los astronautas en el espacio que culminó con la llegada del hombre a la luna, y el caminar de los hombres de Ernesto Che Guevara por las pampas de la sierra boliviana. Mientras unos, Gagarin, Armstrong, y sus compañeros, ascienden al firmamento, otros, más anónimos, reconocidos sólo por sus patronímicos, Ernesto, Alejandro, Antonio, bajan a los infiernos y encuentran la muerte. Mientras unos ingieren dietas balanceadas, los otros apenas briznas y beben agua mala. El poema de Romualdo expresa bien las preocupaciones estéticas y vitales de una parte importante de los poetas peruanos de los años cincuenta, Rose, Valcárcel, Scorza, Salazar Bondy, y evidencia también las tensiones ideológicas de la sociedad contemporánea. Ahora que ha desaparecido la Unión Soviética y se ha derribado el muro de Berlín, el poema cobra un valor más simbólico. Si ponemos entre paréntesis las cuestiones coyunturales, podríamos decir que alude al destino mismo del hombre, a las vastas posibilidades de exploración científica y a la perentoria necesidad de que la riqueza se distribuya con equidad entre los hombres. A principios de los años sesenta, muchos jóvenes en América Latina quedaron deslumhrados con la revolución cubana, uno de ellos fue Javier Heraud (1942-1963). Así como Los heraldos negros (1919) de César Vallejo significó parentesco y ruptura con el modernismo, El río (1960) de Javier Heraud significa relación y rompimiento con el grupo de los años cincuenta. Todavía hoy nos sorprenden esos frescos primeros versos escritos por un joven que entonces tenía dieciocho años. El río apareció como las verdaderas novedades literarias, sin hacer ostentación de su condición; el poeta tomaba ese símbolo de la tradición filosófica y literaria que pertenece a lo que se llama la lógica paradójica según la cual, las palabras estrictamente verdaderas parecen paradójicas. El río de Heraud es cristalino en la mañana y luego baja con furia y rencor. El poeta conocía la tradición de Jorge Manrique que compara nuestras vidas con los ríos, continuada por Antonio Machado ("la vida es como un ancho río") y por T.S. Elliot que compara al río con un fuerte Dios pardo, adusto, indómito, intratable. La novedad perceptible en el libro es el contenido dramático que Heraud confiere al viejo símbolo. La voz que escribe se trasmuta en río y, aparente-

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mente con el mismo capricho con que el río baja de las alturas, va alineando sus versos cuidadosamente libres, anunciando las cualidades contradictorias de las que viene poseído. Al final el río habla de la necesidad de mezclar sus aguas limpias con las turbias del mar, de silenciar su canto, de tener que abandonar mucho de lo querido, campos fértiles, nuevas aguas luminosas, nuevas aguas apagadas. A pesar de Neruda y de Vallejo, a quienes cita en otros de sus poemas, Heraud trae una frescura personalísima, un modo de hacer poesía transformadora de los símbolos tradicionales. El mismo año de 1960, Heraud ganó un importante premio para escritores jóvenes. Con su libro El viaje compartió con César Calvo los lauros del concurso "Poeta joven del Perú", convocado en la ciudad de Trujillo por la revista Cuadernos trimestrales de poesía. El libro apareció en 1961 y fue el último que alcanzó a ver Javier Heraud. En esta ocasión, el poeta asume su "yo personal"; sigue atraído por los elementos naturales, el mar, las vertientes, pero el trasfondo es el de un hombre madurando a trancos, fatigado prematuramente, que va a encontrarse con los suyos para cumplir involuntariamente con el rito de la despedida. Heraud visita uno a uno todos los claustros maternos, y aparecen los personajes simbólicos, la madre, el padre, el hermano Gustavo que sueña con los tigres y toma energías para emprender diferentes logros. El éxito de sus dos primeros libros fue para Heraud un viaje rápido, un partir sin despedirse "porque en su corazón no cabían más flores". Así terminaron los "viajes no emprendidos, trazos de los dedos silenciosos sobre el mapa" como lo escribió el otro poeta trágicamente desaparecido, Luis Hernández. Así empezaron los viajes verdaderos, el afán explorador y fundador de Javier Heraud, su claro compromiso político, el último tramo de su vida erizado y heroico. Heraud marchó a Cuba y regresó al Perú transformado en guerrillero. No estaba en combate cuando fue baleado en un río de Madre de Dios en mayo de 1963. Heraud, en sus viajes "de verdad" no tuvo mucho tiempo para corregir los que serían sus últimos poemas, pero de esta etapa son algunos de sus mejores versos como aquellos de su "Arte poética" de su libro Estación reunida donde dice: ... conforme pasa el tiempo y los años se filtran entre las sienes, la poesía se va haciendo trabajo de alfarero, arcilla que se cuece entre las manos, arcilla que modelan fuegos rápidos. El poeta, más en su biografía personal que en su escritura, expresa bien la contradicción que, usando una metáfora de Roberto Fernández Retamar, podemos llamar de los poetas que quieren ser comandantes. El acto privado de escribir sustituido por el acto público de tomar las armas. Un poeta nacido antes, en 1928, Juan Gonzalo Rose, atrapado en esta aparente contradicción,

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hablando de una columna guerrillera, sostiene que él es el que lleva las guitarras. Naturalmente, muerto Heraud tuvo un halo simbólico para los jóvenes; ahora que han pasado treinta años, su poesía empieza a ser leída sin apasionamiento, con objetividad. Otro poeta trágico de los años sesenta es Luis Hernández (1941-1977). Dueño de una sensibilidad exacerbada, de una formación literaria y artística, musical en especial, poco común, escogió de modo natural a la poesía como su modo de expresión. Es un caso excepcional de dedicación adolescente a la lírica que no tiene parangón en ningún otro escritor peruano, salvo Martín Adán con su Casa de cartón de 1928. Cierto es que admiramos en Heraud la precoz madurez de sus logros expresivos, pero viéndolo bien, lo que llama la atención es la no adolescencia de sus logros, es decir, la adultez literaria de un artista joven. Hernández, en cambio, es el homo ludens de la poesía peruana. Tiene suficiente información y sensibilidad para el trabajo serio y también en ese sentido de recogimiento habría que interpretar sus hermosos versos: solitario son los actos del poeta como aquellos del amor y de la muerte, pero no es eso lo que le interesa: él sabe como ninguno captar el chisporreteo del instante, lo artístico de lo deleznable; Hernández está naturalmente alejado de las leyes de la euritmia, pero sin el propósito evidente de trasgredirlas y sin ningún afán de llamar la atención sobre sus actos. En ese sentido su actividad literaria es adolescente, porque no le importan nunca los cánones literarios vigentes y porque tampoco tiene esa crispación infantil propia de tantos otros, ni el cuidadoso equilibrio de los artistas mayores. De Hernández se han publicado Orilla (1961), Charlie Melnik (1962), Las constelaciones (1965), Vox horrísona (1968), Obra poética completa (1983). Entre 1965 y 1977, año de su muerte, Hernández se desatendió de la idea de publicar un libro de poesía. Simplemente escribía versos con plumones de variados colores que obsequiaba a las personas que apreciaba, de modo que es prácticamente imposible aseverar que sus poesías completas lo son en un sentido riguroso. El sentido oculto de una decisión está en lo que podría llamarse "la desacralización del libro", que supone también "la desacralización del autor", como proponía Juan Ruiz, Arcipreste de Hita en el siglo XIV, cuando invitaba al lector a corregir su Libro del buen amor. Despreocupado del problema de autoría, Luis Hernández en sus últimos años apenas se sonreía cuando lo aplaudían. Escribió: Estimado General: Nosotros, el General El General y el General Invitamos a Ud. En casa del General

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Para tratar De ver Cuál general Es más General Quizá lo sea Ud. u otro General Firma General (En representación del General, el General y el General). Rodolfo Hinostroza (* 1941) es un poeta de sólido prestigio en el Perú y en otros países de habla castellana. Su parca producción Consejero del lobo (1965) y Contranatura (1971) apenas si se ha visto incrementada con algunos poemas sueltos, entre ellos el notable "Nudo Borromeo" en la edición de sus Poemas reunidos (1986). De manera que no hay que buscar en una vasta escritura las razones de la preferencia de los lectores. Hinostroza, en su primer libro de 1965, tiene ya una temprana maestría verbal. Su dicción sedosa mostraba un Saint-John Perse muy bien asimilado y también la lectura del temprano Joyce, tanto el de Retrato del artista adolescente como el de Música de cámara. Pero más allá de sus lecturas, Hinostroza es ya original en sus principios, cosa que raramente consigue un joven poeta. Pero un poema no tiene edad, ni se mide por la edad del escritor, está bien o mal hecho, nos impacta o nos deja indiferentes. En Consejero del lobo hay un contraste muy fuerte entre ritmo pausado y sujeto a un férreo control racional, junto a la magnificencia formal de palabras escogidas con esmero, con el nudo de tensiones que los versos muestran y ocultan al mismo tiempo. He aquí un buen ejemplo: Porque yo recuerdo que tuve todo eso, y que vi reposar a un burro blanco en el sol de enero y que oí comentar a los mayores las noticias de cierta lejana guerra. Y el movimiento del caballo y ese rey perezoso que me retuvieron horas de horas en el perfume de la media mañana, bajo el sol de enero, esperando la brillante jugada de mi padre. La aceptación explícita de los poderes paternos (lo cual bien visto es una redundancia pues lo paterno implica poder), se trastrocará después de un enfrentamiento con todo poder. Así ocurre en el poema "Imitación de Propercio" de los años setenta. Allí el poeta escribe: Oh César, o demiurgo, tú que vives inmenso en el Poder, deja que yo viva inmerso en la palabra.

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En el primer libro mencionado antes, Hinostroza consiguió un lenguaje alegórico que le sirvió bastante para no dejarse capturar por la trivialidad de la vida cotidiana, aunque ésta estuviera erizada de peligros. Vivir en la Cuba de los sesenta, sufrir la virtualidad de un ataque externo día a día, aparentemente no aparece en su poesía. Sin embargo, hay una tensión permanente, visible hasta en la manera cómo se divierten los protagonistas de ese memorable poema "La noche". "Contranatura" impresiona a algunos críticos por la incorporación de códigos diferentes al lingüístico en la página en blanco. A otros nos deja indiferentes por la obvia razón de que los propósitos de Mallarmé de combinar eficazmente códigos, escritos en 1897, todavía son eso, un siglo más tarde, buenos propósitos. Todo esto porque en ningún momento, en la poesía escrita, como diría Jorge Eduardo Eielson, es posible poner en duda la primacía del código lingüístico. No reside allí la fuerza de Hinostroza. Está más bien en la combinación de una poesía que se vincula con aquello que C.M. Bowra llamó "la herencia del simbolismo" con una temática que se ha dado en llamar postmoderna, donde las palabras y la intención del yo poético, han dejado de ser apodícticas, para convertirse, sin un centro visible, en una voluntad de canto. "Viajas en tus palabras y tus palabras viajan" dice en "Nudo Borromeo". Y éste es tal vez el único mensaje de Hinostroza: nada está dicho para siempre. Antonio Cisneros (*1942) es, entre todos los poetas que publicaron por primera vez en los años sesenta, el que más libros ha editado y el que tiene más difusión en el extranjero. Entre 1964 y 1967 escribió el que hasta ahora es su libro más popular, Canto ceremonial contra un oso hormiguero. En el plano temático, los poemas están muy ligados a las vivencias personales, con el mérito de tratarlas en versos sentenciosos que interesan a cualquier lector y en cualquier circunstancia. Hay poemas de la esfera familiar, desgarradores textos que aluden a la soledad del peruano en Europa; otros se refieren a experiencias colectivas limeñas, como "Crónica de Lima", o ayacuchana y nacional como "Crónica de Chapi". Se trata de un libro de poesía que nos deja la engañosa sensación de que para escribir basta tener experiencias muy intensas. En otro volumen suyo, El libro de Dios y de los húngaros de 1978, Cisneros verbaliza la extrema soledad. Situado en una sociedad ajena en todo sentido, el poeta apela a Dios; tiene necesidad de integrarse a algo, una preocupación agónica por los temas sempiternos como la muerte en un desgarrador homenaje a Luis Hernández que es una paráfrasis de un poema de Hölderlin o el recuerdo de Robert Lowell, poeta católico, muerto en un taxi. En Cisneros hay, en esta época, un sentimiento permanente de desolación: Ocupado en guardar cabras, en pagar agua y luz perdí tu rostro y este mío, no puedo distinguir un álamo temblón de una malagua,

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ni sombra cuál me da y el dardo cual. Ocupado y veloz no en tus negocios ni en los míos, Señor navego hacia la mar que es el morir. Ocupado y veloz como algún taxi cuando cae la lluvia y anochece. Curiosamente Cisneros, en su último libro Las inmensas preguntas celestes (1993) ve la realidad peruana y personal con ojos menos cáusticos, se refugia ahora en el hogar, pero el desencanto atraviesa su poética: A las inmensas preguntas celestes no tengo más respuesta que comentarios simples y sin gracia sobre las muchachas que viven por mi casa cerca del faro y el malecón Cisneros. Y no puedo pretender ver en la cháchara tinta esa humildad de los antiguos griegos. Ocurre apenas que las inmensas preguntas celestes sacan a flote mi desencanto y mis aburrimientos. En el grupo de escritores peruanos dedicados a la poesía que empezaron a publicar en los sesenta, la presencia de Carlos Henderson (*1949) es contrastante. A diferencia de otros vates asumió desde el principio la idea de la poesía como un rito. Esto puede apreciarse desde Los días hostiles (1965) hasta su último volumen El ojo de la piedra (1990). En 1965 escribía: "Mi ser anuncia. Yo sólo señalo los sentidos." Toda la poesía de Henderson, — y esta ha sido su constante — es respetuosa de los indicios de las cosas. Objetos y personas y el propio decir poético se ven sometidos a una indagación meticulosa, feroz a veces. En el mejor sentido de los términos, el vate hace una poesía sustantiva, desnuda, elemental. Por eso han pasado varios años, en verdad décadas, para que la poesía de Henderson, elusiva de todo brillo exterior, sea reconocida sin objeciones por otros poetas o escritores que comienzan, en su mayor parte estudiantes universitarios, como una de las más importantes en estos años finales de siglo, como palabra que expresa el desasosiego, pero también la esperanza de un poeta que ausculta permanentemente su entorno.

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Cuando Henderson empezaba a escribir, se vivía en el Perú un momento de cambio literario. Los poetas iniciados entre los años cuarenta y cincuenta estaban dando sus mejores frutos y algunos de los que aparecían vivían una tensión extrema que los condujo a la muerte sin haber producido todo lo que podían en el campo literario. Son los casos de Javier Heraud y de Edgardo Tello. En su poema "Soledades" de su libro Ahora mismo hablaba contigo hermano Vallejo de 1976, aparentemente refiriéndose a esa circunstancia, pero en verdad haciendo una reflexión más abarcadora que incluye al poeta, al poema y al propio lector, Henderson escribe: Del poema nace una imagen más clara que mi espejo. Los que cayeron habían escrito: salimos a las calles para hacer válido el derecho a la poesía. ¿Y sólo así, es válido el derecho a la poesía? Alguien que no sea la voz de los que cayeron que me responda. Tú hypocrite lecteur— mon semblable imagen de mi imagen. Una poesía tan descarnada como la de Henderson está siempre en los límites. En el peligro del silencio o de la opacidad. El poeta es muy consciente de estos riesgos, sobre todo, cuando nos dice que nunca quiso el vacío o que escribir para no volverse loco ya es locura. Su escritura es, como lo dice él mismo, "lo de dentro dentro" y en esa repetición, en ese hurgar dentro de sí mismo, se muestra cercano al Vallejo de Trilce. Hildebrando Pérez (*1941) ha publicado Epístola a Marcos Ana (1963), El sueño inevitable (1963), Aguardiente (1978) y Sol de Cuba (1979). Es uno de los difusores más activos de la poesía peruana y latinoamericana, pertenece a la estirpe de los poetas profesores. Inicialmente, su verso puede inscribirse en la tradición castellana que pasa naturalmente del verso medido al verso libre. Su poesía primigenia tendrá una impronta social que no abandonará después. Conocedor de la historia y de las luchas del pueblo español y latinoamericano, las circunstancias de confrontación aparecerán siempre en sus textos, pero siempre poniendo en primer lugar la solidaridad, la camaradería. Así ocurrió ya en su Epístola a Marcos Ana, el poeta español que permaneció varias décadas prisionero del régimen de Franco. Con Aguardiente, Pérez alcanzó la difusión continental de sus poemas; ese libro, fruto ya de un talento maduro, mereció el Premio Casa de las Américas, discernido por un jurado del que formaba parte Efraín Huerta, el celebrado poeta mexicano. Pérez, en esos poemas, hace retoñar nuevamente la poesía andina, de profunda vinculación con la oralidad y con el entorno natural del hombre de la sierra. Se puede trazar una línea de continuidad entre el César Vallejo de Los heraldos negros, los poetas de los años treinta del grupo Orkopata, Gamaliel Churata, Alejandro Peralta y Luis de Rodrigo, la poesía de Mario Florián, de Efraín Miranda y de Hildebrando

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Pérez. Se trata de una manera de poetizar que está atenta a los llamados temas nativistas pero que, al mismo tiempo, exige del poeta un gran manejo de la tradición literaria en lengua castellana. En todos estos casos, el mundo de la cultura aborigen, en cualquiera de sus expresiones, está vivo, palpitante, ya sea a través de la presencia de vocablos quechuas o aimaras, o en la perduración y modificación de costumbres ancestrales. Pérez logra un equilibrio muy hermoso entre fondo y forma, entre dicción y temática y nos entrega una poesía muy cercana a la música. No es azar que algunas de sus composiciones se canten y que circulen, a veces sin mencionar a su autor, de boca en boca en los recitales populares. Hay en Pérez un viejo ideal de la poesía medieval muy presente: la poesía, aunque hecha por algunos individuos, pertenece a todos, y cuando vuelve al pueblo que es su matriz, parece mejor y más perdurable. He aquí un ejemplo de la calidad de esta poesía apta para ser musicalizada: Huayno Manzanita señoritay mañana nos fugaremos mañana nos fugaremos burlando a la autoridad. Mi pueblo será tu pueblo, tus ojos serán mi luz, tus ojos serán mi luz como la lluvia de enero. Lunita señoritay Sólo los dos nos amamos, sólo los dos nos queremos como retamas ardiendo. Ay, China, ay, negra, tu pueblo será mi pueblo no de ningún gamonal, mi señorita, manzanitay. Algunos de los poetas de los años sesenta tuvieron la marca de lo trágico; aparte de Heraud, muerto en la guerrilla, Hernández y Ojeda murieron por mano propia. Así como ellos, otros poetas menos conocidos han muerto prematuramente y otros lo han hecho simbólicamente al dejar de escribir. Los que siguen en lista, Hinostroza, Antonio Cisneros, Carlos Henderson, Julio Ortega, Hildebrando Pérez, son metafóricamente sobrevivientes. Sobrevivir es justamente el título de un hermoso libro de otro poeta de la misma promoción, Mirko Lauer. Los poetas en sus vidas están en los intersticios del sistema. Su poesía no puede evitar, incluso en los más cerebrales, expresar la sombría vida de los peruanos de estos días. Hagamos ahora algunas reflexiones finales sobre el porvenir de la poesía peruana. La poesía del Perú en el siglo XX como nunca antes ha contado y cuenta con creadores excepcionales como Vallejo o Martín Adán, a pesar de que periódicamente se anuncie su desaparición. Dudamos mucho de que esto

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ocurra. En una sociedad plural, como la que inevitablemente se abrirá paso en el siglo XXI, la poesía encontrará su sitio entre los ciudadanos, puesto que la variedad de comunicaciones y de intereses permitirá el auge de todas las flores del ingenio humano. El Perú, castigado por la naturaleza, por los apetitos de los poderosos, por la desigual distribución de la riqueza, ha tenido en el siglo XX un rincón privilegiado que es la poesía. En ese pequeño espacio que toca lo más íntimo del hombre, algunos peruanos, Vallejo o Eguren o Martín Adán o Blanca Várela o Jorge Eduardo Eielson, o alguno de los escritores que se citan en estas cuartillas, por un momento siquiera han logrado escribir poemas interesantes para cualquier persona del mundo.

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El territorio de la poesía Abelardo Sánchez León Cada poeta escribe de acuerdo a su formación, a su disciplina, a sus manías, su orden y su desorden, incluso según sus cébalas o supersticiones. En casa de mis padres, cuando era un joven vehemente, escribía mis poemas en la terraza de los bajos, sentado en un sofá bastante incómodo y recostado sobre una mesita de vidrio. Ponía música clásica. Nunca cantada. La ponía alta, y esperaba que mis padres (en esos tiempos salían de noche) no estuvieran en casa. La casa no era pequeña. En esa soledad absoluta me sentía cómodo, dispuesto a escribir poemas que me dejarían agotado después de un par de horas. Fumaba. Nunca tomaba licor. Según mi padre, que llegó en una oportunidad antes de lo previsto, me transformaba. La persona que él vio en una oportunidad escribiendo en la terraza de los bajos, no era yo. En aquellos años universitarios, un amigo perdió trágicamente a su hermano menor, un inteligente, culto y simpático adolescente de trece años. Un día lo encontraron en su dormitorio con una herida en la sien producto de un disparo. Nunca se supo si fue accidental o no. Cuando me acerqué a su féretro para despedirme de él, distinguí un pequeñísimo punto rojo petrificado en la sien. Fue terrible. Se trataba de un adolescente amante de la música, capaz de distinguir a las orquestas según el director o el primer violín. Desde ese día hasta hoy, cada vez que escribo siento su presencia en ese ambiente de soledad que fui capaz de recrear. Al comienzo, sentí pánico. Percibí su aliento, escuché sus pasos, prácticamente lo sentía rozándome el hombro. La primera vez, a los días de su muerte, tuve que pararme, apagar la radiola y salir a la calle. Caminé durante horas por las avenidas aledañas, fumando cigarrillo tras cigarrillo. Después de la muerte de mi hijo Gabriel, el 13 de mayo de 1994, me alejé de la poesía. Estoy seguro que la poesía es una forma de conocimiento único, intuitivo, que no nos pertenece en su totalidad; que hay un territorio al cual ingresamos con los ojos cerrados y el pulso templado. No siempre... Rara vez... Pero sabemos que ese territorio existe. En mi libro Antiguos papeles, publicado en 1987, hay varios poemas que aluden a muertes que están por suceder o que aún no han sucedido. Mi padre estaba, en ese año, condenado a morir de cáncer. El médico le había diagnosticado unos diez meses de vida — que fueron exactos — y yo me preparaba a verlo morir. Mi madre sufría de Parkinson. Mi familia nuclear estaba bien, sana, saliendo adelante como pudiéramos. Sin embargo, escribía sobre una muerte que no estaba prevista. Escribía sobre la muerte de mi hijo Gabriel, que sucedió, como si cayera un rayo sobre su dormitorio, en el amanecer de un 13 de mayo de 1994. Un

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viernes. Un día de la virgen María. Mi hijo moría siete años después de haber publicado esos versos. La vida adulta no convive con el hecho de escribir poesía, sobre todo en mi caso. De joven, era muy tímido, imagino que producto de dos factores: una galopante tartamudez y un acné que dificultaba mostrar la cara con naturalidad. No encontré mejor refugio, mejor soledad, mejor felicidad que la poesía, ocultándome en esas noches afiebradas de música y de asaltos intempestivos. La poesía no recurre a los recuerdos como lo hace la narrativa. En ella no hay necesariamente personajes o situaciones, tramas o desenlaces. La poesía surge o cae de golpe. Es un rush de trancos largos cuando uno está embebido o sumergido o transformado cerca de los linderos de ese territorio que está allí, al alcance de la mano, cubierto por la niebla. Yo empecé a escribir poesía en 1964, un año después de haber terminado mis estudios secundarios y un año antes de ingresar a la universidad. 1964 fue un año duro. Estaba en un limbo. A veces pienso que todos los años que terminan en cuatro son terribles para mí: en 1974, cuando vivía en París, tomé una decisión equivocada que aún hoy me atormenta, no dejándome vivir en paz. En 1984 salí de viaje a Bruselas después de no haberle hablado a mi esposa durante meses. En 1994 murió mi hijo Gabriel. Le temo a todos los años que culminan en cuatro: qué desgracia me sucederá en el 2.004... Poemas y ventanas cerradas (1969) y Habitaciones contiguas (1972) fueron escritos en la terraza de los bajos, en casa de mis padres. Rastro de caracol (1977) lo escribí en una chambre de bonne, en París, en compañía de Marcia. El cuartito que compartíamos en el Boulevard Pereire era estrecho; cabían una cama, una mesa, una silla. Junto a la ventana que daba al Boulevard, estaba el caño de agua y la cocinita a gas. Tuve que obligar a Marcia a que se cubriera con el periódico la cara para sentir la ansiada soledad. Me sentaba en la silla y escribía sobre la mesa. Logré recrear ese ambiente de niebla, de oscuridad, que me anuncia que estoy cerca de aquel territorio al cual solamente accedo escribiendo poesía. Allí todo late: las sienes, el pulso, el corazón. En ese cuarto parisino no fui visitado por el hermano muerto de mi querido amigo. A su padre lo he visto en muy pocas ocasiones. Mi propio padre, ambos trabajaban en el mismo banco, le entregó a los meses de su muerte un poema que yo había escrito en su memoria. Mi padre me contó que la emoción había sido demasiado fuerte. Lloró. La muerte de su hijo lo había atravesado hasta herirlo mortalmente. Después de muchos años, ya con mi madre muy enferma y mi padre muerto, fui al banco a conmemorar la memoria de algunos de sus directores. Mi abuelo materno había sido uno de ellos. Y, por supuesto, el padre de mi amigo también lo había sido. Apenas me distinguió, nos acercamos y me abrazó con furor. Me dijo que cuando me veía recordaba a su hijo muerto. Yo, en ese momento, ignoraba que compartiría con él, algunos años despúes, esa pena que ahorca. En 1964 yo andaba por los 17 años. El destino quiso que me matriculara en una academia de preparación universitaria bastante marginal, con muy pocos

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alumnos, ubicada en Guzmán Blanco, una avenida que lleva a la Plaza Bolognesi. Mi limbo estaba perfecto: fuera del colegio inglés, parcelado, que nunca me llevaba al centro de la ciudad, y fuera de la universidad, donde ya estaban mis compañeros de estudios. Si no hubiera sido por el hecho de que mi padre, cuando estaba en el colegio, me llevaba de visita a la casa de los hermanos Tovar Carrillo, esa Plaza Bolognesi hubiera sido desconocida para mí. Los Tovar Carrillo eran dos hermanos completamente distintos; uno era un ser pragmático, que administraba una herencia que desaparecía como gotas de rocío, y el otro era un intelectual, un hombre de teatro, totalmente inútil para convivir con la realidad cotidiana. Su hermano, por supuesto, le proporcionaba las monedas exactas para su pasaje diario a la Biblioteca Nacional, prácticamente el único lugar al cual iba, fuera de algunos ensayos o estrenos teatrales, donde su opinión era sumamente respetada. Yo iba a esa casa acompañando a mis padres. Participaba del aperitivo, del almuerzo y de la sobremesa. Luego subía a los altos, un espacio atiborrado de libros, libros por todas partes: encima y debajo de las camas, en los estantes, en los pasillos. Conversando con don Fernando, que me miraba con curiosidad y extrañeza, porque no entendía por qué un muchacho aparentemente atlético estaba allí con ese conjunto de viejos escuchándolos, me empezó a escuchar a mí que le hablaba de poesía. Le dije que escribía versos y sonrió ante tal confesión; algunos años más tarde los leyó, les gustó su autenticidad, porque le hablaban de un mundo que le era conocido, pero en ambientes que le resultaban lejanos: playas del sur, balnearios, cantinas inhóspitas, funciones teatrales, lugares que yo ya conocía o conocería después. De regreso de mi viaje a Europa, lo visité en una de las salas del Hospital del Empleado. Moría de cáncer. Tuve tiempo para contarle que había publicado dos libros de poesía, que tenía un tercero en prensa, que me había casado, que regresaba al Perú a vivir, que buscaba trabajo, le contaba todo esto sin darme mucha cuenta del tiempo transcurrido ni de los desganos o de los estímulos que uno se da a sí mismo para seguir adelante, cuando ya se está en el carril de los programas encauzados. Me miró desde su cama de hospital y me dijo con voz ida: "Me alegra que estés casado. Es el estado natural del hombre." Entre 1969 y 1972, viví acompañado de la poesía, ya sea sólo o entre los amigos. La poesía nos juntó e incluso seleccionó entre los alumnos de ciencias sociales a hombres y mujeres que gustaban de la literatura, y nos llevó hacia los lugares que frecuentaban los escritores de otras universidades. Cosas de época... Aire de los tiempos... Revolcones, revoluciones, reformas, lo cierto es que la poesía propiciaba o respondía a diversos estímulos sociales y políticos. Durante cuatro años universitarios y literarios, la juventud esplendorosa se alimentó de poesía; la utilizamos, la sedujimos, la gozamos. Fue un néctar, un vicio, un trago, una lectura, un placer. La vivimos... qué duda cabe, sabedores, sin saberlo, que poner los pies en su territorio es un asunto de segundos eternos, de minutos milenarios, de horas y horas de trabajo

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ensimismado. Así como llegamos, luego nos fuimos. Un buen día no apareció uno u otro y uno mismo dejó de aparecer. Nos hicimos humo. Después de 1994, la poesía ha aparecido en mí como borroneos inconclusos. La escribo en viajes, en hoteles, en reuniones de tecnócratas, y acumulo poemas sin convicción en files que de vez en cuando reviso. Están allí en la computadora, como pasados en limpio. Me pregunto si después de los cuarenta años uno sigue escribiendo poesía por costumbre. Recuerdo que Julio Ramón Ribeyro enumera en uno de sus diarios que se empieza escribiendo por necesidad, luego por costumbre y por último por vicio. Lo he citado de memoria al gran narrador peruano y no estoy seguro de haber respetado el orden. Pero mi gran temor no radica en escribir poesía por rutina, cosa que no podría ser cierta, pues la rutina no se instala entre los versos. Pienso que los poetas tienen algo de videntes. Ven lo que se viene de aquel territorio atravesado por humaradas de niebla. Mi amiga Blanca Várela siente como yo, cuando con los ojos nos comunicamos la terrible pena de la pérdida de un hijo. Hace algunos años, más o menos por 1986, en la ciudad de Trujillo, durante una Bienal, recitamos Jorge Eduardo Eielson, Javier Sologuren, Blanca Várela, Antonio Cisneros, Rodolfo Hinostroza y yo. Blanca Várela leyó el poema "Casa de cuervos", donde habla de sus hijos; yo leí el poema "Ese lago era azul", en donde aludo a mi madre. Ambos sentimos haber entablado una comunicación mediante dos poemas escritos en tiempos y circunstancias distintos. Nunca imaginé que después compartiría con ella la pena de la Pérdida, que no es la de la Ausencia; es mucho peor. Blanca Várela sigue escribiendo, y yo lo volveré a hacer. Estas líneas las escribo pensando en los gratos momentos que tuve en suerte compartir con buenos y generosos escritores en la ciudad de Eichstätt, en febrero de 1994. Siento aún ese frío estremecedor y aquellas madrugadas escuchando las campanas desde el insomnio del amor. Recuerdo, y empiezo a escribir. Fue tres meses antes.

V POESIA II LA LACERANTE IRONIA HACIA UNA POETICA FEMENINA

Poetas peruanas: ¿Es lacerante la ironía? Carmen Ollé Presencia de la mujer en la novísima poesía peruana o una poética femenina; así podría titularse esta ponencia y sugerir lo inevitable: el catálogo de los nuevos nombres o de las obras más recientes. Me interesa más bien presentar una poética, que, moderada o estridente, tenga un tono poco domesticable pues así se pueden liquidar algunos mitos relacionados con el rol que cumple la mujer, como poeta, en la sociedad. Por eso quiero examinar el lado irónico, melancólico y perverso de la poesía escrita por mujeres peruanas en los últimos años, antes que hacer un simple listado con nombres desconocidos. ¿Por qué impacta la poesía escrita por mujeres en la década de los ochenta? Porque intranquiliza acaso a las buenas conciencias limeñas, o porque nos garantiza una sensación embarazosa frente a lo establecido. Pienso que gracias a que sentimos que su forma es nueva, entendiendo como forma la definición que dio Eikhenbaum: "una integridad dinámica y concreta que posee un contenido en sí misma" (Todorov 1970, 30). Basta para ello, entonces, un par de poemas postumos de María Emilia Cornejo, publicados en una revista desconocida en el año 1972 y reivindicados en esta década: soy la muchacha mala de la historia la que fornicó con tres hombres y le sacó cuernos a su marido (Cornejo 1989, 70). Basta, también, una poética nocturna, "El claroscuro de la poesía" de Patricia Alba, para que nos podamos adentrar en el discurso de toda iniciación literaria. O basta experimentar en Mariela Dreyfus el encuentro feliz del azar y la poesía con la potranca tracia de Anacreonte: Como todas las potrancas de este mundo cabalgo me encabrito y al borde de la noche cedo mis ancas al jinete de las barbas del oeste para después relinchar gozosa sobre el prado (Dreyfus 1984, s.p.). Y las aliteraciones de Magdalena Chocano guiándonos hasta la poesía castellana del siglo XVI para descubrir que esta poesía novísima no está escrita a una sola voz. La necesidad obsesiva de bordear el tema del cuerpo ha hecho que la crítica la denomine poesía intimista. Esa manía de buscar en el poema el retrato de la intimidad de la escritora indica que como lectores no alcanzamos la madurez.

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Tanto en "Post Coitum" de Mariela Dreyfus, como en "Cuerpo sometido" de Patricia Alba, o también en los poemas de María Emilia Cornejo, la alusión a la experiencia sexual impide ver que, más allá de recrear un cuerpo no sometido, éste se alza como metáfora y no como una confesión. Pero hay algo más. La poesía de estas autoras está cargada de ironía y de perversidad. Quizá todo esto se inicia con Blanca Várela (*Lima, 1926). Pocas veces se lee un texto tan lacerante como Del orden de las cosas (1963), lacerante en sentido inverso a la pasión, si es posible sentir pasión cuando dejamos de creer en la desesperación, o cuando la desesperación se codifica, se transforma en cifra, en postura, en compostura. La realidad es orden, es matemática, o es desorden, vacío en el orden, como bien anota Brecht: donde en el sitio adecuado no hay nada, allí hay orden. Para Várela la ironía es una máscara. Pero no sólo la ironía, también el humor negro y el escepticismo. Esto se observa asimismo en Jorge Eduardo Eielson. La necesidad de la compostura, de no perder los papeles entre la gente de la clase media alta limeña, en la década de los sesenta, se vuelve evidente en ambos poetas. El límite es exigente, irreversible, no tolera la desmesura en la mujer. Y es lacerante porque no hay cabida para la desesperación y existe temor al grito, o lo que es más arriesgado: existe temor a que en el lenguaje poético este grito sea panfletario, huachafo, parodia de un grito. Por lo tanto la poeta se ironiza a sí misma y es implacable con sus debilidades: la angustia, el vacío. La pasión de la no-desesperación se nos muestra mediante el humor negro y la descreencia. Queda la herida, pero no una que excluye el sufrimiento, que es manar, que es dialéctico: Hasta la desesperación requiere un cierto orden. Si pongo un número contra un muro y lo ametrallo soy un individuo responsable. Le he quitado un elemento peligroso a la realidad. No me queda entonces sino asumir lo que queda: el mundo con un número menos (Ortega 1971, 199). En el poema se acentúa el escepticismo cuando la desesperación atañe al acto mismo de crear. Este tema, la poesía que habla de la poesía, el arte que se nombra a sí mismo, es habitual en la lírica moderna. Julio Ortega habla de una pasión tácita en "Del orden de las cosas": el conocimiento poético sería la añoranza de una ordenación profunda. Pienso que también se trata de una aventura tácita: "Llaman a la puerta. No importa." La aventura pasa de largo: "Con seguridad el intruso se habrá marchado ... ¿quién es?" (ibíd., 200). Crear es la única pasión que se reconoce en el poema. Lo de fuera debe permanecer en el exterior esperando o desapareciendo para siempre. Este texto es, quizá, el que mejor habla de la vida retirada y recelosa de la poeta en los sesenta y setenta. De su venganza de la realidad circundante, que ella niega al

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no abrirse sino al interior, y de su vida medida que reproduce una desesperación alcanzada paso a paso. Sin embargo, esa mirada introspectiva se alcanza sin tanto orden en otros poemas de Blanca Várela. Hay que destacar también que, a partir de los ochenta, la poeta concede entrevistas, asiste a recitales masivos y tiene otra actitud frente a la realidad exterior. En esos otros textos la realidad se confunde con el mundo de los intrusos y el verso elegante da la mano a la prosa siempre democrática. Valses y otras falsas confesiones, su tercer libro, fue publicado en 1972, luego de un paréntesis de nueve años. En el poema que abre el libro, la autora combina seductoramente la poesía y la prosa en dos primeros planos: Lima-Nueva York, con dos referentes: el mundo de los negros y el jazz — el mundo sudamericano y los valses, el cosmopolitismo — y el provincianismo, la vida cotidiana y la tragedia, el mundo subjetivo y la realidad objetiva; la metrópolis que es Lima con la megalópolis que es Nueva York, las torres de Wall Street con las enredaderas de Barranco. Es una especie de montaje en el que el orden se fragmenta mediante evocaciones repentinas y diálogos fugaces. El poema termina con una imprecación a su ciudad natal, como bien observa José Miguel Oviedo: "la sordidez de la vasta urbe sugiere a la memoria algo irreal que asocia con un decorado de teatro" (Oviedo 1979, 109). Lima se ve como una mendiga desdentada, a la que se odia y aborrece. En Valses y otras falsas confesiones también se confronta otra realidad, no por desconocida, menos dura e inflexible: Yo estaba en Bleeker Street, con un pan italiano bajo el brazo. Primero escuché sirenas, luego cerraron la calle que dejé atrás. Alguien se había arrojado por una ventana. Seguí caminando. No pude evitarlo. Iba cantando. "Mi noche ya no es noche por lo oscura". A unos cuantos pasos de esa esquina, de esa casa, bajo esa misma ventana alta y negra, la noche anterior había comprado salchichas y cebollas (Várela 1972, 92s.). Blanca Várela recurre a la distensión. Mezcla términos vulgares y acontecimientos trágicos: un suicidio y un paquete de salchichas. Su poesía también es un reconocimiento del erotismo, pero al igual que Eielson lo hace con un amor desencantado que aprende desde el cuerpo mismo la soledad y el desarraigo. En la obra de Várela este desarraigo gira en torno a un sentimiento de culpa que se expresa a su vez como un canto fúnebre. La ironía anterior se convierte en elegía. Y es cruel, lapidaria: Ve lo que has hecho de mí, la santa más pobre del museo, la de la última sala, junto a las letrinas, la de la herida negra como un ojo bajo el seno izquierdo.

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Ve lo que has hecho de mí, la madre que devora a sus crías, la que se traga sus lágrimas y engorda, la que debe abortar en cada luna, la que sangra todos los días del año (ibíd., 19). En cambio, el cuerpo, el deseo y la muerte en la poesía de los años ochenta se presentan como un laberinto. Los hombres de prensa y los estudiosos de la literatura coinciden en un equívoco: apodar de erótica a una poesía si es escrita por mujeres, sumiendo en una confusión al lector. Porque, por un lado, se piensa que la poesía erótica es la que nombra al cuerpo y, por otro, que este cuerpo, en su sensorialidad, se traduce en una poesía menor. ¿Es la poesía de San Juan de la Cruz una poesía menor? ¿La hay acaso más erótica? Sin embargo, el cuerpo ni se menciona. Es cierto que en San Juan lo religioso está detrás, y, también, que no es una poesía naturalista. Que el goce y el deseo son figurados, pero, aunque figurados, eróticos en tanto que la unión amorosa se percibe no como unión mística de la voluntad humana con la divina, sino como reflejo del amor entre los amantes. Es posible encontrar un lenguaje poético amoroso sin necesidad de desnudar el objeto que se ama. ¿Pero acaso no lo desnuda el deseo? El resto lo hacen los lectores. La expresión erótica naturalista alude a todo y no olvida los mínimos detalles; la no-naturalista encubre, mediante lo alegórico y la metáfora, lo autobiográfico y la experiencia personal. Pero el tema no determina que un poema sea erótico, tal vez sólo la emoción hace que vibremos en nombre del juego amoroso y del deseo. El tema de San Juan de la Cruz, la unión de la voluntad humana con la divina, resulta siendo más apasionada en su poesía mística que la de Monique Wittig en El cuerpo lesbiano (1973), donde la enumeración científica de las partes del cuerpo, sus órganos y sus funciones tienen un frío destello: El cuerpo lesbiano es un libro de amor y odio para una mujer a quien la narradora quiere desollar viva desde la primera página. Imagina el estado del cadáver descomponiéndose y sueña seducirla por medios fétidos (Alexandrian 1990, 284). Al desvalorar el erotismo se ha satanizado la poesía escrita por mujeres tratándola despectivamente. La tesis es peligrosa: poesía femenina igual a poesía erótica igual a poesía menor. Las razones de este equívoco podrían enumerarse del siguiente modo: porque esta poesía habla del cuerpo, o porque habla de su deseo, o porque lo hace también del amado, o se refiere al sexo. Y la que no desarrolla estos asuntos no hace erotismo, hace metafísica. Es el caso de Magdalena Chocano, cuya poesía es tan sensorial como lúdica. Y si bien se habla del cuerpo no necesariamente se trata de poesía erótica, aunque de ser sensorial puede orillar en el erotismo. La poesía de Safo es tan sentenciosa como sensorial. La de Cavafis se dirige todo el tiempo a un tú amoroso y es una poesía sentenciosa y apasionada como la de Safo. Cavafis no hace

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naturalismo. Es delicadamente erótico, dulcemente apasionado y en casi todos sus poemas el cuerpo es una presencia constante, el cuerpo en sus mutaciones, como objeto deseado, como memoria. Para caer más velozmente aún en este laberinto, veremos que si se habla del cuerpo puede hacerse de una manera veladamente erótica, abiertamente erótica, dulcemente perversa, falsamente metafísica. Poner el membrete a una poética dificulta el goce del lector. Y todo este sofisma sirve para presentar la poesía femenina. Así, la poesía de María Emilia Cornejo (Lima, 1942-1972) no sólo es amorosa, erótica, sino también sentenciosa. Cornejo desenmascara las represivas fórmulas con las que intentaron domesticar a la mujer a través de la culpa y una desesperada frigidez sexual que sólo existe en la perfidia ajena, que niega en el amor el único espacio donde todo está permitido y se es libre para escoger la fatalidad o la dicha. El héroe trágico (y Cornejo casi lo es) sabe que su pasión jamás llegará a la satisfacción porque es nefasta, y, sin embargo, no quiere renunciar a ella. Pienso que ese pudo ser el gran conflicto de María Emilia, lo que la llevó al suicidio. Su obra nos lo explica con intensidad dramática. En su único libro En mitad del camino recorrido, publicado postumamente por el Centro Flora Tristán, en el año 1989, el sentimiento amoroso es una fuerza arrolladora que todo lo transtorna. Sólo el amor es capaz de sostenerse por sí mismo al margen de las normas establecidas. La pasión y el deseo embellecen cualquier relación sospechosa. En la poesía de Patricia Alba (*Lima, 1960), las relaciones afectivas tienen otro giro. En O un cuchillo esperándome (1988), la sensación de extrañamiento es tan poderosa que enajena esa misma relación, la transtorna en otro tipo de comunicación, la comunicación de cierto autismo orgulloso, malévolo. En su poesía, otro universo sensorial se sobrepone a la relación de pareja. Se distorsiona la realidad. Los sentidos tienen su propio registro alterno, los oídos no oyen lo que los ojos ven, los ojos no ven lo que los oídos perciben, el volumen que se toca no es el que se proyecta en las cosas. Y aún así, tampoco podríamos negar su erotismo. La poesía de Giovanna Pollarolo (Tacna, 1952) es dialógica, polifónica. Varias voces de mujeres de diferentes estratos sociales y edades se reúnen en su libro, Entre mujeres solas (1991), para hablar de ellas mismas, de sus sueños fracasados, de lo que la sociedad esperaba de ellas y viceversa. Los temas son también variados. El envejecimiento, el engaño amoroso, el peso de las tareas domésticas, los deseos reprimidos, apagados. Giovanna Pollarolo crea un universo poético en el que las voces desencantadas de estas mujeres se dan cita en el libro. La ironía es fina y cruel, como en el poema "La misma historia": Me presenta, orgullosa a su amante de quien ha estado hablando con fruición

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quiere dejar a su marido por este hombre que le ha cambiado, dice, la vida. Me sorprendo: él y él se parecen casi como dos gotas de agua (Pollarolo 1991, 44). O en el poema "Pregunta con respuesta": ¿Qué has estado haciendo durante todo este tiempo? he estado limpiando mi casa y todavía no termino (ibíd., 45). En este poemario el universo de las mujeres de clase media es asfixiante, un mundo sin salida en el que la única luz posible, el matrimonio, se presenta como una trampa, un espejismo. La voz de la autora, distante, objetiva, se abstiene de emitir juicios de valor. Con gran economía, con un lenguaje minimalista, Pollarolo les quita las máscaras de juventud y nos muestra las huellas del tiempo, del conformismo y de la desilusión. La vida patética de estas mujeres discurre como en un film que enfoca su cotidiano recorrido por las peluquerías, los salones de té, la cocina y la noche solitaria como una irremediable pérdida en el vano esfuerzo de aparentar ser joven y bellas: único y terrible destino. El libro se tiñe entonces de melancolía. Ironía, perversidad y melancolía son una constante en la poesía de los ochenta. A través de la perversión esta poesía trasciende cualquier anécdota personal. En Mariposa negra (1993), último libro de Rocío Silva Santisteban (*Lima, 1963), la autodestrucción revela una suerte de espectáculo canibalista en el ritual amoroso. Para Freud el suicidio era como una gran pasión, como estar enamorado. Pero quién devora a quién en Mariposa negra. El deseo sexual no es quizá sino un deseo disfrazado de carne humana, dice Novalis. El placer se obtiene más del ritual que del orgasmo, y el resultado es una solución perversa del ansia de absoluto al que aspiraba el poeta alemán. El cuerpo en Mariposa negra, prostituido en exceso, se convierte en un cuerpo místico por una conversión extraña, por la que la prostituta también es Dios para Bataille. Y porque, antes de esta conversión, el cuerpo ha sido rechazado como un gran defecto, error de la naturaleza, traje de harapos. El espectáculo asume una importancia enorme, porque él nos proyecta de pronto a otra dimensión donde cada detalle distorsionado cobra gran significado. Voyeur del caos, lo llama Rocío Silva Santisteban. Cómo desmadejar la agonía en ese decorado. El cuchillo para el pan se transforma en un verduguillo y éste en un pene, y el decorado lo componen sólo los cuerpos, sus excrecencias, y el mar como una invitación a la muerte y al mal. Pero no sólo a la muerte sino a algo peor: el hastío.

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Los autores modernos se apreciaban por su deseo de convertirse en parias sociales. En la literatura de fines de este siglo (y la misma autora lo reconoce en una entrevista) la tendencia a ser parias sentimentales es una nueva suerte de hastío baudeleriano. Como la soledad es difícil de alcanzar en una sociedad de ruidos y de cruces de información virulenta, pareciera que la única y auténtica soledad se hallara en la muerte. "La experiencia de la Nada, la más noble de todas las experiencias", la llama Cioran (1985, 217). La desolación es la única salida posible cuando se ha tocado el fondo de todo: "Donde no queda ni rastro de vida humana / Ni nada que pueda perturbarme", escribe Rocío Silva Santisteban (1993, 63). Pero en ese reconocimiento del hastío, en ese rechazo de paz y liberación, la poeta ingresa en un terreno legítimo en el que puede generar hermosos poemas y ordenar el caos. A través de la experiencia límite se expresa el deseo de entrar en esa zona peligrosa de lo desconocido — vieja utopía de los poetas —, en la que se liberan nuestras fantasías primarias. "Con la idea límite más extrema, la de la muerte próxima, se libera uno de todas las coacciones para seguir al placer" (Wellershoff 1976, 149). ¿Quién no le teme al hastío? Reconozco que los momentos de excitación y de felicidad son pasajeros, y sólo contemplar ese pálido sol es permanente. Pero en este infierno que es el hastío, el cuerpo de la Venus que emerge de una bañera de hojalata nos hace despertar ante el horror de lo fisiológico. Entonces la voyeur se contempla a sí misma en lo antipoético de las hemorragias, la baba, el sudor, las partes flácidas, la sangre, el asco, esa cosa negra... Para nadie es un secreto que vivimos en una constante simulación, en un parece haber sido. Ya nadie se aterra ante la muerte, nos acostumbramos a la violencia. Lo truculento se hace cotidiano y pierde el poder de horrorizarnos. Esto que se traduce en indiferencia fatal es lo que Baudrillard llama la transparencia del mal. ¿Qué imagen revela algo hoy o deja alguna huella? Da la impresión de que todo desaparece y pierde su especificidad. Ante la muerte ya no nos planteamos dónde está el mal y cómo juzgarlo. Según esta lógica, no estamos obligados a recrear las experiencias de Mariposa negra. La poeta podría haber armado un tinglado para que proyectemos en los poemas aquello que la indiferencia de la vida real nos arrebata: la pasión y no la truculencia; lo heroico y no lo villano; el bien erótico y perverso y no el crimen sádico. Rocío nos devuelve el sentimiento, la sensación de estar vivos, aunque para ello sea necesario arrancarle los ojos al amado. Pienso en el poder de la palabra, en el hechizo del lenguaje que, según Octavio Paz, sirve al poeta para solicitar a su objeto. La poeta se funde en esa imagen que cierra el libro no para copiarla sino para despojarse de la suya. El deseo no es sólo un tema recurrente en la poesía escrita por mujeres en la década de los ochenta, es la cápsula en la que se encuentra cautiva. Los poemas de Violeta Barrientos hablan del cuerpo lesbiano y de la noche. "La noche es sombra pero también deseo", escribe Mariela Dreyfus (1993, 17). Ernst Fischer en El artista y su época nos dice que la balada de Keats La belle

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Dame sans merci evoca el aspecto vampírico, destructor, devorador de la naturaleza. Esta mujer endiablada y vampírica está en el poema de Patricia Alba: Discurso Basta ya de miradas tristes y parpadeos lentos Los tiernos ojos pronto pasarán Dejando el terreno libre a la maldición de la locura. Tendremos el tiempo insertado en la pupila Y sus formas no mirarán más con inocencia. De nada sirve levantar los párpados y mostrar Una lánguida mirada. Ahora son necesarias las palabras gruesas Los gritos desaforados, los movimientos Y la provocación serán las armas. Así, mientras estemos malditas Podremos ventilar nuestros cuerpos al sol Y los hombres gozarán como marranos Jugando encima de nosotras. Ya no tendremos que ocultar lo maravilloso Mientras estemos malditas (Alba 1988, 57). Esta propensión a lo tortuoso es una melancólica atracción por el abismo que se expresa una y otra vez en la poesía de Alba, Silva Santisteban y Dreyfus: DAME EL ABISMO que nace de tu perfil de piedra que horada la noche y corta mi respiración Un cuchillo torcido un hecha de lumbre Contigo dolor y deseo se mezclan al ritmo de un tambor sordo (Dreyfus 1993, 51). En "Vigilia", Mariela Dreyfus dice: "Estoy en ti para el daño" (ibíd., 19). El sujeto femenino que prevalece en los textos de la poesía escrita por mujeres en los ochenta es una suerte de mujer-masoquista, de mujer sadiana, que presa en su pasión y atormentada, construye un cerco alrededor de la pareja, cerco que uno de los dos amenaza con saltar permenentemente para apreciar mejor la fortaleza en la que quiere confinar a su amante sometiéndolo, al mismo tiempo, al tormento de la pérdida y a la tentación de la eterna huida. Excitación y melancolía se alternan, se enciman, se desplazan: Anochece, la noche cae sin misericordia ¿a qué tanta destreza si el deseo late y nadie lo escucha Tú amor/tú amante/ausente mil años de mi centro giratorio: anochece sin tregua y siento frío (ibíd., 25).

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Esperaré contra la noche Contra el tiempo que corre que atrae Este peligro solitario y enfermo (Alba 1988, 43). Desde Baudelaire y sus Flores del mal (1857), entendemos la presencia del mal, de lo grotesco, de lo horrible como un signo invertido de la belleza, principio de la modernidad.

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La poesía del eco en la escritura de los años 80: Blanca Varela, Giovanna Pollarolo y Carmen Ollé Vittoria Borsó "IDENTIKIT" sí la oscura materia animada por tu mano soy yo (Blanca Varela 1986, 122). VA EVA animal de sal si vuelves la cabeza en tu cuerpo te convertirás y tendrás nombre y la palabra reptando será tu huella (ibíd., 137). Siempre que la ninfa Eco trate de decir yo, sólo se le escapará la repetición del yo de Narciso; tal es la enunciación del yo en el poema de Blanca Varela. La mujer es un "yo" por reflejo del yo del otro (masculino), es una sombra china, animada por la mano del dios. La poética de la imitación resume, a mi modo de ver, las posiciones del debate feminista que permiten también situar la escritura de Giovanna Pollarolo y Carmen Ollé. Las mujeres sí tienen escritura. Es una escritura de citas, de imitación, una escritura intertextual entonces, que por el hecho mismo de imitar, denuncia lo imitado. En efecto, al ser el original desatado de su contexto y manipulado por la cita, su sistema se adelgaza, su coherencia se hace inestable. Como dijo Barthes a propósito de Sarrazine de Balzac, imitar lleva a una "galaxia de significantes y no a una estructura de significados" (1970, 12). Imitar al original no sirve, pues, para confirmar su autoridad, sino para denunciarlo. Renunciar al original permite, así, una enunciación hecha de significantes heterogéneos que desestabilizan potencialmente el sistema del lenguaje — y por eso mismo — la relación entre el sistema del conocimiento y las cosas1.

1 Aludo al montaje de discursos que Michel Foucault, en el prefacio de Les mots et choses, llama "hétérotopie" (1966, 8), al hablar del tipo de montaje paradoxal del que literatura de Jorge Luis Borges es un ejemplo. Este tipo de montaje, que se encuentra manera privilegiada en los textos literarios, provoca una perturbación de los sistemas

les la de de

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La calidad esencialmente intertextual que alcanzó la literatura en la época postindustrial deja ver la estética de la imitación como el principio cardinal de la literatura actual, llamada "posmoderna". Lejos de interesarme en etiquetas, creo, sin embargo, atinado opinar que este tipo de estética representa un momento importante del cuestionamiento que la posmodernidad plantea hacia las bases utópicas del proyecto de la modernidad — entre ellas la originalidad del lenguaje poético —, y que la escritura actual de mujeres ha captado un momento trascendente de dicha estética. Mis reflexiones siguen las pautas trazadas por una crítica feminista que, desde el lugar de minoría que se le ortoga a la mujer en el sistema patriarcal de la sociedad occidental, no reduce la escritura de mujeres ni a una simple oposicion biológica, ni a actos de transgresión del poder, ni a recursos aptos para reparar la carencia del lugar propio de la mujer dentro del sistema lingüístico esencialmente patriarcal2. Más bien me inclino por opciones teóricas que en la base del lugar epistemológico proporcionado por Michel Foucault, Gilíes Deleuze y otros a la marginalidad, ven a esta última como una modalidad distinta de conocimiento. Dichas opciones teóricas permiten plantear, por medio de la escritura de mujeres, tanto una crítica de las prácticas de la identidad3 como el descubrimiento de momentos críticos del canon literario. El mimetismo socialmente perteneciente al lenguaje de la mujer (y de todas las minorías) es un arma paródica que erosiona el sistema4, echándole una luz irónica desde "otra" focalización, llamada "oblicua" (marginal)5, permitien-

discursos. Foucault trata dicho tipo de "perturbación" en sus ensayos sobre la literatura, por ej. en "La Bibliothèque fantastique" (1970) que versa sobre Flaubert. Para una discusión crítica y metodológica, véase Borsó 1991 y 1994. 2 Según Showalter (1979), la "ginocrítica" tendría que estudiar a la mujer como escritora — y no como lectora — lo que hace más bien la "crítica feminista". La ginocrítica tendría que enfocar el mundo de la cultura de la mujer sin valores masculinos. En su "Towards a feminist poetics" (1970), Showalter reclama la categoría del mito y teorías antropológicas para estudiar la "subcultura" de la mujer. Para la discusión de dichas posiciones, véase Moi (1988). 3 Me refiero en particular a las consecuencias del interés por sí mismo que está en la base de la identidad occidental; consecuencias que Michel Foucault ha mostrado en L'Histoire de la sexualité (1984), a la que regresaré más tarde. 4 Véanse las reflexiones teóricas y metodológicas de Susana Reisz (1991, 133). 5 Dentro del debate feminista, me refiero a la primera fase de Luce Irigaray, especialmente a su Spéculum de l'autre femme (1974). Manejando la historia de la filosofía desde otra perspectiva (empezando por Freud y terminando con Platón) Irigaray enseña que a pesar de las diferencias históricas entre las teorías filosóficas, todas ellas responden fundamentalmente a la postulación de un sujeto idéntico a sí mismo, ávido de reflejarse en su propio ser. Irigaray llevó a la consciencia el hecho de que la simple negación de valores patriarcales refuerza el sistema, pues acepta la misma lógica centralista y dualista de la identidad. Para la discusión y la aplicación de dicha posición véase también Borsó (1994b, 191).

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do a otras energías brotar del deslizamiento de los significantes6. La imitación paródica de los discursos construye un diálogo conflictual entre intertextos, subraya su relación paradoxal7 y denuncia las estructuras de poder inherentes al lenguaje. Con respecto a los textos de poesía que trataremos a continuación, cabe preguntar en qué consiste el rasgo específico y la función de la poesía dentro del marco general de una estética de la imitación. En el Perú, la poesía de Blanca Várela, a partir de los años 70, da pruebas excepcionales de dicha estética. ¿En qué sentido, entonces, la imitación paródica y destructora, al abrir su enunciación al dispositivo plural de los discursos imitados, es distinta de la escritura paródica de la novela?8 Aunque la distinción parezca hoy prescindible visto que el mestizaje de los géneros otorga un sesgo básico a la literatura actual, sin embargo, la lírica sí tiene un marco discursivo específico consistente en la enunciación de una voz íntima y personal. Es un marco discursivo en el que también se inscribe la vanguardia histórica hispanoamericana para substituir, en contra del narcisismo modernista europeo, voces múltiples y un sujeto plural. Lo que nos interesa en el ámbito de la poesía de mujeres, es el hecho de que la enunciación colectiva va a perturbar el fundamento mismo de la experiencia poética que se fortalece en el modernismo, es decir el sujeto narcisista. Con Blanca Varela, la poesía peruana de mujeres se ciñe a la tradición intimista del platonismo de manera autoreferencial, abarcando con el discurso alegórico y metapoético también el platonismo. Con el platonismo, la labor crítica enfoca el centro de la identidad, es decir el sujeto y su afán por sí mismo. Al hacerlo, la poesía de mujeres no niega al sujeto para construir un yo social, como lo hizo la vanguardia histórica. Más bien cita la historia del sujeto narcisista en la arena de combate.

Vanguardismo, posvanguardismo y poesía de mujeres Con Kristeva (1974) y contrariamente a Bakhtin, me inclino a pensar que la poesía, al tratar desde el comienzo la relación que el yo mantiene con su otredad, ha sido marcada por la herida de lo otro. Si la poesía es transgresión par excelence, lo es en búsqueda de lo otro, cuyas imágenes, a partir del platonismo petrarquista, han sido ligadas a la mujer y a la muerte. Es

6 M e refiero a la posición que Julia Kristeva empezó a elaborar con La Révolution du langage poétique (1974). 7 Entiendo "paradoxal" en el sentido de différend según Jean-François Lyotard (1983). Dicho concepto implica un antagonismo entre discursos no integrables en la totalidad del orden, dicho "normal", en el que se basa la comunicación. La solución o la compensación de dichos conflictos es más bien irrealizable. 8

Un ejemplo eximio de dicha estética se encuentra en las novelas de la dictadura llamada "posboom", como Yo el Supremo (1974), de Augusto Roa Bastos, o El otoño del patriarca (1975), de Gabriel García Márquez, en las que las voces de los imitadores del dictador logran desmoronar su mito.

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propiamente en este ámbito que la poesía de mujeres plantea su crítica, partiendo de la desconfianza de la vanguardia hispanoamericana frente al sujeto narcisista europeo. En líneas más generales, cabe recordar los atisbos de la poesía de César Vallejo y su prefiguración de lo que, unánimemente, se considera la fundación de la poesía hispanoamericana moderna (Yurkievich 1970). Se trata de lo que Octavio Paz en Los hijos del limo (1974) llama el posvanguardismo, practicado por Vallejo cuando el movimiento de vanguardia todavía estaba en fase de formación (cf. Siebenmann 1991). Estos logros son: la crítica del heroísmo vanguardista9, la substitución de la crítica del sistema por la crítica de los discursos, la substitución del pathos destructor por el sentido de solidaridad, en particular, la búsqueda de una ética individual acompañada por la degradación de la imagen humana. Con Vallejo, también bajo el punto de vista formal, nos enfrentamos al mestizaje de distintos registros del lenguaje, es decir, de un lenguaje literario con el habla de la ciudad10, antagonismos y disyuntivas conflictuales entre discurso poético y lenguaje de "segunda mano", introducido por vocablos y sintaxis del habla coloquial", cuya coherencia, a su vez, se interrumpe por rupturas de la estructura (Siebenmann 1991, 355). El sistema del lenguaje ya está cuestionado por medio de la posición escéptica frente a los mitos de la estética vanguardista de corte europeo12. La poesía hispanoamericana emerge, entonces, de la crítica del egotismo presente en los poetas modernistas que Vallejo llamó "egotistas con máscaras anticuadas" (cf. Siebenmann 1991, 340). Es en este tipo de crítica frente al sujeto lírico que se inscribe también la poesía de los 80. Lo hace con dos vertientes: por una parte, la crítica del sujeto desde el punto de vista de una "poesía de la colectividad"13. Es una crítica acompañada por una carencia de afán de transgresión hacia nuevos caminos, más bien inclinada a la cita y, por lo tanto, es de linaje contrario al surrealismo ortodoxo cuya crítica al sujeto racional se hizo en visión de la utopía de otro sujeto, el sujeto heroico del subconsciente. Por otra parte, existe el escepticismo de Vallejo hacia las prácticas de comunicación, es decir, frente a un concepto soslayante del lenguaje en el sentido de comunicación lograda. Es un escepticismo que llevará al hermetismo de Trilce o a las travesías de la vida

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Véase Jean Franco (1976) en Siebenmann 1991, 351. Con respecto a Trilce, véase Siebenmann 1991, 355.

11 Saúl Yurkievich subraya el humorismo como un arma que, en Poemas humanos de Vallejo, "instala esa irresoluta ambigüedad que relativiza lo literario, que lo torna reversible" (1990, 5). 12 Por este motivo el momento vanguardista hispanoamericano merece hoy, con respecto al aburguesamiento de las vanguardias europeas, la categoría de "posvanguardismo" que Paz otorgó a la poesía de los 50-60 (Los hijos del limo). 13 Representativo para este tipo es Nicanor Parra que reclama: "la poesía egocéntrica de nuestros antepasados [...] debe ceder el paso a una poesía más objetiva" (véase Beutler 1991, 326).

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diaria en Poemas humanos. Jean Franco habla de una tensión entre poesía y silencio en el Vallejo posterior a Trilce. El escepticismo frente al sujeto y al egotismo de la poesía moderna (un escepticismo acompañado por un impulso de liberación erótica), es también la base sobre la que se arma, en los años 80, la revisión de la función de la poesía. Dicha revisión abarca hoy también la llamada liberación del sujeto erótico y el movimiento de emancipación de los años 70. En la escritura de mujeres se radicaliza una enunciación que disfruta del lugar "pasivo" que la poesía, en su larga tradición, otorgó a la mujer. Es desde la posición de objeto, pues, que la poetisa refleja su luz "lunar" retornándola sobre el sujeto platónico y devolviéndole el eco de su propia voz. Al volver, el eco de la voz abre la caja de Pandora y echa otra luz al "obscure objet du désir".

La poesía de mujeres en los 80: estética de la imitación como crítica del sujeto y de la identidad La estética que vamos a considerar ahora dice sí negando. El sujeto de la enunciación dice "yo" negándose a sí mismo, incapaz de afirmar la identidad de lo propio, haciendo por ende friable la igualdad con sí mismo. Dicha estética esencialmente intertextual que ha sido adelantada por la presencia creciente de autoras, brotó del modernismo en el momento en el que el sujeto moderno, encerrándose en la posición narcisista, se enfrentó a su aporía implícita. Recalcando su originalidad por medio de la ruptura con la tradición, entregándose a la moda y al cuidado inmoderado de sí mismo, el sujeto poético se enfrentó al suicidio, un "sui-cidio"14, del que sólo la intertextualidad o bien, la repetición de la tradición, en tanto que aceptación de la inautenticidad de lo propio, pudo salvarlo15. La ninfa Eco salva, entonces, a Narciso, si no de la muerte, del silencio, de la imposibilidad de escribir y del olvido. Convertida en piedra, lleva en las huellas del tiempo la voz de lo otro reproduciéndolo y afirmándolo dentro de la larga historia de su deseo hacia él. Ahora bien, el reto de la poesía actual de mujeres me parece ser la realización de una escritura que toma el punto de vista de lo "otro del sujeto". Su enunciación es la repetición de la palabra del otro en lugar de la afirmación de sí mismo por parte del Narciso. Es una opción que tiene un lugar predestinado, tal vez privilegiado,

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En un texto básico acerca de la aporía del sujeto narcisista, "Le galant tireur" (Spleen de Paris), Charles Baudelaire denuncia irónicamente el fundamento narcisista del sujeto moderno, que centrado en sí mismo y en la temporalidad, se enfrenta a la muerte. La imagen de la musa resulta de su deseo de "tuer le Temps", es decir, de luchar contra el horror a la muerte y contra el "ennui". 15

H e precisado dicha observación, analizando el pasaje de la autoconsumición del discurso de la autenticidad del sujeto a una solución poética distinta, la de la intertextualidad, partiendo de la llamada "poesía desnuda" de Juan Ramón Jiménez (Diario de un poeta recién casado, 1916-1917) y analizando poemas de Giuseppe Ungaretti y José Gorostiza (1995).

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en el rol de pasividad que ha condicionado la sensibilidad femenina (y la sensibilidad de los "marginados") a lo largo de los siglos16. Esta opción por la repetición en lugar de la afirmación del yo tiene consecuencias eminentes para la larga historia del interés por sí mismo17, una historia que toca también la poesía. El interés por sí mismo se había fortalecido con el descubrimiento del pensamiento moderno. Si inicialmente el yo se sirvió de la armadura del sujeto epistemológico, es bajo la imagen de un sujeto poético que luego, a partir del romanticismo, el yo refuerza la inquietud por su identidad. El sujeto poético moderno focaliza lo que el sujeto racional había tratado de denegar al cuidarse: el miedo a lo otro, un otro que, por ende, coincide con la mujer, la temporalidad y la muerte; imágenes que, desde el petrarquismo, expresan la otredad del yo, correspondiendo al deseo de lo otro. Son las imágenes que el yo racional (burgués) trató de ocultar debajo de la edificación de su propia identidad; lo que explica, entre otras cosas, también la fobia que le tiene el sujeto burgués a la poesía. Ahora bien, el punto de partida de mis reflexiones es el hecho de que dicha ambivalencia entre identidad y miedo a la otredad es también el telón de fondo de la sublimación poética y neoplatónica del petrarquismo. Si este último aniquila lo otro sublimándolo por medio de metáforas de lo inasible, con el narcisismo el poeta moderno proyecta dichas imágenes a sí mismo provocando su propia destrucción. Para Narciso la imagen de un otro inalcanzable ocasiona, de hecho, la autoconsumición, la muerte y el suicidio. Al creer ver lo otro, Narciso se sumerge en su propia imagen y encuentra la muerte. En la tradición platónica, el encuentro con lo otro coincide, en efecto, con la muerte. Si bien el motivo de la experiencia inasible de la muerte retorna en las obras poéticas de mujeres que vamos a considerar a continuación, con su "poesía del eco" no solamente percibimos que dicha poesía encuentra en la repetición intertextual una solución a la aporía mortal que encierra el sujeto narcisista, sino que, debido a la imposibilidad de la ninfa de ser sujeto, entrevemos también el camino de una ética personal hacia lo otro18.

Posvanguardismo y poesía de mujeres: ¿una poesía blanca? A modo de ver de la crítica, después de la llamada posvanguardia, la poesía actual tiene dos renglones: o rompe los diques de contención de la verbalidad y se hace hiperverbal o reduce la densidad física del discurso verbal y se transforma en hipoverbal (Paoli 1986, 9). El primer renglón es una poesía

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Acerca de los efectos de la imitación de los paradigmas de femineidad representados en la mujer, es decir, la puesta al descubierto de los esterotipos del rol genérico que la sociedad le adjudica a la mujer, véase Reisz 1991, 134. 17

Foucault "Le Souci du soi" en id. 1984, II. Véase el comentario de Ceballos Garibay (1988, 91-111). 18

Para un estudio en alemán que enfoca la presencia de escritoras peruanas bajo el punto de vista social y político, véase Tausch 1993.

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aparentemente llana, de meras citas o de mera imitación, con estructura anecdótica; el segundo tiene una densidad hipertextual evidente, es decir se basa en la transformación textual19 y en la mezcla de registros heterogéneos, en particular de lo poético y lo prosaico. En su presentación de Blanca Várela en la edición de poesía reunida bajo el título de Canto villano (1986), Roberto Paoli atribuye el supuesto ascetismo estético de Blanca Várela, su "escritura mística, la cura balbuciente, negativa [...] en la oscura noche del ser"20 al tipo de poesía hipoverbal. Dejo aparte, por ahora, el problema de la metáfora del misticismo que cabe criticar desde el punto de vista feminista. Más urgente me parece la crítica del "balbuceo" atribuido a la poeta (y a todas las minorías), una metáfora que alude a la falta de lenguaje propio. Véamos más de cerca los dos tipos de poesía, hipoverbal o hiperverbal, a base de los textos de las dos autoras que vamos a considerar en los párrafos siguientes. Entre mujeres solas (1991), de Giovanna Pollarolo, pertenece al tipo "hipotextual", mientras que Noches de Adrenalina (1981), de Carmen Ollé, es más bien un ejemplo del segundo tipo. Ambas prácticas de escritura elaboran una crítica hacia el centro mismo de la metáfora que concibe la otredad como ausencia, es decir, como vacío y muerte.

Ironía y discursos patriarcales. Giovanna Pollarolo: Entre mujeres solas (1991) En vez de ascetismo estético me atrevo a llamar a este tipo de poesía la profundidad hecha superficie. Giovanna Pollarolo pone en escena un hueco. En lo superficial de una forma "blanca", en el hueco, hablan los discursos. Su repetición, o bien, el eco de los discursos que resuena en la concavidad, los disfraza y los denuncia: de pronto se ve que lo que se había considerado ser el lugar vacío de la mujer había sido nada más que la pantalla sobre la que el sujeto había proyectado su propia imagen para asegurarse de su propia plenitud. La poesía de Pollarolo echa una mirada desde el lugar epistemológico de un sujeto-objeto, es decir, un sujeto que no existe por sí mismo, sino más bien en tanto que es reflejo del otro. Este cambio de focalización desenmascara la plenitud del yo poético y descubre en el lugar vacío de la mujer la imagen de la flaqueza de un poder (patriarcal y fálico) que se sirve del otro para edificar la imagen de su plenitud21. En los discursos llanos, aparentemente superficiales

19 Genette (1982) llama "transposición" a este tipo de relación intertextual, en la que el texto original (hipotexto) no tiene importancia en sí y sólo sirve como punto de partida de una adaptación del asunto a la situación actual. 20

Entre otros, Paoli (1986, 8) se refiere al poema de Blanca Varela "No estar". En "Espacio", el poema en prosa de Juan Ramón Jiménez (1982), el punto de partida del poeta es, p. ej., la constatación de su propia divinidad. También en este poema de Jiménez la mujer sirve como metáfora de la materia y de la muerte, consideradas como lo otro del sujeto (que es más bien divino, espiritual, eterno). La otredad del sujeto es 21

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de las mujeres que, en el poemario de Giovanna Pollarolo, hablan solas, se refleja la imagen llena de la sociedad patriarcal. Sin embargo, los reflejos devueltos desde el lugar vacío de las mujeres no embellecen a quien está en el origen de los discursos, quien proyectó su propia imagen en el cuerpo de la mujer. Más bien le sacan su antigua máscara. Quisiera insistir sobre el cambio de focalización común a las dos autoras, una focalización "desde lo que está afuera" del centro de los discursos — un centro ocupado por el sujeto narcisista y patriarcal —. Vista desde esta posición, es decir, desde el margen de los discursos, la representación de la historia del poder se halla como la historia de la impotencia de quienes han sido forzados por su sed de identidad a proyectar su plenitud sobre el supuesto vacío de los otros. Este tipo de enunciación, al no buscar lo propio y al quedar en la esfera de la pasividad del objeto al que los discursos patriarcales han reducido a la mujer, fundamentaliza un principio irónico que proporciona a los chistes, aparentemente superficiales, la densidad de un reflejo. Dicha densidad discursiva, subrayada por la frecuencia de "así decían", convoca la historia del sujeto a participar en una representación carnavalizada que rebaja su valor. A fin de comprender plenamente el impacto de este principio y para esquivar el malentendido de que, para una poética femenina "hipoverbal" y para una crítica del sujeto burgués, hace sólo falta hablar de chistes de mujeres desde su lugar marginado (cuyos emblemas son la cocina y sus accesorios, p. ej. la criada india), urge el parangón con otros textos, en los que la condición esencial, es decir la ironía22, queda ausente. Si bien en América Latina la cocina pertenece a capas sociales marginadas por la burguesía, sin embargo, la escritora burguesa que ocupa el lugar de la criada india para afirmar una identidad femenina tomando posiciones supuestamente contrarias a la burguesía, queda dentro de la lógica de la identidad del sujeto burgués. Llamaría yo dicha literatura de mujeres una repetición barata de la función etnológica que algunos modelos de indigenismo proporcionaron a la literatura latinoamericana desde un punto de vista eurocéntrico23.

representada por la mujer y marcada por las tradicionales oposiciones entre alma (sujeto) y materia o cuerpo (objeto-mujer) o bien, entre "espacio" y "hueco", etc. A modo de ver de la crítica, el hecho de que el sujeto construya su propio objeto por medio de imágenes femeninas, es un acto intersubjetivo (véase Jaffé 1991). Por medio del objeto construido (la mujer), el sujeto se enfrenta supuestamente a "otro sujeto" (Jonathan Culler citado por Jaffé 1991, 150). La poética de las autoras aquí considerada y la lectura que proponemos está más bien en desacuerdo con dicha interpretación y con la tesis soslayante según la que, apropiándose de la imagen de la mujer, el sujeto supera su propio narcicismo. 22 Véase para la importancia de la ironía en la escritura de mujeres, p. ej., Bordando sobre la escritura y la cocina de Margo Glantz (1984). 23 En esto, estoy en desacuerdo con algunas menciones a pie de página que Susana Reisz ha hecho de novelas de mujeres del tipo de Como agua para chocolate de Laura Esquivel (véase Reisz 1991, 135).

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Otros son el principio, la postura epistemológica, así como el proyecto de escritura de Giovanna Pollarolo. Al ser el lenguaje del poemario de Giovanna Pollarolo repetidor y de segunda mano, cuando la enunciación dice "yo", toma el lugar de los otros. Una lúcida crítica surge también del hecho de que la escritura se niega a la tentación de tomar el lugar de lo propio y de que dibuja su "vida interior" devolviendo la imagen de sí misma que los discursos ajenos proyectan. La poesía es un lugar privilegiado para esta labor. La versificación de discursos prosaicos diluye los sencillos chistes en la arquitectura y en el fluir del ritmo, haciendo que en la palabra aislada por el límite del verso, resuenen ecos que se ocultan bajo la liviandad de las citas de un small talk. Trasladados a la superficie de discursos aparentemente carentes de individualidad propia, los ecos hacen testimonio del peso del sujeto patriarcal sobre la red de relaciones interpersonales. Igual que la ninfa Eco, por su vano deseo, también la escritora conoce la melancolía. Además, la muerte se percibe en la sencillez a veces hiriente del ritmo del verso liviano. Sin embargo, al contemplar el sujeto de la enunciación la propia existencia hecha de reflejos descubre cómo los otros, para ocultar su horror a la muerte, proyectan en el cuerpo de la mujer la imagen del tiempo, la herida de la temporalidad24 y los signos desvaloradores de la degradación. Al volver el reflejo al sujeto narcisista (patriarcal), Eco muestra a Narciso la imagen de su propia inanidad. Doy un ejemplo de lo anterior. Con su manejo de los pronombres dentro de una arquitectura de anécdota y diálogos, ritmada por un fluido poético de pausas, aislamientos y reenvíos, Entre mujeres solas deja resonar una complejidad de anhelos y silenciosas violencias, de ritmos, en los que todos los que mantienen discursos de amor y de relaciones sociales son víctimas y verdugos a la vez. Al usar discursos, mujeres y hombres son víctimas de su poder25. Emanciparse quiere decir liberarse de la sugestión de su supuesta verdad ("Después de la noche", 59). El poemario es a la vez un montaje de discursos colectivos y la trayectoria de un recuerdo autobiográfico. Desde su posición epistemológica de minoría, al finalizar su recorrido hacia su propia infancia, la narradora sorprende el texto callado bajo la autoridad de su abuelo. En la anécdota "Desde el pequeño hueco descubierto en la madera" (73) mira la niña el "juego prohibido" del abuelo (con una mujer desconocida). Mientras que la niña, desde su posición voyeurística se siente "poderosa reina", las palabras de la escritora adulta ironizan la anécdota y con ella toda posición de

24

Acerca de la importancia de la temporalidad para la poesía y la elaboración de este tema en la escritura de Giovanna Pollarolo, véase también Reisz 1991, 143. 25 A título de ejemplo: "La misma historia": M e presenta, orgullosa/a su amante/de quien ha estado hablando/con fruición/quiere dejar a su marido/por este hombre/que le ha cambiado, dice,/la vida./ M e sorprendo: él y él se parecen/casi como dos gotas de agua (44). Véase también la imagen de "Papá y mamá" (51). Si no se indica de otra manera, las páginas se refieren a Pollarolo 1991.

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poder. Los últimos versos del poemario marcan el reto del proceso de aprendizaje de la niña y son un acto de desterritorialización26 del yo: EN MIS DIAS parecen un sueño, una ficción el acierto se convirtió en error el mundo no estaba tan lejos y mi abuela se llevó su Paraíso. Lo que somos, no fuimos nada olvidamos un idioma, un país, unos parientes allá, somos los peruvianos y acá, como decía mi abuela del lejano mundo todo está hecho un zafarrancho (78). La enunciación aparentemente vacía, "ascética", hipoverbal es una mera representación de discursos patriarcales. Dicha representación detiene el poder de abrir la caja de Pandora y de mostrar debajo de un significante inocente y llano, las perversiones del régimen y de la economía patriarcal. Las palabras aparentemente inocentes son un espejo que, paródicamente imitando, desmonta la autoridad del original para sacar otros registros de él27. En esto, Giovanna Pollarolo rescata también a los maestros de su propio encierro dentro del poder de los discursos consagrados. A la literatura de Cesare Pavese, que es celebrada por el título y el lema del libro, la escritora le confiere ecos que, bajo la autoridad del maestro, nunca hubieran podido resonar solos. En la estructura autobiográfica del poemario, la autora renuncia al artificio de una confesión auténtica y a la imagen de la divinidad del "yo". La escritora ingresa, asimismo, en el camino ya preparado por Blanca Várela. La denuncia del platonismo como centro de la poesía intimista y personal es, en efecto, uno de los momentos cruciales del poemario de Giovanna Pollarolo. Menciono, sólo a título de ejemplo, el recuerdo de un sueño infantil que alude a la metáfora de la flor, con la que el yo platónico representa la belleza ideal rechazando a la mujer concreta, a la que "marchita" con el paso del tiempo28. La autora trueca los valores simbólicos: el sueño de la niña, sueño que, a los primeros pasos de baile, sucumbe a la autoridad de los maestros (y de las maestras), no es la imagen estática de la flor, sino la libertad y el poder de metamorfosis de la mariposa:

26 Véase la importancia otorgada por G. Deleuze y F. Guattari a la desterritorialización como factor de alienación creativa en las literaturas llamadas "menores" (Reisz 1991, 132). 27

La poesía de Giovanna Pollarolo es la transposición "femenina" de este tipo de poesía que remonta a Nicanor Parra. Véase con respecto a este último Beutler (1991, 326). 28 Véase, p. ej.: "Dicen/que después de los 30 las mujeres envejecen pronto/ malhumoradas/sufren de males jamás pensados/no se resignan/y sufren comparándose con la rosa marchita/pétalos caídos, belleza acabándose/..." en: "Después de los 30" (57).

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"Yo quería ser mariposa" ¡Pollarolo! interrumpe la música (el tiempo es oro) dicta la sentencia que desde el principio supe serás flor, gritó [la señorita Leontina]. Desde el pedestal en el que oficio de adorno aún sigo esperando que llegue a su fin el mal rato anunciado (33). Desde la parodia no raras veces cáustica, la escritora disfruta del poder de la palabra para realizar un montaje lingüístico que, por medio de la ironía29, le da espesor a la enunciación, salvándola del nihilismo crítico. La crítica del platonismo30 que toca el centro de la tradición poética ha sido magistralmente iniciada por Blanca Várela. En su intento vanguardista, la poesía de Blanca Várela desmitifica al sujeto a través de una imitación que niega la razón de existir de la subjetividad.

Canto villano de Blanca Varela: imitación como crítica del sujeto poético tradicional y de su "interés por sí mismo" En sus primeros poemas, Blanca Varela se inscribe en la tradición de la confesión y del discurso autobiográfico, recalcando la melancolía del sujeto que ha perdido el fundamento metafísico: "Hallaré la señal y la caída de los astros" (22). La escritora toma el lugar de un sujeto masculino (él), recalca la confesión como enmascaramiento artificioso, mientras que contrapone a la naturaleza inexcusable del discurso humano momentos anodinos de experiencia diaria31. Blanca Varela retorna al Narciso con un diagnóstico explícito de su enfermedad melancólica. Contrariamente a otros poemas, en este texto dedicado al Narciso, el sujeto de la enunciación es femenino ("Estuve junto a mí, llena de mí"). La imagen perfecta de sí mismo hace el yo ilimitado. Sin embargo, es propiamente esta carencia de límites la que impide que "el amor pudiera asirse". Mas los límites están en el cuerpo, en el cutis golpeado por la palabra llena del alma, en la charca hecha oscura por la luz del conocimiento de lo propio (21)32. Al inmovilismo del Narciso, la poetisa le contrapone una dinámica que proviene de una ética y estética de la diferencia: "Ahora hay tal certeza de que un pie sigue al otro y el sol y la luna hacen el día juntos" (23).

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S. Reisz subraya la importancia de la ironía en la poesía de la escritora argentina Susana Thénon (1988). 30 31

Véase, p. ej., también "No había sido una puta" (46s.).

Dichos momentos son numerosos: los pasos del "yo" hacia su gato moribundo, de la niña hacia la falda de la madre (19). 32 Véase también el final de "La lección" (22).

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Al final de "Este puerto existe", la imagen del poeta (cuya dicción vuelve a ser masculina) es la de un simio. El símil humano aparece en el texto como la caricatura del hombre, es decir, como la caricatura de quien es "símil a sí mismo". Dicha desmitificación ocurre desde la mirada del simio hacia el hombre, es decir desde los "disímiles" de quien está en el centro, desde "los otros", tomados como polos negativos de la identidad. El sujeto, el héroe que en este poema tiene un cuerpo de madera pintada de rojo y violeta, se desmorona. Tal es el papel de la mujer en estos primeros poemas 33 . En "nadie sabe mis cosas" de \tlses y otras confesiones (1964-1971), Blanca Várela representa un diálogo, en donde el sujeto de una enunciación abiertamente femenina, al heroizar un tú escritor 34 , un tú comparado a Picasso (90), desmonta su autenticidad autobiográfica, inútil frente a la impasibilidad del tiempo inscrito en la eternidad de la naturaleza. Al heroísmo se contraponen referencias a situaciones comunes, llenas de afán por el destino diario de la relación amorosa, denunciando el tedio de cada día y el dolor de la soledad. La temporalidad echa luz sobre la vanidad de este tipo de "vita" y de la escritura de la soledad. A la discrepancia entre palabras y existencia ya descubierta detrás del artificio heroico del sujeto narcisista, se añade, en los últimos poemas, la discrepancia entre la tradición de la confesión poética de la soledad y las experiencias existenciales de la mujer. La crítica de la tradición platónica en la poesía intimista es el telón de fondo de la poesía de Blanca Várela. En los últimos poemas que reiteran la discrepancia entre imágenes poéticas y experiencia interior, la discordancia insuperable entre la luz de las estrellas contempladas por el sujeto platónico y el cuerpo concreto se vuelve un tema central. Los símbolos de la mujer en la poesía platónica y romántica son el objetivo de la crítica: el símbolo de la rosa es la "detestable perfección de lo efímero" en poesía (98), mientras que, por ende, también la falsedad de la noche se desmiente por el día (121). En cuanto al tópico barroco de la vanidad de la vida, la flor sí que corresponde al destino del ser humano que, en la tumba, "acabará en la boca de alguna flor". Sin embargo, este referente simbólico procede más bien de los discursos, que de los sentidos (son "Flores para el oído"). En Canto villano (1972-1978), Blanca Várela lleva a cabo su labor de desengaño, que, al final de la relación amorosa relatada por esta poesía autobiográfica, coincide con una alusión a los geranios llamados "obscenos" por connotar la uniformidad de cada día en discrepancia con el instante kairótico de la rosa. Detengámonos un momento en esta imagen en la que descubrimos el proyecto también común a Giovanna Pollarolo y Carmen Ollé. Para una flor indiferente como el geranio, el epíteto "obsceno" no está motivado por el referente, para el que el significante "obsceno" es insensato y

33

M e refiero, p. ej., al poema "Primer Baile" (32).

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Es un motivo que se encuentra también en la "novela" de Carmen Ollé.

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arbitrario, sino que emerge del discurso subyacente atado a la rosa como símbolo de perfección poética, símbolo del mito de la belleza divina, cuyo enemigo son las marcas del tiempo, rayadas en el cuerpo concreto de la mujer. La promiscuidad de lo diario desmonta el discurso poético. El texto es un palimpsesto de discursos consagrados y de voces subversivas que imitan e introducen dicciones insólitas. Una doble focalización35 sobre el tópico barroco de la "vanitas", haciendo referencia a uno de los sonetos más famosos de Góngora36, mezcla la admonición frente a la muerte, encarnada por la rosa al igual que por el cuerpo de la mujer, al anodino miedo diario frente a la posible pérdida de la ternura de la persona amada. Los fantasmas de la tradición poética regresan en una situación de horror existencial. La escritora derriba los símbolos para desencadenar los monstruos que habían sido domesticados bajo las imágenes metafóricas de la mujer; metáforas aptas para fortalecer el equilibrio artístico, psíquico y epistemológico del sujeto (patriarcal). Al focalizar los valores sexuales atados al orden simbólico, brota de ellos una experiencia de dolor que rescata el sentimiento de solidaridad. Para este sentimiento los pies sangrantes de la Cruz, frente a los que, al comienzo del texto, se arrodilla la escritora, son un arquetipo (14s.). Con su ética básicamente existencialista, la autora borra la divinidad del hijo de Dios para salvar su humanidad37. Es un gesto que recuerda la invocación al hijo-niño de Gabriela Mistral. En la poesía de Blanca Várela, el hecho de introducir en lo poético la anécdota común y lo popular, sirve de lugar epistemólogico para desenmascarar el texto implícito de horror, miedo y obscenidad inscrito debajo del sublime discurso de la poesía. En el texto de Carmen Ollé que vamos a considerar ahora, este principio organiza la sintagmática de la narración, irritando el paradigma simbólico, en el que el sujeto lírico estaba encerrado.

Carmen Ollé: transposición de Bataille a la ética femenina La estética hipertextual de Carmen Ollé confia en la escritura poética, la escritura que, trabajando la lengua, disemina, rompe la esclerosis pragmática con las diferencias, los choques, las rupturas y las ambivalencias sintácticas. En Noches de adrenalina estos mecanismos de puro linaje vanguardista, admirablemente maniobrados, llevan al cuestionamiento del sujeto (patriarcal y fálico) echando, otra vez, su mirada sobre el objeto, el tiempo, la muerte, la mujer. Nos encontramos, por lo tanto, frente al mismo principio de una escritura de imitación que cita, componiendo con las citas una textura personal. El texto se presenta de antemano como un juego intertextual con varios tipos de transgresiones métricas y formales de linaje vanguardista que, con la canoniza-

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poemas 36 37

El comentario que sigue se refiere a "Ultimo poema de junio", el primer texto de Otros (1978-1983), 157ss. Se trata del soneto "Mientras por competir con tu cabello" de Luis de Góngora. Véase, p. ej., "Cruci-ficción".

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ción del vanguardismo, se transformaron en normas poéticas ortodoxas. Las citas de varios tipos de transgresión, en la poesía de Carmen Ollé, son el telón de fondo de su escritura. En Noches de Adrenalina, la enunciación es personal, a veces intimista, aunque mediatizada por varios registros de discursos, que niegan al sujeto de la enunciación un lugar propio en un sentido epistemológico o psicológico. Contrariamente al texto de Giovanna Pollarolo que se instaura de inmediato en un lugar público, el texto de Carmen Ollé marca de antemano un sujeto en búsqueda de su propia identidad, búsqueda citada por las referencias a la tradición poética intimista38. Contrariamente al texto de Giovanna Pollarolo, la poesía "hipertextual" de Noches de Adrenalina realiza la poética de los "poèmes en prose" inaugurada por Baudelaire. La anécdota no está en el centro del poemario, si bien la estructura poética encuentra resistencias en momentos narrativos y anecdóticos y la extención sintagmática hace friable la coherencia simbólica. En los textos de Carmen Ollé encontramos, además de este principio, el escepticismo posvanguardista (de Vallejo) frente al sujeto y al egotismo de la poesía moderna, un escepticismo acompañado por un impulso de liberación, entre otras cosas, erótica. Por medio del montaje del discurso del platonismo con lo erótico y lo obsceno, la poesía de Carmen Ollé dirige su crítica a la concepción de lo otro dibujada por el sujeto poético de la lírica intimista que empieza con Petrarca y culmina en el Narciso explícito de la poesía moderna. Este otro, ubicado en la muerte (con el paso del tiempo), es el sinónimo de la mujer. Eros y Tánatos están atados a la imagen de la musa. La tradición platónica, en tanto que telón de fondo de su texto, se hace evidente no solamente por la mención de Laura (41)39 de parte de un poeta varón al que la escritora cita como un antimodelo, sino también por el mismo tipo de estructura autobiográfica inaugurada por Vita nuova y el Canzoniere. Sin embargo, el sujeto de la enunciación se expresa a la vez en primera persona y es un "yo"-objeto, es decir, el reflejo de la mirada del otro, de los otros. El sujeto de la mujer escribe desde su existencia de reflejo40, de "cuerpo-fetiche". Es un objeto de valor que, con el paso del tiempo, puede sufrir invalidación o pérdida de valor (14), como el cuerpo de la mujer en los ojos del varón. Focalizando el cuerpo, rápidamente choca con su desfiguración (pérdida de un diente, de los ovarios etc.). Son pérdidas que hacen que el cuerpo se transforme en una fuente de dolor. La economía simbólica del objeto-valor41, por un lado, y el dolor y la sensación del cuerpo, por el otro, provocan una

38 Lo mismo vale para ¿Por qué hacen tanto ruido ? (1992), aunque en este texto la anécdota sea más central, así que se puede hablar, como lo hizo Blanca Varela en su presentación, de episodios autobiográficos aparentemente novelados. 39 Si no se indica de otra manera, las citas se refieren a Ollé 1992a. 40 Su existencia depende directamente de las miradas de los otros (p. ej. "vaivén de su culo transparente") (7). 41 M e refiero, p. ej. a la ironización del diálogo entre el sujeto femenino y la enfermera (13).

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doble focalización. La obscenidad ocultada debajo del candor poético, ya observada en la última poesía de Blanca Varela, se hace aquí el principio poético de una doble focalización42 que brota de la pregunta inicial, si "escribir es una veleidad que dice o disiente" (11). Es la focalización desdoblada de un yoobjeto, un yo, entonces, que se ve en tanto que visto por los ojos de los otros. Esta doble focalización del habla (que al decir disiente) desmonta la totalidad de un yo que engloba la otredad en la erótica del instante. En vez de divinizar al sujeto erótico43, plantea su labor poética en el principio observado en la poesía de Blanca Varela de los años 70. Es la obscenidad que se desvela debajo del candor poético. La desmitificación de una era escatológica y del mito del origen (13) es la única arma para echar luz a las relaciones implícitas del poder. El primer paso requiere ensuciar la transparencia nivea del orden para provocar la apertura del texto a la obscenidad subyacente. La palabra poética, pues, provoca el sistema simbólico del orden. Desde el comienzo, la poetisa se ciñe a los principios de Bataille44 y Genet. Focalizando — con el habla desdoblada que dice y disiente — los principios del orden sin anular la obscenidad subyacente, el texto descubre las dos caras del discurso poético y su relación oculta con la obscenidad. De hecho, con la alusión a Bataille (14), la escritura toma abiertamente el punto de vista de lo que está fuera del límite del orden del cuerpo: la obscenidad. Desde la posición de lo obsceno, descubre la escritora que el papel divino de la mujer-ángel ha servido de soporte al sistema simbólico apto para ocultar y sublimar la muerte, para edificar la historia del sujeto45. Las imágenes de este sistema fueron proporcionadas por el platonismo.

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La relación mujer-fetiche y valor-objeto resulta de un "mundo paradigmático bloqueado" que mutila el comportamiento erótico de la mujer (12). Los trueques simbólicos provocados por la parodia hacen visibles las prácticas disciplinarias que mutilan el cuerpo debajo del bloqueo simbólico del platonismo. 43 La "otredad" del sujeto erótico que resulta de la poética del instante de Octavio Paz es la última etapa del camino iniciado por el romanticismo, y más radicalmente, por el modernismo. Según Paz, como alternativa al sujeto racional, el proceso de enunciación poética construye una doble esfera individual e histórico-cultural, atacando la noción y la percepción de un sujeto unitario y estático, para instaurar un sujeto en proceso. Sin embargo, dicho sujeto queda sublime. Además, en lo que concierne a la diversidad y a la asimetría entre el yo y lo otro (Lévinas 1987) el sujeto erótico no se distingue del racional. Al englobar lo otro dentro de la experiencia del instante, destruye su diversidad. 44

Se trata, en particular, de La morí de la famille (Bataille). A título de ejemplo: La mujer que, al buscar la confirmación de la imagen perfecta encuentra en el reflejo del espejo su propia desvalorización como objeto, percibe dicha experiencia como la patología personal de un deseo masoquista, sin poder pensar que dicha desvalorización de su cuerpo sólo es la proyección del discurso del sujeto. De hecho el sujeto, con su anhelo de perfección, quiere ocultar su propio horror a la sexualidad y a la muerte. En la época moderna que se define a partir del interés por el cuerpo, dicho problema es aún más complejo. Aludiendo a la cultura griega y latina, Foucault nos enseña que en la historia de Occidente el miedo a la sexualidad, en tanto que miedo al cuerpo y a la muerte, se revela 45

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Con razón se ciñe Carmen Ollé a precursores como (implícitamente Sade) Bataille46 y Genet. En la literatura de Bataille el mal quiso provocar el sistema. En presencia del mal, el orden tuvo que manifestar la lógica obscena que funda sus principios morales y de discriminación sexual. Ahora bien, ¿en qué consiste el "hacer poético" de Carmen Ollé cuando intenta "re-escribir" Bataille y Genet?

Noches de Adrenalina: la experiencia del límite absoluto de la "mujer-objeto" Regreso a la mística mencionada por Roberto Paoli a propósito de Blanca Várela. La búsqueda poética de lo otro no es tanto "pasividad" mística (fácil de equiparar a la expresión del rol pasivo de la mujer en la sociedad). Si hablamos de mística con respecto a los textos en cuestión, cabe entender la mística como G. Bataille concibió lo sagrado, es decir, como experiencia interior del límite47. La mística del erotismo, una mística que busca la transgresión, lleva a la caída en los narcóticos como religión y conocimiento48. La escritora renuncia a la omnipotencia divina del poeta varón, aceptando de antemano su propio límite y recalcando la imprescindibilidad del límite que el sujeto hablante "femenino", por ser objeto, lleva en sí mismo. Hablar de sí mismo se transforma, de hecho, en una guerra (13). Al desmontar el artificio de la decencia y de la compasión paternalista (12), enseña también que la búsqueda de la identidad del sujeto es un viaje cuyo punto de partida y de regreso llevan a la muerte (24). En este poemario es más bien el acto de viajar lo que constituye un momento crucial: viaje sin culminación en el que me abandono a la pasión del otro y en un juego de espejos transfiero el deseo al cuerpo que nos toca babeo porque babea y me pierdo en el scherzo delicioso de ser el que mira y el doble placer de ser el objeto que se mira (24). La conciencia de existir en función de la mirada de los otros mantiene, junto con la experiencia de la pasión, también la del límite. Es un límite absoluto, pues la locutora no abandona su posición de objeto. Es un límite subrayado a menudo por la esctructura del verso. Con un encabalgamiento, el texto ata el deseo al cuerpo (v. 2) y la pasión al otro (v. 1), mientras que la grafía los

más en el cuidado de sí mismo que en las prohibiciones de tipo morales. 46 Georges Bataille criticó la obra de "edificación" del sujeto logocéntrico occidental en base al paradigma de la arquitectura (véase el artículo "Architecture" 1929, en Documents No. 2 de Georges Bataille así como el estudio de Hollier 1993). 47 Es un límite absoluto que no se puede superar. En ésto, Bataille va en contra de la dialéctica de Hegel. Me refiero a L'expérience interior (1943) y especialmente a L'érotisme (1957). Para una interpretación de la mística en base a Georges Bataille, véase Teuber 1992. 48

Véase la mención de Bataille por Ollé (14).

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separa, materializando y visualizando, con la separación del verso, el límite entre ellos. Al marcar el límite dentro de los anhelos de la pasión, le deniega al sujeto la posición de quien dice sí a la pasión para fundar en el "sí" la conciencia de sí mismo. El sujeto del deseo no se apropia de su propio objeto destruyendo su alteridad. Asimismo, el texto desmitifica la pasión. Al hacerlo, deja subir a la superficie del discurso lo que la consciencia de sí motiva y oculta (véase "el en sí absoluto", en el medio de la estrofa): Tenía el olor del óvulo descompuesto al llegar el último día del menstruo el olor de una parte sucia y preservada así hace arder su repugnancia la pestilencia atrae las partes son el estado de su uso el en sí absoluto humores que se extinguen con lejía y cera en la mañana limpia y bañada enceradoras licuadoras motores de nevera atraviesan paredes se vacian cubos y ceniceros y las cosas van en busca de su finalidad (24). La experiencia interior del límite deja brotar en la superficie la historia de la obscenidad, del miedo al cuerpo. La progresión del texto de Carmen Ollé marca también el desarrollo de la reflexión poetológica sobre el poder del lenguaje poético, en un doble sentido, un poder tanto evocador como hegemónico. La experiencia interior no se puede expresar. También con respecto a la omnipotencia del lenguaje poético, la escritora encuentra el límite. Es el límite de la decibilidad de la experiencia erótica. Después de que la emancipación sexual del sujeto parece haber abierto el lenguaje a la desnudez del cuerpo, ¿cómo encontrar dentro de la densidad corpórea del texto la desnudez del cuerpo más allá de los discursos que la representan? ¿Cómo llegar al cuerpo sin la mediación de las miradas de los otros? En la medida en que el lenguaje se libera de la moral, se refuerzan los artificios del discurso hegemónico del sujeto moderno que sigue sujetando el cuerpo (femenino) a su anhelo de emancipación. El cuerpo de la mujer se vuelve "sub-jectum" del simbolismo de la emancipación, es decir, está sujetado a una estrategia de simbolización basada en estructuras de poder. De hecho, los discursos de la emancipación sexual han reemplazado la voluntad del poder cognitivo por la voluntad del poder sexual (Foucault 1984). En el desarrollo de la cuestión de cómo expresar el cuerpo de la mujer, la desnudez como sello de autenticidad no soluciona nada. La desnudez no se puede decir: Me es preciso salir y abandonar estos recuerdos de la infancia escoger una palabra que defina un ánimo invadido de sopor

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el tedio es esta inmovilidad para pensar en algo menos que nosotros escojo la desnudez No puedo contemplarla sino gracias al espejo o en sus ojos en su mirada excitada que indica una curva [...] esta desnudez no es sino del deseo (33). El texto es la construcción del límite del lenguaje en busca de la representación de la desnudez que queda inautèntica, mediatizada por la mirada y por los discursos de emancipación. Es un límite que la libertad sexual no ha aniquilado, sino más bien reforzado. Con la automatización del erotismo, a la pérdida del otro por la acción del tiempo se le añade la pérdida del ardor convertido en simple ejercicio. Para el sujeto femenino del texto en cuestión, la presencia de la ausencia, rasgo característico de la poesía hispanoamericana (cf. Teuber 1994), se deja interpretar con un sentido ético: al enfrentarse a un límite absoluto, la experiencia interior se vuelve eco del límite, un eco que es huella de todo lo que vive en nosotros, fuera del horizonte de nuestra identidad. La pérdida no es, entonces, la fuente de la muerte del sujeto que, al abandonarse a sí mismo se suicida (Narciso), sino es la experiencia interior de existir en tanto que eco de algo que nos limita, algo "distinto", algo que está fuera del horizonte de nuestra mismidad: el ardor vivido es una aventura que ha llegado al límite [...] esta sensación del límite es precisamente todo lo que no es límite y vive en nosotros (38). La escritura de Carmen Ollé le detrae al lenguaje poético la metafísica de lo otro, no para concebir la otredad como apertura del sujeto, sino como límite. Enfrentado a su límite, el sujeto percibe y deja percibir que lo otro no es simplemente la nada, la muerte, la negación de la existencia, sino lo que existe y vive en su calidad de marginado49. Dicha concepción del límite que la autora elabora a partir de Bataille y de Genet, implica una crítica del concepto soslayante de una poética en la que el poder de la poesía se supone surgir de la comunión del yo con lo otro. Frente a la escritura de las autoras consideradas más arriba, la otredad del yo aparece como una ilusión tramposa, una ilusión que ahora, al acabar aparentemente la era platónica, lleva la máscara de imágenes eróticas debajo de las cuales vuelve a ocultarse la voluntad del poder. Volviendo a Spivak30, cabe observar que la otredad no tiene un lugar

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Véase la interpretación del filósofo alemán Bernhard Waldenfels acerca de la exterioridad del otro en la filosofía de Lévinas (Waldenfels 1990, 51). 50

Véase el artículo de Millington en este volumen, 73-79.

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independiente en el habla del sujeto. Desde el límite del cuerpo-objeto, Noches de Adrenalina descubre que lo otro, que en la tradición platónica coincide con la mujer y la muerte, no es simplemente la nada, la negación de la existencia, ni la apertura existencial del sujeto, sino lo que existe y vive concretamente como "disimile", como marginado. Partiendo de la experiencia interior de la poesía, la autora substituye la metafísica de la otredad por la ética personal de descubrir, con los límites, la presencia de algo que vive más allá de los límites de todas las topografías del poder. El principio del límite se encuentra también en la base de la poetología desarrollada por el texto. Si lo prosaico es el límite de la perfección poética, la prosa es igualmente el límite de la poesía. La autora dice irónicamente: Estando la mayor parte del tiempo en casa poesía y prosa se desposan como en el acto de amor (de la fuerza de los músculos depende la duración de sus posturas) (38). El límite del instante erótico, del "kairós" poético, es un límite definido por la temporalidad, tema ya básico para el petrarquismo. La temporalidad se manifiesta en el discurso del texto, cuando el después prosaico, su promiscuidad y contigüidad textual con lo sublime poético hacen que el locus amoenus de la poesía sagrada se vea como un "jardín afeitado por la maquinaria del tiempo" (38). De hecho, la conciencia de la temporalidad, vista como el límite del instante, destruye la ilusión de la omnipotencia del sujeto poético, desvela su posición de "subjectum" a la voluntad del poder así como a la experiencia interior y al erotismo. Las observaciones que nos han sido posibles acerca de una poesía escrita desde el punto de vista del eco del "yo", sólo dibujan algunos momentos de un vasto campo que merece reflexiones y, tal vez, una labor retrospectiva respecto al canon histórico. De hecho, el análisis de la poesía de mujeres en los años 80 saca a colación preguntas de carácter general. Ya la poética de tipo posvanguardista que Octavio Paz le otorga a la poesía (hispanoamericana) recalcando el instante de la experiencia erótica como la experiencia de la otredad del sujeto, se revela no solamente insuficiente, sino también como un matiz suplementario y sofisticado de la historia del narcisismo poético. Ya Blanca Várela, a partir de los años 70, muestra que la poesía de mujeres busca otras pautas. Con la muerte de Narciso y la muerte del sujeto, la poesía entra en un campo reservado a la narrativa. Sin embargo, la enunciación plural que ya con la (pos)vanguardia hispanoamericana erosionó al sujeto, no habla en nombre del diálogo social sino que recalca la imitación lúdica y crítica de intertextos, subraya la diferencia y denuncia las estructuras de poder también inherentes al discurso poético. Hemos observado que, propiamente para la estética de la imitación, la ironía es un momento crucial. Con la crítica de las vanguardias en Los hijos del limo, Paz trató de rescatar un momento del llamado posmodernismo que pasó desapercibido por las utopías vanguardistas

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eurocéntricas. La poesía posmodernista hispanoamericana había reforzado la ironía, el potencial de la modernidad inaugurado por los románticos alemanes. Atinadamente, Paz vio en la ironía el recurso para salir del circulo vicioso inherente a la dialéctica moderna entre pasado y futuro. Paz quiso relacionar el descubrimiento del presente con la ironía del sujeto encerrado en la metafísica del tiempo. La experiencia del presente ocasionó también el descubrimiento del cuerpo de la mujer. La euforia de Paz frente al presente y al momento energético del deseo dio la ilusión de expresar la otredad, tópico básico en la poética del escritor. Sin entrar en juicios de valores sobre la suma poesía de Octavio Paz, sin embargo su poética, al ofrecer la sugestión de una escritura capaz de experimentar y expresar la otredad, queda dentro de la dialéctica entre el sujeto y lo otro, y, por lo tanto, sólo anula temporalmente los síntomas del encierro narcisista51. La labor de la poesía de mujeres que acabamos de ver, nos demuestra que el proyecto de una modernidad narcisista ha finalizado su camino. El individuo, cuyo mito ha nacido con la modernidad, se revela como el maquinario de un sistema de artificios para ocultar la melancolía y el horror al vacío, nacido de la concentración del sujeto sobre sí mismo y de su encierro narcisista. La historia de las vanguardias de Hispanoamérica mostró ya que del privilegio de las llamadas minorías surgieron visiones críticas cuya pertinencia todavía queda por ser evaluada en todo su tamaño. La labor de la escritura de mujeres podría, entre otras cosas, rescatar los ecos encerrados dentro de una historia de la literatura, escrita (tanto en el viejo como en el nuevo mundo) bajo el dictado de la identidad y del cuidado del sujeto hacia sí mismo y hacia su propiedad. Esta labor es el privilegio de una conciencia, compartida por mujeres y hombres, según la cual es sólo Eco la que puede salvar a Narciso del olvido.

51

Las premisas narcisistas de la poética del instante concebida por Octavio Paz se ponen al descubierto si se considera la crítica del presente efectuada por Lévinas en Le temps et l'autre (1983). Véase Borsó 1995.

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Hispanoamérica.

"Escritura femenina" y estrategias de auto-representación en la "nueva" poesía peruana Susana Reisz Las comillas de este título solo tienen la función de sugerir el carácter polivalente y controversial de los términos que enmarcan. Puesto que el primero de ellos daría material para un ensayo independiente, me limitaré a remitir aquí a los trabajos en los que he ofrecido una fundamentación teórica de esa noción (véanse Reisz 1990, 1991 y 1994). En relación con el segundo sólo quisiera aclarar que en la mayor parte de ese trabajo me voy a ocupar de escritoras y de obras que son "nuevas" en dos sentidos: de presencia relativamente reciente en las letras peruanas y, a la vez, con la potencialidad de transformar y ensanchar el canon y de renovar incluso sus propios lenguajes. Tengo que admitir, sin embargo, que en la medida en que el rasgo que realmente me interesa es la capacidad de innovación y autoregeneración, las limitaciones cronológicas me resultan casi accesorias y la referencia a Blanca Várela imprescindible.

Mujeres como metáforas, metáforas como mujeres Unas reflexiones de la dramaturga y narradora argentina Griselda Gambaro pueden ayudar a iluminar la tortuosa dinámica de avances y retrocesos, afirmaciones y negaciones, protestas y silencios, que caracteriza la lenta marcha de las escritoras de habla hispana hacia la toma de conciencia de su situación genérica y hacia la reapropiación de las representaciones literarias de la femineidad: [...] como mujeres somos aún metáforas convenientes y engañosas de un mundo masculino. ¿Qué pasa con los hombres cuando leen un texto donde la mujer no responde, ya sea a través de sus personajes femeninos imaginados o a través de su propia escritura a esa metaforización engañosa? [...] El lector se vuelve impermeable, desinteresado, o bien la escarnece; la lectora se resiste; entra en conflicto con su propia imagen impuesta (Gambaro 1985, 471-473). Las mujeres sabemos que si proponemos metáforas de nosotras mismas que sean "veraces", es decir, producidas desde nuestra experiencia y nuestra óptica y, por lo mismo, "inconvenientes", corremos el riesgo de pagar un precio muy alto: ser rechazadas o malinterpretadas por la mayoría de los hombres y por muchas mujeres que prefieren acogerse al orden establecido porque les parece que el gesto de quitarse el uniforme típico de la femineidad les acarrea más pérdidas que ganancias.

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Las respuestas de las actuales poetas peruanas a ese desafío cubren una amplia gama que abarca desde la absoluta indiferencia o la aparente aceptación de los estereotipos androcéntricos con el fin de erosionarlos desde adentro (que es a lo que apuntan la asordinada rebeldía y el discreto encanto burgués de Giovanna Pollarolo) hasta la abierta provocación en un lenguaje sexualizado y des-romantizado, duro y sarcàstico, "impropio" de una boca femenina (como el que anticipó con cierta timidez María Emilia Cornejo a fines de los setenta y como el que Carmen Ollé trabajó de modo sistemático y consagró como parte fundamental de la agenda ético-estética de la poesía femenina de los ochenta). A algunas de nuestras poetas el conflicto o el desajuste entre las imágenes tradicionales del género femenino y la percepción de sí mismas parece serles todavía ajeno o, en todo caso, literariamente irrelevante. Basta como muestra esta declaración de principios de Magdalena Chocano: Simplemente te diré que si yo me propongo hacer poesía femenina puedo hacerlo, en el sentido de que puedo contar lo que me pasa, como mujer, en esta sociedad. Pero da la casualidad de que mi poesía no está basada en este tipo de preocupación (Forgues 1991, 252). Dado que en la sociedad peruana la mayoría de las mujeres todavía no quieren, no pueden o no se atreven a hablar públicamente de "este tipo de preocupación" y la mayoría de los hombres se muestran impermeables, incrédulos o burlones cuando se tratan estos temas, las estrategias subversivas con mejores posibilidades de hacer impacto en lectoras y lectores son aquéllas que se camuflan tras el ropaje de lo convencional y trillado. Giovanna Pollarolo es maestra en este difícil arte de destapar sumideros con un gesto de inocencia. En un estilo prolijo y poco ostentoso (afín al que podríamos atribuir a las ingenuas escolares evocadas en "El cuaderno de los sueños") ella investiga, magnifica y tensa hasta el estallido esas "metáforas engañosas y convenientes" de mujeres anto-todo-esposas-y-madres, abnegadas y deseosas de agradar, fieles y persistentes en su rol de subalternas, contentas con la experiencia vicaria de vivir a través de empresas y éxitos ajenos. O hartas y resentidas pero resignadas. O desesperadas por los celos pero aguantadoras. O cargadas de odio pero impotentes... Giovanna escudriña esas imágenes desde los más variados ángulos, las pone bajo una cruda luz, las congela, amplía y retoca con mínimas variaciones y acaba por transformarlas en tácitas parodias de sí mismas. Pero puesto que la parodia, como es sabido, solo puede ser descifrada por quien, además de conocer el modelo parodiado, comparta la intención crítica y lúdica de quien lo reproduce, los poemas de Entre mujeres solas dejan margen para lecturas irónicas o literalistas, reflexivas o superficiales, sofisticadas o ingenuas, progresistas o conservadoras.

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Es por eso tal vez que tantas limeñas de muy variada edad, diversa situación social y dispar ideología (por lo común no feministas) se han sentido retratadas y comprendidas en esos textos. Para unas lo sustancial puede ser el cuestionamiento del rol de la mujer en la clase media urbana. Para otras quizás el mayor interés radique en verse miméticamente reflejadas... En uno u otro caso los poemas pueden ayudar a tomar conciencia de todo lo que se nos ha impuesto al margen de nuestro deseo. Sin embargo — y en esto reside su eficacia "doctrinaria", por llamarla de alguna manera — las metáforas "veraces" de la femineidad nunca se ofrecen de modo directo ni demasiado amenazantes, como para que los hombres no se impermeabilicen del todo al leerlas ni las mujeres se aterren de lo mucho que tendrían que tirar por la borda para realizarse como seres integrales. Mucho más radical y menos potable para el público común es, como lo anticipé, la modalidad "recia" inaugurada por Carmen Ollé, dentro de la que cabe la expresión de una sexualidad desinhibida — o al menos en lucha por liberarse — y centrada en las pulsiones libidibales de una psique femenina y en las apetencias de un cuerpo de mujer. Este tipo de lenguaje, que constituye un atentado al "decoro verbal" de la burguesía y la clase media peruanas, ha sido y sigue siendo cultivado con mucho talento por varias jóvenes poetas que, como Rocío Silva Santisteban, Patricia Alba o Mariela Dreyfus, reconocen en la lectura de Noches de Adrenalina un acontecimiento fundamental para su formación artística. "Discurso" de Patricia Alba, un breve texto cuyo título recoge el gesto declamatorio y la inclinación auto-paródica tan frecuente en la poesía amorosa de esta generación de mujeres audaces, articula lapidariamente, en un par de líneas, un programa estético-político que podría suscribir cualquiera de ellas: De nada sirve levantar los párpados y mostrar Una lánguida mirada. Ahora son necesarias las palabras gruesas Los gritos desaforados, los movimientos y la provocación Serán las armas (57). Examinando formas de escritura inspiradas en la revolución feminista de las últimas décadas, Susan Rubin Suleiman, editora de un interesantísimo volumen dedicado al tema del cuerpo femenino en la cultura occidental (cf. Suleiman 1986) resume una forma de escritura afín a la que estoy comentando con la burlona expresión "iguales derechos o decirlo con cuatro letras" (es decir, con palabras "gruesas" como fuck, cunt o cualquiera de sus equivalentes en español, que también suelen tener pocas letras...). Centrándose en dos best-sellers de 1973, Fear of Flying de Erica Jong y Rubyfruit Jungle de Rita Mae Brown (esta última una novela lesbiana), Suleiman analiza el procedimiento consistente en la "usurpación" o reapropiación (frecuentemente parodística) de las estructuras narrativas, la forma de mirar al objeto del deseo y el lenguaje sexual "duro" de los narradores eróticos

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(o mas bien "pornográficos") como Henry Miller. En el primer caso estaríamos ante una exacta inversión de roles y de lenguaje: la narradora se arroga el derecho — hasta entonces masculino — de mirar el cuerpo del otro como objeto sexual y de hablar obscenamente de sus propias fantasías. La estrategia de la inversión de actitudes genéricas (que representa, en mi opinión, un estadio temprano y, como tal, transitorio en la toma de conciencia feminista) aparece intermitentemente en el único libro publicado por Patricia Alba, O un cuchillo esperándome (1988) y en el primer libro de Mariela Dreyfus, Memorias de Electra (1984). A aquél pertenece un poema muy curioso y sutilmente irónico en el que una sensual voz femenina fantasea con la posibilidad de iniciar sexualmente a un hombre muy codiciado por todas, dirigiéndose al objeto de su libido con un bolerístico "Usted" ("las mejores al verlo caminar comentan su quietud"). En "Post coitum", perteneciente al segundo de los libros mencionados, la "otra yo" de Mariela que habla en el texto reemplaza la previsible actitud vergonzante de quien abandona un hotel de citas tras hacer el amor "sobre sábanas prestadas", con un gesto exhibicionista, en rudo contraste con el pudor del compañero: Frente al espejo de la entrada aliso mis cabellos / acomodo mis senos al lado de mi muchacho tímido como siempre en el primer abrazo (22). La postura de provocación y de desafío a la sociedad pacata, propia de una figura femenina empeñada en trocar el rol de objeto por el de sujeto de su propio deseo, se acerca al límite de lo escandaloso en esta exhortación dirigida a la pareja (con la que se cierra otro poema de Patricia Alba): No permitas que teoricen con nosotros, corre tu bragueta Yo levanto mis vestidos a sus preguntas (49).

Escritura "femenina" y mirada gay A pesar de las diferencias que separan a una novelista de los setenta de una poeta de los ochenta, a un lenguaje erótico libre de eufemismos pero fundamentalmente lírico de otro humorístico y rayando en la pornografía y, sobre todo, a una norteamericana de una peruana, cuando Rocío Silva Santisteban le explica a Roland Forgues el por qué de su predilección por César Moro y otros poetas gay, pone al descubierto un mecanismo psicológico y literario que caracteriza a una parte importante de la "escritura femenina", tanto en el mundo anglosajón como en el hispánico (incluida allí España): Ahora que reflexiono, necesitaba la visión de la pasión hacia un hombre, que en el discurso poético el objeto del amor fuera un hombre y las poesías escritas por mujeres que había leído hasta entonces — Delmira Agustini o Gabriela Mistral — no me satisfacían, se me hacían empalagosas. Creo que por eso orienté

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mis lecturas hacia poetas homosexuales, con los cuales me identificaba de pleno: Cavafis, algunos poetas latinos: Catulo, los sonetos de Shakespeare, Cernuda, Pasolini. De ellos admiraba el valor de su pasión (en Forgues 1991, 319). El impulso reivindicativo a apropiarse de la manera "viril" de mirar al objeto del deseo — o, lo que es lo mismo, de acceder al ejercicio pleno del rol de sujeto — implica, en su manifestación más radical, no sólo asumir la mirada del varón sino intercambiar la posición fálica en la relación erótica: desear, sentir y actuar como un sujeto masculino deseante y feminizar el cuerpo del objeto masculino deseado para luego trocar los roles y recomenzar el juego... En ausencia de un modelo de interacción y de un lenguaje aptos para expresar las apetencias de un sujeto femenino deseante, el discurso homoerótico masculino puede abrir un espacio para el despliegue de fantasías heterosexuales femeninas. Las metáforas equinas, tradicionales portadoras de sensualidad y erotismo salvajes, adquieren, en la voz lírica de varias de nuestras escritoras de los ochenta, un tono de deliberada ambivalencia (hasta cierto punto compatible con una sensibilidad gay) en el que se invierten y confunden las oposiciones de género. El yo poético puede autodefinirse como potranca bravia y gozadora, que cede sus ancas a quien sepa contentarla (Mariela Dreyfus en "Equinos" de Memorias de Electro) o como yegua sudorosa y desbocada, de ancas fálicamente "enhiestas", que no invitan a montarlas (Jessica Morales en "Con el polvo" y "En luna llena"). Puede presentarse asimismo como dócil cabalgadura o como feroz jinete que castiga a su caballo y que, con el gesto ambiguo de hincarle las espuelas, lo somete y a la vez lo incita a rebelarse e iniciar la posesión del cuerpo que lo cabalga. Nada más opuesto y, sin embargo, más complementario — por la tácita sugerencia intertextual de la intercambiabilidad de los roles — que estas dos imágenes procedentes de dos poemas de Mariposa Negra de Rocío Silva Santisteban: Estás peinando a una yegua, le pasas una escobilla suavemente por el lomo, acaricias el lomo del animal, la hondonada entre la cabeza y las ancas y la yegua se estremece (39). Sobre mi jinete cabalgo hasta no verte más Cabalgo como una diosa enfurecida Cojo las crines de tu pelo, Hundo mis espuelas en tus ancas Y mientras tú gimes dejo caer mi saliva sobre tu frente Hincha tu sexo para bendecirme, y así Cabalgando uno frente a otro, habremos Quebrantado el dolor (55).

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Las afinidades con la poesía homoerótica masculina se extienden incluso a un rasgo sobre el que ya llamé la atención en un trabajo anterior que dediqué a Giovanna Pollarolo y en el que traje a la memoria precisamente unos versos de Cavafis (Reisz 1991). En ese contexto me referí a lo que, en mi opinión, constituye una forma muy particular (probablemente tanto "femenina" como gay) de vivir la universal preocupación por el paso del tiempo. Señalaba allí — y me reafirmo ahora sobre una base textual más amplia — que la consagración, dentro de la sociedad patriarcal tradicional, de un modelo de pareja asimétrica y de un ideal de belleza (para "la amada" o "el amado") centrado en los atributos de la adolescencia y la primera juventud, convierte a los objetos del deseo en víctimas de una temprana ansiedad ante la amenaza de envejecer. Carmen Ollé verbaliza esa obsesión con su habitual talento epigramático en varios pasajes de Noches de adrenalina-. La sonrisa de la Monalisa indica el camino del envejecimiento detenido por las cremas (18). Tener 30 años no cambia nada salvo aproximarse al ataque cardíaco o al vaciado uterino (7). Hoy se pierde un diente mañana un ovario (13). Hoy la acusada es una mujer de 40: la década de la suspensión del flujo y la leyenda (16). Los acentos liberacionistas, fuertes y resueltos en la afirmación del propio erotismo, pierden volumen y comienzan a verse interferidos por registros ajenos y por discursos alienantes sobre la mujer, cuando se toca el tema de la edad o, como se verá enseguida, el del atractivo físico.

Imágenes de un cuerpo en crisis "La gordura es femenina", reza uno de los subtítulos de un provocativo ensayo sobre la anorexia nervosa en el que se examinan las raíces familiares, culturales y sociales de esa enfermedad, cada día más extendida entre los adolescentes de clase media y alta en los países superdesarrollados o en vías de desarrollo (Caskey 1986). La acumulación de grasa en ciertas partes del cuerpo — nos recuerda la autora — es, en general, señal de una sexualidad femenina que ha llegado a su maduración. Por eso, cuanto mayor y más rígida es la división de los roles genérico-sexuales, tanto más marcada resulta la diferenciación en la morfología adiposa. En mi versión libre del tema (no muy apropiada para académicos ni académicas) esto podría resumirse así: mientras el hombre quema grasa y

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desarrolla músculos persiguiendo fieras montaraces, zapando la tierra o luchando con el enemigo, la mujer multiplica sus células grasas criando niños y alimentando a la familia. La interrelación de factores biológicos y culturales se refleja, a lo largo de la historia artística de Occidente, en la consagración de una imagen de mujer generosa de carnes, que admite rollos, pliegues, pozuelos, protuberancias y morbideces. Este canon estético que exalta la abundancia se mantuvo más o menos inalterado hasta el siglo pasado, como lo testimonian, por ejemplo, los desnudos femeninos de Renoir. En nuestro siglo de cambios acelerados, fronteras corredizas e identidades en crisis, la creciente participación de la mujer en terrenos laborales antes reservados al hombre trajo como consecuencia una "masculinización" o "androginización" de los ideales de belleza corporal. Hoy por hoy, una mujer "de mundo" ha de asemejarse lo más posible a un muchachito deportista: ha de lucir espaldas atléticas, vientre plano, caderas enjutas y muslos tan magros y firmes como los de un infatigable chasqui. "¡Quién puede competir con un travestí!", protestaba quejosa una joven amiga mía, mienstras se probaba una minifalda y comparaba su figura con un afiche de Miguelito Bosé en Tacones lejanos... Rigurosas dietas y agobiantes sesiones de aeróbicos son las armas más usadas en la cruzada contra la celulitis, ese nuevo monstruo del imaginario femenino, que ocupa un modesto pero seguro segundo puesto tras el viejo fantasma del cáncer y el más reciente del SIDA. El terror fóbico a la gordura, vivida como vergonzosa deficiencia moral y atentado al buen gusto colectivo, es, visto desde esta perspectiva, la intensificación macabra de una preocupación presente, en mayor o menor medida, en todas las mujeres que tienen suficientes recursos para comer y que aspiran al éxito tanto en espacios privados como públicos. Nuestras poetas no son inmunes a esta ansiedad, como se ve en esta pregunta, entre hamletiana y bufonesca, de Carmen Ollé: ¿Por qué el psicoanálisis olvida el problema de ser o no ser gorda / pequeña / imberbe / velluda / transperente / raquítica / potona / ojerosa [...]? (7). No deja de ser sintomático que la reflexión, pese al tono pseudopatético que parece quitarle toda seriedad, aparezca en el poema liminar de Noches de adrenalina, que se inicia con otro tópico sobre el que llamé ya la atención al estudiar Entre mujeres solas de Giovanna Pollarolo: el de los treinta años que, vistos desde los paradigmas patriarcales de perfección femenina, no representan "el medio del camino" — el ingreso a la adultez y la plenitud creativa — sino el comienzo del deterioro corporal. No deja de ser sintomático, asimismo, que la primera de las disyunciones pseudotrágicas con las que se confronta la voz femenina que habla en el poema, sea la gordura y no el extremo opuesto. En el marco de referencia del psico-

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análisis, la "asociación libre" realiza su obra trayendo al primer plano el fantasma más "pesado"... En Giovanna, el "horror de la grasa", que se sugiere intermitentemente a lo largo de todo el libro, ocupa todo un poema en el que adquiere las dimensiones de un monstruo exterminador. Comienza así: Mientras las demás hablan de cremas y cosméticos comentan las bondades de la liposucción discuten si es mejor una cirujía radical barriga senos ojos muslos boca cortar lo que sobre ser otra vez dibujada (16). "Las demás" son esa suerte de coro — a veces trágico y a veces tragicómico — integrado por mujeres de la burguesía, con el que dialoga la narradora principal del poemario. Para este coro, que está muy lejos de la conciencia de sí mismas de las feministas del norte, el propio cuerpo es tan solo el objeto de una mirada masculina mitificada y, por lo mismo, no más que una arcilla dócil, puesta allí para ser modelada, cortada y dibujada en consonancia con el supuesto deseo del otro. En contraposición con esta especie de "vulgo" femenino poco esclarecido — equivalente de la "masa" platónica — la narradora destaca la actitud de la única "desviante" a quien no parecen importarle demasiado ni sus rollos ni sus arrugas. Sin embargo, el texto concluye con la sugerencia de que el no sometimiento a los valores canónicos de la femineidad es, más que una proclama de independencia o rebeldía, un gesto de resignación: No te importa? pregunta la que más sabe y va por la segunda liposucción: levanta los hombros, sonríe y las que leen Hola y Vanidades la miran con pena saben que en su casa, ante el espejo ocultará con desazón su cuerpo sabiendo que ya es tarde como lo será para ellas mañana o pasado y fatigadas terminen dándose por vencidas (16s.). En contraste con los registros de autoironía muy poco piadosa y de soterrada violencia propios de nuestras poetas "duras", Giovanna Pollarolo cultiva aquí — como en general en todo el libro — un tono "menor" que rebaja el

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dramatismo de todos los tópicos, independientemente de su mayor o menor trascendencia: desde la angustia existencial o la lucha por la supervivencia hasta el problema de mantenerse "en línea". En relación con esto último hay que añadir, sin embargo, que la gravedad y relevancia de los temas sólo se puede medir dentro de particulares contextos emocionales e ideológicos. La gordura, ese tema supuestamente banal, al que parece cuadrarle a la perfección el timbre apagado y ligeramente agridulce de la voz de Giovanna, adquiere, en el registro operístico de Rocío Silva Santisteban — pastoso y oscuro como las notas graves de María Callas —, la densidad connotativa y las resonancias siniestras de una metáfora apta para el lenguaje de tragedia. En "Tercer Intento" la voz inequívocamente desolada e inequívocamente femenina que relata los dos intentos de suicidio previos (poetizados en "Esa cosa negra" y en "La noche sosegada") describe-denigra las partes aborrecidas de su cuerpo, cuyo indeseable contorno se sugiere en posición de dar a luz o de defecar (tal como lo recoge Eduardo Tokeshi en la ilustración de la carátula de Mariposa Negra): Sobre el ombligo mantengo aún las marcas del níquel. En las pantorrillas el riesgo del último esfuerzo. No puedo más, no puedo. Pasé una hora agachada, recordando A los viejos amigos, a las muchachas, he sentido Vergüenza, he llorado, Las marcas sobre el ombligo La celulitis, las partes flácidas (61). En la pared, una imagen de mujer de poses y senos rotundos le recuerda, por contraste, la propia sensación de miseria corporal y anímica y la acicatea a comenzar un show en el que los movimientos de strip tease son reemplazados por la sensualidad de una hoja de afeitar y un cuchillo, que entra y sale de esa carne odiada como un pene violador. La tarea corrosiva de la depresión alcanza su apoteosis en el punto en que la gordura, presentada como marca "femenina" de inferioridad estética y ética, adquiere la dimensión de una culpa que exige castigo: Esta culpa es mía. Mía la de sentirme gorda y desquiciada, Con la papada al borde de la esquina Y los callos en las manos, mi excusa. Busco cantando una afilada hoja de afeitar Para dar comienzo al espectáculo (61 s.). En otro texto, inspirado en unos versos de Rimbaud de los que emerge la contrahechura, "lenta y torpe", del arquetipo mítico de belleza femenina, una voz totalmente afín a la que sostiene los tres "intentos" y que se identifica, a

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través de la edad, con la autora y, a través de calificativos negativos, con la Venus del poeta maldito, reviste a los atributos sexuales de su cuerpo con las características de lo abyecto: Yo soy esa diosa, yo soy esa Venus, precisamente yo la que se levanta de la tina, desnuda. Detrás mío solo las luces, el espacio entre el límite del hastío y la evasión; yo soy aquella vieja, a los 28, las curvas de mi cuerpo le dan asco a cualquiera. En ese espejo que me retrata de cuerpo entero, miro esas curvas y aguanto la arcada en la boca (54). Como lo comenté antes, la edad temida y conjurada una y otra vez para vencer el pánico de ingresar en la decadencia, son los 30 años en Ollé y Pollarolo. En Rocío Silva la ansiedad es aún más temprana: esta "vieja" de 28 años me trae el recuerdo — ahora casi melancólico — de mis preocupaciones de esa época y de una crema de belleza ya entonces muy publicitada, que con su nombre prometía el paraíso de la juventud perpetua a la par que fijaba un plazo aterradoramente corto para el advenimiento de la vejez: "Eterna 27". Cuando esta nueva poesía escrita por mujeres toca puntos neurálgicos de la subcultura femenina clasemediera (como la obsesión por conservarse joven y por acomodarse a los cánones patriarcales de belleza), puede sonar bastante vieja e incluso políticamente reaccionaria. En efecto, nadie puede cuestionar que este tipo de discurso sea "femenino", pero no es muy fácil determinar si hay en él una actitud de resistencia o de resignada aceptación del orden establecido. Sin embargo, más allá de las inevitables ambigüedades y contradicciones que acompañan al despertar de una conciencia, el mero hecho de darle estatura poética a las "banalidades mujeriles" — fomentadas por la sociedad de consumo y a la vez desplazadas a la trastienda de lo irrevelante por la axiología patriarcal — constituye una gran novedad y un gesto de rebeldía en relación con la institución literaria y con los discursos públicos hegemónicos, que aún mantienen la pretensión de "neutralidad genérica" y "universalismo".

Las poetas, la política y los tabúes raciales Griselda Gambaro observa que una comparación entre la literatura hecha por mujeres en Hispanoamérica y en los Estados Unidos permite comprobar que nuestra poesía "femenina" ostenta un compromiso político de carácter más general, ya que suele poner en primer plano la lucha de clases, la resistencia a la tiranía y la liberación del dominio foráneo, mientras que la poesía norteamericana enfatiza la problemática específica de la mujer en ésos u otros contextos (cf. Gambaro 1985, 47 ls.).

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Aunque esta afirmación me parece, en líneas generales, correcta, cabría precisar que si bien el feminismo americano de hoy — dentro y fuera de la poesía — concentra sus fuerzas intelectuales en combatir las más variadas formas de sexismo, tiende, no obstante, a incluir en su agenda casi con igual énfasis la defensa de los derechos de todas las minorías y de todos los grupos discriminados por su preferencia sexual, su raza, su clase social, su edad o sus limitaciones o discapacidades físicas (cf. Marting 1990, Introduction, XXIV). Aquí tal vez resida una diferencia notable entre los dos grupos de escritoras comparados por Gambaro: el compromiso político de las norteamericanas, incluidas las Latina Wríters (las escritoras que se consideran no-blancas y noanglosajonas y que son de origen hispánico), se centra, más que en la lucha contra el imperialismo, el colonialismo o el sojuzgamiento de unos países por otros, en los múltiples tipos de dominación y marginación que observan en su sociedad y que se superponen a los que cada una de ellas sufre en su propio entorno social y familiar por ser mujer. Entre las hispanoamericanas, de otro lado, no es infrecuente la equiparación de la opresión de la mujer con la opresión política de toda América Latina. El lenguaje intensamente erótico e irreverente de la Costarricense Ana Istarú o de la cubana Daína Chaviano son nítidos ejemplos de un proyecto poético en el que confluyen proclamas de rebelión sexual y guerra a los tabúes con el llamado a la revolución política1. Los nombres de poetas norteamericanas con los que Gambaro ilustra su comparación coinciden, curiosamente, con los que algunas de nuestras jóvenes poetas peruanas (como Mariela Dreyfus o Patricia Alba) mencionan entre sus

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La primera afirma desafiante, a propósito de un imaginario "tratado" que aherroja la

sensualidad femenina: Lo mato y lo remato con mi sexo abierto y rojo, manojo cardinal de la alegría, desde esta América encarnada y encendida, mi América de rabia, la Central (en Fernández Olmos/Paravisini-Gebert 1991, 168). La segunda invierte el rol tradicional de la mujer en el sexo y en la política presentando al hombre amado como receptáculo pasivo de la creatividad femenina: Como un río te fornico a lecho abierto. Una casa enorme en tus brazos imagino. A tu grupa regreso. A tu grupa de raza cabalgante en pleno vuelo. Soy yo quien te propone beso a beso una revolución (ibíd., 175).

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lecturas predilectas y sus fuentes inspiradoras: Sylvia Plath, Adrienne Rich o Denise Levertov. Me pregunto, entonces, a la luz del contexto continental, por qué razones las poetas peruanas mejor conocidas (o que han recibido algún tipo de reconocimiento institucional) no recogen ni las preocupaciones políticas nacionalistas de algunas de sus colegas hispanoamericanas ni la agenda feminista ampliada de las poetas norteamericanas que ellas conocen y aprecian tanto. Poco espacio hay, por ejemplo, en esta poesía peruana, para la expresión abierta y desinhibida de una sexualidad femenina no ortodoxa. Unos pocos poemas de Violeta Barrientos, Doris Moromisato o Jessica Morales constituyen la excepción que confirma la regla. No obstante, incluso en estos mismos textos (que se pueden considerar bastante audaces dentro de su propio contexto social), la cautela enunciativa y la discreta opacidad de las metáforas homoeróticas contrasta no solo con las libertades de la escritura gay anglosajona sino también con el lenguaje franco y directo de muchas hispanoamericanas, como es el caso de la bien conocida narradora y poeta uruguaya Cristina Peri Rossi, de la puertorriqueña Nemir Matos, de la chilena Cecilia Vicuña o de la narradora y poeta mexicana Rosamaría Roffiel (cf. Fernández Olmos/ParavisiniGebert 1991). Todavía más llamativo, sin embargo, me parece el silencio en torno a los factores étnicos y clasistas que intervienen, por lo común de modo conflictivo y perturbador, en la constitución de identidades. A propósito de las escritoras "latinas" de los Estados Unidos y de la incidencia de dichos factores en la formación de su idiosincrático lenguaje literario, señala Diane Marting: Las "Latinas", en cuyas vidas raza y género se han intersectado forzosamente, como es el caso de las chicanas Gloria Anzaldúa, Ana Castillo y Lorna Dee Cervantes y de las puertorriqueñas Sandra María Esteves, Luz María Umpierre y Nicolasa Mohr, tematizan una marginación racial duplicada, en los Estados Unidos y dentro de la esfera pan-hispánica, donde no ha recibido de los críticos literarios la atención que el problema merece. La fuerza especifica de la intersección de raza y género en la experiencia personal produce configuraciones temáticas que frecuentemente se apartan bastante de las de aquellas escritoras latinas que han estado más protegidas de las luchas raciales cotidianas por su estatus social o su apariencia física (1990, 560; mía la traducción). En el Perú, un país en el que la intersección de género, raza y clase social produce las más variadas — y solapadas — formas de discriminación y marginación, sorprende un poco que la poesía escrita por mujeres casi no deje testimonio de esa situación, pese a que no todas las poetas puedan sentirse a salvo de esas tensiones ni protegidas por su estatus social o su apariencia física. No es fácil decidir si lo que aquí está en juego es una internalización inconsciente del racismo ancestral de nuestra sociedad (que se expresaría en forma de autocensura) o bien la tendencia a una especie de "universalismo"

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feminista algo romántico y utópico que, ubicándose en la línea trazada por Clorinda Matto de Turner en el siglo pasado, enfatizaría la cuestión del género por encima de toda otra determinación social. Sea cual fuere la explicación más plausible, lo cierto es que la poesía femenina de hoy en el Perú (o, para ser más precisa, la que ha logrado algún tipo de inscripción dentro del sistema literario vigente), no parece interesada en reflejar la compleja dinámica social que separa y enfrenta, dentro de unos mismos espacios y, a veces, dentro de una misma persona, al ama de la sirvienta, o a la peruana blanca de la peruana "coloreada" (como se llaman a sí mismas las "Latinas" de Estados Unidos en un gesto de adhesión con todas las demás minorías étnicas de su país). Si se aguza el oído, tal vez se puedan percibir algunas notas aisladas y no muy problemáticas de etnicidad, como la evocación del mundo familiar ítalotacneño de Giovanna Pollarolo o la presencia algo fantasmal pero benévola del legado cultural japonés en la poeta nisei Doris Moromisato. En el extremo opuesto pero hasta cierto punto complementario de esa actitud de nostalgia y simpatía hacia los ancestros "diferentes", se encuentra el extenso poema "Crónica" de Blanca Várela, un texto de aliento épico, cuya reciente aparición confirma una vez más la fuerza auto-renovadora de esta gran figura de las letras peruanas (Várela 1993a). Desde una doble distancia, la de la historia y la de la áspera ironía tan característica de su escritura, Várela dramatiza la tragedia colectiva de la Conquista y el genocidio fundador de la identidad peruana valiéndose de una polifonía caótica, en la que sobresale la voz andrógina de una mater terribilis, cuyo discurso se abre y se cierra con la feroz sentencia "a palos los mataré, niños míos". El único texto — por mí conocido — en que la voz poética se refiere al "arcoiris" étnico del Perú y lo pone en relación directa consigo misma, es "Identidad" de Rosina Valcárcel. Sin embargo, no lo considero una excepción por el tono banalizador y celebratorio — casi en la línea de la retórica belaúndista — con que esa voz autorretrata en pose maternal y glorifica los encuentros interraciales2.

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H e aquí el texto completo: Hay un quechua cantor en mi regazo Un aymara un shipibo toda la negritud Cien combates hierven nuestra sangre aunque Lima en primavera nos sea totalmente ajena (50).

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Intentar autorepresentarse como mujer peruana parece ser una tarea todavía más penosa y arriesgada que acuñar nuevas imágenes de la femineidad y redefinirse desde la propia experiencia de género. Los principales logros de la poesía femenina actual han de buscarse en esta segunda dirección. Concluyo, pues, trayendo a la memoria dos breves poemas en el estilo lacónico-monumental de los epitafios clásicos, que constituyen, a mi juicio, dos de los momentos más altos en el esfuerzo de nuestras poetas por proponer metáforas "veraces" de sí mismas: "Identikit" y "Curriculum Vitae" de Blanca Várela. El título del primero, con sus connotaciones burocrático-policíacas desromantizadoras, prepara a la súbita revelación de una identidad fragmentaria y aleatoria, empeñosamente construida por una voluntad ajena, sobreimpuesta al yo y en tensión irresoluble con su propia manera de percibirse: sí la oscura materia animada por tu mano soy yo (122) En el segundo, la imagen arquetípica del triunfador, el atleta que deja atrás a sus adversarios y recibe como premio ovaciones y "el vino de la victoria", es sustituida por la figura antiheroica de un corredor solitario, que sólo compite con su sombra y que sólo puede recibir como premio "otra carrera"3. Supongo que a la mayoría de las lectoras no nos cuesta mucho esfuerzo hacer una ecuación genérico-sexual y ubicarnos masivamente del lado de quien sabe más de oscuras luchas privadas que de vítores. Aquí se me hace inevitable una asociación extrapoética que el "Curriculum" de Várela, pese a su calculado mutismo, sin embargo propicia: pienso en las muchas mujeres que después de trabajar todo el día fuera de la casa, en las oficinas, las tiendas, las aulas o como vendedoras ambulantes, reciben el "premio" de tener que ocuparse de las tareas del hogar y atender al marido o a los hijos pequeños o a los padres viejos o a todos ellos a la vez...

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Este es el poema: digamos que ganaste la carrera y que el premio era otra carrera que no bebiste el vino de la victoria sino tu propia sal que jamás escuchaste vítores sino ladridos de perros y que tu sombra tu propia sombra fue tu única y desleal competidora (138).

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No deja de ser sorprendente que una de nuestras poetas a las que la crítica considera más reacias a hablar "como mujer" en su poesía y cuyo "yo lírico masculino" ha llamado la atención de más de una opinión autorizada4, deje en esta parábola un testimonio tan intenso de la experiencia femenina y un cuestionamiento tan enérgico de los roles sexuales hasta ahora vigentes. Cierro — ahora sí — esta reflexión amparándome en su voz o, mejor dicho, en una de sus voces más admonitorias y más comprometidas con el imperativo de desconstruir los valores estético-genéricos tradicionales: la que emerge de estos versos memorables que pueden servir de antídoto a la prematura ansiedad de envejecimiento (y a otras muchas ansiedades "femeninas"): A rose is a rose inmóvil devora luz se abre obscenamente roja es la detestable perfección de lo efímero infesta la poesía con su arcaico perfume (98)

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Véase la influyente evaluación de Octavio Paz en el prólogo a Ese puerto existe (Varela 1959, 13) recogida por R. Paoli en su prólogo a la edición de Canto Villano (Varela 1986, 8). Cf., además, esta glosa de un comentarista anónimo, procedente de la contratapa del último poemario de Varela, El libro de barro, que acaba de ser publicado en España (Varela 1993c): "Discurso que no es femenino (que se resiste a serlo) [...]".

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Fernández Olmos, Margarite y Lizabeth Paravisini-Gebert (eds.). 1991. El placer de la palabra. Literatura erótica femenina de América Latina. Antología crítica. México: Planeta. Forgues, Roland. 1991. Palabra viva. Tomo IV. Las poetas se desnudan. Lima: Editorial El Quijote. Gambaro, Griselda. 1985. Algunas consideraciones sobre la mujer y la literatura, En: Revista Iberoamericana 51, 132-33, 471-73. Marting, Diane E. (ed.). 1990. Spanish American Vfomen Writers. A BioBibliographical Source Book. New York: Greenwood Press. Morales, Jessica. 1993. Piel de ceniza. Lima: Edición de la autora. Moromisato, Doris. 1988. Morada donde la luna perdió su palidez. Lima: Cuarto Lima Editores. Ollé, Carmen. 1992 [1981], Noches de adrenalina. Lima: Lluvia Editores. Pollarolo, Giovanna. 1991. Entre mujeres solas. Lima: Editorial Colmillo Blanco. Reisz, Susana. 1990. Hipótesis sobre el tema "escritura femenina e hispanidad". En: Tropelías. Revista de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada (Universidad de Zaragoza) 1, 199-213. —. 1991. Las mujeres sí tienen afán. En: hueso húmero 28, 131-147. —. 1995. Conflictos de 'género' (y de géneros) en la poesía peruana de nuestro fin de siglo. En: Pamela Bacarisse (ed.). Tradición y actualidad de la literatura iberoamericana (Actas del XXX. Congreso del IILI, Pittsburgh, June 12-16, 1994). Pittsburgh: Instituto Internacional de Literatura Iberoamericanana, 125-133. Silva Santisteban, Rocío. 1993. Mariposa Negra. Lima: Jaime Campodónico Ed. Suleiman, Susan Rubin (ed.). 1986. The Female Body in Véstern Culture. Contemporary Perspectives. Cambridge: Harvard University Press. Valcárcel, Rosina. 1991. Una mujer canta en medio del caos. Lima: Editorial Gráfica Latinoamericana S.A. Várela, Blanca. 1959. Ese puerto existe. Prólogo de Octavio Paz. Xalapa: Universidad Veracruzana. —. 1986. Canto Villano. Prólogo de Roberto Paoli. México: Fondo de Cultura Económica. —. 1993a. Crónica. En: hueso húmero, 29, 68-70 y en: Várela 1993b. —. 1993b. Ejercicios materiales. Lima: Jaime Campodónico Ed. —. 1993c. El libro del barro. Madrid: Ediciones del Tapir.

VI TEATRO Y CINE DIRECTORES Y CREACION COLECTIVA

Las distintas caras del teatro: entre Nuevo Teatro y Tercer Teatro Kati Róttger ¿Qué significa el nuevo teatro hoy en el Perú, después de que la crisis ideológica ha sacudido la confianza en las posibilidades de cambiar la sociedad y tomando en cuenta que no es de esperar que haya una solución a la crisis económica? ¿Cómo reaciona el nuevo teatro ante estas crisis? ¿Implican ellas su derrumbe y ponen de manifiesto su carácter efímero y su dependencia de las corrientes políticas y sociales en boga? ¿O podrá manifestarse como una necesidad social, oponiendo su creatividad a la miseria contemporánea? Preguntas sobre la razón de ser del nuevo teatro, preguntas sobre el tema de este simposio, crisis y creación. El crítico de teatro peruano Hugo Salazar del Alcázar ya ha dado una respuesta: la mejor dramaturgia vive y sale de las épocas de profunda crisis. [...] Es dentro de ésta donde los nuevos creadores peruanos encontrarán la identidad simbólica a partir de los diversos vínculos entre lo nacional y universal, lo ceremonial y cotidiano, lo ético y lo estético, lo actancial y lo gestual (1989a, 308). ¿Pero quiénes son los nuevos creadores en el Perú? ¿Y qué es lo nuevo? En muchas publicaciones se escribe sobre el nuevo teatro peruano (cf. Salazar del Alcázar 1989, 1990) de una manera global, lo cual lleva a una confusión alrededor del término "Nuevo Teatro". La crítica no tiene en cuenta que el Nuevo Teatro es un concepto propio para el desarrollo de un teatro específicamente latinoamericano, que difiere profundamente de los otros dos conceptos de teatro que tenían y tienen un gran impacto en el teatro en el Perú: el del Teatro Popular Político y el del Tercer Teatro. A continuación voy a explicar los principios básicos del Nuevo Teatro, acentuando las diferencias entre éste y los otros dos conceptos nombrados y refiriéndome a lo que significan para el teatro peruano actual y dentro del tema de este simposio.

Los principios fundamentales del Nuevo Teatro Fue el colombiano Enrique Buenaventura, director del una vez legendario Teatro Experimental de Cali, quien estableció las bases teóricas del Nuevo Teatro. Además, la fundación de la Corporación Colombiana de Teatro en 1969 fue uno de los primeros pasos en el camino del desarrollo del Nuevo Teatro en Latinoamérica. El concepto del Nuevo Teatro da, justamente, una respuesta muy constructiva al problema de la crisis, porque se funda en las mismas estructuras económicas, políticas, sociales y teatrales de los países

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latinoamericanos y contribuye con una propuesta teatral al discurso de la "identidad nacional" y "cultural" de los distintos países desde una perspectiva policultural. Buenaventura publicó sus primeras reflexiones sobre la realización de un Nuevo Teatro propio y nacional en Latinoamérica a finales de los años sesenta, en una época cuando el Perú vivía un cambio político radical con la denominada revolución del general Velasco, la cual influyó en la transición del Teatro de Arte al Teatro Popular. La misma se realizó después de que el nuevo gobierno militar hubiera decretado que el teatro debía dedicarse al proyecto nacional de educación. Lo utilizó como instrumento político para informar a la población en todo el Perú sobre el nuevo modelo peruano, mientras daba los primeros pasos culturales para implementarlo. A estos planes educativos y culturales se les debe, por un lado, la invitación del promotor del teatro político popular Augusto Boal para que se llevaran a cabo los Programas de Alfabetización en el interior del país, y por el otro, la fundación del Teatro Nacional Popular (TNP) bajo la dirección de Alonso Alegría. En Colombia, el gobierno reformador estaba realizando asimismo una política cultural ofensiva, pero dirigida hacia la centralización de la cultura en Bogotá. Se les ofreció a los grupos de teatro de Bogotá fundar un teatro oficial en la capital. Contrariamente a lo ocurrido en el Perú, donde el teatro fue empleado como medio de propaganda, en Colombia el teatro oficial sancionado por el gobierno debería de servir como válvula para debilitar la oposición de los estudiantes e intelectuales, que en aquel entonces estaba creciendo rápidamente. A los teatristas colombianos esa oferta les dio motivo para oponerse a la intervención gubernamental en el teatro y para manifestar su independencia total, política y económicamente. Con esto determinaron la primera característica esencial del Nuevo Teatro. La decisión de mantener la independencia económica ocasionó una crisis económica permanente en el teatro. Dueños de sus mínimos recursos, los teatristas del Nuevo Teatro tuvieron que hacer de la pobreza una virtud y hasta una categoría estética. Aceptaron así conscientemente el reto de buscar otros caminos para sobrevivir. Uno de ellos fue la consagración al teatro pobre, al teatro del escenario vacío. Al mismo tiempo, Buenaventura formuló una segunda característica importante del Nuevo Teatro, acentuando la diferencia con respecto al Teatro Político Popular, tal como se estaba desarrollando, por ejemplo, en el Perú desde principios de los años setenta. Buenaventura se opuso, ya en aquella época, a la instrumentalización política y didáctica del teatro: por un lado, contra aquélla como la que llevó a cabo el gobierno de Velasco con el TNP, siguiendo el concepto del francés Jean Vilar, que entendía el teatro popular como un medio para educar culturalmente al pueblo. Por otro lado, contra aquella forma de Teatro Popular practicada en el Perú por la oposición de izquierda y que utilizaba el teatro como instrumento político para enviar sus mensajes revolucionarios a todas las partes del país.

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En un coloquio sobre el Teatro Popular en el año 1971, Buenaventura dijo aludiendo al Teatro del Oprimido de Augusto Boal: Algunos pretenden que los explotados no desean otra cosa que lo que suele llamarse "teatro popular", que no están en capacidad de participar en una experiencia realmente artística. Estos han degradado la expresión "arte popular". [...] El aceptar que hay que "dar" un teatro de baja calidad al principio para luego ir "elevando" al nivel del público [...] es postular que el público no está maduro para la libertad (1978, 292). El concepto de la calidad tiene un significado central dentro del Nuevo Teatro, porque se considera el teatro a priori como un fenómeno estético. A la gente del Nuevo Teatro le interesa demostrar en escena que es capaz de arrebatar a la burguesía el monopolio del teatro [...] como medio de apropiación de la realidad como "arte". [...] Les interesa [...] mostrar que es capaz de construir un Nuevo Teatro con lenguaje autónomo, peculiar en contenido y forma (Buenaventura 1979, 215). La calidad artística especial del Nuevo Teatro se sitúa dentro de una perspectiva enfática del arte. Pero también, y ésta es la tercera característica del Nuevo Teatro, nace de una relación abierta con el público: "Buscamos la comunicación, fundamentalmente, en la relación que se establece entre la pieza y el público" (Buenaventura 1978, 294). No se pretende una comunión con el público homogéneo. A través de la diversión y del goce del espectáculo polemizamos con el público y, terminando el espectáculo, [...] se abre la polémica (Buenaventura 1989, 187). En esta relación se halla nuo del discurso común, artística sobre la manera llegar a la expresión de dramaturgia nacional.

la médula de lo nuevo. Se trata de un proceso contide la inspiración mutua, y sobre todo de la reflexión de vivir de este público heterogéneo. El objetivo es la identidad cultural a través de la creación de una

El Nuevo Teatro en el Perú ¿Cómo puede uno juzgar desde la actualidad el desarrollo del Nuevo Teatro en el Perú teniendo en cuenta las características mencionadas? El Nuevo Teatro en el Perú nació más tarde que en Colombia. Los grupos de teatro peruano no se consolidaron como organización hasta 1985, cuando la Muestra Nacional de Teatro se extendió a seis regiones del país y cuando se fundó el Movimiento de Teatro Independiente (MOTIN), una institución comparable a la Corporación Colombiana de Teatro.

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Anteriormente, había surgido en el Perú precisamente aquel Teatro Popular contra el cual nos había prevenido Buenaventura (1978, 292). Sin embargo, a finales de los años setenta se inició un período de transición, luego del cual los grupos de teatro peruano llegaron a las mismas conclusiones que Buenaventura a finales de los años sesenta. Un paradigma de este desarrollo es la experiencia que tuvo el grupo Yuyachkani en 1972 con su primera producción Puño de Cobre, montaje de varias escenas en el estilo del teatro de documentación según lo enuncia Boal. Se trata de la matanza de un grupo de mineros en huelga por soldados del gobierno y de las posibilidades políticas y organizativas de la resistencia. En los primeros encuentros con su público, sobre todo con los mineros de la Sierra Central, quedó claro que el mensaje político había sido entendido y recibido con entusiasmo, pero fue evidente también el descontento con la forma del espectáculo: el público preguntó si los actores habían olvidado sus disfraces. (Los actores llevaban el vestido típico de la juventud urbana de aquella época: Blue-Jeans y T-Shirts.) Esta anécdota es sintomática de la experiencia de muchos otros grupos de teatro, en la mayoría de los casos provenientes de la ciudad, que hacían a su nuevo público protagonista de sus obras sin conocer su manera de vivir y sus raíces culturales. Esta es una de las razones por las que no se estableció una verdadera comunicación. Max Meier escribe en su tesis Cultura Popular y el teatro moderno en el Perú acerca de esta problemática: Tomaron por ejemplo estructuras del concepto de cultura y política chino como modelo para su propio trabajo y no se dieron cuenta de las posibilidades de la compleja cultura andina existente, no la integraron en su trabajo teatral. Esto no ayudó a mejorar la relación con el público (1991a, 56; traducción de la autora). Esta vivencia muy directa de las dificultades de comunicación con el público llevó a reconocer que el nuevo público no quería ser adoctrinado, sino tenido en cuenta, que no quería ser educado, sino tratado de igual a igual, que no quería recibir una lección política, sino ver teatro político. Este cambio fundamental en la relación con el público abrió en el Perú, diez años después de que Buenaventura publicara su manifiesto sobre el Nuevo Teatro, un espacio para la creación paulatina de un teatro heterogéneo e integrador del pluralismo cultural, dedicado a la construcción de la identidad nacional sin rasgos populistas ni patrioteros. En lugar de utopías políticas, este teatro muestra los focos de crisis en la sociedad, porque, como dijo Buenaventura en 1970, "insiste, fundamentalmente, sobre la deformación colonial de nuestra vida social, política, económica y cultural" (1978, 294). Los actores de Yuyachkani fueron los pioneros dentro del proceso de desarrollo paulatino del Nuevo Teatro en el Perú. Después de las experiencias vividas con la producción Puño de Cobre, los miembros del grupo viajaron a la Sierra para conocer la cultura de las poblaciones de aquella región y apren-

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der las danzas, los ritmos y familiarizarse con los instrumentos indígenas. El grupo buscó entablar contacto con la gente a través de pasacalles o de la representación de pequeñas escenas que eran discutidas con el público posteriormente. Los nuevos conocimientos recogidos de esta manera fueron utilizados por el grupo en la próxima gran producción en 1979: Allpa Rayku, un hito en el camino hacia el nuevo lenguaje teatral, y asimismo la producción que representa, en cuanto a la relación con el público, la transición del Teatro Popular Político al Teatro Nuevo. La obra está basada en testimonios de campesinos acerca de la lucha por la recuperación de su tierra y cuenta cómo un pueblo recobró su tierra y, necesariamente, tuvo que dar una nueva forma a su vida comunitaria. Formalmente, la representación está orientada dentro de la tradición oral andina. Elementos de la cultura popular, tales como cantos e instrumentos originales, danzas, máscaras, vestido típico y en parte el quechua, fueron integrados. El mensaje político y la integración del público en la representación a través de una gran fiesta final eran elementos que mostraban todavía una cierta fidelidad a los principios del Teatro Político Popular. Pero las investigaciones realizadas anteriormente y la reflexión sobre la vida y la cultura andinas en el escenario ya marcaban el inicio del Nuevo Teatro. Allpa Rayku tuvo mucho éxito en la ciudad y en el campo: por primera vez aparecieron protagonistas populares en una obra de teatro, representando su propia cultura. Hoy, el Nuevo Teatro en el Perú ha conquistado un lugar significativo en la sociedad peruana. Una condición importante para este desarrollo ha sido la profesionalización del teatro, lo cual, en el caso del Nuevo Teatro no significa resultados perfectos o la publicación de obras brillantes, ni tampoco la construcción de una gran sala de teatro o el nacimiento de grandes estrellas. Profesionalización en el Nuevo Teatro significa entender el teatro como trabajo sin por ello buscar las certezas del teatro comercial; significa también que cada actor toma la responsabilidad ética, artística y organizativa de su grupo. De esta manera, de la profesionalización y de la relación abierta con el público, surge — siendo ésta la cuarta característica importante del Nuevo Teatro — un concepto de dramaturgia abierta que no se basa en el teatro como género literario, sino en la práctica del montaje y en la invención creadora del actor: la creación colectiva. Creación colectiva es un sinónimo del teatro de la incertidumbre, que produce intencionalmente una crisis para superarla después. Nada se encuentra fijo: ni la obra, porque el grupo (o un miembro) la está inventando él mismo, ni el proceso de creación, porque los actores trabajan mediante improvisaciones, ni el resultado, porque la crítica del público cambia el espectáculo, ni las funciones de los miembros del grupo, porque tienen múltiples tareas como actores-creadores-promotores. El valor fundamental de la creación colectiva es la capacidad de correr los riesgos. Si se considera a Allpa Rayku como una producción de transición del Teatro Popular Político al Nuevo Teatro, en 1983 el grupo Yuyachkani creó, después de haberse profesionalizado definitivamente, Los músicos ambulantes, una

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producción muy respresentativa del Nuevo Teatro. El grupo se refiere en esta obra a los problemas más virulentos de la sociedad peruana: la existencia de regiones étnica y culturalmente muy diferentes, la necesidad de su integración y el problema de la migración. El grupo trasladó estos temas de una manera simple pero apropiada a un argumento. En una adaptación libre del cuento infantil Los músicos de Bremen y de su versión italiana Los Saltimbanquis, se muestra el destino de cuatro animales como representantes de las distintas regiones marginalizadas del Perú, que van camino a la capital prometedora. El asno representa al campesino de la Sierra, el perro al pobre joven de la pequeña ciudad costeña, la gallina a la población negra y la gata encarna a la región de la selva, que para la mayoría de los peruanos es una región totalmente desconocida. Las primeras palabras de introducción de la gata, "Yo soy de Lamas. De la Selva Alta", dan al perro el motivo para la respuesta precipitada: "¡No te dije que era extranjera!". Este fragmento es también un ejemplo de la distancia irónica, de la burla, con la cual muchas veces la miseria social está tematizada en el Nuevo Teatro. En Los músicos ambulantes, Yuyachkani ha cumplido con la quinta característica importante del Nuevo Teatro, la invención de personajes nacionales, y ha solucionado así uno de los problemas más difíciles de la creación colectiva. Si un grupo de teatro lleva a cabo una producción teatral en creación colectiva, entonces, en la mayoría de los casos, parte de un tema general para concretizarlo mediante la invención de situaciones y conflictos específicos. Estos forman el marco referencial de la obra. Puesto que los personajes construidos sobre esta base "representan" las posiciones antagonistas y protagonistas dentro del conflicto, resultan muchas veces tipos esquemáticos, sin carne y sangre, sin personalidad. Sin embargo, justamente en Los músicos ambulantes las personalidades complejas y populares dan vida al espectáculo, en su variedad, su vitalidad, su musicalidad. Son personajes que siguen el concepto antinaturalista del director y teórico colombiano del Nuevo Teatro, Santiago García: El personaje tiene que ser concebido como un espacio de contradicciones de la sociedad incluyendo en este espacio las causas de las contradicciones de una época, porque no se limita a la imagen de sí misma sino incluye las contradicciones de códigos [...] que dan la posibilidad de la producción de una imagen en la que el reconocimiento del público [...] se produzca plenamente (1983, 86s.). En el caso de Los músicos ambulantes ello quiere decir que el público reconoce, en el personaje del asno, por ejemplo, no solamente la imagen del animal, sino que la asocia con el campesino andino. A través de la alienación, el personaje no es meramente folklórico, sino que funciona en varios niveles. La cadena de asociaciones anima, sobre todo dentro de la imagen del asno en la ciudad, a que el espectador reconozca las contradicciones de la sociedad. Por

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ejemplo, el choque cultural que sucede cuando se encuentran costumbres campesinas y urbanas, la alienación del campesino en la ciudad y la necesidad de desarrollar otras estrategias para sobrevivir. Si se contempla la historia, el desarrollo y el rostro contemporáneo del Nuevo Teatro en el Perú de hoy, se puede concluir que ha logrado establecerse como movimiento. Mientras que la Corporación Colombiana de Teatro tuvo finalmente muchos problemas por su endurecimiento ideológico y por peleas políticas y personales entre algunos de sus miembros, el MOTIN (fundado en 1985 como institución organizadora de 40 grupos de teatro en Lima y desde 1990 en todo el país), decidió de modo consciente ser políticamente independiente, porque quería, según Meier, "facilitar a muchos grupos de teatro de un gran espectro la conexión con la organización y [...] evitar la pelea ideológica" (1991, 85). Lo mismo sucede con la Muestra de Teatro Peruano, que desde 1979 tiene lugar en varias regiones del país y funciona como foro muy importante para el encuentro de los grupos, la estabilización del Movimiento y la formación técnica de los teatristas. Mientras que en Colombia, la Muestra de Teatro dio origen a peleas entre los grupos profesionales y grupos aficionados motivadas por la competencia existente, la Muestra en el Perú evitó el aspecto competitivo para dar posibilidad de participación a la mayor cantidad de grupos posible. En segundo lugar, los grupos de teatro peruano han logrado descentralizar el movimiento y trasladarlo de la capital a las provincias. En 1989 participaron, según Meier, 50 grupos de las provincias en la Muestra y solamente 19 de Lima. Más aún, a principios de 1991 se realizó en Cajamarca el Primer Congreso Nacional de Teatro con participantes de todo el país. Tal vez estos logros se deban justamente a las experiencias profundas con el Teatro Popular Político, a la aproximación paulatina al público peruano y al gran compromiso entre teatro y público, tanto en la ciudad como en el campo. El Nuevo Teatro en Perú ha creado un espacio cultural libre, que, sobre todo en la crisis social y económica de hoy, atiende a la necesidad del público de reflexionar sobre los sucesos cotidianos y políticos que individualmente apenas son comprensibles. El Nuevo Teatro es un teatro que no cede a la crisis, sino que, por el contrario, toma la crisis como base de su existencia. Sobre esto, señala Buenaventura en una entrevista de 1989: ¿Qué es el desarrollo? Nosotros, los latinoamericanos, figuramos en el mundo como países en vía de desarrollo, pero en realidad estamos en vía del subdesarrollo. Y yo además pienso, y esta es un poco mi utopía, pienso que no vamos a desarrollarnos nunca. Debemos hacer inventar otras cosas para no desarrollarnos 1 .

1

De una entrevista con la autora, marzo 1989.

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Quizás estas palabras casi cínicas explican el granito de esperanza que nunca desaparece totalmente de los espectáculos del Nuevo Teatro hasta hoy, a pesar del incremento de la miseria, de la violencia y de la pobreza. En la producción de Yuyachkani del año 1989, Contraelviento, que por razones políticas es más densa que las anteriores, la protagonista Coya ofrece al eqeqo, un símbolo de suerte y prosperidad, granos de maiz, que él distribuye al público.

El doble mensaje del Tercer Teatro Otra corriente que tiene un gran impacto en el teatro peruano actual es la del Tercer Teatro. Sus fundamentos, que difieren profundamente de los del Nuevo Teatro, fueron formulados por el director teatral italiano Eugenio Barba, alumno de Grotowski, en base a experiencias realizadas con su grupo Odin Teatret que tiene su sede en Dinamarca. Este grupo vino por primera vez al Perú en el año 1978, al Taller Latinoamericano del Teatro de Grupo, organizado en la ciudad Ayacucho por el grupo de teatro Cuatrotablas con los auspicios de la UNESCO. Para muchos grupos peruanos, los espectáculos del Odin Teatret fueron una revelación, por el lenguaje técnico-corporal excelentemente trabajado y por el uso de medios de expresión teatral muy cuidadosamente elaborados, profesionales e innovadores, los cuales ofrecían una perspectiva etnoantropológica que influyó en muchos grupos de teatro respecto a la manera de usar elementos teatrales tales como zancos, máscaras y danzas populares. El grupo que más se identificó con el Odin Teatret y que mantiene una relación continua con él es Cuatrotablas. Este grupo tomó contacto por primera vez con Eugenio Barba y Jerzy Grotowski en los Encuentros del Tercer Teatro en Belgrado en 1976, poco después de haber visto al Odin Teatret con su producción ¡Ven! Y el día será nuestro en el III Festival Internacional de Teatro de Caracas. En el año 1980, el director de Cuatrotablas, Mario Delgado, participó en la primera sesión de Barbas International School of Theatre Anthropology (ISTA), donde yo, como participante de la misma escuela, conocí a Mario Delgado. El encuentro del grupo Cuatrotablas con el Odin Teatret cambió fundamentalmente su trabajo teatral. Hasta su producción La Noche Larga (1975), una creación colectiva sobre la base de un espectáculo del grupo portugués A Comma, el grupo se comprometió sobre todo con los problemas socio-históricos de su país. ¡Oya! (1972) y El sol bajo las patas de los caballos (1974) son ejemplos internacionalmente conocidos de esta búsqueda. Según Hugo Salazar del Alcázar, La Noche Larga es la obra que marca la etapa de la cancelación del discurso explícito de la épica social para querer hablar teatralmente de la ética existencial. [...] A partir del siguiente montaje, [Encuentro, 1977] Cuatrotablas va de la historia general hacia la anécdota existencial (1989, 310).

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Sin querer cuestionar la importancia del Tercer Teatro para el desarrollo del movimiento teatral peruano, sobre todo en el aspecto del entrenamiento corporal, hay que insistir en algunas diferencias fundamentales entre el Nuevo Teatro y el Tercer Teatro a pesar de que, sin duda, en el teatro peruano actual las dos corrientes se encuentran en muchos casos entrelazadas. El mismo Eugenio Barba insiste en su afinidad con el "teatro de grupo" en Latinoamérica. En su artículo "La casa con dos puertas", explica: Una colega cubana me dijo: "En realidad, tú eres un latinoamericano nacido en el exilio." ¿Hay algo cierto en este cumplido? Creo que sí. He crecido en el sur de Italia. Me convertí en adulto en Noruega, como emigrante. Como hombre de teatro me formé en Polonia. El teatro que fundé es danés. Pero dentro de los teatros de Latinoamérica me siento como en casa (1989b, 4). En este artículo, Barba se opone a la idea de que El Odin Teatret pudiera haber influido o influir en los grupos de teatro latinoamericanos. El no quiere hablar de influencias, lo considera un "modo de pensar equivocado" (ibíd., 9), sino sobre el pasado común de todos los profesionales de teatro, "el lugar donde nosotros, gente de teatro, estamos en casa" (ibíd., 10). Al lado de las diferencias existentes, Barba acentúa también las presentes características comunes de los grupos de teatro latinoamericano y del Tercer Teatro, que consisten en la "elección existencial de resistencia contra la sociedad" (ibíd., 4), en la búsqueda de una identidad y en el ethos 2 . Sin embargo, no hay que olvidar que el Tercer Teatro es básicamente un concepto pedagógico, aun cuando Barba insista en que el "Tercer Teatro no indica [...] una 'escuela'[...]. Indica un modo de darle sentido al teatro". Y lo explica: "¿Cómo definir de otro modo el trabajo de grupos casi siempre autodidactas, o que sólo con el sudor logran imponer el derecho a su existencia y para los cuales no existen escuelas? (ibíd.). El mismo da dos respuestas, la una es ideológica: "El éthos es el conjunto de respuestas en acción a esta pregunta" (ibíd., 1). Y la otra es técnica: darle al actor autodidacta un instrumento básico para la actuación. La ISTA es la realización del aspecto ético y del aspecto técnico de una manera pedagógica. La primera meta de la ISTA, y también de los muchos seminarios que Eugenio Barba organiza, consiste en enseñar al actor (autodidacta) una "manera especial del uso del cuerpo" (Barba 1980, 11), la cual es contraria a la actitud cotidiana, no-reflexiva y repetitiva del actor occidental en la escena convencional. El concepto de la antropología del teatro indica la preocupación por técnicas de actuación que comprendan los aspectos lingüísticos, semióticos, históricos, biológicos y no exclusivamente sicológicos, como lo ha venido practicando

2

M e pregunto por qué entonces llama a su s u e ñ o de un teatro transcultural "Eurasian

village" y no "Euramasian village" (cf. Barba 1982a).

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hasta ahora, según Barba, la investigación científica del actor dentro de la tradición europea (cf. Ruffini 1981, 19s.). La antropología del teatro investiga las "bases pre-expresivas del comportamiento del actor" (Barba 1980, 11) para llegar a "una nueva definición de los problemas prácticos y teóricos de la actuación" (ibíd.). Busca principios que se repiten y que se hacen presentes en varias formas de actuación para formar así un instrumentario corporal básico útil al actor (autodidacta). Barba encuentra estos principios en técnicas de actuación asiáticas (como Kabuki, Noh, Kathakali), que por su codificación estricta difieren profundamente de la actuación cotidiana y sicológica europea. El descubrió dos principios básicos para la realización del entrenamiento preexpresivo como contribución didáctica fundamental: "la danza de las oposiciones" y "el principio de la simplificación" (Barba 1982b, 12-18). El primero significa evitar la acción directa. Cada movimiento produce en el mismo momento de su realización su oposición para llegar así a la máxima tensión del cuerpo. Por ejemplo, en el teatro tradicional de la India no existe ninguna posición recta, sino que el actor está, a través de las posiciones, forzado a moverse en forma de S: el hombro forma la oposición al torso y éste a la cintura, etc. Para explicar el principio de la simplificación, Barba usa el vocabulario del teatro Noh: la oposición entre una fuerza que estimula la acción (energía en el espacio) y una fuerza que la detiene (energía en el tiempo), invisible, pero que produce una tensión que lleva al máximo el uso de la energía. El actor puede realizar este par de ejercicios de oposiciones intentando al mismo tiempo conservar el equilibrio. Estos principios contribuyen finalmente al conocimiento de la exploración corporal del actor y de sus posibilidades de trabajo, haciendo uso de energías distintas que le permiten combatir la obviedad para conseguir una presencia corporal máxima en el escenario. La realización de estos principios como instrumentario básico del actor noasiático contiene, en mi opinión, dos problemas graves. El primero es que Barba reduce el arte del actor asiático a una serie de principios básicos repetibles para el actor occidental, sin tener en cuenta que éste pierde así la conexión con las codificaciones de su propio contexto cultural y queda despojado de la significación narrativa del mismo. The eastern performers [...] do indeed have at their disposal a repertory of signs — madras — refering to objects in the real world [...]. The Kathakali actor offers a gestual narration, a story told not with words, but with gestual narrative units, which can certainly be identified or described with words, but are not themselves words (Pavis 1992, 173). En el Tercer Teatro, el repertorio de movimientos, dentro del cual se desenvuelve tanto el actor europeo como el latinoamericano, carece de referente y por esto tampoco cuenta con la posibilidad de ser reconocido. El entrenamiento

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se limita entonces a ser pura acción, sin sentido referencial. Al mismo tiempo, este repertorio forma la base sobre la cual tendría que ocurrir la interacción entre los actores, sus gestos y el texto literario. Dentro del concepto del Tercer Teatro "the performer should [...] invent (together with the director and the mise en scène as a whole) a situation within the text [that] makes a sense" (ibíd., 174). Sin embargo, en su práctica como director, Barba reduce un texto a priori a sus acciones para concretizarlo a través de los movimientos (cf. Rottger 1983, 41 y Pavis 1992, 161). "Everything abstract, intellectual, or diluted by philosophical commentary is eliminated in the interest of concrete and univocal action" (ibíd., 175). Al actor tampoco le está permitido interpretar el texto emocionalmente o intencionalmente, su capacidad creativa no cuenta (cf. Rottger 1983, 44). Lo que cuenta es sólo la precisión e intensidad de la acción. El director monta finalmente las acciones corporales del actor en combinaciones de movimientos oposicionales sorprendentes. Esta manera de trabajo corporal concreto, de "juxtaposing and coordinating gestures" (Pavis 1992, 166) sobre la base de los principios de actuación asiática, sin referentes, conlleva a una estética de la rigidez y a un universalismo uniforme que se puede observar en muchos montajes del Tercer Teatro, en los cuales, si bien fascinan la capacidad corporal y la energía de los movimientos, al mismo tiempo las repeticiones de los movimientos intensos llegan a dominar la estética de la escenificación, lo que, en cierto momento, puede llegar a resultar monótono. El segundo problema yace en la actitud didáctica del concepto del Tercer Teatro, cuya médula no es lo estético, sino lo ético: "His ethic is his [the actor's] art" (Barba 1979, 49). El entrenamiento del actor según los principios descritos es extremadamente duro y es necesario practicar muchos años para lograr la presencia corporal aspirada. Es aquí donde vemos el "sentido final" que hay que "darle al teatro" (Barba 1989, 4). A través del entrenamiento cotidiano extremadamente duro, el actor tiene que confrontarse "consigo mismo" (Salazar del Alcázar 1989a, 302) para lograr calidades éticas tales como coherencia, intensidad y responsabilidad. Tendrá que alcanzarlas con una disciplina férrea y voluntaria: "The theatre, like ali artistic activities, is discipline" (Barba 1979, 34). Pero ¿quién es capaz de determinar cuando uno ha sobrepasado su propio límite? La actitud ético-didáctica del Tercer Teatro lleva muy fácilmente a la dependencia del maestro o del director. Barba mismo dice: "The importance of one teacher is [...] that he places himself as a limit for the student. He is the restraint through which something can be formed" (ibíd., 55). Debido a la dependencia del director o maestro y a la reducción a principios corporales pre-expresivos, el Tercer Teatro tiende a estancarse en el nivel del entrenamiento y no ofrece al actor la posibilidad de traducirlo estéticamente. El director del grupo teatral Yuyachkani describe precisamente esta dificultad como confusión al referirse a las experiencias de los grupos de teatro peruano en su artículo "El Puente de Huampaní o El Teatro de Grupo":

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La controvertida presencia del Odin Teatret y de Eugenio Barba motivó encendidas polémicas alrededor de conceptos de teatro como "Tercer Teatro", "cultura de grupo", y también adhesiones que significaron, en un momento inicial, cierta tendencia mimètica con la propuesta estética del Odin. Sin embargo, sería mezquino y también falsear la historia el no reconocer que los planteamientos de Barba para el trabajo del actor son una herramienta importante que no implica necesariamente un resultado estético predeterminado. Ha habido y hay todavía confusiones entre lo que es el entrenamiento y el espectáculo, entre el trabajo pre-expresivo del actor y el trabajo del actor sobre su personaje [...]. Estas confusiones han producido algunos resultados artísticos por los que ha sido combatido el planteamiento de Barba sin ser muchas veces conocida la propuesta original (Rubio 1989, 24). Lo que Rubio describe como confusión es, en mi opinión, un problema inherente al concepto del Tercer Teatro. Lo que ofrece estéticamente es la continuación de las combinaciones de movimientos puros, (in)tensos, rígidos, elaborados durante el entrenamiento. En la mayoría de los casos (si no se trata de grupos con una larga trayectoria que ya hayan desarrollado un lenguaje teatral muy propio), resulta de esta base didáctica una intensidad uniforme en la escena, que podría ser descrita como "cierta tendencia mimètica". Esta problemática se deja observar, por ejemplo, en la producción de Cuatrotablas que el director Mario Delgado montó después de haber participado en la ISTA. Se trata de La Agonía y la Fiesta (1982) sobre el poema de César Vallejo, un espectáculo que fue, según Salazar del Alcázar, el "catalizador [...] de la introspección grupal que se empieza a saturar y a dar señas de asfixia" (ibíd., 311). En este montaje, [...] el protagonista es el acontecimiento mismo, la angustia, la euforia, el desarraigo existencial y social sin mediación de un discurso lógico secuencial que lo sustente; es la aproximación al grado cero del hecho escénico (ibíd.). Lo que predomina en este montaje es la soledad de los personajes, encarcelados en sus movimientos. Los actores quedan reducidos a pasos y gestos que quieren comunicar, pero que no encuentran el canal para lograrlo. De esta manera, no se esclarece la relación entre los personajes que se han reunido para el velorio y todo el montaje cae en un vacío, al "grado cero del hecho escénico". Además, se observa que los actores no están acostumbrados al estricto entrenamiento corporal que exige la técnica para lograr mantener la tensión de los movimientos prescrita, lo cual acentúa la impresión de vacío. Teniendo en cuenta experiencias como la anterior y sus limitaciones como propuesta teatral, el grupo Yuyachkani decide traducir las propuestas de Barba a su propia realidad:

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En nuestro caso [...] hemos asimilado y condicionado los planteamientos para el entrenamiento del actor a nuestra realidad y necesidad de grupo. [...] Somos de la opinión que no debe confundirse el entrenamiento con el espectáculo. [...] El discutido entrenamiento ("training") es, pues, a nuestro entender, ni un fin, ni una propuesta estética (ibíd., 22). Sin embargo, también en una producción como Contraelviento es evidente el influjo del entrenamiento propuesto por Barba que sólo deja de ser visible si se trabaja con sus principios básicos. Si se compara la estética de la mayoría de los espectáculos del Tercer Teatro con la de los espectáculos elaborados siguiendo al Nuevo Teatro, lo que llama la atención en primer lugar es la impermeabilidad del espectáculo del Tercer Teatro, impermeabilidad que es el resultado de la rigidez corporal y de la concentración aislada de cada actor en sus propios movimientos. Frente a esta impermeabilidad, se presenta como una gran oposición la actitud abierta de los espectáculos del Nuevo Teatro. El actor del Tercer Teatro parece encerrado en sus movimientos. De la lucha permanente consigo mismo resaltan la ausencia total de comunicación en la escena y la soledad del personaje (cf. Pavis 1992, 166). El actor del Tercer Teatro tiende a quedar sólo como material para el montaje, mientras que la capacidad creadora del actor del Nuevo Teatro es requerida en todos los niveles del proceso teatral, una actitud que es fundamental en la autodeterminación cultural. La comunicación (entre los actores y entre éstos y el público) constituye la clave del Nuevo Teatro. Por el contrario, en el Tercer Teatro existe la confrontación: entre actor y director, entre actor y actor, entre los movimientos particulares y entre espectáculo y público. Incluso el famoso "trueque" del Odin Teatret no es un acto de comunicación: se trata de la "demostración" de un producto elaborado por un grupo teatral ante un (no acostumbrado) público, elegido con la esperanza de que este público responda a su vez con una demostración. Esto es algo completamente distinto al proceso comunicativo con el público que propone el Nuevo Teatro, que quiere marchar junto con su público en un proceso de creación común y constante de su cultura. ¿Qué novedad puede ofrecer entonces el Tercer Teatro a los grupos peruanos? Por una parte aporta lo que ya existe: la estructura de grupo, la búsqueda de una expresión teatral policultural, el estado consciente de grupo marginado por la cultura oficial. Y aparentamente sus espectáculos ofrecen, a través del lenguaje corporal y visual, de su energía y uso de elementos provenientes de muchas culturas, algo que se conecta con la búsqueda estética de los grupos latinoamericanos. Los espectáculos parecen, a primera vista, míticos, enigmáticos, ambiguos, imaginarios, irracionales, lo que se opone a la cultura verbal, racional y logocéntrica europea. Sin embargo, en el fondo, Barba propugna los valores de formación que, justamente, son la base de las sociedades europeas, proclamando esto como

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estrategia de supervivencia para los que luchan al margen de la sociedad. Con la ilusión de que a través de la disciplina voluntaria se consiga la autonomía, él actúa según el ideal burgués europeo, según el cual, el individuo debe ser capaz de controlarse a sí mismo. La obligación de ser coherente, consecuente, disciplinado, firme y cumplidor, determina la opresión de todo aquello que podría entorpecer el orden establecido: emocionalidad, espontaneidad, dudas, es decir, signos de debilidad. La disciplina sirve para establecer el orden en el cual el individuo se integra voluntariamente con mayor facilidad (cf. Foucault 1976, 19). Empero, el teatro siempre ha sido justamente el lugar de refugio para escapar de este orden, el lugar donde valen la emocionalidad, las lágrimas, las angustias, la intuición y la compasión. Y justamente en el Nuevo Teatro de Latinoamérica son la espontaneidad, el humor, la apertura, la emocionalidad y la capacidad de comunicación las características que no concuerdan con el concepto europeo de la racionalidad y eficacia, pero que justamente es tan importante desarrollarlas como fuerza alternativa. Es de esperar que Miguel Rubio tenga razón cuando dice: El caso peruano es bastante ilustrativo de cómo el movimiento ha sabido asimilar estos [de Barba] planteamientos, adaptándolos a sus necesidades y sin renunciar a su identidad y a las múltiples maneras de hacer teatro hoy en el Perú (Rubio 1989, 24).

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Apuntes sobre el cine y la novela Giovanna Pollarolo Hablar de las relaciones entre la novela y el cine supone multitud de posibilidades. Se pueden estudiar, por ejemplo, las influencias de la literatura en el cine, o las del cine en la literatura. Los estudios de las primeras son las más usuales y se han orientado especialmente al tema de las adaptaciones. Los segundos tratan de responder, según Urrutia a estas preguntas: ¿es posible hallar estructuras fílmicas en obras literarias, o viceversa?, ¿se ha apropiado la literatura de temas y géneros que el cine ha cultivado con más autonomía? (1983, 8) Si bien Pió Baldelli (1966) intenta una clasificación tipológica de las adaptaciones — menciona aquéllas que utilizan la obra literaria con el fin de obtener una trama y unos personajes; las que extraen ciertos hechos para crear una serie de secuencias que, realmente, sólo adquieren significación refieriéndolas a la obra literaria; las que se limitan a ilustrar; las que buscan completar la obra literaria dinamizándola o desarrollando ciertos aspectos; y las que logran imponer al relato cinematográfico un sello personal — el tema básico que debe ser considerado es el de la narratividad, código que el cine comparte con el teatro, la novela, la ópera, los números de circo, el vaudeville. Como ya ha señalado Fell en un estudio que aborda el tema narrativo y su relación con el cine: Lo que más interesa a nuestros fines es señalar que las técnicas empleadas por el cine no le son propias, sino que han sido tomadas de medios al parecer tan diferentes entre sí como la novela del siglo XIX, las primitivas historietas, la obra de cubistas e impresionistas, lo más "pop"de la literatura popular, y los entretenimientos para todo tipo de público ofrecidos en el teatro, las ferias de volatineros y los salones familiares. Todo ello caracteriza una orientación narrativa común poco menos que ignorada hasta hoy, debido sobre todo a que las distintas corrientes de la tradición se han estudiado por separado, si es que alguna vez se las tuvo en cuenta (1977, 16). La narratividad fílmica tomó prestados los modelos narrativos del melodrama teatral y de la novela, específicamente de la novela decimonónica. Gimferrer señala que desde el punto de vista del lenguaje narrativo, puede decirse que el cine, hasta hoy mismo, sólo ha conocido dos épocas: la anterior a Griffith y la posterior a él, en tanto que éste decidió a) que el cine era [...] algo que servía para contar historias, y b) que el modelo o patrón para contar historias debía buscarse [...] en la novela decimonónica (1985, 7).

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La famosa anécdota que cita Eisenstein1 ilustra con claridad tal convicción: Cuando en 1908 Griffith se plantea la adaptación de Enoch Arden, el poema narrativo de Tennyson, quiere mostrar un primer plano donde la atribulada protagonista lamenta la ausencia de su marido y, a continuación, por corte directo, otro primer plano del marido, náufrago en una isla desierta. El procedimiento pareció, entonces, tan sumamente audaz que los directivos de la Biograph — el estudio que había contratado a Griffith — pusieron el grito en el cielo. "Cómo se puede exponer el asunto dando semejantes saltos? ¡Nadie entenderá nada!", decían. "¿Sí?", responde el realizador, "¿Acaso Dickens no escribe así?". "Sí, pero Dickens es Dickens", siguen empecinándose los de la Biograph, "él escribe novelas y eso es completamente distinto". "La diferencia no es tan grande... yo hago novelas en cuadros", concluye Griffith (Company 1987,13). Así, de Griffith para adelante, el interés fue fundamentalmente narrativo, y lo sigue siendo por lo menos en el grueso de la producción cinematográfica. Se trataba, y se trata, de contar historias con imágenes, de la misma manera que los novelistas lo hacen con las palabras. Esta constatación permite plantear dos problemas diferentes. a) La estructuración del relato: la anécdota citada permite comprobar que Griffith asimiló procedimientos cinematográficos tales como la utilización del primer plano, el montaje alternado, el paralelo, etc., a partir de la lectura atenta de las novelas de Dickens. Es decir, el cineasta se valió de los recursos narrativos del novelista para encontrar equivalentes fílmicos adecuados que le permitieran contar una historia. b) Griffith quiere narrar con imágenes lo mismo que se narra con palabras. Ya no se trata de buscar equivalentes fílmicos, sino de adaptar. A propósito de ello, interesa saber que gran parte de las películas filmadas a lo largo de la historia del cine se basan en historias tomadas tanto de novelas de escaso o nulo valor literario, como de obras literarias consagradas por su calidad. Estas últimas, en más casos que en menos, han sido objeto, en el guión y la realización, de un tratamiento que las coloca, como películas, en el nivel de las primeras. Y al contrario, existen muchos filmes de notable calidad que adaptaron novelas carentes de valor literario. El interesante diálogo que sostiene Truffaut con Hitchcock da cuenta de ello:

1

Company toma la anécdota de Serge Eisenstein (1970, 180-236): "Dickens, Griffith y nosotros".

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T: Hay un gran número de adaptaciones en su obra, pero se trata casi siempre de una literatura estrictamente recreativa, de novelas populares que Ud. reelabora a su manera hasta que se convierten en películas de Hitchcock. Entre las personas que le admiran, algunas desearían que hiciese adaptaciones de obras importantes y ambiciosas, Crimen y castigo, por ejemplo. H: Sí, pero no lo haré nunca porque Crimen y castigo es precisamente la obra de otro. A menudo se habla de los cineastas que en Hollywood deforman la obra original. Mi intención es no hacerlo nunca. Yo leo una historia sólo una vez. Cuando la idea de base me sirve, la adopto. Olvido por completo el libro y fabrico cine. Sería incapaz de contarle Los pájaros de Daphne du Maurier (Truffaut 1974, 57). El respeto a la obra de otro, la independencia autorial, el conflicto entre mantener una profunda fidelidad equivalente a la sumisión y a la tentación de modificar; la capacidad o incapacidad de expresar en imágenes aquello que está expresado con palabras, etc. son problemas que se discuten cuando se trata de la adaptación de novelas consagradas; discusión que por sí sola habla de la necesidad del cine de independizarse de la literatura, vista — antes, más que hoy — como un arte mayor y con mayúsculas. Howard Hawks, uno de los más importantes directores del llamado cine clásico americano, expresa con acierto esta manera de ver el problema de las adaptaciones, a propósito de To have and Have not, la novela de Hemingway que adaptó usando el mismo título. El entrevistador, Joseph McBride señala que la película no tiene mucho que ver con la novela. Hawks responde: No había nada en la película que apareciera en el libro. Hemingway y yo estábamos pescando en el Cabo Oeste y yo trataba de convencerle de que escribiera para películas. El decía: "no, estoy bien donde estoy. No quiero ir a Hollywood, no me gusta y no sabría qué hacer". Le dije: "mira, estás siempre sin un duro ¿por qué demonios no ganas algo de dinero? Cualquier cosa que escribas la puedes transformar en una película. Puedo hacer una película con lo peor que hayas escrito". Dijo: "¿qué es lo peor que he escrito?" "Esa basura titulada Tener y no tener". "Necesitaba dinero", dijo. "No puedes hacer una película con eso" (McBride 1988, 110). Al margen de estar de acuerdo o no con la valoración del cineasta, lo cierto es que la película se filmó y es ahora un clásico del cine. Lo que interesa de las anécdotas citadas es que ambas ilustran la convicción bastante extendida de que a mayor calidad literaria, peor será el resultado fílmico. Esta generalización valorativa que se basa en casos particulares de adaptaciones, elude la necesidad de un estudio serio del problema por cuanto las condena de antemano al fracaso. Gimferrer reconoce la existencia de una relación importante entre el cine y la novela desde el punto de vista de las adaptaciones, y establece:

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Una adaptación genuina debe consistir en que, por los medios que le son propios — la imagen — el cine llegue a producir en el espectador un efecto análogo al que mediante el material verbal produce la novela en el lector. No se trata de reproducir o mimetizar los recursos literarios, sino alcanzar, mediante recursos fílmicos, un resultado análogo. Esta es la base de las adaptaciones fílmicas acertadas, que logran autonomía y no siempre deben ser necesariamente fieles (1985, 63). Ahora bien ¿cuáles son y han sido las relaciones entre el cine peruano y la novela? Si bien es cierto que la del cine en el Perú, fue siempre una historia crítica. La inestabilidad de la crisis fue la condición habitual y el estado natural en todas y cada una de las etapas de su intermitente existencia (Bedoya 1992, 306), encontramos, a pesar del reducido número de producciones, una preferencia de los cineastas peruanos por adaptar obras literarias, casi todas ellas, si no todas, obras importantes dentro del panorama narrativo peruano. Así, en 1945, Bernardo Roca Rey filmó La lunareja, adaptada de una de las Tradiciones Peruanas de Ricardo Palma. Según Bedoya, la película resultó rígida, acartonada y asumió la historia de Palma como garantía de solvencia cultural. En 1955, el español José María Roselló anunció la filmación de un guión de Sebastián Salazar Bondy basado en un relato de Cuentos andinos de Enrique López Albújar, escritor muy leído en esa época. Pero la película no se llegó a filmar. Y es justamente en 1955 cuando nace el movimiento cinematográfico que el crítico Georges Sadoul llamó "la Escuela del Cuzco". Sadoul señalaba: Existe, desde comienzos de 1956, en la vieja capital del Imperio Inca, una "Escuela del Cuzco", en la que escritores, poetas, pintores, cineastas, casi todos indios en un 75 ó 100% han dado obras importantes2. Estos cineastas incorporaron la presencia del campesino, del mundo indígena y la condición de sus habitantes, al cine peruano. Fue el escritor José María Arguedas, vinculado a este grupo por el interés etnográfico de los cortometrajes, quien promovió la exhibición en Lima de Corpus del Cusco, Lucero de nieve, Carnaval de Kanas y Corrida de toros y cóndores. Los cusqueños filmaron excelentes cortometrajes, pero cuando pasaron a la ficción sufrieron muchos tropiezos. Esta interesante experiencia culminó en 1966 debido al fracaso crítico

2

Comentario de Bedoya 1992, 181, quien retoma un comentario de George Sadoul, a la sazón cronista de Lettres Françaises.

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y comercial de Jarawi, una adaptación del relato de Arguedas, Diamantes y pedernales. De Jarawi dice Bedoya: El errático y confuso desarrollo del relato delataba la carencia mayor: los cineastas cusqueños no supieron imponer en sus cintas de ficción la disciplina formal indispensable para que la anécdota discurriera por el cauce narrativo adecuado para lograr la inteligibilidad del relato. Optaron por la deshilvanada sucesión de los cuadros y viñetas coloristas. En realidad no supieron estructurar la historia, el relato fílmico (ibíd., 152). Amparado en la Ley de Promoción Cinematográfica dictada en los años 70 durante el gobierno militar, Luis Figueroa, integrante de la fenecida Escuela del Cusco, filmó Los perros hambrientos (1976), basada en la novela de Ciro Alegría; y Yahuar Fiesta (1986), en el relato de José María Arguedas. Y en 1988, Michel Gómez (Marsella, 1959) se atrevió a adaptar la monumental Todas las sangres de Arguedas. Aún cuando estas tres películas presentan problemas de diversa índole, las emparentan sus serios problemas narrativos, el afán ilustrativo y la retórica declamatoria. Pero Figueroa a pesar del tratamiento laxo, desganado, confuso, está atento a las posibilidades de captación verista del paisaje, de los espacios físicos que son el escenario donde ocurren incidentes lastrados y se desenvuelven personajes escasamente delineados. La realidad entrometida, resistente, indiscreta, salvó del naufragio a Los perros hambrientos y Yahuar Fiesta (ibíd., 218). La adaptación de Todas las sangres, en cambio, fue realmente fallida. Una novela compleja, con multitud de historias, con tensión épica y dramática capaz de dar cuenta de un país diverso y múltiple desde diversas perspectivas, requería un tratamiento selectivo y orgánico desde el punto de vista narrativo y la elección de una propuesta coherente que desarrollara una de entre las muchas lecturas que sugiere la novela. Gómez optó por la ilustración confusa, por la caótica acumulación de episodios. El llamado cine urbano también adapta. José Luis Flores se basó, para un episodio de Cuentos inmorales (1978) en un relato del escritor Oswaldo Reynoso, "El príncipe". Escritor que, según J. M. Oviedo "con su modo excesivo, insolente y agrio de ver y caricaturizar la urbe enferma" (1970, 50) encontró una adaptación narrativamente más sólida pero carente de la fuerza del relato de Reynoso. Francisco Lombardi es el más prolífico adaptador: de No una sino muchas muertes (Enrique Congrains Martín) realizó Maruja en el infierno (1982); de La ciudad y los perros (Mario Vargas Llosa), la película del mismo nombre (1985); y en Caídos del cielo (1990) uno de los episodios se basa en el relato de Julio Ramón Ribeyro "Los gallinazos sin plumas".

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Preocupado por desarrollar una dramaturgia adecuada a sus intereses y a su voluntad de realizar una obra que entronque con la tradición clásica del cine narrativo, no parece ser una coincidencia su decisión de adaptar para el cine novelas y cuentos. Y desde el punto de vista narrativo, sus adaptaciones han sido más felices que las de otros cineastas. Ciertamente, en Maruja en el infierno no desbordan el salvajismo, la fuerza, los exabruptos de la novela, pero la película comparte con ella ese mundo de valores aberrantes, locales y vigentes sin incurrir en el folklore ni en el didactismo de la denuncia social. Para adaptar la vasta novela de Mario Vargas Llosa, Lombardi y Watanabe, el guionista, recurrieron a la condensación, eliminando el mecanismo pendular que llevaba la acción del colegio a la ciudad y viceversa, para concentrar las acciones casi exclusivamente en el espacio cerrado de la escuela; y eliminaron la multiplicidad de narradores y puntos de vista entrecruzados, así como los diversos cambios de tiempo para optar por organizar el relato fílmico a partir de la perspectiva del personaje de Alberto, el poeta. Todo ello en detrimento de lo que de "más cinematográfico" tiene la novela. En efecto, J. M. Oviedo ha señalado la gran influencia que tiene el cine sobre los recursos narrativos de Mario Vargas Llosa, como veremos más adelante. Y en cuanto a la adaptación de "Los gallinazos sin plumas" de Ribeyro, ésta conserva la base argumental pero introduce una serie de cambios en el relato a fin de adecuar la narración a las necesidades de la película. Lo que sí que conserva del cuento es esa atmósfera obsesiva y delirante, así como la capacidad de expresar la crisis de nuestro país. El segundo tema de estos apuntes gira en torno a las influencias que ha ejercido el cine sobre la literatura. Hace años se puso de moda en Francia hablar del précinéma, de las construcciones de tipo cinematográfico que se encontraban en obras literarias escritas antes del invento del cinematógrafo. Los teóricos de tal idea piensan que los cineastas cuentan con precursores ilustres "a quienes sólo les faltó una cámara para ser genios del cine" (Urrutia 1983, 33). Paul Leglise, por ejemplo, llegó a elaborar un guión técnico completo del primer canto de La Eneida. Se trata de asimilar el lenguaje literario al cinematográfico analizando el texto escrito como si éste fuera un guión con indicaciones específicas y propias del cine. Si bien este tipo de estudio ya no interesa a nadie, han sido muchos los autores y críticos que se han ocupado, al hablar de las novelas escritas después de la aparición del cinematógrafo, de estudiar formas de construcción literaria que son consideradas cinematográficas. Así, cuando Oviedo comenta el discurso narrativo de Los cachorros, dice: Las analogías más próximas son de orden visual: el efecto estilístico de este procedimiento (se refiere a la manera acelerada, casi simultánea como son presentados los diálogos, lugares, acciones, ruidos, fantasías, frases sueltas) puede asimilarse al de una cámara cuyo

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obturador se abriese y cerrase continuamente variando cada vez los objetos, el foco, los ángulos, el sujeto; o, directamente, a las imágenes fracturadas y discontinuas de la narración cinematográfica moderna (1982, 204). En el estudio dedicado a La ciudad y los perros, el mismo crítico afirma que en el fragmento que cita se pueden encontrar recursos típicos de la técnica cinematográfica: planos generales, camera eye, flashback, travellings, cióse up, etc. y que el montaje de diálogos, tiempos e interlocutores, así como el desplazamiento espacial sin referencias que indiquen tales cambios, son recursos empleados por el cine3. Pero Vargas Llosa cuando se refiere, en La orgía perpetua, a la novela conductista, es decir, aquella en la que predominan los actos sobre las motivaciones, donde la perspectiva primera del relato no es el mundo interior de las ideas, sino el de las conductas, los objetos y los sitios, y que emplea el punto de vista de un narrador invisible, dice: Algunos críticos atribuyen a Hemingway la invención del relator invisible, por el uso brillante que dio a este punto de vista, y otros señalan que su aparición en la novela fue una consecuencia del cine. En realidad, es el punto de vista hegemónico en Madame Bovary (1975, 261). Urrutia también duda de una influencia tan evidente: Si ciertas formas de construcción literarias, que consideramos como cinematográficas, se dan no sólo en obras literarias contemporáneas del cine, sino también en otras muy anteriores a él ¿por qué razón afirmar que los autores actuales, al utilizarlas, se manifiestan influidos por el cine y no por otra obra literaria? ¿Por qué no considerar — dice Marie Claire Ropars — su uso como una creación puramente literaria coincidente con otras? (1970, 36) Ciertamente resultaría ocioso preguntarse si, de no existir el cine, la literatura hubiera seguido el camino que siguió. Es evidente que existen novelas "que parecen cinematográficas"; pero también es cierto que cuando el cine adapta estas novelas sigue — a su manera — la línea narrativa antes que las estructuras formales. En todo caso se trata más de analogías, de equivalencias de "ecos": es "como si fuera cine" diremos ante determinada novela. Pero cuando esa novela se convierta en película, empleará los recursos de planificación y montaje de manera

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Sería interesante plantear el tema de las influencias mutuas desde el punto de vista del género. El caso de la novela policial y el cine negro es ilustrativo. En el Perú, películas como Profesión detective (Huayhuaca, 1986), La fuga del chacal (Tamayo, 1987) y Abisa a los compañeros (Degregori, 1979) también pueden dar cuenta de un tipo de relación cine-literatura que no pasa por el tema de las adaptaciones.

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distinta. Y es que aquí el tema en cuestión es el de la enunciación. El discurso fílmico emplea técnicas narrativas4 propias, ajenas a las del discurso verbal. Es en este nivel, no en el del relato, en el que se presentan las diferencias básicas. Algunos escritores peruanos que han publicado en los últimos años presentan referencias cinematográficas de diversa índole. La novela de Alonso Cueto, Deseo de noche (1993), es un relato de corte policial cuyo punto de vista se asimila al de una cámara subjetiva permanente. Y Caramelo verde (1993), de Fernando Ampuero, recuerda a ese cine negro en el que el personaje es víctima de su curiosidad o del azar. Ambas novelas respiran una atmósfera cinematográfica perfectamente adaptada a la ciudad de Lima. En el primer caso, el protagonista es un tímido y solitario profesor de clase media; y en el segundo — más claramente orientado al submundo de la delincuencia y el tráfico de drogas — es un cambista de dólares, personaje típico desde hace algunos años de las calles limeñas. Mario Bellatín en Canon perpetuo (1993) ha optado por un narrador distanciado y objetivo, que muchos dirían "cinematográfico" pues parece registrar las acciones como si cumpliera la función de una cámara de cine. Miguel Gutiérrez en Babel, el paraíso (1993), con un lenguaje, del que se diría "casi visual", relata el argumento y las imágenes de una película posiblemente soñada, con tal precisión que el lector tiene la ilusión de estar contemplando esas imágenes. La novela de Oscar Malea, Al final de la calle (1993), presenta personajes, situaciones y ambientes propios de la urbe y del mundo juvenil que le son muy caros al cine y recuerdan ese universo de las pandillas, de los jóvenes rebeldes o aburridos, delincuentes o semidelincuentes del cine americano. Y Caballos de medianoche (1985), de Guillermo Niño de Guzmán parece haber trasladado al Perú, a Lima, ese mundo nocturno y difuso del cine negro, los bares, el jazz, los personajes solitarios. Finalmente, tal vez no interesa demasiado determinar si viene todo ello del cine o de la literatura misma; lo que es innegable es que existe entre ambos medios, y esto ocurre también en el Perú, un diálogo que será fructífero y enriquecedor tanto para el cine como para la narrativa.

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El estudio del discurso como acto de enunciación permite plantear una serie de problemas

ajenos a la estructura del relato y que son básicos para analizar las diferencias reales entre el discurso literario y el

fílmico.

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Bibliografía Novelas y cuentos citados Alegría, Ciro. 1965. Los perros hambrientos. Lima: Populibros peruanos. Ampuero, Fernando. 1992. Caramelo verde. Lima: Jaime Campodónico editor. Arguedas, José María. 1966. Yahuar Fiesta. Lima: Populibros peruanos. —. 1973. Todas las sangres. Lima: Peisa. —. 1986. Diamantes y pedernales. Lima: Editorial Horizonte. Bellatín, Mario. 1993. Canon perpetuo. Lima: Jaime Campodónico editor. Congrains Martín, Enrique. 1983. No una sino muchas muertes. Lima: Alfredo y Víctor Congrains L. Editores. Cueto, Alonso. 1993. Deseo de noche. Lima: Apoyo. Gutiérrez, Miguel. 1993. Babel, el paraíso. Lima: Colmillo Blanco. Malea, Oscar. 1993. Al final de la calle. Lima: Ediciones El Santo Oficio. Niño de Guzmán, Guillermo. 1984. Caballos de medianoche. Lima: Ediciones andinas. Palma, Ricardo. 1953. Tradiciones peruanas. Madrid: Aguilar. Reynoso, Oswaldo. 1991. El príncipe. En: Los inocentes. Lima: Colmillo blanco. Ribeyro, Julio Ramón. 1972. Los gallinazos sin plumas. En: La palabra del mudo. Lima: Carlos Milla Batres. Vargas Llosa, Mario. 1982. Los cachorros. Lima: Editorial La Oveja Negra del Perú. —. 1986. La ciudad y los perros. Barcelona: Seix Barral. Referencias Baldelli, Pió. 1966. El cine y la obra literaria. La Habana: Ediciones ICAIC. Bedoya, Ricardo. 1992. Cien años de cine en el Perú: una historia crítica. Lima: Universidad de Lima-ICI. Company, Juan Miguel. 1987. El trazo de la letra en la imagen. Madrid: Cátedra. Eisenstein, Serge. 1970. Reflexiones de un cineasta. Madrid: Editorial Artiach. Fell, John. 1977. El filme y la tradición narrativa. Buenos Aires: Ediciones Tres Tiempos. Genette, Gérard. 1980. Figures III. Cornell: Cornell University Press.

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Gimferrer, Père. 1985. Cine y literatura. Barcelona: Planeta. McBride, Joseph. 1988. Hawks según Hawks. Madrid: Akal. Oviedo, José Miguel. 1982. Mario Vargas Llosa, la invención de una realidad. Barcelona: Barrai editores. Truffaut, François. 1974. El cine según Hitchcock. Madrid: Alianza editorial. Urrutia, Jorge. 1984. Imago litterae. Cine y literatura. Sevilla: Ediciones Alfar. Vargas Llosa, Mario. 1975. La orgía perpetua. Barcelona: Seix Barrai.

El cine en el Perú: ¿la luz al final del túnel? Jorge Zavaleta Balarezo El cine peruano intenta salir del túnel oscuro en que se encuentra atrapado desde hace por lo menos cinco años. Quisiera emular los intentos de Brasil y Argentina, donde en apariencia existe una industria cinematográfica establecida, capaz de lograr mercados más amplios para sus producciones. Aunque es cierto que, en el fondo, la situación del cine latinoamericano no deja de ser crítica. El año pasado (1993) se estrenó en las salas peruanas tan sólo un filme, Anda, corre, vuela, del director Augusto Tamayo San Román, quien en 1987 había tenido un relativo éxito taquillera con La fuga del chacal, en que destacaba, aunque lateralmente, el problema vigente del narcotráfico sumado a escenas de violencia y tórridos romances. En 1994 parece que la cantidad de estrenos seguirá siendo mínima. Hasta ahora sólo se ha proyectado en los cinemas locales Asia, el culo del mundo, un proyecto muy personal del director Juan Carlos Torrico, que demoró cuatro años en hacerse realidad. Ello pone en evidencia aún más las dificultades que implica desarrollar la actividad cinematográfica en el Perú. La respuesta del público hacia Asia..., si bien no ha sido masiva, le ha permitido mantenerse durante tres meses en la cartelera limeña, lo que no es común cuando se trata de un estreno nacional. La escasa pero exigente crítica especializada, que se manifiesta en la prensa nacional, opina que las películas peruanas no son malas, sino que no reflejan el gusto de un público más acostumbrado al cine estadounidense, que pinta realidades imposibles de "materializar" en nuestros países aspirantes al desarrollo. En los últimos 20 años puede afirmarse, con certeza, que unas doce cintas peruanas poseen un nivel más que aceptable. Y este año (1994) el Estado ha convocado un concurso por medio millón de dólares para el mejor guión cinematográfico. El presidente Alberto Fujimori confirmó este financiamiento durante su presencia en el Encuentro de Cineastas Latinoamericanos, realizado en el Cusco, una de las principales ciudades de la sierra peruana. Durante la dictadura populista del general Juan Velasco (1968-1975) fue promulgada una ley que permitió, al principio, cierto auge del cine nacional. Así surgieron cineastas de visiones y formaciones disímiles como Federico García y Francisco Lombardi, cuyas obras mejor concebidas, en el conjunto de su filmografía, quizá sean La boca del lobo y El caso Huayanay: testimonio de parte, respectivamente. Las siguientes películas de Lombardi — Caídos del cielo y Sin compasión — lograron un inusual éxito de público y crítica, debido a su contenido sobre la Lima de los años 90, en la primera, y la adaptación de la novela Crimen y castigo de Dostoyevski, en la segunda.

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Lombardi ha sido premiado, asimismo, en importantes festivales extranjeros como los de Biarritz, Montreal y Cartagena, y su filme Maruja en el infierno, basado en la novela No una, sino muchas muertes, de Enrique Congrains Martín, fue pre-seleccionada para el Oscar a mediados de los 80. Su última producción es Bajo la piel, una historia de amor filmada en el pueblo costeño de Pacasmayo, al norte de Lima. Esta cinta está en la lista de espera de los próximos estrenos, aunque su primera exhibición será fuera del Perú, y se diferencia notablemente de las películas iniciales de Lombardi, en las que abordaba el tema del fin de la vida, previa tortura o sufrimiento como fueron sus largometrajes Muerte al amanecer y Muerte de un magnate, rodados a fines de la década de los 70, y que evidenciaban cierta tendencia a la experimentación aunque con claras fallas formales. En los años velasquistas se autorizó el llamado "derecho de pantalla" que obligaba a todas las salas a exhibir las cintas realizadas en el país. Se creó, asimismo COPROCI, una comisión de promoción cinematográfica que "evaluaba" cada filme. Así como estimuló el cine propio, también el régimen militar velasquista instituyó la censura. El público limeño no alcanzó a ver en su momento producciones de fama internacional como El último tango en París, de Bernardo Bertolucci, y Las mil y una noches del extinto Pier Paolo Pasolini. Estas, y algunas otras, recién pudieron especiarse con el retorno a los regímenes democráticos, en 1980. Al mismo tiempo, la ley instituida por el gobierno militar estimuló el rodaje de cortos, los que abundaron hasta comienzos de los años 80. Varios directores peruanos iniciaron precisamente su carrera en ese campo, lo que suele ocurrir en literatura, cuando los novelistas han dado sus primeros pasos en el género cuentístico. Hasta hace unos pocos años, mientras era posible producirlos, se realizaba el Festival Nacional de Cortometrajes, promovido por la Filmoteca de Lima. En 1978 asistimos al estreno de dos películas que hallaron cierta acogida: Cuentos inmorales y Aventuras prohibidas reunían, cada una, cuatro historias distintas sobre vivencias locales. Aunque en ambos casos la calidad no fue muy notoria, estas películas permitieron el debut de directores que luego continuarían una carrera personal con distinto destino y fortuna. Los 80 comenzaron con Abisa a los compañeros y La familia Orozco. La primera estuvo basada en un libro del periodista Guillermo Thorndike y desarrollaba el tema del asalto a un banco en pro de "una causa revolucionaria". Y la segunda fue un guión original sobre la lucha por las ocho horas de trabajo en las haciendas costeñas a principios de este siglo, reivindicación que se logró finalmente con la Reforma Agraria de 1969. El factor económico se ha constituido en la razón principal que impide un despegue definitivo del cine nacional. Isaac León Frías, uno de los críticos de cine más enterados del país y también director de la Filmoteca de Lima, opina que el mercado cinematográfico del Perú es muy pequeño. Una consecuencia

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directa es la reducción de la mayoría de salas de exhibición, situación que no es privativa del Perú sino de casi toda Latinoamérica, tierra que sufre la presencia del monopolio norteamericano, el cual selecciona, segmenta y margina mercados. Sin embargo, el circuito comercial ha mejorado en meses recientes. Se han inaugurado multicines — varias salas en un solo local — y la oferta ha aumentado, incluyéndose en ella filmes británicos, españoles, franceses y cubanos, coincidiendo con la conmemoración del primer centenario del séptimo arte. León Frías también opina que los pocos productores peruanos no se proyectan al mercado externo y es que las películas deben ser realizadas con miras a la exportación, aspecto que sí lo tiene en cuenta, por ejemplo, Brasil, con sus largometrajes y telenovelas, estas últimas de singular éxito y aceptación en diferentes latitudes del planeta. Las principales películas peruanas participan en festivales de diversas partes del mundo pero no hallan un mercado donde ser exhibidas. Otros críticos de cine piensan que el Perú cuenta con un buen grupo de cineastas — Marianne Eyde, José Carlos Huayhuaca, Alberto Durant, Armando Robles Godoy, entre otros — cuyos filmes son interesantes pero que no alcanzan presencia internacional, encontrándose la causa en las limitaciones sociales, económicas y educativas, que impiden levantar una industria cinematográfica. Ahora, la tendencia mayoritaria en el cine latinoamericano es rodar coproducciones, es decir con la participación de diversas instituciones y empresas extranjeras, como las alemanas, inglesas y españolas. El monto mínimo que se requiere en el Perú para rodar una película es de unos 500 mil dólares, suma pequeña, pero cuya inversión es de alto riesgo para recuperar. Pese a este panorama poco alentador hay que reconocer que ciertas películas peruanas han logrado el apoyo del público como las ya referidas de Francisco Lombardi, sumándose a ellas Gregorio y Juliana, que tratan sobre la vida de los niños que viven y trabajan en las calles. Estas dos fueron obras del hoy desaparecido Grupo Chaski. Otras han sido Alias La gringa, el testimonio auténtico de un delincuente urbano, de Alberto Durant, y Tupac Amaru, presunta recreación de la vida, gloria y sacrificio de un precursor de nuestra independencia, a cargo de Federico García. En el país existe una agrupación de exhibidores de cine, CONAEXCI, y este año se aprobó, gracias a la nueva ley que entró en vigencia hace unos meses, el nacimiento del Consejo Nacional del Cine, presidido por el profesor José Perla Anaya, y próximamente se discutirá, en una comisión especializada, la creación del Instituto del Cine y se conocerá el ganador del premio de los 500 mil dólares para el mejor guión. Actualmente la exhibición, siempre dominada por los Estados Unidos, se concentra en Lima, ciudad capital, que cuenta con unos 50 cines. El negocio en el interior del país se ha reducido profundamente. En la capital cumple un rol

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muy importante la Filmoteca de Lima que, además de programar clásicos y muestras internacionales, se ha convertido en un archivo de cintas cinematográficas. También existen cinco cineclubes que programan interesantes películas de diversas nacionalidades. Acerca de la exhibición, se confía en un despegue con el proyecto que hay que construir cerca de 18 salas en dos centros comerciales, después de un período en el que más de 20 cinemas cerraron sus puertas y se convirtieron en locales de sectas religiosas, bingos y otros negocios. La situación actual de la cinematografía peruana se presta a la duda y el escepticismo. "Ojalá que todos los proyectos respecto al cine en el Perú, salgan adelante, como lo esperamos exhibidores, cineastas y espectadores", manifiesta el propietario de una cadena de cines de Miraflores, uno de los más importantes distritos comerciales de Lima. En el Perú, el cine acaba de cumplir cien años. El sábado 2 de enero de 1897 se realizó la primera función pública de una película. El cine peruano ha pasado por etapas bien marcadas. Períodos de relativa bonanza y tiempos de crisis constituyen la historia de este arte. El gobierno militar, motivado por una ideología "revolucionaria" intentó dirigir el cine en el Perú, de ahí que las cintas que se exhibieron en ese período (1968-1980) recurrieran casi siempre al tema de la explotación del campesino en la sierra, o a la filmación de ritos andinos. No se ha optado en el Perú por otra alternativa que no sea la del realismo y la comedia. En cualquier caso, la comedia no ha sido exitosa. Durante mucho tiempo, el cine en el Perú careció — carece aún — de acción y movimiento. Las películas eran lentas y aburridas, además de la falta de un lógico — e indispensable — lenguaje cinematográfico. Se espera que con los nuevos dispositivos legales y el apoyo financiero del Estado y del sector privado, factor decisivo, el cine peruano se convierta, de una vez, en lo que debe ser: un arte y un entretenimiento formativo, didáctico y novedoso.

VII EL ARCO IRIS PERUANO LA DIFICIL CONVIVENCIA DE LAS CULTURAS

Perú, mestizos sin mestizaje Jorge Díaz Herrera Reflexiones preliminares Al margen de mis obras de creación literaria, de mis crónicas sobre los diversos acontecimientos de estas y de otras épocas, los únicos ensayos sobre literatura que he escrito son "Contra el Eguren que no es" y "El humor en la poesía de Vallejo", publicados por primera vez y respectivamente en Revista de crítica literaria latinoamericana, dirigida por Antonio Cornejo Polar, y en Cuadernos Hispanoamericanos, revista dirigida por Félix Grande. Entre el primero y el segundo tuvieron que transcurrir 10 ó 15 años, si no más. Esto les puede dar una idea del tiempo que habría tenido que hacerlos esperar si me hubiese propuesto traerles un nuevo ensayo. Ojalá que esta confesión justifique lo que leeré: un breve testimonio de mis reflexiones sobre la literatura y el Perú. Me rindo a la ilusión de que por lo menos despierte en ustedes una leve impresión de lo que en realidad hubiera querido decirles. Soy un convencido de que las más afortunadas reuniones en torno a la creación artística son aquellas en cuyos debates nadie se pone de acuerdo, pues — de una u otra manera — la obra artística, bien en su contemplación o bien en su creación misma, es la más clara expresión de la soledad humana, de la existencia del individuo como ser singular, como ejemplar único de la especie pese a existir millones de seres semejantes. Creo que en algo, si no en lo único, en que la vida no acepta muchedumbre es en la creación estética. Soy un convencido de que cada obra de arte (cada poema, cada novela, cada cuento, cada sinfonía, cada pintura, cada escultura) es un fin en sí mismo. Es sólo eso. Lo que es: una forma concreta, un microcosmos, un universo que lleva en sus propias entrañas las leyes que lo han generado; una criatura ajena incluso casi siempre a los propósitos de su propio creador; algo que puede servir tanto para el bien como para el mal. Creo que la obra de arte es sólo forma, y sus significados pertenecen a otros campos del conocimiento humano: llámense filosofía, política, historia, antropología, estética. Y si en verdad, como afirmaba Bretón, la literatura es el camino que conduce a todas partes; no es todas partes. Muchas veces me he atrevido a pensar que la creación artística (la signaré de aquí en adelante como literatura) no comunica sino expresa. Que la comunicación implica ser medio de un fin, y la literatura, por ser un fin en sí misma, es otra cosa: es expresión. Ello me ha afirmado en el concepto de que la literatura es un hilo interminable de libros, un tren de palabras al que el escritor tiene el desafío de subir con su propia palabra. Vale decir, con su propia voz.

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Los espejismos La pasión del acto creador suele darnos visiones ajenas a nuestra propia naturaleza de escritores. Suele empujarnos, por ejemplo, al espejismo de hacernos creer voceros de una raza, de una nación, de un conglomerado social al que nos ligan lazos como la herencia social, la condición social y la utopía social. Sin embargo, todo lo que escribimos, a la larga, no resulta sino ser un monólogo; poco importa que la obra conlleve uno, dos, tres, cien o cientos de personajes. Es el autor quien habla en boca de todos ellos y, como tal, debe asumir la responsabilidad de todo lo que su obra diga. Quizá ésta sea una de las expresiones más contrastantes de la naturaleza del escritor: ser uno y ser todos los que ese uno crea. En los años de inocencia juvenil, quienes solíamos reunimos en torno a las inquietudes literarias, ansiábamos cambiar el mundo. Estábamos seguros de que nuestros libros lo cambiarían. Nuestra palabra escrita tendría tanto y más eficacia que cualquier arma. Junto a ella, el activismo político que desplegábamos resultaba una cosa menor. Así era. Pero ya no es así. La lección fue intensamente dura. Hoy, ya no aspiro a transformar el mundo. Mis horizontes en ese sentido se han limitado. La obra que no escribe un escritor no la escribirá nadie por él; en cambio, para las utopías políticas son válidos todos los que creen en ellas. Las utopías políticas requieren de espíritus gregarios, de acciones colectivas, de arquitecturas sociales donde cada quien cumpla una función. La obra literaria no tiene sino un hacedor: el que la escribe. La experiencia política y poética me enseñaron que un escritor no representa a nadie sino a sí mismo, que el enemigo más grande que lo acecha es la oralidad, es decir: el conversador que siempre lleva en sí o el afán de convertirse en el heraldo o el vocero de otros conversadores. La literatura es ficción, cosa imaginada. La única obligación que le debe a la realidad histórica es la de ser literatura, es decir ser lo que es. En tal sentido, para la obra literaria no juega sino un verbo: "ser", mas no estar. Es o no es. El "estar" es verbo de otros menesteres. Y al ser la literatura ficción es esencialmente sinónimo de libertad. Pues el único lugar del universo donde el hombre puede lograr su más plena libertad es en la imaginación. Allí. Sólo allí. Quizá ésta sea también la razón fundamental del porqué la literatura es un hecho individual, un hecho de soledad que bien puede estar acompañada: la imaginación es el único camino infinito que se nos ofrece a cada uno; y no obstante lo infinito, no caben dos. Recuerdo la desventurada historia de aquellos infelices condenados a cadena perpetua. Mientras dos de ellos, al dormirse por las noches, soñaban con sus añorados lugares donde transcurrieron los incomparables años de libertad, cosa que les reparaba en algo su infortunio, el tercero tenía la desdicha de tener un sueño constante: soñaba que estaba preso.

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Pocas parábolas como ésta ilustran con tanta lucidez el valor de la imaginación. La gran obra literaria, sostenía José Carlos Mariátegui, no inicia sino concluye un movimiento. No abre sino cierra una puerta. Es decir, el gran creador es el gran innovador, el que vierte la gota de agua que rebalsa el vaso, para que quienes sigan por ese camino se vean obligados a cambiar, por lo menos, de recipiente. En fin, muchas son las reflexiones que de una u otra manera han ido y van enmarcando el rumbo de mi quehacer literario, bien como escritor o bien como lector. Y es a la orilla de ellas que mi visión del Perú, del Perú histórico, del que me ha tocado y toca vivir cotidianamente, así como del Perú transfigurado en literatura, habita dentro de mí. E s el P e r ú . . . Es el Perú [...] un país de inmensas complejidades sicológicas, sociales, geográficas. De indescifrables enigmas. De paradojas casi inconcebibles. En él coexisten, más que integrándose, oponiéndose, las más diversas culturas, las más diversas lenguas, las más diversas épocas. País plural. Inmenso universo poblado de mestizos que aún no se perfilan en un determinado mestizaje (Díaz Herrera 1991, 14). Luis E. Valcárcel, historiador peruano, refería la siguiente anécdota para ilustrar una de las tantas controversias del Perú: Un antropólogo citadino que se encontraba en un pequeño pueblo de la sierra durante la conmemoración del día de los difuntos, trata de influir contra la costumbre de los nativos del lugar haciéndoles ver que la comida dejada por ellos junto a las tumbas de sus muertos no tiene ningún sentido, pues se pudre y ahí queda, demasiado desperdicio. Un viejo indígena lo escucha y luego le responde que no puede ver quien no sabe ver, que quien come la comida que ahí dejan no es el cuerpo de los muertos sino el alma de ellos, por eso lo que los difuntos comen no es el cuerpo de la comida que les dejan sino el alma de la comida. Nada importa pues que se pudra. Nada se pierde. El sociólogo peruano Carlos Delgado ampliaba dicha versión con la respuesta que a una actitud semejante a la del antropólogo citadino dio un nativo de la costa norte del Perú: Nuestros muertos se levantan a comer la comida que les dejamos a la misma hora en que los muertos suyos se levantan a oler las flores que ustedes les dejan1.

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Carlos Delgado solía contar este hecho en algunas conversaciones.

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Por otro lado, el sabio Antonio Raimondi comparó la geografía del Perú, por lo intrincada y caprichosa que es, con un papel arrugado que alguien empuñó con mucha fuerza y luego dejó caer. Resultaría interminable enumerar rasgos y ejemplos que ilustran el carácter multifacético del Perú.

Y llegaron los otros Cuando en el siglo XV llegaron a América los conquistadores españoles, el Perú era un imperio vastísimo y ya en crisis, sumido en una guerra civil. El Perú de aquel entonces, Tahuantinsuyo o Imperio Incaico, no era sino la suma de innumerables pueblos sometidos por el poder político-militar de los incas. Innumerables pueblos que, a su vez, arrastraban las más enraizadas y contrastantes tradiciones, wancas, xauxas, chancas, tallanes, mochicas, chimús, wari. Cada quien con sus dioses, sus lenguas, sus pasados vencidos pero no extirpados. Si en verdad, el quechua y el sol eran el idioma y el dios obligados por el dominador, subterráneamente seguían perviviendo otros cielos, otras mitologías. El Perú que encontraron los españoles era un Perú complejo y culturalmente desintegrado. De las diversas concepciones acerca de lo que se entiende por cultura, he tomado la que concibe a la cultura como el mundo interior de los pueblos. El Perú del siglo XV era pues un universo de múltiples mundos interiores. Sin embargo, quienes llegaron en aquel entonces al llamado Nuevo Mundo, hoy enrolado en el poco saludable calificativo de Tercer Mundo, no fueron tampoco los integrantes de una cultura homogénea sino de múltiples aristas. Llegaron los españoles, es cierto, pero muchas clases de españoles, españoles de diversas culturas: andaluces, castellanos, vascos, gallegos, catalanes. Bastaría dar un vistazo a la España actual para entender con suma claridad el problema. Luego, para reforzar la fuerza de trabajo diezmada por la mortandad de los indígenas (algunas cifras señalan que la población indígena se redujo de veinte a menos de dos millones) trajeron a los africanos. Llegaron así los esclavos, seres desarraigados de sus mundos naturales, cazados con trampas, marcados. En el Perú, ya republicano, hasta el año 1850, aún pervivía la esclavitud. Aún en los mercados públicos, los negreros ofrecían a los compradores esclavas con derecho a vientre o sin derecho a vientre. Es decir, con derecho a que los hijos de la mujer comprada le pertenecieran al amo que compró o al amo que vendió. A las culturas nativas del Perú, entreveradas con las culturas españolas, se sumaron pues las de los africanos: nuevos dioses, nuevos ritmos musicales, nuevos hábitos de comer, de cantar, de danzar. Después llegaron los asiáticos, seres vencidos por la pobreza. Traídos en condiciones infrahumanas. Endeudados casi de por vida, obligados a pagar aún antes de partir al Perú los costos del pasaje. Vinieron a llenar el vacío de los

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esclavos libertos de las haciendas costeñas, cuyos climas les eran insufribles a los nativos del ande. Llegaron posteriormente los japoneses. Llegaron los europeos fugitivos de las guerras. En síntesis, arribaron todas las culturas, una tras otra, demasiado aprisa, sin que mediara el espacio social requerido para la conjunción de los seres humanos. Y hoy el Perú tiene más de veintidós millones de habitantes, de los cuales más de la tercera parte vive en Lima, la capital. Hoy sí que puede decirse que Lima es el Perú. Pues en Lima viven hacinadas, apretujadas, todas las formas culturales del país. Y esta abigarrada y obligada vecindad está trayendo consigo algo nunca antes producido con tanta extensión e intensidad en el Perú: el mestizaje. Se están mezclando todos y todo, incluso los diversos tiempos. Música, danza, santorales, medicina, chamanería, ostentación y pobreza; en fin, un intrincado laberinto del cual pocos de los que vivimos en Lima estamos al margen. Ya no es pues más el Perú dividido en los dos únicos mundos: andino y costeño. No. Ahora es mucho más. El Perú exige nuevas maneras de mirar. Bien pueden aplicarse al Perú estas frases de César Arróspide, un estudioso peruano de la cultura: Este muestrario, en todos sus niveles, encarna la multiplicidad de visiones del mundo y el cosmos, que se han dado y se dan en el hombre, desde todas las latitudes y épocas (Arróspide de la Flor 1975, 24).

El mundo es ancho y ajeno y Todas las sangres, son títulos de memorables novelas que, por sí solos, bastarían como enunciado de todo lo que acontece en el Perú, y quizá sería mejor decir de todo lo que es el Perú.

Testimonios No obstante las múltiples laceraciones que aquejan al Perú, no quiero referirme en esta ponencia a sus dolores, ya ellos son bastante conocidos y las informaciones al respecto abundan. Quiero más bien contar algunos hechos que, de una u otra forma, bien pueden servir como parábolas de las cuales cada quien sacará su moraleja: Hace muchos años, cuando visité por primera vez la ciudad de Cusco, antigua capital de Tahuantinsuyo, quedé desconcertado al observar a una anciana indígena que, mientras compraba algunos granos de una vendedora cuya mercancía estaba expuesta sobre una manta tendida en el suelo, desataba uno y otro nudo de un largo pañuelo, para al fin sacar de él unas monedas y volver a rehacer los nudos deshechos para luego volverlos a deshacer y rehacer tras guardar el vuelto de la vendedora.

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"¡Qué falta de sentido común!" comenté a mi acompañante, un guía cusqueño, haciéndole notar que lo más lógico hubiera sido que la anciana rehiciera los nudos después de recibir el vuelto. "No es falta de sentido común" me contestó el guía. "Es desconfianza, acuérdese de todas las cosas que les han hecho." En otra ocasión, y también en el Cusco, el poeta Arturo Corcuera recibió otra singular lección de un viejo guía nativo: El grupo de turistas iba de un lugar a otro tras los arrebatados impulsos del guía que, sin desmayar un instante el énfasis de sus explicaciones, señalaba los recintos históricos y agitaba el puño en el aire para enfatizar el coraje de los aguerridos incas en sus feroces luchas contra los conquistadores. "Aquí Cahuide se enfrentó contra veinte chapetones" — vociferaba — "y uno a uno fueron cayendo hechos añicos bajo los golpes de la porra... Aquí Manco Cápac hizo correr a jinetes y caballos hasta donde el diablo perdió el poncho... Aquí, Micaela Bastidas le dio un puñetazo a fulano." Y así narraba batalla tras batalla, enfrentamiento tras enfrentamiento, sin que en ninguno de ellos indígena alguno sufriera una sola derrota. Cosa que, al fin se hizo evidente, iba mortificando cada vez más y más a uno de los turistas que, por el tono de la voz, quedó al descubierto como español, al reclamarle al guía: "¡Acabemos, hombre!" — exclamó — "¿Y en qué momento ganaron los españoles?" El viejo guía fijó la mirada en el exaltado y respondió de inmediato: "Sepa usted que mientras yo sea quien hable, jamás un solo español ganará ni la más insignificante batalla." Un testimonio más: En Lima funcionan las peñas criollas, lugares de canto y baile peruanos que, por lo general, tienen su máximo apogeo los viernes por la noche. Hay peñas para todos los gustos, y bien podría decirse que para todas las culturas: andinas, costeñas, negras, del sur, del norte, del centro y, en fin, hasta de Lima. Una de aquellas peñas es la Felipe Pinglo Alva, que guarda la memoria de uno de los más populares compositores de valses peruanos. Está ubicada al costado de la casa donde vivió Santa Rosa de Lima. La amistad con el presidente de esa peña me convirtió en un asiduo visitante. Me hacían el honor de recibirme en la mesa principal y de compartir con toda la directiva, de la cual era figura prominente Mauro Garcés, un moreno de muchos años que alguna vez integró la selección peruana de básquetbol. Una noche encontré a los amigos bebiendo con más prisa que de costumbre y con un gesto nada usual en sus rostros: tristeza. De inmediato me contaron que al gran Mauro le había dado un ataque de hemiplejía: "Se le ha muerto medio cuerpo" me dijeron. "Medio cuerpo de aquí para acá" me indicó el más compungido, señalándose el lado derecho.

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En fin, pasaron las semanas y la alegría volvió. Hasta la noche aquella en la cual los encontré más apurados en beber y más tristes que nunca. "Y ahora, ¿que pasó?", les pregunté. "Ahora sí que el Mauro se murió todito" me respondieron, y tras algunas botellas más empezaron a cantar los valses preferidos por quien ya era difunto. Aquí concluyo con los testimonios, cuya finalidad no ha sido sino una: la de traer a esta reflexión, entre otras cosas, algo que en el Perú, no obstante su cataclísmica pobreza, no obstante sus laceraciones y su complejidad cultural, es tinta que tiñe a todos: el sentido del humor, el ingenio inagotable.

A modo de conclusión Lo más difícil de la convivencia humana es aceptar a los otros tal y como son y no como quisiéramos que fueran. Y, si esto es así, nada pequeño viene a ser el problema del Perú: un país de tantas tradiciones, de tantas gentes diferentes, de tan variadas y opuestas culturas que tienen que convivir en un territorio tanto y más laberíntico que la propia naturaleza de sus habitantes. Es por eso que creo que la integración del Perú sólo podrá darse no con un criterio de homogenización, sino de mutuo conocimiento y de mutuo respeto. Cuando la conciencia de quienes integramos este país tenga la altura moral de quien sabe decir a su más encarnizado adversario, al modo de Voltaire: "Detesto lo que dices, pero daría la vida porque tuvieras el derecho de decirlo." Y mucho mejor aún, si al modo de Vallejo, llegamos un día a sentarnos en la misma mesa, desayunados todos, con un ruego común: "Sírvete, hermano". He concluido con la alusión a un verso de Vallejo, porque considero que Vallejo es el creador literario cuya voz poética encarna la más alta expresión del mundo mestizo peruano de nuestra época. Mundo mestizo del cual brotan las innumerables vertientes literarias de sus actuales creadores que, en síntesis, no son sino autores de esa compleja y vigorosa novela que es el Perú mismo, un país realmente joven y al que no se le puede juzgar con los mismos criterios que rigen a los pueblos asentados durante largos milenios sobre una forma cultural definida o muy cercana a ello.

Bibliografía Arróspide de la Flor, César. 1975. Cultura y liberación. Lima: Instituto Nacional de la Cultura. Díaz Herrera, Jorge. 1991. El humor en la poesía de Vallejo. En: Cuadernos Hispanoamericanos 492, 7-22.

¿Una modernidad etnocida? El ensayo de interpretación cultural desde 1980 William Rowe La posibilidad de "un Perú integral": la frase es de Mariátegui (1971, 222), pero la preocupación por alcanzar una imagen del Perú capaz de abarcar las diferencias, es recurrente. Se reanuda, con inflexiones nuevas, cada vez que un conjunto de propuestas intelectuales y políticas se agota, o al menos entra en relativo desfase con la realidad vivida. Tal parecería ser el caso del ensayo de interpretación cultural después de 1980. Esbozar algunas de estas inflexiones, surgidas a raíz de "la década de la violencia", es el propósito de estas reflexiones. Para indicar la línea divisoria que marca el nuevo sesgo del debate intelectual, se podrían citar unas afirmaciones que, a pesar de haber sido publicadas en 1982, todavía corresponden a una época anterior: se es cada vez más atento al aspecto subjetivo y cultural del pueblo oprimido en la problemática de la construcción de una sociedad nueva, donde el pueblo oprimido sea el sujeto real. (Kudó 1982, 136) Esta declaración pertenece al libro Hacia una cultura nacional popular de Tokihiro Kudó, y está marcada por una confianza en los sectores marginados que muestra tres características principales: que estos sectores forman parte de un movimiento popular, unificado por los fines comunes que éste persigue; que tal movimiento mantiene una relación estrecha, "orgánica", con los intelectuales; y que sigue una evolución ininterrumpida y positiva. Políticamente, esta confianza se apoyaba en la percepción de que en los años 76 al 78, aparece como un hecho histórico verdaderamente significativo: la emergencia de un pueblo en movimiento, de un pueblo como protagonista de su propio destino (ibíd., 135). No se trata, con el beneficio de una mirada retrospectiva, de ofrecer una interpretación "correcta" — que luego, con el tiempo, mostrará su propia ración de parcialidad. Sólo propongo reseñar algunos tópicos sintomáticos de la ensayística de la última década. Quisiera ofrecer un esbozo y no una mirada exhaustiva. Pero sí quisiera llegar a definir estos tópicos de tal manera que la situación socio-histórica que implican y que los atraviesa se haga visible — no como marco definitorio sino como lo que todavía queda por definir —; las dificultades para acercarse a lo emergente siendo, a la vez, intelectuales y políticas. Trataré de no caer en la trampa de la mirada desde afuera y arriba o de las clasificaciones que sirven para dar seguridad pero no para enfrentarse a la realidad, porque los debates recientes tienden a coincidir en señalar lo complejo y difícil de las nuevas realidades socio-culturales, dificultades que

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incluyen, aunque menos abiertamente, la situación del intelectual y sus discursos frente a los posibles lectores. Por allí, justamente, pasa el problema de los desencuentros entre la síntesis anhelada por las propuestas y la realidad cotidiana y micro-social. Alberto Flores Galindo (1987) da una dimensión histórica al problema en un ensayo sobre la generación del 68, que lleva como epílogo unos versos de Antonio Cisneros que aparecieron en el libro Como higuera en un campo de golf (1972, 120): Soy yo quien sembró el árbol tuvo el hijo escribió el libro y todo lo vi arder 100 años antes del tiempo convenido. Flores Galindo sostiene que las debilidades de la izquierda que se formaron en los años 70 se deben a una tendencia a "refugiarse en el más sólido dogmatismo" (Flores Galindo 1987, 104), mientras que la realidad cotidiana fluía por otro lado y terminaría por echar abajo el edificio de la seguridad dogmática: La importancia de[l] ámbito privado se pudo apreciar años después cuando la crisis de la izquierda arrastra la crisis de la pareja. [...] Algunos decubren que, quizás, en el abandono de un discurso radical han podido mediar demasiado esas pequeñas cosas antes menospreciadas. Lo cotidiano cobra venganza domeñando a esos contestatarios capaces de un discurso extremista sobre el país, pero no necesariamente sobre sí mismos (ibíd., 110s.). El libro reciente de José Guillermo Nugent también considera sintomático ese tipo de desfase, que se nombra en el título El laberinto de la choledad — un laberinto que no puede ser visto ni entendido sino tan sólo cuando se participa en él (Nugent 1992, 18) — y que expresa la dificultad de conciliar las actitudes individuales con el "espacio social", tópico que en otra página se plantea como "la completa disociación entre un proyecto individual y su reconocimiento colectivo" (ibíd., 16). Nugent se propone explicar el desfase mediante una exposición histórica que subraya la operatividad en la imaginación criolla, del "universo paralelo" de la arcadia colonial que, al cruzarse con la cholificación1 de la sociedad, o sea la pérdida de jerarquías fijas, habría creado "una ruptura entre el mundo de las percepciones y el de las representaciones prácticas" (ibíd., 95). Pero hay un sentido en que Nugent reproduce la ruptura que propone diagnosticar. Porque a despecho del llamado a la cautela epistemológica — explícito en la noción de laberinto — y del reconocimiento a Wittgenstein expresado en un epígrafe, recurre demasiadas veces a la tentación de enmarcar desde afuera, con esquemas globalizantes, ese laberinto que se supone carece de horizonte compartido. Estos esquemas le permiten saltar desde lo personal

1 Idea propuesta años antes por Aníbal Quijano en un ensayo de 1964 que Nugent no reconoce (Quijano 1980).

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a lo colectivo, como cuando atribuye un poder explicativo universal a la distinción limpio/sucio para justificar la hipótesis de que el anhelo de una jerarquía perdida se traduce en el desprecio como legitimación social. No se trata de quitar toda validez a lo propuesto, sino de llamar la atención sobre el carácter de un estilo de interpretación que practica una extrema selectividad para luego atribuir los rasgos seleccionados a un "nosotros" unificado por los mismos, y por lo tanto seductor. Se trata de uno de los métodos preferidos de los ensayos sobre la identidad nacional, como en el caso del mexicano Roger Bartra. Sin embargo, el respeto por la diversidad cultural — el problema de fondo — no se logra mediante el abandono de una teorización coherente. El punto de partida sería que no sólo la imaginación criolla sino tampoco el pluralismo liberal y ahora neoliberal protege las diferencias culturales. Pero la cuestión es ¿qué coherencia?. De diversos modos, los ensayistas de la última década dan cuenta del peligro de encerrarse en lo que Flores Galindo llama "el edificio seguro de los conceptos" (Flores Galindo 1987, 104). ¿Se trata de un problema de método, o de un problema sociológico? En cierto sentido, de ambas cosas: porque la necesidad de abarcar de manera múltiple y no jerárquica la realidad, obliga a trabajar con métodos multidisciplinarios y a incluir en el ámbito de la investigación áreas previamente despreciadas, como el imaginario étnico y urbano-popular. Esa transformación de las disciplinas intelectuales y los cambios de actitud frente al objeto de estudio merecen una discusión aparte. Sólo quisiera señalar aquí algunos rasgos que parecen significativos. En el caso de Nugent, el problema que más dificultades crea es el paso de las condiciones y percepciones a través de símbolos y categorías simbólicas hacia el imaginario social. La carencia del argumento, en este sentido, termina contribuyendo a "la desgracia criolla" a la que se trata de analizar críticamente. Queremos decir que apoyar la búsqueda de una nueva identidad colectiva en recetas globalizantes de poca capacidad explicativa, y sin el suficiente análisis previo de las divisiones sociales, prolonga el abismo al que se refiere Nugent y que en realidad es el abismo entre el imaginario criollo y la sociedad realmente existente. Cabría citar, en este contexto, un comentario de Miguel Gutiérrez que se refiere a la narración pero que igualmente podría aplicarse a la ensayística: "existen territorios y mundos sociales que todavía no han sido explorados en profundidad" (Gutiérrez 1995, 14). El caso de Flores Galindo es más contradictorio. A pesar de la metodología múltiple del libro Buscando un Inca — por ejemplo, la combinación del marxismo y el psicoanálisis (cf. también Flores Galindo 1982) — sin embargo, en el ensayo que citamos, posterior al libro, "el pensamiento marxista se torna sin discusión", como señala Antonio Cisneros en una respuesta breve, "en el sinónimo cabal de la utopía" (Cisneros 1987, 127). Los párrafos finales de Flores, en los que se presenta al marxismo como única posibilidad entre el parlamentarismo y la guerra civil reflejan, sin duda, la dificultad para mantener en pie una visión positiva del futuro. En otra respuesta, Rosa María Alfaro rechaza ese final para sugerir otro: "una permanente comunicación y aprendiza-

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je con las clases populares" (Alfaro 1987, 136), a las que identifica — allá hace siete años — con el Aprismo. Lo que se va perfilando, sin resolverse, es una escisión entre el marxismo como base de la organización política — enemigo del revisionismo — y el marxismo como forma de pensar capaz de confluir con otras. Evidentemente, la actitud frente al marxismo de la izquierda no senderista ha cambiado desde los años 70, sin que, a nivel político, surja otra corriente del pensamiento con semejante poder para moldear tanto los métodos de la investigación social como las propuestas políticas. En este sentido, una de las intervenciones más interesantes ha sido la de Rodrigo Montoya, quien, en el libro Al borde del naufragio, propone "la ciudadanía étnica" como dimensión imprescindible de cualquier futuro positivo. Se trata de resolver la necesidad de combinar la tradición libertaria del pensamiento laicizante occidental con la defensa y los aportes de los diferentes grupos étnicos del país. Enumera los derechos imprescindibles de manera siguiente: 1. Titulación de las tierras en posesión de los nativos. 2. Defensa de la identidad cultural a través de la educación bilingüe e intercultural [...] 3. Conquista del respeto y la dignidad, en abierta oposición a todas las prácticas de discriminación. 4. Respeto del equilibrio ecológico. 5. Mejores condiciones de comercialización de los productos y mejores vías de comunicación (Montoya 1992, 64). De estas formulaciones, es la identidad cultural la que resulta el aspecto más intrincado y difícil. No puede existir ninguna identidad sin un marco previo que la abarque, y éste tiene que ser un marco suficientemente amplio para incluir todas las diferencias. Por esto es que Montoya utiliza la metáfora del espejo en la frase "el espejo roto del Perú". Cita una maestra quechuahablante del altiplano puneño: Yo estoy pensando que el Perú ya no es nuestro. La cabeza del Perú está en Lima, su boca olvidó y ya no habla su lengua [...]. Sus ojos ya no saben mirar las otras partes de su cuerpo; ahora miran lo que está más lejos. [...] ¿Será que ya está seccionado en partes el Perú? ¿Volverá a mirar, oir y hablar cuando la cabeza vuelva al cuerpo? (Montoya 1988, 16s.). Curiosamente, la métafora del país como cuerpo, es decir el tópico de la unidad orgánica del Perú, comienza a surgir con el discurso de los españoles en el siglo XVIII. La posibilidad de una ciudadanía étnica depende de la posibilidad previa de una mirada coherente, de pensar en el territorio como totalidad. Pero aquí entran una serie de problemas, entre ellos las maneras en que se piensa el futuro para poder pensar el presente con sus virtualidades, y cómo se distingue una totalización impositiva de otra que deja lugar para las diferencias étnico-

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sociales. Obviamente estos dos tipos de problemas están ligados. La definición de lo posible, que atraviesa todos los discursos, depende, a su vez, de las formas de imaginar el futuro. En este sentido, se puede hablar de dos polos opuestos: por un lado, la visión del futuro que se articula, por ejemplo, en El hablador de Vargas Llosa, que presupone la reducción de todas las formas de hablar a un solo discurso posible, el occidental, y, por otro, la utopía andina, ya que parece ofrecer la forma más coherente de proponer una modernidad alternativa. El libro Buscando un Inca sería el texto más importante para el concepto de la utopía andina, especialmente por dos características claves: en primer lugar, porque intenta demostrar una continuidad de la memoria histórica andina desde el siglo XVI hasta los años 80 del siglo XX, y en segundo lugar, porque asume la imaginación andina como base imprescindible para vencer las divisiones crónicas de la sociedad nacional. Pero no habría que limitar al nivel de la producción simbólica la contribución de las tradiciones andinas a la construcción de una modernidad alternativa. Es evidente, por ejemplo, que el estudio de Mirko Lauer, Crítica de la artesanía (1982), al proponer una revisión de las definiciones del objeto plástico según la práctica de los artesanos andinos, expresa la posibilidad de un futuro diferente desde la perspectiva de otros niveles — económicos y sociales — de la producción. Otro tipo de problema que surge con la propuesta de la "ciudadanía étnica", se relaciona con el concepto mismo de la etnicidad. Su utilidad estriba en que da cuenta de diferencias a la vez de ofrecer caminos para conciliarias. Estos dependen del espacio universalizante que suele conllevar el término. Muchas veces no explícito, este espacio se produce por la mirada de la persona o grupo que atribuye la etnicidad a otra persona o grupo. Atribuir etnicidad al otro es suponer que las diferencias no implican necesariamente la dominación, que son transitables — mientras que las diferencias supuestamente "biológicas" que establece la mirada racista no lo son —2. En resumen, surgen al menos tres tipos de dificultades en torno al concepto de la etnicidad: 1) Que no da cuenta de la herencia colonial del racismo que perdura en la sociedad nacional, sobre todo a nivel de la cotidianidad. 2) Que tiende a implicar estabilidades y homogeneidades dudosas. ¿En qué medida, por ejemplo, se podría hablar de una etnia quechua? Y, frente al fenómeno de la migración, ¿hasta qué punto perduran las identidades étnicas? Con las extensas migraciones hacia las ciudades, lugares de medios de comunicación cada vez más globalizados, se producen fenómenos que giran entre la caotización y la re-etnización de las identidades culturales. 3) La noción de la etnicidad como base para la participación política podría llegar a escamotear los efectos de los flujos sociales producidos por la modernización.

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Hay una discusión amplia sobre las diferencias entre racismo y etnicidad en "Violencia

política, etnicidad y racismo en el Perú del tiempo de la guerra" de Nelson Manrique.

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Cuando Flores Galindo se pregunta por las condiciones "que hicieron posible pensar e imaginar el Perú como totalidad", encuentra que son precisamente "los flujos mercantiles [...], la expansión de la red vial, la urbanización y finalmente las migraciones" (Flores Galindo 1986, 32ls.). O sea, condiciones históricas que se entrecruzan finalmente en los años 60 de este siglo y que, para Flores, se cumplen paradigmáticamente en los últimos escritos de Arguedas. Nugent, por su parte, escribe la frase "el sueño de la totalidad imaginaria del Perú" (Nugent 1992, 104), ilusión que atribuye a ese "universo paralelo" de la historiografía oficial (en Porras Barrenechea y Riva Agüero sobre todo). No nos parece, sin embargo, que, al intentar reducir las diferencias entre el imaginario social criollo y el de las capas sociales populares, Nugent apenas evite dejarse seducir por un universo paralelo parecido: el de las fórmulas políticas y éticas de una cierta modernidad idealizada, abstraída de los países occidentales "avanzados". De lo que se trata, entonces, es de la diferencia entre la unificación impositiva del imaginario social e imaginar la totalidad; más aún, de la dificultad para pensar y realizar una totalidad no reduccionista. Porque por allí pasa el problema de la violencia que comenzó en 1980 y 1983, y que ha funcionado como desafío para la ensayística de los últimos años, provocando algunas de las renovaciones más audaces del pensamiento. El problema incluye la necesidad de comprender la violencia — en lugar de mitificarla o simplemente de rechazarla — lo que implicaría, según señala Nelson Manrique, rechazar la acción revolucionaria (Manrique 1987). Para este debate sobre la violencia, es de central im- portancia otro ensayo de Manrique La década de la violencia (Manrique 1989). Una de las preocupaciones claves en este debate es la cuestión de si la violencia no resulta inherente a las propuestas dominantes de la modernidad. Nugent asevera que "el paternalismo cucufatón de antaño [de la visión criolla de la sociedad] con facilidad trocase en el impulso genocida en los días presentes" (Nugent 1992, 73; ver también 87s.). Montoya va más allá al sostener que no sólo se trata de la modernización distorsionada y fracasada del proyecto criollo, sino del proyecto occidental civilizatorio que trata de imponer por todo el mundo la modernización, que no es lo mismo que la modernidad. La forma de gobierno, junto con la tecnología, el mercado capitalista, el saber, el modo de vivir, pensar y sentir, forman un paquete único que debe ser copiado por los grupos étnicos de todo el mundo para que éstos dejen de ser lo que son [...] podría hablarse de una especie de fundamentalismo (Montoya 1992, 38s.). Al encarar el tópico de la violencia, se han desarrollado nuevas formas de investigación multidisciplinaria para poder tratarla en sus múltiples dimensiones históricas, sociales y subjetivas. Con relación a lo último, habría que destacar los trabajos de Gonzalo Portocarrero sobre los sueños de los niños escolares en

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Lima. Los presupuestos de su método — y su parentesco con la literatura — están resumidos en la siguiente afirmación: La fantasía funciona [...] como una suerte de laberinto de la acción, como un lugar de entrenamiento de la voluntad y de esclarecimiento de los medios para llegar al final perseguido. "La imaginación es la causa secreta de la historia" decía Lezama Lima. El futuro comienza en la fantasía. Al menos muchas veces es así (Portocarrero 1989, 12). Con relación a la imaginación histórica popular, hay una investigación muy interesante, dirigida también por Portocarrero, sobre los sacaojos, que lleva como subtítulo Crisis social y fantasmas coloniales (Portocarrero 1991). En este trabajo se investigan las transformaciones de la figura colonial del Pishtaky o Ñakak en el imaginario popular urbano, fenómeno que se interpreta como síntoma de la persistencia de las relaciones coloniales dentro de la sociedad nacional y como demostración de que, a nivel popular, la modernidad tiende a percibirse ya no como promesa del mejoramiento sino como actualización de relaciones sociales de estirpe colonial. En un debate acerca de la aparición en Lima de los sacaojos, se llegó a afirmar que indicaban el colapso del tejido de una sociedad nacional que se había ido creando con el tránsito de las identidades étnicas a las identidades clasistas, y un repliegue hacia identidades locales y étnicas. En este caso, fue la réplica de Manrique, se trata de una modernidad etnocida (cf. Manrique 1995). Quisiéramos terminar con un resumen de algunos otros caminos de investigación frente a la coyuntura que hemos esbozado en esta lectura sintomática. La experiencia de la violencia por parte de los jóvenes ha sido el objeto de trabajos de psicoanálisis social, por parte de César Rodríguez Rabanal (1991). Por otra parte, hay un replanteamiento del racismo, que lo interpreta como fuerza y ordenamiento que atraviesa tanto la historia como la experiencia cotidiana actual: una práctica negada por los individuos que la ejercen y sufren, que va más allá del choleo mencionado por Nugent (por ejemplo, cuando se trata de la violencia de las fuerzas contrainsurgentes), (cf. Degregori/López Ricci 1990) y que resulta imprescindible para comprender los vínculos entre la subjetividad cotidiana y las relaciones sociales históricamente sedimentadas. Ultimamente, Nelson Manrique ha publicado varios trabajos sobre este tema que lo proponen como manera clave de penetrar en lo cotidiano, especialmente en sus dimensiones menos conscientes, sin dejar de incluirlo en una totalidad histórica más amplia (por ejemplo, Manrique 1993). Por otro lado, una opción prometedora para esclarecer la formación de los espacios públicos se está dando en el análisis de los medios electrónicos, sobre todo por su capacidad para mediar las identidades populares (cf. Rosa María Alfaro 1983). Finalmente, quisiéramos mencionar un tópico difícil de enfocar pero de gran importancia, porque — al menos potencialmente — atraviesa todos los demás. En varios ensayos y entrevistas, y ahora en un libro que está por publicarse, Rodrigo

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Montoya plantea la necesidad de un "socialismo mágico", o sea la necesidad de que los tradicionales conocimientos y derechos étnicos no sean marginados por las tradiciones occidentales, sino que se tome lo mejor de ambas vertientes. ¿Cómo desjerarquizar, en la misma práctica intelectual, los diferentes modos de conocimiento y ser más fiel a su distribución social real? O, en la formulación de Aníbal Quijano, ¿cómo conseguir que la dominación de la razón instrumental se reemplace por una "racionalidad alternativa" cuya mayor vertiente en el Perú sería la andina? (Quijano 1988, 64). En un trabajo anterior, Quijano (1980, 29s.) había considerado inferiores a los modelos andinos del conocimiento. Más recientemente, contrapone a "la razón instrumental", eje predominante de la modernización por el hecho de encarnar "la lógica del capital", la noción de "una propuesta de racionalidad alternativa", ligada a tradiciones andinas de reciprocidad y solidaridad, y a un modelo epistemológico alternativo: "la racionalidad, aquí, no es un descentramiento del mundo, sino la inteligibilidad de su totalidad. Lo real no es racional sino en tanto que no excluya su magia"3. En esto coincide con el Inca Garcilaso, Mariátegui, Westphalen y Arguedas.

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Quijano 1988, 16, 21, 27, 33, 62, 68. La palabra "magia" tiene entre sus inconvenientes la tendencia a homogeneizar una serie de prácticas culturales diversas y a contraponerlas, de una manera polarizada, a la modernidad occidental. Más interesante sería investigar la coexistencia de diferentes racionalidades.

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Gutiérrez, Miguel. 1995. Narrativa peruana: en la antesala para un gran momento. En: Siete culebras 7, 12-15. Kudó, Tokihiro. 1982. Hacia una cultura nacional popular. Lima: Deseo. Lauer, Mirko. 1982. Crítica de la artesanía. Lima: Deseo. Manrique, Nelson. 1987. Política y violencia en el Perú. En: Márgenes 1, 2, 125-158. —. 1989. La década de la violencia. En: Márgenes 5-4, 137-182. —. 1993. Vinieron los sarracenos: el universo mental de la conquista de América. Lima: Deseo. —. 1995. Political Violence, Ethnicity and Racism in Perú in the Time of War. En: Journal ofLatin American Cultural Studies 4, 1, 5-18. Mariátegui, José Carlos. 1971. Ideología y política. Lima: Editorial Amauta. Montoya, Rodrigo (con Luis Enrique López). 1988. ¿Quiénes somos? El tema de la identidad en el altiplano. Lima: Mosca Azul. —. 1992. Al borde del naufragio: Democracia, violencia y problema étnico en el Perú. Lima: Sur. Nugent, Guillermo. 1992. El laberinto de la choledad. Lima: Fundación Friedrich Ebert. Portocarrero, Gonzalo. 1989. La realidad de los deseos. En: Márgenes 5-6, 1162.

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Voz andina y comunicación literaria en el Perú contemporáneo Martin Lienhard 1963 Parece evidente que a lo largo de las últimas tres décadas se ha venido operando en el Perú un decisivo cambio en el sistema — o en los sistemas — de comunicación literaria en cuanto al papel que desempeña en ella la voz andina. Con este término algo florido se entiende aquí la expresión propia, más o menos autónoma, de los sectores populares andinos o de origen andino (especialmente quechua) que se mantienen o se reproducen — sea en el campo o en la ciudad — como colectividades distinguibles, caracterizadas por una práctica cultural específica y por la preservación de ciertos mecanismos de reciprocidad social. Hacia 1963, la narrativa indigenista de tradición naturalista, cuyo máximo representante fue Ciro Alegría, ya pertenecía al pasado. Ya se habían publicado varias obras generalmente calificadas de neoindigenistas, pero que convendría bautizar, más bien, de narrativa andina (E. Vargas Vicuña, Ñahuin, 1953; C. E. Zavaleta, La batalla, 1954). Habían sido publicadas, también, las novelas intermedias de J. M. Arguedas, Los ríos profundos (1958) y El sexto (1961). El relato urbano ya se había conquistado un espacio considerable con varias novelas y numerosos cuentos de E. Congrains Martín, J. R. Ribeyro, O. Reynoso. El propio Vargas Llosa acababa de ganarse fama internacional con La ciudad y los perros (1963). La mayoría de estas obras correspondían básicamente a un sistema de comunicación literaria urbano, afianzado en la existencia de un campo intelectual más o menos progresista, cuyos representantes literarios estaban dispuestos a abrirse a las estéticas en boga a nivel internacional. Con ellas y con otras obras semejantes, el Perú parecía disponer de una literatura moderna, relativamente abierta, semejante de algún modo a la de los países latinoamericanos más avanzados en el camino de la (bien o mal) llamada modernización. Ciertamente, la nueva narrativa andina introducía algunos elementos culturales de un mundo diferente, provinciano y andino, pero sin provocar rupturas mayores en el sistema de comunicación literaria. La única disonancia verdadera provenía de las obras de J. M. Arguedas, que hablaban de un mundo mucho más vasto, más complejo y más inquietante, de un Perú mucho menos homogéneo que el que traducían los textos de los demás narradores. Obras que suponían o anhelaban, sin proponerlo explícitamente, un sistema de comunicación literaria distinto. De todos modos, ni siquiera estas obras (Los ríos profundos, El sexto y una serie de relatos)

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provocaron mayor escándalo, puesto que se las leía como textos epigonales de un indigenismo tradicional1. Hacia 1963 predominaba todavía, en el campo de las prácticas literarias, un sistema dual heredado, en definitiva, de la Colonia. Sistema que se basaba en una especie de apartheid, de separación de dos esferas socio-culturales distintas. La línea divisoria que separaba ambas esferas estaba hecha con materiales como las oposiciones entre la ciudad y el suburbio, la ciudad y el campo, la costa y la sierra, la cultura europeizada y la cultura andina, el idioma español y los idiomas nativos (quechua, aymara), la escritura y la oralidad y, obviamente, el antagonismo entre los sectores hegemónicos y los sectores populares y marginados. Oposiciones de status variable, pero que se combinaban para imponer, en el terreno de las prácticas literarias, un sistema bipolar que no llegó, necesariamente, a constituir una totalidad. Uno de sus dos polos fue, claro, el sistema literario hegemónico ya aludido. El otro, el de la oralidad popular. Polo múltiple cuyo eje más macizo es el de la oralidad quechua de las comunidades campesinas y de sus sucursales urbanas. En el sistema de la oralidad quechua, el soporte decisivo del mensaje (verbal) es la voz humana. Latentes en la memoria colectiva o individual, los textos, efímeros y siempre actuales, se manifiestan gracias a la performance o recitación pública. La relación entre los protagonistas del acto de comunicación, el emisor y el destinatario, se puede definir del modo siguiente: a) La performance oral supone la presencia física simultánea del emisor y del destinatario y autoriza, por consiguiente, la cooperación del último en la realización del mensaje. b) El emisor y el destinatario del mensaje pertenecen a la misma comunidad cultural (lengua, cosmovisión, códigos narrativos, poéticos, musicales, gestuales). c) El emisor y el destinatario forman parte, por lo general, de la misma comunidad social. Todo este sistema de comunicación se caracteriza, pues, por su simetría y la homogeneidad de sus diferentes instancias. No hay nada, en un principio, que pueda obstaculizar el éxito de los actos comunicativos. Entre el sistema de la oralidad quechua y el de la literatura hegemónica no existía, hacia 1963, ninguna relación sistemática, a no ser, de modo aún difuso,

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Es cierto que Arguedas no había publicado todavía ni sus poemas en quechua ni El zorro de arriba y el zorro de abajo (1969/71), y sus transcripciones de textos quechuas orales no habían alcanzado, todavía, un status de visibilidad suficiente. Con estas obras, precisamente, empezaría a operarse, en el Perú, un cambio profundo en el sistema de comunicación literaria, por lo menos en cuanto atañe al protagonismo de la voz andina.

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en las obras de J. M. Arguedas2. El lector integrado al sistema urbano de comunicación literaria ignoraba hasta la existencia de otro sistema posible. Asumiendo el riesgo de ser tachado (una vez más...) de dualista empedernido, me interesa subrayar la ausencia de una relación cultural importante y constante entre ambos sistemas. No importa demasiado, en este contexto, la temática relativamente amplia de una literatura hegemónica perfectamente capaz de contemplar la existencia social de los sectores populares y marginados. Se observa ciertamente al otro (al campesino andino, al marginal urbano...), pero no se entabla — léase por ejemplo Gallinazos sin plumas (1955) de J. R. Ribeyro — ninguna relación auténtica con su voz. Hace treinta años, en el Perú, la voz andina (salvo, de algún modo, en la obra de Arguedas) no penetraba de modo significativo en los universos textuales de la literatura hegemónica. Tampoco disponía, al margen de esa literatura, de otro espacio a nivel de la producción de textos escritos. El mercado editorial no ofrecía, por ejemplo, libros en quechua o en versión bilingüe quechua/español. No había siquiera revistas que otorgaran un espacio más o menos constante a la voz quechua. La producción de textos poéticos o narrativos en quechua, obviamente escasa en este contexto, no alcanzaba ninguna visibilidad nacional o regional. En una palabra, el sistema de la oralidad no tenía (a no ser en la obra de J. M. Arguedas) una repercusión significativa en la producción y difusión de textos escritos. 1993 Sería muy exagerado afirmar que el status de la voz quechua en la cultura hegemónica o en sus alrededores haya experimentado, en los últimos años, un cambio espectacular. Su discriminación sigue siendo un dato perfectamente demostrable. Si bien no hubo ningún cambio radical, no sería justo negar que hubo, por lo menos, cierto cambio. En comparación con el desierto de 1963,

2 José María Arguedas. Oriundo de la sierra quechua, el gran escritor peruano quiso ser, según sus propias declaraciones, un vínculo entre los oprimidos y la "parte blanda de los opresores". Igual que el Inca Garcilaso, Arguedas se inscribió, pues, en un proyecto de comunicación basado en la inevitable distancia que media entre un emisor andino y un destinatario ajeno a la cultura andina. La realidad de los textos arguedianos sugiere, sin embargo, otra hipótesis comunicativa. Si su apariencia permite verlos como expresiones algo periféricas de la nueva narrativa latinoamericana (la del "boom"), su "infraestructura", indiscutiblemente andina, los acerca a un público quizás poco culto en términos de la cultura europeizada, pero profundamente enraizado en la cultura andina. Ahora, la voz andina que se manifiesta en la obra arguediana ya no es exclusivamente la voz comunitaria tradicional, sino una voz moderna y pluricultural. En la medida en que sus destinatarios se adscriben, igualmente, a una cultura andina plural, la heterogeneidad del sistema comunicativo se resuelve en un nuevo tipo de "homogeneidad", basado esta vez en la realidad pluricultural del área.

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el paisaje actual ofrece, en este sentido, una serie de marcas y señales relativamente visibles. En 1992, a nadie le sorprende ya, por ejemplo, la publicación de un libro como Ñuqanchik runakuna/ Nosotros los humanos, de Ricardo Valderrama Fernández y Carmen Escalante Gutiérrez. Dedicado por entero a la expresión testimonial de la voz (en quechua con traducción al español) de dos comuneros quechuas, un libro como éste, sin embargo, hubiera sido impensable hace apenas 30 años. Es cierto que este texto fue precedido, en 1977, por el testimonio autobiográfico del cargador cusqueño Gregorio Condori Mamani, "montado" y traducido por los mismos autores. Los antecedentes directos de este tipo de literatura testimonial moderna surgieron en el contexto de los estudios antropológicos. Conscientes de la exterioridad de su discurso respecto a las sociedades observadas, algunos antropólogos optaron, siguiendo la propuesta de Oscar Lewis (Los hijos de Sánchez, 1964), por "darles la palabra" — convertir en sujetos — a sus "objetos" de investigación. Comprometidos con las luchas populares, otros intelectuales — como los que integraron el grupo Narración — captaron rápidamente el interés político de este procedimiento antropológico. En cuanto al sistema comunicativo que la sustenta, la literatura testimonial moderna no puede ocultar su parentesco con los testimonios legales del período colonial. En la época colonial, el punto de partida para la confección de testimonios indígenas fue, por lo general, un conflicto legal que implicaba, fuera como acusados o como testigos, a individuos o colectividades indígenas. Realizados en base a sus declaraciones, los textos testimoniales se inscribían en un proceso de comunicación bien complejo. En una primera fase, el testigo indígena, contestando las preguntas del juez, emitía — en su propio idioma — un discurso oral cuya argumentación anticipaba, de algún modo, las expectativas de su interlocutor. Destinado no a los miembros de su comunidad, sino a la autoridad colonial, este discurso — que ocultaba a menudo más de lo que revelaba — no guardaba ninguna relación directa con el discurso andino tradicional. Para distinguirlo de éste, podremos calificarlo como discurso indígena destinado a los extraños (cf. Lienhard 1990, prólogo). En una segunda fase, este discurso oral se traducía al español y se transcribía según las normas vigentes de la escritura legal: el yo del hablante indígena se transformaba en él, se suprimían — en la medida de lo posible — los rastros sintácticos y gestuales del discurso quechua o aymara; los conceptos andinos originales eran sustituidos por los de la cultura del interlocutor, etc. En los textos testimoniales se percibe, sin mayor dificultad, una escisión de la instancia emisora en dos componentes: la del emisor-testigo, fuente de los datos consignados, y la del emisor-amanuense, responsable de su puesta en forma. La fórmula rutinaria "el testigo dice que..." anuncia perfectamente tal escisión. Ahora, ni el emisor-testigo ni el emisor-amanuense, dos caras de la

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misma instancia subordinada, se pueden considerar como autores del texto. Este rol le pertenece, en rigor, a la instancia que controla toda la operación testimonial: el aparato legal. En este tipo de escritos, el aparato legal se adueñaba de la voz indígena a favor de sus propios fines, coincidentes o no con los del testigo. La voz andina no podía ocupar — en el mejor de los casos — sino ciertos niveles poco controlados (o controlables) del texto. Asistimos aquí, pues, a un verdadero secuestro de la voz oral por parte de los dueños de la escritura. El destinatario del testimonio colonial era una instancia ajena no sólo al mundo de los testigos, sino al teatro (local) de operaciones: la autoridad real, encarnada en sus representantes coloniales o metropolitanos. Antes de alcanzar los oídos de su destinatario, el testimono (oral) debía saltar, pues, enormes distancias espaciales, sociales y culturales. Hoy en día, el verdadero autor de los textos resulta ser su editor, la persona o el grupo de personas que controla la operación testimonial. El testigo no controla nunca la totalidad del sistema de comunicación que incorporará su discurso. El editor es quien elige al informante, quien establece — mediante preguntas — la orientación de su discurso y quien selecciona, finalmente, los elementos discursivos que se advienen mejor con sus propósitos. El editor, junto con otras instancias que apoyan su proyecto (una editorial, un grupo de presión), es también quien determina el modo en que debe ser leído: su sentido. Si los testimonios coloniales ponían de relieve la idolatría y la falsedad política de los indios, los de ahora, según los objetivos específicos de sus editores, suelen subrayar — a expensas de otros aspectos — la miseria material de determinados sectores, su combatividad política o su resistencia cultural. A pesar de las numerosas convergencias, la distancia que separa un texto como Ñuqanchik runakuna de un testimonio colonial es, sin embargo, considerable. Por un lado, Valderrama y Escalante trataron de captar no el discurso indígena destinado a los extraños, sino el discurso interno destinado a la comunidad quechua. Por otro lado, la presentación del texto no le impone un sentido previo, tipo testimonio de un artesano o testimonio de un militante obrero o campesino. El texto establece, pues, una relación inédita con su lector. Frente a un texto como éste, la responsabilidad del lector queda intacta. La lectura que se le pide no podrá ser sino una lectura crítica. Ahora, ¿quién será este lector? A falta de datos estadísticos, no podremos hablar sino del lector cuya imagen proyecta, en base a sus características, el propio texto. La existencia de un original quechua remite en primer lugar a un lector quechua con una formación lectora suficiente. La presentación sinóptica de una traducción permite su lectura por parte de los lectores "normales" de textos narrativos. La presencia del original quechua obligará a este lector, sin embargo, a una lectura de algún modo pluricultural, favorecida todavía por el lenguaje elegido: un español notoriamente andino. Un texto como éste propicia, pues, un acercamiento entre la comunicación oral (que subyace al texto en

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quechua) y la comunicación hegemónica (en la cual se inscribe, a su modo, la traducción al español). Los textos de este tipo, testimoniales o, también, de recolección de las tradiciones orales andinas, constituyen una de las rupturas que se han producido en el sistema dualista de comunicación literaria que reinaba todavía, poco menos que exclusivamente, en 19633. Otra se halla en la publicación de textos escritos directamente en quechua. Inexistente o invisible en 1963, esta práctica va ganando, en la actualidad, cierto espacio. ¿Por qué Arguedas, capaz de tanta audacia cultural, nunca planteó — con la excepción de Pongoq mosqoynin {El sueño del pongo, 1965) y algunas cartas públicas — la práctica de una narrativa andina escrita en quechua? Esta pregunta cobra mayor interés cuando pensamos en su práctica poética, realizada íntegramente en quechua, y en su actividad de editor de numerosos cuentos quechuas orales, recogidos directamente de boca de sus informantes. No se trata, y de ahí su interés, de una actitud puramente individual: si bien la poesía quechua escrita cuenta, desde la Colonia, con numerosos cultores, no hay casi intentos de fundar una narrativa escrita en quechua. Podríamos partir, para formular una respuesta, del único cuento quechua de Arguedas. Pongoq mosqoynin se basa, según la nota de presentación, en un cuento oral. Por eso mismo, la crítica lo consideró, apresuradamente, como uno más de los cuentos quechuas transcritos, traducidos y publicados por el antropólogo Arguedas. El propio editor admitió, sin embargo, haberlo escrito decenios después de haberlo escuchado de boca de un comunero cusqueño. Debemos afirmar, pues, que el texto en cuestión representa la reescritura de un cuento oral. Dicho de otra manera, Arguedas propone aquí una narrativa quechua escrita afincada en la cuentística oral. Propuesta que ha sido retomada, últimamente, por algunos autores más jóvenes. Los escritores andinos no rehuyen, en rigor, la práctica de una escritura narrativa en quechua, sino que suelen mantenerla, por lo menos hasta ahora, en la cercanía de la tradición oral. Aparentemente conservadora, esta

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La lista de los libros publicados a lo largo de los últimos 20 años y dedicados, total o parcialmente, a la presentación de textos testimoniales o tradicionales procedentes de la sierra centro-meridional y de sus "sucursales" limeñas incluye, entre otras, las entradas siguientes: OrtizRescaniere 1973, Ossio 1973, Gifford/Hoggarth 1976, Gow/Condori 1976, Valderrama Fernández/Escalante Gutiérrez 1977 y 1992, Gushiken 1979, Oregón Morales 1984, Payne 1984, Quijada Jara 1985, Taller de Testimonio 1986, Holzmann 1986, Montoya 1987, Vásquez Rodríguez/Vergara Figueroa 1988, Lira 1990, García Miranda 1991, Ramos Mendoza 1992, Granadino 1993. Cabe agregar que Allpanchis y Revista andina, revistas cusqueñas de proyección nacional e internacional, presentan, con cierta regularidad, textos del mismo tipo. Téngase en cuenta que en el Perú, la producción de textos testimoniales y la recolección de las tradiciones orales no se limita, en cuanto a la identidad cultural de los "testigos" o "informantes", al área quechua, sino que se extiende a prácticamente todas las zonas del país.

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práctica introduce, sin embargo, unas rupturas, no por sutiles menos significativas, anunciadoras de su inscripción en la conflictiva modernidad andina (José Oregón Morales, Kutimanco, 1984). En los años 80 se publicaron los primeros poemarios de algunos poetas quechuas modernos, alejados a la vez de la poesía "culta" anterior y de la reescritura de los cantos campesinos orales (Ninamango Mallqui, Dida Aguirre, Huamán Manrique). Si quisiéramos buscarles un antecedente, lo encontraríamos, ante todo, en la poesía quechua que Arguedas escribió en los últimos años de su vida. Hasta hace poco, la poesía escrita en quechua podía parecer un pasatiempo de mistis serranos o el gesto desesperado de algunos migrantes a quienes se les vedaba el acceso a la literatura hegemónica. En 1993 podemos aventurar la hipótesis de que estamos asistiendo a la irrupción, sin duda modesta todavía, de la poesía quechua en el terreno de la literatura escrita. No de la literatura hegemónica, como ya lo sugiere la difusión alternativa que caracteriza, por lo menos, a algunas de estas publicaciones. Prescindiendo de la seguridad (poética) que otorgan la forma estrófica y los elementos rítmicos, más o menos fijos, de los textos cantados, estos poetas exploran el campo de una poesía quechua por escribir, a la vez autónoma (respecto a la poesía cantada) y profundamente permeada por la voz andina. Abasteciéndose profusamente en los repertorios poético-cosmológicos y lingüísticos de la tradición quechua, ellos van creando un lenguaje poético literalmente inédito. Cabe aclarar que se trata de una práctica urbana o — como lo puntualiza Noriega (1993) — migrante, destinada a lectores urbanos o migrantes. En este sentido, ella complementa, sin contradecirla, la poesía cantada de las comunidades campesinas y aglomeraciones serranas. Esta, a su vez, sin abandonar sus características orales, va entrando plenamente, sobre todo en su temática, en una modernidad conflictiva caracterizada, entre otros, por el fenómeno complejo de la migración (Baquerizo 1992). En términos comunicativos, ambas vertientes modernas de la poesía quechua, la oral (canto) y la escrita, convergen cada vez más hacia un destinatario a la vez único y múltiple: el migrante, avatar contemporáneo del hombre quechua. Considerándola en su conjunto, la práctica poética quechua resuelve, utópicamente, el antagonismo entre la esfera oral y la escritural4.

4 Desde luego, la voz andina no se expresa únicamente en quechua (o aymara). Desde el siglo XVI, ella se apropió, también, del español. En las últimas décadas se asiste a un crecimiento notable de la narrativa andina en español. En la sierra quechua centro-meridional, narradores como Hildebrando Pérez Huarancca (1980), E. Rivera Martínez (1986), Zein Zorrilla (1987), Enrique Rosas Paravicino (1988), Antonio Ureta (1991) y algunos otros rompen, de diversas maneras, con el sistema de comunicación literaria legado por la Colonia. A diferencia de los nuevos escritores quechuas, ellos no se inscriben en un casi desierto, sino que pueden apoyarse en una tradición, constituida entre otras por la obra narrativa de J. M. Arguedas. La poesía andina moderna en español, como, por ejemplo, la del ayacuchano Marcial Molina Richter (1991), parece poder considerarse, a su vez, como una práctica

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Precisamente, los sectores migrantes están ensayando, también, otros medios novedosos de comunicación literaria. Si bien la voz andina viene sosteniendo, desde el comienzo de la época colonial, un diálogo a menudo dramático con la escritura, ella se va a tener que enfrentar también con otros medios de comunicación importados, ante todo con los medios de comunicación masivos en vivo o en conserva. Más que su difusión escrita, su incorporación a los medios masivos auspicia la expansión de la voz andina más allá de sus territorios tradicionales (comunidades campesinas, aglomeraciones urbanas serranas, barrios periféricos de las grandes ciudades). Al penetrar en la cultura masiva, la voz andina experimenta profundas transformaciones. La difusión de los cantos andinos por medio del disco se tradujo en su estandarización y en el concomitante empobrecimiento de sus cualidades poéticas y musicales. Si la voz andina se adueñó del disco, la industria discográfica se apropió de ella — la secuestró — para sus propios fines (de lucro). Más dinámica, la realización de actos culturales masivos (festivales de música, danza y canto andinos), auspiciados por los propios dueños de la voz andina, supone un cambio radical del sistema comunicativo tradicional que no remite necesariamente a un proceso de comercialización. Si en la comunicación oral tradicional, el emisor se dirige a un destinatario miembro de la misma comunidad (espacial, social, cultural), en los actos masivos, una instancia emisora múltiple, compuesta por los miembros de diversas colectividades socio-culturales, se dirige a un destinatario igualmente múltiple, masivo y plural. En este contexto neo-oral, el lenguaje poético tiende a abandonar las pautas locales, comunitarias, a favor de una codificación de tipo regional o nacional. Para ilustrarlo nos servirá un festival de carnavales ayacuchanos que se realiza, anualmente, en la plaza de Acho del Rímac5. Premeditada, fruto de un acto de creación, la letra de los cantos evidencia la resemantizción de ciertos elementos tradicionales. Así, el yawar mayu (río de sangre), imagen antiquísima de la violencia cósmica en los cantos de carnaval, alude aquí sistemáticamente a la violencia político-militar que sufren los habitantes del departamento desde el inicio de la guerra entre Sendero Luminoso y el ejército. De modo más general, el lenguaje eminentemente metafórico de la tradición poética quechua va cediendo terreno ante un lenguaje más denotativo, panfletario. Los textos se politizan y acusan con pelos y señales (cf. Vásquez R. 1988). Al reducirse su polisemia, los textos se vuelven más asequibles a un público urbano y descampesinizado. La enunciación poética renuncia al nosotros excluyente de la comunidad local (ñoqayku) para acogerse a un nosotros amplio, expresión de toda la colectividad popular (ñoqanchik). En este contexto masivo, el empleo del quechua — idioma nacional y popular al igual que el español — no remite a ningún particularismo étnico, sino a la voluntad colectiva de marcar las

paralela a la poesía quechua escrita. 5 Esta frase fue escrita en 1993; ignoro si actualmente, este festival se sigue organizando.

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distancias frente a un Estado criollo que se sigue percibiendo como ajeno. Surgido del encuentro entre la voz andina y la cultura de masas, el sistema de comunicación neo-oral aspira, sin duda, a alcanzar una dimensión nacional. Narrativa testimonial quechua, poesía y narrativa quechua escrita, actos culturales quechuas masivos: tres prácticas literarias contemporáneas que se pueden considerar, pese a sus antecedentes, como sustancialmente inéditas. Todas ellas atestiguan, sin lugar a dudas, la expansión notable que logró, pese a todos los obstáculos y discriminaciones, la voz andina en los últimos 30 años. Expansión que se realiza, ante todo, en el espacio urbano en general y en el capitalino en particular. Se podrían mencionar otros terrenos, como el cine, donde también se observa un fenómeno análogo. Paragonando estas prácticas con sus antecedentes más o menos directos, cabe subrayar el protagonismo y la autonomía creciente de los propios sectores quechuas, rurales y urbanos. En un testimonio colonial, para dar un ejemplo, el testigo no sólo carecía de control sobre la difusión de su discurso, sino que hasta ignoraba los objetivos que perseguían sus entrevistadores. Hoy, a menudo, los propios testigos, tomando la iniciativa, buscan a quien pueda difundir por escrito lo que ellos quieren comunicar a un público más amplio que el de su esfera oral. En cuanto a la poesía o la narrativa en quechua, ya se señaló que los grupos actuales de escritores quechuas pertenecen, en términos socio-culturales, a sectores más populares, antaño excluidos de las prácticas literarias escritas. También en los actos culturales masivos, la autonomía popular alcanzada resulta considerable. Con todo, no se debe soslayar que todas estas prácticas se realizan (todavía...) en un sistema económico y político cuyas palancas principales están en otras manos.

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Gregorio Martínez: entre diablos y músicos, el vals de la historia (sobre minoría negra y zamba) Roland Forgues ...irás despacio po lo viejos caminos sin que nadie te apure, poque a la muete le da lo mimo que vaya depacio o ligero un hombre que ya ta mueto. Antonio Gálvez Ronceros

I Historia y tradición oral En un estudio anterior abordé la marginalidad negra en las primeras obras de Gregorio Martínez1; quisiera ahora centrar mi reflexión sobre este problema en su última novela Crónica de músicos y diablos publicada casi simultáneamente en Hanover (EE.UU.) y Lima (Perú) en 19912. El relato arranca con tono de epopeya y la relación de los hechos ubicados en un tiempo lejano, casi legendario, empieza en el estilo de la más pura tradición oral; aquélla misma que Gregorio Martínez no ha dejado de reivindicar como parte de su cultura americana y africana, procurando restituirla literariamente en su escritura narrativa desde sus inicios como escritor: Muchos años atrás, en el oscurecido tiempo de las antiguas leyes, cuando se hacían torres de vidrio y los conquistadores oficiaban esmeradamente como los empinados señorones de la existencia terrenal; en tal época de frailes y de conventos, en la que florecían sin mengua los templos de calicanto, erigidos a punta del sudor gratuito de los indios de servidumbre y de la pujazón obligatoria de los negros esclavos; en tales tiempos de inflamados incordios fue que apareció en Cahuachi, arrastrado por ventarrones del desierto, alguien premunido de cuerpo y de alma que decía y aseguraba con juramentos de diversa índole, que se llamaba Pedro de Guzmán, por la gracia divina de Dios nuestro Señor, y que le sobraban de yapa otros nombres de cumplimento para que lo supieran mientras (ls.).

1

La escritura subversiva de Gregorio Martínez y el renacer de los marginados. En: Forgues 1981, 73-88. 2 Si no se indica de otra manera, las citas se refieren a Martínez 1991, Ediciones del Norte.

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En estas quince primeras líneas de la novela — en el título de la cual aparece de manera sugerente la palabra "crónica" — se sintetiza la historia de la Conquista que nos ha llegado a través de los cronistas así como su cuestionamiento. La carga crítica del lenguaje enfático y burlón que las sostiene, permite identificar el punto de vista de la narración como adverso al de la historia oficial de los vencedores. Si bien conviene recalcar enseguida la connotación negativa de la expresión "oscurecido tiempo", se debe advertir también el juicio implícito que contiene la imagen metafórica de las "torres de vidrio", cuya presencia subraya la fragilidad de la empresa espiritual y religiosa que constituye la Conquista y deja presagiar asimismo que, en definitiva y contrariamente a lo oficialmente afirmado, esta empresa acabará fracasando por la resistencia de indios y negros, especialmente en el campo de la transformación de las mentalidades y de las creencias indígenas y africanas; puesto que éstas no harán más que superponerse a las occidentales, pese a la cruzada de extirpación de idolatría, aludida por la imagen de la construcción de los "templos de calicanto", y a la imposición de un régimen económico basado en la servidumbre de los indios y en la esclavitud de los negros3. Vale la pena al respecto recordar lo que nos dice el narrador acerca de los cuatro esclavos que han sido objeto de la permuta realizada por doña Epifanía del Carmen, dueña de la hacienda Cahuachi: Eran cuatro esclavos de diversa laya y catadura. Cada quien manejaba la lengua bozal, el castellano gorgoriteado de distinto modo y con diferente manganilla. El uno hablaba como si tuviese un camote atravesado en el gañote y el otro se iba en un pitido como el silbido del chaucato que ya ni siquiera parecía gente. El primero jugaba ante cada palabra y luego soltaba una reventadera de cohetes. El segundo hablaba en un solo murmullo igual que el gallo cuando le echaba rueda a la gallina. Sin embargo, cuando se trataba de aprender artificios en el decir o palabras de vituperio, ahí sí los cuatro parecían hechos con el mismo molde. Rápido encabezaban la lección salaz y había que ver lo lenguaraces que eran. En

3 Con razón escribe José Carlos Mariátegui (1971, 338): "La Conquista ha convertido formalmente al indio al catolicismo. Pero en realidad, el indio no ha renegado sus viejos mitos. Su sentimiento místico ha variado. Su animismo subsiste. El indio sigue sin entender la metafísica católica. Su filosofía panteísta y materialista ha desposado, sin amor, al catecismo. Mas no ha renunciado a su propia concepción de la vida que no interroga a la Razón sino a la Naturaleza. Los tres 'jircas', los tres cerros de Huánuco, pesan en la conciencia del indio huanuqueño más que el ultratumba cristiano." Gregorio Martínez — a diferencia del Amauta, quien opina que la raza negra "ha perdido contacto con su civilización tradicional y su idioma propios, adoptante íntegramente la civilización y el idioma del explotador" (1987, 79) — hace extensiva al negro la observación de Mariátegui referente al indio.

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cambio no ocurría lo mismo en el momento de aprender a rezar el rosario o a repetir el catecismo. Con el pretexto del sentimiento profundo y de la gran devoción cristiana, apenas si rezongaban las oraciones, sin pronunciar las palabras, y así salían del apuro. Luego, sin ningún empacho se quedaban abstraídos en las supuestas cavilaciones de la religiosidad (181s.). Dicha empresa individual está emblematizada en Don Pedro de Guzmán, ese hijodalgo español munido de un título regio que le concede "privilegios universales para explotar oro nativo en un lugar ignoto, en una tierra casi incógnita, en apariencia sin derrotero conocido", denominada Huanuhuanu, quien se convierte en arquetipo del conquistador ibero, aquel mismo que desembarcó en las playas del Nuevo Mundo y recibió el título de "Adelantado"4. Sabido es que la Conquista de América fue una aventura que se caracterizó también, en sus primeros momentos, por las luchas fratricidas entre conquistadores; a ellas remite obviamente la expresión "en tales tiempos de inflamados incordios". Aunque la obra abarque toda la historia peruana desde la época de los gentiles, pasando por el coloniaje, los años de la independencia (1821-1826) y los primeros de la república, cuando todavía esclavos negros luchaban por salir de la esclavitud, Gregorio Martínez centra la aventura de sus protagonistas principales a comienzos del siglo XX; fundamentalmente al final de la presidencia del doctor José Pardo (1915-1919), quien expide el 15 de enero de 1919 el Decreto Supremo fijando la jornada de ocho horas para los trabajadores asalariados, en el oncenio de Augusto B. Leguía (1919-1930), con la masacre de Parcona en 1924, y durante la dictadura de Sánchez Cerro (1930-1933), con la alusión al levantamiento de Trujillo en julio de 1932. Epocas éstas de intensas luchas políticas, laborales y sociales, sostenidas por las masas campesinas de color en la zona costeña de lea, Nazca, Acarí y todo el llamado Sur Chico, contra los terratenientes políticos y sus galifardos. El escritor pone particular énfasis en los trágicos sucesos de Parcona, cuando el pueblo fue cañoneado por el Ejército y borrado por más de veinte años del mapa del Perú, después de que los campesinos del lugar hubiesen matado al Prefecto y capturado a todo el contingente de gendarmes que el poder central había mandado para reprimir la insurrección.

4 Al iniciarse la Conquista de América, la monarquía española la consideró como una empresa individual en provecho del Rey. Por ello, los primeros conquistadores recibieron el título de "Adelantados", título que el Rey de España otorgaba en los tiempos de la Reconquista a los nobles que decidían luchar por su propia cuenta contra los árabes y reconquistar las tierras de la Cristiandad. Los dos primeros virreinatos de América, el de Nueva España (México) y el de Nueva Castilla (Perú) serán creados por Carlos V en 1535 y 1542.

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II Estructura y trietnicidad Dos partes de rigurosa alternancia estructuran la narracción. La primera arranca en su nivel histórico desde la colonia, con la travesía marítima de Panamá a Lima que hace en el siglo XVII el primer Guzmán; y se centra en torno a la travesía del desierto para ir de Cahuachi a Lima que realiza, más de tres siglos después, la rama negra de su descendencia, una cordelada de veinticinco varones retintos encabezados por el padre, Gumersindo, y la madre, Bartola, para pedirle al Presidente de la República la aplicación de una ley de mantención de las familias mayores de doce hijos por parte de la patria. Ese viaje iniciático al corazón mismo de la cultura colonial europea se termina cuando los veintisiete Guzmán regresan apoteósicamente a Cahuachi convertidos en músicos ya oleados y sacramentados para asumir su identidad de negros y zambos. La segunda parte, titulada "Esclavos y cimarrones", empieza en los años inmediatos a la independencia, aborda el problema de la esclavitud y de la permuta de esclavos por alhajas, y de su tráfico, situación, según afirma el narrador, aceptada por los proceres patriotas de la época. Así dice hablando del edicto de permuta que doña Epifanía del Carmen había mandado redactar para que quedaran testimonios del suceso: Salió publicado en el Mercurio Peruano, el periódico de los proceres de la independencia, bajo el título de Edicto de Permuta. Al parecer, los proceres de la Sociedad Amantes del País, tan preclaros en la defensa de la libertad, no cuestionaban en la práctica el tráfico de siervos ni el comercio de esclavos. Para ellos, la independencia era un negocio que beneficiaba sólo a los criollos ricos; por lo tanto, indios y negros no tenían cabida en dicho asunto (168). Esta segunda parte sirve de enlace tanto histórico como novelesco entre los dos períodos de la primera, por establecer de alguna manera la genealogía de la madre, doña Bartola Avilés Chacaltana, descendiente de los Avilés, negros levantiscos y cimarrones que se atrincheraron en el reducto de Huachipa en los alrededores de la ciudad de Lima, y de los Chacaltana, indios asentados en la región de lea. De la estirpe blanca los Guzmán tendrán la férrea voluntad, el espíritu aventurero y pionero, de la negra sacarán el sentido práctico, la inteligencia y el amor a la libertad, de la india la milenaria sabiduría, la magia y la inmersión dentro de la naturaleza, teniendo las tres etnias como valor común el denuedo y el deseo de ser. Estas dos partes ilustran en realidad la doble vertiente, negra y zamba, de la historia peruana, sistemáticamente silenciada por la versión oficial, y — conviene señalarlo también — dejada de lado tanto por los estudiosos de la realidad, como por los escritores, a diferencia de la vertiente india y mestiza que desde la "raza cósmica" de Vasconcelos hasta el "mestizo hispano-quechua" de Arguedas no ha dejado de preocupar a los intelectuales latinoamericanos.

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Símbolo de fusión de tres continentes surgida de los enfrentamientos y el dolor, la numerosa prole de Gumersindo y Bartola podrá desandar el camino recorrido por el ilustre predecesor español don Pedro de Guzmán; vengar la memoria de sus antepasados cimarrones muertos o perseguidos, al verse recibidos, confundidos con montoneros, y con todo honor, en el Palacio de Gobierno de "la mal llamada", en palabras del narrador, Ciudad de los Reyes, por el propio Presidente de la República, y convertirse en hombres libres. Así, retomando la voz de la banda indígena de don Melanio Carbajo, misteriosamente engullida una noche de memorable borrachera en las entrañas de Cerro Blanco, podrán hacer bailar al mundo como verdaderos diablos músicos. Magia y realidad, locura y razón, música y danza, se funden en la más bella y pura tradición arguediana para recordarnos, nueva y oportunamente en estos momentos de confusiones ideológicas y de pérdida de las brújulas, que el Perú actual es fruto de un largo y profundo proceso histórico de lucha, confrontación e interacción de varias etnias y culturas. Esta fusión le permite al ser humano recuperar el original sentido de la fiesta de la América precolombina y de Africa, una fiesta no desvinculada del trabajo concebido como medio de alcanzar la plenitud del cuerpo y del espíritu, y no como una forma de maldición que le ha impuesto la sociedad occidental. Así lo concebirá Miguelito Avilés, uno de los esclavos cambiado por alhajas por doña Epifanía del Carmen: "gracias a su obstinado empeño", y en medio de la incomprensión de la gente de su raza y condición, éste llegará a fabricar el aguardiente de uvas, ese líquido cristalino y fragancioso, tan limpio y puro que parece hecho con la "quintaesencia del rocío matinal", que, según nos enteraremos al final del relato, permitirá la liberación de sus compañeros esclavos: Sólo después, cuando Juaniquillo Comecome se cimarroneó, llevándose de paso los dos mejores mulos que había en la hacienda Chahuachi, recién Narcisa Advíncula sofrenó un poco la ojeriza que le despertaba el acomedido alarife de la nueva industria. Ella no encontraba la relación correspondiente entre la feliz occurrencia que pintaba de cuerpo entero a Juaniquillo Comecome y los afanes industriosos que alentaban a Miguelito Avilés, pero por precaución, como cuando comía aquel peje espinudo llamado machete, se hizo una cruz en la boca (228). Esta constancia y esmero en su labor de crear el aguardiente de pisco más puro y fino, lo llevan también a su propia libertad y felicidad, completadas por el acto erótico con la dueña blanca: Algo que le parecía un sueño era el hecho de haber sido primero esclavo de la virgen del Perpetuo Socorro. Pero Miguelito Avilés no estaba soñando cuando vio el resplandor del vellocino de oro al alcance del brazo y se puso a desenredar la llamarada de hebras. No estaba soñando porque sus manos sintieron la carnosidad de la

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fruta, una delicia húmeda que no olía a fruta sino a la fragancia ardorosa del ramillete de Constantinopla (279). Lo atestigua el doble significado, concreto y simbólico, contenido en la imagen del "vellocino de oro" que designa metafóricamente los vellos rubios del pubis de doña Epifanía del Carmen y la realización exitosa de una búsqueda del ideal, a imagen y semejanza de la conquista emprendida por los míticos Argonautas. Se trata de un acto que implica la trasgresión de un tabú o de la norma, como bien señala la imagen de la "fruta" con que se designa al sexo de la mujer, y cuya plenitud viene aludida por el despertar de todos los sentidos. Gracias a su inteligencia, Miguelito Avilés logra transformar, en el contexto de la esclavitud, un trabajo alienado en un trabajo libre, volviendo a darle al trabajo individual su original sentido social y colectivo. Así se explica que trabajo y fiesta constituyan para él una sola actividad: Cuando Miguelito Avilés se arremangaba el pantalón, ese gesto anunciaba el inicio de la tambarria. Blanqueaba los ojos, pelaba los dientes y, entonces, había que escuchar cómo hacia reventar el suelo con los pies desnudos; luego escobillaba con frenesí, después nuevamente brotaba la reventadera virtuosa. Miguelito Avilés sudaba a chorros, pero eso no lo agobiaba sino, al contrario, lo encendía de entusiasmo y los ojos le relampagueaban con el fervor de la tambarria, tanto que por ratos parecía que echaban chispazos de pedernal que dejaban en la atmósfera madejas de humo. De repente soltaba la carcajada y eco, eco, eco despuntaba con los pies un ritmo endemoniado que los sacudía a todos, hombres y mujeres, y se les metía adentro del cuerpo (208s.). Del mismo modo que en la obra de Arguedas, la música y la danza significan en la novela de Gregorio Martínez redención, libertad y realización del ser humano (cf. Forgues 1989). Desde este punto de vista, no se puede pasar por alto la carga simbólica que cobra, a mi parecer, el acercamiento en el título de la novela entre los términos "músicos" y "diablos", que encarnan la historia del negro satanizado5 y su salvación por lo que constituye la propia raíz de su cultura: la música.

III Lenguaje y expresión literaria Gregorio Martínez sistematiza en esta narración el trabajo sobre el lenguaje emprendido en sus libros anteriores: Tierra de caléndula, Canto de sirena y La

5 En la sociedad y en el folklore andino, en especial, el negro encarna a menudo la figura del "pishtaco"; véase Kapsoli 1991. Véase también el tratamiento del negro en Facundo de Sarmiento o Martín Fierro de Hernández, por ejemplo.

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gloria del piturrín y otros embrujos del amor6, dándole al relato una mayor amplitud narrativa. Continúa usando el arcaísmo y el neologismo, pero matizando — no borrando — el efecto de ruptura producido por el choque de los contrastes lingüísticos en el campo de las interpretaciones. Así es como la Historia que, según sugiere el arcaísmo, hunde sus raíces en el pasado, y tiende a proyectarse hacia el futuro mediante el neologismo, es vista como un continuum, un proceso dinámico que se deriva del permanente paso del pasado al futuro que representa el presente. A diferencia de otros narradores — como Scorza en sus baladas de La guerra silenciosa o el propio García Márquez en Cien años de soledad — que pretenden negar la historia colonial, haciendo de aquel período un simple paréntesis en la historia del Perú y de América Latina7, Gregorio Martínez, como José María Arguedas, la asume en su totalidad, cuestionándola desde el punto de vista de los vencidos, es decir: negros, indios y zambos. La narración se presenta como una continuación de la Crónica de Guamán Poma de Ayala, oriundo — como el propio escritor por el lado paterno — del pueblo andino de Sondondo, y varias veces mencionado en el relato. La Historia no es para Gregorio Martínez un eterno retorno, ni se cierra en un círculo, sino más bien un eterno presente, una suerte de movimiento perpetuo sin comienzo ni final en el que se funden los tradicionales conceptos de pasado, presente y futuro. La mirada aguda y crítica del narrador se fija en ese proceso para analizarlo, darle un sentido y proponer su interpretación. De aquí que el relato de Gregorio Martínez supere el espacio geográfico-temporal donde se sitúa para convertirse en una profunda y lúcida meditación sobre la Historia en su dimensión universal, cuyas premisas teníamos ya en Canto de sirena con la voz de Candelario Navarro. En esta nueva novela, de prosa frondosa y limpia al mismo tiempo, pulcramente escrita y amorosamente pulida como para dar fe de la alta calidad cultural y de la poderosa capacidad expresiva de las clases populares marginadas, negras y zambas de la costa peruana — una prosa de largo y amplio aliento narrativo sostenido por una escritura vigorosa —, la variedad y plasticidad de las imágenes se desarrollan a partir de distintos registros lingüísticos y de diferentes niveles de expresión que pueden ir del hábil manejo del trillado coloquialismo popular, sin que se caiga nunca en lo gratuitamente grosero o provocador, a la selección del término literario más rebuscado. Así, se mezclan algunas palabras castizas de la lengua de Cervantes que hicieran el deleite de los clásicos españoles como esos "siguemepollos" (cintas o adornos que cuelgan

6

Remito aquí a mis estudios anteriores: Forgues 1981, 1986. Véanse mi estudio: Historia e ideología en la obra de García Márquez (en Forgues 1986a, 49-61) y mi ensayo: Escritura y compromiso político: el caso de la nueva narrativa hispanoamericana (en ibíd., 13-28). 7

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del vestido), por ejemplo, que lleva doña Epifanía del Carmen con esa "seda original del bosque de la China" que remite a la canción popular del inicio que dice que "en el bosque de la china una china se perdió", a imagen y semejanza de lo culto en el que a veces penetra lo popular, como ocurre con ese verso de un vals criollo "bóveda azulada bañada en ambrosía", que utiliza el escritor. Para tener una idea de la armonía entre lo culto y lo popular, lo castizo español y lo criollo, lo que pertenece al lenguaje de la minoría negra y zamba de la costa nazqueña y lo que participa del ladino coyungano inventado o reinterpretado por el escritor — que alcanza la escritura en el relato de Gregorio Martínez —, basta con citar precisamente el fragmento dedicado a la presentación de doña Epifanía del Carmen donde los significados de las palabras cobran un valor particular y ejemplar por la asociación inesperada y los efectos de contraste sabiamente dosificados entre tonos y estilos aparentemente opuestos y contradictorios que van de lo familiar irrespetuoso a lo distanciado admirativo, pasando por todos los matices de la mezcla de géneros: Ella era muy conocida en el valle. Tenía un talante altanero y dichoso que precavidamente siempre lo llevaba consigo. Andaba así bien empinadita, todo el tiempo engallada como un verdadero gallito chichilí; y jamás de los jamases perdía el paso que, además, no era de polka trotona como el de las criollas nasqueñas sino de suave valse vienés. En persona o pintada en retrato siempre se la veía igual, majestuosa y pisando encima de las nubes, con más pompa que la reina de Inglaterra. Era alabastrina, coronada con un matojo arduo de cabellos enrubiados con agua de menguante que se los enroscaba soberana para arriba como si fuesen las onzas de oro. Pero el vivo adorno que más lucía en su estofado regio y que le llenaba el ojo a cualquiera, incluso a los insípidos de perogrullo, era que se manejaba, para su bien y su gloria, un culo divino, diantre, un culo inventado por la imaginería de Dios y que anunciaba la buenaventura sin necesidad de bullarengue, un molinillo que le movía al vaivén del godeo y que le mecía la cola de sus vestidos de seda lo mismo que si fuese una legítima batallona de artificio. Todos los andularios que doña Epifanía del Carmen usaba encima de su cuerpo resultaban intencionalmente coludos, como la pájara pinta, y estaban hechos de una seda muy fina, seda original del bosque de la China seguramente. Casi siempre sus vestidos lucían siguemepollos de aliño y un acampanado vueludo con apariencia de bóveda azulada bañada de ambrosía. Pero una vez que se le jeteaba la campana del ruedo de seda, ella fruncía el gesto, se tornaba hocicona, peor que negra malgeniada y entonces, sin mirar a nadie, echaba la indumentaria de seda con toda su farandola a la candela; ahí, en el patio del caserón de Cahuachi, en aquel almizcate donde estaban en cordelada las lavanderas de servidumbre y de esclavaje,

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indias y negros, hirviendo la ropa blanca y la mantelería de Holanda en grandes bocoyes, con tarsana, choloque, jaboncillo, sal de soda, lejía de ceniza. Llegaba muy pagada de su suerte, envuelta en soberano desplante y zas, arrojaba el vestido jeteado a la candelada hambrienta de aquellos fogones de campaña (162s.). A través de la forma singular con que la describe, el novelista destaca en realidad la gran complejidad de esta mujer vista en una triple dimensión de ruptura con el orden oligárquico tradicional. Primero, en tanto que mujer que vive en parte al margen de los valores aristocráticos de los cuales se supone es depositaría; luego, en tanto que mujer dueña de hacienda que asume un rol social tradicionalmente reservado al varón; y, por fin, en tanto que mujer que, en clara oposición a los valores cristianos, asume la sexualidad como goce y con gentes que no son de su condición. Cuando se le presenta a Juaniquillo Comecome, joven esclavo de veinticuatro años "sin ningún defecto ni tacha" y "con buenas espaldas y una bien acentuada cintura de avispa", en ese instante doña Epifanía del Carmen, dice el narrador, "tuvo el convencimiento de que se trataba de un buen especimen para aprovecharlo en el meneo de sacar carnada" (182). Desde la perspectiva de la clase aristocrática que es la suya, la protagonista acaba constituyendo una especie de puente entre el pasado colonial y el presente republicano, entre la antigua cultura europea y la actual cultura mestiza del Perú.

IV Erotismo, humor e ironía En este terreno estético-formal donde las palabras son el más sólido bastión de la realidad concreta dentro de la realidad ficcional, el erotismo, definitivamente amaestrado por el escritor y magistralmente combinado con el humor y la ironía, tal vez constituya uno de los recursos narrativos más convincentes y eficaces del cuestionamiento del mundo. No por casualidad, quien dará origen a la rama negra de la descendencia del hijodalgo don Pedro de Guzmán, es el fruto de un amor desaforado entre la bella y golosa Teodolinda Arenaza — quien obviamente tiene cierto parentesco literario con la tía Norberta de Canto de sirena y con la Casada infiel del Romancero gitano de Federico García Lorca —, con apariencia delicada y frágil de reina de almanaque, y el gamonal mujeriego de horca y cuchillo don Felipe Guzmán, quienes se verán totalmente transfigurados en y por el acto erótico. Escribe Martínez mezclando violencia y ternura, gozo físico y deleite espiritual, en una ardorosa escena donde la mujer al liberar su cuerpo sometido vence, por voluntad propia, el orgullo varonil y rompe el orden moral tradicional que la reducía al rol de ama de casa, de madre, y/o de mero objeto de placer:

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Ahí fue, por lo consiguiente, cuando el mentado gamonal de Chalhuanca conoció en cuerpo y en alma todo el desbarajuste de su orgullo. Teodolinda Arenaza lo agarró con ganas, sin ninguna reticencia, pues ella odiaba aquel disfuerzo de hacerse la del culo angosto, y lo estrujó sin misericordia, tal como lo mandaba la ley de la concupiscencia. Lo soltó sólo un instante fugaz, para darle un respiro y luego volvió a tortolearlo de izquierda a derecha hasta que escuchó que Felipe Guzmán rechinaba los dientes con la desesperación del placer. Entonces lo desenredó en el otro sentido, con un meneo turbulento que a ella misma la hizo perder la brújula del hasta dónde se podía llegar por ese camino. Teodolinda Arenaza pensó que todavía quedaba pan por rebanar y lo volteó al revés y al derecho, lo arrastró a trompicones por los rincones más oscuros del descalabro humano. Felipe Guzmán había perdido el habla, sólo le quedaba un acecido de perro alunado y una mirada vidriosa de niño enfermo del espasmo de la lujuria. Ni aún así Teodolinda Arenaza le dio tregua. Lo tendió sin compasión sobre el camal del éxtasis y lo machacó como a un cangrejo sustancioso, a conciencia y sin remordimiento. Cuando sintió que de las ínfulas de Felipe Guzmán apenas quedaba un estropajo de cocinero chino, generosa lo dejó todavía en remojo, para que se le diluyera el olor a garbancillo, después lo enjuagó sin apuro en sus propias aguas, luego, sin soltar prenda, lo exprimió convencida de sus afanes, no con rencor sino más bien con una hacendosa dulzura. Ya oleado y sacramentado, limpio de polvo y de paja, lo tendió para que se despercudiera en el sol (19s.). Fragmentos como éste, y aún más sabrosos, dignos de figurar en las más exigentes antologías de la literatura erótica como ese "Abrete" que encabeza La gloria del piturrín y otros embrujos de amor, abundan en la obra. Pero a diferencia de lo que sucede con la mayoría de los llamados escritores eróticos, en Gregorio Martínez el tratamiento del sexo no es nunca algo gratuito destinado a satisfacer no se qué voyeurisme ni qué placer perverso, sádico o masoquista del lector; sino, por el contrario, un elemento transformador de la realidad y, en el caso presente, un medio de afirmar valores claramente antipatriarcales y antimachistas. En la lucha de la mujer por su emancipación, ya iniciada en los albores de la independencia por Micaela Bastidas, la valiente esposa y brazo derecho de Túpac Amara, protagonistas como Teodolinda Arenaza, doña María Isabel Saldívar de Osambelea, doña Epifanía del Carmen, por una parte, y por otra, Domitila Avilés y Bartola Avilés Chacaltana, entre otros personajes femeninos de la novela, constituyen sin duda, cada una a su manera y dentro de ópticas distintas e inclusive opuestas y contradictorias, meridianos ejemplos de desmitificación de la historia oficial del Perú. Esas mujeres de armas tomar no

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tienen nada que ver con la imagen tradicional de la marimacho, antigua o moderna, que se desinfla al primer descalabro, sino que se asumen en tanto que mujer y ser social dentro del grupo al que pertenecen. De modo que en este campo, como en el de la actitud de los proceres de la independencia frente al problema de la esclavitud, la narración de Gregorio Martínez podrá desatar quizá animadas polémicas, pero nadie podrá negar que nos propone una lectura nueva y coherente de la historia y de la sociedad peruanas, fundamentada en fuentes seriamente documentadas. Los avisos publicados en El Mercurio Peruano, periódico que cobijaba a los criollos patriotas, que Gregorio Martínez pone en el prólogo de su Crónica para dar fe de su veracidad8 no dejan de ser elocuentes de la visión que tenían de la gente de color ciertos criollos partidarios de la emancipación americana ni de interpelarnos sobre sus verdaderas motivaciones. Y si bien es cierto que en Crónica de músicos y diablos aparecen figuras históricas con nombres propios, éstas, al fin y al cabo, interesan menos como personas privadas que como representantes de una mentalidad de época. ¿Acaso no es cierto que "en el bosque de la china una china se perdió", según nos avisa el autor repitiendo la letra de una célebre canción popular?

V Una gesta totalizadora Entre diablos y músicos, lo que toca en realidad Gregorio Martínez es el vals de la Historia. Una Historia interpretada como una triple epopeya: la del blanco aventurero y conquistador, la del negro esclavo y cimarrón, la del indio siervo y levantisco. Tres epopeyas que convergen hacia el mismo espacio emblemático de la costa peruana, cuna de las tres culturas, aborigen, europea y africana, para iniciar la gran gesta totalizadora de la construcción de un Perú nuevo y moderno, un Perú de todas las sangres, encarnado por los músicos de Cahuachi, quienes, después de su viaje iniciático a Lima, sede del Poder, regresan a su pueblo para prender la rebeldía contra el Orden Establecido, con las armas que mejor manejan: sus instrumentos musicales. Desde este punto de vista no puedo dejar de mencionar aquí estas esclarecedoras palabras que me confió el propio escritor en una entrevista que le hice en diciembre de 1991, con motivo de la reciente aparición de la edición peruana: Nasca históricamente ha sido un punto de confluencia. Aún antes de los incas, Nasca era un punto de encuentro de los caminos del Perú antiguo. Esto determinó que fuera también un lugar de encuentro de diferentes culturas y corrientes migratorias. Yo mismo soy andino quechua por mi padre, negro y chino de Macao por mi madre, de

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Hay toda una parte reiterativa — me escribía Gregorio Martínez en una carta del lero de diciembre de 1985 — llena de información indirecta para que la novela tenga una precisa ubicación histórica e ideológica que es intencional.

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la vieja cultura Nasca por el medio y occidental cristiano e hispánico aunque me rasque (La República, 22.12.1991, 11). Con el desenlace optimista con que finaliza la narración, parece decirnos el escritor que una sociedad fundada en la exclusión de sus componentes mayoritarios está condenada a morir, pero no hay revolución que pueda salir adelante sin una previa elevación de la conciencia de sus actores que no deben reducirse a una minoría selecta, por más activa que sea. ¿Utopía o realidad? Esta bien podría ser la lección última de la Historia pasada y presente del Perú que la novela nos autoriza a formular. Esta es también la parte del mito revolucionario que nos enseñó José Carlos Mariátegui — a quien resulta imprescindible mencionar en este centésimo aniversario de su nacimiento — y que, más allá de los dramas presentes, nos permite tener fe en el futuro. "El hombre contemporáneo, — escribía Mariátegui — siente la perentoria necesidad de un mito. El escepticismo es infecundo y el hombre no se conforma con la infecundidad" (1981, 25). No cabe duda de que el autor de Crónica de músicos y diablos podría suscribir semejantes palabras de esperanza sin reserva alguna. Por ello agregaré que, obra saludable que se clausura elocuentemente con la fiesta del regreso que anuncia una nueva partida y escrita en el flamante estilo al que ya nos había acostumbrado el escritor peruano en sus obras anteriores, la narración de Gregorio Martínez me parece cumplir a cabalidad con el reto más difícil de la creación literaria — que la narrativa del boom había ocultado un poco —: enseñar deleitando. En última instancia, no es de tanto interés saber si su "escritura de gusanillo", dibujada en "los troncos carcomidos por la carcoma" del desierto costeño, que semeja "esa otra que adorna exprofesamente las criadillas tilingas del carnero" — como escribe en La gloria del piturrín y otros embrujos de amor — y se repite enriqueciéndose de una obra a otra; no es de tanto interés, digo, saber si es puro ladino coyungano como ver que restituye la voz propia y original de todo un sector social que aspira a reconquistar su libertad y su dignidad y a ocupar el lugar que le corresponde en la sociedad peruana. Pues — y en esto el escritor tiene perfectamente razón — "la realidad engulle cualquier intento de ficción" (La República, 22.12.1991, 28).

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Bibliografía Forgues, Roland. 1986a. El fetichismo y la letra. Lima: Ed. Horizonte. —. 1986b. La escritura subversiva de Gregorio Martínez y el renacer de los marginados y embrujos de un piturrín ladino. En: Tigre (Grenoble) 3, 153162. —. 1989. José María Arguedas, del pensamiento dialéctico al pensamiento trágico. Historia de una utopía. Lima: Ed. Horizonte. —. 1991. La estrategia mítica de Manuel Scorza. Lima: Ed. CEDEP. Kapsoli, Wilfredo. 1991. Los pishtacos: degolladores, degollados. En: Bulletin de l'Institut Français d'Etudes Andines (Lima) 1, 61-67. Mariátegui, José Carlos. 191971. Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana. Lima: Ed. Amauta. —. 7 1981. El alma matinal y otras estaciones del hombre de hoy. Lima: Ed. Amauta. —.

I8

1987. Ideología y política. Lima: Ed. Amauta.

Martínez, Gregorio. 1991. Crónica de músicos y diablos. Lima: Editorial Peisa y Hanover (USA): Norte. La República (Lima). 22.12.1991. Sánchez, Luis Alberto. 1956. Historia General de América. Santiago de Chile: Ed. Ercilla, 2 vols.

DOCUMENTACION AUTORES Y OBRAS

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Alonso Cueto * 1954 en Lima La batalla del pasado. 1983. Madrid: Alfaguara, 2a. ed. 1996. Lima: Apoyo [cuentos] El tigre blanco. 1985. Lima: Ediciones Andinas/Grupo editorial Planeta Wiracocha — Diselpesa. [novela, Premio "Wiracocha"] Los vestidos de una dama. 1987. Lima: Peisa. [cuentos] Deseo de noche. 1993. Lima: Apoyo. 2a ed. 1997. [novela] Amores de invierno. 1994. Lima: Apoyo, [cuentos] El vuelo de la ceniza. 1995. Lima: Apoyo, [novela] Cinco para las nueve. 1996. Lima: Alfaguara, [cuentos]

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Jorge Díaz Herrera * 1941 en Cajamarca Orillas. 1964. Lima: Ediciones Trilce. [poesía] Los duendes buenos. 1964. Trujillo: Ediciones de la Casa de la Cultura de Trujillo. [teatro para niños] Aguafiestas. 1976. Lima: Ediciones Tentenpié. [poesía] Parque de leyendas. 1977. Lima: Editorial Instituto Nacional de Cultura. [poemas y cuentos para niños] Alforja de ciego. 1979. Lima: Ediciones Arte/Reda, [cuentos] Mi amigo caballo. 1980. Lima: Editorial Colmillo Blanco, [cuentos para jóvenes] La agonía del inmortal. 1984. Madrid: Ediciones Cátedra, [novela] ¿Por qué morimos tanto? 1992. 2a ed. 1994. Lima: Salgado Editores, [novela]

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Miguel Gutiérrez Correa * 1940 en Piura El viejo saurio se retira. 1969. Lima: Milla Batres. [novela] Hombres de caminos. 1988. Lima: Editorial Horizonte, [novela] La generación del 50: un mundo dividido. 1988. Lima: Ediciones Sétimo Ensayo I. [ensayo] La violencia del tiempo. 1991. Lima: Milla Batres. [novela] La destrucción del reino. 1992. Lima: Milla Batres. [novela] Babel, el paraíso. 1993. Lima: Colmillo Blanco, [novela] Poderes secretos. 1995. Lima: Jaime Campodónico. 2a ed. 1996. Lima: Peisa. [novela corta] Celebración de la novela. 1996. Lima: Peisa. [ensayo]

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Cronwell Jara Jiménez * 1950 en Piura Hueso Duro. 1980. Lima: Ediciones Diálogo, [cuento, primer premio de cuento en el concurso "José María Arguedas"] Montacerdos. 1981. Lima: Lluvia Editores, [novela] Las huellas del puma. 1986. Lima: Peisa. [cuentos] El asno que voló a la luna. 1987. Lima: Editorial Instituto Nacional de Cultura, [cuentos] Patíbulo para un caballo. 1989. Lima: Mosca Azul, [novela] Babá Osaím, cimarrón, ora por la santa muerta. 1990. Lima: Editorial Eco del Buho, [relatos] Barranzuela, un rey africano en el Paititi; y otros cuentos. 1990. Lima: Ediciones Algarroba, [cuentos] Don Rómulo Ramírez, cazador de cóndores. 1990. Lima: Cipca. [cuento] Colina de los helechos. 1992. Lima: Ediciones Antonio Ureta. [poemas] Agnus Dei. 1994. Lima: Inronyodla. [cuento] Kati, la niña que quería la luna. 1994. Lima: Bruño, [cuento para niños] Intik'a. De como la isla de Taquile no fue antes una isla sino una montaña altísima que se llamaba Intik'a. 1995. Lima: Ironyodla. [relato] La hormiga que quería ser escritora. 1996. Lima: Bruño, [cuento para niños] El espantapájaros bueno. 1996. Lima: Bruño, [cuento para niños] El Gran Señor visita Motupe. 1996. Lima: Bruño, [cuento para niños]

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Marco Martos * 1942 en Piura Casa Nuestra. 1965. Lima: Ediciones de la Rama Florida y de la Biblioteca Universitaria, [poesía] Cuaderno de quejas y contentamientos. 1969. Lima: Milla Batres. [poesía] Donde no se ama. 1974. Lima: Milla Batres. [poesía] Carpe diem. 1979. Lima: Ediciones Haraui. [poesía] El silbo de los aires amorosos. 1981. Lima: Cepes. [poesía] Las palabras de Trilce. 1988. Lima: Seglusa Editores, [crítica literaria; con Elsa Villanueva] Muestra de Arte rupuestre. 1990. Lima: Instituto Nacional de Cultura. Cabellera de Berenice. 1990. Grenoble: Ediciones del Tignahus. 2a ed. 1991. Trujillo: Editorial Libertad, [poesía] Llave de los sueños. 1993. Lima: Masideas (Documentos de literatura, I). [antología poética de la Generación del 50, editada por M. Martos] Leve reino. 1996. Lima: Peisa. [poesía] 1969: Premio Nacional de Poesía del Perú.

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Guillermo Niño de Guzmán Cortés * 1955 en Lima Caballos de medianoche. 1984. Lima: Editorial Seix Barral. 2a ed. 1996. Lima: FCE. [cuentos] En el camino. 1986. Lima: Editorial Instituto Nacional de Cultura, [estudio] Altar de arena. 1992. Lima: Studio A. [estudio] El tesoro de los sueños. 1995. México: FCE. [novela] Una mujer no hace un verano. 1995. 2a ed. 1996. Lima: Jaime Campodónico. [cuentos] La búsqueda del placer. 1996. Lima: Jaime Campodónico. [ensayos]

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Carmen Ollé * 1947 en Lima Noches de adrenalina. 1981. 2a ed. 1993. Lima: Lluvia Editores, [poesía] Todo orgullo humea la noche. 1988. Lima: Lluvia Editores, [poesía] ¿Por qué hacen tanto ruido? 1992. Lima: Editorial Flora Tristán. [relato] Las dos caras del deseo. 1994. Lima: Peisa. [novela]

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Giovanna Pollarolo * 1952 en Tacna La boca del lobo. 1988. (co-guionista del largometraje) Caídos del cielo. 1988. (co-guionista del largometraje) Huerto de los olivos. 1987. Lima: Arcadia, [poesia] Entre mujeres solas. 1991. 2a ed. 1995. Lima: Colmillo Blanco, [poesía] La ceremonia del adiós. 1997. Lima: Peisa. [poesía]

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Abelardo Sánchez León * 1947 en Lima Obras de creación Poemas y ventanas cerradas. 1969. Lima: Ediciones de la Rama Florida, [poesía] Habitaciones contiguas. 1972. Lima: Editorial Juan Mejía Baca, [poesía] Rastro de caracol. 1977. Lima: Ediciones de la Clepsidra, [poesía] Oficio de sobreviviente. 1980. Lima: Mosca Azul Editores, [poesía] Buen lugar para morir. 1984. Lima: Ediciones Haravi. [poesía] Tabla de multiplicar. 1986. En: Revista Conjunto (La Habana) 68, abriljunio. [teatro] Antiguos papeles. 1987. Lima: ediciones noviembre trece, [poesía] Por la puerta falsa. 1991. Lima: ediciones noviembre trece, [novela] En el juego de la vida. 1993. La balada del gol perdido. 1993. Lima: ediciones noviembre trece, [novela; crónicas periodísticas] Oh túnel de la herradura. 1995. Madrid: Visor, [poesía] La soledad del nadador. 1996. Lima: Peisa. [novela] Investigación académica La Trampa Urbana: Ideología y problemas urbanos. 1977. Lima: DESCO. [sociología; con Raúl Guerrero de los Ríos] Paradero Final: El transporte público en Lima Metropolitana. 1978. Lima: DESCO [sociología; con Julio Calderón C. y Raúl Guerrero de los Ríos] Tugurización en Lima Metropolitana. 1979. Lima: DESCO [sociología; con Raúl Guerrero, Julio Claderón y Luis Olivera] Municipalidad y Gobierno Local: El D.L. 22250 en el tapete. 1979. Lima: DESCO. [sociología; con Mario Zolezzi Chocano y Luis Olivera] El Laberinto de la Ciudad: las políticas urbanas del estado 1950-1979. 1980. Lima: DESCO. [sociología; con Julio Calderón] Lima: una metrópoli y 7 debates. 1983. Lima: DESCO [sociología; editor con Luis Olivera] Risa y cultura en la televisión peruana. 1983. Lima: DESCO [sociología; con Luis Peirano] Ser delincuente en Lima. 1993. Lima: DESCO [sociología; con Marco del Mastro] Los Desafios de la Cooperación. 1996. Lima: DESCO. [sociología; con E. Bailón, M. Beaumont et al. Los Mundos del Desarrollo. 1996. Lima: DESCO. [sociología; editor] 1980 obtuvo la Beca Guggenheim.

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Críticos que colaboran en este volumen Walter Bruno Berg Becario de la Fundación Humboldt en el Perú (1982-83); desde 1989 Profesor de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Freiburg im Breisgau. Sus campos de trabajo son las literaturas hispanoamericana, brasileña, española y francesa. Ha publicado, entre otros: Grenz-Zeichen Cortázar. Leben und Werk eines argentinischen Schriftstellers der Gegenwart (1991); Oralidad y Argentinidad. Estudios sobre la función del lenguaje hablado en la literatura argentina (1997; con M.K. Schäffauer).

Vittoria Borso Nacida en 1947, cursó estudios de Filología Románica y Germánica en las Universidades de Mannheim y Austin (Houston). Es catedrática de literatura española y francesa en la Universidad de Düsseldorf. Principales publicaciones: Metapher als Erfahrungs- und Erkenntnismittel (1985); Mexiko jenseits der Einsamkeit. Versuch einer interkulturellen Analyse (1994); además de artículos sobre literatura latinoamericana, francesa e italiana, así como sobre teoría de la literatura y sobre Michel Foucault y Emmanuel Lévinas.

Antonio Cornejo Polar (f) Catedrático de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (de la que fue Rector y Profesor Emérito), de la Universidad de Pittsburgh y de la de California (Berkeley). Fue miembro de la Academia Peruana de la Lengua y de la Real Academia Española; Director-fundador de la Revista de Crítica Literaria Latinoamericana y Presidente del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana. Numerosas publicaciones sobre literatura peruana y latinoamericana.

Roland Forgues Nacido en Tarbes (Francia) en 1944. Catedrático de literatura y civilización latinoamericanas de la Universidad de Pau (Francia) y Director-fundador de ANDINICA (Departamento de Investigaciones Peruanas y Andinas) de la misma universidad. Autor de varios volúmenes de entrevistas con escritores y científicos sociales del Perú y más de quince libros de ensayos sobre algunos de los representantes más importantes de la narrativa, poesía y ensayo hispanoamericanos de este siglo. Coordinador del proyecto de investigación sobre "Lugar, representaciones, estatuto y rol de la mujer en la sociedad latinoamericana" que integra 11 universidades europeas y latinoamericanas.

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James Higgins Nacido en Escocia en 1939. Catedrático de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Liverpool (Inglaterra) y Profesor Honorario de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos del Perú. En 1988 fue nombrado Comendador de la Orden al Mérito por el gobierno peruano, en premio a sus servicios a la cultura peruana. Principales publicaciones: A History of Peruvian Literature (1987); César Vallejo en su poesía (1990); Myths of the Emergent. Social Mobility in Contemporary Peruvian Fiction (1994).

Karl Kohut Catedrático de Filología Románica y director del Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Católica de Eichstätt. Editor (con Hans-Joachim König) de las publicaciones de este centro, americana eystettensia, y (con Sonia V. Rose) de la colección Textos y estudios coloniales y de la Independencia (ambas colecciones en la editorial Vervuert). Desde 1992, es presidente de la Asociación Alemana de Investigación sobre América Latina (ADLAF). Sus campos de trabajo son el humanismo español y portugués de los siglos XV y XVI, la cultura iberoamericana colonial y la literatura latinoamericana del siglo XX.

Martin Lienhard Nacido en Basilea (Suiza) en 1946. Profesor de Literaturas Ibéricas en la Universidad de Zurich. Sus investigaciones han versado, esencialmente, sobre las prácticas literarias "oficiales" y "marginales" en áreas plurilingües y pluriculturales: Andes centrales, Mesoamérica y Paraguay. Se dedica actualmente, en la misma dirección, a Brasil y Cuba. Principales publicaciones: Cultura andina y forma novelesca. Zorros y danzantes en la última novela de J.M. Arguedas (1981, 2a ed. 1990); La voz y su huella. Escritura y conflicto étnicosocial en América Latina 1492-1988. Premio Casa de las Américas 1989 (1990, 2a ed. 1991, 3a ed. 1992).

Mark I. Millington Nacido en 1953. Se doctoró en la Universidad de Cambridge y es Catedrático de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Nottingham. Actualmente está preparando un libro sobre la representación de la subjetividad masculina en la narrativa latinoamericana. Principales publicaciones: Reading Onetti: Language, Narrative and the Subject (1985); An Analysis of the Short Stories of Juan Carlos Onetti: Fictions of Desire (1993); con Bernhard McGuirk Inequalitiy and Difference in Hispanic and Latin American Cultures (1995).

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José Morales Saravia Nacido en Lima en 1954. Se graduó en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos en 1977, se doctoró por la Universidad Libre de Berlin en 1986 y se habilitó por la Universidad Católica de Eichstätt en 1997. Ha publicado numerosos artículos sobre poesía y narrativa latinoamericanas del siglo XX. Principales publicaciones: Cactáceas (Lima 1978); Zancudas (Lima 1983); Homenaje a Alejandro Losada (Lima 1987); Revista de crítica latinoamericana (edición del volumen N° 30, Lima 1989); La luna escarlata. Berlin: Weddingplatz (1991).

Horst Nitschack Nacido en 1947. Se doctoró en 1975 en la Universidad de Freiburg con una tesis sobre las obras estéticas de Kant y Schiller. Lector del DAAD (Servicio Alemán de Intercambio Académico) en Nantes (Francia), Fortaleza (Brasil), Lima y actualmente en Santiago de Chile. Ha tenido a su cargo la enseñanza de cursos de literatura alemana moderna, literatura comparada y literatura latinoamericana en las Universidades de Freiburg, Kóln y Essen. Numerosas publicaciones en revistas y obras colectivas.

José Miguel Oviedo Crítico, ensayista y narrador nacido en Lima. Desde hace 20 años vive en Estados Unidos, donde ha sido Profesor en diversas universidades (entre ellas, Indiana University y University of California — Los Angeles), actualmente es Trustee Professor en la Universidad de Pennsylvania, Philadelphia. Algunos de sus libros de crítica más recientes son: La niña de New York: Un revisión de la vida erótica de José Martí (1989); Breve historia del ensayo hispanoamericano. Vol. I. (1995); Historia de la literatura hispanoamericana (Vol. I: 1996; vol. II: 1997). Ha publicado también obras de ficción: Soledad & Compañía (1987); La vida maravillosa (1988); Cuaderno imaginario (1996; 1997).

Susana Reisz Profesora de Literaturas Hispánicas y Luso-Brasileras en Lehman College y en la Escuela de Graduados de la City University of New York. Su obra teórica y crítica cubre desde la Teoría Literaria Antigua y la Literatura Griega Clásica a los últimos desarrollos de la Literatura Hispanoamericana Contemporánea, los Estudios de Género y la Teoría Literaria Feminista. Principales publicaciones: Poetische Äquivalenzen. Grundverfahren dichterischer Gestaltung bei Catull (1977); Teoría literaria. Una propuesta (1986); Teoría y análisis del texto literario (1989); Voces sexuadas. Género y poesía en Hispanoamérica (1996).

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Sonia V. Rose Profesora de Literatura y Civilización de América Latina en la Universidad de Paris-Sorbonne (Paris IV). Doctorada con una tesis sobre el arte narrativo de Bernal Díaz del Castillo en la Universidad de la Sorbonne Nouvelle (Paris III), su investigación se centra actualmente en la historia cultural del virreinato del Perú y la historiografía novohispana (s. XVI-XVII). Principales publicaciones: Discurso hispanoamericano colonial (1992); Pensamiento europeo y cultura colonial (1997; con Karl Kohut).

Kati Röttger Nacida en 1958 en Braunschweig. Se dedica a la investigación teatral (sobre todo el caso colombiano); co-fundadora de la "Sociedad de Teatro y Medios de Latinoamérica" (Stuttgart); miembro del ITI (Instituto Internacional del Teatro, Alemania). Enseña actualmente en la Universität Mainz. Principales publicaciones: Kollektives Theater als Spiegel lateinamerikanischer Identität. La Candelaria und das neue kolumbianische Theater (1992).

William Rowe Es Profesor titular de Estudios Culturales Latinoamericanos en King's College (University of London) y Profesor Honorario de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos del Perú. Ha trabajado sobre Arguedas, Rulfo y la cultura popular.

Jorge Zavaleta Balarezo Nacido en Trujillo (Perú) en 1968. Estudió Literatura en la Universidad Católica de Lima y siguió cursos de cine en el Taller del cineasta peruano Robles Godoy. Actualmente escribe en Gestión, principal diario de economía y negocios de Lima. Ha seguido un curso de comunicaciones becado por la UNESCO en Venezuela. Forma parte del equipo de la empresa de comunicaciones "Viceversa".

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Indice onomástico Adams, Norma 127, 133, 139, 151 Aguilar Fajardo, Vilma 47, 50 Aguirre, Dida 291, 293 Agustini, Delmira 221 Alba, Patricia 187, 188, 191, 194, 195, 220, 221, 228, 232 Alegría, Alonso 85, 238 Alegría, Ciro 11, 36, 38, 108, 122, 123, 125, 134, 138, 139, 143, 256, 260, 273, 285 Alegría, Fernando 123 Alexandrian 190, 195 Alfaro, Rosa María 278, 279, 282, 283 Alonso, Joseph 168 Alvear, Torcuato de 121 Ampuero, Fernando 11, 14, 15, 42, 43, 46, 259, 260 Angelico, Fra 67, 68 Antei, Giorgio 251 Anzaldúa, Gloria 229 Arango, Manuel Antonio 151 Arguedas, Alcides 138 Arguedas, José Maria 11, 14, 15, 18, 19, 23, 24, 28-30, 34-38, 47, 85, 94, 108, 122, 124, 125, 133, 139, 156, 159, 255, 256, 260, 273, 281, 283, 285-287, 290, 291, 293, 299-302, 309 Armstrong, Neil A. 170 Arróspide de la Flor, César 273, 275 Arroyo, Carlos 12, 19 Asturias, Miguel Angel 122 Bacarisse, Pamela 233 Baena, Julio 216 Bakhtin, Mikhail 198 Baldelli, Pio 252, 260 Balzac, Honoré de 135, 196 Baquerizo, Manuel 291, 294 Barba, Eugenio 244-250 Barrientes Silva, Violeta 193, 229, 232 Barthes, Roland 196, 216 Bartra, Roger 278 Bastidas, Micaela 274, 305 Bataille, Georges 62-69, 71, 72, 192, 208-211, 213, 216

Baudelaire, Charles 61-64, 67, 72, 162, 176, 195, 200, 209 Baudrillard, Jean 193, 195 Bedoya, Ricardo 255, 256, 260 Belaúnde Terry, Fernando 40 Belevan, Harry 26, 41 Bellatin, Mario 15, 43, 46, 259, 260 Belli, Carlos Germán 160, 165-168 Belli, Gioconda 11, 15 Bellini, Giuseppe 122, 124, 133 Benjamin, Walter 143, 150, 151 Berg, Walter Bruno 71, 321 Bertolucci, Bernardo 263 Beutler, Gisela 199, 205, 216 Biermann, Karlheinrich 216 Blake, William 162 Blondet, Cecilia 126, 133 Boal, Augusto 238-240 Boccaccio, Giovanni 150 Borges, Jorge Luis 147, 196 Borgeson, Paul Jr. 168 Borsò, Vittoria 197, 215, 216, 321 Bosé, Miguel 224 Bowra, Cecil M. 174 Braun, Herman 82 Bravo, José Antonio 25 Brecht, Bertolt 188 Bremer, Thomas 216 Bretón, André 269 Brown, Rita Mae 220 Bruegel, Pieter 164 Bryce Echenique, Alfredo 11, 12, 14, 26, 37, 38, 41, 45, 61, 63, 64, 68-72, 80-95, 156 Buenaventura, Enrique 237-240, 243, 250 Burgos, Elqui 85 Byron, George G. 161 Cabrera, Georgina 50 Calderón, Julio 121, 133 Calderón de la Barca, Pedro 166 Callas, María 226 Calvo, César 28, 171 Campanella, Tomás 36 Capote, Truman 42 Carbonel, Rosa 50 Carlos V 298

326 Carmona, Julio 50 Carpentier, Alejo 36, 51 Caskey, Noelle 223, 232 Castellanos, Rosario 122 Castilla, Ramón 107, 108 Castillo, Ana 229 Castillo, Daniel del 88, 89, 91, 94 Castro, Dante 28, 33 Cátalo 222 Cavafis, Constantinos 190, 222, 223 Ceballos Garibay, Héctor 201, 216 Cernuda, Luis 222 Cervantes, Lorna Dee 229 Cervantes Saavedra, Miguel de 302, 303 Chariarse, Leopoldo 159 Chaviano, Daína 228 Chimpu Ocllo 35 Chirinos, Eduardo 11, 12, 19 Chocano, Magdalena 187, 190, 219 Giurata, Gamaliel 176 Cioran, Emile M. 193, 195 Cisneros, Antonio 11, 15, 16, 167, 168, 174, 175, 177, 179, 183, 277, 278, 283 Cisneros, Luis Jaime 18 Codesido, Julia 36 Colchado, Oscar 28 Company, Juan Miguel 253, 260 Condori Mamani, Bernabé 290, 294 Condori Mamani, Gregorio 288 Congrains Martín, Enrique 32, 37, 40, 109, 122, 133, 256, 260, 263, 285 Corcuera, Antonio 274 Cornejo, María Emilia 187, 188, 191, 195, 219, 232 Cornejo Polar, Antonio 11, 12, 14, 18, 19, 123, 125, 127, 133, 269, 321 Cortázar, Julio 36, 63, 84, 85, 94 Coy né, André 158, 168 Cruz, San Juan de la 190, 217 Cueto, Alonso 14, 15, 41, 43, 46, 259, 260, 311 Culler, Jonathan 203 Cymermann, Claude 94 Dante Alighieri 164, 209 Daus, Ronald 152 Debray-Genette, Raymonde 216 Degregori, Carlos Iván 126, 127, 133, 282, 283

Deleuze, Gilíes 197, 205, 216 Delgado, Carlos 271 Delgado, Mario 244, 248 Díaz Herrera, Jorge 15, 18, 44, 46, 141, 271, 275, 312 Dickens, Charles 253 Diez-Canseco, José 108, 109 Donoso, José 48 Dostoyevski, Fédor 147, 254, 262 Dreyfus, Mariela 11, 187, 188, 193-195, 220-222, 228, 232 Durand, John D. 120, 133 Durand, José 82, 83 Durant, Alberto 264 Earle, Peter G. 123, 133 Echeverría, José 80, 85, 86, 94 Eguren, José María 155, 178, 269 Eielson, Jorge Eduardo 11, 15, 158-160, 162-164, 167, 168, 174, 178, 183, 188, 189 Eikhenbaum, Boris Mikhailovich 187 Eisenstein, Serge 253, 260 Elliot, T.S. 170 Elmore, Peter 151 Escalante Gutiérrez, Carmen 288-290, 295 Escobar, Alberto 11 Espinoza, Nilo 50, 55 Esquivel, Laura 203 Este ves, Sandra María 229 Eyde, Marianne 264 Faulkner, William 44, 53, 109 Fell, Eve-Marie 34 Fe», John 252, 260 Fernández Baca de Valdez, Graciela 120, 134 Fernández Olmos, Margarite 228, 229, 233 Fernández Retamar, Roberto 171 Ferreira, César 94 Figueroa, Luis 256 Finter, Helga 64, 72 Fischer, Ernst 193, 195 Flaubert, Gustave 65, 197, 216, 258 Flores, Aurelio 294 Flores, José Luis 256 Flores Galindo, Alberto 141, 151, 277, 278, 281, 283

327 Florián, Mario 176, 177 Forgues, Roland 12, 17, 19, 35, 36, 82, 83, 85, 94, 219, 221, 222, 233, 296, 301, 302, 308, 321 Foster, David William 12, 20 Foucault, Michel 61-64, 70, 72, 196, 197, 201, 210-212, 216, 250 Franco, Francisco 176 Franco, Jean 122, 133, 199, 200 Freud, Sigmund 62, 192, 197 Fuente Benavides, Rafael de la [Martín Adán] 87, 159, 172, 177, 178 Fuentes, Carlos 48, 136, 141, 151 Fujimori, Alberto 262 Gagarin, Juri A. 170 Gallardo, Carlos 49, 50 Gálvez Ronceros, Antonio 28, 41, 47, 49, 50, 55, 110, 296 Gambaro, Griselda 218, 227-229, 233 Garayar, Carlos 151 Garcés, Mauro 274, 275 García, Federico 262, 264 García, Santiago 242, 251 García Calderón, Ventura 108 García Lorca, Federico 305 García Márquez, Gabriel 36, 37, 48, 63, 99, 100, 131, 146, 151, 198, 302 García Miranda, Juan José 290, 294 García Pérez, Alán 40, 42, 139 Garcilaso de la Vega, Inca 35-38, 90, 91, 283, 287 Garcilaso de la Vega, Sebastián 35 Genet, Jean 210, 211, 213 Genette, Gérard 202, 216, 260 Gifford, Douglas 290, 294 Gimferrer, Pére 252, 254, 260 Glantz, Margo 203, 216 Glusberg, Jorge 121, 133 Goethe, Johann Wolfgang von 150 Goldemberg, Isaac 11, 18 Goldmann, Lucien 52 Golte, Jürgen 127, 133, 139, 151 Gómez, Michel 256 Góngora y Argote, Luis de 208 González del Valle, Luis T. 216 González Prada, Manuel 36, 155 González Viaña, Eduardo 26, 50 González Vigil, Ricardo 138 Gorostiza, José 200, 216

Gow, Rosalind 290, 294 Granadino, Cecilia 290, 294 Granda, Chabuca 91 Grande, Félix 269 Granges, Charles-Marc des 72 Griffith, Richard 252, 253 Grinberg, León y Rebecca 86, 94 Grotowski, Jerzy 244 Guattari, Félix 205 Guevara de la Serna, Ernesto "Che" 48, 111, 170 Guevara, Pablo 11 Guillén, Nicolás 51 Gushiken, José J. 290, 294 Gutiérrez, Sonia 251 Gutiérrez Correa, Miguel 12, 14-16, 31, 32, 39, 41, 44, 46-57, 99-103, 105, 109, 110, 135-152, 259, 260, 278, 284, 313 Haussmann, Georges Eugène (baron) 121 Hawks, Howard 254, 262 Hegel, Georg Wilhelm Friedrich 64, 72, 148,211 Hemingway, Ernest 109, 254, 258 Hempfer, Klaus W. 216 Henderson, Carlos 175-177, 179 Heraud, Javier 15, 16, 110, 170-172, 176, 177, 179 Hernández, José 301 Hernández, Luis 171, 172, 174, 177, 179 Higa Oshiro, Augusto 49, 50, 55, 110115, 118, 119 Higgins, James 12, 14, 20, 322 Hinostroza, Rodolfo 173, 174, 177, 179, 183 Hinterhäuser, Hans 138, 139, 151 Hitchcock, Alfred 253, 254, 262 Hoggarth, Pauline 290, 294 Hölderlin, Friedrich 174 Hollier, Denis 211, 216 Holzmann, Rodolfo 290, 294 Huamaní, Máximo Damián 294 Huayhuaca, José Carlos 258, 264 Huerta, Efraín 176 Icaza, Jorge 122 Irigaray, Luce 197, 216 Istarú, Ana 228 Iwasaki Cauti, Fernando 15, 18

328 Jacobus, Mary 217 Jaffé, Catherine 203, 216 Janik, Dieter 152 Jara Jiménez, Cronwell 14, 33, 41, 99, 103-105, 120, 122, 124-134, 314 Jiménez, Juan Ramón 200, 202, 216, 217 Jong, Erica 220 Jordaens, Jacob 67 Joyce, James 53, 109, 147, 173 Kafka, Franz 53, 109 Kam Wen, Siu 17, 41 Kandinsky, Wassily 164 Kapsoli, Wilfredo 301, 308 Keats, John 162, 193, 194 Kierkegaard, Sören 61 Kiser, Clyde V. 133 Klaiber, Jeffrey 137, 152 Kohut, Karl 94, 216, 322 Koppenfels, Martin von 169 Kristeva, Julia 198, 217 Kudó, Tokihiro 276, 284 Lauer, Mirko 13, 25, 42, 43, 46, 87, 94, 159, 166, 168, 177, 179, 280, 284 Lefort, Daniel 168 Leg lise, Paul 257 Leguia, Augusto B. 42, 298 León Frías, Isaac 263, 264 León Hebreo 35 Leonardo da Vinci 104, 131, 164 Levertov, Denise 229 Lévinas, Emmanuel 210, 213, 215, 217 Lewis, Oscar 288, 294 Lezama Lima, José 63, 282 Lida, Raimundo 161 Lienhard, Martin 14, 16, 17, 20, 123, 134, 288, 294, 322 Lima, Luiz Costa 149, 152 Lira, Jorge A. 294 Llaque Minguillo, Paúl 124, 134 Loayza, Luis 14, 109 L o m b a r d i , Francisco 17, 256, 257, 262-264 López, Luis Enrique 284 López Albújar, Enrique N. 108, 125, 138, 147, 255 López Ricci, José 282, 283

Losada, Alejandro 123, 134 Lowell, Robert 174 Lukács, Georg 48, 149 Lynch, Nicolás 126, 133 Lyotard, Jean-François 198, 217 Maag, Georg 72 Machado, Antonio 147, 170 Machicado, Juan Carlos 77 Mailer, Norman 42 Malea, Oscar 44, 46, 119, 259, 260 Maldonado, Andrés 50 Mallarmé, Stéphane 162, 170, 174 Malraux, André 88, 89, 94 Manco Cápac 274 Mannarelli, María Emma 142, 152 Manrique, Isaac Huamán 291, 294 Manrique, Jorge 170 Manrique, Nelson 280-282, 284 Marco, Joaquín 95 Mariátegui, José Carlos 11, 52, 125, 271, 276, 283, 284, 297, 307, 308 Márquez, Ismael P. 84, 95 Martín Adán, véase Fuente Benavides Martínez, Gregorio 14, 15, 17, 28, 30, 39, 41, 46, 49, 50, 55, 110, 141, 296-308 Marting, Diane E. 228, 229, 233 Martos, Marco 12, 15, 16, 20, 160, 162, 168, 315 Matos, Nemir 229 Matto de Turner, Clorinda 230 Maurier, Daphne du 254 Mazzotti, José 11 McBride, Joseph 254, 260 Meier, Max 240, 243, 251 Mejía Sánchez, Ernesto 161 Menéndez y Pelayo, Marcelino 66 Milla, Rodolfo 166 Milla Batres, Carlos 19 Miller, Henry 221 Millington, Mark I. 213, 322 Miranda, Efraín 176, 177 Mistral, Gabriela 208, 221 Mohr, Nicolasa 229 Moi, Toril 197, 217 Molina Richter, Marcial 291, 294 Molloy, Sylvia 88, 95 Monguió, Luis 158, 159, 168 Montori, Javier 50

329 Montoya, Rodrigo 279, 281, 283, 284 Montoya, Rodrigo; Edwin; Luis (hermanos) 290, 294 Mora, Ernesto 179 Morales, Jessica 222, 229, 233 Morales Bermúdez, Francisco 110 Morales Saravia, José 14, 120, 160, 169, 323 More [Morus], Thomas 36 Morillo, Juan 50 Moro, César 159, 221 Moromisato, Doris 229, 230, 233 Mozart, Wolfgang Amadeus 164 Munizaga Vigil, Gustavo 121, 134 Mur, Ana María 50 Nelson, Julio 50, 55, 56 Neruda, Pablo 51, 171 Nieto Degregori, Luis 33, 258 Ninamango Mallqui, Eduardo 291, 294 Niño de Guzmán, Guillermo 259, 260, 316 Nitschack, Horst 15, 138, 152, 323 Noriega Bernuy, Julio 291, 294 Novalis, (Friedrich von Hardenberg) 192 Nugent, José Guillermo 139, 152, 277, 278, 281, 282, 284 Nuñez, Estuardo 90 Ocampo, Aurora M. 134 Odria Amoretti, Manuel Apolinario 39, 129, 131, 135 Ojeda, Juan 177 Olavide, Pablo de 90 Ollé, Carmen 11, 16, 17, 25, 71, 196, 202, 207-209, 211-213, 217, 219, 220, 223, 224, 227, 233, 317 Onetti, Juan Carlos 122 Oquendo, Abelardo 13, 20, 159, 168 Oquendo de Amat, Carlos 159, 168 Oregon Morales, José 290, 291, 294 Orff, Cari 164 Ortega, Julio 11, 12, 20, 177, 188, 195 Ortiz Rescaniere, Alejandro 290, 295 Ossio, Juan M. 290, 295 Oviedo, José Miguel 11-16, 18, 82-84, 189, 195, 256-258, 260, 323 Pailler, Claire 95 Palma, Ricardo 36, 90, 255, 260

Paoli, Roberto 201, 202, 211, 217, 232, 234 Paravisini-Gebert, Lizabeth228, 229, 233 Pardo, José 298 Parra, Nicanor 199, 205, 216 Pascal, Blaise 63, 72 Pasolini, Pier Paolo 222, 263 Pavese, Cesare 205 Pavis, Patrice 247, 249, 251 Payne, Johnny 290, 295 Paz, Octavio 27, 193, 199, 210, 214, 215, 217, 232, 234 Peláez, César A. 120, 133 Peralta, Alejandro 176 Pérez H., Julián 138 Pérez Huarancca, Hildebrando 50, 55, 176, 177, 179, 291, 295 Peri Rossi, Cristina 229 Perla Anaya, José 264 Petrarca, Francesco 209 Picasso Ruiz, Pablo 207 Pinglo Alva, Felipe 274 Plath, Sylvia 229 Platón 197 Pollarolo, Giovanna 16, 17, 191, 192, 195, 196, 202-207, 209, 217, 219, 223-227, 230, 233, 318 Poma de Ayala, Felipe Guamán 32, 51, 302 Ponge, Francis 162 Porras Barrenechea, Raúl 281 Portocarrero, Gonzalo 281, 282, 284 Pound, Ezra 164 Proust, Marcel 53, 147 Quijada Jara, Sergio 290, 295 Quijano, Aníbal 277, 283, 284 Ráez, Ricardo 50 Raimondi, Antonio 272 Rama, Angel 30 Ramos Mendoza, Crescencio 290, 295 Reich, Wilhelm 66 Reisz, Susana 16, 197, 201, 203-206, 217, 218, 223, 233, 323 Renoir, Auguste 224 Reyes, Carlos José 250 Reyes Tarazona, Roberto 49, 50, 55, 110, 111, 115-119, 149

330 Reynoso, Oswaldo 44, 47, 49, 50, 56, 109, 122, 256, 257, 260, 285 Ribeyro, Julio Ramón 11, 14, 25, 37, 38, 40, 45, 80, 83, 95, 109, 110, 122, 156, 159, 168, 183, 256, 260, 285, 287, 295 Rich, Adrienne 229 Riesco, Laura 16 Rilke, Rainer Maria 163 Rimbaud, Arthur 226 Rith-Magni, Isabel 126, 134 Ritter, Joachim 62, 72 Riva Agüero, José de la 100, 281 Rivera Martínez, Edgardo 14, 15, 26, 30, 41, 43, 44, 46, 141, 291, 295 Roa Bastos, Augusto 198 Robles Godoy, Armando 264 Roca Rey, Bernardo 255 Rodrigo, Luis de 176 Rodríguez, José Carlos 83 Rodríguez Garrido, José A. 168 Rodríguez Monegal, Emir 122, 134 Rodríguez Rabanal, César 282, 284 Roffiel, Rosamaría 229 Rojas, Armando 162 Romualdo, Alejandro 159, 168, 170, 179 Ropars, Marie-Claire 258 Rosa de Lima, Santa 274 Rosas Paravicino, Enrique 28, 291, 295 Rose, Juan Gonzalo 170-172 Rose, Sonia V. 13, 324 Roselló, José María 255 Ròttger, Kati 18, 243, 247, 251, 324 Rowe, William 17, 324 Rubio, Miguel 248, 250, 251 Ruffíni, Franco 246, 251 Ruiz, Juan (Arcipreste de Hita) 172 Rulfo, Juan 36, 44, 56, 141, 147 Sàbato, Ernesto 135, 141, 152 Sabogal, José 36 Sade, Donato Alfonso Francisco (Marqués de) 211 Sadoul, Georges 255 Safo 190 Saint-John Perse 173 Salazar Bondy, Sebastián 11, 17, 28, 40, 158, 159, 168, 170, 255 Salazar del Alcázar, Hugo 12, 20, 237, 244, 247, 248, 251

Sánchez, Luis Alberto 122, 123, 134, 138, 308 Sánchez Cerro, Luis M. 298 Sánchez León, Abelardo 12, 15, 44, 46, 84, 85, 95, 180-183, 319 Sánchez Romeralo, Antonio 217 Santa Cruz, Nicomedes 90 Sarduy, Severo 84 Sarmiento, Domingo F. 301 Sartre, Jean-Paul 47, 53, 109 Scharlau, Birgit 134 Scorza, Manuel 14, 28, 82, 83, 170, 302, 309 Shakespeare, William 222 Shelley, Maru 162 Showalter, Elaine 197, 217 Siebenmann, Gustav 199, 217 Siles Vallejos, Abraham 151 Silva Santisteban, Ricardo 162, 168 Silva Santisteban, Rocío 192-195, 220-222, 226, 227, 233 Sologuren, Javier 11, 12, 15, 16, 20, 158, 160-162, 167, 168, 183 Soto, Hernando de 126, 127, 134 Spinoza, Benedictus de 149 Spivak, Gayatri 73-75, 79, 213 Stein, Gertrude 232 Stenzel, Hartmut 216 Suleiman, Susan Rubin 220, 233 Svarzman, Norberto 11, 20 Tamayo San Román, Augusto 258, 262 Tausch, Krystyna 201, 217 Tello, Edgardo 176 Tennyson, Alfred 253 Teuber, Bernhard 211, 213, 217 Texeira, Panaifo 28 Thénon, Susana 206, 217 Thorndike, Guillermo 263 Tocilovac, Goran 15 Todorov, Tzvetan 187, 195 Tokeshi, Eduardo 226 Tolstoi, Leo N. 147 Toro Montalvo, César 12, 20 Torres-Rioseco, Arturo 123 Torrico, Juan Carlos 262 Toshihiko Arakaki, Félix 49, 50 Tovar Carrillo, Fernando 182 Truffaut, François 253, 254, 260 Tsetung, Mao 47, 52

331 Túpac Amaru 306 Umpierre, Luz María 229 Unamuno, Miguel de 147 Ungaretti, Giuseppe 200, 216 Ureta, Antonio 291, 295 Urrutia, Jorge 252, 257, 258, 260 Urteaga Cabrera, Luis 50, 55 Valcárcel, Gustavo 170 Valcárcel, Luis E. 138, 271 Valcárcel, Rosina 230, 233 Valderrama Fernández, Ricardo 288-290, 295 Valeriano, Saturnino 294 Vallejo, César 11, 15, 23, 92, 105, 125, 155, 158, 165, 168-171, 176, 178, 199, 200, 209, 217, 248, 269, 275 Varela, Blanca 11, 15, 16, 178, 183, 188, 189, 195, 196, 198, 202, 205211, 214, 217, 218, 230-232, 233 Vargas Llosa, Mario 11, 14, 15, 18-19, 24, 26, 27, 29, 34, 37-40, 45, 46, 48, 61, 63-67, 71-80, 95, 109, 122, 134, 135, 141, 152, 156, 159, 214, 257, 258, 260, 280, 285, 295 Vargas Vicuña, Eleodoro 28, 40, 47, 49, 50, 285, 295 Vasconcelos, José 138, 300 Vásquez Rodríguez, Chalena 290, 292, 295 Velarde, Héctor 93 Velasco Alvarado, Juan 40, 41, 50, 110, 238, 262, 263 Verástegui, Enrique 16, 164, 165, 169 Vergara Figueroa, Abilio 290, 295 Vicuña, Cecilia 229 Vicuña Mackenna, Benjamín 121 Vidal, Luis Fernando 12, 18 Vilar, Jean 238 Virgilio 257 Volkening, Ernesto 163 Voltaire 275 Waldenfels, Bernhard 213, 217 Watanabe, José 49, 50, 257 Watson Espener, Marta 250 Webb, Richard 120, 134 Wellershoff, Dieter 193, 195 Wentzlaff-Eggebert, Harald 216, 217

Westphalen, Emilio Adolfo 11, 15, 159, 160, 169, 283 Wittgenstein, Ludwig 164, 277 Wittig, Monique 190, 195 Yurkievich, Saúl 199, 217 Zamacona, Manuel 136 Zavaleta, Carlos Eduardo 28, 32, 40, 109, 122, 285, 295 Zavaleta Balarezo, Jorge 324 Zorrilla, Zein 291, 295 Zum Felde, Alberto 123

americana eystettensia Publicaciones del Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Católica de Eichstätt

A. ACTAS 1.

Benecke; K. Kohut; G. Mertins; J. Schneider; A. Schräder (eds.):

Desarrollo demográfico, migraciones y urbanización en América Latina.

1986 (publicado por la editorial F. Pustet de Ratisbona como vol. 17 de

Eichstätter Beiträge) 2.

Karl Kohut (ed.): Die Metropolen in Lateinamerika

Bedrohung für den Menschen.

— Hoffnung und

1986 (publicado por la editorial F. Pustet

de Ratisbona como vol. 18 de Eichstätter Beiträge)

3.

Jürgen Wilke/Siegfried Quandt (eds.): Deutschland

4.

Karl Kohut/ Albert Meyers (eds.): Religiosidad popular en América 1988

5.

Karl Kohut (ed.): Rasse, Klasse und Kultur in der Karibik. 1989

6. 7.

Imagebildung und Informationslage. 1987

Karl Kohut/Andrea Pagni (eds.): Literatura

dictadura a la democracia. 1989. 2a ed. 1993

und

Lateinamerika.

argentina

hoy.

Latina.

De

la

Karl Kohut (ed.) en colaboración con Jürgen Bähr, Ernesto Garzón Valdés, Sabine Horl Groenewold y Horst Pietschmann: Der eroberte

Kontinent. Historische Realität, Rechtfertigung Darstellung der Kolonisation Amerikas. 1991

und

literarische

7a. Karl Kohut (ed.) en colaboración con Jürgen Bähr, Ernesto Garzón Valdés, Sabine Horl Groenewold y Horst Pietschmann: De conquistadores

y conquistados. Realidad, justificación, representación. 1992

8.

Karl Kohut (ed.): Palavra brasileira. 1991

e poder.

Os intelectuais

na

sociedade

9.

Karl Kohut (ed.): Literatura mexicana hoy. Del 68 al ocaso de la revolución. 1991. 2a ed. 1995

10. Karl Kohut (ed.): Literatura mexicana hoy II. Los de fin de siglo. 1993 11. Wilfried Floeck/Karl Kohut (eds.): Das moderne Theater 1993 12.

Lateinamerikas.

Karl Kohut/Patrik von zur Mühlen (eds.) Alternative Lateinamerika.

deutsche Exil in der Zeit des Nationalsozialismus. 1994

Das

13. Karl Kohut (ed.): Literatura colombiana hoy. Imaginación y barbarie. 1994

14. Karl Kohut (ed.): Von der Weltkarte zum Kuriositätenkabinett. Amerika im

deutschen Humanismus und Barock. 1995

15.

Karl Kohut (ed.): Literaturas del Río de la Plata hoy. De las utopías al desencanto. 1996

16.

Karl Kohut (ed.): La invención del pasado. marco de la posmodernidad. 1997

17.

Karl Kohut/ José Morales Saravia/Sonia V. Rose (eds.): Literatura peruana hoy. Crisis y creación. 1998

La novela histórica en el

B. MONOGRAFIAS, ESTUDIOS, ENSAYOS 1.

Karl Kohut: Un universo cargado de violencia. Presentación, aproximación y documentación de la obra de Mempo Giardinelli. 1990

2.

Jürgen Wilke (ed.): Massenmedien in Lateinamerika. Erster Band: Argentinien — Brasilien — Guatemala — Kolumbien — Mexiko. 1991

3.

Ottmar Ette (ed.): La escritura de la memoria. Reinaldo Arenas: Textos, estudios y documentación. 1992. 2a ed. 1995

4.

José Morales Saravia (ed.): Die schwierige Modernität Lateinamerikas. Beiträge der Berliner Gruppe zur Sozialgeschichte lateinamerikanischer Literatur. 1993

5.

Jürgen Wilke (ed.): Massenmedien in Lateinamerika. Zweiter Band: Chile — Costa Rica — Ecuador — Paraguay. 1994

6.

Michael Riekenberg: Nationbildung, Sozialer Wandel und Geschichtsbewußtsein am Rio de la Plata (1810-1916). 1995

7.

Karl Kohut/Dietrich Briesemeister/Gustav Siebenmann (eds.): Deutsche in Lateinamerika — Lateinamerika in Deutschland. 1996

8.

Jürgen Wilke (ed.): Massenmedien in Lateinamerika. Dritter Band: Bolivien — Nicaragua — Peru — Uruguay — Venezuela. 1996

C. TEXTOS 1.

José Morales Saravia: La luna escarlata. Berlin Weddingplatz.

1991

2.

Carl Richard: Briefe aus Columbien von einem hannoverischen Officier an seine Freunde. Reeditado y comentado por Hans-Joachim König. 1992

3.

Sebastian Englert, O.F.M.Cap: Das erste christliche Jahrhundert Osterinsel 1864-1964. Edición de Karl Kohut. 1996

der

3a. Sebastian Englert, O.F.M.Cap: Primer siglo cristiano de la Isla de Pascua. 1864-1964. Edición de Karl Kohut. 1996

D. POESIA 1.

Emilio Adolpho Westphalen: "Abschaffung des Todes" und andere frühe Gedichte. Edición de José Morales Saravia. 1995

2.

Yolanda Pantin: Enemiga mía. Selección poética (1981-1997). Prólogo de Verónica Jaffé. 1998