Las vidas paralelas de Georges Cuvier y Georg Wilhelm Friedrich Hegel : naturaleza y filosofía 8400089022, 9788400089023

Las coincidencias espaciales y temporales en las vidas de Cuvier y Hegel son sorprendentes, aunque han sido ignoradas ha

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Table of contents :
Índice
PREFACIO
INTRODUCCIÓN
MONTBÉLIARD Y STUTTGART
FUNCIONARIOS Y CLÉRIGOS
PRECEPTORES
EL MUSÉUM, JENA
LA ERA NAPOLEÓNICA
EL MÉTODO
LA NATURPHILOSOPHIE
EL TERROR BLANCO Y LOS AÑOS DE PLENITUD
VIDA FAMILIAR Y SOCIAL
1830
UNA MUERTE COMPARTIDA
BIBLIOGRAFÍA
APÉNDICE
ÍNDICE ONOMÁSTICO
FIGURAS
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Las vidas paralelas de Georges Cuvier y Georg Wilhelm Friedrich Hegel : naturaleza y filosofía
 8400089022, 9788400089023

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I SBN 978 - 84 - 00 - 08902 - 3

9 788400 089023

ADRIÀ CASINOS

LAS VIDAS PARALELAS DE GEORGES CUVIER Y GEORG WILHELM FRIEDRICH HEGEL. NATURALEZA Y FILOSOFÍA

MONOGRAFÍAS 35

MONOGRAFÍAS 35

17. Franco, Israel y los judíos. Raanan Rein. 18. Confesión y trayectoria femenina. María Helena Sánchez Ortega. 19. La serpiente de Egipto. Amelina Correa Ramón (ed.). 20. Base molecular de la expresión del mensaje genético. Severo Ochoa. 21. La nueva diócesis Barbastro-Monzón. Historia de un proceso. Juan Antonio Gracia. 22. La Fundación Nacional para Investigaciones Científicas (1931-1939). Actas del Consejo de Administración y Estudio Preliminar. Justo Formentín Ibáñez y Esther Rodríguez Fraile. 23. Envejecer en casa: la satisfacción residencial de los mayores en Madrid como indicadores de su calidad de vida. Fermina Rojo Pérez y Gloria Fernández Mayoralas (coords.). 24. Necesidad de un marco jurídico para el desarrollo rural en España. José Sancho Comíns, Javier Martínez Vega y María Asunción Martín Lou (eds.). 25. Homenaje a D. José María Albareda, en el centenario de su nacimiento. María Rosario de Felipe. 26. Características demográficas y socioeconómicas del envejecimiento de la población en España y Cuba. Vicente Rodríguez Rodríguez, Raúl Hernández Castellón y Dolores Puga González. 27. Estudios sobre cultura, guerra y política en la Corona de Castilla. Fernando Castillo Cáceres. 28. España y Polonia: los encuentros. Elda González Martínez y Malgorzata Nalewajko (coords.). 29. Ciencia, tecnología y género en Iberoamérica. Eulalia Pérez Sedeño, Paloma Alcalá, Marta I. González, Paloma de Villota, Concha Roldán y M.ª Jesús Santesmases (coords.). 30. Los Martín de Fuentidueña, jardineros y arbolistas del Buen Retiro. Luis Ramón-Laca y Luciano Labajos Sánchez. 31. Un nuevo modelo de mujeres africanas. Inmaculada Díaz Narbona y José Ignacio Rivas Flores. 32. Circulación de personas e intercambios comerciales en el Mediterráneo y en el Atlántico (siglos XVI, XVII, XVIII). José Antonio Martínez Torres (dir.). 33. Papeles y opinión. Políticas de publicación en el Siglo de Oro. Fernando Bouza. 34. Comercio y riqueza en el siglo XVII. Ángel Alloza Aparicio y Beatriz Cárceles de Egea.

LAS VIDAS PARALELAS DE GEORGES CUVIER Y GEORG WILHELM FRIEDRICH HEGEL. NATURALEZA Y FILOSOFÍA

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Consejo Superior de Investigaciones Científicas

Las coincidencias espaciales y temporales en las vidas de Cuvier y Hegel son sorprendentes, aunque han sido ignoradas hasta la fecha. Nacieron como súbditos del mismo estado (Württemberg) con una diferencia de un año. Murieron durante la primera epidemia de cólera que sacudió Europa, con una diferencia de meses. Compartieron amigos y una fobia, la Naturphilosophie, que de hecho podría considerarse como el tercer protagonista de esta obra. Ese movimiento idealista, fundamentalmente alemán, con vertientes científicas y filosóficas, fue sometido a duras críticas por ambos personajes. Muchas de esas críticas tienen todavía plena vigencia, en contraste con alguna revalorización reciente, fundamentada en análisis superficiales, y que parten de supuestas carencias de la presente teoría evolutiva. Adrià Casinos (Barcelona, 1947) es catedrático de Zoología en la Universidad de Barcelona. Licenciado y doctor por la misma universidad, ha estado vinculado, desde su estancia como becario de doctorado, al Muséum National d’Histoire Naturelle de París. De formación morfológica, y especializado en biomecánica, especialmente en su vertiente adaptativa, considera a Cuvier como una figura de referencia de la máxima importancia del período predarwinista. Su interés por la historia de la ciencia es fundamentalmente de tipo metodológico, sin renunciar a la contextualización social del científico.

ADRIÀ CASINOS Departamento de Biología Animal Universidad de Barcelona

LAS VIDAS PARALELAS DE GEORGES CUVIER Y GEORG WILHELM FRIEDRICH HEGEL. NATURALEZA Y FILOSOFÍA

Consejo Superior de Investigaciones Científicas Madrid, 2009

Reservados todos los derechos por la legislación en materia de Propiedad Intelectual. Ni la totalidad ni parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, puede reproducirse, almacenarse o transmitirse en manera alguna por ningún medio ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, informático, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo por escrito de la editorial. Las noticias, asertos y opiniones contenidos en esta obra son de la exclusiva responsabilidad del autor o autores. La editorial, por su parte, sólo se hace responsable del interés científico de sus publicaciones.

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Este texto se ha elaborado en el marco del proyecto CGL2005-04402 (Dirección General de Investigación, Ministerio de Educación y Ciencia).

© CSIC © Adrià Casinos NIPO: 472-09-168-4 ISBN: 978-84-00-08902-3 Depósito Legal: M-48600-2009 Ajuste y maquetación: Ángel de la Llera (CSIC) Imprime: DiScript Preimpresión, S. L. Impreso en España. Printed in Spain En esta edición se ha utilizado papel ecológico sometido a un proceso de blanqueado ECF, cuya fibra procede de bosques gestionados de forma sostenible.

Al «Laboratoire d’Anatomie Comparée» del «Muséum National d’Histoire Naturelle» de París In memoriam «Le livre que je vous adresse vous doit son existence» Carta de Georges Cuvier a Jean-Claude Mertrud, del 28 de ventoso del año 8 (Prefacio de la primera edición de las «Leçons d’Anatomie Comparée»)

Índice

Prefacio........................................................................................

9

Introducción................................................................................

13

Montbéliard y Stuttgart...............................................................

21

Funcionarios y clérigos................................................................

29

Preceptores..................................................................................

39

El Muséum, Jena.........................................................................

59

La era napoleónica......................................................................

81

El método....................................................................................

101

La Naturphilosophie....................................................................

143

El terror blanco y los años de plenitud.......................................

181

Vida familiar y social...................................................................

213

1830.............................................................................................

235

Una muerte compartida..............................................................

267

Bibliografía..................................................................................

273

Apéndice......................................................................................

287

Índice onomástico.......................................................................

297

Figuras.........................................................................................

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PREFACIO

Este texto ha tenido una larga y prolija historia. Mi interés por Georges Cuvier se remonta a mis años de estudiante de biología. Fue el tema que escogí en el trabajo preceptivo que debía realizarse para la asignatura denominada Historia de las Ciencias Naturales. La razón de la opción era mi interés por la anatomía comparada. Luego, durante mi estancia en el Muséum de París como becario predoctoral, y en mis largos años de colaboración con mis amigos de dicho centro, y con los del campus de Jussieu, el acceso a fuentes de información inimaginables para el estudiante que yo era en 1970, me reafirmaron en una idea intuida precozmente: la figura de Cuvier era mucho más compleja que la imagen del villano, oportunista y enemigo de la idea lamarckiana de evolución, que normalmente se nos transmitía. Mucho más tarde me apercibí de los paralelismos existentes entre la vida del considerado fundador de la anatomía comparada y la de Georg Wilhelm Friedrich Hegel. En este último caso, y dado que mediaba la ideología, su figura había pasado ante mí desde la semiclandestinidad, a que era sometida por la filosofía oficial durante el franquismo, a ser objeto de las iras de los popperianos, tan activos en los años de los estertores de la guerra fría. Puestos a meterse en la villanía, y reafirmados los hechos, si se quiere anecdóticos, entre la vida de los dos personajes, empecé a pergeñar el presente texto. Pero dejando aparte los aspectos ya comentados, que podrían calificarse un tanto de circunstanciales, ha sido sin duda el marco histórico-cultural en el que se movieron Cuvier y Hegel, y el fenómeno de co9

nexión que estableció entre ellos la Naturphilosophie, lo que en última instancia me empujó a escribir el texto que ha llegado al lector. Explicado el origen, vienen ahora los agradecimientos, que en este caso no son en absoluto formales. En primer lugar, al factor logístico. Sendos contratos como profesor invitado de la Université Pierre et Marie Curie, que he disfrutado respectivamente en 2004 y 2008. En segundo lugar, hay una sólida lista de personas a mencionar, especialmente en los ambientes biológicos parisinos. Como debo empezar por alguien, lo haré por Jean-Pierre Gasc, por las largas soirées que me ha dedicado durante años, con sus conocimientos de archivo viviente del Muséum. De la misma institución, Françoise K. Jouffroy y Patrick Tort me convencieron, cada uno por su lado, de realizar esta versión a partir de una previa, mucho más esquemática. A ambos les debo también sugerencias y comentarios; en el caso de Françoise con especial asiduidad. En ese contexto debo añadir los nombres de Jean Gayon (Sorbonne) y de Armand de Ricqlès (Collège de France). Jacques Castanet y Jorge Cubo, en la universidad, han contribuido con sus opiniones, y con la logística de contratos ya mencionada. Ya lejos de las orillas del Sena, debo mencionar a Mercè Durfort (Universidad de Barcelona), quien probablemente sabe más que nadie sobre mis cuitas para que el manuscrito fuera publicado. De ello también supieron algo en la misma Universidad de Barcelona el profesor E. Gadea, quien además puso su erudición al servicio de la corrección del texto, Carles Carreras, y el tristemente desaparecido Lluís Argemí. En el mismo contexto debo citar a Salvador Moyà, del Instituto de Paleontología Miquel Crusafont. Con el malogrado Pere Alberch discutí largo y tendido sobre Cuvier, Geoffroy y la Naturphilosophie, sin que nos pusieramos de acuerdo. Ojalá hubiera podido leer estas reflexiones, e ironizar sobre ellas. Máximo Sandín (Universidad Autónoma de Madrid) me sugirió, con gran acierto, la posibilidad de las ediciones del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). La confianza que han puesto en mí y en mi manuscrito Miguel Angel Puig-Samper y José Manuel Prieto, en las citadas ediciones del CSIC, es de manual, dada mi condición de outsider en la materia. Mi viejo amigo Jaume Josa ha ejercido de correa de transmisión. Y por último un agradecimiento colectivo, que reitera la dedicatoria. A la casa de Cuvier, el desaparecido (hélas!) Laboratoire d’Anatomie Comparée, y a todo su personal, presente y ausente, que 10

en un ya lejano otoño acogió y confió en un jovencito de veintitrés años, que aportaba poco más que entusiasmo e ilusión. Durante cerca de cuatro décadas, en el 55 de la rue Buffon (au fond de la cour), se me ha recibido periódicamente con los brazos abiertos, y se me ha ayudado fraternalmente. A pesar de la dedicatoria, este libro no salda ni con mucho la deuda. París, febrero de 2008

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INTRODUCCIÓN

Las vidas paralelas de Plutarco formaron parte durante siglos de la formación humanística al uso, constituyendo un componente importante de aquella. Los veintidós relatos en los que, de forma paralela, se analizan las vidas de figuras destacadas de los mundos griego y romano, vidas en consecuencia diacrónicas, se basan en un patrón general, consistente en establecer correlaciones entre personajes que se suponía habían desarrollado papeles equivalentes, en circunstancias parecidas, en los dos momentos históricos. Con esa óptica, el paralelismo empieza por el de los, digamos, «fundadores» (Teseo y Rómulo). Aunque durante el siglo XX la formación humanística no pasara por su mejor momento y fuera perdiendo progresivamente peso, todavía muchos adolescentes de mi generación entrábamos en contacto con la antigüedad clásica mediante alguna de las diversas ediciones, más o menos aligeradas y adecuadas estilísticamente al momento, que se publicaban de las vidas plutarquianas. Recuerdo que en mi propio caso dicho tipo de lectura fue uno de los puentes que me facilitó, además, la transición entre la literatura infantil y la propia de un adulto, quizá si se quiere un problema muy mínimo en el contexto general de la denominada crisis de la adolescencia, pero en cualquier caso un problema que también se da. Por añadidura, y por carambola, Plutarco y otros autores clásicos nos permitían entender los péplums cinematográficos, en los que hechos como el juicio de París,

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el hilo de Ariadna o los trabajos de Hércules, eran conocimientos que se suponían previamente adquiridos por el espectador. Quizá la razón de dicha suposición fuera que aquellos filmes eran mayoritariamente de producción italiana y en Italia, al menos en aquel momento, la formación clásica tenía muy probablemente más importancia de la que se le daba en España. Dada la desaparición actual de cualquier referente a mitos como los citados, cuando veo anunciada en la programación televisiva alguna de aquellas películas, me pregunto sobre la reacción del muchacho, o muchacha, que, despistado, la sintonice por casualidad, al encontrarse que le son presentados los argonautas, por ejemplo, como héroes que se supone conocidos. Plutarco, con sus vidas, llevó el agua a su molino. Tal como he comentado anteriormente, a cada figura importante de la civilización romana a la que dedicaba una biografía, contraponía alguna equivalente griega, forzando el símil, si hacía falta. La idea de fondo era demostrar, fuera como fuese, que había habido una edad de oro griega equivalente, como mínimo, a la romana, que es la que le tocó vivir (siglos I y II de nuestra era) y que en aquel momento tenía un peso avasallador. Si bien, como ya he dicho, planteó los paralelismos de personas y vidas de forma diacrónica, la opción del paralelismo biográfico puede darse también en un plano sincrónico, contemporáneo entre los personajes, y en el caso de esta opción los pretextos pueden ser diversos: mismo origen, protagonismo histórico semejante, actividades equivalentes,... Es en ese marco en el que se encuadra el presente texto y, de forma automática, surge la pregunta que potencialmente puede hacerse el lector: ¿qué justificación tiene una revisión biográfica paralela de Cuvier y Hegel? La pregunta puede plantearse incluso simplemente porque, muy posiblemente, habría muchos más lectores potenciales que conocieran quién fue Hegel, que los que pudiesen situar con una cierta aproximación cronológica y/o geográfica a Cuvier. Pero probablemente sería entre los que conociesen a ambos personajes, entre los que la duda estaría más extendida. Pues bien, la justificación pasa por el hecho que ambos forman parte de una misma generación, con una sorprendente coincidencia de fechas, tanto en el nacimiento como en la muerte, con la particularidad que por lo que respecta al nacimiento, la coincidencia es también geográfico-política, y respecto a la muerte, pueda haber entre ambas una asociación causal (Buffetaut, 14

2002; D’Hondt, 2002). Adicionalmente, habría que señalar que ambos nacieron siendo súbditos del mismo poder absoluto y que, a pesar de las diferencias lingüísticas y culturales, y como consecuencia de compartir el mismo marco político, habrían podido recibir idéntica y coincidente formación superior. En el nivel ya más estrictamente profesional, se las vieron con un mismo e importante rival, Schelling, o al menos con la corriente filosófica en la que aquel se integraba, la Naturphilosophie. Hegel, de forma explícita, se enfrentó a dicho filósofo de la naturaleza, su antiguo compañero de estudios. Cuvier muy probablemente intuyó que si Schelling, cuya obra conocía bien, no hubiera metido el hocico en temas relacionados con la naturaleza, sus rivales inmediatos (principalmente Geoffroy Saint-Hilaire) habrían dispuesto de menos argumentos teóricos, y él se habría ahorrado muchas pesadillas. En otro orden de cosas, cabe destacar que ambos, Cuvier y Hegel, compartieron, e incluso comparten en el momento actual, la mala prensa. En efecto, se trata sin lugar a dudas de dos de los personajes más detractados de su generación, a veces por razones diversas e incluso contrapuestas. Desde el punto de vista intelectual, el reproche que tradicionalmente se le ha hecho a Cuvier es el de no haber sabido, o querido, intuir el evolucionismo, tal como se asume que hicieron Lamarck y Geoffroy Saint-Hilaire. Véase, por ejemplo, Osborn (1902) y Russell (1916). La interpretación contraria de Ardouin (1970), muy hagiográfica, carece a mi parecer de fundamento. El citado reproche comporta un problema teórico importante, ya que como desarrollaré a lo largo del texto, considero como completamente forzada la asimilación entre admisión de la transformación de unas especies en otras, y aceptación del evolucionismo. Tal como muy bien dice Coleman (1964), transformismo y evolucionismo no deberían ser utilizados como términos sinónimos. El primero se corresponde a aceptar la transmutación de las especies, con una variación de tipo inducido, mientras que el segundo, en términos darwinistas, implica por supuesto partir de la base que las especies no son inmutables, pero la variación es al azar, y a ella se suma la acción de la selección natural. Consecuentemente, si la comparación entre Lamarck y Darwin ya es en si misma dudosa (el mito de un Lamarck precursor de la teoría evolutiva ha sido objeto de fuertes críticas en los últimos años) (Barthélemy-Madaule, 1979), en lo refe15

rente a entender a Geoffroy Saint-Hilaire como un pre-evolucionista, la aseveración me parece muy gratuita, como puntualizaré en su debido momento. Ahora bien, en los últimos años curiosamente la llamada escuela estructuralista ha vehiculizado casi exclusivamente las críticas a Cuvier a través de la figura y la obra de Geoffroy y, hasta cierto punto, las acusaciones contra el fundador de la anatomía comparada se han invertido (Gould, 2002). Su funcionalismo habría venido a corromper una etapa alba y pura de la morfología, caracterizada por un intento de descubrir las leyes intrínsecas de aquella. Dicha etapa estaría particularmente bien representada por la Naturphilosophie en general, y por Geoffroy Saint-Hilaire en particular. El supuesto funcionalismo cuvierano estaría en la base del llamado «programa adaptacionista» que, mediante la hipótesis de la selección natural, habría tergiversado la interpretación de la dinámica propia del proceso de creación de la forma durante la ontogenia, al arrinconar el peso que tendrían las limitaciones inherentes (constraints). A partir de ahí, todo vale y se han hecho afirmaciones que cabe calificar de delirantes.1 Dejando aparte que se trata de un enfoque exclusivamente vitalista, dicho punto de vista parte de un error de base de naturaleza conceptual, dado que se presentan como alternativa a la selección natural (causa de la fijación de la variabilidad en la forma), mecanismos que en última instancia estarían única y exclusivamente implicados en el origen de la variabilidad. Quizá otro mito a revisar sería también el de un Cuvier fundador de la anatomía funcional. Intentaré demostrar que ni Cuvier fue un funcionalista, en la medida que para él la anatomía no era un fin, sino un medio, para construir un esquema racional y predictivo de clasificación animal, y el estudio de la función una manera de ponderar caracteres, ni la idea de adaptación pasó nunca por su mente (Casinos y Gasc, 2002). Y todo ello a pesar de que se insista en asimilar sus conditions d’existence a adaptación (Panchen, 2001). 1 Un buen ejemplo puede hallarse en la obra de S. J. Gould The structure of evolucionary theory, pie de la figura 4-10 (página 297 de la edición inglesa y 325 de la castellana), en la que se supone que Cuvier habría estado interesado en dos citas, de Julien-Joseph Virey, antropólogo, y de madame de Staël, respectivamente, que comparten la presencia del término sphere (esfera), aunque en dos usos diferentes, «obviamente (sic) archivados para su crítica o ridiculización posterior».

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En otro plano que el científico (y en este caso la maniobra difamadora se remonta a cuando el anatomista todavía vivía), Cuvier habría cometido el grave error de desarrollar una vida digamos «pública», ya que no creo que él la autoconsiderara realmente como una vida política, como se verá, paralela a la profesional. Este alegato asume que se trata de un grave e imperdonable pecado que un científico se niegue a mantenerse permanentemente en su torre marfil, y se preocupe por problemas por los que no tiene por qué sentirse concernido. Pero muy probablemente lo que más negativamente pesa en esa visión es el carácter mundano de Georges Cuvier, característica que también era compartida por Hegel. Es innegable que Cuvier fue un hombre ambicioso, que decidió aprovechar la formación administrativista que había recibido, hecho que le procuró cargos importantes, aprovechando el vacío que a ese respecto existía en la Francia en la que vivió. Pero, muy probablemente, esta faceta de su vida esté en relación con su preocupación por lo que en la actualidad llamaríamos «política científica», y que es una de las razones que hacen de él un hombre de ciencia en el sentido moderno. Y eso no es hasta cierto punto contradictorio con que, en ausencia de mecanismos transparentes de selección y promoción en la carrera universitaria y científica, pugnara por conseguir contactos con los que encumbrarse y, más tarde, cuando ya era él quien controlaba los resortes pertinentes, utilizara idénticos mecanismos para situar a los de su entorno, quienes en no pocos casos pertenecían a su ámbito familiar (Outram, 1984). Y rizando el rizo, como se verá, todo eso fue a pesar de todo plenamente compatible con un grado importante de ecuanimidad en el momento de juzgar méritos científicos. Me permitiré una última hipótesis en ese contexto, que quizá huela a «darwinismo social»: la conciencia de pertenecer a una comunidad minoritaria, tanto desde el punto de vista geográfico e histórico, como del religioso, pudo haber contribuido a desarrollar en Georges Cuvier un sexto sentido de la oportunidad e incluso, si se quiere, del oportunismo. Por lo que respecta a Hegel, debe reconocerse que los argumentos en su contra son de una gran constancia. Dado que sus seguidores se dividieron entre idealistas de derecha y materialistas de izquierda, él sería en última instancia culpable de haber dado base teórica tanto al nazismo como al comunismo (Popper, 2006). La pregunta inme17

diata que surge ante esos argumentos es evidente: ¿Cómo se puede ser culpable de algo que acaece a posteriori ? Además, ¿cuál se supone que hubiera sido el remedio al desaguisado? ¿Quizá que Hegel hubiera renunciado a filosofar? En última instancia, siempre se podría argumentar que si el sistema hegeliano hubiera dado origen a cosas tan diferentes, sería algo atribuible a su potencial fertilidad, que permitiría lecturas diferentes, e incluso opuestas. Pero de hecho las injurias contra el filósofo ya habían comenzado en el transcurso de su vida, a partir de la pluma de Schopenhauer (Kaufmann, 1968), para quien Hegel habría iniciado una supuesta «era de la deshonestidad», afirmación por cierto muy jaleada por el citado Popper (2006). En el plano político, los reproches que se les hacen a ambos son también de orden mucho más concreto: Cuvier, el oportunista, capaz de medrar con independencia de la situación existente; Hegel, el justificador teórico del estado-cuartel prusiano. Como suele suceder, la realidad es mucho más compleja. A partir de una opción política moderada, dejando de lado algunos excesos juveniles de Hegel, de tipo accidental y significado, si cabe, más formal, ambos coetáneos debieron quedar más que tocados por las etapas más radicales de la revolución desencadenada en 1789. Posteriormente, no les cupo otra alternativa que apechugar con la reacción metternichiana. Ante ese estado de cosas, Cuvier opta por un formal «no se meta usted en política», de manera que, hasta el final de sus días, se centró en lo que él creía que era la administración de las cosas y no la política de los hechos (Outram, 1984). Por su parte, Hegel, con una opción constitucionalista indudable, debió tragar mucha quina durante sus años berlineses, en búsqueda de un compromiso entre lo que realmente pensaba, y lo que se le permitía o, incluso, exigía que dijera (D’Hondt, 2002). Aparte de cualquier otra consideración, un hilo argumental importante para trazar de forma paralela las vidas de ambos personajes, es el hecho que todas las coincidencias mencionadas tuvieron lugar porque ambos formaron parte de una generación protagonista de un momento único en la historia europea, un momento que cabe calificar de plenitud en todos los ámbitos. El marco en el que se formaron Cuvier y Hegel fue la culminación de un siglo entero de avasallador desarrollo cultural y científico, que casi de forma fatalista debiera conducir a las transformaciones sociopolíticas que, simbólicamente, se desencadenan el 14 de julio de 1789. De forma semejante a como 18

Napoleón pudo vanagloriarse de que cualquiera de sus soldados llevaba en la mochila el bastón de mariscal, podría también decirse que en la Encyclopédie de d’Alembert y Diderot, verdadera culminación del fenómeno de la Ilustración, estaban en ciernes los derechos del hombre y del ciudadano. Ambos protagonistas de este remedo plutarquiano, con las debidas diferencias, consecuencia de la manera diversa como se vivió la Restauración de 1814 en ambas orillas del Rin, responden a la figura de lo que, en la época, fue un nuevo tipo de intelectual, profesionalizado, que bregaba por desembarazarse de la esclavitud a que había sometido la aristocracia a los congéneres que le precedieron (Pyenson y Sheets-Pyenson, 2000). De manera tal que pudieron pasar a formar parte de un nuevo sector social, dentro de las clases medias emergentes, que posteriormente constituiría la llamada intelligentsia, y al que los cambios sociales producidos a partir de la Grande Révolution, le darían un papel público importante. Parece una obviedad añadir que ese mencionado clima de plenitud intelectual no sería ni tan sólo entrevisto a este lado de los Pirineos, donde es bien sabido que la transformación social reseñada se retardó considerablemente. La pregunta que obviamente se plantea es qué consecuencias reales en muchos aspectos de la vida española, empezando por los que atañen al campo intelectual y científico, tendría ese otro diacronismo. Pero eso es harina de otro costal, y requeriría un tratamiento que no corresponde al de esta obra. En resumen, ambas vidas, las de Cuvier y Hegel, se enmarcan en la Ilustración tardía, son testigos de 1789, y de aquella mezcla de oportunismo y eficacia en el que desembocó el proceso revolucionario con posterioridad al 18 de brumario, en lo que podríamos llamar el entreacto napoleónico. Sobrevivieron al orden impuesto por Metternich y murieron en el momento en que los europeos contemplaban la posibilidad de no volver nunca más a la condición de súbditos, aunque en según que países la adquisición de la categoría de ciudadanos se retrasaría más que en otros.

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MONTBÉLIARD Y STUTTGART

A mediados del siglo XVIII el principado de Montbéliard conservaba todavía las características que, durante siglos, habían hecho de él un islote de excepcionalidades. Geográficamente era parte del Franco Condado, pero había tenido una historia separada de la de dicho entorno, ya que no había pertenecido nunca ni a Borgoña ni a España. Pero es que, además, si bien Montbéliard (Mömpelgard en alemán) era lingüística y culturalmente francés, su suerte había ido ligada a la del ducado alemán de Württemberg, desde un ya lejano 1397, año en el que Henriette d’Orbe, heredera de la dinastía condal de Montbéliard, se había desposado con Eberhardt IV, soberano de Württemberg. En su momento, la Reforma había sido predicada en fecha temprana (1524), y de forma exitosa, por un tal Guillaume Farel, amigo y protector de Calvino. Consecuentemente, después de la revocación del Edicto de Nantes por Luis XIV, Montbéliard se convirtió en el único territorio francófono, aparte de los correspondientes cantones suizos, en el que la fe reformada era libre y mayoritaria. Pero, una vez más, con un excepcionalidad. La iglesia reformada francesa, y por supuesto las suizas de habla francesa, eran calvinistas, mientras que la confesión oficial de Württemberg, al que Montbéliard como se ha dicho estaba ligado, era la luterana. De manera que, en consonancia con la influencia recibida del otro lado del Rin, y de las primeras prédicas de raíz calvinista, la confesión reformada local era una tanto curiosa 21

mezcla de luteranismo y calvinismo. En ella han convivido protestantes de ambas tendencias durante centurias, cosa muy excepcional. La iglesia de Montbéliard fue desde muy pronto oficialmente luterana y oficiosamente calvinista, e incluso zwingliana. Hacia 1585, la ciudad amparó a hugonotes súbditos del rey de Francia, con lo que salieron reforzadas las tendencias no luteranas presentes desde hacía años. La llegada de esos refugiados dio origen a que un año después se planteara en el mismo Montbéliard una célebre discusión teológica, muy importante para entender el origen de la situación doctrinal reseñada. Como consecuencia de la paz de Augsburgo (1555), los príncipes del Sacro Imperio podían imponer la religión a sus súbditos, según

FIGURA 1.

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Vista de Montbéliard en el siglo XVIII. Grabado de época. Expansion Scientifique Française, Paris.

la máxima cuius regio, eius religio (a tal soberano, tal religión), pero la opción era luteranismo o catolicismo, quedando expresamente excluida la práctica del calvinismo del acuerdo. El luteranismo de Württemberg debía por lo tanto ser impuesto en Montbéliard. Pero los refugiados hugonotes mencionados pidieron tener derecho a la celebración de una eucaristía que no contemplara la transustanciación, aceptada por el luteranismo. Las relaciones entre ambas ramas de la Reforma no pasaban por su mejor momento, a consecuencia de la ruptura que se produjo en 1529 en la ciudad de Marburgo. Las autoridades de Württemberg rechazaron la petición de los refugiados, temerosas de comprometer el equilibrio alcanzado en Augsburgo, pero se avinieron a que se organizara en Montbéliard una discusión teológica que en principio debía centrarse en el significado de la eucaristía, pero que pronto derivó a otros temas, tales como el bautismo, la predestinación, la naturaleza de Cristo, o los ornamentos sagrados. Los contrincantes fueron Theodore Beza, el sucesor de Calvino en Ginebra, y Jacob Andreae, rector luterano de la universidad de Tübingen. La reconstrucción del debate hecha por Raitt (1993) muestra que la controversia no condujo precisamente a la reconciliación, políticamente importante para la fracción hugonote en Francia, ya que se suponía imprescindible para conseguir el apoyo de los príncipes luteranos alemanes en el enfrentamiento de aquella con la liga católica. Pero fijó para el porvenir el status quo religioso local. El deber de acogida volvería a ejercitarse hacia 1709, en este caso a favor de los anabaptistas berneses, que en su caso huían de «correligionarios» protestantes. Dichos anabaptistas dejaron el altiplano con parte de sus rebaños de vacuno, que dieron origen a la llamada raza de Montbéliard. En el momento histórico que se reseña, el principado de Montbéliard era por lo tanto la única zona geográfica del hexágono, junto al enclave papal de Aviñón, sometida a un soberano diferente al de París. Resumiendo, era un islote protestante en una zona geográfica y lingüística de la que la Reforma había estado casi erradicada. Las singularidades afectaban también en cierta medida a otros aspectos culturales. Por ejemplo, la ciudad de Montbéliard se distinguía por una arquitectura renacentista típicamente alemana, absolutamente excepcional al oeste del Rin, concebida a finales del siglo XVI 23

por Heinrich Schickhardt, por órdenes del duque Federico I, quien dejó testimonios de su obra a lo largo y ancho del ducado. El citado soberano, fue un clásico príncipe renacentista, viajero, culto, que sacó sus territorios de la situación medieval en que todavía se encontraban (Vann, 1984). Desde el punto de vista social, Montbéliard no era más que un reducido núcleo poblacional, fragmentado territorialmente, con unos tres mil habitantes, fundamentalmente agrícola, pobre, sometido a la autoridad de un regente, que ostentaba el título de príncipe, y que solía ser algún miembro segundón de la dinastía reinante en Württemberg. La otra autoridad era la ejercida por los pastores de las diferentes parroquias, que velaban por la rectitud moral de las almas que les habían sido encomendadas. Curiosamente, un hecho religioso tan endogámico, producido además en un marco geográfico muy restringido, había tenido efectos muy beneficiosos sobre el sistema de enseñanza que, además de obligatorio, era de una notable calidad para la época. En esta situación geográfica, cultural e histórica, el 23 de agosto de 1769 nace Georges Cuvier o, mejor, Jean Léopold Nicolas Frédéric Cuvier, al que su madre prefirió siempre llamarlo Georges, en memoria de un hijo anterior, malogrado en su infancia. Al poco de su nacimiento, se le añadió el nombre de Dagobert, aunque nunca con carácter oficial, en honor de su padrino, Christian-Frédéric Dagobert, conde de Waldner. En realidad se le había ya dado el nombre de Frédéric por ser ahijado de quien era, pero dada la circunstancia de que el conde de Waldner era el valedor de la familia Cuvier, se debió considerar que multiplicar los nombres en común a posteriori era equivalente a multiplicar los vínculos. Cuando en 1773 nace su último hijo, madame Cuvier se empecina en darle los nombres de Georges y Frédéric, aunque ha pasado a la historia simplemente como Frédéric Cuvier (Debard, 1983). Sin lugar a dudas la generación de Georges Cuvier es excepcional. Muy pocas han tenido a lo largo de la historia de Europa un papel tan relevante. Pocas han contribuido también a cambiarla tan radicalmente. En el mismo 1769 nacen Napoleón Bonaparte y Alexander von Humboldt, y en 1770 Beethoven, Hölderlin y Hegel, el otro coprotagonista de esta historia. Se ha dicho en algunas ocasiones que generaciones con estas características tan sólo surgen en momentos de extraordinaria madurez del entorno histórico. Pero quizá 24

vayan también asociadas a situaciones de vacío, como ocurre con el éxito evolutivo de determinadas especies, que ocupan nichos potencialmente colonizables. Cuvier padre, Jean-Georges, en su calidad de oficial de las tropas suizas al servicio del rey de Francia durante cuarenta años, había mantenido siempre relaciones muy estrechas con el país vecino. Su dedicación a la milicia era anómala en una familia en la que los varones habían seguido mayoritariamente la carrera eclesiástica. Al parecer la opción se debió fundamentalmente a una juventud un tanto alocada. Cierto es que el bisabuelo, Jean Cuvier, cirujano, había roto también la tendencia mayoritaria. En los países protestantes tales como Montbéliard, ejercer de pastor de almas era un modus vivendi importante y, en cierta manera, apetecible, ya que no llevaba aparejada la hipoteca que el celibato suponía para sus colegas católicos. La dignidad y seguridad que suponía el empleo, no era incompatible con la existencia de una vida familiar. Originarios del cercano Jura, los Cuvier estaban fuertemente enraizados en Montbéliard. En un territorio desprovisto de aristocracia autóctona, estaban inscritos en el libro de las familias patricias. Estaban ubicados en el principado, de forma documentada, desde finales del siglo XV, habiendo ejercido algún antepasado la profesión de tonelero, de donde el patronímico Cuvier (por cuve, cuva). Flourens (1834?) da una versión diferente en algunos aspectos. La familia habría abandonado el Jura, concretamente un pueblo llamado Cuvier, en los años de la Reforma. Sea como sea, es en esos años que se inicia la ascensión social de la estirpe del naturalista, que pasó en gran parte por la mencionada asunción de la carrera eclesiástica. Durante generaciones se formalizaron matrimonios con linajes externos a las tierras de Montbéliard, de Suiza, Lorena y Alsacia, de forma que se tiene la convicción que Albert Schweitzer estaba lejanamente emparentado con los Cuvier. Por parte de madre, Georges Cuvier descendería de uno de los introductores del protestantismo en el país, Pierre Toussain, compañero del ya citado Farel (Debard, 1983). Puede considerarse que los Cuvier constituían un buen ejemplo de la pequeña burguesía de la época y el lugar, con todas las incomodidades que esa condición llevaba aparejada durante el antiguo régimen. Como muchas de las familias de esa extracción social, su situación económica no se correspondía ni de lejos a su posición. Con 25

unas escasísimas propiedades materiales, incapaces de asegurarles una renta, se veían obligados a vender su fuerza de trabajo, que resultaba de un cierto nivel educativo, ya fuera dentro de la función pública, la milicia o la religión. Aunque siempre bajo la férula de la nobleza que, en última instancia, era la que tenía la sartén por el mango. Stuttgart era la capital de los estados de Württemberg, el lugar donde residía el soberano, en pleno núcleo suabo. Montbéliard queda lejos, y todavía lo estaba más en el siglo XVIII, pues el viaje en diligencia comportaba siete días. Además, existía la separación geopolítica. La zona geográfica emplazada en medio, constituida por Baden y Alsacia, nada tenía que ver con los dominios de Württemberg, con la excepción de Colmar. La familia ducal detentadora del poder se remontaba al siglo XI. Durante generaciones habían sido señores de vidas y haciendas, verdaderos sátrapas que, como muchos otros a lo largo y ancho de Alemania, trataban de escaquearse al máximo de la cada vez más teórica autoridad imperial. El privilegio de toda esa legión de soberanos de poder decidir por sus súbditos en materia religiosa, como si se tratara de una más de las cuestiones de estado, adquirido, como ya se ha apuntado, a consecuencia de la Reforma, se había visto reafirmado por la guerra de los treinta años. El ejercicio de dicho privilegio había provocado que unos doscientos años atrás un luterano empecinado, de profesión calderero, llamado Hegel, protagonizara una de tantas huidas, en este caso desde su Carintia natal, ante la actitud del archiduque reinante que exigía conversión (D’Hondt, 2002). En un entorno pequeño burgués urbano, semejante al descrito para los Cuvier. En un núcleo familiar en el que el recuerdo de la migración del antepasado en búsqueda de libertad de culto provocaba que familia y religión fueran los referentes primordiales, y hubiera entre ellos una fuerte identificación, y casi un año después, día a día, del nacimiento de Georges Cuvier, viene al mundo el 27 de agosto de 1770, Georg Wilhelm Friedrich Hegel, hijo de Georg Ludwig Hegel (1733-1799) y Marta Magdalena Fromm (1741-1783). El último tercio del siglo XVIII fue una etapa importante desde el punto de vista cultural para Württemberg, al igual que sucedió en otras partes de Alemania, gracias al fenómeno del despotismo ilustrado. En el caso presente, cabe añadir que el duque reinante, Carlos26

FIGURA 2. N. Thouret (1825). La Academia Carolina. Kunstmuseum, Stuttgart. Las letras A y C indican el patio del Carolinum.

Eugenio, compatibilizaba su relativo interés por la cultura con la corrupción y el libertinaje, escandalizando las familias luteranas bien pensantes como los Hegel, con el agravante que el soberano era de religión católica. Württemberg tenía universidad propia desde el siglo xv (Tübingen), pero además Carlos-Eugenio, había fundado el mismo año del nacimiento de Georg Wilhelm Friedrich la Hohe Karsschule, también conocida como Carolinum, del nombre de su fundador. Se trataba de una institución destinada a la formación de funcionarios, realmente moderna y rupturista para su tiempo (Ardouin, 1970). Con ella parece que el duque quiso crear un contrapoder al centro de enseñanza superior de Tübingen, guardián de la ortodoxia luterana (Vann, 1984). La existencia de la nueva institución se justificaba dentro del esquema del despotismo ilustrado, «todo para el pueblo, pero sin el pueblo», pero podía transformarse en un peligro en tiempos de cambios revolucionarios, como los que estaban por venir. Posiblemente por eso, la Hohe Karsschule no vio nacer el siglo XIX. 27

FUNCIONARIOS Y CLÉRIGOS

Todo lo relacionado con la inteligencia de Georges Cuvier tiene un componente algo legendario. Así ocurre con el extraordinario tamaño de su cerebro, revelado por la autopsia, el cual correría parejo con el de su cabeza y, lógicamente, la talla de sus sombreros (Buffetaut, 2002; Taquet, 2006). Se asume que fue un niño prodigio. Estimulado por su madre, Anne-Clémence Chatel, veinte años más joven que el padre, Cuvier se habría aficionado muy pronto a la lectura y el dibujo. En otros extremos, parece que era más bien un niño huraño e introvertido, comportamiento quizá en parte provocado por las presiones familiares (Outram, 1984). Los padres veían en su capacidad intelectual una manera de salir de la mediocridad. Cuando contaba entre diez y doce años, debió despertarse su vocación naturalista, y a partir de ese momento devoró literalmente la historia natural de Buffon existente en la biblioteca de uno de sus primos, mucho mayor que él, Pierre-Nicolas Cuvier, clérigo. Completó con brillantez toda la educación que un vástago podía adquirir en el gimnasio de Montbéliard, una educación secundaria muy tradicional, de la que curiosamente el alemán estaba ausente, a pesar de los vínculos políticos. Jean-Georges Cuvier, lleno de orgullo paternal y sentido práctico, provocado muy posiblemente este último por la migrada pensión que recibía, decidió hacer carrera de aquel hijo tan prometedor. Desengañado con toda probabilidad de la vida militar, pensó en la religiosa. 29

Como ya se ha dicho, la universidad de Tübingen era una de las alma mater del luteranismo. En su Altes Aula todavía podían resonar los inflamados sermones de Philipp Melanchton (1497-1560), fiel compañero del reformador. En aquella universidad existía un afamado y antiguo centro de enseñanza de teología protestante, el Stift, donde ya en su momento había estudiado Johannes Kepler (15711630). Durante generaciones dicho seminario luterano de Tübingen había formado pastores de almas, no pocos de ellos de la estirpe Cuvier, que se habían esforzado tanto en el auxilio espiritual como en el control ideológico, tal como exigía el soberano que, a fin de cuentas, era quien pagaba. Muchos años después, Nietzsche, en el contexto de una crítica radical de la filosofía alemana, diría que aquella no era otra cosa que un subproducto del seminario de Tübingen, de forma tal que la influencia del mismo, el Stift, había convertido a Suabia en el núcleo geográfico del pensamiento acrítico alemán (D’Hondt, 2002). Muy posiblemente Cuvier padre no se hacía ninguna consideración de ese tipo, ni de otros más elementales. Para él el Stift era el sueño dorado en lo concerniente a la formación y futura profesión de su hijo primogénito. Tuvo que experimentar consecuentemente una fuerte decepción en el momento que Georges, en el otoño de 1783, no consiguiera el Stipendium, la beca ducal que, por generaciones, había permitido que jóvenes sin fortuna del principado de Montbéliard, convenientemente escogidos, accedieran a la formación teológica. Y el desaguisado había tenido lugar a pesar de que el vástago de los Cuvier se presentara con la recomendación de su padrino, el citado conde de Waldner, a cuyas órdenes el padre había servido al rey de Francia. Años después el naturalista atribuiría su fracaso a la antipatía que le tenía el rector del citado gimnasio de Montbéliard, Pierre-Christophe Duvernoy, a causa de ciertas letrillas jocosas respecto a su persona, que habían circulado por la institución, y que se habían atribuido al propio Cuvier (Taquet, 2006). Fuera dicha antipatía cierta o no, otros dos factores debieron también influir. En primer lugar, la inusitada juventud del candidato, catorce años, cuando lo normal es que se tuviera entre dieciseis y dieciocho. En segundo lugar, el hecho de que por causas económicas aquel año tan sólo se convocaron dos becas. Georges Cuvier quedó el tercero entre los candidatos. Para más afrenta, dos de sus primos conseguirían ir a Tübingen al año siguiente. En calidad de vétéran 30

permanece en el gimnasio de Montbéliard. Pero una buena recomendación siempre tiene un efecto u otro, aunque sólo sea en forma de premio de consolación, de manera que le fue ofrecida al joven Cuvier la posibilidad de ingresar en el Carolinum. Aunque siempre se ha atribuido esta concesión a resultas de la supuesta visita que el duque estaba realizando a sus dominios de Montbéliard, de forma que hubiera podido hacérsele la petición directamente, lo cierto es que el soberano no los visitó aquel año. Lo más probable es que influyera la petición presentada por Cuvier padre a Carlos-Eugenio (así lo afirmaría Kielmeyer (1843) [citado por Taquet, 2006]), pero también el hecho que la esposa de Federico-Eugenio, regente de Montbéliard, conociera el talento de Georges Cuvier, especialmente en lo relativo al dibujo (Ardouin, 1970). Sea como fuere, en la primavera de 1784 parte hacia Stuttgart, con quince años de edad. Peor lo tendría el pequeño de los Cuvier, Frédéric, quien, falto de un padrino poderoso, nunca accedería a la enseñanza superior. En realidad, sobre el papel, la alternativa no era tan mala. La Karsschule ofrecía lo que actualmente se denominan «nuevas titulaciones» y, como ya se ha dicho, se trataba de una institución joven. En 1781 le había estado concedido el rango universitario por decreto imperial. Como acicate, la fama que se había creado la institución de «colocar» con facilidad sus graduados en los estamentos funcionariales de los diferentes estados alemanes e, incluso, de países vecinos al imperio. Un jovencito de trece años, de nombre Friedrich Schiller (1759-1805), había ingresado en la Karsschule como miembro de una de las primeras promociones (era diez años mayor que Georges Cuvier), y diría pestes de ella el resto de sus días (Outram, 1984), cosa no demasiado sorprendente. Diferentes testigos hablan de una institución que funcionaba en régimen militar, con uniforme incluido, y en la que había un verdadero sistema de apartheid entre los alumnos de origen nobiliario y los plebeyos. La tutela directa y compulsiva que el duque ejercía sobre la escuela, escogiendo incluso el destino de los graduados, redondeaba el panorama. Cuvier coincidió con amigos de Schiller, también originarios de Montbéliard, que formaban parte de las promociones puente entre las de ambos. Uno de ellos, de nombre Grammont, no pudo resistir la presión institucional y se suicidó (Outram, 1984). Georges 31

Cuvier permanecerá en el Carolinum hasta 1788, siguiendo un esquema curricular, después de un año de estudios comunes, que potencialmente le capacitaba para altos cargos administrativos: finanzas, derecho administrativo, lenguas, y también disciplinas más de tipo biológico, tales como higiene o lo que en el momento actual se denominaría «gestión de recursos naturales». Dicho esquema correspondía al de finanzas y administración, y era una de las seis opciones (facultades) en las que estaba dividida la institución: jurisprudencia, medicina, estudios militares, estudios forestales, comercio, y la ya citada como cursada por Cuvier. Había, además, una opción complementaria de carácter artístico (Taquet, 2006). En total, unos 400 estudiantes en la época que se reseña (Flourens, 1834?). Georges Cuvier dejaría escrito, años después, que su opción curricular la había hecho en función de que era la única en la que entraba la historia natural. El argumento no se sostiene en absoluto. En aquel momento histórico la generalidad de los jóvenes motivados por la historia natural, en especial en su aspecto biológico, optaban por los estudios de medicina. En última instancia, la opción de estudios forestales le hubiera podido proporcionar posiblemente una preparación, en lo referente al conocimiento de la naturaleza, cuando menos equivalente a la que obtuvo estudiando finanzas y administración. En consecuencia, es lógico pensar que Cuvier ejerció su opción fundamentalmente con vistas al futuro profesional. Es difícil imaginar que en aquellos años de joven, y pobre, estudiante en Stuttgart, pensara en las ciencias naturales en términos que fueran más allá del simple pasatiempo, asumido, eso sí, de forma muy rigurosa, como siempre hizo con todo a lo largo de la vida. Muy probablemente si la historia del personaje, y posiblemente la de Europa, hubieran transcurrido por otros derroteros, un eficiente alto funcionario administrativo, de nombre Georges Cuvier, hubiera pasado discretamente a la posteridad por sus trabajos de diletante sobre plantas o animales. Pero como se verá, la posibilidad de la carrera administrativa le fue imposible. Cabe, en consecuencia, pensar que cuando ya era un afamado naturalista se empecinara en demostrar, y quizá demostrarse a sí mismo, que su vocación era muy temprana e inseparable de los estudios elegidos. En términos psicológicos, está demostrado que el malestar respecto a acciones llevadas a cabo años atrás, puede llegar a situaciones de autoconvencimiento sorprendentes. Pero en sus años 32

de juventud era mucho más sincero a propósito del tema. En una carta que dirige a su amigo Pfaff (véase más adelante) el 13 de mayo de 1792, afirma que había perdido el tiempo con el derecho y las ciencias administrativas. La correspondencia con Pfaff, que se desarrolló en alemán, fue traducida al francés por Marchant (1858) y, como verá, constituye una fuente inestimable para los años de transición en la vida de Cuvier (1788-1792). También comentaría en su madurez, en cierta manera en la línea de Schiller, que en el Carolinum se sentía como en una prisión. En cualquier caso, en ese marco traba amistades y relaciones que serán de importancia capital para su porvenir. El profesor de historia natural, Johann Simon von Kerner (1755-1830), de formación botánica, le regala un ejemplar de la décima edición del Systema Naturae de Linné, y le enseña como herborizar. Sin embargo, fue sin duda Karl Friedrich Kielmeyer (1765-1844) el que más influyó en el destino de Georges Cuvier. Kielmeyer era tan sólo cuatro años mayor que él, y en el Carolinum ocupaba una posición equivalente a algo así como un becario auxiliar de enseñanza. Introdujo a Cuvier en la práctica de la disección. Tiempo después de dejar la institución, en 1790, evocaba a Kielmeyer en una de sus cartas a Pfaff, reconociéndolo como su primer maestro en el campo de la historia natural, merecedor de todos sus agradecimientos, y rogándole a su condiscípulo que le hiciera llegar las descripciones anatómicas que él, Cuvier, a su vez le enviaba. Kielmeyer ha sido considerado como uno de los primeros Naturphilosophen (Bach, 1994; Tort, 1996a), aunque hay alguna opinión discrepante. Así, según Lenoir (1982), una lectura cuidadosa de determinados textos del naturalista muestra una violenta oposición a la Naturphilosophie. Dicha escuela de pensamiento, fundamentalmente ubicada en los países germánicos, desarrolló una morfología de corte más bien teórico y especulativo, como se verá más adelante. En el debate, nunca concluido, sobre quien fue el primer morfólogo en plantear la recapitulación ontogenia-filogenia, Kielmeyer es también uno de los más firmes candidatos (Schmitt, 2004). Finalmente, gracias a él Cuvier conoció también la obra de Pyotr Simon Pallas (17411811) y la de Johann Friedrich Blumenbach (1752-1840), entre otros. En medio de tanto ajetreo intelectual, el joven becario de Montbéliard todavía tiene tiempo para fundar una pequeña sociedad de na33

turalistas, de la que también forma parte Christian Heinrich Pfaff (1773-1852), con el que mantendría la citada correspondencia durante los cuatro mencionados años (1788-1792) (Marchant, 1858). Pfaff, con el que seguiría en contacto de por vida, describe al joven Cuvier como una persona que había interiorizado muy profundamente el ambiente opresor en el que vivía, comportándose como un sonámbulo, lleno de melancolía (Outram, 1984). No obstante, ese entorno tan poco gratificante, Georges Cuvier consigue terminar sus estudios. Domina la lengua alemana, y el duque, como premio a sus brillantes resultados académicos, le ha dado entrada en la orden de los caballeros, un mecanismo para promocionar a los estudiantes de origen no noble. Todo en su conjunto lo capacitaba para aspirar a un cargo

FIGURA 3. Voyage dans les Alpes (1796) de Horace Bénédict de Saussure. 34

importante en la administración, en línea con lo dicho anteriormente, pero como se verá la realidad fue muy otra. Antes de acabar su estancia en Stuttgart, llevará a cabo una excursión de índole iniciática. A finales de abril de 1787, junto a otros compañeros, hace un recorrido por los Alpes, en la zona del Jura suabo, un tanto en la atmósfera del momento. Aquel mismo año tenía lugar la famosa expedición al Mont Blanc encabezada por el suizo Horace-Bénédict de Saussure (1740-1799) (Buffetaut, 2002). Las descripciones, llenas de sentimiento romántico, hechas por Saussure desde la cima de la mítica montaña, lugar que le permitió tener una visión panorámica de la geología alpina, causaron tal impresión, que las excursiones por las montañas de la Europa Central se convirtieron en una moda. Cuvier redactaría una especie de diario de dicho recorrido, en alemán (Reise auf die Württembergische Alb, Viaje a los Alpes de Württemberg) (Taquet, 1998), lo cual demuestra el dominio que había adquirido de dicha lengua, y la forma en que la había interiorizado. El texto tiene un tono mucho más racionalista que otros contemporáneos sobre temas semejantes. Los comentarios que haría años después de dicha experiencia dejan claro que fue una especie de despedida de Württemberg, asumiendo que no volvería más. En el fondo, a pesar de su condición de súbdito de un soberano alemán, él siempre se consideró un extranjero más allá del Rin. Ello no sería obstáculo para que al poco de salir de Stuttgart le escribiera a Pfaff (mayo de 1788) que «[…] les français commencent à me devenir a charge», como si lo de francés no fuera con él. Alrededor de un año más tarde, le escribía a su corresponsal de juventud, a propósito de Francia, «[…] quoque, comme moi, tu sois étranger à ce pays». Parece como si el vínculo afectivo con el terruño de Montbéliard fuera el único sentimiento, dígase «nacional», que tuviera en aquella etapa de su vida. El periplo alpino acaba en Tübingen, donde encuentra viejos amigos de Montbéliard, en su condición de estudiantes universitarios (Taquet, 2006). Hegel llegaría meses después a Tübingen, a comienzos del siguiente curso escolar. En efecto, durante los años que Cuvier permanece en Stuttgart, Georges Wilhelm Friedrich Hegel está acabando en dicha ciudad su

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formación secundaria. Ambos dejaron por lo tanto la capital de Württemberg el mismo año, 1788. Cuvier en busca de un modus vivendi. Hegel para conseguir lo que al de Montbéliard le había sido negado: ser becario del Stift. Es muy probable que tuvieran amigos y conocidos comunes. En un caso concreto, se puede tener total seguridad. Es el del médico wurtembergués Johann Heinrich Ferdinand Authenrieth (1772-1835), quien formaba parte de la mencionada sociedad naturalista organizada por Cuvier en Stuttgart, y con quien posteriormente se cartearía frecuentemente durante la época del cambio de centuria (Outram, 1979). Ese médico acogería en su clínica de Tübingen al ya demente Friedrich Hölderlin (1770-1843), camarada íntimo de estudios de Hegel, como se verá a continuación. Ese refugio clínico lo fue también político, ya que el poeta estaba acusado de participar en una conspiración jacobina, de la mano de otro miembro del entorno de Hegel, Isaac von Sinclair (1775-1815) (D’Hondt, 2002), aristócrata, jurista y diplomático. Si la frustración de la carrera de funcionario de Cuvier parecía anunciada por sus actividades de naturalista, la de Hegel como clérigo asemejaría ya ir de buen principio por una vía paralela. Un año antes de irse de Tübingen redacta una obra titulada La religión de los griegos y romanos, en la que el análisis de la cuestión que lleva a cabo pasa mucho más por lo que se podría esperar de alguien plenamente imbuido por el espíritu del siglo de las luces, que de un futuro clérigo de la iglesia luterana oficial. Los años (1789-1793) que pasa Hegel en el seminario de Tübingen son todo menos tranquilos. A la noticia, hasta cierto punto anecdótica, de la toma de la Bastilla por el pueblo de París, le siguen otras de mucha más trascendencia para el futuro de Francia y de Europa entera, plasmadas en una serie de nuevos términos: constitución, soberanía nacional, separación de poderes,... Los compañeros de Hegel provenientes del otro lado del Rin, especialmente los de Montbéliard, están llenos de entusiasmo, y realizan una verdadera labor de agitación, viendo la posibilidad de superar la condición de súbditos, en su caso de Württemberg, para alcanzar la de ciudadanos franceses, con el valor añadido para ellos, protestantes, de la recién estrenada libertad de cultos. Hegel compartirá esas vivencias con un compañero excepcional de habitación, el ya citado Friedrich Hörderlin. Pero, en última ins36

tancia, este momento eufórico y esperanzador para los sentimientos progresistas europeos hace más evidente, si cabe, las tenebrosas características de la vida en el Stift, donde reina una férrea disciplina, muchas veces completamente arbitraria. Pero es sin duda la miseria intelectual, más que la administrativa, la que hiere más profundamente a los jóvenes internos. El control de las lecturas, el hecho que brillantes profesores, capaces de decir cosas muy interesantes, se autocensuren, la enseñanza de los temas filosóficos respondiendo al viejo axioma medieval philosophia ancilla theologiae est,... provocan la indignación a estudiantes inquietos como son Hegel y Hölderlin, de tal forma que muy pronto llegan a un desengaño total a propósito de las posibilidades de formación intelectual que, potencialmente, la institución era capaz de ofrecer. Posiblemente, el único provecho que conseguirán será la adquisición del conocimiento de los clásicos, y la intuición de que las lecturas interesantes eran las prohibidas, es decir, Montesquieu, Kant, Fichte, entre otros muchos (Tilliette, 1999). Testimonios directos nos hablan de un Hegel entusiasmado con Rousseau, y especialmente proclive a las ideas de Immanuel Kant (17241804) en materia de religión. Las Críticas tan sólo despertarían su interés algo más tarde (Kaufmann, 1968). El seminario protestante de Tübingen siempre había tenido la fama de atraer a la flor y nata de la juventud suaba, así como de los otros dominios de los Württemberg. En el caso de la generación de Stiftler de Hegel, la excepcionalidad es más que manifiesta. Pronto el binomio que él formaba con Hölderlin se convertiría en una troika, que rebasaría el umbral más exigente de masa crítica intelectual, con la llegada en 1790 de Friedrich Wilhelm Joseph Schelling (17751854), cinco años más joven que los otros dos, pero que ya había sido condiscípulo de Hölderlin en la escuela preparatoria. Los componentes de la mencionada troika, jóvenes, brillantes, agresivos, autocomplacientes, seguros de sí mismos, se constituyen en un grupo terrible para el establishment, sobre todo dado su entusiasmo revolucionario, que los lleva a organizarse en un club político, a imagen del modelo parisino. Son muchas las anécdotas, supuestamente acaecidas en este período de radicalismo, que se atribuyen a Hegel y sus dos compañeros, bastantes de ellas dudosas (la traducción de La Marsellesa por Schelling al alemán, por ejemplo), pero de todas ellas quizá la más conocida sea la pretendida celebración del 14 de julio de 1793 por parte de los tres seminaristas, alrededor de un «árbol de la libertad», 37

que habrían plantado en la plaza del mercado de Tübingen, en homenaje a la instauración del culto a la Razón (Argullol, 1982). La constancia del hecho es indirecta, y hay autores, como Tilliette (1999), que lo consideran apócrifo. Pero el hecho en sí podría haber sido perfectamente posible, dado que la plantación de «árboles de la libertad» proliferaba por toda Alemania en aquel momento, de forma similar a como doscientos años más tarde, a partir de mayo de 1968, las «pintadas» se extenderían como mancha de aceite por toda Europa Occidental. Pero hay un hecho del que sí se guarda un testimonio irrefutable, sobre todo por el estado de alarma que provocó en los más altos niveles del ducado. Las noticias del regicidio del 21 de enero de 1793 (ejecución de Luis XVI) fueron acogidas de la manera más entusiasta por los Stiftler. Teniendo en cuenta que la visión de la cabeza de su colega, dando tumbos por las escaleras del patíbulo, provocó un cierto desasosiego por doquier entre las testas coronadas europeas, no es extraño que el duque de Württemberg hiciera un llamamiento a imponer el orden entre los seminaristas que, quiérase o no, vivían a su costa. Se debió sentir como un cornudo apaleado. Así que el 15 de mayo de aquel mismo año (1793), Carlos-Eugenio, se presentó de improviso en el Stift, hizo reunir a todos los estudiantes en el refectorio y, furioso, les leyó severamente la cartilla, con Schelling y otros sospechosos en primer rango. Aquel estuvo a punto de ser expulsado, pero una súplica paterna encaminó las cosas (Tilliette, 1999). Las relaciones entre Hegel y sus dos amigos se romperían a medio término (1807). En el caso de Hölderlin, por razones ajenas a ellos mismos. La demencia del gran lírico se hizo aquel año irreversible, a partir de ciertas vicisitudes que se referirán más adelante. Como ya se ha comentado, bajo la protección de Autenrieth volvió al Tübingen de su juventud, para ser recluido hasta su muerte, acaecida mucho tiempo después (1843). Una torre rodeada de sauces llorones, situada en un romántico paraje del Neckar, fue su manicomio privado durante tan largo período. Por el otro lado, las divergencias de orden filosófico pondrían término a la amistad entre Hegel y Schelling, como se verá en su momento.

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PRECEPTORES

En el momento en que acaba sus estudios en la Karlsschule, Georges Cuvier se da cuenta que, contrariamente a lo que tenía asumido, las cosas no eran tan fáciles para los que se graduaban en aquella institución. No tiene ninguna posibilidad de conseguir la anhelada entrada en la administración. Pero además, sus padres atraviesan una situación económica difícil. Consecuentemente, necesita con urgencia una alternativa. La solución viene en forma de la propuesta que le hace un amigo, Georges-Frédéric Parrot (1767-1852), de su misma ciudad natal. Parrot, quien lo había precedido como alumno del Carolinum, le propone reemplazarlo en su empleo, que abandonaba para iniciar un largo periplo. Empezando en Alemania, según las alusiones que hace Cuvier en una de sus cartas a Pfaff, dicho periplo lo llevaría en el transcurso de los años a ser rector de una universidad estonia (Tartu) y secretario de la Academia Imperial de Ciencias de San Petersburgo (Taquet, 2006). Cuvier deberá sustituir a Parrot como preceptor de los hijos de una familia noble francesa, la del conde d’Héricy, de confesión protestante. En una Normandía mayoritariamente católica, donde vivían, debía resultar difícil encontrar un preceptor sustituto de confesión reformada. Complementariamente, Cuvier se consideraba muy afortunado, según comentaría en una de las citadas misivas a Pfaff, ya que las familias nobles, mayoritariamente católicas, se guardaban muy mucho de procurar a sus proles preceptores protestantes. Anecdóticamente, cabe añadir que a pesar de que el joven graduado debiera renunciar a la anhelada carrera admi39

nistrativa muy a su pesar, el padre Cuvier tuvo que dirigir una carta al soberano de Württemberg, pidiéndole autorización para que su hijo se ganara el pan como preceptor. Cuvier llega a Caen, donde reside la citada familia, en setiembre de 1788, después de atravesar una Francia ya convulsionada por la convocatoria in extremis de los Estados Generales que había hecho Luis XVI, para la primavera del año siguiente. Una estancia de pocos días en París le permite constatar la diferencia que existe entre la gran ciudad y los lugares que había conocido hasta entonces, tal como expresa en otra de sus cartas a Pfaff. Sin duda una comida con un banquero de apellido Duvernoy, de su misma ciudad natal, debió encandilarlo profundamente. Si bien es cierto que, por un lado, se siente libre fuera de la disciplina del Carolinum, por otro añora a sus compañeros. Como consecuencia, mantiene una intensa correspondencia con ellos, principalmente la ya citada con Pfaff, que es todavía estudiante, que al ser la única publicada (Marchant, 1858), es la fuente para conocer sus vivencias y sentimientos de estos años. Este intercambio epistolar le permite, por ejemplo, acceder a distancia a las clases de zoología que Kielmeyer ha comenzado a dar en Stuttgart, con posterioridad a la partida de Georges Cuvier. Pero es bien cierto que aprovecha las oportunidades que le brinda una ciudad como Caen, dotada de universidad y vida cultural. Y también de un jardín botánico, del que es un visitante asiduo, y del que se procura ejemplares de algunas de las 3.500 plantas existentes mediante pequeños sobornos al cuidador (Marchant, 1858; Malvesy y Grenier-Soliget, 2004). Con esos ejemplares, con los que intercambiará con sus antiguos camaradas de Stuttgart, y el producto de sus herborizaciones en diversos puntos de Normandía, reúne un herbario de varios cientos de especimenes, algunos de los cuales dibuja de su propia mano. Se sabe que ese herbario se iría incrementando hasta el momento de su marcha a París en 1795 (véase más adelante), cuando inopinadamente no lo lleva consigo. Esta circunstancia ha hecho plantear la posibilidad de que Cuvier pensara que su estancia en París podía ser temporal, y que acabaría regresando a Normandía (Malvesy y Grenier-Soliget, 2004). Los proyectos que los d’Héricy tienen para su hijo Achille (a quien Cuvier, nada más llegar, calificaría de «peu studieux et d’une grande ignorance»; véase Marchant, 1858), pudieran haber saciado 40

las inquietudes cosmopolitas de su preceptor. Se planifica que en 1792 deberá emprender con su pupilo el típico grand tour de los vástagos de la aristocracia, a través de Europa. Cuvier se deleita pensando en ese gran viaje, y escribe a sus amigos de Stuttgart que, naturalmente, planea detenerse con el joven d’Héricy, quien debía aprender alemán, en dicha ciudad una buena temporada, tomándola como base para la visita de Europa central. Pero en pocos meses las cosas comenzarán a ponérsele difíciles a los d’Héricy, o a cualquier otra familia nobiliaria. En 1791, dada la rapidez con que se producen los cambios político-sociales, los empleadores de Georges Cuvier consideran prudente abandonar Caen,

FIGURA 4. Autor desconocido (principios del siglo XIX). Castillo de Fiquainville. Colección particular. La habitación ocupada por Georges Cuvier corresponde a la de la segunda ventana del primer piso, al lado derecho del edificio, cerca del torreón. 41

e irse a instalar al castillo de Fiquainville, siempre en Normandía, pero en una zona en la que se podía pasar mucho más fácilmente desapercibido. Aunque también se ha dicho que la referida mudanza no se debería tanto al miedo que recorre a la aristocracia, cuanto a la separación del matrimonio d’Héricy. A través de su correspondencia con Pfaff, ya citada, sabemos que, de toda la familia, quien sale mejor librada de los juicios del joven preceptor, es la condesa. Inclusive parece que él no era inmune a sus encantos. Su presencia le permite continuar a la dama las lecciones de alemán, que había iniciado con Parrot. Quizá como consecuencia de la devoción que Georges Cuvier profesaba por la aristócrata, hay testimonios escritos que hacen pensar que actuó como su consejero durante el divorcio (Taquet, 2006), incluso en lo referente al reparto de bienes. Dado que Cuvier ya había comenzado a llevar a cabo alguna actividad naturalista en Caen, intenta seguir con la tónica en el escondite de los d’Héricy. El problema es que allí no cuenta con los recursos que tenía en la ciudad. Parece ser que toda su biblioteca naturalista consistía en el Systema Naturae de Linné, el ya citado obsequio de von Kerner. Pero en una carta de octubre de 1788 le pide a Pfaff «un Linné, edición de Gmelin». En efecto, Johan Friedrich Gmelin (1748-1804), profesor de la Universidad de Tübingen, había publicado la décimotercera edición del Sistema Naturae aquel mismo año. Pregunta también sobre el nuevo manual de Blumenbach (Institutiones physiologicae, publicado en 1786; con la primera clasificación conocida de las razas humanas). Todo ello hace pensar que se mantenía sorprendentemente al día de las novedades editoriales. Al parecer se consolaba de su aislamiento dando largos paseos a orillas del mar o tierra adentro, recogiendo en todo caso material, que disecaba cuidadosamente, para luego realizar abundantes y precisos esquemas. De esta forma va desarrollando un Diarium zoologicum, que ya había iniciado en Stuttgart en 1787, y un Diarium botanicum (Fasciculus Observationum botanicorum), iniciado en Caen de acuerdo con la datación (1790) (Malvesy y Grenier-Soliget, 2004), de clara inspiración linneana. Lo dedica a von Kerner, su antiguo mentor de botánica en el Carolinum, como ya se ha comentado, una prueba más de la vinculación que mantenía con su centro de enseñanza. Desarrolla un estudio sobre los crustáceos comestibles de las costas de Francia, que es posiblemente el único de tipo aplicado en toda su trayec42

toria. A propósito del Diarium zoologicum, aclara que para la descripción de las aves sigue el protocolo usado por Daubenton en la historia natural de Buffon. La forzosa tranquilidad a la que está sometido, le permite reflexionar muy mucho sobre los acontecimientos de que está siendo testigo, tanto en el orden social como en el político, en su condición, que ya se ha remarcado, de no francés. Sus simpatías hacia el proceso constitucionalista (transformación de los Estados Generales en Asamblea Nacional), primero, y revolucionario después, son claras, y aparecen como totalmente sinceras en las cartas a Pfaff (Marchant, 1858), describiendo el citado proceso como una oposición entre despotismo y libertad (los conceptos de libertad e igualdad están grabados en el corazón de cualquier hombre de ideas claras, afirma). Sus simpatías por los actores históricos de confesión protestante (Necker; el pastor Rabaul de Saint-Étienne, presidente de la Asamblea Nacional) son notorias, así como sus denuncias de las persecuciones de que son objeto sus correligionarios por parte de los «papistas» en el Languedoc. O manifestándose contra el racismo, con argumentos especialmente duros respecto de lo que piensa Pfaff al respecto. Le hace ver lo aleatorio que rodea al color, dándole ejemplos vegetales y animales, en relación al clima. Con respecto a la capacidad intelectual de los negros, pone el ejemplo de un miembro del servicio, sensible a la música y a la literatura, gracias a la educación que ha recibido. Atribuiría también las citadas simpatías constitucionalistas a la repugnancia que le producía la vida aristocrática. Pero posteriormente Cuvier va generando una profunda desconfianza, que deriva en aversión, por el cariz que están tomando los hechos, adoptando una posición que se podría calificar de «centrista» («Pourrait naître une excellente monarchie tempérée, dans le royaume le plus despotique de l’Europe»). Reparte mandobles a partes iguales entre los que él llama «demócratas», los aristócratas y el rey, que ha roto el juramento constitucional con su huida. Ensalza la introducción de la libertad de prensa, del habeas corpus, de la responsabilidad ministerial,… Pero cita con un cierto orgullo la defensa que hacen los habitantes de Montbéliard del regente, empezando por su padre que manda la artillería. Es cierto que la trágica muerte del filósofo y matemático Nicolas de Condorcet (1743-1794) y la ejecución del químico Antoine43

Laurent de Lavoisier (1743-1794) acabarían siendo sendos aldabonazos en la conciencia de la comunidad intelectual y/o científica. La muerte de este último le debió afectar profundamente, dado su entusiasmo por la obra Traité élémentaire de chymie d’après les découvertes modernes, que transmite a Pfaff en una carta de principios de 1790, en donde hace una velada acusación de chovinismo hacia su corresponsal, ya que se decanta más por las opiniones de los químicos alemanes que por las de Lavoisier. Por supuesto, no es que añorara en absoluto el antiguo orden, pero una vez más, por la correspondencia de aquellos años con Pfaff, se sabe que va generando fuertes anticuerpos en lo que respecta a cualquier tipo de hipótesis generalista, principalmente las tendentes a la especulación, y a lo por él considerado ideologismo. Y eso lo aplica tanto a la política como a la ciencia. Debió ser convincente, ya que su corresponsal (Pfaff) se convirtió en uno de los grandes oponentes de la Naturphilosophie. A fin de cuentas, el silogismo es muy simple. Han sido las ideas abstractas (cita expresamente las de Rousseau y Voltaire) las que han llevado al terror, ergo cabe desconfiar de su influencia en cualquier aspecto de la vida, incluyendo por supuesto la historia natural. En el estudio de la naturaleza hacen falta hechos, a fin de crear un sistema, de la misma forma que la sociedad no puede funcionar sin un orden, libre de la influencia de ideologías peligrosas. Pero en lo que respecta a la historia natural, no cualquier tipo de orden es válido. De hecho, el establecido por Linné no le había convencido nunca, probablemente porque lo consideraba frívolo y superficial. Por el contrario le debió entusiasmar la lectura del libro Genera plantarum, que el botánico Antoine-Laurent de Jussieu, del antiguo Jardin du Roi de París, había publicado en 1789, a tenor de una de las misivas que dirige a Pfaff en 1791: «Procure-toi le Genera plantarum de Jussieu, si tu veux faire de véritables progrès en botanique; je l’étudie depuis un an, et je ne puis assez admirer avec quel esprit les plantes y sont distribuyes […]» (Malvesy y Grenier-Soliget, 2004). Ya por aquel entonces Georges Cuvier daba a la obra del citado botánico francés, en el contexto de lo que él calificaba de «ciencias de la observación», la misma importancia que consideraba tenía para la química la de Lavoisier, ya mencionada. Espera con impaciencia la publicación por Jussieu de un anunciado Species plantarum, pero duda de que vea la 44

luz, dadas las responsabilidades políticas del botánico en el departamento de París. Cabe añadir que, a pesar de las manifiestas preferencias, Cuvier organizó el herbario citado utilizando paralelamente los esquemas de Linné y de Jussieu (Malvesy y Grenier-Soliget, 2004). Se verá más adelante la gran trascendencia que el método de Jussieu tuvo para la concepción cuvierana de la clasificación zoológica. Como también se verá, en dicha obra Antoine-Laurent de Jussieu planteaba la posibilidad de establecer una clasificación natural. Su consecución era tan sólo una cuestión de escoger los caracteres adecuados, ya que no todos los caracteres podían tener el mismo peso en la clasificación (Stevens, 1997). Necesariamente habría algunos de mayor importancia, en la medida en que estaban ligados a funciones más esenciales en los seres vivos. La propuesta será conocida como «principio de la subordinación de caracteres». Si se juzga globalmente su idiosincrasia, hay dos características que destacan en Cuvier: su espíritu práctico y su ambición. Caen era tolerable, pero la vida en el castillo de Fiquainville desbordaba al parecer su paciencia, de forma que muy pronto debió comenzar a plantearse la forma de salir de aquella especie de exilio, que irónicamente lo situaba a la vez tan cerca y tan lejos de París. Decidido a darse a conocer, consideró que la mejor forma era pasar de ser un naturalista anónimo, a ser un científico que publicaba. En 1792 ve la luz su primer artículo científico, dedicado al estudio de los crustáceos isópodos. Poco después aparece una monografía sobre la lapa (Patella). Lleva a término también una clasificación de los animales por la naturaleza de su sangre, que publicará inmediatamente después de su llegada a París, al igual que Mémoires detaillés sur le chant des oiseaux et leur larynx infériur (Buffetaut, 2002; Taquet, 2006). De hecho, llevaba años con el tema. Ya en 1790 le envía a Pfaff resúmenes de sus observaciones al respecto, tanto anatómicas como mecánicas, comparando la generación del sonido en mamíferos y aves (Marchant, 1858). De hecho, en estos años hace un poco de todo, de tal manera que aprovecha incluso su formación administrativista adquirida en el Carolinum de Stuttgart, por primera pero no última vez en su vida. Entre 1793 y 1795 ocupa el cargo de secretario del consejo municipal 45

de Bec-aux-Cauchois, término al que pertenecía el castillo de Fiquainville (Desjardins-Menegall, 1983). Muy probablemente será con ese trabajo con el que se sentirá por vez primera realmente libre ya que, por ironías de la vida, no sólo carecerá de amo, sino que los d’Héricy pasarán a depender de él, a fin de atravesar sanos y salvos la etapa más radical de la revolución. A su intervención se debe la salida de prisión del marqués, abuelo de su pupilo, acusado de actividades contrarrevolucionarias. En su condición de secretario municipal, llevaría a cabo una actuación, que sería el primer testimonio del que ha quedado constancia de su supuesta actitud acomodaticia respecto al poder. El 20 de nivoso (9 de enero) de 1794 pronuncia un encendido discurso en la conmemoración que se hace en Bec-aux-Cauchois, con motivo de la reconquista, por las tropas revolucionarias, de la plaza de Tolón, que había sido ocupada previamente por los ingleses (Outram, 1984). Naturalmente, este hecho no debe considerarse meramente como un gesto oportunista, o juzgarse al margen de su actitud política de aquel entonces, globalmente progresista, tal y como se ha comentado con anterioridad. Los intentos a todas luces ya iniciados de contactar con el establishment naturalista parisino, tienen éxito de forma inesperada. En una reunión de la sociedad de agricultura de Fécamp, el núcleo urbano más importante en las cercanías del lugar en el que Cuvier se halla, traba conocimiento con el clérigo Henri-Alexandre Tessier (1741-1837), un típico personaje religioso del ancien régime, fundamentalmente dedicado a la agronomía, miembro de la Académie Royale des Sciences y antiguo colaborador de la Encyclopédie. Comprometido sucesivamente con los girondinos y Danton, probablemente se trataba de otro «emboscado» que habría escogido la Normandía rural mientras esperaba que la tormenta pasara. Residía en Fécamp en su condición de médico jefe del hospital militar. Cabe añadir que l’abbé Tessier había evitado años antes (1778), y por los pelos, un encontronazo científico con quien había de ser uno de los jacobinos más prominentes, Jean-Paul Marat (1743-1793). Marat era médico, con una amplia práctica terapéutica desarrollada durante once años en Londres, y estaba interesado experimentalmente en temas relacionados con la luz, la electricidad y el magnetismo. Parece que su competencia científica es incuestionable, una faceta escondida, cuando no distorsionada, por sus enemigos ideoló46

FIGURA 5. Bailly. HenriAlexandre Tessier. Litografía. Archives, Muséum National d’Histoire Naturelle.

gicos, que habrían justificado su «sed de sangre» basándose en una supuesta frustración profesional. Un caso más de juicio ideologista sobre una personalidad científica. En la fecha indicada Tessier publicó un informe sobre un preparado comercializado por Marat (Eau AntiPulmonique), que supuestamente tenía la virtud de curar determinadas enfermedades pulmonares. Tessier, escarmentado de otro informe que previamente había elaborado sobre un preparado semejante, y que le había acarreado algún que otro conflicto, se limitó a llevar a cabo un análisis químico y de composición de la pócima de Marat, de la forma más inocua posible, aunque probablemente tuviera total reticencia hacia ese tipo de «aguas milagrosas» (Gillispie, 1980). La versión de la anécdota, más o menos legendaria, desarrollada a partir de ese encuentro entre Tessier y Cuvier, se debe a Sarah Lee 47

(1791-1856), viuda del explorador británico Thomas Bowdich (17911824), quien escribió una primera biografía del anatomista (Lee, 1833) inmediatamente después de su muerte, a base de sus recuerdos como íntima de la familia. La citada quería que Tessier reconociera a Cuvier (cabe preguntarse de que lo conocía), después de que Cuvier, a su vez, lo hubiera reconocido a él, con gran susto del refugiado del terror. A continuación, el joven preceptor de los d’Héricy le habría mostrado sus disecciones, que habrían entusiasmado al clérigo en forma tal como para recomendarlo a sus colegas de París (Daubenton, Geoffroy Saint-Hilaire, Jussieu), quienes a su vez habrían decidido invitar a Cuvier a visitarlos. Otras versiones apuntan a un desarrollo mucho menos romántico de los hechos (Outram, 1984; Taquet, 2006). Simplemente, los esfuerzos de Georges Cuvier por entrar en contacto con los naturalistas de la capital habrían tenido éxito. En esta línea, se sabe, por ejemplo, que en 1793 habría dirigido una carta a Lacépède (Bernard Germain Étienne de Laville, conde de Lacépède, 1756-1825) en la que le hacía partícipe de su solidaridad por haber perdido su empleo en el ya Muséum, lo que hace pensar que no sería la primera vez que se cruzaba correspondencia entre ellos. Posiblemente dicha relación epistolar se remontaba a 1791, en el momento que Lacépède fue elegido miembro de la asamblea legislativa. Cuvier pudiera haber pensado que, dadas sus nuevas obligaciones políticas, aquel necesitaba un sustituto, y debió ofrecérsele en calidad de tal. En cualquier caso, la maniobra no tuvo éxito. El Jardin estaba en pleno caos, y el futuro gran anatomista era, por el momento, un ilustre desconocido. Posteriormente, Cuvier debió contactar con René-Just Haüy (1743-1822). Se conserva una misiva de este, fechada en 1793 y de naturaleza totalmente científica, que es a todas luces una respuesta a una carta que le había enviado Cuvier (Lacroix, 1932). Realmente, no estaba de suerte, ya que el minerálogo, al igual que Lacépède, tuvo que hacer mutis, por razones políticas, durante la etapa más radical del proceso revolucionario, como se explicará a continuación. Lamarck, dadas sus convicciones jacobinas, que se detallarán, pudo permanecer siempre en París, y fue el único contacto de Cuvier en los ambientes naturalistas parisinos durante el terreur. Aunque no se conserva una prueba epistolar de esa relación, hay testimonios indirectos. En cualquier caso, la mediación de Tessier tuvo lugar. Se sabe de una carta dirigida por él al botánico Antoine-Laurent de Jussieu, el 10 de febre48

FIGURA 6. Carrière. Félix Vicq d’Azyr. Litografía a partir de una pintura de Soufflot. Expansion Scientifique Française, Paris.

ro de 1795, recomendando entusiásticamente a Cuvier como profesor de Anatomía Comparada (Taquet, 2006). En la capital se había planteado un conflicto en torno a la enseñanza de dicha disciplina. El único que la había desarrollado hasta el momento de su muerte, acaecida un año antes, era Félix Vicq d’Azyr (1748-1794). Discípulo del profesor de anatomía del Jardin des Plantes Antoine Petit (1722-1794), había sido designado por él para sucederle, pero la antipatía que sentía Buffon por el sucesor in pectore, lo desplazó de la institución. Por ironías de la vida, Vicq d’Azyr reemplazaría a su detractor, Buffon, en la Académie Royale des Sciences, debiendo hacer el correspondiente elogio (Jaussaud, 2004b). Como se verá más adelante, al crearse en el Muséum la cátedra de Anatomía Comparada, le fue adjudicada a Jean-Claude Mertrud, quien se veía 49

incapaz de desarrollar la docencia que se le requería. Ante esta situación, y la espada de Damocles que pendía en la persona de un personaje de formación botánica, Claude-Louis Richard (1754-1821), de carácter insoportable, el claustro del Muséum buscaba desesperadamente una alternativa. En los primeros días de marzo de 1795 Cuvier está ya en París, acompañado de su pupilo Achille d’Héricy. Probablemente el pretexto era cumplir con su papel de preceptor e introducir al jovencito en la gran ciudad, pero pudiera ser que la razón última del viaje fuera la de velar por los intereses de los d’Héricy, y otros aristócratas con ellos relacionados, que trataban de recuperar los bienes incautados (Outram, 1984). Se alojan en el Hôtel Matignon, perteneciente a los príncipes de Mónaco, propietarios también en Normandía, y amigos de los d’Héricy, que acababan de recuperar la mansión parisina. Habían pasado los peores tiempos para la nobleza, y otras personas temerosas de Dios y del orden natural de las cosas. El 28 de julio (10 de termidor) del año anterior había sido ejecutado Maximilien Robespierre (1758-1794) y como consecuencia se había relajado mucho el control político. Una cierta efervescencia reinaba en París. Entre la burguesía catapultada al poder político y económico por la revolución, había la creencia de que el nuevo orden conseguiría estabilizarse e institucionalizarse, principalmente dados los éxitos de la Convención (imposibles de ignorar) en los campos militar y financiero. Todos intentaban estar en el lugar adecuado, en el momento preciso, así que Georges Cuvier debió decidir hacer lo que otros. Comienza a construir una red de amistades, que va mucho más allá del ámbito estrictamente científico. Frecuenta los salons, conoce banqueros, principalmente de su propia confesión reformada, y se relaciona con un miembro de una familia que está saliendo muy rápidamente del anonimato, Lucien Bonaparte (1775-1840), hermano del futuro emperador. Y tampoco le hace ascos a miembros de la reacción que están saliendo de las catacumbas (Outram, 1984). A fin de cuentas, Cuvier ya era ciudadano francés de pleno derecho. Desde 1793 Montbéliard era parte de la República. Aunque sus contactos estaban centrados fundamentalmente en el recién creado Muséum d’Histoire Naturelle, de momento sus pretensiones eran más modestas. Y lo cierto es que a ese nivel, fue cuestión de llegar y besar el santo. Aquel 50

mismo año de 1795 se le encarga una importante responsabilidad administrativa, la de ser miembro de la llamada Commission temporaire des arts. Se trataba de una institución que durante los años revolucionarios había desarrollado un importante papel, mucho más de lo que su nombre dejaba suponer. Creada en 1793, de entrada no se ocupaba tan sólo de las artes, sino del patrimonio en general, principalmente de aquel que, habiendo pertenecido a los emigrados, estaba más necesitado de protección. Curiosamente, uno de lo redactores de las instrucciones de la citada comisión, que debían servir para la conservación del patrimonio en toda Francia, había sido el citado Félix Vicq d’Azyr. También durante los tiempos del terreur, no había sido extraño que sus miembros se ocuparan de interceder por la liberación de algún científico, o artista, con problemas de índole judicial (Letouzey, 1989). En diciembre de 1795, con veintiséis años, se piensa en Georges Cuvier para convertirse en miembro de la resucitada Académie des Sciences, rebautizada como Classe première de l’Institut de France. Durante el verano había hecho volver al vástago d’Héricy al hogar paterno (Outram, 1984). Con dieciocho años cumplidos, ya no le hacía falta preceptor y, además, dadas las aspiraciones de Cuvier, el chico podía estorbarle más que otra cosa. En las primeras semanas de 1796 se nombra al recién llegado para su primer puesto docente: profesor de una nueva escuela secundaria (École Centrale du Panthéon) que se quiere modélica, en la medida en que ha de enseñar a la vez ciencia y manualidades. Un modelo que había de establecerse en todos los departamentos de Francia. En 1803 Napoleón Bonaparte, deseoso de hacer las paces con la iglesia, eliminaría dichas escuelas, en beneficio de los lycées, lo que representaría el retorno a la educación tradicional y restringida (Outram, 1984). Esos primeros tiempos en París, a pesar de los éxitos, no debieron ser fáciles para Georges Cuvier. En la correspondencia que mantiene con Achille, hay constancia de que hasta cierto punto añora los que, ahora, considera «felices tiempos» en Fiquainville (Outram, 1984). Tres años después Georges Cuvier substituye a Daubenton como profesor de Historia Natural en el Collège de France, gracias al patronazgo directo de Lucien Bonaparte. Es el último escalón previo al deseado ingreso en el Muséum. 51

Por el tiempo que Cuvier trataba de no oxidarse demasiado en su exilio normando, Georg Wilhelm Friedrich Hegel acababa sus estudios en Tübingen. Corría el año 1793. La hora de la verdad, desde el punto de vista laboral, había llegado. ¿Qué hacer? Teóricamente, tenía la preparación necesaria para ejercer de pastor luterano. Al final de sus estudios había presentado una tesis en teología (Sobre las dificultades de la iglesia en Württemberg), que le abría la puerta para aquella posibilidad (D’Hondt, 2002). Pero si en algún momento Hegel había tenido vocación de clérigo, esta se había esfumado durante su estancia en el Stift. Esta era una de las cosas que tenía claras. La otra, en lo referente a Stuttgart, poner pies en polvorosa. De hecho, no volvería a su ciudad natal prácticamente nunca más, excepto para breves estancias, y escasas. Otra posibilidad para él, como para cualquier otro ex-alumno del Stift, era ejercer la docencia en el propio centro, pero tal como su amigo Hölderlin dejara escrito, interpretando muy posiblemente un sentimiento compartido, «esta posibilidad tan sólo se plantearía si un día nos viésemos obligados a hacer leña o a vender betún» (D’Hondt, 1968). El otoño de 1793 se traslada a Suiza, a fin de hacerse cargo de la educación de los hijos de una familia de la aristocracia bernesa, los Steiger von Tschugg, conocidos por este apelativo a causa de sus propiedades en la zona de Tschugg, cerca de Biel, en alemán, o Bienne, su topónimo en francés. Allí permanecerá tres años. En última instancia, el trabajo que se le ofrecía a Hegel, sobre todo visto con los ojos actuales, no estaba nada mal, dejando a parte el hecho que posiblemente era el único que tenía a mano. Incluso se le podía considerar atractivo desde el punto de vista geopolítico. Al fin y al cabo, Suiza gozaba de un cierto prestigio de tierra democrática, incluso de país de asilo. El problema era que la realidad suiza aparecía, para cualquier observador avezado, mucho más compleja de lo que se podía ver a primera vista. Por siglos Berna había ejercido su dominio sobre muchos de los cantones vecinos, algunos de ellos francófonos, y de hecho el propio cantón bernés, que muchos consideraban globalmente como el opresor, estaba en manos de una oligarquía que, bajo un barniz republicano, implicaba una situación política tan reaccionaria como la de Württemberg, por poner un ejemplo. Los procedimientos judiciales en vigor, no diferían de los de cualquier otro país europeo bajo el 52

antiguo régimen. En lo referente a su influencia sobre el resto de Suiza, esta avasallante preponderancia bernesa tan sólo se reduciría cuando, después de las guerras napoleónicas, se estructurase la confederación más o menos en forma coincidente con la situación actual. Pero todavía con alguna excepción. Tal era el caso del Jura francófono, cedido a Berna como reparación de guerra por el Congreso de Viena, y que tan sólo en años recientes ha conseguido su independencia como cantón. La región a la que Hegel fue a vivir, con un alto porcentaje de franco-parlantes, es todavía parte del cantón bernés. A finales del siglo XVIII Vaud también dependía de Berna, mientras que el otro cantón vecino de habla francesa, Neuchâtel, era propiedad personal del rey de Prusia (Gillispie, 1980). Los Steiger eran una familia oligarca muy numerosa y, mal que mal, Hegel fue a topar con la rama más liberal y tolerante. Sus patrones tenían una notable biblioteca, tanto desde el punto de vista de cantidad como de calidad, incluyendo títulos que difícilmente se podían hallar en otra familia bernesa de rango social equiparable. En consecuencia, si bien los medios de los que disponía estaban muy alejados de los que hubiera tenido en una universidad, Hegel trató desde el primer momento de sacar el máximo provecho de la situación, tal como Cuvier hacía de forma paralela en Normandía, aprovechando por supuesto los contactos personales. Las vecinas zonas francófonas estaban llenas de émigrés, adonde habían llegado huyendo de los hechos revolucionarios, y muchos de ellos tenían una exquisita formación intelectual. Por lo que respecta a sus propias preocupaciones intelectuales, el mal gusto de boca que le había dejado el Stift estaba todavía patente, de forma que, aparte de algunos textos relacionados con cuestiones financieras y políticas, fruto de sus observaciones personales sobre el funcionamiento del cantón, Hegel se dedicó principalmente a desarrollar una tarea de crítica de la religión, en general, y del cristianismo, en particular. Los textos correspondientes son La vida de Jesús y La positividad de la religión cristiana. Es la etapa de máximo entusiasmo kantiano, principalmente en el campo de la ética, y todos los especialistas (véase, por ejemplo, Lukács, 1976) están de acuerdo en la influencia del filósofo de Könisberg sobre la manera en que Hegel desarrolló estos primeros textos, textos que, cabe añadir, sólo verían la luz muchos años más tarde, largo tiempo después de la muerte del 53

filósofo, en 1907. Porque a diferencia de Cuvier, no parece que Hegel estuviera demasiado ansioso por darse a conocer por medio de la imprenta. Dejando de lado el hecho de que algunos de sus manuscritos podían ser muy problemáticos (por aquellos años el filósofo Johann Gottlieb Fichte [1762-1814] era expulsado de la universidad de Jena, considerada como la más liberal de Alemania, por mucho menos de lo que Hegel pudiera pensar en aquel entonces), en lo referente a publicar, siempre pareció mostrar pereza, ligada quizá a un anhelo perfeccionista. Debe recordarse que en toda su vida tan sólo dio a la imprenta siete títulos. También de forma paralela a la excursión de Cuvier por los Alpes, a finales de su estancia en Suiza, esto es, en el verano de 1796, Hegel recorre el Oberland bernés, acompañado de unos cuantos ami-

FIGURA 7. F. A. Zimmermann, Johann Gottlieb Fichte. Litografía a partir de una pintura de H. A. Daehling. Editorial Labor, Barcelona. 54

gos, alemanes como él. Durante este periplo escribe el típico diario, que en un aspecto es sorprendente, y en cierta manera concordante con lo dicho antes sobre el que Cuvier había redactado en circunstancias semejantes. Contrariamente a lo que era tópico en el momento, no hay ningún indicio de éxtasis rousseauniano, de comunión con la madre naturaleza, de entusiasmo romántico por el espectáculo alpino. Sus anotaciones, muy metódicas, hacen más bien referencia a detalles de orden práctico de la vida cotidiana de los habitantes de las tierras altas, poniendo el acento sobre la dureza de las condiciones en las que literalmente sobrevivían (D’Hondt, 2002). Su siguiente empleo será también de preceptor, pero en un marco completamente diferente: Frankfurt del Main. Llega a la capital de Hesse en 1797, después de una de sus escasas y cortas estancias en Stuttgart. En el tiempo histórico en el que Hegel llega a Frankfurt, dicha ciudad no tenía nada que ver con ninguno de los lugares en los que había vivido anteriormente. Se trataba ya más de una estructura social del siglo XIX que del siglo XVIII. El grueso de la economía no pasaba por las rentas agrarias, sino por la especulación en bolsa, y las transacciones monetarias entre Gran Bretaña y el continente, en las que la ciudad alemana ejercía de pista de aterrizaje. Era una de los primeros ejemplos de un nuevo tipo de sociedad que estaba surgiendo en Europa occidental, en la que la movilidad social en ciernes contrastaba con la rígida estructura mantenida por la aristocracia o la oligarquía, tal como la había conocido Hegel. Dicha situación permitía, por ejemplo, que por aquellos años un judío, todavía en el ghetto, pudiera dar origen a una familia mítica en el mundo de las finanzas (Lottman, 2006). Se trataba de Meyer Amschel Rothschild (1744-1812), quien había comenzado su carrera como hombre de paja del landgrave de Hesse, uno de los personajes más ricos de aquel momento histórico, a fin de facilitarle las transacciones especulativas en monedas de oro. Se vivía el prólogo de las guerras con Francia, que originarían la fortuna definitiva de la familia. Una ascensión como aquella era más que impensable en la inmensa mayor parte de Europa. Como en el caso de su estancia en Suiza, Hegel fue a parar al seno de una familia paradigmática de la sociedad, esta vez de la de Frankfurt, la de Johannes-Noah Gogel, un rico comerciante de vinos. 55

Gogel reunía además otra característica. Era masón, y lo era dentro de una de las obediencias más radicales, desde el punto de vista de las aspiraciones de transformación política, la de los iluminados bávaros. A partir de ese momento, las relaciones con la masonería serán un aspecto recurrente en la trayectoria vital de Hegel, tal como documenta ampliamente D’Hondt (2002). En repetidas ocasiones gozaría del auxilio de personajes vinculados a ella. En el fondo, eso no es nada sorprendente. Prácticamente todas las mentes librepensadoras alemanas de la generación de Hegel pertenecieron, en un momento u otro de su vida, a alguna logia. Ahora bien, en aquellos años se estaba produciendo un cambio curioso en la actitud de los monarcas absolutos respecto a las logias. De instituciones totalmente toleradas en los países protestantes a lo largo del siglo XVIII, tolerancia que implicaba muchas veces vínculos con el poder (Federico-Guillermo III de Prusia [1770-1840] era francmasón), todo dentro del espíritu de relativa permisividad del despotismo ilustrado, las logias pasaron a tener problemas y ser, en muchos casos, víctimas de la represión a partir de 1789. Fue el momento en que los déspotas de-

FIGURA 8. Franz Karl Hiemer (1792). Friedrich Hölderlin. SchillerNationalmuseum, Marbach. 56

cidieron prescindir de cualquier adjetivo, al ver que la cuestión de la fraternidad iba mucho más allá de la de ser un pretexto para llevar a cabo un ritual. De hecho, Hegel fue a Frankfurt a causa de Hölderlin. El poeta ejercía de preceptor en el seno de otra familia de la plutocracia, amigos de los Gogel, la de Jakob Gontard. El vínculo de Hörderlin con dicha familia acabó muy mal. Inició una apasionada relación con la señora de la casa, Susette (1769-1802), a la que dedicó varios poemas, y que le inspiró el personaje de Diotima de su obra Hyperion. Un paradigmático ejemplo de enamoramiento romántico (Argullol, 1982). Pero en un momento determinado alguien tiró de la manta. Una historia de cuernos en una familia burguesa de la época era un asunto muy serio, principalmente en ese caso, en el que el supuesto seductor era el preceptor de los hijos. Ese cargo, en aquel momento histórico, se reducía a ser un sirviente, de primera clase, si se quiere, pero un sirviente al fin. La situación desembocó en un desenlace muy trágico para ambos amantes. La ruptura, hacia 1799, provocó un fuerte desequilibrio en el poeta, persuadiéndole de su destino fatal (Argullol, 1982). La muerte de Suzette Gontard pocos años después sería una de las razones que precipitarían a Hölderlin en la locura. Como ya se ha dicho, fue la primera baja en la troika de Tübingen. Durante su estancia en Frankfurt, Hegel sigue con su sistema de escribir y no publicar, con una única excepción. En 1798 ve la luz una traducción (casi clandestina, pues no la firma) de una obra redactada originalmente en francés por un personaje del cantón de Vaud, JeanJacques Cart (1747-1813), y publicada en París en 1793, en los momentos de máxima efervescencia revolucionaria (D’Hondt, 2002). Tituló su traducción Cartas confidenciales sobre la relación legal anterior entre el cantón de Vaud y la ciudad de Berna: de la obra francesa de un autor suizo ya fallecido. Por supuesto que en esa fecha a Cart le faltaban todavía unos cuantos años para pasar a mejor vida. Se trataba de un alegato contra la citada opresión ejercida por los berneses sobre Lausana y su país, Vaud. De hecho, el tema, en el momento en que Hegel traduce el texto, no dejaba de ser un anacronismo, ya que hacía referencia a una situación superada. La traducción alemana se publicaría en 1798, y ya en 1793 los ejércitos de la Francia revolucionaria habían arrebatado Vaud a Berna, estableciéndose un régimen democrático. Hegel añadió un prefacio, notas, y parece ser que resu57

mió el texto (Kaufmann, 1968). En el prefacio hace apelación al conocimiento de los hechos para juzgar una determinada situación; los hechos no tan sólo hablan por sí mismos, sino que gritan, aunque siempre hay sordos. Por lo que respecta a la elección del texto, parece más bien una manera de pasar cuentas con el pasado reciente de Hegel en Suiza. Cabe añadir que son años en los que se preocupa mucho por la situación política, especialmente de la de Alemania, en función de los acontecimientos que se van sucediendo en Francia. Su posición no se puede calificar en absoluto de radical. Está en una tesitura pactista, que recuerda a la que había adoptado Cuvier, como ya se ha reseñado, en el convencimiento de que la mejor manera de evitar los excesos revolucionarios es una política inteligente de reformas, por la vía constitucionalista (D’Hondt, 1968). Pero es en el contexto del análisis de la religión, que le ha ocupado desde su etapa de estudiante en Tübingen, en el que elabora en 1799 un texto original, El espíritu del cristianismo y su destino, que tardaría también más de un siglo en ver la luz, en la ya citada edición de 1907.

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EL MUSÉUM, JENA

La Sorbona es una de las universidades más antiguas de Europa (1257), y durante su larga historia le han surgido rivales con una cierta frecuencia. Durante la Guerra de los Cien Años, en 1431, la ocupación de París por los ingleses le sugirió al rey de Francia Carlos VII la idea de crear otra universidad (Poitiers), para sustituir a la de la capital. Un siglo más tarde, en 1529, Francisco I, decidió cumplir la promesa que había formulado durante la batalla perdida de Pavía, o sea, edificar una iglesia y un colegio. Y decidió hacerlo de acuerdo con su postura humanista, y según las sugerencias del erudito Guillaume Budé (1467-1540). De esta manera se constituyó el actual Collège de France (Lemaistre, 1896). En última instancia el citado rey basó su decisión en el convencimiento de que la Sorbona no se adecuaba lo suficiente al espíritu de los tiempos. A partir de dos primeras cátedras, dedicadas al griego y al hebreo, en régimen de enseñanza libre y gratuita, la institución fue ampliándose, hasta convertirse en uno de los grandes centros académicos franceses. En 1626, Luis XIII, considerando que había que darle más importancia a los estudios de botánica, dada su utilidad en lo que hoy se llama farmacología, de los que la universidad con sede en París le dedicaba, fundó un gran espacio ajardinado conocido con el nombre de Jardin royal des plantes médicinales o Jardin du Roi (Barthélemy, 1979; Spary, 2005). Durante el siglo XVIII la institución del Jardin adquirió un fuerte acento naturalista, relegando en gran parte el citado objetivo farma59

FIGURA 9. Theobald Chartran (1886-89). Buffon, en presencia de Bernard de Jussieu y de Daubenton, lee las primeras páginas de su tratado de historia natural. Sorbona, peristilo del primer piso.

cológico para el que había sido creado. Una razón importante para este cambio de orientación fue Georges-Louis Leclerc, conde de Buffon (1707-1788), intendente de la institución entre 1739 y 1788, momento en el que fallece. Sin duda fue Buffon uno de los más importantes cultivadores de la historia natural de su tiempo. Pero los últimos años de su administración fueron bastante tristes, a causa de un total desbarajuste financiero, preocupado sólo el intendente como estaba por asegurar, a cualquier precio, la sucesión del cargo en favor de su hijo. La maniobra, a pesar de las muchas promesas que le habían sido hechas, no tuvo éxito (Bourdier, 1952). A la muerte de Buffon, el nuevo intendente fue un personaje que se podría considerar como una verdadera caricatura del aristócrata arribista, con pretensiones encima de científico. Se trataba de Auguste de Flahaut, marqués de La Billarderie (1730-1810). De formación militar, llegó a la posición de intendente por carambola. En realidad quien se había «trabajado» la sucesión de Buffon era su hermano menor Charles-Claude, quien al menos era miembro de la Académie Royale des Sciences. Habiendo obtenido un nombramiento que conside60

raba más interesante, cooptó a su hermano mayor. El comportamiento del nuevo intendente era realmente inverosímil, incluso aplicando cánones no excesivamente rigurosos. Sesentón, pretendía iniciar una carrera científica, partiendo de cero (Heurtel, 2004). Comenzó a llevar a cabo unas pequeñas reformas en la institución, impulsadas en realidad por André Thouin (1747-1824) (Letouzey, 1989). Sería precisamente por medio de este botánico que la política real entraría en el Jardin, ya que en 1789 fue nombrado diputado suplente por París, en representación del brazo popular, para acudir a la convocatoria, que sería histórica, de los Estados Generales. Más tarde otros colegas seguirían su ejemplo, como fue el caso de AntoineFrançois de Fourcroy (1755-1809) (diputado convencional sustituto de Marat, y presidente de los jacobinos) o el ya citado Lacépède (diputado de la asamblea legislativa, senador y canciller de la legión de honor). Deben tenerse muy en cuenta estas imbricaciones entre ciencia y política para entender el proceso de transformación de la institución, que iba a desarrollarse a partir del fin del antiguo régimen (Hahn, 1997). Como consecuencia de todo lo apuntado, cuando comienza el proceso revolucionario, tan sólo un año después de la muerte de Buffon, la institución está prácticamente en situación de interregno. Todo el mundo cuestiona la autoridad de La Billarderie. Él, por su parte, con tal de conservar su empleo, empieza a desarrollar una amplia trama, que se extiende desde la corte al estamento científico, de forma que incluso Condorcet participa de ella. Paso a paso, las cosas se van complicando, principalmente desde el punto de vista financiero. El gobierno constitucional tiene demasiadas deudas para gastar una parte del presupuesto en una antigua fundación real, sobre todo cuando se tira de la manta, y la asamblea nacional se apercibe del agujero presupuestario existente (Barthélemy, 1979). Ante la magnitud del problema, se nombra un intendente provisional, el escritor Bernardin de Saint-Pierre (1737-1814), que ni de lejos tiene la capacidad que las circunstancias exigen (Spary, 2005). Pero es que, además, conforme los hechos revolucionarios avanzan y se radicalizan, empieza un proceso de disolución de las consideradas instituciones «elitistas». Así ocurre con la Académie Royale des Sciences, fundada en 1666 por Colbert, y la misma Sorbona. En según que casos el derecho a la disolución se había ganado 61

FIGURA 10. Nota manuscrita de Thouin (1790) en la que propone el nombre de Muséum en lugar del de Jardin des Plantes. Muséum National d’Histoire Naturelle, Paris.

a pulso. Las instituciones restantes ponen sus barbas en remojo. Entre ellas se contaba el referido Collège de France que, justo es decirlo, había ya experimentado profundas reformas, en lo referente a la actualización de la docencia que impartía, en la década de 1770 (Gillispie, 1980). Durante este período, que corresponde al de la Convención, y paralelamente a esas medidas supresoras, se intenta una enseñanza alternativa mediante centros como el Conservatoire des Arts et Métiers, la École Polytechnique y la École Normale (Hahn, 1997). Con el fin de la fase revolucionaria más radical, luego de la caída de Robespierre, la mayor parte de las instituciones disueltas serían restablecidas. En el caso de la mencionada Académie Royale des Sciences, diversos de sus miembros, que habían pasado la criba ideológica, se siguieron reuniendo en el seno de la comisión de pesos y medidas. De esta forma constituirían una especie de puente que permitiría enlazar aquella con el Institut National, establecido de acuerdo con la constitución de 1795, y comprendiendo cinco secciones, que luego recobrarían el título de «academias» (Lemaistre, 1896). A partir de 1790 los naturalistas del Jardin du Roi (ya redenominado Jardin des Plantes) habían comenzado una batalla a fin de 62

garantizar la supervivencia de la institución. Sus principios partían del carácter educativo que se le podía dar al centro. Pero llegó 1793 sin que la situación se hubiera desbloqueado. El 9 de junio de aquel año, un joven diputado de la Convención por Ariège, Joseph Lakanal (1762-1845), visita el Jardin. Aprovechando dicha visita, los científicos a cargo, encabezados por el zoólogo Louis Daubenton (1716-1800), antiguo colaborador de la Encyclopédie, quien en realidad había sido el sucesor de facto de Buffon, le hacen entrega del proyecto elaborado tres años antes, y en el que habían participado muy activamente los citados Fourcroy y Lacépède. Dicho proyecto pasaba fundamentalmente por aumentar el número de cátedras, de las tres primitivas a doce, a fin de garantizar que todos los aspectos de la historia natural quedaran cubiertos en el organigrama. Consiguientemente, se organizaría una asamblea de los doce titulares de las cátedras proyectadas, quienes estarían igualados a efectos salariales, y que elegirían entre ellos anualmente un director, no más que un primum inter pares. El puesto de intendente quedaba consecuentemente suprimido. En resumen, una estructura de ideología totalmente democrática, que reflejaba la de sus fundadores, jacobinos (Outram, 1997). Spary (2005) remarca hasta que punto el proyecto de estatutos de 1790 era igualitario, con una redacción en la que parece resonar la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano: «Tous les professeurs du Muséum seront egaux en droits et en appointements». Inopinadamente, la noche del 9 al 10 de junio de 1793, Lakanal decide preparar un proyecto de decreto que es aprobado por la Convención el mismo día 10. El Muséum d’Histoire Naturelle (con posterioridad se le añadiría el adjetivo National) había sido creado en un tiempo récord, gracias en gran parte al trabajo, ya mencionado, hecho en 1790. Parece que incluso el nombre tenía en esa fecha su origen, cuando André Thouin proponía discutir «[…] si le nom de Muséum ne lui conviendrait mieux» (Blanckaert, 1997). Y sin duda todo el proceso estaba bajo la influencia de la consideración que para la historia natural tenían los jacobinos, quienes dominaban en aquel momento el gobierno de la república, como de una ciencia ligada a la condición natural del ser humano. A la postre, un brindis a Rousseau. Al fin y al cabo, ¿no tenía Robespierre como libro de cabecera un ejemplar del Contrat social del filósofo ginebrino? 63

De entrada, el decreto convencional dejaba bien clara cual era el tipo de institución que se pretendía crear. No se trataba del típico museo, entendido como mero gestor de las colecciones y de su incremento, sino también de un centro de enseñanza. Los titulares de las diferentes cátedras estaban obligados a dar cursos sobre su especialidad, dirigidos al gran público. Los cursos eran gratuitos, o bien se pagaban unos derechos de inscripción simbólicos, y no implicaban la obtención de título alguno. Simplemente se suministraba un certificado de asistencia, que iba firmado por el profesor de la enseñanza recibida, y el director de la institución. A título de ejemplo, Coleman (1983) reproduce el certificado de Leopoldo Fabbroni (véase más adelante) firmado por Lamarck, de quien había recibido el curso de invertebrados, y por Jussieu como director. En resumidas cuentas, el esquema didáctico era muy semejante al que Francisco I había establecido para el Collège de France, hacía más de dos siglos. Rápidamente, el París de la Convención, y luego el del Directorio, se volcó en la nueva institución. Los jardines y las galerías de exposición eran lugares de moda para pasear o cultivar las relaciones sociales. En cuanto a los cursos, por supuesto que los de carácter más divulgativo atraían numeroso público. Así ocurría, por ejemplo, con el femenino, especialmente asiduo de los de cultivos botánicos o ilustración naturalista. Pero también otros, de carácter sumamente especializado, eran sorprendentemente concurridos, cifrándose a veces los oyentes por centenares. Outram (1997) pone como ejemplo de estos últimos el de Cuvier sobre la anatomía de los moluscos. Además de la enseñanza, había por supuesto las cargas administrativas correspondientes, ya fueran las de la propia cátedra o las de la dirección del Muséum, cuando tocaba ejercerla. En realidad las obligaciones en su conjunto no eran demasiado absorbentes, y dejaban un amplio margen de tiempo y maniobra para dedicarse a la investigación. A partir de la reacción termidoriana se intentó minimizar la importancia del decreto que había creado el establecimiento científico. Se trataba de presentar el hecho como una especie de carambola, que había salido bien por casualidad, dado el carácter improvisado de la medida (Spary, 2005). Pero tal como se ha dicho anteriormente, no se trató en absoluto de un hecho aislado, a pesar de lo que pudiera hacer pensar la precipitación que acompañó la gestión de Lakanal. 64

Figura 11.  Decreto de la Convención sobre la creación y organización del Muséum d’Histoire Naturelle.

En el momento de la creación del Muséum el proyecto en particular, y la historia natural en general, gozaban del apoyo de las más altas instancias del poder, tanto de Robespierre como del resto de miembros del Comité de Salvación Pública (Spary, 1997), y probablemente si el Incorruptible no hubiera sido eliminado, el Muséum habría abarcado un espacio mucho mayor, ya que había un proyecto en curso a este fin, cuando se produjo el golpe de estado de termidor. Pero es que además la fundación de la nueva institución respondía a una política muy concreta de la Convención, a saber, universalizar la enseñanza a partir de propuestas pedagógicas completamente alternativas a las existentes hasta 1789, propuestas que se enraizaban en el pensamiento de Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) o de ClaudeAdrien Helvetius (1715-1771). El acento pedagógico que tradicionalmente habría estado fijado sobre la reflexión, debía desplazarse hacia 65

la sensación, hasta llegar a la solución radical, planteada por el citado Helvetius, de rechazo absoluto de la reflexión. En ese marco, el Muséum era la institución modélica. El espectáculo sublime de la naturaleza podía perfectamente contribuir a sacar a la luz a ese buen salvaje rousseauniano que todos llevamos dentro. Spary (2005) ha querido ver en la utilización del término «natural» por parte de Antoine-Laurent de Jussieu, para adjetivizar su sistema de clasificación, ya evocado, la plasmación del encumbramiento máximo de la naturaleza como fuente de sensación. Pero por supuesto que la pretensión de Helvetius tenía sus detractores. Roberts (1995, citado por Spary [2005]) ha mostrado que Lavoisier en particular, y sus adeptos en general, rechazaban de plano esa tecnología de la sensación, que en realidad parece haber quedado muy circunscrita al ámbito naturalista. Evidentemente se puede hacer una lectura metodológica de las respectivas opciones; el método analítico de la química, respecto al sintético del naturalista, como refleja muy bien el propio Daubenton en el siguiente párrafo, de su introducción a la Histoire naturelle des Animaux (citado por Spary, 2005): «Dès que les procédés de l’art ont détruit la structure des minéraux, ou altéré l’organisation des plantes ou des animaux, le naturaliste cesse d’observer ces productions de la Nature: le chimiste les a pulvérisées, dissoutes, macérées, distillées, calcinées, vitrifiées, etc […]» Pero cabe también preguntarse, considerando la opción política de Lavoisier, opuesta al jacobinismo y causa de su trágico fin, donde acababan los argumentos metodológicos y comenzaba la ideología. En última instancia lo que es evidente es que por primera vez en la historia aparece la pretensión de crear un «hombre nuevo», y eso se plasma en aquel momento concreto no solamente en el objetivo de educar al pueblo, sino que se aspira a educarlo en forma diferente. A lo largo de ese año de 1793 en que se crean los establecimientos de nueva enseñanza evocados anteriormente, la acción de la educación se concibe cada vez más como un proceso de regeneración popular, que ponga remedio a la degradación de costumbres, en definitiva, degradación moral, provocada en tiempos del antiguo régimen (Spary, 2005). Las doce cátedras que se crean son rápidamente asignadas, de la siguiente manera: Brongniart (Arte químico), Daubenton (Mineralogía), Desfontaines (Botánica, herbario), Faujas de Saint-Font (Geolo66

FIGURA 12. Emblema del Muséum d’Histoire naturelle. Fue diseñado por Gérard Van Spaendonck, en 1793. El panal y sus abejas, símbolos de la laboriosidad y las virtudes cívicas, representan al profesorado, y están rodeados por minerales, vegetales y animales, los objetos de estudio. Las espigas y la viña aluden a la agricultura, la parte aplicada de la historia natural. Finalmente, el gorro frigio representa las libertades republicanas.

gía), Fourcroy (Química general), Geoffroy Saint-Hilaire (Animales superiores), Jussieu (Botánica, herborización), Lamarck (Animales inferiores), Mertrud (Anatomía animal), Portal (Anatomía humana), Thouin (Cultivos) y Van Spaendock (Iconografía). Antes de esa fecha nunca habían existido en Europa cátedras de Zoología, y muy pocas de Historia Natural (Spary, 2005). En realidad, tan sólo Étienne Geoffroy, llamado Saint-Hilaire (1772-1844), no formaba parte de la institución con anterioridad. Se le nombra professeur (catedrático) con veintiún años. ¿Cuáles habían sido los méritos que lo habían impulsado a una carrera tan meteórica, que llegó incluso a ser objeto de comentarios irónicos por parte de la prensa de la época? No está claro que los hubiera de tipo científico, pero sí que existían con otras características (Appel, 1987). De la misma generación que Cuvier, Saint-Hilaire pertenecía también a una modesta familia pequeño burguesa. Y también su padre había pensado para él en la carrera religiosa. En 1788 consigue ir a París con una beca del Collège de Navarre, centro en el que recibe una formación filosófica que lo hubiera debido preparar para la carrera sacerdotal. Pero, mientras, descubre la historia natural, y cuan67

FIGURA 13. R. Delvaux. René-Just Haüy. Muséum National d’Histoire NaturelleNathan, Paris.

do acaba (1790) decide quedarse en París a causa de ello. La familia acepta a regañadientes, a condición de inscribirlo en el Collège du Cardinal Lemoine, a fin de estudiar leyes, disciplina que de hecho le traía sin cuidado. A pesar de todo, obtiene el título. Viendo que su única oportunidad de a la vez asegurarse el condumio y estudiar la naturaleza, es hacerse médico, se pone a ello. De ejercer de facultativo de la medicina lo salvará el gobierno revolucionario, quien decide clausurar la correspondiente facultad (Le Guyader, 1998). En el Cardinal Lemoine Geoffroy Saint-Hilaire había trabado conocimiento con el sacerdote René-Just Haüy, ya citado a propósito de los esfuerzos de Cuvier por entrar en contacto con el lobby naturalista parisino. Haüy introdujo a Geoffroy en el estudio de la mineralogía y en concreto en el conocimiento del sistema mineralógico que él había creado. A través de aquel, conoció a Lavoisier y al también químico Claude Louis Berthollet (1748-1822). Durante las masacres de setiembre de 1792, Geoffroy salva a Haüy, quien había estado 68

encarcelado. El minerálogo le quedará por siempre muy agradecido, de manera que en marzo de 1793 lo recomienda a Daubenton a fin de que sustituyese a Lacépède, quien se había visto obligado a cambiar de aires, a causa de su origen aristocrático. Cuando se produce la reacción termidoriana y Lacépède regresa a París, se crea una décimo tercera cátedra, para evitar desplazar a Saint-Hilaire, de forma que aquel, Lacépède, es titular de peces y reptiles, mientras que las aves y mamíferos son asignados a Geoffroy Saint-Hilaire. No hace falta remarcar que la preparación zoológica del muy joven professeur era nula: quizá era la Zoología la única disciplina en la que no había metido el hocico. Tal vez fuese esta inseguridad en sus propias capacidades la razón por la que, cuando Tessier le habla de un brillante anatomista que se está pudriendo en Normandía, lo invite a venir, dirigiéndole una carta que contiene una frase grandilocuente que ha quedado para la historia: «Venid a París. Venid y desempeñad entre nosotros el papel de un nuevo legislador de la historia natural». Llegado a París Georges Cuvier en 1795, como ya se ha visto, Saint-Hilaire lo alojará en su propia casa durante un año entero. A partir de ahí comienza una estrecha relación entre ambos jóvenes. Geoffroy desborda entusiasmo, a pesar de que no le faltan advertencias en contra de Cuvier. Tanto Haüy como Daubenton están convencidos de que el de Montbéliard acabará arrebatándole todo el prestigio de la obra conjunta. Publican cinco artículos en colaboración, siempre sobre mamíferos, aunque de temas muy variados: elefantes, rinoceronte africano, el prosimio Tarsius, el orangután y, como aportación culminante, una nueva clasificación de los mamíferos, publicada en el Magasin Encyclopédique, que tendrá una gran trascendencia (Buffetaud, 2002). Cuvier y Saint-Hilaire presentan conjuntamente a la Société d’Histoire Naturelle un esquema de clasificación en catorce órdenes, basado en un principio ad hoc de subordinación de caracteres, importado del utilizado por Antoine-Laurent de Jussieu en botánica. Si se tiene en cuenta que lo hacen en abril de 1795, al poco de la llegada de Cuvier a París, puede pensarse que este había aterrizado en la capital con ideas ya muy elaboradas. Dado que parten de la base de considerar que las funciones reproductora, respiratoria y circulatoria son las primarias, de acuerdo con el principio de subordinación, los caracteres utilizados en la clasificación están relacionados con aquellas funciones. En otro orden de cosas, el trabajo sobre el orangután puede considerarse como la única concesión de Georges 69

Cuvier al transformismo en toda su vida, ya que en dicho estudio se plantea la posibilidad de que se originen especies diferentes a partir de la «degeneración» de un tipo ancestral. Como ya se ha visto, Jean-Claude Mertrud (1728-1802) había estado entre los doce primeros nombramientos del Muséum. Se trata de un personaje bastante anónimo, del que apenas se posee información. Era sobrino de Antoine Mertrud (¿-1767), cirujano real y encargado de anatomía y cirugía en el antiguo Jardin du Roy, a quien JeanClaude había sucedido. Muy probablemente su formación anatómica era relativamente deficiente y, como ya se ha comentado, no se debería ver capaz de hacer frente a las tareas de enseñanza a que su cargo le obligaba, y eso tanto desde el punto de vista intelectual como físico, pues era de edad avanzada (era uno de los miembros más veteranos de la plantilla del antiguo Jardin). Posiblemente el ambiente político tampoco le era favorable, ya que aunque había hecho públicas protestas de lealtad convencional, fue objeto de denuncias (Jaussaud y Brigoo, 2004a). Había preparado a su hijo Antoine-Louis para sucederle, pero este murió inopinadamente en 1788, cuando contaba tan sólo veinticinco años. Gillispie (1980) califica de mediocres a todos los miembros de la familia Mertrud. Sin embargo, Jean-Claude debió ser un clínico eficiente, ya que se le había propuesto para primer cirujano real, primero en Nápoles y luego en Madrid, aunque rechazó ambas posibilidades (Jaussaud y Brigoo, 2004). Dado que la legislación permitía a los professeurs contratar un suplente, siempre y cuando fuera pagado de su propio erario, eso es exactamente lo que hizo Jean-Claude Mertrud a partir de 1796, siendo el suplente Georges Cuvier, aunque el nombramiento no fue tan fácil como a veces se ha interpretado. De hecho, desde su llegada a París, Cuvier había solicitado a su promotor que informase a la Assemblée des professeurs a propósito de sus trabajos anatómicos, como una forma de darse a conocer. Pero cuando fue el momento de nombrar un suplente para Mertrud, la citada asamblea dudó entre Cuvier y otro anatomista ya citado, Richard. La decisión fue tomada a favor del primero, en ausencia de dos titulares de cátedra, el botánico André Thouin y el geólogo Barthélemy Faujas de Saint-Font (17411819), que estaban por Europa acompañando las tropas del Directorio, como comisarios encargados de la requisa de piezas científicas. Su no participación en el nombramiento no les hizo ninguna gracia, 70

principalmente a Faujas quien, por su citada condición de geólogo, veía en Cuvier un rival potencial, dada su afición por los fósiles. Por su parte este siempre sospechó que la animadversión que, a partir de un determinado momento, le manifestaría Lamarck, incluso antes de que apareciesen las diferencias de criterio científico, se debía a la cizaña que habría sembrado Faujas de Saint-Font. A la postre Cuvier tan sólo sería titular de la cátedra de anatomía de los animales (rebautizada de anatomía comparada) seis años más tarde de los hechos reseñados, es decir en 1802 (Spary, 2005). Cincuenta años más tarde de la llegada de Hegel a Jena, en 1801, la ciudad conservaba aún la fama de estar un poco dejada de la mano de Dios, desde el punto de vista de comunicaciones (Nyhart, 1995). Puede imaginarse pues como sería el acceso hace dos centurias. Jena estaba situada en el corazón de los llamados Estados Turingios, que eran un paradigma de la atomización política de Alemania (390 estados en los albores del siglo XIX [Stiles, 1990]). La ciudad pertenecía al ducado de Sajonia-Weimar, pero su universidad, fundada en el siglo XVI, era compartida también por otros tres, Sajonia-Coburgo-Gotha, Sajonia-Meiningen y Sajonia-Altenburgo. Dicho sea de paso, todos esos ducados serían convertidos en grandes ducados por el Congreso de Viena por, dígase, méritos de guerra. A principios del siglo XIX, Jena y Weimar eran lugares míticos para la intelectualidad alemana, a pesar del alejamiento geográfico evocado antes, y el nulo peso político de los ducados de Turingia. La razón era que el gran pontífice de la literatura germánica, Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832), era el ministro de educación y cultos de Sajonia-Weimar. Obviamente, Goethe no estaba allí casualmente. Había sido llamado por el soberano, el duque Carlos Augusto, otro de los déspotas ilustrados, aunque con una trayectoria muy particular. Fue uno de los pocos autócratas europeos que, habiendo aprendido la lección durante las guerras prenapoleónicas y napoleónicas, abandonó el absolutismo, dando al ducado, en 1816, la primera constitución que tuvo un estado alemán. A partir de su llegada en 1775, Goethe había sabido crear un clima que respondía a la situación de relativa libertad intelectual de la que gozaba el pequeño país, que ya había atraído a Christoph Martin Wieland (1733-1813), la gran figura literaria de la generación anterior. Relativa, si se recuerda que Fichte, adscrito en 1794, había 71

tenido que abandonar Jena en 1798 por cuestiones ideológicas. Se le había acusado de propaganda atea (Jahn, 1994). Probablemente la razón de la depuración era más compleja. Los seguidores de Kant, Fichte incluido, por supuesto, estaban en plena euforia. Hablaban abiertamente de las «dos revoluciones», la francesa y la promovida por su maestro en filosofía. En ese contexto, en 1795 Fichte había llegado a pensar en buscar refugio intelectual en la joven Francia republicana, a fin de proseguir tranquilamente (¿?) con el desarrollo del sistema kantiano.

FIGURA 14. Gerhard von Kügelgen. Friedrich von Schiller (180809). Goethemuseum, Frankfurt.

Weimar y Jena, separadas por unos pocos kilómetros, funcionaban como núcleos diversificados en cuanto a su función. Mientras la segunda era puramente un centro universitario, Weimar era un lugar residencial, soñado por muchos. En el momento en que Hegel llega a Jena, Friedrich Schiller vive en Weimar desde 1799, y permanecerá allí hasta su muerte. Había sido uno de los diversos profesores adscritos a la universidad de Jena gracias a la intervención de Goethe, como fuera también el caso del lingüista Friedrich von Schlegel (1772-1829). Schelling ejercería la docencia en el mismo centro, como sucesor de Fichte, entre 1798 y 1803. El pensador prerromántico 72

Johann Gottfried von Herder (1744-1803), otro de los miembros de la colonia intelectual, aunque al margen del ambiente académico, moriría también en Weimar. En la misma ciudad, pero también fuera del circuito universitario, vivía por aquel entonces Wilhelm von Humboldt (1767-1835). De hecho en 1801 el período de paz, tranquilidad, apogeo intelectual, y relativa libertad que habían dado fama a Sajonia-Weimar, estaba dando sus estertores, a causa de la situación bélica que se difundía por Europa y que, como se verá, acabaría afectando a ese rincón del mundo. Pero a pesar de todo, el centro de enseñanza superior de Jena siguió adscribiendo nombres ilustres, como el naturalista Lorenz Oken (1779-1851), llegado en 1807, de quien se hablará más adelante. Curiosamente, cuando a partir de 1814, se recobrara algo de la perdida Arcadia, sobre todo en el marco de la constitución otorgada, sobrevendría el fin de la estancia de Oken (1819) quien, a causa de su liberalismo radical, había despertado las iras de Goethe (Eckermann, 2005). Lukács (1970) considera que la Jena romántica de la restauración fue sólo un amago de la situación que se había vivido en la etapa dorada de finales del siglo XVIII. Jahn (1994) emite la misma opinión a propósito de la ciencia: la década de 1790 habría visto una verdadera explosión de la docencia y la experimentación. El médico Justus Christian Loder (1753-1832) le prestaba su anfiteatro anatómico a Alexander von Humboldt (1769-1859), para que llevara a cabo experimentos de galvanismo, junto con su hermano, el citado Wilhelm, y el físico Johann Wilhelm Ritter, de quien se hablará con detalle más adelante. Se creaba un nuevo jardín botánico, una sociedad de historia natural, y otra mineralógica. Por supuesto que Goethe estaba físicamente presente en cualquiera de esas iniciativas. Hegel llega a Jena en una situación de relativa prosperidad. Su padre había muerto dos años antes, y había recibido su parte de la modesta herencia. Esta circunstancia le había permitido hacerse el remolón, con respecto a las ofertas de trabajo que había recibido. La de la universidad de Jena vino de la mano de Schelling, y consideró que era la más tentadora (D’Hondt, 2002). Implicaba, de entrada, pasar de ser un preceptor mal pagado, y peor considerado, a convertirse en docente universitario, y no de cualquier universidad. Además, no debe olvidarse el hecho que Hegel no tenía un bagaje profesional para aspirar a un empleo como el que se le ofrecía. Su cabeza podía 73

estar llena a rebosar de ideas geniales, pero por el momento no era más que un desconocido, que no había publicado nada en absoluto. Se podría ironizar sobre el hecho que esa situación aparece como una constante generacional, si se piensa en la ya citada adscripción de Geoffroy Saint-Hilaire a la enseñanza de la zoología. Es cierto que, en todos los casos que se reseñan, los anónimos del momento alcanzarían en un futuro la consideración de genios. Pero dado el poco riguroso sistema de selección imperante en la época, cabe preguntarse en cuantas circunstancias los anónimos lo siguieron siendo. Por muy amigo de Schelling que se fuera, un cierto paripé era obligado, si se quería justificar en lo más mínimo el empleo que se le ofrecía. Así que Hegel presentó una disertación inaugural (una especie de pequeña tesina, a fin de obtener la venia docente) que, sorprendentemente, versaba sobre un tema científico. Se titula Dissertatio philosophica de orbitis planetarum y, como su nombre indica, se trata de una revisión del problema de las órbitas de los planetas. No era en absoluto un disparate. Hegel demostró que conocía sobradamente el tema. A ese propósito Kaufmann (1968) destaca la solidez de la formación científica de Hegel, que en su etapa de profesor en Nuremberg (véase más adelante) le permitiría pasar de la enseñanza del griego a la del cálculo diferencial. Si se revisa el capítulo titulado La razón observadora de su Fenomenología se puede ver hasta que punto estaba familiarizado con la experimentación en general, o los conocimientos sobre electricidad y química de su momento. El problema se plantea porque pretendió leerle la cartilla a Isaac Newton y eso ya era pasarse de rosca, desde el punto de vista de osadía, al menos en el campo de las ciencias experimentales. Pero debe reconocerse que el núcleo de su argumentación, rechazando las teorías newtonianas, y otras posteriores, es coherente, aunque a Cuvier o a cualquier otro cultivador de la ciencia, pretérito o actual, se le hubieran puesto los pelos de punta. Al parecer, no se trataba en absoluto de una improvisación. Habría llegado a Jena si no con el manuscrito completado, al menos con un esbozo muy avanzado. En su disertación Hegel se manifiesta en contra de toda teoría científica de tipo «mecanicista», y opta por un enfoque del problema en la línea de la filosofía de la naturaleza, que al fin y al cabo era la escuela de pensamiento a la que se vinculaba su benefactor, Schelling. Curiosamente, y como se verá, su alejamiento posterior de dicha co74

rriente filosófica llegaría a ser total. En ese momento su idea se basaba en concebir la naturaleza, y en especial el sistema solar, como un todo vivo, y primar una visión cualitativa de la física, frente a la cuantitativa. La línea argumental era el cálculo de la distancia entre los planetas, un tema que ya había sido evocado por Platón en su Timeo. Hacía algunos años que el problema se enfocaba de acuerdo con la llamada «ley de Titius-Bode», del nombre de dos astrónomos (Johann Daniel Titius y Johann Elert Bode) que la habían formulado complementariamente en la segunda mitad del siglo XVIII. La supuesta ley predecía que la distancia de los planetas de nuestro sistema al Sol se regía por una regla de progresión geométrica: partiendo de la sucesión 0, 3, 6, 12, 24, 48, 96, 192, al añadir 4 a cada término, y dividiendo por 10, se obtenían las distancias de los planetas al Sol en unidades astronómicas, siendo una de esas unidades el equivalente a 108 km. El problema es que no había ningún planeta conocido que se correspondiera al término 24, es decir entre Marte y Júpiter. La creencia en el valor predictivo de la ley era tal, que numerosos astrónomos se pusieron a buscar con afán el «planeta perdido», especialmente desde que en 1781 se hubiera descrito Urano, cuya posición se ajustaba al término 192. Para Hegel se trataba de una regla cuantitativa no racional, que pretendía someter la naturaleza a una ley matemática, cuando la naturaleza no es otra cosa que la realización de la idea (Depré, 2004). Para él, los científicos jugaban con las cartas marcadas, porque cuando la naturaleza no se ajustaba a sus leyes, no se planteaban la posibilidad de que aquellas fueran erróneas, sino que dudaban de la experiencia, como en el caso del planeta que se tendría que corresponder al término 24. Kaufmann (1968) considera que el filósofo se mantenía más fiel a la experiencia que los astrónomos, dado que en lugar de obcecarse en la posibilidad de encontrar el planeta perdido, su pretensión era hallar una ley que se correspondiera con la realidad. Para Hegel, la naturaleza, concebida por él como una libre realización de la razón, devenía así, por obra y gracia de los astrónomos, un sujeto oprimido por la ciencia. En ese contexto, la astronomía newtoniana sería el paradigma de la concepción mecanicista de la naturaleza. Las leyes de la naturaleza no serían formuladas por la física, sino por una ciencia «extraña», las matemáticas. La figura contrapuesta a Newton sería Johannes Kepler, suabo como él, naci75

do no lejos de Leonberg, donde lo haría Schelling, formado también en el Stift (¿componente chovinista?), quien había formulado sus leyes sobre las órbitas de los planetas basándose en la observación, huyendo de la pura abstracción matemática, que era la senda recorrida por Newton. La mecánica newtoniana implicaría la sustitución de la física por la geometría, de la razón especulativa por el cálculo. Los críticos del planteamiento hegeliano ponen el acento en que, contemporáneamente a la elaboración de la disertación, se estaban descubriendo los asteroides situados entre Marte y Júpiter que, en cierta manera, podrían llenar la posición 24. En efecto, el primero de dichos asteroides (Ceres) se había descubierto aquel mismo año de 1801, y otros se descubrirían en los años siguientes. Pero nada de eso invalida la crítica del filósofo a las posiciones apriorísticas sobre el problema. De hecho, en los tiempos a venir, no tendría ningún inconveniente en incluir los nuevos descubrimientos en sus clases sobre filosofía de la naturaleza (Kaufmann, 1968). Además del texto científico, Hegel defendió doce breves tesis filosóficas, en forma de enunciados, que obviamente son más interesantes que aquél, desde el punto de vista de apreciar la evolución de su pensamiento filosófico, si se deja al margen la cuestión de los cambios en su concepción de la naturaleza y de la vida que se desarrollaron hasta la publicación en 1807 de la Fenomenología del espíritu (Vieillard-Baron, 2004). En dichas tesis destacan varias cosas. Por un lado, un comienzo de ruptura con el pensamiento kantiano, por lo que hace al problema ético. Por el otro, una defensa del idealismo. En tercer lugar, un enunciado de cariz dialéctico, probablemente el primero en su trayectoria filosófica: «la contradicción es la regla para la verdad». Defiende sus tesis para obtener la venia docente el 27 de agosto de 1801, día en que cumplía treinta y un años. Al poco de su llegada a Jena, Hegel publicó, por fin, su primer texto filosófico, Diferencia entre los sistemas filosóficos de Fichte y Schelling. Inmediatamente, los dos, por el momento, amigos, Hegel y Schelling, se sumergieron en la construcción de un nuevo sistema filosófico, que pretendían superara cualquier otro anterior en la historia del pensamiento. Si de algo pecaban, no era pues precisamente de modestia. Para propagar su sistema utilizaron una publicación que 76

editaban motu propio, titulada Revista crítica de filosofía, que sería de vida corta (dos tomos), en gran parte a causa de la separación física que se produciría entre los editores y a los acontecimientos de orden político. Hay que decir que durante los cinco años que Hegel permanece en Jena lleva a cabo una intensa labor docente sobre temas muy diversos, labor que cubre desde los estrictamente filosóficos (lógica, metafísica, historia de la filosofía, filosofía de la naturaleza) a otros de tipo científico (matemática pura) o político (derecho natural). En ese contexto de miscelánea temática, cabe señalar, a título anecdótico, que se le elige como consejero de la Sociedad Mineralógica de Jena. Ahora bien, la cuestión crematística ya es cosa de otro cantar. Su vinculación con la universidad era como privatdozent, una tradicional figura centro-europea, que implicaba que fueran los estudiantes los que remuneraran directamente al profesor. Dado que las clases de Hegel tenían fama de ser un tanto oscuras, parece que no había precisamente empujones para asistir a ellas. Consecuentemente, su bolsillo no salía especialmente beneficiado de la situación. Lloriqueando por aquí y por allá, consiguió que la administración le otorgase un pequeño estipendio fijo, a fin de complementar lo que tuvieran a bien darle sus alumnos (D’Hondt, 2002). En 1805 pasaría a la categoría de profesor extraordinario. En 1803 Hegel se quedó sin su protector. Schelling se trasladó a Würzburg, en Baviera (Tilliette, 1999). Baviera era un estado católico y, tradicionalmente, sus universidades no incorporaban docentes de confesión protestante. Pero de acuerdo con el nuevo espíritu de los tiempos, había decidido beneficiarse de los talentos «herejes», aunque hubo una reacción muy dura por parte de los medios católicos más integristas. Schelling puso pies en polvorosa en el momento oportuno, ya que la arcadia intelectual que Goethe había creado a su alrededor, hacía aguas por todos lados. Sólo faltaba un conflicto bélico. Y llega. El ducado de Sajonia-Weimar se alía a Prusia en contra del Imperio francés y es, precisamente en Jena, en 1806, donde tiene lugar la batalla decisiva de la guerra. Las tropas napoleónicas hacen trizas a las prusianas de Hohenlohe. El ducado es ocupado y borrado del mapa. Hegel fue testigo de la entrada de Napoleón en Jena, el 13 de octubre de 1806. A pesar de sus sentimientos, llenos de melancolía, 77

por la patria alemana, dividida y débil, sentimientos que serían una constante durante toda su vida, no puede resistirse a quedar subyugado por la visión del gran hombre «[...] extraordinario, al cual es imposible no admirar» (D’Hondt, 2002), que algunos, como Hegel, todavía seguían suponiendo que, con sus ejércitos, estaba exportando los valores nacidos en la Francia revolucionaria. Otros, por ejemplo Ludwig van Beethoven (1770-1827), ya daban por frustradas todas sus esperanzas. No hacía mucho, el músico le había retirado a Bonaparte la dedicatoria que, en otro momento, le había hecho de la Heroica. En cualquier caso, el triunfo de su «gran hombre» le costó caro a Hegel. Su microcosmos se hunde por completo y necesita urgentemente una alternativa laboral. También él emigraría a Baviera. Aquel mismo octubre de 1806 (la leyenda quiere que fuera la noche antes, la del 12-13 de octubre, de la entrada en Jena del emperador de los franceses), Hegel acaba la redacción de la que todos los críticos consideran su primera gran obra filosófica, de características, además, totalmente esenciales. Se trata de la Fenomenología del espíritu. En realidad esa primera edición apareció con el título más genérico de Sistema de la ciencia. Primera parte, la Fenomenología del espíritu. Tan sólo cuando se publicó la segunda edición en 1831, poco antes de su propia muerte, el autor redujo el título a lo que normalmente se conoce. De hecho, la obra tan sólo sería impresa un año después, en 1807, y gracias al apoyo financiero de un fiel amigo del autor desde los tiempos de Tübingen, el filósofo y teólogo Immanuel Niethammer (1766-1848). Niethammer había sido estudiante de Karl Leonhard Reinhold (1759-1823), primer titular de la cátedra de Filosofía Crítica de la Universidad de Jena, quien había pertenecido a la Compañía de Jesús, aunque colgó posteriormente los hábitos. Se le considera el introductor del kantismo en dicha universidad. Por su parte, para Niethammer, director de la revista filosófica divulgadora de la corriente partidaria del filósofo de Könisberg, Kant había marcado el camino para hacer de la filosofía una ciencia, o más bien la ciencia de todas las ciencias, ya que de aquella habían de emanar los principios que las inspirarían. Immanuel Niethammer se había comprometido con el editor, Goebhardt, de Bamberg, a sufragar el coste entero de la edición si el filósofo no entregaba el manuscrito antes del 18 de octubre. Hegel 78

Fig 15.

Imagen apócrifa en la que aparece Hegel saludando la entrada de Napoleón en Jena. Harper’s Magazine (1895). 79

entregó la mitad del manuscrito con diez días de antelación. El resto, dadas las circunstancias, se retrasó. Según Kaufmann (1968) la culminación de la redacción de la Fenomenología estuvo condicionada por una serie de circunstancias de diverso tipo. En primer lugar, sociales, dado que iba a ser padre de un hijo ilegítimo, del que se hablará en su momento. En segundo lugar, académicas. Mientras Hegel seguía sin publicar nada, Schelling daba a la luz títulos en continuidad. Otros de sus colegas cosechaban éxitos indudables. Así Jacob Friedrich Fries (1773-1843), quien había llegado a Jena al mismo tiempo que él, había obtenido una cátedra en Heidelberg, y Wilhelm Traugott Drug (1770-1842), con su misma edad, hacía dos años que había sucedido a Kant en Könisberg. En tercer lugar, las circunstancias políticas, pues era evidente que el balneario intelectual Jena-Weimar no iba a resistir el conflicto bélico, y él tendría que poner tierra por medio. Y por supuesto, el futuro a nivel económico aparecía como totalmente aciago. De todas esas circunstancias parece que se resintió considerablemente la redacción de los capítulos finales de la Fenomenología, que aparecen como de composición apresurada, sin la revisión pertinente. Estos defectos parecen afectar incluso a la labor de traducción. Véanse los comentarios del traductor y editor de una reciente versión en castellano (2006) de la Fenomenología.

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LA ERA NAPOLEÓNICA

El 18 de brumario del año VII de la República (8 de noviembre de 1799), un joven general nacido el mismo año que Georges Cuvier, en una Córcega que todavía no era francesa, de igual manera que tampoco lo era Montbéliard, da un golpe de estado contra el Directorio, la institución política establecida a consecuencia de la caída de Robespierre. Se llamaba Napoleón Bonaparte (1769-1821) y, a raíz del cuartelazo, se autonombraría «primer cónsul», una concesión semántica al espíritu clasicista, que evoca en concreto la república en Roma. Ese espíritu clasicista, que se convertiría en una moda compulsiva que lo invadiría todo, plasmándose gráficamente en los pastiches de un pintor que intentaba abrirse camino, de nombre Jacques Louis David (1748-1825) (antiguo asesor del Comité de Salvación Pública de Robespierre en temas educativos [Spary, 1997]) y que se convertiría en el cronista pictórico oficial de la etapa que comenzaba. Una etapa muy especial para Francia, todo sea dicho, de la que, al final de quince vertiginosos años, el país despertaría en medio de un cataclismo demográfico y financiero, fruto de las incesantes campañas militares. La parte positiva sería que se habría estructurado un estado, convertido en modelo para el resto de Europa occidental. El general Bonaparte será «cónsul vitalicio» en 1802, y emperador en 1804, coronado por un papa que vendría a París para ello, haciendo de tripas corazón. De hecho, la influencia de ese joven y ambicioso militar corso había comenzado ya antes de 1799, como consecuencia del prestigio 81

que había adquirido con sus victorias militares al mando de las tropas republicanas. Esta influencia trascendería de los campos político y militar al científico, por una vía insospechada, como consecuencia de una ambiciosa iniciativa, que a la postre le ocasionaría al futuro emperador un muy serio revés. A comienzos de 1798, el ya citado químico Claude Louis Berthollet, amigo personal del general Bonaparte, comienza a visitar a otros destacados científicos con una extraña propuesta. Les habla de poner sus conocimientos al servicio de Francia, a las órdenes de Bonaparte, a fin de partir hacia un destino desconocido, y por un tiempo prolongado. Estaba comenzando a plasmarse lo que sería la expedición a Egipto, una experiencia determinante para la ciencia francesa y sus relaciones con el poder, que comprometería a toda una generación académica (Laissus, 1998). Entre otros, Berthollet habla con Cuvier y con Geoffroy Saint-Hilaire. Vale la pena resaltar el hecho de que la enigmática propuesta necesitaba de mucho espíritu patriótico para dejarse deslumbrar por ella. Por lo que fuera, Geoffroy Saint-Hilaire aceptó. Cuvier, no. Esta decisión de Cuvier será por siempre un argumento en manos de sus detractores, que lo consideraron un gesto de cobardía (¿?) o de comodidad, en el supuesto que la comodidad debería ser uno de los pecados capitales laicos, principalmente en lo que respecta a los naturalistas. Habría preferido la vida «fácil» de París a los riesgos del viaje, que sin duda serían numerosos, dados los más que claros objetivos militares de la expedición. Contrariamente, sus fieles siempre defenderían a Cuvier, aduciendo que la razón de su rechazo a participar en la aventura egipcia fue una enfermedad. Por su parte, el interesado, en su autobiografía manuscrita, dio una explicación que probablemente era absolutamente sincera. Creía que era en París donde podía realizar el mejor trabajo, ya que era allí donde disponía de los medios, incluidas las colecciones, medios que ni el viaje más productivo podría compensar. «J’étais au centre des sciences et en milieu de la plus belle collection», dejó escrito en su autobiografía, en referencia a su negativa a Berthollet (citado por Rudwick, 1997). Sugirió el nombre de Jules-César Lelorgne de Savigny (1777-1851) como su sustituto. Un brillante recambio. Sus observaciones sobre el aparato bucal de los insectos, en una parte importante realizadas durante la expedición, darían origen a una obra clásica sobre el tema. 82

Los años de la expedición a Egipto (1798-1802), organizada por el futuro primer cónsul y emperador, fueron para Cuvier extraordinariamente productivos, tanto desde el punto de vista científico, como del de ascenso dentro del escalafón social. Tal como ya se ha visto, pasa a ocupar la cátedra de Anatomía Comparada en el Muséum. Además, reemplaza a Daubenton en la suya del Collège de France, publica los dos primeros volúmenes de las Leçons d’Anatomie Comparée, y es nombrado para ocupar cargos importantes en la administración de la educación pública (inspector general). En 1800, aprovechando la plataforma que representaba el Institut, llevó a cabo un llamamiento a la comunidad internacional para establecer una colaboración en torno al estudio de los cuadrúpedos fósiles, ofreciéndose para enviar instrucciones a propósito (Rudwick, 1997), añadiendo además una breve síntesis de sus propios descubrimientos sobre el tema. Se trata de una iniciativa que tendría resultados sumamente fructíferos a medio plazo. Un año más tarde, en 1801, se publicaba la obra La menagérie du Muséum d’histoire naturelle, firmada por Cuvier, Lacépède y el ausente Geoffroy Saint-Hilaire. La concepción era absolutamente revolucionaria para su tiempo. El libro comprende la descripción de todos los animales que formaban el pequeño zoo del Muséum, incluyendo 51 grabados representando los ejemplares existentes, ejecutados a partir de dibujos hechos de los originales vivos. Puede especularse mucho sobre las cosas que Georges Cuvier hubiera podido realizar en Egipto durante ese período, pero tan sólo se tiene constancia de las que llevó a cabo en París. El 2 de marzo de 1798 los miembros del Directorio, convencidos por los argumentos de Talleyrand, aprueban los planes de Bonaparte de cortar la ruta de la India a través de Egipto. El 19 de mayo del mismo año, una gran flota francesa leva anclas en el puerto de Tolón. El buque almirante ostenta el evocador nombre de Orient. Se embarcan cerca de cincuenta mil hombres, entre marineros y soldados, así como científicos y hombres de letras (un total de 167, de los cuales 32 morirían durante la epopeya, o como consecuencia de ella). Véase Künzi (2005) para una revisión de la importancia de los miembros no militares de la expedición. El futuro emperador se había tomado muy a pecho su elección como miembro de la classe de Ciencias Físicas y Matemáticas del Institut el 25 de diciembre de 1797. Sueña con llevar a cabo a la vez una conquista militar y científica (Jacq, 2005), a fin de aplicar en Egipto un verdadero programa de «regeneración social» a 83

imagen de la Francia republicana. Entre los 167, y además de los citados, figuraban también otros ilustres nombres, tales como el geómetra Gaspard Monge (1746-1818) (quizá el principal responsable del reclutamiento de cerebros, y uno de los más veteranos, junto con el mencionado Berthollet, ambos en la cincuentena), el matemático Joseph Fourier (1768-1830), Déodat de Dolomieu (1750-1801), minerálogo, Nicolas Nouet (1740-1811), astrónomo y Alire RaffeneauDelile (1778-1850), botánico, entre los científicos. Y una pléyade de hombres de letras (literatos, músicos, orientalistas) y técnicos, principalmente ingenieros (Laissus, 1998), que representaban el sesenta por ciento del contingente de cerebros. Cabe pensar que la preocupación por los aspectos aplicados era grande. Iban pertrechados con una importante biblioteca, y no se había escatimado la dotación para instrumentos científicos. FIGURA 16. André Dutertre (c.1799). Cinco de los sabios de la expedición a Egipto. De arriba a abajo: Gaspard Monge (matemático), Claude Louis Berthollet (químico), Étienne Geoffroy Saint-Hilaire (zoólogo), Déodat de Dolomieu (geólogo), MarieFrançois Auguste Caffarelli du Falga (general del cuerpo de ingenieros, responsable de la comisión científica). Dutertre fue uno de los pintores de la expedición. Muséum National d’Histoire NaturelleNathan, Paris. 84

A fin de no levantar liebre, la operación se lleva a cabo sin previa declaración de guerra. El resultado es que a pesar de lo aparatoso del volumen de la escuadra (59 navíos de guerra y 280 mercantes), gran parte de su travesía a través del Mediterráneo se llevó a cabo en secreto, de tal manera que el enemigo británico tan sólo tuvo noticias en el momento en el que los franceses llegaron a Malta. La isla fue arrebatada al multisecular poder de los caballeros, en un abrir y cerrar de ojos, el 10 de junio. A finales del mismo mes tiene lugar el desembarco en Egipto, y Alejandría es tomada el 2 de julio. Hacía pocos días que la escuadra de Nelson había abandonado su rada, en busca de los «buques fantasma» franceses.

¿Cuál fue la razón política de esa iniciativa, a todas luces desmesurada? Para entenderla, habría que renunciar de buen principio a ciertos tópicos, como el de creer que se trató de una especie de alucinación colectiva entre los dirigentes de la primera república francesa. Como causas próximas de la decisión se han evocado varias (Laissus, 1998). En primer lugar, la conciencia de que el imperio otomano había entrado definitivamente en fase de declive, y que en esas circunstancias era cuestión de tomar posiciones de cara al posible reparto. Un segundo, e innegable motivo, era el de hostigar las líneas comerciales del tradicional enemigo británico. Una tercera razón, más

FIGURA 17. Voyage en Sirie et en Égypte (1787) de Constantin-François Volney. 85

subjetiva y más oculta, habría sido la pretensión por parte del colectivo del Directorio de desembarazarse por un tiempo de un militar, Napoleón Bonaparte, que comenzaba a ser realmente un incordio y que, con un poco de suerte, podría «quemarse» en la aventura. Era la alternativa a la trampa previa que se le había tendido, con idéntico objetivo, la invasión de Inglaterra. Pero justo es decir que si hubo alguna alucinación, esta ya era antigua. En Francia siempre se había alimentado el recuerdo, más o menos mitificado, de la intervención de sus caballeros en las cruzadas, y en la fundación de los estados cristianos del Levante. La posibilidad de una «reconquista» había sido siempre, de una forma u otra, acariciada, de tal manera que poco antes de la Revolución, entre 1782 y 1785, Constantin-François Chassebeuf de Boisgirais (1757-1820), que sería conocido como Volney (acrónimo creado por él mismo de las sílabas VOLtaire y FerNEY, lugar de nacimiento del citado literato; tal era su admiración) autor del famoso título Las ruinas de Palmira, había sido enviado a la zona (Laissus, 1998), a fin de evaluar las posibilidades de una invasión francesa. Era suyo también un famoso cuestionario estadístico para viajeros, publicado en 1795 (Bourguet, 1997). Las observaciones de Volney habían convencido a Napoleón Bonaparte que Egipto estaba en plena descomposición, a punto de caramelo para su conquista (Jacq, 2005). En última instancia, el objetivo colonialista de la aventura queda muy claro en el prefacio histórico que Fourier escribiera para la Description de l’Égypte (véase más adelante) cuando afirma que «[…]como efecto de esa sabia disposición (la expedición), Egipto podía convertirse en poco tiempo no solamente en una colonia, sino en una especie de provincia francesa». Una vez interrumpidas las comunicaciones marítimas con Francia, como resultado de la superioridad marítima británica, lo cual representaba dejar las fuerzas expedicionarias privadas de su cordón umbilical, no quedó más remedio que aceptar la derrota y negociar la repatriación, que sólo acabaría a principios de 1802. Para entonces hacía ya tiempo que el inductor, Napoleón Bonaparte, había regresado secretamente a Francia (agosto de 1799), llevándose consigo algunos científicos como Berthollet y Monge (amigos íntimos entre ellos, y de Bonaparte), pero dejando a los demás en la estacada. Tal era la conciencia del hecho, que meses después (noviembre de 1799) Geoffroy Saint-Hilaire le escribía a Cuvier quejándose amargamente 86

de que los savants habían sido llevados a Egipto simplemente para añadir a la historia personal de Bonaparte una línea elogiosa más, y que permanecían para justificar la presencia del cuerpo expedicionario comandado ahora por Kléber. Los pequeños habían sido siempre el juguete de los grandes, concluía (Appel, 1987). Pero en el entreacto había tenido lugar en Egipto una actividad científica apabullante, que incluyó también iniciativas de orden institucional. Muy probablemente es el único caso en la historia de la humanidad en la que una, tan megalómana, empresa bélica produciría tantos beneficios para la ciencia. Se llevaron a cabo estudios naturalistas, oceanográficos, hidrográficos, mineralógicos, astronómicos, etnológicos,… con un trasfondo de preocupación por la vertiente aplicada muy importante. Así, por ejemplo, las mediciones de longitud y latitud por parte de los astrónomos (Nouet, Méchain, Quesnot), el efecto de los meteoros sobre los monumentos antiguos (Dolomieu) o la depuración del agua mediante filtros de carbón activo (Conté). En El Cairo se constituyó el Institut d’Egipte, que llegó a contar con cincuenta y un miembros, a partir de un núcleo fundacional más reducido, que incluía al propio general en jefe, y del que ya formaba parte Geoffroy Saint-Hilaire. El acta de nacimiento lleva la fecha de 22 de agosto de 1798. El 28 del mismo mes ve la luz el primer número, de un total de 116, del Courier de l’Égypte. En octubre empieza a aparecer la Décade égyptienne, órgano oficioso del mencionado Institut d’Egipte. Las observaciones llevadas a cabo por sus miembros, así como el estudio del material recogido, darían origen, a iniciativa de Kléber (uno de los pocos mandos militares que apreciaban la tarea de los científicos), a una obra monumental, conocida como Description de l’Égypte. Los cónsules de la República francesa decretan en 1802 que se inicie la publicación de lo que llegaría a ocupar un total de nueve volúmenes de texto, tamaño folio, más uno para el prefacio histórico y trece volúmenes de planchas, en diferentes formatos. El primer volumen fue publicado en 1809. A despecho de los cambios de régimen, los sucesivos gobiernos fueron adquiriendo el compromiso de completar la publicación, siempre con subvención oficial, durante un período que se prolongó hasta 1822, a pesar de que la iniciativa resultó ruinosa desde el punto de vista económico. Fue apareciendo en forma de fascículos distribuidos entre un número 87

reducido de suscriptores, a causa de su elevado precio. Había sido incluso diseñado un mueble especial para contener la obra, en el más típico estilo primer imperio, decorado con motivos egipcios (PalluelGuillard, 2005). Tan sólo fue posible una segunda edición completa, a causa de la fragilidad de las planchas de cobre (Laissus, 1998), que apareció ya bajo Luis XVIII, convenientemente depurada de cualquier símbolo napoleónico. Saint-Hilaire dirigiría durante esos años de expatriación forzosa, a mayor gloria de la ciencia nacional, un amplio conjunto de misivas a Georges Cuvier, sin que las respuestas menudeasen, en un gesto que en algún momento se ha interpretado como de desidia o desprecio (Daudin, 1983). En ellas le comentaba sus experiencias, fruto de una actividad febril, y también sus penas, incluyendo no sólo las acusaciones de «capitán araña» a Bonaparte, ya vistas. Expresaba también sus dudas a propósito de la oportunidad de haber aceptado incorporarse a la expedición, como cuando en abril de 1800 le escribe lamentándose de que los que han permanecido en Europa (cita a Lacépède, no al propio Cuvier) gozan de oportunidades que él no tiene (Appel, 1987). Geoffroy realizó diversas exploraciones en áreas geográficas particulares: Delta del Nilo (invierno de 1798-1799); seguimiento del curso río arriba, hasta la primera catarata (verano de 1799); Suez y el mar Rojo (invierno de 1799-1800). En esos viajes acumuló una gran cantidad de material, que parcialmente estudiaría in situ, generando observaciones de tipo anatómico muy interesantes. Los ejemplares acumulados y estudiados iban desde las momias, a los cocodrilos y los peces. Las momias por él recogidas, con la ayuda de Savigny, darían lugar a un informe elaborado por Lacépède, Cuvier y Lamarck, presentado por el primero a la asamblea de professeurs en setiembre de 1802 (Outram, 1984). Los tres redactores estuvieron de acuerdo en que los animales embalsamados no diferían sustancialmente de los actuales, si bien la interpretación que se daba al hecho difería. Cuvier veía en ello una prueba del fijismo de las especies. Lamarck retomaría el tema en su Philosophie zoologique, afirmando que la ausencia de modificaciones no era otra cosa que el resultado de la estabilidad del clima en la región. Para el propio recolector, Saint-Hilaire, se trataba tan sólo de una consecuencia del concepto de unidad de composición (véase más adelante). 88

Pero probablemente el trabajo más famoso de Geoffroy a propósito del material egipcio, sería su monografía sobre el género de pez de agua dulce Polypterus (bichir, en nombre vernáculo del país) publicada en 1802, que le haría exclamar a Georges Cuvier que por ella sola merecía el viaje al país del Nilo (Appel, 1987). El pez constituyó para su descriptor un importante elemento de reflexión sobre el tema de la unidad de plan y de composición, que le llevó a identificar supuestos «húmero», «cúbito» y «radio» en la aleta pectoral. Estas cuestiones le llevan a plantearse el significado de los órganos vestigiales. Considera que existe un equilibrio estructural, de tal manera que determinados órganos sólo pueden aumentar de tamaño a partir de la reducción de otros. Muy posteriormente (1828, 1830) plasmaría esta idea en la que denominó «loi du balancement des organes». En realidad el concepto había sido ya desarrollado por Kielmeyer años antes (1793). Véase Rieppel (1988) para una revisión del tema. Ahora bien, es también durante ese período cuando comienza a aflorar el Geoffroy Saint-Hilaire propenso a las generalizaciones gratuitas y/o completamente especulativas. Por ejemplo, hace esto último a propósito del papel del medio ambiente en la modificación de las estructuras anatómicas, una preocupación que le ocuparía el resto de sus días, y que le llevaría a sugerir una hipótesis de indeterminación sexual del embrión, indeterminación que, según su parecer, tan sólo se resolvería en el momento del nacimiento. Pero son sin duda sus argumentaciones sobre una teoría general de los fluidos (luz, calor, electricidad y fluido nervioso), consecuencia de una lectura acrítica de las hipótesis de Laplace sobre el tema (Appel, 1987), lo que más hace pensar que la temperatura del desierto le había un tanto perturbado, radicalizando su tendencia el cartesianismo, sin base empírica, en forma ya incontrolada. De esta manera provocaría que Fourier, secretario perpetuo del Institut d’Egipte, y máximo responsable después de la partida de Berthollet y Monge, le llamara la atención. A pesar de que en varias de sus cartas a Cuvier argumentase que la actitud hacia él del referido Fourier era un problema de celos (¿?), el regreso a Francia y, por consiguiente, a un clima de temperaturas templadas, parece que le hizo darse cuenta de la magnitud del desaguisado científico en el que se había implicado. Consecuentemente, pidió a Cuvier que enmendara el entuerto en el seno del Institut (Appel, 1987). 89

Justo es reconocer, en contrapartida, que su última actuación en Egipto tuvo mucho de gloriosa. Habiendo sido una de los últimos franceses en abandonar la cuenca del Nilo, y saltándose las condiciones de capitulación a la torera, defendió con uñas y dientes la conservación de las colecciones zoológicas que había acumulado, hasta el punto de amenazar con su quema antes que entregarlas a los ingleses vencedores (Appel, 1987). Y todo ello a pesar de la insistencia del inepto general en jefe Menou, quien había mal remplazado al asesinado Kléber (Palluel-Guillard, 2005). Cabe pensar que si hubiera sido Geoffroy Saint-Hilaire quien hubiera descubierto la piedra de Rosetta, quizá no estuviese esta actualmente en el British Museum (Laissus, 1998). De hecho esto fue así porque los ingleses confiscaron todas las antigüedades voluminosas. Años más tarde fue necesario desplazarse a Londres para estudiar el material confiscado, e incorporarlo a la Description. En 1803 Cuvier es elegido por sus colegas de classe del Institut secretario perpetuo de la sección de ciencias físicas y naturales. El cargo le otorgará hasta su muerte un gran poder sobre el panorama científico francés, sólo compartido con un viejo amigo suyo, el astrónomo Jean-Baptiste Delambre (1749-1822), secretario perpetuo de la sección de matemáticas (Outram, 1984). A partir de ese momento deberá hacer ora de correa de transmisión, ora de mediador entre la referida institución y el poder. De entrada, y como consecuencia directa de esa nueva responsabilidad, inmediatamente se le hace un encargo. El gobierno le pide un informe que, yendo desde la caída del antiguo régimen al momento de la petición, trate sobre la evolución de las materias que acumulaba la sección de ciencias físicas, químicas y naturales del Institut de France, complementario de los preparados por Bon-Joseph Dacier (1742-1833) y el citado Delambre sobre el desarrollo de la historia y de la literatura antigua, y de las matemáticas, respectivamente. Parece ser que los tres se tomaron la petición parsimoniosamente. Tan sólo presentarían los informes el 6 de febrero de 1808, y no serían publicados hasta 1810, aunque por lo que hace al menos a Cuvier, esta vez él no es culpable del retraso: en el Ministerio del Interior se habían puesto obstáculos a la impresión, argumentando la falta de referencias a Dios (¿?). Curioso, dado que las concepciones fijistas de Cuvier han sido repetidamente atribuidas a sus creencias religiosas, como se analizará más adelante. Pero una vez que el informe ve la luz, tendría tanta audien90

cia que sería objeto de dos ediciones posteriores (París, 1827; Bruselas, 1838). Cuvier llevó a cabo una impresionante revisión, tanto desde el punto de vista del tamaño del volumen (¡364 páginas!), como por la cantidad de temas científicos que trató, demostrando que estaba al día de muchas otras cosas que la anatomía comparada o la paleontología. El propio autor hablaría más tarde del esfuerzo que le había supuesto, tanto físico (lo valoraba al equivalente de un año de trabajo), como intelectual, en aras de la imparcialidad que quiso demostrar. Finalmente consideraba que su informe era uno de los que había cumplido «menos pobremente» su objetivo de los diversos que se habían encargado (Smith, 1993). Globalmente, aparece como obvio que tenía una concepción muy clara de lo que es ciencia y de su unicidad, aunque por supuesto, puede estarse o no de acuerdo con la concepción que defendía. En definitiva, el informe, que lleva por título Rapport historique sur les progrès des sciences naturelles depuis 1789, et sur leur état actuel, es susceptible de lecturas diversas, según sea el interés del lector. La pretensión de Cuvier es desarrollar un análisis que vaya de lo más universal a lo más particular, partiendo de su concepto de ciencia, y del papel que él asume que le correspondería a la ciencia en la sociedad. Véase Gasc (1982) para una visión de conjunto de la obra. La introducción del informe comienza con una declaración de principios, en la línea de lo consignado anteriormente: la Ciencia es única, de tal manera que los diversos especialistas deberían apoyarse entre ellos, buscando en otras parcelas del conocimiento, diferentes a las suyas, una explicación de los fenómenos para los que, en principio, no la encuentran. Porque finalmente el cultivo de las ciencias en forma compartimentada, es la razón última de que se tenga esta visión fragmentaria de la naturaleza y de su conocimiento. Tal como se verá más adelante, esta concepción fue matizada por Georges Cuvier al final de su vida. El método científico es el siguiente tema que desarrolla, con un punto de vista que en él no es nada nuevo, ya que es el mismo que había defendido desde su juventud. Lo que hace falta son hechos, y a fin de llegar a ellos, tan sólo hay una forma correcta de proceder: una observación minuciosa, y la propia experiencia. En el extremo opuesto de lo que él defiende, sitúa a los que denomina «metafísicos» 91

extranjeros, y por si hubiera alguna duda sobre lo que entiende por tales, los define con nombres y adjetivos: los filósofos de la naturaleza alemanes, caracterizados porque se entregan a investigaciones especulativas, ignorando los hechos positivos, lo que los conduce a resultados totalmente alejados de la realidad. Como puede verse, la crítica aspira a ser de lo más demoledora. Esta visión empirista la irá aplicando cuidadosamente cada vez que trate uno de los temas científicos concretos que desarrolla en el Rapport, remarcando lo que considera conocimiento objetivo, y separándolo de lo que, a su parecer, no lo era. Sorprende como su filosofía de la ciencia estaba tan alejada al mismo tiempo de la dominante en el país donde se educó (Alemania), como de la que era moneda de cambio en el que había desarrollado su carrera científica (Francia). En última instancia, estaba tan equidistante de la filosofía clásica del otro lado del Rin (¿qué tiene que ver su concepción del conocimiento con el idealismo kantiano?), como del cartesianismo que había imperado tradicionalmente en la ciencia francesa. Probablemente es uno de los científicos continentales que se aproximaron al empirismo británico, en forma más temprana y radical. En estas circunstancias aflora una vez más su modo de hacer de científico profesionalizado, muy alejado del naturalista diletante, ligado al antiguo régimen, que trabajaba un tanto a trompicones y sin utilizar un método preciso. Con mucha frecuencia se ha difundido la imagen de un Georges Cuvier reaccionario, oportunista, interesado únicamente en conservar su parcela de poder en el mundillo científico, fuera cual fuese el régimen político vigente. Pues bien, merece la pena remarcar que el informe que se está analizando muestra que, a pesar de todas las suspicacias que las ideologías le provocaban, era capaz de prescindir de esos, dígase, prejuicios, para llevar a cabo una valoración objetiva de la obra de un período histórico del que muy posiblemente no debería tener muy buen recuerdo. Si no hubiera sido así, el informe, publicado bajo el gobierno imperial de Napoleón, hubiera sido una ocasión que ni pintada para que Cuvier arreglase cuentas con el proceso revolucionario, especialmente con su etapa más radical, la Convención. Pero ese no es en absoluto el caso. En definitiva, la imparcialidad de que alardeaba, era cierta. No presenta ni de lejos el proceso revolucionario como un mero tiempo de destrucción institucional, lo que sería siempre el argumen92

to constante de la propaganda «blanca», a partir de la restauración borbónica. No ignora, ni mucho menos, el esfuerzo hecho por la República para buscar un nuevo tipo de institución científica, profesionalizada y abierta a la sociedad, esfuerzo realizado muchas veces en situaciones dramáticas, a causa de la agresión exterior. Por si quedase alguna duda, afirma taxativamente que si en los dos últimos siglos la ciencia ha avanzado más que en todos los anteriores, en los últimos treinta años los avances igualan a los de esos doscientos años más prolíficos. Y asume que a esa aceleración, no había sido en absoluto extraño el aislamiento de la Francia revolucionaria, que tanto desde el punto de vista científico como del técnico, así como en otros dominios, tuvo que hacer de la necesidad, virtud. Volviendo al susodicho informe, en él Cuvier no deja de dedicar una fuerte argumentación en defensa de lo que actualmente se llamaría «ciencia básica», acusando a los gobernantes en general de estar tan sólo interesados en la aplicación inmediata del conocimiento científico a las necesidades diarias, demostrando, mediante ejemplos, que los conocimientos científicos puros y duros han revolucionado el mundo en el momento en el que se les ha encontrado aplicación. De hecho, aunque Cuvier como mucho tan sólo lo intuyera, Francia estaba viviendo uno de los momentos más gloriosos de su historia desde el punto de vista científico. Esta etapa se truncaría en 18301840, más o menos en el momento de la desaparición física de Georges Cuvier y de su generación. Ese retroceso, o en el mejor de los casos, pausa, en el desarrollo de la ciencia francesa, ha hecho correr mucha tinta en la búsqueda de una explicación coherente (Outram, 1984). Y se han esgrimido diversas razones para hallarla. Una de esas razones hubiera sido la financiera (Coleman, 1983). En ese contexto, debe aceptarse el hecho que los gobiernos de la Restauración aparecen como mucho más avaros por lo que hacía a subsidiar la ciencia, que los que los habían precedido. Pero también hay opiniones que apuntan en el sentido de que el retroceso no se dio tan sólo en el plano financiero. Habrían influido también cuestiones de orden sociológico, que se plasmarían en el hecho de que la imagen de científico profesionalizado que ofrecía Georges Cuvier no se consolidara en absoluto. Pero, además, otro problema importante de ese orden sería el que la investigación no se habría vinculado de forma estrecha e indisoluble a la enseñanza superior, como fue el caso de Alemania 93

(Nyhart, 1995) y del Reino Unido (Coleman, 1983), sino que se habría limitado a concentrarse en determinados establecimientos de élite. Una buena prueba sería el devenir de las facultades de ciencias, creadas durante el primer imperio, un verdadero logro desde el punto de vista organizativo, que posteriormente habrían sido desvinculadas de la investigación durante largo tiempo. Durante todo el Imperio, Cuvier no cesa de ascender desde el punto de vista de posición social. Es en ese momento, cuando aprovechó la situación para ejercer el patronazgo que él mismo había tenido que buscar a su llegada a París. Se rodea de una verdadera guardia pretoriana de protegidos, en gran parte fundada en los vínculos familiares, como se verá más adelante. En 1803 se le concedería la legión de honor. En 1806 se abrieron al público las galerías que mostraban las colecciones de anatomía comparada que había acumulado. El mismo Cuvier cuenta en su autobiografía que en un primer momento se limitó a practicar un agujero (sic) para comunicar la buhardilla del edificio en el que se alojaba con la del anejo. La exhibición, que reproducía el patrón de sus Leçons, transparentaba de forma muy clara cuales eran los criterios de clasificación que defendía: importancia de las funciones con respecto a la subordinación de los caracteres. Desde el momento de la apertura de las citadas galerías, hasta el de la muerte del fundador, la superficie expositiva de anatomía comparada se iría incrementando de forma inexorable, devorando con frecuencia espacio y recursos ajenos, ante la desesperación e impotencia de los otros professeurs. Geoffroy Saint-Hilaire ha dejado testimonio del hecho en su correspondencia (Outram, 1997). En el momento de la muerte de Georges Cuvier (1832) los ejemplares expuestos de anatomía comparada eran unos doce mil, y ocupaban nada menos que quince salas. En 1808 se le nombra inspector general de estudios y miembro del Consejo de la Universidad Imperial, nominaciones que retendrá hasta la caída de Napoleón. Las tareas que esos cargos llevaban involucradas no estaban circunscritas a Francia, sino que implicaban otros estados constituidos u ocupados por los ejércitos imperiales, con frecuencia regidos por un pariente o amigo del sobrevenido emperador, estados que incluían un gran porcentaje de población de lengua no francesa, y de religión no católica. En ese contexto, Georges Cuvier, por su educación germánica, su dominio del alemán, y su 94

FIGURA 18.

Galería de anatomía comparada.

confesión reformada, era un candidato idóneo para la función que se le adjudicaba. Hay que decir que tampoco en materia lingüística se dormía en los laureles. Debido probablemente a sus responsabilidades, aprendió italiano, y llegaría a ser capaz de leer sin dificultad el inglés, e incluso quizá hablarlo (Rudwick, 1997). 95

Todos los testimonios están de acuerdo en que ejerciendo sus funciones obró con cordura, tacto y tolerancia. Así en el momento en que visita Holanda en 1811, con el encargo preciso de asimilar la educación primaria al modelo francés, y al darse cuenta de lo bien que funcionaba el sistema autóctono, llega a la conclusión que más bien lo que procedería sería trasplantar el modelo holandés a Francia. En otra vertiente del contexto, influyó mucho en la modernización de los estudios de las facultades de teología protestante que quedaron bajo su jurisdicción. Además, aunque nunca lo manifestara de manera explícita, es muy probable que estuviera totalmente en desacuerdo con la idea de la citada universidad imperial, que pretendía uniformizar y centralizar los estudios superiores de todos los estados vasallos. Así escribía refiriéndose al tema después de una visita de inspección a Italia: «Chacun de ses pays […] avait aussi son système particulier d’instruction publique […] il fallait donc pour chaque pays des mesures différents» (citado por Outram, 1984). En este marco, el asunto Fabbroni es un buen ejemplo de su ecuanimidad, en su caso en la defensa de un científico contra la arbitrariedad, a pesar de las conexiones políticas del hecho en sí mismo. Giovanni Fabbroni (1752-1822) era un erudito toscano que había mantenido una larga y estrecha relación con la Francia posterior a la Revolución. A título de ejemplo, cabe decir que en 1799 se hallaba en París, trabajando en la comisión internacional, como representante de Toscana, encargada de elaborar el sistema métrico decimal. Se supone que con su familia o, al menos, con su hijo Leopoldo (1783-1844), ya que se conserva el certificado obtenido por él (ya comentado), de haber seguido el curso de invertebrados dado por Lamarck en el año VII de la República (1799) (Coleman, 1983). Como consecuencia de su estancia, Fabbroni padre estableció un fuerte vínculo con Cuvier. A resultas de los tratados firmados al final de la Guerra de Sucesión de España, en Toscana los soberanos pertenecían a una rama de los Habsburgo. En el momento del estallido de la revolución de 1789, gobernaba (desde 1765) el gran duque Pedro Leopoldo (1747-1792), hermano del emperador reformista austriaco José II, a quien sucedería en el trono de Viena en 1790. Con ocasión de esa última circunstancia, Pedro Leopoldo abandonó sus dominios italianos, no sin haber llevado a término profundos cambios, tales como establecer el predo96

minio del Estado sobre la Iglesia, o abolir el mayorazgo, la tortura y la pena de muerte (1786), convirtiéndose de esta forma Toscana en el primer estado abolicionista del mundo. En resumen, era una de las zonas geográficas de Europa en el que el despotismo ilustrado había dado más y mejores frutos. Giovanni Fabbroni se había educado precisamente en ese ambiente del siglo de las luces. La partida de Pedro Leopoldo y la reacción local a lo que estaba sucediendo en Francia, hicieron que las reformas ilustradas desaparecieran, al igual que pasaba en la mayor parte de Europa. La llegada de los ejércitos revolucionarios detuvo la involución, pero a partir del momento en que Napoleón Bonaparte decidió hacer las paces con Roma, los ilustrados toscanos cayeron en desgracia, comenzando por Giovanni Fabbroni. De hecho era un fenómeno que se estaba dando en todos los estados sometidos al control de Bonaparte, traicionando los sentimientos de esperanza que la llegada de los franceses había despertado. No hace falta hablar de cual era la situación en el resto de Europa. En París la evolución de la situación había generado agresivos debates en la prensa, con muy duras denuncias contra lo que se consideraba una nueva inquisición. Madame de Staël, la hija de Necker, en gran parte debido a su propia condición reformada, era una de las voces de protesta que más firmemente se alzaban contra ese estado de cosas. Se daba la circunstancia que Giovanni Fabbroni había sido nombrado por Pedro Leopoldo director del Museo de Física e Historia Natural de Florencia, fundado por el propio soberano. En 1803 Fabbroni fue objeto de furiosos ataques por parte de la reacción local, con objeto de desplazarlo de dicha dirección. Es en ese momento que Cuvier se revuelve con inusitada furia, en defensa de su colega y amigo, encabezando un pliego de firmas de protesta, al que se suman, entre otros, Fourcroy, Lamarck, Geoffroy Saint-Hilaire, Thouin y Lacépède, consiguiendo movilizar incluso a Laplace, quien tenía conexiones directas con la entonces familia imperial de Francia. Aunque la destitución de Fabbroni no pudo ser evitada, el hecho dejó muy clara cual era la actitud de Georges Cuvier, así como la de otros científicos, ante las arbitrariedades que estaba generando la recién estrenada «luna de miel» de Bonaparte con la iglesia católica. Poco después Giovanni Fabbroni obtuvo un premio de consolación. Fue nombrado miembro correspondiente del Institut. Véase Outram (1984) para una revisión en profundidad de la cuestión. 97

Las circunstancias que acarreaban sus nombramientos oficiales, le permitían a Georges Cuvier viajar con frecuencia fuera de Francia, principalmente a Italia y Alemania, pero también a los Países Bajos, de tal manera que todo eso le daba acceso a colecciones que tan sólo una persona de su formación podía valorar en lo que se merecían. Las relaciones con el holandés Martinus Van Marum, director del Teylers Museum de Haarlem, son especialmente ilustrativas de la cuestión (Touret, 1983). Van Marum era uno de los típicos eruditos locales formados en el cuadro de la Ilustración. Amigo de Pfaff y de Camper (véase más adelante) dirigía un pequeño, aunque rico museo, todavía existente en la actualidad, que llevaba y lleva el nombre del donante que lo hizo posible. Los contactos entre Van Marum y Cuvier empezaron ya de forma conflictiva. En fecha no conocida, pero probablemente en los últimos años del siglo XVIII, ambos se disputaron la compra de un hueso (un fragmento de cráneo) de ballena que se había encontrado en el subterráneo de un almacén de vinos de la parisina rue Dauphine. Después de un intento de solución salomónica (el hueso llegó a ser cortado en dos), Cuvier prefirió que se conservara en su integridad, y Van Marum se lo llevó a Haarlem, no sin que el francés describiera una nueva especie (Balaena lamanoni). Pero parece ser que Cuvier no acabó nunca de digerir la solución. Después de la ocupación de los Países Bajos por los ejércitos revolucionarios, comienzan las requisas, a cargo de Faujas de Saint Font y Thouin, empezando por la colección del Stadthouder Wilhelm Van Nassau, como se comenta en otro lugar de esta obra. Van Marum consigue salvar las piezas de su museo. En 1802 el holandés visita París. Se encuentra con Cuvier y sus colegas (Fourcroy, Geoffroy, Jussieu) y se compromete a enviar dibujos del susodicho hueso de cetáceo, del famoso Homo diluvi testis (una salamandra fósil, que se había interpretado como el ser humano que existía en el momento del diluvio), y de algún que otro fósil, a cambio de una colección de huesos de la cantera de Montmartre. Van Marum cumple con diligencia su compromiso, pero Cuvier tarda… ¡veintidós años! en corresponder, para desesperación del holandés, que ante el silencio a sus cartas se muestra cada vez más vejado e indignado. La única que le escribe Cuvier es con fecha de 6 de setiembre de 1822, y tiene por objeto presentarle a Valenciennes. Es el propio Valenciennes el que, 98

dos años después, hace entrega al Teylers Museum de los fósiles prometidos. Y todo eso a pesar de que Georges Cuvier había visitado los Países Bajos en 1811 (como ya se ha reseñado), donde recorrió el museo de Haarlem, guiado por Van Marum, y evidenció claramente que el famoso hombre del diluvio era una salamandra, además de estudiar otros fósiles allí depositados. Los ejemplos de falta de respuesta a las cartas que se le dirigen son diversos. Recuérdese el caso de Geoffroy Saint-Hilaire durante la expedición a Egipto. Y parecen dar testimonio de un comportamiento casi patológico. La excusa será por supuesto siempre sus grandes ocupaciones, en lo que hay una parte importante de verdad, pero también se deja traslucir un fondo de negligencia y/o desprecio hacia los frustrados corresponsales. En 1809 Georges Cuvier se convierte en vicerrector de la Facultad de Ciencias de París. Un año más tarde es nombrado caballero del Imperio y, poco antes de la caída de Napoleón, entra en el Consejo de Estado como titular de un cargo administrativo. Pasará a ser consejero de Estado de pleno derecho ya durante la Restauración (1816). Tal como se ha visto, la gran victoria en Jena de su héroe le había originado a Hegel graves problemas de subsistencia. En pocas palabras, había quedado en la indigencia. La solución, Baviera, hacía largo tiempo que se la planteaba, y no exclusivamente para un cargo universitario. De hecho, en ese campo hubiera aceptado un empleo en cualquier sitio. Lo intentó, por ejemplo, en Heidelberg, pero el único magro premio de consolación sería su nombramiento como miembro honorario de la Sociedad de Física de dicha ciudad. Ahora, dada la situación, se postulaba para lo que fuese. Realmente, lo que le surgió no era gran cosa. Director de un diario local, Die Bamberger Zeitung (La gaceta de Bamberg), empleo que ejerció desde principios de 1807 al otoño de 1808. A pesar de la modestia de la encomienda, Hegel se tomaría su tarea de forma entusiasta, sobre todo porque las informaciones que publicaba pasaban previamente por medios de prensa franceses, cosa no de extrañar, ya que Baviera estaba dentro de la órbita napoleónica. Se había adherido a la Confederación Germánica, auspiciada por el Imperio francés. Pero a pesar de la sintonía 99

ideológica del director, surgieron problemas con la censura, y Hegel decidió hacer mutis. Un nuevo trabajo, obtenido gracias al citado Niethammer, lo trasladaría a Nuremberg. En dicha ciudad se acababa de crear un centro de enseñanza secundaria protestante, el Gymnasium Melanchton. Era realmente una experiencia insólita en la católica Baviera, impensable unos pocos años antes, un poco en la línea de la reciente admisión como profesor universitario de Schelling (D’Hondt, 2002), ya citada. Allí Hegel ejerció de director, además de dar clases de disciplinas preparatorias para la filosofía. La situación hubiera sido asumible si no fuese porque el reino bávaro estaba en pleno caos administrativo y financiero, de tal manera que conseguir cobrar el sueldo no en su momento, sino tan sólo con un razonable retraso, era una verdadera aventura. A pesar de toda esa penuria en la que se encontraba, Hegel, que estaba en los umbrales de la cuarentena, debía pensar que le hacía falta una familia para convertirse en alguien realmente respetable. Esta faceta de su vida la resolvería una vez más Niethammer. Es él quien le arregló el casamiento (16 de setiembre de 1811) con la señorita Maria von Tucher, quien tenía tan sólo la mitad de años que su futuro marido y que, además, pertenecía a una familia de solera; eso sí, sin un duro para la dote. Obviamente esta circunstancia facilitaba las cosas. Es de sospechar que si la situación financiera de los von Tucher hubiera sido diferente, al filósofo le hubieran dado calabazas. Pero por supuesto, un matrimonio en estas condiciones económicas no hacía más que agravar la penuria. Deprisa y corriendo puso a punto el manuscrito en el que estaba trabajando, a fin de publicarlo y obtener algún dinero. Se trata de la primera parte de La ciencia de la lógica (1812). La segunda aparecería un año después, coincidiendo con un ascenso en el Gymnasium; asume las tareas de inspector, además de las de director.

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EL MÉTODO

Georges Cuvier basaba su método en la idea de la comparación, según un viejo principio que se remontaba a Aristóteles: las diferentes partes de no importa que organismo, están unidas entre sí por causas funcionales. Hacía dos mil años el Estagirita había dejado escrito: «Tenemos que describir primero las funciones comunes; es decir, comunes a todo el reino animal, o a ciertos grandes grupos, o a miembros de una especie» (citado por Coleman, 1983). Había en consecuencia una vieja idea de interpretación fisiológica y comparativa de la anatomía en esa propuesta aristotélica, de lo cual no se deduce que la asunción de la idea deba conducir a un estudio funcional puro y simple, sin ningún otro objetivo, como se ha interpretado con frecuencia, y erróneamente, que hacía Cuvier. En efecto, es ya un lugar común la contraposición entre esta comparación de raíz aristotélica, y el idealismo platónico dominante en la Naturphilosophie alemana. Dicha contraposición se había utilizado tradicionalmente en forma halagadora para la obra de Cuvier, en el sentido de resaltar su mentalidad empirista, ya comentada, que había expresado de forma breve en la frase: «J’ai voulu mettre l’esprit humain à l’expérience». Ahora bien, en los últimos años, como resultado de una reacción antifuncionalista, que se ha desarrollado principalmente en los Estados Unidos, así como a consecuencia de una lectura bastante superficial del problema de la adaptación, se han invertido los términos de dicha contraposición. De manera que lo que se reprocha precisamente en este momento a Cuvier es su rechazo del 101

platonismo. Ciertamente, sobre eso no caben dudas, y es desde su primera juventud. Así en una de las numerosas cartas dirigidas a Pfaff, evocadas repetidamente, de principios de 1792, escribe: «La métaphysique est surtout nuisible quand, d’après la méthode de Platon, elle enveloppe de métaphores poétiques». En el fondo el de Montbéliard no es actualmente más que un convidado de piedra, en una polémica centrada fundamentalmente en la valoración del papel de la selección natural en evolución, de tal manera que se produce una implícita asociación contra natura entre las ideas de Darwin, el transformista por antonomasia, y las de Cuvier, uno de los paladines más radicales del antitransformismo. Véase, por ejemplo, Gould (2002). Para situar la aportación metodológica de Cuvier en su contexto histórico, hay que recordar que cuando él llega a París, la zoología estaba claramente menos avanzada que la botánica. Este no era un fenómeno únicamente francés. La situación era muy semejante en el resto de Europa, y estaba en parte motivada por la dificultad de conservación de las colecciones zoológicas. En efecto, no es hasta principios del siglo XIX que se descubren las propiedades del arsénico como forma de evitar la degradación y destrucción de las pieles, por ejemplo. Hasta entonces el material animal que integraba las colecciones, estaba prácticamente reducido al hueso y a las estructuras zoológicas de tipo mineral. Por contra, en aquella época los herbarios eran ya riquísimos. También cabe añadir que, en el caso de Francia, el retraso de la zoología se había agravado a causa del bloqueo a que el país se vio sometido como consecuencia de la Revolución. En este marco, no es de extrañar que Cuvier fuera recibido con los brazos abiertos. A la postre, había adquirido en Alemania una formación desconocida en los medios naturalistas parisinos, con la particularidad, ya comentada, de que no compartía las ideas filosóficas que inspiraban el trabajo de sus colegas del otro lado del Rin. Como mucho en sus años juveniles manifiesta una cierta tendencia a pensar en términos de una «economía general de la naturaleza», un punto de vista muy germánico (Daudin, 1983). Por contra, cuando Georges Cuvier entra en contacto con la historia natural francesa, se encuentra con una tradición botánica muy rica, que se remontaba a Joseph Pitton de Tournefort (1656-1708), y que prácticamente a lo largo de un siglo había girado en torno a la familia Jussieu. Como ya se ha comentado, uno de los integrantes de 102

la mencionada estirpe, Antoine-Laurent de Jussieu, era el creador de un sistema para la clasificación de los vegetales, que para Cuvier superaba ampliamente el de Linné. Vale la pena indicar que, a través de sus comentarios, incluidos en su correspondencia, especialmente la de sus años jóvenes, se transparenta que Cuvier nunca había valorado en demasía el sistema de aquel. Por ejemplo, en otra de sus misivas a Pfaff enviada al poco de llegar a Normandía (noviembre de 1788), califica literalmente de «estúpida» la división en tres reinos propuesta por el naturalista sueco. A la postre, manifiesta siempre bien claramente que, en general, los sistemas son simplemente medios, en absoluto un fin en sí mismos.

Figura 19.  Edme Quenedey (1789). Antoine-Laurent de Jussieu (fisionomía). Annales des sciences naturelles (1835), vol. 7, p. 5. 103

Prodigaba más o menos la misma desconfianza hacia las ideas de Buffon, el otro gran naturalista del siglo XVIII, con planteamientos muy contrapuestas a los de Linné. Para Cuvier lo mejor de aquel era el estilo (sic), y le reprochaba el exceso de hipótesis. Puestos a desmitificar, seguía con Bernardin de Sain-Pierre, de quien afirmaba que la obra Études de la nature respondía a sus ideas (las de Cuvier), pero que su autor era de escasos conocimientos. De los trabajos de Daubenton sobre anatomía comparada, opina algo semejante. Pero, tal y como se ha mencionado, utiliza el protocolo que este zoólogo había desarrollado en la historia natural de Buffon para las aves. Por el contrario, elogiaba a Aristóteles, en concreto los libros Historia animalium y De partibus animalium. En ese contexto debe añadirse que, con toda probabilidad, debe considerarse a Georges Cuvier como el primer zoólogo, a escala continental europea, que se plantea seriamente el problema de encontrar una base científica para la clasificación. Sus ideas, en consecuencia, no podían más que diferir de las de los sistemas existentes, a su juicio fruto del trabajo de naturalistas diletantes, y no de verdaderos científicos. En otra carta a Pfaff, remitida en 1790 le señala: «La science doit se fonder sur des faits en dépit des systèmes». En última instancia, su ambición en el campo científico era muy clara. Pretendía hacer de la historia natural, en particular en su vertiente zoológica, una ciencia con plena capacidad predictiva, como ya lo eran las matemáticas, por poner un ejemplo acorde (Casinos y Gasc, 2002). Se daba cuenta que un sistema de clasificación no podía ser cerrado, ya que continuamente se descubrían nuevas formas. Hacía falta por tanto, no ya que el sistema fuera capaz de integrar esas nuevas formas, sino que, partiendo de las particularidades de los recién llegados, se les pudiese asociar en forma inmediata y rigurosa con los taxones conocidos, y previamente presentes en la clasificación, que les eran afines. Los fósiles iban a poner a prueba sus concepciones. Durante siglos se habían hecho interpretaciones de los restos paleontológicos que actualmente aparecen como totalmente absurdas e inverosímiles. La razón última de dichas interpretaciones era que, para la explicación creacionista, que no admite otra fuente de conocimiento que el Génesis, todas las especies vegetales y animales debían su existencia a la acción directa de Dios; y eso tanto desde el punto de vista del origen primigenio, como del de la supervivencia en 104

el momento del Diluvio universal. En consecuencia, admitir un origen orgánico de los fósiles equivalía a aceptar que una parte de la creación se había frustrado. ¿Cómo iba a tolerar eso la divina providencia, que había hecho gracia no tan sólo del origen, sino también de la preservación? Por supuesto que había habido figuras que habían aceptado desde siempre la posibilidad de la petrificación de los seres vivos, siendo Leonardo da Vinci un ejemplo. En última instancia, en un esfuerzo de compatibilidad, dado que a partir de un determinado momento se hizo incuestionable admitir que los fósiles eran restos vegetales o animales, se había generado una explicación chapucera. Se admitía que a lo largo de los siglos se hubieran ido produciendo extinciones locales, de forma que si determinado fósil no se correspondía a ninguna especie viviente, se trataba simplemente de una cuestión de ámbito geográfico. En algún punto ignoto del planeta, la especie vegetal o animal era susceptible de ser hallada vivita y coleando. Pero ya a principios del siglo XVIII, el británico Robert Hooke fue de los primeros en defender la posibilidad de la extinción total de las especies por razones ambientales que, de forma complementaria, podrían ser la causa de la aparición de otras nuevas. Años más tarde, Buffon se decantaría también por la posibilidad de la extinción total, que él atribuiría al enfriamiento del planeta. Aunque la defensa de la posibilidad de extinciones totales era el punto de vista más progresista y más científico, los argumentos seguían siendo débiles. En esa tesitura, a Georges Cuvier se le ocurrió que la mejor manera de dilucidar la cuestión, era conseguir saber si los fósiles pertenecían a especies actuales o no. Como prueba de hipótesis nula, la idea era impecable. Dedicó una serie de estudios a especies que podían considerarse como paradigmáticas, y que le condujeron a admitir que, efectivamente, habían existido taxones que en la actualidad no estaban presentes (Buffetaut, 2002). En ese marco, el primer trabajo lo dedicó a restos fósiles de procedencia norteamericana y siberiana, que presentaban una afinidad anatómica incontestable con los elefantes actuales. Muchas de las discusiones que habían tenido lugar precedentemente se habían viciado a causa de la falta de material de comparación. Pero como consecuencia de las confiscaciones llevadas a cabo por los ejércitos revolucionarios, Cuvier se halló con un muy valioso material en sus 105

manos: sendos cráneos de elefante asiático y africano, pertenecientes a dos ejemplares que, propiedad del príncipe de Orange, habían sido traslados vivos desde Holanda a París y que habían muerto poco después de llegar a su destino. El estudio del material le llevó a afirmar que las formas fósiles americanas y asiáticas no tenían nada que ver con los elefantes vivientes. Este resultado, como otros que obtendría posteriormente, le debieron convencer de la realidad de las extinciones, cosa que a su vez sería un argumento a favor del fijismo de las especies (Outram, 1986). Su sistema de análisis anatómico estaba basado en la asunción de considerar el animal como un todo, de forma que, gracias a las conexiones existentes, con tan sólo conocer una parte del esqueleto, que era lo que las más de las veces se encontraba de un fósil, se podía reconstituir la totalidad. Es el principio que Cuvier denominó «de la

FIGURA 20. Comparación entre los cráneos de «mamut de Rusia» (FIGURA 1), de elefante asiático (FIGURA 2) y de elefante africano (FIGURA 3). El dibujo del cráneo de mamut lo tomó Cuvier de un trabajo anterior de Johann Philip Breynius. Cuvier, Georges (1812), Recherches sur les ossements fossiles, vol. 1, Deterville, Paris. 106

correlación de las partes», que formulaba de la siguiente manera: «Cualquier ser organizado forma un conjunto, un sistema único y cerrado, en el que las partes se corresponden de forma mutua y contribuyen a la misma acción definitiva mediante una acción recíproca. Ninguna de las partes puede cambiar sin que lo hagan también las otras y, consecuentemente, cada una de ellas, tomada en forma separada, indica y da todas las otras». En realidad, tal como afirma Coleman (1964), poco importa que el citado principio se cumpla siempre o no. Probablemente hay casos en los qué no es así. La valoración llevaría a una especie de confrontación de base inductiva. Lo importante es que Georges Cuvier le dio categoría de ley; una categorización pionera en su campo. Además, es precisamente lo que él buscaba para dignificar la historia natural, leyes (Anthony, 1932). De forma sorprendentemente paralela, algo más de siglo y medio más tarde, Ernst Haeckel (1834-1919) enunciaría lo que llamó «ley biogenética fundamental», con la que intentaba también dar sólidos cimientos a una disciplina biológica que él había creado, y que había aceptado como especulativa, la filogenia (Rupp-Eisenreich, 1996). Cabe añadir que con este principio o ley de la correlación de las partes Cuvier fue mucho más allá de su mera formulación, de forma que en diversas ocasiones provocó el asombro del mundo científico al ubicar de forma correcta un material fósil, que hasta el momento se había considerado como enigmático. En ese contexto, uno de los casos más aireados fue, sin lugar a dudas, el del megaterio. En 1788 se había encontrado en Luján, una población situada no lejos de Buenos Aires, los restos fosilizados de un gran «cuadrúpedo», por utilizar la terminología del momento histórico, término equivalente a la idea actual de vertebrado terrestre o tetrápodo. El descubrimiento tuvo tal impacto en la colonia rioplatense, que el virrey decidió enviar el material hallado a Madrid, con destino a las colecciones del Real Gabinete de Historia Natural. La llegada del ejemplar, prácticamente completo, despertó por supuesto la curiosidad de los medios naturalistas españoles, pero también la de otros países. Así Thomas Jefferson, primer embajador de los Estados Unidos en Madrid, y naturalista bastante experto, intentó adquirirlo. De acuerdo con el espíritu de la época en relación con las extinciones, que negaba su posibilidad, como ya ha sido anteriormente comentado, el rey Carlos III dio orden de que se cazara un ejemplar, y de que fuera trasladado a Madrid debidamente «empajado». 107

El conservador de las colecciones de historia natural de la corte, Juan Bautista Bru, montó el esqueleto y realizó unos dibujos, que posteriormente fueron reproducidos mediante grabado. De esa manera llegaron a manos de Cuvier quien, sin haber visto de forma directa el fósil, a partir del material osteológico de comparación de que disponía, no dudó en afirmar que se trataba de una forma afín a los perezosos sudamericanos vivientes, dándole el nombre de Megatherium americanum (Casinos, 1996). En otras ocasiones, procedía de forma inversa, demostrando que determinadas formas fósiles no se podían incluir en ninguno de los grupos constituidos por formas presentes, aunque se identificaran afinidades. Esto fue lo que ocurrió con el primer pterodáctilo, descubierto en las mismas calizas jurásicas de Baviera de las que años después se extraerían los ejemplares de Archaeopteryx. Cuvier, contra la opinión de muchos (parece ser que tan sólo Oken apoyó su tesis; veáse para una revisión de la cuestión Wellnhofer [1982]), consideró que se trataba de un reptil volador. Un caso parecido es el de, por él nombrado, Mosasaurus (literalmente, «lagarto del Mosa»), fósil descubierto en Maastricht, que no tan sólo vinculó a los varanos actuales, sino que, analizando las rocas en las que el animal había fosilizado, lo identificaría de forma muy correcta como un animal marino. Pero sin duda el descubrimiento, y posterior correcta identificación del primer marsupial europeo, fue el caso más espectacular. En efecto, en 1804 se habían encontrado en Montmartre los restos parciales de un pequeño mamífero. En ese momento, Cuvier asegura que se trata de un marsupial, aseveración que provocó no pocos comentarios irónicos, dado que en Europa no se conocían marsupiales, ni vivientes ni fósiles. Aun así, fue taxativo: si se proseguía la excavación, se recuperaría el resto del esqueleto, que incluiría los huesos marsupiales, testimonio indiscutible de la posición taxonómica del fósil. Como si se hubiera tratado de un acto de brujería, se cumplieron sus pronósticos (Buffetaut, 2002). Lo que se acaba de comentar alude al núcleo de las razones del rechazo de Cuvier de las ideas transformistas. Como se insiste varias veces en la presente obra, con una total ligereza se ha hablado frecuentemente de que las raíces de su actitud fijista estaban en sus orígenes protestantes. En algún caso puede pensarse que dicha afirmación se hace extrapolando el hecho que acontece en la actualidad, 108

desde hace ya unos cuantos años. Sucede que normalmente la reacción antievolucionista, centrada en un creacionismo específico, es mucho más fuerte entre las confesiones protestantes que en la católica, o al menos así lo ha sido durante gran parte del siglo XX. Otra cuestión muy diferente es la idea del «diseño inteligente» o, si se quiere, la creación no específica, en el que reducida la intervención divina a una causa primera, permite a muchos creyentes compatibilizar la base científica y su fe. Es algo ya apuntado por el mismo Darwin tanto en el prólogo como en el capítulo final de El Origen de las especies. Ahora bien, dicha explicación, por lo que hace a Georges Cuvier, no es tan sólo insuficiente, sino también falsa. No hay pruebas de que fuera realmente un hombre piadoso, como se revisará oportunamente, independientemente del hecho de que ejerciera responsabilidades administrativas en relación con los protestantes franceses, pero también con otras religiones no católicas. Hay indicios que más bien apuntan a un Cuvier haciéndose un tanto el sueco en el aspecto religioso, con un talante, si se quiere, oportunista, de manera semejante a como lo hacía en otros aspectos de la vida. Se volverá sobre el tema más adelante. En ese contexto, habría que considerarlo más como un antitransformista que como un creacionista, de tal manera que su posición se correspondería mucho más a una opción de carácter científico, que no tendría nada que ver con la sinceridad o no de sus creencias religiosas. De hecho, en su momento, el único reproche que se conoce que se le hiciera a propósito de haber cedido a las presiones clericales, se debe a Geoffroy Saint-Hilaire. El hecho aconteció en la Académie des Sciences, en 1837, es decir ya muerto Cuvier, en el transcurso de una sesión monográfica sobre paleontología. Ahora bien, la acusación de Geoffroy estaba curiosamente basada en el supuesto de que las referencias bíblicas utilizadas por Cuvier no tenían otro objeto que amortiguar un posible efecto de rechazo en las iglesias de su afirmación sobre que las especies fósiles y las vivientes eran diferentes. Frédéric Cuvier acusó a Geoffroy Saint-Hilaire de ofender la memoria de su hermano, y la cosa no fue a más (Appel, 1987). La anécdota deja claro que Geoffroy no le reprochaba al difunto un supuesto fundamentalismo, sino su hipocresía. Según esa interpretación, la evocación del Diluvio o de cualquier otro relato bíblico por parte de Cuvier, no era otra cosa que una manera de dar coba, o 109

de hacerse perdonar su defensa de las extinciones que, no se olvide, en el plano religioso era una hipótesis completamente heterodoxa para la época. El método de Georges Cuvier partía de una explicación fundamentalmente funcional de la estructura y negaba la posibilidad de cualquier transformación, ya que si esto ocurriera, crearía graves problemas para las condiciones de existencia de los seres vivos, pudiendo provocar incluso la muerte. Su visión fisiológica de la vida, tal como ha resaltado Outram (1986), es vital para entender su idea de las referidas condiciones de existencia. Cuvier asume la idea planteada por Bichat (1800) (citado por Outram, 1986) de que en el fondo la vida es un combate. La vida se caracterizaría como «[…] l’ensemble des fonctions qui résistent à la mort». Sería casi milagrosa la propia realidad de la vida, que desafiaría las leyes de la física y la química, que existiría a pesar de ellas. Con esas premisas, la condición esencial de la existencia pasaría necesariamente por la interrelación entre órganos y funciones. Desde un punto de vista que clásicamente se ha interpretado como fuertemente funcionalista, consideraba que las estructuras estaban hechas para desarrollar labores concretas, pero carecían de capacidad adaptativa. En el fondo de la argumentación estaba subyacente la misma cuestión que lo enfrentaría a Lamarck: la desconfianza de Cuvier no sólo en el papel, sino también en la importancia del medio ambiente como generador de cambio, ya que el cambio no era posible, postura que probablemente lo había llevado cada vez más a una actitud calificada por él mismo como de naturaliste sédentaire, en contraposición al concepto de naturaliste voyageur. Si bien es cierto que la carrera de naturalista de Cuvier comienza en las playas normandas, en una clásica labor de recolección, muy pronto se le debió plantear la dicotomía, posiblemente en coincidencia con su rechazo a participar en la expedición a Egipto. Cuando se le abre la alternativa, y como ya se ha reseñado, su opción es clara: considera que no podía hacer sobre el terreno lo que veía posible realizar estudiando las colecciones. Contrariamente a lo que imaginaba su colega y rival Geoffroy Saint-Hilaire, no se veía, como quien dice, en la procesión y repicando. Pero es que, además, ¿no había él probado sobradamente que determinadas características anatómicas estaban indisolublemente ligadas al medio ambiente? No existe nin110

guna razón para pensar que no fuese sincero y que la opción fuera a la inversa. La visión que trasparentan sus escritos es demasiado concluyente. El animal es un todo y la adaptación no es posible, ya que tendría que darse por partes, lo que necesariamente conduciría a un reajuste general, generando la crisis. Probablemente, en sus años mozos pudo ser más tolerante sobre la valoración de la influencia del medio, dado que en su Tableau élementaire d’histoire naturelles des animaux (1798) presenta observaciones sobre las modificaciones morfológicas en función de los factores ambientales. Pero es precisamente en el marco de la radicalización posterior en el que surge su conflicto con Lamarck. Jean-Baptiste de Monet, chevalier de Lamarck (1744-1829), era de una generación anterior a la de Cuvier (había nacido veinticinco

FIGURA 21. Bailly. El caballero de Lamarck. Archives du Muséum. 111

años antes). Después de sendos intentos frustrados de carrera religiosa y militar (en el segundo caso, la razón fue una grave accidente, causado por un camarada, que podía haberle sido fatal), se decidió por las ciencias naturales, saturado de lecturas rousseaunianas. Se movió por París a partir de la década de 1770, de forma que en 1779 había ya ingresado en la Académie Royale des Sciences prerrevolucionaria, de la mano de Buffon. En aquellos momentos, aquella academia, que había conocido momentos más gloriosos, se parecía más que todo a una agrupación de canónigos (en el sentido de los privilegios corporativos). Con un quehacer que aparecía predominantemente como de aficionados, salvo excepciones notabilísimas, no se podía considerar en su conjunto como una verdadera institución de cultivadores de la ciencia. Ahora bien, el ingreso de Lamarck fue a causa de una contribución notable a la historia natural, su Flore françoise (1778). Aunque su primer interés había sido la meteorología, bajo la influencia de Antoine-Laurent de Jussieu se decantó rápidamente hacia la botánica. De hecho, lo que hizo en su flora fue aplicar las ideas de ese Jussieu sobre la manera de separar los caracteres, a fin de ordenar las plantas de Francia. Poco antes de morir, Buffon, a quien la citada obra le había entusiasmado, consiguió para Lamarck una plaza de asistente de botánica en el centro que dirigía, el Jardin du Roi. El contrasentido sobrevino cuando se reorganizó la institución bajo el patronazgo de Lakanal y la decisión de la Convención: Lamarck pasaría a ocupar una de las doce cátedras originarias, pero no se le asignaría una de las dedicadas a la botánica, sino de zoología, con el apelativo de «animales inferiores», rededominada más tarde como animaux sans vertèbres, término creado por el propio Lamarck. El artículo del ya diversas veces citado decreto de la Convención, que transformaba el Jardin en una institución de enseñanza, fue entusiásticamente acogido por Lamarck, quien se tomaba muy seriamente la obligación de ejercer el magisterio cara al gran público. Cada comienzo de curso pronunciaba un discours d’ouverture, que siempre estaba a rebosar de sugerencias. Fue en el de 1794 en el que contrapuso por vez primera los conceptos de vertebrado e invertebrado. Por su parte, en el de 1800, aparecen ya sus ideas de, dígase, naturaleza «transformista» (Casinos, 1986). A partir de la reacción termidoriana, y después bajo el Consulado y el Imperio, la situación de Lamarck no sería cómoda en absoluto. 112

Debe decirse que ideológicamente fue siempre un revolucionario sincero, si bien se le podría reprochar una cierta dosis de sectarismo, pero no se le pudo acusar nunca de oportunismo. Muy probablemente, cuando más se manifestó ese pronto sectario fue a propósito de la condena y ejecución de Lavoisier, aunque Lamarck no llevara nunca a cabo un ataque directo hacia el ilustre químico en particular. Simplemente, lo que sí había hecho había sido participar en las campañas de denuncia generalizada contra los científicos considerados contrarrevolucionarios. En otro plano, tampoco le debía ayudar la fama que se había generado de intentar ser aprendiz de todo y, a la postre, oficial de nada. A propósito de esto, habría que decir que la diferencia generacional entre él y Cuvier no era sólo cronológica. Lamarck era un hombre del siglo XVIII, un científico diletante, de forma que sus obras corresponden a esa época y a ese espíritu. Partidario de la generación de grandes teorías unificadoras, en 1794 publicó una obra con el pomposo título de Recherches sur les causes des principaux faits physiques, que incluye una entusiasta dedicatoria al pueblo francés «[...] magnánimo y victorioso [...] que has recuperado los derechos sagrados e imprescriptibles que has recibido de la naturaleza [...]». Cabe remarcar que sus hipótesis físico-químicas eran completamente especulativas, y que incluso quedaban ya muy superadas para la época. En el mismo espíritu, publicó en 1801-1802 (año X de la República) Hydrogéologie, primera parte de una proyectada física de la tierra en tres volúmenes. Los dos siguientes, que nunca saldrían de la imprenta, debían de llevar el nombre de Metéorologie y Biologie, neologismo este último que fue posiblemente el primero que lo utilizó en Francia (Barsanti, 1994), aunque en absoluto lo acuñara, como se ha afirmado muchas veces. El uso del término ya era, por aquel entonces, bastante común en Alemania. Su manuscrito Biologie, ou Considérations sur la nature, les facultés, les développemens et l’origine des corps vivants, que databa de 1800, tan sólo fue publicado en 1944. Su definición de biología (la théorie des corps vivans), no deja lugar a dudas sobre lo que pretendía incluir bajo ese término. La siguiente anécdota es bastante representativa de la fama que se le había generado. Cuando durante una reunión del Institut intenta hacerle entrega a Napoleón de un ejemplar de la Philosophie zoologique, el ya emperador le echa los perros, aludiendo a la poca calidad de su obra meteorológica (entre 1799 y 1819 publicó en once volúmenes sus Annuaires météorologiques). Debía pensar que 113

la Philosophie era otra excentricidad del chevalier de Lamarck (Casinos, 1986). Por todo lo que se acaba de explicar, podría suponerse que Lamarck tenía muchas probabilidades de caerle mal a Cuvier y, efectivamente, fue así, aunque en una etapa relativamente tardía. En los años que van desde su llegada a París, procedente de Normandía, hasta el cambio de siglo, las relaciones entre los dos naturalistas fueron más que correctas. De entrada, les unía su común interés en aclarar la complejidad de lo que Linné había agrupado bajo la apelación genérica de «gusanos», un verdadero cajón de sastre, a la postre. Por parte de Lamarck, la actitud era completamente dialogante. Así, en su Discours d’ouverture de 1796, manifiesta públicamente su aceptación del sistema de cuatro embranchements que Cuvier acababa de proponer. Con posterioridad le reconocería a su joven colega el mérito de haber llevado a cabo la reforma de la clasificación de los invertebrados. De forma paralela, Cuvier reconocía la importancia de las ideas de Lamarck. Sin embargo, ya en 1801, cuando el primero lleva a cabo la revisión crítica de la obra Système des animaux sans vertèbres, quiere dejar bien claro que considera que la aportación de Lamarck se ha limitado a profundizar en los aspectos de la clasificación de los invertebrados que él no había desarrollado. La aparición de la Philosophie zoologique (1809) supuso la ruptura definitiva entre ambos. La Philosophie zoologique es una obra compleja y de lectura no fácil, entre otras cosas porque está redactada en un estilo muy del siglo XVIII, que en el momento de su publicación estaba ya muy alejado de la prosa realmente científica que comenzaba a desarrollarse, y de la que Cuvier fue precisamente un adelantado. Pero esos problemas estilísticos no justifican por sí solos la lectura simplista que en numerosas ocasiones se hace del libro. Las ideas que Lamarck expone van mucho más allá de la interpretación a propósito de la herencia de los caracteres adquiridos, desarrollada por los neo-lamarckistas de finales del siglo XIX, interpretación a través de la cual ha sido fundamentalmente conocido. De entrada, para entender sus ideas, hay que rescatar su concepto de especie, que es, a la vez, gradualista y nominalista. Para él la única realidad biológica es el individuo. Las especies serían entidades cambiantes y, en consecuencia, la distinción que se hacía entre ellas, mediante un concepto fijo, sería una mera cons114

trucción del intelecto. Como corolario, la nomenclatura no podía tener otra pretensión que la de ser un instrumento de trabajo. A grandes rasgos, es la misma concepción que tenía Buffon y que, años después, haría suya Darwin. Sería precisamente esta naturaleza cambiante la razón final de la existencia de una tendencia progresiva, que habría permitido a los seres vivos elevarse gradualmente en su nivel de organización, a lo largo de los tiempos, incrementado su complejidad. Es tan sólo en ese contexto que debe entenderse la posibilidad de la herencia de caracteres adquiridos. Pero esta adquisición sería tan sólo pasiva, por simple acción ambiental, en los vegetales. En los animales, el mecanismo de uso-herencia implicaría un acto de volición. No se trata de que el medio ambiente altere una estructura y que la consabida alteración se herede. Lo que ocurre es que el animal tendría la capacidad de promover cambios estructurales en función de los cambios ambientales. En pocas palabras, a diferencia de la concepción darwiniana, en la que la variabilidad se produce al azar, en la concepción de Lamarck la variabilidad es dirigida o, mejor, canalizada. Ya se ha mencionado la cuestión en la introducción a esta obra. Véase una revisión en Coleman (1964). La tan evocada acción directa del medio ambiente sobre las estructuras animales, es en realidad una idea de Geoffroy Saint-Hilaire que Lamarck siempre rechazó. Entre 1815 y 1822 Lamarck publicó los siete volúmenes de la que, con toda probabilidad, se puede considerar su obra capital, Histoire naturelle des animaux sans vertèbres, que a partir de 1818 hubo de dictar a su hija, ya que había quedado completamente ciego. En esta contribución monumental al conocimiento de los invertebrados, desarrolló las ideas previamente expuestas en la Philosophie zoologique. Así, en la introducción a aquella obra, presenta la distinción entre el arte de la zoología y la filosofía biológica, en la medida en que mientras la primera se ocuparía de la clasificación animal, la segunda lo haría del orden de la naturaleza viva (citado por Gillispie, 1997). La defensa que Lamarck hizo en ambas obras de la posibilidad de un «transformismo» (el vocablo clásico para denominar tal tipo de ideas) entre especies podría tener mucho que ver con su actitud deísta. En estos momentos en los que las ideas creacionistas, cual hidra, vuelven a la carga en forma del llamado «diseño inteligente», para conseguir su homologación en la docencia, tiende a meterse en el 115

mismo saco a ambos puntos de vista. Eso no deja de ser una simplificación, y si la diferencia pudiera interpretarse en la actualidad como tan sólo de matiz, no era así hace doscientos años. La posibilidad de proponer el transformismo pasaba necesariamente por considerar que la existencia de un Ser Supremo, causa prima, no era impedimento para que, en un momento determinado, una vez llevado a cabo el acto creativo desencadenante, Él hubiera dejado en manos de las fuerzas naturales la dinámica subsiguiente. La idea era notablemente avanzada respecto a las de los creacionistas puros y duros, que implicaban un acto divino en el origen de cada una de las especies existentes que, por consiguiente, eran inalterables. Podría especularse sobre si, en su fuero interno, Lamarck no se hubiera planteado una visión más radical, negadora total de cualquier acto creativo (Jordanova, 1984). No hay constancia de ello y, como se ha señalado, todo apunta en él a una creencia deísta, muy en la línea del culto al Être Supréme introducido por la Convención. Cabría quizás añadir que el mismo Cuvier, a pesar de su actitud decididamente antitransformista, por utilizar la terminología ya consagrada, no parece que concibiera una intervención continua de Dios en el desarrollo del universo y de la vida. Más bien parece que para él, establecidas las leyes fundamentales que rigen la creación, el hacedor se hubiera mantenido al margen de la dinámica establecida por aquellas (Coleman, 1964). Las ideas transformistas de Lamarck no le podían ser gratas a Cuvier en absoluto, fundamentalmente a causa de la interpretación que este daba del registro fósil, basada en la existencia de una serie de extinciones causadas por unas correspondientes catástrofes naturales. Esa era su explicación al hecho de que, en el registro paleontológico, aparecieran formas actualmente no existentes. Para defender su hipótesis del cambio faunístico mediante extinciones, Cuvier utilizaba dos argumentos (Coleman, 1964). En primer lugar, el hecho que no existieran formas intermedias entre las actuales y las fósiles. El otro argumento se basaba en el material procedente de la aventura que Cuvier no había querido protagonizar, la expedición a Egipto. Toda la información que podía extraerse del material momificado, demostraba que no se habían producido cambios notables, ya que los animales eran idénticos a los actuales. Ese segundo argumento, basado en una apreciación errónea de la escala temporal, y de la tasa de cambio morfológico que se hubiera podido producir en unos pocos miles de años, es completamente insostenible en la actualidad. Por 116

contra, el primero, que alrededor de medio siglo después sería uno de los principales que se utilizarían en contra de Darwin y su hipótesis evolutiva, está fundamentado en un hecho real de compleja interpretación, incluso en el momento presente (Casinos, 1993). En ese sentido escribe en su Discours: «[…] si les espèces ont changé par degrés, on devrait trouver des traces de ces modifications graduelles; qu’entre le palaeothérium et les espèces d’aujourd’hui l’on devrait découvrir quelques formes intermédiares, et que jusqu’à présent cela n’est point arrivé». Curiosamente, en esa obra paleontológica fundamental, el Discours (véase más adelante), Cuvier incide en otra cuestión cronológica, la de la antigüedad de determinados monumentos egipcios. Y en este caso, tal y como demuestra Brach (1982), su apreciación es correcta, a diferencia de la que habían llevado a cabo algunos arqueólogos de profesión, tomando como base los datos astronómicos presentes en dichos monumentos. El corolario que Georges Cuvier extraía de sus argumentos era que, una vez producida la correspondiente extinción a causa de una catástrofe, la fauna se estabilizaba. Si bien es cierto que había cometido el «pecadillo» de juventud, fruto de su colaboración con SaintHilaire, de llegar a admitir la posibilidad de la transformación de las especies, como ya se ha indicado. Quizás también en esta época puso más énfasis en las relaciones entre el animal y el medio de la que pondría más tarde. Por supuesto, sin el menor asomo de una visión adaptacionista. Así en su Tableau élémentaire de l’histoire naturelle des animaux (1798) escribía: «Los animales pierden su pelo en los países cálidos; lo aumentan en los fríos» (citado por Coleman, 1964). En años anteriores, en una de sus misivas a Pfaff, misiva beligerantemente antirracista, daba una explicación ambiental del cambio de color, no sólo en el ser humano, sino en diversos animales. Al fin y al cabo era evidente que la variación siempre se producía a nivel de las estructuras o sistemas que proveían a la clasificación de caracteres de orden secundario. La constancia del sistema nervioso, en relación a los cuatro embranchements, era mucho más importante que la variabilidad que se pudiera presentar a nivel de piel o faneras, debida al color u otro carácter. A la postre, desdeñaba bastante los caracteres externos. Los ejemplos de que el comportamiento, la domesticación o el clima podían producir variaciones individuales o poblacionales 117

eran de dominio público, y no pretendía ni por asomo negarlos (Coleman, 1964). Aceptaba la variación, negando a su vez la transmutación. En ese contexto, Dehaut (1945) transcribe la siguiente cita de Georges Cuvier, a propósito de las aves fósiles halladas en la cuenca de París: «Ce qui a changé a changé subitement, et n’a laissé que ses debris pour traces de son ancien état». Abundando en lo dicho, insistir que ya en su madurez se manifestó mucho más desconfiado hacia cualquier opción que implicara cambio, pero todo ello de una forma un tanto contradictoria. Probablemente, sus opiniones más radicales en ese sentido tenían mucho que ver con su deseo de defender contra viento y marea el fijismo, es decir, la incapacidad de que unas especies dieran origen a otras. Y en esos casos, una vez más hacía uso de su interpretación empírica radical: contraponía la realidad de las extinciones a la idea especulativa del transformismo. En relación con todo lo que se acaba de decir, se hace necesario revisar las ideas de Georges Cuvier a propósito de la especie y, por ende, de las categorías taxonómicas en general. La primera opinión que se le conoce está expresada en una de las misivas a Pfaff, muy temprana, con fecha 25 de junio de 1790. Comienza afirmando que a la mayor parte de los naturalistas les falta una idea clara de lo que es la especie. Mientras cualquier otro nivel taxonómico (clase, orden, género) es abstracción, no opina lo mismo de la categoría especie, dada la cohesión (analogía como dice él) existente entre los miembros de una unidad de esa categoría. En realidad, no pretende postular nada nuevo, ya que está convencido de que todos los naturalistas son de su opinión a propósito de los niveles taxonómicos no específicos, y a pesar del anatema de Linné, que reproduce un tanto irónicamente: «Botani fallaces, ephebi, hirquitallientes, genera arbitraria, esse asseverant». Convencido de que una especie está formada por todos los descendientes de una primera pareja creada por Dios, o que son potencialmente descendientes de ella, reconoce la dificultad de reconstruir la genealogía. Ante esa dificultad, afirma que la capacidad de acoplamiento es el único carácter cierto e infalible para reconocer una especie. Establece por lo tanto una definición muy en la línea de la que más de 150 años después populizaría Mayr con el calificativo de «especie biológica». Véase Wiley (1981) para una revisión del tema. 118

El esquema se modificaría sustancialmente años más tarde, una vez que Cuvier hubiera establecido sus cuatro embranchements. A partir de ese momento, esa otra categoría taxonómica pasa a ser también objetiva, por una razón simple y práctica: si no lo fuera, todo el sistema se resquebrajaría y no habría lugar a la separación estricta de los tipos. Se caería en el error de los errores, la scala naturae. Ahora bien, mientras que el número de especies es ilimitado, el de los tipos es muy restrictivo; los cuatro ya repetidamente mencionados. Hay dos aspectos del pensamiento de Cuvier que lo hacen aproximarse en grado sumo a determinadas corrientes modernas, en el contexto del paradigma evolutivo. Por un lado un planteamiento gradualista. Coleman (1964) resalta que una obra muy temprana dedicada a los crustáceos (Mémoire sur les Cloportes terrestres, 1792) la acaba con una fase equivalente a la muy conocida Natura non facit saltus. Este punto de vista queda asociado, en su concepción, a la citada idea de tipo, que es la antítesis de la de «serie», tan cara a muchos de sus contemporáneos, tanto en Francia como del otro lado del Rin (Naturphilosophen). La serie, tal como era concebida, implicaba una imagen progresiva, desde el punto de vista de organización estructural, desde las formas más inferiores a las que culminaban la escala, los mamíferos y el hombre. Por el contrario, Georges Cuvier establece los cuatro embranchements como equivalentes. Se trata de cuatro tipos de organización diferentes, entre los que no hay posibilidad horizontal de transvase, y ninguno de ellos es organizativamente superior a los otros. En todos ellos funciona la regla de las tres unités: «unité de plan, unité de composition, unité de connections» (Coleman, 1964). Lo primero implica que, en términos generales, los animales de cada tipo son similares. Consecuentemente, lo segundo implica que ese patrón general está formado por idénticos elementos. Y, tercero, como esos elementos deben estar integrados, las relaciones entre ellos han de ser también constantes. En el seno de cada uno, hay formas más complejas y otras más simples, pero todas ellas deben responder a las conditions d’existence, porque si no fuera así no existirían. En resumen, el sistema que él concebía era terriblemente estable y, consecuentemente, había de estar a salvo de cualquier perturbación. La transmutación entre especies implicaría cambios estructurales, aunque fuera a nivel de los caracteres asociados a funciones de orden relativamente inferior, ya que las diferentes especies, incluso las más cercanas, eran morfológicamente distinguibles. Y, tal como se ha 119

apuntado, a su modo de ver los cambios fatalmente debían conducir a la desaparición. Ahora bien, una especie inmutable no tenía por qué ser definida simplemente según un criterio tipológico. La prueba biológica de la fecundidad era perfectamente asumible. Pero, de acuerdo con su concepción del animal como un todo, no existen condiciones igualitarias y equiparables entre las diferentes estructuras, dado que hay funciones más trascendentes que otras. Consecuentemente, los caracteres utilizables en clasificación, que se extraen a partir de diferentes estructuras, no pueden todos tener igual peso. Lo lógico, según Cuvier, sería que se diera más importancia a los caracteres provenientes de una estructura funcionalmente más trascendente. En realidad esta idea se basa en el ya mencionado principio de la subordinación de caracteres, tal como lo había concebido para la clasificación vegetal Antoine-Laurent de Jussieu. Durante años Cuvier dio palos de ciego en su deseo de superar el esquema de Linné. Esa superación era para él una prioridad importante, tal como deja bien claro en su Rapport historique, dirigido al emperador de los franceses, en el que invita a Napoleón Bonaparte a propiciar una gran obra colectiva, como alternativa al sistema de clasificación del naturalista sueco. El problema del método de la subordinación de caracteres era diferenciar los básicos de los secundarios, y eso sólo podía ser hecho en los animales mediante la función (Foucault, 1966). En definitiva, un análisis de bases fisiológicas, en línea con la definición de vida vista anteriormente. Después de haber considerado las funciones nutritiva, locomotora o sensible, Cuvier creyó por fin que había dado en el blanco: la función más noble y esencial la desarrollaba el sistema nervioso. A ese respecto, escribiría: «Il est au fond le tout de l’animal; les autres systèmes ne sont là que pour le servir et l’entretenir». Por esta razón, en la descripción de los cuatro embranchements los caracteres que hacen a la estructura nerviosa van en primer lugar. Por supuesto que un tipo de caracteres no se puede utilizar indefinidamente. Pero dada la estructura jerárquica de la clasificación, un determinado carácter que resulta poco explicativo a un nivel superior puede ser de utilidad a un nivel más inferior. La subordinación de caracteres, tal como la concebía Cuvier, deriva de asumir estrictamente el principio de las condiciones de existencia: las partes que ejercen la más marcada influencia sobre la criatura, proporcionan los caracteres más importantes o dominantes. A partir de ahí, se van distinguiendo los caracteres más 120

subordinados a diferentes niveles de subordinación. Desde ese punto de vista, los caracteres funcionalmente más importantes, los ligados al sistema nervioso, son los que deben definir los cuatro embranchements. ¿Por qué esa elección del sistema nervioso? Parece muy probable que la importancia que Cuvier daba a dicho sistema, como fuente de caracteres, tenga una raíz aristotélica. El filósofo griego definía a los vegetales por poseer las capacidades de reproducción y crecimiento; a ellas, los animales añadían la sensibilidad. Y la sensibilidad dependía del sistema nervioso. Cuando Cuvier crea los cuatro embranchements a partir de las diferencias en ese sistema, implícitamente lo que está sugiriendo es que hay diferentes grados de animalidad (Coleman, 1964). Cuvier reconoce en el prefacio al Règne animal que la idea de utilizar el sistema nervioso como medida del grado de animalidad se la debe a Julien-Joseph Virey (1775-1846), que la exponía en un artículo publicado en 1803 en el Nouveau dictionnaire des sciences naturelles. Ahora bien, cuando en 1795 publica con Geoffroy Saint-Hilaire la obra sobre la clasificación de los mamíferos, basa esa en los órganos de reproducción, de movimiento y circulación. La diferente opción se explica porque Cuvier tiene claro que cada circunstancia requiere la correspondiente alternativa. En los mamíferos, la importancia del viviparismo y la lactancia, hacen ineluctable la utilización de la función reproductora. Se trata pues de echar mano en cada nivel del tipo de caracteres adecuado entre los disponibles. Coleman (1964) destaca el hecho que en la clasificación de los mamíferos, a idéntico nivel taxonómico, las estructuras que se utilizan varían en función de los grupos a clasificar. Así, mientras los mamíferos marinos se subdividen en función del número de extremidades, una categoría de nivel equivalente, los mamíferos con pezuñas lo hacen en función del número de dedos. A la postre ese sistema de généralités graduées, como él lo califica en la presentación del Règne animal, tiene además sus consecuencias prácticas. Georges Cuvier era consciente de que se corría el peligro de elaborar una obra enciclopédica, inmanejable. Pero el principio de subordinación de caracteres le permitía ahorrarse en la descripción del género lo que ya se había dicho de la familia, y así sucesivamente. 121

Bajo ese enfoque, resulta completamente tópica la consideración de Cuvier como fundador de la anatomía funcional, afirmación hecha muy a la ligera por diversos autores. Véase, por ejemplo, Stevcic (1982). Su objetivo último era crear un sistema de clasificación completamente predictivo, como ya se ha indicado, y para ello el conocimiento de la anatomía interna animal era básico, ya que, a diferencia de los vegetales, en los animales era internamente donde se podía conseguir mayor información. Poggi (2000) remarca muy acertadamente este gran énfasis que ponía Cuvier en la anatomía interna. Su estudio era en consecuencia el instrumento, no la finalidad. Así, según recuerda Daudin (1983), en el volumen tercero de sus Leçons

FIGURA 22. Dibujo, obra de Cuvier, a partir de una disección realizada por él mismo, del miembro anterior de un gato. Corresponde a la etapa de su estancia en Normandía. Expansion Scientifique Française, Paris. 122

(1805) se aplica a recomendar la práctica regular de la disección, en cuanto a método constitutivo de la clasificación general. Ahora bien, todo su punto de vista tiene una limitación importante; tan sólo el adulto merece realmente ser disecado, en cuanto es portador de los caracteres definitivos de la especie. El animal en vías de desarrollo no los tiene y, consecuentemente, carece de interés. Es el gran punto débil del método, hacer abstracción del desarrollo. Por lo que hace también a la concepción funcionalista de Cuvier, a menudo se la juzga como si fuera más que otra cosa un punto de vista fundamentalmente filosófico. Una vez más, hay aquí una lectura errónea. Estaba realmente interesado en explicar para qué servía una determinada estructura. El conocimiento de la función le permitía llevar a cabo lo que posteriormente se llamó la ponderación de caracteres. Este interés por relacionar estructura y función en forma rigurosa se ve muy claramente en la lección séptima del primer volumen de sus Leçons (1800), consagrado todo él a los órganos del movimiento. Dicha lección está exclusivamente dedicada a la función, titulándose Des organes du mouvement considerés en action. En ella Georges Cuvier lleva a cabo una excelente revisión de los tipos de locomoción en función del medio, es decir, locomoción terrestre, natación y vuelo, considerando incluso los problemas de estática relacionados con la locomoción (vejiga natatoria, equilibrio dinámico vs. equilibrio estático). No en vano estaba convencido de que el conocimiento de la física le era indispensable al naturalista. Véase Daudin (1983) para una revisión de esta cuestión específica. Es particularmente interesante la descripción que hace de los tipos de locomoción terrestre, analizando no sólo los más generales, como el cuadrupedalismo y la bipedia, sino otros mucho más especializados, como la acción de trepar. Y todo en un marco en el que huye de referir funciones a estructuras u órganos concretos, cosa que hace tan sólo cuando las funciones son realmente y estructuralmente específicas. Curiosamente, como norma general utiliza un tipo de análisis que le ha valido su fama de mentor del «programa adaptacionista», basado precisamente en mostrar que puede haber diferentes soluciones estructurales a una necesidad funcional. Véase por ejemplo la introducción de Stephen Jay Gould a la obra de Smith (1993). Que Darwin en el Origen de las especies escribiera que la adaptación era «the expression of conditions of existence so often insisted upon by the illustrous Cuvier», no se infiere de ello que el francés fuera el promotor de la idea 123

de adaptación. Es una lectura que falsea a la vez a él y a Darwin. Tal como se ha evocado anteriormente, siempre estuvo en contra de la posibilidad del cambio: sí a la función; no a la adaptación. La adaptación es dinámica; implica cambio. La correlación pura y simple

FIGURA 23. T.H. Shepherd (c. 1845). Galería de fisiología del Hunterian Museum. El personaje con toga es probablemente Owen. Yale University Press, New Haven. 124

entre estructura y función, sin posibilidades de cambio, no puede calificarse de adaptativa. En referencia una vez más a los aspectos funcionales, debe insistirse en que para él su conocimiento no se justificaba tampoco per se, sino como una forma de valorizar o ponderar caracteres, en términos de la función más o menos «noble» a la que estuvieran ligados. La idea fue completamente comprendida por uno de sus contemporáneos, el naturalista inglés Richard Owen, con mucha más intuición que la que manifiestan ciertas interpretaciones actuales. En 1831 Owen, que sería el primer director de la sección de historia natural del British Museum, llevó a cabo una visita a París, a fin de conocer la forma de presentación de las colecciones de anatomía comparada desarrollada por Cuvier. En su informe ad hoc para los conservadores del museo Hunterian, quienes le habían encargado la tarea, y pagado el viaje, Owen argumenta que tan sólo en el Hunterian se da un ordenamiento de las colecciones de acuerdo a un real esquema fisiológico (léase funcional), dado que los diferentes sistemas se comparan en el conjunto del reino animal, mientras que en París dichas comparaciones se hacen sobre la base del embranchement (Sloan, 1997). En términos generales puede decirse que esta apreciación de Cuvier como anatomista puro y duro, per se, funcionalista, es en realidad muy moderna. No es la que tuvieron sus contemporáneos, ni la asumida hasta bien entrado el siglo XX. Un buen ejemplo de ello es el Éloge historique preceptivo publicado por Pierre Flourens a la muerte de Cuvier (probablemente en 1834). En él se da una importancia capital a la contribución del difunto a la reforma de la clasificación respecto a la establecida por Linné. Remonta los inicios de dicha reforma a 1795, cuando ve la luz la propuesta de disgregar la sexta clase de la clasificación linneana, los animales de sangre blanca, en lo que años más tarde serían los embranchements de los moluscos y los zoófitos. Esa pretensión de reforma se esbozaría en el Règne animal, y se tipificaría en la monumental Histoire naturelle des poissons, modelo de lo que sería deseable hacer con todos los grupos animales. Véase Bauchot et al. (1990) para un análisis exhaustivo de la última obra citada. Es en ese contexto de crear una sólida clasificación animal, que Flourens ve la razón última de la dedicación de Cuvier a la anatomía comparada, según un modo de hacer que se remontaría a 125

Aristóteles y que tendría el precedente más inmediato en el arquitecto y anatomista Claude Perrault (1613-1688) (Flourens cita erróneamente a su hermano Charles, autor de cuentos infantiles), y también en el repetidamente mencionado Félix Vicq d’Azyr, este con una visión más fisiológica. La anatomía comparada habría sido para el elogiado la ciencia de las leyes generales de la organización animal. La otra gran aplicación exitosa de la anatomía comparada sería, siempre según Flourens, la reconstrucción de los fósiles, basada en el principio de la correlación, de forma paralela a como el método clasificatorio se basaría en el principio de la subordinación. En todo el Éloge, no hay ni la más mínima alusión al estudio de la funcionalidad como propósito existente en la obra de Cuvier. De hecho, Georges Cuvier, a propósito de los criterios de clasificación, estaba importando a la zoología un debate que, de forma muy encarnizada, se había dado entre los botánicos, anteriormente a su llegada a París, enfrentando las ideas del ya citado Antoine-Laurent de Jussieu con las de Adanson. Michel Adanson (1727-1806) se planteó rehacer la clasificación vegetal partiendo de la premisa que el método linneano, basado en la utilización de caracteres de una única procedencia, los florales, no tenía la suficiente capacidad predictiva como para permitir incorporar al esquema taxonómico formas procedentes de otras latitudes. A esta conclusión había llegado como consecuencia de una prolongada estancia de cuatro años en Senegal, donde se encontró con un conjunto de especies vegetales que no sabía como ubicar en la clasificación al uso. Es fama que partió a Senegal con los libros de Linné y Tournefort, y que no le sirvieron de gran cosa (Duris, 1997). En 1760 Adanson publica su obra fundamental, Famille des plantes, en un intento de construcción de un sistema global y natural de clasificación del reino vegetal, basado fundamentalmente en la similitud global. Para ello había seleccionado un gran número de estructuras morfológicas (veintidós), otorgando a todas ellas el mismo peso. En una obra anterior, Histoire naturelle du Sénegal, había ya expuesto la metodología que habría de permitir crear el sistema taxonómico que pretendía. Dicha metodología se basaba en la elección arbitraria, dentro del conjunto a estudiar, de una especie, la cual se describía en su totalidad. A continuación, la descripción de una segunda especie se hacía tan sólo para los caracteres que la diferenciaban de la prime126

ra, y así sucesivamente, de tal manera que al final todas las características fundamentales acababan siendo descritas, aunque cada una de ellas lo era una única vez. Cuando se tratara de integrar una nueva especie, el mero análisis de la identidad permitiría su reconocimiento. Ya se ha comentado que Antoine-Laurent de Jussieu (1748-1836) formaba parte de una verdadera dinastía de botánicos. En realidad, muchas de sus ideas sobre la utilización de caracteres en clasificación vegetal habían sido concebidas originariamente por su tío, Bernard de Jussieu, quien le legó una amplia obra no publicada. La idea de partida es muy simple. Si la clasificación es un sistema jerárquico, no

FIGURA 24. Frontispicio de Genera plantarum (edición de 1791) de Antoine-Laurent de Jussieu. 127

se pueden utilizar los mismos caracteres para establecer los taxones en los diferentes niveles. Consecuentemente, deberían jerarquizarse también los caracteres. En 1789 Antoine-Laurent de Jussieu consigue la publicación de su gran obra, ya citada, Genera plantarum. Se trata de un compendio de una serie de memorias publicadas por la Académie a partir de 1773 (Coleman, 1964). En dicha obra propone una triple división de las plantas en monocotiledóneas, dicotiledóneas y acotiledóneas, correspondiéndose este último grupo a lo que, a grandes rasgos, se conoce en la actualidad como criptógamas. Esa división nacía de la utilización de lo que denominaba órganos esenciales, que proveían de los caracteres uniformes; a esos caracteres se subordinaban los calificados por él de «casi uniformes», extraíbles de los órganos no esenciales; finalmente los caracteres semi uniformes, más o menos variables, procedentes de cualquier órgano de la planta. La idea del diferente peso que debía darse a unos y otros caracteres se sintetiza muy bien en su frase: «[…] tout caractère qui varie dans le particulier ne peut avoir de valeur dans le general […]» (citado por Stevens, 1997). Aunque su clasificación se basaba fundamentalmente en la morfología externa de los vegetales, Antoine-Laurent de Jussieu asumía que dicha morfología estaba ligada a la estructura interna de la planta y que en eso los botánicos tenían ventaja sobre los zoólogos, ya que en los animales los caracteres realmente importantes, al menos los que definían los grandes grupos taxonómicos, debían extraerse de la anatomía interna. Stevens (1997) remarca el hecho que el sistema de Antoine-Laurent de Jussieu era menos coherente de lo que el pretendía, principalmente en lo referente al binomio grupos-caracteres. Pero justo es reconocer que, a pesar de las lagunas existentes, el botánico consiguió en líneas generales lo que pretendía, a saber, un solapamiento adecuado entre los caracteres utilizados, partiendo de la base que concebía su clasificación como la fragmentación de una serie continuada. ¿Se puede considerar que el sistema de embranchements de Cuvier es una mera transposición del de Jussieu? No, en absoluto. En primer lugar porque esa mencionada «animalidad» crea una objetividad en la valoración de la función que no se da en las plantas. En segundo lugar, por la ya citada necesidad de recurrir a la anatomía interna de los animales. Jussieu establecía la subordinación en términos de constancia, y constancia implicaba importancia, mientras Cu128

vier pretendía juzgar la importancia en términos de función. Otra cosa es que lo consiguiera. En efecto, en niveles más inferiores a los embranchements, la jerarquía entre funciones se diluye y la opción pasa a ser simplemente la búsqueda de una función compartida (Coleman, 1964). De hecho este es un antiguo problema de los sistemas de clasificación, especialmente los referidos a los animales: se ajustan muy bien a un nivel taxonómico superior, pero los principios comienzan a tambalearse conforme se desciende en el nivel jerárquico. La dicotomía metodológica, plasmada en el antagonismo entre las propuestas de Adanson y Jussieu, es de una trascendencia histórica capital. La alternativa todavía se plantea actualmente, en la medida en que con frecuencia se ha calificado a los actuales taxónomos fenéticos de neo-adansonianos. Así, Tassy (1991) pone el acento sobre el hecho de que la actitud de los partidarios de la taxonomía fenética frente al evolucionismo corre en cierta forma paralela a la manifestada por Adanson con respecto a las clasificaciones que se pretendían naturales, como la vista de Antoine-Laurent de Jussieu. Muy probablemente la posibilidad de disponer de los instrumentos estadísticos que, mediante toda una serie de algoritmos, ha desarrollado la escuela fenética de clasificación habría colmado los más profundos deseos de Adanson, dado que, en ausencia de algo equivalente, su método era bastante inaplicable. Contrariamente, el principio de subordinación de caracteres conlleva plantearse su ponderación, cosa por cuya utilización se decantan, en una forma u otra, las escuelas sistemática evolutiva y cladista, aunque el referente sea diferente del que proponía el citado Jussieu. En efecto, en la actualidad el problema jerárquico tan sólo se plantea como consecuencia de que la jerarquía existe en la medida en que la evolución implica un proceso de descendencia con modificación. El carácter o la potencialidad del carácter se hereda de un antepasado común que, según el punto de vista de Willi Hennig, el fundador del cladismo, tiene que ser obligatoriamente el más cercano (Hennig, 1968). A pesar de todo lo dicho sobre el antagonismo metodológico entre Adanson y Jussieu, la polémica sobre la clasificación de los vegetales no se polarizó ni mucho menos entorno a esas dos alternativas, probablemente porque ambas estaban basadas en una consideración global de la estructura de la planta frente a la valorización únicamente de la flor propuesta por Linné. Tal como muestra Duris 129

(1997), si bien el sistema global de caracteres tuvo una gran trascendencia a nivel de los círculos científicos (en los Estados Unidos Asa Gray [1810-1888] fue un ardiente defensor de la opción; véase Wiley, 1981), los círculos de botánicos aficionados o prácticos siguieron fieles al sistema linneano, acusando a sus oponentes casi de elitismo. En ese contexto, fueron numerosas las sociedades linneanas creadas durante el siglo XIX, principalmente en Francia. ¿Qué permanece del sistema de Georges Cuvier en la zoología actual? De entrada no debe olvidarse que las consecuencias de una determinada manera de hacer, no van siempre en el sentido que pretendía quien la ideó. La anatomía comparada, de la que se le considera de forma indiscutible su fundador, ha sido y sigue siendo una de las herramientas más valiosas en clasificación animal, pero también para entender la variación adaptativa de las estructuras y la función que la selección natural ha desarrollado en la fijación de la variación aparecida en un determinado órgano. En estas condiciones, cabe preguntarse si, en el supuesto que Cuvier hubiera entrevisto la posibilidad de la variación adaptativa, su actitud hubiera sido tan radicalmente antitransformista. El problema del sistema de Cuvier no es tanto de dogmatismo, tal como con mucha frecuencia y con total ligereza y bastante ignorancia, se afirma, sino más bien de extrema coherencia de pensamiento y, en última instancia, de total rigidez en la aplicación del método que, no debe olvidarse, se había demostrado empíricamente válido. Por lo que hace al pensamiento de Georges Cuvier sobre geología y paleontología, lo esencial está contenido en su obra Discours sur les révolutions de la surface du globe, et sur les changements qu’elles ont produits dan le règne animal. La primera versión de dicho texto era simplemente la introducción a otro libro, de título Recherches sur les ossemens fossiles des quadrupèdes (1812). La lectura que se ha hecho muchas veces del primero de los títulos citados, como una adecuación de la hipótesis de las extinciones al relato bíblico del Génesis, es completamente incorrecta. En realidad, al considerar la posibilidad de que las extinciones hubieran sido varias a lo largo de la historia del planeta, Cuvier reducía el Diluvio universal simplemente a la causa de una de esas extinciones, rebajando objetivamente su importancia. Además, el Diluvio no implicaba una desaparición total de las especies previa130

mente existentes, tal como imaginaba Cuvier sus catástrofes, ya que el arca de Noé habría permitido la continuidad, a través de ofrecer refugio a una pareja de cada uno de los animales existentes. Este hecho había incluso originado acusaciones de «impío» hacia Cuvier, en la medida que concebía catástrofes que iban más allá del relato mosaico, tanto en número como en características. Hay que ser muy cuidadoso cuando se encuadra una hipótesis científica en el marco histórico e ideológico correspondiente, y esta recomendación es especialmente aplicable en el caso de las ideas de Cuvier que se han evocado. En esos términos, hay que referirse en primer lugar a la utilización del término «revolución», para explicar los cambios radicales en la historia de la Tierra. Aparece por vez

FIGURA 25. Anne-Louis Girodet de Roucy-Trioson (1811). François René vizconde de Chateaubriand. Versalles. 131

primera en la obra Voyage dans les Alpes, del ya anteriormente mencionado Horace-Bénedict de Saussure que, como también se ha evocado, constituía uno de los libros de cabecera de los naturalistas de la generación de Cuvier. Obviamente, a partir de 1789, y de los hechos históricos subsecuentes, el término olía a cuerno quemado. En el momento de la publicación del Discours, Europa continental entera estaba sometida al ambiente cultural asociado al «terror blanco» de la Restauración, ambiente que había retrocedido ostensiblemente, desde el punto de vista de la amplitud de miras, con respecto al que había reinado durante la Ilustración. Pero es que además los ideólogos de la reacción no consideraban los hechos científicos como una cuestión banal, al margen de la lucha ideológica. Así Chateaubriand en su libro Génie du christianisme, publicado en 1802, y considerado durante años un verdadero catecismo «blanco», lleva a cabo radicales acusaciones de impiedad hacia los cultivadores de la geología, por su inadmisible pretensión de intentar calcular la edad del planeta mediante el estudio de los estratos y de los fósiles. Su explicación era que esos últimos habrían sido colocados por Dios en el momento de la Creación, a fin de dar un toque de «antigüedad» (¿quizá también para poner a prueba la fe de la humanidad?). La pretensión fundamental de Cuvier, al escribir su Discours, era otorgar carta de naturaleza científica a la geología en general, y a la paleontología en particular, al mismo tiempo que dar una explicación coherente a la cuestión de las extinciones frente al transformismo. Consecuentemente, se implicaba en un debate científico. Nada que ver con la ideología del «juicio del mono». Recuérdese que Cuvier no era un paleontólogo de formación, ya que había llegado al estudio de los fósiles a través de su interés por la anatomía comparada. Le atraía el carácter incompleto del registro fósil, con la subsiguiente posibilidad que representaba el poner a prueba su hipótesis sobre la forma del animal como un todo integrado, estrictamente correlacionado. A la postre, la idea de la historia geológica como un proceso catastrofista, está siempre presente en el bagaje científico de la época, hasta que Lyell es capaz de explicar la historia de la Tierra en términos de procesos y mecanismos en absoluto excepcionales. A añadir que Charles Lyell emitió su hipótesis profesando todavía el creacionismo, punto de vista que tan sólo abandonaría después de la publicación del Origen por Darwin. En consecuencia, establecer una continuidad ideológica entre antitransformismo y catastrofismo, es como mínimo una exageración. 132

Determinados autores han resaltado, y no sin cierta razón, el hecho de que el pensamiento catastrofista se introdujera en Francia a través de Georges Cuvier y que la adhesión de este a dicha corriente de pensamiento se debiera fundamentalmente a su formación científica germánica, ya evocada. En efecto, el exponente más conspicuo de la teoría del catastrofismo, antes de Cuvier, había sido el alemán Blumembach (Laurent, 1983). Sin duda el naturalista de Montbéliard se adhirió a sus ideas durante su etapa de formación en Stuttgart. Todo apunta a que cuando llegó a París desde Normandía, en 1795, ese aspecto de su pensamiento estaba ya plenamente desarrollado. Así lo señala también Laurent (1983), por ejemplo. Lo esencial de la hipótesis catastrofista defendida por Cuvier se desarrolla en un período de tiempo muy breve, que abarca desde el momento de su llegada a la capital hasta 1800, aunque tardaría años en plasmarlo de forma sintética, y en gran manera dirigida al gran público, a través del Discours. Curiosamente, también Blumembach estaría en el origen de la corriente de pensamiento, la Naturphilosophie, que con tanto esfuerzo combatiría Cuvier, tal como se verá luego. En última instancia, hay que aclarar que el pensamiento de Cuvier a propósito de las catástrofes y de las correspondientes extinciones no es tan radical como comúnmente se interpreta. Fundamentalmente partía de la base, ya indicada, de que las especies que se encontraban fosilizadas no se correspondían con ninguna de las actualmente vivientes. Ante este hecho, que para él no admitía discusión, en 1800 lanza el ya citado llamamiento, desde la tribuna que le proporciona el Institut, a todos sus colegas europeos, a fin de que le ayuden a acumular datos paleontológicos, en el convencimiento de que no se ha profundizado en absoluto en el tema. Ante la citada falta de correspondencia en la morfología de las formas fósiles y actuales, para Cuvier se abre una triple alternativa: «[…] il s’agit surtout de rechercher si les espèces qui existoient alors ont été entièrement détruites, ou seulement si elles ont été modifiées dans leur forme, ou si elles ont simplement été transportées d’un climat dans un autre […]» (citado por Laurent, 1983). Su opción es clara. Cree firmemente en la primera alternativa. Ese es otro motivo de enfrentamiento con Lamarck, ya que para este no es tan claro que no haya especies de invertebrados actuales que no se puedan encontrar también fosilizadas. Tanto en Mémoires sur les fossils des environs de Paris como en Histoire naturelle des animaux sans vertèbres cita nu133

merosas especies que se encuentran en esa situación. En definitiva, parecería que ambos, Cuvier y Lamarck, hablaran de la feria según les fuera en ella. A nivel de los vertebrados «cuadrúpedos» la discontinuidad aparecía como bastante indiscutible, contrariamente a lo que pasaba cuando se analizaban los invertebrados. Tanto es así que, en la medida en que Cuvier nunca negó la evidencia, admitió, a propósito de los numulites, por ejemplo, que la extinción era una cuestión de especies pero que había persistencia de géneros. Incluso al final de sus días aceptaba que, en el caso de los moluscos, posiblemente había especies que habían escapado a los cataclismos, preguntándose incluso hasta qué punto dichos invertebrados no daban mejor imagen de lo acontecido en el pasado, y no los «cuadrúpedos», en los que él había basado su esquema (Buffetaut, 2002). A pesar de las grandes diferencias existentes en los temas tratados y las metodologías desarrolladas en consecuencia, Cuvier y Hegel comparten un sambenito, que no es otro que la acusación de dogmatismo que recae sobre ellos. Tal y como se ha visto, en el caso de Georges Cuvier el problema reside más bien en el sentido que se interpreta meramente como dogmatismo su exigencia, si se quiere exagerada, de rigor científico y de base empírica de las hipótesis. De manera más o menos correcta, él parte del supuesto de que sus predecesores han sido hasta cierto punto unos meros dilétants de la zoología y, en consecuencia, se requiere que dicha ciencia prosiga el camino abierto previamente por otras ciencias y sus practicantes se decidan, de una vez por todas, a profundizar en el rigor y en la profesionalización. A título de ejemplo, su opinión sobre el sistema de Linné. Considera equivocado el principio de los tres reinos linneanos (mineral, vegetal y animal), ya que a su parecer la diferencia está entre la no vida y la vida. En sus Leçons cita a Kant para poner énfasis en lo que él considera que separa un ser vivo de uno inanimado, la integración; la parte trabaja en función del todo. Por el contrario, en los seres inanimados cada parte integrante existe en sí misma. En consecuencia, para la idea básica clasificatoria del naturalista sueco es correcta, pero no lo son los criterios sobre los que sustenta. Consecuentemente, su pretensión es la de inaugurar una nueva etapa en la historia natural. Dicha etapa habría de desarrollarse sobre bases 134

absolutamente empíricas, completamente al margen de especulaciones de tipo gratuito. La pretensión de Georges Cuvier ha sido interpretada, por parte de la llamada corriente estructuralista en morfología, en su versión más radical, como un intento intencionado de separar hombre y naturaleza. La interpretación es en buena parte exagerada, pero no se puede negar que refleja de forma evidente una parte importante de la concepción que tenía Cuvier de lo que tenía que ser la historia natural, en función de aceptar el hecho de la vida como algo, a la vez, innegable como realidad autónoma y externa al hombre. En definidas cuentas, lo que hace falta no son interpretaciones, sino poner en claro dicha realidad mediante hechos incontestables. En el contexto humanístico, se ha considerado tradicionalmente que una de las características determinantes del espíritu del Romanticismo es, precisamente, la de acentuar, y en cierta manera profundizar, el divorcio entre ser humano y el hecho natural, asumido a priori como irreparable. El hecho inconmensurablemente complejo de la naturaleza, tal y como se mostró a partir de la etapa histórica marcada por los descubrimientos geográficos, hizo que cada vez más el ser humano se sintiese acongojado por el peso de lo que le rodeaba, de forma que el hombre renacentista, teóricamente amo del mundo, pasa a convertirse en el hombre romántico, desolado ante la realidad de la naturaleza, que percibe como exterminadora. Una naturaleza que no demasiados años antes Rousseau había presentado como madre, se convierte en madrastra. La plasmación estética de esa escisión ser humano-naturaleza parece traslucirse, según ciertos especialistas en arte, en la manera en como el paisaje se representa pictóricamente durante la época romántica: la figura humana se convierte en algo que es poco más que una mancha sobre el entorno natural, que es quien de hecho es «retratado» (Argullol, 1983), un entorno natural misterioso, inquietante, a menudo crepuscular o brumoso. El pintor Caspar David Friedrich (1774-1840) ha sido con frecuencia considerado como uno de los más genuinos representantes de esa estética. Amigo del anatomista y Naturphilosoph Carl Gustav Carus, cuya obra se revisará oportunamente, resumió en una célebre frase toda esa subjetividad artística que se ha evocado. Para Friedrich el pintor no se debe contentar con representar lo que está ante él, sino que debe representar también lo que ve en él (Sieveking, 135

2008). Parece que la citada pretensión escandalizó el esteticismo neoclásico de Goethe. Es realmente curioso que un personaje como Georges Cuvier, coetáneo del Romanticismo, pero no participando en absoluto de la idiosincrasia del movimiento, coincidiese con los románticos en su pretensión de desantropomorfizar la naturaleza. Pero, bien mirado, las diferencias aparecen rápidamente. Cuvier lo hace en el contexto de un profundo deseo de comprensión racional de las cuestiones naturales externas al hombre. De forma totalmente opuesta, el esteta romántico ha llegado a la conclusión de que, ante el hecho natural, no hay racionalizaciones que valgan. En el contexto de la acusación compartida de dogmático, cabe decir que en el caso de Hegel, independientemente de que aquella sea o no acertada, la valoración que hacía el filósofo de los sistemas de pensamiento anteriores al suyo, era completamente diferente de la de Cuvier sobre sus predecesores. Hegel no negaba la validez de las aportaciones de los que antes que él habían filosofado. Pero pretendía crear el verdadero sistema filosófico, el que en definitiva resumía, unificaba y superaba las doctrinas anteriores (Ferrater Mora, 1999). Ahora bien, consideraba que la filosofía, al igual que cualquier otra disciplina, tenía un potencial de desarrollo y que su propio pensamiento formaba parte de dicho potencial; de la misma manera, no negaba la posibilidad de que pudieran producirse estadios posteriores al suyo. El problema se plantea en función de la consideración que hacía de dicho desarrollo como una única y rígida secuencia lineal, una especie de scala philosophiae, que implicaría una progresiva maduración del pensamiento. En cierta manera, y en descargo de Hegel, hay que aclarar que esta concepción no es en absoluto extraña a la filosofía clásica alemana, pues está ya presente en Kant. Este filósofo en su obra Crítica de la razón pura pretendía que en un inmediato futuro se asistiría a una especie de final de la filosofía, en la medida en que aquella alcanzaría finalmente la verdad. Dicha idea sería hecha suya más tarde por Fichte y, posteriormente, Schelling asumiría que estaba constituyendo su propio sistema sobre los cimientos establecidos por las obras de Kant y Fichte (Schlanger, 1966). Es esta la razón última de que Hegel se viera a sí mismo como la culminación de la filosofía idealista que se había ido desarrollando en Alemania. Asumía que la filosofía necesitaba un método propio, y asumía también 136

que él lo tenía, afirmación que por supuesto se puede poner más o menos en duda. Sin duda el sentimiento, compartido por todos esos pensadores, de encontrarse en el contexto de un final de etapa histórica, desborda el marco filosófico, y en cierta manera sería también compartido por el propio coprotagonista de este texto, Georges Cuvier, tal y como se ha visto antes, con la diferencia en su pretensión, ya apuntada, de partir prácticamente de cero. La ambivalente figura de Goethe, que participa a la vez de la ciencia y de las humanidades, es quizá el máximo representante de dicha actitud, cuando consideraba que la civilización estaba llegando a una cierta culminación, en un esfuerzo de síntesis de todo lo que había sido previamente pensado, de forma que los tiempos que él estaba viviendo constituirían una especie de conclusión. ¿Puede sorprender este punto de vista en el momento presente, cuando hay quien habla sin rubor del «final de la historia»? Ya se ha visto como la amistad que se había generado entre Hegel y Schelling en los tiempos del Stift había hecho que el segundo, profesor en Jena, hiciera llamar a su viejo amigo. La ya citada primera obra de Hegel, Diferencia entre los sistemas filosóficos de Fichte y Schelling, fue escrita en plena luna de miel entre los dos filósofos. En ella Hegel, en el marco de su concepción unidireccional del desarrollo de la filosofía idealista en Alemania, consideraba que Schelling completaba y mejoraba el sistema de Fichte. De hecho, los dos amigos eran completamente coincidentes en sus críticas al citado filósofo. Consideraban que tanto Fichte como Kant representaban una tendencia subjetiva en el seno de la filosofía idealista, caracterizada por ignorar la realidad objetiva e independiente de la naturaleza (Schlanger, 1966). Es por esa razón que acusaban a Fichte de anticientífico. Por el contrario, ellos inaugurarían una nueva tendencia, el idealismo objetivo, con la pretensión de poner la ciencia en el lugar que, consideraban, le correspondía (Tilliette, 1999). Debe añadirse que la opinión de Hegel sobre Fichte fue variando progresivamente a lo largo de su vida, hasta desembocar en una cierta admiración. Se ha comentado ya que Schelling abandonó Jena antes que Hegel. El distanciamiento sería más que físico o geográfico. A partir de la publicación de la Fenomenología del espíritu las relaciones se harían cada vez más agrias, en la medida en que las posiciones filosóficas de ambos se irían progresivamente distanciando. Schelling, a quien 137

Hegel acusaba cada vez con más frecuencia, y no sin razón, de inconstancia en sus ideas, se convertiría paulatinamente en un campeón del Romanticismo, escuela que aquel consideraba como el espíritu de la poesía moderna, la manera más efectiva de búsqueda del infinito. Por su parte, Hegel no tenía nada de romántico. Por el contrario, se mostraba muy crítico hacia el citado movimiento, en el que veía un fuerte componente irracional. En el prólogo de la Fenomenología carga contra Schelling y el Romanticismo en general, con la acusación de que intentaban llegar al absoluto a través de la intuición, y no como el autor considera que procedía, es decir, mediante la articulación y el argumento (Solomon, 1983). Lo que el creía que hacía falta en filosofía era claridad y precisión, sin concesiones al lector, quien tendría que estar dispuesto a esforzarse por seguir el razonamiento. Parece ser que una vez publicada la Fenomenología Hegel se asustó un tanto de la magnitud de la fractura que había provocado respecto a Schelling. Este no fue uno de los primeros destinatarios de los ejemplares que Niethammer distribuyó, a propuesta del autor (¿olvido freudiano?). Cuando Hegel supo que Schelling ya había leído su obra, intentó atemperar el efecto que el prólogo pudiera haber causado en su antiguo amigo, hablando literalmente de la «prevaricación» de sus seguidores. Schelling aceptó la excusa, pero vino a decirle que no era tan claro para él que no tuviera que sentirse aludido. Posteriormente Schelling mostraría en su correspondencia su profundo desagrado hacia lo que él considero ataques directos (Kaufmann, 1968). Kaufmann (1968) califica literalmente de triunfo póstumo de Schelling sobre Hegel el hecho de que fuera llamado a Berlín en 1841. De hecho, a la muerte de Hegel, el Kronprinz, el futuro Federico-Guillermo IV, ya había intentado la maniobra, que fracasó. Empeñado en revalorizar el papel de la iglesia, el futuro rey veía como un arma importante de lucha ideológica la llamada «filosofía de la revelación», planteada por Schelling en su esquema de sistema filosófico de 1833 (véase el estudio preliminar de Juan Cruz a la traducción castellana de la obra, 1998). Por eso cuando ascendió al trono en 1840, con todo el poder en sus manos, consiguió su intento. Schelling era la solución contra «la semilla de dragón del panteísmo hegeliano», según se expresaba el nuevo rey en una carta a su confidente, el barón Christian Bunsen (1791-1860) (citado por Kaufmann, 1968). Fuera de Alemania, Søren Kierkegaard (1813-1855) daría también todo su apoyo a esta cruzada anti-hegeliana, que consideraba al autor 138

de la Fenomenología como un verdadero enemigo de la cristiandad, por su pretensión de colocar la filosofía por encima de la fe, invirtiendo el orden de la máxima philosophia ancilla theologiae est. Desde los inicios de su pensamiento, Hegel había considerado que el sistema filosófico al que aspiraba había de integrar la lógica, la filosofía de la naturaleza y la filosofía del espíritu (Kaufmann, 1968), en un proceso de elevación desde la mera apreciación sensorial de los fenómenos. Pero la realidad filosófica realmente existente era mucho más compleja, en cuanto a las disciplinas que integraba, que había que asimilar consecuentemente a las que él aceptaba. Era evidente además que otros antes que él, y contemporáneamente a él, habían tenido la pretensión de sistematizar la filosofía (Fichte y Schelling, por ejemplo) pero, para Hegel, no habían hecho otra cosa que «picotear» en los diferentes temas. En el contexto global que pretendía, la Fenomenología no tenía ni más ni menos otro objeto que la de ser la introducción al sistema, que debía empezar por la Lógica, en la medida en que elaboraba la categorización, básica en todo discurso. Parece ser que hasta el último momento pretendió que introducción y primera parte del sistema (la lógica) constituyeran una obra única. En realidad no son pocos los autores que consideran que la totalidad de la filosofía hegeliana está contenida en ese primer título, la Fenomenología, y que toda la obra posterior no es más que el desarrollo ulterior de aspectos concretos, tratados previamente de manera genérica. Son también bastantes, contemporáneos suyos o posteriores, los que han sido terriblemente críticos, incluso crueles, al juzgar la Fenomenología, pero a pesar de todas esas críticas negativas, e incluso aceptándolas, hay algo que no se le puede negar a Hegel a propósito de esa primera obra, a saber, la originalidad de su concepción. Se trata de una obra global, con pocos parangones en la historia de la filosofía. Lo cual no implica no asumir determinados aspectos de la concepción como absurdos, y algunos pormenores, extravagantes (Kaufmann, 1968). Y todo ello podría ser achacable a una falta de planificación minuciosa, en la línea de lo comentado con anterioridad. Sin duda, de la trilogía antes anunciada como sistema, es la correspondiente a la filosofía de la naturaleza la parte cuantitativamente y cualitativamente menos importante. Se limitó a desarrollarla meramente en la Enciclopedia, y no en demasía, aunque de una manera 139

un tanto particular (véase más adelante) en comparación con la de los Naturphilosophen. Como ya se ha señalado anteriormente, tenía conocimientos suficientes en su época para llevar a cabo el objetivo, que abordó con un esquema muy clásico, desde el punto de vista de los objetos: la mecánica, la física y lo orgánico (la naturaleza, en sus vertientes mineral, vegetal y animal). Nada de ello lo concebía en un sentido de progresión, sino como una simple ordenación razonable de los temas. El sistema que Hegel había construido como quintaesencia de la racionalidad, estallaría poco después de su muerte, como si él hubiera sido literalmente el único capaz de marcar la pauta y garantizar la unidad, sobre todo en función de las contradicciones latentes que aquel sistema llevaba aparejadas. Pocos años después de su desaparición, los hegelianos se dividirían en dos tendencias contrapuestas. Ferrater Mora (1999) considera que es a partir de la publicación por David Friedrich Strauss (1804-1874) de la Vida de Jesús (1835), una visión completamente heterodoxa del tema, cuando se produce la escisión. De hecho fue el mismo Strauss quien parece que creo la nomenclatura de «izquierda y derecha» para referirse a los seguidores de Hegel, en referencia a las tendencias políticas que había en el parlamento francés durante la monarquía de julio. Sería la primera vez en la historia que se utilizó una terminología que se haría clásica. A partir de la premisa del maestro de aceptar la unidad de las naturalezas divina y humana apareció, por un lado, la llamada «derecha» hegeliana, integrada por aquellos que intentaron mantener, fuera como fuese, el idealismo del fundador de manera integral, poniendo el acento sobre el contenido doctrinal; para ellos el evangelio era una historia auténtica, en el sentido hegeliano. En consecuencia, esta tendencia estaba representada básicamente por los seguidores de formación teológica, quienes creían que el pensamiento de Hegel podía jugar un papel importante en la renovación de la versión luterana del dogma cristiano. El pastor Philip Marheineke (1780-1846), colega del filósofo en la universidad berlinesa, es un buen exponente de dicha tendencia. Curiosamente, la posición provocó una reacción en el seno de la teología protestante, ya que para muchos de sus representantes la pretendida racionalización del dogma constituía un sin sentido. El dogma era algo en lo que se debía creer, y aceptar globalmente y sin discusión. Más adelante se volverá a abordar la cuestión. 140

La otra tendencia, la de los llamados hegelianos de «izquierda», cuyo máximo exponente fue Ludwig Feuerbach (1804-1872), y en la que se formaron Friedrich Engels (1820-1895) y Karl Marx (18181883), partía de la negación como realidad histórica del relato evangélico, reduciéndolo a lo sumo a la figura humana de Cristo. Dicha tendencia derivó muy rápidamente hacia un punto de vista materialista, poniendo el acento fundamentalmente en dos de las ideas del sistema hegeliano. En primer lugar, el principio de la dialéctica de los contrarios. Kaufmann (1968) cree que es como mínimo exagerada la atribución unívoca a Hegel del sistema dialéctico. Inventada por Zenón de Elea, formalizada por el neoplatonismo, desarrollada por Kant en la Crítica de la razón pura, sería Fichte quien introduciría los términos tesis, antítesis y síntesis, adoptados por Schelling, pero que Hegel no utilizó nuca conjuntamente. En segundo lugar, la preocupación por establecer una filosofía de la Historia y, con ella, del Estado, aunque el eje del análisis se desplazara de la razón en abstracto, tal como lo entendía Hegel, a las relaciones económicas, interpretadas como el resultado de las contradicciones entre las clases sociales. En ese sentido la onceava de las Tesis sobre Feuerbach de Marx y Engels, es lo suficientemente concluyente para entender la ruptura: los filósofos (léase, en especial, Hegel) se han limitado a interpretar el mundo; ahora se trata de transformarlo. Se acabó el idealismo que implica el descenso condescendiente del cielo a la tierra por parte del filósofo. Ahora, tal como afirman Marx y Engels en La sagrada familia (1844), lo que se trata es de ascender de la realidad concreta, la tierra, al cielo, la emancipación. «El asalto del cielo», como escribiría Marx a propósito de la Commune de París. No deja pues de ser sorprendente, e incluso puede interpretarse como un fracaso del sistema original, el hecho que, partiendo de la culminación de la filosofía idealista, se originara el más coherente y global de los análisis materialistas. En último extremo, lo que en el seno de la tradición marxista se denomina «materialismo histórico», no es otra cosa que la lectura, en términos de antagonismo de clases, de la idea hegeliana de la irreversibilidad del proceso histórico. De tal manera es así que, como afirma Kaufmann (1968), se está tentado de considerar la obra de Hegel como el Antiguo Testamento del sistema 141

marxista, con independencia de que se prefiera el Antiguo al Nuevo, o viceversa. Esa citada irreversibilidad del proceso histórico es algo que aparece como consustancial al sistema de Hegel, tal como se ha evocado a propósito de su visión sobre el desarrollo histórico y metodológico de la filosofía: la creencia en un proceso lineal, que implicaría la imposibilidad de dar marcha atrás, y haría inimaginable el comenzar de nuevo. Pero como analiza Mann (1974), para Hegel tan sólo el pasado y el presente son comprensibles, en la medida en que son el resultado de todo lo acontecido. Por el contrario, el futuro no existe para el espíritu. Mann añade que ningún otro filósofo ha estado tan poco interesado por el futuro. A ese propósito, Kaufmann (1968) cita la siguiente frase literal hegeliana: «No es incumbencia del filósofo profetizar: en lo que se refiere a la historia, lo que nos incumbe, más bien, es lo que ha sido y lo que es; más en filosofía, por el contrario, ni lo que meramente ha sido ni lo que meramente será, sino lo que es y es eternamente: la razón —con lo cual tenemos suficientemente ocupación—». La posibilidad de una cierta repetición tan sólo era aceptada por Hegel en el momento en el que se abandonaba el campo de las ideas y se entraba en el dominio de lo real. Este sería el caso del mundo material, en general, y del vivo, en concreto. Por ejemplo, las existencias particulares de los animales de una determinada estirpe tendrían entre ellas un alto grado de similitud. Lo que no queda claro es si esta visión cíclica que Hegel tenía de la vida era compatible con la posibilidad de progreso, al doble nivel estructural y organizativo, tal como lo veía en el caso de la historia y, de forma concreta, a propósito de la similitud entre las vidas individuales de los seres humanos. Si así fuera, su punto de vista se aproximaría de la visión compartida sobre el tema por los dos grandes rivales de Georges Cuvier, Geoffroy SaintHilaire y Lamarck.

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LA NATURPHILOSOPHIE

No resulta nada fácil establecer una definición de lo que fue la Naturphilosophie, entre otras razones porque sería absolutamente erróneo considerarla como una escuela dotada de la correspondiente coherencia. Pero sin lugar a dudas no han hecho más que complicar la comprensión del fenómeno las interpretaciones muy sui generis que, desde hace unos treinta años, han llevado a cabo determinados círculos biológicos, de procedencia mayoritariamente transatlántica. Dichas interpretaciones van en el sentido de considerar que la Naturphilosophie suponía una alternativa global y coherente en el terreno de la historia natural (véase Gould, 1977, a título de ejemplo). Con todo, poner en duda la supuesta coherencia no implica negar que la Naturphilosophie presentara determinados rasgos generales. De ellos, el más común y global fuera quizá la pretensión de reintegración entre el espíritu y la naturaleza, partiendo siempre de una visión sólidamente vitalista. Por supuesto que implicaba también la convergencia de naturalistas y filósofos (Tort, 1996d), con la particularidad de que en este caso la capacidad especulativa de los primeros superaba con frecuencia ampliamente la de los segundos. Por último, y tal como señala Schmitt (2004) la dificultad de definición atañe incluso al nombre. La traducción literal, filosofía de la naturaleza, no abarca el sentido real del término alemán Naturphilosophie. Hay también un consenso innegable en que fue Alemania el foco de irradiación de la Naturphilosophie, en conexión con el desarrollo, 143

más o menos paralelo, de la filosofía idealista. Además, está normalmente admitido que la Naturphilosophie estuvo fuertemente influenciada, si no completamente derivada, por el trascendentalismo kantiano (Bock y von Wahlert, 1963), aunque la raíz kantiana pudiera haber sido más importante en unos Naturphilosophen que en otros, como se verá inmediatamente. Su influencia en otros países europeos fue más bien escasa. Ni siquiera en zonas muy próximas, como los Países Bajos, trascendió dicha corriente de pensamiento. Según Snelders (1994), el eco limitado que tuvo en su nación la Naturphilosophie sería debido al sentido común holandés, práctico y empírico. Posiblemente, el único real Naturphilosopher fuera de Alemania fue Étienne Geoffroy Saint-Hilaire, tal como fue reconocido por el propio Goethe (1831) (citado por Appel, 1987), en la medida que su formación fue completamente autónoma de los centros de enseñanza del área germánica. La adscripción del húngaro Jakob Joseph Winterl (1732-1809) es más problemática, por las razones que se verán más adelante.

FIGURA 26. Herin (1828). Étienne Geoffroy SaintHilaire. Musée du Louvre, cabinet des dessins, Paris. 144

Hay un aspecto de la cuestión que muchas veces se olvida, a saber, que la Naturphilosophie no implicó tan sólo a la historia natural, en general, y a la morfología en particular, sino que, como se mostrará, se involucró también en otras áreas de las ciencias experimentales. Y por lo que respecta a la escasa coherencia, la cuestión es tan manifiesta que determinados autores tienden más implícitamente a aceptar la existencia de Naturphilosophien (en plural) que de Naturphilosophie. Lenoir (1981) ha desarrollado en profundidad este punto de vista. En el citado artículo Lenoir (basándose en von Engelhardt, 1976) distingue en primer lugar una Naturphilosophie de carácter trascendental, de raíces kantianas, fundamentalmente interesada en proporcionar las fuentes a partir de las que pudieran deducirse las leyes generales de la naturaleza. Paralelamente, cabría hablar de una Naturphilosophie romántica, de carácter especulativo, con Schelling como su representante más genuino; dicha tendencia pretendía superar la dicotomía entre el conocimiento empírico y el mundo real, establecida por Kant. Finalmente, habría existido una Naturphilosophie de carácter metafísico, no muy alejada de la tendencia romántica, que habría sido la defendida por Hegel, sobre todo después de la ruptura con Schelling, que se produce, tal como se ha señalado, alrededor de 1807. Resulta difícil dilucidar si estas tres tendencias influyeron de una forma más o menos equivalente en la historia natural. De nuevo es Lenoir (1981) quien opina que fueron la trascendental y la metafísica las más ligadas a las ciencias biológicas, mientras que la tendencia romántica habría estado más relacionada con las ciencias médicas, sobre todo a partir de 1800. Dicha opinión es muy discutible, ya que relaciona a Oken, Goethe y Carus con la obra de Hegel sobre filosofía de la naturaleza, relación que no parece en absoluto defendible en el contexto real, como se verá. Ahora bien, es también tan sólo a través de esa interpretación amplia de la Naturphilosophie, que desborda ampliamente los límites que tradicionalmente se le habían dado (según la interpretación clásica, tan sólo podría adscribírsele la de carácter especulativo), que puede entenderse que en el citado trabajo Lenoir considere a Hegel como un Naturphilosoph. La cuestión se revisará repetidamente, sobre todo a propósito de las ideas de Hegel en lo referente a la filosofía de la naturaleza. Otra aspecto, que ha sido debatido ampliamente hasta ahora mismo, es el de la posible influencia de la Naturphilosophie en el poste145

rior desarrollo de las ciencias experimentales, fundamentalmente las de la naturaleza, incluyendo las ideas evolutivas de Charles Darwin (Richards, 2002). Se le ha querido dar un valor importante en la medida en que aquella hubiera sido capaz de enmendar la, supuestamente, excesiva racionalidad heredada de la Ilustración. En gran medida, esta argumentación descansa en un paralelismo entre Naturphilosophie y Romanticismo, como si ambas corrientes de pensamiento se hubieran dado unidas irrevocablemente. Y esto no parece haber sido siempre así. Si bien es cierto que lo dos protagonistas de esta historia, Cuvier y Hegel, tuvieron, como se verá, una actitud contraria a ambos fenómenos culturales (otra cosa es que los identificaran; estaría por ver), también hubo figuras que se decantaron tan sólo por uno o por otro de aquellos. Entre esas figuras, la más representativa sería la de Goethe. Eckerman (2005) transmite de forma inequívoca a ese propósito, como respecto de otros, la actitud del literato en los años de su vejez: identificación con los postulados naturalistas de la Naturphilosophie y, al mismo tiempo, posición claramente antirromántica. Y lo primero fue independiente de sus vaivenes emotivos respecto a la figura de Schelling, por ejemplo, de quien en un determinado momento se alejó totalmente, al parecer en gran parte a causa de los devaneos pro católicos de ese filósofo (Tilliette, 1999). En definitiva, globalmente, cuesta mucho admitir la pretensión de que los Naturphilosophen y/o lo románticos hubieran actuado como una especie de heraldos del posterior desarrollo de la biología. A lo sumo, habrían generado una corriente de pensamiento que, más o menos larvada, aflora periódicamente, normalmente en los momentos en que los hechos empíricos adquieren menos importancia, y el idealismo organicista reverdece. Bortroft (2001) constituye un buen ejemplo reciente de dicha tendencia. Por supuesto que hay autores que, en línea con lo dicho anteriormente, han hecho en diferentes momentos una valoración positiva de la de aportación de la Naturphilosophie al desarrollo científico. Ya se ha mencionado que Gould, particularmente en su obra Ontogeny and philogeny (1977), se inclina por dicho tipo de valoración. Parte del argumento de que sería completamente erróneo considerar que históricamente la ciencia ha progresado solamente a través de la acumulación de origen empírico, y que la especulación ha jugado un papel muy importante en el desarrollo científico. Cita el siguiente párrafo 146

de Cohen (1947) por lo que se refiere a la Naturphilosophie en concreto: «It has become a tradition […] that the romantic Naturphilosophie of Schelling and his followers represents the lowest degradation of science and that only by completely freeing themselves from the nightmare were modern biology and medical science able to resume their scientific progress. The incident has been used by empiricists as a moral to warn us against speculative philosophy in natural sciences». A destacar la identificación, una vez más, entre Naturphilosophie y romanticismo. Se puede aceptar sin problemas la idea de la necesidad de especulación en el desarrollo del conocimiento, pero también debe aceptarse que, al menos en ciencia, la especulación ha de tener límites estrictos. Tampoco es asumible la necesidad de contextualizar culturalmente la Naturphilosophie para entender sus, digamos, excesos. La cuestión se discutirá más extensamente a propósito de la obra de Lorenz Oken para mostrar que, en el mismo contexto, los diferentes puntos de vista pueden variar en su racionalidad. Mención especial merece el análisis que, dentro de la tradición marxista, se hace de la Naturphilosophie. Dicho análisis se remonta a la clásica obra de Friedrich Engels Anti-Dühring (1968), y se puede considerar prolongado en Lukács (1972, 1976), y es contextualizado política y culturalmente por Hobsbawm (1987), por ejemplo. Los argumentos de esos dos últimos autores adolecen de un fuerte seguidismo respecto al planteamiento de Engels. Lukács, en su sólido análisis de los orígenes del irracionalismo alemán, intenta salvar al primer Schelling, es decir, el que, como se verá enseguida, se implicó de forma directa en las concepciones de la Naturphilosophie. De entrada, no parece defendible el considerar que este joven Schelling (por analogía al joven Hegel de Lukács) utilizara argumentos menos irracionales que el maduro. Ni siquiera la consideración de que la obra de este período contiene un esbozo de sistema dialéctico, justifica la posición de György Lukács. Por lo que se refiere a Hobsbawm, su mención de autoridad de Engels no es ningún argumento, sobre todo porque admite implícitamente que el compañero de Marx había cometido paralelamente un error científico de bulto al decantarse por Kepler frente a Newton, una posición muy arraigada en Alemania en diferentes épocas, como se refleja repetidas veces en el presente texto. Recuérdese, por ejemplo, la tesis de habilitación de Hegel. Aparca 147

FIGURA 27. F. E. Haid. Johann Friedrich Blumenbach. Mediatinta. The University of Chicago Press, Chicago.

Hobsbawm, es cierto, la cuestión Schelling (a quien califica de «nebuloso»), y admite que la Naturphilosophie era especulativa (aun que la califica también de intuitiva [¿?]), pero trasluce en todo su análisis una confusión entre tendencias románticas y de filosofía natural en ciencia. Además, entra en contradicción cuando después de defender las supuestas aportaciones de la Naturphilosophie a diferentes ciencias, juzga acertadamente que la obra de Claude Bernard (1813-1878) «es una reacción de frío clasicismo» al espíritu romántico. Y nadie pone en duda que el fisiólogo francés es el fundador más directo del método experimental. En todo el análisis de Hobsbawm sólo hay una cosa cierta, la confrontación entre la Naturphilosophie y el racionalismo, ya fuera el de las luces o el posterior. En ese contexto, cita a Bertrand Russell a propósito de Hegel, aunque la crítica del británico iba más bien dirigida al sistema idealista de Hegel en sí mismo. En otro orden de cosas, el papel social progresivo que Hobsbawm asigna a los Naturphilosophen, en función de iniciativas como la creación por Lorenz Oken de la Deutsche Naturforscheversammlung (Asociación Alemana para la Investigación de la Naturaleza), no compensa en absoluto la falta de base empírica y experimental que caracterizó el trabajo de aquellos. Aparece además como erróneo atribuir 148

los grandes avances biológicos de la primera mitad del siglo XIX a la llamada filosofía de la naturaleza o a la ciencia «romántica», como hace el autor mencionado. Más bien cabe considerarlos como fruto de su tiempo, herederos del racionalismo del siglo XVIII, y resultado muchas veces del trabajo de investigadores que o ignoraban, o se mostraban en contra de la Naturphilosophie y/o del Romanticismo, como es el caso del mismo Cuvier. Un análisis como el de Coleman (1983) lo muestra claramente. En adición a todo lo dicho, hay algo en lo que sí parecen estar de acuerdo todos los especialistas que han revisado la cuestión, ya fueran biólogos o filósofos. En gran parte el origen de la Naturphilosophie, en lo que hace a su plasmación conceptual, debe buscarse en Goethe. De hecho, tan sólo un conocimiento enciclopédico como el suyo, podía integrar una serie de corrientes de pensamiento, a veces bastante dispares, que intentaban descubrir unas supuestas leyes generales de la naturaleza, a partir de la observación de hechos concretos. Pero al mismo tiempo, se considera que las raíces más directas y profundas radican en el programa de estudio de la historia natural establecido por el profesor de la Universidad de Göttingen Johann Friedrich Blumenbach (1752-1840) (Lenoir, 1981), programa que mereció ser comentado por Inmanuel Kant en su Crítica del juicio (1790). Partiendo de una visión dinámica, Blumenbach explicaba tanto el origen de los seres vivos como el de las razas humanas, tal como se ha citado. No en balde se le considera como el fundador de la antropología biológica. Para un análisis de esa parte de su obra véase Bertoletti (1994). Todo ello, tanto en el caso de Blumembach como de sus seguidores, concebido a partir de unas fuerzas vitales de naturaleza más bien indeterminada. La búsqueda de esas «fuerzas vitales» sería un tema recurrente en prácticamente todos los Naturphilosophen. El proceso de razonamiento de la Naturphilosophie funcionó siempre de forma fundamentalmente inductiva, sin que eso deba considerarse como un juicio negativo. Ahora bien, ya con Goethe se planteó el problema que la citada corriente arrastraría por siempre más: la supuesta generalización a que conducía el proceso inductivo utilizado iba mucho más allá de las posibilidades que ofrecían los hechos concretos analizados. La propia obra científica del autor de Fausto es un buen ejemplo de ello, y más adelante se volverá sobre el tema. 149

La opinión expresada en 1840 por el químico alemán Justus Liebig (1803-1873) a propósito de la Naturphilosophie en general, según cita Snelders (1994), parece muy bien reflejar sus limitaciones: se trataba de un sistema lleno de palabras e ideas, pero vacío de conocimiento real y estudios profundos. Su opinión tiene especial interés, ya que había estudiado durante dos años en la Universidad de Erlangen, siguiendo los cursos de Schelling. Liebig consideraba que había sido un período de su vida perdido en el marco de una serie de vaguedades filosóficas (Snelders, 1970). En función de lo comentado, se tiene la sensación de que cuando determinadas hipótesis de los Naturphilosophen aparecen como asumibles en la actualidad por la ciencia, se trata más bien de verdaderos «palos de ciego», en un todo especulativo. Un análisis global de la Naturphilosophie implica hacer separadamente el de los especialistas de formación filosófica, de los propiamente naturalistas o afines, dado que, como puede suponerse, unos desarrollaron aspectos más filosóficos, y los otros, más científicos. Entre los filósofos, sin duda el más destacado es Schelling, el compañero de juventud de Hegel. Entre los naturalistas, los más importantes serían Oken, Carus, y Geoffroy Saint-Hilaire, quien debe ser incluido, por lo ya dicho, y por las razones que más adelante se expondrán, a pesar del apuntado carácter fundamentalmente germánico de la citada corriente de pensamiento. A la postre un no alemán como él sería ungido por Goethe, el gran pontífice, dándole la consideración de Naturphilosoph, a consecuencia de la polémica que sostuviera con Georges Cuvier en 1830. En un segundo plano, en el campo de la historia natural, podrían mencionarse el geólogo Henrich Steffens y el botánico Nees von Esenbeck. Y por supuesto, los precursores ya mencionados, Blumenbach, Goethe y, recuérdese, Kielmeyer, con todas las supuestas contradicciones. Por último cabe añadir que una de las figuras más importantes entre los Naturphilosophen se dio en el dominio de la física. Se trata de Johann Wilhelm Ritter. La química tampoco fue indemne a dicha corriente especulativa, como se verá, a pesar del prestigio de que gozaba la obra de Lavoisier. La Naturphilosophie, en el marco de la historia natural, tiene un referente último fundamentalmente morfológico, es decir, de estudio de la forma y, obviamente, en un contexto de revisión crítica del sis150

tema de Cuvier, tal como el presente, es ese referente el más interesante. Hay toda una literatura al respecto que ya se puede considerar clásica. Así Russell (1916) analizaba la Naturphilosophie en términos de tres ideas básicas de anatomía trascendental, 1) la unidad de plano estructural; 2) la noción de escala de los seres vivos (scala naturae); 3) el paralelismo entre el desarrollo del individuo y la evolución del grupo. De acuerdo de nuevo con Russell (1916), serían esas ideas básicas las que habrían inspirado en particular a Geoffroy Saint-Hilaire y sus seguidores. Consecuentemente, y dada la importancia de la morfología francesa a principios del siglo XIX, Russell escribe que: «[…] the philosophy seems to have come chiefly from Germany, the science from France». Esta aseveración parece a todas luces equivocada. La morfología francesa de esa época estaba fundamentalmente mediatizada por Georges Cuvier y su escuela, y dicho autor era completamente contrario a las tres ideas trascendentalistas evocadas por Russell. La concepción cuvierana de la morfología fue siempre, y tal como se ha señalado ya, muy empírica y alejada de, por ejemplo, los análisis geométricos de los morfotipos, del tipo de los que estaban al uso entre Naturphilosophen como Carl Gustav Carus (Lenoir, 1982). La orientación de otros anatomistas franceses del mismo período no difería mucho de la de Cuvier al respecto, como señala Gasc (2006), siendo con toda probabilidad Geoffroy Saint-Hilaire la única excepción. La interpretación que se hacía en el seno de la Naturphilosophie de la forma de los seres vivos era fundamentalmente modular: el todo orgánico era básicamente el resultado de la repetición estructural, posible a causa de la existencia de una serie de principios inmanentes, tal como el de las conexiones o el de equilibrio. La unidad de composición podría tan sólo concebirse como una repetición de las conexiones intermodulares, con un equilibrio que se mantendría a causa de que el aumento de masa de una determinada estructura sería tan sólo posible a partir de la reducción en la de otra (loi du balancement, ya evocada, según la terminología de Geoffroy Saint-Hilaire). A partir de aquí se infiere que la recombinación de los módulos puede transformar un determinado plan organizativo en otro muy diferente, en el supuesto implícito que los planos organizativos animales no fuesen en absoluto compartimientos estancos. Hasta aquí las ideas 151

básicas en relación a la morfología que, por descontado, pueden ser objeto de interpretación. Ahora bien, es en el marco de la hipótesis de variación de forma, como resultado de la repetición estructural, donde aparecen serias diferencias entre Goethe y los Naturphilosophen que temporalmente le sucedieron. Eso se concreta en la idea goethiana del arquetipo, que sería recuperada por Richard Owen, quien en principio estaba más próximo a las concepciones de Georges Cuvier que a las de la Naturphilosophie. En efecto, para Goethe el arquetipo no es simplemente una cuestión de repetición modular, como lo es para los otros. En la concepción del literato y naturalista dicha repetición, plasmada paradigmáticamente en la teoría vertebral del cráneo, como se analizará, requiere además un referente, un modelo externo, canónico, del que los elementos reales serían simplemente proyecciones (Devillers, 1996). En ese marco, el arquetipo más elemental sería la vértebra. Posteriormente, Owen redondearía el concepto de arquetipo, asimilándolo a un molde eterno producto de la voluntad divina, aceptando la raíz platónica de la idea, que no del término, ya que remitiría al concepto de eidos del filósofo griego (Schmitt, 2004). Esta concepción de arquetipo referencial, de creación divina, está por completo ausente en la obra de los Naturphilosophen, cosa que se puede atribuir, al menos en parte, a las concepciones panteístas dominantes entre ellos. Uno de los aspectos polémicos, quizá el que más, de la posible interpretación de la repetición modular, es la asunción de las mencionadas posibilidades de transformación estructural, entre planos organizativos, como un sistema «evolucionista», cosa que se ha postulado en más de una ocasión. Una correcta evaluación de esa opinión pasa por plantearse una pregunta genérica a propósito: ¿Cuál es, en última instancia, el núcleo del pensamiento evolucionista por lo que respecta al origen de la diversidad filogenética? ¿La aceptación de la transformación entre especies, o bien la de la generación de especies? En el primer caso, la asunción de la evolución biológica quedaría limitada a aceptar la existencia de una secuencia lineal de clados que, de forma concatenada, se irían dando origen entre sí, con todas las limitaciones que eso implicaría, tanto desde el punto de vista del número, como de la posible diversidad morfológica asociada a la transformación. De forma totalmente opuesta, la generación de especies como 152

mecanismo evolutivo implica necesariamente un incremento del número de taxones, como consecuencia de la fragmentación de las poblaciones parentales (Ridley, 1985). Bajo esa óptica, parece como mínimo exagerado concederles a los Naturphilosophen el apelativo de «evolucionistas», y menos en el contexto darwinista, que constituye el actual referente. Con la única excepción de Geoffroy Saint-Hilaire, ninguno de ellos se planteaba la posibilidad de alteración del plan estructural por motivos que pudieran considerarse adaptativos (en sentido amplio, y no en el actual). Al contrario, en última instancia, las alteraciones serían tan sólo ocasionadas por las limitaciones implícitas de la forma. Ese punto de vista es quizá el que ha hecho que la Naturphilosophie haya sido tan atractiva, en los momentos actuales, para los grandes críticos de la selección natural y del neodarwinismo, y defensores acérrimos de la noción de limitaciones inherentes (constraints; véase Casinos y Gasc, 2002). Es en ese marco en el que debe comprenderse la ya citada valoración positiva de la Naturphilosophie por parte de Stephen Jay Gould. Por todo lo dicho, ni tan sólo la manida condición de «precursor» del evolucionismo parece aplicable a ninguno de los Naturphilosophen. Pero es que además, si el esquema de los ya mencionados embranchements es en la actualidad a todas luces insuficiente, una cosa es cierta: la idea de una transformación en el sentido horizontal de estructura entre los embranchements, independientemente de su número, es absolutamente irreal. No hay transvase entre las diferentes ramas del árbol genealógico que genera la evolución. Ahora bien, lo que es innegable es que algunos pocos de los principios morfológicos desarrollados por la Naturphilosophie, con una mínima base no puramente especulativa, independientemente de fueran fruto de su tiempo o de la labor del grupo, han sido de una importante trascendencia. Sobre todo los que inciden en el tema del desarrollo embrionario (Gould, 1977), que sin duda han sido mucho más importantes para el porvenir de la biología que la idea de unidad de composición de los estadios adultos, tan querida por Geoffroy Saint-Hilaire. En ese contexto cabe recordar que ya en 1793 Kielmeyer, que fuera profesor de Cuvier en Stuttgart, como ya se ha mencionado, puso en relación los estadios embriológicos de los diferentes grupos de vertebrados. Una especie de formulación anticipada de la ley biogenética fundamental de Haeckel (Richards, 2002). 153

Parece ser que las visiones recapitulativas de Kielmeyer iban mucho más allá del mero paralelismo entre ontogenia y scala naturae, ya que mantenía un punto de vista que implicaba una estrecha relación entre la historia del planeta y la secuencia de los niveles de organización, basada en una fuerza de desarrollo común. Coleman (1973) atribuye dichas ideas de Kielmeyer a la influencia del pensamiento del ya citado Johann Gottfried von Herder quien, al margen de sus trabajos sobre la filosofía del lenguaje, se interesó mucho por la idea de una scala naturae progresiva, no tan sólo en el aspecto estructural, sino también en el funcional. Las ideas cosmogónicas de Herder concebían la evolución del planeta con un carácter finalista, como una especie de preparación para alojar en su debido momento a la humanidad. La elevación hacia la naturaleza humana comenzaría con lo mineral, para proseguir con el nivel de organización vegetal y a continuación el animal (Schmitt, 2006). Ahora bien, Coleman (1973) resalta también el rechazo de Kielmeyer a la arrogancia y falta de rigor de los Naturphilosophen, lo que da una idea todavía más ambivalente, si cabe, a las relaciones del personaje con la corriente de pensamiento que aquellos representaban. Cabría añadir que las ideas de Kielmeyer expuestas carecían por supuesto de la menor base empírica, especialmente por lo que hace al origen y desarrollo de la Tierra, sobre lo que no parece haber tenido ninguna inquietud paleontológica ni estratigráfica. Pero para Coleman, el antiguo docente de Cuvier era al menos consciente de sus limitaciones. Cuatro años más tarde, otro compañero de juventud de Cuvier, Autenrieth, volvería a incidir sobre el tema recapitulativo. Se ha mencionado ya el papel fundamental que Schelling juega con respecto a la Naturphilosophie. Se hace necesario contextualizar dicho papel en su biografía. Al abandonar el Stift de Tübingen, y dado que tampoco se decide por seguir la carrera eclesiástica, Schelling se busca la vida como tutor de dos muchachos. Una opción paralela a la que habían hecho Cuvier y Hegel. Desempeñando dicha función, llegan los tres a Leipzig en 1796, en cuya universidad sus pupilos debían estudiar. Schelling aprovecha la circunstancia para su propia formación. En la Facultad de Medicina asiste a un curso de Física Elemental, en el que se familiarizaría con la nueva química de Lavoisier, una verdadera revo154

lución científica para el momento (Morgan, 1990). Su percepción de dicho fenómeno debió ser crucial para su pensamiento. En octubre de 1798, consigue un notable ascenso en la escala social, al conseguir ser reclutado como docente universitario en Jena. El verano lo había pasado en Dresde, en compañía de los dos hermanos Schlegel (August Wilhelm y Friedrich), quienes en la primavera del mismo año habían publicado el manifiesto romántico. Schelling se imbuye del espíritu que emana de dicho manifiesto.

FIGURA 28. F. A. Tischbein (1793). August Wilhelm Schlegel. Óleo. The University of Chicago Press, Chicago.

La contribución de Schelling al desarrollo de la vertiente filosófica de la Naturphilosophie se lleva a cabo en un lapso de tiempo realmente corto, coincidente con el período de su vida que se acaba de evocar. Véase el estudio preliminar a Schelling (1996). Dicho lapso se abre en 1797, cuando con veintidós años publica Ideen zu einer Philosophie der Natur als Einlaitung in das Studium dierser Wissensschaft (Ideas para una filosofía de la naturaleza como introducción al estu155

dio de esta ciencia). Un año más tarde da a la imprenta Von der Weltseele (Del alma del mundo), que sólo a medias cumple el proyecto original de ser la continuación de la obra anterior. Y finalmente, en 1799, aparece Erster Entwurf eines Systems der Naturphilosophie (Primer esbozo de un sistema de filosofía de la naturaleza), que ha sido considerada como su obra más completa sobre el tema. En su conjunto, estas tres obras constituían el exponente de una clara reacción contra la filosofía de Fichte quien, tal como ya se ha expuesto, había sido su predecesor en el empleo de profesor de dicha materia en Jena. Ahora bien, aunque se interpreta que la crítica a Fichte se fue moderando a lo largo de las tres obras mencionadas, perduró en un contexto general. La crítica genérica que Schelling hace del sistema de su antecesor en el cargo, remite a la acusación de que el idealismo de Fichte ignoraba la realidad natural. Ya se ha mencionado que por aquellos años Hegel asumía también dicha crítica. Consideraba Schelling que tan sólo en el campo de la naturaleza y de la humanidad era posible avanzar con éxito en el terreno filosófico. A la duda kantiana sobre si era posible pasar de la filosofía teórica a la práctica, Fichte habría respondido intentando crear una filosofía que reuniera las dos características a un tiempo. Pero para Schelling la solución era una filosofía fundamentada en las leyes eternas de la naturaleza, basada incluso en los conceptos y nociones a los que la misma ciencia debía metodológicamente recurrir (Poggi, 2000). En ese sentido, la filosofía de Gottfried Leibniz (1646-1716), a pesar de las reticencias iniciales que Schelling tuvo hacia ella, llevaba en si misma lo que él consideraba el espíritu general del mundo, absolutamente necesario para la nueva filosofía que aspiraba a crear. En última instancia, Schelling pretendía llevar a cabo una crítica radical del dualismo en filosofía que, a su parecer, se habría desarrollado a partir de Descartes. La consecuencia de dicho dualismo habría sido el divorcio de la materia y el espíritu, lo que él denominaba «idealismo subjetivo». En contraposición, el sistema alternativo que pretendía construir Schelling tenía unas raíces claramente panteístas, que en última instancia se remontarían a Baruch Spinoza (16321677). Pero los estudiosos de la obra de Schelling consideran que, paralelamente a la evolución de su ya mencionada crítica de Fichte, existen diferencias importantes entre la visión de la naturaleza que aparece en los dos primeros títulos mencionados y la concepción global que se da en el tercero y último, consagrado íntegramente, 156

como indica el título, a la filosofía de la naturaleza. En efecto, en un primer momento su concepción del mundo natural habría pasado por considerarlo un organismo en sí mismo, obviando las relaciones de orden mecánico que pudieran darse entre sus componentes. Dicha concepción correría pareja con la creencia en la existencia de un principio vital de toda la realidad natural. Identificado primero con el oxígeno, luego, de forma mucho más idealista, Schelling llegaría a pensar que la naturaleza en su conjunto podía llegar a explicarse mediante un sistema dialéctico de fuerzas contrapuestas, capaces de neutralizarse entre ellas mismas, tal como lo harían los sexos o los fluidos eléctricos y magnéticos. En última instancia habría las fuerzas opuestas del espíritu, atracción y repulsión. La parte negativa de cada uno de los citados duetos tenidos en cuenta por él, quedaría más o menos absorbida por la correspondiente parte positiva. Las diferencias entre esos binomios de fuerza, originarían los diferentes tipos de materia. Es precisamente esta segunda interpretación la que se desarrolla plenamente en el tercero de los libros reseñados. De hecho, mucho más tarde, cuando en 1832 Schelling tuvo conocimiento de los trabajos de Michael Faraday (1791-1867) sobre electromagnetismo (fenómeno descubierto hacia 1820 por el danés Hans Christian Oersted [1777-1851]; véase Hoch [1982] y Snelders [1990]), los consideró como una confirmación experimental de sus especulaciones, de tal manera que publicó un trabajo a propósito (1832), Über Faradays neueste Entdeckung (Sobre el más nuevo descubrimiento de Faraday). Véase Tilliette (1999) para una amplia revisión de la obra de este filósofo. Tanto él como sus seguidores dieron alegremente el salto desde la concepción de la esencia de la materia como dos fuerzas confrontadas, a considerar que el esquema era explicativo de la naturaleza entera y de sus fenómenos. La concepción mencionada tenía unas indudables raíces kantianas que Schelling no negaba. En efecto, y muy al contrario, reinvindicaba la obra del filósofo de Könisberg Metaphysische Anfangsgründe der Naturwissenschaft (Primeros principios metafísicos de las ciencias de la naturaleza) (Poggi, 2000), donde se defiende que la constitución de la materia es debida, en última instancia, a las fuerzas de atracción y repulsión. Ahora bien, Schelling consideraba insuficiente esta teoría de Kant, en la creencia de que era necesario adjuntar un principio de orden diferente, de base empírica, tal como él pretendía. Como se ha señalado más arriba, su sistema era deudor de 157

la formación científica que había ido adquiriendo. Así, en Von der Weltseele no tan sólo hace referencia a las ideas de Kielmeyer y Blumenbach, sino que incorpora las nociones adquiridas de la nueva química. En consecuencia, en dicha obra analiza tanto la naturaleza orgánica como la inorgánica, ambas siempre como resultado del dualismo del espíritu antes mencionado, incorporando como contraposiciones la actividad y la pasividad, la libertad y los propios límites de la libertad (Morgan, 1990). En el fondo no es nada extraño que, a partir de un determinado momento, Hegel considerara a Schelling casi como un «traidor». Mientras que aquel profundizaba en el idealismo de su sistema, su antiguo amigo bregaba por una filosofía que no privilegiase la vertiente abstracta de los fenómenos naturales; antes bien integrase la experiencia, huyendo de la conceptualización, que no hacía más que idealizar las cuestiones reales. Schelling clamaba, en última instancia, por un empirismo incondicional. Por supuesto que la contradicción entre esos propósitos teóricos y la realidad de su especulación sobre el principio vital, por ejemplo, es más que obvia. El pensamiento de Schelling sigue estando arrinconado en los ambientes filosóficos, mientras que, como consecuencia de todo lo expuesto, en ciertos círculos biológicos se ha recuperado su figura. Dicha recuperación se lleva a cabo a través de la parte de su obra que se acaba de enumerar y en la que son claras las raíces platónicas de sus ideas sobre filosofía de la naturaleza, en contraposición a la interpretación aristotélica de la que hacía gala Cuvier. En concreto, son sin duda dichas raíces las que han hecho atractivo el personaje para la ya citada corriente estructuralista, actualmente presente en morfología animal, que defiende el supuesto de que la introducción de las ideas de funcionalidad y selección natural llevó a una distorsión de los objetivos primordiales en el estudio de la forma (Rieppel, 1988). Gould (1977) destaca en particular las reflexiones de Schelling sobre la supuesta relación inversa entre madurez sexual y capacidad de diferenciación. La posición de los organismos inferiores en los escalones más bajos de la scala naturae, estaría motivada por su incapacidad para retardar el momento de la madurez sexual. Habría sido una particular lectura avant la lettre del fenómeno que actualmente se conoce como heterocronía. Pero hay otra dimensión que ha sido también rescatada de esa obra temprana de Schelling, y que abraza tanto a Hegel y Goethe 158

como al teólogo Schleiermacher. El pensamiento de este último será revisado en otro capítulo de esta obra, pero se hace aquí necesario al menos evocar su nombre en el contexto. Se trataría de una aproximación a la naturaleza con una dimensión ética. Véase Gregory (1990) para una revisión de la cuestión. Se pretende que en todos esos pensadores habría existido una preocupación por una ontología genuina de la naturaleza, en la que no cabría la separación entre lo ético y lo estrictamente material. Heinrich Steffens habría también participado de esa aspiración de crear un puente por medio de la Naturphilosophie, como análisis a la vez del hecho natural y de la ética. En el caso de Schleiermacher, la obra de Schelling a propósito habría sido fundamental para su toma de posición. En estos tiempos de profunda preocupación por el porvenir del planeta, esta visión ética de la naturaleza es quizá lo más positivo que se puede recuperar de esa tendencia filosófica. Snelders (1970) lleva a cabo una lectura global de las ideas de los Naturphilosophen y del propio Hegel, como opuestos todos ellos a la experimentación. Considera que todo eso tuvo una nefasta influencia, bloqueando las tendencias empíricas en las universidades germanas. Dicha opinión es totalmente infundada. En primer lugar porque parece gratuita la afirmación de que en Hegel hubiera una postura anti-experimentalista. El no estaba ni a favor, ni en contra. Simplemente, su preocupación era la idea, de tal manera que nunca pretendió llevar a cabo una interpretación especulativa del mundo material, simplemente porque esa realidad, como degeneración de la idea, no le interesaba ni poco ni mucho. Por otro lado, es negar la evidencia histórica hablar de unas universidades germanas ajenas a la práctica experimental, especialmente en la de Berlín, como se verá más adelante. Y fue por supuesto en la universidad de la capital de Prusia donde la influencia de Hegel fue más importante. De hecho, a partir de la fundación de dicho centro de estudios superiores, la deriva experimental en las universidades de lengua alemana fue tan importante que, por ejemplo, en Francia se llegaron a elaborar informes que rayaban el espionaje (Wurtz, 1981). A pesar de toda esa evidencia en contra de ese supuesto anti-experimentalismo de la ciencia alemana, la citada opinión de Snelders no es nueva. En los albores de la primera gran masacre europea, la que se extendió desde 1914 a 1918, y en octubre del primer año de guerra, 159

tuvo lugar la famosa llamada de 93 intelectuales alemanes (entre ellos Haeckel y Max Plank [1858-1947]) titulada Al mundo civilizado, en defensa de su país como la patria exclusiva de la ciencia y de la cultura. En el mismo marco chovinista sobrevino la respuesta francesa, en la que destacan los escritos de Lote y Picard (ambos reditados por Coleman en 1981, junto al ya citado informe Wurtz). En una óptica completamente opuesta a la objetividad del informe de Wurtz, que se acaba de citar, ahí valía todo. Desde la reivindicación del lamarckismo frente al darwinismo (en la medida que Weissman, alemán, se reclamaba darwinista), sobre todo a propósito de los caracteres adquiridos (leyendo a Lote se llega a tener la sospecha de que Lysenko lo había también leído), hasta la reducción de la ciencia alemana en su totalidad a una especie de apostilla de la Naturphilosophie. Por supuesto que la objetividad estaba completamente ausente. Se trataba de contribuir al esfuerzo de guerra a golpe de panfleto. Punto. En el otro campo, entre todos los naturalistas preocupados por establecer y formalizar una filosofía de la naturaleza, destaca la figura de Lorenz Oken (1779-1851) como la más interesante, dada la trascendencia que sus ideas, formuladas de manera totalmente especulativa, tuvieron posteriormente en ciertos campos de la biología. Discípulo de Blumenbach, aunque había recibido una formación médica, había estudiado también en la prestigiosa escuela de minas de Freiberg (como lo había hecho Alexander von Humboldt) y tenía además una sólida base filosófica, que incorporaba tanto ideas de la escuela estrictamente kantiana, como otras que tenían su raíz en Schelling. Todo esto daba a su pensamiento unas características globalmente muy particulares. Para él las leyes naturales no eran otra cosa que pensamientos fijados de Dios (Snelders, 1970). Entre 1809 y 1811 publicó, en tres tomos, su obra capital sobre el tema de la filosofía de la naturaleza, bajo el título de Lehrbuch der Naturphilosophie (Manual de filosofía de la naturaleza), en la que intentaba dar una visión general, desde el punto de vista metafísico, de las ciencias naturales. Partía del supuesto de que la parte material del universo, es decir, la naturaleza, es la representación de las actividades individuales del espíritu, de forma tal que la vida existiría desde el origen de todo, siendo el propio universo parte de la vida y el mundo un organismo (Weltorganismus). En forma paralela, el reino animal sería la representación de las funciones presentes en el ser humano. Esta última 160

idea estaría en relación con el ya mencionado otro gran principio dominante en la Naturphilosophie, la defensa a ultranza de la concepción de la scala naturae o escala de los seres vivos. En el caso de Oken se fundamentaba básicamente en el supuesto de que la anatomía humana era considerada, en última instancia, como culminación lógica de la mencionada escala; no sería nada más que el resultado de la adición de todos los órganos que en las formas consideradas inferiores, o menos perfectas, habrían estado presentes. Parece ser que en ese sentido las ideas evocadas de Herder, en lo referente al carácter progresivo de dicha scala naturae, influyeron también mucho sobre Oken, en forma parecida a como lo habían hecho sobre Kielmeyer. Curiosamente, Lorenz Oken coincidía con Georges Cuvier en la pretensión de tratar las ciencias naturales a partir del modelo que proporcionaban las matemáticas, pero lo que para el francés era un modelo de exigencia de capacidad predictiva para el alemán se transformaba en un ejercicio de corte pitagórico. La idea del absoluto, o eterno, la asocia al cero, el concepto matemático de orden superior. La tricotomía, representada en matemáticas por el cero, el más

FIGURA 29. Grabado anónimo. Lorenz Oken. The University of Chicago Press, Chicago. 161

y el menos, tendría su proyección en la naturaleza y en Dios (en forma de sus propias esencia, entelequia, y forma) (Snelders, 1970). Como consecuencia, y en función de su aceptación de la idea de Schelling de una evolución dialéctica de la naturaleza, la clasificación debía reflejar dicha idea. Gould (1984) resume así el sistema de clasificación que Oken defendía. El sistema se basa en la idea antes evocada de adición de órganos y de la correspondiente creciente complejidad. Ahora bien, la serie está en cierta manera invertida, ya que la culminación, el ser humano, no es tanto un producto de los seres inferiores, sino que estos son el resultado del desmembramiento de la estructura humana; el trasfondo platónico es evidente. Organiza todo el sistema según círculos pentámeros. Cinco son los sentidos (tacto, gusto, olfato, oído y visión) y cinco los grupos animales. Dermatozoa o invertebrados, que están al nivel del sentido del tacto. Glossozoa o peces, en los que por primera vez aparece una lengua diferenciada que permite el gusto. Rhinozoa o reptiles, en los que las fosas nasales se abren dentro de la boca y permiten inhalar aire. Otozoa o aves, donde aparece un pabellón auditivo externo. Ophtalmozoa, Thricozoa o mamíferos, los únicos en los que todos los órganos de los sentidos están plenamente desarrollados, ya que implican ojos móviles, dotados de párpados. A su vez, en los mamíferos se repite un doble esquema pentámero, correlacionado con los mismos sentidos. En orden creciente, los cinco grupos de mamíferos son los roedores; los perezosos y marsupiales; los murciélagos e insectívoros; los cetáceos y ungulados; y los mamíferos avanzados, primates y carnívoros. Estos últimos se dividen a su vez en cinco grupos, referidos por supuesto a los cinco sentidos. De nuevo, en orden creciente estarían los perros y gatos, las focas, los osos, los monos y los seres humanos. Por supuesto que cinco serían las razas humanas: los africanos (hombres-piel); los aborígenes australianos y malayos (hombres-lengua); los amerindios (hombres-nariz); los asiáticos-mongoles (hombres-oído) y los blancos europeos (hombres-ojo). De forma un tanto delirante, Lorenz Oken pretendía que su sistema pentámero podía tener consecuencias prácticas desde el punto de vista médico. Si se organizaran los minerales y los vegetales en esquemas de a cinco, y dado que los medicamentos son de origen 162

mineral y/o vegetal, se trataría de curar, por ejemplo, a los africanos con plantas-piel (o tacto) y a los europeos con plantas del nivel visión. En el mencionado trabajo, Gould pone el acento sobre la coherencia del sistema de Oken y, realmente, coherencia (asimilada a rigidez) no es precisamente lo que le falta. Intenta también defenderlo de las burlas de que ha sido objeto con el argumento de la contextualización cultural del momento histórico en que fue desarrollado. Pero el argumento es en si mismo una falacia. Ya se ha hecho referencia anteriormente al problema de los límites que debe tener la especulación científica. Que el contexto cultural de la Naturphilosophie implicara especulación, que de todas formas ya se ha calificado como desbocada, no excluye de responsabilidad generar esquemas al estilo pitagórico dos mil años más tarde, con todos los avances que la ciencia había experimentado en los últimos trescientos años. Se verá más adelante que las ideas de otro morfólogo adscrito a la Naturphilosophie, Carus, respondían también a un fetichismo semejante, aunque de carácter euclídeo. Y si del contexto histórico y no cultural se trata, ¿hace falta recordar que, por los mismos años, Georges Cuvier, por ejemplo, generaba un sistema de clasificación basado en datos morfológicos empíricos? Las reflexiones últimas de Oken a estos propósitos, de base fuertemente panteísta, han sido consideradas frecuentemente como punto de partida del monismo evolucionista, que años después desarrollaría Ernst Haeckel. Los juicios de ese mismo científico, así como del propio Darwin, estarían en el origen de la consideración de Oken como un proto-evolucionista, según algunos autores. Véase Richards (2002), por ejemplo, sobre las supuestas raíces de la concepción evolutiva de Darwin en la Naturphilosophie. Ruse (2004) hace una critica profunda de la opinión de Richards, mostrando de entrada que la actitud de Darwin hacia la naturaleza nada tenía que ver con la romántica, o la de la tantas veces citada corriente alemana de pensamiento. En términos generales, la realidad es que los enfoques del autor del Origen de las especies y de Lorenz Oken, o de cualquier otro Naturphilosoph, eran completamente contrapuestos. Recuérdese lo ya dicho a propósito de la concepción romántica de las relaciones del ser humano con la naturaleza. En última instancia, si bien es cierto que hay pruebas de que Charles Darwin debió leer hacia 1847 la 163

traducción inglesa del Lehrbuch de Oken, de acuerdo con su lista de lecturas, dicha lectura no debió impresionarlo demasiado, porque el ejemplar está por anotar y algunas de las páginas por abrir (Breidbach y Ghiselin, 2002). Entre las ideas de Oken que se consideran notables por el posterior impacto que tuvieron está la teoría vertebral del cráneo, formu-

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FIGURA 30. Esquemas comparativos del número de vértebras presentes en el cráneo según Oken (cuatro) (1) y Carus (seis) (2). Muséum National d’Historie Naturelle, Archives, Paris.

lada al parecer simultáneamente por él y Goethe, así como la referente a la sustancia coloidal primitiva, un supuesto compuesto de carácter albuminoide que, originando en primer lugar los «infusorios», una especie de pequeñas vesículas de tamaño microscópico, capaces de juntarse y recombinarse, estaría en la base del origen de todos los seres vivos. De forma más o menos acertada, se la ha interpretado como una prototeoría celular. La mejor prueba de la supuesta trascendencia de esta última idea de Oken sería la alta valoración que de ella hacía Haeckel, a pesar de su nulo aprecio por la Naturphilosophie en general. Pero en última instancia, se plantea la cuestión de hasta que punto, en términos estadísticos, la especulación sin límites no puede llevar a concepciones susceptibles de ser asimiladas a teorías científicas. En otra parte de este texto se analiza la polémica que se desarrolló contemporáneamente en torno de quién era la idea original sobre 164

la teoría vertebral del cráneo, de Goethe o de Oken. Debe considerarse dicha polémica, ya en su momento, como bastante gratuita, no tan sólo porque hoy se sabe de un posible tercer candidato, Duméril (André Marie Constant Duméril, 1812-1870), sino porque no sería ni el primer ni el último ejemplo de planteamiento simultáneo e independiente de una misma teoría científica. Pero la concepción de Oken a ese propósito merece, como mínimo, revisarse para comprender hasta que punto su análisis de la naturaleza podía una vez más llegar a ser subjetivo, con influencias que aparecen como de tipo alquimista y cabalístico; en el segundo de los casos, reflejadas en una cierta obsesión por el esquema tabulado, a base siempre de patrones numéricos repetitivos. Oken formula su propia versión de la teoría vertebral del cráneo al poco de su llegada a Jena, concretamente en 1807 (Über die Bedeutung der Schädelknochen, Sobre el significado de los huesos del cráneo). Ante la duda de cuántas vértebras han contribuido a la formación del cráneo, afirma taxativamente que cuatro, ya que de los cinco sentidos, a los que como se ha visto daba tanta importancia, cuatro residen en el cráneo y uno, el tacto, en la totalidad del cuerpo. Dichos cuatro sentidos cranianos se ordenarían como visión, oído, olfato y gusto. El último sería el extracraniano, el tacto. Lorenz Oken visitó París en 1821, lugar y momento en que trabó relación con Geoffroy Saint-Hilaire, con quien después mantendría una correspondencia bastante regular y amistosa. El francés siempre insistió en que a pesar de las similitudes entre uno y otro, los respectivos puntos de vista se habían desarrollado con independencia, quizá para remarcar su prioridad cronológica. Oken desarrolló también un papel importante como divulgador de la Naturphilosophie y, en menor medida, de la Ciencia en general. En efecto, entre 1817 y 1848 fue el editor de la revista Isis (subtitulada Ein encyclopedisches Zeitschrift, una revista enciclopédica). A través de ella puede seguirse el desarrollo de la Naturphilosophie, ya que se hacía amplio eco de las más variopintas opiniones especulativas en ciencia encuadradas en aquella tendencia. Sin embargo, pueden también encontrarse en aquella contribuciones de importantes científicos en ciernes (Snelders, 1970), como es el caso del fisiólogo Johannes Müller (1801-1858) (Tort, 1996c). 165

En ese contexto un tanto simbólico y, como se ha mencionado, euclídeo, por sus implicaciones de tipo geométrico, destaca también la figura del otro más importante morfólogo dentro de la Naturphilosophie, Carl Gustav Carus (1789-1869). Se trata de un personaje polifacético, de una gran curiosidad intelectual, resultado todo ello en gran parte de haber sido un notable viajero para la época, en su condición de médico personal del rey de Sajonia. En ese polifacetismo se encuadra su condición de pionero de la psicología, a la que habría aportado la noción de inconsciente (Schmitt, 2004). Su faceta artística como pintor (ya se ha señalado que era amigo personal de Caspar David Friedrich) no es ni mucho menos desdeñable. En 1822 fundó con Lorenz Oken y Alexander von Humboldt el congreso anual de naturalistas y médicos alemanes. A diferencia del ya citado Oken, mantuvo siempre una estrecha relación de amistad con Goethe. Por supuesto, en el presente contexto es la parte de su obra concerniente a la anatomía comparada la que más interesa, obra que en su momento tuvo una amplia difusión, de la que es un reflejo la traducción francesa de su tratado sobre el tema (1835). En última instancia, sus ideas morfológicas son inseparables de sus concepciones panteístas, que implicaban una negación conceptual de la muerte, substituida por una visión de la materia viva en eterno reciclaje. En definitiva, un cierto weissmanismo avant la lettre. La naturaleza, el macrocosmos, se vería reflejada en el microcosmos del individuo. En uno y otro caso, la esfera sería la forma fundamental, forma infinita en el caso de la naturaleza y módulo primario en el del individuo. La esfera, como forma geométrica perfecta, permitiría la individualización respecto del mundo externo y estaría sometida a deformaciones que la harían oval en el caso de un aumento de la actividad vital o poliédrica cuando hubiera disminución. La concreción morfológica última de la esfera, por derivación, sería la vértebra. Se volverá sobre esta analogía más adelante. Los principios expuestos anteriormente, justificarían el sistema de Carus de clasificación de los seres vivos, representado por una serie de círculos concéntricos. En el más exterior estarían los oozoarios, los animales más primitivos, en los que tan sólo existiría un dermatosqueleto, es decir, la estructura indispensable para permitir la individualización. En el siguiente círculo se hallarían los corpozoarios, que se caracterizarían por poseer ya un esplancnosqueleto o esqueleto visceral. En una zona más centrípeta situaba los céfalo166

zoarios, con un tercer elemento esquelético, el cráneo. El ser humano sería un caso especial de este último grupo y se situaría en el círculo más interno. Véase Schmitt (2004) para un análisis exhaustivo de las concepciones morfológicas de Carl Gustav Carus. Poggi (1994) lleva a cabo una revisión de las ideas de Carus sobre neurología, a partir de una obra temprana del autor dedicada al tema, Versuch einer Darstellung des Nervensystems (1814) (Ensayo de una

FIGURA 31. Clasificación del reino animal de Carus, según un esquema de círculos concéntricos. La perfección aumenta en sentido centrípeto. En el más exterior estarían los oozoarios, los animales más primitivos. Seguirían los corpozoarios (moluscos y articulados). A continuación, los céfalozoarios o vertebrados. El ser humano sería un caso especial de este último grupo, y se situaría en el círculo más interno. Muséum National d’Historie Naturelle, Archives, Paris. 167

representación de los sistemas nerviosos). En ella se manifestaría una vez más toda la ambigüedad de la Naturphilosophie, en función de la mezcla entre una serie de hechos empíricos, fruto de la observación clínica, y de hipótesis especulativas de naturaleza totalmente general que, en última instancia, remiten a las ideas filosóficas de Schelling. Así la defensa del carácter polar del sistema nervioso, o la aceptación acrítica de una ley general de la naturaleza, que implicaría que las formas más complejas incluyan y repitan a las más inferiores. Para Carus se trata del sistema más importante, el nervioso, en lo que coincide con Cuvier, debido a que es el que confiere a cada organismo su propia individualidad, permitiéndole separarse del mundo exterior. Sería en ese sistema donde la idea de Dios se revelaría de forma más palpable. Todo lo citado puede parecer un tanto delirante incluso para los planteamientos del momento pero, como se verá a continuación, las concepciones de Oken o Carus no eran excepcionales en el marco de la Naturphilosophie. El noruego Henrich Steffens (1773-1845), considerado el máximo exponente de la Naturphilosophie en geología, fue muy posiblemente también el único en su campo. Admirador de Goethe, se convirtió en un ardiente defensor de las ideas filosóficas de Schelling, que trató de incorporar a sus hipótesis sobre la historia de la Tierra. En 1800 publica Ueber den Oxydations und Desoxydations Process der Erde (Sobre los procesos de oxidación y desoxidación de la Tierra), donde propone la idea de que la naturaleza es el primer escalón hacia el desarrollo gradual y progresivo de la mente. El sistema que ideó se basaba fundamentalmente en la utilización de las concepciones duales, propuestas por su referente en el campo filosófico, en el campo geológico. A una polaridad primaria norte-sur se añadirían las correspondientes al magnetismo y al dualismo nitrógeno-oxígeno. En dos ediciones (1829, 1835) de su obra Polemische Blätter zur Beförderung der spekulativen Physik (Papeles polémicos sobre el desarrollo de la física especulativa) entra a saco en lo que respecta a todos los paradigmas dominantes en física, química, geología y fisiología, no dejando títere con cabeza, a partir de sus concepciones absolutamente especulativas (Snelders, 1970). Steffens fue nombrado rector de la Universidad de Berlín en 1833, es decir, poco después de la muerte de Hegel, en un contexto que se ha interpretado como un intento de 168

borrar de forma absoluta cualquier traza del pensamiento del autor de la Fenomenología. Recuérdense los mangoneos del futuro Federico-Guillermo IV, evocados en otro capítulo de esta obra, que habrían permitido que Schelling pasara a ocupar más tarde la cátedra de Filosofía del Centro de Estudios Superiores de la capital de Prusia, la misma cátedra que habían profesado Fichte y Hegel. Se podría decir que Steffens ha pasado a la historia, aparte de por sus estrafalarias hipótesis, por una cierta fama de arribista. La obra de Christian Gottfried Daniel Nees von Esenbeck (17761858) se desarrolló de forma paralela a la del citado Steffens, sólo que en el terreno botánico. Sus interpretaciones de los reinos de la naturaleza se fundaban también en última instancia en las concepciones duales de Schelling y, a un nivel más concreto, pretendían establecer una correspondencia con las polaridades geológicas supuestamente establecidas por Steffens. Rompiendo con el esquema linneano de tres reinos (mineral, vegetal, animal), dividía el segundo en hongos y plantas superiores, mientras que separaba al ser humano del tercero, de tal manera que los cuatro reinos así establecidos serían la expresión de los cuatro puntos cardinales: los hongos, del norte; las plantas superiores, del sur; los animales, del oeste; el ser humano, del este. A partir de aquí, cualquier comentario sobre el pensamiento de von Esenbeck sería gratuito. Johan Wilhelm Ritter (1776-1810), natural de Silesia, tuvo una corta pero intensa vida. Después de una experiencia como mancebo de botica, llegó a Jena con veinte años. En 1798 integra en dicha ciudad el que ha sido considerado como el núcleo más genuinamente fundacional del Romanticismo germánico junto, entre otros, con Novalis (1772-1801), los ya citados hermanos Schlegel, Johann Ludwig Tieck (1773-1853), Clemens Maria Brentano (1788-1842) y, por supuesto, el propio Schelling. Nada más llegar a Jena comenzó a desarrollar en su universidad una serie de experimentos de galvanismo que le dieron una inmediata fama. Prueba de ello es el hecho de que Alexander von Humboldt le pidiera en 1797 que llevara a cabo una lectura crítica de su propia obra sobre los procesos químicos en la vida. Ritter ha sido considerado como el fundador de la electroquímica. En último extremo fue posiblemente el primero en plantearse que el entonces llamado galvanismo no tenía porqué ser un fenómeno ligado exclusivamente al mundo orgánico. Se ha dicho que esa idea 169

estaba basada en la concepción romántica, por él asumida, de un universo formado por la unión de lo orgánico y lo inorgánico. En esa línea, llevó a cabo diversas pruebas en las que combinaba diferentes metales a temperaturas variables. Fue incluso capaz de diseñar un prototipo de pila voltaica aunque, paralelamente a todos esos hechos empíricos, desarrollara típicas ideas especulativas y generalistas como buen Naturphilosoph, defendiendo un punto de vista inductivista. Así la idea de un pretendido sistema eléctrico generalizado de la tierra, plasmado en su obra Das elektrische System der Körper (El sistema eléctrico de los cuerpos). En el campo de la óptica descubrió los rayos ultravioleta. Sin duda uno de los Naturphilosophen de trabajo más empírico, se constituyó en la imagen del físico romántico (Wetzels, 1990). La figura del profesor de la Universidad de Buda Winterl merece un comentario. Como ya se ha señalado, su adscripción a la Naturphilosophie, como uno de los escasos no germánicos, debe matizarse. Docente de Química y Botánica en la capital de Hungría, experimentalista, a diferencia de la tendencia dominante entre los Naturphilosophen, pretendió haber descubierto entes más simples que los elementos químicos (Slenders, 1970). En su caso es difícil dilucidar donde terminaba el error de buena fe y comenzaba la superchería, que le habría impulsado a refugiarse en el modelo especulativo. Por último cabría citar a Gotthilf Heinrich von Schubert (17801860), de formación física, quien profundizó una vez más en la tradición nacional de recuperar las leyes de Kepler, sólo que en esta ocasión la numerología asociada la pretendía válida para el macrocosmos, el microcosmos y la vida. Los diferentes órganos del cuerpo humano se corresponderían a los planetas del sistema de Kepler, de forma que el cerebro se homologaría al Sol y la lengua a la Tierra (Snelders, 1970). Debe admitirse que, dentro del dislate, la primera analogía es al menos más gráfica que la segunda. Por mucho de lo dicho anteriormente, puede suponerse que las simpatías de Georges Cuvier por la Naturphilosophie eran nulas. Ya durante su exilio normando, cuando en las cartas que recibía de su amigo Pfaff este le hacía llegar su entusiasmo de converso en la filosofía de la naturaleza, las respuestas de Cuvier supuraban escepticismo hacia dicha corriente de pensamiento. Posteriormente, en 1801, en su cargo de secretario temporal de la Classe première de l’Institut, 170

debió elaborar un informe sobre los trabajos desarrollados por el citado Ritter sobre la descomposición del agua en sus componentes químicos mediante procedimientos eléctricos (Knight, 1990). En principio, todo era correcto. Ese era el tipo de ciencia que a Georges Cuvier le gustaba y valoraba positivamente. El problema se planteaba por el objetivo último de su autor, que parecía no era otro que apoyar las ideas de Schelling sobre la posibilidad de que todo en la naturaleza se redujera a un sistema bipolar (Outram, 1984), del que la electricidad sería tan sólo una de las manifestaciones. El mencionado sistema tendría la capacidad predictiva de explicar incluso el comportamiento humano. En conjunto, en esas ideas había dos cosas que molestaban profundamente a Cuvier. En primer lugar, la pretensión de encontrar causas primeras, una pretensión que no tan sólo él siempre consideraría completamente vana, sino que a su entender tan sólo podía conducir a hacer, en cierta manera, el ridículo. La otra cuestión que no podía admitir era que se mezclasen hechos empíricos con especulación. En ese marco, planteó siempre una objeción básica contra la tentación de llevar a cabo deducciones apriorísticas a partir de principios abstractos. Así fue también, en el seno de otra polémica científica, que lo enfrentó con Franz-Joseph Gall (1758-1828), uno de los fundadores de la frenología. Debe señalarse que la concepción que tenía Gall del sistema nervioso era mucho más materialista que la de Carus, por ejemplo, pero a través de su teoría de los niveles de evolución, asumía para el sistema nervioso, como mínimo, los principios que después Haeckel llamaría recapitulativos (Poggi, 1994). Su obra tuvo la suficiente trascendencia como para ser traducida al francés (1825). La corriente de pensamiento biológico llamada frenología defendía el principio de que las diferentes funciones controladas por el cerebro estarían localizadas en áreas muy concretas, de tal manera que habría un fuerte paralelismo entre el desarrollo de dichas áreas y la importancia de las funciones correspondientes. También en ese caso Cuvier puso repetidamente el acento sobre el mismo tema: consideraba una frivolidad pasar pura y simplemente de la descripción anatómica a sus, supuestamente, consecuencias en el plano del comportamiento. Para Cuvier eso no era más que el resultado de la utilización de una serie de principios de corte metafísico que, al invadir 171

el campo científico real, no hacían más que conllevarle desprestigio a este último. Debe señalarse que, cuando se analizan sus escritos, en más de una ocasión Cuvier se muestra un tanto envidioso de la rotundidad con que se formulaban los principios matemáticos. Comparativamente, y en sentido opuesto, para él la historia natural se movía en un campo epistemológico dudoso, dado que el estudio de la naturaleza comenzaría en una área del conocimiento caracterizado por la imprecisión de la medida y la inexactitud del cálculo y, además, la citada área se extendería hasta una zona de transición con ciertas otras ciencias, que él mismo calificaba de «morales», caracterizadas porque no tendrían otra posibilidad válida que la pura descripción. Por todas esas razones, el naturalista tenía que ser especialmente cuidadoso en lo que respectaba a sus afirmaciones e hipótesis. En ese contexto, escribe literalmente: «L’expérience seule, l’expérience précise, faite avec poids, mesure, calcule et comparaison de toutes les substances employées et de toutes les substances obtenues, voilà aujourd’hui la seule voie légitime de raisonnement, de démonstration». Y en el Discours sur les révolutions du globe hay una frase que se puede considerar lapidaria sobre cuál es su pensamiento por lo que respecta a la necesidad de rigor en ciencias naturales: «Et puorquoi l’histoire naturelle n’aurait-elle pas un jour son Newton?» (citado por Ardouin, 1970). Por supuesto que, además, no planteaba ninguna duda entre Newton y Kepler. Con ocasión del mencionado informe de 1808 sobre el progreso de las ciencias en Francia, Cuvier llevó a cabo una revisión de lo que él denomina textualmente «filosofía alemana de la naturaleza», dando una opinión completamente negativa sobre ella, considerando que se trataba de una fuente permanente de confusión entre lo que es «moral», según el punto de vista mencionado, y lo que es realidad científica, entre lo que era para él metafórico y lo que era lógico. De tal manera lo veía así que, en la introducción, afirma que le corresponde a otra classe (del Institut, se sobrentiende) dar cuenta «[…] de la partie genérale et purement métaphysique de cette entreprise», es decir, condena todo lo referente a la Naturphilosophie a las tinieblas exteriores, con respecto a las ciencias naturales. Sin embargo, es muy posible que, en un primer momento, pensara en incorporar una revisión de las cuestiones ligadas a la filosofía de la naturaleza en su informe a Napoleón, por las razones que se verán a continuación. 172

A pesar de todas las pegas que ponía al sistema, Cuvier consideraba que en el seno de la Naturphilosophie había científicos que llevaban a cabo contribuciones valiosas para el conocimiento de la historia natural. Su correspondencia muestra, de manera inequívoca, que estuvo en contacto con diversos Naturphilosophen, ya fueran Goethe, Carus y, por supuesto, Kielmeyer. Cuvier valoraba debidamente el trabajo anatómico de todos esos personajes, como valoraba el de cualquier otro, en la medida en que se tratara de una labor empírica, y siempre con independencia de la corriente de pensamiento a la que perteneciera. Prueba de su estima por Carus o por Kielmeyer es que requirió su colaboración para la Histoire naturelle des poissons (Outram, 1984). Ahora bien, cuando afloraba el tema que pudiera calificarse de «ideológico», la cosa se complicaba. Como un todo, la Naturphilosophie lo sacaba de sus casillas y, en el seno del conjunto, Oken lo conseguía en particular. Cabría preguntarse hasta qué punto en esa inquina influía la amistad del teutón con Geoffroy. Todo eso se refleja en las cartas que dirigió a propósito a Kielmeyer, con el que le unía por supuesto una gran confianza. En ellas le solicita información sobre la Naturphilosophie para su repetidamente citado informe sobre el progreso de las ciencias, lo cual hace pensar, tal como se ha comentado anteriormente, en una primera intención de incluir el tema en el Rapport historique. En las misivas echa literalmente pestes de Oken, acusando al alemán de manifestar una abierta hostilidad hacia él, hostilidad que hacía imposible que la consulta que le estaba haciendo a Kielmeyer la hubiera dirigido directamente a Oken. Argumenta también que la llamada filosofía de la naturaleza no coadyuva precisamente al prestigio y reputación de las ciencias naturales. Acusa incluso a los Naturphilosophen de blindarse a través de lo que él califica literalmente de «terrorisme littéraire», con objeto de evitar la crítica (Outram, 1979). Kielmeyer le respondió con una muy extensa misiva, en la que de entrada parece que se esforzara por no acabar con una ya antigua amistad. En dicha respuesta sus simpatías por la Naturphilosophie, como discípulo de Blumenbach, y partidario de Schelling, parecen más que notorias, contradiciendo otras opiniones (Coleman, 1973), que se comentan oportunamente. De entrada intenta hacerle ver a Cuvier que el nuevo idealismo (Schelling) ha superado con mucho el antiguo, de raíces kantianas, y del que Fichte habría sido el último seguidor. La superación vendría en gran parte motivada por el hecho 173

de haber ido más allá de la imposibilidad del sistema de Kant para distinguir entre lo objetivo y lo subjetivo, para dar una explicación a las representaciones humanas del mundo aparente. Por el contrario, el nuevo idealismo se preocuparía no tan sólo por los aspectos formales de la experiencia, sino también por el origen de las sensaciones. Destacaba también Kielmeyer otros logros de la nueva corriente de pensamiento, tales como el esfuerzo unificador del conocimiento humano o el descubrimiento de las fuerzas bipolares, cuya existencia, como transformaciones del magnetismo o de la electricidad, iba mucho más allá de la mera formulación teórica o hipotética de los nuevos idealistas. En ese contexto, la naturaleza sería concebida como un todo orgánico, de la que los seres vivos no serían más que representaciones individuales (Richards, 2002). Y todo ello planteado como una alternativa a las teorías de base mecanicista y atomística (Snelders, 1970). Es innegable que esa visión del mundo natural, de raíces claramente panteístas, tiene continuidad en determinadas formulaciones actuales, tales como Gaia (Lovelock, 2000). Dadas las opiniones de Georges Cuvier sobre los temas que Kielmeyer consideraba grandes logros de la Naturphilosophie, lo más pro-

FIGURA 32. C. F. Dörr (1812). Carl Friedrich Kielmeyer. Kunstmuseum, Stuttgart. 174

bable es que los argumentos de su viejo amigo hicieran muy poca mella en él, si se tiene en cuenta la postura que mantuvo hasta el momento de su muerte, como se verá. La manera diplomática, ya evocada, en que Kielmeyer redacta su respuesta se comprende. No deja de ser curioso que Cuvier despotricara en tal medida, y de entrada, en esas cartas, de los Naturphilosophen, dado que sabía perfectamente que Kielmeyer lo había sido casi avant la lettre, y no precisamente moderado. En efecto, en 1793 no se había limitado a especular sobre el tema de la recapitulación, como ya se ha apuntado con anterioridad, tema al que, quiérase o no, se le podría atribuir una base empírica. Por medio de una obra de largo y transparente título: Über die Verhältnisse der organischen Kräfte untereinander in der Reihe der verschiedenen Organisationen, die Gesetze und Folgen dieser Verhältnisse (Sobre las relaciones de las fuerzas orgánicas entre ellas a través de la serie de las diversas organizaciones, leyes y consecuencias de dichas relaciones), había defendido la idea de una unidad de desarrollo para la naturaleza en su conjunto, basada en la existencia de tres funciones (sensibilidad, irritabilidad y reproducción) y en un proceso de emergencia que de lo inorgánico llevaría a lo orgánico y, finalmente, al espíritu. De hecho en la segunda edición de sus Leçons, publicada póstumamente (1839), Georges Cuvier dedica un buen párrafo a demoler una de las teorías más caras a los filósofos de la naturaleza, la teoría vertebral del cráneo, cuyo fundamento y origen ha sido comentado con anterioridad, a través de intentar demostrar que, de todas las regiones del cráneo, únicamente la occipital presenta un parecido real con una vértebra y, posiblemente, tan sólo a causa de la afinidad funcional. De hecho la teoría vertebral del cráneo estaba enraizada en un principio muy generalizado entre los Naturphilosophen, el anteriormente evocado de estructuración morfológica mediante módulos equivalentes. Debe señalarse que el referido principio, ya de por sí dudoso, había sido llevado a extremos totalmente delirantes, mediante su conversión en una especulación de base totalmente geométrica, de la mano de Carus y sus explicaciones sobre el origen del esqueleto. Ya se ha comentado la interpretación de la esfera como módulo básico que dicho anatomista hacía. Pues bien, siempre según Carus, la esfera sería también la forma primordial del esqueleto, pero teniendo en cuenta que una estructura de sostén no es más que una especie de 175

confluencia de los mundos orgánico e inorgánico (cristalino), la primitiva condición esférica se modificaría en biconos y cilindros, a causa de la aparición de la línea recta, que sería a su vez característica de la materia cristalina (¿?). Como consecuencia las vértebras, en tanto que modificaciones de la supuesta esfera primigenia, serían la base de la organización del esqueleto de un vertebrado (Schmitt, 2004). En los últimos años ha habido una cierta tendencia a considerar que los integrantes de la escuela de la Naturphilosophie eran más plurales en su concepción y en sus fuentes de inspiración que lo que hasta el momento se había asumido, con independencia de que, tal como ya se ha dicho, la base conceptual de la escuela de pensamiento no fuera excesivamente uniforme. Según esta interpretación, en línea con lo sugerido por Lenoir (1981), que se ha ya mencionado, habrían existido Naturphilosophen de base más kantiana, quienes se habrían aproximado al método empirista defendido por Cuvier. Ahora bien, si se recuperan las explicaciones de Kielmeyer citadas anteriormente sobre el nuevo idealismo vs. Kant, que parecen bastante razonables, no se ve el por qué de esa identificación entre kantianismo y empiricismo. En cualquier caso, probablemente las únicas figuras de la citada corriente de pensamiento que se ajustan en lo esencial a dicho perfil, supuestamente empírico, son Johann Baptist von Spix (17811826), que invocaba tan pronto a Cuvier como a Schelling, y Johann Friedrich Meckel (1781-1833), conocido en algunos momentos como «el Cuvier alemán», a causa de su obra fundamental System der vergleichenden Anatomie (Sistema de anatomías comparadas), en cinco volúmenes publicados entre 1821 y 1831, en la que expresa una opinión recapitulativa de la filogenia en la ontogenia avant la lettre. Esto le hizo merecedor de que Russell (1916) acuñara el término «ley de Meckel-Serres», ya que la primera formulación recapitulativa, según el autor británico, sería obra del alemán, paralelamente con Étienne Serres (1786-1868), discípulo de Geoffroy Saint-Hilaire y defensor de la idea de unidad de tipo de su maestro. En realidad, Serres defendió el principio de la después llamada recapitulación, como argumento de apoyo a la hipótesis de Geoffroy. Meckel se había formado en París, al lado de Cuvier, entre 1804 y 1806, de tal manera que el enfoque tradicionalmente llamado «funcional» está muy presente en su tratado. Lo cual no implica que no muestre una cierta preocupación por la teoría de los homólogos, cosa 176

que induce a pensar que no descartaba totalmente el concepto de unidad de tipo. Podría hablarse también de un «Cuvier danés», en referencia a Peter Wilhelm Lund (1801-1880) (Hoch, 1982). Anatomista, fundador de la paleontología brasileña (Simpson, 1984), llega a París en 1830, donde vive durante nueve meses, asistiendo a las clases de Georges Cuvier en el Collège de France, especialmente las dedicadas a historia de la ciencia. De vuelta a Dinamarca, antes de instalarse definitivamente en Brasil, defendería ardientemente el esquema de los cuatro embranchements, en clara confrontación con los Naturphilosophen. Sus trabajos paleontológicos en el nuevo mundo estarían claramente influenciados por el Discours. Toda esta formación de base cuvierana no sería óbice para que, siempre según Hoch, aceptara el principio de la scala naturae. Un ejemplo más de claroscuro con respecto a uno de los pilares conceptuales de la Naturphilosophie. El aspecto del pensamiento hegeliano con una vertiente más importante en relación con la biología se desarrolla desde el momento de la publicación de la Fenomenología del espíritu en adelante. Pero en general, en la obra de Hegel está completamente ausente el planteamiento de sus contemporáneos filósofos de la naturaleza, entre otras cosas porque en el sistema filosófico que él concibe, de un idealismo extremo, es literalmente imposible asumir que la idea pueda derivar de algo relacionado o perteneciente al mundo material, en concreto la naturaleza. En un contexto antropológico, aunque la utilización del término «espíritu» en la Fenomenología del espíritu es más bien confusa, lo que parece medianamente claro es que Hegel considera que el ser humano es el único sujeto de autoconciencia y de conocimiento. Como consecuencia de que las diferencias entre Hegel y Schelling se irían haciendo más y más profundas, cosa ya comentada, el primero pasaría a desconfiar cada vez más de la filosofía de la naturaleza. Hegel era completamente ajeno a la idea de una naturaleza conformada como realidad absoluta y autónoma. Sin embargo, y tal como ocurre en otros casos en la historia del pensamiento, la situación de compartimientos estancos se da muy raramente, de tal manera que, aunque sin identificarse en absoluto con la Naturphilosophie, Hegel incidió en algunas de las cuestiones que dicha corriente de pensamiento promovía, o en las polémicas generadas por aquellas. Por ejemplo, en lo referente a la morfología, parece que Hegel acep177

taba la idea de que el registro fósil evidenciaba un progreso de la forma, situación que se manifestaría a través de la adquisición de una complejidad morfológica cada vez más importante, aunque esta idea parece entrar en contradicción con algunas de las que defendería posteriormente. En efecto, ya al final de su vida (1830), publica la segunda parte de Enzyklopädie des philosophischen Wissenschaften im Grundisse (Compendio de la enciclopedia de las ciencias filosóficas), dedicada a la Naturphilosophie. El título no ha de llevar a engaño. La concepción que en ese momento tenía Hegel de la filosofía de la naturaleza no tenía nada que ver con la de Schelling (Renault, 2005). Partía de la base de que las diferencias en la naturaleza carecían de inteligibilidad inherente. En ese contexto, consideraba como completamente torpe el intento de Schelling de pretender inferir que las formas más complejas se hubieran originado de las más simples. La naturaleza sería engañosa al transformar lo que son sólo diferencias en existencias independientes. En última instancia, Hegel se desmarcaría totalmente de la posibilidad de unicidad entre la explicación filosófica y la explicación científica, cosa que era una de las pretensiones más caras a los Naturphilosophen. Dicha toma de posición se hace muy evidente en la obra citada, en la que cada vez que revisa un fenómeno natural comienza con una explicación abstracta del mismo, para luego, en párrafo separado, abordar la vertiente científica. Diversos autores consideran su tardía obra sobre la Naturphilosophie como un texto menor. Tal es el caso de Kaufmann (1968). Ahora bien, la originalidad respecto de lo que era norma, en aquel momento histórico y en aquella zona geográfica, parece fuera de dudas. También mediante el citado libro interviene en la discusión sobre un tema especialmente importante para los Naturphilosophen. Se trataba de dilucidar quien había sido el primero en emitir la teoría sobre el origen vertebral del cráneo, Goethe u Oken. El debate tenía un alto valor simbólico ya que, como se ha mencionado, dicha teoría formaba parte del núcleo del pensamiento morfológico nacido con la Naturphilosophie. Hegel se decantó por dar su apoyo, y además en forma vehemente, al patriarca Goethe, acusando claramente a Oken de plagio. De hecho, el debate traía cola, fomentado por el propio Goethe, quien desde la década de 1820 se quejaba abiertamente del supuesto plagio del que su teoría vertebral del cráneo había sido objeto. Parece incluso que, aunque de una manera más reservada, Goethe había aludido a la cuestión en una conversación con Steffens, 178

sostenida alrededor de 1809, más o menos en la época en que Oken publicaba la ya mencionada obra Lehrbuch der Naturphilosophie (Richards, 2002). Contemporáneamente, tanto Meckel como von Spix sostuvieron la opinión contraria a la de Hegel sobre la prioridad de Oken. Von Spix lo hizo de una manera especialmente sólida en una obra publicada en 1815 (Cephalogenesis; citada por Richards, 2002), extraordinariamente bien ilustrada para lo que eran los cánones del momento. Las reacciones viscerales, de semejante índole, que Oken provocaba en Hegel y Cuvier, no dejan de constituir un curioso paralelismo adicional entre ambos personajes. En un terreno más concreto, y ya en el campo filosófico, una de las críticas globales que Hegel hacía a los Naturphilosophen era la utilización de una terminología que parecía reservada a los iniciados. Así escribe: «[...] muchas personas llegan a dominar dicho lenguaje y entonces se descubre el secreto: detrás de aquel espantajo, hay pensamientos muy vulgares». Llegaría a tildar de «estupideces» lo que remitiera a la terminología de Schelling. Lo curioso es que Hegel no parece que fuera el más indicado para recriminar a cualquier otro, a propósito del oscurantismo terminológico, que al fin y al cabo, tampoco comenzaba ni con él ni con Schelling. Pero en su caso se veía agravado porque su prosa no era precisamente modélica (Solomon, 1983). De hecho, la filosofía alemana había iniciado dicho camino de «terminología para iniciados» con Kant. Y la realidad fue que en dicho terreno terminológico, Hegel fue mucho más allá que cualquiera de los filósofos que lo habían precedido, o que hubieran sido sus contemporáneos. Basta con echar un vistazo a los capítulos sobre los temas más abstractos de la Fenomenología para apercibirse de ello. Llegó incluso en diversos textos a defender la necesidad de un doble lenguaje, del que uno estaría reservado tan sólo a los iniciados. Dicho elitismo semántico parece haber tenido continuidad, dentro de la filosofía alemana, hasta tiempos muy recientes, adquiriendo tintes xenófobos durante el período nazi. Así Martin Heidegger argumentaba que no todas las lenguas tenían la misma capacidad a la hora de vehiculizar la filosofía, de forma que tan sólo existían dos realmente capaces de hacerlo, el griego y el alemán (Farías, 1989).

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EL TERROR BLANCO Y LOS AÑOS DE PLENITUD

Después de la desastrosa campaña de Rusia, con la grande armée aniquilada y una Francia destrozada por el doble esfuerzo financiero y humano, la derrota de Leipzig («la batalla de las naciones») en 1813 conllevó que el Imperio francés se viera atacado por todas sus fronteras. Prusianos, rusos y austriacos entraron en París el 31 de marzo de 1814. Pronto profundos cambios agitarían a la sociedad francesa. Una vez más, un borbón sería rey de Francia, Luis XVIII, hermano del ejecutado Luis XVI. El país, agotado, hacía de tripas corazón y aceptaba al nuevo rey, confiando en que los acontecimientos que habían tenido lugar durante veinticinco años habrían dejado una huella perenne y que, consecuentemente, a pesar de la opereta bonapartista, la vuelta atrás, en forma de recuperación de los fastos versallescos y de los privilegios de la monarquía absoluta, eran un sin sentido. De hecho, este análisis infravaloraba los deseos de venganza de los inmigrados de forma que pronto la corte del Borbón se convirtió en una caricatura del ancien régime. De manera un tanto irónica, podía considerarse que el rey era la figura más moderada entre los que detentaban el poder en la Restauración. Luis XVIII se avino a otorgar una carta constitucional que permitía la coexistencia entre una cámara alta, de carácter nobiliario, y una baja, elegida a través de un sufragio muy restringido (168.000 electores) (Hobsbawm, 1987). 181

Se ha discutido mucho sobre cuál fue la actitud real de Cuvier ante la nueva situación. Las opiniones, confrontadas, oscilan entre las que sostienen que siguió con su perenne forma de hacer, tanto antes como después de 1814, que implicaba considerar el régimen político como algo circunstancial, en cierta manera ajeno a su labor científica, y las de historiadores que creen que hay razones para pensar que actuó intentando minimizar los efectos del «terror blanco», la represión ejercida por la Restauración, principalmente por lo que concernía a sus colegas científicos amenazados. De todas formas, a la entrada de los aliados en París y el retorno de los Borbones, no las debía tener todas consigo. En efecto, en una carta con fecha de 22 de abril de 1814 (Outram, 1979), expresa sus inquietudes sobre su futuro político y financiero. Por si acaso, pasa de puntillas por la etapa de los Cien Días, sin manifestarse a favor ni en contra del regreso del «usurpador». Al fin y al cabo, había servido al Imperio, ocupando importantes cargos de responsabilidad. Pero Luis XVIII, bien aconsejado por quien fuera, hizo todo lo contrario de lo que la ultramontana emigración retornada quería. Se dio rápidamente cuenta que, si quería estabilidad para su reinado, debía contar con todos los profesionales eficaces que se habían formado con el régimen anterior y lo habían servido. Además, debió intuir que, para dicha estabilidad, la burguesía originada a través de la desamortización de los llamados «bienes nacionales» era indispensable. Hay que tener en cuenta ese contexto político para comprender por qué la Restauración no representó una interrupción o un truncamiento en la carrera de Georges Cuvier como hombre público, sino más bien todo lo contrario. Su nominación como miembro del Conseil d’êtat, pendiente desde los estertores del régimen napoleónico, fue confirmada por el nuevo rey. A partir de ese momento comenzaba para Cuvier un proceso de acumulación de cargos, tales como diversas responsabilidades en la Universidad de Francia (la institución que era la heredera de la desaparecida Universidad Imperial), o al frente de las facultades protestantes de Teología. En su conjunto, dicho proceso hizo de Cuvier, de forma paralela a Laplace, por citar otro nombre de científico conocido, el típico ejemplo de lo que se dio en denominar cumulard, es decir, un tipo de personaje que acumulaba tantos cargos detentadores de poder como podía, cargos que por supuesto gozaban de una generosa remuneración (Outram, 1984). 182

Es bien cierto que Cuvier fue un hombre dotado de una extraordinaria habilidad para moverse en los entresijos del poder, con independencia de quien lo ostentara, y dicha habilidad le comportó, ya en su época, fama de oportunista. Así Stendhal escribía en 1826, a propósito de una sesión de la Académie française: «[...] M. Cuvier qui s’est toujours prosterné devant le pouvoir [...]» Ahora bien, en la numerosa correspondencia que de él se conserva, hay muchos ejemplos de crítica o de incomodidad con respecto a determinadas actuaciones gubernamentales, tanto antes como durante la Restauración. Y hay que tener en cuenta que una opinión escrita puede hacerse pública en cualquier momento. Cabe mencionar, por ejemplo, su desacuerdo, a principios de 1799, con lo que la mayor parte de sus colegas consideraban algo «normal»: el enriquecimiento de las colecciones artísticas y científicas francesas con los «recuerdos» que los soldados de la República requisaban a lo largo y ancho de Europa. En concreto, Georges Cuvier se manifestaba radicalmente en contra de las requisas de ese tipo que las tropas francesas estaban llevando a cabo en Holanda, tal como lo demuestra una carta que dirigió a Autenrieth por aquellas fechas (Outram, 1979), lamentándose además de no tener suficiente influencia para detenerlas. Y eso en un momento en que algunos de sus pares en el Muséum, como por ejemplo Geoffroy Saint-Hiliare y Thouin, participaban en las confiscaciones, en su condición de comisarios al efecto. En otras misivas se dirigía en tono disgustado a su amigo el naturalista holandés Adriaan Camper, en relación con la política que la ocupación francesa estaba llevando a cabo en los Países Bajos, esta vez desde el punto de vista de la reorganización universitaria. En 1812 intenta salvar de su disolución la pequeña Universidad de Franeker, donde el citado Camper tiene una cátedra, consiguiéndole poco después el rectorado de Groningen. En este tema, y en otros que se verán, su correspondencia con Adriaan Camper, muy abundante y revisada por Outram (1979) y Theunissen (1980) (citado por Rudwick, 1997), es especialmente interesante. La figura de Adriaan Gilles Camper (1759-1820) ha quedado totalmente eclipsada por la de su padre, Petrus Camper (1722-1789), famoso médico y naturalista, profesor de varias universidades holandesas, y uno de los modernos pioneros en la práctica de la anatomía comparada, a quien se le debe, por ejemplo, la primera descripción 183

de la presencia de aire y ausencia de médula en los huesos de las aves. Parece ser que Geoffroy Saint-Hilaire se basó en sus ideas para su teoría de la unidad de composición. En el debe del científico holandés está el haber sido el iniciador del racismo de supuesta base científica.

FIGURA 33. Adriaen de Lelie (1795). Los cuatro comisarios de la República francesa visitando la galería de arte de Jan Gildenmeester Janszon en Amsterdam. André Thouin aparece a la derecha del cuadro, de rodillas, examinando una pintura. Rijksmuseum, Amsterdam.

Tampoco faltan en la correspondencia de Georges Cuvier las críticas indirectas a Napoleón, por su costumbre de inmiscuirse en las tareas internas del Institut, costumbre que tenía como resultado que aquellas se complicaran extraordinariamente (de nuevo una carta a Camper hijo, hacia 1803; citada por Outram, 1979). Otro de sus desacuerdos surgió como reacción a la signatura, por Bonaparte, de un concordato con Roma, que le habría hecho totalmente incómoda su 184

posición de inspector general de estudios, para el que había sido nombrado en 1802. Posiblemente fue la razón de que renunciara al cargo. Tan sólo permaneció un año en el puesto. Fuera como fuese, y aunque su situación personal quedara a salvo, a pesar de sus temores, la derrota de Napoleón conllevó para Cuvier, como un professeur más de la institución, tener que hacer frente de forma inmediata a dos grandes desafíos. En primer lugar, conseguir que la entrada de las tropas aliadas en París no comportara destrozos en las instalaciones del Muséum. En segundo lugar, encararse con la espinosa cuestión de las reclamaciones, a propósito de la ya evocada cuestión de las colecciones confiscadas fuera de Francia. Como ya se ha dicho, la primavera de 1814 es testigo de la derrota del primer imperio. En ese momento André Thouin, professeur de Botánica (cultivos), ocupaba la dirección del Muséum, en función del turno rotatorio vigente desde 1793. Parece ser que Thouin era un personaje extraordinariamente afable, de tal manera que sus colegas, de forma totalmente inusual, lo reeligieron para el año 1815. Quizá fue por los méritos contraídos en su primer mandato como director, período en el que los ocupantes pusieron al límite su habilidad de resolver conflictos. Letouzey (1989) describe de esta manera la gestión de André Thouin. En el momento de la entrada de los aliados en París, un destacamento prusiano se presentó a las puertas del Muséum, con la intención declarada de instalarse en régimen de acampada. La cosa despertó la natural alarma en la asamblea de professeurs, que por otra parte no sabía demasiado que hacer. Con soldados ocupantes dentro del recinto, cualquier exceso o desmán era posible y, en ausencia de una autoridad francesa responsable, la posibilidad de acceso al mando aliado, por parte de la administración del centro, era nula. El único recurso fue poner a trabajar la «internacional científica». Alexander von Humboldt estaba en París desde hacía unos años (1803), ocupado en la publicación de los resultados de su viaje por América del Sur. A petición de sus alarmados colegas franceses, encabezados por Thouin, realizaría gestiones ante el comandante en jefe de las fuerzas prusianas. Como resultado, se garantizaba la inviolabilidad del Muséum, que salió sano y salvo del trance. Pocos días después, Thouin, en su condición de director, y Cuvier, en la de reputado y eminente científico, ejercerían de guías de una visita de lujo 185

de lo que, ya en aquel momento, se consideraba un centro modélico para el estudio de la historia natural. Los ilustres visitantes fueron nada menos que el emperador de Austria, el zar de Rusia y el rey de Prusia. La institución como un todo había quedado a salvo, pero la adscripción a ella de una parte de las colecciones era ampliamente contestada. La razón era las reclamaciones que diversos países europeos presentaron, como resarcimiento por las confiscaciones, repetidamente citadas, que los ejércitos revolucionarios, primero, y bonapartistas, después, habían llevado a cabo. Las reclamaciones no afectaban obviamente sólo al Muséum, que se podía considerar incluso como una pequeña parte del problema, dado que estaban también de por medio las colecciones artísticas que, a la postre, tenían un más

FIGURA 34. LouisLéopold Boilly (1824). André Thouin. Colección particular. Muséum National d’Histoire Naturelle-Nathan, Paris. 186

alto valor simbólico. Pero el material naturalístico objeto de litigio no dejaba de ser un asunto espinoso, ya que estaba en muchos casos catalogado en diferentes laboratorios del centro, y desde hacía largos años, e incluso había sido objeto de estudios y publicaciones. Recuérdese, a título de ejemplo, el trabajo conjunto sobre elefantes de Cuvier y Geoffroy Saint-Hilaire. El tira y afloja subsiguiente, fue arduo y complejo. Una de las cuestiones más difíciles de resolver, era la concerniente a las antiguas colecciones del Stadthouder holandés. El savoir faire del que había transportado dichas colecciones de Holanda a París, léase André Thouin, fue capital para el hallazgo de una solución. Aunque también parece que contribuyeron, y no poco, el citado Adriaan Camper, y Sebald Brugmans (1763-1819), otro naturalista holandés, quien le estaba también muy agradecido a Cuvier ya que, en los tiempos más problemáticos para las universidades neerlandesas, el anatomista francés le había conseguido el rectorado de Leiden, universidad de la que era profesor (Outram, 1984). Entre unos y otros se consiguió, como por arte de magia, que ni el patrimonio francés ni el del príncipe de Orange, ya rey de los Países Bajos, salieran demasiado perjudicados. Se cedió a los holandeses una colección equiparable a la confiscada, aunque constituida fundamentalmente por piezas que el Muséum tenía duplicadas. Hay quien afirma que La Haya salió ganando, aunque también es cierto que determinadas piezas emblemáticas no fueron devueltas. Tal fue el caso, por ejemplo, del cráneo de mosasaurio que provenía de Maastricht (Appel, 1987). Debe remarcarse que no todas las naciones europeas implicadas en el contencioso tuvieron el mismo trato que se dio a los Países Bajos. Así, todo parece indicar que ejemplares procedentes del museo de Lisboa, requisados por Geoffroy Saint-Hilaire durante su misión en Portugal (véase Hamy, 1908), no volvieron nunca a las orillas del Tajo. En efecto, Geoffroy pasó gran parte del año 1808 en la Península Ibérica, donde llegó a ser capturado en Extremadura, por fuerzas españolas que se enfrentaban al ocupante. Salvó el pellejo gracias a la intervención de una dama española a quien días antes él había ayudado. Los comentarios que dedica a la situación su hijo Isidore, en su obra más bien hagiográfica sobre su padre, no tienen desperdicio (Geoffroy Saint-Hilaire, 1847; citado por Aragón, 2005). No parece que Etienne Geoffroy se llevara consigo material importante del 187

Gabinete de Historia Natural de Madrid, pero no sucedió lo mismo en lo tocante a las colecciones portuguesas. Appel (1987) afirma que transportó a Francia tan sólo duplicados, donados de forma voluntaria y negociada por los portugueses. Lo cierto es que Saint-Hilaire se llevó del antiguo Museo da Ajuda de la capital portuguesa un gran número de especimenes zoológicos, según afirma Saldanha (1978) y remarca Robineau (1989). Entre dichos especímenes se encontraba, por ejemplo, un ejemplar del delfín del Amazonas, que formaba parte de la gran colección de fauna brasileña que Alexandre Rodrigues Ferreira (1756-1815) había recolec-

FIGURA 35. Louis-Martin Berthault (1798). Desfile el 10 de termidor del año VI (28 de julio de 1798) de los objetos científicos y artísticos confiscados, en conmemoración de la caída de Robespierre. Muséum National d’Historie Naturelle, Archives, Paris.

tado in situ entre 1783 y 1792 (Miranda Ribeiro, 1943; citado por Robineau, 1989). En las antiguas colecciones del laboratorio de anatomía comparada del Muséum parisiense está depositado el tipo de dicho delfín del Amazonas, llamado, no por casualidad, Inia geoffrensis (descrito a partir del ejemplar procedente de Lisboa como Delphinus geoffrensis, por Blainville en 1817; el género Inia tan sólo sería creado por d’Orbigny en 1834). Parece sorprendente que el museo lisboeta cediera tan gentilmente una pieza así de valiosa. 188

Retomando la cuestión política, la citada carta constitucional otorgada por Luis XVIII garantizaba la libertad de cultos, pero los sectores más conservadores de la iglesia católico-romana en Francia exigían con frecuencia que se atase corto a los protestantes. No tenían en absoluto conciencia de la oportunidad política que representaba la existencia de una nueva burguesía, de fe reformada y talante conservador, representada, por ejemplo, por el propio Cuvier o su amigo François Guizot (1787-1874), este último desempeñando un papel político que iba mucho más allá del que ejercía Georges Cuvier, y que sería especialmente relevante durante la monarquía de julio (Hobsbawm, 1987). Pocas veces en la historia las diferencias entre «conservador» y «reaccionario» han estado tan marcadas. Si reaccionario era sinónimo de añoranza por la situación anterior a 1789, era claro que ningún protestante francés adoptaría dicha tesitura. En ese contexto, todo apunta a que Georges Cuvier era muy consciente de sus propias limitaciones o, si se quiere, puntos débiles, entre los que destacaba, por supuesto, su condición de reformado. Es teniendo esas cuestiones presentes, como cabe analizar su rechazo a ocupar determinados cargos públicos, tales como el de ministro del Interior, para el que fue sondeado en 1817. Un impedimento menor, aunque no sin importancia, al que tuvo que hacer también frente, fue que algunos de sus familiares se hubieran implicado en ciertas conspiraciones antirrealistas que se habían desarrollado en Alsacia. Fue a principios de la década de 1820, momento en que de forma sincrónica en diversos lugares de Europa se produjeron alzamientos liberales. Una de las cuestiones clave en las que Georges Cuvier se desmarcó del régimen de la Restauración, de forma en cierta manera paralela a como lo había hecho con respecto al del Imperio, fue la referente a la enseñanza (Outram, 1984). Bajo cualquier régimen político, él siempre combatió en forma ardua por una escuela libre del dominio de las órdenes religiosas, que fuera objeto de la supervisión del Estado, y que funcionara como un sistema de salvación social y moral para las clases más desfavorecidas. A ese propósito, su sistema de alarma se había ya disparado a partir del momento en que Bonaparte se proclamara emperador, momento en que la Iglesia católica comenzó a recuperar una institución docente tras otra. Pero esa situación no fue nada comparada con lo que aconteció a partir de la Restauración borbónica. En diferentes épocas, pero en especial en esa, en su correspondencia se trasluce su preocupación por el peso que la 189

Iglesia católica iba adquiriendo, en el marco de la escuela dependiente del Estado. Ante esa circunstancia, y ya durante los Cien Días, se organizó el grupo de los doctrinaires, un reducido cenáculo (cinco o seis personas, entre los que estaban Cuvier y el citado Guizot), quienes fundaron una sociedad denominada «por la instrucción elemental», decidida a dar la batalla a la que ellos juzgaban creciente influencia religiosa en la escuela. A pesar de la condición declarada y conocida de protestantes de Cuvier y Guizot, no sería justo, ni tendría base justificada, pensar que la reseñada actitud era simplemente un pronto sectario. En cualquier caso, la mencionada sociedad comenzó a extenderse por toda Francia, utilizando el denominado sistema de enseignement mutuel que, tal como su nombre indica, pretendía estimular la enseñanza mutua entre los alumnos, como forma de abaratar los costes. Cuvier se esforzaba por utilizar sus contactos en el Ministerio del Interior, a fin de conseguir una subvención anual para el proyecto escolar que apoyaba. El giro reaccionario en el Gobierno que se produjo en 1822, tendría no tan sólo consecuencias negativas para la citada subvención anual, sino que representaría un ajuste de cuentas con Cuvier, sin duda a causa de sus desvelos por la escuela laica (Outram, 1984). Se vio desposeído de sus responsabilidades en la universidad, y aunque consiguió que la Facultad de Medicina no saliera de París, no pudo evitar la clausura de la École normale. Un órgano político en el que Georges Cuvier intentó ejercer toda su influencia, en beneficio de lo que él creía que se debía defender, frente a los sectores más integristas, fue el Conseil d’êtat. Creado bajo el Imperio, fue mantenido por la Restauración, con no oculto desagrado por parte de los círculos más reaccionarios. En el seno de dicha institución, como miembro permanente a partir de 1816, Cuvier trató de defender al máximo los derechos de los no católicos, así como los de quienes habían adquirido propiedades desamortizadas durante la Revolución. En el orden científico, y en el contexto temporal reseñado, en 1816 ve la luz un libro que sin lugar a dudas contribuyó de forma decisiva a dar a la zoología rango de ciencia positiva, tal como era la intención de su autor, Georges Cuvier. Se trata del ya aludido Le regne animal distribué d’après son organization. En él desarrolla ideas que, en estado embrionario, había ya adelantado en Tableau élemén190

taire de l’histoire naturelle des animaux, publicado en 1797. La aparición de Le regne fue una verdadera revolución. Por primera vez se daban argumentos sólidos en contra de la idea de scala naturae, o escala de los seres vivos, que suponía que todos los animales, o incluso la mayor parte de los seres vivos, no eran más que etapas sucesivas y graduales, situadas entre la supuesta total imperfección de las formas más primitivas y la, también supuesta, perfección total humana, en tanto que acto culminante de la creación divina. En la citada obra, Cuvier niega de forma taxativa la unidad de composición estructural y el gradualismo subsiguiente entre los tipos de organización que asocia a los cuatro embranchements (noción que él introduce) definidos: radiados, moluscos, articulados y vertebrados. Si bien es cierto que dicha división era claramente insuficiente para incluir toda la diversidad animal, tal como es actualmente concebida, todavía hoy es sorprendente la clarividencia que Georges Cuvier tuvo para llegar a definir esos grupos. En efecto, desde el punto de vista de la morfología, que era el que él utilizaba, tres de los grupos citados son todavía hoy considerados como monofiléticos, es decir, grupos que compartirían un antepasado común, que es el que justificaría la afinidad de forma. El único de los cuatro embranchements que, en la actualidad, no respondería a la mencionada definición, sería el de los radiados. Se puede decir, sin que pueda hablarse de exageración, que la historia de la clasificación zoológica, después de la publicación de Le regne animal, es fundamentalmente la de distribuir el cajón de sastre de los radiados en los grupos naturales pertinentes. La Restauración cogió a Hegel al final de su estancia en Baviera. A partir del otoño de 1816, volvería a ejercer la docencia universitaria, esta vez en Heidelberg. A pesar de que, y tal como ya se ha visto, el filósofo no era precisamente un radical, se apercibió rápidamente que, sin lugar a dudas, la reacción que representaba la Santa Alianza suponía el fin de cualquier posibilidad de reforma. Posiblemente se daba cuenta también de que incluso la permisividad de los déspotas ilustrados había pasado a la historia. El proceso revolucionario desarrollado en Francia los había escarmentado profundamente. Por lo que hace a sí mismo, en Heidelberg, Hegel se enfrenta, como docente, a las mismas dificultades que había tenido en Jena, sobre todo por lo que hace a los problemas de comunicación con sus estudiantes, y 191

causados en gran parte por su ya aludida mediocridad como orador. Si bien es cierto que fue adquiriendo gradualmente una cierta audiencia, eso fue debido más a su fama, que a su capacidad como comunicador. En 1817 apareció el primer tomo de la obra Compendio de la enciclopedia de las ciencias filosóficas. Diez años después, publicaría una edición revisada de dicha obra, que casi doblaba en número de páginas la original. Una reedición vería la luz en 1830. Paralelamente, hizo algunos pinitos en el campo político, a causa de la situación en su lugar de nacimiento, Württemberg. En efecto, en 1815 Federico I, ya con el título de rey, por obra y gracia del Congreso de Viena, convocó los «estados», el órgano parlamentario estamental, y puramente consultivo, que se remontaba a la época medieval. En dicho marco, el soberano hizo una propuesta de constitución, por supuesto de carácter otorgado, que los sectores liberales se apresuraron a rechazar. La situación provocó una fuerte polémica, en la que Hegel decidió intervenir, a través de un artículo publicado ya en 1816, en el que cargaba contra los que se oponían a la reforma real. A su juicio la opinión de los liberales radicales, que veían una trampa en la iniciativa del soberano, no tenía ninguna credibilidad. El problema es que entre los críticos había muchos de sus antiguos amigos, y su artículo provocó una fractura con ellos, que en muchos casos sería definitiva. Porque para Hegel la cosa estaba clara: la actitud de rechazo de los representantes en los «estados» a la posibilidad constitucional, era fundamentalmente debida al deseo de conservar los privilegios seculares. La oferta debía aprovecharse, sobre todo porque, desgraciadamente, era excepcional en el conjunto de los estados alemanes, salvo unos pocos meridionales. Sin ir más lejos, ¡qué más hubieran querido los súbditos del rey de Prusia que este ofreciera una carta de libertades, por modesta que fuera! A la corta, los acontecimientos confirmarían sus temores (Carr, 1991). A consecuencia del asesinato de un agente secreto del zar, por parte de un estudiante, y de las intentonas revolucionarias de 1820, la reacción absolutista puso manos a la obra. Primero con los decretos de Carlsbad, dirigidos fundamentalmente a reprimir y depurar los círculos intelectuales y universitarios. Luego (1820) con el Congreso de Troppau, que tenía por objeto, aunque falló en su intento, la derogación de las cartas constitucionales otorgadas. 192

Para juzgar la referida actitud posibilista de Hegel, debe tenerse en cuenta la situación general de Alemania después de Waterloo. La iniciativa de la reacción para intentar restablecer el antiguo orden era apabullante. Se estaba a años luz de la situación francesa. Al menos en el país vecino, se había gozado plenamente, durante una serie de años, de un sistema que reconocía los derechos fundamentales. No había habido ni de lejos un algo paralelo en los estados alemanes, incluidos los que habían aceptado entrar en la órbita napoleónica. Pero una vez más, la historia es en el fondo irreversible. Austerlitz había marcado el fin del Sacro Imperio. Los desposeídos Habsburgo habían encajado la situación, sobre todo por la compensación que había supuesto la adquisición de territorios en Italia, el llamado reino lombardo-véneto, a la pérdida, más bien formal, del poder soberano al norte de los Alpes. La carambola de la desaparición de la autoridad imperial sobre los estados alemanes había sido la creación de un vacío político, de carácter problemático, que no pudo ser llenado por una dieta federal, con sede en Frankfurt, sin poderes reales. Dicha dieta, de carácter no electivo, se reducía a ser una mera asamblea de los plenipotenciarios, de los soberanos de los diferentes estados que conformaban la Confederación Germánica. La pléyade prerrevolucionaria se había reducido a treinta y nueve, más o menos el diez por ciento de los estados que habían existido antes de 1789, a causa de la eliminación de los entes políticos episcopales o señoriales. El nombre (Confederación Germánica) correspondía al carácter etnicista del invento, y esto llevaba aparejadas ciertas peculiaridades (Carr, 1991). Por ejemplo, las dos principales potencias entre los integrantes, Austria y Prusia, no veían incluidas en la citada Confederación la totalidad de sus territorios. En el primer caso, quedaban fuera los dominios magiares y los recién adquiridos en Italia. En el segundo, la exclusión afectaba a las zonas más orientales del reino, dado que no habían formado parte del Sacro Imperio. Dicha exclusión estaba además en consonancia con lo que el Congreso de Viena había ya determinado, es decir, que en su conjunto Prusia no podía ser considerada como un estado alemán (Popper, 2006). Pero por otro lado en la Confederación quedaban incluidos territorios poblados por no alemanes, por la sencilla razón de que esos sí habían estado en el fenecido Imperio. De esa manera quedaron afectados los eslavos de Bohemia, Moravia y Eslovenia, por ejemplo, o los italianos del Tirol. Para acabarlo de complicar, había 193

soberanos extranjeros con territorios dentro del peculiar ente político, como el rey de los Países Bajos (Luxemburgo), el de Gran Bretaña (Hannover), y el de Dinamarca (el ducado de Holstein). En resumidas cuentas, un pastiche que no podía globalmente dar origen ni de lejos a un ente alemán unido. Sin embargo, era innegable el anhelo general por una Alemania unificada, anhelo que, aunque ya existente, se había visto muy reforzado por el largo período de guerras. Guerras que habían puesto en evidencia, todavía más si cabe, las debilidades del conjunto de los estados germánicos. El sentimiento era especialmente fuerte en el mundo intelectual, y Hegel lo compartía plenamente. En última instancia, la lucha constitucionalista corría en gran parte pareja con las ansias unificadoras, de forma que los soberanos de los estados que todavía restaban de la

FIGURA 36. Jean-Baptiste Isabey (1819). El Congreso de Viena. Musée du Louvre. En el extremo lateral izquierdo, de pie, Wellington. Delante de él, sentado, von Hardenberg. Metternich está representado de forma destacada, en primer plano, en pie, y con el brazo derecho flexionado. En el extremo lateral derecho aparecen Wilhelm von Humboldt, el penúltimo, de pie, y Talleyrand, sentado, con el brazo derecho sobre la mesa. 194

multitud en la que a lo largo de siglos se había disgregado Alemania, hacían todo lo que podían a fin de crear sentimientos patrióticos claramente provincianos, con la idea de neutralizar cualquier amago de conciencia nacional común (Hobsbawm, 1987). Y encima las luchas constitucionalistas a nivel de cada uno de los entes estatales, por su carácter local, no ayudaban demasiado al impulso unificador. Debe sin embargo reconocerse que, tanto el sentimiento constitucionalista como el unificador, eran muy minoritarios, quedando reducidos a núcleos más bien de carácter elitista, que agrupaban principalmente excombatientes de las campañas contra Napoleón y estudiantes. Y ambos estaban completamente aislados del campesinado, que representaba la mayoría de la población. En última instancia la situación era de una complejidad suma. Ni de mucho todos los partidarios de la unificación eran de ideas liberales, lo que hacía que el grupo de los que anhelaban una nación unida bajo una monarquía constitucional, o una república, fuera todavía más minoritario. Incluso entre los liberales se daban tendencias muy particulares, que pretendían enraizar el sistema parlamentario en el Reichstag estamental medieval, como era el caso de Joseph Görres (1776-1848) (Mann, 1974), de quien se abordarán más adelante otras facetas de su personalidad. Görres había sido en los tiempos revolucionarios un entusiasta defensor de la incorporación de su natal Renania a Francia. La interacción entre la lucha por la unificación y la lucha constitucionalista, un poco como sucedía en el caso italiano, llevó a que, a diferencia de Francia y Gran Bretaña, el fin del absolutismo se cerrara en falso (Soboul, 1981), y Alemania llegara al siglo xx sin un verdadero estado de derecho, dotado de separación de poderes. Entre los estudiantes la lucha antiabsolutista se vehiculizaba básicamente a través de las Burschenschaften, las hermandades, que posiblemente no por casualidad habían surgido en una universidad tan abierta como la de Jena, en 1815, bajo el lema «Honor, libertad y patria». En dicho centro, y en el existente en Giessen, era donde las citadas hermandades estudiantiles tenían planteamientos más progresistas. Pero de hecho el origen estaba en el centro universitario berlinés, donde en 1811 algunos estudiantes decidieron crear una alternativa panalemana a las Landmannschaften, que agrupaban sus miembros a partir del origen geográfico (Carr, 1991). De hecho las Burschenschaften eran un verdadero cajón de sastre, ya que si bien en su seno estaban muy presentes las tendencias constitucionalistas y 195

unificadoras, estas últimas, en consonancia con lo que se acaba de decir, derivaban con mucha frecuencia hacia formas de nacionalismo radical, con rasgos antisemitas y francófobos. Se daba la circunstancia que Francia había pasado de ser el ejemplo de libertad para la generación de Hegel, a la quintaesencia de la reacción para los jóvenes que sufrían la situación postnapoleónica. A pesar de sus pretensiones de regeneración moral con respecto a sus predecesoras, las Burschenschaften se caracterizaban también, aunque en menor grado que las Landmannschaften, por desarrollar toda una liturgia de evocaciones, de pretensiones supuestamente medievales, tales como por ejemplo los duelos a espada, concebidos como una especie de rito purificador. Todo muy en la tónica de lo reflejado por Franz Lehar en El príncipe estudiante. La quiérase o no siempre liberal Sajonia-Weimar constituyó siempre un refugio para las hermandades, a pesar de los trastornos que le supuso al gran duque Carlos la celebración en 1817 de la Wartburgfest (veáse más adelante). En octubre de 1818 representantes de hermandades estudiantiles de catorce universidades alemanas se reunieron en Jena para fundar la Allgemeine Deutsche Burschenschaft, la primera asociación general de estudiantes que hubo en Alemania. Adoptaron como colores nacionales los de la hermandad local, negro, rojo y amarillo, basándose en el mito de que eran los colores del Reich medieval. En realidad su origen estaba en los colores adoptados por los voluntarios de von Lützow (Carr, 1991), que se mencionarán enseguida. Hegel valoraba las Burschenschaften en su condición de elementos de lucha contra el absolutismo, sin que compartiera con ellas una real afinidad ideológica (D’Hondt, 2002), de igual manera que tampoco compartía, en su condición de viejo bonapartista, todo el conjunto de la mitología creada alrededor de las guerras contra Napoleón, convertidas por aquella mitología en una supuesta lucha de liberación nacional. El 17 de octubre de 1817 las Burschenschaften convocaron un gran festival en el castillo de Wartburg, cerca de Eisenach, en SajoniaWeimar (Carr, 1991). En dicha fortaleza se había refugiado Martín Lutero para llevar a cabo su monumental tarea de traducir la Biblia al alemán. Y hacía trescientos años exactos que el reformador había colgado sus noventa y cinco tesis de la puerta de la iglesia de Wittenberg. Cuatro años antes (1813) había tenido lugar en Leipzig la «ba196

talla de las naciones». Todos esos acontecimientos eran ya parte de los mitos fundacionales del nacionalismo alemán, y todos esos eventos habían tenido lugar en un área geográfica muy concreta. Los estudiantes presentes hicieron piras de libros de ideología antiliberal, en recuerdo de la quema de la bula papal por Lutero en 1521. La Wartburgfest fue una curiosa mezcla de liberalismo y exaltación ultranacionalista, muy en la línea de la confusión en que se movía el movimiento unificador, de tal manera que pudo ser recuperada por los nazis en su momento, empezando por la quema altamente simbólica de libros. Un problema muy importante para los defensores de las ideas unificadoras era encontrar el núcleo a partir del cual debía construirse la soñada Alemania unida. En la práctica, Prusia aparecía cada vez más como la única posibilidad. Una de las razones para defender dicha opción, al menos para mentes ordenadas como la de Hegel, era que, a pesar de sus muchas limitaciones, la burocracia prusiana, en comparación con la de cualquier otra satrapía alemana, aparecía no sólo como lo suficientemente eficiente para gestionar con éxito su ámbito territorial, sino también como modelo para la de un futuro estado nacional. En otro orden de cosas, con el que Hegel no comulgaba demasiado, como ya se ha indicado, Prusia era a la postre el único estado alemán de importancia que había mantenido una oposición total a la intervención francesa, ya fuera durante la etapa revolucionaria o la imperial. El otro gran estado, Baviera, había aceptado de facto la tutela francesa, a través de la Confederación del Rin (1806). Aunque no había sido «sancionada» como la también pro bonapartista Sajonia, que había perdido una parte de su territorio en beneficio de Prusia, se la dejó en cierta manera en cuarentena. Prusia tenía además la suerte de haber contado durante aquellos difíciles años con una mente clarividente, el canciller Kart August von Hardenberg (1750-1822). Era dicho personaje quien había organizado realmente la resistencia contra Napoleón, compensando con creces la estupidez e ineptitud de su rey, Federico-Guillermo III. Hombre de talante reformador en el fondo (se había atrevido a hablar de monarquía constitucional en 1807), von Hardenberg supo convencer al monarca de la necesidad de «vender» la guerra contra Bonaparte como lucha de liberación nacional (la Befreiungskriege). La humillación que sufrió Prusia a consecuencia de la paz de Tilsitt 197

(1807), que supuso la ocupación por el ejército napoleónico, generó una fuerte presión de la opinión pública. Finalmente, el rey se decidió a hacer una llamada a la movilización de todos los alemanes contra el invasor, el 17 de marzo de 1813, en Breslau (Llamada a mi pueblo.). El resultado fue la leva de un ejército de base popular, organizado curiosamente, por su comandante en jefe August Neidhardt von Gneisenau (1760-1831), según el esquema de las tropas revolucionarias francesas triunfadoras en Valmy (Hobsbawm, 1987). Y en cierta manera más democrático que el francés, ya que no se aceptaba la solución de soldados de cuota (Mann, 1974). También contribuyeron con mucho a la mitología las Königlich Preussisches Freikorps von Lützow, el cuerpo de voluntarios creado por el teniente general Ludwig Adolph Wilhelm von Lützow (1782-1834) en 1813, que a pesar del adjetivo «prusiano», agrupaba de hecho docentes y estudiantes universitarios de toda Alemania. Los voluntarios se equipaban a sí mismos, dada la penuria por la que pasaba el estado prusiano. El hecho, totalmente idealizado, fue inmortalizado por el pintor suizo Ferdinand Hodler (1853-1918) en 1909, con un gran mural de corte expresionista, situado en el Aula de la universidad de Jena. En ese contexto, Federico-Guillermo III había hecho promesas constitucionales inconcretas, que por razones obvias no se materializaron en el marco histórico de la Santa Alianza. Pero el mito de la Prusia salvadora del honor nacional alemán, estaba ya creado. Von Hardenberg había maniobrado muy hábilmente en el marco interno, promoviendo un mínimo esquema reformista de la administración, que superaba la antigua estructura ligada al poder de los junkers. Lo había hecho de tal manera que, aunque sin haberse conseguido un régimen constitucional, a partir de 1807, y gracias al llamado «edicto de octubre» comenzó un proceso que iba a durar casi diez años. Durante dicho proceso fueron liquidadas gran parte de las instituciones y leyes feudales, tales como la servidumbre, los gremios o el derecho de propiedad de la tierra reservado a los nobles (Hobsbawm, 1987). En los siguientes años las reformas prosiguieron, con el establecimiento, por ejemplo, de un verdadero gabinete ministerial, presidido por el canciller, y de concejos municipales de elección directa. La continuación de la reforma hubiera implicado crear órganos representativos a nivel provincial y, finalmente, del reino en su totalidad. Pero esos pasos adicionales nunca se dieron. Mann 198

(1974) destaca el hecho como origen de las diferencias abismales que existieron posteriormente en Prusia entre la administración municipal y las de rango superior, incluso desde el punto de vista de eficacia. También opina Mann que a partir de ese momento el proceso reformista experimentó una involución, del que sólo se saldría a finales del siglo XIX. Cabe añadir que ni von Hardenberg, ni el otro gran reformador a él ligado, Heinrich Friedrich Karl von Stein (1757-1831), eran prusianos de nacimiento, pero habían considerado que valía la pena apostar por el caballo prusiano en la carrera hacia la deseada unificación. En ese conjunto de iniciativas reformistas, posiblemente una de las más exitosas fue la fundación en 1809 de la Universidad de Berlín. Prusia tenía muy probablemente suficientes centros de enseñanza superior para aquel momento histórico, por lo que el de Berlín fue creado de manera un tanto experimental y, hasta cierto punto, a título de modelo. Su organización había sido concebida por Wilhelm von Humboldt, a petición del rey Federico-Guillermo III, aunque parece ser que no fue el único consultado. Shaffer (1990) menciona diversos documentos, elaborados por Schelling, Fichte, Schleiermacher y Steffens, que en mayor o menor medida debieron tenerse en cuenta. Piensa que el estado de opinión que hizo posible la creación del centro universitario berlinés, se había ido formando paulatinamente. Destaca la propuesta de Kant de consagrar la supremacía de la Facultad de Filosofía sobre las tradicionales de Teología, Derecho y Medicina. Debe remarcarse que aquella incluía también la enseñanza de las Ciencias Experimentales y de las Matemáticas. El filósofo de Könisberg abogaba también por la creación de una especie de clerecía laica capaz de formalizar una «iglesia de la razón». Schelling por su parte contribuyó al debate mediante una serie de lecciones que dio en Jena en 1802, entorno a la metodología de la enseñanza universitaria, en las que defendió ardientemente dos principio de unicidad, el del conocimiento, incluyendo su vertiente práctica, y el del binomio enseñanza-investigación. Según él, tan sólo el genio creativo e innovador era poseedor de una capacidad especial de comunicación. Este segundo aspecto fue también ardientemente defendido por Fichte, para quien la universidad se convertía en algo totalmente superfluo si los enseñantes se limitaban simplemente a repetir lo que 199

había en los libros. No se trataría de enseñar lo que hacer, sino de cómo hacerlo. En cuanto a Schleiermacher, parte de una «idea alemana de universidad» y es probablemente uno de los que hace propuestas más concretas y prácticas. Desde un supuesto pluralismo germánico, como opuesto al modelo napoleónico burocrático y centralizado, abogaba por una dedicación exclusiva del profesorado universitario que, por supuesto, tenía que pasar por una adecuada remuneración. Una real igualdad de oportunidades habría de facilitar el acceso a los estudios universitarios de todos los jóvenes con capacidad, con independencia de su extracción social. En términos generales, todos esos documentos que contribuyeron a perfilar la fundación, compartían una triple pretensión, a saber, establecer la prioridad de la filosofía, en el sentido aludido, sobre las otras disciplinas, dar autonomía a la universidad con respecto del estado, y suprimir la censura. Todo ello en el marco de un momento histórico de búsqueda un tanto desaforada de la identidad nacional en los más variados y diferentes ámbitos, ya fuera la universidad, la literatura o las artes plásticas. Por ejemplo, unos pocos años antes, en 1803, el mismo Wilhelm von Humboldt, en su entonces calidad de ministro de Instrucción de Prusia, había fichado para el estado al arquitecto Karl Friedrich Schinkel (1781-1841), quien estaba empeñado en crear un estilo alemán propio, en el que se reflejara no sólo la identidad en construcción, sino el espíritu patriótico. Pues bien, es ese mismo Humboldt quien, en su calidad ya de funcionario de la sección de asuntos religiosos y de enseñanza del Ministerio prusiano del Interior (1809-1810), redactó su memorando Über die innere und äussere Organisation der höheren wissenschaftlichen Anstalten zu Berlin (Sobre el espíritu y la estructura organizativa de las instituciones intelectuales en Berlín) en el que hizo una serie de propuestas terriblemente osadas en aquella época, no tan sólo para Prusia, sino para cualquier país europeo (Nyhart, 1995). Comenzaba con una frase que es ya histórica: «La idea de una actividad intelectual disciplinada, encuadrada en instituciones, es el más valioso elemento de progreso moral de la nación». En dicho memorando dirigido al soberano, escribió, por ejemplo, que lo mejor que le podía acontecer a un centro universitario era que el Estado redujese al mínimo su tutela sobre él, de tal manera que fuera posible un desarrollo autónomo de la comunidad de docentes y estudiantes, dotándolo, 200

FIGURA 37. Carl Wildt (c.1830). Wilhelm von Humboldt. Litografía según un dibujo de Franz Krüger. El inspirador de la Universidad de Berlín aparece ostentando la Cruz de Hierro, diseñada por Schinkel.

por otra parte, suficientemente desde el punto de vista financiero. Además, por primera vez en la historia, Humboldt planteaba claramente que no tan sólo la investigación había de estar presente en la universidad, sino que había de ser la base de la enseñanza superior. Un tanto inopinadamente, el rey aceptó las propuestas, quizás forzado por la necesidad de sumar esfuerzos en sus intermitentes enfrentamientos con el emperador de los franceses. Debe decirse que en la misma Alemania había un precedente, frecuentemente olvidado, que había partido de un esquema semejante. Se trataba de la Universidad de Göttingen, situada en los territorios del electorado de Hannover. Formalmente la mencionada universidad de Göttingen se constituyó sólo en 1737, de la mano de Adolph von Münchausen (1698-1770). Desde buen principio quedó claro que la tarea del profesorado era doble, investigación y enseñanza, y que los docentes estaban obligados a una mínima publicación anual de sus resultados (Lenoir, 1981). Pero es que además la univer201

sidad se organizó a partir de un núcleo científico, en el que no tan sólo la medicina tenía un peso importante, cosa no tan infrecuente en la época, sino que también los tenían disciplinas más empíricas, o incluso las matemáticas. Cabe añadir que la situación política de Hannover era muy particular. A principios del siglo XVIII el elector Jorge I se convirtió además en rey de la Gran Bretaña. La unión de las coronas duró hasta la subida al trono británico de Victoria (1837), en aplicación de la ley sálica. Von Münchausen era ministro para Hannover del soberano compartido con Gran Bretaña Jorge II. Habría que esclarecer cual podría haber sido la influencia del tradicional empirismo británico en la peculiar estructura de la Universidad de Göttingen. Por lo que respecta a la Universidad de Berlín, fuera por la razón que fuese, en 1814 el rey de Prusia no se volvió atrás en sus concesiones. Tal vez porque muy rápidamente la nueva universidad demostró con creces su eficacia, de forma que en muy pocos años se convirtió en un ejemplo a imitar para los demás centros alemanes de educación superior. La citada universidad no era en absoluto un islote de libertad en comparación con sus iguales, pero como mínimo las exigencias sobre las que había estado fundada, tales como la existencia de laboratorios y seminarios, por ejemplo, llevaban aparejada el enrolamiento de una cierta cuota de docentes escogidos en función de su competencia profesional y capacidad innovadora. Además, a partir de 1817 se crea en Prusia un Ministerio de Cultura, del que pasarían a depender todos los centros universitarios, en lugar de estar bajo la tutela del Ministerio del Interior, como había ocurrido hasta aquel momento. Ahora bien, en ese marco universitario el equilibrio ideológico no era nada fácil. Una cosa era crear una universidad concebida de novo, y otra muy diferente dar libertad absoluta de cátedra. A veces había que permitir al mismo tiempo el desarrollo de las tendencias (moderadas) modernas y de las tradicionales, como era el caso en Teología, en cuya enseñanza coexistía el dogmatismo más furibundo, con las tendencias más liberales, al socaire del romanticismo. Estas últimas estaban representadas por Friedrich Schleiermacher (1768-1834), ya mencionado, quien estaba llamado a tener una gran influencia, tanto en el plano confesional, como en el político. Fue el teólogo del romanticismo alemán, así como también de una 202

cierta corriente liberal, en cuanto relativizaba el dogma. Pero paralelamente se mostraba contrario a la utilización de los análisis racionalistas en religión. Sus traducciones de la obra de Platón ayudaron en gran manera a la introducción en los países germánicos de los planteamientos neoplatónicos (Poggi, 2000), presentes ya en Inglaterra desde hacía unas décadas (Rupke, 1994), y de importante trascendencia para determinadas hipótesis en ciencias naturales. Calvinista (su padre era pastor de dicha iglesia), Friedrich Schleiermacher fue discípulo de Schlegel, quien le imbuyó el espíritu romántico. En dicho espíritu basó su rechazo de la pretensión kantiana de conocer a Dios por medio de la razón, conocimiento que él tan sólo consideraba posible a través de la ética (Gregory, 1992a). Abogó siempre por un acercamiento entre calvinistas y luteranos, y quizá a causa de esa actitud fue el primer teólogo de confesión reformada diferente a la de Lutero que enseñó en Berlín y Halle-Wittemberg, universidad esta última refundada en 1817, como fusión de las que había en cada una de las respectivas localidades. Casualmente, su figura se proyectó sobre uno de los más importantes biólogos de la generación posterior, Ernst Haeckel. En efecto, el pastor Schleiermacher era un gran amigo de la familia de la madre de Haeckel, los Sethe, de tal manera que como refiere Bölsche (1906) en su clásica biografía del zoólogo de Jena, este creció en un ambiente en el que el recuerdo del clérigo estaba siempre presente. Este hecho, en principio anecdótico, adquiere una gran importancia si se puntualiza que Schleiermacher tuvo siempre la pretensión de conciliar ciencia y religión. Para él no existía la duplicidad entre hechos naturales y sobrenaturales, de tal manera que incluso los milagros podían ser objeto de comprensión científica. Richards (2002) considera que esta actitud teológica conciliadora hacia la ciencia, que representaba Schleiermacher, tuvo una gran influencia sobre diversos naturalistas, aunque tan sólo cita el nombre de Haeckel. Sin embargo, no parece que la teoría monista de dicho biólogo partiera en absoluto de una necesidad imperiosa de reconciliación científico-teológica. Su defensa del monismo, como oposición al dualismo materia-espíritu, lo convirtió en su representante más genuino, aunque en el terreno del evolucionismo existía ya el precedente de Herbert Spencer (1820-1903) (Tort, 1996b). De hecho Haeckel fue unos de los fundadores y el primer presidente de la liga monista alemana (1906), que luchó denodadamente por propagar la apostasía, tanto entre católicos como 203

protestantes. Además, Ernst Haeckel nunca negó su concepción panteísta, enraizando su ideología en Giordano Bruno, Spinoza y, en una un tanto extraña mezcolanza, Goethe (Rupp-Eisenreich, 1996). Es cierto que en su momento el propio Schleiermacher había sido también acusado de panteísmo, dado su entusiasmo por Schelling, y su adhesión a las ideas políticas liberales. Pero como se verá más adelante, en relación con Georges Cuvier, dichas acusaciones eran un arma arrojadiza habitual en el momento histórico que se revisa. Bölsche (1906) da también una gran importancia a la referida tendencia teológica no dogmática de Schleiermacher, de tal manera que se pregunta hasta que punto, de haber vivido dicho pastor, no se hubiera mostrado receptivo a las ideas evolucionistas. A parte de ser un ejercicio de historia ficción, las probabilidades de que así fuera parecen muy escasas, ya que si en algo estuvieron de acuerdo las diversas iglesias cristianas, al menos en un primer momento, fue en el rechazo frontal del darwinismo. La iglesia luterana alemana por medio de la liga Kepler (¡una vez más la evocación!) no mostró menos beligerancia que la católica, quien a su vez había organizado la llamada liga neotomista. Ambas tenían el objetivo compartido de oponerse a las ideas evolucionistas. En resumen, la aparición de dichas ideas puso a prueba las tendencias teológicas más liberales, con independencia de su adscripción formal, y cualquier hipótesis de diseño inteligente, que podría considerarse en la línea de las ideas de Schleiermacher, tardó bastante en aparecer. Posiblemente todavía más en las iglesias de raíz calvinista, más proclives a la «autogestión» doctrinal, dada la ausencia de jerarquía. Se volverá a abordar el tema a propósito de las ideas religiosas de Cuvier. Lo que sí consiguió Schleiermacher con su postura teológica, fue ser objeto de las críticas más acerbas por parte de Hegel. A partir de su muy conocida máxima de que «todo lo real es racional», el filósofo no podía concebir que un Dios existente no pudiera ser objeto de análisis. Gregory (1992b) considera que Hegel hacía una lectura exagerada de los argumentos del teólogo, ya que ese no negaría totalmente la posibilidad del uso de la razón en el ámbito religioso. Cita Gregory los argumentos contenidos en el prefacio que Hegel escribió para la obra de H. F. N. Heinrich (La religión en su relación interna con la ciencia), donde más o menos acusa a Schleiermacher de propiciar la «fe del carbonero», creando un vínculo con la divinidad de 204

simple dependencia, de tal manera que un perro sería el mejor de los cristianos, ya que es puro sentimiento. En la perspectiva de lo que se ha mencionado, puede inferirse que la situación de la Universidad de Berlín, sin ser ni de mucho idílica, como ya se ha apuntado, era incomparablemente mejor que la de muchas otras, en diversos países europeos. Para valorarla en lo que se debe, baste tan sólo recordar que, por aquella misma época, Fernando VII clausuró las universidades españolas, por considerarlas centros de subversión liberal. Es a esa innovadora institución que Hegel es llamado, en 1817, para ocupar la cátedra que había dejado vacante Fichte, al fallecer en 1814. La propuesta de nombramiento la hizo Karl Sigmund von Altenstein (1770-1840), ministro de Educación y Cultos de Prusia, y mano derecha del citado canciller von Hardenberg. Hay que remarcar que era la enseñanza el sector de la administración prusiana que, sin lugar a dudas, mejor funcionaba, en gran parte porque la instrucción primaria era obligatoria desde los tiempos de Federico II el

FIGURA 38. A. Schultheiss. Friedrich Schleiermacher. Grabado, a partir de un retrato por L. Heine. The University of Chicago Press, Chicago. 205

Grande (1712-1786). Hardenberg y Johannes Schulze (1786-1869), director general de enseñanza superior, con ansias reformadoras, eran los máximos valedores de Hegel, y su apoyo fue realmente importante, ya que la filosofía era una actividad altamente sospechosa en el contexto de la reacción postnapoleónica. Los círculos ultramontanos consideraban el filosofar como el culpable, en última instancia, de la hecatombe revolucionaria. Debe remarcarse que, además, en Prusia no existía un sistema funcionarial que, a falta de otro, garantizase en forma mínima la libertad de pensamiento y cátedra a los docentes respecto al poder. Consecuentemente, el mecanismo de selección, e incluso de conservación del cargo docente, dependía de la arbitrariedad más absoluta, de forma que el conformismo ideológico pesaba, con mucha frecuencia, bastante más que la capacidad. Y por otro lado, Hegel no era un filósofo cómodo. Y a veces a propósito de cuestiones insospechadas. En su condición de luterano confeso, años atrás los únicos problemas hubieran surgido con sus hermanos de fe, a propósito de determinadas cuestiones dogmáticas, tales como la inmortalidad del alma, respecto de la cual Hegel no ocultó nunca su escepticismo. Pero desde ese punto de vista, a partir de 1814 las fuentes de conflicto no podían más que multiplicársele, ya que los católicos, absolutamente minoritarios en la Prusia anterior al Congreso de Viena, se convirtieron en un grupo demográficamente importante, como consecuencia de la incorporación de Renania al reino. Y Renania no podía ser tratada de cualquier manera por los Hohenzollern. Era una verdadera «perita en dulce» que se le había adjudicado a Prusia en premio a su enconada resistencia antinapoleónica. Ningún otro país aliado había recibido algo ni de lejos equivalente, ya que al fin y al cabo reforzaba la germanidad del reino y, sobre todo, le aportaba una potente base industrial a un país predominantemente agrario. Pero Renania, además de ser católica, estaba separada por otros estados, por cerca de cien kilómetros del núcleo oriental del reino, y había recibido como ninguna otra zona de Alemania el influjo napoleónico. A título de ejemplo, la influencia francesa condujo a que el código civil impuesto por Bonaparte siguiera vigente en la orilla derecha del Rin, a pesar de la dependencia de Berlín. Debe añadirse que los renanos no aceptaron precisamente con alegría a la administración prusiana, que tuvo que reprimir posturas muy críticas, como la 206

representada por el ya citado Joseph Görres. La posición de Görres era muy simple: una cosa hubiera sido la incorporación a una Alemania unida y otra, completamente rechazable, era el papel que las tierras del Rin estaban jugando como botín de guerra prusiano. Sus críticas le costaron años de exilio en Estrasburgo. Desde posiciones de juventud muy ligadas a la Naturphilosophie, que concebían un cosmos regido por la oposición entre materia y mente (Snelders, 1970), llegó a convertirse en un ferviente católico. Ya entrado en años (1827) fue llamado como docente por la Universidad de Munich, en un gesto de rebeldía bávara a la prepotencia prusiana y luterana, muy mal encajado por Berlín, que pedía la extradición de Görres. Estas circunstancias, y la tolerancia impuesta por la Santa Alianza, a fin de neutralizar las tensiones interconfesionales, conllevaron que en un momento determinado Hegel tuviera que sufrir también agrias críticas por parte católica. Se vio atacado por el vicario de Santa Eduvigis, el principal templo católico de Berlín, a causa de determinados comentarios, entre otros, que el recientemente nombrado catedrático de Filosofía de la universidad, había hecho a propósito de la visión católica de la eucaristía. Obviamente, la opinión de Hegel sobre la transubstanciación debía no ser plenamente coincidente con el dogma católico, dado el incidente. La cuestión es si era equivalente a la oficial del dogma luterano, sostenida desde los tiempos de la Reforma. Recuérdese que la Iglesia luterana es, entre las reformadas, la única que acepta para la eucaristía una interpretación no simbólica de la presencia de Cristo. Fuera como fuese, y aunque no tuvo más remedio que justificarse por escrito, no cejó en el empecinamiento a propósito de sus opiniones que, además, razonó debidamente (D’Hondt, 2002). A la postre, él era docente de un centro protestante de enseñanza. Si a alguien le molestaba lo que decía, bastaba con que no acudiera a sus clases. Muchas veces ha resultado un tanto complicado entender como Hegel, a pesar de sus ideas fuertemente heterodoxas para el momento histórico que, además, hacían a diferentes cuestiones, pudo ser tolerado por el absolutismo prusiano, hasta el punto de permitírsele impartir su docencia en la capital del reino. Evidentemente, sus valedores, de los que ya se ha hablado, jugaron su papel. Pero también debió ser importante su habilidad. Si bien en diversas ocasiones tomó partido de forma muy clara a propósito de determinados problemas de 207

carácter ideológico, eso fue algo que no hizo de forma constante, muy posiblemente con la intención muy aviesa de no levantar la liebre. Pero también es cierto que no se reprimió en tomar ciertas iniciativas de orden político, arriesgadas en aquel momento histórico. Por ejemplo, en 1822 visita al revolucionario francés Lazare Carnot (17531823) en Magdeburgo, dónde estuvo en residencia forzada hasta su fallecimiento, por temor de los círculos absolutistas a que pretendiera llevar a cabo alguna aventura revolucionaria en su país natal. Por lo que hacía a sus textos, los argumentos que Hegel utilizaba eran con mucha frecuencia absolutamente incomprensibles para los burócratas encargados del control ideológico. Así ocurría cuando desarrollaba los de tipo histórico, que en cierta manera corrían paralelos a los que utilizaba en el campo filosófico. En ese contexto, partía del principio de la irreversibilidad de la historia, principalmente en lo tocante a los hechos políticos. Para él, nunca había un retroceso real. Ahora bien, todo lo que había sucedido, era fatalmente lo único posible. Concebía la historia como algo inevitablemente trágico, y los escasos momentos de felicidad de los pueblos como meras páginas en blanco en el libro de la historia, porque en esos momentos nada importante habría sucedido (citado por Mann, 1974). Consecuente e implícitamente, juzgaba la Restauración como algo aberrante, ya que implicaba el restablecimiento de instituciones periclitadas, propias de un ancien régime desacreditado y anacrónico, de forma que la vuelta a los tiempos prerrevolucionarios no podía ser otra cosa que un hecho anecdótico y provisional. El modelo social históricamente condenado sólo debía ser transitorio (Hobsbawm, 1987). Por supuesto, molesto para los que les había tocado vivirlo, pero que en última instancia, a escala histórica, debería quedar reducido a un pequeño paréntesis. El problema, en el marco de su perspectiva fatalista, era explicar por qué habían tenido éxito las fuerzas restauradoras, derrotando a las progresistas, encarnadas en el que había sido su héroe, Bonaparte. Ahí se embrolla, y lo único que puede aducir son los errores del emperador de los franceses (Mann, 1974). También era cierto que su rango social, como profesor de la universidad más importante del reino, le permitía gozar de ciertos privilegios, a pesar del carácter fuertemente aristocrático del estado prusiano, y de su propio origen plebeyo. Sumamente hábil, tuvo muy claro que su línea de defensa debía ser intentar demostrar, de forma 208

muy patente, que su actitud se vinculaba a todo lo que era el interés general del Estado, que implicaba una cuestión de eficacia, y estaba por encima de las querellas partidistas. En ese sentido, le envía a Hardenberg en el momento de su publicación (1821), un ejemplar de su obra Líneas fundamentales de la filosofía del derecho y del estado, poniendo todo su esfuerzo en demostrarle que su libro trataba de principios generales del Estado, a la sombra de los cuales el canciller podría llevar a cabo las reformas administrativas en las que estuviera interesado. En el fondo, era una actitud que estaba muy próxima a la de Georges Cuvier, inmerso en la continuación de su tarea científica, viendo desfilar ante sus ojos un régimen político tras otro. Quizás la diferencia radicase en la sinceridad reformista de Hegel, al fin y al cabo implicado en la realidad político-social a través de su tarea cotidiana. Por su parte Cuvier, mucho más pendiente de lo concreto, a causa de la disciplina que desarrollaba, debía considerar la circunstancia política como algo completamente ajeno a su labor como naturalista. En el libro que se acaba de mencionar sobre filosofía del derecho y del estado, Hegel se decantaba claramente y sin tapujos por la monarquía constitucional. No obstante, dirigía en él ciertos guiños a los junkers, a propósito de la conservación de determinadas características feudales del estado prusiano. Posiblemente se trataba más de una concesión a la censura que de cualquier otra cosa. Como principio general, dejaba bien claro que no creía que el Estado tuviera otra base que la razón. La misión del rey sería reinar, no gobernar, de tal manera que un régimen no constitucional sería, pura y simplemente, despótico. En una frase textual, afirma que es labor del soberano poner los puntos sobre las íes que escriben los ministros. La pregunta que automáticamente surge es hasta que punto Hegel era un monárquico sincero. Baste recordar la celebración juvenil, en Tübingen, de la ejecución de Luis XVI. A pesar del tiempo transcurrido, y de su desengaño revolucionario ocasionado por el terror, siempre fue un defensor del tiranicidio, curándose, eso sí, en salud a través de las evocaciones que hiciera a propósito, situadas en cualquier caso en la época clásica. Ahora bien, si hay una constante en el devenir político de Hegel, esa es su posibilismo. Debía tener bien claro que apostar en aquel momento histórico en Prusia por una solución política más radical que la monarquía constitucional, en definitiva, la república, era decantarse por el más absoluto de los aislamientos. Pero es bien 209

cierto que, en gran medida, la posición política de Hegel, después de largos años de duda sobre el papel que podía representar Prusia en la deseada unificación, fue fruto del espejismo provocado por el impasse que representó el reinado de Federico-Guillermo III. Como ya se ha visto, dicho rey era, en última instancia, prisionero del recuerdo de la supuesta movilización nacional-popular contra Napoleón I, y de las consiguientes promesas, en su mayor parte no cumplidas. Y el citado impasse acabó de la peor de las maneras. Libre de dicha hipoteca, su hijo y sucesor Federico-Guillermo IV (1795-1861), a quien su desequilibrio mental le hizo más influenciable, si cabe, por parte de sus reaccionarios consejeros (Hobsbawm, 1987), perdió totalmente las formas. Accedió al trono en 1840, con una idea absolutamente patrimonialista del Estado, que hizo que Prusia retornara a las formas absolutistas más oscuras. Tan sólo la revolución paneuropea de 1848 acabaría con su poder absoluto, dando al país la constitución que Hegel tanto había soñado. Pero hacía ya diecisiete años que él había fallecido. A pesar de todas las limitaciones inherentes al momento histórico, en estos años Hegel pudo gozar al fin de una posición social ciertamente privilegiada que, entre otras cosas, le permitió viajar y entrar en relación con colegas de otros países europeos. Así en 1822 visita diversas universidades de los Países Bajos, tanto belgas como holandesas. En 1824 se traslada a Viena y en 1827 a París. De regreso de la capital francesa, vuelve de nuevo a los Países Bajos, donde visita Lovaina, con una universidad católica datando de siglos, y Lieja y Gante, cuyos centros de enseñanza superior, a título de universidades del Estado, eran de reciente creación. Curiosamente, a pesar de tratarse de zonas geográficas de mayoría abrumadoramente católica, se sentía más libre que en Berlín, donde precisamente no hacía mucho que había tenido el enfrentamiento con la jerarquía católica antes evocado. En ese contexto le escribía a su esposa que cualquiera de aquellos centros de enseñanza superior podían constituirse en un refugio para él, si las cosas en la capital de Prusia se le ponían realmente difíciles (D’Hondt, 2002). Aquel mismo año de 1827, rinde visita al patriarca, Goethe. En 1829, con ocasión de un periplo por Bohemia, se encuentra por última vez con Schelling. Con esos viajes demostraba que era un hombre inquieto, capaz de soportar las molestias que, en aquella época, iban 210

aparejadas a los desplazamientos distantes. Muy posiblemente hacía tiempo que tenía pensado llevar a cabo visitas como las referidas, pero veinticinco años de guerras casi constantes a escala europea, y sus propias limitaciones económicas, se lo habrían impedido. En definitiva, su figura, en el momento en que le es posible, aparece como absolutamente contrapuesta a la de Kant, inmovilizado voluntariamente de por vida en Könisberg. A pesar de ello, se ha ironizado sobre un Hegel completamente fuera de la realidad cotidiana, y no sobre Kant, mucho más encerrado en su torre de marfil (Kaufmann, 1968). Por fin, de octubre de 1829 al mismo mes de 1830, llegaría a ocupar un cargo muy importante, tanto desde el punto de vista formal como simbólico: es llamado a desempeñar el rectorado de la universidad berlinesa, el mismo cargo que había ocupado su admirado Fichte, que había sido el primer regente del entonces recién creado centro. Durante esos últimos años de su vida, Hegel se convirtió en un referente para el mundo intelectual alemán, posiblemente el más importante después de Goethe. Esto se traslució claramente en agosto de 1826, con motivo de su cumpleaños, cuando se organizaron en Berlín una serie de celebraciones en su honor. Con la particularidad de que se quiso dar una continuidad entre el homenaje que a él se le rendía y el dedicado al autor del Faust, con motivo también de su aniversario. Se movilizó todo el mundo académico de la capital prusiana, tanto docente como estudiantil, así como cantidad de miembros de la intelligentsia ajenos a la institución universitaria. Se celebró un banquete en el que fue objeto de regalos y de discursos que loaban su figura. La prensa cubrió ampliamente el suceso, con gran consternación de los círculos más reaccionarios de la corte, encabezados por el Kronprinz, el futuro Federico-Guillermo IV. Fue tal la resaca originada, que Hegel decidió en los años sucesivos que su cumpleaños pasara de la forma más discreta posible, ausentándose incluso de Berlín para que así fuera. En 1831, con ocasión del último aniversario de su vida, se retomó la celebración, pero de forma más discreta y fuera de la capital. De hecho, la epidemia de cólera que, como se verá, acabó con los días del filósofo, había obligado a los Hegel, como a muchas otras familias en condiciones de hacerlo, a buscar refugio en zonas rurales.

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VIDA FAMILIAR Y SOCIAL

Georges Cuvier se casó en 1804, contando veinticinco años. Su esposa fue Anne-Marie Coquet de Trayzaile (1764-1849), quien utilizaba el apellido de su primer marido, Louis Philippe Duvaucel, guillotinado diez años antes, junto con el químico Lavoisier. Ambos tenían la categoría de fermier géneral, una suerte de recaudador de los impuestos agrarios en el antiguo régimen. Muy probablemente Cuvier conoció a su futura consorte por mediación de Antoine-Vincent Arnault (1766-1834), un autor teatral bien conectado con el poder, principalmente a través de Talleyrand (Charles-Maurice de TalleyrandPérigord, 1754-1838), por aquel entonces todavía en buenas relaciones con Napoleón Bonaparte. Arnault era además amante de Laure, la hermana de Anne-Marie (Outram, 1984). Cuvier habría llegado a ese matrimonio un tanto por eliminación, después de que hubiera acumulado una serie de calabazas de la parte de, entre otras, la hermana de Alexandre Brongniart, y la propia y ya mencionada futura cuñada, Laure. Por otro lado, hay indicios de que el matrimonio habría ido precedido por un asunto clandestino, con una mujer desconocida, de la que Georges Cuvier hubiera podido tener incluso hijos. Los testigos de la ceremonia del matrimonio de Cuvier, aportan una idea muy clara de cuáles eren sus relaciones sociales en aquel momento. De entre los colegas del Muséum, estaban Antoine-Laurent de Jussieu y Antoine Fourcroy. Este último compartía su antigua adscripción jacobina con dos de los otros testigos, el banquero bordelés Joseph-Basile Ducos (1767-1836) y el ya mencionado Arnault. 213

FIGURA 39. Clémentine Cuvier. Belin, Pour la Science, Paris.

Anne-Marie tenía cuatro hijos de su primer matrimonio, y daría a luz cuatro más como fruto de su unión con el naturalista. La suerte de los hijos reales de Cuvier fue realmente triste, circunstancia que lo amargó profundamente, especialmente en los últimos años de su propia vida. Los dos varones murieron siendo aún niños, y por lo que hace a las hijas, una murió muy joven, de forma que tan solo la otra, de nombre Clémentine, llegó a la edad adulta y fue quien, como único vástago sobreviviente, se convirtió en un todo para su padre. Pero cuando Clémentine contaba veinte años (1827), y estando a punto de casarse, sucumbió a la enfermedad por excelencia de la época romántica en que vivió, la tuberculosis. Por lo que respecta a sus hijos adoptivos, el más relacionado con Georges Cuvier, a causa de su vocación naturalista, fue Alfred Duvaucel. Pasaría a la historia de la zoología como uno de los descubridores del tapir asiático. Murió en Madrás en 1824, en el curso de una expedición a la India. Finalmente, su último consuelo se lo proporcionaría a Cuvier una de sus hijastras, Sophie Duvaucel, quien cuidó del anatomista hasta su muerte. 214

En el momento en que sucedió a Mertrud en 1802, Cuvier accedió a un alojamiento en el propio Muséum, cosa que era normal en la época. De hecho, él mismo había vivido durante un cierto tiempo en la casa que Geoffroy Saint-Hilaire usufructuaba en las mismas condiciones, tal como se ha visto anteriormente. Durante la Restauración, en las dependencias del Muséum destinadas a alojar a los professeurs, llegaron a convivir hasta unas cincuenta familias. La inserción de algunas de ellas en el espacio físico del Muséum llegaba a adquirir características endogámicas. El caso extremo sería el de Achille Valenciennes (1794-1865), nacido y muerto, como professeur de la cátedra de Moluscos, Gusanos y Zoófitos, en el recinto de la institución (Jaussaud, 2004a). Era hijo de Jean Baptiste Valenciennes (1754-1812), quien había ingresado en el Jardin du roy en 1782, desempeñando diferentes funciones técnicas, hasta llegar a aide naturaliste, uno de los primeros que se nombraron en la institución en 1793, con la misión específica de ayudar a Lamarck en el inventario de las colecciones del castillo de Chantilly, el lugar patrimonial de los Condé. A su muerte dejaría cinco huérfanos, incluido el propio Achille. Ante esta situación, y la falta de recursos, madame Valenciennes solicitó y obtuvo la ayuda del Muséum (Jaussaud y Brygoo, 2004b). En consecuencia, no es por lo tanto nada extraño que en esas condiciones llegaran a constituirse verdaderos clanes, ya fuese por afinidad política o a causa de lazos familiares, o por ambas razones, ya que a veces una cosa llevaba a la otra. Esta situación fue particularmente evidente durante los tiempos revolucionarios. Hubo, como mínimo, un núcleo girondino y otro jacobino. El primero habría estado aglutinado en el entorno de André Thouin y Alexandre Brongniart. El segundo giraba fundamentalmente alrededor de Antoine Fourcroy, diputado de la Convención y miembro del Comité de Salvación Pública. Las relaciones de los hermanos Cuvier con el grupo de Fourcroy, fueron particularmente privilegiadas. Véase Outram (1997) para un análisis de las relaciones familiares y profesionales en el seno del Muséum. La ventaja de gozar del privilegio de tener una residencia provista por la institución redondeaba el salario de los titulares de las cátedras, el cual, a finales del siglo XVIII, era de unos cinco mil francos anuales. Esa cifra representaba lo suficiente para vivir con corrección, siempre que los emolumentos se cobraran cuando tocaba o, pura y 215

simplemente, se cobrasen. En una misiva dirigida por Cuvier a SaintHilaire, en los primeros tiempos del Muséum, escribía irónicamente que envidiaba la suerte de los elefantes de la ménagerie, que gozaban del privilegio de comer cada día. En el contexto de dichas dificultades, hay que señalar que durante el Imperio en dos ocasiones, como mínimo, coincidentes con las crisis financieras de 1805 y 1813, todas las entidades que dependían del Ministerio del Interior, como era el caso del Muséum, se encontraron sin financiación de la noche a la mañana. Cuando su fama comenzó a acrecentarse, paralelamente a como lo hacían sus contactos oficiales, Cuvier consiguió que le fuese asignado, por razones profesionales, el edificio al lado del que constituía su hogar. Allí instaló las colecciones de anatomía comparada, así como su laboratorio. Se ha comentado ya como hizo abrir una puerta en la pared medianera, que le permitía acceder directamente a su gabinete de trabajo, como quien dice, en zapatillas. Dicho gabinete consistía en un gran espacio, en el que había diversos pupitres sobre los que se podía trabajar de pie. Cuvier se desplazaba sin cesar de uno a otro, en función de la tarea concreta que quería llevar a cabo. El Muséum era para él mucho más que el salario y la casa. Representaba también una fuente importante de información para sus libros que, con toda seguridad, le reportaban muchos más ingresos que no su cargo de professeur. Diferentes personajes de la familia estaban involucrados en la producción editorial de Cuvier, y entre ellos destacaba la citada hijastra Sophie Duvaucel, autora de muchas de las ilustraciones de los libros de su padrastro. Georges Cuvier era un hombre extraordinariamente metódico y dotado de una gran capacidad de trabajo, cualidad que se reflejaba en una muy prolongada jornada laboral, que iba de las ocho de la mañana a las once de la noche, sometida a un horario muy estricto. Es fama que redactó su autobiografía (inédita) aprovechando el tiempo de sus desplazamientos en coche. Dicha rigidez temporal se hizo absolutamente imprescindible, a partir del momento en el que comenzó a acumular responsabilidades administrativas. De ellas se resintió fuertemente su labor científica, principalmente las disecciones, que pasaron a ser hechas por sus ayudantes, quienes en muchas ocasiones ni siquiera constaban en la nómina oficial, por la simple razón de que los pagaba de su bolsillo particular. 216

Smith (1993) en su obra recopiladora de la bibliografía de Cuvier, presenta una pequeña estadística que muestra hasta qué punto el trabajo científico de aquel se resintió de la acumulación de cargos. En los diecisiete años transcurridos entre 1792 y 1809, llegó a publicar 136 artículos originales de investigación. Por el contrario, desde 1810 hasta el momento de su muerte, en 1832, vieron sólo la luz 41 artículos de dicho tipo. Ahora bien, mientras que en el primer período la producción científica representaba el 76 por ciento del total de publicaciones, en el segundo lapso de tiempo los mencionados 41 artículos equivalían tan sólo al 27 por ciento de su producción editorial. Al final de sus días, las tres cuartas partes de sus esfuerzos iban dirigidos a trabajos sobre historia de la ciencia, pero sobre todo a informes, discursos en las cámaras de diputados y pares, y recensiones de los trabajos de sus colegas. Su extraordinaria, y proverbial, capacidad de trabajo quedaba, no obstante, anulada por unas crisis periódicas de abulia, que lo precipitaban en la inactividad más absoluta. La razón última de dichas crisis podría estar en un carácter fuertemente hipocondríaco, que le llevaría a exagerar problemas de salud, en principio, reales. Sin que fueran en absoluto de naturaleza grave, se han relacionado con una situación de deficiente alimentación durante la primera niñez. De todas formas, su forma física no debía ser mala, al menos en su juventud, ya que en el Carolinum había conseguido un primer premio en gimnasia (Taquet, 2006). En otro orden de cosas, Georges Cuvier era un hombre de carácter mundano, que vestía elegantemente y estaba muy lejos de la típica caricatura del científico, socialmente arisco y descuidado en el aspecto personal. Durante años correspondió a las numerosas invitaciones de que era objeto, con las recepciones que daba en su casa los sábados por la noche, que se hicieron célebres no tan solo en París, sino en toda Europa. Llegaron incluso a ser objeto de descripciones literarias, dado que en ellas participaban tanto representantes del mundo científico, como también del literario y artístico, incorporando en ambos casos tanto franceses como extranjeros. Asistentes a sus guateques fueron gente tan diversa como Alexander von Humboldt, Charles Lyell (1797-1875), y los literatos Prosper Mérimée (1803-1870) y Stendhal (1783-1842). Curiosamente, dos de esos personajes tuvieron una relación con Cuvier que se podría 217

calificar de «amor-odio». Se trata de Alexander von Humboldt y Stendhal. Como ya se ha indicado, en 1814 el citado Humboldt llevaba ya tiempo en París. Hay pruebas de que Georges Cuvier lo tenía en gran estima, y con una cierta frecuencia requería su opinión en las cuestiones geológicas. En la polémica con Geoffroy Saint-Hilaire, que se revisará más adelante, Humboldt se decantó claramente por este, y su toma de posición agrió sus relaciones con el anatomista. Pero quizá el aspecto más conflictivo surgió a propósito de los ácidos comentarios del alemán a la multiplicidad de cargos administrativos que Cuvier acumulaba. Dichos comentarios no se interrumpirían ni siquiera después de la muerte del que los provocaba, tal como muestran diversas cartas dirigidas por Humboldt a Arago. Stendhal (Henry Beyle) comenzó a frecuentar las reuniones sabatinas de Georges Cuvier en fecha relativamente tardía (1826). Ya muchos años antes (1811) había manifestado su admiración por aquel («Le génie de Cuvier est visible pour moi»). Durante las veladas, las discusiones, un tanto jocosas, entre ambos personajes eran continuas, y en ellas, como el propio Stendhal reconocía, él llevaba siempre las de perder, a causa de la prodigiosa memoria de su contrincante. A pesar de su admiración, el propio Beyle fue también uno de los tantos críticos al papel de cumulard de Cuvier, en su condición de periodista un tanto escandaloso en el París de la época. Sin embargo, en un determinado momento tuvo que intentar sacar provecho del poder de Cuvier. Fue con ocasión de su pretensión de convertirse en bibliotecario del Muséum. Para intentar conseguir la recomendación, Stendhal contó con la complicidad de Sophie Duvaucel. La maniobra no tuvo éxito, pero Cuvier debió hacer lo posible por Henry Beyle, quien no sólo no se mostró resentido, sino que a partir de aquel momento atemperó sus críticas. A la muerte de Cuvier, su reacción fue completamente opuesta a la de Alexander von Humboldt, enviando a la viuda una carta muy sentida, en la que comparaba su afección por Cuvier a la que sentía por Napoleón (Outram, 1984). Paralelamente, y tal como se ha indicado anteriormente, Cuvier participaba frecuentemente en las recepciones que daban miembros de la alta sociedad parisina, la cual, después del paréntesis revolucionario, trataba de recuperar el tiempo perdido. Existe un dibujo de León Moreaux, artista de la época, reproducido en Ardouin (1970), 218

FIGURA 40. Léon Moreaux (hacia 1830). El salón del barón Gérard. De izquierda a derecha, Stendhal, de Vigny, Alexander von Humboldt (sentado), Talleyrand, Gérard, Cuvier (sentado), Merimée y Rossini. François Gérard, ennoblecido por Louis XVIII, fue un notable pintor neoclásico, discípulo de David.

que representa a Georges Cuvier en casa del barón Gérard. Además del personaje anfitrión y del propio Cuvier, puede distinguirse a Stendhal, Alfred de Vigny (1797-1863), Talleyrand, Mérimée y Gioacchino Rossini (1792-1868). ¿Pudiera imaginarse un círculo intelectual más distinguido en el París postnapoleónico? En ocasión de dichos actos sociales, Cuvier se comportaba como una persona amable y atenta, mientras que en el trabajo su carácter era más bien frío y distante, fácilmente irritable y obstinado, de opiniones muy firmes e inamovibles. 219

Tenía mucho cuidado en no dejar transparentar ideas o métodos que él creyera que le podían ser copiados, de tal manera que las conversaciones científicas que sostenía estaban frecuentemente llenas de circunloquios. Lyell fue uno de los que dejó testimonio de hasta que punto le había resultado difícil entrar en materia científica con Cuvier, antes de que el surgimiento de un sentimiento amistoso entre ambos propiciara la desaparición de cualquier desconfianza. Duvernoy, colega y pariente del propio Cuvier, lo describe como poseedor de un temperamento sanguíneo y nervioso, apasionado, sobre todo cuando debía defender una decisión tomada de antemano. El testimonio de Achille Valenciennes es también muy clarificador. Fue colaborador de Cuvier en la obra Histoire naturelle des poissons, mientras trabajaba bajo la dirección de Lamarck en el laboratorio de invertebrados del Muséum. Valenciennes presenta a Cuvier como un hombre frío, severo, a quien no le causaba ningún problema provocar inquietud, e incluso miedo, a su alrededor. De hecho, se lo debió causar a él mismo en el momento, en 1814, en que trabaron conocimiento, ya que Georges Cuvier le espetó: «Monsieur, est-ce que je vous fais peur?» Eso no fue objeto para que Achille Valenciennes creara fama de saber zafarse de la supervisión tiránica de Cuvier para ir simplemente a dar un paseo (Jaussaud, 2004a). Cierto o falso, se cuenta que era capaz de entrar por una puerta, colgar su sombrero, a fin de hacer creer a su superior que se hallaba en el centro, y salir inmediatamente por otra. La muerte de su hija Clémentine (1827) agrió extraordinariamente el carácter de Georges Cuvier, liquidando su faceta mundana, cuya consecuencia más palpable fue la desaparición de las soirées de los sábados. Se ha llegado a afirmar que esa decisión, que conllevó su casi total ausencia de los actos sociales, habría contribuido considerablemente a la disminución de su influencia. Al fin y al cabo era fama que, con una de sus invitaciones sabatinas a su casa y su savoir faire, conseguía, si no todo, gran parte de lo que pretendía. Una vez que se hubo establecido sólidamente en París, Georges Cuvier hizo llamar a su hermano Frédéric. El menor de los Cuvier llegó a la capital de Francia en 1797 y fue el primero de toda una pléyade de montbeliardeses, algunos de ellos parientes, o familiares políticos, otros sin vínculo directo, que su famoso paisano fue situando. Fue de esta manera, por ejemplo, que entró en el Muséum un 220

FIGURA 41. Frontispicio de Leçons d’anatomie comparée (1800), de Georges Cuvier.

montbeliardés, este sin conexiones familiares con los Cuvier, de nombre Charles-Léopold Laurillard (1783-1853), que sería uno de los aide-naturaliste de Georges, con carácter vitalicio, así como dos primos lejanos, Ferdinand Curie y Georges-Louis Duvernoy (17771855). Este último personaje, en lo tocante a su implicación en la publicación de las Leçons d’anatomie comparée, es un buen ejemplo de la importancia que iba adquiriendo el círculo familiar. En efecto, 221

mientras los tomos I y II, publicados en 1800, aparecieron como compilados por Duméril, a partir de 1805, cuando se edita el tomo III, es el citado Duvernoy quien consta como compilador. En 1850 se convertiría en el tercer titular, en orden cronológico, en ocupar la cátedra de Anatomía Comparada del Muséum, a continuación del propio Cuvier y de Blainville. Otros familiares de Cuvier hacían por su parte también carrera en la capital, aunque de forma independiente, y debían ayudarlo en ciertas situaciones que requerían moverse en campos no científicos como, por ejemplo, la banca. La denominada «banca protestante» se convertiría en una verdadera institución en Francia a partir del Primer Imperio, aunque tenía raíces ya añejas. La situación de simple tolerancia en la que durante el antiguo régimen se movieron muchas veces los franceses de confesión reformada, hacía que la actividad bancaria fuera una de las pocas que podía ejercerse con holgura, de forma semejante a lo que sucedía en muchos países europeos en lo que respectaba a la población judía y su relación con el préstamo (Lottman, 2006). La milicia también implicaba para Georges Cuvier contactos importantes, algunos de origen familiar. El general Frédéric Henri Walter (1761-1813), pariente de los Cuvier por vía materna, o el general Antoine Fortuné Brack (1789-1850), casado con Laure, la cuñada de Georges, serían los dos ejemplos más conspicuos. En resumen, puso mucho énfasis en la creación de una red de intereses en dominios muy alejados del estrictamente científico. Para llevar a cabo dichos propósitos, habría pensado, como tantos otros de sus contemporáneos, en la utilidad de las alianzas matrimoniales. Su hija Clémentine, en el momento de su muerte, estaba a punto de casarse con un colega de su padre en el Conseil d’êtat, Charles Duparquet. Esa misma hija de Cuvier había sido la candidata de Ampère para esposa de su hijo Jean-Jacques, a pesar de las diferencias entre ambos científicos. Sin duda tan sólo el trágico destino de su descendencia le impidió a Georges Cuvier desarrollar una política de bodas, como sistema de ganar influencia. De hecho, tal tipo de sistema estaba muy extendido entre los científicos de la época. En lo que respecta al Muséum, y a la generación de Cuvier, el caso quizá más paradigmático fuera el de Alexandre Brongniart, quien fundó una verdadera dinastía en el seno de la institución, dinastía que creó y controló durante años una de las pri222

meras revistas científicas para el presente standard y que, además, ha sido de las de vida más prolongada, ya que tan sólo ha desaparecido muy recientemente. Se trata de los Annales des Sciences Naturelles. Georges consiguió para su hermano Frédéric el empleo de adjunto de un Geoffroy Saint-Hilaire desbordado por el trabajo. En 1804 se le nombra conservador de la ménagerie, el pequeño zoológico del Muséum Existía en Francia una larga tradición por lo que hacía a las colecciones de animales vivos. La primera ménagerie la había fundado Luis XIV en 1663, en Versalles. En el momento en que se creó la Académie Royale des Sciences, en 1666, los naturalistas que formaban parte de ella se apercibieron rápidamente de las posibilidades que, para el estudio de la anatomía, ofrecían las muertes que, periódicamente, se producían en el zoo real de Versalles. Arrancó de aquí una tradición de disección, que se mantendría sin solución de continuidad hasta la Revolución. Cuando en 1790 se cuestionan todos los dominios de titularidad real, la ménagerie de Versalles entra en el lote. Algunos jacobinos, henchidos de espíritu rousseauniano, decidieron proceder a la liberación de los animales. El resultado fue que los ejemplares, fugitivos, hubieron de ser perseguidos y sacrificados. Los que se salvaron del desaguisado se pusieron bajo la tutela del Jardin, en París. Con ellos, y con los provenientes de otras colecciones particulares, se creó una pública, que a partir de 1793 se convirtió en la citada ménagerie del Muséum, que gradualmente fue creciendo en importancia. El censo de 1813 contabilizaba 383 animales. La colección se iría enriqueciendo a lo largo de toda la primera mitad del siglo XIX, hasta convertirse en un centro de referencia para toda Europa (Pyenson y Sheets-Pyenson, 2000). Frédéric Cuvier se dio rápidamente cuenta de las posibilidades que ofrecía una colección de animales exóticos vivos, sobre todo desde el punto de vista del estudio de sus hábitos, en gran parte desconocidos, sin por supuesto descuidar el fin didáctico para el que la ménagerie había estado creada. De forma que, sin moverse de París, se convierte en lo que su hermano consideraba un naturaliste voyageur. El contacto con la realidad viva, parece que le creó a Frédéric una opinión muy crítica respecto al tipo de investigación que llevaba a cabo su hermano Georges, basada, como se sabe, en piezas anatómicas conservadas y en disecciones. Además, compartía la opinión de 223

FIGURA 42. Delprech (1838). Alexandre Brongniart. Archives du Muséum.

otros zoólogos, que creían que, tal y como se estaba estableciendo la anatomía comparada, dejaba muy de lado los aspectos ontogenéticos. En ese contexto, Frédéric Cuvier inaugura una línea de investigación sobre el instinto animal que, a pesar de conllevar aportaciones significativas, fue muy controvertida. Llegó a publicar diversos artículos sobre el tema en colaboración con Geoffroy Saint-Hilaire, con quien además, y a lo largo de dieciocho años (1824-1842), dio a la luz conjuntamente los cuatro volúmenes de la Histoire naturelle des mammifères, obra que destacó entre otras cosas por la extraordinaria calidad de sus ilustraciones. Toda esa actividad estaría en el origen, años después (1854), de la Société zoologique d’acclimatation, fundada por el hijo de Étienne Geoffroy, Isidore (1805-1861) (Aragón, 2005). En 1810 comenzó Frédéric su carrera administrativa dentro de la educación pública, siguiendo los pasos de su hermano mayor. En 1837, estando ya Georges difunto, se creó para el menor de los Cuvier la cátedra de Fisiología Comparada del Muséum, que ocuparía tan sólo por unos meses, ya que murió poco después. La importancia que pudieran tener para Cuvier sus raíces protestantes, es necesariamente un tema recurrente cuando se analiza su 224

vida. Ahora bien, probablemente el aspecto que puede ser analizado de forma más precisa y con más elementos de juicio es el referente a los cargos públicos, ya evocados, que, ya durante la Restauración, ocupó a propósito de los cultos reformados, cargos que en última instancia no eran probablemente más que una tarea estrictamente administrativa. Lo que posiblemente ocurriera fuera que Cuvier debió tomarse muy seriamente dicha tarea, como mínimo tan seriamente como cualquier otra de las asumidas a lo largo de su vida. En su correspondencia hay una abundante referencia a sus frecuentes intervenciones, en función de su cargo, en favor de los derechos de los franceses de confesión reformada (Outram, 1979), e incluso alguna alusión, a acciones en el mismo sentido, con referencia a la comunidad judía. Hay que tener en cuenta que el título oficial del cargo que

FIGURA 43. Frontispicio de Histoire naturelle des mammifères (1819), de Étienne Geoffroy Saint-Hilaire y Frédéric Cuvier. 225

Cuvier ocupara, desde 1827 a 1832, era el de «director de cultos no católicos». Aunque sea generalmente cierto que la historia no invierte su camino y que, con la proclamación de la libertad de cultos por la Asamblea Nacional francesa, se originó un proceso irreversible, también es cierto que la Restauración implicó, tal como ya se ha indicado, una vuelta o, mejor, un intento de vuelta en todos los ámbitos, a las antiguas maneras de hacer. En consecuencia, a los protestantes franceses les debía ir como anillo al dedo el tener como figura representativa un personaje de tanta importancia como Georges Cuvier, en un momento como aquel. Si bien ya Luis XVIII se había instalado en las Tullerías arropado por un verdadero ejército de curas, aunque guardando sabiamente las formas, el acceso al poder de su hermano Carlos X había significado el inicio de una fuerte tendencia al recorte de las libertades más básicas. Además de las referentes a la cuestión de la enseñanza, ya revisada, se conservan diversas cartas en las que Cuvier hace claramente alusión a situaciones de prepotencia de una Iglesia católica que hacía lo que podía y más, a fin de intentar recuperar los privilegios de que había gozado antes de 1789. El conflicto se hacía más grave cuando se trataba de territorios en los que la presencia protestante era importante, como el Franco-Condado. Finalmente, cabe añadir que, en la correspondencia de Georges Cuvier, tampoco faltan referencias a intervenciones suyas en situaciones en que sus correligionarios se enzarzaban en dimes y diretes (Outram, 1979). La situación religiosa de la familia de Georges Cuvier merece un comentario especial, precisamente por la poca claridad. Se ha visto que él fue protestante toda su vida. Ahora bien, los testimonios directos no lo presentan precisamente como un hombre devoto, ni siquiera en su lecho de agonía. La opinión contraria de Coleman (1964) parece infundada. Muy probablemente, a partir de un determinado momento de su vida, fue simplemente un deísta. En cualquier caso, y tal como ya se ha comentado, lo que Cuvier nunca hizo, contrariamente a lo que en muchas ocasiones se ha sostenido, fue una interpretación literal del relato bíblico, a pesar de ser un sambenito que siempre se le ha colgado, incluso en vida. A ese propósito, la crítica de Stendhal, en el momento de la publicación, a Discours sur les révolutions du globe, fue particularmente cruel y gratuita. Acusaba al autor de no querer crearse problemas con ideas heréticas (más heréticas 226

que las que tenía como protestante, se supone), y remarcaba que sus opiniones sobre la historia del globo eran del mismo estilo ya en 1806, cuando nada hacía pensar en una recuperación del poder por parte de la Iglesia. A propósito de la religiosidad de Georges Cuvier, es obligado hacer de nuevo alusión al Discours. Diversos autores están de acuerdo en que es su obra menos empírica. Podría incluso decirse que es la menos cuvierana. Pero así y todo, es completamente erróneo considerar dicho libro como una especie de relato bíblico corregido y aumentado. No hay referencias explícitas al Génesis. A lo sumo insinúa una coincidencia entre la última catástrofe que él postula y el Diluvio universal. En eso, como bien remarca Coleman (1964), se desmarca de los llamados teólogos naturales. ¿Cómo, si no, podría justificar con argumentos bíblicos, las catástrofes previas? Como se verá a continuación, en los temas religión-ciencia, Cuvier se atuvo siempre al principio de no ingerencia. Para contextualizar dicha actitud, quizá valga la pena recordar que la iglesia en que fue educado era, al menos formalmente, de la misma confesión luterana que la iglesia reformada alemana, en virtud de los vínculos políticos que, ya en tiempos de la Reforma, existían Montbéliard y Württemberg. Ya en el siglo XIX comenzaron a aparecer entre los luteranos tendencias liberales en materia de exégesis bíblica, contrastando con algo que no ocurría, por ejemplo, entre los calvinistas, o al menos entre la mayoría de ellos. Recuérdese también lo comentado a propósito de Schleiermacher. Si bien es cierto que el libre examen se asocia normalmente al proceso de la Reforma, son bastantes las confesiones protestantes que niegan, y siguen negando, la aplicación del citado principio a los aspectos de la Biblia que hacen a las cuestiones científicas, por no hablar de las cuestiones dogmáticas. Recuérdese el trato dado por Calvino a Miguel Servet. A pesar de todo ello, y en ese momento histórico, Guizot, amigo de Cuvier, y también protestante, aunque calvinista, defendió públicamente en 1826, en una de sus clases de la École Normale, la necesidad del libre examen de los textos bíblicos. Y el mismo Cuvier se manifestó también a favor del libre examen, como sistema de propedéutica científica. Por lo que hace al protestantismo, la raíz de la oposición cienciareligión estaría en su mismo origen (Coleman, 1964). Lutero ponía ya el acento sobre la idea omnipresente de Dios, y se cuidaba muy mu227

cho de buscarlo en la naturaleza. Por otro lado es un hecho conocido que todos los reformadores pretendieron dar a conocer las Escrituras, tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento, a los fieles en general, y de ahí el origen de las traducciones a la lengua «vulgar». Por ejemplo, Lutero lo hizo al alemán y, a pesar de la represión que erradicó la Reforma en España, Casiodoro de Reina (1520-1594) y Cipriano de Valera (1532-1602) al castellano. Pero por supuesto que recuperar el viejo testamento con especial énfasis originaba una situación proclive a la interpretación literal. La contradicción se hizo realmente aguda a causa de los descubrimientos geográficos y la información que aportaban. Es el momento en el que, en el seno del protestantismo, aparecen tendencias teológicas con la pretensión de encontrar a Dios en la naturaleza. Estas tendencias no dejaban de generar un fuerte rechazo en los círculos más tradicionalistas, ya que veían en ellas un riesgo de panteísmo, más o menos solapado. El mismo Coleman (1964), quien como ya se ha visto, tenía a Georges Cuvier por una persona piadosa, afirma taxativamente que asociar de forma unívoca las ideas antitransformistas del naturalista francés a la influencia del dogma de su iglesia, es una exageración gratuita. Parece bastante claro que Cuvier no consideraba la Biblia como un texto ni por asomo científico, de tal manera que ignoraba olímpicamente el problema de las relaciones, y contradicciones, ciencia-religión. Para él la religión era una cuestión de relación entre el ser humano y Dios. Además él estaba por la separación estricta de las disciplinas, de tal manera que cada una de ellas debía ocuparse de lo que le era propio, y punto. En consecuencia, de igual manera que rechazaba la intromisión de la filosofía en las ciencias empíricas, hacía lo mismo con la teología. Más o menos seguro de su fe, sin necesidad de fundamentarla en la ciencia, puede pensarse que vivía las dos realidades de forma bastante independiente. Al fin y al cabo, como dejo escrito, si otros antes que él, tales como Pascal, Newton o Leibniz, habían podido conjugar ambas cosas (religión y ciencia), ¿por qué él no lo iba a hacer? Ni siquiera la posición del ser humano en el contexto global de la naturaleza parecía provocarle dolores de cabeza. La naturaleza humana no era para él un problema científico (Outram, 1986). Tan sólo lo era lo que atañía a su realidad física. Como argumenta Coleman (1964), es indudable que el anatomista estaba religiosamente motivado (debería añadirse que en una me228

dida difícil de precisar), pero nunca utilizó argumentos bíblicos para defender el fijismo de las especies. Para él era un mero problema de realidad científica. Las «condiciones de existencia» eran el argumento; no el relato mosaico. Ahora bien, si la intromisión entre disciplinas no debía producirse, esto valía para lo mejor y para lo peor. La segregación atañía también a los métodos a utilizar. La crítica en ciencia no tan sólo era deseable, sino obligada. Pero cuando determinadas escuelas, tales como el cartesianismo y la Ilustración, pretendían llevar la crítica más allá de las fronteras de la ciencia, había que evitarlo como fuese, so pena de catástrofe. En las actividades humanas no científicas, era el principio de autoridad el que tenía que prevalecer. En ese contexto, aparecía de nuevo, e incluso se acrecentaba, su inquina hacia la Naturphilosophie (Coleman, 1964), cuyos cultivadores, como ya se ha visto repetidamente, eran de claras tendencias panteístas. ¿Hasta qué punto debía rechazar el panteísmo como hecho religioso, o como resultado de una confusión de ámbitos? Cabe preguntarse si esos planteamientos de Cuvier se hubieran mantenido si hubiera vivido la eclosión del darwinismo, por ejemplo. Al fin y al cabo en su época la polémica ciencia-religión estaba apenas esbozada. Pero una vez más hay que atenerse a los hechos y no caer en la historia ficción. Y los hechos presentan una actitud que es de envidiar en el momento presente, ante nuevos asaltos al evolucionismo a golpe de Génesis. Dados estos precedentes, es muy probable que, en términos generales, la concepción de Georges Cuvier sobre las diferencias entre protestantismo y catolicismo, en lo tocante a la ciencia, no fuera muy diferente a la defendida contemporáneamente también por Hegel: sin demasiado entusiasmo, se concluía que la fe reformada daba más posibilidades para generar un pensamiento autónomo. En realidad, no parece que esas posibilidades fueran un problema de dogma, sino de marco civil, de tolerancia religiosa. ¿Alguien puede imaginarse a Spinoza publicando su obra en un país católico? Por lo que hace a los otros miembros de la familia Cuvier, se sabe que su esposa era católica. En lo tocante a los hijos, existen una serie de dudas, e incluso malas interpretaciones, que afectan a los mismos documentos que se conservan sobre el tema. En una fecha indetermi229

nada, pero que debe corresponder a la del nacimiento de cualquiera de sus dos hijos varones (1804 o 1806), Georges Cuvier se dirige por carta al pastor protestante Paul-Henri Marron (1754-1832), a propósito del correspondiente bautizo (Outram, 1979). La figura de dicho pastor está bien documentada históricamente. Marron era holandés, y había llegado a París como capellán de la embajada de su país natal en 1782. Se convirtió en pastor de la iglesia de París como consecuencia del edicto de tolerancia religiosa de 1787. Durante la Revolución perteneció al club de los feuillants, monárquicos constitucionalistas, al que también pertenecía Lacépède. Por otro lado, ya en plena Restauración (1825), Cuvier le escribe al duque de Luxembourg en referencia a la admisión de sus hijas en la capilla de las Tullerías. Esta misiva ha sido también revisada por Outram (1979). La aparente contradicción, entre los dos hechos mencionados, podría explicarse porque, muy probablemente, la última carta mencionada haría referencia a sus hijastras. En efecto, los hijos del primer matrimonio de la señora Duvaucel habían sido bautizados y educados como católicos. Por contra, y en función de lo dicho sobre el bautismo de uno de sus hijos varones, los hechos apuntan a que los que posteriormente tuvo con Georges Cuvier profesaron la fe reformada. Debe reconocerse que sobre dicho tema ha habido una cierta confusión con referencia a una anécdota que afecta a la hija preferida (Outram, 1984). Existen testimonios de que ella, Clémentine, se reunía en su casa con otras chicas y rezaban por la conversión de familiares respectivos. Clémentine aplicaba taxativamente sus plegarias a la de su padre. Esto ha sido interpretado algunas veces como prueba de que la hija, católica, se pronunciaba por la renuncia de su padre a la fe reformada. Si se admite la hipótesis de que Clémentine no fuera católica, con mucha seguridad la única cosa que le debía preocupar, desde el punto de vista de su propia condición de protestante practicante, era que su padre superase su más que probable escepticismo en materia religiosa, su simple deísmo, y llevara una vida que pudiera calificarse de «piadosa». Dicha interpretación no deja de ser problemática. La referida carta al pastor protestante Marron implica que uno de los hijos varones habría sido bautizado como reformado (¿por qué no el otro?). ¿Permite esto aseverar que esa misma era la condición de las hijas? Parece que existía una cierta tradición en determinadas zonas de 230

Francia (Burdeos, por ejemplo; F. K. Jouffroy, comunicación personal) por la cual cuando se producía un matrimonio mixto (católicoprotestante) los hijos varones seguían la religión del padre y las hijas la de la madre. Debe tenerse en cuenta esta hipótesis alternativa para tratar de entender los aparentes testimonios contradictorios que hacen referencia a los hijos de Georges Cuvier. Estas cuestiones no deben interpretarse simplemente como anécdotas de familia. Todo lo contrario. Tienen una importancia capital cuando se pretende entender la posición de Cuvier con respecto al llamado «transformismo», en función de sus sentimientos religiosos, de manera que, como ya se ha comentado, es más que dudoso que una interpretación de causa-efecto entre ambos temas, que ha sido la comúnmente defendida, sea la correcta (Buffetaut, 2002). Aunque la mayor parte de sus amigos llevaran una vida amorosa bastante «disoluta», típica de los tiempos románticos que transcurrían, la de Hegel, con la única excepción de un «pecadillo» de juventud, fue modélica, según el esquema burgués al uso. El «pecadillo» consistió en lo siguiente. Durante el tiempo que vivió en Jena tuvo una relación, de las clásicamente llamadas de «concubinato», con su patrona, Cristiana Charlotte Johanna Burckhardt. De dicha relación nacería, en 1807, un hijo ilegítimo (el tercero de Johanna con esa condición, ya que estaba separada de su marido), bautizado como Ludwig, a causa de su padrino, Georg Ludwig Hegel, hermano del padre, muerto en 1812, durante la campaña de Rusia. Georg Wilhelm Friedrich Hegel reconoció al bastardo en 1816, en el momento que obtiene la cátedra de Heidelberg, y se hizo cargo de él, impidiendo de hecho que creciera cerca de la madre (Kaufmann, 1968). Ella moriría en 1817 y, hasta aquel momento, puso todos los obstáculos posibles en el camino sentimental de su antiguo amante. Una vez que Hegel hubo dejado Jena, confió la educación de Ludwig a una prestigiosa institución de dicha ciudad, dirigida por personas de filiación masónica. Es otro de los hechos que resalta D’Hondt (2002) para postular la importancia de los vínculos del filósofo con la masonería. En ausencia del padre, el chico se crío entre la flor y nata de la intelectualidad de Sajonia-Weimar. Se podría decir que creció jugando bajo la mirada patriarcal de Goethe. No obstante, 231

se comportó siempre como un resentido. Una vez situado el padre en Berlín, se le envió a estudiar junto a sus hermanos, los dos hijos del matrimonio Hegel, escondiendo su origen ilegítimo. Ludwig no acabó nunca su formación escolar. Según Kaufmann (1968), ante las dificultades económicas que pasaba su padre en el momento de su llegada a Berlín, este decidió que sólo los hijos habidos del matrimonio siguieran estudios superiores, mientras que el otro lo destinaba al comercio. Esta discriminación pudo estar en el origen del referido resentimiento, a juzgar por unas cartas que se conservan de Ludwig, en las que da cuenta de su frustración por no haber podido estudiar Medicina. En un momento determinado, cuando las relaciones entre padre e hijo se hubieron hecho imposibles, a causa de una condena del segundo por hurto (D’Hondt, 2002), aquel le retiró el reconocimiento de paternidad. El muchacho moriría con veinticuatro años en Batavia, en las Indias orientales, como oficial del ejército holandés, cargo que su progenitor parece le había comprado. De hecho, Hegel no supo nunca de la muerte de Ludwig, dado que su propia defunción y la de su hijo se produjeron con una separación de tres meses. Su otra gran preocupación, dentro de la vida familiar, su hermana, le sobrevivió por poco tiempo. Enajenada, se suicidaría en 1832. De su matrimonio con Maria von Tucher tuvo Hegel dos hijos varones y una hija, quien murió en la niñez. Los hijos, Karl e Immanuel, serían respectivamente historiador y clérigo. Karl, quien publicó sobre la vida de su padre, incluyendo el epistolario, ignoró completamente la existencia de su medio hermano. Tampoco la vida cotidiana del autor de la Fenomenología se ajusta a la idea que, más o menos de forma caricaturesca, se tiene de la de los filósofos. Si durante años Hegel llevó una vida que más bien cabría calificar de ascética, fue probablemente muy a su pesar, y como consecuencia de las dificultades económicas. En el momento que pasa a residir en Berlín, aparece su faceta de bon vivant, amante de la vida social, asiduo de conciertos y teatros, aunque parece que era menos aficionado a la música que al drama. En concreto, no consta que apreciara a Beethoven o Haydn, pero sí a Mozart y Rossini, en particular su Barbero de Sevilla (Kaufmann, 1968). Los testimonios que han llegado lo son de un hombre afable, de trato sencillo, a quien le agradaba la conversación, y era capaz de escuchar y admitir los argumentos ajenos. La situación cambiaba radicalmente cuando el 232

debate entraba en el terreno filosófico. A partir de ese momento, la creencia en la superioridad de su método era tan fuerte, que menospreciaba cualquier opinión contraria a la suya, y el diálogo se hacía imposible. Por lo que puede deducirse, el paralelismo con Cuvier se daba también en el plano del carácter. No resulta nada fácil captar cual era la verdadera actitud religiosa de Hegel, independientemente del hecho que aquella pudiera haber evolucionado más o menos durante el curso de su existencia. Ya se ha visto su rechazo a seguir la carrera eclesiástica, para la cual había sido formado, así como su actitud crítica hacia la religión en general, y el cristianismo en particular. Posteriormente consideraría que la crítica religiosa, que había desarrollado durante sus años juveniles (para un análisis, véase Lukács, 1976), era muy superficial. Llegó a pensar que, en cierta manera, la religión, tal como existe, había constituido una etapa en el desarrollo del espíritu humano, una etapa quizá incluso necesaria. Pero a pesar de todas esas disquisiciones, hasta el final de su vida mantuvo una imagen de seguidor de la fe luterana, con independencia de sus tendencias panteístas, más que evidentes en sus escritos. Muy probablemente el origen de sus manifestaciones más exteriorizadas de luteranismo, estaba en un cierto sectarismo anticatólico, heredado de generaciones de antepasados, en los que el recuerdo de las guerras de religión se había mantenido absolutamente vivo, dado que al menos en su etapa juvenil sus opiniones sobre el reformador no eran precisamente entusiastas (Kaufmann, 1968). De haber existido ese sectarismo, se trataría de una característica compartida no únicamente con bastantes intelectuales alemanes contemporáneos suyos, procedentes de familias de fe reformada, sino también con los de generaciones posteriores de igual condición. Unos y otros, a pesar de ser tan tibios como él en materia religiosa, apoyarían políticas anticatólicas, como por ejemplo la Kulturkampf de Bismarck. Un ejemplo paradigmático podría ser Ernst Haeckel (Rupp-Eisenreich, 1996). En el caso de Hegel debió contar también una circunstancia especial. Difícilmente la censura hubiera aceptado una crítica global de la religión y, por supuesto, no la hubiera aceptado en absoluto de la confesión oficial del Estado, el luteranismo. Pero si alguien se metía con el catolicismo, sobre todo en cuestiones de dogma, halagaba las tendencias más sectarias dentro de la administración del reino. 233

Además, con una cierta astucia, se podía conseguir que se leyese entre líneas que las críticas al catolicismo iban más allá del supuesto objeto de la invectiva. Cabe añadir que en el momento de su llegada a Berlín, la situación religiosa era muy particular. Por un lado la autoridad imperial, bastión del catolicismo, había desaparecido de Alemania. Por otro, el soberano del estado alemán más importante, Prusia, era reconocido como la cabeza visible del luteranismo, pero, después del Congreso de Viena, gran parte de sus súbditos estaban, como ya se ha señalado, en Renania, zona de tradición católica. Lo cierto era que el instrumento político de la reacción, la Santa Alianza, se basaba en el acuerdo entre tres países, que representaban a las tres grandes corrientes del cristianismo europeo: Austria (el catolicismo), Prusia (el protestantismo) Rusia (la ortodoxia). La política era demasiado importante, y la necesidad de evitar cualquier otro proceso revolucionario demasiado imperiosa, como para permitir que conflictos derivados del dogma, con origen, en el mejor de los casos, en la Guerra de los Treinta Años, estropearan el invento de Metternich. De forma que se imponía una cierta tolerancia, como se ha remarcado antes a propósito de la Francia de la Restauración que, en cierta manera, daba ejemplo. Obviamente, eso no quería decir que, cuando hacía falta, no se hicieran concesiones demagógicas a los puristas de una u otra confesión. Pero es que, además, las ideas constitucionalistas no iban asociadas necesariamente a la tolerancia religiosa. Por ejemplo, la Carta española de 1812, bandera de lucha no tan sólo de los liberales del país que la había elaborado, sino incluso de muchos de sus correligionarios italianos, reconocía la religión católica como la «única verdadera». En el caso concreto de Prusia, la oposición liberal, vehiculizada en gran medida mediante las citadas Burschenschaften, hacía de la exaltación del luteranismo una premisa de afirmación nacional y de constitucionalismo, asumiendo que supuestamente la Santa Alianza era un invento católico, mientras que el protestantismo era una religión de libertad (Hobsbawm, 1987).

234

1830

El reinado de Luis XVIII fue relativamente moderado, en comparación con el de su hermano y sucesor, Carlos X. El comienzo tuvo ya un tono carnavalesco. El nuevo rey, que accedió al trono en 1824, se hizo ungir en Reims, como era tradicional en el antiguo régimen, pero cosa a la cual había renunciado prudentemente el anterior soberano. De entrada se trataba de una ceremonia totalmente anacrónica e incluso ridícula, pero es que además resultaba «políticamente incorrecta» (en palabras actuales) al poner el acento en el origen divino de la autoridad real (ungido de Dios, rey por su gracia), y el carácter absoluto del poder. La desafortunada iniciativa simbólica fue seguida por medidas concretas, de carácter político, pero con el mismo talante, tal como encargar la formación de los sucesivos gobiernos a personajes de ideología cada vez más reaccionaria. Los consecuentes intentos de acabar con las pocas libertades existentes, crearon fuertes tensiones (Hobsbawm, 1987; Peronnet, 1991). Cualquier ciudadano francés, o incluso de los países limítrofes, testigo de los citados acontecimientos y dotado de una mínima capacidad de análisis, podía aventurarse a predecir que las cosas podían llegar a acabar muy mal para el Borbón. Pero parece ser que Georges Cuvier no veía al respecto mucho más allá de sus narices. Pocos meses antes de que la crisis política entrara en su fase más aguda, Pfaff, su viejo amigo de Stuttgart, lo visitó. Halló a Cuvier en la cumbre de su prestigio científico, así como de su influencia política. Monsieur le baron, tratamiento que recibía a diario, vivía como un 235

potentado. La recepción del visitante fue aparatosa y, para gran sorpresa de Pfaff, resultó como muy difícil hablar de temas científicos con su huésped (Appel, 1987). La conversación derivaba una y otra vez, y siempre a iniciativa de Cuvier, al análisis de la situación política en Francia y, una y otra vez, con la obstinación que le había hecho famoso, repetía que la citada situación era estable y que la época de las revoluciones había prescrito. Es difícil juzgar hasta donde llegaba la miopía y comenzaba la confusión entre deseo y realidad. Pero realmente, ¿debía preocuparse por la posibilidad de un cambio de régimen político? Al fin y al cabo Georges Cuvier había demostrado ser insumergible: los gobiernos eran circunstanciales; él, por contra, era perenne. A la postre, la estupidez ultramontana de Carlos X provocó el efecto que los más esperaban. El 27 de julio de 1830 estalla la Revolución y el Borbón ha de poner pies en polvorosa. La gota que había desbordado el vaso había sido la decisión del rey de revocar el gabinete ministerial del moderado Martignac y encargar el gobierno al muy reaccionario Polignac. Aunque parecía que las que serían conocidas como «jornadas de julio» iban a conducir a un cambio político radical, de signo republicano, al final Luis-Felipe, duque de Orleans, hijo de aquel Philippe Egalité que había votado la muerte de su primo Luis XVI, fue proclamado Roi des français, no Roi de France. La diferencia no era tan sólo semántica. Ahora sí que el antiguo régimen se erradicaba definitivamente de Francia, aunque con una solución mucho más moderada que la deseada por muchos de los que habían protagonizado los hechos revolucionarios. La solución pasaba por cerrar el paso a la república, como dejaría bien claro el viejo La Fayette, veterano de 1789, a pesar de que en un primer momento había optado por aquella (Hobsbawm, 1987). La Fayette presentó al que pasaría a la historia como el roi bourgeois, cubierto por una bandera tricolor, en el Hôtel de Ville parisino, exclamando: «C’est la meilleure des Républiques». Francia no fue el único país europeo que en 1830 experimentó convulsiones revolucionarias, pero sin lugar a dudas fue en el que aquellas adquirieron un tono más radical, desde el punto de vista social. En otros lugares del continente, las insurrecciones transcurren más bien por la vía de las reivindicaciones nacionales que, despertadas durante las guerras que se sucedieron entre 1789 y 1814, no fue236

FIGURA 44. La Fayette presenta a Luis-Felipe en el Hôtel de Ville con la frase «C’est la meilleure des républiques». Ilustración de época.

ron atendidas por el Congreso de Viena. Es el caso de Bélgica, Grecia y Polonia. Tan sólo en este último país el movimiento se frustra, al no tener ningún padrino, entre las grandes potencias de Europa, que lo ampare. En cualquier caso, el orden impuesto al día siguiente de Waterloo deja de existir. Se hizo popular la frase, que se volvería a utilizar en 1848, que afirmaba que cuando Francia se resfriaba Europa entera estornudaba. En lo más profundo, es muy posible que Cuvier considerara que había cosas que lo afectaban mucho más profundamente que el cambio de régimen, principalmente el hecho de que la «paz armada», en la que se habían basado sus relaciones con Geoffroy Saint-Hilaire desde hacía ya bastantes años, había tenido, con una diferencia de meses, la misma suerte que el orden impuesto por el Congreso de 237

Viena. Si bien es cierto que Saint-Hilaire había estado intentando que entrara al trapo desde hacía al menos diez años, su rival no había aceptado nunca el reto. Pero súbitamente Cuvier decidió revolverse, y así estalló la polémica que Goethe, el 2 de agosto de 1830, según transcribe Eckermann, no dudó en considerar que tenía más trascendencia que las citadas, y tan cercanas, jornadas revolucionarias de julio. Parece que el literato rebosaba excitación ante las noticias sobre la reunión que había tenido lugar el 19 de julio, que será referida más adelante. Las opiniones de Goethe, totalmente partidario de Geoffroy Saint-Hilaire, no dejan de sorprender, y hacen surgir la duda de si realmente había llegado a profundizar en el tema. Si por un lado califica las ideas de Geoffroy de «tratamiento sintético de la naturaleza», cosa a todas luces exagerada, habla después de que desde entonces «también en Francia va a ser el espíritu el que impere en la exploración de la naturaleza, dominando así a la materia». Cabe suponer que el «también» hacía referencia a que consideraba que en Alemania se había alcanzado ya dicha fase. En cualquier caso, se puede afirmar que esa opinión no la hubiera suscrito Geoffroy Saint-Hilaire ni en sus momentos más desaforadamente metafísicos. Son ideas más propias de Hegel (recuérdese su tesis sobre el movimiento de los planetas), aunque las actitudes filosóficas de ambos, Goethe y Hegel, difirieran totalmente en otras cuestiones. El planteamiento radicalmente antirromántico de Goethe, en la línea de los de Cuvier o el ahora mismo citado Hegel, contrastaba respecto al de ellos por su aceptación de la Naturphilosophie. El ya mencionado testimonio directo de Eckerman permite rescatar otra faceta de la actitud del literato respecto de la polémica, esta ya de carácter muy interesado. Por razones no evidentes, Goethe consideraba que Geoffroy se había convertido en un «poderoso aliado a largo plazo». Dejando de lado la cuestión temporal (quien la pronunciaba tenía, en 1830, ¡ochenta y un años!), para intentar comprender esa vertiente de la actitud hay que recordar que Goethe se mostró siempre terriblemente celoso respecto a la aceptación de sus ideas científicas, fueran sobre los colores, sobre la metamorfosis de las plantas, o sobre el hueso intermaxilar, como ya se ha comentado a propósito de la polémica sobre la prioridad de la teoría vertebral del cráneo. Con frecuencia sus filos o fobias con respecto a determi238

nados personajes eran función de que fueran o no partidarios de sus teorías. En el fondo quizá había una incierta inseguridad de científico diletante. Pero también es importante resaltar que en su obra Metamorfosis de las plantas, publicada en 1790, defendía un punto de vista basado totalmente en la noción de arquetipo, un concepto tan caro a Geoffroy. En un estilo muy poco científico, lleno de figuras poéticas, consideraba que todas las estructuras vegetales eran en última instancia transformaciones de una sola, la hoja. Véase Croizat-Chaley (1973) para una revisión del tema. La cuestión del intermaxilar le acercaba también a Saint-Hilaire. Tradicionalmente se había considerado que ese hueso faltaba en el ser humano, y en eso él se diferenciaba de lo grandes simios. Convencido de la unidad de plan de organización de todos los vertebrados, Goethe demostró que el intermaxilar estaba presente en el feto humano, y tan sólo se perdía en el adulto. Para explicar la desaparición, utilizaba un principio de compensación, similar a la loi du balancement de Geoffroy. De nuevo, la afinidad. En función de todo lo que se ha mencionado, no es de extrañar que el patriarca de Weimar escribiera dos artículos, uno en setiembre de 1830, y otro en marzo de 1832, argumentando a favor de Geoffroy Saint-Hilaire. Los dos artículos serían traducidos al francés, y publicados en las revistas Annales des sciences naturelles (1831) y Revue encyclopédique (1832) (respectivamente citados por Outram [1984] y Appel [1987]). Debe añadirse que la segunda de dichas revistas, concebida como un medio importante de divulgación entre los medios cultos, era uno de las más beligerantes a favor de Geoffroy. Por el contrario, los Annales, controlados por el clan Brongniart, como ya se ha señalado, hacía grandes esfuerzos de ecuanimidad, respetando el principio del contraste de opiniones. No parece que previamente a esa época Geoffroy Saint-Hilaire tuviera demasiado conocimiento de la obra científica de Goethe, incluso desde el punto de vista de las afinidades entre ambos. Es sólo después de la aparición del artículo de setiembre de 1830, cuando se convierte en el gran campeón goethiano en Francia, defendiendo la capacidad del literato para ejercer de árbitro en su polémica con Cuvier. Como se verá, su conversión no dejó de entrañarle riesgos. Lo que se ha calificado de «paz armada» entre ambos zoólogos se había mantenido porque había un campo de investigación en el que 239

no habían coincidido, a saber, el de la paleontología de los vertebrados. La situación cambia radicalmente a causa del llamado «gavial de Caen», un fósil que había sido hallado en las cercanías de aquella ciudad normanda en 1817 por especialistas locales y, a continuación, enviado a Cuvier para su estudio. Fue precisamente él quien lo calificó como «gavial», dada la estrechez del morro, que recordaba al de un gavial del Ganges, aunque, fiel a sus principios, consideraba que una especie extinguida había de ser necesariamente diferente a una actual (Buffetaut, 2002). Los citados restos siguieron a otros de vértebras, descubiertos a finales de la centuria anterior, cerca de Honfleur, que Cuvier atribuyó también globalmente a cocodrilos. Más tarde, en la segunda edición de los Ossemens fossiles (1824), rectificó. Un viaje a Inglaterra llevado a cabo en 1818 le había permitido trabar conocimiento con restos de dinosaurios, que le había mostrado William Auckland (1784-1856), el primer paleontólogo que describiera un dinosaurio completo en 1824 (Megalosaurus), bastante años antes de que Richard Owen inventara el término (1842). Todo ello le llevó a darse cuenta de que las vértebras de Honfleur no pertenecían todas ellas a cocodrilos (Taquet, 1983). No es hasta 1825 que Geoffroy Saint-Hilaire decide implicarse en el tema. Se da por hecho que, dada su participación en la aventura egipcia, conocía los cocodrilos. En ese contexto, estudia el material normando, y decide rectificar la diagnosis de Cuvier. Bautiza el ejemplar de Caen como Teleosaurus y, con otras formas encontradas en la zona, crea el género Stenosaurus. La cosa podía no haber ido más allá, entre otras razones porque Georges Cuvier no era precisamente un fanático de la nomenclatura taxonómica, y menos de la linneana, la cual utilizó muy pocas veces motu propio. El conflicto surgió cuando Geoffroy afirmó que el primero de los géneros mencionados era una forma intermedia en el camino hacia los cocodrilos actuales, mientras que Stenosaurus estaría en la línea de transición entre cocodrilos y mamíferos (sic). Una vez más Saint-Hilaire se dejaba llevar por la especulación gratuita, cosa que no debía provocar habitualmente más que una sonrisa desdeñosa por parte de Georges Cuvier. El problema era que, en esa cuestión concreta, su rival estaba emitiendo una hipótesis transformista en un tema que Cuvier consideraba como su coto. Sin 240

embargo, este no dio una respuesta directa, aunque a través de su correspondencia se sabe que la cosa no le hizo ninguna gracia. Así, en una carta dirigida al anatomista alemán Samuel Thomas von Sömmering (1755-1830), con fecha 12 de febrero de 1824 (avanzándose en consecuencia a que su contrincante hiciera públicas sus ideas a propósito), menciona el gavial de Caen, en el cuadro de la explicación que le da de sus discusiones con Oken, Spix, Ludwig Heinrich Bojanus (1776-1827) y el propio Geoffroy, a propósito del problema de las analogías de las estructuras (Outram, 1979). Efectivamente, las ideas de Geoffroy Saint-Hilaire sobre analogía (lo que hoy se conoce como homología) están sin lugar a dudas en la base del conflicto teórico con Georges Cuvier. Geoffroy (1818) consideraba como partes «análogas» las que serían esencialmente (sic) las mismas, con independencia de que hubiera o no coincidencia, ya fuera en la forma y/o en la función. Para él ni la forma ni la función tenían realmente importancia para establecer la «analogía». El criterio que realmente contaba era el de la relación entre las partes (Panchen, 1994). De hecho, al plantearlo de esa manera, no hacía otra cosa que recuperar una antigua idea, la del ya mencionado anatomista de la anterior generación Vicq d’Azyr, idea que incidía sobre el parecido entre las partes en el seno del individuo. Cuando en 1830 estalla la polémica entre Geoffroy Saint-Hilaire y Georges Cuvier, hacía ya bastantes años que el primero bregaba para imponer su hipótesis de un plan único de organización común a todos los animales, si bien es cierto que en un principio se había limitado a aplicarla a los mamíferos. Entre 1806 y 1807 extiende la aplicación al conjunto de los vertebrados, mediante la comparación del cráneo a nivel ontogenético, intentando evidenciar que las fusiones que tendrían lugar a lo largo del desarrollo embrionario camuflaban «analogías» muy importantes. En 1818 Geoffroy Saint-Hilaire publicó su obra Philosophie anatomique, en la que exponía sus ideas sobre la unidad de plan de organización de los vertebrados, que fue aceptada por Cuvier sin ninguna objeción por su parte. Finalmente, ¿por qué tendría que estar él contra la hipótesis de unidad estructural de los vertebrados, tratándose de uno de los cuatro grandes embranchements que había definido? En su informe sobre el progreso de las ciencias, menciona la labor de Saint-Hilaire, para extender la unidad de tipo a todos los 241

FIGURA 45. Frontispicio de Philosophie anatomique (1818), de Étienne Geoffroy-Saint Hilaire.

vertebrados, como uno de los grandes logros de la anatomía comparada en aquel período. La comprensión y tolerancia hacia las ideas de su rival se acaban sin embargo bruscamente en 1824, cuando ve la luz la obra de Saint-Hilaire Mémoire sur l’organisation des Insectes, en la que se identificaba la cutícula de los insectos como una estructura equivalente a la columna vertebral, de forma que los insectos no serían más que «vertebrados», con la particularidad de que, en lugar de contener la «columna vertebral» únicamente la médula espinal, contendría todos los órganos. En términos del propio Geoffroy SaintHilaire, los insectos vivirían literalmente dentro de la «columna vertebral». La consecuencia inmediata era que los cuatro embranchements 242

definidos por Cuvier dejaban de ser compartimientos estanco, estableciéndose la posibilidad de que existieran relaciones transversales entre ellos. El desarrollo embrionario sería el mismo en todos los embranchements, de forma que las diferencias que se observaban entre los adultos serían causadas porque en un embranchement se detendría en un momento determinado el desarrollo, mientras que en los otros acontecería o bien antes, o bien después. En pocas palabras, las diferencias que hoy se dirían fenotípicas, serían tan sólo causadas por la duración diferencial de la ontogenia, lo que hoy se conoce como heterocronía. En el contexto de los prolegómenos de la polémica de 1830, circula una historia (Outram, 1984), no verificada documentalmente, pero que se ajusta perfectamente al carácter de cada uno de los dos personajes: un tanto alocado el de Geoffroy Saint-Hilaire; frío y calculador el de Georges Cuvier. Al parecer Geoffroy habría tenido la idea de llevar a término un experimento consistente en detener el desarrollo embrionario de unos polluelos en la fase reptiliana, de manera que pudieran obtenerse reptiles a partir de huevos de gallina (¿?). Ante esa pretensión de su rival, Cuvier habría utilizado sus influencias en el Ministerio del Interior a fin de que interviniera la policía y abortase el experimento. Frente a esa reacción, que podría calificarse de «lysenkiana», la pregunta surge de forma automática: ¿acaso tendría miedo Cuvier de que el experimento tuviera éxito? Si así fuera, ese miedo podría interpretarse como una escasa convicción en sus propias ideas. Esta no es precisamente la opinión más ampliamente aceptada ya por sus contemporáneos, quienes consideraban a Cuvier como un hombre muy seguro de sí mismo en el plano científico. Goethe, en la última carta que escribió, daba una definición muy exacta y veraz, a pesar de que sus simpatías se decantaban por SaintHilaire, de la posición de cada uno de los rivales. El patriarca de las letras alemanas escribía que el «universalmente conocido Cuvier» no se preocupaba más que por «distinguir y describir todo lo que su vista podía abarcar», mientras que «su digno émulo Geoffroy SaintHilaire» se interesaba «principalmente por la investigación de las analogías, de las afinidades ocultas de los seres vivos». La polémica (revisada en profundidad por Appel [1987]) estalló finalmente a causa de un hecho, que no tenía más importancia que la 243

de ser la culminación del proceso. En octubre de 1829, dos jóvenes naturalistas sometieron a la Académie una memoria titulada Quelques considérations sur l’organisation des mollusques. De uno de los autores, Pierre-Stanislas Meyranx (1790-1832), se sabe que se había licenciado en Medicina por la Universidad de Montpellier, y que ya en 1830 se encontraba en París, dando clases de Historia Natural en el Collège de Charlemagne. Del otro autor, Laurencet, se ignora incluso su nombre de pila. Dado que los meses pasaban y no recibían ninguna respuesta de la Académie sobre la aceptación o rechazo de su memoria, entrado ya 1830 solicitaron que su trabajo fuera examinado por una comisión ad hoc. En la reunión del 8 de febrero de 1830, la correspondiente sección de la Académie encargaba al entomólogo Pierre André Latreille (1762-1833) y a Geoffroy Saint-Hilaire la elaboración del informe. Geoffroy lo presentó el 15 de febrero siguiente, haciendo una entusiástica defensa del manuscrito, fundada sobre todo en que, a su parecer, era una prueba de la unidad de plan de organización entre dos grupos animales considerados como embranchements diferentes. En su informe Saint-Hilaire atacaba indirectamente a Cuvier por su trabajo, publicado en 1827, titulado Mémoire sur les céphalopodes et sur leur anatomie. En definitiva, la conclusión era que la memoria merecía ser publicada. En realidad, nunca pasó por la imprenta. De entrada, Georges Cuvier consiguió que, del informe presentado por su rival, se suprimieran las frases que él consideraba personalmente ofensivas, cosa que fue aceptada por Geoffroy Saint-Hilaire, en la creencia de que de esa manera la polémica se daría por concluida. Pero no fue así, y Cuvier se comprometió a responder en un corto plazo a los argumentos de Meyraux y Laurencet. La idea que había despertado el entusiasmo de Geoffroy SaintHilaire era que moluscos y vertebrados compartían en el fondo el mismo plan organizativo. Por supuesto que se trataba de una hipótesis absolutamente inverosímil, principalmente por los argumentos que Meyraux y Laurencet utilizaban, basados en una especie de recreación fantasiosa de la morfología de uno y otro grupo: si un tetrápodo era dibujado de forma que estuviera replegado sobre sí mismo y con la cola a la altura de la cabeza, existiría una cierta semejanza topológica con la morfología interna de un cefalópodo (por ejemplo, un pulpo), de tal manera que los órganos análogos ocuparían posiciones equivalentes. En el fondo la pretendida argumentación era completamente circular: la unidad de tipo se demos244

traba a través de la posición (forzada) equivalente de los órganos considerados como análogos, pero de hecho esos tan sólo podían considerarse como tales si se aceptaba la unidad de tipo. Georges Cuvier respondió de forma contundente a los que él calificaba, no sin ironía, de «deux jeunes et ingénieux observateurs», eso sí, guardando debidamente las formas, en una comunicación sobre los moluscos presentada también a la Académie des Sciences, el 22 de febrero de 1830. Dicha comunicación abarcaba tanto el aspecto teórico y general, como el tema concreto. Por lo que hacía a lo primero, pedía una precisión semántica a propósito de la terminología utilizada por Geoffroy: ¿eran o no lo mismo «teoría de los análogos» y «unidad de plan estructural»? Si se identificaban, no se trataría de nada nuevo. Era simplemente una cuestión de búsqueda de analogías que ya se remontaba a Aristóteles. Ahora bien, en zoología se estaban descubriendo continuamente homologías (por utilizar la terminología presente), pero esas semejanzas parciales no eran ni con mucho prueba de una unidad de plan estructural. Por lo que hacía al objeto específico de la memoria de Meyranx y Laurencet, llevaba a término una cuidadosa comparación de la anatomía de los cefalópodos y de la de los vertebrados, mostrando las grandes diferencias existentes. A partir de ese momento es Geoffroy Saint-Hilaire quien sale a la palestra, para enfrentarse, en forma directa y desde un punto de vista completamente teórico, con su antiguo amigo. La situación creada provocó tanto la incomodidad de los jóvenes autores de la memoria como de Latreille, co-autor del informe que había originado el proceso. Los primeros porque veían que no podían obtener ningún provecho en ser utilizados, como arma arrojadiza, por Geoffroy contra Cuvier. Tanto es así, que Meyranx le escribió a Cuvier pidiéndole excusas de forma indirecta, aduciendo que se habían exagerado completamente las conclusiones de su memoria. Por lo que hace a Latreille, que estaba pendiente de la posibilidad de suceder de alguna manera a Lamarck (muerto un año antes) en su cátedra del Muséum, como así fue, se dio rápidamente cuenta que la mejor manera de culminar su carrera, aunque algo tarde (era sesentón), pasaba por no enfrentarse al todopoderoso Cuvier. De forma que también le dirigió una carta, en la que aclaraba que a él no le había llegado nunca la versión final del informe. 245

El primero de marzo del mismo año, Geoffroy Saint-Hilaire presenta la memoria titulada De la théorie des analogues pour établir sa nouveauté comme doctrine, et son utilité practique comme instrument. En ella intentaba desmarcarse del problema de la anatomía de los moluscos que, todo sea dicho, le venía algo grande, para centrarse en una cuestión más teórica, la cuestión de los análogos. A propósito de las precisiones que le pedía su contrincante, ponía énfasis en que él pretendía ir más allá que Aristóteles, dado que mientras el filósofo griego se basaba en las comparaciones de forma y función, él (Geoffroy) establecía las comparaciones a través del principio de las conexiones, de manera que consideraba los elementos estructurales individuales en lugar de los órganos en su totalidad. A partir de ese momento, el debate se centró en la aplicación del principio de los análogos y del ejemplo concreto que Geoffroy había dado para defenderlo, la homología del hioides. Desde el mes de abril la polémica trascendió del seno de la Académie, para instalarse en diversos ámbitos sociales. Cuvier aprovechaba las lecciones que daba en el Collège de France para argumentar contra las ideas de Geoffroy. El marco era un curso sobre historia de la ciencia. En un anfiteatro lleno a rebosar, destacaban entre el público muchas caras famosas, tales como las del físico André-Marie Ampère (1775-1836) y de Alexander von Humboldt. Este último iba acompañado de un jovencito suizo, de nombre Louis Agassiz (18071873), quien acabaría sus días en la Universidad de Harvard, como máximo representante del cuvieranismo en el nuevo mundo. Cuvier intentó transmitir un mensaje muy claro: «Las especulaciones pasan; los hechos, basados en la experiencia, permanecen, y son inmutables». En realidad la sesión de la Académie del 19 de julio de 1830, que había despertado tanto entusiasmo en Goethe, como antes se ha indicado, tuvo más de enfrentamiento burocrático que científico. O Eckerman se confundió al transcribir la fecha del debate, o Goethe ya chocheaba. Es cierto que este, en el segundo de los artículos mencionados (el de 1832), se limita a afirmar que la sesión del 19 de julio había modificado los hábitos de la Académie. Había sucedido lo siguiente. El 12 de julio Cuvier había presentado una comunicación sobre el dodo, el ave extinguida de Mauricio, que generó un debate con Blainville (Henry Marie Ducrotay de Blainville, 1777-1850) y 246

Geoffroy sobre la ubicación taxonómica del animal. El 19 del mismo mes, uno de los dos secretarios perpetuos de la institución, el físico François Arago (1786-1853), quien llevaba un mes en el cargo (recuérdese que el otro secretario era el propio Cuvier), procedió a la lectura del acta de la sesión anterior. En ese momento, en lugar de mencionar simplemente el título de la comunicación de Georges Cuvier, tal y como era la costumbre, leyó también un resumen. Cuvier protestó vivamente del procedimiento, arguyendo que de esa manera gran parte de las sesiones se convertían en una mera lectura del acta de las anteriores. Geoffroy apoyó a Arago, cosa que también hizo Blainville, mientras Duméril se alineaba con Cuvier. Al final, a pesar de las protestas repetidas de Cuvier, Arago acabó lo que había empezado. Hay quien cree ver en el incidente el fin de las prácticas secretistas y elitistas del agrado de Cuvier. Probablemente, fue poco más que el estallido de una situación tensa, largamente larvada, entre los dos secretarios de la Académie.

FIGURA 46. Jacob (c. 1820). Constant Duméril. Litografía según un dibujo del príncipe de Eichstadt. Muséum National d’Historie Naturelle, Archives, Paris. 247

Únicamente la Revolución de finales de julio de 1830, desplazaría el debate del centro de atención social. Cuando estallaron los hechos revolucionarios, Georges Cuvier estaba camino de Inglaterra y, aunque tuvo conocimiento de lo que acontecía, decidió proseguir su viaje. En el momento en que llegó a Londres, supo del rumor que circulaba, atribuyendo su viaje a una huida ante el más que probable cambio de régimen. Sin inmutarse en demasía, regresó a París a finales de agosto. No tan sólo no perdería ninguno de los cargos que ostentaba, sino que le roi bourgeois lo nombraría par de Francia (1831). En ese contexto político, Geofroy Saint-Hilaire hizo gala de una curiosa actitud. Por un lado, saludó con entusiasmo la caída de Carlos X, viendo en ella un restablecimiento de las libertades. Por otro, escondió durante dos semanas al arzobispo de París, gravemente comprometido con el absolutismo derrocado. El asunto aparece como un remake de la protección que había ofrecido al abbé Haüy cuarenta años antes, en el momento de la Grande Révolution. Después del paréntesis revolucionario y entrado el otoño, Geoffroy Saint-Hilaire se decide a retomar la polémica, aunque desplazando su argumentación hacia el tema de la transmutación de las especies, utilizando para ello el material que había sido la causa profunda de la discusión, los referidos cocodrilos de Normandía. Pero de pronto se encuentra ante un ambiente que no está en absoluto interesado en los resquemores entre él y su colega. Pero es que además Geoffroy comete un error táctico, al decidir desarrollar una campaña de auto propaganda, basada en los citados elogios que Goethe le había hecho. El problema surgió porque sus colegas de la Académie, no tenían una opinión muy elevada de las ideas científicas del ilustre literato alemán. En contraste, Cuvier decidió variar de estrategia. Ya no volverá a mencionar, de forma directa, ninguno de los temas que habían originado la polémica. A partir de ese momento se limita a presentar, de manera un tanto anodina, una serie de hechos de naturaleza experimental que, en principio, no tenían nada que ver con el núcleo de la discusión, pero que eran susceptibles de ser interpretados como argumentos contrarios a la unidad de composición. Por ejemplo, el 2 de enero de 1831, presentó una memoria sobre la formación del esternón en las aves, mostrando que el número de puntos de osificación variaba según las especies. El ejemplo había 248

sido escogido con suma habilidad. Por un lado, ponía en duda el concepto de unidad de plan estructural en un grupo restringido. Por el otro, utilizaba por vez primera un ejemplo embriológico, campo que su rival siempre había dominado y que él, por una razón u otra, había descuidado. En otro orden de cosas, pero paralelamente, llevó a cabo un duro ataque contra la especulación científica, aprovechando de forma muy oportunista, todo sea dicho, la coincidencia casual de la reciente muerte de Lamarck. Desde su llegada a París y su ingreso en la Société Philomatique, Georges Cuvier había comenzado a ocuparse de llevar a cabo los obituarios de los miembros de dicha sociedad. Siguió luego desarrollando esa labor en el seno del Institut, y luego de la Académie des Sciences, tal como se redenominó a la institución a partir de 1815, en su calidad de secretario perpetuo. También cuando ingresó en la Académie française, en 1818, asumió la tarea de forma paralela para esa última corporación. Aparte de que algunos de los llamados éloges fuesen objeto de publicaciones especiales, como ocurría con los que hacía en el marco del Institut, y eran reproducidos en sus Mémoires, el conjunto de obituarios (ochenta) (Outram, 1978; Smith, 1993) conoció diversas ediciones y reimpresiones, y los correspondientes textos han sido hasta tiempos muy recientes un modelo estilístico en las escuelas francesas. En esta faceta de su obra, como en otras, sería injusto acusar a Cuvier de sectarismo. Procuraba ser ecuánime, aunque aprovechara la ocasión para repartir mandobles o cargar las tintas siempre que lo considerara necesario. Eso sí, todo de forma muy versallesca. Véase Outram (1978, 1984) para una revisión del tema. Un buen ejemplo fueron los elogios que giraron en torno a la figura del químico Antoine-Laurent de Lavoisier. Cuvier disponía de información muy concreta sobre el personaje, ya que, como se ha comentado anteriormente, su esposa era la viuda de otro fermier géneral, o recaudador de impuestos agrarios antes de la Revolución, que no tan sólo fue ejecutado junto con el ilustre químico, sino que había existido entre ambos unos fuertes vínculos de amistad. En el momento que Cuvier hizo el obituario de Lavoisier, dedicó una buena parte del texto a repasar la carrera administrativa del científico. Tal vez afloraba en el autor del panegírico su formación administrativista. Cuando en 1811 hace el éloge de Fourcroy, de una manera muy sutil recuerda el pasado radical del difunto, en tiempos del terreur, 249

aunque no menciona en absoluto la supuesta responsabilidad del catedrático de Química del Muséum en la muerte de Lavoisier, si bien todo el mundo entendió lo que debía entenderse. Y todo eso a pesar de que, como ya se ha visto, hubo estrechos lazos entre Fourcroy y Cuvier, incluyendo el hecho mencionado de que aquel fue testigo en la boda del anatomista. De forma no demasiado sorprendente, era con motivo de les rivalidades científicas cuando Georges Cuvier se aprovechaba más de las circunstancias que le posibilitaban la tarea de llevar a cabo los elogios fúnebres. Lo había ya hecho con Adanson en 1807, y lo intenta con Lamarck al final de su propia vida. El pretexto era en ambos casos el mismo: poner el acento en el aislamiento en el que habían trabajado los dos naturalistas, aislamiento que les impedía el contacto con el resto de la comunidad científica y que podía estar en la base de, por un lado, las insuficiencias del sistema clasificatorio de Adanson y, por el otro, del carácter absolutamente especulativo de les teorías de Lamarck. En ese último caso, se trataba de una verdadera carga de profundidad contra la imagen que sus partidarios habían construido a cerca de los últimos años de Lamarck: menospreciado por la mayor parte de sus colegas, había tenido que trabajar en plena soledad, sin ninguna ayuda. Pero aunque para Cuvier eso era más bien un demérito que un mérito, lo que le interesaba de verdad era desprestigiar la especulación, que él entendía gratuita, como forma de hacer ciencia, especialmente en el contexto de sus diferencias con Geoffroy. De manera que no tuvo ningún pudor en hacer referencia a las extravagantes ideas químicas de Lamarck, o a sus experimentos de inducción de procesos generación espontánea. Tan solo salvaba, como ejemplo de trabajo empírico, la clasificación botánica de la Flore françoise. En conjunto, el éloge del autor de la Philosophie zoologique era realmente cruel, e hizo que la familia del difunto reaccionase con acritud. Ante ello, la Académie intentó que Cuvier hiciera cambios, pero dado su rechazo, bloqueó el proceso de publicación. El texto tan sólo vio la luz ya muerto Cuvier, y luego de haber sido convenientemente expurgado. A la postre, lo que consiguió Cuvier con su política de aprovechar los éloges como sistema para fijar las directrices de lo que había de ser «buena ciencia» y sus límites, fue un efecto «boomerang». Uno de sus más importantes contrincantes en el mundo de la ciencia y, a 250

la vez, más capaz, el químico François-Vincent Raspail (1794-1878), intuyó la posibilidad de utilización de lo que podrían ser denominados contra-éloges, como arma contra el establishment, invirtiendo en cierta manera las pretensiones del secretario perpetuo. Uno de esos contra-éloges, especialmente apasionado, se lo dedicó a Lamarck, y en él Raspail ponía precisamente el acento sobre la marginación de la que, a su juicio, habría sido objeto Lamarck.

FIGURA 47.

Clave dicotómica perteneciente al Discours préliminaire de la Flore françoise de Lamarck.

El enfrentamiento entre Cuvier y Geoffroy Saint-Hilaire, a propósito de la unidad de plan de organización, ha sido en los últimos años objeto de diversos análisis, muchos con un enfoque completamente erróneo, dado que caen en un planteamiento falso que, desgraciada251

mente, se da con frecuencia en la historia de les ideas: tratar de trasplantar la discusión al momento presente, de tal manera que lo único que se consigue es perder las referencias temporales y espaciales. Así, por lo que hace al citado enfrentamiento, con frecuencia se ha interpretado como el de un fijista (Cuvier) y un evolucionista o protoevolucionista (Geoffroy Saint-Hilaire). Ahora bien, si en algún momento Geoffroy Saint-Hilaire se aproximó a lo que sería la teoría evolutiva en el futuro, no fue precisamente en 1830 ni, sobre todo, a través de su teoría de los análogos. Incluso hoy, los partidarios del reconocimiento de homologías (la noción más semejante a la de analogía de Geoffroy), utilizando argumentos de matiz topológico, del tipo de los que utilizaba el naturalista francés, defienden el punto de vista de que el razonamiento ad hoc es previo y está al margen de cualquier consideración de tipo evolutivo, dado que aplicar la noción de antepasado común para reconocer estructuras similares, crea en la práctica una situación de argumentación circular (Wiley, 1981). Ha habido incluso otro análisis del debate, también descontextualizado respecto a su momento histórico, que está en los límites de la ciencia-ficción. Dicho análisis ve en Geoffroy Saint-Hilaire una especie de profeta del hecho, conocido en la actualidad, de que los planos morfológicos de los seres vivos dependen de pequeños cambios en genes estructurales de naturaleza antiquísima (Arendt y Nübler-Jung, 2000), responsables de la subdivisión del ectodermo embrionario en un dominio neural y uno antineural, situados en lados opuestos (dorsal vs. ventral) en artrópodos y vertebrados (Minelli, 2003). Si la consideración de Lamarck como precursor de la evolución ha sido en los últimos tiempos ampliamente cuestionada (Barthélemy-Madaule, 1979), ¿qué pensar de un Saint-Hilaire con ropaje teórico de profeta, una especie de evo-devo avant la lettre? Desde ese punto de vista, el análisis de Panchen (2001) es particularmente confuso. Y no tan sólo porque defiende la paternidad de Geoffroy con respecto a la evo-devo, sino porque establece un paralelismo entre las citadas ideas del rival de Cuvier y las de Anton Dohrn (1840-1909) sobre el origen de los vertebrados. Dorhn, quien en 1870 crearía la estación zoológica de Nápoles, que se pretendía como modelo a seguir, se había formado en Jena, con Carl Gegenbaur (1826-1903) y Haeckel. Consecuentemente, en su obra Der Ursprung der Wirbeltiere und das Princip des Functionswechsels: Genealogisches Skizzen (El 252

origen de los vertebrados y el principio del cambio de función: esbozo genealógico) (1875) no homologaba anélidos y vertebrados, a la manera de Geoffroy, sino que interpretaba la relación entre ellos en términos de antecesor-descendiente, proponiendo incluso un origen neomórfico de la boca de los vertebrados, a fin de salvar el bache entre protóstomos y deuteróstomos. Todos los argumentos citados aparecen por lo tanto como insostenibles. En primer lugar, por razones epistemológicas. La idea de «precursor» hace ya tiempo que ha sido rebatida en el campo de la historia de la ciencia, como ya se ha señalado. Pero también porque Geoffroy, quien ni siquiera podía sospechar lo que era un gen, planteó una concepción totalmente especulativa (una de tantas) que, a lo sumo, podría interpretarse como un «palo de ciego». Además, los argumentos descansan sobre una absurda identificación entre la base genética y su expresión morfológica. La dotación genética responsable del plan de organización puede ser muy constante, pero es evidente que aunque así sea, la unidad de aquel no existe, en la medida en que los genes, sea por las razones que fuere, se expresan en forma diferente. A la postre, si los llamados metazoos bilaterales se presentan como monofiléticos, es completamente previsible que haya una base genética común a todos ellos, de mayor o menor importancia. Recuérdese que, en términos cladistas, los actualmente dominantes en filogenia, la búsqueda de la relación antecesor-descendiente ha sido abandonada. En consecuencia, lo que cabría plantear es que articulados y vertebrados comparten un antepasado común, más o menos lejano, de quien debería haberse heredado el plan común de señal intercelular. Una vez establecidos los grandes planos organizativos de los bilaterales, como consecuencia de la llamada «explosión cámbrica», pensar en un transvase entre ellos es un puro dislate, en línea con lo que pensaba Cuvier a propósito de la transversalidad entre sus embranchements. Por fin, siempre queda el argumento, demagógico y sin nada que ver con el debate científico, de comparar un Geoffroy Saint-Hilaire republicano y progresista, con un Georges Cuvier monárquico y reaccionario, propiciando una fuerte confusión entre los adjetivos «progresista» y «reaccionario» en el doble plano científico y político. Hay estudiosos del tema que se decantan por la hipótesis de que fue el propio Geoffroy quien inició la mencionada ceremonia de confu253

sión. Al fin y al cabo, la polémica se inició en una Francia en plena efervescencia política y social, en los meses que precedieron a la Revolución de julio de 1830. En esa situación, Geoffroy Saint-Hilaire habría propiciado el enfrentamiento, en la intuición de que, a corto o medio plazo, la situación política le sería claramente favorable. Por supuesto que infravaloró muchísimo la capacidad camaleónica de su rival. Pero a propósito de la supuesta ideología progresista de Geoffroy, cabe también una puntualización. Cuando en 1818 publica su Philosophie anatomique, entre los numerosos títulos que se añaden a su nombre como autor, figura el de maire de Chailly, près de Coulommiers. Resulta difícil admitir que, en plena reacción blanca, un personaje inequívocamente liberal pudiera ostentar el cargo de maire, que en aquel momento no era por supuesto de elección, sino de designación. Pero es que además, en última instancia, no se puede ni se debe negar honradamente a Cuvier el beneficio que se exige en cualquier análisis serio en historia de la ciencia, esto es, diferenciar ideología y trabajo científico. Es en esos mismo años cuando Geoffroy Saint-Hilaire, quien siempre se había mantenido muy al margen de las discusiones a propósito de las hipótesis de Lamarck (en realidad, ni lo había atacado, ni lo había apoyado), parece que despertara de su letargo, comenzando a defender el punto de vista que las alteraciones que estarían en la base de las transmutación de las especies, podrían ser causadas por el medio ambiente. A partir de esa idea básica, pasó a interesarse por las teratologías, en un intento de demostrar que las conocidas en las especies actuales, podrían ser equivalentes a supuestas «monstruosidades» que hubieran estado en el origen de especies actualmente vivientes, como derivación de las «antediluvianas» (sic). Curiosamente, al cabo de algo más de un siglo, otro biólogo heterodoxo, Richard Goldschmidt (1982), defendería una idea semejante a través de su concepto de los helpful monsters, literalmente monstruos prometedores, producto de transformaciones radicales de forma, con capacidad para originar cambios evolutivos también radicales. Da la impresión que Geoffroy-Saint Hilaire tuvo en la figura de Georges Cuvier, primero amigo, después rival, una especie de hipoteca, que gravaba no tan solo su tarea como científico, sino también determinados aspectos de su vida, más allá de la profesión. Obvia254

mente, esa supuesta hipoteca habría desaparecido con la muerte de Cuvier. Geoffroy le sobrevivió doce años, ya que murió en 1844. Si se hace un breve repaso de ese último período de su vida, se vislumbra hasta que punto la muerte de su contrincante pudo representar para él una liberación. Es más que probable que los sentimientos que tenía hacia el montbeliardés fuesen de una gran complejidad, en la que se mezclarían la envidia y la admiración, por un lado, y el deseo de emulación, por otro. Hasta el final de sus días, Geoffroy Saint-Hilaire no cesó de decir que quería ser recordado por dos cosas importantes. La primera, la formulación de su ley soi pour soi (véase más adelante). La segunda, haber sido el causante de la llegada de Cuvier a París. La impresión global que puede extraerse es que no todos los resultados de esa supuesta liberación, respecto a la figura de su adversario, tendieron a ser positivos y beneficiosos para Geoffroy Saint-

FIGURA 48. Retrato de Frédéric Cuvier. Pour la Science, Paris. 255

Hilaire. De entrada, debe señalarse que no guardó en absoluto las formas, por lo que hacía a tratar de llenar lo más rápidamente posible el hueco dejado por Cuvier. Podría decirse que, aún con el cadáver de su rival de cuerpo presente, no tuvo ningún rubor en dejar bien claro que, a partir de aquel momento, su comportamiento iba a ceñirse al adagio «a rey muerto, rey puesto». Por ejemplo, postulándose inmediatamente para sustituir al difunto como secretario perpetuo de la Académie des Sciences, aunque fracasara en sus pretensiones. Tan sólo obtendría la vicepresidencia de la institución para aquel mismo año de 1832, un gesto por parte de sus colegas que podría interpretarse como una especie de premio de consolación. Después de un breve lapso de algunos meses, a partir de 1833 sería un miembro del lobby Cuvier, Pierre Flourens, quien ocuparía el cargo de por vida, hasta su muerte en 1867. Era Flourens quien había llevado a cabo el éloge preceptivo de Georges Cuvier (1834?), y en 1838 substituiría a Frédéric Cuvier como titular de la cátedra de fisiología comparada del Muséum. Inopinadamente, cuando Geoffroy Saint-Hilaire hubiera podido considerarse el amo de la situación, con capacidad y libertad para desarrollar sus concepciones zoológicas, sin cortapisas ni censuras, se decanta para ocupar su tiempo en cuestiones más generales («causas primeras», por utilizar la nomenclatura que empleaba su ya difunto rival), a las que difícilmente pudiera aplicarse el apelativo de «científicas». Todo como en una especie de confirmación post mortem de las dudas y sospechas de Cuvier sobre su colega. Y precisamente Geoffroy lo hace retomando el discurso especulativo que había comenzado en Egipto, treinta años atrás. Se empecinó de nuevo en la búsqueda de leyes generales del universo, que debieran ser válidas al unísono para la materia orgánica y la inorgánica. En un momento determinado, llegó a la conclusión de que había encontrado lo que buscaba. Es la ley que denominó de soi pour soi, o de atracción de las partes similares, concebida como una generalización del principio de gravitación universal newtoniano. Acusado de materialismo, una acusación que no dejaba de ser peligrosa, a pesar de los cambios políticos acontecidos, se defendió aduciendo que la ley que evidenciaba actuaba de hecho como el alma universal de la naturaleza. Ya a finales de la década de 1830 dejó de publicar en las revistas que dependían del Muséum o de la Académie des Sciences, de las que durante años había sido un asiduo colaborador. La razón es que aquellas ya no admitían 256

sus manuscritos, de carácter muchas veces delirante, y que en algunos casos hacían pensar que había perdido definitivamente la razón. A partir de aquel momento pasó a utilizar como tribuna escrita los Comptes rendus de la Académie, gozando del privilegio que tenía de ver publicados en aquellos las comunicaciones orales que realizaba, como miembro numerario de la institución. Eran muchos los que pensaban que la manga de la citada publicación, por lo que hacía a la aceptación de los manuscritos de los académicos, era demasiado ancha, en ausencia de un correcto sistema de valoración de los textos. No era tan sólo en el plano científico dónde Geoffroy intentaba reemplazar a Cuvier. También probaba hacerlo desde el punto de vista social. Tras la muerte de su contrincante, comienzan a aparecer aspectos mundanos de su vida, que pareciera que hasta entonces los hubiera tenido escondidos o reprimidos. Esta faceta se manifiesta, por ejemplo, en la realización de recepciones semanales en su casa, en el recinto del Muséum, con la diferencia que, en lugar de hacerlas los sábados, tal como había sido la norma en el hogar de Cuvier, las llevaba a cabo los domingos. Su salon se hizo famoso, y por él pasaban personalidades muy conocidas, mayoritariamente del mundo de las letras: literatos (Balzac y Georges Sand), historiadores (Edgar Quinet)... La representación científica era más bien escasa, siendo quizá el físico Raspail, otro rival tenaz de Cuvier, y ya mencionado, el más asiduo. No fue Goethe el único espectador en valorar en gran medida el debate Cuvier-Geoffroy. En su caso el interés no era de extrañar, ya que al fin y al cabo él siempre se había movido en un doble plano, literario y científico. Pero la realidad era, que a parte de los círculos científicos interesadas por razones obvias en la confrontación, en el mundo intelectual del momento se produjo una oleada de curiosidad que se podría calificar, sin exagerar, de «fenómeno de masas». Un ejemplo notable de ello se da en la larga serie literaria de la Comédie humaine de Honoré de Balzac (1799-1850), donde las referencias al debate surgen ya desde el avant-propos (véase el primer volumen de la Comédie humaine). En realidad es en dicho texto en el que aparece por vez primera una explicación de la base de la hipótesis de «la unidad de composición», tal como era defendida por Geoffroy SaintHilaire, en ideas científicas previas, explicación que más tarde habría tenido una importante aceptación. Según ella, y tal como lo plantea 257

Balzac, Geoffroy se habría inspirado en la teoría de las mónadas de Leibniz, la de las moléculas orgánicas de Buffon, el principio de generación espontánea de la fuerza vegetativa de John Needham (17131781) o la idea de encaje entre partes similares de Charles Bonnet (1720-1793), quizá no por casualidad uno de los más ardientes defensores de la scala naturae. Siempre de acuerdo con esta interpretación, Saint-Hilaire habría llevado a cabo fundamentalmente una gran síntesis de opiniones previamente emitidas. Hay que reconocer que Balzac interpreta muy bien las ideas básicas del pensamiento de Geoffroy, cuando escribe en el citado avant-propos: «Il n’y a qu’un animal. Le créateur ne s’est servi que d’un seul et même patron pour tous les êtres organisés. L’animal est un principe qui prend sa forme extérieure, ou, pour parler plus exactement, les différences de sa forme, dans les milieux où il est appélé à se développer». Muy probablemente Balzac estaba particularmente en lo cierto, cuando hablaba de la importancia de las ideas de Buffon para el pensamiento de Saint-Hilaire. Las «moléculas orgánicas» eren consideradas por aquel autor como las partes «primitivas e incorruptibles» de la materia organizada. Además Buffon hablaba textualmente de la afinidad entre partes «análogas». Tal y como ya se ha indicado anteriormente, el testimonio de Balzac no es el único que se diera en el mundillo literario, pero es sin lugar a dudas el más significativo. Para entenderlo habría que señalar dos razones, una de carácter general y otra más particular. La general sería la propia personalidad social de Cuvier, que le hacía frecuentar, tal como se ha comentado, los medios literarios y artísticos, casi con la misma intensidad que lo hacía con los científicos. Muy probablemente fuera Cuvier uno de los primeros científicos popularizados a través de los medios de comunicación. Cabe señalar que, a pesar de su reconocido elitismo que, por ejemplo, le hacía sentirse incómodo ante la presencia de público en las sesiones de la Académie, se tomó siempre muy en serio la cuestión de la proyección de su imagen en la prensa de información general. La razón particular a la que antes se ha aludido, era el interés manifestado en numerosas ocasiones por el propio Balzac por la ciencia o, más bien, por lo que él entendía por ciencia. En efecto, sus concepciones a ese respecto tienen un cierto tufillo a filosofía de la naturaleza, aunque con frecuencia plantean temas perennes, de forma tal que, todavía hoy, se pueden hacer lecturas actualizadas de algunos de las cuestiones que las motivaron. En 258

ese marco no es extraña la referencia que hace de Cuvier en su novela La peau de chagrin comparándolo con un poeta, tomando como base los descubrimientos paleontológicos realizados, que parecían haber hecho recobrar la vida a los seres vivos desaparecidos largo tiempo atrás. Debe recordarse la trama un tanto mágica de dicha novela, para contextualizar el referido elogio. No son estas las únicas referencias en la obra de Balzac a Cuvier, Geoffroy y el debate sobre la unidad de plan de organización. En dos de sus novelas, Louis Lambert y Un grand homme de province à Paris, aparece un tal doctor Meyraux, que no es otro que Pierre-Stanislas Meyranx, uno de los dos causantes de la referida polémica. Su interpretación de los hechos es muy evidente en el segundo de los títulos mencionados, en el que habla literalmente del panteísmo de Geoffroy. Por lo respecta a la otra novela, Louis Lambert el protagonista, en última instancia un alter ego de Balzac, hace una verdadera declaración de principios cuando explica que conoció a un joven médico llamado Meyraux «[...] au cours d’anatomie comparée et dans les galéries du Muséum, amenés tous deux par un même étude, l’unité de la composition zoologique». Algo más adelante de la narración, se hace una afirmación que vale la pena transcribir: «Aujourd’hui la science est une, il est impossible de toucher à la politique sans s’occuper de la morale, et la morale tient à toutes les questions scientifiques». ¡Cuán lejos está dicha afirmación de las concepciones de Cuvier, y cuan cercana, al mismo tiempo, de algunas preocupaciones actuales sobre el papel social de la ciencia! El análisis de la frase citada lleva a la conclusión de que, para Balzac, el conocimiento científico no era en absoluto el pretendido campo neutral de confrontación, situado al margen de la realidad social, tal como era imaginado por ejemplo por Cuvier. Además, si la moral afecta a todos los temas científicos, ¿qué queda de aquella definición de la historia natural, vista anteriormente, como algo situado entre los hechos ponderales y los de tipo comportamental, estos últimos dando lugar a las llamadas ciencias «morales»? Definición que, como además ya se ha señalado, no era en absoluto un elogio sino, en última instancia, una lamentación de que el estudio de la naturaleza no pudiese ser real y simplemente una ciencia dura. Siempre en el terreno literario, parece que la polémica inspiró también, al menos en una ocasión, a la literatura del otro lado del 259

Figura 49. Louis Boulanger (1836). Honoré de Balzac. Musée des BeauxArts, Tours.

Canal de La Mancha. En efecto, Panchen (2001) cita el caso de la novelista inglesa Elizabeth Gaskell, pseudónimo de Elizabeth Cleghorn Stevenson (1810-1865). Un año después de su muerte se publicó su novela Wives and Daughters que, al parecer, habría escrito a principios de la década de 1830. Los personajes incluyen una culta señorita, Molly Gibson, que se conoce de pe a pa el Règne animal de Cuvier, y un héroe masculino, Roger Hamley, «naturalista viajero», autor de un artículo en el que defiende las ideas de Geoffroy frente a las de su contrincante. Finalmente queda por analizar la evocación de la unicidad. Si bien es cierto que en su informe de 1808, sobre el progreso de la 260

ciencia, Cuvier defendiera la unicidad, lo hacía fundamentalmente desde el punto de vista metodológico. Recuérdese que ponía el acento sobre el hecho de que determinados problemas, incomprensibles en un marco restringido, podrían comprenderse mejor aplicando métodos científicos externos a los de la ciencia involucrada. Tal vez cuando el anatomista formulaba esa posibilidad, pensaba más bien en términos de lo que él consideraba como necesaria cuantificación del estudio de la naturaleza, con el fin de hacer dicho estudio totalmente predictivo, cuestión que siempre lo obsesionó. Ahora bien, esa concepción de unidad metodológica fue siempre paralela en Cuvier a la creencia en la necesidad de la especialización, creencia que tal vez fuese acentuándose a lo largo de su vida. Posiblemente, esa radicalización surgió en la medida en que se fuera reafirmando, más y más, en el convencimiento de su derecho a fijar un protocolo de la tarea científica en Francia.Y ello en su calidad de secretario perpetuo de la máxima institución ad hoc que existía, la Académie des Sciences. Tenía muy claro que debía superarse el espíritu del «filósofo», del ilustrado del siglo XVIII, que sabía un poco de todo, sin llegar a profundizar realmente en nada. Para Cuvier el progreso científico conduciría, de forma irreversible, a la especialización. Cualquier pretensión de síntesis, de búsqueda de «causas primeras», se oponía a aquella tendencia especializadora que veía como muy clara en la historia de la ciencia, en la que conformaba casi una especie de hilo conductor. Esa crítica, junto a la de falta de base empírica, era la principal que siempre le había hecho a Lamarck, así como a cualquier otro que se saliese del marco de tal manera fijado. Y si por casualidad algún tema no era susceptible de ser abordado en forma restrictiva, entonces se trataba de algo que caía fuera de los límites de la ciencia. El problema de la mente humana era para Georges Cuvier el ejemplo típico, y de ahí la polémica, ya evocada, con Gall y los frenólogos en general. No puede dejarse de hallar un cierto parecido entre sus argumentos y algunos de los que actualmente se esgrimen, de base popperiana, a propósito del psicoanálisis y otras escuelas de pensamiento, a las que se les niega el reconocimiento de disciplina científica. Las polémicas en su propio seno son tan antiguas como la misma ciencia. Las noticias de la Revolución de julio de 1830 en Francia despertaron esperanzas entre los liberales alemanes, al igual que ocurría entre sus correligionarios de cualquier punto de Europa. La agitación subsiguiente afectó tanto a los estados que habían ya obtenido una 261

constitución escrita, que era el caso de Baviera, como a los que no la tenían, los que más, en cuya situación se encontraba Prusia. En el primer caso, la razón fundamental del malestar era el hecho de que los soberanos no respetaban las constituciones que ellos mismos habían otorgado. En aquellos estados alemanes en los que había mayoría de población católica, las actitudes antiliberales solían comportar la complicidad de la Iglesia de obediencia romana. La situación en Prusia se hizo especialmente delicada, dado que el gobierno de Berlín envió tropas a Renania, como medida de seguridad contra las ansias de libertad de los súbditos de aquella zona geográfica, aunque había otra razón para la movilización. Esta era que, por un momento, el gobierno prusiano pensó en una intervención en Francia. Por el lado geográficamente opuesto, las fronteras orientales, se facilitaba la represión de la revolución polaca a manos del ejército del zar. Todo este cúmulo de actuaciones reaccionarias de Prusia, llevadas a cabo sin ninguna consulta, se convertían en una dificultad añadida al potencial proceso de unificación, frustrando en gran parte las nuevas esperanzas que en 1828 se habían despertado con el proyecto de unión aduanera (zollverein) (Mann, 1974). El cada vez más importante divorcio entre los patriotas de ideología liberal y los de ideología estrictamente nacionalista, cuya aceptación implícita del absolutismo partía del principio de «unificación a cualquier precio», se iría profundizando durante el periodo comprendido entre 1830 y 1848, de tal manera que la unificación de 1871 se haría en beneficio exclusivo de las fuerzas más conservadoras, socialmente representadas por la alianza entre los junkers y la naciente burguesía industrial renana (Carr, 1991). En los tiempos inmediatamente anteriores a los acontecimientos de 1830, había aparecido un nuevo factor agitador de orden intelectual. Se trataba del movimiento literario conocido con el nombre de «Joven Alemania», que si bien formalmente debía su apelativo a la dedicatoria hecha en uno de sus libros por Ludolf Wienbarg (18021872), uno de sus representantes («A ti, joven Alemania, dedico este trabajo, no a la vieja»), las resonancias del grupo aglutinado alrededor de Giuseppe Mazzini (1805-1872) («Joven Italia») eran evidentes. Los «jóvenes alemanes», nacidos hacia 1800, republicanos e incluso saint-simonianos en el orden político, renegaban de las tendencias literarias clásica y romántica, practicadas por las generaciones anteriores, y defendían con gran tesón la responsabilidad po262

lítica de la literatura (Lukács, 1970). Ante la influencia perturbadora que el movimiento de la «Joven Alemania» iba adquiriendo, la Dieta Federal, que con frecuencia el único papel que jugaba era el de represora de los anhelos unificadores y constitucionalistas, prohibió las obras del colectivo en 1835. La reacción en contra de los «jóvenes alemanes» estuvo en el origen de una ola de antisemitismo, que serviría en cierta manera de inspiración a otras que se desarrollarían posteriormente. El pretexto para esta primera fue el origen judío de Heinrich Heine (1797-1856), considerado, en cierta manera a pesar suyo, como el miembro más representativo de la «Joven Alemania». Desde su exilio parisino, compartido con Ludwig Börne (1786-1837), uno de los más ácidos críticos de la ficción política austriaca y de su nefasto influjo sobre la Confederación, se había constituido en una especie de conciencia crítica del camino que tomaban en Alemania cuestiones tales como la reunificación y la lucha por el constitucionalismo, aunque de forma cada vez más moderada. A partir de los hechos de 1830, defendió la monarquía de julio y la solución paralela adoptada en Bélgica. En ese contexto escribía: «París es la nueva Jerusalén, y el Rin, el Jordán que separa la tierra de la libertad del país de los filisteos» (citado por Carr, 1991). Como había pasado cuarenta años antes, para la nueva generación de post-románticos, Francia volvía a ser de nuevo una tierra de promisión política. En estas circunstancies de duplicidad entre exaltación nacionalista pura y anhelo unificador de cariz constitucionalista, tuvieron lugar, el 25 junio de 1830, les celebraciones conmemorativas del tricentenario de la Confesión de Augsburgo, uno de los momentos culminantes en la historia del protestantismo alemán, en el que Melanchton hizo públicos los principios de la Reforma luterana. Hegel, que era todavía rector de la Universidad de Berlín, fue el encargado de pronunciar el discurso evocador del evento. Lo asumió como un acto de militancia protestante. A pesar de su tibieza religiosa, tenía sin duda en alto concepto el hecho histórico que se recordaba. Dada su ya proverbial incapacidad oratoria, su discurso, en latín, no se caracterizó por despertar entusiasmos. Además, en esta ocasión ni tan sólo aprovechó la ocasión para dar un doble sentido a algunas de sus reflexiones. De hecho, el horno no estaba para bollos. El rey de Prusia era uno de los asistentes y, además, el acto coincidía con su cumpleaños. Para acabar de complicar el panorama, las celebraciones que habían tenido lugar en paralelo en otros estados alemanes habían 263

acabado generando disturbios, que se agravaron a partir de los acontecimientos revolucionarios acaecidos en el mes de julio en París. Por ejemplo, en Sajonia, zona geográfica especialmente vinculada, desde el punto de vista histórico, al proceso de la Reforma, el rey había intentado que la conmemoración pasase desapercibida, a causa del peso demográfico que tenían los católicos en el reino y, también, por la propia pertenencia del monarca a la Iglesia de Roma. Pero, tal como ya se ha apuntado, el sentimiento luterano era uno de los detonantes del movimiento unificador, de manera que en Leipzig los estudiantes provocaron graves disturbios, especialmente significativos dado que el reino de Sajonia era uno de los pocos estados alemanes que gozaban de un régimen constitucional. El proceso de agitación llegaría a su cenit en mayo de 1832, con el llamado Festival de Hambach, en el Palatinado, a la que acudieron numerosas Burschenschaften, así como ciudadanos franceses y refugiados polacos. Se habló sin reparos de unidad constitucionalista alemana, de república, de justicia para Polonia e, incluso, de unos estados unidos europeos (Carr, 1991; Mann, 1974). Nada que ver con la confusión ideológica reinante en la Wartburgfest de 1817. Mucho más de lo que Metternich y sus amigos podían tolerar. Se inició una nueva ola represora. A consecuencia de los hechos revolucionarios de 1830 acaecidos en Europa continental, la oligarquía británica se planteó la conveniencia de llevar a cabo una tímida reforma política. En el fondo, no dejaba de ser una contradicción que un país que había dado su pleno apoyo a los movimientos emancipadores de Bélgica y Grecia, tuviera un régimen muy restringido de libertades. De hecho las exigencias de reformas provenían de un bloque social muy amplio, que iba desde los católicos, tradicionalmente discriminados, a los protestantes disidentes, que se consideraban vejados por las prerrogativas de la Iglesia anglicana oficial, pasando por las clases burguesas que se habían ido formando en el marco de la revolución industrial, y que reclamaban su parcela de poder. Poder que en la práctica había estado hasta el momento en manos de la antigua nobleza terrateniente. La única posibilidad de promoción social para la clase media era el ennoblecimiento, para posterior ingreso en la cámara de los lores. Por supuesto una vía muy restringida, pero al fin ya al cabo una vía no existente en la Europa continental absolutista (Mann, 1974). La ascensión al 264

trono de Guillermo IV en 1830, hizo concebir la esperanza de que las deseadas reformas tuvieran lugar. Al fin y al cabo, Gran Bretaña era, con Francia, una de les escasas monarquías de tipo constitucional que existían en Europa, pero la ley electoral británica se mantenía tal y como había sido establecida a raíz de la revolución de 1688, lo cual se traducía en una restricción brutal del derecho de voto. El problema también era las prerrogativas del rey, que habían permitido, entre otras cosas, el mantenimiento contra viento y marea de un gobierno tory en continuidad desde finales del siglo XVIII. Fue en ese marco que se presentó a principios de 1831 el Reformbill. Se trataba de un proyecto de reforma sumamente moderado, que aparecía como totalmente insuficiente a los ojos de los círculos liberales (whigs), pero que a decir verdad, en la práctica democratizaba en gran medida la cámara baja del parlamento (la de los comunes), al ensanchar considerablemente el censo electoral y modificar les circunscripciones. La verdad era que cualquier reforma de índole democrática, por tímida que fuera, causaba inquietud en los regímenes más absolutistas, como por ejemplo el prusiano. Pero también era verdad que los tiempos de las intervenciones anticonstitucionalistas, como la que se había llevado a cabo en España en 1823 (la intervención conocida como de los «cien mil hijos de San Luis»), habían pasado a la historia. Además, Inglaterra siempre había desarrollado, desde el punto de vista de política interna, una dinámica propia y autónoma respecto a las potencias continentales. No formó nunca parte de la Santa Alianza, y respecto a la cuádruple, es decir la Santa Alianza más la Gran Bretaña, únicamente había sido operativa cuando a la monarquía insular le había convenido. En definitiva, no había razón para que en Prusia no se pudiese inducir, de forma más o menos velada, una crítica, por supuesto dirigida, a una determinada actuación política, como era la iniciativa reformadora inglesa. Al fin y al cabo, se consideraba, y no sin razón, que dicha reforma, por tímida que fuera, cuestionaba los fundamentos de la monarquía absoluta. En ese contexto Hegel escribió el último texto de su vida. Un estudio sobre el Reformbill y la política británica en general, publicada de forma seriada en la Preussen Staatszeitung (Gaceta del estado prusiano). Por supuesto que todo apunta a que se trataba de algo que había sido inspirado por los círculos de la corte. Es la única explicación al hecho de que el citado estudio se publicase en un periódico 265

semioficial. Pero la realidad fue que a los que supuestamente lo habían promovido les salió el tiro por la culata. Primero porque Hegel hizo una crítica realmente sangrienta del sistema político británico, que tampoco era lo que se pretendía. En su estudio desmitificaba una situación considerada como modélica por muchos liberales de actitud moderada, mostrando que la realidad británica no correspondía a un marco en el que los cargos se dieran en función de los méritos, el principio igualitario tan caro a los liberales, sino que tal como ocurría en la Europa con instituciones absolutistas, seguía primando el origen social. Criticaba por supuesto Hegel el sistema electoral imperante en Gran Bretaña, incidiendo en la corrupción reinante, y haciendo ver que la reforma que se pretendía llevar a término era totalmente insuficiente. Denunciaba finalmente el poder de la nobleza y de la iglesia oficial, la situación de explotación de los más humildes y la discriminación a que estaban sometidos los católicos, especialmente en Irlanda. Este última crítica tenía especial relevancia, dada su postura luterana militante que se ha comentado repetidamente. En breves palabras, se trataba de un texto que podía originar problemas diplomáticos serios, teniendo en cuenta sobre todo que el rey de la Gran Bretaña e Irlanda lo era también de Hannover, estado con el que Prusia compartía fronteras. Pero es que además, y aquí es donde entraba en juego la sutileza del análisis de Hegel que se podía captar entre líneas, si el sistema electoral británico era tan injusto y originaba tamaña corrupción, ¿qué no podía suceder en Prusia, donde no existían elecciones ni cámaras parlamentarias? Como resultado de todo lo expuesto, los censores debieron llegar a la conclusión de que se había hecho un mal negocio con aquella «obra de encargo». Así que, de golpe y porrazo, un buen día la Preussen Staatszeitung dejó de publicar el folletón de Hegel sobre les reformas políticas británicas, a pesar de que ya se hubiese anunciado la siguiente entrega. El texto en su totalidad tan sólo llegó a ser conocido con ocasión de la publicación de las obras completas del filósofo.

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UNA MUERTE COMPARTIDA

La enfermedad epidémica conocida con el nombre de cólera había sido descrita por los británicos en Calcuta, hacia 1817, aunque el agente infeccioso que la produce, la bacteria Vibrio cholera no sería identificada hasta 1883 por Robert Koch. La enfermedad había estado presente de forma endémica durante generaciones en el delta del Ganges, según habían podido comprobar los médicos británicos desde el comienzo de la dominación de la India por parte del Reino Unido. Hay que recordar que Calcuta había sido la primera sede de la administración colonial británica. Por razones no demasiado claras, el cólera se convirtió en pandemia durante el primer tercio del siglo XIX. Hacia 1817 llega a la Península Malaya y Java, donde acaba con el diez por ciento de la población. Hasta 1820 se extiende por Indochina y China. Por vía marítima, el contagio llegó a diferentes puertos de Asia, mientras que, a través de las vías terrestres, se extendía por Afganistán y Persia (1821). La pandemia habría alcanzado el imperio ruso (Cáucaso y Siberia) en 1826 y, paralelamente a su extensión por los Balcanes a través de los puertos del Mar Negro, alcanzaba Moscú en 1830, siendo la primera gran ciudad europea en la que el cólera hacía mella (Netchkina, Sivkov y Sidorov, 1958). Para una revisión histórica, véase Chevalier (1958a). La posterior transmisión del contagio por Polonia y Alemania ha sido atribuida tradicionalmente a las tropas rusas enviadas por el zar, para aplastar la insurrección polaca de 1830. A partir de ese momento la enfermedad se haría presente en toda Europa, y durante dos largos años (1831-1833) el 267

continente experimentó la históricamente primera de las epidemias de cólera. Causaría un número incontable de muertos, posiblemente cientos de miles. La expansión de la pandemia provocaría en Europa disturbios sociales por doquier. Las medidas excepcionales de seguridad, la cuarentena, la carestía de los alimentos y las peregrinas ideas sobre el origen del azote (en Polonia, por ejemplo, se culpó a los judíos) estuvieron en el origen de dichos disturbios (Chevalier, 1958a,b; Netchkina, Sivkov y Sidorov, 1958). Georges Cuvier murió el domingo 13 de mayo de 1832. Tan sólo cinco días antes había reiniciado su curso en el Collège de France, después de una interrupción, causada precisamente por el cólera, que ya había alcanzado la capital de Francia (Chevalier, 1958b). Los primeros casos de contagio se habían dado en Calais en marzo del año anterior, lo que hace pensar en una procedencia británica de la epidemia. Como si hubiera presentido su pronta desaparición, dedicó la lección a llevar a término una especie de síntesis de su pensamiento. En la que sería su última clase magistral, quiso analizar todas las ideas científicas que le producían desasosiego, especialmente las de los Naturphilosophen y las que hacían referencia a la unidad de composición. Señaló a Schelling como el primero que propuso la idea de «unidad en la variedad», que posteriormente habría desarrollado Kielmeyer, que sería el verdadero fundador de la Naturphilosophie (Bach, 1994; citado por Richards, 2002). Habló de la perfección de la organización de los diferentes seres vivos, y de la viabilidad de cada uno en sí mismo, en el marco de su orden, en el de su especie y en el de su individualidad. En conjunto, era claro que su punto de vista aparecía como muy lejos de la idea de progreso organizativo, tal como era defendida por Lamarck, a título de ejemplo. Al salir del acto, se encontró indispuesto. Sin embargo, al día siguiente, 9 de mayo, asistió a una sesión del Consejo de Estado. Su fallecimiento ha sido atribuido siempre a la epidemia de cólera mencionada, que en París causó más de dieciocho mil muertos entre marzo y octubre de 1832. Los síntomas, ligados a trastornos digestivos (diarrea, parálisis progresiva de las vías, desde el colon al esófago) así lo habían hecho pensar. La citada causalidad de su muerte ha sido cuestionada tan sólo recientemente, formulándose alternativamente la hipótesis de un accidente vascular isquémico, a nivel del bulbo 268

raquídeo o de la médula espinal (Taquet, 2006). Consta que el enfermo experimentó una parálisis progresiva de los miembros (Roule, 1932). Durante la agonía quiso que lo transportasen a su gabinete. Sentado en un sillón, consciente, sus últimas palabras las dedicó a hacer una puntualización, no desprovista de pedantería. Dirigiéndose a la enfermera que lo atendía, dijo: «Fui yo quien descubrió que las sanguijuelas tenían sangre roja». Quiso dejar bien claro que de aquellos animales con los que lo sangraban, terapia universal de la época, él sabía más que los que le practicaban el tratamiento. Su entierro fue solemne y multitudinario. Sus alumnos, así como estudiantes de las grandes escuelas, llevaron el sarcófago a hombros durante una buena parte del trayecto. Fue a reposar a la laberíntica y mítica necrópolis de Père Lachaise, no lejos de Bernardin de Saint-Pierre, Brongniart y Lakanal. Pero previamente fue objeto de una autopsia solemne, practicada por nada menos que once especialistas. Entre los que cabe mencionar, está el mahonés Mateu Orfila (Taquet, 2006). Discípulo de Fourcroy, fue uno de los padres de la toxicología, y referente en su tiempo de la medicina legal en Francia. También a uno de los más estrechos colaboradores del difunto, Achille Valenciennes, ya en aquel momento profesor de Zoología en el Muséum, quien sobrevivió a la epidemia, a pesar de haber contraído la enfermedad (Jaussaud, 2004a). La autopsia dio pie, de forma directa, al mito de la gran capacidad cerebral de Cuvier. En efecto, en el correspondiente informe final se destaca, en función de la interpretación del momento, el hecho de que el cerebro del fallecido pesara aproximadamente una libra más de lo que se consideraba masa media. Los presentes se asombraron también de la cantidad de circunvalaciones cerebrales y de su profundidad (sic). Ante la gravedad creciente de la epidemia de cólera y la consiguiente mortandad que ocasionaba en Berlín, los Hegel, tal como hacían otras muchas otras familias que tenían la posibilidad, dejaron la ciudad durante el verano de 1831. Volvieron en otoño, sin tenerlas todas consigo, y el filósofo retomó sus clases en la universidad. Cayó enfermo en noviembre. En su primer diagnóstico, los médicos descartaron que se tratara del cólera, aunque poco después cambiarían de opinión. Atendido por su familia y por el propio consejero Schulze, 269

quien seguía siendo su más directo protector, Hegel entró pronto en coma y, sin sufrimiento aparente, expiró el 14 de noviembre de 1831. Dos días más tarde tuvo lugar un multitudinario entierro. El mundo universitario en pleno se movilizó para dar su último adiós al filósofo más famoso de Alemania. Todo eso en medio de una situación que era excepcional en diversos aspectos. De entrada, y dada la magnitud del problema sanitario, existían instrucciones muy precisas, en el sentido de que las exequias de los muertos en la epidemia se llevaran a cabo de noche y sin ceremonia, a fin de asegurar al máximo la profilaxis. Pero es que, además, los círculos conservadores temían que los funerales de Hegel se convirtieran en una manifestación de rechazo del absolutismo, principalmente por parte de las Burschenschafen. De hecho, la autorización del acto le costó el cargo al prefecto de policía de Berlín. El rector de la universidad, el pastor Philipp Marheineke, encabezó el cortejo, y llevó a cabo el elogio fúnebre. Marheinecke, considerado, tal como ya se ha comentado, como un hegeliano de derechas, habló de la inmortalidad del alma, idea de la que al parecer el difunto discrepaba ampliamente, si bien el tema entraba dentro de lo que se podía esperar de un clérigo en aquellas circunstancias. Pero rápidamente pasó a hablar de otro tipo de inmortalidad, la de la obra del filósofo fallecido. A continuación, y ante la imposibilidad, por razones de censura, de que fuera otro colega en la materia el que hiciera el panegírico, tomó la palabra Friedrich Förster (1791-1868), historiador apartado de la enseñanza por las sospechas que recaían sobre él de adepto al liberalismo, veterano además de la oficialmente considerada guerra de liberación nacional. Su discurso estuvo lleno de frases simbólicas, que han estado interpretadas, una vez más por D’Hondt (2002), como referencias a la vinculación de Hegel con la masonería. La mencionada movilización masiva del mundo universitario berlinés, contrastó con la total ausencia de representación de los círculos gubernamentales. Ni siquiera estuvieron representados los sectores que más habían luchado para que, el ya difunto, fuera a Berlín, y le habían prestado su apoyo. Hegel había manifestado su deseo de ser inhumado al lado de Fichte. El que había sido primer rector de la universidad de la capital de Prusia, descansaba desde su muerte (1814), ocasionada por otra epidemia, en su caso de tifus, en el Dorotheenstädtischer Friedhof. 270

FIGURA 50. Tumba de Hegel en el Dorotheenstädtischer Friedhof de Berlín.

Se trata de un pequeño camposanto que, presidido por una estatua de Martín Lutero, se había creado en el siglo anterior en la zona norte de Berlín. Tal como fuera la voluntad de Hegel, los dos filósofos reposan en sendas tumbas contiguas. El ya citado gran arquitecto del neoclasicismo berlinés Karl Friedrich Schinkel, llegaría al mismo lugar en 1841. Un siglo después lo haría el literato Heinrich Mann (1871-1950), seguido por el autor teatral Bertold Brecht (1898-1956) y su esposa, la actriz Helene Weigel (1900-1971), quienes durante años habían residido en un edificio situado a la entrada de la recoleta necrópolis, como si hubieran estado guardando turno. En su conjunto, se trata sin duda de una de las mayores concentraciones de tumbas de personajes del estamento intelectual, que se pueda encontrar doquiera que sea. 271

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APÉNDICE

Cronología 1769

Cuvier

Hegel

Nacimiento (23 de agosto)

1770

Nacimiento (21 de agosto)

1772

1773

1775

Contexto internacional

Contexto español

Nacen Napoleón y Alexander von Humboldt

Censo de Aranda Ramis i Ramis Lucrècia

Nacen Beethoven y Hölderlin

Fundación de la Real Academia de Ciencias y Artes de Barcelona

Nacen Geoffroy Saint-Hilaire y Authenrieth Nace Frédéric Cuvier

Nace Pfaff

Va a la escuela y comienza el estudio del latín

Aranda deja de presidir el Consejo de Castilla

Nace Schelling Nace Blanco White

287

Cronología

Cuvier

Hegel

Contexto internacional

Contexto español

1778

Jubilación del padre

Mueren Linné, Rousseau y Voltaire Lamarck Flore françoise

1783

No consigue la Muerte de la beca para el madre Stift

Muere Nace Bolívar D’Alembert Nace Stendhal

1784

Ingresa en el Carolinum

Muere Diderot

1786

Diarium Zoologicum I

Muere Censo de Federico II el Floridablanca Grande, rey de Prusia Nace Arago

1787

Es nombrado caballero

Expedición de Nace Mateu Saussure a los Orfila Alpes Proyecto de Villanueva para el Museo del Prado

1788

Acaba sus estudios Caen

Ingreso en el Stift de Tübingen

Diarium Zoologicum II (aves)

1789

1790

288

Diarium Tübingen Zoologicum III (insectos)

Licenciatura en Filosofía Schelling llega al Stift

Muere Buffon Convocatoria de los Estados Generales en Francia Kant Crítica de la razón práctica

Nace San Martín

Hallazgo del megaterio Muere Carlos III

Revolución Cadalso Cartas francesa marruecas Jussieu Genera plantarum

Cronología

Cuvier

Hegel

Contexto internacional

Contexto español

1791

Fiquainville

Nace su esposa Maria von Tucher

Cabanilles comienza a publicar Icones et descripciones plantarum

1792

Mémoire sur les Cloportes terrestres

La religión de los griegos y romanos

Moratín La comedia nueva Godoy secretario de Estado

1793

Secretario del Consejo Municipal de Bec-auxCauchois

Acaba sus estudios de teología Sobre las dificultades de la iglesia en Württemberg

Ejecución de Luis XVI Asesinato de Marat Fundación del Muséum

Berna

Ejecución de Lavoisier Mueren Condorcet y Vicq d’Azyr Termidor Ejecución de Robespierre

1794

1795

París Commission des Arts, Institut Mémoire sur une nouvelle division des Mammifères

La vida de Jesús La positividad de la religión cristiana

Paz de Basilea Jovellanos Informe sobre la ley agraria

1796

Suplente de Viaje a los Mertrud alpes berneses École Centrale du Panthéon

Tratado de San Ildefonso

289

Cronología

Cuvier

1797

Hegel

Contexto internacional

Frankfurt

FedericoGuillermo III, rey de Prusia Kant Metafísica de las costumbres Schelling Ideas para una filosofía de la naturaleza

1798

Tableau élementaire d’histoire naturelle des animaux

Traducción de Cartas confidenciales sobre la relación legal anterior entre el cantón de Vaud y la ciudad de Berna

Expedición a Egipto Schelling Del alma del mundo

1799

Secretario temporal de la clase primera del Institut

El espíritu del cristianismo y su destino

Nace Balzac Schelling Primer esbozo de un sistema de filosofía de la naturaleza

Muerte del padre 1800

Collège de France Leçons d’anatomie comparée

1801

La menagérie du Muséum d’Histoire Naturelle

Jena «privatdozent» Diferencia entre los sistemas filosóficos de Fichte y Schelling

Nace Johannes Müller

1802

Cátedra Muséum

Revista crítica de filosofía

Chateubriand Génie du christianisme

290

Muere Daubenton

Contexto español

Desamortización Caída de Godoy Nace Aribau

Godoy de nuevo ministro de Estado

«Guerra de las naranjas»

Cronología

Cuvier

Hegel

Contexto internacional

1803

Secretario perpetuo de la clase primera del Institut Miembro de la legión de honor Asunto Fabbroni

Nace Liebig

1804

Casamiento Nace el primero de sus hijos varones

Napoleón, emperador Muere Kant Nacen Richard Owen y Feuerbach

1805

Nace su hija Clémentine

1806

Nace el segundo de sus hijos varones Inauguración de las galerías de anatomía comparada

1807

1808

Jena Profesor extraordinario

Contexto español

Austerlitz Trafalgar Muere Schiller

Jena Fin del Sacro Imperio Muere Adanson

Fenomenología «Edicto de Bamberg octubre» en Prusia Essai sur la Nüremberg géographie minéralogique des environs de Paris (con A. Brongniart) Inspector general de estudios

Goethe Fausto Fichte Discursos a la nación alemana

Tratado de Fontainebleau Motín de Aranjuez Fernando VII Resistencia antinapoleónica en España Cabarrús Cartas sobre los obstáculos, que la naturaleza, la opinión y las leyes oponen a la felicidad pública

291

Cronología

Cuvier

Hegel

Contexto internacional

Contexto español

1809

Vicerrector de la Facultad de Ciencias de París

Nace Darwin Fundación de la Universidad de Berlín Lamarck Philosophie zoologique Oken Manual de filosofía de la naturaleza

Nacen Mariano de la Paz Graells y Larra Azara Voyage dans l’Amérique méridionale

1810

Rapport historique sur les progrès des sciences naturelles depuis 1789 Caballero del imperio

Muere Ritter

Nace Balmes

1811

1812

Casamiento Lógica (I) Recherches sur les ossemens fossiles des quadrupèdes

1813

1814-15

292

Miembro del Consejo de Estado

Muere Jovellanos

Muere su hermano Ludwig

Campaña de Rusia

Nace su hijo Karl

Leipzig Nace Claude Bernard

Nace su hijo Immanuel

Muere Fichte Congreso de Viena Santa Alianza Luis XVIII, rey de Francia Los Cien Días Waterloo Lamarck comienza a publicar Histoire naturelle des animaux sans vertèbres

Constitución de Cádiz

Sexenio absolutista Inauguración del Museo de Ciencias Naturales y del Jardín Botánico

Cronología 1816

Cuvier Consejero de Estado Le règne animal distribué d’après son organization

1817

1818

Hegel

Contexto internacional

Heidelberg Lógica (II)

Berlín Compendio de la enciclopedia de las ciencias filosóficas

Ingreso en la Académie française

Contexto español Independencia de Argentina

Festival de Wartburg

Nace Marx Geoffroy Saint-Hilaire Philosophie anatomique

Fundación del Museo del Prado

1820

Viaje a Dresde

Congreso de Troppau

Sublevación de Riego Trienio constitucional

1821

Filosofía del derecho

Muere Napoleón Meckel empieza a publicar Sistema de las anatomías comparadas

Independencia de México Blanco White Letters from Spain

Nace Mendel Muere Berthollet

Nace Pérez Arcas

Schinkel Altes Museum

Los cien mil hijos de San Luis La década ominosa

1822

1823

Gran maestre Viaje a los de las Países Bjos facultades protestantes de teología Primeras lecciones sobre Estética

293

Cronología

Cuvier

1824

Muere su hijastro Alfred Duvaucel

1825

Discours sur les révolutions du globe

1826

Director de cultos no católicos Muerte de su hija Clémentine

1828

Empieza a publicarse la Histoire naturelle des poissons

1829

294

Viaje a Viena

Contexto internacional

Contexto español

Muere Thouin Nace Pi i Carlos X, rey Margall de Francia Ayacucho Frédéric Cuvier y Geoffroy Saint-Hilaire comienzan a publicar Histoire naturelle des mammifères Muere Lacépède Nace Huxley

Segundas lecciones sobre estética

1827

1830

Hegel

Última ejecución de la Inquisición (el maestro Ripoll)

Viaje a París Muere Encuentro con Beethoven Goethe

Muere Goya Nace Cánovas del Castillo

Encuentro con Muere Schelling Lamarck Rector de la Universidad de Berlín Debate en la Académie des Sciences Ingreso en la Académie des Inscriptions et des BellesLettres

Revolución de Nace Isabel II julio Luis-Felipe, rey de los franceses Independencia de Bélgica y Grecia

Cronología

Cuvier

Hegel

1831

Par de Francia Muerte (14 de noviembre)

1832

Muerte ( 13 de mayo)

Contexto internacional

Contexto español Ejecución de Torrijos

Muere Goethe Nace Castelar

295

ÍNDICE ONOMÁSTICO*

Adanson, Michel 126, 129, 250 Agassiz, Louis 246 Altenstein, Karl S. von 205 Ampère, André-M. 222, 246 Andreae, Jacob 23 Arago, François 218, 247 Ariadna 14 Aristóteles 101, 104, 245, 246 Arnault, Antoine-V. 213 Auckland, William 240 Authenrieth, Johann H. F. 36, 38, 154 Balzac, Honoré de 257, 258, 259, 260 Beethoven, Ludwig van 24, 78, 232 Bernard, Claude 148 Berthollet, Claude L. 68, 82, 84, 84, 86, 89 Beza, Theodore 23 Bichat, F. Xavier 110 Bismarck, Otto von 233 Blainville, Henri M. Ducrotay de 188, 222, 246, 247 Blumenbach, Johann F. 33, 42, 133, 148, 149, 150, 158, 160, 173 Bode, Johann Elert 75 Bojanus, Ludwig H. 241 Bonaparte, Lucien 50, 51

Bonaparte, Napoleón 24, 51, 77, 78, 79, 81-83, 86-88, 92, 94, 97, 99, 113, 120, 184, 185, 189, 195-197, 206, 208, 213, 218 Bonnet, Charles 258 Börne, Ludwig 263 Bowdich,Thomas 48 Brack, Antoine F. 222 Brecht, Bertold 271 Brentano, Clemens M. 169 Brongniart, Alexandre 66, 213, 215, 222, 224, 239, 269 Bru, Juan B. 108 Brugmans, Sebald 187 Bruno, Giordano 204 Budé, Guillaume 59 Buffon, Georges-L. Leclerc Conde de 29, 43, 49, 60, 60, 61, 63, 104, 112, 115, 258 Bunsen, Barón Christian 138 Burckhardt, Cristiana C. J. 231 Calvino, Juan 21 Camper, Adriaan G. 98, 183, 184, 187 Camper, Petrus 183 Carlos Augusto, duque de SajoniaWeimar 71

* Las páginas en cursiva hacen referencia a las ilustraciones.

297

Carlos Eugenio, duque de Württemberg 26, 27, 31, 38 Carlos III, rey de España 107 Carlos VII, rey de Francia 59 Carlos X, rey de Francia 226, 235, 248 Carlos, gran duque de Sajonia-Weimar 196 Carnot, Lazare 208 Cart, Jean-J. 57 Carus, Carl G. 135, 145, 150, 151, 163, 164, 166-168, 167, 171, 173, 175 Colbert, Jean-B. 61 Condorcet, Nicolas de 43, 61 Conté, Nicolas-J. 87 Curie, Ferdinand 221 Cuvier, Clémentine 214, 214, 220, 222, 230 Cuvier, Frédéric 24, 31, 109, 220, 223, 224, 225, 255, 256 Cuvier, Jean 25 Cuvier, Jean-G. 25, 29 Cuvier, Pierre-N. 29 Chateaubriand, François-R. de 131, 132 Chatel, Anne-C. 29 d’Alembert, Jean Le Rond 18 Dacier, Bon-J. 90 Danton, Georges-J. 46 Darwin, Charles 15, 102, 115, 117, 123, 124, 132, 146, 163 Daubenton, Louis 43, 48, 60, 63, 66, 69, 83 David, Jacques L. 81, 219 Delambre, Jean-B. 90 Descartes, René 156 Desfontaines, René L. 66 Diderot, Denis 18 Dohrn, Anton 252 Dolomieu, Déodat de 84, 84, 87 Drug,Wilhelm T. 80 Ducos, Joseph-B. 213 Duméril, Auguste M. C. 165, 222, 247, 247 Duparquet, Charles 222 Duvaucel, Alfred 214 Duvaucel, Louis P. 213 Duvaucel, Sophie 214, 216, 218 Duvernoy, Georges-L. 220-222 Duvernoy, Pierre-C. 30

298

Eberhardt IV, duque de Württemberg 21 Eckermann, Johann P. 238, 246 Engels, Friedrich 141, 147 Esenbeck, Christian G. D. N. von 150, 169 Fabbroni, Giovanni 96, 97 Fabbroni, Leopoldo 64, 96 Faraday, Michael 157 Farel, Guillaume 21, 25 Faujas de Saint-Font, Barthélemy 66, 70, 71, 98 Federico I, duque de Württemberg 24 Federico I, rey de Württemberg 192 Federico II el Grande, rey de Prusia 205 Federico-Eugenio, regente de Montbéliard 31 Federico-Guillermo III, rey de Prusia 56, 197-199, 210 Federico-Guillermo IV, rey de Prusia 138, 169, 210, 211 Fernando VII, rey de España 205 Ferreira, Alexandre R. 188 Feuerbach, Ludwig 141 Fichte, Johann G. 37, 54, 54, 71, 72, 136, 137, 139, 141, 156, 169, 173, 199, 205, 211, 270 Flourens, Pierre 125, 256 Förster, Friedrich 270 Fourcroy, Antoine-F. de 61, 63, 67, 97, 98, 213, 215, 249, 250, 269 Fourier, Joseph 84, 86, 89 Francisco I, rey de Francia 59, 64 Friedrich, Caspar D. 135, 166 Fries, Jacob F. 80 Fromm, Marta Magdalena 26 Gall, Franz-J. 171, 261 Gaskell, Elizabeth 260 Gegenbaur, Carl 252 Geoffroy Saint-Hilaire, Étienne 15, 16, 48, 67-69, 74, 82, 83, 84, 86-90, 94, 97-99, 109, 110, 115, 117, 121, 142, 144, 144, 150, 151, 153, 165, 173, 176, 183, 184, 187, 188, 216, 223, 224, 225, 237-248, 242, 250-260 Geoffroy Saint-Hilaire, Isidore 187, 224 Gérard, Barón François 219, 219

Gibson, Molly 260 Gmelin, Johan F. 42 Gneisenau, August N. von 198 Goethe, Johann W. von 71-73, 77, 136, 137, 145, 146, 149, 150, 152, 158, 164-166, 168, 173, 178, 210, 211, 231, 238, 239, 243, 246, 248, 257 Gogel, Johannes-N. 55-57 Goldschmidt, Richard 254 Gontard, Jakob 57 Gontard, Suzette 57 Görres, Joseph 195, 207 Gould, Stephen J. 16n, 123, 146, 163 Gray, Asa 130 Guillermo IV, rey de la Gran Bretaña e Irlanda 265 Guizot, François 189, 190, 227 Haeckel, Ernst 107, 153, 160, 163, 164, 171, 203, 204, 233, 252 Hamley, Roger 260 Hardenberg, Karl A. von 194, 197-199, 205, 206, 209 Haüy, René J. 48, 68, 68, 69, 248 Haydn, Joseph 232 Hegel, Georg L. 26, 231, 232 Hegel, Immanuel 232 Hegel, Karl 232 Hegel, Ludwig 231 Heidegger, Martin 179 Heine, Heinrich 263 Heinrich, H.F.N. 204 Helvetius, Claude-A. 65, 66 Hennig, Willi 129 Hércules 14 Herder, Johann G. von 73, 154, 161 Héricy, Achille d’ 40, 50, 51 Héricy, Conde d’ 39 Hobsbawm, Eric J. 147, 148 Hodler, Ferdinand 198 Hohenlohe, Príncipe Frederick Louis de 77 Hölderlin, Friedrich 24, 36-38, 52, 56, 57 Hooke, Robert 105 Humboldt, Alexander von 24, 73, 160, 166, 169, 185, 217, 218, 219, 246 Humboldt, Wilhelm von 73, 194, 199201, 201 Jefferson, Thomas 107

Jorge I, elector de Hannover, rey de la Gran Bretaña e Irlanda 202 Jorge II, rey de la Gran Bretaña e Irlanda 202 José II, emperador de Austria 96 Jussieu, Antoine-L. de 44, 45, 48, 66, 67, 69, 98, 103, 103, 112, 120, 126129, 127, 213 Jussieu, Bernard de 60, 127 Kant, Immanuel 37, 72, 78, 80, 134, 136, 149, 157, 174, 176, 179, 199, 211 Kepler, Johannes 30, 75, 147, 170, 172, 204 Kerner, Johann S. von 33, 42 Kielmeyer, Karl F. 33, 40, 89, 150, 153, 154, 158, 161, 173-176, 174, 268 Kierkegaard, Søren 138 Kléber, Jean B. 87, 90 Koch, Robert 267 La Billarderie, Auguste de Flahaut Marqués de 60, 61 La Fayette, Marqués de 236, 237 Lacépède, Bernard G. É. de Laville Conde de 48, 61, 63, 69, 83, 88, 97, 230 Lakanal, Joseph 63, 64, 112, 269 Lamarck, Jean-B. de Monet Caballero de 15, 48, 64, 67, 71, 88, 96, 97, 110-116, 111, 133, 134, 142, 215, 220, 245, 249-252, 251, 254, 261, 268 Laplace, Pierre S. 89, 97, 182 Latreille, Pierre A. 244, 245 Laurencet 244, 245 Laurillard, Charles-L. 221 Lavoisier, Antoine-L. de 43, 44, 66, 68, 113, 150, 154, 213, 249 Lee, Sarah 47 Lehar, Franz 196 Leibniz, Gottfried 156, 228, 258 Leonardo da Vinci 105 Liebig, Justus 150 Linné, Carl von 33, 42, 44, 45, 103, 104, 114, 118, 120, 125, 126, 129, 134 Loder, Justus C. 73 Luis XIII, rey de Francia 59

299

Luis XIV, rey de Francia 21, 223 Luis XVI, rey de Francia 38, 40, 181, 209, 236 Luis XVIII, rey de Francia 88, 181, 182, 189, 219, 226, 235 Luis-Felipe I, rey de los franceses 236, 238 Lukács, György 147 Lund, Peter W. 177 Lutero, Martín 196, 197, 203, 227, 228, 271 Lützow, Ludwig A. W. von 198 Luxembourg, Duque de 230 Lyell, Charles 132, 217 Lysenko, Trofim D. 160 Mann, Heinrich 271 Marat, Jean-P. 46, 47, 61 Marheineke, Philip 140, 270 Marron, Paul-H. 230 Martignac, Conde de 236 Marum, Martinus Van 98, 99 Marx, Karl 141, 147 Mayr, Ernst 118 Mazzini, Giuseppe 262 Méchain, Pierre F. A. 87 Meckel, Johann F. 176, 179 Melanchton, Philipp 30, 263 Menou, Jacques-F. de 90 Mérimée, Prosper 217, 219, 219 Mertrud, Antoine 70 Mertrud, Antoine-L. 70 Mertrud, Jean-C. 49, 67, 70, 215 Metternich, Klemens von 19, 194, 234, 264 Meyranx, Pierre-S. 244, 245, 259 Monge, Gaspard 84, 84, 86, 89 Montesquieu, Charles L. de Secondat Barón de 37 Moreaux, León 218 Mozart, Wolfgang A. 232 Müller, Johannes 165 Münchausen, Adolph von 201, 202 Nassau, Wilhelm Van, stadthouder de los Países Bajos 98, 187 Necker. Jacques 43, 97 Needham, John 258 Nelson, Horatio 84 Newton, Isaac 74-76, 147, 172, 228

300

Niethammer, Immanuel 78, 100, 138 Nietzsche, Friedrich 30 Noé 131 Nouet, Nicolas 84, 87 Novalis 169 Oersted, Hans Christian 157 Oken, Lorenz 73, 108, 145, 147, 148, 150, 160-166, 161, 164, 168, 173, 178, 179, 241 Orbe, Henriette d’, condesa de Montbéliard 21 Orbigny, Alcide d’ 188 Orfila, Mateu 269 Owen, Richard 124, 125, 152 Pallas, Pyotr S. 33 Paris 13 Parrot, Georges-F. 39, 42 Pascal, Blaise 228 Pedro Leopoldo, gran duque de Toscana 96, 97 Perrault, Claude 126 Perrault, Charles 126 Petit, Antoine 49 Pfaff, Christian H. 33-35, 39,40, 42-45, 98, 102-104, 117, 118, 170, 235, 236 Philippe Égalité 236 Plank, Max 160 Platón 75 Plutarco 13, Polignac, Jules de 236 Portal, Antoine 67 Quesnot, François-J. 87 Quinet, Edgar 257 Rabaul de Saint-Étienne, Jean-P. 43 Raffeneau-Delile, Alire 84 Raspail, François-V. 251, 257 Reina, Casiodoro de 228 Reinhold, Karl L. 78 Richard, Claude-L. 50, 70 Ritter, Johann W. 73, 150, 169, 171 Robespierre, Maximilien 50, 62, 63, 65, 81, 188 Rómulo 13 Rossini, Gioacchino 219, 219, 232 Rothschild, Meyer A. 55 Rousseau, Jean-J. 37, 44, 63, 65, 135 Russell, Bertrand 148

Saint-Pierre, Bernardin de 61, 104, 269 Sand, Georges 257 Saussure, Horace-B. de 34, 35, 132 Savigny, Jules-C. L. de 82, 88 Schelling, Friedrich W. J. 15, 37, 38, 72,-74, 76, 77, 80, 100, 136-139, 141, 145-148, 150, 154-160, 162, 168, 169 171,173, 176-179, 199, 204, 210, 268 Schickhardt, Heinrich 24 Schiller, Friedrich 31, 72, 72 Schinkel, Karl F. 200, 271, 201 Schlegel, August W. 155, 155, 169, 203 Schlegel, Friedrich 72, 155, 169, 203 Schleiermacher, Friedrich 159, 199, 200, 202-204, 205, 227 Schopenhauer, Arthur 18 Schubert, Gotthilf H. von 170 Schulze, Johannes 206, 269 Schweitzer, Albert 25 Serres, Étienne 176 Servet, Miguel 227 Sinclair, Isaac von 36 Sömmering, Samuel T. von 241 Spaendock, Gérard Van 67, 67 Spencer, Herbert 203 Spinoza, Baruch 156, 204, 229 Spix, Johann B. von 176, 179, 241 Staël, Anne-Louise Germaine Necker Mme. de 16n, 97 Steffens, Henrich 150, 159, 168, 169, 199 Stein, Heinrich F. K. von 199 Stendhal, Henry Beyle 183, 217-219, 219, 226

Strauss, David F. 140 Talleyrand-Périgord, Charles-M. de 83, 194, 213, 219 Teseo 13 Tessier, Henri-A. 46, 47, 47, 48, 69 Thouin, André 61, 62, 63, 67, 70, 97, 98, 183, 184, 185, 186, 187, 215 Tieck, Johann L. 169 Titius, Johann Daniel 75 Tournefort, Joseph P. de 102, 126 Toussain, Pierre 25 Trayzaile, Anne-M. Coquet de 213, 214, 230 Trayzaile, Laure Coquet de 213, 222 Tucher, Maria von 100, 232 Valenciennes, Achille 98, 215, 220, 269 Valenciennes, Jean Baptiste 215 Valera, Cipriano de 228 Vicq d’Azyr, Félix 49, 49, 51, 126, 241 Victoria, reina de la Gran Bretaña e Irlanda 202 Vigny, Alfred de 219, 219 Virey, Julien-J. 16n, 121 Volney, Constantin-F. Chassebeuf de Boisgirais 85, 86 Voltaire, François M. Arouet 44, 86 Waldner, Christian-F. D. Conde de 24, 30 Walter, Frédéric H. 222 Weigel, Helene 271 Weissman, August 160 Wellington, Duque de 194 Wieland, Christoph M. 71 Wienbarg, Ludolf 262 Winterl, Jakob J. 144, 170 Zenón de Elea 141

301

FIGURAS

FIGURA 1.

J.-L. Charmet, Georges Cuvier. Pour la Science, Paris.

303

FIGURA 2.

304

Frontispicio de uno de los volúmenes de la primera edición de la Histoire naturelle de Buffon.

Figura 3.  Jean-Baptiste Peronneau (c. 1750), Daubenton. Muséum National d’Histoire Naturelle, Paris.

Figura 4.  Étienne Béricourt (atribuido), Erección de un árbol de la libertad hacia 1789. Musée Carnavalet, Paris.

Figura 5.  Miné, Vista general del Jardín de Plantas. Litografía de época. Muséum National d’Histoire Naturelle-Nathan, Paris.

Figura 6.  Jean Baptiste Hilaire (1794), El gran anfiteatro del Jardín de Plantas. Bibliothèque nationale de France, Paris.

Figura 7.  Alegoría de Francia y Napoleón. Colección Alfred de Liesville. Musée Carnavalet, Paris.

FIGURA 8. Jean Protain, Reunión del Institut d’Égypte en la gran sala del palacio de Hasan Kachef, sede de la institución. Napoleón aparece en el centro. A la izquierda, el general Caffarelli, reconocible por su pata de palo. Description de l’Égypte, État moderne, vol. 1.

310

FIGURA 9. François-Charles Cécile (1809), Frontispicio para la llamada edición imperial (hecha bajo Napoleón) de la Description de l’Égypte. En perspectiva caballera se representan los principales monumentos a lo largo del valle del Nilo, desde Alejandría a Asuán.

311

FIGURA 10.

312

Tebas (hipogeo). Momias y esqueletos de aves. Description de l’Égypte, Antiquités, vol. II, pl. 54.

Figura 11.  H.-J. Redouté, Bichir (Polypterus). E. Geoffroy Saint-Hilaire, Annales du Muséum (1802). Muséum National d’Histoire NaturelleNathan, Paris.

Figura 12.  Zodíaco de Déndera (Egipto). Actualmente en el Musée du Louvre, Paris. Cuvier criticó la interpretación que se daba, en el sentido de que reflejaba el estado del cielo en una época muy antigua. Description de l’Égypte.

FIGURA 13. Corte geológico de Grignon a París, pasando por Versalles y Meudon. Publicado por Georges Cuvier y Alexander Brongniart en 1811.

315

Figura 14.  Representación del rinoceronte unicornio. Geoffroy ��������� Saint������ Hilaire, E.; Cuvier, F. (1819), Histoire naturelle des mammifères, t. 2, pl. 1.

FIGURA 15.

Jakob Schlesinger, Retrato de Hegel (1831). Nationalgalerie, Berlin.

317

FIGURA 16.

318

Hermann Biow (1848), Schelling. Daguerrotipo. Calmann-Lévy, Paris.

FIGURA 17.

Anton Graff (1785), Johann Gottfried von Herder. Gleimhaus, Halberstadt.

319

FIGURA 18. Joseph Karl Stieler (1828-1830), Johann Wolfgang von Goethe. Bayerische Staatsgemäldesammlungen, Múnich. Stieler había sido alumno del barón Gérard en París.

320

FIGURA 19. Wilhelm Hensel (1829), Heinrich Heine. Staatliche Museum zu Berlin, Kupferstichkabinett. El dibujo debió realizarse durante una de las raras visitas del poeta a Berlín, antes de su exilio definitivo en París.

321

FIGURA 20. Johann Christoph Erhard (1817 o 1819), Pintores haciendo una pausa en la montaña. Kuntshalle, Kupferstichkabinett, Bremen. En esta acuarela se reflejan dos de los leit-motivs de la estética romántica, el contacto directo del artista con la naturaleza, y el predominio de ésta sobre la figura humana.

322

FIGURA 21. Karl Friedrich Schinkel (1818), Felsentor. Alte Nationalgalerie, Berlin. Además de arquitecto, Schinkel fue un notable pintor. Este cuadro, de estética claramente romántica, contrasta con sus edificios de corte neoclásico.

323

FIGURA 22. Georg Friedrich Kersting (1810), Caspar David Friedrich de excursión en el Riesengebirge (detalle). Staatliche Museum zu Berlin, Kupferstichkabinett. El pintor romántico alemán aparece dibujado por su amigo Kersting, durante un viaje estival que ambos realizaron a los Riesengebirge (montes de los Gigantes), en busca quizá de inspiración para alguno de los conocidos paisajes de Friedrich. 324

FIGURA 23. Carl Gustav Carus (c. 1824), La Frauenkirche de Dresde al claro de luna. Kuntsmuseum, Kupferstichkabinett, Basilea. El anatomista y Naturphilosoph, amigo personal de C.D. Friedrich, fue él mismo un notable pintor aficionado. 325

FIGURA 24. El Altesmuseum de Berlín, obra de Karl Friedrich Schinkel, hacia 1830. Grabado de época. Imprenta del Imparcial, Barcelona.

326

FIGURA 25. Julius Schnorr von Carolsfeld (1821), Retrato del barón von Stein. Museum für Kunst un Kulturgeschichte der Hansestadt, Lübeck. El reformador del estado prusiano en su vejez.

327

FIGURA 26. Johann Georg von Dillis (1801), Visita real al Hesselberg. National Gallery of Art, Washington DC. Contrariamente a lo que luego fue la versión oficial, no siempre Prusia se opuso a Napoléon. Como premio a su neutralidad ocupó, entre 1791 y 1806, el distrito bávaro de Ansbach, donde estaba situado el Hesselberg. Baviera había luchado contra Francia en la segunda guerra de coalición (1799-1802). En esta acuarela aparecen erguidos, a la izquierda, el rey de Prusia, FedericoGuillermo III, y su esposa la reina Luisa, acompañados de otros miembros de la familia real, de visita a los territorios incorporados. A la derecha de la escena, reclinado, ojeando un álbum, aparece el futuro canciller Kart August von Hardenberg. 328

FIGURA 27. Ferdinand Hodler (1908), Estudiante de Jena ajustándose su petate militar. Staatsgalerie, Stuttgart. Este es uno de los cuadros temáticos, sobre las llamadas guerras de liberación, que realizó Hodler en relación al gran mural del Aula de la Universidad de Jena. 329

Figura 28.  Alexander von Humboldt (1814), Autorretrato. Colección particular, Múnich. En ese mismo año el científico medió ante las tropas de ocupación para impedir posibles destrozos en el Muséum.

FIGURA 29. Franz Krüger (1824-30), Desfile en la Opernplatz. Nationalgalerie, Staatliche Museen zu Berlin. A la derecha, frente al edificio de la Universidad, aparece retratado Wilhelm von Humboldt.

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9 788400 089023

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LAS VIDAS PARALELAS DE GEORGES CUVIER Y GEORG WILHELM FRIEDRICH HEGEL. NATURALEZA Y FILOSOFÍA

MONOGRAFÍAS 35

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17. Franco, Israel y los judíos. Raanan Rein. 18. Confesión y trayectoria femenina. María Helena Sánchez Ortega. 19. La serpiente de Egipto. Amelina Correa Ramón (ed.). 20. Base molecular de la expresión del mensaje genético. Severo Ochoa. 21. La nueva diócesis Barbastro-Monzón. Historia de un proceso. Juan Antonio Gracia. 22. La Fundación Nacional para Investigaciones Científicas (1931-1939). Actas del Consejo de Administración y Estudio Preliminar. Justo Formentín Ibáñez y Esther Rodríguez Fraile. 23. Envejecer en casa: la satisfacción residencial de los mayores en Madrid como indicadores de su calidad de vida. Fermina Rojo Pérez y Gloria Fernández Mayoralas (coords.). 24. Necesidad de un marco jurídico para el desarrollo rural en España. José Sancho Comíns, Javier Martínez Vega y María Asunción Martín Lou (eds.). 25. Homenaje a D. José María Albareda, en el centenario de su nacimiento. María Rosario de Felipe. 26. Características demográficas y socioeconómicas del envejecimiento de la población en España y Cuba. Vicente Rodríguez Rodríguez, Raúl Hernández Castellón y Dolores Puga González. 27. Estudios sobre cultura, guerra y política en la Corona de Castilla. Fernando Castillo Cáceres. 28. España y Polonia: los encuentros. Elda González Martínez y Malgorzata Nalewajko (coords.). 29. Ciencia, tecnología y género en Iberoamérica. Eulalia Pérez Sedeño, Paloma Alcalá, Marta I. González, Paloma de Villota, Concha Roldán y M.ª Jesús Santesmases (coords.). 30. Los Martín de Fuentidueña, jardineros y arbolistas del Buen Retiro. Luis Ramón-Laca y Luciano Labajos Sánchez. 31. Un nuevo modelo de mujeres africanas. Inmaculada Díaz Narbona y José Ignacio Rivas Flores. 32. Circulación de personas e intercambios comerciales en el Mediterráneo y en el Atlántico (siglos XVI, XVII, XVIII). José Antonio Martínez Torres (dir.). 33. Papeles y opinión. Políticas de publicación en el Siglo de Oro. Fernando Bouza. 34. Comercio y riqueza en el siglo XVII. Ángel Alloza Aparicio y Beatriz Cárceles de Egea.

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Las coincidencias espaciales y temporales en las vidas de Cuvier y Hegel son sorprendentes, aunque han sido ignoradas hasta la fecha. Nacieron como súbditos del mismo estado (Württemberg) con una diferencia de un año. Murieron durante la primera epidemia de cólera que sacudió Europa, con una diferencia de meses. Compartieron amigos y una fobia, la Naturphilosophie, que de hecho podría considerarse como el tercer protagonista de esta obra. Ese movimiento idealista, fundamentalmente alemán, con vertientes científicas y filosóficas, fue sometido a duras críticas por ambos personajes. Muchas de esas críticas tienen todavía plena vigencia, en contraste con alguna revalorización reciente, fundamentada en análisis superficiales, y que parten de supuestas carencias de la presente teoría evolutiva. Adrià Casinos (Barcelona, 1947) es catedrático de Zoología en la Universidad de Barcelona. Licenciado y doctor por la misma universidad, ha estado vinculado, desde su estancia como becario de doctorado, al Muséum National d’Histoire Naturelle de París. De formación morfológica, y especializado en biomecánica, especialmente en su vertiente adaptativa, considera a Cuvier como una figura de referencia de la máxima importancia del período predarwinista. Su interés por la historia de la ciencia es fundamentalmente de tipo metodológico, sin renunciar a la contextualización social del científico.