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Spanish Pages [175] Year 2009
PARA ELLEN y para Paul, Suzanne y Edward
Bernardo de Chartres solía compararnos con enanos encaramados sobre los hombros de gigantes. Señalaba que vemos más y más lejos que nuestros predecesores, no porque tengamos la vista más aguda o seamos más altos, sino porque nos levanta y mantiene en alto su gigantesca estatura JUAN DE SALISBURY (h. 11151180) Metalogicus
NOTA DE AGRADECIMIENTO En nuestra opinión, es lógico que al escribir un libro sobre una época cuyas realizaciones fueron de carácter institucional, además de individual, hayamos contraído deudas no sólo con muchos individuos, sino también con instituciones. Es un placer reconocer estas deudas, así como reconocer hasta qué punto este libro es fruto de colaboración en más sentidos que en el que resulta evidente. Empezó cuando elaboramos un esquema muy elemental para preparar un curso que explicamos conjuntamente durante el verano de 1975, titulado «La Época de Dante». Antes de viajar a Italia con nuestros alumnos, nos quedaba exactamente una semana para prepararles (y había muchos con poca o sin ninguna preparación medieval) para lo que iban a ver y a leer. Los ánimos que sacamos de este experimento de guerra (que un compañero llamó, efectivamente, campo de botín para la mente), nos sirvieron de sostén en las muchas versiones que siguieron. Estas versiones, desde la primera hasta la última, han sido sometidas a la crítica rigurosa de nuestros alumnos, y hemos tenido la suerte de que muchos de ellos, tanto en SUNY Geneseo como en la «Correctional Facility» de Attica hayan dado lecciones a sus maestros con sus comentarios y apoyo. Damos las gracias particularmente a tres, y ellos representan a otros muchos: Mike Benton, Wes Kennison y Gerry Twomey. También profesores, colegas y amigos nos han ayudado y animado generosamente al ir tomando forma el libro. Queremos manifestar nuestro agradecimiento a Brian Tierney, David Herlihy, David Bevington, Giles Constable, John Fleming, Karen Pelz, William Stephany, David Sundelson, Susan Mosher Stuard, Richard Emmerson y Pamela Sheingorn. Querríamos manifestar nuestra gratitud al «National Humanities Faculty», a su antiguo director Edwin Delattre y a su antiguo director asociado Garry Rosenblatt. Como profesores visitantes y consejeros de NHF tuvimos la oportunidad de exponer nuestras ideas ante un público de universidades y de escuelas de todo el país. Con becas del «National Endowment for the Humanities» pudimos prepararnos para escribir ulteriores versiones. Como miembros residentes del NEH (Cook en la Universidad de Harvard durante el curso 197677; Herzman en la Universidad de Chicago, 197879) tuvimos la oportunidad de
leer y pensar abundantemente sobre el libro, especialmente en esas áreas en las que sabíamos que estaban las mayores lagunas. El actual presidente del Endowment, William J. Bennet, ha apoyado con entusiasmo ésta y otras empresas CookHerzman. Muchas de las ideas de este libro fueron presentadas, en versiones anteriores, en monasterios de todo el país. También ahí hemos sido alumnos además de profesores y hemos aprendido, en esos encuentros mucho de lo que sabemos sobre el monacato. Hemos aprendido, sobre todo, de nuestros amigos y vecinos de la Abadía de Genesee, y tenemos una deuda especial de gratitud con su comunidad y con el abad john Eudes Bamberger. Queremos asimismo dar gracias a los monjes de St. Joseph's Abbey, Spencer, Massachusetts; Holy Spirit Abbey, Conyers, Georgia; Mepkin Abbey, Moncks Corner, South Carolina. En todas esas abadías nos dieron precisamente la acogida que manda Benito, «con toda la atención que inspira la caridad». Nuestra deuda para con la tradición monástica no quedaría saldada si no mencionáramos también a Dom Jean Leclercq, que nos dio ánimos y ciencia cuando mucho los necesitábamos. El congreso de Edad Media de Western Michigan University, en Kalamazoo, se ha convertido, para literalmente centenares de medievalistas, en la peregrinación anual de primavera. Las comunicaciones que, individualmente y en colaboración, hemos presentado ahí en los últimos diez años nos han permitido aclarar nuestras ideas sobre una serie de temas que tratamos en este libro. De igual importancia ha sido el ambiente inigualable que ha creado este congreso para poner a prueba nuestras ideas en charlas con medievalistas de todas las materias. Si somos cada vez más los que rutinariamente pensamos en términos interdisciplinarios, ello es debido en gran manera a esta institución. La forma final del libro debe mucho al cuidado de Oxford University Press. Hemos incorporado, en todo lo posible, a la versión final los detallados y agudos comentarios de Edward Peters y las últimas sugerencias de Thomas Burns, lectores de esa editorial. Melanie Miller, nuestra correctora del manuscrito nos sorprendió por su atención al detalle. La preparación y el entusiasmo por este proyecto de nuestra editora Nancy Lane han sido de inestimable valor. Nuestra universidad nos ayudó con una beca de la Fundación Genesee para mecanografiar el manuscrito. Queremos dar también las gracias a Marie Henry y a Laurie Scherner por mecanografiar gran parte del mismo.
Nuestras deudas personales, como las institucionales, son legión. Hemos recibido aliento y apoyo de compañeros no medievalistas, de amigos y de nuestras familias. Éstas han mostrado siempre interés en esta obra; y los amigos han aportado a este libro más de lo que ellos saben. Ellen Ferens Herzman ha pasado muchos años aguantando el fanatismo y las excentricidades provocadas por este libro en dos medievalistas, gesta tanto más heroica cuanto que ella no había regateado más que por uno. Agradecidos, le dedicamos el libro a ella. La otra parte de la dedicatoria, nuestros hijos, sugiere también algo sobre la manera en que este libro no es sólo fruto de la colaboración entre colegas y amigos, sino también entre sus familias. En esto, reconocemos nuestra extraordinaria buena suerte. NOTA A LA TRADUCCIÓN La importancia que tienen en esta obra las citas, en ocasiones muy extensas, de fragmentos de textos latinos medievales exige una breve alusión a un problema que ha estado presente durante todo el proceso de traducción de esta Introducción al mundo medieval: la escasez de versiones españolas de los autores latinos medievales. Ha complicado este problema la imprecisión con que los autores citan la procedencia de los fragmentos de fuentes que publican, ya que éstos los han tomado o de traducciones inglesas o de antologías de fuentes medievales, lo cual ha dificultado extraordinariamente la localización de esos fragmentos en las ediciones latinas de que disponemos. Estas ediciones son, en la mayoría de los casos, la Patrologia Latina y la Patrologia Graeca, de J.P Migne, y la excelente colección francesa «Sources Chrétriennes». Al recurrir a las ediciones latinas he pretendido evitar el alejamiento del contenido de los textos originales que suele llevar consigo la doble traducción. Agradezco a Mercé Otero Vidal y a Joan Bastardas Parera el apoyo y la ayuda que me han prestado en esta pesada tarea. Cuando me he visto obligada a traducir de una versión inglesa, he procurado indicarlo a pie de página. Cuando existe más de una versión castellana de las fuentes citadas, he procurado utilizar la edición más fácilmente accesible a los estudiantes, con el fin de favorecer la lectura de la obra completa.
En cuanto a la bibliografía, he añadido a la original, que consta solamente de títulos en inglés, una selección de ediciones de fuentes latinas y estudios en español.
INTRODUCCIÓN Este libro empezó siendo nuestra respuesta a los problemas con que se encontraron nuestros alumnos en los primeros cursos de la Universidad al intentar entender la Edad Media. Como sabe cualquier profesor que tenga que tratar de una época muy alejada de la nuestra, la Edad Media plantea problemas específicos a los estudiantes, los cuales no son, en su mayoría, conscientes de que parte de supuestos intelectuales, estéticos, institucionales y espirituales bastante distintos de los nuestros. El poema épico del siglo XII, el Cantar de Roldán es una obra literaria de muy alto orden; es también un documento extraordinariamente útil para explicar los ideales del feudalismo y el espíritu de las Cruzadas. Sin embargo, cuando los estudiantes abren por primera vez el Cantar de Roldán, descubren pronto el hecho desconcertante de que Carlomagno tiene más de doscientos años. Incluso si su respuesta inmediata a este detalle no es cerrar el libro, mientras sus únicas normas de conducta sean las modernas, no tomarán en serio la obra, resistiéndose a creer que tenga algo que decirles una cultura que carece de respeto por la «realidad». Para entender y apreciar la obra, necesitan entender primero que la exageración es una técnica que se utiliza para destacar lo que es lo más importante de los documentos medievales, tanto si son obras de literatura como si son obras de arte. Cualquier profesor de Edad Media podría dar cien ejemplos parecidos, y es ésta la razón por la que hemos intentado presentar las premisas de la sociedad medieval de una forma sistemática, integrando textos y fotografías en nuestra exploración de la visión medieval del mundo. Por tanto, el libro puede servir para entender y apreciar la Edad Media desde dentro, es decir, partiendo de cómo se veía a sí misma la gente de la Edad Media. Y, lo que es quizá más importante, después de leer este libro, el estudiante tendrá unas nociones con las que aproximarse a cualquier texto literario medieval, monumento artístico, documento histórico u obra musical de forma más significativa. Aunque es éste un objetivo relativamente modesto, en tanto que no presentamos una interpretación global nueva de la Edad Media (aunque ciertamente habrá elementos de nuestra interpretación que no sean los de cualquiera), sí es original en al menos un sentido: no
conocemos ningún libro cuyo propósito sea el mismo. Será, por tanto, útil presentar al principio algunas de nuestras propias premisas. La más importante de ellas es que intentamos reconstruir los elementos fundamentales de la Edad Media, como dice la frase ya utilizada, «desde dentro». Para ello, subrayamos las diferencias entre esa época y la nuestra. El documento más importante para entender el período es, sin duda, la Biblia, obra necesaria no sólo para entender temas específicamente religiosos, sino también el derecho, el arte, la literatura y la música. Nos acercamos a la Biblia desde el punto de vista de la exégesis medieval, no desde la crítica moderna. El capítulo dedicado a la Biblia no sólo explica, por tanto, lo que la Biblia es, sino que destaca las partes que fueron utilizadas con más frecuencia en la Edad Media, y ofrece claves, desarrolladas en capítulos posteriores como el dedicado a Agustín, que explican cómo se leía la Biblia. Es asimismo necesario entender la contribución de Grecia y Roma a la literatura, el arte y el derecho medievales. Pero los escritores clásicos que se conocieron y valoraron entonces no son necesariamente los que se conocen y valoran ahora. Y así sucesivamente, hasta llegar a una lista bastante extensa de diferencias entre la cultura medieval y la moderna. Nuestra segunda premisa se sigue de la primera. Para presentar las líneas evolutivas más importantes de la Edad Media en forma más o menos sistemática, hemos sentido la necesidad de tratar un período muy complejo como si fuera una unidad. Hay en esto peligros que creemos prudente anticipar. Por supuesto que no pensamos que el peligro radique simplemente en interpretaciones erróneas (aunque en esto es evidente que quedamos sujetos a crítica), sino en que resulta insuficiente. Al resumir un fenómeno tan complejo como, digamos, el feudalismo, o una figura tan monumental como Agustín, sabemos demasiado bien que esa trampa es inevitable. Sin embargo, el riesgo de simplificación que corremos debe ser confrontado con el objetivo básico del libro: presentar ese sentido de la Edad Media como conjunto que es necesario para que una obra de la cultura medieval resulte inteligible al estudiante moderno. Creemos que puede ayudar a entender la naturaleza del feudalismo o el lugar que ocupa Agustín al situarlos dentro del contexto más amplio en que se desarrolla el libro. Igualmente importante es que este contexto proporciona el punto de partida para un estudio más detallado de personajes y de movimientos concretos que se presentan en este libro. Abundan las aportaciones
especializadas, genuinamente valiosas, para la mayoría de los aspectos de la Edad Media; recogemos en nuestra bibliografía muchas de las más importantes y más fácilmente accesibles. El problema que presentan, desde el punto de vista del estudiante, es que las mejores raras veces están escritas como introducciones. Puesto que, normalmente, estas obras han sido escritas no sólo por expertos sino también para expertos, buena parte de su valor lo pierden los estudiantes que no tienen alguna noción del período. Quizá la diferencia entre lo que uno ve como experto y lo que uno necesita ver como estudiante que empieza nos permita también hablar de forma inteligible sobre la cuestión, indirecta y problemática, de qué tipo de unidad existe realmente en ese período de mil años que llamamos Edad Media. ¿Se puede, realmente, decir que existe esta unidad que damos por supuesta? Está claro que las diferencias entre Agustín y Tomás de Aquino, entre Beowulf y Dante (o incluso entre Chaucer y Dante), o entre un rey tribal merovingio y Luis IX, son enormes; e ignorarlas o minusvalorarlas es ignorar la auténtica textura de la religión, poesía y sociedad medievales. Los que están en contra de imponer a la Edad Media una unidad superficial perciben correctamente el peligro siempre presente de reducirla a un modelo platónico que sólo existe en la mente del investigador. Pero es también cierto que, por muy grandes que sean las diferencias entre Agustín y Tomás de Aquino, son muchas las preocupaciones que comparten; por ejemplo, los dos se ocupan de la relación entre la razón humana y la revelación divina. Aunque lleguen a conclusiones distintas, tienen, sin embargo, más en común entre ellos que con los filósofos modernos, para los cuales esta relación ha dejado de ser un problema primordial. La literatura proporciona ejemplos parecidos al parentesco. Un especialista en Chaucer localiza fácilmente diferencias enormes entre Chaucer y Dante, diferencias de tono, de temperamento y de técnica. Pero un estudiante moderno que se acerque por primera vez a cualquiera de esos autores necesita saber que son obras estructuradas según el ideal de una peregrinación medieval, un viaje literal que es signo de una transformación espiritual; esa similitud muestra por sí sola que Chaucer tiene más en común con Dante que cualquiera de los dos con Beckett o con Kafka. Incluso los cambios mismos, todos esos cambios que se produjeron en el período de mil años que media entre la Antigüedad y el siglo XV, sólo pueden entenderse si se reconoce primero que todos ellos se producen en
una cultura con un cierto grado de homogeneidad, vista desde las revoluciones intelectuales de las épocas subsiguientes. Para cualquiera que conozca bien el período, y no digamos para un estudioso que conozca sus instituciones políticas, un reysoldado merovingio no parece tener casi nada en común con un rey del siglo XIII que domina una estructura jurídica y burocrática y que tiene un sólido concepto teórico del Estado. Pero incluso estas diferencias las interpretará marcadamente mal el estudiante moderno, para el que resulta totalmente extraña la idea misma de realeza, algo que no necesita tomar en serio una época tan avanzada como la nuestra. Por ejemplo, un reysoldado germánico como Clodoveo parece ser, en la superficie, radicalmente distinto de un rey como Luis IX de Francia (1228 1270). Sin embargo, los dos se vieron a sí mismos como reyes cristianos que tomaban por modelo figuras bíblicas, y ambos reconocieron conscientemente, aunque de manera distinta, su deuda para con el modelo de los emperadores de Roma. En otras palabras, miradas desde lejos, desde el punto de vista del siglo XX, las gentes de la Edad Media tienen verdaderamente muchas cosas en común. Pero, cuanto más se sumergen los investigadores en el período, más probable es que den por supuestas esas diferencias entre medieval y moderno, valiéndose de esas discriminaciones para adentrarse en el período que realmente les interesa. Este libro opta por la visión más amplia, la que subraya las diferencias entre lo medieval y lo moderno, y con ello la unidad dentro de la Edad Media. Además de esto, creemos firmemente que una aproximación tan vertebrada como la que intentamos está apoyada por una afinidad entre las diversas disciplinas medievales mucho más fuerte que todas las que las conectan con nuestra época. Un ejemplo puede sugerir lo que el texto mismo demuestra más convincentemente. Una de las diferencias importantes entre el mundo medieval y el moderno es que los hombres y mujeres modernos están permanentemente buscando y descubriendo verdades nuevas, mientras que en la sociedad medieval se entendía que la verdad había sido descubierta en el pasado. Esta percepción es causa de que exista, a lo largo de todo el período, una iconografía un código simbólico con el que se pueden identificar las figuras y los acontecimientos que se mantiene relativamente constante. San Pedro, por citar un ejemplo obvio y bien conocido, es representado casi siempre con las llaves en la mano, en una especie de forma taquigráfica para referirse al texto del Evangelio de Mateo (Mt 16, 18) en que Cristo entrega a Pedro las llaves de Su Reino. Hay que
tener algún conocimiento de esta iconografía no sólo para entender los escritos teológicos y las vidas de santos, sino también la escultura, los escritos políticos y la literatura. Ha existido un debate, largo y casi ininterrumpido, sobre las fechas precisas en que empieza y termina la Edad Media, prueba del problema inherente a cualquier intento de clasificar el pasado con exactitud. Figuras como Ambrosio y Agustín, por más influyentes que fueran durante toda la Edad Media, pertenecen no obstante al mundo de la Baja Antigüedad. Figuras como Boecio y Gregorio Magno, por más que tomaran del mundo antiguo, son normalmente clasificados como fundadores de la Edad Media. Aunque esta clasificación es ligeramente arbitraria, resulta, sin embargo, útil, y es la que hemos adoptado aquí. Consideramos que la Edad Media comienza con los llamados fundadores, lumbreras intelectuales de ese período que solía ser liquidado como Edad Oscura y que ahora suele ser denominado, más frecuentemente, temprana Edad Media, ese período que se alarga desde el siglo VI hasta el comienzo del renacimiento del siglo XII. La división de esta obra es, por tanto, tripartita. La primera parte trata de los antecedentes de la Edad Media, las bases clásica y cristiana de la cultura medieval, y termina con la monumental figura de Agustín. La segunda parte trata de la temprana Edad Media, que empieza con la desintegración del Imperio Romano, incluye los fundadores de los siglos sexto y séptimo, el renacimiento asociado con la figura de Carlomagno, y termina hacia mediados del siglo XV. La tercera parte, la Alta Edad Media, presenta materiales que van desde ese punto hasta 1300. Aunque se hacen, a lo largo de toda la obra, referencias a la Baja Edad Media, especialmente a Chaucer y a Dante, el libro en cuanto tal no trata de obras ni de acontecimientos posteriores al 1300, no porque esta fecha sea nuestra candidata para el fin de la Edad Media, sino porque los elementos básicos que seguirán caracterizando la civilización medieval están ya todos desarrollados: los mendicantes, la arquitectura gótica, la escolástica, los estados nacionales, etc. El siglo XIV altera, cuestiona e incluso, en ciertas instancias, rechaza estos elementos; sin embargo, no hay nada que verdaderamente los sustituya. Por tanto, el libro proporciona a los estudiantes lo que se necesita para leer un autor bajomedieval como Chaucer, para apreciar la iconografía de una miniatura borgoñona del siglo XV o paró captar lo que le ocurre al papado durante su exilio en Aviñón. Con el Renacimiento italiano se producen cambies de estilo y de contenido.
También el alcance de estos cambios ha sido muy discutido, pero la investigación más reciente destaca que, a su lado, existen áreas fundamentales de continuidad. Por tanto, el material que hemos reunido aquí no sería una introducción inadecuada al Renacimiento, aunque no es éste uno de los principales objetivos del libro. Resultará obvio al lector que igual división no quiere decir igual proporción. La parte más larga es la primera, los fundamentos de la Edad Media. Esto puede parecer, al principio, una distorsión, ya que el período que se descuida, la Alta Edad Media, es el de las más grandes realizaciones, el de Dante, las catedrales góticas, los grandes sistemas jurídicos y los filósofos escolásticos. Hemos oído una historia, que probablemente es apócrifa sólo en parte, sobre un curso de historia de Inglaterra desde la conquista normanda en 1066 hasta la batalla de Bosworth Field en 1485. Según cuenta la historia, el profesor pretendió empezar con unos días de preliminares. Estos pocos días de preliminares se convirtieron, de alguna manera, en unas pocas semanas de preliminares. De alguna manera, esas pocas semanas se las arreglaron para engullir el curso entero, así que por el día de Acción de Gracias el profesor estaba todavía intentando desesperadamente llegar a 1066. Fue, probablemente, un curso excelente, pero no el que en un principio se había propuesto. Querríamos asegurar a nuestros lectores de que nuestro acento en las etapas iniciales no es signo de que hayamos caído en esta trampa, sino más bien un intento deliberado de ayudar a profesores y estudiantes a evitarlo. Nos hemos concentrado en los orígenes para que estudiantes y profesores se puedan dedicar a seguir con el estudio de las creaciones más importantes, creaciones que podrán ser mejor entendidas cuando los estudiantes tengan los conocimientos previos suficientes para pasar directamente a las fuentes. La cita de Bernardo de Chartres que forma el epígrafe de este libro pretende resultar sugestiva y no programática, servir de entrada útil en el texto. Hemos intentado tener en cuenta sus implicaciones en la estructura de nuestra obra recordando al lector que la Edad Media no sólo tuvo una deuda enorme con el pasado (con sus precedentes clásico, cristiano y germánico) sino también que fue efectivamente consciente de esta deuda. En la estructura del libro, como entre los pensadores de la Edad Media, hay una constante mirada hacia atrás, hacia las realizaciones del pasado.
Asimismo, cada una de las fases de la cultura medieval dependió también de las realizaciones del pasado más inmediato, no sólo de sus fundamentos premedievales: es imposible entender el renacimiento del siglo XII si no se comprenden esos elementos del pasado clásico que se redescubrieron y reinterpretaron entonces. Pero es también imposible entender el renacimiento del siglo XII sin una apreciación del Renacimiento Carolingio de principios del siglo IX. En otras palabras, los escritores clásicos y los carolingios pueden ser ambos considerados gigantes sobre cuyos hombros descansan los pensadores del renacimiento del siglo XII. Nuestro intento de destacar tanto los gigantes que existieron antes de la Edad Media como los que vivieron en cada uno de sus períodos es un hilo que atraviesa todos los capítulos y que contribuye a dar coherencia a nuestra lectura de la Edad Media. CRONOLOGÍA: 14 d.C.1375 d.C. 0 50 100 150 200 250 300 350
Muerte de Augusto 14 Crucifixión de Cristo h. 30 Persecución de Nerón 64 Muerte de san Pablo h. 65 Reinado de Trajano 98107 Martirio de san Ignacio 107 Martirio de san Policarpo 155 Nacimiento de Tertuliano h. 160220 Reinado de Marco Aurelio 161180 Nacimiento de Orígenes h. 185254 San Antonio (251356) se hace monje 269 REINADO DE DIOCLECIANO 284305 REINADO DE CONSTANTINO 312—37 Edicto de Milán 313 Nacimiento de san Ambrosio h. 34097 Nacimiento de san Jerónimo h. 342420 Nacimiento de Agustín h. 354430 Nacimiento de Juan Casiano h. 360435 Comienzo del establecimiento permanente de los godos en el Imperio Romano 378 Reinado de Teodosio 1 379395
400 450
500
550 600 650 700
750
800
850 900 950 1000 1050
Concilio de Constantinopla 381 Saqueo de Roma por los godos 410 Concilio de Éfeso 431 PONTIFICADO DE LEÓN I 44061 Concilio de Calcedonia 451 Caída del Imperio Romano de Occidente 476 Nacimiento de san Benito de Nursia 480547 Reinado de Teodorico el Ostrogodo 493526 Conversión de los francos h. 500 Ejecución de Boecio 524 (nacido h. 480) Promulgación del Código de Justiniano 429 Nacimiento de Gregorio de Tours 53994 PONTIFICADO DE GREGORIO I 590604 El papa Gregorio I envía una misión a Inglaterra 597 Sínodo de Whitby 66364 Nacimiento de Beda el Venerable 673735 Se escribe el Beowulf h. 725 Batalla de Tours 732 Nacimiento de Alcuino h. 735804 Nacimiento de san Benito de Aniane h. 750821 Pipino es coronado rey de los francos por san Bonifacio 751 REINADO DE CARLOMAGNO 768814 Nacimiento de Eginardo h. 770840 Coronación de Carlomagno como emperador romano 800 Nacimiento de Juan Scoto Eriugena h. 81075 REINADO DE LUIS EL PIADOSO 81440 Muerte de Eginardo 840 Pontificado de Nicolás I 85867 Reinado de Alfredo el Grande, rey de Wessex 87199 Fundación del monasterio de Cluny 910 REINADO DE OTON I 93673 Pontificado de Silvestre II (Gerberto) 9991003 Nacimiento de san Anselmo h. 1033 1109 Pontificado de León IX 104954 Conquista normanda de Inglaterra 1066 PONTIFICADO DE GREGORIO VII 107385
1100
1150
1200
1250
1300
Nacimiento de Pedro Abelardo 10791142 Nacimiento de Bernardo de Clervaux h. 10901153 Fundación del monasterio de La Grande Chartreuse 1084 Primera Cruzada 1095 Fundación del monasterio de Citeaux 1098 Nacimiento de Pedro Lombardo h. 110060 Revuelta de la Comuna de Laon 1112 Se escribe el cantar de Roldán h. 1125 Nacimiento de Joaquín de Flore h. 11321202 Se escribe el Decretum h. 1140 Segunda Cruzada 1147 Reinado del emperador romanogermánico Federico Barbarroja 115290 Reinado de Enrique II de Inglaterra 115489 Martirio de Thomas á Becket 1170 (n. 1118) Nacimiento de santo Domingo h. 11701221 Reinado del rey Felipe Augusto de Francia 11801223 Nacimiento de san Francisco de Asís h. 11821226 Tercera Cruzada 1190 Se empieza la catedral de Chartres 1194 PONTIFICADO DE INOCENCIO III 11981216 Cuarta Cruzada 1204 Cuarto Concilio de Letrán 1215 Reinado del emperador romanogermánico Federico II 122050 Se empieza la catedral de Amiens 1220 Nacimiento de san Buenaventura 122174 Nacimiento de santo Tomás h. 122474 Nacimiento de Dante 12651321 Institución de la fiesta de Corpus Christi 1264 Nacimiento de Giotto h. 12661337 Se escribe el Roman de la Rose h. 1285 PONTIFICADO DE BONIFACIO VIII 12941303 Nacimiento de Guillermo de Ockam 130049 Nacimiento de Petrarca 130474 Nacimiento de John Wyclif h. 132884 Comienza la Guerra de los Cien Años 13371453
1350
Nacimiento de Geoffrey Chaucer h. 13401400 Se escribe La Visión de Pier Plowman h. 1370 Se escribe Sir Gawain and the Green Knight h. 1375
CAPÍTULO PRIMERO La Biblia
PRIMERA PARTE LOS CIMIENTOS DE LA EDAD MEDIA
La Biblia fue, con mucho, el libro más importante y que mayor influencia ejerció en la Edad Media. Tres cuartas partes de la Biblia las forma el Antiguo Testamento, es decir, los escritos de los hebreos. A pesar de lo cual, cuando estudiantes y estudiosos se disponen a estudiar la Edad Media, a menudo prestan mucha menos atención al Antiguo Testamento que al influjo de la antigüedad clásica o del cristianismo primitivo, por no hablar del Nuevo Testamento. Cuando, en el siglo IV, Jerónimo tradujo la Biblia al latín, creando la versión que se convertiría en la autorizada para la Edad Media, tradujo el Antiguo Testamento además del Nuevo, e incluyó lo que hoy se denomina Apócrifos del Antiguo Testamento. Y estos libros del Antiguo Testamento no fueron en absoluto olvidados durante la Edad Media. Se leyeron, se comentaron y fueron representados por el arte, aunque, normalmente, ciñéndose a lo que se percibía como su relación con el Nuevo Testamento. Por ello, resulta de gran valor para entender la Edad Media resumir brevemente cuáles son los tipos de documentos que forman el Antiguo Testamento1. El Antiguo Testamento fue escrito durante un período de tiempo mucho más largo que el Nuevo; son quizá setecientos los años que separan el documento más antiguo del más moderno, y algunas de las narraciones existían ya, en forma oral o escrita, mucho antes de que alcanzaran la que nos ha sido transmitida. El Antiguo Testamento está constituido por leyendas, narraciones históricas, leyes, poesía, alegoría, profecía, canciones y proverbios. A los primeros cinco libros del Antiguo Testamento se les llama la Ley (español), la Torah (hebreo) o el Pentateuco (griego). En ellos se presenta, a menudo en términos simbólicos, la narración de la creación, de la caída del hombre, la elección por Dios de los hebreos y su historia hasta la muerte de Moisés. Estos libros contienen muchas de las narraciones bíblicas más conocidas, por ejemplo: Adán y Eva, Caín y Abel, Noé, la Torre de Babel, Abrahán, Isaac, Jacob, José, la esclavitud en Egipto, la huida a Palestina o los Diez Mandamientos. Una buena parte de estos libros está formada por material jurídico y específicamente ritual. Este material ritual, que los cristianos de hoy más bien ignoran, captó el interés de los escritores medievales, que compusieron y divulgaron ampliamente
varios prolijos comentarios alegóricos sobre los detalles del ritual y de la ley. Los dos libros siguientes, los de Josué y de los jueces, narran la historia de la conquista de la Tierra Prometida a los cananeos, sus primitivos habitantes. Quizá las narraciones más famosas de estos libros sean Josué en la batalla de Jericó, y Sansón y Dalila. Estos libros resultaron especialmente significativos para las Cruzadas, guerras que se emprendieron con el propósito de reconquistar la Tierra Prometida. Las crónicas de las Cruzadas están llenas de figuraciones procedentes de Josué y de los jueces; el epitafio del hombre que conquistó Jerusalén durante la Primera Cruzada habla de él como de otro Josué. Más sutilmente, la teoría de la causalidad que aparece en Josué y en los jueces los guerreros triunfarán en batalla sólo si obran moralmente es utilizada para explicar victorias y pérdidas durante las Cruzadas. Después del breve libro de Ruth vienen ocho libros, de orientación más o menos histórica, que narran la historia de la fundación, prosperidad, división, conquista y restauración de la monarquía hebrea. El Primero y Segundo Libro de los Reyes (que las traducciones modernas llaman, a menudo, Primero y Segundo Libro de Samuel) tratan de la unción regia de Saúl, de la victoria del pastor David sobre el gigante filisteo Goliath, de la guerra civil entre David y Saúl, y de la prosperidad y victorias del reinado de David cuando Saúl fue muerto en batalla. El Tercer Libro de los Reyes (o Primer Libro de los Reyes en traducción moderna) trata del más rico y sabio de todos los reyes de Israel: Salomón, el cual, al final de su vida, se apartó del Dios de los hebreos Yahveh (escrito a veces Jehovah). Prosigue con la narración de la ruptura entre el norte y el sur (los reinos de Israel y de Judá, respectivamente) después de la muerte de Salomón. La Casa de David gobernó al sur de Jerusalén, mientras una serie sucesiva de familias intentaba gobernar en el norte, construyendo finalmente una capital en Samaria. El Cuarto Libro de los Reyes sigue con la exposición de esa ruptura y del abandono del culto a Yahveh en los dos reinos, especialmente en el del norte. Describe también la destrucción del reino septentrional por los asirios en el 722721 a.C. y la destrucción del meridional por los babilonios en el 587586 a.C.; la caída de Jerusalén en el 587586 a.C. forzó a millares de hebreos a exiliarse en territorio babilonio. No hay ningún libro que narre los sucesos del exilio, pero los de Esdras y Nehemías tratan del regreso de los exiliados, de la reconstrucción del Templo y de las murallas de la ciudad, y del establecimiento de reformas religiosas.
Después de la restauración del Templo en el 516 a.C., a los judíos los gobernaron extranjeros, mas por lo general se les permitió practicar su religión con tranquilidad. Desde estas fechas hasta aproximadamente el 169 a.C. no hay escritos narrativos en el Antiguo Testamento. No obstante, cuando los griegos intentaron imponer a los hebreos una uniformidad religiosa en torno al 160 a.C., se produjo una rebelión de los judíos encabezada por judas Macabeo, rebelión que logró conseguir libertad de facto. El relato de esta rebelión se narra en el Primero y Segundo Libro de los Macabeos. Después de esta revuelta, no hay más narrativa histórica en el Antiguo Testamento. Además de estos libros, hay otras dos categorías de documentos en el Antiguo Testamento. Una es una serie de obras literarias llamada Escritos [Libros poéticos y didácticos]*, que presentan modelos de conducta, consejos, narraciones moralizantes y excelente poesía. La otra es profecía, y de ella existen dieciséis libros. Las obras literarias del Antiguo Testamento fueron fuentes predilectas de sabiduría en la Edad Media y los escritores medievales las comentaron con frecuencia. Entre éstas se incluye el Libro de Job, largo poema narrativo sobre un hombre bueno que perdió todas sus posesiones terrenas como prueba de su fe. En la Edad Media se vio en Job una prefiguración de Cristo, gracias en gran parte al extenso Comentario al Libro de Job que escribió el papa Gregorio I. Quizá el libro del Antiguo Testamento más querido durante la Edad Media sean los Salmos, serie de ciento cincuenta canciones que se creían escritas por el rey David. Estas canciones reflejan una amplísima gama de actitudes y estados de ánimo, gama que va desde las canciones guerreras, canciones de agradecimiento, cantos nupciales y lamentos, hasta himnos de alabanza. Algunas cantan el amor del creyente hacia Dios, otras claman por la aniquilación de sus enemigos. Se pueden, por ejemplo, contrastar los dos textos siguientes: Feliz el varón que no ha andado según el consejo de impíos, ni en el camino de los pecadores se ha parado, ni sentado en la junta de los cínicos; mas en la ley de Yahveh está su complacencia y en su ley reflexiona día y noche. (Sal 1, 12) *
Nota de la T.
¡Oh Dios!, rompe sus dientes en su boca; quiebra, Yahveh, las muelas a los leoncillos. Disípense cual agua que se va; si lanzan sus saetas, queden despuntadas. Sean como limaco, que se deshace andando; abortón de mujer que el sol no ha visto. Antes que sentir puedan vuestras ollas las zarzas, verdes todavía, extírpelos ardor de torbellino. Viendo el castigo el justo alegraráse, sus pies ha de bañar en sangre del impío. Y los hombres dirán: «Hay en verdad un premio para el justo; ciertamente hay un Dios que hace justicia en la tierra». (Sal 57, 712) Es importante recordar la familiaridad que la gente de la Edad Media tenía con los Salmos. La Regla de San Benito disponía que todos los monjes cantaran semanalmente en la iglesia el Salterio completo, y también en las iglesias no monásticas se cantaban frecuentemente los Salmos. Los libros de Eclesiastés, Sabiduría de Salomón, Eclesiástico (o Sabiduría de Jesús, hijo de Sirac) y Proverbios están llenos de retazos de sabiduría y de consejos prácticos. Unos ejemplos del Libro de los Proverbios ilustrarán la riqueza y variedad de sus recomendaciones: El varón sabio está dotado de vigor, y el hombre de ciencia acrece la fuerza. (24, 5) Córtase los pies, daña su propia base, quien envía mensaje por medio de necio. (26, 6) Como perro vuelve a su vómito, el necio repite su insensatez. (26, 11) No te jactes del día de mañana, porque no sabes lo que un día puede engendrar. (27, 1)
Vara y corrección dan sabiduría, mas el muchacho dejado a su albedrío avergüenza a su madre. (29,15) Éstos y cientos de otros retazos de sabiduría fueron en la Edad Media guías prácticas de vida cotidiana y principios filosóficos de gran importancia. El Cantar de los Cantares (Cantar de Salomón) es un poema que celebra la belleza física y las relaciones sexuales entre prometidos. Éste fue uno de los libros más comentados durante la Edad Media, quizá porque se le trató alegóricamente, con Cristo de prometido y la Iglesia como su prometida. La última categoría importante de escritos del Antiguo Testamento la forman los profetas, aquellos a quienes Dios hace surgir para que adviertan a la gente, y especialmente a sus dirigentes, de sus faltas y de las consecuencias de seguir pecando, y que también predicen lo que sucederá en el futuro próximo y lejano. Este grupo de dieciséis libros lo forman cuatro llamados profetas mayores (Isaías, jeremías, Ezequiel y Daniel) y doce profetas menores (Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahúm, Habacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías y Malaquías). Esta división en mayores y menores no es indicativa de calidad sino de la longitud del libro y de su disposición en la Escritura. Los escritos dé los profetas se extienden a lo largo de varios siglos, pero los textos proféticos más importantes se escribieron en la época de desintegración del reino de Judá y de su destrucción por los babilonios. Muchos textos de estos profetas están citados directamente o se alude claramente a ellos, en el Nuevo Testamento, especialmente en el Evangelio de Mateo. Dos ejemplos mostrarán la importancia que tuvieron algunos de estos textos para los escritores del Nuevo Testamento y para todos los escritores cristianos que les siguieron. Por ejemplo, el siguiente texto de Isaías lo citan los cuatro evangelistas como una profecía del ministerio de Juan Bautista: Oigo que se grita: En el desierto despejad el camino a Yahveh, enderezad en la estepa una calzada para nuestro Dios. Todo valle se alzará y toda montaña y colina se hundirá,
y lo quebrado se convertirá en terreno llano y los cerros en vega. Ciertamente, la gloria de Yahveh se manifestará, y toda criatura la verá a una, pues la boca de Yahveh ha hablado. (Is 40, 35) En los Evangelios y en las Epístolas de Pablo se destaca que Cristo era descendiente directo del Rey David. La espera en un salvador que procediera de la Casa de David la predicen varios profetas, entre ellos Jeremías: He aquí que tiempo vendrá declara Yahveh en que suscitaré a David un vástago justo; y reinará como rey y obrará sabiamente, y ejercitará derecho y justicia en la tierra. En sus días será salvada Judá e Israel habitará confiadamente, y éste será el nombre con que le llamarán: «Yahveh nuestra justicia». (Jer 23, 56) También es importante decir algo sobre la forma, además de sobre el contenido, del Antiguo Testamento, porque la imaginería de los escritores hebreos impregna la Edad Media. Normalmente no hablan en abstracto, sino que su lenguaje es extremamente vívido. Utilizan metáforas bastante detalladas y precisas, como en el Salmo siguiente: Tú que habitas al abrigo del Altísimo y moras a la sombra del Todopoderoso, que dices a Yahveh: «¡Mi refugio y fortín, mi Dios en quien confío!» Cierto, Él te librará de red de pajarero, de pestilencia funesta. Con su plumaje te ha de cubrir y bajo sus alas hallarás refugio; es su fidelidad pavés y escudo. No temerás terrores en la noche, ni flecha voladora por el día, ni en la tiniebla peste invasora, ni azote que devasta a mediodía. Caigan mil a tu lado, y diez mil a tu diestra; a ti no ha de alcanzarte. Tan sólo con tus ojos observarás y el galardón verás de los malvados.
Pues Yahveh constituye tu refugio, has hecho del Altísimo tu asilo. A ti no ha de alcanzarte la desgracia, ni a tu tienda acercarse plaga alguna. Pues sobre ti a sus ángeles da órdenes para guardarte en todos tus caminos. Sobre palmas han de conducirte, a fin de que tu pie en piedra no tropiece. Andarás sobre el áspid y la víbora, hollarás al león y al dragón. «Pues a mí se adhirió, he de librarle; le ampararé, pues veneró mi nombre. Me invocará y le responderé; en la desgracia yo estaré a su lado; le rescataré y le daré honra. Le saciaré de dilatados días y le haré contemplar mi salvación». (Sal 90) Es importante notar en qué términos tan concretos y personales se habla de Dios: «mi fortín», «sus alas», etc. Además, las descripciones del poder de Dios son muy gráficas. Dios evitará que un hombre tropiece con una piedra, porque en tiempos antiguos ello significaría incapacidad de arar o segar y, por tanto, la posibilidad de morir de hambre. Este mismo párrafo lo utiliza el demonio en Mateo 4,6 y en Lucas 4,11 para tentar a Cristo. Por último, textos como éste fueron representados frecuentemente en el arte medieval, por ejemplo las estatuas de Cristo de pie sobre un león y una víbora, que simbolizan los enemigos de la Iglesia. Este Salmo se convirtió en uno de los más conocidos en la Edad Media porque la Regla de San Benito prescribió que se cantara diariamente en el oficio de completas. El Nuevo Testamento es mucho más corto que el Antiguo, mucho menos variado en formas literarias y fue escrito en menos de un siglo. Está formado por cuatro Evangelios; los Hechos de los Apóstoles, que tratan de la Iglesia primitiva; trece cartas atribuidas a Pablo; la anónima epístola a los hebreos, que en la Edad Media se creía escrita por Pablo; cartas atribuidas a Santiago, Pedro, Juan y Judas; y el Apocalipsis o Libro de la Revelación, atribuido a Juan. Los Evangelios son, quizá, la parte más conocida del Nuevo Testamento porque contienen los relatos de la vida y enseñanzas de Jesucristo. No son, sin embargo, biografías, en el sentido en que un historiador escribiría hoy una biografía. Los autores de los Evangelios presentan escenas
fuertemente teologizadas de Cristo, y les interesa más ofrecer a los lectores una lectura del significado de Jesús que una crónica de sus actividades. Los Evangelios se dividen en dos grupos: los sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) y Juan. Aunque hay muchos elementos comunes a los cuatro, esta división es útil. Los evangelios sinópticos, el más antiguo de los cuales es el de Marcos, comparten muchos relatos y puntos de vista que no aparecen en Juan. Tienen, básicamente, la misma cronología de acontecimientos; describen la última Cena y la institución de la Eucaristía; Cristo habla en ellos, primordialmente, en parábolas. Sin embargo, se observan también diferencias. Por ejemplo, Marcos no tiene relato de la natividad, mientras Mateo y Lucas describen los dos el nacimiento de Cristo, aunque con ciertas diferencias entre sí. Cada uno de ellos tiene una perspectiva ligeramente distinta del significado de la vida y de las enseñanzas de Cristo. El Evangelio de Mateo es el de la realización. Con más de cien citas del Antiguo Testamento, destaca constantemente cómo Cristo realiza y completa la revelación de Dios en el Antiguo Testamento. Todos los evangelistas desarrollan hasta cierto punto este tema, pero Mateo supera con mucho a los demás. Véanse los siguientes párrafos del relato de la natividad: La generación de Cristo fue así: Desposada su madre María con José, antes de que cohabitasen se halló que había concebido por obra del Espíritu Santo. José, su marido, como fuese justo y no quisiese infamarla, resolvió repudiarla secretamente. Estando él en estos pensamientos, de pronto un ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu mujer, pues lo que se engendró en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados. Todo esto ha acaecido a fin de que se cumpliese lo que dijo el Señor por el profeta, que dice (Is 7, 14): He aquí que una virgen concebirá y parirá un hijo, y llamarán su nombre Emmanuel, que traducido quiere decir Dios con nosotros. (1, 1823) Él, (José) levantándose, tomó consigo al niño y a su madre, de noche, y se refugió en Egipto; y estuvo allí hasta la muerte de
Herodes, para que se cumpliese lo dicho por el Señor por boca del profeta (Os 11, 1): De Egipto llamé a mi hijo (2, 1415) Entonces Herodes, viéndose burlado por los magos, se enfureció en extremo y mandó matar a todos los niños que había en Belén y en todos sus contornos de dos años para abajo, según el tiempo exacto que había averiguado de los magos. Entonces se cumplió lo dicho por boca del profeta Jeremías (31, 15): Una voz se oyó en Ramá, llanto y gran lamentación: era Raquel que lloraba sus hijos, y no quería ser consolada, pues ya no existen. (2, 1618) Quizá el mejor resumen de este tema de Mateo sea un texto del Sermón de la Montaña: «No penséis que vine a destruir la Ley o los Profetas; no vine a destruir, sino a dar cumplimiento». (5, 17) Lucas, que era, probablemente, el más culto de los evangelistas y el que mejor conocía las formas en que los griegos escribían historia, aporta una obra literaria especialmente bella. Algunos de los temas importantes son: la universalidad del mensaje de Cristo (Mateo, en cambio, escribía primordialmente para los judíos), la exaltación del pobre y del humilde, la importancia de María y la relevancia de Cristo como hombre de oración y de soledad. En su relato de la natividad (el más desarrollado y todavía el más conocido entre los cristianos porque se lee en las iglesias por Navidad) Lucas destaca la universalidad del mensaje de Cristo en un canto atribuido al profeta Simeón: Ahora dejarás ir a tu siervo, Señor, según tu palabra, en paz; pues ya vieron mis ojos tu salud, que preparaste a la faz de todos los pueblos: luz para iluminación de los gentiles y gloria de tu pueblo Israel. (2, 2932) La exaltación del pobre y la importancia de María están presentes en el canto de ésta:
Engrandece mi alma al Señor, y se regocijó mi espíritu en Dios, mi Salvador; porque puso sus ojos en la bajeza de su esclava. Pues he aquí que desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones; porque hizo en mi favor grandes cosas el Poderoso, y cuyo nombre es «Santo»; y su misericordia por generaciones y generaciones para con aquellos que le temen. Hizo ostentación de poder con su brazo: desbarató a los soberbios en los proyectos de su corazón; y derrocó de su trono a los potentados y enalteció a los humildes; y llenó de bienes a los hambrientos y despidió vacíos a los ricos. Tomó bajo su amparo a Israel, su siervo, para acordarse de la misericordia, como lo había anunciado a nuestros padres, a favor de Abrahán y su linaje para siempre. (1, 4655) Dos breves pasajes ilustran el tema de Cristo como hombre de oración: Y aconteció por aquellos días salir él al monte a orar, y trasnochaba en la oración de Dios... (6, 12) Y aconteció que, estando él orando a solas, se hallaban con él los discípulos... (9, 18) Lucas destaca también el arrepentimiento y el perdón, ilustrándolos con los relatos del Hijo Pródigo y del ladrón arrepentido que fue crucificado con Cristo. En el libro llamado Hechos de los Apóstoles, Lucas continúa su historia de la Iglesia siguiendo el ministerio terrenal de Cristo. El evangelio de Juan es distinto de los otros tres. Contiene solamente una parábola, y Cristo habla de una manera más filosófica y artificiosa. Además, la cronología no coincide con la de los Evangelios sinópticos. Por ejemplo, en Juan, Cristo es crucificado el día de la pascua de los hebreos, identificándolo así con el cordero sacrificial, mientras que en los sinópticos
es la última Cena la que tiene lugar en la pascua judía, y la crucifixión al día siguiente. En Juan hay varios temas importantes, dos de los cuales aparecen en los versículos que inician el texto. Cristo es asociado con la luz, y a Cristo se le llama el Verbo, y el Verbo participa activamente en la obra de la creación: En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba cabe Dios, y el Verbo era Dios. Éste estaba en el principio cabe Dios. Todas las cosas fueron hechas por él; y sin él nada se hizo de cuanto ha sido hecho. En él había vida, y la vida era la luz de los hombres, y la luz, en las tinieblas, brilla, y las tinieblas no la acogieron. (1, 15) La identificación de Cristo con la víctima pascual (el cordero sacrificado en conmemoración de la peste divina que pasó sin tocar a los hebreos cuando estaban en Egipto) queda clara en Juan: Al día siguiente [Juan] ve a Jesús venir hacia él, y dice: He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. (1, 29) Según Juan, en la crucifixión no llegan a ser quebradas las piernas de Cristo, cumpliéndose así el texto del Levítico que dice que no se romperá ningún hueso del cordero pascual. La única parábola de Juan es esa famosa del Buen Pastor en que se identifica a Cristo con el Mesías que describían los profetas. Este texto es importante para entender las representaciones artísticas tempranas de Cristo como el Buen Pastor, y también las referencias en la literatura medieval posterior. Yo soy el buen pastor. El buen pastor expone su vida por las ovejas; el que es asalariado y no pastor, de quien no son propias las ovejas, ve venir al lobo y abandona las ovejas y huye, y el lobo las arrebata y dispersa, porque es asalariado y no le importa de las ovejas. Yo soy el buen pastor, y conozco las mías, y las mías me conocen, como me conoce mi Padre y yo conozco a mi Padre. (10, 1115) Juan distingue cuidadosamente entre la letra y el espíritu, entre lo literal y lo espiritual. Uno de los recursos literarios que Juan emplea es hacer que los
fariseos e, incluso, en ocasiones, los amigos de Cristo tomen literalmente sus declaraciones de carácter espiritual. El famoso fragmento del «pan de vida» ilustra la distinción que hace Juan entre la letra, que es temporal, y el espíritu, que es eterno. Cristo acaba de dar de comer a cinco mil personas con cinco panes y dos peces, y las gentes le siguen: Le dijeron, pues: ¿Qué señal, entonces, haces tú para que lo veamos y creamos en ti? ¿Cuál es tu obra? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, según que está escrito (Sal 77, 24): «Pan venido del cielo les dio a comer». Díjoles, pues, Jesús: En verdad, en verdad os digo: no fue Moisés quien os dio el pan bajado del cielo, sino mi Padre es quien os da el pan verdadero, que viene del cielo; porque el pan de Dios es el que desciende del cielo y da vida al mundo. Dijéronle, pues: Señor, danos siempre ese pan. Díceles, pues, Jesús: Yo soy el pan de la vida; el que viene a mí no padecerá hambre, y el que cree en mí no padecerá sed jamás. Pero ya os dije que me habéis visto, y no creéis. Todo lo que me da el Padre vendrá a mí, y al que viniere a mí no le echaré fuera; pues he bajado del cielo no para hacer mi propia voluntad, sino la voluntad del que me envió. Y ésta es la voluntad del que me envió: de todo lo que me dio no pierda nada, sino que lo resucite en el último día. (6, 3039) En verdad, en verdad os digo: el que cree, tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres en el desierto comieron el maná, y murieron; éste es el pan que baja del cielo, para que quien comiere de él no muera. Yo soy el pan viviente, el que del cielo ha bajado; quien comiere de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo. (6, 4752) Una cosa, sin embargo, que los cuatro Evangelios tienen efectivamente en común es que todos ellos marcan para Pedro un lugar especial entre los seguidores de Cristo. Tres pasajes, en particular, pasaron a ser importantes para la Edad Media porque a los papas se les consideró sucesores de Pedro y apoyaron sus pretensiones de poder en las palabras de Cristo a Pedro:
Como llegó Jesús a la región de Cesarea de Filipo, preguntaba a sus discípulos, diciendo: ¿Quién dicen los hombres ser el Hijo del Hombre? Ellos dijeron: Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros diferentes que Jeremías o uno de los profetas. Díceles: Y vosotros, ¿quién decís que soy? Respondiendo Simón Pedro, dijo: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios viviente. Respondiendo Jesús, le dijo: Bienaventurado eres, Simón BarJoná, pues que no es la carne y sangre quien te lo reveló, sino mi Padre, que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no podrán contra ella. Te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares sobre la tierra, quedará atado en los cielos, y cuanto desatares sobre la tierra, quedará desatado en los cielos. (Mt 16, 1319) Simón, Simón, mira, Satanás os reclamó para zarandearos como el trigo; pero yo rogué por ti, que no desfallezca tu fe; y tú un día, vuelto sobre ti, conforta a tus hermanos. (Lc 22, 3132) Cuando, pues, hubieron almorzado, dice Jesús a Simón Pedro: Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos? Dícele: Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Dícele: Apacienta mis corderos. Tórnale a decir segunda vez: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Dícele: Sí, Señor; tú sabes que te quiero. Dícele: Pastorea mis ovejas. Dícele por tercera vez: Simón, hijo de Juan ¿me quieres? Entristecióse Pedro, porque le dijo por tercera vez: «¿Me quieres?», y le dijo: Señor, tú lo sabes todo; tú bien sabes que te quiero. Dícele Jesús: Apacienta mis ovejas. (Jn 21, 1518) Los Hechos de los Apóstoles, atribuidos a Lucas, son una continuación de su Evangelio que comienza con la Ascensión de Cristo al cielo y sigue con el relato de acontecimientos importantes acaecidos en los primeros años de la Iglesia. Habla de la comunidad cristiana de Jerusalén después del ministerio terrenal de Cristo, de la lapidación del primer mártir cristiano, Esteban, de la conversión de Pablo, de las misiones de Pablo entre los gentiles y del establecimiento de una cristiandad gentil (no judía). Una de las narraciones más importantes de los Hechos es Pentecostés, la venida del Espíritu Santo:
Y al cumplirse el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar. Y se produjo de súbito desde el cielo un estruendo como de viento que soplaba vehemente, y llenó toda la casa donde se hallaban sentados. Y vieron aparecer lenguas como de fuego, que, repartiéndose, se posaban sobre cada uno de ellos. Y se llenaron todos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en lenguas diferentes, según que el Espíritu Santo les movía a expresarse. (Hechos 2, 10) Puede sostenerse que el Evangelio de Lucas trata de Dios Hijo, y que los Hechos son el relato de la venida de Dios Espíritu Santo el día de Pentecostés para guiar a la Iglesia primitiva. Las Epístolas de Pablo son, en ciertos aspectos, la parte del Nuevo testamento más importante para la Edad Media. Si los Evangelios aportaron la mayoría de las narraciones e imágenes que inspiraron el irte medieval, Pablo aportó la base para el desarrollo de la teología cristiana. Agustín, sin duda el teólogo que más influyó en la Edad Media y más allá de la Edad Media, se apoyó especialmente en él. Pablo había sido un judío rígido y legalista que persiguió a los primeros cristianos; había visto con aprobación la lapidación de san Esteban. No obstante lo cual, según los Hechos, sufrió una conversión milagrosa, el modelo de los relatos de conversión posteriores (Antonio y Agustín, por ejemplo) mientras estaba en el camino de Damasco: Saulo [el nombre de Pablo antes de su conversión], respirando todavía amenaza y matanza contra los discípulos del Señor, presentándose al sumo sacerdote, le pidió cartas para Damasco, dirigidas a las sinagogas, con el objeto de que, si hallaba algunos que siguiesen ese camino, así hombres como mujeres, atados los condujese a Jerusalén. Y como anduviese su camino, sucedió que, al llegar cerca de Damasco, de súbito le cercó fulgurante una luz venida del cielo; y cayendo por tierra, oyó una voz qué le decía: Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues? Dijo: ¿Quién eres, Señor? Y él: Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate y entra en la ciudad, y se te dirá lo que debes hacer. (Hechos 9, 16)
Pablo entendió que su misión era predicar el evangelio de Jesucristo a los no judíos y pasó años viajando principalmente por él oriente mediterráneo, fundando comunidades cristianas y escribiéndoles cartas. Se cree que murió en Roma durante la persecución de Nerón, que comenzó después del incendio del año 64 d.C. Pablo insiste en la necesidad de la fe. La Edad Media ha sido frecuentemente denominada, por cierta razón, la «Edad de la Fe»; he ahí que resulte evidente que este acento se convertiría en una parte clave de la teología medieval. El texto siguiente deja clara la primacía de la fe: ¿Dónde, pues, está el orgullo? Quedó eliminado. ¿Por cuál ley? ¿La de las obras? No, sino por la ley de la fe. Pues razonamos ser por la fe justificado el hombre independientemente de las obras de la ley. ¿O es que Dios lo es de los judíos solamente? ¿No lo es también de los gentiles? Sí, también de los gentiles; puesto que uno mismo es el Dios que justificará la circuncisión en virtud de la fe,, y la incircuncisión por medio de la fe. ¿Anulamos con esto la ley por medio de la fe? ¡Eso, no! Antes bien, afianzamos la ley. (Rom 3, 27 31) Aunque Pablo no insinúa nunca que el conocimiento humano carezca de valor, el verdadero valor del estudio y del conocimiento humanos es encaminar a la persona hacia Dios: Pues lo que se conoce de Dios se halla claro en ellos, ya que Dios se lo manifestó. Porque los atributos invisibles de Dios resultan visibles por la creación del mundo, al ser percibidos por la inteligencia en sus hechuras; tanto su eterna potencia como su divinidad. (Rom 1, 1920) Para las teorías medievales sobre el arte, la literatura, la música, la ciencia y el conocimiento en general, no hay un fragmento testamentario más importante que éste. Agustín lo cita sin cesar, y virtualmente uno de cada dos grandes pensadores medievales lo utiliza. La profunda espiritualidad de Pablo es a veces malinterpretada entendiéndola como rechazo, por su componente de maldad, de las cosas del mundo y de la carnalidad humana. Es necesario analizar las palabras del propio Pablo sobre el mundo material y sobre el hombre:
Sé, y estoy persuadido en el Señor Jesús, que nada de suyo hay impuro, sino que para quien estima ser impura una cosa, para él es impura. (Rom 14, 14) Gran parte de la teoría política medieval procede directamente de Pablo, o indirectamente de él a través de Agustín. Escribe Pablo: Toda alma se someta a las autoridades superiores. Porque no hay autoridad que no sea instituida por Dios; y las que existen, por Dios han sido ordenadas. Así que el que se insubordina contra la autoridad se opone a la ordenación de Dios, y los que se oponen, su propia condenación recibirán. Porque los magistrados no son objeto de temor para la buena acción, sino para la mala. ¿Quieres no temer a la autoridad? Obra el bien, y obtendrás de ella elogio; porque de Dios es ministro respecto de ti para bien. Mas si obrares el mal, teme; que no en vano lleva la espada; porque de Dios es ministro, vengador para castigo del que obra el mal. Por lo cual fuerza es someterse, no ya sólo por el castigo, sino también por la conciencia. Que por eso también pagáis tributos, ya que funcionarios son de Dios, asiduamente aplicados a eso mismo. (Rom 13, 16) Incluso la actitud medieval hacia las mujeres procede, en gran medida, de Pablo: Mas quiero que sepáis que de todo varón la cabeza es Cristo, y que la cabeza de la mujer es el varón, y la cabeza de Cristo es Dios. (I Cor 11, 3) El varón no debe ciertamente cubrir la cabeza, siendo como es imagen y gloria de Dios, mas la mujer es gloria del varón. Porque no procede el varón de la mujer, sino la mujer del varón. Pues que no fue creado el varón por causa de la mujer, sino la mujer por causa del varón. Por esto debe llevar la mujer sobre su cabeza la potestad por causa de los ángeles. Sin embargo, ni la mujer sin el varón, ni el varón sin la mujer, en el Señor. Porque como la mujer procede del
varón, así también el varón por medio de la mujer; y todas las cosas, de Dios. (I Cor, 11, 712) Hay que observar no solamente que Pablo coloca a las mujeres en posición subordinada, aceptando esencialmente las convenciones de su sociedad, sino también la nueva importancia de aquéllas dentro del Cristianismo. Pablo, que era judío, conocía perfectamente el Antiguo Testamento, y a menudo utiliza en sus cartas relatos del mismo. Considera que los acontecimientos del Antiguo Testamento son prefiguraciones de cosas que sucedieron en la época de Cristo: «que de antemano había [él] prometido por medio de sus profetas en las Escrituras santas acerca de su Hijo» (Rom 1, 2). Esta tipología paulina es absolutamente esencial para entender la manera como la gente de la Edad Media vio el Antiguo Testamento en su totalidad. El texto que sigue muestra cómo ciertos acontecimientos del éxodo de los judíos de Egipto se convierten en prefiguración de hechos futuros: Pues no quiero que ignoréis, hermanos, que nuestros padres todos estuvieron debajo de la nube y todos atravesaron el mar, y todos fueron bautizados en Moisés en la nube y en el mar, y todos comieron un mismo manjar espiritual, y todos bebieron una misma bebida espiritual, puesto que bebían de una piedra espiritual que les seguía; y la piedra era Cristo. Sin embargo, en la mayor parte de ellos no se agradó a Dios, pues quedaron tendidos en el desierto. Estas cosas fueron figuras referentes a nosotros, a fin de que no fuéramos codiciadores de lo malo, como ellos lo codiciaron. Ni os hagáis idólatras, como algunos de ellos, según que está escrito: «Sentóse el pueblo a comer y beber, y levantóse a divertirse» (Ex 32, 6). Ni forniquemos, como algunos de ellos fornicaron, y cayeron en un solo día veintitrés millares. Ni tentemos al Señor, como algunos de ellos le tentaron, y perecieron mordidos por las serpientes. Ni murmuréis, como murmuraron algunos de ellos, y perecieron a manos del Exterminador. Y estas cosas todas les acaecían figurativamente, y fueron escritas como amonestación para nosotros, que hemos alcanzado las postrimerías de los siglos. Así que quien piense estar en pie, mire no caiga. (I Cor 10, 112)
Este texto expresa la relación entre el paso del Mar Rojo y el bautismo cristiano; también, entre el alimento de los hebreos en el desierto y la Eucaristía. Pablo considera que el significado primario del Antiguo Testamento era simbólica y directamente aplicable a su propio tiempo. No niega su verdad literal, sino simplemente cree que no es éste su nivel primario de significado. Ilustra mejor este punto el texto siguiente de su epístola a los gálatas: Decidme vosotros, los qué deseáis estar bajo la ley, ¿no habéis oído leer la ley? Pues escrito está que Abrahán tuvo dos hijos: uno de la esclava y otro de la libre. Mas el de la esclava, nacido es según la carne; pero el de la libre, mediante la promesa. Estas cosas están dichas alegóricamente, pues esas mujeres son dos alianzas: la una desde el monte Sinaí, que engendra para la esclavitud, la cual es Agar. Y, en efecto, el Sinaí es un monte en la Arabia; y corresponde a la presente Jerusalén, pues es esclava lo mismo que sus hijos. Mas la Jerusalén de arriba es libre, la cual es madre nuestra. (4, 2126) Una de las conexiones más importantes y difíciles que hace Pablo entre el Antiguo y el Nuevo Testamento aparece en Romanos 5. Habla aquí de la venida de Cristo como segundo Adán para deshacer el pecado del primero: Por esto, como por un solo hombre, el pecado entró en el mundo, y por el pecado la muerte, y así a todos los hombres alcanzó la muerte, por cuanto todos pecaron; porque anteriormente a la ley había pecado en el mundo; mas el pecado no se imputa donde no hay ley; sin embargo, reinó la muerte desde Adán a Moisés, aun sobre los que no habían pecado a imitación de la transgresión de Adán, el cual es figura del venidero... Mas no cual fue el delito, así también fue el don; pues si por el delito de uno solo los que eran muchos murieron, mucho más la gracia de Dios y la dádiva en la gracia de un solo hombre, Jesucristo, se desbordó sobre los que eran muchos. Y no como por uno que pecó, así fue el don; porque la sentencia, arrancando de uno solo, remata en condenación; mas el don, partiendo de muchas ofensas, se resuelve en justificación. (5, 1216)
La imagen de Cristo como el nuevo Adán puede verse en todas las facetas de la cultura medieval. En muchas pinturas de la crucifixión, por ejemplo, aparece el cráneo de Adán al pie de la cruz. Una famosa leyenda medieval sostenía que la cruz de Cristo la habían hecho con el árbol del Paraíso que había hecho pecar a Adán; de modo que, si un árbol trajo culpa, ese mismo árbol produjera vida mediante el sacrificio de Cristo. De las epístolas no paulinas trataremos aquí solamente de una, la anónima Epístola a los Hebreos. Es importante porque se refiere al concepto de Cristo como sacerdote, concretamente como sacerdote perpetuo de la orden de Melquisedec (un reysacerdote que conoce a Abrahán en el Génesis y aparece mencionado otra vez en el Salmo 109, 4: «Sacerdote tú eres para siempre a la manera de Melquisedec»). Porque todo pontífice escogido de entre los hombres es constituido en pro de los hombres, cuanto a las cosas que miran a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados, capaz de ser indulgente con los ignorantes y extraviados, dado que también él está cercado de flaqueza; razón por la cual debe, por sí mismo no menos que por el pueblo, ofrecer sacrificios por los pecados. Y nadie se apropia este honor sino cuando es llamado por Dios, como lo fue Aarón. Así también Cristo no se glorificó a sí mismo en hacerse Pontífice, sino el que le habló (Sal 2, 7): «Hijo mío eres tú, yo hoy te he engendrado». Como también en otro lugar dice (Sal 109, 4): «Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec». El cual en los días de su carne, habiendo ofrecido plegarias y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que le podía salvar de la muerte, y habiendo sido escuchado por razón de su reverencia aún con ser Hijo, aprendió de las cosas que padeció lo que era obediencia; y consumado, vino a ser para todos los que le obedecen causa de salud eterna, proclamado por Dios sumo sacerdote según el orden de Melquisedec. (Heb 5, 110) Porque este Melquisedec, rey de Salén, sacerdote del Dios Altísimo; el que salió al encuentro de Abrahán cuando volvía de la derrota de los reyes, y le bendijo; a quien, además, repartió Abrahán el diezmo de todo; que es primeramente, según la interpretación de su nombre, rey de justicia, y luego, además, rey de Salén, que es rey de paz; sin
padre, sin madre, sin genealogía; que ni tiene principio de días ni fin de vida; hecho semejante al Hijo de Dios, permanece sacerdote perennemente. (Heb 7, 13) Si, pues, se hubiera realizado la perfección mediante el sacerdocio levítico, ya que a base de él ha recibido el pueblo la legislación, ¿qué necesidad había de que surgiese otro sacerdote según el orden de Melquisedec y no se denominase según el orden de Aarón? Porque, transferido el sacerdocio, fuerza es que se produzca también la transferencia de la ley. (Heb 7, 1112) Esta identificación de Cristo con Melquisedec, sacerdote y rey a la vez, es importante porque Melquisedec se convirtió en prefiguración importante de Cristo en el arte y en la liturgia medievales. Además, porque Cristo sacerdote y rey pasó a ser un elemento importante en el desarrollo de teorías de autoridad espiritual y monárquica. El último libro de la Biblia, el más desconcertante para muchos, es el Libro de la Revelación o Apocalipsis. Consiste básicamente en la descripción de una visión en que el autor, el apóstol Juan, según se creía en la Edad Media (aunque ahora se atribuye a un autor homónimo distinto), anticipa proféticamente los últimos días del mundo. Está lleno de vívidas descripciones de los últimos días y de representaciones simbólicas del reino de Dios. El Apocalipsis fue extraordinariamente importante en la Edad Media; de él se tomaron muchas figuraciones artísticas y literarias corrientes. Hay que recordar que la gente de la Edad Media, especialmente en tiempos muy difíciles o si pertenecía a las clases bajas, esperaba un fin inmediato del mundo con establecimiento del reino eterno de Dios, y la imaginería del Apocalipsis es particularmente adecuada para esos tiempos. Los fragmentos que siguen ilustrarán las características de este libro: Y vi sobre la diestra del que estaba sentado en el trono un libro escrito por dentro y por el reverso, sellado con siete sellos. Y vi un ángel fuerte que pregonaba con voz poderosa: «¿Quién hay digno de abrir el libro y desatar sus sellos?» Y nadie podía, ni en el cielo, ni sobre la tierra, ni debajo de la tierra, abrir el libro ni verle. Y yo lloraba mucho, porque nadie se halló digno de abrir el libro ni de verle. Y uno de los ancianos me dice: «No llores; mira que venció el León de la
tribu de Judá, la Raíz de David, en abrir el libro y sus siete sellos». Y vi en medio delante del trono y de los cuatro seres vivientes, y en medio de los ancianos, un Cordero de pie, como degollado, que tenía siete cuernos y siete ojos, que son los siete Espíritus de Dios, enviados por toda la tierra. Y vino y tomó [el libro] de la diestra del que estaba sentado sobre el trono. Y cuando tomó el libro, los cuatro seres vivientes y los veinticuatro ancianos se postraron delante del Cordero, teniendo cada uno de ellos una cítara y copas de oro llenas de perfumes, que son las oraciones de los santos. (Ap 5, 18) Una cosa a destacar es la importancia de los números; ciertamente, en la Escritura el simbolismo numérico no es exclusivo del Apocalipsis, pero parece aquí más abundante y más complicado que en otras de sus partes. Siete es un número de perfección; reflejo de los días de la creación; los veinticuatro ancianos representan a las doce del Antiguo (las tribus de Israel) y a los doce del Nuevo (los apóstoles). La descripción de las cuatro criaturas vivientes procede del capítulo primero de Ezequiel. Hacia finales del siglo segundo, los teólogos las habían interpretado ya como símbolos de los evangelistas, y así quedaron para el resto de la Edad Media: Marcos el león, Lucas el toro, Mateo el hombre y Juan el águila. Existen en el arte medieval innumerables representaciones de esta escena, siendo quizá la más conocida la que está encima del portal central de la catedral de Chartres. Casi al final del Apocalipsis, hay una descripción del cielo, la Nueva Jerusalén: Y vino uno de los siete ángeles que tenían las siete copas henchidas con las siete plagas postreras, y habló conmigo diciendo: «Ven, te mostraré la desposada, la esposa del Cordero». Y me llevó en espíritu a un monte grande y alto, y me mostró la ciudad santa, Jerusalén, que bajaba del cielo de cabe Dios, radiante con la gloria de Dios; su lumbrera era semejante a una piedra preciosísima, tal como piedra jaspe de transparencia cristalina. Tenía un muro grande y alto, con doce puertas, y sobre las puertas doce ángeles y nombres inscritos, que son los de las doce tribus de los hijos de Israel. Del lado de oriente tres puertas, del lado de septentrión tres puertas, del lado de mediodía tres puertas, del lado de poniente tres puertas. Y el muro
de la ciudad tenía doce fundamentos, y sobre ellos doce nombres, los de los doce apóstoles del Cordero. Y el que hablaba conmigo tenía una medida, una caña de oro, para medir la ciudad y sus puertas y su muro. Y la ciudad se asienta sobre base cuadrangular, y su longitud es tanta cuanta es su anchura. Y midió la ciudad con la caña, y halló que eran doce mi! estadios; su longitud, su anchura y su altura son iguales. Y midió su muro, que era de ciento cuarenta y cuatro codos, medida de hombre, empleada por el ángel. Y el material de construcción del muro era jaspe, y la ciudad oro puro, semejante a vidrio transparente. Los fundamentos del muro de la ciudad estaban hermosamente labrados de toda clase de piedras preciosas: el fundamento primero era de jaspe; el segundo, de zafiro; el tercero, de calcedonia; el cuarto, de esmeralda; el quinto, de ónice; el sexto, de cornalina; el séptimo, de crisólito; el octavo, de, berilo; el nono, de topacio; el décimo, de ágata; el undécimo de jacinto; el duodécimo, de amatista. Y las doce puertas eran doce perlas; cada una de las puertas era de una sola perla. Y las calles de la ciudad, oro puro, como vidrio transparente. (Ap 21, 921) Como decíamos, esta larga y elaborada descripción de la Jerusalén celestial, que refleja la importancia de los números y el lenguaje altamente simbólico del libro, es de enorme importancia para el arte medieval. La descripción del cielo como la Nueva Jerusalén y el concepto de que todos los hombres son peregrinos que buscan un fin a su viaje en el descanso eterno como ciudadanos de esa ciudad, son metáforas cardinales para la literatura y la teología de la Edad Media (en los escritos de Agustín y de Dante, por ejemplo). Hay muchos «evangelios» y «apocalipsis» que se escribieron durante los primeros siglos del cristianismo pero que no se incluyeron en la Escritura; forman los Apócrifos al Nuevo Testamento. En ellos hay muchas narraciones que no se encuentran en los libros canónicos del Nuevo Testamento pero que tuvieron enorme popularidad en la Edad Media, convirtiéndose en fuentes importantes de la literatura y del arte medievales. Entre las obras más importantes de este tipo están las que tratan de la vida de la Virgen María y los relatos más antiguos de su Asunción al cielo.
CAPÍTULO SEGUNDO El legado clásico En nuestra época, cuando los intelectuales dividen en segmentos la historia de Europa para facilitar su estudio, la división más corriente es: antigua, medieval y moderna, subdividiendo a su vez la antigua en griega y romana. Evidentemente, los intelectuales que vivieron en la Edad Media no percibieron tales divisiones. No hubieran podido verse existiendo en el intermedio entre dos edades, que es lo que sugiere la etimología de la palabra «medieval», término que solamente desde el siglo XVIII es de uso común. Y, lo que es más importante, en muchos aspectos esenciales no percibieron ninguna ruptura marcada entre ellos y sus predecesores los clásicos. En realidad, adoptan, modifican y emplean en tal medida elementos de la antigüedad clásica, que, en cierta manera, el legado de la antigüedad clásica es tan importante para la Edad Media como el judeocristiano. Los griegos de la época clásica son el pueblo que «inventó» más facetas de la civilización occidental. Les honramos con la creación del drama, tanto en la tragedia como en la comedia; de la historiografía, especialmente en los ejemplos de Herodoto y Tucídides; de la democracia, tal como se desarrolló en Atenas; de muchos tipos de poesía, desde la épica homérica hasta la lírica de Safo y las odas de Píndaro; de los estilos arquitectónicos: los órdenes dórico, jónico y corintio; de diversas ramas de la filosofía, entre ellas la filosofía política, la ética y gran parte de lo que ahora se clasifica como ciencias naturales. Es una lista asombrosa. Sin embargo, puede decirse que el legado más importante de la Grecia clásica a la civilización occidental en general y a la Edad Media en particular es la influencia de sus dos mayores filósofos: Platón y Aristóteles. Platón (h. 427347 a.C.) y Aristóteles (38422 a.C.) vivieron en Atenas a distancia de una generación; Aristóteles fue discípulo de Platón, pero escribió más en reacción contra su maestro que como continuador del pensamiento del mismo. Sin embargo, a pesar de lo que llegó a distanciarse de su doctrina, los dos filósofos comparten una serie de importantes supuestos sobre la naturaleza de la investigación filosófica. Quizás el más importante es que ambos escribieron enfrentándose con
cierto escepticismo filosófico muy difundido, en otras palabras, con un modo de investigación filosófica que sostenía que la verdad es, en último término, relativa, y que la razón humana es, en el mejor de los casos, una guía deficiente para responder a preguntas sobre la naturaleza de la realidad. Tanto para Platón como para Aristóteles, la doctrina de que la verdad es relativa resultaba filosóficamente insostenible, hasta el punto de que no sería incorrecto afirmar que el pensamiento de ambos es una crítica ampliada del relativismo filosófico. Esto bastó para hacerles extraordinariamente afines a los pensadores de la Edad Media, que creían que la verdad existía y era cognoscible dentro de ciertos límites. No ha de sorprender, pues, que las dos figuras más influyentes de toda la historia de la filosofía occidental sean, al mismo tiempo, las que más influyeron en la porción llamada Edad Media. El historiador David Knowles ha descrito esta influencia en términos especialmente elocuentes. Hablando, en concreto, de los siglos XII y XIII dice que «es posible afirmar que casi todas las ideas cardinales de la filosofía medieval, con la excepción parcial de esa rama que más tarde se llamó teología natural, coincidieron con o derivaron directamente de ideas acuñadas en Atenas entre el 450 y el año 300 a.C.»2 La filosofía de Platón se ha convertido en modelo de todas las filosofías posteriores que sitúan la realidad en un ámbito que está fuera del alcance de los sentidos. Con su planteamiento de la doctrina de las «formas» o «ideas» respondió a la pregunta en torno a la realidad permanente que podría existir más allá del fluir aparentemente infinito del mundo de las cosas. Esta doctrina sostenía que cualquier objeto con existencia concreta en este mundo no es más que una apariencia, una aproximación al objeto real, o «forma», que existe en un mundo allende los sentidos. Es decir, puesto que la auténtica realidad existe en un mundo que está más allá de lo sensible, todo lo que existe en el ámbito de lo sensible no es más que su reflejo. Análogamente, se planteó el mismo problema en el campo de la ética: cómo explicar la estabilidad en un mundo aparentemente cambiante. Se preguntó qué realidad permanente podría estar detrás de una acción concreta que podía ser considerada buena o justa. Detrás de estas acciones concretas vio ideas intemporales de «lo bueno» y de «justicia», de las cuales las acciones concretas eran pálido reflejo. Pasa así a ser, en su metafísica y en su ética, «el padre de los que han sostenido que el Alma o el Espíritu o la Mente son la única realidad, de los que consideran que todo movimiento y actividad son, en último término, intelectuales, de los que
encuentran la verdadera vida del espíritu humano en un esfuerzo ascendente hacia lo Divino»3. Platón no se ocupó sólo de la realidad inmutable e inmutada que proporciona significado al fluir de la existencia, sino también de la relación entre el mundo de los sentidos y el mundo de las ideas, es decir, del proceso que puede permitirnos pasar del mundo de los sentidos al mundo de la realidad inteligible. Es, pues, el padre de una tradición de ascenso místico hacia Dios que posteriormente desarrollaron neoplatónicos como Plotino y el PseudoDionisio, y más tarde fue incorporado al rico corpus de escritos místicos durante la Edad Media. La textura del pensamiento filosófico medieval se formó con ideas que pueden remontarse a Platón; tanto es así, que, filosóficamente, el conjunto del período puede ser definido como platónico. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que esta influencia, indiscutiblemente omnipresente y profunda, fue en gran medida indirecta, transmitiéndose a la Edad Media a través de neoplatónicos paganos de la Antigüedad tardía y a través de escritores neoplatónicos cristianos como Agustín y el PseudoDionisio. Es poco lo que se conoció directamente de Platón. De los veintiséis diálogos platónicos, sólo uno, el Timeo, lo conoció la Europa occidental durante la mayor parte de la Edad Media; y este diálogo, que trata de la creación del universo y de su forma matemática, era, en cierta manera, atípico (aunque tuvo enorme importancia, especialmente en el siglo XII para la escuela de filósofos neoplatónicos relacionada con la escuela de Chartres). Más avanzada la Edad Media, se llegó a conocer otros dos diálogos, el Menón y el Fedón. Sin embargo, la influencia de Platón fue profunda incluso donde no era más que un nombre, una fuente en la que se proveyeron continuamente filósofos, teólogos y místicos. Aristóteles, como Platón, formuló un sistema que describía la naturaleza de la realidad y que trataba del problema del cambio, pero su aproximación es significativamente distinta. Si Platón es el filósofo del ámbito de lo ideal, Aristóteles es el de la experiencia cotidiana. Para Aristóteles, la filosofía comienza en el ámbito de la experiencia sensible, y su análisis de la naturaleza del ser se mantiene dentro del campo de la experiencia. Sostenía que, desde los sentidos, la mente es capaz de aprehender la esencia de una cosa (lo que hace que una cosa sea lo que es) mediante un proceso de abstracción. Opinaba que todo ser, que puede ser conocido primero a través de los sentidos y entonces comprendido por la mente
mediante el proceso de abstracción, puede entenderse como combinación de «materia» y «forma». Materia es el elemento que da su individualidad a una sustancia; forma es el elemento que le da universalidad. En otras palabras, es la forma de una substancia lo que determina a qué especie, o clasificación general, pertenece una substancia determinada. La forma de una substancia determinaría, por ejemplo, que cierto objeto sea una silla; la materia determinaría que sea precisamente esta silla. La relación entre materia y forma la utilizó Aristóteles para justificar la multiplicidad del mundo visible, ese problema de la entrada en existencia y de la desaparición de las cosas que había llevado a Platón a formular la doctrina de las ideas. Si se entiende adecuadamente esta relación entre materia y forma, podrá verse que «si a las cosas no se las ve en su ser sino en su devenir o en su variar, la materia es el elemento potencial, susceptible de múltiples formas sucesivas, mientras que la forma es su realización; la relación entre materia y forma, entre potencialidad y realización, se extiende, pues, por toda la gama del ser, desde la materia prima o pura, que no se puede percibir y que no tiene existencia independiente, hasta la forma pura, que es la que, en el otro extremo de la escala, es la última y la más pura materia que llega a existir.»4 Estas distinciones entre materia y forma, potencialidad y realización, se convirtieron, en el siglo XIII, en clave de la filosofía del ser de Tomás de Aquino, especialmente en su búsqueda de una definición de Dios, en su enumeración de los atributos de Dios y en su trazado de las distinciones entre el creador y lo creado. Otras áreas en las que el pensamiento de Aristóteles tuvo especial importancia durante la Edad Media (seleccionando entre la gama casi increíblemente amplia de sus logros) están en los dominios de la ética, la teoría política, la lógica y la ciencia. En ética y en teoría política, Aristóteles empieza desde la experiencia, observando a la gente en sus relaciones mutuas. En ética, su definición de virtud mantuvo su influencia durante la Edad Media y bastante después. La virtud la define Aristóteles como el término medio entre dos extremos, entre el exceso y el defecto. La virtud de la esperanza, por ejemplo, consistiría en evitar el exceso de una confianza necia y el defecto de la desesperación. Uno de los muchos pensadores
medievales que utilizó directamente esta definición fue Dante, que la emplea al tratar de los avaros y de los pródigos en el Inferno. La teoría política de Aristóteles causó un impacto tremendo en la Europa medieval a partir del siglo XIII. Su creencia en que el hombre es, por naturaleza, un animal político (es decir, un animal que vive en una sociedad organizada) y en que el Estado es una fuerza positiva que proporciona bienestar a la vida, y no simplemente un mal necesario cuyo objetivo es castigar a los delincuentes, tuvo gran impacto en la teoría y en la práctica del gobierno; la visión aristotélica del Estado sirvió para pertrechar a los dirigentes laicos contra las pretensiones de interferencia y de supremacía de los eclesiásticos, convirtiéndose en un elemento importante en la derrota de la idea de una monarquía cristiana universal encabezada por el papa. También los escritos políticos de Tomás de Aquino derivan directamente de principios aristotélicos. En los siglos XII y XIII, los escritores que intentaron ordenar y sintetizar siglos de tradición y un número enorme de textos que a menudo parecían contradictorios entre si, adoptaron el sistema de lógica formal de Aristóteles. La gran compilación del siglo XII de derecho canónico, que conservó su autoridad durante siglos, fue organizada siguiendo los principios de la lógica aristotélica; y obras de síntesis teológica como la Summa Theologiae, de Tomás de Aquino, fueron posibles solamente cuando se recuperó la lógica de Aristóteles. Las obras científicas de Aristóteles fueron consideradas correctas; y aunque se hicieron, durante la Edad Media, algunas matizaciones y pequeñas mejoras a su descripción del mundo natural, sus principios básicos (como el de un universo geocéntrico en que los cuerpos celestes giran en torno a la tierra encajados en esferas cristalinas movidas por el primum mobile, la más exterior de esas esferas) no fueron cuestionados durante el medievo. La insistencia de Aristóteles en la indagación de la causa última de los acontecimientos (es decir, de su objetivo último) siguió siendo la preocupación fundamental de los científicos de la época medieval, con lo que se limitó el alcance de la investigación científica y se subordinó la ciencia a la teología, porque toda discusión de la causa final de una cosa lleva a Dios, creador de todas las cosas. Aunque no fue el único científico venerado en la Edad Media (tanto el astrónomo Ptolomeo como el médico Galeno fueron importantes), Aristóteles fue la autoridad incuestionable en los dominios de la astronomía, la física y la biología.
A Aristóteles, como a Platón, no se le conoció directamente durante gran parte de la Edad Media. Parte de su lógica fue traducida por Boecio en torno al año 500 d. C.; pero la mayoría de sus obras no se conocieron en la Europa occidental entre los siglos VIII y XII. Si se le compara con Platón, su influencia fue relativamente menor hasta que se tomó conocimiento de sus obras a través de traducciones latinas; a partir de ese momento, la influencia de Aristóteles fue enorme. Se dice a menudo, en realidad, que el paso de una perspectiva filosófica esencialmente platónica a otra esencialmente aristotélica es el punto crucial de ruptura en la historia del pensamiento especulativo medieval. No obstante, hay que tener en cuenta, al describir este cambio, que el sistema aristotélico era más una adición que una sustitución del platonismo. Incluso en un pensador tan aristotélico como Tomás de Aquino, los elementos platónicos siguen siendo abundantes y significativos. Lo que ocurre durante la Edad Media con Platón y Aristóteles ocurre también con la mayoría de las demás creaciones de los griegos: no se conocieron directamente. Los escritores medievales veneraron a Homero (Dante le llama el poeta soberano), pero ninguno de los escritores que le elogiaron había leído más que las pocas líneas de la Ilíada o de la Odisea que citan escritores latinos como Cicerón. Conocían a Homero de oídas, y la historia de Troya la sabían por las versiones latinas, en prosa, de dos escritores llamados Dares y Dictis (la versión de Dares era, probablemente, del siglo VI d.C., y la de Dictis del IV d.C.). Asimismo, muchas de las demás formas poéticas que crearon los griegos se conocieron en la Edad Media a través de ejemplos latinos. Catulo, Horacio y Ovidio, y no Píndaro o Safo, proporcionaron modelos de lírica. Tampoco se conocieron ni las tragedias de Esquilo, Sófocles y Eurípides ni las comedias de Aristófanes y Menandro; durante la Edad Media, los modelos de drama clásico vinieron principalmente de las tragedias de Séneca y las comedias de Terencio. Los modelos para escribir historia no vinieron de Herodoto y Tucídides, sino de Salustio, Tito Livio y del biógrafo Suetonio. En arquitectura, como los romanos esencialmente adoptaron y modificaron el orden corintio griego, fue este orden decorativo el que mejor se conoció durante la Edad Media. Por tanto, ya que puede decirse que la influencia griega sobre la época medieval llegó a través de adaptaciones romanas de originales griegos, un legado importante de Roma al mundo medieval y al que le siguió es la transmisión y transformación de las creaciones de los griegos.
Si pensamos en los escritores romanos cuya influencia fue significativa, los nombres variarán según la parte de la Edad Media que analicemos. La lista, sin embargo, sería larga e incluiría a la mayor parte de los autores que hoy día estudian los especialistas en literatura latina, y otros, como Lucano y Estacio, que ya no se estudian demasiado en nuestra época pero que ejercieron enorme influencia sobre los escritores medievales. Si tuviéramos que escoger entre ellos, Cicerón, Virgilio y Ovidio serían los que señalasen mejor el tipo y el alcance de la influencia de los clásicos latinos en la Edad Media. Estos tres hombres geniales, dignos de ser estudiados por sí mismos además de por su influencia posterior, fueron profundos conocedores de los modelos griegos. Cicerón fue un escritor y figura política del siglo I a.C. Tanto la forma como el contenido de sus escritos se estudiaron y se imitaron más que los de ningún otro autor de prosa. Se le consideró el maestro de la retórica latina y su forma de expresión fue un modelo para los estudiantes de las escuelas monásticas y catedralicias, que aprendieron latín imitando concienzudamente los modelos clásicos. Todo el que llegó a monje profeso o a estudiante universitario entró en contacto con Cicerón; e incluso donde la influencia de su pensamiento no fue significativa, su estructura de la frase y su forma de expresión las asimilaron los clérigos cultos de la Edad Media. Sin embargo, fue famoso por algo más que por el estilo de su prosa. Su filosofía estoica, que adaptaba la de la escuela filosófica que surgió en Atenas en el siglo III a.C., hablaba de la necesidad de que la humanidad se adecue a las leyes naturales. Esta filosofía sirvió de apoyo al concepto cristiano de ley natural y a las ideas cristianas sobre la familia humana. Por dar un ejemplo de este aspecto de la influencia ciceroniana, sus escritos sobre la amistad sirvieron directamente de modelo a escritos del siglo XII sobre la amistad monacal; la obra de Elredo de Rievaulx, Sobre la Amistad espiritual se basó en el tratado de Cicerón. Los párrafos que siguen proceden de El sueño de Escipión, fragmento de una obra más larga de Cicerón titulada La República. Aunque la mayor parte del texto de La República fue desconocido durante la Edad Media, el fragmento relacionado con el sueño de Escipión sobrevivió como obra independiente, junto con un comentario del escritor del siglo IV Macrobio, contándose entre las obras más influyentes de Cicerón. En este pasaje, el patriota romano Escipión Africano dice a su nieto: «para inspirarte mayor
aliento y admiración, oh Africano, en la defensa de la república, sabe que todos los que sirven, salvan o engrandecen su patria, tienen en el cielo un lugar definido y cierto donde disfrutarán de felicidad y beatitud sempiterna.»5 El abuelo aprovecha la ocasión para inculcar en su nieto el amor a la virtud: Si llegases, pues a desesperar de volver a este sitio en que están las almas de todos los grandes e insignes varones, ¿qué sería para ti esta gloria humana, que sólo puede durar una exigua parte del año? Así, pues, si quieres fijar tus miradas en las alturas y en el interior de este eterno santuario, desdeña las palabras del vulgo, deja de estar pendiente de ellas y de esperar, por galardón de tus actos humanos, premios y procura que el único atractivo de la virtud te conduzca por sí solo ala verdadera gloria; juzguen los hombres y hablen de ti como les parezca. Sus palabras no traspasan las angostas regiones terrestres que miras, ni su eco se renueva; muere con una generación y se extingue en el olvido de la posteridad. Después que dijo esto, exclamé: Oh Africano, si los que bien merecen de la patria hallan abiertas las puertas de la verdadera gloria, yo, que desde mi infancia he seguido las huellas de mi padre y las tuyas, para hacerme digno de vuestro nombre, seré mucho más cuidadoso en este propósito con la esperanza de tan alta recompensa. Y el Africano me contestó: Lucha sin descanso por conseguirla y sabe que no eres mortal, sino tu cuerpo, porque no eres lo que pareces por su forma. El hombre está en el alma y no en aquella figura que con el dedo puede señalarse. Sabe, pues, que es Dios quien piensa, quien siente, quien recuerda, quien provee, quien rige, modera y mueve el cuerpo, de que es dueño, como también lo es del mundo; quien, como el eterno Dios soberano, mueve el universo, mueve su cuerpo mortal con las energías de su espíritu.6 Una morada celeste como premio a la virtud y la creencia en que el alma es inmortal son temas obvios de este pasaje que fueron fácilmente absorbidos por el universo cristiano medieval. En su contexto primitivo, Cicerón se refería específicamente a la virtud política (está tratando de la recompensa al buen estadista) pero los pensadores de la Edad Media interpretarían este
pasaje en un sentido más amplio, es decir, como si se refiriera a la virtud en general. El sueñovisión, el sueño como forma de iluminación anticipa decenas de poemas medievales de dicho tema. (El comentario de Macrobio fue, por su parte, una de las principales fuentes para la interpretación de diversos tipos de sueño, de su naturaleza, sus orígenes y su relevancia.) El marco del sueño de Escipión, los cielos, entendidos como punto de observación de la tierra y de sus contiendas, y como lugar desde el que comparar la armonía que existe arriba con el caos de abajo, se convertirían también en una especie de lugar común medieval. Un ejemplo de la influencia continua de esta obra es Chaucer, escritor que a finales del siglo XIV se inspira directamente en el Sueño de Escipión al empezar su Parlamento de los necios. El segundo escritor es Virgilio (70I9 a.C.), poeta que vivió en la época de Augusto. Su poema épico la Eneida, inspirado en la Ilíada y en la Odisea de Hornero, ejerció tanta influencia en la forma y en el contenido de la poesía medieval como los escritos de Cicerón en la prosa. El poema describe el viaje de Eneas desde las ruinas de Troya hasta las costas de Italia, donde funda Roma. Su viaje a Roma incluye una parada en Cartago, donde narra la caída de Troya (Libros 2 y 3) y tiene una trágica relación amorosa con la reina cartaginesa Dido (Libro 4), y un viaje por los infiernos para ver a su padre (Libro 6). Estos dos episodios captaron fuertemente la imaginación de los escritores de la Edad Media. Dido se convirtió en un personaje importante de la historia literaria medieval y posterior. El viaje a los infiernos es un modelo directo de Dante, cuyo Inferno utiliza la geografía, el marco y los personajes del infierno virgiliano. Asimismo, en el tratado político de Dante, el De Monarchia, la Eneida es la autoridad más frecuentemente citada y la que le ofrece pruebas clave para sus ideas sobre las relaciones entre las autoridades eclesiástica y temporal. El siguiente fragmento de la Eneida (Libro 6), el encuentro de Eneas y Dido en los infiernos, ejemplifica el conflicto entre los deseos privados y el deber público, que es esencial al poema: Entre éstas la cartaginesa Dido con la herida aún reciente erraba en medio de un gran bosque. Tan pronto como el héroe troyano estuvo junto a ella y la reconoció en la oscuridad de las sombras, como el que en los comienzos de un mes ve o cree haber visto surgir la luna
entre las nubes, estalló en llanto y le habló con dulce voz de enamorado: «Desgraciada Dido, ¿era cierta, pues, la noticia que me había llegado de que habías muerta y de que con el hierro habías llevado tu desesperación hasta las últimas consecuencias?; ¿fui yo, ay, la causa de tu muerte? Te juro por los astros, por los dioses superiores y por la lealtad, si es que hay alguna en las profundidades de la tierra, que abandoné, reina, tus costas contra mi voluntad. Pero las órdenes de los dioses que ahora me obligan a caminar a través de estas sombras, a través de estos lugares repugnantes por el moho, y de la noche profunda me obligaron con sus avisos imperiosos; y no pude pensar que con mi partida te iba a ocasionar este dolor tan grande. Detén tus pasos, y no trates de escapar a mis miradas. ¿De quién huyes? Por decisión del destino es ésta la última vez que puedo hablar contigo.» Con estas palabras trataba Eneas de calmar su alma enfurecida que le lanzaba torvas miradas y de provocar sus lágrimas. Ella con la cabeza vuelta mantenía sus ojos clavados en el suelo y su rostro no se conmovía con este intento de conversación más que si fuese duro sílex o un bloque de mármol de Marpeso. Por fin comenzó a andar precipitadamente y huyó hostil al interior de un bosque sombrío donde su primer esposo Siqueo comparte sus cuidados y corresponde a su amor. Y Eneas conmovido por tan inicua desgracia la sigue a lo lejos llorando y al verla alejarse siente compasión.7 En el viaje de Eneas a su verdadera patria encontró fuertes resonancias el concepto medieval cristiano de peregrinación. La autobiografía espiritual de Agustín, las Confesiones, se traslada de Cartago a Roma, tal vez en directa y consciente imitación del viaje de Eneas. En la Edad Media, y siguiendo una tradición desarrollada en la tarda antigüedad, se escribieron comentarios a la Eneida que trataban alegóricamente el viaje de Eneas, entendiéndolo como un viaje del alma en busca de la sabiduría. Entre los más importantes de estos comentarios medievales está el de Bernardo Silvestre, escrito en el siglo XII. Estos comentarios acrecentaron la enorme fama de sabio que Virgilio tuvo en la Edad Media. También se le vio como profeta, como un pagano que adelantaba las verdades del cristianismo, en buena parte a causa de una interpretación cristiana del siguiente fragmento de su cuarta Égloga:
Ya llegó la última edad anunciada por la Sibila de Cumas; ya empieza de nuevo la serie de los grandes siglos. Ya vuelve Astrea y el reinado de Saturno; una estirpe nueva del alto cielo desciende. Al niño que nace y que dará fin a la edad de hierro y principio a la de oro en todo el mundo protege, ioh, casta Lucila! Reina ya tu Apolo. Siendo tú cónsul, Polión, empezará esta época gloriosa y los años se sucederán esplendorosos. Bajo tu gobierno, serán borrados, si todavía quedan, los vestigios de nuestra antigua maldad y la tierra se verá libre de sus perpetuos temores.8 En la Edad Media, estuvieron convencidos de que reconocían en este fragmento una profecía de la encarnación de Cristo. Asimismo, el hecho de que escribiera en la época de Augusto, la misma del nacimiento de Cristo, apoyaba esta interpretación. No se entendió como mera coincidencia. El tercer escritor es Ovidio (43 a.C.17 d.C.), que también vivió en la época de Augusto. Fue su versión de las narraciones y leyendas de los dioses y héroes de la mitología clásica la que se transmitió a la Edad Media y al período que le siguió, haciendo así posible que se convirtieran en parte de la reserva de tópicos figurativos para la literatura posterior. Su largo poema narrativo, las Metamorfosis, narra las historias de los dioses y de los héroes clásicos desde la creación hasta su tiempo, enlazándolas entre sí mediante el tema del cambio. Por ejemplo, en la narración del rapto de Europa, Júpiter pasa de su forma divina a la de un toro, con el fin de seducir más fácilmente a la doncella Europa. El relato de Pigmalión, del Libro 10 de las Metamorfosis, fue tan popular en la Edad Media como lo es todavía en nuestra época: Pigmalión las había visto vivir en perpetua ignominia, y, disgustado por los innumerables vicios que la naturaleza ha puesto en el alma de la mujer, vivía solo y sin esposa, y llevaba ya mucho tiempo desprovisto de consorte. Por entonces esculpió con admirable arte una estatua de níveo marfil, y le dio una belleza como ninguna mujer real puede tener, y se enamoró de su obra. El rostro es el de una joven auténtica, de quien se hubiera creído que vivía y que deseaba moverse, si no se lo estorbara su recato: hasta tal punto el arte está
escondido por obra del propio arte. La admira Pigmalión y apura en su corazón el fuego por aquel cuerpo ficticio... Había llegado el día de la fiesta de Venus, el más celebrado en toda Chipre, y habían caído, golpeadas en la nívea cerviz, vacas con amables cuernos recubiertos de oro, y humeaba el incienso, cuando Pigmalión, después de realizar su ofrenda, se colocó junto al altar, y empezando tímidamente: «si los dioses podéis darlo todo, yo anhelo que mi esposa sea...» y no atreviéndose a decir «la joven de marfil», dijo «semejante a la joven de marfil». La aúrea Venus, que asistía en persona a sus fiestas, comprendió lo que significaba aquella súplica, y, como augurio de su favorable voluntad, por tres veces se encendió la llama y levantó por el aire la punta. Cuando volvió Pigmalión, va en busca de la imagen de su amada, e inclinándose sobre el lecho le dio besos: le pareció que estaba tibia .... le acerca de nuevo los labios, y también con las manos le palpa los pechos: el marfil, al ser palpado, se ablanda, y despojándose de su rigidez cede a la presión de los dedos y se deja oprimir, como la cera del Himeto se reblandece al sol, y moldeada por el pulgar se altera adquiriendo múltiples conformaciones, y es el propio uso el que la hace útil. Él se queda atónito y vacila en regocijarse y teme ser víctima de una ilusión, y entretanto, inflamado de amor, vuelve una y otra vez a tocar con las manos el objeto de sus ansias. ¡Era un cuerpo! Laten las venas palpadas por los dedos. Entonces es cuando el de Pafos pronuncia palabras elocuentes con las que quiere dar gracias a Venus, y oprime con sus labios, labios al fin verdaderos, y la joven sintió que se la estaba besando y se ruborizó, y levantando tímidamente los ojos y dirigiéndose a los de él, vio, a la vez que el cielo, a su amante.9 Con Ovidio, los pensadores de la Edad Media se vieron obligados a enfrentarse con el problema de si unas narraciones que, evidentemente, no eran verdaderas, resultaban peligrosas o tenían algún valor. ¿Podía transmitir algo valioso para el cristiano medieval la historia de Pigmalión, por no hablar de las de Júpiter y sus aventuras amorosas? Aunque Ovidio, como otros escritores de obras de ficción, fuera tenido, en ciertos sectores, por altamente sospechoso, se le defendió utilizando el concepto de la «mentira hermosa», la idea de que un poeta teje una cobertura externa que, aunque fruto de la imaginación, tapa una verdad interna. Historias falsas
podían enseñar una doctrina verdadera. Aunque la polémica perduró durante toda la Edad Media, esa defensa hizo posible que se escribiera y se disfrutara de la literatura de ficción. Cuando, durante la Edad Media, se volvieron a contar historias como la de Pigmalión y así se hace al final del largo poema alegórico llamado Roman de la Rose (h. 1285) a menudo se las utilizó para fines bastante distintos del primitivo. En ocasiones, se les da un contenido moral y un significado explícitamente cristiano; otras veces las aplicaron a situaciones de su época escritores que vieron en ellas contenidos asociables con su tiempo, de la misma manera que el propio Ovidio había tomado narraciones y leyendas que originariamente procedían de los griegos y las había adecuado al momento en que vivió. Estos escritores se apropiaron libremente de las historias de Ovidio y modificaron algunas veces los objetivos de éstas; a pesar de lo cual, los poetas de la Edad Media (y los posteriores, al menos hasta el siglo XIX) dieron por supuesta la existencia de un conocimiento básico de los principales relatos de la mitología clásica; autores como Jean de Meun (autor de la segunda parte del Roman de la Rose), Dante y Chaucer se inspiraron copiosamente en Ovidio al escribir sus poemas. La obra de Ovidio, como la de Virgilio, fue asimismo objeto de comentarios alegóricos. En la Edad Media, como en la época clásica, la historiografía se consideró una rama de la literatura; y, como ocurría con los demás géneros literarios que hemos tratado, los escritores medievales de historia adoptaron el lenguaje y los temas de la historiografía romana. En la actualidad, muchos estudiosos consideran a Tácito (h. 55h. 120 d.C.) como el mejor historiador de Roma, y, sin embargo, fue casi desconocido en la Edad Media. A Tito Livio (59 a.C.17 d.C.), el gran historiador activo en la época de Augusto, se le rindió un gran respeto en la Edad Media, aunque fue todavía más importante para los escritores republicanos del Renacimiento. Otros dos historiadores romanos fueron, no obstante, bastante bien conocidos e imitados. El primero es el biógrafo imperial Suetonio (h. 69h.140 d.C.). A pesar de sus escandalosas historias de los emperadores, sus doce biografías imperiales fueron importantes modelos de la biografía laica medieval, muy visiblemente de la biografía de Carlomagno de Eginardo. El otro historiador de gran importancia es Salustio (8634 a.C.), contemporáneo de Cicerón cuyas dos obras conocidas tienen un acusado tono moral. Esta es, precisamente, la razón por la que Salustio fue tan popular en la Edad Media, que entendió la historia como una rama de la
ética cuyo propósito era la enseñanza de lecciones morales y la presentación de buenos y de malos ejemplos. La tendencia de los historiadores modernos a evitar los juicios de valor y a no adjudicar acusaciones o elogios es completamente ajena a los historiadores medievales y a escritores clásicos como Salustio. Además, en la Roma antigua y en la Edad Media se consideró qué la ética era parte del estudio de la retórica. Así pues, las convenciones literarias de la historia no fomentaron la simple narración de la verdad literal, sino más bien dieron cabida y favorecieron una cierta reordenación y embellecimiento de los hechos con el fin de hacer más patente su contenido didáctico. Durante la Edad Media, estos elementos de la historiografía antigua se mezclaron con elementos de la narrativa histórica bíblica para justificar la exageración y distorsión de los hechos (en opinión de los historiadores actuales). Nuestra concepción moderna, más «científica» y «objetiva» de la historia, ha llevado a muchos escritores de los siglos XIX y XX a menospreciar la historiografía medieval; solamente si captamos los objetivos y los convencionalismos de esos textos podremos apreciar la grandeza de alguien como Beda el Venerable o Geoffrey de Monmouth. Salustio y Suetonio fueron coetáneos de muchos de los acontecimientos que narran y testigos presenciales de algunos de ellos. En el mundo antiguo se creía que la historia contemporánea era la forma más creativa y más útil de historiografía; durante la Edad Media se convirtió en la forma más importante. Incluso escritores como Beda el Venerable o Gregorio de Tours, que comienzan tratando de un pasado distante, prosiguieron normalmente sus obras hasta el presente, concentrándose en los acontecimientos de su propia época. Un segundo legado importante de Roma al mundo medieval es el derecho. Los griegos teorizaron ampliamente sobre la naturaleza de la ley, pero la ciencia de la jurisprudencia fue realmente inventada durante la creciente complejidad de los últimos tiempos de la República romana. Uno de los productos de esta nueva ciencia es un concepto, cuidadosamente definido, del Estado. Además, los filósofos del mismo período desarrollaron, apoyándose en los griegos, una teoría muy elaborada del derecho natural. Durante la época del Imperio romano, el Estado más extenso y más complejo que había existido hasta entonces, fue necesario modificar las numerosas leyes del Imperio, es decir, ordenarlas y organizarlas para que sirvieran de elemento unificador de un imperio que se extendía desde
Irlanda hasta el Golfo Pérsico. Irónicamente, los principales códigos se compilaron cuando se estaba ya desmembrando el Imperio. Y la codificación más importante del derecho romano se llevó a término después de la caída del Imperio en Occidente. La encargó el emperador bizantino Justiniano (r. 527565) y fue la base del derecho bizantino durante casi mil años. Este código no solamente contenía un gran número de leyes, sino también comentarios a la ley hechos por los más grandes juristas de Roma. Durante varios siglos, el Código de Justiniano fue desconocido en Occidente; aunque un Código menos completo del siglo V, el de Teodosio, fue ampliamente utilizado por los primeros reyes medievales. En el siglo XII fue redescubierto en Occidente el Código de Justiniano. A partir de ese momento, los emperadores lo citan directamente en sus objeciones contra la autoridad eclesiástica; los reyes lo emplearon como modelo al crear sus propios sistemas jurídicos; los legisladores eclesiásticos se inspiraron en él cuando codificaron la ley de la Iglesia, el derecho canónico. En Inglaterra, gran parte del lenguaje de los primeros documentos parlamentarios procede del derecho romano, y lo mismo ocurre en otros países; incluso el sistema de derecho común que se desarrolla en Inglaterra debe al derecho romano bastante más de lo que algunas veces se reconoce. La dependencia medieval del derecho romano es un legado importante de la Edad Media a la Moderna; en el siglo XIX, el Código de Justiniano se utilizó como modelo en Europa y en América. Un tercer legado de Roma es la idea imperial. Roma no fue ni el primer poder que formó un gran imperio ni el primero que valoró las ventajas de un mundo gobernado desde un solo centro. Alejandro Magno había conquistado gran parte del mundo y había hablado de la hermandad universal entre los hombres. Sin embargo, fueron los romanos los que elaboraron esta noción y los que la transmitieron a la posteridad. Y, lo que es más importante, fueron los romanos los que la institucionalizaron. El imperio de Alejandro fue su conquista personal; cuando él murió, el imperio se dividió. Los romanos gobernaron un vasto imperio desde la última etapa de la República (siglo I a.C.) hasta la desintegración del Imperio en Occidente (siglo V d.C.). Es decir, combinaron una idea con un proceso de institucionalización. Efectivamente, los romanos pensaban que gobernar era su mejor arte y su destino. .No hay texto en que quede mejor ilustrado este ideal de Roma como gobernante que en el Libro 6 de la Eneida de Virgilio. Obsérvese lo que el padre de Eneas le dice a su hijo en la visita a los
infiernos, cuando a Eneas le es revelado su propio destino y, con él, el destino de Roma: Otros (lo creo ciertamente) modelarán con mayor habilidad el bronce infundiéndole vida, sacarán del mármol rostros vivientes, defenderán mejor las causas, describirán con el compás los movimientos del cielo y nos hablarán del nacimiento de los astros; tú, Romano, acuérdate de regir a los pueblos con tu imperio (éstas serán tus artes), de imponer las leyes de la paz, de perdonar a los vencidos y domeñar a los soberbios.10 Evidentemente, esto es más una declaración del ideal romano de gobierno que su realidad, pero es un fragmento que se conoció, se citó y se creyó en la Edad Media, un ideal que nadie estaba dispuesto a desechar con facilidad. El concepto de imperio sobrevivió con mucho a la realidad de un mundo mediterráneo unificado. En Oriente, los emperadores bizantinos de Constantinopla se consideraron herederos del Imperio, viendo su ciudad como una Roma nueva (y cristiana). Sin embargo, con los éxitos de Carlomagno, el Imperio fue restaurado en Occidente en la forma llamada Sacro Romano Imperio. Pareció durante algún tiempo que los emperadores de Occidente que sucedieron a Carlomagno continuarían gobernando de hecho además de en teoría, pero no fue éste el caso. No obstante lo cual, mucho después de que el Imperio hubiera dejado de ser el poder político más importante de la Europa Occidental, todavía se seguía considerando al emperador como la cabeza de iure de Occidente. En el tratado De Monarchia, escrito algo después del 1300, Dante confía en que se restablezca la autoridad del Imperio en Occidente; en el Inferno, sitúa a Bruto y a Casio a sendos lados de Judas, en lo más profundo del infierno, porque asesinaron a Julio César, el primer emperador, intentando con ello subvertir el destino imperial de Roma. A mediados del siglo XIV, cuando hacía ya tiempo que los emperadores habían dejado de ser un factor político Importante, un fresco famoso del pintor Andrea da Firenze representaba al emperador como la más alta autoridad política de Occidente. Durante la Edad Media, las fronteras reales del Sacro Romano Imperio variaron frecuentemente, pero el Imperio mismo duró de una forma
u otra hasta 1806. En Oriente, después de la caída de Constantinopla en 1453, los gobernantes de Moscú se declararon herederos de la tradición imperial romana y consideraron a Moscú una tercera Roma; incluso adoptaron el título de los emperadores: caesar, en ruso czar. Un cuarto legado de Roma es la lengua latina; porque, como hemos sugerido ya al hablar de Cicerón, Virgilio, Ovidio y de los historiadores romanos, el latín siguió siendo durante la Edad Media una lengua viva, un área en la que los intelectuales dieron sencillamente por supuesta la continuidad con el pasado clásico. El latín sirvió, efectivamente, de lengua internacional durante la Edad Media. Fue la lengua de la Iglesia y por tanto, virtualmente, la de todos los escritos de carácter religioso, incluida la liturgia. Fue la lengua de las universidades y de las escuelas y, por tanto, de todos los escritos filosóficos. (En los últimos siglos de la Edad Media, se multaba a los estudiantes de las facultades de Oxford si se les cogía hablando cualquier lengua que no fuera la latina dentro del recinto universitario.) Fue la lengua de la literatura, al menos hasta que, durante la Baja Edad Media, se produjo un cambio hacia las lenguas vernáculas: Jean de Meun escribe en francés, Dante en italiano, Chaucer en inglés. El latín siguió evolucionando durante toda la Edad Media, a pesar de que se aprendía imitando modelos de la prosa y de la poesía romanas. El vocabulario cambió al incorporarse al idioma muchas palabras germánicas; cambiaron también el estilo, la sintaxis y la gramática. (La influencia fue, por lo demás recíproca; el estilo, sintaxis y léxico latinos influyeron en las lenguas vernáculas.) Estos cambios son, precisamente, indicio de la vitalidad de la lengua, que da cabida a la expresión de lo que es más específicamente original y propio de la cultura medieval, desde los primitivos himnos cristianos hasta las obras de Tomás de Aquino. Como en tantas otras áreas, la gente de la Edad Media adoptó la lengua de la antigüedad clásica pero la adaptó a sus propias necesidades. Puede afirmarse que fue la recuperación del latín clásico como ideal durante el Renacimiento lo que, progresivamente, convirtió al latín en una lengua artificial. Con su intento de eliminar todos los añadidos postclásicos e imitar directamente a Cicerón en sus obras (en vez de aprender de Cicerón), los humanistas del Renacimiento contribuyeron, en realidad, a su desaparición. Las realizaciones de los pensadores bíblicos y de los pensadores clásicos se dieron por separado. Por ejemplo, el historiador griego Herodoto viajó por el Próximo Oriente y escribió detalladamente sobre los egipcios y los
persas, pero apenas menciona a los judíos. A pesar de que, en la época en que hizo su viaje, ya había sido terminado el Pentateuco y habían tomado forma escrita las profecías de Isaías y de Jeremías. En la época de Augusto, había colonias judías en todo el ámbito mediterráneo y había sido traducido al griego el Antiguo Testamento. Sin embargo, escritores como Virgilio apenas conocieron la historia y la literatura hebreas. Con la difusión del cristianismo a partir de san Pablo, las dos culturas empezaron a influirse mutuamente; Pablo era judío, cristiano, educado a la griega y ciudadano romano. En filosofía, en la idea imperial, en literatura, derecho, en el idioma, en arte y en arquitectura, el legado clásico es una de las fuentes constitutivas de la cultura medieval. En los dos capítulos que siguen examinaremos la difusión y el desarrollo del cristianismo insistiendo en los comienzos de la interacción de las culturas y valores clásicos y bíblicos.
CAPÍTULO TERCERO El cristianismo primitivo A mediados del siglo V, el cristianismo era la religión dominante en el Imperio Romano. La acción de los sínodos y, especialmente, de cuatro grandes concilios, había definido bastante bien la doctrina. La Iglesia había acumulado grandes riquezas y sus dirigentes se contaban entre las personas más importantes del Imperio. En esta época se había formado también un rico corpus de tradición cristiana, que se conservaba en la liturgia, en el arte y en los relatos de sus santos y de sus santas. Para entender este crecimiento y desarrollo extraordinarios, tenemos que remontarnos a los primeros años del cristianismo. Los comienzos del cristianismo Nuestra información sobre los primeros cristianos procede esencialmente de dos fuentes: los Hechos de los Apóstoles y las epístolas de Pablo. Entre las dos ofrecen un cuadro del desarrollo doctrinal e institucional en los años que sucedieron inmediatamente al ministerio terreno de Cristo. Eran pocos los que, al producirse la pasión y la resurrección de Cristo, le aceptaban como hijo de Dios; los Hechos sugieren que no debían de ser más de 120 entre todos. Y, sin embargo, en el plazo de unos pocos años, varios miles de judíos de Jerusalén y su entorno llegaron al convencimiento de que Cristo era el Mesías. Con la conversión y apostolado de Pablo (h. 33 d.C.), llegó la difusión del cristianismo entre los gentiles (no judíos) del oriente mediterráneo. Pablo empezó su ministerio cristiano predicando a Cristo entre los judíos; pero cuando se dio cuenta de que la mayor parte de los judíos no aceptaba sus enseñanzas, actuó en consecuencia: Con franca osadía entonces, Pablo y Bernabé dijeron: A vosotros antes que a los demás era necesario se anunciase la palabra de Dios; mas, puesto que la repeléis y no os juzgáis dignos de la vida eterna, sabed que nos volvemos hacia los gentiles. Porque así nos lo ha ordenado el Señor (Is 49, 6): Te he puesto como luz de las naciones, a fin de que seas para salud hasta el extremo de la tierra. (Hechos 13, 4647).
Pablo enseñó a sus gentiles convertidos al cristianismo que no estaban sometidos a leyes judías como las relacionadas con la circuncisión y la alimentación. Hacia finales del siglo I d.C., la cristiandad ya no estaba centrada en Palestina, aunque esto se debió en gran parte a la destrucción de Jerusalén por los romanos en el 70 d.C., a raíz de una rebelión judía contra la autoridad de Roma. En el año 100, la mayoría de los cristianos eran gentiles. Esta Iglesia predominantemente gentil (la palabra griega ecclesia significa «asamblea») se desgajó pronto completamente del judaísmo y se convirtió en religión independiente. Esto es de máxima importancia en la historia cristiana, porque Cristo era judío, y todos sus primitivos seguidores fueron judíos que practicaban las leyes del Antiguo Testamento. Con el advenimiento de la misión de Pablo entre los gentiles, hubo cristianos judíos que siguieron la Ley y cristianos gentiles que no estuvieron sujetos a ella. Hacia el año 100, las dos religiones, judaísmo y cristianismo, estaban casi totalmente separadas; y se hallan en algunos escritos cristianos de esta época los comienzos del antisemitismo. Esta actitud antijudía arraigó firmemente en la Cristiandad y fue un factor importante en la Iglesia durante toda la Edad Media y mucho después. Un texto temprano que ilustra el comienzo del antisemitismo se encuentra en la carta de san Ignacio de Antioquía (martirizado en el 107) a los de Magnesia: ... Arrojad, pues, la mala levadura, vieja ya y agriada [del Antiguo Testamento], y transformaos en la nueva, que es Jesucristo... Absurda cosa es llevar a Jesucristo en la boca y vivir judaicamente. Porque no fue el cristianismo el que creyó en el judaísmo, sino el judaísmo en el cristianismo, en el que se ha consagrado toda lengua que cree en Dios.11 A pesar de su separación del judaísmo, los cristianos siguieron aceptando el Antiguo Testamento, si bien siguiendo a Pablo en atribuirle un significado específicamente cristiano, es decir, percibieron los acontecimientos del Antiguo Testamento en términos de su relación con la Cristiandad. Quizá hubo ya en vida de Pablo algunos conversos al cristianismo que intentaron combinar su nueva religión con una filosofía que se había desarrollado en la parte oriental del Imperio Romano y se llamaba
gnosticismo. No todos los gnósticos creían en las mismas cosas, pero hay ciertos conceptos generales que les son comunes. El principio básico del gnosticismo es la completa oposición entre el ámbito material y el espiritual; para los gnósticos, todas las cosas materiales eran intrínsecamente malas y todas las cosas espirituales, intrínsecamente buenas. Así, por ejemplo, la visión gnóstica del relato de la creación en el Génesis era que se trataba de un dios malo o de un espíritu rebelde, pues es la narración de la práctica de acciones malas. Los gnósticos interpretaron que el Nuevo Testamento trata de un espíritu puro que aparenta ser humano. Evidentemente, la mayoría de los cristianos consideraron que las interpretaciones gnósticas de la Escritura eran peligrosas y erróneas; y las interpretaciones gnósticas fueron normalmente rechazadas por las comunidades cristianas. Este rechazo de las interpretaciones gnósticas de la Escritura no supuso, sin embargo, la desaparición del gnosticismo filosófico de entre la Cristiandad. En el siglo IV, por ejemplo, el joven Agustín, antes de su conversión al cristianismo, era miembro de un grupo gnóstico llamado de los maniqueos (por su maestro gnóstico Mani). Algunos estudiosos han sostenido que ciertas formas tardías de ascetismo cristiano estuvieron influidas por ideas gnósticas. Y, todavía en el siglo XII, se produjo en el sur de Francia y en el norte de Italia un estallido importante de gnosticismo cristiano llamado movimiento albigense (por la ciudad francesa de Albi) o movimiento cátaro (de la palabra griega que significa «los puros»). El desarrollo de los cargos eclesiásticos Según los Hechos de los Apóstoles, en las primitivas comunidades cristianas existían dos cargos. Uno era el de maestro y predicador del evangelio (el sacerdocio), el otro, el de administrador de los bienes de la comunidad (el diaconado o cargo de diácono). Sin embargo, al crearse comunidades cristianas en ciudades mediterráneas bastante distantes entre sí, se agudizó el problema de la unidad dentro de una comunidad, especialmente donde existían diferencias doctrinales debidas a la influencia gnóstica, o simplemente diferencias de interpretación de determinados puntos de fe. En un principio, resultaba a menudo posible recurrir a personas de gran autoridad, como Pablo. Pero ¿cómo resolver las diferencias y mantener la unidad después de la muerte de los apóstoles?
Una solución al problema de la unidad dentro de una comunidad era designar a un sacerdote como representante y árbitro de la misma, de forma que este sacerdote más importante nombrara (posteriormente ordenara) a los nuevos sacerdotes. A este funcionario se le llamó obispo (del griego episcopos, y de ahí términos como «episcopal» o «episcopado»). De esta manera, la primitiva división bipartita de cargos pasó a ser tripartita: obispo, sacerdote, diácono, y ésta es todavía la estructura básica de la jerarquía eclesiástica. Se planteó, sin embargo, ante estos hombres que no habían recibido encargos directamente de Cristo, como había sido el caso de los apóstoles, la cuestión de la fuente de la autoridad episcopal, y con ella la de la exigencia de obediencia por parte de los obispos. La respuesta a esta cuestión es el principio de la sucesión apostólica, principio que se formuló hacia finales del siglo I. Esta teoría se limita a sugerir que la autoridad que Cristo otorgó a los apóstoles se transmite a sus sucesores si adecuadamente elegidos; es decir, Cristo creó cargos, no se limitó a otorgar autoridad a individuos. El derecho de obediencia de los obispos queda explícito en la carta de Ignacio de Antioquía a una comunidad cristiana de Asia Menor: Y es así pues, sometidos como estáis a vuestro obispo, como si fuera el mismo Jesucristo, os presentáis a mis ojos no como quienes viven según los hombres, sino conforme a Jesucristo mismo, el que murió por nosotros, a fin de que, por la fe en su muerte, escapéis a la muerte. Necesario es, por tanto, como ya lo practicáis, que no hagáis cosa alguna sin contar con el obispo; antes someteos también al colegio de los ancianos, como a los apóstoles de Jesucristo, esperanza nuestra, en quien hemos de encontrarnos en toda nuestra conducta. Es también preciso que los diáconos, ministros que son de los misterios de jesucristo, traten por todos los modos de hacerse gratos a todos; porque no son ministros de comidas y bebidas, sino servidores de la Iglesia de Dios. Es, pues, menester que se guarden de cuanto pudiera echárseles en cara, como de fuego.12 Este documento deja claro que la división tripartita de los cargos eclesiásticos estaba ya establecida a principios del siglo II.
A algunos obispos se les empezó a considerar especialmente importantes porque dirigían comunidades cristianas que antes habían sido encabezadas por los apóstoles; lo cual hacía excepcionalmente directa su sucesión de los apóstoles. Se dio particularmente esta consideración al obispo de Roma (llamado comúnmente, a partir del siglo V, papa, término que procede de una palabra latina que significa padre) porque se creía que Pedro y Pablo habían fundado y dirigido ahí una comunidad cristiana. Y parecería natural orientarse hacia Roma, que era el centro político del mundo. Además, de todas las sedes apostólicas (sedes de obispos), Roma era la única en el Occidente de lengua latina, existiendo en cambio tres en el Oriente griego, a menudo enfrentadas entre sí. Ocasionalmente, otros obispos acudirían al obispo de Roma en busca de consejo, a causa del prestigio de su cargo, el obispo más importante del Imperio, el primero entre iguales. Ya en la última parte del siglo II encontramos una descripción de la especial importancia de la sede de Roma en un tratado de Ireneo, obispo de Lyon († h. 200): Pero como sería muy largo, en un volumen como éste, enumerar las sucesiones de todas las iglesias, nos limitaremos a la Iglesia más grande, más antigua y mejor conocida de todos, fundada y establecida en Roma por los dos gloriosísimos apóstoles Pedro y Pablo, demostrando que la tradición que tiene recibida de los Apóstoles y la fe que ha anunciado a los hombres han llegado hasta nosotros por sucesiones de obispos. Ello servirá para confundir a todos los que de una forma u otra, ya sea por satisfacción propia o por vanagloria, ya sea por ceguedad o por equivocación, celebran reuniones no autorizadas. Porque, a causa de su caudillaje más eficaz, es preciso que concuerden con esta Iglesia todas las iglesias, es decir, los fieles que están en todas partes, ya que en ella se ha conservado siempre la tradición apostólica por (los fieles) que son en todas partes.13 Hacia el siglo V, surgió toda una teoría de altos vuelos sobre la supremacía de la jurisdicción papal. El papa León I (Magno, r. 440461) es quizá el máximo responsable de la teoría de la sucesión de Pedro, apoyo último de las reivindicaciones de soberanía papal. León I sostenía, basándose en Mateo 16, 1819, que Pedro recibió de Cristo poder para gobernar la Iglesia, y que este poder lo heredaron los sucesores de Pedro. Se creía que Pedro
había fundado y dirigido la comunidad cristiana de Roma, y, por tanto, los obispos de Roma eran sus sucesores. En el 451, el Cuarto Concilio Ecuménico (Concilio de Calcedonia) reconoció esta prerrogativa: «Pedro ha hablado por boca de León». León explicó el significado de Mateo 16, 1819 en un sermón que predicó en el tercer aniversario de su acceso al papado: La disposición querida por la Verdad se mantiene, pues, y san Pedro, perseverando en la solidez que ha recibido, no ha abandonado el gobernalle de la Iglesia puesto en sus manos. Porque ha sido ordenado antes que los otros por el hecho de llamarse Pedro, proclamado fundamento, constituido en portero del Reino de los cielos, proclamado árbitro para atar y desatar en juicios cuyo desenlace deberá esperar hasta el cielo, porque allí se nos muestra, por los misterios mismos de estos títulos, cuál era su intimidad con Cristo. En el presente, cumple más plena y más eficazmente las tareas que le han sido confiadas y todo lo que afecta a sus funciones y a su solicitud lo cumple en aquel y con aquel por el cual ha sido glorificado. Así pues, si hay algo que nosotros hacemos bien, si decidimos algo bien, si obtenemos por nuestras oraciones cotidianas algo de la misericordia de Dios, todo ello es por obra del trabajo y de los méritos de aquel cuyo poder sigue viviendo, cuya autoridad sigue manifestándose en su Sede... Pues Pedro dice cada día en toda la Iglesia: Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo (Mt 16, 16) y toda lengua que confiesa al Señor queda imbuida del magisterio de su voz.14 Esta teoría que propone León I es, en cierto sentido, la aplicación concreta del principio de la sucesión apostólica, es decir, la autoridad que Cristo otorgó específicamente a Pedro se otorga específicamente a los sucesores de Pedro en su calidad de dirigentes de la Iglesia de Roma. Es importante observar que León I no reivindica la infalibilidad personal, sino la jurisdicción universal dentro de la Iglesia. Esto quiere decir que él se convierte en autoridad definitiva a la hora de resolver disputas entre obispos, querellas en las elecciones a cargos eclesiásticos y otras controversias. Cristianismo y paganismo
Casi todos los primeros cristianos procedían de las capas más bajas de la sociedad, incluidos muchos esclavos. La inestabilidad que sufre el Imperio después del año 180 y la visión del mundo, cambiante y en general más pesimista, que se desarrolla a fines del siglo II y durante el III, crearon un contexto favorable a la conversión al cristianismo de cantidades importantes de personas cultas y socialmente bienestantes. Los conversos cultos no abandonaron los conocimientos que habían adquirido en las escuelas paganas, y esto les llevó con frecuencia a interesarse en definir las relaciones entre la cultura pagana y la revelación cristiana. Hacia finales del siglo II, Justino mártir pensaba que muchos de los conocimientos de los grandes pensadores paganos era compatible con las enseñanzas del cristianismo. Creía incluso que hombres como Sócrates habían recibido de Dios una porción limitada de revelación y que, como los grandes personajes del Antiguo Testamento, eran «cristianos antes de Cristo». 15 Fue en Alejandría, el gran centro del saber griego, donde el estudio de las obras paganas y los métodos de investigación crítica desarrollados por los griegos fueron puestos al servicio del cristianismo. Sus bases las había echado un grupo de filósofos judíos que hablaban griego, el más importante de los cuales fue Filón (20 a.C.50 d.C.), filósofos que trataron de reconciliar la tradición hebrea con el pensamiento griego. Orígenes († 254) fue, entre los cristianos, el que más influyó en esta evolución. Algunas de sus especulaciones teológicas, por ejemplo su creencia en qué, al final, se salvaría todo el mundo, llevaron a controversias sobre sus obras que duraron siglos. Se dieron varias condenas del origenismo, en parte porque sus seguidores fueron, frecuentemente, más allá de las palabras de Orígenes. Aquí trataremos de tres facetas de la obra de Orígenes que influyeron en el desarrollo del pensamiento cristiano. En primer lugar, su firme creencia en el uso de la razón y, por tanto, en el conocimiento por los cristianos de la cultura pagana. Esta es una respuesta de Orígenes a una carta de elogio que le dirigió uno de sus alumnos: Tu capacidad podría hacer de ti un perfecto jurisconsulto romano o un filósofo griego de una de esas escuelas consideradas insignes. Pero yo querría que dedicaras todas esas fuerzas de tu valioso carácter a la doctrina cristiana como tu fin, y para lograr esto yo te pediría que tomes de la filosofía griega lo que pueda ser complementario o preparatorio al cristianismo; también de la geometría y astronomía, lo
que contribuya a la interpretación de las sagradas escrituras, con el fin de que lo que dicen los filósofos de la geometría, la música, la gramática, la retórica y la astronomía, que son las auxiliares de la filosofía, podamos decirlo nosotros de la filosofía con respecto al cristianismo.16 En segundo lugar, Orígenes reconoció la necesidad de textos correctos y de traducciones de la Escritura. Su empleo de los instrumentos de la crítica textual ejerció gran influencia, en general, sobre los escritores y, concretamente, sobre san jerónimo. En tercer lugar, Orígenes fue un gran intérprete de la Escritura. Rechazó la simple lectura literal, porque, como intelectual, reconoció discrepancias históricas e imposibilidades evidentes; en realidad, destacó, como muy importantes, los niveles alegóricos de interpretación*: Tenemos que darnos cuenta de otra cosa. El principal objetivo de la Escritura es revelar la estructura coherente que existe a nivel espiritual en términos tanto de acontecimientos como de mandamientos. Cuando la palabra [Cristo] consideró que los acontecimientos a nivel histórico correspondían con esas verdades místicas, las utilizó, escondiendo de la multitud el significado más profundo. Pero en esos puntos del relato donde la realización de acciones concretas, según estaba ya escrito, no correspondía con el esquema de las cosas a nivel intelectual. La Escritura entretejió en la narrativa, en atención a las verdades místicas, cosas que no sucedieron nunca, cosas a veces que nunca hubieran podido suceder, cosas a veces que pudieron suceder pero no sucedieron... No es sólo en la relación de acontecimientos acaecidos antes de la venida de Cristo que el Espíritu organizó las cosas de esta manera. Porque es el mismo Espíritu y procede del Dios único, ha obrado de la misma manera con los evangelios y con los escritos de los apóstoles. Incluso éstos contienen un texto que no es correcto en todos sus puntos; pues están entretejidos en él acontecimientos que no ocurrieron en su sentido literal. Ni tampoco es enteramente *
No he podido localizar estos fragmentos del De Principiis en la Patrología griega; traduzco, por tanto, del inglés.
razonable el contenido de la ley y de los mandamientos que en ellos se encuentran.17 La idea de que la Escritura, especialmente el Antiguo Testamento, contiene elementos alegóricos, puede remontarse a Pablo. Sin embargo, Orígenes concibió una aproximación racional sistemática para interpretar alegóricamente la Escritura; y va más allá que la mayoría de los Padres de la Iglesia (término general para designar a todos los escritores cristianos ortodoxos anteriores al año 600 aproximadamente) al admitir la posibilidad de que incluso el Nuevo Testamento contenga material que sea históricamente falso. Los comentaristas bíblicos posteriores se inspiraron ampliamente en Orígenes al presentar sus propias teorías de exégesis bíblica. Tanto Jerónimo como Agustín se sirvieron de interpretaciones alegóricas, procedentes a menudo directamente de Orígenes, pero combinadas con la firme creencia en la veracidad literal de la Escritura. No todos los cristianos sintieron hacia la cultura pagana el entusiasmo de Justino o de Orígenes. Un escritor norteafricano de lengua latina llamado Tertuliano († h. 220) creía que la veracidad de la Escritura superaba de tal forma a la de los escritos paganos que hacía que éstos resultaran innecesarios. Sostenía también que los cristianos deberían separarse lo más posible de la sociedad pagana, con el fin de no ser corrompidos por ella: ¿Qué tienen en común Atenas y Jerusalén, la Academia y la Iglesia? ... Nosotros, desde jesucristo, no tenemos necesidad de curiosidad, ni, desde el evangelio, de investigación ...* Decidme, ¿cuál es el sentido de este prurito por especulaciones inútiles? ¿Qué es lo que prueba esta afectación inútil de una exigente curiosidad, a pesar de la profunda confianza en sus aseveraciones? Fue muy adecuado que Tales, mientras sus ojos escrutaban los cielos en observación astronómica, se cayera en un pozo. Esta desgracia puede servir para ilustrar el destino de todos los que se ocupan de las estupideces de la filosofía.18
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N. de la T.- Hasta aquí el fragmento del De praescriptione haereticorum que he podido localizar en la edición que cito en nota 8; traduzco el resto del inglés.
Tertuliano no sólo rechazó la cultura clásica sino que parece rechazar la razón misma en su famosa frase: «creo porque es absurdo».19 Sin embargo, incluso en el lenguaje mismo de sus condenas, Tertuliano se sirvió de la invectiva y de la sátira desarrolladas por escritores latinos paganos, aunque la volvió contra esos mismos paganos. Otros escritores latinos Posteriores, como jerónimo, que fue una figura esencial en el desarrollo del latín medieval, siguieron el ejemplo de Tertuliano en su empleo del estilo de los autores paganos. Tertuliano y Orígenes son, quizá, dos extremos opuestos en su actitud hacia las creaciones del mundo pagano. La mayoría de los escritores que influyeron en la Edad Media, como jerónimo o Agustín, se mantienen en un punto intermedio. Pues, aunque en formas diversas, el debate en torno al valor para los cristianos del saber pagano prosiguió durante toda la Edad Media. Esta cuestión ocupó el centro de disputas como las que sostuvieron, en el siglo XII, Bernardo de Clervaux y Pedro Abelardo, o, en el XIII, ciertos teólogos franciscanos y dominicos. Persecución y triunfo La Iglesia primitiva tuvo que afrontar la persecución. Al propio Cristo le hizo matar un gobernador romano ante la insistencia de los dirigentes judíos de Jerusalén. En Jerusalén, los apóstoles y sus seguidores corrieron peligro de persecución cuando llegaron a ser lo suficientemente numerosos como para que los dirigentes religiosos los consideraran una amenaza para el judaísmo. El primer mártir cristiano fue el diácono Esteban, asesinado por los judíos hacia el año 35. Este primer relato de un martirio lo recoge Lucas en los Hechos de los Apóstoles: Y gritando a grandes voces, se taparon los oídos y se precipitaron todos con un mismo furor contra él; y habiéndole sacado a empellones fuera de la ciudad, le apedreaban. Y los testigos depusieron sus mantos a los pies de un joven llamado Saulo. Y seguían apedreando a Esteban, que rogaba y decía: Señor Jesús, recibe mi espíritu. E hincando las rodillas, clamó con grande voz: Señor, no les demandes este pecado. Y esto dicho, descansó en paz. (Hechos, 7, 5760)
Las últimas palabras de Esteban están para recordar al lector las de Cristo, que murmuró desde la cruz parecidas palabras de perdón para sus asesinos. Santiago fue el primero de los apóstoles en ser martirizado, hacia el año 44, asimismo en Jerusalén. La más famosa de las persecuciones tempranas contra los cristianos, y la primera decretada por un emperador romano, se produjo en la época de Nerón. Algunos le habían acusado de provocar un gran incendio en Roma, en el año 64, y necesitaba un chivo expiatorio. Acusó entonces del incendio a la comunidad cristiana, todavía pequeña, débil e impopular. La persecución se limitó a la ciudad de Roma y no pretendió hacer desaparecer la religión que acababa de nacer. Es probable, sin embargo, que Pedro y Pablo fueran martirizados durante esta persecución, Pedro en el circo de Nerón, en un lugar llamado el Vaticano, donde, cuatrocientos años más tarde, sería construida en su honor una gran basílica. Después de Nerón, durante casi doscientos años hubo persecuciones dispersas contra los cristianos, siempre breves y muy localizadas. La mayoría se dieron como respuesta a problemas locales (una mala cosecha, por ejemplo, que el pueblo creería consecuencia de un castigo de los dioses romanos por tolerar no creyentes entre ellos) o porque los cristianos se diferenciaban mucho de los demás ciudadanos romanos. En general, los cristianos se negaron a servir en el ejército, a participar en las crueles diversiones que tanto gustaban a las masas y a ofrecer sacrificios a las divinidades romanas (lo que era un acto tan patriótico como religioso). A veces, a los cristianos se les amenazaba obligándoles a acudir a interrogatorios. La actitud del emperador Trajano (r. 98117) es, probablemente, típica de la política imperial de este período con los cristianos. En el texto que sigue, contesta a un gobernador provincial que se había mostrado preocupado por el «problema» cristiano: Has obrado como debías, Secundo, al examinar las causas de los que condujeron ante ti como cristianos. En efecto, no puede fijarse nada en general que pueda tomarse como regla segura. No han de ser buscados: si los llevan a tu presencia y admiten la acusación, hay que castigarlos, pero de forma que el que niegue que es cristiano y lo pruebe de hecho, es decir, suplicando a nuestros dioses, por más que sea sospechoso su pasado, obtenga el perdón con su
arrepentimiento. Las denuncias anónimas no deben ser tenidas en cuenta en ningún crimen. Pues esto sería un precedente pésimo e impropio de nuestra época.20 Entre los mártires del siglo II está Ignacio de Antioquía († 107). En las cartas que se han conservado habla dé su deseo de morir por su fe, de su convicción de que el martirio era el camino del cielo más seguro y de su reconocimiento de que morir por Cristo era la imitación más cercana posible a su propia pasión: De nada me aprovecharán los confines del mundo ni los reinos todos de este siglo. Para mí, mejores morir en Jesucristo que ser rey de los términos de la tierra. A Aquel quiero que murió por nosotros. A Aquel quiero que por nosotros resucitó. Y mi parto es ya inminente. Perdonadme, hermanos: no me impidáis vivir; no os empeñéis en que yo muera; no entreguéis al mundo a quien no anhela sino ser de Dios; no me tratéis de engañar con lo terreno. Dejadme contemplar la luz pura. Llegado allí, seré de verdad hombre. Permitidme ser imitador de la pasión de mi Dios. Si alguno la tiene dentro de sí, que comprenda lo que yo quiero y, si sabe lo que a mí me apremia, que haya lástima de mí.21 Otro mártir del siglo II es Policarpo († 155). Se conserva un excelente relato de su martirio, aunque quizá el aspecto más importante del texto sea la descripción de lo que los piadosos cristianos hicieron después de su muerte: De este modo, por lo menos, pudimos nosotros más adelante recoger los huesos del mártir, más preciosos que piedras de valor y más estimados que oro puro, los que depositamos en lugar conveniente. Allí, según nos fuere posible, reunidos en júbilo y alegría, nos concederá el Señor celebrar el natalicio del martirio de Policarpo, para memoria de los que acabaron ya su combate y ejercicio y preparación de los que tienen aún que combatir.22 Este texto sugiere que, ya en el siglo II, había interés por conservar las reliquias (restos materiales) de una persona santa, y se conmemoraba el
día de su muerte (su nacimiento en el cielo). Durante la Edad Media, la conmemoración de la festividad de los santos, especialmente de los mártires, y la veneración de reliquias son dos de las formas más importantes de piedad popular. Las reliquias fueron algo muy buscado, algo que se compró, se regaló y se robó. Se miraba a las reliquias como algo a través de lo cual se realizaban innumerables milagros. Aunque otras muchas razones favorecieron el desarrollo del culto a los santos y a las reliquias, podemos remontar sus raíces tan allá como mediados del siglo II. Un santo es alguien que está en el cielo y, por tanto, posee eternamente el favor de Dios. Desde el siglo I, se supone que los cristianos que murieron martirizados iban al cielo, y el texto antes citado de Policarpo sugiere que, al menos hacia mediados del siglo II, se consideraba útil conservar y venerar sus restos terrenales. En esta época no existía un proceso formal de canonización (el proceso mediante el cual se declaraba santo a alguien); la realidad del martirio era suficiente motivo de veneración. Al concluir en el siglo IV las persecuciones a gran escala, se amplió la definición de santidad hasta incluir a los que profesaban el cristianismo y vivían una vida cristiana ejemplar. A este tipo de. santos se les llama confesores. Antes del siglo XII, la canonización variaba entre unas zonas y otras, surgiendo cultos locales en virtualmente todas las catedrales y monasterios. Normalmente, hacer santo a alguien no implicaba mucho más que colocar sus reliquias en un lugar donde pudieran ser veneradas y proclamar la santidad de esa persona. Desde el siglo XII hasta la actualidad, canonizar es una prerrogativa del papa, que es el que recoge pruebas de santidad y declara santa a una persona en todo el ámbito de la Iglesia. En el año 250, bajo el emperador Decio, apareció un tipo nuevo de persecución. Ordenó, bajo pena de muerte, que todos los ciudadanos del Imperio ofrecieran sacrificios a las divinidades romanas. Se pretendía con este decreto extirpar el cristianismo. Afortunadamente para los cristianos, esta persecución duró poco porque Decio murió en el 251. Sin embargo, en el 258, el emperador Valeriano decretó una persecución parecida, que duró hasta el 261. Entre las víctimas de esta persecución se hallaba el diácono Lorenzo. Su história y la de otros mártires fueron muy populares durante toda la Edad Media, a juzgar por la frecuencia de su aparición en escultura, pintura y vidrieras. Su vida se reescribió y se embelleció una y otra vez. Veamos, por ejemplo, una versión procedente de la Leyenda Dorada de
Santiago de la Vorágine, colección del siglo XIII de vidas de santos que tuvo enorme popularidad: Tras la ejecución de Romano, el emperador pasó un aviso a Hipólito diciéndole que aquella misma noche le llevara de nuevo a Lorenzo. También yo soy cristiano, decía a voces una y otra vez, llorando, Hipólito, a quienes le transmitieron el aviso de Decio. Pero Lorenzo, tratando de tranquilizar a Hipólito, le dijo: Por ahora calla, y sigue guardando el secreto de que crees en Cristo; mas permanece atento a mi llamada, porque te llamaré, y cuando te llame acude prestamente y haz lo que te dijere. Al llegar Lorenzo al tribunal donde le aguardaba el emperador, advirtió que había en la sala, convenientemente preparados, varios instrumentos de tortura. Nada más llegar, Decio le dijo: Esta es la última oportunidad que te doy: o adoras a los dioses o esta misma noche morirás, víctima de los tormentos que vamos a aplicarte. Lorenzo contestó: Esta noche, dices? Para mí no es de noche, puesto que veo todas las cosas bañadas de luz, sin sombras ni oscuridad alguna. ¡Traed la cama de hierro y acostad en ella a este obstinado! gritó irritado Decio. Acto seguido trajeron una gran parrilla, desnudaron a Lorenzo, tendiéronlo sobre ella, pusieron bajo el enrejado montones de brasas en tanta cantidad que los carbones encendidos llegaban hasta tocar la carne del mártir; luego, con horcas de hierro, hacían presión sobre su cuerpo y lo removían para que el contacto con el fuego fuese permanente. Mientras tan cruelmente lo torturaban dijo el santo a Decio: ¡Miserable! Toda esta lumbre que has preparado para atormentarme me está sirviendo de refrigerio. Pero escucha lo que te digo: otra lumbre te abrasará a ti eternamente en el infierno. El Señor sabe que he sido acusado de ser siervo suyo y que no lo he negado; que cuando me han preguntado si creía en Él, siempre he dicho que sí, como sabe que, ahora mismo, mientras me estáis quemando, continúo bendiciendo su nombre y dándole gracias por ello.
Luego, volviendo su cabeza hacia donde estaba el emperador, díjole en tono festivo: Oye, pobre hombre: de este lado ya estoy asado; di a tus esbirros que me den la vuelta; acércate a mí, corta un trozo de mi carne y cómelo, que ya está a punto para ello. Después tornó a su oración y exclamó: ¡Gracias Señor, por haberme abierto las puertas de tu reino y por considerarme digno de entrar en él! Mientras decía estas últimas palabras entregó su espíritu a Dios.23 El género literario que relata las vidas de los santos se llama hagiografía (del griego hagios, «santo» y de graphein, «escribir»). La hagiografía fue extraordinariamente popular durante la Edad Media. Son narraciones llenas de color, con mucha acción y muchas aventuras. A los buenos y a los malos se les distinguía tan bien como cuando, hoy día, aparecen con sombrero blanco o sombrero negro en las películas del Oeste. Estos relatos no pretendían ser biografías de personas santas, sino modelos de edificación espiritual, de virtudes, y ejemplos idealizados que sirvieran para la imitación. El desinterés por la precisión histórica era evidente en el texto antes presentado, en que el autor pone como emperador a Decio, luego a Valeriano, y luego a Decio otra vez.* Incluso el turista de paso que visite las iglesias y los museos de Europa observará muestras de la enorme popularidad que las vidas de santos tuvieron durante la Edad Media. Este interés, sin embargo, fue algo más que mero entretenimiento y ejemplo para las masas. Los más grandes escritores de la Edad Media, entre ellos Bernardo de Clervaux, Buenaventura y Chaucer, escribieron o reescribieron también ellos vidas de santos. Y, lo que es asimismo importante, los convencionalismos de la hagiografía fueron frecuentemente adoptados por los géneros literarios laicos. La Iglesia cristiana en expansión superó las persecuciones de Decio y de Valeriano, y fue dejada más o menos en paz durante los cincuenta años siguientes. Se sabe, en realidad, que en la segunda mitad del siglo In fueron construidos algunos edificios para el culto cristiano. Pero al emperador Diocleciano (r. 284305), que hizo mucho en favor de la *
N. de la T. No aparece esta contradicción en la traducción castellana de La Leyenda Dorada.
reconstrucción del Imperio Romano, le preocupó que la lealtad primaria de los cristianos no fuera para el estado, e inició en el 303 las persecuciones más serias y de mayor alcance; éstas continuaron, con algunas interrupciones, hasta que su sucesor Constantino promulgó el Edicto de Milán en el 313. Miles de cristianos murieron en el intento de Diocleciano de liberar al Imperio del cristianismo y fueron destruidos muchos libros y muchas propiedades de la Iglesia. De su persecución proceden, también, algunos de los mártires más famosos de la Iglesia, entre ellos Lucía, Margarita, Catalina de Alejandría, Vicente y Sebastián. Nos da, quizá, el mejor cuadro de lo que estuvo en juego un relato del encuentro de un obispo con los perseguidores, relato escrito por un contemporáneo: Díjole el administrador Magniliano: ¿Eres tú el obispo Félix? Félix, obispo, contestó: Yo soy. El administrador Magniliano dijo: Entrega los libros o códices que tengas. El obispo Félix contestó: Los tengo, pero no los entrego. El administrador Magniliano dijo: Entrega los libros, a fin de que puedan ser echados al fuego. Félix, obispo, contestó: Antes preferiría que me quemaran a mí vivo que no las Escrituras divinas, porque más vale obedecer a Dios que a los hombres. El administrador Magniliano dijo: Antes es lo que han mandado los emperadores que no lo que tú hablas. El obispo Félix dijo: Antes es el mandato del Señor que el de los hombres.24 Después de la abdicación de Diocleciano en el 305, se produjo una guerra civil entre varios pretendientes al título imperial. Entre éstos estaba Constantino, hijo de uno de los césares (emperadores auxiliares) de Diocleciano. Su ejército lo proclamó emperador en York, Inglaterra en el 306; pasó a gobernar efectivamente la parte occidental del Imperio sólo después de derrotar a su rival Majencio en la batalla de Puente Milvio, librada a las afueras de Roma en el 312, y no gobernó en la totalidad del
Imperio Romano hasta el 323. Según la tradición, la víspera de la batalla Constantino tuvo una visión de la Cruz y oyó una voz que le decía que conquistaría por este signo. A la mañana siguiente, hizo marcar el monograma de Cristo en los escudos de sus soldados. Al margen de la precisión histórica de esta narración popular, lo cierto es que Constantino y su coemperador promulgaron el Edicto de Milán en el 313, poniendo fin a la persecución de Diocleciano y declarando tolerancia para todas las religiones. En los años que siguieron al edicto, Constantino se aproximó progresivamente al cristianismo, aunque no se bautizó hasta justo antes de su muerte en el 337. Entre sus favores al cristianismo están la proclamación de la festividad del domingo, la supresión del castigo de marcar la cara con hierro candente, porque las personas están hechas a imagen de Dios, la concesión al clero de exenciones de servicio al Estado, y donaciones de edificios y propiedades a la Iglesia. Aunque algunos historiadores han sostenido que la conversión de Constantino al cristianismo tuvo motivos políticos e, incluso quizá que no fue más que una medida política, parece que no hay razones suficientes para dudar de la sinceridad de su adhesión al cristianismo. Pero si Constantino esperaba que el cristianismo daría cohesión a su Imperio, pudo comprobar, poco después del Edicto de Milán, que existían serias divisiones internas en la Iglesia. Un punto de discordia surgió directamente de la persecución de Diocleciano. Frente a la actitud de Félix, hubo clérigos que entregaron a las autoridades romanas libros cristianos para que los quemaran y que, incluso, ofrecieron sacrificios a los dioses paganos para salvarse de la condena a muerte. Después de la persecución, algunos de estos sacerdotes y obispos quisieron recobrar sus cargos en la Iglesia. En el Norte de África, se planteó una disputa porque algunos cristianos (Ilamados más tarde donatistas, por Donato, obispo que sustituyó a uno de los «traidores») se negaron a reconocer a esos «traidores» como sacerdotes y obispos. El obispo de Roma, en un sínodo de obispos que se reunió en Francia, y el propio Constantino (en el 316, mucho antes de ser bautizado) condenaron el donatismo; el emperador se sirvió incluso de su poder imperial para intentar acabar con él. Es éste el primer ejemplo de un emperador utilizando su autoridad política para intentar resolver una controversia esencialmente interna y teológica entre los cristianos. A pesar del apoyo imperial constante a la postura ortodoxa, el donatismo persistió en el Norte de África hasta que los musulmanes lo conquistaron en el siglo
VII. En el siglo V, el obispo norteafricano Agustín fue un acérrimo enemigo del donatismo y escribió sólidos tratados a favor de la postura ortodoxa. El donatismo y la postura ortodoxa representan dos concepciones contrapuestas de la naturaleza de la Iglesia. Los donatistas entendían la Iglesia como una comunidad de santos, los agraciados de Dios, de la que quedaban excluidos los pecadores. Por su parte, la postura ortodoxa se basaba en una concepción más amplia de la Iglesia, entendiéndola como un cuerpo mixto de santos y pecadores, todos los cuales se beneficiaban' de la comunidad y de los sacramentos. Además, creían que el clero administraba válidamente los sacramentos aunque el individuo no fuera de buenas costumbres; en último término, era Cristo el que administraba los sacramentos, y él podía conceder gracia en los mismos incluso mediante agentes indignos. La victoria de la postura ortodoxa tuvo enorme importancia para el desarrollo de la Iglesia, que durante la mayor parte del medievo tuvo por miembros a virtualmente toda la población de la Europa Occidental. Sin embargo, ocasionalmente, cuando durante la Edad Media los reformadores eclesiásticos atacaron la corrupción del clero, llegaron muy cerca de la postura donatista. Entre éstos están el cardenal Humberto, reformador del siglo XI, y el teólogo inglés del XIV John Wyclif. También una serie de herejías populares en la Edad Media defendieron principios donatistas. El problema donatista no fue, sin embargo, el problema teológico más importante que tuvo que afrontar Constantino. Un sacerdote de Alejandría llamado Arrio († h. 336) sostuvo que Cristo no era coeterno con el Padre sino con el primer fruto de la creación: «Hubo un tiempo en que él [Cristo] no existía». Acentuó las diferencias entre Dios Padre y Dios Hijo y habló de ellos como si fueran de distinta «substancia», término filosófico que en términos modernos se traduciría por «esencia», o «ser». Animado por sus consejeros eclesiásticos, Constantino convocó un concilio de obispos, casi todos ellos procedentes de la parte oriental del Imperio, que se reunió en Nicea (Asia Menor) en el 325. El propio Constantino presidió este encuentro, al que se llama ahora Primer Concilio Ecuménico (de la palabra griega que significa «el mundo habitado»), a pesar de que todavía no había sido bautizado. El concilio condenó el arrianismo y aprobó una cláusula definiendo la correcta relación entre Dis Padre y su Hijo, cláusula que probablemente sugirió el propio Constantino, aunque basada en los consejos de sus obispos de confianza. Esta fórmula fue incluida en una
declaración de fe llamada Credo de Nicea (del latín credere, que significa «creer»). A este credo se hicieron adiciones importantes en el Segundo Concilio Ecuménico, que se reunió en Constantinopla en el 381, adiciones que deban mayor importancia al Espíritu Santo como parte de la Divinidad y que más tarde fueron introducidas en Occidente. Vale la pena presentar por entero su versión final. El credo es importante no sólo porque condena al arrianismo y proclama sólidamente la Trinidad, sino también porque fue incorporado a la Misa durante la Edad Media, convirtiéndose con ello en la principal declaración de fe que hicieron los creyentes en Occidente (va en cursiva la parte que contiene la condena del arrianismo). El Credo está dividido en cuatro partes; una afecta a cada uno de los miembros de la Trinidad y la cuarta a la Iglesia: 1 Creemos en un Dios 2 Padre Todopoderoso 3 Hacedor de todo lo visible e invisible; 4 y en un Señor Jesucristo, 5 el Hijo de Dios, 6 Unigénito engendrado del Padre, 7 es decir, de la sustancia del Padre, 8 Dios de Dios, Luz de Luz, 9 Dios verdadero de Dios verdadero, 10 engendrado, que no hecho, consustancial al Padre, 11 por quien todo fue hecho 12 lo que está en el cielo y lo que está en la tierra; 13 quien por nosotros los hombres 14 y por nuestra salvación bajó 15 y encarnó, se hizo hombre, padeció, 16 y resucitó al tercer día 17 subió a los cielos, vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos; 18 y en el Espíritu Santo.25 Muchos seguidores de Arrio se mantuvieron fieles a sus creencias después de Nicea, y un número importante de obispos que firmaron la fórmula nicena retornaron más tarde al arrianismo. El propio Constantino se inclinó hacia el arrianismo después de Nicea y, en el 337, fue bautizado por un
obispo arriano en su lecho de muerte. Sus tres hijos, que gobernaron entre el 337 y el 361, fueron arrianos; y hubo breves períodos en que los nicenos parecían estar ser minoría, teniendo incluso que afrontar persecución como herejes. En términos generales, el arrianismo quedó confinado a Oriente; el Occidente de habla latina fue sólidamente niceno. En las décadas del 360 y 370, el péndulo se decidió otra vez por la posición nicena; y el Segundo Concilio Ecuménico, que se celebró en Constantinopla el 381, volvió a condenar el arrianismo. Fue éste su golpe de muerte en el Imperio Romano. El arrianismo tendría todavía, sin embargo, un gran impacto en la historia de la Iglesia y en la historia de la temprana Europa medieval. Entre los dos concilios ecuménicos que condenaron el arrianismo, el misionero Ulfila (h. 311383), al que había enseñado su cristianismo y consagrado obispo un arriano, llevó por primera vez el cristianismo a los godos germanos que vivían fuera del Imperio. Por tanto, los germanos tomaron contacto con el cristianismo en su forma arriana. Más tarde, los godos penetraron en el Imperio Romano y finalmente ocuparon y gobernaron partes importantes del mismo. También se hicieron arrianas las tribus germanas de los vándalos, burgundios y lombardos. En conjunto, estas tribus gobernaban en la mayor parte del Imperio Romano de Occidente en torno al año 500; los godos controlaban la mayor parte de Italia y de España, los vándalos estaban en el Norte de África y los burgundios ocupaban parte de la Galia (Francia). Al analizar las invasiones germánicas, es importante recordar que los germanos eran una amenaza religiosa, además de una amenaza política. Los obispos nicenos, entre los que estaba el obispo de Roma, se vieron rodeados de gente a la que consideraban herejes peligrosos. Algunos de los jefes germánicos persiguieron a cristianos nicenos. El obispo del siglo VI, Gregorio de Tours, narra la historia de un mártir niceno en la España arriana: En la misma época, Trasamundo organizó una persecución contra los cristianos y, para que se convirtiera a la perfidia de la secta arriana, oprimía con tormentos y con numerosas muertes la entera Hispania. Sucedió que una joven, religiosa y muy rica y que pertenecía, según la dignidad del siglo, a la nobleza senatorial, que practicaba la fe católica y, lo que es más importante, que servía a Dios omnipotente de forma irreprochable, fue por esto llevada a juicio...
Cuando la obligaron a sumergirse por la fuerza en un pozo cenagoso, mientras ella proclamaba: «creo que el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo son, unidos, una sola substancia y esencia», ensució toda el agua con un líquido bien digno, pues la roció con el flujo de su vientre. De ahí la llevaron al interrogatorio legal, y después de haber sufrido las torturas del potro, el fuego y las tenazas, fue entregada a Dios por sentencia de decapitación.26 Hasta el siglo VII no desapareció el arrianismo, cuando las tribus germánicas aceptaron gradualmente la postura ortodoxa (nicena) en torno a la relación entre el Padre y el Hijo. Después de Constantino, el Imperio siguió siendo gobernado por cristianos, exceptuados los dos años de mando del emperador Juliano el Apóstata (r. 361363). Resultaría difícil exagerar la importancia de la conversión de Constantino y del comienzo del apoyo imperial al cristianismo, después de tres siglos de abandono y de persecución. Entre los cambios más inmediatos está el número y la calidad de los conversos. Hasta Constantino, los cristianos formaban una minoría pequeña pero intensamente dedicada a su fe, como muestra la anuencia de muchos de ellos a que los martirizaran; cuando la gente se hizo cristiana, evidentemente no fue por ventajas materiales. Pero con la aceptación del cristianismo por el emperador, cantidades incontables se convirtieron porque el cristianismo era la religión del emperador y quizá por ello un buen medio para mejorar fortuna en el Imperio. Los que estaban dispuestos a morir por la fe tuvieron que aprender a tratar y a aceptar a muchos cristianos «tibios». En realidad, ahora que el cristianismo era una religión segura e, incluso, privilegiada, y que, con raras excepciones, no era ya posible el martirio, ¿cómo podrían esos cristianos profundamente devotos mostrar su disposición a perderlo todo por Cristo, como habían hecho los venerados mártires? Una reacción fue el incremento del ascetismo (de la palabra griega que significa «entrenamiento atlético»), vigorosa autonegación de los placeres del mundo, que fue en ocasiones considerada como una especie de «martirio cotidiano» (véase el cap. 6). El movimiento ascético no fue exclusivo de los hombres y mujeres que vivieron como ermitaños o en comunidades monásticas de los desiertos de Egipto, Palestina y Siria. En la Roma del siglo IV, por ejemplo, había viudas y mujeres solteras, procedentes menudo de familias destacadas, que hicieron voto de castidad
y pobreza, viviendo a veces voluntariamente en condiciones de escasez e, incluso, de miseria. Otro cambio importante que se produjo después de Constantino afecta a la función del obispo. Los obispos empezaron a llevar insignias que hasta entonces habían utilizado solamente los funcionarios civiles del emperador, y éste y otros los consideraron a menudo réplicas en lo religioso de los funcionarios imperiales. Incluso el «trono» o cathedra que pasaron a utilizar los obispos en sus iglesias tomó por modelo el asiento de los funcionarios imperiales de alta categoría. (La palabra «catedral», que se refiere a la iglesia que es sede de un obispo, procede de esta pieza de atributo imperial adaptada al uso cristiano.) Naturalmente, también los obispos de Roma adoptaron atributos del Imperio; además, el papa empezó a usar el título y los privilegios antaño propios del principal sacerdote pagano de Roma, el pontifex maximus. Asimismo, los papas patrocinaron importantes proyectos de construcción, entre ellos la edificación de iglesias en los puntos en que habían sido martirizados cristianos famosos. Entre éstas está la iglesia de San Pedro, construida en la sede del circo de Nerón en el Vaticano. El papa se instaló en un palacio llamado de Letrán, que fue donado por Constantino a los obispos de Roma. Junto a este palacio se edificó la catedral de Roma, San Juan de Letrán. Durante la mayor parte de la Edad Media, la residencia del papa estuvo en el palacio de Letrán. Solamente en el siglo XV se trasladaron permanentemente los papas a otro palacio, situado en el Vaticano. La Iglesia empezó a adquirir riquezas procedentes de donaciones imperiales y privadas. El hecho de que el obispo fuera la cabeza de una corporación rica aumentó la importancia del cargo episcopal. El control de riqueza por la clerecía cristiana implicó que fueran importantes para la economía y el gobierno del Imperio. Ésta es una de las razones por las que los emperadores se interesaron tanto en las disputas internas de la Cristiandad. Hemos visto ya cómo Constantino se inmiscuyó en lo que eran esencialmente disputas teológicas, tanto con el problema donatista como con el problema arriano en el Concilio de Nicea. Por otra parte, a veces los obispos intentaron ejercer su autoridad espiritual sobre un emperador cristiano con el fin de influir en cuestiones esencialmente políticas. El mejor ejemplo de esto tiene como protagonistas al emperador Teodosio († 395) y al obispo de Milán, san Ambrosio († 397). Por motivos políticos, Teodosio llevó a cabo una masacre en la ciudad griega de Tesalónica (moderna
Tesaloniki) en el año 390. Cuando el emperador volvió a su capital, Milán, Ambrosio le amonestó y le prohibió la entrada en la catedral de Milán hasta que hiciera penitencia pública por su pecado. Teodosio hizo penitencia en público. En otra ocasión, un grupo de fervorosos monjes cristianos quemó una sinagoga en la parte oriental del Imperio; Teodosio ordenó que el obispo local reconstruyera la sinagoga con dinero de la Iglesia. Paulino, el biógrafo de Ambrosio, relata lo que ocurrió cuando el emperador regresó a Milán: Sin embargo, cuando él [Teodosio] regresó a Milán, estando el emperador presente en la iglesia, predicó en presencia del pueblo sobre este mismo tema. En su predicación introdujo a la persona del Señor diciéndole al emperador: «Yo te hice emperador desde lo más bajo, te entregué el ejército de tu enemigo, te di las tropas que preparaba como ejército contra ti, entregué a tu poder a tu enemigo, coloqué a uno de tu estirpe en el solio imperial, te hice triunfar sin esfuerzo, y tú ¿das triunfos a mis enemigos a costa de mí?» El emperador le dijo cuando bajaba del púlpito: «Hoy has hablado contra nos, obispo». Pero él respondió que no había hablado contra él, sino por él. Dijo entonces el emperador: «Ciertamente, he dado una dura orden al obispo sobre la restauración de la sinagoga, y el castigo caerá sobre los monjes.»27 Ambrosio obligó a Teodosio a retirar la orden de reedificación de la sinagoga negándose a celebrar misa mientras no recibiera de Teodosio la promesa de obediencia en este asunto. Este mismo Teodosio fue el primer emperador que persiguió a gente que no era cristiana ortodoxa, es decir, tanto si eran herejes como los arrianos, como si eran paganos. En el 391 promulgó un decreto que iba encaminado a prohibir de hecho el paganismo: No se atribuya a nadie poder para hacer sacrificios; nadie se aproxime a los templos; que nadie sostenga los templos; que tengan en cuenta que las entradas a estos lugares que han dejado de ser sagrados están cerradas por prohibición de nuestra ley. De tal manera que si alguien, en contra de la prohibición, se ocupa de algo relacionado con los dioses o con los sacrificios, sepa también que será
tratado sin ningún tipo de indulgencia. También el juez que, en el ejercicio de su cargo, fiándose del privilegio de su poder, entrara, con actitud sacrílega y corruptora, en esos lugares contaminados, pague quince libras de oro...28 De esta forma, en menos de un siglo la Cristiandad había pasado de ser una religión minoritaria y perseguida a ser la religión oficial del Imperio Romano, la religión exigida a todos los funcionarios públicos. Durante toda la Edad Media, la gente tuvo clara conciencia de que la conversión de Constantino había marcado un (quizá el) cambio más importante de la historia de la Iglesia. A menudo lamentaron los reformadores y críticos de la Iglesia que los favores que le concedió Constantino y todas las consecuencias del favor imperial hubieran llevado, en último término, a la corrupción de los valores cristianos y de los cargos eclesiásticos cristianos. Dante, por ejemplo, deplora, cuando se encuentra a papas avariciosos en el infierno: «Ay, Constantino, madre fue traidora, no ya tu conversión: la dote impía que al primer padre enriqueciera otrora.»29 Parecidas son las palabras siguientes del importante reformador bohemio del siglo XV Juan Hus: Este veneno espiritual fue anunciado cuando por primera vez el emperador Constantino enriqueció al obispo de Roma dándole propiedades; pues se oyó una voz del cielo que decía: «Hoy ha sido vertido veneno en la comunión de los cristianos.»30 Durante la Edad Media, mucha gente creyó que Constantino había realmente concedido al papa autoridad para gobernar la mitad occidental del Imperio Romano; esta leyenda fue puesta por escrito posiblemente en el siglo VIII. La llamada Donación de Constantino fue, de vez en cuando, un punto fundamental de disputa entre los emperadores del Sacro Romano Imperio y los papas. En esta donación se basaron elaboradas teorías sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Algunos escritores, como Dante, negaron la validez de la transferencia al papa de poder imperial. Sin embargo, no fue hasta mediados del siglo XV que el humanista italiano Lorenzo Valla demostró científicamente que era falso lo de la Donación de Constantino. A finales del siglo IV surgió una última disputa en torno a la naturaleza de Cristo, que está al origen de la convocatoria del Tercer y Cuarto Concilios
Ecuménicos, los últimos que se ocuparon primariamente de cuestiones cristológicas. Aunque los problemas teológicos concretos son complejos, el meollo de la disputa estaba en la relación entre la divinidad y la humanidad de Cristo. Una postura, desarrollada en Alejandría, defendía que Cristo era plenamente divino pero no poseía todos los rasgos humanos; concretamente, Cristo no tenía las limitaciones de una mente humana. Los seguidores más extremos de esta postura, los monofisitas (de la palabra griega que significa «una naturaleza»), creían que Cristo tenía solamente una naturaleza completa, es decir, una naturaleza divina completa pero sólo una naturaleza humana incompleta. La postura contraria se desarrolló en Antioquía, aunque más tarde se centró en Constantinopla, cuando Nestorio, su principal representante, pasó a ser obispo de esta ciudad. Lo esencial de esta postura es que Cristo posee dos naturalezas completamente separadas, y sus seguidores destacaron la importancia de su naturaleza humana. A los seguidores de esta postura se les llamó nestorianos. El Tercer Concilio Ecuménico, celebrado en Éfeso en el 431, condenó la postura nestoriana al declarar que María es la Madre de Dios (los nestorianos sostenían que María era la madre de la naturaleza humana de Cristo, pero no madre de su divinidad). Se persiguió a los nestorianos y huyeron al Imperio Persa. En siglos posteriores, hubo misioneros nestorianos que viajaron a China donde, especialmente en el siglo XIII, tuvieron bastante éxito y fundaron iglesias en Pekín. Cuando, en el siglo XIII, Marco Polo y algunos misioneros franciscanos llegaron a China, les sorprendió encontrar allí una comunidad cristiana bastante floreciente, aunque herética. El Concilio de Éfeso no resolvió esta controversia cristológica, pues moderados y monofisitas siguieron discutiendo sobre la corrección de sus creencias. En el 449, otro concilio reunido en Éfeso apoyó la postura monofisita frente a las objeciones del papa León I. Sin embargo, un nuevo emperador convocó en el 451 en Calcedonia un concilio que ahora se llama Cuarto Concilio Ecuménico. Condenó como herética la postura monofisita y definió a Cristo como dotado de dos naturalezas completas, humana y divina, cada una de las cuales conserva todas sus propiedades aunque estén indisolublemente unidas en la Encarnación. Como hemos dicho antes, el Concilio de Calcedonia reconoció asimismo la primacía papal, que «Pedro había hablado por boca de León».
Los monofisitas, como los grupos heréticos anteriores, siguieron existiendo, aunque casi exclusivamente en la parte oriental del Imperio Romano; tuvieron especial fuerza en Egipto. El monofisismo fue un importante elemento de disgregación en el Imperio Romano de Oriente (Bizancio) hasta que, en el siglo VII, los musulmanes conquistaron todos los reductos de los monofisitas. Existen en la actualidad varias iglesias monofisitas, entre ellas la iglesia copta, la iglesia jacobita en Siria, y la iglesia armenia. El desarrollo de la doctrina y de las instituciones de la Cristiandad, que ha sido el núcleo de este capítulo, ha ilustrado la interacción entre las culturas clásica y bíblica. Por producirse primordialmente en el Mediterráneo oriental, esta interacción se llevó a efecto en un marco cultural y lingüístico griego. En el Occidente de lengua latina se produjo una interacción en paralelo y será éste el proceso cuyas huellas seguiremos en el capítulo siguiente, mediante el examen de sus dos figuras más representativas: jerónimo y Agustín.
CAPÍTULO CUARTO Los Padres de la Iglesia Latina: Jerónimo y Agustín Si exceptuamos las obras de Tertuliano y de Cipriano († 258), prácticamente todos los escritos cristianos anteriores al siglo IV están en griego, incluso los procedentes del Mediterráneo occidental. Solamente en los siglos IV y V, cuando el Imperio Romano se dividió de forma permanente en Oriental y Occidental, se desarrolló una tradición teológica en el Occidente de lengua latina. La primera figura importante es san jerónimo (h. 342420). jerónimo creció en Italia y estudió en Roma, donde fue bautizado y sirvió de secretario del papa Dámaso I. Pasó, sin embargo, la mayor parte de su vida adulta en Tierra Santa, en un monasterio en Belén. Fue un importante escritor sobre ascetismo, un influyente estudioso de la Biblia (que frecuentemente sigue muy de cerca a Orígenes) y traductor. Aunque existieron, antes de Jerónimo, versiones latinas de la Escritura, fue él quien volvió a traducir la mayor parte de los dos Testamentos de sus lenguas originarias, haciendo la versión que se convirtió en normal en Occidente durante más de mil años. A esta traducción se le denomina normalmente Vulgata (del latín vulgus, que significa «común»), porque fue la biblia común a la Europa medieval. Las introducciones y los comentarios de Jerónimo a muchos de los libros de la Biblia se convirtieron también, durante la Edad Media, en el punto normal de partida del comentario bíblico. Cualquiera que haya estudiado una lengua extranjera sabe que un traductor tiene que usar ciertas metáforas y aproximaciones de significado. Las elecciones de Jerónimo como traductor determinaron la forma en que la gente entendió y conoció la Escritura; y, puesto que sus traducciones mantuvieron su autoridad durante tanto tiempo, los errores que él introdujo formaron parte de la tradición bíblica recibida en Occidente durante toda la Edad Media. jerónimo escribió varias obras importantes, además de su exégesis bíblica. Por haber sido educado, como otros muchos cristianos, en los clásicos paganos, le preocupó la relación debida entre éstos y la Escritura. Aunque su punto de vista no se mantuvo coherente en las distintas fases o posturas de su vida, el tono general queda claro: los cristianos pueden utilizar las obras clásicas, aunque con precaución y subordinándolas a la Escritura. Analícese el contenido de los dos fragmentos siguientes de Jerónimo:
Mientras así jugaba conmigo la antigua serpiente, a mediados aproximadamente de la cuaresma, se me metió por los tuétanos una fiebre que me abrasaba el cuerpo exhausto y lo que parece increíble de tal manera devoró mis desdichados miembros, que apenas si me tenía ya en los huesos. Aparejábanme ya las exequias, tenía todo el cuerpo frío y el calor vital del alma sólo palpitaba en el pechezuelo también tibio, cuando, arrebatado súbitamente en el espíritu, soy arrastrado hasta el tribunal del juez. Había allí tanta luz e irradiaban los asistentes tal fulgor de claridad que, derribado por tierra, no me atrevía a levantar los ojos. Interrogado acerca de mi condición, respondí que era cristiano. Pero el que estaba sentado: «Mientes, dijo, ciceroniano eres, no cristiano. Donde está tu tesoro, allí está también tu corazón (Mt 6, 21)». Enmudecí al punto y, entre los azotes pues había el juez dado orden de que se me azotara, atormentábame más el fuego de mi conciencia, considerando dentro de mí aquel versículo: Mas en el infierno ¿quién te alabará? (Ps 6, 6). Sin embargo, empecé a gritar y decir entre gemidos: Ten compasión de mí, Señor, ten compasión de mí (Ps 56, 2).31 Había igualmente leído [Pablo] en el Deuteronomio (21,1013), mandado por la voz del Señor, que a la mujer cautiva había que raerle la cabeza y las cejas y cortarle todos los pelos y uñas del cuerpo, y así tomarla en matrimonio. ¿Qué maravilla es, pues, que también yo, de esclava y cautiva, quiera hacer israelítica, dada la gracia de su hablar y la belleza de sus miembros, a la sabiduría profana? Para ello,. le corto o rasgo todo lo que en ella hay de muerto: idolatría, placer, error y torpeza, y, unido al cuerpo purísimo, engendro de ella para el Dios Sabaot esclavos nacidos en su propia casa. Mi trabajo redunda en provecho de la familia de Cristo; mi estupro con una extraña acrece el número de los que conmigo sirven al Señor... Ezequiel, en figura de la fornicaria Jerusalén, se corta el pelo, a fin de quitar lo que había en él sin sentido ni vida.32
En otras palabras, no hay que rechazar ni ignorar la sabiduría de griegos y romanos, pero deben seleccionarse solamente esos elementos del legado clásico que resulten útiles al intento personal de obtener la salvación. San Agustín vivió en los días crepusculares del Imperio Romano de Occidente. Nacido en el Norte de África en el 354, viajó a Italia, donde se convirtió al cristianismo en el 386 por influencia de Ambrosio, obispo de Milán y escritor cristiano de éxito. Después de su conversión, Agustín fue obispo de Hipona, en el Norte de África; cuando murió en el 430, los invasores vándalos estrechaban el cerco de esa ciudad. Fue un educador, polemista, pastor de almas y predicador, además escritor prolífico de teología y de filosofía. No es posible exagerar la importancia para la Edad Media y para la época posterior de las obras de Agustín. Es uno de los dos o tres pensadores que más han influido en todo el pensamiento cristiano y quizá la figura generadora de la forma en que la Edad Media recibió la realidad. Escribió sobre casi todos los temas, hasta el punto de que resultaría imposible resumir su obra de forma completa; pero el análisis de tres de sus obras importantes puede permitirnos ver la amplitud y la profundidad de su influencia. Sobre la Doctrina Cristiana contiene su teoría de la forma en que se debe leer la Escritura. Las Confesiones son su autobiografía, el boceto de su conversión al cristianismo. La Ciudad de Dios es una interpretación de la historia de la humanidad en términos de lucha entre lo divino y lo terreno, la ciudad de Dios y la ciudad de los hombres. Para comprender la influencia que ejerció Sobre la Doctrina Cristiana hay que recordar primero lo que ya hemos dicho en torno al papel perfectamente central de la Biblia en la Edad Media. Si se juzga por la influencia que la Biblia tiene ahora, incluso entre los cristianos practicantes, se minusvalorará la importancia que tuvo para la cultura medieval. Quizá en ninguna otra época de la historia ha influido tanto en una cultura un solo libro. Los estudiosos modernos leerán a lo largo de su carrera muchos más libros que sus antecesores medievales, siendo la explosión material en todos los campos uno de los cambios culturales importantes que se han producido después de la Edad Media. Pero los libros de los estudiosos medievales conocían, los conocían extraordinariamente bien; y el libro que conocieron mejor es la Biblia. No sólo se conoció la Biblia de una forma totalmente ajena a los lectores modernos, sino que buena parte de los escritos científicos de la Edad Media fueron comentarios a sus diversas partes. Muchas obras importantes, como
los sermones de Bernardo de Clervaux sobre el Cantar de los Cantares o el comentario de Ambrosio al Evangelio de Lucas, por citar dos ejemplos bien conocidos, son exégesis de la Biblia. El propio Agustín escribió muchas obras de este tipo. La última parte de sus Confesiones es un comentario del libro del Génesis y su obra más larga una serie de comentarios y de sermones sobre los Salmos. Es decir, la Biblia se conoció, se estudió y se comentó. Los grandes estudiosos y pensadores se supieron realmente de memoria muchos de los libros bíblicos considerados más importantes. Y llegaba a los que no sabían leer tanto como a los que sabían a través de la predicación y de las artes plásticas. Como han mostrado intelectuales modernos, Emile Mâle entre ellos, la mayor parte de la escultura, del arte del vidrio y de la pintura medievales son un examen e interpretación de las narraciones bíblicas.33 Se sigue de esta importancia de la Biblia que la teoría de Agustín sobre su lectura tuviera repercusiones en muchas zonas de la realidad que no están precisamente relacionadas con la teología. Sobre la Doctrina Cristiana es un documento importante tanto para la historia de las ideas en general como para la historia de la teoría literaria en particular, una obra que define una estética literaria que influyó sobre toda la Edad Media; Agustín presenta, al principio del Libro 1, una distinción que proporciona la base no sólo a los argumentos que le siguen en esta obra, sino a todo el conjunto de su pensamiento. Distingue entre el uso y el disfrute de un objeto: Gozar es adherirse a una cosa por el amor de ella misma. Usar es emplear lo que está en uso para conseguir lo que se ama, si es que debe ser amado. El uso ilícito más bien debe llamarse abuso o corruptela. Supongamos que somos peregrinos, que no podemos vivir sino en la patria, y que anhelamos, siendo miserables en la peregrinación, terminar el infortunio y volver a la patria; para esto sería necesario un vehículo terrestre o marítimo, usando del cual pudiéramos llegar a la patria en la que habríamos de gozar; mas si la amenidad del camino y el paseo en el carro nos deleitase tanto que nos entregásemos a gozar de las cosas que sólo debimos utilizar, se vería que no queríamos terminar pronto el viaje; engolfados en una perversa molicie, enajenaríamos la patria, cuya dulzura nos haría felices. De igual modo siendo peregrinos que nos dirigimos a Dios en esta vida mortal, si queremos volver a la patria donde podemos ser
bienaventurados, hemos de usar de este mundo, mas no gozar de él, a fin de que por medio de las cosas creadas contemplemos las invisibles de Dios, es decir, para que por medio de las cosas temporales consigamos las espirituales y eternas... La cosa de la que se ha de gozar es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, es decir, la misma Trinidad. La única y suprema cosa agradable a todos.34 Es evidente que esta cita tiene implicaciones de gran alcance, porque contribuye a explicar cuál es la actitud debida hacia cualquier cosa posible, ya sea dinero, propiedad, sexo o Dios. No es quizá, sin embargo, tan evidente, ver aquí el origen de una teoría de la estética. Agustín pensaba que esta misma actitud debía encauzar nuestra aproximación al idioma. También las palabras deben usarse, más que disfrutarse, lo cual significa que no hay que verlas como cosas por sí mismas, sino como signos que apuntan hacia algo distinto. Esto es evidente en el sentido de que las palabras se refieren a algo. Sería frustrante, al leer la palabra «caballo», concentrarse en el término mismo y no en el animal de cuatro patas a que se refiere la palabra. Pero al leer la Escritura, nos dice Agustín, hay que ir más allá de la simple visión del objeto a que se refiere la palabra; hay que darse cuenta de que las palabras apuntan hacia una verdad espiritual que existe detrás de la realidad material. Elabora así una teoría del simbolismo. En la Escritura, la lengua es un medio de transportar al lector de lo visible a lo invisible. No es por casualidad que Agustín cita a Pablo: «Porque los atributos invisibles de Dios resultan visibles por la creación del mundo» (Rom 1, 20) no menos de seis veces a lo largo de Sobre la Doctrina Cristiana. Nos habla de las dos maneras de ver las palabras como signos: Por dos causas no se entiende lo que está escrito: por la ambigüedad o por el desconocimiento de los signos que velan el sentido. Los signos son o propios o metafóricos. Se llaman propios cuando se emplean a fin de denotar las cosas para que fueron instituidos; por ejemplo, decimos «bovem», buey, y entendemos el animal que todos los hombres, que conocen con nosotros la lengua latina, designan con este nombre. Los signos son metafóricos o trasladados cuando las mismas cosas que denominamos con sus propios nombres se
toman para significar alguna otra cosa; como si decimos bovem, buey, y por estas dos sílabas entendemos el animal que suele llamarse con este nombre; pero además por aquel animal entendemos al predicador del Evangelio, conforme lo dio a entender la Escritura según la interpretación del Apóstol que dice: No pongas bozal al buey que trilla.35 Agustín cree, pues, que la tarea del estudioso serio de la Escritura es descubrir el significado espiritual que sugieren las palabras de la misma. Sobre la Doctrina Cristiana está dedicada, en gran parte, a las maneras de llevar a cabo ese descubrimiento. Las cualidades mentales que Agustín considera necesarias para esta tarea se imbrican con la calidad misma de la propia vida; se preocupa por mostrar que la comprensión de la Escritura es siempre algo más que un mero ejercicio académico. Para entender el significado espiritual de la Escritura, hay que llevar una vida que esté espiritualmente de acuerdo con la Escritura. Al hablar de la posibilidad de interpretar mal el espíritu que está detrás de ciertas secciones del Antiguo Testamento, nos dice: También se ha de evitar el que alguno piense que puede tal vez ponerse en uso en los tiempos de la vida presente lo que en el Antiguo Testamento, dada la condición de los tiempos, no era maldad ni iniquidad, aunque se entienda en sentido propio, no figurado. Lo cual nadie lo intentará, a no ser el que dominado por la concupiscencia busca el apoyo de las Escrituras, con las que precisamente debiera ser combatida. Este desgraciado no entiende que aquellos hechos se refieren de este modo para que los hombres de buena esperanza vean la utilidad y conozcan que la costumbre vituperada por ellos puede tener un uso bueno y la que abrazan puede tenerlo condenable, si allí se atiende a la caridad y aquí a la concupiscencia de los que la usan.36 Agustín nos está diciendo que nuestra propia avidez es el principal obstáculo para entender la Escritura. Su teoría ayuda a explicar por qué parecen oscuras ciertas partes de la Escritura; mientras untó no sea capaz de rasgar el velo de la narración misma para ver la verdad espiritual que
contiene, puede ciertamente pensar que gran parte de la superficie narrativa de la Escritura es ininteligible y extraña. Y Agustín quiere que el lector conozca la dificultad de la empresa y la importancia de dedicar su vida a su consecución. Un problema que, lógicamente, se plantea es por qué habría que escribir la Escritura de una forma aparentemente tan oscura. ¿Por qué Dios no presenta sencillamente la verdad espiritual, en vez de servirse de los rodeos que describe Agustín? Su respuesta a esta pregunta es una de las secciones más importantes de la obra y una de las afirmaciones que más influyeron en la estética medieval: Los que leen inconsideradamente se engañan en muchos y polifacéticos pasajes obscuros y ambiguos, sintiendo una cosa por otra, y en algunos lugares no encuentran una interpretación aún sospechando que ella sea incierta; así es de obscura la espesa niebla con que están rodeados ciertos pasajes. No dudo que todo esto ha sido dispuesto por la Providencia divina para quebrantar la soberbia con el trabajo y para apartar el desdén del entendimiento, el cual no pocas veces estima en muy poco las cosas que entiende con facilidad. Y si no, ¿en qué consiste, pregunto, que si alguno dijese que hay hombres santos y perfectos con cuya vida y costumbres la Iglesia de Cristo rompe con sus dientes y separa de cualquier clase de supersticiones a los que vienen a ella; y, por lo tanto, con esta imitación de los buenos en cierto modo los incorpora a su seno; los cuales hechos ya buenos fieles y verdaderos siervos de Dios, por haber depuesto las cargas del siglo vienen a la sagrada fuente de purificación bautismal de donde suben fecundizados por la gracia del Espíritu Santo y engendran el fruto de la doble caridad, es decir, de Dios y del prójimo? ¿En quéconsiste, repito, que si alguno dijere esto que acabo de escribir, agrade menos al que lo oye, que si al hablar de lo mismo le presentara el pasaje del Cantar de los Cantares donde se dijo a la Iglesia, como si se alabara a una hermosa mujer: Tus dientes son como un rebaño de ovejas esquiladas que sube del lavadero; las cuales crían todas gemelos, y no hay entre ellas estéril? ¿Pero acaso el hombre aprende alguna otra cosa distinta con el auxilio de esta semejanza, que la que oyó con palabras sencillas y llanas? Sin embargo, no sé por qué contemplo con más atractivo a
los santos cuando me los figuro como dientes de la Iglesia que desgajan de los errores a los hombres, y ablandada su dureza y como triturados y masticados los introducen en el cuerpo de la Iglesia. También me agrada mucho cuando contemplo las esquiladas ovejas, que habiendo dejado sus vellones como carga de este mundo, suben del lavadero, es decir, del bautismo y crían ya todas mellizos, esto es, los dos preceptos del amor, y que ninguna de ellas es estéril de este santo fruto.37 Estas declaraciones describen un movimiento desde lo visible hacia lo invisible: Agustín deja claro que el objetivo del lenguaje figurativo no es el placer que pueda derivar del lenguaje en sí, sino la verdad intelectual a la que conduce ese lenguaje figurativo. Refuerza esto el ejemplo que emplea, con su chocante efecto para la sensibilidad moderna. La imagen transporta al lector en un extravagante viaje por el conducto intestinal de un cordero, lo cual sólo puede tener sentido cuando resolvemos el enigma intelectual que plantea: ¿cómo puede a querer decir b? Agustín sostendría que el lector obtiene satisfacción intelectual del descubrimiento de la verdad, que es una satisfacción distinta de la contemplación de la verdad misma; y la dificultad de la imagen aumenta la satisfacción. Al comienzo de la cita anterior, Agustín dice explícitamente que las cosas que se obtienen con facilidad no son muy valoradas. Inversamente, valoramos la verdad intelectual que está detrás de lo que él llama «la más densa niebla» precisamente por el trabajo que supone desvelarla. Este ejemplo puede parecer extremo, pero ilustra así con mucha más fuerza una diferencia esencial entre la teoría estética medieval y la moderna; para Agustín, la función de lo imaginario no era provocar una actitud emocional espontánea en los lectores, sino ayudarles a «buscar un modelo abstracto de importancia filosófica por debajo de la configuración simbólica.»38 Agustín trata también de la cuestión de los límites que existen en cuanto al número de interpretaciones de un fragmento bíblico determinado: El que juzga haber entendido las divinas Escrituras o alguna parte de ellas, y con esta inteligencia no edifica este doble amor de Dios y del prójimo, aún no las entendió. Pero quien hubiera deducido de ellas una sentencia útil para edificar la doble caridad, aunque no diga lo
que se demuestra haber sentido en aquel pasaje el que la escribió ni se engaña con perjuicio, ni miente.39 Esta declaración no es precisamente una invitación en carte blancbe para los cazadores de símbolos del medievo. Al mismo tiempo, es claramente abierta, porque sugiere que ni siquiera la intención de un autor es tan importante como la promoción de la doctrina de la caridad. Hay otra sección de Sobre la Doctrina Cristiana que merece la pena citar porque confirma el método que acabamos de describir. Agustín escribe sobre los usos posibles de la cultura clásica: Si tal vez los que se llaman filósofos dijeron algunas verdades conformes a nuestra fe, y en especial los platónicos, no sólo [no]* hemos de temerlas, sino reclamarlas de ellos como injustos poseedores y aplicarlas a nuestro uso. Porque así como los egipcios no sólo tenían ídolos y cargas pesadísimas de las cuales huía y detestaba el pueblo de Israel, sino también vasos y alhajas de oro y plata y vestidos, que el pueblo escogido, al salir de Egipto, se llevó consigo ocultamente para hacer de ello mejor uso, no por propia autoridad sino por mandato de Dios, que hizo prestaran los egipcios, sin saberlo, los objetos de que usaban mal; así también todas las ciencias de los gentiles no sólo contienen fábulas fingidas y supersticiosas, y pesadísimas cargas de ejercicios inútiles, que cada uno de nosotros saliendo de la sociedad de los gentiles y llevando a la cabeza a Jesucristo ha de aborrecer y detestar, sino también contienen las ciencias liberales, muy aptas para el uso de la verdad, ciertos preceptos morales utilísimos y hasta se hallan entre ellas algunas verdades tocantes al culto del mismo único Dios. Todo esto es como su oro y su plata y que no lo instituyeron ellos mismos, sino que lo extrajeron de ciertas como minas de la divina Providencia, que se halla infundida en todas partes, de cuya riqueza abusaron perversa e injuriosamente contra Dios para dar culto a los demonios.40
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N. de la T.- Falta en la traducción castellana.
Aquí, Agustín lee la cita del Éxodo: «que cada uno pida a su vecino y cada mujer a su vecina objetos de plata y objetos de oro» (11, 2), ** siguiendo su propio método alegórico. Entendida así, esta frase pasa a ser una muestra de la actitud debida ante la cultura pagana en general y, como tal, se convierte en otra contribución importante a la debatida cuestión de qué hacer con la cultura clásica que la Edad Media heredó. La respuesta de Agustín, que hay que coger lo que es bueno, usarlo y dejar el resto, describe lo que efectivamente sucedió con la cultura de la Antigüedad. Se justifica la toma de elementos del pasado pagano con la idea de que contienen verdades que pueden ser transformadas para uso cristiano. Esto explica por qué, cuando un manuscrito contiene una miniatura de Cicerón, se le pinta como si fuera un monje medieval, volviéndolo así de uso cristiano. Nuestra reacción inmediata, de lectores modernos con una conciencia del tiempo mucho más aguda, es considerar simplista e ingenua esta transformación. Pero la gente de la Edad Media manifestaba realmente una actitud sensata y elaborada, si aceptamos su condicionamiento previo. Querían mostrar la importancia del pasado, y para ello ven a las personas y a los acontecimientos constantemente presentes, ya se trate de un retrato de Cicerón en hábito de monje o de un profeta del Antiguo Testamento usando topónimos ingleses del siglo XIV en un drama religioso. En la pintura y en la escultura medievales, a menudo se representan juntos en la misma superficie personajes que vivieron en distintos lugares y épocas. Esta yuxtaposición es también una manera de aproximar el pasado al presente, mostrando que las afinidades temáticas son más importantes que las diferencias temporales. Nuestra reacción, que ve sólo su distorsión del pasado, podría ser otro tipo de ingenuidad, el reverso de la moneda de la interpretación medieval. En cierto sentido, hemos perdido la capacidad de ver la continuidad entre nuestra época y el pasado y tendemos, en consecuencia, a acentuar las diferencias. Las Confesiones, o autobiografía de Agustín, es una de las grandes autobiografías de la historia de Occidente y también uno de sus grandes documentos espirituales. Pero para entenderla como una obra transcendentalmente influyente en el pensamiento de la Edad Media, es necesario explicar ciertas diferencias entre la idea moderna de autobiografía y la de Agustín. En la actualidad pensamos que una biografía **
N. de la T.- (2:11) en el original.
es la descripción de los acontecimientos de la vida de una persona, de una persona tan útil e importante que se relata detalladamente lo que de verdad sucedió. Se supone que una biografía es, por encima de todo, completa y exacta en sus datos. En cambio, para comprender lo que Agustín entendía por autobiografía, estas ideas son menos útiles que sus principios de interpretación bíblica. Construye las Confesiones como un movimiento conscientemente articulado desde lo visible hacia lo invisible. De la misma manera que la lectura de la Escritura nos lleva a una verdad interna más importante que los medios visibles con que es presentada esa verdad, los acontecimientos de la vida de Agustín son menos importantes que el modelo de conversión hacia el cual conducen esos acontecimientos. Su descripción de los hechos de su vida es un medio para un fin y no un fin en sí mismo; y el final de las Confesiones es la conversión de Agustín, su rechazo de sí mismo por Dios. Los últimos libros de las Confesiones son, en realidad, exégesis bíblicas que constituyen una exposición del principio del libro del Génesis. De esta forma, su conversión se convierte en la condición necesaria para la correcta comprensión de la Escritura. Si Sobre la Doctrina Cristiana fue un modelo para comprender e interpretar la Escritura a lo largo de la Edad Media, las Confesiones son uno de los modelos más importantes de conversión, un modelo que ejerció extraordinaria influencia en el pensamiento medieval. La historia de una persona que se aleja de sí misma para volverse hacia Dios es anterior a Agustín. Él, en realidad, narra en las Confesiones cómo fue influida su propia conversión por otras historias famosas de conversión, la de san Antonio anacoreta (251356), escrita por san Atanasio (h. 296373), y la conversión más famosa del Nuevo Testamento, la de Pablo en el camino de Damasco. En el fragmento que sigue, un amigo ve en la casa de Agustín un libro abierto de las Epístolas de Pablo y esto le lleva a hablar de su propia conversión, dándose cuenta de que los intereses de Agustín son parecidos a los suyos: Y vino a contar que "una vez, no sé por cuándo, él y otros tres camaradas fue en Tréveris a punto fijo, una tarde que estaba entretenido el emperador en el espectáculo de los juegos del circo, salieron a dar un paseo por los jardines contiguos a la muralla. Y allí se iban distanciando en parejas formadas al azar, uno con él por un
lado y los otros dos también por el suyo y tomaron caminos divergentes. Los otros dos, caminando sin rumbo fijo, vinieron a dar a una cabaña en la que habitaban ciertos servidores tuyos, pobres de espíritu, de aquellos a quienes pertenece el reino de los cielos. Y encontraron allí un libro en el que estaba escrita la vida de Antonio. Púsose a leerla uno de ellos y comenzó a maravillarse y a encenderse y a pensar, a medida que iba leyendo, en abrazar aquel género de vida y en dejar la milicia del siglo para servirte a ti. Eran ambos de los que se llaman agentes de negocios públicos. Entonces, súbitamente, lleno de amor santo e irritado consigo mismo con una reprimida vergüenza, clavó los ojos en su amigo y le dijo: «Dime, te ruego, con estos nuestros trabajos ¿adónde ambicionamos llegar? ¿Qué buscamos? Por qué servimos? ¿Podemos esperar en el palacio un privilegio mayor que ser amigos del emperador? Y en esto qué hay que no sea frágil y lleno de peligros? Y qué de riesgos no hay que atravesar para llegar a un riesgo más grande todavía? Y eso