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Ediciones de Iberoamericana Serie A: Historia y crítica de la literatura Serie B: Lingüística Serie C: Historia y Sociedad Serie D: Bibliografías
Editado por Mechthild Albert, Walther L. Bernecker, Enrique García Santo-Tomás, Frauke Gewecke, Aníbal González, Jürgen M. Meisel, Klaus Meyer-Minnemann, Katharina Niemeyer, Emilio Peral Vega
A: Historia y crítica de la literatura, 59
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Las fronteras del microrrelato Teoría y crítica del microrrelato español e hispanoamericano
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Agradecemos a la Fundación Universitaria de la Universidad San Pablo CEU su apoyo financiero.
Derechos reservados © Iberoamericana, 2012 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2012 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 978-84-8489-675-3 (Iberoamericana) ISBN 978-3-86527-724-4 (Vervuert) e-ISBN 978-3-95487-010-3 Depósito Legal: Diseño de la cubierta: a.f. diseño y comunicación Impreso en España The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706
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Contenido
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I. TEORIZACIONES SOBRE EL MICRORRELATO Ana Calvo Revilla Delimitación genérica del microrrelato: microtextualidad y micronarratividad ...
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Teresa Gómez Trueba Entre el libro de microrrelatos y la novela fragmentaria: un nuevo espacio de indeterminación genérica .................................................................................
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David Roas Pragmática del microrrelato: el lector ante la hiperbrevedad .............................
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Basilio Pujante Cascales Mecanismos temporales del microrrelato hispánico contemporáneo .................
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Rosa Fernández Urtasun Reescrituras del mito en los microcuentos ........................................................
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Fernando González Ariza Miles de pequeñas explosiones. El mercado del microrrelato en el mundo hispánico ..........................................................................................................
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II. SOBRE EL MICRORRELATO ESPAÑOL Antonio Rivas El crimen y el microrrelato: exploraciones actuales de un motivo .....................
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Irene Andres-Suárez Influencia de Borges en la obra de Manuel Moyano: Teatro de ceniza ...............
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Juan Luis Hernández Mirón Aportaciones de lector a algunos microrrelatos de Los males menores, de Luis Mateo Díez ......................................................................................................
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María Dolores Nieto García Los microrrelatos de Ana María Matute ...........................................................
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III. SOBRE EL MICRORRELATO HISPANOAMERICANO Ángel Arias Urrutia La larga marcha de la brevedad. Couto Castillo y los orígenes del microrrelato en México ........................................................................................................
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Carmen de Mora El microrrelato intercalado y la metaficción en Respiración artificial y Nocturno de Chile ............................................................................................................
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Javier de Navascués Vasos comunicantes entre la teoría y la creación: a propósito del microrrelato en Rosalba Campra ..........................................................................................
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Francisca Noguerol Juego de villanos: Luisa Valenzuela, maestra de intensidades ..............................
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SOBRE LOS AUTORES .........................................................................................
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Cuando escribí, entre 1980 y 1987, los textos breves de D’ici et de la-bas: jeux de distances, publicado en Dijon en 1987 y en español en 1991, no sabía lo que eran los minicuentos, los microrrelatos, la minificción, e ignoraba la vasta y polémica terminología alrededor de la definición de lo que ahora es un género literario. En forma espontánea había encontrado en esa forma condensada un modo de expresarme, más allá del aforismo y el apotegma, y más cerca de esos “ejercicios antropológicos” y “tratados” con que mi profesor de Literatura en Montevideo, José Pedro Díaz, como buen discípulo de Pascal y Novalis, bautizaba sus libros. Originalidad que lo llevaba a componer sus páginas como un tipógrafo de otros tiempos, letra a letra, y a imprimir en forma artesanal esos tratados de “los lugares” y de “los posibles” en una vieja Minerva instalada en el garaje de su casa. Parecía como si la minuciosa y lenta tarea manual en esas gastadas cajas lo hubiera conducido de un modo inevitable a las formas breves. Curiosamente, junto a esa Minerva que ahora se exhibe en el vestíbulo de la Biblioteca Nacional de Montevideo, hay una foto de José Bergamín, en aquellos años exiliado en Uruguay. Aparece admirando la vieja impresora plana que ya era una pieza de anticuario cuando imprimía los libros de José Pedro Díaz y sus amigos. Bergamín, autor de perspicaces y originales “ideas liebre”, “mangas y capirotes” y de la prodigiosa “pirotecnia” de sus “dudas aforísticas lanzadas por elevación” también parecía identificarse con ese clásico de la historia de la imprenta, al parecer tan adecuado para las formas breves. Años después, al publicar Travesías a fines de 1999, críticos y amigos me saludaron como autor de relatos breves, lo que hasta entonces había ignorado. Desde las páginas de Quimera –gracias al impulso de Fernando Valls, entusiasta crítico y promotor del género– empecé a publicar minirrelatos, ya consciente de lo que hacía. Descubrí solo entonces lo que sería, desde ese momento, mi género favorito. Cuando reuní algunos de ellos en Prosas entreveradas (2009) me sentí integrante de la nueva tribu, hoy verdadera legión. Y con ese descubrimiento llegaron lecturas retroactivas de máximas, epigramas, aforismos y microrrelatos de los autores más diversos, desde Safo, Lichtenberg, Karl Kraus,
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Nietzsche y el imprescindible Ramón Gómez de la Serna a David Lagmanovich, Ana María Shúa, Raúl Brasca, Guillermo Samperio, Augusto Monterroso, Adolfo Castañón y Luisa Valenzuela, en América Latina. No faltaron las recopilaciones y antologías, de las que las de Clara Obligado serían referencia. En esas incursiones quedé sorprendido con el secreto venero escondido en los países entonces llamados del Este. Entre otros, el polaco Stanislaw Jerzy Lec, autor de “pensamientos despeinados” tan cáusticos como: “Si destruyes las estatuas, conserva los pedestales. Siempre podrán servirte”; o “Esta noche he soñado con la realidad. ¡Qué alivio cuando me he despertado!”. También el esloveno Zarco Petan, a quien tuve el placer de conocer en Bled, durante la guerra de Kosovo, que me obsequió con su amistad y una andanada de textos brevísimos, entre los que selecciono casi veinte años después algunos ilustrativos: “Donde escasea la libertad, la protege la policía”; “Acerca de todos los problemas estoy muy desinformado”; “Primero te bajan los pantalones y después te dicen que te aprietes el cinturón” y el que más me conmovió: “Dame la llave de tu corazón, ¡Quiero salir!”. En esas inmersiones en el género no pude evitar sucumbir a la seducción de las teorías y la crítica que han proliferado estas dos últimas décadas. Las formas breves son objeto de coloquios, festivales, encuentros, cursos de teoría y análisis literario, de polémicas sobre la terminología más apropiada para definirlos y de libros colectivos como este. Aunque he sospechado que en las formas proteicas que asumen los relatos breves se esconde una creatividad que ninguna teoría puede atrapar, no he dejado de apasionarme con la lectura de los textos de la ágil y chispeante Francisca Noguerol, el especialista Lauro Zavala y los recordados pioneros Dolores Koch y David Lagmanovich, entre tantos otros. Aunque en el pasado he publicado crítica, artículos y ensayos sobre el cuento, he preferido no hacerlo sobre la microficción, aunque me lo haya pedido el editor y amigo Javier de Navascués. Prefiero practicarla como creador y no como crítico o teórico. Sin embargo, no puedo dejar de considerar que las formas en que se expresa acompañan las pulsaciones de “la vida breve” y son el mejor espejo para reflejar las gesticulaciones de los individuos balanceándose en la precariedad, la inmediatez y la urgencia que caracteriza nuestro tiempo. La microficción representa el “instante” de la vida y la condensa en la forma que mejor expresa la incapacidad de enfrentamiento del ser humano con “un plazo más largo”. En la brevedad está la mejor síntesis de un tiempo de ritmo sincopado, incapaz de proyectarse más allá del instante que se vive, lo que se ha llamado “la inhibición frente al futuro”.
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Por esta razón no solo proliferan los microrrelatos, sino también los ensayos breves que Judith Kitchen ha bautizado gráfica y simplemente como “Short” (Corto), los “cortos” cinematográficos, el miniteatro que entusiasma en los escenarios del mundo del que fuera pionero Marco Denevi y las composiciones teatrales del ficticio “Festival de Stendhal 1965” reunidas en Falsificaciones (1966). No sería ajena a esta tendencia el “minimalismo” en las artes plásticas y presente en la decoración de hogares y recepciones de hoteles. De allí la importancia de recordar que en su “brevedad dirigida”, en el estilo conciso, en la unidad de acción del suceso concentrado que relata (Borges diría “situación”), en la de la impresión o efecto que provoca, tensión interna y condensación vital, ritmo y pulsación que lo conducen desde el principio al final que lo cierra oclusivamente, el relato breve se erige como una forma autónoma y autoexplicativa que recorta un espacio propio “como una fotografía”, diría Cortázar, autor de “textículos” de probada eficacia. En su difícil sencillez y provisto de un ritmo ajustado conduce imperiosamente al lector a una especie de contagio emotivo. Enrique Anderson Imbert –ese crítico y autor de excelentes microrrelatos, hoy tan injustamente olvidado– nos decía que el autor de formas breves, entre las que incluía el cuento, “aprieta la materia narrativa hasta darle una intensa unidad tonal”. El texto resultante es “un fruto redondo, concentrado en su semilla”. Esta metáfora siempre me ha parecido elocuente y la mejor síntesis de la dualidad y las contradicciones del género: ese fruto redondo de piel porosa. En efecto, el microrrelato se formula y se crea a través de una estructura que le impone “elementos invariables” en el interior de un modelo que le garantiza su representatividad como género. De otro modo puede ser un chiste (peligro que amenaza a muchos microrrelatos), una simple anécdota (banalidad que sorprende en muchas presuntas microficciones), un fragmento deshilachado carente de coherencia interior con el que muchos pretenden ser autores de formas breves. Sin embargo, aun atenido a una forma rigurosa, el relato breve necesita abrirse al exterior y ser capaz de reflejar, interpretar y recrear un mundo en permanente cambio y evolución. Debe propiciar en el lector una apertura, un fermento que proyecte la inteligencia y la sensibilidad más allá de la anécdota que narra. Es necesario insistir en esta doble condición del género, gracias a la cual puede integrar todo lo útil a sus fines, sin perder la estructura que lo caracteriza. De ahí la necesidad de un equilibrio sutil y permanente entre apertura temática y ajuste formal. En resumen, el “fruto redondo” debe ser transparente y poroso. En su “semilla” está el secreto.
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Sin querer, hemos terminado haciendo una propuesta teórica de lo que pretendió ser inicialmente un simple testimonio de autor. En todo caso, si fuera así sería un ensayo breve, género en boga y en el que muchos, siguiendo el prestigioso ejemplo de Alfonso Reyes, Borges y Octavio Paz, también nos empeñamos. Zaragoza/Oliete, octubre 2011
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I. TEORIZACIONES SOBRE EL MICRORRELATO
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Delimitación genérica del microrrelato: microtextualidad y micronarratividad ANA CALVO REVILLA Universidad CEU San Pablo
1. INTRODUCCIÓN La reflexión sobre los géneros literarios ha ocupado una posición central en la Teoría de la Literatura desde sus orígenes (Fohrmann 1988; García Berrio 1989; Glowinski 93). Si bien constituye “uno de los soportes más objetivos de la actividad crítica” (Huerta Calvo 115), ha sido uno de los ámbitos donde más ha reinado la confusión, debido tanto a la proliferación de formas literarias y terminológicas (Spang 2009, 1214-1215) como a la falta de precisión metodológica (Pozuelo 1988, 69). Ha sido un hecho atribuible a la diversidad de criterios utilizados (de orden pragmático-estructural, fundamentados en la noción de expresión [Hernadi 1972], de orden metafórico-existencial [Staiger 1946]) y debido, asimismo, al diferente grado de generalidad de dichos criterios (Glowinski 94-95). El panorama no es distinto cuando nos acercamos al microrrelato. Si Carlos Pacheco, al enfrentarse a la definición del cuento, señalaba que se encontraba ante una paradoja porque el cuento era presentado a un tiempo como el más definible y el menos definible de los géneros (13), cuando nos situamos ante el microrrelato, se acentúa la perplejidad tanto por la extensa bibliografía que ha generado esta forma narrativa tan minúscula como porque, cuando uno se adentra en el océano bibliográfico, tiene la impresión de estar inmerso en un bosque de disquisiciones terminológicas en el que cuesta ver la luz. Partiendo de que el principal valor de los géneros no reside en su valor taxonómico (Fowler 1982, 37) sino en su aplicación concreta al análisis del discurso literario, como un instrumento teórico que contribuye a alcanzar “una comprensión más completa de las obras específicas y de la literatura como un todo” (Hernadi 1978, 6), estudiamos la delimitación genérica del microrrelato con el deseo de facilitar al lector el acercamiento a los textos. Si bien JeanMarie Schaeffer ha considerado que es el teórico literario quien elige, al menos
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en parte, las fronteras del género y el modelo explicativo (1988, 158-159), pensamos con Claudio Guillén que no son los críticos sino los escritores quienes los van definiendo, al acatar o emular los modelos de la tradición literaria (2005, 137), contribuyendo así a la configuración y evolución de las formas genéricas.
2. DELIMITACIÓN GENÉRICA: STATUS QUAESTIONIS El sistema genérico, la conciencia que el autor y el receptor poseen del género literario y las convenciones literarias condicionan el hecho literario. Si bien existen “directivas que norman algunas prácticas relativas a la construcción del texto literario y a su recepción” (Glowinski 99), aunque uno no sea consciente de su existencia (pues son definidas, en ocasiones, más tarde), son las que delinean la frontera genérica entre los rasgos genéricos constantes y necesarios –que no sufren modificaciones a lo largo de la evolución histórica y que configuran la esencia e identidad del género literario y permiten identificarlo– y los rasgos posibles, variables dentro de un género; en la medida en que una obra literaria sobrepasa el límite de lo necesario y amplia el de lo posible, las fronteras se van borrando y se puede llegar a provocar la aparición de algún género literario nuevo. En el juego y en la cooperación entre los rasgos constantes y las variantes se encuentra la base de los géneros literarios y se determina su funcionamiento, al insertarse dentro del propio sistema genérico y fijándose como una convención literaria (Curtius 1948; Winner 1978; Lefevere 1985; Raible 310312; Glowinski 102; Guillén 2005, 172). El interés por la cuestión del género literario no reside en el afán por establecer una taxonomía del microrrelato dentro de alguna de las tipologías definidas a lo largo de la historia de la literatura y de la poética, ni tampoco por otorgarle una novedosa; reside, más bien, en el interés por atender a una cuestión compleja, en la que intervienen parámetros de orden cuantitativo, lingüísticoenunciativo (métrico, estilístico, sintáctico, léxico, etc.), temático, histórico y sociológico (Spang 1993, 31-32), que se encuentran en una continua evolución y transformación, pues, sin prescindir de la tradición literaria en la que surge, reproducen una cosmovisión concreta del mundo (Todorov 1988, 38-39); no cabe duda de que la revolución tecnológica y multimedia, el protagonismo de la imagen y la cultura oral con la Galaxia Marconi, la crisis de los grandes relatos y las consecuencias de la posmodernidad (Hernández Mirón 2009), etc.,
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han modificado la estética de los siglos XX y XXI y los modos habituales de acercarnos a la cultura, inspirando en gran medida el minimalismo, como principio artístico constructivo, presente en el ámbito arquitectónico, pictórico, escultórico o literario, etc.: el famoso menos es más de Mies van der Rohe (Roas 75; Valls 2008, 53-54). En nuestro estudio sobre el microrrelato partimos de las tesis formuladas por Walter Mignolo sobre la flexibilidad vital que caracteriza los géneros literarios, los cuales no permanecen sujetos a leyes rígidas (210) y de las defendidas por Miguel Ángel Garrido Gallardo sobre el doble horizonte de expectativas que entraña el género, dado que afecta tanto al proceso de emisión como al de recepción, pues el escritor siempre escribe “en los moldes de la tradición literaria aunque sea para negarla” y entraña también una “marca para el lector, que obtiene así un idea previa de lo que va a encontrar cuando abre lo que se llama una novela o un poema” (1988, 20).
2.1. Microtextualidad y micronarratividad. Microficción y microrrelato Con frecuencia los problemas originados en el ámbito genérico del microrrelato han derivado de no tener claridad conceptual respecto a las tipologías textuales en el marco del análisis del discurso y de la narratología. Conviene, en primer lugar, diferenciar entre la microtextualidad de la micronarratividad; formas como el haiku, el aforismo, las greguerías o las sentencias son formas microtextuales que carecen, sin embargo, de la narratividad que es condición sine qua non de la existencia del microrrelato. Y, en segundo lugar, conviene distinguir el microrrelato de otras formas que puede adoptar la microtextualidad narrativa, como la parábola, la fábula, la anécdota, el apotegma, la escena, el caso, etc. De acuerdo con las exposiciones de Graciela Tomassini y Stella Maris Colombo, el término minificción es más amplio que el de microrrelato, pues abarca microtextos literarios ficcionales en prosa, tanto narrativos (el microrrelato, la fábula, la parábola, la anécdota, el caso) como no narrativos (el bestiario, la estampa, etc.) (Tomassini y Colombo 1996). Por lo tanto, la minificción es una categoría literaria poligenérica, no reducible a un solo género literario (Andres-Suárez 2010). Es el criterio que ha seguido David Lagmanovich al precisar lo siguiente: “Cuando un microtexto es ficcional, y cuando la consiguiente minificción es esencialmente narrativa, estamos en presencia de un microrrelato” (2006, 27). O estas otras:
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Ana Calvo Revilla Si a todos los microtextos en prosa llamamos microrrelatos, entramos en un campo de extendida confusión que nos impedirá definir adecuadamente las características objeto de estudio. En cambio, si entre los microtextos en prosa seleccionamos aquellos –que por otra parte parecen ser mayoría– en los que se cumplen los principios básicos de la narratividad, y a estos llamamos microrrelatos, habremos dado un paso muy importante para delimitar la especie literaria a la que pertenecen, y estaremos en condiciones de describir un conjunto homogéneo de textos (Lagmanovich 2007, 57).
Los términos minificción y microrrelato aluden a la brevedad y al carácter ficcional; para que un texto sea ficcional debe aludir a un mundo referencial que no tenga correspondencia con el mundo real efectivo (caso de la literatura fantástica, de las fábulas o bestiarios), o a un mundo referencial cuyos enunciados no sean verificables empíricamente porque remiten a acciones o personajes imaginarios, siendo siempre necesario el establecimiento del pacto implícito ficcional entre el escritor y el lector (Andres-Suárez 2008, 19): Llevo esto al terreno que nos interesa, sólo puede ser considerado minificción el discurso de referencialidad no factual o empírica cuya extensión sea muy breve. En consecuencia, si las viñetas de un bestiario incorporan alguna secuencia de acciones, serán narrativas –y no descriptivas como la mayoría de los bestiarios–; si, además, presentan animales fantásticos o imaginarios, serán ficcionales; si se dan ambas condiciones, estaremos ante minificciones narrativas. Y si no, ni son narraciones ni son ficciones, sino una muestra de microtextualidad literaria en la que prima la tipología descriptiva sobre cualquier otra cosa (Andres-Suárez, 2008, 20).
Hay una diferenciación clara entre las formas microtextuales, aun literarias, y los microrrelatos. Bajo el término microtexto literario se incluyen formas de breve extensión, de larga tradición literaria, carentes de narratividad (como el aforismo, la sentencia, la greguería, la máxima, el chiste lingüístico), y bajo el término microrrelato están comprendidos los textos breves en los que hay narratividad (Lagmanovich, 1996). Todo microrrelato es ficcional; por lo tanto, debe haber en todo microrrelato imitación de acciones. De ahí que, si se atiende exclusivamente al criterio de la extensión y por lo tanto, de la brevedad, el microrrelato se puede emparentar con estas formas literarias, de las que, sin embargo, se diferencia porque no existe en ellos la condición ficcional y quedan fuera de la categoría de la minificción (Andres-Suárez 2007, 11-40). El microrrelato, como el cuento, hermana y se imbrica con otras formas narrativas cortas, como bien supo describir Enrique Anderson Imbert:
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La nomenclatura de las formas narrativas cortas es extensísima y con frecuencia las áreas semánticas de los términos se interseccionan: tradiciones, poemas en prosa, fábulas, “fabliaux”, alegorías, parábolas, baladas, apólogos, chistes, fantasías, anécdotas, milagros, episodios, escenas, diálogos, leyendas, notas, artículos, relatos, crónicas y así hasta que agotemos el diccionario. El cuento anda paseándose siempre entre esas ficciones, se mete en ellas para dominarlas y también se las mete dentro para alimentase (40).
En el mismo sentido se ha pronunciado Rafael Pontes Velasco cuando considera que la microficción “con pasmosa adaptabilidad, puede asumir los rasgos del haiku, de los textos inspirados en los bestiarios medievales, de la fábulas, sentencias, apólogos, aforismos, diarios, greguerías, palíndromos, esbozos dramáticos, microrrelatos, informes policiales (…)” (267). Y también Domingo Ródenas cuando considera que el cuento adapta todos esos géneros a los que aludía Anderson Imbert para adaptarlos y “someterlos a sus propios intereses significativos” (Ródenas 2008, 79). El escritor de microrrelato ha de prestar atención a la concentración del tema, a la condensación del lenguaje, a la perspectiva del narrador y al enfoque con que relata. También Luis Mateo Díez ha subrayado la narratividad como rasgo esencial: El microrrelato tiene la identidad de su contención, de sus pocas palabras, lo que implica intensidad extrema y sugerencia, pero siempre dentro de una opción narrativa, hay que distinguirlo de la prosa lírica. Es un relato ascético, es una expresión verbal pero con una fuerte sugerencia narrativa, como contuviera una carga de profundidad que no estalla en la superficie pero retumba (Mars Checa 12).
2.2. Micronarratividad. Microrrelato y cuento La pregunta que se alza es la siguiente: ¿nos encontramos una forma literaria totalmente nueva o tiene sus raíces en la tradición literaria?, ¿estamos ante una evolución del cuento? Aunque no han faltado teóricos que han adoptado posiciones transgresoras respecto a la configuración genérica del microrrelato, como Violeta Rojo, quien lo califica como “texto des-generado” (1994); o como Wilfrido H. Corral (1996) quien, rechazando la tiranía taxonómica, lo ha estudiado al margen de toda clasificación y lo denomina fragmento, sin embargo, la mayoría de los críticos hispanoamericanos y españoles lo han considerado una nueva forma gené-
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rica surgida en el proceso evolutivo experimentado por el cuento a partir del Modernismo. La cuestión en términos teóricos oscila, fundamentalmente, entre dos posiciones; primero quienes consideran que ha alcanzado un estatuto independiente y diferenciado del cuento, como una forma narrativa nueva que se ha consolidado en el proceso de creación literaria. Ha sido la posición de Edmundo Valadés (1990), Francisca Noguerol Jiménez (1992), David Lagmanovich (1996; 2007, 66), Raúl Brasca (2000), Fernando Valls (2002), Lauro Zavala (2002a; 2004a), Juan Armando Epple (2004), José Manuel Trabado Cabado (113-131) o Graciela Tomassini y Stella Maris Colombo, quienes sostienen que no se encuadra en ninguna de las matrices genéricas disponibles en nuestro horizonte literario (1996); Lagmanovich lo ha expresado en los siguientes términos: Surge como parte del impulso creador de nuestros escritores; pero mientras que el cuento es ya una forma establecida desde el siglo XIX y tiene, como diría Horacio Quiroga, su propia retórica, el microrrelato va encontrando la suya a medida que sus autores prueban distintas vías de enfoque. Las minificciones son parte del continuo narrativo, que contiene también ciclos novelísticos, novelas individuales, nouvelles y cuentos; pero –repito– no son la misma cosa cuentos y microcuentos, de la misma manera que la novela y la nouvelle (como ya lo advirtió Goethe en sus conversaciones con Eckermann) tampoco eran, ni son, la misma cosa (2007, 57).
Ya anteriormente se había pronunciado en este sentido Irene Andres-Suárez cuando afirmaba que “es una modalidad del cuento literario moderno que posee sus propias exigencias estructurales y formales. Puede adoptar múltiples formas y estilos con tal de ser muy corto y de conservar un componente de ficción, aunque sea mínimo” (1997, 99). Y, en segundo lugar, se encuentran quienes defienden que el microrrelato forma parte del proceso de renovación del cuento contemporáneo y lo consideran un subgénero o variante dentro del cuento (aquí se encuadrarían los trabajos de RIB, a los que algunos consideran reticentes al hablar de autonomía del género). Es la posición defendida por los críticos estadounidenses Philip Stevick en Anti-Story. An Anthology of Experimental Fiction (1971, 70) e Irving Howe e Ilana Weiner Howe (1983, X), quienes lo consideran una forma experimental del cuento y sostienen que la diferencia entre ambos es de grado. Es, asimismo, la posición defendida por David Roas (47-76), quien considera que no es un género autónomo diferente del cuento, sino una de las variaciones
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sufridas por el cuento desde el último tercio del siglo XIX, especialmente desde que Poe apostara por la intensificación de la brevedad (66). Microrrelato y cuento comparten las dos características esenciales: la narratividad y la brevedad, si bien este rasgo está más acentuado en el microrrelato. Roas le aplica al microrrelato la misma definición que del género cuento da José María Paz Gago como texto narrativo de ficción de corta extensión, cuya brevedad es una característica con consecuencias estructurales, pues le otorga una identidad propia y paradójica: condensación de intriga, precisión constructiva y compleja polifonía narrativa; una estructura formal cerrada en sí misma pero de infinita apertura ficcional; síntesis argumental y extraordinario poder evocador (12).
2.3. Delimitación genérica Si los géneros literarios nacen y mueren en la historia, vinculados a un acto de creación individual –incapaz por sí mismo de fundar radicalmente un género nuevo y necesitado del devenir histórico para su consolidación–, y en un marco sociocultural concreto, que propicia su gestación o su desaparición, y si se configuran “cuando un escritor halla en una obra anterior un modelo estructural para su propia creación” (Lázaro Carreter 117), con el que puede entablar relaciones diversas ya sea por “imitación, reiteración o remodelación” (Guillén 2005, 140), o “por inversión, por desplazamiento, por combinación” (Todorov 1988, 34), hemos de estudiar si la transgresión, modificación o combinación de alguno de los rasgos que configuran el cuento ha podido provocar la configuración del microrrelato. El microrrelato comparte el modelo discursivo que rige la poética del cuento desde la formulación que hizo Edgar Allan Poe en 1842, en “Review of Hawthorne’s Twice-Told Tales”, la cual ha sido básica para los estudios teóricos del cuento que han realizado posteriormente Julio Cortázar, en “Algunos aspectos del cuento” (1962-1963) y en “Del cuento breve y sus alrededores” (1969); Ian Reid, en The Short Story (1977); Valerie Shaw, en The Short Story. A Critical Introduction (1983); Austin M. Wright, en “On Defining the Short Story: The Question” (1989); Norman Friedman, en “¿Qué hace breve a un cuento breve” (1958; 1993); y, finalmente, Carlos Pacheco, quien, en “Criterios para una conceptualización del cuento” (16) los cifra en cinco categorías esenciales: 1. Narratividad y ficcionalidad; 2. Brevedad; 3. Unidad compositiva y de recepción; 4. Intensidad del efecto y 5. Economía, condensación y rigor. Todos estos
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rasgos, como veremos, están presentes también en el microrrelato. Se alza entonces la cuestión: ¿cuáles son las constantes y variables en el microrrelato respecto al cuento? Tras habernos detenido ya en la narratividad, revisamos ahora el resto de las categorías enunciadas: a) La brevedad no es un rasgo exclusivo del microrrelato. Como ha señalado Norman Friedman en “What Makes a Short Story Short?”, publicado en Modern Fiction Studies (1958), en el que analiza los procedimientos narrativos que contribuyen a la brevedad y a la condensación de una historia; la discusión sobre los límites y la extensión es casi siempre infructuosa, pues es el sentido común el que conduce a cada uno a dictaminar cuándo está ante una ficción larga, mediana o corta; siendo una realidad que los cuentos tienen menos palabras que las novelas (y los microrrelatos menos que los cuentos), centrarse en criterios cuantitativos solo conduciría al crítico a prestar atención a los síntomas, y no a las causas (88-89). Como ha puesto de relieve David Roas, tanto las características formales del microrrelato (la esencialización del espacio, la escasa caracterización de los personajes, la condensación de la acción), como los rasgos temáticos (la intertextualidad, la ironía, los elementos paródicos, etc.) no son exclusivas del mismo, sino que aparecen también en el cuento con la misma función, siendo su intensificación la que configura la hiperbrevedad (52-53). b) Es erróneo partir también de la concepción de la ficción breve o hiperbreve como aquella que se distingue de la larga por su mayor unidad; aunque la ficción breve posee menos elementos compositivos que unificar, la unidad es un principio compositivo que rige toda historia, válido para la novela, el cuento, o el microrrelato. Como ha precisado Friedman, conviene no confundir integridad con unicidad y unidad con intensidad (88). Si bien es una realidad que la novela puede trabajar más extensamente que un cuento sobre acciones y que algunos cuentos son estáticos, no le está negada al cuento la posibilidad de encontrar mecanismos para introducir dinamismo en la historia, a través del crecimiento y desarrollo de un personaje, de la focalización en el desenlace o en el desarrollo de los procesos, de la organización en torno a más de un tema, etc., de manera que no parece que en este sentido se distinga de la novela (Friedman 88-89). La brevedad de la ficción breve aparece o bien porque el objeto de la representación es de alcance reducido, o bien porque, siendo de mayor amplitud, es susceptible de ser reducido con el fin de alcanzar el fin estético que persigue, es decir, puede ser tratado literariamente (Friedman 89). La dimensión de la acción y la dimensión del relato son ámbitos diferentes. La
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brevedad no depende del número de palabras ni de que se le atribuya mayor unidad; dependerá de que su acción sea breve por naturaleza o de que su acción, siendo extensa, sea reducida “por medio de los recursos de la selección, la escala y/o el punto de vista” (Friedman 104). Como ha precisado Roas, es un tema sin resolver pues, aunque cada vez son más las voces que se alzan a favor de la extensión de una sola página para el microrrelato, sin embargo, no ha habido razones argumentativas de entidad que lo sostengan (63). Algunas se han apoyado en criterios pragmáticos, en la creencia de que una página contribuye a evitar las pausas en la lectura y permitiría tener el texto a la vista; esta es la posición que han sostenido James Thomas en la introducción a la antología que coordina con Denise Thomas y Tom Hazuka (12) y Jerome Stern en la suya (19). Los críticos anglosajones se han planteado la cuestión de modo inverso: qué brevedad de extensión puede tener un relato para que pueda ser considerado relato, como Steve Moss (8). Y la conclusión parece ser que ha de ajustarse al mismo principio constructivo que preside el cuento: ha de narrar una historia con intensidad y concisión. La hiperbrevedad –coincidimos en este sentido con David Roas– “más que una característica, es una consecuencia estructural de los rasgos y procedimientos formales empleados” (76). c) La intertextualidad temática –propia de cierta narrativa posmoderna, frecuentemente paródica, crítica, satírica, que cuestiona el principio de autoridad, la unidad del sujeto, las fronteras genéricas, etc. (Hutcheon 1998)–, si bien es un rasgo presente en muchos microrrelatos, no es esencial en esta forma narrativa, pues de forma explícita está ausente por ejemplo en los treinta y ocho microrrelatos que componen Los males menores (1993), de Luis Mateo Díez. d) El microrrelato, como el cuento o cualquier forma narrativa, es una entidad literaria, autónoma, dotada de unidad estructural coherente, “una forma cerrada que recoge un infinito, es una totalidad, un microcosmos” (Rosenblat 49), que permanece abierta al lector, quien ha de inferir su significado, como puso de relieve Austin M. Wright (1989); en este sentido, aunque en el microrrelato parece estar subrayada esta condición, tampoco se diferencia del cuento si consideramos su evolución desde el siglo XIX con Irving, Poe y Hawthorne cuando, junto a cuentos que presentan la estructura tradicional, propia de los relatos orales (introducción, núcleo y desenlace), han ido apareciendo formas innovadoras del género, donde el cuento se fragmenta en múltiples principios y finales, algo que caracteriza tanto al microrrelato (cabe apuntar las interminables variantes de “El dinosaurio” de Monterroso), como a cuentos como “The Elevator” de Robert Coover (1969). La visión del microrrelato como forma
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fragmentaria procede de la confusión de la brevedad con la fragmentariedad (Roas 59), como ha puesto de relieve Pedro Aullón de Haro: El breve periodístico, el proverbio, el soneto, el epigrama, el aforismo, el epitafio, la estela, la paradoja, el tanka, el si-yo, el llamado microrrelato, la greguería, son géneros por completo ajenos al fragmentarismo; son unidades plenas y completas como cualesquiera otras extensas. Los géneros breves nada tienen que ver por sí con lo fragmentario a no ser que pensemos abyectamente que por el hecho de que los fragmentos sean trozos […] y los trozos más breves que el conjunto, o bien por ser breve el género del fragmento, lo breve haya de ser fragmentario (23).
La posición de David Roas es nítida y valiente; respetando la labor realizada por algunos antólogos que recortan fragmentos de textos mayores para leerlos como microrrelatos, como Jorge Luis Borges y Bioy Casares en Cuentos breves y extraordinarios (1953), o Lauro Zavala en La minificción en México (2002), presentar como microrrelatos fragmentos precedentes de algunas novelas de Campobello, Arreola o Fuentes, advierte la arbitrariedad y falta de respeto hacia el texto que entraña tal práctica (Roas 58-60). Se rompen así la estructura cerrada y la unidad tanto del cuento como del microrrelato, su ritmo propio, el cual está propiciado tanto por la brevedad como por la intención de conseguir en el lector un efecto concreto (Pozuelo 1999, 41). Ha sido esta una práctica criticada, asimismo, por algunos escritores de microrrelatos, como José María Merino: […] el arrancar fragmentos a textos completos, que nos permitiría extraer cientos de microrrelatos y frases chispeantes de las obras de Shakespeare o de Cervantes, de las metáforas de Lorca o Neruda, no dejaría de ser una manera poco literaria de hacer picadillo la literatura (36).
e) Les caracteriza al microrrelato y al cuento la intensidad narrativa, “la imprescindible tensión que debe estar en la sustancia misma del relato”, como defendió José María Merino (36). La narratividad nunca puede ser sacrificada, a pesar de que en algunas ocasiones se haya prescindido de ella, como se deduce de algunos textos, que figuran como microrrelatos en algunas antologías hispanoamericanas y españolas, los cuales no deberían ser antologados como tales. Siendo la narratividad un eje de referencia, no caben en este género algunos de los textos, por ejemplo, que integran “Pensamientos del Señor Perogrullo” en Falsificaciones (1966) de Marco Denevi, más propios de la sentencia ingeniosa
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como “Altruismo del envidioso: no busco mi provecho, sino el perjuicio de los demás”; o “Alábate, hijo mío, alábate. Siempre algo quedará” (1984, 63). f ) Hibridismo. Desde que Victor Hugo, en el “Prefacio” a Cromwell (1827), y Lessing abrieran la puerta al hibridismo de los géneros frente a la pureza neoclásica, como un “rasgo enriquecedor de la creación literaria, conforme había de seguir la práctica romántica” (Huerta Calvo 131), ha sido frecuente aludir a este concepto en la genealogía del microrrelato. Partiendo del concepto de hibridismo genérico, mediante el cual un texto literario reúne o sintetiza rasgos propios de otras formas genéricas, o mediante el que varios géneros literarios se combinan para constituir un nuevo género, Claudio Guillén se ha referido a este fenómeno con el término de escritura multigenérica; el escritor puede responder a la multiplicidad de modelos genéricos con un acto creativo en el que coincide más de un género para explorar el lenguaje, quebrar la normativa vigente, explorar nuevos caminos, etc., pues ni todos los escritores se amoldan a los rasgos genéricos, ni todos los géneros conviven pacíficamente dentro de una obra, como en las vanguardias (2005, 169). El microrrelato, que hunde sus raíces en la tradición literaria, en los relatos orales de sociedades anteriores a la escritura, en el cuento folklórico, en la anécdota, etc., ha subrayado su ligazón con algunas de las formas primigenias del discurso o formas simples, como el cuento o el chiste (Jolles 1930), y con otras formas genéricas, como la lírica, el aforismo, el poema en prosa, el ensayo breve, la crónica, la máxima, etc. (Siles 2007), las cuales conviven frecuentemente en esta forma genérica, siendo la práctica literaria la que ha ido consolidando este rasgo como propio del género. Aunque la literatura contemporánea ha tendido a ignorar la oposición tradicional entre poesía (ligada a un estilo más personal y emotivo) y ficción (ligada a un estilo referencial) (Todorov 1974, 182) y ha sido más frecuente el lirismo en formas narrativas ficcionales, reviste mayor dificultad mantener la tensión lírica en obras de extensión amplia. Aunque la tendencia a identificar el microrrelato (y también el cuento) con la poesía es una concepción errónea derivada de la idea de que “la máxima exigencia lingüística, retórica y estructural es propia de la lírica” (Roas 55), es una realidad el componente lírico en el microrrelato. Nuestra conclusión es la siguiente: el microrrelato es un género literario, micronarrativo, que se enriquece con diversas modalidades literarias, que suelen cubrir una función temática y asumen una función intertextual (irónica, paródica, alegórica, fantástica, satírica o realista) (Guillén 2005, 156-160; 172-229)
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y que por su hiperbrevedad resulta permeable para permanecer encapsulado en los nuevos formatos comunicativos (publicitario, radiofónico, televisivo, digital electrónico, etc.) (Arias, Calvo, Hernández 2009). Si el microrrelato remite indudablemente en su perspectiva diacrónica al status quaestionis del cuento –con el que comparte las constantes con que se ha consolidado la teoría genérica de cuento artístico moderno desde las tesis de Cleanth Brooks y Robert Warren en Understanding Fiction (1943) y desde las formulaciones de Edgar Allan Poe, Horacio Quiroga, Baquero Goyanes, Julio Cortázar, Carlos Mastrángelo, etc.–, nos parece que en la hiperbrevedad de esta forma narrativa híbrida y, debido a los efectos que entrañan la intensificación de la ambigüedad textual, la plurisignificación, el incremento de los vacíos textuales, etc., pues generan sorpresa en el receptor, incrementan el efecto desautomatizador y precisan una mayor cooperación lectora, residen algunas de las modificaciones que presenta respecto al cuento, aunque quizá sea un género que precise aún más una mayor consolidación histórica en el panorama literario, crítico y teórico. Teniendo presente que Genette señaló la imposibilidad de trazar y definir los géneros en virtud de marcas textuales objetivas (1988), y que Eco (1979), Schaeffer (1989) y Baroni (2003) subrayaron la necesidad de describirlos en relación con el lector, nos detenemos brevemente en este aspecto, pues lo consideramos clave también en esta forma genérica. Actualmente el microrrelato representa un horizonte de expectativas para el autor, que siempre escribe en los moldes de la institución literaria (Wellek y Warren, 271) y constituye, asimismo, una marca para el lector, que lee bajo este marbete genérico. Considerando que los géneros literarios no tienen garantizada su permanencia y que se hallan en continuo cambio, dependientes de la recepción y de las afinidades estéticas del público, que va progresivamente modificando el canon vigente (Fowler 1988, 95; Garrido 2001, 285), diremos algo sobre la recepción del microrrelato. Este, como los restantes géneros literarios, aporta un marco teórico que facilita el acercamiento a los textos literarios, su comprensión e interpretación, orientando también la labor de creación, pues es el escritor quien elige el género al “acercarse o separarse de unas estructuras presentes en obras anteriores” (Domínguez Caparrós 340; Raible 321; Pozuelo Yvancos 1988, 75). Aunque en este momento no nos centramos en el papel que han ejercido los escritores, nos parece importante subrayar su importancia, pues han aumentado considerablemente el cultivo del microrrelato, que cuenta con una práctica considerable desde el Modernismo y las vanguardias, y la conciencia de hallarse ante un fenómeno literario novedoso, como figura en las reflexiones de los escritores o
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en la adscripción genérica, la cual constituye una brújula que orienta la lectura y que, sin duda, puede llegar a determinarla, pues, como es sabido, la adscripción de una obra literaria a un género presupone unas claves de lectura que facilitan la tarea hermenéutica.
3. MICRORRELATO Y RECEPCIÓN A distinguir me paro las voces de los ecos, y escucho solamente, entre las voces, una. Antonio Machado, Campos de Castilla
Cada obra literaria se convierte, como sabemos, en un acontecimiento literario para el lector, que acude a la lectura con el bagaje de otras anteriores, establece referencias y comparaciones y obtiene un conocimiento novedoso, dando cauce a todas las expectativas generadas (Pozuelo 1992, 115). Cada texto literario, por su naturaleza contingente, solo actúa ante una nueva recepción, que se ubica primordialmente “en el horizonte de expectación de la experiencia literaria de lectores, críticos y autores contemporáneos y posteriores”, como precisó Jauss: Una obra literaria, aun cuando aparezca como nueva, no se presenta como novedad absoluta en un vacío informativo, sino que predispone a su público mediante anuncios, señales claras y ocultas, distintivos familiares o indicaciones implícitas para un modo completamente determinado de recepción. Suscita recuerdos de cosas ya leídas, pone al lector en una determinada idea emocional y, ya al principio, hace abrigar esperanzas en cuanto al “medio y al fin” que en el curso de la lectura pueden mantenerse o desviarse, cambiar de orientación o incluso disiparse irónicamente, con arreglo a determinadas reglas de juego del género o de la índole del texto (170-171).
Actualmente la adscripción genérica de una obra literaria al microrrelato tanto en la portada de una obra como en los tratados de teoría y de historia de la literatura resulta, como acaece con los restantes géneros literarios, un principio de orientación para el lector y de clasificación para el crítico y para el historiador; dicha adscripción es como una atalaya desde donde se pueden otear la creación literaria de algunos escritores de microrrelato, los factores sociales que confluyen en esta forma genérica y su recepción. Si el público de cada época
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tiene su horizonte de expectativas, las obras literarias no tienen un único significado, pues varía en cada momento de la historia, permaneciendo el texto permeable a nuevas lecturas y reactualizaciones (Jauss 171; Guillén 2005, 142). Si bien las obras puedan encuadrarse dentro de su “horizonte de expectativas”, también puede suceder que se produzca una “distancia estética” entre la experiencia estética previsible y el cambio de horizonte que procede de la nueva obra (Jauss 174). Puesto que es una realidad que cuando el lector está familiarizado con los rasgos que configuran un determinado género literario se incrementa su capacidad de comprensión de las obras literarias, también se pueden reducir las posibilidades de interpretación (Raible 321) cuando en la lectura se confirma que el escritor se desvía de los cauces previstos, provocando con ello un posible fracaso o generando expectación. Quizá reside aquí, en cierta medida, el desconcierto surgido en torno al microrrelato, pero también la expectación. El microrrelato, como todo género literario, constituye una encrucijada de caminos del escritor y el receptor. Se ha ido consolidando en la historia, como revela su recepción. Hoy es percibido e identificado como forma genérica por el público y se ha convertido en un coeficiente de lectura, pudiéndose incluso hablar de una cierta preferencia por este género literario, de una moda genérica, etc. El público tiene conciencia de su existencia, ya sea individualmente o como instancia cultural, como categoría genérica a la que se presta atención desde la organización de las colecciones en las editoriales, los suplementos culturales, las preferencias de los lectores, etc. Entre los canales que han favorecido la expansión y la proliferación del género, su canonización y difusión, resultan imprescindibles las antologías (Zavala 2004b, 141-149); la aparición de libros de microrrelatos en torno a algunos universos temáticos; el papel de las editoriales (Menoscuarto, Páginas de Espuma, Paréntesis, Hipálage, o la reciente Colección Micromundos, creada en 2004 en la editorial Thule, etc.); los concursos y premios literarios en torno a la creación de microrrelatos; las bitácoras literarias; la proliferación de talleres literarios en torno al microrrelato, etc. Han sido también numerosos los encuentros celebrados en torno al género; se extienden desde I Congreso Internacional de Minificción celebrado en México, en la Universidad Autónoma Metropolitana, en el año 2000, coordinado por Lauro Zavala; el II Congreso Internacional de Minificción, en la Universidad de Salamanca en 2002, coordinado por Francisca Noguerol Jiménez; se le prestó atención en el Congreso Internacional organizado por José Romera Castillo y Francisco Gutiérrez Carbajo en 2001, si bien las actas se publicaron un
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año más tarde; en 2004 se celebró una sesión sobre la minificción, presidida por Juan Armando Epple, en el XXXV Congreso del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, celebrado en la Universidad de Poitiers (Francia), bajo la dirección de Fernando Moreno; y tuvo lugar también en 2004 la celebración del III Congreso Internacional de Minificción en la Universidad de Playa Ancha, en Valparaíso (Chile), organizado por Eddie Morales Piña y Andrés Cáceres, cuyas actas, Asedios a una nueva categoría textual, se publicaron un año más tarde. Dos años más tarde, desde el 21 al 23 de junio de 2006 se celebró el I Encuentro Nacional de Microficción, organizado por Sandra Bianchi, Raúl Brasca y Luisa Valenzuela, en el Centro Cultural de España en Buenos Aires, que contó con el apoyo de la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Cultura (España) y el Fondo Nacional de las Artes (Argentina); y, también en 2006, se celebró en la Universidad de Neuchâtel el IV Congreso Internacional de Minificción organizado por Irene AndresSuárez y Antonio Rivas, cuyas actas vieron la luz dos años más tarde, La era de la brevedad. El microrrelato hispánico (2008); y en la Universidad de Valladolid se celebraron las Jornadas “Menudos universos: el microrrelato en la literatura española contemporánea”, organizadas por Teresa Gómez Trueba, cuyas actas han sido publicadas como Mundos mínimos. El microrrelato en la literatura española (Gijón, Cátedra Miguel Delibes/Libros del Pexe, 2007); en 2007, en la Universidad de Tucumán (Argentina), tuvieron lugar las I Jornadas Universitarias de Minificción. Y en la Universidad de Málaga (España), bajo la dirección de Salvador Montesa, se celebró durante los días 24 al 28 de noviembre de 2008 el XIX Congreso de Literatura Española Contemporánea, en torno a las Narrativas de la Posmodernidad, dentro del cual ocupó un lugar destacado el microrrelato, etc. En el ámbito hispánico, a partir de la publicación en el comienzo de la década de los noventa de la antología de Antonio Fernández Ferrer, La mano de la hormiga. Los cuentos más breves del mundo y de las literaturas hispánicas (1990), fue aumentando el interés por este género, al que críticos de la talla de Francisca Noguerol o Irene Andres-Suárez han consagrado sus investigaciones; en 1994, Irene Andres-Suárez publicó en la revista Lucanor “Notas sobre el origen, trayectoria y significación del cuento brevísimo”, iniciando una serie de investigaciones pormenorizadas a lo largo de las décadas siguientes sobre la caracterización teórica del género (1997) y su investigación (1998). Los estudios de Francisca Noguerol Jiménez (1992) han contribuido a perfilar los rasgos constitutivos del género: la referencia a la tradición literaria, el afán de originalidad,
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la paradoja, el diálogo intertextual, la presencia de elementos de humor, de la ironía y la sátira, y un final sorpresivo (1996a; 1996b). A estas investigaciones se han ido sumando los trabajos y estudios de teoría y crítica literaria de Fernando Valls, en Soplando vidrio y otros estudios sobre el microrrelato español (2008), quien ha recogido en este volumen el fruto de su consagración al género en otros espacios (congresos, publicaciones monográficas, etc.). Dentro del ámbito hispánico, por vez primera, varios autores han recibido premios literarios por la creación de microrrelatos: el Premio Vargas Llosa NH lo han recibido Andrés Ibáñez, por El perfume del cardamono. Cuentos chinos, 2003 [ed. ampliada 2008]; y Rubén Abella, por No habría sido igual sin la lluvia (2008); el Premio Salambó fue otorgado a José María Merino por La glorieta de los fugitivos (Páginas de Espuma, 2007), entre otros. Asimismo, el microrrelato ha cobrado protagonismo en las revistas literarias, dentro del ámbito hispanoamericano e hispánico1. La Red ha propiciado también el cultivo del microrrelato y su difusión, creándose, especialmente en las bitácoras y blogs, un intercambio muy enriquecedor entre escritores del género que publican sus creaciones en la Red, propiciando los comentarios de otros escritores o lectores. Son varios los factores que contribuyen al cultivo del microrrelato en la Red: la velocidad vertiginosa, la interacción en el proceso de emisión-recepción, enriquecida con la participación activa del lector. Y se alza la siguiente cuestión, que requiere también un análisis detenido: ¿contribuyen al desarrollo y cultivo del microrrelato las posi1 Han sido varios los espacios que han ido surgiendo, como la aparición en 1964 de la revista mexicana El cuento, que dirigía Edmundo Valadés, cuya duración se extendió hasta 1994; o la revista argentina Puro cuento, editada por Mempo Giardinelli entre 1986 y 1992; o la aparición en 1980 de la revista colombiana Eukoreo, dirigida por Guillermo Bustamante Zamudio y Harold Kremer. En España han sido varias las revistas que han ido prestando atención al microrrelato; sobresalen los monográficos del tema en revistas como Ínsula (al cuento le dedicó varios números: “El cuento español de hoy”, 568 [1994]; “El espejo fragmentado. Narrativa española al filo del silencio”, 589-590 [1996]); Quimera, que inicia en 2003 la sección “El microrrelato hoy”, coordinada por Neus Rotger; Lucanor, que en septiembre de 1991 consagró un número al cuento, “El cuento en España, 1975-1990”; La luna de Mérida; la sección fija bimensual en la revista Clarín; o los numerosos espacios que le ha dedicado Nuestro Tiempo. En el entorno digital sobresale en 2000 la revista electrónica El cuento en Red, dirigida por Lauro Zavala, que continúa actualmente. Anteriormente, en 1999, había aparecido la revista electrónica Ficticia, dirigida por Marcial Fernández, que continúa hoy en la Red. Otras revistas digitales: Relatocorto, The Barcelona Review, Narrativas (España), Axxón, El ruido de las nueces, Axolotl (Argentina), Letralia (Venezuela) y Arenas Blancas (Nuevo México).
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bilidades desautomatizadoras (inventivas, dispositivas y elocutivas) de la textualidad digital?
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Entre el libro de microrrelatos y la novela fragmentaria: un nuevo espacio de indeterminación genérica TERESA GÓMEZ TRUEBA Universidad de Valladolid
En la ya abundante bibliografía existente sobre el microrrelato se aborda fundamentalmente la necesaria cuestión de su estatuto genérico (bien sea para afirmarlo o para negarlo), a partir de un intento de caracterización de los rasgos diferenciadores del mismo, en relación con otros géneros literarios afines, como son el cuento o la poesía. No es mi intención en este trabajo seguir insistiendo en ello, sino reflexionar acerca de otro aspecto creo que mucho menos atendido por la crítica: el contexto o estructura narrativa en el que el microrrelato es publicado. Es raro que un autor dé a conocer un microrrelato en solitario. Dada la extrema brevedad de esta modalidad narrativa, lo habitual es que el microrrelato aparezca publicado dentro de un conjunto de ellos; es decir, en libros que albergan numerosas piezas, bien sean colectivos bien sean de un único autor. Mi propósito es ahondar, no en la esencia del microrrelato en cuanto género literario, sino en la del “libro de microrrelatos”, poniéndolo en relación con otro tipo de publicaciones afines, concretamente con aquellas que podríamos calificar de novelas híbridas y fragmentarias. Y para comenzar esta reflexión quiero llamar la atención acerca de uno de los rasgos que la crítica suele destacar en las caracterizaciones genéricas del microrrelato: el fragmentarismo (Zavala). Quizás porque el microrrelato es un género que tiende a identificarse con la poética de la posmodernidad (Noguerol, Garrido), de manera mimética se destaca su dimensión fragmentaria como algo inherente a la estética de la minificción, pero conviene que puntualicemos. Es habitual leer afirmaciones como esta: “El fragmentarismo daría cuenta, pues, no solo de la desorganización/discontinuidad de la trama narrativa sino, sobre todo, del gusto posmoderno por lo pequeño, y en lo que nos atañe, por el microcuento” (Garrido 59). Que los microrrelatos son pequeños es algo que no admite discusión; otra cosa es que sean fragmentarios o que su trama sea desor-
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ganizada o discontinua, que no siempre lo es. Lagmanovich advierte acertadamente a este respecto que lo fragmentario, cuando hablamos de microrrelatos, no reside en la forma de escribir un trozo aislado, es decir un microrrelato, sino en la forma de componer el libro mediante esos trozos: “es un procedimiento de composición del libro, no de cada una de sus unidades constituyentes” (125126).1 A partir de esta certeza, no olvido, por tanto, la importante cuestión del fragmentarismo narrativo o de la unidad de sentido, pero la traslado a una serie de textos, antes que al microrrelato en cuanto concepto genérico. No sé si por exigencia de los editores o por propia voluntad de los autores, lo cierto es que muy frecuentemente los microrrelatos (al igual que los cuentos) se publican en conjuntos cuyas piezas guardan una estrecha e intencionada unidad temática. Se podrían citar multitud de ejemplos, tanto de obras colectivas como de autor único. La extraordinaria popularidad que el microrrelato tiene actualmente ha hecho frecuente la aparición de colecciones constituidas a partir de un único tema impuesto por el compilador. En muchos casos, se trata de publicaciones ocasionales, motivadas sobre todo por un interés comercial. Así, podemos encontrar, por ejemplo, una colección de Cuentos navideños, por iniciativa de El Cultural.es, aparecida en diciembre de 2006. Muchas de estas colecciones parten de un certamen de microrrelatos en el que, entre los requisitos formales exigidos a los textos, se incluye también el de un tema único para todos los participantes. Por lo general, se pretende así crear un volumen atractivo, que trate un único asunto, pero a partir de una pluralidad de perspectivas y puntos de vista. Pero, lo cierto es que navegando por la Red se pueden encontrar especies literarias cuanto menos curiosas, como, por ejemplo, el concurso de los “microrrelatos mineros”, el de los “microrrelatos ecologistas” o aquel otro en el que obligatoriamente todos los microrrelatos presentados deben comenzar con la frase “Yo no he leído el Quijote, pero…”. No cabe duda de que el microrrelato se está prestando como ningún otro género contemporáneo a una práctica evidentemente lúdica de la literatura. Pero también los autores, por su parte, cuando publican un libro de microrrelatos muchas veces buscan un motivo temático aglutinador que dé cierta unidad y trabazón al conjunto, lo que, parece ser, resulta más atractivo para los 1 David Roas, por su parte, advierte que cuando se habla de fragmentarismo en relación con el microrrelato se implican dos cuestiones diferentes: por un lado, su condición de texto inacabado y, por otro, la posibilidad de recortar un fragmento de un texto y leerlo como microrrelato, más allá de la intención del autor (Roas 21).
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lectores.2 El fenómeno no es tan reciente; piénsese, sin ir más lejos, en algunos títulos ya canónicos dentro de la minificción, como las fábulas de Augusto Monterroso (La oveja negra y demás fábulas, 1969), o en un libro como Las ciudades invisibles (1972) de Italo Calvino. También dentro de nuestra narrativa podrían citarse ejemplos célebres, como los Crímenes ejemplares (1957) de Max Aub, o, ya en el panorama de la narrativa española reciente, numerosos libros que se ciñen a esa uniformidad temática; tal es el caso, por poner algún ejemplo, de Bestiario (1988) o Zoopatías y zoofilias (1992), de Javier Tomeo, conjuntos de microrrelatos protagonizados por animales o en los que aparecen tipos humanos que poseen rasgos que les hacen semejantes a algún animal; El amigo de las mujeres (1992), de Gustavo Martín Garzo, que reúne microrrelatos centrados en la reflexión acerca del amor y la condición femenina; Un dedo en los labios (1996), de José Jiménez Lozano, donde asimismo encontramos 54 brevísimos “retratos” de mujeres, catalogados por la crítica dentro del género del microrrelato; Relación de seres imprescindibles (1999) de Anelio Rodríguez, una especie de bestiario donde 40 personajes fabulosos acompañados de sus respectivas ilustraciones protagonizan otros tantos microrrelatos; o, más recientemente, los Asuntos de amor (2010), de Juan Pedro Aparicio, donde encontramos, además de cuentos más largos, un total de 29 “cuánticos” (término acuñado por el autor para referirse a los microrrelatos), unidos todos ellos de nuevo por la temática común del amor. Asimismo me serviré de este último libro para señalar que, en ocasiones, no solo se pretende dar homogeneidad temática al conjunto de microrrelatos publicados, sino también cierta trabazón estructural que justifique de algún modo la selección ofrecida. Y es que, en Asuntos de amor, Aparicio repite un procedimiento a la hora de ordenar los textos que ya había puesto en práctica en otros libros de microrrelatos anteriores, como La mitad del diablo (2006) y El juego del diábolo (2008). En todos ellos se ordenan los “cuánticos” a partir de un criterio cuantitativo, teniendo en cuenta el número de palabras que tiene cada texto: En aquel libro [La mitad del diablo] los cuentos iban del más extenso al más corto, en éste, El Juego del diábolo, que como digo, es su complemento, los cuentos van del
2 Naturalmente, hay muchas excepciones, siendo frecuente también la publicación de volúmenes que recogen la totalidad de los microrrelatos de un autor, independientemente de su temática. Es el caso, por ejemplo, de Los males menores. Microrrelatos (2002), de Luis Mateo Díez, o La glorieta de los fugitivos. Minificción completa (2007), de José María Merino.
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Teresa Gómez Trueba más corto al más extenso. Lo único interesante de todo esto es que los dos libros nacen de un acto de voluntad único, quiero decir que no son subproductos o rebabas de otros escritos, que los hice como se hace una novela, pensando continua y exclusivamente en ellos hasta completarlos (Giménez).
Reténgase, por ahora, la expresión que utiliza Aparicio: “los hice como se hace una novela”. Pero no es el de Aparicio un caso aislado en este punto; también Hipólito G. Navarro utiliza la misma disposición decreciente en Los tigres albinos (2000) (“un libro menguante”) y Clara Obligado en su antología de microrrelatos Por favor, sea breve (2001). Al margen del sugerente significado metafórico que pueda transmitirnos tal procedimiento de ordenación en relación con la elipsis como principal elemento compositivo, lo que deseo destacar ahora es que Aparicio, Navarro u Obligado han renunciado en sus libros de microrrelatos al azar como elemento aglutinador, para sustituirlo por un criterio más objetivo y que de alguna manera confiera al conjunto la dimensión de estructura narrativa. Estructura que, como tal, cuenta con un significado que ha de sumarse al significado de cada una de las piezas de la serie. En estos libros la disposición de los textos viene determinada por la voluntad previa de componer un conjunto organizado y no una mera reunión más o menos azarosa de microrrelatos. El caso es que en ocasiones ya no se habla solo de unidad temática, sino de una nueva estructura narrativa (o incluso de “trama novelesca”) a partir del ensamblaje de unos determinados microrrelatos. La editorial Alfaguara anunció, antes de su publicación, el libro de José María Merino titulado Las horas contadas con una publicidad que insistía sobre todo en un rasgo que pretendía venderse como algo novedoso y, sin duda, atractivo: Una historia formada a partir de microrrelatos cruzados: el autor avanza un paso más en su trayectoria literaria al abordar la creación de sus ficciones cortas con una nueva fórmula: la de una serie de cuentos, enlazados por unos protagonistas comunes, que conforman una trama novelesca ( [01.10.11]).
En los foros y blogs dedicados a comentar el fenómeno de la minificción no es raro encontrarnos con la consabida discusión acerca de si es necesaria o preferible la unidad temática o formal en un libro de microrrelatos. Puede verse, como ejemplo, la conversación mantenida entre varios blogueros a propósito de un libro de Pablo Gonz, La saliva del tigre (2010). Se trata de un libro de microrrelatos extraídos por el mismo autor de su propio blog. Una reseña del libro,
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publicada por Esteban Dublín en la revista electrónica Internacional Microcuentista. Revista de microrrelatos y otras atrocidades destaca como defecto, aun reconociendo la calidad del libro, la falta de una unidad temática en el conjunto de los textos seleccionados, que pueda servir al lector como hilo conductor. Los posts que genera este comentario se dividen entre quienes niegan la unidad temática como un requisito para la calidad de un libro de microrrelatos y los que consideran imprescindible, o al menos muy recomendable, dicho ingrediente, aduciendo incluso algunos ejemplos canónicos: […] como el terror que se encuentra a lo largo del libro de Fernando Iwasaki, las historias de los pueblos que con frecuencia emplea Ana María Shua en libros como La fábrica del Terror o Temporada de fantasmas, la sirena como eje en la antología del mexicano Javier Perucho, Yo no canto, Ulises, cuento, las múltiples interpretaciones del Diluvio Universal en el libro Oficios de Noé, del colombiano Guillermo Bustamante Zamudio, sólo por citar unos ejemplos (Esteban Dublín).
En el extremo contrario se sitúan los que niegan esa necesaria unidad temática al conjunto y destacan la unidad esencial del microrrelato, como género literario en sí mismo. Oportunamente se cita en el foro a Hipólito G. Navarro, quien opina al respecto: Al cuentista se le exige la unidad en lo que escribe cuando prepara una colección de cuentos, una unidad que además es múltiple: unidad de estilo, unidad temática, unidad de géneros y subgéneros..., como si cada pieza no fuese una obra completa, cerrada, única. Cada relato es una obra independiente, como lo es cada novela de un novelista, y como entiendo que es un error mayúsculo no verlo de esta manera, no hago otra cosa que dinamitar esa unidad cada vez que puedo, no sólo entre un relato y el siguiente que llegue en la escritura o en el atadijo final de un libro, sino incluso dentro de la misma pieza (Esteban Dublín).
La reflexión de Navarro es absolutamente convincente, pero la realidad es que las editoriales y, con ellas muchos autores también, siguen apostando por la homogeneidad temática y el conjunto trabado de microrrelatos, que tiende a constituir un sistema más complejo que el de la mera antología de textos. Tampoco ello debería extrañarnos si echamos la vista atrás y tenemos en cuenta que desde los mismos inicios de la literatura el cuento ha tendido a integrarse en sistemas superiores que los engloben y justifiquen. Carmen Hernández Valcárcel, historiadora del cuento en los Siglos de Oro, nos advierte que en las colecciones
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de cuentos de aquel momento “cada cuento por sí mismo constituye un sistema propio integrado en un conjunto que establece una conexión con otros sistemas similares que pueden enriquecerlo y ayudar a explicarlo” (Hernández Valcárcel 48).3 Pero existen también otros motivos que explican la habitual integración de los cuentos en estructuras que los acogen: “El sistema o conjunto superior, además, es la única forma factible de conservación de un texto brevísimo, inviable para su perpetuación impreso o manuscrito por su extensión mínima” (Hernández Valcárcel 48). Adivino que en muchas ocasiones, la actual tendencia de agrupación de los microrrelatos en colecciones temáticas y estructuras narrativas trabadas, no es otra que la de su mejor perpetuación y, más aún, su mejor comercialización. Pero al margen de las motivaciones extraliterarias que pudieran subyacer a veces en el procedimiento compositivo de algunos libros, lo que me interesa destacar ahora es el espacio de mestizaje genérico en el que voluntariamente se sitúan dichos libros. El fenómeno al que hago referencia, esa “nueva fórmula” de la que habla Alfaguara en su publicidad, confluye en el panorama literario actual con otro de signo contrario, pero con el que en algunos casos podría llegar a confundirse. Si como acabamos de ver, el libro de microrrelatos parece que en no pocas ocasiones quiere parecerse a la novela, a partir de la búsqueda de un hilo temático conductor o de una macroestructura narrativa superior que engarce los pequeños textos, en otros muchos casos, es la novela contemporánea la que acentúa su fragmentación hasta límites insospechados, quedando convertida en un puñado de textos breves (mucho de ellos microrrelatos) sin aparente conexión entre sí. Es decir, si en muchos libros de microrrelatos se sus-
3 Wentzlaff-Eggebert examina algunos de los procesos de fragmentación y de relacionamiento que se pueden observar en la obra Bartleby y compañía de Enrique Vila-Matas a la luz de la situación que se dio con el paso de la literatura oral a la literatura impresa en el siglo XVI. “En Bartleby y compañía Enrique Vila-Matas reúne un gran número de relatos breves y brevísimos de escritores que en cierto momento de su vida dejaron de escribir. La autonomía de estos microrrelatos es parecida a la de los relatos orales que los autores/editores de los siglos XV y XVI reunían en antologías y colecciones de cuentos o libros de caballerías y de pastores. Mientras que la invención de la imprenta facilita el desarrollo de texturas más enredadas y un sutil sistema de subordinaciones que confieren una creciente coherencia a amplios conjuntos narrativos, Enrique Vila-Matas opta por una estructura esencialmente paratáctica. Mediante un juego de alusiones a una multitud de hipotextos, esta estructura sugiere un estado de fragmentación y una libertad de asociación que ilustra la temática central del libro, el rechazo de una literatura alimenticia a favor de una literatura del No” (Wentzlaff-Eggebert).
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tituye el azar por un criterio más objetivo como elemento aglutinador, en la novela contemporánea pasa muchas veces lo contrario, la estructura azarosa y casual viene a remplazar el requisito que desde antaño se le viene exigiendo a lo novelesco: un orden causal que sustente la sucesión de los capítulos o fragmentos que componen la novela (en definitiva, un argumento). Cada vez es más frecuente que los escritores, bien por exigencias editoriales o bien por propia voluntad, alternen la publicación de libros más compactos, que a pesar de toda su ambigüedad pueden seguir siendo catalogados como “novelas”, con otros, que sin dejar de ser publicados en las mismas colecciones de narrativa, plantearían muchos más problemas en cuanto a esa denominación. Si ente los primeros pudiéramos citar, a modo de ejemplo, Doctor Pasavento (2005), entre los segundos, Dietario voluble (2008), ambos de Enrique Vila-Matas. Me refiero a ese tipo tan frecuente de libro de carácter sumamente fragmentario que se ofrece al lector como una miscelánea (en la que se mezclan con anarquía pequeñas ocurrencias, apuntes imaginativos, relatos brevísimos o, si se prefiere, microrrelatos, crítica literaria, diarios, etc.), al tiempo que, paradójicamente, como una unidad estética. Pero incluso también como una “novela”, si, al igual que hicimos más arriba respecto a los libros de microrrelatos, hacemos caso de lo que nos dicen los paratextos que acompañan a estos libros. Dicha práctica –nada inusual en escritores de la generación de Vila-Matas– está siendo todavía más frecuente entre algunos escritores más jóvenes. Si nos fijamos, por ejemplo, en las “novelas” (e insisto que así son catalogadas en los paratextos de las solapas o contraportadas) que componen la trilogía Nocilla de Agustín Fernández Mallo, o en su reciente y polémica El hacedor (de Borges). Remake (2011), hemos de reconocer que, en apariencia, más que “novelas” parecen un collage de breves textos apenas enlazados entre sí, que además se intercalan con textos o citas ajenas, en algunos casos reproducidos literalmente y en otros distorsionados a través de ese procedimiento que el autor ha llamado docuficción. Tanto Nocilla Dream (2006), como Nocilla Experience (2008) (en Nocilla Lab, 2009, disminuye considerablemente la discontinuidad y dispersión de los textos, pudiéndose detectar un argumento entendido en sentido convencional) ofrecían una estructura sumamente fragmentaria, una especie de collage formado de breves textos narrativos apenas enlazados entre sí.4 Y, sin
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En una reseña publicada sobre la segunda novela, Nocilla Experience, se lamentaba el crítico Miguel Espigado de que el final de la misma desmiente un poco este audaz planteamiento, restán-
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duda, muchos de ellos podrían ser considerados microrrelatos si fueran leídos en un contexto diferente.5 A lo largo de estas obras, esos breves textos van mostrando retazos de historias protagonizadas por varios personajes tan dispares como insólitos y cuyas vidas transcurren también en alejados y dispares puntos del planeta. Esos breves textos narrativos sugieren varias líneas narrativas simultáneas, que solo en algunos casos se cruzan. Otros de esos retazos de vidas no establecen conexión con el resto, de manera que asemejan ser cabos sueltos en medio de una red de historias enlazadas. Asimismo, mientras que algunas de estas historias parecen concluir, otras se van desdibujando sin que intuyamos qué ha sido de sus personajes. Por otro lado, las novelas de Fernández Mallo, como la de tantos narradores actuales, rezuma cosmopolitismo y nos traslada a un planeta globalizado, donde ya no hay centro y periferia, un mundo en el que una historia que transcurre en un pequeño pueblo de La Coruña está al mismo nivel que aquella otra que al mismo tiempo tiene lugar en Manhattan. Nos encontramos en estas obras con una sucesión de informaciones inconexas y constantemente interrumpidas que no solo contribuyen a romper con la clásica idea de argumento, del clímax o la tensión dramática, sino que destruyen la idea jerárquica de centro y periferia. Cada uno de los fragmentos de la novela (que aparecen numerados pero sin título) son susceptibles de ser cambiados, sustituidos o desplazados (así, por ejemplo, el texto 66 repite el 2 con variantes en Nocilla Experience). El orden propuesto es solo uno de entre los infinitos órdenes posibles (no en vano Rayuela y su creador, Julio Cortázar, que aparece como personaje en Nocilla Experience, es uno de los referentes culturales constantes en esta novela). Solo el azar (y el juego del parchís es otro motivo obsesivo dentro del segundo libro) rige una estructura narrativa que precisamente parece proponernos una reflexión acerca de la necesidad de la novela de romper
dose radicalidad a la propuesta. Es verdad que en ella, si la comparamos con la primera, no solo hay menos personajes, sino que también algunas de las historias acaban cerrándose. “Es como si Nocilla Experience, en su final, se conformara con ser un libro, un artefacto con principio y final, mientras que Nocilla Dream en ningún momento cejaba en su intento de sobrepasar los límites del formato” (Espigado). Y si es cierto que la fragmentación extrema del relato se atenúa en la segunda entrega, mucho más lo hace en la última, Nocilla Lab, lo que a mi juicio no va en detrimento de la calidad de esta. 5 Precisamente Antonio Gil González titula una magnífica reseña de Nocilla Dream, “Microrrelatos de una exposición”, poniendo de manifiesto cómo buena parte de los pequeños textos que componen la novela se ajustaría sin problemas a las habituales definiciones del microrrelato.
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con una fórmula convencionalmente aceptada y que ya no funciona en relación con nuestra actual percepción de la realidad, del tiempo y del espacio.6 Aunque no contamos con espacio para poner demasiados ejemplos, me gustaría que no se interpretara el de Fernández Mallo como un caso aislado en las letras españolas contemporáneas. Entre otros títulos de escritores de su generación podríamos citar España (2008), de Manuel Vilas (también denominado “novela” en la misma solapa del libro), conjunto de textos aún más heterogéneos y en este caso sin aparente conexión entre sí, más allá de la inconfundible marca de estilo del autor. Otro ejemplo, podría ser la novela de Vicente Luis Mora Circular 07. Las afueras (2007), de nuevo una heterogénea y desconcertante aglomeración de textos de marcada diversidad genérica, y solo relacionados entre sí a través de un leve y, a veces, imperceptible, Leitmotiv: la ciudad de Madrid. De uno y otro libro se podrían entresacar también un buen número de excelentes microrrelatos. Pero tampoco dicha práctica literaria es privativa de la llamada generación Nocilla. Ya antes de que estos publicaran sus libros, otros autores españoles habían ensayado fórmulas similares. Es el caso de Ray Loriga y su “novela” El hombre que inventó Manhattan (2004) (elogiada, por cierto, por Fernández Mallo en su blog). En ella encontramos una sugerente semblanza de la ciudad de Nueva York a partir del ensamblaje de treinta y ocho microrrelatos independientes, que no suelen superar las dos o tres páginas. En los distintos relatos se nos habla de una serie de personajes dispares y ajenos entre sí (en algunos casos viven incluso en diferentes épocas) que van apareciendo y desapareciendo intermitentemente y cuyas vidas, solo ocasionalmente, se cruzan de algún modo. A medida que avanzamos en la lectura de estos microrrelatos o capítulos de la nove-
6 La crítica ya se ha encargado de advertir, no solo el frecuente empleo de referentes reconocibles de la cultura cinematográfica, televisiva, musical, electrónica o comicográfica, sino también las obvias analogías de las novelas de Fernández Mallo con la imagen y lo visual. Señala Gil González que “la analogía de la ‘imagen’ permite percibir la sucesión de estos bosquejos de relatos como cercana a la exposición fotográfica o pictórica, el arte conceptual, la instalación o la performance. En este sentido, cada sección es apenas una estampa, un fragmento de realidad –o de sus simulacros– prácticamente inanimada y de la que no sabemos más que lo que la representación sugiere, por lo que el universo narrativo se configura de un modo radicalmente elíptico” (Gil González 35). Por mi parte, he destacado en otro trabajo (Gómez Trueba 2011, 76-79) las analogías que pueden establecerse entre las estructuras narrativas de Fernández Mallo y la hipertextualidad electrónica. No en vano hay quien, muy acertadamente, ha utilizado el concepto de “estética del blog”, aplicado a las obras de este autor (Pozuelo Yvancos).
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la se va perfilando la identidad de estos personajes así como la del escenario en el que todos ellos habitan: Manhattan. A partir de esta estructura, la obra se sitúa en un lugar de indeterminación genérica: si a primera vista tenemos la sensación de estar leyendo una colección de cuentos, a medida que avanzamos en la lectura vamos descubriendo un relato unitario. Este iría tomando forma en la mente del lector con el mismo procedimiento con el que se construye un puzle. A medida que vamos añadiendo piezas y estas van encajando y ocupando su lugar, vamos obteniendo una imagen cada vez más nítida y clara del paisaje que Loriga pretende construir. Los saltos en el tiempo, los cambios de perspectiva y, sobre todo, la brevedad de cada capítulo, otorgan a la novela un ritmo vertiginoso que recuerda mucho al de algunas películas (pienso en Vidas cruzadas de Robert Altman, por ejemplo; o en casi todas las de Alejandro González Iñárritu) que también han recurrido a una fragmentación extrema. Un procedimiento no muy dispar al utilizado por Loriga pone en práctica Alberto Olmos en Trenes hacia Tokio (2006), calificada de “novela minimalista”, una vez más en la contraportada del libro. En ella Olmos pretende ofrecernos su semblanza de la ciudad de Tokio, a partir de la agrupación y publicación en libro de los diferentes posts que progresivamente fue escribiendo en su blog, cuando residió en aquella ciudad. El conjunto es de nuevo un collage de breves textos narrativos sin pretensión alguna de homogeneidad temática y, menos aún, de construir un argumento. Pero, una vez más, si siguiéramos la práctica de Borges y Bioy Casares en su ya mítica antología (Cuentos breves y extraordinarios, 1953), donde publicaron como microrrelatos fragmentos entresacados de textos mayores, podríamos encontrar en esta obra buenas muestras del género del microrrelato.7 En definitiva, si algunos autores de libros de microrrelatos apuestan por la creación de una estructura narrativa que justifique el orden de los mismos, algunos novelistas parecen, por el contrario, recurrir al azar como único elemento honesto para el engarzamiento de sus textos. La confluencia de ambos
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Por otro lado, tampoco creo que los autores citados sean ajenos a este hecho. En un post de su blog, El hombre que salió de la tarta, Agustín Fernández Mallo contaba una divertida anécdota que puede resultarnos significativa, en una sesión de firma de libros: “En la caseta de Laie se me acerca una negrita muy simpática y me dice si le puedo firmar el libro, que es para su sobrina, que tiene 8 años y que está iniciándose en la lectura, y le ha parecido adecuado regalarle un libro de capítulos cortos e ‘historietas’. Apoteósico también. Suerte” (del post del 28 de abril de 2008, ).
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fenómenos sitúa a muchos libros en un lugar de evidente indeterminación genérica. Nos encontramos, sin duda, en un terreno movedizo, en un espacio de hibridación o mestizaje en el que no es fácil ni recomendable el encasillamiento de las obras literarias en unas u otras categorías. Y sospecho que ese encasillamiento se debe en muchas ocasiones a los editores antes que a los propios autores, que más bien tienden intencionadamente a rehuirlo. Apuesto a que la mayoría de los autores citados no se sentirían cómodos al ser relacionados con la creación, en exclusiva, de uno u otro género de libros.8 Pero lo que no debemos olvidar es que los últimos libros mencionados han sido catalogados, bien en los paratextos de los mismos, bien por parte de la crítica, como “novelas”, y ello a sabiendas del desconcierto, cuando no decepción, que dicho calificativo puede ocasionar en los lectores. El escritor boliviano Edmundo Paz Soldán se preguntaba no hace mucho tiempo en su blog por qué estos jóvenes novelistas españoles se empeñan en llamar “novelas” a sus libros, cuando aparentemente son colecciones de relatos: Todavía no entiendo por qué. No creo que sea una razón comercial, porque lo que publica DVD [editorial que saca el libro mencionado de Manuel Vilas] no apunta precisamente a eso. Tampoco creo que sea una cuestión experimental, porque esto de llamar novela a un engarzamiento de historias sueltas, en las que hay una misma atmósfera temática pero personajes distintos de un relato a otro, se ha hecho muchas veces ().9
Para Gil González, el hecho de que una novela como Nocilla dream, a pesar de estar constituida por numerosos textos breves que podrían ser considerados auténticos microrrelatos (lo que el mismo crítico advierte desde el título de la
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Al libro de microrrelatos La sombra del obelisco (1993), de Rafael Pérez Estrada, el editor le puso el subtítulo de “novelas” sin permiso del autor, seguramente para venderlo mejor, lo que parece ser que molestó a este (Valls 145). 9 Efectivamente, el recurso a la novela collage o puzle no es nuevo, aunque por lo general entre cada una de las piezas del conjunto solía existir una relación más explícita de la que presentan las novelas aquí comentadas. En un trabajo anterior (Gómez Trueba 2006), a partir del conocido concepto de la multiplicidad de Italo Calvino, ya analicé un buen número de novelas y películas contemporáneas cuya estructura consiste en varias líneas argumentales alternativas que se cruzan, de forma desordenada en unos casos, de forma sucesiva en otros. Es decir, obras que pretenden ofrecer una historia unitaria a través de una suma de historias, independientes, paralelas y, solo aparentemente, desconectadas.
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reseña que escribe de este libro), no haya sido catalogada como libro de microrrelatos y sí en cambio como una novela, responde al hecho de que en la obra de Fernández Mallo existen “suficientes y consistentes tramas a través de las cuales los diferentes hilos narrativos se relacionan sistemáticamente unos con otros, y con el conjunto” (35). Y, aún continúa, “si bien habrá de nuevo que recordar que este logrará su cohesión, más que en el tejido de un universo propiamente narrativo (acciones y personajes, motu aristotélico), en la actuación de una red de isotopías temáticas e imágenes iterativas o recurrentes sobre determinados cronotopos ambientales […] rasgos estos que apuntan hacia una modalidad en cierto sentido poemática de la escritura narrativa” (35). Ahora bien, esa misma trabazón, esa red de isotopías temáticas, la encontramos también en muchos libros de microrrelatos que, como tal, son vendidos y, como tal, leídos por los lectores, incluso en aquellos casos en los que, como ya hemos visto, se busca en ellos una unidad temática o argumental a partir de la disposición de los textos. No creo que de la mayor o menos relación existente entre los diferentes textos dependa en estos casos la legitimidad de aplicar el término “novela”, dado que esa relación es cuanto menos difícil de cuantificar. Más bien considero que la utilización del término “novela” aplicado a este tipo de artefactos híbridos conlleva en sí misma un efecto estético que parece muchas veces premeditado. Cuando encontramos la palabra “novela” en la contraportada, los lectores esperamos descubrir cierta conexión entre las distintas piezas del conjunto, de tal forma que la frustración que nos provoca el descubrimiento de esa falta de continuidad forma parte central del efecto estético. Creo que estos autores lo que se proponen es cuestionar el concepto mismo de “novela”, al atreverse a calificar así a su obra o permitir que otros lo hagan. El fenómeno al que hago referencia, la existencia de ese espacio de indeterminación genérica en el que no pocas veces confluyen y se confunden el libro de microrrelatos con la novela más arriesgada y fragmentaria del panorama actual, como es evidente, no es privativo de la literatura española. En 2007 el autor francés Régis Jauffret publicó una novela con el título de Microfictions, una colección de quinientos textos breves ordenados siguiendo un criterio alfabético. Precisamente, el mismo fenómeno al que estoy aludiendo ha sido analizado en las letras francesas recientemente por Andreas Gelz, quien se pronuncia así al respecto: Esta paradójica forma de calificar una serie de “microficciones” como novela, y de escoger para titular dicha “novela” el nombre de un género literario distinto, revela
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la voluntad de redefinir lo que es una novela, incluso la intención de sustituirla por un género nuevo (Gelz 104).10
Sostiene asimismo Gelz que el éxito actual del microrrelato (añado yo: la reconversión actual de la novela en un puñado de microrrelatos) constituye un cuestionamiento de la novela como forma y género literario (Gelz 116). Y, efectivamente, creo que en el caso de obras como las mencionadas de Fernández Mallo, Mora, Vilas, Loriga u Olmos (pero probablemente también en los libros citados de Aparicio o Merino), de eso precisamente se trata, de redefinir el concepto mismo de novela, y en esa redefinición sus novelas se acercan cada vez más al libro de microrrelatos (o viceversa). Como en estos, los diferentes fragmentos se relacionan entre sí de dos maneras distintas, a partir de su diversidad y de su continuidad. Destaca Gil González como una de las claves estéticas de Nocilla dream la tensión que se produce en la lectura de la obra entre la unidad y la dispersión, “entre la autonomía narrativa de cada una de sus unidades y su integración en un universo temático y argumental coherente” (35). Es decir, este nuevo fenómeno de novelas constituidas por un conjunto de breves narraciones autónomas pretende suponer un desafío para la novela entendida de manera convencional, al desaparecer de ellas el ingrediente que aún hoy está más presente en el horizonte de expectativas de los lectores, el desarrollo novelesco, sustituyéndolo por uno nuevo que, bien utilizado, puede lograr un efecto
10 Destaca Gelz la oscilación genérica que presentan algunos trabajos del Oulipo en los que intervienen simultáneamente la novela y el microrrelato (o lo que podríamos interpretar como tal). Un ejemplo es La vida. Instrucciones de uso (1978) de George Perec, que el autor considera un romans, una novelas en plural. “Perec cuestiona la unidad misma de su propio texto, de la multiplicidad de sus narraciones, de las novelas, de los microrrelatos, que la constituyen. Con ello anticipa la problemática del microrrelato –que, según la lectura que aquí propongo, es la de la novela–, una problemática que se refiere, entre otros aspectos, a la unidad formal y semántica de una pluralidad de textos, su combinación y contextualización y las reglas de su reproducción” (Gelz 105). Cita otros autores del grupo Oulipo, al mismo Rolad Barthes, cuyas novelas (L’Empire des signes [1970], Roland Barthes par Roland Barthes [1975], Fragments d’un discours amoureux [1977]), parecen más bien una serie de microrrelatos; a Alain Robbe-Grillet, quien toma prestado de Barthes el término Romanesques, escrito en plural, para caracterizar sus obras, las cuales, mediante la fragmentación y la incoherencia de los elementos textuales que las componen, constituyen, estructuralmente, un encadenamiento de microtextos, o a algunos de los autores relacionados con el minimalismo (Jean Echenoz, Jean-Philippe Tousaint, Christian Gailly y Patrick Deville), cuyas obras a menudo no son más que un collage más o menos motivado de breves pasajes (Gelz 105 y ss.).
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estético muy satisfactorio: esa tensión no resuelta entre la unidad y fragmentación del conjunto.
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Pragmática del microrrelato: el lector ante la hiperbrevedad DAVID ROAS Universidad Autónoma de Barcelona
En un trabajo anterior, recogido en mi libro Poéticas del microrrelato (Roas 2010b), tras examinar los diversos rasgos que suelen proponerse como caracterizadores de dicha forma narrativa, postulé que, a mi entender, no existen razones estructurales, discursivas ni temáticas que la doten de un estatuto genérico propio y, por ello, autónomo respecto al cuento. La mayoría de los investigadores latinoamericanos y españoles que reivindica dicho estatuto no solo no demuestra empíricamente tal conclusión (más allá de valoraciones impresionistas basadas en la intuición del crítico), sino que, además, para establecer la (supuesta) especificidad genérica del microrrelato, identifica –paradójicamente– como definidores de este los mismos rasgos estructurales y discursivos que la teoría precedente (Friedman, Cortázar, Reid, Shaw, Wright, Pacheco, entre otros) había postulado para caracterizar al cuento: brevedad, intensidad, economía narrativa, importancia decisiva de los procedimientos de apertura y cierre, juegos con la información paratextual, etc. Otro tanto ocurre si se examinan los recursos temáticos propuestos como esenciales y distintivos del microrrelato: fundamentalmente, la intertextualidad, la metaficción, la ironía y la parodia, puesto que se trata de procedimientos que no solo no son exclusivos del microrrelato, sino que, además, son recurrentes en el cuento y la novela posmodernos. A lo que hay que añadir que tales procedimientos no siempre aparecen en todos los microrrelatos, lo que invalida su concepción como rasgos definidores de dicha forma narrativa y, sobre todo, de su (supuesto) estatuto genérico. Con todo ello, evidentemente, no pretendo negar la existencia del microrrelato, sino plantear un problema esencial: si bien hemos acuñado un término (variable) para referirnos a él, su definición teórica no ha logrado justificar su identidad y características esenciales frente al resto de formas narrativas, y en especial, frente al cuento. Porque lo que finalmente acaba permitiendo recono-
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cer un microrrelato como tal es su extensión, su hiperbrevedad (unida esta, evidentemente, a una obligatoria dimensión narrativa). Y dicha hiperbrevedad es la que condiciona las potencialidades morfológicas y estructurales del texto que acabamos identificando como microrrelato. Pero no hay que olvidar que son las mismas potencialidades del cuento llevadas a su máxima expresión: condensación, intensidad y economía de medios. Por eso, insisto, tal como defendí en ese trabajo publicado en 2010, el microrrelato es, a mi entender, una variante más del género cuento, que corresponde a una de las diversas vías por las que este ha evolucionado desde el siglo XIX: la que apuesta por la intensificación de la brevedad. En dicho artículo no pude incluir el análisis de un rasgo que quizá pueda arrojar nueva luz en torno a la posible genericidad del microrrelato: su dimensión pragmática, es decir, las estrategias lectoras que se ponen en funcionamiento ante dicha forma narrativa. En las páginas que siguen voy a centrarme en esta cuestión: ¿existe alguna propiedad pragmática recurrente que distinga al (supuesto) género “microrrelato”? ¿Qué contrato de lectura ponemos en marcha cuando consumimos microrrelatos? ¿Es diferente al que exige el cuento? Para empezar, debo decir que los trabajos teóricos sobre el microrrelato no han prestado demasiada atención al receptor. Podemos encontrar sugerentes reflexiones (no siempre coincidentes), entre otros, en Taha, Larrea, Fernández Pérez, Lanieri, Pollastri, Ródenas y Álamo, aunque ninguno de estos artículos, a excepción del de Larrea, se centra exclusivamente en esa cuestión. Pero si bien son escasos los trabajos sobre dicho aspecto, debo señalar que la mayoría de las investigaciones sobre el microrrelato coincide en destacar un aspecto pragmático esencial (sin detenerse –insisto– en su estudio): el especial proceso de lectura que, al parecer, exige esta clase de textos narrativos. Si, como ya advirtieron Eco e Iser, el lector de ficciones es siempre una figura activa, cocreadora del texto, dicho proceso se intensificaría en el microrrelato. Su hiperbrevedad y los diversos recursos que esta implica –uso extremo de la elipsis, carácter abierto y polisémico, empleo constante de la intertextualidad (y otros recursos como la metalepsis o los juegos lingüísticos)– exigirían una mayor cooperación del receptor, o incluso, como no dudan en afirmar muchos críticos, un lector más competente que el que requieren otras formas narrativas. La hiperbrevedad implicaría una mayor cantidad de vacíos de información a rellenar por parte de ese lector hiperactivo. Y ello, por tanto, determinaría, según dichas voces, un lector modelo especial para el microrrelato y unas diferentes estrategias de lectura.
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Es cierto, como advierte Ródenas (190) –quien, por otra parte, niega el estatuto genérico del microrrelato–, que “la rapidez de la lectura impide, en general, que se establezca una conexión empática entre el mundo posible representado y el lector. Digamos que el grado de accesibilidad del mundo posible del minicuento es muy bajo, lo que obliga (y en cierto modo espolea) a una lectura más objetiva, externa, laboriosa y crítica”. Pero no hay que olvidar, como el mismo crítico plantea, que una de las características de toda ficción es ser incompleta: “no sabemos quiénes fueron los padres de don Quijote ni podemos averiguar si Madame Bovary tenía un lunar en la espalda. Estos huecos informativos configuran espacios de indeterminación que, casi siempre, son irrelevantes para el buen funcionamiento de la ficción, pero muy a menudo se trata de omisiones que el lector debe completar gracias a su conocimiento de la realidad o del acervo cultural de su comunidad” (190). Así, esos espacios de indeterminación, están exacerbados en número y complejidad en el microrrelato, “hasta el extremo de obligar al lector a un sobreesfuerzo hermenéutico. Lo que se silencia, lo que se sugiere o presupone, la ‘materia oscura’, tiene un peso mayor que lo que se dice o se muestra y el lector debe obtener, mediante inferencias o recurriendo a su enciclopedia cognitiva, la información que se le ha sustraído” (Ródenas 190-191). Si bien estoy de acuerdo en que hay microrrelatos que exigen ese esfuerzo hermenéutico para actualizar los espacios de indeterminación, otros no lo requieren, y ello no afecta ni a su construcción ni a su buen funcionamiento como narraciones hiperbreves. Cito uno de los muchos ejemplos que aquí podrían convocarse: “La ratonera”, de Fernando Iwasaki (recogido en su libro Ajuar funerario): Perdí el último autobús y tuve que caminar hasta la Plaza de las Ánimas para tomar el ómnibus de medianoche. No había nadie en el paradero y el frío condensaba fantasmas que brotaban siniestros mientras respiraba. A través de la niebla surgió de pronto el autobús. Cuando pagué al conductor me sobrecogió su mirada de peluche triste, como de oso venido a menos o de rata que quiere ir a más. Pensé en que así sería la cara desconsolada del gato de Cheshire y me senté ensimismada en el primer asiento que encontré. El ruido que hacía una señora frente a mí me arrancó de mis ensoñaciones. Aquella señora aspiraba el aire a través de los incisivos, arrugando la nariz y levantando el labio superior. Su expresión era desagradable, como de ardilla enferma de obesidad. A su lado, un niño de enormes paletas tragaba voraz un tarro de
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David Roas palomitas. ¿Cómo podía zamparse tanta comida por el hocico? Parecía un hámster con el pescuezo inflado de guisantes. Poco a poco advertí con inquietud el insólito aire de familia de los pasajeros del autobús: todos tenían la nariz húmeda de sudor, los pómulos hinchados, la cabeza más bien redonda y unos dientes preparados para roer y destrozar. Uno recordaba a un gorila aconejado, el otro miraba ratonil con sus pequeños ojos de vidrio y una marmota llena de collares se hurgaba entre las uñas hasta ponerse en carne viva sus dedillos como lombrices. Pensé en la mirada afelpada del conductor, oí la respiración dental que retumbaba en el autobús y decidí bajarme de aquella ratonera en la siguiente parada. El niño de las palomitas quiere ser el primero en morder. La puerta no se abre.
Como resulta evidente, la labor esencial del lector de este microrrelato no descansa en el rellenado de los vacíos de información que deja tras de sí la elipsis como mecanismo estructural básico de composición del texto. En este caso, tal y como ocurre con la recepción de la mayoría de los textos fantásticos (sean cortos o largos), la actividad hermenéutica del receptor consiste esencialmente en traducir en imágenes el material lingüístico que la narradora emplea en la descripción de los monstruos con los que se enfrenta. Alguien podría destacar el juego intertextual con los tópicos del género terrorífico con el que se abre el cuento, que generan ciertas expectativas sobre los derroteros por los que va a circular la historia y que pueden exigir un lector que sepa localizarlos y participar en dicho juego: así, la protagonista, tras perder el último autobús, no solo tiene que coger uno que pasa a medianoche (hora tópica por excelencia) sino que, encima, la parada donde debe tomarlo está en un lugar llamado “Plaza de las Ánimas”, que, no podía ser de otra forma, cuando ella llega está desierto. Con tales premisas, cuando el autobús aparece “a través de la niebla”, ya sabemos que no va a ocurrir nada bueno, aunque lo que no espera el lector es por dónde va a llevarle Iwasaki. Pero este microrrelato funcionará igual aunque el lector no identifique tales tópicos (y la ruptura de expectativas subsiguiente). Porque su construcción y su efecto fantástico descansan en verdad en un inteligente juego lingüístico: la literalización de las comparaciones. Al subir al autobús, la protagonista se sorprende ante el extraño aspecto de los viajeros, que inevitablemente le hacen pensar en roedores de diversos tipos y tamaños (ardillas, hámsters, conejos, marmotas...). Pero lo que parecían simples comparaciones, se hace realidad: los viajeros se transforman en monstruos que acaban atacándola.
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Así, en este microrrelato, como en otros muchos, los vacíos de información no son esenciales (o tiene el mismo valor que los que podemos encontrar en cualquier narración, sea corta o larga), por lo que el trabajo de recepción no está orientado hacia el rellenado de las elipsis. Dicho recurso simplemente le sirve al narrador para eliminar todo lo que no necesita ser contado, y, de ese modo, sumergirnos en el momento climático de la historia. Procedimiento estructural típico también del relato breve. Algo muy diferente, es cierto, es lo que ocurre en los muchos microrrelatos basados específicamente en el juego intertextual, que exigen a un lector capaz de identificar e interpretar dicho juego. Yo creo que la mayoría de los críticos que definen el microrrelato en función de ese lector hiperactivo (más activo, según ellos, que el del cuento y la novela) están pensando en dicha dimensión intertextual, que, curiosamente, no todos los microrrelatos poseen. Eso es lo que ocurre, por ejemplo, en el artículo de Larrea antes mencionado. En él, su autora propone distinguir el microrrelato del cuento en función de lo que considera su estructura abierta, que sería característica de dicha forma narrativa frente a las “fábulas cerradas” de los cuentos, porque la hiperbrevedad imposibilita la unidad de acción y obliga a que muchos componentes no logren un desarrollo pleno. De ese modo, la secuencia narrativa característica del microrrelato –sigo reproduciendo las ideas de Larrea– se funda en un boceto o en un esquema: Un texto cuya brevedad no permite el desarrollo moroso de un acontecer se transforma en un discurso de muchos lugares vacíos, altamente connotativo y de una apertura que implica necesariamente a un receptor activo que acepte llenarlos y proponer significados que vayan en beneficio de la completud de la historia. Pero, desde el punto de vista de la emisión, se convierte en una estrategia para eludir y escamotear la completación de la historia. Es por este motivo que necesariamente aparecerán, a partir de esta estrategia, diversos recursos de carácter transtextual, que abren la significación de los textos más allá de ellos mismos y originan una lectura intertextual capaz de vincular complejas significaciones referenciales (Larrea 185).
Distinguir el microrrelato del cuento porque el primero posee una estructura abierta supone olvidar el funcionamiento general de la narrativa breve. Una cosa es la apertura semiótica, la posibilidad de la interpretación múltiple (que depende de las habilidades lectoras), y otra la idea de una forma cerrada. Porque no podemos perder de vista que el microrrelato –como el resto de los textos
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narrativos– es una entidad autónoma y suficiente, una unidad estructural acabada, cerrada, en lo que se refiere a su dimensión puramente formal; pero, es una estructura abierta en lo que se refiere a su interpretación: es decir, que esa forma cerrada no implica que su dimensión semántica esté completa. Lo mismo ocurre con el cuento, porque, como señala Wright, el relato moderno, por su necesidad de economía, muestra una clara tendencia a dejar que el lector infiera o complete los significados solo sugeridos. Así, Larrea examina tres estrategias de emisión que implican esa estructura abierta y, por ello mismo, un lector muy activo: brevedad, transtextualidad y fragmentarismo. La brevedad sería el rasgo esencial, pues a partir de él, se generan el fragmentarismo, los lugares vacíos, la incompletud, la apertura y la transtextualidad, “es decir, la necesidad de comprender el texto más allá de sus propios límites” (Larrea 185). De nuevo, la autora incurre en un error, pues considera –para sostener su entramado teórico– que el microrrelato no cierra sus secuencias, se fragmenta y se desestructura. Y por ello “la completación de la historia” estaría en la recepción, en la competencia enciclopédica e intertextual del lector Remito de nuevo a “La ratonera”, de Iwasaki, aunque podrían citarse aquí otros múltiples ejemplos. ¿Es necesario acudir a esa competencia enciclopédica e intertextual para leer e interpretar ese microrrelato? ¿Tiene este una forma fragmentaria? Evidentemente, hay en él diversos elementos que el lector debe reconstruir, pero no está en ellos, como ya señalé, la esencia de dicho texto. Porque no se basa en el juego intertextual. Sin embargo, las tesis de Larrea funcionan muy bien para explicar el funcionamiento de los microrrelatos cuya estructura y efectos descansan sobre dicho juego. Por eso, la autora insiste acerca de tal procedimiento en el segundo de los rasgos antes mencionados: la transtextualidad. La competencia del lector para las lecturas cruzadas y para la reflexión posterior es tan importante como su capacidad para actualizar las estructuras discursivas. Para recobrar los códigos de la emisión ha de recurrir al diccionario básico, a las reglas de correferencia, a su competencia intertextual; ha de estar en condiciones de decodificar por referencia hipercodificaciones retóricas (metáforas, títulos que encierran operaciones extensionales, por ejemplo), de género (fábula), inferencias basadas en cuadros comunes (frames) que seleccionamos de nuestra memoria y que sirven para representar una situación estereotipada o una representación sobre el mundo que nos permiten realizar actos cognitivos fundamentales como percepciones, comprensión lingüística y acciones (Larrea 188).
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Pero aquí resulta evidente cómo la autora mezcla dos conceptos: porque una cosa es la decodificación de la referencia intertextual y otra nuestro conocimiento del mundo, nuestra experiencia sobre el mismo, a la que siempre acudimos cuando leemos cualquier tipo de textos, no solo microrrelatos. Porque no existe una lectura autónoma y puramente subjetiva. El tercer rasgo que describe Larrea, el fragmentarismo, ya ha sido destacado por otros muchos críticos, como identitario del microrrelato (Andres-Suárez, Koch, Lanieri, Pollastri o Zavala, entre otros): “En el microcuento, el fragmento es una condición sígnica estrechamente vinculada a la brevedad, a la concisión del lenguaje, a la apertura y a la tensión que genera la concentración significativa de la fábula” (Larrea 188). Pero, de nuevo, creo que esa visión fragmentaria del microrrelato resulta equivocada. Porque no es una propiedad exclusiva del microrrelato, y, sobre todo, porque dicha concepción proviene del error de confundir la brevedad con lo fragmentario: El breve periodístico, el proverbio, el soneto, el epigrama, el aforismo, el epitafio, la estela, la paradoja, el tanka, el si-yo, el llamado microrrelato, la greguería, son géneros por completo ajenos al fragmentarismo; son unidades plenas y completas como cualesquiera otras extensas. Los géneros breves nada tienen que ver por sí con lo fragmentario, a no ser que pensemos abyectamente que por el hecho de que los fragmentos sean trozos [...] y los trozos más breves que el conjunto, o bien por ser breve el género del fragmento, lo breve haya de ser fragmentario (Aullón de Haro 23).
Esto me lleva a detenerme en un aspecto que analicé en Roas (2010b), pues tiene que ver directamente con la actitud del lector ante el microrrelato. En aquel artículo critiqué la acción de recortar fragmentos de textos mayores y leerlos como microrrelatos. Un proceso en el que, con dicho recorte y con la dotación de un título a ese fragmento, se produce, como dice Brasca, una resignificación que los convierte en cuentos brevísimos, operación que él mismo practica en algunas de sus antologías, así como Zavala en La minificción mexicana, donde extracta fragmentos de novelas de Campobello, Arreola o Fuentes que convierte, siguiendo su capricho, en microrrelatos. Pollastri defiende la labor de Zavala y analiza esta estrategia de lectura que convierte a los antólogos en autores de microrrelatos con unos argumentos muy poco sólidos: “No es lo mismo un microrrelato producido como tal, que un texto leído como microrrelato. Estamos ante la instancia según la cual los antólogos se vuelven autores de microrrelatos: sus lecturas inscriben los textos en un corpus otro;
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fragmentan y destrozan las totalidades mientras borran las huellas de pertenencia del texto a un cuerpo mayor” (Pollastri 225). Como es bien sabido, los géneros no responden exclusivamente a marcas textuales objetivas, necesarias y suficientes, sino que dependen también de la experiencia textual de los lectores. Pero ello no concede al receptor individual la libertad absoluta para tomar, en este caso, como microrrelato el texto o fragmento textual que él desee. ¿Puede el lector alterar esa unidad perfectamente cohesionada por su decisión de leer un fragmento como si fuera –por capricho suyo– un microrrelato? Para resolver esta cuestión podemos aplicar la perspectiva pragmática desde la que Pozuelo aborda la definición del cuento: partiendo de las tesis de Poe (también de clara dimensión pragmática), advierte que el ritmo estético del relato es el que marca su extensión breve, y dicho ritmo nace “de una intención y con el propósito de conseguir provocar en el lector un efecto de intensidad deseado”, y ello es lo que “crea el tamaño, que es así una consecuencia directa y bien trabada de aquella intención. La estructura del cuento no puede ser una sintaxis, sino el correlato de una intención de autor con relación a un efecto de lectura” (Pozuelo 41). ¿Dónde está tal intención y efecto en un fragmento que no ha sido diseñado así? ¿Para qué insistir en la detallada determinación de las convenciones genéricas que identifican y distinguen al microrrelato, si finalmente el lector puede actuar a su capricho y convertir ‘cualquier cosa’ en una muestra de este tipo de narraciones? La arbitrariedad asoma por el horizonte. En conclusión, y vuelvo al asunto central de este trabajo, la reivindicación de la exigente actividad descodificadora del lector de microrrelatos en absoluto puede ser proyectada como esencia únicamente destilada por esa forma narrativa (Álamo 229), sino que responde a cualquier proceso de actualización activa del texto por parte del lector (tal como, ya indiqué, reclamaron Eco o Iser), puesto que todo discurso narrativo –tenga la extensión que tenga– reclama un lector cocreador: “esas ausencias, vacíos, blancos, lagunas o indeterminaciones, que pertenecen al texto (...) son elementos constitutivos del mismo, componen el espectro de nuestra noción del lector implícito, junto con aquellas otras técnicas de narración o escritura que exigen una determinada forma de decodificación” (Villanueva 2006, 37). Es cierto que en el microrrelato se refuerza el papel del lector, pues se le pide una mayor implicación: como ha señalado Imhof (1984, 160), la hiperbrevedad se compensa mediante el desarrollo que aporta la imaginación del lector. Pero eso no significa que la lectura de microrrelatos sea mucho más activa (y
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por ello, menos mecánica o acomodaticia) que la que se pone en marcha en otras formas narrativas. Porque, vuelvo a insistir en ello, una tendencia dominante en el relato breve moderno y posmoderno es dejar que sea el lector quien concluya los aspectos significativos del texto. Algo que ya advirtió Hemingway en una célebre reflexión: “Yo siempre trato de escribir de acuerdo con el principio del témpano de hielo. El témpano conserva siete octavas partes de su masa debajo del agua por cada parte que deja ver. Uno puede eliminar cualquier cosa que conozca y eso solo fortalece el témpano de uno”. En conclusión, si, como ya expuse en Roas (2010b), ninguno de los rasgos recurrentes que intervienen en su construcción formal y semántica (ni siquiera sus combinaciones) permite establecer un estatuto genérico autónomo para el microrrelato, tampoco la exigencia de un lector hiperactivo define por sí misma dicha forma narrativa ni es un rasgo que determine su supuesto estatuto genérico frente al cuento. Esa exigencia, que, como hemos visto, no se plantea en el mismo grado en todos los microrrelatos, habría que concebirla como otro efecto más de su dimensión hiperbreve, como ocurre con el resto de los rasgos estructurales y temáticos aducidos para definirlo, que, significativamente, son los mismos que pone en juego el cuento para conseguir su forma breve característica.
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1. INTRODUCCIÓN Cualquier reflexión teórica de un especialista o poética de un autor sobre el microrrelato incluye, indefectiblemente, una referencia a la marca más llamativa del género: su extrema brevedad. La existencia de minicuentos que apenas se extienden más allá de la línea impresa ha llamado la atención no solo de los lectores, sino también de muchos escritores que se han lanzado a una carrera por escribir la minificción más breve. Algunos autores han parodiado esta obsesión por la hiperbrevedad con boutades como la de Guillermo Samperio, quien, en uno de sus libros, dejó en blanco el texto que acompañaba al título “El fantasma”. Los teóricos debemos recordar, ante estos juegos literarios, que el microrrelato, como género narrativo que es, debe poseer unos ingredientes obligatorios que podemos resumir, citando a José María Merino, en un conflicto, un punto de vista, un escenario y un tiempo (229). La última de estas cuatro características de las formas narrativas hace referencia a que toda trama ha de desarrollarse en un devenir temporal, en el cual la situación final difiera de la planteada en el inicio del relato. Se trata de un rasgo que, salvo excepciones de difícil definición, nos servirá además para discernir entre textos narrativos y líricos. No es este un asunto baladí en el caso de la minificción, donde no es extraño encontrar antologías que incluyen textos breves en prosa, que podemos definir con mayor corrección como poemas en prosa, haciéndolos pasar por microrrelatos. Este hecho, el tratarse de un elemento obligatorio en todos los minicuentos, sería la primera razón que nos lleva a plantearnos el objetivo de este estudio, el análisis de los mecanismos temporales del microrrelato, pero no la única. Al igual que, en algunos casos, la minificción se puede confundir con el poema en prosa, en otros muchos la extensión de los textos los sitúa en la frontera con el cuento. Es por ello que debemos ocuparnos del análisis de los rasgos del mini-
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cuento, en nuestro caso será el tiempo, para terminar de definir qué le es propio, además de la tan obvia y manida brevedad extrema. En las próximas páginas trataremos de dilucidar qué pautas sigue la temporalidad en el microrrelato escrito en español en los últimos veinticinco años.
2. CONTEXTO TEÓRICO Antes de iniciar el prometido análisis de los mecanismos temporales en la minificción actual, creemos que nos será de gran utilidad repasar brevemente los principales postulados teóricos que, sobre este tema, ha ofrecido la crítica especializada. El punto de partida de la mayoría de los especialistas es el de exigir que todo minicuento, para ser considerado como tal, desarrolle su trama en unas coordenadas temporales. Lo que teóricamente es sencillo de enunciar se convierte, en algunos microrrelatos, en una pauta muy difícil de constatar por el carácter elíptico que, como veremos, caracteriza a estas formas narrativas. Un especialista en minificción como el chileno Juan Armando Epple coincide con el ya citado José María Merino y considera que la terna de elementos esenciales en todo minicuento está compuesta por acción, tiempo y espacio, aunque, como él mismo señala, “algunos elementos de esta tríada […] estén simplemente sugeridos”. A la terna señalada por Epple especialistas como Adriana Berchenko o Violeta Rojo suman uno más: los personajes. Rojo definía con estas palabras la necesidad de que en todo minicuento haya narración: “siempre hay una historia en la que un(os) personaje(s) realizan acciones en un espacio y un tiempo” (566). Berchenko, por su parte, señala que el carácter mínimo de la descripción del espacio y el tiempo en la minificción provoca que tanto el proceso creador como el receptor sean muy exigentes en este género (48). Otro aspecto que, con respecto al tiempo en la minificción, han señalado los especialistas es la tendencia a que los argumentos de estos relatos se desarrollen en un lapso temporal muy breve y esencializado. Así opinan, por ejemplo, Irene Andres-Suárez y David Lagmanovich; la primera señala que en los minicuentos “la acción trascurre en un instante” (2007, 25). Lagmanovich redunda en esta idea y, al defender la velocidad del género, apunta que “el lector cree tener ante sus ojos una totalidad instantánea, con notable pérdida del transcurso narrativo” (2005, 24). Esta tendencia se observa en muchos microrrelatos que se desarrollan en un tiempo cronológico no narrativo, “congelado”, lo que ha llevado a teóricos como Irving Howe a observar en la minificción una sensa-
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ción de atemporalidad (13). Sin embargo, nuestra opinión es contraria y pensamos, como ya hemos defendido, que siempre ha de haber una evolución temporal en la trama del minicuento. Una última característica relacionada con la temporalidad en el género que no debemos olvidar es la que apunta David Roas en su repaso a sus rasgos esenciales: la “utilización extrema de la elipsis” (2008, 51). Como señala María del Carmen Bobes Naves en su monográfico sobre la novela, “el tiempo del argumento reduce necesariamente el de la historia porque no cuenta todos los detalles, ni siquiera todos los motivos” (167). Este hecho, consustancial a todo relato, se extrema en la minificción, donde el argumento es tan elíptico por la necesidad de contar solo (o incluso menos) lo estrictamente necesario. Se consigue así lo que David Roas llama “la condensación de la acción mediante la elipsis” (2008, 52).
3. ANÁLISIS Una vez repasados los rasgos básicos de la temporalidad que los especialistas en minificción constatan en el género, vamos a comenzar la parte central de nuestro estudio. Se trata, como anunciamos en la introducción, de analizar los mecanismos temporales que con mayor frecuencia y que de manera más significativa aparecen en los microrrelatos. Como corpus de estudio hemos tomado una serie de libros publicados por autores españoles e hispanoamericanos en las últimas décadas. Se trata, como el lector podrá ir comprobando a lo largo de nuestro artículo, de autores de gran relevancia en la evolución del género en los últimos veinticinco años. Comenzaremos este análisis con el que, desde nuestro punto, es sin duda el recurso temporal más frecuente y, sobre todo, definitorio del microrrelato: la silepsis o relato iterativo. Hemos de recordar que con estos términos se hace referencia en la teoría de la narración a uno de los cuatro tipos de frecuencia que podemos observar en un relato, concretamente a aquel en el que “se narra en una sola vez lo que ha pasado n veces” (Pozuelo Yvancos 264). Se trata, por lo tanto, de singularizar un hecho que tiene un recorrido mayor en el mundo hipotético de la ficción, algo que ha venido ocurriendo en varias ocasiones. La utilidad de este recurso para los autores de microrrelatos es máxima, ya que la naturaleza elíptica del género hace que se busquen hechos puntuales (que no se extiendan demasiado en el tiempo) que posean la máxima significación posible
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(para provocar en ellos un conflicto que se erija en eje de la trama). Creemos que se trata de un recurso que, si bien aparece en todos los géneros narrativos, adquiere en la minificción una importancia suma. Es por ello que dedicaremos una parte importante de nuestro artículo a observar cómo funciona el tiempo iterativo en los minicuentos, donde influye directamente en la organización de la trama y en la configuración de los personajes. La utilización de la frecuencia iterativa se puede relacionar con otro aspecto propio del microrrelato: la estructuración de la trama en torno a repeticiones de elementos diegéticos. Esta tendencia atañe directamente al uso de la silepsis, ya que hay una repetición (en la historia) que convive con una singularidad (en el relato). Veamos cómo funciona este tipo de frecuencia en dos minicuentos concretos. En “Perseguidor invisible” (51), de Gabriel Jiménez Emán, encontramos una primera frase que muestra lo que parece ser un relato singulativo (un hombre observa cómo una mujer se dirige del autobús hasta su trabajo), pero que a partir del segundo párrafo se nos muestra como iterativo. El hecho narrado es aparentemente nimio y en él no existe el conflicto necesario en todo texto narrativo; sin embargo, la clave está precisamente en que esa observación de la que es objeto la mujer se repite “casi todos los días”. Esta repetición se convierte en el eje del relato, ya que nos muestra la pasión silente del hombre hacia una mujer a la que observa (tan solo eso) un día tras otro. En “Agradecimiento” (92) de Julia Otxoa, tenemos un argumento similar (un amor no consumado) y una estructura temporal también parecida. La primera parte del relato muestra un acto singular: una mujer acude a una cita a ciegas a la que su amante falta, pero en la que se le invita (a través una nueva carta) a un nuevo encuentro. El tercer párrafo es la clave del texto, ya que se convierte este hecho singular (el que la mujer acuda al encuentro y le den plantón) en iterativo, al repetirse durante veinte años. El final del relato muestra cómo la repetición de citas sin encuentro ha permitido a la dama mantener la pasión durante toda su vida. Como vemos, la referencia puntual a un acto que se ha repetido en varias ocasiones se suele situar en la parte central del relato. Esto sirve para darle una mayor trascendencia a unos hechos que, narrados de manera singular, no la tendrían y preparar así el desenlace del relato. Además de esta utilidad en la estructuración de la trama, la frecuencia iterativa posee en la minificción un gran valor a la hora de definir a los personajes. Las descripciones de los protagonistas de los minicuentos suelen ser, por motivos obvios, muy parcas y es bastante habitual el empleo de estereotipos. Por ello, para configurarlos es muy útil la frecuencia iterativa, ya que mediante una
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referencia concisa a un acto que el personaje realiza habitualmente se le puede definir. El libro Los males menores, de Luis Mateo Díez, está lleno de estos personajes rutinarios que basan su comportamiento en un hecho repetitivo cuya ruptura los sume en el desconcierto. Un ejemplo de ello lo tenemos en “Autobús” (134), relato basado en la reiteración tanto de la costumbre que agrada al protagonista, el encuentro diario con una mujer, como del intervalo que lo desespera, la ausencia de la mujer en el autobús. Se trata de un personaje, como muchos otros del libro del narrador leonés, cuya caracterización se consigue gracias a la silepsis. Los minicuentos que utilizan la frecuencia iterativa, se valen de unas formas discursivas que también queremos señalar. Según Antonio Garrido Domínguez, el tiempo verbal asociado a la silepsis es el pretérito imperfecto (188). Este especialista también señala que el relato iterativo se caracteriza por el uso de ciertas marcas textuales. En las minificciones que emplean la silepsis encontramos con frecuencia, además del ya citado tiempo verbal, adverbios como “siempre” y locuciones como “desde entonces”. Una vez analizado el uso, definitorio como hemos visto, de la silepsis en la minificción, nos vamos a centrar ahora en la duración del relato. Los especialistas en narratología definen cuatro tipos de asincronía entre el tiempo de la historia y el del discurso: el sumario, la escena, la elipsis y la pausa descriptiva (Pozuelo 263-264). Con el primero se resume en unas pocas líneas lo sucedido en un lapso de tiempo amplio, lo cual no es solo útil, sino imprescindible en un género que se caracteriza por su parquedad. Los autores de minificción optan con mayor frecuencia por las tramas que se ubican en un tiempo concreto, pero cuando es necesario para el argumento referirse a lo ocurrido en un periodo amplio se recurre al sumario. Lo que define el uso del sumario en los microrrelatos es, precisamente, su concisión, ya que en unas pocas líneas se tiene que resumir lo ocurrido en varios años. Vemos un ejemplo de ello en el minicuento “Foto de archivo” de David Lagmanovich, que a mitad del relato compendia varios años de la vida de los protagonistas con la siguiente frase: “Los años trajeron muchas cosas: casamientos, divorcios, hijos, viajes, y hasta un exilio por motivos políticos” (2007, 62). El segundo tipo de asincronía, la escena, es mucho más habitual que el sumario y en muchos casos se convierte en eje del la construcción del relato, hasta el punto de que podríamos considerarlo como un tipo concreto de microrrelato en una hipotética taxonomía. Recordemos que la escena es un intento de contar la historia tal y como se produjo, lo que la obliga, en el caso de la
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minificción, a centrarse en episodios muy concretos y limitados en el tiempo. Son, como decimos, muy habituales los minicuentos que emplean este tipo de duración temporal y en ellos se percibe un mayor protagonismo de los personajes frente a la figura del narrador, lo que los acercaría al teatro. Esta tendencia llega a su límite en los textos de Historias mínimas (1988) de Javier Tomeo, que poseen forma teatral aunque muchos especialistas los han vinculado con el microrrelato (Andres-Suárez 2010, 141). Otra de las asincronías que, siguiendo a Pozuelo Yvancos, hemos señalado es la que él llama “pausa descriptiva”, según la cual se genera un tiempo del discurso más lento que el de la historia (264). Con este mecanismo el autor del microrrelato consigue detenerse en un instante concreto que adquiere una significación mayor. Se trata, por lo tanto, de una herramienta muy útil en un género marcado en su construcción por la búsqueda de la intensidad. En los minicuentos en los que encontramos una pausa descriptiva, esta se suele utilizar con mayor frecuencia para conocer los pensamientos de un personaje, mientras el tiempo está “congelado”, que para realizar descripciones de espacios. Un ejemplo de ello lo tenemos en el microrrelato de Juan Pedro Aparicio titulado “Presentimiento” (124). Estamos ante un recurso muy útil mediante el cual el tiempo cronológico está detenido pero el de la historia continúa avanzando. La última de las cuatro asincronías es la elipsis, un mecanismo que se suele asociar a la minificción. Sin embargo, debemos aclarar que lo que se ha convertido en una marca del género no es tanto la eliminación de un periodo del tiempo de la historia, como define la Narratología este concepto, como la utilización de un estilo parco en descripciones, elíptico. De todas formas la elipsis como mecanismo temporal es también frecuente en el minicuento y contribuye a lograr la concisión del relato. Lo hace mediante la omisión de un fragmento de la historia que, o bien no es esencial para el autor, o bien servirá para finalizar la trama. El primero de los casos encajaría perfectamente con la filosofía fundacional del microrrelato, según la cual solo aparece escrito lo esencial para el relato. En cuanto al segundo, entroncaría con otra tendencia de la minificción: el uso de finales sorprendentes. Este último sería el caso de “El espíritu manta” de David Roas (2007, 60-61); en este minicuento hay una elipsis que abarca un año y que está justificada, en primer lugar, por las leyes del más allá: según el narrador todo muerto debe esperar un año para poder convertirse en un fantasma. Sin embargo, el sorpresivo final de la narración nos muestra que la función de esa elipsis era dar tiempo a que la hija del finado vendiera su casa y a que la convirtieran en un garaje, anulando así la venganza del muerto cuan-
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do aparece en su antigua casa (ahora concesionario) dispuesto a asustar a su hija. Finalizaremos la parte central de nuestro estudio, antes de concluir con unas breves reflexiones finales, con otros aspectos de la utilización del tiempo en la minificción que consideramos relevantes. En primer lugar nos vamos a detener en los microrrelatos que se estructuran en dos tiempos diferentes, normalmente paralelos u opuestos entre sí. En estos casos el narrador focaliza su atención en uno de estos momentos, que se convierte en el presente, mientras que el otro, pasado (habitualmente) o futuro, guarda algún tipo de relación (por similitud o por oposición) con el presente. Se consigue mediante estas prolepsis o analepsis constatar una evolución o un cambio en la trama o en el protagonista. David Lagmanovich utiliza esta estructura temporal en “Lluvia” (2007, 69); es este un minicuento en el que el narrador relata dos momentos de su vida separados por unos años de distancia. En el primero (el pasado) se besa con una mujer bajo la lluvia y esquivan entre risas a los coches. En el tiempo presente del narrador se repiten los elementos principales, pero estos poseen ahora una carga negativa: la mujer ya no está con el narrador y la lluvia le impide ver a un coche que lo atropella. Como ya se ha señalado, uno de los elementos que define a los autores de minificción es la falta de prejuicios que tienen a la hora de experimentar con sus narraciones. Se trata de un género en el que es muy habitual, y efectiva, la sorpresa, que el autor busca provocar en el lector de muy diferentes formas. En el caso del tiempo tenemos un ejemplo de uso llamativo del orden temporal en aquellos microrrelatos cuya trama siguen un orden inverso al cronológico de la historia. Se trata de un recurso sencillo y que se adapta mejor al minicuento que a otros géneros narrativos, ya que consigue llamar la atención del lector sin llegar a cansarle. Dos ejemplos de este juego con el tiempo lo tenemos en el texto de Luis Britto García “Antes de la guerra” (159) y en el de Fabián Vique titulado “Diez minutos” (21). En el primero el orden inverso consigue que se anulen los daños provocados por un conflicto armado, “rebobinando” la acción de las bombas y las balas; en la minificción de Vique, se narra el suicidio de un hombre, pero comenzando por su muerte, relatando después su agonía y finalizando con el momento en el que aprieta el gatillo. Para finalizar, vamos a detenernos en un mecanismo que no pertenece al tiempo narrativo, sino al tiempo interno de la historia narrada. Encontramos en la minificción hispánica muchos textos que siguen la unidad clásica (pseudoaristotélica) del tiempo, es decir, ocurren en un día. Se consiguen así micro-
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rrelatos con una trama compacta, que se extienden en un lapso temporal tan definido como es el día. Como botón de muestra citaremos tres minificciones que comparten este rasgo: “La verdad”, de Juan José Millás (39); “Algunos días”, de Antonio Fernández Molina (162); y “El tenor”, de Fabián Vique (39).
4. CONCLUSIONES La necesidad de completar la bibliografía teórica sobre el microrrelato nos impulsó a realizar este artículo, con en el que hemos querido analizar las características del uso del tiempo en la minificción hispánica contemporánea. Como se ha podido comprobar en las líneas anteriores, consideramos que el uso de la silepsis o relato iterativo es una de las marcas del género. Este tipo de frecuencia se amolda perfectamente a la naturaleza metonímica del minicuento, donde es fundamental que lo que el narrador cuente posea, a pesar de ocupar unas pocas líneas, una significación más amplia. Con la silepsis se consigue, como ya hemos señalado, que un tiempo concreto evoque lo que ha ocurrido en muchas ocasiones, lo que abre un amplio abanico de posibilidades al autor. Junto con este mecanismo, que consideramos el más significativo en la minificción, hemos repasado otros recursos relacionados con la temporalidad, y en todos hemos comprobado cómo se adaptan a las particularidades del minicuento. Ya sea en el uso del orden o de la frecuencia en el relato, los autores tienen en cuenta rasgos como la necesidad de concisión, la intensidad en las tramas o la concreción en los argumentos y en la definición de los personajes. Todos ellos son características propias de un género tan peculiar e interesante y que se muestra tan exigente para el lector y el autor como es el microrrelato.
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Al abordar cualquier investigación relacionada con los mitos una de las primeras características que se pone de manifiesto es su pervivencia a lo largo de la historia. Son muchos los estudiosos que consideran que esta continuidad se debe, como explicaba Ortega y Gasset, a que “el mito es siempre el punto de partida de toda poesía” (221). El filósofo toma aquí la poesía como núcleo de la literatura, que puede expresarse a través de diferentes géneros; de hecho, la cita está tomada de sus Meditaciones del Quijote. En esta obra presenta el mito como un principio creativo que permite “alejarse del mundo de las apariencias, ir más allá de las circunstancias, para acceder a lo esencial (los principios y las causas)” (192): la dimensión trascendente, su ir más allá del espacio y del tiempo histórico, es para el filósofo lo constitutivo de lo mítico. Afrontado desde el punto de vista de la teoría de la literatura, el mito adquiere perfiles más concretos. José Manuel Losada, en “Paradigmas e ideologías de la crítica mitológica”, presenta un interesante recorrido sobre los principales enfoques desde los cuales se ha estudiado el mito literario en el siglo XX y ofrece una definición sintética y eficaz: mito es un “relato oral, estructuralmente sencillo, de un acontecimiento extraordinario, privado de testimonio histórico y dotado de ritual, con carácter conflictivo, funcional y etiológico” (85; ver también 445-446). Esta aproximación resulta adecuada tanto para referirse a mitos de diferentes épocas históricas como para designar relatos de diferente género, ya que la palabra “relato” está tomada como ‘argumento’, no como ‘narración’. De hecho, los escritores han ido contando las historias míticas de héroes y dioses a lo largo de los siglos bajo formas muy diversas. Ya solo en el mundo grecolatino encontramos variaciones: desde las extensas narraciones en verso de la Ilíada y la Odisea, pasando por el teatro de Sófocles, hasta el subjetivismo elegíaco de Catulo o los breves fragmentos de las Metamorfosis de Ovidio. Esta libertad de expresión se debe a que los mitos, por ser de tradición oral (primer aspecto de la definición), son siempre anteriores y externos al texto: “par le sta-
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tut même d’antériorité qui les caractérise, les mythes se situent en dehors du texte. (…) En effet, le rapport originel qu’ils entretiennent n’est pas avec l’écrit, mais avec la vie des hommes qui les racontent et avec leurs croyances religieuses” (Brunel 59). Es decir, todo texto sobre mitos presupone un relato anterior. Este aspecto (indisociable del segundo, “privado de testimonio histórico”) es especialmente importante cuando se abordan textos míticos escritos a partir del último tercio del siglo XX. Gombrich, en su conocida conferencia sobre “La tradición del conocimiento general”, explicó genialmente cómo, en nuestra cultura occidental contemporánea, las grandes historias de la tradición ya no forman parte del saber común. En este sentido, se puede decir que la cultura oral, como tal, se ha perdido. Los relatos míticos, y tantos otros tesoros del patrimonio verbal, solamente llegan a través de tradiciones escritas, muchas veces prestigiosas. Esto condiciona también nuestra manera de entender el mito, que siendo de origen popular está hoy dotado de un aura de autoridad y ligado a un saber que se percibe como elitista.
MICROCUENTOS DE TEMA MÍTICO Dentro de este contexto resulta muy interesante considerar el tratamiento que el microcuento, como género contemporáneo, hace de los relatos míticos. No es fácil todavía saber si en las redes que está creando ha surgido algún mito nuevo, pero sí comprobamos que es un recurso habitual de los microrrelatos presentar variaciones o textos alternativos sobre historias ya conocidas por el lector. En su liminar estudio sobre la teoría del relato, Lagmanovich considera que este es el primer modelo estructural del microrrelato, y en su opinión está muy ligado a la parodia (1996, 26). Francisca Noguerol matiza que esta característica es una suerte de “virtuosismo intertextual”, y también concluye que es “reflejo del bagaje cultural del escritor por el que se recupera la tradición literaria aunando el homenaje al pasado (pastiche) y la revisión satírica de este (parodia)” (51). Sucede esto de manera evidente en los cuentos que se presentan como comentarios a un mito clásico. Se basan en historias que ya han sido contadas muchas veces y en las que los rasgos distintivos (estar dotados de un ritual, el carácter conflictivo, funcional y etiológico) son casi siempre presupuestos, ya que la mayoría de las variaciones de los microrrelatos no proponen otra versión de los hechos sino de su interpretación. Las breves frases que conforman el microcuento contemporáneo aportan habitualmente una perspectiva nueva
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desde la cual el relato mítico y sus interpretaciones a lo largo de la historia de la literatura cobran un sentido diferente del tradicional. De este modo ponen de manifiesto algunas características del mito (su flexibilidad y versatilidad) y ciertos rasgos de nuestra cultura contemporánea, entre los que destacan su afán desmitificador y su interés por el lenguaje. Para justificar estas afirmaciones con ejemplos concretos me serviré de una serie de relatos que se basan en narraciones de la Ilíada o la Odisea. La muestra no es ni mucho menos exhaustiva, ya que es imposible realizar un barrido completo del corpus de los microcuentos: como explica Fernando Valls, “el microrrelato es un género fuera del comercio” (3) y por tanto circula libremente en medios contemporáneos de difusión, especialmente en la web. Solo se puede publicar en medios tradicionales como los libros agrupando un buen número de ellos, de un mismo autor o de diferentes escritores. La navegación en Internet y la revisión de varias antologías ofrece un número significativo de relatos. Al hacer la selección, la primera conclusión que se hace evidente es que la mayoría de los textos centran su atención en Penélope o las sirenas. El recurso no es nuevo. Ya Ovidio en sus Heroidas había descentralizado el punto de vista de los grandes relatos épicos griegos para contar las vidas de sus héroes desde un punto de vista femenino. Esta versión subvirtió de distintos modos los relatos originales. Por ejemplo, como explica Vicente Cristóbal en su traducción a esta obra, el narrador femenino permitía a Ovidio componer un libro de indiscutible apertura subjetiva y originalidad estética, ya que la mujer tenía en aquella época un lugar marginal con respecto a la cosa pública, y estaba por tanto “desvinculada de todo compromiso con las consignas del poder y con la ideología dominante” (24). Además, si las epopeyas están situadas en un tiempo mítico, la subjetividad del género epistolar hace que sus personajes adquieran dimensiones humanas y se contagien de contemporaneidad. Así, Ovidio en su obra abre las puertas a la exaltación emotiva y la expansión estética, y provoca una corrosiva desmitificación de los grandes héroes olímpicos. Sin embargo, el hecho es que estos ataques no produjeron daños: los relatos míticos no dejaron en ningún momento de mantener su estatuto de textos privilegiados. Por eso es lógico que el afán por desautorizar los relatos trágicos o heroicos con versiones subjetivas y pragmáticas surja una y otra vez en la historia como reacción frente a los grandes discursos de poder. También en los microcuentos contemporáneos se buscan fines similares a estos. Como explica Ana Rueda,
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Rosa Fernández Urtasun las apropiaciones de otros ámbitos discursivos y el golpe al principio de unidad son parte de un mismo impulso posmoderno de derrocar los centros privilegiados. Son textos ex-céntricos, cuyo lenguaje está dirigido a des-centrar/des-autorizar el discurso mesiánico (30).
Un ejemplo explícito de esta postura es la Traducción femenina de Homero que nos ofrece Marco Denevi en sus Falsificaciones: Toda la Odisea, con sus viajes, sus naufragios, sus sirenas, sus hierbas mágicas, sus animales míticos, sus palacios misteriosos, sus aventuras y sus desastres es, para Penélope, una inútil y tediosa demora en sus amores con Ulises. Mientras tanto Andrómaca refunfuña: “Que el viejo Homero cuente la historia a su manera. Yo daré mi versión. Yo, que la he vivido. Yo, una pobre mujer desdichada. Primero, recuerdo, fue la prohibición de salir de la ciudad. Después tuve que pulir escudos, coser sandalias, fabricar flechas hasta que las manos se me llagaron. Después, vendar heridas que sangraban y supuraban y enterrar a los muertos. Después escasearon los víveres y nos alimentábamos de ratas y raíces. Después perdí a mi marido y a mis hijos. Después el ejército invadió la ciudad y abusó de mí y de mis hijas. Por fin el vencedor me hizo su esclava” (1984, 281).
Este relato de Denevi no se aparta de la línea de la tradición de las Heroidas. Los hechos narrados mantienen su grandeza y el mito, su poder. Como en el relato de Ovidio, Penélope está enamorada de Ulises y solo ve en sus aventuras un alejamiento inoportuno. La versión de Andrómaca mantiene, con un acento subjetivo más cercano, todo el dolor de su tragedia. Sin embargo, en este mismo libro, Denevi escribe otro posible final a la Odisea que titula Epílogo de las Ilíadas: Desde el alcázar del palacio lo vio llegar a Ítaca de regreso de la guerra de Troya. Habían pasado treinta años desde su partida. Estaba irreconocible, pero ella lo reconoció. –Tú –le dice a una muchacha–, siéntate en mi silla e hila en mi rueca. Y ustedes –añade dirigiéndose a los jóvenes–, finjan ser los pretendientes. Y cuando él cruce el lapídeo umbral y blandiendo sus armas quiera castigarlos, simulen caer al suelo entre gritos de dolor o escapen como del propio Áyax. Y la provecta Penélope de cabellos blancos, oculta detrás de una columna, sonreía con desdentada sonrisa y se restregaba las manos sarmentosas (310).
Esta versión es, en cuanto al tono, completamente diferente de la anterior. Desaparece el aura de grandeza y Penélope se nos muestra como una mujer
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resentida y calculadora que se venga de su marido negando el paso del tiempo y orquestando un final teatral que lo ponga en evidencia. El hecho de que un mismo autor, incluso en un mismo libro, proponga dos interpretaciones diferentes de una misma obra está directamente relacionado con el interés posmoderno por atacar el principio de unidad de los textos que forman parte del gran canon de la tradición occidental (ver Noguerol 1996, 50-51). En este caso, además, la segunda versión, al poner el acento en la organización de la escena final, niega ese rasgo fundamental del mito que es su estatuto de “acontecimiento extraordinario”, el “alejarse del mundo de las apariencias” de Ortega. Todavía más evidente aparece este rasgo en la interpretación que hace Augusto Monterroso sobre quién mueve los hilos (nunca mejor dicho) en La tela de Penélope o quién engaña a quién: Hace muchos años vivía en Grecia un hombre llamado Ulises (quien a pesar de ser bastante sabio era muy astuto), casado con Penélope, mujer bella y singularmente dotada cuyo único defecto era su desmedida afición a tejer, costumbre gracias a la cual pudo pasar sola largas temporadas. Dice la leyenda que en cada ocasión en que Ulises con su astucia observaba que a pesar de sus prohibiciones ella se disponía una vez más a iniciar uno de sus interminables tejidos, se le podía ver por las noches preparando a hurtadillas sus botas y una buena barca, hasta que sin decirle nada se iba a recorrer el mundo y a buscarse a sí mismo. De esta manera ella conseguía mantenerlo alejado mientras coqueteaba con sus pretendientes, haciéndoles creer que tejía mientras Ulises viajaba y no que Ulises viajaba mientras ella tejía, como pudo haber imaginado Homero, que, como se sabe, a veces dormía y no se daba cuenta de nada (Lagmanovich 2005, 86).
Esta multiplicidad de versiones pone de manifiesto uno de los rasgos más interesantes del mito que es, según el término que define Pierre Brunel en Mythocritique, el de la flexibilidad. Explica que los elementos míticos tienen una “souplesse d’adaptation” que permite contar versiones diferentes e incluso contrapuestas del mismo mito sin que esto llegue a tocar su esencia. Existe una “résistance de l’élément mythique dans le texte littéraire” (77) que hace que el mito lo siga siendo independientemente del número y cualidad de las modificaciones o incluso subversiones que se produzcan en sus diferentes expresiones textuales. Así pues, y a pesar de lo que se viene repitiendo (Hernández Mirón s. p.; Rueda 30), aunque los autores de microrrelatos parezcan empeñarse una y otra
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vez en desestabilizar los grandes relatos, la realidad es que estos textos breves, irónicos y transgresores están más bien recuperando para el gran público unos relatos que por su extensión y complejidad habían empezado a desaparecer de la tradición del conocimiento general. No se aleja de esta idea el cuento de René Leiva en el que propone otorgar el Premio Nobel a un tal Homero: Estocolmo, Oct. A un tal Homero, poeta griego, le fue otorgado el codiciado Premio Nobel por sus dos poemas, La Ilíada y La Odisea, “obras representativas del espíritu helénico”, anunció escuetamente la Academia sueca. El poeta, ciego según fuentes bien informadas, y sin domicilio conocido, no es el primer griego que gana el premio. Homero fue escogido entre doscientos candidatos al galardón que este año, indudablemente, despertará más polémicas en el mundillo literario (75).
Esta concesión del prestigioso premio Nobel supondría el reconocimiento de una de las primeras y más importantes recopilaciones escritas de un acervo propiamente anónimo. La historia parece haber querido preservar esta realidad diluyendo la singularidad del autor de la Ilíada y la Odisea bajo el neutro apodo de “el ciego”. Si en el mundo griego el prestigio de los relatos homéricos se expresó en una difusión oral abierta a revisiones y variaciones, el relato de Leiva muestra el afán contemporáneo por reconocer al autor y premiar su éxito a través de un galardón que segrega al escritor del pueblo haciendo de él un nuevo mito.
MITO Y CULTURA CONTEMPORÁNEA La flexibilidad, la capacidad de adaptación que tienen los mitos ante posibles modificaciones o subversiones, se complementa, como vamos viendo, con la versatilidad, que implica que los mitos están constitutivamente abiertos a una multiplicidad de interpretaciones. No hace al caso que sean opuestas, contradictorias, convergentes o complementarias: cada una de estas posibilidades va más allá del texto, lo trasciende para iluminar distintas zonas del complejo ser del hombre y de su actuación. Cada versión, como es lógico, tiene las huellas del pensamiento de su autor; tomadas en conjunto, pueden señalar la dirección hacia la que apunta una determinada época cultural. El hecho de que el mito se haya mantenido a lo largo de la historia nos permite descubrir en sus variaciones rasgos propios de
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cada momento histórico. El microrrelato, al ser un género reciente (al menos en su utilización masiva), nos muestra en sus reescrituras del mito algunas de las características de nuestra cultura. Así, por ejemplo, René Avilés sugiere en uno de sus relatos Nuevas versiones y más fidedignas de la antigua Grecia cómo se trataría hoy a los héroes de la Antigüedad: Al pobre Narciso lo ponen en un lugar sin espejos, sin agua, sin posibilidad alguna donde reflejarse; así le salvan la vida, lo destinan a la fealdad de la vejez y a una historia mediocre. A Teseo lo encierran en el laberinto donde aguarda rabioso Minotauro y no le permiten ningún ovillo de hilo. Está condenado a muerte. Ariadna tendrá que conformarse con otro héroe menos espectacular. A Penélope le impiden tejer y, consecuentemente, destejer. Ya sin terapia y sobre todo sin Ulises, quien la engaña con Circe, se desquicia y tiene que consultar a Freud (Lagmanovich 2005, 202).
Dentro de la economía característica del género, Avilés presenta tres mitos diferentes. Como en los relatos clásicos, los protagonistas son regidos por fuerzas ajenas a ellos, pero en este caso resultan para el lector de orden comprensible y sospechosamente racional. No sabemos quiénes “lo ponen, lo encierran, le impiden”, las construcciones son impersonales, pero los verbos son suficientemente expresivos como para que descubramos detrás una autoridad que admite poca réplica. El narrador se compadece de los otrora héroes (“al pobre Narciso”, “tendrá que conformarse”) porque entiende que las acciones a las que se han visto sometidos implican ausencia de comprensión o respeto hacia su verdadera personalidad. Ortega, en su libro sobre las Meditaciones del Quijote antes mencionado, explica cómo, en su opinión, el héroe clásico era aquel que asumía voluntariamente un sentido propio para su vida, resistiéndose así a que fueran la herencia o las circunstancias las que predeterminaran su existencia (227). Sin embargo, esta actuación de los héroes provoca grandes resistencias en el plebeyo que todos llevamos dentro: El villano desconoce aquel estrato de la vida en que esta ejercita solamente actividades suntuarias, superfluas. Ignora el rebasar y el sobrar de la vitalidad. Vive atenido a lo necesario y lo que hace lo hace por fuerza. Obra siempre empujado, sus acciones son reacciones. No le cabe en la cabeza que alguien se meta en andanzas por lo que no le va ni le viene. Le parece un poco orate todo el que tenga la voluntad de la
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Rosa Fernández Urtasun aventura, y se encuentra en la tragedia con un hombre forzado a sufrir las consecuencias de un empeño que nadie le fuerza a querer (235).
De ahí que tendamos a ridiculizarlos y tratarlos como locos (el propio Alonso Quijano es un buen ejemplo). De este modo, reducimos la realidad a lo que podemos dominar racionalmente y los personajes que se salen de nuestros esquemas resultan cómicos en su extravagancia: Como el carácter de lo heroico estriba en la voluntad de ser lo que aún no se es, tiene el personaje trágico medio cuerpo fuera de la realidad. Con tirarle de los pies y volverle a ella por completo, queda convertido en un carácter cómico (237-238).
Este es exactamente el procedimiento que utiliza Avilés: la autoridad anónima que actúa en el relato siente la responsabilidad de hacer volver los dioses a la realidad. Narciso, si tiene un espejo a mano, corre peligro de suicidarse. Su locura no es peligrosa, tiene un fácil arreglo: se retira de su alcance todo objeto en el que se pueda reflejar. De este modo mantiene la vida pero pierde el sentido. Su historia nos recuerda, además, que la vejez y la fealdad son en nuestra época dos lacras onerosas y humillantes. Teseo sin embargo parece un personaje agresivo, es “condenado a muerte” y no se le permite utilizar sus recursos propios. Ariadna, como en las versiones clásicas, acaba consolándose con otro, pero ahora no se tratará de un dios compasivo como Baco, sino de “otro héroe menos espectacular”. De nuevo estamos ante un proceso reduccionista, que en este caso pone el acento en el pragmatismo. Por último, dentro de esta breve enumeración de héroes clásicos, resulta llamativo que en la reescritura de la Odisea vuelva a ser Penélope la protagonista, el sujeto sobre el que recae la prohibición de la autoridad. No se condena a Ulises por viajar o embarcarse en aventuras, sino a Penélope por tejer (“y, consecuentemente, destejer”). Su trabajo era aparentemente inocuo, pero queda prohibido, quizá porque tradicionalmente se ha relacionado con la escritura. En esas circunstancias Penélope no tiene a qué agarrarse, ya que Ulises, por su parte, se ha marchado y “la engaña con Circe”. Su recurso será uno de los más socorridos del hombre contemporáneo (y solo del contemporáneo), acudir al psiquiatra. La referencia a Freud, además de ser una sinécdoque, recuerda el interés del fundador del psicoanálisis por los mitos clásicos. También es la tejedora Penélope la protagonista de un microcuento de Luisa Valenzuela. En una frase nos recuerda otro rasgo de la modernidad, la convic-
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ción de que el azar puede ser más real que el destino. Valenzuela lo muestra creando un relato de raíz surrealista: Confesión esdrújula Penélope nictálope, de noche tejo redes para atrapar un cíclope (378).
El peso del relato, que debería recaer sobre la protagonista, Penélope, se concentra en realidad sobre su nombre: la asociación del resto de las palabras que acaban formando la frase viene determinada por su acento, como señala inequívocamente el título. “Nictálope”, la que ve de noche, se relaciona con un aspecto importante de la caracterización de Penélope: al haber ligado el plazo de su fidelidad a Ulises a la confección de una mortaja para Laertes, astutamente deshacía de noche lo que había tejido durante el día. En esta breve versión, el trabajo nocturno tiene también que ver con el oficio de tejer, pero son redes lo que elabora. Y el objeto de su esfuerzo no es Laertes, ni Ulises sino el cíclope, que en el relato homérico en ningún momento se relaciona con Penélope, pero que es convocado aquí por tener nombre esdrújulo. Aunque aparentemente se trata de un simple juego de palabras, y quizá no era otra la intención de la autora, creo que es un buen ejemplo de cómo también los mitos son sometidos, de nuevo sin que esto los haga sucumbir, a procesos modernos de escritura voluntariamente ilógicos. Tampoco sería descabellado pensar que el azar objetivo ha brindado a Valenzuela un sugerente descubrimiento: Ulises sí tuvo un largo y significativo encuentro con el cíclope en el relato homérico, y fueron las redes de la palabra, las mismas que tejía Penélope, las que verdaderamente capturaron al monstruo. De este modo, además, el giro en la perspectiva convierte a la mujer de nuevo en la verdadera heroína.
LOS MITOS Y EL CANTO El interés por el lenguaje que muestra el relato que acabamos de ver no es un ejemplo aislado. En el estudio de los microcuentos de tema mítico este rasgo parece singularizarse como uno de los más importantes (si no el más) de la cultura contemporánea. En las recreaciones de los mitos homéricos que nos están sirviendo como hilo conductor, las reflexiones sobre la palabra y el silencio son muy habituales, y se hacen especialmente elocuentes cuando el autor se detiene en el episodio de las sirenas.
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Se trata de un pasaje muy sugerente; quizá por eso las sirenas se cuentan entre los personajes más conocidos de la Odisea. Estas habitantes de los mares tenían como rasgo distintivo un canto hechizante con el que extraviaban a los marinos y los hacían encallar entre las rocas. A principios del siglo XIX, un físico francés, Cagniard de la Tour, inventó un instrumento acústico al que, en su honor, dio ese mismo nombre de “sirena”. Este objeto industrial, disonante, se utilizó en los barcos como una manera de señalar su localización y advertir posibles riesgos, de modo que se podía establecer una relación por oposición entre su “canto” y el de las sirenas mitológicas. Su uso se generalizó en otros contextos; podemos encontrarlo también en las fábricas, en edificios públicos o en diversos tipos de vehículos (ambulancias, camiones de bomberos, coches de policía). En general, se sigue utilizando para señalar alarma o peligro. Edmundo Valadés personifica este objeto en doce palabras reinsertándolo de nuevo en un contexto mítico: La búsqueda Esas sirenas enloquecidas que aúllan recorriendo la ciudad en busca de Ulises (Lagmanovich 2005, 133).
Las sirenas que recorren nuestras ciudades pertenecen a vehículos que marchan a gran velocidad por encima de las reglas ordinarias de circulación. Se sitúan en un ámbito extraordinario, más allá de lo establecido, algo que en la civilización actual se identifica rápidamente con el terreno de la demencia. Las sirenas recorren la ciudad transmitiendo la inseguridad del peligro, pero su enajenación no es absoluta; si el relato se titula La búsqueda es porque su recorrido no es errático, tiene un fin: encontrar a Ulises. Del mismo modo que nuestras sirenas urbanas no conducen hacia el peligro sino que tratan de conjurarlo, en la reescritura son ellas las que buscan al héroe. Así, el escritor mexicano consigue que una metáfora lexicalizada recupere su vitalidad, y crea un microrrelato en el que el tono de nostalgia y locura recobran, en un sonido habitual pero inquietante de nuestro contexto social, el germen mítico que encierra cualquier situación de verdadero peligro. En otras ocasiones el canto se vuelve insuficiente, como en La sirena inconforme, de Monterroso. En este relato las sirenas mantienen el rito, tratan de atraer a Ulises hacia ellas. Pero no ya porque quieran hacerle perecer, sino porque están cautivadas por el héroe. Sus cantos, como en el relato homérico, no tienen efecto, y su reacción es considerarlo un simple y astuto “aburridor”. Una de ellas, sin embargo, se resiste a resignarse:
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Usó todas sus voces, todos sus registros; en cierta forma se extralimitó; quedó afónica quién sabe por cuánto tiempo. Las otras pronto se dieron cuenta de que era poco lo que podían hacer, de que el aburridor y astuto Ulises había empleado una vez más su ingenio, y con cierto alivio se resignaron a dejarlo pasar. Ésta no; ésta luchó hasta el fin, incluso después de que aquel hombre tan amado y deseado desapareció definitivamente. Pero el tiempo es terco y pasa y todo vuelve. Al regreso del héroe, cuando sus compañeras, aleccionadas por la experiencia, ni siquiera tratan de repetir sus vanas insinuaciones, sumisa, con la voz apagada, y persuadida de la inutilidad de su intento, sigue cantando. Por su parte, más seguro de sí mismo, como quien había viajado tanto, esta vez Ulises se detuvo, desembarcó, le estrechó la mano, escuchó el canto solitario durante un tiempo según él más o menos discreto, y cuando lo consideró oportuno la poseyó ingeniosamente; poco después, de acuerdo con su costumbre, huyó (…) (Monterroso 89).
El empeño de la sirena por encontrar el tono adecuado para conseguir su objetivo es inútil al principio. Por más que se esfuerce, solo consigue subrayar sus límites con la afonía: ni la palabra ni la música consiguen ser eficaces para alcanzar lo que verdaderamente interesa. En su magnífico ensayo sobre la dimensión metaliteraria del canto de las sirenas, Maurice Blanchot sugiere que esta música por llevar al abismo es imperfecta, pero ese defecto evidencia su realidad: De quelle nature était le chant des Sirènes? en quoi consistait son défaut? pourquoi ce défaut le rendait-il si puissant? (…) Il y avait quelque chose de merveilleux dans ce chant réel, chant commun, secret, chant simple et quotidien, qu’il leur fallait tout à coup reconnaître, chanté irréellement par des puissances étrangères et, pour le dire, imaginaires, chant de l’abîme qui, une fois entendu, ouvrait dans chaque parole un abîme et invitait fortement à y disparaître (9-10).
Monterroso, en su relato, apunta hacia la realidad y subraya la insuficiencia. Sin embargo, prescinde de la trascendencia y por tanto de la dimensión maravillosa, haciendo de su protagonista un personaje poco extraordinario; sus encantos no pasan de ser habilidades mediocres. Por su parte, la sirena, en su pequeñez, mantiene el conflicto. Su empeño por atraer a Ulises es constante y en ese sentido heroico: “luchó hasta el fin, incluso después de que aquel hombre tan amado y deseado desapareció definitivamente”. Es esta firmeza la que en el
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momento inesperado, cuando su voz es apenas un susurro, le permite atraer a Ulises y ser amada por él. El narrador, sin embargo, al describir este encuentro, fuerza un irónico giro del punto de vista para poder otorgar todo el triunfo a Ulises. Los escritores contemporáneos se han sentido mucho más atraídos por el silencio de las sirenas que por su canto. El que se suele considerar primer microrrelato hispanoamericano versa precisamente sobre este tema: A Circe ¡Circe, diosa venerable! He seguido puntualmente tus avisos. Mas no me hice amarrar al mástil cuando divisamos la isla de las sirenas, porque iba resuelto a perderme. En medio del mar silencioso estaba la pradera fatal. Parecía un cargamento de violetas errante por las aguas. ¡Circe, noble diosa de los hermosos cabellos! Mi destino es cruel. Como iba resuelto a perderme, las sirenas no cantaron para mí (Torri 9).
El narrador del relato es Ulises, un héroe que ya no quiere seguir siéndolo, que no busca triunfar sobre el peligro sino sucumbir en él. Quiere dejarse llevar por el canto halagador de las sirenas, ser narcotizado, probablemente como un modo de huir del esfuerzo de la aventura. Las sirenas, que conocen el destino de Ulises, deben ayudarle a cumplirlo, y por eso permanecen silenciosas cuando pasa. También Kafka escribió en 1917 un microcuento titulado El silencio de las sirenas. En él presenta a un Ulises misterioso, capaz de superar un peligro muy superior a sus fuerzas, no se sabe si por la inocencia de su ingenuidad o por lo extraordinario de su astucia: Existen métodos insuficientes, casi pueriles, que también pueden servir para la salvación. He aquí la prueba: Para protegerse del canto de las sirenas, Ulises tapó sus oídos con cera y se hizo encadenar al mástil de la nave. Aunque todo el mundo sabía que este recurso era ineficaz, muchos navegantes podían haber hecho lo mismo, excepto aquellos que eran atraídos por las sirenas ya desde lejos. El canto de las sirenas lo traspasaba todo, la pasión de los seducidos habría hecho saltar prisiones más fuertes que mástiles y cadenas. Ulises no pensó en eso, si bien quizá alguna vez algo había llegado a sus oídos. Se confió por completo en aquel puñado de cera y en el manojo de cadenas. Contento con sus pequeñas estratagemas, navegó en pos de las sirenas con alegría inocente.
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Sin embargo, las sirenas poseen un arma mucho más terrible que el canto: su silencio. No sucedió en realidad, pero es probable que alguien se hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio. Ningún sentimiento terreno puede equipararse a la vanidad de haberlas vencido mediante las propias fuerzas. En efecto, las terribles seductoras no cantaron cuando pasó Ulises; tal vez porque creyeron que a aquel enemigo sólo podía herirlo el silencio, tal vez porque el espectáculo de felicidad en el rostro de Ulises, quien sólo pensaba en ceras y cadenas, les hizo olvidar toda canción. Ulises (para expresarlo de alguna manera) no oyó el silencio. Estaba convencido de que ellas cantaban y que sólo él estaba a salvo. (…) La tradición añade un comentario a la historia. Se dice que Ulises era tan astuto, tan ladino, que incluso los dioses del destino eran incapaces de penetrar en su fuero interno. Por más que esto sea inconcebible para la mente humana, tal vez Ulises supo del silencio de las sirenas y tan sólo representó tamaña farsa para ellas y para los dioses, en cierta manera a modo de escudo (611-613).
Kafka busca detrás del relato mítico las motivaciones profundas del ser humano, y en su versión conjuga la explicación psicológica con la convicción de que el hombre es, en su totalidad, inalcanzable por la razón; nunca se puede comprender por completo. Comienza su relato aludiendo a la salvación como una instancia de diversas profundidades, que puede referirse tanto a la integridad física, como mental o espiritual. El narrador cuenta de manera literal las acciones de Ulises pero las juzga desde el primer momento pueriles, ya que los medios con los que el héroe se enfrenta a las fuerzas sobrenaturales son completamente desproporcionados. Las sirenas, a su vez, conocedoras de la naturaleza humana, saben que el punto más débil del héroe es la vanidad: conseguirán atraerlo tanto si cantan adulándolo: “llega acá, de los dánaos honor, gloriosísimo Ulises” (Homero 290) como si callan: “ningún sentimiento terreno puede equipararse a la vanidad de haberlas vencido mediante las propias fuerzas”. Pero Ulises, encerrado en su propia pequeñez, no es capaz de sentirse atraído por una grandeza que ni siquiera percibe. Es posible, sin embargo, añade el narrador, hacer otra interpretación de los hechos. Quizá Ulises fuera un ser verdaderamente extraordinario, capaz de enfrentarse a los dioses. Esta explicación no es racional, es “inconcebible para la mente humana”, solo resultaría plausible en boca de la tradición. El silencio de las sirenas podría reflejar entonces la resistencia de Ulises a someterse al poder de los dioses:
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Rosa Fernández Urtasun Ce n’est pas là une allégorie. Il y a une lutte fort obscure engagée entre tout récit et la rencontre des Sirènes, ce chant énigmatique qui est puissant par son défaut. Lutte où la prudence d’Ulysse, ce qu’il y a en lui de vérité humaine, de mystification, d’aptitude obstinée à ne pas jouer le jeu des dieux, a toujours été utilisé et perfectionné (Blanchot 12).
La prudencia de Ulises tiene muchas lecturas. Si es cierto que el canto de las sirenas “ne satisfaisait pas, laissait seulement entendre dans quelle direction s’ouvraient les vrais sources et le vrai bonheur du chant” (9), también lo es que su silencio, en principio, impediría al hombre dar razón de sí mismo. Sin embargo, desde otro punto de vista se podría argumentar que del mismo modo que aceptar su canto hubiera significado dejarse llevar en una dirección no necesariamente querida, la aceptación del silencio (cómo no recordar Ante la ley) pudo suponer la salvación de Ulises. Las versiones más recientes, como hemos visto antes, buscan positivamente la trivialidad para atacar la grandilocuencia de los grandes relatos. Así, con el mismo tema y prácticamente con el mismo título, escribe Denevi otro microcuento muy diferente a los que acabo de comentar: Silencio de sirenas Cuando las Sirenas vieron pasar el barco de Ulises y advirtieron que aquellos hombres se habían tapado las orejas para no oírlas cantar (¡a ellas, las mujeres más hermosas y seductoras!) sonrieron desdeñosamente y se dijeron: ¿Qué clase de hombres son éstos que se resisten voluntariamente a las Sirenas? Permanecieron, pues, calladas, y los dejaron ir en medio de un silencio que era el peor de los insultos (129).
Los dioses y los grandes planes del destino desaparecen en este relato en el que las sirenas quedan reducidas a simples mujeres de gran atractivo. El uso del superlativo, que permite con justicia tratarlas de “extraordinarias”, muestra, de acuerdo con el cuento de Avilés, cómo la belleza y el encanto son algunos de los caracteres excepcionales que acepta gustosa nuestra sociedad. La fuerza mítica, sin embargo, se resiste a desaparecer: la reacción desdeñosa de estas sirenas, digna de cualquier diosa olímpica, impide a los marinos conocer sus atractivos, y la historia subyacente parece sugerir que de este modo dejan de conocer los únicos encantos por los que vale la pena morir. El silencio ya no es un castigo sino un insulto. Hacer justicia es algo que pertenece a los dioses, el desprecio es una actitud vulgar propia de cualquier ser
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humano. La humillación por el silencio muestra, de un modo diferente al que sugería Kafka, cómo este se ha vuelto insoportable en nuestra sociedad. Así pues, los mitos siguen siendo eficaces para los escritores contemporáneos. Por pertenecer a un conocimiento general secular son muy apropiados para un género como el microcuento, que en muchas ocasiones busca precisamente historias ya conocidas para transformarlas y actualizarlas con un gesto breve y eficaz. Además, a la consabida multiplicidad de interpretaciones posibles de los microcuentos viene a unirse la flexibilidad y la versatilidad del mito. Este se adapta al estrecho marco que le impone el género y, al mismo tiempo, lo sobrepasa: parece proponer una orientación de lectura, pero su intrínseca constitución abierta le lleva a multiplicar las posibilidades, plausibles y justificadas, de interpretación. De este modo la lectura se enriquece y demuestra la modernidad de la conjunción entre microrrelato y mito.
BIBLIOGRAFÍA BLANCHOT, Maurice. “La Rencontre de l’imaginaire”. Le Livre à venir. Paris: Gallimard, 1959, 9-19. BRUNEL, Pierre. Mythocritique: théorie et parcours. Paris: PUF, 1992. CRISTÓBAL, Vicente. “Introducción”. Ovidio, Heroidas. Madrid: Alianza, 1994, 9-56. DENEVI, Marco. Falsificaciones. Obras Completas 4. Buenos Aires: Corregidor, 1984. GOMBRICH, Ernest H. “La tradición del conocimiento general”. Breve historia de la cultura. Barcelona: Península, 2004, 69-92. HERNÁNDEZ MIRÓN, Juan Luis. “Manifestaciones de la estética posmoderna en la aparición y desarrollo del microrrelato”. AnMal Electrónica (Analecta Malacitana) 29 (2010), . HOMERO. Odisea. Madrid: Gredos, 2002. KAFKA, Franz. Obras completas III. Barcelona: Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2003. LAGMANOVICH, David. “En el territorio de los microtextos”. El microrrelato en España: tradición y presente. Ínsula 741 (2008): 3-5. — (ed.). La otra mirada. Palencia: Menoscuarto, 2005. — “Hacia una teoría del microrrelato hispanoamericano”. Revista interamericana de bibliografía XLVI, 1-IV (1996): 19-37. LEIVA, René. Metavías. Ciudad de Guatemala: Tipografía Nacional, 1983. LOSADA, José Manuel. Mito y mundo contemporáneo: la recepción de los mitos antiguos, medievales y modernos en la literatura contemporánea. Bari: Levante, 2010.
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Miles de pequeñas explosiones. El mercado del microrrelato en el mundo hispánico FERNANDO GONZÁLEZ ARIZA Universidad CEU San Pablo
El mercado editorial del microrrelato está íntimamente relacionado con el del cuento o relato breve. Al margen de disquisiciones sobre el género, desde el punto de vista del comercio del libro existe poca diferencia entre ambos, o más bien podría decirse que caminan hermanados en una travesía donde han tenido que esforzarse por sobrevivir ante la siempre triunfadora novela. Al leer el último informe del comercio interior del libro, desarrollado para la Federación de Gremios de Editores de España, encontramos que la novela es el género más vendido con muchísima diferencia: 11.000 títulos publicados en 2010 frente a los menos de 800 que se engloban en el segmento poesía y teatro. Los libros de cuentos, o bien aparecen erróneamente incluidos en el grupo de la novela, o bien forma parte del misceláneo “otros”, del que se publicaron 1.800 títulos. A pesar de la poca claridad con que está expuesta la información, la limitada fuerza que tiene el relato frente a otros géneros es indudable. Históricamente se venía considerando como un género menor, casi de aprendizaje o de puro laboratorio para “dar el salto” a la novela. Sin embargo, desde el punto de vista editorial, el desprecio era aún, si cabe, mayor. Los libros de relatos no vendían y estaban relegados a la prensa periódica o cultural. Como en tantas ocasiones, no obstante, no es fácil saber si antes fue el huevo o la gallina, pues es también notable la cantidad de novelistas que entraron en el mundo de la literatura con un primer libro de relatos para luego abandonar el género completamente. Desde las últimas décadas del siglo pasado, la situación ha cambiado notablemente. La tradición del cuento hispanoamericano y las grandes figuras que han aparecido dominando este género le han dado un nuevo valor. A partir de los años ochenta del siglo pasado no era extraño que los catálogos de las editoriales contaran con algún libro de relatos.
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Si el panorama no era demasiado vasto para el mundo del relato breve, el microrrelato, el del cuento hiperbreve o cualquiera de los nombres que se le ha puesto fue aún más reducido. El mero hecho de que no tenga aún un nombre exclusivo y reconocible (ni en español ni en otros idiomas; en inglés aún se debaten entre flash fiction, sudden fiction, microfiction, micro-story entre otros muchos) dice mucho de su percepción como género independiente. En la última década, sin embargo, el mundo editorial español ha cambiado sustancialmente. Puede decirse que la evolución que sufrió en los años ochenta –y que perfeccionó en los noventa– llevó al mercado a una situación inviable y de forma natural ha vuelto al sistema tradicional del siglo pasado. La perspectiva estrictamente empresarial de los grandes grupos editoriales provocó la compra y explotación de sellos editoriales independientes. En pocos años, menos de diez editoriales copaban más del 90% del mercado y se adentraban en otros medios de comunicación pública (Planeta, Prisa, Anaya…). Esta sobredimensión empresarial demostró ser un territorio excelente para el cultivo de los pequeños huecos que dejaban las editoriales gigantes. Con el cambio de siglo comenzaron a aparecer editoriales independientes, muy especializadas, para lograr así encontrar un nicho de mercado suficiente. La consecuencia fue un gran aumento de la “bibliodiversidad” y un enriquecimiento de catálogos hasta ahora desconocido. Esta búsqueda de la especialización provocó lo que hasta ese momento parecía imposible: que hubiera editoriales especializadas en el relato breve y en el microrrelato. Nos encontramos con sellos como Páginas de Espuma, Impedimenta, Menoscuarto, Salto de Página, Tropos o Thule que han apostado claramente por la prosa breve. La literatura viva necesita, si nos centramos en lo más básico, lectores y escritores. Esta verdad de Perogrullo nos parece que tiene más carga que la estrictamente superficial. Los lectores son los modernos mecenas que mantienen la vida, mejor o peor, de esos escritores que tanto económica como espiritualmente precisan de los primeros. Existe un tercer agente en liza. Nos referimos a los intermediarios que hasta hace poco articulaban esa relación mediante la edición, publicación y comercialización de las obras. Una editorial es poco sin autores –o buenos autores–, pero no es absolutamente nada sin lectores. Esto significa que estos proyectos centrados en el relato existen y sobreviven porque hay autores que practican el género pero, sobre todo, porque existe un buen número de lectores que disfrutan con este género: “No se trata desde luego de un boom. Hay un crecimiento sostenido de lectores. El cuento es un género
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de lectores, silenciosos y cómplices, que desde luego existen, leen y compran libros”, dice Juan Casamayor, director de Páginas de Espuma (Bonilla 2010). Como hemos dicho, los lectores son esenciales, pero también es necesario que exista un buen grupo de escritores que abastezcan esa demanda de literatura breve. Enrique Redel, de Impedimenta, manifiesta su entusiasmo: “los dos mil parecen haber alumbrado toda una nueva generación de narradores cuyos mejores frutos los encontramos en la distancia corta: Eloy Tizón, Mercedes Cebrián, Andrés Ibáñez, Fernando Iwasaki, Pilar Adón o Andrés Neuman (…) Me atrevo a decir que los nuevos derroteros de la creatividad literaria española, en los últimos años, van por el terreno del relato” (ídem). Si el relato ha encontrado un hueco razonable en el mercado, ¿sucederá igual con el microrrelato? Aunque se trate de géneros independientes, la relación que existe entre ambos es fuerte, lo que ha producido que sean esas editoriales especializadas en el cuento las que también publiquen microrrelatos. Algunas simplemente incluyen estos textos (tanto en antologías como en libros completos) en su catálogo general. Otras tienen colecciones exclusivas para ellos. Así sucede, por ejemplo, con la colección “Micromundos” de Thule, o “Reloj de arena” de Menoscuarto, dirigida por Fernando Valls. Casamayor, que parece más contenido con el éxito del cuento, reconoce sin embargo que ha habido un cambio importante en el tratamiento y la lectura del microrrelato: Sobre el microrrelato creo que sí puede hablarse de un microboom para ser coherente con los términos. Es un género que se ha situado casi de forma natural en la red, se ha colado con éxito en medios de comunicación y en iniciativas promocionales de grandes empresas (las telefónicas por ejemplo). Todo ello apoyado en la eclosión de creadores que escriben desde la conciencia de género y la lectura de esos grandes dinosaurios que experimentaron con la brevedad que, por otro lado, cuenta con una tradición milenaria (Muñoz 2011).
Sobre los motivos de esta eclosión, nos parece interesante que mencione Internet como un contexto apropiado para la difusión y lectura del microrrelato. En otra entrevista, no obstante, menciona la antología de Clara Obligado Por favor, sea breve: antología de relatos hiperbreves, publicado por su editorial en 2001, como uno de los detonantes del éxito del género en España: Esta antología disfrutó de un éxito enorme. Creo que fue uno de los puntos decisivos para que se empezara a hablar del microcuento en España. De hecho a partir de
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Fernando González Ariza ahí y junto con alguna otra antología que coincidió en el tiempo es cuando salió el trabajo de Babelia con Juan José Millás. Se hizo más notorio y más público el microcuento (Casamayor 2007).
Sin entrar en disquisiciones sobre las diferentes y varias antologías que se han publicado (Valls 299 y ss.), nos parece que el aporte está en la mención de la fecha. José Ángel Zapatero, de Menoscuarto, también cree en el éxito del microrrelato. Para él, esta nueva afición se debe también a nuevos cambios sociales que abogan por lo rápido e instantáneo: Hay un auge. Es indudable. No es un género nuevo, como demuestran estos ensayos de los que hablas. Tiene un siglo de vida en nuestras letras, pero la falta de tiempo en las sociedades contemporáneas ha sido un aliado. A cualquier amante de la literatura le gusta leer un relato de calidad, con interés, de apenas una página o de un puñado de palabras. Es literatura quintaesenciada (Bellver 2010).
Las opiniones de estos dos editores que tan atentos están al mercado del microrrelato nos parecen suficientemente interesantes como para entender que los avances en los medios de comunicación, especialmente los debidos a la revolución digital, junto con los cambios que consecuentemente se han producido en los hábitos culturales han influido en la popularización del género. También así opina Valls: “La proliferación de clubs de lectura, de talleres literarios y nuevas tecnologías, sobre todo la aparición de nuevas bitácoras literarias en la red, ha contribuido enormemente a su creación y difusión entre los lectores” (12), quien hace referencia directa a los blogs o bitácoras como nueva forma de expresión personal. El crecimiento de las bitácoras digitales y de los microblogs, la universalización de las redes sociales y los demás cambios producidos en lo que se ha llamado segunda versión de Internet o 2.0 tiene como base frente al anterior uso de la Red la creación de contenidos por los usuarios y la interacción entre ellos. La escritura en todos sus aspectos ha pasado a formar parte del común uso del mundo digital, a la vez que los hábitos de lectura también están siendo afectados. Los redactores de prensa digital han aprendido a escribir para lectores de pantalla mediante la escritura de párrafos cortos, la inserción de las ideas principales en primer lugar y la limitación de las subordinadas al mínimo, entre otras cosas. Con esto se pretende mantener la atención en un soporte mucho más cansino que el papel y la tinta. La importancia que está adquiriendo la lectura en pantalla –sobre todo por la aparición de nuevos soportes– puede significar un nuevo paradigma lector, que se está acostumbrando a leer de manera
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rápida y concisa, y para ello precisa de un texto muchas veces segmentado, sencillo y, sobre todo, breve. En este contexto parece apropiada la brevedad del relato frente a la longitud de la novela y podría orientar el gusto editorial hacia la narración breve. Los datos indican que esto no es así –ya hemos mencionado que la novela sigue vendiéndose mucho más que el resto, y las ventas de novela digital están empezando a ser cuantificables–, pero con el mundo del microrrelato es diferente. La brevedad no llama la atención, pero sí la extrema brevedad. Veamos esto. Si desde los Siglos de Oro los poetas se han entusiasmado por la estrofa de catorce versos, ahora parece suceder algo similar con el texto de 140 caracteres. Lo que comenzó siendo una sencilla aplicación de varias redes sociales –el llamado “en qué estás pensando”– empezó siendo una simple comunicación de estado o ubicación, pero pronto se vio que ese pequeño espacio era capaz de transmitir mucha información gracias a su agilidad y rapidez. En seguida tomó forma independiente y comenzaron a aparecer las microbitácoras o microblogs, con intención tanto informativa como puramente expresiva y, por supuesto, también literaria. El éxito del microblog más utilizado –Twitter, pues a las entradas se las llama tweet, “pío”, por su brevedad– ha sido extraordinario. En apenas unos años se ha convertido en uno de los soportes de contenidos públicos más importantes de la Red. Las bitácoras han logrado extender la creación literaria como nunca hasta ahora. La escritura creativa o expresiva ya no está producida por profesionales con intención pública (o de publicación), sino por un inmenso número de amateurs que viven su obra como un proceso que termina en ella misma o, como mucho, en sus pocos y conocidos lectores. Muchas de estas entradas tienen forma de narración, vinculándose al cuento –y muchas de ellas han sido después publicadas en papel, debido a la calidad de la escritura– y han hecho descubrir que la creación literaria tiene muchos más niveles y manifestaciones que las tradicionales. Del mismo modo que las bitácoras han sido esenciales en esta explosión escritora, los microblogs tienen su pequeño protagonismo: la relación entre estos y los microcuentos es tanta que resulta casi vergonzante señalarla. En un principio tuvieron una función esencialmente descriptiva, muy relacionada con la transmisión rápida de noticias en bruto, pero con la ventaja de la inmediatez. También se caracterizan muchas entradas por cumplir una función sencilla de redirección hacia otras páginas donde aparece alguna noticia, artículo o cualquier otra cosa que pueda llamar la atención del autor.
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Sin embargo, estas funciones –que podemos denominar periodísticas– vienen complementadas con textos más pausados. En este contexto de tanta transversalidad genérica sería difícil definir con exactitud esos textos de 140 caracteres (ya el término carácter nos resulta francamente novedoso, pues incluye los espacios en blanco o los signos tipográficos, algo que nunca había contado hasta ahora). Sin embargo, la diferenciación entre lo narrativo, lo reflexivo y lo lírico se mantiene en el contenido y, salvo casos muy excepcionales, podemos considerar esos textos, cuando tienen contenido narrativo y una intención literaria, como microcuento. Cada vez es más habitual que los escritores tengan su propio microblog además de la más común bitácora. Sin embargo, no hemos encontrado que se haga de él un uso literario, sino más bien como una herramienta de información donde aparecen señalados las críticas, presentaciones o artículos publicados en otros medios. Algún escritor también mantiene el uso original de este medio y lo convierte así en un modo extraordinario de mantener un contacto directo con sus lectores. Pero ninguna de estas funciones tiene que ver con el microrrelato, por lo que no podemos decir que se haya cambiado el modo de escribir. Como veníamos diciendo, es en el ámbito de la creación amateur –y gracias al desarrollo digital que hemos mencionado– donde este género ha triunfado y ampliado sus márgenes como ninguno otro. Es raro no encontrar concursos de microrrelatos online en periódicos y revistas literarias, ONG, redes sociales, productoras cinematográficas o compañías mucho más variopintas que buscan en este tipo de eventos la vinculación del cliente. Sobra decir que la calidad literaria de este tipo de producción apenas puede considerarse, pero nos interesa, más que por el elemento artístico, el aspecto social que representa. Está claro que la supuesta facilidad que se le supone al microrrelato facilita su producción, pero el mero hecho de que haya tan grande número de personas que se aventuren hacia ese camino literario nos parece un elemento interesante.
BIBLIOGRAFÍA BELLVER, Sergi. “XXII Editores: José Ángel Zapatero”. Revista de Letras (06.05.2010), (28.07.2011). BONILLA, Juan. “Las letras españolas viven del cuento. El mercado editorial se aferra al relato”. El Cultural (02.06.2010), (28.07.2011).
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CASAMAYOR, Juan. “Entrevista”. Diario sin nombre (06.12.2007), , (28.07.2011). Comercio interior del libro español. 2010, (28.07.2011). MUÑOZ, José A. “XXII Editores: Juan Casamayor”. Revista de Letras (01.04.2010), (28.07.2011). VALLS, Fernando. Soplando vidrio y otros estudios sobre el microrrelato español. Madrid: Páginas de Espuma, 2008.
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El crimen y el microrrelato: exploraciones actuales de un motivo ANTONIO RIVAS Université de Neuchâtel
El asesinato, la muerte violenta de un sujeto a manos de otro, es, sin duda, un motivo cuya naturaleza ha atraído el interés de la literatura, del que también ha participado el microrrelato. De hecho, una de las series más nombradas dentro de la narrativa hiperbreve española, los Crímenes ejemplares (1956) de Max Aub (2011), hace de este motivo el eje en torno al cual gira todo el ciclo. Por esas mismas fechas, concretamente en 1954, Juan Ramón Jiménez recogía sus prosas tardías bajo el marbete de Crímenes naturales (2009). Es curioso el doble paralelismo de ambas denominaciones, que asocian sendas micropiezas con el crimen, al tiempo que le adicionan una categoría incongruente. Precisamente es este juego con la paradoja y la autorreferencia lo que también caracteriza el tratamiento del crimen que encontramos en algunos microrrelatos actuales. No obstante, para examinar los microrrelatos que hacen del crimen su principal motivo, cabe reconstruir primeramente las implicaciones de este motivo. Así, debemos empezar diciendo que, ante todo, sea cual sea el marco de su aparición, el asesinato es un acontecimiento que supone una ruptura del orden social (Valles Calatrava 55, Martín Cerezo). Por ello, en los relatos policíacos y en la llamada novela negra suele ser fundamental tanto la reconstrucción de las causas y la forma con las cuales el acto se llevó a cabo, como el arresto y, en algunos casos, la eliminación del asesino. La destrucción del elemento perturbador de la sociedad probaría la existencia de la justicia y de un orden, restableciéndose, por consiguiente, la seguridad quebrantada por su aparición, tal como marca el esquema de la narrativa policial clásica. Por otra parte, el homicidio supone siempre la presencia de dos personajes que forman una dicotomía, un par de actantes en relación antagónica: el asesino y su correspondiente víctima. La víctima, en tanto que cadáver, saca a escena la fragilidad o indefensión del sujeto asesinado, pero también el horror producido por la violencia y por la presencia de la muerte. La figura del asesino, por su parte,
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puede personificar el mal y despertar en torno a sí un sentimiento ambiguo entre la fascinación y el horror (Roas 2005). Descifrar las motivaciones que le han conducido hasta el crimen se revela también importante, pues puede conducir al lector a objetivar y hasta a racionalizar el mal. De este modo, el asesinato siempre revela, pues, la personalidad del asesino. Por ello, como apunta Iván Martín Cerezo, el crimen puede llegar a plantearse “como una obra de arte en la que hay que descifrar las claves para poder verla en toda su magnitud y complejidad” (44). El asesino aparece entonces como una fuente de originalidad (Rodríguez Pequeño 2010), cuya creación es el crimen. No es de extrañar que Auden lo concibiera como un rebelde que se cree con derecho a la omnipotencia, una especie de Prometeo de la muerte para el cual “murder is negative creation” (152). A este propósito, es inevitable traer a colación la figura de Thomas De Quincey y la serie de ensayos que dedica al asesinato y que se publicaron en torno a 1844. Al margen de la crónica irónica de una serie de crímenes, De Quincey lanza unas meditaciones a propósito del asesinato, llegando a establecer implícitamente un paralelismo entre crimen y literatura, o bien entre el escritor y el asesino, porque como señala el crítico Robert Morrison “both are interested in pleasure and power, and both seek freedom by outstripping or subverting the social institutions they feel thwart or confine them” (De Quincey XI). Además, el asesinato se trata como una secuencia climática, un hecho fuera de lo común “cut off by an immesurable glup from the ordinary tide and succession of human affairs”, insiste lúcidamente Morrison (XII). Por esta razón, De Quincey confina el asesinato a los dominios de lo extravagante “as a condiment for seasoning the insipid monotonies of daily life” (17). De hecho, y pese a que puede haber excepciones, esta ruptura del acontecer diario puede ser una de las razones por las cuales algunos de los cultivadores de la llamada novela de crimen consideran el asesinato condición indispensable del género. Así lo prescribe S. S. Van Dine, quien afirma que “una novela policiaca sin cadáver no es novela policiaca. Hacer leer trescientas páginas sin siquiera ofrecer un crimen, equivaldría a mostrarse demasiado exigente con un lector de novela policiaca” (Martín Cerezo 192). Del mismo parecer era E. M. Wrong, quien entendía que el homicidio “involves an intenser motive than any other peace time activity” (Symons 107). Incluso, hay quien ha visto en la sintaxis narrativa que implica el crimen y la intriga que lleva hasta el descubrimiento y la resolución del caso un esquema universal, un elemento fundacional de la literatura; por ejemplo Roy Fuller (Symons 13) o Fernando Savater (Sánchez Zapatero y Martín Escribà 19-26).
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Ahora bien, tras haber recorrido unas cuantas antologías y otros tantos libros de microrrelatos, me ha sido forzoso constatar que el género policial o sus derivaciones no se recrean de forma significativa dentro del microrrelato hispánico; rara vez los autores se atreven a hacer del microrrelato una trama detectivesca, un cuento que subsuma la intriga y el proceso de la resolución de un crimen, sea este un asesinato o un robo. El texto policial exige un compás de espera, la presencia de unos elementos desviadores o desorientadores que despisten la atención del lector respecto a la solución del crimen y, asimismo, el camino más o menos arduo por el que transita el investigador. En definitiva, los elementos dilatadores de la historia que complican la trama y que el microrrelato debería también alojar en sus estrechos márgenes. El homicidio, por el contrario, puede ser acogido con facilidad dentro del microrrelato, el cual necesita precisamente de una acción climática para lograr el impacto o la sorpresa en un espacio corto. A su vez, la brevedad colabora en la configuración del motivo del crimen; los vacíos de información a los que obliga el microrrelato favorecen una visión enigmática de las motivaciones o las causas del asesinato. Así pues, la irrupción de un hecho sorprendente y la rarefacción informativa contribuyen a enfatizar el horror de una realidad ya de por sí inopinada. Así, lejos de ser “naturales” o “ejemplares”, los asesinatos responden casi siempre a acciones o comportamientos paradójicos que en lugar de resolverse y reintegrar al lector en las monotonías de la vida diaria lo dejan suspendido en los dominios de lo extravagante. Este podría ser el caso de “Instinto de curación”, de León Febres-Cordero (Rotger y Valls 181). Aquí, la revelación final del asesinato de la madre contrasta necesariamente con la edad del asesino y el motivo que parece estar detrás de tal muerte: el instinto de curación –al que se alude desde el título– de unos dolores de barriga. Así, el desconcierto no proviene únicamente del hecho de que nos encontremos frente a un matricidio, o frente a un niño homicida, sino también de la falta de conexión entre ambos hechos. La exigüidad de la exposición se correlaciona pues con la incongruencia de esta historia y con la visión de un asesino infantil e instintivo (Valls y Rotger 181). En el caso de “A mano”, de Sara Gallardo (Obligado 40), es la tranquila confesión del asesino la que provoca el desconcierto. Las veintidós muertes a su cargo vengarían los años vividos por el hijo hasta el día de su accidental muerte. Así, su estado de paz contrasta con los actos por él cometidos. De nuevo, detrás de las motivaciones hay una extraña lógica, una analogía por lo demás incoherente que induce a contemplar con horror la estampa y las palabras finales de
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este personaje: “Los mozos me consultan. Soy juicioso. Doy consejos, el corazón frío”. En otras ocasiones, el horror llega gracias a la aparición súbita del asesinato, por ejemplo en “Avenida Lincoln”, de Julia Otxoa (Encinar y Valcárcel 196), donde una petición de matrimonio deriva en un sanguinolento acto de antropofagia, que juega con la dilogía de la expresión “pedir la mano”; o en “Los invitados”, de Luis Mateo Díez, donde desde unos macabros indicios se reconstruye una escena que, gracias a los vacíos en la memoria producidos por los efectos del alcohol, ha podido ser elidida. Otro ejemplo lo encontramos en “Peligros de intimidad”, de Ángela Martínez (Obligado 74), donde la alusión oblicua del asesinato refuerza el impacto al tiempo que difiere la desaparición del clímax erótico con el que arranca el relato. Así pues, las representaciones del asesinato que hemos considerado hasta aquí suelen tener motivaciones oscuras: o bien se eliden, o bien se sugieren, o bien se indican unas causas de lógica incierta. El crimen, ya de por sí un acto climático, cobra mayor fuerza gracias a la brevedad del propio texto, al esquematismo de su trama y a la falta de concreción a la que están obligadas las historias y los personajes que conforman los microrrelatos. De este modo comprobamos que, desde un punto de vista estructural, el motivo del crimen se aloja dentro de unas historias cuyo desciframiento suele ser baladí, ya que terminan en un éxtasis de horror. Por ende, tampoco queda tiempo (o espacio textual) para devolver al lector al orden de inocencia, de paz o de justicia que domina el relato policial arquetípico. Otro aspecto que debemos destacar en el tratamiento del motivo del asesinato es el juego con la dicotomía asesino / víctima. Dada la esquematicidad de las tramas propias del microrrelato, el asesino suele presentarse como la Némesis de la víctima. Así, en algunos textos, asistimos a una persecución, como en “Cacería”, de Ednodio Quintero (Obligado 84); “Fin de la discusión”, de David Lagmanovich (Encinar y Valcárcel 41); “El sicario”, de Luis Mateo Díez (116); “La cita” (Encinar y Valcárcel 11); o “Usted no sabe con quién está hablando”, de José María Merino (2005, 43). La construcción de este último relato es interesante porque el cuerpo del texto no es más que la respuesta al título, que se encuentra en boca de la víctima que va a ser asesinada, tal y como confiesa su interlocutor en el cuerpo del relato. Se observa, asimismo, que estos ejemplos constan simplemente de la escena de encuentro final del asesino con su presa. El texto aparece, tal y como veíamos en el cuento de Merino, como el anuncio de una acción que queda fuera de la
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lectura; un momento que no se narra o al que se alude, pero que indudablemente está marcado por la presencia de la muerte. Por otra parte, cabe señalar que el asesino, además de verdugo, se convierte en algo así como el mensajero de la muerte, que trae y ejecuta la fatal noticia. Un ejemplo espeluznante lo encontramos en “Silencia”, de Guillermo Samperio (Rotger y Valls 126). Aquí, el narrador inquiere a su interlocutor por las razones de su silencio desvelando al mismo tiempo el crimen que él mismo está cometiendo. El texto así configurado, como escena final de encuentro en el que un personaje trae consigo un destino fatal, asimila el asesino a la versión popular de la muerte, a su personificación. Así, en “Mortal”, de Luis Mateo Díez (171-172), se narra el encuentro postrero de un pobre anciano con un individuo anónimo que trae consigo la muerte. De hecho, el momento ineludible se cumple sin violencia ni angustia, a través de un mero abrazo que simboliza la reconciliación del personaje con su fatal destino. Por otra parte, algunos microrrelatos juegan con la proximidad entre asesino y víctima, la cual se relaciona con determinado tabúes, como el parricidio o el matricidio (véase el texto de León Febres-Cordero) y, sobre todo, el fratricidio, lo que nos remite evidentemente al mito cainita. De hecho, encontramos formulada la universalidad de estos motivos ya en sendos microrrelatos de Jorge Luis Borges: por un lado, “La trama” (proveniente de El hacedor, 1960); y, por el otro, “Juan López y John Ward” (Lagmanovich y Pollastri 64). Ambos motivos se recogen en microrrelatos como “El sicario”, de Raúl Brasca (Rotger y Valls 135) o “Cainismo”, de Marco Denevi (50). El parricidio del primer texto tiene una novedad especial, ya que es el mismo padre quien encarga su propio asesinato, que debe llevar a cabo precisamente su hijo, el sicario implacable. Ante la súbita indecisión de este, el padre cumple el encargo de su hijo suicidándose. Las razones de tan ilógico acto pueden ser la expulsión del hogar que padece el vástago y al que se alude al inicio del microcuento. En el texto de Denevi se lleva a cabo una revisión del mito bíblico que tiende a matizar el maniqueísmo entre los dos hermanos. De hecho, en este caso se sugiere lo que de víctima hay en el asesino. Esta borradura del antagonismo de los personajes lo encontramos también en el microcuento de David Lagmanovich “El enemigo” (Rotger y Valls 29). Aquí, el lector se halla en un momento climático de encuentro entre dos enemigos, la palabra está en boca de un asesino que es al mismo tiempo víctima; disolución del antagonismo que se reduplica en la simetría entre sus acciones y las de su rival. Otro tanto sucede en “Triángulo criminal”, de Raúl Brasca, donde un presunto asesino se dirige a un policía para defender su inocencia. Al
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final se invierten los papeles, y sabemos que el asesino es la víctima, entendiendo de tal modo que el narrador nos está hablando desde la muerte con el policía, a su vez también asesinado por el irónicamente denominado “occiso”. En definitiva, en estos textos el antagonismo entre asesino y víctima se disuelve de varios modos: acercando las figuras desde un punto de vista identitario; señalando los paralelismos entre uno y otro personaje; o confundiendo los roles de víctima y victimario. Así pues, el asesinato no se suele examinar desde un punto de vista moral, sino que el microrrelato tiende a la confusión de ambas figuras, promoviendo un acercamiento lúdico al motivo. Por otra parte, esta fusión de asesino y víctima vendría a dotar de otra significación al motivo del asesinato según la cual la muerte del otro implicaría también la destrucción del victimario. La destrucción como autodestrucción se comprueba en dos relatos de Juan Pedro Aparicio que encontramos en La mitad del diablo: “Asesinatos” (29-30) y “La casamata” (88). Aquí las muertes tienen siempre un origen bélico o ideológico, pero en sendas narraciones la dicotomía vencedor / vencido o asesino / víctima se resquebraja. No nos parece casual, por tanto, que el asesinato se confunda en algunos casos con el suicidio, haciendo coherente la idea de que la muerte del otro es la condena de uno mismo. Amén del microrrelato de Raúl Brasca, antes mencionado, el suicidio aparece también en “El encargo” o “El último instante”, de Juan Pedro Aparicio (99 y 125) o en “Crimen”, de Ana María Shua (2007 155). En este último, el lector cree contemplar la historia desde la perspectiva de un asesino que se encuentra cara a cara con su víctima, pero al final, sabemos que aquel que creíamos homicida no tiene frente a sí otra cosa que un espejo, revelando de tal modo que el crimen anunciado en el título es, en verdad, un suicidio. La paradoja y las contradicciones de estos asesinos suicidas, al igual que las razones ilógicas que motivaban algunos asesinatos, encaminan estos microrrelatos por la senda del absurdo, rebajando el pathos de la acción hasta convertir el texto en una anécdota humorística, rasgos recurrentes del microrrelato, como ha ido señalando la crítica (Roas 2010). Ello se logra, por ejemplo, mediante el cruce con personajes de clara raigambre literaria como Ulises en “La vuelta a casa”, de José María Merino (2005, 24-25) o la Cenicienta en “Había una vez2-”, de Javier Quiroga (Rojo 107). En ambos casos, se trata de una parodia de un relato archiconocido enclavado en los parámetros realistas propios de la narración detectivesca; el contraste entre el personaje épico clásico o la figura del cuento maravilloso y el vulgar crimen al que se ven asociados generan sendos efectos burlescos.
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Por otra parte, el cadáver, elemento que concentra todo el horror del homicidio, es objeto también del tratamiento humorístico; por ejemplo con la presencia recurrente del decapitado; este es el caso de “La reina virgen”, de Marco Denevi (Obligado 46) o “La cura”, de Luisa Valenzuela (Rotger y Valls 45). Aquí se ficcionaliza el origen de la guillotina, invención nacida de las angustias de su creador, quien, a causa de una mujer, habría perdido “la cabeza”. Pero si hablamos de decapitación y de los que viven bajo la sombra de su amenaza, debemos referirnos necesariamente a Sherezade, personaje que, si bien nos desvía un tanto del motivo de este trabajo, sirve no obstante para llevarnos hasta el tratamiento metaliterario del crimen. Pues, de hecho, Sherezade no es más que una narradora o una fabuladora cuya inventiva se mueve impelida por la amenaza de su asesinato. Quizá por esa razón este personaje protagonice numerosas narraciones hiperbreves. Y es que, como apunta el profesor Souto, Cada noche, Sherezade, con sus tramas que nunca terminan de desplegarse del todo, embelesa al poderoso oyente. Consigue con ello sustituir, en la imaginación del rey, el tiempo histórico que ambos viven –sobre el que se cierne la irremisible condena de la narradora– por el tiempo de los relatos que ella narra, creando un tiempo alternativo que a ella le permite, precisamente, ganar el tiempo que va retrasando de modo indefinido el cumplimiento de su sentencia de muerte. Las narraciones de Sherezade existen gracias a la atención y al interés del rey, y es mortal para ella el riesgo de que no consiga articular historias suficientemente entretenidas para su oyente: supondría su silencio definitivo (Merino 2002, 191).
No es de extrañar, por tanto, que algunos microrrelatos que revisitan esta figura alteren un tanto su destino. En “El salvoconducto”, también de Antonio Reyes Ruiz (68), es la propia Sherezade la que decide quitarse la vida una vez ha perdido los favores del rey, lo que equivale –en la terminología del profesor Souto– a los de su lector. En “Golpe de Estado”, de José María Merino (2005, 147-148) el tirano Shariar es decapitado por albergar en su reino a Sherezade y su valioso caudal de historias. En “Sherezada reina”, de Guillermo Bustamante Zamudio (Encinar 214), encontramos a nuestro personaje inflingiendo el castigo que pesa sobre su cabeza a sus amantes, incapaces de igualar su capacidad fabuladora. Es interesante que la figura de Sherezade aparezca una y otra vez asociada con la muerte y el asesinato. Y es que, en definitiva, la omnipotencia de esta Sherezade se puede relacionar con la omnipotencia que pretende el asesino (Auden,
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De Quincey). Además, como apuntaba Souto, la literatura (o la ficción) supone un detenimiento de la vida diaria para, como sucede con la presencia del asesinato, adentrarnos en los dominios de lo extravagante. Así, el derecho a la omnipotencia que para sí reclama el homicida de acuerdo con Auden, la puede reclamar el escritor para con sus historias. En “Fin”, de Edmundo Valadés (Lagmanovich 132) y en “Fin de la discusión”, de David Lagmanovich, se hace explícito este hecho. En el cuento de Valadés nos encontramos con un individuo que pierde inexplicablemente el control de su destino y que es asesinado por un sujeto que surge inopinadamente y que lanza el grito de “¡Prepárate al fin de este cuento!”, a su vez cierre del texto. Esta alusión metaléptica se reproduce en “Pista falsa” de Ana María Shua (2007, 95) donde se esboza un argumento detectivesco que se consume en sí mismo: “Seguir el reguero de manchas, ¿no será peligroso? ¿Cómo saber que conducen hasta el cadáver, y no hasta el asesino? (Pero las manchas son de tinta y llevan hasta la palabra fin)”. Este texto concentrado insinúa una historia policial, un proceso de detección (los indicios que ha dejado la sangre) con dos posibles salidas, ilusión ficcional que se trunca con la aparición de un autor, que se separa gracias al paréntesis. Se juega aquí con dos elementos que de una forma simbólica conducen hasta el sentido de final: el cadáver se vincula a la muerte y la identificación del asesino a la solución del enigma (desenlace arquetípico). El reguero de sangre no es otra cosa que la frases (las palabras) enhebradas, imagen plástica del texto y reflejo en abismo del mismo, con el que, consecuentemente, concluye este microrrelato. Pero el autor no siempre sale indemne de su aventura literaria sino que, por el contrario, esta acaba revelándose como una empresa mortífera. Esto es lo que se insinúa en el relato de Juan Sabia “Últimas palabras” (Rotger y Valls 222), donde el escritor protagonista hace acopio de información para perfeccionar el final (ergo el asesinato literario) de su criatura. Irónicamente, ese denodado afán termina en tragedia para este escritor quien en los últimos estertores de su vida se da cuenta de que “la muerte del protagonista de su historia tendría que haber sido como estaba siendo la suya, sin últimas palabras, en el más significativos de los silencios”. La búsqueda literaria se convierte, pues, en un oficio arriesgado. En el destino del malhadado escritor de Sabia podría encerrarse por tanto una metáfora acerca del peligro vital del auténtico creador. En esta línea irían las historias de José Ángel Barrueco, “Revolución de letras” (Obligado 35), o de Antonio Fernández Molina, “La pluma” (Lagmanovich 145); en ambas la literatura se revela como una actividad asesina a través de la cual se desangra el escritor:
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(…) Y era sangre en efecto. Pero continuó porque tenía ideas felices y las palabras fluían con naturalidad. Así siguió hasta redondear lo escrito al tiempo de acabársele la sangre a la pluma y caer muerta de entre sus dedos (Lagmanovich 145).
Exposición del horror, confusiones, inversiones y paralelismos entre el asesino y su víctima, el crimen sangriento aparece en el microrrelato de estos últimos años como un tópico que los autores explotan conforme a la poética del género que tiende a la creación de efectos humorísticos, de tramas ilógicas hasta hacer del asesinato un espejo de la paradoja de su propio oficio.
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Influencia de Borges en la obra de Manuel Moyano1: Teatro de ceniza IRENE ANDRES-SUÁREZ Universidad de Neuchâtel
EL MICRORRELATO. UN GÉNERO LITERARIO INDEPENDIENTE En un correo electrónico del 30 de septiembre de 2010, me decía Moyano: “no hace más de dos años que ‘descubrí’ el género del microrrelato, pero me he entregado a él con verdadera felicidad, y espero que no con demasiada torpeza. Probablemente publique un libro de unas cien piezas el año que viene”. Es evidente que se está refiriendo a Teatro de ceniza (2011), conformado por 100 microtextos, en el que recoge, con algunas modificaciones, casi todas las piezas de El imperio de Chu (2008) –descarta algunas de ellas– y añade cerca de cincuenta nuevas. Pero antes de ocuparnos de los textos de este libro, queremos puntualizar que, para Moyano, el microrrelato y el cuento son géneros literarios completamente distintos, según declaró en la entrevista que le hizo M. Á. Muñoz en
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Residente en Molina de Segura (Murcia) desde 1991, Manuel Moyano (Córdoba, 1963) se dio a conocer como escritor con el libro de relatos El amigo de Kafka (2001), ganador del Premio Tigre Juan 2002. Es autor de otras dos colecciones de cuentos: El oro celeste (2003) y El experimento Wolberg (2008, Premio Libro del Año y de la Crítica Región de Murcia), así como de la plaquette de microrrelatos El imperio de Chu (2009) y del volumen Teatro de ceniza (2011), compuesto de 100 relatos hiperbreves. Ha publicado asimismo la novela La coartada del diablo (Premio Tristana de Novela Fantástica 2006), y varios libros misceláneos que participan de la narrativa, el ensayo antropológico y el libro de viajes: La memoria de la especie (2005), agrupa semblanzas, sueños, poemas, ensayos aforismos, etc.), Dietario mágico (2002, rescata la biografía de curanderos e iluminados), Galería de apátridas (2004, contiene semblanzas de personajes singulares: pintores, escritores, ascetas, presidiarios, alpinistas, etc., cuyo denominador común es ser naturales o residentes de Molina de Segura) y El lobo de Periago (2005), ilustrado por Juan Navarro, reúne historias de la Murcia rural. Sus relatos han aparecido en antologías tales como Siglo XXI, Pequeñas resistencias 5, Fábula rasa, Perturbaciones o Ficción Sur; y sus microrrelatos, en Por favor, sea breve 2 y Velas al viento.
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2009 (Moyano 2009, 3); como en aquel momento no explicaba las razones de tal afirmación, me puse en contacto con él en 2011 y esta fue su respuesta: En el microrrelato, el uso de la síntesis y de la elipsis es tan intensivo respecto al cuento que creo que no puede hablarse de una diferencia cuantitativa o gradual, sino claramente cualitativa. Diría incluso que, a la hora de escribir ambos géneros, se emplean áreas distintas del cerebro: yo lo siento así mientras los escribo. Esto es extensible a los lectores: el lector de microrrelatos debe situarse en un determinado estado mental, debe prepararse para que la mayor parte de la historia se le cuente entre líneas. Añadiré algo: creo que la distancia entre microrrelato y cuento es tan grande como la que hay entre cuento y novela, por más que los tres géneros participen de la narrativa.2
Ni que decir tiene que comparto plenamente su opinión, ya que dediqué al esclarecimiento de esta cuestión un capítulo entero de mi libro El microrrelato español. Una estética de la elipsis (69-77). Dicho esto, pasemos a analizar ya los microtextos de Teatro de ceniza, un libro deslumbrante tanto por la variedad de temas, formas y recursos explorados como por su prosa ceñida y sugerente. El título mismo, de gran potencia semántica (que remite a la obra de otro gran escritor, César Gavela: Las personas, las casas y el tiempo eran tan sólo un teatro de ceniza), nos confiere ya la clave para interpretar el volumen: nada está llamado a perdurar, todo es efímero y provisional, como evocan el montoncito de cenizas colocadas al lado de esas muñecas rusas de la carátula o el microrrelato décimo quinto, “Mundo efímero”, transformado después en una canción (con letra de M. Moyano y música de Jesús Cutillas) que funciona como epílogo del conjunto. Por otra parte, las piezas que abren y cierran el libro, respectivamente “Ocaso de un imperio” y “Singladura”, sintetizan a su vez los dos mensajes centrales del volumen: la realidad, tal como la percibimos los seres humanos, es una mera construcción cultural, una ficción, y la literatura, sin dejar de ser un esquema más, por su capacidad para “infiltrarse con naturalidad en todas las zonas oscuras e invisibles que rodean las apariencias más serenas de lo cotidiano” (Merino 23), constituye una vía de conocimiento más eficaz que otras (la ciencia, la metafísica, la religión, etc.) a la hora de desentrañar el sentido del mundo y del individuo. Hay que decir que, para Moyano, como para Borges, la realidad resulta incomprensible para el ser humano y todos los sistemas inventados por este 2
Manuel Moyano Ortega, mensaje enviado a Irene Andres-Suárez el 27 de julio de 2011.
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para desentrañar su sentido están destinados a desaparecer o a ser suplantados por otros como revela metafóricamente el texto “Ocaso de un imperio”. Siguiendo la senda de Swift o de Tomás Moro, el protagonista dibuja un círculo3 con guijarros y lo denomina “Imperio de Chu” (título homónimo del primer opúsculo de microrrelatos de Moyano, 2008), dispuesto en círculos concéntricos en el que termina atrapado irremisiblemente por ser incapaz de encontrar la salida: …Más allá de sus fronteras se extienden parterres con begonias y crisantemos, y también un sendero de grava que conduce hasta la verja de salida, esa verja que siempre permanece cerrada (al menos para mí). Todos los imperios están condenados a desaparecer: esta mañana el jardinero arrasó Chu al pasarle un rastrillo por encima. Como me encaré con él, las enfermeras decidieron inyectarme una dosis de tranquilizante.
Y otra variante del mismo tema lo presenta el texto ya mencionado “Mundo efímero” conformado por dos variantes textuales, en el que vemos a un niño afanado en cartografiar y ordenar las marcas que el agua ha dejado en un piso recién fregado: “…el agua que iba quedando formó algo así como un archipiélago de islas. Empecé a darle nombre a todas ellas, esta era la de Barlovento, esta otra la de los Cormoranes, aquélla la del capitán Blunt (…). Aún me dio tiempo a cartografiar treinta y dos islas antes de que el suelo se secara y se desvanecieran para siempre”. Tanto “Ocaso de un imperio” como “Mundo efímero” participan, en suma, de la misma esencia y encarnan ese empeño del hombre por comprender el mundo en el que habita y por descifrar las leyes que lo rigen.
LA RECEPCIÓN DE BORGES EN LA OBRA DE MOYANO Antes de ocuparnos de la impronta de Borges en la obra del escritor andaluz, cabe recordar que la literatura fantástica en España ha sufrido grandes transfor-
3 “Yo afirmo que la Biblioteca es interminable. Los idealistas arguyen que las salas hexagonales son una forma necesaria del espacio absoluto y, por lo menos, de nuestra intuición del espacio. Razonan que es inconcebible una sala triangular o pentagonal. (Los místicos pretenden que el éxtasis les revela una cámara circular con un gran libro circular de lomo continuo, que da toda la vuelta de las paredes…”, J. L. Borges, “La Biblioteca de Babel” (en Ficciones, 1944).
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maciones desde el siglo XIX hasta la actualidad; los especialistas de la misma4 suelen distinguir dos etapas esenciales. La primera arranca del siglo XIX y se extiende hasta la mitad del siglo XX aproximadamente y su objetivo primordial consiste en cuestionar las leyes de la física5, y la segunda se desarrolla a partir de los años 80 del siglo XX y coincide con un cambio de paradigma de la realidad, para utilizar una expresión acuñada por J. J. Muñoz Rengel (2010). Según este, en el último tercio del siglo XX cambia “el concepto mismo del mundo, nuestro paradigma de la realidad” [Ana Casas y David Roas (2008) han estudiado los factores que permitieron el desarrollo de la literatura fantástica en España en la década de los ochenta del siglo XX y Juan Jacinto Muñoz Rengel, los agentes del cambio en la nueva narrativa fantástica española (2010, 6)], lo que implica que el viejo modelo, basado en una visión unívoca de la realidad sea sustituido por una concepción de esta “mucho más flexible e inestable” (Muñoz 2010, 7). Por lo tanto, “las obras fantásticas más recientes cuestionan todo el conjunto de nuestro sistema de representación de la realidad”, una realidad que es cada vez más porosa, fluctuante y movediza (Muñoz 2010, 8). “En este nuevo mundo oscilante y quebradizo, la perplejidad asalta a los personajes y al lector de una forma mucha más extrema y total, dado que afecta a todo el universo” (Muñoz 2010, 8). Y este proceso de normalización y desarrollo de la literatura fantástica en España coincide con otros dos fenómenos no menos importantes: el reconocimiento tardío de la obra de J. L. Borges y la apuesta por la hiperbrevedad, que conlleva la consolidación y normalización del microrrelato como género literario, un género, dicho sea de paso, especialmente proclive a lo fantástico. La razón de este feliz maridaje entre el relato hiperbreve y lo fantástico se debe a mi modo de ver al hecho de que ambos se sustentan en la elipsis6, lo que potencia al máximo sus posibilidades estéticas y semánticas; como se sabe, la parte
4 Para el estudio de este género nos parecen indispensables los trabajos siguientes: Rosalba Campra (2008), David Roas (2002; 2011), David Roas y Ana Casas (2008; 2010), Ana Casas (2008; 2010). 5 Ello es patente en varios textos de Teatro de ceniza: “Refutación”, “Abismo”, “La llave”, etc. El primero de ellos gira en torno a la pervivencia de la conciencia más allá de la muerte, en el segundo se vulnera la ley de la gravedad y en el tercero, las leyes temporales. En realidad, todos los temas de la literatura fantástica clásica encuentran acomodo en esta obra. 6 Me he ocupado de esta cuestión en Irene Andres-Suárez, El microrrelato español. Una estética de la elipsis (2010, 50-52 y 79-131). Véase además Rosalba Campra (1991, 153-191).
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omitida, el silencio, tiene en ambos mucho más peso que la visible y el lector nunca dispone de toda la información que necesita para dar sentido al texto viéndose obligado a un sobreesfuerzo interpretativo. En cuanto al reconocimiento tardío de la obra de Borges en España, hay que decir que en ello intervienen razones literarias y extraliterarias. Por una parte, estaba considerado como un escritor excesivamente artificioso y hermético y, por otra, eran muchos los que censuraban su posición un tanto ambigua respecto de las dictaduras así como su presunta falta de compromiso con la situación en América Latina y con la realidad de su tiempo7. Pese a todo, la influencia de Borges es ya perfectamente visible en la obra de J. Mª Merino, C. Fernández Cubas o J. J. Millás, por ejemplo, aunque habrá que esperar al siglo XXI , con la irrupción de una nueva hornada de escritores fantásticos (entre otros, Ángel Olgoso, Miguel Ángel Zapata, Rubén Abella, David Roas, Manuel Moyano, Juan Jacinto Muñoz Rengel, Carlos Almira, etc.) para que el argentino se convierta en un escritor de culto en España. Estos autores no solo han asimilado plenamente el legado del autor de Ficciones, sino que su magisterio es claramente perceptible tanto en la forma de escribir como en la de concebir la existencia, según se refleja en este testimonio J. J. Muñoz Rengel: Los cuentos de Borges me supusieron un shock del que me tardé en recuperar. Mis objetivos últimos se identificaban tanto con los de sus textos (…) que llegué a creer firmemente que éramos un mismo autor, repartidos en distintos cuerpos y circunstancias (…) Me llevó años desprenderme de su obsesiva presencia (Muñoz Rengel 2009, 6).
Sin embargo, con el transcurso del tiempo, va a adoptar una actitud bastante desprejuiciada y hasta crítica respecto del maestro: Para mis propios objetivos literarios (los cuentos de Borges) me suponen un lastre: la excesiva densidad y visibilidad del lenguaje, las capas de erudición con las que barniza los relatos, la metaliteratura y autoficción demasiado manifiestas. En definitiva, todos los excesos. Creo que el reto hoy, más de medio siglo después, es lograr que todo esté y que no se vea (…) Borges consumó una obra formidable, pero ahora quizá, al construir sobre ella, creo que se hace fundamental dulcificarla, y añadir elementos que tienen que ver con la emoción, con la espontaneidad, con la vitalidad o con la flexibilidad (Muñoz Rengel 2009, 6).
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Véase Andres-Suárez, “Ángel Olgoso. Un maestro de la brevedad” (2010, 323-351).
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Esta impronta es igualmente visible en la obra de Moyano, pero lo que a él le interesa sobre todo es la esencia de los cuentos de Borges y su inclinación a construir sus historias en torno a una inquietud de naturaleza científica, filosófica, metafísica, religiosa, etc. Moyano ha reivindicado en varias ocasiones su gran deuda con la literatura hispanoamericana en general y con la obra de Borges en particular8; “le gusta que lo comparen con el maestro” –dice J. L. García Martín (2011)–, y muestra la admiración que siente por él al fotografiarse postrado ante la tumba de Borges en Ginebra9. Hay que decir que la filiación borgesiana10 está presente en todos sus libros y se manifiesta en las abundantes referencias culturalistas relacionadas con obras o autores consagrados (por ejemplo, “El dilema de Dante”, 109; “El amigo de Kafka”; “Mar de Lidenbrock; “Theatrum mundi”, en Teatro de ceniza), en la intrusión de personajes reales en el universo ficcional, lo que implica el menoscabo de la verosimilitud, con la consiguiente supresión de las fronteras entre realidad y ficción; en el afán de documentación; la conjunción de narración y discurso especulativo, la audacia a la hora de borrar las fronteras entre los géneros literarios o el cuestionamiento de la dicotomía ficción no ficción, presente ya en la obra cervantina. Con una extraordinaria economía verbal, Moyano reafirma, además, las reflexiones y motivos fundamentales borgesianos: el carácter ilusorio e inasible de la realidad; la concepción del mundo como un caos imposible de reducir a leyes humanas; la visión circular y cíclica del tiempo, la existencia percibida como un laberinto sin centro ni salida en el que el individuo se debate inútilmente y la supremacía de la ficción frente a lo real, y, aunque él somete estos
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Según Moyano, los cuentos españoles de mediados de siglo eran “tremendamente aburridos” y “mostraban un mundo de muy pocos vuelos, encerrado en sí mismo”, de ahí su fascinación por los escritores hispanoamericanos: “De repente, los sudamericanos surgieron como de la nada ofreciendo una prosa rica, brillante, espectacular incluso, que se acogía sin pudor a todas las tradiciones (europeas y norteamericanas) y que introducía con absoluta impunidad el elemento fantástico en las tramas. Nada de esto hubiera sido posible en España, donde los autores que se salían del mainstream realista eran automáticamente excluidos del canon patrio. De ahí el éxito entre nosotros de los sudamericanos, que incluso para abordar el realismo lo hacían de una manera completamente diferente, más fresca, con más poder de evocación y de maravilla” (Muñoz Rengel 2009, 6). 9 Foto reproducida en el blog “El síndrome de Chéjov”, ya mencionado. 10 “Cuando uno escribe, creo que trata de hacer, en cierta forma, una antología de sus autores preferidos. Por eso están ahí Borges y Cunqueiro y muchos otros que sería largo de enumerar” (Moyano 2009, 4).
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motivos a una reinterpretación novedosa y les imprime un sello personal, el propósito que persigue coincide con el del argentino: cuestionar la unilateralidad de nuestra concepción de la realidad y del individuo. En un primer momento, estudiaremos los motivos borgesianos presentes en Teatro de ceniza que remiten a la naturaleza del cosmos y a la naturaleza del yo11 y, a continuación, nos ocuparemos de los textos que manifiestan una inclinación científica, filosófica o intertextual.
LA NATURALEZA DEL MUNDO “Para Borges –dice Anderson Imbert–, el mundo es un caos, y dentro del caos, el hombre está perdido en un laberinto. Solo que el hombre, a su vez, es capaz de construir laberintos propios. Laberintos mentales, con hipótesis que procuran explicar el misterio del otro laberinto, ese dentro del cual andamos perdidos” (Anderson Imbert 1976, 1429). La imagen del laberinto, recurrente en los relatos del argentino [“La casa de Asterión”, “Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto” y “Los dos reyes y los dos laberintos” (en El Aleph, 1949) o “La Biblioteca de Babel” (en Ficciones, 1944)], es un símbolo de la complejidad del universo y de la incapacidad del ser humano para penetrar su destino y gobernarlo. Ante la imposibilidad de descifrar los misterios del gran laberinto (el orbe), el individuo crea laberintos humanos a su medida con el propósito de protegerse; un buen exponente de ello son los textos de Moyano “El origen del mito” y “Damero”. En el primero, asistimos al alumbramiento de un Minotauro (un niño con “cabeza de becerro”) dotado de una familia humana (sus padres se niegan a darle muerte como les aconseja el médico que asiste al parto, el narrador de los hechos) que, al ser rechazado por los demás, huye al monte, construye su propio laberinto y se recluye voluntariamente en él. Al igual que Asterión, el joven Minotauro de Moyano busca la protección dentro de esa casa de “largas e intrincadas galerías”, símbolo de los límites que nos imponemos nosotros mismos aunque, a veces, vienen impuestos por los demás, como se puede apreciar en el texto “Damero”. Aquí, unos arquitectos obsesionados por la simetría construyen una urbe monstruosa llamada Uff en la que los ciudadanos se pier-
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Este es el esquema propuesto por J. J. Muñoz Rengel para estudiar los temas característicos de la literatura fantástica actual, en “La narrativa fantástica del siglo XXI” (2010, 7-8).
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den irremisiblemente sin poder encontrar el camino de regreso a sus hogares: “Los miles de vagabundos que merodean por sus calles son, en realidad, honrados ciudadanos que una mañana salieron a trabajar y que, desde entonces, no han vuelto a encontrar su hogar” (Moyano 2011, 17). Con el fin de calmar sus incertidumbres, el individuo intenta ordenar el caos del mundo, pero, para su desgracia, termina construyendo otro que no es sino una réplica del anterior. Por lo tanto, más que ayudarnos a conocer la realidad, los esquemas de conocimiento y de pensamiento forjados por el hombre remiten a su afán de conocer el orbe en el que vive y conocerse a sí mismo. Lo patético es que dichas construcciones culturales, meras ficciones, terminan imponiéndose a menudo como verdades absolutas, según se puede ver en el relato de Borges “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” (en Ficciones, 1944). Y otro recurso potente para hablar de la complejidad de la realidad es la metaficción –una de las grandes aportaciones de Borges al género fantástico– o desdoblamiento literario, que disuelve las fronteras entre la realidad y la ficción. En la obra de Moyano encontramos numerosos procedimientos metaficcionales, como, por ejemplo, la inserción en sus ficciones de personajes reales (Dante, Kafka…); la mise en abyme o estructura de cajas chinas (“Ocaso de un imperio”) o la interferencia entre realidad y ficción. Así, en “Travesía”, un viajero extraviado en el desierto ve, como en un trastorno alucinatorio, a sus padres, quienes le advierten que no son más que el fruto de un espejismo; con ello, la realidad y la ficción concurren creando cierta confusión en el protagonista, y otro texto que problematiza lo que comúnmente entendemos por realidad es “Despertar”, aunque es en “El fin de los tiempos” donde el autor da una vuelta de tuerca al juego de la pluralidad de planos de la realidad, pues sitúa la voz narradora al otro lado de la misma, en la zona oscura, lo que supone un cambio fundamental en la percepción de esta: La puerta funciona en los dos sentidos –rugió la Voz–. Ustedes querían asomarse al Otro Lado, pero no contaban con que también Yo podría entrar en su mundo. Ahora ya es tarde para intentar cerrarla (Moyano 2011, 84).
LA NATURALEZA DEL INDIVIDUO El segundo eje temático se centra en la búsqueda de la naturaleza del yo, otra de las grandes preocupaciones de la literatura fantástica, cuyo propósito esencial es
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cuestionar la percepción unívoca que solemos tener de la identidad del individuo. Para Moyano, como para Borges,12 tanto la persona como la realidad están en constante movimiento y transformación y, por lo tanto, la personalidad es susceptible de cambiar en cada momento.13 No extraña, pues, que el cuestionamiento de la identidad unívoca, indisociable de la reflexión sobre los límites cognoscitivos del ser humano, aparezca tematizada en muchos de sus relatos, por ejemplo, en “Círculo”, “Doppelgänger” o “Ballo in maschera”, textos que toman partido a favor del yo plural y fragmentado. La relación con el doble, metáfora de la personalidad escindida y múltiple del hombre moderno, adopta en la obra de Moyano formas que oscilan entre la sorpresa, el desajuste y la hostilidad abierta14, según se ve en el relato “Doppelgänger”, cuyo protagonista trama minuciosamente el asesinato de su otro yo y se siente orgulloso de su acto: “Ahora todo el mundo me cree muerto. Por fin, podré empezar una nueva vida. Lejos, muy lejos de aquí”. Además, esa pugna entre ser y parecer, entre la realidad y las apariencias, está vinculada a menudo con la imagen del espejo15, la máscara16 o el disfraz, otras tantas metáforas de la identidad escindida, múltiple del hombre moderno. Así, en “Ballo in maschera”, el doble se materializa en la máscara, la parte oscura e inasible de toda personalidad que revela el desajuste existente entre la realidad y las apariencias. El protagonista de este texto se presenta al baile de disfraces revestido de sí mismo, es decir, sin careta, poniendo así de manifiesto que los rostros humanos son también máscaras insondables. Y, en “Vigilia”, es el espejo (Alazraki 1977) el instrumento catalizador que permite al personaje tomar conciencia de la pulsión irresistible e incestuosa que despierta en él su hija; la pugna entre la parte visible y la parte oscura de la personalidad llega aquí a su paroxismo. Consciente de que “lo fantástico es un medio excelente para explorar y representar todo aquello que se nos escapa de la realidad y de la compleja inte12 El motivo del doble es abordado por Borges en varios textos, entre otros, “Borges y yo” (El Hacedor, 1960), “El otro” (El libro de arena, 1975). 13 Tema desarrollados por Borges en el ensayo “La nadería de la personalidad” (Inquisiciones, 1925). 14 Véanse al respecto los trabajos de Rebeca Martín Las manifestaciones del doble en la narrativa breve española contemporánea (2006) y La amenaza del Yo, El doble en el cuento español del siglo XIX (2007). 15 Cf. J. L. Borges, “Los espejos velados” y “Los espejos” (en El Hacedor, 1960) 16 Cf. J. L. Borges, “El espejo y la máscara” (en El libro de arena, 1975).
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rioridad del ser humano” (Roas 2010, 4), el escritor andaluz lo utiliza como instrumento para distorsionar nuestra percepción de lo real y también para imprimir en sus textos la preocupación de naturaleza científica, filosófica o religiosa, como se verá a continuación.
LA INQUIETUD CIENTÍFICA Y FILOSÓFICA El autor andaluz no solo cuestiona nuestra visión unilateral de la realidad y del individuo, sino que manifiesta, como Borges, una fuerte propensión a construir sus relatos en torno a una inquietud de naturaleza científica17, filosófica o religiosa. En varias piezas de este libro se percibe claramente la problematización del pretendido realismo que postulan los hombres de ciencia para aprehender el mundo y se burla de ciertos avances de la tecnología moderna, como la clonación (“Melomanía”) o la capacidad de prolongar la vida humana sin llevar aparejado el mantenimiento del espíritu de la juventud (“Perennidad”). Además de relativizar la importancia de los científicos e intelectuales a la hora de asegurar la supervivencia de la especie humana (“Búnker”), ofrece una visión muy negativa de la evolución de las especies (“Hipótesis de Borel”). Y, en esa labor de desmitificación y de desmantelamiento generales, tampoco se libran los sistemas filosóficos, presentados por él como insuficientes para afrontar los grandes enigmas de los seres humanos, como, por ejemplo, la clásica cuestión de qué hay después de la muerte (el tema de la muerte y del más allá es uno de los más recurrentes en el microrrelato actual) o el valor y el sentido de la existencia (“Harayama”), presentada como un gran teatro (“Theatrum mundi”, claro homenaje a Calderón) o como un microrrelato (“Anciano”), un espejismo (“Travesía”) o un laberinto sin centro ni salida en el que el individuo se debate inútilmente (“El origen del mito”, o “Damero”). Otra cuestión filosófica que reviste una importancia capital en su obra es el concepto de tiempo18, otra de las obsesiones de Borges, quien lo percibía como
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Cf. J. L. Borges, “Del rigor en la ciencia” (en El Hacedor, 1975). Para Moyano, “El hombre es el ser más extraño, el más sublime y el más desdichado de todos los seres que pueblan este planeta, ya que posee, en un grado mucho mayor que cualquier otro animal, la consciencia de existir (…). Sabemos que existimos y también que dejaremos de existir. Sabemos que no somos más que agrupaciones pasajeras de átomos (…) Y, pese a ello, pese a esta certeza de lo inútil, de lo contingente, de lo provisional, todos andamos empeñados en 18
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“una materia dócil, reversible, modificable, subdivisible, repetible, simultánea y hasta inexistente” (Ramírez 24). Para cuestionar la percepción humana de tiempo lineal y sucesivo, Moyano, como su maestro, introduce en sus textos diversas distorsiones temporales, como por ejemplo, 1) el tiempo regresivo, que fluye inversamente (“La bala”, “Involución”), 2) la presencia de dos tiempos paralelos antitéticos (“Jardín abandonado”), 3) el tiempo eterno (“Eternidad”, “El juego”), o el tiempo cíclico19 (“Alfa y Omega”; “Regreso, “El punto de vista”). Todo ello sugiere el carácter subjetivo de este concepto. El tiempo que fluye hacia atrás es uno de los numerosos juegos que permiten al andaluz desintegrar la estructura inamovible del tiempo. Así, en “La bala”, claro guiño al poema en prosa de Borges “In memoriam J. F. K.” (en El hacedor, 1961), el proyectil que mató al presidente Kennedy efectúa un viaje a la semilla, es decir, desanda el camino desde los Archivos Nacionales, pasando por el cerebro de la víctima, hasta terminar fundida por los obreros que la fabricaron20. Y otro relato que sigue la inversión de la flecha del tiempo es “Involución”, en el que un simple apagón implica la vuelta de la humanidad a la era de las cavernas. “Jardín abandonado” nos presenta, a su vez, dos percepciones antagónicas del tiempo, la de los seres humanos, regidos por el dios Cronos, los relojes convencionales, y la de la estatua, para quien el tiempo es eterno, al igual que ocurre en la pieza “El juego”, cuyo protagonista-narrador, tras pasarse la vida intentando burlar a la muerte, la va a perseguir como un condenado cuando esta le vuelve la espalda definitivamente. Pero tal vez la distorsión temporal mejor representada en sus textos sea la del tiempo cíclico21 percibido como círculos similares, no idénticos, abiertos como en espiral. Así, en “Regreso”, el protagonista relata en primera persona su vertiginoso viaje desde el momento en que oye decir a un médico en el hospital: “Ya no hay nada que hacer”, hasta que regresa de nuevo a la vida, en otro hospital, convertido en un recién naciproyectos que, a la larga, siempre fracasarán, porque nada está llamado a perdurar” (Moyano 2009, 12). 19 Véanse los textos de Jorge Luis Borges “El tiempo circular” y “La doctrina de los ciclos” (en Historia de la eternidad, 1936). 20 Otro texto de Moyano que remite a la muerte violenta del presidente de los Estados Unidos es “El Club Berkeley”, en el que se atribuye su deceso a unos miembros ultraconservadores de este club, dueños de facultades precognitivas, que habían comprendido que Kennedy desencadenaría la Tercera Guerra Mundial. 21 Véanse J. L. Borges, “El tiempo circular” (en Historias de la eternidad, 1936) y “Nueva refutación del tiempo” (en Otras Inquisiciones, 1952).
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do, después de haber transitado por un oscuro y “largo túnel” de “paredes húmedas y turgentes”, que evoca el vientre materno. En realidad, lo que suponíamos el viaje post mortem de un difunto se revela como su renacimiento a una nueva vida cuestionando con ello la idea del tiempo lineal y sucesivo y también la del Paraíso. Y no es este el único dogma religioso dinamitado en Teatro de ceniza, ya que también se pone en cuestión la explicación monoteísta del mundo, mostrando que son los hombres los que crean a Dios a su imagen y semejanza y no a la inversa (“Apostasía” ), y el Hijo de Dios es presentado como un farsante e impostor (“El escapista”). En definitiva, lo que se problematiza en estos textos es la dificultad del ser humano de acceder al conocimiento y a la verdad así como su inclinación a elaborar presuntos esquemas de conocimiento que no son más que ficciones.
EL JUEGO INTERTEXTUAL Otro de los rasgos característicos de la poética borgiana rastreable en la obra de Moyano es, como ya se dijo, la intertextualidad. Como se sabe, para el escritor argentino, escribir es releer un texto anterior, reescribirlo, y eso es lo que hace él con la literatura: “Cuatro son las historias –dice–. Durante el tiempo que nos queda seguiremos narrándolas, transformándolas”22. No en vano, los textos de sus cuentos funcionan como espejo que invierte y revierte historias ya contadas. “Borges concibe la literatura como un texto cuyas constantes reverberaciones han producido y producirán todos los libros de esa hipotética biblioteca total” (Alazraki 1984, 284). Y como él, Moyano reescribe a su manera historias conocidas y establece una relación dialógica con el patrimonio cultural del lector, ya sea mitológico (por ejemplo, “Otelo” se inspira en el drama de Sheakespeare; “Origen del mito” es una versión novedosa de la antigua leyenda del minotauro de Apolodoro, inmortalizada por Borges en “La casa de Asterión” y “Despertar”, una recreación del unicornio), bíblico (“El escapista” es una interpretación oblicua de la figura de Jesús de Nazaret y, en “Apostasía”, cuestiona la religión desde sus cimientos), histórico (“La bala” es una relectura del asesinato de Kennedy y “Fan”, una parodia del personaje mitificado de Elvis Presley) o literario, en cuyo caso percibimos claramente sus preferencias. Así, por ejemplo,
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Dice J. L. Borges en la prosa breve “Los cuatro ciclos” de El oro de los tigres, 1972.
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“Mar de Lidenbrock” lleva la marca de Julio Verne; “Llover para arriba” nos recuerda los juegos surrealistas de Antonio Fernández Molina; “Diálogo”, dedicado a Javier Tomeo, evoca las relaciones delirantes y absurdas de los personajes del aragonés; “Las puertas del cielo” es un claro guiño a Julio Cortázar y “La bala” reproduce la técnica del cuento de A. Carpentier, “Viaje a la semilla”. Pero las relaciones tejidas por nuestro escritor con la tradición canónica no son solo temáticas, sino también formales; él se apropia de los moldes genéricos y los somete a una reescritura novedosa. Entre los más destacados hay que mencionar la fábula (por ejemplo, en “Chuang Tzu” reinterpreta la fábula del soñador convertido en mariposa, tan cara a Borges y a Merino, y “El punto de vista”, otro texto de corte fabulístico, cuestiona la presunta superioridad humana), la leyenda (“Harayama”, “Desmitificación”), el cuento popular (“El mercader de Islamabad”) o el cuento de hadas (“Fábula” es una parodia del batracio convertido en príncipe) y, como ya vimos, no duda en combinar el lenguaje textual con el de la música (“Texto efímero”) para ofrecernos dos versiones de un mismo motivo. Recordemos que “el juego intertextual siempre constituye un ejercicio de resignificación de elementos de orden cultural, literario, histórico y expresa una relación ya sea de enaltecimiento o de censura respecto del modelo seguido” (Andres-Suárez 2010, 103-104). Es decir, nos da la clave para desentrañar las fobias y las filias del autor y, a la vez, es un instrumento muy eficaz para reducir el texto a su mínima expresión, un reto frecuente entre los microrrelatistas.
CONCLUSIÓN Aunque las dos terceras partes de los textos de este libro son fantásticos, no faltan los realistas, pues a Moyano le gusta mezclar ambos aspectos. En este caso, predominan los escenarios urbanos y los problemas que asedian al hombre actual. Perdidos en esa gran ciudad que fascina y horroriza a un tiempo, los personajes del andaluz se ven aquejados por el aislamiento y la enajenación, de ahí la abundancia de textos que denuncian la esclavitud de la vida moderna: la alienación producida por un trabajo repetitivo y alienante (“El punto de vista”), el embrutecimiento de la vida rutinaria (“Jubilación”) o el precio exigido por la sociedad del bienestar (“Las puertas del cielo”). Otros indagan en la condición femenina (“Depresión”, “Precaución”) o bien en las relaciones de pareja en la sociedad moderna (“Desproporción” es un buen ejemplo de los estragos que
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puede engendrar una separación) o en las filiales (“Carne de mi propia carne”). Dichos textos ponen el acento en la fragilidad de la vida humana, lo paradójico de la existencia y los anhelos más recónditos de los seres humanos, pero no hay que olvidar que Moyano es sobre todo un escritor culturalista (que apuesta por la relectura de las figuras y mitos clásicos, por la reflexión metaliteraria), y que sus textos representan un esfuerzo filosófico por trascender el tiempo y, sobre todo, por comprender todo aquello que se nos escapa de la realidad y de la naturaleza humana. Sea como sea, las historias de Moyano están llenas de ingenio e ironía y destacan por la “brillante y tremenda contención de su escritura” (Jiménez 2011). Desde su primera incursión en la literatura, ha sabido adueñarse de un estilo depurado, dotado a su vez de una fuerte potencia expresiva que lo singulariza. Es sin duda uno de los escritores españoles actuales con mayor proyección y potencia narrativa. BIBLIOGRAFÍA ALAZRAKI, Jaime. Versiones. Inversiones. Reversiones: El espejo como modelo estructural del relato en los cuentos de Borges. Madrid: Gredos, 1977. — “El texto como palimpsesto: lectura intertextual de Borges”. Hispanic Review, 52 (1984): 281-302. ANDRES-SUÁREZ, Irene. “Poligénesis del microrrelato y estatuto genérico”. El microrrelato español. Una estética de la elipsis. Palencia: Menoscuarto, 2010, 69-77. [Sensiblemente ampliado, fue reeditado en Laura Pollastri (ed.). La huella de la clepsidra. El microrrelato en el siglo XXI. Buenos Aires: Ediciones Katatay, 2010, 51-69.] BORGES, Jorge Luis. Obras Completas. Barcelona: Emecé, 1989-1996, 4 vols. CAMPRA, Rosalía. “Los silencios del textos en la literatura fantástica”. El relato fantástico en España e Hispanoamérica. Ed. E. Morillas Ventura. Madrid: Sociedad Estatal Quinto Centenario/Editorial Siruela, 1991, 153-191. — Territorios de la ficción. Lo fantástico. Sevilla: Renacimiento, 2008. CASAS, Ana. “Lo fantástico en el microrrelato actual (1980-2006)”. La era de la brevedad. El microrrelato hispánico. Eds. Irene Andres-Suárez y Antonio Rivas. Palencia: Menoscuarto, 2008, 137-158. — “Transgresión lingüística y microrrelato fantástico”. Lo fantástico en España (19802010). Ínsula 765 (2010b): 10-13. GARCÍA MARTÍN, José Luis. “Teatro de cenizas, los cien microrrelatos de Manuel Moyano”. La Nueva España, .
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Aportaciones de lector a algunos microrrelatos de Los males menores, de Luis Mateo Díez JUAN LUIS HERNÁNDEZ MIRÓN Universidad CEU San Pablo
Una obra siempre va más allá del final que le pueda dar su autor, es el lector activo el que la acaba, el que se apodera del texto y lo lleva de viaje singular y lo interpreta, lo interpreta de una manera distinta cada lector, insertándose en un proceso de lecturas infinito, inacabable, sin fin. (Enrique Vila-Matas, El viajero más lento)
I. PRELIMINARES Pocas veces una entidad dimensionalmente tan pequeña como es un microrrelato ha sido causa de tanto derramamiento de tinta. Las cavilaciones, disquisiciones, consideraciones, reflexiones, análisis, teorías, etc., que se han vertido y seguirán vertiéndose sobre cuál sea la adscripción genérica de dicha unidad narrativa y sobre cuáles sean sus rasgos definidores, constituyen un magma teórico que frecuentemente oculta en sus entrañas lo importante del asunto, a saber: que los microrrelatos, sea cual sea su adscripción de género, son, antes que nada, textos intencionadamente elaborados por el autor como piezas literarias, en un formato breve y predominantemente de naturaleza narrativa. Cuáles sean los límites exactos de la extensión del formato y cuál la cantidad de ficción, de descripción, de diálogo, etc. que han de contener, son cuestiones sobre las que, a nuestro modo de ver, se ha acumulado mucho bizantinismo. Y, por el contrario, creemos que con frecuencia se olvida tener en cuenta lo que el escritor de microrrelatos nos dice acerca de su labor de creación de textos “mínimos”. Si siempre es pertinente que el lector posea la competencia literaria y genérica necesaria que lo capacite para detectar los rasgos genéricos presentes en un texto dado (Ryan 1988; Viñas 2007, 280), esa competencia se muestra más
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relevante en el caso del microrrelato. Prácticamente todos los teóricos y estudiosos del género coinciden en destacar como rasgo definidor de este tipo de textos la implicación que exigen del lector, tanta, que sin la colaboración del mismo, el microrrelato quedaría, en algún aspecto, desvirtuado o sin sentido. El microrrelato requiere un lector, cuando menos, activo y cómplice, como mínimo medianamente culto, conocedor de los mecanismos lingüísticos y literarios de los que se sirve el autor para alcanzar con la brevedad y la concisión debidas, los efectos de sorpresa, suspense, provocación,…que en cada caso pretenda. Pero tampoco hay por qué exigir al lector previos conocimientos de Teoría de la Literatura o de Crítica Literaria para que con ellos complete lo que el autor quiso dejar omitido, o tuvo que dejar omitido por exigencias del formato; basta con que cada lector aplique su propia imaginación y sensibilidad. En definitiva, el lector, cada lector, ha de llenar con el conocimiento de los recursos mencionados y con su sensibilidad, los intencionados y polisémicos vacíos que el autor deja en el texto. Es paradójico, pero, dada su naturaleza, parece que los microrrelatos fueran textos escritos para que el lector lea y descubra precisamente lo que no está escrito y lo añada él. Afirma Pedro Salinas en El defensor que cada lectura constituye un acto único, en el que el lector se adentra “llevando en sí todos los beneficios derivados de sus experiencias lectoras anteriores, pero sin que en modo alguno le obsten para sentirse como si estuviera estrenándose virginalmente en el leer” (1967, 135); pues bien, desde esta perspectiva nos disponemos a leer activamente algunos de los microtextos de Los males menores, de Luis Mateo Díez, con la intención de dejar testimonio de lo anteriormente expresado: la aportación que el lector hace al texto desde su experiencia lectora, haciendo así que este se configure definitivamente en tantos textos diferentes cuantos lectores se aproximen a la obra. Pretendemos únicamente dejar aquí constancia de la experiencia lectora de unos textos mínimos que, si exceptuamos los textos líricos, requieren, como apuntábamos antes, una intensa implicación cooperadora del lector. Nuestra lectura estará únicamente condicionada por nuestro conocimiento de la obra del autor y por lo que de su personalidad intuimos a través de su obra y de sus manifestaciones sobre la misma; por lo que los relatos nos dicen y por cómo nos lo dicen; condicionada por nuestro conocimiento de la realidad y por nuestra sensibilidad interpretativa del hecho literario. No pretendemos sentar cátedra ni defender una o varias interpretaciones de cada uno de los relatos de cuya lectura damos cuenta; nos interesan las primeras impresiones tras una primera lectura, impresiones que pueden ser corregidas o enriquecidas con otras
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derivadas de posteriores lecturas. Creemos que el texto literario es polisémico, no solo porque tenga tantas interpretaciones cuantos lectores, sino porque también un único lector puede encontrar en un mismo texto interpretaciones distintas según sea la situación lectora en que se encuentre. (Es obvio, por ejemplo, que El Quijote que leímos con dieciocho años no puede ser el mismo que el que leímos con cuarenta años). Un ejemplo: el microrrelato titulado Un crimen nos pareció en una primera lectura un simple juego de ingenio por parte del autor, como un divertimento. En una lectura posterior descubrimos que quizás la intención del autor no fuera solamente jugar a ser ingenioso, sino que tras ese juego se escondía una significación de mayor calado y profundidad; aun cuando pudiera ser que el mensaje y las intenciones del autor tampoco se correspondan con las que nosotros creemos descubrir en una segunda y sucesivas lecturas. Pero nada ni nadie, ni siquiera el autor, pueden negar al lector su derecho inalienable a interpretar el texto a “su manera”, siempre que esa interpretación guarde alguna relación de coherencia con lo que en el texto se dice. Desde esta perspectiva y teniendo en cuenta lo que según el autor podríamos llamar su poética para la elaboración de los microrrelatos, nos disponemos a leer los diez primeros minitextos de Los males menores, de Luis Mateo Díez, sin que nuestra lectura –insistimos– esté predeterminada en ninguna dirección concreta.
II. LA POÉTICA DEL MICRORRELATO SEGÚN EL ESCRITOR Algunos autores, entre ellos el autor cuya obra nos va a ocupar, Luis Mateo Díez, han explicado qué intenciones los mueven a escribir historias “mínimas”, historias que el lector puede convertir en “máximas” según sea el grado de implicación que la historia y, en definitiva, el autor, hayan conseguido de él. Pero antes de adentrarnos en la lectura de algunos de los relatos de Los males menores, para dejar en estas páginas el testimonio, a modo de comentarios, de nuestra “cooperación” como lector activo, entendemos que es oportuno reproducir aquí algunas de las consideraciones que sobre este controvertido género de la minificción ha efectuado el propio autor en algunos de sus textos de carácter ensayístico o en intervenciones en coloquios, congresos, etc., como las realizadas en su participación en el IV Congreso Internacional de Minificción, celebrado en la Universidad de Neuchâtel en noviembre de 2006. Consideraciones que, de algún modo, nos servirán de pauta para nuestra colaboración lectora, en tanto que vienen a constituir la poética según la cual el autor construye
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microtextos. No conviene, además, olvidar que la actividad literaria del autor es primordialmente narrativa y que se inició precisamente con la escritura de relatos cortos, escritura que ha seguido cultivando de modo irregular, pues ha dedicado su actividad creadora preferentemente a la novela. La aparición de Los males menores en 1993 viene a ser como un paréntesis experimental en su actividad creadora: un como volver a cultivar con otro formato y otras intenciones la narración corta con la que había iniciado su producción literaria en 1973 con Memorial de hierbas, pues ahora, de manera muy consciente, se trata de crear verdaderos microtextos narrativos. Parte Luis Mateo Díez en sus consideraciones, o mejor “reconsideraciones”, de una experiencia personal: dice que, tras haber tomado nota una vez de la idea de un cuento, cuando algún tiempo después se disponía a escribirlo, cayó en la cuenta de que aquella anotación no ofrecía desarrollo alguno, “como si en las pocas palabras en que se sostenía ya estuviese culminado su destino narrativo” (2008, 531). Pensó entonces que quizás había escrito inconscientemente un microrrelato y que, como ocurre a veces, es “el apunte el mejor resultado”. El asunto le sirvió de acicate –confiesa– para continuar escribiendo algunos microrrelatos con la conciencia de que, al hacerlo, estaba cultivando un tipo de narración que, más allá de las modas imperantes, tiene una tradición larga, variada y rica (2088, 531). Una primera certeza que obtiene el escritor leonés en las reconsideraciones a que le condujo este suceso es que el microrrelato no es necesariamente el proyecto de un cuento, aunque pudiera ser que pequeñas historias dieran origen a grandes o extensas historias. Un microtexto puede contener un cuento, ser incluso el embrión de una novela, pero el elemento esencial del destino de esas historias está en la voluntad del narrador, pues a él le corresponde la decisión; es su responsabilidad decidir en qué formato (microtexto, cuento corto o largo, novela, etc.) desarrollará la historia: La voluntad del narrador es un elemento crucial en el destino de las historias y, además, sus resoluciones, sus decisiones narrativas, pertenecen, como es lógico, al secreto del sumario. Decidir ese destino forma parte de la responsabilidad de escribir y, en un tanto por ciento muy grande, esa es al menos mi experiencia en este sentido, la decisión está inmersa en el instinto creativo (Mateo Díez 2008, 532).
En este sentido, el propio autor nos da el testimonio de que solamente una vez ha escrito “un cuento a partir de un microrrelato que ya estaba escrito y
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publicado mucho tiempo antes” (Mateo Díez 2002, 175). Se refiere el autor al microrrelato titulado La carta, que terminó derivando en Últimas voluntades, un cuento corto. Si confrontamos ambos textos observamos que lo que se ha producido ha sido una ampliación de las enormes posibilidades narrativas apuntadas en el microrrelato, pero sin ser agotadas en el cuento corto; en realidad, el argumento apuntado en La carta podría desarrollarse en una extensa novela; se trata de un personaje que ha decidido suicidarse, pero antes de hacerlo, quiere dejar explicadas minuciosamente las razones de su suicidio en una carta en la que lleva escribiendo cada día una línea desde hace ya catorce años. El autor explica este proceso de ampliación (“una experiencia extraña que probablemente no volverá a repetirse”) en un apéndice de la edición que hemos manejado. Para nuestro autor, el microrrelato posee en sí mismo, identidad narrativa; según él, estamos ante un relato que se encuentra “en el límite de la extensión, de un intenso poder expresivo, en tanto en cuanto su límite requiere un punto especial de intensidad” (Mateo Díez 2008, 532). El escritor se encuentra, en definitiva, ante un reto “específicamente narrativo” ante “una opción límite de sugerencia, sugestión y significación, en la que lo que se cuenta está en el extremo de sus posibilidades, y con frecuencia en la dimensión metafórica en la que todo gran relato alcanza su plenitud” (Mateo Díez 2008. 535). Hay que contar, por lo tanto, en poco espacio y con pocos recursos, la sustancia narrativa de un asunto. Lo que el autor ofrezca en su narración ha de ser muy poco, pero suficiente, sabiendo jugar con el riesgo siempre atractivo de la elipsis, con el poder sugeridor de los silencios. Para Mateo Díez el microrrelato ha de poseer, además, tres rasgos fundamentales. En su opinión, el microtexto narrativo ha de ser sugestivo, sugerente y significativo (tres eses). El autor explica el sentido que da a cada uno de estos términos, pues los dos primeros parecen ser sinónimos; él, en cambio, observa matices de diferencia de significado entre lo sugestivo y lo sugerente; lo primero es para él una “atracción”; lo segundo, una “insinuación”: Una sugestión que es una atracción, un cierto poder que moviliza la curiosidad y nos hace partícipes acaso embelesados del relato, desde el sustrato del mismo. Una sugerencia que insinúa, despierta, sustrae nuestro ánimo de modo insospechado, placentero, enriquecedor (2008, 533).
(Ya veremos más adelante en qué grado el autor consigue sustraer el ánimo del lector con la acertada utilización de estos rasgos que él considera deben ser inherentes al microrrelato.)
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Pero Luis Mateo añade un rasgo más que, en su opinión, debe poseer el microrrelato: lo significativo, entendiendo por tal la elección o el descubrimiento de una materia narrativa muy corta pero muy rica en posibilidades, en ideas o en imágenes netamente narrativas y con significación, con sentido, ajenas por completo al capricho, al artificio o a la mera ingeniosidad, peligros estos que con frecuencia acechan al escritor de minificciones al tratar de solventar con golpes de efecto las dificultades que plantea la obligada brevedad del formato. La significación, ligada adecuadamente con una expresión acertada, puede remover una idea más o menos vagorosa (sic), o un pensamiento. Lo significativo debe hacerse más presente según se incremente la brevedad del texto: La determinación de lo significativo, la administración de lo que se cuenta, sobre la base estricta y medida de lo necesario, de lo preciso, de la imprescindible condensación que debe actuar siempre a favor de la intensidad, me parecen elementos sustanciales de un género en el que –como también indicaba Cortázar– todo debe conducir a una especie de fabulosa apertura de lo pequeño hacia lo grande (Mateo Díez 1992, 65-66).
Son tres rasgos que, por irradiación, otorgan muchas posibilidades narrativas al microrrelato. El escritor gusta compaginar la idea de irradiación del núcleo del microrrelato con la idea de metamorfosis, en tanto que una buena minificción contiene una semilla que germina en la sensibilidad y en la memoria del lector, invitándole, forzándole, diríamos, a tomar parte activa en el acabamiento definitivo del pequeño relato. En “cuentos tan cortos, tan extremos, tan radicales”, el impacto y la implicación del lector son elementos que por fuerza atañen al género del que hablamos: La idea de irradiación me gusta compaginarla con la de metamorfosis, ya que todo buen microrrelato contiene una suerte de semilla que crece sin remisión en la sensibilidad del lector, también con frecuencia en su memoria, de tal manera que algunas de esas piezas narrativas perviven y se enriquecen en el ánimo de quien las leyó e hizo suyas (Mateo Díez 2008, 533).
Para el autor de Los males menores esas ideas generatrices están en cualquier parte; emergen de una observación, un recuerdo, una ocurrencia,… que luego él convierte en materia narrativa, y durante el posterior proceso de invención y de escritura va aplicando su poética, en la que la metáfora global de la historia es muy importante:
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Habitualmente mis historias nacen de una imagen o de una idea. No de una idea o imagen cualesquiera, de las que podrían suscitar una visión o la apertura de un pensamiento abstracto. Siempre son ideas o imágenes que contienen una semilla narrativa, que pertenecen a esa identidad de lo narrable (Mateo Díez 2008, 533).
Sin duda tiene que ver con todo esto el modo en que Mateo Díez procede a la hora de iniciar la escritura de sus textos, sean estos de la extensión que fuere. La formulación en primer lugar del título, que fije esa imagen o idea primera, como si el título fuera la cápsula dentro de la cual se contiene la semilla que germinará después en una narración corta o extensa. Según propia confesión, nunca comienza un texto narrativo, sea corto o largo, sin antes haber decidido el título, pues este es para él el punto de partida que luego irá creciendo hasta alcanzar la talla que el autor quiera, o pueda darle: Los títulos tienen para mí notable importancia, no ya como hallazgos que nombran lo que escribo, sino como frases que se revelan, lo que la historia contada, escrita, tiene de débito con su idea originaria, con la metáfora que la promueve y el propio sentido de la misma […], ya que el título me es imprescindible para la seguridad del empeño. Es imposible que me disponga a escribir una novela sin tener su título (Mateo Díez 2008, 535).
III. LOS MALES MENORES Los males menores (1993) es un conjunto de treinta y seis microtextos (a partir de ahora utilizaremos predominantemente este término, para soslayar así el problema terminológico, subrayando que quizá es la brevedad el único rasgo formal propio en el que están de acuerdo todos los estudiosos del género), ampliado a treinta y ocho en la edición de la colección Austral de Espasa (2002); edición con un excelente estudio introductorio de Fernando Valls y un apéndice didáctico igualmente excelente de Enrique Turpín, precedido de otro apéndice en el que el autor explica el proceso de transformación de Una carta en Últimas voluntades, apéndice al que nos referíamos anteriormente. Ya el propio título del conjunto parece apuntar a dos aspectos que se dan prácticamente en todos los microtextos que componen la obra: en primer lugar, y aunque no todos los títulos apuntan a ello, el contenido de cada uno de los relatos viene a ser un mal, es decir, presenta algún avatar negativo de la realidad: un asesinato, un fracaso amoroso, un caso de infidelidad, un mal sueño, etc.
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Recorriendo el índice de los títulos, en cambio, apenas una docena de ellos denotan o presuponen con claridad algún mal (“Desazón”, “Persecución”, “Sangre”, “La muerte”, “El sicario”, “Un crimen”, etc.). Todos los demás tienen un título neutro con respecto a ese sema (“mal”), pero ya el título del conjunto informa al lector de que, sea cual sea el evento del relato, el contenido de los mismos estará tratado siempre con un tono negativo y pesimista. Y así es: todos los textos recogen acontecimientos más o menos cotidianos, ejecutados por personajes rutinarios, fotografiados en blanco y negro, sin cromatismos; la impresión final que queda en la memoria del lector tras leer los treinta y ocho microtextos es que la realidad descrita y contada por un narrador siempre en primera persona (lo cual no deja de ser una consciente o inconsciente proyección del modo con que el autor juzga el mundo, la vida y al hombre) es una realidad cuajada de males, sean estos grandes o pequeños, pues, y en segundo lugar, con el adjetivo menores, el autor parece hacer un intencionado juego de polisemia e ironía: todos los relatos son ciertamente menores si es que con esta adjetivación se refiere a la medida de los textos, pues ciertamente se trata de auténticos microtextos; pero, además, nos parece que Mateo Díez juega intencionadamente con la ironía al calificar como menores al menos algunos de los males de que tratan sus relatos; difícilmente podríamos calificar como un mal menor un asesinato múltiple, o asesinatos por encargo, o un suicidio, o un fracaso matrimonial, o un caso de infidelidad, o el ejercicio de la prostitución, etc. El título es, además, un elemento paratextual de extraordinaria importancia en el microrrelato, pues al carecer este de muchos elementos accesorios por mor de la brevedad, se convierte en un elemento clave, que en el caso de nuestro autor suele presentar los tres rasgos de sugerencia, de sugestión y de significación que el autor –como hemos señalado–, considera inherentes a este tipo de textos. Los títulos de los relatos que componen Los males menores no empistan dan pistas al lector de un modo preciso sobre el contenido de la historia breve que contienen; son, más bien títulos que el autor parece dejar intencionadamente ambiguos y enigmáticos, imprecisos y entreabiertos para que el lector penetre intrigado en la trama del relato; todos atraen, insinúan y significan, porque no apuntan una única orientación interpretativa, sino muchas posibles; en definitiva, vienen a ser como puertas entreabiertas que la curiosidad del lector quiere abrir cuanto antes de par en par; un ejemplo entre todos: el primer microrrelato del conjunto lleva por título: “Un suceso”; el campo semántico de tal sintagma es tan indeterminado e impreciso y de tal extensión, que el lector se siente picado en su curiosidad por averiguar lo antes posible de qué suceso se trata.
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IV. LA RESPUESTA DEL LECTOR Según Roland Barthes en Le plaisir du texte (1973), la apuesta de la literatura como trabajo es la de convertir al lector de “consumidor” en “productor”, gozando, además, de una libertad participativa prácticamente total; Barthes lleva hasta el paroxismo erótico el “placer del texto”, localizando el placer de la lectura en el descubrimiento de las discontinuidades textuales y lingüísticas, en el juego semiótico, en la subversión del sentido trascendente y de las normas tradicionales, en las elipsis, en los equívocos, etc. En Borges, en cambio, ese hedonismo no es erótico sino afectivo. Las respuestas del lector, efectivamente, pueden ser muy variadas; en unos casos el microtexto puede servir para crear en él otro microtexto; en otros, le puede servir para crear una historia mayor, sirviéndole el microrrelato como guión para la misma, (lo hemos visto en el caso de La carta). Nosotros no pretendemos llevar nuestra experiencia lectora al paroxismo erótico ni al hedonismo afectivo; nos basta con dejarnos impresionar agradable o desagradablemente por el texto y en consecuencia aportar lo que como lectores se nos requiere, o simplemente dejar constancia de todo aquello que el texto nos sugiere; no pretendemos, pues, hacer ningún tipo de crítica literaria ni académica. Como indicábamos más arriba, pretendemos solamente dar una respuesta espontánea de ampliación del texto sirviéndonos de nuestros conocimientos y de nuestra sensibilidad ante el hecho literario; pues, parece que, si exceptuamos el texto lírico, no hay otro tipo de texto que implique y salpique tanto al lector, forzándolo a colaborar en la configuración última y definitiva de la que con su lectura, se convertirán ya en su historia y en su texto. Y dado que este tipo de textos suelen contener elementos de difícil o múltiple interpretación, como son: paradojas, absurdos, enigmas, polisemias, equívocos, etc., requieren necesariamente la intervención del lector, convirtiéndose así en cómplice y coautor del texto, pues este rara vez lo deja indiferente, sino que tira de él obligándole a dar respuestas. Se trata en definitiva de esa semilla de que habla Luis Mateo Díez, que se desarrolla y crece en el lector. En esta respuesta de ampliación consiste, a nuestro entender, la participación lectora. Por ejemplo: podemos tomar, tal cual, el ya archiprototípico microtexto de El dinosaurio, de Augusto Monterroso, y hacerlo crecer en tales dimensiones que termine siendo un árbol narrativo frondoso. ¿Quién despertó? ¿Exactamente cuándo? ¿Dónde?, etc. Potencialmente ese texto tan minúsculo contiene o puede contener una novela, que podría ser incluso una novela-río. Imaginar Imagínese cuánto puede dar de sí temporalmente en ese contexto el adverbio
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“todavía” debido a las connotaciones temporales del sustantivo “dinosaurio”. Igualmente, el adverbio “allí ” nos ofrece también en ese contexto infinitas posibilidades espaciales. “Allí ” puede ser un espacio que, contaminado con la connotación temporal sugerida por “dinosaurio”, esté lejísimos del durmiente, lo cual nos llevaría a entender que el durmiente está soñando un dinosaurio; o también podemos interpretar que tanto el durmiente como el dinosaurio están en el mismo espacio, ambos están “allí ”, con lo que ahora resulta que ambos están lejísimos de nosotros, es decir, muy lejos de “aquí”. Lo cual nos conduciría a interpretar que el durmiente está durmiendo al lado, o cerca, o incluso con un dinosaurio. Como apuntábamos anteriormente, las oportunidades narrativas, de ampliación del relato, que ofrece el adverbio “todavía” son infinitas. Si interpretamos que el durmiente está soñando con el dinosaurio el tiempo sugerido por el adverbio lo podemos llenar con los sueños que queramos imaginar que ha soñado el durmiente. En cambio, si interpretamos que el durmiente ha dormido al lado, cerca, o con el dinosaurio, el lector podrá imaginar qué ha hecho el dinosaurio mientras el durmiente dormía: ¿dormir también?, ¿pastar?, ¿darse un garbeo y volver para ver si el durmiente ha despertado? Debe de tratarse de un dinosaurio herbívoro, pues no se ha comido al durmiente; o quizás se trate de un dinosaurio domesticado por el durmiente y sea su mascota, etc. Todas estas ampliaciones tienen sentido si consideramos que el sujeto que duerme es un “él” o un “ella” de los que no sabemos absolutamente nada, por lo que podemos configurárnoslos como a cada lector apetezca. En el microrrelato, vemos que los elementos narrativos, como la acción y la temporalidad, están reducidos a lo mínimo y algunos prácticamente omitidos. Solo hay personajes, los otros elementos de la narratividad como son: la temporalidad, la unidad temática, el conflicto, la unidad de acción, la causalidad, etc., están prácticamente elididos, lo que hace que necesariamente el lector intervenga y se implique en la elaboración del relato. Todo está sugerido. Y así hay tantas intervenciones e interpretaciones cuantos lectores, y todas ellas, si son congruentes con lo apuntado por el texto, son aceptables. Guiados por estas pautas, nos disponemos a dejar aquí constancia de la lectura interactiva que de los diez primeros textos de Los males menores hemos realizado. Evidentemente no hay por nuestra parte intención alguna de enmendar el texto del autor en ninguna dirección. Adelantamos la constatación de un hecho que nos parece cuando menos curioso, y es que el resumen o la explicitación del contenido de los microrrelatos resulta con frecuencia más extensa que el propio relato, lo que pone de
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manifiesto hasta qué punto el autor ha logrado omitir y sugerir elementos de la trama para decir lo más con lo menos, consiguiendo así la mayor brevedad posible.
“Un suceso” “Un suceso” está narrado en pasado y en primera persona del singular, como todos los relatos del conjunto, excepto el último, “Mortal”. El narrador aparece en la historia con el nombre de Martín. El escenario es una casa de familia. Los personajes son tres: el narrador, Martín, su esposa Lola y Ángel, un amigo de la infancia de Martín y quizás también amigo de Lola. La acción transcurre del siguiente modo: en mitad de la noche (el vocablo “noche” no aparece en el relato), Martín se despierta con sed, se levanta a oscuras y en el pasillo se tropieza con alguien que huye hacia la cocina. Martín da la luz y abre la puerta de la cocina donde encuentra a un hombre aterrorizado subido al alféizar de la ventana, que le ruega por Dios que no avise a la policía. Martín, en un arrebato de memoria, reconoce en él a Ángel, a quien nombra susurrando su nombre. Este contesta pronunciando tan solo el nombre de Martín. Aparece Lola y ve a los dos amigos abrazados. Lola decide llamar a la policía a pesar de que Martín le ruega que no lo haga, y ello desencadena el comienzo de la definitiva crisis del matrimonio de Martín y Lola. Todos los elementos narrativos explicitados en el microrrelato son, además de la unidad temática, tres personajes, una casa de familia y un tiempo brevísimo durante una noche cualquiera. Es evidente que el autor ha elidido intencionadamente otros componentes narrativos con lo que logra en este caso tal grado de intriga que insta al lector a imaginar y construir por sí mismo los elementos ocultados de la historia. Y esos elementos puede el lector construirlos a base de muchas posibles preguntas, como: ¿qué hace Ángel en mitad de la noche en casa de Martín y Lola donde, entendemos que ha entrado furtivamente pues suplica a Martín que no avise a la policía?; ¿la vida le ha ido tan mal que le ha obligado a dedicarse al robo y, sin saberlo, ha entrado a robar en casa de un amigo de la infancia?; ¿por qué está Ángel tan aterrorizado?; ¿solo porque le han sorprendido en casa ajena? Su reacción no es la de un ladrón al uso, pues de un ladrón sorprendido in fraganti cabría esperar un comportamiento muy distinto del de Ángel; lo normal es que huyera (la ventana está abierta), o que se enfrentara a quien lo ha sorprendido.
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Los elementos elididos contribuyen igualmente a incrementar la tensión dramática de la trama, otro de los elementos necesarios en el microrrelato; esta está lograda con el tono de misterio que el autor da a la narración. ¿Cómo es que cuando Ángel es sorprendido por Martín, este se limita a “musitar” el nombre de Ángel? En una situación como esta lo más verosímil sería que Martín gritara, pues parece que la escena requeriría una mayor violencia fónica, no un simple “susurrar” “pronunciar entre dientes” (el autor parece gustar de este vocablo, pues lo utiliza con frecuencia en los demás relatos); ¿a qué se debe el terror pánico de Ángel?; ¿a qué se debe la irrevocable decisión de Lola de llamar a la policía? y ¿por qué esa decisión es el desencadenante de la crisis matrimonial?; ¿cómo es que Martín no logra disuadir a Lola de que llame a la policía? Ya apuntábamos antes que el comportamiento de Ángel no es el de un ladrón al uso; aparece como un individuo muy aterrado y con la obsesión de que nadie llame a la policía. ¿Por qué? Resulta claro que con esta organización tan elusiva el lector se ve en la obligación de intervenir con su imaginación para entender la verosimilitud del suceso y completar la historia, la que ya será su propia historia, partiendo de los datos que aporta el autor. Con lo cual, sobre una base común, habrá tantas historias cuantos lectores haya. En este caso, frente a otros textos de la misma obra, no parece complicado suplir con la imaginación todo lo que el microrrelato sugiere. Una posibilidad: a Ángel le ha ido bien en la vida, pero por culpa de una equivocada y conflictiva relación amorosa ha caído en la ruina total que le lleva a la necesidad de robar para poder subsistir. Entra, sin saberlo, en casa de Martín, amigo de la infancia; es sorprendido por este, que en el momento y situación lo reconoce. Sin duda que entre ellos durante la infancia existió una profunda y entrañable amistad. El reencuentro en una situación tan inesperada les lleva a abrazarse. Cuando Lola los sorprende en esta situación imagina que su marido mantiene una relación homosexual con un tal Ángel y por eso no cree las explicaciones que le da Martín, que son verdaderas, decide entonces llamar a la policía; un hecho que desencadenará el conflicto matrimonial que definitivamente terminará en divorcio, pues Lola ya venía sospechando algo, dada la extraña conducta de su marido. Estilísticamente hay todavía, a nuestro entender, algunos elementos expletivos que, suprimidos, acrecentarían aún más la brevedad. Por ejemplo, podría suprimirse la forma me inicial del relato en “Me desperté”; la supresión de este “me” estilístico o medio daría un comienzo más sobrio: “Desperté”. Los sintagmas “sin dar la luz” y “a oscuras”, son tautológicos; podría omitirse cualquiera
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de ellos. El adverbio “entonces”, también resulta innecesario, pues la acción de “tropezar” ha de ser necesariamente simultánea a la de “avanzar a oscuras”. También nos parece innecesario el uso del sintagma “un momento” en la oración “tardé un momento en reaccionar”; aspectualmente la acción es perfectiva y muy puntual, con lo que el tiempo ha de serlo también, bastaría con poner la oración en forma negativa: “no tardé en…”; también parece innecesario el adverbio “luego”, puesto que las acciones son prácticamente simultáneas.
“El sicario” Curioso relato, lleno de fina ironía, sobre el sentimiento de culpa. El narrador, otra vez en primera persona, aparece encarnado en la figura de un sicario que, tras asesinar por error a quien no estaba previsto, cae en la cuenta de con cuánta frecuencia comete errores imperdonables en el desempeño de su profesión. Recuerda entonces una “lejana ocasión” en que por error mató hasta a tres personas inocentes; y recuerda también cómo las víctimas equivocadas lo miraban con sorpresa en el momento de la ejecución, mientras que la víctima señalada “lo hizo con aplomo”. Este, que sabía que el sicario iba a acabar con él, le envía una carta que recibirá después de haber cumplido su cometido. En ella le dice que lo perdona por matarlo, pero que lo maldice por lo mal que lo ha hecho, pues las tres muertes equivocadas lo convierten a él en una víctima culpable. El tema, como indicábamos, es el sentimiento de culpa paradójicamente experimentado por dos personas que por su condición no deberían, al parecer, experimentar ese sentimiento. El sicario, que es el narrador, aparece al comienzo del relato muy configurado como hombre frío, calculador, sin escrúpulos, como un auténtico profesional del asesinato por encargo, y, sin embargo, entendemos que se siente culpable, pues después de cada trabajo, dedica unos días a emborracharse, sin duda para ahogar en alcohol sus fechorías. El asesinado suponemos que pertenece al mundo del crimen, por lo tanto, poco dado a sentirse culpable de nada. En cambio, en la narración se siente culpable de las tres muertes que por error del sicario, ha costado la suya. La carga irónica de este pequeño relato es tremenda. El sicario no siente ni culpa ni remordimientos por acabar con sus víctimas, sino por equivocarse en la elección de las mismas y dar así muerte a víctimas inocentes. El asesinado sabe que el sicario va a acabar con él, en cambio no hace nada por evitarlo, qui-
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zás porque quiere inmolarse definitivamente para expiar las muertes de las que sin quererlo ha sido causa, y de las que se siente muy culpable.
“Destino” Ahora se trata de una narración en presente (presente habitual). Es más bien la descripción hiperbreve de la vida rutinaria, parece que de un ejecutivo, convertido en narrador-personaje. El destino equivocado de los aviones que toma (en realidad es él quien toma equivocadamente los aviones, salvando la inverosimilitud de que, al menos hoy día, lo dejaran abordar un avión con destino distinto del que figurara en la tarjeta de embarque), y el ir y venir sin dirección exacta, de los taxis que a diario le llevan a la oficina; el no encontrarse a nadie en casa al regreso del trabajo, es todo ello una metáfora del sinsentido de la vida del protagonista. El final es muy sorpresivo: tras cada jornada transcurrida de tal guisa, marcha a dormir a un hotel donde siempre lo encuentra su padre. Y finalmente el narrador se lamenta de cómo será su provenir el día que le falte su padre. Es una metáfora sobre la búsqueda de la propia identidad. Se trata de un hombre descontento con su realidad y en atolondrada búsqueda de sí mismo sin encontrarse nunca. Un aspirante a suicida. El lector puede imaginar, para ampliar la historia y resolver el conflicto, por ejemplo, cómo enfrentará el suicidio este descontento individuo, porque, según los datos aportados por el autor, no nos cabe la menor duda de que este personaje irremediablemente se suicidará el día que le falte su padre, o quizás antes. ¿Cómo lo hará? ¿Se arrojará al vacío desde una ventana del hotel? ¿Se abrirá las venas en la bañera dejando correr el agua para que esta, teñida de rojo, se derrame por las plantas inferiores proclamando el dramático suceso? ¿Se ahorcará colgándose de la lámpara de la habitación? ¿Dejará escrita una carta para el juez y otra para su familia ? ¿o quizás no escriba ninguna carta, para así dejar en el misterio las causas de su suicidio provocando con ello atormentadores remordimientos en sus compañeros de trabajo y en sus allegados? ¿Se trata, quizás, de un hijo pródigo?
“Invitados” Un microrrelato muy bien desarrollado narrativamente, con un final enigmático y sorpresivo. El argumento es como sigue: una pareja –Ángela y el narrador persona-
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je– dan una cena exquisita a varios invitados. Todo se desarrolla bien –buena comida, brillante y entretenida conversación–, hasta que el alcohol comienza a hacer estragos. El narrador se queda dormido y cuando despierta se encuentra con un panorama dantesco: el salón destrozado y manchas de sangre por todas partes. Llama angustiado a Ángela. El resto de la casa está igualmente destrozado. Suena el teléfono. Descuelga y una voz compungida y llorosa dice: “Ninguno de vosotros me quiso nunca”, e inmediatamente el narrador escucha el sonido de un disparo. En el jardín observa cuerpos mutilados colgando de los árboles; entonces deja caer el teléfono con la sensación de que el olor de la pólvora le abrasa la mano. El relato requiere de nuevo la complicidad del lector, en este caso para resolver el enigma planteado: quien llama por teléfono, se queja del desamor de todos y luego supuestamente se suicida; todo parece indicar que se trata de Ángela, pero no podemos estar seguros ni siquiera tras haber escuchado el sonido de un disparo, puede tratarse de una trampa. A este lector le parece desproporcionada la imagen de los cuerpos mutilados colgando de los árboles; desproporcionado porque parece inverosímil que una sola persona pueda físicamente realizar las acciones que tal panorama requiere. Y más si atribuimos los hechos a Ángela. Ángela intencionadamente no ha matado a su marido porque quiere que este viva el resto de su vida atormentado por el remordimiento de que él es el único culpable de todo lo sucedido. El final sugiere que el narrador, que es el marido de Ángela, se siente responsable del suicidio de ella; más aún, siente que es él quien la ha matado. La asociación final que hace el autor es francamente genial; el narrador ha escuchado el disparo por teléfono y parece que fuera él quien ha disparado utilizando el teléfono como arma (téngase en cuenta la similitud del teléfono con un revólver). Es más, parece que lo hubiera hecho intencionada y premeditadamente; nos sugiere esto el uso en este contexto del sustantivo “aroma”: “el aroma quemado de la pólvora”. Parece que en el contexto cuadraría mejor un término neutro como “olor”. “Aroma” connota “olor agradable”, que aquí podría sugerir el placer de la venganza. Pero también podemos interpretar que los hechos tan terribles que han sucedido no son otra cosa sino un mal sueño, una horrible pesadilla que ha tenido el narrador tras quedarse dormido con el exceso del alcohol ingerido. Pero el lector puede incrementar la historia diciendo que ese sueño se corresponde con un deseo real del narrador de acabar con la vida de Ángela. ¿Por qué? Y ahí puede el lector imaginar cuanto quiera. Lo fabuloso del final de este relato es que el autor, una vez más, ha logrado difuminar las fronteras entre la realidad y lo imaginario.
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“Amores” También aquí el título resulta muy acertado, pues además de lo denotado por el término, su utilización en plural insinúa intrigas, amores atormentados y frustrados; incluso sugiere posibles efectos de comicidad a modo de comedia de enredos. Todo lo cual despierta el interés del lector Hay algo, a nuestro modo de ver, muy interesante en este texto de Mateo Díez: y es que, siendo como es un microrrelato, está a su vez constituido por otros cuatro microrrelatos, minimicrorrelatos tendríamos que decir, tantos cuantas mujeres han sido y vuelven a ser los amores del narrador personaje: Amparo, Luisina, Irene y Antonia. Es más, leídos independientemente, cada uno de los seis párrafos que contiene el microrrelato puede ser considerado un minimicrorrelato, juzgue si no el lector: Cuando Amparo me dijo que no me quería, después de seis meses de tenaz noviazgo, me recluí en casa de mi tía Eredia por espacio de tres meses. *** El amor de Luisina un año más tarde vino a curar aquella herida que seguía sin cerrarse. Fue un tiempo corto, eso sí, de felicidad e ilusiones. Entender la decisión de Luisina de abandonar el mundo para profesar en la Esclavas me costó una úlcera de duodeno. A mi natural melancolía se unió esa tristeza sin fondo que ni los auxilios espirituales logran paliar. *** Irene llegó a mi vida en un baile de verano al que mi amigo Aurelio me llevó como quien dice a punta de pistola. Que dos años más tarde aquella tierna seductora se fuese precisamente con Aurelio, yugulando a un tiempo amor y amistad, fue lo que provocó, en el abismo de la desgracia sentimental, mi hospitalización. *** Antonia era una enfermera compadecida que me sacó a flote usando todos los atributos que una mujer puede poseer. El amor del enfermo es un amor sudoroso y lleno de pesares, más frágil que ninguno. Cuando una tarde vi a Antonia y al doctor Simarro besándose en el jardín me metí para el cuerpo un tubo de aspirinas. Gracias como siempre a mi tía Eredia culminé tras la crisis la desolada convalecencia y,
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cuando definitivamente me sentí repuesto, comencé a considerar la posibilidad de retirarme del mundo, habida cuenta de que mis convicciones religiosas se habían fortalecido. *** Fue entonces cuando me escribió Amparo reclamando mi perdón y reconociendo la interpretación errónea que había hecho de su amor por mí. Nos casamos en seguida y todo iba bien hasta que Luisina, que colgó los hábitos, volvió para recuperar mi amor e Irene y Antonia, bastante desgraciadas en sus respectivos derroteros sentimentales, regresaron para aquella fidelidad herida convencidas, cada una por razones distintas, de que el único amor verdadero era el mío. *** Mi tía Eredia anda la mujer muy preocupada y yo, como dice mi amigo Gonzalo, sobrellevo con astucia y aplomo desconocidos mi destino, trabajando en tantos frentes a la vez. Y me voy convenciendo de que existe una rara justicia amorosa que nos hace cobrar los abandonos, aunque su aplicación puede acabar resultando perjudicial para la salud. (Mateo Díez, Los males menores, 2002, 120-121)
Frente a “Un suceso”, donde hemos visto que todo está abierto a muchas posibles reconstrucciones, aquí, el autor ha dejado todo cerrado y muy cerrado, no quedándole al lector apenas posibilidad de intervención. El argumento está muy ingeniosa y sorpresivamente elaborado. Se trata de una trama muy densa pero muy bien encapsulada en la estructura de brevedad que requiere el microrrelato. El narrador en primera persona cuenta lo siguiente: cuando tras seis meses de noviazgo Amparo lo deja porque ya no lo quiere, el narrador se refugia en casa de su tía Eredia. Un año después aparece Luisina que cura la herida producida por el abandono de Amparo. Pero pronto Luisina decide ingresar en un convento. El melancólico narrador cae en una “tristeza sin fondo”. En un baile, y de la mano de su amigo Aurelio, aparece Irene, que dos años después se fuga con Aurelio “yugulando a un tiempo amor y amistad”. Este nuevo fracaso amoroso lo lleva al hospital, donde Antonia, una enfermera compadecida lo saca a flote. Pero una tarde sorprende a Antonia besándose con el doctor Simarro, lo que le lleva a ingerir un tubo de aspirinas. Gracias a su tía Eredia logra recuperarse y cuando estaba a punto de retirarse del mundo tras haberse consolidado
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sus convicciones religiosas, recibe una carta de Amparo pidiendo perdón y reconociendo que su amor era y es verdadero. Se casan, y cuando todo iba bien, aparecen reclamando su amor Luisiana, que había abandonado los hábitos; Irene y Antonia, que bastante desgraciadas en sus derroteros sentimentales, creían que su verdadero amor era él. La tía Eredia anda preocupada. El narrador sobrelleva con astucia y aplomo su trabajo en tantos frentes, convencido de que “existe una rara justicia amorosa que nos hace cobrar los abandonos”, aunque ello pueda resultar perjudicial para la salud. Probablemente sea casual, o no, pero podría haber una intencionalidad del autor al decidir que el protagonista se case finalmente con Amparo, como buscando definitivamente en ella refugio, protección y consuelo para todos sus desgraciados amores (como clamorosamente denota la etimología del nombre). El resto de los nombres que el autor da a sus personajes, parecen encajar bien con lo poco que de ellos sabemos; el diminutivo Luisina, casa muy bien con la vocación monjil por la que esta segunda novia abandona a nuestro protagonista; una novia que se hace novicia y que también fracasa en su entrega al Amor Divino. El nombre de la tercera novia, Irene (“Paz”), en cambio, quizás esté aquí utilizado con ironía; Irene parece la más “guerrera” de todas las novias, la había conocido nuestro protagonista en un baile, que es lugar propicio a broncas y peleas, a donde Aurelio lo había llevado “como quien dice a punta de pistola”; luego se fuga con Aurelio “yugulando a un tiempo amor y amistad”. No encontramos posibles significaciones intencionadas en el resto de los nombres propios. Quizás el nombre de la tía del protagonista, Eredia, obedezca a una intención de literaturizar el texto, por cuanto se trata de un antropónimo poco común hoy. Como indicábamos más arriba, todo está tan cerrado en este microtexto que parecen pocas las posibilidades de ampliar la historia que le deja el autor al lector. Pero sí puede el lector, si fija la atención, imaginar las historias de tantos amores frustrados, pues todas las que abandonaron al personaje narrador han fracasado a su vez en sus nuevas aventuras amorosas, incluyendo, como indicábamos, a Luisina, que había abandonado al protagonista para consagrarse al Amor Divino. Puede además el lector configurarse el tipo de amor que cada una de las mujeres de la historia ha mantenido con el protagonista. El de Amparo parece un amor simulado por parte de ella: al comienzo del relato, el autor utiliza un adjetivo que inevitablemente llama la atención del lector, y no solo por la intencionada aliteración; nos referimos al adjetivo tenaz en la secuencia “Cuando Amparo me dijo que no me quería, después de seis meses de tenaz
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noviazgo,…”. Puede el lector preguntarse si ambos, Amparo y el protagonista, compartían la tenacidad de mantener el noviazgo, o, por el contrario, como parece, la tenacidad en mantener la relación le pertenece solo al protagonista, con lo cual es explicable que Amparo al fin le dijera que no lo quería, provocando la reclusión en casa de su tía Eredia a la que se refiere el narrador. Podemos entender que en realidad Amparo es mejor persona de lo que da a entender con su negativa al amor del protagonista, pues al fin durante seis meses ha intentado quererlo y ha fingido amarlo para no hacerle daño. Por otro lado, Amparo parece ser la única de las cuatro mujeres que se cruzan en la vida del protagonista de la que este está realmente enamorado. (No debemos olvidar el mantenimiento durante seis meses de “un tenaz noviazgo”, y que cuando reaparece Amparo, se casan “en seguida”.) El amor de Luisina parece ser un amor sublimado; duró poco, pero estuvo lleno de felicidad e ilusiones; Luisina lo dejó plantado para retirarse a un convento. El amor de Irene parece un amor alegre y frívolo; se conocieron en un baile y dos años más tarde se fugó con quien los había presentado; y finalmente, el amor de Antonia es un amor compasivo, derivado del sentimiento de pena que le produce la postración en que se halla el protagonista durante su hospitalización. En cuanto al protagonista, parece ser un individuo sentimentalmente débil e inestable: no puede vivir sin una mujer en su entorno, y cuando logra entablar una relación sostenida con Amparo tras casarse e ir las cosas bien, todo se derrumba cuando vuelve a aparecer el resto de antiguas novias. De todos modos, él es un amante fiel; son ellas las que lo han dejado y las que regresan “para restablecer aquella fidelidad herida convencidas, cada una por razones distintas, de que el único amor verdadero era el mío”. Nos parece muy curiosa la obsesión del autor por precisar la secuencia temporal en la que se producen las entradas y salidas de los distintos amores del protagonista; ello produce una connotación como de comedia de enredo: seis meses de noviazgo con Amparo; tres meses de postración por la ruptura con Amparo; un año después aparece Luisina; con Luisina la relación fue breve pero feliz e ilusionada; viene ahora un tiempo indeterminado –la ruptura con Luisina le cuesta una úlcera de duodeno–; aparece Irene, que dos años después desaparece con Aurelio; durante la hospitalización provocada por la huida de Irene con Aurelio, conoce a Antonia; no sabemos el tiempo que dura la relación con Antonia. Cuando el protagonista está a punto de retirarse del siglo para, suponemos, entrar en religión, aparece de nuevo Amparo. Y de aquí, se llega al tiempo presente, actual, del protagonista narrador.
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“En el mar” Este microrrelato exige mucho al lector para ampliar o reconstruir la historia. Hay en él mucho elemento enigmático y el final es muy sorpresivo por la incoherencia que presenta, pues temáticamente, aprender a tocar la armónica y hacerse un nombre poco tienen en común desde el punto de vista semántico. Este final es lo que realmente desorienta al lector, forzándolo a buscar el principio de causalidad; es decir, que los hechos se expliquen y se concatenen razonablemente entre ellos. Esta desorientación está provocada por la violentísima elisión, el enorme vacío que en la secuencia de la trama realiza el autor al final del tercer párrafo; elisión marcada con los puntos suspensivos. Ahí es donde se produce un vacío abismal ante el cual el lector siente vértigo. ¿Qué hacer? ¿Cómo tender un puente que lo lleve desde el tercer párrafo al cuarto y último? Sin duda él es el único que se ha salvado. La terrible experiencia vivida; la muerte de todos los que ocupaban el barco y el lanzamiento de los cadáveres al mar lo han obligado a reflexionar en solitario sobre la vida y la muerte, con lo cual se ha hecho anticipadamente un hombre. La soledad en que ha quedado el personaje es una soledad dramática, porque no es una soledad deseada sino provocada por la desaparición de los compañeros. Cuadra muy bien con la situación el hecho de que aprenda a tocar la armónica, pues es este un instrumento musical para solitarios. Como posible rasgo de intertextualidad podemos apuntar que el texto nos connota y sugiere pasajes de En el corazón de las tinieblas de J. Conrad.
“El abrigo” Este microrrelato se presta más a una glosa-comentario que a una ampliación de la historia por parte del lector, siendo esto último posible. Incluso haciendo una glosa, el lector aporta también una forma de microrrelato teniendo en cuenta que para algunos estudiosos, también la glosa es o puede ser una modalidad de microrrelato. Como el epitafio, que es el rasgo más sobresaliente de este microrrelato. De hecho, es fácil convertirlo en un texto lapidario: Aquí yace el abrigo de tres generaciones XI-1956
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“Las prendas familiares siempre mueren en el corazón de los humildes”
El resumen es como sigue: un martes de noviembre de 1956, el narrador, tras llegar a la oficina, cuelga su abrigo en el perchero; de puro viejo y usado, el cuerpo del abrigo se desprende y se desploma del cuello como si hubiera sido decapitado. Entonces el narrador cae en la cuenta de que allí “yacían suspendidas en el perchero” (obsérvese la logradísima imagen, antítesis y metáfora) tres generaciones que habían usado el abrigo, y siente cómo el calor de las mismas se va desvaneciendo en sus manos. El tono de este microtexto es profundamente melancólico y nostálgico. El dolor nos lo produce la pérdida definitiva del abrigo; este actúa como elemento transmisor del mismo, pero no es la causa. La causa está en la memoria del personaje que ha sido activada por el hecho de la decapitación del abrigo, trayéndole el recuerdo de tres generaciones humildes que lo han utilizado. Abrigo y usuarios (generaciones) se contaminan por metonimia y así el abrigo termina personificado. Abrigo es un término con tiernísimas connotaciones, “calidez”, “protección”, “refugio”, etc. La pérdida del abrigo deja al narrador-personaje desprotegido ante el estertor de los inviernos, como la pérdida de los seres queridos (anteriores usuarios del abrigo) le han dejado huérfano. En otro orden de cosas, hay una logradísima imagen que contribuye a incrementar el dolor del personaje. El abrigo ha tenido una mala muerte; la imagen de desplomarse de cuello para abajo al colgarlo en el perchero sugiere que ha muerto en la horca, como ajusticiado por el paso del tiempo; el mismo que se llevó a los seres queridos. Hay más asociaciones dignas de estudio: “el calor de las mismas (generaciones) se fue desvaneciendo en el paño”. Sensu stricto, el paño no genera calor, conserva el calor que produce el cuerpo abrigado e impide la penetración del frío. Es un microrrelato con un fortísima pulsión lírica, elegíaca, concretamente. Es como un treno.
“Sabiduría” Un viejo recupera mediante la memoria y los sueños el paraíso de la infancia. Sueña el pasado, porque desde su edad provecta poco queda de futuro.
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Hay un efecto de extrañamiento muy notable: el viejo considera que el día más feliz de su vida se produjo cuando tenía tres años y estuvo perdido durante cinco horas que le parecieron cinco siglos durante los que se supone aprendió todos los secretos del mundo, de sus hablas y de sus gentes. Y decimos extrañamiento, porque para el común de los mortales que ha padecido una experiencia de esta naturaleza, esta no ha resultado ser el día más importante de su vida ni el niño extraviado ha aprendido nada durante las horas o días en que ha estado perdido. Es más, es una experiencia que deja en la memoria de quien la ha padecido una impronta indeleble, en la que permanece el recuerdo del miedo y desconsuelo producidos ante la sensación de desvalimiento por haber quedado solo enfrentado a un mundo desconocido. ¿Por qué, en cambio, en esta historia el protagonista considera el día más importante aquel en que se perdió y se hizo sabio, allá en su lejana infancia? Se trata de un lamento por la pérdida de la inocencia. Quizá sea un sueño más, de esos que ahora en la vejez, sustituyen a su memoria. Y aquí aparece un nuevo elemento de extrañamiento: los sueños temporalmente se proyectan a un tiempo futuro; se sueña con llegar a ser… En cambio, como decíamos al comienzo, ese anciano sueña con el pasado porque no le queda futuro. Hay aquí un tono manriqueño, el pasado del personaje fue mejor que su presente. Y en realidad es la memoria la que actúa y le trae el recuerdo de haberse perdido aunque no recuerde por dónde. Lo olvidado es lo que realmente sueña sintetizado en esa imagen tan onírica y lírica al mismo tiempo: “tan solo reconozco algo parecido al aleteo de un pájaro con el que volaba en la orfandad de un desierto brillante”. Esta imagen contiene unos elementos muy enigmáticos: un pájaro, una orfandad, un desierto. Pero en realidad, el narrador, desde la edad provecta en que se halla, está confundido y se equivoca; aquel lejano día de su infancia en que estuvo perdido durante cinco horas, que entonces se le hicieron como cinco siglos, no fue ni el día más importante ni el más feliz de su vida; lo que el protagonista realmente añora es la infancia como patria verdadera del hombre. Desde la vejez en que se encuentra, solo añora el tiempo de la infancia, no lo que durante ella le ocurrió; perderse fue sin duda un acontecimiento doloroso, tuvo que serlo. Desde luego no parece que la infancia del personaje fuera feliz; quizá el ámbito familiar le era hostil y desagradable. Avala esta interpretación el hecho de que el protagonista no recuerde el presumible disgusto de los padres, por ejemplo. De ahí que recuerde como día más importante de su vida (de su infancia) el día que estuvo extraviado durante cinco horas en las que fue tan feliz que le parecieron cinco siglos. ¿O es que lo maltrataban los padres?
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“La afrenta” El narrador, despechado y traicionado por su amada, le confiesa en una carta al nuevo amante el lugar recóndito del cuerpo de ella donde se esconde un lunar que en los encuentros amorosos él besaba alentado por la excitación de ella. El narrador reconoce que ella se merecía todo lo que le había hecho menos esa afrenta, porque ese secreto erótico pertenecía exclusivamente a la intimidad de ambos; pero el amor traicionado lo ha inducido a vengarse de ese modo y además lo exime de toda culpa. El nuevo amante se debió sentir frustrado al descubrir ese lunar, como quien llega a la cámara del tesoro y encuentra el cofre vacío. El narrador se resigna a la pérdida definitiva de ese amor pero se consuela –¡vano consuelo!– sabiendo que fueron sus labios los que primero descubrieron ese lunar. Pero la afrenta mantiene a los tres protagonistas de la historia en la desdicha, porque él (el narrador) sigue prisionero de su amor por ella, el nuevo amante, en su esclavitud, nunca podrá quererla del todo, y ella se sentirá siempre culpable y no podrá olvidarlo mientras el “lunar sostenga el recuerdo de mis besos y de mis lágrimas”. Nuevamente encontramos un microrrelato construido con cuatro relatos aún menores debidamente cohesionados. Nos sorprende la habilidad con que el autor combina en tan poco espacio narrativo los tres tiempos: en los dos primeros párrafos narra los hechos pasados; en el tercero y en la primera parte del cuarto se ocupa del presente; y en la segunda mitad del último párrafo proyecta hacia un futuro muy categórico y contundente las consecuencias del comportamiento de los protagonistas: “porque yo te seguiré queriendo y él nunca podrá quererte del todo, y tú jamás llegarás a olvidarme”. El narrador es consciente de haber infringido una norma del código de honor que debe regir las relaciones amorosas, pero no se siente especialmente culpable, pues lo cometido por ella debe de haber sido tan grave que lo ha llevado a vengarse de ese modo. Sin duda, ella lo ha traicionado precisamente con un amigo de él, a quien ha seducido frívolamente. El protagonista burlado sabe que el amor entre los dos traidores se desvanecerá en cuanto disminuya entre ambos el furor sexual que los ha llevado a la creencia de que se aman. Ella no podrá olvidarlo nunca, porque precisamente ese lunar será como el botón que activará la memoria y los recuerdos de sus besos y sus lágrimas. El lector queda gratamente impresionado y seducido por el modo con que el autor trata el erotismo en este microrrelato. El erotismo en literatura es tema de difícil tratamiento por la propensión a tratarlo de modo realista, con lo que
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con frecuencia se cae en lo soez y chabacano. Aquí, en cambio, está el erotismo sutil y finamente sugerido y connotado: con una escueta referencia a una mancha de la piel en un lugar recóndito del cuerpo de la amada, lunar besado en la intimidad del encuentro amoroso, el autor activa delicadamente la imaginación del lector. Aquí, más que nunca, basta con la sugerencia. Si el autor hubiera ofrecido detalles de los encuentros amorosos de los amantes, el texto habría perdido fuerza y el lector habría quedado defraudado por habérsele hurtado su participación imaginativa. No es frecuente encontrar textos en que el erotismo esté tratado tan sutil, insinuada y acertadamente.
“Un crimen” Este microrrelato nos parece, en primera instancia, un pequeño divertimento del autor. En él predomina lo ingenioso, sin por ello carecer de significado. El narrador, en su estudio, antes de aplastar con su dedo índice una mosca que se ha posado en la mesa bajo el haz de luz del flexo, oye un grito y el golpe de un cuerpo que cae. Su vecino llama a la puerta de la habitación y proclama: “–La he matado…”. “Yo también”, musita el narrador para sí sin comprender nada. El carácter lúdico e ingenioso radica en el hecho de que el autor hace coincidir en el tiempo dos muertes de naturaleza muy distinta: un asesinato en toda regla y el aplastamiento de una mosca. Parece una cínica indelicadeza equiparar ambas muertes; además, nos sorprende la reacción del narrador ante un suceso tan dramático como es un asesinato; de nuevo, el narrador se limita a musitar: “Yo también”. (Ya vimos, en “Un suceso”, cómo Martín también “musitaba” cuando se topa con Ángel en mitad de la noche y en la cocina de su casa. El autor parece utilizar este verbo irónicamente en contextos y situaciones en las que las circunstancias requieren otra reacción por parte del sujeto.) Cuando menos, con esta reacción el narrador pone de manifiesto una absoluta y recriminable indiferencia ante un hecho tan grave. No es que dicha reacción sea inverosímil, sino extraña y sorpresiva. Con su actitud parece tener en poca estima la muerte de una persona, equiparándola, además, con la muerte de un insecto. Parece más inverosímil la facilidad con que el protagonista aplasta la mosca con su dedo índice, a menos que se haya especializado en ese tipo de cacerías. Habría resultado más verosímil aplastar una araña, por ejemplo, pues requiere menos pericia.
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Pero es evidente que este microrrelato ha de tener lecturas más consistentes y de contenido más profundo. Vemos aquí, aunque quizás nos equivoquemos en la interpretación, una sutil denuncia de una dramática y desgraciadamente frecuente realidad social como es el maltrato y asesinato de mujeres. Quizás la reacción tan brutalmente indiferente del narrador es una metáfora de esa inhumana lacra de nuestra sociedad moderna. Con lo cual, lo que al principio nos parecía tan solo un juego de artificio, se ha convertido finalmente en una fábula (otro modo de microrrelato) con su moraleja.
V. CONCLUSIÓN Tras la lectura de los diez primeros microrrelatos de Los males menores observamos que con mayor o menor acierto, según los casos, el autor dota a sus textos de los rasgos que, según su poética, deben poseer las narraciones mínimas: todos son sugerentes, sugestivos y significativos; atraen, insinúan, mueven y sustraen gratamente la curiosidad del lector y lo incitan a hacer suyas las historias ampliándolas en una o múltiples direcciones según la imaginación y sensibilidad de cada cual. Nosotros ignoramos en qué medida es útil lo que en estas páginas dejamos dicho como respuesta lectora a los microrrelatos de Luis Mateo Díez; pero es lo que una primera lectura nos ha suscitado. Intencionadamente hemos evitado hacer lecturas de interpretaciones morales, sociales, psicológicas, etc., todas ellas posibles e igualmente legítimas por cuanto el texto es siempre polifónico. Sí unas breves líneas sobre lo que nos parece que estos relatos dicen de su autor y de su concepción de la realidad. Ya advertíamos de la importancia que para nuestro autor tiene el título a la hora de escribir sus obras narrativas. Y advertíamos también de la fina ironía con que el autor juega titulando estos microrrelatos con el título de Los males menores. Que haya seleccionado de la realidad únicamente aspectos negativos: crímenes, suicidios, infidelidades, venganzas, maltratos,… proclama de modo rotundo que el autor, al menos mediante estos breves relatos, se siente poco confiado en la condición humana, lo cual, evidentemente, en nada merma la calidad literaria de Los males menores.
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BIBLIOGRAFÍA BARTHES, Roland. Le plaisir du texte. Paris: Seuil, 1973. [El placer del texto. Trad. Nicolás Rosa. Buenos Aires: Siglo XXI, 1974.] CONTE, Rafael. “Reseña crítica a Los males menores”. ABC Cultural 108, 26 de noviembre (1993): 10. MATEO DÍEZ, Luis. “Contar algo del cuento”. Ínsula 445 (1988): 22. [Recogido en El porvenir de la ficción. Madrid: Caballo Griego para la Poesía, 1992, 65-66.] — Los males menores. Madrid: Alfaguara, 1993. [Madrid: Espasa Calpe, 2002.] — “Ideas, medidas, historias”. La era de la brevedad. El microrrelato hispánico. Eds. Irene Andres-Suárez y Antonio Rivas. Palencia: Menoscuarto, 2008, 531-535. RYAN, Marie-Laure. “Hacia una teoría de la competencia genérica”. Teoría de los géneros literarios. Ed. Miguel Ángel Garrido Gallardo. Madrid: Arco/Libros, 1988, 253302. SALINAS, Pedro. El defensor. Introducción de Juan Marichal. Madrid: Alianza Editorial, 1967. VILA-MATAS, Enrique. El viajero más lento. Madrid: Seix Barral, 2011. VIÑAS, David. “Géneros literarios”. Teoría literaria y literatura comparada. Eds. Jordi Llovet et al. Barcelona: Ariel, 2007, 263-331.
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Los microrrelatos de Ana María Matute MARÍA DOLORES NIETO GARCÍA Universidad CEU San Pablo
Ana María Matute ha sido recientemente galardonada con el Premio Cervantes, que se le concede por los sobrados méritos que acumula el conjunto de su obra. Introducirnos en la obra de Matute es tan apasionante como osado, debido a la magnitud y complejidad de su universo literario, plagado de realidades, de sugerencias, de sentimientos hondos y de arte. Si algo nos llama especialmente la atención de la personalidad de la autora (Barcelona, 1926) es la jovialidad que ha manifestado siempre y que se traduce, desde sus primeros pasos como escritora, en una apuesta por la innovación, la continua renovación de su estilo, pese al mantenimiento de unas constantes personales. Intenta explicarse y explicarnos un mundo tan atractivo como duro y hostil. Aparecen dos motivos obsesivos en la obra de la autora catalana: la infancia y la guerra. Por debajo de ellos siempre latirá, de uno u otro modo, su propia experiencia. Considera Matute la infancia como la edad en la que anidan los sueños que se irán perdiendo por el camino, aunque algo no varía: el hombre o la mujer de hoy no son diferentes del niño o niña de ayer, porque, según la autora, en los primeros años se forja el ser que seremos siempre. Ese es, quizá, el pensamiento que está en la base de la mayor parte de su obra. El niño tiene un lugar protagonista no solo en los cuentos sino en el resto de su narrativa. Ana María Matute tuvo de niña una salud delicada. Este es un hecho que, paradójicamente, tendrá unas consecuencias beneficiosas en el desarrollo de su futura vocación, pues necesariamente va a pasar bastantes periodos en cama, donde disfrutará escuchando los cuentos que despertarán su imaginación, y lo que es más importante: deseará poder escribirlos ella misma. ABC publicó en 1996 una entrevista, realizada a la autora por Juan Manuel de Prada, con motivo de haber sido nombrada Académica de la RAE, en la que ella misma testimoniaba esta etapa de su infancia: “Siempre fui una jovencita
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muy delicada, y sigo siendo una mujer muy delicada, pero a la vez fuerte, muy fuerte, tengo una fuerza interior que me ayuda a vivir” (16). Además, la autora, desde sus primeros años, quizá debido a su confesa timidez y a ciertas dificultades de expresión oral, se va a forjar su propio universo, que empieza con fantasías y ensoñaciones, al sentirse en cierto modo diferente del resto de los niños, y que continuará de igual modo en su primera juventud: Yo, de pequeña era muy tímida, tanto que los hombres no se me acercaban. Luego algunos me han confesado que estaban enamorados de mí […] estar enferma es una forma de ver entrar la luz por la ventana, distinta a cuando estás sana. Incluso los olores, los sonidos de la casa, aquellas voces de las tatas, aquel revuelo que se organizaba cuando las criadas ponían la mesa, todo eso… la forma en que vives una intimidad (17).
La literatura fue, pues, para Ana María Matute, su refugio, su mundo personal paralelo al mundo real de los adultos, de los “Gigantes” como los denomina en su reciente novela Paraíso inhabitado, de marcado cariz autobiográfico (ver Matute 2010). El brutal encontronazo de la autora con la Guerra Civil española del 36, vivida desde la incomprensión de la niñez, marcaría en gran medida su percepción del mundo de manera un tanto traumática, habida cuenta del contraste con el hasta entonces bienestar social y económico propio de su acomodada situación familiar. Pasará de ser una niña burguesa protegida por su entorno, con pocos y seleccionados contactos externos de otros niños, a verse en situaciones impensables tiempo atrás, como hacer cola, como los demás, para conseguir lo imprescindible, o, lo que es peor, vivir el miedo y la incertidumbre dentro de su propio hogar: “Quizá las grandes víctimas de las guerras, más que los hombres y mujeres que claudican bajo las balas, sean esos adolescentes y esos niños que ven para siempre abolido su pasado” (Prada 18). El interés de Ana María Matute por el tema de la infancia cristaliza en el género del cuento, no siempre dirigido a los niños, pero sí protagonizado por ellos. La infancia en su obra es lo puro, lo no contaminado en un mundo que lo está y, por lo tanto, lo incomprendido y desligado de todo: la soledad de la inocencia en contraste con la absurda maldad, instaurada en la vorágine del mundo adulto. Esta afición por el cuento es compartida por la mayor parte de los escritores de su generación, la de los 50, también conocida como la de “los niños asombra-
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dos” o “niños de la guerra”: Sánchez Ferlosio, Aldecoa, Goytisolo, etc. también escriben cuentos, convencidos, como Matute, de la trascendencia de la infancia en el futuro de la humanidad. En el caso de la autora, el niño ocupará, además, un espacio importante en sus novelas. A veces vuelve una y otra vez a reflejar idénticas vivencias personales en cuentos y novelas, lo que nos hace suponer que expulsa con ello sus obsesiones, esos “demonios” vividos en primera persona, que necesita sacar afuera y compartir con sus lectores, sus pequeños –o grandes– traumas de la infancia: la necesidad de una madre más cercana, lo incómodo de sentirse diferente, de ser una niña algo “rara”, que “pensaba” más que los demás niños, a la que a veces mandaban al cuarto oscuro porque decían que era “mala”. Matute fue pionera en nuestro país de un género –o subgénero– por el que la autora apostó de forma arriesgada y acertó como siempre. Ello le supuso adentrarse en la aventura del relato brevísimo, en contraste con sus largas narraciones anteriores, y, además, el progresivo distanciamiento de las formas del neorrealismo que había compartido con los escritores de su generación y un acercamiento a los mundos de lo fantástico: Con Los niños tontos Ana María Matute puso en España, sin duda, la piedra angular de esta novedosa creación literaria, que traspasa ya las barreras del siglo XX para afincarse en el XXI. El microrrelato cada día gana terreno en el mundo literario y ya cuenta con verdaderos apasionados tanto en el terreno de la teoría literaria como en el de la ficción. El deseo de esencialidad, de huida de la retórica innecesaria y el anhelo de dar a la palabra un contenido semántico pleno recuperan anhelos nacidos ya en los movimientos vanguardistas de finales del siglo XIX y principios del XX. En España, Gómez de la Serna parece adelantarnos ese valor de lo minúsculo. Precursor de la vanguardia en España, intentó renovar un lenguaje desgastado por su mala utilización y por el abuso de retórica verbal, y quiso devolver a las palabras la sorpresa que nunca debieron perder, y, al tiempo, reflejar, a través de sus greguerías –metáforas más humor–, la realidad de un mundo tan absurdo y confuso como sus juegos verbales. En 1908, en la revista Prometeo, se opone ya abiertamente a los excesos del Modernismo, en un artículo titulado “El concepto de la nueva literatura” que viene a ser el primer manifiesto del vanguardismo español. En el terreno puramente poético, fue Juan Ramón Jiménez quien se propuso recrear el mundo, inventando para ello un lenguaje nuevo, donde cada palabra se identificara esencialmente con la realidad significada: “que mi palabra sea la cosa misma creada por mi alma nuevamente”, declaraba en 1917 (Jiménez 61).
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En ambos autores es evidente el deseo de economía verbal: poco y breve pero cargado de significado. También Antonio Machado seguiría en su trayectoria poética un alejamiento progresivo de lo ornamental, para desembocar en lo epigramático, esencial y hondo: Proverbios y cantares (Nuevas canciones)… Desde entonces hasta ahora ha venido creciendo la sublimación de lo reducido, el deseo de minimizar; y ya contamos con una larga lista de autores que se han decantado en esa dirección hasta llegar hoy día a convertirse en asunto de plena actualidad. En el terreno de la narrativa han surgido por todas partes un sinfín de rótulos para identificar una nueva criatura literaria como tal: “cuentos breves o brevísimos, cuentos en miniatura, microscópicos…” (Andrés 25 y 47). En cualquier caso, sea cual sea el nombre que elijamos, son requisitos imprescindibles para esta categoría de relatos: máxima brevedad –muy inferior al cuento tradicional–, narración e invención. Quedarían fuera, por tanto, las narraciones breves, descriptivas o filosóficas, que no comporten el mínimo desarrollo dramático. No obstante, si tuviéramos que emparentar el microrrelato con sus congéneres literarios, tendríamos que acudir al cuento tradicional o al poema narrativo, pasando –como ya han repetido numerosos entendidos– por el aforismo, la parábola, la anécdota, etc. A los que me atrevería a sumar, por sus notables afinidades, el exemplum medieval: “relato de finalidad esencialmente ética, cuyas raíces se encuentran en la antigüedad oriental y grecolatina, y cuya magnitud varía dentro de los márgenes de la brevedad” (Nieto 7). El exemplum, como a mi juicio el microrrelato, posee una estructura que solamente adquiere significación en la correlación establecida entre los elementos narrativos y los principios ideológicos o éticos que se pretenda destacar. La brevedad, el carácter festivo o de entretenimiento, así como el metafórico, el final en adecuación con el principio moral subyacente, la eficacia de la persuasión y la univocidad o pluralidad de sentido son factores que, en mayor o menor medida, se dan en ambas minicriaturas literarias. Una de las más acusadas diferencias está en la enseñanza explícita, normalmente al final del relato, que contiene el exemplum, frente a la sugerida del microrrelato, que no tiene ubicación definida. En cambio, comparten componentes fundamentales, como víctima, agresor, animales humanizados, mal o bien moral, etc. y “funciones” (Nieto 43) como engaño, persecución, castigo o enseñanza, entre otras. En cualquier caso, las variantes proliferan. La condensación se convierte en un reto que pasa a ocupar, en orden jerárquico, el primer lugar en importancia: pocas palabras y mucho significado,
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seguido de la sugerencia metafórica, que ocuparía el segundo puesto. Todo ello puede estar aderezado con humor, generalmente sarcástico, que, en el caso de la obra de Matute, como veremos, roza con frecuencia la crueldad. La brevedad del microrrelato, a diferencia del cuento clásico, obliga a la condensación y ello conlleva una tensión psicológica que atrapa. Las barreras del tiempo parecen romperse, y, aunque necesaria, lo que menos importa es la trama argumental, que a veces, por fantástica o inhumana, la percibimos como inverosímil. Lo esencial es la carga emocional que se transmite, la atención que despierta y la reflexión a la que conduce. Pueden o no gustarnos esos apuntes narrativos, pero lo que nunca nos dejan es indiferentes. En los microrrelatos de Matute, que aquí degustamos, el sabor es amargo. El poder sugerente del microrrelato obliga, además, a una atención permanente por parte del lector que se convierte en coautor, ya que interpreta desde sus propias coordenadas las insinuaciones que quedan esbozadas, y debe suplir los elementos omitidos con la ayuda de su imaginación, su inteligencia y su experiencia. Los finales abiertos que proponía Unamuno para sus “nivolas” se convierten aquí en signos de modernidad, lo mismo que la importancia del receptor, como antes señalaba. La posmodernidad acrecentó el gusto por lo minúsculo, así como la ruptura espaciotemporal, el interés por el aquí y el ahora, desvinculado de lo demás, y que nos permite ahondar en el dramatismo del instante o de la esencia narrada. Muchas novelas de Cela, por ejemplo, se pueden analizar y valorar desde esa perspectiva. No importa el ayer ni el mañana, sino el instante esencial y crudo. Los niños tontos (1956) es un conjunto de veintiún microrrelatos cuyo principal atractivo es una toma de conciencia crítica del comportamiento humano, a través de la mirada de Ana María Matute. Es un libro simbólico, con evidentes tintes autobiográficos. La autora se mete en la piel de unos niños que son “tontos” porque no son como la mayoría de los otros niños, porque “piensan” e intuyen la crudeza de un mundo que no entienden, y sufren el comportamiento egoísta y cruel de muchos seres que les rodean. Su escape será el aislamiento como autodefensa; su soledad e incomunicación desembocarán muchas veces en violencia, por lo antinatural de su situación. Otras veces su añoranza de Naturaleza verá en la muerte la aliada que les puede devolver al seno maternal perdido. Son, pues, historias para adultos, donde los niños son protagonistas que afrontan el mundo desde su indefensa posición. Con Los niños tontos, Matute comienza su andadura en la narrativa breve. En los años 50 el género del cuento había cobrado un extraordinario auge;
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prueba de ello son los éxitos conseguidos por otros autores coetáneos de la autora, a los que antes me referí, como Ignacio Aldecoa o Luis Goytisolo, que, como ella, esconden bajo sus pequeños relatos, un deseo de ahondar en la complejidad del ser humano y desahogar experiencias vividas, por lo que el elemento subjetivo está siempre presente en ellos. En Los niños tontos, Ana María Matute ha sabido armonizar a la perfección fantasía y realidad. Parece que lo que la autora pretende es ofrecer una visión aguda y crítica del sentimiento de la soledad y de la incomprensión, en un mundo de aislamiento irracional, convirtiendo cada microrrelato en una metáfora simbólica que la ayuda a concretar una realidad abstracta y difícil de definir. De esta manera la prosa y la poesía se dan la mano en esta obra, y el lenguaje se vuelve esencialmente connotativo, sugerente. “La niña fea” presenta a una niña excluida en un medio hostil. Su cara oscura, sus ojos como endrinas aparecen como elementos negativos de su peculiar aspecto. Es una niña fea y rodeada de señales asociales: “desde lejos”, “rosales silvestres” (pinchan), “abejas” (pican), “hormigas malignas” (muerden). Solo le queda un escape: “Tú tienes mi color” (la voz de la tierra, la voz de la muerte). Muerte, pues, liberadora: “al dulce escondite”. En “El niño que era amigo del demonio”, el demonio es el perseguido, demonizado y temido por la sociedad. También aparece marcado negativamente: “con cara triste y solitaria”. El niño, en cambio, se compadece de él, no demoniza al diferente, sino que, en su inocencia, incluso piensa que, asociado a él, se salvará, porque ve que el demonio solo es malo para los malos: “tienta a los malos, a los crueles”. El niño será bueno y, por eso, el demonio no se meterá con él. Combina así picaresca con ingenuidad. Aparecen referencias asociales explícitas en el relato: “como los judíos, que todo el mundo les echa de su tierra”. En “Polvo de carbón” los elementos negativos están representados por todo lo teñido de color negro: carbonería, polvo negro que mata: “el paladar le parecía una capillita ahumada”, noche, caras negras… y la muerte siempre amenazante: “mata a los pájaros”. Lo soñado aquí es la luna, asociada también a la muerte, de nuevo percibida como salvación: la niña imita a la luna y, como ella, se sumerge en el fondo de la tina. Frente al polvo negro, símbolo de la desesperanza, está el brillo esperanzador del sol y la luna: es mejor abrazar la luz y morir que vivir en la oscuridad. “El negrito de los ojos azules” cuenta cómo un niño, perseguido por la envidia y el odio de algunos, es desposeído de su máximo valor: sus ojos azules, que
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nunca podrá recuperar, pese a la compasión y el llanto de otros. En este relato, el final de la noche está asociado a la muerte: “cuando volvió el día, el niño dejó de respirar”. Son personajes alegóricos: el gato –envidia–: “le sacó los ojos” […] y –odio–: “le hacía daño”; el oso –misericordia–: “se puso a gemir y llorar por él”; el perro –consuelo–: “lamió su cabeza de uvas negras”. “El año que no llegó” está cargado de elementos negativos asociados también a la oscuridad de la “noche” frente a la luz positiva: “una luz de color distinto a todo”. El niño quiere avanzar hacia la luz, pero no puede “sujeto a cada pie un saquito de arena dorada”. Los malvados vencejos “negros”, “como una salpicadura de tinta”, van contra la luz. El niño cae por el agujero que los vencejos han hecho en la luz hacia la que se dirigía: “escapó por el agujero y no se pudo cumplir” (el año). Al final, pues, la muerte. “El incendio” habla de un niño que tenía los ojos irritados de tanto blanco. Un único color, todo igual y perfecto le irritaba. El niño quería la diversidad de los colores: como sus lápices naranja, rojo, amarillo y azul. Al final, no pudo más, y prendió fuego a la casa con sus colores censurados. En “El hijo de la lavandera”, el niño “tonto” tenía la cabeza pelada, alargada y gris, con costurones: cabeza de idiota. Su madre era gorda. El hijo de la lavandera vivía en un mundo cruel donde lo imperfecto, lo feo, lo desagradable, no cabe, porque solo vale lo hermoso y perfecto. Lo feo se aniquila sin piedad, a pedrada limpia, como hicieron los hijos del administrador con la “cabezorra”. En “El árbol”, el miedo es el auténtico protagonista. El niño tenía miedo y la madre también. El reflejo del árbol en el cristal del palacio que veían desde la calle se convierte en objeto de obsesión y temor; y, al final, la noche cambiará el espejismo en realidad sombría. “El niño que encontró un violín en el granero” tiene a Zum-Zum como protagonista. Zum-Zum no es, en este caso, un niño, sino un muñeco marginado, cuyo sueño es hablar. Por eso busca el viejo violín en el granero, para encontrar en sus cuerdas la voz que le falta, pero esa misma voz, cuando al fin suena, le produce la muerte. “El escaparate de la pastelería” trata de un niño que carece de todo, pero sueña –incluso sonámbulo– con sus ilusiones: tartas, guindas… La señora “caritativa”, símbolo de la sociedad, le trae garbanzos para el hambre, porque no entiende de otro tipo de hambre. “El otro niño” redunda en la idea de lo inviable de ser distinto. No ser como todos los demás está fuera de lugar, no lleva a ninguna parte, no hace feliz. El Niño Jesús del altar también quiere ser normal, como los otros niños;
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por eso, desciende y se coloca en un pupitre de la escuela, dejando atónita a la maestra. En “La niña que no estaba en ninguna parte”, entre la niñez que representa la muñeca guardada en alcanfor con la ropa blanca, y la vejez “la cara amarilla y arrugada” ha habido una ruptura del tiempo. Queda la sensación fría de la nada. El color blanco representa otro tiempo mejor. “El tiovivo” presenta, de nuevo, a un niño pobre “que no tenía perras”. Conseguir subir al tiovivo es par él lograr la felicidad que ve en otros y le está negada a él. El relato parece sugerir que el hecho de subir al tiovivo le supone la muerte, que le rescata de su pobre y triste vida: “qué hermoso es no ir a ninguna parte, pensó el niño”. “El niño que no sabía jugar” vuelve al asunto del niño que piensa: el niño “pensaba” y por eso no le atraía el mundo de colores brillantes, que a los demás bastaba. Por eso no quería jugar, no se integraba, y su soledad le hacía ser agresivo con los insectos: “les segaba la cabeza”. En “El corderito pascual” el niño del ropavejero era un niño excluido, sin amigos; era un niño gordo al que todos ofendían. Solo el corderito era su amigo, el mismo que en Pascua fue sacrificado… y el niño quedó terriblemente solo. El niño protagonista de “El niño del cazador” quiso cazar sus fantasías –liebres azules, palomas verdes– con la escopeta que robó a su padre después de un día de cacería, pero, de noche, cazó el miedo, el frío, la oscuridad y regresó teñido de rojo. “La sed y el niño” nos presenta a un niño al que no le saciaban el pan y chocolate como a los otros niños; quería “agua”, es decir, quería beber de la fuente de la “verdad”, aquella que los hombres no le querían dar, y, por eso, no se contentaron solo con cortar el agua, sino que, incluso, arrancaron la fuente. Todo ello porque el “niño tonto” tenía sed de agua, mientras que los otros niños comían pan y chocolate. “El niño al que se le murió el amigo” habla de la madurez. La muerte del amigo hace madurar al niño. La infancia, objetivada en “canicas”, “camión”, “pistola de hojalata”, se marcha. Esos objetos quedan ahora sin alma y solo sirven ya para arrojarlos al pozo. Eran las cosas pequeñas y queridas del amigo, sin otro sentido que el que su dueño les daba. Al tirar las cosas del amigo, el niño se deshace también de su infancia (ver Zapata 73-219). “El jorobado” es un relato que estremece y alecciona a cualquier padre o madre. El niño jorobado no quería los juguetes y la comida cara que el padre le daba, porque lo que de verdad deseaba es que se sintiera orgulloso de él y no lo
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escondiera. El niño quería que su padre “le pusiera una capa roja con cascabeles y lo sacara a la boca del teatrito”. “El niño de los hornos” es un relato cruel, donde un niño, excluido por la llegada de un nuevo hermano, siente tal envidia, que lo asa “en su hornito de barro y piedras” como si fuera un “conejillo despellejado”. “Mar” es el último microrrelato de Los niños tontos. El niño enfermo esperaba curarse yendo al mar. Lo había dicho “el hombre que curaba detrás de las gafas”. El mar era su esperanza. Cuando lo vio de cerca supo que “verdaderamente era alto y verde”, y quiso entrar en él. Comprobó que era real: el mismo mar que se lo tragó. * * * Tras este fugaz recorrido por Los niños tontos, de Ana María Matute, podemos plantearnos diferentes lecturas. Una lectura literaria nos hace valorar la capacidad de la autora para expresar con arte lo que percibimos como terrible; Matute juega con lo narrado y con lo omitido, consiguiendo impresionarnos, y casi dejarnos atónitos, pero siempre admirados de su maestría de saber contar tanto con tan pocos elementos. Los finales abiertos permiten un juego de sugerencias e invitan al lector a ser cómplice y coautor de los relatos; y permiten que su interpretación pueda variar con el paso del tiempo por las nuevas coordenadas de los futuros lectores. La tensión emocional progresa en el cuerpo del relato y estalla, con frecuencia, al final, en un colofón que desvela su último significado: “escapó por aquel agujero y no se pudo cumplir”, “Señor, qué gran desgracia”, “una hermosa lluvia de ceniza que le abrasó”, “ningún niño quiso volver a montar en el tiovivo”, etc. En el terreno poético, recordamos esta misma técnica del “remate final”, que descarga la fuerza contenida y da sentido al poema, en los versos de Hombre y Dios, de Dámaso Alonso: “si me deshago, tú desapareces”, termina diciendo el poeta al Creador, resumiendo en este verso final, de gran fuerza, la importancia del hombre para Dios (Alonso 123). Igual sucede en La voz a ti debida, de Pedro Salinas: “Y era yo”, cierra uno de los primeros poemas, donde el autor se dirige al Amor; y condensa, y desvela en último término, el sentido de los versos: la fragilidad de ese Amor universal y eterno cuando se encierra en los estrechos límites de la persona amada (Salinas 50). Vemos, pues, cómo lírica –poemas– y narrativa –microrrelatos– se dan la mano en esa búsqueda de la esencialidad. El sueño es, en Los niños tontos como en los poemas de Antonio Machado, una forma de conocimiento.
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Una lectura estructuralista nos lleva a analizar los elementos –microrrelatos– de este corpus –libro–, descomponiéndolos en sus partes constitutivas. Observamos entonces unos valores constantes que se repiten en aquellos: las “funciones”, que nos llevan a dibujar unos posibles esquemas estructurales de los mismos y, por consiguiente, a poder establecer una morfología de estas pequeñas narraciones. Así, en la línea del estructuralismo ruso de Vladimir Propp, podemos señalar en Los niños tontos al niño en situación de soledad o marginación, símbolo de la inocencia, como la “función” principal; pero también están los malos augurios, asociados, con frecuencia, a la noche, lo negro o lo oscuro; los objetos, de gran carga simbólica; el miedo y la muerte, generalmente salvadora. Todo ello, sin pretender hacer un listado exhaustivo. Una lectura temática nos lleva a conocer las preocupaciones y obsesiones de la autora: la inseguridad, los temores, la hipocresía, la soledad, etc. Fernando Valls, a propósito de “El tiovivo”, se fija también en los “deseos insatisfechos”, o sea, los sueños y en la “invención” para superar la realidad adversa (116). Y, por último, una lectura pragmática, muy unida a la anterior, pondría en relación cada microrrelato con el principio moral que da unidad al conjunto, y que está encaminado a hacer una denuncia sumergida con la que Ana María Matute intenta mejorar la condición humana y social.
BIBLIOGRAFÍA ALONSO, Dámaso. Oscura Noticia y Hombre y Dios. Madrid: Espasa Calpe, 1959 (Colección Austral nº 1290). ANDRES-SUÁREZ, Irene. El microrrelato español: Una estética de la elipsis. Palencia: Menoscuarto Ediciones, 2010 (Colección Cristal de Cuarzo). JIMÉNEZ, Juan Ramón. Eternidades. Madrid: Taurus, 1982. MATUTE, Ana María. Los niños tontos. La puerta de la luna. Cuentos completos. Barcelona: Ediciones Destino, 2010. — Paraíso inhabitado. Barcelona: Destino, 2008 (Colección Áncora y Delfín, vol. 1086). NIETO GARCÍA, María Dolores. Estructura y función de los relatos medievales. Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1994. PRADA, Juan Manuel de. “Juan Manuel de Prada conversa con Ana María Matute”. ABC Cultural (44, 5 de julio de 1996). PROPP, Vladimir. Morfología del cuento. Trad. María Lourdes Ortiz. Madrid: Fundamentos, 1971.
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SALINAS, Pedro. La voz a ti debida y Razón de Amor. Edición de J. González Muela. Madrid: Castalia, 1989. VALLS, Fernando. Soplando vidrio. Y otros estudios sobre el microrrelato español. Madrid: Páginas de Espuma, 2008 (Colección Voces/Ensayo). ZAPATA, Ángel. El vacío y el centro. Tres lecturas en torno al cuento breve. Madrid: Ediciones de Escritura Creativa Fuentetajo, 2002 (Colección Creativa Escritura).
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La larga marcha de la brevedad: Couto Castillo y los orígenes del microrrelato en México ÁNGEL ARIAS URRUTIA Universidad CEU San Pablo
LA DIFUSIÓN DE UN GÉNERO AL INICIO DEL NUEVO MILENIO En uno de sus muchos trabajos dedicados al estudio de la minificción1, Lauro Zavala afirma que esta “puede llegar a ser la escritura más característica del tercer milenio, pues es muy próxima a la fragmentariedad paratáctica de la escritura hipertextual, propia de los medios electrónicos” (2004a, 70). Una ojeada a la situación actual del microrrelato parece confirmar sus palabras. Sin necesidad de llevar a cabo un recuento minucioso, salta a la vista la expansión imparable de esta forma literaria, a la que se describía, en un estudio pionero, como “un tipo de relato extremadamente breve” (Koch 2). Desde la década de los ochenta, en que tiene lugar su descubrimiento como singularidad genérica por parte de la crítica, hemos asistido a un triple crecimiento que ha supuesto una verdadera consagración en el ámbito de las letras hispánicas2. Por un lado, su cultivo entre los autores ha proliferado hasta tal punto que ha llegado a hablarse de un “boom literario”, similar, en cierta medida, al de la nueva novela hispanoamericana durante los sesenta (Siles 34). Por
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Conocida es la diversidad de denominaciones que se han dado para esta forma y la amplia discusión que las ha acompañado. En este trabajo se ha optado por el término microrrelato, siguiendo las reflexiones de Lagmanovich, quien señala sus cuatro componentes constitutivos: textualidad, ficcionalidad, narratividad y brevedad o concisión extrema (2006, 11-47). Ahora bien, el debate sigue abierto y así hay quienes, reconociendo su especificidad, interpretan que se trata de un tipo dentro de la categoría del cuento (por ejemplo, Roas); al tiempo que otros se decantan por atribuirle una autonomía dentro de los géneros narrativos (Siles 101-103). 2 Para el caso concreto de México, puede verse una descripción detallada de este proceso en Zavala (2000a). En el trabajo de Acosta, el lector interesado puede encontrar una crónica muy completa sobre los estudios más relevantes dedicados al género, así como a su difusión en antologías, revistas y editoriales.
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otro, este florecimiento ha ido acompañado de un progresivo interés crítico, dentro y fuera del entorno estrictamente académico: celebración de congresos, publicación de monografías y artículos, elaboración de tesis doctorales, formación de grupos de investigación especializados en la materia, etc. Finalmente, cabe afirmar que se ha consolidado un público consumidor del género. Este tercer factor parece quedar atestiguado, aunque sea de forma indirecta, por diversos fenómenos. Por lo que se refiere al mercado editorial en lengua española, resulta notable la sucesiva aparición de antologías (temáticas, nacionales, por autores, generacionales, etc.)3. Junto a ello, han ido surgiendo editoriales que le prestan una particular atención, a veces exclusiva: Menoscuarto, Páginas de Espuma y Thule (España), Cuadernos Negros (Colombia) o Ficticia y Verdehalago (México). Además, retomando las palabras iniciales de Zavala, puede percibirse la excelente vitalidad del género en la Red. Al lado de revistas electrónicas dedicadas al microrrelato: Cuento en red (México), Ekuóreo (Colombia), o Internacional Microcuentista; los internautas tienen acceso a un número ingente de blogs, donde escritores noveles o ya experimentados dan cabida a sus creaciones mínimas, o donde rastreadores entusiastas recogen sus singulares hallazgos. Constatado el momento de auge por el que atraviesa el microrrelato, resulta lógico preguntarse los porqués de un éxito tan notable. Obviamente, las causas que lo han originado son varias y operan en distintos niveles. Atendiendo a lo que los estudiosos del género han indicado en este sentido, pueden enumerarse, entre otros, los siguientes motivos: el vertiginoso ritmo que caracteriza la vivencia del tiempo en las modernas urbes; el contacto continuo con las formas expresivas propias del lenguaje audiovisual: pluralidad de códigos, fragmentación, carácter serial, etc.; la demolición de referentes culturales sólidos e institucionalizados, junto a la primacía de los discursos lúdicos y evasivos, no exentos de cierto ánimo contestatario; la hiper-mercantilización experimentada en todos los niveles de la actividad social, incluido el de la creación artística; la honda transformación de nuestros hábitos comunicativos y cognitivos producida por la incorporación generalizada de las nuevas tecnologías a la experiencia cotidiana4. 3 Por poner solo algunos ejemplos reseñables: Fernández Ferrer; José Luis González; Zavala (2000b); Obligado (2001 y 2010); Lagmanovich (2005); Neus y Valls. 4 Zavala hace un acopio de motivaciones en el prólogo a su antología (2000b, 15). Sobre la relación entre microrrelato y posmodernidad, resulta de referencia obligada el artículo de
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Todos estos factores contextuales contribuyen a explicar la pujanza de esta forma literaria, que ha encontrado también en la labor de la crítica un apoyo esencial. Así lo reconocía Epple, con no velada satisfacción: Quienes hemos tenido el privilegio de rescatar de la marginalidad una expresión genérica novedosa y sorpresiva para nuestra época como es la minificción, de reconocerle un estatuto especial tanto en ensayos como en antologías, hemos contribuido a la vez de alguna forma al florecimiento o renacimiento del género […], lo que es una indicación de que la crítica también puede influir en el desarrollo de una literatura (Epple 2008, 123).
HACIA LOS ORÍGENES Ahora bien, el impulso imparable que ha experimentado el microrrelato en la actualidad y su reciente reconocimiento como una categoría específica dentro de las expresiones de la literatura narrativa (género, subgénero o modalidad), podría hacernos olvidar que, ya en las tradiciones más antiguas, el microrrelato contemporáneo encuentra notables antecedentes. El mismo Epple –apoyándose en el estudio y la antología de Anderson-Imbert (1979 y 1977)– recuerda el legado de algunos textos sumerios y egipcios, así como su cultivo en forma de relatos intercalados en la literatura griega. Pero, según el crítico chileno, el momento decisivo para la proliferación de estas formas breves se alcanzó durante la Edad Media (Epple 1996, 10). Si lleváramos a cabo un recorrido detallado por la historia literaria descubriríamos, a lo largo de las distintas etapas y en ámbitos culturales muy diversos, la presencia constante de creaciones narrativas de muy reducida extensión: más allá de sus divergencias contextuales, algunas de ellas presentan los ingredientes básicos con los que se ha venido delimitando la caracterización del género; otras colindan de manera muy estrecha con lo que entendemos hoy como microrre-
Noguerol; también puede consultarse, desde otra óptica, lo sostenido por Álamo (169-170). Acerca de los factores comerciales que facilitan el ascenso del género, se trata de algo ya indicado por Shapard y Thomas (248) y en lo que insiste Álamo (168). En cuanto a la importancia de las nuevas tecnologías en el desarrollo del género, puede consultarse el trabajo de Acosta (104), así como las notas en las que Zavala percibe una afinidad entre los cibertextos y la minificción (2000c, 57-58).
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lato, aunque se distancian en algunos aspectos5. Todo ello no obsta para indicar igualmente que, a partir de la irrupción del movimiento modernista, se asiste a la aparición creciente de narraciones mínimas que presentan una serie de atributos distintivos, que irán adquiriendo autonomía y que darán origen, finalmente, a una codificación de rasgos discursivos y a unas convenciones de lectura y producción. Ya Lagmanovich, en una primera aproximación, se refería a “las raíces modernistas del microrrelato” y situaba algunas prosas de Azul como el punto de arranque en el proceso de formación del microrrelato contemporáneo (1996, 63). De acuerdo con lo que indica Ródenas, aunque en un principio estas primeras muestras, correspondientes al movimiento modernista y a las vanguardias, aparecían como singularidades excepcionales, hoy tal percepción se ha modificado: La investigación en los últimos años ha probado que el ejercicio de una narrativa muy breve, de inspiración mixta, nutrido tanto en lo aforístico o epigramático como en el lirismo del poema en prosa, proteico en su plasmación formal, proclive al juego culturalista e intertextual e impulsado por el ingenio y el humor, no nace en los años cuarenta, reduciendo a los cultivadores anteriores a la condición de precursores, sino que, por el contrario, fue una de las direcciones preponderantes de la estética moderna desde comienzos del siglo XX (68).
Este es precisamente el marco en el que deseo ubicar mi indagación. El desarrollo de los estudios críticos que, desde distintas perspectivas, han abordado el microrrelato ha ido retrotrayendo en el tiempo su aparición. La pregunta por los orígenes no se limita a un mero interés arqueológico: no se trata únicamente de rescatar del olvido las primeras manifestaciones reconocibles. Dirigir nuestra mirada al momento mismo en que se está formando o, mejor, reformulando esta modalidad narrativa, puede arrojar cierta luz sobre los distintos factores que conducen a su (re)surgimiento. Al mismo tiempo, situados en la corriente modernista, el análisis de este proceso se presenta como un estimulante reclamo para seguir ahondando en el conocimiento de aquel momento verdaderamente fundacional para la entrada de nuestras letras en la contemporaneidad. A pesar
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Perucho enumera una amplia tipología de géneros literarios que comparten la brevedad como cualidad común. Al caracterizar cada uno de ellos, enfatiza aquellos puntos en los que se distancian de la minificción (18-32).
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de que –como ya apuntó Díaz Plaja en un estudio clásico– la marca que dejan estos autores en su renovación de la prosa es mayor aún que la obrada sobre la expresión poética (296), en el imaginario común quedó fijado el estereotipo de un movimiento asociado fundamentalmente a la poesía. Sin embargo, en las últimas décadas, la prosa modernista ha recibido una mayor atención por parte de la crítica y esto ha permitido comprobar la profunda huella de su legado. También en este punto, la aproximación a los orígenes del microrrelato puede suponer una sugerente aportación. Inevitablemente es necesario acotar nuestra búsqueda. La amplitud del Modernismo, su extensión en el espacio y la abultada nómina de autores que lo conforman hacen necesario ceñirnos a una ubicación y un autor concretos. Centrarnos en México, cuando preguntamos por la génesis del microrrelato en el ámbito hispánico, supone orientarnos en una dirección que apunta hacia un libro fundador: me refiero, evidentemente, a Ensayos y poemas de Julio Torri, publicado en 19176. Por otro lado, recorrer la obra narrativa de Bernardo Couto Castillo nos pone en contacto con una generación de escritores que llevó a cabo una honda renovación del cuento, transformación de la que los autores ateneístas, impulsores decisivos para el cultivo del microrrelato, se sintieron herederos (Torri, Reyes, Díaz Dufoo hijo, y Silva y Aceves)7.
COUTO CASTILLO EN SU GENERACIÓN Año de 1900, el argentino Manuel Ugarte visita la Ciudad de México y establece enseguida amistad con el grupo de autores que se ha congregado en torno a 6 Así lo denominó Edmundo Valadés: “Tal vez podría determinarse el año de 1917 como el de la fundación del cuento brevísimo moderno en México y demás países de Latinoamérica, con uno, titulado ‘A Circe’, primer texto con que se abre un libro entonces de insospechadas radiaciones e influencias” (286). 7 La vinculación entre la generación de escritores modernistas, ligados a la Revista Moderna, y los ateneístas queda puesta de manifiesto incluso en el título de la publicación juvenil que estos lanzan como carta de presentación: Savia Moderna. Por otro lado, su protesta en 1907 ante la reaparición de la Revista Azul, al considerar que su objetivo era “atacar precisamente las libertades de la poesía que proceden de Gutiérrez Nájera” (Reyes 208), muestra la convicción con la que se sienten legítimos defensores del legado modernista. Finalmente, muchos de ellos se incorporaron a la redacción de Revista Moderna de México. Para un mejor conocimiento de esta cuestión, resulta indispensable el estudio que García Morales dedicó a la generación del Ateneo (particularmente, 47-60).
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la Revista Moderna. En su segundo año de vida, la publicación se había convertido ya en uno de los altavoces principales del Modernismo, no solo en México, sino en todo el mundo literario hispanoamericano; hasta tal punto que, con el paso del tiempo, Henríquez Ureña la calificaría como “vocero del movimiento modernista en todo el continente” (472). Creada por el entusiasmo combativo de la segunda generación de modernistas mexicanos –tras la desaparición de la Revista Azul y de su fundador–, en su redacción se aglutina el círculo de los amigos más próximos a Couto: Balbino Dávalos, Jesús Urueta, Rubén M. Campos, Ciro B. Ceballos y José Juan Tablada, junto al excepcional ilustrador Julio Ruelas. La lista de colaboradores se fue ampliando desde un principio, y con ello se expandieron los lazos de amistad y camaradería literaria, al tiempo que alcanzaba mayor peso su influencia. Entre los nombres habituales encontramos a Rafael Delgado, Alberto Leduc, Antenor Lescano (hijo), Francisco M. de Olaguíbel, Luis G. Urbina, Efrén Rebolledo, José Novelo, Manuel José Othón y, muy pronto también, a la figura más popular del modernismo mexicano: Amado Nervo, quien ocupará la codirección de la revista en su segunda época8. Precisamente para la Revista Moderna redacta Ugarte un artículo donde recoge las impresiones de aquellos días en que pudo convivir con buena parte de estos autores. Sobre Couto, apunta lo siguiente: [...] ante un vaso vacío, como un Pierrot de un cuento de Mendés, discurre Couto Castillo, el más joven del grupo, el más inquieto, el más vicioso y el que escribe más hermosos cuentos, inverosímiles y encantadores, donde hay siempre el fulgor de un rayo de luna. Bernardo Couto es casi un personaje de Baudelaire (184).
Pocas líneas que dicen mucho. Para entonces, el benjamín de aquella generación había realizado ya su viaje iniciático a París; había publicado su primer y único libro, Asfódelos (1897); había impulsado la fundación de la Revista Moder-
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Junto a este amplio plantel de escritores mexicanos, la vocación abierta de la revista se deja traslucir en la participación de autores de otras naciones americanas (Darío, Lugones y el propio Ugarte, entre otros), españoles (Manuel Machado, Marquina y Unamuno), y en las traducciones de autores europeos y norteamericanos que acompañan cada número. De obligada referencia, para conocer con detalle todos estos aspectos, es el estudio preliminar de Valdés (9-32). Para la segunda época: Clark de Lara y Curiel. También aporta un novedoso enfoque sobre la relación entre la revista y el contexto de modernización porfirista el trabajo de Pineda (105-128).
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na con el apoyo económico de Jesús E. Valenzuela9; y se había granjeado el reconocimiento de sus compañeros mayores, junto a la inquina de los defensores de una literatura nacional, encabezados por el polemista Salado Álvarez10. ¡Muchas cosas para contar solo con veinte años! Pero a nuestro brillante Pierrot apenas le quedaba uno más de vida… Volviendo a las palabras de Ugarte, cabe apreciar junto a la admiración por su obra cuentística y lo precoz de su talento, la referencia a los vicios de la bohemia, que le conducirían a un final tan prematuro. Como indica Phillips, esta traumática desaparición fija una imagen, alimentada por el exceso con que Couto se entregó al alcohol, los narcóticos y las relaciones prostibularias, llegando a convertirse en “arquetipo del escritor maldito y decadente” (68). Sus hábitos de vida –tan contrarios al puritanismo de la alta burguesía porfirista–, el carácter escandaloso de algunas de sus narraciones y su temprana muerte mitificaron la figura del joven escritor. Así se percibe, entre otros muchos testimonios, en las palabras de su compañero de generación, José Juan Tablada: Las aguas fosforecen y de las ondas glaucas emerge un tropel de sirenas cuyos brazos se disputan un pálido cuerpo de efebo, libre de mortaja, iluminado por la luz de una nueva vida. […] ¡Son las nupcias eternas del artista en el país del eterno ideal! (173).
La contrapartida de este proceso radica en que la valoración de su obra quedará reducida, casi con exclusividad, a la condición de epifenómeno de una biografía tan breve como extraordinaria11. En un primer momento, la crítica sobre sus textos –escrita por los amigos, al calor de la aparición de Asfódelos, o como homenaje póstumo tras la muerte– subraya el valor provocativo, su contribución a la ruptura de los moldes estéticos vigentes y lo que tiene de rechazo
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Para un mayor conocimiento de cómo se gestó el proyecto, el lector interesado puede consultar el artículo de Phillips (especialmente, 67-69). En su discurso de ingreso en la Academia, Torri recordaba acerca del nacimiento de la revista: “El fundador de ella fue en todo rigor Bernardo Couto Castillo, que sacó un primer número, de extremada rareza hoy, y que no me ha sido dable ver” (116). 10 Así lo recogen Muñoz Fernández (Couto 2001, 115) y Phillips (69). En efecto, Salado Álvarez en el conjunto de su polémica con los modernistas, se refiere concretamente a dos cuentos de nuestro autor, “Blanco y Rojo” y “El derecho de vida”, incluidos en Asfódelos (13-14). 11 El hecho ha sido analizado con detalle por uno de los pocos trabajos críticos que, con cierta amplitud, han estudiado su narrativa (Guzmán Martínez 3-26).
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a los valores convencionales de la época: un combate en el que actitud vital y obra literaria se solapan. El tono beligerante queda expuesto de manera muy patente en un artículo publicado por Ciro B. Ceballos en La Nación12: Literariamente él, como nosotros, aborrece a los anquilosados preceptistas, reniega de maestros vanidosos, de mentores ignorantes, ve a la academia, a ese trasconejado cónclave del sentido común, como una cripta atestada de momias. Odia con toda la energía de que es capaz a esa literatura inculta, plebeya, cursi, sin calamita, llamada por mal nombre nacional que tantos, tan gravísimos y tan irremediables perjuicios ha ocasionado aquí al arte verdadero y a los legítimos artistas (Couto 1984, 11).
Pasado ese primer momento, las referencias a su figura en la historiografía literaria serán más bien escasas y se limitarán a señalar los excesos de su vida y a lamentar el carácter frustrado de una obra a la que le faltó tiempo para poder desarrollarse. Aquellos cuentos que Ugarte calificara como “los más hermosos” se pierden en el olvido de las hemerotecas y, solo de manera excepcional, alguno es rescatado al pasar a formar parte de las antologías del cuento mexicano. Sin embargo, diversos factores han contribuido a que se le haya prestado una mayor atención en las últimas décadas. Entre ellos, habría que destacar la investigación realizada por Valdés en torno a la Revista Moderna, al otorgar a Couto un peso decisivo dentro del conjunto de escritores que participaron en el proyecto y al considerar que, junto a Rubén M. Campos, nos encontramos ante “los cuentistas más representativos de la época” (68). Por otro lado, el renovado interés por la prosa modernista y el desarrollo de los estudios especializados en la evolución del cuento en México pueden estar detrás de esta progresiva recuperación13. De este modo, llegamos al hecho decisivo en el rescate y revalorización de su obra: la publicación de sus Cuentos completos, en 2001, reunidos, organizados y comentados por Ángel Muñoz Fernández. Gracias a este trabajo, se ha 12
Su autor lo recogería en su colección de ensayos En Turania (publicada en 1902), y aparecería más tarde como pórtico de Asfódelos en la edición que realizó el INBA en 1984 (de donde tomo la cita). 13 Muestra de esa paulatina recuperación son: el número que le dedica la revista Xilote en 1972; el artículo de Allen W. Phillips, diez años más tarde; la reedición de Asfódelos, dentro de la colección “La matraca” (1984); y el artículo de Pavón, en que se analizan los elementos decadentes que caracterizan el universo narrativo de Couto.
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facilitado el acceso a casi la totalidad de su producción literaria14. El conjunto nos permite apreciar la evolución de un autor que comienza a publicar sus primeros cuentos con apenas catorce años y que, desde ese momento hasta su muerte, se entregará a desarrollar su talento literario dentro de este género, casi con exclusividad. A lo largo de ocho años de creación, prácticamente ininterrumpida, se percibe un desarrollo muy notable en el dominio del lenguaje y de las técnicas narrativas. Al mismo tiempo, el lector constata la construcción de un mundo propio, que constituye su particular respuesta a las inquietudes que compartía con sus compañeros de grupo y a las que alimentan las lecturas de los escritores venerados por aquella generación. Bernardo Couto abre el relato hacia nuevas modulaciones tanto en lo temático, como en lo formal. Así, llama la atención sobre personajes situados en los márgenes de la sociedad, transforma el spleen baudeleriano en material susceptible de originar una trama, da entrada a elementos fantásticos, nos sumerge en el atormentado mundo interior de quienes son víctimas de irrefrenables obsesiones o vuelve la mirada, desde un enfoque insólito y provocador, sobre figuras o historias extraídos de la tradición cultural. Su prosa, aligerada de la filigrana ornamental que caracteriza a otros autores modernistas, resulta ágil y directa. Sin renunciar a esta cualidad, una lectura atenta revela la hábil utilización de diversos recursos expresivos para trasladar el clima de los ambientes donde se desarrolla la acción y, sobre todo, el mundo interior de sus personajes. La narración da prioridad a lo psicológico, por lo que frecuentemente se cede la voz a los protagonistas y se acude a la modalidad del relato enmarcado. Llama la atención, asimismo, la búsqueda de una elevada intensidad que se logra, entre otras cosas, a través de la concentración de los elementos que conforman la historia: la brevedad propia del cuento se intensifica. Como es lógico, este factor apunta ya a la relación de la obra de Couto con el surgimiento del microrrelato. Antes de adentrarnos en esta vía, cabe concluir que, junto a la producción cuentística de otros miembros de su generación (Nervo, Leduc, Ceballos y Rubén M. Campos), Bernardo Couto Castillo, a pesar de su juventud, transformó profundamente la concepción del cuento recibida de la tradición literaria que le precedió, explorando caminos no transitados hasta entonces. De manera categórica lo expresa Guzmán Martínez, al finalizar su estudio sobre Asfódelos:
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He tenido noticia, durante la redacción de estas páginas, de que sus primeros relatos aparecieron en Diario del Hogar (en el verano de 1893). Muñoz no los recoge.
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Su trabajo extiende las posibilidades del cuento a la imaginación, a la metáfora, a la alegoría, a la exégesis. Origina un universo literario que no se supedita al realismo y promueve la participación del lector como intérprete de la narración. La tendencia modernista de los cuentos de Couto es el vínculo con la producción cuentística del siglo XX (94).
LA BREVEDAD EN CONFLICTO: COUTO, ENTRE EL CUENTO Y EL MICRORRELATO Tanto el cuento como el microrrelato comparten como uno de sus elementos distintivos esta cualidad que, al mismo tiempo, los separa. La diferencia es de grado y así se explica la dificultad para establecer unas fronteras claras entre ambas modalidades. Como señala Roas, la tendencia entre antólogos y estudiosos del microrrelato –no solo en el ámbito hispánico, también en el anglosajón– ha sido la de ir reduciendo su extensión (Roas 63-65). Zavala, después de haber intentado otros sistemas de delimitación, termina por afirmar que “la minificción es la narrativa que cabe en el espacio de una página” (2004a, 69). Considero que la determinación de esos límites difícilmente podrá responder a normas exactas, del mismo modo que nos ocurre con la diferenciación entre cuento largo y novela corta: ¿quién pone puertas al campo?, ¿según qué criterios? Desde luego, por lo que respecta a la producción y recepción de los relatos que ahora nos ocupan, en su momento todos fueron catalogados como cuentos. Este hecho no excluye que, en la actualidad, algunos de ellos puedan ser clasificados como microrrelatos (“El traidor”, “Eterna unión” o “La perla y la rosa”, pongo por caso), y otros nos sitúen nuevamente ante la difícil decisión de incluirlos en una u otra categoría (“Día brumoso” o “Últimas horas”). Lo que resulta innegable es que, en el conjunto de su producción narrativa, Couto se inclina hacia un relato de extensión breve, que oscila –por lo general– entre las dos y las siete páginas. Solo en Asfódelos y en la serie sobre Pierrot encontramos textos de mayor extensión (hasta nueve), lo cual también merecerá un comentario. Un cuento más prolongado como “Una pasión de ciego” (catorce páginas), es verdaderamente la excepción. Pero, más allá de las labores textimensoras y de las disquisiciones en torno a lindes genéricas con ellas relacionadas, me parece oportuno resaltar que Couto está señalando una tendencia que constituirá uno de los legados de la transformación del cuento llevada a cabo por los modernistas. Así lo apuntaba PupoWalker:
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En el cuento modernista de raíz lírica, el volumen anecdótico es, por lo general, muy reducido. En parte, esa escasez se debe a que la narración pretende comunicar, como el poema, desde el aguijonazo intuitivo y no mediante una progresión detallada de incidentes encadenados (479).
El crítico propone, como base explicativa del reducido volumen anecdótico, el contagio lírico experimentado por la narración. Desde luego, al detenernos en alguno de los textos de nuestro autor podemos constatarlo. En “El traidor”, uno de los primeros publicados15, la atención se orienta a capturar un estado de conciencia: en el momento mismo en que el ejército al que pertenece el protagonista va a caer vencido, él se percata, en toda su gravedad, de la traición cometida. El avance de los acontecimientos funciona casi como telón de fondo que acompaña, en plano secundario, a lo verdaderamente relevante: el sentimiento de culpabilidad que se va intensificando de forma gradual en el personaje, hasta conducirlo al suicidio. Cerca de ahí, había un inmenso barranco, y a él se dirigió; levantó sus ojos al cielo y lo encontró rojo, vio el precipicio rojo, y fuera de sí, temblando, lanzó una terrible maldición y se precipitó en el espacio. Las dos aves que lo seguían se acercaron; pero al ver su semblante lívido, desencajado, con un aspecto verdaderamente diabólico, en el que se retrataba lo negro de su alma, huyeron lanzando aterradores graznidos que parecían decir: ¡Traidor! ¡Traidor! ¡Traidor! (22-23)16.
No es extraño entonces que, como señala Muñoz Fernández, el escritor cometa fallos de precipitación y aparezcan incongruencias en la evolución de los hechos (Couto 2001, 23); su interés se ubica en otro lugar, hasta el punto de cometer tales errores. Obsérvese –y esto sí que me parece relevante al abordar la cuestión de la brevedad– que al referirse Pupo-Walker a la influencia de la lírica, no lo hace desde un enfoque estilístico (las cualidades y calidades de la prosa modernista), sino que la aplica al impulso mismo desde el que se construye el relato y que se concreta en unas estructuras narrativas determinadas. Volviendo al relato primerizo de Couto, uno aprecia cómo se han eliminado mul15 Apareció en El Partido Liberal, el 8 de octubre de 1893, dentro de la serie “Cuentos del Domingo”. Couto tenía catorce años entonces. 16 Todas las citas de los textos están extraídas de la edición de Muñoz Fernández. Cuando concreto el número de páginas de los cuentos lo hago tomando como referencia esta edición.
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titud de elementos que podrían acompañar a la historia: no sabemos quiénes se enfrentan, ni en qué momento, ni siquiera dónde ni porqué. El campamento, el paisaje, los demás personajes apenas son esbozados y las notas sensoriales o los adjetivos de valoración que utiliza el narrador parecen ir destinados a otorgar un cierto efecto de realidad y a producir un contraste con el mundo interior del protagonista, o bien a crear con él concomitancias metonímicas (como el “inmenso barranco” y la insistencia en el color “rojo”). Todos los componentes del relato van encaminados a proyectar ese golpe intuitivo del que parecen arrancar el poema y también la narración breve. Así, se comprueba que: Como la brevedad en el cuento, la hiperbrevedad del microrrelato no es una característica fundamental, sino la directa consecuencia de su estructura y un requisito fundamental para lograr la unidad de efecto presente en ambas formas narrativas (Roas 62).
En otro texto mucho más logrado, “Cleopatra”17, escrito ya a la vuelta de su estancia parisina, pueden percibirse también estos mecanismos de reducción hábilmente combinados. Su extensión es un poco mayor que la del anterior –dos páginas y media– y se sitúa, por tanto, en ese umbral movedizo al que ya me he referido (¿es un cuento muy breve?, ¿es un microrrelato?). Sin embargo, la acción está fuertemente condensada. Y si la escritura se extiende algo más es por la profusión de elementos descriptivos que resultan fundamentales: por una parte, para dotar a la protagonista de una fuerza sensual arrolladora (lo que lleva a Muñoz Fernández a calificar esta pieza de “fantasía erótica” [Couto 2001, 96]); por otra, para poder objetivar, de nuevo en imágenes espaciales, la insatisfacción que domina al personaje: Sentía irresistibles deseos de algo que no podía definir y que a su alrededor no encontraba. En las tardes de agosto, en los crepúsculos de fuego interrogaba las nubes; eran cortejos bronceados, batallones de llamaradas que brotaban de tronos azules, tropeles de colores que avanzaban fundiéndose, combates de matices sombríos; entonces se sentía atraída, hubiera querido subir, luchar con los peñascos etéreos, desvanecerlos, penetrar en el fuego de los horizontes y sentir el saetazo del postrer rayo del sol (94-95).
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Publicado en la Revista Azul el 27 de septiembre de 1896.
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Pero, en cuanto a esa concatenación de incidentes que configurarían el recorrido biográfico de la protagonista, el narrador sintetiza al máximo la información. Sabemos que desde niña la han llamado así, Cleopatra, sin que ella entienda por qué, ni conozca su verdadero nombre; llegamos a vislumbrar algo de esos anhelos vagos y frustrados, e intuimos su espíritu libre. La relación de sus numerosos romances se resume en un solo párrafo: Tuvo Cleopatra muchos amantes y todos murieron. Parecía que su boca y su nariz bebían, aspiraban el aliento de sus elegidos; los que por sus soberanos brazos hubieran pasado, aquellos a quienes su mirada esclavizara, a los que conocieran la delicia de sus caricias, ¿qué les podía quedar sino el descanso de la tumba? (95).
Alejada de las empresas amorosas, Cleopatra se entrega a una nueva pasión: colecciona fieras con las que combate salvajemente y a las que abandona heridas o muertas. Así llegamos al suceso singular, marcado por el cambio de los verbos al aspecto perfectivo. De todos los animales a los que se había enfrentado, solo un hermoso león resiste indemne. Comienza la pelea brutal, donde dolor y placer se confunden. Como podía intuir el lector, el relato concluye con la muerte de la protagonista. Su deseo, permanentemente insatisfecho, se resuelve en una aniquilación buscada: El león bebió la sangre. Cleopatra se agitó, se incorporó, enlazó en sus brazos el cuello de la bestia, la atrajo a sus senos desgarrados y murió estrechando más y más la cabeza del león homicida (96).
Este desenlace, unido a otros elementos de la narración, parece anunciar uno de los cuentos más célebres de Couto, “Blanco y rojo”, incluido en la colección de Asfódelos. Como mencioné anteriormente, su publicación provocó una airada crítica por parte de Victoriano Salado Álvarez, quien denunciaba la perversión moral de presentar el asesinato de la mujer amada como la máxima realización artística del perturbado protagonista de esta historia. Las analogías con “Cleopatra” se encuentran, por una parte, en las entrañas de ambos textos: dignificación estética de las pulsiones más brutales, sensibilidad hiperestesiada, superación del ennui mediante la acción transgresora. Pero alcanza también algunos detalles de su epidermis textual: la preciosista ambientación con ecos parnasianos, la belleza de ambas mujeres, la fuerza plástica con que se describe su muerte (amortiguando, de este modo, el acto violento que las provoca) y
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hasta el contraste cromático entre la palidez del cuerpo mortecino y la sangre que se derrama por las dos estancias. Este último detalle, como es obvio, da título al segundo texto y su presencia queda también intensificada en “Cleopatra”: Cleopatra cayó a tierra. La blancura de su cuerpo, lo divino de su cuerpo, lo rojo de la sangre de sus heridas, se confundió con las crines, con las patas, con la altanera cabeza del león que hería, hería haciendo destacarse la blancura de la piel sobre el rojo estanque que brotaba caliente de donde él pasaba las uñas (96).
He querido detenerme en las similitudes de ambos relatos porque precisamente desde ellas resulta más claro advertir algunas de las implicaciones que lleva consigo la opción por la brevedad más extrema. Aunque las dos narraciones, siguiendo las enseñanzas de Poe, tensan todos los hilos de la trama en dirección a un final rotundo; la concentración de “Cleopatra” se aleja del concienzudo autoanálisis mediante el que Alfonso Castro, protagonista de “Blanco y rojo”, intenta dar razón de los motivos que lo condujeron al crimen. De esta manera, tras el brevísimo marco que señala el origen de todo el cuento (la última carta escrita por el preso), el narrador homodiegético da cuenta de su situación final y expresa la incomprensión de la que ha sido objeto durante el juicio. A partir de ahí, es decir, desde su último cabo, el relato se remonta a los orígenes del personaje, su formación, sus lecturas, etc., hasta reconstruir detalladamente un proceso que desemboca en el homicidio. Por el contrario, “Cleopatra”, mucho más breve, acude a la elipsis, unida al recurso narrativo del sumario. ¿Cuáles son los efectos que esta configuración produce? En primer lugar, una cierta falta de concreción que tiende a esencializar la historia del personaje particular, hasta convertirlo en arquetipo (algo similar a lo que ocurren con “El traidor”). La protagonista combina las cualidades de la femme fatale, tan recurrente en la literatura de la época, junto a la hiperestesia proverbial del artista. En segundo término, la acción se concentra sobre el hecho decisivo, relegando o incluso silenciando la cadena de acontecimientos que conduce hasta él. Como resultado final de ambos fenómenos, el papel activo del lector se acrecienta: se ve obligado a rellenar los espacios de vacío que el texto presenta y a concretar alguno de los significados que la narración polisémica puede adquirir (¿transcurre la acción en algún tiempo o espacio reconocibles?, ¿es realmente Cleopatra un personaje o nos encontramos ante una alegoría?, ¿se trata quizás de una fantasía erótica?, ¿qué relación se puede establecer con su precedente homónimo?, etc.).
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Creo que el contraste entre “Cleopatra” y “Blanco y rojo” muestra que nos hallamos ante dos opciones narrativas bastante diferenciadas: la primera responde a la traslación de un golpe intuitivo y se concentra sobre un momento, una asociación o una idea reveladoras; la segunda resulta expansiva, y requiere de un encadenamiento de acciones y circunstancias, minuciosamente seleccionadas eso sí, cuyo desarrollo conduce a una comprensión de lo acontecido. La brevedad extremada aparece como consecuencia de decantarse por la primera opción. En su obra, el escritor mexicano cultiva ambas modalidades y deja abierto un camino, junto a otros autores de su generación, para que en el futuro otros narradores se adentren por los terrenos de la hiperbrevedad. La atribución de la tendencia de Couto a construir relatos de mínima extensión como fruto de una exploración estética resultaría incompleta, si no atendiéramos también a otra motivación más pedestre, si se quiere, pero no menos relevante. Me refiero a la influencia que va a tener sobre el autor finisecular el hecho de poder profesionalizar su dedicación a la escritura, a través de las colaboraciones con la prensa. Los efectos de este maridaje entre periodismo y creación literaria son de diverso orden y han recibido una atención cada vez mayor en estudios críticos18. Analizarlos aquí excedería, con mucho, el propósito de este trabajo, pero resulta imprescindible señalar su relación con el desarrollo de formas narrativas cuya brevedad se agudiza. Como indica Ródenas: […] la mengua de las dimensiones formales del texto obedeció, a finales del siglo XIX, no solo a razones de poética (el afán por lo máximo en lo mínimo) sino a otras más prosaicas de orden material: las limitaciones de espacio que imponía la prensa. Frente al folletón decimonónico, el cuento debía distinguirse en el periódico por su corta extensión y su autonomía argumental; además, brindaba a los lectores la satisfacción inmediata de una lectura no aplazada a la siguiente entrega, encerrada en sí misma (82).
Recorrer los primeros pasos en la vida literaria de nuestro autor evidencia la función determinante que ejercen en su desarrollo las colaboraciones con la 18
Entre otros trabajos, me gustaría destacar, dada la relación que presentan con el tema que aquí trato: el capítulo de Aníbal González, que ofrece una visión de conjunto; el análisis sobre la labor cronística de Gutiérrez Nájera y su relación con el cuento, realizado por José Ismael Gutiérrez; así como el estudio de Jiménez Aguirre, que acompaña a la publicación de las crónicas de Nervo en el Correo de la Tarde (17-72). Para el caso de España, resulta inexcusable citar el excelente libro de Ezama.
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prensa. En efecto, desde septiembre de 1893 –un poco antes, si pudiéramos confirmar su participación en Diario del Hogar– y hasta febrero de 1894, un jovencísimo Couto publica, en El Partido Liberal, prácticamente cada domingo19. Junto a la adquisición de una disciplina ante la inexcusable obligación de la entrega semanal, el diario impone el constreñimiento de un espacio limitado. El talento transforma la necesidad en virtud y, de esta forma, puede aplicarse a Couto lo que de manera general afirma Díaz Ruiz: Esas páginas ofrecen al escritor la posibilidad de expresar inquietudes de orden intelectual y artístico; […] constituyen espacios textuales para inventar, recrear y fantasear; sirven además, para ejercitar un estilo que, en la mayoría, deriva hacia una notable y cuidadosa escritura (XIV; Subrayado mío).
El soporte periodístico funciona como un magnífico taller que exige de los autores una dedicación ordenada, les impulsa a experimentar las posibilidades creativas de lo breve y se convierte, además, en atalaya que facilita la difusión de su obra entre un número más amplio de lectores. Es posible entonces afirmar que, si bien, en un principio, la brevedad viene impuesta por el medio de publicación en el que el escritor comienza su andadura literaria, esta imposición descubre a Couto las potencialidades de un relato más reducido, al que acudirá con cierta frecuencia, una vez que se ha percatado de sus singularidades constructivas y de la riqueza y variedad de efectos que permite provocar sobre sus lectores.
PERO NO TODO ES SER BREVE La importancia de Bernardo Couto Castillo, en relación con el surgimiento del microrrelato, quedaría muy reducida si nos ciñéramos únicamente a la condición de la brevedad extrema. Sus relatos también anuncian otras cualidades muy características del microrrelato contemporáneo: hibridez genérica, utilización de una intertextualidad intensificada e integración de mónadas narrativas en unidades complejas. En estos tres fenómenos deseo detenerme unos instantes.
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Esta relación con la prensa se mantendrá a lo largo de su vida. Dejando a un lado sus publicaciones en la Revista Azul y la Revista Moderna, específicamente literarias, Couto colaborará regularmente con El Nacional y El Mundo. Semanario ilustrado.
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a) El mestizaje genérico La ruptura de las convenciones estéticas, iniciada por el Romanticismo, se agudiza al llegar el final de siglo. El carácter proteico del relato breve permite al escritor modernista experimentar formas nuevas con las que se quiebran las tradicionales fronteras genéricas. Especial importancia tuvo en este punto, y así ha sido señalado por los estudiosos del microrrelato, la difusión de los poemas en prosa, una modalidad que se inicia con Aloysius Bertrand y que alcanza su consagración definitiva en la figura de Baudelaire (escritor con el que la obra de Couto mantiene un constante diálogo). Entre los textos de nuestro autor aparece la serie “Insomnios fantásticos”, publicada en El Partido Liberal, que se ajusta a los parámetros del poema en prosa apuntados por Suzanne Bernard, quien establece como rasgos distintivos, frente al microrrelato, la ausencia de “temporalidad y cierre narrativos” (Ródenas 80). Sin embargo, otras creaciones suyas presentan una condición híbrida que parece impedir todo afán clasificatorio. Así ocurre, por ejemplo, con “Horas de fiebre”20. En un principio, parece que nos hallamos ante una meditación lírica, de carácter general, en la que se describen y casi se cantan las propiedades alucinatorias de la fiebre. La voz autorial suplica a los lectores que no interrumpan tal estado de ensueño. Sin embargo, a la mitad del texto, se produce un giro sorprendente y se comienza a hablar del delirio febril como de una experiencia propia, aunque aún no se perciba tensión narrativa alguna. Pero esta aparece justo en su fase final, acompañada de un cambio en el interlocutor del texto: Exististe, figura entrevista en un cuadro de un museo, y fija desde entonces en mí exististe, tomaste vida, la vida calenturienta de las visiones; viéndome cerca de ti, te dejaste ver, no ya muda e insensible dentro de tu opaco marco, sino real y verdadera, tal como debiste ser en los lejanos tiempos en que viviste (76).
Con esta interpelación se inicia el relato de una aparición fantástica: la figura de aquella pintura, que había quedado grabada en su mente tras la visita al museo, cobra vida en la alcoba del convaleciente21. De esta forma, se introduce
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Aparece en El Nacional, el 14 de agosto de 1896. Está dedicado a Ciro B. Ceballos. Motivo que se retoma en “Un retrato”, pero ahora desarrollado con una mayor extensión. De nuevo, un magnífico ejemplo para analizar el cultivo de ambas modalidades narrativas en nuestro autor. 21
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la temporalidad propia del relato, cuya progresión conduce a un desenlace doloroso: cierre narrativo. La imagen, del mismo modo que se hizo presente, ahora se desvanece: “Los duendes se agitan, las alas negras, alas de murciélago cubren la veladora. Yo me levanto de mi postración. ¡Dios mío! ¡Cuánto sudor en mi frente!” (76). Junto a la mixtura de categorías genéricas diversas, los escritores modernistas van a rescatar, a través de narraciones breves, formas del relato que habían quedado relegadas o en desuso. También en esta dirección se aventura Couto y nos lega dos textos de muy corta extensión, que bien podríamos considerar como reinvenciones de la fábula y de la alegoría, respectivamente: “La perla y la rosa” y “A unos ojos”22. Finalmente, en este apartado no podía faltar una mención al sobresaliente conjunto de relatos que conforman la serie de Pierrot. Se trata de seis textos que se van publicando, de manera separada, a lo largo de cuatro años. El último de ellos, “Pierrot sepulturero” aparece en la Revista Moderna, dos días antes del fallecimiento de su autor (3 de mayo de 1901)23. A propósito de este conjunto, Muñoz Fernández no duda en calificarlas como “sus mejores narraciones” (Couto 2001, 354). Sin atreverme a realizar una afirmación tan categórica, sí considero que en ellos se dan cita los principales ejes temáticos en torno a los cuales gira el mundo narrativo de Couto, al tiempo que encontramos de manera concentrada todas las innovaciones que el autor ha ido incorporando en la construcción de sus relatos. Creo, por ello, que este grupo merecería una mayor atención por parte de la crítica24. Sobre el tema que ahora nos ocupa, hay que destacar la primera entrega de la serie: “Pierrot enamorado de la gloria”, título al que acompaña un curioso apunte, “Cuento en cuatro escenas”25. La hibridez se hace explícita: el lector se halla ante un conjunto de cuatro micro-escenas que combinan rasgos de naturaleza dramática (dramatis personae, diálogos y didascalias), con un cierto sopor22 Aparecido el primero en El Partido Liberal, el 18 de febrero de 1894, inicia la serie “Cuentos crepusculares”, que después no tiene continuación. El segundo se publica en la Revista Moderna, el 15 de mayo de 1900, y va acompañado de un “Envío”, excelente muestra del cultivo de la prosa poética por parte de Couto. 23 Para los detalles sobre su proceso de redacción y publicación, puede consultarse el estudio de Rafael Cruz (5-17). 24 Una excepción a esta laguna es, sin duda, la excelente investigación de Rafael Cruz. 25 Publicado en El Nacional, dentro de la sección “Cuentos Mexicanos”, el 5 de agosto de 1897.
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te narrativo (visible en la particular configuración de las acotaciones). Se trata de una estructura teatral diseñada para ser leída y en la que, junto al trío de la commedia (Pierrot, Colombina y Arlequín), hay referencias veladas al Fausto de Goethe y a algunos pasajes de Baudelaire. Con esta mezcla de narración y drama, unida a la hiperbrevedad de las escenas, Couto se adelanta a lo que, posteriormente, realizarán autores como García Lorca, Max Aub o, más recientemente, Javier Tomeo en el ámbito español; Denevi o Febres-Cordero, en el hispanoamericano; o, fuera de nuestras letras, Kafka y Brecht (véase Andres-Suárez).
b) Intertextualidad y reescritura El breve comentario al texto sobre Pierrot nos anuncia que también en este punto la obra narrativa de Couto muestra importantes concomitancias con las señas de identidad del microrrelato contemporáneo. Al analizar el modo en que se va construyendo la figura de Pierrot en la serie del mexicano, Rafael Cruz señala cómo en el personaje confluyen elementos que nos remiten a sus orígenes renacentistas, pero a los que se suman las transformaciones que ha ido experimentando en el tiempo y que incluyen, a la vez, la pérdida de algunos de sus rasgos primigenios. Couto se inspira de manera particular en las versiones de Verlaine y, sobre todo, del franco-uruguayo Jules Lafforgue (31-45). Hay, por tanto, un complejo proceso de apropiación de todo el material precedente y un trabajo de recreación que conduce, finalmente, a una visión renovada y original. Como otro ejemplo del juego intertextual en la narrativa del mexicano, voy a seleccionar un relato muy breve: “¡Mujer! ¿Qué hay de común entre tú y yo?”26. Lo elijo porque presenta todas las notas para poderlo incluir en la categoría del microrrelato, y por llevar a cabo una trasposición total sobre el sentido original del texto que reescribe y del que toma prestado su título (Juan 2,4). La frase que el Evangelio de Juan pone en boca de Jesús, dentro del episodio de las bodas de Caná, se traslada ahora al contexto del Génesis. La historia arranca en el sexto día, con la creación del hombre, y Couto dibuja a un Creador asombrado ante la obra salida de sus manos, pero en quien enseguida surgen la envidia y el temor:
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Apareció en la Revista Moderna, el 15 de septiembre de 1898.
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Vio tanto, tanto, que empezó a sentirse empequeñecido, mientras su obra crecía. Crecía hasta desconocerlo y negarlo; vio a los hombres orgullosos interrogando todo y queriendo penetrarlo todo, los vio derribando dioses, lanzando el soberbio grito de negación. El Creador sintió algo de despecho. Admiraba lo que había formado; pero al mismo tiempo lo temía, y sin embargo, era demasiado hermoso para aniquilarlo (259).
Junto a los ecos bíblicos, parece resonar aquí también algo del mito prometeico. La narración prosigue con la búsqueda de un medio, un castigo anticipado, mediante el cual Dios pudiera someter al hombre… Así aparece la mujer, en la que su artífice concentra “todos los atractivos y todas las malicias” (260). La descripción del proceso mediante el cual se va creando a la primera mujer es un verdadero prodigio, en el que Couto conjuga brevedad y talento para conferirle al lenguaje todo su poder plástico. Por otra parte, el motivo de la mujer como castigo o perdición para el hombre activa de nuevo un rico diálogo intertextual (Eva, Pandora y una larga tradición misógina) que alcanza también a la literatura de su tiempo y a su propia obra, en el arquetipo tan explotado de la femme fatale. Pero volvamos al relato. El Creador se siente satisfecho y seguro del fulminante efecto de su nueva invención. Y, claro, justo en ese momento se produce el giro inesperado, que rompe por completo las expectativas creadas, precisamente, a través de las alusiones intertextuales (estrategia narrativa tan del gusto de los microcuentistas): Más tarde, cuando vio las parejas de seres enamorados perdiéndose en las sombras de los bosques […], cuando vio que el ser a quien había dado todas las maldades, sabía ser bueno y abnegado y sumiso gracias al amor de los hombres, cuando vio vencido a su vengador, sintió el más grande de los despechos sentidos, y en un grito de impotencia que puso en los labios de su hijo, maldijo su obra, diciendo: –¡Mujer! ¿Qué hay de común entre tú y yo?
La cita evangélica se convierte ahora en la queja de una divinidad caprichosa, superada por su obra; todo el poder terrible del Dios veterotestamentario aparece diluido; la mujer, causa de perdición, aparece aquí paradójicamente glorificada por la maldición divina (aunque, eso sí, siempre que permanezca abnegada y sumisa por el amor de los hombres…). Una vez más, la brevedad del texto deja abierto un espacio enorme para la relectura y la reflexión.
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Por otra parte, la frase que abre y cierra el microrrelato, el sentido que a este se le confiere, así como la escena final con la pareja de enamorados en el bosque, me permiten concluir que el texto es, en realidad, una ingeniosa reescritura del cuento de Maupassant “Claro de luna”. El contraste entre ambos relatos nos arrojaría, de nuevo, interesantes conclusiones sobre el tratamiento de un mismo tema a través de dos modalidades narrativas diversas (el del francés más extenso y en tono realista, el de Couto brevísimo y consiguiendo un remedo de la narración legendaria). También, como ocurría en el Pierrot, al tiempo que hace presente su modelo, el nuevo texto se distancia de él. Así, en Maupassant, el padre Marignan resuelve su conflicto interior, creado por un sentido enfermizo de la religiosidad, cuando descubre el amor humano. Por el contrario, el mexicano plantea una oposición total entre Creador y criatura, hasta el grado de que los lazos que podrían religar a uno y otro han sido rotos por el odio de la divinidad, expresado en la terrible imprecación final.
c) Narraciones en serie Concluyo estas notas indicando un último rasgo en el que Couto adelanta una estrategia que será muy característica del escritor de microrrelatos, aunque –como ocurre con la hibridación genérica o los juegos intertextuales– no se dará únicamente en esta modalidad: me refiero a la integración de los relatos en unidades superiores, bien sea a través de las series, bien sea mediante la constitución de un ciclo narrativo reunido en un libro. Desde mi punto de vista, lo más interesante de estos mecanismos, que fragmentan e integran a un tiempo, es el singular proyecto de lectura que a través de ellos se sugiere: un verdadero modelo para armar, en el que cada lector puede establecer las asociaciones que vinculan a un texto con otro y es libre de desechar algunas de las piezas o enfrentarse a todo el conjunto27. Los dos casos más evidentes en que Couto muestra esta decisión de configurar unidades superiores mediante el ensamblaje de diversos relatos autónomos son la colección reunida en Asfódelos y la serie de Pierrot (donde la cohesión se hace aún mayor). Sobre su único libro publicado, la unidad radica en que los doce cuentos se aproximan, desde perspectivas diversas, a un tema común: la
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El fenómeno ha sido analizado en detalle por Zavala (2004b, 8-10).
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muerte (aspecto que asocia a Couto con otro de los grandes renovadores del cuento hispanoamericano: Horacio Quiroga). La “Todopoderosa”, como la denominan varios de sus narradores, es apreciada por los personajes según una amplia gama de matices (liberadora, presencia obsesiva, realización artística, etc.). Ella misma se aparece encarnada, alegre en su crueldad, en el relato que abre el conjunto. El caso de los Pierrot lleva más allá el fenómeno de integración. El hecho fue advertido ya por Valdés, quien clasificó a la serie de “cuento-novela” (55). En efecto, la unidad de personaje, espacios (París y sus alrededores) y tono, permite la lectura de los seis textos como un conjunto coherente, aunque cada fragmento mantenga su autonomía y pueda recibir una lectura separada con pleno sentido. Dada la ausencia de una clara lógica secuencial, el grupo podría ser una primerísima manifestación de lo que Zavala denomina “novela fragmentaria”, es decir “una serie narrativa no secuencial” (2004b, 10) Habrá que decir también que este mecanismo constructivo por el que se van agrupando totalidades mayores, a partir de la sucesiva aparición de microunidades, Couto la comenzó a practicar ya en sus primeras colaboraciones en prensa. Así surgieron la serie naturalista de “Contornos negros”, o las prosas líricas de “Insomnios fantásticos”. Quizás, entre otras cosas, como un modo de mantener vivo el diálogo aplazado con el lector cada semana. Al mismo tiempo, la técnica revela un método de trabajo creativo, que contiene toda una poética del cuento y, más aún, de su hermano menor, el microrrelato: la forma narrativa breve intenta apresar en un instante la realidad compleja, poliédrica, cambiante. Por eso un mismo tema, un personaje, o una situación admiten sucesivos asedios que nunca los agotan. Del mismo modo, estas páginas no pueden agotar la extraordinaria riqueza de una obra narrativa que, entre lo terrible y lo sublime, nos permite penetrar en ese momento de búsqueda creativa que renovó profundamente nuestro espacio cultural: el Modernismo. Espero haber contribuido a mostrar la importancia que representa la figura de Bernardo Couto Castillo, junto a otros compañeros de generación, al abrir originales vías para la narrativa breve y al asentar las bases que darán origen al florecimiento del microrrelato contemporáneo.
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El microrrelato intercalado y la metaficción en Respiración artificial y Nocturno de Chile CARMEN DE MORA Universidad de Sevilla
Debido quizá al auge que vienen teniendo desde el siglo XX los libros constituidos íntegramente por microrrelatos, son pocos los críticos que se han ocupado del microrrelato intercalado, una modalidad que, sin embargo, está muy presente en la novela moderna y posmoderna, en particular en esta última, tan caracterizada por la fragmentación. Al hablar de microrrelato intercalado no me refiero exactamente a fragmentos recortados de otros textos que pueden funcionar como microficciones1, sino a narraciones muy breves, con autonomía propia, que aparecen incrustadas en textos más extensos, ya sea un cuento largo o una novela. A veces son anécdotas que gozan de cierta popularidad y de las que el escritor se apropia para darles una significación diferente a la que sugerían originalmente. Este tratamiento del microrrelato lo enfoca desde una perspectiva diferente a la habitual –la que corresponde a su condición autónoma– al integrarlo en un texto mucho más extenso con el que se encuentra confrontado, como es la novela. Andreas Gelz, en “La microficción y lo novelesco” ha destacado la importancia del fragmento en la construcción novelesca posmoderna, algo que fue anunciado por Italo Calvino en Seis propuestas para el próximo milenio2, ensayo que, como es sabido, ha tenido una influencia extraor-
1
David Roas se refiere a esta modalidad: “El segundo aspecto relacionado con la posibilidad, ya manifestada en la antología editada por Borges y Bioy Casares (Cuentos breves y extraordinarios, 1953), de recortar fragmentos de textos mayores y leerlos como microrrelatos. Un proceso en el que, con dicho recorte y con la dotación de un título a ese fragmento, se produce, como dice Brasca, una resignificación que lo convierte en cuentos brevísimos, operación que él mismo practica en algunas antologías, así como Zavala en La minificción mexicana (2003)” (23). Y, adoptando la perspectiva de la pragmática del texto narrativo, la critica y la rechaza: “La estructura del cuento no puede ser una sintaxis, sino el correlato de una intención de autor con relación a un efecto de lectura” (23). 2 Para Italo Calvino “la regla de “escribir breve” se confirma también en las novelas largas, que presentan una estructura acumulativa, modular, combinatoria” (134).
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dinaria en la reflexión sobre la novela. Gelz, refiriéndose específicamente a la literatura francesa, para las conexiones entre el microrrelato y la novela, menciona en primer lugar a los representantes del grupo Oulipo –Raymond Queneau, Georges Perec, Hervé Le Tellier y Michelle Grangaud– y a otros autores relacionados con ellos (Roland Topor, Jacques Sternberg y Gilbert Lascaut), a Roland Barthes y Alain Robbe-Grillet, a Jean Echenoz, Jean-Philippe Toussaint, Christian Gailly y Patrick Deville, cultivadores del minimalismo, además de Philip Delerm y Régis Jauffret. Entre las reflexiones que presenta llega a la siguiente conclusión: Lo menos que puede decirse es que el microrrelato constituye un cuestionamiento de la novela como forma y género literario: en el texto breve es donde se concretan ciertas cuestiones capitales de una poética de la novela. El microrrelato –incluso bajo la forma de una novela constituida por una serie de minitextos– supone un desafío para la novela porque la reduce a una extensión mínima que le hace perder su desarrollo novelesco y pone en cuestión la síntesis causal y temporal que la caracteriza: la somete a una combinatoria cuya articulación no es transparente a la fuerza (116).
En La era neobarroca, Omar Calabrese ha examinado la dialéctica entre el “todo” y la “parte” a través de los conceptos de “detalle” y “fragmento” tanto desde el punto de vista creativo como interpretativo. Dentro de la distinción de Calabrese, nos interesan en particular sus ideas acerca de la estética del fragmento por estar más relacionadas con el microrrelato intercalado: Si pensamos por un momento en la extremada dificultad, para el artista contemporáneo, de hacer obras renovando los materiales expresivos, nos daremos cuenta de que –considerada por hipótesis la imposibilidad de encontrar nueva materia plástica– los fragmentos del pasado comienzan a ser ellos el nuevo material de la hipotética paleta del artista. […] Sólo fragmentando lo que ya se ha hecho, se anula su efecto y sólo haciendo autónomo el fragmento respecto a los precedentes enteros, la operación es posible. El fragmento se torna así en un material, por así decirlo, “desarqueologizado”: conserva la forma fractal debida a la ocasión, pero no se reconduce a su hipotético entero, sino que se mantiene en su forma ya autónoma (102).
Siguiendo a Calabrese, Lauro Zavala considera el fragmento producto de la fractalidad, “es decir, la idea de que un fragmento no es un detalle, sino un elemento que contiene una totalidad que merece ser descubierta y explorada por
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su cuenta”. Y concluye: “Tal vez la estética del fragmento autónomo y recombinable a voluntad es la cifra estética del presente, en oposición a la estética moderna del detalle (Zavala 80). Detalle y fragmento comparten, sin embargo, la noción de pérdida de la totalidad, un fenómeno muy común en ciertas novelas escritas a partir de los años ochenta. En la literatura hispanoamericana de las últimas décadas no resulta difícil encontrar novelas construidas a base de fragmentos y narraciones breves que a veces constituyen verdaderos microrrelatos. Sin embargo, no es exclusivamente el aspecto compositivo el que me ocupa en este caso, sino más bien una vertiente de carácter político en que el microrrelato, dentro de la obra, constituye una metáfora de la escritura como medio de resistencia frente a los relatos y ficciones del Estado, convirtiéndose, de un lado, en un espejo invertido de los mismos y, de otro, en un elemento de carácter metaficcional de la obra en su conjunto. Los microrrelatos insertados poseen al mismo tiempo un carácter paradigmático y parenético. Paradigmático, porque ayudan a comprender el sentido de la obra en su conjunto, constituyen una reproducción en miniatura de la obra misma; parenético, porque funcionan a modo de llamadas de atención a los lectores para que hagan el esfuerzo de relacionarlos con los restantes elementos de la novela. Una vez desaparecida la voz del narrador que les servía de guía a los lectores, tan característica de la novela decimonónica, los relatos y microrrelatos intercalados suelen cumplir una función especular, de aviso y orientación a la vez, destinada a los lectores atentos. En su ensayo “Tres propuestas para el próximo milenio (y cinco dificultades)”, Ricardo Piglia, basándose en las Seis propuestas para el próximo milenio de Italo Calvino y en el ensayo “Cinco dificultades para escribir la verdad” de Bertold Brecht, se plantea cómo podría considerarse desde Hispanoamérica (en su caso, desde Buenos Aires, “un suburbio del mundo”) el problema del futuro de la literatura y de su función. Al plantear su reflexión desde Argentina, un país que estuvo sometido al terror de una dictadura militar, inevitablemente Piglia la desplaza hacia la tensión entre el intelectual y el Estado, un conflicto que recorre la obra del autor argentino y también de otro autor que, en este caso, él toma como centro de sus disquisiciones: Rodolfo Walsh. La tesis de Piglia es que el Estado construye ficciones para manipular la realidad y ocultarla; en ese contexto, le correspondería al escritor “establecer dónde está la verdad, actuar como un detective, descubrir el secreto que el Estado manipula, revelar esa verdad que está escamoteada” (2001a, 14). Frente a los relatos del Estado, estarían los relatos de la sociedad:
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Un contrarrumor, diría yo, de pequeñas historias, microrrelatos, testimonios que se intercambian y circulan. A menudo he pensado […] que esos relatos sociales son el contexto mayor de la literatura. La novela fija esas pequeñas tramas, las reproduce y las transforma. El escritor es el que sabe oír, el que está atento a esa narración social, y también el que las imagina y las escribe (2001b, 16).
Otro aspecto que merece destacarse del ensayo de Piglia, en relación con esta cuestión de los relatos sociales insertados en la novela, es la función que le atribuye a la técnica del desplazamiento, en virtud de la cual el escritor evita nombrar directamente aquella realidad que el lenguaje no es capaz de transmitir. Borges, en “El Aleph”, y en otros relatos, exploró los límites del lenguaje y su incapacidad para dar cuenta del universo; Piglia lo hace para mostrar la imposibilidad de narrar el horror: “Hay un punto extremo, un lugar –digamos– al que parece imposible acercarse. Como si el lenguaje tuviera un borde, como si el lenguaje fuera un territorio con una frontera, después del cual están el desierto infinito y el silencio” (2001b, 18). Para contrarrestar tales carencias el escritor puede recurrir a procedimientos alternativos, como contar una historia en la voz de otro que metafóricamente sugiera aquello que se quiere expresar. Piglia llama a este procedimiento narrativo “desplazamiento”: “Un movimiento pronominal, casi una forma narrativa de la hipálage, un intercambio que me parece muy importante para entender cómo se puede llegar a entender ese punto ciego de la experiencia, mostrar lo que no se puede decir” (2001b, 18). En Respiración artificial, del escritor argentino, una novela fragmentaria hecha en buena medida a base de citas de otros textos y de numerosas historias, encontramos algunos ejemplos representativos. El primer microrrelato está incluido en la primera parte de la novela, en el segmento tercero, en que Renzi, el narrador, resume los contenidos de las cartas que le enviaba su tío. Después de referirse a algunas de sus actividades políticas del pasado, Renzi incluye la anécdota precedida de una reflexión de su tío que sirve de marco al microrrelato: Estoy convencido de que nunca nos sucede nada que no hayamos previsto, nada para lo que no estemos preparados. Nos han tocado malos tiempos, como a todos los hombres, y hay que aprender a vivir sin ilusiones. El amigo de un amigo tuvo una vez un accidente: un tipo medio loco lo atacó con una navaja y lo tuvo secuestrado en el baño de un bar casi tres horas. Quería que le dieran un auto y pasaporte y que lo dejaran cruzar el Brasil, de lo contrario iba a tener que matarlo (al amigo de mi amigo). El loco temblaba como un endemoniado y le puso la navaja en la garganta y en un
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momento dado lo obligó a arrodillarse y a rezar el padrenuestro. La cosa se iba poniendo cada vez peor, cuando de golpe al loco se le pasó el revire y soltó el arma y empezó a pedirle disculpas a todo el mundo. Un momento de nervios lo tiene cualquiera, decía. El amigo de mi amigo salió del baño caminando como dormido y se apoyó en una pared y dijo: Por fin me ha sucedido algo, ¿no es sensacional?, me escribía Maggi (2001a, 26)3.
La historia en sí misma tiene un significado, pero considerada en el contexto de la novela se presta a nuevas significaciones. 1º) En tanto que narración intercalada obedece a la técnica del desplazamiento: el horror que vive el personaje secuestrado y amenazado por el loco constituye una metáfora de lo que les sucedía diariamente a miles de argentinos secuestrados, torturados y asesinados por el régimen, algo que el narrador no quería (o no podía) contar de forma directa. 2º) Al mismo tiempo, la historia constituye un espejo invertido de la realidad, pues eso que para la víctima del loco era extraordinario, una aventura que podía contarse (“Por fin me ha sucedido algo”), era algo rutinario bajo el terror, donde los secuestros y asesinatos ocurrían a diario; con el agravante de que los torturadores reales no soltaban las armas ni pedían disculpas y los torturados jamás llegarían a contar sus experiencias ni a jactarse de ellas. 3º) Teniendo en cuenta las dos significaciones anteriores, el microrrelato se construye mediante la tensión entre realidad y ficción, pues, de un lado, representa metafóricamente una realidad irrepresentable, y, de otro, esta estrategia es un factor recurrente en la novela, ya que Respiración artificial abunda en narraciones breves; por tanto, podemos decir que de forma jánica mira hacia la realidad y hacia la ficción al mismo tiempo. Esta naturaleza “metaficcional” adopta nuevas connotaciones cuando es retomada más adelante (Piglia 2001a, 35) como punto de partida de algunas reflexiones sobre la ausencia de historias extraordinarias en la vida individual: En el fondo, como decía bien ese amigo tuyo a quien el loco lo agarró con una navaja, en el fondo no puede pasarnos nada extraordinario, nada que valga la pena contar. Quiero decir, en realidad, es cierto que nunca nos pasa nada. Todos los acontecimientos que uno puede contar sobre sí mismo no son más que manías. Porque a lo sumo, ¿qué es lo que uno puede llegar a tener en su vida salvo dos o tres experiencias? (…) Ya no hay experiencia (¿la había en el siglo XIX?), sólo hay ilusio-
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El marco va en cursiva para distinguirlo del texto propiamente dicho.
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nes. Todos nos inventamos historias diversas (que en el fondo son siempre la misma), para imaginar que nos ha pasado algo en la vida. Una historia o una serie de historias inventadas que al final son lo único que realmente hemos vivido (Piglia 2001a, 35).
Y en la segunda parte de la novela todavía se expande más esta idea cuando el autor, en el diálogo que sostienen Tardewski y Renzi, en el club social, mientras esperan, en vano, a Maggi, introduce a través del personaje de Renzi el concepto de parodia: Todos queremos, le digo, tener aventuras. Renzi me dijo que estaba convencido de que ya no existían ni las experiencias, ni las aventuras. Ya no hay aventuras, me dijo, solo parodias. Pensaba, dijo, que las aventuras, hoy, no eran más que parodias. Porque, dijo, la parodia había dejado de ser, como pensaron en su momento los tipos de la banda de Tiniánov, la señal del cambio literario para convertirse en el centro mismo de la vida moderna. No es que esté inventando una teoría o algo parecido, me dijo Renzi. Sencillamente se me ocurre que la parodia se ha desplazado y hoy invade los gestos, las acciones. Donde antes había acontecimientos, experiencias, pasiones, hoy quedan solo parodias (Piglia 2001a, 112).
A la luz de esta última reflexión, que enlaza con los fragmentos antes citados, el microrrelato del loco experimenta una nueva vuelta de tuerca por la que puede entenderse como parodia: el personaje del loco que amenaza a su víctima con una navaja mientras lo obliga a rezar el padrenuestro arrodillado no sería sino una parodia del comportamiento de las Fuerzas Armadas que al cometer sus crímenes supuestamente estaban defendiendo los valores de la moral cristiana, y desde luego justificaban el golpe militar proclamando que, a través del denominado Proceso de Reorganización Nacional, pretendían restablecer el orden y crear las condiciones para implantar una verdadera democracia. El segundo microrrelato está incluido, también en la primera parte, en una de las cartas que intercepta el censor Arocena, una carta cifrada escrita en Nueva York por alguien que firma Enrique Ossorio (se trata supuestamente de un nombre en clave) y dirigida a Marcelo Maggi. Me ha pasado algo tan raro que te ahorro otras noticias personales. (Aparte de eso, estoy bien: visito museos.) Estaba leyendo una novela de Bellow (Mr. Sammler’s Planet) de esto hace casi una semana. La había comprado en un quiosco porque tenía que hacer tiempo mientras me renovaba la visa. Tomé un ómnibus que va por la
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calle 42, me senté y empecé a leer. De pronto levanto la cara y veo a un carterista que está robando a una mujer. Era corpulento, llevaba anteojos oscuros con montura de carey, vestía con extraordinaria elegancia. Yo estaba fascinado viéndolo actuar pero de pronto el tipo dio vuelta la cabeza y me miró, casi con placidez, a través del vidrio ahumado de los anteojos; entonces me sobresalté y casi sin querer bajé los ojos y seguí leyendo. Tardé un momento en darme cuenta de que lo que estaba leyendo era exactamente lo que pasaba en el ómnibus. Podés ver la edición de Random House de la novela, página 3. Vas a encontrar la descripción de un tipo corpulento, que usa anteojos oscuros con montura de carey y viste con extraordinaria elegancia, que le roba a una mujer en un ómnibus que va por la calle 42. Quedé tan confundido que no pude reaccionar y cuando me quise dar cuenta la situación había terminado. El tipo con anteojos ahumados ya no estaba y yo empecé a pensar que todo había sido una alucinación (Piglia 2001a, 97-98).
En esta anécdota existe un guiño evidente al microrrelato “Continuidad de los parques” de Julio Cortázar”, basado a su vez, probablemente, en la novela El amante de Lady Chaterley de D. H. Lawrence, pero Piglia le da un giro diferente al relato de Cortázar. Él toma como referente directo de la anécdota El planeta de Mr. Sammler (Mr. Sammler’s Planet), de Saul Bellow, cuyo protagonista, Artur Sammler, es un intelectual polaco superviviente del Holocausto. Hay otro par de microrrelatos que se suman a este y que están en la misma línea: ilustran la relación entre la literatura y el futuro, entre los libros y la realidad, como sucede en la novela de Bellow. A través de estos microrrelatos, Piglia llama la atención sobre la relación entre su libro y la situación política que se estaba viviendo en Argentina, pero lo hace metafóricamente –como en la historia anterior del loco– estableciendo un segundo grado dentro de la ficción. Así, al contar una historia que sucede mientras la persona que la vive la está al mismo tiempo leyendo en un libro, se crea un simulacro de realidad como si la ficción fuera lo que se lee en el libro y lo que sucede en el autobús fuera la realidad; por la misma razón, se puede relacionar la experiencia del Holocausto en la novela de Bellow con la situación argentina narrada oblicuamente por Piglia. Más adelante, el autor de la carta cifrada dice unas palabras que recuerdan el dilema de Roberto Michel en “Las babas del diablo”4, de Cortázar: “Pienso: he descubierto una incomprensible relación entre la literatura y el futuro, una
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Recuérdese que en el citado relato de Cortázar, el protagonista, Roberto Michel, consigue intervenir en la escena representada en una fotografía y cambiar el curso de los acontecimientos.
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extraña conexión entre los libros y la realidad. Tengo solamente una duda: ¿Podré modificar esas escenas? ¿Habrá alguna forma de intervenir o sólo puedo ser un espectador” (2001a, 100). De ese modo indirecto justifica una de las razones de la escritura de Respiración artificial: la literatura no crea otra realidad, ayuda a comprenderla y, en situaciones límite, a denunciarla por la vía metafórica o alegórica. El tercer microrrelato se encuentra en la segunda parte y el narrador es Tardewski, que le cuenta la historia a Renzi: Una vez estuve internado en un hospital, en Varsovia. Inmóvil, sin poder valerme de mi cuerpo, acompañado por otra melancólica serie de inválidos. Tedio, monotonía, introspección. Una larga sala blanca, una hilera de camas, era como estar en la cárcel. Había una sola ventana, al fondo. Uno de los enfermos, un tipo huesudo, afiebrado, consumido por el cáncer, un hijo de franceses llamado Guy, había tenido la suerte de caer cerca de ese agujero. Desde allí, incorporándose apenas, podía mirar hacia fuera, ver la calle. ¡Qué espectáculo! Una plaza, agua, palomas, gente que pasa. Otro mundo. Se aferraba con desesperación a ese lugar y nos contaba lo que veía. Era un privilegiado. Lo detestábamos. Esperábamos, voy a ser franco, que se muriera para sustituirlo. Hacíamos cálculos. Por fin, murió. Después de complicadas maniobras y sobornos conseguí que me trasladaran a esa cama al final de la sala y pude ocupar su sitio. Bien, le digo a Renzi. Bien. Desde la ventana sólo se alcanzaba a ver un muro gris y un fragmento de cielo sucio. Yo también, por supuesto, empecé a contarles a los demás sobre la plaza y sobre las palomas y sobre el movimiento de la calle. ¿Por qué se ríe? Tiene gracia, me dice Renzi. Parece una versión polaca de la caverna de Platón. Cómo no, le digo, sirve para probar que en cualquier lado se pueden encontrar aventuras. ¿No le parece una hermosa lección práctica? Una fábula con moraleja, me dice él. Exacto, le digo (2001a, 114)5.
Este microrrelato se inserta en un contexto más amplio, al que ya me referí más arriba, la discusión entre Renzi y Tardewski en que el primero sostiene que ya no existían ni las experiencias ni las aventuras, sino tan solo las parodias. Tardewski discrepa de la opinión de Renzi: “En realidad yo pensaba, le dije, que los argentinos, los sudamericanos, en fin, la generalización que prefiera usar, tienen una idea excesivamente épica de lo que debe ser considerado una aventura” (2001a, 113). Y a continuación inserta el microrrelato. Se trata de una especie de parábola anónima muy popular, “La ventana” (a veces recibe otros 5
La cursiva es mía y sirve para separar el marco del texto.
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nombres), destinada a ensalzar los valores de la amistad6. Cuenta la historia de dos hombres enfermos de gravedad que compartían la misma habitación. A uno de ellos se le permitía sentarse durante una hora por la tarde para drenar el líquido de sus pulmones y, como la cama estaba junto a la única ventana que había en la habitación, por las tardes solía referirle al otro enfermo, que permanecía acostado de espaldas, todo lo que veía a través de ella. Sin embargo, cuando el hombre que miraba por la ventana murió y el otro ocupó su cama, pudo comprobar que tan solo se veía la pared del edificio contiguo. Más tarde supo por la enfermera que el hombre era ciego y ni siquiera había podido ver la pared y que probablemente le había descrito tantas cosas maravillosas para animarlo. Como sucede con otros microrrelatos enclavados en Respiración artificial, el significado no es unívoco. De un lado, constituye una representación en abismo de la técnica del desplazamiento tal como la maneja Piglia: contar historias que constituyen un espejo invertido de la realidad: en la anécdota, si la realidad que se ve es un muro, el enfermo de la ventana lo transforma en un parque con un bello lago donde se deslizaban patos y cisnes, y en cuyas orillas jugaban los niños; una sucesión, en fin, de escenas agradables, alegres y coloridas. De otro, Piglia, con acierto, lo relaciona con el mito de la caverna, ya que tiene que ver con el ser y el proceso de conocimiento de la realidad, una realidad que en la novela sería “la verdad de la historia” (de la historia pasada y reciente de Argentina), que es la meta perseguida, según se sugiere en la Dedicatoria (“A Elías y a Rubén, que me ayudaron a conocer la verdad de la historia”), y, lo más difícil de resolver para el escritor: cómo contarla. No obstante, también el mito se ha invertido, pues el enfermo que está junto a la ventana –en el microrrelato de Piglia– hace lo contrario que los prisioneros encadenados de la caverna: ve la realidad tal cual es pero la tergiversa para agradar a sus compañeros o para darles envidia (las dos posibilidades quedan abiertas). La historia sugiere la idea de prisión perpetua, algo muy parecido a la situación vivida por muchos argentinos bajo aquel régimen represivo. De acuerdo con la estrategia del desplazamiento, así como el microrrelato constituye una imagen invertida del mito de la caverna, también lo es de la novela en su conjunto: si en el microrrelato la ficción (invención) sirve 6 Este microrrelato de naturaleza anecdótica encajaría en la caracterización que propone Pilar Tejero para la anécdota: “Es material literario reutilizable, reformable, insertable en otras obras de mayor alcance. La anécdota no puede ser considerada un género literario autónomo, porque no se tiene por ficticia –a pesar de que muchas lo son–, no ha sido puesta por escrito y además es de carácter anónimo” (13).
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para mejorar y rectificar la realidad, en la novela se ha querido representar de modo oblicuo (oculto) una realidad abominable. Volviendo a la cuestión que dio origen a la inserción del cuento, se puede deducir también de este que, en el período evocado en la novela, la imaginación más que la aventura en sí misma constituía una vía de escape ante la falta de libertad y ese sería el sentido último de Respiración artificial: la cultura, en general, y la literatura, en particular, como un medio legítimo de resistencia frente a regímenes dictatoriales.
UN MICRORRELATO SOBRE LA CULTURA Y LA TORTURA EN NOCTURNO DE CHILE DE ROBERTO BOLAÑO La novela Nocturno de Chile es, como se sabe, el largo monólogo de un moribundo, el sacerdote Sebastián Urrutia Lacroix, recordando distintos momentos de su vida. El comienzo presenta a un personaje supuestamente lleno de buenas intenciones que se propone realizar un examen de conciencia para aclarar aspectos dudosos de su vida pensando, probablemente, que deberá rendir cuentas ante Dios (puesto que se trata de un sacerdote), si bien, el resultado será diferente, pues a lo largo de la narración el lector podrá comprobar la cobardía del sacerdote y su pasividad ante los horrores cometidos durante la dictadura. Como se sabe, Bolaño ha elegido para su novela a un personaje real, José Miguel Ibáñez Langlois, sacerdote del Opus Dei, crítico y poeta. Como crítico escribió para las páginas semanales del diario El Mercurio, durante el período comprendido entre 1966 y 1994, y firmaba sus artículos con el seudónimo de Ignacio Valente. Fue el sucesor en esta tarea de Hernán Díaz Arrieta (Alone), quien también aparece en la novela bajo el nombre de González Lamarca (Farewell). A través de Urrutia/Ibáñez las páginas de Nocturno de Chile evocan una buena parte de la historia del país –centrada en la vida capitalina en la segunda mitad del siglo XX (1950-2000)–, principalmente el período de la dictadura militar, el más siniestro y sombrío. Según explicó el autor en una entrevista, esta novela “es el intento de construir con seis o siete u ocho cuadros toda la vida de una persona”7. Efectivamente, los episodios son independientes unos de otros y, en algunos casos, como el del zapatero vienés y el del pintor guatemalteco, son historias que le contaron a Urrutia y no que él hubiera vivido.
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Véase la entrevista de Rodrigo Pinto a Bolaño (2001).
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Uno de los episodios más significativos de Nocturno de Chile, el último, es el de las veladas en casa de María Canales. Esta mujer, casada con un norteamericano llamado James Thompson, tenía dos niños pequeños, era escritora, amaba el arte y solía organizar veladas literarias en su casa. El personaje está inspirado en Mariana Callejas, autora de narraciones que aparecieron en los años 80, cuando ella frecuentaba el taller literario de Enrique Lafourcade. Y James Thompson corresponde a Michel Vernon Townley, agente norteamericano que operó en Chile desde 1973. El contexto en el que se sitúa la historia es el de una ciudad desierta a ciertas horas del día, por el toque de queda, y en la que muchos de los ciudadanos que animaban la vida cultural se habían exiliado a causa de la situación política. Situada en las afueras de Santiago, la de María Canales era una casa grande y confortable, de tres pisos, rodeada por un jardín lleno de árboles, que abría para los amigos una o dos veces a la semana; esas veladas reconfortaban a los invitados, les producían una ilusión de normalidad y les permitían olvidarse temporalmente del régimen carcelario que padecía la capital: mientras los artistas se divertían y reían, afuera todo quedaba desierto, bajo el toque de queda. Urrutia Lacroix era uno de los asiduos a la casa. Pasado el tiempo, cuando había dejado de frecuentarla, supo por un amigo que en el sótano de infinitos pasillos se torturaba a gente. Lo había contado alguien que bajó buscando el baño y se perdió por los recovecos laberínticos del sótano, abrió una puerta y descubrió a un hombre con los ojos vendados atado a una cama y lleno de heridas. Esta historia corrió de boca en boca entre la gente y cuando llegó la democracia se supo que “Jimmy Thompson había sido uno de los principales agentes de la DINA y que usaba su casa como centro de interrogatorios” (2001, 141)8. El microrrelato tal como se cuenta en Nocturno de Chile dice así: […] un amigo me contó que durante una fiesta en casa de María Canales uno de los invitados se había perdido. Iba muy borracho, o iba muy borracha, pues no quedaba claro su sexo, y salió en busca del baño o del wáter, como aún dicen algunos de mis desdichados compatriotas. Tal vez quería vomitar, tal vez sólo quería hacer sus necesidades o mojarse un poco la cara, pero el alcohol ayudó a que se extraviara. En vez de tomar el pasillo a la derecha, tomó el de la
8 También se atribuyen al personaje ficticio otros crímenes que cometió el modelo real: que había matado en Washington a un antiguo ministro de Allende (Orlando Letelier ex ministro de Relaciones Exteriores) y a una norteamericana (Ronnie Moffit). Que había preparado atentados en Argentina contra exiliados chilenos (el general constitucionalista Carlos Prats y su esposa Sofía Cuthbert, asesinados el 30 de septiembre de 1974 en Buenos Aires) (Berchenko, 17-18).
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izquierda, luego se metió por otro pasillo, bajó unas escaleras, estaba en el sótano y no se dio cuenta, la casa, en verdad, era muy grande: un crucigrama. El caso es que anduvo por diversos corredores y abrió puertas, y encontró muchas habitaciones vacías u ocupadas por cajas de embalaje o por grandes telarañas que la mapuche no se tomaba la molestia de limpiar jamás. Finalmente llegó a un pasillo más estrecho que todos los demás y abrió una última puerta. Vio una especie de cama metálica. Encendió la luz. Sobre el catre había un hombre desnudo, atado de las muñecas y de los tobillos. Parecía dormido, pero esta observación es difícil de verificar, pues una venda le cubría los ojos. El extraviado o la extraviada cerró la puerta, desaparecida instantáneamente la borrachera, y descorrió sigilosamente el camino andado. Cuando llegó a la sala pidió un whisky y luego otro y no dijo nada (138-139).
Eludo otros detalles de interés narrados por Bolaño en relación con esta brevísima historia para destacar su función en la novela. Mientras en la planta baja se entretenía y convidaba a los amigos, en el sótano se desarrollaban escenas de tortura. Las connotaciones espaciales de esta historia son fundamentales y revisten un carácter metaficcional. El eje vertical formado por el salón (lo visible y lo culto, arriba) y el sótano (lo no visible y oculto, abajo) no solo se refiere a la represión brutal y, muchas veces llevada a cabo de forma clandestina, del régimen, representaría una propuesta de lectura que fuera más allá de la superficie y se adentrara por los numerosos “canales” del tejido narrativo. La denuncia implícita, sin duda, no concierne solo a esta mujer colaboradora del régimen, sino a aquellos intelectuales pasivos que, como Urrutia, no querían enterarse de lo que estaba pasando. Para concluir, tanto en Respiración artificial como en Nocturno de Chile, el microrrelato intercalado, en tanto que mise en abyme o estrategia metaficcional metonímica9, adquiere un valor paradigmático que refuerza la estructura semántica y favorece la cohesión textual: a través de las anécdotas que contienen –la de Nocturno de Chile verdaderamente impactante– se iluminan los demás episodios narrados e incluso el conjunto de la novela, se comprende finalmente todo el trabajo de duelo implícito en la escritura de ambos textos.
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Lauro Zavala utiliza el sintagma “metaficción metonímica” para referirse a la iteracción de fragmentos en el interior de la narración: “Esto produce un mecanismo de enmarcación (framing), donde un fragmento de la narración permite explicar la totalidad en función de su relación con otros fragmentos del relato. A partir de las estrategias metonímicas el lector o espectador reconstruye la posible articulación entre totalidad y fragmento. Y de ahí deriva la lógica misma del análisis, propiciada por la estructura de la narración” (193-194).
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BIBLIOGRAFÍA BERCHENKO, Pablo. “El referente histórico chileno en Nocturno de Chile de Roberto Bolaño”. La memoria de la dictadura. Nocturno de Chile, Roberto Bolaño. Interrupciones 2, Juan Gelman. Ed. Fernando Moreno. Paris: Ellipses Édition, 2006, 11-20. BOLAÑO, Roberto. Nocturno de Chile. Barcelona: Anagrama, 2000. CALABRESE, Omar. La era neobarroca. Madrid: Cátedra, 1989. CALVINO, Italo. Seis propuestas para el próximo milenio. Traducción de Aurora Bernárdez. Madrid: Siruela, 1990. GELZ, Andreas. “La microficción y lo novelesco”. Poéticas del microrrelato. Ed. David Roas. Madrid: Arco Libros, 2010, 101-118. PIGLIA, Ricardo. Respiración artificial. Barcelona: Anagrama, 2001a [orig. 1980]. — “Tres propuestas para el próximo milenio (y cinco dificultades)”. Casa de las Américas 222 (enero-marzo 2001b): 11-21. PINTO, Rodrigo. “Entrevista a Bolaño. ‘Bolaño a la vuelta de la esquina’”, 2001, . ROAS, David. “Sobre la esquiva naturaleza del microrrelato”. Poéticas del microrrelato. Ed. David Roas. Madrid: Arco Libros, 2010, 9-42. TEJERO, Pilar. “El precedente literario del microrrelato: la anécdota en la Antigüedad clásica”. Quimera 211-212 (2002): 13-19. ZAVALA, Lauro. Cartografías del cuento y la minificción. Sevilla: Editorial Renacimiento, 2004.
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Vasos comunicantes entre la teoría y la creación: a propósito del microrrelato en Rosalba Campra JAVIER DE NAVASCUÉS Universidad de Navarra
No es lo mismo ser pájaro que ornitólogo. El pájaro levanta el vuelo y surca el aire, mientras que el ornitólogo, enamorado de las alturas, describe a una prudente distancia el plumaje del pájaro, el tamaño de su cabeza, la forma de las alas. Se podría decir que para conocer al objeto de su admiración, el ornitólogo necesita describirlo, clasificarlo, asilarlo en un compartimento propio… Por supuesto, nuestra intención no es seguir por este derrotero comparativo, sino servirnos de él para relacionarlo con una conocida y tópica dicotomía del mundo de las letras. Nos referimos a la oposición, infranqueable para muchos, que enfrenta al creador y su crítico. Seguramente no haría falta invocar demasiados ejemplos para que enseguida se entienda la escisión entre el vuelo verbal, que tiene como objeto descubrir el mundo, y el deseo de desentrañar ese mismo vuelo. Ambas labores son gemelas y, en cierta forma, antitéticas. Por su carácter dominantemente reflexivo, la crítica, se ha llegado a decir tantas veces, bloquea a quien la ejerce para la creación. No se puede ser pájaro y ornitólogo a la vez, se ha dictaminado con severidad. Sin embargo, el tópico puede matizarse si pensamos que toda operación de escritura (y, por tanto, de crítica) nace de una lectura de textos ajenos y propios. Como ya recordaba Barthes, leer y escribir son actividades complementarias a partir del deseo del texto. “Pasar de la lectura a la crítica es cambiar de deseo, es desear, no ya la obra, sino su propio lenguaje. Pero por ello mismo es remitir la obra al deseo de la escritura, de la cual había salido” (Barthes 2004, 82). A su vez, el creador ejerce también de crítico inconsciente, ya que escribe a partir de los palimpsestos inevitables que comparecen en su memoria de lector. La escritura como reescritura puede ser también, con todas las precisiones que se quieran, una forma de crítica larvaria. Así, la labor de la escritura creativa tampoco estaría necesariamente reñida con la crítica, porque “todo buen escritor se ha leído a sí mismo antes; se ha corregido releyéndose, consciente de lo
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que espera de sí mismo en contraste con el pasado y el presente de su oficio” (Gomes 2010, 174). ¿Cuántos críticos no han sido a la vez creadores? La obra de Rosalba Campra (Córdoba, Argentina) desmiente una vez más el tópico de la cortante separación entre ambos mundos1. De un lado, Campra es autora de estudios imprescindibles sobre la teoría de lo fantástico, la obra de Cortázar, la retórica del tango o el tema de la identidad en la literatura de América Latina. Ha ejercido durante años su cátedra en la universidad romana de La Sapienza. Al tiempo que crecía su producción crítica, Campra ha ido generando una producción artística y literaria digna del mayor interés. Una novela (Los años del arcángel, 1998) y varios libros de relatos confirman su trayectoria. Es autora de colecciones como Herencias (2002), Ciudades para errantes (2007) y Cuentos del cuchillo de jade (2009). En la actualidad prepara un nuevo libro: Mínima mitológica2. Debemos llamar la atención acerca de su aportación al género de la ficción brevísima. Además de algunos microrrelatos aparecidos en los títulos ya mencionados, Campra termina en 1979 Formas de la memoria. Este libro, formado en exclusiva por microrrelatos, se dio a la imprenta diez años después de su redacción definitiva, debido en buena medida a la incomprensión editorial que lo rodeó. Sin embargo, debemos recordar que la fecha real de su composición está precedida en Argentina por dos ilustres colecciones de microrrelatos: Historias de cronopios y famas (1962) de Cortázar y Falsificaciones (1966) de Marco Denevi. Formas de la memoria tiene, pues, un valor histórico, en la constitución del género en su país y en el mundo hispánico en general. Cuenta su autora que en 1979 decidió mandar Formas de la memoria a una editorial encumbrada de Buenos Aires, pero fue rechazado por considerarse inclasificable. “Empecé a explicarle que se trataba de cuentos, de relatos brevísimos (él me miraba cada vez más desconcertado) ¿Apólogos? ¿Fábulas? ¿Parábolas? Iba yo enumerando titubeante. Bueno, textos que forman juntos una ficción única, aseguré al fin, esperando convencerlo” (Campra 2008, 5). Daba 1 De forma coherente, la propia Campra defiende la armonización de ambas actividades a partir de la retroalimentación entre la escritura ficcional y el estudio de los mecanismos creativos: “Me resulta difícil entender por qué se suele considerar que el trabajo crítico y teórico respecto a la literatura sea contrastante con la escritura ficcional, o con el placer de la lectura. Como si en el placer, en el campo literario, estuviera reñido con el saber y el dominio de las técnicas” (Ferrero 2010, 45-46). 2 En el momento de la entrega de este volumen para su publicación, Mínima mitológica ha aparecido ya en Madrid: Libros del Centro, 2011.
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igual: sus cuentos, siguiendo las reglas de la crítica literaria (o de la ornitología) eran inclasificables y, por lo tanto, condenados a limbo de lo incognoscible. Toda esta historia desemboca en una vivísima paradoja que requeriría tal vez alguna reflexión. El texto creativo de una crítica termina convirtiéndose en un ente extraño, heterodoxo, inclasificable para otros lectores que ejercen provisionalmente de críticos.
1. BREVE, MA NON TROPPO Pero volvamos a la distinción entre crítico y creador. Si es posible sugerir que exista una retroalimentación necesaria, una relación de vasos comunicantes entre ambas actividades, entonces nuestro punto de partida tomará en consideración la práctica de la autora como estudiosa del microrrelato, a fin de ir delineando, de forma implícita, una poética personal del género como escritora. A mi modo de ver, estas ideas han quedado reflejadas en su artículo “La medida de la ficción” (2008), referido a algunos problemas suscitados alrededor de la definición del microrrelato. Este ensayo me servirá de punto de referencia a partir del cual no solo trataré de aislar algunos fenómenos observables en el microrrelato como género, sino que me permitirá enjuiciar ciertas cualidades que la estudiosa adjudica a este tipo de discursos y que terminarán influyendo en su labor creadora. Como ya se habrá advertido, me inclino a pensar que en la visión crítica de Campra no solo se delinean indicios “objetivos”, aplicables a muchos textos, sino también valoraciones estéticas propias, reconocibles en la praxis creativa individual. Adelanto también que este presupuesto no cuestiona, a mi modo de ver, la validez de las conclusiones de “La medida de la ficción”, un texto en el que se percibe ese feed back entre crítica y creación de la que hablábamos arriba. Como observaba Barthes, la objetividad cientifista en crítica literaria no deja de ser un mito basado en distintos axiomas que la historia ha relativizado de forma implacable. Cada cierto tiempo las “evidencias” para describir e interpretar los textos pueden haber sido la naturaleza, el buen gusto, la razón, la coherencia psicológica, las certidumbres del lenguaje, etc., pero todas ellas pueden ser despojadas de su objetividad absoluta de acuerdo con las circunstancias en que fueron formuladas (Barthes 2004, 17-18). Es imposible sustraerse al contexto en crítica literaria, como en el resto de las actividades humanas. En “La medida de la ficción” Campra comienza destacando el inevitable criterio de la brevedad como término marcado en cualquier definición del
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microrrelato. Este punto –verdadero lugar común de la crítica– a veces suele venir acompañado de un repertorio de denominaciones que tratan de aislar el fenómeno: minicuento, relato brevísimo, hiperbreve, ultracorto, short short story, flash fiction, etc. Lauro Zavala (2002), por ejemplo, decide una clasificación a partir del cómputo minucioso de las palabras de relatos mínimos (no tiene en cuenta, sin embargo, el número de caracteres, si extremamos su propio criterio). Así, a partir de las dos mil palabras, número arbitrario a partir del cual ya no deberíamos hablar de minificción, deslinda tres categorías: cuentos cortos (1000 a 2000 palabras), muy cortos (de 200 a 1000) y ultracortos (1 a 200 palabras). Sin embargo, en una estudiosa como Campra, tan interesada por las denominaciones y las clasificaciones, todos estos nombres no agotan las posibilidades semióticas del texto breve. En realidad, gran parte de la crítica intenta dar cuenta de otros criterios, aparte del de la brevedad, con los que se debiera reconocer el microrrelato actual: el humor asociado al escepticismo radical (Noguerol 1996), la reescritura o el “discurso sustituido” (Lagmanovich 1996), la concisión elocutiva (Gomes 2004), etc. Se trataría, pues, de pensar en alternativas a la brevedad como única fuente de autoridad para reconocer y analizar microrrelatos, porque, en definitiva, si esta se maneja en exclusiva puede conducir a taxonomías numéricas de manejo imposible3. Dicho de otro modo, nadie se pregunta hoy en día por el número exacto de palabras, o de páginas, que debe tener un cuento o una novela para convertirse en tales4. En consecuencia, tampoco debiéramos escudriñar un solo criterio, por muy reveladora que sea la medida cuantitativa de la ficción brevísima. Así pues, Campra llama la atención sobre un punto que explora una dimensión ya presente en el cuento de dimensiones canónicas, a saber, la presencia, en el acto enunciativo, de “lo dicho y lo no dicho” (Campra 2008, 217). Un texto se compone, como reconoce la Pragmática, tanto de lo enunciado expresamente como de lo que se calla, de un mensaje manifestado y otro implícito (la elipsis, por ejemplo). Aplicado a nuestro problema, los microrrelatos
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Otro problema es el amplio margen que da la brevedad para acoger textos de muy distinta índole. Una solución sería recortar el microrrelato a la condición ficcional, como hace Irene Andres-Suárez, para quien este tipo de textos “puede adoptar múltiples formas y estilos con tal de ser muy corto y de conservar un componente de ficción, aunque sea mínimo” (1997, 99). 4 Campra apunta con ironía las directrices del Ministerio italiano de Educación que no permite examinar sobre libros superiores a 200 páginas. Otra excepción posible sería la de algunos concursos literarios, claro está.
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explorarían el valor de lo omitido con una intensidad superior al de los relatos comunes. Naturalmente, para ello se requiere de una competencia recreativa del lector, quien introduce un plus semántico a lo dicho. “Estamos en presencia de textos de desarrollo implícito; textos que implican la capacidad del lector para descifrar el silencio que está alrededor, detrás, dentro de las palabras” (Campra 2008, 219). Sin duda esta aportación es insustituible, como reflexión teórica y como instrumento analítico exportable a la comprensión de los microrrelatos mismos. La relevancia de la sugerencia elidida, de ese añadido semiótico al texto, sirve de catalejo crítico en la lectura e interpretación de la ficción brevísima, empezando por el dinosaurio de Monterroso y sus infatigables lectores… Ahora bien, no es menos cierto que también podemos reconocer textos brevísimos en donde las elisiones son tan obvias que estas se reconocen enseguida y no añaden mucho más, no se abren a un juego polisémico más amplio. Dice un microrrelato anónimo: “Se me pasó la noche volando. Firmado: Supermán”. Quizás una primera lectura sorprenda o divierta a algunos. Sin embargo, el ocultamiento de perspectiva se desvela completamente en la segunda frase y esta, a fin de cuentas, no deja de ser un chiste. Y como todos los chistes, deja de tener gracia al repetirse unas cuantas veces. En realidad, me parece que el agregado del silencio textual no es solo una modulación del microrrelato, sino que añade un criterio de enjuiciamiento estético que tiene consecuencias, incluso frente a la generalizada asunción de la máxima brevedad como timbre distintivo del género. Si algunos críticos hacen hincapié en unas dimensiones reducidas exponencialmente para asentar el criterio sine qua non del microrrelato, Campra no cuestiona, pero sí relativiza el valor estético de la brevedad por sí misma. A la pregunta tópica de cuál es el relato más corto del mundo, se puede oponer la respuesta de si este relato pigmeo funcionaría, o no, como un buen texto literario. Para demostrar la validez de sus asertos, la autora propone en “La medida de la ficción” distintas continuaciones a un hipotético núcleo narrativo. Tras analizarlas de forma somera, concluye que no son mejores las posibilidades menos extensas en tamaño, sino aquellas otras que se expanden algo más en el espacio de la página: ¿Pero debe importarnos haber obtenido la más breve de las ficciones fantásticas? Yo, personalmente, en mi papel de lector (y parte de lo que yo pueda haberme divertido como autor), me quedo con las últimas que he propuesto, es decir, con las menos breves (Campra 2008, 220).
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Acaso estas palabras aclaren por qué Campra (ahora en papel de creadora, no de estudiosa) no se sienta demasiado atrapada por la máxima brevedad en sí misma. Algunos críticos se han apresurado a creer que la síntesis absoluta es el ideal al que todo narrador aspira a la hora de construir microrrelatos5. Pero tal vez esto pueda discutirse en muchos casos y, desde luego, no se acomoda al de Rosalba Campra. De hecho, sus hilos narrativos divagan por unos instantes, incorporan detalles accesorios, se dejan atrapar por el lujo verbal. Como señala Boccuti, Rosalba Campra se siente libre de la preocupación por la brevedad y la concisión extrema6. Por supuesto, no se trata de desfigurar el microrrelato alargándolo demasiado. La consecuencia última de esta despreocupación por la disminución de tamaño no es que el texto llegue a perder sus señas genéricas de identidad, sino que una de las notas definitorias de la ficción brevísima para algunos críticos –la síntesis– no siempre descansa en el programa literario de la autora7. Tal vez esto se compruebe mejor releyendo alguno de sus textos: La Libertad Podrás ir caminando por el filo de la sombra hasta la parte alta de la ciudad. Nadie te dirá: por ahí no se pasa. Encontrarás entornada la verja de esa casa que te ensanchaba los ojos de deseo cuando eras chico. Ningún guardia te cerrará el camino, ni te prohibirá caminar sobre los macizos de anémonas hasta el estanque, entrar en los
5 Así sucede, por ejemplo, en esta afirmación de Basilio Pujante: “Casi todos los ejemplos de los minicuentos están determinados por el fin que buscan todos los autores: conseguir un buen relato caracterizado por la extrema concisión” (133). En buena lógica, la extrema concisión, tomada como único argumento, reduciría a dos o tres líneas muchos microrrelatos que se extienden una o dos páginas. 6 Boccuti (57). 7 Pienso en definiciones algo rígidas como la de Violeta Rojo: “Consideramos al minicuento como una narración sumamente breve (no suele tener más de una página impresa), de carácter ficcional, en la que personajes y desarrollo accional están narrados de una manera elíptica” (65). Y más adelante: “La brevedad constituye su característica principal en el sentido que lo distingue a simple vista y, además, genera otra de sus características: debido a ella el lenguaje del minicuento es preciso, su anécdota comprimida y es necesario el uso de cuadros” (65; la cursiva es mía). Dejando aparte la paradójica vaguedad del adjetivo “preciso” para referirse al lenguaje en esta definición, me llama la atención el encadenamiento consecutivo entre brevedad y economía de medios expresivos. Los microrrelatos de Campra, como los de otros escritores, pueden prescindir de la síntesis extrema y dejar abiertos muchos interrogantes a partir de digresiones, paréntesis o tantos otros signos que acumulen “efectos de lo real” en el relato, por muy breve que este sea.
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salones enguirnaldados sin que nadie te anuncie. Marcarás con caramelos tus itinerarios por las plazas, elegirás en la biblioteca central los manuscritos más ricamente iluminados para recortar las figuras, y nadie llamará a la policía, ni siquiera cuando en las farmacias te pongas a volcar uno a uno los tubos de píldoras fosforescentes que se desparramarán hasta la calle con un alboroto de perlas desenhebradas, o cuando busques en el negocio del anticuario, donde todo fue siempre demasiado caro, los más rotundos sillones coloniales, los espejos de azogue deslucido, y te los lleves sin pedir permiso. Ningún empleado del correo protestará porque te has puesto a abrir las cartas –a veces de amor– dirigidas a otros, o a usar los telegramas para hacer avioncitos que terminan por amontonarse en el mismo rincón. Ningún camarero te impedirá descorchar todas las botellas de los vinos añejos, y probar apenas un sorbo de cada una, sentado a la terraza frente al mar. Inútilmente esperando que la mujer más hermosa de la ciudad, que una mujer, que alguien, baje a sentarse contigo, y te acompañe después al teatro donde nadie te exigirá la entrada ni tratará de imponerte buenas maneras cuando te arrellanes en el palco presidencial frente al escenario vacío. Ese es el lado malo, ya te habrás dado cuenta, de ser el único sobreviviente (Campra 2009, 18).
En el relato, el protagonista se permite las licencias que no pudo disfrutar de niño: penetra en la mansión, alfombra de caramelos las calles de la ciudad, entra en restaurantes y oficinas de correos misteriosamente vacíos, etc. El enigma acerca de por qué no hay ningún obstáculo a los deseos infantiles del personaje preside todo el desarrollo. Uno tras otro se acumulan detalles en la acción antes de que se desencadene la revelación final. Se trata de convocar un efecto de realidad en el texto, como diría Barthes (1968), que produzca la ilusión de pertenencia al ámbito referencial. Toda esta acumulación de detalles revela poco afán por una síntesis elevada a la máxima potencia, pero a cambio contribuye a generar una atmósfera “realista” que traiga mayor interés al final. Respecto a este, hay que decir que el escamoteo de una información central (¿por qué tanta libertad?) en la historia es un procedimiento común en gran cantidad de microrrelatos. La persistente omisión de un dato explicativo favorecería la sorpresa que tantos comentaristas ponderan como uno de los principales ingredientes del género. En este caso, el hecho decisivo –el protagonista como único sobreviviente de un Apocalipsis mundial– acaba desvelándose en la última frase. Hasta aquí, la estructura no es original en sí misma, no se aleja del patrón de tantos relatos breves o brevísimos. No se distingue demasiado del microrrelato de Supermán…. Si “La libertad” no tuviera otro aliciente narrativo, podría decirse que, cuando se eliminase la sorpresa y se descubriera el dato oculto del
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sobreviviente, el texto agotaría sus posibilidades semánticas. Sin embargo, lo que se puede deducir de esta historia fantástica es la necesidad de una expansión verbal a lo largo de su desarrollo para que el efecto del final, una vez conocido, no vacíe de interés la relectura. Esta expansión se concreta en una enumeración de detalles que reafirman el valor sugerente de la palabra. Ahí están todos esos juegos infantiles con los que el protagonista sueña: los telegramas hechos avioncitos de papel, los recortables de manuscritos iluminados, el descorche de los vinos añejos, los tubos de píldoras rodando como perlas desenhebradas.
2. HISTORIAS FANTÁSTICAS Y PAÍSES IMAGINARIOS A continuación nos centraremos en otras dos vertientes de la crítica de Campra que se han colado por el tubo de los vasos comunicantes hasta su labor creativa. Me refiero a su dedicación teórica al relato fantástico y su atención crítica por el espacio literario8. En cuanto al primero de estos apartados, Campra se introduce en el túnel de lo fantástico para construir sucesos llenos de una inquietante ironía: Proyecto de trampa para rinocerontes nº 3 Los rinocerontes de Niam son los más apreciados. Su carne es tierna y ligeramente filamentosa, con un dejo de almendra tostada. Por otra parte, su índole afectuosa los hace los preferidos de nuestras damas. Su captura presenta sin embargo notables dificultades desde el punto de vista psicológico. La mirada del rinoceronte vencido es tan lastimera que a menudo el cazador rompe en llanto y con el corazón transido lo sigue a su guarida en donde el rinoceronte, si lo encuentra de su agrado, lo domestica y, si no, se lo come. Nuestra carne es sumamente apreciada por los rinocerontes de Niam (Campra 2009, 60).
Este final combina dos fenómenos gratos a la autora: el humor y lo fantástico. Comicidad y fantasía proponen una nueva relación con el orden de la vida cotidiana. Ya Bergson destacaba que el chiste desestabiliza provisionalmente 8 Pueden citarse, entre muchos otros, monografías y artículos dedicados a las dos cuestiones como América Latina: la identidad y la máscara (1987), Territorios de la ficción: lo fantástico (2008), el volumen coordinado por Campra, La selva en el damero. Espacio literario y urbano en América Latina (1989), etc.
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nuestra visión rígida del mundo. Si a la sonrisa unimos las grietas de lo fantástico que se cuelan en nuestra percepción inicial del texto, el resultado puede resultar muy perturbador. Para obtener el efecto fantástico se dota al relato de algunos indicios que apuntan al extrañamiento del lector: el rinoceronte se transforma, de entrada, en un animal comestible y se describe con fina sensibilidad el presunto sabor de su carne. Ahora bien, la transgresión principal opera unas líneas más abajo. Si al comienzo el rinoceronte se presenta como un animal asimilable al mítico unicornio (en esa alusión a las damas que se acercan a él) y vulnerable hasta el punto de ser cazado y comido sin problemas, el segundo párrafo persiste en el mismo rasgo de fragilidad que, de pronto, invierte todo su sentido. La mirada lastimera del animal es una trampa para el cazador, que puede acabar domesticado o, incluso, devorado. El rinoceronte se torna bruscamente un animal inteligente y cruel. A esta dificultad ontológica se suma, para colmo, la imposibilidad de imaginar físicamente cómo puede producirse la domesticación del ser humano por parte de un improbable rinoceronte. La falta de motivación o arbitrariedad con que pasa a convertirse la víctima en victimario, y viceversa, nos remiten a lo fantástico más inquietante9. Por último, la violencia de la frase final (“Nuestra carne es sumamente apreciada…”) arremete contra la condición de nosotros mismos como lectores y del mismo narrador. Aquí se asiste, pues, a un ingenioso proceso de inversión que subvierte nuestras expectativas del comienzo del relato. Por otro lado, si dirigimos a las primeras líneas de “Proyecto de trampa para rinocerontes nº 3”, vemos que se escenifica en un país inventado –Niam–, aunque con leves resonancias históricas y orientales (su nombre evocaría al desaparecido reino de Siam). A mi modo de ver, de esta forma el texto se sitúa en un contexto comunicativo en el que narrador y narratario (incluido en ese “nuestras” que se repite en dos ocasiones) forman parte de un espacio imaginario, aunque no del todo irreconocible. Al añadir al lector a esta diégesis singular, el relato sugiere con sutileza el carácter extraño del mundo en el que se diseña la trampa para rinocerontes. El enigmático reino de Niam se establece sobre una frontera dudosa: de un lado, tiene alguna conexión con el mundo conocido para el lector, pero es un ámbito maravilloso de que no se proporcionan de él mayores explicaciones.
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Como la propia Campra reconoce, al destacar que la falta de motivación en un relato suele crear por sí sola las condiciones de lo fantástico (Campra, 2001, 177-179).
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Todo esto nos conduce a la modelación singular de los espacios en los relatos brevísimos de Campra. Como decíamos más arriba, otro eje sustancial de la crítica literaria de Campra es el análisis del espacio literario. Buena parte de su obra gira alrededor de una descripción espacial de una sociedad humana, con frecuencia una civilización remota en el tiempo o en el espacio. La cultura china, por ejemplo, llega a inspirar todo un libro, Cuentos del cuchillo de jade. En otras ocasiones, la narración viaja alrededor de utopías fantásticas, países y ciudades imaginarios. Léase este texto de atmósfera mítica a lo Tolkien: Inminencia En la tersa mañana de octubre desciende el enemigo desde todas las montañas del horizonte. Relumbran al sol las armaduras de miles de guerreros que en silencio van acercándose a la ciudad que los espera. Demasiadas codicias ha despertado con sus torres de espejos donde los magos convocan la paz, la belleza y la abundancia. Pero uno de los magos ha sido condenado a muerte porque le ha hecho trampa al rey en el juego y los otros, solidarios, se han encerrado en sus cuartos. El rey mira los ejércitos resplandecientes ya al pie de las murallas y con el corazón desgarrado piensa cuánto hubiera sido mejor para su pueblo tener un rey menos terco (Campra 2009, 26).
Seguramente la ironía final despeja la severidad del relato épico a la vez que invita a una lectura escéptica de los conflictos humanos. Este enfoque relativista puede servir para entender las fábulas simbólicas gestadas en torno a las ciudades visibles de otros microrrelatos. Veamos el siguiente caso: Segunda fundación Como esa ciudad estaba construida sobre un agua maravillosa, que volvía las cosas de oro y vidrio, todo el mundo quería vivir al borde del agua, para estar asomado a las ventanas al amanecer y a la puesta del sol, y al mediodía, y a la noche, y ver cómo las cosas eran de oro, vidrio centelleante y ala de mosca. De tal modo que si uno iba más adentro de la ciudad no encontraba nada más que unos campos de piedra, donde de vez en cuando crecía una magnolia, o un pobre colgaba un espejo. Así, se pasaban la vida asomados a las ventanas, sin salir, porque hubieran tenido que enturbiar el agua, ni entrar, porque quién se hubiera atrevido a afrontar los cuartos simplemente de ladrillo. Y no hicieron negocios, ni leyeron libros, ni tuvieron hijos (Campra, 2009, 42).
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El texto, presentado como segunda fundación de una ciudad anónima, enlaza con otros dos hermanos de aquel, titulados justamente como “Primera” y “Tercera fundación”. Al margen del guiño simbólico a Buenos Aires, la capital argentina fundada en dos ocasiones, se expresa aquí una dimensión fundamental de los espacios narrativos de Campra: a saber, la radical ligereza de la realidad, su condición inestable. Los lugares evocados no solo se establecen en fronteras lejanas o irreales, sino que comparecen asediados por un carácter fugitivo, ontológicamente voluble. Así, la ciudad construida sobre un elemento tan evanescente como el agua expresa una fluidez que domina los espacios imaginarios de Campra. De la misma forma que los espacios son mudables, los desplazamientos entre unos y otros no acaban de dejar trazas en quienes los visitan. Pensemos en otro libro de la autora: Ciudades para errantes. Se insertan allí, dentro del mismo título, dos temas recurrentes: espacio urbano y personaje que se desplaza. Ese viaje puede no tener un rumbo claro (“Usos del teodolito”) o perderse por edificios imposibles a lo Escher en donde la salida es improbable (“Los escenógrafos reales”). ¿Qué se extrae de las travesías de las que habla en los relatos y en la única novela de la autora? Casi siempre la sencilla comprobación de unas experiencias (“Para lo que sirve el viaje es para haber visto”, Campra 2009, 57) y un sentimiento de incertidumbre. Ahora bien, esta espacialidad laberíntica y mudable no siempre se traduce en una angustia trágica. Muchas veces el humor enfría la frustración de no estar nunca en el lugar que se desea (“Los piratas”). En lógica consecuencia con todo lo anterior, si los viajes de ida no traen un conocimiento objetivado del mundo, los verdaderos retornos son dudosos. En la modernidad, el tema del retorno al hogar adquiere un carácter de imposibilidad o de ignorancia. Según Supiot (2006), frente al viaje ilustrado o científico de experiencias que tienen un carácter positivo en el regreso, desde finales del siglo XIX se gesta una larga tradición de negación de retorno, ya sea mediante la nostalgia permanente del viaje de ida, ya sea por la disolución del significado del viaje. No es posible hoy construir el recorrido de una Odisea perfecta: en la literatura moderna la vuelta a casa ignora las ilusiones soñadas por el peregrino en su viaje de regreso. El regreso, ese gran tema de la literatura –y de la cultura– argentina, se presenta como un imposible. Nunca se vuelve al mismo lugar, ya sea porque el viajero no encuentra el camino de vuelta, ya sea porque el espacio de origen ha cambiado fatalmente.
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Volvieron desde donde se habían ido y cercaron las ciudades con hilo punzó. En los libros estaba escrito que un día habrían de volver y se indicaban los signos para reconocerlos. Pero se han quedado atrás de las montañas y ninguno de nosotros los ha podido ver. Por las noches, de este lado del hilo y sin poder franquearlo, divisamos atrás del horizonte las luces que suponemos de los vivaques, pero no se oyen ni cantos ni rumores de guerra o de industria. Según los libros, en esta segunda venida habrían de traer consigo el sosiego de la pertenencia, la definitiva ventura de saber para cuáles dueños hemos construido nuestras torres, nuestros cantos, nuestras innumerables generaciones. Pero están en silencio, inmóviles, del otro lado del cerco, fuera de nuestras miradas y de nuestra esperanza sin tregua; y a cada tanto dan un tirón al ovillo (Campra 2009, 124).
En esta hermosa y mínima historia se condensan simbólicamente algunas pulsiones centrales del mundo imaginario de su autora. Los misteriosos personajes debían retornar y traer “el sosiego de la pertenencia”, ese afán de descanso y vuelta al origen que, sin embargo, no se da nunca del todo. Aparentemente ellos están cerca del regreso definitivo y ese pequeño tirón del ovillo sugiere que están vivos y cercanos. Pero solo lo sugiere. Y queda, en medio de una realidad de tantos espejismos fugitivos, la inquietud de seguir buscando o pensando en ellos, infatigablemente.
BIBLIOGRAFÍA ANDRES-SUÁREZ, Irene. “El micro-relato. Intento de caracterización teórica y deslinde con otras formas literarias afines”. Teoría e interpretación del cuento. Eds. Peter Fröhlicher y Georges Güntert. Bern: Peter Lang, 1997, 87-99. BARTHES, Roland. “L’effet de réel”. Communications 11 (1968): 84-89. — Crítica y verdad. México: Siglo XXI, 2004. BOCCUTI, Anna. “Narrare en un bater d’occhi”. Nae. Cagliari 25 (2008): 56-59. CAMPRA, Rosalba (ed.). La selva en el damero. Espacio literario y espacio urbano en la América Latina. Pisa: Giardini, 1989. — “Lo fantástico: una isotopía de la transgresión”. Teorías de lo fantástico. Ed. David Roas. Madrid: Arco Libros, 2001, 153-191. — Territorios de la ficción. Lo fantástico. Sevilla: Renacimiento, 2008. — “La medida de la ficción”. Anales de Literatura Hispanoamericana 37 (2008): 209-225.
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Define el Diccionario de la Real Academia Española el vocablo seducir con las siguientes acepciones: “Engañar con arte y maña; persuadir suavemente para algo malo; atraer físicamente a alguien con el propósito de obtener de él una relación sexual; embargar o cautivar el ánimo”. Sin duda, todo ello es logrado por Luisa Valenzuela en Juego de villanos, volumen que la confirma como figura imprescindible en el universo minificcional. Voluntariamente villana en su doble acepción de malévola y contraria a las reglas de urbanidad, la corsaria Valenzuela ha elegido un significativo título para una obra en la que somete al receptor a un continuo desafío, lo que explica el refrán que se encuentra en su base: “Juego de manos, juego de villanos”. Para indagar en la poética de estos deslumbrantes textos me valdré tanto de los mismos como de las declaraciones sobre el tema de la autora, quien siempre ha sabido aunar la vertiente crítica con la creativa. Así, ha reconocido su temprano acercamiento a la nueva categoría textual a partir de unas brevedades que llamó miniminis, en una época en que solo se atrevió a publicar un par: “Empecé a practicar este ágil arte, sin saberlo, de muy joven, cuando en Radio Municipal a mediados de los 60 tenía un micro (apócope para microprograma, justamente) que llamé Cuentículos de magia y otras yerbas” (2004, 9). Sus incursiones en el género, a pesar de su desconocimiento del mismo, se mostraron sin embargo muy logradas desde un principio. De hecho, ganó la sexta edición del “Concurso Internacional de Cuento Brevísimo” (1993), organizado por la revista mexicana El Cuento, con “Visión de reojo”, digna revisión del impagable “Cortísimo metraje” incluido por Julio Cortázar en Último round (1969). Este título, justamente reconocido en las mejores antologías de minificción, sería posteriormente incluido en Aquí pasan cosas raras, volumen que, aunque presenta algunos textos de mayor extensión, reúne en su mayor parte brevedades signadas por la alegoría. Creadas en un mes, reflejan las duras condiciones
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en que fueron escritas; tras uno de sus frecuentes viajes, Valenzuela regresó a Argentina para constatar la violencia y represión institucionalizadas por el gobierno de López Rega. La propia autora da fe de las razones que la llevaron a escribir en esta situación: De regreso a mi país debí enfrentarme con la insólita situación de un descontrolado terrorismo de Estado. Para tratar de reincorporarme y de comprender lo que estaba pasando decidí escribirlo. Pensé que a razón de un cuento por día al cabo de un mes tendría el libro completo. Lo logré. Los cuentos son repentistas, como le gustaba decir a mi madre, porque fueron escritos de repente, en el fragor del espanto, escuchando alguna frase suelta en algún café de barrio. Aquí pasan cosas raras. Ese fue el título del libro, y debo reconocer que pasar, pasaban (2001, 205).
Este hecho la llevó a fracturar su discurso en pro de una nueva forma de expresión marcada por la intensidad, donde resulta fundamental la aparición de un hablante que, como resulta habitual en el género, sabe mucho más de lo que cuenta. La escritora ha subrayado en más de una ocasión la valentía de sus editores en aquel momento, que lanzaron el volumen con el subtítulo de “el primer libro sobre la época de López Rega” aunque, como comenta en el prólogo a la segunda edición, “sabían muy bien que nada había cambiado, que por lo contrario todo se había vuelto más subterráneo, solapado y aterrador porque íbamos cayendo en el tobogán del silenciamiento” (1991, 6). Por ello, en su obra resulten especialmente significativos los silencios del discurso, reveladores de elementos forcluidos desde la perspectiva lacaniana o, lo que es lo mismo, de significantes que, a pesar de su importancia para el individuo, han sido expulsados por este de su universo simbólico. Así ocurre en la inquietante “Política”, donde la asustada pareja protagonista desaparece sin que sepamos a ciencia cierta cuál era el mensaje que debían comunicar porque, como se señala en las líneas finales, “la información se diluye en los gases de escape y queda flotando por ahí con la esperanza de que alguien, algún día, sepa descifrar el código” (2008a, 32). En 1979 llega el momento del exilio y, con él, la necesidad de espulgar sus cuadernos para cargar con lo más granado de su producción. De ahí surge Libro que no muerde, conjunto de minificciones que, como explica Gustavo Sainz en el prólogo a Cuentos completos y uno más, debe su título a dos expresiones populares: “Agarrá los libros, que no muerden, cuando se le recomienda a los niños estudiar. Es también un dicho opuesto a la célebre frase peronista: alpargatas sí, libros no” (Sainz 19). Estos textos esenciales, preñados de poesía, humor, gro-
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tesco y absurdo a partes iguales, le parecían a su autora en este momento un experimento literario. De hecho, suponen lo que define como “otro salto cuántico. Libro que no muerde. Está hecho de retazos, de pequeñas piezas mínimas encontradas en los sempiternos cuadernos que habría de dejar atrás porque partía hacia un exilio que nunca quise considerar como tal sino como simple expatriación con los militares imperantes” (2001, 206). Las brevedades forman parte, en menor medida, de otros títulos como Los heréticos o Simetrías, presentados ante los lectores como libros de cuentos. De hecho, la situación de desconocimiento en relación a la nueva categoría textual se prolongaría hasta la aparición de Brevs (2004), su primer libro de microrrelatos, cuyo título puede ser leído como un homenaje a las novelas escritas con ausencia de la vocal e –de Gadsby (1939), de Ernest Vincent Wright, a La disparition (1967), de Georges Perec– y, asimismo, como recuerdo de la sentencia gracianesca: “Lo bueno, si breve, dos veces bueno”1. En la introducción al volumen, Valenzuela incluye una reflexión sobre el género que tuvo su origen en un “Taller sobre escritura breve” impartido en la universidad de Monterrey y que prolongará en “Salpicón de reflexiones personales” (2008b), “Intensidad en pocas líneas” (2008c) o “Microrreflexiones en acción” (2008d). Así, conocemos su visión de unos textos especialmente receptivos a elementos clave de su poética: – Libertad no exenta de contención: “La mano loca para escribir, la cabeza cuerda para corregir y la otra mano despiadada para hacer un bollito y a la cesta cuando la cosa no funciona” (2002, 115); “Como bien dijo Meister Ekhart, sólo la mano que borra puede escribir la verdad” (2008d, 483). – Celebración del lenguaje: “Se trata, como señalaría Alfonso Reyes, de escuchar el caracol del lenguaje e intentar oír los murmullos marítimos de aquello que tiembla sin ser dicho dentro de las palabras (…) [El lenguaje] es el principal protagonista, sobre todo cuando queda al descubierto su capacidad de contradicción o su potencial para develar verdades que el emisor pretendió disfrazar u ocultar” (2002, 87. 105).
1 Sin duda, este título haría las delicias del catalán Màrius Serra, autor de Verbalia. com (Jugar, leer, tal vez escribir) (2002) quien, como reconocido ludolingüista, presentó una conferencia en el Piccolo Teatro de Milán (2002) jugando con la analogía existente entre VERBO, VERB-, BREVy BREVE.
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– Importancia de lo no dicho: “La primera y quizás única (a mi entender) regla del microrrelato, aparte de su lógica y antonomástica brevedad, consiste en (…) percibir todo lo que las palabras dicen en sus variadas acepciones y sobre todo lo que NO dicen, lo que ocultan o disfrazan” (2002, 103). – Defensa de los juegos intertextuales: “Trabajan muy adentro del lenguaje y también de las tradiciones o de la gran literatura; hay cantidades de microrrelatos acerca del Quijote, una novela tan larga” (Palapa 2007, 1). – Vinculación con el inconsciente: “Por eso me gusta el microrrelato, porque surge así, enterito, de una zona de penumbra a la cual nunca antes le había prestado atención. Surge y, cuando tiene la fuerza que corresponde, me deslumbra” (2002, 113). – Exploración de la realidad oculta. Este hecho se encuentra relacionado con su interés por la Patafísica, en cuyo colegio argentino fue nombrada “comendadora exquisita” de la Orden de la Grande Gidouille2: La ’Patafísica (escrita así, con espíritu como en griego antiguo porque va tanto más allá de la metafísica cuanto la metafísica va más allá de la física) propone ver el mundo complementario de éste en el que vivimos y no tomar lo serio en serio. (...) Me parece valioso enfocarla desde otro ángulo (...) para abordar el microrrelato en todo su potencial de sorprendente y acotada custodia del Secreto (2002, 119).
Valenzuela, autora de artículos relacionados con el movimiento, nos permite abordar un tema tan interesante como poco investigado hasta el momento: la influencia de Alfred Jarry en los autores más experimentales del Río de la Plata. Herederos del calembour jarryano que niega la existencia de valores absolutos –absolu-ment es interpretado como “el absoluto miente”–, estos creadores tuvieron en Julio Cortázar a uno de sus paradigmas. Así, habiendo reconocido abiertamente su admiración por el creador de Historias de cronopios y de famas (1962), no es de extrañar el interés de la autora por unos textos que le permiten romper cualquier tipo de frontera escritural y no ofrecer demasiadas explicacio-
2 El Padre Ubú desembarcó el 4 de setiembre de 1963 en la Sociedad Central de Arquitectos de Buenos Aires de la mano de Valenzuela y otros amigos, que leyeron arengas y célebres textos patafísicos en su honor. Se fundó así el Instituto de Altos Estudios Patafísicos de Buenos Aires (Iiaepba), al que pertenecieron personajes como Juan Esteban Fassio, amigo íntimo de Cortázar y del propio Raymond Queneau, y Albano Rodríguez.
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nes, lo que la lleva a señalar: “El microrrelato ideal es el que apenas roza la superficie de una idea y se va, dejándonos un latido que –con suerte– puede atraer otras vibraciones y alegrarnos el día” (2004, 9). Por ello, ante la pregunta de “¿Qué se dice en un microcuento que no se dice en un cuento?”, contesta: Se dice la posibilidad de que no se necesitan muchas palabras para decir muchas cosas. Pero yo no lo exploro como género; de golpe sale alguno. (…) Están muy trabajados con el lenguaje, que dice tanto más de lo que uno se da cuenta a simple vista o a simple oído. El microcuento te permite explorar, hacer juegos sutiles de palabras, te da todo un pequeño universo en unos segundos, en un minuto de lectura (Bianchi 1).
La atención profesada por la autora a la nueva categoría ha quedado, pues, clara, y se sigue refrendando por su asidua participación en eventos dedicados al tema, donde se convierte en indiscutible protagonista de las lecturas. Este hecho explica asimismo la publicación reciente de ABC de Microfábulas (2009), donde realiza un verdadero tour de force lingüístico al escribir distintas historias utilizando las diferentes letras del alfabeto como iniciales de los vocablos que las componen.
HAGAN JUEGO, SEÑORES… Llego así a la segunda parte de mi comentario. En ella destacaré la relevancia de la experiencia lúdica en los microtextos objeto del presente estudio, apuntada ya en el título del volumen que los integra. Para ello, comenzaré por subrayar el vínculo existente entre juego y minificción, repasando algunos momentos claves de la historia del género y centrándome posteriormente en Juego de villanos. Ya en 1921 Ludwig Wittgenstein equiparó las obras literarias a los juegos por ser unidades separadas, convencionales y con reglas específicas. Su famosa aseveración “los límites de mi lenguaje significan los límites del mundo” (16) reveló, de hecho, que quien no tuviera presente la gran variedad de posibilidades lingüísticas existente, se arriesgaba a no entender nada de su experiencia cotidiana. Unos años más tarde, en su clásico Homo ludens, el juego es definido por Johan Huizinga como “una acción u ocupación libre, que se desarrolla dentro de unos límites temporales y espaciales determinados, según reglas absoluta-
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mente obligatorias aunque libremente aceptadas, acción que tiene su fin en sí misma y va acompañada de un sentimiento de tensión y alegría y de la conciencia de ser de otro modo que en la vida corriente” (45). De esta aseveración pueden extraerse unas cuantas ideas que revelan la relación existente entre la actividad lúdica y el arte: el ser humano juega cuando es libre, lo hace sin aitia (causa) ni télos (fin), y sabe que con esta experiencia se libera de su cotidianidad, conceptos aplicables del mismo modo al ejercicio del arte. Siguiendo la línea abierta por Huizinga, Hans Georg Gadamer dedicó un capítulo de Verdad y método a demostrar que la esencia del juego ha de ser buscada en la experiencia del arte, pues en ambos casos se produce la construcción de una realidad diferente (136-162). La concepción de toda narración como ejercicio lúdico es retomada por Robert Rawdon Wilson en su excelente In Palamedes’ Shadow. Explorations in Play, Game & Narrative Theory, donde distingue entre obras cercanas al concepto de juego como game –marcadas por reglas bien definidas– de otras afines al play, gobernadas por presupuestos que se nos escapan por encontrarse escondidos tras la idea de ficción (1990). Esta clasificación resulta enormemente operativa y, como veremos más adelante, permite adscribir los textos de Valenzuela a la primera categoría. En el terreno de la minificción, Dolores Koch destacó la esencial impronta del juego con las siguientes palabras: [El microrrelato] […] juega irreverentemente con las tradiciones establecidas por la preceptiva al escaparse de las clasificaciones genéricas […]. Juega con la literatura misma en sus alusiones y reversiones. Juega con actitudes aceptadas mecánicamente ofreciendo o redescubriendo perspectivas. Juega con el concepto de la realidad, la desproporción y la paradoja (3).
De hecho, algunas de las mejores prosas breves han sido escritas sub specie ludi. Sus cultores, amantes de la palabra bien dicha, han ejercido en muchos casos profesiones relacionadas con la pulcritud lingüística, como es el caso de los correctores de estilo, críticos literarios o editores. Profundamente cuidadosos de la forma, saben que un microrrelato solo puede funcionar si se aleja del concepto de Fast Fiction –repentina e improvisada– y permanece en el cajón del escritorio el tiempo suficiente para ser revisado en más de una ocasión, lo que ha llevado a la propia Valenzuela a definirlo con el término de Nouvelle Cuisine Fiction. Estos creadores se insertan en una tradición que pretende alcanzar un texto perdurable en el tiempo, por lo tanto clásico y respetuoso con la literatura ante-
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rior. Tocados en bastantes ocasiones por la varita del ingenio, conciben la literatura como una actividad autónoma, instrumento de placer en sí misma (aunque no renuncien a la denuncia y el compromiso, como hemos podido comprobar en el caso de Valenzuela). Así, se acercan a aquellos latinos recriminados por Marcial por componer difficiles nugae o “bagatelas difíciles”, seguramente los más libres entre los autores de su tiempo porque supieron reconocer los límites del ejercicio literario. Siguiendo los preceptos mallarmeanos, en estos textos la restricción adquiere un papel fundamental, pues aparta el lenguaje de su funcionamiento cotidiano y lo fuerza a revelar sus recursos ocultos3. De este modo, la imposición de reglas arbitrarias al texto potencia la imaginación en lugar de constreñirla, como demostraron en los años sesenta los integrantes del Oulipo francés o, desde los noventa, los miembros del italiano OpLePo. Algunas de las mejores poéticas de la minificción inciden, de hecho, en la importancia adquirida por el lenguaje en el texto breve. Así ocurre con el “Minidecálogo de la ley del minirrelato” del mexicano Raúl Renán, en el que, en relación al lenguaje, se defiende el “candado verbal” (121). No en vano, Renán se descubre como discípulo de Ambrose Bierce en su célebre Diccionario del diablo (1906), que provocó una estela de brevedades basadas en la definición de palabras. Este camino es seguido por Valenzuela en algunos títulos basados en las entradas de diccionario, entre los que sobresale “Hombre como granada”: En una sola noche me dijo tantos sí y tantos no, contradiciéndose a cada paso. A cada palabra. Ahora recuerdo esa noche y sus contradicciones tan poco originales y abro el diccionario al azar (como otros la Biblia) para encontrar la respuesta y la encuentro: Granada. F. Fruta del granado que contiene numerosos granos encarnados de sabor dulce// Proyectil ligero (explosivo, incendiario, fumígeno o lacrimógeno) que se lanza con la mano// Bala de cañón. (Dulce proyectil, entonces. Explosivo, incendiario. Encarnado cañón. Lacrimógena fruta que se lanza con la mano. Bala de sabor dulce) (2008a, 70).
En las literaturas hispánicas, los primeros experimentos conscientes con el lenguaje en el ámbito de la prosa breve se remontan al Modernismo. Así, el
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En sus Ejercicios de estilo, Queneau subraya que la mejor definición del potencial de la restricción la ofreció André Gide: “El gran artista es aquél a quien el obstáculo le sirve de trampolín” (22).
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siempre sorprendente Rubén Darío firmó “Amar hasta fracasar”, texto escrito con una sola vocal y cuyas primeras frases dan idea del espíritu juguetón de su autor: “La Habana aclamaba a Ana, la dama más agarbada, más afamada. Amaba a Ana Blas, galán asaz cabal, tal amaba Chactas a Atala (…)” (Darío 356). En esta línea de trabajo se sitúa Luisa Valenzuela, femina ludens por excelencia. No hay más que oírla hablar para saberlo: dotada de un ingenio tan afilado como rápido, de ella afirmó Borges que “mataría a su madre por un juego de palabras” (2008e). Así se explica el comentario que incluye en el punto sexto de “Microrreflexiones en acción”: “Lo lúdico suele ser insoslayable cuando de microficción se trata, lo cual no implica necesariamente hablar de juegos sino jugar con el lenguaje. A veces se nos dan ambas instancias. A veces la moneda se hace transparente y vemos las dos caras en simultáneo” (2008d, 484). Consciente de que una parte de su creación no pasa por el logos, descubre en “Taller de escritura breve” una clave fundamental de su poética: “Serendipity, la facultad de hacer descubrimientos por accidente, es lo que pongo en juego cuando escribo” (2002, 117-118). En este sentido se entiende que, para elaborar microrrelatos, aconseje “trabajar a dos puntas –imaginación y lógica, intuición y razón– en sabio equilibrio, manteniéndose dentro de parámetros comprensibles pero hurgando a fondo en el interior mismo de dichos parámetros, escarbando con ganas entre las frondosidades del texto por senderos que no son visibles a simple vista” (2002, 100). Los ejercicios lúdicos se darán así en los diferentes niveles del lenguaje, destacando en su obra, como veremos a continuación, el interés por los juegos fónicos, semánticos y morfológicos, el recurso a idiolectos específicos y a las estructuras metaficcionales.
JUEGOS FÓNICOS El nivel fónico del lenguaje es uno de los más explorados en las prosas breves, deudoras de experimentos de tan amplia tradición literaria como lipogramas, tautogramas o ejercicios monovocales. La idea que se encuentra en la base de todas ellas es, lógicamente, la de la ya comentada restricción, que ayuda a descubrir relaciones secretas entre los vocablos. Uno de los ejercicios más sorprendentes y logrados en el ámbito de la experimentación a este nivel fue realizado por el mexicano Óscar de la Borbolla en Las vocales malditas (1992), compuesto por cinco microrrelatos basados en cada una de las vocales del alfabeto español. Valenzuela es, asimismo, autora de sofisticados ejercicios monovocales
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–“El bebé del éter” (2008a, 63)– y de tautogramas de excelente factura como “Palabras parcas”, que transcribo a continuación por su capacidad para narrar una enrevesada historia en un lenguaje tan telegráfico como eficaz: Abelardo Arlistán, astuto abogado argentino, asesor agudo, apuesto, ágil aerobista acicalado. Atento. Amable. Amigo asiduo, afectuoso, acechante. Ambicioso. Amante ardiente, arrecho. Autoritario. Abrazos asfixiantes. Asaltos amorosos arduos, anhelantes, ansiosos, asustados. Aluvión apagado, artefacto ablandado, apocado. Agravado. Altamente agresivo, al acecho, Abelardo Arlistán. Arma al alcance, arremete artero, ataca arrabiado, asesina. Atrapado. Absuelto: autodefensa. ¡Ay! (2008a, 62).
En la misma línea, “El abecedario” –primer texto incluido en Juego de villanos y ya integrado en Los heréticos– narra la historia de un hombre tan metódico que todo lo hace regulado por el orden alfabético –“La primera semana amó a Ana; almorzó albóndigas, arroz con azafrán, asado a la árabe y ananás. (…) La segunda birló una bicicleta, besó a Beatriz, bebió Borgoña (…)” (2008a, 13). De este texto, que revela el interés temprano de Valenzuela por los juegos fónicos, partirá la experimentación en la base de ABC de las microfábulas. Como la misma autora señala en la introducción del libro: Miroslav Scheuba me contó que, inspirado en mi cuento “El Abecedario”, se había propuesto escribir una fábula con cada letra. Cuando me leyó la primera entendí que su proyecto era muy distinto del que yo había imaginado, razón por la cual con su anuencia me puse a trabajar la idea desde otro lugar, usando sólo la letra indicada. Me hizo muy feliz comprobar lo enriquecedor y estimulante que puede ser el juego intertextual, y se lo agradezco de corazón (2009, 6).
JUEGOS SEMÁNTICOS El nivel semántico del idioma es, asimismo, objeto de especial atención en el microrrelato. Este hecho se encuentra muy relacionado con un aspecto reseñado por las profesoras Graciela Tomassini y Stella Maris Colombo en “La minificción como clase textual transgenérica”: “La elipsis señorea en estos relatos: troquela sus bordes recortando toda excedencia en relación con el eje semántico vertebrador de su desarrollo, o se manifiesta bajo la forma de huecos informativos que ponen a prueba la competencia del lector para restituir los contenidos escamoteados” (87).
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Este hecho puede manifestarse en diversas vertientes. Una de las más frecuentes en Valenzuela viene del juego con las expresiones hechas, tomadas al pie de la letra para desactivar las interpretaciones unívocas. Así se aprecia en el reconocido “Zoología fantástica”, sostenido a partir de conocidas frases relacionadas con animales (2008a, 27). Otra de las líneas seguidas por la autora viene dada por la asociación de términos emparentados a partir de atípicas paronomasias –“papar” y “mamar” en “Test gastroparental” (2008a, 17); “sicario” y “notario” en “Afirmaciones peligrosas” (2008a, 102); “etología zoológica” o “zoofilia etílica” en “Kafkiana” (2008a, 82)– o, especialmente, por la invención de un neologismo inolvidable para cualquiera de los miembros de la OBB –o, lo que es lo mismo, la Orden de la Brillante Brevedad, término por cierto también acuñado por Valenzuela– como es el caso de “funicular”, presente en “Contaminación semántica” (2008a, 111).
JUEGOS MORFOLÓGICOS Los juegos morfológicos más habituales en la minificción proceden del uso en el texto de un mismo término con diferentes valores. Valenzuela ofrece una prueba de su pericia literaria jugando en “La cosa” con términos relacionados con el sustantivo “objeto”, tradicionalmente aplicado a la condición femenina. Así se aprecia desde las primeras líneas: “Él, que pasaremos a llamar el sujeto, y quien estas líneas escribe (perteneciente al sexo femenino) que como es natural llamaremos el objeto, se encontraron una noche cualquiera y así empezó la cosa (...)” (2008a, 42)4.
JUEGOS CON IDIOLECTOS La brevedad característica de la minificción lleva a que los personajes deban definirse a sí mismos por su específica forma de hablar o sus acciones. Este hecho explica la importancia del relator en el género, señalada acertadamente por la profesora Laura Pollastri (2008). “Principio de la especie” se perfila como
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una de las mejores creaciones de Valenzuela en este sentido, pues explica el mito judeocristiano del pecado original a través de una Eva carente de las palabras apropiadas para lograr su objetivo. El comienzo del microrrelato resulta especialmente significativo en este sentido: “Me acerqué a la planta perenne de tronco leñoso y elevado que se ramifica a mayor o menor altura del suelo y estiré la parte de mi cuerpo de bípeda implume que va de la muñeca a la extremidad de los dedos para recoger el órgano comestible de la planta que contiene las semillas y nace del ovario de la flor (…)” (2008a, 60).
JUEGOS METAFICCIONALES Afirma Robert Rawdon Wilson la estrecha relación existente entre juego y textos literarios metaficcionales, ya que estos se muestran “narratively complex, involving time shifts, mise en abyme embeddings, abrupt shifts in focalization (and/ or point of view), and they are rich in discontinuities and short circuits” (21). En esta misma línea, Allen Thiher defiende el ludismo literario de los textos autorreflexivos como una forma de subvertir el sinsentido del mundo exterior: “Play’s autonomy promises, if faintly, the possibility of creating a necessary order in the midst of absurd fallenness” (156). Valenzuela recurre con frecuencia a la puesta en abismo que propicia el texto metaficcional, a partir de la cual se frustra la primera expectativa de lectura. Así, en la segunda variante de su particular homenaje a “El dinosaurio” de Monterroso, adopta la decisión de convertir el signo suprasegmental de la coma en protagonista del argumento: “Cuando la coma del célebre microrrelato despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. Temeraria, avanzó a pesar de todo hacia la tan ansiada libertad pero a los pocos pasos dio de bruces con una barrera infranqueable: el punto final” (2008a, 110).
CONCLUSIÓN Comencé con una definición del Diccionario y acabaré con otra paralela: “Intensidad: Magnitud física que expresa la cantidad de electricidad que atraviesa un conductor en la unidad de tiempo”. En estas páginas espero haber demostrado, precisamente, el indiscutible doctorado de Luisa Valenzuela como “maestra de intensidades”.
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— “Microrreflexiones en acción”, en La pluma y el bisturí. Actas del Primer Encuentro Nacional de Microficción. Eds. Luisa Valenzuela, Raúl Brasca y Sandra Bianchi. Buenos Aires: Catálogos, 2008d, 481-486. — “La risa de Borges”, (12/11/ 2008e). — ABC de las microfábulas. Madrid: Del Centro Editores, 2009. WILSON, Robert Rawdon. In Palamedes’ Shadow. Explorations in Play, Game & Narrative Theory. Boston: Northeastern University Press, 1990. WITTGENSTEIN, Ludwig. Tractatus Logico-philosophicus. Madrid: Alianza, 1994 [1921].
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Sobre los autores
FERNANDO AÍNSA, escritor hispano-uruguayo. Trabajó en la Unesco (París) entre 1972 y 1999, donde fue, desde 1992, director literario de Ediciones Unesco. Entre su vasta obra crítica y ensayística figuran libros como Los buscadores de la utopía (1977), Identidad cultural de Iberoamérica en su narrativa (1986), De la Edad de oro a El Dorado (1992), La reconstrucción de la utopía (1999), Pasarelas. Letras entre dos mundos (2002), Narrativa hispanoamericana del siglo XX (2003), Reescribir el pasado (2003), Espacio literario y fronteras de la identidad (2005), Del topos al logos. Estudios de geopoética (2006), Espacios de la memoria (2008), Confluencias en la diversidad (2011), etc. Es autor de poemarios como Aprendizajes tardíos (2007), Bodas de oro (2011) y Clima húmedo (2011); y de microrrelatos y prosa fragmentaria —Travesías (2000) y Prosas entreveradas (2009)—, algunos de los cuales figuran en antologías (Páginas de Espuma, Thule, Quimera, Velas al viento, etc.) y en páginas web como La nave de los locos. IRENE ANDRES-SUÁREZ es catedrática de Literatura en la Universidad de Neuchâtel donde dirige el Centro de Investigación de Narrativa Española. Desde 1993, organiza el prestigioso Grand Séminaire de Neuchâtel, un coloquio internacional consagrado al estudio de los escritores españoles actuales más relevantes, cuyos resultados viene publicando la editorial Arco/Libros (col. “Cuadernos de Narrativa”). Es especialista en literatura española contemporánea, materia a la que ha dedicado varios libros y numerosos artículos. Pionera en el estudio del microrrelato español, ha consagrado a este género literario alrededor de una veintena de trabajos, un libro (El microrrelato español. Una estética de la elipsis, 2010) y una antología (El cuarto género narrativo. Antología del microrrelato español [1906-2011], en prensa). En 2006 organizó el IV Congreso Internacional de Minificción, cuyas actas vieron la luz en 2008 (La era de la brevedad. El microrrelato hispánico). ÁNGEL ARIAS URRUTIA es doctor en Filología Hispánica, se ha especializado en el estudio de la literatura hispanoamericana, con especial atención a la narrativa
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Sobre los autores
mexicana contemporánea. Ha sido profesor en la Universidad de Navarra y, actualmente, en la Universidad CEU San Pablo, de Madrid. Ha colaborado en diversos programas de radio de difusión nacional. Entre sus publicaciones, cabe destacar: Cruzados de novela: las novelas de la guerra cristera (Eunsa, 2002). Entre la cruz y la sospecha. Los cristeros de Revueltas, Yáñez y Rulfo. (Iberoamericana/Vervuert, 2005) y la edición de la novela de Antonio Estrada, Rescoldo. Los últimos cristeros (Encuentro, 2010). ANA CALVO REVILLA es doctora en Filología Hispánica por la Universidad Autónoma de Madrid y licenciada en Filología Clásica por la Universidad de Valladolid. Ha desarrollado parte de su investigación en las Universidades de Cambridge y de Vanderbilt. Es autora de un estudio sobre La Poetria nova de Godofredo de Vinsauf. Edición crítica y Traducción (Arco/Libros, 2008) y de diversos artículos en el campo de la retórica y poética medievales, de la teoría de la literatura y literatura comparada, y de distintos ensayos en torno a la literatura contemporánea. Se ha especializado en la obra literaria de José Jiménez Lozano. Es profesora agregada de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad CEU San Pablo. ROSA FERNÁNDEZ URTASUN es profesora titular de Literatura Contemporánea e investigadora del proyecto “El abandono de la figuración en las artes contemporáneas” (ICS) de la Universidad de Navarra. Ha sido Visiting Scholar en la Universidad de Harvard e investigadora del Centre de Recherche en Littérature Comparée en la Université de la Sorbonne. Su investigación se ha centrado en la literatura española de la primera mitad del siglo XX (La búsqueda del hombre a través de la belleza, Reichenberger, 1997 y Poéticas del modernismo español, Eunsa, 2002). También ha trabajado de manera específica en la literatura femenina y en concreto en la obra de Ernestina de Champourcin (Ernestina de Champourcin. Mujer y cultura en el siglo XX, Biblioteca Nueva, 2006, con José Ángel Ascunce y Ernestina de Champourcin-Carmen Conde. Epistolario (1927-1995), Castalia, 2007). Ha publicado también recientemente varios artículos sobre mitocrítica y ha coordinado en colaboración un número monográfico de la revista Amaltea sobre el Laberinto (1, 2009). TERESA GÓMEZ TRUEBA es profesora de Literatura Española en la Universidad de Valladolid. Especialista en la obra de Juan Ramón Jiménez y, en general, en la época del Modernismo. En los últimos años ha trabajado fundamentalmente
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Sobre los autores
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en la última narrativa española, atendiendo a fenómenos recientes como la autoficción, el hibridismo genérico, el microrrelato o la literatura electrónica. Concretamente sobre el microrrelato ha publicado el volumen colectivo Mundos mínimos: el microrrelato en la literatura española contemporánea (Cátedra Miguel Delibes/Libros del Pexe, 2007), y la antología de Juan Ramón Jiménez, Cuentos largos y otras prosas narrativas breves, (Menoscuarto, 2008). FERNANDO GONZÁLEZ ARIZA (Madrid, 1978) es doctor en Filología Española por la Universidad Complutense de Madrid y máster en Edición por la Universidad de Salamanca. Es profesor de Literatura en la Facultad de Humanidades de la Universidad CEU San Pablo de Madrid. Ha sido editor y colaborador en varias editoriales españolas. Ha publicado varios libros sobre las relaciones entre la literatura y el mercado editorial: El premio Planeta: historia y análisis comercial y Literatura española y mercado editorial (1950-2000). Cuenta además con numerosas publicaciones en revistas españolas y extranjeras sobre el mismo tema. Ha sido invitado a las universidades de Columbia, Nueva York y Texas en Austin. JUAN LUIS HERNÁNDEZ MIRÓN es doctor en Filología por la Universidad CEU San Pablo de Madrid. Ha realizado su labor de investigación en el CSIC y posteriormente en la Universidad de Vanderbilt. Ha sido profesor-conferenciante en el Curso de Estudios Hispánicos de la UCM. Su investigación se ha centrado en el estudio de Las cosas del campo, de José Antonio Muñoz Rojas, obra que fue escrita en los años 1946-1947, de la que hasta la actualidad no se ha realizado ningún estudio crítico. Recientemente la Editorial Vitrubio ha publicado el estudio preliminar de la obra (La Poética de José Antonio Muñoz Rojas en Las cosas del campo, 2011) con la que ha pretendido contribuir al conocimiento de la trayectoria de un escritor que es uno de los grandes prosistas y poetas del siglo XX en lengua castellana. No en vano, Dámaso Alonso quiso proponerle y nombrarle académico de la Real Academia Española, propuesta que el escritor, guiado de la humildad y modestia que le caracterizan, rehusó. Interesado en la narrativa contemporánea, ha publicado diversos estudios sobre el microrrelato, sobre la obra de Knut Hamsun y de Francisco Umbral, entre otros. JAVIER DE NAVASCUÉS es profesor titular de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Navarra. Es autor de catorce libros entre monografías, ediciones
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Sobre los autores
y coordinación de volúmenes colectivos (Adán Buenosayres: una novela total. Un estudio narratológico, Eunsa, 1992; El esperpento controlado. La narrativa de Adolfo Bioy Casares, Eunsa, 1995; ediciones de Teresa de la Parra, Horacio Quiroga, Alonso de Contreras, etc.; Los refugios de la memoria. Un estudio espacial sobre Julio Ramón Ribeyro, Iberoamericana/Vervuert, 2004, etc.). También ha publicado numerosos artículos en revistas científicas y capítulos de libros sobre autores como Miguel de Learte, Leopoldo Marechal, Adolfo Bioy Casares, Norah Lange, Nellie Campobello, Elena Garro, Jorge Luis Borges, Gabriel García Márquez, Pedro Prado, Sor Juana Inés de la Cruz, etc. Fue Premio Juan Rulfo de crítica literaria latinoamericana, 2002. Ha impartido conferencias y seminarios en universidades europeas y americanas, además de haber sido profesor visitante en las Universidades de Münster (Alemania), Montevideo y Católica Argentina de Buenos Aires. MARÍA DOLORES NIETO GARCÍA es doctora en Filología Románica por la Universidad Complutense de Madrid, profesora adjunta de la Universidad CEU San Pablo, acreditada por la ANECA en docencia e investigación, con un sexenio de investigación reconocido. Autora del libro Estructura y función de los relatos medievales (CSIC) y de numerosos capítulos y artículos, principalmente en el campo de la literatura contemporánea; entre otros: “Estructura funcional y moral cristiana en el “Persiles” (Asociación de Cervantistas), “La felicidad humana, ¿mito o realidad ?: entre Camus y Unamuno, una mirada al existencialismo” (Universidad Complutense), “Perspectiva social, militar y ética de Benito Pérez Galdós sobre la guerra española de África (1859) a través del episodio nacional Aita Tettauen” (Cabildo de Gran Canaria), “El mito de Caín y Abel en Abel Sánchez de Miguel de Unamuno” (Universidad de La Coruña). Tiene en prensa un trabajo sobre los artículos de costumbres de Larra, que publicará la AIH. FRANCISCA NOGUEROL es profesora titular de Literatura Hispanoamericana en la Facultad de Filología de la Universidad de Salamanca. Ha sido profesora visitante en diferentes universidades americanas (Estados Unidos, Colombia, México, Brasil, Chile) y europeas (Francia, Italia y Alemania). Doctorada con una tesis sobre Augusto Monterroso fruto de la cual fue su libro La trampa en la sonrisa (1995; 2ª edición en el año 2000), es autora asimismo de otras cinco monografías y de más de 150 trabajos de investigación publicados en revistas especializadas nacionales e internacionales, en los que se manifiesta su especial interés por los movimientos estéticos de ruptura desde las vanguardias históri-
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Sobre los autores
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cas hasta la narrativa más reciente, la minificción, los imaginarios culturales y las relaciones entre imagen y literatura. CARMEN DE MORA es catedrática de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Sevilla, directora del Departamento de Filologías Integradas y responsable del Proyecto de Excelencia “Migraciones intelectuales: escritores hispanoamericanos en España 1914-1939)”. Autora de numerosas publicaciones sobre literatura hispanoamericana. Se ha especializado en narrativa hispanoamericana contemporánea y en literatura de la época virreinal, y actualmente trabaja en el campo de los estudios transatlánticos. Entre sus libros figuran: Teoría y práctica del cuento en Cortázar (1982), Las siete ciudades de Cíbola. Textos y testimonios sobre la expedición de Vázquez Coronado (1992), En breve. Estudios sobre el cuento hispanoamericano contemporáneo (2ª ed. 2000) y Escritura e identidad criollas. El Carnero, Cautiverio feliz e Infortunios de Alonso Ramírez (2ª ed. 2010). Es coautora de tres volúmenes que se titulan Viajeros, diplomáticos y exiliados. Escritores hispanoamericanos en España (1914-1937) y que aparecerán en 2012. Ha editado obras de Juan José Arreola, el Inca Garcilaso, Arturo Uslar Pietri, Jorge Isaacs, Macedonio Fernández y Augusto Roa Bastos. Es directora de la colección “Escritores del Cono Sur” (Universidad de Sevilla). Ha sido profesora visitante en diversas Universidades europeas y americanas, entre ellas las Universidades de Regensburg, Michigan, Concepción e Iberoamericana (México). BASILIO PUJANTE CASCALES es profesor de Lengua y Literatura en Secundaria y ultima su tesis doctoral sobre el microrrelato hispánico, bajo la dirección de José María Pozuelo Yvancos. Fue becario de investigación en la Universidad de Murcia durante cuatro años. Ha participado, con comunicaciones sobre la minificción, en una decena de congresos internacionales y ha publicado artículos sobre el tema en varios libros y revistas especializadas. ANTONIO RIVAS (1978) es licenciado por la Universidad Autónoma de Barcelona y doctor por la Universidad de Neuchâtel (Suiza). Se ha especializado en el estudio de la literatura de Ramón Gómez de la Serna, en su narrativa breve pero también en otros aspectos de su obra. Ha trabajado en la narrativa de otros escritores españoles contemporáneos, como Enrique Jardiel Poncela, Álvaro Pombo o Almudena Grandes. Es coeditor de los volúmenes La era de la brevedad. El microrrelato hispánico (Menoscuarto, 2008), Javier Tomeo. Cuadernos de Narrativa (Arco/Libros, 2010) y Bernardo Atxaga. Cuadernos de Narrativa (Arco/Libros, 2011).
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Sobre los autores
DAVID ROAS (Barcelona, 1965) es escritor y profesor de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad Autónoma de Barcelona. Especialista en literatura fantástica, ha dedicado a este género los siguientes ensayos: Teorías de lo fantástico (2001), Hoffmann en España (2002), De la maravilla al horror. Los orígenes de lo fantástico en la cultura española (1750-1860) (2006), La sombra del cuervo. Edgar Allan Poe y la literatura fantástica española del siglo XIX (2011) y Tras los límites de lo real. Una definición de lo fantástico (2011; IV Premio Málaga de Ensayo). Asimismo, ha publicado el volumen Poéticas del microrrelato (2010). Es autor de los siguientes libros de cuentos y microrrelatos: Los dichos de un necio (1996), Horrores cotidianos (2007) y Distorsiones (2010), con el que ha obtenido el VIII Premio Setenil 2011 al mejor libro de cuentos del año.