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Spanish Pages [262] Year 1993
Tzvetan Todorov
Las morales de la historia
ediciones
PAIDOS
B arcelo n a B u en o s A ires M éx ico
T ítulo original: Les m orales d e l ’histoire Pub licad o en francés p o r B ern ard G rasset, París T rad u cció n de M arta B ertrán A lcázar C ubierta de M ario E skenazi & Asociados
1° edición, 1993
© ©
1991 by E ditions C rasset y Kasqiic'llt* de todas las ediciones en castellano. Ediciones P aidós Ibérica, S.A., M ariano Cubí, 92 - 011021 Barcelona y E ditorial Paidós, SAICI’, D efensa, 599 - B uenos Aires.
ISBN: 8 4 -7 5 0 9 -8 5 3 -3 D epósito legal: B -1 4 4 /1 9 9 3 Im preso en N ova-G rafik, S.A., P uigcerda, 127 - 0 8 0 1 8 B arcelona Im preso en E spaña - P rin ted in Spain
SUMARIO
Las ciencias m orales y p o l í t i c a s ................................................... P rimhra partii FRENTE A LOS OTROS 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.
Bulgaria en Francia ..................................................................... Post-scriptum: El conocim iento de los o t r o s ...................... La conquista vista po r los a z t e c a s .......................................... La conquista vista por los f r a n c e s e s ...................................... Las malas causas y las malas r a z o n e s ................................. El viaje y su r e l a t o ....................................................................... Notas sobre el cruce de c u l t u r a s ............................................
25 37 4L 61' 75 91 103,
Sl-GUNDA PARTIENTRE NOSOTROS 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.
Ficción y r e a l i d a d ......................................................................... Post-scriptum : La verdad de las i n t e r p r e t a c i o n e s ............. M anipulación y elocuencia ....................................................... La tolerancia y lo i n t o l e r a b l e ................................................... La libertad en. las letras ............................................................ Democracia y t e o c r a c i a .............................................................. El debate de los valores ............................................................
Los tábanos m odernos ..................................................................... Referencias bibliográficas ................................... ..........................
1JL2.
145. 161 177 197 213 245* 259 273
LAS CIENCIAS MORALES Y POLÍTICAS
Exactamente en la época de la Revolución francesa de 1789 se prudujo un pequeño cam bio terminológico: entonces aparecen por vez p rim era las expresiones «ciencias sociales» y «ciencias humanas», en lugar del tradicional «ciencias m orales y políticas». No evoco el contexto revolucionario de una m anera totalm ente casual: la nueva apelación se encuentra en los escritos de algunos filósofos y hom bres políticos de p rim e r plano. La mayor figura es aquí Coiulorcet, heredero del espíritu enciclopedista y teórico del nuevo Estado. En una c a rta que le dirige Joseph Garat se encuentra la fórm ula «cien cia social» (Garat pertenecerá posteriorm ente al círculo de los Ideó logos, próximos a Coiulorcet); Condorcet la volverá a tom ar por su cuenta en el llshozo de cuadro histórico de los progresos del espíritu hum ano. Augusto Comte la adoptará, y de allí pasará a los sabios del siglo XX. No es seguro que esta sustitución terminológica hubiera ido c a r gada de un sentido preciso en el espíritu de esos autores; pero, a no sotros, nos es difícil 110 de ja r de n otar que coincide con una tenden cia contemporánea que en aquel momento toma cada vez más fuerza: aquella que quiere liberar de toda tentación normativa el estudio del hom bre y de la sociedad; mas los térm inos «moral» y «político», si pueden ser también puram ente descriptivos, en general evocan la pre sencia de un juicio de valor. Las ciencias de lo humano, aquellas que serían llam adas psicología y sociología, quieren ser ciencias como las demás, libeladas de c u alquier tutela ideológica —religiosa o política—; por- ese motivo pr efer irán una denominación que designe solam ente la especificidad de su objeto —lo humano, lo social— y evitarán los térm inos que puedan evocar- un discurso de una especie particular, cuya finalidad sería prescriptiva, y no sólo descr iptiva. De esta m a n e ra /e s ta s disciplinas sólo siguen los pasos, aunque con retraso, de todas las otras ciencias; toman el cam ino que ha per m itido los fulgurantes éxitos de sus herm anas mayores. Conocemos bien la historia: Copérnico que se atrevió a publicar los resultados de sus observaciones y cálculos que abogaban a favor de una con-
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cepción heliocéntrica del mundo, p o r tem or a enfrentarse a la je r a r quía religiosa; Giordano B ru n o que pereció en las llamas p o r h a b e r afirm ado que el universo es infinito y no tiene centro; Galileo que se vio obligado a renegar, aun cuando estaba convencido de la ver dad de aquello que adelantaba... La intervención de la ideología (en c a rn a d a aquí po r la ortodoxia católica) resulta perjudicial, en cada caso, pa ra el progreso del conocimiento; recíprocamente, la ciencia avanza tanto m ás rápidam ente cuanto m ás desem barazada se halla de la tutela religiosa y se som ete únicam ente a sus propias reglas: la observación em pírica y el razonamiento lógico. ’ Sin embargo, un movimiento tan poderoso no podría dejar indem ne el conocim iento del m undo hum ano.1Durante el siglo m ism o de Galileo, Spinoza lleva el debate entre los h u m anistas y aún m ás h a s ta el terreno m ás peligroso que existe, el de la interpretación de la Biblia. Oponiéndose a las escuelas exegéticas tradicionales que sos tenían con seguridad que el Libro santo decía en todo y por todos lados la doctrina cristiana oficial, Spinoza reclamaba la introducción, tam bién en ese terreno, de un nuevo m étodo de investigación. ¿En qué debía consistir? «Para abreviar, resum iré este m étodo dicien do que no se diferencia en n a d a de aquel que seguimos en la inter pretación de la Naturaleza, sino que concuerda en todo con el m is mo.»1 Esto quiere decir que esta interpretación renuncia a las ins trucciones sobre lo que debe s er el sentido del texto bíblico, renuncia po r lo tanto a servirse de un a verdad preestablecida como m edio de análisis; y que se contenta con recoger informaciones imparciales acerca del sentido de las pa la b ras en la época de la creación del li bro, acerca de las circunstancias históricas en las que esa creación tuvo lugar, acerca de las relaciones que se establecen entre los dis tintos pasajes del m ism o libro. En vez de servirse de la «verdad» doc trinal pa ra ilum inar el sentido de los pasajes oscuros y tender a la edificación de los creyentes, Spinoza quiere utilizar el m étodo de los naturalistas —la observación y el razonamiento— para buscarla ver dad del texto; la edificación de los fieles ya no form a parte de sus preocupaciones manifiestas. El objetivo del conocim iento es la ver dad, no el bien.' Con la excepción de algunos escasos m om entos de oscurantism o militante, la libertad de las ciencias naturales parece haberse vuel to, desde la época de Galileo, un principio generalm ente admitido. La explicación de este hecho es m uy simple: es así como las ciencias 1. Spinoza, B., Traite théolopjco-politiqnc, G arnicr-Flam m arion, 1965, VII, pág. 138.
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m ás rápidam ente progresan, y conducen a resu ltad o s prácticos que sirven a los E stados en los que viven los sabios. La u tilid ad de las ciencias hum anas, hay que adm itirlo, es m enos evidente; y no es se guro que aum en te con la em ancipación respecto a la tu tela ideológi ca. Sea p o r este motivo o p o r otro, el caso es que este p rincipio de autonom ía con respecto a la ideología, e sta liberación del m undo de los valores, parece e n c o n tra r aquí obstáculos im previstos. Lo a te sti gua, al contrario, la p erm an en cia m ism a de los llam am ientos p ara que estas ciencias h u m an as se ordenen d en tro de las de la n a tu ra le za. En el siglo XVIII, H elvetius cree necesario re ite ra r el llam am ien to de Spinoza, y no entiende p o r qué no se adm ite in clu ir a la m oral —la ciencia de las c o stu m b re s— en tre las o tra s ciencias, «hacer u n a m oral com o una física experim ental».2 Algunos decenios m ás tarde, C ondorcet vuelve a la carga: ¿por qué m otivo ten d ría que esca p a r el hom bre al conocim iento científico tal com o se practica en todas partes?, se pregunta; los resultados, tan to aquí com o allá, pueden a l canzar la m ism a certeza. A m ediados del siglo XIX, la fórm ula vuelve a en u n ciarse en im perativo: «Se tra ta de h a c er e n tra r a la histo ria en la fam ilia de las ciencias naturales», escribe Gobineau en su Ensa yo sobre la desigualdad de las razas hum anas;5 y su contem poráneo H ippolyte Tainc form ula e sta célebre com paración: «Que los hechos sean físicos o m orales, no im porta, siem pre tienen causas; las hay tanto para la am bición, para la valentía, para la veracidad, com o para la digestión, para el m ovim iento m uscular, p ara el calo r anim al. El vicio y la v irtu d son unos productos com o el vitriolo y el azúcar».4 En el siglo XX, edad de la ciencia triunfadora, los llam am ientos al orden, dirigidos a los especialistas recalcitrantes de las discipli nas h u m an ita ria s no se pueden contar. Retengo aquí uno solo, debi do a las circu n stan cias d ram á tic as del m om ento de su escritu ra: se en cu en tra en el últim o texto de M arc Bloch, uno de los p adres de la «nueva historia», quien pronto c aería víctim a de la lucha contra el hitlerism o. Desde el inicio de su Apología para la historia u Oficio de historiador, Bloch estigm atiza ese «satánico enem igo de la verda dera historia: la m anía de enjuiciar»;5 y vuelve a la m ism a cuestión en repetidas ocasiones. «Cuando el sabio ha observado y explicado, 2. IlP.L V P.T U JS C. A., Trailé de l'esprit, F ayard, 1988, P re fac io , pá|;. 9. 3. G oh in i’.au, J. A., F.ssai s u r ¡'in ég a lité iles races Itu m a iiw s, e n O euvres, t. I, GaIlim a rd , 1983, pA¡;. 1152. 4. TMNlí, 11., M s to ir e de la litté r a tu r e tinglaisc, 1905, t. 1, pA{>. XV. 5. B m cil, M., A p o lo f’ic p o tir l'h is to ir c oii M é tie r (¡'historien, A. C olin, 1949, pág. 7.
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su m isión ha term inado», escribe,6 com o tam bién: «Robespierristas, antiro b esp ierristas, os suplicam os gracia: p o r piedad, decidnos, sen cillam ente, quién fue R obespierre».7 En otro m om ento asim ism o, fo rm u la este fragm ento: «Ellos (los personajes históricos), ¿tenían o no razón? A este respecto ¿qué m e im p o rta la decisión reta rd a d a de u n h isto ria d o r? [...] La lección del desarro llo intelectual de la h u m an id ad es, sin em bargo, clara: las ciencias se m o straro n siem pre tan to m ás fecundas —y, en lo sucesivo, tan to m ás serviciales en la práctica, finalm ente— cuanto abandonaban m ás deliberadam ente el viejo a n tro p o cen trism o del bien y del m al».8 . El acuerdo entre los grandes pensadores parece unánim e, y a pe s a r de todo la evolución esp era d a de las ciencias h u m an as ta rd a en realizarse. Pero antes de averig u ar p o r qué resu lta tan difícil extir p a r los ju icio s de valor del conocim iento del hom bre, y po r qué no se consigue d isc u tir del vicio y de la v irtu d con la im p arcialidad que conviene, la del quím ico analizando el vitriolo o el azúcar, quizá sea op o rtu n o p reg u n tarse si el cu ad ro que acabam os de d e sc rib ir sobre las relaciones entre ciencia e ideología (cualquiera que sea el nom bre que le dem os a ésta: religión, m oral, política) es verdaderam ente fiel a la realidad. ¿Ciencia e ideología se han vuelto realm ente au tó nom as, actu an d o cada u n a en el terren o que le es propio? O bien se ha establecido una nueva situación: desquitándose de su antigua due ña, ¿la ciencia quizá no se h a b ría contentado con a c tu a r según sus convicciones, sino que h a b ría ocupado la posición de dom inio y ha b ría forzado al antiguo ocupante del lu g ar a una nueva servidum bre? En resum en, ¿la ciencia ha cesado solam ente de se r dom inada, o adem ás se ha vuelto d o m in an te?' Vale la pena hacerse esa preg u n ta si leem os los escritos de los que precisam ente han m ilitado p a ra que la ciencia se vea em ancipa da de la tutela religiosa. C uando D iderot o los dem ás enciclopedis tas desechan la influencia de la m oral convencional, con ello no pre tenden d e ja r el terren o inocupado: el co m portam iento hum ano, afirm an, es tan to m ás digno de elogio cuanto que se conform a con las tendencias de la naturaleza. «Lo que constituye al hom bre lo que es [...] debe fu n d ar la m oral que le conviene.»9 La ciencia, pues, nos 6. Ib íd ., pág. 69. 7. Ib íd ., pág. 70. 8. Ib íd ., pág. 71. 9. D i d e r o t , D ., S u p p lé m e n t a u voyage de fío u g a in v ille , e n O cu vrcs p h ilo so p h iq ues, G a rn ie r, 1964, pág. 505.
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hace de s c u b rir lo que es el hombre, nos revela su naturaleza. De for m a indirecta, es verdad, pero no p o r ello m enos perentoria , la cien cia decide pues lo que está bien y lo que está mal. Condorcet escri be: «Conocer la verdad para conform ar en ella el orden de la sociedad, tal es la única fuente de felicidad p a ra el pueblo»;10 y Taine preci sa: «La historia [...] puede, de la m ism a m an era que ellas (las cien cias naturales) y en su provincia, go b e rn a r las concepciones y guiar los esfuerzos de los hom bres».11 Si b asta con conocer la verdad (tra bajo pa ra el que la ciencia aparece sin d uda alguna, como la m ás ga rantizada) para decidir lo que debe ser el orden de la sociedad, en tonces les tocará a las ciencias hum anas, a la historia, a la psicología y a la sociología, definir los objetivos de la sociedad y conducir a los hom bres hacia esos objetivos.' Leyendo a Taine podríamos creer que la relación entre conocimien to y m oral que predom ina en esa época es u n a inversión p u ra y sim ple de la que c aracterizaba al m undo de antes de la Ilustración. «El derecho de determ inar las creencias hum anas ha pasado enteramente hacia el lado de la experiencia, y [...] preceptos y doctrinas, en vez de autorizar a la observación, obtienen de aquélla todo su crédito.»12 Antes, la observación obedecía a las doctrinas; ahora, las doctrinas se someten a la observación: no podemos h a b la r verdaderam ente de u n a autonom ía de los dos ámbitos. El contem poráneo de Taine, Ernest Renán, participa de la m ism a opinión. La m etafísica y la reli gión de antaño, cree, deben ser reem plazadas por la ciencia, natural o histórica; por lo tanto, será el propio conocimiento del m undo lo que perm itirá elegir el buen cam ino para cada sociedad. «La razón debe go b e rn a r el mundo», y la m ejor encarnación de la razón es la ciencia. Francia ha realizado ya una experiencia de este gobierno: «Condorcet, Mirabeau, Robespierre, ofrecen el prim er ejemplo de teó ricos que se ingieren en el orden de las cosas y que intentan gober n a r a la hum anidad de u n a m anera razonable y científica».1’ ¿Pero tal situación —el gobierno de los asuntos públicos y el ju i cio sobre los asuntos privados puestos en m anos de los sabios— ha sido siem pre buena? ¿Tiene que serlo necesariam ente? Uno de los representantes de la ideología cientificista que acabo de citar, Re to.
C o n d o r c i- t , M. J. A. N. De, «Vie do T U rg o t» , en Ocuvrcs, t. V, 1849, p.'i¡;. 203. 11. T a in ü , II., Derniers cssais de critique et d ’histoirc, 1894, pA¡;. X X V III. 12. Ibid., p.lR. X X I. 13. R f.n a n , E ., ¡.'avenir de la Science, e n Ocuvrcs c o m p letes, 10 v o l., t. III, C a lm a n Lévy, 1947-1961, p'i|;. 748.
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nan, escribió al térm in o de la g u e rra fra n c oprusiana de 1870-1871 u n a obra curiosa, Diálogos filosóficos, en la que uno de los pe rsona jes im agina el m undo del futuro. Esa sociedad, cuyo objetivo no será la p e queña felicidad personal de cada individuo sino la perfección del universo, e stará dirigida evidentem ente de la m anera m ás con form e a la razón p o r los seres m ás inteligentes que existan, es decir los sabios. !En la cúspide del E stado ha b rá no el rey-filósofo, como en la República de Platón, sino «tiranos positivistas».14 Esos tiranos protegerán a los sabios puesto que éstos les asegurarán la fuerza ne cesaria p a ra su reino.1' ¿Cómo lo h a rá n exactamente? Renán prevé tres contribuciones mayores de los científicos. En p rim e r lugar, pondrán en m archa una institución que sustituirá al infierno y que en relación al infierno mi tológico prese n tará la ventaja de existir realmente; servirá p a ra in tro d u c ir el miedo en el corazón de los habitantes del país, p a ra inci tarlos a la sumisión. «El ser poseedor de la ciencia pondría un terro r ilimitado al servicio de la verdad.»15 Al m ism o tiempo, cualquier idea de revuelta desaparecería. El te rro r e staría asegurado p o r un cuerpo de elite especialm ente entrenado, un nuevo género de genízares: «m áquinas obedientes, liberadas de las repugnancias m orales y dispuestas a c u alquier tipo de ferocidades».16 -■ - La segunda contribución de los sabios seria la p uesta a punto de u n a nueva raza su p e rio r de seres hum anos que su stituiría a la a ris tocracia, cuyos privilegios son puram ente arbitrarios; para conseguir lo, los científicos podrían e lim inar los especímenes hum anos defec tuosos y facilitar el florecimiento de las funciones m ás útiles en los individuos restantes. En tercer lugar finalmente, los sabios pondrían a punto un arm a nueva, capaz de d e stru ir cualquier adversario, y que a seguraría de esta form a el dom inio absoluto del universo. «En efec to, el día que algunos privilegiados de la razón poseyeran el medio de d e s tru ir el planeta, se h a b ría creado su soberanía; esos privile giados reinarían a través del te r r o r absoluto, ya que la existencia de todos esta ría en sus m anos.»17 El reino de los sabios, pues, es posible; pero, al im aginarlo tal como lo describe Renán, ¿es verdaderam ente deseable? ¿Nos gusta ría som eternos a él? Por otro lado, el centenar de años tra n sc u rrid o s 14. 15. 16. 17.
R e n á n , E., D ia lo g u es p h ilo s o p h iq u e s , e n O eu vrcs c o m p le te s, t. I, pág. 614. Ib id ., pág. 615. Ib id ., pág. 614. Ib id ., pág. 615.
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desde la publicación de este texto h a hecho m ás concretas algunas de las prom esas de Renán —que vemos com o tan ta s am enazas. Los sabios han descubierto la energía nuclear y los Estados disponen efec tivam ente del a rm a absoluta, que p erm ite d e s tru ir el planeta: con esto ¿el universo se ha aproxim ado a la perfección? El te rro r y la tor tu ra, aun cuando no reinan en toda la tierra, han alcanzado du ran te este siglo grados de in tensidad antes inauditos. La fabricación de una raza superior, que p o d ría p arecer el punto m enos realista de este program a, m erece especial atención. En ver dad, el propio Renán dio ya los prim eros pasos hacia su realización. P rofundam ente convencido de la desigualdad de las razas, desea la in stauración de un orden m undial que consagre este estado de las cosas (de nuevo el conocim iento asigna los objetivos a la hum anidad) en el que los blancos serían soldados y m aestros, los am arillo s se volverían obreros, y los negros se c o n ten tarían con la b ra r la tierra; en otros térm inos, Renán preconiza la rep artició n del m undo entre las potencias coloniales europeas. En cuanto a la propia raza blan ca, los arios, inventores de la ciencia, tendrían que lograr poco a poco e lim in ar a los sem itas, pueblo que, habiendo traído al m undo la reli gión m onoteísta, ha desem peñado ya su m isión histórica. A veces, es tas m utaciones sociales le parecen insuficientes a Renán, y conside ra, com o en su utopía, una intervención fisiológica p ara m ejo rar las razas inferiores: «Una can tid ad m uy pequeña de sangre noble in tro ducida en la circulación de un pueblo basta p ara ennoblecerlo».18 ' R esulta inútil in sistir en el inlento de H itler de p u rific a r la espe cie hum ana, unos setenta años m ás tarde, exterm inando a todos los grupos, según él, defectuosos (judíos, gitanos, hom osexuales, enfer m os m entales), com o en el de m ejorar las poblaciones restantes m e diante fecundaciones selectivas. Pero podem os reco rd ar que la uto pía de Renán no deja de p re se n ta r afinidades con ciertas prácticas actuales que se in stauran en países en m odo alguno totalitarios: con sisten en intervenir en la producción de los hijos, aunque en el plano individual, y no en el colectivo. G racias —tal com o se dice— a los progresos de la biología genética, se ha vuelto posible elim in ar los em briones hum anos que no presenten todas las cualidades req u eri das; al m ism o tiempo, se esbozan proyectos m ás audaces con los que se p e rm itiría a los padres elegir el sexo de su hijo o, se dice tam bién, el grado de su inteligencia... Pero, ¿por se r una cosa técnicam ente posible, hay que d ed u cir que tenga que realizarse? 18. R i in a n , II., U ’ttre r) C o b ú ictn i, e n O ctivrcs c o m p le te s, t. X, p 'ij;. 2 0 4 .
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La tentativa de h a c er d ep en d er a la ética de los resu ltad o s de la ciencia p lan tea p ues unos cuantos problem as. En su época ya se h a b ría n podido d a r cu enta los enciclopedistas si hu b ieran p restado su ficiente atención a uno de sus discípulos m arginales, el m arqués de Sade. Tomando al pie de la letra este principio —que todo lo que existe en la naturaleza es b ueno—, Sade no tiene ningún problem a p ara ju s tific a r e incluso g lo rificar aquello que las sociedades han considera do habitualm ente como u n crim en. «La crueldad, lejos de ser un vicio, es el p rim e r sentim iento que la n atu ra le z a im prim e en nosotros».19 Sin em bargo, no actú an de form a d istin ta ciertos biólogos contem poráneos que, en u n p rim e r tiem po, com prueban que la agresividad es u n a c a ra c te rístic a de la n atu raleza h u m an a (o quizá sólo de la de los m achos; pero ya es suficiente); y que, confiados en esta certeza científica, justifican, en un segundo tiempo, los com portam ientos de agresividad o de exclusión de los otros (defensa del territorio). Pero, llegados a este punto, tenem os que p reguntarnos, ya no si la ciencia tiene el derecho de d ictarn o s las n o rm as de n u estro com portam iento, sino m ejor si se tra ta verdaderam ente de ciencia en to dos los casos que hem os evocado. Antes aún de la confusión dentro de la relación entre ciencia y ética, ¿no habría una confusión en cierto m odo prelim inar, referida a la naturaleza del discurso científico? Pues evidentem ente resu lta ingenuo im aginar, com o lo pretende la filoso fía cientificista, que la ciencia produzca verdades: su resu ltad o m ás bien son hipótesis sobre el funcionam iento del m undo, co n stru ccio nes que sólo son científicas en la m edida en que son, com o se dice hoy en día, «falsificables». Y en la p ráctica las hipótesis científicas verdaderam ente son falseadas —d em o strad as com o falsas— repeti dam ente, al s e r reem plazadas p o r otras, cuya única p a rtic u la rid a d es que su falsedad aún no ha sido dem ostrada. Si u n a hipótesis se erige com o verdad, dicho de otro modo, si se vuelve un dogm a y no puede se r d iscutida ni criticada, resu lta que, justam ente, se ha ab an donado el dom inio de la ciencia p a ra e n tra r en el de una m oral cu al quiera, religiosa, política u otra. Además, incluso suponiendo que tal enunciado científico sea ver dadero, ningún precepto ético deriva au to m áticam en te del mismo. Por ejem plo, es evidente que cierto s seres hum anos son físicam ente m ás fu ertes que otros; en cam bio, de e sta proposición verdadera, no podem os deducir que tengam os que, además, conceder a los m ás fuer 19. S a d e , D. A. F. De, La p h ilo s o p h ic d a n s le bottcloir, e n O c u vrcs c o m p lé le s, XXV, J-J. P a u v e rt, 1968, pág. 124.
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tes el derecho de m a ltra ta r a los m ás débiles. Al contrario: las leyes están ahí p a ra proteger a los débiles de la a rb itra rie d a d de los fu er tes. Suponiendo que la ciencia de Renán sea exacta, y que las razas hu m an a s sean desiguales, no resulta de ninguna m anera que la raza su p e rio r tenga el derecho de d o m in a r a las otras; semejante conclu sión sólo puede deducirse de un principio —a p e s a r de todo— m o ral, según el cual los m ás inteligentes tienen el derecho de explotar a los que lo son menos. Taine escribía: «La ciencia va a p a ra r a la moral, buscando únicam ente la verdad»,20 pero nada de eso: la cien cia no va a p a ra r nunca a la m oral ni siquiera a la verdad; aquello con lo que se contenta es solam ente b u s c a r la verdad con paciencia y hum ildad. No hay que c e n su ra r pues a la física, que ha descubierto los se cretos de la fisión del átomo, p o r la producción de arm am entos n u cleares: le incum be a un gobierno, instancia política y no científica, decidir si va a d e stinar sus medios (es decir, los im puestos deduci dos al conjunto de la población) a la producción de arm am entos, a la construcción de reactores pacíficos (pero que pueden m a ta r si la ocasión se presenta), o bien si renunciará, ante los riesgos que com portan una y otra elección, a la utilización de la energía nuclear, a s u m iendo las consecuencias que resultan de ello, dependencia m ilitar o empobrecim iento económico. No hay que hacer responsable a la biología, que ha penetrado en el m isterio de la herencia, de las des viaciones en la m anipulación de em briones hum anos, sino a los go biernos los cuales, en nom bre de consideraciones políticas y m ora les que adoptan, deciden d e stinar el presupuesto de investigación a exploraciones que permiten, en el m ejor de los casos, aliviar los a p u ros de algunas parejas estériles —aun cuando el m undo está a m e n a zado por el exceso de población, y millones de niños continúan m u riendo de ham bre y enferm edades (bien es verdad que las dos series de hechos no se producen en los m ism os países). Las decisiones políticas y m orales im putadas a la ciencia siem pre han sido tom adas en nom bre de una moral o de una política, a u n que éstas no se han atrevido a decir su nombre, y se han cubierto con la au to rid ad de la ciencia. Por ello resulta abusivo prohibir a los sabios buscar la verdad, sea cual sea su naturaleza: la verdad no com p o rta ningún peligro en sí misma. Habiendo conocido las teorías de Gobineau sobre la desigualdad de las razas hum anas, Alexis de Tocqueville le replica diciéndole que sus teorías probablem ente son fal20.
T a i n i 1., II .,
Derniers cssais de critique et d'histoire, 1894,
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sas; pero que, en el caso de que fu era n verdaderas, se ría necesario esconder las conclusiones, pues sólo p o d rían ten e r un efecto negati vo sobre dichas razas. Tocqueville p iensa que la idea de igualdad ac tú a del m ism o m odo que u n aguijón: se in ten ta ig u ala r a los m ejo res, esforzándose m ás que antes. La de la desigualdad n atu ral, al contrario, adorm ece: ¿p ara qué tan to s esfuerzos si, de todas form as, el fracaso e stá asegurado? G obineau cree que el físico desigual ju s tifica u n a política d esigualitaria; esp an tad o p o r sem ejante resu lta do, Tocqueville prefiere ig n o rar los hechos. Pero tal encadenam ien to, ya lo hem os visto, no es de ningún m odo autom ático; y si las aplicaciones de la ciencia tienen q u e e s ta r controladas p o r la m oral y la política (o m ás bien, si hay que reconocer que se som eten a este control, y a ningún otro), la investigación científica no debe tener m ás que un solo prin cip io con d u cto r que es la bú sq u ed a de verdad. Y no porque un m arid o celoso haya ap la stad o el cráneo de su esposa con un m artillo, hay que p ro sc rib ir la fabricación o el perfeccionam ien to de este tipo de instrum ento... Podemos volver ahora a la cuestión del retraso que llevan las cien cias h u m an as en relación con las ciencias de la naturaleza, a causa, en gran parte, de la incapacidad de las p rim e ra s p ara elim in ar de su d iscu rso los juicios de valor. Viendo que los m ism os resultados de las ciencias n a tu ra le s deben se r som etidos al control ético y polí tico, podem os e s ta r tentados p o r in v ertir la je ra rq u ía c o rrien tem en te adm itida, y elogiar las ciencias hum anas y sociales, en la m edida en que éstas, justam ente, no se han privado nunca de la relación con los valores. O c u rriría un poco com o en la fábula: la to rtu g a hu m a n ista a d e la n ta ría a la liebre n a tu ra lista , ya que se h a b ría declarado que el punto de p a rtid a sería el m ism o punto de llegada. Pero c o rre m os el riesgo, en este caso, de p isa r los talones a los cientificistas, que no ven ninguna diferencia cu alitativa entre ciencias h u m an as y ciencias n a tu ra le s (aun cu ando lo hagan para situ a rse en la direc ción opuesta). Bien es verdad que estas dos form as de conocim iento tienen m u cho en com ún. Las u nas com o las otras, pues, en su m ism a a n d a d u ra, no deben obedecer m ás que a la bú sq u ed a de verdad, rechazando c u a lq u ier tu te la dogm ática. Las u n as y las otras, adem ás, dependen, en lo que concierne a las consecuencias que se desprenden de sus descubrim ientos, de u n a decisión cuyo cará c te r m oral o político hay que a d m itir abiertam ente. Y no podem os oponerlas, tal com o se ha qu erid o h a c er alguna vez, com o las ciencias de lo sin g u la r y las de lo general: es verdad que la h isto ria tra ta de realidades singulares,
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pero cuando estas m ism as realidades son exam inadas desde el p u n to de vista del econom ista o del sociólogo, del psicólogo o del lin güista, ap arecen com o la m anifestación de leyes generales; recípro cam ente, la biología y la física establecen, ciertam ente, u n as leyes, pero no p a rte n m enos de la observación de casos singulares. No po dem os decir, finalm ente, que u nas estu d ian las cosas y las otras los signos, puesto que los signos tam bién son cosas, y que, al m ism o tiem po, lo que creíam os que eran p u ras cosas, se revelan, a su vez com o signos; ¿no se habla hoy en día de un código genético? Sin em bargo, la diferencia cualitativa existe, y el m ism o C ondor cet, que deseaba verla desaparecer, fue uno de los prim ero s en for m u la rla con claridad. E scribía: «Al m ed ita r sobre la natu raleza de las ciencias m orales, no se puede d e ja r de ver, en efecto, que, b a sa das en la observación de los hechos al igual que las ciencias físicas, han de seg u ir el m ism o m étodo, a d q u irir un lenguaje exacto y preci so, alcanzar el m ism o grado de veracidad. Todo sería igual entre ellas p a ra un ser que, extraño a n u e stra especie, e stu d ia ra a la sociedad hu m an a com o n osotros estudiam os la de los castores o la de las ab e jas. Pero aquí el observador form a p arte él m ism o de la sociedad que observa, y la verdad no puede ten er jueces ni prevenidos ni seduci dos».21 Ahora bien, precisam ente no som os extranjeros a n u e stra es pecie ni podem os llegar a serlo. Lo propio de estas ciencias es pues la identidad de n aturaleza en tre su sujeto y su objeto, dicho de otro modo, este objeto es un ser hum ano. Las ciencias de la n aturaleza incluso cuando estudian el organism o hum ano, lo hacen de form a idéntica al de la abeja o el castor. Las ciencias del hom bre estudian el se r hum ano en lo que tiene de propiam ente hum ano. La gran dife rencia entre unas y otras no está en el m étodo (estas diferencias exis. ten, pero no son decisivas), está en la naturaleza del objeto estudiado. Este hecho, que se trate de seres hum anos, tiene m últiples conse cuencias. Una de las m as sencillas es que no se puede tra ta r a estos seres, p ara conocerlos mejor, com o ratas de laboratorio. Uno de los fundadores de la antropología contem poránea, el ideólogo De Gérando, observaba que resu lta ría m ucho m ás cóm odo e stu d ia r a los sal vajes de las regiones lejanas trayéndolos a París; pero se daba cu en ta de que sem ejante estudio c o rría el peligro de ig norar el contexto en el que éstos viven, y recom endaba, en consecuencia, p a lia r este inconveniente enviando tam bién a sus fam ilias a París. Se ju stific a 21. C o n d o rc u t, M. J. A. N. De, « D isc u rso d e re c e p c ió n a la A c ad e m ia F ra n c e sa » , en O cttvrcs, t. I, 1847, pág. 392.
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ba: «Así como el n a tu ra lista no se contenta con t ra e r u n a rama, u n a flor pronto deshojada; intenta tra s p la n ta r la planta, el árbol entero p a ra darle en n u e s tra tie rra u n a segunda vida».22 De Gérando sólo olvidaba u n a cosa; a diferencia de los árboles (sin h a b la r de las ra mas), los seres hum an o s están dotados de u n a voluntad y podemos consultarlos antes de trasplantarlos, lo que no podríam os h a c er con u n sicomoro. Los especialistas contemporáneos de las sociedades h u m an a s no siem pre ha n tenido en cuenta esta consideración; y me acuerdo de que los habitantes de u n pueblo bretón, que fueron so m etidos a u n a encuesta «total» p o r pa rte de investigadores p arisi nos, h abían decidido, como últim o recurso, expatriarse. El objeto de estudio, aquí, es capaz de convertirse en nuestro interlocutor, y de apoderarse a su vez de la palabra: tal es la especificidad de estas ciencias. Que el objeto del conocim iento sea un ser hu m an o tiene tam bién otro efecto: como lo señalaron los grandes hum anistas del siglo XVIII, M ontesquieu o Rousseau, los seres hum anos no obedecen a sus le yes con la m ism a regularidad con que lo hacen todos los otros seres; incluso pueden decidir infringirlas precisam ente porque han tom a do conciencia de ellas, tal como lo hacía el «hombre del s u b te rrá neo» frente a los psicólogos y a los ideólogos positivistas de su épo ca. En otras palabras, el ser hum ano, a p e s a r de e s ta r sometido a num erosos determinismos —históricos, geográficos, sociales, psíqui cos—, se caracteriza tam bién p o r u n a libertad inalienable. Ello no quiere decir que su com portam iento sea puro caos o que escape a c u alquier explicación racional; sino que una teoría que po r princi pio deje de lado cualquier consideración sobre esta libertad está con denada al fracaso. Finalmente, hay que rec o rd a r que la existencia h u m a n a está im pregnada de pa rte a p a rte de valores, y que, p o r consiguiente, q uerer expulsar de las ciencias h u m an a s c u alquier relación con los valores es una tarea inhumana. ¿Podemos decir, como lo deseaba Marc Bloch, «¿quién fue Robespierre?», sin h a c e r ningún juicio de valor? ¿Pode mos decir algo sensato sin h a b e r decidido si fue un d ictador sangui n ario o el libertad or de u n pueblo? ¿Podemos a p a r t a r la referencia al bien y al m al bajo pretexto de que se tra ta de un «viejo antropocentrismo», cuando se tra ta precisam ente de observar y de com pren 22. G erando , J. M. De, « C o n s id é ra tio n s s u r le s d iv e rs e s m é th o d e s á s u iv re d a n s l ’o b s e rv a tio n d e s p e u p le s sa u v a g es» , e n J. C opans , J. J amin (com p.), A u x o rig in e s de l'a n th ro p o lo g ie frangaise, Le S y c o m o re, 1978, p á g s. 166-167.
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d e r el anthropos en cuestión? No es después de la explicación c uan do interviene el juicio de valor: es en su m ism o seno, en la identifica ción de su objeto. Podríamos decir: la historia de las sociedades se convierte en algo m ás que la sim ple recolección de antiguallas úni camente a p a rtir del m om ento en que podemos sentir nuestra común h u m an id a d con esos personajes alejados —y cuando podemos, por consiguiente, incluirlos dentro de nuestro circuito de valores. Las ciencias humanas, decía Bloch, son tanto m ás «serviciales en la prác tica» cuanto m ás desem barazadas están de su «m anía de enjuiciar»; pero ¿para qué facilitar u n a práctica inhum ana? Las ciencias h u m an a s y sociales, como vemos, m antienen nece sariam ente u n a relación con la m oral y la política (tanto en las con sideraciones acerca del bien del individuo como del de la colectivi dad), a la que escapan las ciencias de la naturaleza —y no hay ningún motivo p a ra im aginar que las cosas deban c a m b iar a este respecto. El entrelazam iento constitutivo de las disciplinas h u m an ita ria s con categorías m orales y políticas no significa, sin embargo, que las dos se confundan. Cuando M ontesquieu pone en la base de su tipología de los regímenes políticos la oposición entre despotism o y m odera ción, los térm inos son valorizados pero no hay ninguna objeción de principio que poner: al tocar de cerca los intereses hum anos el ob jeto, sería a bsurdo q u e re r sustraerse. En cambio, cuando ensom bre ce a propósito el p a n oram a de los regímenes orientales, para que és tos ilustren m ejor su tipo ideal de despotismo, nos dam os cuenta de que contraviene a las reglas de la ciencia, y sentimos la necesidad de corregirlo: ésa es una m ala intervención de la ideología. No hay que im aginar tam poco que la tarea de estas ciencias sea la de ayu d arnos a hacer a los hom bres tales como deben ser, antes que darnos a conocer cómo son: por ese concepto, no m erecerían m ás el nom bre de ciencias, y se tran sfo rm aría n en puras técnicas de m an ip u lación. Al darnos cuenta de que la separación con el m undo de los valo res no es posible ni deseable, a lo m ejor un día volveremos a em plear la antigua denominación de estas disciplinas, y las nombraremos otra vez «ciencias m orales y políticas». Este libro ha sido escrito con esta intención; los estudios que lo componen intentan ilu stra r esta rela ción entre hechos y valores, y tam bién precisarla; recuerdan algu nas «historias» y comportan al mismo tiempo una interrogación acer ca de su «moral». Señalo en seguida que estas «historias» ya han sido contadas p o r otros, con m uchos m ás detalles; no procuro rivalizar con los eruditos, porque pienso dirigirm e a un público al que el pre
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sente interesa m ás que el pasado. Si hay algo nuevo en m is lecturas, sólo puede s e r la perspectiva desde la que examino los hechos.Sin que constituyan u n tra ta d o sistemático, los capítulos del li bro siguen u n orden que he deseado significativo. La p rim e ra p arte está destinada a los problem as que plantean las relaciones entre cul tu ra s distintas. En ella prosigo la reflexión iniciada en mi libro No sotros y los otros (1989). Aquí empiezo con un caso particular, el de la imagen de B ulgaria en la literatura francesa clásica; particular, pero em blem ático p a ra mí. Después paso a la conquista de América, «encuentro» antiguo pero de u n a intensidad excepcional (al que tam bién he dedicado u n libro, La conquista de Am érica, 1982); p a ra vol ver progresivam ente hacia el presente, exam inando dos form as de interacción: el colonialismo y los viajes, antes de exam inar el ám bi to del cruzam iento de las culturas en su conjunto. En la segunda p a r te, que he titulado «Entre nosotros», me aproximo, a través de ejem plos históricos, a dos nociones filosófico-políticas: la verdad y la democracia. Los tres prim eros capítulos de esta p a rte sitúan a la (o las) verdad(es) con relación a la ficción y la mentira, a la interpreta ción y a la elocuencia. Los dem ás evocan las dos críticas principales de la democracia, la un a liberal, la otra conservadora, y p o r eso pro c u ra n p rec isar algunas fronteras. Concluyo con una interrogación acerca de la función actual de los intelectuales.
PRIMERA PARTE
FRENTE A LOS OTROS
I
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Para conocer m ejor a un pueblo, ¿hay que verlo desde el interior o desde el exterior? ¿Quién es capaz de d a r el juicio m ás perspicaz sobre un grupo, el que le pertenece o el que lo observa desde fuera? Por poco que deseem os su p e ra r el egocentrism o innato de cada indi viduo como de cada comunidad, nos dam os cuenta de que el m iem bro del grupo, aunque m ejor fam iliarizado con sus costum bres, ocu pa una posición desfavorecida. Ocurre, justam ente, que cada grupo se cree el m ejor del mundo, si no el único.' Herodoto cuenta en su Encuesta que los persas se caracterizan por el rasgo siguiente: «en tre todos los pueblos, estim an en p rim e r lugar, después de ellos m is mos sin embargo, a sus vecinos inmediatos, después a los vecinos de éstos, y así sucesivamente según la distancia que les separa de ellos; los pueblos m ás alejados de su tierra son según ellos los m enos esti mables: como se figuran el pueblo m ás noble desde todos los puntos de vista, el mérito de los otros varía para ellos según la regla en cues tión, y las naciones m ás alejadas les parecen las m ás viles».1 Pero, a este precio, ¿qué pueblo en el m undo no es persa? Todos juzgan a p a rtir de su c am panario y condenan a los extranjeros para poder glorificarse a sí mismos.'Ahora bien, tal prejuicio no es de ninguna m anera una condición requerida para el m ejor conocimiento de sí. En la época m oderna, que tam bién es una época de conciencia creciente de la existencia de los otros, ha aparecido una disciplina com pleta que parte de la prem isa de que la m irada exterior es una m irada m ás lúcida y m ás penetrante que la del autóctono: la etnolo gía. Efectivamente, la diferencia entre la etnología y las dem ás cien cias sociales no está en el objeto: la etnología trata de la economía y del arte, de las costum bres y de los hábitos que estudian igualm en te los especialistas de cada uno de estos ámbitos. Su rasgo distintivo 1. H f. r o d c t o ,
lai E n cu esta .
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FREN TE A LOS OTROS
que según ella tam b ién es u n privilegio, está en el sujeto observante, no en el objeto observado; ex terio r a la sociedad que estudia, es ca paz no sólo de no c a er bajo la influencia del egocentrism o cegador, sino tam b ién de p e rc ib ir lo que el m iem bro del grupo, aún lúcido, desconoce: todo lo que este ú ltim o considera n atu ral, que cae de su propio peso, y que, p o r eso, resu lta invisible. Se ha hecho uso de la actitu d etnológica, antes que nada, con respecto a las sociedades tra dicionales. Pero, desde hace un tiem po, v arias voces han hab lad o en favor de la fecundidad, o incluso de la necesidad de este enfoque, sea cual sea la c u ltu ra estudiada. E n tre ellas, uno de los p rim ero s p ues tos p ertenece indiscutiblem ente a Mikhai'l Bakhtine, el gran pensa d o r ruso. B akhtine h a forjado un neologism o, vnenakhodim ost', que p o dríam os tra d u c ir p o r «exotopía», que designa esta no pertenencia a u n a c u ltu ra dada. La exotopía, según él, no sólo no es un obstáculo p a ra el conocim iento profundo de e sta cu ltu ra, sino que es su condi ción. «La cuestión im p o rtan te de la com prensión es la exotopía de aquel que com prende —en el tiem po, en el espacio, en la c u ltu ra — con relación a lo que quiere co m p ren d er creativam ente», escribe Bakhtine, y añade: «En el cam po de la cu ltu ra, la exotopía es la pa lanca de com prensión m ás poderosa. Sólo ante los ojos de u n a cul tu ra otra la c u ltu ra ex tran jera se revela de m anera m ás com pleta y m ás profunda».2 Con u n a c u rio sid a d bien fundada, p o r lo tanto, cuando deseam os sa b er m ás de los b úlgaros y de su cu ltu ra, nos volvemos hacia esos espejos extranjeros que constituyen los escritos que provienen de sa bios, viajeros y poetas pertenecientes a o tra c u ltu ra y ¿por qué no? a la c u ltu ra francesa. ¿Qué im agen guardan los franceses de los búlgaros?
1 Prim ero, u n a im agen b a sta n te vaga. En la E dad M edia, la rep u ta ción de los búlgaro s se confunde con la de los hunos de Atila, y sus c a ra c te rístic a s quedan reducidas en realidad a una sola: la feroci dad; u n a frase célebre de C asiodoro lo atestigua, «Bulgari in om ni orbi terribiles», los búlgaros difunden el te rro r por todas partes. Sólo a p a rtir del R enacim iento y, todavía m ás, desde el siglo XVIII, los 2. p ág. 169.
C ita d o se g ú n T. T odorov, M ik h a ü B a k h tin e . Iui p rin c ip e dialogique, S cu il, 1981,
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contactos seguidos perm iten la form ación de u n a imagen m ás rica. Pero la lectura de estos textos, diligentemente coleccionados p or N. Mikhov, es decepcionante p a ra u n búlgaro (aun tratándose de un h abitante de París). No es que sean hostiles a Bulgaria; m uy al con trario, en ellos se refleja la benevolencia (así como en los extractos com entados p o r G. S ergheraert en los tres tomos de su Presencia de Bulgaria), hasta tal punto incluso que nos preguntamos a veces si aca so las simpatías de los seleccionadores no intervienen de algún modo: todos los franceses que se expresan en ellos creen que M acedonia pertenece a Bulgaria... Pero esta benevolencia no se prolonga en nin guna imagen m ínim am ente sustanciosa de los búlgaros, de los que finalm ente no nos enteram os de casi nada. Más exactamente, esos escritos parecen repartirse, en el plano de los valores, en dos grupos, que corresponden probablem ente a la a m bivalencia del lugar geográfico que ocupa Bulgaria, y que perm ite verla ya como el últim o bastión de Occidente hacia Oriente, ya, al contrario, como la pu n ta m ás avanzada de Oriente hacia Occidente. En este últim o caso, el aspecto b á rb a ro es el que predom ina: los búl garos son los prim eros b á rb a ro s que se presentan ante la m irada del filósofo que explora el m apa de Europa. Para Montesquieu, por ejem plo, han perdido incluso su nom bre: «Los b á rb a ro s que habitaban en las orillas del Danubio habiéndose establecido, ya no fueron tan temibles e incluso sirvieron de b a rre ra contra otros bárbaros».3 Aún sedentarizados los bárb a ro s perm anecen como tales; podemos d a r nos cuenta de la extraña función que Ies está reservada: sirven de «barrera» contra otros bárbaros, m ás salvajes aún y al m ism o tiem po m ás anónimos. M ontesquieu no nos dice qué protege esta b a rr e ra, pero lo adivinamos: la civilización, el Im perio romano. Como si la providencia dispusiera protecciones alrededor del pueblo elegido: los búlgaros, a pesar de ser ellos m ism os bárbaros, «sirven», y el sen tido histórico de su destino es im pedir la invasión po r parte de pue blos todavía m ás bárbaros. Pero, ¿qué que d a ría de este sentido y de este destino si, siguiendo a Las Casas y a Montaigne, quienes escri bían en el siglo XVI y no en el XVIII, decidiéramos adm itir que «cada uno llam a b a rb a rie a lo que no pertenece a sus costum bres»?4 El siglo XIX cree en las virtudes del progreso y en las ventajas de la civilización; ahora bien los viajeros en B ulgaria no encuentran 3. M ontksouieu , C. Dc, C o n sid é ra tio n s s u r les c a u ses d e la g ra tu len r d es R o m a in s e t d c le u r d é ca d en ce, e n O e u vres c o m p lé te s, S e u il, 1964, cap . X X III. 4. M ontaigne , M. De, E ssa is en O e u vres c o m p lé te s, G a llim a rd , 1967, I, pág. 31.
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ni lo uno ni lo otro. «B ulgaria e stá poco avanzada en civilización», escrib e D estrilhes en 1855; y B rad asch k a en 1869: «Los búlgaros [...] se e n cu en tran aú n bien abajo en la escala de la civilización, y ten d rán m ucho que h a c er p a ra a d q u irir el desarro llo intelectual y m o ral que es lo único que puede co nvertirla en u n a nación viviendo de su vida propia».5 Vemos que «la civilización» aparece siem pre en sin g u la r en los escrito s de e sta época, y precedida del artícu lo defi nido; lo que no se dice, pero que se sobreentiende en dem asía, es que nuestra civilización es la civilización, y que no hay m ás que una; no ser com o nosotros es no se r civilizado; es no ser. j La o tra v ertiente de e sta percepción tom a unos tintes m ás positi vos; pero no es m ucho m ás digna de confianza. Cuando un a u to r nos dice: «E ntre ellos el crim en se desconoce, y el viajero que atraviesa su país no solam ente se e n cu en tra protegido contra los efectos del vicio sino que experim enta toda la bondad que es el resultado de las m ás am plias virtudes» (Walsh en 1843),6 u otro afirm a: «Uno cree so ñ a r viendo p o r p rim e ra vez esas bellezas del m undo bárb aro ; [...] m i ras con asom bro cóm o pasan esas vírgenes de los Balcanes, com o m irab as h u ir la gacela del d esierto o el cisne de los lagos de Grecia» (C. R obert en 1844),7 nos decim os que estos viajeros d escriben su ideal, ético o estético, m ás que las realidades del país que atravie san. La benevolencia está verdaderam ente presente, pero, de nuevo, ¿es de los búlgaros de lo que se trata? E stas dos versiones, la rosa y la negra, la idílica y la sa tíric a de un pueblo lejano, no se distinguen m ás que de form a superficial. En realidad, am bas se apoyan en un hecho sólido y com ún, que es el des conocim iento de ese pueblo; m ás aún, la falta de interés p o r él. Para estos viajeros, los búlgaros están destinados a e n c a rn a r una de las v arian tes de la im agen del salvaje. Según se está o no predispuesto a elogiar los m éritos de la edad prim itiva, se insiste en la pureza de las costum bres o en la au sencia de civilización. V alorizante o deni grante, e sta im agen siem pre da p ru e b a de una condescendencia po r p a rte del que la describe: en cu an to se p o stula que los otros son aho ra com o nosotros éram os antes, se les niega cu a lq u ier identidad in dependiente; y aú n la adm iración que podem os m an ifestar po r ellos es m uy frágil, pues podem os a trib u irle s generosam ente la bondad 5. tos d e 6. 7.
M ikhov N., B u lg a ria y su p u e b lo se g ú n los te s tim o n io s e xtra n jero s, I. E x tr a c las p u b lic a c io n e s fra n cesa s, L a u s a n n e , 1918, p á g s. 54, 87. lb íd ., pág. 14. Ib íd ., pág. 44.
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pero nunca la fuerza (si no, el esquem a evolutivo se viene abajo). Esta solidaridad de unos puntos de vista a parentem ente opuestos queda ilustrada a través de estas líneas de un ingeniero francés, que em pie zan con el encomio p a ra te rm in a r en el desprecio apenas disim ula do: «Sus costum bres y su c a rá c te r son tan apacibles que los llam á b am os corderos, y todos los ingenieros que los han conocido y estudiado ampliamente, se m u estra n unánim em ente de acuerdo en decir que m a ta r a un búlgaro es m a ta r u n a mosca» (F. Bianconi en 1876).8 " "Los juicios de los viajeros franceses en B ulgaria revelan no sola m ente el etnocentrism o de sus autores sino tam bién una concepción particular del determinismo sociopsicológico. Las características más frecuentem ente atrib u id a s a los búlgaros por los escritores de esta época son dos: los búlgaros son trabajadores y hospitalarios. Admi tamos que esta impresión sea acertada. ¿Qué vale para el conocimien to de un pueblo? Muy poca cosa. S er hospitalario, ser trabajador, no puede ser, de por sí, lo propio de un pueblo, sino sólo de u n a socie dad, en un m om ento preciso de su evolución. La ideología del indivi dualism o reina entonces en E uropa occidental, m ientras que se des conoce en las sociedades como la búlgara.|Las costum bres que se observan son las propias de un estadio de la sociedad, y en él adquie ren su sentido: la hospitalidad de un hom bre del desierto no equiva le en nada a la de un ciudadano. En lugar de este determ inism o so cial y cultural, en el siglo XIX se practica el de las razas y pueblos: los franceses son ligeros y los a lem anes torpes, los serbios son orgu llosos y los búlgaros trabajadores. Quizá se ha encontrado así una form a de acom odarse con la doctrina igualitarista, com plem ento in separable del individualismo: debe reinar la igualdad, sin duda al guna, pero tam bién hay que m odularla, dado que las razas y los pue blos divergen irreductiblem ente; hay que h acerla proporcionada en cierto m odo a los m éritos de cada pueblo: así es como los generosos principios de la Revolución francesa podrán c o habitar con la expan sión colonial que va a c a racterizar el siglo XIX.\
2 Una imagen decepcionante, pues. Pero la culpa quizás esté en la elección realizada en las fuentes: hasta ahora no he leído m ás que 8. ¡bit!., pág. 99.
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a escritores de segundo orden, tan olvidados po r la ciencia como por la literatura. Para mayor seguridad, volvámonos hacia los m ás g ran des y, en p r im e r lugar, hacia (el que tanto ha contribuido a p opulari za r el nom bre m ism o de los búlgaros: Voltaire. «Era u n a aldea á b a ra incendiada p o r los búlgaros, en virtud de las leyes del derecho público. Aquí, ancianos acribillados de heridas veían expirar a sus degolladas m ujeres con sus hijos en los pechos ensangrentados; allí, m uch a c h a s destripadas, después de h a b e r sa ciado en ellas sus apetencias n a tu ra le s algunos héroes, exhalaban el último suspiro; m ás allá, otras, medio quemadas, pedían a gritos que acabasen de m atarlas. E sparcidos po r la tie rra y entre brazos y p ier nas cortados se veían sesos.»9 E n cuanto a Cunegunda, la heroína de este relato, «la d e striparon unos soldados búlgaros después de vio larla cuanto puede ser violada u n a mujer. Aquellos soldados destro zaron la cabeza del barón, em peñado en defender a su hija, y a la b aronesa la hicieron trizas...».10 ¡Qué imagen tan espantosa debíase g uardar de los búlgaros a p a r t ir de estas descripciones! Pero tranquilicém onos: el lector de Cán dido m enos prevenido sabe que no es de búlgaros de lo que se trata realm ente en estas páginas. E sta «Bulgaria» es vecina de «Westfalia» y de Holanda: se ve reducida a ser solam ente un puro signifi cante, siendo Prusia en realidad el país al que Voltaire apunta; los daños atribuidos a los «búlgaros» y a los «ábaros» proceden directa m ente de la guerra de los Siete Años. Bajo este disfraz convencional Voltaire h abla de lo que le resulta familiar; po r otra parte, esos m is m os p rusianos le perm iten hablar, aunque de otra m anera, de Fran cia y de sus preocupaciones, sociales o filosóficas. El procedim iento no tiene n a d a de excepcional, en esa época, y nadie pretende encon t r a r u n a descripción m inuciosa del im perio de los persas en las Car tas persas de Montesquieu. Si B ulgaria se halla presente en Cándido, es de un a form a totalm ente distinta y no parece seguro que esté den tro de las intenciones de Voltaire: en el personaje del viejo sabio M ar tín, a veces portavoz del m ism o Voltaire, que se declara un adepto del maniqueísmo, herejía que entonces se asociaba corrientem ente a la influencia búlgara. El significante y el significado «búlgaro» no coinciden n u n c a en este libro. De ello resulta un a utilización de los «búlgaros» que no tiene nada que ver con los habitantes de aquel país. En un m om ento dado pode9. V oltaire, C andide, e n O e u vres c o m p lé tc s, 1878-1879, t. X X I, cap. III. 10. Ib id ., cap. IV.
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m os p e n sa r que el m ism o V oltaire ironiza sobre este género de ex plotación: un crítico teatral, en un cap ítu lo ulterior, h a b la con indig nación a C ándido de un a u to r que «no sabe ni u n a p a la b ra de árabe y sin em bargo la acción o c u rre en A rabia»;11 pero no es cierto: en realidad, el m ism o crítico es el que, com o si dijéram os, queda rid i culizado al p ro n u n cia r sem ejantes palabras; bajo este disfraz tra n s paren te se esconde uno de los peores enem igos de Voltaire. Pero Cándido es una obra de ficción, y no de ciencia; y segura m ente se ría m uy poco a fo rtu n ad o g u a rd a r ren co r a un novelista po r el em pleo que hace de las poblaciones del m undo.'A hora bien, Vol taire ha dedicado igualm ente a los búlgaros un artícu lo recogido en el D iccionario filosófico, y allí tenem os m ás posibilidades de descu b r ir sus verdaderas posiciones. ¿Por qué un artícu lo «búlgaros» en una ob ra filosófica? Porque en francés la p a la b ra «búlgaro» ha dado «bougre», que significa hereje (m aniqueo) u hom osexual; este desli zam iento sem ántico se debe a la influencia de los bogom ilas búlgaros sobre los cátaro s franceses. V oltaire que, com o sabem os, sim patiza con los m aniqueos y está disp u esto a servirse de estos argum entos p a ra c o m b a tir a su enem igo la Iglesia, se aprovecha pues de la oca sión p ara e sc rib ir un artícu lo de propaganda anticlerical; y, aquí, los búlgaros apenas son m ás p ertin en tes de lo que lo eran en el Cándi do. La h isto ria de B ulgaria qu ed a reducida a algunas anécdotas: K roum bebiendo en el cráneo de su enem igo Nicéfores, B oris con v irtiendo a los búlgaros al cristianism o, Kaloyan victorioso frente a B audouin. Pero ninguno de estos reyes búlgaros, por ejem plo, ocu pa tanto espacio en el texto de Voltaire com o la em p eratriz Teodora de Bizancio: y es que el com portam iento de é sta es el que m ejor se p resta a las b u rla s anticlericales. Como lo indica el contexto de la publicación, aquí se hace de los búlgaros un uso «filosófico», lo que e stab a m uy en el e sp íritu del si glo; de una form a com parable R ousseau se valía en la época de los indios, sin preo cu p arse d em asiado po r sab er si lo que decía de ellos era verdadero o falso. Pero ¿por qué extraño deslizam iento la p ala b ra «filosofía» em pezó a designar, ya no la reflexión que va m ás allá de los hechos observables, sino el m enosprecio po r estos hechos? La exactitud de las observaciones no es quizás el asunto p rincipal de la filosofía: pero ¿resulta de ello que la observación injusta es al m is m o tiem po filosófica? V oltaire no tra ta m ejor a la filosofía que a los búlgaros. 11. Ib id ., cap. X X II.
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Voltaire no estuvo nunca en Bulgaria; únicam ente transm ite el sentir com ún de su época. Valdría la pena leer a otro ilustre escritor que sí atravesó Bulgaria, y dejó un relato de su viaje: se tra ta de La m artin e y de su Viaje a Oriente. Pero el proyecto m ism o de L am arti ne, tal como lo expone a la cabeza de su libro, ya es motivo de preo cupación, si nos situamos en la perspectiva de la comprensión m utua de pueblos y culturas. Si L am artine quiere ir a Oriente es, ante todo, porque h a quedado im presionado po r unas imágenes, imágenes que pertenecen, ellas, a E uropa occidental: imágenes visuales en u n a Bi blia ilustrada, imágenes literarias en Chateaubriand. Con este viaje, L am artine no aspira m ás que a conocer un solo ser: él mismo. «An tes de h o jea r estas páginas, si el lector espera e n c o n trar o tra cosa que las fugaces y superficiales im presiones de u n viajero que cam i na sin detenerse, que cierre este libro [...]. Algunas veces este viajero, reconcentrándose en sí mismo, olvida la escena que le rodea, y se habla, se escucha y se siente.»12 No tendrem os po r lo tanto m ás que a un viajero que se desplaza rápidamente, m uy rápidamente, evitando fijarse en cu a lq u ier objeto que p udiera separarle de lo que pa ra él tiene un interés infinitam en te mayor: él mismo; un viajero que prefiere escucharse m ás que es c u c h ar a los demás. Oriente entero, desde Siria h asta Serbia, tiene u n a única función: la de p e rm itir d a r libre curso al yo poético de La m artine. «Soñaba siempre, desde entonces, con un viaje al Oriente como un acto grande de mi vida interior. [...] Allí, por fin, debía ha llar los colores de mi poema; p orque la vida p ara mi espíritu ha sido siem pre un gran poema.»13 «Mi vida», «mi poema»: Oriente sólo existe en la m edida en que es necesario para la experiencia interior o pa ra la expresión exterior del artista. Las imágenes de las que se sirve Lam artine para d e scribir el en cuentro del poeta con Oriente evocan, en un segundo plano, la noble función del macho, que debe señalar con su inscripción el cuerpo adm irable pero pasivo de la región del m undo que descubre: en su espíritu, él es pa ra Oriente lo que el hom bre es para la mujer, lo que el alm a es p a ra el cuerpo. C hateaubriand «aun cuando sólo pasó por aquella tierra de prodigios, dejó para siem pre el sello del genio so bre el polvo tan removido y agitado por los siglos».14 «Este pueblo 12. L amartine , A. De, Voyagc en O ricn t, e n O e u vres c o m p lé tc s, 1860-1866, t. VIV III, p ág s. 10-11. 13. Ib id ., p á g . 14. 14. Ib id ., pág. 5.
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[de O riente] espera siem pre algo y alguien, au n cuando ese alguien no es m ás que un pobre viajero que, desocupado, pasea su som bra p o r la aren a del desierto.»15 Por un lado la tierra, el polvo que se mueve, u n a p u ra espera; p o r el otro, el genio fecundo que viene a fi ja r su m arca. O bservem os ah o ra de qué m an era este viajero presuroso, que se escucha gozar o sufrir, busca la m ate ria de su poem a atravesando B ulgaria, en ju lio de 1833. Su rec o rrid o le conduce de Constantinopla a A ndrinópolis, de ahí a Filipópoli (Plovdiv), a T atar Bazargik, a Sofía, p ara ab a n d o n ar el Im p erio otom ano en N issa (es el final de su viaje). En su cam ino, Plovdiv es p o r lo tanto la p rim era ciudad bú lg ara im portante. ¿Qué nos dice de ella? «E ntram os en Filipópoli en núm ero de sesenta u ochenta jinetes; la gente se agolpaba en las calles y en las ventanas p ara ver la com itiva.»16 L am artine ú n ica m ente ve que todos se esfuerzan p o r verlo; del otro, no retiene m ás que la atención d irigid a hacia él. Después el horizonte se ensancha un poco, y, desde las ventanas y los jard in es de su anfitrión, el señor M. M aurides, descubre m uy bellos paisajes. E sto es todo p ara Plovdiv. Luego, L am artine pasa p o r T atar B a zargik y, desde allí, llega a la ald ea de Yenikevi. Dicha aldea no sos pecha que bajo las facciones del viajero francés la celebridad se a cer ca a ella. L am artine se q u ed ará allí d u ran te veinte largas jornadas, m uchas m ás que en c u a lq u ier o tra parte, y no a causa de un repenti no d e sp e rta r de su cu rio sid ad p o r los búlgaros, sino porque se pone enferm o de lo q u e e n la época se llam aba «inflam ación de la sangre» y que se cu ra con sanguijuelas p u estas en el pecho y en las sienes. Más que nunca L am artine piensa en sí m ism o y se escucha sufrir, m uy com padecido; im agina un decorado teatral para su entierro: «Le rogué que me hiciese e n te rra r al pie de un árbol que había visto a mi llegada a la o rilla del cam ino, sin otra inscripción que una pala b ra e scrita sobre la piedra, pues esta sola p alab ra e n c errab a todos los consuelos: DIOS».17 Los búlgaros no ocupan un gran lu g ar en todo esto, lo sospechá bam os. P rim ero los vemos, al e n tra r en Yenikevi, «que nos esperan, tom an las riendas de n uestros caballos, se colocan a derecha e iz q uierda de nuestros c a rru ajes, los sostienen con las m anos y con los hom bros, los levantan a veces p a ra que las ru ed as no se deslicen h a 15. Ibíd., t. V III, págs. 429-430. 16. Ib íd ., t. V II, pág. 446. 17. Ib íd., pág. 449.
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cia el precipicio»:18 siguen reducidos a una función puram ente auxi liar. En otro momento, nos enteram os de que el príncipe (turco) de Tatar Bazargik le ofrece esclavos; ¿son búlgaros? No llegaremos a saberlo. H acia el final del viaje, L am artine atraviesa Sofía, pero no nos deja ningu na descripción: «Allí estuve un día; el pachá me envió terneras y carn eros y no quise a d m itir ningún presente. La ciudad no tiene n a d a digno de referirse».19 En un m om ento dado, es verdad, L am artine exam ina m ejor a la población que lo rodea: o c u rre du ran te los últim os días de su conva lecencia, cuando p uede p e rm itirse algunos paseos a caballo. Ha po dido, nos dice —sin poner pie en tierra, aparentem ente—, «estudiar allí, en el interior de las familias, las costum bres de los búlgaros».20 Lo que descubre a c ontinuación de este estudio no se diferencia de m asiado de la imagen que encontrábam os en los otros viajeros: «Es tos h om bres son sencillos, apacibles, laboriosos, m iran con respeto a sus sacerdotes, y m u estra n celo por su religión. [...] Sus costum bres me h an parecido puras».21 Y, condescendiente, añade este juicio p o r el que los búlgaros le c onsagrarán un agradecim iento im b o rra ble: «Están m uy adelantados en el cam ino de la independencia»,22 reservándose así, en cuanto a él, el derecho de ju zg a r si un pueblo m erece o no su libertad. Para d e scribir el aspecto externo de los búlgaros, L am artine no va a b u s c a r m uy lejos: le recuerdan algo, aunque no sea siem pre lo mismo. «Son los saboyanos de la Turquía europea.»23 «Sus costum bres se parecen a las de los cam pesinos suizos o saboyanos. [...] El vestido que u san es como el de los cam pesinos alemanes, y las m uje res, tanto casadas como solteras, tienen un vestido parecido al de las m ontañesas suizas. [...] He visto entre los búlgaros bailes cam pestres como los de nuestros pueblos de Francia.»24 «Son m ontañas muy pa recidas a las de la Auvernia.»25 Uno se siente un poco receloso ante esta asim ilación de los m ontañeses de todos los países. No podemos reprochar a L am artine h a b e r traicionado su proyec to: prom etió h ab larn o s ú nicam ente de él, y cum ple con su promesa. 18. 19. 20. 21. 22. 23. 24. 25.
Ibid., Ib id ., Ibid., Ibid. Ib id . Ibid., Ibid., Ibid.,
P ág. 448. Pág- 452. P ág. 451.
Pág. 444. P ág . 451. Pág. 452.
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Como el filósofo del siglo XVIII, el poeta del XIX tiene otros intere ses antes que la descripción fiel y m inuciosa de los otros. He hojea do en vano las páginas de estos libros, en bu sca de u n a imagen reve ladora de Bulgaria. Lo que nos enseñan estas páginas es el clima intelectual, cultural, político en el que nacieron: sabrem os algo de la Francia de los siglos XVIII y XIX; pero n ada sobre Bulgaria.^ Pero al m ism o tiempo aprendem os algo relativo al proceso m is mo del conocimiento. ¿N uestra decepción significa que hay que re chazar la exotopía, que sus ventajas son ilusorias? Más bien desvía el problema. La imagen suficiente e ingenua que el autóctono tiene form ada de su propia cultura hace perfecta pareja con el cuadro su perficial y condescendiente descrito por el extranjero: al infinito del uno corresponde el cero del otro. Es precisam ente porque estos via jeros franceses im aginan a la cultura francesa en el centro del m u n do, p o r lo que se m uestran ciegos para la c u ltu ra de los otros, en este caso de los búlgaros. No b a sta con ser otro para ver: ya que, desde el punto de vista suyo, el otro es un sí mismo, y todos los dem ás son bárbaros. La exotopía debe vivirse desde el interior; consiste en el descubrimiento, en su corazón mismo, de la diferencia entre m i cul tura y la cultura, m is valores y ¡os valores. Se puede h acer este des cubrim iento para sí, sin a b a n d o n a r en ningún m om ento la tierra na tal, apa rtán d o se progresivam ente —aunque no del todo— del grupo de origen; se puede acceder tam bién a través del otro, pero en este caso antes hay que realizar igualmente un examen de sí mismo, úni ca garantía para poder dirigir hacia él una m irada atenta y paciente. En resumen, es el exiliado, desde el interior o en el exterior, el que tiene m ás posibilidades a su favor; y ya que he empezado evocando las palabras de Herodoto relativas al orgullo innato de los pueblos, podría te rm in a r recordando que Tucfdides, al p ro c u ra r explicar por qué estaba calificado para e sc rib ir la historia de la guerra entre a te nienses y peloponeses, respondía que era sin du d a porque, aunque ateniense, había «vivido veinte años lejos de su patria»26 y que h a bía aprendido a conocer mejor, gracias a este exilio, a los suyos y a los otros.';
26. T uclm nr.s, I m guerra ilet P cloponcso, V, 26.
II POS T-SCR1PTUM: EL CONOCIMIENTO DE LOS OTROS
¿Pero alguna vez se llega a conocer a los otros? Montaigne decía: «No cito a los dem ás sino para explicarm e m ejor»,1 y m uchos son hoy los que com parten su escepticismo. ¿Se conoce alguna vez otra cosa que no sea sí mismo? Acabamos de ver que la idea opuesta está igualmente difundida, la exterioridad del sujeto conocedor no sólo no es un inconveniente, sino que puede ser también un privilegio. Para m antenernos en el siglo XVI, a la lucidez desengañada de un Mon taigne podemos oponer el proyecto epistemológico de Maquiavelo, el cual escribe en la dedicatoria del Principe: «De la m ism a forma que los pintores de paisaje se sitúan en el valle para dibujar las m on tañas o las alturas, y suben a las cim as para ver bien las llanuras, es necesario ser príncipe para conocer en profundidad al pueblo, y form ar parte del pueblo para conocer la naturaleza de los príncipes». Trescientos cincuenta años m ás tarde, Hippolyte Taine justificaba de la m ism a m anera la elección del objeto de uno de sus libros: «He es cogido Inglaterra [...] porque siendo distinta, presenta mejor que Fran cia unos Caracteres muy m arcados para un francés».2 Rousseau, que tam bién había reflexionado sobre la naturaleza de este conocim ien to, tenía una fórm ula distinta: hay que conocer, decía, las diferencias entre los hom bres no por el hecho de que lo pa rticu la r es valioso por sí mismo, sino para a d q u irir nuevas luces sobre el hom bre en gene ral. Es más, este último conocimiento sólo puede ser alcanzado a tra vés de este camino: «Cuando se quiere exam inar a los hombres, hay que m ira r cerca de sí; pero para e stu d ia r al hombre, hay que ap re n d e r a llevar la vista a lo lejos; hay que observar prim ero las diferen-
1. M ontaicnf., M. De, llssa is, en O c u rre s ciiinpli'h's, t. I, (¡allitnard, 1967, pá|',. 26. 2. T a in i :, It., H istairc tic la litlih a tu r c tini'Jnisi', 1905, t. I, p á ¡ ’,. X L III.
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cias p a ra d e scu b rir las propiedades».3 ¿Cómo o rd en ar estos precep tos generales? La com prensión de u n a c u ltu ra ex tran jera no es m ás que un caso p a rtic u la r del problem a herm en éu tico general: ¿cóm o se com pren de al otro? E ste otro puede se r diferente a nosotros en el tiem po, y entonces su conocim iento com pete a la historia; o en el espacio, y es el análisis com parado que se encarga de ello (en form a de etnolo gía, o de «orientalism o», etc.); o sim plem ente en el plano existencial: el otro tam bién es m i prójim o, m i vecino, un no-yo cualquiera. Dife rencias específicas, pues, en cada caso, pero que, todas, ponen en m ar cha e sta oposición, constitutiva del proceso herm enéutico, entre yo y el otro. E ste problem a general ha recibido soluciones variadas, pre sen tadas a veces com o rivales, pero que yo prefiero ver, p o r mi p a r te, com o las fases sucesivas de un solo y m ism o acto, aunque este m ovim iento im plique vueltas hacia a trás; o mejor, com o acercam ien tos progresivos hacia un ideal inm utable. La p rim e ra fase de la com prensión consiste en una asim ilación del otro en uno mismo. Soy crítico literario, y todas las o b ras de las que hablo no dejan o ír m ás que una sola voz: la m ía. Me intereso po r las c u ltu ras lejanas, pero todas están, a mi m odo de ver, e s tru c tu ra das com o la m ía. Soy h istoriador, pero en el pasado no encuentro m ás que la prefiguración del presente. Por supuesto, hay un acto de percepción de los otros pero no da m ás que una reproducción de lo m ism o en varios ejem plares; el conocim iento se enriquece c u a n tita tivam ente, no cualitativam ente. No hay m ás que una sola identidad, la m ía. La segunda fase de la com prensión consiste en una desaparición del yo en beneficio del otro. E ste gesto puede ser vivido conform e a m odalidades m uy distintas. Sabio apasionado de la fidelidad y de la exactitud, me hago m ás p ersa que los persas: aprendo su histo ria y su presente, me acostum bro a p e rc ib ir el m undo a través de sus ojos, reprim o toda m anifestación de mi identidad original; a p a rta n do m i subjetividad, pienso que estoy en la objetividad. H isto riad o r de lite ra tu ra o crítico, me enorgullezco de h a c er h a b la r al e scrito r que estoy leyendo, com o si estu v iera en él mismo, sin a ñ a d ir nada ni q u ita r nada. E nam orado ferviente, renuncio a mi yo p ara fusio narm e m ejor con el otro, no soy m ás que una em anación de ella o de él. Aquí de nuevo, hay una ú n ica identidad; pero es la suya. 3. V III.
R ou sseau ,
J.-J., E ssa is s u r ¡'origine d e s langues, B o rd e a u x , D u c ro s, 1968, cap.
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Durante la tercera fase de la comprensión, reasum o mi identidad, pero después de h a b e r hecho todo lo posible pa ra conocer al otro. Mi exotopía (exterioridad temporal, espacial, cultural) ya no es un a maldición; al contrario, produce el nuevo conocimiento —en el sen tido cualitativo esta vez, y ya no cuantitativo. Etnólogo, ya no preten do h acer h a b la r a los otros, sino establecer un diálogo entre ellos y yo; percibo mis propias categorías como algo tan relativo como las suyas. Renuncio al prejuicio que consiste en im aginar que se puede renunciar a todo prejuicio: pre-juzgo, necesariamente y siempre, pero en eso m ismo consiste el interés de mi interpretación, siendo mis pre juicios diferentes a los de los otros. Afirmo que toda interpretación es histórica (o «étnica»), en el sentido de que está d eterm inada por mi pertenencia espacio-temporal, lo cual no contradice el intento de conocer las cosas m ás que en ellas mismas, sino que lo completa. La dualidad (la multiplicidad) quita el sitio a la unidad; el yo p e rm a nece distinto al otro. En el transcurso de la c u a rta fase, me separo otra vez de mí m is mo, pero de una forma m uy distinta. Ya no deseo, ni puedo identifi c arm e con el otro; pero tam poco consigo identificarme conmigo mismo. Podríamos d e scribir el proceso en estos términos: el cono cimiento del otro d epende de mi propia identidad. Pero este conoci m iento del otro determ ina a su vez mi conocimiento de mí mismo. Por otra parte, el conocimiento de sí transform a la identidad de este sí, y el proceso entero, pues, puede volver a empezar: nuevo conoci miento del otro, nuevo conocimiento de si, y así hasta el infinito. ¿Pero este infinito es indescriptible? A pesar de que el movimiento nunca pueda encontrar un fin, existe una dirección precisa, tiende hacia un ideal. Imaginemos esto: he frecuentado durante largo tiempo una cul tura extranjera; esta frecuentación me hace tom ar conciencia de mi identidad; y al m ismo tiempo la pone en movimiento. No puedo m an tener mis «prejuicios» de la m ism a forma que antes, aunque no pre tenda qu ita rm e de encim a ningún «prejuicio». Mi identidad se m an tiene, pero está como neutralizada; me leo entre comillas. La m ism a oposición entre dentro y fuera ya no es pertinente; y el sim ulacro del otro que realiza mi descripción tam poco perm anece sin cambios: se ha convertido en un lugar de entendim iento posible entre él y yo. A través de la interacción con el otro, mis categorías se han transfor mado, de tal forma que se han vuelto hablantes para nosotros dos, y, por qué no, para terceros también. La universalidad, que creía ha b e r perdido, la vuelvo a en c o n trar en otra parte: no en el objeto, sino en el proyecto.
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Las experiencias hum anas son infinitam ente diversas. Lo sorpren dente, frente a este estado de las cosas, no es que queden sentim ientos intraducibies, especificidades incom unicables; sino, todo lo co n tra rio, que, con tal que le pongam os su precio, consigam os com unicarnos y entendernos: de un ser a otro ser, de u n a c u ltu ra a o tra cultura. El desacuerdo cae p o r su p ropio peso; ahora bien, existe el entendi m iento; qu ed a él, pues, p o r explicar. Las cosas no son universales, pero los conceptos pueden serlo: b a sta con no co n fu n d ir los unos y los otros p a ra que perm anezca a b ie rta la vía de la bú sq u ed a de un «sentido com ún».
III LA CONQUISTA VISTA POR LOS AZTECAS
El descubrim iento de América es un acontecim iento único den tro de la historia de la hum anidad: dos grandes m asas de población viven en la ignorancia m utua, y después, .como quien dice de la no che a la m añana, se enteran de su existencia. No ha existido nada com parable en la historia a n te rio r de una u otra m itad del universo: en ellas los descubrim ientos son progresivos y graduales; ni en sus historias posteriores: desde aquel día el m u ndo se volvió cerrado y finito (aunque se hubiera duplicado de dimensiones). Este encuen tro trastocó la existencia de los americanos, pero también, de m ane ra no menos profunda aunque m enos visible, la de Europa, la parte del «antiguo mundo» cuyos habitantes realizaron el viaje decisivo. N uestra historia m oderna empieza, ella también, ese día. Este acontecim iento excepcional ha dado lugar, en Europa, y es pecialmente en España, a descripciones y análisis de un interés ina gotable, a la m edida del acontecim iento mismo: desde los relatos de los viajeros hasta las tentativas de los misioneros para c om prender la cultura de los otros. La ocasión única de describir una civilización muy compleja y completamente independiente de nosotros no se dejó escapar; poseemos así algunas de las páginas m ás interesantes de la historia espiritual de Europa. Estos textos son accesibles, y cono cidos (aunque no tanto como lo merecen). Pero lo que sabem os m e nos es que del otro lado se produjo un fenómeno parecido: la inva sión de América por los europeos dio lugar a una rica literatura cuyos autores son los indios vencidos. Estos textos no sólo tienen un valor excepcional para la historia de las propias Américas, sino tam bién para nosotros, europeos de hoy: po r sus m éritos literarios intrínse cos y, al m ism o tiempo, po r la representación única de nuestros a n tecesores vistos desde juera. ¿Podemos h a b la r de u n a visión com ún a todos estos textos? Es
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verdad que solam ente dos de estos relatos * los tran sm itid o s p o r Sahagún y D urán, cu b ren la to ta lid a d de los acontecim ientos, desde la llegada de los p rim ero s españoles (o incluso antes) h a sta la rendi ción y la m u erte de Q uauhtem oc. Los otros relatos, a p e sa r de que c on sideran toda la h istoria, se entretien en preferentem ente en algu nos de sus episodios: Muñoz C am argo en la travesía de C ortés p o r Tlaxcala, antes y después de su estan cia en México; el Códice R am í rez en la interacción entre españoles y los h ab itan tes de Texcoco, que se sitú a después de la travesía p o r Tlaxcala; el Códice A ubin detalla m ejor las p rim e ra s b atallas en México; los Anales históricos hace lo m ism o con las últim as. Además, independientem ente de las divergen cias in tro d u cid as p o r las m odalidades n arrativas, estos relatos no cu entan del todo la m ism a h istoria. No obstante, es posible a isla r algunos m om entos, o tem as, com unes a todos los relatos aztecas de la conquista, que de este m odo revelan la visión que los indios te nían del acontecim iento.
Los anuncios La p rim era característica sorprendente de estos relatos es que no em piezan p o r la llegada de los españoles, com o hab ríam o s podido esperar, sino m ucho antes, con la descripción de los anuncios de este acontecimiento. El Códice de Florencia, constituido por el franciscano S ahagún a p a rtir de u n a en cuesta m inuciosa, relata ocho prodigios, considerados p o r los aztecas com o signos anunciadores: un com eta, un incendio, el rayo, otros com etas, el borboteo de las aguas del lago, u n a extraña voz de m ujer, un pájaro con diadem a, unos hom bres con dos cabezas. Muñoz Camargo, que debió de conocer los m ateriales de Sahagún, vuelve a to m a r a su vez los m ism os prodigios y les a ñ a de algunos otros que provienen de la tradición tlaxcalteca: otros co m etas, u n a polvareda. El Códice A ubin habla tam bién del descenso de una colum na de piedras. D urán, m onje dom inicano y a u to r de una señalada com pilación, relata con todo detalle tres prodigios so rp ren dentes: el com eta, la piedra p esad a que se niega a dejarse levantar, luego habla, después vuelve ella sola a su lu g ar de origen; la histo ria de un cam pesino levantado p o r un águila que le obliga a q u e m a r el m uslo de M octezum a dorm ido, y a d irigirse luego al palacio. * Los te x to s d e lo s q u e se t r a t a en e s te c a p ítu lo se re fie re n ú n ic a m e n te a la c o n q u is ta d e M éxico: h a n s id o tr a d u c id o s a l f ra n c é s e n R e ía lo s a zte ca s de la c o n q u ista .
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El hecho m ism o de que estos prodigios estén situados en cabeza de los relatos implica que sean c onsiderados como anunciadores de los acontecim ientos contados posteriorm ente. Pero adem ás los rela tos refieren tam bién otras escenas, ligadas o no a las prim eras, en las que ciertos personajes form ulan profecías sobre lo que ocurrirá. En el Códice de Florencia un borracho, pero que sospecham os que es la divinidad Tezcatlipoca, anuncia: «Nunca jam ás existirá Méxi co».1 A los jefes tlaxcaltecas, si nos fiamos de Muñoz Camargo, Ies resulta fam iliar un a antigua profecía según la cual unos hom bres blancos y barbudos, «que llevan unos cascos escarolados como se ñal de mando», vendrán del Este.2 El Códice Ram írez se refiere a una predicción hecha po r el e m p e rad o r de Texcoco, Nezahualpilli, sobre la llegada de los españoles,’ así como a otra, según la cual «Ixtlilxochitl debía s e r el artífice de la ruina de los mexicanos».4 Los anuncios de los acontecimientos venideros tienen uña función im portante en la versión tra n sm itid a por Durán, hasta tal punto que una buena m itad del relato global de la conquista Ies está destina da.5 El punto de p a rtid a es la profecía de Nezahualpilli, relatada aquí con profusión de detalles;6 el cometa en el cielo viene pues a c o n firm a r las declaraciones. En la historia prodigiosa de la piedra pesada, la piedra m ism a se encarga de explicar el sentido del acon tecimiento: «Haced sa b e r a Moctezuma que su poder y su reino se acaban».7 De la m ism a forma, el águila que rapta al cam pesino in terpreta inm ediatam ente este prodigio: «Su poder y altivez se a c er can a su fin».8 Otros personajes se unen a este coro de profecías: «Ya están en m archa los que deben vengarnos de las afrentas y sufri mientos».9 Al final, el propio Moctezuma empieza a profetizar la continuación de los acontecimientos: «Y quiero advertirte algo; sin ninguna duda, todos serem os m atados por estos dioses y los s u p e r vivientes se convertirán en esclavos y vasallos suyos».10 Podríamos interrogarnos prim ero acerca de la veracidad de es1. 2. 3. 4. 5.
6. 7. 8. 9. 10.
C ódice de F lorencia, cap . X III. Ibül., cap. III. C ódice R a m íre z, cap. II. Ib id ., cap. X III. D u r a n , c a p . LX I-LX X . Ibid., cap . LXI. Ibid., cap. LXVI. Ibid., cap. LX V II. Ibid., cap. L X V III. Ib id ., cap. L X X I.
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tos relatos. ¿Sem ejantes profecías realm ente sucedieron? ¿O currie ron esos prodigios? En lo relativo a las prim eras, su precisión a ve ces es tal que la resp u esta p arece fu era de duda: fueron fab ricad as después, con conocim iento de causa; son «prospecciones retro sp ec tivas». El caso es ligeram ente distin to p a ra los segundos: las a p a ri ciones de com etas, o los tornados, o los terrem o to s pudieron m uy bien o cu rrir; pero fue el acontecim iento p o ste rio r —la invasión esp añ o la— el que perm itió c o n stitu irlo s en serie y el que transfor.mó los prodigios en presagios. Lo que los relatos d em u estran es que los indios de Texcoco o de T latelolco creían, en 1550, que la conquis ta h a b ía sido anunciada; sin em bargo, no dem u estran m ientras que lo afirm a n que M octezum a, en 1519, año de la llegada de los españo les, les p re sta ra fe; adem ás, resu lta interesante c o n sta ta r que el rela to m ás antiguo, los Anales históricos, no dice palabra sobre este tema. Pero si no podem os a firm a r la veracidad directa de los relatos so bre este punto, esto no quiere d e c ir que no com porten otro tipo de verdad, de n atu raleza analógica. Los autores de los relatos de la con qu ista eran dignatarios m exicanos, a veces descendientes directos de prín cipes de tal o cual ciudad. Su m anera de co m p ren d er y de expli c a r es lo que podem os conocer com o m ás cercano a la m entalidad de M octezum a y de sus consejeros. R esulta verosím il —aunque no sea verdad— que éstos ya b u sc ara n los signos anunciadores de los acontecim ientos que se estab an produciendo. ¿Cómo in te rp re ta r esta cara c te rístic a de los relatos (que los apro xima, en este punto, a la Odisea o o. La busca del Santo Grial)? Hay aquí un rechazo evidente del acontecim iento totalm ente inédito: sólo puede p ro d u cirse lo que ya ha sido anunciado. Toda la concepción del tiem po de los aztecas favorece el ciclo en d etrim en to de lo lineal, la repetición antes que la diferencia, el ritu a l frente a la im provisa ción. C uando tal acontecim iento llega con todo a producirse —¿y qué cosa m ás inédita que la a p arició n de los españoles?—, se p ro cu rará entonces tra n sp o n e rlo dentro de un esquem a fam iliar p a ra hacerlo inteligible y, de ese modo, al m enos parcialm ente aceptable. Sem e jan te in terp retació n de la h isto ria es un acto de resistencia contra la dom inación española; es un últim o acto de guerra. Y a p e sar de todo, el gesto es am biguo: h a c e r aceptable el acontecim iento ¿no es resignarse ya a aceptarlo? Un episodio que se e n c u en tra en el relato de D urán ilu stra m uy bien e sta actitud. Ya no se tra ta de un presagio ni de una profecía, sino de un relato com pletam ente verídico, realizado a M octezuma por sus em isarios, los cuales han encontrado españoles de la prim era ex
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pedición. ¿Cómo reaccionará el soberano azteca? «Moctezuma se pre g untaba cómo p o dría s a b er quiénes eran aquellas gentes y de dónde venían. Decidió hacer b u s c a r a través de todos los medios a su dispo sición indios ancianos que podrían hacérselo saber, dentro del secre to m ás grande.»11 ¿Por qué motivo, ante este acontecimiento inédito, y bien descrito por sus observadores, hay que consultar a unos indios ancianos, si no porque sólo puede producirse en el presente lo que ya ha existido en el pasado, aunque sólo fuera en forma de predicción? Al relato de esta búsqueda está dedicado el capítulo LXX. P rim e ro Moctezuma hace d ib u ja r un retrato de los españoles, siguiendo las descripciones de los que los han visto; luego, enseña este cuadro a distintos ancianos, pero éstos p erm anecen mudos. Entonces, ensa ya otra táctica: guarda el c uadro en su casa, y pide a los pintores m ás ancianos del reino sus viejos dibujos en los que están representados seres extraños. Nueva decepción: le m uestran hom bres con un solo ojo o con un único pie, hom bres con cola de pez o con cola de cule bra; pero nada que se parezca a los españoles. Descubre entonces a un viejo de Xochimilco, p in to r a la vez que sabio. A la pregunta de Moctezuma responde desplegando una «pintura que me legaron mis antepasados»; como p o r casualidad, se perciben en ella unos seres parecidos en todo a los españoles, salvo que algunos m ontan no ca ballos sino águilas. Moctezuma queda afligido pero al m ism o tiem po casi tranquilizado: sí, la cosa fue predicha. La información concreta es som etida pues al m ism o tratam iento que los prodigios: ella confirm a el c a rá c te r cíclico del tiempo y la repetición de la historia.
La llegada de los españoles La llegada de los españoles es en efecto este acontecim iento a b solutam ente inédito. Muñoz Camargo habla de unos «acontecimien tos tan extraños y singulares, jam á s vistos ni oídos hasta enton ces».12 Una prim era versión del relato en el Códice de Florencia es p a rticu la rm e n te reveladora; empieza así: Ningún conocimiento aquí, verdaderam ente nada, ni palabra se decía acerca de los españoles, 11.
Ib ü i,
cap. L X IX .
1 2 . C a m a r g o , c a p . I.
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antes de que llegaran aquí, antes de que se conociera su repu tación. P rim ero apareció en el cielo un presagio de desgracia, nos asustam os, com o si se tra ta ra de u n a llama... E stas frases se contradicen directam ente, pero es porque una es la resp u esta a la otra: precisam ente porque antes no se sabía nada de los españoles, h a hab id o que c o n stru ir los presagios. Una vez los españoles allí, ¿cóm o los perciben? La ausencia de costum bre prelim inar produce u n a visión que podríam os llam ar «dis tanciada». Los arcab u ces se convierten en «trom petas de fuego», los b arcos en colinas que se desplazan solas, en casas que flotan p o r m e dio de grandes lienzos; los caballos son «corzos», y al p rincipio no se sabe m uy bien si están verdaderam ente separados de los jinetes y si no com en tam bién alim ento hum ano. Tantos objetos que no exis ten en el m undo indio y que son descritos, después de todo, de una m an era b a sta n te plausible. O tras c a ra c te rístic a s de los españoles se evocan con m ucha precisión y revelan especial atención hacia todo lo que es diferente: el colorido de la tez, el color de los cabellos y de la b arb a, la ropa, el alim ento, las arm as. Para nosotros, hoy en día, alg u n as de estas descripciones tienen u n a fu erza excepcional, fuerza debida a la m irad a al m ism o tiem po m uy directa y exterior. El capítulo XV del Códice de Florencia es uno de estos fragm entos de antología: es com o si d ispusiéram os de una cám ara, instalada en las inm ediaciones de la ciudad de México, ap u n tan d o a las tro p as de los co n q uistadores que desfilan lentam ente. O aquellas otras descripciones de este m ism o texto, anteriores, que insisten en la presencia del m etal sobre los cu erpos de los españo les, y los tran sfo rm an progresivam ente en seres sobrenaturales, en e x tra te rre stre s casi podríam os decir; o que evocan los p erro s de los recién llegados de los que se sabe a qué sin iestra m isión serán d esti nados («que fueron de una gran eficacia», escribe con friald ad Mu ñoz Cam argo).13 «Sus lanzas de m etal, sus lanzas en form a de m u r ciélago, e ra com o si lan zaran relám pagos. Y sus esp ad as de m etal o n d eaban com o el agua. E ra com o si resonaran, sus cu erpos de m e tal, sus cascos de m etal. Y aún otros vienen todos de m etal, vienen enteram ente hechos de m etal, vienen lanzando relám pagos. [...] Y sus p erro s vienen guiándoles, vienen delante de ellos, vienen m antenién
13. Ib íd ., cap . V.
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dose a la cabeza, vienen apostándose a la cabeza, vienen jadeantes; su b a b a cae en gotas pequeñas.»14 Pero esta visión «desde fuera» debe prolongarse en interpretación. Y es aquí donde encontram os un nuevo rasgo característico del en cuentro entre indios y españoles: éstos, en un p rim e r momento, se rán tom ados p o r dioses. El Códice de Florencia lo d e m uestra en va rias ocasiones: «Y actuó así, Moctezuma, porque los creía unos dioses, los tom aba po r unos dioses, les rendía culto como a unos dioses. Así eran llamados, eran denom inados los "dioses venidos del cielo”, y los negros fueron llamados los "dioses sucios” ».15 Muñoz Camargo des cribe las d u das de los mexicanos: «Si se tra ta ra de dioses, no d e rri barían nuestros oráculos ni m altra ta ría n a nuestros dioses puesto que serían sus herm anos»; pero, po r otro lado, «eran dioses porque venían m ontados en unos anim ales m uy extraños, nunca vistos ni oídos en el m undo».16 D urán refiere tam bién que los españoles eran llam ados «dioses» y en u n a ocasión lo explica po r la calidad de los barcos: «una obra m ás propia de los dioses que de los hom bres».17 En realidad, esta suposición se vuelve m ás precisa en el Códice de Florencia y en Durán: no se tra ta ría de dioses cualesquiera sino de Quetzalcoatl, dios y rey legendario, expulsado de su trono, que ha bía prometido regresar un día; Moctezuma tomaría a Cortés por Quet zalcoatl, o en cualquier caso por uno de sus descendientes.18 No hay por qué poner en duda la buena fe de los autores de estos relatos: está claro que creían en e sta versión. No es seguro, sin embargo, que tal haya sido el caso del verdadero Moctezuma y de sus allegados: los españoles aparecen po r vez p rim e ra en 1517, m ientras que Quet zalcoatl tendría que h a b e r vuelto en un año Uno-Caña del calenda rio azteca, po r ejemplo 1519; y a dem ás no es el dios m ás im portante del panteón tenochca (otro nom bre de los habitantes de México). Sa bemos en cam bio que el propio Cortés intentó por todos los medios im poner a los mexicanos la sospecha de que él e ra precisam ente ese Quetzalcoatl de regreso: es su m anera de h a b la r el «lenguaje de los otros», y de m anipularlos a través de sus propios mitos. Ahora bien los relatos indios sobre la cuestión se parecen dem asiado a la ver sión dada p o r el m ism o Cortés en sus informes a Carlos V o comuniIb id ., c a p . X I . 15. C ódice d e F lorencia, cap . VIII.
14.
16. C a m a r g o , c a p . I.
LX IX . C ódice de F lorencia,
17. D u r a n , c a p . 18.
cap.
XVI;
D uran, cap.
LXXIV.
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cada p o r su capellán y biógrafo G om ara p a ra que podam os creer que unos sean verdaderam ente independientes del otro. Pero si esta identificación p a rtic u la r está influenciada po r el pro pio Cortés, no o c u rre así con la creencia general en la n atu raleza di vina de los españoles, creencia de la que poseem os testim onios m uy num erosos. ¿Cómo es posible esto? Las frases que evocaban el he cho dab an al m ism o tiem po la explicación: su novedad, su extrañeza, su diferencia, al m ism o tiem po que su su p erio rid ad técnica, hace c lasificar a los recién llegados com o dioses. O tro episodio de D urán ilu stra el nacim iento de e sta creencia. M octezum a envió a b ru jo s y hechiceros p a ra lu ch ar contra los españoles, lanzándoles visiones de pesadilla, provocando enferm edades, haciendo que su corazón se pe trificara. La tentativa de los m agos fracasa, y ésta es su explicación: «Se tra ta b a de personas m uy diferentes de ellos p o r el h u m o r y la com posición. La ca rn e de esos dioses es dura, ningún a rte de m agia puede p e n e tra r en ella y c a u s a r la m ínim a im presión, pues no po d ría n a lcan zar su corazón. Los dioses tenían u nas en tra ñ as y unos pechos m uy oscuros...».19 Se pasa directam ente de «muy diferentes» a «dioses». Los aztecas h ab ían vivido h a sta entonces en un m undo relativam ente cerrado, a p e sa r de la extensión de su im perio; igno ran la a lte rid a d h u m an a radical y, al en co n trarla, utilizan la única categoría disponible, la que adm ite, precisam ente, la extrañeza rad i cal: son dioses. La equivocación no d u ra m ucho tiem po; pero se sitú a en el m o m ento en que los españoles son p articu larm en te vulnerables; al ejer,cer un efecto p a ra liz a d o r sobre los indios que veneran a los recién llegados en vez de com batirlos, ella desem peña una función im por tan te p a ra el desenlace del encuentro. Al m ism o tiempo, o al cabo de poco, o tra im agen de los españoles se im pondrá (pero quizá ya es dem asiado tarde). Los dioses han dem ostrado ser, m uy al co n tra rio, apenas hum anos, m ovidos solam ente po r los instintos m ate ria les. Todos los textos m encionan su «apetito de riquezas» (pero igual m ente se abalanzan vorazm ente sobre los alim entos en el sentido propio), lo que provoca el desprecio de los m exicanos: «Son com o m onos de cola larga que se han apoderado del oro po r todas partes. [...] Pues es bien verdad que tenían m ucha sed, que lo engullían, que se m orían de ganas, que lo q u erían tanto, el oro, com o si fueran cerdos».20 19. D u r a n , cap. L X X I. 20. C ódice d e F lorencia, cap . X II.
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Significativam ente, a e sta descripción le sigue inm ediatam ente otra: «E ra com o si refunfuñaran, y lo que decían, era u n a jerga».21 Los españoles aparecen ante los m exicanos com o seres sim bólica m ente pobres, que no saben apenas h a b la r e ignoran las dim ensio nes sociales y ritu ales de la vida. Les ofrecen el presente m ás p resti gioso, el aderezo de los dioses: lo rechazan con desprecio, no viendo en él m ás que un m ontón de plum as. Les dan finas alhajas: las des truyen p a ra a rra n c a rle s el oro bruto. «Y cuando todo el oro estuvo arrancado, entonces, prendieron fuego, hicieron quem ar, destru y e ron con el fuego los diferentes objetos valiosos. Lo quem aron todo. Y el oro lo m oldearon en ladrillos, los españoles.»22 Y d u ran te una de las p rim eras escenas de hostilidad, la m atanza en el tem plo de México, los co n q uistadores se a rro ja n en p rim e r lu g ar sobre los pro fesionales de la actividad sim bólica: los personificadores de los dio ses, los tam borileros. «En seguida, entonces, rodearon a los que b ai laban; en seguida, entonces, se dirigieron allí donde estab an los tam boriles; en seguida, golpearon las m anos del que tocaba el tam bor, fueron a c o rta r las palm as de sus m anos, las dos; y luego le co r taro n el cuello, y su cuello fue a c a er a lo lejos.»23 En contraste, los m exicanos se representan ellos m ism os (y se nos aparecen a nosotros) com o profundam ente ligados al ritu a l y poco inclinados a im itar los com portam ientos pragm áticos de los esp a ñoles: m ientras que éstos se atra ca b a n gustosam ente con los p resen tes de sus anfitriones, estos últim os, en una ocasión parecida, llevan los alim entos que les ofrecen en procesión, cantando him nos a p ro piados, y los e n tie rra n en el tem plo.24 Y, cuando se apoderan de un cañón, ju n to con o tra s cerem onias, lo sum ergen en el agua del lago.25 Es verdad que, sim ultáneam ente, reprochan a los españoles h acer la g u erra «sin avisar».2'’
Las reacciones de M octezum a Las p rim eras noticias refiriéndose a los españoles llegan a oídos de M octezuma; ¿cóm o va a reaccionar? No nos h a b ría de e x tra ñ ar 21. ¡bit!. 22. 23. 24. 25. 26.
Ibü!., cap. XV II. Ibíd., cap. XX. D uran , cap. LX IX . C ódice de F lorencia, cap . X X X I. Ib id ., cap. X X I.
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verlo fiarse de la in terp retació n de los presagios que le hacen los adi vinos; pero nos acordam os de que, frente a la inform ación factual, su co m portam ien to no cam bia, y que se p recip ita sobre los antiguos m an u scrito s p a ra e n c o n trar en ellos la resp u esta a los nuevos a su n tos. Se p reocupa p o r m an ten erse bien inform ado sobre las idas y ve nidas de los españoles, pero al m ism o tiem po su com portam iento no anim a a los m ensajeros ni a los intérpretes: cuando la inform ación o su sentido no le gustan, echa al calabozo a sus autores, o los hace perecer, cosa que hace que se echen a trá s eventuales nuevos candi datos. Y se a su sta de m odo p a rtic u la r cuando se en tera de que los españoles, aparentem ente, piden continuam ente noticias sobre él, com o si su ú n ica finalidad fu era la de inform arse. D ecir que M octezum a e stá m olesto a cau sa de las noticias refe rentes a los españoles es d e c ir poco; e stá sum ido en un estado de estupor. «Y cuando M octezum a oyó aquello, quedó extrem adam ente horrorizado, com o si estuviera m edio m uerto; su corazón estaba ato r m entado, su corazón e stab a descom puesto.»27 «M octezuma, una vez hubo oído, inclinó la cabeza, se quedó sentado sencillam ente incli nand o la cabeza; bajó el cuello, se quedó sentado bajan d o el cuello; ya no dijo n a d a m ás; sencillam ente se quedó sentado com o un enfer mo, ab atid o m ucho rato, com o si estu v iera anonadado.»28 Se siente sacudido h a sta lo m ás hondo de sí m ism o: «¡Ay! antes de ese día, yo, existía. E stá bien h erid o de m uerte, mi corazón... ¿Dónde está el ver dadero, ¡oh! nuestro señor?».29 D urán lo m uestra tam bién, al recibir las noticias, sum ido en un profundo silencio, «como m u erto o m udo».30 ¿Por qué esta p arálisis? El hecho m ism o de que los españoles h a yan podido p o n er pie en la co sta m exicana parece h a b e r d e te rm in a do, p a ra M octezum a, el sentido de la a c titu d a m antener: ante el he cho radicalm ente nuevo, no hay reacción posible, pues este hecho, p o r su m ism a existencia, significa el desm oronam iento del antiguo sistem a de pensam iento, en el in te rio r del cual es inconcebible. No qu ed a m ás que resignarse: «¿Cómo se h a podido p ro d u cir esto? ¿De dónde nos han venido e stas calam idades, estas an gustias y estos to r m entos? ¿Q uiénes son estas gentes que llegan? ¿De dónde vienen? ¿Quién les ha conducido a estos lugares? ¿Por qué no o currió en tiem 27. 28. 29. 30.
Ib íd ., Ib íd ., Ib íd ., Ib íd .,
cap. cap. cap . cap.
VII. X III. VI. L X IX .
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pos de nuestros antepasados? No hay otro remedio, señores míos, que p re p a ra r a vuestros corazones y a vuestras alm as p a ra s u frir pacien tem ente vuestro destino, pues e stá llam ando ya a v u estras p u e r tas».3' Tal es el discurso que M octezum a dirige a los otros reyes m e xicanos. ¡Si al m enos la cosa se h u b iera producido en tiem pos de los antepasados! El e stu p o r trad u ce pues la resignación y el fatalism o. M octezu m a decide dejarse m orir, quiere esconderse en lo m ás recóndito de u n a cueva, que es u n a especie de transición hacia el m undo del m ás allá; prefiere ver los m alos au g u rio s realizarse antes que vivir en la incertidum bre, y pide a sus em isario s que se dejen com er p o r los re cién llegados, si éstos lo desean. La m ism a existencia de los españo les, im prevista, es la p ru e b a de su su p erio rid ad . «Lo que ha sido de term inado, nadie puede evitarlo»; «no puede uno su stra erse a los decretos del destino».32 E sta actitu d no está ú nicam ente reservada p ara M octezum a. El Códice de Florencia describe a la población en tera com o p aralizada e inm ovilizada por el dolor. Lloran cuando se ven,33 se esconden en las casas.34 «Los m exicanos estab an m uy asu stados, tenían m uchí sim o miedo, estab an llenos de estupor. Un gran m iedo se había di fundido, el m iedo se extendía; nadie se atrevía ya a em p ren d er cosa alguna; com o si hu b iera allá u n a bestia feroz, com o si la tie rra e stu viera m uerta.»35 Muñoz C am argo explica que «los indios no qu ed a ron tu rb a d o s p o r el tem or a p e rd e r sus tierras, sus reinos o sus bie nes, sino p o r la ce rtid u m b re de que el m undo h ab ía llegado a su fin, de que todas las generaciones debían d e sap a re ce r y perecer, pues to que los dioses habían b ajad o del cielo y que no se podía p e n sar m ás que en el acabam iento, la ru in a y la d estrucción de todas las cosas». Este estado de e stu p o r parece ten er su origen en la novedad precisam ente, en la ininteligibilidad de las cosas acaecidas: «E iban así, perdidos y tristes, sin sa b e r qué p e n sar de acontecim ientos tan extraños y singulares, jam á s vistos ni oídos h asta entonces».36 Durán tam bién nos da conocim iento de las llam adas a la sum isión y de la convicción general de que los dioses antiguos habían m uerto. Cuando M octezuma se inclina por una oposición m ás activa frente 31. 32. 33. 34. 35. 36.
D uran , cap. LXXI1I. Ib U l, cap . LXVII. C ódice d e F lorencia, cap. IX. lb ld ., cap . XIV. Ib íd ., cap . X V III. C amargo, cap. I.
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a los españoles, todavía recurre a los brujos y adivinos. Les pide que , les echen u n soplo, que los fascinen p a ra que se pongan enfermos o p a ra que se les quite la idea de venir;37 pero los brujos se decla ran im potentes y confirm an la su p e rio rid a d de los nuevos dioses: «Declararon que eran unos dioses contra los cuales su poder se quebrantaba». Ignoran que los españoles reconocen m uy bien el po der de los sortilegios: «A veces, veían sa lta r p o r el patio cabezas de hom bres; otras veces, veían avanzar u n pie y un m uslo o bien cadá veres rodando. [...] Y fue un c o n quistador religioso quien me habló de estas visiones, m ucho antes de que esta historia me la diera a conocer, horrorizándose todavía de las cosas que vio en aquella época».38 Moctezuma continúa pues reaccionando dentro de la esfera cuya pertinencia, en cambio, está en entredicho a causa de la llegada m is m a de los españoles; y la ausencia de c u a lq u ier resultado palpable en sus em presas lo confirm a en su resignación, o lo m antiene en un estado de perplejidad. Así pues, a lterna acciones de sentido contra rio, unas veces enviando encantadores, otras ofreciendo hospitalidad a esos dioses. Pero parece ser que la actitud benévola predom ina, de tal form a que al final de su vida una nueva fracción de la opinión pública m exicana lo acusa de haberse vuelto, injuria su p re m a para los viriles aztecas, la m u je r de los españoles; m ientras que otras ver siones lo representan incluso convertido al cristianismo.
Las disensiones in te rn as A principios del siglo XVI México no es un Estado homogéneo sino un conglom erado de poblaciones dom inadas po r los aztecas de México-Tenochtitlán; dom inación reciente y frágil en algunos casos. Además, frecuentemente las relaciones entre poblaciones vecinas son hostiles. De ahí que la llegada de los españoles provoque una serie de reacciones contradictorias, las cuales, consideradas en su totali dad, favorecen la causa de Cortés. Por ejemplo, los tlaxcaltecas, exte riores al im perio azteca, sufren constantem ente sus agresiones; gus tosam ente pues se pondrán al servicio de Cortés. Los habitantes de Teocalhueyacan también se quejan: «Moctezuma y los mexicanos nos traen desgracia, nos atorm entan muchísimo. ¡Hasta nuestra nariz ha 37.
C ódice d e F lorencia, LXXV.
38. D uran, cap .
cap.
V III;
D uran, cap.
L X X I.
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llegado n uestra miseria!».39 Y otro jefe declara: «¡Que los tenochcas sean aniquilados po r separado pues!».40 Todos los viejos rencores despiertan con el paso de los españoles. Una gran rivalidad opone las vecinas ciudades de Tlaxcala y Cholula: la llegada de Cortés será la ocasión de u n a venganza de los habitantes de la p rim e ra sobre los de la segunda, motivada en la crónica de Muñoz Camargo, que es de Tlaxcala, p o r los gestos hostiles de los cholultecas. Dentro m ism o de cada población, de cada ciudad, reina el desa cuerdo. En México, M octezuma así como Q uauhtem oc reciben con sejos contradictorios. Los m exicanos tan pronto ejecutan a los jefes locales que se han atrevido a oponerse a Cortés, como persiguen a aquellos que sospechan, a veces sin razón, que son sus colaborado res. En Tlaxcala, en Texcoco, estallan conflictos parecidos. Ixtlilxochitl, príncipe alejado del p o d e r p o r un medio herm ano, es uno de los prim eros en convertirse; al enterarse de ello, su m a d re «le pre guntó si no había perdido el juicio y le reprochó haberse dejado ven cer en tan poco tiempo por un puñado de bárbaros. Don H ernando Ixtlilxochitl le replicó que si ella no hubiera sido su madre, su res puesta h a b ría sido a rra n c a rle la cabeza de los hom bros y que se h a ría cristiano tanto si ella q u e ría como si no».41 Gracias a su sistem a de información, Cortés se entera m uy pron to de la existencia de disensiones internas y decide aprovecharse de ellas: «había encontrado lo que deseaba, a saber, esta discordia»;42 y le vemos cultivarla cuidadosam ente, uniendo así a su causa una población tras otra: «El buen M arqués no renunciaba tam poco a ga n a r esas naciones y enviaba em bajadas y m isiones pa ra declararles que venía para liberarlos de la tiranía y del yugo mexicanos».43 En el transcurso de la últim a fase de la guerra, una im presionante a r m ada de indios se pondrá al servicio de Cortés p a ra lu ch a r contra los mexicanos. El Códice R am írez se detiene en un a escena bien sig nificativa en la que H ernando Ixtlilxochitl d e rrib a los ídolos a los que había venerado hasta hacía m uy poco: «Cortés se apoderó de la m áscara, don H ernando cogió p or los cabellos al ídolo que a doraba no hacía m ucho y lo decapitó. Con la cabeza colgando de su brazo, la m ostraba a los mexicanos y les decía con u n a voz vibrante: "Ved 39. 40. 41. 42. 43.
C ódice de F lorencia, c ap . X X VI. A n a le s h istó rico s. C ódice R a m íre z, cap . III. D uran , cap. L X X III. Ibid., cap. LXXV I.
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v uestro dios y su poco poder; reconoced v u estra d e rro ta y recibid la ley de Dios, único y verdadero” ».44 Los relatos de los indios d escrib en estas disensiones y m uchas veces las lam entan; sin em bargo, incluso sin saberlo, d em u estran la violencia de estos odios fra tricid a s, puesto que a d o p tan siem pre, lo hem os visto, el punto de vista del p a trio tism o local, y que incluso diez, veinte o tre in ta años después de la conquista, p ro cu ran ec h ar la cu lp a al vecino. «En esos tiem pos, los tenochcas v inieron a escon derse aquí, a Tlatelolco. [...] Pero los tlatelolcas, entonces, se fueron allá, a Tenochtitlán, p a ra pelearse.»45 «Y d u ran te todo el tiem po en que fuim os com batidos, p o r n in g u n a p a rte se dejó ver el hom bre de Tenochtitlán, p o r ningún cam ino de aquí [...]. Sencillam ente, p o r to das partes, aquello dependía de n u estras com petencias, las de los tla telolcas.»46 F rases trág icas que sus autores em iten sin sa b er qué p a rte tuvieron en el desenlace final del com bate los sentim ientos de los que proceden.
El enfrentamiento En las p rim e ra s b atallas los españoles se oponen no a los h ab i tantes de México sino a los de otras ciudades m ás cercanas de la costa atlántica. El Códice de Florencia relata uno de estos encuentros como u n a v ictoria total de los in tru so s. «Pero, a esos otom is, a esas gentes de Tecoac, los españoles los han a rru in a d o enteram ente, los han ani quilado com pletam ente, los han aplastado, los han hecho papilla.»47 D urán describe u n a especie de com bate sin g u lar que parece proce d e r directam ente de las novelas de caballería: dos caballeros se lan zan contra dos indios guerreros a pie; pero, en el últim o instante, cada uno de los indios rebota de lado y m ata el caballo lanzado contra él, neutralizando así a su adversario.48 Pero, esta vez tam bién, las es p ad as de m etal, los arcabuces, los cañones term in an po r d a r la vic to ria a los españoles. M uñoz C am argo cu en ta u n a sin g u lar táctica m ilitar, p u e sta a punto p o r los cholultecas. «Según la leyenda, cu a n do el r e v e s tim ie n to de la s p a re d e s se d e s c o n c h a b a , el 44. 45. 46. 47. 48.
C ódice R a m íre z, cap. XIV. C ódice d e F lorencia, cap. X X X II. A n a le s h istó rico s. C ódice d e F lorencia, cap. X. Ibíd., cap. L X X II.
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agua em pezaba a rezum ar p o r las hendiduras; y p a ra no p erecer aho gados, sacrificab an niños de dos o tres años y, con su sangre am asa da con cal, hacían u n a especie de revoque p a ra o b s tru ir las fugas. [...] Los cholultecas afirm aban que si sufrían reveses en la guerra con tra los tlaxcaltecas o los dioses blancos, desco n ch arían los m uros, y las fuentes que b ro ta ría n de las g rietas aho g arían a sus adversa rios.»49 Pero serán los propios cholultecas los que perecerán ahoga dos en su sangre, ya que allí fue donde los españoles sellaron su p ri m era gran m atanza. Las hostilidades a b ie rta s con los m exicanos com ienzan en o tra m atanza, la de la nobleza tenochca en el tem plo, d u ran te la fiesta de U itzilopochtli. C ortés ha ido a lu ch a r c o n tra las tro p as de otro espa ñol, Pánfilo de Narváez; Alvarado, que se ha quedado a cargo de la guarnición de México, «autoriza» el desarro llo de la fiesta, luego en cie rra a los p articip an tes d esarm ad o s y los exterm ina. Los relatos indios han conservado un intenso recuerdo de estos acontecim ien tos. «Algunos fueron acuchillados p o r d etrás y al m om ento sus tr i pas se dispersaron. A algunos, les p artiero n la cabeza a trozos, les m olieron la cabeza, se la redujeron a polvo. Y, a otros, los golpearon en los hom bros, vinieron a agujerear, vinieron a p a rtir su cuerpo. [...] Y, entonces, en vano co rrían . Sólo an daban a gatas a rra stra n d o las entrañ as; era com o si los pies les q u ed aran ag arrad o s cuando que rían huir. No podían ir a ninguna parte.»50 D urán im agina en aquel m om ento u n a intervención divina, pero no del lado que podríam os esperar: el Dios de los cristia n o s se m ete en el asunto precisam ente porque condena el gesto de sus celadores y Ies salva de la m uerte p a ra que tengan tiem po de expiar sus pecados.51 El siguiente tiem po fuerte es la m u erte de M octezuma. En los re latos indios de la resistencia, este e m perador de com portam iento am biguo no es un héroe. Los españoles —a p e sa r de que han adm itido su resp o n sab ilid ad — ap u ñ alaro n a M octezum a a escondidas, y lue go devolvieron su cu erp o a los m exicanos. Según el Códice de Flo rencia, éstos disponen una crem ación som era (en co n traste con la de otro jefe mexicano); y el cuerpo de Moctezuma, precisa el texto, «apes taba m ientras ardía».52 El Códice Aubin presenta una escena m ás di vertida: cargan el cadáver a espaldas de un m exicano que lo lleva a 49. C a m a r g o , cap. V. 50. C ódice de F lorencia, cap . X X . 51. Ib íd ., cap. LXXV. 52. Ib íd ., cap. X X III.
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un p rim e r sitio: vienen a verlo, pero se niegan a aceptarlo. Un segun do lugar, u n tercero, y siem pre el m ism o resultado. Cansado de lle var aquel cuerpo sin sepultura, el p o rta d o r llega a un cuarto lugar y grita: «¡Ahí está el pobre Moctezuma! ¿Voy a p a sa rm e la vida lle vándolo sobre mi espalda?». Entonces el cuerpo será aceptado y que m ado sin ninguna ceremonia. Los españoles huyen de la ciudad durante la Noche triste, y des pués, al cabo de casi u n año, vuelven con nuevos refuerzos de indios aliados, y llevan con ellos rápidos bergantines, que van a dom inar el com bate en las aguas del lago que rodea México. La batalla final d u ra todavía unos cuantos meses. Los relatos indios refieren varios episodios significativos. Unas veces relatan las hazañas de un gue rrero especialm ente valeroso, parecido al Diomedes de la litada: se tra ta de Tzilacatzin, en el Códice de Florencia,53 o tam bién del lado de los aliados de Cortés, de Ixtlilxochitl (Códice Ramírez). Otras ve ces se tra ta de las desdichas de los asediados, que padecen m ás de ha m b re y sed que de los asaltos de los españoles; una elegía, que se conserva en los Anales históricos y quizá contemporánea de estos mis mos acontecimientos, evoca fuertem ente esta experiencia: Los escudos han podido protegernos, pero en vano han querido p o b lar la soledad con escudos. Hem os comido la m adera coloreada de tzompantli, hem os m asticado gram a de barrilla, la arcilla de los ladrillos, lagartos, ratones, polvo de revoque, y parásitos. [...] El oro, el jade, los m antos de algodón, las plum as de quetzal, todo lo que es valioso no contaba pa ra nada. La tenaza que los españoles hacen alrededor de la ciudad se va e strechando y los mexicanos van cediendo terreno, casa tras casa. Las últim as tentativas pa ra im p resionar a los españoles son p a rti cularm ente emocionantes. Q uauhtem oc vuelve a s a ca r un vestido de gala que le ha legado su padre, antiguo em p e rad o r de los mexicanos, y viste con él a un com batiente intrépido antes de soltarlo a los espa53. Ib id ., cap. X X X II.
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ñoles. «Y, cuando nu estro s enem igos lo vieron, fue com o si u n a m on tañ a se h u b iera derrum bado. Todos los españoles estab an e sp an ta dos.»54 Pero el resultado de la g u e rra no puede cam biar. D urán re fiere o tra a stu cia de Q uauhtem oc: «Q ueriendo h a c er cre e r a los españoles que no le faltaban hom bres ni fuerzas p a ra defenderse, pi dió a las m ujeres de la ciudad que v istieran ropa de hom bre y que, de buena m añana, e m p u ñ a ran las a rm a s y los escudos, que su b ie ran a las terraz a s de las casas y que les hicieran gestos de d esp re cio».55 En un p rim e r m om ento la estratag em a tiene éxito; pero poco después se descubre la verdad, y la avanzada de los españoles conti núa, inexorablem ente. El últim o acto del d ram a es la rendición de Q uauhtem oc. Los re latos ab u n d an en detalles precisos. Q uauhtem oc tan sólo va vestido con un ab rigo desgarrado. C ortés lo m ira, «luego ha alisado los ca bellos de Q uauhtem oc».56 Cosa que no le im pide, poco después, so m eterlo a to rtu ra , quem ándole los pies, p ara averiguar el lu g ar don de está escondido el tesoro de Moctezuma. Para escap ar a las m iradas concupiscentes de los españoles, las m ujeres indias se cubren la cara con barro, y se visten con harapos. Los españoles hacen estragos: los jefes prisioneros serán colgados o abandonados a los perros para que los devoren. El hedor de los cadáveres es tal que da asco a los espa ñoles, los cuales «se tapaban todos la n ariz con ropas blancas y muy finas».57 « Y sim plem ente, y para siem pre, la batalla finalizó.»™
El sen tido de la h isto ria ¿E sta derro ta y esta destrucción tienen algún sentido o son m ues tra del puro absurdo? Como los transm isores, a veces incluso los na rrad o res de estos relatos, son cristianos, no nos so rp ren d erá encon tra r en ellos una interpretación de la historia de inspiración cristiana. Ella no ju stifica los daños causados por los españoles, sino el resu l tado final del encuentro. «La voluntad divina era la de salvar y libe ra r a esas m iserables naciones de la intolerable ido latría que los ce 54. 55. 56. 57. 58.
C ódice de F lorencia, cap. X X X V III. D u r a n , cap. L X X V II. C ódice d e F lorencia, cap. XL. Ibíd. Ibíd., cap. X X X V III.
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gaba.»59 Dios se ha dignado aceptar, por decirlo así, el regalo que le h acían los españoles, a p e sa r de que condenaba su m an era de proce der. M uñoz Camargo, p o r su parte, da a conocer, en el capítulo IV de su H istoria de Tlaxcala, los verdaderos debates ideológicos que ten ían lu g ar en tre españoles y m exicanos (pero después de la con quista, en realidad, y no entre C ortés y los jefes tlaxcaltecas); la im posición de la fe c ristia n a d a u n sentido a la cruel h isto ria de la con quista. ¿Podem os ten e r acceso, a través de estos m ism os textos, a o tra resp u esta a la m ism a pregunta, que pueda ser m ás auténticam ente india? Algunos fragm entos del Códice de Florencia y del relato de D urán p erm iten vislu m b rarla: establecen la culp ab ilid ad de M octe zum a, considerado com o el resp o n sab le del desastre, fuera de cu al q u ier referencia al código cristiano. «Ha actu ad o verdaderam ente m al, h a ab andonado al hom bre del pueblo, ha d e stru id o al señor», m anifiesta el borracho-profeta en el Códice de Florencia-60 Y el águi la que raptó al cam pesino a firm a igualm ente: «Él m ism o ha desen cadenado las desgracias que van a golpearle».61 Pero ¿cuál es exac tam en te la cu lp a de M octezum a? Antes que n ad a los textos parecen rep ro ch arle su orgullo. D urante la crem ación de su cuerpo, m uchos recu erd an con severidad su desdén hacia los que le rodeaban.62 El águila lo describe de e sta m anera: «ebrio y lleno de orgullo, él que d esprecia al m undo entero»; y el m ism o n a rra d o r evoca «su dem o n íaca soberbia, un orgullo tan d esm esurado que ya ni tem ía el po d er de los dioses».63 ¿En qué consiste ese orgullo? Parece que la p ru eb a m ás patente viene d ad a por la actitu d de M octezum a respecto a los m ism os espa ñoles: se les resiste dem asiado, no se m u estra suficientem ente resig nado. En este sentido a p u n ta el borracho: «¿Qué queréis todavía? ¿Qué esp era aú n M octezum a?»64 O la p ied ra que se niega a se r m o vida: «No quiera él oponerse al destino».65 Todo el episodio de la pie dra lo dem uestra: el orgullo de M octezum a consiste en q u e re r a c tu a r de m otu propio, en no som eterse lo bastante a las señales de los dioses. S em ejante resp u esta es b a sta n te paradójica. No existe ninguna 59. D u r a n , cap. LX X V I. 60. Ib íd ., cap. X III. 61. D u r a n , cap. LX V II. 62. C ódice d e F lorencia, cap. X X III. 63. D u r a n , c ap . LXX. 64. C ódice d e F lorencia, cap. X III. 65. D u r a n , cap . LXVI.
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salida a c e rta d a p a ra e sta situación. Si se somete, M octezum a provo ca la v ictoria de los españoles p o r sim ple debilidad; y, si resiste, la provoca tam bién, aunque haciendo un rodeo a través de la ira de los dioses. Dado que la a p arició n de los españoles en la costa a tlán tica no hubiera podido producirse sin el consentim iento de los dioses, ella m ism a lleva el germ en de toda la continuación; los españoles se que d a rá n aquí porque ya están aquí. La p u ra sucesión de los actos, a la m an era del César, no b a sta p a ra explicar los acontecim ientos: ¿los españoles han llegado y han vencido? No: han vencido porque han llegado. El lector de hoy en día h a b ría podido p e n sa r que la cau sa de la d e rro ta de M octezum a e sta b a en lo que le distinguía de los españo les: su fatalism o, la lentitud de su adaptación, la incapacidad para im provisar y to m ar iniciativas personales. Los relatos indios dan la resp u esta co n traria: precisam ente aquello que le aproxim a a los es pañoles es el m otivo de su perdición: su falta de fatalism o, su deseo de a c tu a r fuera de los códigos establecidos. Así, al so sten er la cu lp a b ilidad de su propio em perador, los relatos niegan de hecho la nue va ideología que traen los españoles. Su m ism a existencia se convierte en un acto de oposición a la conquista —ya no m ilita r sino e sp iri tu a l— que México sufre. M octezum a h a sido castigado p o r h ab er fal tado al esp íritu tradicional indio que los relatos, ellos, afirm an bien alto. D ar un sentido tal a la co n q u ista-d erro ta es, al m ism o tiempo, su p erarla. A sustado po r los presagios de desdicha, M octezum a decide ase g u ra r su recuerdo p ara la eternidad; se dirige entonces a los hábiles escultores de su reino, y les pide que tallen su im agen en la roca de Chapultepec. «Fue a ver su e sta tu a cuando le an u n ciaro n que estaba acab ad a y empezó a d e rra m a r lágrim as, lam entándose así: "Si nues tros cu erpos fueran tan d u rad ero s en esta vida com o este retrato de piedra que su b sistirá h a sta la eternidad, ¿quién tem ería la m uerte? Pero ya veo que voy a m o rir y que éste es el único recuerdo que que d ará de m í”.»66 M octezuma se equivoca o tra vez, no al creerse m ortal, sino al im a g in ar la etern id ad de la im agen de piedra. La p rim era preocupación de los españoles, una vez se hayan hecho dueños de México, será eli m in a r todas las señales de la grandeza p reté rita de los m exicanos, la cual h a b ría podido in citarlo s a sublevarse: los tem plos serán de rrib a d o s y las e sta tu as de pied ra destrozadas. Sin em bargo, se pre 66. Ibíd.
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servó el n om bre de M octezuma y la saga de sus com patriotas y n u n ca se les olvidará gracias, no a la piedra, sino a las palabras que cap taron el acontecimiento, a los relatos que ha n sabido transmitirlo. Lección que conocía, p o r lo que parece, otro pueblo de las pirám i des, tal como lo cuenta un p apiro egipcio de la XIXa dinastía ramsida: Más útil es u n libro que u n a estela grabada o que u n m u ro sólido. Sirve de tem plo y de pirámide, p a ra que el nom bre sea proclamado. El hom bre perece, su cu e rp o se vuelve polvo, todos sus sem ejantes retornan a la tierra, pero el libro h a rá que su recuerdo sea transm itido de boca en boca...
IV LA CONQUISTA VISTA POR LOS FRANCESES
En España, principal país com prom etido en la conquista, y des de el siglo XVI, se observa u n a gran variedad de posiciones así como una prolongada reflexión relativa a los acontecim ientos que se van desarrollando. Los debates alcanzan su punto culminante, quizás, en el enfrentam iento público de dos opiniones extremas, que tiene lu gar en 1550, en Valladolid. Son m antenidas po r dos personajes de talla. Por un lado, Bartolom é de Las Casas, dominicano, infatigable defensor de los indios y denu n c ia d o r de los crím enes realizados por los conquistadores. Por el otro, Ju an Ginés de Sepúlveda, hom bre de letras, tra d u c to r y c o m entarista de Aristóteles, defensor de la supe riorid ad intrínseca de la E uropa cristiana y abogado de la conquis ta en nom bre de los valores de su civilización. Hoy en día para nosotros la elección entre esas dos posiciones parece fácil de realizar: ¿quién no preferiría a pelar a la generosidad de Las Casas antes que a lo que se nos aparece como el racismo de Sepúlveda? Sin embargo, si seguim os la controversia hasta el final, nos dam os cuenta de que las cosas no son tan sencillas. Las Casas afirm a la igualdad de principio de todos los pueblos; pero no renun cia por ello a su convicción de la su perioridad de la religión cristia na, que es la suya; se decanta pues por a trib u ir a los indios las c aracterísticas de cristianos ideales. Dicho de otro modo, su iguali tarism o le conduce a un asim ilacionism o inconsciente; y la imagen de los indios que se encuentra en sus obras es relativamente pobre (a pe sar de que acum ula u na m asa im presionante de hechos), ya que tiende a dejar de lado todo lo que contradice su proyecto apologéti co, y a in te rp re ta r sus observaciones d entro de una óptica cristiana. Sepúlveda, por su parte, está al acecho de las diferencias, ya que ne cesita pruebas para su tesis de la superioridad de los europeos; pone el acento naturalm ente en aquello que Las Casas ha dejado en la som bra: la ausencia de e scritu ra fonética, de anim ales de tiro, de mone-
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da; los ritos de sacrificio o de canibalismo. Pero sus prejuicios euro peos le im piden ir m ás lejos en esta vía, y se contenta con u n rá pido retrato negativo. Por razones totalmente distintas, el conocimien to de los indios que se p o d ría deducir de sus escritos es al m enos tan poco satisfactorio como el que hallábam os en la obra de Las Casas. No se trata, m ás de cuatrocientos años después de los hechos, de de c la ra r em pate entre los adversarios de antaño: la actitud de Las Casas es incontestablem ente m ás digna de admiración, y los miles de páginas que ha consagrado a los indios pesan evidentem ente m u cho m ás que las pocas hojas que Sepúlveda nos ha dejado. Pero las am bigüedades que están presentes en un a y otra posición incitan a la reflexión. A p e s a r de todas las diferencias que los separan, el asim ilacionism o generoso de Las Casas y el etnocentrism o orgulloso de Sepúlveda convergen hacia el m ism o punto, que es la ignoran cia de los indios mismos. Si proyectamos nuestro ideal en el otro, no correm os m enos riesgo de desconocerlo que si lo proyectamos en no sotros mismos. O tam bién: la a c titud igualitarista sufre la am enaza de verse tran sfo rm ad a en a firm ación de identidad; la percepción de las diferencias corre el riesgo de enredarse en la afirm ación b ru ta l de la su p e rio rid a d de u n a c u ltu ra sobre la otra. Al m ism o tiempo, nos dam os cuenta de que el conocimiento no es u n a a ctitud neutra, que nos p odríam os oponer en bloque a los juicios de valor emitidos p o r los otros: p o r sus determ inaciones y sus consecuencias, éste se encuentra estrecham ente unido a la posición ética que se asum e y a los valores que se elogian. La ciencia no se opone a la moral, pues to que existe u n a m oral de la ciencia. El antagonismo entre Las Casas y Sepúlveda tiene el inconveniente de ser dem asiado extremado: sus posiciones son hiperbólicas y no facilitan la percepción de los matices. Saldríam os ganando, quizás, a este respecto, si nos alejáram os un poco en el tiempo, pero tam bién en el espacio, trasladándonos de E spaña a la vecina Francia. Los filósofos y los m oralistas franceses frecuentem ente han tom ado la conquista de América como tem a de sus reflexiones; y aquí voy a de dicarme al análisis de dos de ellas, porque me parecen al mismo tiem po complejas y representativas: se tra ta de las de Montaigne y las de Montesquieu.
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M ontaigne h a analizado la conquista de México (y de Perú) en su ensayo «Des coches»,1 que recibe desde hace cuatro siglos la a d m i ración de los anticolonialistas. Uno de ellos, el h istoriador CharlesAndré Julien, resum e así la opinión común: «A través de esas pági nas generosas y tan profundam ente hum anas, entre las m ás bellas que se han escrito, se a firm a con u n a fuerza sin igual la tradición francesa de la defensa de los oprim idos contra los fuertes».2 Y, de hecho, ¿Montaigne no expresa claram ente su condenación de los con quistadores españoles, su p e s a r p orque la conquista se haya p rodu cido? «¡Tantas ciudades arrasadas, tantas naciones exterminadas, tan tos millones de gentes p a sadas a cuchillo, y la m ás rica y herm osa parte del m undo tra s to rn a d a p o r el negocio de las perlas y de la pi mienta! ¡Mecánicas victorias!» Sin embargo, al leer el ensayo de Mon taigne, se descubren algunas dificultades pa ra adherirse a esta in terpretación. No puede de ja r de sorprendernos, en p rim e r lugar, el hecho de que M ontaigne parece d u d a r entre dos posiciones contradictorias a simple vista. Tomemos p o r ejem plo las cuestiones relacionadas con la civilización tecnológica y m aterial. Por un lado, M ontaigne o b se r va la falta de tino característica de los indios, a propósito de la cons trucción de las carreteras: «No tenían otro m edio de transporte que la fuerza de los brazos, a rra s tra n d o la carga; ni tan siquiera el arte del andamiaje, ni conocían o tro ardid que el de levantar tanta tierra contra su edificio como alto fuera éste, para q u ita rla luego». Pero por otro lado a firm a a la vista de sus colecciones botánicas y zooló gicas, de la belleza de sus ciudades y de la delicadeza de su a rte s a nado que «tampoco nos iban a la zaga en la industria»; y las m ism as carreteras le inspiran este juicio: «Ni Grecia, ni Roma, ni Egipto pue de, sea en utilidad, o dificultad, o nobleza, c o m p a ra r ninguna de sus obras con el cam ino que se ve en Perú»; la «nobleza» parece referir se aquí no sólo a la altura de la inspiración moral, sino tam bién a la perfección técnica. Ocurre lo mismo con las descripciones concernientes al plano mo ral. P o r u ñ a parte M ontaigne escribe: «¡Que no haya cabido a Alejan dro, a los griegos y rom anos antiguos tan noble conquista, y tan gra1. M ontaigne , M. De, E ssa is e n O c u vrcs c o m p lé te s, G a llin ia rd , 1967, III, 6. 2. J u lien , C. A., I ¿ s voyages d e d é c o u v e r te e l les p r e m ie r s é ta b lis s c m c n ts ( X V X V I's.), PUF, 1948, p á g . 418.
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ve alteración de tantos im perios y pueblos que no haya venido a m a nos que hubiesen pulido y desbrozado suavemente lo que de salvaje había, confortando y fom entando las buenas semillas que allí e cha ra la naturaleza y mezclando no sólo al cultivo de las tierras y al o r nato de las ciudades las artes de po r acá, en cuanto fuesen necesa rias, sino tam bién las v irtudes griegas y ro m anas con las originales del país!» Debemos co m p re n d er que esos pueblos no poseen todas las virtudes necesarias y p e rm anecen —en p a rte — salvajes; y que un a intervención de tipo colonial sería deseable, con la condición de que fuera conducida po r los que detentan dichas virtudes. Pero al m ism o tiem po M ontaigne nos a segura que «nada nos debían en cla ridad de espíritu natural y en pertinencia», que incluso nos su p e ra b a n «en cuanto a devoción, observancia de las leyes, bondad, libera lidad, lealtad y franqueza»; y que, en lo que concierne a «atrevimiento y valor», «firmeza, constancia, resolución contra los dolores y el ham bre y la m uerte», los podríam os situ a r totalm ente en el m ism o pla no que los «más famosos ejem plos antiguos de los que tenem os m e m oria en este m undo nuestro». Pero, ¿estos «antiguos» no son los m ism os que los griegos y los rom anos evocados en otras partes?; ¿y qué son sino virtudes las que se hallan aquí enum eradas? Finalmente, nos cuesta bastante decidir si M ontaigne considera a estos pueblos como pertenecientes a la infancia de la hum anidad o no. Es u n mundo, escribe, «tan nuevo y tan niño que todavía le es tán enseñando su a, b, c»; «hallábase aún desnudo en el regazo, y no vivía m ás que m erced a su m ad re nutricia»; «era un m undo niño»; son «¡almas tan nuevas, tan ansiosas de a p re n d e r y que tenían, las más, tan herm osos principios naturales!». Pero, por otra parte, des pués de cita r u n a sabia respuesta del rey de los mexicanos, Montaig ne com enta irónicamente: «He aquí un ejemplo del balbuceo de esta infancia». De tal form a que ya no sabem os si él m ism o cree lo que dice. Sem ejante serie de contradicciones no puede ser m eram ente gratuita. Tenemos la sensación de que Montaigne utiliza las historias refe rentes a la conquista de América para ilustrar dos tesis independien tes; de ahí la d iscordancia entre sus argum entos. La p rim era es que la h u m an id a d vive según el modelo del ser individual (de donde na cen, posteriorm ente, todas las analogías entre los salvajes y los ni ños): tiene una infancia, o edad de aprendizaje, y una vejez caracte rística del m undo de «acá». La segunda es la de la edad de oro, que se sitúa m uy cerca de los orígenes, puesto que con el tiempo lo m a ravilloso n atu ral se degrada en artificios; ella p erm ite la crítica, tan
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frecuente en Montaigne, de n u e stra propia sociedad. Ella tam bién dom ina el ensayo «Des coches», ya que la parte relacionada con la conquista tan sólo ocupa la segunda mitad; la p rim e ra está destina da a la condenación de nuestros propios gobernantes, contrastados así con los sabios reyes de los indios de América. A decir verdad, podríam os, a costa de algunos reajustes, conci liar las dos tesis en presencia: b a s ta ría p a ra ello con com plicar un poco el modelo biológico (o el mito de la edad de oro), añadiendo un tercer momento, intermediario, entre los indios que encarnan la in fancia y nuestra propia decadencia: sería la joven m adurez de los grie gos, verdadera edad de oro, de la que los indios están m ás próximos que nosotros, pero sin p a rtic ip a r por eso en ella; ello explicaría que, a pesar de ser superiores a nosotros, aún tienen cosas que a p render de los griegos. Pero tal interpretación no qu ita ría nada a otro aspec to de la dem ostración de Montaigne, a saber, que utiliza a los indios para ilustrar sus tesis referentes a nuestra propia sociedad, antes que intentar conocerlos. El m ism o hecho (por ejemplo, la ignorancia téc nica) podría reforzar, según las necesidades del momento, una u otra tesis, indiferentemente; y es que aquí los indios no son m ás que una alegoría. Además, nos dam os cuenta de que las observaciones em pí ricas son raras en esta argum entación: ni la idea de la infancia de la hum anidad, ni la de su edad de oro pueden e n co n trar su funda mento en ellas. Las descripciones de los indios sorprenden tam bién por otro ras go que podríam os llam ar su atomismo. Montaigne aísla sus caracte rísticas (que toma de la historia del español Gomara) y las evalúa de una en una. Señala su «observancia de las leyes», pero no se interro ga nunca sobre sus motivos o sobre lo que ésta acarrea en la socie dad de los indios. Lo m ismo en cuanto a la valentía: la de los indios es directam ente com parable con la de los griegos; es un valor a bso luto que no resulta influenciado por las circunstancias. O en lo que se refiere a su «ardor indomable» o a la «generosa obstinación con que so portaban tantos excesos y dificultades». Observa el hecho de que, contrariam ente a nosotros, no conocen el oro en calidad de equivalente universal: «El uso de la m oneda era totalm ente descono cido y por consiguiente su oro estaba todo juntado», m ientras que «nosotros lo trabajam os y alteram os de mil formas, lo esparcim os y dispersamos»; pero, aparte de la condenación moral implícita, este hecho 110 lo lleva a ninguna conclusión referente a las sociedades pro vistas de características tan opuestas. Sepúlveda veía en ello un in dicio del nivel de civilización.
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El atom ism o epistemológico de M ontaigne es especialm ente p a tente en la explicación que da del resultado del encuentro militar. El hecho, ya lo sabemos, es enigmático: ¿cómo se puede com prender que algunos centenares de aventureros españoles hayan conseguido d e r r u m b a r los poderosos im perios de México y de Perú, com pues tos p o r centenas de m illares de guerreros? M ontaigne contesta a la pregunta con u n a larga frase, en donde imagina lo que hubiera ha b i do que q u ita r a unos y otorgar a otros, pa ra que el desenlace del com bate fuese diferente: pocas cosas, según él. Si suprim iéram os las a r tim añas de los españoles, si los despojáram os del uso de los m etales y de las a rm a s de fuego; si al m ism o tiem po pudiéram os poner entre paréntesis el efecto de sorp re sa producido sobre los indios, que no h abían visto nunca unos hom bres tan extraños ni u nas bestias como los caballos, si cam biáram os sus arm as, que no eran m ás que pie dras, arcos y palos, entonces el desenlace del com bate se vuelve in cierto: «Privad, digo, a los conquistadores de esta disparidad, y les quitaréis la ocasión de tantas victorias». No existe pues, en el fondo, ninguna su perioridad española. Este razonamiento m erece que nos detengamos. Montaigne seña la pues las diferencias entre las dos sociedades, tanto en el com por tamiento como en la tecnología. Pero de esas diferencias, no saca nin guna conclusión sobre las sociedades que ellas caracterizan. El trabajo de los m etales o las a rm a s de fuego no son sin em bargo he chos caídos del cielo, sin ninguna relación con la vida de los pueblos que los conocen. Los indios quedaron asom brados, dice, «al ver lle gar a hom bres ba rb u d o s tan inopinadamente, tan distintos en len guaje, religión, form a y continente»; pero, ¿por qué razón los espa ñoles no experim entan el m ism o efecto paralizante al d a r con gentes im berbes e igual de distintas, naturalm ente, en religión y lenguaje? La m ás rápida adaptación psicológica así como la superioridad tec nológica de los españoles son incontestables, y e stán en correlación con las otras características de la sociedad española de la época; ¿cómo podemos «quitarlas» sin afectar su identidad? Recíprocamente para los indios: ¿existe quizás una relación entre su «devoción» y «ob servancia de las leyes» por un lado, y el desconcierto provocado por la visión del enemigo, del otro? Montaigne cree como si cayese por su propio peso que ciertos rasgos de una civilización son esenciales, y otros accidentales; y estos últimos pueden ser fácilmente «quitados», sin que la identidad m ism a del grupo sopial sea som etida a discu sión. Pero ¿quién decide sobre lo que es esencia y lo que es accidente? Junto al atom ism o epistemológico, Montaigne practica tam bién
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lo que podríam os llam ar un «globalismo» axiológico (o ético). La des cripción de la sociedad india o europea se dedicaba a to m a r nota de u n a característica tras otra; pero el juicio de valor em itido po r Mon taigne es global: son «nuestras costumbres», en su conjunto, las que se encuentran caracterizadas p o r «toda clase de in h um anidad y de crueldad», contrariam ente a las costum bres de los indios. No sola mente cada rasgo p a rtic u la r (la valentía, la devoción, etc.) m antiene siem pre el m ism o valor, bajo todos los cielos, sino que tam bién su evaluación se extiende inm ediatam ente al resto de la sociedad: todo es bueno, o todo es decadente. El conocim iento de las sociedades que encontram os en el ensayo de Montaigne queda parcelado y de hecho está totalm ente sometido a su proyecto didáctico, que es la crítica de nuestra sociedad; el otro nunca es reconocido en su identidad, a p e s a r de que resulte idealiza do p o r necesidades de la causa. Quizás esto no sea una casualidad si esta negligencia epistemológica va acom pañada de un a posición política que se nos aparece hoy en día como lo c ontrario del antico lonialismo: Montaigne está a favor de la buena colonización, la que se habría realizado en nom bre de sus ideales (encarnados por los grie gos y los romanos); no se habla nunca de lo que opinarían los fu tu ros colonizados.
2 M ontesquieu no ha dejado ningún texto ordenado dedicado a la conquista. No obstante, tuvo la intención de hacerlo, a juzgar por una nota de sus P e n s a m ie n to s «Quisiera establecer un juicio sobre la historia de H ernán Cortés, según Solís, con algunas reflexiones; ten go ya varias totalmente hechas».4 De la m ism a m anera que Montaig ne leía y com entaba a Gomara, M ontesquieu había leído la historia de Solís (de finales del siglo XVII), y pensaba quizás en una obra com parable a las Consideraciones sobre las causas de la grandeza de ¡os rom anos y de su decadencia. No la escribió, pero las «reflexiones»
3. M o n tf .s o u ik i ;, C. De, P a ra los Vettsées, las p r im e r a s c ifr a s re m ite n a la c la s if i c a c ió n c ro n o ló g ic a d e la e d ic ió n N agel (1950-1955) d e la s O c u vres c o m p letes; la s se g u n d a s, p re c e d id a s de la m e n c ió n B kn, a la c la s ific a c ió n s is te m á tic a o p e r a d a p o r B a rk h a u s e n , e m p le a d a en la s e d ic io n e s d e la P lé ia d e o l’In té g ra le (S euil, 1964). P ara el E s p ír itu d e las leyes, la c if ra ro m a n a in d ic a el lib ro ; la c if ra á ra b e , el c a p ítu lo . 4. Ibid., 796, I3kn. 104.
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en cuestión se hallan dispersas en Del espíritu de las leyes y en Mis pensam ientos. A prim era vista, la posición de Montesquieu con respecto a la con quista está m uy próxim a a la de Montaigne: él tam bién condena lo que constituye «una de las grandes plagas que ha recibido el género hum ano»;5 piensa que los españoles no han apo rta d o m ás que su persticiones, esclavitud y exterminación, que no han hecho otra cosa sino daño,6 y que sus actos en América no son más que «crímenes».7 Pero si examinam os la totalidad de sus reflexiones, descubrim os una actitud m uy distinta. Volvamos al ejemplo de los motivos de la d errota de los indios. M ontaigne la a trib u ía a ciertos rasgos de la civilización india que él juzgaba accidentales, fortuitos, que h abríam os podido im aginar reem plazados po r su contrario; el resultado m ism o del com bate no aparecía como algo ineluctable. Montesquieu, por su parte, busca esos motivos en lo que él considera que son los rasgos constitutivos de estados como México o Perú. Él cree que estos estados, próximos a la línea ecuatorial, estaban predispuestos al despotismo; y los rela tos de los historiadores confirm an la presencia de e stru c tu ras des póticas, pues en u n a tiranía los sujetos q uedan reducidos a la condi ción de bestias, y tan sólo saben someterse. «Es m uy peligroso para un príncipe tener sujetos que le obedecen a ciegas. Si el inca Atahu alpa no hubiera sido obedecido por sus pueblos como p or bestias, éstos ha b ría n impedido que ciento sesenta españoles lo cogiesen. Si desde su cautiverio hubiera sido m enos obedecido, los generales pe ruanos h a b ría n salvado el imperio. [...] Si Moctezuma, prisionero, no hubiera sido respetado m ás que como un hombre, los m exicanos h a brían destruido a los españoles. Y si Guatimozin [=Quauhtcmoc], una vez preso, con u n a sola pa la b ra no hubiera hecho c esar la batalla, su ca p tu ra no h a b ría sido el m om ento de la caída del imperio y los españoles h a b ría n temido ir r it a r a sus sujetos con su suplicio.»8 La p ru eb a sensu contrario de esta interdependencia está en que otros pueblos de América, cuyas e stru c tu ras de estado no eran despóticas, resistieron m ucho m ás tiem po a los españoles. Pero esto todavía no es m ás que la m itad de la explicación. En contram os la otra pa rte en un largo fragmento,9 en que figura un 5. IV, 6. 6. X, 4. 7. XV, 4.
8. 1983, Bkn. 648. 9. 1265, B kn. 614.
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nuevo final del combate, pero después de modificaciones bastante distintas de las que M ontaigne sugería; y sobre todo tan radicales que la hipótesis de M ontesquieu tan sólo pretende m o stra r su impo sibilidad. El cambio, afirm a, e sta ría estrecham ente vinculado con la introducción de la filosofía racional: «Si un Descartes hubiese veni do cien años antes que Cortés; si hubiera enseñado a los mexicanos que los hombres, tal como están compuestos, no p ueden ser inm or tales; si les hubiera hecho e ntender que todos los efectos de la n a tu raleza son consecuencia de leyes y de comunicaciones de movimien tos; si Ies hubiera hecho reconocer en los efectos de la naturaleza el choque de los cuerpos, antes que el poder invisible de los e spíri tus: Cortés, con un puñado de hombres, nunca h a b ría destruido el vasto imperio de México, y Pizarro, el de Perú». Si Cortés venció es porque pertenecía a la m ism a civilización que iba a p ro ducir a Descartes: la relación entre la filosofía abstracta y el arte militar, lejos de ser arb itra ria , es necesaria. Los em peradores de los indios fueron vencidos a causa de la superstición que dom ina ba su representación del mundo. «Moctezuma, que habría podido ex te rm in a r a los españoles a sü llegada, si hubiera tenido valor, em pleando la fuerza, o que podía incluso, sin a rrie s g a r nada, hacerlos m o rir de hambre, tan sólo los ataca con sacrificios y con plegarias que va a realizar en todos los templos.» En una palabra, «la supersti ción quitaba a estos imperios toda la fuerza que habrían podido sa c a r de su grandeza y de su policía». Montesquieu ve pues las principales causas de la derrota en las características culturales de los aztecas y de los incas. El efecto de sorpresa en sí m ismo no es un dato absoluto, inevitable bajo cual q uier clima: «Cuando los romanos, por prim era vez, vieron elefantes que com batían contra ellos, quedaron asom brados; pero no perdie ron el juicio como hicieron los mexicanos ante los caballos». La su perioridad técnica no es decisiva, y Montesquieu no habría suscrito la afirm ación de Montaigne según la cual los arcabuces de los e spa ñoles ha b ría n sido «capaces de tra s to rn a r al m ism o César». «Ver dad es que los mexicanos no tenían a rm a s de fuego; pero tenían a r cos y flechas, que eran las a rm a s m ás fuertes de los griegos y de los romanos. No tenían hierro, pero sí piedras fusiformes, que cortaban y hendían como el hierro, y que ponían en la punta de sus armas.» La su perioridad de los españoles es antes que nada psicológica: «se valieron útilm ente contra los em peradores de México y de Perú de la veneración o, mejor, del culto interior que sus pueblos les rendían». Podríamos caracterizar el método de Montesquieu, c ontrariam en
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te al de Montaigne, como un «globalismo» epistemológico. Todo se sostiene: el despotismo, la superstición y la de rro ta militar, po r un lado; el racionalismo, la capacidad de adaptación y la victoria, por el otro; un a sociedad es u n conjunto coherente, sin rasgos accidenta les que se puedan «quitar» a voluntad. Por lo tanto, la vía del conoci miento se encuentra abierta: en efecto, lo que propone M ontesquieu es u n a descripción de las sociedades indias, aunque sea som era y susceptible de mejoram iento; no podíam os decir lo m ism o del uso hecho p o r M ontaigne de estos m ism os materiales. La c o n tra p artid a de este globalismo, en Montesquieu, es un ato m ism o axiológico. C ontrariam ente a Montaigne, pa ra quien la b ra vura de los antiguos y la de los indios eran com parables y suscita ba n siem pre adm iración, M ontesquieu exige, p o r un lado, que cada acción sea juzgada en su contexto. Los españoles mismos, y de una form a clara, h a n dado m u estra s de u n valor excepcional; no po r eso él los adm irará. «El relato de las mayores maravillas deja siem pre en el e spíritu alguna cosa negra y triste. Me gusta ver cómo en las Termopilas, en Platea, y en Maratón, algunos griegos destruyen los innum erables ejércitos de los persas: son héroes que se inmolan por su patria, la defienden contra los usurpadores. Aquí, son unos b a n didos que, guiados po r la avaricia, de la que arden, exterm inan para satisfacerla un núm ero prodigioso de naciones pacíficas.»10 Pero, al m ism o tiempo, M ontesquieu se resiste a pro n u n cia r un juicio global sobre las sociedades indias, que se h a b ría referido a to dos sus aspectos; y se contenta con d eplorar algunos de ellos, como el despotism o o la superstición, y a la b a r otros, así como el que se le aparece como una tolerancia religiosa. «Cuando Moctezuma se obs tinaba tanto en decir que la religión de los españoles era buena para su país, y la de México p a ra el suyo, no decía un a absurdidad, po r que efectivamente los legisladores no pudieron preservarse de tom ar en consideración aquello que la naturaleza había establecido antes que ellos», escribe en E l espíritu de las leyes,11 con lo que provocó la cólera de sus censores teólogos. No tiene necesidad ni de ver en los indios u n a encarnación de la edad de oro, percepción que lo ce garía; ni tampoco, a la m an e ra de Sepúlveda, habiendo observado un rasgo que él juzga como negativo (tal el despotismo), de extender su juicio a todas las otras características, movido po r una pulsión unificadora, y a p ro b a r la conquista. M ontesquieu juzga estas c a ra c 10. 1268, B kn. 617. 11. XXIV, 24.
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terísticas de u n a en u n a (teniendo en cuenta al m ism o tiempo su con texto), lo que le perm ite s e r m ás perspicaz que Sepúlveda y m ás ge neroso hacia el otro que Montaigne. Un cierto relativismo (religioso) es elogiado en Moctezuma; al con trario, la ausencia del m ism o frecuentem ente sirve de base pa ra los reproches dirigidos a los españoles. Éstos decidieron que los indios m erecían ser reducidos a la esclavitud porque se com ían los salta montes, «fum aban tabaco, y no se arreglaban la b a rb a a la españo la»; pero ju zg a r de esta forma, ¿no es ren u n ciar a los principios m is mos de la h u m an id a d ? 12 La ejecución de Atahualpa revela el m ismo rechazo de adaptación a los costum bres del país: «El colmo de la es tupidez fue que no lo condenaron según las leyes políticas y civiles de su país, sino según las leyes políticas y civiles españolas».13 Podríam os im aginarnos entonces que M ontesquieu se sitúa den tro de una óptica p u ram ente relativista, y defiende sim plem ente el derecho de cada uno a s e r juzgado a p a rtir de sus propias leyes y a escoger su propia religión. Pero no es así, y está claro que la conde nación del despotism o no podía fundam entarse en el credo relativis ta. Del espíritu de las leyes es una inm ensa tentativa p a ra articular lo universal y lo relativo, m ás que una elección entre uno y otro: existe p o r un lado el derecho natural y las form as de gobierno correlacio nadas con éste; p o r el otro, está el e spíritu de cada nación, resultado de la interacción de las condiciones geográficas, de las e stru c tu ras económicas y culturales, de la historia; para cada juicio pa rticu la r hay que tener en cuenta uno y otro ingrediente, y m edir la parte de lo universal y la de lo relativo. La tolerancia religiosa es bien acogi da, así como la que se refiere a las costum bres alim entarias o indu m entarias; pero el despotism o es un mal en todas partes. M ontesquieu se m uestra especialm ente claro sobre este punto en un análisis del com portam iento de los españoles, en el que se refiere a los escritos de Las Casas y donde, dejando de lado c u alquier consi deración relativista, adm ite que se ve en la imposibilidad de «pen s a r sin indignación en las crueldades que los españoles ejercieron contra los indios».’4 Si expresa esta condenación, no es por el hecho de que los griegos hubiesen actuado mejor, sino porque tales actos son contrarios al derecho natural y universal, que se ha cuidado de explicitar. Y no le objetemos que la exterminación era el «único me12. XV, 3. 13. X X V I, 22. 14. 207, B kn. 1573.
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dio de conservar [sus conquistas], y que, p o r consiguiente, los maquiavelistas no tendrían derecho a llamar[lo] cruel. [...] El crim en no resulta m enos abom inable p o r el hecho de obtener de él alguna uti lidad. Es verdad que juzgamos siem pre las acciones por el éxito; pero este juicio de los hom bres es en sí m ism o un abuso deplorable den tro de la moral». El acto no puede ser juzgado a la vista de sus resul tados sino que debe serlo en relación con unos principios universa les. El adagio según el cual «la historia Ies ha dado la razón» es indefendible: la historia está del lado de la fuerza, no de la razón, y no es porque las cosas son así que hay que a d m itir que deben ser así. E sta concepción de la m oral, que juzga acciones a p a rtir de su éxito o de su fracaso, ya es en sí m ism a profundam ente inmoral; Mon tesquieu asum e en este punto un a posición diam etralm ente opuesta a la de Maquiavelo. El modelo biológico de Montaigne, el que caracteriza a la histo ria de la h u m an idad (infancia-florecimiento-decadencia), es reem pla zado aquí por un a visión sistemática de las distintas sociedades, cuya historia no es m ás que una de las dimensiones. Y curiosam ente el conocimiento de éstas, hecho posible de esta forma, perm ite pronun ciar juicios —no sobre las sociedades tomadas como totalidades, sino sobre cada uno de sus aspectos.
3 Esas dos posiciones sobre la conquista me parecen ejem plares por m ás de un motivo. M ontaigne parte (en otros ensayos a parte de «Des coches») del principio de una tolerancia generalizada: todos los hábitos y costum bres son válidos y la ba rb a rie no existe; simplemente, llamamos b á r baro a aquel que no es como nosotros. Pero esta posición de relati vismo extremo es insostenible, y de hecho las descripciones de Montaigne están im pregnadas desde el principio hasta el final de jui cios de valor. Sólo que estos valores no son presentados explícitamen te como valores universales (puesto que el program a anunciado es el del relativismo), y no nos e x trañará d e s c u b rir en su lugar las pre ferencias del propio M ontaigne como individuo: de hecho, su univer salismo es de la especie m ás común, es decir etnocéntrico (y egocén trico). Este interés exclusivo hacia sí m ism o hace que los dem ás no estén allí m ás que a título de argum ento o de ejemplo; su eventual valorización se basa en un m alentendido: ¿y si en realidad no estu-
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vieran tan próximos a los griegos como supone? Esta idealización de los otros no h a servido realm ente nunca a su causa (aunque pue da d e m o stra r buenas intenciones p o r parte del autor), ya que, en la ausencia de todo control procedente del conocimiento, podemos fá cilmente invertir el signo del ejemplo, y de bueno, convertirlo en malo. El respeto de los dem ás empieza con su reconocimiento como tales, no con el elogio derivado po r inversión a p a rtir de nuestro propio retrato. La violencia p rim era reside en el hecho de reducirlos a no ser otra cosa que un medio para h a b la r de nosotros; poco im porta luego si hablam os bien o mal de ellos. Hoy en día, sabem os que no b asta con que el ideal colonizador sea elevado para que el resultado de la colonización sea positivo: la de África, durante el siglo XIX, se hizo después de todo dentro de un espíritu digno de Montaigne, en nom bre de la lucha contra la esclavitud. La mezcla de relativismo y de universalismo que encontram os en Montesquieu es de una especie m uy distinta, puesto que éste adm ite explícitamente la pertinencia de am bos y que todo su esfuerzo cons ciente (en el E spíritu de las leyes ) consiste en b u sc ar cómo se artic u lan. El relativismo radical es una ilusión; pero no podemos por ello volver a un universalismo que ignora la pluralidad de las culturas y las aspiraciones igualitarias de los individuos. Esta variedad del universalismo, que se ha visto confundida con la enseñanza c ristia na, ha perecido en el naufragio de la religión; pero liemos visto qué cuidado ponía M ontesquieu en distinguir entre la tolerancia en m a terias religiosas y el derecho natural universal. Su globalismo epis temológico le abre las puertas de acceso al conocimiento de los otros: una característica de la civilización de éstos no encontrará su signi ficado en la com paración con hechos parecidos entre nosotros, sino cuando se pongan en ¡elación con otras características de la m ism a cultura. Al m ism o tiempo, su atom ism o axiológico le perm ite recha zar la dicotomía estéril del «todo está bien» — «todo está nial», y lo conduce a form ular juicios de valor diferenciados, unas veces en nom bre del criterio de conveniencia local, otras en función de una moral universal. Mis preferencias, ya se habrá adivinado, se dirigen hacia esta se gunda posición. Sin embargo, es la de Montaigne más bien la que se ha im puesto como un ideal a lo largo de los siglos que nos separan de él, m ientras que la de Montesquieu se lia m antenido marginal. In cluso hoy en día, la actitud más difundida deriva de la de Montaig ne: una adhesión afectiva a la causa de los «oprimidos», secundada por un verdadero desconocimiento por lo que a ellos se refiere, y se-
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guida a poca distancia p o r un etnocentrism o ingenuo. ¿Por qué esta «injusticia»? Me inclinaría p o r b u s c a r las razones en el hecho de que la a c titud de M ontaigne es perfectam ente com patible con el espíritu de la E uropa occidental de estos últim os siglos: es el com plem ento ideal p a ra las prácticas de los colonizadores. La voz de Montesquieu, en cambio, no podía s er oída pues llegaba dem asiado pronto, con su rechazo de las explicaciones simples, con su adhesión intransigente al pluralism o —y al m ism o tiem po al universalismo. Pero quizá las cosas estén em pezando a c a m b iar en la actualidad. Empezamos hoy a ponernos de acuerdo en ver en Montesquieu el pio nero tanto de la etnología como de la sociología; y sabem os que el conocimiento no solam ente es un objetivo en sí, sino tam bién, en él mismo, u n a a c titud moral. A lo m ejor ha hecho falta e s p e ra r el final de la colonización (para h a b la r de form a somera) p a ra que podam os em pezar a percibir a las otras civilizaciones en p rim e r lugar como otras: ni ideal, ni oposición. Al m ism o tiempo, este conocimiento mis mo determ ina elecciones éticas y políticas que habrá que hacer: nues tros propios ideales pueden verse sacudidos si nos enteram os de la verdad de los otros. Lejos de enc errarn o s en un relativism o insoste nible, el conocimiento de los otros como tales nos perm ite expresar juicios sobre ellos y sobre nosotros mismos.
V LAS MALAS CAUSAS Y LAS MALAS RAZONES
En ciertos aspectos, oc u rre con los com portam ientos colectivos como con la psicología individual: no hay un a relación necesaria en tre las razones alegadas de u n a acción y sus razones reales. Tanto el grupo como el individuo a ctúan frecuentem ente p o r motivos m ás o m enos inconfesables; po r eso se preferirá d a r ante todo otras ju s ti ficaciones, perfectamente aceptables éstas pa ra la conciencia, o para la opinión pública, aunque no den buena cuenta de la acción em pren dida, o se contradigan m utuam ente. El debate ideológico que acom pañó d u ran te el siglo XIX el proceso de colonización, y, en el XX, el de la descolonización, ilustra bastante bien algunos de estos a s e r tos elementales.
1
Que la colonización sea una buena causa nunca ha sido una cosa evidente. ¿Por qué se lanza uno hacia la conquista, la sum isión y la explotación de países distintos al que uno pertenece? Por interés: para a u m e n ta r la propia riqueza y el propio poder personal, o los del g ru po con el que uno se identifica. En el siglo XVI, el móvil prim ero de los conquistadores era personal: son los españoles los que con quistan América, no España; Cortés, que hace lo contrario, choca a sus compañeros. Son grupos de individuos los que em prenden las expediciones; el Estado tan sólo interviene después, y recoge los re sultados de acciones que no le han costado nada. En el siglo XIX, en el m om ento de la segunda gran fase de la colonización europea, la iniciativa individual retrocede a un segundo plano (sin por ello de sa p arecer completamente), y son los gobiernos los que deciden las gu erras coloniales; pero los motivos no cam bian de m anera sensi-
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ble: simplemente, el egoísmo del grupo sustituye al del individuo, el interés de la nación suplanta el de los particulares. La ideología n a cionalista no es, en efecto, o tra cosa a este respecto que la transposi ción del egoísmo individual al plano de la com unidad: ya no deseo h acerm e rico y poderoso a mí mismo, sino a mi «país» —es decir una abstracción con la que me identifico (más que individuos distintos a mí). Ahora bien, la defensa del interés personal, o incluso el de mi gru po, no es u n a acción que ocupe un alto lugar en la escala de valores propia de las sociedades e uropeas —ni en el siglo XVI ni en el XIX. Ni la ética cristiana, que e n c arn a esta escala durante el p rim e r pe ríodo, ni la ética hum anitaria, que lo hace durante el segundo, ense ña que enriquecerse y fortalecerse a expensas de los dem ás sea una bu e n a acción. La causa no es pues, en sí misma, buena; p o r lo tanto, habrá que encontrarle buenas razones. Es sorprendente ver, por ejem plo, que en el transcurso del célebre debate evocado anteriorm ente, que hacia la m itad del siglo XVI opone a los defensores y a los ene migos de los indios, las dos partes en presencia tan sólo se m uestran de acuerdo en u n a cosa: hay que m an te n er y co n tin u a r la coloniza ción; pero nadie la reivindica en nom bre del interés, el de los indivi duos o el del Estado. El enemigo, Sepúlveda, se ve obligado a salir del m arco de referencia cristiano: es en la doctrina aristotélica de la esclavitud natural y, por lo tanto, en la afirm ación de la desigual dad entre los hombres, donde encontrará las buenas razones para pro seguir las conquistas. El defensor, Las Casas, q u e rrá por el contra rio reconciliar colonización y valores cristianos: dado que los indios son ya, espontáneam ente, mejores cristianos que los españoles, hay que hacerles llegar la palabra de Cristo. La propagación de la reli gión cristiana —la única verdadera, claro e stá — servirá pues de le gitimación al proceso de colonización, sin ser por ello la verdadera causa. O c urrirá algo parecido en el siglo XIX, salvo que los valores ofi ciales son ahora h u m an ita rio s antes que cristianos. El que intenta legitim ar las conquistas evitará h a b la r en térm inos de interés; y po drá escoger, esencialmente, entre dos actitudes. O bien invocará esos m ism os valores hum anitarios; pretenderá entonces que el objetivo de la colonización es el de pro p ag a r la civilización, d ifundir el pro greso, a p o rta r el bien por todas partes. O bien se verá obligado a re chazar en bloque los valores hum anitarios, y a a fir m a r la desigual dad de las razas humanas, y el derecho de los más fuertes de dom inar a los m ás débiles. Estas dos estrategias de legitimación son opues
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tas; pero, precisam ente porque se tra ta de discursos de justificación y no de verdaderas causas, los encontram os a m enudo al lado un a de otra, en el m ism o ideólogo del colonialismo. En Francia, en el siglo XIX, nadie m erece m ejor esta denom ina ción (de «ideólogo del colonialismo») que Paul Leroy-Beaulieu. Este brillante profesor del Colegio de Francia, economista y sociólogo, hizo de la colonización su objeto de estudio privilegiado; en 1870 le dedi ca un a mem oria, que se tra n sfo rm a en 1874 en un libro, De la coloni zación en tos pueblos m odernos. La obra ten drá seis ediciones, cada una m ás gruesa que la precedente. La m ism a popularidad de este libro es una señal: es la referencia obligada de todos los debates. Des de luego Leroy-Beaulieu es todo menos un sabio imparcial; es un pro pagandista, y su obra, así como sus otras intervenciones, correspon de a intereses y objetivos prácticos. Y en él se encuentra precisamente el arsenal completo de los argum entos em pleados po r los defenso res de la colonización. La doctrina hum anitaria, cuya garantía q uerría conservar, se m a nifiesta aquí a través de dos de sus características: el ideal de igual dad y la educación como medio pa ra alcanzarla. En el prólogo a la prim era edición del libro, Leroy-Beaulieu describe en estos términos las relaciones entre metrópolis y colonia (es verdad que piensa en tonces esencialm ente en dos grupos de la m ism a sociedad: los que se quedan en la m adre p a tria y los que van a colonizar a lo lejos): «Fuimos a p a ra r a nociones m ás conform es al derecho natural, que quiere que todas las sociedades sean iguales entre ellas y que ningu na, por pequeña y por joven que sea, sea sacrificada por una más antigua y por una más grande».1 El ideal de igualdad está bastante presente a pe sar de que su aplicación sea algo problemática, puesto que Leroy-Beaulieu extiende a las sociedades lo que podría ser con siderado como un derecho de los individuos. La ausencia de una «so ciedad universal» cuyas sociedades particulares serían como los «ciudadanos» hace totalm ente fantasm al semejante «derecho»; su poniendo que podam os considerarlo concretamente, no es evidente que esta reivindicación tenga algo que ver con los derechos n a tu ra les del hombre: la independencia de un Estado no asegura de nin gún modo la preservación de los derechos de sus sujetos. No o b sta n te, es verosímil que la fórmula enlace, en el espíritu de Leroy-Beaulieu, con el ideal humanitario. I.
Lr.ROY-HUAlii.n-U, I’., De la c o l o n i s u t i o n d i e z le s p e u p l e s m o r i e n t e s , 2 vol., 1902,
t. I, p .% X X III.
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La relación es aú n m ás clara en lo que concierne a la educación. Aquí Leroy-Beaulieu sigue de cerca a Condorcet. «La colonización —escribe en el m ism o prólogo— es en el orden social lo que en el orden de la fam ilia es ya no digo solam ente la generación, sino la educación.»2 «Ocurre tam bién con la colonización como con la e du cación mism a.»3 La sociedad de nuevo es asim ilada al individuo, lo que perm ite a Leroy-Beaulieu h a b la r de «poblaciones primitivas, a veces infantiles».4 La m etáfora de la infancia se va tejiendo d u ra n te largo tiempo, y aparecen connotaciones sexuales. «Argelia ha sali do de las m antillas de la p rim e ra edad. En la actualidad es una bella y gran adolescente que ha atravesado felizmente las enferm edades infantiles, las crisis de crecimiento, y que promete una juventud exu b erante y u n a m adurez productiva.»5 La colonia es mujer. Pero al lado de estos elem entos de la doctrina h u m an ita ria s u r gen otros, de origen desigualitario y racialista, que se oponen direc tam ente a éstos. Quizá bajo la influencia de las críticas contem porá neas de autores como Gustave Le Bon y Léopold de S aussure (pues el tema está especialmente desarrollado en la quinta edición), LeroyBeaulieu se declara contra la igualdad de los pueblos y se m antiene pesim ista en cuanto a la posibilidad de ha lla r rem edio a ello a tra vés de la educación: «No es absolutam ente cierto [...] que, incluso al cabo de un a serie de siglos, las distintas razas hum anas puedan, bajo cualquier clima, doblegarse absolutam ente a las m ism as leyes. En el m om ento actual, y desde hace ya una quincena de años, se está produciendo un a reacción m uy intensa contra las doctrinas, y más aún contra los métodos que, fundados en la unidad innata del hom bre, tienden a doblegar a todo el globo bajo el m ism o régimen políti co, adm inistrativo y civil».6 A p a rtir del m om ento en que se somete a discusión la política de asim ilación (en todas partes las m ism as leyes) la filosofía h u m an ita ria (unidad innata del hombre) se encuen tra aquejada de dudas. De las form as adm inistrativas, Leroy-Beaulieu pasa rápidam ente a la naturaleza m ism a de los espíritus, afirm ando la desigualdad na tural. «Existen tam bién razas que parecen incapaces de un de sarro llo intelectual espontáneo. [...] Existen países y razas donde la civiIi2. 3. 4. 5. 6.
Ib íd ., Ib íd ., Ib íd ., Ib íd ., Ibíd.,
pág. X X I. pág. X X II. T. II, pág. 648. T. I, P re fa c io (3.a e d ., 1885), pág. XI. T. II, pág. 645.
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zación no puede surgir espontáneam ente, donde debe ser im portada desde fuera.»7 Leroy-Beaulieu adopta, m odificándola ligeramente, u n a clasificación de las sociedades, corriente durante los siglos a n teriores, que las divide en salvajes, b á rb a ra s y civilizadas; pero a ún hace algo más: deja de creer que la educación p ueda c a m b ia r jam ás este estado de las cosas. No solam ente en ciertas partes del globo la civilización no puede n a c er espontáneam ente sino que no podría m antenerse sin la ayuda constante de los países civilizadores. Los argumentos de Leroy-Beaulieu consisten, como lo había señalado Tocqueville a propósito de Gobincau, en ju stificar las prácticas del pre sente m ediante cálculos sobre el futuro: si los blancos a bandonaran hoy África, dentro de unos miles de años la volverían a encontrar ¡exactamente idéntica a lo que había sido antes de su llegada! Lo mis mo o c u rriría en América: si se descubrieran hoy en día indios que no hubieran estado en contacto con los blancos, serían del todo pa recidos a los prim eros indios percibidos por Colón. Provisto de es tas «pruebas», Leroy-Beaulieu puede pronunciarse por algo que con tradice sus ideas sobre el derecho natural de las sociedades: esas naciones inferiores deben ser m antenidas bajo tutela siempre, como si fueran niños que no llegan a crecer (o esclavos naturales, o débi les de espíritu, según la concepción de Aristóteles): «Entonces la co lonización, bajo la forma dulcificada del protectorado, estaría desti nada a tener una duración indefinida»/ De esta desigualdad insuperable entre sociedades nacen derechos nuevos que, ellos tampoco, no son recíprocos. «lisia situación del glo bo y de sus habitantes implica para los pueblos civilizados el dere cho de una intervención, cuyo carácter e intensidad pueden variar, en las poblaciones o tribus de las dos prim eras categorías.»'* (Es de cir, salvajes, bárbaras o simplemente «estacionarias», como la India.) La afirm ación de este derecho de intervención equivale a a su m ir abiertam ente las g uerras imperialistas. En el prólogo a la c uarta edi ción (de 1891), Leroy-Beaulieu afirm a que, desde hacía una decena de años, «se em pezaba a a d vertir que alrededor de la m itad del glo bo, en estado salvaje o bárbaro, solicitaba la acción metódica y p e r severante de los pueblos civilizados».10 Traducido en térm inos con cretos, este enunciado significa que son los m ism os pueblos de las 7. 8. 9. 10.
IhítL, 708. Ibid., pA|». 709. ¡bul., pá¡;. 707. ¡ h itl, T. !., P re fa c io (4.a cd., 1891), pn¡'. VII.
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colonias quienes piden ser ocupados po r soldados europeos. Pero Leroy-Beaulieu tan sólo puede escoger entre esta afirm ación extra vagante y otra, en contradicción no m enos flagrante con los hechos, según la cual u n a m itad del globo (piensa ahora en América y en Aus tralia) está francam ente vacía, y «solicita», pues, colonias de pobla ción (sabemos que los Estados Unidos se edificaron sobre una fic ción de este género); existen pues, si se le cree, ¡«países vacantes»!" Podemos volver de las sociedades a los individuos y p reg u n ta r nos si, en ese contexto, éstos pueden a s p ira r aún a derechos iguales a los de los colonizadores. Leroy-Beaulieu relata esta anécdota signi ficativa. «Referente a esto, una decisión singular fue tom ada po r el trib u n a l de Túnez, en el año 1901: unos árabes, de la clase su p e rio r o media, habían sido descubiertos en un hotel de esa ciudad, en com pañía de m ujeres europeas de costum bres ligeras y en postura in moral; aunque no existiese ninguna de las circunstancias que cons tituyeran delito, la prensa consideró como u n a injuria p o r parte de esos individuos que tuvieran relaciones inmorales con unas m uje res europeas de buena voluntad, y exigió su castigo. El tribunal, con un a sofisticación de la ley, los condenó a unos cuantos días de prisión.[...] Los colonos [...] q u e rría n que los indígenas no pudieran te n e r trato con las m ujeres galantes europeas, bajo el pretexto de que de esa forma pierden el respeto por la m ujer de Europa.»12 Ilay aquí u n a especie de escándalo estructural: la colonia es m ujer e inferior; ahora bien, unos hom bres á rabes quieren h acer el a m o r con m uje res europeas (aunque fueran prostitutas); se desprenden así de la fun ción que les está a trib u id a e instauran una reciprocidad inadm isi ble. Leroy-Beaulieu condena la decisión del tribunal, pero no modifica de ningún modo su razonamiento desigualitario, aun cuando sabe que en la práctica «en todas partes el colono considera al indígena como a un enemigo. Lo m ata ría de buen grado, como se m ata el canguro o el zorro».13 Si Leroy-Beaulieu puede mezclar tan alegrem ente argum entos de sentido opuesto (hay que colonizar porque todos los pueblos son igua les; hay que colonizar porque ciertos pueblos son superiores a otros), es porque en realidad se trata siem pre de legitimaciones inventadas después («buenas razones»), y no de causas. Sin em bargo las causas afloran tam bién en su discurso, como lo hacen a veces en otros a po 11. Ib id ., T. II, pág. 565. 12. Ib id ., p ág s. 652-653. 13. Ib id ., pág. 696.
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logistas de la colonización. Al comienzo de su informe sobre Argelia, Toequeville, en 1847, precisaba m ediante una pregunta la perspecti va en la que él entendía situarse: «¿El dom inio que ejercemos en la antigua Regencia de Argelia resulta útil pa ra Francia?».14 LeroyBeaulieu, como sabio y ya no como político, no hace m ás que gene ralizar esta pregunta pa ra definir su p ropia perspectiva: «La p rim e ra pregunta que se nos impone, pregunta que dom ina toda la m ate ria, es la siguiente: ¿Es bueno que una nación posea colonias?».15 Toda consideración de justicia queda d escartada en provecho de una problem ática de utilidad, de conveniencia para el interés nacional, esta vez abiertam ente asumida. La respuesta de Leroy-Beaulieu (como anteriorm ente la de Toequeville) es un «sí» enfático. La colonización es tan buena para la in dustria y el comercio, como esencial para la grandeza política y militar. «La colonización es para Francia una cues tión de vida o muerte: o bien Francia se convertirá en una gran po tencia africana, o bien dentro de un siglo o dos no será m ás que una potencia europea secundaria», escribe, 110 sin lucidez, en el prólogo a la segunda edición de su libro, en 1882.16 Aún hay más: la coloni zación es igualmente necesaria desde el punto de vista de la regene ración moral del país (favorece la subida de la energía, del heroís mo) e incluso de su desarrollo artístico: el escrito r que sabe que escribe para una parte im portante del globo produce, parece ser, obras m aestras. Por todos estos motivos, «el pueblo que m ás coloni za es el p rim e r pueblo; si no lo es hoy, lo será m añana».17 Leroy-Beaulieu está po r la colonización; encuentra sus arg u m e n tos allí donde puede, y no se preocupa m ucho por la falta de cohe rencia entre ellos; la pureza doctrinal le im porta m ucho menos que las conclusiones prácticas que es capaz de sacar y que van, efectiva mente, todas en el mismo sentido: ¡colonicemos! Una frase larga m e rece ser citada por entero, ya que ilustra especialm ente bien esta in terpenetración de argum entos: la idea h u m anitaria de civilización sirve de apoyo a una clasificación desigualitaria de los pueblos; los intereses m ateriales y el desarrollo intelectual se garantizan m u tu a mente; y la justificación por el derecho se halla relevada por una especie de darvinism o social extendido al planeta entero: «No es na tural ni justo que los civilizados occidentales se am ontonen indeli14. T o co u i'.v iu .H , O c u rres c o m p ti'w s, I. III, p;i¡;. 311. 15. Ij:n o Y -H r .A lil.li:u , I’., De la c o lo n isa tio n , t. II, pá¡>„ 472. 16. ¡Intl., T. I, P r e l a d o (2.a c d „ 1882), p;'i|«. XX. 17. Ihttl., T. II, p:>j». 705.
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nidam ente y se ahoguen en los espacios lim itados que fueron su p ri m era m orada, que a cum ulen allí las maravillas de las ciencias, de las artes, de la civilización, que vean, p o r falta de empleos remuneradores, el porcentaje del interés de los capitales en su país caer cada día u n poco más, y que dejen la m itad quizá del m undo a pequeños grup os de ignorantes, im potentes, verdaderos niños débiles, d e sp a rram ados p o r superficies inconm ensurables, o bien a poblaciones decrépitas, sin energía, sin dirección, verdaderos ancianos incapa ces de c u alquier esfuerzo, de cu a lq u ier acción com binada y pre cavida».18
2 Dejemos a los apologistas de la colonización, y volvamos ahora a los argum entos puestos en p rim e r lugar p o r los enemigos del colo nialismo, hacia la m itad del siglo XX. Podríam os q u e d a r so rp re n d i dos al ver t r a t a r aquí, unos a c ontinuación de los otros, a los p rota gonistas de lo que se nos aparece como respectivamente una «buena» y un a «mala» causa. Pero aquí no se tra ta de los hechos políticos en sí mismos, colonización o descolonización, y que no deben s er situa dos en el m ism o plano; sólo de los discursos que sirven para legiti m arlos, y de las ideologías que estos discursos sobreentienden. Aho ra bien la legitimación de la descolonización plantea a su vez un problem a. Su naturaleza es com pletam ente diferente puesto que no se tra ta aquí de un interés personal o colectivo, de enriquecim iento o de increm ento del poder, sino de u n a liberación respecto de coac ciones insoportables. El problem a es que el colonialismo es un mal porque en las colonias ciertos hom bres m atan a otros como si fue ran canguros; no porque unos sean franceses, los otros argelinos. La cosa odiosa es la humillación, la explotación descarada, la privación de libertad; y lo sería de igual form a si se ejerciera entre m iem bros de la m ism a nación, y fuera por lo tanto del m arco colonial. La colo nia no es m ás que eso: un marco, en el que ciertos crím enes o ciertos com portam ientos m orales condenables, que eran inconcebibles en la metrópolis, se vuelven no sólo posibles, sino incluso legítimos. Ahí está el problema: las buenas razones para c om batir el colonialismo no son específicas del mismo. Situándonos en el terreno del antico lonialismo, escogemos a c e p ta r el m arco im puesto po r el m ism o co 18. Ib id ., pág. 707.
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lonialismo, y tra n s fo rm a r en com bate entre naciones lo que hubiera podido ser u n a lucha p o r los derechos del hombre. Por eso el deslizamiento m ás fácil que acecha el discurso antico lonialista es precisam ente aquel que va hacia el discurso nacionalis ta, él m ism o sostenido por u n a doctrina de la desigualdad entre los seres hum anos, según la cual los pueblos colonizados son superio res —m oralm ente y culturalm ente, y no militarm ente, claro— a los pueblos colonizadores. Hace falta añadir que semejante justificación de la descolonización no solam ente es, po r regla general, insosteni ble, por ser falsa, sino que adem ás es inútil: la desigualdad no se me rece, es un derecho; los negros no tienen ninguna necesidad de ser «bellos» (como no hace m ucho proclam aba un slogan) para exigir que se les trate como a todos los otros m iem bros de n u estra especie. Tomemos por ejemplo el célebre Discurso sobre el colonialism o de Aimé Césaire (1955). Césaire se vale de un ideal universal, apela con el mayor deseo la verdadera civilización y condena el pseudo h u m anism o de los colonizadores; uno sólo puede ad h e rirse a ese pro gram a e indignarse, como él, ante el trato degradante infligido a los pueblos colonizados por los europeos. Pero parece que con esto no le basta, y recurre también al argum ento nacional, aunque es incom patible con los principios universalistas: los colonizados no son so lamente oprimidos, sino tam bién especialm ente buenos. La coloni zación, dice, ha «destruido las adm irables civilizaciones indias» de los aztecas y de los incas1'1 —pero, en p rim e r lugar, ¿estas civiliza ciones eran t?n simplemente admirables?, y después, suponiendo que no lo fueran, ¿habrían merecido su colonización, la h ab rían hecho m ás legítima? Eran, añade, unas «economías naturales, economías arm oniosas y viables»,20 y concluye: «Eran unas sociedades dem o cráticas, siempre. Eran sociedades cooperativas, sociedades frater nales. Hago la apología sistemática de las sociedades destruidas por el imperialismo».21 «Hago sistem áticam ente la apología de las anti guas civilizaciones negras: eran civilizaciones corteses.»22 Tales afir maciones no sólo son falsas (o si no, desprovistas de sentido); ade más son criticables en el sentido de que instauran una jerarquía rígida de las sociedades, e implican que la descolonización podría ser legitim ada de otra forma. El im perialism o colonial hacía siste19. 20. 21. 22.
Cr.sAlRl-, A., D iscurso so b re e l c o lo n ia lism o , P rc se n c e a fric a in c , 1976. Ibid., pá(',. 20. Ibid., pá¡;. 21. Ibid., pá¡;. 29.
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m áticam ente la apología de las sociedades europeas, y estaba equi vocado; el anticolonialism o nacional invierte sim plem ente el signo de las antiguas afirmaciones, sin p o r ello hacerlas m ás justificables; se podría decir que el colonialismo se lleva aquí u n a victoria secre ta, ya que incluso sus adversarios adoptan sus argumentos. Encontram os patinazos parecidos en el discurso de Nobel de otro gran escritor, Wole Soyinka, pronunciado en 1986. Soyinka ataca el racism o y el colonialismo. Sin embargo, adopta tam bién ciertas pre m isas de sus doctrinas, y sobre todo la idea de que las razas, es decir los grupos hum anos a la vez físicos y culturales, existen y tienen una gran pertinencia tanto p a ra la h istoria de la hu m an id a d como para el c om portam iento de cada individuo. Él ve el m undo dividido entre «la trib u blanca», «el continente blanco», «la raza blanca», por un lado, y, p o r el otro, «la raza negra», «las naciones negras» (no habla de los de la raza amarilla). Los negros se c om portan como un blo que: «la raza negra no tiene o tra elección», «la raza negra sabe quién es ella», tiene su «dignidad racial»; los blancos también, aparente mente, puesto que es la raza blanca y no tal país o tal cu ltu ra «que ha dado toda un a lista de m ártires», y que ha tenido, en tanto que raza «una auténtica conciencia» en la persona de Olof Palme. Lo cul tural se confunde u n poco m ás con lo físico y el juicio de valor hace su aparición, cuando Soyinka declara que las sociedades africanas «en ningún m om ento de su existencia han entablado la g uerra en nom bre de su religión. La raza negra nunca ha intentado som eter o convertir al prójimo po r la fuerza, anim ada po r un celo evangelizado r que se apoya en la convicción de d e tentar la verdad suprema». En este aspecto se opone ventajosam ente a la raza blanca o al pensa m iento «judeoeuropeo» (?); este últim o ayer sirvió de fundam ento p a ra la guerra, y hoy en día vemos que se emplea en «un Estado que reivindica una selección divina para justifica r el perpetuo aniquila m iento de los indígenas» (¿se tra ta de una alusión al Estado de Is rael?). «Nosotros tam bién tenemos nuestros mitos —concluye Soyin ka—, pero no nos hem os apoyado nunca en ellos para esclavizar al prójimo.» Poco im porta sab er si la descripción que hace Soyinka de la his toria de África es cierta o no; adm itam os que lo sea. Podríam os se ñalar, sin embargo, que es un poco irrisorio establecer una jerarquía entre las muertes, entre aquéllas, especialmente infamantes, debidas a motivos religiosos, y aquéllas, relativamente más disculpantes, pro vocadas por «razones políticas», las cuales Soyinka admite que igual m ente son fam iliares pa ra los africanos (las m atanzas de los tutsi
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en Ruanda, de los ibo en B iafra están todavía presentes en la m em o ria). Más im portante aún, no podem os enorgullecem os de la «raza negra» ante ese curso alegre de la historia (suponiendo que lo sea), a m enos que creamos que uno es debido al otro, a m enos que haga m os nuestro el presupuesto principal de la do ctrina racialista, a sa ber, que el pensam iento y el com portam iento m oral varían en fun ción del color de la piel. ¿Y esto no es suscrib ir un a nueva «teoría de la superioridad racial», aun cuando Soyinka condenaba, con toda la razón, su versión blanca? Por último, estas iglesias guerreras, el cristianism o y el islam, me recen quizás un juicio m ás matizado. Sólo intentan convertir a los dem ás a su verdad porque quieren s e r universales. Son p o r lo tanto la cuna de la idea de la h u m anidad y de la universalidad que, libre de sus orígenes religiosos y del celo de los doctrinadores, se ha desa rrollado en el pensam iento hum anista, el cual continúa siendo, siem pre que no sea utilizado como simple camuflaje, el m ejor escudo con tra el racismo —mejor, sin du d a alguna, que el elogio de una «raza» distinta de la raza blanca, y que ha sido injustam ente perseguida en el pasado. La semejanza entre d iscurso colonialista y d iscurso anticolonia lista alcanza una especie de apogeo en el libro de Frantz Fanón I j o s condenados de ¡a tierra (1961). Si se cree a Fanón, del colonialismo al anticolonialismo, sólo cam bian los actores; sus atributos como sus acciones perm anecen los mismos. Aquí y allí, se afirm a la diferencia radical y se rechaza la universalidad: no tenemos nada que ver con vosotros, éste es el grito lanzado tanto por unos como por otros (lo que Fanón denom ina «la afirm ación descabellada de una originali dad planteada corno absoluta»).21 Aquí y allí, se considera que todos los buenos están de itn lado, y todos los malos del otro: «El maniqueísm o prim ero que regía la sociedad colonial se conserva de for ma intacta en el período de la descolonización».24 Aquí y allá, se juz ga al m undo de los otros como perfectam ente homogéneo: «A la fórmula: "Todos los indígenas son iguales”, el colonizado responde: "Todos los colonos son iguales” ».2S Aquí y allá, se ha escogido ha b lar el puro lenguaje de la fuerza: «La violencia del régimen colo nial y la contraviolencia del colonizado se equilibran y se c orrespon den dentro de una hom ogeneidad recíproca extraordinaria».26 23. 24. 25. 26.
I x ' s d a m m 's tic la ierre. La D cco u v ertc, 1987. Ibid., pá¡;. 35. Ibid., p íij’s. 64-65. Ibid., pá¡;. 62.
I'a n o n , K,
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Lo extraordinario, en estas analogías así establecidas p o r Fanón, es que él, au n a firm ando esta sim etría, condena absolutam ente el colonialismo y defiende sin vacilar la descolonización. A veces nos preguntam os si es del todo consciente de todos los paralelos que está revelando; sin embargo, eso parece, puesto que él m ism o no deja de advertirlos. «De hecho, desde siempre, el colono le ha hecho saber el camino que debía seguir si deseaba liberarse. El argum ento que el colonizado escoge le h a sido indicado po r el colono y, en irónica com pensación, ahora el colonizado afirm a que el colonialista no compren de m ás que la fuerza.»27 Pero aquí no hay ningún tipo de ironía: es una repetición pura y simple, y el cambio de actor era previsible desde el comienzo (se tra ta de la violencia como método, y no del proyecto global, p o r supuesto, puesto que los argelinos no están colonizando a Francia). Fanón dice todavía: «Paradójicamente, el gobierno nacio nal con su com portam iento con respecto a las m asas ru rales recuer d a a través de ciertos rasgos el p o d e r colonial»;28 pero aquí tam po co hay ninguna paradoja: tanto la explotación como la represión prescinden de la diferencia nacional, y se cosecha aquello que ha sido sembrado. Fanón asu m e pues, con u n a alegría un poco incomprensible, to das las características com unes a los colonialistas y a los anticolo nialistas. ¿El nacionalismo era el móvil de los colonizadores? Irá bien pa ra h acer progresar la descolonización. ¿El colonialismo «es la vio lencia en estado innato»,29 «emplea un lenguaje de p u ra violen cia»?30 El anticolonialism o deberá h a c er lo mismo: este orden «no puede cuestionarse m ás que po r la violencia absoluta»,31 y «el pue blo decide fiarse tan sólo de los medios violentos».32 Según Fanón, «la colonización o la descolonización es sim plem ente u n a relación de fuerzas»;33 pero si verdaderam ente la semejanza es tan grande, ¿por qué, en el fondo, se prefiere la una a la otra? En Fanón se halla una fascinación p o r la violencia que, si fuera coherente consigo mismo, h a b ría tenido que reconciliarle con el co lonialismo. «A nivel del individuo, la violencia desintoxica —escribe—. Al colonizado le quita de encim a su complejo de inferioridad, sus 27. 28. 29. 30. 31. 32. 33.
Ib íd ., Ib íd ., Ib íd ., Ib íd ., Ibíd. Ib íd ., Ib íd .,
pág . pág . pág. pág .
58. 86. 43. 27.
pág . 58. p á g s. 42-43.
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actitudes contemplativas o desesperadas.»34 «El hom bre colonizado se libera en m edio y a través de la violencia.»35 S a rtre carga las tin tas en su prólogo al libro de Fanón, con el placer del m asoquista que acaba de encontrarse con u n sádico: «Cargarse a un europeo, es m a t a r a dos pájaros de un tiro, s u p rim ir al m ism o tiem po a un opresor y a un oprim ido: q uedan u n hom bre m uerto y un hom bre libre; el superviviente, por vez primera, siente un suelo nacional bajo la planta de sus pies».35 Pero, ¿verdaderam ente hay que sacrificarlo todo por esa sensación de la planta de los pies? ¿Por qué motivo y de qué m a nera la tara de los colonizadores se transform a en virtud en los des colonizados, cuando se m antiene idéntica a ella m ism a? O ¿hay que sup o n e r que los colonizadores tenían razón, después de todo, al m a ta r a los indígenas porque así se liberaban de sus complejos, de inú tiles actitudes contemplativas, y accedían de esta form a a la liber tad? Nos creeríam os en el m undo de los personajes de Dostoi'evski, de Raskolnikov o de Piotr Verkhovensky. Al contem plar así la ver tiente totalitaria del colonialismo, ¿debem os luego ver u n a paradoja en el hecho de que los regímenes nacidos de la descolonización lo hayan imitado? Yo por mi parte prefiero la sabiduría de Pascal: «¿Hay que m a ta r para im pedir que haya malos? Es h acer dos en vez de uno».37 La respuesta que da Fanón a todas esas preguntas es: no existen valores absolutos. Una cosa es buena cuando sirve a mis objetivos y m ala cuando se opone a éstos. Por eso la violencia es buena en m a nos de los oprimidos, y sí q ue favorece su com bate cuando los colo nos son todavía aborrecibles. En esto (¿irónicamente?) Fanón toda vía imita a los teóricos del racism o y del imperialismo. Maurice B arres decía: lo verdadero no existe, no m ás que el bien, sino sola mente lo verdadero para Francia y el bien para los franceses. «El con junto de esas relaciones ju sta s y verdaderas entre unos objetos d a dos y un hom bre determinado, el francés, es la verdad y la justicia francesas; d e s c u b rir esas relaciones, es la razón francesa.»38 Discí pulo fiel, Fanón afirma: «Lo verdadero es lo que precipita la disloca ción del régimen colonial, lo que favorece la emergencia de la nación. Lo verdadero es lo que protege a los indígenas y lleva a la perdición 34. 35. 36. 37. 38.
Ib id ., pág. 66. Ib id ., pág. 60. Ibid., pág. 16. P ascal, Pcnsóes, G a rn ic r, 911. B a rres , M., S c é n c s ct d o c tr in e s d u n a tio n a lism e , 2 vol, 1925, t. I, pág. 13.
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a los extranjeros. (Barres, a u to r sin em bargo de un folleto titulado Contra los extranjeros, no se atrevía a decir las cosas tan c ru d a m e n te.) Y el bien es sim plem ente lo que les hace daño a ellos».39 Y así como B a rre s se negaba a p reguntarse si Dreyfus era culpable o ino cente, y quería solamente saber si su condenación sería útil para Fran cia, Fanón b a rr e de un m anotazo «todos los valores m editerráneos, triunfo de la persona hum ana, de la claridad y de lo Bello», porque «no conciernen al com bate concreto en el que el pueblo se ha com prometido».40 Fanón ha abrazado el credo del relativismo moral: los valores sólo cuentan dentro y p a ra el contexto en el que han nacido; los valores occidentales son m alos porque son occidentales (cualquier preten sión a la universalidad es un bluff), y el Tercer M undo debe descu b r ir nuevos valores, que serán buenos porque le pertenecerán a él. «Cuando un colonizado oye u n discurso sobre la c u ltu ra occidental, saca su m achete o al m enos se asegura de que esté al alcance de su mano.»41 Pero ¿el m achete contra la cultura, por ser el a rm a del co lonizado, es m ucho m ejor que el revólver de Goebbels? Al volver a to m a r sistem áticam ente los procedim ientos em pleados por el colo nialismo, ¿no nos a rriesgam os a p a rtic ip a r de sus objetivos? En la conclusión de su libro, Fanón declara: «Decidamos no imi t a r a E uropa y pongam os n uestros m úsculos y nuestros cerebros en tensión hacia u n a nueva dirección. [...] No paguem os tributo a E uro pa creando Estados, instituciones y sociedades que se inspiren en ella».42 Pero el problem a está en que Europa, contrariam ente a lo que a firm a Fanón, no es una cosa simple: ha practicado al m ismo tiem po el universalismo y el relativismo, el h u m anism o y el nacio nalismo, el diálogo y la guerra, la tolerancia y la violencia. Al esco ger uno de los térm inos de estas alternativas frente al otro, no es cogemos el Tercer Mundo frente a Europa, sino una tradición europea frente a otra, la tradición de Nietzsche, B arres y Sorel frente a la de Montesquieu, Rousseau y Kant. Una vez más, hay una s om bría victo ria del colonialismo y de su ideología sobre sus adversarios, puesto que éstos han decidido a d o ra r a los m ism os demonios que aquéllos. O pa ra to m a r las cosas por otro extremo: si hoy en día lam entam os la ausencia de dem ocracia en los países descolonizados, la violencia 39. 40. 41. 42.
F a n ó n , F., I x s d a m n á s, pág. 35. Ib íd ., pág . 33. Ib íd ., pág. 31. Ib íd ., p ág s. 236, 238.
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y la represión que reinan en ellos, no tenemos el derecho de llegar a la conclusión de «por lo tanto, la colonia era mejor»; no, las for m as casi totalitarias de gobierno que se observan aquí y allí c orres ponden a los aspectos casi totalitarios del colonialismo. Y es una trá gica equivocación la de los ideólogos como Fanón, que prepararon y asum ieron esta continuidad: queriendo no h a c er lo m ism o que Europa, hicieron como la peor parte de Europa. Los argum entos racialistas, nacionalistas o relativistas que esm al tan el discurso anticolonial no hacen la descolonización m enos ne cesaria, de la m ism a forma que los argum entos cristianos y hu m an i tarios tam poco justificaban la causa colonial. La posibilidad m ism a de disociar así causas y razones nos incita quizás a reconocer que la virtud política principal yace en lo que los antiguos llam aban la prudencia, es decir, no la p u ra defensa de principios abstractos, ni la atención exclusiva hacia los hechos particulares, sino la puesta en relación de los unos con los otros, la ju sta apreciación de los aconte cimientos c orrientes a la luz de ideales que perm anecen inquebran tables.
VI EL VIAJE Y SU RELATO
1 ¿Qué es lo que no es un viaje? Por poco que demos una extensión figurada a este térm ino —y nunca hemos podido retenernos de hacerlo— el viaje coincide con la vida, ni m ás ni menos: ¿qué es ésta sino un paso del nacim iento a la m uerte? El desplazam iento en el espacio es la p rim era señal, la m ás fácil, del cambio; y quien dice vida dice cambio. El relato tam bién se nutre del cambio; en este sen tido, viaje y relato se implican m utuam ente. El viaje en el espacio simboliza el paso del tiempo, el desplazam iento físico lo hace para la m utación interior; todo es viaje, pero se trata de un todo sin iden tidad. El viaje trasciende todas las categorías incluso la del cambio, de lo m ism o y de lo otro, puesto que desde la m ás rem ota Antigüe dad se van acum ulando viajes de descubrimiento, exploraciones de lo desconocido, y viajes de retorno, reapropiación de lo familiar: los argonautas son grandes viajeros, pero Ulises tam bién lo es. Los relatos de viaje son tan antiguos como los viajes mismos, si no más. La p rim e ra gran oleada de viajes m odernos es la de finales del siglo XV y del siglo XVI; no obstante, po r aquel entonces, y a u n que parezca paradójico, los relatos preceden a los viajes. Desde la alta Edad Media unos cuantos relatos de m ás o m enos fantasía dis frutan del favor del público y mantienen despierta su curiosidad. Dan a conocer, p o r ejemplo, que el monje irlandés San B rendano tardó siete años en a lcanzar el paraíso terrenal, después de h a b e r a fronta do todo tipo de peligros y haberse encontrado con toda clase de se res sobrenaturales. A comienzos del siglo XIV, M arco Polo, de vuelta de un viaje a China, nos deja el Libro de las m aravillas el cual, sin c aer en lo sobrenatural, no deja de justifica r su título. Un poco m ás tarde, John Mandeville escribe el Viaje de Ultramar, mezcla inextri cable de hechos reales y de invenciones fabulosas; él tam bién des-
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cribe el paraíso terrenal. En la m ism a época se m ultiplican los li bros de compilación, Cosmografías o Im agen del m u n d o (como el célebre Im ago M undi del cardenal Pierre d'Ailly), inventarios de co nocimientos sobre todos los países y pueblos de la tierra. Esas obras son p o r lo tanto bien conocidas y p rep a ra n los relatos de los nuevos viajeros, quienes las consideran como un a información segura: es así como Colón se lleva consigo u n a s c a rtas p a ra el Gran Kan, descrito p o r Marco Polo, y como Vasco de G am a hace lo m ism o pa ra el padre Juan, personaje legendario habitante de las Indias, si se cree el rela to de Mandeville. Los lectores y los oyentes no sienten verdaderam ente ningún tras torno cuando les llegan los p rim eros relatos de los nuevos d e scubri mientos, y podem os im aginar que los m ism os viajeros, que tam bién habían sido lectores u oyentes, no quedaron m ás sorprendidos. Ade m ás de la po p u larid ad de los relatos antiguos, existe una segunda razón, y está relacionada con u n a p a rticu la rid a d de la historia euro pea. Las condiciones geográficas del M editerráneo aseguran el con tacto entre poblaciones m uy diversas tanto física como culturalmente: europeos cristianos, m oros y turcos m usulm anes, africanos animistas. Durante el Renacimiento, a esta heterogeneidad cultural se le aña dió u n a tom a de conciencia, en los europeos, de su propia diversi dad histórica, dado que empiezan a verse como los herederos de dos tradiciones bien separadas, la grecolatina p o r un lado, la judeocristiana por el otro; esta última, por otra parte, ya no es monolítica, pues to que presenta el ejemplo singular de una religión que se construye sobre la base de otra (cristianismo y judaismo). Dicho de otro modo, los europeos conocen ya, po r su propio pasado y presente, la plurali dad de las culturas; disponen, p o r así decirlo, de una casilla vacía donde colocar las poblaciones recién descubiertas, sin que ello re vuelva su imagen global del mundo. Lo vemos claramente, por ejemplo, en el transcurso de la conquista española de América. Cuando los conquistadores perciben lugares de culto, espontáneam ente les dan el nom bre de «mezquitas»: el m e canism o se m uestra aquí, puesto que el térm ino empieza a designar c ualquier templo al servicio de u n a religión no cristiana. Cuando los españoles descubren u na c iudad un poco m ás importante, la llaman en seguida «el gran Cairo». Para precisar sus impresiones de los m e xicanos, uno de los prim eros cronistas, Francisco de Aguilar, recuer da de golpe: «De niño y adolescente, empecé a leer m uchas historias y relatos referentes a los persas, los griegos y los romanos. Conocía igualmente a través de la lectura los ritos que se realizan en las In
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dias portuguesas». Las ilustraciones de la época dan un buen testi monio, también, de esta proyección de lo fam iliar (quizás algo extra ño) sobre lo desconocido.
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Si hay que renu nciar a a isla r el viaje de aquello que no lo es, po demos, con algunas posibilidades m ás de éxito, p ro b ar de distinguir, en el interior m ism o de este m agm a inmenso, varios tipos de viajes, o quizá varias categorías q ue perm iten c a racterizar los viajes p a rti culares. La oposición m ás general, la que se impone en p rim e r lu gar, es la de los planos espiritual y material, o, si se prefiere, de lo interior y de lo exterior. Tomemos dos ejemplos célebres de relatos medievales: el Viaje de U ltram ar de Mandeville y La búsqueda del Santo Grial. El prim ero relata dos viajes (compuestos por elementos reales e imaginarios; pero por ahora podemos d ejar de lado esta dis tinción), en Tierra Santa y en Extrem o Oriente, lugares en los que el a u to r descubre, para el gran placer de sus lectores, toda clase de seres maravillosos, y adem ás ¡el paraíso terrenal mismo! El segun do describe las aventuras de los caballeros de la Mesa Redonda, de la corte del rey Arturo, que salieron a la búsqueda de un objeto m is terioso y sagrado, el Grial; pero poco a poco esos caballeros descu bren que la búsqueda en la que se han com prom etido es de n a turale za espiritual, y que el Grial es una entidad impalpable; por ello sólo los m ás puros, Galaz y Pcrceval, pueden alcanzarlo. Ya vemos con estos ejem plos que si las categorías de lo e spiri tual y lo m aterial se oponen, no es de ningún modo en el sentido de que las dos sean incompatibles, y los relatos sean m uestra exclusi vamente de una especie o de otra. Muy al contrario, aquéllos están prácticam ente siem pre presentes al m ism o tiempo, y sólo varían las proporciones y las jerarquías. El libro de Mandeville se lee ante todo como un relato de aventuras, pero es al m ismo tiempo una obra edi ficante. La búsqueda del Santo Grial, por otro lado, es un ejemplo de reinterpretación espiritual, de recuperación cristiana de leyendas que, en el punto de partida, no tenían de ningún modo el m ismo sig nificado. Pero sea cual sea la intención inicial de los autores, los nue vos lectores y sus guías —los com entadores— siem pre pueden a ñ a dir un sentido espiritual allí donde no había ninguno (o un sentido distinto al que tenía en un principio): los viajes se prestan muy bien para ello, precisamente. De este modo, desde la época helenística, se
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decidió no ver en la vuelta de Ulises m ás que un a imagen de la huida de las bellezas sensibles hacia la Belleza ideal: H om ero se tra n sfo r m ó en un a ilustración de Platón. Los relatos particulares pueden por lo tanto o c u p a r todas las posiciones imaginables a lo largo de un eje que va de lo p u ram ente exterior a lo puram ente interior. Las cartas de Américo Vespuccio se hallan a m itad de camino: efectivamente hay el relato de algunos viajes reales, pero tam bién hay el mito de la edad de oro. Tomás Moro, quien sin em bargo se inspira en él, está infinitam ente m ás cerca del polo espiritual; Pigafetta, el n a rra d o r del p r im e r viaje alrededor del mundo, se acerca m ás en cam bio al polo m aterial: m ás que edificar un a utopía, se contenta con co n ta r un periplo. Si la oposición de lo espiritual y de lo m aterial no perm ite clasi ficar los relatos (sino solam ente com prenderlos mejor), no ocurre lo m ism o sin em bargo con u n a segunda oposición a la que contribuyen estas m ism as categorías, pero esta vez en el interior de un único y m ism o texto. La relación entre viaje interior y viaje exterior va de la com plicidad a la hostilidad: ésta es la nueva antítesis. Esto quiere decir que en n u e stra civilización, que privilegia lo espiritual en de trim ento de lo m aterial (pero no es la única que lo hace), el viaje real unas veces se ensalzará como encarnación o prefiguración del viaje espiritual, y otras se denigrará en la m edida en que hay que preferir lo interior a lo exterior. En el punto de p a rtid a la religión cristiana parece inclinarse por la complicidad, y favorece p o r lo tanto el establecim iento de una re lación m etafórica entre viaje exterior y viaje interior. ¿Acaso Cristo no dice: «Yo soy el camino»?, ¿no envía a sus discípulos a través del m undo? Pero las cosas cam bian rápidam ente y, desde la instalación del cristianism o como doctrina oficial, se empieza a desvalorizar el desplazam iento en el espacio pa ra privilegiar la búsqueda inmóvil. Un antiguo a u to r cristiano dice dirigiéndose a otros monjes: «Qué date en tu celda y te lo enseñará todo. Al igual que los peces m ueren en sitio seco, los monjes perecen fuera de su celda». Salir de casa de uno es p a rtic ip a r de ese e spíritu de diversión que iba a fustigar, m ucho m ás tarde, Pascal. A finales del siglo XVII, en las A venturas de Telémaco, variante c ristiana de la Odisea, Fénelon parece olvidar que está haciendo un relato de viaje (aunque fuera imaginario), y es en el interior m ism o de los viajes m ateriales donde consigue estig matizarlos. Los habitantes de la Bética, país que e n c arna la edad de oro, son hábiles navegantes; pero no desprecian menos los resulta dos de su propio arte, es decir los viajes, así como a los que los em
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prenden. «Si esas gentes —dicen— tienen suficiente de aquello que es necesario p a ra la vida en su país, ¿qué van a b u s c a r en otro?»1 Todavía m ás cerca de nosotros, C hateaubriand concluye, al final de sus M emorias de ultratum ba, dentro de un espíritu fiel al mismo tiem po al cristianism o y al antiguo estoicismo: «El hom bre no necesita viajar p a ra crecer; lleva en él la inmensidad».2 Si el viaje no es m ás que vanidad, lo m ism o o c u rrirá con su rela to. En el libro de Fénelon, es lo que nos enseña, a costa suya, Telémaco, que se había complacido conversando con Calipso relatándole sus vagabundeos. «El a m o r de un a gloria vana os ha hecho h a b la r sin prudencia —le reprocha Mentor—. ¿Cuándo, ¡oh, Telémaco!, serás su ficientemente sensato para no ha b la r nunca p o r vanidad?»3 Es cier to que la m ism a existencia de un relato implica necesariam ente la valorización de su objeto (ya que m erece que lo evoquemos), y por lo tanto cierta satisfacción de su narrador. En cuanto a su propio relato, Fénelon no mantiene ninguna am bigüedad en esto: lo que le in teresa en esas «aventuras» no es el placer que podríam os obtener del viaje, sino las «verdades necesarias para el gobierno», presentadas bajo una forma divertida al príncipe futuro, destinatario de la obra. Tal actitud no caracteriza exclusivamente a la tradición c ristia na. Para trasladarnos un momento a China (¡otro viaje!), el tao de Lao Tsé no designa otra cosa que el camino; pero aquí tam bién el simple desplazam iento en el espacio es desvalorizado. Los hom bres de la edad de oro, según Tchouang Tsé, no son distintos a los habitantes de la Bética, según Fénelon: «Están satisfechos de quedarse en su casa. Puede que el pueblo vecino esté tan cercano que se puedan oír los perros que ladran y los gallos que cantan en él, pero las gentes podrán envejecer y m o rir sin ha b e r ido jam á s allí».4 Y, como Cha teaubriand, Lié Tsé, otro a u to r taoísta del siglo IV a. C., prefiere los viajes al interior de sí mismo. «Los que se molestan tanto para los via jes exteriores no se imaginan la form a de organizar las visitas que se pueden hacer al interior de uno mismo. El que viaja fuera está pendiente de las cosas exteriores; el que hace visitas interiores pue de en c o n trar en sí m ismo todo aquello que necesita. Ésta es la m a 1. I'r.Nr.lx)N, F. De, A v e n tu r e s d e Télém ai/lie, G a rn ie r, 1987, píí|». 270 (trad . esp.: A ve n tu r a s de Teh'm aeo, B a rc e lo n a , O rh is, 1985). 2. CiiATF.AtmiiiANi), F. R. De, M é m o ire s d 'o u tre -to m b e, 2 vol., M inistO re d e l ’I-duc a tio n n a tio n a le , 1972, t. II, pág. 966 (tra d . esp.: M e m o ria s de u ltr a tu m b a , 2 vols., B a r c elo n a, O rh is, 1983). 3. Fi^Nr.mN, K De, A v e n tu r e s d e T élém aque, pág. 177. 4. C ita d o se g ú n Wai.KY, Trois c o u r a n ts d e la pensc’e c h in o ise , Payot, 1949, págs. 71-72.
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ñ e ra m ás elevada de viajar; m ie n tra s que resu lta un pobre viaje el que depende de las cosas exteriores.»5 En n u e stra época, las c u ltu ra s antiguam ente aislad as h an e n tra do en contacto (¡otra vez el efecto de los viajes!), y no sab ríam o s dis tin g u ir con precisión entre las d istin tas fuentes, orien tales u occi dentales, de ese m isticism o que, en nom bre de la su p e rio rid a d de lo in te rio r sobre lo exterior, desp recia los viajes. En el tra n sc u rso de uno de sus prim eros viajes, a A m érica latina, el poeta H enri M ichaux descu b re la vanidad de éstos, y concluye: «Se en cu en tra lo m ism o su p ro p ia verdad m irando d u ran te c u a re n ta y ocho h o ras un tapiz cualquiera».6 Pero no sigue su propio precepto, y se vuelve a m a r char, a Asia esta vez; y llega, no obstante, a la m ism a conclusión, a p e sa r de que la filiación ah o ra es oriental. Y ahora, dijo B uda a su discípulos, en el m om ento de m orir: De ahora en adelante, sed vuestra propia luz, vuestro propio refugio. No busquéis otro refugio. No os dirijáis en busca de refugio m ás que a vosotros m ism os. No os preocupéis de la m anera de pensar de ¡os demás. M anteneos bien en vuestra propia isla, adheridos a la C ontem plación.7 Frente a esas tradiciones, que podem os c o n sid e rar dom inantes y que desvalorizan el viaje, encontram os otras, igualm ente a b u n d a n tes, aun sin ser tan gloriosas, en las que el viaje se elogia —no po r que el viaje m aterial sea preferible al e sp iritu al, sino porque la rela ción en tre los dos puede se r de arm o n ía m ás que de oposición. De nuevo esos desplazam ientos del cuerpo tienden hacia la educación del alm a. «Si el agua de un estan q u e perm anece inmóvil, se vuelve estancada, cenagosa y fétida; sólo resu lta clara si se agita y fluye. Lo m ism o o cu rre con el hom bre que viaja»: esto es lo que nos ense ña la vieja sa b id u ría árabe. El Ulises de Dante, aun cuando está con denado a s u frir en el octavo círculo del infierno, parece h ab er e sta blecido una relación p erfectam ente eq u ilib rad a e n tre los viajes 5. Ib id ., pág. 233. 6. M ic h a u x , II., E cu a d o r, G a llim a rd , 1974, pág. 120. 7. Ib id ., pág . 233.
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in te rio r y exterior: se desplaza p o r el espacio p a ra conocer el m un do, y m ás especialm ente los vicios y las v irtu d es hum anas, y exhorta a sus com pañeros p a ra que le sigan, dado que no «han sido hechos p a ra vivir com o b ru tos, / Sino p a ra dejarse g u iar p o r ciencia y v ir tud».8 M ontaigne le sigue de cerca: el viaje nos ofrece el m ejor m e dio, escribe, «para p u lir n u e stro cerebro p o r el contacto con los otros»; a u n q u e el objetivo fuera el conocim iento de uno mismo, el viaje no resu lta m enos indispensable: explorando el m undo, uno em pieza a descu b rirse a sí mismo. «Esc vasto m undo es el espejo en que hem os de m irarn o s p a ra conocernos bien.»9 E innum erables viaje ros han dem ostrado, con su ejem plo, que co m p artían esas m ism as convicciones. ¿Debem os co n ten tarn o s con a d v e rtir el frente a frente de las dos tradiciones, o bien podem os legítim am ente p re fe rir la u n a a la otra? Vemos p erfectam ente en qué sentido la contem plación del tapiz col gado de la pared puede ap o rtarn o s el m ism o conocim iento que el des plazam iento p o r el espacio, o incluso uno mayor, ya que favorece la concentración y la m editación. Pero, a p e sar de todo, se llega ráp id a m ente a los lím ites de este solipsism o. La existencia de los dem ás a nu estro a lre d ed o r no es un p uro accidente, los dem ás no son, sim plem ente, sujetos solitarios, co m p arab les al yo sum ergido en la m e ditación; tam bién form an p a rte de él: el yo no existe sin un tú. Uno no puede acceder al fondo de sí m ism o si se excluye a los demás. Ocu rre lo m ism o con los países extranjeros, con las d istin ta s culturas: el que no conoce m ás que lo suyo se a rriesg a siem pre a co n fu n d ir cultura y naturaleza, a erigir el hábito en norm a, a generalizar a p a rtir de un ejem plo único: él m ism o. Los h a b ita n te s de la B élica deben vi s ita r países d istinto s a los suyos (y po r lo tan to em p ren d er viajes) p ara b u sc a r aquello que es necesario p ara la vida del esp íritu , no la del cuerpo. Y los aldeanos de Tchouang Tsé pueden descubrir, en el pueblo vecino, algo m ás que p erro s y gallos (que probablem ente se parezcan m ucho a los que ya conocen, efectivamente): otros hom bres y m ujeres, cuya visión del m undo difiera, au nque sea levem en te, de la suya; cosa que, en cambio, podría transform arlos a ellos m is mos, e in citarlo s a un poco m ás de justicia. La articulación entre viajes espirituales y viajes m ateriales se mo dificó con la llegada de los tiem pos m odernos. Si partim os, no de catego rías preestablecidas, sino de la m asa de relatos existentes, po 8. D an tp., I xi D ivin a C om edia, c a n to XX VI. o n t a i g n e M , E ssa is, I , 2 6 .
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dríam os d ecir que la oposición m ás general concierne al em pleo que se hace de ellos m ás que a su p ro p ia naturaleza; este cam bio con cu erd a con la subjetivación acrecen tad a del m undo en el que vivi m os. M ás que de u n viaje e sp iritu a l, h ab larem o s ah o ra de un relato alegórico (puesto que la aleg o ría indica o tra cosa adem ás de la que significa), en el que el viaje no es m ás que un pretexto escogido por el a u to r p a ra e x p resar sus opiniones. Por otro lado, no hay térm ino consagrado; los rom ánticos h a b la b a n de u n género que llam aban, p a ra oponerlo a la alegoría, la tautegoría, que no dice m ás que ella m ism a. La oposición, ya se ve, es aquella m ism a que e s tru c tu ra la id en tid ad occidental desde hace varios siglos: las dos especies de re latos de viaje se oponen com o la autonom ía y la heteronom ía, el he cho de e n c o n tra r la razón en sí m ism o o bien fuera de sí; o incluso com o esas form as de organización social com o son el individualis mo m oderno y el holism o tradicional, la sociedad de los individuos que se consideran libres e iguales y la com unidad de los m iem bros de un grupo, que dependen en su destino de las co stu m b res y de las decisiones de este grupo. T ratándose de relatos de viaje, el térm ino m ás apro p iad o p a ra d esig n ar los relatos no alegóricos quizá sería el de im presionista, p uesto q u e está a te stad o históricam ente, y su giere a dem ás que el viajero se contenta con darn o s a conocer sus im presiones, sin p ro c u ra r e n señ arn o s «otra cosa». En E uropa occidental ha habido, indiscutiblem ente, un m ovim ien to de los relatos alegóricos hacia los relatos im presionistas. Los ejem plos de e sta tran sició n son num erosos; pero ninguno resu lta m ás elocuente que el de C hateaubriand. E ste e scrito r ha realizado, efec tivam ente, dos grandes viajes, o, com o dice él mismo, pereg rin acio nes a O ccidente y a Oriente. Todavía m uy joven, se dirige a Am érica del N orte; de allí tra e un d iario de viaje y, sobre todo, u n a epopeya, Los N atchez, de donde extrae dos fragm entos que le d a rá n la fam a: Atala y Rene. Q uince años m ás tarde, vuelve a m arch arse en direc ción opuesta: Atenas, Je ru sa lé n , Egipto, Túnez; el relato de viaje se titu la a h o ra Itinerario de París a Jerusalén y proporciona el p ro to ti po de in n u m erab les relatos posteriores. El propio C h ateau b rian d in tentó fo rm u lar la relación entre sus dos viajes: es la naturaleza opues ta a la cu ltu ra, dice a veces, o tam bién: la civilización del fu tu ro y la del pasado. Pero, desde n u e stro punto de vista, la oposición m ás significativa está en el género de los dos relatos: el de A m érica es alegórico, el de O riente, im presionista. El p rim ero su b o rd in a las ob servaciones del viajero a un designio preconcebido que aquéllas es
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tán d estin ad as a ilu stra r; el segundo ignora el m undo y se concentra en el yo, del que nos cu en ta las im presiones sucesivas.
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Si preguntam os hoy en día al lector no prevenido qué espera de un relato de viaje, seguram ente ten d rá dificultades p a ra d arn o s una resp u esta detallada; y sin em bargo esta espera existe y constituye u n a de las vertientes de lo que llam am os un género litera rio (siendo la o tra vertiente la interiorización de esta m ism a n o rm a p o r p arte de los escritores). La e sp era no es la m ism a en la ac tu a lid a d que en el siglo XVI; los textos m ism os no cam bian, pero los leem os con ojos distintos. Q uisiera p ro p o n er aquí una hipótesis sobre la n aturaleza de n u e stra espera contem poránea. La prim era cara c te rístic a im portante del relato de viaje, tal com o lo im agina —inconscientem ente— el lector de hoy, me parece que es u na c ie rta tensión (o cierto equilibrio) entre el sujeto o b servador y el objeto observado. E sto es lo que designa, a su m anera, esa deno m inación, «relato de viaje»; relato, es decir n arra c ió n personal y no descripción objetiva; pero tam bién viaje, un m arco, pues, y unas c ir cu n stan cias exteriores al sujeto. Si sólo figura en su lu g ar uno de los dos ingredientes, nos salim os del género en cuestión p ara m eternos en otro. Por ejem plo, De la dem ocracia en Am érica se inclina dem a siado po r la descripción de su objeto p ara fo rm ar p a rte del mismo, aunque Tocqueville se refiera esporádicam ente a las circu n stan cias en las que él había obtenido tal o cual inform ación. En el otro extre mo, si el a u to r no habla m ás que de él mismo, tam bién nos salim os del género. El límite, p o r un lado, es la ciencia; por el otro, la au to biografía; el relato de viaje vive de la in terpenetración de los dos. Pero tam bién hay u n a segunda c a ra c te rístic a del género, que la denom inación no retiene, y que es igualm ente im portante: la locali zación de las experiencias contadas p o r los relatos en el tiem po y en el espacio. En el espacio: el «verdadero» relato de viaje, desde el punto de vista del lector actual, refiere el descubrim iento de los otros, o los salvajes de las regiones lejanas, o los rep resen tan tes de civili zaciones no europeas, árabe, hindú, china, etc. Un viaje a Francia no da un «relato de viaje». No es que los ejem plos sean inexistentes; no obstante, forzosam ente se echa a fa lta r en ellos esc sentim iento de a lte rid a d respecto a los seres (o a las tierras) evocadas. Es cierto que existen viajes a Italia (es una especialidad francesa, aunque no
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exclusivamente), de Montaigne, del presidente de Brosscs, de Stend hal. Pero precisamente, en este caso, hay que cita r nom bres propios, c uando el a u to r típico del relato de viaje no es un e scritor profesio nal; es alguien que coge la p lu m a casi a p e s a r suyo, y porque se sien te p o rta d o r de un m ensaje excepcional; cuando ya lo ha librado, él se a p re s u ra a volver a su existencia n orm al de no-escritor. Además, m uchos de esos relatos son anónimos. Un viaje a Italia, en cambio, no tiene en sí n a d a de excepcional, y los italianos no son radicalm en te distintos a los franceses; es el autor, sólo él, el que puede justifi c a r la existencia del relato. La localización tem poral quizás es m ás difícil de establecer, pero la considero igualm ente real. Hoy en día se escriben relatos de viaje y el próxim o folletín del Le M onde p odría ser uno de ellos. Sin em bargo, se no ta u n a diferencia entre los libros publicados en las co lecciones corrientes de relatos de viaje y esos textos estrictam ente contem poráneos. Y es que en éstos falta u n a c ierta distancia (no so lam ente en los medios financieros exigidos po r la empresa) entre el a u to r de la n a rra c ió n y su lector. Pienso, pues, que al lado de la pri m era relación de alteridad, la q ue está entre el n a rr a d o r y el objeto de su narración, existe otra, m ás atenuada, es cierto, entre el lector y el narrador, que no debe p a rtic ip a r exactam ente del m ism o m arco ideológico. El descubrim iento que el n a rr a d o r hace del otro, su obje to, el lector lo repite en m iniatura, con respecto al n a rr a d o r mismo; el proceso de lectura imita, en c ierta medida, el contenido del relato: es un viaje en el libro. Esta d istancia entre n a rr a d o r y lector no pue de fijarse con exactitud; pero yo diría, para m a rc a r el límite, que por lo m enos hace falta u n a generación que separe a los lectores de los autores. ¿Y a lo sumo? Los relatos de viaje existen desde siempre... o por lo m enos desde Herodoto. No obstante, aquí tam bién aprecio un lí mite. El «verdadero» p rim e r relato de viaje (siempre desde el punto de vista del lector actual) creo que es el de Marco Polo; y no veo u na casualidad en el hecho de que este libro juegue un papel decisivo en la p a rtid a de Cristóbal Colón, él a su vez inspirador de tantos otros viajeros. Antes de Marco Polo, durante la Antigüedad, durante la Edad Media, m uchos viajeros nos relatan su experiencia, pero en seguida nos resultan d em asiado extranjeros: tan extranjeros como las regio n es que visitan. La Grecia de Herodoto no es m enos extranjera que su Egipto, a p e s a r de que la perspectiva narrativa privilegie a la una en d e trim ento del otro. Sin embargo, ahí es donde yo vería la ca ra c terística esencial de n uestro género: el n a rr a d o r debe ser distinto a
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no s 9 tros, pero no m uy distinto, y en cu a lq u ier caso no tan d istinto com o nos resu ltan los seres que hacen el objeto de su relato. El n a rra d o r típico será pues un europeo, perteneciente al largo período que va del R enacim iento hasta, pongam os, 1950. Pero si se m e ha seguido h a sta aquí, aun es necesario d a r un paso m ás. Y es que este m ism o período tiene, en la h isto ria de E u ro p a oc cidental, un nom bre, que tiene relación p recisam ente con la percep ción del prójimo: el colonialism o. Si hiciera falta ten er en cuenta esta característica estru ctu ral en la denom inación del género, deberíam os llam arlo, pues: relatos de viajes coloniales. La cosa salta a la vista si abordam os la cuestión po r otro extre mo. ¿Q uiénes son los autores de esos relatos? G uerreros co n q u ista dores, m ercaderes, m isioneros, es decir, los rep resen tan tes de tres form as de colonialism o, m ilitar, com ercial, esp iritu al; o bien se tra ta de exploradores, que se ponen al servicio de una u o tra de estas tres categorías. É stos no son los únicos en viajar, sin em bargo, ni en c o n ta r sus periplos. Pero cuando los m iem bros de otros grupos es criben, no ofrecen «relatos de viaje». Los sabios p roducirán d es cripciones de la natu raleza o de los hom bres, las cuales, a p e sar de re sp ira r aún la ideología colonialista, dejan de lado la experiencia personal. Los poetas escrib irán poesía, com o es debido, y nos im por ta poco, en el fondo, sa b e r si lo hicieron d u ran te un viaje o no. Los aventureros a su vez pueden h a c er relatos de aventuras, sin preocu parse de las poblaciones que atraviesan. Para a se g u ra r la tensión n ecesaria al relato de viaje hace falta la posición específica del co lonizador: curioso p o r conocer al otro, y seguro de su propia su p e rioridad. ¿Pero resu lta a c erta d o evocar el colonialism o para explicar las reacciones actuales de los lectores, dado que, bajo su form a clásica por lo m enos, podem os c o n sid erarlo com o m uerto? El colonialism o a la an tig u a ya no es exactam ente nu estro problem a, es verdad; pero, al m ism o tiem po, la descolonización ya no lo es tam poco. ¿Cómo vi vim os hoy en día n u estra relación con los otros? Todos estam os a fa vor del derecho de los pueblos a la autodeterm inación, y dam os fe de la igualdad natu ral de las razas. Pero no po r ello hem os dejado de creer en la su p e rio rid a d de n u estra civilización sobre «la» suya; ¿por qué habríam os de hacerlo, puesto que todos parecen q u erer im i tarn o s y no sueñan m ás que en venir a tra b a ja r a n u estro s países? Esto es lo que podría explicar la boga de la que d isfru ta n todavía en la a ctu alid ad los relatos de viaje de tiem pos antiguos. Desde la prim era línea a la últim a, esos textos respiran el sentim iento de núes-
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tra superioridad. No hablo únicam ente de los autores abiertam ente racistas, como u n Stanley, sino incluso de viajeros m ás benévolos, h a sta de aquellos que, como Cabeza de Vaca, Staden o Guinnard, fue ron vencidos, hechos prisioneros o esclavos; lo esencial no está en el contenido del enunciado, sino en el hecho m ism o de la enuncia ción, que siem pre está de nu e stro lado; según la fórm ula de Marx, «ellos m ism os no p ueden representarse ; tienen que ser representa dos». Conservamos pues, como lectores actuales, las ventajas de la ideología colonialista; pero al m ism o tiempo aprovechamos el período de descolonización, puesto que siem pre podem os decirnos también: pero esos autores no som os nosotros. Para eso sirve la distanciación tan apreciada p o r Brecht, y a quí ejercida respecto a los n a rra d o re s de los relatos: nos perm ite p reservar nuestro placer, sin tener que padecer los reproches que se podían dirigir a nuestros antepasados. Al p re p a ra r mi viaje o al llegar a un país extranjero, me compro, adem ás de un a guía práctica, un relato de viaje un poco antiguo. ¿Por qué motivo? Porque me ofrece el p rism a que necesito exactamente p a ra aprovechar m ejor mi viaje: u n a imagen de los otros un poco ca ricaturesca, que me perm ite c o n s ta ta r con satisfacción todo el ca m ino recorrido, separándom e del narrador, pero suficientem ente exacta, claro, sobre varios puntos, pa ra tranquilizarm e en cuanto a mi propia superioridad; un a imagen del viajero, con la que m e iden tifico d istanciándom e al m ism o tiempo, y que me quita po r lo tanto cu a lq u ier sentim iento de culpabilidad. —Pero, en última instancia —dirá mi lector exasperado— ¿tan gra ve es que, en esos relatos, la imagen de los indios no se ajuste a la realidad? ¡No vamos a p a sarn o s la vida llorando por el destino de los indígenas de todos los países! Ya está bien, cam biem os de tema. ¿Y si fuéram os a ver un a película del Oeste esta noche?
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La reflexión sobre las relaciones interculturales tropieza con una d ificu ltad especial: de aquí en adelante todo el m undo parece e s ta r de acuerdo con su estad o ideal. La cosa es digna de asom bro: aun cuando los com portam ientos racistas pululan, nadie apela a una ideo logía racista. Todos están a favor de la paz, la coexistencia m utua, los intercam bios equilibrados y justos, el diálogo eficaz; las confe rencias internacionales lo dicen, los congresos de especialistas es tán de acuerdo, las em isiones de radio y de televisión lo repiten; y, sin em bargo, seguim os viviendo en la incom prensión y la guerra. Pa rece que el acuerdo m ism o sobre lo que son los «buenos sentim ien tos» en esta m ateria, la convicción universal de que el bien es prefe rible al m al privan a este ideal de toda eficacia: la trivialidad ejerce un efecto paralizante. Por tanto, hay que d e striv ia liz ar n u estro ideal. ¿Pero cóm o? Con el fin de a d q u irir los privilegios de la originalidad no vamos a a b ra zar sin em bargo un credo o sc u ra n tista o racista. Yo, po r mi parte, veo una posibilidad de actuación en dos direcciones. Por una p a r te, el ideal sólo es eficaz cuando perm anece en relación con lo real; lo que no quiere decir que haga falta reb ajarlo p ara hacerlo accesi ble, sino que no se debe se p a ra r del trabajo del conocim iento. No por un lado, sabios-técnicos n eu tro s y, por el otro, m oralistas que igno ran las realidades hum anas; sino investigadores conscientes de la di m ensión ética de su bú sq u ed a y hom bres de acción al co rrien te de los resultados del conocim iento. Por o tra parte, no estoy seguro de que el acuerdo sobre los «buenos sentim ientos» sea tan perfecto como parece a p rim era vista. Al contrario, tengo la im presión de que fre cuentem ente nos referim os a exigencias contradictorias, am algam a das en un m ism o a rran q u e de generosidad; de que quisiéram os, como si dijéram os, quedarnos con una cosa y tam bién con la otra. Para des-
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trivializar, uno debe aceptar m antenerse lógico consigo mismo; si ello nos lleva al absurdo, hay que volver a em pezar desde cero. Las notas que siguen giran en to rn o a dos tem as principales; ju i cios sobre los dem ás; interacción con los otros. 1
He crecido en un pequeño país situado en uno de los extrem os de E uropa, en B ulgaria. Los b ú lgaros tienen un com plejo de inferio rid a d con respecto a los extranjeros: piensan que todo aquello que viene del extranjero es m ejor que lo que en cu en tran en su país. Es verdad que todas las p a rte s del m undo ex terio r no son equiparables y que el m ejor extranjero e stá en c arn a d o p o r los países de E uropa occidental; a ese extranjero, los b úlg aro s le d an un nom bre p a rad ó ji co, pero que explica su situación geográfica: es «europeo», nada más. Los tejidos, los zapatos, las m áq u in as de lavar o de coser, los m ue bles e incluso las latas de sard in as son m ejores cuando son «euro peos». De ahí que c u a lq u ier rep resen tan te de las cu ltu ras extranje ras, persona u objeto, se beneficie de un prejuicio favorable en el que se difum inan las diferencias que existen de un país a otro, y que sin em bargo form an los clichés del im aginario étnico en E uropa occi dental: p a ra nosotros, entonces, c u alq u ier belga, italiano, alem án, francés ap arecía com o au reo lad o de un aum ento de inteligencia, de finura, de distinción, y le profesábam os una adm iración que sólo po dían a lte ra r los celos y la envidia que se ap o d erab an de nosotros, jó venes, cuando uno de estos belgas de paso po r Sofía hacía que la chica de n uestros sueños se girara; incluso cuando el belga ya se había ido, ella m uchas veces con tin u ab a m irándonos p o r encim a del hom bro. Por eso, los bú lgaros se m u estra n b a sta n te receptivos frente a las cu ltu ras extranjeras: no sólo no dejan de so ñ a r con irse al e x tran je ro (a «Europa» preferentem ente, aunque tam bién se conform arían con otro continente), sino que adem ás aprenden de buen grado las lenguas foráneas y se precipitan, llenos de benevolencia, sobre las pe lículas y los libros extranjeros. C uando vine a vivir a Francia, a este p rejuicio favorable respecto a los extranjeros se añadió otro: obliga do a h a c er cola d u ran te h o ras en je fa tu ra de policía p ara ob ten er la renovación de m i ta rje ta de residencia, no podía p o r m enos de sen tirm e solidario con los otros extranjeros que estab an a mi lado, magrebíes, latin o am erican o s o africanos, los cuales padecían idénticas penosas m olestias; adem ás, los em pleados de las ventanillas o, en
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o tra s partes, los guardias, conserjes y policías, no hacían el desglo se: todos los extranjeros eran tra tad o s de la m ism a form a, al m enos en un principio. En e sta ocasión tam bién, pues, p ara mí el extranje ro era bueno: ya no com o objeto de envidia, sino com o com pañero de infortunio —a p e sar de que en m i caso personal éste fuese m uy relativo. Pero cuando em pecé a reflexionar sobre estas cuestiones, m e di cu enta de que sem ejante ac titu d era bien criticable: no solam ente en los casos carica tu re sc o s en los que ello salta a la vista, sino en su principio mismo. El ju icio de valor que yo em itía esta b a fundado en un c riterio p u ram en te relativo: sólo se es extranjero a los ojos de un autóctono, no se tra ta de una cualidad intrínseca; decir de alguien que es extranjero, evidentem ente es decir m uy poco. Por otro lado, yo no intentaba sa b er si tal co m portam iento era, en sí mismo, ju sto y digno de adm iración; m e b a sta b a con c o m p ro b ar que era de o ri gen extranjero. Además, había en ese caso un paralogism o que la xenofilia co m p arte con la xenofobia, o con el racism o (aunque ella p a r te de una intención m ás generosa), y que consiste en p o stu la r una so lid arid ad e ntre las diferentes propiedades de una m ism a persona: au nque tal individuo sea al m ism o tiem po francés e inteligente, tal otro argelino e inculto a la vez, esto no perm ite d ed u cir las cara c te rísticas m orales de las c a ra c te rístic a s físicas, y aún m enos extender esta deducción al conjunto de la población. La xenofilia conoce dos variantes, según el extranjero en cuestión pertenezca a una c u ltu ra percibida globalm ente com o su p e rio r o in ferior a la suya propia. Los búlgaros adm iradores de «Europa» ilu s tran la prim era, que podríam os lla m a r el m aliuchism o, volviendo a to m ar el térm ino utilizado po r los m exicanos p ara d esig n ar la a d u lación ciega de los valores occidentales, antiguam ente españoles, hoy en día angloam ericanos, p alab ra que procede del nom bre de la céle bre M alinche, la in térp rete indígena de Cortés. El caso de la propia M alinche es quizá m enos m arcado de lo que el térm ino puram ente despectivo de m a linchism o nos h a ría pensar; pero el fenóm eno está bien atestad o en todas las c u ltu ras en las que un sentim iento de in ferio rid ad se m antiene respecto a o tra cu ltura. La segunda variante es conocida en la tradición francesa (y en o tras tradiciones occiden tales): es la del buen salvaje, es d e c ir unas c u ltu ras extranjeras a d m irad as precisam ente debido a su prim itivism o, su retraso, su infe rio rid ad tecnológica. E sta ú ltim a actitu d perm anece viva en la actualidad y podemos identificarla claram ente a través de tal discurso ecologista o tercerm u n d ista.
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Lo que hace no antipáticos, sino poco convincentes esos c o m por tam ientos de xenofilia es pues aquello que tienen en com ún con la xenofobia: la relatividad de los valores sobre los que se fundan; es como si declarara la vista de perfil intrínsecamente superior a la vista de frente. Diría otro tanto del principio de tolerancia, del que nos valemos de buen grado hoy en día. Nos gusta oponer la tolerancia al fanatismo, y ju zgarla s u p e rio r a éste; pero en esas condiciones, el juego está ganado p o r anticipado. La tolerancia sólo es un a cuali dad cuando los objetos respecto a los que se ejerce son verdadera mente inofensivos: ¿por qué co n d e n ar a los otros, como se ha hecho infinidad de veces sin embargo, si difieren de nosotros po r sus h ábi tos alimenticios, indum entarios o higiénicos? En cambio, la toleran cia está fuera de lugar si los «objetos» en cuestión son las cám aras de gas, o, p o r to m a r un ejemplo m ás lejano, los sacrificios h u m a nos de los aztecas: la única a c titud aceptable a su respecto es la con denación (aunque esta condenación no nos e nseña si debemos inter venir pa ra h acer c e sa r tales actos ni cómo debemos hacerlo). O curre u n poco lo m ism o finalmente con la ca rid ad cristiana o con la pie dad respecto a los débiles y los vencidos: así como resulta abusivo declarar que alguien tiene razón simplemente porque es el más fuerte, sería injusto de c la ra r que los débiles merecen siem pre n u e stra sim patía a causa de su m ism a debilidad; un estado pasajero, un acci dente de la historia queda a rrogado en calidad de rasgo constitutivo. Por mi parte, pienso que la piedad y la caridad, la tolerancia y la xenofilia no deben ser radicalm ente dejadas de lado, pero que su lugar no está en los principios sobre los cuales se funda el juicio. Si condeno las cá m a ra s de gas o los sacrificios hum anos, no es en función de tales sentimientos, sino en nom bre de principios absolu tos que proclaman, por ejemplo, la igualdad de derecho de todos los seres hum anos o el ca rá c te r inviolable de su persona. Sin embargo, otros casos son m enos evidentes: los principios son abstractos y su aplicación plantea problem as; p robablem ente ésta requerirá m ucho tiempo; m ientras tanto, seguram ente es preferible prac tic a r la tole rancia antes que la justicia somera. En otras ocasiones, se ve perfec tam ente de qué lado están las buenas razones; no obstante, la m ise ria, la indigencia, la desgracia, tam bién cuentan y hay que tom arlas en consideración. Dejar que el c om portam iento cotidiano vaya guia do únicam ente po r los principios abstractos conduce rápidam ente a los excesos del puritanism o, que am a las abstracciones m ás que a los seres. La piedad y la tolerancia ocupan pues su lugar, pero está del lado de las intervenciones prácticas, de las reacciones inm edia
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tas, de los gestos concretos, y no del de los prin cip io s de la ju sticia o de los criterio s sobre los que fu n d ar el juicio. Permanezco, en suma, en las posiciones de Spinoza, que declaraba: «La piedad, en el hom bre que vive bajo la co nducta de la razón, p o r sí m ism a es m ala e inútil. [...] Aquel que fácilm ente es m ovido p o r el afecto de la piedad, y que la desgracia o las lág rim as del prójim o conm ueven, m uchas veces hace cosas de las que luego se arrepiente; tanto porque no h a cemos, p o r afecto, nada que no cream os de m anera c ie rta com o algo bueno, com o porque las falsas lágrim as nos engañan fácilm ente». Pero añ adía rápidam ente este correctivo: «Hablo expresam ente del hom bre que vive bajo la conducta de la razón. Ya que aquel que no mueve ni razón ni piedad a so c o rre r a los otros, con razón es llam a do inhum ano».1 ¿Pero ju z g a r a las c u ltu ra s extranjeras no resulta, en sí mismo, reprensible? Tal parece ser, en todos los casos, el consenso de nues tros contem poráneos ilum inados (en cuanto a los dem ás, evitan ex p resarse en público). Leo p o r ejem plo en Le Frangais dans le m onde, la revista de los profesores de francés en el extranjero, en un núm ero consagrado, en 1983, a nuestro m ism o tem a (titulado «De una cultura a otra»), en un au to r cuyas buenas intenciones no pongo en duda, este ataque contra la com paración entre culturas: «La com paración como ángulo de an álisis de c u ltu ra s com porta un cierto núm ero de rie s gos y peligros, sobre todo de jerarquización de las culturas. [...] Teó rica y m etodológicam ente la com paración es peligrosa. Efectivam en te, p ro cu ra r establecer un paralelo, q u e re r en c o n trar en cada cu ltu ra los m ism os elem entos pero bajo form as d istin tas o grados de m ad u rez d istintos im plica la creencia en la existencia de un esquem a cul tural universal a p a rtir del cual se o rdenarían todas las culturas. Aho ra bien, ya se sabe, cada uno hace volver lo universal a sí m ism o».2 La aproxim ación es peligrosa pues lleva al ju icio com parativo y a la jerarq u ía: esto vale m ás que aquello; no obstante, tales gestos son forzosam ente egocéntricos. Pero esto es ver a los seres hum anos a im agen y sem ejanza de las p a rtícu la s físicas o, en el m ejor de los casos, de las ratas de laboratorio. Los hum anos están determ inados, sin lugar a dudas, po r su biografía, por sus condiciones m ateriales, po r su pertenencia étnica; ¿pero tanto lo están com o para no poder liberarse nunca? ¿Dónde han quedado la conciencia y la libertad hu m anas? ¿Y todas las aspiraciones de la hum anidad a la universali1. S p in o z a , B., I-tica, S e u i l , 1988, IV, P r o p o s i c i ó n L. 2. «De u n a c u ltu r a a o tra » , e n //■ ¡'rundáis d a n s le m o n d e , 181, 1983.
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dad, atestiguadas desde hace tanto tiem po como la m em oria nos per mite recordar? ¿Tan sólo han sido m anifestaciones m ás o m enos h á bilm ente e n m a scaradas del etnocentrism o? Sem ejante discurso hiperdeterm inista no se encuentra falto de consecuencias políticas: si se hace creer a los hom bres que son esclavos, a caban p o r convertir se en esclavos. Así es como, detrás de la exigencia «teórica y m etodo lógica», se revelan prejuicios ideológicos relativistas que nada ju sti fican y que m uchos hechos contradicen. Creo que detrás del tem or de jera rq u iz ar y de ju zg a r hay el es pectro del racismo. La gente se dice que si condena el sacrificio h u mano, corre el riesgo de convertirse en u n cam peón de la raza b lan ca. Y, ciertamente, Buffon o Gobineau se equivocaban al concebir las civilizaciones form ando un a pirám ide única cuya cúspide estaba ocu p ada p o r los rubios alem anes o p o r los franceses, y la base, o m ejor a ú n el fondo, po r los pieles rojas y po r los negros. Pero su e rr o r no fue h a b e r a firm ad o que las civilizaciones son distintas y no o b sta n te comparables, pues sin eso tendríam os que negar la unidad del gé nero humano, lo que com porta «unos riesgos y peligros» m ucho más graves; el e rr o r es h a b e r postulado la solidaridad de lo físico y de lo moral, del color de la piel y de las form as tom adas p o r la vida cul tural; dicho de otro modo, éste procede de un cierto e spíritu de te r m inista que ve la coherencia en todas partes; un espíritu ligado a la actitud del sabio, que tan sólo quiere adm itir dos series de variables, observables durante el m ism o tiem po y en los m ism os espacios, o sea sin relación entre ellas. H a b ría que decir más: aun suponiendo que se establezca esta correlación entre físico y m oral (aunque en la a ctualidad esto no sea así) y que se ponga en evidencia una je r a r quía en el plano de las cualidades físicas, esto no quiere decir que debam os a b ra z a r las posiciones racialistas. E xperim entam os tem or ante la idea de que las desigualdades naturales entre partes de la hu m anidad p uedan ser descubiertas (del tipo: las m ujeres están menos dotadas para la com prensión global del espacio, los h om bres tienen un m enor dominio del lenguaje). Pero no hay que tem er lo que no es m ás que u n a pura cuestión empírica, puesto que, sea cual sea la respuesta, no p odría d a r pie a u n a ley desigualitaria. El derecho no se funda en el hecho, la ciencia no puede fab rica r los objetivos de la h um anidad. El racista establece sobre u n a supuesta desigualdad de hecho u na desigualdad de derecho; existe ahí una transición que provoca al escándalo, m ientras que la observación de las desigual dades no es, en sí misma, de ninguna m anera reprensible. No hay ninguna razón pa ra ren u n c iar a la universalidad del gé-
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ñero hum ano; debo p o d er d e c ir no que tal c u ltu ra tom ada com o un todo es su p e rio r o in ferio r a tal o tra (sería o tra vez ver coherencia en todas partes), sino que tal c a ra c te rístic a de u n a cu ltu ra, tanto si es la n u e stra com o si es otra, tal com portam iento c u ltu ral es conde nable o laudable. Si dam os excesiva im p o rtan cia al contexto —histó rico, c u ltu ra l—, todo qu ed a excusado; sin em bargo, la to rtu ra , po r to m a r un ejem plo, o la excisión, p o r to m a r otro, no son justificab les p o r el hecho de p rac tic a rse en el m arco de tal o cual c u ltu ra p a r ticular.
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Podem os d istin g u ir dos niveles en las relaciones internacionales: hay interacción po r un lado entre E stados, por otro lado en tre cu ltu ras; los dos pueden coexistir tam bién. Las relaciones en tre Estados, las cuales, a p e sa r de los esfuerzos desplegados p o r algunas in sta n cias transnacionales, se apoyan en el único eq uilibrio de fuerzas e intereses, no form an parte de mi tem a; de las relaciones in te rcu ltu rales in ten taré d e sc rib ir c ie rta s form as y c ie rta s intenciones. Desde que las sociedades hum anas existen, m antienen relaciones m utuas. De la m ism a form a que no podem os im aginar a los hom bres viviendo p rim ero aisladam ente y sólo poco después form ando una sociedad, no podem os concebir una c u ltu ra que no tenga ningu na relación con las otras: la identidad nace de la (toma de conciencia de la) diferencia; adem ás, una c u ltu ra tan sólo evoluciona por sus contactos: lo in tercu ltu ral es constitutivo de lo cu ltu ral. Y, así com o el individuo puede se r filántropo o m isántropo, las sociedades pue den v alorar sus contactos con los otros o al c o n tra rio su aislam iento (pero sin llegar nunca a p rac tic a rlo de form a absoluta). Volvemos a e n c o n trar aquí los fenóm enos de xenofilia y de xenofobia, con, para la prim era, m anifestaciones com o la adm iración por lo exótico, el de seo de evasión, el cosm opolitism o, y, para la segunda, las d o ctrinas de la «pureza de la sangre», el elogio del arraigam iento, los cultos patrióticos. ¿Cómo juzgar los contactos entre culturas (o su ausencia)? Podría mos decir, en un p rim e r m om ento (se tra ta siem pre del consenso en gañoso), que am bas son necesarias: los h ab itan tes de un país se be nefician de un m ejor conocim iento de su propio pasado, de sus valores, de sus costum bres, así com o de su c a rá c te r ab ierto frente a las otras culturas. Pero e sta sim etría es ilusoria: la referencia a la
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c u ltu ra p a rtic u la r y la referencia al conjunto de las culturas, en re sum idas cuentas, a la c u ltu ra universal, no form an u n a oposición. Podríam os com parar, en u n a p rim e ra aproximación, la c u ltu ra a la lengua: tanto la u n a como la o tra p erm iten al individuo o rd e n a r la diversidad de lo vivido y a la vez hacerlo inteligible; tanto la una como la o tra se com ponen de elem entos específicos que, sin embargo, dan acceso a un sentido que es, o puede convertirse en, común. Desde este punto de vista, la inm ersión en u n a cu ltu ra p a rtic u la r no nos aleja de lo universal; al contrario, incluso es la única vía que con seguri d a d nos conduce h a sta él. Pero la com paración con la lengua está m uy limitada; en otros planos, sobresale la diferencia. Para empezar, u n a lengua está rigu rosam ente organizada po r su gramática, que es la m ism a para todos, a p e s a r de la existencia de los dialectos y de los sociolectos. No ocu rre lo m ism o con la cultura. La imagen de un id ad y de homogenei da d que ésta gusta d a r de ella m ism a procede de un a inclinación del espíritu; es m u e s tra de un a decisión a priori. En su propio interior, u n a c u ltu ra se constituye a través de un trabajo constante de tra d u c ción (¿o quizá deberíam os decir de «transcodificación»?), po r un lado porque sus m iem bros se dividen en subgrupos (de edad, de sexo, de procedencia, de pertenencia socioprofesional), por otro lado porque las vías m ism as a través de las cuales se com unican no son pareci das; en el lenguaje, la imagen no es convertible sin restos, como tam poco la inversa. Cada uno de nosotros, lo sepam os o no, participa de varias culturas a la vez; la «cultura francesa» es la sum a de esos subconjuntos, no su fusión. La «traducción» incesante entre ellas es en realidad lo que asegura el dinam ism o interno de una sociedad. Por otro lado, la cu ltu ra no es un a «forma orgánica», como de cían los románticos, como tam poco está « e structurada como un len guaje», es decir que en ella no está todo íntim am ente relacionado, y la introducción de un elem ento nuevo no conlleva un a m odifica ción de los otros elementos presentes. Al a zar de los encuentros, de los viajes, de las modas, de las catástrofes naturales, las poblaciones y p o r tanto las culturas, aisladas h a sta entonces, entran en contacto; integran entonces unos segmentos de culturas extranjeras, sin nece sidad de transform arse de a r r ib a abajo: la historia rebosa de tales ejemplos. Las culturas no son sistemas, en el sentido estricto, sino conglom erados de fragm entos de origen diverso. Las culturas euro peas son ejemplos típicos de tales ensam blajes: aunque posean toda u n a herencia com ún (pero que com porta, en el punto de partida, al menos dos tradiciones, la jud eo c ristia n a y la grecorromana), cada
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u n a h a conservado suficientes c a ra c te rístic a s específicas p a ra que sus contactos m utuos ap o rte n so rp re sa y p o r lo tan to m utaciones; tam bién, de m uy antiguo, han procurado e n tra r en contacto con otras culturas, en Asia, en Á frica y en Am érica. Si nos situam os ahora en el plano práctico, hay que reconocer que, a p e sa r de que tan to la atracció n p o r el extranjero com o su rechazo están am bos avalados p o r los hechos, las actitu d es de rechazo son m ucho m ás num erosas. Prolongación social del egoísm o infantil, a ta vism o anim al, o gasto psíquico m enor, poco nos im p o rta la explica ción que se le dé; b a sta con o b se rv a r el m undo que nos rodea p ara co m p ro b ar que la exclusión de los otros es m ás fácil que la actitu d ab ierta. E sta m ism a a c titu d e stá am pliam ente testim o n iad a en los discursos teóricos consagrados a la cuestión: el m iedo al m estizaje (aquello que Pierre-André Taguieff llam a en su libro La fuerza del pre juicio, la «mixofobia») ha en contrado elocuentes portavoces a lo la r go de la h istoria. Y el m estizaje cu ltu ral no ha sido m enos desh o n ra do que su variante física. «Esa com unicación entre todos los pueblos, tan a lab ad a por los filósofos, tan sólo ha conducido a una com uni cación de vicios; y eso es lo que debía o c u rrir: la salu d no se alcanza a través de los contactos; tan sólo las enferm edades son contagio sas», escribía, a p rincipios del siglo XIX, B onald;3 p o r eso, el m is mo Bonald estigm atiza el «gusto excesivo por los viajes».4 El recha zo de los contactos ha recibido apoyos inesperados hoy en día: la izquierda liberal m ilita a favor del «derecho a la diferencia», y po r lo tan to intenta p reserv ar las c u ltu ras m in o rita ria s de la influencia de las c u ltu ras hegem ónicas; la derecha nacionalista afirm a que ú ni cam ente la inm ersión en la c u ltu ra nacional garantiza el desarro llo de un pueblo, y preconiza po r consiguiente el regreso de los inm i grados a su país de origen; finalm ente los etnólogos, a su stad o s q u i zá po r la rápid a tran sfo rm ació n de su objeto de predilección, las pequeñas sociedades rurales, han acabado declarando que la «com u nicación integral con el otro» rep resen ta una am enaza m ortal para la supervivencia de n u e stra propia cu ltura. Tales tem ores me parecen excesivos: al m ism o tiem po que se hom ogeneiza, la h u m anidad se diversifica, según nuevos parám etros; la diferencia en tre cu ltu ras, m otor de la civilización, no d esap arece rá, a p e sa r de que haya d ism in u id o después de los descu b rim ien to s 3 . B o n a l d L. Dc, De la c h r é tie n té e t d u c h ristia n ism e , e n O cuvrcs, I. X II, 18 3 0 , p á g . 318. 4 . Ib id ., T h éo rie d u p o u v o ir p o litiq u e c t rclig ieu x, 3 v o l., 1 8 5 4 , t. I, p á g . 4 9 0 .
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técnicos en el c am po de la comunicación. M ientras tanto, cualquier tentativa para regular el movimiento de las poblaciones a escala m u n dial tan sólo h a ría que nos acercásem os a ese Estado universal y uni forme, que tem en (con razón) los enemigos del mestizaje: el remedio sería peor que la enferm edad. En el plano moral, la referencia a lo universal es inevitable; sólo puede salir ganando de u n m ejor cono cim iento de los otros. Podemos llamar, con N orthrop Frye, cam bio de valor el retorno hacia sí m ism o de un a m ira d a inform ada po r el contacto del otro, y ju zg a r que en él m ism o es un valor, m ientras que su contrario no lo es. En contra de la m etáfora tendenciosa del a rra i gam iento y del desarraigo, direm os que el hom bre no es un árbol, y que éste es su privilegio; nos acercarem os en este sentido a Benda, que recordaba en La traición de los clérigos la sa b id u ría de los a n ti guos: «Plutarco enseñaba: "El h om bre no es un a planta, hecha para p e rm a n ec e r inmóvil y que tenga sus raíces fijadas en el suelo donde h a nacido”, [...] Antístenes respondía a sus cofrades, vanidosos de ser autóctonos, que co m p a rtía n ese h o n o r con los caracoles y los salta montes».5 Así como el progreso del individuo (del niño) consiste en u n a transición del estado en que el m undo tan sólo existe en y para el sujeto a otro en el que el sujeto existe en el mundo, el progreso «cultural» consiste en una práctica de cam bio de valor. E stá claro que p a ra el individuo el contacto con las otras cu ltu ras no tiene la m ism a función que el que m antiene con la suya pro pia. Este últim o es constructivo; el otro es crítico: perm ite no consi d e ra r autom áticam ente mis valores como una no rm a universal. Esto no conduce al relativismo en el que todo vale lo mismo, sino a darse cuenta, en p rim e r lugar, de que ciertos elementos de la cu ltu ra son m u estra s del juicio m oral transcultural, y otros no (no se clasificará el sacrificio o el abandono de las costum bres in d u m entarias o ali m entarias); y, en segundo lugar, a decidir f u n d a r ese juicio en la ra zón, antes que tom arlo de la costum bre. El contacto entre las culturas puede fracasar de dos m aneras dis tintas: en el caso de una ignorancia máxima, las dos culturas se m an tienen, pero sin influencia recíproca; en el de la destrucción total (la gu e rra de exterminación), existe el contacto, pero term ina con la de saparición de un a de las dos culturas: es el caso de las poblaciones indígenas de América, salvando alguna excepción. El contacto efec tivo conoce variedades innumerables, que podríam os ord en a r de mil m aneras. Digamos en p rim e r lu g ar que aquí la reciprocidad es m ás 5. B
enda,
J., La tra h iso n d e s cleros, J. J. P a u v c rt, 1965, p á g s. 56-57.
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bien la excepción y no la regla: no p o r el hecho de que los folletines am ericanos de televisión influencian a la producción francesa, la in versa será, o ten d rá que ser, verdadera. La desigualdad, en ausencia de un a acción concertada del Estado, es la causa m ism a de la influen cia; a su vez e stá ligada a desigualdades económ icas, políticas, tec nológicas. No p arece que debam os in d ignarnos ante el hecho (aun que podam os lam en tarlo de vez en cuando): no hay m otivo p ara e sp e ra r un eq uilibrio en la balanza de pagos. Desde otro punto de vista podem os e stab lecer distinciones entre las interacciones m ás o m enos logradas. Me acuerdo del sentim ien to de fru stra c ió n que se ap o d erab a de mí al final de conversaciones an im ad as con am igos m arro q u íes o tunecinos que so p o rta b a n la in fluencia francesa; o con colegas m exicanos que se lam entaban de la de A m érica del Norte. Me p arecía que estab an a co rralad o s ante una elección estéril: o bien el m a linchism o cu ltu ral, es decir la adopción ciega de los valores, de los tem as e incluso de la lengua de la m etró polis; o bien el aislacionism o, el rechazo de la a p o rtació n «europea», la valoración de los orígenes y de la tradición, que venía a ser m u chas veces una negación del presente y un rechazo, en tre otros, del ideal dem ocrático. Cada uno de los térm inos de e sta altern ativ a me p arecía tan poco deseable com o el otro; pero ¿cóm o se podía evitar la elección? lie encontrado una resp u esta a esta preg u n ta en un cam po p a rti cular, en el de la literatu ra, en uno de los prim eros teóricos de la in teracción cultural: Goethe, p ro m o to r de la idea de litera tu ra univer sal W eltliteratur. Podríam os im aginar que la « literatu ra universal» no es m ás que el m ínim o com ún d en om inador de las litera tu ra s del m undo. Las naciones de la E uropa occidental, p o r ejem plo, han ac a bado reconociendo un fondo cu ltu ral com ún —los griegos y los rom anos—, y cada u na de ellas ha adm itido en el in te rio r de su pro pia tradición algunas o b ras procedentes de sus vecinos: un francés no ignora los nom bres de Dante, Shakespeare y Cervantes. En la época de los aviones supersónicos y de los satélites de inform ación, pode m os im aginar que algunas o b ras m aestras chinas y japonesas, á ra bes e indias se añ adan a e sta c o rta lista. Se procede p o r elim inación, p reservando tan sólo aquello que puede convenir a todos. Pero ésta no es ni m ucho m enos la idea que Goethe se hace de la litera tu ra universal. Lo que le interesa son precisam ente las tra n s form aciones que sufre cada litera tu ra nacional en la época de los in tercam bios universales. Y él nos indica una doble vía a seguir. Por un lado, no hay que re n u n c ia r a la propia p a rticu la rid a d , al contra-
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rio: hay que ahondarla, p o r decirlo así, h a s ta que descubram os en ella lo universal. «En cada p a rticularidad, tanto si es histórica, m i tológica o procedente de u n a fábula, como si es inventada de m anera m ás o m enos a rb itra ria , veremos cada vez m ás a p u n ta r y tra n s p a rentarse la universalidad a través del ca rá c te r nacional e indivi dual.»6 Por otro lado, frente a la c u ltu ra extranjera, no debem os so metemos, sino ver en ella otra expresión de lo universal, y po r lo tanto p ro c u ra r incorporarlo: «Hay que a p re n d e r a conocer las particu la ridades de cada nación, a fin de dejárselas, lo que p erm ite precisa m ente que podam os e n tr a r en intercam bio con ellas: pues las p a rti cularidades de u n a nación son com o su lengua y su moneda». Por to m a r un ejemplo de n uestros tiempos, y no del de Goethe, si Cien años de soledad pertenece a la litera tu ra universal, es precisam ente porque e sta novela está tan p rofundam ente enraizada en la c u ltu ra del m undo caribe; y, recíprocamente, si consigue expresar la especifidad de ese mundo, es porque no du d a en h a c er suyos los d e scu b ri m ientos literarios de Rabelais y de Faulkner. El propio Goethe, el a u to r m ás influyente de la literatura alem a na, ha mostrado, como bien sabemos, una curiosidad infatigable res pecto a todas las dem ás c u ltu ras próxim as o lejanas. «Nunca he diri gido u n a m ira d a ni he hecho un paso en un país extranjero, escribe en u n a carta, sin la intención de conocer en sus m ás variadas for m as lo universalm ente humano, lo que está difundido y distribuido po r el m u n d o entero, y reencontrarlo luego en mi patria, reconocer lo y promoverlo.»7 El conocim iento del otro sirve para el enriqueci miento propio: aquí, d a r es tomar. No encontrarem os pues en Goe the ningún rastro de purismo, lingüístico o de otro tipo: «El poder de un a lengua no se m anifiesta p o r el hecho de que rechace lo que le es extranjero, sino porque se lo incorpora»;8 tam bién practica lo que llama, un poco irónicamente, el «purism o positivo», es decir la absorción de los térm inos extranjeros que se echarían a faltar en la lengua m aterna. Más que el m ínim o com ún denominador, lo que Goethe b u sc a en la literatura universal es el m áxim o producto. ¿Podríamos concebir una política cultural inspirada en los p rin cipios de Goethe? El E stado m oderno y democrático, el E stado fra n cés p o r ejemplo, no deja de c o m prom eter su responsabilidad y sus fondos en un a política cultural internacional. Si los resultados m u 6. G o e t h e , J. W., E sc rito s so b re e l arte, K lin c k s ie c k , 1983. 7. Ib íd . 8. Ib íd .
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chas veces son decepcionantes, existe u n a razón que va m ás allá de este ám bito p articu la r: y es que, com o d iría Perogrullo, siem pre es m ás fácil org an izar aquello que se deja organizar. Es m ás fácil h a cer que se en cuentren los m in istro s de dos países, o sus consejeros, que sus creadores; y los creadores, m ás que los elem entos artístico s den tro de u n a o b ra (por eso, tam bién, la organización de la investi gación e stá elim inando a la p ro p ia investigación). Es im posible con ta r los coloquios, las em isiones, las asociaciones que se proponen m ejo rar la interacción cultural; no se puede d ecir que sean p e rju d i ciales, pero tam bién podem os d u d a r de su utilidad. Veinte encuen tros en tre los m inistros de c u ltu ra francés y griego no igu alarán el im pacto de una novela tra d u c id a de una lengua a otra. Pero dejando de lado esta plaga m oderna de la burocracia, pode m os a p re c ia r un tipo de intervención m ás que otro. Inspirándonos en los principios de Goethe, podríam os d ecir que el objetivo de una política in tercu ltu ral te n d ría que se r m ás bien la im portación de los otros que la exportación de uno mismo. Los m iem bros de u n a socie dad no pueden p ra c tic a r espontáneam ente el cam bio de valor si ig noran la existencia de valores d istintos a los suyos; em anación de la sociedad, el E stado debe a y u d a r a hacérselos accesibles: la elección tan sólo es posible a p a rtir del m om ento en el que hem os sido infor m ados de su existencia. Los beneficios, para esos m ism os m iem bros, de la prom oción de sus p restaciones en el extranjero parecen m ás insignificantes. Si d u ran te el siglo XIX la c u ltu ra francesa juega un papel preponderante, no es porque se subvencione su exportación; es porque es una cultura viva, y que, entre los otros, acoge ávidam ente todo aquello que se hace fuera. Quedé sorprendido, al llegar a Fran cia en 1963, desde mi pequeño país afectado p o r la xenofilia, al des c u b rir que, en un terreno determ inado, el de la teoría literaria, se desconocía no solam ente aquello que e stab a escrito en búlgaro o en ruso, lenguas exóticas indudablem ente, sino tam bién en alem án e in cluso en inglés; por esto, mi p rim e r trab ajo intelectual aquí fue una traducción del ruso al francés... E sta ausencia de cu rio sid ad p o r los otros es un signo de debilidad, no de fuerza; se conoce m ejor el pen sam iento francés en E stados Unidos que el pensam iento n o rteam e ricano en Francia. Hay que favorecer las traducciones al francés m ás que las del francés: la b a ta lla de la francofonía se d esarro lla an tes que nada en la m ism a Francia. La interacción constante de las c u ltu ras desem boca en la form a ción de c u ltu ra s híbridas, m estizadas, criollizadas, y esto a todos los niveles: desde los escritores bilingües, pasando por las m etrópolis
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cosmopolitas, h a s ta los E stados pluriculturales. En lo que concier ne a las entidades colectivas, varios m odelos igualm ente insatisfac torios nos vienen a la m em oria. Pasemos po r alto la asimilación pura y simple, que no saca ningún provecho de la coexistencia de dos tra diciones culturales. El gheto, qu e protege y como m ínim o m antiene intacta la c u ltu ra m inoritaria, no es seguram ente u n a solución de fendible, puesto que no favorece de ninguna m an e ra la fecundación m utua. Pero el m elting-pot llevado a sus extremos, en el que cada una de las cu ltu ras de origen a p o rta su propia contribución a u n a nueva mezcla, tam poco constituye ninguna bu e n a solución, al m enos des de el p unto de vista del desarrollo de las c ulturas; es, m ás o menos, la literatura universal obtenida p o r sustracción, donde cada uno tan sólo da lo que los otros ya poseían; en este caso los resultados nos hacen p e n s a r en esos platos de gusto indefinido que encontram os en los restaurantes italocubanochinos, en America del Norte. La otra idea de literatura universal p odría volver a servir de modelo aquí: tiene que h a b e r integración p a ra que p odam os h a b la r de una cultu ra (compleja), y no de la coexistencia de dos tradiciones autónom as (desde este punto de vista, la inm igración es preferible a la m igra ción); pero la c u ltu ra integrante (y dominante, por lo tanto) debería, a un m anteniendo su identidad, enriquecerse a través de la a p o rta ción de la c u ltu ra integrada, y d e s c u b rir el esponjamiento, en lugar de las evidencias anodinas. Pensamos, po r ejemplo, aunque la cosa se hizo con sangre, en la m a n e ra en que los árabes influenciaron a la c u ltu ra española y, m ás allá, europea, du ran te la Edad Media y el Renacimiento. Las cosas parecen m ás sencillas en el caso de los individuos y, en el siglo XX, el exilio se ha convertido en el punto de p a rtid a de experiencias artísticas notorias. El cam bio de valor es en él m ism o un valor. ¿Podemos decir por ello que cu a lq u ier contacto, cu a lq u ier interacción con los represen tantes de una cultura otra son hechos positivos? Esto sería c a e r en las aporías de la xenofilia: el otro no es bueno p o r el simple hccho de ser otro; algunos contactos tienen efectos positivos, otros no. El m ejor resultado del cruce de c u ltu ras es frecuentem ente la m irada crítica que volvemos hacia nosotros mismos; de ninguna m anera im plica la glorificación del otro.
SEGUNDA PARTE
ENTRE NOSOTROS
FICCIÓN Y REALIDAD
I Valéry señalaba que al a d m ira r el retrato de un personaje a n ti guo, nos inclinam os por d e c la ra rlo verdadero au nque no disponga m os de ningún m edio p ara verificar sem ejante juicio. H acía extensi va e sta observación a los libros: tra tán d o se de un pasado un poco alejado, y ateniéndonos a la reacción del lector, «no hay razón para distinguir», escribía, entre los autores de h isto ria y los autores de ficción, en tre los libros de «testigos verdaderos y los de testigos im a ginarios». «Podemos según nos plazca co n sid erarlo s a todos com o inventores, o bien a todos com o reportistas.»'^No es que los consi derem os a todos, espontáneam ente, como igualm ente verdaderos, sino que las razones que nos inducen a d e c la ra r a unos m ás verdaderos que a otros no tienen nada que ver con la veracidad real de esos rela tos, de los que no sabem os nada. Lo que apreciam os, podríam os de c ir (a p e sar de que Valéry no em plee estas palabras), es la verosim ili tud, no la verdad; el efecto de verdad, el efecto de realidad, no lo real y la verdad en sí m ism os. Valéry no hace m ás que form ular a su m anera un sentim iento muy extendido entre los autores m odernos (desde m ás o m enos la m itad del siglo XIX), sin darle, a p e sar de todo, una form a extrem ada, ya que no se olvida de p rec isar que esta im posibilidad de d istin g u ir e n tre textos de verdad y textos de ficción se observa únicam ente «en sus efectos instantán eos en el lector» y reserva de esta m anera la po sibilidad de una verificación ulterior, y de una distinción, p o r lo ta n to, que tendrían que establecer los eruditos. M uchos de nuestros con tem poráneos no se enredan con tales precauciones: creyendo que no existen los hechos sino sólo interp retacio n es de los m ism os (la fór1. V ai.P.ry, P., R e g a r á s s u r le m o t u l a c tu a l, G a l li m a r d , 1962, p á g . 11-12.
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EN TR E NOSOTROS
m u ía es de N ietzsche, pero in n u m erab les au tores la h an tom ado po r su cuenta, bajo u n a form a u otra), extienden los efectos de e sta im posib ilid ad p rim e ra —n ingún signo textual nos garantiza la verdad del texto— a la propia n atu raleza del conocim iento, igual que a la del mundo. Por otra parte, la fórm ula com pleta sería: no hay hechos, sino sólo d iscursos sobre los hechos; p o r consiguiente, no hay verdad del m undo, sino sólo in terp retacio n es del m undo. A fin de cuentas, no se tra ta de un descu b rim ien to de los m oder nos; la única cosa nueva es, quizás, el sentim iento eufórico que acom paña la afirm ación. Platón c o m p ru eb a con gran a m a rg u ra que en el trib u n al, los jueces tra ta n de discursos, y nunca, o casi nunca, de he chos (no h an asistid o al crim en que instruyen); p o r consiguiente, los pleiteantes, asp iran d o p e rsu a d ir a los jueces, recu rren a la verosim i litud, a lo que a rra s tra a la adhesión, m ás que a la verdad, cuyos efec tos son inciertos. Ante los trib u n ales, la elocuencia, o cap acid ad de p ro d u cir el efecto de verdad, se a p recia m ás que la verdad m ism a; de ahí la fam a de los sofistas, m aestros de la elocuencia. De esta com probación, Platón saca u n as consecuencias o p u estas a las de la m a yoría de los autores m odernos: en vez de c a n ta r el elogio de los poe tas, de los «testigos im aginarios», él recom ienda su exclusión de la ciudad. A parte de e sta p rim era interpretación de la relación en tre ficción y verdad, n u e stra m odernidad conoce otra, m ás radical aún, que con siste en decir, no que son indiscernibles, sino que la ficción es m ás verdadera que la h istoria: se m an tien e la distinción, pero se invierte la je ra rq u ía ! En un libro reciente, que p a rtic ip a de varios géneros —novela, sociología, autobiografía, ensayo— y que se titu la La trave sía del Luxemburgo, M arc Augé señala una fórm ula publicitaria: una obra de etnología francesa es elogiada p o r s e r «tan patente de ver d ad com o u n a novela de Balzac».2 Al c o m en tar e sta so rprendente pretensión (el novelista garantiza la verdad del historiador), Augé llega a la conclusión de que es legítim a: el historiador, com o el etnólogo, e stá obligado, debido a las reglas inflexibles de su profesión, a refe r ir ú nicam ente aquello que ha sucedido, aquello que puede e stab le c er com o hechos; m ientras que el novelista, que «no tiene esta su perstición de la p a la b ra verdadera»,1 puede acced er a una verdad superior, m ás allá de la verdad de los detalles. H istoriadores y etnó logos h a ría n bien en a p u n ta rse a la escuela de los novelistas. 2. A ugé , M., !x¡ tra v ersé e d u L u x e m b o u rg , H a c h c ttc , 1985, p ág s. 18-19. 3. Ib íd ., p á g . 26.
FICCION Y REALIDAD
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Una vez m ás, la idea no es original. Por no citar-m ás que un ejem plo del pasado m ás o m enos reciente, podem os ver com o Stendhal a n o tab a en su d iario íntimo, en fecha de 24 de m ayo de 1834: «La se ñ ora de Tracy m e decía: "N o es posible a lcan zar la verdad m ás que en la novela”. Cada día m e convenzo m ás de que en o tra s p a rte s es p u ra pretensión».4 El contexto de e sta anotación m u estra cóm o Stendhal considera a la novela com o superior, p o r un lado, a los li bros de h isto ria (biografías, etc., su Vida de Rossini, p o r ejemplo), porque perm ite su p e ra r lo factual, y po r otro lado, a los libros de filosofía, a los tra tad o s a b stra cto s (podem os p e n sar en su Del amor), porque no se aleja de lo p a rticu la r, porque sabe m antenerse en el de talle. La novela es, p a ra Stendhal, una vía m ediana y regia al m ism o tiem po: m ás filosófica que la h istoria, m ás concreta que la filosofía; probablem ente por la m ism a razón que, unos cuantos años antes, R ousseau describ ía el Em ilio, su libro m ás am bicioso y el m ás des conocido, com o «la novela de la naturaleza hum ana».5 Sin embargo, el térm ino que Stendhal escoge p ara d e sc rib ir esta propiedad no es la eficacia ni la elocuencia, sino la verdad. E sta v irtu d m ediana no puede d e ja r de reco rd arnos a^fristóteles, el discípulo heterodoxo de Platón, quien, m ás de veinte siglos antes, ya había declarado que la poesía era m ás noble y m ás filosófica que la historia, p o r razones p arecidas a las de Stendhal y de Augé (porque la poesía es m ás gene ral, porque escapa a lo c o n tin g é n te n lo s poetas, librados del destie rro al que Platón los destinaba, volvían a encontrar, en el in terio r de la ciudad, una función m ás digna. Aristóteles no decía, señalém os lo, que eran m ás verdaderos que los historiadores; solam ente que (¿soIam ente?)^eran m ás nobles y m ás filosóficos.^] He aquí pues dos opiniones, igualm ente antiguas, igualm ente con vincentes, que tienen en com ún el neg ar a la h isto ria un privilegio sobre la ficción. Sin em bargo, si nos ap a rtam o s de los grandes pen sadores y nos dirigim os hacia la hum ilde realidad de la vida co tid ia na, nos cuesta un poco a c e p ta r esta conclusión. Im agínese en el b an quillo de los acusados, inculpado a causa de un crim en que no ha com etido: ¿aceptaría com o principio previo que ficción y verdad son equivalentes, o que la ficción es m ás verdadera que la historia? Im a gínese que alguien niega la realidad del genocidio llevado a cabo por los nazis: ¿replicaría que, digan lo que digan los defensores de uno u otro punto de vista, el debate no tiene interés dado que de todas 4. S ti-ndiiai., O c u vrcs in tim e s, t. II, G a llin ia rd , 1980, pág. 198. 5. R o u ssea u , J. J., ¡tm ile, en O c u v rc s c o m p letes, I. IV, G a llim a rd , 1969, pág. 777.
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E N TR E NOSOTROS
form as ta n sólo se tra ta de interp retacio n es? Im agínese que lee esta proposición e sc rita de form a explosiva en las paredes de un edificio, com o yo lo hice el otro día yendo h acia la B iblioteca N acional: «Los inm igrados son ocupantes nazis sin uniform e»; ¿se c o n te n taría con an a liza r la e s tru c tu ra de la m etáfora o incluso con e m itir un juicio m oral sobre los valores sugeridos p o r este lem a? ¿No se p lan te aría la cuestión de sa b er si la afirm ació n es c ie rta o falsa? Y si opta p o r el m antenim iento de la d istinción en la vida práctica, ¿por qué ne g arle un lu g ar en la teoría? De acuerdo, m e dirá. Pero entonces, ¿qué e statu to debem os o to r g ar a la «verdad» de las ficciones? ¿Se equivocaron todos esos au to res del pasado, que c reían que la poesía podía d e c ir la verdad? ¿Nos equivocam os nosotros cuando, al o ír los versos de B audelaire, al leer las novelas de Balzac, notam os u n a verdad h u m an a acercarse h asta no sotros? ¿Y debem os p e rse g u ir a los poetas, bajo pretexto de que no dicen la verdad? Podríam os responder a estas nuevas preguntas si aceptáram os p ri m ero un a n álisis m ás profundo de la noción de «verdad», que parece se r la ca u sa del problem a. Al m enos, deben d istinguirse dos signifi cados de la palabra: la verdad-adecuación y la verdad-revelación, la p rim e ra no conociendo o tra m edida que el todo o nada, la segunda, el m ás y el m enos. Si X h a com etido un crim en es cierto o falso, sean cuales sean, por otra parte, las circunstancias atenuantes; igualmente, p a ra sa b e r si los ju d ío s saliero n o no en form a de hum o p o r las chi m eneas de Auschvvitz. Sin em bargo, si la preg u n ta tra ta de las c a u sas del nazism o o de la id en tid ad del francés m edio en 1991, ningu na respuesta de este tipo es concebible: las respuestas tan sólo pueden co n ten er m ás o m enos verdad, ya que pretenden revelar la n a tu ra le za de un fenómeno, y no e stab lecer unos hechos. El novelista tan sólo a sp ira a este segundo tipo de verdad; y no tiene ninguna lección que d a r al h isto ria d o r en cu an to al prim ero. Pero si e sta distinción es un punto de p a rtid a necesario, no po r eso es suficiente. En p rim e r lugar, si es cierto que el novelista asp ira únicam ente a la verdad de revelación, el h isto ria d o r (o el etnólogo, o el sociólogo), no puede co n ten tarse únicam ente con el estab leci m iento de los hechos incontestables. En resum en, el h isto ria d o r se en fren ta a un dilem a: o bien aten erse a los hechos, inatacables pero poco convincentes por sí m ism os; o in te n ta r in te rp re ta rlo s y enton ces d a r pábulo a los críticos; pocos han escogido la p rim e ra vía (na die quiere co n ten tarse con sa b e r de qué color era el caballo de E n ri que IV). Pero, ¿cóm o se pasa de la p rim e ra a la segunda concepción
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de la verdad? Y si se tra ta de dos cosas verdaderam ente distintas, ¿nos in teresa m an ten er este térm in o único de «verdad», ju sto p ara engendrar confusiones? Si decim os que Balzac es m ás verdadero que los h isto riad o res y los etnólogos, o que es m ás noble y m ás filosófi co, ¿no ponem os en juego c riterio s d istintos a los de la verdadadecuación, d istintos y necesariam en te superiores? C riterios que, a fin de cuentas, no pueden p ro ced er m ás que de u n a posición m oral (puesto que no es el conocim iento el que m e en seña que tal concep ción del hom bre es m ás noble que tal otra). Pero si la verdad se so m ete a la m oral, si no existen m ás que verdades pragm áticas, ¿quién to m ará la decisión de qué es m ás verdadero y m ás filosófico que la verdad? ¿El filósofo-rey? ¿La m ayoría de los ciudadanos? E stas so luciones p resen tan algunos inconvenientes bien conocidos, que a ve ces tendem os a olvidar. Pero si evitam os la subordinación de un tipo de verdad al otro, o incluso c u a lq u ier continuidad, ¿cóm o s itu a r a los dos dentro de un m arco único? Llegado a este punto de m is interrogaciones, estoy tentado por c a m b iar de método. D espués de estos prelim inares indispensables pero generales, siento la necesidad de e n tra r en el detalle de algunos casos particu lares, p a ra co m p ro b ar m is conclusiones y al m ism o tiem po para m atizarlas. Así pues co n taré dos historias, que nos lle varán una hacia el Este, la o tra hacia el Oeste, pero que nos harán vivir am bas las interferencias de la verdad y de la ficción. H abré se guido de este m odo una de las conm inaciones de Stendhal, quien de cía p refe rir lo «verdadero un poco detallado» a todo lo dem ás.
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En el m es de ab ril de 1704 aparece en Londres una obra que se tra d u c irá al francés en el m es de agosto de ese m ism o año, y se pu b licará en A m stcrdam bajo el títu lo Descripción de la isla de Formosa en Asia. Este libro, b astan te grueso c ilustrado con num erosos gra bados, d e sarro lla dos tem as. El prim ero es el que indica el m ism o título. En aquel entonces Form osa (o Taivvan) es poco conocida y el a u to r se aprovecha de ello p a ra fam iliarizarn o s con su geografía, su h isto ria y sus habitantes. A prendem os que esta isla, separada del J a pón tan sólo p o r un estrecho, políticam ente está som etida a ese país: los japoneses se apod eraron de la m ism a a consecuencia de una gue rra, en la que la b atalla decisiva fue ganada gracias a una casa p o r tátil de m adera, tra n sp o rta d a po r dos elefantes, que los form osen-
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ses acogieron en su tie rra con recelo, cuando en realid ad iba repleta de g u e rre ro s jap o n eses feroces. Al m ism o tiem po nos inician en la lengua y en la e s c ritu ra (fonética) de los form osenses, vemos im áge nes de su s palacios y de sus casas, así com o de los tra jes con los que vestían los nobles y la gente com ún, y p a ra finalizar, de su m oneda (fig. 1 a 3). Pero los detalles m ás sensacionales, en esta descripción de las cos tu m b res de los form osenses, se refieren a su vida religiosa. Efectiva mente, se dice que éstos practicaban crueles sacrificios hum anos. Dos profetas, o seudo-profetas, convirtieron al país a esta religión b á rb a ra, que exige qu e cada año sean inm olados dieciocho m il niños m e nores de nueve años. El desarro llo de esos ritos no carece de elem en tos m acabros: los sacerdotes sacrificad o res a rra n c a n el corazón de los niños p a ra o frecérselo al Sol; se procede seguidam ente a u n a co m ida caníbal. «Los sacerdotes rezan p a ra la santificación de las víc tim as. Luego, éstas son degolladas, y se vierte la sangre en una cal dera, cercan a al altar; se divide la ca rn e en pequeños trozos, se hace herv ir en la sangre [...]. Tan pronto como la carne está cocida, los hom bres, las m ujeres y los niños m ayores de nueve años se acercan, unos tra s otros, al a lta r donde después de recib ir de m anos del sacerdote un trozo de esa carne, hervida en la sangre, se hincan de rodillas, y se lo comen.» El a u to r p u n tu aliza en u n a nota: «Hay dos o tres sa cerdotes que sostienen cada uno una especie de pequeño pincho muy puntiag u d o de aproxim adam ente dos pies de largo, en el que están e n sartad o s c an tid ad de esos trozos de carn e cocida, que sacan de la cald era a m edida que los distrib u y en al pueblo estirán d o lo s de este pincho uno tra s otro».6 El segundo tem a, cuya relación aparentem ente no es m ás que de contigüidad cu enta la h isto ria del a u to r del libro, George Psalm anaz ar (algunas de las a de su nom bre se desdoblan en varias ediciones), nativo de esa isla, en la que vivió h a sta los diecinueve años, in stru i do p o r un p recep to r europeo. É ste decide un día volver a E uropa, y se lleva a su discípulo; después de un largo viaje, desem barcan en el S u r de Francia, y de ahí se d irigen a Aviñón. Se introducen enton ces en un convento en el que todo el m undo salu d a al p rec e p to r con respeto: el joven P salm anazar descubre que se halla en m edio de je su ítas y que su p rec e p to r es uno de ellos. Le exigen que se convierta a la religión católica; él no desprecia al cristianism o, pero duda en 6. P s a l m a n a z a r , G., D escripción d e la isla de F orm osa e n A sia, A m ste rd am , 1704, p á g s. 66-67.
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som eterse a unos individuos cuya v irtu d le parece igual de dudosa. No obstante, le am enazan con la Inquisición; entonces, u n a noche, logra escaparse, y se dirige h acia el N orte; llegado a los Países B a jos, e n cu en tra al ejército inglés y a un capellán escocés, que le aco ge, de lo que m ucho se satisface, en el seno de la Iglesia anglicana. Luego, P salm anazar va a Londres, donde el propio obispo lo recibe y le concede su protección; y allí es donde e scrib irá su libro. La obra de Psalm anazar suscita un gran eco. Traducido aquel m is mo año al francés (traducción reeditada en 1708, 1712, 1739), se pu blicará en holandés en 1705, y en alem án en 1716. En Londres inclu so aparece una segunda edición en 1705, y, al cabo de una tem porada (pero, ¿qué o tra cosa se puede p ed ir a la moda?), su nom bre e stá en boca de todo el m undo; es el invitado de lo m ás selecto de Londres, todo el m undo desea o ír la increíble h isto ria de su p ropia voz; su ju ventud y su elocuencia hacen que se gane todas las sim patías. No todas, a d ecir verdad. Aun antes de la publicación del libro, la histo ria de P salm anazar ya se conoce en Londres, y su scita la cu rio sid ad en varios am bientes. La Royal Society m ism a lo convoca, en p resen cia de otros especialistas, a la reunión del día 2 de febrero de 1704. Es una reunión del lodo ord in aria: M. Collins expone el caso de una persona que ha logrado m antenerse viva d u ran te largas sem anas sin alim entarse; otro m iem bro exhibe el pene de una zarigüeya y unos quistes extraídos de un ovario; un tercero presen ta unas bom bas de aire nuevas. Le llega el tu rn o a Psalm anazar, del que ya se ha oído el relato en una reunión anterior, pero al que se quiere h a c er ahora pregu ntas m ás precisas, habiendo nacido la duda en algunas m en tes. El doctor Halley, célebre por su com eta, habiéndole preguntado cuál es la duración del crepúsculo en Formosa, y la respuesta de Psal m an azar yendo en contra de los datos astronóm icos disponibles po r otro lado, lo tacha de im postor. Le toca luego al je su íta francés Jean de Fontenay, que había viajado a China por orden de Luis XIV; él pre tende que Form osa pertenece a China y no al Japón; no com prende nada de la lengua form osense en la que P salm anazar se apoya; no ha oído h a b la r nunca de sacrificios hum anos. Al c o rrien te de estas dudas, P salm anazar decide c o m b atirlas en el prólogo de su obra (dándoles así al m ism o tiem po una m ayor no toriedad). Sus argum entos en co n tra son de varias clases. Le oponen la a u to rid ad de otros viajeros; pero al leer a éstos se descubre que relatan hechos aún m ás inverosím iles. Candidio, p o r ejem plo, gran au to rid ad en la m ateria, pretende que cuando una m u jer está em ba razada antes de los tre in ta y siete años, las sacerdotisas la tienden
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en el suelo y saltan sobre su vientre h a sta h a c erla ab o rta r: ¿se p u e de c re e r sem ejante necedad y podem os d a r crédito al a u to r que nos la cuenta? Por o tra parte, hechos inverosím iles tam b ién los hay. Se o bjeta a P salm an azar que con dieciocho m il sacrificad o s al año, la población de la isla difícilm ente podía renovarse; él explica que la poligam ia e stá allí p a ra s u p lir las carencias. De todas form as, po d ríam os añadir, las consideraciones de verosim ilitud no atañen a la verdad: P salm an azar h a b ría podido s u p rim ir o m o d ificar los d e ta lles m ás inverosím iles de su histo ria, ello no h u b iera p erm itid o a fir m a r con certeza que él era o rig in ario de esa isla, y que el resto de su relato era verídico. O tro argum ento en co n tra tiene m ás efecto aún; consiste en h a c e r al oponente la p reg u n ta que ha tenido, en Francia, su m om ento glorioso no hace m ucho tiem po: «¿Desde dónde habláis?». Frente a u n a afirm ación, se evita in te rro g a r sobre su verdad, o sobre su sen tido, y se pregunta: ¿cuál es el interés del que la form ula? Para vol ver a to m a r el paralelo m oderno, sabem os que ciertos autores con tem poráneos han negado la realidad del genocidio judío; cuando sus tesis fueron contestadas, replicaron: pero nuestros contradictores son todos ju d ío s (o lacayos del im perialism o). El argum ento h a b ría s u r tid o efecto si supiésem os ta n poco de Auschwitz com o de Form osa sabían los ingleses de la época. En el caso de Psalm anazar, ese a la r de lo protege de sus adversarios. Por un lado, los librepensadores com o H alley atacaban, com o bien se sabía, a la institución c ristia na; que le echaran la culpa a P salm an azar era, p ara la m ayoría de los creyentes, la p ru e b a de que su relato era verdadero: si m is enem i gos d esp recian una cosa, q u iere d e c ir que es buena. El a su n to de los jesu íta s aú n es m ás claro, ya que el relato de P salm an azar los pre senta bajo una luz desfavorable: su «tolerancia» respecto a las reli giones e x tran jeras (en este caso la form osense, con todos sus h o rro res) raya en la indiferencia respecto al cristianism o; la b ru talid ad con que tra tan al pobre Psalm anazar no es m enos culpable. Sólo se puede d u d a r de la p a la b ra de testigos tan interesados. ¿Cómo no hu b ieran deseado d e s tru ir la credibilidad del autor, m ostrando que la d escrip ción de Form osa no es exacta? Al a firm a r que la p a rte «form osense» es falsa, los jesu íta s intentan d e sa c re d ita r la p a rte an tijesu ítica de la obra; P salm an azar apela a los sentim ientos an tijcsuíticos de sus lectores p ara a u te n tific a r sus descripciones exóticas: las dos e stra tegias equivalen. Los periódicos de la época se ap oderan del asunto. Las opiniones están divididas. Por un lado, se señalan inverosim ilitudes y se cita
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a los contradictores Halley y Fontenay; po r el otro, se recuerda la con fianza concedida a P salm an azar p o r el obispo de Londres (¿trátase acaso de un hom bre que se com prom ete a la ligera?) y p o r otros p e r sonajes respetables. La obra corresponde a un género fam iliar, el viaje a u n país lejano, con la y uxtaposición del relato y de la descripción, y en aquel m om ento esa lite ra tu ra se consum e con placer. La H isto ria de las obras de los sabios cu en ta en su entrega de noviem bre de 1704, que P salm an azar se ve som etido a varias p ru e b a s singulares: «En Londres a alguien se le o c u rrió p o n er a p ru eb a a P salm anazar obligándole a c o m p ro b ar lo que decía de los form osenses com iéndo se él m ism o la ca rn e de un ah orcado [P salm anazar relata que se tra ta de una p ráctica co rrien te en Form osa, y que la ca rn e de las m u chachas que han su frid o intensam ente an tes de su ejecución es p articu larm en te buscada]. Lo hizo sin ninguna repugnancia, pero an tes que convencer a los que dudaban, el h o rro r que excitó en ellos le granjeó m ás golpes p o r su parte».7 E sta vez tam bién, com o con Halley, el resu ltad o es c o n tra rio al que se esp erab a (efecto perverso de la prueba). En conjunto, los desconfiados son m ás num erosos que los crédulos, pero no se llega a rech azar la globalidad del testim o nio, en v irtu d del principio que se em plea en las calum nias y en los rum ores: cuando el río suena, agua lleva, se dice. Luego pasan m uchos años y se em pieza a o lvidar a P salm anazar y sus aventuras. Pero él no ha m uerto, y, claro está, no ha olvidado nada. El problem a es que con la edad Psalm anazar, que lleva una vida m odesta y satisface sus necesidades con trab ajos de com pilación, se ha ido convirtiendo cada vez. m ás en creyente, y el episodio de su ju ventud em pieza a pesarle. En 1747 (Psalm anazar tiene sesenta y ocho años), decide revelar el in trín g u lis del asunto en un artícu lo (anóni mo) sobre Form osa, que red acta p ara una enciclopedia geográfica. Afirm a en él que Psalm anazar, que él h ab ía conocido, le ha a u to riza do p ara a n u n c ia r que su relato había sido, en su m ayor parte, ficti cio (fabulous). Notemos que el reconocim iento de la ficción exige otra nueva, la de la diferencia en tre P salm anazar y el a u to r del artículo. El resto de la h isto ria será reservado p ara sus M em oirs, que Psalm a n a z ar term in a rá en 1758, y que se pu b licarán en 1764, un año des pués de su m uerte. Los h isto riad o res posteriores tam bién añ ad irán algunos detalles. En sus M em oirs P salm an azar cu enta m uchas cosas, pero conti núa d isim ulando o tras (a p e s a r de su religiosidad creciente); así es 7. H isto ria de las o b ra s d e los sabios, n o v ie m b re 1704, pág. 518.
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com o no nos dice ni cuál es su verdadero nom bre, ni dónde ha n aci do. Algunos lo consideran gascón (¿porque es m entiroso?), otros ju dío (¿porque es un hom bre errabundo?) —aparentem ente, no tiene n ad a de japonés. H abla en c u a lq u ier lengua (sin c o n ta r la «form osana») con acento; su Descripción la red acta originalm ente en latín. Pa rece que d u ran te su juv en tu d vive con su m adre en el S u r de F rancia y que va a un colegio jesu ita. M ás tarde, su m ad re lo m an d a a casa de su padre, p erdido p o r algún lu g ar de Alem ania; pero el pad re no quiere sa b er n ad a de él, y se va h acia H olanda. Por el camino, de algo hay que alim entarse, y el fu tu ro P salm an azar no tiene dinero, pide lim osna en latín a los eclesiásticos que se encuentra, y luego, un día, para llam ar m ás la atención, decide p resentarse como un japonés con vertido al cristianism o. Y, com o todo esto le divierte, se inventa una g ram ática, un calen d ario y u n a religión; ad o p ta tam bién el nom bre de Psalm anazar, que e n c u en tra (sin la P) en la Biblia. Pero cuando llega a H olanda, se m ete en o tra aventura: se p resen ta com o un pag ano que venera el sol y la luna, y que p o d ría conver tirse al cristian ism o si se le concediese c ie rta protección. Entonces es cuando en cu en tra al capellán escocés que adivina la superchería, pero que, lejos de d en u n ciarla, decide h a c erla re d u n d a r en su pro pio provecho. D escribe el caso al obispo de Londres, y luego «bauti za» a Psalm anazar. De resultas, el capellán es ascendido, y el obispo m an d a a P salm an azar a Londres. Ya no le queda m ás que e sc rib ir el libro, p a ra c o n firm a r sus decires. Se acu erd a entonces de la histo ria del je su ita A lejandro de Rodas quien, al p a rtir h acia M acao en 1645, se h a b ía llevado consigo a un joven chino, que m ás tard e tam bién se hizo jesu ita . P salm an azar d ará el m ism o nom bre a su «pre ceptor» im aginario y decidirá p a rtic ip a r con su obra en el com bate que la Iglesia anglicana m antiene en aquel m om ento co n tra el cato licism o en general y los je su íta s en particu lar. Por o tra parte, ¿la co m unión, tal com o la practican !os católicos, no es u n a form a de can i balism o? Los dem ás detalles proceden de recuerdos librescos (el caballo de Troya de Ulises, los sacrificios hum anos de los aztecas, algunos detalles tom ados de Candidio). Hoy en día, pues, se sabe con certeza que la Descripción de la isla Formosa en Asia es una su perchería, que P salm anazar nunca estuvo" en China, y que adem ás no se llam a Psalm anazar. R aras veces un caso resu lta tan claro. Sin q u e re r in sin u a r nada, m e pregunto si todas las descripciones de sistem as fonológicos, recogidas p o r los lingüistas de encuestas en el sitio m ism o, si todos los ritos observados y rela ta dos p o r los etnólogos pueden se r situados con ta n ta seg u rid ad a un
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lado u otro de la línea que se p ara los «testigos verdaderos» de los «testigos im aginarios». O p o r to m a r otro ejem plo m ás próxim o aún: m e tem o que m uchos de m is lectores hayan oído h a b la r ya de Psal m anazar, y que la presente lectu ra no los em puje hacia la B iblioteca N acional, ya m encionada, p a ra c o m p ro b ar si P salm an azar existió realm ente, o si se tra ta de un personaje im aginario (fabulous), p are cido a los autores a los que Borges gusta referirse a veces. ¿Qué nos enseña la h isto ria de Psalm anazar, tal com o la acabo de contar, sobre la fro n tera que sep ara verdad y ficción? La d e scrip ción de Form osa no posee ni verdad de adecuación, ni verdad de re velación. Y, ya que no se presenta com o una ficción sino com o una verdad, no es ficción, sino m entira e im postura. Lo que hacen Edm ond H alley y Jean de Fontenay, p o r medio, respectivam ente, de la a stro nom ía y de la historia, no es p ro d u cir una «interpretación», un «dis curso» p ara ponerlo al lado de la «interpretación» o del «discurso» de Psalm anazar: ellos dicen la verdad donde él habla en falsoJEs del todo esencial, si querem os conocer Form osa y sus habitantes, hacer la distinción entre am bos. La descripción de los jesu íta s tam poco po see ninguna verdad de adecuación, aunque posea u n a verdad de re velación relativam ente m ás grande: las características a través de las cuales los jesu íta s se describen en esta histo ria no son totalm ente inventadas. Pero esta verdad no debe nada a Psalm anazar: su escrito es una pura falsificación. Se parece al coronel H enry en el caso Dreyfus: p ara d e m o stra r la culpabilidad de este último, para serv ir lo que considera una causa ju sta, el coronel decide fa b ric a r una falsifica ción. Las calu m n ias de P salm anazar son sim plem ente m ás inocen tes, pues no m ortifica a una persona en p a rtic u la r (el verdadero p a dre de Rodas ya había m uerto desde hacía tiem po cuando él escribía), sino a una orden y a una ideología. Que nadie se a p re su ra rá a decla ra r buena porque es víctim a de m alos procedim ientos... Como escrito histórico, la Descripción de P salm anazar no m ere ce respeto ya que es una falsificación. Como ficción, no im pulsa ha cia la adm iración porque no se p resen ta com o tal, y porque su a u to r no es ex trao rd in ariam en te elocuente. Pero, ¿y si lo hubiera sido?
3 Hoy en día c u alq u ier niño sabe que «Colón d escubrió América»; sin em bargo ésta es una proposición rica en «ficciones». Dejemos de lado, prim ero, a la m ás evidente, contenida en la p a la b ra «descubier
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to»: é sta sólo es legítim a si hem os decidido previam ente que la h is to ria de la h u m an id a d se identifica con la de E uropa, y que, p o r lo tanto, la h isto ria de los otros continentes em pieza a p a rtir del m o m ento en que son visitados p o r los europeos. A nadie se le o c u rriría ce le b ra r el «descubrim iento» de In g la terra p o r los franceses, ni el de F rancia p o r los ingleses, p o r la sencilla razón de que ninguno de estos pueblos es considerado m ás central que el otro. Si ab an d o n a mos la perspectiva europeocentrista, no podemos h a b la r m ás de «des cubrim iento», sino m ás bien (como lo hizo Francis Jennings en su libro titu lad o así) de la «invasión de América». Pensam os, a continuación, que Colón no es el p rim e r navegante que atravesó el Atlántico: en el Norte, y quizás incluso en el Sur, otros lo h ab ían precedido; pero sus viajes no tuvieron evidentem ente las m ism as consecuencias: en esto el papel de Colón es excepcional. «Co lón» no resu lta pues m ás ju stificad o que «descubierto». Para acabar, y é sta es la p arad o ja en la que m ás qu isiera extenderm e, a p e sar de todo resu lta sin g u lar que habiendo escogido a Colón com o «descu bridor», hayam os dado a la tie rra «descubierta» por él el nom bre de Am érica, es d ecir el de otro navegante, p o sterio r a él, Am érico Vespuccio. ¿Por qué A m érica y no Colom bia? Para esta preg u n ta hay u n a resp u esta h istórica sim ple: los a u to res de un tra ta d o geográfico influyente, Cosmographiac IiUroductio, publicado en 1507 en Saint-Dié en los Vosgos, juzgaron que los m éri tos de Am érico habían sido tales que convenía d a r su nom bre a las tie rra s nuevam ente «descubiertas». Su p ro p u esta poco a poco fue adoptada, prim ero para lo que llam am os América del Sur, luego (unos veinte años m ás tarde) para «Am érica del Norte»; no obstante, E spa ña y Portugal, principales países afectados en aquel entonces, tan sólo aceptaron ese nom bre en el siglo XVIII, prefiriendo hasta aquel m o m ento el de «Indias occidentales». Pero esta resp u esta no hace m ás que desp lazar el problem a de un punto: ¿por qué el g rupo de letra dos de Saint-Dié, responsable de C ostnogm phiae Introductio, juzgó la contribución de Américo com o m ás im portante que la de cualquier otro navegante, y en p a rtic u la r m ás que la de Colón? Una prim era respuesta a e sta nueva pregunta podría ser que Américo fue el prim ero en to ca r tie rra firm e. En efecto, sabem os que en el transcurso de sus dos prim eros viajes, en 1492-1493 y en 1493-1496, Colón tan sólo llega a las islas que en cierran el golfo de México. Ac cede al continente d u ran te su terc er viaje, a finales de 1497; en cam bio Am érico h a b ría llegado a esas m ism as tie rra s continentales d u rante su p rim e r viaje, tam bién en 1497, pero con varios m eses de
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an terio rid ad . Pero este argum ento no se sostiene, y esto p o r varias razones. Prim eram ente, no es n ad a seguro que Am érico realizara el viaje en cuestión: o cu rre que su relato, contenido a dem ás solam ente en una carta, es la única fuente que lo afirm a. En segundo lugar, au n que el relato diga la verdad, Am érico no fue el com andante del m is mo, y tradicionalm ente el m érito se atribuye al jefe de la expedición. En tercer lugar, suponiendo siem pre que Am érico v iajara en 1497, no h a b ría sido el prim ero en aquella época en h a b e r alcanzado el continente: antes que Colón, antes que Vespuccio, lo consigue, siem pre en el año 1497, Ju an Cabot (Giovanni Caboto), navegante venecia no al servicio de Inglaterra. En cuarto lugar, debem os tener en cuenta lo que los navegantes pensaban h a b e r hecho, y no solam ente lo que nosotros sabem os hoy en día que hicieron; luego nada dem uestra que en 1497 Cabot o Vespuccio creyeran e s ta r en un continente; en cuanto a Colón, se creía ya en él en 1494, puesto que no q u ería adm i tir que Cuba pu d iera se r u n a isla (¡según él se tra ta b a de Asia!). Fi nalm ente, en quinto lugar —y evidentem ente es la razón m ás im p o rta n te —, no es la a n te rio rid a d del viaje lo que m otiva la decisión del grupo de Saint-Dié. Tam poco son p ertin entes las consideracio nes que se apoyan en el an álisis de los m apas. Un m apa de 1500, tra zado p o r Juan de la Cosa, m u estra a Cuba diferenciada de América; se supone que fue dib u jad a a p a rtir de inform aciones proporciona das por Am érico y ad q u irid as en el tra n sc u rso de ese viaje de 1497. Pero los autores de Saint-Dié se refieren a los escrito s de Américo, y no a los m apas. Una segunda respuesta se impone, pues, y es la de todos los re cientes h istoriadores de la cuestión (siendo E dm undo O’G orm an el último): el m érito de Am érico no es el h a b e r sido el prim er o en p isa r el suelo am ericano, sino el h a b e r sido el prim ero en d arse cuenta de ello; se tra ta de un descu b rim ien to intelectual, y no físico. El descu brim iento de Am érica se ha de fechar no en 1497, que corresponde al incierto viaje, sino en 1503, cuando aparece su c a rta titulada, de m anera m uy significativa, M m ulits Novits; y en 1506-1507, cuando se publican las versiones italiana y latina (esta últim a d entro de la Cosm ographiae Introductio) de su o tra c a rta célebre, llam ada Q uatitor Navigaliones. Efectivam ente, una afirm a y la o tra confirm a la con ciencia que h a b ría tenido Am érico de h a b e r alcanzado un continen te desconocido —m ientras que Colón creía, en el tra n sc u rso de sus prim ero s viajes, h ab er tocado en Asia, por la «vía occidental»... No im porta, en el fondo y en esta perspectiva, que Am érico hubiera via jad o o no; lo esencial es que haya com prendido; esto, hubiera podido
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hacerlo quedándose en su gabinete (suponiendo que h u b iera tenido uno). E sta resp u e sta seguram ente e stá m ucho m ás cerca de la verdad que la prim era. Y sin embargo, a su vez levanta objeciones ; m ás exac tam ente, en el plano del descu b rim ien to intelectual, Am érico debe a fro n ta r igualm ente algunos rivales de talla. El p rim ero es p recisa m ente u n h om bre que no h a viajado nu n ca sino que se h a co ntenta do con escrib ir: se tra ta de P ie rre M arty r d ’A nghiera, establecido en la co rte de E spaña, que dirige c a rta s «abiertas» a grandes p erso n a lidades extranjeras, en las que resum e las noticias de los viajes, a m edida que éstas llegan a M adrid. Ya desde su p rim e ra c arta, fecha da el 10 de noviem bre de 1493 y d estin ad a al cardenal Sforza, da del viaje de Colón una presentación sensiblem ente d istin ta a la que hace el m ism o Colón: dice que Colón h a «descubierto esa tie rra descono cida» y que ha «encontrado todos los indicios de un continente igno rado h a sta entonces».8 Un año m ás tarde, en su c a rta del 20 de oc tu b re de 1494 a B orrom eo, incluso em plea la expresión orbe novo, nuevo m undo, que iba a se rv ir com o título p a ra su publicación de conjunto (en 1530), y que volvemos a e n c o n trar en Américo. Por o tra parte las cartas de Pierre M artyr no son cartas privadas; incluso cons tituyen la fuente p rin cip al de la que la E uropa cultivada de aquel m om ento extrae las inform aciones sobre los viajes extraordinarios, em prendidos p o r españoles y portugueses. El segundo rival de Américo, siem pre en el plano intelectual, no es otro que el propio Colón. El viaje de 1497, d u ran te el cual alcanza la costa am ericana, da lu g ar a u n a Relación, d irigida p o r él a los re yes de E sp añ a y pub licad a poco después, en la que Colón m anifiesta claram ente su convicción de h a b e r tocado tie rra firm e, y que, esta vez, no es Asia (sabe que Asia se en cu en tra en el hem isferio Norte, m ien tras que él viaja h acia el Sur): se tra ta, escribe, «de una tie rra in finita que se extiende en dirección Sur, y de la que no teníam os conocim iento anterio rm en te» .9 Am érico no d irá o tra cosa. Pero si P ierre M arty r y .Colón hab ían escrito estas frases, que los letrados de Saint-Dié no podían ignorar, ¿por qué estos últim os es cogieron a p e sa r de todo h a c e r h o n o r a Am érico en lu g ar de a uno u o tro de sus rivales? A falta de p o d er p e n e tra r en el e sp íritu de es os p ersonajes antiguos, y fundándonos en los únicos textos existentes, no podem os e ncontrar m ás que una respuesta: porque los relatos cuyo 8. M artyr D anghiera , P., De o rb e novo. Les h u it décadcs, P a rís, 1907. 9. C o l o m b , G , O euvres, G a llím a rd , 1961, p á g . 237.
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personaje p rin cip al es Am érico están m ejor escrito s que las c a rta s de Colón (y que las de P ierre M artyr, aunq ue en otro sentido). No es el descubrim iento intelectual lo que celebra la denom inación del nue vo continente, es —tan to si sus p ad rin o s lo supiesen com o si no— la cu alid ad literaria. La gloria de A m érico se debe a las c u aren ta pe queñas páginas, en que consisten las dos c a rta s p u b licad as du ran te su vida. Para establecer esta cualidad literaria, conviene com parar dos c a r tas-sensiblem ente igual de largas: la que Colón dirige a Santángel en 1493 y la que Am érico envía a Lorenzo de M edici (que no es Loren zo el M agnífico) en 1503, conocida bajo el título de M iindus Novus-, son efectivam ente los dos textos m ás populares de la época, frecuen tem ente reeditados (la ca rta de Américo m ás que la de Colón); su com paración, im plícita o explícita, ha m otivado la decisión de los letra dos de Saint-Dié. O bservem os en p rim e r lu g ar la com posición general. En la c a rta de Colón no aparece ningún plan concertado. Él describe su viaje, la natu raleza en las islas (H aití y Cuba), y luego hace la sem blanza de los habitantes. Luego vuelve a la geografía, añadiendo algunas no tas nuevas sobre los «indios». Entonces pasa al capítulo de los m ons truos, y concluye, aseg u ran d o prim ero a los reyes que esas tie rra s seguram ente son m uy ricas, y agradeciendo luego a Dios haberle p er m itido realizar esos d e s c u b rim ie n to ^ La c a rta de Américo, en contraste, revela a alguien que ha recibi do c ie rta educación retórica. É sta em pieza y term ina po r varios pá rrafos que resum en lo esencial; allí, ya lo verem os m ás adelante, se halla la afirm ación conm ovedora de la novedad de ese m undo. En el in te rio r de este marco, el texto se divide en dos: una p rim era parte describe el viaje (con una digresión sobre las excelencias de Am éri co com o piloto); una segunda p a rte hace lo m ism o con los nuevos países, con tres subsecciones que se an uncian al final de la prim era parte, concerniendo a los hom bres, la tie rra y el cielo. La c a rta de A m érico tiene u n a form a casi geom étrica, ausente en Colón, y que sólo puede sed u cir al lector. De hecho, en Am érico se hacen los honores al lector, m ientras que la c a rta de Colón no se preocupa m ucho por él. Hay que decir que la posición de los dos navegantes-narradores es radicalm ente distinta. Tanto si escribe a Santángel, alto funcionario y arm ador, como a otros personajes, en realidad Colón siem pre se dirige, en p rim e r lugar, a los reyes de España, F ernando e Isabel, a los que desea convencer de la riqueza de las tie rra s d escubiertas, y de la necesidad de enta-
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b la r nuevas expediciones (prim ero h acia A m érica, luego h acia Jerusalén...); se tra ta pues de cartas-instrum entos, cartas utilitarias. N ada de eso hay en Am érico quien viaja p a ra alcan zar la gloria, no el dine ro, y que escribe p a ra « p e rp e tu a r la gloria de m i nom bre», p a ra «la h o n ra de m i vejez»; sus c a rta s pretenden, antes que nada, d eslum b ra r a sus am igos de Florencia, d istrae rlo s y encantarlos: hay que tra d u c ir M undus N ovus al latín, p ara que el público cultivado de toda E u ro p a «pueda sa b e r cu an tas cosas m aravillosas se descubren cada día». En Q uatuor Navigationes, escrito en form a de c a rta a Soderini, otro ciudadano im p o rtan te de Florencia, Am érico insiste de nuevo en ello: está seguro de que su d e stin a ta rio d isfru ta rá al leerlo; y con cluye su p reám b u lo m ediante una fórm ula que, p o r s e r convencio nal, no es m enos significativa. «Así com o no rm alm en te el hinojo se sirve después de los platos ag rad ab les p a ra disponerlos a u n a m ejor digestión, del m ism o m odo podréis, p a ra rep o sa r de v u estras gran des ocupaciones, haceros leer m i carta.» Colón escribe docum entos; Américo, literatu ra. Am érico p ro cu ra d istra e r m ás que e n ta b lar nuevas expediciones, y quiere ganarse lectores. De ahí la preocupación p o r la c la rid a d en la exposición, y el aco m p añ arla de resúm enes al p rincipio y al final. Así, cuando tra ta de la cosm ografía, m ateria en la que su lector co rre el riesgo de no e s ta r m uy instruido, se explica dos veces: «A fin de que podáis co m p ren d er m ás claram ente» y añade incluso un pe queño diagram a (fig. 4). En Q uatuor Navigationes, Américo, com o na rra d o r experim entado, atra e al lector con las prom esas de lo que se guirá. «En este viaje, vi cosas que son verdaderas m aravillas, com o V uestra M agnificencia verá»; «gentes que eran peores que anim ales, com o lo com prenderá V uestra M agnificencia». Pero esto ya o c u rría en M undus N ovus : «Como c o n taré m ás adelante...». N ada de eso en Colón. Am érico halaga a su lector dejando que u n a cie rta d istancia se introduzca en tre el n a rra d o r que es y el personaje que ha sido; le in vita a deslizarse p o r el espacio así facilitado, reservándole incluso la posibilidad de experim entar cierta sup erio rid ad respecto a los via jeros. Antes que d e sc rib ir los su frim ien to s padecidos a lo largo de la travesía, él los evoca p o r preterición. Igualm ente, cuando tiene que ju stific a r sus p ro p ias decisiones, rec u rre a la experiencia que el lec to r puede ten e r en com ún con él. Colón, al contrario, no produce en su c a rta m ás que u n a ú n ica im agen: la de él mismo. En la elección de los tem as, Am érico dem u estra igualm ente una gran preocupación p o r el lector. Los hechos observados (o im agina
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dos) p o r Colón y Am érico no son m uy distintos. El p rim ero describe a los indios desnudos, tem erosos, sin religión y a veces caníbales. El segundo, p a rtien d o de los m ism os elem entos, los desplegará en tres direcciones. En p rim e r lu g ar asociando desnudez, au sen cia de reli gión, no agresividad e indiferencia p o r la propiedad a las rep resen taciones antigu as de la ed ad de oro, p ro d u cirá la im agen m oderna del buen salvaje: Am érico es la fuente p rim e ra de Tomás Moro, de M ontaigne, así com o de otros innum erables autores prim itivistas. Se gundo, en cu an to al canibalism o, Colón hacía el relato de oídas (aun cuando no en tendía ni u n a p a la b ra de la lengua de los indios). Américo se extiende en am plios com entarios: los indios hacen p risione ros de g u e rra p ara com érselos m ás tarde; el m acho se com e de buen grado a su esposa y a sus hijos. Un hom bre le ha confesado que h a b ía devorado a m ás de trescientos de sus prójim os; y d u ran te un pa sco p o r tie rra s de los indios, vio ca rn e h u m an a salada, colgada de las vigas, tal com o se hace en n u e stra tie rra con la ca rn e de cerdo. Am érico nos refiere pues detalles picarescos, si se me p erm ite decir, antes de d arn o s la opinión de los indios, quienes no com prenden la repugnancia de los europeos hacia un plato tan suculento. La elec ción de este tem a, sin ninguna duda, es acertada: b a sta con ver h a s ta qué p u n to es frecuente en las ilustraciones de la época o en los relatos posteriores (hasta Psalm anazar, y m ás allá). Finalm ente, en tercer lugar, Am érico se introduce en el cam po de la sexualidad. M ientras que Colón se lim itaba a decir: «En todas es tas islas parece que los hom bres se contentan con una sola m ujer»,10 la im aginación de Am érico se desata. Las m ujeres de los indios son extrem adam ente lúbricas, repite, y entretiene a sus lectores (machos europeos) con estos detalles: hacen que anim ales venenosos m u er dan el pene de sus parejas; el pene crece h asta a lcan zar proporcio nes increíbles, de form a que al final estalla y los hom bres se con vierten en eunucos (podem os im aginar la reacción del lector). En la prim era traducción francesa de M undus Novus, que data de 1855, este fragm ento se om ite y en su lu g ar leem os esta nota: «Aquí hay diez o doce líneas sobre los excesos de las m ujeres. E ste fragm ento, que nos resu lta im posible d e ja r de om itir, seguram ente no es uno de los que m enos con tribuyeron a d a r p o p u larid ad al nom bre de Am érico Vespuccio».11 Otro aliciente para el lector: se entera del éxito que tie nen los viajeros europeos —los cuales, podem os pensar, no son so lo. M i l , pág. 185. 11. C uartón , E. (com p), Voyagcttrs a n c ic n s ct m a tlcrn cs, t. III, 1863, píig. 201.
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m etidos al m ism o trato arriesg ad o — entre las m ujeres indias. «Cuan do tienen ocasión de c o p u la r con los cristianos, llevadas p o r una lu b ric id a d excesiva, ellas se descom ponen y se prostituyen.» Am érico incluso llega a a firm a r que no lo cu en ta todo «...por razones de p u dor». P rocedim iento bien conocido p a ra ag u ijo n ear la im aginación de los lectores. E stas p a rte s de Mu.nd.us N ovus a tra en la atención del conjunto de los lectores (hom bres todos, europeos todos, de nuevo). O tras su s citan el orgullo de los m ejores de en tre ellos, los sabios, y, al m ism o tiem po, dan a todos el sentim iento de p e rte n ec e r a la elite cultural. En Q uatuor N avigationes, A m érico cita au tores antiguos y m oder nos, Plinio, Dante, P etrarca; en M u n d u s Novus, después de d e sc rib ir a los buenos salvajes, concluye negligentem ente: «Podría llam arlos epicúreos m ás que estoicos»; en o tra parte, no deja de evocar los es critos de los filósofos. Otro p a saje es significativo: Am érico se queja de que el piloto del barco era u n ignorante y de que sin él, Américo, n ad ie h u b iera sabido cuál era la d istan cia recorrida; es el único en el barco que sabe leer las estre llas y u tiliz a r el cu ad ran te y el astrolabio; los m arin ero s «tan sólo conocen las aguas p o r las que ya han navegado». ¿Cómo esta declaración orgullosa de la su p e rio rid a d de los intelectuales-teóricos respecto a los m arineros-prácticos podía de j a r de conm over al cartógrafo M artin W aldseem üller, al poeta Math ias R ingm ann, que no se h ab ían alejado nunca dem asiado de su Saint-Dié? ¿Y estos últim os podían h a c er o tra cosa que concebir un reconocim iento h acia Américo, c in te n ta r agradecérselo? Como re com pensa le ofrecieron un continente ... No es p o r casu alid ad que la im agen que los grabados de la época nos transm iten de Am érico es al m ism o tiem po la de un sabio (fig. 5 y 6). Por últim o, independientem ente de todos los cuidados que Américo tuvo respecto a su lector, éste encontraba, en sus escritos, un m undo que le e ra próxim o. Ya hem os visto cóm o las referencias be ben en los poetas italianos o los filósofos de la A ntigüedad y m uy poco en las fuentes c ristian as. Colón tan sólo tiene en m ente los tex tos c ristia n o s y los relatos m aravillosos de M arco Polo o del ca rd e nal P ierre d ’Ailly. Colón es un hom bre de la Edad Media, Am érico del R enacim iento. Tenemos o tro indicio de ello en cierto s ru d im en tos de relativism o cultural, presen te en Américo: éste tra n sc rib e lo que sabe de la percepción que tienen los indios de los europeos (y no ú nicam ente su propia percepción de los otros). Por o tra parte, los lectores ávidos de noticias p a rticip a b an ellos tam bién de los tiem pos m odernos. H em os visto que el m undo de Am érico se dividía pro
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saicam ente en hom bres, tie rra y cielo (las estrellas). El de Colón en cambio, si lleva las rú b ric as «hom bres» y «naturaleza», contiene tam bién otra: los m onstruos. E stá claro que Colón tiene en su m ente u n a lista de m o n stru o s y que p u n tea m entalm ente su presencia o au sen cia: am azonas, sí; hom bres de dos cabezas, no; con cola, sí; con cabe za de perro, no; y así sucesivam ente. C om parado con esto, el m undo de Am érico es p u ram en te hum ano. Él tam bién am a lo m onstruoso, pero com o curiosidad: la p alab ra interviene po r ejemplo, cuando des cribe los aderezos de los indios, que se agujerean las m ejillas o los labios, y se ponen p iedras en los orificios. Las únicas inverosim ilitu des, en Américo, son exageraciones; m ás bien indican la m ala fe del c h a rlatá n que la ingenuidad del creyente: los indios viven h asta los ciento cincuenta años, dice aquí; y, en Q uatuor Navigationcs, c ita a u na población cuyas m ujeres son tan altas com o los hom bres eu ro peos, y los hom bres m ucho m ás altos aún. B asta con ver la m ención que Colón y Am érico hacen del p araíso terren al p ara m ed ir la dife rencia que existe en tre ellos: Colón se lo cree literalm ente, y piensa que lo h a percibido (en A m érica del Sur); Américo se sirve de él com o de una sim ple hipérbole (reanim ada, quizá, p o r las evocaciones ex táticas de Colón), y la em plea p ara co ro n ar una descripción perfec tam ente convencional de la natu raleza de allí: «Desde luego, si exis te un paraíso terrenal en el m undo, no dudo que esté a poca distancia de este país». Q uatuor N avigationcs confirm a las cualidades litera ria s de Américo. Igualm ente aquí el plano general está dictado po r el cuidado hacia el lector. Am érico consagra, p ara cada uno de sus cu atro via jes, un núm ero de páginas decreciente: no po r el hecho de que cada viaje sea m ás breve que el precedente (éste no es el caso), sino p o r que al lector le quedan m enos cosas po r saber. La descripción de los indios, bastante parecida a la que encontram os en Munclus Novus (que se refería al tercer viaje), aparece esta vez en el prim ero: este em pla zam iento es dictado, no p o r la cronología del viaje, sino por la de la lectura. Los relatos de aventuras van altern án d o se reg u larm en te con las descripciones apacibles. Américo desarrolla aquí, adem ás, el arte de la viñeta narrativa, au sen te en Munclus Novus: un corto episodio que contiene revelaciones extrañas o bien vuelcos inesperados. Así vemos, por un lado, descripciones sugestivas de la iguana (¡dragón sin alas!), de las h am acas (m allas colgadas al aire), del crecim iento de las perlas, de los indios ru m ian tes que no beben agua; po r otro lado, com entarios co n stru id o s sobre un esquem a idéntico: los e u ro peos se creen los m ás fuertes, especialm ente frente a las m ujeres;
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sufren sin em bargo u n a d erro ta, ante su gran hum illación. O curre así en el episodio de los gigantes, d u ran te el segundo viaje: Am érico y sus com pañeros están a p u n to de llevarse a tres m uchachas de alta estatu ra, cuando tre in ta y seis m alab ares espantosos en tran en la ca baña; los europeos retroceden prudentem ente. O tam bién en el tra n s cu rso del te rc e r viaje: al ver en la costa ta n sólo m ujeres, los eu ro peos envían a u n herm o so m uchacho p a ra sed u cirlas y som eterlas. Pero, m ien tras que varias de ellas lo m iran con tern u ra, se acerca o tra p o r d e trá s con u n a gran m aza, y lo m ata a palos. E ntonces las m ujeres cogen el cu erp o y lo a ta n a un gran espetón p a ra asarlo. Los cristianos, h o rrorizados, observan la escena desde lejos. Ahora com prendem os m ejor a qué es debido el extraordinario éxi to de Américo, éxito atestig u ad o no sólo p o r las nu m ero sas reedicio nes y la elección de los letrad o s de Saint-Dié, sino tam bién p o r el he cho de que se tra ta de los textos m ás abun d an tem en te ilu strad o s de la época. La c a rta de Colón va acom pañada de grabados p u ram en te convencionales, m o stran d o castillos y hom bres parecidos a los de E uropa. Las p rim e ra s im ágenes que p ro cu ran c a p ta r la especifidad am erican a son aquellas que ilu stra n los relatos de Américo: y es po r que éstas se prestan m ucho a ello. Como el cristiano asado (en el m apa K unstm ann II, fig. 7); el mismo, antes de se r apaleado; los indios o ri n ándose unos frente a otros (otro detalle revelado —¿o inventado?— p o r Américo) (fig. 8). Uno de los m ás antiguos grabados y de los m ás interesantes, que d a ta de 1505, condensa, en la im agen y en el texto que la acom paña, M undos N ovus entero: los indios van desnudos, ves tidos solam ente con plum as; p ractican la lib e rta d sexual y el inces to; se com en m utuam ente; desconocen la propiedad privada; viven h a sta los ciento cincuenta años y no tienen leyes (fig. 9). Vemos cla ram ente lo que m ás so rp ren d ió a las im aginaciones. Tales son los elem entos que explican el éxito de Américo, y la sim p a tía que su scita en tre los letrad o s de Saint-Dié. No sabem os exac tam ente quién p ro p u so n o m b ra r «América» a las nuevas tierras: W aldseem üller es el cartógrafo, pero el texto m uy bien p o d ría ser de R ingm ann. Por o tra parte, R ingm ann, que tenía veinticinco años en aquel entonces, es ju sta m e n te u n «hum anista» y un poeta; ¡cómo no h u b iera podido ver en Am érico el alm a gem ela a la que se a leg raría tan to de p o d er glorificar! M ás a ú n cuando Am érico no padece nin gún exceso de m odestia: «como lo ha m o strad o mi últim o viaje», «he hallad o un continente», éstas son sus fórm ulas. Y sobre todo, Am éri co pone de relieve u n a cosa com o no supieron h a c er ni P ierre M artyr ni Colón: toda la p rim e ra página de su c a rta proclam a la novedad
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de su descubrim iento (no respecto a Colón, es verdad, sino a los auto res antiguos); se tra ta de u n continente com parable con E uropa, Asia y África; el títu lo de la c arta, M undus Novus, es, p o r sí solo, u n rasgo de genio. Qué con traste con Colón, cuya frase antes citad a sobre el nuevo continente no se revelaba m ás que a la m ira d a atenta, perdida com o e sta b a en m edio de una exposición dogm ática sobre el p araíso terrenal, hipótesis que p a ra él tiene m ucho m ás interés que la de «América». La segunda, en realidad, tan sólo se form ula p o r si aca so la p rim e ra se revela u n fracaso. «Si el río no surge del p araíso te rrenal...», escribe Colón, que se a p re su ra a co n tin u ar: «Sin em bargo, creo firm em ente en el fondo de m i corazón que este lu g ar del que hablo es el p araíso terren a l» .12 Si queda sentado que la decisión de W aldseem üller y de Ringm ann está ju stificad a, quizás inconscientem ente, p o r las cualidades litera rias de los escritos de Américo, surge una nueva pregunta: ¿esta ju s ticia estética se apoya o no en una ju stic ia histó rica? Dicho de otro modo: el papel de Américo, tal com o resalta en sus propios escritos, ¿corresponde realm ente al papel que hace el personaje? ¿El nom bre del continente glorifica a la ficción o a la realidad? Todos los a rg u m entos que he enum erado en favor de Am érico po d rían aplicarse igual de bien, efectivam ente, a un texto com pletam ente falso, com o el de P salm anazar —si éste h u b iera vivido en o tra época y si hubiera tenido el talento litera rio de Américo. E sto nos lleva al problem a controvertido de la autenticidad de las cartas. E sta expresión puede entenderse en dos sentidos —¿quién es el verdadero a u to r de las cartas? y ¿esas c a rta s cuentan la verdad?— autónom os, aunque interdependientes; las c a rta s pueden se r obra de Am érico y no ob stan te s e r p u ra ficción; inversam ente, pueden a tr i buirse indebidam ente a Am érico y no o bstante decir la verdad; o bien ni lo uno ni lo otro, o bien las dos cosas al m ism o tiem po. Los espe cialistas en Vespuccio siem pre se han interesado po r la prim era cues tión. M undus Novus y Q uatuor N avigationcs son las únicas c a rta s publicadas en vida del autor, pero se han encontrado o tra s desde en tonces, dos de las cuales son p a rticu la rm e n te interesantes, pues se refieren a los viajes a Am érica: una, del 18 de julio de 1500, dirigida al m ism o Lorenzo de M edid, concierne al segundo viaje; la otra, de 1502, d irigida al mismo, se refiere al tercero (se publicaron en 1745 y en 1789, respectivam ente). Sin em bargo, h asta una fecha relativa m ente reciente, se co n sid eraro n apócrifas, y las c a rta s publicadas, 12. CoinM», C., pág. 237.
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com o las únicas auténticas. Una de las razones enunciadas p a ra ju s tific a r e sta decisión es u n a diferencia de estilo en tre c a rta s p u b lica das y c a rta s m an u scritas. O tra se b a sa en las contradicciones in te r nas de las segundas, o en las inverosim ilitudes. Más tarde, en 1626, un especialista italiano, Alberto M agnaghi, dio u n vuelco esp ec tac u la r al asunto. Del argum ento de incom patibili dad en tre c a rta s m a n u sc rita s y c a rta s p u b licad as saca la conclusión inversa: sólo son au tén ticas las c a rta s m an u scritas, m ien tras que M undus N ovus y Q uatuor N avigationes son falsificaciones y contie nen p o r o tra p a rte ta n ta s contradicciones in tern as e inverosim ilitu des com o las c a rta s m anuscritas. Además, la falta de autenticidad de las cartas publicadas es fácil de explicar: éstas podían ser obra de m e dios florentinos doctos, que h a b ría n utilizado las m isivas reales de Américo, preservadas o perdidas, p ara p ro d u cir u na litera tu ra diver tid a e in stru ctiv a (es m ucho m ás verosím il que se haya falsificado u n a publicación que u n a c a rta m an u sc rita, d estin ad a al olvido en los archivos y en co n trad a ¡sólo doscientos cincuenta años m ás ta r de!). Los verdaderos autores de las c a rta s serían, siguiendo esta hi pótesis, escritores profesionales que probablem ente no abandonaron nunca su ciudad. Por tanto, e sta s c a rta s serían e scrita s no solam en te para los lectores, sino tam b ién po r los lectores. Las conclusiones de M agnaghi fueron fuertem ente com batidas por un nuevo gran p a rtid a rio de Vespuccio, R oberto Levillier, quien, p o r lo pronto, d eclara que todas las c a rta s a trib u id a s al explorador son auténticas... En realidad, no tenem os por qué e n tra r en detalle en estas controversias, pues tra ta n m ás que n ad a de la cuestión del verdadero autor, m ien tras que la que nos preocupa a nosotros con cierne a la veracidad de las cartas; no obstante, ciertos argum entos resu ltan p ertin en tes en am bas perspectivas. Pero volvamos a n ues tro tem a, y preguntém onos: ¿qué nos enseña la lectura de las c a rta s en cuanto a su veracidad? Ya hem os visto que M undus N ovus y Q uatuor N avigationes con tienen c ie rta s inverosim ilitudes (longevidad, gigantism o); de ello no sacarem os ninguna conclusión en cuanto a su falta de au tenticidad si recordam os que las c a rta s de Colón, incontestablem ente a u té n ti cas, contienen o tro tan to y m ás. Los viajeros observan el m undo des conocido, desde luego, pero tam bién proyectan sus propios p reju i cios y fantasm as. Tam bién es verdad que M undus N ovus contiene contradicciones internas; pero podem os a trib u irla s al tra d u c to r al latín, o incluso a los copistas (puesto que el texto original estab a en italiano, se perdió y no existe ningún m anuscrito).
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Pero la com paración e n tre las c a rta s nos lleva a u n as conclusio nes m ás sorprendentes. Q uatuor N avigationes contiene el relato de los cu a tro viajes, M undus Novus, el del tercero; podem os pues con fro n ta r dos versiones del m ism o viaje. Ahora bien las diferencias son significativas. Es en el tra n sc u rso del terc e r viaje, si se cree Q uatuor Navigationes, que el com pañero de Am érico será apaleado y consu mido, ante los ojos h o rro rizad o s de los otros cristianos. En cambio, M undus Novus, escrito con a n terio rid ad , y p o r lo tan to cuando h a bía tra n sc u rrid o m enos tiem po después del regreso, d ise rta am p lia m ente sobre el canibalism o, pero no cuenta ningún episodio de esa clase, lo que resu lta difícilm ente explicable. De u n a form a m ás ge neral, este terc er viaje es, si se cree Q uatuor Navigationes, p a rtic u larm en te pobre en contactos (dejando de lado los alim entarios...); ahora bien, en M undus Novus, las relaciones con los indígenas se des criben com o «fraternales», y Am érico a firm a haberse quedado vein tisiete días entre los «caníbales»; cuesta im aginarse, si nos fiam os de Q uatuor Navigationes, en qué m om ento se produjo esta estancia. Parece im posible e sta b lec e r la rica sem blanza de los indios en M un dus N ovus sobre la base del tercer viaje, tal com o está relatado en Q uatuor Navigationes, que sitúa, en cam bio, una larga estancia «et nográfica» du ran te el p rim e r viaje, cuya relación contiene una des cripción de los indios, p aralela a la de M undus N ovus . Frecuentem ente tenem os la sensación de que ciertos detalles «pa san» fácilm ente de un viaje al otro. Por ejem plo, en Q uatuor Naviga tiones, durante el prim er viaje los indios expresan su extrañeza a Américo: «Se so rprenden al oírn o s d ecir que no nos com em os a nuestros enem igos»; pero, según M undus Novus, es en el tra n sc u rso del te r c er viaje que los indios dicen eso: «Se so rprenden de que no nos co m am os a n u estro s enem igos». La conciencia de que la tie rra descu b ierta es un continente d a ta del terc er viaje según M undus Novus; del prim ero, según Q uatuor Navigationes, según el cual solam ente el p rim e r viaje term ina con la c a p tu ra de esclavos: 250 exactam ente, 222 de los cuales sobreviven al llegar a España; ah o ra bien la c a rta de 1500, que describe el segundo viaje, cuenta que éste term in a con una c a p tu ra de esclavos, 232 en la salida, 200 a la llegada; las cifras están singularm ente próxim as. La com paración de M undus N ovus (1503) con la c a rta m an u sc ri ta de 1502, refiriéndose am bas al tercer viaje, resu lta igualm ente so r prendente. En p rim e r lugar, am bas van dirigidas al m ism o Lorenzo de Medici; siendo su contenido parecido, así com o próxim as las fe chas de redacción, difícilm ente vemos la necesidad de la segunda c a r
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ta (tanto m ás cuando Lorenzo h a b ía fallecido en el intérvalo —pero A m érico podía ignorarlo). En cierto s aspectos, M undus N ovus p are ce, no u n a nueva c a rta al m ism o personaje, sino u n a nueva versión de la m ism a obra, que corrige y arre g la la precedente. En 1502, Américo rela ta que un indio que conocía se h a b ía com ido «m ás de dos cientos» seres hum anos; en 1503, se convirtieron en «m ás de trescien tos». En 1502, el indio anciano alcanza ciento tre in ta y dos años; en 1503, la edad m edia de los indios se ha convertido en ciento cincuen ta años. En 1502, la ca rn e h u m an a colgada de las vigas era ah u m a da; en 1503, era salada... El an álisis literario de M undus N ovus tam poco aboga en favor de su veracidad. La descripción de la natu raleza es pu ram en te conven cional. «Allí hay m uchos anim ales salvajes, p a rticu la rm e n te leones y osos, e innum erables serpientes, y otras b estias h o rrib le s y feas. [...] El país es m uy fértil y agradable, con m uchas colinas y m onta ñas, infinitos valles y poderosos ríos, e stá regado por fuentes refres cantes y lleno de bosques vastos y densos, casi im penetrables, llenos de anim ales feroces de toda especie.» Se puede e sc rib ir tra n q u ila m ente una descripción así quedándose uno en su propio gabinete en F lorencia (no o c u rría lo m ism o con las descripciones de la n a tu ra le za de Colón). La p a rte cosm ográfica es pobre y su función parece ser la de un indicio: fijaos qué sabio soy (y al m ism o tiem po: presum o que usted, lector, tam bién lo es). La descripción de los hom bres no añade n ad a esencial a los elem entos contenidos en la c a rta de Co lón, diez años antes, au nque las cosas están m ejor dichas. El relato del viaje m ism o no co m p o rta ningún episodio m em orable (aparte de la d e rro ta de los pilotos, sim ples practicantes). No figura en él nin gún nom bre propio. Nada, en M undus Novus, indica que se tra ta en ese caso de la verdad; todo, incluso la form a arm oniosa del conjun to, aboga en favor de la ficción (de la cual Américo sería o no el autor). No podem os d ecir lo m ism o de Q uatuor N avigationcs, en donde la ab u n d an cia de anécdotas p a rtic u la re s puede in te rp re ta rse com o el indicio de una experiencia real; pero es un relato que notam os muy retocado. ¿Cuántos viajes reales hubo, dos o cuatro? Se ha podido suponer que Vespuccio (o sus «redactores») había desdoblado cada uno de los viajes, p a ra a trib u irse cuatro: tantos com o Colón. ¿En qué m om ento se dio cuenta de la novedad de su descubrim iento? Los epi sodios, ¿no están dispuestos en ese orden para provocar el m ejor efec to en el lector, m ás que p o r el hecho de que los acontecim ientos se d esarro llaro n así? Una única cosa es segura: no se puede co n sid erar ese relato com o p u ra verdad, no puede se r tra tad o com o un docu-
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m entó ab so lu tam en te digno de confianza; es u n a obra que está he cha tanto con verdad com o con m entira. ¿Qué podem os sa c a r de este atestado? ¿La gloria de Am érico es inm erecida? ¿Debemos co n clu ir que la verdad no puede d istin g u ir se de la falsedad, sino que pasam os insensiblem ente de u n a a otra? ¿Hay que alegrarse de este triu n fo de la ficción o lam entarlo? Sabe m os que la p o sterid ad ha variado m ucho en su enjuiciam iento. La opinión superlativa de los letrados de Saint-Dié fue am pliam ente com p a rtid a d u ran te el siglo XVI. Pero, a p a rtir de la m itad de este m is mo siglo, Las Casas, en su Historia de las Indias (que perm aneció iné dita h asta el año 1875), inicia la cam paña antivespucciana, al tiem po que pondera los m éritos de Colón; le seguirá, ya desde principios del siglo XVII, el influyente H errera; luego, en el siglo XIX, eruditos como N avarrete y M arkham , o W ashington Irving. La fórm ula m ás d u ra pertenece sin duda alguna a Em erson: «¿No es extraño que [...] la ex tensa Am érica deba llevar el nom bre de un ladrón? Am érico Vespuc cio, el com erciante de pepinillos de Sevilla, [...] cuyo rango naval m ás elevado había sido el de segundo c o n tram aestre en una expedición que no llegó a p artir, consiguió su p la n ta r a Colón en este m undo fa laz, y d a r a la m itad de la tie rra su nom bre deshonesto».13 Pero, a m ediados del siglo XIX, una opinión c o n tra ria em pieza a a b rirse paso: ésta va de Alexandre von H um boldt y de V arnhagen a Levillier y a O ’G orm an, pasando p o r H arris y Vignaud, quienes reconocen to dos el papel em inente de Vespuccio en el d escubrim iento y la identi ficación de América. Mi opinión al respecto corre el riesgo de decepcionar a las dos p artes (si nos aventuram os a im aginarlas viviendo en el m ism o tiem po, y escuchando m is argum entos). Los viajes de Am érico me p are cen inciertos, y su descripción poco digna de confianza. Contiene se guram ente elem entos verdaderos, pero nunca sabrem os cuáles. Américo, p ara mí, está del lado de la ficción, no de la verdad, cuando el h istoriador debe p referir los testigos verdaderos a los testigos im a ginarios. Pero, p o r o tra parte, encuentro los escritos de Am érico in contestablem ente su p erio res a los de sus contem poráneos; la insufi ciente verdad de adecuación queda com pensada po r una m ayor verdad de revelación : no de la realidad am ericana, hay que decirlo tam bién, sino de la im aginación europea. Su m érito es grande, pero no está donde lo han buscado. Lejos de lam entarm e, com o lo hacía Em erson, porque no haya sido m ás que un fabulador, me alegro al 13. H m k k s o n , R. W., F .uyjish Tm ils, 1856, p á g . 148.
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ver que —u n a vez al año no hace daño— la m itad de la tie rra lleva el nom bre de u n escritor, antes que el de u n c o n q u ista d o r cu alquie ra, o aventurero, o m erc ad e r de esclavos. Desde luego, la verdad de los poetas no es id én tica a la de los h istoriadores; pero de ello no se deduce que los poetas sean unos m entirosos y que deban se r ex pulsados de la ciudad; m uy al contrario. No estam os seguros de que A m érico sea el a u to r de estas cartas, ni de que él las haya escrito ta l com o podem os leerlas hoy en día; pero no cabe nin g u n a d u d a de que él es el personaje-narrador, y es com o tal que debe se r celebrado. Me hace p e n sar no tan to en Colón ni en Cabot, sino m ás bien en Sim bad y en Ulises, protagonistas como él de m aravillosas aventuras (mejores que las suyas, quizás); y no debe ser p o r casu alid ad que se h a retenido, p a ra n o m b ra r al continente, el nom bre (Américo) con p referencia al apellido (Vespuccio), com o S im bad y no com o Colón: p a ra un personaje un nom bre b asta. En esto se opone a P ierre M artyr, sim ple autor. Tam bién com o Sim bad, prom ete en el tra n sc u rso de cada p eriplo no volver a rep e tir sus su frim ientos; pero, habiendo regresado apenas, parte hacia nuevas aven turas: «D escansaba después de las grandes fatigas que había experi m entado d u ran te m is dos viajes, decidido, no obstante, a volver a la tie rra de las perlas...» Como Ulises, que invariablem ente anteponía a sus invenciones u n a fórm ula p arecid a a «voy a co n te starte sin fin gim iento», Am érico declara al prin cip io de su relato (a Soderini): lo que m e lleva a coger la plum a es «la confianza que tengo en la ver d ad de lo que escribo...». Lejos de q u e re r d e sb au tiza r a Am érica, yo p ro p o n d ría m ás bien que Asia del S u r se llam ara Sim badia, y Odi sea, el M editerráneo... Si alguna cosa lam ento es que Am érico no se haya contentado con este papel de personaje m itad im aginario, y que haya qu erid o ser, adem ás, un a u to r del todo real: d esprendida del libro, la fabulación se convierte en m entira.
II POST-SCRIPTUM: LA VERDAD DE LAS INTERPRETACIONES
La distinción en tre verdad de adecuación y verdad de revelación puede ayudar, me parece, a c a ra c te riz a r m ejor el propio tra b a jo in terpretativo.! Para ello es necesario em pezar dando u n a descripción prelim inar, au nque quizás esquem ática e incom pleta. Llam o aquí in terp retativ o s los textos que tienden a n o m b ra r el sentido de otro texto. C ualquier o b ra de lenguaje da vida a un sen ti do; pero algunas de ellas, aparentem ente, lo hacen de u n a form a que no satisface com pletam ente al lector, y éste se pone a form ular, a su vez, ese m ism o sentido. E sta insatisfacción no significa d esap ro b a ción; al contrario, nadie p erd ería el tiem po con un a u to r que d esp re cia; pero se cree que el texto, po r algunos motivos, no dice claram en te todo lo que el in térp rete entiende en él. Pero ¿cuáles son esos m otivos? Para responder, prim ero hay que divid ir los textos en dos grandes clases: textos asertivos y textos no asertivos. E sta distinción no reco rta la de ficción e historia, que con ciern e a la relación en tre el texto y el m undo (y que me ha llevado a h a b la r de verdad de revelación y verdad de adecuación), puesto que se refiere a o tra relación: aquella que existe entre el texto y el e n u n ciante. Son asertivos los textos que atrib u im o s directam ente a su autor; dicho de o tro modo, aquellos en los que no hay diferencia en tre el autor, persona histórica, y el autor, sujeto que enuncia el texto en cuestión. Sem ejantes son, en general, los textos científicos, políti cos, didácticos, filosóficos. Por otro lado, los textos no asertivos son aquellos que intercalan un sujeto im aginario, un personaje entre el a u to r em pírico y su discurso; el personaje enuncia este últim o, y no sabem os autom áticam ente en qué m edida el a u to r real asum e las po siciones de este sujeto in te rm e d ia rio de la enunciación. Éste es el caso de la literatu ra, en donde el a u to r no se expresa directam ente, sino que construye un «yo» lírico o un «narrador», de m an era que
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podem os p reg u n tarn o s si re su lta que estam os dando u n a definición m ínim a de la lite ra tu ra : discu rso que el a u to r no p resen ta com o su p ro p ia enunciación. Un texto asertivo, claro está, puede u tiliz a r téc nicas literarias: si, p o r ejemplo, u n a o b ra filosófica se presen ta como un diálogo, ésta p a rtic ip a tam b ién de la literatu ra. La distinción en tre estas dos grandes clases, que p lantea num e rosos problem as p ero que no es m enos indispensable, nos servirá com o p unto de p a rtid a, pues no se in te rp re ta p o r los m ism os m oti vos los m iem bros de u n a u o tra clase. Los textos literario s deben in te rp re ta rse precisam ente p a ra s a b er lo que «quieren decir» sus auto res —puesto que éstos no nos lo dicen nu n ca directam ente. Tam bién podem os ren u n c iar a esa búsqueda, decidiendo que el a u to r no tie ne ninguna idea, y que ta n sólo h a qu erid o g u sta r a sus lectores, pre sentándoles u n bello objeto. Pero dem asiados testim onios com o a r gum entos indirectos abogan co n tra sem ejante decisión; así pues, desde hace m ucho tiem po, nos hem os interrogado tam bién acerca del pensam iento de los escrito res (y no solam ente sobre su arte), se gún diversas m odalidades que no nos interesan en este m om ento. A tengám onos a los textos asertivos. Las razones de la in te rp re ta ción son d istin tas en este caso, ya que desde el p rincipio adm itim os que lo que el texto dice está bien asum ido por el autor. Pero alguien decide, e sta vez, que hay que fo rm u la r este pensam iento en unos tér m inos m ás próxim os al lector contem poráneo, o m ás brevem ente o m ás detenidam ente; o incluso, y ésta es la variante m ás interesante, se p o stula que un texto nunca puede n o m b rar la totalidad de su sen tido, y es la in terp retació n la que tiene el deb er de revelar la parte silenciada. Un texto es el resu ltad o de una acción; existe un rec o rri do que conduce h a sta él, y que es tan, si no más, significativo que el propio texto. Por qué digo tal frase no es m enos revelador que la propia frase; ah o ra bien, nunca podré resp o n d er exhaustivam ente a e sta pregunta en el in te rio r del texto. Hay que rem ediarlo con una interpretación; g racias a este trabajo, el intérp rete revela un sentido que e stá en el texto, pero que el a u to r no decía. ¿Cómo ju zg a r el valor de u n a interpretación? Aquí es donde la distinción entre verdad de adecuación y verdad de revelación vuelve a sernos útil: en efecto, de cu alq u ier interpretación exigimos que nos ap o rte am bas. E sta d u alid ad es esencial y p erm ite co m p ren d er cier tas descripciones c o n tra d ic to ria s del trab ajo interpretativo, que, en realidad, no son m ás que d escripciones parciales del m ism o (aquí sigo un rec o rrid o paralelo al que me vi obligado a seg u ir al d e scri b ir el conocim iento de los demás). La interpretación, en p rim e r lu-
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